Location via proxy:   [ UP ]  
[Report a bug]   [Manage cookies]                

La Iglesia y Convento Mayor de San Francisco

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 16

EUGENIO PEREIRA SALAS

LA IGLESIA Y CONVENTO

MAYOR DE SAN FRANCISCO

CUADERNOS DEL

CONSEJO DE MONUMENTOS NACIONALES


TIRADA DE 500 EJEMPLARES

-•
'JOT?*l;. ^-.CK&f1 ••->.■.
íECJi.W -,.><- I w:

ív^LIUTECA N.ejr.f*
■h «CC: ■
. ^fcí cpi' = -■).'•

; vAlAíjiór;

i <c 'i v ¡ ^ 3

í" f^rC'"'

DERECHOS RESERVADOS

INSCRIPCIÓN
BIBLIOTECA NACIONAL

IMPRESO Y HECHO EN CHILE

PRINTED AND MADE IN CHILE

IMPRENTA UNIVERSITARIA
VALENZUELA BASTERRICA Y CÍA.
el Consejo de Monvmentos
Nacionales
dedica este cvaderno
al iv Centenario de la llegada
de la orden de los franciscanos
a Santiago
octvbre 1553 -
octvbre 1953
LA IGLESIA Y CONVENTO
MAYOR DE SAN FRANCISCO

Al filo del mes de Octubre de 1553 llegaron a Santiago del Nuevo


Extremo los cinco misioneros de la orden seráfica, con el objetivo de
«fundar convento e iglesia para doctrina de españoles e indios». Largos
meses permanecieron los padres en el solar en que se alzaba la señera
Ermita de Santa Lucía, pero a instancias del Cabildo se trasladaron al
sitio en que erguía la cruz
se de la Ermita del Socorro,, construida por
Juan de Segovia, tabernáculo que el pueblo" adoraba la imagen de
en

dicha advocación traída devotamente por Pedro de Valdivia, en el arzón


de su silla jineta. Según los documentos del archivo secreto, que corren
en copia en un litigio de la orden, sería el 17 de Marzo de 1554, la fecha

en que Fray Martín de Robleda recibiera los doce solares, con la obliga

ción de levantar una fábrica arquitectónica, en cuyo altar mayor luciera


la imagen aludida y un «bulto y túmulo con sus banderas, estandarte o
guión, del fundador de la ermita, el Gobernador don Pedro de Valdivia».
Los trabajos de edificación comenzaron, de acuerdo al testimonio

posterior del cronista Miguel de Olivares, el Sábado 5 de Julio de 1572,


día en que se colocó, dentro de la liturgia correspondiente, la primera
piedra de la iglesia. Cinco años más tarde, Fray Cristóbal de Rabanera,
guardián del convento, pedía licencia al Cabildo para que la construcción
fuera adelante, «estando tan sólo iniciada en la parte que ha de ser del
crucero de la capilla mayor».

Esta iglesia primitiva era de «adobes y tapia», deleznable edificio,

i)
azotado por «tres quemas» y un temblor, que el 7 de Agosto de 1583,
derribó su menguada estructura. Los frailes pidieron entonces ayuda a
los feligreses y ya en el mes de Enero de 1584, oficiaban en una «iglesia
pequeña e inadecuada», debido a lo cual, el provincial decidió elevar
una al Soberano para «levantarla de cantería que es cosa fija».
súplica
Por Real Cédula de 2 de Enero de 1586, Felipe II les entregó la suma
de 1 .000 pesos, en derramas de 6 años, a pesar que el costo calculado fué
de 12.000 y el tiempo prudencial de edificación, de ocho años.
T La fábrica estuvo a cargo de
Fray Antonio, aparejador o arquitecto;
dirigió la cantería, Fray Francisco Girón; Francisco Fernández, la faena
de contratar indios obreros, y Antonio Jiménez, la fragua de la herrería.
Terminado el crucero, el 23 de Septiembre de 1594, se colocó sobre el
sagrario, la milagrosa efigie de la Virgen. <•

En Enero de 1607, el Vicario Fray Juan de Quijada se dirigía por


segunda vez al Rey, manifestándole: «que no había podido terminar la
iglesia de piedra, de la cual tenía hecha las tres partes». Sólo en 1618 vino
a llevarse a cabo la consagración del
templo, tradición conservada por
los cronistas y que confirman los documentos de la orden, en uno de los
cuales se lee textualmente: «Púsose el Ssmo. Sacramento en los dos ter
cios de ella que acabaron primero día de San Lino Papa, tn veinte y
se

tres de
Septiembre del año de mil quinientos noventa y cuatro y acabóse
de todo punto dicha iglesia el año de mil seiscientos diez y ocho, cuarenta
y seis años después que se comenzó».'
*•
San Francisco era de grandes proporciones en su área; «es una ciu
dad según es de grande», apunta el Padre Ovalle. El edificio de piedra
blanca de cantería, labrado en grandes bloques, estaba compuesto de
una nave principal y de sólo dos
capillas laterales, que formaban la figura
de una cruz perfecta. El espacio meridional quedó destinado a
campo
santo. ¿^
La silueta exterior la daba su torre de considerable altura, sobre
base cuzqueña, construida en tres cuerpos superpuestos a la manera de
plataformas que remataban en lo más alto en forma de pirámide.
El convento comprendía dos claustros: el menor, terminado en
1628,
de arcos de ladrillo de mampostería; el segundo más amplio, estaba de
corado en sus muros, escribe el P. Alonso de
Ovalle, «de muy devota
pintura de la vida del glorioso santo, careada con los
pasos de su dechado
maestro Cristo Nuestro Señor». En las
esquinas había cuatro grandes
cuadros que servían para la fiesta del
patrono.

San Francisco tiene en nuestra historia artística, un valor extraordi


nario; sirve de nexo entre la arquitectura del siglo XVI y la
presente. La

(!
descripción anterior coincide en lo esencial con el cuerpo que ha que
nos

dado del templo primitivo, como puede estudiarse en el cuidadoso plano


trazado por M. E. Secchi. Pero, como bien dice Martin S. Noel, «los ver
daderos caracteres de la arquitectura hispanoamericana hemos de bus

carlos en los pormenores», y por fortuna quedan algunos de profunda


significación, en el vetusto templo franciscano. Son joyas dignas del en

comio de los técnicos, y de la admiración de las generaciones chilenas,


el artesonado de indudable prosapia mudejar que decora y sostiene to
davía la nave central. Forma una elegante combinación de tres planos
de y sobrecanes que cumplen, según veredicto del arquitecto y
canes

profesor, Alfredo Benavides, la función de «darle esa solidez que le ha


permitido desafiar los terremotos durante siglos».
En el mismo estilo mudejar que difundieran en América los «Tra
tados de la Carpintería de lo Blanco», está labrada la puerta que comu

nica la sacristía con el claustro, otra de las obras maestras de esa época
inicial. Manuel Toussaint, el reputado historiador mexicano, encuentra

en ella «un resto mudejar de gran belleza». La puerta escribe es adin


— —

telada, con grandes zapatas en sus ángulos y trabe y zapatas se pro


dos
longan a lo largo del muro, formando un verdadero arrocabe con atauri-
ques. Las jambas son simplemente rectangulares cubiertas todas ellas
con la misma delicada labor».
Las tres hojas de madera de ciprés, que datan al parecer de 1608,
y su coronamiento superior horizontal, llenan 5 metrosde alto por 3 de
ancho y están encuadradas en un denso marco, exuberante de dibujo
y de talla, sin duda, el arquetipo de la ebanistería del siglo XVII en Chile.
Otra de las partes interesantes de San Francisco, es el claustro,
construido por el celo del P. guardián Fernando Cid de Avendaño. De
amplia abertura tendida, reposa sobre robustos arcos toscanos almoha
dillados, rechonchos, que en su piso superior tiene una curiosa solución.

Remata encorredor sostenido por sencillos postes verticales que sir


un

ven de apoyo a una media agua de tejas que desciende hasta las canale

tas, lo que da a todo el patio rústico, un aire de sobria y austera gravedad.


De la pintura primitiva, en los muros del claustro, aun pueden ob
servarse los trazos desvaídos y las inscripciones indescifrables, donde,
otrora, debieron haber brillado los tonos de oro de una técnica bizantina

que aún pueden advertirse en las desdibujadas y retocadas figuras de


Fray Juan de Tobar y Fray Pedro Orlé, mártires de la congregación.
Al penetrar en el interior del templo, reclama la atención la pila de
agua bendita, agua lustral que se vierte en una fuente de alabastro, pati

nada por los siglos, sostenida por un armazón de madera negra, tallada
por un artífice criollo que imitara ingenuamente algunos motivos rena

centistas.
La sillería del coro es digna de particular mención. Fernando Mar-

i
quez de la Plata, quien ha historiado el desarrollo de la ebanistería na

cional, no titubea en mérito.


proclamar La doble fila de asientos
su

circunda las paredes y apoya basas


se de noble
en sencillez, en armonía
con la crestería superior en que rematan. Las sillas altas, de gruesos tra
vesanos, están trabajadas en los respaldares. Son, sin duda, los restos
de los trabajos primitivos del maestro Andrés Pereira que el P. Ovalle,
en lengua poética, describe como «todo de olorosa madera de ciprés,
su

con su coronación hasta el techo, con vistosas molduras de galana pro

porción».
En el altar mayor luce todavía la pequeña imagen napolitana de
la Virgen del Socorro, patrona colonial a partir del plebiscito de 15 de
Abril de 1645. La moda de los siglos transformó esta reliquia en imagen
de bulto que vistieron con primor los devotos y feligreses.

La terrible catástrofe provocada por el terremoto de 13 de Mayo


de 1642^ que en el acelerado correr de dos credos echó por tierra la obra
arquitectónica de las primeras generaciones criollas, no derribó, por for
tuna, la construcción franciscana que resistió, gracias a su «valiente en

maderación», las fuerzas demoledoras del cismo.


La iglesia perdió la torre, que al caer arrastró consigo «un excelente
coro con costosa sillería», aplastando al hermano Fray Pedro de Ortega.
Las
pérdidas que el provincial avaluaba en 200.000 pesos, no desalen
taron los religiosos que de inmediato comenzaron la reconstrucción
a

del templo. La obra gruesa fué entregada al alférez Benito García,


quien
al frente de una cuadrilla técnica, los maestros
Juan Uribe; Francisco,
indio; el herrero Pascual y el carpintero, Juanillo, pudo reparar los da
ños esenciales.
En 1698 hubo necesidad de preocuparse de la
desplomada torre,
delicada tarea arquitectónica que se confió
la pericia del artífice Juan
a

Serrano, autor también del altar de la Virgen de Aranzasu.


En el interior se repuso la platería del culto, contratándose con el
español Juan Severino, la hechura de los cálices y las vinajeras. Surge
por entonces un nuevo altar, dedicado al culto de
Santa Isabel, con un
lujoso retablo barroco, tallado por Salvador Niño. En lo alto del taber
náculo colocáronse cuatro lienzos del Cuzco, traídos directamente
por
intermedio del capitán Pablo Arístegui.

El recuerdo gráfico más importante que haya dejado el siglo XVII


en el convento seráfico, es la serie pictórica de la «Vida de San Francisco»

8
que adorna las paredes del claustro. Son 42 enormes telas, de prosapia
cuzqueña, pintadas entre el 8 de Diciembre de 1668, fecha que se descu
bre en una de las guirnaldas decorativas, y fines de Febrero de 1684,
como puede, leerse en el cuadro de los funerales del santo. «Obra de enor

me empeño no sólo por lo nutrido de la


escribe Antonio R. Romera
— —

serie, sino por la riqueza temática, por la variedad del tratamiento plás
tico, por la multitud asombrosa que la puebla, por la unidad de ejecución,
por el estudio de expresiones, por la coherencia del estilo».
Fueron pintados estos cuadros en el Cuzco, y son réplicas de los
originales salidos del taller del fraile español Basilio de la Cruz y de sus
discípulos, entre los cuales se destaca la experta mano de Juan Zapata
Inga. El texto básico es una narración hagiográfica que no hemos podido
descubrir en la copiosa literatura franciscana, pero que no guarda rela
ción con las «Florecillas de San Francisco», ni el relato de la «Leyenda
Dorada» de Jacobo de la Vorágine.
El conjunto remueve problemas estilísticos de gran interés. La figu
ra dominante, San Francisco, dentro de la natural adaptación a las eta

pas cronológicas de su vida, no aparece como el «inspirado demócrata»


a que alude Conrado Ricci, sino más bien como el adusto santo de la tra
dición hispánica realista, santo de interior, de ojos extrovertidos refle

jando el alma de las cosas. Aquí vemos la imposición del maestro Basilio
de la Cruz, firma que aparece en algunos de los originales del Cuzco,
junto al San Francisco desnudo, ascético, macerado, producto de la ins
piración de un conocedor de Zurbaran.

El flamenquismo es patente en las escenas populares que abundan
en la serie. La mesa, repetida en varias telas, no es la «tavola» redonda

de la escuela toscana, magra en su despliegue, -sin platos y humilde pan


redondo, sino un opulento festín de kermese,' en que las multicolores
frutas americanas abren la jugosidad de sus pulpas carnosas. De intención
flamenca son al igual, los íntimos detalles hogareños: el fogón" en que
prepara las viandas una diligente cocinera; la fuente en que lava pañales
una robusta aldeana . . .

La influencia italiana, ese sentimiento de la narración pintoresca,


de sensación miniaturista, se confunde en los cuadros con lo que a pri

mera vista aparece como orientalismo esa nota que Sartorius creyó do

minante en la plástica colonial —

, pero no
hay/que olvidar que el oriente
cercano se hizo sentir también en la pintura toscana.
Culmina la variada serie con el cuadro de Los Funerales de San Fran
cisco que arrancara frases
superlativas a la curiosidad precursora de Luis
Alvarez Urquieta y que Antonio R. Romera ha emparentado con Brueghel,
agregando: «En Zapata cambia el espíritu, mas la manera de componer
sus escenas recuerda al flamenco. El espíritu de primitivo que hay en
el cuzqucño da a sus obras, por lo demás, una emoción muy plástica».
'

.
CJCT' fiCIUNAL
Los comienzos delsiglo XVIII fueron de plena actividad en el tem
plo Fray Agustín Briceño, lector de teología y esco-
de los franciscanos.
tista de merecida fama en esa época, dedicó sus esfuerzos a la modifica
ción de la planta. Se reforzaron los corredores con ángulos de clavazón
y fuertes vigas, y se abrió una nueva portada barroca por mano de Ma
nuel Toro.
El segundo claustro fué ampliado enfermería de 16 celdas,
con una

con sus alcobas, molduras y puertas labradas por Francisco Mesa. Para

el servicio interno se instaló una capilla, dedicada a Santa Ana, que con
cluyó Francisco Cid.
La obra maestra ampliaciones fué el refectorio, en estrecha
de estas

consonancia artística alfarje mudejar de la nave central del templo.


con el
Se concibió en las medidas de 12 varas, con techo «de paloma y once
vigas». Los canes eran 22, pintados de diferentes colores. Tres ventanas
de balaustrería, hechas a torno por el maestro Francisco González y tres
puertas, le daban amplia luz. El techo fué la preocupación artística por
excelencia de los padres: «todo de sillarejos de coleos rezan los inventa

rios —

, materia muy difícil de conseguir en esta ciudad, con sus vigas


perfiladas». Este hermoso refectorio que construyera el oficial de talla
Juan de Ribera, subsistió hasta hace pocos años y se conservan de él algu
nas fotografías que permiten aquilatar su importancia artística. •

Las reparaciones realizadas entre 1703 y 1710, vinieron a terminar


en el citado año como lo indica el «Libro de Caja», en estos términos:
«El transrefectorio, botica y cocinaquedaron terminados. La celda de
la ante-portería se entablaron y enladrillaron; quedó todo enlucido y
blanqueado. Se entabló un lienzo del corredor alto que mira al segundo
claustro. Hízose un sagrario nuevo con nicho Nuestra Señora del So
a

corro, guarnecida de espejería; su costo fué de 500 pesos; la hizo un bien


hechor. Despachóse a la China, con un capitán francés, por toda la col
gadura de esta Iglesia, de damasco, terciopelo de nácar y para su satis

facción celebró escritura el tesorero don Francisco Madariaga, de tenerle


la plata lista. Se dedicaron 157 para los bastidores de las tapas de la «Vida
de Nuestro Padre San Francisco» que circunvala el claustro y 100 pesos
en tres rostros de Jesús, María y José, sus pies y manos, traídos de Lima» .

Este ritmo de progreso fué nuevamente interrumpido por el terre


moto de 1730, que causara daños de consideración a la comunidad.
Por fortuna vino en su auxilio la munificencia del Gobernador don
Fermín de Ustáriz y en 1731 pudieron contratar por su intermedio, a
algunos operarios franceses que llegaron de Concepción y remendaron
las estropeadas pilastras y la sillería del coro. Se aprovechó al mismo
tiempo la ocasión para completar el hermoseamiento interno, dorándose
los retablos de Nuestra Señora del Carmen, el altar de San Francisco
y
de San Pedro de Alcántara; adquiriéndose en 1.200 pesos un hermoso

10
frontal de plata para el altar mayor y un nuevo órgano de tapas poli
cromadas.
.
Pero, no habían aún terminado estos trabajos, cuando un nuevo

cismo de mayores proporciones, acaecido el 25 de Mayo de 1751, trajo


aparejado mayores calamidades. El terremoto inclinó peligrosamente la
airosa torre del templo, sufriendo daño notable el tabernáculo de la Vir
gen del Socorro y el antiguo retablo.
En 1754 hubo necesidad de derribar la torre para evitar
posibles
desgracias y sobre sus pétreos arranques, el diligente provincial Fray
Pedro de Madariaga levantó una nueva, «muy elevada, de hermosa ar
quitectura», pintada de verde, al tenor de las demás iglesias de Santiago,
por el maestro Ignacio. Atribuimos esta obra al oficial de carpintería
José de Meneses. El relato de los viajeros comprueba la originalidad del
perfil de la torrea y un testigo británico, Mr. John Constance Davie,
al alabar, en 1812, la sencilla arquitectura del templo, se refiere en parti
cular a este detalle: «torre —

escribe
admirablemente situada, más alta

que ninguna de la ciudad, compuesta de tres diferentes divisiones: griega,


romana y egipcia, en forma de pirámide, sirviendo la parte egipcia de

remate superior». Un boceto que tenemos a la vista, trazado en 1836

por José Gandarillas, puede darnos una idea de lo que fuera estilística
mente, este campanario, a nuestro juicio ventajosamente reemplazado

por la solución que le diera Fermín Vivaceta.


Por 1758, don Juan, el francés, canteó el frontal de piedra que se

colocó la entrada del edificio y en el mismo año, los «Libros de Gastos»,


a

señalan como importantes, la construcción del retablo del Santo Cristo,


trabajado por Jorge Lanz; el bulto de N. S. de Dolores y las rejas de fierro
con que se separaron las capillas internas.
El perímetro edificado en amplios solares de la orden había au
los
mentado durante el correr siglos, como tenemos dicho. Cuatro
de los
son los claustros que señala Carvallo y Goyeneche en su descripción.
El es el antiguo ya descrito «adornado con la vida de los santos
principal
patriarcas, muchos santos de la orden, de excelente pintura, y un altar
en cada uno de los ángulos interiores».
En los nuevos, se sentía un suave perfume agrario y cuatro robustas
palmas, naranjos y limoneros encuadraban un hermoso jardín con la
exquisita variedad de flores de Europa.
Las celdas bajas se abrían hacia un huertecillo, palomar y gallinero,
que contrastaban con las espaciosas viviendas altas de la comunidad,
de amplio horizonte.
El impulso arquitectónico que había impreso el P. Madariaga, se
continuó a través de todo el siglo XVIII. En 1779, se construyeron dos
nuevas capillas, correspondientes a San José y a la Virgen de Aranzasu.

Se iluminó el presbiterio con una espaciosa claraboya de cristal que de-

II
rramaba tenue luz sobre los contornos. El golpe de vista interno fué mo

dificado, con una nueva perspectiva que se obtuvo, gracias a una distri
bución más armónica de las capillas.En la de San Antonio, entregada
a los cofrades de San Benito, se colocó el busto del patrono; en la de San
José, el de San Pedro de Alcántara. En el arco de la capilla de la Concep
ción, quedó la imagen de la Virgen del Carmen, y en el lado opuesto, el
San Francisco de la Bóveda, que aún se conserva. El culto de N. S. de
Copacabana, de las cofradías negras, fué intensificado con nuevas dona
ciones que permitieron perfeccionar su retablo.
El templo en su integridad se entabló con madera de ciprés y en su

exterior fué remozado con oportunas manos de pintura verde al óleo, en


las dos puertas principales de la iglesia, la del costado y la fronteriza del
oeste.

La última de las transformaciones coloniales realizadas en el templo,


la llevó a 1808, el meritorio escultor Ambrosio Santelices, que
cabo en

modernizó los altares, inspirado en las lecciones que recibiera de su maes


tro el gran arquitecto Joaquín Toesca. Fray Bernardino Gutiérrez, alcan
zó a ver uno de esos retablos, tan celebrados por los contemporáneos.
Era el que servía al culto de San Antonio de Padua, frente a la puerta
del costado norte: «de madera tallada, de hermosas columnas dóricas,

elegantes capiteles, mallas de plata dorada y su majestuosa decoración,


con una gloria de ángeles, y sus grandes escudos con el lema Dilectur

Deo et hominibus», no tenía comparación escribe con los que poste — —

riormente se dedicaron a este santo.

Otro testigo presencial habla en parecidos términos del altar de San


Buenaventura, y al referirse al de San Antonio, apunta que ha «conse
guido darle al rostro la expresión más marcada de dulzura, saber y san
tidad».

Al época republicana, San Francisco había llegado a ser


llegar la
el centro poético barrio santiaguino. Su silueta recortaba la anti
de un

gua Cañada, que el impulso edilicio de Don Bernardo O'Higgins, el Di


rector Supremo, ordenaría en Alameda, árbol que un provincial de la

orden importara de Mendoza y que daba frescor al paseo, donde rumorea


ban las cantarínas aguas, a veces invasoras, de las acequias del Mapocho.
La sencilla espadaña de la capilla de la Soledad, unida al cuerpo del
edificio por un estrecho callejón, llamaba al golpe de campanas a los
fieles de la cofradía, y de allí se derramaban en las horas místicas de la
Semana Santa, los tétricos encapuchados que con voz lúgubre e insis
tente pedían por las calles la limosna del culto, al grito de «Al santo en

tierro de Cristo y la soledad de la Virgen», instantánea que captara, en

¡i
su paleta costumbrista, el pintor Manuel Antonio Caro, en el hoy des
aparecido cuadro de «El Cucurucho».
Era un barrio ultraterreno y suburbano de meditación, recatado y
pobre. San Francisco abría el paso hacia la alta Cañada y la plazuela de
Barainca, camino que dibujaba la planturosa iglesia de San Juan de
Dios y los murallones de adobe de los monasterios de las Carmelitas, de
San José y de Santa Clara, que escondían, tras la reja de la clausura,
su sereno y nostalgioso fervor de religiosas.
La historia republicana de San Francisco
no hay que buscarla en

el erudito historial de los documentos de su archivo, que hemos exami


nado, sino en la crónica viva de los pintores que acecharon su íntima
belleza para recrearla. Carlos Wood, en 1826, dibujó con limpieza sus
contornos; Juan Mauricio Rugendas, el incansable viajero bávaro, se
detuvo muchas veces frente a la iglesia, en busca del rasgo típico que

definiera su esencia; José Gandarillas, en dibujo arquitectónico, nos ha


conservado la estructura bizarra del antiguo campanario, y Charton, el
romántico de 1848, coloca su torre en el fondo de un movido cuadro de

época.
El templo, sin embargo, iba perdiendo en su interior las líneas colo
niales. Las reformas eclesiásticas, conformes al gusto dominante como —

puede leerse en la Revista Católica «sustituyeron las antiguas imágenes


vestidas de por cuadros al óleo» y las tallas del maestro Sante-


género
lices y los vetustos altares policromos del barroco intuitivo de los arte
sanos ebanistas, fueron reemplazados paulatinamente por el falso már

mol travestino y el insolente yeso que traían de Roma los artífices ita
lianos que dominaban por su técnica el medio ambiente artístico.
En la primera mitad del siglo XIX, el provincial Fray Francisco
Briceño, ordenó la reconstrucción de parte del edificio que amenazaba
ruina por el decurso de los siglos y el repetido golpe de los temblores.
Se encargaron los planos a Fermín Vivaceta, noble personalidad demo
crática, quien desde los duros bancos de aprendiz de ebanista, había
ascendido a la categoría de arquitecto, gracias a su inteligencia y a su

esfuerzo en las clases de


profesores José Zegers, Brunet de Baines y
sus

Luciano Henault. Vivaceta iba a dejar su huella en ese ecléctico siglo XIX,
en que Santiago ensayara las más variadas y peregrinas formas estilís
ticas, en los edificios que el progreso urbano hacía levantar.
La solución arquitectónicaideada por Fermín Vivaceta fué acertada :
es sobria, funcional, inspirada según un artículo de Alberto Ried en

una de las torres que adornan la ciudad de Londres.


Los periódicos hablaron con entusiasmo de esta innovación que ele
vaba las agazapadas murallas del templo hacia la altura, y el reloj de
cuatro esferas que lo coronaba, venía a prestar según afirma un suelto

ACIONAL
SNA 1 9
lo
de prensa de El Ferrocarril (Junio 4 de 1858), «útiles servicios a los ve

cinos».

La ciudad, mientras tanto, iba ensanchando su área y distribuyendo,


conforme a planes urbanísticos, su superficie. En la ley de 1838 que crea

ra la Dirección General de Obras Públicas, se habla de «la decencia y


hermosura de las poblaciones». El decreto de 4 de Enero de 1844, en su
artículo 4 regulariza las «nuevas calles que se abran o las antiguas que
se prolonguen». En el año de 1847, se ordena nivelar las calles, se hace

obligatorio el empedrado y el trazado de las acequias. Pero, se debe a


don Benjamín Vicuña Mackenna, y es uno de los galardones de su poli
facética personalidad, el haber ideado una razonada planificación que
abarcara el conjunto del perímetro metropolitano en su estética y en sus
necesidades funcionales. Intendente de Santiago en 1874, cuando todavía
era fácil contar sus 130.000 habitantes, concibió un vasto programa edi-
licio, llevado a la práctica por su avasallador dinamismo en que, respe
tándose las huellas artísticas del pasado colonial, se miraba con optimis
mo hacia un futuro remoto, su genialidad anticipara. Dentro de ese
que
plan, el histórico Huelen, inhóspito y rocoso hasta la fecha, se transformó
en el deleitoso Santa Lucía,
que es pulmón, paseo, azotea y mirador de
la ciudad, y el barrio suburbano que cubría sus alrededores comenzó a
tomar importancia, concentrándose la vista en el templo de San Fran
cisco.
En la plazuela de ese nombre, en que la Alameda
se abría para mi
rarhacia la cordillera, pilones de
piedra para abrevar a las cabalgaduras,
daban cita a carretas, carretones y coches de posta, en
abigarrado tu
multo de tráfico. A lo largo se levantaron rústicos tendales para la venta
de flores, encantador pintoresco mercado
y que cantara más de
algún
poeta, y que alcanzara la gloria ciudadana de tarjeta postal iluminada,
muy siglo XIX.
Escasas transformaciones experimentó el templo a través de los
últimos decenios del siglo. Una auténtica o fatal mano de
pintura reju
venecía, de vez en cuando, la pátina de los tiempos de sus murallas; des
lizamientos de tejas fueron sus averías más serias.
Los padres seráficos veían mermarse sus entradas
y" la angustia
económica vino a afectar al convento en
1921, en que perdió gran parte
de su área, tan alabada por el P. Alonso de Ovalle en el
siglo XVII, si
tios que pasaron a formar parte de las manzanas residenciales
de las
calles París y Londres. Algunas joyas de su tesoro artístico debieron
también venderse en pública subasta para aliviar las estrecheces de la
comunidad. La respetuosa diligencia del historiador Carlos Peña
Otaegui

14
ha permitido conservar fotografías de esta lamentada y lamentable de
molición.

Por
fortuna, la Iglesia de San Francisco se mantiene todavía enhiesta,
con el elocuenteaplomo de una secular tradición histórica. Se han ido
las antiguas reliquias de su barrio. El Hospital de San Juan de Dios, cuyo
templo dibujara Joaquín Toesca; el sencillo adobe del templo de las Mon
jas Claras; el rebuscado gótico florido de las monjas del Carmen, obra
de Fermín Vivaceta; la pérgola de flores. Lo rodean ahora las masas de
cemento de la audaz arquitectura contemporánea,
que expresan con nue
vas técnicas una nueva sensibilidad artística, a su vera, desfilan inter
y
minables, las ininterrumpidas olas del tránsito de vehículos, pero este
mismo contraste, parece condensar en nueva síntesis la estética colonial
que lo hizo surgir a la vida. Su perfil ha ganado en lozanía. Su torre re
corta con elegancia la comba azul del cielo santiaguino. Mirada desde
la altura, la imponencia de sus incontables tejas que caen en media agua
sobre la Alameda, hoy Bernardo O'Higgins, que se entrecruzan en sus
aleros y dibujan, mendicante, el cuerpo del edificio por la calle de San
Francisco, dan la sensación de ese sobrio pasado medida de lo nuestro
— —

que hay que Sus robustas puertas se abren para los ojos del
conservar.

arte y enseñan vestigios artísticos que nos conectan con los siglos pre

téritos en saludable lección.


San Francisco es ahora Monumento Histórico Nacional, por decreto
de fecha 6 de de 1951, que lo consagra definitivamente y lo entrega
Julio
a la respetuosa admiración de las generaciones.

NOTA. —

El presente trabajo está basado en una prolija rebusca en los


archivos de la orden, que hemos podido estudiar gracias a la
inteligente y cariñosa ayuda de Fray Martín Maldonado bi
bliotecario de la comunidad franciscana, a quien expresamos
nuestro reconocimiento y amistad.
El señor Manuel Eduardo Secchi, arquitecto de la Municipa
lidad de Santiago, investigador del arte colonial y colabora
dor del Consejo en más de una ocasión, nos ha facilitado gen
tilmente los dibujos que acompañan este trabajo,
Las fotografías han sido tomadas, a través de una acertada
investigación, por el Asesor técnico del Consejo de Monumen
tos Nacionales, Ing. Roberto Montandon.

15
•^LiOTfCA NACIONAL

También podría gustarte