Conjuro de Dragones - Jean Rabe
Conjuro de Dragones - Jean Rabe
Conjuro de Dragones - Jean Rabe
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Jean Rabe
Conjuro de dragones
Dragonlance: Quinta Era - 3
ePUB v1.0
OZN 09.06.12
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Título original: The Eve of the Maelstrom
Jean Rabe, enero de 1999.
Traducción: Gemma Gallart
Ilustraciones: Matt Stawicki
Diseño/retoque portada: OZN
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PRÓLOGO
Almas gemelas
La alabarda que Dhamon Fierolobo empuñaba era de diseño sencillo pero a la vez
de una gran belleza, una hoja semejante a un hacha fijada a un largo mango de
reluciente madera. El filo, que se curvaba suavemente como una sonrisa, despedía
destellos plateados bajo la luz que penetraba por la ventana. El arma se balanceó
hacia atrás, con firmeza, la misma firmeza que brillaba en los ojos de Dhamon, fijos
en los de Goldmoon.
—Mi fe me protegerá —susurró la mujer mientras retrocedía, intentando poner
distancia entre ella y el arma. Unos instantes podían darle tiempo de convencer a
Dhamon de su error. Los dedos de Goldmoon rozaron el medallón que pendía de su
cuello, un símbolo de su ausente diosa Mishakal, y de su imperecedera fe en la diosa
—. Dhamon, puedes luchar contra esto. Lucha contra el dragón...
Se oían otras voces en la sala además de la suya; la del enano Jaspe, su estudiante
favorito durante muchos años, y las de Feril, Ampolla y Rig. Voces que gritaban,
suplicantes, enojadas, llenas de incredulidad, dirigidas todas ellas a Dhamon
Fierolobo, el hombre alto de cabellos rubios y ojos penetrantes. Aquellas voces
intentaban detener la alabarda, detenerlo a él; pero el Dragón Rojo que controlaba a
Dhamon repelía las palabras y, en contra de su voluntad, el caballero obedeció a la
voz del dragón que resonaba en su cabeza y avanzó hacia la sacerdotisa.
Goldmoon dejó de lado toda súplica y se concentró:
—Mi fe me protegerá. Mi fe... ¡no!
Dhamon hizo descender la hoja y golpeó a Jaspe, que acababa de colocarse ante
él de un salto en un intento de salvar a la mujer. Antes de que los otros pudieran
reaccionar, el arma volvió a alzarse, roja ahora con la sangre del enano.
—Jaspe —musitó Goldmoon.
La hoja se cernió por un brevísimo instante; suspendida en el aire durante un
segundo, no más, antes de descender letalmente hacia la famosa sacerdotisa y
Heroína de la Lanza.
—Mi fe me protegerá —repitió Goldmoon en tono algo más firme, y entonces
notó la frialdad del metal al entrar en contacto con ella; sorprendentemente no sintió
dolor. El brillo de la hoja inundó su visión, y luego ya no vio nada. Dhamon y las
voces de sus amigos la habían abandonado, al igual que su vida.
Ya no pertenecía a Krynn.
Una acogedora oscuridad envolvió a la sacerdotisa, suave como el terciopelo y en
cierto modo reconfortante. Sabía que esto era la muerte, y no le temía a la muerte;
jamás le había tenido miedo. La muerte se había llevado a su esposo y a una de sus
hijas años atrás, le había arrebatado amigos muy queridos: Tanis, Tasslehoff, Flint.
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¿También a Jaspe? Esperaba poder reunirse con todos ellos ahora que había muerto.
La negrura, como una dulce carcelera, la retuvo unos instantes; luego se retiró y, a
medida que se transformaba en un gris pizarra, fue aflojando su dominio sobre ella,
pero sin soltarla. Poco a poco el espacio que la rodeaba se fue aclarando, hasta que
todo a su alrededor se tornó casi blanco, el mismo tono que el humo blanquecino. No
había un suelo que pisar, ni paredes: sólo una neblina infinita. La sacerdotisa flotaba
en su dulce abrazo, aparentemente en soledad; pero sabía que él debía de estar allí
con ella.
Riverwind. Pronunció el nombre, aunque sus labios no se movieron. Pronunció la
palabra mentalmente y la escuchó con toda claridad, del mismo modo que escuchó la
respuesta.
Amada mía. Apareció ante ella como por arte de magia, joven y fuerte, con el
mismo aspecto que tenía la primera vez que lo había visto. Tenía la piel bronceada,
los ojos oscuros y llenos de vitalidad, los brazos musculosos y en estos momentos
ceñidos en torno a ella, y la larga melena negra ondeando bajo una brisa intangible.
—Riverwind, esposo, te he echado tanto de menos... —Goldmoon se aferró a él
con fuerza y aspiró su olor. Los recuerdos fluyeron a su mente: cómo la había
cortejado bajo la mirada reprobadora de su padre; los estimulantes peligros que
habían experimentado juntos durante la Guerra de la Lanza; la época que habían
pasado separados; y, por encima de todo, su muerte acaecida lejos de ella. Incluso
después de que Riverwind hubiera muerto ayudando al kender a combatir a
Malystryx la Roja, ella había percibido que él seguía a su lado, que formaba parte de
ella.
—Yo también te he echado de menos —respondió él—. No he estado completo
sin ti.
—Juntos otra vez —dijo ella con añoranza— Completos. Para siempre.
—Para siempre. —La contempló fijamente. Goldmoon tenía el mismo aspecto
que había tenido décadas atrás, llena de esperanza y vida, la piel reluciente, los
cabellos dorados y plateados festoneados con las plumas y cuentas de la tribu que-shu
—. Para siempre, sí. Pero ese para siempre debe esperar. Goldmoon, no te puedes
quedar aquí. Tienes que regresar.
—¿Regresar? ¿A qué? ¿A Krynn? ¿A la Ciudadela de la Luz? No te comprendo.
—No ha llegado tu hora de morir. Debes regresar. Feril... la kalanesti... puede
curarte.
—¿No ha llegado mi hora de morir?
—No; todavía no. —Sacudió la cabeza—. Al menos no durante algún tiempo, mi
amor. Para siempre tendrá que aguardar un poco más.
—Yo no lo creo, esposo.
—Goldmoon...
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—Tengo más de ochenta años. He deambulado por Krynn durante demasiados
años. Pocos tienen la suerte de vivir tanto tiempo. Y yo ya me he cansado de vivir.
Él paseó un dedo por su mejilla; su forma espiritual estaba tan llena de vitalidad y
calidez como lo había estado en vida.
—Pero Krynn no se ha cansado de ti, amada mía. Al menos, no por ahora.
—¿Y quién o qué fuerza toma esta decisión? Estoy muerta, Riverwind. ¿No es
así?
—¿Muerta? Sí. No obstante... no resulta fácil de explicar —empezó—. Todavía
hay tiempo, si te das prisa. Feril puede... —Intentó decir más, pero ella lo
interrumpió.
—Tengo que admitir que no había esperado morir de este modo. No creí que
Dhamon me mataría, que sería capaz de matarme. Pensé que era lo bastante fuerte
para resistirse a la bestia que lo domina.
—Malystryx.
—Lo controla mediante una escama adherida a su pierna —explicó la sacerdotisa,
asintiendo—. Estaba tan segura de que él podría superarlo... Creí que era el elegido,
el hombre que lideraría el combate contra los señores supremos. Yo misma lo escogí,
Riverwind, lo elegí hace muchísimos meses cuando estaba arrodillado ante la Tumba
de los Últimos Héroes. Miré en su corazón, y me equivoqué...
—Las cosas no salen siempre como esperamos —repuso Riverwind.
—No.
—Los otros necesitan tu ayuda.
—Pueden continuar la causa sin mí. Palin, Rig, Ampolla, Feril...
—Ellos te necesitan. —La voz de Riverwind era firme—. Hay cosas que todavía
tienes que realizar. Los dragones...
—¿Cómo sabes esto? ¿Acaso los dioses no se han ido realmente? ¿Te hablan?
¿Están...?
—No te correspondía morir en este día. Eso es todo lo que sé. Y eso es todo lo
que se te permite saber en estos momentos. Era a otro a quien correspondía ese
destino.
—¿Era otro quien debía morir? ¿No yo?
Riverwind apretó los labios formando con ellos una fina línea. A un gesto de su
mano las brumas se disolvieron, y se encontraron flotando sobre la estancia de la
Ciudadela de la Luz, si bien bajo la apariencia de espectros, ya que nadie los vio allí.
El suelo estaba cubierto de sangre: de Goldmoon, de Jaspe, de Rig. El enano estaba
gravemente herido, con apenas un hálito de vida, pero se aferraba al cuerpo de
Goldmoon, sollozando, con los ojos desorbitados por la incredulidad.
—Los echaré a todos de menos —murmuró la sacerdotisa, extendiendo los dedos
hacia el enano.
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—Aún hay tiempo. Regresa junto a ellos, amada mía. Deja que la kalanesti te
ayude. Luego ayuda a Jaspe. Date prisa.
—Que Feril ayude a Jaspe.
Riverwind y Goldmoon apenas conseguían distinguir las palabras que se
arremolinaban en el aire; palabras apenadas por Goldmoon y Jaspe, palabras
envenenadas dirigidas a Dhamon, palabras conmocionadas porque algo así hubiera
podido suceder, palabras que exigían venganza.
—No fue culpa de Dhamon —dijo Goldmoon—. Deben comprenderlo. Con el
tiempo se darán cuenta.
—Uno de ellos debía morir —repitió su esposo—. No tú. Aún no. Dhamon no
debía matarte.
—No fue culpa de Dhamon. El dragón... la escama de su pierna... ¿quién tenía
que morir en mi lugar?
Riverwind movió la cabeza negativamente.
—¿Quién? —insistió ella.
—No te lo puedo decir. Todo lo que puedo decirte es que debes regresar. —La
voz del hombre era firme, teñida de tristeza—. Volveremos a estar juntos, lo prometo.
No tardaremos mucho en hacerlo. Y ya sabes que siempre estaré a tu lado.
—En el aire que respire.
—Sí.
—No; eso no es suficiente. —Goldmoon alzó la cabeza, flotó en dirección al
techo, y atravesó la cúpula del tejado. Riverwind la siguió, sus razonamientos
perdidos entre las acaloradas palabras que seguían escuchándose en la estancia
situada a sus pies. De nuevo se vieron rodeados por la tenue neblina—. No pienso
volver atrás, esposo. Sólo seguiré adelante, adonde sea que los espíritus tengan su
punto de destino. A ver a Tanis, a Tasslehoff, al querido Flint.., dondequiera que
estén. Con mi hija Amanecer Resplandeciente. Con mi madre. Es posible incluso que
finalmente vaya a reconciliarme con mi padre. Hace ya mucho tiempo que debería
haberme reunido con ellos. Y también contigo.
—Eso es también lo que yo deseo —manifestó él—. Pero no es lo que debía
suceder. Hay dragones poderosos que deben ser tenidos en cuenta.
—Siempre hay dragones en Ansalon. —Posó un dedo sobre los labios de su
esposo y luego lo atrajo hacia ella—. Queridísimo Riverwind, Krynn ya no necesita a
esta anciana. Volvemos a estar juntos... por fin y para siempre. Completos. Una
anciana más o menos no cambiará nada en la lucha contra los señores supremos
dragones.
—Goldmoon, una persona siempre puede ser importante.
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Después de la tempestad
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que provocarle molestias: sin duda le dejaría cicatrices, pero no podría matarlo...
probablemente ni siquiera si se la hundían en la carne. Él era, después de todo, un
señor supremo; formaba parte del puñado de dragones más pavorosos de Krynn, y
utilizaría esa perniciosa y odiosa lanza —y los otros artilugios— para abrir un Portal
a El Gríseo.
El espíritu de Kitiara, su compañera de tiempos pasados en el ejército de la Reina
de la Oscuridad, erraba por alguna parte de aquella crepuscular dimensión. Y él
atraparía su espíritu, tal y como se había apoderado de la lanza, y mediante esa acción
devolvería el espíritu de la mujer a Krynn. Cuatro reliquias deberían ser suficientes
para ello.
Pero primero tenía que crear un nuevo cuerpo para aquel espíritu.
Había tenido uno, un hermoso drac azul, musculoso, elegante, perfecto, que había
nacido de una de sus escasas lágrimas. Pero Palin y sus conspiradores habían matado
sin saberlo al drac azul, junto con docenas de otros, cuando destruyeron su guarida
favorita en los Eriales del Septentrión. Que hubiera exterminado a Palin y a sus
compañeros hacía menos de una hora resultaba un pequeño consuelo; debería haberse
ocupado de ello antes, no tanto por venganza —una motivación humana indigna de él
— sino como tributo a Kitiara, quien en vida se había visto molestada por el padre y
el tío de Palin, Caramon y Raistlin Majere. Los Majere habían atormentado su vida, y
ahora la perseguían en la muerte.
Durante un tiempo, Palin y sus compañeros habían resultado útiles a Khellendros.
Siguiendo los consejos de uno de los espías que el dragón había colocado, un viejo
impostor que había conseguido hacerse pasar por un estudioso, el grupo del hechicero
había reunido aquellos objetos para él sin saberlo.
En una extensión de terreno de la isla de Schallsea, no muy lejos de la Ciudadela
de la Luz, habían depositado las reliquias, y el falso estudioso les había aconsejado
que las destruyesen, afirmando que la energía liberada aumentaría el grado de magia
del mundo. No habían sospechado que era una treta, que Khellendros había sido
advertido y pensaba robarles los valiosos objetos.
Su utilidad había finalizado. Palin y los otros habían comprendido demasiado
tarde que el señor supremo Azul los había acorralado. Mientras Khellendros los
mataba, Fisura había hecho lo propio con el impostor para eliminar cabos sueltos.
Sin embargo, el dragón no había imaginado que sostener esa condenada lanza
resultaría tan doloroso. Con todo, cualquier sufrimiento valía la pena si significaba el
regreso de Kitiara a Krynn. La mujer debía regresar, tenía que volver a estar
completa. Tormenta le había hecho un juramento —por lealtad y respeto— mucho
tiempo atrás, cuando ella era su compañera; le había prometido que la mantendría a
salvo. Pero un buen día, cuando ella no estaba a su lado, la habían matado, y un
Khellendros afligido se había dedicado a buscar y buscar su espíritu, hasta que
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finalmente lo encontró en El Gríseo. Ahora mantendría su promesa rescatándola de
aquella lejana dimensión. No había nadie que pudiera detenerlo... Palin y los suyos
estaban muertos. Y, lo que era aun mejor, Malystryx, la Roja, y los otros señores
supremos no tenían ni idea de cuál era su auténtico objetivo.
Kitiara y él volverían a reunirse. Pronto. Pero primero Khellendros tendría que
resistir este dolor infernal durante todo el camino de regreso a su guarida.
* * *
—Khellendros cree que estamos muertos —dijo Rig. El marinero de piel oscura
levantó la vista, mirando en la dirección por la que el gigantesco señor supremo Azul
había desaparecido. Se pasó una mano por el corto cabello y lanzó un suspiro de
alivio.
—Realmente espero que lo crea. De lo contrario regresará y volverá a intentarlo.
Y no quisiera que lo volviera a intentar porque no creo que se limitara sólo a probar.
—La voz tensa y aguda pertenecía a Ampolla, una kender de mediana edad que
avanzaba con pasos lentos en dirección al marinero—. No. No creo que se quedara en
una simple prueba, en mi opinión. —Sus manos retorcidas estaban muy ocupadas,
una tirando de la manga de Jaspe, la otra forcejeando con su revuelto copete rubio—.
Veréis, si regresara y volviera a intentarlo... bueno... lo cierto es que tengo la
sensación de que le saldría diabólicamente bien. Me sorprende la verdad seguir viva y
respirando. No hay duda de que es un dragón muy grande. Nunca vi a uno tan
grande. ¿Visteis sus dientes? Unos dientes enormes también. —Hizo una pausa y su
rostro se torció en una expresión de perplejidad—. ¿Qué es lo que sucedió? ¿Cómo
escapamos?
—Palin. —Fue Rig quien respondió ahora.
—Oh. ¿Qué hiciste? —Ampolla dirigió su atención a Palin Majere.
El hechicero se apartó un largo mechón de cabellos grises de los ojos.
—Un conjuro —respondió en voz baja, pues le faltaban fuerzas para hablar en
voz más alta. Con la espalda encorvada, se apoyó en Rig y aspiró con fuerza el
húmedo aire para llenar sus pulmones. El conjuro climático había agotado todas sus
reservas. Era el hechicero más poderoso de Krynn y uno de los pocos supervivientes
de la batalla en el Abismo; pero en aquel instante no se consideraba precisamente
poderoso. Se sentía débil, vulnerable, con el espíritu tan destrozado como su túnica
embarrada y las desgarradas polainas.
—Un conjuro sorprendente —repuso Ampolla—. Muy efectivo. ¿No piensas tú lo
mismo, Jaspe?
El enano se sujetó el costado, asintiendo; un jadeo escapó de sus gruesos labios.
Aunque la herida que Dhamon había infligido a Jaspe iba mejorando —gracias a los
cuidados de Feril—, el enano nunca volvería a ser el mismo porque tenía un pulmón
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perforado. En épocas anteriores habría podido usar su propia magia sanadora para
curarse, pero tal poder se encontraba ahora fuera de su alcance. Su fe había muerto
con Goldmoon, y con ella habían muerto sus poderes curativos. Dedicó a Ampolla
una leve sonrisa.
—Sorprendente. Sí, Jaspe también lo cree. Un conjuro muy impresionante —
parloteó la kender—. ¿Nos hiciste invisibles a todos?
—No exactamente —replicó Palin.
—¿Nos enviaste a otro lugar?
—No diría yo eso.
—Entonces ¿qué?
—Durante unos pocos minutos, nos disfracé, hice que nos fundiéramos con el
paisaje. Luego creé una ilusión mágica de nuestras figuras un poco más allá de donde
estábamos ocultos. Khellendros mató la ilusión. Y, por suerte, parecía tener mucha
prisa y se fue sin examinar su obra. De haberse quedado un poco más, sus agudos
sentidos nos habrían descubierto.
—¡Vaya! ¿Cómo creaste la ilusión? —siguió preguntando ella.
—No es importante —intervino Jaspe. Volvió la mirada en dirección a Groller, su
sordo amigo semiogro. Fiona Quinti, la joven Dama de Solamnia que se había unido
a ellos recientemente, usaba en aquellos instantes un rudimentario lenguaje por señas
para traducirle lo que se decía, de modo que Groller pudiera comprenderlo. El enano
se volvió para mirar a Ampolla y manoseó un terrón de barro pegado a sus cabellos
rojizos—. No tiene la menor importancia. Lo que sí es importante, Ampolla, es que...
—¿No podría Palin usar un poco de su magia para encontrar a Dhamon? Quiero ir
tras Dhamon, averiguar por qué se volvió loco, hirió a Jaspe y mató a Goldmoon.
Podríamos...
El marinero posó una mano sobre la cabeza de la kender, y dirigió la mirada hacia
Palin.
—Lo que podríamos hacer es matarlo. Aunque indirectamente, fue por causa de
Dhamon que murió Shaon. Ahora ha muerto Goldmoon... y no por causas indirectas
en este caso. Y por poco también mata a Jaspe. Y hundió mi barco.
—El Yunque de Flint --musitó Jaspe. El enano había adquirido la carraca meses
atrás, y su amado navío los había transportado desde Schallsea hasta Palanthas, en el
lejano norte, para luego volver a traerlos de vuelta. Había sido su medio de transporte
y su hogar.
—Opino que deberíamos matarlo antes de que cause más daño —concluyó Rig.
El marinero hizo un gesto al resto para que se reunieran a su alrededor: Feril, la
kalanesti; Groller y su lobo Furia; Fiona; Gilthanas, el larguirucho hechicero elfo que
habían rescatado de una fortaleza de los Caballeros de Takhisis, y Ulin, hijo de Palin.
Describiendo círculos sobre sus cabezas había dos dragones, uno dorado y el otro
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de plata —Alba y Silvara— que habían transportado a Ulin y a Gilthanas a Schallsea
y habían contribuido a distraer al Azul de modo que Palin pudiera lanzar su conjuro.
Los dragones y sus jinetes acababan de regresar de las islas de los Dragones, donde
habían informado a los Dragones del Bien que allí residían de lo que acaecía en la faz
de Ansalon.
—Rig... —Feril carraspeó para llamar la atención del marinero. Una leve brisa le
agitaba la enmarañada cabellera castaña contra el rostro—. Hemos de encontrar a
Dhamon. Hemos de ayudarlo a luchar contra la influencia de la escama. Debemos
tener fe...
—¿Fe? —Jaspe alzó la cabeza hacia ella y clavó la mirada en la hoja de roble que
llevaba tatuada en la tostada mejilla. El rubicundo rostro del enano aparecía
inusitadamente sombrío—. Mató a Goldmoon. Ni siquiera hemos tenido tiempo de
llorarla, o enterrarla adecuadamente. Ella predicaba la fe..., respiraba fe. Y perdón.
Pero ahora mismo no tengo fe y nada de perdón. En estos instantes me pongo de parte
de Rig.
—Yo también estoy furiosa, Jaspe. —Feril cerró los ojos y soltó un largo suspiro
—. A lo mejor nunca podré perdonarlo. Pero tengo que saber qué sucedió y por qué.
—Salta a la vista lo que sucedió —interrumpió Rig—. Nos dijo que en una
ocasión fue un Caballero de Takhisis, y apuesto a que todavía lo es. Nos embaucó,
como nos embaucó el anciano para que reuniéramos las malditas reliquias. No hay
barco. Goldmoon ya no está. No tenemos la lanza de Huma.
—Ni medallones. El medallón de Goldmoon, y el segundo medallón que yo... —
Jaspe reprimió un sollozo—. El que yo le quité después de muerta. Los dos han
desaparecido y están en manos del dragón.
—La única reliquia que nos queda es el cetro —dijo el marinero, levantándolo.
Estaba hecho de madera y parecía más bien un mazo, aunque estaba adornado con
joyas.
—El Puño de E'li —susurró Feril en tono casi inaudible—. El Puño de Paladine.
—¿De qué nos servirá un miserable artilugio? —inquirió Ampolla—. No
podemos aumentar el nivel de magia del mundo con una sola reliquia.
—El anciano nos engañó para que reuniéramos las reliquias para el dragón —
indicó Palin—. Y el dragón debe querer la antigua magia por alguna buena razón. Tal
vez deberíamos concentrarnos en encontrar otros objetos arcanos. Al menos
podremos mantenerlos lejos de las garras del dragón. Y tal vez podamos de algún
modo usar su energía para obstaculizar el regreso de Takhisis a este mundo.
—Padre, Gellidus... Escarcha... afirmó que el regreso de Takhisis era inminente
—dijo Ulin, el más joven de los Majere, que era el vivo retrato de Palin con veinte
años menos. Indicó con un gesto al Dragón Plateado y al Dorado que volaban en
círculos sobre sus cabezas—. Alba y Silvara confirman aquello de lo que se jactó el
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señor supremo Blanco. Takhisis va a volver.
—En ese caso, ¿de dónde vamos a sacar magia antigua suficiente para detenerla?
—Los ojos de Ampolla se abrieron de par en par.
—El anillo de Dalamar —respondió Palin—. Se encuentra en la Torre de
Wayreth. El Custodio de la Torre dijo que me lo entregaría, pero sólo cuando
supiéramos cómo usarlo y estuviéramos a salvo de Khellendros.
—¡A salvo! —Ulin soltó un bufido—. ¡Se tardará mucho en conseguir eso!
¿Podrías convencer al Custodio de lo importante que es que tengamos el anillo?
El hechicero lo meditó unos instantes; luego miró a su hijo y asintió:
—Sí. Sí, creo que puedo.
—Con el Puño de E'li —dijo Ampolla, indicando el arma que sujetaba Rig—,
tendremos dos objetos.
—Sé de un tercero: la Corona de las Mareas —concluyó Palin—. Descansa en el
reino de los dimernestis, los elfos marinos, muy lejos de aquí.
—En ese caso será mejor que nos pongamos en marcha —opinó la kender.
—Aguarda un minuto. —Rig la contempló ceñudo y sacudió la cabeza—. No hay
nada que desee más que enfrentarme a los dragones... incluida la Reina de la
Oscuridad en persona, si es necesario. Pero hay un pequeño asunto del que hay que
ocuparse, también. Me refiero a Dhamon.
—Rig, por favor —suplicó Feril.
—No podemos dejar que ande por ahí libremente... no con esa asombrosa
alabarda. Quién sabe a quién o qué otra cosa podría destruir. —Los ojos del marinero
se entrecerraron amenazadores.
—¡Rig! —La kalanesti le lanzó una furiosa mirada.
—Es suficiente —terció Palin—. Discutir no nos hará ningún bien. Ni tampoco la
venganza. Pero también creo que es necesario encontrar a Dhamon.
El marinero sonrió satisfecho.
—Necesitamos encontrarlo —prosiguió el hechicero— porque nos hace falta su
arma.
—¿Su arma? --inquirió Rig con una mueca.
—Esa alabarda corta el metal como si fuera tela —replicó Palin—. Debe de ser
alguna especie de reliquia, a lo mejor tan poderosa como la lanza de Huma. Más
poderosa incluso —añadió en voz baja.
—¿Y cómo vamos a hacer las dos cosas a la vez: reunir objetos y encontrar a
Dhamon? —quiso saber Ampolla.
—Necesitaré tu ayuda, Ampolla —indicó el hechicero a la kender—. Tú y yo
formaremos un equipo y nos dirigiremos a la Torre de Wayreth. Mi esposa Usha me
aguarda allí. Usaremos los recursos de la torre para localizar a Dhamon.
—Y, entretanto, nosotros iremos en busca de la Corona —añadió Feril muy
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excitada.
—Fantástico. ¿Cómo salimos de esta isla sin un barco? ¿Nadando? —El marinero
introdujo el cetro en su cinturón y echó una mirada hacia el oeste, aunque estaba
demasiado oscuro para distinguir la playa de Schallsea.
—En eso os podemos ayudar —ofreció Gilthanas, y señaló a los dragones—. Os
llevaremos hasta los límites del reino de Onysablet. A partir de ese punto...
—Deja que lo adivine. Nos las tendremos que apañar solos —refunfuñó Rig.
Gilthanas asintió. El elfo no necesitaba explicar que los dragones preferirían no
aventurarse en el reino de un señor supremo, al menos uno que les era desconocido.
En un extremo de la reunión Fiona Quinti sacó pecho. A pesar de que Groller se
alzaba por encima de ella, la mujer seguía resultando alta y formidable, si bien algo
ojerosa, ataviada con la plateada armadura de la orden solámnica. Sus manos
cubiertas con guantes de malla dibujaban figuras en el aire, mientras hacía todo lo
posible por explicar al semiogro lo que iba a acontecer.
El semiogro frunció el entrecejo pensativo; luego alzó la mirada hacia los
dragones, asintió y tragó saliva con fuerza.
* * *
Era aquella hora nebulosa que antecede al amanecer, en que el cielo se aclaraba
ligeramente y el mundo parecía más silencioso que nunca. Usha observaba por una
ventana de la Torre de Wayreth. La mujer se ciñó mejor la túnica alrededor de la
delgada figura, temblando de preocupación, no de frío.
Ampolla dormía. También Palin se había quedado dormido a poco de su llegada
unas pocas horas antes, y ella esperaba que descansara lo suficiente para recuperar
energías.
También ella estaba agotada, pero no podía dormir. Su mente estaba demasiado
preocupada por el Puño de E'li del que Palin le había hablado. Usha había viajado al
bosque qualinesti con Palin, Jaspe y Feril en busca del Puño; pero no los había
acompañado en la parte más peligrosa de la misión. Cuando los capturó una banda de
desconfiados elfos que luchaban por su libertad, Usha se había ofrecido a permanecer
con los elfos como rehén, a modo de garantía de que su esposo y los otros estaban allí
sólo por una razón —el cetro— y como demostración de que no eran espías de la
señora suprema Verde.
Había sucedido algo durante su estancia con los elfos. Algo relacionado con la
reliquia. Algo que se esforzaba desesperadamente por recordar. Algo que tal vez
podría ser útil contra los dragones.
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Una concentración de maldad
Tormenta sobre Krynn se tumbó frente a la entrada de su guarida y dejó que el sol de
la tarde lo acariciara mientras contemplaba distraídamente su garra. La Dragonlance
había dejado una profunda roncha roja sobre las gruesas escamas, y la herida le
producía punzadas, aunque el bendito sol aliviaba en cierta medida el dolor. Habían
transcurrido semanas desde la batalla librada para obtener las reliquias, tiempo
suficiente para que la herida curara, si es que se curaba algún día. Se había visto
obligado a transportar la odiosa lanza durante kilómetros y más kilómetros hasta
llegar a los Eriales del Septentrión, y tal vez lo hubiera marcado para siempre.
Khellendros sabía que podía vivir con el dolor; era un pequeño precio que pagar
en su búsqueda de una forma de resucitar el espíritu de Kitiara, y un continuo
recordatorio de su fácil triunfo sobre el gran Palin Majere. Sonrió para sí. Resultaría
agradable contar a Kitiara su victoria, aunque habría resultado más agradable si ella
hubiera estado allí para compartirla con él.
—Ya no falta mucho. Volveremos a ser compañeros —gruñó por lo bajo—. Y no
dejaré que mueras una segunda vez.
Las cuatro reliquias estaban ocultas en su cueva subterránea, junto con numerosos
tesoros mágicos de menor calibre. Había excavado esta cueva recientemente mientras
volvía a esculpir su estropeada guarida. Las paredes de la sección situada en la zona
más profunda estaban llenas de marcas dejadas por los violentos estallidos de las
docenas de dracs moribundos que quedaron atrapados allí cuando Majere y sus
compañeros hicieron desplomarse la guarida. Durante la reparación, el dragón había
añadido nuevas salas, para dar cabida a los nuevos dracs que estaba creando, y, lo que
era más importante, a Kitiara.
Su antigua compañera aprobaría ese refugio, decidió, al tiempo que hundía la
garra herida en la arena y fijaba la mirada en la interminable superficie blanca,
interrumpida sólo por los pocos cactos que había permitido que crecieran allí. «Ella
lo aprobará —se dijo—, y juntos haremos...»
Una sombra se proyectó sobre la arena, tapando momentáneamente el sol.
Khellendros dejó de pensar en Kitiara y alzó los ojos para saludar la llegada de
Ciclón, su lugarteniente. El dragón más pequeño se deslizó hasta aterrizar a unos
doce metros de su señor supremo, olfateó el aire para localizar la posición exacta de
Tormenta, y luego avanzó despacio.
—Deseabas mi ayuda —siseó Ciclón. El macho Azul de menor tamaño bajó la
testa hasta el suelo en señal de respeto.
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Khellendros clavó la mirada en los ojos de su lugarteniente, ciegos a causa de un
combate con Dhamon Fierolobo, y aguardó varios segundos antes de responder.
—Sígueme, Ciclón. Hablaremos dentro.
Las sombras del cubil del señor supremo engulleron a los inmensos dragones. La
enorme sala, apenas lo bastante amplia para dar cabida a ambos, quedaba ligeramente
iluminada por la luz que llegaba desde la superficie a través del túnel.
—¡Fisura! —La voz del Azul retumbó en la cueva e hizo que las paredes
vibraran. A través de las grietas del techo se filtró una lluvia de arena que espolvoreó
los cuatro objetos dispuestos en el centro de la estancia y cubrió al huldre, que estaba
contemplando con fijeza los antiguos objetos mágicos. El duende retrocedió unos
pasos.
»Estos tesoros no son para que tú andes jugando con ellos —rugió el enorme
dragón.
—Ni siquiera los toqué, Amo del Portal —respondió el huldre. Su figura relució,
y la arena desapareció de sus facciones—. Pero sí los estuve mirando con mucha
atención. Deberíamos usarlos, Khellendros. Ahora. No deberíamos esperar y
arriesgarnos a que Malys pueda descubrir tus fabulosos trofeos y decida apoderarse
de ellos. Ciclón ya está aquí, y puede cuidar de tu reino en tanto que tú y yo estamos
en El Gríseo. Deberíamos sacarlos fuera a la arena esta misma noche. Juntos
podemos...
Un rugido de Khellendros acalló a la criatura.
—Todavía quedan algunas cosas de las que ocuparse, duende, antes de que
osemos abrir el Portal.
—Mmm, sí. Elegir un drac para Kitiara. —El diminuto hombrecillo gris se rascó
la tersa cabeza—. Ciclón puede ocuparse de ellos, mientras nosotros visitamos El
Gríseo. Le enseñaste cómo entrenar dracs. Él puede elegir uno. Hay más de una
docena entre los que escoger.
—Me aseguraré de que un drac perfecto esté listo antes de que partamos hacia El
Gríseo. Y seré yo quien seleccione el recipiente.
—Estupendo. ¿Y cuánto tardarás en realizar esta elección? —se atrevió a insistir
el huldre.
—Ciclón entrenará a los pocos dracs de abajo. También tiene que encontrar más
hembras humanas para crear más dracs. Cuando llegue el momento, yo elegiré al más
apropiado de entre todos ellos.
El Azul de menor tamaño se aproximó con cautela al duende y dilató los ollares
vibrando para percibir el olor de Fisura. Ladeó la testa y volvió a olfatear, a la vez
que escuchaba con oídos que poco a poco eran un sustituto más agudo de la visión
perdida. De las profundidades de la cueva surgió un repiqueteo, al principio no más
fuerte que los latidos del corazón del huldre, un claro castañeteo contra el suelo de
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piedra; pero en cuestión de segundos el sonido aumentó lo suficiente para interrumpir
a Khellendros y al huldre.
Dos grandes escorpiones, negros como la noche, salieron correteando de entre las
sombras. Sus inmóviles ojos amarillos relucían malévolos, y sus pinzas se abrían y
cerraban entre chasquidos.
—¿Dessseasss alguna cosssa? —dijeron al unísono; las extrañas voces siseaban
como la arena en movimiento. Desde las patas en forma de pinza hasta las puntas de
las curvas colas venenosas, resultaban algo más altos que un hombre; sus recios
cuerpos segmentados eran largos y gruesos, y brillaban como la piedra húmeda bajo
la exigua luz.
—Vigilaréis mi guarida mientras estoy fuera —ordenó Khellendros a la pareja—.
Y os aseguraréis de que ninguno de los dracs toque estas cosas. —Señaló en
dirección a la lanza, los medallones y las llaves de cristal—. ¿Comprendido?
—Ssssí, Amo —respondieron y pasaron corriendo junto a los dragones, en
dirección a su puesto en la entrada de la cueva.
—¿Fuera? —inquirió Fisura—. ¿Vas a alguna parte? ¿Adonde?
—A donde yo vaya no es cosa tuya, duende —replicó Khellendros entrecerrando
los ojos; luego se volvió hacia Ciclón—. Malys desea mi presencia, y no pienso darle
motivos para que sospeche lo que planeo negándome a acudir. Estaré fuera durante
algún tiempo. Cuánto, no estoy seguro. Pero durante ese tiempo...
—Adiestraré a tus dracs —terminó el dragón más pequeño.
Khellendros giró en redondo y enfiló el túnel que ascendía hasta el desierto.
Ciclón lo siguió a prudente distancia.
—Hay poblados bárbaros por el este —le informó el señor supremo cuando
estuvieron de vuelta sobre la arena—. Los ataqué y capturé a sus guerreros más
valerosos. Fue a partir de ellos como creé a los dracs de mi guarida. Ten cuidado,
porque los guerreros que aún quedan en los poblados podrían venir en busca de los
suyos.
—Será un placer eliminar a todo aquel que venga sin ser invitado. No serán
ninguna amenaza.
—Procura no subestimarlos —le indicó Tormenta—. Malystryx, que es quien me
ha llamado, no teme a los humanos. Ni tampoco les temen, al parecer, los otros
señores supremos. Pero yo los conozco mejor.
—Igual que yo —el Azul de menor tamaño cerró sus ciegos ojos—. Uno me hizo
esto. Uno al que en una ocasión llamé mi amigo y compañero. Nunca subestimaré a
los humanos.
»El duende —añadió Ciclón, olfateando el aire y volviéndose hacia el este—.
Mientras adiestro a los dracs, ¿se le puede confiar tu tesoro, las reliquias?
—No —respondió Tormenta—. Tampoco lo subestimo a él. Puede resultar más
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formidable que un humano, pero en este caso no es una amenaza porque he tomado
medidas para proteger las reliquias.
El señor supremo Azul se elevó por los aires, y las alas levantaron una lluvia de
arena que cayó sobre Ciclón y salpicó a los inmóviles escorpiones que montaban
guardia ante la cueva.
En el interior, Fisura se acercó arrastrando los pies hasta las reliquias.
—Khellendros, Tormenta sobre Krynn. Khellendros, el Amo del Portal.
Khellendros, el Indeciso, debería llamarse a sí mismo. Se empeña en esperar para
abrir el Portal a El Gríseo. Esperar..., esperar..., esperar —farfulló el huldre—. El
tiempo para un dragón es... Bueno, el poderoso Khellendros descubrirá el precio de
haber esperado. He estado ausente de El Gríseo durante demasiados años; y no deseo
esperar más. Creía que necesitaría su ayuda para abrir el Portal, estaba seguro de que
era así. Pero la lanza de Huma... Hay tanto poder en su interior. Puede que no necesite
la ayuda del Indeciso al fin y al cabo.
Sostuvo las pequeñas manos a unos treinta centímetros por encima de los
medallones y percibió la magia que latía en ellos. Era una sensación agradable.
—No; es posible que ya no necesite a Khellendros, ahora que tengo estos objetos
a mi alcance. —Pasó los dedos sobre las llaves, sintió la fría suavidad del cristal, el
hormigueo del hechizo. Sus dedos se detuvieron a pocos centímetros por encima de la
llave más pequeña, una que había sido diseñada para abrir cualquier cerradura, y
cerró los ojos para dejarse acariciar por la arcana aura.
»No; desde luego no pienso esperar más. Debo intentar volver a casa. Destruiré
estos objetos yo mismo y abriré el Portal a El Gríseo con la energía liberada. Si no
puedo hacerlo yo mismo, a lo mejor puedo embaucar a Gellidus el Blanco o al gran
Dragón Verde para que me ayuden. Tormenta sobre Krynn se enfurecerá, pero no
podrá seguirme; ya no tiene más reliquias que destruir, nada para facultar sus planes.
Estaré a salvo, a salvo en casa. Y él se habrá quedado en la estacada. Sin poder hacer
nada y muy lejos de su pobre y perdida Kitiara que flota en El Gríseo.
El hombrecillo gris lanzó una risita y extendió los dedos en dirección a la lanza de
Huma. Sintió las intensas vibraciones de energía que el arma lanzaba al aire.
—Vi cómo la lanza quemaba a Khellendros —musitó—, pero a mí no me
quemará; no soy tan malvado como el señor supremo. No, no soy malvado. En
absoluto. Sólo quiero regresar a casa. Es una lástima que el humano que en una
ocasión empuñó esta magnífica arma no pudiera percibir este poder. —Acercó las
manos con cautela a la empuñadura de la lanza—. Una lástima. Una... ¡aaah! —El
chorro de poder lo escaldó como si hubiera introducido las manos en aceite
hirviendo. Oleadas de energía se estrellaron contra su diminuto cuerpo y, tras
sacudirlo violentamente, lo arrojaron dando tumbos contra el suelo de la caverna.
Totalmente aturdido, el oscuro huldre se estremeció sin poderlo evitar y
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contempló su carne abrasada.
—Khellendros... hechizó los objetos..., los protegió. No confiaba en mí. —Hizo
un esfuerzo por tomar aliento; luego misericordiosamente se desmayó.
En el cielo, Khellendros giró al sudeste, en dirección al reino de Malystryx. Los
primeros rayos del agonizante sol pintaban su desierto de un pálido tono rojo.
—No —murmuró el Azul en tono quedo—. El duende no es ninguna amenaza.
* * *
El terreno estaba agrietado como el lecho seco de un río: llano, desolado y cálido
bajo las garras de los cinco dragones reunidos en un círculo sobre él.
Gellidus, el señor supremo Blanco, hacía todo lo posible por disimular su
incomodidad ante el calor que lo envolvía y mantenía la vista fija en la lejana
montaña, el Pico de Malys, circundado por incandescentes volcanes. Conocido como
Escarcha por los humanos, el señor del territorio helado de Ergoth del Sur ofrecía un
tremendo contraste con Malystryx. Las escamas de Escarcha eran pequeñas y
relucientes, blancas como la nieve; su cresta parecía una aureola de carámbanos
invertidos, y la cola era corta y gruesa comparada con la de los otros dragones.
La hembra Roja doblaba en tamaño al Blanco, y sus escamas en forma de escudo
tenían el color de la sangre recién derramada. Dos imponentes cuernos retorcidos se
alzaban sobre su cabeza, y dos chorros de vapor ascendían en espiral desde los
cavernosos ollares. Dirigió una ojeada a Escarcha, y luego sus oscuros ojos se
levantaron hacia el cielo, siguiendo a Khellendros. A su derecha se encontraba un
enjuto dragón Rojo, que, hecho un ovillo como un gato, resultaba algo más pequeño
que el señor supremo Blanco.
Khellendros aterrizó casi a dos kilómetros del círculo y fijó la mirada en los otros
dos dragones mientras se aproximaba. Beryllinthranox, la Muerte Verde, estaba
sentada frente a Malys, y su piel era del color del bosque que gobernaba: las tierras
ocupadas antiguamente por los orgullosos qualinestis. Los ojos entrecerrados de
Beryl estaban muy atentos, como si quisiera calibrar la reacción de los otros ante
Khellendros. La serpentina cola, extendida a su espalda, se agitó lentamente, y la
hembra Verde dedicó al señor supremo Azul un leve saludo con la cabeza, antes de
volverse hacia el Dragón Negro.
Entre Beryl y Gellidus estaba tumbada Onysablet. Hilillos de ácido goteaban de
las curtidas fauces de aspecto equino de la hembra Negra y formaban un charco
borboteante entre sus garras. Sus ojos inmóviles, que brillaban como dos charcas de
aceite y tan oscuros que no se distinguía el iris de las pupilas, estaban fijos en Malys.
Sobre la estrecha testa, dos gruesos cuernos relucientes se inclinaban al frente.
Beryl obsequiaba a la hembra Negra con relatos de su supremacía sobre los elfos,
pero Sable apenas si demostraba interés, pues era Malys quien atraía casi toda su
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atención.
Khellendros fue a colocarse entre Beryl y el Rojo más pequeño, el lugarteniente
de Malys, Ferno, y se recostó sobre los cuartos traseros. La hembra Roja era el único
dragón que lo superaba en tamaño, y tuvo buen cuidado, por una cuestión de decoro,
de mantener la testa más baja que la de ella. Además, mantuvo la garra herida
apretada contra el suelo, pues no deseaba que los otros dragones lo interrogaran sobre
la lesión. Saludó a Malys con un movimiento de cabeza. Era el consorte reconocido
de la Roja, al que ésta favorecía públicamente; pero las continuas miradas que la
hembra dirigía a Escarcha daban a entender que Malys repartía sus ambiciosos
afectos.
—Podemos empezar ahora —dijo Malystryx devolviendo el saludo de
Khellendros, y su voz retumbó en el árido territorio. El sonido alcanzó el Pico de
Malys y resonó persistente—. Somos los dragones más poderosos, y nadie osa
enfrentarse a nosotros.
—Aplastamos toda oposición —siseó Beryl—. Dominamos la tierra... y a
aquellos que viven en ella.
—Nadie nos desafía —intervino Sable. Pasó una zarpa por el charco de ácido
situado frente a ella, y fue dejando un reguero de líquido que chisporroteó y estalló
sobre el yermo suelo—. Nadie se atreve, porque nadie puede hacerlo.
—Los pocos que lo intentan —añadió Escarcha— no tardan en morir.
Khellendros permaneció en silencio, escuchando las baladronadas de los señores
supremos, y observó cómo Gellidus se retorcía de modo casi imperceptible bajo el
fuerte calor.
—Sin embargo, nuestro poder no es nada —interrumpió Malys. Estiró el cuello
hacia el cielo para alzarse por encima de todos ellos, que escucharon su comentario
con expresión sorprendida—. Nuestro poder no es nada comparado con lo que será
cuando Takhisis regrese.
—¡Sí, Takhisis va a regresar! —exclamó Escarcha.
—Pero ¿cuándo? —Era Sable quien preguntaba.
—Antes de que termine el año —respondió Malys. Bajó la cabeza, asegurándose
de que Khellendros mantenía la suya aun más baja.
—¿Y cómo lo sabes? —La voz de Beryl rezumaba veneno—. ¿Qué sabes tú de
los dioses?
Las enormes fauces de Malys se torcieron hacia arriba en un remedo de sonrisa.
Ferno abandonó su posición enroscada para incorporarse, y perforó con la mirada al
Dragón Verde que había osado hacer tal pregunta.
—Malys lo sabe —manifestó Escarcha—. Malys nos explicó cómo obtener poder,
antes de la Purga de Dragones. Ella nos indicó que nos apoderáramos de territorios.
Es gracias a ella que somos señores supremos. Si alguien de entre nosotros puede
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saber si Takhisis regresa, ésa es Malystryx.
—Yo soy señora suprema debido a mi propia ambición y poder —replicó la Verde
ladeando la cabeza—. ¿Qué poder posees tú, Malystryx, que yo no posea? ¿Qué
poder te permite saber que Takhisis va a regresar?
Malys contempló a la Verde en silencio durante unos instantes.
—Tal vez renacimiento sería una expresión más apropiada —ronroneó la Roja.
Khellendros permaneció en silencio; advirtió que Escarcha y Ferno se acercaban
más a la enorme Roja y que Sable contemplaba con suma atención a Beryl.
—¿Renacimiento? —siseó la Verde.
De los ollares de Malys surgieron diminutas llamaradas.
—Es una nueva Takhisis la que aparecerá en Krynn, Beryllinthranox. Esa
Takhisis seré yo.
—¡Es una blasfemia! —gritó Beryl.
—No existe blasfemia cuando no hay dioses —le replicó con dureza la Roja.
—Y, sin los dioses, no nos inclinamos ante nadie, no servimos a nadie. —La
Verde arqueó el lomo—. Somos nuestros propios amos..., los amos de Krynn. Sólo
los dioses son dignos de nuestro respeto. Y tú, Malystryx, no eres ninguna diosa.
—Tus dioses abandonaron este mundo. Incluso Takhisis desapareció. —El aire se
tornó más caliente a medida que Malys continuaba, y las llamaradas que surgían de
sus ollares aumentaron de tamaño—. Como bien dices, Beryl, ahora somos los amos.
Somos los seres más poderosos de Krynn... y yo soy la primera entre nosotros.
—Eres poderosa, eso te lo concedo. Solo, ninguno de nosotros podría enfrentarse
a ti. Pero no eres una diosa.
—No lo soy... todavía
—Ni nunca lo serás.
—¿No, Beryl?
Sable se aproximó más a Escarcha. Los dos habían roto el círculo, formado una
línea junto a Malys y su lugarteniente, y todos miraban a Beryl, que contemplaba a
Khellendros por el rabillo de un ojo entrecerrado.
«Beryl quiere saber de qué lado estoy —caviló Tormenta—. La Verde reconoce
mi fuerza y busca apoyo. También aguarda Malys, que se ha pasado el tiempo
formando alianzas con el Blanco y la Negra. Es más lista y calculadora de lo que
creía. Emparejada con los otros, resulta invencible.»
Khellendros dirigió una mirada de soslayo a Beryl y luego fue a unirse a la hilera;
se colocó junto a Ferno, con lo que empequeñeció al menudo dragón Rojo.
—Ascenderé a la categoría de diosa antes de que finalice el año —siseó Malys a
la Verde—. Y los cielos y mis aliados serán mis testigos. ¿De qué lado estás?
Beryl clavó las garras en la requemada tierra y contempló por unos instantes las
innumerables grietas que había añadido al suelo; luego inclinó la cabeza para mirar a
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la Roja a los ojos.
—Estoy de tu parte —anunció por fin.
—En ese caso puedes seguir viviendo —repuso Malys.
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3
Un territorio siniestro
—Aquí vivía gente honrada —comentó Rig, que se dejó caer pesadamente sobre un
tronco podrido de sauce y se dedicó a aplastar los mosquitos que se arremolinaban
alrededor de su rostro. Su oscura piel relucía empapada de sudor.
—¿Cómo lo sabes? —inquirió Jaspe.
—Hace años Shaon y yo pasamos aquí unos días. —Sonrió melancólico al
recordarlo e hizo un gesto con la mano para indicar el pequeño claro que habían
elegido como lugar de acampada—. Aquí había una ciudad, en las orillas del río
Toranth. Es gracioso. No recuerdo el nombre del lugar, pero los habitantes eran
bastante amables, gente realmente trabajadora. Las provisiones eran baratas. La
comida estaba caliente... y era buena. —Aspiró con fuerza y dejó escapar el aire
despacio—. Shaon y yo pasamos una velada en los muelles, que debían de estar más
o menos donde se ven esos cipreses. Había un anciano; creo que pasaba por ser el
encargado de las gabarras. Estuvimos hablando con él toda la noche y vimos salir el
sol. Compartió con nosotros su jarra de cerveza Rosa Pétrea. Jamás había probado
nada igual. Puede que jamás lo vuelva a hacer.
El marinero hizo una mueca de disgusto mientras paseaba la mirada por lo que
quedaba del lugar. Había restos de madera desperdigados aquí y allá, que sobresalían
por debajo de redondeadas y frondosas matas y entre los resquicios de las tupidas
juncias. Un letrero, tan descolorido que las únicas palabras legibles eran «ostras
coci...», estaba encajado en una blanquecina higuera trepadora.
El pantano de Onysablet había engullido la población, como había engullido todo
lo demás hasta donde alcanzaba la vista. Partes de lo que había sido Nuevo Mar se
habían convertido en marismas taponadas, que se extendían hacia el norte. El agua
estaba tan llena de vegetación que parecía una planicie aceitunada, y en muchos
lugares resultaba casi imposible saber dónde terminaba la tierra y empezaba el agua.
Varios días antes Silvara y Alba habían depositado a los viajeros en las orillas de
Nueva Ciénaga, tras volar sobre la parte navegable de Nuevo Mar. Aunque el viaje
había sido angustioso, el marinero deseó que los dragones los hubieran transportado
más al interior; pero el Plateado y el Dorado no deseaban invadir el reino de Sable.
Así pues, Silvara y Alba habían partido para conducir a Gilthanas y a Ulin a la Torre
de Wayreth. Rig esperaba que los dos hechiceros pudieran unir su ingenio con el de
Palin para descubrir el paradero de Dhamon.
—Estoy hambriento. —Jaspe se sentó junto al marinero y depositó con sumo
cuidado una bolsa de piel entre sus piernas. La bolsa contenía el Puño de E'li, que él
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se había ofrecido a cuidar. El enano seguía resintiéndose del costado y respiraba con
dificultad. Dio unas palmadas sobre su estómago y dedicó a Rig una débil sonrisa;
luego apartó de un manotazo un insecto negro del tamaño de un pulgar que se estaba
aproximando demasiado. Con un dedo gordezuelo señaló lo que podía distinguir del
sol a través de resquicios entre los troncos de los árboles—. Se acerca la hora de
cenar.
—No tardarás en llenar la panza —respondió Rig—. Feril ya no puede tardar en
regresar. Y espero que esta vez traiga algo que no sea un lagarto rechoncho. Odio la
carne de lagarto.
El enano lanzó una risita al tiempo que volvía a palmearse el estómago.
—Groller y Furia fueron con ella. A lo mejor el lobo espantará un jabalí. Groller
adora el cerdo asado, y yo también.
—No deberíais ser tan exigentes, Rig Mer-Krel y maese Fireforge —les gritó
Fiona—. Deberíais agradecer cualquier clase de carne fresca. —La Dama de
Solamnia estaba atareada examinando los restos más intactos de la ciudad. Apartó las
hojas de un enorme arbusto, levantó del suelo un respaldo de silla medio podrido y
sacudió la cabeza; luego recogió una muñeca mohosa, contempló sus ojos
inexpresivos, y la volvió a depositar con cuidado sobre el suelo.
El rostro y los brazos de Fiona resplandecían por causa del sudor. Los rojos rizos
estaban pegados a la amplia frente, y el resto se lo sujetaba en lo alto de la cabeza con
una peineta de marfil que le había prestado Usha. El día anterior se había sacado las
corazas de brazos y piernas al igual que el casco, y lo arrastraba todo consigo dentro
de un saco de tela, pues, aunque resultaban voluminosos y pesados, se negaba a
desprenderse de ellos. Tampoco consentía en rendirse por completo al calor y quitarse
el peto de plata con su emblema de la Orden de la Corona.
—Incluso el lagarto es más nutritivo que las raciones habituales —comentó—.
Debemos conservar las fuerzas.
—En lo que a mí respecta, las raciones resultan algo más sabrosas —masculló
Rig casi para sí—, aunque no demasiado. Lagarto. Puaff. —Mantuvo la mirada fija
en la solámnica mientras ésta seguía revolviendo cosas, alejándose cada vez más de
ellos—. A propósito, es sólo Rig, ¿recuerdas?
—Y Jaspe —añadió el enano—. Nadie me llama maese Fireforge. Ni siquiera
creo que nadie llamara así a mi tío Flint.
Fiona les dedicó una mirada por encima del hombro, sonrió y reanudó su registro.
—Rebusca todo lo que quieras, pero no vas a encontrar nada que valga la pena —
le indicó Rig—. Cuando el Dragón Negro se instaló aquí, casi toda la gente sensata
cogió lo que pudo, sus hijos, las cosas de valor, los recuerdos, y se marchó.
—Me limito a mirar mientras esperamos la cena. He de hacer algo, no me puedo
quedar sentada sin más.
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—Te gusta, ¿verdad? —Jaspe guiñó un ojo a Rig, manteniendo la voz queda—.
La has estado vigilando como un halcón desde Schallsea.
El marinero lanzó un gruñido por respuesta.
—Mmm, aquí hay algo —anunció Fiona—. Algo sólido bajo este barro.
—Tiene agallas. —El enano dio un codazo a su compañero—. Es bella para ser
humana, educada, y valiente también, según Ulin. Dijo que no huyó cuando Escarcha
los atacó en Ergoth del Sur, que se mantuvo firme y dispuesta a combatir, a pesar de
que parecía que no tenían escapatoria. Sabe cómo manejar esa espada que acarrea y...
—Y pertenece a una orden de caballería —lo interrumpió Rig en un tono de voz
tan bajo que el enano tuvo que hacer un gran esfuerzo por oír—. Dhamon era un
caballero, mejor dicho, es un caballero de Takhisis. Estoy harto de caballeros. Toda
esa cháchara suya sobre el honor. No es más que palabrería superficial.
—Apuesto a que no hay nada superficial en ella.
—¡Mirad esto! —Fiona tenía los brazos hundidos hasta los codos en el lodo y
tiraba de un pequeño cofre de madera, que el suelo soltó finalmente de mala gana con
un sonoro chasquido. La mujer sonrió satisfecha y lo levantó para que lo vieran. Una
nube de mosquitos se formó de inmediato a su alrededor.
Fiona apartó a los insectos a manotazos y transportó el arca hasta donde se
encontraban Rig y Jaspe. Rodeado por una banda de delgado hierro y con un
diminuto candado colgando en la parte delantera, el cofre estaba muy oxidado y
cubierto de limo.
Jaspe arrugó la nariz, pero Rig se sintió inmediatamente interesado.
Fiona lo depositó en el suelo frente a ellos, se arrodilló y sacó la espada.
—Necesitaré un baño después de esto —anunció, mientras el lodo resbalaba
desde sus brazos y dedos a la empuñadura del arma. Hincó la punta en el cierre, que
cedió rápidamente.
Rig fue a coger el cofre, pero ella lo detuvo con una sonrisa irónica.
—Las damas primero. Además, fui yo quien se tomó la molestia de desenterrarlo.
Espero que haya un libro o documentos en su interior, algo que pueda decirnos más
sobre los habitantes de este lugar. A lo mejor alguna información sobre el dragón. —
Alzó con cuidado la tapa y arrugó el entrecejo. El agua salobre se había filtrado en el
interior, llenándolo hasta el borde, y había estropeado el forro de terciopelo. Escurrió
el agua y soltó un profundo suspiro al tiempo que extraía una larga sarta de grandes
perlas. Con una mueca de disgusto volvió a dejar caer el collar en la caja, donde
descansaban también un brazalete y unos pendientes a juego.
—¡Cuidado! ¡Eso es valioso! —advirtió Rig.
—Las riquezas nunca me interesaron demasiado, Rig Mer-Krel —respondió
Fiona con un encogimiento de hombros—. Todas las monedas que obtenía las
entregaba a la Orden.
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—En ese caso yo cuidaré de todo eso —indicó el marinero, mientras agarraba
rápidamente las perlas—. Lo más probable es que necesitemos dinero..., más del que
tenemos, antes de que esto haya terminado. Ropas. Llevamos puesto todo lo que
tenemos, y no van a durar eternamente.
—Comida —manifestó el enano.
—Habrá que alquilar un barco para llegar a Dimernesti..., siempre que
consigamos averiguar dónde está Dimernesti —continuó Rig.
—Y eso siempre y cuando logremos atravesar esta ciénaga —añadió Jaspe al
tiempo que levantaba la vista hacia los gigantescos árboles cubiertos de moho y
enredaderas—. Y en el supuesto de que el Dragón Negro no nos encuentre y...
—Quisiera saber si hay más tesoros —reflexionó en voz alta el marinero mientras
se levantaba del tronco e introducía las perlas en el bolsillo de sus pantalones—.
Aunque no hay forma de asegurarlo a menos que busquemos. Creo que voy a cavar
un poco también yo. Todavía no ha llegado la cena. —Se quitó la camisa y la colocó
en la rama más baja de un laurel de hojas palmáceas; luego apoyó su espada en el
tronco y empezó a cavar en el lodo cerca del lugar donde Fiona había encontrado el
cofre—. ¿No quieres unirte a nosotros, Jaspe?
El enano meneó la cabeza negativamente y contempló el interior del saco, la
mirada fija en el Puño de E'li.
—Quisiera saber cuánto tardará aún Feril en regresar —dijo.
* * *
La kalanesti aspiró con fuerza, inhalando los embriagadores aromas de la ciénaga
mientras se alejaba del lugar donde había dejado a Rig, Jaspe y Fiona. Andaba con
los pies desnudos —ágil como un felino— por entre el espeso follaje, sin tropezar
una sola vez con las gruesas raíces ni hacer que las hojas susurraran, deteniéndose
únicamente para oler una enorme orquídea o contemplar un insecto perezoso. La
corta túnica de piel, confeccionada a partir de una prenda que Ulin le había cedido, no
dificultaba sus movimientos.
El semiogro, que la seguía a pocos metros de distancia, captaba también los
aromas, aunque no los apreciaba del mismo modo; ni tampoco le gustaban las ramas
que intentaban enganchar sus largos cabellos castaños y arañar su ancho rostro.
Privado del oído, Groller sabía que sus otros sentidos eran mucho más agudos.
Vegetación putrefacta, tierra húmeda, el empalagoso perfume de las flores de color
rojo oscuro de las pacanas acuáticas, el dulce aroma de las pequeñas flores blancas
que pendían de los velos de las lianas; lo percibía todo. Había un animal muerto no
muy lejos: el acre olor de su carne en descomposición resultaba inconfundible.
No podía oler las serpientes enrolladas como cintas a las ramas bajas de casi
todos los árboles, ni los pequeños lagartos de cola ancha y las musarañas que
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correteaban por el empapado suelo, ya que sus olores quedaban anulados por la
marga; pero sí olía a Furia, su leal camarada lobo. El rojo lobo lo seguía a poca
distancia, las orejas muy erguidas y la cabeza girando de un lado a otro, jadeante por
culpa del calor. El animal escuchaba, igual que escuchaba Feril, como no podía hacer
el semiogro.
Groller se preguntó qué sonidos poblarían este lugar. Intentó imaginar los sonidos
de aves e insectos. Los recordaba de tiempos pasados, pero el recuerdo era
escurridizo. Quizá más tarde podría pedir a Feril que le describiera los sonidos del
bosque.
La elfa estaba totalmente inmersa en ese lugar, se dijo Groller. Y «hablaba» con la
mayoría de las serpientes y lagartos junto a los que pasaba, todos ellos demasiado
pequeños para servir de cena. El semiogro sospechaba que la muchacha se enfrascaba
en la ciénaga para así conseguir olvidar lo que le había sucedido a Goldmoon a
manos de Dhamon Fierolobo. Groller sabía que se sentía triste, confusa y fuera de su
elemento excepto en lugares como éste, lugares selváticos. Aquí se encontraba más
relajada, aparentemente más dichosa. ¿Durante cuánto tiempo seguiría siendo un
miembro del grupo?, se preguntó. ¿Cuánto tiempo tardaría en decidirse a abandonar
su quejumbroso grupo por un bosque atrayente?
Cuando había estado cazando con ella dos días antes, no se habían alejado tanto
de los otros ni entretenido tanto, y ella no había charlado con tantos animales,
distrayéndose cada vez más mientras hablaba con aves y ranas. En cierto modo la
muchacha se sentía más feliz, y el semiogro lo sabía, pero su comportamiento le
preocupaba.
«Es hora de concentrarse en la comida», decidió. Si Feril estaba demasiado
absorta, él tendría que hacer recaer en sus anchas espaldas la tarea y permitir que ella
se evadiera con sus ensueños durante un rato. El semiogro había estado recogiendo
montones de las frutas moradas grandes como puños que crecían en abundancia en
los gigantescos laureles. Las frutas eran dulces y jugosas, muy olorosas, y tenía
intención de recoger suficientes para esa noche y para el desayuno del día siguiente.
Se podían comer sin problemas, pues había visto cómo los diminutos monos las
mordisqueaban. Groller introdujo una en su boca y dejó que el zumo goteara por su
garganta y le rezumara por los labios. La fruta serviría si no podía encontrar carne.
Bajó la mirada al suelo, en busca de huellas, huellas de pezuñas a poder ser. Habían
detectado un ciervo algo antes, pero estaba demasiado lejos y se había alejado con
demasiada rapidez. Un ciervo resultaría delicioso... si podía matar uno antes de que la
kalanesti decidiera hacerse su amiga; se negaba a matar a ningún animal con el que
hubiera trabado conversación.
Delante de él, Feril se detuvo. Groller levantó la vista y vio que estudiaba a una
inmensa boa constrictora. Se había puesto de puntillas, nariz con nariz con la
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serpiente, cuya longitud exacta quedaba oculta por las ramas de la pecana acuática a
la que estaba enroscada. La serpiente era verde oscuro, del color de las hojas, y su
dorso estaba salpicado de rombos marrones.
—¡Feril, cui... dado! Ser... piente muy grande. —El lobo se colocó junto a Groller
y se restregó contra su pierna a la vez que gruñía en dirección al reptil. El semiogro
estiró el brazo para coger la cabilla que llevaba al cinto y la soltó del cinturón con
dedos manchados de fruta—. Ssser... piente será cena. —Dio unos pasos al frente y
alzó el arma; entonces vio que los labios de Feril se movían y que la serpiente agitaba
la lengua en dirección a la joven, y se relajó un poco, apretando los labios—. Tú ha...
blando con ssser... piente —siguió—. Eso sig... nifica que ser... piente no para cenar.
Bien. No gus... ta carne de ser... piente.
Ella asintió y le indicó con la mano que se alejara.
Groller supuso que la serpiente le estaba respondiendo. Observó durante un rato
y, cuando vio que Feril sonreía y cerraba los ojos, mientras la lengua de la serpiente
saltaba al frente para acariciarle la nariz, volvió a guardar su arma.
—Feril no dejará matar ser... piente para cenar —explicó a Furia--. Feril tie... ne
otro ami... go. Bueno. Real... mente quiero ciervo. —Se alejó para reanudar su
búsqueda de huellas de pezuñas.
—Gran serpiente —siseó Feril en voz baja—, debes de ser muy vieja para ser tan
grande. Anciana y muy sabia.
—No soy tan vieja —respondió ella con siseos que la kalanesti tradujo
mentalmente en palabras—. No más vieja que la ciénaga. Pero mucho más sabia que
ella.
Feril alzó una mano y pasó las puntas de los dedos por la cabeza de la serpiente.
Sus escamas eran suaves, y sus dedos se quedaron un buen rato allí, disfrutando de la
voluptuosa sensación. El reptil agitó la lengua y clavó la mirada en sus ojos
centelleantes.
—Esto no fue siempre una ciénaga —siseó la elfa—. Mis amigos dijeron que esto
fue una inmensa llanura. Había gente que vivía en poblados en esta zona.
—Yo nací en la ciénaga. —La serpiente bajó aun más la cabeza—. Pertenezco a
este lugar. No conozco ningún otro. No conozco a ninguna otra gente, aparte de ti.
La kalanesti sostuvo las manos abiertas frente al rostro e hizo señas con los dedos
a la serpiente para que se acercara, y ésta descendió hasta apoyar la cabeza en sus
palmas. Era una cabeza pesada y ancha, y la joven le acarició la mandíbula con los
pulgares.
—Soy de un territorio cubierto de hielo —explicó Feril a la enorme serpiente—.
Muy frío. Una tierra alterada por el Dragón Blanco. Es un lugar hermoso a su
manera, pero no tan hermoso como éste.
—Un dragón hembra gobierna este pantano —siseó el reptil—. La ciénaga le
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sirve. La ciénaga es... hermosa.
—¿Y tú? ¿Le sirves?
—Ella creó el pantano. Ella me creó. Soy suya, igual que lo es este sitio.
La kalanesti volvió a cerrar los ojos, se concentró en el contacto de la serpiente en
sus manos, y centró sus pensamientos hasta que las flexibles escamas ocuparon sus
sentidos.
—Quiero ver cómo creó esta ciénaga —dijo, abriendo finalmente los ojos y
devolviendo la mirada de la serpiente—. ¿Me lo mostrarás, poderosa criatura? ¿Me
mostrarás lo que puedas?
La boa chasqueó la lengua e hizo descender más partes de su cuerpo, un grueso
cordón de carne escamosa, hasta la rama más baja. Más de seis metros de largo,
calculó la elfa, y empezó a tararear una vieja canción elfa, las notas suaves y veloces
como el murmullo de un arroyo. A medida que la melodía se tornaba más compleja,
Feril dejó que sus sentidos descendieran por sus brazos hasta sus dedos, dejó que los
sentidos se introdujeran en la serpiente y fluyeran por su cuerpo como la multitud de
escamas flexibles que lo cubrían. En un instante se encontró mirándose a sí misma a
través de los ojos del animal, contemplando los tatuajes de su moreno rostro; la
arrollada hoja de roble que simbolizaba el otoño, el rayo rojo que le cruzaba la frente
y representaba la velocidad de los lobos con los que había corrido en una ocasión.
Luego la mirada de la serpiente se desvió, y miró más allá de su figura hasta clavar
los ojos en las anchas hojas de un enorme gomero.
El color verde llenó su visión. Era un color arrollador, hipnótico. Retuvo toda su
atención y luego se fundió como la mantequilla para mostrar un manto negro. La
negrura se fue solidificando, empezó a respirar, se tornó escamosa como la serpiente.
—El dragón —se oyó susurrar.
—Onysablet —respondió la serpiente—. El dragón se llama a sí misma
Onysablet, la Oscuridad.
—La Oscuridad —repitió ella.
Las tinieblas se encogieron, pero sólo apenas, de modo que consiguió únicamente
vislumbrar las facciones del dragón enmarcadas por el suave verde de lo que en una
ocasión habían sido llanuras. Los aromas no eran tan fuertes y vivos, la zona no era
tan agradablemente húmeda, y le recordó el territorio en el que se había criado.
—Mi hogar —murmuró.
—Este pantano podría ser tu hogar —dijo la serpiente.
La ilusión con la forma del Dragón Negro cerró los ojos, y el verde pálido de las
llanuras que rodeaban a la señora suprema se oscureció. Feril percibió cómo el
dragón se fundía con el territorio, dominándolo, persuadiéndolo, nutriéndolo como un
progenitor se ocupa del desarrollo de su hijo. Crecieron árboles alrededor de la figura
de Sable, que avanzaron como una avalancha de agua para cubrir poblaciones y
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tierras de labor. Los cambios ahuyentaron a los humanos que insensatamente
creyeron poder seguir viviendo en sus hogares. Las bestias de las llanuras empezaron
a reclamar su territorio, pues ahora ya no temían a las gentes que antiguamente las
habían cazado, gentes que eran perseguidas ahora por el dragón y sus secuaces.
Los sauces que habían salpicado las llanuras sobrevivieron, aunque ahora
adquirieron proporciones gigantescas; las raíces crecieron y su tamaño engulló a
abedules y olmos que antes crecían en pequeños bosquecillos, y las copas formaron
un espeso dosel que se convirtió en el sustento de diversas aves. Las puntas de las
hojas en forma de paraguas de los sauces besaban el agua que se acumulaba en el
suelo. La mirada de Feril siguió el agua, que la condujo a lodazales, depresiones y
afloramientos de piedra caliza.
Por todas partes brotaban retoños y se convertían en árboles altísimos en cuestión
de pocos años. Gigantes que se elevaban más de treinta metros hacia el cielo, que
deberían haber sido árboles centenarios, pero que no tenían más de una década de
existencia. Y el suelo, incluso las zonas altas cubiertas antiguamente por gruesos
pastos, se cubrió rápidamente de helechos, zarzaparrillas y palmitos.
En la visión de la kalanesti la tierra siguió adquiriendo más humedad. Turbios
estanques se convirtieron en pantanos fétidos, el río se tornó más lento y lo
obstruyeron las enredaderas y las hierbas. Los caimanes ocuparon sus orillas, y la
bahía de Nuevo Mar, antes de un azul cristalino y seductor, adquirió un brillo verde
grisáceo. Luego el brillo se oscureció y llenó de musgo, y del fondo de la bahía se
alzaron plantas que se abrieron paso a través del tapiz que cubría la superficie.
Ya no quedaba el menor rastro de gran parte de la mitad oriental de Nuevo Mar;
todo lo que había era este extenso pantano, esta extraordinaria ciénaga, calurosa,
primordial y atractiva para la kalanesti. Ésta dejó que sus sentidos se escaparan aun
más de su cuerpo, para embriagarse con este lugar y la visión de su existencia. Sólo
durante un rato, se dijo.
Nubes de insectos se reunían y bailoteaban sobre oscuros lodazales malolientes.
De las aguas surgían las figuras reptantes de serpientes, pequeñas al principio, pero
que crecían a medida que se arrastraban lejos del lodazal. Garcetas, zarapitos y garzas
volaban a ras de la superficie, más grandes y hermosos de lo que Feril había
esperado. Ranas grillo y tortugas de cenagal se reunían en la orilla, para alimentarse
de los insectos y seguir creciendo. La magia del dragón hembra, que era la magia del
territorio, los mejoraba, los alimentaba, los adoptaba. Adoptaba a Feril. El pantano la
envolvía como los brazos de una madre consolarían a un niño pequeño.
—El pantano podría ser mi hogar —se escuchó susurrar—. El hermoso pantano...,
el pantano. —Le costaba articular las palabras—. Sólo durante un tiempo. —Respirar
era más difícil. Tenía el pecho tenso y sus sentidos se embotaban. No le importó;
empezaba a fundirse con el lugar.
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—¡Feril! —La palabra se inmiscuyó en su mundo perfecto—. ¡Feril!
Groller asestaba frenéticos zarpazos a la serpiente, que había descendido del árbol
para arrollarse alrededor de la kalanesti. El semiogro se maldijo por ser sordo y no
haber oído lo que sucedía, por no haber estado más alerta, por pensar que a la elfa no
le sucedía nada. Se había alejado, siguiendo unas huellas de ciervo, y fue Furia
quien, mordisqueándole los talones, le advirtió de lo que le sucedía a Feril.
La elfa no se resistía a la serpiente. En lugar de ello yacía en el suelo, inerte bajo
el apretón cada vez más fuerte del reptil. La cola del animal estaba arrollada en la
garganta de la joven, y las enormes manos de Groller tiraron de un anillo tan grueso
que apenas si podía rodearlo por completo con los dedos. Pero la serpiente era un
músculo gigantesco, más fuerte que el frenético semiogro y decidida a aplastar a la
elfa.
Furia gruñía y ladraba sin parar, hundiendo los dientes en la carne del reptil; pero
éste era tan grande que el lobo no conseguía producirle heridas de importancia.
Groller sacó la cabilla del cinturón y empezó a golpear a la serpiente, lo más
cerca posible de la cabeza de la criatura, donde Furia continuaba con su ataque. La
serpiente alzó la cabeza y mostró una hilera de dientes óseos. Groller levantó la
cabilla y la dejó caer con fuerza entre los ojos del reptil, y luego siguió golpeando una
y otra vez, sin prestar atención a los siseos de su adversario, a los gruñidos del lobo,
incapaz de oír cómo el cráneo de la boa se partía.
El brazo del semiogro subía y bajaba, golpeando a la criatura hasta mucho
después de muerta. Agotado, Groller soltó la cabilla y cayó de rodillas; luego empezó
a liberar a Feril al tiempo que rezaba:
—Feril, pon bien. Por fa... vor. —Las palabras eran nasales y farfulladas—. Feril,
vive.
Los ojos de la muchacha se abrieron con un parpadeo. Groller la levantó del suelo
sin el menor esfuerzo y se la llevó lejos de la serpiente muerta.
—Feril, pon bien —siguió repitiendo el semiogro—. Feril, pon bien.
Ella fijó los ojos en el rostro de Groller, en su ceño fruncido, y, sacudiendo la
cabeza para despejarla, devolvió sus pensamientos a un mundo del que Goldmoon y
Shaon estaban ausentes, un mundo que había corrompido a Dhamon Fierolobo. Bajó
la barbilla hacia el pecho y señaló el suelo.
—Estoy bien, Groller —dijo, a pesar de saber que él no podía oírla.
El semiogro la soltó, pero la sostuvo por los brazos hasta estar seguro de que
podía tenerse en pie. Furia se restregó contra su pierna con el húmedo hocico, y de
algún modo le transmitió nuevas fuerzas. Feril volvió a levantar la vista y, al
encontrarse con la mirada preocupada de Groller, se llevó el pulgar al pecho y
extendió los dedos todo lo que pudo; los agitó y sonrió. Era el signo para indicar que
todo iba bien. Pero ella no se sentía bien. El pecho le ardía, las costillas le dolían, y la
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sensación de dicha que había encontrado en ese lugar había desaparecido.
Groller señaló el abultado saco que descansaba cerca del cadáver de la serpiente.
—Ten... go cena —dijo—. Car... ne. Fruta. Ser... piente. No más caza hoy. No
más char...la con ser... pientes.
* * *
En un principio Jaspe se sintió desilusionado con la comida, pero descubrió que la
fruta le gustaba y que la inmensa boa era más sabrosa que el lagarto. Tras devorar lo
suficiente para llenar su estómago, se recostó en un tronco para contemplar la puesta
de sol, y escuchó el relato de Feril sobre la ciénaga, sobre cómo la había visto nacer.
El ambiente se llenó con las preguntas de Rig, el lenguaje por señas de Groller
imitando el combate con la serpiente, y las respuestas de Feril sobre lo que le había
sucedido. Fiona se dedicó a conservar la piel de la serpiente, que podía convertirse en
cinturones de primera calidad.
El enano introdujo la mano en el interior del saco de piel y dejó que toda la
barahúnda de sonidos retrocediera a un segundo plano. Sus dedos apartaron a un lado
la hebilla de cinturón de marfil que Rig había hallado en el barro y se cerraron sobre
el mango del cetro. Lo sacó a la cada vez más débil luz y admiró las joyas que
salpicaban la esfera en forma de mazo. Sintió un hormigueo en los dedos.
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Pensamientos robados
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Usha no se sentía tan segura de sí misma como había aparentado al ofrecerse para
quedarse allí. No estaba segura de que Palin encontrara lo que buscaba durante el
breve espacio de tiempo de unas pocas semanas que le habían concedido los elfos; ni
tampoco estaba muy segura de que el cetro existiera. Al fin y al cabo, podría tratarse
tan sólo de un producto de la imaginación de un anciano senil.
Pero sí había algo de lo que estaba segura: no estaba sola. Los elfos que los
habían detenido a ella y a Palin, y que no creían que ellos fueran realmente los
Majere, seguían estando cerca.
A pesar de que sus capturadores habían abandonado el claro al marcharse Palin,
seguía sintiendo sus ojos fijos en ella, y un curioso hormigueo por todo el cuerpo le
decía que estaban vigilándola. Usha imaginó a los once arqueros con sus flechas
apuntando hacia ella, e intentó parecer serena e indiferente, decidida a no darles la
satisfacción de saber que la habían acobardado. Aplacó el temblor de sus dedos, clavó
la mirada al frente, y ni pestañeó cuando de improviso escuchó una voz a su espalda.
—Usha... —El nombre sonó como una breve ráfaga de aire. Era la voz de la elfa,
la cabecilla del grupo elfo—. Dices llamarte Usha Majere. —El tono era sarcástico y
parecía un insulto—. La auténtica Usha Majere no violaría nuestros bosques. —La
elfa penetró sin hacer ruido en el claro, pasando junto a la mujer, y los matorrales se
agitaron ligeramente ante las dos, insinuando la presencia de los once arqueros.
—¿Quién eres? —inquirió Usha.
—Tu anfitriona.
—¿Cómo te llamas?
—Los nombres otorgan una leve sensación de poder, «Usha Majere». No te
concederé poder sobre mí. Crea un nombre para mí, si crees que necesitas uno. Al
parecer, los humanos necesitan poner etiquetas a todo y a todos.
—En ese caso me limitaré a no llamarte —repuso ella con un suspiro—.
Simplemente te consideraré mi anfitriona, como deseas, nada más. No habrá
intimidad, ningún indicio de amistad. Eso, supongo, también es una demostración de
poder.
—Eres valiente, «Usha Majere», quienquiera que realmente seas. —La elfa
esbozó una sonrisa—. Eso te lo concedo. Te enfrentas a mí. Te quedaste atrás
mientras tu querido «esposo» se encamina a su perdición. Pero también eres estúpida,
humana, pues existen muchas probabilidades de que jamás regrese, y entonces me
veré obligada a decidir qué hacer contigo. No puedes quedarte con nosotros. De
modo que ¿qué tendré que hacer contigo? ¿Dejar que caigas en manos del dragón,
quizá?
—Palin tendrá éxito, y regresará. —Usha siguió mirando al frente—. Es quien
afirma ser, igual que yo soy quien digo ser. Palin Majere encontrará el cetro.
—El Puño de E'li —respondió la elfa—. Si no es Palin Majere, y tiene éxito, le
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arrebataremos el Puño.
«Así que por eso lo dejasteis marchar —se dijo Usha—, para que os consiguiera
el Puño.»
—Es Palin —repitió en voz alta—. Y lo conseguirá.
Entonces, justo enfrente, cerca de un espigado helecho de anchas hojas, Usha
distinguió parte de una cara, una oreja puntiaguda que describía una suave curva.
Después de todo los elfos no eran tan invisibles, pensó con aire satisfecho; pero luego
frunció los labios. Los ojos del arquero se habían encontrado con los suyos. Tal vez
deseaba ser visto, como una especie de amenaza implícita.
—¿Lo conseguirá? —repitió como un loro la elfa—. Difícilmente. —Avanzó
unos pasos dejando atrás a Usha y luego giró para mirarla al rostro; los ojos verdes
taladraron los dorados ojos de la mujer—. Docenas de mis hombres han averiguado
lo insensato que es acercarse a la vieja torre donde se encuentra el cetro. ¿Cómo
podrían tres... un enano, una kalanesti y un humano... triunfar donde docenas de otros
han fracasado?
—Palin es...
—¿Qué? ¿Diferente? ¿Poderoso? Si realmente es Palin, es el hechicero más
poderoso de Krynn, según se dice. Pero Palin Majere no iría acompañado de un
puñado de desharrapados, creo yo, y no exploraría estos bosques. De modo que
¿quién es en realidad? ¿Y quién eres tú? —Los ojos de la elfa siguieron inmóviles,
hipnotizadores, sarcásticos. Usha no conseguía apartar la mirada.
—¡Es realmente Palin! Es el hechicero más poderoso de Krynn, tal y como
cuentan las historias.
—¿Así que tu Palin tiene poderes mágicos? Y yo tampoco carezco de magia
propia, «Usha Majere». Mi magia me dirá quién eres en realidad y qué quieren
realmente tus amigos de este bosque. Tu mente revelará la verdad.
Usha percibió una sensación, un tirón persistente que su mente captó. Sacudió la
cabeza, en un intento de eliminar la sensación, pero en lugar de ello el tirón aumentó
de intensidad; un hormigueo se apoderó de sus extremidades, y sintió unas fuertes
punzadas en la cabeza. Aun así, sus ojos siguieron abiertos y fijos en los de la elfa,
como si un rayo de energía discurriera entre ellos.
—Dime, «Usha Majere» —dijo la elfa con una risita ahogada—. Si eres quien
dices ser, háblame del Abismo donde Palin combatió a Caos. Tú conocerás la
auténtica historia. La auténtica Usha estuvo allí.
Usha ladeó la cabeza y sintió cómo el tirón aumentaba de intensidad.
—Estábamos en el Abismo, Palin y yo. Allí había dragones. Caos. —El
hormigueo de las piernas se transformó en un dolor desagradable y tuvo una visión de
la caverna del Abismo, en la que revivió el calor y olió la muerte—. La guerra...
—Sólo una parte de la guerra, humana. El Abismo fue sólo una parte de ella. Por
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todo Ansalon los elfos lucharon y murieron en la guerra. Igual que hicieron kenders,
enanos y otros muchos. Murieron dragones, Dragones del Mal desde luego, pero
también Dragones del Bien. Más Dragones del Bien que del Mal, dijeron. Más seres
buenos que malvados tomaron parte en la batalla; pero ninguno de los dragones o
caballeros que combatieron en el Abismo sobrevivió. —La elfa hizo una pausa—. Ni
siquiera se lo ha visto a Raistlin Majere desde la batalla del Abismo —dijo por fin—.
Nadie sobrevivió a ese combate, según dicen, excepto Usha y Palin Majere.
—Hubo muchas muertes en el Abismo por culpa de Caos. Era inmenso, un
gigante que apartaba a manotazos a los dragones y pisoteaba ejércitos.
—¿El llamado Padre de Todo y de Nada? —La voz de la elfa era más dulce, con
un atisbo de compasión ahora—. Pero ¿por qué no perecisteis en el Abismo, Usha?
—No sé por qué se nos indultó, por qué viví. Esperaba morir. No sé cómo
escapamos. La muerte, los dragones... No sé...
—La guerra de Caos trastornó el equilibrio de poder en todo Ansalon. Los
señores supremos dragones que controlan ahora nuestro mundo no se habrían vuelto
tan poderosos, creo, si los Dragones del Bien que combatieron en el Abismo hubieran
vivido, si al menos algunos hubieran vivido, para enfrentarse a ellos. Tal vez la Purga
de Dragones no habría tenido lugar y la Muerte Verde no lo abarcaría todo de este
modo. Había Dragones de Bronce en este bosque, y también Dragones de Cobre, pero
lucharon en la guerra y murieron. Y, sin ellos protegiendo el bosque, no había nada
que pudiera detener a Beryl.
La voz de la elfa sonaba más fuerte ahora. Resonaba en el claro, dura y amarga.
—No estoy segura de por qué la Muerte Verde se instaló en este territorio, cambió
el bosque, esclavizó a mi pueblo, nos mató como si fuéramos ganado. Hombres
asesinados frente a sus familias, niños secuestrados y liquidados. No sé por qué Beryl
empezó a asesinar elfos y a utilizar la poca magia que fluía por las venas de mi gente
para crear objetos mágicos. No me importa el motivo... ya no. Pero sí me importa el
que ella siga aquí y que cada día mi gente y yo tengamos que preguntarnos una y otra
vez si viviremos para ver otro amanecer.
—Palin ha ayudado a tu pueblo —replicó Usha—. Ayudó a salvar a los
qualinestis. De no haber sido por él, Beryl habría sacrificado a muchos, muchos más
elfos. Arriesgó su vida en el Abismo, la arriesgó por todo Krynn. La arriesga ahora.
Sin duda debes de tener algo de fe. Sin duda has averiguado suficientes cosas a partir
de mis recuerdos para comprender...
La elfa se acercó tanto que Usha pudo oler el dulzor de su aliento, como lluvia
recién caída sobre las hojas primaverales.
—Claro que creo que es Palin, como ahora creo que tú eres su esposa, Usha. Las
historias revelan mucho sobre tu esposo. Pero sé poco de ti. Eres una desconocida.
¿Quién eres? ¿Cómo te uniste a Palin Majere? ¿Y cómo conseguiste sobrevivir al
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Abismo? —Los ojos de la elfa parecieron agrandarse, aduladores, implorantes,
extrayendo nuevos recuerdos de la mente de Usha.
Con un parpadeo de los ojos de la qualinesti, la mujer se encontró reviviendo su
pasado. La visión del Abismo desapareció, el bosque qualinesti se desvaneció, y
aparecieron árboles diferentes: pinos y altísimos abedules, roble pinos y árboles de
verano. Bajo los pies de Usha y de la elfa apareció una alfombra de arena, y un agua
azul celeste fue a lamer la arena a pocos metros de ellos.
—Mi hogar —musitó la esposa de Palin. A lo lejos, por entre las hileras de
abedules, distinguió las sencillas viviendas de los irdas—. ¡No! —Luchó por apartar
la imagen. Los irdas de la isla, aunque extinguidos ahora, se habían esforzado mucho
por ocultar su presencia al resto de Krynn—. Éste es un lugar secreto —escupió a la
elfa—, no tienes derecho a invadirlo.
—Vosotros os habéis introducido en nuestro bosque, y eso me da derecho a
indagar en ti —fue la respuesta que recibió—. Concéntrate, Usha. Muéstrame más
cosas.
Como si fuera un observador imparcial, Usha contempló impotente el despliegue
de sus recuerdos. Los irdas, con sus hermosas y perfectas figuras al descubierto se
movían por entre sus hogares, llevando a cabo las sencillas tareas diarias.
—Así que eres un retoño de los irdas —comentó la elfa cuando la mirada de Usha
se desvió hacia un irda en concretó, el hombre alto que la había criado, el Protector
—. Bastante hermosa según los cánones humanos, vulgar según los suyos. Una pobre
criatura insignificante.
—No —dijo ella con un dejo de tristeza en la voz—. No soy hija de los irdas.
—Entonces, ¿cómo llegaste a vivir entre ellos?
Usha meneó la cabeza, abatida.
—No lo sé, en realidad no lo sé. Raistlin...
—Sigue. —La elfa enarcó las cejas.
—Raistlin me dijo que nací allí. Desde luego mis padres murieron en ese lugar,
pero él no me contó cómo fue que llegaron a la isla, si llegaron en barco, o... No
importa. Raistlin dijo que los irdas me adoptaron.
—¿De dónde eran tus padres?
—Los irdas no me explicaron nada —repuso ella, apretando los labios hasta
formar una fina línea—. Pero se ocuparon de mí.
—Ya lo creo —indicó la elfa—. Hay algo de ellos en tu persona. A lo mejor vivir
con ellos, en su isla secreta, durante tantos años...
—No hay nada especial en mí.
—Nada de lo que seas consciente, quizá. Nada que los irdas o Raistlin te
contaran. Pero yo percibo otra cosa, Usha Majere. Tus ojos, tus cabellos, la aparente
juventud... Realmente hay algo extraordinario en ti. Pero continúa.
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Usha luchó con desesperación para contener el impulso de revelar más cosas de
su pasado, pero fue una batalla inútil. En cuestión de pocos segundos, ella y la elfa
contemplaron a una joven Usha que crecía entre los irdas, aprendiendo de ellos, pero
siempre diferente del pueblo que la había adoptado.
—Entonces ellos te echaron —comentó la elfa, categórica.
El irda llamado el Protector condujo a una joven y esbelta muchacha de ojos
dorados a un bote varado en la orilla, y la empujó a la mar, deseándole un buen viaje.
Acto seguido el bote apareció deslizándose por las aguas; Usha iba en su interior,
agarrada a la bolsa que le habían entregado, aferrándose con tesón a los recuerdos de
su educación irda.
Al cabo de un día, avistó la costa de Palanthas. Usha, sin soltar la bolsa, saltó a
los muelles y absorbió con fruición las imágenes y sonidos de la ciudad humana.
Aquellas primeras impresiones maravillosas volvieron a asaltarla ahora como un
vendaval que la abrumó. Por entre una especie de neblina, Usha se dio cuenta de que
la elfa también se sentía afectada por la poderosa visión; su expresión mostraba
curiosidad y excitación.
Luego las semanas transcurrieron en unos instantes, y los pasos de la joven se
cruzaron con los de Palin. Usha revivió el momento con el corazón latiendo
desbocado y un fuerte rubor tiñendo su rostro. Se vio inundada de emociones y
esperanzas, sentimientos privados que no deseaba compartir con la elfa; recordó las
pequeñas verdades a medias que en un principio había contado a Palin y a los otros
que conoció. Recordó a Tasslehoff Burrfoot y cómo éste creía que era la hija de
Raistlin debido a sus ojos dorados. Ella no lo corrigió, sino que dejó que el kender
creyera lo que quisiera.
En aquellos tiempos, había deseado que sus nuevos amigos creyeran lo que
desearan, siempre y cuando la aceptaran y la ayudaran a ahuyentar su soledad.
Transcurrió más tiempo, y se encontró a sí misma, a Raistlin y a Palin de pie en
un claro quemado y deseando haber contado al joven Majere que no tenía ningún
parentesco con su tío. Podría haber admitido sus emociones entonces, podría haber
averiguado si él sentía algo parecido por ella. Temió que jamás volvería a verlo, que
moriría y que tantas cosas quedarían sin decir entre ambos.
Alguien enviaba a Palin al Abismo donde tronaba la guerra contra Caos. Un
conjuro se llevó a toda velocidad al joven Majere, y lo transportó a otra dimensión.
Los ojos de Usha se encontraron con los de Palin por lo que podría ser la última vez,
y entonces, de improviso, se encontró viajando con Raistlin.
El mundo se destiñó como las acuarelas alrededor de ella y de la elfa. Espiras
rocosas y paredes de cavernas aparecieron, y se tornaron marrones, naranja y gris
pizarra. El aire se volvió instantáneamente seco, a pesar de que una parte de la mente
de Usha sabía que seguía aún en el bosque qualinesti; pero su memoria percibía el
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calor y olía el azufre del Abismo. La elfa lo experimentaba todo, también. Sus ojos
absorbían todo, mientras su mente continuaba extrayendo imágenes de Usha.
Unas sombras se proyectaron sobre ellas, heraldos de los dragones en las alturas.
Usha y la elfa las persiguieron por el suelo. Muchos dragones llevaban jinetes:
Caballeros de Solamnia y Caballeros de Takhisis. A lo lejos, frente a ella, a Usha le
pareció reconocer la figura de Steel Brightblade, primo de Palin.
El aire se llenó con el fragor del combate, y los alaridos de los hombres resonaron
en las paredes. Había sangre y muerte por todas partes, dragones y hombres heridos
que eran aplastados y desechados como muñecos rotos. Y allí estaba Caos, gigantesco
e impresionante más allá de lo que podía expresarse con palabras.
La elfa se sentía cautivada por la increíble escena. De los ojos de Usha brotaron
lágrimas cuando reconoció a Tas, tan lleno de vida y ascendiendo por detrás del Padre
de Todo o de Nada. Vio las dos mitades de la Gema Gris en sus manos y recordó que
se las habían confiado.
—Conseguid una gota de sangre de Caos y depositadla en la gema —recordó
haber oído decir a Dougan Martillo Rojo. Su primera intentona para conseguirlo
había fracasado, pero Tas consiguió colocarse en posición para un segundo intento.
Palin abrió un viejo libro. Era un tomo lleno de poder, había explicado Raistlin a
su sobrino; los conjuros que contenía eran obra del más importante de los magos
guerreros de Krynn.
En aquellos momentos Usha no lo había entendido todo. Había sido arrojada a ese
mundo desde su resguardado hogar, donde la guerra era sólo una palabra y los
dragones criaturas invisibles.
Pero confió en las palabras de Dougan sobre el poder que poseían las dos mitades
de la Gema Gris, y había depositado toda su fe en Palin Majere, por quien sentía más
que amistad. Empezó a rezar.
Contempló cómo las palabras brotaban de los labios de Palin y vio por el rabillo
del ojo la daga de Tas que relucía bajo la luz fantasmal que el joven había hecho
aparecer para cegar a Caos.
El conjuro del joven hechicero finalizó y un dragón cayó del cielo, asesinado por
Caos. La cola de la criatura golpeó a Palin y lo aplastó contra el suelo del Abismo,
dejándolo inconsciente.
Pero Usha seguía alerta y observó con alegría cómo la daga de Tas atravesaba la
bota de Caos y se abría paso por la gruesa piel hasta llegar a la carne del dios. La
daga hizo una herida en la figura adoptada por el Padre de Todo y de Nada.
El arma lo hizo sangrar, y ella estaba allí, con las mitades de la gema extendidas.
Una gota roja, eso era todo lo que precisaban. Una gota roja cayó en el interior de la
rota gema. Una gota. Las manos de la muchacha cerraron las dos mitades.
Ella y Palin vivieron. ¿Cómo? La sensación de la Gema Gris en sus manos
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desapareció, y el bosque de la Muerte Verde volvió a surgir alrededor de ella y de la
elfa.
—Mis disculpas por hacer que revivieras esa extraordinaria experiencia —se
limitó a decir la elfa—. Presentaba interrogantes que no puedes contestar.
Usha notó que el hechizo perdía fuerza y por fin se retiraba por completo. Hizo
parpadear los ojos, secos por haber estado abiertos tanto tiempo, y los fijó en la elfa;
luego desvió la mirada y descubrió a más de una docena de rostros que la
contemplaban fijamente a través de helechos y matorrales. ¿Habían experimentado
también los arqueros elfos la historia de su vida que se iniciaba en la isla de los irdas
y alcanzaba su punto culminante en la batalla del Abismo? ¿Habían estado al tanto de
sus pensamientos más íntimos?
—El Abismo —susurró Usha—. Hubo tantas muertes...
—Todavía hay muchas muertes —repuso la elfa con tristeza—. Beryl, a quien
llamamos la Muerte Verde, ha asesinado a muchos de nuestros compatriotas.
Quedamos menos de la mitad de los que éramos hace unos pocos años. Tardaremos
siglos en recuperarnos, en volver a ser tan fuertes como fuimos en el pasado. Tal vez
jamás volvamos a ser la misma nación.
—Pero si Palin obtiene el cetro...
—Sí —interrumpió la elfa—. Ese objeto que Palin busca, ese cetro, el Puño de
E'li... —Calló unos instantes, los ojos fijos en Usha—. Tus pensamientos revelaron
que no estás muy segura sobre él. Ni siquiera pareces saber si el poder del cetro es
real.
Usha entrecerró los ojos. ¿Acaso la elfa seguía leyendo sus pensamientos, incluso
ahora?
—No importa lo que yo piense. Es más importante lo que Palin cree.
—Oh, el cetro es muy real. Se llama el Puño de E'li, y es un objeto antiguo que
empuñó el mismísimo Silvanos. Según dicen, decorado, enjoyado y vibrante de
energía. Tal vez si tuviéramos el Puño, podríamos hacer algo contra los secuaces del
dragón. Pero, hasta el momento, los draconianos nos han impedido hacernos con ese
tesoro.
—¡Si Palin lo consigue, no se lo podéis arrebatar! —Usha alzó la voz por primera
vez contra sus anfitriones—. Necesitamos...
—No lo cogeré..., si es que lo encuentra. Me daré por satisfecha si el arma queda
lejos del alcance de los ocupantes de la torre. A saber qué terrores podrían infligirnos
con él. Pero obtendré de ti una promesa. —Los ojos de la elfa relucían, y Usha se
sintió débil; su mente agotada era incapaz de defenderse mientras la mujer persistía
con su magia mental—. Si lo que sea que ha planeado tu esposo no llega a consumir
el cetro, tendrás que hacer todo lo que esté en tu poder, Usha Majere, para mantenerlo
a salvo y finalmente devolvérnoslo. Arriesgarás la vida por este cetro, por el Puño de
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E'li, si es necesario. Arriesgarás incluso tu espíritu, ya que el cetro es mucho más
valioso para Krynn de lo que tú eres. ¿Entendido?
—Arriesgaré mi vida —musitó ella—. Lo mantendré a salvo; lo prometo. —Hizo
una pausa y luego preguntó:— Silvanos... ¿para qué utilizaba él el cetro?
—Te lo diré, Usha Majere. Te lo contaré todo. —La elfa sonrió, y las palabras
brotaron como un torrente de sus labios.
Usha se esforzó por recordarlas, pero se hallaban guardadas bajo llave. Se
hallaban...
—Me estabas contando vuestro viaje por el bosque —dijo la elfa.
La esposa de Palin se pasó los dedos por las sienes, para hacer desaparecer un
ligero dolor de cabeza.
—Sí —respondió vacilante—. Un barco nos trajo aquí.
—¿Cómo lo llamabais, a ese barco?
—Yunque de Flint. Jaspe lo bautizó; lo compró con una joya que su tío Flint le
dio.
—¿Tío Flint?
—Flint Fireforge. Uno de los Héroes de la Lanza.
—El enano legendario. —La elfa ladeó la cabeza—. ¿Sucede algo, Usha?
—Creo que he olvidado algo. Quizá sea algo sobre el cetro. Quizás algo que iba a
decir. Tal vez...
* * *
—¡Usha! —La mano de Ampolla tiraba de su falda, sacándola de su ensoñación
—. Será mejor que entres. El Hechicero Oscuro ha encontrado a Dhamon... con mi
ayuda, claro está.
—De acuerdo —respondió Usha en voz queda; sus dorados ojos contemplaron
sonrientes a la kender—. Me gustará verlo.
Una enorme cuenco de cristal lleno de agua rosada descansaba en el centro de una
mesa redonda de caoba, y una docena de velas gruesas espaciadas uniformemente en
candelabros sujetos a las paredes reflejaban los sombríos rostros de los hechiceros
que contemplaban con atención la reluciente superficie del agua.
Palin estaba sentado junto al Hechicero Oscuro, una figura enigmática envuelta
en ropajes negros. Aunque los Majere habían trabajado con el hechicero durante
años, lo cierto es que sabían muy poco sobre él... o ella. Los pliegues de su túnica
eran demasiado amplios para proporcionar una pista, y su voz era suave e indefinida,
de modo que tanto podía pertenecer a un hombre como a una mujer. Lo único que
sabían era que el Hechicero Oscuro había salido de La Desolación poseyendo poderes
mágicos que nadie podía imitar y dispuesto a ayudar al Ultimo Cónclave en su
campaña contra Beryl.
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Al otro lado, frente al hechicero, se hallaba sentado el Custodio de la Torre, que,
como Palin había confiado a Usha, no era en absoluto un hombre, ni una mujer. Era la
encarnación de la Alta Hechicería, que había adquirido vida en el mismo instante en
que la Torre de Palanthas se desplomó décadas atrás. El Custodio y Wayreth eran una
misma cosa.
Y también estaba Ulin. Usha observó a su hijo, quien recientemente se había
unido al joven Dragón Dorado, Alba, en un intento de aprender más cosas sobre la
magia. El dragón se encontraba ahora en algún lugar de la torre, bajo la apariencia de
un muchacho, vagando y explorando, sin duda, pues la criatura poseía una curiosidad
infinita. Hacía meses que Ulin no regresaba a su casa para ver a su esposa e hijos; ni
siquiera se había puesto en contacto con ellos, y parecía que no planeaba ninguna
visita en un futuro inmediato. El joven iba cambiando ante sus ojos, obsesionándose
con la magia aun más de lo que jamás había estado su padre. Le recordaba a Raistlin.
Gilthanas se mantenía apartado de la mesa, con un brazo rodeando los hombros
de una atractiva kalanesti... que en realidad no era una elfa. Se trataba de Silvara, un
Dragón Plateado que era su compañera, a la que había conocido décadas atrás y a la
que por fin había llegado a admitir que amaba. Bajo su apariencia de kalanesti,
ofrecía una figura llamativa, aunque por lo que a Usha se refería no era más que un
engaño.
La mitad de los presentes en la habitación estaban envueltos en un halo de
misterios y medias verdades, y Usha tuvo que admitir que ella misma era también un
misterio, como la elfa del bosque qualinesti había señalado. ¿De dónde provenía? ¿Y
cuál era el destino final del camino emprendido por Palin y ella?
—¡Usha! ¡Deja de soñar despierta! —Ampolla tiró de ella para que se acercara
más al cuenco.
La mujer fijó la vista en el cristal y vio una figura nebulosa, que al principio no
parecía más que ondulaciones en la superficie. Pero, al mirar con más atención,
descubrió que las ondulaciones eran rizos: los cabellos de Dhamon. Su rostro
apareció con claridad entonces, afligido y decidido.
—Necesitaron mi ayuda, porque yo soy quien lo ha conocido más tiempo —
farfulló la kender—. Bueno, la que lo había conocido más tiempo que ellos supieran.
Lo conocí incluso antes que lo hiciera Goldmoon y, bueno... el Hechicero Oscuro me
hizo toda clase de preguntas sobre Dhamon. Incluidas las cicatrices de sus brazos que
yo había visto. Sus ojos, el modo en que hablaba, andaba, todo. Realmente
necesitaron mi ayuda para localizarlo.
El agua verde rieló, y aparecieron unas hojas que enmarcaban el sudoroso rostro
de Dhamon. Las hojas chorreaban agua, que caía a un suelo cubierto de musgo. Los
pies del caballero avanzaban veloces por encima de ramas podridas y charcos.
—Está en el pantano —explicó Palin—. Por delante de Rig y de los otros, y se
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mueve con rapidez. Prácticamente siguen su rastro, aunque no lo saben.
—¿Adónde se dirige? —inquirió Usha mientras se apartaba de la mesa.
El Hechicero Oscuro pasó una mano blanquecina sobre la superficie, y el agua se
tornó transparente.
—En dirección a unas viejas ruinas en las que habitaban ogros. Cada vez más
lejos de nosotros.
—Hacia Malystryx —sugirió Ampolla.
—Es su dueña —dijo el Hechicero Oscuro.
Usha se preguntó cómo sabía eso el Hechicero Oscuro.
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Negros pensamientos
—¡No! —El grito resonó en el cada vez más oscuro cenagal—. ¡No seguiré adelante,
maldita seas! —Dhamon Fierolobo soltó la alabarda y cayó de rodillas, ahuecó las
manos doloridas y las apretó contra su pecho; luego se balanceó de un lado a otro,
hundiendo la barbilla y apretando los dientes. Sus manos, aunque sin señales visibles,
le escocían terriblemente debido al contacto con la misteriosa arma, y enviaban
oleadas de fuego por sus brazos que luego le recorrían el cuerpo. El pecho le ardía, y
la cabeza le martilleaba—. ¡No seguiré!
Las lágrimas corrían por sus mejillas a causa del dolor y el recuerdo de cómo
había asesinado a Goldmoon y a Jaspe, de cómo había golpeado a Ampolla, a Rig y a
Feril. Su amada Feril, a la que había perdido ahora, para siempre.
—¡Me has arrebatado a mis amigos, mi vida!
Se llevó las manos al muslo, donde sus polainas estaban desgarradas. La roja
escama, que se entreveía, relucía bajo la luz del ocaso. Goldmoon había examinado la
escama, intentando por todos los medios liberarlo de ella y del dragón que lo
controlaba. Los dedos de Dhamon temblaron mientras recorrían los bordes de la
escama, situados al mismo nivel que la piel. Las uñas se hundieron cerca de una
esquina festoneada y tiraron con fuerza. Una nueva punzada de dolor fue toda su
recompensa. Se mordió el labio para no gritar y redobló sus esfuerzos. La sangre
corría por la pierna, por encima de los dedos que escarbaban, pero la lacerante
escama no se movía.
—¡Maldita seas, Malys! —jadeó y rodó sobre un costado, para ir a caer en un
charco de aguas estancadas—. ¡Me has convertido en un asesino, dragón! ¡Me has
convertido en algo malvado! ¡Por eso la alabarda me quema tanto, porque quema a
los malvados! —Sollozó y clavó la mirada en el arma caída a poca distancia de él.
Dhamon la había soltado en cuanto sintió retirarse la presencia del Dragón Rojo,
pocos minutos antes, allí en la cada vez más tenue luz solar. Un atardecer temprano
invadía con rapidez el pantano.
¿Había conseguido finalmente alejar al dragón hembra de su mente? ¿O acaso
ella se había limitado a retirarse para ocuparse de otros asuntos? En realidad, el
motivo de su ausencia carecía de importancia. Lo importante era que por fin estaba
libre. Libre tras correr durante días por esta ciénaga al parecer interminable y
subsistir a base de frutas y agua hedionda. Libre tras matar a Goldmoon, la famosa
sacerdotisa de Krynn, la mujer que había ido a su encuentro en el exterior de la
Tumba de los Últimos Héroes y lo había persuadido para que adoptara la causa contra
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los dragones; la mujer que en una ocasión le dijo que había mirado en su corazón y lo
había encontrado puro y noble.
Estaba libre después de hundir el Yunque. Libre tras perder a Feril.
«¿Libre? No puedo regresar a Schallsea —pensó Dhamon—. No puedo regresar a
enfrentarme a Rig y Feril. Soy un criminal, peor que un criminal: un traidor, un
renegado, el asesino de una anciana y un enano al que llamaba amigo.» Cerró los ojos
y escuchó por un momento a los insectos que lo rodeaban, escuchó su corazón que
seguía latiendo con fuerza. Notó que el dolor de sus manos se mitigaba. «Quizá
debería regresar —reflexionó—. Rig me mataría, sin duda, y eso no sería nada malo,
¿no es así? Desde luego es preferible a ser una marioneta de un dragón.»
—No merezco otra cosa que la muerte —musitó—. La muerte por haber
asesinado a Goldmoon. —Oyó partirse una rama y abrió los ojos, pero no hizo
ningún gesto para incorporarse. No vio nada aparte de la alabarda, a poca distancia, y
las crecientes sombras del crepúsculo.
La alabarda, un regalo del Dragón de Bronce que le había salvado la vida, era un
arma extraordinaria. Pensada para ser empuñada por alguien de excelentes
cualidades, el arma había empezado a quemarle en cuanto el dragón penetró en su
mente, en cuanto él mismo se había condenado. Una mancha de sangre reseca y
marrón ensuciaba el acabado plateado de la hoja; la sangre de Goldmoon y Jaspe,
pero no pensaba lavarla, aunque la humedad de este lugar tal vez se ocuparía de ello
por él. La sangre era un recordatorio de su atroz acción.
«He sido tan débil... —se dijo—. Mi espíritu fue tan débil que dejé que el dragón
se apoderara de mí y me obligara a eliminar a sus enemigos.» Dhamon había
conseguido rechazar al dragón —al menos eso creía— hasta que se encontró en la
Ciudadela de la Luz con Goldmoon. Tal vez siempre había sido muy débil y ella se
había limitado a esperar el momento apropiado para reclamarlo.
«Y es posible que el dragón consiguiera hacerme suyo porque tengo el corazón
corrompido, encenagado aún por los hábitos de los Caballeros de Takhisis. A lo mejor
no he hecho más que engañarme a mí mismo, dejando que la oscuridad de mi interior
reposara mientras me asociaba con Feril y Palin y fingía estar del lado de los buenos.
Y quizás esa oscuridad agradeció la oportunidad de rendirse al Dragón Rojo y
derramar sangre honrada. ¿Quién es más honrado que Goldmoon?»
—¡Maldita sea! —exclamó en voz alta.
No muy lejos de allí se agitaron unas ramas. Y de algún punto, en las
profundidades del pantano, un ave lanzó un grito agudo.
«¿Qué hacer ahora? —pensó Dhamon—. ¿Me quedo aquí tumbado hasta que
algún habitante de la ciénaga decida darse un banquete conmigo? ¿Intento regresar
con los Caballeros de Takhisis? Me matarían: un caballero renegado arrastra consigo
una condena de muerte. Pero ¿merezco algo mejor que la muerte?»
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¿Qué le quedaba sino la muerte? ¿Podría acaso elevar una plegaria de expiación?
—Feril...
Los insectos callaron, y el aire quedó desconcertantemente inmóvil. Dhamon se
arrodilló y atisbo entre las sombras. Había algo allí fuera. El suelo del pantano se
mezclaba con los verdes apagados de las ramas bajas, y los negros troncos se fundían
para crear un muro casi impenetrable. Una luz tenue se filtraba desde el cielo por
entre las ramas del verde dosel que se alzaba sobre su cabeza.
Poca luz, pero suficiente para distinguir tres oscuras figuras que se acercaban.
—Dracs —susurró Dhamon.
Eran negros, toscamente modelados a imagen humana, y unas alas festoneadas
como las de un murciélago les remataban los hombros. Batieron las alas casi en
silencio, lo suficiente para alzarse por encima del empapado suelo, y se aproximaron
a Dhamon. Sus hocicos, semejantes a los de un lagarto, estaban atestados de dientes,
única parte del cuerpo —junto con los ojos— que no era negra y que despedía un
fulgor amarillento.
Al acercarse a Dhamon, éste percibió el hedor de la ciénaga, aunque más potente:
el fétido olor de la vegetación putrefacta y el agua estancada.
—Hooombre —dijo la criatura de mayor tamaño. Pronunció la palabra
lentamente y la terminó con un siseo—. Hemos encontrado un hombre para nuestra
noble señora.
—El hombre será un drac. Como nosotros —siseó otro—. El hombre recibirá la
bendición de Onysablet, la Oscuridad Viviente.
Se desplegaron y empezaron a rodearlo.
Para sorpresa de las criaturas, Dhamon se echó a reír. Que se hubiera liberado por
fin de la señora suprema Roja para ir a caer en las garras de la muerte resultaba
siniestramente cómico. Comprendió que jamás conseguiría ser libre por completo,
jamás conseguiría redimirse. Así pues, la muerte era la única solución, la que
merecía, y un destino mucho más apropiado que convertirse en un drac. Rió con más
fuerza.
—¿Está el hombre loco? —preguntó el de mayor tamaño—. ¿No hay cordura en
su envoltura de carne?
—No —respondió Dhamon, aspirando con fuerza y extendiendo la mano para
coger la alabarda—. No estoy loco, sino maldito.
El asta de la alabarda resultaba un poco demasiado cálida en sus manos, pero ya
no sentía dolor. No le quemaba como había hecho cuando el dragón lo manipulaba.
—Tal vez todavía haya esperanza para mí —musitó—, si sobrevivo a esto. —
Blandió el arma en un amplio arco que obligó a los tres dracs a retroceder—. ¡No me
convertiré en uno de vosotros! —aulló.
—En ese caso morirás —siseó el más grande al tiempo que saltaba en el aire por
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encima del arma.
Dhamon asestó un tajo al drac más cercano, y la hoja mágica hendió sin dificultad
la piel de la criatura hasta hundirse en su pecho. La bestia emitió un alarido, cayó
hacia atrás, y soltó un lacerante chorro de sangre oscura. Dhamon comprendió que se
trataba de ácido e instintivamente cerró los ojos, mientras la ardiente sangre del drac
rociaba todo lo que tenía cerca. Su rostro y manos resultaron escaldados, y estuvo a
punto de soltar el arma. Los ojos le escocían.
—¡Morirás del modo más doloroso! —gritó una voz siseante por encima de él.
Dhamon intentó abrir los ojos, pero el ácido le provocaba el mismo dolor que
dagas al rojo vivo. A ciegas, alzó el arma para volver a atacar y apuntó a donde creía
que se encontraba su adversario; pero, cuando balanceó la alabarda, el drac lo agarró
por el hombro y hundió profundamente las garras. Dhamon tuvo que hacer un
tremendo esfuerzo para mantenerse en pie y soportar el terrible dolor.
Otro drac se abalanzó sobre él y le arrancó la alabarda de las manos. Un alarido
taladró el pantano, gutural y ensordecedor.
—¡Fuego! —aulló el frustrado ladrón.
Dhamon oyó el golpe sordo de la alabarda al ser arrojada contra el suelo.
—¡El arma quema todo lo que es malvado! —chilló el antiguo Caballero de
Takhisis, mientras forcejeaba con el drac grande cernido sobre su cabeza. Cegado aún
por el ácido, agitó las manos hasta encontrar los musculosos brazos de su adversario e
intentó aferrados. La escamosa piel de la criatura era demasiado gruesa para poder
dañarla y demasiado resbaladiza para que Dhamon pudiera sujetarla, pero él se
dedicó a golpearla con los puños.
El drac sujetó con más fuerza los hombros de su presa y batió las alas, intentando
levantarlo por encima del suelo del pantano. Lo sacudió con violencia al tiempo que
partículas de ácido goteaban de sus mandíbulas para ir a caer sobre el rostro alzado de
Dhamon.
—¡Te haré añicos! —maldijo—. La caída aplastará tus frágiles huesos de
humano, y tu sangre se filtrará al pantano de mi señora. Has matado a mi hermano y
herido a mi camarada. La Oscuridad Viviente puede prescindir de tipos como tú.
—¡No! ¡No lo mates! —chilló el que estaba debajo de Dhamon—. Onysablet, la
Oscuridad Viviente, anhelará poseerlo. Es fuerte y decidido. ¡El dragón nos
recompensará abundantemente por capturar una presa así!
—En ese caso se lo entregaremos destrozado.
El drac voló más bajo y arrojó a Dhamon al interior de un charco de aguas
estancadas. El blando suelo húmedo amortiguó su caída, y él hizo un esfuerzo por
recuperar el aliento, parpadeando con fuerza para eliminar el ácido de sus ojos. Su
visión era ahora borrosa, pero podía ver algo. Las figuras eran vagas y grises: troncos
de árboles, cortinas de enredaderas colgantes. ¡Ahí! Un destello plateado: la alabarda.
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Y, cerca de ella, un drac, un figura humanoide de color negro que se movía con
torpeza.
Dhamon apretó los dientes y se abalanzó sobre el arma, que ahora no le quemó;
luego permanció tumbado durante varios segundos con la alabarda bien sujeta,
escuchando, aguardando.
El sordo batir de alas sobre su cabeza le indicó que el que estaba en lo alto se
acercaba. Dhamon giró sobre su espalda y balanceó la alabarda hacia arriba
describiendo un arco.
La hoja hendió la carne de la criatura, y casi partió a ésta en dos desde el esternón
a la cintura. El caballero rodó a un lado veloz, llevándose con él la alabarda y
evitando por muy poco la explosión de ácido proveniente de la bestia mortalmente
herida.
—¡Jamás seré un drac! —escupió al superviviente que se aproximaba—. ¡Nunca
serviré a tu negra señora suprema! Jamás volveré a servir a un dragón! —La alabarda,
húmeda de sangre y agua fétida, casi escapó de sus manos cuando la levantó en
dirección a la criatura que quedaba.
—¡Entonces morirás!
La embestida de la criatura hizo trastabillar a Dhamon, quien perdió pie. Gotas de
humedad acida cayeron de los labios del ser y le salpicaron la barbilla.
—Morirás por haber matado a mis hermanos —rugió el drac—. Por negarte a
servir a Onysablet.
«Moriré por haber matado a Goldmoon, y a Jaspe», se dijo Dhamon.
No morirás --dijo otra voz, ésta procedente de las profundidades de la mente de
Dhamon—. Debes derrotar al drac. Comprendió que el Dragón Rojo había
regresado.
—¡No! —chilló—. ¡Me resistiré a ti! —Intentó expulsar a Malys de su cabeza.
¡Lucha contra el drac! ¡Usa la fuerza que te doy!
—¡No! —En contra de su voluntad, Dhamon sintió cómo sus brazos se alzaban y
las manos apretaban el pecho del drac. Sus miembros, impulsados por la magia del
dragón, apartaron violentamente a la criatura, y los músculos de las piernas se
tensaron y lo obligaron a ponerse en pie.
Las piernas se pusieron en movimiento. Se inclinó y recogió la tirada alabarda. El
terrible dolor regresó en cuanto sus dedos rodearon el mango, y una mueca burlona se
formó en sus labios, una mueca promovida por Malys. El cuerpo de Dhamon se
dirigió hacia el drac que quedaba con vida.
—Yo estoy a salvo, humano. Pero tú no puedes volar y no lo estás. ¡Morirás,
humano! Morirás bajo las garras de Onysablet. ¡La Oscuridad Viviente se acerca! —
La criatura batió las correosas alas para elevarse y se escabulló por entre las gruesas
ramas de una higuera. Desde un rincón en el fondo de su mente, Dhamon observó
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cómo el drac se elevaba más y más en tanto que la ciénaga se oscurecía. Entonces
escuchó el crujido de troncos que se partían y de árboles que eran arrancados.
La negra oscuridad transportaba con ella un abrumador hedor a putrefacción que
recordó al antiguo caballero los olores que lo habían asaltado más de diez años atrás,
mientras deambulaba por entre los caídos en el campo de batalla de Neraka.
Aunque la hembra Roja lo manipulaba, ésta no podía refrenar sus actos
involuntarios. Una serie de escalofríos recorrieron la espalda de Dhamon, y el
repugnante olor empezó a provocarle náuseas.
—¡La Oscuridad Viviente te matará! —le gritó el drac desde lo alto—. ¡O te
obligará a servirla hasta que la carne de tu cuerpo se consuma por la edad! ¡Hasta que
mueras!
Dhamon sintió una sacudida, y se encontró contemplando un muro de negrura.
Lanzó una exclamación ahogada cuando la oscuridad respiró y parpadeó para revelar
un par de inmensas órbitas de un amarillo opaco. La oscuridad le devolvió la mirada.
«Sable», pensó él. La señora suprema Negra. No obstante la fuerza sobrenatural
que su vínculo con Malys le concedía, el antiguo caballero comprendió que ni por
casualidad podría salir bien parado de un enfrentamiento con la Negra. Y se dio
cuenta de que Malys también lo sabía.
La oscuridad se aproximó más, y su aliento era tan apestoso que a Dhamon se le
revolvió el estómago. Tan enorme era la Negra que los ojos del hombre no podían
abarcar toda su figura. No te serviré, fueron las palabras que sus labios intentaron
formar, pero eran palabras condenadas a no ser oídas. No seré un drac. ¡Mátame,
dragón!
—No lo matarás, Onysablet —surgió de su boca. Eran palabras potentes y
aspiradas, con un sonido inhumano. Malys hablaba a través de él—. Es mi títere. Me
trae esta arma antigua. Mira la escama de su pierna, Onysablet. Lo señala como mío.
—Malystryx —respondió la Negra tras algunos instantes de silencio. Bajó la
mirada hacia la pierna de Dhamon y luego inclinó la testa en deferencia a la señora
suprema Roja—. Le permitiré cruzar mi territorio.
¡No!, aulló la mente de Dhamon. ¡Mátame! ¡Merezco ese final!
—No volverá a molestar a ninguna de tus creaciones, Onysablet —continuó
Malys—. Me ocuparé de ello.
La Roja volvió sus pensamientos hacia adentro, para reprender a su pelele.
Seguirás atravesando el reino de Onysablet, le ordenó. Viajarás al sudeste hasta
que te aproximes a los límites del Yelmo de Blode. Hay unas ruinas al borde del
pantano, un antiguo poblado ogro llamado Brukt. Un grupo de Caballeros de
Takhisis se encamina hacia allí..., mis caballeros. No dejaré que te maten según es
costumbre con los caballeros renegados, tal como tu mente me ha informado.
Viajarás con ellos hasta mi pico, donde me entregarás la alabarda y lo que quede, si
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es que queda algo, de tu espíritu.
* * *
Brukt no era más que un poblado improvisado que rodeaba una torre medio
desmoronada de sílex y piedra caliza flanqueada por dos enormes cipreses. La
puntiaguda torre remataba en su parte superior en una especie de colmillo, y por sus
costados crecían enredaderas cubiertas de flores.
Dispuestas a su alrededor había una colección de chozas de bambú y bálago y
varios cobertizos cubiertos con piel de lagarto. Se veían unos pocos edificios más
sólidos, hechos de piedras y tablones, y una construcción de gran tamaño, cuyas
puertas parecían hechas con restos de una carreta. Algunos de los edificios mostraban
textos deteriorados que sugerían que los tablones habían sido antes cajones de
embalaje: «Aguamiel Rocío de la Mañana» y «Curtidos Shrentak» se leía en algunos.
Otros estaban en una lengua que Dhamon no consiguió descifrar.
Un kender, un enano y un pequeño grupo de humanos reunidos al pie de la torre
interrumpieron su conversación y lo miraron con fijeza mientras se aproximaba.
Formaban un grupo desastrado, descalzos y con ropas raídas. Uno hizo un gesto con
la mano hacia un cobertizo, y una enana salió de éste apresuradamente para reunirse
con los otros, al tiempo que acercaba los dedos a la empuñadura del hacha metida en
su cinturón.
—¿Amigo? —inquirió con voz ronca.
—¿Amigo? —repitió el enano. El kender se acercó a la enana y le musitó algo al
oído.
Dhamon intentó responder, decirles que no era ni mucho menos un amigo, sino
que era un agente forzado del Dragón Rojo. Quería decirles que debían huir o
matarlo, pero Malys lo obligó a callar.
—Está con nosotros —dijo una voz que surgió de uno de los edificios de piedra y
tablones. Una mujer apartó la piel que cubría la entrada y salió al exterior. A pesar del
calor del pantano llevaba armadura, una armadura negra con el símbolo de una
calavera en el centro del peto. En lo alto del cráneo crecía un lirio de la muerte,
rodeado por una enredadera de espinas. La llama roja sobre el lirio indicaba que
servía a Malystryx. Una capa negra, sujeta por un broche muy costoso la cubría hasta
los tobillos, y las condecoraciones militares que llevaba en el hombro centelleaban
bajo el sol matutino—. Bienvenido a Brukt, Dhamon Fierolobo.
—Así que definitivamente no es un amigo —masculló la enana, sombría.
—Comandante Jalan Telith-Moor —se oyó decir Dhamon.
La mujer asintió de modo apenas perceptible y se adelantó hacia él. Media docena
de caballeros salieron por la puerta tras ella.
—Llegamos aquí muy tarde anoche —anunció la comandante con voz autoritaria
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—. Aquí, en este lugar desolado, existen al parecer un par de espías favorables a
Solamnia. Los eliminaremos antes de partir. —Frunció los labios pensativa y estudió
el rostro de Dhamon—. O tal vez... —Hizo una señal, y dos caballeros se colocaron
junto a Dhamon y le indicaron que debía seguirlos al interior del edificio.
—Debes de ser muy importante —susurró uno de los caballeros—, para merecer
la presencia de la comandante Jalan. Dejó el reclutamiento de ogros cerca de
Thoradin sólo para venir aquí a tu encuentro.
Dhamon penetró en la construcción y apoyó la alabarda en la pared; luego dejó
que los caballeros lo despojaran de sus ropas, desgarradas y quemadas por el ácido.
—No toquéis el arma —advirtió Malys utilizando su voz.
Uno de los hombres le tendió un cuenco de madera cincelada lleno de agua
potable. El dragón le permitió beber hasta quedar harto; luego se lavó y mantuvo las
manos un buen rato en el agua para aliviar el dolor producido por el arma. Mientras
se vestía con el farseto y la armadura que le facilitaron los caballeros, se dedicó a
escuchar sus murmullos con respecto a la escama de su pierna. La armadura no le
quedaba muy bien, ya que había sido hecha para alguien de una estatura algo mayor.
Odiaba tanto la armadura como la orden de caballería, e intentó apartar al dragón
de su cabeza, pero Malys lo controló con toda tranquilidad.
—Está listo, comandante Jalan —anunció uno de los hombres.
La mujer entró y lo inspeccionó de arriba abajo. Sus fríos ojos se detuvieron unos
instantes en su rostro. Era joven para su graduación, conjeturó Dhamon,
probablemente cerca de la treintena, aunque tenía unas ligeras arrugas. No, eran
cicatrices diminutas, decidió al contemplarla con mayor atención. Su expresión era
dura, la boca fina y poco acostumbrada a sonreír; los cabellos rubios, mucho más
claros que los de él, reflejaban la luz del sol. Dhamon había oído hablar de ella: se
encontraba entre los oficiales de mayor graduación de la orden.
—Interrogamos a algunos de los aldeanos... refugiados, cuando llegamos anoche
—empezó—. Nos preocupaba que hubieran... hecho algo... contigo. Pero resultó que
jamás habían oído hablar de ti. Sin embargo, durante el interrogatorio, uno de ellos
reveló la presencia de espías solámnicos. En una ocasión fuiste amigo de esos
caballeros, ¿no es cierto, Dhamon Fierolobo?
«Fui amigo de uno —pensó él—, un viejo caballero llamado Geoff que me salvó
a pesar de que intenté matarlo.» Los solámnicos habían conseguido que Dhamon
abandonara a los Caballeros de Takhisis, o al menos eso había creído él entonces.
—A lo mejor podrías deshacerte de los solámnicos. Están en el edificio del final
de la calle. Ahórranos molestias. —Jalan se acercó más a Dhamon y le susurró al
oído:— Malystryx me ha hablado de ti y de tu asombrosa arma. Cree que matar a
unos cuantos espías solámnicos podría volverte más... maleable, más útil para ella.
No te mostrarías tan desafiante, siempre intentando resistirte a ella y huir.
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Completaremos tu corrupción, y eso le permitirá concentrarse en asuntos más
importantes. Es por ese motivo que te he guardado este encarguito. Ve y mátalos.
Desde aquel punto oculto en su mente, Dhamon se preparó para soportar el dolor
mientras sus dedos volvían a sujetar la odiosa arma. Apartando a la comandante, salió
con paso firme al improvisado poblado y, con los sentidos intensificados por el poder
del dragón, clavó la mirada en la puerta del edificio situado al otro extremo de la
calle.
La negra armadura que vestía centelleaba bajo el sol, y el tabardo que cubría la
cota de malla tenía un aspecto impecable, sin la más mínima arruga ni hilos sueltos.
El color blanco del lirio resplandecía, y la escama en miniatura del Dragón Rojo
parecía una llama sobre un pétalo reluciente. El dragón lo obligó a avanzar hacia la
construcción.
—Eh, ¿por qué no estás ahí dentro con el resto de los caballeros?
Dhamon bajó los ojos hacia un kender de cabello de estopa, el mismo que había
visto antes susurrando a la enana.
—¿Acaso te han echado los otros caballeros o algo parecido? Si lo han hecho no
deberías lucir esa horrible armadura negra. La plata te sentaría mejor, o nada en
absoluto... Ninguna armadura, quiero decir. —El kender arrugó la pequeña nariz con
repugnancia—. ¿Has hecho algo malo? ¿Es por eso que estás aquí fuera solo? Puedes
contármelo. Soy un oyente fantástico, y no tengo nada que hacer hoy aparte de
escuchar a la gente.
Dhamon hizo caso omiso del insistente kender.
—Vaya, esa arma parece muy bonita. ¿Te importa si le echo una mirada?
—No, no puedes mirar mi alabarda —le hizo decir Malys.
—¿Y el yelmo? ¡Deja que lo vea! ¡Apuesto a que a mí me sentaría mejor!
Dhamon frunció el entrecejo. Malystryx no aguantaba al hombrecillo, y
empezaba a considerar la posibilidad de forzar a Dhamon a matarlo.
—Además ¿a qué viene ese aspecto malhumorado?
Dhamon le dedicó una ominosa mirada.
—No hay nada en ese viejo lugar. Lo sé bien. He estado dentro. Hay cosas mucho
más interesantes en Brukt. Te las podría mostrar.
El dragón permitió que Dhamon se detuviera, y éste lanzó un profundo suspiro.
—Sólo intentaba ser amistoso —se disculpó el kender.
—Yo no merezco tener amigos. —Le sorprendió que la Roja permitiera que aquel
comentario surgiera de sus labios—. Mis amigos tienen tendencia a morir.
—¡Caramba! —El kender dio un paso atrás—. La verdad es que en realidad no
quiero ser amigo tuyo —dijo con tono algo ofendido. Luego alzó la voz hasta casi
convertirla en un grito—. La mayoría de la gente de por aquí ya tiene muchos
amigos.
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»Bueno, tú eres un Caballero de Takhisis --continuó el kender en voz más alta, en
tanto que volvía a arrugar la nariz—. A la gente realmente no le gustan los Caballeros
de Takhisis, ¿no es así?
—Aparta —advirtió Dhamon, al sentir cómo el dragón cambiaba la alabarda de
mano. Ahora se encontraba ya justo ante la puerta, y extendió la mano hacia el tirador
—. Ya has hecho suficiente, intentando avisar a los de dentro de mi presencia.
—¿Es eso lo que crees que hacía? —inquirió el kender, y su voz parecía expresar
una genuina sorpresa. Jugueteó con algo situado en la parte baja de la espalda—. ¿De
verdad crees que intentaba advertir a alguien?
El dragón masculló algo en la voz de Dhamon. La puerta estaba cerrada con
llave... A través de las grietas de la madera, Dhamon descubrió que estaba reforzada
con barras de metal. La Roja dobló los músculos del brazo del antiguo caballero, y
éste tiró. La puerta se soltó de sus bisagras, y con un esfuerzo mínimo Dhamon la
arrojó a un lado.
—¡Bueno, yo diría que estabas en lo cierto si pensabas que intentaba avisar a
alguien! —continuó el kender. Extrajo una pequeña daga curva de una funda que
llevaba en la cintura y la hincó en la pantorrilla de Dhamon—. ¡Tenemos compañía!
—anunció.
El dolor de su pierna compitió con el ardor de las manos, pero el dragón obligó a
Dhamon a no hacer caso de ninguno. Este tomó nota rápidamente de los ocupantes —
ocho hombres armados— y luego giró en redondo hacia el kender.
—¡Lárgate de aquí! —maldijo apretando los dientes—. ¡El dragón me obligará a
matarte!
—¡No veo ningún dragón! —chilló el otro—. ¡Sólo veo un asqueroso Caballero
de Takhisis! —El kender, sin apartarse, volvió a atacarlo con el cuchillo.
Dhamon apretó el puño y lo descargó sobre la cabeza del kender con fuerza
suficiente para dejarlo sin sentido, si es que no lo mataba. El hombrecillo se
desplomó, y el dragón de su interior pareció satisfecho.
—¡Ese bastardo caballero negro ha matado al pequeño Guedejas! —exclamó uno
de los hombres del interior, empuñando una lanza—. ¡Démosle su merecido!
Los ocho se abalanzaron al exterior. Cuatro iban armados con toscas lanzas,
cuatro con espadas. De estos últimos, dos parecían diferentes. La mente de Dhamon
registró su aspecto. Iban vestidos como los otros, pero era en sus ojos donde estaba la
diferencia: curiosamente, no mostraban temor y estaban clavados en él.
Percibió cómo el dragón captaba sus pensamientos y sintió cómo lo obligaba a
curvar los labios en algo parecido a una sonrisa.
—Te superamos en número, bastardo de Takhisis. ¡Ríndete! —vociferó el más
alto de los hombres, a la vez que intentaba que los demás bajaran las armas.
«Caballeroso», pensó Dhamon desde la zona secreta del fondo de su mente. ¡No
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me obliguéis a matarlos!, suplicó a los ausentes dioses. ¡Permitid que ellos me
maten! ¡Permitid que suelte esta arma maldita!
—¿Rendirme a vosotros? —Se oyó decir. El dragón alzó la alabarda y, al mismo
tiempo, Dhamon lanzó una patada y asestó un fuerte golpe a uno de los solámnicos.
El hombre cayó, la lanza rodó por el suelo con un ruido metálico, y Dhamon dirigió
el arma hacia otro de los hombres que empuñaban una lanza. La hoja hizo pedazos la
lanza y arrojó al suelo otra que intentaban clavarle. Se dio cuenta de que Malys
disfrutaba con aquella situación.
—¡Dioses! —chilló uno de los aldeanos—. ¡La hoja corta el metal como si fuera
mantequilla!
—Igual que hará contigo —escupió el dragón con la voz de Dhamon.
Los reflejos adquiridos en incontables batallas hicieron que éste se agachara y
esquivara una lanza que acababan de lanzarle. Giró a la derecha, evitando otra
estocada. ¡Dejad que suelte esta alabarda!
Uno de los guerreros arremetió contra él, pasando por debajo de su arma, y atacó
con su espadón. Dhamon hizo bajar la alabarda, que partió en dos el acero enemigo.
El simpatizante solámnico dio un salto atrás. Los adversarios de Dhamon no podían
competir con él —tanto él como el dragón lo sabían—, pues, no obstante su mayor
número, no tenían ninguna esperanza de poder derrotarlo.
—¡Huid de mí! —chilló Dhamon, obteniendo algo de control sobre Malys—.
¡Huid antes de que os mate! —Contempló con cierta satisfacción cómo cuatro de los
hombres daban media vuelta y corrían hacia la parte trasera del edificio. El resto hizo
lo mismo cuando dio unos cuantos pasos amenazadores hacia ellos.
Con la poderosa visión que le concedía el dragón, observó cómo los hombres
arrancaban unas cuantas tablas sueltas para abrir una abertura en la parte posterior.
Luego empezaron a introducirse por ella. Un guerrero que todavía empuñaba su
espada protegía la retirada. Dhamon estudió los ojos del hombre; eran desafiantes e
indicaban que aquél estaba dispuesto a morir para mantener a los otros a salvo.
—¡Huye! —le gritó Dhamon. Desvió la mirada del solámnico a sus propios
dedos; los nudillos estaban blancos y le ardían. ¡Permitid que suelte la alabarda!
Concentró todos sus esfuerzos en aquella idea: soltar la...
El guerrero se agachó y avanzó, empuñando la espada y balanceándola ante
Dhamon. Con un grácil movimiento, éste dejó caer la alabarda, que rebanó músculo y
hueso y cortó el brazo del hombre que empuñaba el arma. El herido se sujetó el
muñón, negándose a gritar, y cayó de rodillas. Dhamon retrocedió unos pasos para
evitar el chorro de sangre.
En el exterior, detrás de él, escuchó murmullos, las voces de aldeanos curiosos
que se apelotonaban. Distinguió la severa voz de la comandante Jalan.
—¡Sucio Caballero de la Oscuridad! —chilló el herido—. ¡Acaba conmigo!
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—Ya lo has oído —indicó la comandante Jalan, de pie a su espalda—. Acaba con
él.
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6
Perspectivas sombrías
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—Espero que lo hayas localizado ya cuando lleguemos a Khur —le había
contestado Rig—. No quiero que este viaje por el pantano resulte inútil.
—Nos espera un largo día, mañana —dijo Fiona—. Y el siguiente. Y el siguiente.
—Se limpió el barro del peto—. Hemos de recorrer más terreno del que hemos
recorrido, si queremos tener una posibilidad de atraparlo. ¿Crees que maese Fireforge
podrá resistirlo?
—Jaspe es fuerte. Lo conseguirá. Pero tú... deberías pensar en dejar esa armadura
aquí —aconsejó él. Señaló el saco de lona que guardaba el resto de su metálica
vestimenta—. Es pesada, y arrastando todo eso durante dos horas más cada día sólo
conseguirás agotarte con mayor rapidez. No podemos permitir que unos pedazos de
metal nos retrasen.
—Hasta ahora me las he apañado. Unas cuantas horas más al día no importarán.
—Si tú lo dices.
—Además, la armadura es parte de lo que soy. La parte más importante.
Rig fue a decir algo más, pero un ruido sordo en dirección sur lo interrumpió. Se
parecía al resoplido de un caballo de gran tamaño, y lo que fuera que lo había
producido se acercaba. Se llevó un dedo a los labios, desenvainó la espada, e hizo una
seña a Fiona para que no se moviera; luego desapareció entre el follaje sin darse
cuenta de que ella lo había seguido.
La vegetación era tan espesa que apenas podían ver a más de un metro de
distancia; aun así, el sonido se tornó más nítido con cada metro que avanzaban. El
marinero se movía despacio, comprobando el suelo que tenía delante antes de apoyar
un pie.
Se encontraban a unos cien metros de distancia del campamento cuando
descubrieron un claro ante ellos. La única luna blanquecina de Krynn brillaba sobre
un pequeño estanque cubierto de musgo, bordeado por media docena de seres
grotescos.
—Dracs —susurró Rig a Fiona—. Dracs negros.
La joven solámnica los contempló con mirada de asombro. Había oído hablar de
ellos en los relatos de Rig y Feril sobre su combate con los dracs con los que habían
tropezado inopinadamente en la guarida de Khellendros meses atrás en los Eriales del
Septentrión. Pero sus descripciones no habían hecho justicia a las criaturas. La luna
de Krynn las mostraba en todo su monstruoso horror.
La mitad de aquellos seres tenían una figura vagamente humana con amplias alas
parecidas a las de un murciélago, cuyas puntas rozaban la parte superior de los
helechos lenguas de ciervo. El hocico, de aspecto equino, estaba cubierto de
diminutas escamas negras, escamas que eran mayores en el resto del cuerpo y
centelleaban siniestras a la luz de la luna. Los ojos eran de un amarillo opaco, al igual
que los colmillos; las garras, largas, curvadas y afiladas. Una fina cresta de escamas
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se iniciaba en la parte posterior de la cabeza y finalizaba en la base de la delgada cola
serpentina.
La luz era demasiado débil para comprobar si los otros tenían el mismo aspecto
de estos tres. Los sonidos que emitían carecían de toda pauta que pudiera insinuar una
especie de lenguaje; más bien recordaban los gruñidos de una piara de cerdos.
Cuando el resto quedó iluminado por la luz lunar, Rig y Fiona descubrieron que
estos tres eran diferentes de sus compañeros. Uno poseía alas, pero eran cortas,
festoneadas e irregulares, y se extendían desde los omóplatos de la criatura hasta
encima de la cintura. La cabeza era más humana que equina, y largos cuernos crecían
hacia arriba desde la base de la mandíbula. Los brazos eran cortos, terminados en
garras deformes en el punto donde debieran haber estado los codos, y la cola era
bífida y gruesa.
Los otros dos eran los de mayor tamaño, de dos metros y medio de altura por lo
menos. La piel parecía correosa, sin rastro de escamas o alas, aunque había unas
protuberancias deformes en los omóplatos. Eran de un negro mate, sin nada que
brillara en el cuerpo, y la cabeza parecía demasiado grande para el cuerpo. El largo
hocico lucía dientes curvos de longitudes muy desiguales que impedían que la boca
se cerrara por completo. Un hilo de baba descendía del que poseía el hocico más
largo y desaparecía entre los helechos con un chisporroteo. «Ácido», se dijo Rig. Los
brazos eran más largos de lo que correspondía al cuerpo, y recordaban al marinero los
babuinos que había visto en su juventud en la isla de las Brumas.
—Sssí, bebed —siseó el cabecilla de los dracs—. Bebed, pero deprisa. Tenemos
un trabajo importante esta noche.
Los dos dracs con aspecto de primates se acercaron a la poco profunda agua, y los
ojos de Rig se abrieron de par en par. Los brazos no terminaban en garras: eran como
serpientes terminadas en cabezas con colmillos, que lamían ansiosas el agua
estancada.
Los dedos del marinero se cerraron alrededor de la empuñadura de la espada. Sin
duda los seres eran malignos, como el drac azul al que se había enfrentado. Sabía que
su obligación era atacarlos y eliminarlos, para impedir que infligieran daño a otros.
Lo sabía... pero aflojó la mano e hizo una seña a Fiona para que retrocediera.
Desde una distancia más segura, observaron cómo los tres dracs y las tres
criaturas grotescas bebían hasta hartarse y luego se encaminaban al oeste.
—Podríamos haberlos sorprendido —le musitó ella cuando estuvo segura de que
los seres estaban lo bastante lejos—. Son criaturas horrorosas.
—Tal vez podríamos haberlo hecho —respondió Rig con calma. «Quizá
debiéramos haberlo hecho», se dijo mentalmente; luego siguió en voz alta:— Pero
allí atrás hay otras tres personas en el claro, y soy responsable de ellas. Y tenemos
otras prioridades: Dhamon, la alabarda, la corona de Dimernesti. No podía
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arriesgarme a poner en peligro nuestra misión. —Interiormente añadió: «Rig Mer-
Krel, has cambiado. Y no estoy seguro de que sea para mejorar».
* * *
Era bien entrado el mediodía cuando los pelos del lomo de Furia se erizaron. El
lobo pegó las orejas contra la cabeza, y sus labios se crisparon; arañó el suelo
nerviosamente con una pata.
Groller fue el primero en observar el desasosiego de su compañero del reino
animal. Hizo señas a Rig, e indicó al lobo. El semiogro ahuecó la mano y recogió
aire, que luego se llevó a la nariz, e inhaló profundamente.
—El lobo huele algo —anunció Rig.
—También yo huelo algo —susurró Feril—. Algo no huele bien.
—Nunca creí que algo oliera bien en este lugar —añadió Jaspe.
Fiona sacó su espada y se colocó junto a Rig. Éste había estado conduciendo al
pequeño grupo en la dirección en que, según el Custodio, encontrarían las ruinas del
poblado ogro, pero éstas debían de estar aún a un día de distancia.
—Voy a explorar —informó Rig con voz queda—. Puedes acompañarme si dejas
ese saco con la armadura.
La mujer lo dejó caer en el lugar más seco que encontró.
—Yo también iré —ofreció Feril.
—La próxima vez —respondió Rig con una mueca.
Groller miró al marinero y se llevó ambas manos a la boca; las puntas de los
dedos tocaron y cubrieron los labios. Luego las dejó caer a los costados, como si
desechara algo.
El marinero asintió. «No te preocupes —indicó sacudiendo la cabeza y haciendo
girar las manos ante la frente—. No haré ningún ruido.» Sacó su alfanje, indicó con
un gesto a Fiona que lo siguiera, y desapareció en un santiamén.
—¿Crees que se trata de Dhamon? —inquirió Jaspe en voz tan baja que Feril tuvo
que inclinarse sobre él para oírlo.
—No estamos tan cerca de las ruinas —respondió.
—Ya, pero...
—Muy bien, vayamos a averiguarlo —dijo Feril, y se dispuso a seguir el rastro
dejado por Rig y Fiona.
Jaspe hizo intención de ir tras ella, pero la mano de Groller cayó pesadamente
sobre su hombro. El semiogro hizo girar los dedos para señalarlos al enano y a él y
luego indicó el suelo.
—Ya, Rig quiere que nos quedemos aquí —musitó Jaspe, y asintió con la cabeza
para indicar que comprendía. Luego extendió las manos frente al pecho, como si
sostuviera las riendas de un caballo, expresándose con gestos—. ¿Quién ha puesto a
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Rig al mando? —preguntó—. Yo quiero ir a ver.
Groller se encogió de hombros, levantó del suelo el saco de Fiona y siguió al
enano. El lobo gruñó por lo bajo, mientras avanzaba con paso quedo tras ellos.
Rig, Fiona y Feril se encontraban más adelante, agazapados tras un bancal de
espigados juncos. Más allá de donde estaban había cuatro criaturas reptilianas que
conducían a un grupo de elfos de aspecto lastimoso por un bosquecillo de chaparros.
—Hombres con escamas —susurró Feril—. Pero no parecen dracs.
Las cuatro criaturas eran verdes y estaban cubiertas por gruesas escamas en
relieve. Tenían la espalda encorvada y un torso abultado cubierto con placas
correosas de un verde más claro. La cabeza era parecida a la de un caimán,
encaramada en un cuello muy corto. Tres de ellos llevaban lanzas festoneadas con
plumas naranjas y amarillas, y conversaban entre sí en una lengua desconocida. El
cuarto sostenía una larga enredadera sujeta al grupo de prisioneros.
—Los elfos son silvanestis —indicó Fiona en voz baja—. He contado una
docena. —Feril asintió.
Los rubios elfos estaban atados unos a otros con la enredadera a modo de soga;
una enredadera espinosa que se les hundía en la carne y rodeaba muñecas y tobillos.
Los prisioneros estaban demacrados, y las pocas ropas que conservaban estaban
hechas jirones y mugrientas.
Sin decir una palabra, Jaspe introdujo la mano en su saco y sacó el Puño de E'li.
El cetro se acomodó perfectamente a su mano. La mirada de Rig se cruzó con la suya,
y también él se alzó de detrás de los matorrales, empuñando la espada. Arremetieron
contra las criaturas, y Furia pasó corriendo junto a ellos como una nebulosa forma
rojiza.
Fiona no tardó en seguirlos. Groller soltó el saco de lona, se llevó la mano a la
cabilla, y se abrió paso por entre los arbustos. Detrás de ellos, oculta todavía entre los
juncos, Feril había cerrado los ojos. Sus dedos jugueteaban con las hojas de las
plantas como un músico acariciaría las cuerdas de un arpa. Dejó que su mente
penetrara en la ciénaga y empezó a canturrear.
El lobo chocó contra la primera criatura reptiliana, a la que derribó sobre las
juncias.
Rig atacó al que se encontraba justo detrás, y se agachó para esquivar la estocada
de la lanza que empuñaba el ser, al tiempo que lanzaba su machete al frente. El arma
se hundió en el muslo de la criatura, del que brotó un chorro de negra sangre; sin
embargo, el reptil no emitió el menor sonido y ni siquiera parpadeó, por lo que Rig
maniobró para encontrar una mejor oportunidad.
Fiona interceptó sin problemas el ataque de una tercera criatura y lanzó una
cuchillada al blindado abdomen, pero el adversario se movió con rapidez, a pesar de
su tamaño, y esquivó con facilidad el golpe.
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Rig evitó por muy poco una lanzada bien dirigida. Su arma desvió el siguiente
ataque, en tanto que los dedos de la mano libre se introducían en su cinturón y
sacaban tres dagas. Arrojó los cuchillos contra el oponente de Fiona.
—¡Sí! —exclamó. Las dos primeras dagas se hundieron en el pecho del ser, pero
la tercera falló el objetivo.
—¡Gracias, pero puedo ocuparme de mis propios combates! —le gritó la joven
solámnica.
—Sólo intentaba ayudar —replicó él mientras hacía una finta a la derecha, antes
de clavar la espada en el costado de su adversario. La criatura siseó y lanzó una lluvia
de viscosos escupitajos al rostro del marinero; el extremo de la lanza del hombre
lagarto golpeó con fuerza el estómago de Rig, y éste cayó de espaldas, aturdido, al
tiempo que sacaba otras tres dagas.
La criatura reptiliana a la que se enfrentaba Fiona luchó por incorporarse,
mientras chorros de sangre negra brotaban de sus heridas.
—¡Ríndete! —gritó ella, esperando que pudiera comprender su lengua.
El otro negó con la cabeza, pero ella empezó a agotarlo, moviéndose de un lado a
otro y lanzándole estocadas.
Entretanto, Groller luchaba con la criatura lagarto que había llevado sujetos a los
elfos cautivos. El semiogro blandía su cabilla a la vez que intentaba esquivar la larga
daga curva de su enemigo. Jaspe también estaba muy ocupado, con el Puño en la
mano derecha, distrayendo al ser con sus gritos y giros.
El reptiliano no era enemigo para ambos. El semiogro descargó la cabilla contra
un costado de la cabeza del ser, y Jaspe sonrió de oreja a oreja al escuchar crujir el
hueso.
El ser lagarto cayó de rodillas y se desplomó contra el suelo, al tiempo que Jaspe
y Groller saltaban a un lado para esquivarlo.
Entre los juncos, a más de doce metros de distancia, los dedos de Feril seguían
acariciando las largas hojas.
—Deja que éste viva, Furia --musitó. Sus sentidos corrieron más allá de los
juncos y fueron a flotar sobre las juncias dirigiéndose hacia el lobo.
Las mandíbulas de Furia estaban ennegrecidas por la sangre de la criatura; se
había dedicado a asestar dentelladas al estómago del hombre lagarto, mordiendo a
través de las gruesas placas de piel y sin dejar de mantener a su adversario de
espaldas contra el suelo. Sin darle respiro, el lobo se introducía como una exhalación
bajo sus zarpas y le asestaba dentelladas.
—Deja que éste viva. —El canturreo de Feril se hizo más sonoro, sus sentidos
rozaron las puntas de las juncias, y las hojas cercanas al lobo y a la criatura
empezaron a retorcerse, al azar en un principio, y luego con un propósito. Se
enroscaron alrededor de los brazos y piernas del ser y lo inmovilizaron sobre el suelo
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húmedo; aun así, ni una de ellas tocó al lobo.
—¡Furia! --llamó Feril mientras distanciaba sus sentidos.
El animal levantó la cabeza, el hocico chorreante, y se encaminó a grandes saltos
hacia el reptiliano con el que luchaba Rig. El marinero tenía una daga entre los
dientes y dos más en la mano izquierda; en la derecha sostenía el alfanje. Retrocedió
unos pasos y arrojó las dos dagas de la mano izquierda al ser que tenía delante. Sin
embargo, sólo una alcanzó el objetivo y penetró en el estómago del reptiliano.
—Estoy perdiendo puntería —maldijo el marinero, mientras cogía la daga que
tenía entre los dientes.
Furia saltó sobre la criatura y cerró las mandíbulas con firmeza sobre la muñeca
de ésta, lo que impidió que pudiera arrojar la lanza. Rig aprovechó la oportunidad y
blandió la espada contra el ser. Salpicado de sangre negra, el marinero retrocedió para
contemplar cómo aquella cosa se desplomaba pesadamente de espaldas entre
horribles convulsiones. Furia saltó sobre el pecho del reptiliano y le desgarró la
garganta.
Rig se giró y descubrió a Fiona asestando mandobles al hombre lagarto
superviviente. La mujer se agachó para evitar un débil lanzazo, y su larga espada
rebanó la cintura de su adversario, que emitió el primer grito de dolor que les
escuchaban proferir. Fiona soltó el arma de un fuerte tirón; luego la lanzó al frente y
arriba, y acabó limpiamente con el ser.
—¿Lo ves? No necesitaba ayuda —declaró la dama, en tanto que liberaba la
espada y la frotaba contra la hierba para limpiar la sangre.
Rig tocó a Fiona en el hombro y le indicó a Feril y Groller. La kalanesti y el
semiogro se dedicaban a desatar las enredaderas que sujetaban a los prisioneros. El
marinero y la solámnica se encaminaron hacia ellos.
—No tenemos palabras para daros las gracias —les dijo una elfa de aspecto
demacrado. Sus ojos se clavaron en los de Rig—. Habíamos perdido toda esperanza.
Rig y Fiona se unieron a la tarea de retirar con sumo cuidado las ramas cargadas
de espinas que habían esposado a los prisioneros. Jaspe volvió a guardar el Puño en el
saco, se acercó lentamente a estudiar las heridas de los elfos, y meneó la cabeza.
—Las espinas, este lugar... —dijo entristecido—. Esta gente necesita ayuda. La
mayoría de las heridas están infectadas. Tardaré algún tiempo, si es que puedo hacer
algo.
—Yo te ayudaré —ofreció Feril—. No importa el tiempo que haga falta.
—No nos sobra el tiempo —intervino el marinero—. Hemos de apresurarnos para
localizar Brukt. Y a Dhamon.
—Estas personas necesitan descanso y cuidados —insistió el enano—. No pienso
abandonarlas en estas condiciones.
Los ojos de la kalanesti taladraron los del marinero.
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—Ninguno de nosotros los abandonará así —dijo.
—Sabemos dónde se encuentra Brukt —manifestó la mujer escuálida—.
Podríamos guiaros hasta allí. Os debemos la vida.
—En ese caso conducidnos cuando os hayamos curado —respondió Feril.
—¿Cuánto tiempo vamos a tardar con esto? —preguntó Rig en voz baja a la
kalanesti. Señaló en dirección este—. Nos quedan unas pocas horas de luz y...
Los ladridos de Furia lo interrumpieron. El lobo perseguía a la única criatura
lagarto superviviente, la que Feril había atrapado con la ayuda de la vegetación. Al
interrumpir la concentración, las plantas habían soltado al escamoso prisionero.
—¡Necesitamos a ése con vida! —le gritó Feril a Rig, que corría en pos del
fugitivo—. Necesitamos respuestas a algunas preguntas.
El marinero acortó distancias y golpeó violentamente a la criatura en la espalda.
El hombre lagarto cayó de bruces, y Rig se arrojó sobre él en un instante, lo hizo girar
sobre sí mismo y se sentó sobre su pecho. Un cuchillo centelleó en el aire.
—¡Vivo! —aulló Feril.
—¡En ese caso será mejor que hagas tus preguntas deprisa! —contestó él a
grandes voces—. Puede que esta cosa no viva mucho más tiempo.
El marinero apoyó la daga contra la garganta del hombre lagarto, y fijó la mirada
en sus negros ojos.
—La señora desea un poco de información —escupió—. Será mejor que
comprendas nuestra lengua.
—Comprendo... vuestras palabras... algunas. —La voz del ser era áspera.
—¿Ante todo, qué eres? —exigió Rig mientras esperaba a la kalanesti.
El escamoso entrecejo de la criatura se frunció en expresión perpleja.
—No eres un drac. ¿Qué eres?
—Bakali —respondió al cabo de un instante.
—Nunca oí hablar de los bakalis —farfulló Rig—. ¿Qué es un bakali?
—Yo bakali —repuso la criatura.
—Eso no es lo que yo...
—¿Qué se supone que iba a sucederles a estos elfos? —interrumpió Feril.
El marinero apretó el cuchillo con más fuerza contra la garganta del bakali, y un
hilillo de sangre negra apareció bajo el filo.
—Suelta esa lengua bífida tuya, bakali —ordenó, no muy seguro de cómo se
pronunciaba la extraña palabra—. Contéstale.
—Dracs —replicó él—. Señora Onysablet quiere elfos convertidos en dracs.
—Eso sólo funciona con humanos —dijo el marinero—. Lo sabemos. Así que
piensa otra respuesta.
—Dracs —insistió la criatura—. Abominaciones. Humanos hacen dracs
perfectos. Elfos, ogros hacen abominaciones de dracs. Horribles, corruptos.
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—Las criaturas del estanque —musitó Fiona.
—Señora Onysablet quiere abominaciones. Le gustan las cosas corrompidas.
—¿Hay más elfos cautivos en otros sitios? —Feril se aproximó más—.
¿Humanos? ¿Ogros?
—No sé —respondió la criatura—. A mí no importa.
—Así pues, ¿adonde los llevas? —preguntó Rig.
—Profundidades pantano. Señora Onysablet nos encuentra allí, coge prisioneros.
Nosotros cazamos más. Regresamos profundidades pantano. Nuestras vidas son un
círculo alrededor del dragón.
—¿Hasta dónde hay que adentrarse en el pantano? —Ahora era el turno de Jaspe.
—No sé. —La criatura intentó encogerse de hombros—. Hasta que señora
Onysablet aparece.
—Salgamos de aquí —sugirió el enano—. Si el dragón se presenta...
—Sí —asintió Rig—. Si el dragón se presenta, estamos muertos.
—O seréis abominaciones —añadió la mujer demacrada, señalando a Feril y
Groller.
De un solo tajo, Rig degolló a la criatura; luego se incorporó y bajó la mirada
hacia la negra sangre que cubría gran parte de sus ropas.
—No tenías que matarlo —susurró Jaspe, en tanto que Feril reunía a los elfos y
empezaba a atenderlos—. Cooperó.
—Si el dragón aparece, es mejor que no encuentre mas que cadáveres. Los
muertos no hablan, amigo mío. Ahora mira si puedes ayudar a Feril, para que
podamos ponernos en marcha.
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7
Grandes planes
Los muertos yacían por todas partes, ejecutados con espada, aplastados por zarpas de
dragón, eliminados por los rayos que surgían de las fauces de Khellendros. Todos
estaban irreconocibles; cadáveres sin rostro desperdigados entre restos de armaduras.
Sus muertes mostraban a las claras la valentía de los caídos, pero para el gran
Dragón Azul la carnicería sólo era un agradable trofeo más; el olor acre que se
elevaba del ensangrentado suelo resultaba embriagador.
Las invasiones de Tarsis, Kharolis y las Llanuras de Ceniza en el sur eran algo
soberbio. Las conquistas aumentaban, cada una más valorada que la anterior. Hubo
numerosas victorias en Trasterra y Gaardlund, y se había invadido Solamnia. Todo
por Kitiara, la humana con corazón de dragón.
Mientras permanecía tumbado en la meseta de Malys, Tormenta sobre Krynn
visualizaba a su antigua compañera con claridad. La enorme señora suprema Roja se
encontraba cerca, con los ojos fijos en un volcán que se alzaba ante ella mientras
repetía en voz queda: «Dhamon, no debes soltar jamás la alabarda». Preocupada con
algo, había dejado que Khellendros se sumergiera en sus propios pensamientos.
En su mente, el Azul veía a la muchacha de pie frente a él, ataviada con la
armadura azul que complementaba las escamas añil del dragón. «Más querida que
una hija —pensó—. Más apreciada aún. Pronto la rescataré y volverá a nacer.» No
tardarían en estar juntos otra vez, y dejaría de perder el tiempo con Malystryx la Roja.
Malys había adoptado a Khellendros como una especie de compañero, y no lo
trataba exactamente como a un criado, tal y como había empezado a tratar a los otros
señores supremos, sino más bien como a un socio menor. Pero Tormenta sobre Krynn
sabía que otros compartían de vez en cuando los siniestros afectos de Malystryx.
Estaba seguro de que el Blanco, Gellidus, había sido su consorte; pero guardó
silencio sobre este asunto y muchos otros, mientras escuchaba con cierta curiosidad
cómo la Roja conminaba a un peón humano, Dhamon —había oído a Ciclón
mencionar ese nombre—, a seguir las órdenes de alguien llamado comandante Jalan y
no tirar la alabarda.
El señor supremo Azul no prestaba mucha atención a las intrigas de Malys ni a
sus relaciones con los otros señores supremos y los Caballeros de Takhisis. Su propia
alianza con la Roja era sólo de conveniencia, para no despertar sus sospechas; no era
antinatural para un dragón fingir cooperación como hacía él.
No obstante, en épocas pasadas Khellendros había desafiado a su estirpe, y había
sido leal sólo a otro dragón, una calculadora hembra Azul llamada Nadir.
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Nadir había muerto durante la Tercera Guerra de los Dragones, pero no antes de
poner una serie de huevos, varios de los cuales sobrevivieron al Cataclismo para
convertirse en la orgullosa progenie de Khellendros en los páramos de la zona
occidental de Khur. La meseta de Malystryx se hallaba en Goodlund, y en estos
momentos él no se encontraba excesivamente lejos de Khur.
Una hija se distinguió por su celo en el combate, y se unió a Khellendros en el
servicio a la Reina de la Oscuridad. La hija del Azul, a quien los humanos llamaban
Céfiro, era ambiciosa, pero su padre consideraba que le faltaba la audacia militar
necesaria para sobrevivir, por lo que manipuló la adjudicación de compañeros en el
ejército draconiano azul e hizo que su hija fuera pareja de una joven humana que
empezaba a escalar puestos: Kitiara uth Matar. Iba en contra de la costumbre, ya que
a los dragones se los emparejaba con humanos del sexo opuesto, pero Khellendros ya
tenía fama de ir en contra de las tradiciones.
La elección que el Azul hizo de Kitiara fue muy sabia. Céfiro aprendió mucho de
la humana y ascendió hasta el puesto de teniente primero de Skie y su compañera,
una astuta guerrera llamada Kartilann de Khur. Estando juntos, nadie podía vencer al
cuarteto, que condujo un ataque victorioso tras otro en el campo de batalla.
Hasta lo sucedido hacía muchísimo tiempo, durante la batalla de Schallsea.
La isla de Schallsea, reflexionó Khellendros, era el lugar de la tristeza definitiva y
el punto de destino de la venganza, donde no hacía mucho tiempo había derrotado a
Palin Majere y robado las valiosas reliquias. Donde los sueños morían y empezaban.
—No abandones la alabarda —oyó que repetía Malys. El gran Azul hizo como si
no la oyera; después de todo, sus palabras no iban dirigidas a él, por lo que se
concentró en sus recuerdos de la isla.
Habían transcurrido decenios. Khellendros y Kartilann encabezaban una batida
sobre la isla. No existían motivos para temer a aquel enemigo inferior, ninguna razón
para sospechar que pudiera producirse el desastre; pero la flecha de un francotirador
mató a Kartilann, y poco más tarde también Céfiro resultó abatida. En medio de la
tristeza de Khellendros, se produjo otra nueva transgresión de la tradición. En los
ejércitos draconianos de la Reina Oscura siempre que el compañero resultaba muerto,
dragón o humano, el que sobrevivía quedaba generalmente deshonrado. Y quedar
deshonrado a los ojos de Takhisis era algo que el Azul no podía ni estaba dispuesto a
tolerar. Perspicaz, el dragón hizo un pacto con Kitiara y formó rápidamente pareja
con ella... en parte para honrar a Céfiro, en parte para salvar las apariencias ante la
Reina de la Oscuridad.
Su asociación, nacida de las muertes de un dragón y un humano, de dos
disoluciones, fue un golpe de genio creativo. Se complementaban con tal perfección
que Khellendros y Kitiara al principio parecieron omnipotentes. Juntos condujeron al
Ala Azul de conquista en conquista: Tarsis, Kharolis, las Llanuras de Ceniza y
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muchas más.
Dama Oscura, llamaban a Kitiara. Señora del Dragón.
Los humanos llamaban Skie a Khellendros. Un nombre impropio, que carecía de
toda insinuación de poderío y que había llegado a despreciar; excepto cuando surgía
de la boca de Kitiara.
La Dama Oscura se encontraba ante él ahora en su ensoñación, la figura
perfectamente imaginada en medio de los vapores que se alzaban del abrasado suelo
del Pico de Malystryx. Como un espejismo, la visión resultaba sedante a su espíritu.
Pronto llevaría a Kitiara de regreso a Krynn y mantendría la promesa hecha. Pronto
ya no tendría que asentir sin rechistar a las órdenes de la señora suprema Roja.
Tendría a Kitiara, a quien quería más que a una hija...
—¡Khellendros! —La voz sonó como un temblor de tierra.
Dejó que la imagen de la mujer se desvaneciera y clavó la mirada en los
humeantes ojos de la Roja.
—Sí, Malystryx. Tu plan tiene mérito. Unir a los dragones bajo una nueva
Takhisis forjará una nueva época. —Una parte de él había estado escuchando.
—La Era de los Dragones —ronroneó Malys—. Esto ya no volverá a llamarse la
Era de los Mortales.
—Esta ascensión tuya... —empezó el Azul.
—Precisará una magia excepcional —terminó ella por él—. Un objeto magnífico
viene en estos momentos de camino hacia nosotros, transportado por un
insignificante peón humano. Lo escoltarán más humanos para proteger la reliquia. La
comandante Jalan conduce a los Caballeros de Takhisis, mis caballeros.
—¿Y necesitarás otra magia?
—Onysablet, Gellidus, incluso Beryllinthranox buscarán y facilitarán sus tesoros
mágicos con mayor poder. Como debes hacer tú. Reúne la magia para mí: reliquias
ancestrales llenas de poder arcano en bruto.
—Desde luego.
—Necesitaré la energía guardada en todas estas cosas para que me ayude en la
transformación. —Sus ojos relucieron siniestros, y aparecieron pequeñas llamas en
las comisuras de la inmensa boca—. Liberaremos la magia cuando hayamos reunido
suficientes objetos y cuando sea el momento justo. La soltaremos en Khur.
El lugar donde Nadir había puesto sus huevos, se dijo Khellendros, donde Kitiara
y él habían combatido en una ocasión codo con codo.
—Volveré a nacer.
El Azul asintió con la cabeza.
—Cerca de la Ventana a las Estrellas.
Khellendros conocía el lugar. En la antigüedad había servido como portal a El
Gríseo, donde en el pasado podría tal vez haber encontrado con mayor facilidad a
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Kitiara. Era un lugar habitado por humanos.
—Cuando sea Takhisis, dominaré por completo a los humanos. Los aplastaré.
Dejarán de existir los focos de resistencia. Nadie osará desafiarnos. Y nadie podrá
esconderse. Ni siquiera la mayor de las criaturas que todavía...
—¿Como el Dragón de las Tinieblas que tanto te preocupa?
Un retumbo surgió de las profundidades del vientre de Malys.
—Ese bandido me desafía. Sigue eliminando dragones menores y obteniendo
poder de sus cuerpos sin vida.
—Como todos nosotros hicimos durante la Purga de Dragones. Tú nos diste
ejemplo. Nos mostraste el modo.
—Pero ordené el final de la purga.
—Y él no te obedeció.
—Lo encontraré —afirmó Malystryx, en un tono lo más desapasionado posible
—. Ahora, o cuando me transforme en la nueva Takhisis, lo encontraré y me desharé
de él. Sus poderes serán míos.
—¿Y los Dragones del Bien?
—Se unirán a mí. Los Plateados y los de Bronce, los de Cobre y los de Latón...
Incluso los Dorados. Todos se unirán a mí.
—La mayoría morirán, creo yo, Malys.
—No todos ellos. —La Roja inhaló con fuerza y soltó aire despacio mientras
contemplaba las volutas de humo que brotaban de sus ollares—. La vida les resultará
más preciosa que la muerte, incluso la vida bajo mi mando. He estado muy ocupada
haciendo planes y he identificado a aquellos a los que se puede convencer. Como
verás, he estado trabajando. ¿Y tú, Khellendros? ¿Qué has estado haciendo en los
Eriales del Septentrión?
—He estado controlando el territorio. He creado un ejército.
—¿Reuniendo seguidores? —inquirió ella con sequedad—. Sólo tienes a uno que
resulte realmente prometedor.
—Ciclón.
—Un dragón ciego. --La voz de la Roja estaba llena de desprecio.
—Es muy competente.
—¿Capaz de gobernar los Eriales del Septentrión? —Khellendros entrecerró
ligeramente los dorados ojos, pero Malys continuó—. ¿Es capaz de controlar
Palanthas y de cuidar de los Caballeros de Takhisis o conducir legiones de cafres?
¿Puede crear los dracs que necesitamos? ¿Dominar todas las tribus insignificantes
que plagan tu enorme desierto blanco y acosan a los dragones Azules que te sirven?
—¿Piensas reemplazarme por él, entregarle mi territorio?
Un atisbo de sonrisa apareció en las fauces de la señora suprema Roja.
—Desde luego —respondió con suavidad—. Igual que Ferno acabará por
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reemplazarme como señor supremo de este dominio.
Se irguió para sentarse sobre los cuartos traseros, y su cuerpo se alzó por encima
de él, la testa tan alta como las cimas de los volcanes que circundaban su meseta.
—Pero yo no necesitaré un territorio concreto, ya que todo Ansalon será mío. Y,
como Reina Oscura, necesitaré un rey. —Bajó los ojos para clavarlos en los de
Tormenta—. Gobierna a mi lado. Tan sólo tu inteligencia y ambición son lo bastante
grandes para complementar a las mías.
Khellendros levantó ligeramente la testa, aunque tuvo la sensatez de mantenerla
bien por debajo de los ojos de ella.
—Me siento honrado, mi Reina. Y acepto. Entregaré mi territorio a Ciclón
cuando llegue el momento.
—El momento no tardará en llegar. Ferno viene hacia mí ahora. Le contaré
nuestro acuerdo. Heredará mis dominios. Luego tú y yo seremos los dueños de
Krynn.
* * *
El Dragón de las Tinieblas se deslizaba sobre las corrientes de aire ascendentes
que originaban las montañas del Yelmo de Blode, con el sol de la mañana refulgiendo
sobre su lomo. Su largo y grueso hocico estaba lleno de dientes irregulares que
parecían pedazos afilados de cuarzo humeante; los ojos eran de un gris brumoso con
pupilas negras. Dos cuernos, también de un gris brumoso, se alzaban hacia arriba y
atrás desde lo alto de la testa; cuernos más pequeños, como pedazos de ónice afilado,
se desplegaban desde el puente de la nariz hasta lo alto de la cabeza, bordeando las
mejillas. La cara inferior de las alas era la zona más oscura, negra como la
medianoche, negra como un espíritu corrompido.
También Onysablet era negra, pero el Dragón de las Tinieblas no era,
estrictamente hablando, un Dragón Negro. Tenía las escamas oscuras, pero en cierto
modo traslúcidas, de un color que variaba con la luz y las tinieblas. Por lo general
cazaba al anochecer, cuando las sombras del mundo eran más densas. Era su hora
favorita, aunque en ocasiones cazaba muy entrada la noche, cuando se fundía con el
cielo de color ébano, invisible para todos excepto aquellos que eran más perspicaces.
Tener que cazar en esta soleada mañana lo alteraba un poco; se encontraba fuera de
su elemento, pero su presa estaba a mano. Y ello exigía esta incursión insólita.
Descendió más y estiró el largo cuello azabache para poder inspeccionar mejor el
suelo y atisbar en el interior de los escarpados afloramientos y estribaciones. Un
poblado ogro se alzaba entre dos cimas, y una columna de humo se elevaba de las
chozas destrozadas, perfumando el aire con el aroma de la madera quemada y los
cuerpos carbonizados. Cuerpos de ogros. El dragón no sentía cariño por los ogros,
pero tampoco los odiaba. Había eliminado a un buen número durante su vida. Pero
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también los toleraba a veces, como toleraba un gran número de cosas en esta tierra.
No obstante, ese día le fastidiaban los chapuceros saqueadores que no consumían ni
enterraban a los muertos después de realizar sus incursiones.
Percibió que los Caballeros de Takhisis, los saqueadores, su presa, se encontraban
a menos de un día de marcha, justo al otro lado de las montañas. Viró al sudoeste y
descubrió más cadáveres en su camino. Docenas de cuervos que se daban un festín
con los restos salieron huyendo cuando su sombra pasó sobre ellos. Los kilómetros se
esfumaron bajo sus alas. Las horas pasaron. Y entonces algo más captó su atención.
Por debajo de él, a unos dos kilómetros aproximadamente, había un Dragón Rojo.
Volaba al nordeste y era un Rojo de gran tamaño, tal vez de unos veinte metros desde
el hocico a la punta de la cola.
El Dragón de las Tinieblas ascendió más y observó al Rojo unos instantes,
calculando su edad y su fuerza. Sabía que los Dragones Rojos se encontraban entre
los más terribles.
El reptil estudió el suelo a sus pies, en busca de montañas que pudieran proyectar
sombras suficientes para ocultarlo de modo que no tuviera que enfrentarse al Rojo.
Buscó... y encontró. Plegó las alas a los costados y descendió en dirección a una cima
cercana.
Mientras bajaba, observó cómo el Rojo continuaba su camino. Vio que aminoraba
la velocidad y echaba un vistazo en su dirección, y se preguntó si el otro dragón lo
dejaría en paz, pues estaba seguro de haber sido descubierto.
Ferno se dirigía a Goodlund, llamado por Malystryx. El lugarteniente de la
hembra Roja sabía que no debía perder tiempo en Blode, pero también sabía que
llevarle a su reina aquel trofeo lo elevaría en su estimación. La señora suprema
odiaba al Dragón de las Tinieblas y, aunque se rumoreaba que existían unas cuantas
de estas criaturas en Ansalon, sólo una sería tan osada como para volar en pleno día.
Sin duda se trataba del renegado que tanto disgustaba a su señora. Malystryx lo
recompensaría abundantemente.
Ferno batió las alas con mayor velocidad y viró al este, abriendo las fauces de par
en par. Fue alimentando el calor a medida que éste crecía en su estómago como si
alimentara un horno; cuanto más cerca volaba del Dragón de las Tinieblas, más
pensaba en la gratitud que le demostraría la señora suprema Roja.
Desde su poco apto escondrijo, el oscuro dragón echó una última mirada al
enemigo que se aproximaba. Era demasiado tarde para buscar sombras mejores. No
ahora, cuando el Rojo había tomado una decisión. El Dragón de las Tinieblas
describió un ángulo para ir al encuentro de su adversario, y batió las alas despacio
mientras se elevaba, a la vez que reunía todo su poder y concentraba las energías.
De la boca de Ferno surgió una llamarada, una crepitante bola de fuego que salió
disparada para envolver al otro. Las traslúcidas escamas negras chisporrotearon y
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reventaron, mientras el calor y las llamas amenazaban con arrollar al Dragón de las
Tinieblas.
La oscura criatura agitó las alas con más fuerza y velocidad, para elevarse por
encima de las llamas y del aire abrasador. El Rojo estiró las zarpas y las hincó con
fuerza en la negrura que era el pecho de su oponente, arrojando una lluvia de escamas
al aire.
El Dragón de las Tinieblas aulló, aspiró con fuerza, y soltó su propio aliento letal,
una nube de oscuridad que se ensanchó para envolver al Rojo. Negra como la tinta, la
nube se dobló sobre sí misma, cubriendo al otro y absorbiendo su energía.
—¿Cómo te atreves? —siseó Ferno; sacudió las alas, aleteando para mantenerse
en el aire, y volvió a atacar con las garras—. ¡Malystryx me recompensará por
matarte!
Pero el otro se había escabullido, y se cernía ahora por encima del Rojo y de la
negrura. Con su adversario temporalmente cegado, escuchó las pullas que éste le
dedicaba sin dejar de vigilar y aguardar; luego lanzó una segunda nube de oscuridad,
justo cuando la primera empezaba a disiparse, y se abalanzó al interior de las tinieblas
que envolvían a su víctima, con las garras bien extendidas. Sus ojos atravesaron las
sombras con la misma facilidad con que otros veían bajo la luz. Con las zarpas
rebanó las alas del Rojo, rasgándolas y llenando el aire con ardiente sangre de
dragón.
—¡Por esta afrenta, morirás de forma horrible! —rugió Ferno. Aunque
virtualmente ciego, el Dragón Rojo no estaba en absoluto indefenso; giró la cabeza
sobre el hombro, y su aliento abrasador salió como una exhalación para incendiar el
aire.
Escamas de un negro traslúcido se fundieron bajo el intenso calor, y una oleada
tras otra de un dolor abrasador recorrieron el cuerpo del Dragón de las Tinieblas. Una
nueva llamarada lo envolvió, y sólo pudo hundir las garras con más fuerza en el lomo
del Rojo, al tiempo que bajaba la dolorida cabeza para acercarla al cuello de su
adversario. Unos dientes parecidos a cuarzo humeante se hincaron con fuerza hasta
abrirse paso por entre las escamas y llegar a la carne oculta debajo. El oscuro reptil
cerró los dientes como una tenaza y le hundió las garras en los costados; luego soltó a
su presa y se apartó violentamente de su lomo para alzar el vuelo y huir del calor y el
dolor.
El Rojo lanzó un juramento y batió alas enfurecido. Por fin consiguió liberarse de
la nube de oscuridad que había seguido absorbiendo sus fuerzas.
—¡Malystryx! —chilló—. ¡Escúchame, Malystryx! —Cegado todavía, se esforzó
por poner en funcionamiento sus otros sentidos.
El Dragón de las Tinieblas se deslizó en lo alto, silencioso, sin dejar ningún olor,
mientras recuperaba fuerzas y absorbía la energía perdida por el otro. Mientras lo
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seguía, se dio cuenta de que sus heridas no eran mortales.
—¡Maldita seas, criatura de Tinieblas! —rugió el Rojo—. ¿Dónde estás?
¡Enfréntate a mí!
Por encima de él, silencioso aún, el Dragón de las Tinieblas abrió las fauces,
reunió toda la energía que le quedaba, y lanzó una nueva nube de oscuridad.
—¡Malystryx! —Una vez más Ferno se sintió engullido por la negrura. Era como
una manta fría y húmeda, que sofocaba sus llamas y absorbía su energía y su
voluntad—. ¡Malystryx!
—Tu señora suprema se encuentra demasiado lejos para poder ayudarte. —El
Dragón de las Tinieblas se dignó hablar por fin, la voz chirriante. Se sentía débil,
había sufrido quemaduras horribles, y sin duda quedaría desfigurado para siempre.
Consideró la posibilidad de escapar mientras el Rojo seguía aturdido. En las sombras
podría curarse, y sin duda el Rojo lo dejaría marcharse ahora.
—¡No necesito que me salve nadie! —replicó el otro. Ferno había escuchado con
atención las palabras de su oponente y podía determinar con precisión el lugar donde
éste se encontraba. Aspiró con fuerza, torció la testa y proyectó otra ráfaga de fuego.
El Dragón de las Tinieblas había descendido en picado en el mismo instante en
que el Rojo abría las fauces, y se retorció sobre el lomo de éste justo mientras las
crepitantes llamas pasaban sobre su cabeza. Escaldado, luchó por hacerse con el
control de la situación y mantener inmovilizado al Rojo. Clavó las garras, al tiempo
que sus mandíbulas volvían a encontrar el cuello de la presa. Sangre ardiente fluyó
por sus dientes de cuarzo y descendió sobre las montañas del suelo.
Con su última bocanada de fuego, Ferno había agotado las pocas energías que le
quedaban, y ahora apenas si podía mantenerse en el aire, en especial con el peso del
otro dragón sobre él.
—Malystryx... —Tan agotadas estaban sus fuerzas, que el nombre surgió como
una fuga de vapor—. Malystryx, ayúdame —rogó.
Las negras garras se hincaron con más fuerza, dientes humeantes desgarraron la
carne; y el Dragón de las Tinieblas sintió que lo invadía un torrente de energía cuando
empezó a absorber la energía vital del Rojo.
* * *
Malystryx observó el cielo, estudiando la figura cada vez más lejana de
Khellendros. El Dragón Azul, al que había dado permiso para retirarse y así poder
ella dedicarse a otros asuntos, regresaba a los Eriales del Septentrión. Tormenta
informaría a Ciclón, su lugarteniente, de los planes de la señora suprema Roja.
En las profundidades de su mente, Malystryx escuchó una vocecita ahogada de
cierta importancia.
—Ferno —dijo en voz alta. Cerró los rojos labios, dirigió los sentidos hacia lo
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más recóndito de su mente, y envolvió sus pensamientos alrededor del que susurraba.
Se obligó a localizar a su rojo lugarteniente.
* * *
Dhamon Fierolobo avanzó en dirección al indefenso espía solámnico, alzó la
alabarda para acabar con él, y entonces notó cómo la presión de la señora suprema
perdía fuerza. La Roja se retiró un poco más, y él pudo detener la mano.
A su espalda, en el gran edificio provisional, la comandante Jalan se acercó un
poco más.
—El solámnico... —empezó—. Acaba con él; si no puedes hacerlo, me veré
obligada a hacerlo por ti.
* * *
—¡Malystryx! —llamó Ferno con desesperación.
El Dragón de las Tinieblas no cedía.
Perdidas las fuerzas, las alas incapaces de soportar el peso, Ferno se precipitaba al
vacío. Montado sobre él, su oscuro adversario persistía en su salvaje ataque, que
acababa con la energía del Rojo.
Ferno sintió el cálido contacto de su sangre en el cuello y el lomo. Las zarpas se
agitaron en el aire inútilmente, y notó cómo el viento le agitaba las alas. Entonces,
afortunadamente, advirtió que las garras de Tinieblas lo soltaban y las atroces
mandíbulas se abrían; se percató de que su adversario abandonaba su lomo y
agradeció librarse de su peso.
Sobresaltado, se dio cuenta entonces de lo cerca que debía de estar del suelo.
Seguía sin ver otra cosa que oscuridad; pero percibía la tierra, ahora cerca debajo de
él, y realizó un último esfuerzo encarnizado por hacer funcionar las alas.
Demasiado tarde. Ferno percibió la caricia de la mente de Malystryx. Luego
sintió cómo una lanza de roca se hundía en su vientre, empalándolo en la cima de una
montaña. Después de esto ya no sintió nada.
El Dragón de las Tinieblas revoloteó sobre las corrientes ascendentes varios
minutos, contemplando los ríos rojos que brotaban del dragón muerto. Luego
descendió para absorber la energía que aún quedaba en el Dragón Rojo.
* * *
—¡Ferno! —El grito de Malystryx resonó en los volcanes que circundaban su
pico. La atronadora palabra sacudió la meseta, y, como en respuesta, los conos
enrojecieron y enviaron a lo alto volutas de humo sulfuroso, mientras ríos de lava
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descendían por las laderas de los volcanes. Cintas rojas y naranjas, que relucían con
fuerza bajo el sol de la mañana.
La enorme señora suprema estaba enfurecida. Los planes compartidos se habían
ido al traste. Las intrigas a medio tramar entre los dos quedaban ahora desbaratadas.
Pero, más que la pérdida de su lugarteniente, la encolerizaba la falta de respeto
demostrada por el Dragón de las Tinieblas. La Purga de Dragones había finalizado a
una orden suya; los dragones dejarían de extraer poder de los infortunados espíritus
de aquellos que vencían. ¡Nunca se volvería a hacer!
Se podía reemplazar a Ferno —de hecho lo reemplazaría— en pocas semanas.
Pero el otro dragón...
Un retumbo se inició en las profundidades de su ser, y fue creciendo hasta que el
ruido inundó la meseta. Fuertes llamaradas surgieron de sus fauces para ir a lamer las
bases de los volcanes, y su cólera creció.
* * *
Con las fuerzas renovadas por la energía del Rojo, el Dragón de las Tinieblas
reanudó su marcha. A medida que transcurrían los minutos, las montañas parecían
encogerse, y a lo lejos divisó el verde invernadero que era el pantano de Onysablet. Y
allí, prácticamente entre las montañas y las estribaciones, donde las humeantes
brumas de la jungla se pegaban al suelo, un afilado colmillo se alzaba desafiante al
cielo. Estaba rodeado de cobertizos y toscas chozas: hormigueros llenos dé vida.
Los saqueadores se arremolinaban en el lugar, confiados. Cubiertos con las negras
cotas de malla a pesar del calor, los Caballeros de Takhisis estaban reunidos en el
exterior de una construcción de gran tamaño. El chasquido del metal, evidencia de
una pelea en curso, hendía el aire. Había hombres y mujeres situados detrás de los
caballeros, curiosos por lo que acontecía en el interior del edificio, deseosos de echar
una ojeada a los combatientes. Un enano y un kender estaban arrodillados y atisbaban
por entre las piernas de los caballeros de armadura.
Demasiado cerca. Era culpa suya. No se podía evitar.
El dragón pegó las alas a los costados y se lanzó en picado, y la sombra que
proyectaba en el suelo fue creciendo a medida que se acercaba.
—¡Ya me has oído, Fierolobo! ¡Acaba con él! —gritó una voz autoritaria desde el
interior del edificio. Los sentidos del Dragón de las Tinieblas percibieron claramente
aquella voz dictatorial ya que nadie más hablaba en ese momento—. Acaba con él!
El dragón abrió la boca y soltó una nube de oscuridad sobre los caballeros de
negro. La nube descendió sobre ellos, los sofocó —como sofocó a los inocentes
espectadores— y les robó la vista y la energía.
El aire se inundó de gritos de sorpresa, terror, incredulidad. El Dragón de las
Tinieblas observó cómo caballeros y plebeyos por igual intentaban escabullirse
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alocadamente del frío manto de aire sofocante que él creaba. Chocaban entre ellos y
corrían hacia sus toscos hogares. Unos cuantos fueron a parar directamente al pantano
de Onysablet. Hormigas estúpidas.
El reptil descendió más para distinguir a los que vestían armaduras, y por lo tanto
eran su objetivo. Sus garras atraparon a los caballeros uno a uno.
En el interior del edificio, la comandante Jalan oyó los primeros gritos y giró en
redondo, para encontrarse con la impenetrable negrura que caía en aquellos instantes
al otro lado del umbral. Retrocedió, desenvainó la espada, y llamó a los hombres que
se hallaban más cerca.
Detrás de ella, Dhamon Fierolobo sintió el peso de la abrasadora alabarda en las
manos. El omnipresente dragón de su mente se había desvanecido, y clavó los ojos en
el hombre que tenía delante.
—¡Huye! —le gritó. El espía solámnico se oprimió el muñón con gesto aturdido
—. ¡Huye!
El espía permaneció inmóvil sólo un momento más. Luego, encontrándose con la
mirada desorbitada de Dhamon, se encaminó tambaleante hacia el fondo del edificio.
Habían arrancado apresuradamente algunas tablas para crear una salida, y el sol
penetraba a raudales por la abertura. El hombre dedicó una última mirada a su
adversario por encima del hombro y se introdujo por el agujero.
Dhamon dejó escapar un suspiro de alivio. A su espalda, la comandante Jalan
lanzó un juramento. El antiguo caballero escudriñó su mente en busca del dragón y
no encontró ningún rastro, así que dio un paso indeciso hacia la parte trasera de la
construcción.
Siguió sin recibir contraorden por parte del dragón y se preguntó si sería un truco
para hacerle creer que era libre. Comprendió que la salvación estaba fuera de su
alcance, ahora que había derramado sangre solámnica. Se había condenado para toda
la eternidad. Pero ¿dónde se encontraba la presencia del dragón? Dio otro paso
vacilante. ¿Era esto un juego más que el reptil finalizaría con un tirón de los hilos de
su marioneta?
Consideró la posibilidad de arrojar la alabarda al suelo y salir huyendo. Tal vez el
dragón quisiera que la comandante Jalan se hiciera cargo de ella ahora. Percibió
entonces los gritos del exterior y vio cómo la comandante erguía la espalda y
penetraba en las siniestras tinieblas.
Dhamon Fierolobo se echó el arma al hombro y sin hacer ruido se escabulló hacia
la parte posterior, pasó al otro lado de la abertura, y emergió a la luz.
Había unas colinas al este, y no muy lejos distinguió un paso entre las montañas.
El paso no, decidió; podían seguirlo con demasiada facilidad. Miró en derredor en
busca de aldeanos o simpatizantes solámnicos; había sangre en el suelo, un rastro.
Dhamon hizo caso omiso, y decidió correr en dirección a las colinas. Mientras
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ascendía gateando sobre rocas cubiertas de musgo, dedicó una última mirada al
poblado y contempló la oscura nube. Distinguió lo que parecía una larga cola
sobresaliendo de ella y escuchó los horrorosos alaridos y el entrechocar del acero.
Los Caballeros de Takhisis combatían contra algo que se encontraba dentro de las
tinieblas; la nube era demasiado pequeña para cubrir a Onysablet, por lo que supuso
que tal vez envolvía a uno de sus esbirros.
Ascendió penosamente por el escarpado terreno de las estribaciones de Blode y se
encaminó a las montañas. La voz del dragón había desaparecido.
* * *
El Dragón de las Tinieblas se había atiborrado. Había acabado con todos los
Caballeros de Takhisis excepto uno; la comandante Jalan era la única superviviente.
El dragón sólo sabía que era una cabecilla importante, a juzgar por las
condecoraciones de su armadura. Aparte de ello, también debía de poseer un valor
poco corriente al atreverse a presentarle batalla.
La comandante avanzó, cegada por la nube, tropezando con los pocos cadáveres
que el dragón no se había tragado todavía. Balanceaba la espada ante ella, despacio,
en busca del enemigo que no podía ver.
El Dragón de las Tinieblas estudió por un instante su rostro decidido, y luego
batió las alas para elevarse por encima de la negra nube. La oscuridad se disiparía en
cuestión de minutos, aunque la mujer seguiría sin ver durante más tiempo. Decidió
dejarla vivir, que fuera el único superviviente, para que contara a su draconiana
señora aquel triunfante ataque. Los supervivientes eran necesarios; de lo contrario no
quedarían testimonios de sus grandes hazañas.
El dragón se elevó alejándose del poblado, y bordeó las estribaciones del Yelmo
de Blode para dirigirse hacia las montañas. Se dedicó a buscar sombras hasta que por
fin divisó una que le gustó, situada a mitad de camino de una cima. Planeó por el aire
hasta ella y se encontró con la entrada de una cueva, cuya oscuridad interior era densa
y agradable. Su oscura figura rieló y se encogió lo suficiente para permitirle pasar por
la abertura y acogerse al amigable abrazo de las sombras del interior. Decidió que
había llegado la hora de descansar, de saborear su éxito y hacer planes. Cerró los
oscuros ojos.
Volvió a abrirlos horas más tarde. En el interior de la caverna resonaban los pasos
de un intruso.
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Una cuestión de oportunidad
—¿Adónde te diriges, Ulin? —Ampolla estaba de pie en medio del corredor, con las
piernas abiertas, cerrando el paso al joven. El pasillo de lo alto de la Torre de Wayreth
describía una curva y era estrecho, de modo que, aunque la kender era menuda, no
había modo de esquivarla.
Ulin cambió de posición la mochila de piel de su espalda y le hizo un gesto con la
cabeza para indicar que se hiciera a un lado.
—¿Adónde vas? —insistió ella, sin moverse.
—Me marcho.
—¿Adónde te marchas? ¿A casa con tu esposa?
—Simplemente me voy, Ampolla. Todavía no sé a qué lugar. —El mago se pasó
la mano libre por la rojiza cabellera y bajó la mirada hacia la decidida kender—. Me
voy de aquí. —añadió sin perder la calma.
—¿Necesitas compañía? Podría ir contigo. Esto empieza a resultar aburrido.
—No esta vez.
—¿Saben Palin y Usha que te vas?
El joven lanzó un largo suspiro y asintió.
—Claro que sí. Se lo dije. Soy un adulto, Ampolla. Puedo hacer lo que quiera, ir a
donde quiera.
—Pero los dragones y todo lo demás. Rig y Feril y...
—Me marcho con un dragón, Alba. —El joven Majere había conocido al dragón
durante su viaje con Gilthanas al territorio helado de Ergoth del Sur, y Alba le había
enseñado cómo absorber la esencia de un dragón para dar más fuerza a los conjuros.
Ulin había probado por primera vez aquella, técnica durante el combate contra
Khellendros en la isla de Schallsea, hacía ya más de un mes, pero aún no conseguía
dominar tal habilidad, y ansiaba llegar a hacerlo; siempre ansiaba más en lo referente
a la magia.
—De modo que te vas con un Dragón del Bien, uno Dorado. Eres muy
afortunado. Pero a mí me preocupan los Dragones del Mal.
—A mí también. Y lo mismo le sucede a Alba.
—En ese caso deberías ayudarnos... y también a tu padre.
Ulin apretó los labios hasta formar una fina línea con ellos, al tiempo que cerraba
los ojos por un instante.
—No tengo tiempo para conversaciones, Ampolla. Alba me espera fuera, y el
tiempo vuela. No hay nada más que pueda hacer aquí para ayudar.
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—Entonces quizá tú y Alba podríais volar tras Gilthanas. Silvara lo llevó a...
—Brukt. Lo sé. Donde se encuentran Dhamon y la alabarda. Pero yo no me dirijo
allí. Voy a un lugar donde podré aprender más cosas sobre la magia y estudiar con
Alba.
—Eso lo podrías hacer aquí, o en casa con tu esposa.
—Tienes razón, así es. —Un leve rubor afluyó a su rostro, y lanzó una mirada
furiosa a la kender, pero enseguida suavizó la expresión y le dedicó algo parecido a
una sonrisa—. Podría estudiar aquí mismo, pero no quiero hacerlo. Vamos a un lugar
donde hay otros Dragones del Bien. Y, mientras trabajo con Alba, aprenderemos de
ellos. Si podemos unir con más firmeza a los dragones que están de nuestro lado,
éstos representarán un gran reto para los señores supremos y ofrecerán a mi padre su
ayuda cuando llegue el momento del enfrentamiento decisivo. Así que, como puedes
ver, estaré ayudando a mi padre.
—Claro, a tu padre. Desde luego, él se las apaña muy bien por su cuenta. Pero tu
esposa e...
—Ampolla —Ulin hizo un esfuerzo por contenerse—, ¿realmente crees que deseo
estar alejado de mi esposa e hijos? Los amo y los echo terriblemente de menos. Pero
puede que me quede sin esposa e hijos si nadie detiene a los señores supremos y si
Takhisis regresa.
—¿Qué piensa tu padre sobre todo esto?
—No se lo pregunté.
—Tal vez deberías.
—Tal vez tú deberías ocuparte de tus asuntos para variar.
La kender meneó la cabeza con tristeza y se hizo a un lado.
—Tú acostumbrabas preocuparte por las cosas de los demás —dijo en tono
quedo.
—Todavía lo hago —replicó él mientras pasaba junto a ella.
Ampolla murmuró algo amargamente para sí, mientras Ulin seguía andando por
el pasillo y desaparecía escaleras abajo.
Usha se acercó a su hijo, sujetando el vuelo de una larga túnica verde para no dar
un traspié. Fue a decir algo, pero él pasó veloz por su lado, dedicándole tan sólo un
apresurado adiós. Usha había escuchado la conversación con Ampolla; era muy
similar a la que ella misma había mantenido con él la noche anterior, y el final había
sido el mismo, aunque la kender lo había detenido un poco más. Con cada día que
pasaba; Ulin le recordaba más y más a su padre y a su tío abuelo Raistlin; la magia
era la pasión del joven, como lo había sido de Raistlin. Y trabajar para conseguir
vencer a los Dragones del Mal era en aquellos momentos la idea que ocupaba todos
sus pensamientos. Sabía que la familia de su hijo tendría que esperar. Si es que
podían esperar, se dijo. Y si él sobrevivía a esta experiencia para regresar junto a
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ellos.
—Buenos días, Ampolla. ¿Todavía siguen con ello? —Usha decidió poner al mal
tiempo buena cara.
La kender asintió, tomando nota mentalmente de hablar más tarde con ella sobre
Ulin. No estaba bien que se hubiera ido. No cuando ella estaba atascada aquí sin nada
importante que hacer. Era demasiado injusto.
—Siguen hablando, discutiendo más bien. —Indicó con una mano en una puerta
situada al otro extremo del vestíbulo—. He intentado hablar de algo importante con
Palin, pero está demasiado ocupado.
—Vayamos a desocuparlo, ¿te parece?
La kender siguió a Usha; alabó su vestido mientras andaban, a la vez que le
preguntaba si tenía algo de talla más pequeña en aquel color que ella pudiera ponerse.
La túnica marrón que llevaba resultaba bastante vulgar comparada con la de la mujer.
Todas las ropas de la kender se habían hundido con el Yunque, y ésta se había
confeccionado unas cuantas piezas de vestir con blusas que Usha ya no quería;
aunque, en su opinión, Usha sólo parecía cansarse de los colores sosos. Ampolla
consideraba una pena que los Majere únicamente tuvieran un pequeño baúl de ropas y
objetos personales en lo alto de la torre y el resto de sus posesiones siguiera allá en su
hogar.
Se detuvieron ante el umbral. La enorme estancia que se abría al otro lado era
redondeada en el extremo opuesto, siguiendo la curva exterior de la torre, y en su
centro había un ventanal. Las paredes describían un ángulo a derecha e izquierda, lo
que daba a la habitación aspecto de tarta. La mesa triangular se encontraba en el
centro, con Palin, el Custodio y el Hechicero Oscuro ocupando cada uno un lado. Los
mapas extendidos sobre su superficie cubrían casi cada centímetro del oscuro
mármol.
Los hechiceros siguieron hablando, a pesar de haber observado la presencia de
Usha y Ampolla en la habitación. Ni siquiera Palin hizo una pausa para saludar a su
esposa.
—¡Ahí! —exclamó el Hechicero Oscuro. El misterioso mago señalaba con el
dedo un punto del mapa que mostraba Neraka, Khur y Blode. Las mangas de su
túnica gris eran tan voluminosas que sólo la punta de un pálido dedo enguantado
sobresalía para tocar el amarillo pergamino. El hechicero indicaba una cordillera
montañosa.
»He estado observando al Dragón de las Tinieblas, el dragón que ha estado
eliminando a dragones menores. Ayer por la mañana vi cómo mataba a un Rojo de
gran tamaño no demasiado lejos de Brukt, que es el lugar al que se dirigen los amigos
de Palin.
—¿Y dónde se encuentra el Dragón de las Tinieblas ahora? —La mirada del
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Custodio descansó sobre el pergamino—. ¿Crees que es una amenaza para la
kalanesti y los otros?
—No lo sé. —El Hechicero Oscuro negó con la cabeza, y la capucha que le
ocultaba el rostro se sacudió—. Es difícil de determinar. Pero creo que es el primer
dragón del que deben ocuparse los amigos de Palin... una vez que hayan recuperado
la alabarda que tiene Dhamon y la corona de los dimernestis.
—El Dragón de las Tinieblas no es la mayor amenaza —arguyó el Custodio.
—Pero es el más imprevisible y, en ese aspecto, el más peligroso.
—¿Más peligroso ahora que la primera vez que te fijaste en él? —Palin echó una
ojeada a sus dos compañeros.
El Hechicero Oscuro asintió.
—Se ha vuelto más fuerte tras asesinar al gran Rojo, el dragón de mayor tamaño
que le he visto atacar nunca. Ha absorbido su energía como hicieron los dragones
durante la Purga de Dragones. A lo mejor, si tus amigos no se ocupan de él primero,
se iniciará una nueva purga. Quedan muy pocos Dragones del Bien ya, y...
—Admito que hay que vigilar a ese dragón —interrumpió Palin—. Pero mis
amigos no pueden hacer nada con respecto a él ahora, al menos no sin las reliquias. Y
tú no lo has visto matar a un Dragón del Bien. ¿Sabes dónde se encuentra ahora ese
Dragón de las Tinieblas?
—Oculto, descansando. En algún lugar de las montañas.
—¿Dónde exactamente? —La voz anormalmente queda del Custodio sonó más
fuerte.
—No lo sé.
—Tampoco sabemos exactamente dónde se encuentra Dhamon Fierolobo. —Los
dedos del Custodio trazaron una línea desde las montañas a Brukt.
—¿Habéis perdido a Dhamon? —Ampolla se llevó las manos a las caderas—. Me
trajisteis aquí para que os ayudara a encontrarlo. Y os ayudé. Lo encontrasteis. ¿Y
ahora lo habéis perdido?
—Perdí el rastro de Dhamon Fierolobo cuando el Dragón de las Tinieblas distrajo
mi atención —repuso el Hechicero Oscuro.
—Oh, vaya. Esas cosas pasan. —El rostro de la kender se animó—. Bueno, eso
me recuerda por qué he estado intentando hablar con Palin.
El Hechicero Oscuro, sin hacerle el menor caso, se volvió otra vez hacia el mapa.
—Ahora volvamos a las cuestiones importantes —manifestó el mago de túnica
gris.
—Sí, lo cierto es que esto es muy importante —declaró la kender—. Y me
interesa.
Los hechiceros parecieron no oírla. Ampolla levantó los ojos hacia Usha, en
busca de apoyo, pero ésta se encontraba absorta en el mapa y en la discusión.
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—Creo que Takhisis aparecerá aquí —afirmó el Hechicero Oscuro. El dedo
enguantado indicaba un punto en la septentrional Neraka—. En Reposo de Ariakan.
—No estoy de acuerdo. —El Custodio golpeó con el dedo un punto de Khur.
—Ya han empezado otra vez —refunfuñó Ampolla.
El Custodio alzó la suave voz; parecía como si le resultase doloroso hablar.
—La Ventana a las Estrellas, aquí en Khur. Era un Portal entre mundos,
dimensiones y planos, y mis adivinaciones señalan a esta zona, tal como les mencioné
a Alba y a Ulin. No se encuentra demasiado lejos de Goodlund, el feudo de la señora
suprema Roja. Creo que, si la Reina de la Oscuridad tuviera que regresar, elegiría el
reino del dragón más poderoso, y es aquel en el que gobierna Malys. Así pues, este
punto señalará la ruina de todo Ansalon, o tal vez, si tenemos suerte, el lugar donde
se rechazó a un dios.
El Hechicero Oscuro apartó de un manotazo la mano que el Custodio tenía sobre
el mapa.
—No. ¡Reposo de Ariakan! Escúchame, no seas estúpido. Hay demasiadas cosas
en juego. Takhisis regresará en este lugar. El Reposo es una caverna en las montañas
de Khalkist. Ariakan, uno de los guerreros más formidables dé la historia de Krynn,
fue guiado hasta esta cueva por la diosa Zeboim, su madre, quien le señaló el camino
con frágiles conchas marinas depositadas sobre la nieve. Forma parte de la historia de
este gran país, de la historia de Krynn. ¡No me digáis que lo habéis olvidado!
—También es el lugar donde nacieron los Caballeros de Takhisis —señaló Palin.
—Sí —continuó el Hechicero Oscuro—; existe un precedente histórico. Takhisis
fue al Reposo antes de aparecerse a Ariakan. ¿Por qué no podría ser éste el lugar otra
vez?
—Lo que dices no es tan descabellado —asintió Palin con calma—. Y existe una
gran concentración de Caballeros de Takhisis en Neraka.
—Adoradores bien dispuestos. Es su territorio —añadió el enigmático hechicero
—, y podrían apoyar a Takhisis aquí. Podrían custodiar...
—Pero mis adivinaciones —lo interrumpió el Custodio, con voz cada vez más
ronca.
—¡Mis adivinaciones señalan hacia Reposo de Ariakan!
—Por favor, dejad de discutir —rogó Usha, colocándose junto a Palin—. Creía
que trabajabais en equipo.
—Así era —le espetó el Hechicero Oscuro—. Hasta que os entrometisteis. —La
figura vestida de gris miró a Palin, evitando intencionadamente los ojos inquisitivos
de Usha—. Discutiremos esto más tarde, cuando estemos solos. —Dio media vuelta
sobre sus pies enfundados en zapatillas y abandonó la estancia con paso majestuoso.
La kender se vio obligada a dar un salto a un lado para evitar que la derribara.
—Lo siento —manifestó Usha—. Lo cierto es que no quería inmiscuirme.
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—Ejem —carraspeó Ampolla.
—Pero Ampolla quería hablar contigo, y...
—No es una intrusión —Palin tomó las manos de su esposa en las suyas y la besó
en la mejilla—, sino un descanso bien merecido. Esta discusión no llevaba a ninguna
parte. El tiempo tranquilizará los ánimos, y volveremos a atacar el problema dentro
de una hora más o menos.
—Ampolla... —Usha sonrió y sus dorados ojos centellearon.
El hechicero se volvió hacia la kender y le indicó que entrara en la estancia.
Ampolla miró a su alrededor dubitativa por unos instantes y luego se apresuró a ir
hasta ellos.
—El Hechicero Oscuro dijo que ya no se me necesita para encontrar a Dhamon.
—Ya diste al Custodio y al Hechicero Oscuro información suficiente. Volverán a
usar esa información, y al final acabaremos localizándolo... en gran parte gracias a ti.
Y no creo que tardemos mucho en hacerlo.
—Entonces lo cierto es que ya no me necesitáis aquí.
Palin miró a la kender, sonrió y enarcó las cejas.
—Eres de una gran ayuda, Ampolla. Existen muchísimas cosas que puedes...
—Me gustaría estar con Rig y Feril, y también con Jaspe. Y casi diría que echo de
menos a Groller y a Furia, a pesar de que no puedo hablar con ellos. Bueno, sí puedo;
pero Groller no me puede oír y Furia me oye pero no puede entenderme... o
contestarme. Sea como sea todos ellos se dirigen a Brukt. Al menos el Custodio dice
que es así. —Agitó los brazos en el aire—. Gilthanas va a ayudar a recuperar la
alabarda para ti. Probablemente impedirá que Rig mate a Dhamon, si es que Rig
todavía no ha atrapado a Dhamon y lo ha despachado. Debiera haberme ido también
yo con Silvara, pero no sabía que ya no me necesitabais más. De haberlo sabido, me
habría ido. De modo que me preguntaba... —Jugueteó con el cordón que ataba su
túnica.
—¿Sí?
—Me preguntaba si podrías, ya sabes, enviarme a Brukt mediante la magia. Más
o menos como nos trajiste a Usha y a mí aquí desde Schallsea. Podría ir hasta la costa
con Rig y los otros y luego a Dimernesti. Nunca he visto un elfo marino.
Palin se frotó la barbilla. Una barba incipiente le oscurecía el rostro; había estado
tan ocupado últimamente que no había tenido tiempo de afeitarse ni de comer
adecuadamente. Volvía a caer en las malas costumbres.
—¿Estás segura de que eso es lo que quieres? —preguntó.
—Nunca he estado en Brukt —respondió la kender asintiendo—, ni en ningún
antiguo pueblo ogro, en realidad. Le pedí a Ulin si él y Alba podían llevarme allí,
pero Ulin estaba un poco malhumorado y se limitó a decir que iba a otra parte. Y yo
no estaba muy segura de querer ir «a otra parte».
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—Comprendo.
—¿De modo que lo harás?
—Sí.
—¿Y puedes hacerlo? ¿Sencillamente enviarme a donde están ellos? —Ampolla
sonrió de oreja a oreja.
—Bueno, primero me gustaría asegurarme de dónde están exactamente.
—¿Puedes hacerlo?
—Sí.
El Custodio carraspeó, interrumpiendo su conversación.
—Esta noche me pondré en contacto con Rig —dijo.
Palin le dio las gracias y devolvió su atención a la kender.
—Y luego te...
—Me enviarás junto con Ampolla. —Los dorados ojos de Usha habían perdido la
chispa, y su expresión se había tornado de improviso muy seria.
—¿Qué? —Palin la miró de hito en hito.
—Creo que debería ir a preparar mis cosas —dijo Ampolla, que abandonó
precipitadamente la habitación para dar a los Majere la oportunidad de hablar a solas.
—Tal vez deberíamos continuar nuestra discusión sobre Takhisis y los dragones
más tarde —dijo a su vez el Custodio, quien intentó escabullirse y salir de allí.
—No. —Usha alzó la mano y detuvo al misterioso hechicero—. Somos Palin y
yo quienes podemos hablar más tarde. —Se inclinó al frente, besó a su esposo y salió.
Palin la observó mientras se iba; luego volvió a frotarse la incipiente barba del
rostro.
—No creo que lo diga en serio —dijo al Custodio—. En realidad no se irá con
Ampolla.
El otro no respondió.
Los dos regresaron a sus mapas. El Custodio estudió el agotado rostro de su
amigo y empezó a enrollar los pergaminos.
—Sigo pensando que la Ventana a las Estrellas es la respuesta —insistió.
—Es posible. Pero el Reposo de Ariakan es también una posibilidad y tiene un
precedente, como el Hechicero Oscuro dice. Y, quizá, ninguna de las dos
posibilidades es la correcta. —Se instaló en un sillón de respaldo alto, unió las puntas
de los dedos de ambas manos, y contempló su propio reflejo sobre el oscuro mármol
—. También yo voy a dedicar mi tiempo a adivinar la localización de la llegada de
Takhisis —afirmó.
—Y juntos averiguaremos cómo utilizar las reliquias para impedir el regreso de
su Oscura Majestad. —El Custodio se quitó el anillo de la mano—. El anillo de
Dalamar —indicó con suavidad, depositándolo sobre la palma de Palin—. Ahora es
tuyo. De todos modos yo no necesito estas chucherías. Así que ya tienes dos
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reliquias.
—El Puño de E'li y el anillo de Dalamar. Gracias amigo mío.
—Y muy pronto, si Rig y sus camaradas tienen suerte, tendrás la alabarda y la
corona. —El Custodio se acercó a una delgada librería llena de tomos encuadernados
en piel. Tiró de un grueso volumen negro y lo llevó hasta la mesa; sus pálidos dedos
volvieron las páginas—. Tardé bastante en encontrar esto. Aquí. ¿Ves? Creo que ésta
es el arma que Dhamon lleva.
Palin se inclinó sobre el libro. Las palabras parecían garabatos, como si hubieran
sido escritas con precipitación o por alguien a quien le temblara la mano.
—Gryendel --pronunció—. Tienes razón. Esto podría ser. —Introdujo el anillo de
Dalamar en el bolsillo y recorrió el texto con el dedo hasta el final de la página—.
Aquí dice que la forjó Reorx hace innumerables siglos y que se perdió en la Guerra
de Todos los Santos, antes de la llegada de los últimos dioses y antes de la Era de los
Sueños. Realmente es muy antigua.
—La Mueca de Reorx —dijo el Custodio—, diseñada para atravesar todo aquello
que desea el que la empuña: madera, armaduras, piedra... Puede que incluso la carne
de dragón. En cualquier caso, no hay que permitir que caiga en poder de los
dragones. Khellendros ya tiene la Dragonlance y los medallones de Goldmoon. No
podemos perder también esto.
—La Mueca de Reorx —musitó Palin.
* * *
En un laboratorio con amplios ventanales del piso superior, Usha estaba sentada
ante un improvisado caballete, dando los últimos toques a un retrato de Ampolla. La
kender estaba rodeada de hermosas flores que Usha había pintado con sumo esmero.
Todo lo que quedaba era añadir unos pocos toques de color a los entrecanos cabellos
rubios y un poco de rosa a los labios; a lo más una media hora de trabajo, se dijo.
Retiró el cuadro y colocó otra pieza de madera pulida sobre el caballete. Tras
limpiar su pincel y secarlo con un trapo, sumergió la punta en pintura verde oscuro y
empezó a dar pinceladas sobre la nueva superficie. Al cabo de una hora, había
pintado los primeros trazos de un bosque, con árboles que se extendían desde el pie
hasta lo alto de la tela. En el centro de la pintura se apreciaba el contorno de un
enano.
—Jaspe, tú llevas el Puño. Lo sé —musitó para sí—. Pero no sabes lo que
transportas... ni tampoco lo sé yo, al parecer.
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Un sendero de fuego
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donde el pantano desaparecía en las montañas del Yelmo de Blode. Luego se arrodilló
y examinó el suelo, fundiendo con él sus sentidos.
—Me pregunto si el dragón cegó también a Dhamon —dijo pensativo Rig,
observando a la kalanesti.
—Si está ciego, lo encontraremos con más facilidad —repuso Fiona—. Sólo nos
lleva un día, según lo que cuentan estas gentes. Eso es también lo que dijo el
Custodio, cuando se puso en contacto con nosotros anoche.
—Nada es fácil, Fiona. —Rig rió entre dientes—. Al menos en lo que se refiere a
Dhamon. A lo mejor cuando...
—¡Encontré su rastro! —exclamó Feril. Rig y Fiona llegaron junto a ella en
cuatro zancadas.
—He estudiado cada centímetro de terreno en los lugares donde los aldeanos
afirman que estuvo Dhamon —anunció la kalanesti—. La mayoría de las huellas
pertenecen a la gente que vive aquí o a los Caballeros de Takhisis que murieron.
Incluso hay un par de pisadas del dragón. Pero he encontrado unas cuantas de
Dhamon. Creo que salió por la parte trasera de este edificio y dobló la esquina, justo
por aquí; luego se internó en las colinas. Hay un segundo grupo de pisadas que se
alejan en otra dirección: pisadas de mujer.
—La comandante que mencionaron los aldeanos —dijo Fiona.
—Probablemente —asintió Feril—. Dijeron que a todos los otros caballeros los
mató el dragón. —La kalanesti se volvió hacia las colinas.
—¡Jaspe, nos vamos! —chilló Rig.
El enano posó la mano en el hombro de la enana, y ambos intercambiaron unas
palabras que el marinero no pudo oír. Luego Jaspe hizo una seña a Groller y señaló a
Rig. El semiogro sacudió la cabeza; acto seguido, tiró de sus cabellos, indicó su oído,
y agitó los dedos en dirección al cielo.
—Gilthanas —masculló Rig—. Y el Dragón Plateado. El Custodio me dijo que
venían hacia Brukt para ayudarnos con Dhamon. —Se volvió hacia Fiona—. No
permitas que Feril se adelante demasiado. Os alcanzaremos. —El marinero corrió
hacia el enano.
»Jaspe —empezó Rig—, Gilthanas y Silvara están en camino y pueden llegar en
cualquier momento. Tal vez hoy mismo o mañana. No lo sabemos con seguridad,
pero no tardarán demasiado. Alguien debería esperarlos, pero ese alguien no voy a ser
yo.
—Tampoco yo —replicó el enano.
Rig se señaló el oído, imitó el gesto de echar hacia atrás una larga cabellera, como
la de Gilthanas, señaló a Groller, luego al suelo.
—No —contestó el semiogro—. Voy con... tigo y Furia, con Jas... pe.
—Jaspe —Rig lanzó un suspiro—, podrías... —Indicó con la mano a la enana, y
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luego giró sobre sí mismo para correr en pos de Feril y Fiona.
El enano se volvió hacia la mujer.
—Nuestro camarada llegará aquí pronto. ¿Podrías decirle adonde hemos ido?
Ella vaciló unos instantes y luego asintió.
—Sí, si me dices qué clase de voz tiene.
Jaspe describió a Gilthanas con todo lujo de detalles: su voz, su altura, su risa.
—Lo acompañará un dragón hembra —añadió—. Es grande y plateado. No hará
daño a nadie. Claro que a lo mejor no parecerá un dragón; tal vez prefiera adoptar el
aspecto de una elfa... Oh, no importa. Es una larga historia, y hemos de apresurarnos.
—Le dedicó una cálida sonrisa—. Ojalá pudiera ayudarte, pero no parece que haya
nada que pueda hacer.
—¡Jas... pe!
Groller y Furia lo esperaban.
—Que tengáis suerte —le deseó la enana, cuando él le apretó la mano, antes de ir
a reunirse con sus compañeros.
* * *
El sol descendía hacia la línea del horizonte cuando se detuvieron. Habían
ascendido sólo la mitad de la ladera de la montaña, y todavía les quedaba una buena
hora de luz.
Jaspe notaba que el pecho le ardía. La ascensión ya era de por sí agotadora para
alguien con dos buenos pulmones. No obstante, el enano se negaba a quejarse,
aunque daba gracias por que hubieran decidido por fin descansar.
—Creía que utilizaríamos el desfiladero que atraviesa las montañas —dijo.
Feril se arrodilló en el suelo y pasó los dedos por la tierra reseca.
—Entró en la cueva que hay allí, pero luego salió y continuó subiendo.
—¿Cuánto hace? —Rig levantó la mirada hacia la rocosa pendiente.
—No estoy segura; al menos varias horas. No creo que esté ciego. Un ciego no se
movería con tanta seguridad. Me adelantaré para explorar un poco y regresaré dentro
de un rato. —La kalanesti hizo caso omiso de las protestas del marinero y, ágil como
un felino, se escabulló por entre las rocas, deteniéndose de vez en cuando para
examinar el suelo.
—Deberíamos descansar un poco. —Fiona atisbo en el interior de la cueva—. No
creo estar en condiciones de seguir adelante mucho más.
—Si no cargases con esa armadura, no estarías tan cansada —repuso Rig
señalando el saco.
—Pues yo no acarreo ninguna armadura, y también quisiera descansar. —Jaspe se
introdujo en la caverna, seguido por Furia y Groller.
—¿Te unes a nosotros? —inquirió Fiona, con una sonrisa.
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—Enseguida. —Rig hizo una mueca y echó otra ojeada montaña arriba. Feril
estaba arrodillada junto a una roca, los dedos bailando sobre su superficie—.
Hablando con una piedra —masculló—. De acuerdo. Descansaremos un poco —
cedió—. Pero sólo un poco. Cuando ella regrese, volveremos a ponernos en marcha.
Viajaremos a la luz de las estrellas si es necesario. Dhamon está demasiado cerca.
Esta vez no se me va a escapar.
Al otro lado de la estrecha abertura de la cueva había una enorme oquedad que
descendía en ángulo en la parte posterior en dirección a la ladera de la montaña; el
suelo estaba cubierto de tierra y hojas. Fiona se sentó contra una pared cerca de la
entrada donde la luz se filtraba al interior, con el saco de lona entre las piernas, y
empezó a sacar piezas de su armadura. Al levantar la cabeza vio que Rig la
observaba.
—Sólo estaba comprobándolo todo —dijo.
El marinero se sentó a su lado. El suelo resultaba agradablemente blando.
—Iban a cenar jabalí esta noche en el pueblo.
—Nos podríamos haber quedado y esperado a Gilthanas.
—De todos modos no tengo hambre. —El retumbante estómago del marinero
contradijo sus palabras. Rig escudriñó las sombras—. ¿Dónde están Jaspe y Groller?
La mujer indicó con la cabeza el fondo de la cueva.
—Hay un pasadizo allí atrás, y decidieron investigar. El lobo ha ido con ellos.
Jaspe dijo que sólo tardarían unos minutos.
—Creía que Jaspe estaba cansado.
—Los enanos se sienten a gusto en las cuevas. Supongo que resultaba demasiado
tentador.
Rig también estaba agotado, pero no deseaba dejar morir la conversación.
—Está muy oscuro ahí dentro —dijo.
—Los enanos ven bien en la oscuridad —respondió ella con una risita—. ¿Dónde
has estado toda tu vida, Rig Mer-Krel?
—Casi siempre en un barco. No hay enanos en el mar. —Ella se aproximó un
poco más, y Rig sintió la agradable calidez de su brazo contra el suyo; luego observó
que tenía el entrecejo fruncido—. ¿Qué sucede? —inquirió con suavidad.
Ella sostuvo en alto una pieza de metal de forma cóncava, una que tenía que
ajustarse sobre la rodilla.
—Está abollada. Es de tanto dar tumbos dentro del saco. No tenía nada con lo que
proteger las piezas.
El marinero extendió la mano para cogerla. Sus dedos rozaron los de ella y
permanecieron así unos instantes; por fin se movieron para coger la pieza de metal.
—No creo que sea muy difícil arreglarla. —Volvió el rostro para mirarla. La
solámnica era fuerte, como lo había sido Shaon; pero no era Shaon, ni tampoco era un
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substituto de ésta. Era una Dama de Solamnia: inflexible, disciplinada, y todo aquello
que él no era. Pero resultaba irresistible a su manera. Una cabellera roja del color del
atardecer le enmarcaba el rostro. Y estaba tan cerca...
Fiona volvió la cara pegándola casi a la de él, y abrió los labios. Sintió el contacto
de su aliento en la mejilla.
—¡Rig! Salid de aquí. ¡Rápido! —Feril estaba de pie en la entrada de la caverna.
—¿Encontraste a Dhamon? —El marinero se incorporó, entregando la pieza de
armadura a Fiona.
—No. —La kalanesti meneó negativamente la cabeza—. Perdí su rastro. Pero he
encontrado problemas.
* * *
Feril los condujo a una empinada elevación, difícil de ascender. La kalanesti se
movió veloz y los esperó en la cima. Cuando la alcanzaron, no les dio ni tiempo para
recuperar aliento, ya que los condujo a través de una estrecha quebrada entre las
montañas.
Desde el exiguo puesto de observación se divisaba una ladera llena de grava y, al
fondo, un pequeño valle salpicado de matorrales que la puesta de sol teñía de color
naranja. Más de dos docenas de criaturas de color fuego vagaban por el valle; de vez
en cuando se detenían para hurgar en montones de porquería y estiraban los cuellos
para espiar en el interior de grietas.
—¿Dracs rojos? —musitó Fiona.
—Jamás había visto ninguno como éstos, pero Palin me contó que existían —
respondió Feril.
—Sin duda la progenie de Malystryx —indicó Rig.
Las piernas de las criaturas parecían columnas de fuego; las alas onduladas tenían
el color de la sangre, y los rostros eran humanoides, con fauces que sobresalían. Una
cresta de púas descendía desde lo alto de la cabeza hasta la punta de la cola.
Resultaban seres parecidos a los dracs azules con los que habían combatido Rig y
Feril meses atrás en el desierto de Khellendros, pero su espalda era más ancha y el
torso más musculoso. Incluso desde esta distancia, resultaban más atemorizadores
que los azules.
—Exhalan fuego —explicó Feril—. Vi cómo uno quemaba un arbusto sólo con
abrir la boca.
—Son demasiados para nosotros tres. —Fiona mantuvo el tono quedo—. Pero
con Jaspe y Groller, y Furia, a lo mejor podríamos vencerlos.
—¿Y qué hay de los otros? —Rig señaló en dirección al final del valle, donde una
docena o más de dracs rojos permanecían apiñados, y luego indicó una grieta en la
ladera situada al otro extremo; era la entrada de una cueva, y se veían más dracs entre
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sus sombras—. La montaña está repleta de ellos. Apuesto a que buscan a Dhamon.
—Hay un par más no muy lejos por debajo de donde estamos. —La voz de Feril
sonó aun más queda—. Están subiendo. No podemos quedarnos aquí mucho tiempo o
nos verán. Dhamon no tiene la menor posibilidad.
—Tal vez no van tras Dhamon. —Fiona dio un golpecito a Rig en el hombro—.
Dijiste que a Dhamon lo controlaba la hembra Roja. Si ése es el caso, el Dragón Rojo
no enviaría a sus crías en su busca, ¿no es verdad? Sabría exactamente dónde está.
—Entonces, ¿qué crees que buscan? —inquirió Rig.
Fiona se encogió de hombros.
Una docena de dracs situados en el centro del valle conferenciaban entre ellos,
gesticulando con los largos brazos y haciendo centellear las afiladas zarpas. Uno de
los seres señaló en dirección a la grieta en que estaban ellos.
—Quizá deberíamos salir de aquí —sugirió Feril.
Media docena de criaturas se elevaron por los aires en el preciso momento en que
Rig, Feril y Fiona abandonaban, gateando, su escondite, y se lanzaban por la rocosa
ladera, en parte corriendo, en parte deslizándose. Sus manos se llenaron de arañazos y
escoriaciones al usarlas para frenar la caída.
—¿Creéis que nos vieron? —preguntó Fiona.
—Tal vez —gruñó Rig.
—Sí —insistió Feril; la kalanesti señaló a una pareja de dracs rojos que acababan
de aparecer encima de sus cabezas.
—¡Maldición! —exclamó el marinero—. Son veloces. —Sacó su alfanje—.
¡Regresad a la cueva!
Se escuchó el siseo de otra espada al ser desenvainada.
—Lucharé a tu lado —anunció Fiona, y lanzó una mirada furiosa a las criaturas.
—¡Vamos, vosotros dos! —escupió Feril—. Estáis demasiado al descubierto aquí.
Fiona y Rig empezaron a correr; pero, para cuando la entrada de la cueva apareció
ante ellos, un tercer drac se había unido a la persecución.
—¡Adentro! —Feril penetró como una exhalación por la abertura de la caverna.
Rig y Fiona tomaron posiciones justo frente a la entrada.
—¡Adentro! —repitió la kalanesti—. Rig, no discutas conmigo. ¡Deprisa!
El marinero estaba demasiado ocupado extrayendo dagas de su cinturón. Sujetó
tres con la mano izquierda, mientras aferraba el alfanje con la derecha. Uno de los
tres dracs se abalanzó sobre él al mismo tiempo que el marinero lanzaba los cuchillos.
Las dagas atravesaron una bola de fuego que brotó de la boca del ser, y las llamas
envolvieron el lugar que Rig y Fiona acababan de abandonar.
—No pude ver si le hice algún daño —refunfuñó Rig mientras se deslizaba al
interior de la cueva un segundo después que Fiona.
—No puedo decírtelo —respondió la dama solámnica arriesgándose a echar una
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ojeada—. Pero los tres siguen ahí fuera. Y vienen más.
—Somos blancos fáciles —gruñó el marinero—. Nos van a asar aun más que al
jabalí del poblado.
Feril empezó a abrazar las sombras, los dedos bien abiertos sobre la roca. Sintió
su frialdad, las distintas texturas suaves y ásperas. Ya en una ocasión había fusionado
sus sentidos con el suelo de piedra —en la cueva de Khellendros varios meses atrás—
y había conseguido que la roca fluyera como el agua y cubriera a los guardianes del
Dragón Azul. Ahora, una vez más, la piedra tenía un tacto líquido, maleable como la
arcilla. Empezó a darle forma mentalmente.
—Muévete —le susurró—. Fluye como un río. —Sacó toda su energía. Sus
sentidos se separaron del cuerpo y se fundieron con la pared de la cueva—. Muévete.
Fluye —ordenó.
Rig se precipitó de nuevo al exterior y lanzó otras tres dagas al cabecilla de los
dracs. Esta vez supo que había acertado. La criatura rugió y se llevó las manos al
pecho, en tanto que batía las alas con furia para mantenerse en el aire. Sus zarpas se
aferraron a las empuñaduras de los cuchillos; luego lanzó un grito y estalló en una
enorme bola de fuego naranja. A pesar de encontrarse a varios metros de distancia, la
piel del marinero se llenó de ampollas.
Dos dracs que se encontraban justo detrás recorrieron la distancia que los
separaba de él y aterrizaron frente a la cueva. Rig asestó un mandoble al de la derecha
que atravesó las rojas escamas y dibujó una línea de sangre aun más roja sobre el
abdomen del ser.
Fiona apareció de improviso a su izquierda, lanzando estocadas con su espada. La
mujer oyó cómo la criatura aspiraba, sintió el chorro de aire caliente, y saltó al frente,
precipitándose contra el drac, al que hizo caer de espaldas, lo que le permitió esquivar
por muy poco la bola de fuego que chisporroteó sobre su cabeza y cayó a su espalda.
El marinero no tuvo tanta suerte, ya que el drac lanzó una bocanada de aire, al
mismo tiempo que él se aplastaba contra la pared lateral de la entrada de la cueva. Al
notar el abrasador calor sobre sus piernas, Rig aulló y soltó el alfanje, dando
manotazos a las llamas. Luego volvió a chillar cuando las ardientes zarpas le
arañaron la espalda. El drac había saltado encima de él y lo aplastaba contra el suelo.
—¡Rig! —Fiona se atrevió a echar una ojeada por encima del hombro mientras
alzaba la espada para defenderse de su adversario.
—Estoy bien —respondió el marinero, apretando los dientes, al tiempo que
empujaba hacia arriba hasta conseguir librarse del drac. Sus dedos rebuscaron en el
cinturón en busca de más dagas, que sacó y lanzó sin más dilación. Una se clavó en el
pecho del ser. Las otras dos erraron ampliamente el blanco.
—¡Rig, Fiona! ¡Entrad en la cueva! —los llamó Feril—. ¡Ahora!
La dama solámnica se batía con una furia que contradecía su fatiga; había herido
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al drac y lo obligaba a mantenerse a respetable distancia.
El marinero echó una rápida mirada a la abertura, que le pareció más pequeña.
Bajó la mano hacia las chamuscadas botas y extrajo otras dos dagas. Las
empuñaduras ardían en sus manos, de modo que las lanzó contra el drac más
próximo. Ambas dieron en el blanco, una en la garganta de la criatura, la otra en su
hombro.
El alarido de la bestia fue inhumano, y desde las alturas le respondieron con
gruñidos y siseos; otra docena de seres descendían ya. El drac agitó los brazos en un
intento de arrancar los cuchillos, mientras por sus zarpas corría un río de sangre roja.
Abrió la boca todavía más.
—¡Fiona! —chilló Rig—. ¡Entra en la cueva, ya!
La solámnica volvió a acuchillar a su presa, y la espada atravesó las rojas escamas
y se alojó profundamente en el vientre del ser. Sin esperar a comprobar si había sido
una estocada mortal, extrajo el acero y retrocedió. Rig se precipitó al interior de la
caverna pegado a sus talones. El aire de la entrada de la cueva se tornó
inmediatamente azufrado cuando uno de los dracs estalló con una tremenda
explosión.
—¡Qué calor! —jadeó Fiona, mientras intentaba recuperar el aliento. Hurgó en
los cierres del peto, haciendo revolotear los dedos por las ataduras de los hombros
hasta que la armadura cayó al suelo—. ¡Un calor horrible! —El calor había dejado
ampollas en sus brazos, y tenía los hombros en carne viva en los lugares donde el
metal del peto le había producido quemaduras.
—Mi alfanje está ahí fuera —dijo Rig. Introdujo dos dedos en la faja de la manga,
sacó otro estilete y se agazapó en la abertura. Soltó un apagado silbido y retrocedió
apresuradamente—. Y se va a quedar ahí. Tenemos compañía en abundancia. Hay un
ejército ahí fuera.
Fiona avanzó para colocarse a su lado y observó cómo la cueva se oscurecía a
medida que la piedra resplandecía bajo los dedos de la kalanesti. La roca parecía
fundirse como mantequilla grisácea y luego se hinchaba para tapar la abertura. El
rostro de un drac apareció por la pequeña abertura que aún quedaba, y la criatura
inhaló con fuerza.
—Muévete. Rápido —imploró Feril a la piedra—. Como el agua.
La piedra se fusionó y los encerró dentro de la cueva; los envolvió en un capullo
de oscuridad impenetrable y los protegió del chorro de fuego que el drac había
lanzado. La kalanesti se recostó contra la pared, jadeante por el esfuerzo.
—Los oigo ahí fuera —susurró—. Patean la roca. Debe de haber docenas ahora.
Hablan. Pero no consigo entender del todo lo que dicen. Hay demasiadas voces. —
Aspiró con fuerza—. Aguarda. Algo sobre un hombre del color del lodo, sobre que
quieren atraparlo. Uno mencionó a Malystryx. Malys quiere al hombre de lodo y a
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sus amigos. Muertos.
—Un hombre negro —dijo Rig por fin—. Yo. Los dracs no buscaban a Dhamon:
nos buscaban a nosotros.
—Eso es imposible —replicó Fiona—. Nadie sabe que estamos aquí ni lo que
buscamos.
—Excepto los aldeanos. Sabían que veníamos a las montañas —indicó Feril.
—No nos habrían traicionado —repuso Fiona con brusquedad.
—A menos que los dracs no les dieran la posibilidad de elegir —argumentó la
kalanesti.
—Pero esas criaturas estaban por delante de nosotros, no nos seguían.
—¿Lo habrán sabido por Dhamon? —sugirió la solámnica tras meditarlo unos
instantes.
—Él no podía saber que lo seguíamos. Al menos, no creo que pudiera. Además,
se hubiera enfrentado a nosotros personalmente. No habría tenido necesidad de los
dracs. No con esa alabarda.
—Entonces ¿quién? ¿Cómo? —insistió Fiona.
—No lo sé.
—Hemos de escapar de aquí y regresar a Brukt —dijo Fiona. Había temor en su
voz—. El pueblo está desprotegido y desconocen la presencia de los dracs. Hemos de
hacer algo para que esos monstruos no destruyan a esa gente.
Rig gimió mientras cambiaba el peso de su cuerpo de un pie a otro; sentía
terribles punzadas en las piernas.
—Si esas criaturas van tras nosotros, correr a Brukt no hará más que poner en
peligro a aquellas gentes. Conduciríamos a los dracs directamente hasta ellos.
—Los dracs los matarán —añadió Fiona.
—Y también a nosotros, si los conducimos hasta allí —continuó Rig—. Había al
menos cuarenta dracs ahí fuera en el valle, Fiona. Y ésos fueron sólo los que pudimos
ver. Podemos ocuparnos de un grupito, uno pequeño, claro; acabar con ellos. Pero no
podemos vencer a un ejército. —La Dama de Solamnia se recostó contra él, y el
marinero le pasó un brazo por los hombros—. Nos iremos cuando Feril esté segura de
que se han marchado —dijo—. Podemos echar un vistazo al pueblo entonces.
—Eso podría ser dentro de unas horas.
—Varias horas, como mínimo —intervino la kalanesti en voz queda—. Estoy
agotada. Estamos atrapados aquí, a menos que encontréis otra forma de salir de esta
cueva. No puedo hacer un agujero en esta roca hasta que haya recuperado las
energías.
—Aquí dentro está más oscuro que la noche —protestó Rig—. Parece una tumba.
Él y Fiona avanzaron a tientas en dirección a una pared y se dejaron caer junto a
ella. La mujer reclinó la cabeza en su hombro y se apoyó en él. En medio del silencio
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podían escuchar el persistente tintineo de las zarpas de los dracs al otro lado de la
entrada sellada.
—Me pregunto dónde estarán Groller y Jaspe —dijo Fiona pensativa—. No
puedo creer que no hayan oído todo esto. Y deberían estar de vuelta ya.
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Tonalidades de gris
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piernas estiradas del hombre, inmovilizándolo con la misma facilidad que un niño
atrapa un escarabajo. Demasiado tarde, los ojos de Dhamon se abrieron de golpe y su
mano salió disparada de modo instintivo para agarrar la alabarda. El calor que brotó
del mango para penetrar en su palma no fue nada comparado con lo que sentían sus
piernas, aplastadas por el enorme peso del reptil.
Unos inmensos ojos grises se clavaron en los de Dhamon, y el gélido aliento del
dragón le inundó la cara y le provocó escalofríos por todo el cuerpo. La boca de la
criatura se abrió por completo, mostrando una caverna repleta de dientes afilados que
parecían trozos de cuarzo; una lengua serpentina salió al exterior y se aproximó,
negra como la noche. Reuniendo las pocas fuerzas que le quedaban, Dhamon levantó
el arma del suelo e hizo que describiera un torpe arco que sólo consiguió rozar al
animal. Pero fue suficiente. El dragón retrocedió sorprendido, y Dhamon se escabulló
de debajo de la zarpa y, echándose el arma al hombro, se incorporo de un salto.
* * *
En una meseta rodeada de volcanes, los ojos de la señora suprema Roja se
abrieron bruscamente. Malystryx había estado meditando sobre la afrenta sufrida con
la muerte de Ferno y considerando candidatos para reemplazarlo. No había impedido
que Dhamon Fierolobo huyera del poblado; a decir verdad, desde el fondo de la
mente del hombre lo había estado animando en secreto a hacerlo. No tenía el menor
deseo de que su peón muriera, como había sucedido con Ferno y sus Caballeros de
Takhisis, y la sacaba de quicio la idea de que el Dragón de las Tinieblas pudiera
obtener la alabarda mágica.
Así pues, Malys se había retirado, permitiendo que Dhamon creyera ser libre, y lo
había dejado huir y ocultarse en las montañas. Pensaba llamarlo al orden de nuevo,
pero sólo después de haber meditado la cuestión del substituto de Ferno.
Ahora, a través de los ojos del hombre, veía cómo la sombra del aborrecido
dragón se acercaba. Mediante los sentidos de Dhamon sintió el creciente calor del
mango en la carne y cómo el corazón latía violentamente. Comprendió que no había
ningún lugar al que su peón pudiera huir y que, aun con el arma y con su ayuda, no
era rival para el Dragón de las Tinieblas.
La estancia se llenó de oscuridad cuando el negro reptil avanzó para cerrar el paso
a Dhamon y tapó la débil luz.
* * *
Mientras las tinieblas ocupaban su campo visual, Dhamon volvió a sentir que el
Dragón Rojo se adueñaba de él.
Malys obligó a los brazos del hombre a entrar en acción balanceando la alabarda
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frente a él. El filo entró en contacto con la garra extendida, se hundió entre de las
traslúcidas escamas y abrió una herida. El dragón gimió en voz baja, un sonido
agradable para la Roja. Allí donde su lugarteniente, Ferno, había fracasado, tal vez
ella podría hallar finalmente algún consuelo. Sabía que su marioneta no podría
derrotar a este dragón; pero, tal vez, a través de Dhamon podría herir al reptil, herirlo
de gravedad. Indicó a su peón que se acercara más, le ordenó que se lanzara al ataque,
y recurrió a todos los conocimientos sobre el arte de la lucha que éste guardaba en su
mente.
Dhamon usó el mango para interceptar los zarpazos del dragón; luego giró el
arma y la empezó a mover arriba y abajo para impedir que su oponente se aproximara
demasiado.
—No puedes tener a este hombre, señor de las tinieblas —anunció Malys a través
de la boca de Dhamon. Una imagen de su cabeza se superpuso sobre el rostro del
guerrero.
El gruñido del Dragón de las Tinieblas inundó la estancia.
—Tendré lo que deseo —siseó—. ¡Tendré a uno más de tus caballeros!
En lo alto de su montaña, Malystryx abrió las fauces de par en par y soltó un
torrente de fuego al aire. Los volcanes retumbaron y las cimas se estremecieron.
Dhamon se agachó para esquivar el zarpazo del dragón y de inmediato se lanzó
hacia su vientre y blandió el arma con todas las energías que le facilitaba la Roja.
Oyó cómo la alabarda se abría paso por entre las gruesas placas del pecho del Dragón
de las Tinieblas, y sintió la helada sangre que le salpicaba el rostro y se filtraba por
las junturas de su armadura. En tanto que su mente batallaba contra el poder de
Malystryx, Dhamon rezaba con todas sus fuerzas para que el otro dragón hallara un
modo de matarlo.
El Dragón de las Tinieblas pareció replegarse sobre sí mismo y convertirse en un
blanco más pequeño que se alejaba del arma ofensiva. Aspirando con fuerza, soltó el
aliento, y una nube de oscuridad brotó de su boca y se precipitó sobre Dhamon.
En ese mismo instante, la imagen de la testa de Malystryx centelleó y aumentó de
tamaño hasta convertirse en transparente y ocupar un lado de la estancia. La imagen
escudó a Dhamon de la oscuridad, y la boca de la Roja se abrió y engulló la nube,
impidiendo que su peón se viera cegado y debilitado.
—¡No puedes tener a este hombre, señor de las tinieblas! —repitió el rostro.
Con las piernas accionadas por la Roja, Dhamon se aproximó al dragón, que
retrocedía ahora. Sus brazos se movieron con más rapidez, balanceando la alabarda
de modo que describiera amplios arcos, e intentaron acuchillar a la criatura. Escamas
traslúcidas le acribillaron el rostro, y una lluvia de sangre negra cayó sobre él. El
Dragón de las Tinieblas reculó.
Dhamon avanzó hacia él por el suelo calizo, pese al dolor de sus piernas. Vuelve a
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herirlo, ordenó Malys. ¡Vuelve a herirlo y luego huye!
Apoyado contra la pared de la caverna, el Dragón de las Tinieblas parecía
encogerse. Dhamon alzó su arma y vio que los ojos de la criatura brillaban
tenuemente; entonces una zarpa azabache surgió de las sombras de la cueva y cayó
sobre él.
El impacto lanzó a Dhamon de espaldas contra el suelo. ¡Huye!, aulló Malystryx
en su cabeza. ¡Sal de la cueva! La Roja comprendió que su adversario no era tan
vulnerable como había pensado. Sin duda no había hecho más que evaluar la fuerza
de su peón, mientras jugaba con Dhamon. ¡Huye!
El cuerpo del guerrero intentó inútilmente obedecer, pero los pies resbalaron en
un charco de sangre negra, sangre que había derramado con su arma. Cayó de bruces,
y la ardiente alabarda se escapó de sus dedos. Agitó las manos, buscando con
desesperación el arma. Tenía el rostro en medio de la sangre, y sus ojos se llenaron de
ella mientras se revolvía como un pez.
De improviso su cuerpo quedó inmovilizado, sujeto firmemente por una zarpa
negra. El Dragón Rojo que ocupaba su mente obligó a su cabeza a girar a un lado
para impedir que Dhamon se ahogara.
—No triunfarás en este día, Malystryx —susurró el Dragón de las Tinieblas—.
Aunque este hombre me hirió, me hirió mucho más de lo que hizo tu marioneta Roja.
—Su voz era áspera y ponzoñosa—. Tal vez deberías escoger mejor a tus títeres... o
aprender a usarlos mejor. —El dragón se sentó sobre sus cuartos traseros y cerró la
garra derecha alrededor de la forcejeante figura de Dhamon. Lo alzó del suelo y lo
acercó a sus grises ojos.
La negra armadura estaba cubierta de sangre negra, al igual que el rostro y los
cabellos, y los ojos parpadeaban enfurecidos. La lengua del reptil apareció por una
comisura y lamió la sangre del rostro del guerrero. Acto seguido el dragón volvió a
crecer, una sombra intensa que ocupaba toda la estancia.
—Un caballero más que eliminar hoy —comentó el oscuro dragón—. Un
caballero menos para ti, Malystryx.
La criatura alzó la otra garra, deslizó un curvada zarpa por las piernas de Dhamon
y empezó a arrancarle piezas de la armadura.
—Acabaré con todos tus caballeros —continuó—. Uno a uno, despellejaré a todo
tu ejército. Me comeré a tus hombres, Malystryx, y mataré a tus dragones. Con sus
energías, me volveré más y más poderoso.
Dhamon escuchó el ahogado tintineo de la prestada armadura a medida que una
pieza tras otra golpeaba el suelo bañado en sangre. A continuación siguió la túnica
negra. Sintió la frialdad del aire alrededor de su cuerpo, ahora desnudo, y el helor del
aliento del dragón.
El rostro del Dragón Rojo desapareció de la estancia y la negra boca del Dragón
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de las Tinieblas ocupó el campo visual de Dhamon. Los dientes diamantinos se
aproximaron amenazadores, abriéndose y cerrándose con un chasquido, cuyo
estridente sonido resonó en la habitación. Desde aquel lugar oculto en su mente,
Dhamon no sintió temor, únicamente alivio porque ahora ya no se vería obligado a
hacer la voluntad de Malys y tristeza por las acciones que se había visto obligado a
cometer. Ahora ya no tendría ninguna oportunidad de redimirse.
La lengua del Dragón de las Tinieblas recorrió la pierna del hombre para saborear
la sangre y la sal de su carne, pero al tocar la escama roja del muslo retrocedió al
instante.
—Malystryx —musitó—, controlas a este hombre mediante la magia.
Aunque permaneció en silencio, la enorme señora Roja estaba colérica en la
mente de Dhamon. Los volcanes de su meseta vomitaron lava, pero la bendita
intensidad del calor no consiguió mitigar su malhumor. Y no podía hacer nada para
paliar la pérdida de la antigua y valiosa alabarda. Los otros señores supremos
tendrían que llevarle más objetos mágicos ahora. Y, una vez que se convirtiera en
Takhisis, su primera acción consistiría en eliminar al Dragón de las Tinieblas,
despellejarlo, como él había hecho con la armadura de Dhamon. Pensaba matarlo
despacio y entre dolores atroces.
—Esta escama —murmuró el dragón—. Un hechizo interesante. —Alzó a
Dhamon—. Unida a él, introduces tu mente en su cuerpo. Te has convertido en un
poderoso parásito, Malystryx. Si se retira la escama, se rompe el vínculo, y entonces
él muere. Pero el parásito continúa viviendo en otra parte.
El Dragón de las Tinieblas soltó un profundo suspiro. Se inclinó hacia adelante y
presionó a Dhamon contra el suelo, sobre el charco de sangre. La criatura lo sostenía
ahora con suavidad con una garra, en tanto que una zarpa de la otra tamborileaba
blandamente sobre la escama.
—Debilita el vínculo, y él vive.
Un dolor insoportable recorrió la pierna de Dhamon. Oleada tras oleada inundó
todo su cuerpo, y él apretó los dientes y se retorció.
Malystryx echó la testa hacia atrás y lanzó un chorro de fuego al cielo. El rugido
de su derrota fue acogido con el retumbo de los volcanes. Las montañas se
estremecieron, y su meseta tembló violentamente.
—Estropea la escama, y él vive —observó el Dragón de las Tinieblas.
El dolor se intensificó, y Dhamon se esforzó por no perder el conocimiento.
Malystryx extendió las alas de color sangre, las batió con furia y se elevó por los
aires. Torció la monumental testa hacia abajo, en dirección al suelo cubierto de lava,
y, abriendo las fauces, lanzó una rugiente bola de fuego. Las llamas chocaron contra
la lava, y las salpicaduras lamieron su cola.
Dhamon profirió un alarido de dolor cuando su capturador hundió una afiladísima
Gilthanas estaba de pie justo pasado el umbral de la cueva, espada en mano, la larga
melena rubia ondeando alrededor de su severo rostro. Tras él, llenando prácticamente
la entrada, había un Dragón Plateado.
—¡Suelta a Dhamon Fierolobo, o morirás! —ordenó Gilthanas. El elfo, sin
demostrar ningún temor, apuntó con la espada al Dragón de las Tinieblas. La aguda
visión elfa de Gilthanas le permitía ver en la casi total oscuridad de la cueva, y
distinguir a Dhamon sentado desnudo en un charco de sangre a pocos centímetros de
las garras del dragón.
Dhamon parpadeó y se volvió hacia el elfo. Abrió la boca pero no pudo hablar,
pues tenía la garganta totalmente reseca. Se incorporó con un terrible esfuerzo; las
piernas parecían trozos de plomo. Dio unos cuantos pasos para acercarse más al
dragón y se irguió.
—Dhamon —dijo Gilthanas—, ven hacia mí.
Dhamon negó con la cabeza, tragó con fuerza, e intentó llevar algo de saliva a su
boca. «Gilthanas —articuló en silencio—, aguarda.»
—No he hecho daño a este hombre —manifestó el Dragón de las Tinieblas, con
voz inquietante y áspera.
«La voz de un anciano», pensó Gilthanas. Pero no la voz de un dragón débil,
comprendió el elfo. Él y Silvara habían hablado brevemente con los ciegos habitantes
del poblado cuando llegaron a Brukt en busca de Dhamon. Allí averiguaron que el
Dragón de las Tinieblas había matado a los Caballeros de Takhisis y que Rig y los
otros seguían el rastro de Dhamon.
—Lo cierto es que he salvado a este hombre —continuó el dragón—. Y no te haré
daño... a menos que me obligues a ello. —Las escamas traslúcidas rielaron, y la
criatura pareció encogerse, sólo lo suficiente para poder maniobrar mejor en la
estancia. Se deslizó junto a Dhamon y estiró el cuerpo hacia Gilthanas—. Desearía
hablar con tu compañero plateado.
—Como desees —respondió la musical voz de Silvara—. Gilthanas...
El elfo blandió la espada pero no la usó. Permaneció inmóvil unos instantes y
luego se hizo a un lado de mala gana para que el otro dragón pudiera abandonar la
cueva. La sala de piedra caliza se iluminó un poco, y el aire pareció calentarse algo
más.
—Estás herido —oyó Gilthanas que Silvara le decía al dragón.
—Curaré —respondió el otro en un susurro.
* * *
Gilthanas se envolvió en su capa mientras paseaba. El elfo sabía muchas cosas
sobre dragones y estaba locamente enamorado del Dragón Plateado, pero jamás había
visto a una criatura similar a la que estaba allí dentro con su compañera. El Dragón de
las Tinieblas había dejado ciego a todo un pueblo, y rezó a los dioses ausentes para
que Silvara estuviera a salvo en presencia de aquella criatura y que supiera lo que
hacía.
Conocía a Silvara desde hacía décadas, pues la había visto por primera vez hacía
una eternidad, aunque había necesitado mucho tiempo para admitir que la amaba.
Cuando ella le reveló que no era una kalanesti, sino una hembra de Dragón Plateado,
él la había desdeñado y seguido su camino. Tardó mucho tiempo en comprender lo
solitario que era aquel camino, lo incompleta que era la vida que había elegido.
Palin Majere le había dado una oportunidad de redimirse. Cuando Palin y Rig y
sus camaradas lo rescataron del Bastión de las Tinieblas, una fortaleza de los
Caballeros de Takhisis situada en los Eriales del Septentrión, decidió compartir su
suerte y juró ayudarlos a combatir a los señores supremos. Meses atrás, aquella
promesa lo había llevado a Ergoth del Sur, donde volvió a reunirse con Silvara, que
en esta ocasión había adoptado el aspecto de una Dama de Solamnia. Vio entonces
una oportunidad de recuperar el amor que habían compartido, aunque ella no quiso
* * *
Silvara contempló la escama de la pierna de Dhamon. A su espalda el Dragón de
las Tinieblas musitó una palabra, y una pálida esfera de luz plateada se materializó
sobre la cabeza de la mujer. El dragón retrocedió ante la luz, aferrándose a las espesas
sombras y observando con atención al dragón que había adoptado el aspecto de una
elfa.
—¿Malystryx? —inquirió ella, señalando la agrietada escama.
Dhamon asintió y explicó cómo había llegado aquello allí. Un Caballero de
Takhisis moribundo se la había pegado a la pierna, condenándolo a llevarla.
—Magia diabólica —murmuró Silvara. Le indicó que se sentara, y él escogió un
lugar cerca del Dragón de las Tinieblas, donde la sangre no empapaba el suelo. La
elfa se arrodilló junto a él, con la esfera flotando a pocos centímetros de distancia—.
¿Tú rompiste la escama? —preguntó al dragón.
—Sí —siseó la criatura—; decidí que sacarla lo mataría... un final que a él no
parecía importarle.
—Merezco morir —musitó Dhamon—. Maté a Goldmoon. Gilthanas dice que
herí a Jaspe. Había un espía solámnico en Brukt y yo...
Silvara lo hizo callar y rozó la escama con los dedos.
—Malys sigue enterrada en lo más profundo de él —indicó el dragón—. La Roja
se niega a dejarlo ir.
—Os está observando a los dos —dijo Dhamon—. A través de mis ojos. Puedo
sentir cómo vigila. Pero no creo que siga controlándome.
—No —respondió el dragón—; pero debe ser... exorcizada por completo.
—¿Cómo?
—Con un conjuro. —El Dragón de las Tinieblas se aproximó más.
—¿Qué clase de magia conoces? —inquirió Silvara mirando a la misteriosa
criatura.
—Parte de la magia es mía. Otra parte me la enseñaron —contestó el dragón, y su
voz sonó frágil.
—¿Quién?
—Es el demonio con el que he de cargar, y no es asunto vuestro. Lo que debe
* * *
Era de noche en el exterior, y Gilthanas seguía paseando. Silvara llevaba más de
una hora dentro con el Dragón de las Tinieblas, pero él no había oído nada, excepto el
viento y campanilleos que intentó descifrar sin éxito. En una ocasión oyó que
Dhamon gemía y mencionaba el nombre de Feril, luego el de Palin, y por fin el de
Goldmoon. El elfo sintió una punzada al oír el último nombre.
* * *
Dhamon abrió los ojos con un parpadeo. Silvara estaba frente a él. Al Dragón de
las Tinieblas no se lo veía por ninguna parte.
—El dragón dijo que nos podíamos quedar hasta la mañana. ¿Cómo te sientes?
—Helado.
—Hay un poco de agua allí. —La elfa lo ayudó a incorporarse—. Será mejor que
te limpies y laves la sangre de tus ropas. Luego será hora de vestirse.
—Silvara...
—Puedes entrar.
Gilthanas penetró en el interior. La cueva estaba iluminada tenuemente por la
refulgente esfera plateada que seguía flotando en el aire.
Dhamon se encontraba en el fondo de la cueva, vestido con unas andrajosas
polainas negras y la negra túnica de piel que había llevado bajo la armadura de los
Caballeros de Takhisis. Sostenía la alabarda, que todavía le provocaba un cierto
calorcillo en la mano, aunque en absoluto molesto. La apoyó en la pared de la cueva
y se puso la negra capa. Las ropas, recién lavadas, estaban húmedas.
—¿Dhamon? ¡Es Dhamon! ¡Usha, mira! —Ampolla penetró como un torbellino y
El Dragón Azul no podía oler a los escorpiones gigantes, y eso le molestaba. Sin
embargo, los oía claramente, ya que las mandíbulas de las criaturas castañeteaban
entre sí sin motivo aparente, y las patas tintineaban sobre el suelo de piedra de la
guarida de Khellendros. Percibía la magia que los envolvía y escuchaba los latidos de
sus corazones si se concentraba: aquellos ritmos que sonaban idénticos no variaban
jamás.
Los centinelas obedecían a Ciclón a rajatabla, sin darle motivos para dudar de
ellos; pero al dragón ciego no le gustaban, y en especial le disgustaba que hubieran
sido creados por Fisura, el huldre.
Cuando Khellendros se convirtiera en el consorte de la renacida Malystryx —la
nueva Takhisis, como ella osaba denominarse—, cuando esta guarida y este reino
fueran de Ciclón, los escorpiones gigantes morirían. El dragón disfrutaba con aquel
pensamiento, del mismo modo que pensaba ya con ansiedad en el destierro del
enigmático duende. Si Khellendros conseguía abrir el Portal, al huldre lo dejaría en
Krynn, de eso Ciclón no tenía duda. Pero el duende no permanecería en los Eriales
del Septentrión. El Dragón Azul menor no toleraría la presencia de un ser en el que
no confiaba. Los dracs custodiarían el cubil de Ciclón y le serían leales sólo a él.
El Dragón Azul se tumbó sobre la arena del desierto de Tormenta; los escorpiones
permanecían a su espalda ante la entrada de la cueva, sin dejar de chasquear las
mandíbulas y agitar las patas. Cuatro mujeres bárbaras estaban ante él. Ciclón olió la
dulzura de la persistente lluvia de la tarde, mancillada por el olor de las pieles
húmedas de animal que las humanas vestían. Por encima de todo, el dragón olía su
miedo; una humana se había hecho sus necesidades encima. Ciclón sonrió feroz.
Imaginaba su aspecto: humanas musculosas, la piel tostada por el sol, los cabellos
enmarañados. Mentalmente, veía sus ojos, muy abiertos y fijos, temerosos de
parpadear o de apartar la mirada de él. Sin duda les dolían las piernas, se dijo muy
satisfecho. No les había permitido sentarse desde hacía horas.
Detestaba a los humanos.
Le recordaban a Dhamon Fierolobo, el hombre que le había quitado la vista, que
en el pasado lo había engañado haciéndole pensar que los dos podían ser aliados.
Dhamon le había hecho creer que un humano podía ser amigo de un dragón.
Los odiaba con toda su alma.
Ciclón había estado ocupado, dedicándose a asaltar los pequeños poblados
bárbaros que salpicaban los Eriales del Septentrión. Confiaba en su oído para
* * *
El semiogro estaba en un pueblo agrícola en Kern, no muy lejos de las costas del
Mar Sangriento. Su esposa lo acompañaba, una humana de aspecto corriente por la
que sentía una inmensa devoción. Sostenía sus pequeñas manos entre las suyas,
grandes y encallecidas, y miraba por encima del hombro de la mujer en dirección a su
hogar, hecho con piedras y paja. Lo acababan de construir ellos mismos, y lo habían
colocado a la sombra de dos grandes robles. Detrás de la casa había un pequeño
huerto, y, si estiraba mucho el cuello, Groller podía ver cómo crecían los cultivos:
guisantes, zanahorias y una hilera de nabos. Su hija jugaba junto a la casa,
parloteando con una muñeca de trapo mientras le arreglaba el vestido floreado.
Groller pensaba construir un anexo a la casa, ahora que su esposa esperaba su
segundo hijo. Esperaba que el niño fuera un varón; alguien que pudiera perpetuar el
nombre de Dagmar.
El semiogro era aceptado en este pueblo; más que aceptado, lo consideraban parte
vital de la comunidad. Era fuerte y capaz de ayudar en las tareas más rudas; afable y
solícito, todos lo querían. Él, por su parte, se había adaptado bien al pueblo, y se
sentía feliz.
Un día, mientras trabajaba en el huerto bien entrada la mañana, apareció el
Dragón Verde. La criatura pasó rozando el poblado en dos ocasiones, observando
cómo la gente gritaba y corría a ponerse a cubierto como hormigas atemorizadas;
luego el monstruo describió un giro, y Groller rezó para que se hubiera ido, para que
no hubiera encontrado nada de interés en ese pequeño lugar. Cogió su azada y se
* * *
—¡Mirad, allí hay más caballeros! —Ampolla agitó los retorcidos dedos en
dirección al mercado, indicando un trío de caballeros de la Legión de Acero que
interrogaban a un comerciante.
—Baja la voz —le instó Dhamon. Arrastró a Usha y a Ampolla bajo un toldo—.
No queremos despertar sus sospechas. No hemos hecho nada malo, nada que los
impulse a importunarnos —musitó—. De hecho, quizá puedan ayudarnos. Pero por si
acaso...
Los caballeros se dirigieron a otro comerciante y sus compradores, situados en un
tenderete más próximo a ellos.
—Vayamos al puerto por otra ruta, ¿no os parece? Por si acaso —sugirió Usha—.
La Legión de Acero es honorable. Ha protegido a los habitantes de esta ciudad.
Pero...
—Por si las moscas —terminó Ampolla por ella.
Los tres se escabulleron por una esquina y recorrieron las calles polvorientas que
zigzagueaban entre casas y negocios dispersos. Los edificios eran grandes, algunos
con tres pisos de altura, y construidos en piedra con tejados de tejas. La madera
parecía ser escasa; incluso los letreros de los edificios y los postigos estaban hechos
de pizarra. En una parcela estrecha situada entre dos construcciones más antiguas
estaban construyendo una casa nueva. Desde su llegada a Ak-Khurman, habían
observado varias construcciones nuevas.
—No parece que haya tantos habitantes —comentó Ampolla—. Desde luego no
para todos estos edificios.
—Cuestión de previsión —dijo Usha—. Ésta es una de las ciudades más grandes
de Khur, y la única con un puerto seguro.
—¿De modo que suponen que vendrá más gente? —inquirió la kender.
—Los bárbaros de Khur leales a Neraka están echando a la gente de las llanuras
—respondió Usha—. Son gentes que no tienen ningún otro sitio al que ir, ningún sitio
seguro.
—Y yo que creía que los dragones eran los únicos que realizaban acciones
* * *
No había una mesa lo bastante grande para todos ellos en La Jarra Rebosante, de
modo que Rig y Fiona se sentaron aparte en una pequeña mesa situada contra la pared
del fondo. La mujer se había vestido con el resto de la armadura y presentaba un gran
contraste con el marinero, cuyas ropas estaban hechas jirones.
* * *
Dhamon contemplaba a Feril, aparentemente ajeno a las continuas preguntas de
Ampolla sobre dónde había estado desde que había abandonado Schallsea, qué le
había hecho hacer el dragón, y qué se sentía cuando un ser así controlaba tu cuerpo y
te obligaba a hacer cosas que no querías hacer. La kalanesti dirigió un rápida mirada
en dirección a Dhamon y luego volvió a apartarla veloz para retomar el estudio de
una espiral en la parte superior de la mesa. Groller dedicó al caballero una sonrisa
compasiva.
—Feril necesita tiempo —dijo Ampolla—. Estoy segura de que todo volverá a la
normalidad dentro de un tiempo. Sólo tiene que acostumbrarse a ti otra vez, ya sabes.
A lo mejor si tus cabellos fueran rubios y llevaras puesto algo que no fuera negro y
gris. Además...
—¡Ampolla! —La mirada severa de Jaspe detuvo la cháchara de la kender. Pero
sólo unos instantes.
—Feril simplemente necesita tiempo —repitió Ampolla.
* * *
En el exterior, Dhamon se fundía con la noche; las ropas oscuras y la negra
cabellera le permitían desaparecer entre las sombras. Feril avanzaba a su lado, no tan
bien camuflada, con Rig andando varios pasos por delante de ellos.
—No sé qué es lo que siento con respecto a ti —decía ella en voz baja—. Creía
que te amaba. Puede que aún lo haga. No lo sé. Yo...
—Lo comprendo. Maté a Goldmoon. Y eso lo cambió todo.
—Fue el dragón. Lo sé. Pero es duro...
—Maté a Goldmoon —repitió—. Y estuve a punto de mataros a Jaspe, a Rig y a
ti.
—Dhamon, ¿por qué te has vuelto a unir a nosotros?
—Quiero venganza —musitó tras permanecer silencioso unos minutos—. Y no
puedo obtenerla solo. Cada noche, lo único que veo es la expresión de asombro en el
rostro de Goldmoon, la sangre en mis manos. Quiero que el Dragón Rojo pague por
ello. Y haré todo lo que pueda para asegurarme de que así sea. Tal vez sea el único
modo de redimirme. Quizá sea el único modo de que obtenga la paz... si es que
merezco la paz. —Le cogió la mano, y atisbo en la oscuridad para estudiar su rostro.
Ella bajó la mirada a la calle sin responder, y él le soltó la mano.
—Paz —escupió Rig en voz baja delante de ellos—. Mereces mucho menos que
paz.
El trayecto hasta el puerto continuó en un silencio incómodo.
Fuera, en la bahía, las luces de las proas de todas las naves de los caballeros se
reflejaban en el agua como gigantescas luciérnagas. Una ligera neblina penetraba a
hurtadillas para envolver el puerto. El trío permaneció inmóvil y en silencio durante
varios minutos, observando y aguardando.
—Hay una docena de barcos ahí fuera —refunfuñó Rig por fin—. Tendríamos
que encontrar el modo de robar uno.
—Siete —corrigió Feril en voz queda—. Hay siete barcos.
—Siete, una docena, un centenar. ¿Qué importa? No hay ninguno lo bastante
cerca de los muelles para que podamos alcanzarlo sin tener que nadar un buen rato.
—En ese caso tendremos que nadar un buen rato. —Era la voz de Fiona.
Ella y Usha se agacharon bajo unas ramas de sauce; entre las dos sujetaban a un
hombre vestido de oscuro, que llevaba un pedazo de tela metido en la boca.
* * *
Había amanecido cuando Dhamon, Rig y Groller abrieron los ojos. Los tres se
encontraban en un camarote bien amueblado revestido con paneles de olorosa madera
de cedro. Dhamon y Rig descansaban sobre lechos, y Groller, demasiado grande para
uno de los estrechos colchones, reposaba en el suelo envuelto en mantas.
Todos ellos estaban vendados y lavados bajo sábanas limpias. Y toda una
variedad de ropas se apilaban sobre una silla para que se las probaran; era todo lo que
habían abandonado los marinos y los Caballeros de Takhisis.
—No he perdido a un solo paciente —declaró el enano, orgulloso. Jaspe estaba
inmensamente satisfecho de sí mismo, y sonreía de oreja a oreja mientras paseaba—.
Aunque debo admitir que no es que vosotros no lo intentarais. Dedicarse a pelear con
* * *
Tras dar los buenos días a Fiona, Rig echó una detenida mirada por la cubierta.
Usha, que se hallaba sentada contra el palo mayor —el único palo— reparando una
vela de repuesto, alzó la vista, saludó y sonrió.
«Un solo mástil», se dijo Rig.
—Esta no es una de las carracas —siguió en voz alta, dándose cuenta del
auténtico tamaño de la nave.
—No. Todas se incendiaron. —Fiona se aproximó por detrás, le rodeó con los
brazos la cintura y reclinó la cabeza en su cuello—. Pero sin duda no estabas
despierto para verlas arder. Iluminaron el cielo kilómetros y kilómetros.
—Un mástil. Unos ocho metros de eslora como máximo —dijo él—. Es la
chalupa.
—Siete. Ampolla lo midió.
—Maravilloso.
—Al menos tenemos un barco —lo consoló ella—. La única embarcación que no
se incendió. Y es preciosa.
—No —refunfuñó Rig en voz baja. Meneó la cabeza y cerró los ojos—. No
tenemos un barco, Fiona. Tenemos una barca.
Feril permanecía en equilibrio sobre la barandilla, cerca del lado de babor del bauprés
del Narwhal, contemplando cómo las agitadas aguas capturaban relucientes reflejos
del sol del mediodía. La luz centelleaba como estrellas en un cielo nocturno. A lo
lejos distinguió una mancha de un azul más oscuro que indicaba la presencia de un
arrecife. Y en el borde mismo de su campo visual aparecía un promontorio rocoso
que, según sabía, estaba salpicado de cuevas marinas, donde atracaban los barcos que
comerciaban con los dimernestis antes de que el gran Dragón del Mar llegara para
gobernar la zona.
Se decía que el territorio subacuático de los elfos marinos se encontraba en algún
lugar entre el arrecife y el promontorio.
—Ojalá pudiera acompañarte. —Ampolla se encontraba a su espalda—. Jamás he
estado bajo el agua. Bueno, aparte de haber nadado un poco, y eso no cuenta. Quiero
decir que nunca he visto un país, ni elfos, ni nada que fuera submarino. ¿Crees que
podrías enseñarme algún día cómo realizar tu magia para que yo también pudiera
nadar bajo el agua?
Feril no contestó. Decir «no» heriría los sentimientos de Ampolla y sin duda
provocaría una docena de «porqués» y «cómo es que». Y decir «sí» era imposible. En
cuanto se hubiera enfrentado junto con Palin a la Reina de la Oscuridad, la kalanesti
tenía intención de regresar a Ergoth del Sur y encaminar todos sus esfuerzos a luchar
contra Gellidus —o Escarcha, como llamaban los humanos al supremo señor Blanco
—. Y, si algún día conseguían expulsar a aquel dragón, Feril pensaba instalarse en el
pantano de Onysablet o en el bosque de Beryllinthranox.
Pero sus futuros planes no contaban con los otros miembros del grupo. Se sentía
unida a Ampolla y a los otros, en especial a Dhamon; sin embargo, aquella unión no
podía suplir su necesidad de estar sola y en territorio salvaje.
La kender habló un poco más alto, pensando que tal vez el sonido de las olas al
golpear contra el barco había ahogado su voz.
—Feril, ¿crees que algún día tal vez podrías enseñarme...?
La kalanesti llenó profundamente los pulmones con aire salado y se zambulló.
—¿... cómo lanzar un conjuro? —Ampolla hizo un puchero y se acercó
lentamente a la barandilla; por unos instantes entrevio los pies de Feril. Luego la
kalanesti desapareció.
El mar se cerró como un capullo, y Feril se concentró en el contacto del agua
sobre su piel fijando su atención en un conjuro que la transformaría en una criatura
* * *
—¿Crees que existe una ciudad bajo el agua? —Ampolla se encontraba de pie
junto a Usha, que estaba sentada sobre un rollo de cuerda, la espalda apoyada en el
mástil.
—Varias —asintió la mujer.
—¿Y crees que hay elfos allí?
* * *
El suelo marino descendió y la corriente adquirió más fuerza. Feril continuó en la
misma dirección, siguiendo las instrucciones del Custodio. El agua era más oscura
ahora, no sólo porque se encontraba a más profundidad sino porque había atardecido.
La kalanesti sabía que habían transcurrido varias horas, pero no sentía cansancio.
No habría tenido que nadar tan lejos si hubieran llevado al Narwhal más cerca;
pero ni ella ni Rig habían querido. No deseaban arriesgarse a perder a todos los que
ocupaban el barco a manos de un dragón que, según Silvara, disfrutaba hundiendo
todo lo que se acercaba demasiado a Dimernesti.
Sus ojos se abrieron camino por entre las lóbregas sombras, distinguiendo rocas,
sombras, plantas y...
Se detuvo, y los tentáculos se agitaron suavemente sobre la arena para mantenerla
inmóvil. A unas cuantas docenas de metros, unas formas extrañas, negras y
angulosas, se alzaban del suelo marino. No eran rocas.
Se preguntó si serían dimernesti. Aproximándose con sigilo, se introdujo por
entre un par de agujas coralinas y se impulsó hacia una sombra enorme. Un
—Esto no me gusta nada. —Rig apretó el catalejo contra el ojo, vigilando las
encrespadas aguas teñidas de rosa por el sol que se alzaba—. Ya debería estar de
regreso. Han pasado tres días.
Dhamon estaba recostado en la barandilla a su lado, la mirada fija en una
elevación lejana.
—Hemos de esperarla.
—No pienso levar el ancla, no todavía —replicó el marinero—. De modo que no
tienes que preocuparte de que vaya a dejarla abandonada... si es que sigue viva. Es
amiga mía, y yo no soy de los que abandonan a los amigos. Pero esperar tampoco es
mi estilo. Si Palin se vuelve a poner en contacto con Usha esta noche, averiguaré
cuánto tiempo más podemos permitirnos seguir aquí. —Le pasó el catalejo a Dhamon
—. Voy a despertar a Fiona, y entre los dos prepararemos algo para desayunar. Algo
comestible. Algo mejor que lo que nos ofreció Ampolla anoche.
El marinero se deslizó por la cubierta, silencioso como un gato. Dhamon se llevó
el catalejo a un ojo y contempló las aguas.
—¿Todavía contemplas ese cetro? —Ampolla se dirigía a Usha, sentada sobre un
grueso rollo de cuerda—. Admito que es bonito. Y terriblemente valioso con todas
esas joyas que lleva encima. Pero yo me cansaría de mirar la misma cosa todo el
tiempo. Claro que no hay gran cosa más que mirar, supongo. Hay agua. Una
barbaridad de agua. Podrías contar los cuarterones de madera del camarote del
capitán. Yo ya lo hice, de todos modos. Así que tal vez podríamos...
—¡Buenos días, Ampolla!
—Buenos días a ti, Jaspe. —La kender volvió su atención hacia el enano—. Usha
vuelve a contemplar el cetro.
—Ya lo veo.
—Sigue intentando recordar algo.
—Creo que he dado con un modo de ayudarla a hacerlo.
—¿Es cierto? —Los ojos de la kender se abrieron desmesuradamente—. ¿Qué?
¿Cómo?
—Mmmmm. Desayuno. —El enano olfateó el aire—. Rig y Fiona están en la
cocina, preparando algo sabroso.
La kender se escabulló hacia la escalera.
—¡Le dije a Rig que yo cocinaría el desayuno! ¡Quería utilizar esa jarra de harina
azul que encontré anoche!
* * *
—He tomado una decisión, elfa de la superficie. —Nuqala flotaba frente a Feril
en una pequeña habitación desprovista de mobiliario. El edificio, según la kalanesti
había averiguado, se llamaba la Torre del Mar—. La corona es un tesoro —siguió
Nuqala—. Es parte de nuestro patrimonio, crucial para nuestra defensa. Ha sido muy
útil para desanimar a Piélago.
* * *
Las montañas de Dimernesti se hicieron más pequeñas detrás de ella a medida
que Feril nadaba veloz en dirección al cementerio de barcos, el primer mojón que la
conduciría de regreso al Narwhal. Conservaba el aspecto de elfa cubierta de escamas,
y la Corona de las Mareas descansaba bien sujeta sobre su cabeza.
Se mantenía pegada a la arena, nadando entre los oscuros cascos, ya que no
deseaba llamar la atención de los pequeños tiburones ni de ninguno de los tiburones
de mayor tamaño de los arrecifes que pudieran rondar por la vecindad. No hacía
mucho que había amanecido, por lo que pudo apreciar, y una luz tenue se filtraba
desde lo alto, pintando a los barcos de un verde lóbrego. Dama Impetuosa, se dijo
pensativa al pasar junto a la nave. Tendría que contar a Rig cuál había sido el final del
navio; recordaba que él le había contado que años atrás había navegado en él.
Con el cementerio a su espalda, se puso a nadar más deprisa en dirección al
barranco y al arrecife situado al otro lado. En lugar de centrar su atención en la
exuberancia de vida marina que la rodeaba, se obligó a concentrarse en la corona;
percibía la magia del coral azul, y cómo le daba nuevas energías y ánimos.
* * *
Dhamon descubrió otra elevación y enfocó el catalejo hacia ella. Algo en ella
resultaba diferente. Era verde oscuro, tal vez negro. Puede que se tratara de una
ballena. La elevación se aplanó, y él la perdió de vista. Una ballena, en especial una
grande, podía crear problemas si se acercaba demasiado; incluso podía hacer
zozobrar el Narwhal.
—¿Dónde estás? —musitó Dhamon—. ¿Dónde?
La proa del barco se alzó de improviso, levantándose hasta tal punto que la nave
quedó prácticamente posada sobre el timón de popa. Dhamon se aferró a la
barandilla, pero sus pies perdieron apoyo y quedaron suspendidos en el aire, al
tiempo que una lluvia de agua increíblemente caliente le azotaba el rostro.
Un puñado de esclavos liberados que se encontraban en cubierta resbalaron en
dirección a popa, y sus manos buscaron con desesperación algo a lo que sujetarse.
—¡No! —Jaspe rodó dando volteretas al cabecear la nave.
Usha, situada en mitad del barco, tendió las manos para sujetarlo a él y el cetro.
En el último momento sus dedos se cerraron alrededor de la brillante empuñadura, en
tanto que la otra mano conseguía agarrar la pernera del pantalón del enano. Pero la
tela se desgarró, y Jaspe cayó de cabeza. Enseguida, Usha sintió que también ella
resbalaba. Oyó cómo las cuadernas de la nave crujían, escuchó los gritos de sorpresa
que surgían bajo cubierta. Se vio lanzada en pos de Jaspe, y ambos chocaron contra el
* * *
Poco después del mediodía el Narwhal se ponía en movimiento para regresar a la
costa de Khur, pero evitando el puerto de Ak-Khurman. Rig había decidido no correr
el riesgo de tropezar con más barcos de los Caballeros de Takhisis que pudieran haber
llegado hasta allí.
Groller llevaba el timón, con el lobo enroscado cómodamente a sus pies. Rig y
Los últimos rayos de sol de aquel día cayeron sobre la Ventana a las Estrellas, una
inmensa meseta de Khur, haciendo que el suelo pareciera de bronce fundido, cálido y
precioso. Reflejaba los rostros de los siete enormes dragones que la circundaban,
enmarcados por gigantescas rocas erosionadas, blanqueadas como dientes de
gigantes, que se alzaban hacia el cielo detrás de ellos.
Los inmensos cuerpos de los reptiles parecían montañas de colores, cada uno en
agudo contraste con el de su compañero.
Malystryx se hallaba en el punto cardinal que indicaba el norte, frente a la más
angulosa de las piedras. A su espalda se alzaba un megalito: la Ventana a las Estrellas.
El aire entre los dos monolitos gemelos se agitaba con una humareda mágica. De vez
en cuando resultaba visible un punto de luz, como una estrella lejana, pero enseguida
lo ocultaba el turbulento humo.
Un nuevo lugarteniente, una enorme hembra llamada Hollintress, se encontraba a
la derecha de Malys. A la izquierda de la señora suprema Roja estaba Khellendros, su
consorte, cuyas escamas brillaban violetas y regias a la luz del crepúsculo, la testa
sólo ligeramente por debajo de la de ella. Ciclón se encontraba a la sombra de
Tormenta, una posición que lo marcaba como sumiso y respetuoso ante el Azul.
Malystryx había dejado muy claro que se había concedido un gran honor a Ciclón al
permitirle participar en la ceremonia... y un honor aún mayor le aguardaba cuando,
esa misma noche, heredara los Eriales del Septentrión y Palanthas.
Los otros lugartenientes, así como unos cuantos Rojos a los que había decidido
honrar, esperaban al pie de la meseta con tropas de bárbaros, hobgoblins, goblins,
ogros, draconianos y Caballeros de Takhisis.
Gellidus el Blanco soportaba el calor en silencio, colocado justo frente a
Malystryx. Sus ojos azul hielo estaban clavados en los de ella, observando cada uno
de sus movimientos y estudiando sus expresiones.
Onysablet contemplaba a la Roja con atención, aunque los ojos de la gran Negra
no perdían de vista tampoco a los otros señores supremos y calibraban sus estados de
ánimo.
Beryllinthranox evitaba encontrarse con la mirada de Malystryx.
Frente a cada dragón había una pila de tesoros, relucientes joyas que en una
ocasión habían llenado los cofres de las familias más ricas de Ansalon, objetos
mágicos que vibraban llenos de poder, y artilugios obtenidos tras sacrificar valiosos
peones.
* * *
En las estribaciones situadas más allá de la meseta, Gilthanas alargó la alabarda.
* * *
—¿Un hombre? —Sobre la meseta, Beryl, la señora suprema Verde, interrumpió
su cántico y descubrió al semiogro que arremetía contra ella. Aspiró con fuerza y bajó
la cabeza; abrió luego las fauces y lanzó una nube de gas cáustico que se dirigió hacia
el hombre y el lobo de pelaje rojo. Ambos se aplastaron contra el suelo cuando la
nube pasó sobre sus cabezas.
Groller gimió. El líquido le quemaba ojos y pulmones, provocaba un fuerte
escozor en su piel y confundía sus sentidos. Furia lo golpeó en el costado. El pelaje
del animal estaba cubierto con aquel líquido, pero ello no parecía afectarlo. Impelido
por el lobo, Groller siguió avanzando hacia el dragón.
Beryl los olió en cuanto estuvieron más cerca. Notó cómo la espada del hombre la
golpeaba y sintió los mordiscos del lobo en sus garras. No podían hacerle daño; no
eran dignos de su atención.
Así pues, la Verde se dedicó a observar a Malys, y vio que la Roja relucía. ¡Algo
estaba pasando! ¡La ceremonia funcionaba! El cántico de Beryl surgió más sonoro y
veloz.
—¡Malystryx, mi reina! —aulló Gellidus el Blanco.
Las llamas de Palin habían fundido algunas escamas del cuerpo del dragón. Y
ahora una mujer de cabellos llameantes y un hombre de piel oscura, Fiona y Rig,
atacaban al Dragón Blanco. La espada de la mujer consiguió herirlo, al dirigir sus
ataques a las zonas donde las llamas habían derretido las escamas. Entretanto, el
marinero se ocupaba del costado del blanco reptil, la alabarda ligera entre sus manos.
Balanceó el arma y contempló sorprendido cómo se abría paso a través de las
escamas de la criatura y dejaba una roja herida.
—¡Malystryx! —volvió a llamar el dragón. El hombre le hacía daño. ¡Un humano
le provocaba dolor! El Blanco volvió la cabeza, y los ojos azul hielo se clavaron en
Rig.
Escarcha aspiró con fuerza, introduciendo el odioso aire caliente en sus pulmones,
para expulsarlo acto seguido y proyectar una violenta ráfaga helada, una tormenta
invernal.
Fiona estaba familiarizada con las tácticas de su adversario, de modo que
arremetió contra el marinero y lo derribó fuera del alcance de la principal andanada
de afiladas agujas de hielo.
Rig apretó los dientes y notó cómo las piernas tiritaban bajo el intenso frío. Cayó
al suelo, húmedo ahora por los trozos de hielo fundido. Brazos y pecho sangraban a
* * *
Palin y Usha regresaron a la Torre de Wayreth tras pasar varias horas reunidos
con Goldmoon. Tenían cabos sueltos que atar, entre ellos determinar el alcance del
daño provocado por el traidor Hechicero Oscuro. Había que hacer planes, y debían
decidir cómo continuar la lucha contra los dragones.
* * *
Ampolla eligió quedarse con la sacerdotisa como su alumna más nueva. La
kender había convencido a Veylona para que no se fuera, al menos por algún tiempo.
Ampolla pensaba seguir los pasos de Jaspe, y ya lucía un Medallón de la Fe colgado
al cuello, uno parecido al que llevaba Goldmoon; además, la kender se mostraba
curiosamente seria y silenciosa, actitud que venía mostrando desde el entierro de
Jaspe.
—Haré que te sientas orgulloso —musitó, mientras arrojaba un puñado de tierra a
la sepultura del enano—. Y siempre te recordaré.
* * *
Ulin y Alba no regresaron a Schallsea. Partieron desde Khur, sin revelar a nadie
su destino ni insinuar cuándo pensaban volver. El joven Majere no había hecho
mención de su esposa e hijos a Usha, sólo de la magia que controlaría en el futuro.
Sin embargo, en realidad era a casa con su familia adonde Ulin se dirigía con su
dorado compañero. Allí estudiarían juntos. El joven se regocijaba interiormente
* * *
Gilthanas se encontraba junto a la forma elfa de Silvara. Con los brazos
entrelazados, se contemplaban mutuamente.
—¡Hay tanto que hacer! —dijo Silvara—. Todavía hay señores supremos, aunque
Khellendros se haya ido. Los que sobrevivieron han comprendido ahora que los
hombres no se dejarán dominar sin hacer nada. Lucharemos contra ellos.
Gilthanas se estremeció al recordar el frío de Ergoth del Sur, sabiendo que
volvería a sentir aquel frío, pues era allí adonde habían decidido encaminar sus pasos
ahora. Iban a reunir a los habitantes de la zona, a organizar a todos los caballeros
solámnicos y a dirigir sus esfuerzos hacia la expulsión del Blanco del antiguo hogar
de los kalanestis.
E iban a iniciar una vida juntos allí: elfo y dragón. Gilthanas juró que no iba a
permitir que Silvara se le volviera a escapar.
* * *
Rig y Fiona también se abrazaban. Al contrario que Silvara, Fiona no regresaba a
Ergoth del Sur. No había conseguido convencer a Rig para que se uniera a la orden;
ni tampoco había conseguido él convencerla para que la abandonara. Así pues, la
mujer había decidido llegar a un arreglo, aceptando tomarse un permiso durante un
tiempo.
El marinero apartó un rizo rebelde del rostro de la joven y la besó. Ella no era
Shaon. No quería usarla como sustituto de su primer amor; pero tenía que admitir que
amaba a Fiona con la misma intensidad.
—Cásate conmigo —le pidió Rig, con sencillez.
—Lo pensaré —respondió ella, y sus ojos verdes brillaron traviesos.
—No lo pienses demasiado —replicó él—. Hay dragones contra los que luchar.
—¿Y lucharíamos mejor contra ellos si estuviéramos casados?
—Yo sé que sí lo haría —repuso él con una mueca.
—En ese caso acepto, Rig Mer-Krel.
La apretó contra sí con fuerza, como si temiera que ella pudiera huir de su lado y
arruinar aquel momento de felicidad.
* * *
Dhamon estaba de pie en la playa de la isla de Schallsea, observando alejarse el
transbordador en el que iba Groller mientras agitaba la mano a modo de despedida.
* * *
A miles de kilómetros de allí, en dirección nordeste, se extendían las aguas de un
mar distinto: el Mar Sangriento de Istar, que lamía las costas del reino de Malystryx.
Un rizo se formó sobre la cristalina superficie, luego otro y otro. Aparecieron
algunas burbujas, pequeñas y escasas al principio, que aumentaron en número y
tamaño, como si el mar fuera un cazo hirviendo.
Una testa de dragón salió a la superficie, roja y furiosa; los ojos centelleaban
tenebrosos. Enseguida hizo su aparición una garra, una que sostenía una lanza. El
arma estaba roja de sangre. La hembra se la había arrancado del pecho.
—Es la guerra —siseó Malystryx. La zarpa chisporroteaba, y una columna de
vapor se elevaba de la quemadura producida por la lanza—. Y esto no es más que el
principio.