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Tragedia Del Fin de Atahualpa

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Tragedia del fin de Atawallpa.

Análisis dramático: de la
dramaturgia a la dirección escénica
Rafael Negrete Portillo

To cite this version:


Rafael Negrete Portillo. Tragedia del fin de Atawallpa. Análisis dramático: de la dramaturgia a la
dirección escénica. Cairo Carou, Heriberto; Cabezas González, Almudena; Mallo Gutiérrez, Tomás;
Campo García, Esther del; Carpio Martín, José. XV Encuentro de Latinoamericanistas Españoles,
Nov 2012, Madrid, España. Trama editorial; CEEIB, pp.1020-1034, 2013. <halshs-00876285>

HAL Id: halshs-00876285


https://halshs.archives-ouvertes.fr/halshs-00876285
Submitted on 24 Oct 2013

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Actas del Congreso Internacional “América Latina: La autonomía de una región”, organizado por el Consejo Español de Estudios
Iberoamericanos (CEEIB) y la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Complutense de Madrid (UCM),
celebrado en Madrid el 29 y 30 de noviembre de 2012.

Editores:
Heriberto Cairo Carou, Almudena Cabezas González, Tomás Mallo Gutiérrez, Esther del Campo García y José Carpio Martín.

© Los autores, 2012

Diseño de portada: tehura@tehura.es


Maquetación: Darío Barboza
Realización editorial: Trama editorial
trama@tramaeditorial.es
www.tramaeditorial.es
ISBN-e: 978-84-92755-88-2
ÁREA DE LITERATURA Y ESTUDIOS CULTURALES

TRAGEDIA DEL FIN DE ATAWALLPA. ANÁLISIS


DRAMÁTICO: DE LA DRAMATURGIA A LA
DIRECCIÓN ESCÉNICA.
Rafael Negrete Portillo

Resumen
Más allá de aquel teatro que se desarrolló en los primeros momentos de evangelización, y que podríamos adjetivar
como ‘misionero’, el periodo colonial ha dejado una huella dramática muy interesante, de enorme valor cultural y
escénico: teatro en lenguas indígenas. Obras de diversa clasificación y de gran relevancia testimonial. Desde
aquellas que nos ofrecen una aproximación a la cultura popular, como son El Güegüence o Macho ratón, en
castellano y náhuatl, hasta reelaboraciones sacramentales al más puro estilo calderoniano, como es el Auto del hijo
pródigo, en quechua.
Nuestro estudio se centra en un texto de carácter distinto, en una de las obras principales de tratamiento histórico:
Tragedia del fin de Atawallpa (Atau Wállpaj p’uchukakuyninpa wankan), en la lengua de los incas, en quechua,
donde se dramatiza el desenlace trágico de Atahualpa a manos de Pizarro, en Cajamarca. Tras plantear las
cuestiones teóricas más relevantes sobre su autoría o transliteración, nos adentraremos en una propuesta de
análisis, esencialmente práctico, desde nuestra especialidad de dramaturgia y dirección escénica, haciendo
hincapié en las relevancias representativas de la pieza y, ya no tanto en lo que pudiera haber supuesto su
representación en su contexto histórico-sociocultural, sino en lo que podría llegar a suponer hoy en día, pues
hablamos de una composición que encierra, tras una dura crítica hacia Pizarro y los demás conquistadores, la
incomunicación cultural.

1. De Worms a Chayanta (contexto de la situación dramática precolombina)

1020 En los albores transoceánicos de lo que supuso para España la apertura de los goznes dramáticos a casi dos siglos de
teatro áureo, encontramos cómo, a mediados-finales del siglo XV e inicios del XVI, las tierras andinas presuponían
un reto remodelador de la forma dramática. La teatralización –por no atrevernos a llamar teatro aún a las maneras
representativas de entonces– autóctona del Nuevo Mundo, o los parcos vestigios que nos han llegado de ella, se iría
enriqueciendo –para algunos– o contaminando –para otros– con los tintes proto-coloniales, con las imágenes
evangelizadoras y –más allá de conceptualizaciones sobre el vocablo en sí– con los resortes dramatúrgicos de los
conquistadores. Como consecuencia, se terminaría dando una mixtura de medios y modos, aristotélicamente
hablando, así como de estilo, donde lo precolombino se disfraza con el velo del imperialismo.
Desde nuestra ‘cómoda’ perspectiva contemporánea, corremos el peligro de echar la vista atrás y analizar el pasado
con baremos actuales o, lo que sería aún peor, hacerlo de manera descontextualizada y ‘descontextualizante’ para
futuras reflexiones, centrándonos en un enfoque demasiado unidimensional y, por ende, erróneamente aceptado
como unívoco. Por tanto, no podemos –ni debemos– entrar en un examen de la literatura dramática indoamericana
sin tener una visión, aunque sea genérica, de posibles tamices o presiones a las que se pudo haber visto sometida
antes de convertirse en los textos que, no sin dificultad, todo hay que decirlo, han llegado a nuestras manos.

1.1. Contrarreforma y sus efectos colaterales en el Nuevo Mundo.

En el año 1521, Carlos V (I de España) convida a Lutero a que se retracte de sus escritos y a que reflexione sobre su
postura, más tarde conocida históricamente con el nombre de Reforma. Como bien apunta José C. Nieto: “después de
los dramáticos momentos de la dieta de Worms en abril de 1521, la ruptura con Roma era ya irreversible […] La
crisis personal de Lutero se transformó ahora en crisis religiosa nacional e internacional” (1997: 30), cuyas
consecuencias inmediatas, añadiríamos nosotros, no dejarían de intervenir en la cultura: en el arte de las tablas.
Conocidas son por todos, a grandes rasgos o no, las medidas adoptadas tras el Concilio de Trento donde la
‘Contrarreforma’, como tal, eclosiona fuerte y recia. La concesión de poderes omnímodos al Tribunal de la Santa
Inquisición no será obstáculo para la creación, adopción y re-generación de nuevas formas teatrales. La presión
censora y la espada de Damocles amenazante que colgaba sobre posibles textos heréticos, agudizó el ingenio de los
enormes poetas, de los tremendos dramaturgos que conocería la España de los Austrias.
El cerramiento temático renacentista en torno a los valores medievales dio paso a la exaltación, difusión y
solidificación de motivos propios del imperio, de la nación española; siendo ejemplo prístino de ello la disertación

Actas del XV Encuentro de Latinoamericanistas Españoles


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que Juan de la Cueva 1 nos brinda sobre la composición –evidentemente cargada de contrarreforma– del teatro
historicista, más que histórico propiamente dicho, el cual, llegaría a su culmen como subgénero con el teatro
nacional del Fénix de los Ingenios.
He aquí un simple esbozo extraído del Ejemplar Poético, autografiado por el padre del drama histórico, Juan de la
Cueva:
Más la invención, la gracia y traza es propia
a la ingeniosa fábula de España,
no cual dicen los émulos impropia. 600

Cenas y actos suple la maraña


tan intrincada, y la soltura della,
inimitable de ninguna extraña.

Es la más abundante y la más bella


en facetos enredos y en jocosas 605
burlas, que darle igual es ofendella.

En sucesos de historia son famosas,


en monásticas vidas ecelentes,
en afectos de amor maravillosas.
Si a todo esto le sumamos la concatenación de acontecimientos que tuvieron lugar tras la muerte del sucesor de
Carlos V, Felipe II, en 1598 y que fueron óbice y vórtice del torbellino inicial de la decadencia de aquel imperio
donde no se ponía el sol, estaremos abonando en terreno perfecto para que la proyección de España hacia América se
fuera recrudeciendo cada vez más y más.
La peste, la guerra y los ejércitos imperiales derrotados y derrotistas, la economía, los moriscos… serían, por citar a
vuela pluma algunos, parte de dichos acontecimientos. Repasémoslos muy sucintamente para comprender a qué nos
referimos:
Estudios como los de Viñas Mey, Carande y Nöel Salomon constataron que la epidemia de peste finisecular
comenzaría en fechas anteriores a 1599 (Suárez Fernández, Luis et al., 1991:242), aun así, lo más resaltable es que 1021
en tan solo los dos últimos años del siglo XVI, la demografía se vería gravemente reducida en los núcleos de
población más densos. Por otro lado, no podemos olvidar el sucesivo debilitamiento de los ejércitos españoles en sus
posiciones europeas; la repercusión, en el entorno económico y agrícola, que tuvo la expulsión de los moriscos; la
lucha por mantener el blindaje nacional contra la reforma luterana, la separación de Portugal... (Suárez Radillo,
1981:2) Circunstancias que, de un modo u otro, irían haciendo mella en el carácter colonizador e imperialista de
España, que cree verse obligada a prevenir, en aquellos territorios de ultramar, cualquier conato de virada, de
separación, de futura rebelión social, política o religiosa, para asegurarse así el control y, consecuentemente, el
beneficio que las colonias podían llegar a producir como parte del imperio.
Es por tanto que, como aducíamos al principio, no podemos comenzar este estudio dramático sobre Atau Wallpaj
p’uchukakuyninpa wankan sin establecer un punto de partida contextual claro y lo menos inexacto posible. Si bien
nos referíamos a que las tierras andinas presuponían un reto remodelador de la forma dramática, lo hacíamos
midiendo cuidadosamente cada una de las palabras, pues “presuponer” algo conlleva el pre-juicio de la, si no
coerción, sí influencia del contexto histórico y social que se tenía en mente antes de llegar a aposentarse en los
territorios andinos: el Nuevo Continente ofrecía la posibilidad de nuevos tesoros, de nuevos territorios, de nuevos
desafíos pero, como veremos, todo estas perspectivas se gestaron con la premisa –quizás inconsciente por asimilarla
como ‘lo natural’– de llegar a él, a sus gentes, a su esencia… aplicando las normas y mentalidad de la vieja España.
Tales características las podemos encontrar de manera reveladora si nos sumergimos en cualquier crónica de indias,
u otro texto concerniente a aquel periodo de la historia, donde hallemos referidas las representaciones y
escenificaciones del folklore dramático.
Abramos un brevísimo paréntesis para puntualizar que, de manera sincrética, hemos conceptualizado toda forma de
transmisión sobre las costumbres, las creencias, los ritos… como folklore dramático. Más allá de disertaciones
interesantísimas, pues no es ese el objetivo de nuestro trabajo, como las que nos brindan Cid Pérez y Martí de Cid,
apuntaremos solamente cómo “en el origen de todo teatro, la mitología y el folklore están presentes […] En lo que

1
Este poeta español, Juan de la Cueva (Sevilla, 1550 – 1609), es considerado, y no por casualidad, el padre de la definición o teoría de la comedia
española, del teatro histórico español. Desarrolló en 1606, en su texto Ejemplar Poético, una serie de fórmulas (muy similares en forma a lo que
sería, años más tarde, El arte nuevo de hacer comedias en este tiempo de Lope de Vega) que conformarían un
proto-canon dramatológico en el que se hablaba además sobre el valor y la grandeza de la temática nacional. Juan de la Cueva, autor obras como
Los siete infantes de Lara, La libertad de España por Bernardo de Carpio o El cerco de Zamora, llegaría a posicionarse como el creador,
precisamente, del ‘drama histórico’ (Gómez García, 1998:228)

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constituye el folklore literario específicamente, distintos géneros se entremezclan o, dicho con más propiedad, de él
brotan los distintos géneros de modo simultáneo” (1970: 16). Cerremos aquí este paréntesis, que daría para un
estudio aparte, no sin antes llamar la atención sobre el vocablo ‘género’, que más adelante –cuando hablemos sobre
el título, en las conclusiones– supondrá una de las claves a las cuestiones planteadas.
Retomando la hipótesis principal de este epígrafe sobre cómo la situación europea que agitaba al imperio
español será constituyente en la reformulación teatral precolombina, y sin entrar todavía en el análisis de las
dramaturgias propiamente dichas, podemos ejemplificar algunas de las características aludidas anteriormente en los
testimonios conservados sobre las representaciones de, precisamente, ese folklore dramático y su puesta en ‘escena’:
Iban también en ricos carros todos los ingas del Perú, y en el último (que era de plata y lo tiraban 50
salvajes vestidos de varias pieles de animales) estaban debajo de riquísimos doseles los tres grandes
monarcas de España que también lo fueron del Perú: el emperador Carlos V, su hijo Felipe II y su nieto
Felipe III. En otros asientos más inferiores estaban en sus propios trajes (que son muy excelentes) los
reyes ingas, que después de su entrada conocieron los españoles, que fueron el poderosos aunque
infeliz Cusi Huáscar, su hermano el tirano Atahuallpa, Mancco Ccápac II, Sayri Típac, Cusi Tito y
Túpac Amaru, que fue el último: estos tres últimos recibieron el santo bautismo.
(Arzans de Orzúa y Vela, 1965: 244)
Es interesante resaltar cómo, en apenas un centenar de palabras, la visión que ofrece el cronista natural de Potosí
sobre el indígena, en torno al año 1600 –fecha aproximada a la que corresponde la originalidad de la cita– no deja de
ser deducible de la expresión “lo tiraban 50 salvajes”, no 50 indios, no indígenas, no ‘ingas’… Salvajes. Una
percepción, evidentemente, etnocentrista. Quizás se refiera a los atuendos propios de aquellos que portaban el carro o
simplemente a los caracteres, a los personajes que representaban, es decir, que interpretasen, que dieran vida escénica
a los ‘salvajes’ cómo los propios incas los habían concebido, pero, francamente, habiendo leído más crónicas
similares, tenemos nuestras dudas.
Por otra parte, un dato, probablemente más revelador, sobre la asimilación –o imposición, según quién y cómo se
mire– de la religión católica apostólica romana, queda patente en el retrato de la recepción del Sagrado Sacramento
que Sayri Típac, Cusi Tito y Túpac Amaru acogieron: el bautismo.
El espíritu nacional es tal que no hace falta ningún calificativo con respecto a Carlos V, Felipe II o Felipe III, mas no
1022 así para los dos hermanos, Cusi Huáscar y Atahuallpa (Atahualpa), el uno infeliz y el otro tirano. Aquí leemos
entrelíneas parte de la intrahistoria del pueblo inca y su posicionamiento a favor de un bando u otro tras la guerra
fratricida. Del resto de reyes, Arzans Orzúa y Vela, no refiere más. Tal vez porque los considerase de menor
relevancia o porque, simplemente con aludir al bautismo de los tres últimos lo diera por suficiente. En cualquier
caso, y más allá de una interpretación gramatical, encontramos la posibilidad de vislumbrar un esquema de la
nacionalización y estratificación social, de manera quizás demasiado simplista, sí, mas no por ello menos indicativa:
Tirando del carro los 50 salvajes –abajo del todo–, inmediatamente por encima de ellos, los nombres indígenas, los
reyes incas –en el escalafón intermedio– y, en lo más alto, al amparo de tres riquísimos doseles, los monarcas de
España.
Pero, ¿qué hay de teatro ‘nacional’ (español), si es que hay algo, en esta representación?
Tal vez en un primer análisis no caigamos en la cuenta de cuán rápida había sido asimilada parte de la cultura o
tradición escénica que provenía del viejo continente. Quizás incluso nos parezca natural –como les parecía a los
colonizadores usar el rasero ibérico en tierras indígenas– y, por ello, pase desapercibido. Fijémonos cómo el cronista
nos describe la escena a modo de procesión de carruajes, a modo de una equivalente fiesta de los carros que la
tradición dramática española tenía tan profundamente arraigada a la celebración del Corpus:
Engalanada con Tarasca y gigantes, salpicada de coros de niños coronados de rosas y comparsas de
danzadores, que ejecutaban en cada parada bailes nacionales, y terminada por grandes y vistosas
carrozas llenas de actores.
(Díaz Escobar et alii, 1924: 156)
En cualquier caso, aceptemos de momento la premisa de que la influencia de la conciencia imperialista nacional y su
halo contrarreformista estaba latente –si no patente– en el periodo que compete a nuestro texto de estudio, Atau
Wallpaj p’uchukakuyninpa wankan, para poder seguir avanzando y no extendernos en demasía profundizando en
otros posibles ejemplos, como los dos siguientes que simplemente preferimos esbozar a modo de puertas para futuras
disertaciones: los Autos Sacramentales (los cuales, según la tesis de Lohmann Villena, tuvieron lugar durante las
celebraciones del Corpus Cristi llevadas a cabo en Lima, en 1563 –las primeras de las que existen noticias verídicas–
) o las Danzas de la conquista (con sus variedades de Los Pilatos, Los Santiagos, Los Comanches, Los
Matachines…); los primeros, hijos de sus homónimos y las segundas, parientes cercanos de las escenificaciones de
Moros y Cristianos españolas.

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2. Hablando en quechua (el teatro en lenguas indígenas del periodo colonial)

Si nos sumergimos en las aguas de la dramaturgia precolombina, encontramos la dificultad de que el corpus de
literatura dramática en quechua, en comparación con el de otras lenguas indígenas como podría ser el náhuatl, no es
tan prolijo o, para no pecar de poco precisos, no consta de tantos textos: quizás no porque no existieran, sino porque
no nos han llegado.
Las representaciones y conmemoraciones ceremoniales en quechua o castellano-quechua cuentan con bastantes
referencias lo largo de todo el panorama cronístico. El Inca Garcilaso, en sus Comentarios reales de los Incas, ya nos
hablaba de “diálogo sobre la fe” que unos padres jesuitas llevaron a cabo, en Potosí, ante la presencia de 12.000
indios y que estaba transmitido en castellano-quechua de manera bilingüe (1943: 142) 2. En nuestra opinión, resulta
evidente cómo los dramas conservados tanto en lengua indígena ‘pura’ como en bilingüe tuvieron que ser, a la
fuerza, trascritos por indios alfabetizados, por criollos o por colonos españoles. Mas, quizás, lo interesante –por el
momento, pues veremos qué sucede cuando tratemos de fechar el texto en sí– no es tanto la mano que puso ‘negro
sobre blanco’ con la transcripción, como el origen de la autoría, el cimiento de esa dramaturgia.
En la mayoría de los casos, la representación folklórica dramática fue el antecedente que hizo germinar dichas
puestas en escena vernáculas –si eliminamos de la ecuación de este ‘folklore dramático autóctono’ las posteriores
adhesiones, imposiciones o influencias de las dramaturgias llegadas desde el viejo continente–. Así bien, en Atau
Wallpaj p’uchukakuyninpa wankan –lo que se ha dado en traducir como Tragedia del fin de Atawallpa– nos
hallamos ante un autógrafo… confuso. No dejan de ser varias las fuentes donde se recoge la misma temática con
sutiles variaciones formales. En ellas –o al menos en las cuatro que Jesús Lara reconoce en su edición–, se pasa del
texto íntegramente en quechua a otros con inserciones de diálogos bilingües según el personaje o, incluso, escenas
completamente en castellano. Nosotros nos basaremos precisamente en esta, en la traducción y edición a cargo de
Jesús Lara quien, tras un laborioso esfuerzo, nos trae –según su propio testimonio– una pieza obtenida a raíz de un
códice compuesto por dos docenas de folios en los que, a doble columna y por una sola cara, se encontraban los
versos de la obra. El manuscrito, según el último folio, se hallaba fechado en Chayanta, a 25 de marzo de 1871 (Lara,
1993: 28 ss).
Dos de los otros textos son a los que el quechuista se refiere como el de ‘San Pedro’ y el de ‘Santa Lucía’. El primero
le fue facilitado por Gerardo Tapia tras una representación de una obra titulada Relato del Inca que se llevó a cabo en
Charcas, Potosí, en septiembre de 1952 y que según el dueño del mismo, fue copiado de un documento perteneciente,
en su origen, a Manuel Santos Alcalá y cuya puesta en escena era típica los primeros de enero, en la capital de 1023
Charcas: San Pedro. (1993: 17 ss).
Comprendemos a la perfección la pureza filológica y el rigor etnohistórico quechua que envuelve las palabras de
Lara al expresar que, cuando Gerardo Tapia –probablemente hombre de teatro– le concedió la libertad de introducir
en el texto que le prestaba cualquier enmienda que considerase oportuna, no pudo, el quechuista, sino “expresarle
que documentos del tal género debían merecer todo el respeto y que esta obra no podía ser tocada en lo más mínimo”
(1993: 19). Cierto, pero, desde una perspectiva esencialmente práctica, en lo que a las artes escénicas se refiere, no
podemos estar en absoluto de acuerdo.
En el manuscrito de ‘San Pedro’ lo más destacable –observándolo desde un punto de vista ‘representable’,
insistimos– es el comentario que hace Lara sobre la incursión de una escena inicial, sin lugar a dudas de carácter
introductorio según lo que nos explica él mismo. En esta, dentro del castillo de El Embajador, el Rey de España le
confiere a Pizarro la tarea de traer al Inca del Perú hasta la península, pero, eso sí, con las debidas consideraciones.
En nuestro texto base, en la escena final –pues esta que aparecen en el de ‘San Pedro’ no existe– el personaje
llamado España –no Rey de España–, alegorización de Carlos V, acusa a Pizarro por haber dado muerte al inca,
alegando, de manera similar a como lo haría en el supuesto manuscrito facilitado por Tapia que:

2
Esto refuerza una vez más la idea de cómo la integración de elementos españoles contrarreformistas se fusionaba o imponía, tal y como
aducíamos en el primer apartado, a los propios de la comunidad peruana y colombiana. –Recordemos que el Alto Perú, en la época colonial,
estaba constituido por Bolivia–.

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¿Qué me dices, Pizarro? Imantan niwanki, Pisarru.


¡Atónito me dejas! Upallantan saqiwanki
¿Cómo has podido hacer eso? Imaynan chayta ruramunki,
Ese rostro que me has traído Chay uya apamuwasqayki
es igual que mi rostro […] ñúqaj úyay kikillántaj. […]
¿Acaso tú no viste Manachu qanqa rikurqanki
que en su país gobernaba llapa llapa runakunanta
a sus innumerables súbditos sami chaupipi, kusi patapi,
en medio de la dicha y la alegría nánaj kashqayniyujta
y la más sólida concordia náuray allí simillawan
con su palabra afable llajtanpi kamachikujta.

(Lara, 1997:142-145)
La pregunta que nos suscitan las palabras de este personaje es si realmente era necesaria la introducción de una
nueva escena para que el público potosino de 1952 comprendiese la historia de Relato del Inca. Tal vez para el
espectador occidentalizado del siglo XXI, acostumbrado a entender historias completas en cuestión de 20 segundos –
tiempo medio de los anuncios publicitarios en televisión–, rellenando los huecos y completando la secuencia
mentalmente, la introducción de escenas orientativas o contextualizadoras –sin considerar su bondad artística, la cual
presumimos muy limitada según comenta el quechuista– puede que sea innecesario. Es decir, vivimos en un mundo
donde la velocidad, el tiempo, o mejor dicho, el concepto que tenemos de ‘tiempo’ varía de un día para otro. La
inmediatez que ponen en bandeja las ya no tan nuevas tecnologías, nos obliga a movernos con magnitudes
vertiginosas en lo que a comunicación se refiere. De las semanas que suponía recibir un envío por correo postal
proveniente del extranjero, pasamos a los minutos de un fax o a los segundos de un e-mail. Y esto sólo para empezar,
sin detenernos a pensar en telefonía móvil, sistemas de conectividad inalámbrica, mensajería online instantánea…
Todo ello nos empuja a esforzarnos cognitivamente, queramos o no, para comprometer la agilidad de respuesta y
comprensión de estímulos. Eso sí, a cambio de las comodidades –esclavizadoras, de acuerdo, pero comodidades– que
nos brinda el mundo tecnológico.
Dicho esto, pensemos cuán peculiar sería la pieza de teatro contemporáneo –entendiendo este como el del siglo XXI–
que no comenzase con el incidente desencadenante 3 ya ocurrido o con el conflicto 4 ya desatado.
1024 Más allá de definiciones académicas altamente recomendables, compartimos la manera de presentar el ‘conflicto’,
desde la didáctica para con la dramaturgia y creación escénica, como el resultado de aplicar a la trama la fórmula: ‘A’
quiere algo que ‘B’ tiene y que no le quiere dar. Sencillo, quizás, aparentemente demasiado reduccionista, pero
según nuestra experiencia en el terreno de la docencia, altamente efectiva, al menos de manera introductoria a la
escritura dramática.
Basándonos en tal postulado veremos que, en cualquiera de las versiones y variantes sobre Atau Wallpaj
p’uchukakuyninpa wankan, el conflicto 5 no se hace determinante hasta la llegada real de los españoles, cuando la
obra está bastante avanzada.
Para responder al planteamiento del porqué de una escena introductoria o prefacista de una manera adecuada,
deberíamos tener en cuenta al público al que estaba dirigida la representación (socio-político-culturalmente
hablando) y el contexto propio del Charcas de mediados del siglo pasado. No obstante, desde nuestra posición de la
praxis escénica sólo podemos responder con la visión contemporánea y expresar que, sin lugar a dudas, la solución
era evidentemente ‘práctica’, un arreglo en contestación a la necesidad de puesta en escena que la compañía creyó
necesaria para montar el espectáculo y acercárselo al respetable. ¿Erróneo? Imposible de responder, por ahora, pues
no contamos –ni tampoco es la finalidad principal de este estudio– con más datos. Lo destacable es cómo en el
primero de los cuatro manuscritos a los que aludíamos más arriba –según refirió Lara–, cuya temática es similar (la
muerte de Atahualpa), nos topamos con un remiendo dramatúrgico en pro de la escenificación del texto: la
representación por encima de la palabra escrita.
Otras son las divergencias textuales que Lara apunta entre la copia de ‘San Pedro’ y la de su edición: transposiciones
de personajes o variaciones en la escena final –más de forma que de fondo– donde el Rey de España ordena que el
cadáver de Pizarro sirva de alimento a las aves de rapiña tras ser arrojado al campo.

3
El incidente desencadenante es aquel tipo de acontecimiento que “sucede en el transcurso de la obra y que tiene como finalidad dramática
activar la causalidad del desarrollo de la historia. Este incidente revela una distorsión, o perturbación existente, rompe el equilibrio inicial y
sumerge a los personajes en el conflicto” (Alonso de Santos, 1998:139)
4
Según la definición más extendida y compartida por los actantes de las Artes Escénicas, al menos en lo que a nosotros respecta, podemos decir
que “conflicto significa lucha. Es la tensión tres dos partes para conseguir una meta. El CONFLICTO es el motor dramático, de lo teatral. Es la
manera de evitar lo casual, es decir, todo aquello que provoca la indiferencia” (Layton, 2008: 24)
5
Es importante insistir en que nos referimos al concepto de conflicto ‘dramático’ desde la perspectiva que hemos explicado anteriormente,
concibiéndolo como el ‘genérico’ para con toda trama principal, no hablamos de otros tipos como podrían ser el ‘conflicto interior’ del personaje
que, desde la primera escena, sí que aparecería en la preocupación del Inca.

Actas del XV Encuentro de Latinoamericanistas Españoles


CONGRESO INTERNACIONAL “AMÉRICA LATINA: LA AUTONOMÍA DE UNA REGIÓN”
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Sobre este primer manuscrito podemos decir que existe una publicación de 1955 que corrió a cargo de Clemente
Balmori, quien editó el libreto de una obra cuyo título era La conquista de los españoles. Según relata el propio
Balmori, su libro:
Presenta el hecho extraordinario no solo de responder a la estructura del teatro americano anterior al
Descubrimiento, tal como lo conocemos a través de El Rabinal Achí y del mismo Güegüense, sino el
de conformarse aún con más rigor que estos a la estructura del rito solemne de la naturaleza, Sacer
Ludus, que durante largos milenios fue el punto central en la visión metafísica del hombre y constituyó
para él una sólida y total explicación del Cosmos. […] Dos pasajes curiosísimos de la obra: la
descripción de los navíos españoles y sus tripulantes y las tentativas por descifrar la carta del Rey de
España. Presentan con sorprendente acierto toda la frescura del momento, toda la angustia aguijante de
aquella vivencia de pesadilla. Palpitan, vivos aún, el pasmo, el terror, la curiosidad. Así mismo la
dulzura en el trato mutuo de los personajes acusan igualmente una notable fidelidad a una habitual
realidad ambiental
(Balmori, 1955: 52)
La conquista de los españoles, en palabras de César Itier (2000: 105), “se trata de la primera publicación de un texto
quechua asociado con esta tradición”.
El segundo de los escritos es el que Jesús Lara refiere como el de ‘Santa Lucía’. Éste, tal y como explica él mismo,
llegó a sus manos gracias a la colaboración y los esfuerzos del que fue catedrático de la Universidad de Cochabamba,
César Guardia Mayorga, quien logra hacerse, en 1955, con un legajo en el que halla, junto a un auto sacramental, la
obra titulada El descubrimiento de la América por C. Colón. Con subtítulo referido a la compañía de Celestino
Callao B. -Santa Lucía-, fechado el 13 de diciembre de 1937 (Lara, 1993: 19).
A lo largo de nuestra investigación hemos podido constatar cómo tal descripción de acontecimientos ha suscitado
algunas dudas, más que razonables, a distintos estudiosos de la materia, entre ellos a Jean-Philippe Husson o al
catedrático César Itier, siendo este último el que constata la confusión de la siguiente manera:
En 1963, Guardia Mayorga publicó un texto, que presentó como su descubrimiento de Santa Lucía, en
una revista mimeografiada de circulación confidencial. En 1983, Teodoro Meneses reeditó ese mismo
texto, con su propia traducción, bajo el título de “Debate de Incas” (en adelante Debate).
Curiosamente, el texto publicado por Meneses no corresponde en absoluto a la descripción que Lara 1025
hizo, en su libro de 1957, del texto descubierto en Santa Lucía por Guardia Mayorga. Debate
corresponde más bien a la descripción que el escritor boliviano hizo del texto de San Pedro de Buena
Vista copiado por él mismo. ¿Lara confundió e invirtió en su libro las indicaciones de procedencia de
los dos manuscritos?
(Itier, 2000: 105)
En cualquier caso, para lo que nos compete, fuera el mismo que el de ‘San Pedro’ o fuera el que Lara establece como
el de ‘Santa Lucía’, lo interesante de la descripción es el modo en que reseña la peculiaridad de que, directamente el
título, deja de aludir al Inca para focalizar la acción en el descubrimiento de “C. Colón” –de ahí que se pueda
defender la tesis de la imposibilidad, por parte de Lara, de haber confundido los manuscritos, pues la disimilitud del
título es prístina y evidente–.
Sea como fuere, y siguiendo la explicación del quechuista –dando ‘momentáneamente’ por válida la idea de que
existen y son escritos diferentes–, queremos reflejar cómo, según éste, dicho segundo manuscrito arranca con una
serie de capítulos referentes al descubrimiento del Nuevo Mundo, todos ellos en español. Algunos de los personajes
que se encuentran a lo largo de esas iniciales escenas –pues no podemos decir en el dramatis personae ya que Lara
no refiere que el texto cuente con uno propiamente dicho– son, desde el mismísimo Colón hasta varios tripulantes
(Tripulante A, Tripulante B, Bobadilla -soldado-…) e incluso el Diablo. Tal y como ocurría en el de ‘San Pedro’, las
líneas iniciales transcurren en castellano, guardándose el idioma foráneo para la aparición de los incas: en el de ‘San
Pedro’, con la intervención de las princesas, de las ñust’as; y en éste, con la voz del propio Inca Atawallpa. En esa
misma línea podemos resaltar cómo el decimotercer inca, tras referirle a dos de sus princesas el sueño perturbador
que ha tenido, recibe la visita del Demonio, quien –en castellano– lo tienta con una larga vida colmada de felicidad y
suntuosos palacios de marfil a cambio de someterse a los conquistadores. El Inca, respondiéndole en quechua, se
niega estoicamente… (Lara, 1993:26-28)
Nos atrevemos aquí a planear una posible influencia, un probable paralelismo con la doctrina católica que había
arraigado en tierras andinas y que, en cierto modo, serviría –en el caso de ser plausible nuestra propuesta– para
resaltar la imagen benefactora del Inca. Es decir, el pasaje nos trae a la memoria:
Y llevándolo a una altura, le mostró en un momento todos los reinos del mundo. Y le dijo el diablo:
«Te daré todo este poderío y el esplendor de estos reinos, porque me ha sido entregado y se lo doy a

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quien yo quiera. Si te postras delante de mí, todo será tuyo». Pero Jesús respondió: «Escrito está:
Adorarás al Señor tu Dios y a él solo darás culto»
(Lc. 4, 5-8)
El tercero de los textos que refiere Lara es la novela publicada por la editorial “La Época” en 1945, titulada Valle, en
la que Mario Unzueta, su autor, nos describe –en apenas 9 páginas, de la 134 a la 143– la representación de la caída
del Inca Atahualpa que se lleva a cabo en un pueblo de Cochabamba. El peculiar interés de la narración lo atribuimos
a que sirvió de acicate para que, primero Lara y, tras este, Guardia Mayorga, buceasen en los anales de la lengua
quechua en búsqueda de la pieza, pues Unzeta le había explicado al estudioso que había tenido en su poder un legajo
de donde extrajo algunos de los fragmentos de la novela, es decir: el texto existía, no era sólo una ficción del
novelista.
No obstante, hemos preferido centrarnos en el manuscrito que el quechuista consideró menos corrupto, más fiel a lo
que podría haber sido la obra original, la representación llevada a cabo por los primigenios actantes que dieron vida a
la pieza, que llevaron a escena el folklore dramático convirtiéndolo en teatro: el manuscrito de Chayanta.

3. La conquista de la fecha

Aludíamos en el epígrafe anterior a la datación del texto que, en el manuscrito de Chayanta, alguna mano anónima
puso ‘negro sobre blanco’. Precisamente esto nos somete al remolino polémico en el que distintos expertos se ven
envueltos.
Por una parte, tanto el historiador y antropólogo francés, Nathan Wachtel, como el doctor de la universidad de
Poitiers, Jean-Philippe Husson, defienden los más que probables vestigios de un teatro de los incas, cuya huella
denota en Atau Wallpaj p’uchukakuyninpa wankan la precoz voz de lo que podría y debería llegar a interpretarse
como la visión de los vencidos (García-Bedoya 2008: 354).
Sin embargo, sin querer contradecir las palabras de García-Bedoya, encontramos que Husson denostará la versión
publicada por Jesús Lara, e incluso a él, acusándolo de haber confundido los textos de ‘San Pedro’ y ‘Santa Lucía’ a
la hora de devolver el manuscrito prestado por Mayorga. Y lo que es más, se atreverá a afirmar, respecto a la autoría
de de la publicación bilingüe de Lara, que fue “manipulada por el quechuista”, exponiendo duramente que “comment
1026 penser, en effet, sauf à l’accuser d’un machiavélisme diabolique, qu’il aurait transformé, voire composé de toutes
pièces le document qu’il a publié?” 6 (Husson, 1997: 92)
Mucho más rigurosa, filológicamente hablando, es la tesis que nos presenta el catedrático y miembro del Centre
d'études des langues indigènes d'Amérique, César Itier, quien detalla minuciosamente cómo una serie de
contradicciones del propio texto ‘larista’ lo llevan a determinar la autoría de Atau Wallpaj p’uchukakuyninpa wankan
en el propio Jesús Lara, eso sí, sin hacer un juicio moral sobre las intenciones ulteriores de éste tan duro como el de
Husson:
La Tragedia contiene asimismo una serie de términos obsoletos o que no se emplean en el quechua
boliviano moderno con el sentido en que aparecen en este texto. A primera vista ello dejaría pensar en
una mayor antigüedad de la Tragedia con respecto a las demás versiones. Sin embargo, los conceptos
expresados por esos términos son en realidad conceptos del castellano, ajenos a lo que se conoce del
quechua del siglo XVI. […] La Tragedia reúne todas las características de la tradición de la
falsificación en la literatura occidental: la de un documento original, vagamente mencionado en una
fuente antigua, encontrado en un lugar difícilmente accesible e impreciso, luego copiado y finalmente
perdido.
(Itier, 2000: 109-119)
En cualquier caso, la fecha que comúnmente se ha admitido para el texto llega a remontarse hasta 1555. Nos tenemos
que ir de nuevo a las crónicas de Indias de este año para encontrar cómo Arzans Orzúa y Vela nos relata una serie de
representaciones de carácter escénico-teatral que prosiguieron a conmemoraciones religiosas. En concreto nos habla
con detalle de cuatro comedias –a pesar de que refiere ocho– siendo la última de éstas:
La ruina del imperio inga; representóse en ella la entrada de los españoles en Perú; prisión injusta que
hicieron a Atahuallpa, 13.º inga de esta monarquía; los presagios y admirables señales que en el cielo y
aire se vieron antes de que le quitasen la vida; tiranías y lástimas que ejecutaron los españoles en los
indios; la máquina de oro y plata que ofreció porque no le quitasen la vida, y muerte que le dieron en
Cajamarca. Fueron esas comedias (a quiénes el capitán Pedro Méndez y Bartolomé de Dueñas les dan
el título de solo representaciones) muy especiales y famosas.

6
Proponemos la siguiente traducción: "¿Cómo pensar, de hecho, de otra forma excepto para acusarlo de ser malvado o maquiavélico, pues habría
cambiado o elaborado el texto que publicó a partir de ningún documento preexistente?"

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(Arzans de Orzúa y Vela, 1965: 98)


A partir de tal testimonio se erige la posibilidad plausible –para algunos, pues nosotros no la compartimos– de que el
texto que nos compete sea una derivación directa del referido en la crónica pero, por otra parte, investigadores como
Manuel Burga –con quien sí coincidimos– proponen, grosso modo, que sólo en un contexto de re-evolución mental y
cambios profundos en la concepción de sí mismos como pueblo andino (que se comenzó a dar en torno a 1960) se
podría haber gestado un texto de tales connotaciones culturales e identitativas, es decir, se enmarcaría más bien en
torno al ‘renacimiento inca’, cuyo mayor auge se alcanzó en el siglo XVIII y no en el XVI (Burga, 1988: 380-400).
Independientemente de toda esta sugestiva tolvanera de autorías, dataciones, visiones o revisiones indígenas sobre la
conquista, nuestro interés ha de virar y focalizarse en las posibilidades y en la vigencia que ofrece, en nuestros días,
un texto como el publicado (o compuesto) por Jesús Lara.
No obstante, la relevancia que tales manifestaciones dramáticas y literarias 7 ofrecen sobre la importancia del pasado
histórico y la gran literatura inca, en quechua, no queda denostado ni infravalorado –o al menos no debería– al
tenerse en cuenta la datación dieciochista, decimonónica o cuasi-contemporánea del texto pues, tal y como diserta
Duviols (2000), tampoco las versiones aceptadas académicamente –o por la mayoría de estudiosos– como
tradicionales, deberían ser leídas así, precisamente, ni ‘clásicas’, ni ‘tradicionales’ ya que, de una manera interesante,
se puede llegar a demostrar que su origen es evidentemente colonial.
Veamos, pues, un sucinto análisis dramático del escrito editado por Lara para poder esgrimir conclusiones más
escénico-prácticas que filológico-teóricas ya que éstas, en nuestra opinión, quedan rigurosamente constatadas en los
hispanistas mencionados, a pesar de no encontrar –de momento– un punto de posible acuerdo o puesta en común
sobre aspectos colindantes a autorías y a purezas textuales.

4. La obra: Atau Wallpaj p’uchukakuyninpa wankan

En el escrito de Chayanta publicado por Lara –nuestro texto base– hallamos, más allá de autorías andinas o
falsificaciones bien o mal intencionadas, una exquisita, desde el punto de vista escénico, posibilidad de recrear lo que
pudiera haber supuesto una escenificación de teatro inca.
Si bien se tratase de una falsificación, precisamente gracias al empeño en cuidar los detalles –delatores o no, de la
mano de Jesús Lara por extremadamente puristas– de la cognición de folklore dramático quechua que poseía su 1027
autor...
Si bien se tratase de una transliteración real de autoría desconocida, por la magnitud que aportan –siempre y cuando
la bondad dramática lo equivalga– tales circunstancias a las piezas teatrales de la antigüedad…
Si bien se tratase de sendas circunstancias de manera simultánea –parte falsificación, parte transliteración–, no
pierde, a nuestro juicio, valor escénico ni relevancia dramática para con las tablas, por la dimensión que ofrecería un
texto cimentado en folklore dramático y tamizado por la intuición purista del ‘renacimiento del inca’.
A modo de ejemplo nos viene a la cabeza la sempiterna re-representada pieza anónima del Auto de los reyes Magos,
encontrada en el cabildo catedralicio de Toledo, donde la polémica sobre su conclusión/inconclusión, mano
autóctona o reescritura monástica… no le resta belleza a esos 147 versos que se han convertido en reflejo –en este
caso indiscutiblemente real– de lo que el teatro medieval español (drama litúrgico) se refiere.

4.1. Listado de personajes

El ejemplar presentado por Lara consta de una nómina de personajes –hablantes en su totalidad en quechua–
compuesta, en un equivalente al dramatis personae convencional, por dos grandes grupos: Incas -inkakuna- y
Enemigos de Barba -Auqasunk’akuna-.
Entre los primeros se encuentran los incas Atau Wallpa, Waylla Wisa, Sairi Túpaj, Callkuchima, Khishkis, el Hijo del
Inca -Incakj Churin-, las princesas Qhora Chinpu, Qúyllur T’ika y un coro anónimo de ellas, interviniente en la pieza
como Ñust’akuna.
Del lado de los Enemigos de Barba, de los españoles, emergen Pisarru, Ispaña, Alamagru, Padre Walbirde y
Fillipillu.
Aparecerá más tarde un muchacho, Warma que, sin embargo, no consta reflejado en el dramatis personae inicial
(Lara, 1993:103). ¿Poco importante? ¿Descuido del autor o del copista?

7
Diferenciamos dramática de literaria pues comprendemos la primera como la concepción escénica del texto más la puesta en escena (texto
dramático + texto escénico) y en la segunda, más allá de los libretos dramáticos, se podría incluir la poesía y la narrativa.

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4.2. El tejido textual: forma y trama

La historia da inicio con la revelación por parte del decimotercer Inca a sus princesas de un sueño perturbador y
premonitorio. Es precisamente una de ellas –Qhora Chinpu– quien le insta a convocar al sumo sacerdote, su primo
hermano de él –Waylla Wisa–.
Lo peculiar, escénicamente hablando, es cómo nos encontramos desde el inicio y a lo largo de todo el texto, una
suerte de escenas que se suceden sin demarcación gráfica alguna ni de espacio ni de acción: no se indica
didascálicamente en qué lugar se encuentran los personajes y tampoco se denota una preocupación por guardar una
línea coherente de entradas y salidas a escena como el teatro europeo nos tiene acostumbrado. Tanto es así que, una
vez llamado Waylla Wisa, éste se irá y volverá –según entendemos por los diálogos– a dormir en búsqueda de sueños
esclarecedores sin abandonar la escena propiamente dicha pero, teóricamente, habiéndose alejado y retirado a un
espacio dramático distinto.
El autor aprovecha o provoca un primer intento fallido en la visión del hechicero, que no consigue vislumbrar nada
con claridad, para que el personaje de Atau Wallpa intervenga con un monólogo donde repasará la genealogía de los
incas más poderosos en forma oratoria, pidiendo explicación sobre los “enemigos de barba roja” que ha presentido.
Tras eso, Waylla Wisa dice, a modo de acotación 8 no explícita “Iré a casa de mi único señor / y a él informaré…”,
orientando al espectador –o al director que vaya a montar la pieza– de que realmente había salido de escena, al
menos, de la escena principal donde se encuentra Atau Wallpa. ¿Cuándo? ¿A dónde? ¿De qué manera? ¿Cómo lo
justificamos escénicamente para darle verosimilitud? Fascinantes interrogaciones que quedan abiertas para su posible
implementación sobre las tablas.
Como decíamos, la obra en su totalidad nos ofrece un tapiz en el que se despliega una sucesión de acontecimientos
cargados de diálogos sin separación alguna por actos, cuadros ni escenas. Los propios parlamentos de los personajes,
recordando en cierta medida a las acotaciones implícitas que encontramos en el barroco español, nos sirven de guía
para comprender dónde y con quiénes estamos, pues no poseemos más signos dramatúrgicos que estos.
Tras el intento fallido del rey inca, se repite la imposibilidad, ahora en el sumo sacerdote, de ver el futuro predicho
por Atau Wallpa. Por lo que decide volver a dormir, mientras el resto (el coro de princesas y los otros incas: Sairi,
Challkuchima, Khishkis) esperan impacientemente y le increpan para que despierte y les relate las visiones, de
manera prácticamente instantánea a su estado de sueño. La pregunta, desde una futurible puesta en escena es: todo
esto… ¿dónde ocurre? ¿Qué lapso de tiempo debemos dar desde su adormecimiento hasta la increpación de los
1028
demás para que despierte? ¿Cómo rellenarlo, si es que fuera necesario, para que no ‘chirríe’ al espectador el hecho de
que acaba de dormir y ya lo están despertando?
Momentos después, el hechicero vuelve en sí y afirma, tajantemente, que “evidente es que están viniendo / hombres
barbudos y agresivos” (Lara, 1993: 69). Aquí, el autor juega con la visión 9 del público y la perspectiva que de los
sucesos conoce o desconoce. Algo que no se debería tratar a la ligera para con un montaje real sobre las tablas. ¿Qué
sabe realmente el espectador medio–teniendo en cuenta previamente qué público forma este espectador– sobre la
conquista del Perú?
Unos versos más adelante, en el mismo parlamento monologado de Waylla Wisa, pues ningún otro personaje lo
interrumpe, encontramos otra didascalia convertida en diálogo, muy semejante, insistimos, a las que salpican nuestro
Siglo de Oro:
¡Ay de mí! Iré por este lado. Iyau, kaynijyachu rísaj,
¡Ay de mí! Iré por aquel otro lado. iya, jaqayniktachu rísaj.
Se me entorpece todo el cuerpo, Ukhullayñan sunsunk’awan,
y los pies se me enredan. chakillayña simp’akuwan,
y se me ata la lengua. qallullayña watakuwan.
(Lara, 1993:70-71)
Como último ejemplo de lo que, repetimos, se sucede a lo largo de todo el texto: el cambio de localización de los
personajes, queda decir que no aparece sino reflejado sólo en sus propias palabras, llegando al extremo de, dentro del
mismo monólogo, pasar de estar en un lugar a estar en otro. Así, apenas diez versos después de los reproducidos
anteriormente, el sacerdote hechicero Waylla Wisa llega desde donde quiera que estuviese mientras dormía –o del
camino que recorría mientras aducía ir por un lado o por otro– a estar en presencia del rey inca, hablando
directamente con él, con Atau Wallpa:

8
Diferenciemos entre acotación explícita, la didascalia propiamente dicha, de la acotación implícita, que sería aquella que forma parte del diálogo
y que, por ende, aunque tenga cualidad didascálica y aquí la llamemos acotación, al ser expresada por medio de las palabras de un personaje no
puede considerarse más que eso: diálogo.
9
Sobre estos conceptos recomendamos el capítulo 6 de García Barrientos, José Luis, Cómo se comenta una obra de teatro, Editorial Síntesis,
Madrid:2007

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Iré volando, informaré Rísaj. phawásaj, willamúsaj


a mi solo señor, a mi Inca, sapan apu Inkallayman.
a mi dilecto soberano. sínchij munásqay Inkallayman.
Aunque no he visto nada, Manan imatapas rikunichu,
una voz interior me dice uj simi ukhuypi willawan
que hacia este sitio se dirigen kaymanmin purimusqanku
esos hombres barbudos y agresivos, chay auqasunk’a runakuna
aquellos que en grandes navíos chay jatun wanpukunapi
encima del agua vinieron… unu patanta jamujkuna…

Amado y único señor, Síchij munásqay sapan apu,


Atau Wallpa, Inca mío, Atau Wallpa Inkallay,
era evidente que llegaban cheqapuni jamusqasqanku
hombres barbudos y agresivos. auqasunk’a runakunaqa,
(Lara, 1993: 70-71)
Efectivamente, como se puede ver, se consigue, con la única intermediación gráfica de unos puntos suspensivos,
estar en contacto directo y dirigirse en persona a su señor Atau Wallpa. No venimos de un aparte, no es que el
personaje haya hablado ‘al público’ o haya expresado un pensamiento sin que su interlocutor lo oiga, no. En medio
de su parlamento llega a presencia de este y continúa hablando con él del mismo modo que antes lo estuvo haciendo
consigo mismo.
Tras enterarse, o mejor dicho, confirmar sus presagios, Atau Wallpa envía a Waylla Wisa al encuentro con sus
enemigos –una vez más, con la reubicación escénica consecuente sólo marcada por los propios indicadores del
diálogo–. Allí, aparece la primera acotación ‘real’ del texto. En ella, tras señalar que es Almagro (Almagru) el
personaje interviniente en ese momento, se dice literalmente
(Sólo mueve los labios) (Simillanta kuyuchin)
(Lara, 1993: 72-73)
¿Por qué es interesante esto para la puesta en escena?
Muy sencillo. De la nómina de personajes que se nos propone inicialmente, los correspondientes a los Enemigos de 1029
Barba hablarán única y exclusivamente por boca de Felipillo (Fellipillu). Éste será el intérprete de los españoles
cuando aquellos se dirijan a los incas, no así en la escena final donde España (Ispaña) dialoga directamente con
Pizarro (Pisarru) y Almagro (Almagru). Es decir, en más del ochenta por ciento de la obra, el único actor –de los que
representan a los españoles– que oiremos será al que de vida a Felipillu, el resto solamente miman y gesticulan en
silencio unas inaudibles palabras traducidas al quechua.
En vista de la incapacidad de comunicación entre Waylla Wisa y los españoles, éstos le entregarán una “chala”, un
mensaje escrito, evidentemente en castellano, para que se lo lleve a su rey. En este punto nos encontramos con una
repetición escénica donde, uno a uno, los distintos incas intentan descifrar aquella escritura tan –como nos trata de
hacer ver el autor– extraña para ellos.
Atau Wallpa, Sairi Túpaj, Challkuchima, Khishkis –que también referirá un sueño de hace cuatro meses, anterior al
del rey–, y el hijo Atau Wallpa, Incakj Churin son incapaces de descifrar aquel galimatías en escenas que guardan la
misma forma y repiten el mismo contenido dramático: lo miran, no lo comprenden y le pasan el encargo a otro
personaje. Hemos de constatar que se percibe un desplazamiento de ubicación espacial cada vez que el sumo
sacerdote visita a alguno de los personajes anteriores pero, insistimos, no viene en ningún caso señalado.
En vista del fracaso, Atau Wallpa manda dormir de nuevo al hechicero por si se hubiera equivocado para,
inmediatamente después, tratar de despertarlo y llegar incluso a pedir a Challkuchima “capitán de capitanes” que
pruebe él mejor suerte, que intente él hacerlo volver en sí. En este caso el desplazamiento de ubicación temporal es
añadido al espacial. En este punto nos topamos con un nuevo ciclo de tentativas por parte de los distintos inkakuna,
como ocurrió con la misiva de los enemigos de barba, en el que lo que pretenden ahora es despertar al sacerdote
Waylla Wisa.
Contemplado desde una perspectiva resolutoria para con la puesta en escena, nos hallamos ante un texto de pseudo-
redundancias (Sueño - sueño - sueño… chala - chala - chala… despertar - despertar - despertar…) y cuasi-
repeticiones (Waylla Wisa irá a ver a los españoles sin conseguir comunicarse… Sairi Túpaj irá a ver a los españoles
sin conseguir comunicarse… Solo mueve los labios - solo mueve los labios - solo mueve los labios…) Incluso
cuando llegan los Enemigos de Barba a contactar directamente –por medio del que hace las veces de intérprete,
Felipillo– con Atau Wallpa y ver éste perdida su causa, la dramaturgia nos conduce hasta una escena donde el
decimotercer inca se despide, uno a uno, de los personajes más importantes y entrega, uno a uno, un deseo y un
presente para ser recordado. (Sueño - sueño - sueño… chala - chala - chala… despertar - despertar - despertar…

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Despedida - despedida - despedida…). Precisamente por esto diremos que, sin intención de minusvalorar el conjunto
de acontecimientos –escenas– previo al contacto directo entre españoles y Atau Wallpa, con una configuración en
mente del público actual –tal y como explicamos anteriormente–, del espectador del siglo XXI, la puesta en escena
de estos momentos podría llegar a resultar demasiado lánguida o de ritmo excesivamente lento, más allá de la
dirección, es decir, teniendo en cuenta la materia prima: el texto.
Las diferencias de puntos de vista, las lamentaciones de las princesas, los engreídos y fatuos mensajes de Pizarro –tal
y como lo pinta el autor, pues pide oro por la vida del Inca y, cuando dicen concedérselo, se resuelve mentiroso y
sigue pretendiendo la muerte de éste–… nos conducen a una posible segunda parte más dinámica y atractiva.
Insistimos que todo se razona desde una perspectiva de futurible representación con un target hecho a la
instantaneidad del concepto actual de tiempo. Si bien es cierto que la tintura de los primeros momentos podría
plantearse a modo de teatro ritualista, cargado de un tempo lacónico y tenso, no por ello se podría influir en la
cognición que el público posee sobre los acontecimientos y, en el remoto caso de que no la tuviera, el mismo título es
óbice de una presuposición más que evidente ya que refiere a un espectáculo traducido como Tragedia del fin de
Atawallpa.
Si miramos, para no detenernos en cada uno de los momentos de reiteración dramática esbozados más arriba, a la
última escena –según la clasificación que osaremos hacer en las conclusiones– veremos que se trata del encuentro
entre la alegoría de Felipe II, Ispaña y el personaje de Pizarro: la equidad frente a la tiranía.
La realidad histórica de este pasaje –como la de muchos otros– está totalmente desfigurada, modificada en forma casi
de ‘justicia poética’ del XVII, pues aquel que ha perpetrado el crimen será duramente castigado. Creemos
interesante resaltar, coligándolo con este punto, las posibilidades escénicas que ofrecen las intervenciones del coro de
princesas, pues ellas predijeron-maldijeron al conquistador con el fuego en el que Ispaña ordenará que arda:
Habéis aniquilado a nuestro padre Yayaykutan p’uchukankíchij
con el ardiente fuego de esos hierros. chay q’íllay nina rauraywan.
Empero en ese mismo fuego Chay kaj ninallapitajmin
habréis de arder mejor vosotros. aswan allinta raurankíchij.
(Lara 1993: 139)

1030 5. Conclusiones (escénicas para con el S. XXI)

Para una posible revisión y valoración de la futurible puesta en escena de Atau Wallpaj p’uchukakuyninpa wankan
deberíamos tener en cuenta, entre otros, los siguientes factores que, a nuestro juicio, se vuelven determinantes a la
hora de llevar sobre las tablas una pieza de este calibre: el título, la temática, la estructura, el público al que va
dirigida y, lo que consideramos más importante en este caso, la vigencia del texto y su ‘fábula’, en el sentido más
brechtiano de la palabra:
Todo depende de la "fábula", que es el corazón de la obra teatra1. Porque los hombres extraen todo lo
que puede ser discutido, criticado y transformado, precisamente de lo que ocurre entre ellos. Aunque la
persona concreta representada por el actor sea naturalmente más amplia que la exigida por los
acontecimientos de la fábula, esto, precisamente, es lo que hace que estos acontecimientos sean más
sorprendentes, ya que los realiza aquella persona concreta. El objeto mayor del teatro es la “fábula”, la
composición total de todos los procesos gestuales, incluyendo las comunicaciones y los impulsos con
los que se va a divertir el público.
(Brecht, 1983: 29)

5.1. El título

Como no podía ser menos, polémica tras polémica, la obra Atau Wallpaj p’uchukakuyninpa wankan, se ha dado en
traducir como Tragedia del fin de Atawallpa. ‘Tragedia’, buscando una equivalencia de ésta con el término wankan.
Si investigamos referencias del término con la intención de averiguar en qué género nos estamos adentrando, nos
topamos, al menos a simple vista, con una de las más antiguas definiciones, en la que se expresa que “el huancay y el
aranhuay son poesías dramáticas, que no se cantan, correspondientes: el primero á la tragedia y el segundo á la
comedia y se componen de versos sueltos ó asonantes de ocho á diez sílabas” (Anchorena, 1874: 140-141).
Actualmente, si indagamos en diccionarios de divulgación sobre el teatro quechua nos encontramos reseñas de cómo
las hazañas de héroes y antepasados recibían el nombre de wanka, mientras que las piezas que trataban de temas
costumbristas eran consideradas aránway.
Dejando al margen exégesis filológicas en pro o en contra de la utilización de Lara de dichos términos para
corresponder a su expectativa (Itier, 200:118), debemos tener claro qué tipo de espectáculo vamos a poner ante los

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sentidos del respetable. Si bien nuestro parecer y nuestras indagaciones sobre el tema de los géneros dramáticos
‘puros’ –entendiendo estos como los aristotélicos– nos lleva a conclusiones de mixtura contemporánea y necesidades
de redefiniciones de los mismos (Negrete Portillo, 2011), en este caso concreto, opinamos que sería acertado plantear
una opción escénica-comercial más acorde con la cartelera. Propondríamos, por tanto, la eliminación de la categoría
genérica “tragedia” y abogaríamos por limitar el título a El fin de Atau Wallpa. Nótese que hemos dejado el original
Atau Wallpa en lugar de sustituirlo por el más extendido Atahualpa.
El nombre del monarca veíase descompuesto en las dos palabras de que consta: Atau, que significa
gloria, honor marcial, y allpa, del verbo aállpay, que quiere decir crear, hacer cosas nuevas.
(Lara 1993: 23)

5.2. La temática

El tema de la conquista nos vuelve a empujar de nuevo a la polémica ‘sempiterna’ de este texto. En él, la toma de
Perú se produce sin violencia –excepto por un llamamiento fugaz a la resistencia que hace el Inca–, con lo que podría
desprenderse que nos hallamos aquí ante una ‘conquista sin conquista’:
Para las élites indígenas negar la conquista era negar los derechos del conquistador y por ende recusar
el injusto despojo de que habían sido víctimas las aristocracias andinas, abriendo las compuertas
legales para reivindicar posiciones protagónicas en el orden virreinal.
(García-Bedoya, 2007: 359)
Es decir, sin entrar a debatir también sobre si hubo o no hubo conquista, nosotros, como actantes de las tablas,
aprovecharemos la visión que se tiene sobre lo que pudo haber sido el sentir de los incas durante la llegada de los
españoles. Nos referimos a ‘la visión de la visión de los vencidos’ pues, coincidente o no la verdadera visión que
tuvieron los vencidos con la que otros creen que pudieran haber tenido –la visión de la visión–no carece en ningún
caso de interés dramático y, por ende, perderse en debates que nos frenen un puntal escénico de tal intensidad sería
dirimir energías. Si es la auténtica sensación que vivieron los indios, perfecto; si es la que cree Lara que pudieron
llegar a vivir, perfecto también pues, de un modo u otro, nos estamos dirigiendo a representar un texto que ha sido
facilitado por este y que, indiscutiblemente, si lo contextualizamos en su ‘posible’ entorno, no carece de bondad
artística. Y arte, es la primera mitad del concepto dramático que define al teatro –arte dramático–. 1031

5.3. La estructura

Una inicial división formal imprescindible a la hora de atacar la pieza con fines escénicos sería separarla en grandes
núcleos de acción. El primero, que abarca desde el inicio de la obra hasta la aparición de los españoles frente a
Atawallpa. El segundo, desde aquí hasta que aparece el rey de España en el personaje de Ispaña, y el tercero, a modo
de epílogo contemporáneo dentro del segundo, lo que trasladaríamos a tierras europeas: la resolución y dictamen del
monarca español, la muerte de Pizarro y el mandato de deshacerse de sus restos, borrando así su histórica memoria.
En nuestra opinión, sería interesante poder subdividir cada una de las propuestas anteriores (que podríamos llamar o
equivaler a actos) en cuadros o escenas, dependiendo de la entrada y salida de personajes y de los cambios de
ubicación espaciotemporal.
Además, no descartaríamos, desde el principio, la posibilidad de dar voz propia a los personajes que forman el grupo
de Enemigos de Barba, haciendo que estos se expresaran en ‘español’ mientras, simultáneamente, Felipillo tradujera
al quechua sus palabras, en lugar de limitarse los primeros a ‘sólo mover los labios’.
Esta idea nos empuja a la inevitable tesitura de análisis sobre la veracidad y la coherencia en la convención que
acepta el público, pues nos coloca ante cómo hacer entonces que los incas se comuniquen entre ellos y que el
respetable que no hable quechua los entienda… ¿Manteniendo la lengua quechua original con sobretítulos teatrales?
¿Introduciendo un personaje que, mientras oímos a los incas en un perfecto español, nos relate de fondo las mismas
palabras pero en su lengua original? ¿Introduciendo un personaje que, mientras oímos a los incas en un perfecto
quechua, nos relate de fondo las mismas palabras pero en nuestra lengua original, en español?
La citada convención del espectador de teatro es admirablemente efectiva si se utiliza de la manera adecuada. El
público de nuestros días, por mucho naturalismo/realismo que se empeñen algunas corrientes en desarrollar, no deja
de estar en un espacio en el que, a través de una ventana escénica, se le presenta una serie de imágenes que ‘acepta’
como reales, más allá de la propia realidad –que no verosimilitud– del espectáculo. Algo que nos da pie para tener en
cuenta en el siguiente punto, donde tales disertaciones tienen una cabida más adecuada pues superan los límites de la
estructura textual.

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5.4. El público

Ser público de teatro lleva implícita la cualidad de aceptar la convención escénica que se nos presenta. La sinécdoque
visual del barroco sigue sorprendentemente vigente, en lo que a convención se refiere, en los espectáculos actuales.
Así, un árbol en escena, tras las palabras adecuadas de un personaje, hará que el espectador vea un bosque completo.
Simplemente necesitan oír ‘en este robledal puede que tarden horas en encontrarnos’ para pre-ver esa ubicación
espacial que ofrece una sola planta. Del mismo modo ocurre con el paso del tiempo donde referir horas, días, años…
hace que el espectador avance prodigiosamente en la evolución de acontecimientos sin mayores necesidades ‘reales’.
Con todo, no podemos olvidar cómo escenas introductorias que no aporten dinamismo al desarrollo de los
acontecimientos o que no contextualicen –si es que fuera ineludible hacerlo– de manera concisa y sucinta, pueden
pecar de superfluas y redundantes. Desde nuestro punto de vista no deja de estar del todo desencaminada, aún hoy, la
sentencia lopesca que habla del espectador, del público, en su Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo:
porque, considerando que la cólera
de un español sentado no se templa
si no le representan en dos horas,
hasta el final jüicio desde el Génesis […]
(Vv. 205-208)
En este tiempo que, paradójicamente, parece no dejar de ser el suyo manteniéndose en el nuestro. Hoy en día, quizás
del mismo modo que hace varios siglos, al espectador de teatro se le ha de contar todo, sí, pero que no dure más de
dos horas –teatro musical aparte–.
Comentábamos antes la duda sobre desarrollar la pieza en bilingüe con traducción, pero imaginémosla un momento
sin ella: que los incas hablasen en quechua y los españoles en español... Si tenemos en cuenta la cantidad de
hablantes quechuas con respecto a hispanohablantes –que suponemos mucho mayor en número a los segundos–,
estaríamos reduciendo demasiado la horquilla atacable. Por otro lado, resulta casi contradictorio encontrar a un
hablante de la lengua indígena que no sepa la lengua de Cervantes, por lo que la solución sería, sin lugar a dudas y
desde el objetivo (insistimos) de una posible puesta en escena, trabajar con el español como lengua base sin perder
nunca de vista el quechua, aunque sea para entonar ese ritmo ritualístico que tanto aporta a las Artes Escénicas –no
olvidemos sus orígenes–.
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En cualquier caso, el análisis objetivista del público es primordial a la hora de hincarle el ‘diente escénico’ al texto.
La idiosincrasia de cada colectivo y su visión de los acontecimientos y asimilación de estos, es fundamental. De
hecho, si se tiene previsto un montaje de Atau Wallpaj p’uchukakuyninpa wankan, traducido como El fin de Atau
Wallpa, recomendaríamos adelantar este punto –el público– por encima del mismo título, pues habría que investigar
si actualmente mantener wankan como parte de este sería interesante –dependiendo de la fábula– ya que, tal vez,
nuestro espectador principal fuera autóctono de tierras andinas. Aun así, no podemos dejar de preguntarnos, en caso
de hacerlo (o no hacerlo), qué podría llegar a suponer, qué podría llegar a significar para con el target de público
deseado: ¿Se confundiría con otros textos similares de calado más extendido? ¿Se daría por hecho que es la misma
historia contada de la misma manera que como se ‘cree’ que se hacía? ¿Aumentaría o reduciría el interés?
En resumen, no podemos ni debemos dejar de lado un breve, pero profundo, ‘estudio de mercado’ a la hora de llevar
esta pieza a un escenario, del mismo modo que no podíamos perder de vista su contextualización y enmarcación
contrarreformista donde se gestó la temática principal que en ella se recrea.

5.5. Vigencia

Resulta imposible terminar nuestra inmersión en Atau Wallpaj p’uchukakuyninpa wankan sin tener en cuenta su
vigencia. Los clásicos, como tales, superando enmarcaciones histórico-temporales, contienen la cualidad de tratar
temáticas y sentimientos de carácter universal. Las ingeniosas artimañas de Lisístrata siguen funcionando
escénicamente porque el espectador actual comprende y ‘siente’ ese humor retorcido huésped de deseos e instintos
primitivos que se mantiene latente en nuestros días. El tratar de evadir el destino, el ocultar o ignorar ciegamente los
problemas o el averiguar qué significado tiene nuestra existencia, tal y como nos propone Calderón en los actos de
Basilio o Segismundo, sigue siendo una reacción equivalente a la de los tiempos presentes, precisamente, por lo
humano que hay en ella. Y como estos, centenares de ejemplos clásicos cuya vigencia en el fondo, más allá de la
forma, continúa patente en plena era donde, como decíamos en el apartado 2, la comodidad de la inmediatez
tecnológica que ‘nos empuja a esforzarnos cognitivamente, queramos o no, para comprometer la agilidad de
respuesta y comprensión de estímulos’.
Pero qué ocurre con Atau Wallpaj p’uchukakuyninpa wankan. ¿Es este texto –en su fondo, que no necesariamente en
su forma– del calibre de aquellos otros o, por el contrario, posee una temporalidad y concreción que limita sus
posibilidades representativas? Lamentablemente, la respuesta no la tenemos.

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No podemos, aún hoy, saber si los versos quechuas sobre el final del decimotercer inca podrían transportarnos
sentimental y emocionalmente a esa universalidad. Las pasiones que en él se tratan sí permanecen vigentes en
nuestros días, sólo que quizás dentro de una envoltura diferente: por eso mismo, las cuestiones que podrían
orientarnos sobre dicha vigencia deberían ser, en nuestra opinión, reformuladas y así, preguntarse si tenemos miedo a
ser conquistados evolucionaría en si tenemos miedo a perder lo nuestro o ¿hasta qué punto lo que creemos nuestro lo
es verdaderamente?
Ahora bien, ¿cómo deberíamos reenfocar los otros planteamientos: la familia, los presentimientos, la rendición o la
lucha, la fiabilidad de las personas que nos rodean? Y para no quedarnos en una lectura superficial, ¿podríamos
plantear el montaje desde un punto de vista donde se reforzase la importancia y los desastres a los que nos ha podido
llevar la dificultad en la comunicación con otros seres humanos? No es desconocida para casi nadie la verdadera
“realidad” que nos ha llegado sobre el encuentro con el Inca, donde los españoles, tras ofrecerle una biblia –
contrarreformista acción–, se sintieron ofendidos al ver cómo Atahualpa, desconocedor de qué era esa cosa cuadrada
con hojas y manchas, la arrojó indiferente a un lado.
Tal incapacidad –por voluntad propia o por ceguera idiosincrática– sí que continúa vigente en nuestros días.
Viajar al extranjero y recorrer el mundo occidental es como salir de casa para ir al piso de arriba donde ‘la cultura’ se
ha tendido a estandarizar –en su capa más superficial– con cánones arquetípicos de nuestros días, y lo peor es que
pensamos que es lo normal, que es lo correcto, que es lo lógico porque es lo que funciona, pero sólo tenemos que
rascar un poco esa superficie para descubrir cuánto nos cuesta entender –por ya no decir aceptar– algunas costumbres
o ‘formas de hacer’ de otros lugares. No, no nos estamos refiriendo a países “exóticos” de tradiciones “insólitas”, no.
Sin alejarnos demasiado, en lo concerniente –como no podía ser de otra forma en este estudio– a las Artes Escénicas,
hemos demostrado ya la importancia del estudio socio-político-cultural del origen de la ‘fábula’ (Negrete Portillo,
2012: 231-243) y la traducción de textos cuyo cariz idiosincrático británico chirría con la cultura mediterránea, por
ejemplo.
Afortunadamente, creemos empezar a disponer de las preguntas adecuadas, tal y como exponíamos más arriba, para
ir aproximándonos a esa plausible respuesta o contestación, pues, independientemente de que sea tragedia o wanka,
falsificación o transliteración, visión real de los indígenas o visión de la visión de estos, contrarreformista o de
folklore dramático… Atau Wallpaj p’uchukakuyninpa wankan nos brinda la posibilidad de imaginar, de soñar
escénicamente y de, lo que es aún más importante, hacer soñar al espectador in pectore que, tal vez y solo tal vez,
esté ahora mismo leyendo estas líneas.
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