Nivel Realidad
Nivel Realidad
Nivel Realidad
EL NIVEL DE REALIDAD
(...) Para empezar por lo más fácil, una definición general, digamos que el punto de vista del nivel
de realidad es la relación que existe entre el nivel o plano de realidad en que se sitúa el narrador para narrar
la novela y el nivel o plano de realidad en que transcurre lo narrado. En esta caso, también, como en el
espacio y el tiempo, los planos del narrador y de lo narrado pueden coincidir o ser diferentes, y esa relación
determinará ficciones distintas.
Adivino su primera objeción. “Si, en lo relativo al espacio, es fácil determinar las tres únicas
posibilidades de este punto de vista –narrador dentro de lo narrado, fuera de él o incierto--, y lo mismo
respecto al tiempo –dado los marcos convencionales de toda cronología: presente, pasado o futuro-- ¿no
nos enfrentamos a un infinito inabarcable en lo que concierne a la realidad?” Sin duda. Desde un punto de
vista teórico, la realidad puede dividirse y subdividirse en una multitud inconmensurable de planos, y, por lo
mismo, dar lugar en la realidad novelesca a infinitos puntos de vista. Pero, (...) la ficción se mueve sólo
dentro de un número limitado de niveles de realidad, (...).
Quizás los planos más claramente autónomos y adversarios que puedan darse sean los de un
mundo “real” y un mundo “fantástico”. (Uso las comillas para subrayar lo relativo de estos conceptos, sin los
cuales, sin embargo, no llegaríamos a entendernos y, acaso, ni siquiera a poder usar el lenguaje.) Estoy
seguro de que, aunque no le guste mucho (a mí tampoco), aceptará que llamemos real o realista (como
opuesto a fantástico) a toda persona, cosa o suceso reconocible y verificable por nuestra propia experiencia
del mundo y fantástico a lo que no lo es. La noción de fantástico comprende, pues, multitud de escalones
diferentes: lo mágico, lo milagroso, lo legendario, lo mítico, etcétera.
Provisionalmente de acuerdo sobre esto asunto, le diré que ésta es una de las relaciones de planos
contradictorios o idénticos que puede darse en una novela entre el narrador y lo narrado. Y, para que ello se
vea más claro, vayamos a un ejemplo concreto, valiéndonos otra vez de la brevísima obra maestra de
Augusto Monterroso, “El dinosaurio”:
“Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.”
¿Cuál es el punto de vista de nivel de realidad en este relato? Estará de acuerdo conmigo en que lo
narrado se sitúa en un plano fantástico, pues en el mundo real, que usted y yo conocemos a través de
nuestra experiencia, es improbable que los animales prehistóricos que se nos aparecen en el sueño –en las
pesadillas-- pasen a la realidad objetiva y nos los encontremos corporizados al pie de nuestra cama la abrir
los ojos. Es evidente, pues, que el nivel de realidad de lo narrado es lo imaginario o fantástico. ¿Es también
ése el plano en el que está situado el narrador (omnisciente e impersonal) que nos lo narra? Me atrevo a
decir que no, que este narrador se ha situado más bien en un plano real o realista, es decir, opuesto y
contradictorio en esencia al de aquello que narra. ¿Cómo lo sé? Por una brevísima pero inequívoca
indicación, un santo y seña al lector, diríamos, que nos hace el parco narrador al contarnos esta apretada
historia: el adverbio todavía. No es sólo una circunstancia temporal objetiva la que encierra esa palabra,
indicándonos el milagro (el paso del dinosaurio de la irrealidad soñada a la realidad objetiva). Es, también,
una llamada de atención, una manifestación de sorpresa o maravillamiento ante el extraordinario suceso.
Ese todavía lleva unos invisibles signos de admiración a sus flancos y está implícitamente urgiéndonos a
sorprendernos con el prodigioso acontecimiento. (“Fíjense ustedes la notable ocurrencia: el dinosaurio está
todavía allí, cuando es obvio que no debería estarlo, pues en la realidad real no ocurren estas cosas, ellas
sólo son posibles en la realidad fantástica.”) Así, ese narrador está narrando desde una realidad objetiva; si
no, no nos induciría mediante la sabia utilización de un adverbio anfibológico a tomar conciencia de la
transición del dinosaurio del sueño a la vida, de lo imaginario a lo tangible.
He aquí, pues, el punto de vista de nivel de realidad de “El dinosaurio”: un narrador que, situado en
un mundo realista, refiere un hecho fantástico, ¿Recuerda usted otros ejemplos semejantes de este punto de
vista? ¿Qué ocurre, por ejemplo, en el relato largo –o novela corta-- de Henry James, Una vuelta de tuerca o
Una vuelta del tornillo (The turn of the screw) ya mencionado? La terrible mansión campesina que sirve de
escenario a la historia, Bly, hospeda a fantasmas que se les aparecen a los pobres niños-personajes y a su
gobernanta, cuyo testimonio –que nos transmite otro narrador-personaje-- es el sustento de todo lo que
sucede. Así, no hay duda de que lo narrado –el tema, la anécdota-- se sitúa en el relato de James en un
plano fantástico. ¿Y el narrador, en qué plano está? Las cosas comienzan a complicarse un poco, como
siempre en Henry James, un mago de ingentes recursos en la combinación y manejo de los puntos de vista,
gracias a lo cual sus historias tienen siempre una aureola sutil, ambigua, y se prestan a interpretaciones tan
diversas. Recordemos que en la historia no hay uno, sino dos narradores (¿o serán tres, si añadimos al
narrador invisible y omnisciente que antecede en todos los casos, desde la total invisibilidad, al narrador-
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personaje?) Hay un narrador primero o principal, innominado, que nos refiere haber escuchado leer a su
amigo Douglas una historia, escrita por la misma gobernanta que nos cuenta la historia de los fantasmas.
Aquel primer narrador se sitúa, visiblemente, en un plano “real” o “realista” para transmitir esa historia
fantástica, que lo desconcierta y pasma a él tanto como a nosotros los lectores. Ahora bien, el otro narrador,
esa narradora en segunda instancia, narradora derivada, que es la gobernanta y que “ve” al fantasma, es
claro que no está en el mismo plano de realidad, sino más bien en uno fantástico, en el que –a diferencia de
este mundo que conocemos por nuestra propia experiencia-- los muertos vuelven a la tierra a “penar” en las
casas que habitaron cuando estaban vivo, a fin de atormentar a los nuevos moradores. Hasta ahí,
podríamos decir que el punto de vista del nivel de realidad de esta historia es el de una narración de hechos
fantásticos, que consta de dos narradores, uno situado en un plano realista u objetivo y otro –la gobernanta--
que más bien narra desde una perspectiva fantástica. Pero, cuando examinamos todavía más de cerca, con
lupa, esta historia, percibimos una nueva complicación en este punto de vista de nivel de realidad. Y es que,
a lo mejor, la gobernante no ha visto a los celebérrimos fantasmas, que sólo ha creído verlos, o los ha
inventado. Esta interpretación –que es la de algunos críticos--, si es cierta (es decir, si la elegimos los
lectores como cierta), convierta a The turn of the screw en una historia realista, sólo que narrada desde un
plano de pura subjetividad –el de la histeria o neurosis-- de una solterona reprimida y sin duda con una
innata propensión a ver cosas que no están ni son en el mundo real. Los críticos que proponen esta lectura
de Una vuelta de tuerca leen este relato como una obra realista, ya que el mundo real abarca también el
plano subjetivo, donde tienen lugar las visiones, ilusiones y fantasías. Lo que daría apariencia fantástica a
este relato no sería su contenido sino la sutileza con que está contado; su punto de vista de nivel de realidad
sería el de la pura subjetividad de un ser psíquicamente alterado que ve cosas que no existen y toma por
realidades objetivas sus miedos y fantasías.
Bueno, he aquí dos ejemplos de las variantes que puede tener el punto de vista de nivel de realidad
en uno de sus casos específicos, cuando hay en él una relación entre lo real y lo fantástico, el tipo de
oposición radical que caracteriza a esa corriente literaria que llamamos fantástica (aglutinando en ella, le
repito, materiales bastante diferentes entre sí). Le aseguro que si nos pusiéramos a examinar este punto de
vista entre los más destacados escritores de literatura fantástica de nuestro tiempo –he aquí una rápida
enumeración: Borges, Cortázar, Calvino, Rulfo, Pierre de Mandiargues, Kafka, García Márquez, Alejo
Carpentier-- encontraríamos que ese punto de vista –es decir, esa relación entre esos dos universos
diferenciados que son los de lo real y lo irreal o fantástico tal como los encarnan o representan el narrador y
lo narrado-- da lugar a infinidad de matices y variantes, al punto de que, tal vez, no sea una exageración
sostener que la originalidad de un escritor de literatura fantástica reside sobre todo en la manera como en
sus ficciones aparece el punto de vista de nivel de realidad.
Ahora bien, la oposición (o coincidencia) de planos que hasta ahora hemos visto –lo real y lo irreal,
lo realista y lo fantástico-- es una oposición esencial, entre universos de naturaleza diferente. Pero la ficción
real o realista consta también de planos diferenciados entre sí, aunque todos ellos existan y sean
reconocibles por los lectores a través de su experiencia objetiva del mundo, y los escritores realistas puedan,
por lo tanto, valerse de muchas opciones posibles en lo que concierne al punto de vista de nivel de realidad
en las ficciones que inventan.
Quizás, sin salir de este mundo del realismo, la diferencia más saltante sea la de un mundo objetivo
–de cosas, hechos, personas, que existen de por sí, en sí mismos-- y un mundo subjetivo, el de la
interioridad humana, que es el de las emociones, sentimientos, fantasías, sueños y motivaciones
psicológicas de muchas conductas. Si usted se lo propone, su memoria le va a ofrecer de inmediato entre
sus escritores preferidos a buen número que puede usted situar –en esta clasificación arbitraria-- en el
bando de escritores objetivos y a otros tantos en la de los subjetivos, según sus mundos novelescos tiendan
principal o exclusivamente a situarse en una de estas dos caras de la realidad. ¿No es clarísimo que pondría
usted entre los objetivos a un Hemingway y entre los subjetivos a un Faulkner? ¿Que merece figurar entre
estos últimos una Virginia Woolf y entre aquéllos un Graham Greene? Pero, ya lo sé, no se enoje, estamos
de acuerdo en que esa división entre objetivos y subjetivos es demasiado general, y que aparecen muchas
diferencias entre los escritores afiliados en uno u otro de estos dos grandes modelos genéricos. (Ya veo que
coincidimos en considerar que, en literatura, lo que importa es siempre el caso individual, pues el genérico
es siempre insuficiente para decirnos todo lo que quisiéramos saber sobre la naturaleza particular de una
novela concreta.)
Veamos algunos casos concretos, entonces. ¿Ha leído usted La Jalousie, de Alain Robbe-Grillet?
No creo que sea una obra maestra, pero sí una novela muy interesante, acaso la mejor de su autor y una de
las mejores que produjo ese movimiento –de poca duración-- que conmovió el panorama literario francés en
los años sesenta, le nouveau roman (o la nueva novela) y del que Robbe-Grillet fue portaestandarte y
teorizador. En su libro de ensayos (Pour un nouveau roman/Por una novela nueva), Robbe-Grillet explica
que su pretensión es depurar la novela de todo psicologismo, más todavía, de subjetivismo e interioridad,
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concentrando su visión en la superficie exterior, física, de ese mundo objetalizado, cuya irreductible realidad
reside en las cosas, “duras, tercas, inmediatamente presentes, irreductibles”. Bueno, con esta (pobrísima)
teoría, Robbe-Grillet escribió algunos libros soberanamente aburridos, si usted me permite la descortesía,
pero también algunos textos cuyo interés innegable reside en lo que llamaríamos su destreza técnica. Por
ejemplo, La Jalousie. Es una palabra muy poco objetiva --¡vaya paradoja!-- pues en francés ella quiere decir
simultáneamente “la celosía” y los “celos”, una anfibología que en español desaparece. La novela es, me
atrevo a decir, la descripción de una mirada glacial, objetiva, cuyo anónimo e invisible ser es
presumiblemente un marido celoso, espiando a la mujer a la que cela. La originalidad (la acción diríamos, en
tono risueño) de esa novela no está en el tema, pues no ocurre nada, o mejor dicho nada digno de memoria,
salvo esa mirada incansable, desconfiada, insomne, que asedia a la mujer. Toda ella reside en el punto de
vista de nivel de realidad. Se trata de una historia realista (ya que no hay en ella nada que no podamos
reconocer a través de nuestra experiencia), relatada por un narrador excéntrico al mundo narrado, pero tan
próximo de ese observador que a ratos tendemos a confundir la voz de éste con la suya. Ello se debe a la
rigurosa coherencia con que se respeta en la novela el punto de vista de nivel de realidad, que es sensorial,
el de unos ojos encarnizados, que observan, registran y no dejan escapar nada de lo que hace y rodea a
quien acechan, y que, por lo tanto, sólo pueden capturar (y transmitirnos) una percepción exterior, sensorial,
física, visual del mundo, un mundo que es pura superficie –una realidad plástica--, sin trasfondo anímico,
emocional o psicológico. Bueno, se trata de un punto de vista de nivel de realidad bastante original. Entre
todos los planos o niveles de que consta la realidad, se ha confinado en uno solo –el visual-- para contarnos
una historia, que, por ello mismo, parece transcurrir exclusivamente en ese plano de total objetividad.
No hay duda de que este plano o nivel de realidad en el que Robbe-Grillet sitúa sus novelas (sobre
todo Las Jalousie) es totalmente diferente de aquel en el que solía situar las suyas Virginia Woolf, otra de las
grandes revolucionarias de la novela moderna. Virginia Woolf escribió una novela fantástica, claro está –
Orlando--, donde asistimos a la imposible transformación de un hombre en mujer, pero sus otras novelas
pueden ser llamadas realistas, porque ellas están desprovistas de maravillas de esta índole. La “maravilla”
que se da en ellas consiste en la delicadeza y finísima textura con que en ellas aparece “la realidad”. Ello se
debe, por supuesto, a la naturaleza de su escritura, a su estilo refinado, sutil, de una evanescente levedad y
al mismo tiempo un poderosísimo poder de sugerencia y evocación. ¿En qué plano de realidad transcurre,
por ejemplo, Mrs. Dalloway (La señora Dalloway), una de sus novelas más originales? ¿En el de las
acciones o comportamientos humanos, como las historias de Hemingway, por ejemplo? No; en un plano
interior y subjetivo, en el de las sensaciones y emociones que la vivencia del mundo deja en el espíritu
humano, esa realidad no tangible pero sí verificable, que registra lo que ocurre a nuestro alrededor, lo que
vemos y hacemos, y lo celebra o lamenta, se conmueve o irrita con ello y lo va calificando. Ese punto de
vista de nivel de realidad es otra de las originalidades de esta gran escritora, que consiguió, gracias a su
prosa y a la preciosa y finísima perspectiva desde la que describió su mundo ficticio, espiritualizar toda la
realidad, desmaterializarla, impregnarle un alma. Exactamente en las antípodas de un Robbe-Grillet, quien
desarrolló una técnica narrativa encaminada a cosificar la realidad, a describir todo lo que ella contiene –
incluidos los sentimientos y emociones-- como si fueran objetos.
Espero que, a través de estos pocos ejemplos, haya usted llegado la misma conclusión que llegué
yo hace ya tiempo en lo que concierne al punto de vista de nivel de realidad. Que en él reside, en muchos
casos, la originalidad del novelista. Es decir, en haber encontrado (o destacado, al menos, por encima o con
exclusión de los otros) un aspecto o función de la vida, de la experiencia humana, de lo existente, hasta
entonces olvidado, discriminado o suprimido en la ficción, y cuyo surgimiento, como perspectiva dominante,
en una novela, nos brinda una visión inédita, renovadora, desconocida de la vida. ¿No es esto lo que ocurrió,
por ejemplo, con un Proust o un Joyce? Para aquél, lo importante no está en lo que ocurre en el mundo real,
sino en la manera como la memoria retiene y reproduce la experiencia vivida, en esa labor de selección y
rescate del pasado que opera la mente humana. No se puede pedir, pues, una realidad más subjetiva que
aquella en la que transcurren los episodios y evolucionan los personajes de En busca del tiempo perdido.
¿Y, en lo que concierne a Joyce, no fue acaso una innovación cataclísmica el Ulises, donde la realidad
aparecía “reproducida” a partir del movimiento mismo de la conciencia humana que toma nota, discrimina,
reacciona emotiva e intelectualmente, valora y atesora o desecha lo que va viviendo? Privilegiando planos o
niveles de realidad que, antes, se desconocían o apenas se mencionaban, sobre los más convencionales,
ciertos escritores aumentan nuestra visión de lo humano. No sólo en un sentido cuantitativo, también en el
de la cualidad. Gracias a novelistas como Virginia Woolf o Joyce o Kafka o Proust, podemos decir que se ha
enriquecido nuestro intelecto y nuestra sensibilidad para poder identificar, dentro del vértigo infinito que es la
realidad, planos o niveles –los mecanismos de la memoria, el absurdo, el discurrir de la conciencia, las
sutilezas de las emociones y percepciones-- que antes ignorábamos o sobre los que teníamos una idea
insuficiente o estereotipada.
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Todos estos ejemplos muestran el amplísimo abanico de matices que pueden diferenciar entre sí a
los autores realistas. Ocurre lo mismo con los fantásticos, desde luego. Me gustaría, pese a que esta carta
amenaza también con dilatarse más de lo prudente, que examináramos el nivel de realidad que predomina
en El reino de este mundo de Alejo Carpentier.
Si tratamos de situar a esta novela en uno de los dos campos literarios en que hemos dividido a la
ficción según su naturaleza realista o fantástica, no hay duda de que le corresponde este último, pues en la
historia que ella narra –y que se confunde con la historia del haitiano Henri Christophe, el constructor de la
célebre Citadelle— ocurren hechos extraordinarios, inconcebibles en el mundo que conocemos a través de
nuestra experiencia. Sin embargo, cualquiera que haya leído ese hermoso relato no se sentiría satisfecho
con su mera asimilación a la literatura fantástica. Ante todo, porque lo fantástico que sucede en él no tiene
ese semblante explícito y manifiesto con que aparece en autores fantásticos como Edgar Allan Poe, el
Robert Louis Stevenson de Dr. Jekyll and Mr. Hyde o Jorge Luis Borges, en cuyas historias la ruptura con la
realidad es flagrante. En El reino de este mundo, las ocurrencias insólitas lo parecen menos porque su
cercanía de lo vivido, de lo histórico –de hecho, el libro sigue muy de cerca episodios y personajes del
pasado de Haití--, contamina aquellas ocurrencias de un relente realista. ¿A qué se debe ello? A que el
plano de irrealidad en que se sitúa a menudo lo narrado en aquella novela es el mítico o legendario, aquél
que consiste en una transformación “irreal” del hecho o personaje “real” histórico, en razón de una fe o
creencia que, en cierto modo, lo legitima objetivamente. El mito es una explicación de la realidad
determinada por ciertas convicciones religiosas o filosóficas, de modo que en todo mito hay, siempre, junto
al elemento imaginario o fantástico, un contexto histórico objetivo; su asiento en una subjetividad colectiva
que existe y pretende (en muchos casos, lo consigue) imponerlo en la realidad, como imponen en el mundo
real ese planeta fantástico, los sabios conspiradores del relato de Borges, “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”. La
formidable hazaña técnica de El reino de este mundo es el punto de vista de nivel de realidad diseñado por
Carpentier. La historia transcurre a menudo en ese plano mítico o legendario –el primer peldaño de lo
fantástico o el último del realismo--, y va siendo narrada por un narrador impersonal que, sin instalarse
totalmente en ese mismo nivel, está muy cerca de él, rozándolo, de modo que la distancia que toma con lo
que narra es lo suficientemente pequeña como para hacernos vivir casi desde adentro los mitos y leyendas
de que su historia se compone, y lo bastante inequívoca, sin embargo, para hacernos saber que aquello no
es la realidad objetiva de la historia que cuenta, sino una realidad desrealizada por la credulidad de un
pueblo que no ha renunciado a la magia, a la hechicería, a las prácticas irracionales, aunque exteriormente
parezca haber abrazado el racionalismo de los colonizadores de los que se ha emancipado.
Podríamos seguir indefinidamente tratando de identificar puntos de vista de nivel de realidad
originales e insólitos en el mundo de la ficción, pero creo que estos ejemplos bastan y sobran para mostrar lo
diversa que puede ser la relación entre el nivel de realidad en que se hallan lo narrado y el narrador y cómo
este punto de vista nos permite hablar, si somos propensos a la manía de las clasificaciones y
catalogaciones, algo que yo no lo soy y espero que usted tampoco lo sea, de novelas realistas o fantásticas,
míticas o religiosas, psicológicas o poéticas, de acción o de análisis, filosóficas o históricas, surrealistas o
experimentales, etcétera, etcétera. (Establecer nomenclaturas es un vicio que nada aplaca.)
Lo importante no es en qué compartimento de esas escuetas o infinitas tablas clasificatorias se
encuentra la novela que analizamos. Lo importante es saber que en toda novela hay un punto de vista
espacial, otro temporal y otro de nivel de realidad, y que, aunque muchas veces no sea muy notorio, los tres
son esencialmente autónomos, diferentes uno del otro, y que de la manera como ellos se armonizan y
combinan resulta aquella coherencia interna que es el poder de persuasión de una novela. Esa capacidad de
persuadirnos de su “verdad”, de su “autenticidad”, de su “sinceridad”, no viene nunca de su parecido o
identidad con el mundo real en el que estamos los lectores. Viene, exclusivamente, de su propio ser, hecho
de palabras y de la organización del espacio, tiempo y nivel de realidad de que ella consta. Si las palabras y
el orden de una novela son eficientes, adecuados a la historia que ella pretende hacer persuasiva a los
lectores, quiere decir que hay en su texto un ajuste tan perfecto, una fusión tan cabal del tema, el estilo y los
puntos de vista, que el lector, al leerla, quedará tan sugestionado y absorbido por lo que ella le cuenta, que
olvidará por completo la manera como se lo cuenta, y tendrá la sensación de que aquella novela carece de
técnica, de forma, que es la vida misma manifestándose a través de unos personajes, unos paisajes y unos
hechos que le parecen nada menos que la realidad encarnada, la vida leída. Ése es el gran triunfo de la
técnica novelesca: alcanzar la invisibilidad, ser tan eficaz en la construcción de la historia a la que ha dotado
de color, dramatismo, sutileza, belleza, sugestión, que ya ningún lector se percate siquiera de su existencia,
pues, ganado por el hechizo de aquella artesanía, no tiene la sensación de estar leyendo, sino viviendo una
ficción que, por un rato al menos, ha conseguido, en lo que a ese lector concierne, suplantar a la vida. (...)
Mario Vargas Llosa: “El nivel de realidad”, Cartas a un joven novelista, Editorial Planeta Mexicana S.A.,
México, 1997, pp. 87-102.
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GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
Asustado por aquella pesadilla, Pelayo corrió en busca de Elisenda, su mujer, que estaba
poniéndole compresas al niño enfermo, y la llevó hasta el fondo del patio. Ambos observaron el cuerpo caído
con un callado estupor. Estaba vestido como un trapero. Le quedaban apenas unas hilachas descoloridas en
el cráneo pelado y muy pocos dientes en la boca, y su lastimosa condición de bisabuelo ensopado lo había
desprovisto de toda grandeza. Sus alas de gallinazo grande, sucias y medio desplumadas, estaban
encalladas para siempre en el lodazal. Tanto lo observaron, y con tanta atención, que Pelayo y Elisenda se
sobrepusieron muy pronto del asombro y acabaron por encontrarlo familiar. Entonces se atrevieron a
hablarle, y él les contestó en un dialecto incomprensible pero con una buena voz de navegante. Fue así
como pasaron por alto el inconveniente de las alas, y concluyeron con muy buen juicio que era un náufrago
solitario de alguna nave extranjera abatida por el temporal, Sin embargo, llamaron para que lo viera a una
vecina que sabía todas las cosas de la vida y la muerte, y a ella le bastó con una mirada para sacarlos del
error.
--Es un ángel --les dijo--. Seguro que venía por el niño, pero el pobre está tan viejo que lo ha
tumbado la lluvia.
Al día siguiente todo el mundo sabía que en casa de Pelayo tenían cautivo un ángel de carne y
hueso. Contra el criterio de la vecina sabia, para quien los ángeles de estos tiempos eran sobrevivientes
fugitivos de una conspiración celestial, no habían tenido corazón para matarlo a palos. Pelayo estuvo
vigilándole, toda la tarde desde la cocina, armado con su garrote de alguacil, y antes de acostarse lo sacó a
rastras del lodazal y lo encerró con las gallinas en el gallinero alambrado. A medianoche, cuando terminó la
lluvia, Pelayo y Elisenda seguían matando cangrejos. Poco después el niño despertó sin fiebre y con deseos
de comer. Entonces se sintieron magnánimos y decidieron poner al ángel en una balsa con agua dulce y
provisiones para tres días, y abandonarlo a su suerte en alta mar. Pero cuando salieron al patio con las
primeras luces, encontraron a todo el vecindario frente al gallinero, retozando con el ángel sin la menor
devoción y echándole cosas de comer por los huecos de las alambradas, como si no fuera una criatura
sobrenatural sino un animal de circo.
El padre Gonzaga llegó antes de las siete alarmado por la desproporción de la noticia. A esa hora ya
habían acudido curiosos menos frívolos que los del amanecer, y habían hecho toda clase de conjeturas
sobre el porvenir del cautivo. Los más simples pensaban que sería nombrado alcalde del mundo. Otros, de
espíritu más áspero, suponían que sería ascendido a general de cinco estrellas para que ganara todas las
guerras. Algunos visionarios esperaban que fuera conservado como semental para implantar en la tierra una
estirpe de hombres alados y sabios que se hicieran, cargo del Universo. Pero el padre Gonzaga, antes de
ser cura, había sido leñador macizo. Asomado a las alambradas repasó en un instante su catecismo, y
todavía pidió que le abrieran la puerta para examinar de cerca a aquel varón de lástima que más bien
parecía una enorme gallina decrépita entre las gallinas absortas. Estaba echado en un rincón, secándose al
sol las alas extendidas, entre las cáscaras de frutas y las sobras de desayunos que le habían tirado los
madrugadores. Ajeno a las impertinencias del mundo, apenas si levantó sus ojos de anticuario y murmuró,
algo en su dialecto cuando el padre Gonzaga entró en el gallinero y le dio los buenos días en latín. El
párroco tuvo la primera sospecha de su impostura al comprobar que no entendía la lengua de Dios ni sabía
saludar a sus ministros. Luego observó que visto de cerca resultaba demasiado humano: tenía un
insoportable olor de intemperie, el revés de las alas sembrado de algas parasitarias y las plumas mayores
maltratadas por vientos terrestres, y nada de su naturaleza miserable estaba de acuerdo con la egregia
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dignidad de los ángeles. Entonces abandonó el gallinero, y con un breve sermón previno a los curiosos
contra los riesgos de la ingenuidad. Les recordó que el demonio tenía la mala costumbre de recurrir a
artificios de carnaval para confundir a los incautos. Argumentó que si las alas no eran el elemento esencial
para determinar las diferencias entre un gavilán y un aeroplano, mucho menos podían serlo para reconocer
a los ángeles. Sin embargo, prometió escribir una carta a su obispo, para que éste escribiera otra a su
primado y para que éste escribiera otra al Sumo Pontífice, de modo que el veredicto final viniera de los
tribunales más altos.
Su prudencia cayó en corazones estériles. La noticia del ángel cautivo se divulgó con tanta rapidez,
que al cabo de pocas horas había en el patio un alboroto de mercado, y tuvieron que llevar la tropa con
bayonetas para espantar el tumulto que ya estaba a punto de tumbar la casa. Elisenda, con el espinazo
torcido de tanto barrer basura de feria, tuvo entonces la buena idea de tapiar el patio y cobrar cinco centavos
por la entrada para ver al ángel.
Vinieron curiosos hasta de la Martinica. Vino una feria ambulante con un acróbata volador, que pasó
zumbando varias veces por encima de la muchedumbre, pero nadie le hizo caso porque sus alas no eran de
ángel sino de murciélago sideral. Vinieron en busca de salud los enfermos más desdichados del Caribe: una
pobre mujer que desde niña estaba contando los latidos de su corazón y ya no le alcanzaban los números,
un jamaiquino que no podía dormir porque lo atormentaba el ruido de las estrellas, un sonámbulo que se
levantaba de noche a deshacer dormido las cosas que había hecho despierto, y muchos otros de menor
gravedad. En medio de aquel desorden de naufragio que hacía temblar la tierra, Pelayo y Elisenda estaban
felices de cansancio, porque en menos de una semana atiborraron de plata los dormitorios, y todavía la fila
de peregrinos que esperaban turno para entrar llegaba hasta el otro lado del horizonte.
El ángel era el único que no participaba de su propio acontecimiento. El tiempo se le iba en buscar
acomodo en su nido prestado, aturdido por el calor de infierno de las lámparas de aceite y las velas de
sacrificio que le arrimaban a las alambradas. Al principio trataron de que comiera cristales de alcanfor que,
de acuerdo con la sabiduría de la vecina sabia, era el alimento específico de los ángeles. Pero él los
despreciaba, como despreció sin probarlos los almuerzos papales que le llevaban los penitentes, y nunca se
supo si fue por ángel o por viejo que terminó comiendo nada más que papilas de berenjena. Su única virtud
sobrenatural parecía ser la paciencia. Sobre todo en los primeros tiempos, cuando lo picoteaban las gallinas
en busca de los parásitos estelares que proliferaban en sus alas, y los baldados le atrancaban plumas para
tocarse con ellas sus defectos, y hasta los más piadosos le tiraban piedras tratando de que se levantara para
verlo de cuerpo entero. La única vez que consiguieron alterarlo fue cuando le abrasaron el costado con un
hierro de marcar novillos, porque llevaba tantas horas de estar inmóvil que lo creyeron muerto. Despertó
sobresaltado, despotricando en lengua hermética y con los ojos en lágrimas, y dio un par de aletazos que
provocaron un remolino de estiércol de gallinero y polvo lunar, y un ventarrón de pánico que no parecía de
este mundo. Aunque muchos creyeron que su reacción no había sido de rabia sino de dolor, desde entonces
se cuidaron de no molestarle, porque la mayoría entendió que su pasividad no era la de un héroe en uso de
buen retiro sino la de un cataclismo en reposo.
Sucedió que por esos días, entre muchas otras atracciones de las ferias errantes del Caribe, llevaron
al pueblo el espectáculo triste de la mujer que se había convertido en araña por desobedecer a sus padres.
La entrada para verla no sólo costaba menos que la entrada para ver al ángel, sino que permitían hacerle
toda clase de preguntas sobre su absurda condición, y examinarla al derecho y al revés, de modo que nadie
pusiera en duda la verdad del horror. Era una tarántula espantosa del tamaño de un carnero y con la cabeza
de una doncella triste. Pero lo más desgarrador no era su figura de disparate, sino la sincera aflicción con
que contaba los pormenores de su desgracia: siendo casi una niña se había escapado de la casa de sus
padres para ir a un baile, y cuando regresaba por el bosque después de haber bailado toda la noche sin
permiso, un trueno pavoroso abrió el cielo en dos mitades, y por aquella grieta salió el relámpago de azufre
que la convirtió en araña. Su único alimento eran las bolitas de carne molida que las almas caritativas
quisieran echarle en la boca. Semejante espectáculo, cargado de tanta verdad humana y de tan temible
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escarmiento, tenía que derrotar sin proponérselo al de un ángel despectivo que apenas si se dignaba mirar a
los mortales. Además, los escasos milagros que se le atribuían al ángel revelaban un cierto desorden
mental, como el del ciego que no recobró la visión pero le salieron tres dientes nuevos, y el del paralítico que
no pudo andar pero estuvo a punto de ganarse la lotería, y el del leproso a quien le nacieron girasoles en las
heridas. Aquellos milagros de consolación que más bien parecían entretenimientos de burla, habían
quebrantado ya la reputación del ángel cuando la mujer convertida en araña terminó de aniquilarla. Fue así
como el padre Gonzaga se curó para siempre del insomnio, y el patio de Pelayo volvió a quedar tan solitario
como en los tiempos en que llovió tres días y los cangrejos, caminaban por los dormitorios.
Los dueños de la casa no tuvieron nada que lamentar. Con el dinero recaudado construyeron una
mansión de dos plantas, con balcones y jardines, y con sardineles muy altos para que no se metieran los
cangrejos del invierno, y con barras de hierro en las ventanas para que no se metieran los ángeles. Pelayo
estableció además un criadero de conejos muy cerca del pueblo y renunció para siempre a su mal empleo
de alguacil, y Elisenda se compró unas zapatillas satinadas de tacones altos y muchos vestidos de seda
tornasol, de los que usaban las señoras más codiciadas en los domingos de aquellos tiempos. El gallinero
fue lo único que no mereció atención. Si alguna vez lo lavaron con creolina y quemaron las lágrimas de mirra
en su interior, no fue por hacerle honor al ángel, sino por conjurar la pestilencia de muladar que ya andaba
como un fantasma por todas partes y estaba volviendo vieja la casa nueva. Al principio, cuando el niño
aprendió a caminar, se cuidaron de que no estuviera muy cerca del gallinero. Pero luego se fueron olvidando
del temor y acostumbrándose a la peste, y antes de que el niño mudara los dientes se había metido a jugar
dentro del gallinero, cuyas alambradas podridas se caían a pedazos. El ángel no fue menos displicente con
él que con el resto de los mortales, pero soportaba las infamias más ingeniosas con una mansedumbre de
perro sin ilusiones. Ambos contrajeron la varicela al mismo tiempo. El médico que atendió al niño no resistió
a la tentación de auscultar al ángel, y le encontró tantos soplos en el corazón y tantos ruidos en los riñones,
que no le pareció posible que estuviera vivo. Lo que más le asombró, sin embargo, fue la lógica de sus alas.
Resultaban tan naturales en aquel organismo completamente humano, que no podía entenderse por qué no
las tenían también los otros hombres.
Cuando el niño fue a la escuela, hacía mucho tiempo que el sol y la lluvia habían desbaratado el
gallinero. El ángel andaba, arrastrándose por acá y por allá como un moribundo sin dueño. Lo sacaban a
escobazos de un dormitorio y un momento después lo encontraban en la cocina. Parecía estar en tantos
lugares al mismo tiempo, que llegaron a pensar que se desdoblaba, que se repetía a sí mismo por toda la
casa, y la exasperada Elisenda gritaba fuera de quicio que era una desgracia vivir en aquel infierno lleno de
ángeles. Apenas si podía comer, sus ojos de anticuario se le habían vuelto tan turbios que andaba
tropezando con los horcones, y ya no le quedaban sino las cánulas peladas de las últimas plumas. Pelayo le
echó encima una manta y le hizo la caridad de dejarlo dormir en el cobertizo, y sólo entonces advirtieron que
pasaba la noche con calenturas delirando en trabalenguas de noruego viejo. Fue ésa una de las pocas
veces en que se alarmaron porque pensaban que se iba a morir, y ni siquiera la vecina sabia había podido
decirles qué se hacía con los ángeles muertos.
Sin embargo, no sólo sobrevivió a su peor invierno, sino que pareció mejor con los primeros soles.
Se quedó inmóvil muchos días en el rincón más apartado del patio, donde nadie lo viera, y a principios de
diciembre empezaron a nacerle en las alas unas plumas grandes y duras, plumas de pajarraco viejo, que
más bien parecían un nuevo percance de la decrepitud. Pero él debía conocer la razón de esos cambios,
porque se cuidaba muy bien de que nadie los notara, y de que nadie oyera las canciones de navegantes que
a veces cantaba bajo las estrellas. Una mañana, Elisenda estaba cortando rebanadas de cebolla para el
almuerzo, cuando un viento que parecía de alta mar se metió en la cocina. Entonces se asomó por la
ventana, y sorprendió al ángel en las primeras tentativas del vuelo. Eran tan torpes, que abrió con las uñas
un surco de arado en las hortalizas y estuvo a punto de desbaratar el cobertizo con aquellos aletazos
indignos que resbalaban en la luz y no encontraban asidero en el aire. Pero logró ganar altura. Elisenda
exhaló un suspiro de descanso, por ella y por él, cuando lo vio pasar por encima de las últimas casas,
sustentándose de cualquier modo con un azaroso aleteo de buitre senil. Siguió viéndolo hasta cuando acabó
de cortar la cebolla, y siguió viéndolo hasta cuando ya no era posible que lo pudiera ver, porque entonces ya
no era un estorbo en su vida, sino un punto imaginario en el horizonte del mar.
Gabriel García Márquez, “Un señor muy viejo con unas alas enormes”, Todos los cuentos de Gabriel García
Márquez, Casa de las Américas, La Habana, (año?) pp. 217-224.
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JULIO CORTÁZAR
Andrée, yo no quería venirme a vivir a su departamento de la calle Suipacha. No tanto por los conejitos, más
bien porque me duele ingresar en un orden cerrado, construido ya hasta en las más finas mallas del aire,
esas que en su casa preservan la música de la lavanda, el aletear de un cisne con polvos, el juego del violín
y la viola en el cuarteto de Rará. Me es amargo entrar en un ámbito donde alguien que vive bellamente lo ha
dispuesto todo como una reiteración visible de su alma, aquí los libros (de un lado en español, del otro en
francés e inglés), allí los almohadones verdes, en este preciso sitio de la mesita el cenicero de cristal que
parece el corte de una pompa de jabón, y siempre un perfume, un sonido, un crecer de plantas, una
fotografía del amigo muerto, ritual de bandejas con té y tenacillas de azúcar... Ah, querida Andrée, qué difícil
oponerse, aun aceptándolo con entera sumisión del propio ser, al orden minucioso que una mujer instaura
en su liviana residencia. Cuán culpable tomar una tacita de metal y ponerla al otro extremo de la mesa,
ponerla allí simplemente porque uno ha traído sus diccionarios ingleses y es de este lado, al alcance de la
mano, donde habrán de estar. Mover esa tacita vale por un horrible rojo inesperado en medio de una
modulación de Ozenfant, como si de golpe las cuerdas de todos los contrabajos se rompieran al mismo
tiempo con el mismo espantoso chicotazo en el instante más callado de una sinfonía de Mozart. Mover esa
tacita altera el juego de relaciones de toda la casa, de cada objeto con otro, de cada momento de su alma
con el alma entera de la casa y su habitante lejana. Y yo no puedo acercar los dedos a un libro, ceñir apenas
el cono de luz de una lámpara, destapar la caja de música, sin que un sentimiento de ultraje y desafío me
pase por los ojos como un bando de gorriones.
Usted sabe por qué vine a su casa, a su quieto salón solicitado de mediodía. Todo parece tan
natural, como siempre que no se sabe la verdad. Usted se ha ido a París, yo me quedé con el departamento
de la calle Suipacha, elaboramos un simple y satisfactorio plan de mutua convivencia hasta que septiembre
la traiga de nuevo a Buenos Aires y me lance a mí a alguna otra casa donde quizá... Pero no le escribo por
eso, esta carta se la envío a causa de los conejitos, me parece justo enterarla; y porque me gusta escribir
cartas, y tal vez porque llueve.
Me mudé el jueves pasado, a las cinco de la tarde, entre niebla y hastío. He cerrado tantas maletas
en mi vida, me he pasado tantas horas haciendo equipajes que no llevaban a ninguna parte, que el jueves
fue un día lleno de sombras y correas, porque cuando yo veo las correas de las valijas es como si viera
sombras, elementos de un látigo que me azota indirectamente, de la manera más sutil y más horrible. Pero
hice las maletas, avisé a la mucama que vendría a instalarme, y subí en el ascensor. Justo entre el primero y
segundo piso sentí que iba a vomitar un conejito. Nunca se lo había explicado antes, no crea que por
deslealtad, pero naturalmente uno no va a ponerse a explicarle a la gente que de cuando en cuando vomita
un conejito. Como siempre me ha sucedido estando a solas, guardaba el hecho igual que se guardan tantas
constancias de la que acaece (o hace uno acaecer) en la privacía total. No me lo reproche, Andrée, no me lo
reproche. De cuando en cuando me ocurre vomitar un conejito. No es razón para no vivir en cualquier casa,
no es razón para que uno tenga que avergonzarse y estar aislado y andar callándose.
Cuando siento que voy a vomitar un conejito me pongo dos dedos en la boca como una pinza
abierta, y espero a sentir en la garganta la pelusa tibia, que sube como una efervescencia de sal de frutas.
Todo es veloz e higiénico, transcurre en un brevísimo instante. Saco los dedos de la boca, y en ellos traigo
sujeto por las orejas a un conejito blanco. El conejito parece contento, es un conejito normal y perfecto, sólo
que muy pequeño, pequeño como un conejito de chocolate pero blanco y enteramente un conejito. Me lo
pongo en la palma de la mano, le alzo la pelusa con una, caricia de los dedos, el conejito parece satisfecho
de haber nacido y bulle y pega el hocico contra mi piel, moviéndolo con esa trituración silenciosa y
cosquilleante del hocico de un conejo contra la piel de una mano. Busca de comer y entonces yo (hablo de
cuando esto ocurría en mi casa de las afueras) lo saco conmigo al balcón y lo pongo en la gran maceta
donde crece el trébol que a propósito he sembrado. El conejito alza del todo sus orejas, envuelve un trébol
tierno con un veloz molinete del hocico, y yo sé que puedo dejarlo e irme, continuar por un tiempo una vida
no distinta a la de tantos que compran sus conejos en las granjas.
Entre el primero y segundo piso, Andrée, como un anuncio de lo que sería mi vida en su casa, supe
que iba a vomitar un conejito. En seguida tuve miedo (¿o era extrañeza? No, miedo de la misma extrañeza,
acaso) porque antes de dejar mi casa, sólo dos días antes, había vomitado un conejito y estaba seguro por
un mes, por cinco semanas, tal vez seis con un poco de suerte. Mire usted, yo tenía perfectamente resuelto
el problema de los conejitos. Sembraba trébol en el balcón de mi otra casa, vomitaba un conejito, lo ponía en
el trébol y al cabo de un mes, cuando sospechaba que de un momento a otro... entonces regalaba el conejo
ya crecido a la señora de Molina, que creía en un hobby y se callaba. Ya en otra maceta venía creciendo un
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trébol tierno y propicio, yo aguardaba sin preocupación la mañana en que la rosquilla de una pelusa
subiendo me cerraba la garganta, y el nuevo conejito repetía desde esa hora la vida y las costumbres del
anterior. Las costumbres, Andrée, son formas concretas del ritmo, son la cuota del ritmo que nos ayuda a
vivir. No era tan terrible vomitar conejitos una vez que se había entrado en el ciclo invariable, en el método.
Usted querrá saber por qué todo ese trabajo, por qué todo ese trébol y la señora de Molina. Hubiera sido
preferible matar en seguida al conejito y... Ah, tendría usted que vomitar tan sólo uno, tomarlo con dos dedos
y ponérselo en la mano abierta, adherido aún a usted por el acto mismo, por el aura inefable de su
proximidad apenas rota. Un mes distancia tanto; un mes es tamaño, largos pelos, saltos, ojos salvajes,
diferencia absoluta. Andrée, un mes es un conejo, hace de veras a un conejo; pero el minuto inicial, cuando
el copo tibio y bullente encubre una presencia inajenable... Como un poema en los primeros minutos, el fruto
de una noche de Idumea: tan de uno que uno mismo... y después tan no uno, tan aislado y distante en su
llano mundo blanco tamaño carta.
Me decidí, con todo, a matar el conejito apenas naciera. Yo viviría cuatro meses en su casa: cuatro –
quizá, con suerte, tres-- cucharadas de alcohol en el hocico. (¿Sabe usted que la misericordia permite matar
instantáneamente a un conejito dándole a beber una cucharada de aIcohol? Su carne sabe luego mejor,
dicen, aunque yo... Tres o cuatro cucharadas de alcohol, luego el cuarto de baño o un paquete sumándose a
los desechos.)
Al cruzar el tercer piso el conejito se movía en mi mano abierta. Sara esperaba arriba, para
ayudarme a entrar las valijas... ¿Cómo explicarle que un capricho, una tienda de animales? Envolví el
conejito en mi pañuelo, lo puse en el bolsillo del sobretodo dejando el sobretodo suelto para no oprimirle.
Apenas se movía. Su menuda conciencia debía estarle revelando hechos importantes: que la vida es un
movimiento hacia arriba con un click final, y que es también un cielo bajo, blanco, envolvente y oliendo a
lavanda, en el fondo de un pozo tibio.
Sara no vio nada, la fascinaba demasiado el arduo problema de ajustar su sentido del orden a mi
valija-ropero, mis papeles y mi displicencia ante sus elaboradas explicaciones donde abunda la expresión
«por ejemplo». Apenas pude me encerré en el baño; matarlo ahora. Una fina zona de calor rodeaba el
pañuelo, el conejito era blanquísimo y creo que más lindo que los otros. No me miraba, solamente bullía y
estaba contento, lo que era el más horrible modo de mirarme. Lo encerré en el botiquín vacío y me volví para
desempacar, desorientado pero no infeliz, no culpable, no jabonándome las manos para quitarles una última
convulsión.
Comprendí que no podía matarlo. Pero esa misma noche vomité un conejito negro. Y dos días
después, uno blanco. Y a la cuarta noche un conejito gris.
Usted ha de amar el bello armario de su dormitorio, con la gran puerta que se abre generosa, las
tablas vacías a la espera de mi ropa. Ahora los tengo ahí. Ahí dentro. Verdad que parece imposible, ni Sara
lo creería. Porque Sara nada sospecha, y el que no sospeche nada procede de mi horrible tarea, una tarea
que se lleva mis días y mis noches en un solo golpe de rastrillo y me va calcinando por dentro y
endureciendo como esa estrella de mar que ha puesto usted sobre la bañera y que a cada baño parece
llenarle a uno el cuerpo de sal y azotes de sol y grandes rumores de la profundidad.
De día duermen. Hay diez. De día duermen. Con la puerta cerrada, el armario es una noche diurna
solamente para ellos, allí duermen su noche con sosegada obediencia. Me llevo las llaves del dormitorio al
partir a mi empleo. Sara debe creer que desconfío de su honradez y me mira dubitativa, se le ve todas las
mañanas que está por decirme algo, pero al final se calla y yo estoy tan contento. (Cuando arregla el
dormitorio, de nueve a diez, hago ruido en el salón, pongo un disco de Benny Carter que ocupa toda la
atmósfera, y como Sara es también amiga de saetas y pasodobles, el armario parece silencioso y acaso lo
esté, porque para los conejitos transcurre ya la noche y el descanso.)
Su día principia a esa hora que sigue a la cena, cuando Sara se lleva la bandeja con un menudo
tintinear de tenacillas de azúcar, me desea buenas noches --sí, me las desea, Andrée, lo más amargo es
que me desea las buenas noches-- y se encierra en su cuarto y de pronto estoy yo solo, solo con el armario
condenado, solo con mi deber y mi tristeza.
Los dejo salir, lanzarse ágiles al asalto del salón, oliendo vivaces el trébol que ocultaban mis bolsillos
y ahora hace en la alfombra efímeras puntillas que ellos alteran, remueven, acaban en un momento. Comen
bien, callados y correctos, hasta ese instante nada tengo que decir, los miro solamente desde el sofá, con un
libro inútil en la mano --yo que quería leerme todos sus Giraudoux, Andrée, y la historia argentina de López
que tiene usted en el anaquel más bajo--; y se comen el trébol.
Son diez. Casi todos blancos. Alzan la tibia cabeza hacia las lámparas del salón, los tres soles
inmóviles de su día, ellos que aman la luz porque su noche no tiene luna ni estrellas ni faroles. Miran su
triple sol y están contentos. Así es que saltan por la alfombra, a las sillas, diez manchas livianas se trasladan
como una moviente constelación de una parte a otra, mientras yo quisiera verlos quietos, verlos a mis pies y
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quietos --un poco el sueño de todo dios, Andrée, el sueño nunca cumplido de los dioses--, no así
insinuándose detrás del retrato de Miguel de Unamuno, en torno al jarrón verde claro, por la negra cavidad
del escritorio, siempre menos de diez, siempre seis u ocho y yo preguntándome dónde andarán los dos que
faltan, y si Sara se levantara por cualquier cosa, y la presidencia de Rivadavia que yo quería leer en la
historia de López.
No sé cómo resisto, Andrée. Usted recuerda que vine a descansar a su casa. No es culpa mía si de
cuando en cuando vomito un conejito, si esta mudanza me alteró también por dentro --no es nominalismo,
no es magia, solamente que las cosas no se pueden variar así de pronto, a veces las cosas viran
brutalmente y cuando usted esperaba la bofetada a la derecha--. Así, Andrée, o de otro modo, pero siempre
así.
Le escribo de noche. Son las tres de la tarde, pero le escribo en la noche de ellos. De día duermen
¡Qué alivio esta oficina cubierta de gritos, órdenes, máquinas Royal, vicepresidentes y mimeógrafos! ¡Qué
alivio, qué paz, qué horror, Andrée! Ahora me llaman por teléfono, son los amigos que se inquietan por mis
noches recoletas, es Luis que me invita a caminar o Jorge que me guarda un concierto. Casi no me atrevo a
decirles que no, invento prolongadas e ineficaces historias de mala salud, de traducciones atrasadas, de
evasión. Y cuando regreso y subo, en el ascensor --ese tramo, entre el primero y segundo piso-- me formulo
noche a noche irremediablemente la vana esperanza de que no sea verdad.
Hago lo que puedo para que no destrocen sus cosas. Han roído un poco los libros del anaquel más
bajo, usted los encontrará disimulados para que Sara no se dé cuenta. ¿Quería usted mucho su lámpara con
el vientre de porcelana lleno de mariposas y caballeros antiguos? El trazado apenas se advierte, toda la
noche trabajé con un cemento especial que me vendieron en una casa inglesa --usted sabe que las casas
inglesas tienen los mejores cementos-- y ahora me quedo al lado para que ninguno la alcance otra vez con
las patas (es casi hermoso ver cómo les gusta pararse, nostalgia de lo humano distante, quizá imitación de
su dios ambulando y mirándolos hosco; además usted habrá advertido --en su infancia, quizá-- que se puede
dejar a un conejito en penitencia contra la pared, parado, las patitas apoyadas y muy quieto horas y horas).
A las cinco de la mañana (he dormido un poco, tirado en el sofá verde y despertándome a cada
carrera afelpada, a cada tintineo) los pongo en el armario y hago la limpieza. Por eso Sara encuentra todo
bien aunque a veces le he visto algún asombro contenido, un quedarse mirando un objeto, una leve
decoloración en la alfombra y de nuevo el deseo de preguntarme algo, pero yo silbando las variaciones
sinfónicas de Franck, de manera que nones. Para qué contarle, Andrée, las minucias desventuradas de ese
amanecer sordo y vegetal, en que, camino entredormido, levantando cabos de trébol, hojas sueltas, pelusas
blancas, dándome contra los muebles, loco de sueño, y mi Gide que se atrasa, Troyat que no he traducido, y
mis respuestas a una señora lejana que estará preguntándose ya si... para qué seguir todo esto, para qué
seguir esta carta que escribo entre teléfonos y entrevistas.
Andrée, querida Andrée, mi consuelo es que son diez y ya no más. Hace quince días contuve en
la palma de la mano un último conejito, después nada, solamente los diez conmigo, su diurna noche y
creciendo, ya feos y naciéndoles el pelo largo, ya adolescentes y llenos de urgencias y caprichos, saltando
sobre el busto de Antinoo (¿es Antinoo, verdad, ese muchacho que mira ciegamente?) o perdiéndose en el
living, donde sus movimientos crean ruidos resonantes, tanto que de allí debo echarlos por miedo a que los
oiga Sara y se me aparezca horripilada, tal vez en camisón --porque Sara ha de ser así, con camisón-- y
entonces... Solamente diez, piense usted esa pequeña alegría que tengo en medio de todo, la creciente
calma con que franqueo de vuelta los rígidos cielos del primero y el segundo piso.
Interrumpí esta carta porque debía asistir a una tarea de comisiones. La continúo aquí en su casa,
Andrée, bajo una sorda grisalla de amanecer. ¿Es de veras el día siguiente, Andrée? Un trozo en blanco de
la página será para usted el intervalo, apenas el puente que une mi letra de ayer a mi letra de hoy. Decirle
que en ese intervalo todo se ha roto, donde mira usted el puente fácil oigo yo quebrarse la cintura furiosa del
agua, para mí este lado del papel, este lado de mi carta no continúa la calma con que venía yo escribiéndole
cuando la dejé para asistir a una tarea de comisiones. En su cúbica noche sin tristeza duermen once
conejitos; acaso ahora mismo, pero no, no ahora --En el ascensor, luego, o al entrar; ya no importa dónde, si
el cuándo es ahora, si puede ser en cualquier ahora de los que me quedan.
Basta ya, he escrito esto porque me importa probarle que no fui tan culpable en el destrozo
insalvable de su casa. Dejaré esta carta esperándola, sería sórdido que el correo se la entregara alguna
clara mañana de París. Anoche di vuelta los libros del segundo estante; alcanzaban ya a ellos, parándose o
saltando, royeron los lomos para afilarse los dientes --no por hambre, tienen todo el trébol que les compro y
almaceno en los cajones del escritorio. Rompieron las cortinas, las telas de los sillones, el borde del
autorretrato de Augusto Torres, llenaron de pelos la alfombra y también gritaron, estuvieron en círculo bajo la
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luz de la lámpara, en círculo y como adorándome, y de pronto gritaban, gritaban como yo no creo que griten
los conejos.
He querido en vano sacar los pelos que estropean la alfombra, alisar el borde de la tela roída,
encerrarlos de nuevo en el armario. El día sube, tal vez Sara se levante pronto. Es casi extraño que no me
importe verlos brincar en busca de juguetes. No tuve tanta culpa, usted verá cuando llegue que muchos de
los destrozos están bien reparados con el cemento que compré en una casa inglesa, yo hice lo que pude
para evitarle un enojo... En cuanto a mí, del diez al once hay como un hueco insuperable. Usted ve: diez
estaba bien, con un armario, trébol y esperanza, cuántas cosas pueden construirse. No ya con once, porque
decir once es seguramente doce, Andrée, doce que será trece. Entonces está el amanecer y una fría
soledad en la que caben la alegría, los recuerdos, usted y acaso tantos más. Está este balcón sobre
Suipacha lleno de alba, los primeros sonidos de la ciudad. No creo que les sea difícil juntar once conejitos
salpicados sobre los adoquines, tal vez ni se fijen en ellos, atareados con el otro cuerpo que conviene
llevarse pronto, antes de que pasen los primeros colegiales.
Julio Cortázar: “Carta a una señorita en París”, La isla a mediodía y otros relatos, Salvat Editores, S. A.,
Alianza Editorial, S. A., Navarra, 1971, pp. 24 – 31.
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GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
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distinto. Sin embargo, el mundo del dictador eterno, resuelto y escrito con el estilo juicioso de los libros
anteriores, habrían sido no menos de dos mil páginas de rollos indigestos e inútiles. Así que decidí buscar a
cualquier riesgo una prosa comprimida que me sacara de la trampa académica para invitar al lector a una
aventura nueva.
Creí haber encontrado la solución a través de una serie de apuntes e ideas de cuentos aplazados,
que sometí sin el menor pudor a toda clase de arbitrariedades formales hasta encontrar la que buscaba para
el nuevo libro. Son cuentos experimentales que trabajé más de un año y su publicaron después con vida
propia en el libro de La cándida Eréndira: Blacamán el bueno vendedor de milagros, El último viaje del
buque fantasma, que es una sola frase sin más puntuación que las mínimas comas para respiras, y otros
que no pasaron el examen y duermen el sueño de los justos en el cajón de la basura. Así encontré el
embrión de El otoño, que es una ensalada rusa de experimentos copiados de otros escritores malos o
buenos del siglo pasado. Frases que habrían exigido decenas de páginas están resueltas en dos o tres para
decir lo mismo, saltando matones, mediante la violación consciente de los códigos parsimoniosos y la
gramática dictatorial de las academias. El libro, de salida, fue un desastre comercial. Muchos lectores fieles
de Cien años se sintieron defraudados y pretendían que el librero les devolviera la plata. Para colmo de
peras en el olmo la edición española se desbarataba en las manos por un defecto de fábrica, y un amigo me
consoló con un buen chiste. "Leí el otoño hoja por hoja". Muchos persistieron en la lectura, otros la lograron
a medias y con el tiempo quedaron suficientes cautivos para que no me diera pena seguir en el oficio. Hoy
es mi libro más escudriñado en universidades de diversos países, y las nuevas generaciones pueden leerlo
como si fuera el crepúsculo de un Tarzán de doscientos años. Si alguien protesta y lo tira por la ventana es
porque no le gusta pero no porque no lo entienda. Y, a veces, por fortuna, no ha faltado alguien que lo recoja
del suelo.
Gabriel García Márquez: “¿Todo cuento es un cuento chino?”, Revista Cambio, 24 de julio del 2000, pp. 80-
82.
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MEMPO GIARDINELLI
SOBRE LA BREVEDAD
Para Edmundo Valadés "el cuento escapa a prefiguraciones teóricas: si acaso, se sabe que su única
inmutable característica es la brevedad". Y precisamente respecto del cuento breve (también llamado cuento
corto, minificción, microcuento o microficción) el teórico chileno Juan Armando Epple distingue cuatro
condiciones básicas: brevedad, singularidad temática, tensión e intensidad.
Esas cuatro características, por cierto, son aplicables a todos los cuentos, cualquiera sea su
extensión y no sólo a los breves. Quizá por eso Marco Denevi sostiene que la única y verdadera forma eficaz
de distinguir cuento de novela, y cuento largo de cuento breve, no es otra que la cantidad de páginas que
tiene cada texto.
Respecto de este punto es muy interesante esta otra idea de Epple: “El criterio fundamental para
reconocerlos como relatos no es su brevedad, sino su estatuto ficticio". 0 sea, es la invención literaria
--construida con sentido estético o fundamentada (o no) en la realidad real-- lo que permite reconocer un
cuento. Según él, el microcuento es "un concentrado ejercicio destinado a poner en tensión nuestras
convicciones y hábitos de lectura". Sostiene que eso viene desde la Edad Media "cuando se empiezan a
discernir, en las expresiones narrativas, formas diferenciales de ficción breve, especialmente en la literatura
didáctica. Además de las expresiones de la tradición oral y popular como las leyendas, los mitos, las
adivinanzas, el caso de la fábula, en que interesa más el asunto que su formalización literaria, surgen modos
de discurso que se articulan en estatutos genéricos ya decantados en la tradición cultural, como la alegoría,
el apólogo o la parábola". Además, señala que de esa Edad Media vienen las expresiones precursoras de la
literatura tal como la entendemos hoy, así como las proposiciones estéticas sobre la diferenciación de los
géneros.
Más adelante agrega que "en la línea de relatos breves que establecen una relación inter-textual con
la tradición clásica destacan las reelaboraciones de mitos e historias famosas, y la predilección por la fábula
como modalidad narrativa de renovada eficacia". Ésta es una costumbre hoy muy arraigada: casi un tópico
contemporáneo, una manía académica falsamente borgeana. En pocas palabras: un lugar común. Claro que
hay "fabulistas" modernos precisos y preciosos como Arreola, Monterroso o Denevi, pero es su talento e
ingenio lo que da brillo a sus alegorías y parodias brevísimas, y no la mera utilización del recurso
reelaborador. Y es Monterroso, como bien señala Epple, el que combina mejor ambas fuentes del cuento
breve: la tradición oral y la libresca.
Según Epple la caracterización del cuento breve se sigue buscando "a partir de una comparación
explícita o implícita con la novela, y los rasgos distintivos que se postulan (la brevedad, la singularidad
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temática, la tensión o la intensidad) siguen resultando insuficientes como categorías distintivas. Ello, porque
las novelas cortas y los cuentos extensos cuestionan "el criterio tradicional de la extensión como límite entre
ambos géneros. Y con el cuento brevísimo el problema se dificulta aún más, por su relación con un amplio
registro de formas breves de sustrato oral o libresco".
El criterio de Epple (que él llama "provisional") para calificar a un cuento breve no se basa, pues, en
la extensión ("el corpus va desde el relato de una sola línea al de una página"), sino en el estrato del mundo
narrado. "En la existencia de una situación narrativa única formulada en un espacio imaginario y un decurso
temporal, aunque algunos elementos de esta tríada (acción, espacio, tiempo) estén simplemente sugeridos".
Pone como ejemplo El sueño de Monterroso y explica de esta manera el estrato narrativo único: "Algo que
hace o le ocurre a alguien alguna vez en algún lugar". Lo cual, por ser válido para todo tipo de cuento, una
vez más me ratifica en la idea de la imposibilidad o inconveniencia de definir a este género literario.
SOBRE LA IMAGINACIÓN
Dice Juan Rulfo que "todo escritor que crea, es un mentiroso: la literatura es mentira, pero de esa mentira
sale una recreación de la realidad; recrear la realidad es, pues, uno de los principios fundamentales de la
creación. Considero que hay tres pasos: así como en la sintaxis hay tres puntos de apoyo: sujeto, verbo y
complemento; así también en la imaginación hay tres pasos: el primero de ellos es crear el personaje, el
segundo crear el ambiente donde ese personaje se va a mover y el tercero es cómo va a hablar ese
personaje, cómo se va a expresar, es decir, darle forma. Estos tres puntos de apoyo son todo lo que se
requiere para contar una historia".
Rulfo en esto se equivocaba, claro, porque el asunto no es tan sencillo, él lo sabía muy bien. Pero es
evocable su enseñanza porque pocos autores de la literatura universal fueron tan conscientes de su
imaginario como él, poquísimos lo manejaron con tanta intuición y sabiduría.
"Para mí lo primordial es la imaginación --escribió Rulfo--. Dentro de esos tres puntos de apoyo, está
la imaginación circulando: la imaginación es infinita, no tiene límites, y hay que romper donde se cierra el
círculo; hay una puerta, puede haber una puerta de escape, y por esa puerta hay que desembocar, hay que
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irse. Así aparece otra cosa que se llama intuición: la intuición lo lleva a uno a adivinar algo que no ha
sucedido, pero que está sucediendo en la escritura. Concretando: cuando esto se consigue, entonces se
logra la historia que uno quiere dar a conocer. Creo que eso es, en principio, la base de todo cuento, de toda
historia que se quiere contar."
Y es que, como ha dicho más sintéticamente María Esther de Miguel: "La imaginación permite ver
cómo es la realidad del otro lado".
SOBRE LA SENSIBILIDAD
En estos autores se encuentra otro de los aspectos que más me importa subrayar en los talleres: la
sensibilidad. Porque todo buen cuento debe tocar alguna fibra íntima en el lector. Necesariamente. Por eso
un buen cuento no es el que surge de las puras ganas del autor, ni es el que deviene de un intento catártico.
Un buen cuento es el que nace sencillamente de la inevitabilidad de que ese cuento exista. Es decir: se
escribe porque no se puede dejar de escribir. Es como si el cuento viniera empujando desde adentro del
autor, abriéndose paso a pesar de todas las resistencias que uno tenga, y de alguna manera explota en las
páginas que lo contienen.
El destino de un cuento, como si fuera una flecha, es producir un impacto en el lector. Cuanto más
cerca del corazón del lector se clave, mejor será el cuento. Para lograr ese efecto, el texto debe ser sensible:
debe tener la capacidad de mostrar un mundo, de ser un espejo en el que el lector vea y se vea. Esto es lo
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que se llama identificación (el lector piensa que le pasó o le podría pasar lo mismo) y eso le creará una
empatía, una solidaridad con lo contado, que hará que el cuento se le torne inolvidable. Esta identificación
sólo se logra por medio de la sensibilidad del lector, tocada por el texto. Es lo que podríamos llamar el alma
del cuento, que es un alma viva, que emite sonidos, titila, respira. Esa respiración, en los grandes cuentos,
será eterna, y ese cuento será clásico sólo en la medida que las diferentes generaciones y culturas lo
acepten, reinventen y repitan.
Se sabe: hay sensibilidades muy sofisticadas y las hay vulgares. En nuestro tiempo es indudable --y
desdichado-- que la sensibilidad se ha vuelto chabacana y grosera, pero igualmente el autor debe crear su
cuento teniendo en cuenta al lector. Debe saber que alguien, en algún lugar, va a leer su cuento. Debe
querer que así sea. Preocuparse ante la posibilidad de que eso no suceda. Es como tirar una botella al mar
con un mensaje adentro: hay que hacerlo con fe en que alguien lo recibirá. Y ese tener presente al otro es lo
que impedirá que el cuento sea una clave autorreferencial, onanista, de un intimismo abstruso, de un
cripticismo inexpugnable. Esto hace, claro, a la cordialidad de todo cuento: es un diálogo, una conversación
amable en la que uno monologa y el otro escucha y responde con su atención inclaudicable, con su entrega
a la seducción del narrador. Esto es lo que se llama tener presente al lector, y que no equivale a hacerle
concesiones, ni guiños, ni a darle explicaciones inútiles. He ahí la inteligencia del buen cuento. En palabras
de Oliveira, personaje de Cortázar, "la explicación es siempre un error bien vestido". Y cabe recordar aquello
de Paul Valéry sobre la realización de una obra: la "verdadera unidad" no se da en uno, en el autor. "Yo he
escrito una partitura, pero no puedo escucharla sino ejecutada por el alma y el espíritu de los demás."
Si un arte tiene que ser entendido sólo por los entendidos, no es arte, sino la clave de una logia,
piensa Denevi en Rosaura a las diez en esa parte memorable en la que el pintor defiende la idea de que al
sentido común hay que defenderlo de esa corrupción de los sentidos que se llama arte moderno. (Que es
una idea discutible, desde ya, porque el arte moderno es un continuo crecer, intentar formas e ir
superponiendo lo estético. Sin arte moderno todo arte sería clásico y le estaría vedado expresar al Hombre
en su tiempo, en cada tiempo. Aun lo clásico deviene de haber sido moderno. Hoy Rubens y Mozart son
clásicos, pero en sus siglos fueron modernos. Y es que ser moderno es el destino de todo artista cabal, y a
la vez es el único camino que conduce al clasicismo.) Como fuere, esto debe ser profundamente
reflexionado por todo cuentista que se precie de tal: ¿En qué papel estoy yo, autor de esta invención? ¿Y en
cuál coloco, o quisiera que esté, el destinatario natural de este telegrama cifrado que estoy creando y que se
llama cuento? ¿De qué manera nos vamos a encontrar, mi lector y yo, en este hecho externo a él y a mí, en
esta entidad autónoma, que es el cuento?
SOBRE EL LECTOR
Dice ese otro importante teórico que es Mario A. Lancelotti que "una teoría del género reclama, por lo
demás, una estética del narrador y del lector. El cuento requiere una reducción del campo narrativo análoga
al estrechamiento de conciencia que acompaña a las ideas fijas. En cierto modo el cuentista procede como
un obseso... Desde el punto de vista del lector, el cuento es acto riguroso de leer: lectura por excelencia. No
leemos un cuento con los mismos ojos que siguen una novela o mediante un tratado científico. En la novela,
la lectura no es jamás demasiado atenta y es natural que así sea: nos toma desde ángulos y distancias muy
diversos. Distraído por una trama en la que de algún modo interviene, el lector lee y no lee a un tiempo. Una
novela puede reposar en las manos. Un cuento es operación estricta del ojo: atención al estado puro. La
menor desviación pone en peligro el incidente, que es el suceso y el efecto: en rigor, toda la historia. Más
que a conmovernos, el cuento tiende a asombrarnos y, estilísticamente, el cuentista es un virtuoso. Su tour
de force consiste en convertir el acontecimiento en un lenguaje".
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Sobre el lector del cuento breve, Epple sostiene que toda micro-ficción "dice más de lo que el texto
explicita", y esto es evidente. Se trata entonces de azuzar la imaginación, de conmover y desatar la
capacidad asociativo del lector. Produciendo risa o llanto, congoja o furia, o cualquier tipo de emoción
empática, lo importante es que el cuento enciende luces en la inteligencia y en el corazón del lector.
Desencadena acontecimientos internos, y aun podría --aunque no es su misión, desde ya-- desatar hechos
concretos, acciones humanas. Suele decirse que lo importante es que el cuento requiere un lector activo,
comprometido con lo que lee; lo cual no deja de ser una verdad de perogrullo porque si el lector es pasivo y
no se involucro en el texto, sencillamente lo abandona. Claro que no por eso hay que colocar todo el
esfuerzo en el lector. El autor debe haber sabido encantarle, fascinarle, comprometerlo. Hacerle
indispensable la continuación de la lectura. Hacerlo socio en la empresa del cuento.
En opinión del cuentista colombiano-mexicano Marco Tulio Aguilera Garramuño en su valioso
artículo de la revista Plural (núm. 176, mayo de 1986), "cada cuentista instala su propia lógica y crea sus
lectores, sus iniciados, su propio culto... Muchos cuentistas fracasan porque intentan demostrar tesis, ilustrar
una situación, corregir una injusticia, enseñar a vivir a sus cuitados e ingenuos lectores. El buen lector de
cuentos no es un subdotado y en la lectura no busca lecciones de moral. Es, por el contrario, una persona
sensible que busca divertirse sin embrutecerse". Que no es otra cosa que el mandato cervantino, que
siempre es oportuno recordar: en el prólogo de Don Quijote, Cervantes se refiere a la doble función de la
literatura: entretener y hacer reflexionar.
El diálogo con el lector es capital en el cuento. Y ese diálogo, como ha apuntado Mastrángelo, "no
permite la menor distracción del lector. Éste se halla, de pronto, prisionero en una estrecha celda
completamente oscura y tan desmantelada que no puede prestar atención más que a las mágicas palabras".
SOBRE LA ESTRUCTURA
Párrafos atrás se ha hablado de la estructura del cuento, pero nos faltó decir qué entendemos por tal. Pues
bien, en mi concepto la estructura de un relato no es otra cosa que su esqueleto o, si se quiere, el tramado
arquitectónico de columnas y vigas sobre el cual se sostendrán la ficción narrada (la historia, el contenido) y
la narración misma (la forma, el estilo).
Por su parte, la cuentista Edelweis Serra sostiene que la estructura del cuento "resulta de la
integración de tres estratos fundamentales correlacionados entre sí, sin prioridad valorativa de uno sobre
otro, antes bien en íntima interdependencia y mutua sustentación". Esos tres estratos son el de las
objetividades representadas, el de los significados y el de la palabra. El primero es el "mundo narrado,
sencillamente el hecho que se narra, el suceso, el acontecimiento con sus episodios e incidentes. Desde
este estrato se desprende el tema o contenido temático del cuento y por ende, su significado, y así entramos
en el área del segundo estrato donde se configura una imagen y una interpretación de la realidad, del mundo
narrado. Pero el ser del cuento y su manifestación fenomenológica no quedaría fraguado sin la concurrencia
indispensable del estrato de la palabra, troquelación verbal del objeto narrado en solidaria unidad estructural.
Esta estructura ternaria, como se ve, no es divisible; los estratos se dan simultáneamente, íntimamente
determinados entre sí, uno implica al otro y los tres, a una, constituyen la naturaleza óntica y fenoménico-
estética del cuento".
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SOBRE LA CONCEPCIÓN DEL MUNDO
La uruguaya Cristina Peri-Rossi ha señalado: "La capacidad de simbolización me parece un nivel más
complejo de nuestra actividad intelectual. No narro para entretener, para ordenar una trama, sino para
descubrir, para conocer, para elaborar una hipótesis del mundo, de modo que lo narrado se supedita a la
intención, a la visión del mundo. Es que, parodiando a Rimbaud, el escritor es un visionario, o no es".
De hecho, todo cuento contiene una concepción del mundo, una idea del universo. Y esto es así
sencillamente porque todo cuentista la tiene, lo quiera o no, lo acepte o no. El escritor tiene siempre una
posición ante la vida, y su obra expresa su manera de pensar. Esa concepción inevitablemente estará
contenida en todo lo que escriba. De ahí que, cuanto mejor y más cultivada sea esa concepción, cuanto más
rica, sensible, culta, generosa, amplia y abierta, más ricos serán los contenidos de sus cuentos. De ahí la
importancia de la lectura. Por eso en mis talleres la lectura de cuentos clásicos y contemporáneos, semana a
semana, es obligatoria. Porque pienso que no se puede ser buen escritor si no se es, primero, un gran
lector.
SOBRE LA IRONÍA
Puesto que éste es un aspecto sobre el cual uno podría extenderse casi interminablemente, citaré sólo una
idea de Cristina Peri-Rossi que me parece una adecuada síntesis: “Hay recursos que empleo a menudo: la
ruptura del plano del discurso narrativo con la incorporación de otro nivel, generalmente irónico. La ironía es
un gran instrumento: crea distancia, y sólo en la distancia somos lúcidos, perversos, ambivalentes e
inteligentes. Y uso la palabra ‘perversos' en el sentido de que la paradoja pone en tela de juicio la
normalidad, la naturaleza, la espontaneidad".
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sobre lo que está pasando. Me parece una vanidad querer intervenir en un cuento con algo más que el
cuento en sí".
Finalmente, puesto que este artículo no pretende ser un manual, no me extenderé acerca de muchos otros
aspectos formales de la narración de un cuento literario. No obstante, me parece interesante señalar al
menos los títulos de esos aspectos, que alguna vez acaso quepa definir, puntualizar y desarrollar. (Y que
son, de hecho, los múltiples aspectos que imparto en mis clases y que, estoy seguro, definen a todos los
buenos talleres de cuento que hay en estos años en la República Argentina.) El siguiente, pues, es sólo un
listado de algunos de esos aspectos:
1. El valor de los adjetivos.
2. El sentido del todo.
3. El ejercicio de la síntesis y de la economía textual cuentística. Concisión, precisión, brevedad, densidad. Lo abstruso
y lo críptico.
4. Las diferencias y las convergencias entre anécdota, historia, trama, tema y argumento.
5. La inutilidad de las tesis (buenas intenciones, enseñanzas de vida, lecciones, moralejas).
6. La preceptiva sobre los tres momentos del cuento: gancho, nudo y desenlace.
7. La teoría del final (que no es lo mismo que desenlace). La revelación, la develación y el estallido. El valor de lo
inesperado, lo insospechado. El efecto a lograr, los múltiples efectos y el mal efecto que significan los golpes bajos
al lector.
8. La valoración de los indicios y su necesariedad.
9. La imperiosa necesidad de mostrar, de pintar con trazos finos. El valor de lo que Vladimir Nabokov llama "los
preciosos detalles'.
10. Valoración del sentido del humor, el entretenimiento y la diversión; el remanso y la cordialidad; el momento amable
que es la lectura de un cuento.
11. La cuestión del estilo y la tersura de la prosa que hace llevadero el texto. En este punto remito al lector interesado al
impactante libro Ejercicios de estilo, del novelista francés Raymond Queneau (Ed. Cátedra, Madrid, 1989).
12. La importancia de la seducción en el cuento, y el proceso de organización y dosificación de la seducción.
13. El mecanismo de sorpresa que todo cuento debe contener. El avance del suspenso y el apresamiento del interés del
lector.
14. El delineamiento de los personajes, que deben ser sólo los indispensables, y deben ser creíbles y vivos por más
fantástica e imaginativa que sea la historia que se cuenta.
15. El valor de la escenografía, el sentido del espacio en el cuento.
16. El ritmo interno de todo cuento, el valor de la secuencialidad y el fraseo al servicio de la lógica interna que todo
relato exige y contiene.
17. La concepción del tiempo en el cuento. Movimiento, velocidad narrativa, pausa y remanso.
18. La sugerencia y la retórica como problemas a resolver. El valor del sobreentendido textual y cómo lograrlo.
19. La concepción de lo "normal" y lo "anormal" en literatura. La lógica interna de todo relato.
20. El tono de un cuento.
21. La cuestión de la atmósfera. El clima y el tempo cuentísticos.
22. El alma de los cuentos.
23. El universo creado en cada cuento, y la creación de universos literarios.
24. Las referencias cultas: valor y disvalor de la erudición y el conocimiento puntual, jergal o gremial.
25. Pudor y vulgaridad. Audacia y pacatería. Censura y autocensura cuentística.
26. La importancia de la acción narrada como sustitutiva de la reflexión autoral. Límites y permisos de la reflexión.
27. La cuestión de la poética cuentística.
28. El problema de la autocrítica: autolectura, autocorrección, cepillado y pulido del texto.
29. La inspiración, la catársis, la mera voluntad y los fatales enamoramientos autorales.
Tal como se dijo al principio de este artículo, todos éstos no son sino apuntes, observaciones, que deseo
terminar con estas sabias palabras de Laín Entralgo: "Lector: procura tener siempre a mano una buena
colección de cuentos, y después de tu jornada habitual, pasadas las horas en que el mundo ha sido para ti
profesión, familia y país, entrégate a la aventura de realizarte a ti mismo en una tierra exótica, en una época
remota, en el esclarecimiento de un crimen o en un relato de ciencia-ficción. Vive durante unos minutos del
cuento, aunque esto parezca ser poco recomendable a los ojos de las personas laboriosas y serias; esos
hombres a los que suelen llamar 'realistas', quienes nunca han pensado en serio y laboriosamente acerca
de la realidad. Hazlo así, y yo te aseguro que luego volverás a tu mundo --a tu profesión, a tu familia, a tu
país-- más nuevo y animoso, más joven; si me permites decirlo con la solemnidad y la ironía de los que
saben usar el haz y el envés de las palabras: más eterno”.
Lauro Zavala (editor): “Mempo Giardinelli” en Teorías del cuento III. Poéticas de la brevedad, Universidad
Nacional Autónoma de México, México, 1996, pp. 331-365.
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JOSE LUIS GONZALEZ
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Bosch se fue de Puerto Rico a Cuba, donde vivió muchos años. Yo perdí todo contacto con él,
incluso epistolar; sin embargo, cuando se fue me dejó encargado, por decirlo así, a una poetisa, a una buena
poeta puertorriqueña. Dije poetisa sólo para dejar establecido que era mujer, pero cuando una mujer hace
buena poesía es una buena poeta (las buenas mujeres también hacen poesía a veces); pero lo que quiero
decir realmente es esto: cuando una mujer hace buena poesía no es poetisa, sino poeta, pero cuando un
hombre hace mala poesía, entonces es legítimo llamarlo poetiso, ¿verdad? Nuestra poeta se llamaba y se
llama Carmen Alicia Cadilla. Cualquier puertorriqueño culto, cuando oye ese nombre, sabe de quién se trata:
es una poeta lírica, de una gran delicadeza, de una gran finura, de un lirismo muy decantado. Y lo que yo
quería escribir no tenía nada que ver con eso: eran cuentos realistas, cuentos sobre la miseria de los
campesinos, así que en un principio me pregunté por qué Bosch me había dejado en manos de una escritora
que estaba haciendo algo tan distinto de lo que yo quería hacer. Y es que ella tenía, desde Puerto Rico,
correspondencia literaria con muchos escritores hispanoamericanos, cuentistas y novelistas (además de
poetas) y canjeaba libros con ellos. Su biblioteca era quizá la única, o una de las dos o tres en Puerto Rico,
donde uno podía conocer a cuentistas ecuatorianos, uruguayos, cubanos... Hubo sobre todo un uruguayo
que fue una de mis influencias principales y que mis críticos --perdón por la frase tan solemne-- o por lo
menos la gente que ha hecho crítica de mis cuentos, casi nunca han mencionado: Juan José Morosoli
(seguramente el maestro Ruffinelli lo conoce: Los albañiles de los Tapes) me influyó muchísimo y todavía
sigue gustándome. Cosa curiosa, parece que en el Uruguay no se le recuerda mucho o no se le valora bien.
Carmen Alicia también tenía libros de Horacio Quiroga, del ecuatoriano José de la Cuadra, de los cubanos
Lino Novás Calvo y Enrique Labrador Ruiz; en fin, poseía una magnífica biblioteca de narradores
hispanoamericanos y allí fue donde realmente vine a formarme (si es que me formé alguna vez) en el arte
del cuento. Ahora, antes de pasar a mis primeros libros y a algunos cuentos en particular, quiero contestar a
la segunda pregunta: ¿Por qué escribe usted?
Por lo que a mí personalmente respecta --y no pretendo establecer reglas para otros escritores--, no
podría decir que hay una sola razón por la cual he escrito, sino varias, según diversos momentos. A cierta
edad escribía por determinadas razones y a otra edad escribía por otras. Podría incluso ir señalando etapas,
lo cual no voy a hacer aquí para no aburrirlos a ustedes. Lo que sí quiero decir es que la primera razón que
recuerdo, es decir la razón de esta primera etapa, es que yo empecé a escribir por aburrimiento. Yo era hijo
único de una familia de clase media-media, tenía pocos amigos y me aburría muchísimo. Y entonces la
única manera de combatir aquel tedio era imaginarme cosas. Esto lo hacen todos los niños, es muy normal;
pero lo que pocos niños hacen, que yo sepa, es imaginar cosas y ponerlas en el papel. Yo me imaginaba
aquellas aventuras de gente que se iba al África a cazar leones. Recuerdo una, sobre todo: eran tres
personajes, un italiano, un francés y otro que ya no recuerdo lo que era, europeo también, eso sí, que
bajaban por el Nilo. "Bajar", para mí, era ir hacia el Sur, y después me enteré de que el Nilo fluye hacia el
Norte, ¿verdad? En fin, que a eso podríamos llamarlo licencia poética. Bueno, yo escribía aquellas cosas
que debían de ser horrendas, pero no las recuerdo bien porque nunca pude conservar ninguna. Es que yo
ya tenía público, tenía un público muy limitado --bueno, no es que hoy sea mucho más grande--: formado por
unos cuantos condiscípulos y mi abuela. ¡Lo que yo le debo literariamente a mi abuela no se lo debo a nadie!
Ella leía aquellas cosas con una gran paciencia, y también las leían tres o cuatro condiscípulos. Recuerdo a
uno que tocaba el violín. Eso es lo que mejor recuerdo de él, que tocaba el violín. Yo le daba aquellas
novelas (bueno, ¡novelas!, eran cosas, qué sé yo, de treinta páginas, pero entonces, treinta páginas para mí
equivalían a La guerra y la paz), y él las leía con gran entusiasmo y me hacía escribir otras. Yo me había
convertido en una especie de Corín Tellado del género de aventuras, a quien la gente siempre le está
pidiendo cosas nuevas; y yo escribía aquellas historias para que él y otros tres o cuatro amigos las leyeran y
las comentaran. Ellos también trataban de escribirlas y no podían, y, claro, ésa era mi gloria. Pero me las
perdían: yo escribía a lápiz, como sigo haciéndolo hasta hoy, pero no sacaba copia; les prestaba los
originales a mis amigos, y libro que se presta... Hay un dicho: el que presta un libro es tonto y el que lo
devuelve es más tonto aún, ¿verdad? Así es que yo no pude conservar aquellas cosas.
La segunda etapa tuvo que ver con lo que los psicólogos llamarían una compensación (lo confieso
por la edad que ya tengo; si no, no lo diría). Sucede que yo era muy tímido con las muchachas; tenía amigas
como cualquiera, claro, pero yo quería que fueran algo más que amigas pero no me atrevía a decírselo. Mis
amigos ya adolescentes tenían novias, y yo no, yo sólo tenía amigas. Entonces quise hacer algo que no
hicieran los otros, y eso era publicar cuentos en las revistas, para que las muchachas dijeran: "Mira, éste ya
publica". Y entonces yo me sentía muy gente, ¿verdad? Esas razones serán malas razones, pero son
razones.
Luego, ya con más años, a los diecisiete, publiqué el primer libro de cuentos, todos ellos escritos
entre los dieciséis y los diecisiete años. Allí había ya razones más serias. Allí había una incipiente conciencia
social. Yo viví parte de mi infancia en el campo, en contacto con los campesinos. Era una época en que en
Puerto Rico existía mucha pobreza, incluso mucha miseria, y aquello me molestaba mucho. Con el tiempo
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he llegado a pensar que hay gente que tiene esa sensibilidad frente a la pobreza de los demás y hay gente
que no la tiene. Los que la tienen empiezan sintiendo compasión por los pobres. Ésa es una primera etapa;
luego, si el individuo tiene un poquito más de calidad, pasa de la compasión a la rebeldía: se da cuenta de
que la compasión sola no resuelve nada. Y hay una tercera etapa, más difícil: si uno puede, de rebelde se
pasa a ser revolucionario. Entonces cayeron en mis manos los primeros folletos y libros socialistas y yo
decidí que ése era mi camino. Creo que lo ha sido en muy buena medida, hasta donde he podido seguirlo.
Esos primeros cuentos fueron textos de lo que se ha llamado literatura de "protesta", de "denuncia", y más
tarde literatura "comprometida". Sus temas son, justamente, los temas de la pobreza de la gente en el
aspecto más obvio, que es el aspecto material, y algo también, creo yo, en el aspecto psicológico. Entonces,
ahí había una razón mucho más respetable para escribir cuentos. Ya no se trataba de que las muchachas se
fijaran en uno, sino que uno pensaba, seriamente, que la literatura era un arma, era un instrumento en la
lucha para hacer un mundo mejor.
Pasando sobre todos esos años hasta hoy, considero que sigo haciendo literatura comprometida,
pero quiero creer (optimista incorregible que soy), que mi compromiso literario ahora es más complejo, más
profundo que en aquel comienzo, al punto de que para ciertas gentes ya no parece compromiso. Pero yo me
permito pensar que cuando el compromiso literario no parece compromiso, es cuando lo es realmente; es
decir, cuando el lector no se siente agredido por un escritor que está sermoneándolo, sino cuando del texto
mismo se desprende naturalmente, sin que el lector sienta que se la imponen, una denuncia, un compromiso
con la realidad.
Esto me lleva directamente al tema de la literatura comprometida, del compromiso del escritor. Yo
quiero decir que hace unos cuantos años dejé de creer en ciertas cosas. Cosas como, por ejemplo, "un arte
para el pueblo". Ésta es una cosa, vean ustedes, en la que yo creía durante mucho tiempo, y que hoy me
parece un error, y además una idea antirrevolucionaria, reaccionaria. ¿Por qué un arte para el pueblo? Si se
habla de un arte para el pueblo, eso quiere decir que hay otro arte que no es para el pueblo. Hoy, yo pienso
que lo que debe proponerse es el arte para el pueblo, es decir, el mejor arte para el pueblo. ¿Por qué pensar
que para el pueblo hay que hacer un arte y no darle todo el buen arte? En eso de "vamos a hacer un arte
que el pueblo entienda" yo veo una actitud paternalista, reaccionaria en el fondo, propia de gente que no
sabe que el pueblo es perfectamente capaz de entender todo buen arte. Ahora bien, un arte revolucionario...
Yo empezaría por decir que todo gran arte es esencialmente revolucionario porque todo gran arte enriquece
espiritualmente a los hombres, ensancha y profundiza su comprensión de la realidad su comprensión de la
verdad histórica, y eso inevitablemente los hace cobrar conciencia de la necesidad de luchar por la justicia,
por la libertad, por la igualdad. Pero esto no niega la existencia de un arte revolucionario consciente,
políticamente consciente. Un arte como el de Bertolt Brecht, pongamos por caso, que es el arte que yo
siempre he querido hacer. Ahora está de moda, entre ciertas gentes, decir que el único arte revolucionario
es el arte formalmente revolucionario. Esa confusión premeditada entre el contenido revolucionario y la
forma revolucionaria es una añagaza de los reaccionarios vergonzantes. El verdadero arte revolucionario es
el que es revolucionario en todos sus aspectos,
Yo creo que el compromiso del escritor revolucionario no consiste en revelarle a la gente lo que la
gente ya sabe. Yo no creo, por ejemplo, en esos cuentos y novelas en que un escritor que nunca ha sido
obrero trata de decirle a un obrero lo que es ser obrero. No, eso lo sabe el obrero mejor que el escritor y no
hace falta que éste se lo cuente. Lo que hay que revelarle a la gente, creo yo, son los aspectos de la
opresión que no son obvios; y es que cuando se habla de que el sistema capitalista oprime a los seres
humanos, hay quienes se quedan en el nivel de la opresión económica, de la explotación del trabajo, y se
olvidan de que la opresión es total, es general. Se trata de un sistema que enajena al hombre aun en sus
aspectos más íntimos y recónditos. Es esa opresión la que la gente muchas veces no advierte, y la tarea del
escritor revolucionario consiste precisamente en hacerle ver a la gente que la opresión y la enajenación se
dan, incluso con efectos mucho más graves, en esos aspectos insospechados. Allí es donde está realmente
la tarea y la misión de una literatura revolucionaria, y no en decirle a la gente lo que ésta ya sabe por
experiencia fácilmente perceptible. Así es que lo que yo estoy tratando de hacer ahora es escribir sobre esas
cosas, es decir, de calar, de bucear en esos aspectos menos visibles y más hondos. Es lo que he tratado de
hacer, por ejemplo, en un cuento titulado "La tercera llamada".
Aparte de esto, que tiene que ver con lo que suele llamarse el "contenido" o el "fondo" de la obra
literaria, a diferencia de la "forma" (y yo no creo en esta división de "fondo" y "forma"; realmente sólo con
fines didácticos muy elementales puede separárselas), quisiera ahora hablar un poco de la forma, de los
géneros en particular. Sucede que yo soy cuentista (hay quien dice que soy "cuentero") y estoy tratando de
escribir una novela, con grandes dificultades, con enormes dificultades, porque me ocurre que cada capítulo
me sale como un cuento. Quiero decir que cada capítulo se me cierra, y, claro, una novela no es eso; eso es
un libro de cuentos. ¿Cómo dejar un capítulo sin que se cierre para que la historia pueda continuar? Ése es
un problema enorme para mí. Por eso me sonrío a veces cuando oigo decir a alguna gente (gente muy
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inteligente, muy culta, por lo demás) que el cuento es un género muy difícil. Yo me sonrío porque para mí el
cuento es el único género fácil; lo difícil es la novela. Y es que no hay géneros difíciles ni fáciles. Para un
novelista el cuento suele ser difícil, mientras que para un cuentista lo difícil es la novela. Un género es fácil o
difícil según el temperamento de cada cual. Sin embargo, como cuentista que soy o que quisiera ser, tengo
una idea o impresión (no sé exactamente cómo llamarla) de que el cuento, si bien no es difícil para los
cuentistas es un género en cierto sentido superior a la novela (esto lo he discutido con algunos amigos
críticos que se indignan, y con razón). Cuando yo digo que el cuento requiere más sentido artístico que la
novela, lo que estoy diciendo es sencillamente esto: que el cuento es una forma artística más concentrada.
No es que sea realmente superior, sino que requiere una concentración artística, una densidad artística
mayor. Lo malo de esta hipótesis es que es falsa, porque lo que sucede es que el cuentista logra esa
densidad y esa concentración sencillamente porque es incapaz de lograr lo otro. No es analítico, sino
sintético, de modo que esta virtud de la concentración, este llama- do y celebrado "don de síntesis", queda
reducido a lo que quedan reducidas casi todas las virtudes en última instancia: a pura necesidad. El virtuoso
casi siempre lo es por necesidad. Yo estoy convencido de eso, incluso en el caso de la virtud moral.
Estoy haciendo esta apología del cuento porque soy cuentista; si fuera novelista, diría: "La novela es
el género de las grandes visiones", y entonces haría la apología de la novela. Así que nunca tomen ustedes
en serio a un escritor cuando teoriza sobre su propio género, porque seguramente está justificándose.
Ahora, lo que sí creo que puede sostenerse es que el cuentista está mucho más cerca del poeta que del
novelista, y que el cuento, por ende, está mucho más cerca del poema que de la novela. ¿Cuál es la
diferencia esencial entre un cuentista y un novelista? Yo creo que es una cuestión de óptica frente a la
realidad: el cuentista percibe la realidad en fragmentos (lo cual no quiere decir que su percepción sea menos
profunda que la del novelista, no, porque en cada fragmento puede profundizarse todo lo que sea
necesario); en cambio, el novelista lo que ve es un proceso. Precisamente hoy, cuando viajaba de México
hacia acá, venía platicando de muchas cosas con un amigo, pero sobre todo una fue la que más me
interesó: él me estaba contando que algunas personas, en los Estados Unidos, han dispuesto que cuando
vayan a morirse, los médicos los pongan en eso que se llama "estado de animación suspendida", en el cual
uno queda como muerto, pero no clínicamente muerto, sino que al cabo de unos cien años, digamos,
cuando la ciencia haya llegado a cierto nivel de desarrollo, podrán revivirlo. Es una especie de "seguro de
vida" contra el tiempo, ¿no? Y le decía yo a mi amigo: "Bueno, es que la gente no piensa que si se queda así
durante cien o doscientos años, cuando reviva, o cuando la revivan, se encontrará bajo otro régimen social,
porque para mí es inevitable que entonces estemos viviendo bajo el socialismo o el comunismo. Y entonces,
¿este hombre cómo se va a sentir? Tendrá mucha utilidad para la gente de entonces, porque será el
testimonio vivo de un pasado. Imagínate que hoy pudiéramos hacer eso con un hombre muerto en la Edad
Media. Lo reanimaríamos ahora y tendríamos un testimonio viviente de la época medieval. Claro, lo que
pasaría con nuestro hombre sería que, después de que lo contara todo, habría que fusilarlo". Y ahí cerré el
cuento. No podía dejarlo abierto. En cambio, un novelista hubiera pensado: "Hay que seguir la vida de este
hombre, desde que nace, se hace niño, adolescente, joven, maduro, viejo, hasta que se muere". Luego
pasarían cien años y serían páginas y páginas. No, yo no podría quedarme tranquilo hasta que lo fusilaran:
se acabó el cuento y venga otro. Ésta es, justamente, la mentalidad del cuentista. Dedicarle tres años de
trabajo a un protagonista de una novela, ¡tres años!, no, nunca. Cuando pienso que José Lezama Lima tardó
veinte años en escribir Paradiso, digo: "¡Qué barbaridad! ¿Y qué hacía Lezama con los centenares de
personajes que se le deben haber ido presentando mientras?". Claro, lo que pasa con un novelista es que no
funciona así: se engolosina con ese personaje y no les da paso a otros. Pero el cuentista no, el cuentista
tiene una cola de personajes aguardando su turno, y si uno le dedica tres años, o veinte, a un personaje,
¿qué hace con la cola que está ahí a la puerta? Para mí, ahí está la diferencia. Yo no sé si esto vale algo
como teoría literaria, pero como experiencia vital, sí. Yo no puedo dedicarle a un personaje, o a un tema,
más de un mes de trabajo: eso es imposible, y hasta me parecería inmoral. ¿Por qué ese fulano merece más
atención que todos aquellos que están esperando ahí, que están llamando: "¡Ábreme! ¡Cuenta lo mío!"?
Salvo, no sé, que algún día me llegara un personaje tan extraordinario que me convenciera de que no iba a
volver nunca. Un Alonso Quijano, por ejemplo.
Otro problema que me ha preocupado mucho a lo largo de estos años de cuentista ha sido éste:
quienes han escrito sobre mis cuentos han señalado con mucha razón elementos de tragedia, de una
literatura trágica, donde lo que se siente sobre todo es la angustia, la angustia por la supervivencia: cuentos,
en suma, sobre gente que sufre. Y me he preguntado: "¿Por qué es así? ¿Por qué no escribir cuentos sobre
gente que goza de la vida?". Y es que parece que no se puede, parece que la desgracia genera literatura y
la felicidad no. Salvo en la poesía: existe una poesía jubilosa, una poesía de celebración, de exaltación;
pero, ¿en el cuento, en la novela, en el teatro? ¿Cómo escribir un cuento o una novela sobre un personaje
feliz? Eso aburriría terriblemente, ¿No? Yo no conozco ninguna gran novela sobre la felicidad de alguien. La
felicidad podría darse al final, sí, como un triunfo sobre la desgracia, pero eso es otra cosa. Y es que parece
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ser que la desgracia se vive y también se puede escribir sobre ella, pero la felicidad sólo se vive. Y esto tal
vez se deba a que la esencia de la obra literaria --salvo en el caso de la poesía-- es el conflicto. Sin conflicto
no puede haber cuento, novela, teatro. Y todo conflicto es doloroso para quien lo sufre. No es que yo sea
pesimista, no; no es que una literatura trágica tenga que ser pesimista. Incluso creo en la tragedia optimista:
la gente sufre, sí, pero la gente lucha. La desgracia o la tragedia son un hecho dialéctico: la gente sufre, pero
lucha para dejar de sufrir. Y eso para mí es la sustancia de la gran literatura. Llegará el día, quizá, en que la
humanidad sea fundamentalmente feliz. Eso, como posibilidad teórica al menos, yo no la descarto. Pero lo
que me planteo es esto: si la humanidad llega a ser algún día fundamentalmente feliz, ¿qué sentido tendrá la
literatura tal cual la conocemos ahora, salvo la poesía? Entonces sólo habría poesía, tanto en verso como en
prosa, claro, si es para entonces todavía subsiste esa diferencia. No habría novela, ni cuento, ni teatro, ni
falta que harían, ¿verdad? Si el precio de la felicidad de la humanidad es que no haya ni cuento, ni novela, ni
teatro, yo lo pago mucho gusto. Ya habría otra cosa. Pero por ahora, y lo que yo puedo prever, no es posible
que la felicidad sea tema literario.
Éstos son los problemas que me han preocupado. Hay otros, como el de las modas literarias; y lo
menciono porque me ha fastidiado bastante esto de las modas literarias. Sucede que yo soy un escritor
populista. Una vez, cuando buscaba una palabra con la cual autodefinirme como escritor, la única que se me
ocurrió fue "populista“. No "popular", porque lo popular tiene otro sentido en la historia de la literatura, como
todos ustedes saben. Lo malo con la palabra "populista" es que también tiene un sentido político que no es
el que yo tengo en mente cuando la uso en un contexto literario. A lo que me refiero es a un escritor al que le
interesa, sobre todo, y no sólo sobre todo sino exclusivamente, la gente pobre y la pobre gente, que no
siempre son la misma cosa. Los únicos seres humanos que me importan como posibles personajes literarios
son los que también han sido llamados "la gente pequeña", el hombre común y corriente, el hombre que no
tiene nada de extraordinario ni de inusitado. Yo no sabría qué hacer con un personaje extraordinario; nunca
podría escribir un cuento sobre un personaje así. Esto es una limitación, lo reconozco, pero en el arte, a
diferencia de otras actividades, las limitaciones pueden convertirse en logros: son tripas de las que pueden
hacerse corazones. Permítanme ustedes darles un ejemplo de mis intereses temáticos como cuentista.
Recuerdo que cuando yo vivía en la Colonia del Valle, en la Ciudad de México, cuando en la Colonia del
Valle aún había muchos lotes o solares vacíos, había toda una manzana donde todavía no se había
construido nada (ahora hay unos condominios, claro), y allí vivían varias familias de pepenadores. Para los
extranjeros aquí presentes que no saben lo que quiere decir "pepenadores": es la gente que se dedica a
recoger basura, la gente que va a los basureros a recoger lo que todavía puede ser útil para algo, la gente
que está realmente en la base de la pirámide social. Entonces lo que me llamaba la atención era que esas
familias tenían muchos perros, y que cuando salían cada día a ver lo que hallaban por ahí, los perros
siempre iban con ellos. Era una cosa muy conmovedora para mí aquello de que el hombre y el perro fueran
juntos a trabajar: eran perros proletarios, perros que trabajaban, no como el perro que está en una casa
como artículo de lujo para que el niño se entretenga, o el perro "de raza", con pedigree, que no come ciertas
cosas sino otras, en fin, ese perro burgués que todos conocemos. No, éstos eran perros que se ganaban la
vida y se la ganaban porque el perro del pepenador --no hay pepenador sin perro-- encuentra con el olfato
cosas que el hombre no encuentra. Entonces, ahí veía yo un cuento que no escribí nunca, pero... bueno, ese
tipo de cosas, ese tipo de gente y de situaciones, ese tipo de vida es lo único que a mí me mueve y me
conmueve como escritor. El problema de un profesor universitario neurótico --yo sé que los hay: yo los
conozco y quizá yo mismo lo soy-- no es materia literaria para mí. Respeto el problema y respeto a la gente
que lo padece, y si puedo ayudarlos estoy dispuesto a hacerlo, pero como escritor eso no es lo mío. Que lo
sea para otros me parece perfectamente lícito; yo sólo hablo por mí.
Entonces, la moda. Allá por el año 53, cuando salí de Puerto Rico --cuando "me salieron", mejor
dicho--, llegué a México con cinco libritos publicados. Era esa literatura de la que les estoy hablando, sobre
campesinos y trabajadores, sobre contrabandistas, boxeadores, prostitutas... la gente pobre y la pobre gente
que ya mencioné antes. Llegué a México en el momento en que comenzaba en América Latina el auge de
una literatura que daba ya por gastados esos temas y buscaba otros. Y no sólo otros temas, sino otras
formas de expresión, otras "técnicas", como se dio en decir entonces. Lo rural, por ejemplo, se convirtió
entonces en un tabú: ¿Quién iba a escribir ya sobre el campo si eso lo habían hecho Rómulo Gallegos y
José Eustasio Rivera, y Ciro Alegría y Jorge lcaza? Hay que recordar que ése fue el periodo en que el
mundo literario mexicano le volvió la espalda a José Revueltas. Es una lástima que no dispongamos ahora
de tiempo suficiente para analizar lo que ha sucedido en la literatura mexicana durante estos últimos años.
Es algo muy complejo, que requiere un examen muy minucioso desde el punto de vista de la sociología de la
literatura. En términos generales, me parece a mí, la evolución económica, social y política de México
después de la Revolución ha creado una pequeña burguesía citadina --la famosa nueva clase media--
despolitizada y con escasa tradición cultural. La segunda generación de esa clase fue la que empezó, hacia
la década de los cincuentas, a reclamar su lugar bajo el sol de la cultura. Como le sucede a toda clase sin
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tradición, se arrojó con vehemencia imitativa sobre la "cultura" del momento. Por lo que toca a la literatura,
su característico desconocimiento de idiomas extranjeros la llevó a acatar el magisterio de la burguesía
latinoamericana más desarrollada --o menos subdesarrollada, si se quiere-- de la época, que era la
rioplatense. De ahí su fascinación con Borges, con Cortázar, con Onetti... Apenas ahora están descubriendo
a los precursores de éstos: Macedonio Fernández, Felisberto Hernández, etcétera. En las traducciones
argentinas, no siempre buenas, descubrieron el nouveau roman francés cuando ya en Francia empezaba a
ser cadáver precoz. Esa vocación imitativa los llevó, como era natural, a despreciar su propia tradición
literaria nacional, excepción hecha de los llamados "Contemporáneos", que habían sido los extranjerizantes
(talentosos, por cierto) de la generación anterior. Pero los "Contemporáneos" habían sido los portavoces
literarios de otra clase social, la vieja burguesía que siempre vio con malos ojos a la Revolución populista de
1910. De los "Contemporáneos" heredaron los jóvenes del 50, junto con su sana preocupación por el rigor
formal, una aversión mucho menos sana a la rica tradición de compromiso artístico con la realidad nacional:
la novela de la Revolución, el muralismo, la música de seria inspiración popular... En una cosa tenían razón
los jóvenes: los continuadores de aquella tradición, al abandonar la búsqueda de nuevas formas expresivas,
habían caído en el estereotipo, en la estéril repetición de sus aportaciones originales, dando lugar a la
oficialización de la tradición con fines demagógicos que no tenían nada que ver con su primigenio espíritu
revolucionario. El error de muchos de los jóvenes, de muchos de los mejor dotados cuando menos, fue, creo
yo, confundir el agotamiento de una fase de la tradición con la tradición misma. El que no incurrió en esa
confusión fue Juan Rulfo, quien, en lugar de abandonar la tradición, fue su gran renovador. Y ya todos
sabemos lo que logró.
Ahora bien, yo, como escritor puertorriqueño residente en México, tuve que enfrentarme al mismo
problema. La literatura de mi país también tiene una noble tradición de compromiso con la realidad nacional.
Cuando yo empecé a escribir, tenía una clara conciencia de esa tradición: las novelas de Manuel Zeno
Gandía y Enrique A. Laguerre, la poesía de Luis Lloréns Torres y Luis Palés Matos, los cuentos de Emilio S.
Belaval... Mi generación literaria, que ha sido fundamentalmente una generación de narradores --René
Marqués, Pedro Juan Soto, Emilio Díaz Valcárcel y otros--, siempre supo que su tarea consistía en renovar
esa tradición para mantenerla viva y llevarla adelante. Y como el período de nuestra formación literaria fue la
década de los cuarentas, nuestros maestros capitales fueron los escritores norteamericanos que por
entonces ejercían la influencia más decisiva en la narrativa mundial: Ernest Hemingway, William Faulkner,
John Steinbeck... Vean ustedes lo que son las ironías de la historia: la condición colonial de Puerto Rico,
lamentable en todos los órdenes, fue precisamente la que facilitó nuestro conocimiento de primera mano de
aquellos grandes narradores. Y no sólo de ellos, sino de algunos europeos que todavía no estaban
traducidos al español pero sí al inglés. Uno de ellos es el islandés Halldor Laxness. Hay una anécdota
reveladora: cuando a Laxness le concedieron el Premio Nobel, en 1954 si no recuerdo mal, Fernando
Benítez, que entonces dirigía el suplemento cultural de Novedades, quiso publicar una nota informativa
sobre aquel escritor, pero no encontraba a nadie que conociera su obra. Cuando me enteré del problema de
Fernando, le mandé a decir que yo sí lo conocía: años antes, en 1946, había leído, en inglés, su novela más
importante: Independent People (Gente independiente). Escribí la nota para Novedades y después supe que
sí había un escritor mexicano que también conocía a Laxness. Característicamente, era Juan Rulfo. Pero es
que al mismo Faulkner, tan importante, lo conocían poco en aquel entonces los escritores mexicanos de mi
generación, porque sucede que a Faulkner, no sé por qué, se le tradujo tardíamente al español. Sus
primeros traductores fueron el cubano Lino Novás Calvo (Santuario) y Jorge Luis Borges (Las palmeras
salvajes). Santuario se tradujo en 1945, y Las palmeras todavía más tarde. Esto, dicho sea de pasada, lo
ignoraban los críticos que creyeron ver la "influencia" de Faulkner en El luto humano de José Revueltas.
¡Qué influencia iba a haber si El luto humano es de 1942 o 43 y Revueltas nunca ha leído inglés! Lo que sí
había era una afinidad que todavía no se ha estudiado bien.
Pues como iba diciendo... A principios de los años cincuentas me encontré yo en México frente al
problema que planteaba el auge de la moda vanguardista. Yo todavía no tenía treinta años y ya se estaba
diciendo que las cosas que a mí me interesaba escribir eran "anacrónicas". Como no me daba la gana de
hacerle concesiones insinceras a la moda, y como siempre he creído que sin sinceridad no hay arte posible,
decidí dejar de publicar. Personas bien intencionadas, pero mal informadas, han dicho que yo dejé de
escribir. Y no: la verdad es que dejé de publicar, pero no de escribir, porque para mí eso sería tan "fácil"
como dejar de respirar. Seguí escribiendo sobre mi pobre gente y mi gente pobre, y lo guardaba todo en una
gaveta de mi escritorio. Empecé a escribir una novela corta cuyo tema era lo más convencional que se podía
dar: una historia rural cuyo asunto era la reacción vengativa de un campesino al que su mujer se le había
fugado con otro. El tema, en cuanto tema, no tenía la menor originalidad y yo lo sabía, pero me interesaba
profundamente porque en mi adolescencia había conocido varios de esos casos y siempre me había
preguntado qué pasaría realmente en la cabeza de un hombre que va persiguiendo a su mujer fugada con
otro para matarlos a los dos. ¿Qué pasa en la cabeza de ese hombre que nunca ha matado a nadie y que
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ahora se impone el deber de matar a dos seres humanos? ¿Y para qué? Para salvar una cosa que se llama
"su honor". ¿Y qué sucede si ese hombre no es valiente (como no lo somos la mayoría de la gente)? Porque
eso de irse con un machete... no es que con una pistola sea fácil, pero es menos difícil. Con una pistola se
mata a distancia, pero con un machete... Hace falta, yo no diría "valor", pero sí un estómago fuerte. Y
entonces ese hombre va persiguiéndolos por un concepto primitivo de lo que es el "honor", y esa
persecución puede durar días, semanas. ¿Cómo puede ese hombre sostener el estado de ánimo necesario
para no decir: "Bueno, ya me cansé; que se largue; al cabo ya no la quiero"? Porque eso era lo que pasaba
en este caso: ya no quería a la mujer, ni ella a él. Y él lo sabe pero se siente obligado a matarlos. Entonces,
a mí me interesaba eso: "¿Qué pasa en la cabeza de este hombre?".
Bueno, cuando llegué a las cincuenta páginas me di cuenta de que aquello ya no iba a ser un
cuento, y me dije: "Vaya, aquí voy a ser novelista al fin". Pero algo me decía que no debía seguir escribiendo
aquello. Tenía la sensación de que estaba equivocando el verdadero tema, de que aquella historia de la
venganza de un marido agraviado era en realidad algo secundario, una especie de pretexto para decir algo
mucho más importante. Pero yo no sabía qué era. Entonces guardé las cincuenta cuartillas y me puse a
escribir otra cosa muy distinta: los relatos de un soldado puertorriqueño en la segunda guerra mundial que
finalmente conformaron Mambrú se fue a la guerra. Y pasaron diez años sin que yo volviera a tocar aquel
texto abandonado. Al cabo de esos diez años, cuando me decidí a releer aquellas cincuenta cuartillas,
descubrí dos cosas. Una de esas cosas fue el verdadero tema de la historia, que era el conflicto entre dos
modos de vida en el Puerto Rico de los años treintas: el modo de vida de los campesinos blancos de la
montaña y el de los trabajadores negros y mulatos de la costa. Es un tema con grandes implicaciones
históricas, tanto culturales como, políticas, que no puedo analizar aquí. El otro descubrimiento, que es el
más pertinente al contexto de esta charla, fue que aquella historia totalmente convencional en cuanto a su
tema aparente estaba contada con recursos formales muy modernos en aquel momento. Yo no había
narrado linealmente, sino alternando planos temporales distintos, y además cada capítulo estaba escrito
desde el punto de vista de uno de los personajes, con lo cual se eliminaba la posibilidad de un protagonista y
se obligaba al lector a juzgar por sí mismo, sin la ayuda del autor, la conducta de los tres personajes. Los
monólogos interiores, que abundan en el texto, estaban integrados en el discurso narrativo, dentro de un
mismo modo sintáctico, con lo cual se evitaba esa separación arbitraria y falsa de los actos y los
pensamientos de los personajes. Entonces me pregunté cómo había sido posible que yo, decidido como
estaba a no acatar una nueva moda literaria, hubiese escrito de aquella manera, sin darme cuenta, por
decirlo así, de lo que estaba haciendo. Lo que había sucedido, claro está, es que yo no había escrito así por
acatar una moda. Lo que había acatado, sin darme cuenta, era otra cosa: la necesidad de dar con nuevas
formas de expresión correspondientes a una nueva etapa de mi trabajo de escritor.
Lauro Zavala (editor): “José Luis González”, Teorías del cuento II. La escritura del cuento, Universidad
Nacional Autónoma de México, México, 1995, pp. 153-174.
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