Vida de Atila-Marcel Brion
Vida de Atila-Marcel Brion
Vida de Atila-Marcel Brion
Marcel Brion
Vida de Atila
CAPTULO UNO
Entrada de los hunos
contar con las tropas brbaras, indiferentes, cuando no abiertamente favorables, al invasor.
Los regimientos indgenas tenan poca experiencia y estaban mal equipados. Los visigodos,
con su rey Saro al mando, constituan una ayuda importante, pero no caba duda de que
seran mucho ms temibles como vencedores que como vencidos. Estos aliados de los
romanos les haran pagar cara la victoria si, gracias a ellos, los doscientos mil hombres de
Radagaiso caan vencidos antes de haber devastado la ciudad. Se mantena cierta confianza
en un nuevo cuerpo de caballera dirigido por un tal Huldin a quien Estilicn haba
reclutado tanto para apoyar a las fuerzas de Saro como para, llegado el caso, combatirlas,
pero estos inquietantes amigos incitaban ms al asco que a la simpata. Eran pequeos y
deformes, y sus rostros amarillos, aplanados e imberbes, lo mismo que sus extraas armas y
su lenguaje incomprensible, merecan el desprecio de todos los latinos. De dnde venan?
Segn la creencia popular procedan de pases lejanos, del otro lado del mundo. Los godos,
que los conocan bien, puesto que haban sido expulsados por ellos de su pas, explicaban
que en otros tiempos su rey haba perseguido a unas brujas y stas, huidas al desierto,
haban copulado con los demonios de las arenas y del viento. De estas uniones haba nacido
un pueblo de monstruos temido tanto por los emperadores chinos como por sus vecinos
occidentales que haba abandonado sus guaridas asiticas veinte o treinta aos atrs para
extenderse por Europa. Cuando se les preguntaba cmo se llamaban respondan con una
slaba sonora, parecida al relincho de un caballo. De su lengua no se retena ms que esa
breve palabra: iung. Los romanos la haban suavizado, para adaptar ese grito salvaje a las
gargantas latinas: los llamaban hunos.
Mucho miedo tenan que inspirar a los romanos sus enemigos y aliados para
depositar su confianza en esos brbaros. Los generales haban reconocido sorprendentes
cualidades militares en su caballera, que haba vencido a todas las naciones de Europa
oriental alanos, vndalos y visigodos antes de llegar al Danubio. A continuacin se
haban infiltrado en el Imperio y haban ofrecido sus servicios. Como en ese momento
Roma se vea rodeada de enemigos y tema que huspedes molestos, de exagerada e
interesada solicitud, fueran su sostn, le haba parecido til colocar ese contrapeso en la
balanza. La caballera huna debera reforzar al ejrcito que iba a enfrentarse a Radagaiso, y
si tras la victoria, Saro se arrogaba la gloria, ya se le quitaran mritos exaltando los de
Huldin.
El ejrcito romano, apoyado por los visigodos y los hunos, se encontr con las
hordas de Radagaiso cerca de Florencia. Al principio opuso una torpe resistencia a su
caballera, pero en el momento en que flaqueaba, Huldin provoc la desbandada del flanco
izquierdo del adversario con sus cargas. Radagaiso fue hecho prisionero y decapitado. La
mitad de su ejrcito fue masacrado, y el resto huy en desbandada, perseguido por los
hunos.
El anuncio de la victoria suscit una explosin de jbilo en Roma. El entusiasmo
era tan intenso como antes lo haba sido el pavor que haba trastornado a la poblacin. El
saqueo de la ciudad pareca inminente, todos temblaban por sus bienes, y la siniestra
promesa de Radagaiso atormentaba todos los espritus. El ejrcito romano, compuesto en
realidad por elementos nacionales sumamente heterogneos, se haba hecho merecedor de
los honores del triunfo.
Se decidi recibir magnficamente a los vencedores. El da en que volvieron a
Roma, desfilaron bajo arcos de triunfo adornados con trofeos, flores e inscripciones
heroicas. El pueblo lloraba de agradecimiento y de alegra. Entre estos gritos de alegra se
aclamaba sobre todo a Huldin, que cabalgaba al frente de sus jinetes, cabizbajo y con un
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porte bestial, junto a Estilicn. A Saro y sus visigodos los haban colocado al final del
cortejo, y a los espectadores, que se haban desgaitado al paso de los hunos, les falt la
voz para el resto del desfile.
Los generales romanos, acostumbrados a la ingratitud de la nacin, se encogan de
hombros. En el ejrcito no poda prescindirse de los brbaros. Poco importaba que fueran
germanos, francos, alanos o hunos.
Sin embargo, se haca muy extrao ver desfilar por las calles de Roma a estos
soldados que parecan paquetes de pieles, erizados de arcos, de carcajes y de lanzas,
montados sobre caballos pequeos y caprichosos. Los habitantes, acostumbrados a
armamentos extraos, a las vestiduras abigarradas de los auxiliares brbaros, miraban a
esos nuevos aliados con curiosidad mezclada con temor.
Se deca que Huldin, despus de que Roma le encargara castigar al rey brbaro
Gainas, haba enviado la cabeza de ste al emperador, envuelta en un saco. Se hablaba de la
extraordinaria crudeza de esos asiticos, de sus costumbres salvajes. Beban, segn se
deca, la leche de sus propias yeguas, y coman carne cruda que ablandaban colocndola
entre sus muslos y los flancos del caballo. En su pas no existan las ciudades, y vivan en
carros en los que se apiaban sus mujeres junto con nios y utensilios domsticos.
Nunca se haba visto a brbaros tan feos. Los germanos, los suevos y los francos
tenan un aire feroz, pero al fin y al cabo conservaban un aspecto humano, mientras que
esos hunos parecan animales. Nunca se haba visto a hombres semejantes, ni siquiera entre
los persas, ni entre los etopes. Tenan la piel de un amarillo oscuro. Brazos largos, trax
ancho, rostro chato en el que los ojos rasgados, tensados hacia las sienes, ponan un destello
de astucia y crudeza. El crneo, deformado desde la infancia por medio de planchas y
correas, se alargaba hacia atrs, y eran imberbes, pues se marcaban profundos surcos en sus
mejillas con el fin de impedir el crecimiento del pelo. Vestidos con pieles de animal que
tambin les adornaban la cabeza, calzados con correas de cuero, esos hombrecillos de
mirada taimada y salvaje haban sembrado el terror entre todos los pueblos de Asia y
Europa.
Se desconoce si efectivamente eran hijos de brujas y demonios, tal como decan los
visigodos, pero esta leyenda y las narraciones que se hacan de sus destrucciones mantenan
sobre sus vecinos un temor continuado. Aparecan de sbito, tan pronto en las fronteras del
Imperio chino como en las orillas del Kama. Venan de pases lejanos, desconocidos para
los pueblos de Occidente. Vivan en las altas mesetas de Asia central, en hordas nmadas,
pacficas siempre que la regin les aportase suficientes alimentos a ellos y a sus caballos.
Pero habitaban las fronteras del inmenso desierto de arena y sufran los caprichos de ese
terrible vecino que, segn se deca, haba arrasado para siempre su imperio poderoso y
prspero. A menudo las tormentas, que empujan como olas las colinas y modifican en
cuestin de minutos el aspecto de un pas, barran la arena profunda y ligera como el agua.
La marea amarilla, seca y clida, avanzaba, invencible, y enterraba los pastos. Los lagos
desaparecan, el desierto extenda la esterilidad sobre regiones antes frtiles. El desierto era
el ms terrible enemigo del nmada. Era l quien devoraba las ciudades y haca que pueblos
enteros tuvieran que salir huyendo, de pronto, por delante de l, simplemente por
corrimientos de arena, por ardientes oleadas que aniquilaban todo cultivo. El nmada hua,
pero tras de l avanzaba la arena, como una enorme bestia amarilla extendida sobre la
llanura, y a pesar del galope de los caballos, senta esa presencia ardiente y cruel, dispuesta
a atraparle, a sepultarlo en su implacable avance.
Los hunos eran los vecinos ms cercanos de la arena. Haban aprendido a conocer
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monstruos y de demonios, pero parece verosmil que ocuparan toda la zona habitable, hasta
los confines de la arena. Los chinos los conocan desde haca mucho tiempo, y mantenan
con ellos relaciones diplomticas regulares. En sus crnicas les llamaban Xiongnu y daban
cuenta de las guerras, los tratados y las alianzas que se haban sucedido entre el Imperio
estable y los caprichosos nmadas. Los historiadores latinos los dividan en dos ramas, la
de los hunos blancos, que constitua la derivacin oriental caspia, y la de los hunos
negros, que constitua la derivacin urlica. Distinguir entre blancos y negros era, en
realidad, un subterfugio de eruditos confundidos en sus clasificaciones, ya que todos
pertenecan al mismo tipo mongol, que realzaban ms todava aplastndose la nariz y
alargndose el crneo. Adems, a pesar de las mezclas generadas por vecindades e
invasiones, exista una casta aristocrtica que preservaba la pureza de sangre, la integridad
de los rasgos mongoles, y todos, incluso los bastardos de germanos o de escandinavos,
queran parecerse, a costa de algunos artificios, a los nobles de rancia estirpe asitica.
Desde el punto de vista poltico, estaban divididos en varios estados independientes. La
raza huna, fragmentada por la vida nmada, los azares de los viajes y de las conquistas, se
haba dispersado. De conquista en conquista haba llegado por un lado hasta China, y por
otro hasta el Danubio.
Los azares del destino, finalmente, haban hecho de ellos los aliados de Roma. En
varias ocasiones haban tomado las armas por su cuenta, contra los brbaros que
amenazaban el Imperio, y su participacin era muy apreciada por los generales. Su
habilidad con el arco y lanzando la correa de cuero que paralizaba al enemigo era muy
celebrada. Desaparecan de pronto, al galope. Poda pensarse que haban huido, pero
volvan enseguida, fustigaban al enemigo con sus flechas y desaparecan.
Desde la infancia se les acostumbraba a combatir de ese modo. Cuando todava eran
demasiado pequeos para montar a caballo, se los sentaba sobre las ovejas y se les
enseaba a tirar a pjaros y ratones con arcos minsculos.
El recuerdo de sus hazaas llenaba las crnicas chinas. Aparecan breve y
terriblemente en la historia de las dinastas, y los sabios atribuan un origen misterioso a
estos seres extraos que venan de Kuei-Fong, la tierra de los espritus.
Su raza se divida en innumerables tribus independientes, la ms importante de las
cuales, gobernada por la antigua familia imperial, habitaba en la llanura danubiana. sa fue
la que Roma haba reclutado para su ejrcito, y de ella acababa de servirse para aplastar a
Radagaiso.
El emperador Honorio espera a los triunfadores en las escaleras del Capitolio,
rodeado de sus ministros y cortesanos. Fanfarrias de trompetas, movimientos de
estandartes, amplios gestos con la mano, laureles, discursos. Saro recibe una fra
felicitacin, pero los abrazos y alabanzas son todos para Huldin. ste sonre y, torpemente,
se balancea sobre sus piernas arqueadas. Comprueba que las miradas de las mujeres se
detienen complacientes sobre l, escucha, sin comprenderlas, las arengas de los ancianos, y
bebe de un trago el vino que le ofrecen.
Le presentan a los principales personajes del Imperio, los cnsules, los patricios y
los senadores. Empujan hacia l a un grupo de muchachos que en modo alguno parecen
romanos, con la rubia cabellera y la piel blanca propia de los brbaros. stos no participan
de la alegra general. Son rehenes. Disfrutan de libertad mientras no se alejen del palacio.
Los preceptores les ensean latn y las costumbres romanas. No se sabe qu son
exactamente, si huspedes principescos, estudiantes o prisioneros. Hijos de lejanos
monarcas, garantizan la ejecucin de los tratados. Roma se guarda as en la mano a los
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futuros reyes brbaros, los fuerza a adaptarse a su cultura, los ablanda en su lujo. En
realidad, algunos de entre ellos aprenden en las escuelas latinas a odiar y a despreciar al
opresor, estudian los defectos y los vicios del Imperio, buscan las brechas que algn da
quiz puedan contribuir a ensanchar.
Entre ellos, Huldin distingue a un adolescente parecido a los de su raza, un nio de
piel amarilla y ojos rasgados que revelan su origen mongol. Se adelanta hacia l y le tiende
la mano, amigablemente.
Es el hijo de Mundzuk dice un oficial.
Huldin conoca bien a Mundzuk, el rey de los hunos, muerto haca slo unos aos y
al que haba sucedido su hermano, el rey actual, Ra.
El hijo de Mundzuk repite con sorpresa, y hace ademn de acariciar en el
hombro al muchacho. Pero ste se aparta con un gesto de odio y asco. Huldin, sorprendido,
se aleja y le pregunta a un oficial romano:
Mundzuk tuvo muchos hijos. Cmo se llama ste?
Atila responde el oficial. Y aade, con desprecio: Siempre tiene este aire
irritado y desconfiado, como de bestia salvaje. No hay quien lo entienda! Ese pequeo
debera alegrarse de ver a uno de sus compatriotas!
CAPITULO DOS
Alianzas
como a otros. Las victorias de los hunos confirmaron su disgusto. Si sus dolos y jefes no
eran capaces de defenderlos contra el enemigo, lo que convena era cambiarlos cuanto antes
mejor. Los misioneros cristianos que hasta entonces haban intentado en vano convertirlos,
les alentaban a desembarazarse primero de sus dioses la victoria, decan, llegara por
aadidura, y como los burgundios seguan dudando, llamaron a toda prisa al obispo de
Trveris, Severo, famoso entonces por su elocuencia y poder de persuasin. Severo acudi
y les demostr que los hunos eran unos paganos detestados por el Dios de los cristianos, y
que ese Dios se encargara de vencerlos si los renanos abrazaban su religin. La nacin
burgundia, con entusiasmo, se convirti por entero, y bautizados y bien armados, seguros
de su triunfo, los nefitos se lanzaron sobre la horda de Oktar y la obligaron a huir.
El Imperio de Oriente vigilaba con atencin los movimientos de los hunos. Cuando
en Constantinopla se supo que Oktar haba salido de su capital danubiana con parte del
ejrcito huno para atacar a los burgundios, dejando el gobierno de la nacin a su hermano
Ra, los diplomticos bizantinos vieron tambin en esta divisin la oportunidad de debilitar
a esos peligrosos vecinos. Por qu no aprovechar la ausencia de Oktar para alejar a Ra
del Danubio, proponindole entrar al servicio de los romanos? Esta poltica tendra la
ventaja de desmembrar a los hunos y de aportar nuevos contingentes a los ejrcitos del
Imperio, siempre escasos de personal. Los Imperios de Oriente y de Occidente los
compartiran.
Tras absorber de este modo a la primera mitad de los hunos, no habra ms que
esperar el resultado de la conquista de Oktar. Si resultaba vencido, Ra se convertira en un
personaje demasiado dbil como para inquietar al Imperio. Si volva victorioso y
amenazador, Ra, convertido en vasallo de Constantinopla y Roma, se le opondra.
Ra no fue consciente de la trampa que le tendan. Tras la partida de su hermano se
aburra y envidiaba a los que combatan mientras l languideca en una despreciable
inactividad. Los enviados de Teodosio II, emperador de Oriente, elogiaron su valor
guerrero. Traan para l un proyecto de tratado y la oferta de un sueldo anual de 350 libras
de oro si aceptaba servir al Imperio. El acuerdo estipulaba tambin un reconocimiento
recproco de las fronteras, con los romanos salvaguardando la propiedad de la margen
meridional del Danubio, mientras que la margen septentrional se libraba a los hunos.
Un importante ejrcito huno parti hacia Constantinopla, y otro comandado por
Huldin hacia Italia. El Imperio romano se sinti liberado de un grave peligro. A partir de
ese momento los hunos, divididos, ya no seran tan inquietantes. Como garanta de
fidelidad, Ra envi a uno de los hijos de Mundzuk, Atila, a la corte de Honorio.
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CAPTULO TRES
Atila
Atila era hijo de Mundzuk, que era hijo de Turda, que era hijo de Scemen, que era
hijo de Et, que era hijo de Opos, que era hijo de Cadicha, que era hijo de Berend, que era
hijo de Sultn, que era hijo de Bulchu, que era hijo de Bolug, que era hijo de Zambur, que
era hijo de Zamur, que era hijo de Reel, que era hijo de Levente, que era hijo de Kulche,
que era hijo de Ompud, que era hijo de Miske, que era hijo de Mike, que era hijo de Bezter,
que era hijo de Rudli, que era hijo de Chaad, que era hijo de Bukem, que era hijo de
Bondofort, que era hijo de Tarkans, que era hijo de Otmar, que era hijo de Radar, que era
hijo de Beler, que era hijo de Kear, que era hijo de Kev, que era hijo de Elad, que era hijo
de Dama, que era hijo de Bor, que era hijo de Nembrot, que era hijo de Chus, que era hijo
de Cham. Descenda de la vieja familia imperial que rein en tiempos sobre la poderosa
nacin de los hunos. Ms all de estos antepasados, se reuna en la leyenda con Cham, y el
mito haca remontar su genealoga incluso hasta el ave Astur, que algunos denominan
Schongar, el rey de los seres voladores, con una corona ceida a la cabeza.
Naci hacia 395 en uno de los carros de la horda que acampaba, en esa poca, en la
llanura danubiana.
El nio recibi el nombre de Atila, que significa pequeo padre, quiz porque
ste era tambin el nombre del Volga, al que su padre Mundzuk tena en gran veneracin.
Los hunos no posean ninguna religin nacional, adoptaban generosamente todos los cultos
de los pases que conquistaban, y Mundzuk mostraba una devocin particular por los ros.
Tambin se afirma que Atila, o Atli, Etzel, como todava se le denomina a veces, quera
decir en lenguaje huno hierro, y que Mundzuk, previendo el gran destino de conquistador
reservado a su hijo, le haba conferido al mismo tiempo que este nombre temible un
porvenir magnfico.
Hacia la misma poca naca en Durostrorum, en la provincia panoniana de Silestria,
sometida a los romanos, y en el seno de la familia de Gaudencio, jefe de la milicia, un nio
al que llamaron Aecio. El azar, o ms bien ese espritu misterioso que preside los juegos de
la historia, creaba al mismo tiempo a los dos protagonistas del gran drama occidental, a los
dos hombres que iban a enfrentarse, al jinete asitico jefe de las hordas dispuestas a invadir
toda Europa y al general germano sometido a Roma que fue, tras Estilicn, el ltimo de
los romanos, el escudo de Occidente contra la invasin oriental.
La capital huna, constituida por un extenso campamento de carros, agrupaba a la
horda que, incluso convertida al sedentarismo, no abandonaba las formas de la vida
nmada. sos eran sus alojamientos familiares, y con ellos seguan de lejos a los ejrcitos,
sin ninguna impaciencia, en interminables migraciones. El nmada tiene conciencia del
tiempo, es decir, de su lgica y de su permanencia, y concilia virtudes que al sedentario le
parecen contradictorias y antnimas: disponibilidad, paciencia, celeridad, optimismo y
resignacin. Quien posee la inmensidad del mundo que se extiende ante s soporta con la
misma facilidad todas las prisas y todos los retrasos. Los obstculos que se atraviesan en su
camino ponen a prueba su valenta y su ingenio. El correr de las estaciones marca el ritmo
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de la marcha, y la abundancia de los pastos determina las paradas. Es libre porque no est
sometido a leyes que no sean las de la naturaleza, y se acostumbra tratar las fuerzas
humanas como fuerzas naturales. Contra una tormenta de arena no se lucha, pero a quin
se le ocurre abandonar un vergel antes de haber recogido todos sus frutos? Utilizar a los
hombres del mismo modo que los elementos, sa era la poltica rudimentaria y sabia de los
reyes nmadas, y en los profundos clculos de Atila, en sus ms ambiciosos sueos,
siempre daremos con ese carcter prctico, inmediato, que le har esperar el momento
propicio antes de iniciar una accin, y evitar un obstculo antes que perder el tiempo
derribndolo.
Mientras que su ejrcito conquistador se lanzaba al galope de sus caballos, la
poblacin civil segua en sus carros, consumiendo todos los recursos de una regin antes de
reiniciar la marcha. Siempre dispona de suficientes soldados para protegerla, y el pavor
que entre los indgenas suscitaba el paso de la horda revesta a sus miembros, aunque
fueran desarmados, de un respeto prudente que prevena cualquier tentativa de insurreccin.
Una parte de la nacin se estableca en la regin conquistada, de manera proporcional a los
recursos que sta ofreca. El resto prosegua el camino. Por pequeas etapas, los carros
cubiertos de pieles en los que se amontonaban mujeres y nios junto con el tesoro dispar de
los saqueos ocupaban los valles con su gritero, en un tumulto que se apretujaba en los
desfiladeros para luego expandirse sobre los llanos. El paso de los ros les llevaba semanas,
y estos largos viajes montonos, en los que se sucedan a igual ritmo los traslados y las
paradas, imponan su vaivn, que es la cadencia del tedio y de la calma, de canciones
interminables cuyas notas agudas y guturales cubran el restallido de los ltigos y el
relincho de los caballos.
En cuanto las piernas del pequeo Atila fueron lo bastante fuertes para estrechar los
flancos de un caballo, dej el carro de las mujeres y se convirti en discpulo de los
guerreros. Aprendi a servirse de las armas, se le ensearon las leyendas de su raza y los
deberes de su condicin. Pronto viva a caballo, como los hombres, y ninguno le ms hbil
que l en el arte de tensar el arco, ni con el lazo, ni en el manejo de la lanza o de la espada.
Esta vida libre y excitante le embriagaba. Conoci los largos viajes a travs de las llanuras
interminables y los caminos de montaa, el pillaje de las ciudades y de los villorrios.
Aprendi a venerar la hierba que alimentaba a los caballos, pues sin caballo el hombre se
ve privado de la mejor mitad de s mismo. El terror de las poblaciones que se marchaban
precipitadamente ante la llegada de los hunos le ense el orgullo de la fuerza y el
desprecio hacia los dbiles. Cuando la ausencia de enemigos les forzaba a la paz, se
dedicaban a perseguir bestias feroces, y Atila cabalgaba tras los rpidos jinetes en las ms
peligrosas expediciones. Mat a osos y lobos, a los que capturaba lanzndoles una red y
abrindoles luego el pecho con un pual corto.
Cuando su padre muri, sus tos lo enviaron como rehn ante el Imperio romano.
Aprovecharon la ocasin para alejarlo, pues ya presentan que ese nio poda convertirse en
su rival. Ya se permita juzgar los actos de los reyes hunos, y con una intransigencia infantil
criticaba su sumisin al servicio de los extranjeros, cuando habran podido vencerlos tan
fcilmente. Los tos preferan a su hermano Bleda, de carcter dcil, desprovisto de
ambicin. Crean que la corte de Roma iba a encargarse de abatir o de ablandar a ese
muchacho demasiado precoz. As, al tiempo que le hacan un gran honor al emperador
envindole al mismsimo hijo de Mundzuk, se desembarazaban de un testigo cuyas crticas
les importunaban.
Despus de Balamir, quien haba conducido a los hunos hasta Europa, la poltica de
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los jefes se haba conformado con adaptarse al azar de las circunstancias. Se contentaba con
pequeos triunfos, obtenidos sin esfuerzo, pues el mero nombre de los hunos inspiraba un
gran temor entre los pueblos de Oriente y Occidente. En la vertiente europea haban
empujado ante ellos, sucesivamente, a todas las naciones que vivan entre Siberia y el
Danubio. Miraban con avidez, pero de lejos, los tesoros de Roma y de Constantinopla.
Alejados de ellos por enormes extensiones, no haban mantenido la relacin con los hunos
de Asia, quienes por su lado intentaban, a pesar de la Gran Muralla, infiltrarse en el Imperio
chino. Las intrigas, las vanidades de los jefes, fragmentaban la nacin en pequeos clanes
que, al hacerse independientes, saqueaban por su cuenta o alquilaban sus servicios a los
pueblos que los solicitaban. La familia real que reinaba a orillas del Danubio no ejerca
sobre ellos ms que una autoridad precaria y terica.
Los reyes que trataron con Roma no eran lo bastante perspicaces como para percibir
el terror que suscitaban a los emperadores los enemigos y sus aliados, ni que sta era la
causa que les llevaba a asociarse con ellos. El antiguo poder del Imperio invencible se haba
derrumbado en todos los dominios, pero conservaba todava en el vocabulario de los
embajadores su nobleza y prestigio. Los enviados hablaban con la misma elocuencia altiva
y amenazadora que antao empleaban los mensajeros de Csar, y eso segua impresionando
a los brbaros. Roma viva de su reputacin, de la hbil propaganda que haba extendido
sobre Europa y en Oriente durante varios siglos, y los que se detenan ante la fachada
podan admirar todava su organizacin, su compacta solidez. De ms cerca podan
distinguirse ciertas grietas, pero en cuanto se miraba por detrs de dicha fachada, en lugar
del majestuoso palacio que anunciaba no se encontraban ms que estancias vacas y
deterioradas, muros que se venan abajo, bvedas hundidas. La solemnidad de los
discursos, el lujo y el orgullo de los emperadores disimulaban las ruinas, y el miedo que
Roma haba inspirado a todos sus vasallos y enemigos segua surtiendo efecto, aunque ya
no hubiera nada que temer. Sus golpes haban sido tan brutales que haban disuadido
cualquier esperanza de revuelta y de independencia hasta mucho despus de que dejara de
ser temible. En ese momento, cuando la menor de las tormentas poda inundar y destruir la
ilusoria fortaleza, se mantena en pie apoyada en las estratagemas de una poltica que
remplazaba la fuerza por la perfidia, y que en lugar de combatir a sus adversarios,
compraba sus alianzas.
Inconscientes de su superioridad, los brbaros se dejaban engaar y se agotaban
guerreando entre ellos por pretextos ftiles que la cancillera romana saba provocar en los
momentos crticos.
Los jvenes rehenes que eran los huspedes del emperador y que le seguan en sus
desplazamientos de Ravena a Roma, y de Roma a Ravena ubi imperator, ibi Roma se
maravillaban de esta existencia fastuosa tan diferente de la ruda simplicidad que haban
conocido en sus palacios, y como en su mayora eran muy jvenes, la curiosidad de una
vida nueva, las diversiones incesantes, las lecciones de los maestros que exaltaban la
antigua gloria del Imperio, eran como cortinas que les impedan ver la debilidad real del
coloso. Cuando escriban a sus padres alababan la belleza de Italia, el orden y la fuerza de
las instituciones, e inconscientemente aumentaban el prestigio que la rodeaba, se convertan
a su vez en agentes involuntarios de su propaganda. Entraban en disputas sobre quin
hablaba mejor latn, sobre quin vesta mejor segn las modas romanas. Se establecan
relaciones amorosas, vigiladas y fomentadas por los diplomticos. Las cortesanas reciban
sus instrucciones de la cancillera, manipulaban sin esfuerzo a los jvenes, y cuando a stos
les llegaba la hora de subir al trono, se llevaban con ellos a bailarinas y msicos, a sastres, a
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poetas, a peluqueros, y reconstruan, mal que bien, en su corte brbara, las delicias
romanas.
La literatura no era el menor instrumento de esta propaganda. Exaltaba la grandeza
de la antigua Roma. Por su mediacin los xitos se transformaban en triunfos, y las derrotas
desaparecan. Repetida por inscripciones altaneras, los monumentos, los poemas, las
narraciones histricas, la grandeza romana se converta en una obsesin a la que los jvenes
brbaros se resistan difcilmente. Queran a su vez parecerse a los romanos, pero al ignorar
a los de otros tiempos no podan evitar imitar a los de entonces. Descartaban sus vestiduras
rudas y sin gracia porque provocaban la risa de las mujeres, y para ser de su agrado se
esforzaban en parecerse a los favoritos del emperador y olvidaban a sus hroes, y a sus
dioses, llevados por las delicias voluptuosas y por el prestigio de la reputacin. En realidad,
en todos esos intercambios salan perdiendo, puesto que quedaban desarmados de sus
virtudes brbaras sin adquirir las cualidades romanas, y se contentaban con imitar los
detalles superficiales, la manera de peinarse y de llevar la toga, de pronunciar ciertas
palabras
Atila, bruscamente desplazado desde el valle del Danubio a Roma, vagaba por el
palacio como una fiera enjaulada. Se asfixiaba en las salas perfumadas. El lujo que
fascinaba a los otros rehenes le asqueaba. Se acordaba del carro real, del palacio de madera
junto al ro, de las tiendas de cuero. Acostumbrado a la leche de yegua, a la carne dura,
escupa los elaborados platos que preparaban los cocineros. Todo se le haca hiriente, le
oprima, en esas estancias suntuosas en las que se senta prisionero. Procur despertar el
espritu de independencia de los camaradas para empujarlos a la rebelin, pero no obtuvo
ms que burlas. Intent, intilmente, escapar. Finalmente renunci a la lucha,
prometindose retomarla ms tarde, cuando fuera ms fuerte, y con toda su inteligencia,
con todo su odio, observ. Algunos compaeros tambin fingan docilidad, pero detestaban
Roma. Como ellos, se call, sometido en apariencia, pero sin dejar de mirar a su alrededor,
sin perderse una palabra. Espiaba la llegada de los correos, las entrevistas de los ministros.
Atento al menor indicio, percibi las intrigas de la corte, las dificultades de la poltica
extranjera, la falta de dinero, el mal estado de la flota, la debilidad del ejrcito. Disimul su
clera y su asco, pero nunca pudo vencer su desprecio hacia los jefes hunos que servan a
los romanos. En su ambicin ya se dibujaba un vasto proyecto en el que no se admita la
posibilidad de que un solo jinete asitico estuviera a sueldo del extranjero. Tras su llegada
al poder, sa sera la primera reforma que llevara a cabo en todo el territorio del Imperio.
Todas las fuerzas hunas volveran a la nacin, ni un solo soldado huno permanecera en el
extranjero al servicio de los enemigos de su raza que, a veces, le obligaban a combatir a sus
hermanos. Restaurara la unidad de su pueblo, y luego aplastara Roma y Bizancio, y
conquistara Persia y la India, y destruira la Gran Muralla
Pronto conocera mejor que los ministros romanos la situacin interior y exterior del
pas. Guardaba en la memoria nombres y cifras, para utilizarlos ms adelante. Los romanos
se rean del carcter brutal y taimado de aquel nio. No podan presentir la fuerza que el
odio, lo mismo que el conocimiento que haba adquirido de sus debilidades y defectos,
amasaba en esa voluntad fuerte y aplicada, segura ya de su triunfo.
La oscuridad envuelve la infancia y la juventud de Atila. Parece que en esta misma
ignorancia en la que nos encontramos en cuanto a sus actos y sus pensamientos se prepara
un porvenir maravilloso. Mientras fue rehn en Roma, y ms tarde, cuando volvi a la
capital huna junto al Danubio, Atila supo sacar provecho de esta admirable virtud asitica,
la paciencia. Esper el momento favorable, la muerte de sus tos que le devolvera el poder,
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la mayor decrepitud de los dos Imperios que hara posible apoderarse de ellos, ese instante
que debe llegar y que los orientales esperan con optimismo, resignacin, certeza. Nunca
intent avanzarse a los acontecimientos. Saba que los hechos deben madurar como frutos y
que basta con saber recogerlos en el momento oportuno. No intent intervenir en la poltica
de Ra, hizo algunos viajes a Asia, caz Sin impaciencia, sin clera, esper. Tena
confianza en su destino. Esperara as toda su vida, si era necesario, con tal de que un da
pudiera realizar sus proyectos.
Pero en el silencio de esta existencia solitaria y meditativa, la ambicin construa
pacientemente un plan inmenso. No se trataba de ningn sueo, sino de un proyecto
minuciosamente estudiado, examinado con una precisin realista y prctica. Un proyecto
que las circunstancias hacan posible, y que se bosquejaba en la mente del joven jefe con
una prodigiosa nitidez. Y este proyecto estaba previsto y reglado con tal exactitud que
pareca tenerse que aplicar en el mismo momento en que Atila, saliendo de su oscuridad, se
pondra a la cabeza de la nacin huna.
Cuando se enter de la muerte de Oktar en la tierra de los burgundios, tras una
orga, Atila vio que el objetivo se dibujaba ms cerca de l. Aebarso reinaba en el Cucaso
entre poblaciones indisciplinadas, solamente le molestaba Ra. Su hermano Bleda, aunque
fuera mayor que l, no iba a molestarle demasiado. Es sorprendente que Atila no matara a
su to Ra para sucederle ms deprisa. A menudo debi de pensar que dicho asesinato era
necesario y urgente, pero vacilaba. Quiz porque sus proyectos todava no estaban del todo
a punto. As pasaron largos aos, inactivos en apariencia, pero tiles para asegurar la
dominacin del futuro rey sobre todas las tribus hunas. Atila estudiaba los recursos de su
pueblo. Observaba la poltica de Ravena y de Bizancio. Esperaba.
En el curso del ao 434, las relaciones entre Ra y el Imperio de Oriente se
enturbiaron. A pesar de la buena voluntad que haba demostrado desde haca mucho tiempo
hacia el Imperio, y del apoyo prestado en diversas guerras, el rey huno se enfad.
Constantinopla haba apoyado en secreto la revuelta de algunas naciones danubianas: los
titimaras, los amilzurianos, los tonosurianos, a las que Ra consideraba sus vasallos, y
cuando se haba visto obligado a reprimir con dureza la revuelta se haba encontrado con
armas romanas, con dinero romano en manos de los instigadores. El gobierno de
Teodosio II, aplicado en disminuir sistemticamente el poder y el prestigio de sus aliados,
haba secundado estas tentativas de independencia, pero sus emisarios haban actuado
torpemente y haban puesto al Imperio en un compromiso. Ra exiga sanciones.
17
CAPTULO CUATRO
El ltimo de los romanos
hunos. Incluso despus de volver a Roma para desposar a la hija del patricio Carpilio,
sigui en buenas relaciones con Ra. Era comes domesticorum y amo del palacio, pero las
intrigas mezquinas que le rodeaban y la corrupcin que reinaba en la corte evidenciaban la
decadencia del Imperio. As, cuando Juan el Usurpador se hizo con el poder, Aecio, que
deseaba para el pas la inteligencia y la energa de un jefe, se ofreci para servirlo.
No tena ningn inters en defender los intereses de la dinasta. Ms all del
emperador, vea el Imperio, el pasado y el futuro de Roma, y crey encontrar en Juan al jefe
que barrera de Roma y de Constantinopla a los despreciables cortesanos, realizara el
sueo de Estilicn, la reunin de los dos Imperios, y restablecera la unidad, la grandeza de
la nacin. Para ayudarlo necesitaba el socorro de los hunos. Parti enseguida a reclamar el
apoyo de Ra, le persuadi para que se pusiera en campaa con sesenta mil hombres,
prometindole una rica soldada, y a marchas forzadas condujo a esta tropa hacia el ejrcito
de Juan. Al llegar se enter de que el Usurpador, vencido por Aspar, haba muerto haca
tres das. Valentiniano III haba sido escogido para sucederle, pero como era demasiado
joven segua bajo la tutela de su madre Placidia, quien gobernaba en su nombre.
Aecio licenci a los hunos, que retornaron a su pas, y volvi a Ravena.
A sus enemigos no les result difcil aprovechar su ausencia y explotar hbilmente
la ayuda que haba ofrecido al Usurpador para despojarlo de todos sus ttulos. La regente
Placidia escuch las sugerencias de stos, pero como le tena miedo, no se atrevi a
exiliarlo. Se content con hacer que su prestigio e influencia disminuyeran nombrando jefe
del ejrcito de Italia al patricio Flix, y reservando su favor al ministro Bonifacio, ambos
enemigos de Aecio.
Aecio continuaba siendo el jefe del ejrcito de los galos, pero perda la mayor parte
de su poder en pro de Bonifacio. Este ltimo era un hombre extrao. Tan pronto traido r
como fiel, tan pronto puesto al margen del Imperio como compartiendo el triunfo con el
emperador. Representaba con bastante exactitud a la clase de polticos que reinaba en el
mundo latino. Muy popular en frica, haba sido amigo de san Agustn, y tras la muerte de
su esposa haba querido hacerse religioso. De tal proyecto le disuadieron inmediatamente
todos los que le haban ayudado a triunfar y que esperaban compartir su fortuna poltica,
con lo que se vio obligado a reemprender la vida activa a pesar de las exhortaciones de san
Agustn, que le ponderaba las bellezas de la renuncia y de la meditacin. Pero sus amigos,
que no queran que l despreciara los bienes del mundo, por no tener que abandonar ellos
sus aspiraciones, le demostraron que se deba al Imperio y que poda dejar a otros la labor
de rezar, puesto que funciones ms tiles le esperaban en Ravena. Bonifacio les escuch,
volvi a la corte y, pasando entonces de uno a otro exceso, al viudo le invadi una gran
pasin por una joven, Pelagia, y se cas con ella. Como era arriana, abraz la religin de su
mujer y decidi que sus hijos tambin seran arrianos.
Aecio, que le haba animado en sus proyectos religiosos y que haba contemplado
con despecho su vuelta a las funciones pblicas, no desperdici la ocasin que se le ofreca
de hacer caer a su rival. Supo excitar el fervor religioso de Placidia para demostrar a la
regente que esa apostasa pondra en peligro la seguridad del Imperio. Le record los
esfuerzos que se haban hecho necesarios para extirpar la hereja, el peligro que
representaba la conversin de un hombre con tan alto cargo y rodeado de numerosos
protegidos. Dividida entre su odio hacia Aecio y su horror por el arrianismo, Placidia se
dej convencer por los obispos que el astuto panoniano le enviaba todos los das. Censur a
Bonifacio y lo invit a responder ante un tribunal eclesistico del crimen de apostasa.
El nuevo arriano estaba en Cartago cuando recibi esta orden. Enseguida adivin la
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manera espectacular. Raramente se haba dado una escena tan odiosa y ultrajante para el
honor del Imperio como el triunfo de Bonifacio, y la corte llev su demencia al paroxismo
haciendo figurar en las monedas al ministro traidor al lado del emperador.
A Aecio le costaba digerir estos insultos. Esconda su clera, pero un da, en un
encuentro accidental a cinco millas de Ariminium, entre su escolta y la del ministro, ste
result muerto. En la confusin no pudo saberse quin haba asestado el golpe, pero
naturalmente se acus a Aecio. Placidia deplor la muerte de Bonifacio, ese buen servidor
del Imperio, y design para sucederle a su hijo Sebastin, al que nombr protector de
Roma. A continuacin orden una investigacin y la captura del asesino.
Cuando supo que se intrigaba para obtener su arresto, Aecio corri a refugiarse
entre los hunos. Ra, que estimaba su carcter noble y su valor militar, lo recibi y se
declar dispuesto a atacar a su lado si quera hacer pagar al Imperio todas las injurias de
que haba sido objeto. Con el rencor de no ver recompensados sus esfuerzos, el general
decidi expulsar de Ravena a los intrigantes y a los incapaces, no por ambicin personal,
sino por el bien del imperio. Acept la oferta de Ra y avanz hacia Italia encabezando un
ejrcito huno. Sebastin, protector del Imperio, despus de intentar detenerlo, se bati en
retirada. Placidia, asustada, destituy al general incapaz, arroj a las sombras a la familia de
Bonifacio y devolvi a Aecio el favor del que haba sido privado, mostrando de este modo
una vez ms que los servidores de Roma no reciban recompensa ms que en el momento
en que se rebelaban, y que sus mritos no eran evidentes hasta el da en que pasando de
la fidelidad a la traicin se volvan amenazadoramente contra sus jefes.
Con Bonifacio muerto y Sebastin cado en desgracia, Aecio se convirti en el
verdadero amo del Imperio. Durante todo el tiempo que se haba credo poder contar co n su
docilidad y honor, no se le haba ahorrado ninguna de esas vejaciones que una corte
envidiosa, un pas ingrato, prodigan a los grandes hombres a los que odian ms cuanto ms
reconocimiento les deben. Pero desde el da en que hubo mostrado que l tambin era capaz
de llamar y guiar al enemigo sobre el suelo latino, se convirti en el objeto de las ms
halagadoras atenciones, y nada pudo hacer mella en su prestigio.
Aecio haba censurado las intrigas que los ministros de Constantinopla suscitaban
entre las naciones danubianas sometidas a los hunos. Sorprendidos con el hurto en las
manos, negaron, como era costumbre, lo que decan sus emisarios, pero Ra dispona de las
pruebas de la intervencin oficial, y en ese momento se trataba de conceder al rey de los
hunos los castigos que solicitaba, o rechazar sus exigencias y prepararse para la guerra.
Aecio, consultado por el gobierno de Constantinopla, saba que la segunda alternativa era
imposible. El Imperio de Occidente estaba rodeado de enemigos y no poda aportar ningn
socorro a los bizantinos. Los burgundios seguan amenazantes, los bretones proclamaban su
independencia, los suevos avanzaban sus vidas manos, los visigodos, siempre inestables,
se agitaban. En el corazn mismo de la Galia, las revueltas de campesinos se hacan ms
inquietantes, y en la Bagaudia se tramaba una agitacin cada vez ms peligrosa. Aecio
pens que era mejor negociar. Aconsej al emperador Teodosio que tranquilizara a Ra,
pues conoca su carcter conciliador, e hizo dictar a los embajadores la respuesta que
deban ofrecer al rey.
La embajada dirigida por Plintas y Epigenio se puso en marcha y, tras unas semanas
de su salida desde Constantinopla, lleg al campamento de los hunos. Pero una sorpresa
aguardaba a los bizantinos. Supieron que Ra haba muerto unos das antes, y bruscamente
se les llev ante la presencia de su sucesor, Atila.
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CAPTULO CINCO
El rey de los hunos
Desde su llegada, sin darles tiempo a desmontar, se les dijo a los enviados de
Teodosio que el rey los esperaba, y se les seal un grupo de jinetes detenidos en el llano.
Plintas y Epigenio hicieron trotar a sus caballos para reunirse con ellos, pero los hunos, al
ver que se acercaban, no descabalgaron, con lo que los embajadores, para no dar a entender
que se humillaban ante un brbaro, tambin tuvieron que mantenerse sobre sus sillas.
Fatigados por el largo viaje, poco acostumbrados a las cabalgadas, los bizantinos eran
jinetes mediocres, mientras que los hunos sonrean con desprecio al observar su aspecto.
Por otra parte, tampoco tenan la costumbre de tratar los asuntos diplomticos a caballo, y
les incomodaba mucho la impaciencia de sus monturas, enfebrecidas por la proximidad de
una yeguada que galopaba con la cabeza baja y la crin al viento. El caballo negro de Plintas
se agitaba a cada instante, tiraba de la brida y golpeaba la tierra con los cascos, y estas
sacudidas imponan a los nobles periodos de su discurso un ritmo irregular que a Atila,
grave pero irnico, le diverta mucho. Irritados por la impertinencia de la acogida,
confundidos por su propia torpeza, los embajadores se prometan que iban a hacerle pagar
muy caro a ese brbaro insolente haberles puesto en ridculo con su recepcin.
Atila iba vestido de manera muy sencilla, con una chaqueta de piel negra, y en la
cabeza un gorro negro calado hasta los ojos. Pareca pequeo, pero enrgico y vigoroso. Le
acompaaban algunos jinetes, entre los cuales un germano que atenda al nombre de
Orestes, con un casco de hierro y una larga espada, un hombre vestido a la manera huna
pero con los rasgos de un griego al que llamaban Onegesio, dos pequeos mongoles
envueltos en pieles preciosas que parecan osos imberbes, Esla y Scota. Al lado del rey se
alzaba un coloso de rostro plano y aire ausente, cuyo nombre, segn se dijo a los
bizantinos, era Bleda, el hermano de Atila que comparta con l la dignidad real.
Los hunos que escoltaban a los jefes de la horda contemplaban con curiosidad a
esos extranjeros vestidos con telas ligeras, que hacan gestos ampulosos y hablaban con
nfasis. Los jinetes bizantinos, por su parte, consideraban con un asco espantado a esos
demonios amarillos de ojos astutos, sujetos a la crin de sus pequeos caballos, que
intercambiaban entre ellos risas entrecortadas, palabras incomprensibles, speras y
chillonas. Llevaban largos arcos curiosamente encorvados, carcajes de colores llenos de
flechas con la punta de hueso, lanzas, hachas y correas de cuero. A lo lejos de la llanura se
extenda una multitud de carros desde la que columnas de humo se levantaban en el
atardecer.
A los plenipotenciarios ese cambio de soberano en principio les haba inquietado
poco. Pensaban que Atila, en recuerdo de la hospitalidad que haba recibido de los
romanos, iba a mostrarse cordial con ellos, y le comunicaron con cierta condescendencia
altiva el mensaje que les haban encomendado. Desde las primeras palabras del jefe huno
comprendieron que la situacin poltica iba a transformarse. Se dieron cuenta de que Bleda,
aunque asista a la entrevista, no pronunciaba palabra, a pesar de ser el primognito y de
participar en el poder. Atila era el nico que diriga la conversacin. Ante ellos tenan a un
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adversario diferente al dbil Ra, y en lugar de un debate puramente formal, lo que all se
iniciaba era una partida decisiva, a consecuencia de la cual Roma pasara a contar con un
adversario amenazador.
Las condiciones que les haban encargado que transmitieran estaban destinadas a
desalentar la avidez y las torpes estratagemas de Ra, pero no se haba previsto que en su
lugar iban a encontrar un jefe arrogante, intratable, despreciativo, que conoca
perfectamente la situacin de los dos Imperios y sus dificultades. Los bonitos discursos que
haban preparado se vieron interrumpidos con un gesto suyo, y Atila habl. En un latn sin
gracia, preciso y sobrio, expuso sus condiciones, o ms bien sus instrucciones.
Los embajadores se miraron, estupefactos. Nunca haban odo esa voz limpia y dura
en la que resonaban el orgullo, la certeza de vencer. Era intil discutir las decisiones ya
tomadas. Atila no quera saber nada de sus ofertas, dictaba rdenes con la autoridad de un
seor que no admite ni rechazos ni vacilaciones. Era tomarlo o dejarlo, no haba nada que
negociar en sus proposiciones. Las resumi en pocas palabras. Constantinopla retirara todo
apoyo a las tribus danubianas rebeldes, los desertores hunos presentes sobre el territorio del
Imperio seran extraditados. Extradicin tambin de los prisioneros romanos evadidos, o en
su defecto pago por cada uno de ellos, de ocho piezas de oro. El emperador se
comprometa, por juramento, a no proporcionar nunca ayuda a los enemigos de los hunos.
Por fin, Atila dio a conocer que haba decidido elevar a 700 libras de oro el tributo que Ra
y Teodosio II haban fijado en 350. No dio explicaciones, y rechaz or rplica alguna por
parte de los embajadores.
Es intil: ya he decidido y expuesto mis condiciones. Decid s o no.
Los embajadores no podan resignarse a aceptarlo sin ms, y por otra parte,
intimidados por la majestuosidad de Atila, aterrorizados por su intransigencia, no se
atrevan a rechazarlo. En ese hombrecillo achaparrado, enrgico y brusco, haba cierta
nobleza salvaje que impona respeto y miedo.
Para ganar tiempo, pidieron que les dejara reflexionar, alegaron que tenan que
recibir nuevas instrucciones, pero estas tergiversaciones convertidas en tradicionales en los
acuerdos internacionales se vieron rechazadas con una sola palabra de Atila. Al percibir el
brillo astuto de sus ojos oblicuos comprendieron que nada iba a desalentar a un hombre
como aqul, que ninguna estratagema podra engatusarle.
Plintas pregunt cundo tenan que dar respuesta.
En ese mismo momento.
A decir verdad, estaban decididos a aceptar las condiciones de Atila, fueran cuales
fuesen. Ese hombre tena una manera de decir La paz o la guerra? que haca imposible
cualquier vacilacin. Les costaba poco abandonar a las tribus danubianas despus de
empujarlas a la revuelta. Roma sacrificaba implacablemente todos los instrumentos que
haban dejado de serle tiles. Tampoco tenan inconveniente en entregarle a los desertores
hunos aunque no le haban preguntado a Atila lo que entenda por desertores y los
prisioneros romanos evadidos. A stos solamente les tocara soportar su servidumbre con
algo ms de paciencia. Pagar ocho piezas de oro por cada uno? No valan ese precio.
Comprometerse a no luchar contra los hunos? Ese compromiso sera vlido hasta nueva
orden, o sea, durante el tiempo que se fuera demasiado dbil como para violarlo. Pero pagar
700 libras de oro en lugar de 350, eso era imposible.
Con su codicia falsa e infantil de orientales, imploraron una rebaja, invocando a la
dureza de los tiempos y al mal rendimiento de los impuestos. Atila esboz un gesto de
impaciencia que los hizo callar. Esperaba, y el silencio de la espera era tan terrible que los
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trnsfugas hunos. En principio, pareca algo insignificante, pero en realidad esa clusula
significaba que Atila consideraba como desertor a todo huno que formara parte de las
tropas romanas en Oriente o en Occidente, que ya no aceptaba que un soldado de su raza
continuara obedeciendo a una potencia extranjera y que pretenda reunir bajo su autoridad
directa a todos esos sbditos que estaban a sueldo de Roma o de Constantinopla. Aecio vea
en esta reivindicacin el anuncio de un vasto proyecto de unificacin que, si se realizaba,
debera reunir en una misma mano a todos los hunos dispersos por Europa, privar al
Imperio de sus mejores contingentes y constituir en su contra el ms poderoso ejrcito que
el mundo habra visto hasta entonces. La ejecucin de los dos jefes hunos demostraba la
suerte que Atila reservaba a partir de entonces a los hombres de su nacin que sirvieran a
otro seor que no fuera l.
En las cancilleras de los dos Imperios nadie presinti estas intenciones. Slo Aecio,
porque conoca a Atila y porque haba utilizado los recursos que los hunos, incluso
divididos, proporcionaban, entrevi los planes de su adversario, pero slo en parte. Los
acontecimientos no tardaran en mostrrselos en toda su extensin.
Al llegar los embajadores bizantinos a Margus, Atila se haba tomado como un
presagio que el primer acto de su reinado lo opusiera a esos romanos que tanto odiaba.
Ra habr muerto a tiempo pensaba para dejarme tratar este asunto. Los bizantinos
seguro que lo habran enredado otra vez con sus discursos solemnes y sus promesas.
No le haba llevado demasiado tiempo debatir las condiciones que quera
imponerles. Le venan obsesionando desde que, de pequeo, se indignaba al ver a los jefes
hunos a las rdenes de Roma. Por primera vez iba a cumplir su deseo: actuar como rey.
Pensaba con desprecio en esos embajadores vidos que discutan la cifra del tributo sin
otorgar importancia a la clusula que concerna a los trnsfugas, que l haba enunciado con
indolencia. Incluso era posible que hubiera tenido la idea de lanzar esa cifra bruscamente
doblada slo para retener su atencin sobre ese punto. Saba que las cuestiones monetarias
dominaban toda la poltica interior y exterior de Constantinopla, y que un aumento del
tributo les alarmara tanto que olvidaran todo el resto.
Tras su partida, Atila vio el camino libre ante s. Ra haba muerto y le dejaba el
poder. Bleda era slo un imbcil que no pensaba ms que en beber y cazar, y no le pondra
ningn obstculo. Aebarso reinaba sobre los hunos del Cucaso. Con Roma inmovilizada
por las guerras externas y las revueltas de los bagaudas, Constantinopla convertida en
inofensiva por los acuerdos de Margus, nada le impeda consagrarse enteramente a la
reconstruccin del Imperio huno.
Someter a las ramas asiticas de los hunos, devolver las tribus dispersas del Volga
al Danubio, los contingentes de Hispania, de Galia y de Italia, bajo la autoridad de un solo
jefe. Hacer de estos elementos dispersos una nacin a la que agregar acto seguido los
pueblos eslavos y germanos, vasallos o aliados. Conquistar Europa y con la riqueza de los
tesoros de Roma y Bizancio lanzarse sobre Asia y someter Persia, la India y China. La
conquista de Occidente no era para l ms que una etapa, y la cada del Imperio romano le
proporcionara el dinero necesario para esa expedicin. Una vez dueo de Asia, aplastara a
Genserico en frica, y tras haber sometido al Imperio de los hunos a toda la cuenca
mediterrnea, todo el continente desde el mar de China hasta las Columnas de Hrcules, se
convertira en rey del mundo entero.
Ahora lanzaba ese sueo ambicioso, exaltado por su imaginacin de nio y
largamente modelado en los aos oscuros de su juventud, sobre la masa plstica de las
naciones. Lo impona al universo.
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CAPITULO SEIS
Poltica interior
dedicaba activamente a dificultar su obra y a dividir a los hunos que l se esforzaba en unir.
Quera despertar los celos y el temor de Aebarso.
Los enviados romanos pusieron cuidado en recordarle al prncipe excluido que el
poder le perteneca por derecho, y en demostrarle en qu peligro se pona dejndose
descartar por sus sobrinos. Los enviados de Teodosio, por su parte, utilizaban hbilmente el
espritu de independencia de las tribus dispersas en la llanura del Don para mantener sus
inquietudes y hacerles entrever que podan perder su libertad si Atila se quedaba con el
poder.
No cost demasiado persuadir a Aebarso, y ste envi a unos mensajeros hacia la
capital danubiana para decirles a los reyes que l no pretenda desposeerlos de su trono,
pero que por lo menos quera seguir siendo el amo absoluto de su pas. Con un acto as,
separaba a los hunos del Cucaso de la nacin, proclamaba su autonoma y su
independencia.
El mismo da en que esta declaracin le llegaba a Atila, ste se enteraba de que los
bizantinos haban ganado mediante obsequios la voluntad de los jefes de los acatziros, una
de las tribus ms poderosas del Don, y que los empujaban a la revuelta.
Los acatziros eran muy valientes y sanguinarios. Haban conseguido expulsar de su
tierra a los alanos, que tenan la reputacin de ser unos brbaros temibles, pero que no
haban podido resistir a los acatziros, que pertenecan a la rama de los hunos negros, los
ms crueles y atrevidos. Por tanto era particularmente til para Roma mantener su
independencia y sustraerlos a la autoridad de Atila. Con este propsito, el emperador envi
ricos presentes a los jefes, pero el azar quiso que los embajadores encargados de repartirlos
olvidaran o no gratificaran segn su rango a uno de los notables, Kuridak, que era un viejo
pequeo y malo, orgulloso y artero. Kuridak no les perdon este insulto. Entre los
orientales se da un cdigo de saber vivir, de protocolo, que reina incluso sobre el trfico de
influencias. Los acatziros no eran tan inocentes como para creer que Roma les haca regalos
sin un inters. Saban que reclamaban algo a cambio. Pero en lugar de rechazar con desdn
estos dones, como tericamente querra la virtud occidental, se lamentaban siempre de que
los regalos eran insuficientes, mezquinos e indignos de ellos. Los enviados de Teodosio,
mal informados de la jerarqua acatzir, no entregaron a Kuridak los regalos que se le haban
destinado ms que despus de gratificar, y con mayores riquezas, a dos o tres notables ms.
Era una afrenta insoportable, contraria al orden de precedencia, y que demostraba que los
romanos, segn Kuridak, tenan una intencin muy visible de menospreciar su autoridad y
ultrajarlo. El mejor medio de vengarse era denunciar ante el rey a estos groseros
embajadores, y a los jefes acatziros que haban recibido ms que l. Con gran secreto envi
un mensajero a Atila para informarle de lo que ocurra en las llanuras del Don.
Atila adivina el objeto de todas estas maniobras. Con Aebarso rebelde, los acatziros
vendidos a Bizancio, todo revela entre las intenciones de la poltica romana el deseo de
separar de l a las tribus que le son necesarias. Hay que actuar deprisa. Bleda se quedar a
orillas del Danubio y reinar durante la ausencia de su hermano. No hay dificultades a
temer por el lado de los ejrcitos romanos. El peligro est en Rusia. Atila parte enseguida.
Aebarso se entera no sin inquietud de la llegada de su sobrino. Hace aos que no lo
ve, y no conoce de l ms que la fama que tiene entre los hunos, su audacia, su crudeza, su
voluntad inflexible. Empieza a arrepentirse de haberle escrito esa carta tan arrogante que
sin duda constituye el motivo de su visita. Sin embargo, Atila se muestra afable, como si no
tuviera que dirigirle ningn reproche. Aebarso, por su parte, trata con cortesa al rey de los
hunos. No se habla de las reivindicaciones autonomistas. Despreocupadamente, mientras
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van conversando, Atila desliza un esbozo de su plan poltico. Aebarso, vagamente inquieto,
escucha. Como para ahuyentar las dudas que su interlocutor podra tener, Atila explica que
ya tiene en la mano al pueblo huno casi en su totalidad. S, prev algunas defecciones
inevitables, por parte de algunos descontentos, o rebeldes el to palidece, pero
someterlos ser para l un juego de nios. Nadie se le podr resistir. Repite varias veces
esta afirmacin mirando a Aebarso. Y entonces el to sacrifica todas sus ambicio nes, y
aprueba ruidosamente el proyecto de su sobrino. ste sonre: Ya saba yo que poda contar
con vos. Y como Aebarso se calla, calibrando con melancola los restos de su tentativa
de independencia, Atila finge malinterpretar su silencio y pregunta: Porque supongo que
no rechazaris ayudarme, verdad?, con una voz tan indiferente y a la vez tan dura que
Aebarso se apresura a proclamar su adhesin y fidelidad. Atila ya galopa a lo lejos, y el
viejo sigue temblando tras este encuentro amistoso, sin reproches ni amenazas, en el que ha
sentido sobre l, pesada e implacable, la ruda mano de su sobrino.
Con los acatziros, que vivan a orillas del mar Caspio y del Volga, no iba a resultar
tan fcil. A pesar de la tentativa de rebelin de Aebarso, Atila no le haba infligido el
castigo que l esperaba por temor a provocar el descontento de los hunos que habran
podido apoyar, en ese momento, sus pretensiones al trono. Pero los acatziros eran ms
peligrosos, puesto que haban recibido dinero romano, y para los hunos era una cuestin de
honor servir fielmente a las gentes que les pagaban bien. Adems, la susceptibilidad de
estos nmadas ya era materia conocida por parte de Atila. Saba que solamente la
conminacin de obedecer al rey bastara para que tomasen las armas contra l. Con
Aebarso, la intimidacin haba bastado, pero a los acatziros haba que domarlos por la
fuerza. Atila adjunt a su ejrcito unos centenares de jinetes tomados a su to, y se lanz
hacia la estepa. Los romanos haban intentado en vano que los rebeldes se unieran a la
causa de Aebarso, pensando, no sin razn, que unidos podran resistir a Atila. Los acatziros
haban rechazado tal posibilidad con orgullo, y tomaron las armas cuando se enteraron de
que el rey se acercaba. Kuridak, que tema la clera de sus compatriotas si se enteraban del
origen de la denuncia que haba revelado sus relaciones con los enviados de Bizancio, puso
la excusa de salir de reconocimiento, y huy con sus partisanos a la montaa. Privados del
gran nmero de acatziros que lo haban seguido, los que quedaron fueron vencidos sin gran
esfuerzo por Atila. Orden el suplicio de los jefes, pero perdon a los sbditos. Se invit a
Kuridak a que acudiera a mostrar su sumisin. Se excus, modestamente, de no poder dejar
su montaa, alegando que era viejo y que sus ojos, demasiado dbiles para mirar el sol de
cara, no podran contemplar el resplandor del rey vencedor. A Atila no le disgustaban en
absoluto los halagos, siempre que fueran hbiles. Kuridak no era peligroso, y el ejemplo del
castigo que haba infligido a los jefes acatziros bastara para mantener su obediencia. Atila
acept de buen grado la excusa sutil que invocaba y le respondi que poda quedarse donde
estaba. Los acatziros, asustados por el suplicio de sus jefes, ya no haran caso tan
fcilmente de los consejos de los romanos, y para asegurar definitivamente su dominio al
tiempo que atenda a las susceptibilidades, les dio como rey a su hijo Ellak. La medida era
muy hbil. Los acatziros que queran conservar su independencia disponan as de un jefe
propio, de uno que no obedeca directamente a Atila, quien por su parte encontrara siempre
en su hijo a un colaborador fiel, activo y solcito.
A partir de ah, la expedicin fue triunfal. Desde el momento en que Atila apareca,
todo eran proclamaciones de fidelidad y de admiracin. Los hunos ms turbulentos se
convertan en extraamente dciles, y los que la vspera vociferaban que no iban a aceptar
coacciones, se apresuraban en abandonar sus ambiciones autonomistas y se proclamaban
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servidores sumisos del nuevo rey. Durante este viaje, Atila hizo un recuento de sus
ejrcitos, verific su espritu guerrero, despert su codicia, su apetito de gloria y de botn.
Dej entender que se preparaba una gran guerra en la que la nacin huna tena que ganar
honor y provecho, y que todos los que quisieran participar adquiriran renombre y riquezas.
Su elocuencia era extraa, indicada para seducir y atraer a los seres primitivos. En
diversas crnicas se reportan algunos de sus discursos. Se parecen curiosamente a todas las
proclamas de los grandes conductores de hombres. La llamada a la posteridad se junta con
las promesas de ganancias materiales e inmediatas. Los antepasados aparecen como
modelos a los que igualar e incluso superar. Palabras concretas, de tres dimensiones, como
los objetos, como las que agitan a las multitudes de todos los tiempos y de todos los pases,
azotaban lo mismo que un ltigo a pueblos ya propensos a la guerra y al pillaje. Los
historiadores latinos han arreglado dichos discursos para hacerlos soportables para los
espritus delicados de sus compatriotas, pero resulta fcil encontrar bajo la afectacin la
violencia sonora y brutal de esas frases gritadas al aire libre, entre hombres a caballo,
breves y claras para dominar el ruido de los cascos, para llegar a los auditores ms lejanos,
all abajo, en el lmite de los carros. Esas frases que la multitud recibe con avidez, que
parecen emanar de ella, de su calor, de su deseo, de su impaciencia.
Cuando oa la aclamacin gutural de los jinetes, Atila saba que poda contar con
ellos, y parta enseguida, dejando entre la multitud la imagen poderosa y rpida del rey.
Su viaje dur varios aos. Subi hasta Asia central, volvi a bajar por las costas del
Bltico, se asegur la fidelidad de los aliados eslavos y germanos y volvi al Danubio.
Utilizando segn las circunstancias el prestigio, la persuasin o el terror, haba devuelto la
unidad de gobierno a los hunos. Haba despertado en ellos el viejo instinto de lucha y de
conquista. En el momento de actuar bastara que enviara a sus emisarios, y todas las hordas
se lanzaran en unin hacia el objetivo sealado. Pero en cuanto volvi surgi una nueva
dificultad: Bleda.
Durante todo el tiempo que en apariencia haba compartido el poder con su
hermano, Bleda se haba mostrado como un colaborador discreto. No intervena en los
asuntos de gobierno, satisfecho de los placeres que le aportaban la caza y la orga. Al partir
de la capital danubiana, Atila cometi la imprudencia de confiarle la autoridad A menos
que esta imprudencia, intencionada y largamente meditada, no escondiera otra intencin y
preparara para ms tarde, ocurriera lo que ocurriera, un pretexto
Enorgullecido por el poder y las responsabilidades que le incumban en ausencia de
su hermano, Bleda se haba tomado su papel muy en serio. Daba audiencia a los
embajadores, legislaba, administraba justicia. Se le vea menos asiduamente en las
cabalgadas, y si bien segua bebiendo, con exceso, en los festines, las preocupaciones del
reino otorgaban una expresin de solemnidad grotesca a su rostro embrutecido por la
borrachera. La larga ausencia de Atila alimentaba las esperanzas que se haba hecho de no
verle volver jams. Pensaba que Aebarso o los acatziros sabran atraerle a alguna trampa, y
ya se acostumbraba a los prestigios del poder y a la idea de reinar solo.
La vuelta de su hermano anul estos sueos ambiciosos. Consinti en restituirle la
parte de autoridad que le corresponda, pero cuando Atila quiso, como en el pasado,
gobernar sin l, Bleda le hizo notar, con un orgullo herido, que le haba tomado el gusto a la
realeza y que ya no se iba a contentar con ttulos honorficos. Exiga, a partir de ese
momento, compartir con l todos los honores y todas las responsabilidades. Como prueba
de las capacidades polticas que se haban desarrollado en l durante los ltimos aos,
expuso un sistema de gobierno completamente extravagante, y que no se pareca en
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32
CAPTULO SIETE
Amenazas
Desde haca algunos aos, las relaciones entre los hunos y el Imperio chino eran
pacficas. Durante su expedicin por Asia, Atila haba llegado hasta la Gran Muralla que,
sin una sola brecha, fortalecida por sus torres y sus puertas bien guardadas, levantaba una
barrera infranqueable ante la avidez de los nmadas. Atila codiciaba ese imperio, pero el
momento de conquistarlo todava no haba llegado. Volvi sus ambiciones hacia Occidente,
ms fcil de tomar por el momento. Ya le llegara el turno a China. Pero si quera reunir a
todas sus fuerzas contra el Imperio romano, era importante que no hubiera nada que temer
por el lado oriental. Los emperadores chinos tambin deseaban la paz. Se atrajo su
indulgencia proclamando su amistad, y todos los aos les enviaba embajadas cargadas de
ricos regalos. Les reserv los ms bonitos caballos de sus yeguadas, les regal objetos
preciosos que Ra, no haca demasiado tiempo, haba tomado de los burgundios. Halag su
orgullo de cultivados envindoles manuscritos griegos y latinos, adornados con figuras
pintadas, y placas de marfil labrado, y estatuas de bronce.
Los chinos hacan alarde del mayor de los desprecios hacia los hunos, a los que
llamaban los hediondos, pero preferan llevarse bien con esos inquietantes vecinos.
Acogieron con buena disposicin la oferta de su amistad, y respondieron a sus regalos con
magnficos obsequios. Atila recibi de ellos varios ttulos honorficos, los ms altos que los
ritos permitan otorgar a un extranjero. Entre los dos soberanos se inici un juego de
delicadas mentiras. Uno y otro estaban persuadidos de la mala fe que alimentaban
recprocamente, pero la necesidad les una mediante un vnculo ms fuerte que el
reconocimiento o el afecto. Representaban hbilmente esta comedia corts, tras mscaras
sonrientes, y no apareca jams una nota falsa en los discursos de los plenipotenciarios,
portadores solemnes y aduladores de los humildes saludos que el hijo del cielo enviaba al
rey de los hunos, o de los deseos de felicidad y buena salud que ste enviaba a su amigo, su
hermano, con la promesa de una paz inalterable.
Atila se aseguraba de este modo que los ejrcitos chinos no traspasaran nunca la
muralla para sorprenderle cuando l se apoderara de Roma y de Constantinopla. Despus de
haberlas conquistado ya volvera, pero esta vez sin regalos ni mensajes afectuosos, y hara
que las legiones romanas marcharan al asalto de las defensas amarillas.
Todo estaba preparado. Haba conseguido la unidad de su nacin, haba asegurado
la paz con los chinos, sometido a los rebeldes y tranquilizado a los tmidos. El destino, por
aadidura, le haba ofrecido dos prendas de su gracia: la espada sagrada y el anillo de
Honoria.
Cada ao, durante el verano, se celebraba una gran reunin a orillas del Danubio,
cerca de Margus. Era el mercado ms pintoresco que se poda ver. Desconcertante por sus
miles de colores, aturdidor por sus mil ruidos, reuna a los pueblos ms diversos. Los
brbaros traan sus pieles, objetos en madera tallada y pintada, que intercambiaban con las
baratijas de los mercaderes romanos. Se compraban bueyes y caballos, telas y grano. Los
hombres se emborrachaban en las tabernas, y las mujeres perdan la cabeza ante joyas de
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cristal y de cobre. Se organizaba de este modo un alegre tumulto, en el que convivan los
trueques y los placeres, en una confusin ruidosa en la que los soldados bizantinos
intentaban vanamente poner un poco de orden.
En 441 el mercado haba congregado a ms gente que de costumbre, y prometa
maravillosos beneficios, cuando de pronto un da esta prosperidad se vio interrumpida por
la llegada de los hunos, que se lanzaron a caballo al centro de la feria, matando y
saqueando, para gran desespero de los mercaderes y para terror del regimiento de polica
que huy a todo correr. Despus de hacerse con las mercaderas se retiraron y continuaron
con sus depredaciones a lo largo del ro. El emperador de Oriente envi inmediatamente un
mensaje reprobador a Atila. Le echaba en cara que no hubiera respetado los acuerdos de
Margus. Esperaba, de todos modos, que ese acto de pillaje no fuera imputable ms que a
elementos insubordinados y subversivos, y que el rey de los hunos supiera castigar como
era conveniente a esos malhechores.
Atila respondi, con cierta insolencia, que los malhechores, como se les llamaba,
haban actuado bajo sus rdenes, y que el saqueo del mercado no era ms que un castigo
infligido al obispo de Margus, pues ste haba violado las tumbas de los reyes hunos
enterrados a orillas del Danubio. Todo el mundo saba que el obispo era un hombre avaro y
codicioso, y que haba querido apropiarse de los tesoros con los que los hunos se hacan
acompaar al ms all. Por culpa suya, los antepasados de Atila se vean despojados en el
otro mundo de sus joyas, de sus armas, de los arneses de sus caballos. Qu poda
representar el pillaje de una msera feria de frontera al lado de tamao acto de sacrilegio?
Preocupada por las formas jurdicas, la cancillera bizantina respondi a Atila que
tena que emplazar al obispo culpable ante el tribunal competente, exponer sus agravios y
pedir la reparacin de los perjuicios causados. Aada que en los pases civilizados el uso
prohiba hacer justicia por propia mano, y que Atila, de conformidad con las leyes, ganara
el pleito, si su demanda era justa, una vez que hubiera presentado su instancia y el litigio se
hubiera resuelto.
Sin prdida de tiempo, el rey huno despidi al mensajero diciendo que los
procedimientos bizantinos le importaban muy poco, y que tenan que entregarle
inmediatamente al obispo de Margus para hacer que lo colgaran.
El emperador convoc al desdichado prelado y lo interrog. ste respondi,
tembloroso, que l nunca haba violado las tumbas de los antepasados de Atila, que ni
siquiera saba dnde se encontraban, y que si el hecho invocado era cierto, lo que l dudaba
mucho, era imputable a cualquiera menos a l. De este modo, la cancillera requiri a Atila
la descripcin y la situacin de las tumbas presuntamente violadas.
Durante este intercambio de mensajes, los jinetes hunos continuaban devastando los
pueblos a orillas del Danubio, y las tropas romanas estacionadas en la frontera eran
demasiado dbiles para hacer que esas depredaciones cesaran. Atila no respondi a las
preguntas precisas de los juristas bizantinos: se limit a reclamar una vez ms, y de manera
ms breve y amenazadora, al obispo de Margus. Teodosio vacilaba. Todos los intentos de
mantener el debate sobre el terreno jurdico haban sido intiles. Los hunos no queran
escuchar, y se haba llegado a la amenaza de una nueva invasin por culpa de ese incidente
ridculo. El obispo temblaba en su dicesis. Tena mucho miedo de Atila, y una confianza
mediocre en la proteccin que el Imperio de Oriente poda ofrecer a sus sbditos en peligro.
Atendiendo a rdenes suyas, se haba fortificado la ciudad, y esperaba con inquietud el
resultado de las negociaciones mientras inspeccionaba las murallas y se aseguraba de la
solidez de las puertas.
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tomar las medidas necesarias para salvar el pas de una ruina total. Consultado por
Valentiniano respondi que en circunstancias tan graves no convena fiarse de regimientos
extranjeros que cambiaran de bando en cuanto la ocasin se presentara. Los romanos
tenan que encontrar en su tradicin de arrojo y de honor la fuerza suficiente para rechazar
al enemigo. Orden que se convocara al pueblo a empuar las armas.
En todas las calles de Roma, a travs de ciudades y pueblos, hasta las aldeas ms
lejanas, los pregoneros leyeron una emocionante proclama del emperador. Contaba, segn
deca en ella, con el patriotismo bien conocido de sus sbditos para salvar el pas.
Destacaba que en las guerras de conquista se haba empleado a contingentes brbaros,
dejando a los latinos trabajando el campo o en su comercio, pero que ahora se trataba de
defender el campo y el comercio, y esta labor sagrada no deba confiarse a manos
extranjeras, etctera. En resumen, todos los hombres vlidos, cualquiera que fuera su edad,
tenan que enrolarse cuanto antes. Los italianos, que haban perdido la costumbre de la
guerra despus de largos aos, y que se haban habituado a pagar cmodamente a los
brbaros para que los remplazaran all donde era necesario afirmar la gloria y la
invencibilidad de las armas romanas, acogieron sin entusiasmo esta invitacin. Sin embargo
se sintieron directamente amenazados Aecio haba puesto cuidado en propagar cada da
alguna noticia alarmante y se decidieron a obedecer.
Pero como para pasar a frica se necesita una flota, el primer cuidado del ministerio
de la guerra fue reparar los barcos existentes y construir otros nuevos, lo que llev largos
meses. Finalmente pudieron equipar y botar un millar de barcos. Se embarc al ejrcito, y
ya no se esperaba ms que el viento favorable para largar las velas cuando la noticia del
incidente de Margus lleg a Roma. Aecio hizo que respondieran a Teodosio que el Imperio
de Occidente se encontraba en dificultades demasiado grandes para acudir en su ayuda,
pero al mismo tiempo retras la salida de su flota. Saba que los hunos eran capaces de
devastar un pas entero, y de hacer arder algunos pueblos, conoca esa impulsin del caballo
que, inconscientemente, llevaba a los nmadas hacia las aventuras lejanas. Una vez
lanzados, dnde se detendran los nmadas? Las escaramuzas del Danubio podan ser el
prlogo de un drama en el que el Imperio de Occidente quizs estaba llamado a representar
un papel. Consecuentemente se abstuvo mucho de enviar en socorro de Teodosio a su
nuevo ejrcito, e impidi que ste atravesara el Mediterrneo, sabiendo lo difcil que
resultara hacerlo volver de frica. No, el ejrcito deba permanecer en Italia hasta nueva
orden, dispuesto a parar los golpes imprevistos.
Cules eran en realidad las intenciones de Atila? Es poco probable que el incidente
de Margus no fuera ms que una excusa para asaltar unos cuantos pueblos. Por otra parte,
tampoco pareca querer iniciar una operacin brillante. Sin embargo, tras la rendicin de
Margus, pareci que iba a decidirse por la accin y penetr en Mesia con numerosas
fuerzas. Sucesivamente tom Viminacium, Ratiara, Singiduno, Sirmio, capital de Panonia,
y despus se volvi hacia Tracia, se apoder de Naiso y destruy por completo Srdica.
Los dos emperadores se inquietaban por estos xitos, cuando de pronto el avance de
los hunos se detuvo. Estaban apenas a cinco jornadas del Danubio en tierras romanas
cuando, sin presentar combate, recularon, y despus desaparecieron. La multitud de
soldados se retiraba sin razn, tal como haba venido, dejando algunas ciudades en ruinas.
Inquietos por esta maniobra inesperada y que tena todas las caractersticas de una trampa,
los romanos esperaban ver a Atila surgir sbitamente en cualquier regin en la que no se le
esperara, pero sus temores eran vanos. Atila no volvi a aparecer. Es probable que juzgara
que se no era el momento oportuno para iniciar el gran ataque, o quiz pensara, tras las
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ltimas escaramuzas en las que haba puesto a prueba a sus fuerzas, que las tropas no
estaban suficientemente preparadas, o que malas noticias procedentes de Asia mostraran
que esa unidad de la nacin que l consideraba imprescindible estaba todava mal
cimentada.
Durante cinco aos Roma y Bizancio no sufrieron ms ataques de los hunos. stos
permanecan en la orilla del Danubio que les haba sido asignada sin tentar nuevas
incursiones en la orilla opuesta. Viendo esto, los habitantes que haban sido expulsados en
el curso del ltimo ataque volvieron a instalarse en sus poblados. Edificaron casas de
madera en las ruinas de las ciudades, labraron los campos, sembraron, y la vida volvi a
empezar.
Entretanto, Atila recorra toda Asia, aplastando las revueltas de los hunos negros
que deseaban conservar su independencia y dominando el desorden de las tribus
recientemente llegadas de Asia central que, ignorando los proyectos de su rey, pretendan
vivir todava con la indolencia caprichosa de los nmadas.
Este trabajo de unificacin fue largo y minucioso. Exiga viajes incesantes, puesto
que cuando una tribu volva al orden, otra se rebelaba, y la obra que pareca acabada volva
a quedar por hacer. En este mecanismo complejo, constituido por mil engranajes, extendido
por regiones inmensas, desde el Bltico al mar Negro, del Danubio al Turquestn, no poda
fallar el ms pequeo mecanismo, pues eso detena todo el movimiento y paralizaba la
mquina. El prodigioso vigor de Atila, su tenacidad, su voluntad, eran necesarios para
reparar a cada instante un engranaje roto, para volver a instalar un accesorio, para asegurar
la perfecta sincrona de todos los elementos.
La labor era gigantesca. Era necesario fundir en un solo imperio a cien naciones
nmadas que a menudo hablaban dialectos diferentes, celosas de su independencia y poco
sensibles a los grandes sistemas polticos. Haba que evitar que pelearan entre ellas, y que
desaparecieran en la estepa como un manantial perdido.
Durante su estancia en Roma, Atila haba comprobado que la fuerza del Imperio
consista en el funcionamiento de los diferentes servicios, en el empleo de correos regulares
que facilitasen informaciones constantes. Toda esta estructura se encontraba ya en
decadencia, pero todava sorprendi a un nmada que no se imaginaba semejante
organizacin. Haba discernido los defectos del Imperio, pero tambin sus cualidades, y se
esforz en aplicar stas a la nacin huna. No cost poco: topaba sobre todo con el
tradicionalismo de los viejos hunos, que no queran poner en duda la excelencia de sus
viejas costumbres nmadas, y que por tanto no queran que nada cambiara. Para ellos Atila
era un utopista que nunca llegara a nada y que simplemente turbaba las costumbres
ancestrales. Formaban un bloque compacto, cuya inercia era su fortaleza. En el curso de los
aos precedentes, Atila haba credo vencer a su resistencia. Haba hecho ejecutar a los
jefes rebeldes, pero tampoco quera abusar de la violencia, y en cuanto parta, el muro de
desconfianza y de tozudez volva a cerrarse. A cada instante una malla de esta delicada red
se rompa, y haba que repararla a toda prisa, antes de que el desgarramiento se agrandara.
Fatigado por esos viajes incesantes, por esos esfuerzos en apariencia intiles, por
esos triunfos siempre precarios, Atila cambi de tctica. Ya que no poda convencer a los
viejos hunos, los remplazara por una nueva generacin, ms accesible a los proyectos
audaces, a las innovaciones y a los entusiasmos. Se esforz por conquistar a la juventud, y
en cuanto un viejo jefe mora lo remplazaba por un hombre joven. Quiso el azar que la
longevidad de los escpticos y de los obstinados disminuyera de golpe. Muchos de los
viejos jefes de clanes murieron por accidente. Unos cuantos fueron ejecutados por haber
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CAPTULO OCHO
Poltica exterior
Mediante un trabajo obstinado que le haba llevado varios aos, Atila haba
fabricado una nacin, un ejrcito. Ya no le faltaba ms que el dinero para entrar en
campaa. Los hunos eran pobres. Haban saqueado algunos lugares, pero los resultados de
dichas operaciones no haban sido demasiado fructuosos. Las tribus, al enterarse de su
llegada, salan huyendo y se llevaban todo lo que era precioso, y los vencedores no
encontraban ms que las mansiones vacas, o muebles pesados con los que no podan hacer
nada.
La poltica financiera de los reyes les haba conducido a servir a Roma y
Constantinopla por la soldada que de stas reciban. Atila no tena ms recursos que estos
tributos, y tambin el dinero que los ministros daban secretamente a sus embajadores,
creyendo que de este modo compraban tambin su complicidad. Haba descubierto este
procedimiento de corrupcin, tan caro a la diplomacia romana, y lo utilizaba ampliamente
en su provecho. Cuando la necesidad de dinero se haca apremiante, enviaba una embajada
a Teodosio o a Valentiniano, bajo cualquier pretexto. Se cubra de oro al embajador para
obtener la renuncia a sus pretensiones, y el tesoro de Atila se enriqueca en la misma
medida. Experimentaba una alegra maliciosa al imponer a los romanos esas tasas
suplementarias que le proporcionaban los medios de luchar contra ellos.
Sin embargo, los ministros del Imperio juzgaban que sus exigencias se hacan
demasiado frecuentes, y que a ese ritmo sus cajas pronto se encontraran vacas. Roma
haba agotado todo su tesoro en la construccin de la flota y en la guerra contra lo s
vndalos. El tributo que pagaba Constantinopla pareca mdico comparado con sus nuevas
necesidades. Era, de todos modos, un tributo que se pagaba de forma muy irregular,
dependiendo de la entrada de los impuestos, la cual, tanto por la negligencia de los
contribuyentes como por la deshonestidad de los perceptores, se efectuaba de modo
bastante caprichoso.
Atila tom como pretexto el retraso en un pago para invadir bruscamente el
territorio del Imperio de Occidente. No tena en absoluto la intencin de declarar la guerra,
su intencin era solamente asustar a Teodosio para arrancarle el dinero. Como ocurre con
todos los grandes polticos, a Atila no le gustaba la guerra. Le pareca un medio brutal y
fcil, un recurso propio de los reyes sin genio. Cuando se la hacan la sufra, pero en su
caso no se decida hasta llegar al ltimo extremo, tras haber agotado todos los argumentos
pacficos y las argucias de la diplomacia. Nunca tomaba parte en el combate, se contentaba
con dirigir los ataques y ordenaba desde lejos el avance de sus escuadrones. Senta un gran
desprecio por los hombres que no piensan ms que en matar o en hacer matar. Era una
diversin bestial, desprovista de inteligencia, y generalmente sin provecho. Hbil con las
estratagemas, prefera las largas negociaciones en las que se agota la paciencia del
enemigo, las conversaciones insidiosas e irritantes que lo obligan a desenmascararse, los
plazos en los que se ahoga al adversario como a un pez que ha mordido el anzuelo. Ese
juego en el que colaboraban todas las cualidades del espritu le pareca mucho ms sabio y
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digno de ocupar a un soberano que las guerras absurdas, el primer y nico argumento de los
reyes demasiado estpidos como para afrontar el duelo diplomtico. Sobresala en ese arte,
en el que se complacan los monarcas de Oriente, y en sus estratagemas haba a menudo
menos de traicin y de perfidia que talento o sentido artstico. Construir una estructura
complicada de alianzas y de vasallajes, equilibrar los tratados, componer planos de
campaa utilizando las complacencias, los odios, los rencores, los apetitos, todo eso era
mucho ms interesante que hacer maniobrar a los escuadrones. Atila no era ningn general,
sino un diplomtico, su poltica progresaba como una partida de ajedrez delicada y precisa.
La guerra era para l como un accesorio. Se serva de ella a propsito, con los
mnimos riesgos y gastos, a cambio de un beneficio real. La evitaba durante todo el tiempo
que poda, pero cuando las circunstancias la hacan inevitable, entonces la llevaba adelante
con toda la crudeza necesaria y eficaz. Para que llegara a su objetivo era necesario que
fuese corta y terrorfica. Se trataba no tanto de matar como de asustar. Las guerras largas
acaban cansando a los dos adversarios, y como mucho se obtiene de ellas el resultado de
haber vencido cuando tambin se est agotado.
Por extrao que pueda parecer, Atila haca la guerra para poder hacer la paz, una
paz ventajosa para l, naturalmente, y convena, por consiguiente, no aniquilar al
adversario, sino llevarlo a negociar. Cuando se quiere obtener el dinero de alguien, no hay
que obligarlo a arruinarse, sino que debe asustrsele lo suficiente para que estime salir bien
parado pagando un pesado tributo. La ferocidad de Atila, convertida en proverbial, y que
inspiraba tantas diatribas a los historiadores latinos olvidadizos de su propio pasado, era
una ferocidad inteligente, es decir, proporcionada al objetivo y a los medios, calculada,
aplicada, econmica. Saba que a veces es mucho ms saludable hacer torturar a una decena
de individuos con la ayuda de una gran puesta en escena que masacrar sin utilidad,
oscuramente, a una multitud a la que le habra bastado con asistir al espectculo del suplicio
para decidirse a aceptarlo todo. No haba que matar mucho, sino matar bien, en el momento
oportuno, y dar a la masacre la publicidad necesaria. Mediante el poder de exageracin de
los pueblos, Atila estaba convencido de que sus diez vctimas se convertiran pronto en mil,
y que las imaginaciones aterrorizadas aumentaran todava ms esa cifra. Qu ms le
daba? Se senta demasiado superior a todos para preocuparse por su reputacin. Solamente
exista el objetivo a alcanzar, y haba que hacerlo por el camino ms fcil, por el ms corto.
Tampoco le desagradaba ser el hombre ms odioso del mundo, y el da en que un eremita
galo le llam, con la voluntad de insultarlo, azote de Dios, l adopt entusiasmado este
sobrenombre, convencido de que beneficiara ms a su xito que un nuevo ejrcito de cien
mil hombres.
Todava no estaba preparado para su gran conquista cuando, en 446, invadi
Tesalia. nicamente quera obtener el dinero de Teodosio. Para conseguirlo haba escogido
a sus jinetes de aspecto ms horrible, y despus de recomendarles que no se despojaran de
sus atuendos de cuero sucio ni de sus gorros de piel, que no comieran ms que carne cruda
calentada entre sus muslos y los flancos del caballo, que desplegaran todos los recursos de
su imaginacin para escoger las torturas a aplicar a los prisioneros, para as mantener viva
la leyenda, y que aadieran algunos episodios ms a sta, los solt sobre el Imperio de
Oriente.
Importunado por su mujer Atenais, su hermana Pulqueria y Crisafio, el gran eunuco
al que haba nombrado portaespada, Teodosio II quiso resistir con la cabezonera de los
dbiles. Irritado por verse distrado de sus placeres y de sus trabajos de compilacin, quiso
demostrar que l tambin era capaz de hacer la guerra. Menos por patriotismo que por
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orgullo y por no parecer inferior a Valentiniano, al que detestaba. Tambin es posible que
creyera de buena fe que haba vencido a los hunos cuando stos, cinco aos antes, haban
detenido su avance a cinco jornadas del Danubio, cuando habran podido saquear todo el
Imperio. Despus de haber seducido al mundo cultivado con su bella escritura y de merecer
el sobrenombre de Calgrafo, era posible que ambicionara los laureles militares y la gloria
del general? Contra toda razn se obstin, y tuvo que llegar el momento en que los hunos
haban alcanzado ya las Termopilas y devastado ms de setenta ciudades para que le entrara
el miedo y se apresurara a detener las hostilidades.
Atila no se esperaba encontrar tan belicoso al hijo de Arcadio, y estaba decidido, si
haca falta, a ir hasta Constantinopla para arrancarle su sumisin. Pero la demanda de paz
que Teodosio le envi lo detuvo. Bizancio capitulaba. El Imperio, atemorizado, se
resignaba a comprar la paz. Haber tardado tanto en someterse iba a costarle todava ms
caro.
Si el Imperio de Occidente no hubiese estado dispuesto desde el principio a aceptar
todas las humillaciones, habra rechazado las condiciones de Atila. ste exiga para
empezar seis mil libras de oro en concepto de compensacin. Y de qu iban a
indemnizarlo, si era l quien haba arrasado una provincia? Gastos de guerra, responda l.
Bizancio no discuti. El tributo anual aumentara a doscientas mil piezas de oro. Los
prisioneros romanos evadidos se evaluaran cada uno a doce piezas de oro en lugar de ocho.
Teodosio firm sin resistirse. Era uno de esos hombres que no viven ms que el momento
presente, y a los que el futuro preocupa poco, siempre que escapen de las dificultades
inmediatas. No se pregunt cmo iba a poder pagar esa indemnizacin y el tributo.
Crisafio, portaespada, pero tambin ministro de finanzas, ya se encargara del asunto. Lo
ms urgente era alejar a los hunos y reencontrar, sin inquietudes, la voluptuosidad de los
festines y las delicias de la erudicin. Aunque Atila hubiera pedido una cantidad diez veces
mayor, Teodosio se la habra concedido con idntica despreocupacin. Tal y como estaba el
tesoro del Imperio, habra podido, del mismo modo, prometer diez millones de libras. Las
cajas estaban vacas, por mucho que se hubieran recaudado los ltimos impuestos. Orden
a Crisafio que consiguiera el dinero necesario, y volvi a su ocupacin de copiar los textos
legislativos del pasado.
El gran eunuco estuvo encantado de esta misin. Ambicioso, con una gran codicia,
haba tenido que gastarse una fortuna para obtener el ansiado ttulo de portaespada, que lo
converta en confidente, secretario y facttum del emperador. Le haba sido necesario
eliminar a innumerables rivales, descartar mediante la calumnia a los que eran honestos,
hacer asesinar a los dems, intrigar en los crculos prximos a la Augusta, sobornar a los
ministros y adquirir el favor popular. Estaba en el poder desde haca tres aos, y el
deplorable estado de las finanzas todava no le haba permitido recuperar sus gastos. Era
una ocasin magnfica para volver a estrujar el pas, para retener sobre las sumas percibidas
la parte razonable que segn l se le deba. Por desgracia para l, Atila no se fiaba de los
eunucos ni de la manera que tenan de recaudar impuestos. En Roma se haba fijado en que
del dinero que los contribuyentes aportaban, una nfima porcin entraba en las cajas del
tesoro. Pero como en ese caso el destinatario del dinero era l, quiso vigilar a los
recaudadores ms estrechamente que el gobierno y envi a Constantinopla a unos
embajadores encargados de examinar las cuentas y de impedir que el producto de los
impuestos se perdiera por el camino
Teodosio II acept, sin reproches, este nuevo ultraje. Es posible incluso que no
supiera nada. Pero Crisafio no perdonara nunca a Atila esta muestra de desconfianza, y
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jur vengarse de quien tanto contrariaba su mejor ocasin de hacer fortuna. En realidad no
perda nada, pues exiga a los contribuyentes mucho ms de lo necesario y se quedaba con
la diferencia. Empez por presionar a los senadores y a los ricos burgueses, y despus,
cuando ya le haban dado todo lo que posean, a los comerciantes y artesanos. Finalmente
tampoco olvid ni el denario del campesino, ni el bolo del plebeyo, y pronto no qued en
todo el Imperio ni un solo hombre, del ms pobre al ms opulento, que no se hubiese visto
despojado de todos sus haberes.
Al emperador no le preocupaba en absoluto, porque le bastaba con poder ofrecer
cada da fiestas brillantes, y mientras que la hambruna asolaba el pas, los manjares ms
raros se amontonaban en su mesa con estpida prodigalidad. Crisafio organizaba los
placeres de su amo y velaba porque el dinero no faltara nunca en palacio.
Por mal administradas que estuvieran las finanzas, Atila recibi las sumas que se le
deban, pero mientras se acercaba el momento para la gran conquista, comprenda el peligro
que entraaba dejar el Danubio como frontera entre l y el Imperio. Era una posicin
estratgica fcil de defender, y si a Aecio pues tal idea ni se haba pasado por la
imaginacin de los bizantinos se le ocurra la idea de fortificarla, el paso por el ro de
todo su ejrcito se hara muy difcil. Todava no saba si atacar Roma o Constantinopla,
pero no quera tener que franquear esa barrera cuya travesa en invierno se haca imposible
por la violencia de la corriente. Quera escoger el momento favorable para atacar sin tener
que depender de un obstculo ridculo, as que era necesario situarse en la orilla derecha y
establecerse de una manera lo bastante fuerte como para poder convertirla en el punto de
salida de su expedicin. Dado que algunos jinetes se haban adelantado hacia Mesia y
Tracia, y haban llegado hasta a cinco jornadas de distancia del ro, estimaba que ese pas
haba sido conquistado por l y tena que reconocrsele. Teodosio no adivinar la
intencin secreta, y creer que se trata de una nueva arrogancia por mi parte pensaba.
Es incapaz de comprender que el Danubio es su nica frontera natural fcil de defender, y
por tanto aceptar. Si pide consejo a Ravena, Aecio le dir que lo rechace. En ese caso
enviar a unos cuantos miles de jinetes y volver a tomar sin esfuerzo esa regin que ya
haba ocupado. De todos modos ya estar instalado en la orilla derecha, y desde all.
De acuerdo con su costumbre de no adquirir jams violentamente lo que poda
obtener con la astucia, la intimidacin o la persuasin, Atila envi una embajada a
Constantinopla. Los mensajeros encargados de presentar sus reivindicaciones tenan que ser
notables y hombres fiables, ya que las negociaciones seran, sin duda, delicadas. Por tanto
escogi a dos embajadores. El primero, Edecn, perteneca a la aristocracia huna. Jefe de la
guardia de Atila, perteneca a la cepa mongola pura que constitua entre los hunos una casta
privilegiada. Pero Atila no reservaba el favor a sus compatriotas. Acoga sin distincin de
nacionalidades a todos cuantos se presentaban ante l, y en esa poca quizs hubiera en la
corte del rey ms extranjeros que hunos. Los apreciaba por los servicios que podan prestar,
y por la fidelidad de la que les crea capaces. No dudaba en ofrecerles cargos importantes
cuando su talento los mereca. Era un conocedor de hombres de una extraordinaria
perspicacia, y posea el ms alto grado de una cualidad raramente otorgada a los soberanos:
saber escoger a las personalidades que lo rodeaban.
En este sentido, la corte de Atila presentaba la mezcla ms curiosa de individuos,
venidos de todos los puntos del mundo. Haba jefes galos y rebeldes celtas, germanos y
africanos, griegos, persas y espaoles. Todos los aventureros de alta clase a los que
asqueaba la vida mediocre del Imperio afluan a su crculo. Todos los jefes nacionalistas,
cansados del yugo romano, venan a implorar su ayuda contra la tirana imperial, los que no
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podan admitir que Galia, Bretaa, Panonia fuesen esclavas de amos despreciables como
Teodosio o Valentiniano, saludaban en Atila al salvador que iba a librarlos de ese yugo.
Los hunos no dejaban de sentir clera al ver que algunos extranjeros invadan su campo y
ocupaban altas funciones, pero reconocan que el rey no los escoga en absoluto por
capricho, y que saba juzgar con una mirada el valor de un hombre y la eficacia de su
rendimiento.
La obra emprendida por Atila era internacional y tena que emplear todo tipo de
instrumentos, pero sobre todo las reivindicaciones nacionalistas. Cuando un jefe franco
desposedo o un noble romano cuyos servicios rechazaba la corte de Ravena venan a
enrolarse entre sus tropas, l les confiaba inmediatamente el empleo que les convena. Esto
conllevaba una doble ventaja: tener a su alrededor hombres que se lo deban todo, e
interponer entre l y los jefes hunos siempre proclives a la independencia una guardia cuya
vida dependa de la suya. Entre los romanos y los bizantinos, tan numerosos, que lo
acompaaban no solamente haba ambiciosos resentidos u hombres de estado amargados,
sino tambin secretarios, intrpretes y aventureros como los que se ven en todas las pocas
y en todos los pases, que haban preferido los azares a la monotona de una existencia
banal. Se haban casado con mujeres de la horda, y vivan exactamente a la manera huna.
Segn las ordenanzas imperiales que ponan precio a sus cabezas se trataba de traidores,
pero en realidad se trataba de espritus originales que, pudiendo elegir entre la barbarie
simple de los hunos y la civilizacin abominablemente decrpita y corrompida del Imperio,
haban preferido esta vuelta a la naturaleza. Claro est que entre todos esos europeos
tambin haba espas a sueldo de Roma o de Bizancio, escribas y bufones que el emperador
haba enviado al rey huno como regalos y de los que ste desconfiaba por prudencia,
temeroso de los regalos de los romanos y de su prfida generosidad.
Entre los extranjeros que desempeaban un papel importante en el gobierno de
Atila, haba sobre todo dos que ejercan una gran influencia: Onegesio y Orestes. El
primero era griego, pero despus del rey ocupaba el primer rango en la nacin huna. Sus
funciones eran ms o menos las de un gran visir, y Atila escuchaba con atencin sus
opiniones y consejos. Orestes era panonio, es decir, germano, y compatriota de Aecio.
Descontento por ver lo mal que le recompensaban los servicios prestados al Imperio,
indignado por la ingratitud con la que los romanos olvidan a los hombres a los que ms
deben y por la ligereza que les llevaba a elegir para las ms altas dignidades a seres
despreciables, se haba unido a Atila.
Estas deserciones eran la consecuencia de una poltica absurda seguida tanto por la
corte de Ravena como por la de Constantinopla. Los caprichos del favor imperial elevaban
de golpe a un hombre para derribarlo al da siguiente. El favorito pasaba a convertirse en
sospechoso, segn la fantasa de la emperatriz o del gran eunuco. Ni a los ministros ni a los
generales se les aseguraba ninguna situacin estable, y la mayor preocupacin de los
funcionarios de todo tipo era conservar su puesto a cualquier precio, por precario que fuera.
El inters del pas pasaba a un segundo plano. El mismo Aecio, ese hombre de hierro, haba
sentido varias veces la tentacin de pasarse al lado huno bien que los haba encabezado
contra Bonifacio, pero el sentido de la fidelidad militar y del deber le haban impedido
hacerlo. Si haba llamado a los hunos haba sido siempre en inters del Imperio, y si en esa
ocasin no hubiese escuchado ms que su asco y su desprecio, con su ayuda habra barrido
la corte podrida de Ravena. Pero detrs del emperador estaba el Imperio, y l serva al
Imperio, con la intransigencia feudal de los germanos que ignoraban todo lo que no fuera el
vnculo riguroso de soberano a vasallo. No se planteaba que Roma hubiese reducido a su
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CAPTULO NUEVE
Embajadas
impaciente la ocasin de escuchar el mensaje de Atila que haban trado para Teodosio, y
los haba hecho venir a su casa para discutir familiar y oficiosamente sus condiciones.
Escuch sin abrir la boca. Dada la importancia de dichas condiciones, segn dijo, no quera
pronunciarse. Tena que reflexionar, hablar con el emperador Maana volvera a
recibirles.
Sin embargo, apenas haca unos minutos que los embajadores haban salido cuando
Vigilas volvi a abordarlos para transmitirles una invitacin para comer en casa de Crisafio.
Sorprendidos, aceptaron, y cuando volvieron por la noche encontraron al eunuco sonriente
y afable, afanoso en atenderles bien. Bastante inquietos por este cambio de actitud, y
temiendo las amabilidades de un hombre famoso por su perfidia y capaz de todo para
asegurarse el poder, al principio comieron con desgana algunos bocados, pero luego se
dejaron llevar por la glotonera. Vigilas, que asista a la comida, tambin les observaba con
el rabillo del ojo, y rea por la sorpresa que manifestaba Edecn ante cada nuevo manjar. El
arte de la cocina bizantina exiga que ningn plato se pareciese a lo que en realidad era. Las
carnes se cortaban y adornaban en forma de pescado, los postres parecan verduras y el
talento de los cocineros se dejaba llevar en estas invenciones con una riqueza de
imaginacin prodigiosa. El vino era abundante, variado y bueno. Vigilas miraba a Crisafio,
a escondidas, como para decirle Lo veis? Es tal y como os lo haba contado, y ambos
parecan divertirse del placer pueril con que Edecn, una vez superada la desconfianza,
disfrutaba de ese festn.
Durante el rato que haba pasado a solas con el agregado de embajada, ste le haba
descrito entre carcajadas la estpida admiracin que demostraba el huno a cada paso. Pero
Crisafio, hbil a la hora de sacar partido a toda clase de circunstancias, haba entrevisto
enseguida la posibilidad de utilizar toda esta disposicin de espritu, y su invitacin no tena
otro objetivo que atraer hacia su terreno a los enviados de Atila para poderlos estudiar y ver
qu poda sacar de ellos.
Aturdido por la sorpresa y el entusiasmo, Edecn beba y coma con voracidad, y
los sirvientes se apresuraban a atiborrarle de vituallas y de vinos. Tras la comida, los
comensales se pasearon por las estancias de Crisafio. ste les hizo admirar sus vestiduras
tejidas en oro, teidas de prpura, bordadas y adornadas con piedras preciosas, y sus joyas,
los cofres en los que guardaba el tesoro. Jarrones de plata y copas pintadas cubran la mesa
en profusin. Descuidadamente, el eunuco los condujo hacia las camas. Volvieron a beber.
Con la noche ya avanzada, mientras Vigilas discuta con Orestes sobre cuestiones
de estrategia, Crisafio se acerc a Edecn y sealando a los otros comensales le insinu:
Cmo es posible que os dejen as, al margen! No entiendo que un hombre de
vuestro valor se vea eclipsado por este Orestes, que no es ms que un necio, y sin embargo ,
es evidente, todos los honores son para l. Edecn mir a Orestes y a Vigilas, y su
expresin se torn irritada. Evidentemente, es rico. Ah, cuando se es rico!
A continuacin enumer con complacencia todo lo que poda obtenerse con el
dinero, mostrando en un ademn el lujo de la sala en la que se encontraban.
Todo esto podra ser vuestro continu diciendo Crisafio, siempre que
queris, claro
Cmo? pregunt Edecn con mirada codiciosa.
Oh, vaya, no sera muy difcil Aunque supongo que no querrais
Hara lo que fuera dijo Edecn con brutalidad.
Lo que fuera? repiti Crisafio con aire incrdulo.
El huno asinti con la cabeza repetidas veces, con oscura obstinacin. Entonces el
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embajadores. Orestes, que la vspera le haba visto vacilante, casi tembloroso, se sorprendi
de verlo tan arrogante, autoritario y resuelto. Haba salido de la primera entrevista con el
convencimiento de que Teodosio aceptara todas las condiciones de Atila, pero hoy, en
cambio, se encontraba con un adversario intratable que no quera ni or hablar de tributos ni
de desertores. Teodosio era ms inflexible por todo el miedo que haba pasado, y se
vengaba de golpe de todos los ultrajes que Atila le haba infligido. Incluso exageraba esa
intransigencia, y el embajador huno, acostumbrado a encontrar entre los bizantinos ms
docilidad, no entenda las razones del cambio.
La noticia, murmurada por Crisafio a algn confidente, de que un suceso inesperado
iba a modificar pronto el curso de los acontecimientos, fue rpidamente conocida en toda la
corte, y mirara hacia donde mirase, el huno no vea ms que sonrisas socarronas o muecas
amenazantes. Junto al emperador, sentado orgullosamente en una actitud de Csar, el
portaespada bajaba los prpados para mirar de soslayo, los generales asan con orgullo las
empuaduras de sus sables, los ministros se frotaban las manos en la actitud de quien lo
entiende todo y la corte entera disimulaba mal un jbilo incomprensible. Orestes, inquieto
como un hombre que cae de improviso en medio de una enorme broma organizada a su
costa, no se explicaba un cambio tan sbito e interrogaba con la mirada a Edecn, que
pona gran cuidado en no verlo.
Ahora que ya no haba nada que temer de Atila (pues les pareca que ya estaba
muerto) todos los hombres de Estado de Bizancio, aligerados de una pesada carga,
recuperaban su orgullosa insolencia. Un escriba, atendiendo las rdenes del emperador,
ley la respuesta que ste haba preparado para Atila. Se le informaba de que en todo el
Imperio slo haban dado con diecisiete desertores que se le enviaban y con los que tena
que contentarse. En cuanto a la cuestin de las fronteras, la corte imperial no vea la
necesidad de cambiar nada de los trminos del tratado precedente y no iba a admitir que un
jinete huno penetrase en el suelo romano. Su exigencia a propsito de las embajadas era
inaceptable, y como se haba hecho hasta entonces, se le enviara a los plenipotenciarios
que se estimasen convenientes, ya fueran suboficiales o simples soldados. En cambio,
Teodosio deseaba recibir como embajador de Atila al griego Onegesio, quien a su entender
poda hacer de juez y rbitro del litigio, y le recomendaba que a partir de ese momento se
abstuviera de enviarle a patanes como Edecn, que no poda ser persona grata en una corte
civilizada.
Como Orestes intentaba contestar, Teodosio le impuso silencio con aire
amenazador. La comisin de delimitacin? Quedaba suspendida. Los informes de los
expertos? Cancelados. La retirada de los romanos establecidos en la provincia de Naiso?
Si se encontraban bien all, que se quedaran, y que nadie fuera a molestarles. El emperador
puso fin a sus preguntas ponindose en pie con aire ofendido. En el momento de salir
aadi que los embajadores hunos deban partir de inmediato y que los plenipotenciarios
bizantinos les acompaaran para entregar a Atila, en propia mano, la orgullosa respuesta
del emperador. En voz alta dijo a Crisafio, que sala con l, que esos hunos se haban vuelto
insoportables con su arrogancia, y que a partir de ese momento Bizancio sabra cmo actuar
frente a esos brbaros.
La corte enloqueca de entusiasmo. La noble actitud de Teodosio mereca todos los
elogios. As haba que hablar a los hunos! Se comentaba la sorpresa de Orestes, la
disimulada incomodidad de Edecn, y se alababan las maravillosas virtudes polticas del
gran eunuco.
ste organizaba con el emperador el protocolo de la embajada. Enviaran a Vigilas,
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naturalmente, que estaba al corriente del asunto, para vigilar a Edecn, pero para alejar
cualquier sospecha era necesario que a la cabeza de la misin figurara un hombre de
probada honestidad. No poda conocer el verdadero objetivo de la misin, pues si realmente
se trataba de un hombre honesto rechazara cubrir semejante atentado. En la corte slo
haba un hombre que pudiera representar ese papel: Maximino. Precisamente acababa de
volver del extranjero ese mismo da, y no saba nada del complot.
El emperador tena prisa por verse librado del adversario y escogi apresuradamente
a los miembros de la embajada. Maximino acept sin recelo la misin de discutir con Atila
la rectificacin de fronteras que solicitaba. No sospechaba en absoluto el grave peligro que
corra cuando se supiera que Atila haba sido asesinado por la instigacin de los emisarios
bizantinos, y se juzgaba que su buena fe le permitira ganarse la confianza del huno
necesaria para permitir a los conjurados que ejecutaran su proyecto. Crisafio quiso entregar
a Edecn la suma pactada, pero el huno la rechaz, alegando que no podra cargar con
cincuenta libras de oro sin llamar la atencin, la codicia o la sospecha de sus compaeros.
Sera mejor que un hombre seguro, como por ejemplo Vigilas, volviera a Constantinopla,
en cuanto la embajada hubiera llegado junto a Atila, para buscar el dinero y llevrselo.
Crisafio acept este acuerdo con la esperanza de que los criminales seran liquidados tan
pronto como se descubriera el asesinato, y de que as cualquier pago se convertira en
superfluo. Pero el emperador mostr algunos escrpulos en cuanto a Maximino. Qu le
ocurrira? Crisafio le respondi que no le preocupaba en absoluto, y que todo se arreglara
de la mejor manera posible. Si el atentado tena xito, era probable que en el desorden
resultante los embajadores pudieran escapar. Si fracasaba, el emperador estara en
disposicin de desautorizar a todo el mundo y de dejar que Maximino se las ingeniara con
Atila. Se recordaba que la honestidad de Maximino haba contrariado a menudo las intrigas
de Crisafio, y era gracioso or al portaespada declarar que el ministro no corra ningn
peligro, y que si por imprudencia se encontraba con una suerte fatal, de este modo se hara
digno de la patria, y que sa era la nica ambicin de todo verdadero romano. En realidad,
Crisafio saba muy bien que la embajada pagara por el atentado, triunfara o no, y si haba
recomendado tan calurosamente a Maximino para dirigirla era no slo por tratarse del
hombre ms honesto de la corte (en la que contaba bien poco), sino por ser uno de sus
enemigos personales al que con gusto vera desaparecer.
Entre los escribas que tenan que acompaar la misin haba un joven griego
llamado Priscos del que se alababa la perspicacia y elegancia. Contento de hacer tan largo
viaje, de ver al clebre rey de los hunos, de observar las costumbres de los brbaros y los
paisajes de su regin, el escritor haba hecho provisin de tablillas y de rollos en previsin
de las observaciones curiosas que tendra la ocasin de escribir sobre las costumbres, las
instituciones y los mil incidentes del viaje.
Priscos era uno de esos agregados de embajada ms preocupado por la literatura que
por la diplomacia, que encontraba en las diversas misiones que se le encargaban un
excelente medio de anotar sus observaciones sobre la psicologa de los individuos, y de
escuchar ancdotas, y de renovar en el extranjero las impresiones que la estancia en
Bizancio haca fastidiosas. Tena a la vez gusto por lo pintoresco y sentido de la
profundidad, y se le haba incorporado a la embajada de Maximino no tanto por los
servicios que poda proporcionarle como por el libro que resultara de la experiencia y que
sera uno de los documentos ms curiosos sobre la personalidad casi fabulosa de Atila. De
sobra se conoca que estaba fielmente vinculado a las ideas del gobierno, y no se tema en
absoluto que manifestara, como ocurra demasiado a menudo entre los jvenes romanos de
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espritu subversivo, una curiosidad perversa y una malsana simpata con respecto al huno.
La terrible aureola con la que lo rodeaba la imaginacin popular exaltaba a algunos de estos
desocupados, descontentos de todo y de ellos mismos que, despreciando el orden
establecido, intentan derribar, mediante paradojas que ellos creen brillantes, las preciosas
tradiciones de sus padres. A veces se les oa decir que Atila era muy superior a Teodosio,
que su genio poltico era maravilloso y que no dejaran de aplaudirle si un da tena la
inspiracin de venir a sacudir la capa de polvo hipcrita que cubra a la sociedad romana.
Todos los hombres sensatos pensaban que palabras semejantes eran altamente reprensibles,
y anunciaban a quienes las pronunciaran el porvenir ms triste. Priscos, en cambio, era
demasiado respetuoso con el orden social como para permitirse pensar en cosas tan
inconvenientes, y se saba que juzgara severamente al rey de los hunos y a su nacin. De
este modo su libro sera una justificacin del acto de Edecn, y convencera a los que
pudieran molestarse por el procedimiento empleado para deshacerse de Atila: siempre hay
quien pretende mezclar su ideologa con el ejercicio de las sanas virtudes polticas.
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CAPTULO DIEZ
Diario de Priscos
numerosa escolta de notables entre los que hemos reconocido a Edecn y Orestes. Con
increble descaro, Scota nos ha preguntado cul era el objetivo de nuestra embajada.
Maximino le ha respondido, dignamente, que el mensaje tena que drselo a Atila
personalmente, mientras nosotros asistamos con estupor a la escena, hasta tal punto nos
pareca sorprendente la audacia de los hunos, incluso viniendo de asiticos todava salvajes.
La orgullosa respuesta de Maximino les ha irritado, y han vuelto a repetir su pregunta, a la
que l ha respondido de nuevo, del mismo modo. Ha aadido que los hunos no podan
ignorar las reglas de la diplomacia internacional, puesto que haban enviado ya muchas
embajadas a Bizancio, y que le sorprenda que se le solicitara infringirlas. Al comprobar el
fracaso de su tentativa se retiraron, muy irritados [] Un momento ms tarde volvieron,
pero comprob que el general Edecn no estaba entre ellos. Reiteraron su pregunta con una
cabezonera bestial, hasta que Maximino, perdiendo la paciencia, les dijo que no
respondera a ella. Entonces vimos con sorpresa que Scota se echaba a rer, y cul no fue
nuestra sorpresa y nuestra indignacin cuando nos declar que saba muy bien de qu
mensaje ramos portadores y, para probrnoslo, nos lo recit, palabra por palabra. Nos
quedamos inmviles, como si un rayo nos hubiera fulminado. Nunca se nos haba infligido
semejante ultraje. Vi que Maximino haba palidecido al descubrir que los secretos de
Estado haban sido divulgados de una manera tan indiscreta e imprudente. Cuando Scota
aadi groseramente que si no tenamos nada ms que decir podamos partir, se repuso y
orden que preparramos los equipajes. Vigilas le detuvo, gritando que no podamos actuar
con precipitacin, que los hunos no eran malos, que bastaba con saber aceptarlos, que se
haban sentido heridos con la intransigencia del embajador. Aadi que todo estaba perdido
si partamos ahora, y que l podra arreglarlo todo si le permitan ver a Atila aunque slo
fuera un momento. Haba que ganar tiempo, deca, alegar que Maximino posea
instrucciones secretas que precisaban de una audiencia con el rey []
Maximino no quiso seguir su consejo, y a ltima hora de la tarde estbamos listos
para volver a ponernos en camino. Nos disgustaba tener que aventurarnos as en plena
noche, en un pas desconocido, y no disimulbamos nuestro descontento. En cuanto al
embajador, no quera quedarse ni un instante ms entre esas personas que le haban
ultrajado, y estaba haciendo la seal de partida cuando un tranquilo cortejo se adelant
hacia nosotros. El mensajero de Atila, seguido de un buey vivo y de servidores que
llevaban cestos de pescado, nos rog que aceptramos los regalos y que no partiramos
antes de la salida del sol. Maximino dudaba, pero le incitamos a consentir esta tregua, y nos
acostamos despus de haber cenado con buen apetito []
He dormido muy bien, pero un sueo me ha aconsejado que no me fe de Vigilas.
La actitud que haba tomado ayer ya me haba parecido sospechosa. He encontrado a un
hombre inteligente, llamado Rusticio, que habla con fluidez las lenguas brbaras. No
pertenece al personal de nuestra embajada, y nos ha seguido por curiosidad, o ms bien por
el deseo de estudiar las relaciones comerciales que sera posible establecer ms adelante
con los hunos. Lo he tomado como intrprete y hemos ido a preguntarle a Scota si, dada su
posicin, podra mediar para obtener una audiencia de Atila. Al principio deca que era
imposible, pero le he hecho algunos obsequios que enseguida han apaciguado. He
comunicado el resultado de mi misin a Maximino, que ha tenido la bondad de aprobarla, y
luego la ha alabado grandemente, pues apenas haba pasado una hora cuando vimos que
Scota galopaba a nuestro encuentro. La audiencia haba sido concedida, nos ha dicho, y el
rey nos esperaba.
Hemos atravesado el campamento hasta llegar a una gran tienda que segn nos ha
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informado Scota es la residencia de Atila. Alrededor de esa tienda haba tanta gente,
contenida por un cordn de soldados, que nos ha costado grandes esfuerzos llegar a la
puerta.
Atila, rodeado de ministros y oficiales, estaba sentado sobre un escabel de madera.
Me ha sorprendido comprobar la extrema simplicidad de sus vestiduras, mientras que los
jefes hunos iban vestidos con telas delicadas y coloreadas, robadas sin duda en Persia o
China, con pjaros y flores, magnficamente bordadas. En la tienda haba pocos objetos de
valor. Solamente he podido percibir algunas bellas pieles tiradas por el suelo, y asientos de
tosca madera. Cerca de l haba un arco y un hacha. Aunque slo lo he podido ver sentado,
me ha parecido pequeo, pero muy fuerte. Su rostro es de un amarillo oscuro, imberbe y
extraamente plano. Sus ojos rasgados, hundidos, nos observaban con curiosidad.
Tan pronto como hemos entrado nos hemos detenido mientras Maximino avanzaba
a solas hacia l. Llevaba en la mano la carta de Teodosio, y se la ha entregado al rey
diciendo que el emperador le enviaba sus deseos de buena salud. El brbaro ha respondido
secamente:
Que los romanos reciban todo el bien que a m me desean.
Nos ha sorprendido esta respuesta poco corts, pero Atila, recorriendo con la mirada
a los hombres que nos seguan, ha detenido sus ojos sobre Vigilas, y ha gritado con una voz
ronca que nos ha sobresaltado:
Bestia desvergonzada! Cmo osas presentarte ante m? Acaso no formabas
parte de la embajada de Anatolio? Acaso no tomaste parte con l en las negociaciones?
No sabas ya que ningn embajador romano sera recibido aqu hasta que todos los
desertores hunos nos hubieran sido entregados?
Vigilas, turbado, ha dicho que esa convencin haba sido cumplida.
Mentira! ha gritado Atila.
Y siguiendo sus rdenes un escriba se ha puesto a enumerar a todos los trnsfugas
que, segn l, se encontraban en territorio del Imperio, y que eran muchos ms de los
diecisiete que habamos trado con nosotros. En cuanto esta larga lectura ha acabado, Atila,
imponiendo silencio a Maximino, que haca ademn de querer hablar, ha declarado que si
no fuera porque el hecho de pertenecer a una embajada protega al secretario contra ese
castigo, le hara crucificar para castigar sus palabras. Le ha ordenado que partiera
inmediatamente hacia Bizancio con uno de sus oficiales y que recordara al emperador el
acuerdo anterior. Se trataba solamente de una cuestin de principios, ha afirmado, ya que
saba que esos trnsfugas eran incapaces de ofrecer el menor servicio a sus enemigos, pero
no convena que ningn sbdito huno estuviese a sueldo del extranjero.
A un gesto de Maximino, ha afirmado que la orden de partida concerna solamente a
Vigilas, y que la embajada se quedara cerca de l hasta que la respuesta que quera enviar a
Teodosio estuviese lista. Le hemos dado entonces los regalos que traamos. Los ha recibido
con complacencia, y con aire satisfecho nos ha despedido.
Vigilas se muestra muy inquieto por las consecuencias que este incidente pueda
tener, y no sabe a qu atribuir la repentina clera de Atila. Creo que los hunos le habrn
informado de sus palabras en la cena de Srdica, pero a l parece preocuparle otro asunto, y
pretende que tiene que haber una razn ms grave. De todos modos ha parecido ms
tranquilo despus de que Edecn haya venido a hablar con l largamente, y nos ha dicho
que la cuestin de los trnsfugas haba irritado a Atila y provocado sus amenazas []
Tras la visita de Edecn hemos recibido la de un jefe huno que ha venido a
comunicarnos una orden del rey que prohbe al personal de la embajada comprar nada en
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Hunia, a excepcin de los alimentos necesarios. Nos ha parecido muy divertido, porque no
estamos demasiado tentados por lo que vemos a nuestro alrededor. La orden estipula que la
prohibicin concierne tanto a los caballos como a los prisioneros romanos y a los esclavos
brbaros []
Un mensajero de Atila nos informa de que el rey volver pronto a su capital para
que as estemos preparados para seguirle. Cargamos los mulos y cerramos los cofres.
Esperamos el capricho del rey []
Nos ha despertado el estrpito que reinaba en el campamento. Acabamos nuestros
preparativos de salida y nos incorporamos a la retaguardia del ejrcito, en marcha hacia el
norte. Vigilas parti hacia Constantinopla ayer, con el huno Esla. Nos parece que ste le
sigue ms como carcelero que como compaero, tan numerosa es la escolta de jinetes
armados []
Nos hemos apartado del ejrcito de los hunos, que ha tomado el camino oblicuo
hacia la izquierda mientras nuestros guas han seguido por el mismo. Al ver nuestra
extraeza, han declarado que se iban a celebrar las bodas de Atila con la hija de Escam, uno
de sus ministros, y que ningn extranjero deba asistir a la ceremonia.
Las bodas de Atila! Posee ya ms de doscientas mujeres []
El pas que atravesamos es plano, montono y surcado por marismas. Encontramos
algunos ros, que debemos cruzar vadendolos, y cuando son demasiado profundos, en
barcas que nos facilitan las gentes que habitan en los pueblos vecinos. Tambin nos traen
mijo, hidromiel y leche de yegua, lo que hace que casi echemos en falta el buey asado que
comamos en nuestro viaje precedente []
Acabamos de soportar la tempestad ms terrible que imaginarse pueda. El viento
nos ha arrebatado las tiendas y los utensilios del campamento, los ha lanzado al ro, y
hemos pasado la noche bajo la lluvia, en busca de una aldea en la que pudiramos
abrigarnos. Afortunadamente hemos encontrado un grupo de cabaas, desde el que
atendiendo a nuestros gritos han salido hunos con caas encendidas. Nos han recibido
amablemente. Hemos podido secar junto al fuego nuestras ropas mojadas. Una de las
esposas de Bleda, que es la propietaria del villorrio, nos ha trado vveres y algunas mujeres
para nuestros placeres amorosos, lo que para los hunos constituye un gran honor.
Hemos aceptado los alimentos, pero hemos renunciado a las mujeres, pues
estbamos muertos de cansancio y el sueo nos abrumaba.
La tormenta ha cesado por la maana. En cuanto el sol se ha levantado hemos ido a
buscar nuestras tiendas y hemos podido recuperar, a costa de muchos esfuerzos, una parte
de los bienes que la tempestad nos haba arrebatado. Hemos pasado el da secando los
objetos mojados. Luego hemos ido a agradecerle a la reina su hospitalidad. Le hemos
ofrecido tres copas de plata, pieles teidas de prpura, pimienta, dtiles, todas ellas cosas
que los brbaros aprecian mucho, y puesto que las desconocen, todava ms.
Finalmente hemos podido or hablar latn con otro acento que ese brbaro que las
gentes de por aqu no pierden nunca, por mucho que haya durado su estancia en Roma!
Desde haca un tiempo observbamos una caravana que se diriga hacia nosotros, y nos
preguntbamos quin deba ser, cuando de pronto reconocimos a unos romanos.
Respondieron con alegra a nuestros saludos, y nos dijeron que iban en embajada a hablar
con Atila para arreglar el asunto de los vasos sagrados de Sirmio. Como ignorbamos de
qu se trataba, nos han contado que cuando los hunos sitiaron Sirmio, el obispo, temiendo
que dichos vasos cayeran en manos paganas que los habran profanado, se entendi con un
secretario de Atila, llamado Constancio, a quien los confi, estipulando que los utilizara
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para volver a comprarlos si los brbaros le hacan prisionero, o para comprar la libertad de
otros cautivos si l mora. El obispo, efectivamente, muri, y Constancio se guard de
emplear el depsito para comprar la libertad de algunos prisioneros. Entreg los vasos a un
prestamista romano, y dilapid el dinero que ste le entreg a cambio. Como no pudo
reembolsarle en la fecha sealada, el usurero vendi entonces la prenda a un obispo de
Italia, que la compr por un precio mdico. Atila, al enterarse de estas transacciones, se
consider perjudicado, hizo ejecutar a Constancio y escribi a Valentiniano para reclamar
esos vasos que, segn deca, le pertenecan.
Aprendimos todo esto del conde Rmulo, que result ser el suegro de Orestes, el
ministro huno. Tatullo, padre de Orestes, le acompaa, contento de tener la ocasin que se
le ofrece de volver a ver a su hijo. Con ellos van dos oficiales, Promoto y Romano, y un
escriba galo que Aecio enva a Atila como regalo.
Rmulo nos ha explicado que las intenciones de Atila en el asunto de Sirmio son
inaceptables, que a falta de los vasos reclama la cabeza del usurero, pero que no obtendr
nada, ya que los vasos son objetos sagrados y el prestamista es inocente, ya que los haba
adquirido de buena fe.
Atila, por su lado, pretende que se ha producido un robo, y que esto vicia todos los
derechos de los poseedores. Se teme que aproveche este incidente como pretexto para la
guerra, y se espera que los padres de Orestes llegarn, por intermediacin suya, a un
acuerdo satisfactorio.
Los romanos se han mostrado muy contentos de habernos encontrado. Se han unido
a nosotros, e iremos juntos hacia la capital de Atila.
Extraa capital! Es a decir verdad una ciudad de tiendas y carromatos, en el centro
de la cual se levanta una especie de casero rodeado de empalizadas.
El palacio del rey (si es que puede darse este nombre a una casa de madera) est
situado sobre una elevacin, en el centro de la poblacin. Las casas de las esposas y de los
guardias lo rodean. El edificio, visto de cerca, es curioso. Los muros estn hechos de
planchas hbilmente yuxtapuestas, y la techumbre se apoya en columnas de madera que
forman una especie de galera. Todo bastante bien trabajado, y las esculturas, aunque sean
de un diseo brbaro, otorgan una cierta impresin de grandeza.
Se nos seala una morada: debe de ser la nuestra. Est situada cerca del palacio de
Onegesio, uno de los principales jefes hunos.
Onegesio nos ha agasajado su casa. Construida en madera, como todas las de la
regin, contiene sin embargo unos baos de piedra y mrmol que siguen el modelo de las
termas romanas. Al comprobar nuestra sorpresa por encontrar algo tan extraordinario en la
casa de un brbaro, Onegesio nos ha explicado que el azar quiso que en su parte del botn
de Sirmio figurara un arquitecto griego. Y como l mismo es griego y muy amante de las
costumbres de limpieza de su nacin, aprovech la presencia de ese cautivo para hacer
edificar unos baos, con una estufa y una piscina. Es una de las grandes curiosidades de la
regin, y todos los hunos hablan con admiracin de esta rareza. En cuanto al arquitecto,
deplora su infortunio, pues solamente l puede mantener su obra en condiciones, con lo que
teme acabar sus das como baero de Onegesio y de su familia.
Llevbamos ya unos das en la ciudad cuando se nos anunci la llegada de Atila.
Fue una curiosa ceremonia a la que asistimos mezclados con una multitud de hunos que
haba salido de sus tiendas y carros para acoger al rey. Muchachas que llevaban, de dos en
dos, telas blancas y finas que levantaban por encima de sus cabezas salieron a su encuentro.
Bajo este palio, otras muchachas, en grupos de siete, caminaban cantando. Volvieron
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precediendo a Atila, a quien sus sbditos recibieron con gritos de alegra. Segua sobre su
caballo, y cuando lleg ante la casa de Onegesio la mujer del ministro sali y rog al rey
que aceptara algo de comida. Atila acept, lo que implica hacer un gran honor a estas
gentes, y sin descender del caballo comi y bebi lo que haban dispuesto sobre una mesa
de plata que unos hombres levantaron hasta la altura de su silla.
Por la noche nos invitaron a cenar a la casa de la mujer de Onegesio, que nos recibi
con cortesa. All nos encontramos a todos los grandes personajes del pas, y la comida fue
excelente.
Al da siguiente, Onegesio, que volva de viaje y a quien todava no habamos visto,
nos rindi visita. No haba podido asistir a la cena ofrecida por su mujer, ya que Atila le
haba retenido a su lado, para que le diera noticias de su hijo Ellak, que gobierna a los
acatziros. La majestad del ministro, el aire de grandeza y de honradez que se desprende de
su persona, nos causaron muy buena impresin. De todos modos, es sorprendente que un
hombre civilizado haya abandonado su pas para vivir entre los hunos. stos tienen muchos
celos de la influencia que ejerce sobre el rey, pero reconocen en l a un jefe valiente y a un
buen consejero, con lo que soportan, sin quejarse, su ascendiente.
Onegesio se ha entrevistado largamente con Maximino. Nuestro embajador le ha
expuesto las razones por las que el emperador haba pedido que se le escogiera como
arbitro de todas las desavenencias que pudieran surgir entre los hunos y los romanos. El
griego se mostr muy sorprendido por este proceder, que no comprenda en absoluto. Como
ministro de Atila, deca, su deber era defender los intereses de su soberano, y el papel de
rbitro no conviene a quien es por s mismo parte en un proceso.
Como Maximino hizo entonces alusin a los honores y provechos que le valdra el
reconocimiento del emperador, a Onegesio pareci herirle que se pudiera pensar de l que
era capaz de traicionar a su seor. Esto lo dijo con bastante sequedad, y aadi que se haba
convertido en huno, que sus esposas y sus hijos eran hunos, y que ni los mayores honores le
haran desatender jams los intereses del soberano que le haba dado su confianza.
Estas palabras nos decepcionaron un poco, ya que tenamos la esperanza de
podernos ganar al griego para nuestra causa. Quiz le d miedo el simple hecho de hacerse
sospechoso si nos muestra su simpata? Todo esto es muy extrao, porque al fin y al cabo,
cmo puede un hombre que no pertenece a esa nacin complacerse entre los brbaros?
No se encontrara mejor en la corte de Constantinopla?
Sin embargo, el fenmeno es frecuente, y encontramos por entre los rostros
mongoles muchos otros de rasgos germanos y latinos. A este respecto, ayer por la maana
tuve una aventura de lo ms curiosa. Paseaba por el exterior del recinto del palacio de
Onegesio, a quien acababa de remitir un regalo, cuando o un kair como saludo,
pronunciado con el ms puro acento griego. El hombre que me hablaba iba vestido como un
notable huno, pero su tipo no era el asitico. Le expres mi extraeza, y l me explic
sonriendo que no era brbaro de nacimiento, pero que tras establecerse como comerciante
en Viminacium, lo haban capturado en la campaa de Mesia y lo haban entregado a
Onegesio. Poniendo al mal tiempo buena cara, haba servido honestamente a su maestro, le
haba acompaado a la guerra, y haba conquistado el botn suficiente para poder, segn la
costumbre, comprar su libertad. Pero como llevaba tanto tiempo separado de su familia, y
sabiendo que su comercio estaba arruinado, haba renunciado a volver al hogar para
quedarse en el pas de los hunos, entre los que se encontraba muy bien. Este hombre me
hizo el elogio ms sorprendente de la vida libre, feliz, exenta de preocupaciones, que lleva
ahora. Es, segn dice, una vida natural, despojada de artificios, la vida sana del hombre al
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que no abruman las injusticias, las exacciones, los ultrajes de los grandes, los rigores del
fisco, las demoras y la corrupcin de los tribunales. Me hizo una descripcin oscura de la
sociedad civilizada, y exalt su felicidad por haber escapado a su tirana. No poda admitir
sin protestar tamaa apologa de la barbarie, as que le rogu que me escuchara
pacientemente, y tuve ocasin de describirle el orden y la jerarqua que gobiernan en el
Imperio romano, la sabidura de las leyes y de las costumbres, los beneficios que obtienen
sus sbditos. Le demostr que entre nosotros los mismos esclavos poseen derechos y
medios para hacerlos respetar. Convencido por mis palabras, prorrumpi en llanto, y
entonces pude comprobar cunto, a pesar de lo que deca, echaba de menos su existencia
anterior. Acab reconociendo la excelencia de nuestras leyes y de nuestra repblica, pero
segua acusando todava a los malos magistrados de aplicarlas mal, cuando un servidor de
Onegesio vino a buscarme por encargo de su seor. Dej a mi interlocutor, y no he vuelto a
verlo []
Rusticio, que nos ha acompaado y que me ha servido de intrprete en las
conversaciones con Orestes, acaba de ser nombrado agregado a los despachos del gobierno
huno. Creo que podr darnos informaciones tiles. Dos panonios, Constancio y
Constanciolo, trados por Rmulo, han sido destinados al mismo servicio. Es un buen
asunto disponer de estas complicidades en el lugar. Por lo visto Atila ha tomado un gran
afecto por este Constancio, en consideracin hacia Aecio, que es quien se lo ha
recomendado y a quien los hunos respetan muchsimo []
Acabamos de encontrar al embajador de Valentiniano pasendose junto a las
empalizadas con sus dos oficiales. Como lo hemos interrogado sobre el resultado de sus
negociaciones, nos ha respondido con aire grave que Atila segua reclamando los vasos al
usurero Silvano. Maximino le ha dicho entonces que eso era de una gran imprudencia, y
que las pretensiones del rey eran excesivas. Rmulo ha aadido que tema la ambicin de
Atila, ya que sus xitos haban acentuado su orgullo de una manera desordenada, y que le
crea capaz de desencadenar sobre Europa la guerra ms abominable.
Los hunos nos ha dicho pretenden someternos e invadir Persia. Ya han
descubierto un camino muy corto para llegar a Media, y les ser fcil vencer a los persas.
Estas palabras nos han impresionado, pues Rmulo es un hombre sabio y con
muchsima experiencia. Ha ponderado la valenta y la disciplina del ejrcito huno, el cual,
segn l, podra acabar con cualquier otro ejrcito. Uno de nosotros ha dicho entonces que
estos proyectos no nos inquietaban, pues Atila, ocupado con los persas, no pensara en
atacar el Imperio.
Os equivocis ha replicado Rmulo, muy serio. Despus de vencer a los
persas volver contra nosotros, y slo Dios sabe lo que ocurrir entonces []
He reflexionado largamente sobre lo que Rmulo nos ha dicho. Es un hombre de un
entendimiento demasiado fiable y demasiado estricto como para que podamos ver en sus
declaraciones una exageracin.
Onegesio me ha hecho llamar. Esperaba de l palabras favorables, pero solamente
me ha dicho que Atila no iba a admitir recibir a ms embajadores de un rango subalterno.
Ha nombrado a tres personajes consulares que seran los nicos permitidos, entre los que
Teodosio debera escoger a su enviado. No he podido privarme de decirle que el favor de
Atila no iba a ser para ellos una recomendacin a la hora de dirigirse al gobierno de
Constantinopla. Respondiendo a esto, Onegesio se ha contentado con responder que si lo
rechazamos, las armas resolveran el conflicto.
Sala de su palacio, muy enojado, cuando me he encontrado a Tatullo, que vena a
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CAPTULO ONCE
El fracaso del complot
Mientras que Maximino esperaba, en vano, la audiencia de Atila, los oficiales hunos
observaban atentamente todos los movimientos de los personajes que componan la
embajada.
Ya desde el momento de su llegada, Edecn haba hablado largamente con el rey, y
despus de su conversacin se haba hecho un relevo completo de todos los soldados de
guardia alrededor del palacio. Maximino, Priscos, hasta el ms nimio escriba, todos estaban
sujetos a una discreta vigilancia.
Vigilas se haba dado cuenta de esta desconfianza, y haba palidecido cuando Atila
le haba interpelado en el transcurso de la primera recepcin. A pesar de la tranquilidad de
Edecn, que le aseguraba que nadie poda sospechar del complot, esta escena, que
contrastaba con el carcter habitual de Atila, estas amenazas salvajes que el pretexto
invocado no poda justificar, le parecan de mal agero. Pero tambin se deca que si
hubiese adivinado el proyecto de asesinato diseado por Crisafio, habra hecho arrestar
inmediatamente a toda la embajada, y que, por otra parte, la honorabilidad de Maximino
inspiraba confianza.
Acab de tranquilizarse cuando Atila le envi a Constantinopla para reclamar a los
trnsfugas. Si se le encargaba esta misin quera decir que no era sospechoso, y esta feliz
coincidencia iba a permitirle transportar en secreto la suma necesaria para sobornar a los
cmplices, sin despertar la desconfianza de sus compaeros. Este viaje retardaba la
ejecucin del proyecto, pero tambin la haca ms segura y ms fcil.
Crisafio le esperaba con impaciencia. Cada da crea ver llegar a un jinete
anunciando la muerte de Atila, y censur a Vigilas por su negligencia. ste respondi que
un plan tan audaz tena que ser cuidadosamente estudiado, que cualquier precipitacin
poda comprometer el xito de la empresa, pero que Edecn haba mordido el anzuelo
dorado que se le haba echado, y que lo preparaba todo para el xito del atentado. Tena que
asegurarse las amistades entre los guardias, escoger el da oportuno, permanecer entre los
favoritos del rey para asestar el golpe en el momento preciso. Nada de todo esto tena que
dejarse al azar. Solamente peda que se doblara la suma, por las complicidades que tena
que comprar. Pero pagar cien libras de oro por la cabeza de Atila realmente no era nada
caro.
A pesar de su avaricia, Crisafio entreg el dinero, hasta tal punto tena prisa en
enterarse de la muerte de su enemigo. Ignoraba que Vigilas era uno de esos conspiradores
infantiles que aseguraran, a falta de muerte natural, la inmortalidad de los soberanos, y que
Edecn, desde el mismo da de su llegada, se lo haba contado todo a Atila.
Los embajadores, durante las fiestas y las borracheras, no haban imaginado ni
durante un solo instante que Atila jugaba con ellos como un verdadero asitico. Informado
del proyecto de Crisafio, el rey haba sospechado en un primer momento de Maximino y de
Priscos como parte del complot. Los hunos ms vigilantes no los haban perdido de vista.
Se haba estudiado cada una de sus palabras, cada gesto, pues si bien Edecn estaba
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informado por Vigilas de que todo el personal de la embajada, a excepcin del mismo
Vigilas, ignoraba la intriga, en esta misma informacin poda esconderse una nueva trampa
que haba que prevenir. Mientras se banqueteaban despreocupadamente, los enviados de
Teodosio no saban que un solo movimiento equvoco habra bastado para que todos fueran
asesinados. Esta confianza que mostraban, en la que Atila crey reconocer en un principio
un refinamiento habilidoso, hizo que finalmente se mostrara convencido de su inocencia, y
aunque por precaucin rechaz recibirles, los regalos que les ofreci en su partida probaban
que estaba convencido de su buena fe. Les compadeca por haberse hecho cmplices
involuntarios de los asesinos, los trataba como a huspedes distinguidos, pero esperaba la
vuelta del asesino para castigarlos. Haba retenido a los embajadores hasta que no qued
ninguna duda sobre su inocencia, y les apremi para que se fueran en cuanto se enter del
prximo regreso de Vigilas, para mostrar que los desligaba completamente del asesino, y
que solamente ste sera castigado en cuanto confesara su intencin criminal.
Mientras galopaba alegremente hacia la capital de Atila, con la bolsa de oro sujeta a
la silla de su caballo, Vigilas se acordaba de las recomendaciones de Edecn. Haba que
atacar a Atila de noche, y luego decir a los guardias que el rey quera dormir hasta el da
siguiente a medioda, partir a toda prisa y volver a Constantinopla, en donde grandes
honores esperaban a los asesinos para recompensar su celo. Todo el mundo latino
bendecira su nombre, y la civilizacin occidental a la que habran salvado retendra para la
posteridad el recuerdo de sus gestas. Arrullado por esos sueos de gloria, Vigilas ya vea su
imagen acuada en las monedas y oa las trompetas del triunfo. Slo olvidaba un detalle: la
perfidia huna de la que tanto se hablaba, y las astucias asiticas de los brbaros. Ni por un
instante pens que Edecn poda haber fingido aceptar su pacto para hacer fracasar la
estratagema, o que incluso por miedo o remordimientos pudiera abandonar la partida y
explicar el complot. Crisafio, de manera mucho ms inteligente, haba previsto todas las
posibilidades. Si la aventura tena xito, le sacara todo el provecho; si fracasaba, Vigilas lo
pagara con su cabeza, e incluso, por qu no?, liquidara tambin a Maximino, y a Priscos
[] Eso no tena mayor importancia.
El gran eunuco no le pona ningn precio a su apuesta: si Vigilas hablaba, l podra
negarlo todo. Por otro lado, Vigilas pareca tan seguro de su xito que incluso se llevaba
con l a su hijo de unos veinte aos, cuya vida con seguridad no habra arriesgado en una
empresa peligrosa.
Atila, por su lado, se haba alegrado del azar que pona al alcance de su mano tanto
a Crisafio como a Teodosio. Enseguida haba visto en el gran eunuco portaespada al
inspirador de la conjura, y ya se encargara de hacrselo confesar a Vigilas, mediante la
tortura si era necesario. El intrprete era una presa pauprrima para l. Como el destino le
libraba el emperador y su ministro, un vulgar asesino no le preocupaba en absoluto: quera
llegar hasta la cabeza del complot, y denunciar ante el mundo los procedimientos
empleados por la corte de Constantinopla en las relaciones diplomticas con el extranjero.
Y si haba enviado a Vigilas a Bizancio era para obtener la prueba material de sus
sospechas, la confirmacin de la complicidad de Crisafio.
Ignorante de la acogida que le esperaba, Vigilas quemaba las etapas para llegar
cuanto antes a Etzelburgo. (Empleamos este nombre que, ciertamente, pertenece ms a la
leyenda que a la historia, en nuestra ignorancia de la situacin exacta de la capital huna.
Ante la discordia de los historiadores, que tan pronto la ubican en Buda como en Tokay, o
tanto en Szony como en Taszbereny, adoptamos el trmino empleado por el autor de
Nibelungenlied para designar la fortaleza de Atila). Se haba dado cuenta de que la
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guardia huna le rodeaba ms estrechamente desde que haban traspasado la frontera, pero
sin darse cuenta de que a los ojos de un transente tena ms aspecto de prisionero que de
embajador.
Llegaron una noche a las puertas de Etzelburgo. Vigilas vio que a la llamada de sus
compaeros de viaje se levantaba una barrera en la empalizada de altos postes puntiagudos.
Una vez dentro, algo sorprendido por esa recepcin sin ningn aparato, sigui a Esla hacia
una tienda. De pronto record la bolsa de oro que haba dejado atada a su silla. Buscaba un
pretexto para volver sobre sus pasos y llegarse a recogerla cuando, de golpe, cuatro
hombres se lanzaron sobre l para atarlo de pies y manos con correas. Una multitud, atrada
por sus gritos, le rode, y entre insultos y risotadas, le arrastraron hasta un calabozo
subterrneo.
Por la maana sacaron a Vigilas de su prisin y lo llevaron ante Atila. Temblaba de
miedo, temiendo que se hubiera descubierto la conjura. El rey estaba rodeado por Orestes,
Edecn y los principales ministros. Ante l, en el suelo, se encontraba la bolsa de oro.
Mientras que el enviado de Constantinopla miraba con ojos implorantes a su cmplice,
Atila, con voz socarrona, le pregunt qu pensaba hacer con una suma tan grande en un
pas pobre como el de los hunos. Vigilas haba previsto una pregunta como aqulla.
Respondi con aplomo que estaba destinada al rescate de los cautivos romanos.
No haba prohibido expresamente a los miembros de la embajada que compraran
fuera lo que fuese? pregunt Atila con suavidad.
El valor de Vigilas se iba restableciendo al comprobar que no se hablaba de conjura
alguna. Ms desenvuelto, respondi que esa prohibicin se le haba pasado por alto, pero
que de cualquier modo no justificaba el arresto de un mensajero diplomtico, ni la noche
que le haban hecho pasar en una prisin sucia y hmeda. En cuanto pronunci estas
palabras comprob con sorpresa que todos los hunos se echaban a rer.
Eso no es todo dijo con indiferencia Atila. Y de pronto todos los rostros se
volvieron graves. Para qu iba a servir este dinero? Crisafio es demasiado avaro para
consagrar cien libras de oro al rescate de los prisioneros justo cuando el tesoro imperial est
vaco. Qu queras, pues? Caballos?
S, eso es! confes Vigilas. Quera comprar caballos.
Caballos por cien libras de oro! Qu queras, una yeguada? Pero Vigilas,
apurado, no respondi. Habla! le dijo secamente Atila, que de pronto haba
abandonado su tono irnico para mirarle con dureza. Qu queras comprar en mi pas?
Has perdido la memoria? Quieres que te ayude? Ganado? Joyas? Pieles? No
poseemos ms que eso Qu si no? Cmplices, tal vez?
Vigilas no dijo nada, pero vio los ojos de Atila, y supo que haba descubierto la
conjura. Con rabia, tendi el puo hacia Edecn y grit palabras confusas, diciendo que era
mentira, y que no estaba permitido tratar de ese modo a un embajador. Nadie le
interrumpi. Cuando se call, el rey retom sus preguntas:
Fuiste t quien tuvo la idea? De quin fue?
Vigilas, que en ese momento se vea perdido, callaba. Atila, despus de interrogarlo
por tercera vez sin obtener resultados dijo:
No quieres decrnoslo, verdad? Peor para ti Tu hijo nos lo dir
Y a un signo del rey hicieron entrar al joven. A todas las preguntas el hijo de Vigilas
responda No s nada, y probablemente fuera cierto.
Puesto que no sabes nada, tu presencia aqu es intil dijo Atila. Vamos a
matarte.
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Y mientras que un soldado echaba al joven de rodillas sobre el suelo, el otro levant
por encima de su cabeza una espada. Vigilas lanz un grito y balbuceando, sollozando, jur
que su hijo era inocente, que no saba nada del complot, que todo era idea del propio
Vigilas
Eso no es cierto dijo Atila, eres demasiado estpido para eso. No eres ms
que un torpe instrumento. Qu mano te ha empujado?
Y como la espada rozaba la nuca de su hijo, Vigilas grit:
Crisafio!
Y se desmay.
Lo saba respondi simplemente el rey.
Qu vais a hacer de m? pregunt el desdichado intrprete cuando, vol viendo
en s, se reencontr en su calabozo subterrneo.
El huno que le vigilaba no respondi, pero un instante despus Esla vino a
tranquilizarle. Atila, le dijo, era demasiado grande como para encarnizarse en presas
menores. Persegua a una pieza mayor, y en esta caza la personalidad nfima del intrprete
pasaba desapercibida. No iban a matarle, pero seguira all prisionero hasta que el asunto se
aclarara. Necesitaban su testimonio. Su hijo haba quedado en libertad, y estaba a punto de
volver a Constantinopla con Orestes, a quien Atila enviaba en embajada a Teodosio.
Mientras Vigilas maldeca en su calabozo la ambicin que le haba empujado a estas
aventuras, Crisafio se irritaba por no recibir la noticia tan impacientemente esperada. Un
da se anunci por fin la llegada de una embajada huna cuyo paso se haba sealado en la
frontera. Vienen a ofrecernos su sumisin pens Crisafio. Atila era el alma de su
nacin. Con l muerto, todo su edificio poltico se desploma. Sin embargo, le sorprenda
que Vigilas no hubiese precedido la llegada de tal embajada. Acaso el desgraciado haba
pagado con su vida el acto de valenta que libraba al universo del monstruo asitico?
Tanto mejor pens Crisafio, as no tendremos que recompensarle. En cuanto a
Edecn, sin duda vena a que le pagaran. Ha recibido ya cien libras de oro. Es suficiente.
Teodosio, si el eunuco se propona, consentira en darle un ttulo honorfico y un grado en
el ejrcito, pero en lugar de paga le procurara la dote de una mujer rica.
Impaciente por conocer los detalles del asesinato, Crisafio corri a la delantera de la
comitiva para interrogar a Edecn. Pero cuando en lugar del huno reconoci a Orestes el
panonio, pens que quiz se haba alegrado demasiado pronto. En respuesta a su cordial
saludo, Orestes volvi la cabeza y por mediacin de un secretario le hizo saber que traa
una carta de Atila destinada a su seor, y que quera entregrsela cuanto antes, pero a
Teodosio en persona. Crisafio intent localizar desde all a Vigilas entre la escolta del
embajador, pero slo percibi a su hijo rodeado de soldados.
Orestes puso pie en tierra ante el palacio. Exiga ver al emperador inmediatamente.
Crisafio le condujo hasta la sala de audiencias, en donde Teodosio, rodeado de sus
ministros y de su corte, se dispona a felicitar al asesino de Atila.
La gravedad llena de desprecio de Orestes, que le salud con una simple
inclinacin, lo mismo que el aire decepcionado de Crisafio, contuvieron las frmulas de
bienvenida.
El embajador sac de su manga una carta que entreg al emperador. Deca
aproximadamente lo siguiente: Tu portaespada es un asesino de la peor ralea. Quiero que
me enves su cabeza sin ms demora. De otro modo, ser yo mismo quien venga a
buscarla. Al ver que el emperador haca un gesto de indignacin, Orestes dijo que el rey
posea todas las pruebas de la conjura, y que reclamaba el castigo del hombre que lo haba
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CAPTULO DOCE
Preparativos
barrer a los romanos. Poco tiempo despus un joven prncipe franco acudi al rey para
pedirle su apoyo en la reconquista del reino del que haba sido desposedo. Su hermano,
ayudado por Roma y adoptado por Aecio, le haba expulsado del trono y reinaba en su
lugar. Pero entre la poblacin haba muchos descontentos que se indignaban al verse
gobernados por un usurpador al que defendan los soldados romanos. En este sentido, la
insurreccin estaba lista, y si Atila quera entrar en Galia, no tardara en encontrar amigos y
aliados.
Acababa de llegar otra demanda de alianza, todava ms importante. Genserico,
inquieto por las consecuencias que una discrepancia con los visigodos poda tener para el
reino de los vndalos, quera saber si los hunos aceptaran avanzar junto a l ya fuese contra
Teodorico o ya fuese contra Valentiniano. Genserico no era ningn gran poltico. Primero
haba buscado la alianza de los visigodos casando a su hijo Hunerico con la hija de
Teodorico. Desgraciadamente, el prncipe vndalo, con razn o sin ella, se haba quejado de
la conducta de su mujer, y la haba pegado para luego devolverla, desfigurada, a su padre,
cuya venganza tema en esos momentos.
Conocedor de la fuerza del reino africano, de la calidad de sus soldados y de su
flota, as como de la aportacin que podran representar para la maniobra de los hunos,
atacando simultneamente a los romanos sobre sus costas mal defendidas, Atila recibi
amablemente a los embajadores vndalos y acept sus proposiciones.
Tras un reconocimiento por Hunia, constat la buena disposicin de sus tropas, su
disciplina y su espritu guerrero. Nuevos contingentes acabados de llegar de Asia
constituan el refuerzo necesario para la segunda oleada invasora. Todo estaba dispuesto
para el ataque, pero segua dudando a la hora de escoger al adversario: Roma o
Constantinopla. Y se preguntaba tambin en qu frente haba que asestar el primer golpe.
Haba dnde escoger. En Oriente no le haban concedido el castigo de Crisafio, a
quien segua reclamando. Por este frente ya tena un casus belli a emplear en cualquier
circunstancia. Por otro lado, las ocasiones de disensin con Roma no faltaban, y el
desposeimiento del prncipe franco, su husped y amigo, le proporcionara el pretexto para
intervenir.
Sus vasallos estaban dispuestos a marchar contra los adversarios que escogiera.
Eslavos, germanos y galos no esperaban ms que la orden de tomar las armas.
En Roma y Constantinopla, esta incertidumbre trastornaba todas las previsiones de
los ministros. Se saba por los informes de los espas que el ejrcito huno reciba sin cesar
nuevos refuerzos y que haca preparativos con vistas a una larga campaa. La unin
germano-eslavo-asitica, por fin realizada, pareca una enorme ola, inmvil de momento,
pero dispuesta a abatirse irremisiblemente sobre el obstculo indicado. Los diplomticos
europeos, en la creencia de que la federacin panhuna era irrealizable, no se haban tomado
en serio los esfuerzos de Atila, pero en vista de la realidad de esos momentos era forzoso
que se convencieran de que el inmenso ejrcito acampado en las mrgenes del Danubio no
era ms que la vanguardia de una horda cuyos ltimos regimientos estaban acabando de
equiparse en la tundra siberiana, en las estepas de Asia central y en la frontera china. El da
en que toda esta multitud mongola se pusiese en movimiento, nada podra detenerla.
El terror de las cancilleras se desboc cuando, aquel mismo da, dos jinetes
llevaron a Teodosio y a Valentiniano el mismo mensaje, autoritario y breve: Mi seor, que
es tambin el vuestro, os hace decir que le preparis el palacio.
Poco tiempo antes, habran acogido con carcajadas una orden as de brutal, y se
habran burlado de la presuncin y de la arrogancia de ese brbaro que pronto se vea
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durmiendo en el lecho de los csares. Pero ahora, conscientes de la terrible amenaza que
representaba la nacin huna, unificada y sostenida por sus vasallos, y confirmada adems
por todo tipo de presagios, no se atrevieron a tratar la orden de Atila como una simple
fanfarronada. Al consultar a Aecio, ste dijo que la situacin era grave y que era necesario
estar preparado para cualquier eventualidad. Tanto Valentiniano en Roma como Teodosio
en Bizancio quizs habran consentido todas las humillaciones, pero junto a uno se hallaba
Aecio, que tena la esperanza de librar a Europa de los hunos, y junto al otro Crisafio, que
conoca el castigo que le reservaba Atila y que bajo ningn concepto quera convertirse en
la prenda de la reconciliacin.
Roma dispona todava de algunos aliados: algunos francos, srmatas, armoricanos,
lutecianos, sajones, burgundios, alanos Eran aliados indecisos, agitados por deseos de
independencia, en gran parte dispuestos a ceder y a traicionar, y no constituan para Aecio
ningn apoyo seguro, aunque suficiente para hacer dudar a Atila de la fuerza real del
ejrcito romano. Saba que todos esos pueblos odiaban a Roma y esperaban el momento
propicio para levantarse y afirmar su independencia, pero no tena la seguridad de poder
contar con ellos, y tampoco le gustaba lanzarse a la aventura: todas esas naciones se
dividan en dos partidos, uno nacionalista, autonomista, enemigo de Roma, y el otro
partidario del opresor por la costumbre o por el dinero. Todo dependa del partido que
tomara el poder y de su pronunciamiento bien por los hunos o bien por los romanos.
Un nuevo acontecimiento iba a decidir a Atila a volverse primero hacia el Imperio
de Oriente. El 28 de julio de 450, tras una cada del caballo, Teodosio muri, y aunque en
vida no haba sido ms que un emperador mediocre, el desorden aument en la corte de
Constantinopla en cuanto se conoci su muerte. Sus protegidos perdieron todo el poder.
Crisafio, a quien el pueblo detestaba, fue reconocido cuando atravesaba la ciudad y
lapidado. Todos los asuntos de Estado se detuvieron, e incluso se olvid pagar el tributo a
los hunos. Atila saba que, una vez muerto Crisafio, el gobierno sera incapaz de poner
orden en las finanzas, y aprovech para reclamar enseguida a los bizantinos un impuesto
que segn pensaba no estaran en condiciones de pagar. Pero recibi una respuesta que le
sorprendi. El sucesor de Teodosio le informaba de que l no le deba nada, y que a partir
de ese momento respondera a sus pretensiones no con oro, sino con hierro.
Ese tono tan novedoso en la diplomacia bizantina expresaba muy bien el carcter
del nuevo emperador. Su nombre era Marciano, un soldado panonio enrgico y resuelto, y
aunque en su orgullosa respuesta al huno haba olvidado que si bien el Imperio no posea
demasiado oro, todava dispona de menos hierro que oponer a sus enemigos, su mensaje
tuvo como consecuencia cambiar las intenciones de Atila. Ya fuera porque ste crey
fundada la amenaza de Marciano o porque siempre haba sentido hacia los hombres de
carcter un respeto mezclado con temor, dud en combatirlo. Saba que un pequeo ejrcito
a las rdenes de un general intrpido siempre es ms temible que una multitud sin jefe. No
otorgaba valor ms que a los individuos, y si hasta ahora slo haba encontrado a uno,
Aecio, que mereciera su estima, no poda evitar reconocer en Marciano, dados los trminos
de su respuesta, a un soldado. Y no quera malgastar sus fuerzas y a sus hombres
intilmente. Roma y Bizancio no eran para l ms que las primeras etapas de la conquista, y
prefera apoderarse de ellas sin combate antes que correr los riesgos de la guerra.
Aunque en el desafo del nuevo emperador haba mucho de imprudencia y de
presuncin, sin embargo bast para transformar la naturaleza de las relaciones entre
Bizancio y los hunos. Acostumbrado a la docilidad servil, hipcrita y prfida de Teodosio y
de sus eunucos, Atila haba utilizado la intimidacin como un medio de discusin que no
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admita rplica alguna. Pero como un general haba sucedido al calgrafo, y como una corte
militar remplazaba a la caterva corrupta de los intrigantes, la situacin cambiaba de pronto,
y aunque saba que el Imperio de Oriente sera incapaz de llevar a cabo una guerra
prolongada, no quera pagar demasiado cara una victoria agotadora y quiz sin futuro. No
ignoraba todo lo que de bluf, como se dira ms tarde, poda tener la respuesta de
Marciano, pero esta actitud, por poco sustentada en los hechos que estuviera, bastaba para
impresionarle.
Fue entonces cuando, modificando bruscamente sus proyectos y con la decisin de
volverse contra Roma, Atila sac del cofre en el que lo haba guardado el anillo de Honoria.
Normalmente, conviene que un hombre solicitado amorosamente por una mujer
responda con ms premura a su deseo, y el prolongado plazo que se haba tomado Atila
para agradecerle su regalo era todava ms sorprendente si, como pretenda de golpe, estaba
realmente enamorado de Honoria y deseaba desposarla. Pasando por alto los quince aos
que haban pasado desde la oferta de matrimonio que haba quedado sin respuesta, Atila
escribi a Valentiniano III para lamentar el secuestro que sufra su novia y para reclamar
que se la enviaran cuanto antes. Quera que la boda se celebrara en el ms breve plazo, e
invitaba al emperador y a toda su familia a honrarles con su augusta presencia. Aada a pie
de carta que contaba con recibir, al mismo tiempo, la dote de su mujer y los bienes que le
correspondan sobre la sucesin de su padre, es decir, la mitad del Imperio.
Tras el escndalo de su carta a Atila, haban vigilado estrechamente a Honoria, pero
sta, decidida a cubrir de vergenza a su familia, haba logrado que un oficial acudiera a
raptarla. Tras esta fuga haba dado libre curso a sus deseos amorosos, y sus aventuras eran
la comidilla de la corte. Finalmente se haba comprometido de una manera tan indecente
que su hermano no haba querido seguir ignorando el escndalo y la haba encerrado en un
convento de Ravena, desde el que no dejaba de apelar al socorro de sus innumerables
amantes, y sobre todo al de ese rey brbaro al que segua amando.
Habran llegado sus quejas a odos de Atila? Y ste, acaso no revelaba un
comportamiento caballeresco insospechado en l, que le converta en un precursor de
Amads y de Don Quijote? Declarara la guerra a Roma simplemente por liberar a una
princesa cautiva a la que jams haba visto y de la que no se haba preocupado en el
transcurso de quince aos? Iba a perturbar al mundo entero por la cara bonita (que tambin
poda ser fea) de una mujer cuya conducta impropia haba sido tan notoria?
Atila posea ms de trescientas mujeres que pertenecan a todas las razas de Europa
y Asia. Una ms o una menos le importaba muy poco. Pero estaba el asunto de la dote, y no
iba a acusarse a Atila de querer llevar a cabo una vulgar boda por dinero, cuando
Honoria esperaba recibir la mitad del Imperio.
El mensajero que le entreg la carta a Valentiniano le mostr, a la vez, el anillo. El
emperador no poda fingir que no lo reconoca. Adems, la historia se haba difundido a
pesar de los esfuerzos de la familia por ocultarla. Todo el mundo saba que la hermana de
Valentiniano se haba ofrecido a Atila. Y ste, tal vez, por una vanidad masculina
comprensible, tambin se haba mostrado poco discreto, y se haba vanagloriado demasiado
a menudo de su buena fortuna.
Viniendo de cualquier otra persona, esta carta les habra parecido a los romanos una
broma de mal gusto. Valentiniano, en principio, se resisti a tomarla en serio, pero Aecio,
que conoca a Atila, le sac del error. Ley varias veces el mensaje, asintiendo y con aire
preocupado, y como el emperador lo miraba con inquietud, acab diciendo que era un
asunto muy grave, y que ese diablo de hombre tena siempre una salida.
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Valentiniano se puso furioso, y grit que su hermana, fuera cual fuese su conducta y
el oprobio que sobre ellos haba echado, nunca sera la mujer de Atila, que el descaro de ese
mongol era intolerable y que l haba decidido no aguantarlo por ms tiempo. Aecio le
respondi que en este caso Atila se haba colocado sobre un terreno jurdico, y que sus
reivindicaciones, por monstruosas que parecieran, no estaban desprovistas de sentido. Al
or estas palabras, Valentiniano pas bruscamente de la clera a la desesperacin, y
pregunt qu se poda hacer.
Tras haber reflexionado un momento, Aecio dijo que en su opinin el mejor medio
de impedir esta boda era casar enseguida a Honoria con quien fuera, e invocar este hecho y
las costumbres romanas, que no admitan la poliandria, para rechazar con cortesa, pero
tambin con firmeza, las pretensiones del rey huno. Valentiniano acept esta estratagema.
A toda prisa, sin darle ocasin a que supiera qu estaba ocurriendo, sacaron a
Honoria del convento, la llevaron a la corte y la casaron con un gentilhombre complaciente,
Flavio Casio Herculano. Una vez acabada la ceremonia, Valentiniano ya pudo escribir a
Atila sin mentirle, explicndole que senta mucho no poder satisfacer su demanda de unin
que habra constituido un honor y una alegra para Roma, etctera Desgraciadamente, su
hermana ya haba escogido a otro hombre como esposo Lo que demostraba la falsedad de
los rumores que corran sobre su pretendido secuestro.
Por consejo de Aecio, Valentiniano aadi que las leyes romanas no consideraban
el Imperio como patrimonio del soberano y de su familia, y que por consiguiente Honoria
no tena ningn derecho sobre la menor de las parcelas del territorio.
Despus esperaron, no sin cierta angustia, el resultado de la lectura de esta carta. El
mismo Aecio tema la clera de Atila en cuanto viese que su artimaa haba sido
desarmada. Dispuso refuerzos para los regimientos de la frontera y mejoras en las
fortificaciones de las mrgenes del Danubio.
La respuesta lleg unos cuantos das ms tarde. Pareca extraamente amable y
bienintencionada. Atila se declaraba desolado por ese inconveniente que le impeda
convertirse en cuado de Valentiniano, a quien tanto amaba. Las razones que se invocaban,
desgraciadamente, eran justsimas, y solamente se lo reprochaba a s mismo, pues las
preocupaciones del reino le haban impedido responder inmediatamente a la halagadora
proposicin de Honoria, con lo que haba llegado tarde. Pero, segn segua diciendo, las
buenas relaciones entre Roma y los hunos seguiran inalteradas, y por su parte siempre
estimara al emperador como a un hermano.
Valentiniano estuvo encantado de una tan buena disposicin, y le mostr la carta a
Aecio, diciendo:
As es como hay que tratar a esas gentes.
Aecio no pareca compartir su entusiasmo. El emperador pensaba que era a causa
del despecho y del rencor. Se atribua la idea del matrimonio, y juzgaba que el general
estaba celoso de su xito y de su ingenio. No ocult su amargura, y Aecio le explic
entonces que Atila amenazante era algo de temer, pero que todava lo era ms cuando
escriba cartas amables.
Y como para confirmar sus palabras, Aecio aceler enrgicamente sus preparativos
sobre el Danubio, mientras que Valentiniano, irnico, ridiculizaba sus temores y presuma
de haber reducido al silencio al tan temido huno. Los acontecimientos parecan darle la
razn. Algunos das ms tarde lleg una nueva carta a Ravena. Atila renovaba sus
manifestaciones de amistad, y rogaba al emperador que no se ofendiera si uno de esos das
vea a tropas hunas penetrar en Galia para capturar a los desertores que se haban refugiado
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entre los visigodos. Esperaba que stos no opusieran resistencia y que no se viera obligado
a emplear la fuerza. Pero en cualquier circunstancia, el emperador no tena que mostrar
resentimiento por esta actuacin, dirigida solamente contra los visigodos, sin que afectara
en ningn caso a los romanos.
Esta nueva prueba de deferencia y cortesa encant a Valentiniano. Su placer dur
poco, de todos modos, ya que a la semana siguiente un mensajero de Teodorico le facilitaba
una carta escrita por Atila al rey de los visigodos en parecidos trminos. La nica diferencia
era que Atila contaba con la neutralidad de la corte de Toulouse en el debate que iba a
oponer a hunos y romanos y que en ningn caso, deca, iba a modificar la paz y la
seguridad de los visigodos.
Aecio no tuvo que esforzarse en demostrar al emperador la duplicidad de Atila,
demostrada por estos mensajes contradictorios, ni en aconsejarle que se asegurara cuanto
antes la alianza de los visigodos. Los dos soberanos engaados por el huno compararon las
cartas que haban recibido y constataron que Atila, mediante una hbil maniobra, quera
dividirlos para aplastarlos ms fcilmente.
Teodorico tuvo un gran disgusto al verse implicado en una guerra contra los hunos
en el momento mismo en que la tensin entre visigodos y vndalos haca temer un
desembarco de Genserico en el sur de Galia.
Ignoraba el tratado de alianza establecido entre ste y Atila, y que la invasin
vndala en las costas del Imperio iba a tener lugar al mismo tiempo que la de los hunos en
la frontera. Sin embargo, no se atrevi a rechazar el acuerdo que le propona Valentiniano y
se comprometi a marchar junto a l si los hunos atacaban el Imperio, aunque en realidad
tuviera decidido no moverse y esperar el resultado de las operaciones. De manera muy
realista, presenta que de otro modo sera el nico en pagar los gastos de la guerra, y que
segn su costumbre Roma dejara asesinar a sus auxiliares evitando llevar al frente de
batalla a sus propios soldados.
Durante todo este tiempo el ejrcito huno haca sus ltimos preparativos. Atila haba
llamado junto a l a sus principales aliados: Ardarico, rey de los gpidas, y Teodomiro, rey
de los ostrogodos a quien haba confiado importantes misiones. En Roma la guerra se
juzgaba inevitable. Aecio estimulaba el celo de los contingentes brbaros, pagaba los
sueldos atrasados, reciba juramentos, fortificaba las ciudades y las cabezas de puente. Los
presagios funestos se multiplicaban. En los libros sibilinos se crea leer la fecha de la cada
del Imperio, anunciada para el ao siguiente.
Cada da, nuevos contingentes llegados de Asia reforzaban el ejrcito de Atila. Esta
multitud de hombres oscilaba de las mrgenes del Danubio al bosque Herciniano, y se
esperaba el momento en que bajara bruscamente, como una avalancha, sobre los puestos
avanzados latinos. Valentiniano incitaba a Aecio para que tomara la ofensiva, pero el
general esperaba, pues no saba todava sobre qu frente iba a producirse el ataque.
El ao 450 finaliz con esta incertidumbre. De pronto, en el mes de enero de 451, el
ejrcito huno apareci sobre el Rin.
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CAPTULO TRECE
El azote de Dios
Una multitud innumerable de jinetes, acompaada por carros, segua al rey de los
hunos. Inquieto por la energa resuelta que haba demostrado el emperador militar de
Constantinopla, Atila reuna a todas sus tropas y concentraba todos sus esfuerzos contra el
Imperio de Occidente.
El avance de su ejrcito haca el ruido terrible del mar contra las rocas. Gritos y
cantos salvajes dominaban a veces la rodadura de los carros y el ruido de los cascos de los
caballos. Se escuchaba el entrechocar de las armas, y las cuerdas de los arcos que vibraban
en una nota grave. Un hedor insoportable a cuero, grasa y sudor envolva a los incontables
jinetes vestidos con pieles. En la horda que pasaba a un trote rpido, a travs de campos y
bosques, se contaban de quinientos a setecientos mil hombres. Lo mismo se vea a
germanos, blancos y rubios, de talla gigantesca, que a eslavos vestidos de cuero y armados
con hachas y largas lanzas, pero sobre todo abundaban los mongoles de rostro amarillo,
tropas de elite que haban proporcionado los hunos y sus aliados asiticos.
Divididos en escuadrones que obedecan a una rigurosa disciplina, estos jinetes
avanzaban, y pareca que nada poda detenerlos nunca. El orden en que desfilaban daba la
imagen de una fuerza contenida, organizada, que obedeca a una inteligencia.
Este ejrcito, compuesto en su mayor parte por jinetes, constitua la fuerza ms
rpida y aguerrida que ningn rey hubiese posedo jams. En l se mezclaban todos los
dialectos, y en un pintoresco cuadro convivan todas las costumbres y todas las armas de
Asia. El amor a la guerra y al saqueo animaba a estos nmadas, procedentes con sus carros
de las altiplanicies. La horda ruda, cruel, dcil a la voluntad del jefe, remontaba el Danubio
en direccin norte.
Los correos iban informando a Aecio de que los hunos haban salido de Etzelburgo
y que haban penetrado en el bosque, y luego ya no supo nada ms. Pero de pronto se
anunci que el ejrcito de Atila haba llegado hasta el Rin.
Como si los vnculos que mantenan juntas a las diversas fuerzas del Imperio se
hubiesen roto en ese momento, sus elementos se dislocaron. Los romanos supieron que los
burgundios y los turingios no haban opuesto ninguna resistencia a los invasores, que los
francos de Neckar haban asesinado a su rey (apoyado por los romanos) y que el joven
prncipe fugitivo que lo haba remplazado marchaba junto a Atila.
Los hunos vacilaron un momento ante el Rin. Pareca que teman alguna clase de
trampa ms all del ro. La facilidad con la que haban proseguido su carrera hasta el
momento quiz les pareciera sospechosa y susceptible de disimular una emboscada. Sin
embargo, no les impeda el paso ningn otro obstculo que no fuera el mismo ro. La
poblacin les haba acogido bien, aterrorizada por esos hombres amarillos con cara de
demonios que slo coman carne cruda. La apariencia salvaje del ejrcito y la disciplina
rigurosa a la que obedeca constituan un curioso contraste que aumentaba el temor de los
renanos. Mientras se disponan puentes de barcos en la regin de Angst y de Coblenza,
llegaba la retaguardia de los carros.
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Algunos das ms tarde, los hunos acampaban alrededor de Trveris y Atila pasaba
triunfalmente bajo la majestuosa Porta Nigra, testimonio orgulloso y poderoso de la
dominacin romana.
A excepcin de algunas escaramuzas sin mayor importancia, el ejrcito huno no
haba combatido. Con la certeza de su derrota, las guarniciones romanas se haban
replegado, con lo que haban permitido a los germanos unirse a los invasores. Reconocan
en ellos a los salvadores tan esperados que romperan la tirana de Roma y devolveran a los
pueblos oprimidos su antigua soberana. No se haba perturbado en absoluto el orden del
pas. No se haban dado ni violencias ni saqueos. En el momento de entrar en Galia, Atila
orden que se anunciara a los habitantes que solamente estaba en guerra con los romanos, y
que los galos no tenan nada que temer de l. Al contrario, vena a librarlos de los
usurpadores y a restablecer a sus monarcas naturales.
A pesar de sus proclamas, una parte de los burgundios, comandada por Gunther,
intent resistir apoyndose en algunos francos salios. Pero pronto fueron derrotados, y se
hizo prisionero a su rey Childerico. El nico resultado de esta desgraciada tentativa fue
provocar la destruccin de Windsch, de Spira, de Worms y de Maguncia, pues si bien Atila
prometa no causar el menor dao a los pueblos que se sometieran, tena la voluntad de
destruir todos los que se opusieran a su avance.
En cuanto hubo tomado Basilea, Estrasburgo, Colmar, Besanon, Tongres y Arras,
despleg su ejrcito sobre una inmensa extensin del pas que iba desde el Jura al ocano.
Esta lnea avanzaba rpidamente, a un ritmo regular. Los jinetes y los carros pasaban al
galope. Bruscamente, ante las murallas de Metz, el ejrcito se detuvo. Era el mes de abril.
En tres meses, los hunos haban franqueado la distancia que separa el Danubio de la
Lorena.
Metz, ciudad fortificada, bien provista de armas y de vveres, habitada por hombres
valientes y gobernada por un obispo que a sus virtudes episcopales una las cualidades de
un guerrero, rechaz abrir sus puertas a Atila. Ante sus murallas, la horda asitica recul y
volvi a avanzar, golpeando los muros con tenacidad. Atila habra podido hacer caso
omiso, pero no quera dejar tras de l esa ciudad intacta. Adems del peligro que supone
sentir tras de s a un enemigo armado, esta resistencia irritaba su clera. Invencibles en el
llano, por la calidad de su caballera, los hunos eran malos asediadores. Intentaban escalar
las murallas, y derribar las puertas, pero se les rechazaba a pedradas, les echaban encima
aceite y agua hirviendo, y pez fundida. Se ponan nerviosos, sufran numerosas bajas entre
sus soldados. Apuntaban sin xito sus flechas hacia los habitantes de Metz, a cubierto tras
sus defensas. Esta espera no revesta gravedad, pero rompa el ritmo del avance, la cadencia
del xito. En lugar de perder el tiempo ante una ciudad que resista, Atila decidi seguir
avanzando, y para gran alivio de los lorenos levant el sitio. El ejrcito huno desfil ,
innumerable, ante las puertas intactas que desafiaban la impetuosidad de los jinetes y la
furia asitica.
Se haban alejado de all haca unos cuantos das cuando Atila supo que una parte de
las murallas que haban atacado se haba venido abajo. El asedio que haba parecido intil
haba acabado dando sus frutos. Mientras los habitantes de Metz trabajaban para rellenar la
brecha y volver a levantar los muros, Atila vuelve bruscamente sobre sus pasos y en la
noche de Pascua, mientras los habitantes se afanaban en transportar piedras y en levantar
empalizadas, aparece ante la ciudad, de la que se crea que se encontraba muy lejos, y
arrasa las casas y mata a todos sus habitantes. Solamente una iglesia, consagrada a san
Esteban, escap a la destruccin, porque segn se dice su santo patrn haba solicitado este
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favor a Dios, con lo que por milagro se hizo invisible a los hunos y permaneci intacta.
La noticia de esta matanza se propag enseguida por toda la regin. Cuando los
hunos llegaron ante Reims, la ciudad estaba casi desierta. Solamente el obispo Nicasio, que
haca las funciones de gobernador civil y de jefe militar, intent defenderla con un puado
de hombres valientes. No pudieron resistir durante demasiado tiempo. El ejrcito mongol
tom la ciudad al asalto, mat al obispo y a sus soldados y quem las casas. Los hunos iban
a entrar en la catedral cuando, de pronto, una voz terrible retumb desde el fondo del
santuario, lo que puso en fuga a los supersticiosos asiticos y salv la iglesia.
Despus de Reims, Laon y Saint-Quentin fueron tomados y saqueados. El camino
hacia Pars quedaba libre, y los hunos se lanzaron por l al galope con sus pequeos
caballos.
Los lutecianos, confiados en la invulnerabilidad tradicional del Imperio romano, y
menospreciando a los hunos, cuya fuerza desconocan, haban asegurado su fidelidad a
Aecio. Olvidaban que los romanos les haban oprimido, que haban abolido sus libertades,
que haban destruido a sus reyes y a sus dioses, y que las legiones haban aplastado la
antigua independencia gala para imponer a todas las provincias sus centuriones y sus
recaudadores. Sin embargo, cuando ese peligro que pareca quimrico se mostr en la
cercana, lamentaron su temeridad. Todos los das llegaban grupos de fugitivos que
hablaban de ciudades en llamas y describan las matanzas, los pillajes y las violaciones
cometidos por los hombres amarillos. La confianza de los parisinos se convirti
bruscamente en terror. As como hasta entonces se haban burlado de todas las habladuras,
de repente les invadi el temor y quisieron abandonar la ciudad. Ya hacan sus paquetes
cuando las mujeres que haban ido a rezar a la iglesia que era el orgullo de la nueva ciudad,
volvieron declarando que ellas no iban a huir. Explicaban que una mujer, clebre por su
piedad, a quien todos los obispos de paso por la ciudad iban a visitar para saludarla
respetuosamente, les haba asegurado que no haba nada que temer y que Atila jams
tomara Pars. Puesto que Genoveva lo haba dicho, era intil abandonar las casas y echar a
correr por los caminos, Pars no corra peligro. Los hombres rieron con desprecio y las
incitaron a acabar los equipajes, pero ellas se negaron, y como amenazaban con pegarles
fueron a encerrarse en el baptisterio de Saint-Jean-le-Rond, en la punta de la isla, en donde
Genoveva segua rezando.
Los parisinos consideraban que sus murallas constituan una defensa escasa, y
juzgaban que el cauce del Sena era demasiado estrecho. Ya haban percibido, al otro lado
del ro, a jinetes en misin de reconocimiento, y no tenan ms que un afn, el de buscar
cuanto antes un abrigo en las provincias meridionales, hacia Marsella o Burdeos. Pero no
queran partir sin sus mujeres, y stas se empeaban en no salir de Saint-Jean-le-Rond.
Argumentos lgicos, amenazas, splicas, todo fue en vano. Ellas seguan con sus cnticos y
no contestaban. Tras haber gritado injurias y golpeado con el puo las enormes puertas de
madera, los parisinos se reunieron en consejo para decidir si era mejor partir sin sus
mujeres o si convena llevrselas a la fuerza. Esta ltima alternativa fue la que prevaleci.
Ya se disponan a derribar la puerta del baptisterio cuando un sacerdote de Auxerre,
sorprendido por el estrpito, les pregunt qu suceda. Una vez informado les declar que
Genoveva era una santa y que haba que obedecerla. Rendidos a la confianza que esta
exhortacin les brindaba, los parisinos se persuadieron de que a su ciudad no poda
ocurrirle nada malo, puesto que el cielo la protega. Las mujeres, al ver que volva la calma,
se atrevieron a entreabrir la puerta del baptisterio. Parlamentaron, se reconciliaron y cada
uno volvi a su casa. Los exploradores mongoles haban desaparecido. Hasta donde poda
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defensa de la ciudad, avis a Aecio de que los brbaros haban pasado el Loira, y de que se
encontraban a las puertas de Orleans.
Informado por sus emisarios, Aecio segua desde Ravena el avance de los hunos.
Cuando Atila haba aparecido sobre el Rin haba pensado que se trataba de una maniobra de
distraccin. Acostumbrado a las astucias de los nmadas, se imaginaba que este ataque
solamente tena como objetivo atraerle a l y al ejrcito romano hacia Galia, y que el rey
aprovechara su ausencia para lanzar a su verdadero ejrcito hacia el sur. Sin embargo, las
noticias que reciba da tras da confirmaban la presencia de fuerzas considerables en la
Galia septentrional. Si tal como se deca, Atila en persona diriga de seiscientos a
setecientos mil hombres, era imposible que enviara a un ejrcito tan importante a otro
frente. Adems, a quin le podra haber confiado el mando? As que Aecio esperaba
Tena confianza en sus aliados francos y burgundios, no crea que los hunos fueran a
barrerlos como si fueran polvo. Confiaba en la lealtad de los alanos. Y sobre todo esperaba
que los visigodos se decidieran a entrar en guerra.
El factor visigodo tena una gran importancia para Aecio. Acostumbrado a no llevar
al frente a sus regimientos ms que en el ltimo momento, despus de que los auxiliares
brbaros hubiesen agotado una parte de las fuerzas del enemigo, habra preferido oponer el
ejrcito de Teodosio a los hunos antes que el suyo propio. Admirablemente ahorrativo de
sangre latina, Aecio era un hombre de guerra calculador. Enumeraba los obstculos que los
hunos tenan que encontrar en su camino al atravesar Galia. Pero ignoraba la situacin
poltica de los galos, y con esta sorprendente inconsciencia propia de los opresores, ni le
pasaba por la cabeza que el ser vasallo de Roma y de morir por ella, si llegaba el caso, no
fueran honores suficientes para sus aliados.
Conoca el movimiento de los bagaudas, ya que a menudo los haba combatido,
pero se engaaba sobre su fuerza, y por encima de todo sobre el espritu que los animaba.
Como todos los romanos, obedientes a las afirmaciones de los historiadores y de los
cronistas, vea en este alzamiento nacional una simple insurreccin de malhechores, vidos
de saqueo. Orgullosos por herencia de su supremaca, los romanos menospreciaban estas
corrientes subterrneas del sentimiento galo. A sus ojos, hombres que representaban el ms
legtimo deseo de independencia eran unos bandidos dignos de todos los suplicios. Saban
que, despojados de su antiguo espritu guerrero, ablandados por la servidumbre, los
descendientes de los rebeldes heroicos de otros tiempos se dispersaran ante las legiones.
Las relaciones existentes entre los jefes bagaudas y Atila se juzgaban en Ravena como una
confusa conjura entre agitadores descontentos y una nacin extranjera. Pero tras estos jefes
se alineaba un pas entero, en donde todava viva el odio hacia Roma y el amor a la
libertad.
El rpido avance de Atila slo haba sido posible gracias a esa complicidad tcita de
la que se beneficiaba. Es poco probable que incluso reuniendo todas sus fuerzas los
habitantes de Galia hubieran podido detenerle. Una oleada de setecientos mil jinetes
barriendo todo un pas no es ms fcil de dominar que un torrente, o que una avalancha.
Pero aparte del apoyo material que la poblacin no haba ofrecido a los romanos, tambin
se daba esa colaboracin moral que los hunos encontraban en ella.
Cuando se enter de que las naciones que tenan que levantarse como barreras ante
el invasor se abran para cederle el paso, Aecio se puso a echar pestes contra los miserables
bagaudas que haban podrido Galia, y consider con mayor inquietud el avance de Atila.
Pero gracias a su habilidad en sacar ventaja, a pesar de todo, de las situaciones
desfavorables, utiliz la defeccin de sus aliados para ganarse a otro aliado ms poderoso:
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Teodorico.
El gobierno de Toulouse, por su parte, observaba atemorizado las gestiones de
Roma y los progresos de Atila. Teodorico no albergaba demasiadas ilusiones con respecto a
sus amigos, y lo mismo vala para sus enemigos. Para l la cuestin se reduca a una
disyuntiva: convertirse en presa de los hunos o de los romanos. Si comprometa a su
ejrcito, Roma se encargara de atacarle y vencerle tanto para disminuir a los hunos como
para debilitar a los visigodos. Si no lo haca, corra el peligro de ver a Atila dominado por
los francos sin que l hubiera podido intervenir. Una carta alarmada de Aecio aument su
inquietud. En trminos elocuentes, el patricio describa la llegada de las hordas asiticas, la
debilidad de Gunther, la derrota de los francos, la traicin de Sangiban. Apremiaba al rey
visigodo para que uniera sus fuerzas a las que los romanos enviaban en defensa de la
civilizacin, y aada que ya no caba esperar calculadamente a ver qu ocurra, porque
Atila iba a aduearse de toda Galia. Aada que por el itinerario que ste haba escogido
poda deducirse que no era Italia la amenazada, sino Aquitania. Si el ejrcito romano
entraba en campaa no lo haca en absoluto por inters, puesto que el Imperio no estaba
directamente en peligro, sino para proteger a los visigodos. Convena por tanto tomar
rpidamente una decisin, sin esperar a que los caballos de los hunos relincharan bajo los
muros de Toulouse.
Durante ese tiempo, como el peligro se haca ms evidente, Aecio parti de Roma
con un ejrcito, y se desplaz hasta Arles, desde donde invit a Teodorico para que se
reuniera con l.
Estas negociaciones duran todo el mes de mayo. Aignan, que en vano espera en
Orleans la llegada de Aecio, tiembla pensando en la posibilidad de que las cartas hayan sido
interceptadas. El crculo de los hunos empieza a estrecharse ya alrededor de la ciudad.
Pronto ya nadie podr salir de Orleans. A pesar del peligro que entraa semejante iniciativa,
decide partir por la noche, atravesar las lneas hunas y reunirse con el general romano para
informarle de la situacin. Antes de salir rene a los notables de la ciudad y entre todos
calculan la cantidad de vveres y municiones, la solidez de las murallas y el nmero de
hombres vlidos. Podrn resistir todava quince das, como mucho tres semanas, pero ser
imposible resistir por ms tiempo.
Aignan llega a Arles, se entrevista con Aecio y le informa del peligro que corre
Orleans. La ciudad resistir hasta el 23 de junio. Habr llegado antes de esa fecha, dice
Aecio. Aignan parte con esta promesa, de la que informar a sus compatriotas.
Aecio lo ha prometido, pero cmo podr mantener esta promesa? Avanzando
contra Atila al frente de su pequeo ejrcito? No cabe ni pensar en tal posibilidad. Cierto es
que ha recibido refuerzos de los arvernos, de los breones que habitan en las montaas de los
Alpes, de los armoricanos de Bretaa. Gunther y Meroveo han acudido a reunirse con l
junto con algunos contingentes burgundios y francos, llevado por el remordimiento, o quiz
por el miedo al castigo si Roma vence a Atila.
Desde el momento en que se entera de la llegada de Aecio, Sangiban declara que le
haban engaado con falsas rdenes, y que sigue siendo un servidor leal al Imperio.
Algunos regimientos reclutados a toda prisa, entre los sajones, los suevos, los srmatas y
los letios acampan alrededor de Arles. Pero Teodorico no ha respondido a la carta urgente,
y sin los visigodos no se puede hacer nada.
Aecio se impacienta esperando una respuesta que no llega. Apremia a
Valentiniano III para que haga actuar a sus embajadores. La corte de Ravena se agita
intilmente, enloquecida de terror. Solamente un hombre conserva la sangre fra: Aecio.
79
vida.
Ha credo que Genserico atacara a los romanos o a los visigodos, pero en el
momento en que se le ha apremiado a entrar en guerra, el rey vndalo ha respondido con
nerviosismo que no estaba preparado, y ha pedido aplazamientos, con lo que los visigodos,
al saber que no tenan nada que temer de los vndalos, han avanzado junto a los romanos.
Demasiado tarde para recriminaciones, los acontecimientos han seguido su camino.
Atila sabe que le perseguirn. Mejor as. Teodorico no querr que su enemigo se le escape.
Si Genserico hubiese podido ocuparse de los visigodos, Aecio se habra quedado solo.
Pero habra seguido siendo Aecio!
Adivinara Aecio la trampa? Descendiendo desde Trveris, Atila haba percibido al
nordeste de Chlons una llanura inmensa. En estos momentos le viene a la memoria. Piensa
que si hubiese luchado contra los romanos en ese vasto espacio propicio a las cargas de
caballera les habra derrotado, mientras que en las calles estrechas de Orleans
Retroceder hasta all, y esperar. Si los romanos tardan en llegar dejarn resoplar a
los caballos. Pasa ante Troyes. La ciudad se apresura a cerrar sus puertas, y el obispo acude
a suplicarle al rey que perdone a la ciudad.
Cmo te llamas? pregunta Atila.
Lobo responde el obispo.
El viejo espritu totmico del nmada se agita en Atila, que observa al obispo con
desconfianza. Siente un miedo supersticioso, no tanto por los animales como por los
hombres que llevan nombres de animales. Recuerda las predicciones oscuras de los
hechiceros, de las que se habra redo en momentos victoriosos, pero que en la atmsfera de
la derrota se cargan de un sentido misterioso. Siempre le parece percibir la presencia de
potencias sobrenaturales que le ayudan o le combaten. El eremita galo que le haba llamado
azote de Dios no haba hecho ms que acrecentar su confianza en s mismo, pero desde la
gran voz que haba odo en Reims, tiene miedo de las iglesias y de los sacerdotes.
Tranquiliza a Lobo. No tocarn su dicesis.
Por otra parte, no quiere volver a aventurarse en sitios peligrosos como las ciudades.
Los romanos pueden llegar de un momento a otro. Ha dejado a Ardarico en la retaguardia,
con sus gpidos, aunque esos auxiliares le merecen poca confianza. El ejrcito protesta:
quieren saquear Troyes, pero Atila no permitir que sus soldados se ahoguen en vino.
Pronto necesitar de todas sus fuerzas.
Ha perdido de vista a los gpidos, que se han quedado rezagados en la llanura de
Mauriac. Cae la noche. Espera con impaciencia la llegada de Ardarico. El ejrcito contina
a caballo, y los carros siguen avanzando. De pronto, un gran tumulto a lo lejos, un tumulto
que se acerca, una refriega entre jinetes que cae sobre ellos, desbocada. El azar ha hecho
que los gpidos se encontraran en medio de la oscuridad con Meroveo y los francos, que
forman la vanguardia del ejrcito romano. Los dos escuadrones se han enfrentado en un
choque a ciegas: Meroveo cree haber cado sobre Atila, y Ardarico tiembla pensando que
tiene ante l a todas las fuerzas de Aecio. Como quiere volver al campamento huno, arrastra
tras l a su adversario. As llega el pnico, y los caballos enloquecen, y se golpea al azar,
entre tinieblas. Los jinetes francos parecen estar en todas partes al mismo tiempo. Atila
galopa de un escuadrn a otro, cae por entre los enemigos, huye. La oscuridad ofrece todas
las ventajas al atacante. Atila lo comprende as, y ordena la retirada, y las hordas vuelven a
huir precipitadamente a travs de la noche, mientras que Meroveo, que ha conseguido
hacerse con el terreno, se apresura a reunirse con el ejrcito de Aecio.
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CAPTULO CATORCE
Campos catalunicos
El romano se niega. Sabe que para los hunos la inmovilidad es ms nefasta que la batalla.
Las tres. Atila percibe el sol detrs de l. Las rdenes breves corren, en susurros, de
escuadrn en escuadrn. De pronto, un largo grito, sostenido, cadencioso. La tierra vibra
como un inmenso tambor. Los romanos cierran sus murallas humanas. All abajo, una
multitud avanza al galope, blandiendo sus arcos y hachas.
En un instante, los escudos se erizan de flechas, los venablos rayan el aire en sus
cien mil paralelas. Y luego viene el cuerpo a cuerpo.
Sangiban, en el centro, ha recibido el choque ms violento, pero resiste, reforzado
por las legiones que por todos lados le cierran la retirada. Los visigodos atacan con
valenta. El azar quiere que Aecio, en el ala izquierda, slo tenga ante l a los ms
mediocres auxiliares de los hunos. Atila ha concentrado a sus mejores tropas en el centro, y
en un nico ataque espera penetrar en las lneas de los alanos y romper el frente. Pero
Sangiban, vigilado, se bate con todas sus fuerzas.
Todos los adversarios luchan con ardor salvaje. Aecio siente que la suerte de
Occidente est en sus manos. Los soldados latinos y francos, asustados por la crudeza y la
fealdad de sus enemigos, combaten como hombres que no esperan cuartel. No hay heridos,
ni prisioneros. Los soldados que caen son soldados muertos. El cuerpo a cuerpo no juega a
favor de los hunos. Las flechas de hueso se rompen contra las corazas, las hachas de piedra
se mellan contra los cascos, las lazadas no sirven, ni tampoco las largas lanzas. Los hunos
estrangulan y desgarran con uas y dientes. Los cadveres cubren el suelo, innumerables, y
el ro enrojece de sangre.
Lentamente, el muro romano avanza. El ejrcito visigodo ha perdido de vista a su
rey, pero su hijo Turismundo asume el mando y hostiga a los hunos. Pronto atacar por el
flanco para desbordarlos. Meroveo lleva a cabo la misma maniobra por el otro lado. Atila
considera la batalla perdida. Concentrar a sus tropas facilita que las rodeen, pero
diseminarlas perjudicara a toda la fuerza de choque. El impulso que haca invencibles a los
hunos se ha roto contra un muro. Se dispersan por la llanura, en pequeos escuadrones,
galopan al azar, vaciando sus carcajes. Llega la noche, y se sigue combatiendo sin
distinguir al adversario.
Atila comprende que su tctica no puede hacer mella en el denso volumen de las
legiones. Da la orden de retirada, y los romanos que dudaban de su xito ven con sorpresa
cmo el ejrcito huno abandona el campo y se parapeta tras sus carros.
Trescientos mil cadveres cubran la llanura. Bajo un montn de guerreros muertos
descubren a Teodorico. El rey visigodo, rodeado por los hunos, haba hecho una matanza
entre los enemigos antes de sucumbir. Al or los clamores de desesperacin que de pronto
estallaron en el campamento romano, Atila se alegr. Se perciba una larga procesin de
antorchas, se oa el gemido de las trompas. Aecio haba muerto, tal como haban previsto
los adivinos. El rey haba mantenido en secreto el presagio que los hechiceros le haban
comunicado la maana de la batalla. A pesar del optimismo acostumbrado, no haban
podido ocultar al rey que no se iba a alzar con la victoria, pero haban aadido que e l jefe
de los enemigos perecera. Atila desdeaba a Teodorico. Para l no haba ms que un jefe,
Aecio, y su desaparicin bien vala una derrota. Saba que sin Aecio los visigodos se
habran quedado en Aquitania, que Sangiban y Meroveo habran abandonado a los
romanos, y que habra continuado su marcha triunfal hacia Toulouse en lugar de combatir
en los campos catalunicos.
Atila orden que los gritos de triunfo respondieran a las lamentaciones que llenaban
el campamento romano. Durante toda la noche los cantos guerreros, el batir de los tambores
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y el grito agudo de las flautas sorprendieron a Aecio. No poda entender por qu los hunos,
agotados por la batalla, organizaban tamao escndalo en lugar de dormir.
Hacia medianoche, unos exploradores informan a Atila que han visto cmo
transportaban el cadver de Teodorico. Y Aecio? Lo haban visto saludando a la puerta del
campamento la entrada del cuerpo del visigodo. El carcter enrgico y resuelto de Atila, su
confianza en s mismo, en el destino, desaparecen de golpe. Si Aecio sigue vivo se
completa su derrota. Sus jefes le rodean, Scota le apremia para que ataque a los romanos al
abrigo de la oscuridad y aprovechando la agitacin causada por la muerte del rey de los
visigodos. Rechaza tal posibilidad. Es demasiado tarde.
En la llanura, grupos de jinetes galopan todava, perdidos, en busca de su
campamento. Atila sale del recinto de los carros y camina en la noche, a solas. Pasa por
entre innumerables cadveres. Llega hasta cerca del campamento romano, construido como
una autntica ciudad, con sus puertas y sus calles. Oye el canto fnebre de los visigodos.
Han tendido a Teodorico sobre un gran escudo que descansa sobre unas lanzas, y alrededor
de su cuerpo las antorchas arden, los lamentos se exacerban. Pero, qu importa Teodorico?
A veces una sombra rpida se desliza por la llanura: es un ladrn de cadveres,
furtivo, que arranca a los alanos sus broches de oro en forma de dragones y de cabras, y a
los romanos sus anillos, y a los hunos joyas de marfil y de jade.
Atila vuelve al crculo de sus oficiales. Ser necesario esperar al da para apreciar
las prdidas romanas. De todos modos, los hunos atrincherados tras sus carros no se
esperan sorpresas. El rey imagina que a Aecio le agitarn las mismas inquietudes que a l,
que dudar entre atacar o esperar
En realidad, Aecio tena otras preocupaciones. Una vez vencido Atila, tema a sus
aliados. Los soldados latinos eran poco numerosos en su ejrcito. Constituan alrededor de
un tercio, mientras que los otros dos tercios los componan los visigodos, alanos y francos.
Qu ocurrira si esos brbaros se ponan de acuerdo para traicionarle, se unan para
atacarle? Ya no tema a Atila. Impulsivo y supersticioso como era el rey huno, no
reiniciara una batalla que le haba sido desfavorable. Por otra parte, tras sus carros, Atila
segua siendo temible como una fiera herida en el fondo de su refugio. Si le sacaban de ah
tendra que ser a costa de cuantiosas bajas. Turismundo, en cambio, despus de ponerse al
frente de las tropas visigodas tras la muerte de su padre, estaba impaciente por vengar a
Teodorico, y quera atacar a los hunos sin vacilaciones, para aniquilarlos. Pero Aecio era un
viejo soldado y no quera atacar de noche a un enemigo fortificado. A Turismundo le
respaldaban Sangiban y Meroveo, pues deseaban saquear el campamento huno y volver a
su tierra cuanto antes, con el botn. Evidentemente, la victoria de la jornada no era ms que
un xito a medias. Los hunos seguan siendo muy numerosos y amenazantes. Aun as, con
el pretexto de completar esta victoria se arriesgaban a poner en peligro el resultado
obtenido.
Mientras que los jefes del ejrcito romano discutan alrededor del fuego, Atila
ordenaba que se amontonaran en medio de su campamento todos los bienes de la nacin,
los tesoros que la horda transportaba en sus carros, producto de antiguos saqueos. Los
jarrones de bronce tomados a los chinos, los arneses con incrustaciones de plata y de oro,
los ornamentos de piedras preciosas, las telas de seda, las alfombras y las pieles se
acumulaban. Las armas decoradas conquistadas a los reyes del Turkestn, los objetos
sagrados arrebatados de las iglesias galas, todos esos smbolos de la victoria y de la
dominacin cubran el suelo. Si los romanos lograban atravesar las defensas, los hunos
degollaran a sus mujeres y nios, quemaran sus carros y haran que los matasen a todos,
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Por la maana, viendo que el campamento romano permaneca en silencio, hizo que
volvieran a cargar en los carros todos los tesoros, y dio orden de preparar la partida. Jinetes
que haban avanzado hasta las tiendas informaron de que no se perciba ninguno de esos
signos que revelan el espritu de ofensiva en el enemigo. Los romanos mantenan la guardia
alta, pero no pareca que estuvieran dispuestos a atacar. Entonces Atila hizo que saliera su
ejrcito, y abrigado por l, la larga fila de carros se puso en marcha a travs de la llanura de
Champagne, hacia el norte. Entre los enemigos no se movi nadie. Aecio, sentado ante una
de las puertas, contemplaba en silencio cmo se alejaban los hunos. Sus oficiales maldecan
y explicaban por lo bajo que unos enviados de Atila le haban trado oro, durante la noche,
para comprar su huida. Un centurin se apresur a escribirlo para mandar el mensaje a
Ravena. Pero Aecio no les escuchaba. Miraba cmo desapareca la retaguardia asitica. De
pronto se separ de ella un jinete, solo, mirando hacia Occidente. El panonio no le vea la
cara, pero le reconoci, por la misteriosa simpata que una a los dos adversarios.
Atila contemplaba el campo de batalla en el que los cadveres empezaban ya a
pudrirse. Ms all se hallaba Toulouse, Roma, el mar, frica Entre su sueo y l se haba
interpuesto esa ciudad de tela blanca en la que brillaban los reflejos del acero, y ese
hombrecillo, sentado sobre un asiento plegable y rodeado de oficiales descontentos. El
jinete meditaba, mientras la horda desapareca en la lejana, en el futuro, entre la polvareda.
De pronto, los romanos vieron que agitaba la mano (no se supo si era un gesto de despedida
o de amenaza), y luego volvi a reunirse con los suyos, al galope. Aecio, maquinalmente,
tambin haba agitado la mano.
Cuando los hunos ya no eran ms que una nube perdida en el horizonte, dio la orden
de recoger las tiendas, y las legiones, a un paso rtmico, descendieron hacia el sur.
La llanura catalunica quedaba cubierta de armas rotas, de caballos muertos, de
montones de cadveres en los que se mezclaban todas las razas de Europa y Asia. Las
cenizas y los restos de comida marcaban el lugar que haban ocupado los campamentos.
89
CAPTULO QUINCE
Tregua
(necesaria para asegurar la tranquilidad entre soldados de razas tan diferentes), sus oficiales
tomaran de la regin los alimentos necesarios para caballos y jinetes. Y como su nmero
era tan considerable, eso quiz bastara para agotar todos los recursos en vveres y en
forraje.
Por otra parte, era un ejrcito muy difcil de dirigir y de maniobrar. A juzgar por los
pueblos que enumeran los historiadores latinos, habra contado con representantes de todas
las razas escandinavas, eslavas y germnicas, desde el Altai hasta el Rin, desde el Bltico
hasta el mar de Azo v, por no hablar de las tribus asiticas que ellos no conocen y que sin
duda comprendan todos los matices del amarillo, desde los chinos a los nepales. Ningn
vnculo real una entre ellos a estos elementos heterclitos, si no fuera un mismo deseo de
pillaje y el amor por la aventura. Un ejrcito como se no mantiene su cohesin ms que
por un gran ideal de amor o de odio. Por tanto, los vasallos de Atila solamente servan
porque l los haba conquistado, y los prncipes hunos deban aorar muy a menudo la
antigua independencia de la que les haba privado. A esta masa de hombres le faltaba un
alma.
Una conquista basada en la ambicin y la avidez slo se conserva a cambio de
incesantes victorias. Una especie de exaltacin ficticia la sostiene, la del xito. Esta
disposicin de espritu no resiste ni al primero de los fracasos.
Los auxiliares extranjeros, y quiz los mismos hunos, rezongaron cuando Atila les
prohibi saquear las regiones que atravesaban. La leyenda de la hierba que no vuelve a
crecer es una fbula estpida. Atila conoca demasiado bien el inters que tiene un ejrcito
de jinetes en economizar el forraje, y en no devastar las zonas que atraviesa, puesto que
posiblemente se ver obligado a volver por el mismo camino, como para dejar que los
instintos destructores de sus soldados saqueasen a los galos sin ningn provecho.
Desgraciadamente, una tropa que slo lucha por el pillaje, y a la que se le prohbe
expresamente, pierde toda su fuerza moral, todo su impulso guerrero.
De manera progresiva, entre los jefes rivales de los ostrogodos, de los gpidos y las
incontables naciones reunidas bajo el mando de Atila, se levantaban cada da disputas sobre
las prerrogativas de rango. El mando nico no impeda que cada uno de los generales
subalternos se estimara perjudicado, ya fuera porque siempre se le destinaban los puestos
ms peligrosos o porque haba recibido menos botn u honores que sus rivales. La victoria
borra estas disensiones, pero los rencores se agravan con la derrota, y las disputas se hacen
ms speras, se cargan de ultrajes y de reproches imperdonables en un ejrcito vencido. Los
hunos no le perdonaban a Atila que no les hubiera dejado saquear Troyes, y los ostrogodos
le culpaban por haber perdido el tiempo ante Orleans. Para esos seres que no conocan ms
que la poltica de los resultados, la derrota de Chlons no era solamente un acontecimiento
desgraciado, sino la condena implcita del plan de campaa. As que cada uno poda hacer
valer ostentosamente las ventajas de su propio proyecto.
El ejrcito huno se vea por tanto afectado no tanto por las prdidas reales que haba
sufrido como por la desmoralizacin, que era la consecuencia de una sucesin de fracasos.
Mientras recorra el campamento, en la noche siguiente a la batalla, Atila capt la clera
celosa de los prncipes vasallos, sus concilibulos susurrados, el desnimo de los soldados.
Segua siendo ms fuerte, numricamente, que los soldados romanos, y sin duda podra
haberlos vencido, pero en su ejrcito ya no encontraba esa respuesta inmediata y abnegada
a la voluntad del jefe. Obedecera, pero sin entusiasmo, con una docilidad pasiva, y no es
as como uno se convierte en vencedor. Incluso era posible que l mismo hubiese cesado de
creer en su victoria.
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naturales en Espaa, como los alanos y los suevos. Llegado al Mediterrneo, habra
alarmado a Genserico, quien, temiendo por su Imperio africano, se habra sometido a l.
Con las Galias tomadas, Italia quedaba sin defensas. Amo de la Europa occidental, el huno
se habra vuelto contra el Imperio de Oriente para aplastarlo sin esforzarse.
l s que comprenda que la batalla de Chlons haba detenido ese avance
amenazante, y que Aecio haba salvado la latinidad. Pero a su entender esa victoria era
insuficiente si no se converta en el inicio de una ofensiva contra Atila. Comunic sus
intenciones a Aecio. Hace ya ms de sesenta aos que el Imperio est a merced de los
hunos. Todos nuestros emperadores han temblado ante estos brbaros. Les han dado dinero.
Han tolerado que conquistaran Germania. De este modo los hunos se han fortalecido con
todas nuestras debilidades, y nosotros hemos dejado crecer, al mismo tiempo que su poder,
el orgullo y la ambicin de su rey. Es hora de cambiar de poltica y, si no es demasiado
tarde, de pasar a la ofensiva. Dejemos a un lado nuestras querellas y unmonos contra el
enemigo comn, en lugar de estar esperando siempre el momento en que le vaya a parecer
bien atacarnos. Tomemos la iniciativa de una guerra, expulsmoslos del Danubio, que
vuelvan a las estepas en donde nacieron. Que el emperador de Occidente se fortifique en las
Galias. Es ah adonde hay que desplazar el centro de la poltica romana. Ravena y Roma no
son ms que recuerdos histricos. La suerte del Imperio se decidi en las llanuras de
Champagne. Ah, entre todas esas naciones guerreras y fieles tiene que instaurarse el centro
de nuestra actividad. Abandonemos los prejuicios y las tradiciones anticuadas. Levantad
defensas en las orillas del Rin. Yo har lo mismo en las del Danubio. Y si ocurre algo,
avisadme.
Aecio reconoci en el consejo de Marciano la opinin de un hombre sano y lleno de
experiencia. Pero cuando pretendi que Valentiniano lo hiciera suyo, se levantaron gritos
de indignacin en la corte. Despus de haber sido vencido por Atila as se interpretaba
ahora la victoria en los campos catalunicos, ese panonio un brbaro! quera
someterlos al emperador de Oriente. Qu pretenda, retomar la poltica de Estilicn y
rehacer la unidad del Imperio, tal como requeran los intereses de ese Marciano, un soldado
de fortuna, que encima era germano como l? No haba bastante con que la mitad del
Imperio se viera gobernada por un soldadote panonio? Era necesario que otro viniera
tambin a la propia casa del emperador para usurpar sus prerrogativas? Y as proseguan los
eunucos y ministros, lamentndose por la preponderancia que haban ido tomando los
extranjeros, al amparo de la generosa hospitalidad que los latinos les haban ofrecido.
Valentiniano, privado de las luces maternales, no saba a quin pedir consejo.
Placidia reposaba en su mausoleo, entre la penumbra azul y dorada de los mosaicos, y su
cadver embalsamado, revestido de prpura, gozaba ahora de la inmutable serenidad de los
muertos. El emperador no tena cerca ms que a un hombre en cuya devocin poda confiar,
pero en cambio le observaba con desconfianza. Imitando a su compatriota Marciano, acaso
no codiciaba la majestad imperial? Era popular en el ejrcito. No estara preparando un
levantamiento? Y sin pensar que disminuyendo su prestigio debilitaba la autoridad del
nico general capaz de comandar sus tropas, Valentiniano se esforzaba en propagar
calumnias para que los oficiales se distanciaran de l.
En Ravena se respiraba un resuelto optimismo. Sin temor a contradecirse, tras haber
afirmado que gracias a la traicin de Aecio, Atila se haba retirado ms temible que nunca,
los cortesanos pretendan que haba recibido una ruda leccin y que no se arriesgara ms a
atacar Europa. Los centuriones que acusaban al vencedor de Chlons de debilidad, de
cobarda y de concusin alardeaban de sus hechos de armas y se burlaban del asitico
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derrotado.
En Toulouse, los visigodos se haban alegrado de la retirada de los hunos. Haban
ratificado a toda prisa la decisin del ejrcito que nombraba a Turismundo sucesor de
Teodorico. Sin embargo, pensaban que Aecio les haba robado la victoria al impedirles
saquear el campo de los hunos. Roma, una vez ms, les haba engaado hacindoles cubrir
los gastos de la campaa sin darles a cambio el provecho que hubieran podido obtener.
Avito de Clermont se haba hecho muy impopular como consecuencia de su poltica
intervencionista. Se le acusaba de haber recibido dinero de los romanos, para usar en su
favor la confianza que Teodorico le mostraba y para entrar en guerra contra Atila.
ste, retirado tras el Danubio, guardaba silencio. Los jinetes hunos dejaron de
merodear por las fronteras. Ningn extranjero penetraba en las tierras de Atila, y los
romanos decan que, lo mismo que una fiera herida, se esconda para lamerse las heridas.
Aun as, se tema verlo volver un da a la cabeza de sus escuadrones mongoles.
Del mismo modo que haba consagrado cerca de veinte aos para asegurar su
domino sobre todas las hordas dispersas de los hunos, en Europa y Asia, Atila se preparaba
en ese momento para pasar todava varios aos transformando su ejrcito. Anacrnica, y
como mucho conveniente para combatir a las tribus asiticas, la estrategia de los hunos
tena que adaptarse a las circunstancias y conformarse con las tcticas de sus adversarios.
Para eso haba que modificar absolutamente los hbitos de la raza, suprimir las costumbres
nmadas que haban subsistido incluso despus de que los hunos se convirtieran en
sedentarios. Un gran imperio no se funda sobre carromatos, sino sobre basamento de metal
y de piedra. Mientras esperaba poder alcanzar la prpura de los emperadores en Ravena o
en Constantinopla, haba que hacer de Etzelburgo una ciudad poderosa, capaz de soportar
un sitio, una ciudad enraizada en el suelo, y no inestable y flotante.
Los herreros cumplen sus rdenes de fabricar cascos y corazas, y se remplazan las
espesas pieles por jubones de cuero ribeteados de placas metlicas. Los hunos se ejercitan
en maniobrar a pie, protegidos tras un largo escudo. Los viejos mongoles contemplan estos
cambios con estupefaccin. Inclinan la cabeza con aire desconfiado viendo a Atila trazar
planos de catapultas. Dibuja con el dedo sobre la arena, ordena que se talen rboles, hace
construir pesadas mquinas, erizadas de maderos y de cuerdas, torpes como pesadas
bestias. Onegesio, que en tiempos haba estudiado las mquinas de guerra entre los
romanos, le ayuda, pero este furor que muestra Atila en querer europeizar a cualquier
precio su ejrcito le inquieta. Sabe que los asiticos no adquirirn nunca las cualidades
latinas, y que esta imitacin no surtir efecto. Atila no le escucha. No quiere reinar ms
como jefe brbaro sobre una horda nmada, necesita un Estado poderoso y ordenado tal
como haba sido antes, siglos atrs, el Imperio de los hunos. Las crnicas chinas y las
leyendas de su raza explican el esplendor y la fuerza de ese imperio que reinaba sobre todo
el norte de Asia, y del que los hijos del cielo eran humildes vasallos. Cmo se haba
hundido semejante imperio? Cmo era posible que esas ciudades suntuosas, esos campos
prsperos hubieran sido barridos del mapa? Qu ms da! l quiere reconstruir ese imperio.
El odio hacia Roma se ha convertido en una especie de admiracin, de deseo de emulacin
desde que Roma le ha vencido. Lo que dara por tener junto a l a un hombre como Aecio!,
ese Aecio con su obstinada rectitud, su devocin de perro fiel.
El oriental envidia a quien es la misma imagen de Occidente, el enemigo de Roma
arde por igualar al general que es el modelo de viejo romano, el ltimo romano. Le
gustara ofrecer la mitad de su ejrcito a Aecio, para que lo comandara y entrenara a su
manera, la mitad de sus estados, la mitad del imperio del mundo, para aprender sus
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secretos. Siente una especie de salvaje ternura por el hombre que le ha vencido, por el que
es su igual. Y sin que se d cuenta es el pensamiento de Aecio, la imitacin de Aecio, lo
que disgrega a su ejrcito, en sus esfuerzos caprichosos e infructuosos.
Si hubiese tenido tiempo de concluir sus reformas, Atila quizs habra podido
equipar a la romana a las suficientes fuerzas como para vencer al Imperio. Una estrategia
metdica, a imitacin de la practicada por los romanos, habra remplazado la mezcla de
desorden y rigor que imperaba en el ejrcito. Al dejar de confiar en el instinto guerrero, en
el impulso ciego, habra aplicado una tcnica militar, y el valor de sus escuadrones se
habra multiplicado el da en que cada elemento de combate, en lugar de entregarse a su
capricho y a su audacia, habra ejecutado las sabias maniobras descritas por Modesto y por
Vegecio.
El tratado militar que el ilustre terico de la estrategia haba compuesto para
Valentiniano el Joven proporcionaba a los generales romanos un breviario que ellos
aplicaban con xito desde haca ms de medio siglo. Los principios de Vegecio eran los que
haban triunfado en los campos catalunicos, en donde el empleo de hondas y de dardos
emplomados aseguraba a las legiones armas arrojadizas tan eficaces como los arcos de los
hunos. Siguiendo las instrucciones del estratega, la legin considerada como unidad de
combate era a la vez slida y ligera, variada y homognea. Comprenda a soldados
pesadamente armados, hastarios, triarios, que introducan un elemento fuerte, un esqueleto
en el cuerpo mvil de los ferentarios, de los honderos y de los ballesteros. Cada legin
tena, adems, su escuadrn de jinetes. La articulacin fuerte y delicada de este organismo
le permita adaptarse inmediatamente a las necesidades imprevistas de la batalla. La legin
tan pronto se cerraba y opona a los asaltos de los nmadas el caparazn de la tortuga, como
se extenda y lanzaba a sus jinetes sobre las alas del agresor, en el momento en que ste
atacaba el muro de hierro de los escudos.
Los auxiliares extranjeros combatan a la manera de los hunos. Estas tropas estn
formadas por extranjeros asalariados que vienen de diferentes pases y en cuerpos
desiguales, enseaba Vegecio a los oficiales que le escuchaban. Nada les une entre ellos;
la mayora no se conoce; cada nacin tiene su propio lenguaje, su disciplina, su manera de
vivir y de hacer la guerra. Pero la legin slo tiene un espritu, un nico mtodo de
combate, es por ella misma un ejrcito entero.
Cada legin transporta tambin sus mquinas, cincuenta y cinco carrobalistas
arrastradas por mulos y servidas por once soldados, que lanzan a lo lejos sus venablos y
apoyan la resistencia de los triarios, diez onagros, cada uno tirado por dos bueyes, sus
equipos de pontoneros, sus talleres de carpinteros y de herreros.
Un oficial romano que haba pasado al servicio de los hunos les instrua, segn las
rdenes de Atila, en las maniobras reglamentarias. Los mongoles obedecan dcilmente,
aunque encontraran extraos e incmodos esos principios rgidos: tres pies de distancia
entre cada soldado, seis pies entre una y otra fila. Se acostumbraban torpemente al empleo
de escudos y de hondas.
Pero el rey pona todo su cuidado en la construccin de las mquinas y en el
entrenamiento de los hombres escogidos para servirle. Presenta que el factor individual
perda importancia, a medida que las balistas de largo alcance y los onagros que arrojaban
sin esfuerzo grandes piedras tendan a suplir el material humano. Combinando los
diferentes elementos de esas mquinas invent otras nuevas, ms rpidas, ms potentes.
Trazaba complicados planos en los que se enmaraaban mil lneas y que sus ingenieros de
la madera y del hierro contemplaban perplejos hasta que, apremiados por l, se esforzaban
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felices de haberse salvado de la destruccin gracias a la retirada de los hunos y de salir tan
bien paradas, ya no le concederan su alianza, ni siquiera una neutralidad condescendiente.
Todas se agruparn bajo las banderas romanas. Por qu hacer, adems, esa gran vuelta,
perdiendo el tiempo en intiles maniobras? Hay que llegar lo antes posible a Roma o
Ravena, la capital clebre desde hace siglos en la que reside el gobierno actual. Hay que
golpear al Imperio en la cabeza y en el corazn.
Atila ve un smbolo, una virtud mgica en el nombre de Roma. Con Roma tomada,
se acab el Imperio. Los caballos mongoles pisarn las escaleras del Capitolio y los
mrmoles del Palatino. El huno azotar con su ltigo la frente de las estatuas de los csares.
Los asiticos acamparn entre los palacios, los circos y las termas, y el no mbre de su rey
sustituir al de los viejos emperadores en las inscripciones de los arcos de triunfo. El
mundo se asustar al conocer la noticia de la cada de la ciudad, preludio de la gran
conquista. Los historiadores del futuro escribirn: Hizo beber a su caballo de la fuente
sagrada, con su propia mano arroj al suelo los antiguos trofeos, y la gloria de Roma se
deshizo ante l como las viejas coronas de laurel, orgullo de los triunfadores.
Roma ya no es la capital del Imperio, pero sigue siendo el centro del mundo latino,
el hogar de los recuerdos, la augusta morada de sus antepasados. Ravena, la advenediza,
ofrece sus tesoros de joyas y de monedas, pero Roma le proporcionar el botn de las
antiguas glorias, eternizadas en la piedra y el bronce.
Atila recuerda las historias que le explicaban antes sus preceptores romanos, la del
guerrero que defendi un puente contra todo un ejrcito, la del hroe que quem su mano
derecha en un brasero porque no haba obedecido a su voluntad homicida. Se acuerda
tambin del jinete que se tir al abismo de los dioses infernales para salvar la ciudad. Ve de
nuevo a esos hombres de cabeza redonda que dirigan los ejrcitos con una cepa de via, y
a los que vestidos de prpura hablaban en el foro.
Le daba vrtigo acordarse de estas cosas. Todo lo que esos hombres haban
construido, l lo aniquilara. Ese que con su arado haba sido el primero en marcar el
recinto de la ciudad a construir, le vera marcar con las ruedas del carro el rastro de lo que
haba sido una muralla, en medio de las ruinas. Atila suba a la frgil atalaya que dominaba
su palacio y miraba a su alrededor, los carros y las tiendas de cuero en la llanura. Adelante,
hombres de la arena! Destruid el mrmol y el hierro, arrasad las orgullosas moradas de los
blancos! Edecn, que le velaba el sueo, le oa gritar el nombre de Roma con ronco furor.
Cul ser el camino ms corto de Etzelburgo a Roma? Atravesar Iliria, Panonia,
llegar a Venecia, y despus descender hacia Italia. Los Alpes de Iliria no constituiran un
obstculo serio en cuanto acabase el invierno. Utilizara la va romana, las etapas de las
legiones, pero esta vez los militares contemplaran el avance de los nmadas de Asia hacia
la villa invencible. El paso del ro Fro no iba a ser difcil de tomar al asalto, ya que los
romanos no se esperan ciertamente ser atacados por ese lado. Aquilea estaba fortificada,
pero utilizaran las mquinas de guerra, y despus de sa ya no quedaban ms plazas
fuertes.
Atila rene a los prncipes de la horda y a los generales. En pocas palabras expone
su plan de campaa, la ruta a seguir: Nauporto, Longatico, Alpe Julia, Fluvio Frgido, Ponte
Sontii, Aquilea. Ordena que se disponga todo para la expedicin. El ejrcito partir dentro
de dos das.
A todas stas, en Ravena slo se hablaba de la boda del hijo de Aecio.
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CAPTULO DIECISIS
Campaa de Italia
desde haca varios meses no se haba relevado a los soldados que las guardaban. Los menos
pacientes, sin esperar el relevo, simplemente haban abandonado sus ruinosos
acantonamientos para volver a sus casas.
Aecio slo pensaba en este matrimonio que, segn crea, iba a compensar todas las
amarguras que haba tenido que aceptar del Imperio. Estaba demasiado ocupado
enfrentndose a la intriga de Petronio Mximo y de Heraclio como para seguir
preocupndose por Atila.
ste haba atravesado sin sufrir la menor resistencia esos dos ros que esperaba
encontrar bien defendidos, y prosegua su avance hacia Aquilea cuando unos campesinos
aterrorizados anunciaron a los habitantes de esta ciudad la llegada de los hunos. El
gobernador envi con toda urgencia un mensaje a Ravena, y la corte se enter con estupor
de la espantosa noticia.
El asunto de la boda qued definitivamente descartado, volvi a hablarse de la
traicin de Aecio y, de nuevo, el pobre general vio que se levantaban contra l todos sus
enemigos, los que le haban proporcionado la desgracia y los que deba al favor del
emperador. Por primera vez en su vida experiment la desesperacin. Era culpa suya si los
puestos avanzados del Isonzo y del Wipach se haban quedado sin efectivos, facilitando la
entrada en Italia de los hunos. Conoca las consecuencias nefastas que provocara esta
brusca irrupcin. La poblacin latina haba seguido sin angustia la campaa de los galos.
Eso ocurra lejos del territorio romano, y las ciudades y campos no sentan ninguna
amenaza directa. No haba comprendido la amenaza terrible que el ejrcito huno
representaba para ella, y no se daba cuenta de que la batalla de los campos catalunicos la
haba salvado. El peligro haba quedado demasiado alejado de esa poblacin. No haba
visto a los hunos, cuyo aspecto repulsivo aterrorizaba a los ms bravos germanos, y cuando
los soldados que haban seguido a Aecio en Chlons intentaban describirlos, siempre se les
reprochaba que fueran tan exagerados.
Pero en ese momento el terror de los aquilinos se haba extendido por todo el pas,
se divulgaban las leyendas ms espeluznantes, y a pesar de la costumbre de las invasiones
que peridicamente avanzaban hacia Roma, como un ro desbordado, los italianos
temblaban con la sola mencin de los hunos. Desmoralizados por este ataque imprevisto,
privados del escudo que normalmente levantaban los galos y los germanos contra los
golpes de sus enemigos, se abandonaban a las lgrimas y a las invectivas. La popularidad
de Aecio, menguada por el proceso de traicin y por el escndalo de la boda, ya no bastaba
para tranquilizarlos, e incluso cuando ste les prometi el apoyo de Marciano, nadie le
escuch.
Una vez ms, se pens que Roma estaba perdida, y en el desorden de una corte
presa de pnico, trastornada, Valentiniano vea agitarse a su alrededor a ministros y
generales incapaces por igual de dominar la situacin y de proponer las medidas prcticas.
No podramos detener a Atila ofrecindole dinero? preguntaba el emperador.
No tenemos responda Heraclio.
Y si le dijera que puede casarse con Honoria? insista.
Si no nos la ha reclamado es porque ya se contenta son sus trescientas esposas y
no tiene necesidad de vuestra hermana replicaba brutalmente el eunuco.
Podramos cederle una provincia
Y por qu iba a contentarse con una, cuando puede obtenerlas todas?
Pero el emperador segua pensando en qu podra sacrificarse a la clera de Atila.
En cuanto a Aecio, cegado en principio por el honor que Valentiniano pareca
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modelo de las mquinas romanas batan cada da los muros y las puertas. Las catapultas
lanzaban bloques de roca, los arietes con cabeza de bronce golpeaban sin descanso, y haca
que sus carpinteros construyeran altas torres rodantes destinadas a dominar las murallas de
la ciudad. Los soldados haban cavado zanjas, haban plantado en ellas puntas de hierro y
chuzos, y las haban cubierto con taludes de hierba. En lugar de tirar sus flechas al azar,
como en un capricho infantil, espiaban las costumbres de los vigas, y demostraban una
maravillosa habilidad en hacer blanco en las troneras en cuanto un ojo curioso apareca en
ellas.
Aquilea resista. Era una ciudad acostumbrada a las invasiones. Bastin de Italia
contra los germanos del Danubio y los orientales, rica por la actividad de sus campos y por
la actividad de su comercio, orgullosa de su preponderancia martima, celosa de Ravena, la
capital adritica no estaba dispuesta a concederle a esa rival afortunada el placer de verla
sometida. Aunque estaban aterrorizados por los hunos, los habitantes de la ciudad
decidieron luchar sin tregua y salvar a Aquilea tanto del oprobio de la capitulacin como de
los desastres de la derrota. Amparada en sus defensas naturales, en el Natissa de aguas
caudalosas que rodeaba las murallas, en sus almacenes bien aprovisionados de municiones
y de vveres, en una guarnicin intrpida, acostumbrada a medirse con los brbaros,
Aquilea crea que iba a poder resistir lo suficiente como para desgastar la paciencia de Atila
y dar tiempo de llegar a los refuerzos solicitados.
Mientras esa puerta de Italia permaneciera cerrada, el Imperio no se vera
directamente amenazado. La poblacin contemplaba desolada sus campos devastados, sus
cosechas pisoteadas por los caballos, pero eso les daba nuevas fuerzas para defender su
ciudad.
Las reformas que Atila haba introducido en sus mtodos tcticos empezaban a dar
sus frutos. Los aquileanos pudieron comprobar enseguida que no se enfrentaban a una
horda salvaje. Un ejrcito disciplinado y bien equipado maniobraba ante las murallas, y
aunque pudiera parecer extrao y algo cmico ver a esos asiticos adaptando las
formaciones cuadradas en el ejercicio de la tortuga, o el manejo de las balistas, no dejaron
de sentir cierto miedo al ver que los asaltantes desbarataban astucias que tradicionalmente
sorprendan a los brbaros, y que empleaban procedimientos estratgicos propios
nicamente, hasta aquel momento, de los romanos.
Mientras que el sitio de Metz y el de Orleans haban sido conducidos
desordenadamente, sin principios, y que la fuerza de los ataques de los hunos se haba
utilizado contra los muros, frente a Aquilea los movimientos militares fueron desde el
inicio precisos, minuciosos y rigurosos como una partida de ajedrez. Y se pensaba con
terror en esa fuerza que de pronto haba transformado esa horda que galopaba con el
capricho propio de un ro desbordado, en un ejrcito adiestrado en los modos de combate de
los occidentales, recogido como en un puo cerrado, o empujado como la punta de un
ariete, para golpear y vencer.
En ninguno de los dos lados se cometan imprudencias, no haba prisa. Se trataba
ms bien de un juego reido de ataques y de respuestas, un juego en el que dos adversarios
se medan con tranquilidad. Atila disfrutaba con ese juego, nuevo para l. Le serva para
reencontrarse con las combinaciones de la diplomacia, con la superioridad de la inteligencia
y de la astucia, que obedecan a una cierta geometra, a cierto arte, incluso. No solamente
no quera exponerse, si pasaba de largo, a dejar tras de l una plaza fuerte que podra
obstaculizarle la retirada, sino que adems incluso perda el tiempo a propsito en esas
sabias maniobras en las que desplegaba un ingenio mayor que en la batalla en campo raso,
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Al alba del da siguiente todo el ejrcito huno formaba ante Aquilea. Al toque de la
trompa se lanz, de pronto, y mientras los primeros asaltantes echaban sobre el ro puentes
de madera, otros transportaban escaleras, hacan avanzar las torres de asalto o empujaban
los arietes. El aburrimiento del largo sitio, el furor de las privaciones, el deseo del botn,
animaban con un impulso extraordinario a la horda mongola. En un instante las murallas se
cubrieron de hunos que empujaban hacia el centro de la ciudad a los defensores
desbordados por esa multitud, aterrorizados por su rabia asesina y destructora. Desde lo alto
de las torres los arqueros limpiaban las calles y las plazas barriendo con una lluvia de
flechas a los grupos enloquecidos de mujeres y nios.
La orgullosa ciudad que haba resistido durante largas semanas fue inundada de
pronto, como por un torrente. Los muros se resquebrajaron y los incendios se propagaron
por todas partes. La irrupcin de los hunos por las puertas derribadas empuj hacia la
catedral a los italianos que luchaban torpemente, aplastados en callejones estrechos,
golpeando a ciegas, mientras las flechas precisas escogan los resquicios de las placas de
acero y las partes de la cara que no quedan protegidas por el casco.
En cuanto la matanza acab, Atila recorri la ciudad a caballo. Concedi dos horas
para el saqueo, y luego el ejrcito huno se puso en marcha, rumbo hacia nuevas victorias.
Los soldados volvan a estar de buen humor, se haban reencontrado con su espritu
guerrero. Cantaban las antiguas canciones de Asia que, desde las fronteras de la arena,
acompaaban a las familias nmadas.
Mientras Aquilea aguantaba, pareca que el Imperio fuera invencible, y Aecio
aprovechaba ese plazo para apremiar el reclutamiento de las legiones y de la caballera
brbara, al tiempo que recomendaba a Marciano que trajera su ejrcito cuanto antes. La
larga resistencia de la ciudad haba tranquilizado a los ms tmidos. Ya crean que no tenan
nada ms que temer de los hunos, puesto que Aquilea les haba resistido. Pero en cuanto se
conoci la noticia de la destruccin de la ciudad, la corte de Ravena volvi a enloquecer de
pnico. Aecio envi frente a Atila a un pequeo ejrcito comandado por el mejor de sus
generales, con el fin de ganar tiempo, y propuso desplazar la sede del gobierno a un lugar
menos expuesto.
Van a tomar Ravena deca, tenemos que evacuar enseguida.
Pero adnde iremos? preguntaba el emperador, desconfiado.
A Galia. All el Imperio estar a salvo, como ocurri en Chlons respondi el
general.
La idea de partir de Ravena levant la clera de los ministros. Volvieron a acusar al
panonio de ambicin desmesurada, de conspiracin contra la seguridad del Estado.
Quiere llevarse al emperador a Galia para secuestrarlo decan algunos. Otros
pretendan que ya se haba entendido con Atila para entregar Italia sin combatir.
Y qu haremos en Galia, entre los brbaros? geman los cortesanos.
Seremos ms desgraciados que Ovidio entre los escitas!
Y esas gentes para las que el terror de cambiar de costumbres o de perder su
preponderancia poltica borraba el temor a los hunos, rechazaba enrgicamente abandonar
Ravena y encontraban en su cobarda la fuerza suficiente para resistir a los ms sabios
consejos.
Hbiles para descubrir en las opiniones de Aecio los signos de una negra perfidia,
disuadieron a Valentiniano de entregar su salvacin y el porvenir del Imperio a las manos
de ese intrigante. Ya puestos, era lo mismo pagarles un tributo a los hunos que exiliarse a
Galia bajo las rdenes del panonio.
103
hizo insoportable. Los hunos haban tirado las pieles con que se abrigaban, pero se sentan
agotados por la fatiga y las enfermedades. El pas devastado ya no les proporcionaba los
vveres necesarios. Sin combate, el ejrcito se debilitaba cada da ms. Las aguas corruptas
propagaban epidemias que diezmaban la horda. Los nmadas, acostumbrados a los rigores
del fro, resistan mal el calor sofocante del medioda. Se arrastraban sin fuerzas, y se
quejaban de las privaciones que tenan que soportar. Cuando Atila, con la intencin de
estimularlos mediante alguna batalla, buscaba al adversario, vea cmo desapareca de su
vista, atrayndole a llanuras desiertas, a villas vacas en las que el hambre y la sed
torturaban a sus soldados.
La tctica de Aecio era hbil. El calor y las privaciones iban a hacer ms dao a los
hunos que las legiones mal pagadas, mal equipadas y mal dirigidas. Pero la corte no lo
aprobaba. A su entender era indigno de la gloria romana dejar campar a los brbaros sobre
el suelo latino. Si haba que creer a los inofensivos estrategas de palacio, el general habra
tenido que tomar la ofensiva, vigorosamente. Se le acusaba de debilidad, de cobarda. No
haba quizs algo ms, adems de esa cobarda? No os parece sospechosa, su actitud?
murmuraba el eunuco Heraclio. Deja que tomen Aquilea, y abandona Venecia y
Lombarda. Maana Ravena caer en manos de Atila, y despus le tocar a Roma. No
habr alguna traicin detrs de todo esto?.
Los agravios contra Aecio se acumulaban. Haba dejado escapar a los hunos tras la
batalla de Chlons, haba desguarnecido los puestos fronterizos justo por donde Atila haba
entrado en Italia. Haba querido llevarse al emperador a Galia, y sacrificaba provincias
enteras al furor de los brbaros, sin ni siquiera esbozar un gesto de amenaza.
La calumnia se hizo muy pronto mucho ms ruidosa Hay que arrebatarle el
mando!, se gritaba, y cada uno de los grandes personajes de la corte propona el nombre
de un general. Desgraciadamente Mximo y Heraclio patrocinaban a dos candidatos
diferentes, y el emperador era absolutamente incapaz de escoger entre ellos, por el riesgo de
disgustar a uno de sus confidentes.
Valentiniano pregunt a algunos oficiales. Sus respuestas fueron semejantes: el
ejrcito romano era incapaz de luchar contra los hunos, haba que evitar a cualquier precio
una batalla que sera funesta.
Y entonces? Acaso tenemos que dejar que devasten toda Italia? dijo
Valentiniano desesperado.
Pedid la paz sugiri alguien.
Desde el inicio de la invasin, el papa Len haba ordenado la celebracin de
oraciones pblicas en todas las iglesias de Italia para implorar la proteccin del cielo contra
el azote. En el mundo cristiano gozaba de un prestigio inmenso debido a su elocuencia,
cultura y piedad. El emperador le consultaba a veces, en los momentos difciles, y volvi a
recurrir a l, esta vez para saber qu actitud convena tomar respecto a Atila.
No estamos en condiciones de resistir dijo el emperador. Hay que
parlamentar. Desgraciadamente, ya no puedo tener confianza en ninguno de mis ministros.
Los conozco, s que son falsos, codiciosos y necios, y nadie en la corte es digno de
remplazarlos. El mismo Aecio me traiciona. Qu debo hacer?
Ese brbaro quiz no carezca de respeto hacia nuestra religin respondi el
Papa. El ao pasado respet Troyes por la splica que le hizo el obispo Lobo.
Posiblemente salvaramos Roma si se lo pidiramos.
Valentiniano aprob con entusiasmo la idea, y suplic al Papa que fuera l mismo a
implorar la piedad de Atila. Len vacilaba, pero el emperador le describa en trminos tan
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ms que fuerzas irrisorias. Convoc a los jefes de la nacin, Scota, Edecn, Orestes,
Onegesio y sus hijos mayores. El rey les expuso sus intenciones:
Tenemos que marchar sobre Roma cuanto antes. El ejrcito no dispone ya de ms
energa fsica, ni de resistencia moral. Se hace necesaria una victoria para devolverle la
confianza, la esperanza, el impulso guerrero. Tenemos que tomar Roma enseguida, de lo
contrario no podremos hacerlo nunca. Las fuerzas de las que disponemos hoy nos permiten
dominar al ejrcito romano, pero maana quiz llegue Marciano, y los francos, y nos
veremos en la obligacin de resistir a tropas poderosas y frescas.
Orestes y Onegesio aprobaron la decisin. Scota guardaba silencio. Apremiado por
el rey, dijo por fin que Roma siempre haba trado la desgracia a los extranjeros que queran
aduearse de ella. Los dioses de los paganos y el dios cristiano la cubran con su
proteccin. Atacar esa ciudad equivala a exponerse a su clera. Record esa voz que haba
aterrorizado a los hunos ante la catedral de Reims.
Desde ese momento aadi empezaron las derrotas. Nuestros carros estn
llenos de objetos preciosos. Para qu arriesgarnos a perderlo todo en combates inciertos?
Volvamos a casa antes de que el ejrcito de Oriente llegue para cortarnos el paso.
Como el griego Onegesio se burlaba de estas supersticiones, Escota pregunt, con
gran enfado:
Con qu vamos a combatir? Con estos soldados que no se tienen en pie? Las
fuerzas sobrenaturales protegen a Roma. Alarico, que la haba conquistado, la abandon
precipitadamente por la noche, y ocho das ms tarde muri de manera misteriosa. Nue stra
retirada ya sera bastante difcil ahora mismo, a travs de un pas devastado. No sera pues
peligroso bajar todava ms al sur, cuando el emperador de Oriente puede llegar en
cualquier instante?
Atila dudaba. Le preocupaban muy poco los carros cargados con el botn. Su
ambicin tena un objetivo ms amplio, y su orgullo se acomodaba mal a una segunda
retirada.
Marchemos sobre Roma deca Orestes, hagmoslo ahora que nuestro ejrcito
an conserva cierto vigor.
No entrar en Roma! gritaba Edecn. No temo a los hombres, temo a los
dioses!
Haca mucho tiempo ya que Atila no consultaba a los hechiceros. Haba dejado de
creer en sus presagios eternamente favorables, y uno contrario le habra privado de toda su
confianza. Vea que Roma estaba al alcance de su mano, recordaba todas las humillaciones
que haba sufrido de pequeo, el juramento que entonces haba hecho de destruir los
palacios, las iglesias, los arcos de triunfo. Dejar escapar una presa tan hermosa, cuando ya
casi la alcanzas, no era una locura? Pero se deca que el valor militar de su ejrcito se
haba reducido, que arrastraba a una multitud dbil y hambrienta, expuesta a todos los
fracasos, y que Roma ciertamente iba a defenderse.
Dudaba, y de pronto se oyeron los gritos de los vigas. Un ejrcito del que se
distinguan los reflejos metlicos a travs de la polvareda se acercaba al Mincio, y
probablemente iba a atravesarlo por el vado del Acroventum Mamboleium. Atila solt un
grito de alegra. Los romanos venan ante l, para ahorrarle los azares de la indecisin. Dio
la orden de prepararse para el combate, al tiempo que enviaba a uno de sus oficiales como
adelantado para hacerse una idea de las fuerzas enemigas.
En unos instantes, el ejrcito de los hunos qued dispuesto en formacin de batalla
y avanz hacia el Mincio. Poco despus el enviado volva, trastornado. Describi esa
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extraa cohorte de prelados y religiosos, esos hombres desarmados que cantaban. El jefe
era un anciano de larga barba blanca, vestido completamente de blanco y montado sobre un
caballo blanco.
Atila hizo que el ejrcito se detuviera. Seguido de algunos jinetes galop hacia el ro
y percibi al otro lado la tropa que el oficial haba visto. El viento agitaba suavemente las
banderas, las cruces oscilaban en lo alto de largas astas, y el humo del incienso ascenda
lentamente. Los obispos vestidos de oro, los monjes de marrones y de negro rodeaban al
hombre de blanco detrs del cual se levantaban inmensos abanicos de plumas blancas.
A esta altura de su curso el ro era estrecho y vadeable. Atila hizo avanzar su
caballo al interior del cauce, y despus se detuvo, mir largamente al anciano que tambin
le miraba y grit con violencia:
Cmo te llamas?
Len respondi una voz, y todo el cortejo dej de cantar.
Un len de melena blanca, un viejo len majestuoso y temible murmur
Edecn, que haba seguido a su rey.
Atila vacilaba en medio de la corriente. De pronto atraves el ro y, chorreando,
alcanz la otra orilla.
El Papa sali de entre el grupo de prelados para colocarse ante el huno. Atila vea
ante l a ese viejo, solo, pero le pareca revestido de truenos y de rayos, como el amo de
una religin poderosa, y conoci el temor que le haba hecho recular ante Troyes cuando
Lobo le haba pedido que perdonara la ciudad.
El cortejo romano haba reiniciado sus cantos, a media voz, y los hunos que se
haban quedado al otro lado del ro observaban cmo su jefe hablaba con el hombre blanco.
Nadie sabr nunca lo que se dijeron uno a otro, pero de pronto Atila se alej del anciano,
atraves el ro y volvi al galope. Imparti unas cuantas rdenes breves entre sus oficiales.
El ejrcito dio media vuelta, subi hacia el norte, retom el camino de las legiones y
desapareci.
Demos gracias a Dios, pues nos ha salvado de un gran peligro le dijo el Papa a
Valentiniano en cuanto lleg a Roma.
Aecio no comparta el entusiasmo general. Saba que Atila, supersticioso,
impresionable, obedeca a estos caprichos sbitos. Aunque su retirada hubiera salvado a
Italia de un peligro inmediato, eso no haba destruido la fuerza de los hunos. El Imperio
poda tomarse un respiro muy til, pero la amenaza segua subsistiendo. Atila no
renunciara a una presa que haba visto casi entre sus manos. Volvera.
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CAPTULO DIECISIETE
El arco roto
hijos en sus proyectos haba querido formar a sucesores, no a rivales. Aun as, en esos
momentos algunos de ellos estaban a la cabeza de los descontentos. Le superaban en
audacia y en impaciencia, y era posible que un da intentaran suplantarlo.
La docilidad con la que Atila haba acogido la solicitud del Papa haba sorprendido
a todos los jefes hunos. Sus espritus supersticiosos, que temblaban al sentirse cerca de
Roma y al recordar la suerte de Alarico, haban recuperado el arrojo desde el momento en
que se haban alejado de all, y ahora criticaban el temor que haba hecho retroceder a Atila.
Olvidaban que ellos mismos haban alimentado ese temor, y una vez pasado el peligro no
pensaban ms que en el botn del que se haban visto privados.
En esas condiciones se haca necesaria una nueva expedicin a Italia, para saciar la
ambicin de hijos y oficiales. La popularidad de Atila era grande, pero numerosos fracasos
la haban puesto a prueba. Bastaba con que uno de sus hijos se sublevara con una parte de
la nacin y se hiciera proclamar rey para que toda la horda le siguiera. As, llevado por el
temor a verse destronado, prepar la nueva expedicin, pero esta vez le faltaba el elemento
principal de la victoria, la fe en el xito.
Ya no crea en la gran conquista. Tena ms de sesenta aos, y era demasiado
tarde para tomar China, y Persia, y el Imperio romano. Quizs otro hombre pudiera hacerlo,
pero l no. El deseo se haba atenuado, lo mismo que el odio. A veces deseaba volver a
conducir a la horda hacia Asia central, para volver a su vagabundeo por las pacficas
praderas.
Tras su reencuentro con el Papa, ya no crea en la fuerza, mejor dicho, haba visto
que ese anciano inofensivo, acompaado por hombres desarmados, poda detener al rey de
los hunos y a sus jinetes. Haba percibido una fuerza de otra naturaleza, una fuerza
espiritual que irradiaba alrededor de ese hombre y que le haba obligado a obedecer.
Precisamente porque haba ambicionado, ms que cualquier otro, la fuerza material, el
dominio sobre los cuerpos, era ms sensible que los dems a esa fuerza que doblega
conciencias y voluntades. Aecio era un gran general, pero quizs algn da podra vencerlo.
Pero con ese anciano no podra jams, aunque le torturara, aunque le matara. Porque en l
viva una energa sobrenatural que supera al hombre, que sobrevive a l.
Como saba que era igual a los ms grandes soberanos, presenta la existencia de un
monarca ms poderoso que ellos, ms poderoso que l, ms all de la tierra. Su mismo
orgullo necesitaba esta aceptacin de un poder divino. Ese Dios del que l era el azote,
viva aqu abajo en la persona de ese anciano, y a l haba obedecido en cuanto le haba
ordenado que se fuera de Italia. Con mayor docilidad si cabe, puesto que entonces se
encontraba en un periodo de depresin, de desnimo, como jefe de un ejrcito inutilizable.
Luego haba rehecho ese ejrcito, incorporndole elementos nuevos, vigorosos, audaces,
pero su espritu conservaba la marca de ese acontecimiento, su voluntad conservaba el
pliegue que le haba dado la sumisin. Haba perdido ese resorte que le lanzaba hacia el
enemigo como una flecha, esa fe en la oportunidad que le prometa la gran conquista.
Se senta viejo, gastado, desanimado, hostigado por sus hijos impacientes, incapaz
de satisfacerlos lo mismo que de dominarlos si se rebelaban. Ese espritu guerrero que
haba desaparecido tras los reveses ya volvera ms adelante, pensaba. Eso esperaba. Por el
momento, fiel a sus antiguos principios de no intentar nunca tomar por la fuerza aquello
que poda obtenerse mediante la astucia, inici nuevas negociaciones con los emperadores.
El tributo pagado por Teodosio y que Marciano haba rechazado pagar, no se haba
vuelto a reclamar. Escribi a Constantinopla para exigir los retrasos y para decir que en el
futuro esperaba una mayor regularidad. Al mismo tiempo reivindicaba a Honoria, de la que
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afirmaba que era su novia. Debilidades de viejo. Los argumentos que haba empleado
Valentiniano en respuesta a esa demanda ya hecha anteriormente eran justos, y nada haba
modificado una situacin que l mismo haba reconocido como legtima. Por azar, al
repasar un da sus joyas, haba encontrado el anillo que la joven romana le haba enviado
haca tanto tiempo. Deba de ser ya una anciana! Ese anillo le traa recuerdos de un
momento de ambicin febril, en el que su naciente gloria soaba con la conquista, y el
descubrimiento de la espada, y la primera embajada a la que haba recibido, y la muerte de
Bleda Qu lejos quedaba todo aquello!
Marciano le haba respondido que si quera el tributo que lo fuera a buscar, y
Valentiniano invoc que Honoria ya estaba casada, era una madre de varios hijos muy
satisfecha de su fortuna.
Atila sinti que todos sus subterfugios ya estaban gastados, eran caducos, y que sus
tentativas de intimidacin y sus astucias se hacan torpes. Por otra parte, la impaciencia de
sus hijos le asustaba y le obligaba a actuar. Tena miedo de su hambre de jvenes lobeznos.
El rechazo de Marciano le ofreci el pretexto que buscaba. Anunci a los hunos que
en primavera atacara el Imperio de Oriente, y orden que lo prepararan todo para tal
expedicin. Hizo una gira de inspeccin entre sus vasallos germnicos. Algunos de ellos
haban proclamado su independencia, en la creencia de que los hunos haban quedado
definitivamente apartados de los asuntos europeos. Les demostr su poder mediante la
ejecucin de los jefes que se haban rebelado. La hija de uno de ellos, una joven de
maravillosa belleza, llamada Ildico, le implor intilmente la salvacin de su padre. Atila
no hizo ningn caso de sus ruegos ni de sus lgrimas, y volvi hacia Etzelburgo. Sin
embargo, la belleza de la suplicante le haba emocionado, y deseaba convertirla en su
esposa. Se la llev consigo, y desde el momento en que lleg a su capital, la horda se
prepar con alegra para celebrar las bodas reales. Los hunos vean un feliz presagio en esta
boda, y Atila, enamoradsimo de su nueva esposa, olvidaba su vejez, sus decepciones, su
desnimo.
Todos los vasallos de Atila, germanos, eslavos, asiticos, acudieron a la ceremonia
nupcial. Una multitud de carros cubri la llanura, y los preparativos de fiesta se mezclaban
con los movimientos de tropas, ya que el rey quera entrar en campaa inmediatamente
despus de la celebracin de la boda. Los hijos de Atila contemplaban con disgusto la
alegre impaciencia que animaba a todos los invitados. Estimaban que su padre cometa una
locura al tomar a una nueva esposa, a su edad, y se burlaban despiadadamente del viejo
enamorado.
Los esponsales se celebraron con gran solemnidad. Los jefes de las tribus haban
trado los regalos acostumbrados, como los caballos y la leche de yegua en una jarra de
madera, pero tambin joyas de oro y de jade, telas de prpura, alfombras, sedas bordadas,
sillas de montar con piedras preciosas incrustadas. Un viejo prncipe de Asia ofreci jarras
de bronce adornadas de signos misteriosos arrebatadas a los chinos, y otro, extraas
pinturas y estatuas de marfil.
El banquete fue muy largo, y se bebi una considerable cantidad de vino. Atila
vaciaba una copa a la salud de cada uno de los huspedes distinguidos, y como stos eran
numerosos el rey no tard en estar borracho. Bufones danzarines animaron a la asistencia,
los malabaristas fueron causa de admiracin por su pericia en jugar con las bolas y los
puales, y se mostraron, entre gritos de sorpresa, animales desconocidos o monstruosos.
Toda la jornada transcurri entre estas diversiones. Cuando cay la noche, mientras
sus huspedes seguan cantando y bebiendo, Atila condujo a su nueva esposa a la cmara
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que nadie puede resistirse. Alab las virtudes del difunto y proclam que al da siguiente se
le iban a dedicar unos funerales ms solemnes todava que los que normalmente se celebran
en honor de los reyes, por el deseo de gloria y grandeza para su nacin. Termin invitando
a todos los hunos a participar en esta ceremonia, y a alegrar con sus juegos guerreros el
espritu del jefe que sobreviva a sus restos mortales.
Ya desde la maana los jinetes recorrieron con grandes gritos la ciudad de los carros
invitando a los hombres a los juegos fnebres. Todos y cada uno tomaron su arco y saltaron
sobre su caballo. En el centro de la llanura se haba levantado una tienda de seda, bajo la
cual reposaba el cuerpo de Atila. Los ministros y los oficiales, en cuclillas en torno a la
tienda, lloraban. La nacin huna se haba reunido en un gran crculo, y de esta masa agitada
se escapaban por momentos, como el ruido del viento, gemidos de desesperacin. De
pronto se hizo el silencio. Los poetas cantaron las alabanzas al rey. Acompasados por el
silbido de las flautas y por el ronquido de los tambores, sus salmodias se elevaban
temblorosas de entre la horda muda. Con voz aguda enumeraron las conquistas de Atila y
de sus vasallos, los pases que haba hollado con su taln, y los que voluntariamente le
haban rendido homenaje. Despus celebraron la gloria de los antepasados que les haban
conducido, a travs del mundo, hacia las llanuras frtiles y los pastos abundantes. Cuando
se callaban, durante algunos minutos, despus de cada estrofa, la multitud atenta
murmuraba y, en ocasiones, profera gritos.
Los juegos de los jinetes alternaron con los cantos. En el espacio que haba quedado
libre entre la tienda y los espectadores, se lanzaban al galope, tendan sus arcos hacia el
cielo, hacan girar sus hachas, y sus lazadas silbaban. Las flechas se cruzaban por encima
de la tienda. Se excitaban mediante gritos salvajes, y se provocaban para combatir. Los
guerreros clebres participaron solos, en un principio, en estos simulacros, pero pronto la
exaltacin se contagi a la multitud, y a cada instante nuevos jinetes venan a incorporarse a
ellos. Un agolpamiento confuso y cegado por el polvo, embriagado por los aullidos, gir en
un vrtigo cada vez ms rpido alrededor del cadver del rey. El sol avanzaba en el cielo,
sin que los juegos y los cantos se detuvieran. La horda no era ms que una masa agitada por
violentos reflujos, recorrida por los clamores. El galope de los caballos produca un
estruendo semejante al de una tormenta, y los asistentes, inconscientes del tiempo que
pasaba, se enajenaban con la velocidad y con los gritos de entusiasmo y de desesperacin.
En el momento en que el sol poniente, tras el horizonte, produjo un ltimo reflejo
sobre la tienda brillante, la agitacin ces de pronto, y el silencio inmoviliz a la multitud.
Obedeciendo a las rdenes de los jefes se dispers para desplazarse a sus respectivos
campamentos. Los notables hunos, as como los jinetes que haban sido escogidos para
acompaar a Atila, se quedaron solos alrededor de la tienda. La tela de seda fue arrancada.
Sobre preciosas alfombras yaca un hombrecillo amarillo, envuelto en pieles. Sus puos
cerrados conservaban la violencia de la conquista y de la dominacin. Su rostro expresaba
una extraa sonrisa colrica, de resignacin y de pesar. A su alrededor, en el suelo, se
hallaban los signos del poder, las coronas de los reyes vencidos, las espadas de los jefes
germanos, los bastones de jade de los soberanos asiticos. Los despojos de palacios,
catedrales y templos de todos los dioses se amontonaban, junto con amuletos, talismanes y
estatuas sagradas. Haba tambin esplndidos arreos, sacos llenos de joyas y jarrones de
oro. Junto a la cabeza, un arco, un carcaj sin ornamentos y una jarra de madera.
En cuanto lleg la noche, los oficiales cavaron una amplia fosa, en la que colocaron
el cuerpo del rey y sus tesoros. Echaron los objetos preciosos a la tumba que pronto estuvo
llena. Entonces amontonaron tierra, hasta que se elev un alto tmulo. Hacia medianoche
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haban acabado su trabajo. En ese momento, los jinetes que haban solicitado el honor de
seguir al muerto al ms all hicieron al galope una ltima vuelta al tmulo. Despus se les
degoll, se mat a sus caballos y se les coloc en pie, sobre estacas, alrededor de la tumba.
Sentados sobre sus monturas, con el arco y el carcaj en la mano, formaban un crculo de
figuras terribles cuyos rostros miraban hacia todos los puntos del horizonte, hacia todas las
regiones del mundo que Atila quera conquistar.
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