665var PDF
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Violín
ePub r1.0
Poe 14.06.14
Título original: Violin
Anne Rice, 1997
Traducción: Camila Batlles
Retoque de portada: Poe
Para
Rosario Tafaro
Para
Karen
y como de costumbre y siempre
Para
Stan y Christopher y Michele
Rice,
John Preston,
y
Victoria Wilson
y
en homenaje
al talento de
Isaac Stern
y
Leila Josefowicz
Y el ángel del Señor se apareció a
María,
y ésta concibió por obra y gracia del
Espíritu Santo.
PROEMIO
No respondió.
Atónito, el joven fantasma aguardó a
que la mujer se hubiera marchado y, tras
retroceder un paso, alzó la vista hacia el
cielo, un cielo invernal típicamente
vienés, de un gris sucio. Luego, con
expresión solemne, contempló de nuevo
la tumba.
En torno a él se agolparon los
muertos, desgreñados y desorientados,
que formaron un grupo más denso y
siniestro que antes. ¡Qué espectáculo
ofrecían esos espíritus!
«¿Ves a alguien a quien yo pueda
recurrir? ¿Crees que tu hija Lily, tu
padre o tu madre vagan errantes a través
de esta lobreguez? No. Contempla mi
rostro. Observa lo que el
reconocimiento engendra y el
aislamiento solidifica. ¿Dónde están mis
espíritus colegas, sean cuales fueren sus
pecados y los míos? Ni siquiera los
monstruos ejecutados por crímenes
abyectos se adelantan para tomarme de
la mano. Me hallo aislado de estos
espíritus, de estos espectros que ves.
Contempla mi rostro. Mira, y verás
dónde comenzó todo. Contempla el
odio».
—¡Contémplalo tú! —repliqué—.
¡Aprende tú de él!
Por unos segundos vislumbré una
figura que estaba de pie ante nosotros,
con una mueca de desprecio hacia los
muertos errantes e informes, y la fría
mirada fija en la tumba.
Anochecía.
Otro cementerio se extendía ahora
alrededor de nosotros. Era nuevo y en él
se alzaban monumentos más imponentes
y ostentosos que los anteriores. Supuse
que también habrían levantado un
monumento a… sí, a Schubert y a
Beethoven, sus estatuas de piedra
ensambladas como si fueran amigos
aunque en vida apenas se habían
conocido personalmente; y ante esa mole
monumental, el joven y visible Stefan
comenzó a interpretar una ardiente
sonata compuesta por Beethoven,
entretejiendo en el entramado de la
pieza su propia obra, mientras un grupo
de mujeres jóvenes, una de las cuales
sollozaba, lo contemplaban
embelesadas.
Los sollozos de la muchacha se
mezclaron con los lamentos del violín;
el semblante del fantasma reflejaba una
expresión tan melancólica como el de la
joven, y mientras ésta se llevaba las
manos al vientre como si sufriera algún
dolor, el violinista siguió desgranando
las prolongadas notas, haciendo que las
otras mujeres lo miraran arrobadas.
Parecían las admiradoras de
Paganini en el Lido; el violinista mágico
sin nombre ataviado según la moda de
finales de siglo, que tocaba para los
vivos y los muertos, y volvió la mirada
hacia la mujer que no dejaba de llorar.
—¡Necesitas su dolor, te nutres de
él! —exclamé—. Hallaste tu fuerza en
él. Dejaste de tocar tu enloquecida y
estridente canción para los muertos e
interpretaste una melodía desinteresada
en la que esas mujeres te vieron
reflejado.
«Haces unos juicios precipitados, te
equivocas. ¡Desinteresada! ¿Cuándo has
visto que yo me comporte de forma
desinteresada? ¿Y tú? ¿Te muestras
desinteresada al apoderarte de mi
violín? ¿Es desapego lo que sientes al
contemplar este espectáculo? Yo no me
nutro del dolor de esa mujer, pero su
dolor le hizo abrir los ojos y verme, y
las otras también me vieron. La canción
surgió de mí, de mi talento, un talento
con el que nací y que cultivé en vida. Tú
no posees ese don. Te has apoderado de
mi violín. Eres una ladrona al igual que
lo fue mi padre, al igual que el fuego que
estuvo a punto de quemar mi violín».
—Durante esta arenga no has dejado
de aferrarte a mí. Siento tus labios sobre
mi piel, tus besos, tus dedos en mis
hombros. ¿Por qué? ¿A qué vienen estas
muestras de ternura mientras escupes
expresiones de odio en el oído? ¿A qué
viene esta mezcla de amor y rabia? ¿Qué
provecho puedes sacar de mí, Stefan?
Te lo repito, presta atención a tu propia
historia. No te devolveré un instrumento
destinado a hacer que la gente
enloquezca. Puedes enseñarme lo que
quieras, que no te lo devolveré.
«¿Te recuerda a tu difunto marido?
—susurró él—, ¿cuando las drogas lo
habían vuelto impotente y se sentía
humillado? Recuerda su rostro
demacrado y su mirada fría y vidriosa.
Te odiaba. Tú sabías que la enfermedad
ya había hecho mella en él.
»No te abrazo llevado de mi amor
por ti. Él tampoco te amaba. Te abrazo
porque estás viva. Tu marido te
consideraba una idiota con una casa
bonita llena de cachivaches, platos de
Dresde y escritorios decorados con
graciosas figuras y taraceados con
bronce dorado; sostenía las copas
francesas ante tus ojos y limpiaba los
candelabros; también te llenó el lecho
de almohadones forrados de brocado.
»Y tú, convencida de su amor e
imbuida de tu sentido del heroísmo,
persuadida de que te casarías con ese
hombre enfermo, ese hombre frágil,
dejaste que tu querida hermana Faye se
fuera de casa. No le demostraste cariño,
no trataste de detenerla. No la viste
coger los diarios de tu padre y leerlos
con avidez. No la viste cuando
contemplaba la puerta de la habitación
del ático donde tú y tu flamante marido,
Karl, yacíais en la cama. No reparaste
en su fragilidad, no comprendiste que se
sentía desplazada en la casa de su padre
por ese nuevo drama, Karl, el hombre
rico, del que tú te nutrías del mismo
modo que yo me nutro de tu sufrimiento.
No advertiste que Faye se convertía en
una huérfana abatida por las palabras
escritas de su padre, unas palabras que
expresaban juicios, desengaños,
reproches. ¡No viste su dolor!».
—¿Acaso tú ves el mío? —inquirí
forcejeando para que me soltara—. ¿Ves
mi dolor? Afirmas que el tuyo es mayor
que el mío porque mataste a tu padre con
tus propias manos. Yo no poseo ningún
don para esa clase de crímenes, ni
tampoco para tocar el violín. Sin
embargo, compartimos el don de sufrir y
de lamentarnos, así como la pasión por
la majestuosidad, el insondable misterio
de la música. ¿Crees que vas a suscitar
mi compasión al obligarme a evocar
unos recuerdos de Faye que no soporto?
Eres una cosa muerta y repulsiva. Sí, vi
el dolor de Faye, por supuesto, y dejé
que se fuera, que se marchara de casa.
Me casé con Karl, y eso le dolió, pues
ella me necesitaba.
Me puse a llorar y traté de librarme
de él. Sin embargo, no podía moverme;
sólo era capaz de impedir que me
arrebatara el violín y de volver la
cabeza. Deseaba llorar a solas, pasarme
el resto de la vida llorando. Lo único
que deseaba era llorar, emitir esos
sonidos que eterna e invariablemente
constituyen el eco del llanto, como si
fuera el único sonido verdadero.
Me besó debajo de la barbilla y en
el cuello. Su cuerpo expresaba la
necesidad de ternura, de paciencia y
dulzura; me acarició el rostro con
veneración y agachó la cabeza como si
se sintiera avergonzado.
—¡Triana! —susurró con voz
entrecortada.
—De modo que saltaste de la fuerza
al amor por el Maestro —comenté—,
pero ¿cuándo empezaste a hacer que la
gente enloqueciera, que experimentase
sufrimiento? —inquirí—. ¿O quizás
estas nuevas aptitudes van dirigidas
exclusivamente a mí, Triana Becker, una
mujer corriente, vulgar y sin talento que
vive en un bonito chalé blanco de la
avenida; no creo haber sido la primera?
¿A quién sirves? ¿Por qué me despiertas
cuando sueño con un mar hermoso?
¿Crees que sirves al hombre cuya lápida
te causó un dolor tan profundo que
adquiriste una forma material?
Gimió; parecía suplicarme que me
callara.
Sin embargo, me negué a hacerlo.
—¿Crees que serviste al Dios al que
rezabas? ¿Cuándo empezaste a crear
dolor si el dolor no se producía con la
suficiente intensidad para crearte a ti?
De pronto cobró forma otra escena.
Circulaban unos trolebuses. Una mujer
ataviada con un vestido largo estaba
tendida en una cama de estilo art
moderne, por llamarlo de algún modo.
La ventana presentaba el singular diseño
abstracto característico de la época.
Junto a ella había un gramófono, en el
que la bulbosa aguja estaba inmóvil y el
plato giratorio aparecía cubierto de
polvo.
Stefan tocaba para ella, que
escuchaba con los ojos arrasados en
lágrimas; oh, sí, las lágrimas de rigor,
incesantes, pues en esta narración las
lágrimas son tan frecuentes como
cualquier palabra corriente y cotidiana.
Dejad que la tinta se convierta en
lágrimas y que éstas empapen el papel.
La mujer escuchaba con la mirada
fija en el joven, que vestía una chaqueta
corta y moderna, y lucía una cabellera
lacia y sedosa —como si se negara a
renunciar a ella, aunque sin duda sabía
que podía modificar su aspecto—,
mientras tocaba aquel instrumento
celestial.
Era una canción magnífica que yo
desconocía; quizá la hubiese compuesto
él, y en cualquier caso poseía la
disonancia característica de la música
de principios de siglo, un sesgo, una
pulsión, una clamorosa protesta contra
la naturaleza y la muerte. Ella no dejaba
de llorar. Tenía la cabeza apoyada en un
cojín de terciopelo verde; era una mujer
elegante, que, con su traje informal, sus
zapatos puntiagudos y sus suaves rizos
rojos, parecía pintada sobre vidrios de
colores.
Él se detuvo. Depuso sus eficaces
armas y la miró con ternura; luego se
acercó a ella y se sentó en un diván
curvo situado junto a la cama. ¡La besó!
Era tan visible y palpable para ella
como para mí, y su mata de pelo cayó
sobre la mujer como caía sobre mí en
esos momentos en el espacio no
delimitado, sombrío y azotado por el
viento, desde el cual presenciábamos la
escena.
En un alemán más fresco y asequible
para mi oído, le dijo a la mujer tendida
en el lecho:
—Hace años el gran Beethoven tenía
una amiga, una mujer de salud delicada,
llamada Antoine Brentano. Él la amaba
con infinita ternura, como a muchas otras
personas. Chitón. No creas las mentiras
que cuentan acerca de él, Beethoven
amaba a mucha gente. Pues bien, cuando
a madame Brentano le sobrevenía el
dolor, Beethoven, sin decir una palabra
a nadie, acudía a su casa de Viena y
durante horas tocaba el pianoforte para
ella con la intención de aliviar así sus
dolores. Las melodías ascendían a
través de las tablas del suelo hasta la
habitación que ocupaba la mujer, y la
consolaban y mitigaban su sufrimiento.
Después Beethoven se retiraba
discretamente, sin despedirse de nadie.
Ella lo quería mucho por su amabilidad.
—Como yo te quiero a ti —dijo la
joven.
¿Habría muerto madame Brentano,
quizás hacía mucho tiempo, o sería,
sencillamente, una anciana?
—¿Hiciste que se volviera loca?
«¡No lo sé! Observa. ¡No reconoces
la profundidad de todo esto!».
La joven alzó los brazos desnudos y
rodeó con ellos al fantasma, un ser
sólido y aparentemente del género
masculino, que la deseaba con pasión;
deseaba su carne perfumada y sus
lágrimas, que lamía con su lengua
espectral en un gesto tan escandaloso
que, de repente, toda la escena quedó a
oscuras.
Él le lamía los ojos, las lágrimas
saladas. ¡Basta!
—¡Suéltame! —exclamé, y me
debatí a codazos y puntapiés para
librarme de él. Por fin eché la cabeza
hacia atrás y oí el impacto de mi cráneo
contra el suyo—. ¡Suéltame! —repetí.
«Te soltaré cuando me entregues el
violín. Los ojos… ¿se conservan aún los
ojos de Lily en un tarro? Dejaste que le
hicieran la autopsia, ¿recuerdas? ¿Por
qué? ¿Para asegurarte de que tú no la
habías matado por negligencia o por
alguna estupidez? Sus ojos, ¿recuerdas?
Unos ojos, los ojos de tu padre; cuando
expiró estaban abiertos, y tu tía Bridget
te preguntó si querías cerrárselos,
Triana. Te dijo que era un honor cerrar
los ojos de un difunto, y te explicó cómo
colocar la mano…».
Por más que me esforcé, no logré
que me soltara.
Oí una melodía fantasmagórica y
salvaje, acompañada de tambores, tras
la cual se elevaba la música de su
violín.
«Aquel día en que dejaste a tu madre
ir al encuentro de la muerte, ¿la miraste
a los ojos? Murió debido a un ataque, so
estúpida. Pudiste haberla salvado; no
estaba vieja y achacosa, sólo cansada de
vivir, de vosotros, de sus sucias hijas y
de su marido pueril y timorato».
—¡Basta!
De pronto vi a mi captor. Éramos
visibles. Había empezado a clarear. Él
se hallaba a cierta distancia de mí. Lo
miré con furia, sin soltar el violín.
—¡Malditos seáis tú y todas tus
visiones! —exclamé—. Sí, confieso que
soy culpable de haberlos matado a
todos; y si Faye ha muerto y yace en una
tumba, también soy responsable de ello.
¡Sí, soy culpable! ¿Qué harás con el
violín si te lo devuelvo? ¿Utilizarlo para
enloquecer a otra persona? ¿Para
devorar sus lágrimas? Te odio. Mi
música era mi alegría. ¡Mi música era
mi transcendencia! ¿En qué se basa la
tuya sino en el daño y la crueldad?
—¿Y por qué no? —replicó él.
Luego se aproximó, puso las manos
en mi cuello, a traición, y empezó a
apretar. No soporto que alguien me
toque en un lugar tan delicado como el
cuello, ni siquiera alguien a quien amo,
pero no estaba dispuesta a caer en la
trampa de tratar de librarme de él.
—¿Posees la fuerza necesaria para
matarme? —pregunté—. ¿Has traído
también ese poder a este vacío, el poder
de matar como mataste a tu padre?
Adelante, acaba conmigo. Quizás
estemos a las puertas de la muerte y tú
seas el dios que sostiene la balanza para
pesar mi corazón. ¿Es éste un
razonamiento lógico, formado por las
cosas que yo amaba en la vida?
—¡No! —gritó sobrecogido, y se
puso a llorar de nuevo—. No. ¡Mírame!
¿No ves lo que soy? ¿No ves lo que me
ha ocurrido? ¿No lo comprendes? Estoy
perdido, solo, y cualquiera que penetre
en el vacío en estas circunstancias se
sentirá tan solo como yo. Nosotros, los
espíritus visibles y poderosos, y
seguramente hay más, no podemos
comunicarnos los unos con los otros…
¿Traerte a Lily? ¡Ojalá pudiera! ¿A tu
madre? Lo haría sin vacilar, si supiera
cómo; sí, ve a consolar a la hija que se
ha pasado inútilmente la vida llorando
la muerte de su madre. Cuando emprendí
contigo este viaje de regreso al dolor,
cuando nos encontrábamos frente a la
mansión en llamas de mi padre, vi por
primera vez la sombra de Beethoven.
¡Su fantasma! ¡Él regresó por ti, Triana!
—O para detenerte, Stefan —le
respondí con un tono más suave—, para
perfeccionar tus artes mágicas. La tuya
es una magia a la par ingenua y
poderosa. Este violín es de madera, tú y
yo somos seres humanos, pero uno de
nosotros está vivo y el otro está formado
por una voracidad sin límites…
—¡No! —murmuró él—. No es
voracidad. Jamás lo ha sido.
—Suéltame. No me importa si esto
es producto de la locura, de un sueño o
de la magia; ¡quiero alejarme de ti!
—No puedes hacerlo.
Sentí el cambio. Estábamos
disolviéndonos. Sólo el violín que
sostenía en las manos poseía forma.
Volvimos a desvanecernos. No
poseíamos cuerpo ni identidad. La
escena adquirió forma; la
fantasmagórica música seguía sonando.
Había un hombre de rodillas; se
tapaba los oídos con las manos, pero
Stefan, el violinista, no lo dejaba en paz:
ahogaba el sonido que emitían unos
individuos semidesnudos, de piel color
café, que, con la mirada fija en el
perverso violinista a quien seguían y
temían, batían el tambor al son de la
música.
A continuación vi con nitidez que
una mujer golpeaba la forma tenaz y
espectral del violinista mientras éste
continuaba tocando una fúnebre melodía.
Luego apareció el patio de una
escuela en el que crecían grandes y
frondosos árboles y donde unos niños
bailaban en corro alrededor del
violinista, como si éste fuera el Flautista
de Hamelín. Una maestra gritaba y
trataba de llevárselos, pero no alcancé a
oír su voz sobre el incesante cantabile
del violinista.
De pronto advertí que unas figuras
se abrazaban en la oscuridad, percibí
unos susurros que me rozaban el rostro.
Vi que el fantasma sonreía, y una mujer
que le había ofrecido sus servicios se
colocó ante él y ocultó la radiante
expresión de su rostro.
«Ámalas, haz que enloquezcan; al fin
y a la postre, daba lo mismo, porque se
morían. Sin embargo, yo no moría. Este
violín es mi tesoro inmortal, y si no me
lo entregas de inmediato te arrancaré de
esta vida y vendrás conmigo al infierno
para siempre».
Habíamos llegado a un determinado
lugar. La oscuridad se había disipado.
Observé un techo sobre nuestras
cabezas. Estábamos en un corredor.
—Espera, fíjate en estos muros
blancos —dije, excitada y al tiempo
alarmada, mientras experimentaba una
espantosa sensación de déjà vu—.
Reconozco este sitio.
Había unos asquerosos azulejos
blancos y se escuchaba el diabólico
sonido del violín; no era una música,
sino una tortura chirriante e insistente.
—He visto este lugar en un sueño —
señalé—, estos muros cubiertos de
azulejos blancos… mira estas taquillas
de metal; fíjate en estas enormes
máquinas de vapor. ¡Y mira, una puerta!
Por un instante, mientras nos
hallábamos junto a la verja oxidada,
apareció de nuevo el bellísimo sueño, el
que no sólo contenía el siniestro pasaje
subterráneo y el túnel cerrado por una
puerta, sino también el palacio de
espléndido mármol, y antes que eso el
magnífico mar y los espíritus que
bailaban en la espuma, que en esos
momentos no me parecieron seres
desdichados como los espectros que
habíamos contemplado con horror, sino
criaturas libres e intactas que se nutrían
del resplandor y el volumen de las olas,
las ninfas de la vida. En el suelo había
unas rosas.
—Ha llegado el momento.
No obstante, lo único que vimos fue
la puerta que daba acceso al oscuro
túnel. Las máquinas de vapor emitían un
sonido monótono, y él tocó su violín ahí,
en el túnel oscuro, sin que nadie dijera
una palabra… Y el muerto, no, el
moribundo… Fíjate, está desangrándose
debido a unos cortes que tiene en las
muñecas.
—Ah, y tú lo impulsaste a hacerlo,
¿no? ¿Es para demostrarme que nunca
debo ceder ante ti?
«Le arranqué la música de la cabeza,
igual que hice con la mía. Eso se
convirtió también en un juego. En tu
caso, te habría sacado de la cabeza a
Mozart, el Pequeño Genio, pero a ti te
fascinaba lo que yo interpretaba. Para ti,
la música no representaba la bondad, no
mientas; equivalía a la autocompasión.
¡La música hacía compañía incestuosa a
los muertos! ¿Has enterrado en tu mente
a Faye, tu hermana menor? ¿La has
depositado en la funeraria sin un
nombre, has comenzado a organizar un
funeral espectacular y ostentoso? Con el
dinero de Karl puedes comprarle un
bonito ataúd; recuerda que se sentía fría
y sola en la sombra de vuestro difunto
padre… Tu hermana menor, que
observaba cómo tu nuevo marido
ocupaba el lugar de vuestro padre en la
casa, una bendita llama que abandonaste
sin más contemplaciones».
Me volví entre sus brazos invisibles,
le di un rodillazo, como tal vez él había
golpeado a su padre, y lo empujé con las
manos. Lo vi bajo un destello de luz.
Las demás imágenes nos
abandonaron. Ya no había azulejos
blancos ni el monótono sonido de las
máquinas. Incluso el hedor y la música
habían desaparecido. Ningún eco nos
indicaba que estuviéramos encerrados.
El Stefan que había acudido a verme
a Nueva Orleans retrocedió
violentamente, como si hubiera perdido
el equilibrio, y luego se precipitó de
nuevo hacia mí e intentó apoderarse del
violín.
—No, no lo harás. —Le propiné otra
patada—. ¡No lo harás! Está en mis
manos, y no volverás a hacérselo a
nadie. El propio Maestro te preguntó el
motivo. ¿Por qué, Stefan? Me diste la
música, sí, y también una perfecta
absolución para confiscar el origen de
ese don.
Alcé el violín y el arco con ambas
manos, y a continuación eché la cabeza
hacia atrás.
Él se llevó un dedo a los labios.
—Triana, te lo suplico. No entiendo
lo que dices, ni tampoco lo que digo yo.
Te lo ruego. Es mío; morí por él. Me
alejaré de ti, Triana. ¡Te dejaré en paz!
¿Pisaba yo en aquel momento una
superficie pavimentada y dura? ¿Qué
lúcida fantasía nos rodeaba, qué otras
cosas me serían reveladas? A través de
la bruma distinguí vagamente unos
edificios. Noté un aire frío.
—Triana —musitó, horrorizado.
—Antes lo romperé —le advertí—.
Lo juro.
Sujeté el violín y el arco con más
firmeza e hice ademán de arrojárselos.
Él retrocedió, dolido y aterrorizado.
—No lo hagas —me suplicó—.
Triana, te lo ruego, devuélveme el
violín. No sé cómo lograste
arrebatármelo ni qué justicia es ésta, qué
ironía. Me jugaste una mala pasada. Me
lo robaste. ¡Triana! ¡Dios mío,
precisamente tú!
—Explícate, cariño.
—Que tú… tienes oído musical para
apreciar esas melodías y esos temas…
—Sí, las melodías, los temas y los
recuerdos que tú creas. ¿Cuánto cuesta
el espectáculo que ofreces?
Negó con la cabeza,
desesperadamente.
—Interpreté unas canciones para ti
llenas de frescura, casi de vida. Cuando
me hallaba frente a tu ventana, levanté la
vista, vi tu rostro, sentí lo que tú llamas
amor, y no recuerdo…
—¿Crees que con esa táctica
conseguirás ablandarme? Ya te he dicho
que tengo una justificación. Quizá nunca
descubramos las reglas, pero el violín
está en mi poder y tú no eres lo bastante
poderoso para arrebatármelo.
Me volví de espaldas. Sí, pisaba una
superficie pavimentada, y se había
levantado viento.
Eché a correr. Creí percibir el
sonido de un trolebús.
Noté la dureza del pavimento a
través de la suela de los zapatos.
Soplaba un viento gélido, desapacible.
Sólo distinguía el firmamento blanco,
unos árboles desnudos, sin vida, y unos
edificios semejantes por su
transparencia a fantasmas descomunales.
Seguí corriendo sin detenerme. Me
dolían las plantas y los dedos de los
pies, y los ojos me lagrimeaban debido
al intenso frío. Sentí una opresión en el
pecho. Corre, corre, sal de este sueño,
de esta visión, encuéntrate a ti misma,
Triana.
Entonces percibí de nuevo el sonido
de un trolebús y unas luces. Me paré. El
corazón me latía con fuerza.
Tenía las manos tan heladas que
apenas si las sentía. Sujeté el violín y el
arco con la mano izquierda y me eché
aliento sobre los dedos de la derecha
para que entraran en calor. Mis labios
estaban agrietados a causa del frío.
¡Dios mío! Era el frío del infierno. El
viento me traspasaba la ropa.
Llevaba las prendas ligeras que
lucía cuando él me raptó: una blusa de
terciopelo y una falda de seda.
—¡Despiértate! —exclamé—. Busca
tu casa, ¡regresa a tu casa, pon fin a este
sueño! Haz que termine.
¿Cuántas veces me había ocurrido
regresar de una fantasía, un sueño o una
pesadilla para despertar acostada en el
lecho con dosel de la habitación
octogonal y percibir el estrépito del
tráfico que circulaba por la avenida? Si
aquello era una locura, ¡no quería saber
nada de ello!
¡Antes prefería vivir con la otra
agonía!
Sin embargo, ¡esto era de veras
consistente!
Los edificios eran modernos. En
aquel momento doblaron la esquina dos
trolebuses relucientes, de la época
actual, enganchados el uno al otro, y ante
mí vi una imagen luminosa que no era
sino un quiosco de prensa abierto pese
al intenso frío, cubierto de revistas
multicolores.
Eché a correr hacia allí y tropecé
con el raíl del trolebús. Reconocí el
lugar. Me caí, pero me volví y conseguí
salvar el violín, al protegerlo con el
codo, que golpeó contra los adoquines.
Me levanté.
En el letrero que había delante de mí
leí unas palabras que había visto con
anterioridad.
HOTEL IMPERIAL. Era la Viena de
mi tiempo, de mi momento, la Viena
actual. Yo no podía estar allí, era
imposible. No podía despertar en ningún
sitio que no fuese aquel donde había
empezado.
Pateé el suelo y bailé describiendo
un círculo. ¡Despierta!
No obstante, nada cambió. Había
amanecido y la Ringstrasse empezaba a
cobrar vida; Stefan había desaparecido
y por las aceras transitaban ciudadanos
corrientes. De pronto salió el conserje
del lujoso hotel en el que se habían
alojado personajes importantes, como
reyes y reinas, Wagner y Hitler,
malditos fueran ambos, y Dios sabe
cuántos más en las suites reales que yo
había visto en una ocasión. Dios mío,
estoy aquí, me has dejado aquí.
Un hombre se dirigió a mí en
alemán.
Choqué contra el quiosco de prensa
y derribé uno de sus exhibidores de
revistas. Caímos todos al suelo, los
rostros de las revistas y esa mujer tan
torpe vestida con una falda de seda, que
sostenía un violín y un arco en la mano.
Me asieron unas manos vigorosas.
—Discúlpenme, por favor —dije en
alemán. Luego añadí en inglés—: Lo
lamento mucho. Lo lamento; no
pretendía… Oh, por favor.
Mis manos… No podía moverlas.
Las tenía heladas.
—¿Cuál es tu juego? —grité, sin
hacer caso de los rostros que me
rodeaban—. ¿Hacer que se congelen y
mueran, hacerme lo que tu padre te hizo
a ti? ¡Pues no lo conseguirás!
Quería golpear a Stefan. Sin
embargo, no había más que unas
personas demasiado normales e
indiferentes para ser otra cosa que
reales.
Levanté el violín, lo apoyé debajo
del mentón y comencé a tocar una vez
más, en esa ocasión para sumergirme en
la música, para saber, para hacer que mi
alma se elevara y descubrir si un mundo
real la recibía. Oí la música, fiel a mis
deseos más recónditos e inocentes, la oí
alzarse con fe amorosa. En aquella
atmósfera neblinosa, el mundo era todo
lo real que podía ser dadas las
circunstancias: el quiosco de prensa, la
gente en torno a mí, un coche pequeño
que se había detenido.
Seguí tocando. Todo me traía sin
cuidado. Mis manos fueron entrando en
calor… Pobre Stefan. Mi aliento se
transformaba en vapor en la gélida
atmósfera. Seguí tocando sin parar. El
sabio dolor no intenta vengarse de la
vida.
De pronto noté que los dedos se me
ponían rígidos. Tenía mucho frío, estaba
helada.
—Entre, señora —dijo un hombre
que había a mi lado.
Se acercaron otras personas, entre
ellos una mujer joven que llevaba el
pelo peinado hacia atrás.
—Entre —dijeron.
—Pero ¿dónde? ¿Dónde estamos?
¡Quiero mi lecho, mi casa, podría
despertar si supiera cómo regresar a mi
lecho y a mi casa!
Sentí náuseas. El mundo comenzaba
a oscurecer de forma natural, y yo estaba
quedándome congelada, estaba
perdiendo el conocimiento.
—Les ruego que no se lleven el
violín —dije.
No sentía las manos, pero veía el
violín, su preciada madera. Distinguí
unas luces que bailaban delante de mí,
como suele ocurrir con las luces cuando
llueve; sólo que no llovía.
—Sí, sí, querida; deje que la
ayudemos. Coja el violín, nosotros la
sostendremos a usted. Está a salvo.
Un anciano se detuvo enfrente de mí
y se puso a hacer señas y a dirigir las
maniobras de la gente que me rodeaba.
Era un anciano venerable, típicamente
europeo, con el cabello y la barba
canosos y unas facciones singulares,
como surgido del pasado más profundo
de Viena, antes de las trágicas guerras.
—Dejen que yo misma sujete el
violín —pedí.
—Ya tiene el precioso instrumento
en las manos, querida —dijo la mujer—.
Llamad a un médico de inmediato.
Ayudadla a incorporarse; con cuidado.
Nosotros le echaremos una mano,
querida.
La mujer me guio por las puertas
giratorias.
Sentí el impacto del calor y de la
luz, y otra vez náuseas. Voy a morir,
pero no despertaré.
—¿Dónde estamos? ¿Qué día es
hoy? Mis manos… necesito
calentármelas; agua caliente.
—Nosotros la sostenemos, hija mía,
descuide, la ayudaremos.
—Me llamo Triana Becker, de
Nueva Orleans. Llamen al abogado de
mi familia, Grady Dubosson. Díganles
que vengan a buscarme. Triana Becker.
—De acuerdo, querida —dijo el
anciano de pelo canoso—. Haremos lo
que desea, pero descanse. Cogedla en
brazos. Dejad que sostenga el violín. No
la lastiméis.
—Sí… —dije, imaginando que la
luz de la vida se apagaría de súbito, que
aquello era la muerte, que se había
abatido sobre mí en una maraña de
fantasía, esperanzas imposibles y
repugnantes milagros.
Sin embargo, la muerte no se
produjo, y ellos se mostraron delicados
y gentiles conmigo.
—Nosotros la ayudaremos, querida.
—Sí, pero ¿quiénes son ustedes?
15
Tuyo,
Stefan