EL NARRADOR - Mario Vargas Llosa
EL NARRADOR - Mario Vargas Llosa
EL NARRADOR - Mario Vargas Llosa
EL ESPACIO
(…) La variedad de problemas o desafíos a que debe hacer frente quien se dispone a
escribir una historia puede agruparse en cuatro grandes grupos, según se refieran:
a) al narrador
b) al espacio
c) al tiempo, y
d) al nivel de realidad.
Es decir, a quien narra la historia y a los tres puntos de vista que aparecen en toda
novela íntimamente entrelazados y de cuya elección y manejo depende, tanto como de la
eficacia del estilo, que una ficción consiga sorprendernos, conmovernos, exaltarnos o
aburrirnos.
Me gustaría que habláramos hoy del narrador, el personaje más importante de todas las
novelas (sin ninguna excepción) y del que, en cierta forma, dependen todos los demás,
Pero, ante todo, conviene disipar un malentendido muy frecuente que consiste en
identificar al narrador, a quien cuenta la historia, con el autor, el que la escribe, Este es un
gravísimo error, que comenten incluso muchos novelistas, que, por haber decidido narrar
sus historias en primera persona y utilizando deliberadamente su propia biografía como
tema, creen ser los narradores de sus ficciones. Se equivocan. Un narrador es un ser hecho
de palabras, no de carne y hueso como suelen ser los autores; aquel vive sólo en función
de la novela que cuenta y mientras la cuenta (los confines de la ficción son los de su
existencia), en tanto que el autor tiene una vida más rica y diversa, que antecede y sigue a
la escritura de esa novela, y que ni siquiera mientras la está escribiendo absorbe totalmente
su vivir.
El narrador es siempre un personaje inventado, un ser de ficción, al igual que los otros,
aquellos a los que él “cuenta”, pero más importante que ellos, pues de la manera como
actúa –mostrándose y ocultándose, demorándose o precipitándose, siendo explícito o
elusivo, gárrulo o sobrio, juguetón o serio- depende que estos nos persuadan de su verdad
o nos disuadan de ella y nos parezcan títeres o caricaturas, La conducta del narrador es
determinante para la coherencia interna de una historia, la que, a su vez, es factor esencial
de su poder persuasivo.
El primer problema que debe resolver el autor de una novela es el siguiente: ¿Quién va a
contar la historia?” Las posibilidades parecen innumerables, pero, en términos generales,
se reducen en verdad a tres opciones: un narrador-personaje, un narrador-omnisciente
exterior y ajeno a la historia que cuenta, o un narrador-ambiguo del que no está claro si
narra desde dentro o desde fuera del mundo narrado. Los dos primeros tipos de narrador
son los de más antigua tradición; el último, en cambio, de solera recientísima, un producto
de la novela moderna.
Para averiguar cuál fue la elección del autor, basta comprobar desde qué persona
gramatical está contada la ficción: si desde en él, un yo o un tú. La persona gramatical
desde la que habla el narrador nos informa sobre la situación que él ocupa en relación con
el espacio donde ocurre la historia que nos refiere, Si lo hace desde un yo (o desde un
1
Mario Vargas Llosa: “El narrador”. Cartas a un joven novelista, Editorial Planeta Mexicana, S.A. México,
1997, pp. 51-69.
nosotros, caso raro pero no imposible, acuérdese de Citadelle de Antoine de Saint-
Exupéry o de muchos pasajes de Las viñas de la ira de John Steinbeck) está dentro de ese
espacio, alternando con los personajes de la historia, Si lo hace desde la tercera persona,
un él, está fuera del espacio narrado y es , como ocurre en tantas novelas clásicas, un
narrador-omnisciente, que imita a Dios Padre Todopoderoso, pues lo ve todo, lo más
infinitamente grande y lo más infinitamente pequeño del mundo narrado, y lo sabe todo,
pero no forma parte de ese mundo, el que nos va mostrando desde afuera, desde la
perspectiva de su mirada volante.
¿Y en qué parte del espacio se encuentra el narrador que narra desde la segunda persona
gramatical, el tú, como ocurre, por ejemplo, en L’emploi du temps de Michel Butor, Aura
de Carlos Fuentes, Juan sin tierra de Juan Goytisolo, Cinco horas con Mario de Miguel
Delibes o en muchos capítulos de Galíndez de Manuel Vázquez Montalbán? No hay
manera de saberlo de antemano, sólo en razón de esa segunda persona gramatical en la que
se ha instalado. Pues el tú podría ser el de un narrador-omnisciente exterior al mundo
narrado, que va dando órdenes, imperativos, imponiendo que ocurra lo que nos cuenta,
algo que ocurriría en ese caso merced a su voluntad omnímoda y a sus plenos poderes
ilimitados de que goza ese imitador de Dios. Pero, también puede ocurrir que ese narrador
sea una conciencia que se desdoble y se habla a sí misma mediante el subterfugio del tú,
un narrador-personaje algo esquizofrénico. Implicado en la acción pero que disfraza su
identidad al lector (y a veces a si mismo) mediante el artilugio del desdoblamiento. En las
novelas narradas por un narrador que habla desde la segunda persona, no hay manera de
saberlo con certeza, sólo de deducirlo por evidencias internas de la propia ficción.
Llamemos punto de vista espacial a esta relación que existe en toda novela entre el espacio
que ocupa el narrador en relación con el espacio narrado y digamos que él se determina
por la persona gramatical desde la que se narra. Las posibilidades son tres:
a) un narrador-personaje, que narra desde la primera persona gramatical, punto de vista en
el que el espacio del narrador el espacio narrado se confunden;
b) un narrador-omnisciente, que narra desde la tercera persona gramatical y ocupa un
espacio distinto e independiente del espacio donde sucede lo que narra; y
c) un narrador-ambiguo, escondido detrás de una segunda persona gramatical, un tú que
puede ser la voz de un narrador omnisciente y prepotente, que, desde afuera del espacio
narrado, ordena imperativamente que suceda la que sucede en la ficción, o la voz de un
narrador-personaje, implicado en la acción, que, presa de timidez, astucia, esquizofrenia o
mero capricho, se desdobla y se habla a sí mismo a la vez que habla al lector.
Me imagino que, esquematizando como acabo de hacerlo, el punto de vista espacial le
parece muy claro, algo que se puede identificar con una simple ojeada a las primeras
frases de la novela. Eso es así si nos quedamos en la generalización abstracta; cuando nos
acercamos a lo concreto, a los casos particulares, vemos que dentro de aquel esquema
caben múltiples variantes, lo que permite que cada autor, luego de elegir un punto de vista
espacial determinado para contar su historia, disponga de un margen ancho de
innovaciones y matizaciones, es decir de originalidad y libertad.
¿Recuerda usted el comienzo del Quijote? Estoy seguro que sí, pues se trata de uno de los
más memorables arranques de novela de que tengamos memoria: “En un lugar de la
Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme…” Atendiendo a aquella clasificación, no
hay la menor duda: el narrador de la novela está instalado en la primera persona, habla
desde un yo, y, por lo tanto, es un narrador-personaje cuyo espacio es el mismo de la
historia. Sin embargo, pronto descubrimos que, aunque ese narrador se entrometa de vez
en cuando como en la primera frase y nos hable desde un yo, no se trata en absoluto de un
narrador-personaje, sino de un narrador-omnisciente, el típico narrador émulo de Dios,
que, desde una envolvente perspectiva exterior nos narra la acción como si narrara desde
fuera, desde un él. De hecho, narra desde un él, salvo en algunas contadas ocasiones en
que, como al principio, se muda a la primera persona y se muestra al lector, relatando
desde un yo exhibicionista y distractor (pues su presencia súbita en una historia de la que
no forma parte es un espectáculo gratuito y que distrae al lector de lo que en aquella está
ocurriendo). Esas mudas o saltos en el punto de vista espacial –de un yo a un él, de un
narrador-omnisciente a un narrador personaje o viceversa- alteran la perspectiva, la
distancia de lo narrado, y pueden ser justificados o no serlo. Si no lo son, si con esos
cambios de perspectiva espacial sólo asistimos a un alarde gratuito de la omnipotencia del
narrador, entonces, la incongruencia que introducen conspira contra la ilusión debilitando
los poderes persuasivos de la historia.
Pero, también, nos dan una idea de la versatilidad de que puede gozar un narrador, y de las
mudas a que puede estar sometido, modificando, con esos saltos de una persona gramatical
a otra, la perspectiva desde la cual se desenvuelve lo narrado.
Veamos algunos casos interesantes de versatilidad, de esos saltos o mudas espaciales del
narrador. Seguro que usted recerca el inicio de Moby Dick, otro de los más turbadores de
la novela universal: “Call me Ismael” (Supongamos que me llamo Ismael.) Extraordinario
comienzo, ¿no es cierto? Con sólo tres palabras inglesas, Melville consigue crear en
nosotros una hormigueante curiosidad sobre este misterio narrador-personaje cuya
identidad se nos oculta, pues ni siquiera es seguro que se llame Ismael. El punto de vista
espacial está muy bien definido, desde luego, Ismael habla desde la primera persona, es un
personaje más de la historia, aunque no el más importante –lo es el fanático e iluminado
Capitán Achab (Captain Achab), o, acaso, su enemiga, esa ausencia tan obsesiva y tan
presente que es la ballena blanca ala que persigue por todos los mares del mundo-, pero sí
un testigo y participante de gran parte de aquellas aventuras que cuenta (las que no, las
conoce de oídas y retransmite al lector). Este punto de vista está rigurosamente respetado
por el autor a lo largo de la historia, pero sólo hasta el episodio final. Hasta entonces, la
coherencia en el punto de vista espacial es absoluta, porque Ismael sólo cuenta (sólo sabe)
Aquello que puede conocer a través de su propia experiencia de personaje implicado en la
historia, coherencia que fortalece el poder de persuasión de la novela. Pero, al final, como
usted recordará, sucede esa terrible hecatombe, en la que la monstruosa bestia marina da
cuenta del capitán Achab y de todos los marineros de su barco, el Pequod. Desde un punto
de vista objetivo y en nombre de aquella coherencia interna de la historia, la conclusión
lógica sería que Ismael sucumbiera también con sus compañeros de aventura. Pero, si este
desenvolvimiento lógico hubiera sido respetado, ¿cómo hubiera sido posible que nos
contara la historia alguien que perece en ella? Para evitar esa incongruencia y no convertir
Moby Dick en una historia fantástica, cuyo narrador estaría contándonos la ficción desde
la ultratumba, Melvilla hace sobrevivir (milagrosamente) a Ismael, hecho del que nos
enteramos en una posdata de la historia. Esta posdata la escribe ya no el propio Ismael,
sino un narrador-omnisciente, ajeno al mundo narrado. Hay, pues, un salto del punto de
vista de un narrador-personaje, cuyo espacio es el de la historia narrada, a un narrador-
personaje, cuyo espacio es el de la historia narrada, a un narrador-omnisciente, que ocupa
un espacio diferente y mayor que el espacio narrado (ya que desde el suyo puede observar
y describir a este último).
De más está decirle algo que usted debe de hacer reconocido hace rato; que esas mudanzas
de narrador no son infrecuentes en las novelas. Todo lo contrario, es normal que las
novelas sean contadas (aunque no siempre lo advirtamos a primera vista) no por uno, sino
por dos y a veces varios narradores, que se van relevando unos a otros, como en una
carrera de postas, para contar la historia.
El ejemplo más gráfico de este relevo de narradores –de mudas espaciales- que se me
viene a la cabeza es el de Mientras agonizo, esa novela de Faulkner que relata el viaje de
la familia Bundren por el mítico territorio sureño para enterrar a la madres, Addie
Bundren, que quería que sus huesos reposaran en el lugar donde nació. Ese viaje tiene
rasgos bíblicos y épicos, pues ese cadáver se va descomponiendo bajo el implacable sol
del Deep South, pero la familia prosigue impertérrita su tránsito animada por esa
convicción fanática que suelen lucir los personajes faulknerianos. ¿Recuerda cómo está
contada esa novela o, mejor dicho, quién la cuenta? Muchos narradores: todos los
miembros de la familia Bundren. La historia va pasando por las conciencias de cada uno
de ellos, estableciendo una perspectiva itinerante y plural. El narrador es, en todos los
casos, un narrador-personaje, implicado en la acción, instalado en el espacio narrado. Pero,
aunque en este sentido el punto de vista espacial se mantiene incambiado, la identidad de
ese narrador cambia de un personaje a otro, de tal modo que en este caso las mudas tienen
lugar –no como en Moby Dick o en el Quijote-, de un punto de vista espacial a otro sino,
sin salir del espacio narrado, de un personaje a otro personaje.
Si estas mudas son justificadas, pues contribuyen a dotar de mayor densidad y riqueza
anímica, de más vivencias a la ficción, esas mudas resultan invisibles al lector, atrapado
por la excitación y curiosidad que despierta en él la historia. En cambio, si no consiguen
este efecto, logran el contrario: esos recursos técnicos se hacen visibles y por ello nos
parecen forzados y arbitrarios, unas camisas de fuerza que privan de espontaneidad y
autenticidad a los personajes de la historia, No es el caso del Quijote ni de Moby Dick,
claro está.
Y tampoco lo es el de la maravillosa Madame Bovary, otra catedral del género novelesco,
en la que asistimos también a una interesantísima muda espacial. ¿Recuerda usted el
comienzo? “Nos encontrábamos en clase cuando entró el director. Le seguían un nuevo
alumno con traje dominguero y un bedel cargado con un gran pupitre”. ¿Quién es el
narrador? Es que se trata de un narrador-personaje, cuyo espacio es el mismo de lo
narrado, testigo presencial de aquello que cuenta pues lo cuenta desde la primera persona
del plural. Como habla desde un nosotros, no se puede descartar que se trate de un
personaje colectivo, acaso el conjunto de alumnos de esa clase a la que se incorpora el
joven Bovary. (Yo, si usted me permite citar a un pigmeo junto a ese gigante que es
Flaubert, conté un relato, Los cachorros, desde el punto de vista espacial de un narrador-
personaje colectivo, el , grupo de amigos del barrio del protagonista, Pichulita Cuellar.)
Pero podría tratarse también de un alumno singular, que hable desde un “nosotros” por
discreción, modestia o timidez. Ahora bien, este punto de vista se mantiene apenas una
cuantas páginas, en las que, dos o tres veces, escuchamos esa voz en primera persona
refiriéndonos una historia de la que se presenta inequívocamente como testigo. Pero, en un
momento difícil de precisar –en esa astucia hay otra proeza técnica- esa voz deja de ser la
de un narrador-personaje y muda a la de un narrador-omnisciente, ajeno a la historia,
instalado en un espacio diferente al de ésta, que ya no narra desde un nosotros sino desde
la tercera persona del gramatical: él. En este caso, la muda es del punto de vista: este era al
principio el de un personaje y es luego el de un Dios omnisciente e invisible, que lo sabe
todo y lo ve todo y lo cuenta todo sin mostrarse ni contarse jamás él mismo. Ese nuevo
punto de vista será rigurosamente respetado hasta el final de la novela.
Flaubert, que en sus cartas, desarrolló toda una teoría sobre el género novelesco, fue un
empeñoso partidario de la invisibilidad del narrador, pues sostenía que eso que hemos
llamado soberanía o autosuficiencia de una ficción, dependía de que el lector olvidara que
aquello que leía le estaba siendo contado por alguien y de que tuviera la impresión de que
estaba autogenerándose bajo sus ojos, como por un acto de necesidad congénito a la propia
novela. Para conseguir la invisibilidad del narrador-omnisciente, creó y perfeccionó
diversas técnicas, la primera de las cuelas fue la de la neutralidad e impasibilidad del
narrador. Éste debía limitarse a narrar y no opinar sobre lo que narraba. Comentar,
interpretar, juzgar son intrusiones del narrador en la historia, manifestaciones de una
presencia (de un espacio y realidad) distinta de aquellas que conforman la realidad
novelesca, algo que mata la ilusión de autosuficiencia de la ficción, pues delata su
naturaleza adventicia, derivada, dependiente de algo, alguien, ajeno a la historia. La teoría
de Flaubert sobre la “objetividad” del narrador, como precio de su invisibilidad, ha sido
seguida largamente por los novelistas modernos (por muchos sin siquiera saberlo) y por
esa razón no es exagerado tal vez llamarlo el novelista que inaugura la novela moderna,
trazando entre esta y la novela romántica o clásica una frontera técnica.
Esto no significa, desde luego, que, porque en ellas el narrador es menos invisible, y a
veces demasiado visible, las novelas románticas o las clásicas nos parezcan defectuosas,
incongruentes, carentes de poder de persuasión. Nada de eso. Significa, sólo, que cuando
leemos una novela de Dickens, Victor Hugo, Voltaire, Daniel Defoe o Thackeray, tenemos
que reacomodarnos como lectores, adaptarnos a un espectáculo diferente del que nos ha
habituado la novela moderna.
Esta diferencia tiene que ver sobre todo con la distinta manera de actuar en unas y otras de
narrador-omnisciente, Este, en la novela moderna suele ser invisible o por lo menos
discreto, y, en aquella, una presencia destacada, a veces tan arrolladora que, a la vez que
nos cuenta la historia, parece contarse a sí mismo y a veces hasta utilizar lo que nos cuenta
como un pretexto para su exhibicionismo desaforado.
¿No es eso lo que ocurre en esa gran novela del siglo XIX, Los miserables? Se
trata de una de las más ambiciosas creaciones narrativas de ese gran siglo novelesco, una
historia que está amasada con todas las grandes experiencias sociales, culturales y políticas
de su tiempo y las vividas por Victor Hugo a lo largo de los casi treinta años que le tomó
escribirla (retomando el manuscrito varias veces después de largos intervalos). No es
exagerado decir que los miserables es un formidable espectáculo de exhibicionismo y
egolatría de su narrador –un narrador omnisciente-, técnicamente ajeno al mundo narrado,
encaramado en un espacio exterior y distinto a aquel donde evolucionan y se cruzan y
descruzan las vidas de Jean Valjean, Monseñor Bienvenu, (Bienvenido Muriel), Gavroche,
Marius, Coserte, toda la riquísima fauna humana de la novela. Pero, en verdad, ese
narrador está más presente en el relato que los propios personajes, pues, dotado de una
personalidad desmesurada y soberbia, de una irresistible megalomanía, no puede dejar de
mostrarse todo el tiempo a la vez que nos va mostrando la historia, con frecuencia
interrumpe la acción, a veces saltando a la primera persona desde la tercera, para opinar
sobre lo que ocurre, pontificar sobre filosofía, historia, moral, religión, juzgar a sus
personajes, fulminándolos con condenas inapelables o ponderándolos o elevándolos a las
nubes por sus prendas cívicas y espirituales. Este narrador-Dios (y nunca mejor empleado
que en este caso el epíteto divino) no sólo nos da pruebas continuas de su existencia, del
carácter ancilar y dependiente que tiene el mundo narrado; también despliega ante los ojos
del lector, además de sus convicciones y teorías, sus fobias y simpatías, sin el menor
tapujo ni precaución ni escrúpulo, convencido de su verdad, de la justicia de su causa en
todo lo que cree, dice y hace. Estas intromisiones del narrador-omnisciente constituirían lo
que los críticos de la corriente estilística llamarían una “ruptura de sistema”, incoherencias
e incongruencias que matarían la ilusión y privarían totalmente a la historia de crédito ante
el lector. Pero no ocurre así. ¿Por qué? Porque, muy pronto, el lector moderno se aclimata
a esas intromisiones, las siente como parte inseparable de sistema narrativo, de una ficción
cuya naturaleza consta, en verdad, de dos historias íntimamente mezcladas, inseparables la
una de la otra: la de los personajes y la anécdota narrativa que comienza con el robo de los
candelabros que lleva a cabo Jean Valjean en casa del obispo Monsieur Bienvenu, y
termina cuarenta años más tarde, cuando el ex forzado, santificado por los sacrificios y
virtudes de su heroica vida, entra en la eternidad, con esos mismos candelabros en las
manos, y la historia del propio narrador, cuyas piruetas, exclamaciones, reflexiones,
juicios,. Caprichos, sermones, constituyen el contexto intelectual, un telón de fondo
ideológico-filosófico-moral de lo narrado.
¿Podríamos, imitando al narrador egolátrico y arbitrario de Los miserables, hacer
un alto en este punto, y hacer un balance de lo que llevo dicho sobre el narrador, el punto
de vista espacial y el espacio novelesco? No creo que sea inútil el paréntesis, pues, si todo
esto no ha quedado claro, me temo que lo que, incitado por su interés, comentarios y
preguntas, le diga después (va a ser difícil que usted me ataje en estas reflexiones sobre el
apasionante asunto de la forma novelesca) le resulte confuso y hasta incomprensible.
Para contar por escrito una historia, todo novelista inventa a un narrador, su
representante o plenipotenciario en la ficción, él mismo una ficción, pues, como los otros
personajes a los que va a contar, está hecho de palabras y sólo vive por y para esa novela.
Este personaje, el narrador, puede estar dentro de la historia, fuera de ella o en una
colocación incierta, según narre desde la primera, la tercera o la segunda persona
gramatical. Esta no es una elección gratuita: según el espacio que ocupe el narrador
respecto de lo narrado, variará la distancia y el conocimiento que tiene sobre lo que
cue3nta. Es obvio que un narrador-personaje no puede saber –y por lo tanto describir y
relatar- más que aquellas experiencias que están verosímilmente a su alcance, en tanto que
un narrador-omnisciente puede saberlo todo y estar en todas partes del mundo narrado.
Elegir uno u otro punto de vista, significa, pues, elegir unos condicionamientos
determinados a los que el narrador debe someterse a la hora de narrar, y que, si no respeta,
tendrán un efecto lesivo, destructor, en el poder de persuasión. Al mismo tiempo, del
respeto que guarde de los límites que ese punto de vista espacial elegido le fija, depende
en gran parte que aquel poder de persuasión funcione y lo narrado nos parezca verosímil,
imbuido de esa “verdad” que parecen contener esas grandes mentiras que son las buenas
novelas.
Es importantísimo subrayar que el novelista goza, a la hora de crear su narrador,
de absoluta libertad, lo que significa, simplemente que la distinción entre esos tres posibles
tipos de narrador, de ningún modo implica que su colocación espacial agote sus atributos y
personalidades. En absoluto. Hemos visto, a través de unos pocos ejemplos, qué diferentes
podían ser esos narradores-omniscientes, esos dioses omnímodos que son los narradores
de las novelas de un Flaubert o de un Víctor Hugo, y no se diga en el caso de los
narradores-personajes cuyas características pueden variar hasta el infinito, como es el caso
de los personajes de una ficción.
Hemos visto también algo que debí tal vez mencionar al principio, algo que no hice
por razones de claridad expositiva, pero que, estoy seguro, usted ya sabía, o ha descubierto
leyendo esta carta, pues transpira naturalmente de los ejemplos que he citado. Y es lo
siguiente: es raro, casi imposible, que una novela tenga un narrador. Lo común es que
tenga varios, una serie de narradores que se van turnando unos a otros para contarnos la
historia desde distintas perspectivas, a veces dentro de un mismo punto de vista espacial
(el de un narrador-personaje, en libros como La Celestina o Mientras agonizo, que tienen,
ambos, apariencia de libretos dramáticos) o saltando, mediante mudas, de uno a otro punto
de vista, como en los ejemplos de Cervantes, Flaubert o Melville.
Podemos ir un poquito más lejos todavía, en torno al punto de vista espacial y las
mudas espaciales de los narradores de las novelas. Si nos acercamos a echar una ojeada
minuciosa, congeladora, armados de una lupa (una manera atroz e inaceptable de leer
novelas, por supuesto), descubrimos que, en realidad, esas mudas espaciales del narrador
no sólo ocurren, como en los casos de los que me he valido para ilustrar este tema, de una
manera general y por largos periodos narrativos. Pueden ser mudas veloces y brevísimas,
que duran apenas unas cuantas palabras, en las que se produce un sutil e inaprensible
desplazamiento espacial del narrador.
Por ejemplo, en todo diálogo entre personajes privado de acotaciones, hay una
muda espacial, un cambio de narrador. Si en una novela en que hablan Pedro y María,
narrada hasta este momento por un narrador-omnisciente, excéntrico a la historia, se
inserta de pronto este intercambio:
- Te ampo, María.
- Yo te amo también, Pedro.
Por el brevísimo instante de proferir aquella declaración de amor, el narrador de la
historia ha mudado de un narrador-omnisciente (que narra desde un él) a un narrador-
personaje, un implicado en la narración (Pedro y María), y ha habido luego, dentro de ese
punto de vista espacial de narrador-personaje, otra muda entre dos personajes (de Pedro a
María), para retornar luego el relato al punto de vista espacial del narrador-omnisciente.
Naturalmente, no se habrían producido aquellas mudas si ese breve diálogo hubiera estado
descrito sin la omisión de las acotaciones (“Te amo, María”, dijo Pedro. “Yo te amo
también, Pedro”, repuso María), pues es ese el relato habría estado siempre narrado desde
el punto de vista del narrador-omnisciente.
¿Le parecen menudencias sin importancia estas mudas ínfimas, tan rápidas, que el
lector ni siquiera las advierte? No lo son. En verdad, nada deja de tener importancia en el
dominio formal, y son los pequeños detalles, acumulados, los que deciden la excelencia o
la pobreza de una factura artística. Lo evidente, en todo caso, es que esa ilimitada libertad
que tiene el autor para crear a su narrador y dotarlo de atributos (moverlo, ocultarlo,
exhibirlo, acercarlo, alejarlo y mudarlo en narradores diferentes o múltiples dentro de un
mismo punto de vista espacial o saltando entre distinto espacios) no es ni puede ser
arbitraria, debe estar justificada en función del poder de persuasión de la historia que esa
novela cuenta. Los cambios de punto de vista pueden enriquecer una historia, adensarla,
sutilizarla, volverla misteriosa, ambigua, dándole una proyección múltiple, poliédrica, o
pueden también sofocarla y desintegrarla si en vez de hacer brotar en ella las vivencias –la
ilusión de vida- esos alardes técnicos, tecnicismos en este caso, resultan en incongruencias
o en gratuitas y artificiales complicaciones o confusiones que destruyen su credibilidad y
hacen patente al lector su naturaleza de mero artificio. (…)