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El Tiempo

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MARIO VARGAS LLOSA

EL TIEMPO

Celebro que estas reflexiones sobre la estructura novelesca le descubran algunas


pistas para adentrarse, como un espeleólogo en los secretos de una montaña, en las
entrañas de la ficción. Le propongo ahora que, luego de haber echado un vistazo a las
características del narrador en relación con el espacio novelesco (lo que, con un lenguaje
antipáticamente académico llamé el punto de vista espacial en la novela), examinemos
ahora el tiempo, aspecto no menos importante de la forma narrativa y de cuyo tratamiento
depende, ni más ni menos que del espacio, el poder persuasivo de una historia.
También sobre este asunto conviene, de entrada, despejar algunos prejuicios, no
por antiguos menos falsos, para entender qué es y cómo es una novela.
Me refiero a la ingenua asimilación que suele hacerse entre el tiempo real (que
llamaremos, desafiando el pleonasmo, el tiempo cronológico dentro del cual vivimos
inmersos lectores y autores de novelas) y el tiempo de ficción que leemos, un tiempo o
transcurrir esencialmente distinto del real, un tiempo tan inventado como lo son el
narrador y los personajes de las ficciones atrapados en él. Al igual que en el punto de vista
espacial, en el punto de vista temporal que encontramos en toda novela el autor ha
volcado una fuerte dosis de creatividad y de imaginación, aunque, en muchísimos casos,
no haya sido consciente de ello. Como el narrador, como el espacio, el tiempo en que
transcurren las novelas es también una ficción, una de las maneras de que se vale el
novelista para emancipar a su creación del mundo real y dotarla de esa (aparente)
autonomía de la que, repito, depende su poder de persuasión.
Aunque el tema del tiempo, que ha fascinado a tantos pensadores y creadores
(Borges entre ellos, que fantaseó muchos textos sobre él), ha dado origen a múltiples
teorías, diferentes y divergentes, todos, creo, podemos ponernos de acuerdo por lo menos
en esta simple distinción: hay un tiempo cronológico y un tiempo psicológico. Aquél existe
objetivamente, con independencia de nuestra subjetividad, y es el que medimos por el
movimiento de los astros en el espacio y las distintas posiciones que ocupan entre sí los
planetas, ese tiempo que nos roe desde que nacemos hasta que desaparecemos y preside
la fatídica curva de la vida de todo lo existente. Pero, hay también un tiempo psicológico,
del que somos conscientes en función de lo que hacemos o dejamos de hacer y que
gravita de manera muy distinta en nuestras emociones. Ese tiempo pasa de prisa cuando
gozamos y estamos inmersos en experiencias intensas y exaltantes, que nos embelesan,
distraen y absorben. En cambio, se alarga y parece infinito –los segundos, minutos; los
minutos, horas-- cuando esperamos o sufrimos y nuestra circunstancia o situación
particular (la soledad, la espera, la catástrofe que nos rodea, la expectativa por algo que
debe o no debe ocurrir) nos da una conciencia aguda de ese transcurrir que, precisamente
porque quisiéramos que se acelerara, parece atrancarse, rezagarse, pararse.
Me atrevo a asegurarle que es una ley sin excepciones (otra de las poquísimas en el
mundo de la ficción) que el tiempo de las novelas es un tiempo construido a partir del
tiempo psicológico, no del cronológico, un tiempo subjetivo al que la artesanía del

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novelista (del buen novelista) da apariencia de objetividad, consiguiendo de este modo que
su novela tome distancia y diferencie del mundo real (obligación de toda ficción que quiere
vivir por cuenta propia).
Quizás esto quede más claro con un ejemplo. ¿Ha leído usted ese maravilloso relato
de Ambrose Bierce, “Un suceso en el puente del riachuelo del Búho” (An occurrence at Owl
Creek Bridge)? Durante la guerra civil norteamericana, un hacendado sureño, Peyton
Farquhar, que intentó sabotear un ferrocarril, va a ser ahorcado, desde un puente. El relato
comienza cuando la soga se ajusta sobre el cuello de ese pobre hombre al que rodea un
pelotón de soldados encargados de su ejecución. Pero, al darse la orden que pondrá fin a
su vida, se rompe la soga y el condenado cae al río. Nadando, gana la ribera, y consigue
escapar ileso de las balas que le disparan los soldados desde el puente y las orillas. El
narrador-omnisciente narra desde muy cerca de la conciencia en movimiento de Peyton
Farquhar, al que vemos huir por el bosque, perseguido, rememorando episodios de su
pasado y acercándose a aquella casa donde vive y lo espera la mujer que ama, y donde
siente que, cuando llegue, burlando a sus perseguidores, estará a salvo. La narración es
angustiante, como su azarosa fuga. La casa está allí, a la vista, y el perseguido divisa por
fin, apenas cruza el umbral, la silueta de su esposa. En el momento de abrazarla, se cierra
sobre el cuello del condenado la soga que había comenzado a cerrarse la principio del
cuento, uno o dos segundos atrás. Todo aquello ha ocurrido en un rapto brevísimo, ha sido
una instantánea visión efímera que la narración ha dilatado, creando un tiempo aparte,
propio, de palabras, distinto del real (que consta apenas de un segundo, el tiempo de la
acción objetiva de la historia). ¿No es evidente en este ejemplo la manera como la ficción
construye su propio tiempo, a partir del tiempo psicológico?
Una variante de este mismo tema es otro cuento famoso de Borges, “ El milagro
secreto ” , en el que, en el momento de la ejecución del escritor y poeta checo Jaromir
Hladik, Dios le concede un año de vida para que –mentalmente-- termine el drama en verso
Los enemigos que ha planeado escribir toda su vida. El año, en el que él consigue
completar esa obra ambiciosa en la intimidad de su conciencia, transcurre entre la orden
de “ fuego ” dictada por el jefe del batallón de ejecución y el impacto de las balas que
pulverizan al fusilado, es decir en apenas un fragmento de segundo, un período
infinitesimal. Todas las ficciones (y, sobre todo, las buenas) tienen su propio tiempo, un
sistema temporal que les es privativo, diferente del tiempo real en que vivimos los
lectores.
Para deslindar las propiedades originales del tiempo novelesco, el primer paso,
como en lo relativo al espacio, es averiguar en esa novela concreta el punto de vista
temporal, que no debe confundirse nunca con el espacial, aunque, en la práctica, ambos se
hallen visceralmente unidos.
Como no hay manera de librarse de las definiciones (estoy seguro de que a usted le
molestan tanto como a mí, pues las siente írritas al universo impredecible de la literatura)
aventuremos ésta: el punto de vista temporal es la relación que existe en toda novela entre
el tiempo del narrador y el tiempo de lo narrado. Como en el punto de vista espacial, las
posibilidades por las que puede optar el novelista son sólo tres (aunque las variantes en
cada uno de estos casos sean numerosas) y están determinadas por el tiempo verbal

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desde el cual el narrador narra la historia.

a) el tiempo del narrador y el tiempo de lo narrado pueden coincidir, ser uno solo. En
este caso, el narrador narra desde el presente gramatical;
b) el narrador puede narrar desde un pasado hechos que ocurren en el presente o en
el futuro. Y, por último
c) el narrador puede situarse en el presente o en el futuro para narrar hechos que
han ocurrido en el pasado (mediato o inmediato).
Aunque estas distinciones, formuladas en abstracto, puedan parecer un poco
enrevesadas, en la práctica son bastante obvias y de captación inmediata, una vez que nos
detenemos a observar en qué tiempo verbal se ha instalado el narrador para contar la
historia.
Tomemos como ejemplo, no una novela, sino un cuento, acaso el más corto (y uno
de los mejores) del mundo. “El dinosaurio”, del guatemalteco Augusto Monterroso, consta
de una sola frase:
“Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.”
Perfecto relato ¿no es cierto? Con un poder de persuasión imparable, por su
concisión, efectismo, color, capacidad sugestiva y limpia factura. Reprimiendo en nosotros
todas las riquísimas otras lecturas posibles de esta mínima joya narrativa,
concentrémonos en su punto de vista temporal. ¿En qué tiempo verbal se halla lo narrado?
En un pretérito indefinido: “ despertó ” . El narrador está situado, pues, en el futuro, para
narrar un hecho que ocurre ¿cuándo? ¿En el pasado mediato o inmediato en relación a ese
futuro en que está el narrador? En el pasado mediato. ¿cómo sé que el tiempo de lo
narrado es un pasado mediato y no inmediato, en relación con el tiempo del narrador?
Porque entre aquellos dos tiempos hay un abismo infranqueable, un hiato temporal, una
puerta cerrada que ha abolido todo vínculo o relación de continuidad entre ambos. Ésa es
la característica determinante del tiempo verbal que emplea el narrador: confinar la acción
en un pasado (pretérito indefinido) cortado, escindido del tiempo en que él se encuentra.
La acción de “ El dinosaurio ” ocurre pues en un pasado mediato respecto del tiempo del
narrador; es decir, el punto de visa temporal es el caso c y, dentro de éste, una de sus dos
posibles variantes:
-- tiempo futuro (el del narrador)
-- tiempo pasado mediato (lo narrado).
¿Cuál hubiera tenido que ser el tiempo verbal utilizado por el narrador para que su
tiempo correspondiera a un pasado inmediato de ese futuro en que se halla el narrador?
Éste (y que Augusto Monterroso me perdone por estas manipulaciones de su hermoso
texto):
“Cuando ha despertado, el dinosaurio todavía está ahí.”
El pretérito perfecto (el tiempo preferido de Azorín, dicho sea de paso, en el que
están contadas casi todas sus novelas) tiene la virtud de relatar acciones que, aunque
ocurren en el pasado, se alargan hasta tocar el presente, acciones que se demoran y
parecen estar acabando de ocurrir en el momento mismo en que las relatamos. Ese
pasado cercanísimo, inmediato, no está separado sin remedio del narrador como en el

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caso anterior (“despertó”); el narrador y lo narrado se hallan en una cercanía tal que casi se
tocan, algo diferente de esa otra distancia, insalvable, del pretérito indefinido, que arroja
hacia un futuro autónomo el mundo del narrador, un mundo sin relación con el pasado en
que sucedió la acción.
Ya tenemos claro, me parece, a través de este ejemplo, uno de los tres posibles
puntos de vista temporales (en sus dos variantes) de esa relación: la de un narrador
situado en el futuro que narra acciones que suceden en el pasado mediato o en el
inmediato. (El caso c)
Pasemos ahora, valiéndonos siempre de “ El dinosaurio ” , a ejemplificar el caso
primero (a), el más sencillo y evidente de los tres: aquél en que coinciden el tiempo del
narrador y el de lo narrado. Este punto de vista temporal exige que el narrador narre desde
un presente del indicativo:
“Despierta y el dinosaurio todavía está allí.”
El narrador y lo narrado comparten el tiempo. La historia está ocurriendo a medida
que el narrador nos la cuenta. La relación es muy distinta a la anterior, en la que veíamos
dos tiempos diferenciados y en la que el narrador, por hallarse en un tiempo posterior al de
los hechos narrados, tenía una visión temporal acabada, total, de lo que iba narrando. En el
caso a, el conocimiento o perspectiva que tiene el narrador es más encogido, sólo abarca
lo que va ocurriendo a medida que ocurre, es decir, a medida que lo va contando. Cuando
el tiempo del narrador y el tiempo narrado se confunden gracias al presente del indicativo
(como suele ocurrir en las novelas de Samuel Beckett o en las de Robbe-Grillet) la
inmediatez que tiene lo narrado es máxima; mínima, cuando se narra en el pretérito
indefinido y sólo mediana cuando se narra en el pretérito perfecto.
Veamos ahora el caso b, el menos frecuente y, desde luego, el más complejo: el
narrador se sitúa en un pasado para narrar hechos que no han ocurrido, que van a ocurrir,
en un futuro inmediato o mediato. He ahí ejemplos de posibles variantes de este punto de
vista temporal:
a) “Despertarás y el dinosaurio todavía estará allí.”
b) “Cuando despiertes, el dinosaurio todavía estará allí.”
c) “Cuando hayas despertado, el dinosaurio todavía estará allí.”
Cada caso (hay otros posibles) constituye un leve matiz, establece una distancia
diferente entre el tiempo del narrador y el del mundo narrado, pero el denominador común
es que en todos ellos el narrador narra hechos que no han ocurrido todavía, ocurrirán
cuando él haya terminado de narrarlos y sobre los cuales, por lo tanto, gravita una
indeterminación esencial: no hay la misma certeza de que ocurran como cuando el
narrador se coloca en un presente o futuro para narrar hechos ya ocurridos o que van
ocurriendo mientras los narra. Además de impregnar de relatividad y dudosa naturaleza a
lo narrado, el narrador instalado en el pretérito para narrar hechos que ocurrirán en un
futuro mediato o inmediato consigue mostrarse con mayor fuerza, lucir sus poderes
omnímodos en el universo de la ficción, ya que, por utilizar tiempos verbales futuros, su
relato resulta una sucesión de imperativos, una secuencia de órdenes para que ocurra lo
que narra. La prominencia del narrador es absoluta, abrumadora, cuando una ficción está
narrada desde este punto de vista temporal. Por eso, un novelista no puede usarlo sin ser

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consciente de ello, es decir, si no quiere, mediante aquella incertidumbre y el
exhibicionismo del poderío del narrador, contar algo que sólo contado así alcanzará poder
de persuasión.
Una vez identificados los tres posibles puntos de vista temporales, con las variantes
que cada uno de ellos admite, establecido que la manera de averiguarlo es consultando el
tiempo gramatical desde el que narra el narrador y en el que se halla la historia narrada, es
preciso añadir que es rarísimo que en una ficción haya un solo punto de vista temporal. Lo
acostumbrado es que, aunque suele haber uno dominante, el narrador se desplace entre
distintos puntos de vista temporales, a través de mudas (cambios del tiempo gramatical)
que serán tanto más eficaces cuanto menos llamativas sean y más inadvertidas pasen al
lector. Esto se consigue mediante la coherencia del sistema temporal (mudas del tiempo
del narrador y/o del tiempo narrado que siguen una cierta pauta) y la necesidad de las
mudas, es decir, que no parezcan caprichosas, mero alarde, sino que ellas den mayor
significación –densidad, complejidad, intensidad, diversidad, relieve-- a los personajes y a
la historia.
Sin entrar en tecnicismos, puede decirse, sobre todo de las novelas modernas, que
la historia circula en ellas en lo que respecta al tiempo como por un espacio; ya que el
tiempo novelesco es algo que se alarga, se demora, se inmoviliza o echa a correr de
manera vertiginosa. La historia se mueve en el tiempo de la ficción como por un territorio,
va y viene por él, avanza a grandes zancadas o a pasitos menudos, dejando en blanco
(aboliéndolos) grandes períodos cronológicos y retrocediendo luego a recuperar ese
tiempo perdido, saltando del pasado al futuro y de éste al pasado con una libertad que nos
está vedada a los seres de carne y hueso en la vida real. Ese tiempo de la ficción es pues
una creación, al igual que el narrador.
Veamos algunos ejemplos de construcciones originales (o, diré, más visiblemente
originales, ya que todas lo son) de tiempo novelesco. En vez de avanzar del pasado al
presente, y de éste al futuro, la cronología del relato de Alejo Carpentier, “Viaje a la semill
a”, avanza exactamente en la dirección contraria: al principio de la historia, su protagonista,
Don Marcial, marqués de Capellanías, es un anciano agonizante y desde ese momento lo
vemos progresar hacia su madurez, juventud, infancia, y, al final, a un mundo de pura
sensación y sin conciencia (“sensible y táctil”) pues ese personaje aún no ha nacido, está
en estado fetal en el claustro materno. No es que la historia esté contada al revés; en ese
mundo ficticio, el tiempo progresa hacia atrás. Y, hablando de estados prenatales, quizás
convenga recordar el caso de otra novela famosísima, el Tristram Shandy, de Laurence
Sterne, cuyas primeras páginas –varias decenas-- relatan la biografía del
protagonista-narrador antes de que nazca, con irónicos detalles sobre su complicado
engendramiento, formación fetal en el vientre de su madre y llegada al mundo. Los
recovecos, espirales, idas y venidas del relato hacen de la estructura temporal de Tristram
Shandy una curiosísima y extravagante creación.
También es frecuente que haya en las ficciones no uno sino dos o más tiempos o
sistemas temporales coexistiendo. Por ejemplo, en la más conocida novela de Günter
Grass, El tambor de hojalata, el tiempo transcurre normalmente para todos, salvo para el
protagonista, el célebre Oscar Matzerath (el de la voz vitricida y el tambor) que decide no

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crecer, atajar la cronología, abolir el tiempo y lo consigue, pues, a cornetazos, deja de
crecer y vive una suerte de eternidad, rodeado de un mundo que, en torno suyo, sometido
al fatídico desgaste impuesto por el dios Cronos, va envejeciendo, pereciendo y
renovándose. Todo y todos, salvo él.
El tema de la abolición del tiempo y sus posibles consecuencias (horripilantes,
según el testimonio de las ficciones) ha sido recurrente en la novela. Aparece, por ejemplo,
en una no muy lograda historia de Simone de Beauvoir, Todos los hombres son mortales
(Tous les hommes sont mortels). Mediante un malabar técnico, Julio Cortázar se las
arregló para que su novela más conocida hiciera volar en pedazos la inexorable ley del
perecimiento a que está sometido lo existente. El lector que lee Rayuela siguiendo las
instrucciones del Tablero de dirección que propone el narrador, no termina nunca de leerla,
pues, al final, los dos últimos capítulos terminan remitiéndose uno a otro,
cacofónicamente, y, en teoría (claro que no en la práctica) el lector dócil y disciplinado
debería pasar el resto de sus días leyendo y releyendo esos capítulos, atrapado en un
laberinto temporal sin posibilidad alguna de escapatoria.
A Borges le gustaba citar aquel relato de H. G. Wells (otro autor fascinado, como él,
por el tema del tiempo) The time machine, en el que un hombre viaja al futuro y regresa de
él con una rosa en la mano, como prenda de la aventura. Esa anómala rosa aún no nacida
exaltaba la imaginación de Borges como paradigma del objeto fantástico.
Otro caso de tiempos paralelos es el relato de Adolfo Bioy Casares ( “ La trama
celeste ” ), en el que un aviador se pierde con su avión y reaparece luego, contando una
extraordinaria aventura que nadie le cree: aterrizó en un tiempo distinto a aquél en el que
despegó, pues en ese fantástico universo no hay un tiempo sino varios, diferentes y
paralelos, coexistiendo misteriosamente, cada cual con sus objetos, personas y ritmos
propios, sin que se logren interrelacionar, salvo en casos excepcionales como el accidente
de ese piloto que nos permite descubrir la estructura de un universo que es como una
pirámide de pisos temporales contiguos, sin comunicación entre ellos.
Una forma opuesta a la de estos universos temporales es la del tiempo
intensificado de tal modo por la narración que la cronología y el transcurrir se van
atenuando hasta casi pararse: la inmensa novela que es el Ulises de Joyce, recordemos,
relata apenas veinticuatro horas en la vida de Leopoldo Bloom.
A estas alturas de esta larga carta, usted debe de estar impaciente por
interrumpirme con una observación que le quema los labios: “ Pero, en todo lo que lleva
escrito hasta ahora sobre el punto de vista temporal, advierto una mezcla de cosas
distintas: el tiempo como tema o anécdota (es el caso de los ejemplos de Alejo Carpentier
y Bioy Casares) y el tiempo como forma, construcción narrativa dentro de la cual se
desenvuelve la anécdota (el caso del tiempo eterno de Rayuela). ” Esa observación es
justísima. La única excusa que tengo (relativa, por cierto) es que incurrí en esa confusión
de manera deliberada. ¿Por qué? Porque creo que, precisamente en este aspecto de la
ficción, el punto de vista temporal, se puede advertir mejor lo indisolubles que son en una
novela esa “forma” y ese “fondo” que he disociado de manera abusiva para examinar cómo
es ella, su secreta anatomía.
El tiempo en toda novela, le repito, es una creación formal, ya que en ella la historia

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transcurre de una manera que no puede ser idéntica ni parecida a como lo hace en la vida
real; al mismo tiempo, ese transcurrir ficticio, la relación entre el tiempo del narrador y el de
lo narrado, depende enteramente de la historia que se cuenta utilizando dicha perspectiva
temporal. Esto mismo se puede decir al revés, también: que del punto de vista temporal
depende igualmente la historia que la novela cuenta. En realidad, se trata de una misma
cosa, de algo inseparable cuando salimos del plano teórico en que nos estamos moviendo
y nos acercamos a novelas concretas. En ellas descubrimos que no existe una “forma” (ni
espacial, ni temporal ni de nivel de realidad) que se pueda disociar de la historia que toma
cuerpo y vida (o no lo consigue) a través de las palabras que la cuentan.
Pero avancemos un poquito más en torno al tiempo y la novela hablando de algo
congénito a toda narración ficticia. En todas las ficciones podemos identificar momentos
en que el tiempo parece condensarse, manifestarse al lector de una manera
tremendamente vívida, acaparando enteramente su atención, y períodos en que, por el
contrario, la intensidad decae y amengua la vitalidad de los episodios; éstos, entonces, se
alejan de nuestra atención, son incapaces de concentrarla, por su carácter rutinario,
previsible, pues nos transmiten informaciones o comentarios de mero relleno, que sirven
sólo para relacionar personajes o sucesos que de otro modo quedarían desconectados.
Podemos llamar cráteres (tiempos vivos, de máxima concentración de vivencias) a
aquellos episodios y tiempos muertos o transitivos a los otros. Sin embargo, sería injusto
reprochar a un novelista la existencia de tiempos muertos, episodios meramente
relacionadores en sus novelas. Ellos son también útiles, para establecer una continuidad e
ir creando esa ilusión de un mundo, de seres inmersos en un entramado social, que
ofrecen las novelas. La poesía puede ser un género intensivo, depurado hasta lo esencial,
sin hojarasca. La novela, no. La novela es extensiva, se desenvuelve en el tiempo (un
tiempo que ella misma crea) y finge ser “ historia ” , referir la trayectoria de uno o más
personajes dentro de cierto contexto social. Esto exige de ella un material informativo
relacionador, conexivo, inevitable, aparte de aquel o aquellos cráteres o episodios de
máxima energía que hacen avanzar, dar grandes saltos a la historia (mudándola a veces de
naturaleza, desviándola hacia el futuro o hacia el pasado, delatando en ella unos
trasfondos o ambigüedades insospechadas).
Esa combinación de cráteres o tiempos vivos y de tiempos muertos o transitivos,
determina la configuración del tiempo novelesco, ese sistema cronológico propio que
tienen las historias escritas, algo que es posible esquematizar en tres tipos de punto de
vista temporal. Pero me adelanto a asegurarle que, aunque con lo que llevo dicho sobre el
tiempo hemos avanzado algo en la averiguación de las características de la ficción, queda
todavía mucho pan por rebanar. Ello irá asomando a medida que abordemos otros
aspectos de la fabricación novelesca. (...)

Mario Vargas Llosa: “El tiempo”, Cartas a un joven novelista, Editorial Planeta Mexicana, S.
A., México, 1997, pp. 71-86.

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MARIO VARGAS LLOSA

SEMANTICA DE LOS TIEMPOS VERBALES

El tiempo, generalmente no es una fluencia homogénea donde los acontecimientos


se suceden de manera pausada e irreversible, como las aguas de un río que el lector vería
desfilar ante sus ojos sin cambiar nunca de velocidad. Es, más bien, un discurrir
heterogéneo, que, aunque constituye una progresión –un antes, un ahora y un después--,
consta de movimientos e inmovilidades, de giros en redondo, de cambios de naturaleza,
que hacen que los hechos y personas de la realidad ficticia tengan distintos grados de
certidumbre según aparezcan en uno u otro de los planos que integran el sistema temporal
de una novela.
Los planos temporales que se emplean en cualquier novela establecen entre los
datos de la historia una división que no es de durabilidad sino de sustancia, y a las mudas
que opera el narrador, trasladando el relato de uno a otro plano, debe en buena parte su
complejidad el mundo ficticio. Las fronteras entre estos planos temporales no son nítidas:
el narrador disimula (o trata de disimular) estos tránsitos, de manera que el lector sea
apenas consciente de la rotación de la materia narrativa; sólo registra las consecuencias
de esas mudas: la densidad y ambigüedad que impregnan a las acciones, el personalísimo
movimiento que infligen a la historia.

TIEMPO SINGULAR O ESPECÍFICO

“El corrió con rapidez, llegó a la casa, entró, apenas saludó y se sentó a la mesa”.

Ante todo no existe la menor duda sobre la realidad de estos hechos. El narrador no
vacila en lo más mínimo, es categórico en su relato de acciones. Son hechos, acciones,
sobre cuya singularidad y soberanía no cabe discusión, han sucedido, ocuparon un
instante concreto y transitorio del curso del tiempo, consistieron en una determinada
conjunción de gestos, actitudes y movimientos irrepetibles, dejaron de ocurrir y ahora
están allí, inconfundibles, fijados en el desarrollo de la historia, con su colorido, volumen,
solidez, valencia anecdótica, significación moral. Nadie puede cuestionar su verdad, su
originalidad, su unicidad ni su ubicación en la cronología ficticia. Existen en un nivel
objetivo de la realidad, no dependen de la subjetividad del personaje, significan acción y
presuponen un transcurrir, una cadena ordenada y progresiva de sucesos en la cual fueron,
primero, nada, una posibilidad futura, luego un presente que se concretaba en ellos, y
después, un recuerdo que dura, un pasado que se aleja.
Los hechos que se narran en este ejemplo, con sus características de objetividad,
especificidad, movilidad y transitoriedad, constituyen el tiempo singular o específico de la
realidad ficticia y se reconoce que el relato se sitúa en este plano cuando el narrador usa,
para referirlo, el pretérito indefinido (o formas perifrásticas equivalentes: “Acaba de entrar
a la casa ” es lo mismo que “ Entró a la casa ” ). Cuando el narrador emplea este tiempo
gramatical, el texto alcanza su mayor dinamismo y agilidad, porque es el tiempo

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privilegiado de la acción y el movimiento; en él se narran, sobre todo, los sucesos que
hacen progresar la historia, los tránsitos, las mudanzas episódicas. Lo forman
primordialmente quehaceres humanos y también percepciones y sensaciones que el
narrador quiere destacar por su excepcionalidad y su carácter instantáneo.
Cuando la materia narrativa está en este plano temporal la realidad ficticia se halla
en un estado de máxima animación y efervescencia anecdótica, es actividad, por lo general
exterioridad, acción humana e “historia” en el sentido de que aquello que el narrador narra
ha ocurrido así, una sola vez, y no volverá a ocurrir.

TIEMPO CIRCULAR O LA REPETICIÓN

Junto con los hechos singulares, muchas veces el narrador relata otros, que se
diferencian esencialmente de aquellos por su carácter repetitivo y una naturaleza que
podríamos llamar abstracta. Se trata de escenas que no exhiben una acción específica
sino una actividad serial, reincidente, un hábito, una costumbre. Ejemplo:
“Todos los días se levantaba temprano, desayunaba, jugaba un rato con el perro y
salía a respirar el aire puro”.
En el caso anterior, el tiempo era una progresión en línea recta; en este un
movimiento en redondo. La historia se mueve, pero no avanza, gira sobre el sitio, es
repetición. En el ejemplo del tiempo singular o específico había identidad total entre lo
sucedido y lo relatado, el hecho ocurrido era el hecho narrado y viceversa. En cambio, aquí
se ha abierto un espacio entre ambos: hay vínculos entre lo que sucede y lo que se cuenta
pero se trata de cosas diferentes. Lo que sucede son muchos días a lo largo de semanas o
meses en los que el personaje se levanta, hace determinadas acciones y sale. Cada uno de
esos días fue un hecho particular y único, con ciertas características intransferibles –se
levanta a horas distintas, el desayuno puede ser distinto, está más o menos tiempo con el
perro, etc--, pero estas particularidades y diferencias han desaparecido en el relato. El
narrador, en vez de describirlas una por una, las ha resumido en una escena arquetípica,
que no es ninguna de las ocurridas pero que las condensa y simboliza a todas. Para
componer esta escena resumen ha hecho abstracción de lo particular y ha referido lo
general, los rasgos comunes y permanentes de esa suma de días. Entre lo vivido por el
personaje y lo narrado por el narrador ya no hay coincidencia absoluta sino relativa: el
texto refleja ahora los hechos de manera incierta, no es su retrato fiel, sino una pintura que
se inspira en ellos para crear sus propias imágenes.
El tiempo verbal típico de este plano es el imperfecto de indicativo. Lo que el
narrador describe es algo genérico y no específico, plural y no singular: imágenes que
resumen acciones repetidas varias veces por el personaje hasta constituir una cierta
rutina, Así, lo que el narrador cuenta ha ocurrido y no ocurrido. La materia narrada en este
plano temporal no es objetiva, como la del plano temporal específico, sino objetiva y
subjetiva al mismo tiempo: tiene los pies apoyados en el mundo objetivo, es en el fondo
historia, pues su punto de partida son siempre hechos ocurridos, pero la mitad superior de
su cuerpo es puramente subjetivo, una interpretación que hace el propio narrador al
abstraer en una imagen los rasgos familiares de una serie de hechos y excluir los

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elementos diferenciales de cada unidad; pero también se pueden describir en este plano
sentimientos, pensamientos.
Este tiempo circular o repetido es el de la reflexión, el de los estados de ánimo, el
que modela las psicologías de los personajes, las motivaciones que van luego a precipitar
los hechos bruscos, el de los minuciosos procesos de la vida rutinaria, social o familiar, en
contraste con los cuales tendrán un carácter todavía más llamativo los hechos
excepcionales, únicos y efímeros del plano singular. Este es el plano del aburrimiento y de
la monotonía, de lo previsible, de lo social (en tanto que el plano anterior era sobre todo el
de lo individual), y gracias a este plano, la realidad ficticia tiene su particular duración,
reposada, cadenciosa, mayestática, y alcanza su formidable expresividad, pues las
imágenes de tiempo circular permiten al narrador multiplicar la materia –cada hecho
narrado representa muchos hechos acaecidos—sin multiplicar las palabras. Este es el
tiempo de los lugares y los objetos permanentes, de aquel paisaje rural, urbano y
doméstico que tiene estabilidad pues encuadra muchas acciones o acciones que se
prolongan.
Con este plano temporal el narrador obtiene varias cosas a la vez: relativizar lo
narrado, imprimirle una incertidumbre especial, una naturaleza algo misteriosa –pues las
imágenes toman distancia de lo que representan, ya no sirven a las cosas sino se sirven de
ellas—y sugerir una idea de permanencia en movimiento, de movimiento estático. Todo
ello refuerza la originalidad del mundo ficticio. Cuando el narrador se pone en este plano,
entre lo narrado y lo ocurrido se establece una relación semejante a la que existe entre la
realidad real y la ficticia. Así como ésta no es reflejo servil sino una imagen que aunque
forjada con materiales tomados de aquélla, constituye una entidad autónoma, así la
palabra del narrador en los momentos de tiempo repetido es una entidad verbal que,
aunque se nutre de la materia ficticia, hace algo más que relatarla: existe también como
realidad distinta.

TIEMPO INMÓVIL O LA ETERNIDAD PLÁSTICA

Hay otros momentos de la realidad ficticia de una novela o cuento en que el tiempo
no es ni lineal ni rápido, ni lento y circular, sino parece volatilizarse. La acción desaparece,
hombres, cosas, lugares quedan inmóviles y como sustraídos a la pesadilla de la
cronología, viven un instante eterno. La realidad ficticia mostrada en este plano es
exterioridad, forma, perspectiva, textura, color: una presencia plástica, un cuerpo que sólo
existe para ser contemplado. Su tiempo gramatical es el presente de indicativo. Ejemplo:
“ Por el camino que baja del pueblo, después del puente, comienza un terreno
plantado de naranjos, que se alinea con las primeras casas de la colina”.
Nada se mueve, no corre el tiempo, todo es materia y espacio como en un cuadro.
Cuando los hombres son descritos en este plano temporal, pasan a ser una postura, una
mueca, un ademán sorprendidos por el lente de una cámara fotográfica, y la realidad
ficticia se convierte en uno de esos decorados que habitan las figurillas rígidas de los
museos de cera.
Hay otros momentos de la realidad ficticia de una novela o cuento en que el tiempo

11
no es ni lineal ni rápido, ni lento y circular, sino parece volatilizarse. La acción desaparece,
hombres, cosas, lugares quedan inmóviles y como sustraídos a la pesadilla de la
cronología, viven un instante eterno. La realidad ficticia mostrada en este plano es
exterioridad, forma, perspectiva, textura, color: una presencia plástica, un cuerpo que sólo
existe para ser contemplado. Su tiempo gramatical es el presente de indicativo. Ejemplo:
“ Por el camino que baja del pueblo, después del puente, comienza un terreno
plantado de naranjos, que se alinea con las primeras casas de la colina”.
Este plano temporal es el de la descripción, el de las cosas, el del mundo exterior,
Nada se mueve, no corre el tiempo, todo es materia y espacio como en un cuadro.
Este plano temporal es el de la descripción, el de las cosas, el del mundo exterior, el
que da a la materia narrativa su espesor físico. Cuando la realidad ficticia es tiempo
inmóvil, la voz humana desaparece, y también la intimidad, los pensamientos y los
sentimientos: la vida se torna muda y estatuaria, inacción y plasticidad. La palabra tiende a
ser puramente informativa, a desvanecerse en el objeto, y, al mismo tiempo que una
voluntad de precisión y exactitud, brota en ella una proclividad absorbente por lo visual y
por lo táctil. Este tiempo es, por excelencia, el del narrador: él actúa como intermediario
principal entre la realidad ficticia y el lector, él, convertido en unos ojos ávidos y
petrificadores y unas palabras que hacen las veces de pinceles, asume casi enteramente la
responsabilidad de trazar las formas y desvelar los contenidos. En los planos específico y
circular, la realidad ficticia va siendo descrita casi siempre a través de la conducta de los
personajes; en este plano el narrador asume directamente esta misión.
Este tiempo inmóvil es también el de la “ filosofía ” de la realidad ficticia, es decir,
aquellos principios de orden ético, histórico o metafísico, que, estipulados directamente
por el narrador, existen de modo intemporal, son unos presupuestos fatídicos que escapan
a las contingencias de la evolución y cambio de la realidad ficticia.

Mario Vargas Llosa: fragmentos de “ Los cuatro tiempos de Madame Bovary ” , La orgía
perpetua, Editorial Bruguera S. A. Barcelona, 1978, pp. 152-162.

12
JORGE LUIS BORGES

“EL MILAGRO SECRETO”

Y Dios lo hizo morir


durante cien años
y luego lo animó y le dijo:
--¿Cuánto tiempo has
estado aquí?
--Un día o parte de un día,
respondió.
Alcorán, II, 261

La noche del catorce de marzo de 1939, en un departamento de la Zeltnergasse de


Praga, Jaromir Hladík, autor de la inconclusa tragedia Los enemigos, de una Vindicación de
la eternidad y de un examen de las indirectas fuentes judías de Jakob Boehme, soñó con
un largo ajedrez. No lo disputaban dos individuos sino dos familias ilustres; la partida
había sido entablada hace muchos siglos; nadie era capaz de nombrar el olvidado premio,
pero se murmuraba que era enorme y quizá infinito; las piezas y el tablero estaban en una
torre secreta; Jaromir (en el sueño) era el primogénito de una de las familias hostiles; en
los relojes resonaba la hora de la impostergable jugada; el soñador corría por las arenas de
un desierto lluvioso y no lograba recordar las figuras ni las leyes del ajedrez. En ese punto,
se despertó. Cesaron los estruendos de la lluvia y de los terribles relojes. Un ruido
acompasado y unánime, cortado por algunas voces de mando, subía de la Zeltnergasse.
Era el amanecer, las blindadas vanguardias del Tercer Reich entraban en Praga.
El diecinueve, las autoridades recibieron una denuncia; el mismo diecinueve, al
atardecer, Jaromir Hladík fue arrestado. Lo condujeron a un cuartel aséptico y blanco, en la
ribera opuesta del Moldau. No pudo levantar uno solo de los cargos de la Gestapo: su
apellido materno era Jaroslavski, su sangre era judía, su estudio sobre Boehme era
judaizante, su firma delataba el censo final de una protesta contra el Anschluss. En 1928,
había traducido el Sepher Yezirah para la editorial Hermann Barsdorf; el efusivo catálogo
de esa casa había exagerado comercialmente el renombre del traductor; ese catálogo fue
hojeado por Julius Rothe, uno de los jefes en cuyas manos estaba la suerte de Hladík. No
hay hombre que, fuera de su especialidad, no sea crédulo; dos o tres adjetivos en letra
gótica bastaron para que Julius Rothe admitiera la preeminencia de Hladík y dispusiera
que lo condenaran a muerte, pour encourager les autres. Se fijó el día veintinueve de
marzo, a las 9:00 am. Esa demora (cuya importancia apreciará después el lector) se debía
al deseo administrativo de obrar impersonal y pausadamente, como los vegetales y los
planetas.
El primer sentimiento de Hladík fue de mero terror. Pensó que no lo hubieran
arredrado la horca, la decapitación o el degüello, pero que morir fusilado era intolerable. En
vano se redijo que el acto puro y general de morir era lo temible, no las circunstancias
concretas. No se cansaba de imaginar esas circunstancias: absurdamente procuraba

13
agotar todas las variaciones. Anticipaba infinitamente el proceso, desde el insomne
amanecer hasta la misteriosa descarga. Antes del día prefijado por Julius Rothe, murió
centenares de muertes, en patios cuyas formas y cuyos ángulos fatigaban la geometría,
ametrallado por soldados variables, en número cambiante, que a veces lo ultimaban desde
lejos: otras desde muy cerca. Afrontaba con verdadero temor (quizá con verdadero coraje)
esas ejecuciones imaginarias; cada simulacro duraba unos pocos segundos; cerrado el
círculo, Jaromir interminablemente volvía a las trémulas vísperas de su muerte. Luego
reflexionó que la realidad no suele coincidir con las previsiones; con lógica perversa infirió
que prever un detalle circunstancial es impedir que éste suceda. Fiel a esa débil magia,
inventaba, para que no sucedieran, rasgos atroces; naturalmente, acabó por temer que
esos rasgos fueran proféticos. Miserable en la noche, procuraba afirmarse de algún modo
en la sustancia fugitiva del tiempo. Sabía que éste se precipitaba hacia el alba del día
veintinueve; razonaba en voz alta: Ahora estoy en la noche del veintidós; mientras dure
esta noche (y seis noches más) soy invulnerable, inmortal. Pensaba que las noches de
sueño eran piletas hondas y oscuras en las que podía sumergirse. A veces anhelaba con
impaciencia la definitiva descarga, que lo redimiría, mal o bien, de su vana tarea de
imaginar. El veintiocho, cuando el último ocaso reverberaba en los altos barrotes, lo desvió
de esas consideraciones abyectas la imagen de su drama Los enemigos.
Hladík había rebasado los cuarenta años. Fuera de algunas amistades y de muchas
costumbres, el problemático ejercicio de la literatura constituía su vida, como todo
escritor, medía las virtudes de los otros por lo ejecutado por ellos y pedía que los otros lo
midieran por lo que vislumbraba o planeaba. Todos los libros que había dado a la estampa
le infundían un complejo arrepentimiento. En sus exámenes de la obra de Boehme, de
Abnesra y de Flood, había intervenido esencialmente la mera aplicación; en su traducción
del Sepher Yezirah, la negligencia, la fatiga y la conjetura. Juzgaba menos deficiente, tal
vez, la Vindicación de la eternidad: el primer volumen historia las diversas eternidades que
han ideado los hombres, desde el inmóvil Ser de Parménides hasta el pasado modificable
de Hinton; el segundo niega (con Francis Bradley) que todos los hechos del universo
integran una serie temporal. Arguye que no es infinita la cifra de las posibles experiencias
del hombre y que basta una sola «repetición» para demostrar que el tiempo es una
falacia... Desdichadamente, no son menos falaces los argumentos que demuestran esa
falacia; Hladík solía recorrerlos con cierta desdeñosa perplejidad. También había
redactado una serie de poemas expresionistas; éstos, para confusión del poeta, figuraron
en una antología de 1924 y no hubo antología posterior que no los heredara. De todo ese
pasado equívoco y lánguido quería redimirse Hladík con el drama en verso Los enemigos
(Hladík preconizaba el verso, porque impide que los espectadores olviden la irrealidad, que
es condición del arte.)
Este drama observaba las unidades de tiempo, de lugar y de acción; transcurría en
Hradcany, en la biblioteca del barón de Roemerstadt, en una de las últimas tardes del siglo
diecinueve. En la primera escena del primer acto, un desconocido visita a Roemerstadt.
(Un reloj da las siete, una vehemencia de último sol exalta los cristales, el aire trae una
arrebatada y reconocible música húngara.) A esta visita siguen otras; Roemerstadt no
conoce las personas que lo importunan, pero tiene la incómoda impresión de haberlos

14
visto ya, o tal vez en un sueño. Todos exageradamente lo halagan, pero es notorio
--primero para los espectadores del drama, luego para el mismo barón-- que son enemigos
secretos, conjurados para perderlo. Roemerstadt logra detener o burlar sus complejas
intrigas; en el diálogo, aluden a su novia, Julia de Weidenau, y a un tal Jaroslav Kubin, que
alguna vez la importunó con su amor. Éste, ahora, se ha enloquecido y cree ser
Roemerstadt... Los peligros arrecian; Roemerstadt, al cabo del segundo acto se ve en la
obligación de matar a un conspirador. Empieza el tercer acto, el último. Crecen
gradualmente las incoherencias: vuelven actores que parecían descartados ya de la trama;
vuelve, por un instante, el hombre matado por Roemerstadt. Alguien hace notar que no ha
atardecido: el reloj da las siete, en los altos cristales reverbero el sol occidental, el aire trae
la arrebatada música húngara. Aparece el primer interlocutor y repite las palabras que
pronunció en la primera escena del primer acto. Roemerstadt le habla sin asombro; el
espectador entiende que Roemerstadt es el miserable Jaroslav Kubin. El drama no ha
ocurrido: es el delirio circular que interminablemente vive y revive Kubin.
Nunca se había preguntado Hladík si esa tragicomedia de errores era baladí o
admirable, rigurosa o casual. En el argumento que he bosquejado intuía la invención más
apta para disimular sus defectos y para ejercitar sus felicidades la posibilidad de rescatar
(de manera simbólica) lo fundamental de su vida. Había terminado ya el primer acto y
alguna escena del tercero; el carácter métrico de la obra le permitía examinarla
continuamente, rectificando los hexámetros, sin el manuscrito a la vista. Pensó que aún le
faltaban dos actos y que muy pronto iba a morir. Habló con Dios en la oscuridad. Si de
algún modo existo, si no soy una de tus repeticiones y erratas, existo como autor de Los
enemigos. Para llevar a término ese drama, que puede justificarme y justificarte, requiero
un año más. Otórgame esos días, Tú de Quien son los siglos y el tiempo. Era la última
noche, la más atroz, pero diez minutos después el sueño lo anegó como un agua oscura.
Hacia el alba, soñó que se había ocultado en una de la naves de la biblioteca de
Clementinum. Un bibliotecario de gafas negras le preguntó: ¿Qué busca? Hladík le replicó
Busco a Dios. El bibliotecario le dijo: Dios está en una de las letras de una de las páginas
de uno de los cuatrocientos mil tomos del Clementinum. Mis padres y los padres de mis
padres han buscado esa letra; yo me he quedado ciego buscándola. Se quitó las gafas y
Hladík vio los ojos, que estaban muertos. Un lector entró a devolver un atlas... Este atlas es
inútil, dijo, y se lo dio a Hladík. Éste lo abrió al azar. Vio un mapa de la India, vertiginoso.
Bruscamente seguro tocó una de las mínimas letras. Una voz ubicua le dijo: El tiempo de
tu labor ha sido otorgado. Aquí Hladík se despertó.
Recordó que los sueños de los hombres pertenecen a Dios y que Maimónides ha
escrito que son divinas las palabras de un sueño, cuando son distintas y claras y no se
puede ver quién las dijo. Se vistió; dos soldados entraron en la celda y le ordenaron que los
siguiera.
Del otro lado de la puerta, Hladík había previsto un laberinto de galerías, escaleras y
pabellones. La realidad fue menos rica: bajaron a un traspatio por una sola escalera de
fierro. Varios soldados --alguno de uniforme desabrochado-- revisaban una motocicleta y la
discutían. El sargento miró el reloj: eran las ocho y cuarenta y cuatro minutos. Había que
esperar que dieran las nueve. Hladík, más insignificante que desdichado, se sentó en un

15
montón de leña. Advirtió que los ojos de los soldados rehuían los suyos. Para aliviar la
espera, el sargento le entregó un cigarrillo. Hladík no fumaba; lo aceptó por cortesía o por
humildad. Al encenderlo, vio que le temblaban las manos. El día se nubló; los soldados
hablaban en voz baja como si él ya estuviera muerto. Vanamente, procuró recordar a la
mujer cuyo símbolo era Julia de Weidenau...
El piquete se formó, se cuadró. Hladík, de pie contra la pared del cuartel, esperó la
descarga. Alguien temió que la pared quedara maculada de sangre; entonces le ordenaron
al reo que avanzara unos pasos. Hladík, absurdamente, recordó, las vacilaciones
preliminares de los fotógrafos. Una pesada gota de lluvia rozó una de las sienes de Hladík
y rodó lentamente por su mejilla; el sargento vociferó la orden final.
El universo físico se detuvo.
Las armas convergían sobre HIadík, pero los hombres que iban a matarlo estaban
inmóviles. El brazo del sargento eternizaba un ademán inconcluso. En una baldosa del
patio una abeja proyectaba una sombra fija. El viento había cesado, como en un cuadro.
Hladík ensayó un grito, una sílaba, la torsión de una mano. Comprendió que estaba
paralizado. No le llegaba ni el más tenue rumor del impedido mundo. Pensó estoy en el
infierno, estoy muerto. Pensó estoy loco. Pensó el tiempo se ha detenido. Luego reflexionó
que en tal caso, también se hubiera detenido su pensamiento. Quiso ponerlo a prueba:
repitió (sin mover los labios) la misteriosa cuarta égloga de Virgilio. Imaginó que los ya
remotos soldados compartían su angustia; anheló comunicarse con ellos. Le asombró no
sentir ninguna fatiga, ni siquiera el vértigo de su larga inmovilidad. Durmió, al cabo de un
plazo indeterminado. Al despertar, el mundo seguía inmóvil y sordo. En su mejilla
perduraba la gota de agua: en el patio, la sombra de la abeja; el humo del cigarrillo que
había tirado no acababa nunca de dispersarse. Otro “ día ” pasó, antes que Hladík
entendiera.
Un año entero había solicitado de Dios para terminar su labor: un año le otorgaba su
omnipotencia. Dios operaba para él un milagro secreto: lo mataría el plomo alemán, en la
hora determinada, pero en su mente un año transcurría entre la orden y la ejecución de la
orden. De la perplejidad pasó al estupor, del estupor a la resignación, de la resignación a la
súbita gratitud.
No disponía de otro documento que la memoria; el aprendizaje de cada hexámetro
que agregaba le impuso un afortunado rigor que no sospechan quienes aventuran y
olvidan párrafos interinos y vagos. No trabajó para la posteridad ni aun para Dios, de cuyas
preferencias literarias poco sabía. Minucioso, inmóvil, secreto, urdió en el tiempo su alto
laberinto invisible. Rehizo el tercer acto dos veces. Borró algún símbolo demasiado
evidente: las repetidas campanadas, la música. Ninguna circunstancia lo importunaba.
Omitió, abrevió, amplificó; en algún caso, optó por la versión primitiva. Llegó a querer el
patio, el cuartel; uno de los rostros que lo enfrentaban modificó su concepción del carácter
de Roemerstadt. Descubrió que las arduas cacofonías que alarmaron tanto a Flaubert son
meras supersticiones visuales: debilidades y molestias de la palabra escrita, no de la
palabra sonora ... Dio término a su drama: no le faltaba ya resolver sino un solo epíteto. Lo
encontró; la gota de agua resbaló en su mejilla. Inició un grito enloquecido, movió la cara,
la cuádruple descarga lo derribó.

16
Jaromir Hladík murió el veintinueve de marzo, a las nueve y dos minutos de la
mañana.

Jorge Luis Borges: “El milagro secreto”, Páginas escogidas, Editorial Casa de las Américas,
La Habana, 1988, pp. 341-348.

17
AMBROSE BIERCE

“UN SUCESO EN EL PUENTE DEL RIACHUELO DEL BÚHO”

I
De pie, sobre un puente de ferrocarril, en el Norte de Alabama, estaba un hombre
que miraba la rápida corriente de las aguas, como a seis metros abajo. Tenía las manos a
la espalda, atadas con una cuerda por las muñecas. Al cuello tenía puesto el lazo flojo de
una soga. Esta se hallaba amarrada a un travesaño de madera, arriba, y la parte suelta
colgaba hasta la altura de las rodillas de aquel hombre. Algunas tablas sueltas
descansaban sobre las traviesas que sostenían la vía y formaban así el piso donde
estaban él y sus verdugos: dos soldados rasos del ejército federal, mandados por un
sargento, quien en la vida civil quizás había sido ayudante de alguacil. A corta distancia y
en la misma plataforma estaba un oficial, armado, y con el uniforme de su grado. Era
capitán, En cada uno de los extremos del puente se hallaba un centinela con su rifle en la
posición llamada de “apoyo”, es decir, vertical frente al hombro izquierdo, con el percutor
apoyado sobre el antebrazo extendido a través del pecho, posición de ceremonia y forzada,
que obliga al cuerpo a mantenerse erguido. Esos dos hombres al parecer nada tenían que
ver con lo que ocurriese en el centro del puente; sólo tenían que cerrar el paso por los
extremos del tablado destinado a los peatones que cruzaran el puente.
Nadie se veía más allá de uno de los centinelas; la vía avanzaba en línea recta como
cien metros, hasta un bosque, y luego, haciendo una curva, se perdía de vista. Sin duda
había un puesto avanzado más adelante. La otra margen de la corriente era terreno
despejado; una suave pendiente coronada por una empalizada hecha de troncos de árbol
clavados verticalmente, con troneras para los rifles, y con una sola aspillera por la cual
salía la boca de un cañón apuntado hacia el puente. A media cuesta entre el puente y el
fuerte estaban los espectadores: una sola compañía de soldarlos de infantería alineados
“ en su lugar, descanso ” , con las culatas de los rifles apoyadas en el suelo, las armas
ligeramente inclinadas hacia atrás contra el hombro derecho y las manos cruzadas sobre
la caja del arma. A la derecha de la línea de soldados estaba un teniente, con la punta de la
espada apoyada en el suelo, y la mano izquierda puesta sobre la derecha. Salvo los del
grupo de cuatro hombres, en el centro del puente, ninguno de los demás se movía. Los
soldados de la compañía daban la cara al puente, observando, como petrificados e
inmóviles. Los centinelas que estaban de frente a las márgenes de la corriente parecían
estatuas colocadas allí como adorno del puente. El capitán se mantenía de pie con los
brazos cruzados, callado, observando lo que hacían sus subordinados, pero sin dar
ninguna señal. La muerte es un dignatario, que, cuando llega con aviso previo, tiene que ser
recibido con manifestaciones ceremoniosas de respeto, hasta por quienes están más
acostumbrados a verlo. En el código de la etiqueta militar, el silencio y la inmovilidad son
formas de deferencia.
El hombre que debía desempeñar el papel de ahorcado tenía al parecer unos treinta
y cinco años de edad. Era civil, a juzgar por la indumentaria, que era de hacendado. Sus
rasgos fisonómicos eran finos: nariz recta, boca firme, frente ancha, desde la cual seguía

18
el cabello oscuro, peinado hacia atrás, que le caía detrás de las orejas hasta el cuello de su
bien entallada levita. Tenía bigote y barba terminada en punta, pero sin patillas, sus ojos
eran grandes, de color gris oscuro, y tenían una expresión bondadosa que no era de
esperarse en quien tenía ya la soga al cuello. Evidentemente, no se trataba de un asesino
vulgar. El liberal código militar señalaba la pena de la horca para muchas clases de
personas, de las cuales no se encuentran excluidos los caballeros.
Cuando se terminaron los preparativos, los dos soldados rasos se apartaron a un
lado, y cada uno de ellos retiró la tabla en que había estado de pie. El sargento se volvió
hacia el capitán, saludó y se colocó inmediatamente detrás del oficial, quien a su vez se
apartó un paso. Estos movimientos dejaron al condenado y al sargento de pie en los
extremos de una misma tabla, que abarcaba tres de las traviesas del puente. El extremo
sobre el cual estaba el civil casi llegaba a una cuarta traviesa. Esta tabla se había
mantenido en su lugar por el peso del capitán y ahora por el del sargento. A una señal del
primero, el segundo se movería a un lado, la tabla se inclinaría, y el condenado caería por
entre dos de las traviesas. Aquel arreglo le pareció que estaba bien dispuesto y que sería
eficaz. No le habían tapado la cara ni vendado los ojos. Miró un instante su “ base
inestable", y luego fijó la mirada en las aguas turbulentas del riachuelo que corrían
impetuosamente bajo sus pies. Le llama la atención un pedazo de madera flotante, y sus
ojos lo siguieron corriente abajo. ¡Con cuánta lentitud parecía moverse! ¡Qué tarda era la
corriente!
Cerró los ojos, para concentrar sus últimos pensamientos en su esposa y en sus
hijos. El agua, dorada por el sol del amanecer, la acariciadora neblina en las márgenes, a
alguna distancia riachuelo abajo; el fuerte, los soldados, el madero a la deriva, todo le había
distraído. Y ahora le invadía una nueva inquietud. Abriéndose paso entre los recuerdos de
sus seres queridos, le llegaba un sonido que no podía desoír ni comprender, una percusión
seca, metálica, como el golpe del martillo de un herrero sobre el yunque, tenía esa misma
resonancia. Se preguntó qué sería, y si se hallaría inconmensurablemente lejos o muy
cerca, pues le pareció ambas cosas. Su repetición era pareja, pero tan lenta como el tañer
de la campana que dobla a muerto. Aguardaba cada campanada con impaciencia y, sin
saber por qué, con temor. Los intervalos de silencio se volvieron cada vez más largos, y las
tardanzas le enloquecían. Al aumentar su infrecuencia, los sonidos crecían en fuerza y
agudeza. Le lastimaban al oído como golpes de puñal, temía ponerse a gritar. Lo que
estaba oyendo era el tictac de su reloj.
Abrió los ojos, y vio el agua que corría debajo de él. “Si pudiese soltarme las manos
pensó --podría quitarme el dogal y saltar al agua. Zambulléndome, podría evitar que me
alcanzaran los tiros y, nadando con vigor, llegar a la margen del riachuelo, meterme en el
bosque, y llegar a mi casa. Mi casa, gracias a Dios, está todavía fuera de sus líneas, mi
mujer y mis hijitos se encuentran más allá de las fuerzas avanzadas de los invasores.”
Cuando estos pensamientos, que aquí tienen que ser expresados con palabras,
pasaron como destellos por la mente del condenado, en vez de brotar de ella, el capitán
hizo una señal al sargento, con un movimiento de cabeza. El sargento se movió hacia un
lado.

19
II
Peyton Farquhar era un hacendado acomodado, y pertenecía a una antigua y muy
respetada familia de Alabama. Como era dueño de esclavos, era político lo mismo que
otros esclavistas y, naturalmente, tenía que ser separatista de cepa y sentirse
ardientemente consagrado a la causa del Sur. Circunstancia de orden imperioso que no es
necesario relatar aquí le habían impedido entrar a formar parte del valiente ejército que
había realizado las desastrosas campañas que terminaron en la caída de Corinto, y se
sentía molesto por aquella sujeción sin gloria; anhelaba dar rienda suelta a sus energías,
llevar la vida ancha del soldado y tener la oportunidad de sobresalir. Creía que esa
oportunidad habría de llegar, como les llega siempre a todos en tiempo de guerra. Ningún
servicio le parecía demasiado humillante si se trataba de desempañarlo a favor de la
causa del Sur, ni ninguna aventura demasiado peligrosa para no emprenderla si estaba
acorde con su condición de civil que era soldado de corazón, y que de buena fe y sin
demasiadas restricciones estaba conforme con el axioma francamente siniestro de que en
la guerra, como en el amor, todo es lícito.
Un día, al caer la tarde, Farquhar y su mujer estaban sentados en una tosca banca,
cerca de la entrada de su finca, cuando un soldado de uniforme gris llegó a caballo hasta
la puerta y pidió que le dieran un vaso de agua. La señora Farquhar, gustosísima de poder
servirle con sus blancas manos, fue a traer el agua, en tanto que su marido se acercaba al
empolvado jinete y le pidió con sumo interés noticias del frente.
--Los yanquis están reparando los ferrocarriles --dijo el hombre--, y se aprestan a
seguir avanzando. Han llegado al Puente del Riachuelo del Búho, lo han arreglado y han
levantado una empalizada en la otra margen. El comandante ha dado una orden, que ha
sido fijada en todas partes, en la cual declara que a cualquier civil a quien se halle tratando
de causar algún daño al ferrocarril, a sus puentes, túneles, o trenes, se le ahorcará en
forma sumarísima. Yo mismo vi esa orden.
--¿Qué distancia habrá de aquí al Puente del Riachuelo del Búho? --preguntó
Farquhar.
--Como cincuenta kilómetros.
--¿No hay fuerzas en este lado del riachuelo?
--Solamente un piquete, como a ochocientos metros de distancia, sobre la línea
férrea, y un solo centinela en este extremo del puente.
--Supongamos que un hombre, un civil poco temeroso, sabedor de que se exponía a
la horca, burlase la vigilancia del piquete de soldados y tal vez diese buena cuenta del
centinela --dijo Farquhar, sonriendo--. ¿Qué podría hacer?
El soldado reflexionó.
--Estuve allá hace como un mes --contestó--. Observé que la creciente del invierno
pasado había amontonado mucha madera flotante contra el soporte de madera, en este
extremo del puente. Esa madera se encuentra ya seca, y ardería como estopa.
La señora había regresado con el vaso de agua, que el soldado apuró con
satisfacción. Le dio las gracias ceremoniosamente, se inclinó ante el caballero y prosiguió
su camino. Una hora después, ya de noche, volvió a pasar por la plantación yendo hacia el
norte, de donde había llegado. Era un explorador federal.

20
III
Cuando Peyton Farquhar cayó verticalmente a través del puente, perdió el
conocimiento y estaba ya como muerto. Despertó de ese estado siglos más tarde, a lo que
le pareció por el dolor que le causaba una terrible opresión en la garganta, seguido de una
sensación de asfixia. Del cuello hacia abajo, fortísimos y punzantes dolores le descendían
por todas las fibras del cuerpo hasta las extremidades. Esos dolores le parecieron
centellas que iban a lo largo de líneas de ramificación bien definidas, y que se hacían sentir
con una periodicidad inconcebiblemente rápida. Le parecían chorros de fuego palpitante,
que le calentaban todo el cuerpo hasta causarle fiebre intolerable. De nada se daba cuenta,
salvo de una sensación de llenura, de congestión. Estas sensaciones no estaban
acompañadas de pensamientos. La parte intelectual de su naturaleza había desaparecido,
la única facultad que le quedaba era la de sentir, y lo que sentía era un tormento. Se daba
cuenta del movimiento. Como envuelto en una nube luminosa, de la cual era él ahora
únicamente el núcleo encendido, sin sustancia material alguna, se mecían en arcos
incalculables de oscilaciones, como un enorme péndulo. Luego, súbitamente, con terrible
rapidez, la luz que le envolvía brotó hacia arriba, produciendo el ruido de un gran chapuzón,
un rugido espantoso llegó hasta sus oídos, y todo quedó frío y sumido en la oscuridad. Se
estableció su facultad de pensar, comprendió que la soga se había reventado y que él
había caído a la corriente. Ya no sintió más la estrangulación; el lazo que le rodeaba el
cuello lo asfixiaba e impedía que el agua le llegara a los pulmones. Morir ahorcado en el
fondo de un río; esta idea le pareció risible. Abrió los ojos en aquella oscuridad, y vio por
encima de él un rayo de luz ¡pero qué lejano! ¡qué inaccesible! todavía seguía hundiéndose,
porque la luz iba desvaneciéndose más y más, hasta convertirse en un vislumbre casi
imperceptible. Pero luego comenzó a crecer y a abrillantarse, y entonces él se dio cuenta
de que iba subiendo hacia la superficie... y lo supo con desagrado, porque ahora se sentía
muy sereno. “ Ser ahorcado, y ahogarse –pensó-- no me parece del todo mal; pero no
quiero ser balaceado también. No; no me darán de balazos, porque eso no estaría bien.”
No se daba cuenta de que estuviera haciendo algún esfuerzo, pero un vivo dolor en
las muñecas le hizo comprender que estaba tratando de desatarse las manos. Consagró a
esos esfuerzos toda su atención, como un desocupado que observara las proezas de un
prestidigitador, aunque no le interesara mucho el desenlace. ¡Qué espléndido esfuerzo, y
qué magnífica y sobrehumana fuerza! ¡Ah, aquel era un empeño magnífico! ¡Bravo! La
cuerda se desprendió; sus brazos se separaron y se movieron hacia arriba, y pudo verse
vagamente las manos a los lados, bajo la luz cada vez más fuerte. Se las observó con
nuevo interés, cuando la una primero y la otra después asieron el lazo que le rodeaba el
cuello. Lo arrancaron y lo arrojaron con furia a un lado, con ondulaciones, como las de una
serpiente acuática. “¡Pónganlo de nuevo, pónganlo de nuevo!” Creyó haberles ordenado así
a sus manos, porque al desprendérsele el lazo sintió el dolor más espantoso de todos
cuantos había experimentado. El cuello le dolía horriblemente; su cerebro parecía
encontrarse envuelto en llamas, su corazón, que había estado latiendo muy débilmente, dio
un gran salto, como si fuera a salírsele por la boca: todo el cuerpo estaba como estirado y
retorcido, bajo el peso de una angustia insoportable. Pero sus manos desobedientes no

21
acataron la orden. Se agitaron vigorosamente en el agua, con golpes rápidos dados hacia
abajo, que le empujaran hacia la superficie. Sintió cuando sacó la cabeza; sus ojos se
cegaron por la luz del sol; su pecho se ensanchó convulsivamente, y con una ansiedad
suprema y final sus pulmones aspiraron una gran cantidad de aire, que instantáneamente
echó fuera de nuevo, con grito estridente.
Se encontraba ya en plena posesión de sus sentidos. Más bien, los tenía
sobrenaturalmente afinados y despiertos. Algo en la horrible perturbación de su sistema
orgánico los había exaltado y refinado a tal grado, que podía apreciar cosas que antes
nunca percibió. Sentía los rizos del agua en la cara, y oía los sonidos aislados que
producían al golpearle. Veía el bosque en una de las márgenes de la corriente, veía los
árboles, separadamente, las hojas y las nervaduras de cada hoja; los insectos que había en
ellas, las langostas, las moscas brillantes, las arañas grises tendiendo sus telas de una
ramita a otra. Observó los colores del prisma en todas las gotitas de rocío, sobre las
delgadas briznas de hierba. El zumbar de los jejenes que danzaban sobre los remolinos de
la corriente, el aleteo de las libélulas, los movimientos de las patas de las arañas acuáticas
como remos que han levantado su bote; todo ello producía una música bien perceptible.
Un pececillo le pasó bajo los ojos, y él pudo oír el roce de su cuerpo al surcar el agua.
Había subido a la superficie dando la cara corriente abajo: en un momento, el
mundo visible pareció girar lentamente en derredor, con él mismo como punto céntrico, y
vio el puente, el fuerte, los soldados en el puente, el capitán, el sargento, los dos soldados,
sus verdugos. Resaltaba su silueta sobre el azul del firmamento. Gritaban y gesticulaban,
señalándole con el dedo; el capitán sacó su pistola, pero no disparó; los demás estaban
desarmados. Sus movimientos eran grotescos y horrendos, sus figuras, gigantescas.
De pronto oyó un disparo en seco y algo pegó en el agua a unos cuantos
centímetros de su cabeza, salpicándole la cara de rocío. Oyó un segundo disparo; una nube
clara de humo azul salía de la boca del arma. El hombre del agua distinguió al hombre del
puente, que tenía el ojo clavado en los de él, a través de la mira del rifle. Observó que aquel
ojo era gris y recordó haber leído alguna vez que los ojos grises son los de mirada más
penetrante, y que todos los grandes tiradores tenían los ojos grises. Sin embargo, ese
hombre había errado el tiro.
Una contracorriente había hecho a Farquhar dar media vuelta; estaba mirando de
nuevo al bosque en la margen opuesta al fuerte. El sonido de una voz clara y aguda, con
sonsonete monótono, se dejó oír entonces detrás de él y llegó por el agua con una claridad
que traspasaba y dominaba a los demás sonidos, hasta el ruido que le hacían en los oídos
los rizos del agua. Aunque no era soldado, había frecuentado campamentos lo bastante
para conocer el terrible significado de aquella tonada reflexiva, de ritmo arrastrado y
aspirado: el teniente de la margen del riachuelo participaba en el trabajo de la mañana ¡Qué
fría e inmisericordemente! ¡Con qué entonación pareja y calmada, que presagiaba e
imponía tranquilidad a los soldados! ¡Con qué intervalos exactamente medidos se oyeron
estas crueles palabras: “ ¡Compañía, atención! ¡Armas al hombro! ¡Preparen! ¡Apunten!
¡Fuego!”
Farquhar se sumergió, se sumergió lo más que pudo. El agua le rugía en los oídos
como la voz del Niágara, y, sin embargo, oyó el apagado trueno de la descarga, y, al

22
elevarse de nuevo hacia la superficie, se encontró con brillantes fragmentos de metal,
singularmente achatados, que oscilaban con lentitud hacia abajo. Algunos de ellos le
tocaron en la cara y en las manos, para hundirse después en su prolongado descenso. Uno
de ellos se le quedó entre el cuello de la camisa y la garganta; le molestaba por lo caliente,
y se lo arrancó.
Al subir a la superficie para respirar, comprendió que había estado mucho tiempo
debajo del agua, pues ya estaba visiblemente lejos, corriente abajo, y se hallaba más cerca
de la salvación. Los soldados ya casi habían acabado de cargar nuevamente sus armas;
las baquetas de metal brillaron todas simultáneamente a los rayos del sol, al ser sacadas
de los cañones de los fusiles, vueltas de arriba abajo en el aire y puestas de nuevo en los
enchufes. Los dos centinelas dispararon de nuevo, independientemente y con mala
puntería.
El hombre perseguido vio todo esto por encima del hombro; ahora nadaba ya
vigorosamente a favor de la corriente. Sentía el cerebro tan vigoroso como los brazos y las
piernas; pensaba con la rapidez del rayo.
”El oficial --razonó-- no va a cometer por segunda vez ese error de segundón. Es tan
fácil esquivar un solo disparo como una descarga cerrada. Probablemente ya ha dado a
sus hombres la orden de hacer fuego a discreción. ¡Qué Dios me ayude, porque, no podré
eludir todos los disparos!”
A un espantoso chapoteo a menos de dos metros de él, siguió un fuerte sonido
precipitado, que iba disminuyendo, que parecía retroceder por el aire en dirección del fuerte
y que murió en una explosión que agitó el riachuelo mismo hasta el fondo. Se elevó una
capa de agua, que se curvaba por encima de él hasta caerle encima y que lo cegó y casi
ahogó. El cañón había entrado en acción. Al sacudir la cabeza para librarse de la
conmoción del golpe de agua, oyó cómo el proyectil, desviado, pasaba zumbando por el
aire hacia delante, y un instante después destrozaba más allá las ramas de los árboles del
bosque.
“¡No volverán a hacer esto! --pensó--. La próxima vez usarán una carga de metralla.
Necesito tener la vista fija en el cañón, el humo me dará el aviso, porque el ruido del
disparo llegará demasiado tarde; ya detrás del disparo. Es un buen cañón.”
De pronto, sintió que giraba como en un remolino y daba vueltas como trompo. El
agua, las márgenes, los bosques, el puente ya distante, el fuerte y los soldados; todo ello
mezclado y borroso. Los objetos estaban representados únicamente por sus colores:
bandas horizontales y circulares de color, eso era lo único que acertaba a ver. Estaba
atrapado en un remolino, y giraba con una velocidad de avance y de rotación que le hacía
sentirse como aturdido y enfermo. En unos cuantos instantes, se sintió arrojado sobre la
grava, al pie de la margen izquierda de la corriente --la margen meridional-- y detrás de un
punto saliente que le ocultaba de sus enemigos. La súbita cesación de sus movimientos,
el roce de una de sus manos sobre la grava parecieron restablecerle un poco, y echó a
llorar de gusto. Hundió sus dedos en la arena, se la echó encima a puñados, bendiciéndola
en voz alta. Le parecía como si fuera de oro, diamantes, rubíes y esmeraldas; no podía
pensar en nada cuya belleza se asemejara a la de aquella arena. Los árboles de la margen
del riachuelo le parecieron plantas gigantescas de jardín; observó un orden bien marcado

23
en su arreglo y aspiró la fragancia de sus flores. Una extraña luz rosada brillaba a través de
los espacios libres entre los troncos, y el viento producía en las ramas una música de
arpas eólicas. No tenla ningún deseo de rematar su fuga, y se sentía satisfecho de
quedarse en aquel lugar encantador hasta que lo capturaran de nuevo.
Un zumbido y un ruido como de metralla entre las ramas, muy por encima de su
cabeza, vinieron a despertarle de sus sueños. El artillero burlado le había disparado una
especie de despedida, al azar. Se puso en pie de un salto, subió por la empinada margen y
se internó en el bosque.
No dejó de caminar todo aquel día, guiándose, para saber su rumbo, por el curso del
sol. El bosque parecía interminable; en ninguna parte descubrió un solo claro ni siquiera un
sendero de leñador. Nunca se había percatado de que vivía en una región tan selvática. En
aquella revelación encontraba algo misterioso.
“ Al caer la noche, se sintió fatigado, con los pies doloridos y con un hambre
espantosa. El recuerdo de su mujer y sus hijos, le dio fuerzas para seguir. Por fin encontró
un camino que sabía que le llevaría por buen rumbo. Era tan ancho y tan recto como las
calles de una ciudad, por más que parecía haber sido poco transitado. No había campos
de labranzas a los lados ni tampoco se veía por parte alguna ni rastro de vivienda. No se
oía ni el ladrido de un perro que indicara la cercanía de alguna casa habitada. Los cuerpos
negros de los grandes árboles formaban una pared recta a un lado y a otro, hasta terminar,
al llegar al horizonte, en un punto, como si aquello fuese un diagrama dibujado para una
lección de perspectiva. Por sobre su cabeza, cuando miraba hacia arriba a través de la
abertura que en el bosque formaba el camino, brillaban grandes estrellas doradas que le
parecían agrupadas en constelaciones que nunca hubiese visto. Estaba seguro de que se
hallaban dispuestas en un orden que tenía alguna significación maligna y secreta. El
bosque, en ambos lados, estaba lleno de ruidos singulares, entre los cuales, una vez luego
otra, y varias después, escuchó claramente cuchicheos en una lengua desconocida. El
cuello le dolía mucho y, al llevarse a él la mano, lo encontró horriblemente hinchado. Sabía
que tenía un círculo negro donde la soga le había lastimado. Sentía los ojos
congestionados, y ya no podía cerrarlos. Tenía la lengua hinchada por la sed; aliviaba su
fiebre sacándola entre los dientes para, que se refrescara algo al aire. ¡Con cuánta
suavidad había alfombrado el césped aquella avenida tan poco transitada! ¡Ya no podía
sentir bajo sus pies el camino que iba recorriendo!
Sin duda alguna, a pesar de sus sufrimientos, se había dormido caminando, porque
ahora veía un escenario nuevo... o era tal vez que apenas se reponía de su delirio. Se
encontró de pie ante la entrada de su propia casa. Todo se hallaba como lo había dejado, y
todo se veía brillante y bello bajo los rayos del sol de la mañana. Sin duda había caminado
toda la noche. Al abrir la puerta y recorrer el ancho y blanco pasillo, vio un temblor de ropas
de mujer; su esposa, con aspecto de frescura y de dulzura, descendió del pórtico de
entrada para salir a su encuentro. Al llegar, al último escalón, se detuvo a esperarle, con
una sonrisa de inefable alegría, con una actitud de inigualable gracia y dignidad. ¡Ah, qué
bella era! Dio él un salto hacia adelante, con los brazos extendidos. En el momento en que
iba a abrazarla, sintió un golpe anonadador en la nuca; por todo su ser se extendió una
cegadora luz blanca, con un ruido como el de un cañonazo... ¡Después todo fue oscuridad

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y silencio!
Peyton Farquhar estaba muerto, desnucado, meciéndose suavemente, de un lado a
otro, bajo los maderos del Puente del Riachuelo del Búho.

Ambrose Bierce, “ Un suceso en el puente del riachuelo del búho ” , Cuentos


norteamericanos, Selección y prólogo de José Rodríguez Feo, Editora del Consejo Nacional
de Cultura, La Habana, 1964. pp. 131-144.

25
ITALO CALVINO

RAPIDEZ

Para empezar os contaré una vieja leyenda. El emperador Carlomagno se enamoró,


siendo ya viejo, de una muchacha alemana. Los nobles de la corte estaban muy
preocupados porque el soberano, poseído de ardor amoroso y olvidado de la dignidad real,
descuidaba los asuntos del Imperio. Cuando la muchacha murió repentinamente, los
signatarios respiraron aliviados, pero por poco tiempo, porque el amor de Carlomagno no
había muerto con ella. El Emperador, que había hecho llevar a su aposento el cadáver
embalsamado, no quería separarse de él. El arzobispo Turpín, asustado de esta macabra
pasión, sospechó un encantamiento y quiso examinar el cadáver. Escondido debajo de la
lengua muerta encontró un anillo con una piedra preciosa. No bien el anillo estuvo en
manos de Turpín, Carlomagno se apresuró a dar sepultura al cadáver y volcó su amor en la
persona del arzobispo. Para escapar de la embarazosa situación, Turpín arrojó el anillo al
lago de Constanza. Carlomagno se enamoró del lago de Constanza y no quiso ale- jarse
nunca más de sus orillas.
Esta leyenda, “ tomada de un libro sobre la magia ” , se cuenta en una versión aún
más sintética que la mía en un cuaderno de apuntes inédito del escritor romántico francés
Barbey d'Aurevilly. Figura en las notas de la edición de la Pléiade de las obras de Barbey
d'Aurevilly (I, pág. 1315). Desde que la leí, ha seguido representándose en mi mente como
si el encantamiento del anillo continuara actuando a través del cuento.
Tratemos de explicarnos por qué una historia como ésta puede fascinarnos. Hay
una sucesión de acontecimientos, todos fuera de lo corriente, que se encadenan unos con
otros: un viejo que se enamora de una joven, una obsesión necrófila, una tendencia
homosexual, y al final todo se aplaca en una contemplación melancólica: el viejo rey
absorto en la contemplación del lago. “ Charlemagne, la vue attachée sur son lac de
Constance, amoureux de l'abime caché ” , escribe Barbey d'Aurevilly en el pasaje de la
novela a que remite la nota que refiere la leyenda (Une vieille maitresse).
Hay un vínculo verbal que crea esta cadena de acontecimientos: la palabra “amor” o
“ pasión ” , que establece una continuidad entre diversas formas de atracción; y hay un
vínculo narrativo, el anillo mágico, que establece entre los diversos episodios una relación
lógica de causa a efecto. La carrera del deseo hacia un objeto que no existe, una ausencia,
una carencia, simbolizada por el círculo vacío del anillo, está dada más por el ritmo del
relato que por los hechos narrados. Del mismo modo, todo el cuento está recorrido por la
sensación de muerte en la que parece debatirse afanosamente Carlomagno aferrándose a
los lazos de la vida, afán que se aplaca después en la contemplación del lago de
Constanza.
El verdadero protagonista del relato es, pues, el anillo mágico: porque son los
movimientos del anillo los que determinan los movimientos de los personajes, y porque el
anillo es el que establece las relaciones entre ellos. En torno al objeto mágico se forma
como un campo de fuerzas que es el campo narrativo. Podemos decir que el objeto
mágico es un signo reconocible que hace explícito el nexo entre personas o entre

26
acontecimientos: una función narrativa cuya historia podemos seguir en las sagas
nórdicas y en las novelas de caballería y que sigue presentándose en los poemas italianos
del Renacimiento. En el Orlando furioso asistimos a una interminable serie de intercambios
de espadas, escudos, yelmos, caballos, dotados cada uno de propiedades características,
de modo que la intriga podría describirse a través de los cambios de propiedad de cierto
número de objetos dotados de ciertos poderes que determinan las relaciones entre cierto
número de personajes.
En la narrativa realista, el yelmo de Mambrino se convierte en la bacía de un barbero,
pero no pierde importancia ni significado; así como son importantísimos todos los objetos
que Robinson Crusoe salva del naufragio y los que fabrica con sus manos. Diremos que,
desde el momento en que un objeto aparece en una narración, se carga de una fuerza
especial, se convierte en algo como el polo de un campo magnético, un nudo en una red de
relaciones invisibles. El simbolismo de un objeto puede ser más o menos explícito, pero
existe siempre. Podríamos decir que en una narración un objeto es siempre un objeto
mágico.
... ME QUEDO
En una palabra, en las versiones medievales recogidas por Gaston Paris falta la
sucesión en cadena de los acontecimientos, y en las versiones literarias de Petrarca y de
los escritores del Renacimiento falta la rapidez. Por eso sigo prefiriendo la versión contada
por Barbey d'Aurevilly, a pesar de ser esquemática, un poco patched up; su secreto reside
en la economía del relato: los acontecimientos, independientemente de su duración, se
vuelven puntiformes, ligados por segmentos rectilíneos, en un dibujo en zigzag que
corresponde a un movimiento sin pausa.
Con esto no quiero decir que la velocidad sea un valor en sí: el tiempo narrativo
puede ser también retardador, o cíclico, o inmóvil. En todo caso el relato es una operación
sobre la duración, un encantamiento que obra sobre el transcurrir del tiempo,
contrayéndolo o dilatándolo. En Sicilia el que cuenta historias emplea una fórmula: “ lu
cuntu nun metti tempu” [el cuento no lleva tiempo], cuando quiere saltar pasajes o indicar
un intervalo de meses o de años. La técnica de la narración oral en la tradición popular
responde a criterios de funcionalidad: descuida los detalles que no sirven, pero insiste en
las repeticiones, por ejemplo, cuando el cuento consiste en una serie de obstáculos que
hay que superar. El placer infantil de escuchar cuentos reside también en la espera de lo
que se repite: situaciones, frases, fórmulas. Así como en los poemas o en las canciones
las rimas escanden el ritmo, en las narraciones en prosa hay acontecimientos que riman
entre sí. La leyenda de Carlomagno tiene eficacia narrativa porque es una sucesión de
acontecimientos que se responden como rimas en un poema.
Si en una época de mi actividad literaria me atrajeron los folk-tales, los fairy-tales, no
era por fidelidad a una tradición étnica (puesto que mis raíces se encuentran en una Italia
absolutamente moderna y cosmopolita) ni por nostalgia de las lecturas infantiles (en mi
familia un niño debía leer solamente libros instructivos y con algún fundamento científico),
sino por interés estilística y estructural, por la economía, el ritmo, la lógica esencial con
que son narrados. En mi trabajo de transcripción de los cuentos populares italianos a partir
de los registros hechos por los estudiosos del folclore del siglo pasado, sentía un placer

27
particular cuando el texto original era muy lacónico y debía intentar contarlo respetando su
concisión y tratando de extraerle el máximo de eficacia narrativa y de sugestión poética.
Por ejemplo:

Un Rey enfermó. Vinieron los médicos y le dijeron: “ Oíd, Majestad, si queréis


curaros tenéis que tomar una pluma del Ogro. Es un remedio difícil, porque el Ogro,
cristiano que ve, cristiano que se come”.
El Rey lo dijo a todos, pero nadie quería ir. Entonces se lo pidió a uno de sus
subordinados, muy fiel y corajudo, que le dijo: “Allá voy”.
Le indicaron el caminino: “En lo alto de un monte hay siete cuevas: en una de las
siete está el Ogro”.
El hombre salió y en el camino se le hizo de noche. Se detuvo en una posada ...

Nada se dice de la enfermedad del Rey, de cómo es posible que un Ogro tenga
plumas, de cómo son las siete cuevas. Pero todo lo que se nombra tiene en la trama una
función necesaria; la primera característica del folk-tale es la economía expresiva; las
peripecias más extraordinarias se narran teniendo en cuenta solamente lo esencial; hay
siempre una batalla contra el tiempo, contra los obstáculos que impiden o retardan el
cumplimiento de un deseo o el restablecimiento de un bien perdido. El tiempo puede
detenerse del todo, como en el castillo de la Bella Durmiente, pero para eso basta que
Charles Perrault escriba:

... hasta las broquetas en que se asaban cantidad de perdices y faisanes se


durmieron, y el fuego también. Todo eso ocurrió en un instante: las hadas hacen
muy rápido las cosas.

La relatividad del tiempo es el tema de un folk-tale difundido por todas partes: el


viaje al más allá que es vivido por quien lo cumple como si durase pocas horas, mientras
que al regreso el lugar de partida es irreconocible porque han pasado años y años.
Recordaré en passant que en los comienzos de la literatura norteamericana este motivo
dio origen al Rip Van Winkle de Washington Irving, que asumió el significado de un mito de
fundación de la sociedad norteamericana basada en el cambio.
Este motivo puede entenderse también como una alegoría del tiempo narrativo, de
su inconmensurabilidad en relación con el tiempo real. Y el mismo significado se puede
reconocer en la operación inversa, la de la dilatación del tiempo por proliferación interna de
una historia en otra, característica de los cuentos orientales. Sherezada cuenta una
historia en la que se cuenta una historia en la que se cuenta una historia, y así
sucesivamente.
El arte gracias al cual Sherezada salva cada noche su vida reside en saber
encadenar una historia con otra y en saber interrumpirse en el momento justo: dos
operaciones sobre la continuidad y la discontinuidad del tiempo. Es un secreto de ritmo,
una captura del tiempo que podemos reconocer desde los orígenes: en la épica, por efecto
de la métrica del verso; en la narración en prosa, por los efectos que mantienen vivo el

28
deseo de escuchar la continuación.
...
Como en cada una de estas conferencias me he propuesto recomendar al próximo
milenio un valor que me es caro, hoy el valor que quiero recomendar es justamente éste:
en una época en que triunfan otros media velocísimos y de amplísimo alcance, y en que
corremos el riesgo de achatar toda comunicación convirtiéndola en una costra uniforme y
homogénea, la función de la literatura es la de establecer una comunicación entre lo que
es diferente en tanto es diferente, sin atenuar la diferencia sino exaltándola, según la
vocación propia del lenguaje escrito.
El siglo de la motorización ha impuesto la velocidad como un valor mensurable,
cuyos récords marcan la historia del progreso de las máquinas y de los hombres. Pero la
velocidad mental no se puede medir y no permite confrontaciones o competencias, ni
puede disponer los propios resultados en una perspectiva histórica. La velocidad mental
vale por sí misma, por el placer que provoca en quien es sensible a este placer, no por la
utilidad práctica que de ella se pueda obtener. Un razonamiento veloz no es
necesariamente mejor que un razonamiento ponderado, todo lo contrario; pero comunica
algo especial que reside justamente en su rapidez.
Cada uno de los valores que escojo como tema de mis conferencias, lo he dicho al
principio, no pretende excluir el valor contrario: así como en mi elogio de la levedad estaba
implícito mi respeto por el peso, así esta apología de la rapidez no pretende negar los
placeres de la dilación. La literatura ha elaborado varias técnicas para retardar el curso del
tiempo; he recordado ya la iteración; me referiré ahora a la digresión.
En la vida práctica el tiempo es una riqueza de la que somos avaros; en la literatura
es una riqueza de la que se dispone con comodidad y desprendimiento: no se trata de
llegar antes a una meta preestablecida: al contrario, la economía de tiempo es cosa buena
porque cuanto más tiempo economicemos, más tiempo podremos perder. Rapidez de
estilo y de pensamiento quiere decir sobre todo agilidad, movilidad, desenvoltura,
cualidades todas que se avienen con una escritura dispuesta a las divagaciones, a saltar
de un argumento a otro, a perder el hilo cien veces y a encontrarlo al cabo de cien
vericuctos.
El gran invento de Laurence Sterne fue la novela toda hecha de digresiones, ejemplo
que seguirá después Diderot. La divagación o digresión es una estrategia para aplazar la
conclusión, una multiplicación del tiempo en el interior de la obra, una fuga perpetua; ¿fuga
de qué? De la muerte, seguramente, dice en su introducción al Tristram Shandy un escritor
italiano, Carlo Levi, que pocos imaginarían admirador de Sterne, ya que su secreto
consistía justamente en aplicar un espíritu divagante y el sentido de un tiempo ilimitado
aun a la observación de los problemas sociales.
...
Ya desde mi juventud elegí como lema la antigua máxima latina Festina lente,
apresúrate despacio. Tal vez más que las palabras y el concepto, me atrajo la sugestión de
los emblemas. Recordaréis el del gran editor humanista veneciano, Aldo Manuzio, que en
todos los frontispicios simbolizaba el tema Festina lente con un delfín que se desliza
sinuoso alrededor de un ancla. La intensidad y la constancia del trabajo intelectual están

29
representados en ese elegante sello gráfico que Erasmo de Rotterdam comentó en
páginas memorables. Pero delfín y ancla pertenecen a un mundo homogéneo de imágenes
marinas, y yo siempre he preferido los emblemas que reúnen figuras incongruentes y
enigmáticas como charadas. Como la mariposa y el cangrejo que ilustran el Festina lente
en la recopilación hecha por Paolo Giovio de emblemas del siglo XVI, dos formas animales,
las dos extrañas y las dos simétricas, que establecen entre sí una inesperada armonía.
Desde que empecé a escribir he tratado de seguir el recorrido fulmíneo de los
circuitos mentales que capturan y vinculan puntos alejados en el espacio y en el tiempo.
En mi predilección por la aventura y el cuento popular buscaba el equivalente de una
energía interior, de un movimiento de la mente. He apuntado siempre a la imagen y al
movimiento que brota naturalmente de la imagen, sin ignorar que no se puede hablar de un
resultado literario mientras esa corriente de la imaginación no se haya convertido en
palabra. Como para el poeta en verso, para el escritor en prosa el logro está en la felicidad
de la expresión verbal, que en algunos casos podrá realizarse en fulguraciones repentinas,
pero que por lo general quiere decir una paciente búsqueda del mot juste, de la frase en la
que cada palabra es insustituible, del ensamblaje de sonidos y de conceptos más eficaz y
denso de significado. Estoy convencido de que escribir en prosa no debería ser diferente
de escribir poesía; en ambos casos es búsqueda de una expresión necesaria, única, densa,
concisa, memorable.
Es difícil mantener este tipo de tensión en obras muy largas, y por lo demás mi
temperamento me lleva a realizarme mejor en textos breves: mi obra está constituida en
gran parte por short stories. Por ejemplo, el tipo de operación que experimenté en las
“Cosmicómicas” (“Le cosmicomiche”) y “Tiempo cero” (“Ti con zero”), dando evidencia
narrativa a ideas abstractas del espacio y el tiempo, no podría realizarse sino en el breve
arco de la short story. Pero he intentado también composiciones aún más cortas, con un
desarrollo narrativo más reducido, entre el apólogo y el petit-poème-en-prose, en “ Las
ciudades invisibles” (“Le città invisibili”) y recientemente en las descripciones de “Paloma
r”. La longitud y la brevedad del texto son, desde luego, criterios exteriores, pero yo hablo
de una densidad particular, que aunque pueda alcanzarse también en narraciones largas,
encuentra su medida en la página única.
En esta predilección por las formas breves no hago sino seguir la verdadera
vocación de la literatura italiana, pobre en novelistas pero siempre rica en poetas, que
cuando escriben en prosa dan lo mejor de sí mismos en textos en los que el máximo de
invención y de pensamiento está contenido en pocas páginas, como ese libro sin igual en
otras literaturas que son los Diálogos (Operette morali) de Leopardi.
La literatura norteamericana tiene una gloriosa y siempre viva tradición de short
stories; diré incluso que entre las short stories se cuentan sus joyas insuperables. Pero la
bipartición rígida de la clasificación editorial –o short stories o novel-- dejan fuera otras
posibilidades de formas breves, como las que están sin embargo presentes en la obra en
prosa de los grandes poetas norteamericanos, desde los Specimen Days de Walt Whitman
hasta muchas páginas de William Carlos Williams. La demanda del mercado del libro es un
fetiche que no debe inmovilizar la experimentación de formas nuevas. Quisiera romper
aquí una lanza en favor de la riqueza de las formas breves, con lo que ellas presuponen

30
como estilo y como densidad de contenidos. Pienso en el Paul Valéry de Monsieur Teste y
de muchos de sus ensayos, en los pequeños poemas en prosa sobre los onfetos de
Francis Ponge, en las exploraciones de sí mismo y del propio lenguaje de Michel Leiris, en
el humour misterioso y alucinado de Henry Michaux en los brevísimos relatos de Plume.
La última gran invención de un género literario a que hayamos asistido es obra de
un maestro de la escritura breve, Jorge Luis Borges, y fue la invención de sí mismo como
narrador, el huevo de Colón que le permitió superar el bloqueo que le había impedido,
hasta los cuarenta años aproximadamente, pasar de la prosa ensayística a la prosa
narrativa. La idea de Borges consistió en fingir que el libro que quería escribir ya estaba
escrito, escrito por otro, por un hipotético autor desconocido, un autor de otra lengua, de
otra cultura, y en describir, resumir, comentar ese libro hipotético. Forma parte de la
leyenda de Borges la anécdota de que, cuando apareció en la revista Sur, en 1940, el primer
y extraordinario cuento escrito según esta fórmula, “ El acercamiento a Almostásim ” , se
creyó que era realmente un comentario de un libro de autor indio. Así como forma parte de
los lugares obligados de la crítica sobre Borges observar que cada texto suyo duplica o
multiplica el propio espacio a través de otros libros de una biblioteca imaginaria o real,
lecturas clásicas o simplemente inventadas. Lo que más me interesa subrayar es cómo
realiza Borges sus aperturas hacia el infinito sin la más mínima congestión, con el fraseo
más cristalino, sobrio y airoso; cómo el narrar sintéticamente y en escorzo lleva a un
lenguaje de absoluta precisión y concreción, cuya inventiva se manifiesta en la variedad de
los ritmos, del movimiento sintáctico, de los adjetivos siempre inesperados y
sorprendentes.
Nace con Borges una literatura elevada al cuadrado y al mismo tiempo una literatura
como extracción de la raíz cuadrada de sí misma; una “literatura potencial”, para usar un
término que se aplicará más tarde en Francia, pero cuyos preanuncios se pueden
encontrar en Ficciones, en ideas y fórmulas de las que hubieran podido ser las obras de un
hipotético autor llamado Herbert Quain.
La concisión es sólo un aspecto del tema que quería tratar, y me limitaré a deciros
que sueño con inmensas cosmogonías, sagas y epopeyas encerradas en las dimensiones
de un epigrama. En los tiempos cada vez más congestionados que nos aguardan, la
necesidad de literatura deberá apuntar a la máxima concentración de la poesía y del
pensamiento.
Borges y Bioy Casares recopilaron una antología de Cuentos breves y
extraordinarios. Yo quisiera preparar una colección de cuentos de una sola frase, o de una
sola línea, si fuera posible. Pero hasta ahora no encontré ninguno que supere el del escritor
guatemalteco Augusto Monterroso: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”.
...
Desde que leí esta explicación de la contraposición y la complementariedad entre
Mercurio y Vulcano, empecé a entender algo que hasta entonces sólo había intuido
confusamente: algo acerca de mí mismo, de cómo soy y cómo quisiera ser, de cómo
escribo y cómo podría escribir. La concentración y la craftmanship de Vulcano son las
condiciones necesarias para escribir las aventuras y las metamorfosis de Mercurio. La
movilidad y la rapidez de Mercurio son las condiciones necesarias para que los esfuerzos

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interminables de Vulcano sean portadores de significado, y de la informe ganga rnineral
cobren forma los atributos de los dioses, cetros o tridentes, lanzas o diademas. El trabajo
del escritor debe tener en cuenta tiempos diferentes: el tiempo de Mercurio y el tiempo de
Vulcano, un mensaje de inmediatez obtenido a fuerza de ajustes pacientes y meticulosos;
una intuición instantánea que, apenas forrnulada, asume la definitividad de lo que no podía
ser de otra manera; pero también el tiempo que corre sin otra intención que la de dejar que
los sentimientos y los pensamientos se sedimenten, maduren, se aparten de toda
impaciencia y de toda contingencia efímera.
Empecé esta conferencia contando un cuento; permitidme que la termine con otro.
Es un cuento chino.
Entre sus muchas virtudes, Chuang Tzu tenía la de ser diestro en el dibujo. El rey le
pidió que dibujara un cangrejo. Chuang Tzu respondió que necesitaba cinco años y una
casa con doce servidores. Pasaron cinco años y el dibujo aún no estaba empezado.
“Necesito otros cinco aiíos”, dijo Chuang Tzu. El rey se los concedió. Transcurridos los diez
años, Chuang Tzu tomó el pincel y en un instante, con un solo gesto, dibujó un cangrejo, el
cangrejo más perfecto que jamás se hubiera visto.

Italo Calvino: Fragmentos de “ Rapidez ” , Seis propuestas para el próximo milenio,


Ediciones Siruela, Madrid, 1989, pp. 45 – 67.

32
GRAZIELLA POGOLOTTI1

MARCEL PROUST

Cuando Heras me habló de este taller, me dijo que el interés fundamental estaba en poner
el acento en las técnicas. Ustedes deben tener ya un texto de Ricardo Repilado en el cual él
apunta algunos aspectos técnicos en cuanto a la construcción de En busca del tiempo
perdido. Ese es un material interesante con el cual yo tengo coincidencias y también
algunos desacuerdos. Quizás porque yo pienso que los procedimientos literarios
responden a las necesidades expresivas de cada escritor, y que además tienen su historia
como la tiene la propia literatura.

La novela tiene una historia quizás relativamente breve y, sobre todo, tiene como
antecedente el hecho de que durante mucho tiempo fue considerada un género marginal,
un género destinado al entretenimiento, y que por lo tanto no tenía necesariamente que
responder a un cuerpo canónico como ya lo tenía --y lo había ido constituyendo a través
del tiempo-- la poesía, que se suponía era el género literario mayor, el género literario
fundamental. La novela transcurría como alguien que cuenta una historia, con cierta
habilidad, y va desgranando en esa historia una sucesión de episodios. Así ocurrió con El
Quijote, así ocurrió con Rabelais, así siguió ocurriendo con la picaresca y con todas las
expresiones narrativas que derivaron de la picaresca española, y todavía en el siglo XVIII la
novela era un poco el equivalente de lo que son las telenovelas en nuestros días: el
espacio para el entretenimiento más o menos sensiblero, como ocurría en Inglaterra con
esa gran cantidad de novelas que correspondieron a la etapa que se llamaba del Sex and
Sensibility.
Ya en el siglo XIX la novela va adquiriendo una fuerza mayor, lo que no implica que
necesariamente adquiera un prestigio académico. La novela se desborda hacia una
inmensa cantidad de lectores a partir de su distribución a través de los periódicos, en lo
que entonces se llamó el folletín. El folletín también imponía una manera de escribir. Y si
nosotros analizamos algunos de los importantes narradores del siglo XIX, podemos
advertir fácilmente cómo los capítulos se van estructurando como unidades relativamente
autónomas, que deben tener al final un cierre que invite al lector a proseguir la historia en
la próxima entrega.
De modo que, en este caso, los escritores se encontraban con la necesidad de
emplear determinados procedimientos que no respondían necesariamente a una finalidad
estética o artística, o siquiera expresiva, en cuanto al sentido de su obra, sino a las
imposiciones de lo que ya entonces era un mercado literario que funcionaba a través de
las editoriales, pero sobre todo, en primera instancia, a través de esta práctica periodística.
Ese novelista, y ahí es donde quiero llegar, aparecía naturalmente sin que nadie lo pusiera
en duda, como un dios omnisciente. Un dios omnisciente, que tenía que mostrar algo a un
lector; porque, efectivamente, cuando Balzac escribe Papá Goriot o cualquiera de sus

1
Charla efectuada en el Taller de formación literaria Onelio Jorge Cardoso, el día 28 de noviembre de 1988.
33
clásicas novelas, su perspectiva es del que lo sabe todo de antemano y ni siquiera se
plantea como posibilidad la de dejar a los personajes en libertad a través del curso mismo
del proceso de creación literaria. Desde que se inicia Papa Goriot están expuestas todas
las razones de condicionamiento ambiental, sicológico, etc., que conducirán al célebre
desafío final de Eugenio de Rastignac, y también, desde luego, a la destrucción de Papá
Goriot. Estas premisas están dadas desde el principio. El autor lo sabe y para él de lo que
se trata es de ir desarrollando una historia que ya tiene de algún modo un final prefigurado.
Quiere decir, por lo tanto, que la llamada omnisciencia del escritor era como un
hecho natural, como un hecho que estaba implícito en la manera de novelar. Y establecía
con el lector y aun diría con el oyente --si pensamos en las más antiguas raíces del canto
épico-- una relación de subordinación en la cual el escritor, el narrador, era el que
dominaba la situación. Esto se mantiene así a lo largo del siglo XIX y empieza a tener
algunos matices de cambio en este viraje entre el siglo XIX y el siglo XX en el cual está
escribiendo Marcel Proust.
En este caso hay que establecer los matices que relacionan, en primer lugar, el uso
de la primera persona, el uso del yo, del narrador, con un inmenso material narrativo que
constituye un ciclo cerrado sobre sí mismo. Todos sabemos que En busca del tiempo
perdido empieza con la rememoración infantil del personaje y procede, a partir de ahí, a
través de un recorrido prácticamente lineal, hasta el momento en que con el tiempo
recobrado, es decir, con los últimos volúmenes de la novela, el escritor, el narrador,
descubre el sentido de su vida y, por lo tanto, cierra el ciclo y decide ponerse a escribir. Es
decir, estamos en el caso de una estructura cerrada a la manera de la serpiente que se
muerde la cola. Ya esto implicaba, en términos de la arquitectura general de la novela, un
cambio respecto a cómo se habían ido construyendo las novelas hasta esa fecha. El yo
había permanecido al margen, salvo en el caso en que las novelas tuvieran un carácter
supuestamente confesional, que es otra línea que se desarrolla en el siglo XIX,
particularmente por la influencia del romanticismo; es decir, que el mundo ficcional
aparece como una confesión personal. Pero en el caso de Proust, no estamos ni ante una
novela confesional ni ante una novela que presentaba, o aspiraba a presentar, una imagen
del mundo objetivo a la manera de un enorme mural construido por aquel que se las sabe
todas.
En Proust se da un viraje fundamental, que es el viraje hacia la subjetividad. La
subjetividad no entendida a modo de confesión, como podía ocurrir en novelas
estructuradas como diarios o como cartas cruzadas, no como una confesión íntima, sino
como una novela que reestructura el mundo desde una mirada subjetiva, una mirada
personal, desde lo que pudiera llamarse ciertamente el microcosmos. Y precisamente
quizás una de las grandes hazañas de Proust sea haber podido construir una inmensa
catedral --porque algo de esto tiene En busca del tiempo perdido-- sobre lo que nosotros
pudiéramos considerar un pequeñísimo mosaico.
Todo se arma a partir de ahí; todo se arma a partir de esa especie de ojo de la
cerradura individual, subjetivo, que se inicia con esta rememoración de la infancia de un
narrador que aparentemente no sabe hacia dónde va. Y pienso que ésa es una de las
diferencias esenciales que introduce el modo de escribir de Proust en relación con los

34
narradores que le precedieron, y que consiste en utilizar el yo, el yo narrativo para
modificar la relación entre el narrador y el lector. Porque, efectivamente, al utilizar esa
primera persona con la cual se abre la novela y que se va a mantener durante toda ella,
salvo el brevísimo paréntesis de Un amor de Swann, el narrador conduce al lector a través
de lo que constituye una inmensa exploración, una aventura en la que habrá de acompañar
al narrador y ser llamado, además, a vencer las enormes dificultades que este escritor le
pone.
Como se conoce, cuando la obra de Proust empezó a tratar de encontrar un editor
posible, cayó en el vacío, puesto que los lectores de editoriales tropezaban desde la
primera línea con el fárrago de una prosa apretada, de períodos interminables, en los
cuales se hablaba, como dijo en aquella época un célebre escritor contemporáneo de
Proust, de las dificultades de alguien a la hora de quedarse dormido. Y era como si no
transcurriera nada, no aparecían personajes ni ambientes descritos como en las novelas
tradicionales, y no parecía tampoco arrancar una historia, una aventura, a la manera
tradicional. Porque, efectivamente, esta aventura no era la del mundo externo, objetivizado,
sino era la del redescubrimiento del mundo a través del yo y a través, sobre todo, de un
conjunto de preguntas que constituyen los motivos fundamentales de la novela, que la
recorren toda. Porque si, efectivamente, el argumento de la novela --dicho de una manera
muy simple-- podría ser el descubrimiento de la verdad del mundo que se esconde detrás
de la visión ilusoria que pudo tener un niño en su infancia; si la novela es, en tanto que
argumento, ese derrumbe de las ilusiones; si en esa novela suceden realmente muy pocas
cosas, tal y como uno pudiera entender que sucedieran, en términos tradicionales; si es
una novela prácticamente sin aventura; es una novela que se sustenta, en cambio, en el
planteamiento de algunas preguntas fundamentales en relación con el ser humano.
Y estas preguntas surgen ya de manera muy apretada, muy apretada, en estas
páginas iniciales de En busca del tiempo perdido, que a tantos les parecieron en el primer
momento tan farragosas, tan insoportables, tan prácticamente ilegibles. ¿Qué es lo que
sucede en los primeros renglones, en ese imán inicial de la novela, de El tiempo perdido?
Hay alguien, un narrador, que habla en primera persona, como si fuera para sí. Y que está
en una situación intermedia, en una hora, en un momento crepuscular entre las luces y las
sombras, pero que de alguna manera podría ser también un momento intermedio entre la
vida y la muerte. La vigilia y el sueño se parangonan efectivamente a la vida y a la muerte.
Y en ese estado confuso en el cual los perfiles no son nítidos, no son claros, va
reconociendo aquello que le rodea pero que no puede captar en su integralidad, que va
reconociendo como fragmentos yuxtapuestos, fragmentos carentes de sentido. Así es el
entorno de esa habitación en la cual se encuentra mientras trata de vencer el insomnio, y
así, apenas insinuado, apenas con alusiones, van entrando en esas páginas iniciales
algunos de los motivos que habrán de recorrer toda la novela. La composición está
concebida, de esta manera, como si fuera una sinfonía. A la estructura racional o
racionalista de la novela decimonónica la sustituye una estructura que tiene su punto de
comparación con la composición musical. De la misma manera que sucede en una
sinfonía, en la cual se presentan inicialmente sus temas, y esos temas aparecen apenas
apuntados, y son temas que después van a crecer, se van a amplificar, se van a convertir

35
en el verdadero hilo conductor en los movimientos sucesivos, al cual se le van a aplicar
todas las variaciones esperadas desde luego por el saber musical, también en la obra de
Proust, en lo que pudiéramos considerar sus primeras 50 ó 60 páginas, se produce esta
suerte de obertura, de introducción musical, en la cual apenas insinuada, de tal modo que
el lector llegará a entender cuál es el sentido de eso que allí se le sugiere cuando haya
terminado el libro y cuando él también como lector siga el mismo camino que el narrador y
vuelva al punto de partida. Esos motivos apenas insinuados colocados uno al lado del otro
son los que después se van ampliando y se convertirán cada uno de ellos en centro de los
tomos sucesivos de En busca del tiempo perdido. Y algunos de ellos, desde luego, serán
tal y como ocurre también en una composición musical, los temas fundamentales
recurrentes.
Todo el mundo lo ha dicho, y es un lugar común, que tal y como lo sugiere el propio
título de la novela, estamos ante una confrontación. Pero cuando se habla de una
confrontación entre el tiempo y la memoria, se está hablando también de una
confrontación entre la vida y la muerte, puesto que el tiempo es lo que destruye, el tiempo
es lo que corroe, y la memoria es lo que preserva, es lo que salva. El tiempo, por lo tanto,
en su sentido destructor conduce a la muerte, como también el sueño es un estado similar
a la muerte. Y por esa razón precisamente, ese estado de vigilia, ese estado de insomnio,
ese estado intermedio, entre el momento de acostarse y el momento de quedarse
dormido, esta especie de bruma, es algo que también se asimila, tiene su equivalencia con
esta relación entre la vida y la muerte, entre el tiempo y la memoria; también de algún
modo morimos cuando dormimos. De algún modo también el tiempo se traga ese
momento en el cual estamos durmiendo. Independientemente de que estemos padeciendo
insomnio, la utilización de este recurso tiene aquí un sentido, es una clave para el
entendimiento del conjunto de la obra. Quiere decir que el yo empleado por Proust es una
llave para la subjetividad, pero es también una manera de acompañar al lector a través de
una exploración que coloca el mundo exterior en el plano de la conciencia. El mundo
exterior no está ahí, delante de nosotros, sino que está pasado por este proceso de
conciencia individual, es decir, se ha subjetivizado.
Estos grandes motivos proustianos que aparecen en estas páginas iniciales,
incluyen también el sentido dramático del amor. Y bien dado en este caso, básicamente a
través de la relación entre el narrador y su madre. La angustia del narrador que está
rememorando su infancia; en el momento que espera el beso materno anuncia ya,
prefigura ya, los ciclos característicos de amor, celo, angustia, que caracterizan la pasión
amorosa en todos los episodios que van a ir apareciendo posteriormente. Esta angustia
posesiva que hace que el niño le presente una trampa a su madre para obligarla, la noche
en que por causa de una visita, de la visita de Swann, no ha podido venir a darle el último
beso, obligarla tardíamente a que lo haga. Pero allí aparecen enganchados todavía muy
sutilmente otros motivos. Motivos que permanecerán en el sustento de esta novela, y que
tienen que ver con una relación sí real del narrador, del autor, del escritor, con su madre, y
que aquí se revela en el hecho de que esa noche dramática en que el niño obliga a su
madre a que se quede con él después de no haberle dado el beso esperado, también en
esa noche, la madre descubre, acepta, reconoce que su hijo es diferente, que su hijo es,

36
como se dice en la novela, un enfermo. Es decir, todo el gran conflicto de la sexualidad
proustiana aparece brevemente anunciado como una diferencia, como una enfermedad, en
esas páginas iniciales de la novela.
Pero los motivos proustianos no son solamente el tiempo y la memoria; los motivos
proustianos son también la relación del hombre con el universo social en el cual está
inserto. En primer lugar, los prejuicios sociales, los prejuicios que separan en capas
totalmente aisladas a los distintos grupos sociales, el arribismo social, la posibilidad o no
de franquear determinados límites, y esto también aparece en estas páginas iniciales a
través de las brevísimas alusiones a las visitas que Swann hacía a la casa de Combray, en
la cual surge, nace la novela.
También, desde luego, en esta presentación se pone de manifiesto la manera
particular que tenía Proust de presentar a los personajes, de construir los personajes. Si
partimos nuevamente de la comparación con lo que era tradición en el siglo XIX, lo usual
era, efectivamente, que el lector entrara en contacto con los personajes a través de una
descripción física pormenorizada de ellos, una descripción física que incluía el vestuario, el
ambiente que los rodeaba, los rasgos propiamente de la figura y que incluía también lo que
se acostumbraba llamar un retrato moral; es decir, un retrato físico y un retrato moral. Esto
se hacía de tal modo que los personajes aparecían como totalmente iluminados bajo la luz
de un reflector que no dejaba zonas de sombra. En la novela de Proust, muy rara vez habrá
de encontrarse una descripción física del personaje, una descripción física integral del
personaje. De Swann se sabe que era pelirrojo, de otros personajes no se conocen siquiera
los rasgos físicos. Los rasgos físicos pueden ser reconstruidos por la imaginación del
lector. Pero Proust procede progresivamente, no de una sola vez, a ir construyendo los
personajes a través de detalles significativos, y detalles que muchas veces revelan a un
tiempo el rasgo físico y el rasgo moral. En este sentido hay en Proust un proceso de
transformación de los procedimientos literarios que toma su punto de partida,
paradójicamente, en Balzac. Balzac parece ser un novelista colocado en las antípodas de
Proust, precisamente es el narrador omnisciente, el narrador de la descripción exhaustiva,
de la descripción a plena luz del personaje, el narrador que se las sabe todas del primer
momento, y sin embargo, hay un elemento que Proust va a tomar y a elaborar a partir de
Balzac, y es el de la relación entre el retrato físico y el retrato moral. Si Balzac era
exhaustivo en la descripción física y también en el vestuario de los personajes, lo hacía
porque consideraba que de algún modo esta apariencia física revelaba los rasgos
característicos del mundo interior de los personajes, de su retrato moral. Y alguna vez,
excepcionalmente, Balzac hizo una operación de síntesis en la cual el aspecto físico, el
aspecto moral y el gesto se integraban en una sola imagen. Así ocurre con una secuencia
de Balzac que para Proust fue muy importante en su formación de escritor, que es la
secuencia, las páginas en las cuales, en Las ilusiones perdidas, se produce el encuentro
entre Vautrin, que está disfrazado de cura, y Lucien de Rubempré. En esas brevísimas
páginas de Balzac, Vautrin era como la encarnación del mal para Balzac, él ve al pasar por
un camino al joven Lucien desesperado y saliendo de su coche se precipita sobre ese
joven frágil y delicado, como un ave de presa. En esta imagen, en la cual se sintetiza el
aspecto físico de ambos personajes, el gesto, el movimiento, la manera en la cual Vautrin

37
se precipita sobre su víctima, así exactamente, como un ave de presa, Balzac está también
ofreciendo indirectamente un retrato moral; y esto que Balzac hace de pasada, Proust lo va
a elaborar mucho más y lo va a elaborar a plena conciencia; es decir, con la conciencia de
que se trata de un procedimiento literario destinado a cumplir un determinado papel en la
composición de su obra. Y es precisamente por eso que a la hora de componer los
personajes, Proust no describe exhaustivamente ni hace tampoco un análisis concluyente
de la catadura moral de cada uno.
La catadura moral es lo que le interesa a Proust: desenmascarar este trasfondo que
está detrás de las apariencias. Pero esta catadura moral se descubre a través de los
gestos, de las miradas, a través de las máscaras que se construyen los personajes, esas
máscaras que tal y como aparecerán más allá en la novela, son máscaras que esconden el
egoísmo, que esconden el arribismo social, que esconden los pequeños y grandes
defectos de la naturaleza humana. Y en este sentido Proust construye una infinita galería
de personajes que se van caracterizando a través de su comportamiento, pero cuya clave
verdaderamente innovadora es que también son personajes que se van desenmascarando
en la medida en que transcurre la novela. Así sucede con el caso muy bien conocido de
uno de los personajes paradigmáticos de Marcel Proust, del barón de Charlus. Que
empieza apareciendo en el primer tomo Por el camino de Swann, apenas como un
personaje entrevisto, apenas un personaje anunciado en unas brevísimas palabras de las
páginas iniciales de la novela, a través de un comentario de alguien, de cómo el supuesto
amante de Madame Swann, que aparece luego entrevisto en el jardín de los Swann, entre
la hermosísima naturaleza de ese jardín, como una estampa de época, y Charlus parece
ser la encarnación de la virilidad. Y esa imagen viril de Charlus, a lo largo de toda la novela
se va subrayando hasta la caricatura, al mismo tiempo que se empiezan a descubrir
rasgos que van revelando la verdadera naturaleza de Charlus, y éste termina
absolutamente desnudado en una de las escenas más duras, más dramáticas de En busca
del tiempo perdido, en una relación homosexual sadomasoquista.
Por lo tanto, otro de los grandes motivos proustianos es el que nosotros
pudiéramos llamar el de la relación entre el hombre y su máscara, y a partir de ahí, ¿cuál
es la verdadera realidad del hombre?, ¿hasta qué punto se puede llegar a conocer al
hombre? ¿Hasta qué punto, por lo tanto, también, los personajes llegan a conocerse del
todo? Y sin duda, en la obra de Proust hay personajes que se desenmascaran y personajes
muy importantes y que, sin embargo, quedan en una envoltura de desconocimiento. Swann
es uno de ellos. Swann es el personaje recurrente en la obra de Proust, es el personaje que
le da nombre a la primera parte de su novela, ese personaje que después es el eje en ese
paréntesis singular que constituye Un amor de Swann. Swann permanece en el fondo
como un desconocido. De él algún rasgo físico, de él su afición por las artes, de él la
historia de su amor por Odette, de él también su habilidad de moverse por el gran mundo,
su habilidad por trascender, salir de su clase social y entrar en el mundo de la aristocracia,
a pesar de ser un burgués y además a pesar de ser un hebreo. Este Swann que, sin duda,
tiene muchos puntos de contacto con el propio Proust, no solamente por estos rasgos
biográficos de su condición de burgués medio hebreo y, sin embargo, es capaz de
frecuentar los grandes salones de la aristocracia, sino que tiene sus puntos de contacto

38
también por ese vínculo con el arte, no solamente con la literatura sino también con las
artes plásticas y la música. Tiene ese vínculo en la medida en que a través de Swann el
narrador nos ofrece el primer retrato absolutamente anatómico de la relación entre la
pasión y los celos, la primera radiografía de lo que pudiera llamarse la historia del amor,
que empieza por el juego, sigue por una pasión que los celos alimentan, que los celos
hacen crecer hasta que un buen día esa pasión cesa y permanece la indiferencia. Esa
radiografía, en síntesis, de la pasión amorosa que también es un motivo que se va a
desarrollar sucesivamente a través de toda la novela, es algo que el escritor Proust ofrece
por primera vez a través del personaje de Swann en esa suerte de noveleta integrada a la
gran construcción catedralicia que constituye Un amor de Swann. El personaje, por lo
tanto, se define por sus tics, se define por sus manías, se define también por las diferentes
miradas que los otros personajes provocan sobre él. Y esto de la pluralidad de miradas
que iluminan un personaje, que van dando, por lo tanto, de ese personaje una visión
poliédrica, una visión muchas veces contradictoria, tiene que ver también con una manera
muy particular de construir esta narración en lo referente al diálogo.
En esta novela en la cual --como digo-- los distintos puntos de vista son tan
importantes, en que la realidad no se dice nunca de una sola vez, la verdad no se descubre
de una sola vez, hay ausencia casi completa del uso del diálogo. Todas las partes
dialógicas de la novela están referidas a través de ese discurso indirecto del narrador que
reafirma la subjetividad predominante en la posición de toda esta estructura narrativa.
Esto no impide, sin embargo, que se conserve como un elemento de la caracterización de
los personajes la manera particular de hablar de cada cual. También aquí los tics, las
manías de expresión, son uno de los elementos fundamentales de la caracterización de los
personajes. En este sentido, puede decirse que el narrador, el escritor, utiliza
procedimientos que tienen que ver con el teatro, en la medida que en la representación
escénica, un personaje se va definiendo por su apariencia física, pero sobre todo por su
gestualidad y por su manera de hablar. Así se constituye un inmenso conjunto de
personajes que están caracterizados sicológicamente de esta manera peculiar, que son
perfectamente diferenciados el uno del otro, y que al mismo tiempo están caracterizados
socialmente.
El punto de partida, el mosaico sobre el cual se construye la inmensa catedral
proustiana, es ese lugar mítico que se llama Combray. Las grandes novelas han dejado
muchos lugares míticos, y eso ha ocurrido sobre todo también después de Proust.
Combray es el lugar de la infancia, es el país de la infancia, donde todo surge, donde todo
nace, pero además es el país a la vez del tiempo perdido y del tiempo recobrado. Es el país
donde se sitúa esa zona fronteriza entre el sueño y la vigilia, entre la vida y la muerte, es el
país donde se empieza difícilmente a reconocer el mundo exterior. Ese mundo exterior en
Combray --lugar que es el origen de todo--, se va descubriendo primero a través de la vía
sensorial. Para Proust, el descubrimiento del mundo no se produce precisamente por la vía
de la racionalidad o de la razón, sino a través de los distintos sentidos. Y en este aspecto,
como en muchos otros, Proust recibió en algún modo la influencia espiritual, no ya de la
narrativa que le precedió, ---desde luego tiene huellas de Balzac y de Dickens-- sino
también de la poesía de su tiempo, de la poesía de su juventud. De la poesía de los

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simbolistas, que surgieron como herederos de Baudelaire. Este acercamiento sensorial al
mundo tiene mucho que ver con un célebre poema de Baudelaire que se titula
“Correspondencia”, donde un mundo hecho de apariencias oculta la verdad que debe ser
descubierta mediante el vínculo entre los sentidos. Entre estos distintos estímulos
sensoriales hay una relación de correspondencia que se expresa a través de los colores,
los olores, el perfume, los sonidos, etc. Proust introduce esta idea como procedimiento
literario en su obra. Y por eso rara vez se encontrará en ella una síntesis
descriptivo-racionalista sino siempre el descubrimiento concreto de la realidad a través de
los sentidos. Los sentidos son una vía, pero insuficiente, porque ofrece una respuesta
fragmentaria y de lo que se trata es precisamente de recuperar el mundo, la verdad, la
realidad en su integralidad. Como si el tiempo no la hubiera cancelado, de una manera
absolutamente prístina, como si se volviera a estar plenamente en aquel momento
pasado. Y se volviera a estar además con plena lucidez, puesto que ya cuando se evoca el
pasado no es la historia misma del narrador, sino es la historia del narrador que recuerda,
por lo tanto es la historia del narrador que sabe más. ¿De qué manera se puede recuperar
este tiempo perdido? Este tiempo perdido se puede recuperar únicamente por el azar, por
el accidente que provoca esa memoria afectiva. Y lo que pudiera considerarse el prólogo
de En busca del tiempo perdido, esas páginas en que primero aparece contado Combray
de una manera difusa para después entrar ya en la novela misma, esto que yo he llamado
como la obertura de una sinfonía, cierra precisamente con el primer accidente de memoria
afectiva, con el accidente que va a permitir la recuperación de Combray, y que es el
célebre episodio de la magdalena de Proust. Es decir, el día en que mucho más tarde está
tomando una taza de té y siente en la boca el pastelillo que se le deshace, y esta impresión
física, esta impresión sensorial, de repente rompe un dique, levanta un telón y le devuelve
todo el mundo de Combray en su integralidad.
La novela de Proust está, como yo decía al principio, organizada de una manera
lineal, es decir, hacia un recorrido desde la infancia del narrador hasta su edad más adulta,
hasta el momento en que ya es un hombre viejo y allí, en el tiempo recobrado, se va a
reiniciar la historia desde el principio. Sin embargo, la primera parte de esta novela, Por el
camino de Swann, está compuesta de una manera peculiar, empieza con esta introducción
sinfónica que yo les decía, se abre después al redescubrimiento de Combray, a partir del
episodio de la magdalena; aquí empieza implícitamente, sin que esté definido de esa
manera, una segunda parte; se interrumpe luego para introducir esta noveleta que se
conoce con el nombre de Un amor de Swann y que constituye también una síntesis de
muchos de los elementos que integrarán el gran conjunto, para después regresar a los
tiempos de la infancia del narrador. Se trata, desde luego, de una estructura muy peculiar y
de una estructura que implica desde luego una ruptura con el tiempo cronológico que
establece la novela. Un amor de Swann se sitúa cronológicamente en un momento anterior
al nacimiento del narrador, y por lo tanto ya no es una historia que se refiere en primera
persona, sino que es una historia que en muchos sentidos acepta las convenciones
narrativas tradicionales. ¿Con qué fin está colocado esto? Hay algunos cuadros en los
cuales se representa una escena y dentro de esa escena, entre todos los elementos que
configuran el mobiliario de un interior, aparece un espejo, un espejo que refleja en sí

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mismo esa misma escena pintada, esa misma habitación que ha sido pintada por el
artista. Un amor de Swann tiene ese mismo propósito, es como un pequeño espejo
colocado en los inicios de esta gran catedral, que le da al lector una síntesis de estos
temas proustianos fundamentales, básicamente del tema del amor y los celos, también del
tema del tiempo, y que además constituye esta breve novela un despliegue de los recursos
de caracterización del escritor. Una noveleta en la cual, más que en ningún otro caso, los
personajes aparecen como apresados por las convenciones sociales. Y hay que decir que
éste también es un motivo persistente en toda la obra de Proust. Las convenciones
sociales son fabricadas por los hombres, son las que producen la imagen externa de una
determinada jerarquía social, en mundos muy divididos, pero al mismo tiempo estas
convenciones sociales son las prisiones del hombre en las cuales no hay absolutamente
ningún sitio para la espontaneidad. Todo está regulado en este mundo de salones como si
se tratara con la misma precisión que si fuera una representación escénica. Y esto
también es un motivo que va a conducir al escritor a otra de sus obsesiones, la obsesión
en cuanto al sentido de la vida.
Todo lo que le va dando sentido a la vida en la construcción de esta novela va
siendo cancelado sistemáticamente. Del amor, de la gran pasión, no queda nada más allá
del instante; lo que queda es el dolor, el sufrimiento. De la vida queda muy poco puesto
que la vida se destruye con el tiempo. De las aspiraciones sociales de los hombres, de las
aspiraciones a figurar o participar en un determinado mundo social, como fue el caso del
propio Proust, es decir, aquí hay un elemento autobiográfico, como ocurre con Swann y
como ocurre con el narrador, tampoco queda nada, porque este mundo en la medida en
que se conoce va siendo cada vez más una máscara, cada vez más una escenografía,
detrás de la que no queda nada, donde las relaciones entre los hombres, en la mayor parte
de los casos, no son auténticas. Entonces, en este mundo en el que todo se cancela, en el
que todo tiene un sentido trágico, ¿qué es lo que verdaderamente sobrevive?, ¿qué es lo
que le da el sentido a la vida? Lo que le da el sentido a la vida es el arte. Toda la historia
dramática del narrador se salva porque se decide a escribir esa historia. Porque esa
historia es la fuente, el germen de una obra literaria que como tal habrá de trascender. Y lo
mismo ocurre con la sonata de Venteuil, la pieza musical escrita por un pobre hombre que
vivía en Combray, que vivía también en un mundo trágico, en un mundo terrible, y que de
ese mundo terrible sacó una sonata que acompañó y le dio sentido a los amores de Odette
y de Swann.
El arte nace de una situación trágica, y de algún modo la sublima, la transforma y le
da el sentido a la vida. Por lo tanto la trascendencia a la que aspira el narrador, esa
búsqueda se puede encontrar solamente en el arte, no hay otra vía de trascendencia
humana. Y en esta búsqueda de la trascendencia está también implícita una búsqueda de
la verdad, y está también implícita la búsqueda de la integralidad de un mundo que se
reconoce primero en sus fragmentos a través de esta aventura de la subjetividad, a través
de esta aventura de la creación, se sostiene por fin una visión del todo, en el cual estos
elementos se conjugan, se integran y adquieren un sentido. La creación artística es por lo
tanto en este sentido una aventura del conocimiento, que parte del yo en el caso de Proust
y que utiliza básicamente estas vías, estos mecanismos sensoriales. Y para conocer y

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descubrir el mundo para trascenderlo, hay que construir una arquitectura tan compleja
como la de esta gigantesca, inmensa novela que es En busca del tiempo perdido. Una
novela en la cual Proust inventó los procedimientos literarios que venían bien, que le
hacían falta para ofrecer su visión del mundo, su visión de las cosas, para escapar él
también y de algún modo trascender su propio destino. Y es una aventura y el arte tiene
sentido por esta razón, no solamente del creador, sino es una aventura también del lector,
del partícipe en este proceso, porque sin que P se lo propusiera en términos explícitos, P le
impuso, le exigió al lector un proceso de participación creativa, en la medida en que ese
lector también tiene que ir venciendo las dificultades de la prosa, las dificultades de la
exploración, las dificultades en la progresión del descubrimiento del mundo y de los
personajes, y por esta razón el arte tiene un valor trascendente no solamente para el
escritor, sino también para el lector, y cobra un sentido para uno y para los otros.

Para desentrañar los procedimientos literarios de Proust es necesario desmontar la


esctructura de una gran catedral, analizar con lupa las voces y los gestos de sus
personajes, lo que requeriría un tiempo mucho más prolongado. En el tránsito entre dos
siglos, Proust asimiló las lecciones de la novela del XIX y sentó las bases de los grandes
relatos de este siglo.

42
SHERWOOD ANDERSON

LOS CUENTOS DE WINESBURG, OHIO

LENGUAJE Y FORMA
[...] Mi propio vocabulario era reducido. No sabía latín, ni griego ni francés. Cuando quería
llegar a algo como matices delicados de significado en mi escritura tenía que hacerlo con
mi muy limitado vocabulario propio.
Ni siquiera mis lecturas habían mejorado mi vocabulario. Ah, cuántas palabras
conocía en los libros que no podría pronunciar.
¿Pero debería utilizar en mi escritura palabras que no eran parte de lo que yo decía
todos los días, de mi propio pensamiento cotidiano?
Yo creía que no.
"No”, me había estado diciendo a mí mismo durante mucho tiempo, "tú te tendrás
que quedar donde te has puesto ” . Había el lenguaje de las calles, de los pueblos y las
ciudades norteamericanas, el lenguaje de las fábricas y los almacenes donde yo había
trabajado, de las casas de los obreros, los bares, las granjas.
“Es mi propio lenguaje, así de limitado. Tendré que aprender a trabajar con él. Había
una especie de poesía que estaba buscando en mi prosa, cada palabra junto a la otra en
una cierta forma, una especie de color de las la otra en una cierta forma, una especie de
color de las palabras, una marcha de palabras y oraciones, el color surgiendo de palabras
simples, una simple construcción de oraciones." Exactamente cuánto de todo lo que he
escrito aquí lo había pensado, no lo sé. Lo que sí sé es que estaba consciente de las
limitaciones que tenía que enfrentar; mi sensación de que la escritura, el acto de contar
historias se había alejado de la manera como los hombres de aquel tiempo estábamos
viviendo nuestras vidas. (Memorias.)
Los cuentos tenían que estar juntos. Yo sentía que, tomados en conjunto, formaban
algo así como una novela, una historia completa. Yo consideraba entonces, como lo
considero ahora, que mis primeras historias, las de mis novelas Windy McPherson, y al
menos durante la escritura, las de Marching Men, habían sido el resultado no tanto de mi
propio sentimiento acerca de la vida sino de haber leído las novelas de otros. Había sido
demasiado de H.G. Wells, esa clase de cosas. Estaba siendo demasiado heroico. Me bajé
de mi percha. A veces hasta he pensado que la novela como forma literaria no es
adecuada para un escritor norteamericano, que es una forma que ha sido traída de otra
parte. Lo que se quiere es una nueva soltura; y en Winesburg yo la había hecho mi propia
forma. Ahí había historias individuales, pero todas eran sobre vidas que estaban
conectadas de alguna manera. Por medio de este método tuve éxito, pienso, para dar la
sensación de la vida de un muchacho que está creciendo en un pueblo. La vida es una
cosa suelta, flotante. En la vida no hay historias con un argumento central. (Memorias.)
Nuestros escritores, nuestros cuentistas, al envolver la vida en pequeños paquetes sólo
estaban traicionando la vida. (Cartas.)
Mis cuentos obviamente fueron escritos por alguien que no conocía las respuestas.
Había simples pequeñas historias acerca de sucesos, cosas observadas y sentidas. No

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había vaqueros o atrevidos cazadores de animales salvajes. Ninguna de las personas en
los cuentos se perdió en desiertos ardientes o salió a buscar el Polo Norte. (Cartas.)

WINESBURG Y SU GENTE
[...] Winesburg, por supuesto, no era un pueblo en particular. Era un pueblo mítico.
Era gente. Había obtenido los personajes del libro por todas partes alrededor de mí, en
pueblos en los que había vivido, en el ejército, en fábricas y oficinas. Cuando le di al libro
su título no tenía idea de que realmente había en Ohio un pueblo con ese nombre. Hasta
consulté una lista de pueblos, pero debió haber sido una lista de los pueblos que estaban
sobre las vías del tren. (Memorias.)
En mis cuentos simplemente me quedaba en casa, entre mi propia gente... Pienso
que, muy temprano me debí haber convencido de que éste era mi ambiente, es decir, las
vidas comunes de todos los días. Las creencias ordinarias de la gente acerca de mí,
acerca de que el amor es eterno, acerca de que el éxito significa felicidad, simplemente no
me parecían verdaderas. (Cartas.)
Había todo este raquítico aspecto de la vida de tan pequeño pueblo norteamericano.
Tal vez incluso era suficientemente vanidoso para pensar que estos cuentos, al final,
tendrían el efecto de romper un poco las curiosas separaciones que hay en muchas partes
de nuestras vidas, los muros que construimos alrededor de nosotros. (Memorias.)
Si Winesburg, Ohio trató de contar la historia de las figuras vencidas de la vida
individualista de un pequeño y viejo pueblo norteamericano, entonces mis libros
posteriores no han sido sino un intento de llevar a esta misma gente hacia adelante, hacia
la nueva vida norteamericana, hacia el interior del torbellino y el rugir de las maquinarias
modernas. (Memorias.)
RECEPCIÓN
[...] El libro fue rechazado por varios editores. Uno de ellos, a quien yo llamé, me
envió una copia de una novela escrita por un autor angloamericano a quien él estaba
promoviendo en esos días. "Lea esto y aprenda cómo escribir", dijo.
Después de eso un domingo, un día frío y con viento, esperé en la esquina de la calle
Cincuenta y Nueve y el Parque en Nueva York. Había recibido una carta de Ben Huebsch,
que ahora es gerente editorial de Viking Press, pero que entonces hacia negocios por su
cuenta. Escribió que lo viera en mi siguiente visita a Nueva York, y pocas semanas
después, al estar en, Nueva York, lo llamé por teléfono. Me dijo dónde encontrarlo, en la
esquina que yo creí entender era la esquina de Central Park, íbamos a dirigirnos hacia
cierto restaurante.
"Lo voy a encontrar en esa esquina a las cuatro", había dicho por teléfono, y pienso
que debí haber llegado, a donde creí que era el lugar de la cita, desde las tres.
Estuve esperando y él no llegó. Las horas pasaron. Dieron las cuatro, después las
cinco, después las seis. Estoy seguro de que será difícil para mí hacer entender al lector
cómo me sentí.
Hay que tener en mente que para ese entonces mis cuentos habían estado dando
muchas vueltas durante tres o cuatro años. Yo había sido tierno hacia las personas que
aparecen en mis cuentos, había deseado ternura y comprensión para ellas; y ya me había

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ocurrido con los hombres con los que yo contaba, que cuando les había mostrado los
cuentos los habían rechazado.
Ahí estaba yo, en la ciudad, en esa tarde de domingo, esperando en la esquina de
una calle, y el día estaba frío, y mi corazón estaba frío. Tenía la sensación de que el Sr.
Huebsch, como muchos otros editores, no deseaba mis cuentos.
¡Qué miserable truco me había jugado! "¿Por qué", me pregunté entonces, "él tenía
que haberme dado esperanzas?".
[...] Al menos otros editores, a los que había enviado el libro, habían sido
francamente fríos. No habían despertado mis esperanzas. Regresé a mi hotel y me tiré
sobre la cama. Ahora todo parece muy tonto, pero en el cuarto de aquel hotel, con las
lágrimas saliendo de mis ojos...
Ocasionalmente dejaba de llorar para maldecir, enviando a todos los editores al
carajo, reservando un lugar especial en el infierno para el pobre Ben Huebsch... esa tarde
yo estaba más desesperado que nunca antes en mi vida.
Y entonces, al fin... debieron ser como las nueve... mi teléfono sonó y era el Sr.
Huebsch, y yo traté de controlarme mientras me decía que, mientras yo había estado en
una esquina esperándolo él había estado en la otra esperándome. Había habido un simple
malentendido, y en lo que respecta al libro, él dijo que no tenía ninguna objeción.
--Sí --dijo por teléfono--, yo quiero el libro. Sólo quería encontrarme con usted para
platicar acerca de los detalles --dijo.
--¿Y usted no quiere cortar o cambiar mis cuentos, o decirme cómo piensa que
deberían estar escritos? --Estoy seguro de que mi voz debió temblar al hacer esta
pregunta--. ¿Usted no quiere decirme que éstos no son cuentos?
--No, por supuesto que no --dijo. (Memorias.)
Bueno, pues se publicaron. E inmediatamente hubo una extraña reacción, una
extraña recepción. Para hacer justicia debo hablar acerca del hecho de que la crítica se
había desparramado por sobre todos mis contemporáneos de Chicago desde un principio.
Teníamos la noción de que el sexo tenía que ver con las vidas de las personas, y había sido
escasamente mencionado en la escritura norteamericana hasta antes de ese momento.
Nadie parecía haber empleado una palabra profana. Y al traer al sexo de regreso a donde
nos parecía su lugar normal en la imagen de la vida, se nos llamaba obsesionados por el
sexo.
Sin embargo, la recepción de Winesburg me sorprendió y me confundió. El libro fue
ampliamente condenado, la mayoría de los críticos lo llamaron desagradable y sucio.
Tardó más de dos años para vender sus primeros cinco mil ejemplares. El libro había sido
tan personal para mí que, cuando las reseñas empezaron a aparecer y encontré que, en su
mayor parte, estaba siendo tomado como el resultado de una mente pervertida... en reseña
tras reseña el libro era llamado "una cloaca" y el hombre, que lo había escrito era
considerado como un hombre extrañamente obsesionado por el sexo... me llegó una
especie de enfermedad, una enfermedad que duró meses.
Es muy extraño pensar, ahora que me siento a escribir, que este libro, que ahora es
usado en muchas universidades como un libro de texto para estudiar el cuento corto, fue
tan mal interpretado cuando se publicó hace veinte años. Yo me había sentido

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peculiarmente limpio y sano mientras estaba trabajando en él.
"¿Cuál puede ser el problema conmigo?”, empecé a preguntarme. Es cierto que hoy
en día constantemente me encuentro con hombres que me cuentan el efecto que tuvo
sobre ellos el libro cuando llegó por primera vez a sus manos, y en algunas ocasiones
algún hombre declara que cuando el libro se publicó lo alabó, pero si tal alabanza existió
durante ese período, escapó a mi conocimiento.
El hecho de que el libro no se vendiera no me preocupó para nada. El abuso sí.
Había el abuso del público, la condena, el uso de palabras desagradables, y también, al
mismo tiempo, una curiosa especie de abuso privado.
Mi correspondencia se llenó de cartas, muchas de ellas muy extrañas. Siguió y
siguió durante semanas y meses. En muchas de las cartas se empleaban palabras sucias.
Era como si, por esos simples cuentos yo hubiera, por decirlo así, abierto las puertas a
muchas vidas oscuras y con frecuencia extrañas. Eso no les gustó. Me escribían las cartas
y, con frecuencia, en las cartas arrojaban algo así como veneno.
Y durante un tiempo eso me envenenó.
Por ejemplo... Una carta de una mujer, la esposa un conocido, Su esposo era un
banquero. Alguna vez había sentado en su mesa y me escribió para decir que, habiéndose
sentado cerca de mí en la mesa, y habiéndose leído mi libro, sentía que nunca, mientras
viera, podría ser limpia de nuevo.
Por ejemplo... había un amigo que estaba pasando unas semanas en un pueblo de
Nueva Inglaterra. Salía del pueblo una mañana en el tren local y, al caminar hacia la
estación, pasó por un pequeño parque.
En el parque, temprano por la mañana, había un pequeño grupo de gente, dos
hombres, dijo, y tres mujeres y estaban inclinados sobre una pequeña fogata. Él dijo que su
curiosidad se despertó y se aproximó.
"Había tres ejemplares de tu libro", dijo. El pequeño grupo de habitantes de Nueva
Inglaterra, hombres y mujeres... pensó que debían tener más de cincuenta años... habló de
las delgadas caras parecidas a Calvin Coolidge... "eran el comité de la biblioteca del puebl
o”.
Habían traído tres ejemplares de mi libro y los estaban quemando. Mi amigo que vio
todo esto pensó que debía presentar una queja. Dijo que habló al grupo reunido en la
plazuela frente al edificio de la biblioteca del pueblo... y que una mujer del grupo respondió
a su pregunta.
Él dijo que ella hizo una mueca amarga.
“¡Uf!", dijo ella. "Las cosas sucias, las cosas sucias."
Por ejemplo... Una bien conocida escritora de Nueva Orleáns. Ella habló a un amigo
mío que le preguntó si había visto el libro.
"Tengo pinzas gruesas ” , dijo. "Leí uno de los cuentos y, después de eso, no lo
volvería a tocar con mis manos. Con las pinzas lo llevé al sótano. Lo puse en el horno.
Sabía que debía sentirme sucia mientras estuviera en mi casa." (Memorias.)
Y los habitantes del verdadero Winesburg protestaron. Declararon al libro inmoral y
que los habitantes del verdadero Winesburg eran un pueblo altamente moral... Ciertamente
las personas de mi libro, que habían vivido sus pequeños fragmentos de vidas en mi

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imaginación, no eran especialmente inmorales. Eran simplemente gente y... si la gente del
Winesburg real era tan decente como los de mi pueblo imaginario, entonces el Winesburg
real debió ser un pueblo muy decente para vivir en él.
Y aquí hay algo muy curioso. El libro se ha convertido en una especie de clásico
norteamericano, y muchos críticos han dicho que ha iniciado una especie de revolución en
la escritura de los cuentos norteamericanos. Y las historias mismas que en 1919 fueron
casi universalmente condenadas como inmorales, hoy podrían ser casi publicadas en
Ladies’ Home Journal, así de inocentes parecen. Toda esa nueva franqueza acerca de la
vida mientras un bebé recién nacido está creciendo hasta alcanzar la edad para votar.
(Memorias.)

Lauro Zavala (editor): “Sherwood Anderson”, Teorías del cuento II. La escritura del cuento.
Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1995, pp. 143-151.

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SHERWOOD ANDERSON

LA FORMA DEL CUENTO

Me cuesta mucho trabajo contar un cuento después de haberlo imaginado. Tras captar el
tono de una historia (durante una conversación o de cualquier otra forma) me ocurre lo
que a una mujer recién embarazada: algo crece en mi interior. En las noches, metido en mi
cama, siento las patadas del cuento contra mi cuerpo. Muchas veces llego a oír
claramente cada una de sus palabras, pero apenas me levanto a escribirlas, desaparecen.
Estoy obligado a explorar terrenos desconocidos para mí. Otros han sentido lo que
yo siento, han visto lo mismo, pero ¿cómo han vencido las dificultades? Cuando contaba
sus cuentos, mi padre recorría el cuarto de arriba abajo, frente a su público. Disparaba
frasecitas provocativas y vigilaba a los oyentes. Podía haber un viejo granjero de aspecto
estólido sentado en un rincón. Papá no le quitaba los ojos de encima. “No se me escapa”,
pensaba, mirando al tipo a los ojos. Si la frase que había soltado no causaba efecto,
lanzaba otra y otra. Tenía una gran ventaja: podía actuar, expresar todo lo que no cabía en
las palabras: fruncía el ceño, agitaba los puños, sonreía, lanzaba miradas de dolor o
perplejidad. Yo he tenido que renunciar a todas esas ventajas al decidir escribir mis
cuentos en vez de contarlos. Y cuántas veces he maldecido mi suerte.
¡Qué significativas han llegado a ser las palabras para mí! Más o menos en esa
época, una paisana que vivía en París, Gertrude Stein, había publicado un libro que llegó a
mis manos: Tender Buttons. Me fascinó. Era completamente experimental, un intento de
liberar las palabras de sus significados, al menos en el sentido más trivial de la palabra.
Este experimento seguramente había tentado a muchos poetas, pensé. ¿Me servirá de
algo a mí? Decidí intentarlo.
Uno o dos años antes, otro compatriota, el pintor Félix Russman, me había llevado a
visitar su estudio y me había mostrado sus pigmentos. Los puso en una mesa frente a mí y
luego salió durante un rato, porque su esposa lo había llamado. Fue un momento
emocionante. Di vueltas a las pequeñas muestras de color, puse una junto a la otra. Las
miré de lejos y de cerca. Quizá por primera vez en mi vida, intuí cómo es el mundo interno
de los pintores. Varias veces me había preguntado por qué algunos cuadros de los
antiguos maestros, colgados en el Instituto de Arte de Chicago, tenían tan extraños
efectos sobre mí. Ahora, por primera vez, lo entendí. El verdadero pintor se revela a sí
mismo en cada pincelada. Tiziano hace sentir intensamente el esplendor de su ser, Fra
Angélico y Sandro Botticelli irradian una honda ternura que puede llenar los ojos de
lágrimas; la morbosidad de Bouguereau aflora a pesar de su admirable técnica, mientras
Leonardo hace sentir todo el poder de su mente, de la misma forma que Balzac transmite
a sus lectores la universalidad de la suya y su capacidad de asombro.
Así pues, las palabras usadas por el cuentista son como los colores del pintor. La
forma es otra cosa. Surge de la materia del cuento y de las reacciones del narrador hacia
ella. El cuento que busca su forma es lo que patalea dentro del cuentista mientras trata de
dormir.
Pero las palabras son algo más. Son la superficie, el disfraz del cuento. Por fin

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empezaba a ver claro. Sonreí un poco al comprender qué pocas palabras nativas habían
sido usadas hasta entonces por nuestros cuentistas. Si les interesaba el color local
recurrían al slang. Sin duda nosotros, meros escribas autóctonos, habíamos pagado cara
la sangre inglesa que aún corría por nuestras venas. Los ingleses habían metido sus libros
en nuestras escuelas y sus ideas sobre la corrección seguían grabadas en nuestras
mentes. Las palabras, tal como normalmente aparecían en nuestros escritos, eran un
ejército que marchaba en cierta formación, y los generales que estaban al mando seguían
siendo ingleses. Las había visto desfilar, siempre con aire de palabras escritas, y había
acabado por pensar en ellas de la misma forma: escritas.
Pero si se trataba de contar un cuento a unos publicistas sentados en un bar de
Chicago o a un grupo de obreros junto a la puerta de su fábrica en Indiana, instintivamente
licenciaba al ejército. Había lugar para lo que nuestros escritores más correctos han
llamado siempre “palabras impublicables”. Aquí y allá podía causar sensación con un poco
de irreverencia. Sin pensarlo, usaba el vocabulario de quienes me rodeaban, estaba
obligado a hacerlo si quería lograr algún efecto. Porque el cuento que estaba contando era
solamente la historia de un tipo llamado Smoky Pete y de cómo había metido la pata en su
propia trampa. 0 tal vez era la historia de Mama Geigans. Diablos. ¿Qué tenían que ver las
palabras de un cuento así con las de Thackeray o Fielding? Los cuates a quienes se los
estaba contando conocían a veinte Smoky Petes y Mama Geigans. Si hubiera incurrido en
los clásicos moldes ingleses habría escuchado un rugido: ¡Basta! ¡No nos presumas tus
palabras domingueras!
Y claro que no siempre quería hacer reír a mis oyentes. A veces quería conmoverlos
o que se identificaran con lo que estaban oyendo. 0 tal vez quería proyectar una nueva luz
sobre alguna historia que ya conocían.
¿Lo lograrían las palabras comunes y corrientes que usamos en las tiendas y en las
oficinas? Sin duda los paisanos con quienes conversaba habían sentido todo lo que
sintieron los griegos y los ingleses. Les llegaba la muerte, y las jugarretas del destino
asaltaban sus vidas. Estaba seguro de que ninguno de ellos vivía, sentía ni hablaba como
pretende la mayoría de nuestras novelas. Y era indudable que no había ningún cuento
parecido a los que publicaban las revistas (hijos bastardos de Maupassant, Poe y O'Henry)
en las vidas que yo conocía.

Lauro Zavala (comp): “ Sherwood Anderson ” , Teorías del cuento I. Teorías de los
cuentistas. Universidad Nacional Autónoma de México, Coordinación de Difusión Cultural,
México, 1995, pp. 125-128.

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