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Tradiciones Ricardo Palma

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¡IJURRA! ¡NO HAY QUE APURAR LA BURRA!

- TRADICIONES PERUANAS DE
RICARDO PALMA

I
¿No saben ustedes quién fue Ijurra? ¡Pues es raro!
Don Manuel Fuentes Ijurra era, por los años de 1790, el mozo más rico del
Perú; como que poseía en el Cerro de Pasco una mina de plata, que
durante quince años le produjo mil doscientos marcos por cajón. Aquello
era de cortar a cincel.
Ijurra era de un feo subido de punto, tenía más fealdad que la que a un
solo cristiano cumple y compete, realzada con su desgreño en el vestir.
En cambio era rumboso y gastador, siempre que sus larguezas dieran
campo para que de él se hablara.

Así, cuando delante de testigos, (sobre todo si estos eran del sexo que se
viste por la cabeza) le pedían una peseta de limosna, metía Ijurra mano al
bolsillo y daba algunas onzas de oro, diciendo: –Socórrase, hermano, y
perdone la pequeñez–.

Por el contrario, si una viuda vergonzante u otro necesitado acudía a él en


secreto, pidiéndole una caridad, contestaba Ijurra:

–Yo no doy de comer a ociosos ni a pelanduscas: trabaje el bausán, que


buenos lomos tiene, o vaya la buscona al tambo y a los portales.

No quiero hablar de las conquistas amorosas que hizo Ijurra, gracias a su


caudal, porque este tema podría llevarme lejos. Como que le birló la moza
nada menos que al regidor Valladares, sujeto a quien no tuve el disgusto
de conocer personalmente, pero del cual tengo largas noticias, que por
hoy dejo en el fondo del tintero.

Visto está, pues, que a Ijurra le había agarrado el diablo por la vanidad, y
que para él fue siempre letra muerta aquel precepto evangélico de no
sepa tu izquierda lo que des con tu derecha. El lujo de su casa, su coche
con ruedas de plata y la esplendidez de sus festines, formaron época.

En esos tiempos en que no estaban en boga las tinas de mármol ni el


sistema de cañerías para conducir el agua a las habitaciones,
acostumbraba la gente acomodada humedecer la piel en tinas de madera.
Las calles de Lima no estaban canalizadas como hoy, sino cruzadas por
acequias repugnantes a la vista y al olfato.

Los vecinos, para impedir que las tablas se resecasen y descendieran de su


armazón, hacían po ner las tinas en la acequia durante un par de horas.

Pues el señor Ijurra tenía la vanidosa extravagancia de hacer re mojar enla


acequia una tina de plata maciza.

Cuéntase de él que un día mandó aplicar veinticinco zurriagazos a un


español empleado en la mina. El azotado puso el grito en el cielo y entabló
querella criminal contra Ijurra.

El proceso duraba ya dos años, presentando mal cariz para el insolente


criollo. Este comprendió que, a pesar de sus millones, corría el peligro de
ir a la cárcel, y para evitarlo pidió consejo a la almohada, que, dicho sea de
paso, es mejor consejero que los de Estado.

Presentósele al otro día el escribano a notificarle un auto judicial, y


después de firmar la diligencia, fi ngiendo Ijurra equivocar la salva dera,
vertió sobre el proceso el enorme cangilón de plata que le servía de
tintero.

El escribano, al ver ese repentino diluvio de tinta, se tomó la cabeza entre


las manos, gritando:

–¡Jesús me ampare! ¡Estoy perdido!


–No se alarme –le interrumpió Ijurra–, que para borrón tama ño, uso yo
de esta arenilla.

Y cogiendo un saco bien relleno de onzas de oro las echó encima del
proceso, recurso mágico que bastó para tranquilizar el espíritu del
cartulario, quien no sabemos cómo se las compuso con el juez.

Vaya si tuvo razón el poeta aquel que escribió esta redondilla:


El signo del escribano, dice un astrólogo inglés, que el signo de Cáncer es,
pues come a todo cristiano.
Lo positivo es que el de los azotes, viendo que llevaba dos años de litigio y
que era cuestión de empezar de nuevo a gastar papel sellado, se avino a
una transacción y a quedarse con la felpa a cambio de peluconas.

No sin fundamento, dice un amigo mío, que todo anda metalizado: desde
el apretón de manos hasta los latidos del corazón.

II
En la calle de Bodegones existía un italiano relojero, el cual ostentaba
sobre el mostrador un curioso reloj de sobremesa. Era un reloj con
torrecillas, campanitas chinescas, pajarillo cantor y no sé qué otros
muñecos automáticos.

Para aquellos tiempos era una verdadera curiosidad, por la que el dueño
pedía tres mil duretes; pero el reloj allí se estaba meses y meses sin
encontrar comprador.

La tienda de Bodegones era sitio de tertulia para los lechuguinos


contemporáneos del virrey bailío Gil y Lemos, a varios de los que dijo una
tarde el relojero:

–¡Per Bacco! Mucho de que el Perú es rico y rumbosos los peruleros, y


salimos, ¡Santa Madona de Sorrento!, con que es tierra de gente roñosa y
cominera. En Europa habría vendido ese relojillo en un abrir y cerrar de
ojos, y en Lima no hay hombre que tenga calzones para comprarlo.

Llegó a noticia de Ijurra el triste concepto en que el italiano tenía a los


hijos del Perú, y sin más averiguarlo cogió capa y sombrero, y seguido de
tres negros, cargados con otros tantos talegos de a mil, entró en la
relojería diciendo muy colérico:

–Oiga usted, ño Fifi rriche, y aprenda crianza para no llamar tacaños a los
que le damos el pan que come. Mío es el reloj, y ahora vea el muy
desvergonzado el caso que los peruanos hacemos del dinero.

Y saliendo Ijurra a la puerta de la tienda tiró el reloj al suelo, lo hizo


pedazos con el tacón de la bota, y los muchachos que a la sazón pasaban
se echaron sobre los destrozados fragmentos.
A uno de los parroquianos del relojero no hubo de parecerle bien este
arranque de vanidad, o nacionalismo, porque al alejarse el minero le gritó:
–¡Ijurra! ¡Ijurra! ¡No hay que apurar la burra! –palabras con las que quería
significarle que al cabo podría la fortuna volverle la espalda, pues tan sin
ton ni son despilfarraba sus dones.

La verdad es que estas palabras fueron para Ijurra como maldición de


gitano; porque pocos días después, y a revientacaballos, llegaba a Lima el
administrador de la mina con la funesta noticia de que esta se había
inundado.

¡Qué cierto es que las desdichas caen por junto, como al perro los palos, y
que el mal entra a brazadas y sale a pulgaradas! Ijurra gastó la gran
fortuna que le quedaba en desaguar la mina, empresa que ni él ni sus
nietos, que aún viven en el Cerro de Pasco, vieron realizada. Y este
fracaso, y pérdidas de fuertes sumas en el juego, lo arruinaron tan
completamente, que murió en una covacha del hospital de San Andrés.

Aquí es el caso de decir con el refrán: –Mundo, mundillo, nacer en palacio


y acabar en ventorrillo.

Desde entonces quedó por frase popular, entre los limeños, el decir a los
que derrochan su hacienda sin cuidarse del mañana:

–¡Ijurra! ¡No hay que apurar la burra!


TRADICION LA PINGA DEL LIBERTADOR
- Ricardo Palma -
Tradicion de Ricardo Palma La Pinga del Libertador - Tradiciones Peruanas
- Simon Bolivar , La Pinga del Libertador.
Tan dado era Don Simón Bolívar a singularizarse, que hasta su interjección
de cuartel era distinta de la que empleaban los demás militares de la
época. Donde un español o un americano habrían dicho:

!Vaya Ud. al carajo!, Bolívar decía: !Vaya usted a la pinga!

Histórico es que cuando en la batalla de Junín, ganada al principio por la


caballería realista que puso en fuga a la colombiana, se cambió la tortilla,
gracias a la oportuna carga de de un regimiento Peruano, varios jinetes
pasaron cerca del General y, acaso por alagar su colombianismo, gritaron:

!Vivan los lanceros de Colombia! Bolívar, que había presenciado las


peripecias todas del combate, contestó, dominado por justiciero impulso:

!La pinga! !Vivan los lanceros del Perú!

Desde entonces fue popular interjección esta frase:


!La pinga del libertador!

Este parágrafo lo escribo para lectores del siglo XX, pues tengo por seguro
que la obscena interjección morirá junto con el último nieto de los
soldados de la Independencia, como desaparecerá también la proclama
que el general Lara dirigió a su división al romperse los fuegos en el campo
de Ayacucho:

"!Zambos del carajo!

Al frente están esos puñeteros españoles.

El que aquí manda la batalla es Antonio José de Sucre, que, como saben
ustedes, no es ningún pendejo de junto al culo, con que así, fruncir los
cojones y a ellos".
En cierto pueblo del norte existía, allá por los años de 1850, una
acaudalada jamona ya con derecho al goce de cesantía en los altares de
Venus, la cual jamona era el non plus ultra de la avaricia;

llamábase Doña Gila y era, en su conversación, hembra más cócora o


fastidiosa que una cama colonizada por chinches.

Uno de sus vecinos, Don Casimiro Piñateli, joven agricultor, que poseía un
pequeño fundo rústico colindante con terrenos de los que era propietaria
Doña Gila, propuso a ésta comprárselos si los valorizaba en precio módico.

--Esas cinco hectáreas de campo--dijo la jamona--, no puedo vendérselas


en menos de dos mil pesos.

--Señora--contestó el proponente--, me asusta usted con esa suma, pues a


duras penas puedo disponer de quinientos pesos para comprarlas.

--Que por eso no se quede--replicó con amabilidad Doña Gila--, pues


siendo usted, como me consta, un hombre de bien, me pagará el resto en
especies, cuando y como pueda, que plata es lo que plata vale.

¿No tiene usted quesos que parecen mantequilla?--Sí, señora.


--Pues recibo.

¿No tiene usted vacas lecheras?


--Sí, señora.--

Pues recibo.

¿No tiene usted chanchos de ceba?


--Sí, señora.
--Pues recibo.

¿No tiene usted siquiera un par de buenos caballos?

Aquí le faltó la paciencia a don Casimiro que, como eximio jinete, vivía
muy encariñado con sus bucéfalos, y mirando con sorna a la vieja, le dijo:

--¿Y no quisiera usted, doña Gila, la pinga del Libertador?


Y la jamona, que como mujer no era ya colchonable (hace falta en el
Diccionario la palabrita), considerando que tal vez se trataba de alguna
alhaja u objeto codiciable, contestó sin inmutarse:

--Dándomela a buen precio, también recibo la pinga.

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