LEIDY Barrionuevo
LEIDY Barrionuevo
LEIDY Barrionuevo
JULIA MANZANO
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El poeta está apegado a las cosas en su inmediatez, a la multiplicidad de
las cosas captadas en sus apariencias, y también es afecto a los azares de la
vida. Y no desea renunciar a esa forma inocente de compromiso con las cosas,
aunque esas cosas no sean sino fantasmas, apariencias o meras sombras.
Esta era la situación en la que se encontraban aquellos prisioneros del inmortal
“Mito de la caverna” (Libro VII, República), cuya vida había transcurrido
encadenada a la pura inmediatez. Uno de ellos consigue liberarse y con
dificultad asciende por “la áspera y escarpada subida”, desde el reino de las
tinieblas hacia la luz. ¿Qué encuentra fuera de la caverna? La “verdadera
realidad”, es decir, la idea, el modelo, el arquetipo universal, la “cosa en sí”, de
la cual los prisioneros no habían visto más que el reflejo en la zona oscura de
su caverna. El liberado entonces, que se adjudica el estatuto de filósofo-
pedagogo, decide bajar, de nuevo, para liberar a los compañeros de cautiverio.
Su enseñanza es que hay que salvarse de las apariencias, desapegarse del
trato directo con las cosas para ascender a su idea, aquella que permite que
contemplemos las cosas en su unidad.
Los dos caminos están ya delimitados desde el origen y tendrán
consecuencias para la posteridad. El poeta ama las cosas en su inmediatez y
en su multiplicidad, en su devenir y transformaciones en el tiempo. Su amor a
las cosas condiciona su deseo de no renunciar a sus múltiples apariciones,
matices de las sombras, claroscuros: aquel rayo de sol que se pierde en el
horizonte, aquel aroma, el susurro del viento. El filósofo, por el contrario, busca
al ser oculto tras las apariencias, la unidad de la idea, siempre idéntica a sí
misma e inmóvil. El páthos de lo oculto es el talante o la disposición propia del
filósofo, generado en él por la cosa misma, si hemos de atender a la intuición
del sabio Heráclito que decía que “la φυσις gusta de ocultarse”.
De esta enseñanza del filósofo de Éfeso vamos a extraer otras
conclusiones, que marcarán también los dos senderos: el de los filósofos y el
de los poetas. Los primeros no quieren, o no pueden tener un trato directo con
las cosas de la naturaleza, por lo tanto han de buscar, perseguir algo que no se
da, que no regala su presencia. Y aquí comienza el largo camino de la filosofía,
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“esa ciencia que se busca” (Aristóteles), entendida como méthodos, camino o
guía para llegar a lo que denominan realidad. Sin embargo el poeta no busca,
porque no tiene necesidad de ir en pos de algo que ya no posea, nada en la
abundancia de las cosas. De aquí que su talante, o su disposición ante su
tarea y ante la vida sea de plenitud, de tranquila aceptación de aquello con lo
que se encuentra; pero también a veces de desasosiego, por esa experiencia
de la sobreabundancia. El pensador, por contra, se siente siempre como un
indigente, por eso cuando cree haber encontrado cualquier tipo de ‘piedra
filosofal’ (llámese esta idea, ser, ente o sujeto) se aferra a ella y construye, en
cuanto puede, un sistema. Es insaciable en su deseo de saber, ordenar,
nombrar y clasificar, y por esta senda consuma su toma del poder. Recurriendo
a Platón, de nuevo, recordemos que los filósofos son los que gobiernan en su
República.
Sin embargo, el poeta vive en los arrabales del poder, su voz en
rebeldía, su naturaleza errabunda, de flâneur o ‘maldito’ (Baudelaire, Rimbaud),
de expulsado, ya quedó marcado por “la condenación de la poesía”, a la que
aludíamos antes. Esta exclusión se hace precisamente en nombre de la Verdad
y la Justicia. La argumentación platónica es como sigue: si la verdad
corresponde a la idea, meta del filósofo, la apariencia será la representación de
la mentira, y el poeta que la ama es un mentiroso, embaucador y engañador.
Daría mal ejemplo a esa comunidad terrenal (y utópica), con un mínimo de
cambios, en la que cada hombre ocupa un lugar y realiza una función,
heredada de padres a hijos, fundada a imagen y semejanza del mundo de las
ideas inmóvil. La justicia reinaría en esa comunidad precisamente cuando cada
categoría de ciudadanos cumpliera una función asignada : los filósofos
gobiernan, los guerreros defienden y el pueblo subviene a las necesidades de
los otros dos estamentos. El poeta no tiene un lugar asignado, subvertiría el
orden, ya que es amante de las apariencias que se transforman y destruyen ;
se aferra a la evanescencia del instante y no acepta el consuelo de la razón, es
un hombre desgarrado. Sin embargo el filósofo conoce por reminiscencia
(recuerdo de su estancia anterior en el mundo de las ideas), no ha de sentir
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impaciencia porque el tiempo transcurra, no va a serle revelado nada nuevo,
porque él “ya sabe”.
Dice María Zambrano, en un bello y breve texto, Filosofía y poesía
(1939) que “en Grecia el optimismo, la esperanza, se abrió paso por la vida del
pensamiento”. 1 La interpretación que hace la pensadora española de la razón,
recién descubierta, y correlativa de la idea porque es de la misma naturaleza,
es esperanzadora. La confianza del filósofo radicaría en acogerse a la razón y
reintegrarse a ella, a su unidad originaria. La razón es el refugio del filósofo.
La otra gran creación del espíritu griego es la tragedia. En ella, al
contrario que en la filosofía, están reflejados la inseguridad, el pesimismo, la
angustia y el padecimiento de los mortales, cuyos conflictos, “humanos
demasiado humanos” (Nietzsche) se entrecruzan con los de los dioses
olímpicos, amorales y despiadados, cuya arbitrariedad gobierna el mundo. Ni
las tragedias, ni los mitos acerca de los dioses tienen cabida tampoco en la
utopía platónica. Homero, primer poeta y educador del pueblo griego, será
también expulsado de su ciudad.
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vuelta al argumento platónico, el poeta Blas de Otero decía que “la poesía es
un arma cargada de futuro”, un instrumento de cambio social.
Frente a esta disparidad de significados, y otros que a continuación irán
apareciendo, recurramos a la etimología del término, para ampararnos en la
autoridad emanada de los orígenes. “Poesía” procede de la voz griega ποιησις,
que significa la acción de “producir”, “fabricar” o “crear”. Los griegos la
tomaron, al principio, en el sentido de obra fabricada, al mismo nivel que otras
actividades artesanales u oficios. Antes de Hesíodo y Píndaro la idea del
“poeta” se confundía con la de simple “cantor” o “rapsoda”: αοιδος. El mismo
Homero (s. VIII a.C.?) es tenido como ejemplo del rapsoda ambulante, ciego y
pobre, que va de corte en corte recitando las gestas de los αριστοι. La
dignificación del término no llegó hasta las postrimerías de la Antigüedad,
cuando el poeta empieza a ser considerado un ser privilegiado y único, ajeno a
toda actividad gremial artesanal. Poesía, sería entonces lo que sigue siendo
considerada hasta hoy : “creación” por antonomasia.
Vamos a olvidarnos un momento de los poetas y vamos a desplazar el
centro de atención a los amantes de la poesía. Me referiré a la experiencia
estética propia de un ejercicio continuado de lectura. El amante de la poesía ha
de intentar leerla en alta voz, u oírla de otro. El órgano privilegiado para la
recepción de este arte ha de ser el oído, en contraposición también a Platón,
que consideraba que era la vista (el verbo ειδω significa “ver”, para el filósofo
griego “ver con los ojos del alma”, es decir, “contemplar” el ειδος, la “idea”).
La actitud receptiva que propongo, y a la que invito que compartamos,
es la de dejarse llevar por la música de las palabras, dejarse invadir por ellas,
abandonarse al torrente de las metáforas en un proceso de inmersión. No
poner fronteras, no establecer distancias, abrir ventanas tanto a los sentidos
internos como externos, no tener necesidad de realizar confrontaciones con las
ideas que en el poema aparezcan. La disposición contraria a mi propuesta de
inmersión en un texto poético es la actitud que suele adoptarse ante un texto
filosófico. Ante él el lector suele colocarse a prudente distancia, parece tener
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necesidad de encararse con las ideas del texto y, además, establecer
paralelismos o diferencias con otros textos filosóficos.
¿De dónde pueden provenir estas actitudes tan diferentes, inmersión (en
el poema) o distanciamiento (ante el escrito filosófico)? Arriesgo la siguiente
respuesta: de las dos facultades puestas al servicio de filosofía y poesía, que
son respectivamente el entendimiento (o la razón) y el sentimiento. La fuente
de inspiración es kantiana, aunque él no hablase expresamente de la poesía,
sino de la obra de arte en general.
En esta misma órbita de reivindicación del sentimiento como fuente de
gozo estético podría situarse a Carles Riba cuando decía que “la poesía es una
fiesta del alma”. Las consecuencias que podemos extraer de esta hermosa
definición serían las siguientes. Lo que caracteriza a una fiesta es un
determinado temple emocional que comparten los que participan en ella. El
poema, entonces, sería una solicitación que invita a repetir la aventura
espiritual y emocional del poeta, al fuego se le imita ardiendo, consumiéndose
en él. Y ese consumirse por el fuego purificador del poema produce, de
inmediato, un olvido de las miserias personales cotidianas: vivimos en el otro,
nuestro aliento es el que fluye de los versos, los cuales adquieren poderes
balsámicos, de remedio o ϕ αρμακονcontra la prosa ordinaria de la vida.
Es un lugar común contraponer la prosa a la poesía y el propio Hegel, en
sus Lecciones de estética, daba el calificativo de “prosaico” a las cosas
vulgares y cotidianas de la existencia. La poesía, sin embargo, elevaría tanto al
creador como al receptor por encima de los avatares y preocupaciones que
cercan el mundo de vida de los hombres. Y para que ese efecto benefactor y
evocador de la poesía actúe en nosotros, nada mejor que la reiteración de la
lectura de aquel poema que un día fue leído y produjo en nosotros calma y
sosiego, o exaltación, para curar la herida, para aliviar la pena, para
cicatrizarla. La poesía es bálsamo porque el canto se eleva sobre esto o
aquello, el canto unificante convoca los poderes de una celebración del ser.
Rilke lo sabía:
El canto que tú enseñas no es anhelo,
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petición de algo que al final se alcanza;
el canto es ser. 2
2 R. Mª Rilke, Elegías de Duino, III vv. 5-7, (trad. Eustaquio Barjau), Cátedra, Madrid, 1987.