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Ciclónicas N°8-María Eugenia Ramos

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M A R Í A E U G E N I A

R A M O S

Ciclónicas
Encuentro de escritoras hondureñas
C U E N T O
María Eugenia Ramos
(Tegucigalpa, Honduras.1959) Ha publicado narrativa, poesía y
ensayo. Ha participado en prestigiosos encuentros literarios
internacionales, como el Festival Internacional de Poesía de
Medellín (2001), “América Latina, tierra de libros” (Roma, 2010),
Centroamérica Cuenta (León, Nicaragua, 2013), y la Feria
Internacional del Libro de Guadalajara, México, que la seleccionó
como una de “Los 25 secretos literarios mejor guardados de
América Latina” en 2011, y curadora de su programa “Ochenteros”
en 2016.

Una cierta nostalgia, que hasta ahora es su único libro de cuentos,


figura en numerosas antologías del cuento hondureño y
centroamericano, entre ellas, Puertos abiertos, selección de Sergio
Ramírez (Fondo de Cultura Económica, México, 2011), Pequeñas
resistencias 2. Antología del cuento centroamericano, Editorial
Páginas de Espuma, Madrid, 2003.

Actualmente vive en Tegucigalpa, donde hace consultorías en


edición y diseño de publicaciones, y ocasionalmente imparte
talleres de narrativa, edición y redacción.
M A R Í A E U G E N I A
R A M O S

Ciclónicas
Encuentro de escritoras hondureñas
C U E N T O
Ciclónicas N° 8.
(Cuento)
 
 
 
CICLÓNICAS:
Encuentro de escritoras hondureñas

Primera edición
septiembre 2020

 
© de los cuentos: María Eugenia Ramos

© de esta edición: Ediciones MALPASO


Tegucigalpa, MDC., Honduras.

 
Edición bajo el cuidado de Armando Maldonado

 
Corrección de textos: Iveth Vega

© de la fotografía: José Yeco

 
Publicado por Ediciones MALPASO, propiedad
de Inversiones Cultrales Honduras: ICH.
Tegucigalpa, M.D.C. Honduras.
Septiembre de 2020

 
Esta breve publicación es de libre circulación, no se permite su
comercialización. Se permite citar los textos para fines académicos, de
investigación o de enseñanza, siempre y cuando se den los créditos de
autoría y de la casa editora.
Cuando se llevaron la noche

Cuando el cielo se oscureció, yo empezaba apenas a quitarme la ropa.


Marcos me vio, sonrió con pereza y dijo:
—Va a llover.
—Sí —le contesté—. Así es mejor.
Aquella noche las cigarras cantaban con un toque especial, como a
gritos. Había hecho demasiado calor durante el día. El sudor nos había
pegado la ropa al cuerpo. Cuando se empezaron a escuchar los primeros
golpes en el techo de cinc, yo estaba cantando en mi interior una canción
de Phil Collins, poniéndole la letra que se me antojó. Marcos estaba lejos,
tal vez caminando sobre alguna duna. Cuando los golpes se hicieron
demasiado fuertes, dejé de cantar y pellizqué a Marcos para que regresara.
Él volvió con desgano, con un gesto de sufrimiento, como un niño al que
desprenden abruptamente del pecho.
—¿Qué es eso? —pregunté.
—Granizo —había fastidio en su voz.
Pero entonces los golpes ya no eran aislados, sino un solo rumor, de
avalancha cada vez más próxima. Salté de la cama y traté de ver por la
ventana, pero la luz incierta de las seis de la tarde ya no estaba. En su lugar
había una masa negra, y sentí una hebra helada que se me escurría dentro
del corazón. Tragué saliva y me volví hacia Marcos.
—Marcos, ¿qué está pasando?
—Pues que está lloviendo, ¿no oís?
—No, es otra cosa —quería gritar, pero mi voz apenas se escuchaba.
Quise apartar la cortina para mostrarle lo que no había, pero lo hice
bruscamente y el trozo de tela floreada se me quedó en la mano.
—¿Qué estás haciendo? —se irritó Marcos—. ¿No ves que estoy
desnudo? ¿Querés que nos vean de afuera?
—Pero Marcos, es que no hay nada, quiero decir, no se ve nada. No
está.
—Estás loca. ¿Quién no está? —y se tiró de la cama, sábana en mano,
para cubrir la ventana desnuda.
—La noche. Se llevaron la noche.
Él me miró y pude ver pasar por sus ojos la burla primero, después la
incredulidad y por último un inicio de miedo.

-5-
—¿Estás tomando algo, o qué? Solo está lloviendo, ¿no entendés?
Me quedé callada. Él me tomó por un brazo, con cierta brusquedad.
—Vení, volvamos a la cama. Vamos a jugar de caballito.
—Marcos, por favor. Te digo que no está la noche.
—Qué joder, carajo. Te estás inventando esa estupidez. Si no querías
acostarte conmigo, no hubieras venido.
—No, te juro que es cierto. Acercate, mirá.
—No, mirá vos —y sin soltarme el brazo, descorrió el pasador, abrió la
ventana y me obligó a sacar la mano—. ¿Ves? ¿Sentís la lluvia?
—¡No, por favor!
Aunque Marcos me hacía estirar la mano con la palma hacia arriba, yo
sentía que los dedos me rebotaban en una especie de colchón elástico.
Definitivamente, el aire, la lluvia, las cigarras, el calor, la noche entera, ya
no estaban.
Él me soltó despacio y comenzó a vestirse, diciéndome:
—Yo creo que estás jugando conmigo —su voz tenía un tono de
rencor—. Tengo mucho que hacer y solo vine a estar un rato con vos. ¿No
podés entender eso? Pero está bien, si no querés, no volvamos a
vernos.
—Marcos, no te vayás, por favor. No podés irte. No hay adónde ir.
—Quedate vos con tu locura, si querés. Me voy.
Tiró la puerta con tanta violencia que la sábana mal puesta sobre la
ventana cayó al suelo. Yo la tomé, me acurruqué en la cama y me envolví
toda para no ver eso que estaba afuera en lugar de la noche. Y aquí estoy
desde entonces, esperando que pasen las horas y que cualquiera de los dos,
o juntos, Marcos y la noche, vuelvan por mí.

-6-
El vuelo del abejorro

El auto era negro, alto, de doble tracción, con vidrios polarizados y


luces halógenas al frente. Desde su destartalado vehículo, Isaías lo vio con
el mismo sentimiento —mezcla de asombro y terror— de quien encuentra
a una ballena encallada en la playa.
Primero se acercó por el lado opuesto del estacionamiento, hasta
quedar casi frente a frente. Parecía que iba a quedarse allí, pero luego
retrocedió como si fuera a estacionarse mejor.
Isaías resintió la agresividad de esa carrocería, el brillo impecable de los
rines cromados, el poderío del guardafangos delantero. Imaginó el interior
tapizado de terciopelo y se preguntó si alguna vez tendría un auto como
ese.
Finalmente, el gran vehículo se detuvo a unos seis metros del viejo auto
de Isaías y el motor se apagó. Por unos momentos permaneció cerrado,
hermético como una nave de otros mundos. Luego, la ventanilla del
conductor bajó un poco, apenas lo suficiente para dejar oír la música que
provenía del interior.
Isaías reconoció sin dificultad las primeras notas de El vuelo del
abejorro. Resultaba extraño el contraste entre el coche grande, pesado,
rectangular, y la soltura de las notas que volaban hacia arriba, se
dispersaban, se unían de nuevo, formaban una gran flor y finalmente se
apagaban como si hubieran caído al agua, para después brotar desde el
fondo de la tierra en una pirámide de fuego.
La ventanilla del conductor bajó casi por completo. Desde su asiento,
Isaías no alcanzaba a ver más que una mano de hombre bien cuidada,
cubierta por una manga larga de color amarillo crema. En los pálidos
dedos brillaba una gruesa sortija de matrimonio.
Aunque simulaba indiferencia, hojeando su periódico, Isaías deseaba
ver el rostro del conductor del gran auto negro. Sentía ya una leve
simpatía por este desconocido que le aliviaba con la música el
aburrimiento de la espera. De algún modo, era como si la música lo
elevara, lo despojara de la vulgaridad de ese auto de lujo y lo volviera más
accesible, como si fuera uno de esos vecinos a los que se saluda por la
mañana.

-7-
El calor había retrocedido, intimidado por las alas jubilosas del abejorro.
Por un instante, Isaías recordó a su madre, despeinada, con los ojos
hinchados, sirviendo café con mano poco firme después de una noche de
concierto, y volvió a verla en su féretro gris, vistiendo su último traje de gala,
de raso negro, mientras sus compañeros de la sinfónica, muchos ya
jubilados, interpretaban para ella la Serenata de Schubert.
Bruscamente, la música se detuvo. El silencio fue tan inesperado que
Isaías se estremeció. Miró, ahora sí, abiertamente, hacia la ventanilla del
conductor. Entonces vio con toda claridad el ojo redondo y ciego del cañón
del arma que le apuntaba, y supo que había escuchado El vuelo del abejorro
por la misma razón por la cual a su madre, a su turno, le habían tocado la
Serenata.
Aún pudo imaginar la bala introduciéndose en la recámara, la chispa del
detonador encendiéndose, el proyectil iniciando su recorrido en espiral en el
interior del túnel de acero, y luego el destello mortal del pequeño trozo de
plomo en vuelo hacia su objetivo. El impacto en el cuello, justo en la
carótida, lo desmadejó, le quitó la ansiedad y la impotencia y solo le dejó una
tranquilidad levemente impregnada de hastío.
Quiso retroceder, asirse de la música que volvía a sonar con renovados
bríos, ascender, pero ya era tarde. Solo alcanzó a escuchar los últimos
acordes, al tiempo que el gran auto negro arrancaba y se alejaba sin prisa,
cada vez más distante, hasta que la nota final cayó y se quedó quieta sobre el
polvo de marzo.

-8-
Para elegir la muerte

La puerta de vidrio se abrió con un campanilleo alegre. Al fondo del


salón, decorado con tapices medievales, una joven de largos cabellos
sueltos esperaba detrás de un mostrador. Entre las lámparas flotaba un
aroma a incienso.
—¿En qué puedo servirle, señor? —la voz de la joven era un chorrito de
miel brotando en la penumbra.
Samuel avanzó con un asomo de timidez.
—Vengo a escoger una muerte.
—Claro —sonrió la joven—. Ha venido al lugar indicado. ¿Quién le
habló de nosotros?
Samuel recordó al doctor Santana, en su féretro de vidrio y acero, no
más pálido ni más pequeño que en vida, pero con un sello insospechado
de dignidad en el rostro, aun con los algodones empapados de sangre
colocados en las fosas nasales y un hilillo sanguinolento brotándole del
oído. Había elegido morir como desaparecido político, nadie se explicaba
por qué, después de haber sido un respetable católico de derecha, enemigo
de disturbios.
—Un amigo...—pensó dar el nombre, pero luego se dijo que no era
necesario—. Él murió hace tres semanas.
—Y usted quiere elegir una muerte ahora.
—Sí, bueno, no para ahora. Quiero dejarla reservada, digamos, para
dentro de un año. ¿Se puede?
Dentro de un año ya el complicado asunto del proceso judicial se
habría resuelto de una u otra forma. Suerte que su exmujer se había vuelto
a casar. Marisela, su hija, se consolaría pronto con el dinero que le
quedaría, suficiente para seguir viviendo como princesa por el resto de su
vida.
—Claro que se puede, señor. Estamos para servirle. ¿Ha definido ya qué
clase de muerte desea?
—Pues la verdad, no. ¿Tiene un catálogo, una guía, algo así? Perdone,
no sé cómo funciona esto.
—No se preocupe, señor, nadie lo sabe. Venga conmigo.
La joven salió de detrás del mostrador y él pudo ver que su cabello
largo y sus facciones de virgen adolescente no desentonaban con su voz.

-9-
—En estos tapices —la joven señaló la pared— usted encontrará diversas
clases de muerte. Aquí, por ejemplo, está la Filipinas 800.
En el entramado de tonos grises y púrpuras resaltaba un hombre
amarrado de pies y manos a una cruz, con los ojos vueltos en dolorosa
expresión hacia el cielo.
—Un misionero español crucificado en las Filipinas en el siglo dieciocho
—explicó la joven.
El siguiente tapizera una explosión de tonos rojizos y cobres bajo una
gran nube plomiza, pero no se veía persona ni cosa alguna.
—¿Qué es esto?
—Hiroshima —suspiró la joven—. Una muerte muy de moda en estos
días en que han desaparecido casi todas las armas atómicas.
Samuel vaciló. Había leído que la mayoría de los muertos en Hiroshima
no había sentido nada.
Podría ser una opción. Lo pensó un momento, pero luego sacudió la
cabeza.
—Veamos otras —pidió.
En el tercer tapiz, un científico moría contagiado por la misma
enfermedad para la que trataba de hallar una cura. En el cuarto, un viejo
pescador curtido por el sol y el mar moría luchando con un tiburón. En el
quinto, la cabeza de Olympe de Gouges rodaba en la guillotina. En el sexto,
una joven mujer de rasgos árabes moría quemada en la hoguera,
contemplada por los inquisidores impasibles. En el séptimo, un hombre de
mediana edad yacía con un orificio de bala en la sien, aferrado al cuerpo
inerte de una mujer. A Samuel le impresionó la expresión torturada del
hombre, que no recordaba haber visto ni siquiera en el rostro terroso del
doctor Santana.
—Es un atormentado—explicó la joven—. Mató a su esposa y luego se
suicidó.
—Debió haberla amado mucho —supuso Samuel.
—No lo sé, señor. Nos capacitan en diferentes técnicas de muerte, pero
no sabemos qué sentimientos tienen los que mueren. No nos han
entrenado para eso.
—Comprendo —asintió Samuel.
Al avanzar hacia el siguiente tapiz, sin querer rozó el brazo de la joven.
Ella lo miró a los ojos. Samuel se sintió completamente relajado, con deseos
de hablar.
—Sabe —hablaba en voz baja, pero sabía que la joven lo escuchaba—, yo
nunca pude amar a mi esposa.
—Es natural, señor. Muy pocas personas pueden amar a nadie.
—Tiene razón —se sorprendió Samuel—. Es más, no solo a mi esposa,
yo nunca he podido amar a nadie.
—Como le digo, eso es propio de estos tiempos.
—Le confieso que estoy confundido. Después de todo, ¿qué será más
importante? ¿Poder elegir la propia muerte? ¿O será verdad lo que dicen los
libros antiguos, que si se ama, cualquier muerte es buena?
—Bueno, eso es lo que creían los misioneros. Pero recuerde que poder
elegir la muerte es un privilegio, no de este siglo, sino desde siempre.

-10-
Solo que antes estaba reservada a los iniciados, y ahora está a la disposición
del público mediante una suma razonable. Es una gran ventaja, ¿no cree?
—Sí, claro. ¿Habrá sido por eso que el doctor Santana escogió esa clase
de muerte?
—¿Cómo dice?
—El doctor Santana. Sabe, él me dejó una carta contándome del servicio
que ustedes ofrecen. Llevo tres semanas preguntándome por qué querría
morir así. Los golpes lo deshicieron por dentro.
—Ah, el doctor Santana —el chorrito de miel seguía cayendo sin variar
su intensidad—. Sí, ya recuerdo. Vino hace unos dos meses a solicitar el
servicio. Era un señor ya mayor. Me alegra saber que es otro más de
nuestros clientes satisfechos.
—¿Usted lo atendió? ¿Qué le dijo?
—Siempre atiendo yo, señor. No somos muchas las personas capacitadas
para este servicio. Se necesitan ciertas cualidades, entre ellas la discreción.
No puedo comentarle lo que me dijo.
—Por favor, señorita. Necesito saber. Eso me ayudará a hacer mi
elección. Imagínese, un hombre tan respetado. Viajaba a Roma todos los
años y lo recibía el Papa. El gobierno lo condecoró varias veces. Era
directivo de varias organizaciones de beneficencia y de la Liga contra el
Aborto, y venir a terminar así, en delincuente, o guerrillero, lo que sea.
—Cada cliente tiene sus razones, señor. Nosotros no intervenimos en
eso.
—Sí, tiene razón. Discúlpeme —cedió Samuel, con desaliento.
—Sigamos adelante —sonrió la joven—. Estoy segura de que después de
ver todo el muestrario podrá tomar una decisión. Quizá hasta pueda
comprender a su amigo.
—No era exactamente mi amigo —murmuró Samuel—. Fue más bien
mi maestro. Yo era quizá muy joven para ser su amigo, y la política no me
interesaba, solo los negocios.
En el octavo tapiz, Samuel se sorprendió al ver a un perro
convulsionando en la bruma de la muerte.
—¿Se puede elegir una muerte no humana?
—La mayoría de los humanos morimos como lo que somos, animales
—suspiró la joven.
En el siguiente tapiz, Julieta se hundía el puñal en el pecho, de bruces
sobre el rostro marmóreo de Romeo. Más adelante, un cosmonauta flotaba
eternamente en el espacio.
Samuel atravesó toda la línea siguiente de tapices, deteniéndose ante
cada uno. Al entrar no había notado que el local fuera tan grande. En un
extremo de la estancia había una puerta que daba a otro salón, menos
iluminado y más pequeño. Samuel se detuvo en el umbral y se esforzó por
distinguir las imágenes del primer tapiz. No estaba seguro, pero le pareció
ver a un hombre erguido en la palidez del amanecer, ante un pelotón de
fusilamiento. Aunque no se parecía mucho a las estampas planas de la
escuela, Samuel creyó reconocer a Francisco Morazán.
Quiso entrar para ver mejor, pero entonces notó que la joven no estaba
junto a él. Al darse vuelta, vio que había ocupado de nuevo su lugar tras el
mostrador.

-11-
—No puedo seguir adelante —explicó—. Ese lugar lo recorrerá usted
bajo su propio riesgo.
—¿Por qué?
—Esas muertes las eligen muy pocos. Son como la Filipinas 800, solo
que los misioneros confiaban en el paraíso después de la muerte y recibían
el tormento con gozo.
—¿Y estos?
La joven no respondió. Entre el humo del incienso, cada vez
más fuerte, Samuel sintió que la cabeza se le despejaba y que sus ojos eran
capaces de percibir mejor aun en las zonas menos iluminadas por las
lámparas.
—Estas son las muertes por amor, ¿verdad? No son las del que mató a
su esposa, ni siquiera las de los misioneros, usted ya me explicó por qué.
Estas otras son de amor sin recompensa.
—Romeo y Julieta murieron por amor —por primera vez, la intensidad
del chorrito dorado había disminuido.
—Sí, pero ellos se tenían uno al otro, pudieron tocarse, estar juntos, qué
sé yo. Estas gentes murieron sin haber visto lo que amaban.
—Puede que tenga razón, señor. Es una opinión.
—Dígame por qué no puede acompañarme.
—La compañía tiene sus reglas. En este pasillo se corre el riesgo de no
poder regresar, de perder la objetividad, de querer cambiar de vida,
incluso de querer cambiar la vida por la muerte. Ya no podríamos
garantizar nada, ni siquiera el momento de la muerte. Aun los empleados
no estamos exentos de correr ese riesgo.
—El doctor Santana entró aquí, ¿verdad?
Ya no escuchó la respuesta. Desde el umbral, creyó distinguir los rasgos
impávidos de Tupac Amaru entre sus miembros desgarrados por los
caballos andaluces. Todavía con la mano apoyada en el dintel de la puerta,
comenzó a dar el primer paso hacia la escuelita de techo de teja de La
Higuera.

-12-
Entre las cenizas

Bajo los árboles, la cabaña abandonada asoma borrosa a la luz de la


luna. En contraste con el fragor de la guerra que se libra cuarenta
kilómetros al norte, el pequeño bosque está sumergido en una calma
forzada, como un navío hundido bajo el agua.
De repente, un rumor ahogado de cascos irrumpe de la sombra, se
descuelga entre las ramas de los pinos y ahuyenta a los espíritus de los
muertos que buscan cobijo entre las raíces húmedas. Cargando sus armas
polvorientas y sus banderas rotas, un puñado de guerreros vencidos,
leales al rey Pedro, regresan a su tierra, escoltando a Miguel, el príncipe
heredero.
Ante la cabaña abandonada, los hombres se detienen y celebran un
breve conciliábulo. Poco después, la pequeña tropa continúa la marcha,
pero cuatro jinetes desmontan y encienden antorchas. El de mayor edad,
un noble de alto rango a juzgar por sus vestiduras, empuja la puerta
desvencijada con el pomo de su espada. Tras una leve resistencia, la
puerta cede. Bajo la luz de las antorchas, la cabaña se abre sin pudor para
mostrar la desnudez de sus paredes y el silencio colgado de las vigas como
un murciélago.
Dos soldados se adelantan para sacudir vigorosamente la pobre yacija.
El lecho, una mesa, dos rústicos bancos, una alacena y un viejo arcón, son
todo el mobiliario de la cabaña. El colchón harapiento y las sábanas grises
de polvo son arrojadas fuera y en su lugar se colocan las ricas y pesadas
mantas con el escudo real.
—Dormid, Alteza
—dice con voz respetuosa el hombre de mayor edad—. Los soldados y
yo velaremos vuestro sueño afuera.
El príncipe está demasiado cansado para responder. Se despoja de su
espada y se arroja vestido en el improvisado lecho. A una señal del noble,
los soldados colocan una antorcha encendida en una argolla de la pared y
salen sin hacer ruido.

-13-
Horas después, el príncipe despierta con la sensación de que no está
solo. Pero en la estancia no se ve a nadie. La antorcha, a punto de apagarse,
ilumina débilmente el hogar lleno de cenizas. El príncipe siente lástima de
sí mismo, derrotado, solo, sin más compañía que estos tres hombres leales,
esperando en esa cabaña sucia y desordenada los refuerzos prometidos.
El príncipe contempla abstraído el suelo. De pronto, sobre la capa de
polvo y ceniza que lo cubre, comienzan a aparecer las huellas de unos pies
delicados, aunque no se ve a nadie. Sin temor (sabe que no hay razón para
tenerlo), el príncipe se incorpora a medias. Las huellas avanzan hacia la
chimenea. A su paso, los objetos dispersos en la habitación van
colocándose en su lugar. Todo queda limpio y ordenado.
El príncipe sonríe. Tal como lo imaginaba, a la pálida luz de la antorcha
comienza a definirse la figura de una mujer joven. Como flotando entre las
cenizas, ella se acerca al lecho y se sienta al lado del príncipe. Él extiende la
mano para disfrutar del roce de ese pelo suave, tan diferente de las ásperas
crines de los caballos, le acaricia el rostro, se detiene unos segundos en la
humedad de esos labios frescos y finalmente desciende por el cuello. El
príncipe atrae hacia sí ese cuerpo hecho para hacerle olvidar el miedo, el
cansancio, el fracaso y el olor terrible de la guerra.
—Gracias por venir, Cenicienta —le murmura al oído.

Es de madrugada. Sobre el jergón, Cenicienta tiene los ojos abiertos y


abraza a su muñequita de trapo. De espaldas a ella, el príncipe duerme. El
frío ronda en las afueras y de vez en cuando desliza sus dedos pálidos por
los postigos.
La puerta se entreabre y por la rendija entra un perrito. Es del tamaño
de un juguete. Es un juguete. Pero está vivo. Cenicienta reconoce el inicio
de la pesadilla que la acecha desde niña, el fantasma implacable de la
soledad que asume diferentes formas para acosarla.
El perrito se detiene en el centro de la habitación. Por más esfuerzos
que hace, Cenicienta no puede cerrar los ojos. El perrito comienza a ladrar,
pero su ladrido solo es audible para Cenicienta. Ella lo sabe, está perdida.
Esos crueles dientecillos la rasgarán, esa lengua fina lamerá su sangre. No
habrá piedad para ella hasta que ese cuerpo que acaba de aliviar la tristeza
del príncipe heredero pierda el último hálito de vida y se funda entre las
cenizas del hogar.
Aunque sabe lo inútil de su intento, Cenicienta llama al príncipe
angustiosamente. Con una sola palabra, él podría salvarla. Al sentir otra
presencia humana, la pesadilla quedará derrotada, regresará para siempre
al mundo de las tinieblas.
Pero el príncipe duerme. Solo la llegada de sus hombres podrá
despertarlo. Para entonces, sobre el jergón solo estará la muñequita de
trapo, pero eso no lo inquietará mucho. En cuanto suba a su caballo,
olvidará para siempre esa noche.

-14-
La partida

Cuando dos seres se aman, deciden vivir juntos para


ser felices. Pero cuando esos seres (…) se sienten tristes
en compañía y quieren separarse, es motivo de alegría
que lo hagan, porque así podrán seguir su búsqueda
hacia la felicidad.
Carlos Rubio

Sonia había estado despierta toda la noche, pegando con cola de


zapatero recortes de periódico y viejas postales para cerrar el agujero por
donde penetraba un alfiler de sombra. Abajo se escuchaban las voces de
los hombres, atenuadas por el peso de la madrugada, y el agua hervía en
la cafetera.
Cuando se convenció de que ninguna mezcla era suficiente para
mantener en su lugar los recuerdos que se escapaban atropelladamente, se
sacudió los últimos del vestido y bajó las gradas. Pablo revolvía el café con
una cucharita, mientras Francisco miraba con ojos de cansancio las nubes
de humedad dibujadas en el cielo raso.
A los veinte años, Sonia, como muchos otros, había querido saltar los
muros y buscar a gentes que compartieran con ella el dolor de estar vivos
y no haber hecho nada extraordinario. Pero en esa búsqueda se encontró
rodeada de gentes que pasaban a su lado detrás de un vidrio, sin que
nadie se detuviera a tocarla. Y entonces apareció Pablo, censor
implacable, pero también un amigo dispuesto a despojarse a ratos de la
coraza del heroísmo para dejar entrever el caracol dormido de la
nostalgia.
En los últimos años había llegado Francisco, huérfano como ella.
Ambos se acercaron en un intento desesperado de romper el vidrio, de
recuperar sus propios cuerpos, de tapar aunque fuera por un rato el
agujero de la soledad. Y en ese intento apenas iniciado los sorprendió el
temblor, el gran terremoto que destruyó los templos y no dejó de las
imágenes más que ojos y manos de porcelana desperdigados entre los
escombros, parales solitarios en los sitios donde antes la gente llenaba los
estadios, rajó en dos las cuarterías donde los seres humanos se hacinaban
para dormir, para comer, para amarse, para morirse, los meció de arriba
abajo y estuvo a punto de apagar la llama eterna.
Cuando pudieron abrir los ojos, Sonia y Francisco estaban muy lejos el
uno del otro y se dieron cuenta de que nunca más serían los mismos. Y el

-15-
amor, si alguna vez fue amor, se quedó suspendido como un piano que de
repente dejara de sonar y del que solo quedara una cierta vibración en el
aire.
Ahora, Francisco esperaba sentado a la mesa, y Sonia sintió alivio de
que Pablo estuviera también allí, removiendo el café con la cucharita y
mirando distraídamente la mancha de humedad.
—Bueno —dijo Pablo—. Ya casi es la hora, ¿no?
—Ya es la hora—dijeron al mismo tiempo Sonia y Francisco.
Se miraron, pero no había duda en sus ojos, ni siquiera tristeza.
—¿No van a llevar algo?—se interesó Pablo, y él mismo se respondió—.
Para qué.
Se tomó el último resto de café y se levantó. Francisco y él salieron
juntos y esperaron en la puerta. Como si fuera a regresar, Sonia levantó
las tazas de la mesa, las puso en el lavatrastos y abrió el grifo para
enjuagarlas. Le pasó un trapo al mantel y pensó que el ratón se comería las
migas esparcidas por el suelo.
—Rápido —la urgieron.
Se secó las manos en la falda y recogió la cartera al pasar. En el dintel
recordó el suéter, pero ya era tarde para regresar. Cerró la puerta y los tres
echaron a andar rápidamente, con la certidumbre de que era la última cosa
que hacían juntos.
No habían caminado mucho cuando la explosión sacudió el pavimento
y puso campanitas de alarma en las ventanas de las casas vecinas. Sonia
volvió la cabeza para alcanzar a ver cómo rodaban los últimos trozos de
ladrillo por la pendiente empedrada, envueltos en una nube de polvo
rojizo, y la reconfortó la seguridad de lo inevitable. Solo dijo en voz baja:
“Hubiera traído el suéter”.

-16-
Una cierta nostalgia

A Ventura Ramos, mi padre,


con nostalgia.

Todo está oscuro. Todo. Creo que hasta la oscuridad que rodea a un
ciego es menor que esta. Un ciego percibe los cambios de luz a través de
los párpados cerrados. Yo no. Aquí lo negro es insondable. Un ciego
percibe la diferencia entre el día y la noche porque percibe el frío y el
calor en la piel. Aquí solo hay una quietud, un vacío tan hondo que he
perdido hasta mis propios límites.
Al principio estiraba las manos y buscaba a mi alrededor. Pero pronto
me convencí de que podía moverme, estirarme y aun caminar, pero
siempre en el mismo sitio. Digo “pronto” por decir algo, pero en realidad
el tiempo se ha detenido en el aire como una bola de cristal rota.
No sé cuánto hace que he perdido la nostalgia. Cuando aún la tenía, la
gran ventaja de la oscuridad absoluta era que no necesitaba cerrar los ojos
para devolver, no solo a mi memoria, sino también a mi cuerpo, las
sensaciones de lo que fui alguna vez.

Por instantes me atormenta la calidez de la piel de una mujer que me


rodea con sus suaves piernas y me atrae hacia el centro de una vorágine
roja como un incendio. Pero cuando estoy en la misma orilla del placer, el
olor de la pólvora me sacude de pronto como un latigazo y tengo la
sensación de una quemadura en el pecho, un agujero cuyos bordes se van
agrandando cada vez más.

Fugazmente me asalta la idea del viento soplándome en la cara y cierta


humedad en el rostro. Por momentos me parece que el vacío toma la
forma del casco de un barco. El viento sigue soplando en mi cara y
escucho el rumor de las velas que se hinchan. Sí, puedo tocar mi rostro,
llevarme el dedo a los labios y sentir el sabor de la sal. Solo que no podría
asegurar si esta humedad es del mar o de las lágrimas.

-17-
Ahora, mis piernas se arquean para aprisionar una superficie dura y
escucho el resollar de una bestia bajo mi cuerpo. Bajo mis manos se
tensan sus músculos y el sudor apelmaza sus crines. La sangre cae espesa
y roja, mojándome el pantalón. Un olor acre a sudor de caballos y de
hombres flota a mi alrededor.
 
 

De pronto, un tintinear de vajilla fina, susurro de holanes, risas, las notas


de un piano que bajan por una escalera de caracol. Luego, brillo de
espuelas al ras de un piso de baldosas, pies femeninos que asoman bajo las
faldas. Caderas anchas, cinturas finas, escotes y cabellos sedosos que
podría tocar, pero no intento hacerlo por temor a que vuelva la oscuridad

.Ahora escucho graves voces masculinas y percibo el engolamiento de las


frases, aunque no las entiendo. El leve rasgar de las plumas sobre el papel
resuena en mis oídos como una tormenta. Escucho el metal hueco de las
medallas que caen al suelo y tintinean con eco de monedas falsas.

De nuevo la oscuridad y el silencio. Creo que he perdido la capacidad


de recordar. Ahora mismo estoy hablando de sensaciones, pero solo tengo
palabras vacías que no despiertan en mí ninguna visión. No sé si es lo
mejor. No siento dolor, no sufro de hambre, no me agobia el sueño.
Tampoco percibo el paso del tiempo. Lo único que mantengo intacta es la
capacidad de pensar, aunque pocas veces pueda asociar las ideas con
sensaciones corporales.
Todo lo que digo es como si se refiriera a otra persona, a alguien que
yo fui, tal vez, en otro tiempo. Ni siquiera puedo recordarme físicamente.
Me gustaría saber si fui alto o bajo, grueso o delgado, blanco o indio. No
me gustaría morirme sin tener la imagen de mí mismo, sin poder ver mis
manos y escuchar mi voz.
Se me podría preguntar por qué, después de todo, creo que no estoy
muerto. Es difícil responder, pero tengo la sensación, si puedo llamarla
así, o más bien el reflejo, de que hay personas que me buscan. Y nadie
busca a los muertos. Se les quiere, se les recuerda, pero no se les busca.
Solo se busca a los vivos.
Me siento cansado, muy cansado, como si mi cerebro se hubiese visto
obligado todo el tiempo a pensar, a tomar decisiones difíciles.
Seguramente hubo a mi alrededor muchas personas. Debo haber tenido
mujer, hijos, amigos y también enemigos entre todos esos seres que pasan
flotando sin rostro. Pero todo es tan incierto. Todo mi pasado, todo yo, se
reduce a las palabras y a sombras que se alejan, cada vez más distantes. A
veces siento que estoy a punto de confundirme con la nada que me rodea.

-18-
¿O será que el agujero negro que me carcomía el pecho ha terminado por
devorarme el corazón?
Creo que lo que me da la seguridad de no estar muerto es el eco de
una esperanza. He sabido que cuando a alguien le amputan una mano
conserva la facultad de sentir dolor o escozor en ella. De esta misma
forma, seguramente, es que mantengo una sombra de esperanza, la de
que esas personas que me buscan terminarán por encontrarme en la
oscuridad.
De vez en cuando, fantasmas de sonidos atraviesan las tinieblas y
pasan a mi lado. “Escucho”, porque en realidad los sonidos resbalan sin
fijarse en mi mente, palabras pronunciadas en voz alta, como si se tratara
de discursos. Y me parece que se dirigen al ser que yo fui, aunque no
podría decir en qué me fundamento para albergar esa creencia.
Tengo que confesar, sin embargo, que me estremezco como si
estuviera a punto de recuperar la debilidad de mi carne y mis huesos
cuando percibo un rumor sobre mi cabeza, una ola lejana que crece hasta
convertirse en una marejada. Si estuviera muerto, diría que decenas,
centenares, miles, millones de pies descalzos están pasando sobre mi
tumba. Ni siquiera novecientos cañones pueden pesar tanto como esta
tropa hambrienta y desamparada. Casi quisiera estar muerto para que con
el roce de sus pies horadaran la tierra y abrieran una hendidura por
donde entrara el sol.
Pero no estoy muerto, y estas imágenes que flotan a mi alrededor son los
fantasmas del pasado, empujándome hacia un mundo tan desconocido
como anhelado para mí. No sé hacia dónde voy, pero solo se trata de
volver atrás, de borrar los bordes del agujero que me perfora el pecho, de
abrirme paso en las tinieblas, hacia la orilla lejana de los que me están
buscando, de volver a ser yo mismo, solo un hombre
 
¿o un hombre solo?
 
Mientras llega ese momento, sigo recorriendo estas palabras vacías,
estériles, incapaces de hacerme vivir, pero suficientes para no dejarme
morir en las tinieblas.

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Índice
5 Cuando se llevaron la noche

7 El vuelo del abejorro

9 Para elegir la muerte

15 La partida

17 Una cierta nostalgia


8

Ciclónicas
Encuentro de escritoras hondureñas
C U E N T O

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