La Larva: Rubén Darío
La Larva: Rubén Darío
La Larva: Rubén Darío
Rubén Darío
—No sonriáis. Yo os juro que he visto, como os estoy viendo a vosotros, si no una
salamandra, una larva o una ampusa.
Algunas veces se oían ecos de músicas o de cantos. Eran las serenatas a la manera
española, las arias y romanzas que decían, acompañadas por la guitarra, ternezas
románticas del novio a la novia. Esto variaba desde la guitarra sola y el novio
cantor, de pocos posibles, hasta el cuarteto, septuor, y aun orquesta completa y un
piano, que tal o cual señorete adinerado hacía soñar bajo las ventanas de la dama de
sus deseos.
Yo tenía quince años, una ansia grande vida y de mundo. Y una de las cosas que
más ambicionaba era poder salir a la calle, e ir con la gente de una de esas
serenatas. Pero ¿cómo hacerlo?
La tía abuela que cuidó desde mi niñez, una vez rezado el rosario, tenía cuidado de
recorrer toda la casa, cerrar bien todas las puertas, llevarse las llaves y dejarme bien
acostado bajo el pabellón de mi cama. Mas un día supe que por la noche había una
serenata. Más aún: uno de mis amigos, tan joven como yo, asistiría a la fiesta,
cuyos encantos me pintaba con las más tentadoras palabras. Todas las horas que
precedieron a la noche las pasé inquieto, no sin pensar y preparar mi plan de
evasión. Así, cuando se fueron las visitas de mi tía abuela —entre ellas un cura y
dos licenciados— que llegaban a conversar de política o a jugar el tute o al tresillo,
y una vez rezada las oraciones y todo el mundo acostado, no pensé sino en poner en
práctica mi proyecto de robar una llave a la venerable señora.
Pasadas como tres horas, ello me costó poco pues sabía en dónde dejaba las llaves,
y además, dormía como un bienaventurado. Dueño de la que buscaba, y sabiendo a
qué puerta correspondía, logré salir a la calle, en momentos en que, a lo lejos,
comenzaban a oírse los acordes de violines, flautas y violoncelos. Me consideré un
hombre. Guiado por la melodía, llegue pronto al punto donde de daba la serenata.
Mientras los músicos tocaban, los concurrentes tomaban cerveza y licores. Luego,
un sastre, que hacía de tenorio, entonó primero A la luz de la pálida luna, y luego
Recuerdas cuando la aurora... Entro en tanto detalles para que veáis cómo se me
ha quedado fijo en la memoria cuanto ocurrió esa noche para mí extraordinaria. De
las ventanas de aquella Dulcinea, se resolvió ir a las de otras. Pasamos por la plaza
de la Catedral. Y entonces...He dicho que tenía quince años, era en el trópico, en mí
despertaban imperiosas todas las ansias de la adolescencia... Y en la prisión de mi
casa, donde no salía sino para ir al colegio, y con aquella vigilancia, y con aquellas
costumbres primitivas...Ignoraba, pues, todos los misterios. Así, ¡cuál no sería mi
gozo cuando, al pasar por la plaza de la Catedral, tras la serenata, vi, sentada en una
acera, arropada en su rebozo, como entregada al sueño, a una mujer! Me detuve.
—¡Kgggggg!...