Ciclónicas N°8-María Eugenia Ramos
Ciclónicas N°8-María Eugenia Ramos
Ciclónicas N°8-María Eugenia Ramos
R A M O S
Ciclónicas
Encuentro de escritoras hondureñas
C U E N T O
María Eugenia Ramos
(Tegucigalpa, Honduras.1959) Ha publicado narrativa, poesía y
ensayo. Ha participado en prestigiosos encuentros literarios
internacionales, como el Festival Internacional de Poesía de
Medellín (2001), “América Latina, tierra de libros” (Roma, 2010),
Centroamérica Cuenta (León, Nicaragua, 2013), y la Feria
Internacional del Libro de Guadalajara, México, que la seleccionó
como una de “Los 25 secretos literarios mejor guardados de
América Latina” en 2011, y curadora de su programa “Ochenteros”
en 2016.
Ciclónicas
Encuentro de escritoras hondureñas
C U E N T O
Ciclónicas N° 8.
(Cuento)
CICLÓNICAS:
Encuentro de escritoras hondureñas
Primera edición
septiembre 2020
© de los cuentos: María Eugenia Ramos
Edición bajo el cuidado de Armando Maldonado
Corrección de textos: Iveth Vega
Publicado por Ediciones MALPASO, propiedad
de Inversiones Cultrales Honduras: ICH.
Tegucigalpa, M.D.C. Honduras.
Septiembre de 2020
Esta breve publicación es de libre circulación, no se permite su
comercialización. Se permite citar los textos para fines académicos, de
investigación o de enseñanza, siempre y cuando se den los créditos de
autoría y de la casa editora.
Cuando se llevaron la noche
-5-
—¿Estás tomando algo, o qué? Solo está lloviendo, ¿no entendés?
Me quedé callada. Él me tomó por un brazo, con cierta brusquedad.
—Vení, volvamos a la cama. Vamos a jugar de caballito.
—Marcos, por favor. Te digo que no está la noche.
—Qué joder, carajo. Te estás inventando esa estupidez. Si no querías
acostarte conmigo, no hubieras venido.
—No, te juro que es cierto. Acercate, mirá.
—No, mirá vos —y sin soltarme el brazo, descorrió el pasador, abrió la
ventana y me obligó a sacar la mano—. ¿Ves? ¿Sentís la lluvia?
—¡No, por favor!
Aunque Marcos me hacía estirar la mano con la palma hacia arriba, yo
sentía que los dedos me rebotaban en una especie de colchón elástico.
Definitivamente, el aire, la lluvia, las cigarras, el calor, la noche entera, ya
no estaban.
Él me soltó despacio y comenzó a vestirse, diciéndome:
—Yo creo que estás jugando conmigo —su voz tenía un tono de
rencor—. Tengo mucho que hacer y solo vine a estar un rato con vos. ¿No
podés entender eso? Pero está bien, si no querés, no volvamos a
vernos.
—Marcos, no te vayás, por favor. No podés irte. No hay adónde ir.
—Quedate vos con tu locura, si querés. Me voy.
Tiró la puerta con tanta violencia que la sábana mal puesta sobre la
ventana cayó al suelo. Yo la tomé, me acurruqué en la cama y me envolví
toda para no ver eso que estaba afuera en lugar de la noche. Y aquí estoy
desde entonces, esperando que pasen las horas y que cualquiera de los dos,
o juntos, Marcos y la noche, vuelvan por mí.
-6-
El vuelo del abejorro
-7-
El calor había retrocedido, intimidado por las alas jubilosas del abejorro.
Por un instante, Isaías recordó a su madre, despeinada, con los ojos
hinchados, sirviendo café con mano poco firme después de una noche de
concierto, y volvió a verla en su féretro gris, vistiendo su último traje de gala,
de raso negro, mientras sus compañeros de la sinfónica, muchos ya
jubilados, interpretaban para ella la Serenata de Schubert.
Bruscamente, la música se detuvo. El silencio fue tan inesperado que
Isaías se estremeció. Miró, ahora sí, abiertamente, hacia la ventanilla del
conductor. Entonces vio con toda claridad el ojo redondo y ciego del cañón
del arma que le apuntaba, y supo que había escuchado El vuelo del abejorro
por la misma razón por la cual a su madre, a su turno, le habían tocado la
Serenata.
Aún pudo imaginar la bala introduciéndose en la recámara, la chispa del
detonador encendiéndose, el proyectil iniciando su recorrido en espiral en el
interior del túnel de acero, y luego el destello mortal del pequeño trozo de
plomo en vuelo hacia su objetivo. El impacto en el cuello, justo en la
carótida, lo desmadejó, le quitó la ansiedad y la impotencia y solo le dejó una
tranquilidad levemente impregnada de hastío.
Quiso retroceder, asirse de la música que volvía a sonar con renovados
bríos, ascender, pero ya era tarde. Solo alcanzó a escuchar los últimos
acordes, al tiempo que el gran auto negro arrancaba y se alejaba sin prisa,
cada vez más distante, hasta que la nota final cayó y se quedó quieta sobre el
polvo de marzo.
-8-
Para elegir la muerte
-9-
—En estos tapices —la joven señaló la pared— usted encontrará diversas
clases de muerte. Aquí, por ejemplo, está la Filipinas 800.
En el entramado de tonos grises y púrpuras resaltaba un hombre
amarrado de pies y manos a una cruz, con los ojos vueltos en dolorosa
expresión hacia el cielo.
—Un misionero español crucificado en las Filipinas en el siglo dieciocho
—explicó la joven.
El siguiente tapizera una explosión de tonos rojizos y cobres bajo una
gran nube plomiza, pero no se veía persona ni cosa alguna.
—¿Qué es esto?
—Hiroshima —suspiró la joven—. Una muerte muy de moda en estos
días en que han desaparecido casi todas las armas atómicas.
Samuel vaciló. Había leído que la mayoría de los muertos en Hiroshima
no había sentido nada.
Podría ser una opción. Lo pensó un momento, pero luego sacudió la
cabeza.
—Veamos otras —pidió.
En el tercer tapiz, un científico moría contagiado por la misma
enfermedad para la que trataba de hallar una cura. En el cuarto, un viejo
pescador curtido por el sol y el mar moría luchando con un tiburón. En el
quinto, la cabeza de Olympe de Gouges rodaba en la guillotina. En el sexto,
una joven mujer de rasgos árabes moría quemada en la hoguera,
contemplada por los inquisidores impasibles. En el séptimo, un hombre de
mediana edad yacía con un orificio de bala en la sien, aferrado al cuerpo
inerte de una mujer. A Samuel le impresionó la expresión torturada del
hombre, que no recordaba haber visto ni siquiera en el rostro terroso del
doctor Santana.
—Es un atormentado—explicó la joven—. Mató a su esposa y luego se
suicidó.
—Debió haberla amado mucho —supuso Samuel.
—No lo sé, señor. Nos capacitan en diferentes técnicas de muerte, pero
no sabemos qué sentimientos tienen los que mueren. No nos han
entrenado para eso.
—Comprendo —asintió Samuel.
Al avanzar hacia el siguiente tapiz, sin querer rozó el brazo de la joven.
Ella lo miró a los ojos. Samuel se sintió completamente relajado, con deseos
de hablar.
—Sabe —hablaba en voz baja, pero sabía que la joven lo escuchaba—, yo
nunca pude amar a mi esposa.
—Es natural, señor. Muy pocas personas pueden amar a nadie.
—Tiene razón —se sorprendió Samuel—. Es más, no solo a mi esposa,
yo nunca he podido amar a nadie.
—Como le digo, eso es propio de estos tiempos.
—Le confieso que estoy confundido. Después de todo, ¿qué será más
importante? ¿Poder elegir la propia muerte? ¿O será verdad lo que dicen los
libros antiguos, que si se ama, cualquier muerte es buena?
—Bueno, eso es lo que creían los misioneros. Pero recuerde que poder
elegir la muerte es un privilegio, no de este siglo, sino desde siempre.
-10-
Solo que antes estaba reservada a los iniciados, y ahora está a la disposición
del público mediante una suma razonable. Es una gran ventaja, ¿no cree?
—Sí, claro. ¿Habrá sido por eso que el doctor Santana escogió esa clase
de muerte?
—¿Cómo dice?
—El doctor Santana. Sabe, él me dejó una carta contándome del servicio
que ustedes ofrecen. Llevo tres semanas preguntándome por qué querría
morir así. Los golpes lo deshicieron por dentro.
—Ah, el doctor Santana —el chorrito de miel seguía cayendo sin variar
su intensidad—. Sí, ya recuerdo. Vino hace unos dos meses a solicitar el
servicio. Era un señor ya mayor. Me alegra saber que es otro más de
nuestros clientes satisfechos.
—¿Usted lo atendió? ¿Qué le dijo?
—Siempre atiendo yo, señor. No somos muchas las personas capacitadas
para este servicio. Se necesitan ciertas cualidades, entre ellas la discreción.
No puedo comentarle lo que me dijo.
—Por favor, señorita. Necesito saber. Eso me ayudará a hacer mi
elección. Imagínese, un hombre tan respetado. Viajaba a Roma todos los
años y lo recibía el Papa. El gobierno lo condecoró varias veces. Era
directivo de varias organizaciones de beneficencia y de la Liga contra el
Aborto, y venir a terminar así, en delincuente, o guerrillero, lo que sea.
—Cada cliente tiene sus razones, señor. Nosotros no intervenimos en
eso.
—Sí, tiene razón. Discúlpeme —cedió Samuel, con desaliento.
—Sigamos adelante —sonrió la joven—. Estoy segura de que después de
ver todo el muestrario podrá tomar una decisión. Quizá hasta pueda
comprender a su amigo.
—No era exactamente mi amigo —murmuró Samuel—. Fue más bien
mi maestro. Yo era quizá muy joven para ser su amigo, y la política no me
interesaba, solo los negocios.
En el octavo tapiz, Samuel se sorprendió al ver a un perro
convulsionando en la bruma de la muerte.
—¿Se puede elegir una muerte no humana?
—La mayoría de los humanos morimos como lo que somos, animales
—suspiró la joven.
En el siguiente tapiz, Julieta se hundía el puñal en el pecho, de bruces
sobre el rostro marmóreo de Romeo. Más adelante, un cosmonauta flotaba
eternamente en el espacio.
Samuel atravesó toda la línea siguiente de tapices, deteniéndose ante
cada uno. Al entrar no había notado que el local fuera tan grande. En un
extremo de la estancia había una puerta que daba a otro salón, menos
iluminado y más pequeño. Samuel se detuvo en el umbral y se esforzó por
distinguir las imágenes del primer tapiz. No estaba seguro, pero le pareció
ver a un hombre erguido en la palidez del amanecer, ante un pelotón de
fusilamiento. Aunque no se parecía mucho a las estampas planas de la
escuela, Samuel creyó reconocer a Francisco Morazán.
Quiso entrar para ver mejor, pero entonces notó que la joven no estaba
junto a él. Al darse vuelta, vio que había ocupado de nuevo su lugar tras el
mostrador.
-11-
—No puedo seguir adelante —explicó—. Ese lugar lo recorrerá usted
bajo su propio riesgo.
—¿Por qué?
—Esas muertes las eligen muy pocos. Son como la Filipinas 800, solo
que los misioneros confiaban en el paraíso después de la muerte y recibían
el tormento con gozo.
—¿Y estos?
La joven no respondió. Entre el humo del incienso, cada vez
más fuerte, Samuel sintió que la cabeza se le despejaba y que sus ojos eran
capaces de percibir mejor aun en las zonas menos iluminadas por las
lámparas.
—Estas son las muertes por amor, ¿verdad? No son las del que mató a
su esposa, ni siquiera las de los misioneros, usted ya me explicó por qué.
Estas otras son de amor sin recompensa.
—Romeo y Julieta murieron por amor —por primera vez, la intensidad
del chorrito dorado había disminuido.
—Sí, pero ellos se tenían uno al otro, pudieron tocarse, estar juntos, qué
sé yo. Estas gentes murieron sin haber visto lo que amaban.
—Puede que tenga razón, señor. Es una opinión.
—Dígame por qué no puede acompañarme.
—La compañía tiene sus reglas. En este pasillo se corre el riesgo de no
poder regresar, de perder la objetividad, de querer cambiar de vida,
incluso de querer cambiar la vida por la muerte. Ya no podríamos
garantizar nada, ni siquiera el momento de la muerte. Aun los empleados
no estamos exentos de correr ese riesgo.
—El doctor Santana entró aquí, ¿verdad?
Ya no escuchó la respuesta. Desde el umbral, creyó distinguir los rasgos
impávidos de Tupac Amaru entre sus miembros desgarrados por los
caballos andaluces. Todavía con la mano apoyada en el dintel de la puerta,
comenzó a dar el primer paso hacia la escuelita de techo de teja de La
Higuera.
-12-
Entre las cenizas
-13-
Horas después, el príncipe despierta con la sensación de que no está
solo. Pero en la estancia no se ve a nadie. La antorcha, a punto de apagarse,
ilumina débilmente el hogar lleno de cenizas. El príncipe siente lástima de
sí mismo, derrotado, solo, sin más compañía que estos tres hombres leales,
esperando en esa cabaña sucia y desordenada los refuerzos prometidos.
El príncipe contempla abstraído el suelo. De pronto, sobre la capa de
polvo y ceniza que lo cubre, comienzan a aparecer las huellas de unos pies
delicados, aunque no se ve a nadie. Sin temor (sabe que no hay razón para
tenerlo), el príncipe se incorpora a medias. Las huellas avanzan hacia la
chimenea. A su paso, los objetos dispersos en la habitación van
colocándose en su lugar. Todo queda limpio y ordenado.
El príncipe sonríe. Tal como lo imaginaba, a la pálida luz de la antorcha
comienza a definirse la figura de una mujer joven. Como flotando entre las
cenizas, ella se acerca al lecho y se sienta al lado del príncipe. Él extiende la
mano para disfrutar del roce de ese pelo suave, tan diferente de las ásperas
crines de los caballos, le acaricia el rostro, se detiene unos segundos en la
humedad de esos labios frescos y finalmente desciende por el cuello. El
príncipe atrae hacia sí ese cuerpo hecho para hacerle olvidar el miedo, el
cansancio, el fracaso y el olor terrible de la guerra.
—Gracias por venir, Cenicienta —le murmura al oído.
-14-
La partida
-15-
amor, si alguna vez fue amor, se quedó suspendido como un piano que de
repente dejara de sonar y del que solo quedara una cierta vibración en el
aire.
Ahora, Francisco esperaba sentado a la mesa, y Sonia sintió alivio de
que Pablo estuviera también allí, removiendo el café con la cucharita y
mirando distraídamente la mancha de humedad.
—Bueno —dijo Pablo—. Ya casi es la hora, ¿no?
—Ya es la hora—dijeron al mismo tiempo Sonia y Francisco.
Se miraron, pero no había duda en sus ojos, ni siquiera tristeza.
—¿No van a llevar algo?—se interesó Pablo, y él mismo se respondió—.
Para qué.
Se tomó el último resto de café y se levantó. Francisco y él salieron
juntos y esperaron en la puerta. Como si fuera a regresar, Sonia levantó
las tazas de la mesa, las puso en el lavatrastos y abrió el grifo para
enjuagarlas. Le pasó un trapo al mantel y pensó que el ratón se comería las
migas esparcidas por el suelo.
—Rápido —la urgieron.
Se secó las manos en la falda y recogió la cartera al pasar. En el dintel
recordó el suéter, pero ya era tarde para regresar. Cerró la puerta y los tres
echaron a andar rápidamente, con la certidumbre de que era la última cosa
que hacían juntos.
No habían caminado mucho cuando la explosión sacudió el pavimento
y puso campanitas de alarma en las ventanas de las casas vecinas. Sonia
volvió la cabeza para alcanzar a ver cómo rodaban los últimos trozos de
ladrillo por la pendiente empedrada, envueltos en una nube de polvo
rojizo, y la reconfortó la seguridad de lo inevitable. Solo dijo en voz baja:
“Hubiera traído el suéter”.
-16-
Una cierta nostalgia
Todo está oscuro. Todo. Creo que hasta la oscuridad que rodea a un
ciego es menor que esta. Un ciego percibe los cambios de luz a través de
los párpados cerrados. Yo no. Aquí lo negro es insondable. Un ciego
percibe la diferencia entre el día y la noche porque percibe el frío y el
calor en la piel. Aquí solo hay una quietud, un vacío tan hondo que he
perdido hasta mis propios límites.
Al principio estiraba las manos y buscaba a mi alrededor. Pero pronto
me convencí de que podía moverme, estirarme y aun caminar, pero
siempre en el mismo sitio. Digo “pronto” por decir algo, pero en realidad
el tiempo se ha detenido en el aire como una bola de cristal rota.
No sé cuánto hace que he perdido la nostalgia. Cuando aún la tenía, la
gran ventaja de la oscuridad absoluta era que no necesitaba cerrar los ojos
para devolver, no solo a mi memoria, sino también a mi cuerpo, las
sensaciones de lo que fui alguna vez.
-17-
Ahora, mis piernas se arquean para aprisionar una superficie dura y
escucho el resollar de una bestia bajo mi cuerpo. Bajo mis manos se
tensan sus músculos y el sudor apelmaza sus crines. La sangre cae espesa
y roja, mojándome el pantalón. Un olor acre a sudor de caballos y de
hombres flota a mi alrededor.
-18-
¿O será que el agujero negro que me carcomía el pecho ha terminado por
devorarme el corazón?
Creo que lo que me da la seguridad de no estar muerto es el eco de
una esperanza. He sabido que cuando a alguien le amputan una mano
conserva la facultad de sentir dolor o escozor en ella. De esta misma
forma, seguramente, es que mantengo una sombra de esperanza, la de
que esas personas que me buscan terminarán por encontrarme en la
oscuridad.
De vez en cuando, fantasmas de sonidos atraviesan las tinieblas y
pasan a mi lado. “Escucho”, porque en realidad los sonidos resbalan sin
fijarse en mi mente, palabras pronunciadas en voz alta, como si se tratara
de discursos. Y me parece que se dirigen al ser que yo fui, aunque no
podría decir en qué me fundamento para albergar esa creencia.
Tengo que confesar, sin embargo, que me estremezco como si
estuviera a punto de recuperar la debilidad de mi carne y mis huesos
cuando percibo un rumor sobre mi cabeza, una ola lejana que crece hasta
convertirse en una marejada. Si estuviera muerto, diría que decenas,
centenares, miles, millones de pies descalzos están pasando sobre mi
tumba. Ni siquiera novecientos cañones pueden pesar tanto como esta
tropa hambrienta y desamparada. Casi quisiera estar muerto para que con
el roce de sus pies horadaran la tierra y abrieran una hendidura por
donde entrara el sol.
Pero no estoy muerto, y estas imágenes que flotan a mi alrededor son los
fantasmas del pasado, empujándome hacia un mundo tan desconocido
como anhelado para mí. No sé hacia dónde voy, pero solo se trata de
volver atrás, de borrar los bordes del agujero que me perfora el pecho, de
abrirme paso en las tinieblas, hacia la orilla lejana de los que me están
buscando, de volver a ser yo mismo, solo un hombre
¿o un hombre solo?
Mientras llega ese momento, sigo recorriendo estas palabras vacías,
estériles, incapaces de hacerme vivir, pero suficientes para no dejarme
morir en las tinieblas.
-19-
Índice
5 Cuando se llevaron la noche
15 La partida
Ciclónicas
Encuentro de escritoras hondureñas
C U E N T O