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Ensayo Sobre Lo Cursi-Gómez de La Serna.

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Ensayo sobre lo cursi

1
Así como lo barroco tiene su última explicación en lo cursi, lo cursi tiene su
primera explicación y antecedente en lo barroco.
Quiero hacer descender de lo barroco a lo cursi.
¿Qué es barroco? Hay ahora una tendencia extraña en los barbilingües y en los
mesurados en querer medrar a costa de lo barroco, en quererlo definir, cosa
que les debía estar prohibida a los que no se comprometieran, a los que no se
lanzaran a todo evento, a los que no viven sentados en la acera de la calle.
Ya que gozan de lo melifluo, de lo fácilmente ambidiestro y de lo
conservadoramente seguro, debían respetar lo barroco y no rozar aquello de
cuya morfología sólo nos pertenece juzgar a los extravagantes callejeros; sin
hogar seguro, sin academicidad posible.
Lo barroco es el intento de evasión en la arquitectura, es la liberación de las
reglas clásicas, de lo rectilíneo y de lo curvado con arreglo a compases.
Lo barroco lucha en la alegría por conseguir lo que la dura materia rechaza
con mayor insistencia, la libre pasión.
Lo barroco se debate en un purgatorio de lo deseado, no llegando a tocar lo
eterno y no resignándose a la caducidad.
Hay un sentido exultante y ansioso en lo barroco, que es el drama de sus
formas y que es lo que aspira a poner marco humano y orla a lo humano; lo
que quiere agarrarse a lo arquitectónico y hacer sus nidos en las volutas,
filigranas y firuletes.
Lo barroco pierde el premio a la perfección, siempre suspenso en el dosel de
la sociedad, y se engarabita de contrición humana y al mismo tiempo de
ampulosidad intentada, olvidando las lecciones de suntuosidad fría y excesiva.
En lo verdaderamente barroco está la huella del agarrarse a la materia para
escalar la cornisa ideal, el retorcimiento del artista, el deseo de envolverse en
el estilo y abrigarse en él y calmar el retortijón espiritual.
Lo barroco quiere regodearse en el espacio más que en los planos y acepta
para conseguir esa nadación:
confusiones, estilo pintoresco, actitudes rampantes.
Se siente el arte humano o estrambóticamente humano, y no obediente a
retóricas y arquitecturas clásicas. El rabo de lo vital se revuelve en lo barroco
como último ratimago de las creaciones.
No es lo barroco, como se ha dicho, un dualismo entre realismo e idealismo,
sino el abrazo de las dos cosas, la amparadora inmersión en los dos conceptos,
el plasmar en el adornismo de fuera la vida y el ideal.
Como lo humorístico es una plasmación de sentimientos antitéticos, el
barroquismo vive de esa antítesis, aunque más seriamente.
Lo barroco al salirse de las reglas intenta la invención como aspiración
suprema y por eso resulta de un estilo descentrado, todo él intento.
Todo lo humano, lo trémulo detrás de las ventanas, se quiere implantar y
esbozar en la panoplia o cornucopia de lo barroco.
La arquitectura comienza a ser un mueble más que la aspiración a un templo o
a un panteón. Se pliega hacia la conciencia interior del que ha de vivir dentro
de ella como si intentase ser su concha sinuosa, el revés de su mascarilla total.
Hace nido en su volutaje, nido para lo que de deseo palomar hay en el hombre,
y cuando eso es más abrupto, más pura rocalla, aparece lo rococó.
El romanticismo es un barroco más fundido con el hombre, más en la tertulia,
en la habitación y en el cuadro. Carnaval dramático, casi sin farsa y sin careta.
Lo barroco es la cursileria de la piedra, que como no puede ser cursileria
acaba en algo más imponente.
Lo barroco es, sencillamente, la rebeldía en rama sin la tensión disciplinada ni
el objetivo que cumplen las leyes de la preceptiva.
El barroco es la franqueza, la originalidad como signo que igual da que sea
hallado e inhallado, pues el propósito es ya grande y es marcar el vericueto de
la forma y la señal para reconocer la casa.
Por eso lo barroco hizo puertas con embozadura de espejos o de abismos, para
que el hidalgo se entrometiese allí lleno sólo de un problema interior.
Convencidos los arquitectos de que la arquitectura es trabajado baúl para vivir,
más que pirámide o acrópolis para traspasar los siglos en ininterrumpida
admiración, dieron un cierto intimismo trágico y caluroso a las portadas que
les encargaron.
Lo barroco desciende a Churriguera y a lo churrigueresco
—¡que faltó a los cinco órdenes de la arquitectura!— y así caminó hacia el
mueble cursi. Desde lo arquitectural, floripondiado y hojarasqueño con
revolutas de entrañación, vamos a justificar el buen amaneramiento, las gasas
que flotan en los sombreros, el ¡Cómo se deslizan los coches! de las señoritas
francamente ansiosas, hasta la verdad del amor redicho que no puede oler las
rosas porque huele mejillas.
2
Lo primero que se echa de ver cuando se quiere definir lo cursi es que hay dos
clases de cursi: lo cursi deleznable y sensiblero y lo cursi perpetuizable y
sensible o sensitivo.
Como siempre sucede con las definiciones diccionarias, la de lo cursi
corresponde a lo cursi malo. Dice: «Aplícase esta palabra a lo que con
apariencia de elegancia o riqueza es ridículo y de mal gusto».
Lo cursi malo es abundar en lo que sin abundancia está bien, empalagar con lo
que en su sobria dulzura es noble, convertir en zalamería lo que en su
conmovedora sobriedad sería un encanto.
No nos curaremos nunca de la crispación interior que nos produce lo cursi
malo al hacernos avergonzar de sentimientos de los que podríamos no
avergonzarnos. Tan vil es la simonía del orador malamente cursi, explotador
de lo cursi bueno, y del escritor ibídem y de las cosas ibídem.
En los momentos de gran preocupación social, de fuerte involucro de los
valores y los sentimientos, aprovechando que las gentes no están para nada,
tiende a prevalecer lo cursi malo.
Estamos rodeados por eso de teatro cursi malo, de frases oratorias del mismo
género, etcétera, etcétera. Hay que reaccionar contra eso, pero no volviéndose
contra lo cursi en su acepción doble, sino en esa explotadora y maligna
acepción simple. Así evitaremos que surja el cinema malamente cursi y otra
serie de calamidades.
Lo cursi malo es lo sensiblero y en lo sensiblero muere la sobrepujación de las
cosas, su afán de sobrepasarse y de ser heroicas sorbiendo su flema pobre.
Lo sensiblero coacciona, adormece, inmoviliza, recarga, suprime vuelo al
espíritu, se aprovecha de la gangosidad de la ternura y de la debilitación de lo
blandengue.
La redundancia de lo cursi es lo que mata, promoviendo la sensiblecursería
que aprovecha la verdadera caridad de lo cursi.
Escritores malamente cursis son los que han escrito lo sobrante, lo real
extrasuperfluo, los tópicos que son vegetaciones del corazón.
El libro de Liniers y Silvela La filocalia, que en realidad quiere decir amor a la
belleza, es un alegato contra esos tópicos deleznables, sin darse cuenta del
propio concepto de belleza que había en lo cursi.
Estaban tan encima en 1868 de la eclosión de lo cursi, que confundieron sus
detalles, y al clasificar a los cursis lo hicieron por lo menudo, por si llevaban
los zapatos de charol pespunteados de blanco, por si colocaban los cigarrillos
en locomotoras imitadas que decoraban sus chimeneas, o por si pegaban
calcomanías en las pantallas de sus quinqués.
No tenían aquellos escritores que folicularon lo cursi la bastante perspectiva
para comprender su seriedad, su condición astringente para evitar guerras y
odios, tanto, que si se estatuyó tanto el admirable siglo XIX fue por lo que
tuvo precisamente de casero y cursi, defendiendo sus lámparas y sus cajitas.
Lo cursi bueno es, frente a lo cursi malo, lo que lo sensitivo es a lo sensiblero.
Lo sensitivo no se aprovecha de la ternura, no abusa de ella, sino que la hace
funcionar en ondas puras, sin dejar que caiga el alma en perezas deleznables.
Desde lo cursi se puede suspirar mejor por la belleza y la pasión.
Lo cursi malo esteriliza la vida y evita la comprensión. Así como con la
contemplación de un objeto noblemente cursi o de una reproducción de obra
de arte, nos podemos abrir a la contemplación y hacia una inquietud de arte
progresiva, el objeto malamente cursi tapona la vida, la paraliza.
Lo cursi malo ha sido desbaratado por mí en mis últimas conferencias de
América.
Al comenzar cada disertación sobre objetos y cosas, para que se viese que el
fondo cochambroso, rastreño de mi maleta no tenía que ver nada con la
cursilería mala, rompía un objeto lamentable, enarbolando sobre él el martillo
de los sacrificios.
La intención votiva era para apiadar a Dios, para que no se negase a surtirme
de inspiración sin mezcla de alevosidades y halagos, para que la palabra fuese
difícil y limpia.
Ya que en estos tiempos está prohibido sacrificar niños o corderos, hay que
ofrecer a lo Alto alguna otra oblación. Un cordero de cursilería.
Con mi ejemplo mostraba a los niños la enseñanza de lo que hay que romper,
lección que nadie les da nunca y por eso rompen los tibores importantes en
vez de esos centros de mesa que son un cisne paseando flores como un borrico
de jardinero o esos barómetros inmensos que abruman de miedo al mal tiempo
toda la casa. Llegué a proponer un premio anual para el niño que rompiese el
objeto más vituperable de su hogar.
Dirigiéndome al cielo mientras enarbolaba el martillo exclamaba:
¡Te someto esta imagen ramplona para que me salves de incurrir sin saberlo
en la cursilería maligna que crispa el alma, que la produce un escalofrío como
a los nervios el raspar del cuchillo en el plato! ¡Que la palabra bordee el tópico
sin dar ese calambre al espíritu que el tópico produce!
He roto asi muchos objetos de esos que están encima de los pianos y que no
me atreví a romper los días de visita.
No era una cosa gratuita lo de la propiciación preambular de mis lanzamientos
al espacio, porque lo cursi delgadiño detiene la vida, evita mayores
perspectivas de belleza, detiene el progreso, incurre en lo redundante, que es
el más nocivo de los efectos.
Recuerdo que fui un experto en descubrir lo cursi malo en los escaparates,
como cazador del objeto más idiota que había en cada plaza. ¡Qué figura
aquella con un cuerno de la abundancia en las manos que creí que era una
lámpara y resultó que era un tarjetero!
Era penosa la ternura del vendedor por el objeto.
Sinceramente lo amaba y me prometía que era difícil de romper y me lo
embalaba en ese apósito que convierte a los objetos regulares en objetos
inmensos. No había más remedio que aguantar su oficiosidad para disimular
mis intenciones. ¿No me habrá escuchado alguno de esos vendedores, en el
teatro de mis conferencias, la oración sicofántica? Algo intimidaba mis
preámbulos iconoclastas esa sospecha.
Me vengaba en la destrucción de la absurda canéfora o de la musmé
lampadarizada o del niño golfo en yeso mal pintado, de la mala interpretación
de las almas y de que prefiriesen al orador digno al que sólo lo es de
alimentarse con esos objetos.
Cuando ya el martillo iba a sacudir su golpe, algunas almas simples e
inevitables gritaban ¡No! ¡No!, pero ya la rotura era irremediable.
Quien ha hecho eso muchas veces puede salvar el concepto de lo cursi bueno,
amable y trémulo, que es fondo humano del mundo.
Muchas veces habremos sentido que al despotricar contra lo cursi nos ha
quedado una especie de resquemor, de temor de haber ofendido algo
venerable, de vergüenza de no haber hecho excepciones y distinciones.
En la exclamación espontánea es difícil hacer distinciones, pero para eso sirve
el Ensayo, con su politubería de cristal para los cultivos diferentes.
Por eso cuando ya iba a matar lo cursi me he detenido. Como en el caso
bíblico, la mano de Dios ha detenido mi mano y me ha hecho pensar y
arrepentirme y comprender que la impasibilidad es la infamia mayor que
cometemos como mortales.
Mala época la que arrasa lo cursi, la que lo persigue en todos sus reductos.
Epoca casi inviviente.
Si tuvo defensas el siglo XIX es porque aceptó lo cursi como ingrediente vital,
como conservador de la paz, como anclaje seguro de su tiempo.
No hay que tener esa vana repugnancia a lo cursi que tiene nuestro tiempo y
hay que crear la nueva cursilería para apretar los redaños a lo salvaje.
Una vez una mujer me dejó turulato ante el concepto de lo cursi cuando me
escribió entre lágrimas: «Te parecerán cursis estas lamentaciones y protestas
mías. Cursi es todo sentimiento que no se comparte».
Mi perplejidad me hizo pensar. Yo ya no la amaba, pero admiraba un amor
que para mí no era cursi en el despectivo sentido de esa palabra, sino en un
enlabiador sentido que me hacía sentir los ecos de amor de su amor. Puse
lágrimas cursis a la arandela que defendía sus tristezas y sus nostalgias y me
prometí ser más justo con lo que precipitadamente se cree cursi.
Desengañados de todo volvemos a lo cursi, pero con gran trabajo porque si se
desmontó lo cursi es difícil volverlo a encontrar.
Reasumido lo cursi desde que apareció audazmente en la vida, viviríamos por
lo menos lo que vivieron nuestros padres añadido a lo que llevamos vivido.
¿Pero encontraremos ya aquellos muebles y el aire de aquellas salas en 1899?
Nuestra vida estaría menos desguarnecida y menos en medio de todos los
vientos.
Siempre he tenido el deseo —mis antiguos amigos lo saben— de tener un
gabinete enteramente cursi; pero nunca he tenido esa habitación de más en que
crear ese gabinete.
¡Cuánto he soñado con él!
En ese cuarto adornado de espejos, con chimenea de mármol para conseguir el
ábaco y colocar sobre él unos búcaros de bota alta y candelabros de
equilibristas con el ramo de las velas como sostenido en la frente, iba a
encontrar la evasión suprema, la resignación para el infortunio de escribir, la
pura palabra de amor para el idilio.
Tanto he pensado en esa deseada habitación cursi, que hay una pared en mi
casa que tiene puerta misteriosa a ella.
Me oculto en su interior cuando he dicho que no estoy para nadie y oigo el
teléfono sonriendo a un timbre lejano, al que no acudo.
El cordón de su campanilla, que no da a ninguna campanilla, es tironeado por
mí cuando quiero echar esa idea surrealista que quiere explicar lo que
sentimos en las rodillas.
En esa habitación sé que no me puede coger la mala muerte y me siento en
una lejanía de todos los gases asfixiantes.
Nada de reconstrucción de una época, sino conglomerado de todos los objetos
cursis que he ido viendo en almonedas y rastros.
Ya que no tenga la Fortuna, tener la conformidad exterior de lo que
interiormente en órganos y almas es enteramente cursi. ¿Es que convertida en
cosa suelta la tráquea y los pulmones no son uno de esos objetos que pueden
ser comparados con un regalo de bodas antiguas? ¿Es que las costillas y la
espina dorsal no pueden ser uno de aquellos fruteros en los que se hacía
canastillo la porcelana?
Lo cursi es la adonística espontánea, ingenua, que quiere mimarnos frente al
vacío.
Hay calor en su empeño y afán de compañía.
La familia, puesta a vivir en hogares cerrados, erigió sus alcurnias, su
golosinería, sus sueños incumplidos, sus gustos sin figurín. Cuando las casas
eran totalmente de una sola familia no había necesidad de ese compendio del
mundo que necesitaron los pisos.
Sus señoritas se vistieron de trovadores y el decorado de la casa adquirió
intimidad de museo de pequeñas cosas, de exposición de objetos hechos por
los locos, los presidiarios, los enamorados y los autores cálidos de regalos de
boda.
Para vivir inviernos y enfermedades no hay nada como lo cursi. Salva. Hace
permanecer en la vida, sonsaca la enfermedad, deja que vayan a parar a sus
puntos escondidos y de reposo las moscas de la difteria que hay en toda
dolama de invierno.
Yo creo que hay que volver a lo cursi porque se está verificando un desengaño
de lo rectilíneo, de lo claro, de lo cortado en superficies demasiado evidentes.
El objeto nuevo es como una evitación de las formas, como una renuncia a
equivocarse, a tener el alma porosa que tenían los objetos cursis.
El objeto nuevo no prohija las derivaciones del objeto cursi.
Lo que se estiliza sin incurrir en la filigrana y el firulete no tiene la venosidad
que hace vivir lo inquilinal.
Todo debe tener manojos de vísceras, raíces curvas y enrevesadas, tendencias
a la hidrografía y la complejidad del sistema nervioso.
No es conmovedor un traje de mujer si no tiene un lazo, y sólo la corbata
salvará un traje gris de hombre.
Una página vivirá de lo sobrante que haya en ella, de lo excesivo, del ratimago
con que sea rubricada.
Yo llegaría a decir que la composición de la sangre es cursi, y que la candidez
de los ojos es cursi, y que el alma es esencialmente cursi con su orgullo de
cristal en estalagmitas, con su viril de lágrimas, con su temblor de
fragilidades, con su caprichoso enroscamiento de estrías de colores.
Cuando no se ha hecho un poco cursi la casa de nueva planta, cuando no ha
puesto el encuadernador un hierro un poco cursi en la estampación dorada, nos
queda cierto arrepentimiento de la casa y del libro.
Todo lo que no es verdaderamente cursi es cansado y desesperado y no
conduce sino a la rigidez de la expresión.
No se descansa sino en lo cursi y todos sentimos el deseo de esa regresión, que
es regresión hacia el pasado y hacia el futuro, pues lo más grato del porvenir
es que tendrá sus formas nuevas de cursilería.
En lo cursi será en lo único en que no hubo crueldad, lo único que no
pretendió la desconceptuación del mundo.
Lo entrañable, las entrañas, tienen algo de lo que se aglomera en lo cursi —
fondo de pisapapeles—, idea de las violetas, estampa de los almanaques,
adorno de aparador, canastillo del plafón, flores de lo adamascado, ramaje de
araña lampadaria.
Por muy inteligentes que sean los amantes, de la reunión de sus sueños brota
un precioso árbol cursi, una doble imagen que se reúne como en una estatua
simbólica y desmelenada, un fondo más feliz, pero más amanerado, como el
que aparecía como entresueño de las parejas que sólo estaban reunidas y
silenciosas en las tarjetas postales.
Lo cursi está creado por el deseo de abrigar bien la vida y consagrar su
contoneo. Lo cursi se atreve a consolar al fantoche humano y le consagra en
cada tiempo.
Aplaca a los dioses, aturde y quiebra la asechanza, congrega el anhelo
hogareño.
Prepara panales de mimos al tiempo que revolotea, que quiere anidar, que pide
resquicios, que quiere desmelenamientos y minuciosas trazas.
Chineros de corazonadas, bomboneras de presagios, jarrones llenos como de
cuentas de ojos muertos, espejos con marco de traje de baile, consolas
funambúlicas.
Los de la época cursi panteonizaban sus cosas, las cuidaban de la pulmonía del
tiempo y por eso inventaron los fanales en que se solidificó la cascada del
tiempo en su caer de concha en concha.
Hasta el agua cuando se salva a su rápido morir es cuando hace rizos de
meandros —el barroco está lleno de esos remolinos—, hoyuelos de detención
de los que lo cursi está lleno.
¿Por qué un arte tan viejo como el chino es tan profundamente cursi?
Porque sabe que la poca vida que se vive cada vez se ampara en las
raigambres de los objetos, y la sabiduría de la intimidad elige los muebles
cursis.
Los muebles tallados de la China, sus tronos dragónicos, sus mesillas con algo
de plantas de agua, sus escritorios retrepados de cajoncitos envueltos en
curvas, los armarios de coromandel, todo es solemnemente cursi.
Todo lo oriental, que tanto trato ha tenido con el tiempo, afronta la cursería.
Lo arábigo es cursi, pero observando el largor de la vida de los que tuvieron
decoración oriental, se comprueba que gozaron de una vida más avezada, más
firme y más luenga que los que vivieron en habitaciones despejadas.
Lo chino se recarga como si así quisiera tener más redaños, más recursos y
distraciones para entretener a la muerte.
En una habitación bien alhajada al estilo oriental se siente una protección
extraña y parecen más duraderas las horas y sus contrahoras.
¡Cuántas veces para evitar una esterilización de amor hemos pensado ser
claros y proponer a la amada reunir nuestras cursilancias, vindicarlas de
silencios, agravarlas de premeditaciones!
No nos hicimos una fotografía en pareja tan rematadamente cursi como se la
hicieron nuestros antepasados, y por eso tememos no haber sido fotografiados
y pasar sin retrato auténtico al anonadamiento de la época subsiguiente.
Sospechamos que nos hemos defendido de lo que debíamos incurrir y que por
un prurito de refinamiento falso vamos a ser como gasa hidrófila en cerrado
paquete azul. ¡Habrá algo menos viviente! ¡Más para heridas de pupila
muerta!
Lo cursi corona la vida y de alguna manera se ocupa de poner consagraciones
de panteón a nuestra posible muerte.
Está de pésame y al mismo tiempo congratula nuestra vida. Sin elemento
cursicional no hay familia bien tramada, adornada para que todas las palomas
parientes reconozcan el palomar.
La poca extensión de una vida, lo rápidamente que se suceden los retratos de
distintas edades, obligan a una cursilería que encierra el retrato sucesivo, la
empeñada tarea de vivir. Es en vano resistirse. Sin un poco de buena cursilería
no se habrá hecho sino no vivir, quizás a lo más supervivir sin haber vivido.
Lo cursi quiere ser más de lo que es y festejar santos, esperanzas, vidas
felices. Encresparse, ser lo adorado. Nos ciñe el alma y se burla de las normas
asépticas.
Las cosas huyen, renuncian, se curan en salud, se neutralizan cuando no son
cursis. Lo cursi acepta más su destino.
Esta es una época de líneas repugnantes y desvanecidas porque no quiere ser
de ninguna manera cursi. ¡Si será cursi que no quiere ser cursi!
Nos alejamos de saber morir cuando nos alejamos demasiado de lo cursi.
La oratoria, que es lo que más mueve al mundo, es cursi. Castelar fue un gran
cursi y por eso llenó su época de vibrante repercusión. Verle a él con su bigote
en su comedor solemnemente cursi es suponer su estilo, su belleza de
adornismos oportunos, enroscados y enroscadores, prodigiosos y tribunicios.
Influía desde ese comedor como desde su oratoria y desde su oratoria como
desde ese comedor.
Iba bien él y todos los parlamentarios a la sala del Parlamento, como los
conspicuos ateneístas al portentoso y cómodo salón cursi del Ateneo, con sus
admirables cursiladas de sus paredes y techos.
Lo cursi nace de la conformidad de vivir y morir en una setentena de años y
por eso agarra el alma humana y acierta con la intimidad que hay que dar a
cada cosa.
El presentimiento de lo cursi es que no vamos a salir de esta habitación un día
determinado, que aquí vamos a languidecer extasiados en el último y casero
éxtasis.
No contar con lo cursi, no comprender lo cursi es salirse del destino
octogenario que marcara cada época.
Sólo lo cursi de cada momento histórico se salvará, y lo genial de un modo
parco, restringidísimo y limitado.
En lo cursi está la corona de cada tiempo, el regalo de aniversario de cada
veinte años para los otros veinte años, la herencia característica.
Ancla de cada tiempo radica el pasado que en todo lo otro es abstracción,
sentimiento vago e invisible, resbaladiza posibilidad de todos los tiempos,
cristalización mineral más o menos bella, más o menos rica.
Lo cursi tiene una incestuosidad soportable, disculpable, honesta. Soluciona
amores inconfesados, pone en día de fiesta, en criatura convertida, en cosa, lo
que fue palpitación sorda de las casas, pensamiento fijo de salas, pasillos y
alcobas.
¡Y el honor intacto y por encima de todo!
La familia, en verdad de verdad, no ha girado muchas veces más que
alrededor de un objeto cursi, y ese objeto ha sido el vínculo.
Se va a ver al hermano que se quedó con aquel objeto, porque lo tiene, porque
es la imagen de papá y mamá, más que los retratos lagoteros.
La duda del estilizador y del deshumanizador es si ha hecho bien en apartarse
de los objetos cursis, si no estará en ellos la verdad, la sumisión humana, la
abnegación de vivir y morir.
Quizás algún día resulte que todo sea suposición, superposición, hablar por
hablar, menos esas dorsales sueltas de lo cursi, esos tramados con las raíces
naturales de la vida, ese recibir la sobrina en el gabinete cursi al hombre
aristocrático y rico que quería ser un soltero torvo y ella le enamoró.
Lo cursi está tramado con pelos de la cabellera de la amada, con alma de niño
muerto, con el hallazgo de la novia que no se encontró nunca y que era la
predestinada, la que hubiera cuidado la casa salvándola a la angustia y al
estrago.
En lo cursi hay un caracol de verdades vitales y está en medio de la alegría de
la vida el contraste del dolor, la cojera del niño gracioso que se encojó por
jugar demasiado, y entre los niños sonrosados y rubios el que sale meningítico
y se retuerce como si se buscase las alas perdidas en una distorsión horrible de
la cabeza.
Por eso mismo es entrañable lo cursi y nos aprieta el corazón en la sombra
como si nos diese un abrazo prohibido que no deben ver los demás.
Retoza en nuestra configuración entrañable y atañe a la forma cursi del propio
corazón.
Lo cursi no tiene la frialdad inorgánica, desplazada, vigilada estrictamente
para que no se enamore, de lo elegante.
Está más en lo cierto del vivir, cree que no es mentira lo que los otros
desmienten, no quiere disimular su verdadera naturaleza, su inclinación a lo
superpuesto.
Vive lo cursi de morir bien y enroscarse en agonía. Complejiza el vivir. Se
murió la tía, pero dejó sus objetos cursis para seguir viviendo, pudo encarnar
en ellos. ¿Y quién podría encarnar en toda esta figuratriz nueva que evita ese
fenómeno?
Los nuevos poetas tienden a lo cursi. Sólo los impasibles de una cierta época
de transición, esos que creyeron que se corrompían desmarmorizando su
verso, no quedarán. Juan Ramón Jimémez quedará por su amarilla cursilería
de los primeros versos o los que en los últimos repiten los ecos de los
primeros. Toda esa aséptica entremetida en su obra divinamente cursi,
perecerá blanca.
Cuando Apollinaire dice «Los recuerdos son cuernos de caza cuyos sonidos
mueren en el viento», o cuando Paul Eluard dice «La nieve misma está
enmascarada o entreveo de nuevo tu palidez desnuda, que en la mañana se
unía a las estrellas que desaparecían», son estupendamente cursis, sobrepasado
el límite de cursilería de las pasadas épocas, refaccionada la cursilería
admirablemente.
Volviendo a Juan Ramón Jiménez diré que estando en la pura tradición de
Bécquer había afinado sus muebles saliendo de la casa de huéspedes
abigarrada en que Gustavo Adolfo vivió siempre con nostalgias de amor y
duelo, entre coronas poéticas, entre plateresco de tuberculosis, entre
pensamientos enrevesados y conmovedores de deudas.
Juan Ramón con menos angustia, de un modo más indirecto, con remates de
joyas, con más cabello auténtico de mujer en medallones de recuerdo, con más
vagos parques y marismados lontanares, dio más sensación de mueblería
menos de almoneda y con más graciosas cresterías.
Juan Ramón Jiménez fue un poeta de esa intimidad presupuesta que brota de
las cortinas amarillas, de los canapés y de las vitrinas en que sólo hay abanicos
que fueron descotes.
Llamaba Poemas mágicos y dolientes, Arias tristes, Baladas para después,
Elegías lamentables, a todo lo que brotaba de esas saletas andaluzas quemadas
por el resol y en las que hay una bombonera morada que quedó como objeto
sin sentido.
Olor nocturno y suave de mujer que se baña,
de rosas al revés en morados cristales.
En el reverso de lo delicado y de lo sentido que había en el poeta se veían
bandejas con pie en las que las viejas tarjetas eran mariposas que el poeta
dejaba volar, retratos con marcos de peluche y una percha en que queda un
sombrero de jardín.
Alcobas con estores, lavabos como de un coche cama antiguo, espuma de olor
porque siempre había encajes en las sábanas:
Acabas de salir de tu alcoba... Yo he entrado.
Está desarreglada, deshojada, marchita...
Sobre una silla de oro, el corsé perfumado
que llevabas la tarde de la última cita...
En el sofá —¡oh, recuerdos!— la magia de tu enagua
tu huella en el desorden fragante de tu lecho,
¡ah! y en la palangana de plata, sobre el agua,
una rosa amarilla que perfumó tu pecho!
Y un olor de imposible, de placer no extinguido
y saciado, ese más que tiene la belleza,
laberinto sin clave, sin fin y sin sentido,
que nace con locura y muere con tristeza!
¿Es que no es eso lo que hay en esa poesía?¿La delicia de eso, la superación
de eso, el reencuentro con lo cursi desemparedado?
Juan Ramón en esta última época de su vida ha querido rehuir eso, ha querido
algebrizar en elegancia intachable, en rayas sin ecos lo que había encontrado
como nadie y por eso lloramos lágrimas de mármol al leer sus maravillas
evitadas de hoy.
Tenía la valentía de su idealidad —no insistiré en la palabra cursilería por si,
aun habiendo elevado tanto la palabra, puede ofender a un poeta que me es tan
admirado y tan querido— y musicalizaba todos nuestros deseos abiertos al
verano o entrecerrados en el otoño.
Escribanías de plata convertidas en fuentes de jardín, terciopelos colgados
convertidos en náyades del crepúsculo, monetario de las rosas caídas en
pétalos convertidos en imágenes de acuerdo con los búcaros, los espejos y las
cornamusas decorativas.
Así podía seguir una galería de grandes hombres cursis, pero saltaré a Charlot,
que es, si nos paramos a contemplarlo bien, el genio de lo cursi y se deshoja
en postales cursis.
Por eso cuando se hace la imagen plástica de Charlot, en yeso, calamina o
madera, culmina sobre las mesas un muñeco cursi, un bibelot cursi, el bibelot
que estuvo de moda veinte años.
Don Quijote mismo plasmado en pintura o en escultura es fundamentalmente
cursi, hágalo quien lo haga.
En esta época desorientada buscamos la protección de las cosas cursis como
única salvación.
Van a volver por eso, y vamos a alimentar todos los sentimientos cursis, los
pájaros cursis; los adormilamientos cursis, el cursi irse a suicidar y no
suicidarse.
No hay otra salvación en los tiempos que por raquíticos se vuelven verdaderos
y en los que vivimos en el fondo seco de la taza de la vida, en el azucarero
vacío, en la cuartilla sin proyecto.
Las rosaledas son cursis, y, sin embargo, son los únicos rincones en que el
jardín se salva a su desolación y se protege y se ampara la falseada vida
humana del ciudadano, y hay un eco entre jarrones y rosas.
Sólo los que se han amado mucho pueden volver a las rosaledas, y unas
monjas alrededor de una enferma pueden pasear por la rosaleda sin ser
malamente cursis, como en una obra de teatro.
¡Qué encantador entre los muebles cursis la doble silla para el idilio! Se
sentaban los enamorados como al revés y acababan por darse la cara, sintiendo
sus alientos.
Se detuvo amedrentado el creador de muebles cordiales ante el siglo XX, que
ha sido un siglo que ha creído amanecer a otra clase de vida, a otra época, a
otro mundo. Ningún siglo por el hecho de amanecer se creyó tantas cosas. ¡Y
pensar que hubo ya otros siglos XX, descontados por la desmemoria, antes de
este siglo XX!
La humanidad de pronto dejó de querer ser humana y de condensarse en sus
guaridas.
Ahora nos vamos enterando de que en lo cursi cuaja la vida y que sólo lo cursi
puede decir que ha vivido. Lo otro, lo que podríamos llamar anticursi, puede
no haber vivido nunca por más que aparente más inmortalidad y despierte más
el asenso de los demás.
En lo cursi hay un drama enredado, un camino de recién casados, una ilusión
perenne de adolescencia.
Lo cursi está domado como una serpiente y se levanta sobre las mesas.
Es cursi esa muchacha porque está indecisa entre ser cuadro o realidad —
imagen trovadora— y porque su voz responde a su indumento y su alma tiene
fondo de amatista y lleva su corazón en caja de filigrana. ¡Como que para
llegar a ser tan idealmente cursi ha tenido que tener inspiración y haber
actuado y triunfado en los conservatorios de la cursilería!
Es cursi la virgen de Lourdes saliendo con túnica celeste claro de una gruta —
rococó—; pero es la Virgen ideal no ya en su gruta original, sino en la gruta
de un patio de monjas, representando lo que tiene de cistérnico la aparición, de
virginal aljibe.
Esas casas en que no hay más que defensa de la cursilería y del adorno, no son
casas, son cajones de seres.
La casa es lo que está compungido y alegre de arquitectura, lo que llorara sus
excesos algún día, pero que también ha reído de tenerlos.
Entre un margen de locura y otro de cursilería se mueve el tiempo.
La humanidad cree en lo cursi porque es un gran descanso para ella, un gran
cobijo.
Lo cursi tiene una cosa perecedera y se va quebrando de generación en
generación. Por eso lo que menos nos llega del pasado son los objetos cursis.
Hay un no sé qué que nos enlaza a lo cursi. Quizás lo que tenemos de
mariposas, de peces, de pájaros disecados, de monos azules.
La política misma tiene de raro, de estrambótico y de eficaz que es cursi. Sólo
la política cursi tiene éxito, y el Parlamento vive porque es lo más cursi del
mundo, con sus taquígrafos, sus pupitres, su presidencia, su escribanía y su
campanilla.
Este ensayo sobre lo cursi podría apoyarse en tantas razones y tantas cosas,
que llegaría a ser interminable.
Para acabarlo sólo pido una viñeta cursi.

Ramón Gómez de la Serna

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