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Vida y Obra de Paracelso

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VIDA Y OBRA DE PARACELSO

(LECCION ESCOLAR)

POR

PEDRO LAIN ENTRALGO


Catedrático de Historia de la Medicina en la Universidad de Madrid,

VIDA PEREGRINA
Para Honorio Delgado.
1,0 primero que de Paracelso debe decirse es que no se llamaba así.
Si ese nombre, que él mismo usó en alguno de sus escritos, procede de
latinizar el Hohenheim de su apellido, o de indicar, jactanciosamente,
una superioridad médica sobre el romano Celso, no parece cuestión
íácil de resolver. El hecho es que el apelativo Paracelsus, Paracelso,
ha desplazado a todos los suyos. Llamóse, en realidad, Theophrastus
Bombast von Hohenheim. El nombre de Philippus no es seguro. Su
padre le llamó también Aureolus, por el color dorado de su cabello.

§ I. Nació Paracelso a fines de 1493 en Einsiedeln, aldea suiza


próxima a Zurich, Allí inició su contacto con Ja que siempre había de
ser amada y maestra suya: la naturaleza. De ella y de su padre, mé­
dico en Einsiedeln, recibió Paracelso las primeras lecciones de su vida.
No creció en la abundancia: “me he criado con queso y pan de ave­
na, entre piñas y abetos”, escribirá más tarde. En 1502 se trasladó a

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Villach, en Carintia, donde su padre había de ejercer la medicina.
Los clérigos del claustro benedictino de St. Paul, en el Lavanttal, le
enseñaron latín; y en las minas de cobre que allí poseían los Füger
empezó a conocer los secretos del mundo mineral y las artes meta­
lúrgicas. Parece que estudió algún tiempo en la Universidad de Viena.
Su título de doctor en Medicina lo recibió, sin embargo, en Ferrara,
donde siguió los cursos de Leoniceno y Manardi.
No fué y no pudo ser satisfactoria la personal relación de Para-
celso con el saber libresco de las aulas universitarias. Su alma pedía
saberes directos y vivos, no fórmulas verbales; experientia, no quid-
ditates. Movido por un imperativo íntimo e inexorable, desde la Uni­
versidad misma se lanza al ancho mundo, para aprender de él. Cruza
los Pirineos, llega hasta Granada, pasa a Sevilla y Lisboa, conoce San­
tiago de Compostela, Salamanca, León y Zaragoza; entra de nuevo
en Francia, desembarca en Inglaterra y visita Escocia e Irlanda; vuel­
ve al continente y, por Dinamarca, sube hasta Estocolmo y Upsala;
recorre luego Prusia, Lituania, Polonia y Hungría; camina después
por Rumania, Valaquia, Transilvania y Croacia; atraviesa toda Ita­
lia; navega el Mediterráneo oriental, de Sicilia a Rodas, de Rodas a
Samos y Creta, tal vez hasta Alejandría y Constantinopla. Desde la
costa croata alcanza las minas de mercurio de Idria, en Carniola, y
hacia 1524 regresa a Villach, donde seguía viviendo su padre.
No viajó Paracelso sólo por ver o poseer tierras nuevas, como
los navegantes y los aventureros que por entonces iban a Ultramar,
sino, ante todo, por aprender lo que maestros y libros no le habían
enseñado: qué son las enfermedades y con qué pueden ser curadas.
Para saberlo pregunta a doctos e indoctos, a los simples y a los dis­
cretos, a esquiladores, bañistas, mujeres y nigromantes. Un “frenesí
macrocósmico” (Gundolf) le impulsa al descubrimiento de los secre­
tos de la naturaleza; ésta es un libro, y cada tierra una de sus pági­
nas: "Se estudia la escritura por los caracteres, y la naturaleza yendo
de un país a otro; hay que ver un país como quien vuelve una página.
Tal es el Codex Naturae, y así hay que volver sus hojas”. Pronto’
veremos cómo leyó Paracelso en el "libro de la naturaleza” y lo que
aprendió de él.
Para aquel cuya vida es peregrina, los "años de peregrinación”
no tienen término, Paracelso trata de establecerse en Salzburgo ( 1524).

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La sospecha de su simpatía por el llamado "Alzamiento de los cam­
pesinos" de 1525 le obliga a dejar la ciudad. No es más afortunado
en Estrasburgo, donde también quiso asentarse (1526), después de
unos meses de ejercicio nómada por tierras del Danubio y el Rhin, En
esta época escribió la primera parte del Opus Paramirum y un amplio
fragmento del tratado sobre las "enfermedades tartáricas”.
Una feliz intervención terapéutica fija por dos años en Basilea al
constante errabundo. El famoso impresor Johannes Froben (Frobe-
nius), a quien Paracelso ha salvado una pierna de la amputación, y
el humanista Erasmo, que también ha requerido sus servicios médi­
cos, consiguen que el Municipio basiliense le nombre médico de la
ciudad y profesor universitario. Esto ocurre en 1527, La suerte de
Teofrasto de Hohenheim parece haber cambiado de signo.
Paracelso lleva a Basilea y a la Universidad todo lo que él es: su
saber nuevo, su enorme voluntad de "experiencia”, su entusiasmo por
la medicina como disciplina operativa, la limpieza moral de su ejerci­
cio: mas también su impertinente alardeo, su extravagancia, su gro­
sera e incontenible rudeza. En la hoja con que oficialmente anuncia su
enseñanza declara su apartamiento de los maestros antiguos, llámense
Hipócrates, Galeno o Avicena, combate la doctrina de los humores y
las complexiones y pide buena acogida para su conatus medicinam ins-
taurandi. Da sus lecciones en alemán: hecho novísimo y revoluciona­
rio, que no se repetirá hasta ciento cincuenta años después. Interviene
en la confección de los fármacos, para simplificarla y abaratarla. Y,
por añadidura, arroja a una hoguera de San Juan, simbólicamente, los
textos del saber antiguo: “He arrojado la Suma de los libros al fuego
de San Juan, para que toda desventura se fuese al aire, con el humo”,
escribirá \
Esto era demasiado. Toda una serie de fuerzas psicológicas y so­
ciales se movilizan contra él: la nunca extinta invidia medicorum, los
intereses económicos vulnerados, el poder de las conveniencias é hi-

1 Se ha venido afirmando que la Summa der Bûcher o “Suma de los libros”, de


que habla Paracelso, seria el Canon de Avicena, Sudhoff no lo cree verosímil, por
el enorme volumen de los infolios aviceniqnos, y piensa que el libro quemado debió
de ser una de las Summulae que entonces servían como libros de texto: tal vez la
Swnmula morborum ac remediorum, de Jacques Despars, impresa en Lyón ese mis­
mo afio (1527).

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pocresías sociales, la vigencia, todavía fuerte, del saber escolástico y
tradicional. No era innoble, sin embargo, todo lo que militaba contra
Paracelso. Le pedían decoro externo, y él era desaliñado, tal vez su­
cio, bebedor constante, camorrista; le exigían claridad intelectual, doc­
trina comprensible, y él enseñaba una sabiduría arcana y oscura, con
términos más oscuros y arcanos aún. Pero tan radical innovador, ¿po­
día Hablarles de otro modo? Si no en su desaliño y en su embriaguez,
¿no había una suerte de forzosidad, temperamental e histórica a la
vez, en la extraña bizarría de su pensamiento y su expresión?
Cierto domingo aparece clavado en varios edificios de Basilea un
pasquín contra Paracelso. Sus bien compuestos exámetros latinos in­
vocan a los manes de Galeno “contra Teofrasto o, mejor, Cacofrasto”.
Muévense contra él torpes pleitos pecuniarios. La muerte de Frobenius
le hace perder su más firme valedor; su discípulo Juan Oporino—el
futuro editor de la Fabrica, de Vesalio—le abandona. Pero el hombre
que llaman Cacofrasto no se deja intimidar, y contesta con voz recia
y agresiva. Tan recia y agresiva es la voz del polemista, que para
preservar su libertad personal se ve obligado a huir de la ciudad,
una noche de febrero de 1528, La etapa basiliense de su vida ha ter­
minado.
Otra vez son su casa los caminos. Le vemos en Ensisheim, donde
contempla y describe un meteorito caído en 1492; luego en Colmar y
en Nuremberg (1529); más tarde (1530-31) en Berazhausen y en
San Gall. Lleva consigo su pequeño laboratorio "espagírico”, la gran
espada con que un verdugo le obsequió, Dios sabe en qué aventura de
su peregrinación juvenil, y algunos discípulos transhumantes, mitad
ilusionados y mitad picaros. Asiste de día a los muchos enfermos que
le llaman, porque su fama es ya grande, casi mítica; bebe con su sé­
quito los caldos del Rhin; y por la noche, lúcido e insomne, escribe
febrilmente por sí mismo o dicta a un amanuense cuanto hierve en su
cabeza: doctrina médica, ciencia oculta de la naturaleza y dicterios
contra quienes le atacan. Pero los editores temen el fallo de la auto­
ridad oficial, y no aceptan sus escritos. Sólo tres de ellos, relativos
a la sífilis y a su tratamiento, logran ver la luz pública, en Nuremberg.
Los demás—comienzo del Paragranum, conclusión del Paramirum, tra­
tados quirúrgicos y astrológicos—no serán impresos hasta después de
su muerte.

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EI reposo de Paracelso en San Gall parece avivar su nunca tibia
religiosidad cristiana. Los escritos médicos de esta época se hallan
transidos de consideraciones religiosas; otro, ajeno ya a la medicina,
es un ensayo teológico-cosmológico sobre la Ultima Cena, Pero ello
no constituye una deserción, sino un nuevo acorde en la arrebatada
línea melódica de su vocación médica y peregrina. Pronto (1533) pasa
al Tirol, visita en Schwaz las minas de Segismundo Füger y compone
el primer libro de medicina industrial de la historia (Van der Bergsacht
and andeten Bergkrankheiten); cruza luego los Alpes, hacia el sur,
asiste en Sterzing a las víctimas de una epidemia de peste ( 1534 ),
atraviesa Suiza, y en Baviera, entre Ulm y Augsburgo, da a la im­
prenta su Grosse Wundarznei o Chirurgia magna (1536), Poco des­
pués (1537-38), serán las tierras de Austria y Moravia el escenario
de su vida inquieta; en ellas redactó el manuscrito de su Libro sobre
las enfermedades íaríáricas. Por Viena desciende más tarde hacia Vi­
llach, y allí, sobre el dulce suelo de Carintia, junto a los lugares en
que su padre y el "abad de Sponheim” le habían iniciado en la adepta
philosophia, reside y reposa dos años, Paracelso está enfermo y can­
sado. Le llaman de Pettau para ver a un enfermo, y "la flaqueza de
su cuerpo" le impide aceptar. Sus días están ya contados. En 1540 se
traslada de nuevo a Salzburgo, donde le han ofrecido un buen em­
pleo, y a los pocos meses, el 24 de septiembre de 1541, muere cris­
tianamente, cuando todavía no ha cumplido los cuarenta y ocho años.
Un cáncer de hígado parece haber sido su última enfermedad. Sobre
su tumba se hizo grabar, en palabras latinas, este significativo texto:
"Yace aquí Philippus Theophrastus, insigne doctor en medicina, que
sanó con arte maravilloso las crueles heridas, la lepra, la podagra, la
hidropesía y otras dolencias incurables del cuerpo. Y mandó distribuir
sus bienes entre los pobres. El día XXIV de septiembre del año
MDXXXXI trocó la vida por la muerte”.

§ II. La obra escrita de Paracelso fué muy copiosa y dispersa. Su


temperamento nativo, tan dinámico, vehemente y tumultuoso; su si­
tuación histórica, el dorso en el mundo medieval y el pecho en el mo­
derno; la magnitud y la diversidad de sus temas, que iban desde la
teología y la cosmologia general hasta las enfermedades de los mine­
ros; la índole y la novedad de su actitud espiritual frente a ellos, tan­

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tas veces limitada, por necesidad invencible, al dominio de las oscuras
intuiciones germinales; la puericia misma del idioma en que prefirió
expresarse; todo ello había de imponer a sus escritos una contextura
interna y externa entrecortada, plural, balbuciente a veces y casi
nunca sistemática. Por añadidura, fueron muy pocos los que durante
su vida pudo editar; con lo cual a la hora de recopilar e imprimir su
obra—cuando, ya muerto, era su prestigio más discutido y confuso—
vinieron a circular bajo el nombre de Paracelso no pocos tratados
apócrifos.
No es éste lugar para una exposición discriminatoria y pormenori­
zada de los múltiples tratados y fragmentos de Paracelso. Me limitaré,
en consecuencia, a indicar los más importantes, desde el punto de vista
médico. Son los siguientes: l.° El Opus Paramirum ad medicam indus-
triam. Contiene los fundamentos del “sistema médico” de Paracelso.
2.° El Paragranum, o exposición de "las cuatro columnas de la medici­
na: filosofía, astronomía, alquimia y virtud”. 3° La Grosse Wundarz-
nei o Chirurgia magna, 4.° Los libros De origine morborum invisibi-
lium. 5.® Los varios escritos sobre la sífilis: Von Ursprung und Her-
kommen der Franzosen. 6.° El tratado sobre las enfermedades de los
mineros: Von der Bergsucht und anderen Bergkrankheiten, 7.° El libro
sobre las enfermedades ex tártaro, luego refundido en el Paramirum.
A los mencionados deben añadirse varios escritos médicos menores,
los panfletos polémicos y los tratados de contenido teológico y astro­
lógico, La edición que de las “Obras completas” de Paracelso han
hecho Sudhoff y Matthiesen (Theophrast von Hohenheim, genannt
Paracelsus. Samtliche Werke. München u. Berlin, 1922-1933) es la
más completa y segura.
Así vivió y eso escribió Teofrasto de Hohenheim, Quiso estar,
tuvo que estar y estuvo solo. "Me desprecian porque estoy solo, por­
que soy nuevo, porque soy alemán”, escribió, frente a los profesores
que enseñaban en latín; y ese es también el sentido de la inscripción
sobre el retrato que tres años antes de su muerte le dibuj'ó Hirschvo-
gel: Alterius non sit qui suus esse potest. Pero su saber y su medicina,
¿son sólo suyos o son de todos?
Hay un texto en que Paracelso—frenético, visionario—predice su
monarquía sobre la historia universal de la medicina. Todos, hasta sus
predecesores, terminarán siendo sus secuaces: "¡A mí habéis de se­

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guirme, Avicena, Galeno, Rhazes, Montagnana, Mesué y los demás!
¡A mí, y no yo a vosotros, los de París, los de Montpellier, los de
Suabia, los de Meissen, los de Colonia, los de Viena y de todas las
tierras junto al Danubio y al Rhin, los de las islas del mar! Tú, ita­
liano; tú, dálmata; tú, sármata; tú, albanés; tú, griego; tú, árabe; tú,
israelita. Vosotros a mí, y no yó a vosotros, que mía es la monarquía...
Yo llegaré a monarca, y mía será la monarquía.” Sigerist sostiene, en
cambio, que “únicamente los alemanes pueden comprenderle del todo.
En cuanto un médico alemán piensa en su misión, se representa a
Paracelso, y en él encuentra su maestro”. Para decidir de quién es la
razón, si del héroe, del historiador o de los dos a un tiempo, veamos
por dentro la obra médica del innovador de Hohenheim.

II
“NATURA NATURANS”
Inicia Paracelso su obra personal en el segundo decenio del si­
glo XVI. ¿Qué podía hacer en esa hora de la historia de Europa un
médico ávido de originalidad y eminencia? Podía, ciertamente, culti­
var por sí mismo una de las grandes “novedades” de la época, el hu­
manismo médico. Eso ha visto hacer Paracelso al docto Leoniceno,
maestro suyo en Ferrara. Pero la vigorosa y encrespada genialidad
del joven Teofrasto de Hohenheim no cabía dentro del saber mera­
mente imitativo o crítico a que aspiraban los humanistas. Podía el
ambicioso, también, lanzarse a la investigación de la naturaleza hu­
mana en el anfiteatro anatómico, como Benedetti, Achillini o Beren-
gario, hasta llegar a ser la suma de un Vesalio y un Leonardo da
Vinci. Pero, desde su mocedad misma, el alma del futuro Paracelso
no se contenta con el “saber de formas” que ofrece la anatomía: “con­
sidero ese estudio de los hombres descuartizados como puro juego de
niños”, escribirá más tarde. Pronto descubriremos las razones que le
movían a pensar así. Y no queriendo ser humanista ni disector, ¿qué
podía ser Paracelso, sin abandonar su incoercible vocación de mé­
dico?
Una íntima forzosidad—temperamental, biográfica e histórica, a la
vez—pone ante su espíritu otro camino. Por temperamento es Para-
■celso hombre vertido hacia la operación y hacia el contacto sentimen­

525
tal con la realidad. No quiere “contemplar", sino “obrar”; y no “ver”
con los ojos del rostro, sino "sentir” con la intimidad del alma. Su
educación en Einsiedeln y en Villach le ha puesto en contacto directo
y vivo con las fuerzas elementales de la naturaleza; la vegetación, los
meteoros, la lenta y oculta génesis de los minerales; y, por otra parte,
le ha iniciado en los secretos de la alquimia y en los principios de cierto
vago neoplatonismo, entre popular y maravilloso, que algunos opo­
nen entonces al saber escolástico. La misma situación histórica que le
brinda ese incitante vino neoplatónico pide, en fin, novedad, fresca y
rebelde novedad contra la rutina galénica de árabes y cristianos.
No hace falta más. La acción conjunta de esas tres instancias de­
termina la meta que Paracelso se propone, el método medíante el cual
trata de alcanzarla y el resultado teorético y práctico de su empeño.
Veamos sumariamente aquélla y éstos.

§ I. Tal vez no haya existido jamás un médico que se propusiera


tan alto y ancho objetivo como el que Paracelso se propuso. Quiso
éste, ante todo, saber curar, Pero no creyó posible el cumplimiento de
su propósito fundamental sin saber a radice y por sí mismo lo que es
la enfermedad; y, por tanto, lo que es la naturaleza del hombre; y, en
consecuencia, lo que es la universal naturaleza; y, por fin, lo que es
Dios, y cómo Dios gobierna el mundo de modo que pueda haber hom­
bres enfermos y sanables. No entenderá la obra escrita de Paracelso
quien no vea en ella el intento de rehacer con mente cristiana y nueva
la historia de los saberes humanos acerca de la naturaleza, desde los
caldeos y Tales de Mileto hasta Marsilio Ficino. Pero no mediante lec­
tura y reflexión—no “junto a la estufa", decía él—, sino a merced de
fervorosa y omnímoda pesquisa personal. Con esto hemos llegado al
fundamento mismo del método de Paracelso; la "experiencia” (Erfah~
renheit, experientia).
El término “experiencia” no es unívoco; ni siquiera llega a serlo
entendiéndolo, restrictivamente, como recurso metódico para el cono­
cimiento de la realidad sensible. Hasta cuatro acepciones suyas es
posible distinguir y ejercitar; la experiencia como aventura, o “azaro­
sa”; la experiencia como comprobación, o "proyectada"; la experiencia
como exploración, o “inventiva”; y, por fin, la experiencia como con­
vivencia sentimental, o “simpática”. Pigafetta, Galileo, Vesalio y Pa-

526
racelso son nombres respectivamente epónimos de cada uno de esos
modos de la experiencia humana frente a la naturaleza visible.
Es cierto que no pocas veces fué estrictamente "azarosa” la expe­
riencia de Paracelso, También él salió de su casa, como Pigafetta—o
por elegir más alto ejemplo, como Herodoto—con el fin de ver y apren­
der lo que ante sus ojos se presentase. Pero ese contacto con la reali­
dad y, por consiguiente, ese ver y aprender ante ella, no podia ser
para su espíritu mera fuente de un saber disperso, erudito y narra­
tivo. La “experiencia” de Paracelso fué y tenía que ser algo más que
un posible relato de curiosidades vistas. Quería, si, “experimentar”,
pero conforme al modo de la experiencia que acabo de llamar “simpá­
tico” o “por simpatía”. Tratemos, pues, de entenderlo.
Escribió Paracelso que "la filosofía ha de mugir y resonar en los
oídos del médico como la cascada salvaje del Rhin”, Si leemos esas
palabras teniendo en cuenta que el término “filosofía" valió para él
tanto como "naturaleza invisible”—“la filosofía es naturaleza invisi­
ble; la naturaleza, filosofía visible", escribió en el Paragranum—, nos
hallaremos muy próximos a comprender lo que la "experiencia” fué
para este reformador de la medicina. Consistió, por lo pronto, en acer­
carse a la realidad visible y tangible con resuelta voluntad de penetrar
espiritualmente en ella. A diferencia de lo que el investigador more
¡jalileano enseña, Paracelso exigía del aspirante al conocimiento de la
naturaleza una total carencia de proyectos o prejuicios racionales. El
postuló una entrega—ingenua y lúcida a la vez—a la realidad pre­
sente, sea ésta la intacta realidad del bosque y la roca, o la artificial­
mente modificada por la costumbre popular y por la maniobra del al­
quimista; porque no es la razón discursiva, piensa Paracelso, lo que
nos permite conocer la naturaleza, sino la intuición directa del mundo
sensible. La "experiencia” consistiría, en suma, en una secreta e ínti­
ma evidencia sentimental de haber adivinado lo que la realidad es, a
fuerza de entregarnos a ella con resolución, ingenuidad y simpatía.
Quien así se planteó el problema del conocimiento científico, por
necesidad había de proclamar el adanismo intelectual. Tal es la más
profunda raíz de la rebeldía paracélsica contra el saber tradicional y
libresco. Pero el hombre es nolens volens un ser tradicional; y Para­
celso lo demostró, sin quererlo, apoyando expresamente su “saber de
experiencia” en el prestigio de los autores que él juzgaba más afines;

527
Hipócrates, Platón, Hermes Trismegisto, Raimundo Lull, Marsilio Fi-
cino. Su rebeldía contra Galeno y Avicena y su enérgico deseo de
originalidad no excluyeron una secreta servidumbre de su espíritu a
los principios del neoplatonismo.
¿Qué tipo de saber podía lograrse mediante esa disposición del
espíritu? Tres respuestas verdaderas cabe dar a tal pregunta. La pri­
mera, negativa: el saber que asi se obtenga no podrá ser semejante
en forma ni en contenido al de la actual ciencia de la naturaleza. La
segunda, positiva, pero desfavorable: se llegará a un saber sólo apa­
rente y plagado de fantasías y dislates. La credulidad inherente a
ese optimismo gnoseológico debe conducir, por necesidad, a la acep­
tación de errores muy gruesos. Paracelso creyó, por ejemplo, que el
hombre puede ser alimentado a través de la piel: un individuo habría
vivido durante seis meses sin ingerir alimentos, sólo poniendo tierra
húmeda sobre su vientre. Afirmaciones de este orden son frecuentes
en la obra de Paracelso: no en vano granjeó su ‘experiencia" entre es­
quiladores, bañeros, viejas y nigromantes, además de ejercitarla frente
a la pura y veraz naturaleza.
Mas también es posible una tercera respuesta, positiva y favorable
a la vez. Tal actitud espiritual frente al universo puede conducir a un
saber estimable, de índole significativa y relacional. La mente es capaz
de llegar por esa vía a una idea, más o menos valiosa, acerca de lo
que el fenómeno o el ser real observados “significan" en el orden di­
námico del cosmos, y sobre su múltiple “relación natural” con los
seres y fenómenos restantes. En esa línea está buena parte del saber
cosmológico de Paracelso, y a ella hay que referir los extraños neolo­
gismos y las violentas expresiones metafóricas que pueblan sus escri­
tos, si uno quiere entenderlos rectamente.

§ II. Poniendo algún orden en la dispersión, tratemos ahora de


articular la idea que de la naturaleza tuvo Paracelso. Y, como antes,
comencemos por lo negativo.
La ciencia natural del de Hohenheim no podía ser un saber de
sustancias, formas y leyes causales. Ese saber requiere la existencia
de una considerable “distancia intelectiva” entre la mente que conoce
y la realidad conocida, y exige, por otra parte, una fuerte elaboración
racional. Se dirá, con mucha razón, que todo conocimiento humano

528
supone “distancia", porque el hombre no puede dejar de ser ens in~
tellectuale, aun cuando se empeñe; y se añadirá, con razón no menor,
que no es posible la fusión mística de nuestro espíritu con la realidad
natural. Pero cuando la entrega del hombre a la naturaleza es tan
íntima, urgente e inmediata como en el caso de Paracelso—con otras
palabras: cuando se ejercita frente a la naturaleza una experiencia
"por simpatía”—, la mente no percibe "formas”, sino “fuerzas"; no
“sustancias” resistentes, sino fluidos “modos de comportamiento” o
“procesos dinámicos”; no “medidas”, sino “cualidades”; y no “leyes
causales”, sino “correlaciones simpáticas” o “significaciones”. ¿Cómo
interpretar, si no, el pensamiento de quien pretende percibir en su es­
píritu “el pulso del firmamento” y “la fiebre del terremoto”?
Sólo así pueden ser fielmente comprendidos los conceptos y las
descripciones de la cosmología de Paracelso. En la creación del mun­
do por Dios, la primera realidad fué el yliaster o iliastrum (probable­
mente de hyle. “materia” y astrum, “astro”, en el sentido de “fuerza”
o “forzosidad”). Trátase de una suerte de unidad radical y origina­
ria de materia y energía, de corporalidad y fuerza, cuya primera con­
creción es el mysterium magnum, también llamado ideos, chaos y lim­
bus maior. La "idea divina” habría sido el agente de este primer pro­
ceso cosmogónico, que convirtió al yliaster en mysterium magnum.
Sobre la indiferenciación del mysterium magnum actúa ahora la
fuerza cosmogónica que Paracelso llama separado o "la gran partera”.
Por su virtud se “separaron” en el caos primitivo los cuatro “elemen­
tos” (tierra, agua, aire y fuego) y las tres “sustancias” fundamenta­
les (sulphur, mercurius y sal). Los "elementos” de Paracelso no son
cuerpos simples, sino principios constitutivos de la realidad, dotados
de tendencias específicas en la total economía del universo. Por eso
puede decir nuestro cosmólogo que “todo lo atraído por el hambre
contiene el elemento tierra”, o que “la esencia de cada elemento es se­
mejante a un alma”.
Menos aún deben ser entendidos como cuerpos o sustancias reales
el sulphur, el mercurius y la sai, aunque Paracelso las llame die drei
Substanzen. Son más bien propiedades o modos de comportamiento
generales en el curso de la naturaleza visible; y, en último extremo,
“fuerzas” típicas. De ahí que convenga definir esos tres principios
mediante el uso del artículo neutro. Sulphur es “lo combustible”

529
12
y constituye el principio que presta a las cosas naturales su unidad
y su capacidad de crecimiento, Mercurius es “lo volátil", lo que por
calentamiento no se altera y se desprende en forma de humo; actúa
en los seres vivientes como agente de la perduración mudable. Sal, en
fin, es “lo resistente” al fuego, lo que permite que las criaturas den
cenizas y tengan forma fija y coherente; oficio suyo es, por tanto, la
conservación.
De estos “elementos” y “sustancias” proceden los seres naturales
concretos. Por eso puede decir Paracelso que el mysterium magnum
es la madre de los elementos y la abuela d,e todas las estrellas, de los
árboles y de las criaturas de la carne, Pero en ese proceso genético
no se produce nada realmente nuevo. Las cosas se hallan “predesti­
nadas” (pradestiniert) o, si se quiere, "ejemplificadas” (exemplify
ciert): las insensibles por su "raíz seminal” (Same), las sensibles por
su "raíz espermática” (Sperma); términos que no deben ser interpre­
tados en su sentido físico, sino en sentido metafísico, como “ideas di­
vinas” generadoras, a la manera de las “razones espermáticas” que
inventó la filosofía estoica. El curso real del universo no consistiría,
pues, en la generación de seres nuevos, sino en la configuración su­
cesiva de los ya predestinados en la mente divina. El muto juego, ar­
mónico o polémico, de las varias fuerzas naturales, va trazando la
línea física y visible—o, mejor, "experimentable”—de ese constante
proceso configurador.
Pero las raíces seminales y espermáticas no son sólo generadoras;
son también, en un sentido genérico, vivificadoras. Nada hay que no
viva en el macrocosmos de Paracelso: viven los metales, los elemen­
tos, los astros; y, por supuesto, los animales y las plantas. "No hay
nada que no tenga oculta en sí una vida y no viva”, escribe. El uni­
verso entero es concebido como un organismo de seres vivientes. Estos
seres—rocas, plantas o animales—no son ante sus ojos, sin embargo,
sustancias individuales dotadas de forma descriptible, sino concreción
de fuerzas o individuación de virtualidades naturales, según un “es­
perma” o un “semen” ya predeterminados. Si para Leonardo y Vesa-
lio la noción cosmológica cardinal es la forma, para Teofrasto de Ho­
henheim esa noción es la fuerza específica o, como diría un griego, la
dynamis. Así puede comprenderse la acusación de van Helmont, el
más alto continuador de Paracelso, contra los médicos griegos, que

530
redujeron a cuatro el número de las dynámeis, indefinido en el famoso
texto de Alcméon de Crotona; y así se entiende también que la rica
"experiencia” de Paracelso frente a la naturaleza no le haya condu­
cido a describir la figura visible de una sola especie natural.
La viviente ordenación dinámica de los “elementos” y las “sustan­
cias” en cada uno de los seres naturales—su mutua fusión, su ocasio­
nal separación, etc.—es obra del “arqueo” (archeus), En las monta­
ñas, por ejemplo, el archeus terrae hace nacer los diversos metales; en
los animales, su arqueo propio dirige la formación del embrión y,
como "alquimista del cuerpo”, preside los procesos que hoy llamamos
metabólicos; y en todo ser natural, incluido el hombre, lleva activa­
mente su materia prima al estado de perfección definitiva que Paracelso
llama materia ultima. La virtud del "arqueo” que impide la putrefac­
ción—entendida, muy genéricamente, como un proceso químico des­
tructor: la herrumbre sería la putrefacción del hierro—recibe el nom­
bre de “bálsamo” (Balsam). Próxima a la idea del “bálsamo” se halla
la idea de la "mumia”, entendida como principio vivificador y salu­
tífero.
Algo más debe decirse de la cosmología de Paracelso, y es su
intención, Paracelso no aspiró a un saber teorético acerca del univer­
so, sino a un saber operativo, terapéutico y religioso a la vez. No quiso
ser “hombre de ciencia", sino “médico” y “hombre de Dios”. Su cos­
mología no es en modo alguno panteista; pero en ella se encuentra
Dios—el Dios creador, e incluso el Dios redentor—en inmediato con­
tacto con la creación. Las “fuerzas naturales” que Paracelso debia
aplicar al tratamiento eran para él virtudes inmediatamente producidas
por Dios, y por El ofrecidas al hombre. La sed de saber y de curar,
la celosa búsqueda de Dios y la simpatía con la naturaleza no fueron
en su alma—-ha escrito Gundolf—sino tres movimientos distintos de
un mismo querer.

§ III. La antropología de Paracelso constituye la razón de ser y


la corona de su cosmología. En primer término, porque él es cristiano;
en segundo, porque es médico. Dios creó al hombre—razona Paracel­
so—después que a las restantes criaturas y cuando "ya no había ne­
cesidad”; y no lo creó de la nada, como a los demás seres, sino que
lo hizo “de algo, de una massa que luego fué un corpas". Esa massa

531
se hallaba constituida por "un extracto de todas las criaturas del
cielo y de la tierra”; de donde se sigue que el hombre es, por su na­
turaleza misma, un mundus minor, un “microcosmos”.
En la concepción del hombre como microcosmos tiene su idea bá­
sica la antropología de Paracelso, Mas ya sabemos que esa concep­
ción no es unívoca. El microcosmos paracélsico no es copia figurai, ni
compendio sustancial, ni mero símbolo representativo del macrocos­
mos, sino su correlato dinámico y operativo. El hombre no constituye
un mundus minor porque su figura anatómica “copie” de alguna ma­
nera la del universo, ni porque la sustancia humana “asuma” en si
los varios modos de ser de todas las sustancias creadas, sino porque
en la unidad de cada individuo humano se hallan compuestos e inte­
grados todos los procesos y todas las fuerzas de la naturaleza.
Ciertas expresiones de Paracelso parecen hijas de una concepción
figurativa o sustancial del microcosmos. Dice en una ocasión que en
el hombre se hallan contenidos todos los astros; "el sol, la luna, Sa­
turno, Marte, Mercurio, Venus, y todos los signos, el polus arcticus
y el aníarcticus, el carro y todos los cuartos del zodíaco”. A] sol co­
rrespondería el corazón, a la luna el cerebro, y a cada uno de los
cinco planetas entonces conocidos, el bazo, la vesícula biliar, los ri­
ñones, el pulmón y el hígado, respectivamente. De ahí que “cielo y
tierra, aire y agua son un hombre; y que el hombre es un mundo con
cielo y tierra, aire y agua”. Pero añade Paracelso que ello es así in der
scientia, “en la ciencia". Esto es: cuando uno ha entendido "científi­
camente” lo que con esas expresiones se quiere decir. O, con otras pa­
labras, cuando se las ha sabido referir a la correlación entre los pro­
cesos, las funciones y los ritmos del macrocosmos, por una parte, y
los procesos, las funciones y los ritmos del organismo humano indivi­
dual, por otra.
Tal idea del microcosmos y la radical animadversión de Paracelso
contra todo "saber de formas” determinan su actitud incomprensiva
frente a la investigación anatómica. La palabra "anatomía” tiene, dice
Paracelso, tres significados: hay una anatomía localis, que muestra la
figura y la proporción de las partes del cuerpo; otra, llamada anato­
mia essentialis, declara el comportamiento del sulphur, el mercurius
y la sal en cada uno de los miembros; hay, por fin, una anatomia mor­
tis, impuesta al cuerpo por la muerte. Esta última no equivale a nues-

532
tra "anatomia patológica”; no estudia las “lesiones orgánicas visibles ,
sino las diversas corruptiones del proceso vital capaces de producir la
muerte al individuo humano.
Si la naturaleza humana es un microcosmos operativo y dinámico,
y si lo que de esa naturaleza importa al médico no es tanto la forma
visible, como el conjunto formado por las fuerzas vivientes que en ella
operan, los principios que la constituyen y los procesos que fuerzas
y principios determinan, el método de elección para el conocimiento
científico del hombre tiene que ser la "experiencia” frente al macro­
cosmos. “En tanto el filósofo conozca bien el maiorem mundum, el
cielo, la tierra y todas sus generaciones, en tanto poseerá conocimiento
para comprender el minorem mundum”, escribe Paracelso.
Su experiencia simpática ante el macrocosmos y, correlativamente,
la íntima vivencia de su propia naturaleza—esto es: la evidencia inte­
lectiva del esencial acorde entre el macrocosmos y el microcosmos—
enseñan a Paracelso que en el hombre hay un “cuerpo animal” (Cor­
pus) y un “cuerpo sidéreo” (siderischer Leib, Leben). Aquél es la
parte elemental o “bestial” (viehisch) de la naturaleza humana, sirve
de "casa” a la vida sidérea y se halla compuesto de tierra y agua. Su
vida propia es la vida animal. De ésta se distingue, aunque en cada
hombre forme con ella unidad, la vida del “cuerpo sidéreo” o vida
humana en sentido estricto, consecutiva a la actividad del fuego y el
aire, regida por la fuerza del cielo—como se ve, dice Paracelso, en el
gallo, que canta al llegar el día—y titular del “ánimo, la sabiduría y
el arte”. Así, la estructura dual del macrocosmos—cielo y tierra—es
rigurosamente copiada por el microcosmos.
Pero la unidad viviente de cada hombre es y tiene que ser algo
más que la fusión de un "cuerpo animal” y un “cuerpo sidéreo”. Hay
también en ella un “cuerpo invisible” no sometido al médico, proce­
dente del soplo divino y ajeno a la influencia de los astros, Gracias a
ese “cuerpo invisible” es el hombre una criatura eterna, libre, equipa­
rable a los ángeles, superior a la naturaleza y capaz de resurección.
Bien se ve que Paracelso se está refiriendo al “espíritu” (Geist), y así
llama otras veces a éste sumo principio de la realidad humana. La ex­
presión “cuerpo invisible” no es, sin embargo, arbitraria o absurda.
Con ella se quiere indicar la condición carnal de nuestro espíritu, su
esencial apego al cuerpo individual. No es un azar que Paracelso

533
emplee esas dos palabras comentando médicamente el problema de la
resurrección de la carne.
Adhiérese Paracelso en otros lugares de su obra a la trina orde­
nación que San Pablo estableció en los modos de operación del ser
humano: cuerpo, alma y espíritu, “El espíritu del hombre no es el
cuerpo, no es el alma, sino un tertium.,. sobre el alma y sobre el
cuerpo”, escribe. Sea uno u otro el modo de la expresión, lo decisivo
ahora es que el microcosmos paracélsico trasciende el puro naturalismo
de la antropología'griega. “El hombre se eleva sobre la naturaleza",
y por eso puede especular sobre Dios y el diablo, dice en una oca­
sión; "el hombre es más que Marte y los restantes planetas”, afirma
en otra. De lo cual resulta la posibilidad de resistir humanamente a la
“fuerza” de los astros, cuando éstos ejercen su influencia sobre la
“parte bestial" o “pecuaria” del hombre; "pues así como la mano do­
mina la tierra, así el interior microcosmos—esto es: el espíritu libre y
cuasicreador del hombre—domina el cielo”.
El “cuerpo elemental”—o “animal"—y el "cuerpo sidéreo" de la
naturaleza humana están compuestos, en último análisis, por los tres
principios de operación que Paracelso llama sulphur, mercurius y sal.
Su mutua fusión y su continua mudanza se hallan presididas por el
“arqueo" individual, cuya actividad se especifica en tantos modos par­
ticulares de operación (ares) como órganos distintos hay en la ana­
tomía localis del hombre. Pero hay un estado fisiológico en el cual
pueden separarse esas dos partes del “cuerpo visible”, y es el sueño.
El ensueño sería la actividad del "cuerpo sidéreo” separado del “cuer­
po elemental" y entregado al macrocosmos; el despertar, la reunión de
uno y otro. Tal es el fundamento primero de la interpretación de los
sueños que Paracelso propone y esboza en los escritos del último pe­
ríodo de su vida.

III

NOSOLOGIA

He dicho que Paracelso fué, ante todo, médico. Su saber acerca


de la naturaleza y del hombre, su experiencia de tierras y hechos sólo
cobran sentido en su mente cuando los orienta hacia la intelección de

534
la enfermedad y hacia la curación del enfermo; "porque es el médico
■—dice—quien manifiesta las maravillas de la obra de Dios”, Tratare­
mos de ver, en consecuencia, cómo en la nosología de este "reforma­
dor de la medicina" se expresan su cosmología y su antropología.

§ I. Poco después de abandonar Basilea redactó Paracelso, bajo


el título de Paragranum—más exactamente: Das Buch Paragranum—
un escrito consagrado a exponer los fundamentos de la medicina, tal
como él los entendió. Cuatro serían las columnas sobre que se apoya
el arte del médico: la filosofía, la astronomía, la alquimia y la virtud.
Llama Paracelso filosofía al conocimiento científico de la naturale­
za sublunar, incluida la del hombre: “sea la primera columna una com­
pleta filosofía de la tierra y del agua”, escribe; y en otra página añade
que “la fisolofia debe ser de tal modo aprendida, que en ella aparezca
y se encuentre el hombre por completo”. De ahí esta conclusión: "Es
burda cosa para un médico llamarse médico y hallarse vacío de filo­
sofía, y no saber de ella”. Y como "la filosofía es naturaleza invisible
y la naturaleza filosofía visible”, no es verdadero médico quien por
atenerse exclusivamente a lo que se ve—esto es: a los signos de la en­
fermedad—, no sepa hablar con acierto de lo que no puede verse: "Es
médico quien sabe de lo invisible, de lo que no tiene nombre ni mate­
ria y, sin embargo, tiene su acción”. Todo lo anteriormente dicho nos
hace comprender el sentido real de esas palabras de Paracelso. No
será ocioso agregar, sin embargo, que él no identificó nunca lo "ma­
terial” y lo "corpóreo”. Recuérdese cómo el espíritu humano es llama­
do "cuerpo invisible” del hombre, no obstante su radical inmateria­
lidad.
La segunda columna del saber médico es la astronomía. En el pen­
samiento de Paracelso la "astronomía” abarca también astrologia y
meteorología. "La otra columna—dice—es la astronomía y la astrolo­
gia, con un pleno conocimiento de los dos elementos, el aire y el fue­
go". El "astrónomo” es el "filósofo" del cielo y del aire, y conoce lo
relativo a las estaciones, al cambio de tiempo y a la influencia de todo
ello sobre la naturaleza terrestre y el hombre. De ahí que “el médico
deba ser astronomus, y considerar el tiempo, para saber de él, y cómo
protegerse, y con qué dominarlo”; porque así como el tiempo lluvioso
trae luego rosas, así también trae la cosecha de ciertas enfermedades.

535
Pervive en Paracelso, bien se advierte, la mentalidad etiológica de las
Epidemias hipocráticas.
La influencia del cielo sobre la naturaleza terrestre y sobre la na-
turaleza humana—o, si se quiere, la del aire y el fuego, elementos “si­
déreos”, sobre la tierra y el agua, elementos “bestiales”—no sería
sólo de orden meteorológico; también es, piensa Paracelso, de orden
astrológico. Así parece exigirlo la correlación de operaciones y ritmos
entre el macrocosmos y el microcosmos. Pero ese regimiento de los
astros sólo puede afectar, en el caso del hombre, a lo que en nos­
otros hay de animal, “bestial" o “pecuario”; en modo alguno llega a lo
que el espíritu humano puede proponerse y alcanzar. “Habéis deci­
dido que, para el hombre, la fortuna y la industria provienen de los
astros... Mas nosotros invertimos todo esto; ... la fortuna misma pro­
viene de la industria; y la industria, del espíritu”. Así se entiende que
el astrólogo Paracelso se burle del horóscopo y afirme que “la sabidu­
ría humana tiene debajo de sí todos los astros, el firmamento y el cielo
entero".
La “filosofía” y la “astronomía” no acaban de constituir al mé­
dico; son, respecto a la medicina, lo que la yema respecto al fruto.
El saber del médico verdadero necesita apoyarse, en efecto, sobre una
tercera columna: la alquimia. Gracias a ella—Paracelso la llama tam­
bién ars spagyrica, de spaó, "extraer” y ageiró, “reunir”-—puede el mé­
dico conocer las varias mudanzas de los elementos en el interior del
cuerpo y obtener de la naturaleza los arcana terapéuticos que existen
en su seno.
Paracelso cultivó fervorosamente la alquimia. La aceptó como su
tiempo se la ofrecía; pero en lugar de aplicarla a transmutar el plomo
en oro, empleó los recursos del “arte espagírico” para extraer medica­
mentos o para esclarecer, a su modo, el proceso íntimo de la enfer­
medad. Su idea de la “piedra filosofal” (lapis philosophomm) fué,
sobre todo, terapéutica; un remedio capaz de quitar al cuerpo todas sus
enfermedades. Mas también llegó a ser “fisiopatológico”, por usar un
término actual, el objetivo de la investigación alquímica de Paracelso:
"¿qué es lo que hace madurar a la pera, qué produce las uvas? Nada,
sino la alquimia natural. ¿Qué es lo que hace de la hierba leche? ¿Qué,
de la árida tierra el vino? La digestión natural. Pues bien; así como
la naturaleza produce exteriormente un alquimista, eso debe hacer de

538
sí mismo el médico, en su sazón. Y como sucede la preparación de
todas las materias en la naturaleza, así debe suceder por obra del
médico". Dos brillantes disciplinas científicas y utilitarias, la bioquí­
mica y la quimioterapia, proceden de este original fervor espagírico.
La cuarta columna de la medicina es, en fin, la virtud (Tugend,
virtus); la cual debe “permanecer en el médico hasta la muerte”, por­
que ella es la que da acabamiento y sostén a las otras tres. La “virtud"
que prescribe Paracelso tiene en su estructura—como la virtú del Re­
nacimiento italiano—un visible momento “técnico”: hay en ella "saber
hacer”, habilidad, dominio del arte. Su verdadera raíz, sin embargo, es
de orden ético. “El sumo fundamento de la medicina es el amor", es­
cribe Paracelso. “Arte y ciencia deben nacer del amor; si no, no lo­
gran perfección”, dice en otra parte. De ahí que el médico no alcance
a serlo plenamente si, además de saber "filosofía”, "astronomía” y
“alquimia", no se halla dispuesto a la abnegación y al sacrificio en su
asistencia al enfermo. De nuevo aparece, ahora con rostro ético, la
honda religiosidad cristiana de Teofrasto de Hohenheim, médico por
oficio y por vocación.

§ II, Apoyado en esas cuatro columnas, el médico se enfrenta con


el objetivo propio de su oficio: el hombre enfermo. O bien, pasando
de lo individual a lo genérico, con la enfermedad.
¿Qué es la enfermedad? ¿Una realidad o una abstracción? ¿Hay
"enfermedades" o sólo hay “hombres enfermos”? Paracelso es un
nosólogo realista o, como suele decirse, “ontologista”. A sus ojos son
las enfermedades entes reales, no meras abstracciones. Esa presunta
“realidad” de los entes morbosos que Paracelso enseña, debe ser, sin
embargo, bien entendida.
La letra de los textos no deja de ser un poco contradictoria. Pole­
mizando contra el humoralismo galénico, sostiene Paracelso la no cor­
poralidad de las enfermedades. “Si las enfermedades no son algo pren-
sible, si son semejantes a un viento, ¿cómo se podrá purgar al hombre
de ellas, y cómo expulsarlas?... Las enfermedades no son corpora".
Explanando, en cambio, su propio pensamiento, afirma sin celajes la
corporalidad, siquiera sea “invisible”, del ente morboso: “toda enfer­
medad tiene un cuerpo visible, y es un miembro del macrocosmos y
del microcosmos, y es ella misma un microcosmos y un hombre ente­

537
ro„. Por eso el hombre es él mismo y otro en la enfermedad, y tiene
dos cuerpos, uno encerrado en el otro, y es un hombre”.
Pugna Paracelso por dar expresión clara y unitaria a tres ideas
del estado morboso: la enfermedad como algo que nos invade y se
adueña de nosotros; la enfermedad como algo que se engendra en el
enfermo y crece en él; la enfermedad, en fin, como expresión visible
de un invisible proceso dinámico y vital, “realizado” o “entificado” por
Paracelso como “cuerpo invisible”.
Las enfermedades internas serían, pues, entes vivos, procedentes,
no de los elementos o de los humores, sino de las "semillas” que en
ellos han sido sembradas. Esas “semillas" pueden ser de dos géneros: o
“creadas desde el comienzo”, como la manzana y la nuez (semen Ilias­
trum} o procedentes de la corrupción (semen Cagastmm), A las pri­
meras deben ser referidas la hidropesía, la ictericia y la gota; a las
segundas, la pleuritis, la pestilencia y la fiebre. Parece apuntar Pa­
racelso la existencia de un contraste fundamental entre las enferme­
dades crónicas, más nativas o “constitucionales”, y las agudas, más
“condicionales” o adventicias.
Bajo el ontologismo nosológico de Paracelso late su visión genéti­
ca, dinámica y procesal de la realidad; esto es, su constante idea de
una fundamental supremacía de la “fuerza” generadora sobre la "for­
ma” visible resultante. Por eso dice que el ojo humano debe “sentir”
(experimentar sentimientos) además de “ver” (percibir contornos y
colores). Pero su mente—infantil aún, casi embrionaria—no dispone
de conceptos ni de términos adecuados a la índole de sus propias in­
tuiciones, y llama “cuerpo invisible” a la real especificidad del "pro­
ceso orgánico” y de la “fuerza” que lo genera. De ahí la gran impor­
tancia del pensamiento etiológico dentro de la nosología de Paracelso
y, a la vez, la rara peculiaridad de su expresión concreta.
Casi todo el Volumen Paramirum se halla consagrado a exponer
las varias causas de la enfermedad humana. Los modos reales de tal
causación o "entes” (entia) serían cinco: ens astrorum, ens veneni, ens
naturale, ens spirituale y ens deale. Examinémoslos uno a uno.
Llama Paracelso ens astrorum o ens astrale al conjunto de las ac­
ciones favorables o nocivas que el cosmos ejerce sobre el organismo
humano: “es una cosa que no vemos, que nos mantiene en vida a nos­
otros y a todo lo que tiene sensibilidad; y viene de los astros”. Un

53S
cuerpo viviente es como un leño ardiendo. El cuerpo es el leño; su vida,
el fuego. Si el fuego no fuese mantenido por algo, el leño ardiendo se
apagaría. Pues bien: ese “algo" que mantiene vida y fuego es el aire,
el cual viene del firmamento. El aire hace vivir al firmamento; y de su
cantidad y de su calidad, reguladas por los astros, dependen los me­
teoros, tan influyentes sobre todo lo que vive. Por tanto, el médico
debe observar “qué astros manchan el aire con su veneno; pues allí
donde llega ese veneno, en ese mismo lugar se producen las enferme­
dades correspondientes a la peculiaridad de esos astros... El ens as­
trale es, pues, el olor, el aroma, el sudor de las estrellas, mezclado en
el aire”. Dos serían, en suma, los grupos de enfermedades dependien­
tes del ens astrorum: las alteraciones morbosas de los ritmos biológi­
cos y las epidemias.
El ens veneni reside en los alimentos y, en general, en toda materia
que de un modo u otro penetre en el organismo. Recuérdese, a este
respecto, que “materia” no equivale a "cuerpo” en el pensamiento de
Paracelso: hay cuerpos no materiales; cuerpos "que no se pueden co­
ger con la mano”.
Los “venenos” de este ens veneni no son sólo los tóxicos que acci­
dentalmente pueda contener la alimentación. En rigor, todos los ali­
mentos son en sí mismos “venenosos”, porque su materia nunca llega
a ser idéntica a la del organismo humano; y actuarían letalmente, de
hecho, si Dios no hubiese puesto en nosotros un “alquimista” capaz de
separar lo ventajoso y lo nocivo en la vianda ingerida. “Ese alquimista
habita en el estómago, el cual es su instrumento”. Mas cuando, por la
indole o por la cantidad del alimento ingerido, nuestro “interno alqui­
mista”—el “arqueo”—no es capaz de cumplir su misión digestiva y se­
paradora, sobreviene la corruptio, la cual es “madre de enfermedades”.
Las intoxicaciones, las enfermedades por desorden alimenticio, ciertas
infecciones y acaso las alergias serían los nombres actuales de otros
tantos efectos morbosos del ens veneni, cuando el organismo no ha
sabido o no ha podido defenderse de él,
Viene en tercer lugar el ens naturale. Con esta expresión designa
Paracelso toda disposición nativa o constitucional capaz de producir
enfermedad. Habla de una “predestinación” natural, más determinada
por la herencia que por la conjunción planetaria reinante en el mo­
mento de nacer; de ahí que la zona de influencia del ens naturale se

539
balle formada por las complexiones y por las enfermedades constitu­
cionales y hereditarias. “Si un feto es concebido y nace bajo los astros
y planetas de influencia más benéfica y generosa, y recibe, sin em­
bargo, una naturaleza distinta y aun del todo contraria, ¿de quién es
la falta? Ciertamente, de aquel de quien procede su sangre".
Distingue Paracelso las cuatro complexiones tradicionales: colé­
rica, sanguínea, melancólica y flemática: y, como todos, las refiere a
las cualidades dominantes en cada una de ellas. Mas no deja de ser
notable y significativo que las cuatro parejas de cualidades táctiles
(caliente y seco, frío y húmedo, etc.) sean atribuidas ahora, más ra­
dicalmente, al predominio de uno de los cuatro sabores principales:
ácido, dulce, amargo y salado. En el colérico dominaría lo amargo, en
el melancólico, lo ácido, en el flemático, lo dulce, y en el sanguíneo, lo
salado. No es indiferente respecto al nacimiento de la iatroquímica
helmontiana esta sustitución de las cualidades táctiles por cualidades
gustativas.
Sorprende, por otra parte, la riqueza y la hondura de las intui­
ciones de Paracelso acerca de la herencia. Supo que no pueden trans­
mitirse hereditariamente los caracteres adquiridos, porque se hereda
sólo la prima materia del cuerpo (el ‘‘plasma germinal”, diría Weiss-
mann ), y no su ultima materia. Conoció también la índole recesiva que
a veces tiene la herencia morbosa: por ejemplo, en el caso de la epi­
lepsia. Advirtió, en fin, la incurabilidad de las enfermedades heredi­
tarias, porque al médico no le es dado “curar en las raíces”.
El ens spirituale concierne a la acción nosógena de lo más especí­
ficamente humano del hombre: su espíritu. Admite abiertamente Para­
celso la posibilidad de producir enfermedades cuando existen “el pen­
samiento y la voluntad" de que alquien las padezca; llega a sostener,
incluso, la eficacia nosogenética de las maldiciones. La “imaginación”,
muy frecuentemente mencionada en su obra, sería capaz de producir
los más diversos efectos sobre las personas y sobre los astros: “tanto
les envenenamos nosotros a ellos, como ellos nos envenenan a nos­
otros”. El sueño, durante el cual puede separarse el “cuerpo sidéreo”
del “cuerpo elemental", sería el estado más idóneo para la operación
del ens spirituale.
Tomado esto a la letra no constituye, en verdad, doctrina muy ad­
misible. Pero si uno sabe atribuir esa posible influencia del ens spirit

540
tuale a las formas cotidianas de la convivencia social—educación, trato
familiar, amistades y enemistades, relaciones profesionales y amorosas,
etcétera—, son indudables la sutileza y el acierto de la tesis paracél-
sica, "El espíritu es el señor, la imaginación el instrumento y el cuer­
po la materia plástica”, escribió Paracelso. Mutatis mutandis, muchos
médicos de hoy suscribirían esas palabras.
Queda, por último, el ens deále o ens Dei, “Después de escribir
acerca de los cuatro primeros entes como pudiera haberlo hecho un pa­
gano”, dice Paracelso, "hablaré sobre el quinto nach christlichem Sty­
lo”, Lo cual le lleva a distinguir dos modos en la producción de las
enfermedades humanas: la “vía natural” y el flagellum o castigo. A la
“vía natural” pertenecen los cuatro primeros "entes”: al flagellum, el
quinto. Admite, pues, Paracelso, la existencia de enfermedades proce­
dentes de un especial castigo divino: aun cuando Dios, claro está, no
sea ni pueda ser ajeno a la génesis y a la curación de las restantes.

§ III. Tales son los principios y los conceptos generales de la


nosología paracélsica; sobre ellos se funda ahora la visión “científica”
de todos los particulares modos humanos de enfermar. Sería ocioso,
no obstante, esperar de Paracelso una ordenación sistemática de las
enfermedades particulares. La condición varia y dispersa de sus escri­
tos; su escaso interés por las descripciones, absorto como se hallaba
en los problemas relativos a la génesis y al fundamento real de las do­
lencias humanas; su idea de que las verdaderas especies morbosas sólo
pueden ser identificadas por los medicamentos que específicamente las
curan; su vida misma, tan exenta del reposo que exige la exposición
sinóptica; todo se concita para hacer imposible cualquier conato de
una nosotaxia general en la obra de este reformador. No obstante ello,
menciona con frecuencia no pocos de los procesos morbosos descritos
en la patología tradicional (fiebres, pestilencia, podagra, hidropesía,
lepra, etc.), estudia con singular maestría la enfermedad entonces do­
minante (la sífilis) y crea por su cuenta algunos genera morborum ri­
gurosamente nuevos (“enfermedades tartáricas”, “enfermedades invi­
sibles”, “enfermedades de las minas”).
Las “enfermedades tartáricas” o ex tártaro constituyen el primer
complejo morboso establecido con criterio bioquímico. Su mismo nom­
bre las define. Suele llamarse “tártaro” al depósito semicristalino que

541
se forma en los toneles donde fermenta el mosto. Pues bien; son en­
fermedades tartáricas” aquellas en que, por insuficiencia digestiva del
arqueo, se depositan materias pétreas en alguna parte del organismo:
un “ácido” actúa como héros coagulationis y produce la precipitación.
Las dolencias que hoy llamamos arteriosclerosis, gota, ciática, litiasis
y reumatismo deformante, la diátesis exudativa, el viejo “artritismo"
y otros estados y procesos morbosos serían “enfermedades tartáricas”.
La separación espontánea de sal urinae en el líquido urinario constituye
un importante signo diagnóstico de todas ellas; y la administración de
álcalis, su mejor tratamiento.
Son también muy notables las monografías consagradas a la sífilis
y a las enfermedades profesionales. La descripción clínica del morbo
gálico o Frantzosen no ha sido mejorada, dice Sudhoff, hasta bien
entrado el siglo XIX. Paracelso ve en él una enfermedad nueva, con­
secutiva a la creciente impudicia de los hombres; lo cree próximo a la
lepra, pero más fácilmente curable, y señala sus dos principales modos
de propagación: el acto sexual y el contacto. En su escrito sobre las
enfermedades de los mineros estudia clínica y químicamente, con ex­
celente precisión, las intoxicaciones crónicas causadas por el mercu­
rio, el arsénico, el antimonio, el cobre, el plomo y otros cuerpos metá­
licos. Ha sido también Paracelso el primero en descubrir la relación
entre el bocio endémico y el cretinismo.
Merece examen atento—hoy, sobre todo—la visión paracélsica de
las enfermedades mentales y de las “invisibles” (unsichtbare Krankhei^
ten). Distingue Paracelso cuatro géneros de locura continua e incu­
rable: “lunáticos”, “insanos”, "vesanos" y “melancólicos”, según pro­
ceda su locura de la luna, de la gestación, el parto y la herencia, de la
alimentación y la bebida, o de la “naturaleza propia”. A ellos deben
ser añadidos los enfermos cuya alienación es transitoria y paroxística:
tales los “maníacos", sea su “manía” idiopática (la que brota de un
cuerpo sano) o procedente “de otras enfermedades”. Admite Paracelso
la existencia de trastornos mentales por posesión demoníaca (obsessi):
pero procura separar entre sí las alteraciones psíquicas de causa pre­
ternatural y los desórdenes de la razón puramente “naturales”. Des­
cribe también ciertas anomalías permanentes del carácter—“personali­
dades psicopáticas”, en el lenguaje psiquiátrico actual—por discor­
dancia entre el "cuerpo elemental" y el cuerpo sidéreo”.

542
La eficacia que Paracelso atribuye a la actividad psíquica del hom­
bre—“cuerpo sidéreo”, “imaginación”, “voluntad”, etc.—le lleva en
muchos casos a invertir el esquema de la nosogénesis. La histeria ofrece
un buen ejemplo de ello. Según la patología hipocrática y galénica
—cuyo “naturalismo” es puro o casi puro “somatismo”-—proceden los
trastornos histéricos de una primaria alteración uterina, y de ahí su
nombre. Paracelso, en cambio, enseña que la histeria es en sí misma
una enfermedad psíquica, no menos posible en los hombres que en las
mujeres. De ahí la importancia que supo conceder a las “enferme­
dades invisibles”, producidas por la "creencia” (Glaube) o por la "su­
perstición” (Aberglaube): entre ellas, las “epidemias psíquicas", como
la “corea de la Edad Media” o “baile de San Vito”; o, por otra
parte, su creencia en la acción terapéutica del cadáver (mumia), cuan­
do el “cuerpo invisible” perdura en él, no obstante haberse separado
ya del “cuerpo visible”.

IV

TERAPEUTICA

“El comienzo, el medio y el fin de la doctrina del reformador de


Einsiedeln están constituidos por la terapéutica”, escribió el viejo
Haeser. Es verdad. Paracelso quiso ser, ante todo, médico; o, con otra
palabra, terapeuta, "Cuando algún mal se apodere de nuestro prójimo
-—escribió—, venid en su ayuda, y no tapándoos la nariz, como hacen
los escritorzuelos, los sacerdotes y los levitas..., sino como los samari-
tanos, que conocen la naturaleza y la experiencia... Notad que nada
se pide tanto al médico como el amor de su corazón”. El amor al en­
fermo, el conocimiento de la naturaleza y la experiencia deben ser,
pues, las bases del tratamiento médico.

§ I. Estudiemos en primer término la terapéutica general de Pa­


racelso. Su idea cardinal es la vis naturae medicatrix. Paracelso, se­
cuaz, a su modo, de Hipócrates, proclama la espontánea tendencia de
la naturaleza hacia la curación: las heridas sanan por sí mismas, aun­
que el médico las abandone. No se conforma, sin embargo, con ese
vago hipocratismo, y afirma con energía la existencia de una doble

543
teleología terapéutica en la realidad natural. El universo contiene re­
medios específicos para todas las enfermedades, y los pone donde
éstas se presentan: “Donde están las enfermedades, allí están los re­
medios, y donde están la enfermedad y el remedio, allí está el médico".
El mundo entero es visto por Paracelso como “una botica” (die ganze
Welt eine Apotheke), en la cual Dios, dispensador de medicamentos,
es “el sumo boticario". Por otra parte, cada enfermedad apetece su
remedio específico “como el hombre desea a la mujer".
He aquí los principios con arreglo a los cuales debe procurar el
médico esa coyunda: 1.® Sólo intentará las curaciones que le sean po­
sibles: "No te propongas cosa imposible, que eso es para reir”, dice
Paracelso. 2.° Actuará conforme al contraria contrariïs curantur; pero
no entenderá esa "contrariedad" como oposición de cualidades (por
ejemplo: “lo caliente” debe ser curado con “lo frío"), sino como ac­
ción específica del arcanum contra la “semilla” de la enfermedad.
3.° Ordenará sus tratamientos según la correlación y la semejanza
entre el macrocosmos y microcosmos. 4.® Tendrá muy en cuenta la
influencia que sobre la enfermedad pueden tener la voluntad y la fe,
así las del médico como las del enfermo.
Es fácil percibir la importancia fundamental que poseen los arcana
en el pensamiento terapéutico de Paracelso: no lo es tanto definir con
alguna precisión lo que con el vocablo arcanum quiere él decir. Arca­
num es, por una parte, todo remedio específicamente eficaz contra una
enfermedad determinada, en cuanto se opone a la “semilla” que la
determina y es capaz de aniquilarla: “Toda receta que no vaya contra
la semilla, es falsa e ineficaz”. En este sentido, el mercurio contiene
el arcanum contra el morbo gálico; la boracita, el arcanum contra el
mal de piedra, etc. El número de tales arcana sería realmente indefinido,
Pero en los escritos más teoréticos—por ejemplo, en los reunidos
bajo el nombre de Archidoxis—intenta llegar Paracelso a un concepto
unitario del arcanum y aislar sus géneros principales. “Es un arcanum
—dice—algo incorporal, inmortal, una vida eterna, sobre toda natu­
raleza y no cognoscible humanamente... Tiene poder para transformar­
nos, mudarnos, renovarnos y restaurarnos...” Viene a ser, en suma, una
suerte de realización natural de los “arcanos de Dios”, considerado
como "sumo boticario”. Cuatro serían, así entendidos, los arcana prin­
cipales. La prima materia es el arcanum de la generación viviente, el

544
principio de la fecundidad y de la constante juventud de la natura­
leza; síguele el lapis philosophorum, un a modo de fuego que purifica
y limpia de toda suciedad, dejando a los seres “como recién nacidos”;
el mercurius vitae, tercero de los arcana, actúa sobre el hombre reno­
vando todo lo caduco—piel, uñas, pelo, etc,—, “como le sucede al al­
ción en el tiempo de la muda”; la tinctura, en fin, es el arcanum trans­
formador, capaz de hacer nobles los cuerpos viles, y, como el rebis de
los alquimistas, trueca la plata en oro. Generación, depuración, restau­
ración y transfiguración son, por tanto, las respectivas virtudes cardi­
nales de los cuatro grandes arcana.
Sería ocioso y perturbador ir explanando aquí la serie entera de
los principios más o menos próximos a los arcana: la quinta essentia,
el magisterium, el elixir, el specificum, el batsamus, la mumia, el spiritus
vitae. Basta lo expuesto para comprender el pensamiento terapéutico
de Paracelso. La naturaleza es ante sus ojos un organismo de fuerzas
generadoras especificas. Las semillas germinan, fórmanse las venas
metálicas, mudan de indumento las aves y los reptiles; por tanto—con­
cluye Paracelso—debe haber en el universo tantos principios activos
e inmateriales como operaciones genéricas hay en él; generación, con­
servación, restauración, etc. Con ello no ha hecho sino extender a
todos los seres del macrocosmos y rebautizar alquímicamente los spi­
ritus y las qualitates occultae del viejo galenismo. Pero no se confor­
ma Paracelso con esa obra extensiva y onomástica. Admite también la
consistencia real de todos esos principios y la posibilidad de obtenerlos
separadamente; y, puesto que el hombre es un microcosmos, no vacila
en afirmar la necesidad de la acción benéfica de todos ellos sobre la
naturaleza humana, cuando se Ies emplea como remedios terapéuticos.
De ahí, entre otras cosas, la razón de ser y la utilidad de la alquimia.
La consideración microcósmica del hombre rige siempre los trata­
mientos de Paracelso, y a veces en forma harto inmediata. La hidro­
pesía es ante sus ojos una inundación del microcosmos; en los cólicos
ve huracanes del mundus minor; la apoplejía equivale al rayo. Por tan­
to, el hidrópico deberá ser tratado con remedios capaces de derivar
hacia el exterior las aguas que le inundan y de secar el sustrato orgá­
nico: mercurio, azafrán de Marte (óxido férrico, colcotar) y azufre;
y, puesto que el frío y la humedad engendran los vientos, los cólicos

545
13
tendrán su arcanum en el láudano, que deseca y calienta el micro­
cosmos.

§ II. Sobre todos estos principios se basa la farmacología de Pa­


racelso. Tarea principal del médico debe ser, en consecuencia, el des­
cubrimiento y la obtención de los arcana. Virgilio pudo arrepentirse de
su obra de escritor; pero al médico “que ha pasado su día con los
arcana y ha vivido en Dios y en la naturaleza como un poderoso señor
de la luz natural", nada puede remorderle. El descubrimiento de los
arcana es fruto de la experiencia; su obtención, objetivo de la alquimia.
Sólo el alquimista es capaz de “separar” el principio activo de las
drogas que la experiencia ha mostrado eficaces, y por eso es llamado
“espagírico" su arte. "El ruibarbo—escribe Paracelso—purga; lo que
más importa saber ahí es qué produce la acción purgante... No con
la respuesta "el ruibarbo purga”, sino con la respuesta “tal es el
cuerpo que en él purga”.,.; pues son los cuerpos y no los nombres
los que tienen la virtud”.
La alquimia, su entusiasmo terapéutico y esa concepción microcós­
mica del tratamiento han dado a Paracelso un puesto egregio en la
historia de la ayuda al enfermo. Sustituyó los farragosos preparados
de la farmacopea tradicional (decocciones, extractos, jarabes, etc.) por
las “esencias” y las “tinturas", mucho más sencillas y eficaces: por
ejemplo, el láudano y la trementina. Preconizó con gran energía, fren­
te a la terapéutica del síntoma o del órgano, el tratamiento causal: no
' contra el fruto”, sino "contra el tronco de que el fruto sale”. Introdujo,
una gran cantidad de medicamentos minerales y mejoró la adminis­
tración de los pocos que entonces se usaban: a él se debe un buen nú­
mero de preparados de mercurio, antimonio, plomo, hierro, cobre, plata,
oro, arsénico y azufre. Actuó con el máximo desembarazo en lo tocan­
te a las dosis: fué alópata unas veces, homeópata avant la lettre otras,
y no vaciló en usar con largueza el opio y el beleño, cuando lo creyó
necesario. Mejoró el estudio químico y precisó las indicaciones de las
aguas medicinales. Lo que hay de excesivo e inadmisible en la prolija
elucubración cosmológica y nosológica de Paracelso queda amplia­
mente compensado por esta efectiva aportación suya al arte de curar.
Tanto fué el entusiasmo terapéutico de Paracelso, y tan viva su
fe en la armonía y en la adecuación de todos los seres y procesos del

546
universo, cuando los ojos han aprendido a verlos con "mirada sensi­
tiva”, que quiso cambiar el nombre de las enfermedades y llamarlas
conforme al medicamento que específicamente parece curarlas: “Un
verdadero médico natural habla así: Esto es morbus terebinthinus, esto
es morbus siíeris montant, esto es morbus helleborinus, etc.; y no: esto
es bronchus, esto es reuma, esto es coriza, esto es catarro, etc.; ... por­
que los arcana se manifiestan en sus enfermedades”. Al mismo funda­
mento debe ser referida la devoción de Paracelso por la vieja doctrina
de las "signaturas”. La apariencia visible de los seres naturales indica
por sí misma la enfermedad a que pueden ser médicamente aplicados,
cuando esa apariencia se asemeja al órgano afecto o a uno de los sin­
tomas visibles de la dolencia. Así, las manchas rojas de la Polygonum
persicaria indican su utilidad en las Hagas; las perforaciones en las
hojas del Hypericum, su acción favorable en las heridas punzantes;
los bulbos de la Orchis mascula, su eficacia como remedio afrodisíaco;
la Saxífraga poseería virtudes litotripticas, etc. Paracelso esboza con
ello toda una caprichosa “ciencia fisiognómica” de la naturaleza.

§ III. Quiero concluir este apartado indicando someramente la


obra del terapeuta Hohenheim en dos particulares dominios de la pa­
tología: la sífilis y las enfermedades quirúrgicas.
En orden a la primera, débese a Paracelso una severa y muy tem­
prana crítica del tratamiento mediante el leño de guayaco. Cuando más
alto era el prestigio del nuevo fármaco, proclamó con gran energía su
ineficacia, porque las mejorías que determina son sólo aparentes y
transitorias, y fustigó la credulidad y la falta de criterio de los médi­
cos de su tiempo. No es menos agria su censura de las brutales curas
mercuriales entonces en boga. El mercurio sería, desde luego, el me­
dicamento de elección, pero en confecciones para uso interno; muy es­
pecialmente, bajo forma de precipitado rojo.
La publicación de la Grosse Wundarznei o Chirurgia magna acre­
ditó la condición de cirujano de Paracelso. No parece que fuese opera­
dor hábil; pero, frente al horror sanguinis de los doctores de su tiem­
po, sostuvo con palabras y obras la necesidad de practicar la cirugía
para ser médico completo. El médico no cirujano sería "un mono pin­
tado”. Lo más notable de la terapéutica quirúrgica de Paracelso es su
prudencia en el tratamiento de las heridas: "Debes saber—escribe—

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que la naturaleza de la carne‘tiene en sí un bálsamo nativo, y ella es
la que cura las heridas. Cada miembro lleva en sí mismo su propia
curación... La medicina de las heridas es sólo una acción defensiva, de
modo que la naturaleza no sea perturbada desde fuera, y quede expe­
dita en su acción propia”. Esto no logró impedirle el empleo de reme­
dios estípticos y de “bebidas vulnerarias". Recuérdese, además, lo di­
cho acerca de las “signaturas".

SIGNIFICACION Y ESTELA DE PARACELSO

Más de una vez han llamado a Paracelso Lutherus medicorum. Tal


expresión ha sido injuria o alabanza, según los labios de que saliera.
Otros, en cambio, han negado todo parentesco entre la “reforma re­
ligiosa” de Martín Lutero y la “reforma médica” de Teofrasto de Ho­
henheim.
Como muchas veces acontece, las dos partes tienen su tanto de ra­
zón. A Lutero y a Paracelso Ies aproximan algunos rasgos tempera­
mentales y varias notas de índole histórica., Coinciden, por ejemplo, en
su radical germanidad: quisieron expresarse en alemán, contribuyeron
egregiamente a la creación de su lengua materna .y, cada uno a su
modo, dieron testimonio del incontenible auge histórico de su pueblo,
cuando la nacionalidad iba haciéndose eje de la historia. Quien lo
dude, lea los juicios de Paracelso sobre los “médicos de fuera” (die
tvelschen Aerzte), No acaban ahí las semejanzas. A la fiducia lute­
rana en Dios, desde el punto de vista de la “salvación", corresponde,
desde el punto de vista ,de la "curación”—o, si se quiere, de la “sa-
nación”—, la confianza de Paracelso en la naturaleza, inmediato ins­
trumento de la Divinidad; y al examen de la Sagrada Escritura según
el íntimo testimonio de la conciencia propia, la experiencia simpática
y personal del sabio frente al universo, segundo de los libros de
Dios, No puede extrañar, en verdad, que algunos de los más tempra­
nos paracelsistas perteneciesen al círculo reformado de Wittenberg.
Pero esas y otras analogías formales no deben hacernos desconocer
las graves discrepancias materiales entre Lutero y Paracelso. Este

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quiso vivir y morir en la ortodoxia católica, y supo rechazar con pe­
tulante energía el mote de Lutherus medicorum. “No soy Lutero, soy
Teofrasto”, escribió. Su misma estimación del macrocosmos es, sin
duda, muy poco "luterana".
Mas no es esto lo que ahora importa, sino la significación de Pa­
racelso en la historia de la medicina. Creo que el haber histórico de
Teofrasto de Hohenheim puede ser cifrado en cinco puntos:
1.° Su idea del médico y del oficio de curar, Acaso no haya exis­
tido en la historia otro médico con una idea tan alta y exigente de su
vocación y de su quehacer. “Esto prometo: perfeccionar mi medicina
y no ceder mientras Dios dispense su gracia al oficio...; item, amar a
los enfermos, a cualquier enfermo, más que sí se tratase de mi cuer­
po; ... y no ilusionarme, sino saber”. Quien tanto exigía de si, no podía
ser parco en la hora de pedir dignidad: “El médico se asemeja a los
Apóstoles, y no es ante Dios menor que ellos”, dijo. Quien pretenda
construir una visión cristiana del médico, habrá de contar muy en
primer término con la vida y los escritos de Paracelso; aunque lo va­
lioso de esa vida tenga vaho de taberna, y aunque la luz de esos
escritos quede tantas veces oculta por el celemín.
2. ° La iniciación de una idea dinámica de la enfermedad. En ésta
no ve Paracelso un desequilibrio, ni una deformación de la naturaleza
individual, sino un proceso viviente y específico, realizado como flujo
de energía y materia; no pathos, “pasión”, sino Wirkung, “acción". De
ahí su ruptura con el viejo humoralismo, testimonio fiel de la idea ‘ pá­
tica” de la enfermedad, y su invención de una patología química y vi­
talista, expresiva de la radical actividad del proceso viviente en que la
enfermedad consiste. Ello hace a Paracelso fundador de la iatroquí-
mica; y, por tanto, iniciador de la moderna fisiopatología dinámica o
procesal.
3. ° Su vigoroso entusiasmo terapéutico. Paracelso no concibe al
médico como patólogo, sino como terapeuta; y aunque admite, con
Hipócrates, la vis medicatrix naturae, no se siente ante el enfermo mero
“servidor de la naturaleza”, sino "colaborador de Dios” en el regi­
miento de una naturaleza sobre la cual, como hombre, está. Por eso
aspira a una terapéutica verdadera y plenamente “causal”, y no se
conforma con una medicación sólo “adyuvante”. Por eso, también, pu­
do introducir con largueza los remedios minerales, hasta él punto me-

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nos que proscritos, y constituirse en principal fundador de la quimio­
terapia. Por eso, en fin, predica con el ejemplo la empeñada búsqueda
de los secretos que la naturaleza contiene, valiosos en sí, pero inútiles
—o, por lo menos, no del todo útiles—hasta que el hombre los des­
cubre. Paracelso es quien personifica la supremacía del fármaco sobre
la dieta, ha escrito agudamente von Weizsàcker.
4.® La energía con que afirmó el primado de la experiencia en la
tarea del médico y la condición fáustica de esa experiencia. Paracelso
es el modelo del Doctor Fausto. Como él, persigue incansablemente
los arcanos de la realidad, en lugar de “revolver palabras", y sabe
como él que los tesoros de la creación son inacabables. Tal es la últi­
ma raíz de su philosophia sagax. Pero este Fausto buscador y creyen­
te no se ve todavía en la necesidad de pactar con Mefistófeles, porque
su experiencia no ha dejado a su espíritu en igual situación que antes
de adquirirla, so klug ais tvie zuvor, como dejó la suya al Fausto sólo
buscador que luego inventará Goethe.
5, ® La proclamación de una medicina plenariamente humana, así
porque en ella interviene todo el ser del hombre, como por el objetivo
hacia el cual tiende la operación del médico. "Nuestra salud debe ser
robustecida para que aquí abajo nos convirtamos a Dios y muramos
dichosos. Por esto el sabio, es decir, el elegido, debe reconocer la ver­
dadera religión de la medicina; para no extraviarse entre las zarzas y
poseer el goce del grano. Así, la verdadera religión de los médicos
consiste en conocer ante todo las virtudes de las plantas y su esencia”.
La acción terapéutica, en la cual confluyen la naturaleza y el espíritu,
viene a ser en la mente de Paracelso la restauración de un divinus ordo.
I Todo esto constituye el oro de la aportación de Paracelso a la
historia de la medicina. Mas ya sabemos que no todo en ella fué oro.
Su virtud quedó muchas veces en pura jactancia; su experiencia, en
error grosero; su ciencia, en elucubración cabalística; sus principios
terapéuticos, en crédula superstición; su medicina antropológica, en mal
disfrazada hechicería. Así se entiende que el nombre de Paracelso
haya sido siempre piedra de escándalo. “Desde hace trescientos años
—escribía el siglo pasado Heinrich Haeser, amigo de Paracelso y de
la verdad—todas las cabezas turbias han hecho del médico Hohen­
heim su baluarte”; y un espíritu tan noble como el de Laënnec no supo
ver en la obra de Paracelso otra cosa que “el más incoherente empi-

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xismo, y tan oscuros dogmas etiológicos, que uno se pregunta si el
autor se comprendió a sí mismo".
La batalla en torno a Paracelso, iniciada ya durante su vida mor­
tal, prosiguió inmediatamente después de su muerte. Al lado del inno­
vador hubo personas honorables y sensatas, como Caspar Peucer
0525-1602), Oswald Croll (1560-1609), autor de una Basilica chy~
mica fundada en la farmacopea paracélsica, el danés Peter Soerensen
o Severinus (1540-1602), a quien se debe uno de los mejores libros
sobre la medicina de Hohenheim, y otros. Mas también se adhirieron
al paracelsismo gentes de la más discutible condición intelectual y
moral: así Leonhard Thurneysser (1530-1595), charlatán de gran es­
tilo: y, sin llegar a los extremos de este falsificador, los italianos Lio-
nardo Fioravanti y Zerifiele Tomraaso Bovio. Contra ellos y contra
Paracelso movió su pluma toda una legión de galenistas y aristotélicos:
y en cabeza, Thomas Lieber o Erastus (1527-1583), profesor en Hei­
delberg y en Basilea, El excelente químico Andreas Libavius (1546-
1616), uno de los principales artífices de la conversión de la alquimia
en química, supo adoptar una actitud intermedia y conciliadora.
También en Francia hubo secuaces de Paracelso y enconados ad­
versarios suyos: entre éstos, el satírico Rebeláis y Juan Riolano, pa­
dre. No se olvide que en la Facultad de Medicina de París tuvo el
galenismo, durante los siglos XVI y XVII, su más tenaz reducto. Fué,
sin embargo, indirectamente, bajo la forma de una contienda sobre el
empleo terapéutico del antimonio, como adquirió agudeza en Francia
el pleito del paracelsismo. La medicación estibial ganó actualidad reno­
vada con la publicación del Currus antimonii triumphalis, de Johann
Thôlde ("Basilius Valentinus”). La Facultad de París se pronunció
contra el nuevo fármaco, y hasta prohibió el ejercicio profesional a
los médicos que lo prescribían. Theophraste Renaudot, inventor del
periodismo, fué uno de los defensores del antimonio: Gui Patin, el más
acérrimo de sus enemigos. La disputa prosiguió hasta que un decreto
de la Facultad, en 1666, dejó en libertad el uso de los preparados an-
tomoniales. El gran problema farmacológico planteado por Paracelso
—la medicación mineral y química—latía bajo esta larga y pintoresca
“contienda del antimonio”.
En el seno mismo de la contradicción y el escándalo fueron ger­
minando las semillas más fértiles del paracelsismo. Van Helraont, Sil­

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vio y Willis lo convertirán en iatroquímica; poco después, Boerhaave,
Hoffmann y Stahl incorporarán a la medicina “oficial” esa parcela
del legado de Paracelso. Habrán de llegar, sin embargo, los siglos XIX
y XX para que tres vigorosas disciplinas científicas — farmacología,
bioquímica, fisiopatología—muestren a todos gran parte de la parcial
razón que asistía al arrebatado, al oscuro, al crédulo Teofrasto de
Hohenheim, Aun cuando éste y Ehrlich—valga el ejemplo del gran
quimioterapeuta—se parezcan muy poco entre sí.

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