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Qué Cae Más Rápido Una Hoja de Papel o Una Moneda

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¿Qué cae más rápido una hoja de papel o una moneda? ¿Podrían caer al mismo tiempo? Depende y SI.

¿De qué depende? ¿Cómo podríamos


conseguir que cayeran a la vez? Vamos a explicarlo y analizar el movimiento de caida libre de los cuerpos.

¿Qué cae antes una hoja de papel o una moneda?. Depende. Vamos a explicar estos fenómenos físicos. Hablemos primero de los fenómenos en la
tierra.

Como sabemos la tierra está rodeada de un gas llamado atmósfera y que ese gas cuando rodea a la superficie terrestre le llamamos aire. También
tenemos que hablar de la ley de newton F= m x g, que dice que la fuerza de atracción de la tierra es mayor cuanto más masa tiene el cuerpo, pero el
cuerpo además según va cayendo va aumentando su velocidad por la gravedad (g=aceleración).

Según la ley de newton dos cuerpos caerán sobre la tierra a la misma velocidad solo si tienen la misma masa. ¿Y que pasa con el aire?. Pues el aire
hace que los cuerpos se desaceleran (se frenen) por el rozamiento del cuerpo contra el aire según van cayendo, pero el rozamiento será mayor en
cuerpos que tengan mayor superficie de contacto con el aire, es decir los cuerpos de mayor superficie, rozan más y caerán más despacio, aunque
tengan igual masa, pues el aire hace que los cuerpos se desaceleran (se frenen) por el rozamiento del cuerpo contra el aire según van cayendo, pero el
rozamiento será mayor en cuerpos que tengan mayor superficie de contacto con el aire, es decir los cuerpos de mayos superficie, rozan más y caerán
más despacio, aunque tengan igual masa.

Pues si que la hemos liado, ahora dos cuerpo de igual masa ya no caen sobre la tierra a la vez, si no que depende, el de mayor superficie (o volumen)
caerá más despacio por que roza más con el aire. Pues así es.

Conclusión a todo esto: Dos cuerpos caerán sobre la superficie de la tierra a la misma velocidad, solo si tienen la misma masa y el mismo volumen.
Ahora bien si la distancia de caída es muy pequeña, la aceleración de los cuerpos (g) es muy pequeña, y aunque tuvieran distinta masa podrían caer
casi a la vez.

Esto lo podemos comprobar con la moneda y el papel. Si soltamos a poca distancia la hoja de papel y la moneda, se verá que claramente, que cae
mucho más rápido la moneda, pero si ahora cogemos la hoja de papel y hacemos una bolita (disminuyendo su superficie) podremos apreciar que caen
los dos casi a la vez (y eso que es la misma masa de papel). ¿Por qué? pues por que ahora al tener poca superficie de papel el aire frena mucho
menos el papel.
Prueba casi conseguida. Pero vamos a complicarlo un poco más. ¿Podríamos hacer que la hoja abierta (plana) cayera a la vez que la moneda? Pues
siii.¿Cómo? según lo anterior solo nos haría falta estar en un medio en el que no hubiera aire, es decir en el vació.

Lógicamente también haría falta que la influencia de la gravedad en uno y otro cuerpo fuera la misma, es decir que la caída fuera en corta distancia,
para que no existiese casi aceleración (g).

Bueno pues vamos a la solución del problema. La hoja abierta (podría ser una pluma como en el video de más abajo) y la moneda caerán a la vez
si las soltamos dentro de un bote donde se le ha hecho el vacío. ¿Fácil no?.

Otra solución sería si que no hubiese aire en la tierra, pero eso es más complicado. Pero......¿Y en la luna?.

Resulta que la luna no hay atmósfera (no hay aire). Dave Scott, uno de los astronautas del Apollo 15, realizo en la Luna un experimento consistente en
dejar caer desde la misma altura un martillo y una pluma. Como era de esperar (En la Luna no hay atmósfera) ambos llegaron simultáneamente al
suelo. No había atmósfera y aunque en la luna hay gravedad (menor que la de la tierra) la distancia era corta, y la gravedad no influía demasiado en la
caída. Puedes ver el experimento en el video de abajo. Bueno pues a falta de una solución hemos dado 3.

Efecto de la resistencia del aire en la caída de los cuerpos

Al ser la densidad del aire pequeña, podemos despreciar el empuje frente al peso del cuerpo. La ecuación del movimiento de
un cuerpo esférico de radio R y masa m es

mdvdt=mg−0.2ρfπR2v2mdvdt=mg−0.2ρfπR2v2

Se ha tomado la dirección positiva hacia abajo

A medida que el cuerpo cae, se incrementa la velocidad, la fuerza de rozamiento crece hasta que se iguala al peso. El cuerpo se mueve con
velocidad constante denominada velocidad límite vT

EN QUE CONSISTE EL MOVIMIENTO DE CAÍDA LIBRE


En física, se denomina caída libre al movimiento de un cuerpo bajo la acción exclusiva de un campo gravitatorio. Esta definición formal excluye a todas
las caídas reales influenciadas en mayor o menor medida por la resistencia aerodinámica del aire, así como a cualquier otra que tenga lugar en el seno
de un fluido; sin embargo es frecuente también referirse coloquialmente a éstas como caídas libres, aunque los efectos de la viscosidaddel medio no
sean por lo general despreciables.
El concepto es aplicable también a objetos en movimiento vertical ascendente sometidos a la acción desaceleradora de la gravedad, como undisparo
vertical; o a satélites no propulsados en órbita alrededor de la Tierra. Otros sucesos referidos también como caída libre lo constituyen las
trayectorias geodésicas en el espacio-tiempo descritas en la teoría de la relatividad general.
En la física clásica, la fuerza gravitatoria que se ejerce sobre una masa es proporcional a la intensidad del campo gravitatorio en la posición espacial
donde se encuentre dicha masa.
De acuerdo con la ley de Newton la fuerza de atracción es más fuerte entre cuerpos más cercanos a igualdad de masas (o sea por un lado la Tierra, y
por otro un cuerpo, un animal, una persona, pero tomando la misma persona y la Tierra, cuando más cerca estén uno de otro la fuerza es mayor).

Como los polos están MÁS CERCA del centro de la Tierra, que es su centro de masa, una persona pesará más en los polos que en el ecuador. La
aceleración, que es proporcional a la masa es:

g(polos) > g(ecuador)

Conociendo este "pequeño" gran detalle, nunca te vas a confundir al pensar cuál era mayor (a menos que pienses que en vez de geoide la Tierra es
una pelota de rugby o fútbol americano!).
Algunos datos o consejos para resolver problemas de caída libre: Recuerda que cuando se informa que “Un objeto se deja caer” la velocidad inicial
será siempre igual a cero (v0 = 0). En cambio, cuando se informa que “un objeto se lanza” la velocidad inicial será siempre diferente a cero (vo ≠ 0).
Desarrollemos un problema para ejercitarnos Desde la parte alta de este moderno edificio se deja caer una pelota, si tarda 3 segundos en llegar al piso
¿cuál es la altura del edificio? ¿Con qué velocidad impacta contra el piso?

Los que lo conocían personalmente y habían sido clientes de Henry L. Campbell solían decir que era el mejor detective de Inglaterra, y eso a pesar de
que había bastantes.
Sentado en mangas de camisa detrás de la mesa de su despacho, Henry reflexionaba sobre la visita que acababa de recibir. Encendió un cigarrillo, y
mientras miraba sus notas, sacó una botella de whisky y un vaso del último cajón de su escritorio y se sirvió un trago.
Henry tenía treinta y ocho años, aunque aparentaba cuatro o cinco menos. Hasta hacía tres años había pertenecido a Scortland Yard, y había sido un
agente muy eficiente. Se hablaba de que iban a ascenderle a sargento, pero ese ascenso nunca llegaba. Parece ser que a algunos de sus superiores
no les caía muy bien. Tal vez era demasiado independiente. Por eso decidió dejar la policía y establecerse por su cuenta. No le iba mal. En realidad le
estaba yendo muy bien. Ganaba casi el triple de lo que ganaba antes, y no tenía que recibir órdenes de nadie. Nunca se había arrepentido de la
decisión que había tomado.
Hacía un rato que le había visitado un elegante abogado vestido con un traje cruzado azul marino, que venía en representación de un importante
cliente. Recordó la conversación mientras le daba un sorbo a su vaso de whisky.
-Verá, señor Campbell, tengo entendido que es usted el mejor detective de esta ciudad…
-Bueno, eso dicen -le contestó Henry sonriendo.
-Bien, es para un asunto delicado -dijo el prestigioso abogado con precaución.
-Muy bien, señor Remington. Soy la discreción en persona, pero le advierto que mis tarifas no son baratas.
-De acuerdo, ¿y cuáles son? -le preguntó el picapleitos sonriendo.
-Son 150 libras diarias, mas gastos, y un cheque anticipado de 1.200 libras.
-No hay ningún problema. Estoy autorizado por mi cliente a extenderle un cheque para que inicie sus pesquisas, si acepta el caso.
-Muy bien, ¿y puede saberse quién es su cliente? -le preguntó Henry algo molesto por tanto secretismo.
-Sí, cómo no, es John S. Wilson.
-¡Ah, el magnate de la prensa!
-El mismo. Como ya sabrá por las noticas, hace dos días que encontraron a su mujer asesinada en la piscina.
-Sí, últimamente no se habla de otra cosa.
-Vale, pues el caso es que, ¿cómo le explicaría yo…? No es que desconfiemos de la policía. Pero usted sabe tan bien como yo, que en estos casos el
principal sospechoso suele ser el marido de la víctima…
-Sí, claro.
-Por eso mi cliente quiere que el caso se resuelva lo antes posible, ¿puedo contar con su discreción, señor Campbell?
-Por supuesto, señor Remington, puede hablar sin rodeos. Yo soy una tumba. Eso es parte de mi oficio.
-Bien, la noche de autos mi cliente estaba pasando la noche con una amiga.
-¿Una amante, quiere decir?
-Sí, bueno, eso -le contestó el abogado algo incómodo.
Henry pensó que qué necesidad tenía el magnate de la prensa de buscarse una nueva amante, cuando según decían los periódicos sólo llevaba cinco
años casado con su segunda esposa. Una bella mujer a la que casi le doblaba la edad, ¿tan pronto se había cansado de ella? ¡Ay, estos ricachones
son todos iguales, unos viciosos sin medida! Pero bueno, él tampoco tenía derecho a juzgar a nadie. Él tampoco era un santo. Vive y deja vivir.
-En ese caso tiene una coartada sólida, ¿no?
-No, bueno, es una chica casada y…
-Ya, lo comprendo. No quiere comprometerla a no ser que sea absolutamente necesario.
-Veo que lo ha comprendido a la perfección.
-De todas formas necesito los datos de esa chica.
-Se llama Nancy Douglas, y vive en cincuenta y uno de Cannon Street.
El detective privado se tomó nota de los datos en una pequeña libreta de direcciones que siempre llevaba consigo.
-¿Acepta el caso, señor Campbell?
-Sí, claro, no veo ningún inconveniente.
-Estupendo, me alegro mucho. Le extenderé ahora ese cheque.
Durante un minuto nada se oyó en la habitación, salvo el suave rasgueo del bolígrafo del abogado al escribir sobre su talonario. Cuando terminó, se lo
entregó al detective.
-Aquí tiene. Le daré también mi tarjeta. Por favor manténganme informado de sus avances en la investigación del caso.
-No se preocupe, le llamaré de vez en cuando para manterle al día.
El elegante abogado se levantó y Henry hizo lo mismo -Ambos hombres se dieron la mano y se despidieron.
Poco después, y mientras terminaba su cigarrillo, Henry llamó por el intercomunicador a su secretaria. Caroline Baker, que ese día vestía un ajustado
vestido azul celeste con falda por encima de las rodillas, entró en el despacho de su jefe.
-¿Me ha llamado, señor Campbell?
-Sí, Caroline. Ten este cheque. Cuando puedas lo ingresas en el Banco. -La secretaria se acercó hasta él y cogió el cheque.
-Muy bien, señor -luego se marchó caminando despacio con un suave contoneo de caderas.
Herny recordó haber leído un extenso artículo hacía pocos días en el Times sobre la joven víctima. Scotland Yard parecía no tener ninguna pista sobre
quién o quiénes habían sido los asesinos. El robo estaba descartado. No faltaba nada en la moderna y extensa mansión donde vivía la víctima con su
marido, y la puerta no había sido forzada. Probablemente, la difunta Berverly Wilson conocía a su asesino y abrió ella misma la puerta de entrada.
Casualmente era el día libre del personal de servicio, ¿quién había ido a visitarla aquella fatídica noche? ¿Un amigo, una amiga? ¿Tal vez tenía un
amante? ¿Alguien que conocía algo turbio en su pasado y que la chantajeaba?
Todo eran preguntas e hipótesis sin respuesta. Su primer paso debía de ser el de conocer a fondo la personalidad y la vida de la bella joven asesinada,
y de la gente con la que se relacionaba, sus parientes, amigos, antiguos compañeros de estudios y de trabajo, etc., pero sin duda a la primera persona
que tenía que preguntarle era al atribulado viudo, a la persona que lo había contratado.
Pase mi vida haciendo fortuna, desde pequeño, recuerdo que siempre me esforcé por alcanzar el éxito y ser el mejor en todo lo que hacía. Fui el
número uno en mi salón, en la escuela, me gradué de medico con honores, realice mi especialización en cirugía con una beca, sin gastar un solo
centavo. Soy una mente brillante. Soy reconocido como uno de los mejores cirujanos del país, todos mis años luchando por esto, dieron frutos.
Mi trabajo me permitió hacerme del auto de mis sueños, obviamente un flamante bólido último modelo. No solo eso, no compre una casa, compre una
mansión, llena de lujos, la envidia de mis amigos y colegas. Y lo mejor del caso, las mujeres más lindas a mis pies.
Sin embargo, hoy por fin me doy cuenta que todo eso fue un espejismo. Crecí pensando que lo más importante era ganar dinero y rodearme de lujos y
mujeres. Nada más alejado de la realidad, por fin me he dado cuenta que mi vida está vacía. A pesar de ser médico, nunca me he preocupado por
alguien que no sea yo. En realidad no he salvado ninguna vida, me aseguraba de realizar “operaciones fáciles”, aquellas que no impliquen correr
riesgos, aquellas que me aseguren una cirugía exitosa, sin tener que hacer papeleos de defunciones y explicar a familiares que su hijo, esposo, padre o
madre han muerto.
Lo sé, soy una basura, era reconocido en el mundo médico por una mentira. Todas mis proezas tenían el éxito asegurado, desde antes de realizarlas.
Y si analizó, a cuantas personas les quite la oportunidad de vivir, tan solo porque consideraba que no tendrían esperanza de salir bien de la cirugía.
Esas elucubraciones no tenían argumentos válidos, a mí solo me importaba mi prestigio.
Me prepararon para ser exitoso y tenerlo todo, nadie me preparó para vivir las épocas en que el dinero no serviría de nada, y lo más importante sería la
familia y los amigos. Esa falta de educación me hizo olvidar lo mucho que amaba a mis padres y a mi hermano; y cuando toda esta mierda comenzó,
fue muy tarde para darles un abrazo. El mundo se volvió loco una mañana, la gente comenzó a morderse unos con otros, y después hordas de muertos
caminaban, poblando las calles. Los no infectados corrían por sus vidas para no ser mordidos y no convertirse en esas cosas. En ese camino, nada
importaba, ni tus títulos, ni tu dinero, ni tu prestigio, únicamente lo verdaderamente importante era sobrevivir y cuidar a los tuyos.
Me atrinchere en mi mansión, tapice puertas y ventanas con tablas, previamente me abastecí de comida enlatada, para sobrevivir algunos meses sin
salir de casa. La energía se fue, el agua dejo de ser potable y ahorrar cada recurso al máximo, se volvió imperativo. Quise salvar a mis padres, pero
fueron atacados. Estaban resguardados en su casa, la casa humilde en la que crecí. Cuando fui por ellos, muchos zombis, los rodeaban, trate de
ahuyentarlos llamando su atención, la ventaja que tenía era la torpeza de esos seres, pero fue muy tarde, vi escondido en mi auto como se
transformaban, agonizaban, jadeaban, dejaban de existir, para volver convertidos en muertos caminantes. Muchos de esos seres siempre los rodearon,
por eso no me pude acercar para despedirme.
Después busque a mi hermano, que estaba represado en la universidad. Por primera vez en mi vida hacia algo por una persona diferente a mí. Con
una pizca de valor, irrumpí en el campus universitario, atropellando cuando zombi se atraviese en mi camino. Tome un machete, y me baje del auto,
agitando el machete y descabezando a cuanto zombi encontré en el camino, hasta llegar a mi hermano y llevarlo al auto. En ese momento me di cuenta
que yo aún era humano y que haría lo que fuera por mi familia, aunque mis padres ya no estarían más conmigo.
Mi madre siempre decía que las peores lecciones te las daba la vida, es curioso como por primera vez, y ahora que ella ya no estaba, le daba la razón.
Aprendí a valorar lo que no ya no estaba conmigo, me doy cuenta que el dinero y el prestigio aquí ya no servía de nada. Aquí o vives o mueres, nada
más importaba.
Mi hermano estaba frente a mí, no tuve más opción de amarrarlo, sin darme cuenta cuando lo traje a mi casa, lo habían mordido en su pierna y brazo;
estaba muriendo. Le conté de mis padres, le pedí perdón, el me miró con lastima y me perdonó, lloramos y nos abrazamos. Después lo ate a la silla,
primero hablaba de mis padres, anécdotas que me hubiera gustado vivirlas con ellos, después habló de sus estudios de medicina, quería seguir mis
pasos, me platico de su novia y de sus metas. Sin embargo, poco a poco iba perdiendo la lucidez de sus palabras, supongo que la fiebre lo hacía
delirar, en un momento, tal vez el menos pensado, comenzó a convulsionar, lo vi agitarse violentamente, finalmente dejo de vivir, su tórax dejo de
elevarse señal inequívoca de que ya no respiraba, su rostro estaba pálido y de él no salía ninguna señal que demostrara que todavía estuviera vivo.
Mi hermano después de cerca de 5 minutos, abrió los ojos, pero sus ojos eran opacos, ya no existía ningún vestigio de vida en ellos. Abría sus fauces
queriendo morder lo que se acerque a él, gruñía y el sonar de sus dientes ambientaba el dolor de mi alma. Levante mi Magnum, seis tiros, únicamente
necesitaba uno, es curioso, lo compre para protegerme a mí y mi familia, ahora lo iba a utilizar para asesinar a mi hermano. Cerré los ojos, algunas
lágrimas bajaron por mis mejillas, todo mi cuerpo temblaba, pero pude fijar el cañón del revolver en la frente de mi hermano, aguante la respiración y
apreté el gatillo.
Érase una vez en el pueblo de mi mamá, se corría la leyenda que si una persona le quitaba lagañas a un perro y se lo untaba en los ojos, esta persona
podía ver las almas en pena incluso antes de que alguien muera y viviría toda su vida atormentado por estas visiones porque nadie podría quitarle
nunca más las legañas de los ojos. (Hago paréntesis para mencionar que según muchas personas, los perros tienen un sexto sentido desarrollado y
que cuando aúllan constantemente, es porque están viendo el alma de una persona que esta a punto de morir).
Como nunca falta un incrédulo, un valiente y temerario personaje, que realizó tal hazaña y como por arte de magia, las almas empezaron a aparecer
frente a él una y otra vez, sin dejarlo descansar un solo día. Eran almas buenas, malas, quejándose y riéndose, sin embargo esto afectaba
psicológicamente a aquel pobre hombre y dejo de trabajar y frecuentar a sus amigos.
Una tarde se fue a lo alto de un cerro con su burro para tratar de retomar su vida y seguir sembrando y cosechando en sus chacras, al ver que tanto
había descuidado, trato de hacerlo todo en un solo día, la noche cayó y era momento de partir a casa. Mientras descendía esquivando abismos, las
almas empezaron a seguirlo y tanta fue la tortura, que desesperado empezó a correr por el estrecho camino que había que bajar, hasta que de un paso
en falso, termino cayendo por el abismo para morir terriblemente producto de los golpes que se dio en la caída.
Desde ese entonces, nadie en el pueblo ha vuelto a querer ponerse legaña de perro en los ojos.
Otros, como mi amigo Fernando, comentan que las personas se terminan volviendo locos y lo puede corroborar pues uno de sus tíos, hizo lo de las
lagañas y terminó loco.
Alberto López
¡Ya estoy harta!… llevo un montón de años dándote lo mejor de mí y en cuanto me descuido, me pones los cuernos con cualquier pelandusca que se
las da de liberada y que no me llega ni a la punta de los tacones… A ver, dime, qué tienen ellas que no tenga yo … porque reconocerás que a mi lado
son todas unos cardos borriqueros… ¡ya estoy harta!, cualquier día me doy el piro y no me ves más el pelo…
Y con un arranque de despecho, la Bella, muy digna, se levantó, y vistiéndose entre aspavientos, se largó por la ventana. Eran las cinco de la
madrugada. No había pegado ojo en toda la noche. Agotado susurró entre dientes.
– Yo sí que estoy harto… a ver si es verdad, y de una puta vez no vuelves…
Mientras la ventana se disolvía en un fundido en negro, la voz de la mujer se perdía alejándose entre bambalinas.
– ¡Marce, que te estoy oyendo… deja de murmurar por bajines!…
Aquél vínculo surrealista (alguien, más atinadamente, lo calificaría de fantasmal) por fin se había hecho añicos. La Bella desconocida, que decía
llamarse Abrahel, no volvería más, o eso creía. Así se iban por la borda cinco años de relaciones que, tras un primer periodo intenso pero tormentoso,
habían llegado a un callejón sin salida.
Agotado, no solo anímica sino también físicamente (las noches en blanco con aquella insaciable ninfómana le dejaban exhausto) su imagen jovial de
cuarentón culto y bien conservado, con reputación entre las jovencitas de exitoso picaflor, se marchitó precipitadamente, pasando en poco tiempo a
parecer un cincuentón. Las ojeras se instalaron de forma permanente en su rostro, haciéndose cada vez más profundas, su abundante cabellera negra
y su gran bigote a la turca, se vinieron abajo tornándose de un gris mortecino, unas pronunciadas entradas y una incipiente coronilla de cura, lo
convirtieron en un señor mayor. La cabeza le decía que ya no estaba para aquellos trotes, que tenía que cortar, pero la juventud de su corazón le
llevaba a caer una y otra vez, en aquellas alocadas cabalgadas por las praderas del amor.
Al principio había estado bien. La relación resultaba cómoda y no le exigía compromiso alguno. La Bella desconocida tenía un cuerpo de calendario y le
hacía unos trabajos magníficos, sin exigir nada a cambio. Además, su conversación era de lo más entretenida y no exenta de cierto nivelillo intelectual.
Se interesaba por todas sus cosas, siguiendo con dedicación las funciones en que intervenía, hasta el punto de convertirse en su crítica más aguda.
Había llegado a conocerle, mejor que él a sí mismo, pero tanta sabiduría comenzaba a resultarle un poco cargante pues apenas le quedaba un ángulo
oscuro, donde preservar, lejos de su control, algo de su individualidad. A los dos años de relación, lo sorprendente no era que lo supiera todo de su
pasado, sino que también lo sabía de su futuro, hasta el punto de profetizarle lo que iba a sucederle en los días siguientes. Al principio, comprobar si
acertaba o no era interesante, pero después, constatar que nunca se equivocaba, se tornó insufrible. Sin la sorpresa del mañana, sin el aliciente de la
duda, su vida, convertida solo en presente, se le antojaba un pozo de aburrimiento.
Ella se permitía aconsejarle desinteresadamente sobre su trabajo, sobre las relaciones con sus amistades (de manera especial con las femeninas, a
todas las cuales consideraba unas lagartonas) sobre su imagen en los medios, sobre su economía, en fin sobre casi todo, empleando en ello las más
perversas armas de mujer. Su personalidad, víctima de la certeza, se veía diluida en una total inseguridad. Perdió el interés y la ilusión por las cosas
(pues el mundo exterior carecía de sorpresas) se tornó olvidadizo (pues ya no era preciso recordar) ensimismado y un poco alelado, como si estuviera
vagando sin destino. A su tradicional tolerancia y dulzura, le sustituyeron la desgana y la acritud, hasta convertirse en una persona desabrida e
imprevisible para sus amigos, y en ese camino, se fue quedando solo.
Tanta presión, unida a la rutina y al abismo del aburrimiento, condujeron a la ruptura, como si se tratara de una pareja burguesa convencional. Sin
embargo, no se podía decir que al menos en sus comienzos, aquella relación hubiera pecado precisamente de ello.
La conoció en Madrid, cuando vivía en una vieja buhardilla rehabilitada con trazas de picadero, en la Costanilla de los Desamparados, una calle del
castizo barrio de Huertas, donde en el siglo XVI corrían a la juerga y a la greña Lope y otros literatos, y hoy se va de marcha a pasar la fiebre del fin de
semana. Fue en una de esas noches frías y lluviosas del otoño madrileño, en la que cargado de cubatas y canutos se retiró de madrugada, después de
acudir con unos amigos al Café Central para escuchar al cuarteto de Pedro Iturralde. Cuando estaba a punto de hundirse en el sueño, la habitación se
iluminó con una extraña luz que no mostraba su procedencia, y en la pared, frente a su cama, se abrió una ventana tan nítida y detallada como un
cuadro hiperrealista de Antoñito López, con sus contraventanas mallorquinas, sus cortinas con festones a cuadros amarillos y blancos recogidas a
ambos lados, y unas macetas de Talavera pobladas de geranios rojos que se recortaban contra un cielo de impoluto azul serrano. Lo que parecía una
ensoñación derivada del alcohol y los canutos, se transformó en algo que parecía tener todos los visos de realidad, cuando una señora estupenda, de
unos cuarenta años muy bien llevados y un moreno cordobés que le haría saltar el hipo a cualquiera, apareció trepando por la ventana hasta
encaramarse en el alféizar. Regalándole desde lo alto una encantadora sonrisa, descendió como una reinona, y dirigiéndose a él, como si le conociera
de toda la vida, le soltó:
– ¡Hola cariño, ya estoy en casa!.
Marcelo dio un bote y se quedó levitando sobre la cama, con un susto en el cuerpo que le arrancó de cuajo todas las migrañas depositadas en su
cabeza por los porros, el tabaco y el alcohol. La Bella desconocida, con un desbordante monólogo marujón que, a él solo le permitía meter de vez en
cuando, entre frase y frase, algún sonido gutural de afirmación o negación, se paseaba por la habitación con un enérgico taconeo, a la vez que, de la
manera más natural, se desprendía de la ropa con un savoir faire de lo más sexy. Con los ojos cuadrados, entre deslumbrado y aterrorizado, Marcelo
seguía con la mirada aquel cuerpo escultural, que casi estaba al alcance de su mano. Entonces la Bella, desnuda como cuando Dios la trajo al mundo,
se paró junto a la cama y con un meloso mohín, apeándose de los tacones le susurró:
– Anda Marce, cariño, hazme campito que vamos a jugar a papás…
Aquella primera noche resultó gloriosa. Estuvieron guerreando hasta bien entrada la mañana, con animados intervalos de charlas banales, que a él le
resultaron refrescantes, como contrapunto a las habituales y pedantes conversaciones intelectuales de su mundo teatral, tan cargado de afectación y
esnobismo. Sin acabar de creerse lo que le estaba pasando, pero encantado con la situación, Marcelo se dejaba llevar.
A media mañana, cuidando de no hacer ruido para que el amado pudiera seguir descansando, la Bella se levantó, se duchó y tan pausadamente como
se había desvestido la noche anterior, se vistió. Con un beso en la frente, lento y suave para no despertarle, por bajines se despidió:
– Descansa pichoncito… mañana vuelvo…
Entonces la Bella se giró, y en un abrir y cerrar de ojos, trepó al alféizar y se lanzó al vacío. Marcelo, que no perdía detalle desde su papel de
encantador amante dormido, no pudo evitar una exclamación de terror, cuando la imaginó estrellada contra el asfalto. Como un resorte, se incorporó,
saliendo disparado hacia la ventana, pero cuando casi la tocaba con sus dedos, apenas quedaba ya una luz residual. El golpe de bruces contra la
pared, le hizo volver a su ser y recuperar la conciencia. Supuso que había sido presa de una alucinación, o de un tardío episodio de sonambulismo, que
creía definitivamente perdido en los años de su infancia.
De nuevo en la cama, observó que se sentía realmente exhausto, después de haber dormido casi diez horas. Le dolía todo el cuerpo, especialmente
las piernas y las ingles, como si realmente hubiera estado toda la noche haciendo el amor. Pudo constatar, que la humedad de su lecho, no solo
respondía al sudor y a la fiebre de lo que ya adivinaba monumental gripazo, consecuencia de la mojadura de la noche anterior, sino que quedaban en
las sábanas muestras de pegajosos medallones, como prueba evidente de un real y desfogado combate sexual…y además…además…la cama estaba
impregnada de un desconocido perfume entre agrio y dulzón, que indudablemente no estaba entre la selección de perfumes varoniles que
habitualmente usaba para después de afeitar. Intrigado por aquel perfume que no acertaba a situar en su memoria olfativa, tendido en la cama con la
mirada perdida en el techo, se entretuvo en repasar, como un consumado perfumista, las páginas de su libro de olores, hasta que dio con él. Era
azufre, olía a azufre, más concretamente, a rosas mezcladas con azufre.
El cansancio y el punto de lucidez que todavía le quedaba, le hicieron apartar de su mente aquella dulce pesadilla, volviéndose a quedar
profundamente dormido, hasta las primeras horas de la tarde. Cuando se levantó, después de una relajante ducha, observó con inquietud en el espejo,
que su cuerpo magullado estaba poblado de chupetones, moratones y arañazos. Desconcertado y todavía somnoliento, se dirigió a prepararse el
desayuno. El reloj de la cocina marcaba las siete de la tarde. Por primera vez en su vida, había faltado a un ensayo.
A partir de entonces, esto se repetiría una y otra vez, hasta casi arruinar su trayectoria profesional, construida durante años con dedicación, estudio y
sacrificio. Su vida de soltero, que hasta entonces había transcurrido dentro de los parámetros más o menos bohemios de la farándula, se descalabró
por completo y se le fue de las manos. Comenzó a incumplir horarios, citas y obligaciones, adquiriendo una fama de informal que repercutió
negativamente en su trabajo. Los contratos, fueron menguando, lo mismo que la extensión de los papeles, la calidad de las compañías y la importancia
de las salas. Y en igual medida, crecieron el consumo de alcohol, los porros y el tabaco. Cansancio, escasa concentración, falta de sueño, abandono
de su propio cuerpo, hasta en la forma de vestir (hasta entonces informalmente exquisita) humor de perros… la imagen de Marcelo, como su vida, se
desmoronaba por culpa de una mujer.
– Bueno, ni siquiera eso – se recriminaba en momentos de lucidez – por una alucinación de mujer…
Lo que había nacido como un juego nocturno de la imaginación, se había convertido en un verdadero problema. Los problemas que le generaba
aquella situación, también afectaron a las relaciones, más o menos ocasionales, que mantenía con las que él llamaba sus amigas. El primer conflicto se
presentó cuando Mari Luz Cifuentes, la segunda actriz de la compañía, después de una cena de estreno, se fue con él a dormir a su apartamento.
Nunca hubiera imaginado, que con su cuerpo y su espíritu plenamente volcados en Mariluz, se volviera a encender la ventana en la pared y la Bella,
descendiendo en plan chulapona, no solo organizara un escándalo monumental, sino que liberal y animosa, pretendiera participar en un menage á
trois.
Cuando se besaban apasionadamente enroscados, sintió como una mano le acaricia por detrás distrayéndole de su ocupación.
– Estate quieta… por favor, ahora no… déjame en paz…
Y Mariluz:
– Pero ¿qué dices Marce?
– Nada Marilú, nada… no es contigo cariño, es que me ha venido una cosa a la cabeza…
Y la Cifuentes mosqueada… y Marcelo intentando recomponer la situación con ella. Al poco.
– ¡Ay!
Las rojísimas uñas de la Bella se habían clavado amorosamente rasgando la espalda de Marcelo, y Mariluz, harta ya de la situación, se apartaba de él
abandonando la cama.
– Así Marce no hay quien eche un polvo…es como si estuvieras con otra… ¡mira, ni se te levanta!…
Y Marcelo:
– Pero Marilú, por favor no te vayas… es que…
Mientras Marilú se dirigía al baño a verter su frustración en un mar de lágrimas, él enfadado, aunque sin mucha convicción, se encaraba con la Bella en
un toma y daca de insultos y reproches. Tras el indignado portazo de la Cifuentes, las aguas volvían a su cauce, y la débil carne de Marcelo sucumbía
a sus encantos. Lo sucedido con la cómica, se repetiría en otras dos ocasiones con otras tantas amigas, así que optó por no llevar a ninguna otra más
a su picadero. Pero con el paso del tiempo se relajó y volvió a abrir la puerta, a lo que consideró, una justificada excepción. La excepción se llamaba
Graciela Rosetti.
Actriz de reparto de origen argentino, licenciada en sicología y muy conocida en el mundo del espiritismo y la parasicología, estaba al corriente del
asunto, ya que en un momento de debilidad, había sido el paño de lágrimas de Marcelo. Así que se ofreció a echarle una mano, para liberarle
definitivamente de las visitas de aquel espíritu seductor que, ella calificó, sin duda, como un súcubo femenino.
Como Marcelo desgraciadamente se temía, la Bella se presentó a dar por el saco en mitad del polvo y como en ocasiones anteriores, si se terciaba, a
participar en él. La conversación entre los tres, ya sin necesidad de ocultaciones, y con Marcelo en funciones de médium entre las damas, adquirió
tintes surrealistas.
– Qué haces con esa guarra – empezó soltando la Bella sin cortarse un pelo desde que se encaramó en la ventana.
Y Marcelo:
– No hables así mujer…
Y la otra:
– ¿Etá acá, etá acá?… ¿Qué dise la piba?…
Y Marcelo:
– Nada, nada…tú Gracielita sigue, como si tal cosa…
Y la Bella:
– ¡Ah!… así que la puta ésta se llama Gracielita… y encima argentina… ¡lo que me faltaba, una sudaca!… ¡que se vaya!…
Y Marcelo:
– ¿Por qué se va a ir?… ¿y qué pasa con que sea argentina?… ¡vete tú!…
– ¿Yo?… ¿marcharme yo?…yo soy tu prometida y además soy de Coria del Río…
Y la otra, picada en el amor propio y olvidándose del carácter experimental y científico:
– ¿Cómo?… ¿que yo me vaya?… ¿eso dise Marse?…¿eso dise?… ¡la concha su madre!… ¿dónde etá que le rompo la jeta?…
Y la Bella:
– A mí tú no me rompes ni una uña… ¡sudaca de mierda!…
Y Marcelo:
– No digas eso… tranquilas por favor…sin insultos… dejad de tiraros los trastos a la cabeza…
Y la Bella:
– La culpa la tienes tú, por traer zorras a casa…
Y la otra, haciendo repetidamente la señal de la cruz y conminándola como en un exorcismo a salir de allí en nombre de Jesucristo:
– Va de retro súcubo…va de retro súcubo…el fayo es tuyo Marse, por no enfrentarte antes a esaaa…a esaaa…cosa y sacarla sin más de tu vida.
Y Marcelo:
– Pero Gracielita, cariño, si eras tú quien quería ayudar…
Aunque aquel desgraciado experimento le curó definitivamente de otras posibles repeticiones, la despechada Graciela no se supo contener, y se lo
contó a una amiga y ésta a otra, hasta que se hizo del dominio público en un mundillo como el teatral, bastante chismoso y aficionado a estas cosas del
espíritu. Así que le vinieron múltiples propuestas para colaborar en otros experimentos o sortilegios similares, a fin de expulsar aquella presencia
paranormal de su vida. A los de su propio sexo, que le acosaban a preguntas, la situación les parecía un chollo, aunque también hubo, quien, de forma
discreta, se ofreció para compartir solidariamente su lecho. En cuanto a sus compañeras, algunas se mostraron ofendidas y escandalizadas por su
preferencia espectral sobre la real, pero otras picadas por el morbo, se ofrecieron a seguir la estela de la Rosetti.
A Marcelo, todo aquello, le servía de bien poco para hacer frente a su problema. Sus amigos tenían buena voluntad, pero trataban aquellos temas en
plan amateur. Le hablaron de visitar adivinos, médiums, quiromantes y otras gentes peculiares del mundo de lo oculto, pero cuando lo hizo (incluso
recurrió a un sacerdote especializado en expulsar demonios) constató que aquello de los consultorios para los espíritus del más allá, era una verdadera
verbena. Entonces pensó que, quizás, la solución al problema de lo que el llamaba alucinaciones, en vez de buscarlo en el más allá, debía hacerlo en
el más acá, por lo que concluyó que lo que necesitaba era un médico del alma. Y así a través de la Rosetti, a la que ya se le había pasado el berrinche,
cogió cita con un siquiatra de reconocidísimo prestigio, compatriota y ex pareja de la actriz, que había tratado a gente muy importante del mundo del
espectáculo, las finanzas y la política. Marcelo, que era persona sencilla, tanta competencia médica le parecía desmesura, y aunque era de la opinión
que los siquiatras al fin y a la postre, no eran sino otra clase de adivinos y hechiceros de bata blanca, tan pallá, como los que más ingenuamente se
envolvían en capas astrales, gorros cónicos llenos de estrellitas o turbantes orientales, acabó por ir a la consulta privada que, aquella lumbrera de la
ciencia siquiátrica internacional, tenía en un lujoso piso del Paseo de Recoletos.
La entrevista duró poco menos de una hora, en la que Marcelo, tumbado en un diván, como correspondía a la liturgia freudiana, se puso a hablar
exponiendo su caso. Al cuarto de hora, la lumbrera le mandó parar y le dijo que ya lo tenía pillado. No había dudas, aquello era una clásica parálisis del
sueño, algo que ocurre cuando despertamos de un sueño, pero nuestro cuerpo no lo hace. Le tranquilizó diciendo que era un fenómeno que le sucedía
a mucha gente, bien es verdad que no con la intensidad y extensión temporal con que se presentaba en su caso. El resto del tiempo lo dedicó a
ilustrarle, con una críptica exposición, a ritmo de milonga, sobre la teoría del sueño en la fase REM, la segregación de ciertos neurotransmisores, como
el GABA o la glicina y otros términos extraños, de la que Marcelo no entendió nada. Resumiendo, el cuadro sicosomático que estaba claro, venía
motivado por los restos de un complejo edípico infantil, ausencia de pareja estable, exceso de trabajo y una hipersensibilidad espiritual, propia de los
artistas. Tratamiento… fuera preocupaciones, vida sana, paseos por el campo, abandono del alcohol, el tabaco y los porros, una tortilla de pastillas
para rebajar la tensión y poder dormir como un niño y el asunto se iría de forma tan natural como había venido.
Las consultas, que le costaban un ojo de la cara, se fueron sucediendo, pero la cosa no mejoraba. La Bella seguía visitándolo regularmente. Además,
las pastillas, le producían una somnolencia permanente, que le incapacitaba para desarrollar un trabajo como el suyo, para el que una buena memoria
resultaba imprescindible. Así que, consciente de que por aquel camino tampoco había salida, dejó al siquiatra, optó por la huida y abandonando su
casa, puso tierra de por medio.
Sin comunicárselo a nadie, con el máximo sigilo, vendió el apartamento de Huertas y consiguió una plaza de profesor de literatura en un instituto de
BUP en Portugalete, su pueblo natal, donde pensó que, rodeado de sus recuerdos, amistades de juventud y familia, se sentiría más protegido. Allí
podría reconstruir su deshecha personalidad y rehacer su vida.
Alquiló un apartamento en una casa del Paseo del Muelle Nuevo, con unas estupendas vistas sobre la Ría, y en unos pocos meses, libre de los
agobios de aquella alucinación infernal, experimentó una sensible mejoría. Recuperó viejos amigos e hizo otros nuevos, con los que volvió a salir en
cuadrilla a tomar vinos por el Casco Viejo. Las clases le tenían ocupado buena parte del día. Creó un grupo de teatro con los alumnos del último curso
y volvió a ser el dulce y abierto Marcelo de siempre, aunque sin atreverse todavía a llevar a ninguna de sus nuevas amigas a su casa. Pero justamente
poco antes de los exámenes de Junio, un sábado aciago sucedió lo tan temido, que la ventana, se volvió a abrir.
– Chico, vaya manera de comportarte… así, sin más ni más, sin dar una explicación, ni dejar una simple nota, tomas las de Villadiego y desapareces
como si se te hubiera tragado la tierra… y ¡hala!, si te he visto no me acuerdo… yo tonta de mí, toda preocupada pensando que te había pasado algo o
que habías tenido un accidente con el coche… te he buscado en hospitales, clínicas, comisarías y ¡nada!… tú aquí, tan rico, en tu Portu de
siempre…con tus amigotes… en una pareja como Dios manda, así no se hacen las cosas Marce… si hay algún problema, pues cariño, se habla…se
habla… ya sabes que yo soy muy razonable…
Se le cayó el mundo encima. Ante el despechado pero meloso discurso de la Bella, apenas si pudo mascullar algo entre dientes.
– Es que me salió una plaza y…y… me dieron poco tiempo para ocuparla… no tuve tiempo de avisar y.
Para entonces, la Bella ya le estaba arrullando con todos sus encantos a los que él nunca se podía resistir, y volvió a caer en las mismas, Portugalete
fue la primera de las etapas en una huida hacia adelante, que tuvo su continuación en otros lugares como Salamanca, Ventadebaños, Granada y Lorca
donde, antes o después, la Bella, perseguidora implacable, lo acababa encontrando. Hasta que cayó en la cuenta de que el único lugar, donde quizás,
podía estar a salvo de aquellas visitas infernales, sería la cárcel. Así que en una preciosa mañana del mes de mayo, después de haber dejado las
cosas de intendencia arregladas, tomó el cuchillo más grande de su cocina, un cartón de Ducados, un termo de café, dos bocadillos de barra entera
(uno de chorizo de Pamplona y otro de tortilla española) envueltos en papel de aluminio, unas servilletas de papel, el periódico, un pack de latas de
cerveza, una cadena y un candado que había comprado el día anterior en una ferretería y metiéndolo todo en una bolsa de plástico de El Corte Inglés,
se presentó a cara descubierta en la pequeña agencia del barrio del Banco de Santander, decidido a dar un palo, con el objetivo secreto de resultar
detenido con las manos en la masa y poder pasar unos años descansando en la trena.
Tocó el timbre. La cajera, de lejos, mecánicamente, sin apenas mirar quien era, apretó el botón de debajo de la mesa que abría la puerta y Marcelo
entró. El despacho del director estaba vacío, una empleada que ocupaba una mesa a la derecha hablaba por teléfono y un par de clientes esperaban
frente a la caja. Sacó el cuchillo de la bolsa y blandiéndolo al aire, soltó los consabidos gritos.
-¡Esto es un atraco!… ¡todos al suelo!…
Pidió la llave a una empleada, cerró las puertas y se la guardó en el bolsillo. Después, pasó la cadena por los grandes tiradores y cerró el lazo con el
candado. Bajó las persianas motorizadas, dio vuelta al cartel donde ponía cerrado y con la colaboración obligada de los dos clientes, arrastró una
pesada mesa contra la puerta de entrada, para reforzar su bloqueo.
Interrogó a las empleadas sobre la hora en que llegaba el furgón del dinero, y si además de los presentes, había alguien más en la sucursal. Ellas
negaron con la cabeza, pero ante sus miradas azarosas hacia la puerta de los lavabos, le entraron sospechas. Así que agrupó a empleadas y clientes y
los encerró bajo llave en el cuarto de archivo. A continuación, se dirigió a los lavabos y entró sigilosamente, sin hacer ruido. No había nadie. Abrió
despacito la puerta del retrete de las mujeres y nada. Fue a hacer lo mismo con el de los hombres, pero se encontró con que estaba bloqueada. Tras la
puerta sonaron unas toses, de esas que advierten que está ocupado. Dio un paso atrás y soltó una violenta patada, que hizo saltar por los aires el
pasador y la mitad de la puerta. Allí estaba el señor director sentado en la taza, pelándosela con una revista porno en las manos. Le puso el cuchillo al
cuello y a medio subirse los pantalones, le obligó a salir a la zona pública de la oficina.
Dominada la situación, liberó del encierro a los clientes y al personal, indicando a unos que se sentaran tranquilos y a otros que volvieran a ocupar sus
puestos de trabajo. Metió en una bolsa del banco el dinero que, temblando como una vela le ofrecía, sin habérselo pedido, la cajera, y a continuación
pidió a todos un momento de atención. Educadamente les hizo saber que eran sus rehenes, que debían estar tranquilos, que si colaboraban no
sufrirían ningún daño, que se quedaran quietecitos en sus lugares y que el atraco quedaría resuelto en unas pocas horas. Acabado el discurso se sentó
tranquilamente en el mullido sillón de Director, presionó el botón de la alarma, que comenzó a sonar en la calle como una condenada, vació el
contenido de la bolsa de El Corte Inglés sobre la mesa, y se dispuso a almorzar mientras llegaba la pasma y tomaba posiciones en torno al banco.
Cuando las sirenas dejaron de aullar para dar paso al megáfono, ya había acabado el primer bocadillo e iba por la mitad del periódico. La voz del
inspector jefe de la policía, entre suaves recomendaciones y fuertes amenazas, le conminaba a entregarse. Desoídas las advertencias del megáfono, al
poco sonó el teléfono y se iniciaron tres inacabables horas de ardua negociación, en las que mediante una serie de peticiones y exigencias que
parecían sacadas de un telefilme americano, estuvo mareando a la bofia. Decía que aquella interpretación (ampliamente recogida en vivo y en directo
en el telediario de las tres) había sido el broche de oro con el que culminó su carrera teatral. Cuando consideró que ya había delinquido bastante como
para ganarse un buen marrón, recogió y limpió la mesa, devolvió el dinero a la cajera, se despidió de clientes y empleados dándoles las gracias por su
colaboración, le dio al botón que accionaba las persianas para elevarlas, apartó la mesa con la ayuda de los secuestrados, retiró la cadena, abrió las
puertas, y con los brazos en alto, llevando en una mano el cuchillo, la cadena y el candado y en la otra la bolsa con los restos del bocadillo de tortilla a
medio comer, el periódico, el cartón de Ducados, las servilletas, el termo y las latas vacías, salió a la calle, dio tres pasos y gritó:
– ¡No disparen!… ¡me entrego!
Y se entregó.
Aquel día la escena española perdió un gran cómico, pero nuestra prisión ganó un estupendo bibliotecario. Su nombre completo era Marcelino
Cortajarena González… El Corta para los compañeros. Esta increíble historia me la contó en la cárcel.

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