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Conjuro de Dragones - Jean Rabe

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Malystryx

y Khellendros, los más poderosos de entre los dragones, se


desviven cada uno a su manera por obtener el control definitivo sobre
Ansalon. El Dragón Azul conspira contra Malys, en un intento de obtener el
suficiente poder para acceder a El Griseo y la furia de la hembra Roja ante
esa traición resulta gigantesca y abrasadora. La Roja pretende convertirse en
diosa agrupando todos los objetos mágicos y sustituir a la Reina Oscura. La
pugna ente los malignos dragones y el intento por instaurar el Bien por parte
de la nueva generación de héroes configuran el desenlace de la primera
trilogía épica sobre la quinta Era.

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Jean Rabe

Conjuro de dragones
Dragonlance: Quinta Era - 3

ePUB v1.0
OZN 09.06.12

www.lectulandia.com - Página 3
Título original: The Eve of the Maelstrom
Jean Rabe, enero de 1999.
Traducción: Gemma Gallart
Ilustraciones: Matt Stawicki
Diseño/retoque portada: OZN

Editor original: OZN (v1.0)


ePub base v2.0

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PRÓLOGO
Almas gemelas
La alabarda que Dhamon Fierolobo empuñaba era de diseño sencillo pero a la vez
de una gran belleza, una hoja semejante a un hacha fijada a un largo mango de
reluciente madera. El filo, que se curvaba suavemente como una sonrisa, despedía
destellos plateados bajo la luz que penetraba por la ventana. El arma se balanceó
hacia atrás, con firmeza, la misma firmeza que brillaba en los ojos de Dhamon, fijos
en los de Goldmoon.
—Mi fe me protegerá —susurró la mujer mientras retrocedía, intentando poner
distancia entre ella y el arma. Unos instantes podían darle tiempo de convencer a
Dhamon de su error. Los dedos de Goldmoon rozaron el medallón que pendía de su
cuello, un símbolo de su ausente diosa Mishakal, y de su imperecedera fe en la diosa
—. Dhamon, puedes luchar contra esto. Lucha contra el dragón...
Se oían otras voces en la sala además de la suya; la del enano Jaspe, su estudiante
favorito durante muchos años, y las de Feril, Ampolla y Rig. Voces que gritaban,
suplicantes, enojadas, llenas de incredulidad, dirigidas todas ellas a Dhamon
Fierolobo, el hombre alto de cabellos rubios y ojos penetrantes. Aquellas voces
intentaban detener la alabarda, detenerlo a él; pero el Dragón Rojo que controlaba a
Dhamon repelía las palabras y, en contra de su voluntad, el caballero obedeció a la
voz del dragón que resonaba en su cabeza y avanzó hacia la sacerdotisa.
Goldmoon dejó de lado toda súplica y se concentró:
—Mi fe me protegerá. Mi fe... ¡no!
Dhamon hizo descender la hoja y golpeó a Jaspe, que acababa de colocarse ante
él de un salto en un intento de salvar a la mujer. Antes de que los otros pudieran
reaccionar, el arma volvió a alzarse, roja ahora con la sangre del enano.
—Jaspe —musitó Goldmoon.
La hoja se cernió por un brevísimo instante; suspendida en el aire durante un
segundo, no más, antes de descender letalmente hacia la famosa sacerdotisa y
Heroína de la Lanza.
—Mi fe me protegerá —repitió Goldmoon en tono algo más firme, y entonces
notó la frialdad del metal al entrar en contacto con ella; sorprendentemente no sintió
dolor. El brillo de la hoja inundó su visión, y luego ya no vio nada. Dhamon y las
voces de sus amigos la habían abandonado, al igual que su vida.
Ya no pertenecía a Krynn.
Una acogedora oscuridad envolvió a la sacerdotisa, suave como el terciopelo y en
cierto modo reconfortante. Sabía que esto era la muerte, y no le temía a la muerte;
jamás le había tenido miedo. La muerte se había llevado a su esposo y a una de sus
hijas años atrás, le había arrebatado amigos muy queridos: Tanis, Tasslehoff, Flint.

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¿También a Jaspe? Esperaba poder reunirse con todos ellos ahora que había muerto.
La negrura, como una dulce carcelera, la retuvo unos instantes; luego se retiró y, a
medida que se transformaba en un gris pizarra, fue aflojando su dominio sobre ella,
pero sin soltarla. Poco a poco el espacio que la rodeaba se fue aclarando, hasta que
todo a su alrededor se tornó casi blanco, el mismo tono que el humo blanquecino. No
había un suelo que pisar, ni paredes: sólo una neblina infinita. La sacerdotisa flotaba
en su dulce abrazo, aparentemente en soledad; pero sabía que él debía de estar allí
con ella.
Riverwind. Pronunció el nombre, aunque sus labios no se movieron. Pronunció la
palabra mentalmente y la escuchó con toda claridad, del mismo modo que escuchó la
respuesta.
Amada mía. Apareció ante ella como por arte de magia, joven y fuerte, con el
mismo aspecto que tenía la primera vez que lo había visto. Tenía la piel bronceada,
los ojos oscuros y llenos de vitalidad, los brazos musculosos y en estos momentos
ceñidos en torno a ella, y la larga melena negra ondeando bajo una brisa intangible.
—Riverwind, esposo, te he echado tanto de menos... —Goldmoon se aferró a él
con fuerza y aspiró su olor. Los recuerdos fluyeron a su mente: cómo la había
cortejado bajo la mirada reprobadora de su padre; los estimulantes peligros que
habían experimentado juntos durante la Guerra de la Lanza; la época que habían
pasado separados; y, por encima de todo, su muerte acaecida lejos de ella. Incluso
después de que Riverwind hubiera muerto ayudando al kender a combatir a
Malystryx la Roja, ella había percibido que él seguía a su lado, que formaba parte de
ella.
—Yo también te he echado de menos —respondió él—. No he estado completo
sin ti.
—Juntos otra vez —dijo ella con añoranza— Completos. Para siempre.
—Para siempre. —La contempló fijamente. Goldmoon tenía el mismo aspecto
que había tenido décadas atrás, llena de esperanza y vida, la piel reluciente, los
cabellos dorados y plateados festoneados con las plumas y cuentas de la tribu que-shu
—. Para siempre, sí. Pero ese para siempre debe esperar. Goldmoon, no te puedes
quedar aquí. Tienes que regresar.
—¿Regresar? ¿A qué? ¿A Krynn? ¿A la Ciudadela de la Luz? No te comprendo.
—No ha llegado tu hora de morir. Debes regresar. Feril... la kalanesti... puede
curarte.
—¿No ha llegado mi hora de morir?
—No; todavía no. —Sacudió la cabeza—. Al menos no durante algún tiempo, mi
amor. Para siempre tendrá que aguardar un poco más.
—Yo no lo creo, esposo.
—Goldmoon...

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—Tengo más de ochenta años. He deambulado por Krynn durante demasiados
años. Pocos tienen la suerte de vivir tanto tiempo. Y yo ya me he cansado de vivir.
Él paseó un dedo por su mejilla; su forma espiritual estaba tan llena de vitalidad y
calidez como lo había estado en vida.
—Pero Krynn no se ha cansado de ti, amada mía. Al menos, no por ahora.
—¿Y quién o qué fuerza toma esta decisión? Estoy muerta, Riverwind. ¿No es
así?
—¿Muerta? Sí. No obstante... no resulta fácil de explicar —empezó—. Todavía
hay tiempo, si te das prisa. Feril puede... —Intentó decir más, pero ella lo
interrumpió.
—Tengo que admitir que no había esperado morir de este modo. No creí que
Dhamon me mataría, que sería capaz de matarme. Pensé que era lo bastante fuerte
para resistirse a la bestia que lo domina.
—Malystryx.
—Lo controla mediante una escama adherida a su pierna —explicó la sacerdotisa,
asintiendo—. Estaba tan segura de que él podría superarlo... Creí que era el elegido,
el hombre que lideraría el combate contra los señores supremos. Yo misma lo escogí,
Riverwind, lo elegí hace muchísimos meses cuando estaba arrodillado ante la Tumba
de los Últimos Héroes. Miré en su corazón, y me equivoqué...
—Las cosas no salen siempre como esperamos —repuso Riverwind.
—No.
—Los otros necesitan tu ayuda.
—Pueden continuar la causa sin mí. Palin, Rig, Ampolla, Feril...
—Ellos te necesitan. —La voz de Riverwind era firme—. Hay cosas que todavía
tienes que realizar. Los dragones...
—¿Cómo sabes esto? ¿Acaso los dioses no se han ido realmente? ¿Te hablan?
¿Están...?
—No te correspondía morir en este día. Eso es todo lo que sé. Y eso es todo lo
que se te permite saber en estos momentos. Era a otro a quien correspondía ese
destino.
—¿Era otro quien debía morir? ¿No yo?
Riverwind apretó los labios formando con ellos una fina línea. A un gesto de su
mano las brumas se disolvieron, y se encontraron flotando sobre la estancia de la
Ciudadela de la Luz, si bien bajo la apariencia de espectros, ya que nadie los vio allí.
El suelo estaba cubierto de sangre: de Goldmoon, de Jaspe, de Rig. El enano estaba
gravemente herido, con apenas un hálito de vida, pero se aferraba al cuerpo de
Goldmoon, sollozando, con los ojos desorbitados por la incredulidad.
—Los echaré a todos de menos —murmuró la sacerdotisa, extendiendo los dedos
hacia el enano.

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—Aún hay tiempo. Regresa junto a ellos, amada mía. Deja que la kalanesti te
ayude. Luego ayuda a Jaspe. Date prisa.
—Que Feril ayude a Jaspe.
Riverwind y Goldmoon apenas conseguían distinguir las palabras que se
arremolinaban en el aire; palabras apenadas por Goldmoon y Jaspe, palabras
envenenadas dirigidas a Dhamon, palabras conmocionadas porque algo así hubiera
podido suceder, palabras que exigían venganza.
—No fue culpa de Dhamon —dijo Goldmoon—. Deben comprenderlo. Con el
tiempo se darán cuenta.
—Uno de ellos debía morir —repitió su esposo—. No tú. Aún no. Dhamon no
debía matarte.
—No fue culpa de Dhamon. El dragón... la escama de su pierna... ¿quién tenía
que morir en mi lugar?
Riverwind movió la cabeza negativamente.
—¿Quién? —insistió ella.
—No te lo puedo decir. Todo lo que puedo decirte es que debes regresar. —La
voz del hombre era firme, teñida de tristeza—. Volveremos a estar juntos, lo prometo.
No tardaremos mucho en hacerlo. Y ya sabes que siempre estaré a tu lado.
—En el aire que respire.
—Sí.
—No; eso no es suficiente. —Goldmoon alzó la cabeza, flotó en dirección al
techo, y atravesó la cúpula del tejado. Riverwind la siguió, sus razonamientos
perdidos entre las acaloradas palabras que seguían escuchándose en la estancia
situada a sus pies. De nuevo se vieron rodeados por la tenue neblina—. No pienso
volver atrás, esposo. Sólo seguiré adelante, adonde sea que los espíritus tengan su
punto de destino. A ver a Tanis, a Tasslehoff, al querido Flint.., dondequiera que
estén. Con mi hija Amanecer Resplandeciente. Con mi madre. Es posible incluso que
finalmente vaya a reconciliarme con mi padre. Hace ya mucho tiempo que debería
haberme reunido con ellos. Y también contigo.
—Eso es también lo que yo deseo —manifestó él—. Pero no es lo que debía
suceder. Hay dragones poderosos que deben ser tenidos en cuenta.
—Siempre hay dragones en Ansalon. —Posó un dedo sobre los labios de su
esposo y luego lo atrajo hacia ella—. Queridísimo Riverwind, Krynn ya no necesita a
esta anciana. Volvemos a estar juntos... por fin y para siempre. Completos. Una
anciana más o menos no cambiará nada en la lucha contra los señores supremos
dragones.
—Goldmoon, una persona siempre puede ser importante.

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Después de la tempestad

El dolor ascendía por la garra del señor supremo y penetraba en su imponente


corpachón azul.
—Condenada lanza —siseó con voz de céfiro. Echó hacia atrás la enorme testa
cornuda, abrió las fauces, y vomitó un rayo contra la panza de una espesa nube
situada sobre su cabeza. El cielo retumbó a modo de respuesta, y lo que había
empezado como una llovizna se convirtió en aguacero. La noche quedó iluminada
intermitentemente por los relámpagos que descendían hasta su lomo de escamas de
color añil, una sensación que por lo general le resultaba muy agradable. El viento
aullaba con fiereza, y la lluvia martilleaba sobre las gruesas escamas; pero ningún
elemento de la tormenta era suficiente para mitigar su sufrimiento.
La poderosa lanza quemaba al dragón, seguía quemándolo con cada movimiento
de sus enormes alas, con cada kilómetro que recorría. Llevaba varias horas
sujetándola, desde el mismo momento en que la había arrebatado a los héroes que
había eliminado, y se negaba a soltarla, se negaba a dejar que Fisura, su siniestro
aliado huldre, la sostuviera por él. Sin duda la magia de la lanza también dañaría a
Fisura, pensaba el dragón; el arma quemaría todo lo que fuera malvado.
Khellendros asía la lanza con una garra; la Dragonlance, que con tanto esfuerzo
los despreciables aliados del hechicero Palin Majere habían conseguido recuperar del
helado reino de Gellidus, el gran Dragón Blanco que gobernaba en Ergoth del Sur.
Enganchado alrededor de una zarpa estaba el medallón de la fe de Goldmoon, lleno
también con la energía de la justicia, pero no tan poderoso como la lanza. La otra
garra de Khellendros sujetaba con delicadeza a Fisura, de cuyo cuello pendía un
segundo medallón, aparentemente gemelo del primero. El dragón había obtenido tres
reliquias de la Era de los Sueños, y había una más en su guarida, un aro de llaves de
cristal. Con cuatro debiera haber suficiente, recordaba haber oído decir a Fisura.
—¡La lanza está imbuida con la magia de los dioses! ¡Por eso te quema de este
modo! —manifestó el grisáceo huldre, gritando por encima del vendaval—. ¡Al fin y
al cabo, fue creada para matar dragones! —El hombrecillo, empapado, calvo y con
todo el aspecto de una escultura recién salida de un pedazo de arcilla blanda, estiró la
calva cabeza a un lado para poder contemplar los centelleantes ojos de Khellendros
—. Esa lanza es la más poderosa de las tres reliquias... y desde luego mucho más
poderosa que las llaves que los Caballeros de Takhisis consiguieron para ti.
La más poderosa y la más dolorosa, pensó el dragón; lanzó un gruñido e intentó
en vano arrinconar el dolor en el fondo de su mente. El arma podía hacer algo más

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que provocarle molestias: sin duda le dejaría cicatrices, pero no podría matarlo...
probablemente ni siquiera si se la hundían en la carne. Él era, después de todo, un
señor supremo; formaba parte del puñado de dragones más pavorosos de Krynn, y
utilizaría esa perniciosa y odiosa lanza —y los otros artilugios— para abrir un Portal
a El Gríseo.
El espíritu de Kitiara, su compañera de tiempos pasados en el ejército de la Reina
de la Oscuridad, erraba por alguna parte de aquella crepuscular dimensión. Y él
atraparía su espíritu, tal y como se había apoderado de la lanza, y mediante esa acción
devolvería el espíritu de la mujer a Krynn. Cuatro reliquias deberían ser suficientes
para ello.
Pero primero tenía que crear un nuevo cuerpo para aquel espíritu.
Había tenido uno, un hermoso drac azul, musculoso, elegante, perfecto, que había
nacido de una de sus escasas lágrimas. Pero Palin y sus conspiradores habían matado
sin saberlo al drac azul, junto con docenas de otros, cuando destruyeron su guarida
favorita en los Eriales del Septentrión. Que hubiera exterminado a Palin y a sus
compañeros hacía menos de una hora resultaba un pequeño consuelo; debería haberse
ocupado de ello antes, no tanto por venganza —una motivación humana indigna de él
— sino como tributo a Kitiara, quien en vida se había visto molestada por el padre y
el tío de Palin, Caramon y Raistlin Majere. Los Majere habían atormentado su vida, y
ahora la perseguían en la muerte.
Durante un tiempo, Palin y sus compañeros habían resultado útiles a Khellendros.
Siguiendo los consejos de uno de los espías que el dragón había colocado, un viejo
impostor que había conseguido hacerse pasar por un estudioso, el grupo del hechicero
había reunido aquellos objetos para él sin saberlo.
En una extensión de terreno de la isla de Schallsea, no muy lejos de la Ciudadela
de la Luz, habían depositado las reliquias, y el falso estudioso les había aconsejado
que las destruyesen, afirmando que la energía liberada aumentaría el grado de magia
del mundo. No habían sospechado que era una treta, que Khellendros había sido
advertido y pensaba robarles los valiosos objetos.
Su utilidad había finalizado. Palin y los otros habían comprendido demasiado
tarde que el señor supremo Azul los había acorralado. Mientras Khellendros los
mataba, Fisura había hecho lo propio con el impostor para eliminar cabos sueltos.
Sin embargo, el dragón no había imaginado que sostener esa condenada lanza
resultaría tan doloroso. Con todo, cualquier sufrimiento valía la pena si significaba el
regreso de Kitiara a Krynn. La mujer debía regresar, tenía que volver a estar
completa. Tormenta le había hecho un juramento —por lealtad y respeto— mucho
tiempo atrás, cuando ella era su compañera; le había prometido que la mantendría a
salvo. Pero un buen día, cuando ella no estaba a su lado, la habían matado, y un
Khellendros afligido se había dedicado a buscar y buscar su espíritu, hasta que

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finalmente lo encontró en El Gríseo. Ahora mantendría su promesa rescatándola de
aquella lejana dimensión. No había nadie que pudiera detenerlo... Palin y los suyos
estaban muertos. Y, lo que era aun mejor, Malystryx, la Roja, y los otros señores
supremos no tenían ni idea de cuál era su auténtico objetivo.
Kitiara y él volverían a reunirse. Pronto. Pero primero Khellendros tendría que
resistir este dolor infernal durante todo el camino de regreso a su guarida.

* * *
—Khellendros cree que estamos muertos —dijo Rig. El marinero de piel oscura
levantó la vista, mirando en la dirección por la que el gigantesco señor supremo Azul
había desaparecido. Se pasó una mano por el corto cabello y lanzó un suspiro de
alivio.
—Realmente espero que lo crea. De lo contrario regresará y volverá a intentarlo.
Y no quisiera que lo volviera a intentar porque no creo que se limitara sólo a probar.
—La voz tensa y aguda pertenecía a Ampolla, una kender de mediana edad que
avanzaba con pasos lentos en dirección al marinero—. No. No creo que se quedara en
una simple prueba, en mi opinión. —Sus manos retorcidas estaban muy ocupadas,
una tirando de la manga de Jaspe, la otra forcejeando con su revuelto copete rubio—.
Veréis, si regresara y volviera a intentarlo... bueno... lo cierto es que tengo la
sensación de que le saldría diabólicamente bien. Me sorprende la verdad seguir viva y
respirando. No hay duda de que es un dragón muy grande. Nunca vi a uno tan
grande. ¿Visteis sus dientes? Unos dientes enormes también. —Hizo una pausa y su
rostro se torció en una expresión de perplejidad—. ¿Qué es lo que sucedió? ¿Cómo
escapamos?
—Palin. —Fue Rig quien respondió ahora.
—Oh. ¿Qué hiciste? —Ampolla dirigió su atención a Palin Majere.
El hechicero se apartó un largo mechón de cabellos grises de los ojos.
—Un conjuro —respondió en voz baja, pues le faltaban fuerzas para hablar en
voz más alta. Con la espalda encorvada, se apoyó en Rig y aspiró con fuerza el
húmedo aire para llenar sus pulmones. El conjuro climático había agotado todas sus
reservas. Era el hechicero más poderoso de Krynn y uno de los pocos supervivientes
de la batalla en el Abismo; pero en aquel instante no se consideraba precisamente
poderoso. Se sentía débil, vulnerable, con el espíritu tan destrozado como su túnica
embarrada y las desgarradas polainas.
—Un conjuro sorprendente —repuso Ampolla—. Muy efectivo. ¿No piensas tú lo
mismo, Jaspe?
El enano se sujetó el costado, asintiendo; un jadeo escapó de sus gruesos labios.
Aunque la herida que Dhamon había infligido a Jaspe iba mejorando —gracias a los
cuidados de Feril—, el enano nunca volvería a ser el mismo porque tenía un pulmón

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perforado. En épocas anteriores habría podido usar su propia magia sanadora para
curarse, pero tal poder se encontraba ahora fuera de su alcance. Su fe había muerto
con Goldmoon, y con ella habían muerto sus poderes curativos. Dedicó a Ampolla
una leve sonrisa.
—Sorprendente. Sí, Jaspe también lo cree. Un conjuro muy impresionante —
parloteó la kender—. ¿Nos hiciste invisibles a todos?
—No exactamente —replicó Palin.
—¿Nos enviaste a otro lugar?
—No diría yo eso.
—Entonces ¿qué?
—Durante unos pocos minutos, nos disfracé, hice que nos fundiéramos con el
paisaje. Luego creé una ilusión mágica de nuestras figuras un poco más allá de donde
estábamos ocultos. Khellendros mató la ilusión. Y, por suerte, parecía tener mucha
prisa y se fue sin examinar su obra. De haberse quedado un poco más, sus agudos
sentidos nos habrían descubierto.
—¡Vaya! ¿Cómo creaste la ilusión? —siguió preguntando ella.
—No es importante —intervino Jaspe. Volvió la mirada en dirección a Groller, su
sordo amigo semiogro. Fiona Quinti, la joven Dama de Solamnia que se había unido
a ellos recientemente, usaba en aquellos instantes un rudimentario lenguaje por señas
para traducirle lo que se decía, de modo que Groller pudiera comprenderlo. El enano
se volvió para mirar a Ampolla y manoseó un terrón de barro pegado a sus cabellos
rojizos—. No tiene la menor importancia. Lo que sí es importante, Ampolla, es que...
—¿No podría Palin usar un poco de su magia para encontrar a Dhamon? Quiero ir
tras Dhamon, averiguar por qué se volvió loco, hirió a Jaspe y mató a Goldmoon.
Podríamos...
El marinero posó una mano sobre la cabeza de la kender, y dirigió la mirada hacia
Palin.
—Lo que podríamos hacer es matarlo. Aunque indirectamente, fue por causa de
Dhamon que murió Shaon. Ahora ha muerto Goldmoon... y no por causas indirectas
en este caso. Y por poco también mata a Jaspe. Y hundió mi barco.
—El Yunque de Flint --musitó Jaspe. El enano había adquirido la carraca meses
atrás, y su amado navío los había transportado desde Schallsea hasta Palanthas, en el
lejano norte, para luego volver a traerlos de vuelta. Había sido su medio de transporte
y su hogar.
—Opino que deberíamos matarlo antes de que cause más daño —concluyó Rig.
El marinero hizo un gesto al resto para que se reunieran a su alrededor: Feril, la
kalanesti; Groller y su lobo Furia; Fiona; Gilthanas, el larguirucho hechicero elfo que
habían rescatado de una fortaleza de los Caballeros de Takhisis, y Ulin, hijo de Palin.
Describiendo círculos sobre sus cabezas había dos dragones, uno dorado y el otro

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de plata —Alba y Silvara— que habían transportado a Ulin y a Gilthanas a Schallsea
y habían contribuido a distraer al Azul de modo que Palin pudiera lanzar su conjuro.
Los dragones y sus jinetes acababan de regresar de las islas de los Dragones, donde
habían informado a los Dragones del Bien que allí residían de lo que acaecía en la faz
de Ansalon.
—Rig... —Feril carraspeó para llamar la atención del marinero. Una leve brisa le
agitaba la enmarañada cabellera castaña contra el rostro—. Hemos de encontrar a
Dhamon. Hemos de ayudarlo a luchar contra la influencia de la escama. Debemos
tener fe...
—¿Fe? —Jaspe alzó la cabeza hacia ella y clavó la mirada en la hoja de roble que
llevaba tatuada en la tostada mejilla. El rubicundo rostro del enano aparecía
inusitadamente sombrío—. Mató a Goldmoon. Ni siquiera hemos tenido tiempo de
llorarla, o enterrarla adecuadamente. Ella predicaba la fe..., respiraba fe. Y perdón.
Pero ahora mismo no tengo fe y nada de perdón. En estos instantes me pongo de parte
de Rig.
—Yo también estoy furiosa, Jaspe. —Feril cerró los ojos y soltó un largo suspiro
—. A lo mejor nunca podré perdonarlo. Pero tengo que saber qué sucedió y por qué.
—Salta a la vista lo que sucedió —interrumpió Rig—. Nos dijo que en una
ocasión fue un Caballero de Takhisis, y apuesto a que todavía lo es. Nos embaucó,
como nos embaucó el anciano para que reuniéramos las malditas reliquias. No hay
barco. Goldmoon ya no está. No tenemos la lanza de Huma.
—Ni medallones. El medallón de Goldmoon, y el segundo medallón que yo... —
Jaspe reprimió un sollozo—. El que yo le quité después de muerta. Los dos han
desaparecido y están en manos del dragón.
—La única reliquia que nos queda es el cetro —dijo el marinero, levantándolo.
Estaba hecho de madera y parecía más bien un mazo, aunque estaba adornado con
joyas.
—El Puño de E'li —susurró Feril en tono casi inaudible—. El Puño de Paladine.
—¿De qué nos servirá un miserable artilugio? —inquirió Ampolla—. No
podemos aumentar el nivel de magia del mundo con una sola reliquia.
—El anciano nos engañó para que reuniéramos las reliquias para el dragón —
indicó Palin—. Y el dragón debe querer la antigua magia por alguna buena razón. Tal
vez deberíamos concentrarnos en encontrar otros objetos arcanos. Al menos
podremos mantenerlos lejos de las garras del dragón. Y tal vez podamos de algún
modo usar su energía para obstaculizar el regreso de Takhisis a este mundo.
—Padre, Gellidus... Escarcha... afirmó que el regreso de Takhisis era inminente
—dijo Ulin, el más joven de los Majere, que era el vivo retrato de Palin con veinte
años menos. Indicó con un gesto al Dragón Plateado y al Dorado que volaban en
círculos sobre sus cabezas—. Alba y Silvara confirman aquello de lo que se jactó el

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señor supremo Blanco. Takhisis va a volver.
—En ese caso, ¿de dónde vamos a sacar magia antigua suficiente para detenerla?
—Los ojos de Ampolla se abrieron de par en par.
—El anillo de Dalamar —respondió Palin—. Se encuentra en la Torre de
Wayreth. El Custodio de la Torre dijo que me lo entregaría, pero sólo cuando
supiéramos cómo usarlo y estuviéramos a salvo de Khellendros.
—¡A salvo! —Ulin soltó un bufido—. ¡Se tardará mucho en conseguir eso!
¿Podrías convencer al Custodio de lo importante que es que tengamos el anillo?
El hechicero lo meditó unos instantes; luego miró a su hijo y asintió:
—Sí. Sí, creo que puedo.
—Con el Puño de E'li —dijo Ampolla, indicando el arma que sujetaba Rig—,
tendremos dos objetos.
—Sé de un tercero: la Corona de las Mareas —concluyó Palin—. Descansa en el
reino de los dimernestis, los elfos marinos, muy lejos de aquí.
—En ese caso será mejor que nos pongamos en marcha —opinó la kender.
—Aguarda un minuto. —Rig la contempló ceñudo y sacudió la cabeza—. No hay
nada que desee más que enfrentarme a los dragones... incluida la Reina de la
Oscuridad en persona, si es necesario. Pero hay un pequeño asunto del que hay que
ocuparse, también. Me refiero a Dhamon.
—Rig, por favor —suplicó Feril.
—No podemos dejar que ande por ahí libremente... no con esa asombrosa
alabarda. Quién sabe a quién o qué otra cosa podría destruir. —Los ojos del marinero
se entrecerraron amenazadores.
—¡Rig! —La kalanesti le lanzó una furiosa mirada.
—Es suficiente —terció Palin—. Discutir no nos hará ningún bien. Ni tampoco la
venganza. Pero también creo que es necesario encontrar a Dhamon.
El marinero sonrió satisfecho.
—Necesitamos encontrarlo —prosiguió el hechicero— porque nos hace falta su
arma.
—¿Su arma? --inquirió Rig con una mueca.
—Esa alabarda corta el metal como si fuera tela —replicó Palin—. Debe de ser
alguna especie de reliquia, a lo mejor tan poderosa como la lanza de Huma. Más
poderosa incluso —añadió en voz baja.
—¿Y cómo vamos a hacer las dos cosas a la vez: reunir objetos y encontrar a
Dhamon? —quiso saber Ampolla.
—Necesitaré tu ayuda, Ampolla —indicó el hechicero a la kender—. Tú y yo
formaremos un equipo y nos dirigiremos a la Torre de Wayreth. Mi esposa Usha me
aguarda allí. Usaremos los recursos de la torre para localizar a Dhamon.
—Y, entretanto, nosotros iremos en busca de la Corona —añadió Feril muy

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excitada.
—Fantástico. ¿Cómo salimos de esta isla sin un barco? ¿Nadando? —El marinero
introdujo el cetro en su cinturón y echó una mirada hacia el oeste, aunque estaba
demasiado oscuro para distinguir la playa de Schallsea.
—En eso os podemos ayudar —ofreció Gilthanas, y señaló a los dragones—. Os
llevaremos hasta los límites del reino de Onysablet. A partir de ese punto...
—Deja que lo adivine. Nos las tendremos que apañar solos —refunfuñó Rig.
Gilthanas asintió. El elfo no necesitaba explicar que los dragones preferirían no
aventurarse en el reino de un señor supremo, al menos uno que les era desconocido.
En un extremo de la reunión Fiona Quinti sacó pecho. A pesar de que Groller se
alzaba por encima de ella, la mujer seguía resultando alta y formidable, si bien algo
ojerosa, ataviada con la plateada armadura de la orden solámnica. Sus manos
cubiertas con guantes de malla dibujaban figuras en el aire, mientras hacía todo lo
posible por explicar al semiogro lo que iba a acontecer.
El semiogro frunció el entrecejo pensativo; luego alzó la mirada hacia los
dragones, asintió y tragó saliva con fuerza.

* * *
Era aquella hora nebulosa que antecede al amanecer, en que el cielo se aclaraba
ligeramente y el mundo parecía más silencioso que nunca. Usha observaba por una
ventana de la Torre de Wayreth. La mujer se ciñó mejor la túnica alrededor de la
delgada figura, temblando de preocupación, no de frío.
Ampolla dormía. También Palin se había quedado dormido a poco de su llegada
unas pocas horas antes, y ella esperaba que descansara lo suficiente para recuperar
energías.
También ella estaba agotada, pero no podía dormir. Su mente estaba demasiado
preocupada por el Puño de E'li del que Palin le había hablado. Usha había viajado al
bosque qualinesti con Palin, Jaspe y Feril en busca del Puño; pero no los había
acompañado en la parte más peligrosa de la misión. Cuando los capturó una banda de
desconfiados elfos que luchaban por su libertad, Usha se había ofrecido a permanecer
con los elfos como rehén, a modo de garantía de que su esposo y los otros estaban allí
sólo por una razón —el cetro— y como demostración de que no eran espías de la
señora suprema Verde.
Había sucedido algo durante su estancia con los elfos. Algo relacionado con la
reliquia. Algo que se esforzaba desesperadamente por recordar. Algo que tal vez
podría ser útil contra los dragones.

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2
Una concentración de maldad

Tormenta sobre Krynn se tumbó frente a la entrada de su guarida y dejó que el sol de
la tarde lo acariciara mientras contemplaba distraídamente su garra. La Dragonlance
había dejado una profunda roncha roja sobre las gruesas escamas, y la herida le
producía punzadas, aunque el bendito sol aliviaba en cierta medida el dolor. Habían
transcurrido semanas desde la batalla librada para obtener las reliquias, tiempo
suficiente para que la herida curara, si es que se curaba algún día. Se había visto
obligado a transportar la odiosa lanza durante kilómetros y más kilómetros hasta
llegar a los Eriales del Septentrión, y tal vez lo hubiera marcado para siempre.
Khellendros sabía que podía vivir con el dolor; era un pequeño precio que pagar
en su búsqueda de una forma de resucitar el espíritu de Kitiara, y un continuo
recordatorio de su fácil triunfo sobre el gran Palin Majere. Sonrió para sí. Resultaría
agradable contar a Kitiara su victoria, aunque habría resultado más agradable si ella
hubiera estado allí para compartirla con él.
—Ya no falta mucho. Volveremos a ser compañeros —gruñó por lo bajo—. Y no
dejaré que mueras una segunda vez.
Las cuatro reliquias estaban ocultas en su cueva subterránea, junto con numerosos
tesoros mágicos de menor calibre. Había excavado esta cueva recientemente mientras
volvía a esculpir su estropeada guarida. Las paredes de la sección situada en la zona
más profunda estaban llenas de marcas dejadas por los violentos estallidos de las
docenas de dracs moribundos que quedaron atrapados allí cuando Majere y sus
compañeros hicieron desplomarse la guarida. Durante la reparación, el dragón había
añadido nuevas salas, para dar cabida a los nuevos dracs que estaba creando, y, lo que
era más importante, a Kitiara.
Su antigua compañera aprobaría ese refugio, decidió, al tiempo que hundía la
garra herida en la arena y fijaba la mirada en la interminable superficie blanca,
interrumpida sólo por los pocos cactos que había permitido que crecieran allí. «Ella
lo aprobará —se dijo—, y juntos haremos...»
Una sombra se proyectó sobre la arena, tapando momentáneamente el sol.
Khellendros dejó de pensar en Kitiara y alzó los ojos para saludar la llegada de
Ciclón, su lugarteniente. El dragón más pequeño se deslizó hasta aterrizar a unos
doce metros de su señor supremo, olfateó el aire para localizar la posición exacta de
Tormenta, y luego avanzó despacio.
—Deseabas mi ayuda —siseó Ciclón. El macho Azul de menor tamaño bajó la
testa hasta el suelo en señal de respeto.

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Khellendros clavó la mirada en los ojos de su lugarteniente, ciegos a causa de un
combate con Dhamon Fierolobo, y aguardó varios segundos antes de responder.
—Sígueme, Ciclón. Hablaremos dentro.
Las sombras del cubil del señor supremo engulleron a los inmensos dragones. La
enorme sala, apenas lo bastante amplia para dar cabida a ambos, quedaba ligeramente
iluminada por la luz que llegaba desde la superficie a través del túnel.
—¡Fisura! —La voz del Azul retumbó en la cueva e hizo que las paredes
vibraran. A través de las grietas del techo se filtró una lluvia de arena que espolvoreó
los cuatro objetos dispuestos en el centro de la estancia y cubrió al huldre, que estaba
contemplando con fijeza los antiguos objetos mágicos. El duende retrocedió unos
pasos.
»Estos tesoros no son para que tú andes jugando con ellos —rugió el enorme
dragón.
—Ni siquiera los toqué, Amo del Portal —respondió el huldre. Su figura relució,
y la arena desapareció de sus facciones—. Pero sí los estuve mirando con mucha
atención. Deberíamos usarlos, Khellendros. Ahora. No deberíamos esperar y
arriesgarnos a que Malys pueda descubrir tus fabulosos trofeos y decida apoderarse
de ellos. Ciclón ya está aquí, y puede cuidar de tu reino en tanto que tú y yo estamos
en El Gríseo. Deberíamos sacarlos fuera a la arena esta misma noche. Juntos
podemos...
Un rugido de Khellendros acalló a la criatura.
—Todavía quedan algunas cosas de las que ocuparse, duende, antes de que
osemos abrir el Portal.
—Mmm, sí. Elegir un drac para Kitiara. —El diminuto hombrecillo gris se rascó
la tersa cabeza—. Ciclón puede ocuparse de ellos, mientras nosotros visitamos El
Gríseo. Le enseñaste cómo entrenar dracs. Él puede elegir uno. Hay más de una
docena entre los que escoger.
—Me aseguraré de que un drac perfecto esté listo antes de que partamos hacia El
Gríseo. Y seré yo quien seleccione el recipiente.
—Estupendo. ¿Y cuánto tardarás en realizar esta elección? —se atrevió a insistir
el huldre.
—Ciclón entrenará a los pocos dracs de abajo. También tiene que encontrar más
hembras humanas para crear más dracs. Cuando llegue el momento, yo elegiré al más
apropiado de entre todos ellos.
El Azul de menor tamaño se aproximó con cautela al duende y dilató los ollares
vibrando para percibir el olor de Fisura. Ladeó la testa y volvió a olfatear, a la vez
que escuchaba con oídos que poco a poco eran un sustituto más agudo de la visión
perdida. De las profundidades de la cueva surgió un repiqueteo, al principio no más
fuerte que los latidos del corazón del huldre, un claro castañeteo contra el suelo de

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piedra; pero en cuestión de segundos el sonido aumentó lo suficiente para interrumpir
a Khellendros y al huldre.
Dos grandes escorpiones, negros como la noche, salieron correteando de entre las
sombras. Sus inmóviles ojos amarillos relucían malévolos, y sus pinzas se abrían y
cerraban entre chasquidos.
—¿Dessseasss alguna cosssa? —dijeron al unísono; las extrañas voces siseaban
como la arena en movimiento. Desde las patas en forma de pinza hasta las puntas de
las curvas colas venenosas, resultaban algo más altos que un hombre; sus recios
cuerpos segmentados eran largos y gruesos, y brillaban como la piedra húmeda bajo
la exigua luz.
—Vigilaréis mi guarida mientras estoy fuera —ordenó Khellendros a la pareja—.
Y os aseguraréis de que ninguno de los dracs toque estas cosas. —Señaló en
dirección a la lanza, los medallones y las llaves de cristal—. ¿Comprendido?
—Ssssí, Amo —respondieron y pasaron corriendo junto a los dragones, en
dirección a su puesto en la entrada de la cueva.
—¿Fuera? —inquirió Fisura—. ¿Vas a alguna parte? ¿Adonde?
—A donde yo vaya no es cosa tuya, duende —replicó Khellendros entrecerrando
los ojos; luego se volvió hacia Ciclón—. Malys desea mi presencia, y no pienso darle
motivos para que sospeche lo que planeo negándome a acudir. Estaré fuera durante
algún tiempo. Cuánto, no estoy seguro. Pero durante ese tiempo...
—Adiestraré a tus dracs —terminó el dragón más pequeño.
Khellendros giró en redondo y enfiló el túnel que ascendía hasta el desierto.
Ciclón lo siguió a prudente distancia.
—Hay poblados bárbaros por el este —le informó el señor supremo cuando
estuvieron de vuelta sobre la arena—. Los ataqué y capturé a sus guerreros más
valerosos. Fue a partir de ellos como creé a los dracs de mi guarida. Ten cuidado,
porque los guerreros que aún quedan en los poblados podrían venir en busca de los
suyos.
—Será un placer eliminar a todo aquel que venga sin ser invitado. No serán
ninguna amenaza.
—Procura no subestimarlos —le indicó Tormenta—. Malystryx, que es quien me
ha llamado, no teme a los humanos. Ni tampoco les temen, al parecer, los otros
señores supremos. Pero yo los conozco mejor.
—Igual que yo —el Azul de menor tamaño cerró sus ciegos ojos—. Uno me hizo
esto. Uno al que en una ocasión llamé mi amigo y compañero. Nunca subestimaré a
los humanos.
»El duende —añadió Ciclón, olfateando el aire y volviéndose hacia el este—.
Mientras adiestro a los dracs, ¿se le puede confiar tu tesoro, las reliquias?
—No —respondió Tormenta—. Tampoco lo subestimo a él. Puede resultar más

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formidable que un humano, pero en este caso no es una amenaza porque he tomado
medidas para proteger las reliquias.
El señor supremo Azul se elevó por los aires, y las alas levantaron una lluvia de
arena que cayó sobre Ciclón y salpicó a los inmóviles escorpiones que montaban
guardia ante la cueva.
En el interior, Fisura se acercó arrastrando los pies hasta las reliquias.
—Khellendros, Tormenta sobre Krynn. Khellendros, el Amo del Portal.
Khellendros, el Indeciso, debería llamarse a sí mismo. Se empeña en esperar para
abrir el Portal a El Gríseo. Esperar..., esperar..., esperar —farfulló el huldre—. El
tiempo para un dragón es... Bueno, el poderoso Khellendros descubrirá el precio de
haber esperado. He estado ausente de El Gríseo durante demasiados años; y no deseo
esperar más. Creía que necesitaría su ayuda para abrir el Portal, estaba seguro de que
era así. Pero la lanza de Huma... Hay tanto poder en su interior. Puede que no necesite
la ayuda del Indeciso al fin y al cabo.
Sostuvo las pequeñas manos a unos treinta centímetros por encima de los
medallones y percibió la magia que latía en ellos. Era una sensación agradable.
—No; es posible que ya no necesite a Khellendros, ahora que tengo estos objetos
a mi alcance. —Pasó los dedos sobre las llaves, sintió la fría suavidad del cristal, el
hormigueo del hechizo. Sus dedos se detuvieron a pocos centímetros por encima de la
llave más pequeña, una que había sido diseñada para abrir cualquier cerradura, y
cerró los ojos para dejarse acariciar por la arcana aura.
»No; desde luego no pienso esperar más. Debo intentar volver a casa. Destruiré
estos objetos yo mismo y abriré el Portal a El Gríseo con la energía liberada. Si no
puedo hacerlo yo mismo, a lo mejor puedo embaucar a Gellidus el Blanco o al gran
Dragón Verde para que me ayuden. Tormenta sobre Krynn se enfurecerá, pero no
podrá seguirme; ya no tiene más reliquias que destruir, nada para facultar sus planes.
Estaré a salvo, a salvo en casa. Y él se habrá quedado en la estacada. Sin poder hacer
nada y muy lejos de su pobre y perdida Kitiara que flota en El Gríseo.
El hombrecillo gris lanzó una risita y extendió los dedos en dirección a la lanza de
Huma. Sintió las intensas vibraciones de energía que el arma lanzaba al aire.
—Vi cómo la lanza quemaba a Khellendros —musitó—, pero a mí no me
quemará; no soy tan malvado como el señor supremo. No, no soy malvado. En
absoluto. Sólo quiero regresar a casa. Es una lástima que el humano que en una
ocasión empuñó esta magnífica arma no pudiera percibir este poder. —Acercó las
manos con cautela a la empuñadura de la lanza—. Una lástima. Una... ¡aaah! —El
chorro de poder lo escaldó como si hubiera introducido las manos en aceite
hirviendo. Oleadas de energía se estrellaron contra su diminuto cuerpo y, tras
sacudirlo violentamente, lo arrojaron dando tumbos contra el suelo de la caverna.
Totalmente aturdido, el oscuro huldre se estremeció sin poderlo evitar y

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contempló su carne abrasada.
—Khellendros... hechizó los objetos..., los protegió. No confiaba en mí. —Hizo
un esfuerzo por tomar aliento; luego misericordiosamente se desmayó.
En el cielo, Khellendros giró al sudeste, en dirección al reino de Malystryx. Los
primeros rayos del agonizante sol pintaban su desierto de un pálido tono rojo.
—No —murmuró el Azul en tono quedo—. El duende no es ninguna amenaza.

* * *
El terreno estaba agrietado como el lecho seco de un río: llano, desolado y cálido
bajo las garras de los cinco dragones reunidos en un círculo sobre él.
Gellidus, el señor supremo Blanco, hacía todo lo posible por disimular su
incomodidad ante el calor que lo envolvía y mantenía la vista fija en la lejana
montaña, el Pico de Malys, circundado por incandescentes volcanes. Conocido como
Escarcha por los humanos, el señor del territorio helado de Ergoth del Sur ofrecía un
tremendo contraste con Malystryx. Las escamas de Escarcha eran pequeñas y
relucientes, blancas como la nieve; su cresta parecía una aureola de carámbanos
invertidos, y la cola era corta y gruesa comparada con la de los otros dragones.
La hembra Roja doblaba en tamaño al Blanco, y sus escamas en forma de escudo
tenían el color de la sangre recién derramada. Dos imponentes cuernos retorcidos se
alzaban sobre su cabeza, y dos chorros de vapor ascendían en espiral desde los
cavernosos ollares. Dirigió una ojeada a Escarcha, y luego sus oscuros ojos se
levantaron hacia el cielo, siguiendo a Khellendros. A su derecha se encontraba un
enjuto dragón Rojo, que, hecho un ovillo como un gato, resultaba algo más pequeño
que el señor supremo Blanco.
Khellendros aterrizó casi a dos kilómetros del círculo y fijó la mirada en los otros
dos dragones mientras se aproximaba. Beryllinthranox, la Muerte Verde, estaba
sentada frente a Malys, y su piel era del color del bosque que gobernaba: las tierras
ocupadas antiguamente por los orgullosos qualinestis. Los ojos entrecerrados de
Beryl estaban muy atentos, como si quisiera calibrar la reacción de los otros ante
Khellendros. La serpentina cola, extendida a su espalda, se agitó lentamente, y la
hembra Verde dedicó al señor supremo Azul un leve saludo con la cabeza, antes de
volverse hacia el Dragón Negro.
Entre Beryl y Gellidus estaba tumbada Onysablet. Hilillos de ácido goteaban de
las curtidas fauces de aspecto equino de la hembra Negra y formaban un charco
borboteante entre sus garras. Sus ojos inmóviles, que brillaban como dos charcas de
aceite y tan oscuros que no se distinguía el iris de las pupilas, estaban fijos en Malys.
Sobre la estrecha testa, dos gruesos cuernos relucientes se inclinaban al frente.
Beryl obsequiaba a la hembra Negra con relatos de su supremacía sobre los elfos,
pero Sable apenas si demostraba interés, pues era Malys quien atraía casi toda su

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atención.
Khellendros fue a colocarse entre Beryl y el Rojo más pequeño, el lugarteniente
de Malys, Ferno, y se recostó sobre los cuartos traseros. La hembra Roja era el único
dragón que lo superaba en tamaño, y tuvo buen cuidado, por una cuestión de decoro,
de mantener la testa más baja que la de ella. Además, mantuvo la garra herida
apretada contra el suelo, pues no deseaba que los otros dragones lo interrogaran sobre
la lesión. Saludó a Malys con un movimiento de cabeza. Era el consorte reconocido
de la Roja, al que ésta favorecía públicamente; pero las continuas miradas que la
hembra dirigía a Escarcha daban a entender que Malys repartía sus ambiciosos
afectos.
—Podemos empezar ahora —dijo Malystryx devolviendo el saludo de
Khellendros, y su voz retumbó en el árido territorio. El sonido alcanzó el Pico de
Malys y resonó persistente—. Somos los dragones más poderosos, y nadie osa
enfrentarse a nosotros.
—Aplastamos toda oposición —siseó Beryl—. Dominamos la tierra... y a
aquellos que viven en ella.
—Nadie nos desafía —intervino Sable. Pasó una zarpa por el charco de ácido
situado frente a ella, y fue dejando un reguero de líquido que chisporroteó y estalló
sobre el yermo suelo—. Nadie se atreve, porque nadie puede hacerlo.
—Los pocos que lo intentan —añadió Escarcha— no tardan en morir.
Khellendros permaneció en silencio, escuchando las baladronadas de los señores
supremos, y observó cómo Gellidus se retorcía de modo casi imperceptible bajo el
fuerte calor.
—Sin embargo, nuestro poder no es nada —interrumpió Malys. Estiró el cuello
hacia el cielo para alzarse por encima de todos ellos, que escucharon su comentario
con expresión sorprendida—. Nuestro poder no es nada comparado con lo que será
cuando Takhisis regrese.
—¡Sí, Takhisis va a regresar! —exclamó Escarcha.
—Pero ¿cuándo? —Era Sable quien preguntaba.
—Antes de que termine el año —respondió Malys. Bajó la cabeza, asegurándose
de que Khellendros mantenía la suya aun más baja.
—¿Y cómo lo sabes? —La voz de Beryl rezumaba veneno—. ¿Qué sabes tú de
los dioses?
Las enormes fauces de Malys se torcieron hacia arriba en un remedo de sonrisa.
Ferno abandonó su posición enroscada para incorporarse, y perforó con la mirada al
Dragón Verde que había osado hacer tal pregunta.
—Malys lo sabe —manifestó Escarcha—. Malys nos explicó cómo obtener poder,
antes de la Purga de Dragones. Ella nos indicó que nos apoderáramos de territorios.
Es gracias a ella que somos señores supremos. Si alguien de entre nosotros puede

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saber si Takhisis regresa, ésa es Malystryx.
—Yo soy señora suprema debido a mi propia ambición y poder —replicó la Verde
ladeando la cabeza—. ¿Qué poder posees tú, Malystryx, que yo no posea? ¿Qué
poder te permite saber que Takhisis va a regresar?
Malys contempló a la Verde en silencio durante unos instantes.
—Tal vez renacimiento sería una expresión más apropiada —ronroneó la Roja.
Khellendros permaneció en silencio; advirtió que Escarcha y Ferno se acercaban
más a la enorme Roja y que Sable contemplaba con suma atención a Beryl.
—¿Renacimiento? —siseó la Verde.
De los ollares de Malys surgieron diminutas llamaradas.
—Es una nueva Takhisis la que aparecerá en Krynn, Beryllinthranox. Esa
Takhisis seré yo.
—¡Es una blasfemia! —gritó Beryl.
—No existe blasfemia cuando no hay dioses —le replicó con dureza la Roja.
—Y, sin los dioses, no nos inclinamos ante nadie, no servimos a nadie. —La
Verde arqueó el lomo—. Somos nuestros propios amos..., los amos de Krynn. Sólo
los dioses son dignos de nuestro respeto. Y tú, Malystryx, no eres ninguna diosa.
—Tus dioses abandonaron este mundo. Incluso Takhisis desapareció. —El aire se
tornó más caliente a medida que Malys continuaba, y las llamaradas que surgían de
sus ollares aumentaron de tamaño—. Como bien dices, Beryl, ahora somos los amos.
Somos los seres más poderosos de Krynn... y yo soy la primera entre nosotros.
—Eres poderosa, eso te lo concedo. Solo, ninguno de nosotros podría enfrentarse
a ti. Pero no eres una diosa.
—No lo soy... todavía
—Ni nunca lo serás.
—¿No, Beryl?
Sable se aproximó más a Escarcha. Los dos habían roto el círculo, formado una
línea junto a Malys y su lugarteniente, y todos miraban a Beryl, que contemplaba a
Khellendros por el rabillo de un ojo entrecerrado.
«Beryl quiere saber de qué lado estoy —caviló Tormenta—. La Verde reconoce
mi fuerza y busca apoyo. También aguarda Malys, que se ha pasado el tiempo
formando alianzas con el Blanco y la Negra. Es más lista y calculadora de lo que
creía. Emparejada con los otros, resulta invencible.»
Khellendros dirigió una mirada de soslayo a Beryl y luego fue a unirse a la hilera;
se colocó junto a Ferno, con lo que empequeñeció al menudo dragón Rojo.
—Ascenderé a la categoría de diosa antes de que finalice el año —siseó Malys a
la Verde—. Y los cielos y mis aliados serán mis testigos. ¿De qué lado estás?
Beryl clavó las garras en la requemada tierra y contempló por unos instantes las
innumerables grietas que había añadido al suelo; luego inclinó la cabeza para mirar a

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la Roja a los ojos.
—Estoy de tu parte —anunció por fin.
—En ese caso puedes seguir viviendo —repuso Malys.

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3
Un territorio siniestro

—Aquí vivía gente honrada —comentó Rig, que se dejó caer pesadamente sobre un
tronco podrido de sauce y se dedicó a aplastar los mosquitos que se arremolinaban
alrededor de su rostro. Su oscura piel relucía empapada de sudor.
—¿Cómo lo sabes? —inquirió Jaspe.
—Hace años Shaon y yo pasamos aquí unos días. —Sonrió melancólico al
recordarlo e hizo un gesto con la mano para indicar el pequeño claro que habían
elegido como lugar de acampada—. Aquí había una ciudad, en las orillas del río
Toranth. Es gracioso. No recuerdo el nombre del lugar, pero los habitantes eran
bastante amables, gente realmente trabajadora. Las provisiones eran baratas. La
comida estaba caliente... y era buena. —Aspiró con fuerza y dejó escapar el aire
despacio—. Shaon y yo pasamos una velada en los muelles, que debían de estar más
o menos donde se ven esos cipreses. Había un anciano; creo que pasaba por ser el
encargado de las gabarras. Estuvimos hablando con él toda la noche y vimos salir el
sol. Compartió con nosotros su jarra de cerveza Rosa Pétrea. Jamás había probado
nada igual. Puede que jamás lo vuelva a hacer.
El marinero hizo una mueca de disgusto mientras paseaba la mirada por lo que
quedaba del lugar. Había restos de madera desperdigados aquí y allá, que sobresalían
por debajo de redondeadas y frondosas matas y entre los resquicios de las tupidas
juncias. Un letrero, tan descolorido que las únicas palabras legibles eran «ostras
coci...», estaba encajado en una blanquecina higuera trepadora.
El pantano de Onysablet había engullido la población, como había engullido todo
lo demás hasta donde alcanzaba la vista. Partes de lo que había sido Nuevo Mar se
habían convertido en marismas taponadas, que se extendían hacia el norte. El agua
estaba tan llena de vegetación que parecía una planicie aceitunada, y en muchos
lugares resultaba casi imposible saber dónde terminaba la tierra y empezaba el agua.
Varios días antes Silvara y Alba habían depositado a los viajeros en las orillas de
Nueva Ciénaga, tras volar sobre la parte navegable de Nuevo Mar. Aunque el viaje
había sido angustioso, el marinero deseó que los dragones los hubieran transportado
más al interior; pero el Plateado y el Dorado no deseaban invadir el reino de Sable.
Así pues, Silvara y Alba habían partido para conducir a Gilthanas y a Ulin a la Torre
de Wayreth. Rig esperaba que los dos hechiceros pudieran unir su ingenio con el de
Palin para descubrir el paradero de Dhamon.
—Estoy hambriento. —Jaspe se sentó junto al marinero y depositó con sumo
cuidado una bolsa de piel entre sus piernas. La bolsa contenía el Puño de E'li, que él

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se había ofrecido a cuidar. El enano seguía resintiéndose del costado y respiraba con
dificultad. Dio unas palmadas sobre su estómago y dedicó a Rig una débil sonrisa;
luego apartó de un manotazo un insecto negro del tamaño de un pulgar que se estaba
aproximando demasiado. Con un dedo gordezuelo señaló lo que podía distinguir del
sol a través de resquicios entre los troncos de los árboles—. Se acerca la hora de
cenar.
—No tardarás en llenar la panza —respondió Rig—. Feril ya no puede tardar en
regresar. Y espero que esta vez traiga algo que no sea un lagarto rechoncho. Odio la
carne de lagarto.
El enano lanzó una risita al tiempo que volvía a palmearse el estómago.
—Groller y Furia fueron con ella. A lo mejor el lobo espantará un jabalí. Groller
adora el cerdo asado, y yo también.
—No deberíais ser tan exigentes, Rig Mer-Krel y maese Fireforge —les gritó
Fiona—. Deberíais agradecer cualquier clase de carne fresca. —La Dama de
Solamnia estaba atareada examinando los restos más intactos de la ciudad. Apartó las
hojas de un enorme arbusto, levantó del suelo un respaldo de silla medio podrido y
sacudió la cabeza; luego recogió una muñeca mohosa, contempló sus ojos
inexpresivos, y la volvió a depositar con cuidado sobre el suelo.
El rostro y los brazos de Fiona resplandecían por causa del sudor. Los rojos rizos
estaban pegados a la amplia frente, y el resto se lo sujetaba en lo alto de la cabeza con
una peineta de marfil que le había prestado Usha. El día anterior se había sacado las
corazas de brazos y piernas al igual que el casco, y lo arrastraba todo consigo dentro
de un saco de tela, pues, aunque resultaban voluminosos y pesados, se negaba a
desprenderse de ellos. Tampoco consentía en rendirse por completo al calor y quitarse
el peto de plata con su emblema de la Orden de la Corona.
—Incluso el lagarto es más nutritivo que las raciones habituales —comentó—.
Debemos conservar las fuerzas.
—En lo que a mí respecta, las raciones resultan algo más sabrosas —masculló
Rig casi para sí—, aunque no demasiado. Lagarto. Puaff. —Mantuvo la mirada fija
en la solámnica mientras ésta seguía revolviendo cosas, alejándose cada vez más de
ellos—. A propósito, es sólo Rig, ¿recuerdas?
—Y Jaspe —añadió el enano—. Nadie me llama maese Fireforge. Ni siquiera
creo que nadie llamara así a mi tío Flint.
Fiona les dedicó una mirada por encima del hombro, sonrió y reanudó su registro.
—Rebusca todo lo que quieras, pero no vas a encontrar nada que valga la pena —
le indicó Rig—. Cuando el Dragón Negro se instaló aquí, casi toda la gente sensata
cogió lo que pudo, sus hijos, las cosas de valor, los recuerdos, y se marchó.
—Me limito a mirar mientras esperamos la cena. He de hacer algo, no me puedo
quedar sentada sin más.

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—Te gusta, ¿verdad? —Jaspe guiñó un ojo a Rig, manteniendo la voz queda—.
La has estado vigilando como un halcón desde Schallsea.
El marinero lanzó un gruñido por respuesta.
—Mmm, aquí hay algo —anunció Fiona—. Algo sólido bajo este barro.
—Tiene agallas. —El enano dio un codazo a su compañero—. Es bella para ser
humana, educada, y valiente también, según Ulin. Dijo que no huyó cuando Escarcha
los atacó en Ergoth del Sur, que se mantuvo firme y dispuesta a combatir, a pesar de
que parecía que no tenían escapatoria. Sabe cómo manejar esa espada que acarrea y...
—Y pertenece a una orden de caballería —lo interrumpió Rig en un tono de voz
tan bajo que el enano tuvo que hacer un gran esfuerzo por oír—. Dhamon era un
caballero, mejor dicho, es un caballero de Takhisis. Estoy harto de caballeros. Toda
esa cháchara suya sobre el honor. No es más que palabrería superficial.
—Apuesto a que no hay nada superficial en ella.
—¡Mirad esto! —Fiona tenía los brazos hundidos hasta los codos en el lodo y
tiraba de un pequeño cofre de madera, que el suelo soltó finalmente de mala gana con
un sonoro chasquido. La mujer sonrió satisfecha y lo levantó para que lo vieran. Una
nube de mosquitos se formó de inmediato a su alrededor.
Fiona apartó a los insectos a manotazos y transportó el arca hasta donde se
encontraban Rig y Jaspe. Rodeado por una banda de delgado hierro y con un
diminuto candado colgando en la parte delantera, el cofre estaba muy oxidado y
cubierto de limo.
Jaspe arrugó la nariz, pero Rig se sintió inmediatamente interesado.
Fiona lo depositó en el suelo frente a ellos, se arrodilló y sacó la espada.
—Necesitaré un baño después de esto —anunció, mientras el lodo resbalaba
desde sus brazos y dedos a la empuñadura del arma. Hincó la punta en el cierre, que
cedió rápidamente.
Rig fue a coger el cofre, pero ella lo detuvo con una sonrisa irónica.
—Las damas primero. Además, fui yo quien se tomó la molestia de desenterrarlo.
Espero que haya un libro o documentos en su interior, algo que pueda decirnos más
sobre los habitantes de este lugar. A lo mejor alguna información sobre el dragón. —
Alzó con cuidado la tapa y arrugó el entrecejo. El agua salobre se había filtrado en el
interior, llenándolo hasta el borde, y había estropeado el forro de terciopelo. Escurrió
el agua y soltó un profundo suspiro al tiempo que extraía una larga sarta de grandes
perlas. Con una mueca de disgusto volvió a dejar caer el collar en la caja, donde
descansaban también un brazalete y unos pendientes a juego.
—¡Cuidado! ¡Eso es valioso! —advirtió Rig.
—Las riquezas nunca me interesaron demasiado, Rig Mer-Krel —respondió
Fiona con un encogimiento de hombros—. Todas las monedas que obtenía las
entregaba a la Orden.

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—En ese caso yo cuidaré de todo eso —indicó el marinero, mientras agarraba
rápidamente las perlas—. Lo más probable es que necesitemos dinero..., más del que
tenemos, antes de que esto haya terminado. Ropas. Llevamos puesto todo lo que
tenemos, y no van a durar eternamente.
—Comida —manifestó el enano.
—Habrá que alquilar un barco para llegar a Dimernesti..., siempre que
consigamos averiguar dónde está Dimernesti —continuó Rig.
—Y eso siempre y cuando logremos atravesar esta ciénaga —añadió Jaspe al
tiempo que levantaba la vista hacia los gigantescos árboles cubiertos de moho y
enredaderas—. Y en el supuesto de que el Dragón Negro no nos encuentre y...
—Quisiera saber si hay más tesoros —reflexionó en voz alta el marinero mientras
se levantaba del tronco e introducía las perlas en el bolsillo de sus pantalones—.
Aunque no hay forma de asegurarlo a menos que busquemos. Creo que voy a cavar
un poco también yo. Todavía no ha llegado la cena. —Se quitó la camisa y la colocó
en la rama más baja de un laurel de hojas palmáceas; luego apoyó su espada en el
tronco y empezó a cavar en el lodo cerca del lugar donde Fiona había encontrado el
cofre—. ¿No quieres unirte a nosotros, Jaspe?
El enano meneó la cabeza negativamente y contempló el interior del saco, la
mirada fija en el Puño de E'li.
—Quisiera saber cuánto tardará aún Feril en regresar —dijo.

* * *
La kalanesti aspiró con fuerza, inhalando los embriagadores aromas de la ciénaga
mientras se alejaba del lugar donde había dejado a Rig, Jaspe y Fiona. Andaba con
los pies desnudos —ágil como un felino— por entre el espeso follaje, sin tropezar
una sola vez con las gruesas raíces ni hacer que las hojas susurraran, deteniéndose
únicamente para oler una enorme orquídea o contemplar un insecto perezoso. La
corta túnica de piel, confeccionada a partir de una prenda que Ulin le había cedido, no
dificultaba sus movimientos.
El semiogro, que la seguía a pocos metros de distancia, captaba también los
aromas, aunque no los apreciaba del mismo modo; ni tampoco le gustaban las ramas
que intentaban enganchar sus largos cabellos castaños y arañar su ancho rostro.
Privado del oído, Groller sabía que sus otros sentidos eran mucho más agudos.
Vegetación putrefacta, tierra húmeda, el empalagoso perfume de las flores de color
rojo oscuro de las pacanas acuáticas, el dulce aroma de las pequeñas flores blancas
que pendían de los velos de las lianas; lo percibía todo. Había un animal muerto no
muy lejos: el acre olor de su carne en descomposición resultaba inconfundible.
No podía oler las serpientes enrolladas como cintas a las ramas bajas de casi
todos los árboles, ni los pequeños lagartos de cola ancha y las musarañas que

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correteaban por el empapado suelo, ya que sus olores quedaban anulados por la
marga; pero sí olía a Furia, su leal camarada lobo. El rojo lobo lo seguía a poca
distancia, las orejas muy erguidas y la cabeza girando de un lado a otro, jadeante por
culpa del calor. El animal escuchaba, igual que escuchaba Feril, como no podía hacer
el semiogro.
Groller se preguntó qué sonidos poblarían este lugar. Intentó imaginar los sonidos
de aves e insectos. Los recordaba de tiempos pasados, pero el recuerdo era
escurridizo. Quizá más tarde podría pedir a Feril que le describiera los sonidos del
bosque.
La elfa estaba totalmente inmersa en ese lugar, se dijo Groller. Y «hablaba» con la
mayoría de las serpientes y lagartos junto a los que pasaba, todos ellos demasiado
pequeños para servir de cena. El semiogro sospechaba que la muchacha se enfrascaba
en la ciénaga para así conseguir olvidar lo que le había sucedido a Goldmoon a
manos de Dhamon Fierolobo. Groller sabía que se sentía triste, confusa y fuera de su
elemento excepto en lugares como éste, lugares selváticos. Aquí se encontraba más
relajada, aparentemente más dichosa. ¿Durante cuánto tiempo seguiría siendo un
miembro del grupo?, se preguntó. ¿Cuánto tiempo tardaría en decidirse a abandonar
su quejumbroso grupo por un bosque atrayente?
Cuando había estado cazando con ella dos días antes, no se habían alejado tanto
de los otros ni entretenido tanto, y ella no había charlado con tantos animales,
distrayéndose cada vez más mientras hablaba con aves y ranas. En cierto modo la
muchacha se sentía más feliz, y el semiogro lo sabía, pero su comportamiento le
preocupaba.
«Es hora de concentrarse en la comida», decidió. Si Feril estaba demasiado
absorta, él tendría que hacer recaer en sus anchas espaldas la tarea y permitir que ella
se evadiera con sus ensueños durante un rato. El semiogro había estado recogiendo
montones de las frutas moradas grandes como puños que crecían en abundancia en
los gigantescos laureles. Las frutas eran dulces y jugosas, muy olorosas, y tenía
intención de recoger suficientes para esa noche y para el desayuno del día siguiente.
Se podían comer sin problemas, pues había visto cómo los diminutos monos las
mordisqueaban. Groller introdujo una en su boca y dejó que el zumo goteara por su
garganta y le rezumara por los labios. La fruta serviría si no podía encontrar carne.
Bajó la mirada al suelo, en busca de huellas, huellas de pezuñas a poder ser. Habían
detectado un ciervo algo antes, pero estaba demasiado lejos y se había alejado con
demasiada rapidez. Un ciervo resultaría delicioso... si podía matar uno antes de que la
kalanesti decidiera hacerse su amiga; se negaba a matar a ningún animal con el que
hubiera trabado conversación.
Delante de él, Feril se detuvo. Groller levantó la vista y vio que estudiaba a una
inmensa boa constrictora. Se había puesto de puntillas, nariz con nariz con la

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serpiente, cuya longitud exacta quedaba oculta por las ramas de la pecana acuática a
la que estaba enroscada. La serpiente era verde oscuro, del color de las hojas, y su
dorso estaba salpicado de rombos marrones.
—¡Feril, cui... dado! Ser... piente muy grande. —El lobo se colocó junto a Groller
y se restregó contra su pierna a la vez que gruñía en dirección al reptil. El semiogro
estiró el brazo para coger la cabilla que llevaba al cinto y la soltó del cinturón con
dedos manchados de fruta—. Ssser... piente será cena. —Dio unos pasos al frente y
alzó el arma; entonces vio que los labios de Feril se movían y que la serpiente agitaba
la lengua en dirección a la joven, y se relajó un poco, apretando los labios—. Tú ha...
blando con ssser... piente —siguió—. Eso sig... nifica que ser... piente no para cenar.
Bien. No gus... ta carne de ser... piente.
Ella asintió y le indicó con la mano que se alejara.
Groller supuso que la serpiente le estaba respondiendo. Observó durante un rato
y, cuando vio que Feril sonreía y cerraba los ojos, mientras la lengua de la serpiente
saltaba al frente para acariciarle la nariz, volvió a guardar su arma.
—Feril no dejará matar ser... piente para cenar —explicó a Furia--. Feril tie... ne
otro ami... go. Bueno. Real... mente quiero ciervo. —Se alejó para reanudar su
búsqueda de huellas de pezuñas.
—Gran serpiente —siseó Feril en voz baja—, debes de ser muy vieja para ser tan
grande. Anciana y muy sabia.
—No soy tan vieja —respondió ella con siseos que la kalanesti tradujo
mentalmente en palabras—. No más vieja que la ciénaga. Pero mucho más sabia que
ella.
Feril alzó una mano y pasó las puntas de los dedos por la cabeza de la serpiente.
Sus escamas eran suaves, y sus dedos se quedaron un buen rato allí, disfrutando de la
voluptuosa sensación. El reptil agitó la lengua y clavó la mirada en sus ojos
centelleantes.
—Esto no fue siempre una ciénaga —siseó la elfa—. Mis amigos dijeron que esto
fue una inmensa llanura. Había gente que vivía en poblados en esta zona.
—Yo nací en la ciénaga. —La serpiente bajó aun más la cabeza—. Pertenezco a
este lugar. No conozco ningún otro. No conozco a ninguna otra gente, aparte de ti.
La kalanesti sostuvo las manos abiertas frente al rostro e hizo señas con los dedos
a la serpiente para que se acercara, y ésta descendió hasta apoyar la cabeza en sus
palmas. Era una cabeza pesada y ancha, y la joven le acarició la mandíbula con los
pulgares.
—Soy de un territorio cubierto de hielo —explicó Feril a la enorme serpiente—.
Muy frío. Una tierra alterada por el Dragón Blanco. Es un lugar hermoso a su
manera, pero no tan hermoso como éste.
—Un dragón hembra gobierna este pantano —siseó el reptil—. La ciénaga le

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sirve. La ciénaga es... hermosa.
—¿Y tú? ¿Le sirves?
—Ella creó el pantano. Ella me creó. Soy suya, igual que lo es este sitio.
La kalanesti volvió a cerrar los ojos, se concentró en el contacto de la serpiente en
sus manos, y centró sus pensamientos hasta que las flexibles escamas ocuparon sus
sentidos.
—Quiero ver cómo creó esta ciénaga —dijo, abriendo finalmente los ojos y
devolviendo la mirada de la serpiente—. ¿Me lo mostrarás, poderosa criatura? ¿Me
mostrarás lo que puedas?
La boa chasqueó la lengua e hizo descender más partes de su cuerpo, un grueso
cordón de carne escamosa, hasta la rama más baja. Más de seis metros de largo,
calculó la elfa, y empezó a tararear una vieja canción elfa, las notas suaves y veloces
como el murmullo de un arroyo. A medida que la melodía se tornaba más compleja,
Feril dejó que sus sentidos descendieran por sus brazos hasta sus dedos, dejó que los
sentidos se introdujeran en la serpiente y fluyeran por su cuerpo como la multitud de
escamas flexibles que lo cubrían. En un instante se encontró mirándose a sí misma a
través de los ojos del animal, contemplando los tatuajes de su moreno rostro; la
arrollada hoja de roble que simbolizaba el otoño, el rayo rojo que le cruzaba la frente
y representaba la velocidad de los lobos con los que había corrido en una ocasión.
Luego la mirada de la serpiente se desvió, y miró más allá de su figura hasta clavar
los ojos en las anchas hojas de un enorme gomero.
El color verde llenó su visión. Era un color arrollador, hipnótico. Retuvo toda su
atención y luego se fundió como la mantequilla para mostrar un manto negro. La
negrura se fue solidificando, empezó a respirar, se tornó escamosa como la serpiente.
—El dragón —se oyó susurrar.
—Onysablet —respondió la serpiente—. El dragón se llama a sí misma
Onysablet, la Oscuridad.
—La Oscuridad —repitió ella.
Las tinieblas se encogieron, pero sólo apenas, de modo que consiguió únicamente
vislumbrar las facciones del dragón enmarcadas por el suave verde de lo que en una
ocasión habían sido llanuras. Los aromas no eran tan fuertes y vivos, la zona no era
tan agradablemente húmeda, y le recordó el territorio en el que se había criado.
—Mi hogar —murmuró.
—Este pantano podría ser tu hogar —dijo la serpiente.
La ilusión con la forma del Dragón Negro cerró los ojos, y el verde pálido de las
llanuras que rodeaban a la señora suprema se oscureció. Feril percibió cómo el
dragón se fundía con el territorio, dominándolo, persuadiéndolo, nutriéndolo como un
progenitor se ocupa del desarrollo de su hijo. Crecieron árboles alrededor de la figura
de Sable, que avanzaron como una avalancha de agua para cubrir poblaciones y

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tierras de labor. Los cambios ahuyentaron a los humanos que insensatamente
creyeron poder seguir viviendo en sus hogares. Las bestias de las llanuras empezaron
a reclamar su territorio, pues ahora ya no temían a las gentes que antiguamente las
habían cazado, gentes que eran perseguidas ahora por el dragón y sus secuaces.
Los sauces que habían salpicado las llanuras sobrevivieron, aunque ahora
adquirieron proporciones gigantescas; las raíces crecieron y su tamaño engulló a
abedules y olmos que antes crecían en pequeños bosquecillos, y las copas formaron
un espeso dosel que se convirtió en el sustento de diversas aves. Las puntas de las
hojas en forma de paraguas de los sauces besaban el agua que se acumulaba en el
suelo. La mirada de Feril siguió el agua, que la condujo a lodazales, depresiones y
afloramientos de piedra caliza.
Por todas partes brotaban retoños y se convertían en árboles altísimos en cuestión
de pocos años. Gigantes que se elevaban más de treinta metros hacia el cielo, que
deberían haber sido árboles centenarios, pero que no tenían más de una década de
existencia. Y el suelo, incluso las zonas altas cubiertas antiguamente por gruesos
pastos, se cubrió rápidamente de helechos, zarzaparrillas y palmitos.
En la visión de la kalanesti la tierra siguió adquiriendo más humedad. Turbios
estanques se convirtieron en pantanos fétidos, el río se tornó más lento y lo
obstruyeron las enredaderas y las hierbas. Los caimanes ocuparon sus orillas, y la
bahía de Nuevo Mar, antes de un azul cristalino y seductor, adquirió un brillo verde
grisáceo. Luego el brillo se oscureció y llenó de musgo, y del fondo de la bahía se
alzaron plantas que se abrieron paso a través del tapiz que cubría la superficie.
Ya no quedaba el menor rastro de gran parte de la mitad oriental de Nuevo Mar;
todo lo que había era este extenso pantano, esta extraordinaria ciénaga, calurosa,
primordial y atractiva para la kalanesti. Ésta dejó que sus sentidos se escaparan aun
más de su cuerpo, para embriagarse con este lugar y la visión de su existencia. Sólo
durante un rato, se dijo.
Nubes de insectos se reunían y bailoteaban sobre oscuros lodazales malolientes.
De las aguas surgían las figuras reptantes de serpientes, pequeñas al principio, pero
que crecían a medida que se arrastraban lejos del lodazal. Garcetas, zarapitos y garzas
volaban a ras de la superficie, más grandes y hermosos de lo que Feril había
esperado. Ranas grillo y tortugas de cenagal se reunían en la orilla, para alimentarse
de los insectos y seguir creciendo. La magia del dragón hembra, que era la magia del
territorio, los mejoraba, los alimentaba, los adoptaba. Adoptaba a Feril. El pantano la
envolvía como los brazos de una madre consolarían a un niño pequeño.
—El pantano podría ser mi hogar —se escuchó susurrar—. El hermoso pantano...,
el pantano. —Le costaba articular las palabras—. Sólo durante un tiempo. —Respirar
era más difícil. Tenía el pecho tenso y sus sentidos se embotaban. No le importó;
empezaba a fundirse con el lugar.

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—¡Feril! —La palabra se inmiscuyó en su mundo perfecto—. ¡Feril!
Groller asestaba frenéticos zarpazos a la serpiente, que había descendido del árbol
para arrollarse alrededor de la kalanesti. El semiogro se maldijo por ser sordo y no
haber oído lo que sucedía, por no haber estado más alerta, por pensar que a la elfa no
le sucedía nada. Se había alejado, siguiendo unas huellas de ciervo, y fue Furia
quien, mordisqueándole los talones, le advirtió de lo que le sucedía a Feril.
La elfa no se resistía a la serpiente. En lugar de ello yacía en el suelo, inerte bajo
el apretón cada vez más fuerte del reptil. La cola del animal estaba arrollada en la
garganta de la joven, y las enormes manos de Groller tiraron de un anillo tan grueso
que apenas si podía rodearlo por completo con los dedos. Pero la serpiente era un
músculo gigantesco, más fuerte que el frenético semiogro y decidida a aplastar a la
elfa.
Furia gruñía y ladraba sin parar, hundiendo los dientes en la carne del reptil; pero
éste era tan grande que el lobo no conseguía producirle heridas de importancia.
Groller sacó la cabilla del cinturón y empezó a golpear a la serpiente, lo más
cerca posible de la cabeza de la criatura, donde Furia continuaba con su ataque. La
serpiente alzó la cabeza y mostró una hilera de dientes óseos. Groller levantó la
cabilla y la dejó caer con fuerza entre los ojos del reptil, y luego siguió golpeando una
y otra vez, sin prestar atención a los siseos de su adversario, a los gruñidos del lobo,
incapaz de oír cómo el cráneo de la boa se partía.
El brazo del semiogro subía y bajaba, golpeando a la criatura hasta mucho
después de muerta. Agotado, Groller soltó la cabilla y cayó de rodillas; luego empezó
a liberar a Feril al tiempo que rezaba:
—Feril, pon bien. Por fa... vor. —Las palabras eran nasales y farfulladas—. Feril,
vive.
Los ojos de la muchacha se abrieron con un parpadeo. Groller la levantó del suelo
sin el menor esfuerzo y se la llevó lejos de la serpiente muerta.
—Feril, pon bien —siguió repitiendo el semiogro—. Feril, pon bien.
Ella fijó los ojos en el rostro de Groller, en su ceño fruncido, y, sacudiendo la
cabeza para despejarla, devolvió sus pensamientos a un mundo del que Goldmoon y
Shaon estaban ausentes, un mundo que había corrompido a Dhamon Fierolobo. Bajó
la barbilla hacia el pecho y señaló el suelo.
—Estoy bien, Groller —dijo, a pesar de saber que él no podía oírla.
El semiogro la soltó, pero la sostuvo por los brazos hasta estar seguro de que
podía tenerse en pie. Furia se restregó contra su pierna con el húmedo hocico, y de
algún modo le transmitió nuevas fuerzas. Feril volvió a levantar la vista y, al
encontrarse con la mirada preocupada de Groller, se llevó el pulgar al pecho y
extendió los dedos todo lo que pudo; los agitó y sonrió. Era el signo para indicar que
todo iba bien. Pero ella no se sentía bien. El pecho le ardía, las costillas le dolían, y la

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sensación de dicha que había encontrado en ese lugar había desaparecido.
Groller señaló el abultado saco que descansaba cerca del cadáver de la serpiente.
—Ten... go cena —dijo—. Car... ne. Fruta. Ser... piente. No más caza hoy. No
más char...la con ser... pientes.

* * *
En un principio Jaspe se sintió desilusionado con la comida, pero descubrió que la
fruta le gustaba y que la inmensa boa era más sabrosa que el lagarto. Tras devorar lo
suficiente para llenar su estómago, se recostó en un tronco para contemplar la puesta
de sol, y escuchó el relato de Feril sobre la ciénaga, sobre cómo la había visto nacer.
El ambiente se llenó con las preguntas de Rig, el lenguaje por señas de Groller
imitando el combate con la serpiente, y las respuestas de Feril sobre lo que le había
sucedido. Fiona se dedicó a conservar la piel de la serpiente, que podía convertirse en
cinturones de primera calidad.
El enano introdujo la mano en el interior del saco de piel y dejó que toda la
barahúnda de sonidos retrocediera a un segundo plano. Sus dedos apartaron a un lado
la hebilla de cinturón de marfil que Rig había hallado en el barro y se cerraron sobre
el mango del cetro. Lo sacó a la cada vez más débil luz y admiró las joyas que
salpicaban la esfera en forma de mazo. Sintió un hormigueo en los dedos.

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4
Pensamientos robados

—El Puño de E'li —musitó Usha.


La mujer paseaba arriba y abajo del vestíbulo, pasando junto a la puerta cerrada
que conducía al estudio de los hechiceros. Con un profundo suspiro se detuvo
finalmente ante un cuadro, uno con un sauce blanco que había terminado hacía casi
dos décadas. Palin estaba sentado bajo el árbol, con un Ulin muy joven entre las
rodillas. Los dedos de Usha recorrieron los gruesos remolinos de pintura del tronco y
descendieron para acariciar el rostro de Palin; luego se elevaron para rozar las hojas
colgantes que lo resguardaban.
Existían árboles como ése en la isla de los irdas, y más aún en el bosque
qualinesti, aunque aquellos sauces blancos eran mucho más grandes. Los había visto
durante su estancia con los elfos, cuando Palin, Feril y Jaspe habían ido en busca del
Puño. ¿Se encontraban ahora Feril y Jaspe en un lugar parecido, un bosque cubierto
de vegetación corrompido por un dragón?
Cerró los ojos e intentó, una vez más, recordar. Los qualinestis. El bosque. El
Puño de E'li.
Recordar.
Usha contempló cómo Palin partía, cómo el bosque lo engullía a él, a la kalanesti
y al enano; la vegetación llenó su campo visual y la hizo sentir repentinamente vacía
y aislada, atemorizada en cierto modo. Durante unos instantes todo lo que escuchó
fue su propia respiración inquieta. Sintió en los oídos el tamborilear del corazón, y
oyó el suave rumor de las hojas agitadas por la brisa.
Entonces los pájaros de los altos sauces reanudaron sus cantos, y el murmullo de
ardillas listadas y ardillas corrientes llegó hasta ella. Se recostó contra el grueso
tronco de un nogal y se dejó invadir por los innumerables sonidos del bosque tropical,
mientras intentaba relajarse. Si las circunstancias hubieran sido diferentes, o si su
esposo hubiera estado con ella, podría haber disfrutado de lo que la rodeaba o como
mínimo lo habría apreciado y aceptado. Pero, tal y como estaban las cosas, no podía
evitar sentirse incómoda, una intrusa desconfiada en los bosques elfos; no podía
evitar sobresaltarse interiormente cada vez que escuchaba el chasquido de una rama.
Usha aspiró con fuerza, haciendo acopio de valor, y se regañó a sí misma por
sentirse nerviosa. Elevó una silenciosa plegaria a los dioses ausentes para que su
esposo tuviera éxito y regresara a su lado sano y salvo, y oró también para que
encontrara el antiguo cetro, para que también ella estuviera a salvo, y los elfos
comprendieran que ella y Palin eran quienes decían ser.

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Usha no se sentía tan segura de sí misma como había aparentado al ofrecerse para
quedarse allí. No estaba segura de que Palin encontrara lo que buscaba durante el
breve espacio de tiempo de unas pocas semanas que le habían concedido los elfos; ni
tampoco estaba muy segura de que el cetro existiera. Al fin y al cabo, podría tratarse
tan sólo de un producto de la imaginación de un anciano senil.
Pero sí había algo de lo que estaba segura: no estaba sola. Los elfos que los
habían detenido a ella y a Palin, y que no creían que ellos fueran realmente los
Majere, seguían estando cerca.
A pesar de que sus capturadores habían abandonado el claro al marcharse Palin,
seguía sintiendo sus ojos fijos en ella, y un curioso hormigueo por todo el cuerpo le
decía que estaban vigilándola. Usha imaginó a los once arqueros con sus flechas
apuntando hacia ella, e intentó parecer serena e indiferente, decidida a no darles la
satisfacción de saber que la habían acobardado. Aplacó el temblor de sus dedos, clavó
la mirada al frente, y ni pestañeó cuando de improviso escuchó una voz a su espalda.
—Usha... —El nombre sonó como una breve ráfaga de aire. Era la voz de la elfa,
la cabecilla del grupo elfo—. Dices llamarte Usha Majere. —El tono era sarcástico y
parecía un insulto—. La auténtica Usha Majere no violaría nuestros bosques. —La
elfa penetró sin hacer ruido en el claro, pasando junto a la mujer, y los matorrales se
agitaron ligeramente ante las dos, insinuando la presencia de los once arqueros.
—¿Quién eres? —inquirió Usha.
—Tu anfitriona.
—¿Cómo te llamas?
—Los nombres otorgan una leve sensación de poder, «Usha Majere». No te
concederé poder sobre mí. Crea un nombre para mí, si crees que necesitas uno. Al
parecer, los humanos necesitan poner etiquetas a todo y a todos.
—En ese caso me limitaré a no llamarte —repuso ella con un suspiro—.
Simplemente te consideraré mi anfitriona, como deseas, nada más. No habrá
intimidad, ningún indicio de amistad. Eso, supongo, también es una demostración de
poder.
—Eres valiente, «Usha Majere», quienquiera que realmente seas. —La elfa
esbozó una sonrisa—. Eso te lo concedo. Te enfrentas a mí. Te quedaste atrás
mientras tu querido «esposo» se encamina a su perdición. Pero también eres estúpida,
humana, pues existen muchas probabilidades de que jamás regrese, y entonces me
veré obligada a decidir qué hacer contigo. No puedes quedarte con nosotros. De
modo que ¿qué tendré que hacer contigo? ¿Dejar que caigas en manos del dragón,
quizá?
—Palin tendrá éxito, y regresará. —Usha siguió mirando al frente—. Es quien
afirma ser, igual que yo soy quien digo ser. Palin Majere encontrará el cetro.
—El Puño de E'li —respondió la elfa—. Si no es Palin Majere, y tiene éxito, le

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arrebataremos el Puño.
«Así que por eso lo dejasteis marchar —se dijo Usha—, para que os consiguiera
el Puño.»
—Es Palin —repitió en voz alta—. Y lo conseguirá.
Entonces, justo enfrente, cerca de un espigado helecho de anchas hojas, Usha
distinguió parte de una cara, una oreja puntiaguda que describía una suave curva.
Después de todo los elfos no eran tan invisibles, pensó con aire satisfecho; pero luego
frunció los labios. Los ojos del arquero se habían encontrado con los suyos. Tal vez
deseaba ser visto, como una especie de amenaza implícita.
—¿Lo conseguirá? —repitió como un loro la elfa—. Difícilmente. —Avanzó
unos pasos dejando atrás a Usha y luego giró para mirarla al rostro; los ojos verdes
taladraron los dorados ojos de la mujer—. Docenas de mis hombres han averiguado
lo insensato que es acercarse a la vieja torre donde se encuentra el cetro. ¿Cómo
podrían tres... un enano, una kalanesti y un humano... triunfar donde docenas de otros
han fracasado?
—Palin es...
—¿Qué? ¿Diferente? ¿Poderoso? Si realmente es Palin, es el hechicero más
poderoso de Krynn, según se dice. Pero Palin Majere no iría acompañado de un
puñado de desharrapados, creo yo, y no exploraría estos bosques. De modo que
¿quién es en realidad? ¿Y quién eres tú? —Los ojos de la elfa siguieron inmóviles,
hipnotizadores, sarcásticos. Usha no conseguía apartar la mirada.
—¡Es realmente Palin! Es el hechicero más poderoso de Krynn, tal y como
cuentan las historias.
—¿Así que tu Palin tiene poderes mágicos? Y yo tampoco carezco de magia
propia, «Usha Majere». Mi magia me dirá quién eres en realidad y qué quieren
realmente tus amigos de este bosque. Tu mente revelará la verdad.
Usha percibió una sensación, un tirón persistente que su mente captó. Sacudió la
cabeza, en un intento de eliminar la sensación, pero en lugar de ello el tirón aumentó
de intensidad; un hormigueo se apoderó de sus extremidades, y sintió unas fuertes
punzadas en la cabeza. Aun así, sus ojos siguieron abiertos y fijos en los de la elfa,
como si un rayo de energía discurriera entre ellos.
—Dime, «Usha Majere» —dijo la elfa con una risita ahogada—. Si eres quien
dices ser, háblame del Abismo donde Palin combatió a Caos. Tú conocerás la
auténtica historia. La auténtica Usha estuvo allí.
Usha ladeó la cabeza y sintió cómo el tirón aumentaba de intensidad.
—Estábamos en el Abismo, Palin y yo. Allí había dragones. Caos. —El
hormigueo de las piernas se transformó en un dolor desagradable y tuvo una visión de
la caverna del Abismo, en la que revivió el calor y olió la muerte—. La guerra...
—Sólo una parte de la guerra, humana. El Abismo fue sólo una parte de ella. Por

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todo Ansalon los elfos lucharon y murieron en la guerra. Igual que hicieron kenders,
enanos y otros muchos. Murieron dragones, Dragones del Mal desde luego, pero
también Dragones del Bien. Más Dragones del Bien que del Mal, dijeron. Más seres
buenos que malvados tomaron parte en la batalla; pero ninguno de los dragones o
caballeros que combatieron en el Abismo sobrevivió. —La elfa hizo una pausa—. Ni
siquiera se lo ha visto a Raistlin Majere desde la batalla del Abismo —dijo por fin—.
Nadie sobrevivió a ese combate, según dicen, excepto Usha y Palin Majere.
—Hubo muchas muertes en el Abismo por culpa de Caos. Era inmenso, un
gigante que apartaba a manotazos a los dragones y pisoteaba ejércitos.
—¿El llamado Padre de Todo y de Nada? —La voz de la elfa era más dulce, con
un atisbo de compasión ahora—. Pero ¿por qué no perecisteis en el Abismo, Usha?
—No sé por qué se nos indultó, por qué viví. Esperaba morir. No sé cómo
escapamos. La muerte, los dragones... No sé...
—La guerra de Caos trastornó el equilibrio de poder en todo Ansalon. Los
señores supremos dragones que controlan ahora nuestro mundo no se habrían vuelto
tan poderosos, creo, si los Dragones del Bien que combatieron en el Abismo hubieran
vivido, si al menos algunos hubieran vivido, para enfrentarse a ellos. Tal vez la Purga
de Dragones no habría tenido lugar y la Muerte Verde no lo abarcaría todo de este
modo. Había Dragones de Bronce en este bosque, y también Dragones de Cobre, pero
lucharon en la guerra y murieron. Y, sin ellos protegiendo el bosque, no había nada
que pudiera detener a Beryl.
La voz de la elfa sonaba más fuerte ahora. Resonaba en el claro, dura y amarga.
—No estoy segura de por qué la Muerte Verde se instaló en este territorio, cambió
el bosque, esclavizó a mi pueblo, nos mató como si fuéramos ganado. Hombres
asesinados frente a sus familias, niños secuestrados y liquidados. No sé por qué Beryl
empezó a asesinar elfos y a utilizar la poca magia que fluía por las venas de mi gente
para crear objetos mágicos. No me importa el motivo... ya no. Pero sí me importa el
que ella siga aquí y que cada día mi gente y yo tengamos que preguntarnos una y otra
vez si viviremos para ver otro amanecer.
—Palin ha ayudado a tu pueblo —replicó Usha—. Ayudó a salvar a los
qualinestis. De no haber sido por él, Beryl habría sacrificado a muchos, muchos más
elfos. Arriesgó su vida en el Abismo, la arriesgó por todo Krynn. La arriesga ahora.
Sin duda debes de tener algo de fe. Sin duda has averiguado suficientes cosas a partir
de mis recuerdos para comprender...
La elfa se acercó tanto que Usha pudo oler el dulzor de su aliento, como lluvia
recién caída sobre las hojas primaverales.
—Claro que creo que es Palin, como ahora creo que tú eres su esposa, Usha. Las
historias revelan mucho sobre tu esposo. Pero sé poco de ti. Eres una desconocida.
¿Quién eres? ¿Cómo te uniste a Palin Majere? ¿Y cómo conseguiste sobrevivir al

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Abismo? —Los ojos de la elfa parecieron agrandarse, aduladores, implorantes,
extrayendo nuevos recuerdos de la mente de Usha.
Con un parpadeo de los ojos de la qualinesti, la mujer se encontró reviviendo su
pasado. La visión del Abismo desapareció, el bosque qualinesti se desvaneció, y
aparecieron árboles diferentes: pinos y altísimos abedules, roble pinos y árboles de
verano. Bajo los pies de Usha y de la elfa apareció una alfombra de arena, y un agua
azul celeste fue a lamer la arena a pocos metros de ellos.
—Mi hogar —musitó la esposa de Palin. A lo lejos, por entre las hileras de
abedules, distinguió las sencillas viviendas de los irdas—. ¡No! —Luchó por apartar
la imagen. Los irdas de la isla, aunque extinguidos ahora, se habían esforzado mucho
por ocultar su presencia al resto de Krynn—. Éste es un lugar secreto —escupió a la
elfa—, no tienes derecho a invadirlo.
—Vosotros os habéis introducido en nuestro bosque, y eso me da derecho a
indagar en ti —fue la respuesta que recibió—. Concéntrate, Usha. Muéstrame más
cosas.
Como si fuera un observador imparcial, Usha contempló impotente el despliegue
de sus recuerdos. Los irdas, con sus hermosas y perfectas figuras al descubierto se
movían por entre sus hogares, llevando a cabo las sencillas tareas diarias.
—Así que eres un retoño de los irdas —comentó la elfa cuando la mirada de Usha
se desvió hacia un irda en concretó, el hombre alto que la había criado, el Protector
—. Bastante hermosa según los cánones humanos, vulgar según los suyos. Una pobre
criatura insignificante.
—No —dijo ella con un dejo de tristeza en la voz—. No soy hija de los irdas.
—Entonces, ¿cómo llegaste a vivir entre ellos?
Usha meneó la cabeza, abatida.
—No lo sé, en realidad no lo sé. Raistlin...
—Sigue. —La elfa enarcó las cejas.
—Raistlin me dijo que nací allí. Desde luego mis padres murieron en ese lugar,
pero él no me contó cómo fue que llegaron a la isla, si llegaron en barco, o... No
importa. Raistlin dijo que los irdas me adoptaron.
—¿De dónde eran tus padres?
—Los irdas no me explicaron nada —repuso ella, apretando los labios hasta
formar una fina línea—. Pero se ocuparon de mí.
—Ya lo creo —indicó la elfa—. Hay algo de ellos en tu persona. A lo mejor vivir
con ellos, en su isla secreta, durante tantos años...
—No hay nada especial en mí.
—Nada de lo que seas consciente, quizá. Nada que los irdas o Raistlin te
contaran. Pero yo percibo otra cosa, Usha Majere. Tus ojos, tus cabellos, la aparente
juventud... Realmente hay algo extraordinario en ti. Pero continúa.

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Usha luchó con desesperación para contener el impulso de revelar más cosas de
su pasado, pero fue una batalla inútil. En cuestión de pocos segundos, ella y la elfa
contemplaron a una joven Usha que crecía entre los irdas, aprendiendo de ellos, pero
siempre diferente del pueblo que la había adoptado.
—Entonces ellos te echaron —comentó la elfa, categórica.
El irda llamado el Protector condujo a una joven y esbelta muchacha de ojos
dorados a un bote varado en la orilla, y la empujó a la mar, deseándole un buen viaje.
Acto seguido el bote apareció deslizándose por las aguas; Usha iba en su interior,
agarrada a la bolsa que le habían entregado, aferrándose con tesón a los recuerdos de
su educación irda.
Al cabo de un día, avistó la costa de Palanthas. Usha, sin soltar la bolsa, saltó a
los muelles y absorbió con fruición las imágenes y sonidos de la ciudad humana.
Aquellas primeras impresiones maravillosas volvieron a asaltarla ahora como un
vendaval que la abrumó. Por entre una especie de neblina, Usha se dio cuenta de que
la elfa también se sentía afectada por la poderosa visión; su expresión mostraba
curiosidad y excitación.
Luego las semanas transcurrieron en unos instantes, y los pasos de la joven se
cruzaron con los de Palin. Usha revivió el momento con el corazón latiendo
desbocado y un fuerte rubor tiñendo su rostro. Se vio inundada de emociones y
esperanzas, sentimientos privados que no deseaba compartir con la elfa; recordó las
pequeñas verdades a medias que en un principio había contado a Palin y a los otros
que conoció. Recordó a Tasslehoff Burrfoot y cómo éste creía que era la hija de
Raistlin debido a sus ojos dorados. Ella no lo corrigió, sino que dejó que el kender
creyera lo que quisiera.
En aquellos tiempos, había deseado que sus nuevos amigos creyeran lo que
desearan, siempre y cuando la aceptaran y la ayudaran a ahuyentar su soledad.
Transcurrió más tiempo, y se encontró a sí misma, a Raistlin y a Palin de pie en
un claro quemado y deseando haber contado al joven Majere que no tenía ningún
parentesco con su tío. Podría haber admitido sus emociones entonces, podría haber
averiguado si él sentía algo parecido por ella. Temió que jamás volvería a verlo, que
moriría y que tantas cosas quedarían sin decir entre ambos.
Alguien enviaba a Palin al Abismo donde tronaba la guerra contra Caos. Un
conjuro se llevó a toda velocidad al joven Majere, y lo transportó a otra dimensión.
Los ojos de Usha se encontraron con los de Palin por lo que podría ser la última vez,
y entonces, de improviso, se encontró viajando con Raistlin.
El mundo se destiñó como las acuarelas alrededor de ella y de la elfa. Espiras
rocosas y paredes de cavernas aparecieron, y se tornaron marrones, naranja y gris
pizarra. El aire se volvió instantáneamente seco, a pesar de que una parte de la mente
de Usha sabía que seguía aún en el bosque qualinesti; pero su memoria percibía el

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calor y olía el azufre del Abismo. La elfa lo experimentaba todo, también. Sus ojos
absorbían todo, mientras su mente continuaba extrayendo imágenes de Usha.
Unas sombras se proyectaron sobre ellas, heraldos de los dragones en las alturas.
Usha y la elfa las persiguieron por el suelo. Muchos dragones llevaban jinetes:
Caballeros de Solamnia y Caballeros de Takhisis. A lo lejos, frente a ella, a Usha le
pareció reconocer la figura de Steel Brightblade, primo de Palin.
El aire se llenó con el fragor del combate, y los alaridos de los hombres resonaron
en las paredes. Había sangre y muerte por todas partes, dragones y hombres heridos
que eran aplastados y desechados como muñecos rotos. Y allí estaba Caos, gigantesco
e impresionante más allá de lo que podía expresarse con palabras.
La elfa se sentía cautivada por la increíble escena. De los ojos de Usha brotaron
lágrimas cuando reconoció a Tas, tan lleno de vida y ascendiendo por detrás del Padre
de Todo o de Nada. Vio las dos mitades de la Gema Gris en sus manos y recordó que
se las habían confiado.
—Conseguid una gota de sangre de Caos y depositadla en la gema —recordó
haber oído decir a Dougan Martillo Rojo. Su primera intentona para conseguirlo
había fracasado, pero Tas consiguió colocarse en posición para un segundo intento.
Palin abrió un viejo libro. Era un tomo lleno de poder, había explicado Raistlin a
su sobrino; los conjuros que contenía eran obra del más importante de los magos
guerreros de Krynn.
En aquellos momentos Usha no lo había entendido todo. Había sido arrojada a ese
mundo desde su resguardado hogar, donde la guerra era sólo una palabra y los
dragones criaturas invisibles.
Pero confió en las palabras de Dougan sobre el poder que poseían las dos mitades
de la Gema Gris, y había depositado toda su fe en Palin Majere, por quien sentía más
que amistad. Empezó a rezar.
Contempló cómo las palabras brotaban de los labios de Palin y vio por el rabillo
del ojo la daga de Tas que relucía bajo la luz fantasmal que el joven había hecho
aparecer para cegar a Caos.
El conjuro del joven hechicero finalizó y un dragón cayó del cielo, asesinado por
Caos. La cola de la criatura golpeó a Palin y lo aplastó contra el suelo del Abismo,
dejándolo inconsciente.
Pero Usha seguía alerta y observó con alegría cómo la daga de Tas atravesaba la
bota de Caos y se abría paso por la gruesa piel hasta llegar a la carne del dios. La
daga hizo una herida en la figura adoptada por el Padre de Todo y de Nada.
El arma lo hizo sangrar, y ella estaba allí, con las mitades de la gema extendidas.
Una gota roja, eso era todo lo que precisaban. Una gota roja cayó en el interior de la
rota gema. Una gota. Las manos de la muchacha cerraron las dos mitades.
Ella y Palin vivieron. ¿Cómo? La sensación de la Gema Gris en sus manos

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desapareció, y el bosque de la Muerte Verde volvió a surgir alrededor de ella y de la
elfa.
—Mis disculpas por hacer que revivieras esa extraordinaria experiencia —se
limitó a decir la elfa—. Presentaba interrogantes que no puedes contestar.
Usha notó que el hechizo perdía fuerza y por fin se retiraba por completo. Hizo
parpadear los ojos, secos por haber estado abiertos tanto tiempo, y los fijó en la elfa;
luego desvió la mirada y descubrió a más de una docena de rostros que la
contemplaban fijamente a través de helechos y matorrales. ¿Habían experimentado
también los arqueros elfos la historia de su vida que se iniciaba en la isla de los irdas
y alcanzaba su punto culminante en la batalla del Abismo? ¿Habían estado al tanto de
sus pensamientos más íntimos?
—El Abismo —susurró Usha—. Hubo tantas muertes...
—Todavía hay muchas muertes —repuso la elfa con tristeza—. Beryl, a quien
llamamos la Muerte Verde, ha asesinado a muchos de nuestros compatriotas.
Quedamos menos de la mitad de los que éramos hace unos pocos años. Tardaremos
siglos en recuperarnos, en volver a ser tan fuertes como fuimos en el pasado. Tal vez
jamás volvamos a ser la misma nación.
—Pero si Palin obtiene el cetro...
—Sí —interrumpió la elfa—. Ese objeto que Palin busca, ese cetro, el Puño de
E'li... —Calló unos instantes, los ojos fijos en Usha—. Tus pensamientos revelaron
que no estás muy segura sobre él. Ni siquiera pareces saber si el poder del cetro es
real.
Usha entrecerró los ojos. ¿Acaso la elfa seguía leyendo sus pensamientos, incluso
ahora?
—No importa lo que yo piense. Es más importante lo que Palin cree.
—Oh, el cetro es muy real. Se llama el Puño de E'li, y es un objeto antiguo que
empuñó el mismísimo Silvanos. Según dicen, decorado, enjoyado y vibrante de
energía. Tal vez si tuviéramos el Puño, podríamos hacer algo contra los secuaces del
dragón. Pero, hasta el momento, los draconianos nos han impedido hacernos con ese
tesoro.
—¡Si Palin lo consigue, no se lo podéis arrebatar! —Usha alzó la voz por primera
vez contra sus anfitriones—. Necesitamos...
—No lo cogeré..., si es que lo encuentra. Me daré por satisfecha si el arma queda
lejos del alcance de los ocupantes de la torre. A saber qué terrores podrían infligirnos
con él. Pero obtendré de ti una promesa. —Los ojos de la elfa relucían, y Usha se
sintió débil; su mente agotada era incapaz de defenderse mientras la mujer persistía
con su magia mental—. Si lo que sea que ha planeado tu esposo no llega a consumir
el cetro, tendrás que hacer todo lo que esté en tu poder, Usha Majere, para mantenerlo
a salvo y finalmente devolvérnoslo. Arriesgarás la vida por este cetro, por el Puño de

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E'li, si es necesario. Arriesgarás incluso tu espíritu, ya que el cetro es mucho más
valioso para Krynn de lo que tú eres. ¿Entendido?
—Arriesgaré mi vida —musitó ella—. Lo mantendré a salvo; lo prometo. —Hizo
una pausa y luego preguntó:— Silvanos... ¿para qué utilizaba él el cetro?
—Te lo diré, Usha Majere. Te lo contaré todo. —La elfa sonrió, y las palabras
brotaron como un torrente de sus labios.
Usha se esforzó por recordarlas, pero se hallaban guardadas bajo llave. Se
hallaban...
—Me estabas contando vuestro viaje por el bosque —dijo la elfa.
La esposa de Palin se pasó los dedos por las sienes, para hacer desaparecer un
ligero dolor de cabeza.
—Sí —respondió vacilante—. Un barco nos trajo aquí.
—¿Cómo lo llamabais, a ese barco?
—Yunque de Flint. Jaspe lo bautizó; lo compró con una joya que su tío Flint le
dio.
—¿Tío Flint?
—Flint Fireforge. Uno de los Héroes de la Lanza.
—El enano legendario. —La elfa ladeó la cabeza—. ¿Sucede algo, Usha?
—Creo que he olvidado algo. Quizá sea algo sobre el cetro. Quizás algo que iba a
decir. Tal vez...

* * *
—¡Usha! —La mano de Ampolla tiraba de su falda, sacándola de su ensoñación
—. Será mejor que entres. El Hechicero Oscuro ha encontrado a Dhamon... con mi
ayuda, claro está.
—De acuerdo —respondió Usha en voz queda; sus dorados ojos contemplaron
sonrientes a la kender—. Me gustará verlo.
Una enorme cuenco de cristal lleno de agua rosada descansaba en el centro de una
mesa redonda de caoba, y una docena de velas gruesas espaciadas uniformemente en
candelabros sujetos a las paredes reflejaban los sombríos rostros de los hechiceros
que contemplaban con atención la reluciente superficie del agua.
Palin estaba sentado junto al Hechicero Oscuro, una figura enigmática envuelta
en ropajes negros. Aunque los Majere habían trabajado con el hechicero durante
años, lo cierto es que sabían muy poco sobre él... o ella. Los pliegues de su túnica
eran demasiado amplios para proporcionar una pista, y su voz era suave e indefinida,
de modo que tanto podía pertenecer a un hombre como a una mujer. Lo único que
sabían era que el Hechicero Oscuro había salido de La Desolación poseyendo poderes
mágicos que nadie podía imitar y dispuesto a ayudar al Ultimo Cónclave en su
campaña contra Beryl.

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Al otro lado, frente al hechicero, se hallaba sentado el Custodio de la Torre, que,
como Palin había confiado a Usha, no era en absoluto un hombre, ni una mujer. Era la
encarnación de la Alta Hechicería, que había adquirido vida en el mismo instante en
que la Torre de Palanthas se desplomó décadas atrás. El Custodio y Wayreth eran una
misma cosa.
Y también estaba Ulin. Usha observó a su hijo, quien recientemente se había
unido al joven Dragón Dorado, Alba, en un intento de aprender más cosas sobre la
magia. El dragón se encontraba ahora en algún lugar de la torre, bajo la apariencia de
un muchacho, vagando y explorando, sin duda, pues la criatura poseía una curiosidad
infinita. Hacía meses que Ulin no regresaba a su casa para ver a su esposa e hijos; ni
siquiera se había puesto en contacto con ellos, y parecía que no planeaba ninguna
visita en un futuro inmediato. El joven iba cambiando ante sus ojos, obsesionándose
con la magia aun más de lo que jamás había estado su padre. Le recordaba a Raistlin.
Gilthanas se mantenía apartado de la mesa, con un brazo rodeando los hombros
de una atractiva kalanesti... que en realidad no era una elfa. Se trataba de Silvara, un
Dragón Plateado que era su compañera, a la que había conocido décadas atrás y a la
que por fin había llegado a admitir que amaba. Bajo su apariencia de kalanesti,
ofrecía una figura llamativa, aunque por lo que a Usha se refería no era más que un
engaño.
La mitad de los presentes en la habitación estaban envueltos en un halo de
misterios y medias verdades, y Usha tuvo que admitir que ella misma era también un
misterio, como la elfa del bosque qualinesti había señalado. ¿De dónde provenía? ¿Y
cuál era el destino final del camino emprendido por Palin y ella?
—¡Usha! ¡Deja de soñar despierta! —Ampolla tiró de ella para que se acercara
más al cuenco.
La mujer fijó la vista en el cristal y vio una figura nebulosa, que al principio no
parecía más que ondulaciones en la superficie. Pero, al mirar con más atención,
descubrió que las ondulaciones eran rizos: los cabellos de Dhamon. Su rostro
apareció con claridad entonces, afligido y decidido.
—Necesitaron mi ayuda, porque yo soy quien lo ha conocido más tiempo —
farfulló la kender—. Bueno, la que lo había conocido más tiempo que ellos supieran.
Lo conocí incluso antes que lo hiciera Goldmoon y, bueno... el Hechicero Oscuro me
hizo toda clase de preguntas sobre Dhamon. Incluidas las cicatrices de sus brazos que
yo había visto. Sus ojos, el modo en que hablaba, andaba, todo. Realmente
necesitaron mi ayuda para localizarlo.
El agua verde rieló, y aparecieron unas hojas que enmarcaban el sudoroso rostro
de Dhamon. Las hojas chorreaban agua, que caía a un suelo cubierto de musgo. Los
pies del caballero avanzaban veloces por encima de ramas podridas y charcos.
—Está en el pantano —explicó Palin—. Por delante de Rig y de los otros, y se

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mueve con rapidez. Prácticamente siguen su rastro, aunque no lo saben.
—¿Adónde se dirige? —inquirió Usha mientras se apartaba de la mesa.
El Hechicero Oscuro pasó una mano blanquecina sobre la superficie, y el agua se
tornó transparente.
—En dirección a unas viejas ruinas en las que habitaban ogros. Cada vez más
lejos de nosotros.
—Hacia Malystryx —sugirió Ampolla.
—Es su dueña —dijo el Hechicero Oscuro.
Usha se preguntó cómo sabía eso el Hechicero Oscuro.

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Negros pensamientos

—¡No! —El grito resonó en el cada vez más oscuro cenagal—. ¡No seguiré adelante,
maldita seas! —Dhamon Fierolobo soltó la alabarda y cayó de rodillas, ahuecó las
manos doloridas y las apretó contra su pecho; luego se balanceó de un lado a otro,
hundiendo la barbilla y apretando los dientes. Sus manos, aunque sin señales visibles,
le escocían terriblemente debido al contacto con la misteriosa arma, y enviaban
oleadas de fuego por sus brazos que luego le recorrían el cuerpo. El pecho le ardía, y
la cabeza le martilleaba—. ¡No seguiré!
Las lágrimas corrían por sus mejillas a causa del dolor y el recuerdo de cómo
había asesinado a Goldmoon y a Jaspe, de cómo había golpeado a Ampolla, a Rig y a
Feril. Su amada Feril, a la que había perdido ahora, para siempre.
—¡Me has arrebatado a mis amigos, mi vida!
Se llevó las manos al muslo, donde sus polainas estaban desgarradas. La roja
escama, que se entreveía, relucía bajo la luz del ocaso. Goldmoon había examinado la
escama, intentando por todos los medios liberarlo de ella y del dragón que lo
controlaba. Los dedos de Dhamon temblaron mientras recorrían los bordes de la
escama, situados al mismo nivel que la piel. Las uñas se hundieron cerca de una
esquina festoneada y tiraron con fuerza. Una nueva punzada de dolor fue toda su
recompensa. Se mordió el labio para no gritar y redobló sus esfuerzos. La sangre
corría por la pierna, por encima de los dedos que escarbaban, pero la lacerante
escama no se movía.
—¡Maldita seas, Malys! —jadeó y rodó sobre un costado, para ir a caer en un
charco de aguas estancadas—. ¡Me has convertido en un asesino, dragón! ¡Me has
convertido en algo malvado! ¡Por eso la alabarda me quema tanto, porque quema a
los malvados! —Sollozó y clavó la mirada en el arma caída a poca distancia de él.
Dhamon la había soltado en cuanto sintió retirarse la presencia del Dragón Rojo,
pocos minutos antes, allí en la cada vez más tenue luz solar. Un atardecer temprano
invadía con rapidez el pantano.
¿Había conseguido finalmente alejar al dragón hembra de su mente? ¿O acaso
ella se había limitado a retirarse para ocuparse de otros asuntos? En realidad, el
motivo de su ausencia carecía de importancia. Lo importante era que por fin estaba
libre. Libre tras correr durante días por esta ciénaga al parecer interminable y
subsistir a base de frutas y agua hedionda. Libre tras matar a Goldmoon, la famosa
sacerdotisa de Krynn, la mujer que había ido a su encuentro en el exterior de la
Tumba de los Últimos Héroes y lo había persuadido para que adoptara la causa contra

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los dragones; la mujer que en una ocasión le dijo que había mirado en su corazón y lo
había encontrado puro y noble.
Estaba libre después de hundir el Yunque. Libre tras perder a Feril.
«¿Libre? No puedo regresar a Schallsea —pensó Dhamon—. No puedo regresar a
enfrentarme a Rig y Feril. Soy un criminal, peor que un criminal: un traidor, un
renegado, el asesino de una anciana y un enano al que llamaba amigo.» Cerró los ojos
y escuchó por un momento a los insectos que lo rodeaban, escuchó su corazón que
seguía latiendo con fuerza. Notó que el dolor de sus manos se mitigaba. «Quizá
debería regresar —reflexionó—. Rig me mataría, sin duda, y eso no sería nada malo,
¿no es así? Desde luego es preferible a ser una marioneta de un dragón.»
—No merezco otra cosa que la muerte —musitó—. La muerte por haber
asesinado a Goldmoon. —Oyó partirse una rama y abrió los ojos, pero no hizo
ningún gesto para incorporarse. No vio nada aparte de la alabarda, a poca distancia, y
las crecientes sombras del crepúsculo.
La alabarda, un regalo del Dragón de Bronce que le había salvado la vida, era un
arma extraordinaria. Pensada para ser empuñada por alguien de excelentes
cualidades, el arma había empezado a quemarle en cuanto el dragón penetró en su
mente, en cuanto él mismo se había condenado. Una mancha de sangre reseca y
marrón ensuciaba el acabado plateado de la hoja; la sangre de Goldmoon y Jaspe,
pero no pensaba lavarla, aunque la humedad de este lugar tal vez se ocuparía de ello
por él. La sangre era un recordatorio de su atroz acción.
«He sido tan débil... —se dijo—. Mi espíritu fue tan débil que dejé que el dragón
se apoderara de mí y me obligara a eliminar a sus enemigos.» Dhamon había
conseguido rechazar al dragón —al menos eso creía— hasta que se encontró en la
Ciudadela de la Luz con Goldmoon. Tal vez siempre había sido muy débil y ella se
había limitado a esperar el momento apropiado para reclamarlo.
«Y es posible que el dragón consiguiera hacerme suyo porque tengo el corazón
corrompido, encenagado aún por los hábitos de los Caballeros de Takhisis. A lo mejor
no he hecho más que engañarme a mí mismo, dejando que la oscuridad de mi interior
reposara mientras me asociaba con Feril y Palin y fingía estar del lado de los buenos.
Y quizás esa oscuridad agradeció la oportunidad de rendirse al Dragón Rojo y
derramar sangre honrada. ¿Quién es más honrado que Goldmoon?»
—¡Maldita sea! —exclamó en voz alta.
No muy lejos de allí se agitaron unas ramas. Y de algún punto, en las
profundidades del pantano, un ave lanzó un grito agudo.
«¿Qué hacer ahora? —pensó Dhamon—. ¿Me quedo aquí tumbado hasta que
algún habitante de la ciénaga decida darse un banquete conmigo? ¿Intento regresar
con los Caballeros de Takhisis? Me matarían: un caballero renegado arrastra consigo
una condena de muerte. Pero ¿merezco algo mejor que la muerte?»

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¿Qué le quedaba sino la muerte? ¿Podría acaso elevar una plegaria de expiación?
—Feril...
Los insectos callaron, y el aire quedó desconcertantemente inmóvil. Dhamon se
arrodilló y atisbo entre las sombras. Había algo allí fuera. El suelo del pantano se
mezclaba con los verdes apagados de las ramas bajas, y los negros troncos se fundían
para crear un muro casi impenetrable. Una luz tenue se filtraba desde el cielo por
entre las ramas del verde dosel que se alzaba sobre su cabeza.
Poca luz, pero suficiente para distinguir tres oscuras figuras que se acercaban.
—Dracs —susurró Dhamon.
Eran negros, toscamente modelados a imagen humana, y unas alas festoneadas
como las de un murciélago les remataban los hombros. Batieron las alas casi en
silencio, lo suficiente para alzarse por encima del empapado suelo, y se aproximaron
a Dhamon. Sus hocicos, semejantes a los de un lagarto, estaban atestados de dientes,
única parte del cuerpo —junto con los ojos— que no era negra y que despedía un
fulgor amarillento.
Al acercarse a Dhamon, éste percibió el hedor de la ciénaga, aunque más potente:
el fétido olor de la vegetación putrefacta y el agua estancada.
—Hooombre —dijo la criatura de mayor tamaño. Pronunció la palabra
lentamente y la terminó con un siseo—. Hemos encontrado un hombre para nuestra
noble señora.
—El hombre será un drac. Como nosotros —siseó otro—. El hombre recibirá la
bendición de Onysablet, la Oscuridad Viviente.
Se desplegaron y empezaron a rodearlo.
Para sorpresa de las criaturas, Dhamon se echó a reír. Que se hubiera liberado por
fin de la señora suprema Roja para ir a caer en las garras de la muerte resultaba
siniestramente cómico. Comprendió que jamás conseguiría ser libre por completo,
jamás conseguiría redimirse. Así pues, la muerte era la única solución, la que
merecía, y un destino mucho más apropiado que convertirse en un drac. Rió con más
fuerza.
—¿Está el hombre loco? —preguntó el de mayor tamaño—. ¿No hay cordura en
su envoltura de carne?
—No —respondió Dhamon, aspirando con fuerza y extendiendo la mano para
coger la alabarda—. No estoy loco, sino maldito.
El asta de la alabarda resultaba un poco demasiado cálida en sus manos, pero ya
no sentía dolor. No le quemaba como había hecho cuando el dragón lo manipulaba.
—Tal vez todavía haya esperanza para mí —musitó—, si sobrevivo a esto. —
Blandió el arma en un amplio arco que obligó a los tres dracs a retroceder—. ¡No me
convertiré en uno de vosotros! —aulló.
—En ese caso morirás —siseó el más grande al tiempo que saltaba en el aire por

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encima del arma.
Dhamon asestó un tajo al drac más cercano, y la hoja mágica hendió sin dificultad
la piel de la criatura hasta hundirse en su pecho. La bestia emitió un alarido, cayó
hacia atrás, y soltó un lacerante chorro de sangre oscura. Dhamon comprendió que se
trataba de ácido e instintivamente cerró los ojos, mientras la ardiente sangre del drac
rociaba todo lo que tenía cerca. Su rostro y manos resultaron escaldados, y estuvo a
punto de soltar el arma. Los ojos le escocían.
—¡Morirás del modo más doloroso! —gritó una voz siseante por encima de él.
Dhamon intentó abrir los ojos, pero el ácido le provocaba el mismo dolor que
dagas al rojo vivo. A ciegas, alzó el arma para volver a atacar y apuntó a donde creía
que se encontraba su adversario; pero, cuando balanceó la alabarda, el drac lo agarró
por el hombro y hundió profundamente las garras. Dhamon tuvo que hacer un
tremendo esfuerzo para mantenerse en pie y soportar el terrible dolor.
Otro drac se abalanzó sobre él y le arrancó la alabarda de las manos. Un alarido
taladró el pantano, gutural y ensordecedor.
—¡Fuego! —aulló el frustrado ladrón.
Dhamon oyó el golpe sordo de la alabarda al ser arrojada contra el suelo.
—¡El arma quema todo lo que es malvado! —chilló el antiguo Caballero de
Takhisis, mientras forcejeaba con el drac grande cernido sobre su cabeza. Cegado aún
por el ácido, agitó las manos hasta encontrar los musculosos brazos de su adversario e
intentó aferrados. La escamosa piel de la criatura era demasiado gruesa para poder
dañarla y demasiado resbaladiza para que Dhamon pudiera sujetarla, pero él se
dedicó a golpearla con los puños.
El drac sujetó con más fuerza los hombros de su presa y batió las alas, intentando
levantarlo por encima del suelo del pantano. Lo sacudió con violencia al tiempo que
partículas de ácido goteaban de sus mandíbulas para ir a caer sobre el rostro alzado de
Dhamon.
—¡Te haré añicos! —maldijo—. La caída aplastará tus frágiles huesos de
humano, y tu sangre se filtrará al pantano de mi señora. Has matado a mi hermano y
herido a mi camarada. La Oscuridad Viviente puede prescindir de tipos como tú.
—¡No! ¡No lo mates! —chilló el que estaba debajo de Dhamon—. Onysablet, la
Oscuridad Viviente, anhelará poseerlo. Es fuerte y decidido. ¡El dragón nos
recompensará abundantemente por capturar una presa así!
—En ese caso se lo entregaremos destrozado.
El drac voló más bajo y arrojó a Dhamon al interior de un charco de aguas
estancadas. El blando suelo húmedo amortiguó su caída, y él hizo un esfuerzo por
recuperar el aliento, parpadeando con fuerza para eliminar el ácido de sus ojos. Su
visión era ahora borrosa, pero podía ver algo. Las figuras eran vagas y grises: troncos
de árboles, cortinas de enredaderas colgantes. ¡Ahí! Un destello plateado: la alabarda.

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Y, cerca de ella, un drac, un figura humanoide de color negro que se movía con
torpeza.
Dhamon apretó los dientes y se abalanzó sobre el arma, que ahora no le quemó;
luego permanció tumbado durante varios segundos con la alabarda bien sujeta,
escuchando, aguardando.
El sordo batir de alas sobre su cabeza le indicó que el que estaba en lo alto se
acercaba. Dhamon giró sobre su espalda y balanceó la alabarda hacia arriba
describiendo un arco.
La hoja hendió la carne de la criatura, y casi partió a ésta en dos desde el esternón
a la cintura. El caballero rodó a un lado veloz, llevándose con él la alabarda y
evitando por muy poco la explosión de ácido proveniente de la bestia mortalmente
herida.
—¡Jamás seré un drac! —escupió al superviviente que se aproximaba—. ¡Nunca
serviré a tu negra señora suprema! Jamás volveré a servir a un dragón! —La alabarda,
húmeda de sangre y agua fétida, casi escapó de sus manos cuando la levantó en
dirección a la criatura que quedaba.
—¡Entonces morirás!
La embestida de la criatura hizo trastabillar a Dhamon, quien perdió pie. Gotas de
humedad acida cayeron de los labios del ser y le salpicaron la barbilla.
—Morirás por haber matado a mis hermanos —rugió el drac—. Por negarte a
servir a Onysablet.
«Moriré por haber matado a Goldmoon, y a Jaspe», se dijo Dhamon.
No morirás --dijo otra voz, ésta procedente de las profundidades de la mente de
Dhamon—. Debes derrotar al drac. Comprendió que el Dragón Rojo había
regresado.
—¡No! —chilló—. ¡Me resistiré a ti! —Intentó expulsar a Malys de su cabeza.
¡Lucha contra el drac! ¡Usa la fuerza que te doy!
—¡No! —En contra de su voluntad, Dhamon sintió cómo sus brazos se alzaban y
las manos apretaban el pecho del drac. Sus miembros, impulsados por la magia del
dragón, apartaron violentamente a la criatura, y los músculos de las piernas se
tensaron y lo obligaron a ponerse en pie.
Las piernas se pusieron en movimiento. Se inclinó y recogió la tirada alabarda. El
terrible dolor regresó en cuanto sus dedos rodearon el mango, y una mueca burlona se
formó en sus labios, una mueca promovida por Malys. El cuerpo de Dhamon se
dirigió hacia el drac que quedaba con vida.
—Yo estoy a salvo, humano. Pero tú no puedes volar y no lo estás. ¡Morirás,
humano! Morirás bajo las garras de Onysablet. ¡La Oscuridad Viviente se acerca! —
La criatura batió las correosas alas para elevarse y se escabulló por entre las gruesas
ramas de una higuera. Desde un rincón en el fondo de su mente, Dhamon observó

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cómo el drac se elevaba más y más en tanto que la ciénaga se oscurecía. Entonces
escuchó el crujido de troncos que se partían y de árboles que eran arrancados.
La negra oscuridad transportaba con ella un abrumador hedor a putrefacción que
recordó al antiguo caballero los olores que lo habían asaltado más de diez años atrás,
mientras deambulaba por entre los caídos en el campo de batalla de Neraka.
Aunque la hembra Roja lo manipulaba, ésta no podía refrenar sus actos
involuntarios. Una serie de escalofríos recorrieron la espalda de Dhamon, y el
repugnante olor empezó a provocarle náuseas.
—¡La Oscuridad Viviente te matará! —le gritó el drac desde lo alto—. ¡O te
obligará a servirla hasta que la carne de tu cuerpo se consuma por la edad! ¡Hasta que
mueras!
Dhamon sintió una sacudida, y se encontró contemplando un muro de negrura.
Lanzó una exclamación ahogada cuando la oscuridad respiró y parpadeó para revelar
un par de inmensas órbitas de un amarillo opaco. La oscuridad le devolvió la mirada.
«Sable», pensó él. La señora suprema Negra. No obstante la fuerza sobrenatural
que su vínculo con Malys le concedía, el antiguo caballero comprendió que ni por
casualidad podría salir bien parado de un enfrentamiento con la Negra. Y se dio
cuenta de que Malys también lo sabía.
La oscuridad se aproximó más, y su aliento era tan apestoso que a Dhamon se le
revolvió el estómago. Tan enorme era la Negra que los ojos del hombre no podían
abarcar toda su figura. No te serviré, fueron las palabras que sus labios intentaron
formar, pero eran palabras condenadas a no ser oídas. No seré un drac. ¡Mátame,
dragón!
—No lo matarás, Onysablet —surgió de su boca. Eran palabras potentes y
aspiradas, con un sonido inhumano. Malys hablaba a través de él—. Es mi títere. Me
trae esta arma antigua. Mira la escama de su pierna, Onysablet. Lo señala como mío.
—Malystryx —respondió la Negra tras algunos instantes de silencio. Bajó la
mirada hacia la pierna de Dhamon y luego inclinó la testa en deferencia a la señora
suprema Roja—. Le permitiré cruzar mi territorio.
¡No!, aulló la mente de Dhamon. ¡Mátame! ¡Merezco ese final!
—No volverá a molestar a ninguna de tus creaciones, Onysablet —continuó
Malys—. Me ocuparé de ello.
La Roja volvió sus pensamientos hacia adentro, para reprender a su pelele.
Seguirás atravesando el reino de Onysablet, le ordenó. Viajarás al sudeste hasta
que te aproximes a los límites del Yelmo de Blode. Hay unas ruinas al borde del
pantano, un antiguo poblado ogro llamado Brukt. Un grupo de Caballeros de
Takhisis se encamina hacia allí..., mis caballeros. No dejaré que te maten según es
costumbre con los caballeros renegados, tal como tu mente me ha informado.
Viajarás con ellos hasta mi pico, donde me entregarás la alabarda y lo que quede, si

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es que queda algo, de tu espíritu.

* * *
Brukt no era más que un poblado improvisado que rodeaba una torre medio
desmoronada de sílex y piedra caliza flanqueada por dos enormes cipreses. La
puntiaguda torre remataba en su parte superior en una especie de colmillo, y por sus
costados crecían enredaderas cubiertas de flores.
Dispuestas a su alrededor había una colección de chozas de bambú y bálago y
varios cobertizos cubiertos con piel de lagarto. Se veían unos pocos edificios más
sólidos, hechos de piedras y tablones, y una construcción de gran tamaño, cuyas
puertas parecían hechas con restos de una carreta. Algunos de los edificios mostraban
textos deteriorados que sugerían que los tablones habían sido antes cajones de
embalaje: «Aguamiel Rocío de la Mañana» y «Curtidos Shrentak» se leía en algunos.
Otros estaban en una lengua que Dhamon no consiguió descifrar.
Un kender, un enano y un pequeño grupo de humanos reunidos al pie de la torre
interrumpieron su conversación y lo miraron con fijeza mientras se aproximaba.
Formaban un grupo desastrado, descalzos y con ropas raídas. Uno hizo un gesto con
la mano hacia un cobertizo, y una enana salió de éste apresuradamente para reunirse
con los otros, al tiempo que acercaba los dedos a la empuñadura del hacha metida en
su cinturón.
—¿Amigo? —inquirió con voz ronca.
—¿Amigo? —repitió el enano. El kender se acercó a la enana y le musitó algo al
oído.
Dhamon intentó responder, decirles que no era ni mucho menos un amigo, sino
que era un agente forzado del Dragón Rojo. Quería decirles que debían huir o
matarlo, pero Malys lo obligó a callar.
—Está con nosotros —dijo una voz que surgió de uno de los edificios de piedra y
tablones. Una mujer apartó la piel que cubría la entrada y salió al exterior. A pesar del
calor del pantano llevaba armadura, una armadura negra con el símbolo de una
calavera en el centro del peto. En lo alto del cráneo crecía un lirio de la muerte,
rodeado por una enredadera de espinas. La llama roja sobre el lirio indicaba que
servía a Malystryx. Una capa negra, sujeta por un broche muy costoso la cubría hasta
los tobillos, y las condecoraciones militares que llevaba en el hombro centelleaban
bajo el sol matutino—. Bienvenido a Brukt, Dhamon Fierolobo.
—Así que definitivamente no es un amigo —masculló la enana, sombría.
—Comandante Jalan Telith-Moor —se oyó decir Dhamon.
La mujer asintió de modo apenas perceptible y se adelantó hacia él. Media docena
de caballeros salieron por la puerta tras ella.
—Llegamos aquí muy tarde anoche —anunció la comandante con voz autoritaria

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—. Aquí, en este lugar desolado, existen al parecer un par de espías favorables a
Solamnia. Los eliminaremos antes de partir. —Frunció los labios pensativa y estudió
el rostro de Dhamon—. O tal vez... —Hizo una señal, y dos caballeros se colocaron
junto a Dhamon y le indicaron que debía seguirlos al interior del edificio.
—Debes de ser muy importante —susurró uno de los caballeros—, para merecer
la presencia de la comandante Jalan. Dejó el reclutamiento de ogros cerca de
Thoradin sólo para venir aquí a tu encuentro.
Dhamon penetró en la construcción y apoyó la alabarda en la pared; luego dejó
que los caballeros lo despojaran de sus ropas, desgarradas y quemadas por el ácido.
—No toquéis el arma —advirtió Malys utilizando su voz.
Uno de los hombres le tendió un cuenco de madera cincelada lleno de agua
potable. El dragón le permitió beber hasta quedar harto; luego se lavó y mantuvo las
manos un buen rato en el agua para aliviar el dolor producido por el arma. Mientras
se vestía con el farseto y la armadura que le facilitaron los caballeros, se dedicó a
escuchar sus murmullos con respecto a la escama de su pierna. La armadura no le
quedaba muy bien, ya que había sido hecha para alguien de una estatura algo mayor.
Odiaba tanto la armadura como la orden de caballería, e intentó apartar al dragón
de su cabeza, pero Malys lo controló con toda tranquilidad.
—Está listo, comandante Jalan —anunció uno de los hombres.
La mujer entró y lo inspeccionó de arriba abajo. Sus fríos ojos se detuvieron unos
instantes en su rostro. Era joven para su graduación, conjeturó Dhamon,
probablemente cerca de la treintena, aunque tenía unas ligeras arrugas. No, eran
cicatrices diminutas, decidió al contemplarla con mayor atención. Su expresión era
dura, la boca fina y poco acostumbrada a sonreír; los cabellos rubios, mucho más
claros que los de él, reflejaban la luz del sol. Dhamon había oído hablar de ella: se
encontraba entre los oficiales de mayor graduación de la orden.
—Interrogamos a algunos de los aldeanos... refugiados, cuando llegamos anoche
—empezó—. Nos preocupaba que hubieran... hecho algo... contigo. Pero resultó que
jamás habían oído hablar de ti. Sin embargo, durante el interrogatorio, uno de ellos
reveló la presencia de espías solámnicos. En una ocasión fuiste amigo de esos
caballeros, ¿no es cierto, Dhamon Fierolobo?
«Fui amigo de uno —pensó él—, un viejo caballero llamado Geoff que me salvó
a pesar de que intenté matarlo.» Los solámnicos habían conseguido que Dhamon
abandonara a los Caballeros de Takhisis, o al menos eso había creído él entonces.
—A lo mejor podrías deshacerte de los solámnicos. Están en el edificio del final
de la calle. Ahórranos molestias. —Jalan se acercó más a Dhamon y le susurró al
oído:— Malystryx me ha hablado de ti y de tu asombrosa arma. Cree que matar a
unos cuantos espías solámnicos podría volverte más... maleable, más útil para ella.
No te mostrarías tan desafiante, siempre intentando resistirte a ella y huir.

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Completaremos tu corrupción, y eso le permitirá concentrarse en asuntos más
importantes. Es por ese motivo que te he guardado este encarguito. Ve y mátalos.
Desde aquel punto oculto en su mente, Dhamon se preparó para soportar el dolor
mientras sus dedos volvían a sujetar la odiosa arma. Apartando a la comandante, salió
con paso firme al improvisado poblado y, con los sentidos intensificados por el poder
del dragón, clavó la mirada en la puerta del edificio situado al otro extremo de la
calle.
La negra armadura que vestía centelleaba bajo el sol, y el tabardo que cubría la
cota de malla tenía un aspecto impecable, sin la más mínima arruga ni hilos sueltos.
El color blanco del lirio resplandecía, y la escama en miniatura del Dragón Rojo
parecía una llama sobre un pétalo reluciente. El dragón lo obligó a avanzar hacia la
construcción.
—Eh, ¿por qué no estás ahí dentro con el resto de los caballeros?
Dhamon bajó los ojos hacia un kender de cabello de estopa, el mismo que había
visto antes susurrando a la enana.
—¿Acaso te han echado los otros caballeros o algo parecido? Si lo han hecho no
deberías lucir esa horrible armadura negra. La plata te sentaría mejor, o nada en
absoluto... Ninguna armadura, quiero decir. —El kender arrugó la pequeña nariz con
repugnancia—. ¿Has hecho algo malo? ¿Es por eso que estás aquí fuera solo? Puedes
contármelo. Soy un oyente fantástico, y no tengo nada que hacer hoy aparte de
escuchar a la gente.
Dhamon hizo caso omiso del insistente kender.
—Vaya, esa arma parece muy bonita. ¿Te importa si le echo una mirada?
—No, no puedes mirar mi alabarda —le hizo decir Malys.
—¿Y el yelmo? ¡Deja que lo vea! ¡Apuesto a que a mí me sentaría mejor!
Dhamon frunció el entrecejo. Malystryx no aguantaba al hombrecillo, y
empezaba a considerar la posibilidad de forzar a Dhamon a matarlo.
—Además ¿a qué viene ese aspecto malhumorado?
Dhamon le dedicó una ominosa mirada.
—No hay nada en ese viejo lugar. Lo sé bien. He estado dentro. Hay cosas mucho
más interesantes en Brukt. Te las podría mostrar.
El dragón permitió que Dhamon se detuviera, y éste lanzó un profundo suspiro.
—Sólo intentaba ser amistoso —se disculpó el kender.
—Yo no merezco tener amigos. —Le sorprendió que la Roja permitiera que aquel
comentario surgiera de sus labios—. Mis amigos tienen tendencia a morir.
—¡Caramba! —El kender dio un paso atrás—. La verdad es que en realidad no
quiero ser amigo tuyo —dijo con tono algo ofendido. Luego alzó la voz hasta casi
convertirla en un grito—. La mayoría de la gente de por aquí ya tiene muchos
amigos.

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»Bueno, tú eres un Caballero de Takhisis --continuó el kender en voz más alta, en
tanto que volvía a arrugar la nariz—. A la gente realmente no le gustan los Caballeros
de Takhisis, ¿no es así?
—Aparta —advirtió Dhamon, al sentir cómo el dragón cambiaba la alabarda de
mano. Ahora se encontraba ya justo ante la puerta, y extendió la mano hacia el tirador
—. Ya has hecho suficiente, intentando avisar a los de dentro de mi presencia.
—¿Es eso lo que crees que hacía? —inquirió el kender, y su voz parecía expresar
una genuina sorpresa. Jugueteó con algo situado en la parte baja de la espalda—. ¿De
verdad crees que intentaba advertir a alguien?
El dragón masculló algo en la voz de Dhamon. La puerta estaba cerrada con
llave... A través de las grietas de la madera, Dhamon descubrió que estaba reforzada
con barras de metal. La Roja dobló los músculos del brazo del antiguo caballero, y
éste tiró. La puerta se soltó de sus bisagras, y con un esfuerzo mínimo Dhamon la
arrojó a un lado.
—¡Bueno, yo diría que estabas en lo cierto si pensabas que intentaba avisar a
alguien! —continuó el kender. Extrajo una pequeña daga curva de una funda que
llevaba en la cintura y la hincó en la pantorrilla de Dhamon—. ¡Tenemos compañía!
—anunció.
El dolor de su pierna compitió con el ardor de las manos, pero el dragón obligó a
Dhamon a no hacer caso de ninguno. Este tomó nota rápidamente de los ocupantes —
ocho hombres armados— y luego giró en redondo hacia el kender.
—¡Lárgate de aquí! —maldijo apretando los dientes—. ¡El dragón me obligará a
matarte!
—¡No veo ningún dragón! —chilló el otro—. ¡Sólo veo un asqueroso Caballero
de Takhisis! —El kender, sin apartarse, volvió a atacarlo con el cuchillo.
Dhamon apretó el puño y lo descargó sobre la cabeza del kender con fuerza
suficiente para dejarlo sin sentido, si es que no lo mataba. El hombrecillo se
desplomó, y el dragón de su interior pareció satisfecho.
—¡Ese bastardo caballero negro ha matado al pequeño Guedejas! —exclamó uno
de los hombres del interior, empuñando una lanza—. ¡Démosle su merecido!
Los ocho se abalanzaron al exterior. Cuatro iban armados con toscas lanzas,
cuatro con espadas. De estos últimos, dos parecían diferentes. La mente de Dhamon
registró su aspecto. Iban vestidos como los otros, pero era en sus ojos donde estaba la
diferencia: curiosamente, no mostraban temor y estaban clavados en él.
Percibió cómo el dragón captaba sus pensamientos y sintió cómo lo obligaba a
curvar los labios en algo parecido a una sonrisa.
—Te superamos en número, bastardo de Takhisis. ¡Ríndete! —vociferó el más
alto de los hombres, a la vez que intentaba que los demás bajaran las armas.
«Caballeroso», pensó Dhamon desde la zona secreta del fondo de su mente. ¡No

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me obliguéis a matarlos!, suplicó a los ausentes dioses. ¡Permitid que ellos me
maten! ¡Permitid que suelte esta arma maldita!
—¿Rendirme a vosotros? —Se oyó decir. El dragón alzó la alabarda y, al mismo
tiempo, Dhamon lanzó una patada y asestó un fuerte golpe a uno de los solámnicos.
El hombre cayó, la lanza rodó por el suelo con un ruido metálico, y Dhamon dirigió
el arma hacia otro de los hombres que empuñaban una lanza. La hoja hizo pedazos la
lanza y arrojó al suelo otra que intentaban clavarle. Se dio cuenta de que Malys
disfrutaba con aquella situación.
—¡Dioses! —chilló uno de los aldeanos—. ¡La hoja corta el metal como si fuera
mantequilla!
—Igual que hará contigo —escupió el dragón con la voz de Dhamon.
Los reflejos adquiridos en incontables batallas hicieron que éste se agachara y
esquivara una lanza que acababan de lanzarle. Giró a la derecha, evitando otra
estocada. ¡Dejad que suelte esta alabarda!
Uno de los guerreros arremetió contra él, pasando por debajo de su arma, y atacó
con su espadón. Dhamon hizo bajar la alabarda, que partió en dos el acero enemigo.
El simpatizante solámnico dio un salto atrás. Los adversarios de Dhamon no podían
competir con él —tanto él como el dragón lo sabían—, pues, no obstante su mayor
número, no tenían ninguna esperanza de poder derrotarlo.
—¡Huid de mí! —chilló Dhamon, obteniendo algo de control sobre Malys—.
¡Huid antes de que os mate! —Contempló con cierta satisfacción cómo cuatro de los
hombres daban media vuelta y corrían hacia la parte trasera del edificio. El resto hizo
lo mismo cuando dio unos cuantos pasos amenazadores hacia ellos.
Con la poderosa visión que le concedía el dragón, observó cómo los hombres
arrancaban unas cuantas tablas sueltas para abrir una abertura en la parte posterior.
Luego empezaron a introducirse por ella. Un guerrero que todavía empuñaba su
espada protegía la retirada. Dhamon estudió los ojos del hombre; eran desafiantes e
indicaban que aquél estaba dispuesto a morir para mantener a los otros a salvo.
—¡Huye! —le gritó Dhamon. Desvió la mirada del solámnico a sus propios
dedos; los nudillos estaban blancos y le ardían. ¡Permitid que suelte la alabarda!
Concentró todos sus esfuerzos en aquella idea: soltar la...
El guerrero se agachó y avanzó, empuñando la espada y balanceándola ante
Dhamon. Con un grácil movimiento, éste dejó caer la alabarda, que rebanó músculo y
hueso y cortó el brazo del hombre que empuñaba el arma. El herido se sujetó el
muñón, negándose a gritar, y cayó de rodillas. Dhamon retrocedió unos pasos para
evitar el chorro de sangre.
En el exterior, detrás de él, escuchó murmullos, las voces de aldeanos curiosos
que se apelotonaban. Distinguió la severa voz de la comandante Jalan.
—¡Sucio Caballero de la Oscuridad! —chilló el herido—. ¡Acaba conmigo!

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—Ya lo has oído —indicó la comandante Jalan, de pie a su espalda—. Acaba con
él.

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6
Perspectivas sombrías

—¿Quieres matarlo, ¿verdad?


—Fiona, en ocasiones es en lo único que pienso —respondió Rig, encogiéndose
de hombros—. Parte de mí lo considera responsable de la muerte de Shaon. El dragón
que la mató... Bueno, el dragón y Dhamon habían formado equipo en una ocasión. Y
Goldmoon. ¿Cómo no voy a querer buscar venganza?
—¿Qué es lo que quiere la otra parte de ti? —La joven Dama de Solamnia clavó
la mirada en los oscuros ojos del marinero.
La pareja conversaba en voz queda mientras permanecía sentada en el tronco de
sauce y montaba guardia sobre sus dormidos compañeros. El marinero había
rechazado la oferta del enano para alternarse con él en la vigilancia, porque deseaba
que Jaspe descansara todo lo posible. Y, tras el relato de Groller sobre Feril y la
serpiente, Rig prefirió que la kalanesti no vigilara sola; temía que echara a andar y
decidiera quedarse a vivir en el pantano. O que confundiera un caimán hambriento
con uno amistoso debido a aquella sonrisa suya tan peculiar. Groller y el lobo se
harían cargo de la vigilancia justo antes del amanecer, dentro de unas pocas horas.
Aquello dejaba libre a Fiona, que había decidido hacer compañía al marinero.
—¿La otra parte? —Rig lanzó una risita ahogada—. La otra parte se limita a
querer retorcerle el pescuezo a Dhamon... después de que nos explique por qué nos
atacó y mató a Goldmoon. Quizá Palin tenga razón y la escama sea la responsable.
Pero Palin también puede equivocarse. Los hechiceros no siempre tienen razón.
¿Sabes?, casi me caía bien Dhamon. A veces incluso lo admiraba. E imagino que...,
tal vez, una pequeña parte de mí quiere que resulte inocente.
El Custodio se había puesto en contacto con ellos poco después del anochecer,
apareciendo mágicamente como un espectro en el centro de su campamento para
anunciar que habían localizado a Dhamon Fierolobo y su alabarda. El antiguo
caballero iba de camino a unas ruinas de un poblado ogro llamado Brukt. Gilthanas y
Silvara estaban ya en camino para alcanzarlo; pero, teniendo en cuenta el extenso
territorio que tenían que atravesar, Rig y los otros podrían llegar allí antes que el
Dragón Plateado sin que para ello se desviaran demasiado de su ruta original.
Más allá de Brukt se extendía el Yelmo de Blode, y el viejo poblado ogro se
encontraba cerca de la quebrada de Pashin. Tras encargarse de Dhamon —de un
modo u otro— podían atravesar las montañas hasta Khur, alquilar un barco en algún
lugar de la costa, y zarpar en dirección a Dimernesti. El Custodio explicó que
intentaba averiguar la posición exacta del reino submarino de los elfos.

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—Espero que lo hayas localizado ya cuando lleguemos a Khur —le había
contestado Rig—. No quiero que este viaje por el pantano resulte inútil.
—Nos espera un largo día, mañana —dijo Fiona—. Y el siguiente. Y el siguiente.
—Se limpió el barro del peto—. Hemos de recorrer más terreno del que hemos
recorrido, si queremos tener una posibilidad de atraparlo. ¿Crees que maese Fireforge
podrá resistirlo?
—Jaspe es fuerte. Lo conseguirá. Pero tú... deberías pensar en dejar esa armadura
aquí —aconsejó él. Señaló el saco de lona que guardaba el resto de su metálica
vestimenta—. Es pesada, y arrastando todo eso durante dos horas más cada día sólo
conseguirás agotarte con mayor rapidez. No podemos permitir que unos pedazos de
metal nos retrasen.
—Hasta ahora me las he apañado. Unas cuantas horas más al día no importarán.
—Si tú lo dices.
—Además, la armadura es parte de lo que soy. La parte más importante.
Rig fue a decir algo más, pero un ruido sordo en dirección sur lo interrumpió. Se
parecía al resoplido de un caballo de gran tamaño, y lo que fuera que lo había
producido se acercaba. Se llevó un dedo a los labios, desenvainó la espada, e hizo una
seña a Fiona para que no se moviera; luego desapareció entre el follaje sin darse
cuenta de que ella lo había seguido.
La vegetación era tan espesa que apenas podían ver a más de un metro de
distancia; aun así, el sonido se tornó más nítido con cada metro que avanzaban. El
marinero se movía despacio, comprobando el suelo que tenía delante antes de apoyar
un pie.
Se encontraban a unos cien metros de distancia del campamento cuando
descubrieron un claro ante ellos. La única luna blanquecina de Krynn brillaba sobre
un pequeño estanque cubierto de musgo, bordeado por media docena de seres
grotescos.
—Dracs —susurró Rig a Fiona—. Dracs negros.
La joven solámnica los contempló con mirada de asombro. Había oído hablar de
ellos en los relatos de Rig y Feril sobre su combate con los dracs con los que habían
tropezado inopinadamente en la guarida de Khellendros meses atrás en los Eriales del
Septentrión. Pero sus descripciones no habían hecho justicia a las criaturas. La luna
de Krynn las mostraba en todo su monstruoso horror.
La mitad de aquellos seres tenían una figura vagamente humana con amplias alas
parecidas a las de un murciélago, cuyas puntas rozaban la parte superior de los
helechos lenguas de ciervo. El hocico, de aspecto equino, estaba cubierto de
diminutas escamas negras, escamas que eran mayores en el resto del cuerpo y
centelleaban siniestras a la luz de la luna. Los ojos eran de un amarillo opaco, al igual
que los colmillos; las garras, largas, curvadas y afiladas. Una fina cresta de escamas

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se iniciaba en la parte posterior de la cabeza y finalizaba en la base de la delgada cola
serpentina.
La luz era demasiado débil para comprobar si los otros tenían el mismo aspecto
de estos tres. Los sonidos que emitían carecían de toda pauta que pudiera insinuar una
especie de lenguaje; más bien recordaban los gruñidos de una piara de cerdos.
Cuando el resto quedó iluminado por la luz lunar, Rig y Fiona descubrieron que
estos tres eran diferentes de sus compañeros. Uno poseía alas, pero eran cortas,
festoneadas e irregulares, y se extendían desde los omóplatos de la criatura hasta
encima de la cintura. La cabeza era más humana que equina, y largos cuernos crecían
hacia arriba desde la base de la mandíbula. Los brazos eran cortos, terminados en
garras deformes en el punto donde debieran haber estado los codos, y la cola era
bífida y gruesa.
Los otros dos eran los de mayor tamaño, de dos metros y medio de altura por lo
menos. La piel parecía correosa, sin rastro de escamas o alas, aunque había unas
protuberancias deformes en los omóplatos. Eran de un negro mate, sin nada que
brillara en el cuerpo, y la cabeza parecía demasiado grande para el cuerpo. El largo
hocico lucía dientes curvos de longitudes muy desiguales que impedían que la boca
se cerrara por completo. Un hilo de baba descendía del que poseía el hocico más
largo y desaparecía entre los helechos con un chisporroteo. «Ácido», se dijo Rig. Los
brazos eran más largos de lo que correspondía al cuerpo, y recordaban al marinero los
babuinos que había visto en su juventud en la isla de las Brumas.
—Sssí, bebed —siseó el cabecilla de los dracs—. Bebed, pero deprisa. Tenemos
un trabajo importante esta noche.
Los dos dracs con aspecto de primates se acercaron a la poco profunda agua, y los
ojos de Rig se abrieron de par en par. Los brazos no terminaban en garras: eran como
serpientes terminadas en cabezas con colmillos, que lamían ansiosas el agua
estancada.
Los dedos del marinero se cerraron alrededor de la empuñadura de la espada. Sin
duda los seres eran malignos, como el drac azul al que se había enfrentado. Sabía que
su obligación era atacarlos y eliminarlos, para impedir que infligieran daño a otros.
Lo sabía... pero aflojó la mano e hizo una seña a Fiona para que retrocediera.
Desde una distancia más segura, observaron cómo los tres dracs y las tres
criaturas grotescas bebían hasta hartarse y luego se encaminaban al oeste.
—Podríamos haberlos sorprendido —le musitó ella cuando estuvo segura de que
los seres estaban lo bastante lejos—. Son criaturas horrorosas.
—Tal vez podríamos haberlo hecho —respondió Rig con calma. «Quizá
debiéramos haberlo hecho», se dijo mentalmente; luego siguió en voz alta:— Pero
allí atrás hay otras tres personas en el claro, y soy responsable de ellas. Y tenemos
otras prioridades: Dhamon, la alabarda, la corona de Dimernesti. No podía

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arriesgarme a poner en peligro nuestra misión. —Interiormente añadió: «Rig Mer-
Krel, has cambiado. Y no estoy seguro de que sea para mejorar».

* * *
Era bien entrado el mediodía cuando los pelos del lomo de Furia se erizaron. El
lobo pegó las orejas contra la cabeza, y sus labios se crisparon; arañó el suelo
nerviosamente con una pata.
Groller fue el primero en observar el desasosiego de su compañero del reino
animal. Hizo señas a Rig, e indicó al lobo. El semiogro ahuecó la mano y recogió
aire, que luego se llevó a la nariz, e inhaló profundamente.
—El lobo huele algo —anunció Rig.
—También yo huelo algo —susurró Feril—. Algo no huele bien.
—Nunca creí que algo oliera bien en este lugar —añadió Jaspe.
Fiona sacó su espada y se colocó junto a Rig. Éste había estado conduciendo al
pequeño grupo en la dirección en que, según el Custodio, encontrarían las ruinas del
poblado ogro, pero éstas debían de estar aún a un día de distancia.
—Voy a explorar —informó Rig con voz queda—. Puedes acompañarme si dejas
ese saco con la armadura.
La mujer lo dejó caer en el lugar más seco que encontró.
—Yo también iré —ofreció Feril.
—La próxima vez —respondió Rig con una mueca.
Groller miró al marinero y se llevó ambas manos a la boca; las puntas de los
dedos tocaron y cubrieron los labios. Luego las dejó caer a los costados, como si
desechara algo.
El marinero asintió. «No te preocupes —indicó sacudiendo la cabeza y haciendo
girar las manos ante la frente—. No haré ningún ruido.» Sacó su alfanje, indicó con
un gesto a Fiona que lo siguiera, y desapareció en un santiamén.
—¿Crees que se trata de Dhamon? —inquirió Jaspe en voz tan baja que Feril tuvo
que inclinarse sobre él para oírlo.
—No estamos tan cerca de las ruinas —respondió.
—Ya, pero...
—Muy bien, vayamos a averiguarlo —dijo Feril, y se dispuso a seguir el rastro
dejado por Rig y Fiona.
Jaspe hizo intención de ir tras ella, pero la mano de Groller cayó pesadamente
sobre su hombro. El semiogro hizo girar los dedos para señalarlos al enano y a él y
luego indicó el suelo.
—Ya, Rig quiere que nos quedemos aquí —musitó Jaspe, y asintió con la cabeza
para indicar que comprendía. Luego extendió las manos frente al pecho, como si
sostuviera las riendas de un caballo, expresándose con gestos—. ¿Quién ha puesto a

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Rig al mando? —preguntó—. Yo quiero ir a ver.
Groller se encogió de hombros, levantó del suelo el saco de Fiona y siguió al
enano. El lobo gruñó por lo bajo, mientras avanzaba con paso quedo tras ellos.
Rig, Fiona y Feril se encontraban más adelante, agazapados tras un bancal de
espigados juncos. Más allá de donde estaban había cuatro criaturas reptilianas que
conducían a un grupo de elfos de aspecto lastimoso por un bosquecillo de chaparros.
—Hombres con escamas —susurró Feril—. Pero no parecen dracs.
Las cuatro criaturas eran verdes y estaban cubiertas por gruesas escamas en
relieve. Tenían la espalda encorvada y un torso abultado cubierto con placas
correosas de un verde más claro. La cabeza era parecida a la de un caimán,
encaramada en un cuello muy corto. Tres de ellos llevaban lanzas festoneadas con
plumas naranjas y amarillas, y conversaban entre sí en una lengua desconocida. El
cuarto sostenía una larga enredadera sujeta al grupo de prisioneros.
—Los elfos son silvanestis —indicó Fiona en voz baja—. He contado una
docena. —Feril asintió.
Los rubios elfos estaban atados unos a otros con la enredadera a modo de soga;
una enredadera espinosa que se les hundía en la carne y rodeaba muñecas y tobillos.
Los prisioneros estaban demacrados, y las pocas ropas que conservaban estaban
hechas jirones y mugrientas.
Sin decir una palabra, Jaspe introdujo la mano en su saco y sacó el Puño de E'li.
El cetro se acomodó perfectamente a su mano. La mirada de Rig se cruzó con la suya,
y también él se alzó de detrás de los matorrales, empuñando la espada. Arremetieron
contra las criaturas, y Furia pasó corriendo junto a ellos como una nebulosa forma
rojiza.
Fiona no tardó en seguirlos. Groller soltó el saco de lona, se llevó la mano a la
cabilla, y se abrió paso por entre los arbustos. Detrás de ellos, oculta todavía entre los
juncos, Feril había cerrado los ojos. Sus dedos jugueteaban con las hojas de las
plantas como un músico acariciaría las cuerdas de un arpa. Dejó que su mente
penetrara en la ciénaga y empezó a canturrear.
El lobo chocó contra la primera criatura reptiliana, a la que derribó sobre las
juncias.
Rig atacó al que se encontraba justo detrás, y se agachó para esquivar la estocada
de la lanza que empuñaba el ser, al tiempo que lanzaba su machete al frente. El arma
se hundió en el muslo de la criatura, del que brotó un chorro de negra sangre; sin
embargo, el reptil no emitió el menor sonido y ni siquiera parpadeó, por lo que Rig
maniobró para encontrar una mejor oportunidad.
Fiona interceptó sin problemas el ataque de una tercera criatura y lanzó una
cuchillada al blindado abdomen, pero el adversario se movió con rapidez, a pesar de
su tamaño, y esquivó con facilidad el golpe.

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Rig evitó por muy poco una lanzada bien dirigida. Su arma desvió el siguiente
ataque, en tanto que los dedos de la mano libre se introducían en su cinturón y
sacaban tres dagas. Arrojó los cuchillos contra el oponente de Fiona.
—¡Sí! —exclamó. Las dos primeras dagas se hundieron en el pecho del ser, pero
la tercera falló el objetivo.
—¡Gracias, pero puedo ocuparme de mis propios combates! —le gritó la joven
solámnica.
—Sólo intentaba ayudar —replicó él mientras hacía una finta a la derecha, antes
de clavar la espada en el costado de su adversario. La criatura siseó y lanzó una lluvia
de viscosos escupitajos al rostro del marinero; el extremo de la lanza del hombre
lagarto golpeó con fuerza el estómago de Rig, y éste cayó de espaldas, aturdido, al
tiempo que sacaba otras tres dagas.
La criatura reptiliana a la que se enfrentaba Fiona luchó por incorporarse,
mientras chorros de sangre negra brotaban de sus heridas.
—¡Ríndete! —gritó ella, esperando que pudiera comprender su lengua.
El otro negó con la cabeza, pero ella empezó a agotarlo, moviéndose de un lado a
otro y lanzándole estocadas.
Entretanto, Groller luchaba con la criatura lagarto que había llevado sujetos a los
elfos cautivos. El semiogro blandía su cabilla a la vez que intentaba esquivar la larga
daga curva de su enemigo. Jaspe también estaba muy ocupado, con el Puño en la
mano derecha, distrayendo al ser con sus gritos y giros.
El reptiliano no era enemigo para ambos. El semiogro descargó la cabilla contra
un costado de la cabeza del ser, y Jaspe sonrió de oreja a oreja al escuchar crujir el
hueso.
El ser lagarto cayó de rodillas y se desplomó contra el suelo, al tiempo que Jaspe
y Groller saltaban a un lado para esquivarlo.
Entre los juncos, a más de doce metros de distancia, los dedos de Feril seguían
acariciando las largas hojas.
—Deja que éste viva, Furia --musitó. Sus sentidos corrieron más allá de los
juncos y fueron a flotar sobre las juncias dirigiéndose hacia el lobo.
Las mandíbulas de Furia estaban ennegrecidas por la sangre de la criatura; se
había dedicado a asestar dentelladas al estómago del hombre lagarto, mordiendo a
través de las gruesas placas de piel y sin dejar de mantener a su adversario de
espaldas contra el suelo. Sin darle respiro, el lobo se introducía como una exhalación
bajo sus zarpas y le asestaba dentelladas.
—Deja que éste viva. —El canturreo de Feril se hizo más sonoro, sus sentidos
rozaron las puntas de las juncias, y las hojas cercanas al lobo y a la criatura
empezaron a retorcerse, al azar en un principio, y luego con un propósito. Se
enroscaron alrededor de los brazos y piernas del ser y lo inmovilizaron sobre el suelo

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húmedo; aun así, ni una de ellas tocó al lobo.
—¡Furia! --llamó Feril mientras distanciaba sus sentidos.
El animal levantó la cabeza, el hocico chorreante, y se encaminó a grandes saltos
hacia el reptiliano con el que luchaba Rig. El marinero tenía una daga entre los
dientes y dos más en la mano izquierda; en la derecha sostenía el alfanje. Retrocedió
unos pasos y arrojó las dos dagas de la mano izquierda al ser que tenía delante. Sin
embargo, sólo una alcanzó el objetivo y penetró en el estómago del reptiliano.
—Estoy perdiendo puntería —maldijo el marinero, mientras cogía la daga que
tenía entre los dientes.
Furia saltó sobre la criatura y cerró las mandíbulas con firmeza sobre la muñeca
de ésta, lo que impidió que pudiera arrojar la lanza. Rig aprovechó la oportunidad y
blandió la espada contra el ser. Salpicado de sangre negra, el marinero retrocedió para
contemplar cómo aquella cosa se desplomaba pesadamente de espaldas entre
horribles convulsiones. Furia saltó sobre el pecho del reptiliano y le desgarró la
garganta.
Rig se giró y descubrió a Fiona asestando mandobles al hombre lagarto
superviviente. La mujer se agachó para evitar un débil lanzazo, y su larga espada
rebanó la cintura de su adversario, que emitió el primer grito de dolor que les
escuchaban proferir. Fiona soltó el arma de un fuerte tirón; luego la lanzó al frente y
arriba, y acabó limpiamente con el ser.
—¿Lo ves? No necesitaba ayuda —declaró la dama, en tanto que liberaba la
espada y la frotaba contra la hierba para limpiar la sangre.
Rig tocó a Fiona en el hombro y le indicó a Feril y Groller. La kalanesti y el
semiogro se dedicaban a desatar las enredaderas que sujetaban a los prisioneros. El
marinero y la solámnica se encaminaron hacia ellos.
—No tenemos palabras para daros las gracias —les dijo una elfa de aspecto
demacrado. Sus ojos se clavaron en los de Rig—. Habíamos perdido toda esperanza.
Rig y Fiona se unieron a la tarea de retirar con sumo cuidado las ramas cargadas
de espinas que habían esposado a los prisioneros. Jaspe volvió a guardar el Puño en el
saco, se acercó lentamente a estudiar las heridas de los elfos, y meneó la cabeza.
—Las espinas, este lugar... —dijo entristecido—. Esta gente necesita ayuda. La
mayoría de las heridas están infectadas. Tardaré algún tiempo, si es que puedo hacer
algo.
—Yo te ayudaré —ofreció Feril—. No importa el tiempo que haga falta.
—No nos sobra el tiempo —intervino el marinero—. Hemos de apresurarnos para
localizar Brukt. Y a Dhamon.
—Estas personas necesitan descanso y cuidados —insistió el enano—. No pienso
abandonarlas en estas condiciones.
Los ojos de la kalanesti taladraron los del marinero.

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—Ninguno de nosotros los abandonará así —dijo.
—Sabemos dónde se encuentra Brukt —manifestó la mujer escuálida—.
Podríamos guiaros hasta allí. Os debemos la vida.
—En ese caso conducidnos cuando os hayamos curado —respondió Feril.
—¿Cuánto tiempo vamos a tardar con esto? —preguntó Rig en voz baja a la
kalanesti. Señaló en dirección este—. Nos quedan unas pocas horas de luz y...
Los ladridos de Furia lo interrumpieron. El lobo perseguía a la única criatura
lagarto superviviente, la que Feril había atrapado con la ayuda de la vegetación. Al
interrumpir la concentración, las plantas habían soltado al escamoso prisionero.
—¡Necesitamos a ése con vida! —le gritó Feril a Rig, que corría en pos del
fugitivo—. Necesitamos respuestas a algunas preguntas.
El marinero acortó distancias y golpeó violentamente a la criatura en la espalda.
El hombre lagarto cayó de bruces, y Rig se arrojó sobre él en un instante, lo hizo girar
sobre sí mismo y se sentó sobre su pecho. Un cuchillo centelleó en el aire.
—¡Vivo! —aulló Feril.
—¡En ese caso será mejor que hagas tus preguntas deprisa! —contestó él a
grandes voces—. Puede que esta cosa no viva mucho más tiempo.
El marinero apoyó la daga contra la garganta del hombre lagarto, y fijó la mirada
en sus negros ojos.
—La señora desea un poco de información —escupió—. Será mejor que
comprendas nuestra lengua.
—Comprendo... vuestras palabras... algunas. —La voz del ser era áspera.
—¿Ante todo, qué eres? —exigió Rig mientras esperaba a la kalanesti.
El escamoso entrecejo de la criatura se frunció en expresión perpleja.
—No eres un drac. ¿Qué eres?
—Bakali —respondió al cabo de un instante.
—Nunca oí hablar de los bakalis —farfulló Rig—. ¿Qué es un bakali?
—Yo bakali —repuso la criatura.
—Eso no es lo que yo...
—¿Qué se supone que iba a sucederles a estos elfos? —interrumpió Feril.
El marinero apretó el cuchillo con más fuerza contra la garganta del bakali, y un
hilillo de sangre negra apareció bajo el filo.
—Suelta esa lengua bífida tuya, bakali —ordenó, no muy seguro de cómo se
pronunciaba la extraña palabra—. Contéstale.
—Dracs —replicó él—. Señora Onysablet quiere elfos convertidos en dracs.
—Eso sólo funciona con humanos —dijo el marinero—. Lo sabemos. Así que
piensa otra respuesta.
—Dracs —insistió la criatura—. Abominaciones. Humanos hacen dracs
perfectos. Elfos, ogros hacen abominaciones de dracs. Horribles, corruptos.

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—Las criaturas del estanque —musitó Fiona.
—Señora Onysablet quiere abominaciones. Le gustan las cosas corrompidas.
—¿Hay más elfos cautivos en otros sitios? —Feril se aproximó más—.
¿Humanos? ¿Ogros?
—No sé —respondió la criatura—. A mí no importa.
—Así pues, ¿adonde los llevas? —preguntó Rig.
—Profundidades pantano. Señora Onysablet nos encuentra allí, coge prisioneros.
Nosotros cazamos más. Regresamos profundidades pantano. Nuestras vidas son un
círculo alrededor del dragón.
—¿Hasta dónde hay que adentrarse en el pantano? —Ahora era el turno de Jaspe.
—No sé. —La criatura intentó encogerse de hombros—. Hasta que señora
Onysablet aparece.
—Salgamos de aquí —sugirió el enano—. Si el dragón se presenta...
—Sí —asintió Rig—. Si el dragón se presenta, estamos muertos.
—O seréis abominaciones —añadió la mujer demacrada, señalando a Feril y
Groller.
De un solo tajo, Rig degolló a la criatura; luego se incorporó y bajó la mirada
hacia la negra sangre que cubría gran parte de sus ropas.
—No tenías que matarlo —susurró Jaspe, en tanto que Feril reunía a los elfos y
empezaba a atenderlos—. Cooperó.
—Si el dragón aparece, es mejor que no encuentre mas que cadáveres. Los
muertos no hablan, amigo mío. Ahora mira si puedes ayudar a Feril, para que
podamos ponernos en marcha.

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7
Grandes planes

Los muertos yacían por todas partes, ejecutados con espada, aplastados por zarpas de
dragón, eliminados por los rayos que surgían de las fauces de Khellendros. Todos
estaban irreconocibles; cadáveres sin rostro desperdigados entre restos de armaduras.
Sus muertes mostraban a las claras la valentía de los caídos, pero para el gran
Dragón Azul la carnicería sólo era un agradable trofeo más; el olor acre que se
elevaba del ensangrentado suelo resultaba embriagador.
Las invasiones de Tarsis, Kharolis y las Llanuras de Ceniza en el sur eran algo
soberbio. Las conquistas aumentaban, cada una más valorada que la anterior. Hubo
numerosas victorias en Trasterra y Gaardlund, y se había invadido Solamnia. Todo
por Kitiara, la humana con corazón de dragón.
Mientras permanecía tumbado en la meseta de Malys, Tormenta sobre Krynn
visualizaba a su antigua compañera con claridad. La enorme señora suprema Roja se
encontraba cerca, con los ojos fijos en un volcán que se alzaba ante ella mientras
repetía en voz queda: «Dhamon, no debes soltar jamás la alabarda». Preocupada con
algo, había dejado que Khellendros se sumergiera en sus propios pensamientos.
En su mente, el Azul veía a la muchacha de pie frente a él, ataviada con la
armadura azul que complementaba las escamas añil del dragón. «Más querida que
una hija —pensó—. Más apreciada aún. Pronto la rescataré y volverá a nacer.» No
tardarían en estar juntos otra vez, y dejaría de perder el tiempo con Malystryx la Roja.
Malys había adoptado a Khellendros como una especie de compañero, y no lo
trataba exactamente como a un criado, tal y como había empezado a tratar a los otros
señores supremos, sino más bien como a un socio menor. Pero Tormenta sobre Krynn
sabía que otros compartían de vez en cuando los siniestros afectos de Malystryx.
Estaba seguro de que el Blanco, Gellidus, había sido su consorte; pero guardó
silencio sobre este asunto y muchos otros, mientras escuchaba con cierta curiosidad
cómo la Roja conminaba a un peón humano, Dhamon —había oído a Ciclón
mencionar ese nombre—, a seguir las órdenes de alguien llamado comandante Jalan y
no tirar la alabarda.
El señor supremo Azul no prestaba mucha atención a las intrigas de Malys ni a
sus relaciones con los otros señores supremos y los Caballeros de Takhisis. Su propia
alianza con la Roja era sólo de conveniencia, para no despertar sus sospechas; no era
antinatural para un dragón fingir cooperación como hacía él.
No obstante, en épocas pasadas Khellendros había desafiado a su estirpe, y había
sido leal sólo a otro dragón, una calculadora hembra Azul llamada Nadir.

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Nadir había muerto durante la Tercera Guerra de los Dragones, pero no antes de
poner una serie de huevos, varios de los cuales sobrevivieron al Cataclismo para
convertirse en la orgullosa progenie de Khellendros en los páramos de la zona
occidental de Khur. La meseta de Malystryx se hallaba en Goodlund, y en estos
momentos él no se encontraba excesivamente lejos de Khur.
Una hija se distinguió por su celo en el combate, y se unió a Khellendros en el
servicio a la Reina de la Oscuridad. La hija del Azul, a quien los humanos llamaban
Céfiro, era ambiciosa, pero su padre consideraba que le faltaba la audacia militar
necesaria para sobrevivir, por lo que manipuló la adjudicación de compañeros en el
ejército draconiano azul e hizo que su hija fuera pareja de una joven humana que
empezaba a escalar puestos: Kitiara uth Matar. Iba en contra de la costumbre, ya que
a los dragones se los emparejaba con humanos del sexo opuesto, pero Khellendros ya
tenía fama de ir en contra de las tradiciones.
La elección que el Azul hizo de Kitiara fue muy sabia. Céfiro aprendió mucho de
la humana y ascendió hasta el puesto de teniente primero de Skie y su compañera,
una astuta guerrera llamada Kartilann de Khur. Estando juntos, nadie podía vencer al
cuarteto, que condujo un ataque victorioso tras otro en el campo de batalla.
Hasta lo sucedido hacía muchísimo tiempo, durante la batalla de Schallsea.
La isla de Schallsea, reflexionó Khellendros, era el lugar de la tristeza definitiva y
el punto de destino de la venganza, donde no hacía mucho tiempo había derrotado a
Palin Majere y robado las valiosas reliquias. Donde los sueños morían y empezaban.
—No abandones la alabarda —oyó que repetía Malys. El gran Azul hizo como si
no la oyera; después de todo, sus palabras no iban dirigidas a él, por lo que se
concentró en sus recuerdos de la isla.
Habían transcurrido decenios. Khellendros y Kartilann encabezaban una batida
sobre la isla. No existían motivos para temer a aquel enemigo inferior, ninguna razón
para sospechar que pudiera producirse el desastre; pero la flecha de un francotirador
mató a Kartilann, y poco más tarde también Céfiro resultó abatida. En medio de la
tristeza de Khellendros, se produjo otra nueva transgresión de la tradición. En los
ejércitos draconianos de la Reina Oscura siempre que el compañero resultaba muerto,
dragón o humano, el que sobrevivía quedaba generalmente deshonrado. Y quedar
deshonrado a los ojos de Takhisis era algo que el Azul no podía ni estaba dispuesto a
tolerar. Perspicaz, el dragón hizo un pacto con Kitiara y formó rápidamente pareja
con ella... en parte para honrar a Céfiro, en parte para salvar las apariencias ante la
Reina de la Oscuridad.
Su asociación, nacida de las muertes de un dragón y un humano, de dos
disoluciones, fue un golpe de genio creativo. Se complementaban con tal perfección
que Khellendros y Kitiara al principio parecieron omnipotentes. Juntos condujeron al
Ala Azul de conquista en conquista: Tarsis, Kharolis, las Llanuras de Ceniza y

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muchas más.
Dama Oscura, llamaban a Kitiara. Señora del Dragón.
Los humanos llamaban Skie a Khellendros. Un nombre impropio, que carecía de
toda insinuación de poderío y que había llegado a despreciar; excepto cuando surgía
de la boca de Kitiara.
La Dama Oscura se encontraba ante él ahora en su ensoñación, la figura
perfectamente imaginada en medio de los vapores que se alzaban del abrasado suelo
del Pico de Malystryx. Como un espejismo, la visión resultaba sedante a su espíritu.
Pronto llevaría a Kitiara de regreso a Krynn y mantendría la promesa hecha. Pronto
ya no tendría que asentir sin rechistar a las órdenes de la señora suprema Roja.
Tendría a Kitiara, a quien quería más que a una hija...
—¡Khellendros! —La voz sonó como un temblor de tierra.
Dejó que la imagen de la mujer se desvaneciera y clavó la mirada en los
humeantes ojos de la Roja.
—Sí, Malystryx. Tu plan tiene mérito. Unir a los dragones bajo una nueva
Takhisis forjará una nueva época. —Una parte de él había estado escuchando.
—La Era de los Dragones —ronroneó Malys—. Esto ya no volverá a llamarse la
Era de los Mortales.
—Esta ascensión tuya... —empezó el Azul.
—Precisará una magia excepcional —terminó ella por él—. Un objeto magnífico
viene en estos momentos de camino hacia nosotros, transportado por un
insignificante peón humano. Lo escoltarán más humanos para proteger la reliquia. La
comandante Jalan conduce a los Caballeros de Takhisis, mis caballeros.
—¿Y necesitarás otra magia?
—Onysablet, Gellidus, incluso Beryllinthranox buscarán y facilitarán sus tesoros
mágicos con mayor poder. Como debes hacer tú. Reúne la magia para mí: reliquias
ancestrales llenas de poder arcano en bruto.
—Desde luego.
—Necesitaré la energía guardada en todas estas cosas para que me ayude en la
transformación. —Sus ojos relucieron siniestros, y aparecieron pequeñas llamas en
las comisuras de la inmensa boca—. Liberaremos la magia cuando hayamos reunido
suficientes objetos y cuando sea el momento justo. La soltaremos en Khur.
El lugar donde Nadir había puesto sus huevos, se dijo Khellendros, donde Kitiara
y él habían combatido en una ocasión codo con codo.
—Volveré a nacer.
El Azul asintió con la cabeza.
—Cerca de la Ventana a las Estrellas.
Khellendros conocía el lugar. En la antigüedad había servido como portal a El
Gríseo, donde en el pasado podría tal vez haber encontrado con mayor facilidad a

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Kitiara. Era un lugar habitado por humanos.
—Cuando sea Takhisis, dominaré por completo a los humanos. Los aplastaré.
Dejarán de existir los focos de resistencia. Nadie osará desafiarnos. Y nadie podrá
esconderse. Ni siquiera la mayor de las criaturas que todavía...
—¿Como el Dragón de las Tinieblas que tanto te preocupa?
Un retumbo surgió de las profundidades del vientre de Malys.
—Ese bandido me desafía. Sigue eliminando dragones menores y obteniendo
poder de sus cuerpos sin vida.
—Como todos nosotros hicimos durante la Purga de Dragones. Tú nos diste
ejemplo. Nos mostraste el modo.
—Pero ordené el final de la purga.
—Y él no te obedeció.
—Lo encontraré —afirmó Malystryx, en un tono lo más desapasionado posible
—. Ahora, o cuando me transforme en la nueva Takhisis, lo encontraré y me desharé
de él. Sus poderes serán míos.
—¿Y los Dragones del Bien?
—Se unirán a mí. Los Plateados y los de Bronce, los de Cobre y los de Latón...
Incluso los Dorados. Todos se unirán a mí.
—La mayoría morirán, creo yo, Malys.
—No todos ellos. —La Roja inhaló con fuerza y soltó aire despacio mientras
contemplaba las volutas de humo que brotaban de sus ollares—. La vida les resultará
más preciosa que la muerte, incluso la vida bajo mi mando. He estado muy ocupada
haciendo planes y he identificado a aquellos a los que se puede convencer. Como
verás, he estado trabajando. ¿Y tú, Khellendros? ¿Qué has estado haciendo en los
Eriales del Septentrión?
—He estado controlando el territorio. He creado un ejército.
—¿Reuniendo seguidores? —inquirió ella con sequedad—. Sólo tienes a uno que
resulte realmente prometedor.
—Ciclón.
—Un dragón ciego. --La voz de la Roja estaba llena de desprecio.
—Es muy competente.
—¿Capaz de gobernar los Eriales del Septentrión? —Khellendros entrecerró
ligeramente los dorados ojos, pero Malys continuó—. ¿Es capaz de controlar
Palanthas y de cuidar de los Caballeros de Takhisis o conducir legiones de cafres?
¿Puede crear los dracs que necesitamos? ¿Dominar todas las tribus insignificantes
que plagan tu enorme desierto blanco y acosan a los dragones Azules que te sirven?
—¿Piensas reemplazarme por él, entregarle mi territorio?
Un atisbo de sonrisa apareció en las fauces de la señora suprema Roja.
—Desde luego —respondió con suavidad—. Igual que Ferno acabará por

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reemplazarme como señor supremo de este dominio.
Se irguió para sentarse sobre los cuartos traseros, y su cuerpo se alzó por encima
de él, la testa tan alta como las cimas de los volcanes que circundaban su meseta.
—Pero yo no necesitaré un territorio concreto, ya que todo Ansalon será mío. Y,
como Reina Oscura, necesitaré un rey. —Bajó los ojos para clavarlos en los de
Tormenta—. Gobierna a mi lado. Tan sólo tu inteligencia y ambición son lo bastante
grandes para complementar a las mías.
Khellendros levantó ligeramente la testa, aunque tuvo la sensatez de mantenerla
bien por debajo de los ojos de ella.
—Me siento honrado, mi Reina. Y acepto. Entregaré mi territorio a Ciclón
cuando llegue el momento.
—El momento no tardará en llegar. Ferno viene hacia mí ahora. Le contaré
nuestro acuerdo. Heredará mis dominios. Luego tú y yo seremos los dueños de
Krynn.

* * *
El Dragón de las Tinieblas se deslizaba sobre las corrientes de aire ascendentes
que originaban las montañas del Yelmo de Blode, con el sol de la mañana refulgiendo
sobre su lomo. Su largo y grueso hocico estaba lleno de dientes irregulares que
parecían pedazos afilados de cuarzo humeante; los ojos eran de un gris brumoso con
pupilas negras. Dos cuernos, también de un gris brumoso, se alzaban hacia arriba y
atrás desde lo alto de la testa; cuernos más pequeños, como pedazos de ónice afilado,
se desplegaban desde el puente de la nariz hasta lo alto de la cabeza, bordeando las
mejillas. La cara inferior de las alas era la zona más oscura, negra como la
medianoche, negra como un espíritu corrompido.
También Onysablet era negra, pero el Dragón de las Tinieblas no era,
estrictamente hablando, un Dragón Negro. Tenía las escamas oscuras, pero en cierto
modo traslúcidas, de un color que variaba con la luz y las tinieblas. Por lo general
cazaba al anochecer, cuando las sombras del mundo eran más densas. Era su hora
favorita, aunque en ocasiones cazaba muy entrada la noche, cuando se fundía con el
cielo de color ébano, invisible para todos excepto aquellos que eran más perspicaces.
Tener que cazar en esta soleada mañana lo alteraba un poco; se encontraba fuera de
su elemento, pero su presa estaba a mano. Y ello exigía esta incursión insólita.
Descendió más y estiró el largo cuello azabache para poder inspeccionar mejor el
suelo y atisbar en el interior de los escarpados afloramientos y estribaciones. Un
poblado ogro se alzaba entre dos cimas, y una columna de humo se elevaba de las
chozas destrozadas, perfumando el aire con el aroma de la madera quemada y los
cuerpos carbonizados. Cuerpos de ogros. El dragón no sentía cariño por los ogros,
pero tampoco los odiaba. Había eliminado a un buen número durante su vida. Pero

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también los toleraba a veces, como toleraba un gran número de cosas en esta tierra.
No obstante, ese día le fastidiaban los chapuceros saqueadores que no consumían ni
enterraban a los muertos después de realizar sus incursiones.
Percibió que los Caballeros de Takhisis, los saqueadores, su presa, se encontraban
a menos de un día de marcha, justo al otro lado de las montañas. Viró al sudoeste y
descubrió más cadáveres en su camino. Docenas de cuervos que se daban un festín
con los restos salieron huyendo cuando su sombra pasó sobre ellos. Los kilómetros se
esfumaron bajo sus alas. Las horas pasaron. Y entonces algo más captó su atención.
Por debajo de él, a unos dos kilómetros aproximadamente, había un Dragón Rojo.
Volaba al nordeste y era un Rojo de gran tamaño, tal vez de unos veinte metros desde
el hocico a la punta de la cola.
El Dragón de las Tinieblas ascendió más y observó al Rojo unos instantes,
calculando su edad y su fuerza. Sabía que los Dragones Rojos se encontraban entre
los más terribles.
El reptil estudió el suelo a sus pies, en busca de montañas que pudieran proyectar
sombras suficientes para ocultarlo de modo que no tuviera que enfrentarse al Rojo.
Buscó... y encontró. Plegó las alas a los costados y descendió en dirección a una cima
cercana.
Mientras bajaba, observó cómo el Rojo continuaba su camino. Vio que aminoraba
la velocidad y echaba un vistazo en su dirección, y se preguntó si el otro dragón lo
dejaría en paz, pues estaba seguro de haber sido descubierto.
Ferno se dirigía a Goodlund, llamado por Malystryx. El lugarteniente de la
hembra Roja sabía que no debía perder tiempo en Blode, pero también sabía que
llevarle a su reina aquel trofeo lo elevaría en su estimación. La señora suprema
odiaba al Dragón de las Tinieblas y, aunque se rumoreaba que existían unas cuantas
de estas criaturas en Ansalon, sólo una sería tan osada como para volar en pleno día.
Sin duda se trataba del renegado que tanto disgustaba a su señora. Malystryx lo
recompensaría abundantemente.
Ferno batió las alas con mayor velocidad y viró al este, abriendo las fauces de par
en par. Fue alimentando el calor a medida que éste crecía en su estómago como si
alimentara un horno; cuanto más cerca volaba del Dragón de las Tinieblas, más
pensaba en la gratitud que le demostraría la señora suprema Roja.
Desde su poco apto escondrijo, el oscuro dragón echó una última mirada al
enemigo que se aproximaba. Era demasiado tarde para buscar sombras mejores. No
ahora, cuando el Rojo había tomado una decisión. El Dragón de las Tinieblas
describió un ángulo para ir al encuentro de su adversario, y batió las alas despacio
mientras se elevaba, a la vez que reunía todo su poder y concentraba las energías.
De la boca de Ferno surgió una llamarada, una crepitante bola de fuego que salió
disparada para envolver al otro. Las traslúcidas escamas negras chisporrotearon y

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reventaron, mientras el calor y las llamas amenazaban con arrollar al Dragón de las
Tinieblas.
La oscura criatura agitó las alas con más fuerza y velocidad, para elevarse por
encima de las llamas y del aire abrasador. El Rojo estiró las zarpas y las hincó con
fuerza en la negrura que era el pecho de su oponente, arrojando una lluvia de escamas
al aire.
El Dragón de las Tinieblas aulló, aspiró con fuerza, y soltó su propio aliento letal,
una nube de oscuridad que se ensanchó para envolver al Rojo. Negra como la tinta, la
nube se dobló sobre sí misma, cubriendo al otro y absorbiendo su energía.
—¿Cómo te atreves? —siseó Ferno; sacudió las alas, aleteando para mantenerse
en el aire, y volvió a atacar con las garras—. ¡Malystryx me recompensará por
matarte!
Pero el otro se había escabullido, y se cernía ahora por encima del Rojo y de la
negrura. Con su adversario temporalmente cegado, escuchó las pullas que éste le
dedicaba sin dejar de vigilar y aguardar; luego lanzó una segunda nube de oscuridad,
justo cuando la primera empezaba a disiparse, y se abalanzó al interior de las tinieblas
que envolvían a su víctima, con las garras bien extendidas. Sus ojos atravesaron las
sombras con la misma facilidad con que otros veían bajo la luz. Con las zarpas
rebanó las alas del Rojo, rasgándolas y llenando el aire con ardiente sangre de
dragón.
—¡Por esta afrenta, morirás de forma horrible! —rugió Ferno. Aunque
virtualmente ciego, el Dragón Rojo no estaba en absoluto indefenso; giró la cabeza
sobre el hombro, y su aliento abrasador salió como una exhalación para incendiar el
aire.
Escamas de un negro traslúcido se fundieron bajo el intenso calor, y una oleada
tras otra de un dolor abrasador recorrieron el cuerpo del Dragón de las Tinieblas. Una
nueva llamarada lo envolvió, y sólo pudo hundir las garras con más fuerza en el lomo
del Rojo, al tiempo que bajaba la dolorida cabeza para acercarla al cuello de su
adversario. Unos dientes parecidos a cuarzo humeante se hincaron con fuerza hasta
abrirse paso por entre las escamas y llegar a la carne oculta debajo. El oscuro reptil
cerró los dientes como una tenaza y le hundió las garras en los costados; luego soltó a
su presa y se apartó violentamente de su lomo para alzar el vuelo y huir del calor y el
dolor.
El Rojo lanzó un juramento y batió alas enfurecido. Por fin consiguió liberarse de
la nube de oscuridad que había seguido absorbiendo sus fuerzas.
—¡Malystryx! —chilló—. ¡Escúchame, Malystryx! —Cegado todavía, se esforzó
por poner en funcionamiento sus otros sentidos.
El Dragón de las Tinieblas se deslizó en lo alto, silencioso, sin dejar ningún olor,
mientras recuperaba fuerzas y absorbía la energía perdida por el otro. Mientras lo

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seguía, se dio cuenta de que sus heridas no eran mortales.
—¡Maldita seas, criatura de Tinieblas! —rugió el Rojo—. ¿Dónde estás?
¡Enfréntate a mí!
Por encima de él, silencioso aún, el Dragón de las Tinieblas abrió las fauces,
reunió toda la energía que le quedaba, y lanzó una nueva nube de oscuridad.
—¡Malystryx! —Una vez más Ferno se sintió engullido por la negrura. Era como
una manta fría y húmeda, que sofocaba sus llamas y absorbía su energía y su
voluntad—. ¡Malystryx!
—Tu señora suprema se encuentra demasiado lejos para poder ayudarte. —El
Dragón de las Tinieblas se dignó hablar por fin, la voz chirriante. Se sentía débil,
había sufrido quemaduras horribles, y sin duda quedaría desfigurado para siempre.
Consideró la posibilidad de escapar mientras el Rojo seguía aturdido. En las sombras
podría curarse, y sin duda el Rojo lo dejaría marcharse ahora.
—¡No necesito que me salve nadie! —replicó el otro. Ferno había escuchado con
atención las palabras de su oponente y podía determinar con precisión el lugar donde
éste se encontraba. Aspiró con fuerza, torció la testa y proyectó otra ráfaga de fuego.
El Dragón de las Tinieblas había descendido en picado en el mismo instante en
que el Rojo abría las fauces, y se retorció sobre el lomo de éste justo mientras las
crepitantes llamas pasaban sobre su cabeza. Escaldado, luchó por hacerse con el
control de la situación y mantener inmovilizado al Rojo. Clavó las garras, al tiempo
que sus mandíbulas volvían a encontrar el cuello de la presa. Sangre ardiente fluyó
por sus dientes de cuarzo y descendió sobre las montañas del suelo.
Con su última bocanada de fuego, Ferno había agotado las pocas energías que le
quedaban, y ahora apenas si podía mantenerse en el aire, en especial con el peso del
otro dragón sobre él.
—Malystryx... —Tan agotadas estaban sus fuerzas, que el nombre surgió como
una fuga de vapor—. Malystryx, ayúdame —rogó.
Las negras garras se hincaron con más fuerza, dientes humeantes desgarraron la
carne; y el Dragón de las Tinieblas sintió que lo invadía un torrente de energía cuando
empezó a absorber la energía vital del Rojo.

* * *
Malystryx observó el cielo, estudiando la figura cada vez más lejana de
Khellendros. El Dragón Azul, al que había dado permiso para retirarse y así poder
ella dedicarse a otros asuntos, regresaba a los Eriales del Septentrión. Tormenta
informaría a Ciclón, su lugarteniente, de los planes de la señora suprema Roja.
En las profundidades de su mente, Malystryx escuchó una vocecita ahogada de
cierta importancia.
—Ferno —dijo en voz alta. Cerró los rojos labios, dirigió los sentidos hacia lo

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más recóndito de su mente, y envolvió sus pensamientos alrededor del que susurraba.
Se obligó a localizar a su rojo lugarteniente.

* * *
Dhamon Fierolobo avanzó en dirección al indefenso espía solámnico, alzó la
alabarda para acabar con él, y entonces notó cómo la presión de la señora suprema
perdía fuerza. La Roja se retiró un poco más, y él pudo detener la mano.
A su espalda, en el gran edificio provisional, la comandante Jalan se acercó un
poco más.
—El solámnico... —empezó—. Acaba con él; si no puedes hacerlo, me veré
obligada a hacerlo por ti.

* * *
—¡Malystryx! —llamó Ferno con desesperación.
El Dragón de las Tinieblas no cedía.
Perdidas las fuerzas, las alas incapaces de soportar el peso, Ferno se precipitaba al
vacío. Montado sobre él, su oscuro adversario persistía en su salvaje ataque, que
acababa con la energía del Rojo.
Ferno sintió el cálido contacto de su sangre en el cuello y el lomo. Las zarpas se
agitaron en el aire inútilmente, y notó cómo el viento le agitaba las alas. Entonces,
afortunadamente, advirtió que las garras de Tinieblas lo soltaban y las atroces
mandíbulas se abrían; se percató de que su adversario abandonaba su lomo y
agradeció librarse de su peso.
Sobresaltado, se dio cuenta entonces de lo cerca que debía de estar del suelo.
Seguía sin ver otra cosa que oscuridad; pero percibía la tierra, ahora cerca debajo de
él, y realizó un último esfuerzo encarnizado por hacer funcionar las alas.
Demasiado tarde. Ferno percibió la caricia de la mente de Malystryx. Luego
sintió cómo una lanza de roca se hundía en su vientre, empalándolo en la cima de una
montaña. Después de esto ya no sintió nada.
El Dragón de las Tinieblas revoloteó sobre las corrientes ascendentes varios
minutos, contemplando los ríos rojos que brotaban del dragón muerto. Luego
descendió para absorber la energía que aún quedaba en el Dragón Rojo.

* * *
—¡Ferno! —El grito de Malystryx resonó en los volcanes que circundaban su
pico. La atronadora palabra sacudió la meseta, y, como en respuesta, los conos
enrojecieron y enviaron a lo alto volutas de humo sulfuroso, mientras ríos de lava

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descendían por las laderas de los volcanes. Cintas rojas y naranjas, que relucían con
fuerza bajo el sol de la mañana.
La enorme señora suprema estaba enfurecida. Los planes compartidos se habían
ido al traste. Las intrigas a medio tramar entre los dos quedaban ahora desbaratadas.
Pero, más que la pérdida de su lugarteniente, la encolerizaba la falta de respeto
demostrada por el Dragón de las Tinieblas. La Purga de Dragones había finalizado a
una orden suya; los dragones dejarían de extraer poder de los infortunados espíritus
de aquellos que vencían. ¡Nunca se volvería a hacer!
Se podía reemplazar a Ferno —de hecho lo reemplazaría— en pocas semanas.
Pero el otro dragón...
Un retumbo se inició en las profundidades de su ser, y fue creciendo hasta que el
ruido inundó la meseta. Fuertes llamaradas surgieron de sus fauces para ir a lamer las
bases de los volcanes, y su cólera creció.

* * *
Con las fuerzas renovadas por la energía del Rojo, el Dragón de las Tinieblas
reanudó su marcha. A medida que transcurrían los minutos, las montañas parecían
encogerse, y a lo lejos divisó el verde invernadero que era el pantano de Onysablet. Y
allí, prácticamente entre las montañas y las estribaciones, donde las humeantes
brumas de la jungla se pegaban al suelo, un afilado colmillo se alzaba desafiante al
cielo. Estaba rodeado de cobertizos y toscas chozas: hormigueros llenos dé vida.
Los saqueadores se arremolinaban en el lugar, confiados. Cubiertos con las negras
cotas de malla a pesar del calor, los Caballeros de Takhisis estaban reunidos en el
exterior de una construcción de gran tamaño. El chasquido del metal, evidencia de
una pelea en curso, hendía el aire. Había hombres y mujeres situados detrás de los
caballeros, curiosos por lo que acontecía en el interior del edificio, deseosos de echar
una ojeada a los combatientes. Un enano y un kender estaban arrodillados y atisbaban
por entre las piernas de los caballeros de armadura.
Demasiado cerca. Era culpa suya. No se podía evitar.
El dragón pegó las alas a los costados y se lanzó en picado, y la sombra que
proyectaba en el suelo fue creciendo a medida que se acercaba.
—¡Ya me has oído, Fierolobo! ¡Acaba con él! —gritó una voz autoritaria desde el
interior del edificio. Los sentidos del Dragón de las Tinieblas percibieron claramente
aquella voz dictatorial ya que nadie más hablaba en ese momento—. Acaba con él!
El dragón abrió la boca y soltó una nube de oscuridad sobre los caballeros de
negro. La nube descendió sobre ellos, los sofocó —como sofocó a los inocentes
espectadores— y les robó la vista y la energía.
El aire se inundó de gritos de sorpresa, terror, incredulidad. El Dragón de las
Tinieblas observó cómo caballeros y plebeyos por igual intentaban escabullirse

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alocadamente del frío manto de aire sofocante que él creaba. Chocaban entre ellos y
corrían hacia sus toscos hogares. Unos cuantos fueron a parar directamente al pantano
de Onysablet. Hormigas estúpidas.
El reptil descendió más para distinguir a los que vestían armaduras, y por lo tanto
eran su objetivo. Sus garras atraparon a los caballeros uno a uno.
En el interior del edificio, la comandante Jalan oyó los primeros gritos y giró en
redondo, para encontrarse con la impenetrable negrura que caía en aquellos instantes
al otro lado del umbral. Retrocedió, desenvainó la espada, y llamó a los hombres que
se hallaban más cerca.
Detrás de ella, Dhamon Fierolobo sintió el peso de la abrasadora alabarda en las
manos. El omnipresente dragón de su mente se había desvanecido, y clavó los ojos en
el hombre que tenía delante.
—¡Huye! —le gritó. El espía solámnico se oprimió el muñón con gesto aturdido
—. ¡Huye!
El espía permaneció inmóvil sólo un momento más. Luego, encontrándose con la
mirada desorbitada de Dhamon, se encaminó tambaleante hacia el fondo del edificio.
Habían arrancado apresuradamente algunas tablas para crear una salida, y el sol
penetraba a raudales por la abertura. El hombre dedicó una última mirada a su
adversario por encima del hombro y se introdujo por el agujero.
Dhamon dejó escapar un suspiro de alivio. A su espalda, la comandante Jalan
lanzó un juramento. El antiguo caballero escudriñó su mente en busca del dragón y
no encontró ningún rastro, así que dio un paso indeciso hacia la parte trasera de la
construcción.
Siguió sin recibir contraorden por parte del dragón y se preguntó si sería un truco
para hacerle creer que era libre. Comprendió que la salvación estaba fuera de su
alcance, ahora que había derramado sangre solámnica. Se había condenado para toda
la eternidad. Pero ¿dónde se encontraba la presencia del dragón? Dio otro paso
vacilante. ¿Era esto un juego más que el reptil finalizaría con un tirón de los hilos de
su marioneta?
Consideró la posibilidad de arrojar la alabarda al suelo y salir huyendo. Tal vez el
dragón quisiera que la comandante Jalan se hiciera cargo de ella ahora. Percibió
entonces los gritos del exterior y vio cómo la comandante erguía la espalda y
penetraba en las siniestras tinieblas.
Dhamon Fierolobo se echó el arma al hombro y sin hacer ruido se escabulló hacia
la parte posterior, pasó al otro lado de la abertura, y emergió a la luz.
Había unas colinas al este, y no muy lejos distinguió un paso entre las montañas.
El paso no, decidió; podían seguirlo con demasiada facilidad. Miró en derredor en
busca de aldeanos o simpatizantes solámnicos; había sangre en el suelo, un rastro.
Dhamon hizo caso omiso, y decidió correr en dirección a las colinas. Mientras

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ascendía gateando sobre rocas cubiertas de musgo, dedicó una última mirada al
poblado y contempló la oscura nube. Distinguió lo que parecía una larga cola
sobresaliendo de ella y escuchó los horrorosos alaridos y el entrechocar del acero.
Los Caballeros de Takhisis combatían contra algo que se encontraba dentro de las
tinieblas; la nube era demasiado pequeña para cubrir a Onysablet, por lo que supuso
que tal vez envolvía a uno de sus esbirros.
Ascendió penosamente por el escarpado terreno de las estribaciones de Blode y se
encaminó a las montañas. La voz del dragón había desaparecido.

* * *
El Dragón de las Tinieblas se había atiborrado. Había acabado con todos los
Caballeros de Takhisis excepto uno; la comandante Jalan era la única superviviente.
El dragón sólo sabía que era una cabecilla importante, a juzgar por las
condecoraciones de su armadura. Aparte de ello, también debía de poseer un valor
poco corriente al atreverse a presentarle batalla.
La comandante avanzó, cegada por la nube, tropezando con los pocos cadáveres
que el dragón no se había tragado todavía. Balanceaba la espada ante ella, despacio,
en busca del enemigo que no podía ver.
El Dragón de las Tinieblas estudió por un instante su rostro decidido, y luego
batió las alas para elevarse por encima de la negra nube. La oscuridad se disiparía en
cuestión de minutos, aunque la mujer seguiría sin ver durante más tiempo. Decidió
dejarla vivir, que fuera el único superviviente, para que contara a su draconiana
señora aquel triunfante ataque. Los supervivientes eran necesarios; de lo contrario no
quedarían testimonios de sus grandes hazañas.
El dragón se elevó alejándose del poblado, y bordeó las estribaciones del Yelmo
de Blode para dirigirse hacia las montañas. Se dedicó a buscar sombras hasta que por
fin divisó una que le gustó, situada a mitad de camino de una cima. Planeó por el aire
hasta ella y se encontró con la entrada de una cueva, cuya oscuridad interior era densa
y agradable. Su oscura figura rieló y se encogió lo suficiente para permitirle pasar por
la abertura y acogerse al amigable abrazo de las sombras del interior. Decidió que
había llegado la hora de descansar, de saborear su éxito y hacer planes. Cerró los
oscuros ojos.
Volvió a abrirlos horas más tarde. En el interior de la caverna resonaban los pasos
de un intruso.

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Una cuestión de oportunidad

—¿Adónde te diriges, Ulin? —Ampolla estaba de pie en medio del corredor, con las
piernas abiertas, cerrando el paso al joven. El pasillo de lo alto de la Torre de Wayreth
describía una curva y era estrecho, de modo que, aunque la kender era menuda, no
había modo de esquivarla.
Ulin cambió de posición la mochila de piel de su espalda y le hizo un gesto con la
cabeza para indicar que se hiciera a un lado.
—¿Adónde vas? —insistió ella, sin moverse.
—Me marcho.
—¿Adónde te marchas? ¿A casa con tu esposa?
—Simplemente me voy, Ampolla. Todavía no sé a qué lugar. —El mago se pasó
la mano libre por la rojiza cabellera y bajó la mirada hacia la decidida kender—. Me
voy de aquí. —añadió sin perder la calma.
—¿Necesitas compañía? Podría ir contigo. Esto empieza a resultar aburrido.
—No esta vez.
—¿Saben Palin y Usha que te vas?
El joven lanzó un largo suspiro y asintió.
—Claro que sí. Se lo dije. Soy un adulto, Ampolla. Puedo hacer lo que quiera, ir a
donde quiera.
—Pero los dragones y todo lo demás. Rig y Feril y...
—Me marcho con un dragón, Alba. —El joven Majere había conocido al dragón
durante su viaje con Gilthanas al territorio helado de Ergoth del Sur, y Alba le había
enseñado cómo absorber la esencia de un dragón para dar más fuerza a los conjuros.
Ulin había probado por primera vez aquella, técnica durante el combate contra
Khellendros en la isla de Schallsea, hacía ya más de un mes, pero aún no conseguía
dominar tal habilidad, y ansiaba llegar a hacerlo; siempre ansiaba más en lo referente
a la magia.
—De modo que te vas con un Dragón del Bien, uno Dorado. Eres muy
afortunado. Pero a mí me preocupan los Dragones del Mal.
—A mí también. Y lo mismo le sucede a Alba.
—En ese caso deberías ayudarnos... y también a tu padre.
Ulin apretó los labios hasta formar una fina línea con ellos, al tiempo que cerraba
los ojos por un instante.
—No tengo tiempo para conversaciones, Ampolla. Alba me espera fuera, y el
tiempo vuela. No hay nada más que pueda hacer aquí para ayudar.

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—Entonces quizá tú y Alba podríais volar tras Gilthanas. Silvara lo llevó a...
—Brukt. Lo sé. Donde se encuentran Dhamon y la alabarda. Pero yo no me dirijo
allí. Voy a un lugar donde podré aprender más cosas sobre la magia y estudiar con
Alba.
—Eso lo podrías hacer aquí, o en casa con tu esposa.
—Tienes razón, así es. —Un leve rubor afluyó a su rostro, y lanzó una mirada
furiosa a la kender, pero enseguida suavizó la expresión y le dedicó algo parecido a
una sonrisa—. Podría estudiar aquí mismo, pero no quiero hacerlo. Vamos a un lugar
donde hay otros Dragones del Bien. Y, mientras trabajo con Alba, aprenderemos de
ellos. Si podemos unir con más firmeza a los dragones que están de nuestro lado,
éstos representarán un gran reto para los señores supremos y ofrecerán a mi padre su
ayuda cuando llegue el momento del enfrentamiento decisivo. Así que, como puedes
ver, estaré ayudando a mi padre.
—Claro, a tu padre. Desde luego, él se las apaña muy bien por su cuenta. Pero tu
esposa e...
—Ampolla —Ulin hizo un esfuerzo por contenerse—, ¿realmente crees que deseo
estar alejado de mi esposa e hijos? Los amo y los echo terriblemente de menos. Pero
puede que me quede sin esposa e hijos si nadie detiene a los señores supremos y si
Takhisis regresa.
—¿Qué piensa tu padre sobre todo esto?
—No se lo pregunté.
—Tal vez deberías.
—Tal vez tú deberías ocuparte de tus asuntos para variar.
La kender meneó la cabeza con tristeza y se hizo a un lado.
—Tú acostumbrabas preocuparte por las cosas de los demás —dijo en tono
quedo.
—Todavía lo hago —replicó él mientras pasaba junto a ella.
Ampolla murmuró algo amargamente para sí, mientras Ulin seguía andando por
el pasillo y desaparecía escaleras abajo.
Usha se acercó a su hijo, sujetando el vuelo de una larga túnica verde para no dar
un traspié. Fue a decir algo, pero él pasó veloz por su lado, dedicándole tan sólo un
apresurado adiós. Usha había escuchado la conversación con Ampolla; era muy
similar a la que ella misma había mantenido con él la noche anterior, y el final había
sido el mismo, aunque la kender lo había detenido un poco más. Con cada día que
pasaba; Ulin le recordaba más y más a su padre y a su tío abuelo Raistlin; la magia
era la pasión del joven, como lo había sido de Raistlin. Y trabajar para conseguir
vencer a los Dragones del Mal era en aquellos momentos la idea que ocupaba todos
sus pensamientos. Sabía que la familia de su hijo tendría que esperar. Si es que
podían esperar, se dijo. Y si él sobrevivía a esta experiencia para regresar junto a

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ellos.
—Buenos días, Ampolla. ¿Todavía siguen con ello? —Usha decidió poner al mal
tiempo buena cara.
La kender asintió, tomando nota mentalmente de hablar más tarde con ella sobre
Ulin. No estaba bien que se hubiera ido. No cuando ella estaba atascada aquí sin nada
importante que hacer. Era demasiado injusto.
—Siguen hablando, discutiendo más bien. —Indicó con una mano en una puerta
situada al otro extremo del vestíbulo—. He intentado hablar de algo importante con
Palin, pero está demasiado ocupado.
—Vayamos a desocuparlo, ¿te parece?
La kender siguió a Usha; alabó su vestido mientras andaban, a la vez que le
preguntaba si tenía algo de talla más pequeña en aquel color que ella pudiera ponerse.
La túnica marrón que llevaba resultaba bastante vulgar comparada con la de la mujer.
Todas las ropas de la kender se habían hundido con el Yunque, y ésta se había
confeccionado unas cuantas piezas de vestir con blusas que Usha ya no quería;
aunque, en su opinión, Usha sólo parecía cansarse de los colores sosos. Ampolla
consideraba una pena que los Majere únicamente tuvieran un pequeño baúl de ropas y
objetos personales en lo alto de la torre y el resto de sus posesiones siguiera allá en su
hogar.
Se detuvieron ante el umbral. La enorme estancia que se abría al otro lado era
redondeada en el extremo opuesto, siguiendo la curva exterior de la torre, y en su
centro había un ventanal. Las paredes describían un ángulo a derecha e izquierda, lo
que daba a la habitación aspecto de tarta. La mesa triangular se encontraba en el
centro, con Palin, el Custodio y el Hechicero Oscuro ocupando cada uno un lado. Los
mapas extendidos sobre su superficie cubrían casi cada centímetro del oscuro
mármol.
Los hechiceros siguieron hablando, a pesar de haber observado la presencia de
Usha y Ampolla en la habitación. Ni siquiera Palin hizo una pausa para saludar a su
esposa.
—¡Ahí! —exclamó el Hechicero Oscuro. El misterioso mago señalaba con el
dedo un punto del mapa que mostraba Neraka, Khur y Blode. Las mangas de su
túnica gris eran tan voluminosas que sólo la punta de un pálido dedo enguantado
sobresalía para tocar el amarillo pergamino. El hechicero indicaba una cordillera
montañosa.
»He estado observando al Dragón de las Tinieblas, el dragón que ha estado
eliminando a dragones menores. Ayer por la mañana vi cómo mataba a un Rojo de
gran tamaño no demasiado lejos de Brukt, que es el lugar al que se dirigen los amigos
de Palin.
—¿Y dónde se encuentra el Dragón de las Tinieblas ahora? —La mirada del

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Custodio descansó sobre el pergamino—. ¿Crees que es una amenaza para la
kalanesti y los otros?
—No lo sé. —El Hechicero Oscuro negó con la cabeza, y la capucha que le
ocultaba el rostro se sacudió—. Es difícil de determinar. Pero creo que es el primer
dragón del que deben ocuparse los amigos de Palin... una vez que hayan recuperado
la alabarda que tiene Dhamon y la corona de los dimernestis.
—El Dragón de las Tinieblas no es la mayor amenaza —arguyó el Custodio.
—Pero es el más imprevisible y, en ese aspecto, el más peligroso.
—¿Más peligroso ahora que la primera vez que te fijaste en él? —Palin echó una
ojeada a sus dos compañeros.
El Hechicero Oscuro asintió.
—Se ha vuelto más fuerte tras asesinar al gran Rojo, el dragón de mayor tamaño
que le he visto atacar nunca. Ha absorbido su energía como hicieron los dragones
durante la Purga de Dragones. A lo mejor, si tus amigos no se ocupan de él primero,
se iniciará una nueva purga. Quedan muy pocos Dragones del Bien ya, y...
—Admito que hay que vigilar a ese dragón —interrumpió Palin—. Pero mis
amigos no pueden hacer nada con respecto a él ahora, al menos no sin las reliquias. Y
tú no lo has visto matar a un Dragón del Bien. ¿Sabes dónde se encuentra ahora ese
Dragón de las Tinieblas?
—Oculto, descansando. En algún lugar de las montañas.
—¿Dónde exactamente? —La voz anormalmente queda del Custodio sonó más
fuerte.
—No lo sé.
—Tampoco sabemos exactamente dónde se encuentra Dhamon Fierolobo. —Los
dedos del Custodio trazaron una línea desde las montañas a Brukt.
—¿Habéis perdido a Dhamon? —Ampolla se llevó las manos a las caderas—. Me
trajisteis aquí para que os ayudara a encontrarlo. Y os ayudé. Lo encontrasteis. ¿Y
ahora lo habéis perdido?
—Perdí el rastro de Dhamon Fierolobo cuando el Dragón de las Tinieblas distrajo
mi atención —repuso el Hechicero Oscuro.
—Oh, vaya. Esas cosas pasan. —El rostro de la kender se animó—. Bueno, eso
me recuerda por qué he estado intentando hablar con Palin.
El Hechicero Oscuro, sin hacerle el menor caso, se volvió otra vez hacia el mapa.
—Ahora volvamos a las cuestiones importantes —manifestó el mago de túnica
gris.
—Sí, lo cierto es que esto es muy importante —declaró la kender—. Y me
interesa.
Los hechiceros parecieron no oírla. Ampolla levantó los ojos hacia Usha, en
busca de apoyo, pero ésta se encontraba absorta en el mapa y en la discusión.

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—Creo que Takhisis aparecerá aquí —afirmó el Hechicero Oscuro. El dedo
enguantado indicaba un punto en la septentrional Neraka—. En Reposo de Ariakan.
—No estoy de acuerdo. —El Custodio golpeó con el dedo un punto de Khur.
—Ya han empezado otra vez —refunfuñó Ampolla.
El Custodio alzó la suave voz; parecía como si le resultase doloroso hablar.
—La Ventana a las Estrellas, aquí en Khur. Era un Portal entre mundos,
dimensiones y planos, y mis adivinaciones señalan a esta zona, tal como les mencioné
a Alba y a Ulin. No se encuentra demasiado lejos de Goodlund, el feudo de la señora
suprema Roja. Creo que, si la Reina de la Oscuridad tuviera que regresar, elegiría el
reino del dragón más poderoso, y es aquel en el que gobierna Malys. Así pues, este
punto señalará la ruina de todo Ansalon, o tal vez, si tenemos suerte, el lugar donde
se rechazó a un dios.
El Hechicero Oscuro apartó de un manotazo la mano que el Custodio tenía sobre
el mapa.
—No. ¡Reposo de Ariakan! Escúchame, no seas estúpido. Hay demasiadas cosas
en juego. Takhisis regresará en este lugar. El Reposo es una caverna en las montañas
de Khalkist. Ariakan, uno de los guerreros más formidables dé la historia de Krynn,
fue guiado hasta esta cueva por la diosa Zeboim, su madre, quien le señaló el camino
con frágiles conchas marinas depositadas sobre la nieve. Forma parte de la historia de
este gran país, de la historia de Krynn. ¡No me digáis que lo habéis olvidado!
—También es el lugar donde nacieron los Caballeros de Takhisis —señaló Palin.
—Sí —continuó el Hechicero Oscuro—; existe un precedente histórico. Takhisis
fue al Reposo antes de aparecerse a Ariakan. ¿Por qué no podría ser éste el lugar otra
vez?
—Lo que dices no es tan descabellado —asintió Palin con calma—. Y existe una
gran concentración de Caballeros de Takhisis en Neraka.
—Adoradores bien dispuestos. Es su territorio —añadió el enigmático hechicero
—, y podrían apoyar a Takhisis aquí. Podrían custodiar...
—Pero mis adivinaciones —lo interrumpió el Custodio, con voz cada vez más
ronca.
—¡Mis adivinaciones señalan hacia Reposo de Ariakan!
—Por favor, dejad de discutir —rogó Usha, colocándose junto a Palin—. Creía
que trabajabais en equipo.
—Así era —le espetó el Hechicero Oscuro—. Hasta que os entrometisteis. —La
figura vestida de gris miró a Palin, evitando intencionadamente los ojos inquisitivos
de Usha—. Discutiremos esto más tarde, cuando estemos solos. —Dio media vuelta
sobre sus pies enfundados en zapatillas y abandonó la estancia con paso majestuoso.
La kender se vio obligada a dar un salto a un lado para evitar que la derribara.
—Lo siento —manifestó Usha—. Lo cierto es que no quería inmiscuirme.

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—Ejem —carraspeó Ampolla.
—Pero Ampolla quería hablar contigo, y...
—No es una intrusión —Palin tomó las manos de su esposa en las suyas y la besó
en la mejilla—, sino un descanso bien merecido. Esta discusión no llevaba a ninguna
parte. El tiempo tranquilizará los ánimos, y volveremos a atacar el problema dentro
de una hora más o menos.
—Ampolla... —Usha sonrió y sus dorados ojos centellearon.
El hechicero se volvió hacia la kender y le indicó que entrara en la estancia.
Ampolla miró a su alrededor dubitativa por unos instantes y luego se apresuró a ir
hasta ellos.
—El Hechicero Oscuro dijo que ya no se me necesita para encontrar a Dhamon.
—Ya diste al Custodio y al Hechicero Oscuro información suficiente. Volverán a
usar esa información, y al final acabaremos localizándolo... en gran parte gracias a ti.
Y no creo que tardemos mucho en hacerlo.
—Entonces lo cierto es que ya no me necesitáis aquí.
Palin miró a la kender, sonrió y enarcó las cejas.
—Eres de una gran ayuda, Ampolla. Existen muchísimas cosas que puedes...
—Me gustaría estar con Rig y Feril, y también con Jaspe. Y casi diría que echo de
menos a Groller y a Furia, a pesar de que no puedo hablar con ellos. Bueno, sí puedo;
pero Groller no me puede oír y Furia me oye pero no puede entenderme... o
contestarme. Sea como sea todos ellos se dirigen a Brukt. Al menos el Custodio dice
que es así. —Agitó los brazos en el aire—. Gilthanas va a ayudar a recuperar la
alabarda para ti. Probablemente impedirá que Rig mate a Dhamon, si es que Rig
todavía no ha atrapado a Dhamon y lo ha despachado. Debiera haberme ido también
yo con Silvara, pero no sabía que ya no me necesitabais más. De haberlo sabido, me
habría ido. De modo que me preguntaba... —Jugueteó con el cordón que ataba su
túnica.
—¿Sí?
—Me preguntaba si podrías, ya sabes, enviarme a Brukt mediante la magia. Más
o menos como nos trajiste a Usha y a mí aquí desde Schallsea. Podría ir hasta la costa
con Rig y los otros y luego a Dimernesti. Nunca he visto un elfo marino.
Palin se frotó la barbilla. Una barba incipiente le oscurecía el rostro; había estado
tan ocupado últimamente que no había tenido tiempo de afeitarse ni de comer
adecuadamente. Volvía a caer en las malas costumbres.
—¿Estás segura de que eso es lo que quieres? —preguntó.
—Nunca he estado en Brukt —respondió la kender asintiendo—, ni en ningún
antiguo pueblo ogro, en realidad. Le pedí a Ulin si él y Alba podían llevarme allí,
pero Ulin estaba un poco malhumorado y se limitó a decir que iba a otra parte. Y yo
no estaba muy segura de querer ir «a otra parte».

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—Comprendo.
—¿De modo que lo harás?
—Sí.
—¿Y puedes hacerlo? ¿Sencillamente enviarme a donde están ellos? —Ampolla
sonrió de oreja a oreja.
—Bueno, primero me gustaría asegurarme de dónde están exactamente.
—¿Puedes hacerlo?
—Sí.
El Custodio carraspeó, interrumpiendo su conversación.
—Esta noche me pondré en contacto con Rig —dijo.
Palin le dio las gracias y devolvió su atención a la kender.
—Y luego te...
—Me enviarás junto con Ampolla. —Los dorados ojos de Usha habían perdido la
chispa, y su expresión se había tornado de improviso muy seria.
—¿Qué? —Palin la miró de hito en hito.
—Creo que debería ir a preparar mis cosas —dijo Ampolla, que abandonó
precipitadamente la habitación para dar a los Majere la oportunidad de hablar a solas.
—Tal vez deberíamos continuar nuestra discusión sobre Takhisis y los dragones
más tarde —dijo a su vez el Custodio, quien intentó escabullirse y salir de allí.
—No. —Usha alzó la mano y detuvo al misterioso hechicero—. Somos Palin y
yo quienes podemos hablar más tarde. —Se inclinó al frente, besó a su esposo y salió.
Palin la observó mientras se iba; luego volvió a frotarse la incipiente barba del
rostro.
—No creo que lo diga en serio —dijo al Custodio—. En realidad no se irá con
Ampolla.
El otro no respondió.
Los dos regresaron a sus mapas. El Custodio estudió el agotado rostro de su
amigo y empezó a enrollar los pergaminos.
—Sigo pensando que la Ventana a las Estrellas es la respuesta —insistió.
—Es posible. Pero el Reposo de Ariakan es también una posibilidad y tiene un
precedente, como el Hechicero Oscuro dice. Y, quizá, ninguna de las dos
posibilidades es la correcta. —Se instaló en un sillón de respaldo alto, unió las puntas
de los dedos de ambas manos, y contempló su propio reflejo sobre el oscuro mármol
—. También yo voy a dedicar mi tiempo a adivinar la localización de la llegada de
Takhisis —afirmó.
—Y juntos averiguaremos cómo utilizar las reliquias para impedir el regreso de
su Oscura Majestad. —El Custodio se quitó el anillo de la mano—. El anillo de
Dalamar —indicó con suavidad, depositándolo sobre la palma de Palin—. Ahora es
tuyo. De todos modos yo no necesito estas chucherías. Así que ya tienes dos

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reliquias.
—El Puño de E'li y el anillo de Dalamar. Gracias amigo mío.
—Y muy pronto, si Rig y sus camaradas tienen suerte, tendrás la alabarda y la
corona. —El Custodio se acercó a una delgada librería llena de tomos encuadernados
en piel. Tiró de un grueso volumen negro y lo llevó hasta la mesa; sus pálidos dedos
volvieron las páginas—. Tardé bastante en encontrar esto. Aquí. ¿Ves? Creo que ésta
es el arma que Dhamon lleva.
Palin se inclinó sobre el libro. Las palabras parecían garabatos, como si hubieran
sido escritas con precipitación o por alguien a quien le temblara la mano.
—Gryendel --pronunció—. Tienes razón. Esto podría ser. —Introdujo el anillo de
Dalamar en el bolsillo y recorrió el texto con el dedo hasta el final de la página—.
Aquí dice que la forjó Reorx hace innumerables siglos y que se perdió en la Guerra
de Todos los Santos, antes de la llegada de los últimos dioses y antes de la Era de los
Sueños. Realmente es muy antigua.
—La Mueca de Reorx —dijo el Custodio—, diseñada para atravesar todo aquello
que desea el que la empuña: madera, armaduras, piedra... Puede que incluso la carne
de dragón. En cualquier caso, no hay que permitir que caiga en poder de los
dragones. Khellendros ya tiene la Dragonlance y los medallones de Goldmoon. No
podemos perder también esto.
—La Mueca de Reorx —musitó Palin.

* * *
En un laboratorio con amplios ventanales del piso superior, Usha estaba sentada
ante un improvisado caballete, dando los últimos toques a un retrato de Ampolla. La
kender estaba rodeada de hermosas flores que Usha había pintado con sumo esmero.
Todo lo que quedaba era añadir unos pocos toques de color a los entrecanos cabellos
rubios y un poco de rosa a los labios; a lo más una media hora de trabajo, se dijo.
Retiró el cuadro y colocó otra pieza de madera pulida sobre el caballete. Tras
limpiar su pincel y secarlo con un trapo, sumergió la punta en pintura verde oscuro y
empezó a dar pinceladas sobre la nueva superficie. Al cabo de una hora, había
pintado los primeros trazos de un bosque, con árboles que se extendían desde el pie
hasta lo alto de la tela. En el centro de la pintura se apreciaba el contorno de un
enano.
—Jaspe, tú llevas el Puño. Lo sé —musitó para sí—. Pero no sabes lo que
transportas... ni tampoco lo sé yo, al parecer.

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Un sendero de fuego

—Están prácticamente ciegos. —Rig se encontraba en los límites del poblado, a la


sombra de la ruinosa torre de Brukt. Fiona estaba a su lado, observando al grupo de
aldeanos—. Todos ellos; excepto el hombre que afirma que Dhamon le cortó el brazo.
Algunas personas preparaban una comida en una hoguera en el centro del pueblo,
los ciegos rostros dirigidos hacia las frutas y verduras que mondaban con dificultad.
Algunos de los elfos rescatados de las criaturas lagarto ayudaban a los aldeanos a
despellejar un jabalí que habían capturado en una trampa. La mayoría estaban
reunidos en el edificio grande.
Un puñado de elfos relataban la historia de su captura y rescate y escuchaban lo
que los habitantes del lugar contaban sobre el dragón.
A poca distancia, Jaspe estaba inclinado sobre una enana que parecía ser la
cabecilla del lugar, y que se hallaba sentada con la espalda recostada contra el tronco
de un nogal joven.
El enano tenía los ojos cerrados, la frente arrugada por la concentración, las
manos suspendidas a pocos centímetros del rostro de la mujer.
—Por favor —musitaba, mientras se concentraba en sí mismo, en busca de la
chispa curativa que Goldmoon había alimentado en él en una ocasión.
«No para mí —pensó—, no para sanar mis pulmones y que vuelva a ser yo
mismo, sino para ayudar a esta mujer. Si puedo curar la ceguera de una persona, tal
vez podré ayudar al resto. Y a lo mejor, podré ayudarme a mí mismo.»
Escuchó la respiración de la enana durante varios minutos. Sintió cómo su propio
corazón palpitaba en su pecho e intentó extraer energías de él; buscó el calor, rozando
sus párpados. No había calidez en las puntas de sus dedos. No quedaba chispa
curativa. Volvió a intentarlo.
—Lo siento —dijo por fin, mientras las lágrimas fluían de sus ojos—. No puedo
ayudarte. —Esto debiera haber sido sencillo, añadió para sí. Había hecho esto muchas
veces antes..., antes de la muerte de Goldmoon.
Groller y Furia lo observaban, el lobo recostado sobre la pierna del semiogro.
—Jas... pe ya no buen sanador —dijo Groller pesimista—. Jas... pe no tiene fe en
sí mis... mo.
Feril se mantenía apartada de todos. La kalanesti se había ocupado de las heridas
de los aldeanos, y detenido la hemorragia y vendado el muñón del espía solámnico.
Sus limitados conocimientos curativos eran suficientes para ello, pero no poseía
tantas habilidades como para intentar curar la ceguera. Echó una mirada al este,

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donde el pantano desaparecía en las montañas del Yelmo de Blode. Luego se arrodilló
y examinó el suelo, fundiendo con él sus sentidos.
—Me pregunto si el dragón cegó también a Dhamon —dijo pensativo Rig,
observando a la kalanesti.
—Si está ciego, lo encontraremos con más facilidad —repuso Fiona—. Sólo nos
lleva un día, según lo que cuentan estas gentes. Eso es también lo que dijo el
Custodio, cuando se puso en contacto con nosotros anoche.
—Nada es fácil, Fiona. —Rig rió entre dientes—. Al menos en lo que se refiere a
Dhamon. A lo mejor cuando...
—¡Encontré su rastro! —exclamó Feril. Rig y Fiona llegaron junto a ella en
cuatro zancadas.
—He estudiado cada centímetro de terreno en los lugares donde los aldeanos
afirman que estuvo Dhamon —anunció la kalanesti—. La mayoría de las huellas
pertenecen a la gente que vive aquí o a los Caballeros de Takhisis que murieron.
Incluso hay un par de pisadas del dragón. Pero he encontrado unas cuantas de
Dhamon. Creo que salió por la parte trasera de este edificio y dobló la esquina, justo
por aquí; luego se internó en las colinas. Hay un segundo grupo de pisadas que se
alejan en otra dirección: pisadas de mujer.
—La comandante que mencionaron los aldeanos —dijo Fiona.
—Probablemente —asintió Feril—. Dijeron que a todos los otros caballeros los
mató el dragón. —La kalanesti se volvió hacia las colinas.
—¡Jaspe, nos vamos! —chilló Rig.
El enano posó la mano en el hombro de la enana, y ambos intercambiaron unas
palabras que el marinero no pudo oír. Luego Jaspe hizo una seña a Groller y señaló a
Rig. El semiogro sacudió la cabeza; acto seguido, tiró de sus cabellos, indicó su oído,
y agitó los dedos en dirección al cielo.
—Gilthanas —masculló Rig—. Y el Dragón Plateado. El Custodio me dijo que
venían hacia Brukt para ayudarnos con Dhamon. —Se volvió hacia Fiona—. No
permitas que Feril se adelante demasiado. Os alcanzaremos. —El marinero corrió
hacia el enano.
»Jaspe —empezó Rig—, Gilthanas y Silvara están en camino y pueden llegar en
cualquier momento. Tal vez hoy mismo o mañana. No lo sabemos con seguridad,
pero no tardarán demasiado. Alguien debería esperarlos, pero ese alguien no voy a ser
yo.
—Tampoco yo —replicó el enano.
Rig se señaló el oído, imitó el gesto de echar hacia atrás una larga cabellera, como
la de Gilthanas, señaló a Groller, luego al suelo.
—No —contestó el semiogro—. Voy con... tigo y Furia, con Jas... pe.
—Jaspe —Rig lanzó un suspiro—, podrías... —Indicó con la mano a la enana, y

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luego giró sobre sí mismo para correr en pos de Feril y Fiona.
El enano se volvió hacia la mujer.
—Nuestro camarada llegará aquí pronto. ¿Podrías decirle adonde hemos ido?
Ella vaciló unos instantes y luego asintió.
—Sí, si me dices qué clase de voz tiene.
Jaspe describió a Gilthanas con todo lujo de detalles: su voz, su altura, su risa.
—Lo acompañará un dragón hembra —añadió—. Es grande y plateado. No hará
daño a nadie. Claro que a lo mejor no parecerá un dragón; tal vez prefiera adoptar el
aspecto de una elfa... Oh, no importa. Es una larga historia, y hemos de apresurarnos.
—Le dedicó una cálida sonrisa—. Ojalá pudiera ayudarte, pero no parece que haya
nada que pueda hacer.
—¡Jas... pe!
Groller y Furia lo esperaban.
—Que tengáis suerte —le deseó la enana, cuando él le apretó la mano, antes de ir
a reunirse con sus compañeros.

* * *
El sol descendía hacia la línea del horizonte cuando se detuvieron. Habían
ascendido sólo la mitad de la ladera de la montaña, y todavía les quedaba una buena
hora de luz.
Jaspe notaba que el pecho le ardía. La ascensión ya era de por sí agotadora para
alguien con dos buenos pulmones. No obstante, el enano se negaba a quejarse,
aunque daba gracias por que hubieran decidido por fin descansar.
—Creía que utilizaríamos el desfiladero que atraviesa las montañas —dijo.
Feril se arrodilló en el suelo y pasó los dedos por la tierra reseca.
—Entró en la cueva que hay allí, pero luego salió y continuó subiendo.
—¿Cuánto hace? —Rig levantó la mirada hacia la rocosa pendiente.
—No estoy segura; al menos varias horas. No creo que esté ciego. Un ciego no se
movería con tanta seguridad. Me adelantaré para explorar un poco y regresaré dentro
de un rato. —La kalanesti hizo caso omiso de las protestas del marinero y, ágil como
un felino, se escabulló por entre las rocas, deteniéndose de vez en cuando para
examinar el suelo.
—Deberíamos descansar un poco. —Fiona atisbo en el interior de la cueva—. No
creo estar en condiciones de seguir adelante mucho más.
—Si no cargases con esa armadura, no estarías tan cansada —repuso Rig
señalando el saco.
—Pues yo no acarreo ninguna armadura, y también quisiera descansar. —Jaspe se
introdujo en la caverna, seguido por Furia y Groller.
—¿Te unes a nosotros? —inquirió Fiona, con una sonrisa.

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—Enseguida. —Rig hizo una mueca y echó otra ojeada montaña arriba. Feril
estaba arrodillada junto a una roca, los dedos bailando sobre su superficie—.
Hablando con una piedra —masculló—. De acuerdo. Descansaremos un poco —
cedió—. Pero sólo un poco. Cuando ella regrese, volveremos a ponernos en marcha.
Viajaremos a la luz de las estrellas si es necesario. Dhamon está demasiado cerca.
Esta vez no se me va a escapar.
Al otro lado de la estrecha abertura de la cueva había una enorme oquedad que
descendía en ángulo en la parte posterior en dirección a la ladera de la montaña; el
suelo estaba cubierto de tierra y hojas. Fiona se sentó contra una pared cerca de la
entrada donde la luz se filtraba al interior, con el saco de lona entre las piernas, y
empezó a sacar piezas de su armadura. Al levantar la cabeza vio que Rig la
observaba.
—Sólo estaba comprobándolo todo —dijo.
El marinero se sentó a su lado. El suelo resultaba agradablemente blando.
—Iban a cenar jabalí esta noche en el pueblo.
—Nos podríamos haber quedado y esperado a Gilthanas.
—De todos modos no tengo hambre. —El retumbante estómago del marinero
contradijo sus palabras. Rig escudriñó las sombras—. ¿Dónde están Jaspe y Groller?
La mujer indicó con la cabeza el fondo de la cueva.
—Hay un pasadizo allí atrás, y decidieron investigar. El lobo ha ido con ellos.
Jaspe dijo que sólo tardarían unos minutos.
—Creía que Jaspe estaba cansado.
—Los enanos se sienten a gusto en las cuevas. Supongo que resultaba demasiado
tentador.
Rig también estaba agotado, pero no deseaba dejar morir la conversación.
—Está muy oscuro ahí dentro —dijo.
—Los enanos ven bien en la oscuridad —respondió ella con una risita—. ¿Dónde
has estado toda tu vida, Rig Mer-Krel?
—Casi siempre en un barco. No hay enanos en el mar. —Ella se aproximó un
poco más, y Rig sintió la agradable calidez de su brazo contra el suyo; luego observó
que tenía el entrecejo fruncido—. ¿Qué sucede? —inquirió con suavidad.
Ella sostuvo en alto una pieza de metal de forma cóncava, una que tenía que
ajustarse sobre la rodilla.
—Está abollada. Es de tanto dar tumbos dentro del saco. No tenía nada con lo que
proteger las piezas.
El marinero extendió la mano para cogerla. Sus dedos rozaron los de ella y
permanecieron así unos instantes; por fin se movieron para coger la pieza de metal.
—No creo que sea muy difícil arreglarla. —Volvió el rostro para mirarla. La
solámnica era fuerte, como lo había sido Shaon; pero no era Shaon, ni tampoco era un

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substituto de ésta. Era una Dama de Solamnia: inflexible, disciplinada, y todo aquello
que él no era. Pero resultaba irresistible a su manera. Una cabellera roja del color del
atardecer le enmarcaba el rostro. Y estaba tan cerca...
Fiona volvió la cara pegándola casi a la de él, y abrió los labios. Sintió el contacto
de su aliento en la mejilla.
—¡Rig! Salid de aquí. ¡Rápido! —Feril estaba de pie en la entrada de la caverna.
—¿Encontraste a Dhamon? —El marinero se incorporó, entregando la pieza de
armadura a Fiona.
—No. —La kalanesti meneó negativamente la cabeza—. Perdí su rastro. Pero he
encontrado problemas.

* * *
Feril los condujo a una empinada elevación, difícil de ascender. La kalanesti se
movió veloz y los esperó en la cima. Cuando la alcanzaron, no les dio ni tiempo para
recuperar aliento, ya que los condujo a través de una estrecha quebrada entre las
montañas.
Desde el exiguo puesto de observación se divisaba una ladera llena de grava y, al
fondo, un pequeño valle salpicado de matorrales que la puesta de sol teñía de color
naranja. Más de dos docenas de criaturas de color fuego vagaban por el valle; de vez
en cuando se detenían para hurgar en montones de porquería y estiraban los cuellos
para espiar en el interior de grietas.
—¿Dracs rojos? —musitó Fiona.
—Jamás había visto ninguno como éstos, pero Palin me contó que existían —
respondió Feril.
—Sin duda la progenie de Malystryx —indicó Rig.
Las piernas de las criaturas parecían columnas de fuego; las alas onduladas tenían
el color de la sangre, y los rostros eran humanoides, con fauces que sobresalían. Una
cresta de púas descendía desde lo alto de la cabeza hasta la punta de la cola.
Resultaban seres parecidos a los dracs azules con los que habían combatido Rig y
Feril meses atrás en el desierto de Khellendros, pero su espalda era más ancha y el
torso más musculoso. Incluso desde esta distancia, resultaban más atemorizadores
que los azules.
—Exhalan fuego —explicó Feril—. Vi cómo uno quemaba un arbusto sólo con
abrir la boca.
—Son demasiados para nosotros tres. —Fiona mantuvo el tono quedo—. Pero
con Jaspe y Groller, y Furia, a lo mejor podríamos vencerlos.
—¿Y qué hay de los otros? —Rig señaló en dirección al final del valle, donde una
docena o más de dracs rojos permanecían apiñados, y luego indicó una grieta en la
ladera situada al otro extremo; era la entrada de una cueva, y se veían más dracs entre

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sus sombras—. La montaña está repleta de ellos. Apuesto a que buscan a Dhamon.
—Hay un par más no muy lejos por debajo de donde estamos. —La voz de Feril
sonó aun más queda—. Están subiendo. No podemos quedarnos aquí mucho tiempo o
nos verán. Dhamon no tiene la menor posibilidad.
—Tal vez no van tras Dhamon. —Fiona dio un golpecito a Rig en el hombro—.
Dijiste que a Dhamon lo controlaba la hembra Roja. Si ése es el caso, el Dragón Rojo
no enviaría a sus crías en su busca, ¿no es verdad? Sabría exactamente dónde está.
—Entonces, ¿qué crees que buscan? —inquirió Rig.
Fiona se encogió de hombros.
Una docena de dracs situados en el centro del valle conferenciaban entre ellos,
gesticulando con los largos brazos y haciendo centellear las afiladas zarpas. Uno de
los seres señaló en dirección a la grieta en que estaban ellos.
—Quizá deberíamos salir de aquí —sugirió Feril.
Media docena de criaturas se elevaron por los aires en el preciso momento en que
Rig, Feril y Fiona abandonaban, gateando, su escondite, y se lanzaban por la rocosa
ladera, en parte corriendo, en parte deslizándose. Sus manos se llenaron de arañazos y
escoriaciones al usarlas para frenar la caída.
—¿Creéis que nos vieron? —preguntó Fiona.
—Tal vez —gruñó Rig.
—Sí —insistió Feril; la kalanesti señaló a una pareja de dracs rojos que acababan
de aparecer encima de sus cabezas.
—¡Maldición! —exclamó el marinero—. Son veloces. —Sacó su alfanje—.
¡Regresad a la cueva!
Se escuchó el siseo de otra espada al ser desenvainada.
—Lucharé a tu lado —anunció Fiona, y lanzó una mirada furiosa a las criaturas.
—¡Vamos, vosotros dos! —escupió Feril—. Estáis demasiado al descubierto aquí.
Fiona y Rig empezaron a correr; pero, para cuando la entrada de la cueva apareció
ante ellos, un tercer drac se había unido a la persecución.
—¡Adentro! —Feril penetró como una exhalación por la abertura de la caverna.
Rig y Fiona tomaron posiciones justo frente a la entrada.
—¡Adentro! —repitió la kalanesti—. Rig, no discutas conmigo. ¡Deprisa!
El marinero estaba demasiado ocupado extrayendo dagas de su cinturón. Sujetó
tres con la mano izquierda, mientras aferraba el alfanje con la derecha. Uno de los
tres dracs se abalanzó sobre él al mismo tiempo que el marinero lanzaba los cuchillos.
Las dagas atravesaron una bola de fuego que brotó de la boca del ser, y las llamas
envolvieron el lugar que Rig y Fiona acababan de abandonar.
—No pude ver si le hice algún daño —refunfuñó Rig mientras se deslizaba al
interior de la cueva un segundo después que Fiona.
—No puedo decírtelo —respondió la dama solámnica arriesgándose a echar una

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ojeada—. Pero los tres siguen ahí fuera. Y vienen más.
—Somos blancos fáciles —gruñó el marinero—. Nos van a asar aun más que al
jabalí del poblado.
Feril empezó a abrazar las sombras, los dedos bien abiertos sobre la roca. Sintió
su frialdad, las distintas texturas suaves y ásperas. Ya en una ocasión había fusionado
sus sentidos con el suelo de piedra —en la cueva de Khellendros varios meses atrás—
y había conseguido que la roca fluyera como el agua y cubriera a los guardianes del
Dragón Azul. Ahora, una vez más, la piedra tenía un tacto líquido, maleable como la
arcilla. Empezó a darle forma mentalmente.
—Muévete —le susurró—. Fluye como un río. —Sacó toda su energía. Sus
sentidos se separaron del cuerpo y se fundieron con la pared de la cueva—. Muévete.
Fluye —ordenó.
Rig se precipitó de nuevo al exterior y lanzó otras tres dagas al cabecilla de los
dracs. Esta vez supo que había acertado. La criatura rugió y se llevó las manos al
pecho, en tanto que batía las alas con furia para mantenerse en el aire. Sus zarpas se
aferraron a las empuñaduras de los cuchillos; luego lanzó un grito y estalló en una
enorme bola de fuego naranja. A pesar de encontrarse a varios metros de distancia, la
piel del marinero se llenó de ampollas.
Dos dracs que se encontraban justo detrás recorrieron la distancia que los
separaba de él y aterrizaron frente a la cueva. Rig asestó un mandoble al de la derecha
que atravesó las rojas escamas y dibujó una línea de sangre aun más roja sobre el
abdomen del ser.
Fiona apareció de improviso a su izquierda, lanzando estocadas con su espada. La
mujer oyó cómo la criatura aspiraba, sintió el chorro de aire caliente, y saltó al frente,
precipitándose contra el drac, al que hizo caer de espaldas, lo que le permitió esquivar
por muy poco la bola de fuego que chisporroteó sobre su cabeza y cayó a su espalda.
El marinero no tuvo tanta suerte, ya que el drac lanzó una bocanada de aire, al
mismo tiempo que él se aplastaba contra la pared lateral de la entrada de la cueva. Al
notar el abrasador calor sobre sus piernas, Rig aulló y soltó el alfanje, dando
manotazos a las llamas. Luego volvió a chillar cuando las ardientes zarpas le
arañaron la espalda. El drac había saltado encima de él y lo aplastaba contra el suelo.
—¡Rig! —Fiona se atrevió a echar una ojeada por encima del hombro mientras
alzaba la espada para defenderse de su adversario.
—Estoy bien —respondió el marinero, apretando los dientes, al tiempo que
empujaba hacia arriba hasta conseguir librarse del drac. Sus dedos rebuscaron en el
cinturón en busca de más dagas, que sacó y lanzó sin más dilación. Una se clavó en el
pecho del ser. Las otras dos erraron ampliamente el blanco.
—¡Rig, Fiona! ¡Entrad en la cueva! —los llamó Feril—. ¡Ahora!
La dama solámnica se batía con una furia que contradecía su fatiga; había herido

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al drac y lo obligaba a mantenerse a respetable distancia.
El marinero echó una rápida mirada a la abertura, que le pareció más pequeña.
Bajó la mano hacia las chamuscadas botas y extrajo otras dos dagas. Las
empuñaduras ardían en sus manos, de modo que las lanzó contra el drac más
próximo. Ambas dieron en el blanco, una en la garganta de la criatura, la otra en su
hombro.
El alarido de la bestia fue inhumano, y desde las alturas le respondieron con
gruñidos y siseos; otra docena de seres descendían ya. El drac agitó los brazos en un
intento de arrancar los cuchillos, mientras por sus zarpas corría un río de sangre roja.
Abrió la boca todavía más.
—¡Fiona! —chilló Rig—. ¡Entra en la cueva, ya!
La solámnica volvió a acuchillar a su presa, y la espada atravesó las rojas escamas
y se alojó profundamente en el vientre del ser. Sin esperar a comprobar si había sido
una estocada mortal, extrajo el acero y retrocedió. Rig se precipitó al interior de la
caverna pegado a sus talones. El aire de la entrada de la cueva se tornó
inmediatamente azufrado cuando uno de los dracs estalló con una tremenda
explosión.
—¡Qué calor! —jadeó Fiona, mientras intentaba recuperar el aliento. Hurgó en
los cierres del peto, haciendo revolotear los dedos por las ataduras de los hombros
hasta que la armadura cayó al suelo—. ¡Un calor horrible! —El calor había dejado
ampollas en sus brazos, y tenía los hombros en carne viva en los lugares donde el
metal del peto le había producido quemaduras.
—Mi alfanje está ahí fuera —dijo Rig. Introdujo dos dedos en la faja de la manga,
sacó otro estilete y se agazapó en la abertura. Soltó un apagado silbido y retrocedió
apresuradamente—. Y se va a quedar ahí. Tenemos compañía en abundancia. Hay un
ejército ahí fuera.
Fiona avanzó para colocarse a su lado y observó cómo la cueva se oscurecía a
medida que la piedra resplandecía bajo los dedos de la kalanesti. La roca parecía
fundirse como mantequilla grisácea y luego se hinchaba para tapar la abertura. El
rostro de un drac apareció por la pequeña abertura que aún quedaba, y la criatura
inhaló con fuerza.
—Muévete. Rápido —imploró Feril a la piedra—. Como el agua.
La piedra se fusionó y los encerró dentro de la cueva; los envolvió en un capullo
de oscuridad impenetrable y los protegió del chorro de fuego que el drac había
lanzado. La kalanesti se recostó contra la pared, jadeante por el esfuerzo.
—Los oigo ahí fuera —susurró—. Patean la roca. Debe de haber docenas ahora.
Hablan. Pero no consigo entender del todo lo que dicen. Hay demasiadas voces. —
Aspiró con fuerza—. Aguarda. Algo sobre un hombre del color del lodo, sobre que
quieren atraparlo. Uno mencionó a Malystryx. Malys quiere al hombre de lodo y a

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sus amigos. Muertos.
—Un hombre negro —dijo Rig por fin—. Yo. Los dracs no buscaban a Dhamon:
nos buscaban a nosotros.
—Eso es imposible —replicó Fiona—. Nadie sabe que estamos aquí ni lo que
buscamos.
—Excepto los aldeanos. Sabían que veníamos a las montañas —indicó Feril.
—No nos habrían traicionado —repuso Fiona con brusquedad.
—A menos que los dracs no les dieran la posibilidad de elegir —argumentó la
kalanesti.
—Pero esas criaturas estaban por delante de nosotros, no nos seguían.
—¿Lo habrán sabido por Dhamon? —sugirió la solámnica tras meditarlo unos
instantes.
—Él no podía saber que lo seguíamos. Al menos, no creo que pudiera. Además,
se hubiera enfrentado a nosotros personalmente. No habría tenido necesidad de los
dracs. No con esa alabarda.
—Entonces ¿quién? ¿Cómo? —insistió Fiona.
—No lo sé.
—Hemos de escapar de aquí y regresar a Brukt —dijo Fiona. Había temor en su
voz—. El pueblo está desprotegido y desconocen la presencia de los dracs. Hemos de
hacer algo para que esos monstruos no destruyan a esa gente.
Rig gimió mientras cambiaba el peso de su cuerpo de un pie a otro; sentía
terribles punzadas en las piernas.
—Si esas criaturas van tras nosotros, correr a Brukt no hará más que poner en
peligro a aquellas gentes. Conduciríamos a los dracs directamente hasta ellos.
—Los dracs los matarán —añadió Fiona.
—Y también a nosotros, si los conducimos hasta allí —continuó Rig—. Había al
menos cuarenta dracs ahí fuera en el valle, Fiona. Y ésos fueron sólo los que pudimos
ver. Podemos ocuparnos de un grupito, uno pequeño, claro; acabar con ellos. Pero no
podemos vencer a un ejército. —La Dama de Solamnia se recostó contra él, y el
marinero le pasó un brazo por los hombros—. Nos iremos cuando Feril esté segura de
que se han marchado —dijo—. Podemos echar un vistazo al pueblo entonces.
—Eso podría ser dentro de unas horas.
—Varias horas, como mínimo —intervino la kalanesti en voz queda—. Estoy
agotada. Estamos atrapados aquí, a menos que encontréis otra forma de salir de esta
cueva. No puedo hacer un agujero en esta roca hasta que haya recuperado las
energías.
—Aquí dentro está más oscuro que la noche —protestó Rig—. Parece una tumba.
Él y Fiona avanzaron a tientas en dirección a una pared y se dejaron caer junto a
ella. La mujer reclinó la cabeza en su hombro y se apoyó en él. En medio del silencio

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podían escuchar el persistente tintineo de las zarpas de los dracs al otro lado de la
entrada sellada.
—Me pregunto dónde estarán Groller y Jaspe —dijo Fiona pensativa—. No
puedo creer que no hayan oído todo esto. Y deberían estar de vuelta ya.

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10
Tonalidades de gris

El dragón se ocultó en las sombras de las profundidades de la cueva de piedra caliza,


mientras escuchaba las pisadas del intruso. Sus ojos atisbaron en la oscuridad y
descubrieron la negra armadura de la orden de los Caballeros de Takhisis.
El intruso era un hombre, y esto sorprendió ligeramente al Dragón de las
Tinieblas; había pensado que sólo quedaba un superviviente de entre los caballeros
del poblado: la comandante que había dejado con vida para que informara a
Malystryx de la matanza. A lo mejor este hombre no había entrado en el pueblo o
había huido sin ser visto. No importaba; el hombre era un Caballero de Takhisis.
Tendría que morir.
Los Caballeros de Takhisis, bajo los estandartes de varios señores supremos, se
habían vuelto demasiado poderosos por lo que se refería al Dragón de las Tinieblas.
Matarlos ayudaba a restaurar el equilibrio de las cosas, como lo había hecho la
eliminación del Rojo horas antes. Las heridas recibidas por el oscuro dragón en aquel
combate ya habían sanado, alimentadas por la energía extraída al poderoso adversario
rojo.
Como una sombra que se alargaba, se acercó más al hombre.
El guerrero se dejó caer contra la pared opuesta, iluminada por un tenue resquicio
de luz. El hombre estaba extenuado, ignorante de la presencia de la oscuridad
viviente. Tenía la sudorosa melena rubia pegada a los lados de la cabeza, y el rostro
enrojecido por el esfuerzo. Soltó el arma, una vara con una hoja curva, y flexionó los
dedos cautelosamente del mismo modo en que un dragón pondría a prueba una zarpa
herida.
El Dragón de las Tinieblas percibió la energía mágica del arma, y observó cómo
el hombre ahuecaba las manos, como si las tuviera quemadas por haberla empuñado.
El dragón se concentró en el arma y sintió que su arcano poder le cosquilleaba los
sentidos. Era un instrumento del Bien, antigua y construida por un dios, y estaba en
posesión de un Caballero de Takhisis, un agente del Mal.
Dhamon Fierolobo cerró los ojos. Le dolía el pecho y sentía punzadas en las
manos. Su intención era dejar el arma allí y abandonar el lugar. Y si acaso, por algún
milagro, realmente estaba libre, ¿qué era lo que iba a hacer con su vida? ¿Qué vida
merecía tras las acciones cometidas? ¿Podría redimirse?
Encontró cierta satisfacción en la idea de que, si el dragón lo hacía suyo, habría
obtenido una victoria moral al impedir que se apoderara de la alabarda.
El Dragón de las Tinieblas se arrastró más cerca y posó una zarpa sobre las

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piernas estiradas del hombre, inmovilizándolo con la misma facilidad que un niño
atrapa un escarabajo. Demasiado tarde, los ojos de Dhamon se abrieron de golpe y su
mano salió disparada de modo instintivo para agarrar la alabarda. El calor que brotó
del mango para penetrar en su palma no fue nada comparado con lo que sentían sus
piernas, aplastadas por el enorme peso del reptil.
Unos inmensos ojos grises se clavaron en los de Dhamon, y el gélido aliento del
dragón le inundó la cara y le provocó escalofríos por todo el cuerpo. La boca de la
criatura se abrió por completo, mostrando una caverna repleta de dientes afilados que
parecían trozos de cuarzo; una lengua serpentina salió al exterior y se aproximó,
negra como la noche. Reuniendo las pocas fuerzas que le quedaban, Dhamon levantó
el arma del suelo e hizo que describiera un torpe arco que sólo consiguió rozar al
animal. Pero fue suficiente. El dragón retrocedió sorprendido, y Dhamon se escabulló
de debajo de la zarpa y, echándose el arma al hombro, se incorporo de un salto.

* * *
En una meseta rodeada de volcanes, los ojos de la señora suprema Roja se
abrieron bruscamente. Malystryx había estado meditando sobre la afrenta sufrida con
la muerte de Ferno y considerando candidatos para reemplazarlo. No había impedido
que Dhamon Fierolobo huyera del poblado; a decir verdad, desde el fondo de la
mente del hombre lo había estado animando en secreto a hacerlo. No tenía el menor
deseo de que su peón muriera, como había sucedido con Ferno y sus Caballeros de
Takhisis, y la sacaba de quicio la idea de que el Dragón de las Tinieblas pudiera
obtener la alabarda mágica.
Así pues, Malys se había retirado, permitiendo que Dhamon creyera ser libre, y lo
había dejado huir y ocultarse en las montañas. Pensaba llamarlo al orden de nuevo,
pero sólo después de haber meditado la cuestión del substituto de Ferno.
Ahora, a través de los ojos del hombre, veía cómo la sombra del aborrecido
dragón se acercaba. Mediante los sentidos de Dhamon sintió el creciente calor del
mango en la carne y cómo el corazón latía violentamente. Comprendió que no había
ningún lugar al que su peón pudiera huir y que, aun con el arma y con su ayuda, no
era rival para el Dragón de las Tinieblas.
La estancia se llenó de oscuridad cuando el negro reptil avanzó para cerrar el paso
a Dhamon y tapó la débil luz.

* * *
Mientras las tinieblas ocupaban su campo visual, Dhamon volvió a sentir que el
Dragón Rojo se adueñaba de él.
Malys obligó a los brazos del hombre a entrar en acción balanceando la alabarda

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frente a él. El filo entró en contacto con la garra extendida, se hundió entre de las
traslúcidas escamas y abrió una herida. El dragón gimió en voz baja, un sonido
agradable para la Roja. Allí donde su lugarteniente, Ferno, había fracasado, tal vez
ella podría hallar finalmente algún consuelo. Sabía que su marioneta no podría
derrotar a este dragón; pero, tal vez, a través de Dhamon podría herir al reptil, herirlo
de gravedad. Indicó a su peón que se acercara más, le ordenó que se lanzara al ataque,
y recurrió a todos los conocimientos sobre el arte de la lucha que éste guardaba en su
mente.
Dhamon usó el mango para interceptar los zarpazos del dragón; luego giró el
arma y la empezó a mover arriba y abajo para impedir que su oponente se aproximara
demasiado.
—No puedes tener a este hombre, señor de las tinieblas —anunció Malys a través
de la boca de Dhamon. Una imagen de su cabeza se superpuso sobre el rostro del
guerrero.
El gruñido del Dragón de las Tinieblas inundó la estancia.
—Tendré lo que deseo —siseó—. ¡Tendré a uno más de tus caballeros!
En lo alto de su montaña, Malystryx abrió las fauces de par en par y soltó un
torrente de fuego al aire. Los volcanes retumbaron y las cimas se estremecieron.
Dhamon se agachó para esquivar el zarpazo del dragón y de inmediato se lanzó
hacia su vientre y blandió el arma con todas las energías que le facilitaba la Roja.
Oyó cómo la alabarda se abría paso por entre las gruesas placas del pecho del Dragón
de las Tinieblas, y sintió la helada sangre que le salpicaba el rostro y se filtraba por
las junturas de su armadura. En tanto que su mente batallaba contra el poder de
Malystryx, Dhamon rezaba con todas sus fuerzas para que el otro dragón hallara un
modo de matarlo.
El Dragón de las Tinieblas pareció replegarse sobre sí mismo y convertirse en un
blanco más pequeño que se alejaba del arma ofensiva. Aspirando con fuerza, soltó el
aliento, y una nube de oscuridad brotó de su boca y se precipitó sobre Dhamon.
En ese mismo instante, la imagen de la testa de Malystryx centelleó y aumentó de
tamaño hasta convertirse en transparente y ocupar un lado de la estancia. La imagen
escudó a Dhamon de la oscuridad, y la boca de la Roja se abrió y engulló la nube,
impidiendo que su peón se viera cegado y debilitado.
—¡No puedes tener a este hombre, señor de las tinieblas! —repitió el rostro.
Con las piernas accionadas por la Roja, Dhamon se aproximó al dragón, que
retrocedía ahora. Sus brazos se movieron con más rapidez, balanceando la alabarda
de modo que describiera amplios arcos, e intentaron acuchillar a la criatura. Escamas
traslúcidas le acribillaron el rostro, y una lluvia de sangre negra cayó sobre él. El
Dragón de las Tinieblas reculó.
Dhamon avanzó hacia él por el suelo calizo, pese al dolor de sus piernas. Vuelve a

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herirlo, ordenó Malys. ¡Vuelve a herirlo y luego huye!
Apoyado contra la pared de la caverna, el Dragón de las Tinieblas parecía
encogerse. Dhamon alzó su arma y vio que los ojos de la criatura brillaban
tenuemente; entonces una zarpa azabache surgió de las sombras de la cueva y cayó
sobre él.
El impacto lanzó a Dhamon de espaldas contra el suelo. ¡Huye!, aulló Malystryx
en su cabeza. ¡Sal de la cueva! La Roja comprendió que su adversario no era tan
vulnerable como había pensado. Sin duda no había hecho más que evaluar la fuerza
de su peón, mientras jugaba con Dhamon. ¡Huye!
El cuerpo del guerrero intentó inútilmente obedecer, pero los pies resbalaron en
un charco de sangre negra, sangre que había derramado con su arma. Cayó de bruces,
y la ardiente alabarda se escapó de sus dedos. Agitó las manos, buscando con
desesperación el arma. Tenía el rostro en medio de la sangre, y sus ojos se llenaron de
ella mientras se revolvía como un pez.
De improviso su cuerpo quedó inmovilizado, sujeto firmemente por una zarpa
negra. El Dragón Rojo que ocupaba su mente obligó a su cabeza a girar a un lado
para impedir que Dhamon se ahogara.
—No triunfarás en este día, Malystryx —susurró el Dragón de las Tinieblas—.
Aunque este hombre me hirió, me hirió mucho más de lo que hizo tu marioneta Roja.
—Su voz era áspera y ponzoñosa—. Tal vez deberías escoger mejor a tus títeres... o
aprender a usarlos mejor. —El dragón se sentó sobre sus cuartos traseros y cerró la
garra derecha alrededor de la forcejeante figura de Dhamon. Lo alzó del suelo y lo
acercó a sus grises ojos.
La negra armadura estaba cubierta de sangre negra, al igual que el rostro y los
cabellos, y los ojos parpadeaban enfurecidos. La lengua del reptil apareció por una
comisura y lamió la sangre del rostro del guerrero. Acto seguido el dragón volvió a
crecer, una sombra intensa que ocupaba toda la estancia.
—Un caballero más que eliminar hoy —comentó el oscuro dragón—. Un
caballero menos para ti, Malystryx.
La criatura alzó la otra garra, deslizó un curvada zarpa por las piernas de Dhamon
y empezó a arrancarle piezas de la armadura.
—Acabaré con todos tus caballeros —continuó—. Uno a uno, despellejaré a todo
tu ejército. Me comeré a tus hombres, Malystryx, y mataré a tus dragones. Con sus
energías, me volveré más y más poderoso.
Dhamon escuchó el ahogado tintineo de la prestada armadura a medida que una
pieza tras otra golpeaba el suelo bañado en sangre. A continuación siguió la túnica
negra. Sintió la frialdad del aire alrededor de su cuerpo, ahora desnudo, y el helor del
aliento del dragón.
El rostro del Dragón Rojo desapareció de la estancia y la negra boca del Dragón

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de las Tinieblas ocupó el campo visual de Dhamon. Los dientes diamantinos se
aproximaron amenazadores, abriéndose y cerrándose con un chasquido, cuyo
estridente sonido resonó en la habitación. Desde aquel lugar oculto en su mente,
Dhamon no sintió temor, únicamente alivio porque ahora ya no se vería obligado a
hacer la voluntad de Malys y tristeza por las acciones que se había visto obligado a
cometer. Ahora ya no tendría ninguna oportunidad de redimirse.
La lengua del Dragón de las Tinieblas recorrió la pierna del hombre para saborear
la sangre y la sal de su carne, pero al tocar la escama roja del muslo retrocedió al
instante.
—Malystryx —musitó—, controlas a este hombre mediante la magia.
Aunque permaneció en silencio, la enorme señora Roja estaba colérica en la
mente de Dhamon. Los volcanes de su meseta vomitaron lava, pero la bendita
intensidad del calor no consiguió mitigar su malhumor. Y no podía hacer nada para
paliar la pérdida de la antigua y valiosa alabarda. Los otros señores supremos
tendrían que llevarle más objetos mágicos ahora. Y, una vez que se convirtiera en
Takhisis, su primera acción consistiría en eliminar al Dragón de las Tinieblas,
despellejarlo, como él había hecho con la armadura de Dhamon. Pensaba matarlo
despacio y entre dolores atroces.
—Esta escama —murmuró el dragón—. Un hechizo interesante. —Alzó a
Dhamon—. Unida a él, introduces tu mente en su cuerpo. Te has convertido en un
poderoso parásito, Malystryx. Si se retira la escama, se rompe el vínculo, y entonces
él muere. Pero el parásito continúa viviendo en otra parte.
El Dragón de las Tinieblas soltó un profundo suspiro. Se inclinó hacia adelante y
presionó a Dhamon contra el suelo, sobre el charco de sangre. La criatura lo sostenía
ahora con suavidad con una garra, en tanto que una zarpa de la otra tamborileaba
blandamente sobre la escama.
—Debilita el vínculo, y él vive.
Un dolor insoportable recorrió la pierna de Dhamon. Oleada tras oleada inundó
todo su cuerpo, y él apretó los dientes y se retorció.
Malystryx echó la testa hacia atrás y lanzó un chorro de fuego al cielo. El rugido
de su derrota fue acogido con el retumbo de los volcanes. Las montañas se
estremecieron, y su meseta tembló violentamente.
—Estropea la escama, y él vive —observó el Dragón de las Tinieblas.
El dolor se intensificó, y Dhamon se esforzó por no perder el conocimiento.
Malystryx extendió las alas de color sangre, las batió con furia y se elevó por los
aires. Torció la monumental testa hacia abajo, en dirección al suelo cubierto de lava,
y, abriendo las fauces, lanzó una rugiente bola de fuego. Las llamas chocaron contra
la lava, y las salpicaduras lamieron su cola.
Dhamon profirió un alarido de dolor cuando su capturador hundió una afiladísima

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garra en la escama de su pierna y la partió en dos.
El caballero se retorció sobre la fría sangre, revolcándose y arañando el suelo de
piedra hasta que el dolor disminuyó para convertirse en una punzada sorda. Aspiró
grandes bocanadas de aire y se esforzó por sentarse.
Se limpió la sangre de los ojos y miró con los párpados entrecerrados. La estancia
estaba oscura, pero un suave resplandor gris brotaba del Dragón de las Tinieblas,
bañando el lugar con una luz surrealista.
—Ha llegado la hora de tu expiación —anunció el dragón.
—¡Ha llegado la hora de tu muerte, dragón! —tronó una voz desde la entrada de
la cueva.

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11
Magia de dragón

Gilthanas estaba de pie justo pasado el umbral de la cueva, espada en mano, la larga
melena rubia ondeando alrededor de su severo rostro. Tras él, llenando prácticamente
la entrada, había un Dragón Plateado.
—¡Suelta a Dhamon Fierolobo, o morirás! —ordenó Gilthanas. El elfo, sin
demostrar ningún temor, apuntó con la espada al Dragón de las Tinieblas. La aguda
visión elfa de Gilthanas le permitía ver en la casi total oscuridad de la cueva, y
distinguir a Dhamon sentado desnudo en un charco de sangre a pocos centímetros de
las garras del dragón.
Dhamon parpadeó y se volvió hacia el elfo. Abrió la boca pero no pudo hablar,
pues tenía la garganta totalmente reseca. Se incorporó con un terrible esfuerzo; las
piernas parecían trozos de plomo. Dio unos cuantos pasos para acercarse más al
dragón y se irguió.
—Dhamon —dijo Gilthanas—, ven hacia mí.
Dhamon negó con la cabeza, tragó con fuerza, e intentó llevar algo de saliva a su
boca. «Gilthanas —articuló en silencio—, aguarda.»
—No he hecho daño a este hombre —manifestó el Dragón de las Tinieblas, con
voz inquietante y áspera.
«La voz de un anciano», pensó Gilthanas. Pero no la voz de un dragón débil,
comprendió el elfo. Él y Silvara habían hablado brevemente con los ciegos habitantes
del poblado cuando llegaron a Brukt en busca de Dhamon. Allí averiguaron que el
Dragón de las Tinieblas había matado a los Caballeros de Takhisis y que Rig y los
otros seguían el rastro de Dhamon.
—Lo cierto es que he salvado a este hombre —continuó el dragón—. Y no te haré
daño... a menos que me obligues a ello. —Las escamas traslúcidas rielaron, y la
criatura pareció encogerse, sólo lo suficiente para poder maniobrar mejor en la
estancia. Se deslizó junto a Dhamon y estiró el cuerpo hacia Gilthanas—. Desearía
hablar con tu compañero plateado.
—Como desees —respondió la musical voz de Silvara—. Gilthanas...
El elfo blandió la espada pero no la usó. Permaneció inmóvil unos instantes y
luego se hizo a un lado de mala gana para que el otro dragón pudiera abandonar la
cueva. La sala de piedra caliza se iluminó un poco, y el aire pareció calentarse algo
más.
—Estás herido —oyó Gilthanas que Silvara le decía al dragón.
—Curaré —respondió el otro en un susurro.

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Se intercambiaron otras palabras. Gilthanas intentó escuchar, pero las voces de
los dragones bajaron a tonos inaudibles. El elfo sabía que su compañera podía cuidar
de sí misma, pero esperaba que supiera lo que hacía conversando con el misterioso
Dragón de las Tinieblas, una criatura tan grande como ella.
Gilthanas aprovechó para acercarse a Dhamon. La alabarda descansaba en el
suelo a cierta distancia, casi cubierta por completo de sangre, pero el caballero no
hizo ningún movimiento hacia ella.
—Mataste a Goldmoon —empezó el elfo. Echó un vistazo por encima del
hombro a la entrada de la cueva. Los dos dragones estaban hocico con hocico,
absortos en su conversación, que sonaba como campanillas de viento. El elfo
devolvió su atención a Dhamon, sin dejar de mantener la espada apuntando hacia él.
—Y a Jaspe —dijo éste. Su voz sonaba muy débil, y su garganta se resentía al
hablar.
—No; lo heriste de gravedad, pero el enano está vivo.
—Merezco morir —afirmó Dhamon, contemplando la espada de Gilthanas, para
luego levantar los ojos hacia los del elfo.
—Algunos dirían que mereces algo peor —replicó él—. Pero yo no soy tu juez, y
estamos muy lejos de Schallsea... donde se te juzgará y castigará.
—Y me matarán —musitó Dhamon.
—Tal vez. —La voz de Gilthanas era severa; no había atisbo de piedad en ella—.
Eso no soy yo quien debe decidirlo. A Palin le gustaría creer que no eras responsable
de tus acciones, que la Roja estaba detrás de todo. ¿Es cierto?
Dhamon no respondió. Buscó a Malystryx en su mente, a la vez que bajaba una
mano para palpar la quebrada escama que seguía incrustada en su pierna. La percibió,
brevemente, como un suspiro en el viento. Todavía vigilaba escuchando a hurtadillas
en la zona oculta de su mente.
—¿Es cierto? —casi chilló Gilthanas.
—Ella sigue aquí —respondió él, señalándose la frente. Su voz ganaba fuerza,
aunque la garganta todavía le dolía, como sucedía con el resto de su cuerpo—. Tal
vez deberías juzgarme. Si no puedo deshacerme de ella, no estoy a salvo. No se
puede confiar en mí. Malys quiere la alabarda, me estaba obligando a llevársela.
—Cogeré tu arma —dijo el elfo, dejando escapar un profundo suspiro, y Dhamon
la señaló con la mano—. Y tú vendrás también conmigo. Más adelante regresaremos
a Schallsea o a la Torre de Wayreth según decida Palin. Silvara se arriesgó mucho
para venir aquí, volando sobre el reino de Sable. Tomaremos una ruta diferente para
regresar.
—Es mejor que no vaya con vosotros. —Dhamon sacudió la cabeza—. Créeme.
—Tampoco quiero que te quedes conmigo —respondió una voz áspera desde la
entrada de la cueva—. A diferencia del Plateado, no deseo verme atado a un humano.

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—El Dragón de las Tinieblas volvió a deslizarse al interior de la cueva, trayendo con
él el aire frío y la oscuridad. En la entrada, a su espalda, el cielo brillaba con un tono
púrpura oscuro y las estrellas empezaban a brillar—. Pero no he acabado contigo. Te
llaman Dhamon Fierolobo, un antiguo Caballero de Takhisis, un renegado de
Goldmoon. Malystryx, te llamaré yo... pero sólo durante unas pocas horas más.
—Yo ayudaré. —La voz era de Silvara, que se encontraba en el umbral,
enmarcada por la luz del crepúsculo, con el mismo aspecto que tenía la primera vez
que Gilthanas la había visto: una kalanesti de ojos centelleantes y cabellera
ondulante.
La elfa penetró en la cueva sin hacer ruido, siguiendo al Dragón de las Tinieblas.
Se detuvo unos instantes para mirar a Gilthanas.
—Espéranos en el exterior, y vigila bien —pidió—. Me ha contado que una
legión de dracs rojos patrulla las montañas, y hemos de localizar a Rig y a los otros.
El elfo abrió la boca para protestar, pero lo pensó mejor. Su compañera Plateada
había tomado una decisión sobre algo, y su relación con ella era demasiado sutil para
discutir sobre ello en estos momentos.
—Ten cuidado —fue todo lo que contestó—. Llámame si me necesitas. —La
miró mientras se alejaba en pos del dragón hasta la parte más oscura y recóndita de la
caverna. Luego salió al exterior.

* * *
Gilthanas se envolvió en su capa mientras paseaba. El elfo sabía muchas cosas
sobre dragones y estaba locamente enamorado del Dragón Plateado, pero jamás había
visto a una criatura similar a la que estaba allí dentro con su compañera. El Dragón de
las Tinieblas había dejado ciego a todo un pueblo, y rezó a los dioses ausentes para
que Silvara estuviera a salvo en presencia de aquella criatura y que supiera lo que
hacía.
Conocía a Silvara desde hacía décadas, pues la había visto por primera vez hacía
una eternidad, aunque había necesitado mucho tiempo para admitir que la amaba.
Cuando ella le reveló que no era una kalanesti, sino una hembra de Dragón Plateado,
él la había desdeñado y seguido su camino. Tardó mucho tiempo en comprender lo
solitario que era aquel camino, lo incompleta que era la vida que había elegido.
Palin Majere le había dado una oportunidad de redimirse. Cuando Palin y Rig y
sus camaradas lo rescataron del Bastión de las Tinieblas, una fortaleza de los
Caballeros de Takhisis situada en los Eriales del Septentrión, decidió compartir su
suerte y juró ayudarlos a combatir a los señores supremos. Meses atrás, aquella
promesa lo había llevado a Ergoth del Sur, donde volvió a reunirse con Silvara, que
en esta ocasión había adoptado el aspecto de una Dama de Solamnia. Vio entonces
una oportunidad de recuperar el amor que habían compartido, aunque ella no quiso

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saber nada de él al principio, y se mostró tan fría como el paisaje glacial que los
rodeaba; pero él era tozudo, y finalmente descubrió que ella aún sentía algo por él.
Y por ese motivo andaba con tiento ahora en lo que se refería a su compañera,
temeroso de que si no lo hacía pudiera darle motivos para abandonarlo. Dejó a un
lado su terco comportamiento y permitió que, por una vez, fuera el corazón quien
gobernara sus acciones. Clavó la mirada en las estrellas, relucientes como escamas de
dragón.

* * *
Silvara contempló la escama de la pierna de Dhamon. A su espalda el Dragón de
las Tinieblas musitó una palabra, y una pálida esfera de luz plateada se materializó
sobre la cabeza de la mujer. El dragón retrocedió ante la luz, aferrándose a las espesas
sombras y observando con atención al dragón que había adoptado el aspecto de una
elfa.
—¿Malystryx? —inquirió ella, señalando la agrietada escama.
Dhamon asintió y explicó cómo había llegado aquello allí. Un Caballero de
Takhisis moribundo se la había pegado a la pierna, condenándolo a llevarla.
—Magia diabólica —murmuró Silvara. Le indicó que se sentara, y él escogió un
lugar cerca del Dragón de las Tinieblas, donde la sangre no empapaba el suelo. La
elfa se arrodilló junto a él, con la esfera flotando a pocos centímetros de distancia—.
¿Tú rompiste la escama? —preguntó al dragón.
—Sí —siseó la criatura—; decidí que sacarla lo mataría... un final que a él no
parecía importarle.
—Merezco morir —musitó Dhamon—. Maté a Goldmoon. Gilthanas dice que
herí a Jaspe. Había un espía solámnico en Brukt y yo...
Silvara lo hizo callar y rozó la escama con los dedos.
—Malys sigue enterrada en lo más profundo de él —indicó el dragón—. La Roja
se niega a dejarlo ir.
—Os está observando a los dos —dijo Dhamon—. A través de mis ojos. Puedo
sentir cómo vigila. Pero no creo que siga controlándome.
—No —respondió el dragón—; pero debe ser... exorcizada por completo.
—¿Cómo?
—Con un conjuro. —El Dragón de las Tinieblas se aproximó más.
—¿Qué clase de magia conoces? —inquirió Silvara mirando a la misteriosa
criatura.
—Parte de la magia es mía. Otra parte me la enseñaron —contestó el dragón, y su
voz sonó frágil.
—¿Quién?
—Es el demonio con el que he de cargar, y no es asunto vuestro. Lo que debe

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importaros es la escama.
—¿Y el conjuro?
—Da algo de ti, Silvara, tal y como Malys dio algo de sí misma. —Los ojos de la
criatura se clavaron en la melena que lucía bajo su apariencia de elfa—. Eso servirá.
—Estiró una zarpa y cortó una larga guedeja.
La elfa atrapó el mechón, lo sujetó en su mano, y durante unos interminables
instantes sostuvo la mirada del Dragón de las Tinieblas. Un mudo acuerdo se firmó
entre ambos, y ella ató los cabellos alrededor de la pierna de Dhamon, a modo de
torniquete, justo encima de la escama.
—Y algo de ti mismo —añadió Silvara. Retrocedió hasta el charco de sangre,
recogió un poco entre las manos, y la vertió en la abertura que separaba las dos
mitades del diabólico objeto.
El Dragón de las Tinieblas cerró los ojos, y la cueva se tornó más fría y oscura.
La plateada esfera de luz se extinguió. El ser colocó una garra sobre la pierna de
Dhamon, y el peso prácticamente la aplastó otra vez. Silvara posó la mano sobre la
garra para transmitir su energía mágica al dragón, del mismo modo que se la podía
conferir a Gilthanas cuando estaban juntos, para que éste aumentara el poder de sus
hechizos.
Dhamon sintió un frío insoportable. Los dientes le castañeteaban, y temblaba sin
control. Estaba inmovilizado sobre el suelo helado, contra la gélida pared, sujeto bajo
la pesada y helada garra del dragón. Replegada en el fondo de su mente, la Roja
escupía y siseaba, luchando por permanecer dentro de la cabeza del caballero; pero su
magia había sido debilitada al quedar agrietada la escama.
El frío se intensificó, y los ojos de Dhamon se cerraron. Estaba en un bosque,
luchando contra Caballeros de Takhisis. Feril estaba allí, con su bello rostro
enmarcado por la maraña de rizos. Palin y su hijo, Ulin, también se encontraban allí,
al igual que Gilthanas. Con la alabarda, Dhamon era invencible. Abatió a los
caballeros uno a uno. Al último lo acunó entre sus brazos mientras escuchaba las
palabras del moribundo. El caballero, un agente de Malys, se había arrancado una
escama del ensangrentado pecho y la había hundido en la pierna de Dhamon.
Perdió el conocimiento, y el frío se apoderó de él, en tanto que la oscuridad lo
recibía con los brazos abiertos y lo engullía.

* * *
Era de noche en el exterior, y Gilthanas seguía paseando. Silvara llevaba más de
una hora dentro con el Dragón de las Tinieblas, pero él no había oído nada, excepto el
viento y campanilleos que intentó descifrar sin éxito. En una ocasión oyó que
Dhamon gemía y mencionaba el nombre de Feril, luego el de Palin, y por fin el de
Goldmoon. El elfo sintió una punzada al oír el último nombre.

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—Gilthanas...
El elfo se volvió para mirar al interior de la cueva, pero inmediatamente
comprendió que la voz sonaba frente a él. El aire rieló, y una imagen borrosa de un
hombre cubierto con una túnica se hizo visible, flotando aparentemente como un
espectro. La imagen se acentuó y una segunda figura vestida de blanco se unió a ella.
—El Custodio. Palin —exclamó el elfo.
La imagen de Palin asintió, y Gilthanas observó que su amigo hechicero parecía
muy cansado.
—El Custodio y yo buscábamos a Feril y a los otros —empezó el mago con voz
que sonaba hueca y lejana.
—Igual que nosotros —añadió Gilthanas.
—Descubrimos que pasaron por Brukt y penetraron en las montañas. Pero no los
hemos encontrado —interpuso el Custodio—. Aún no.
—Hemos encontrado a Dhamon —dijo el elfo.
—Está... —La pregunta de Palin quedó flotando en el aire sin finalizar.
—No sé cómo está. Silvara está con él, dentro, junto con un misterioso dragón
negro. Creo que es un Dragón de las Tinieblas. Pero pienso averiguar qué está
sucediendo.
Detrás de Gilthanas, una enorme sombra negra se escabulló de la cueva y se dejó
caer en el saliente; luego extendió las alas y desapareció en las crecientes tinieblas
nocturnas.

* * *
Dhamon abrió los ojos con un parpadeo. Silvara estaba frente a él. Al Dragón de
las Tinieblas no se lo veía por ninguna parte.
—El dragón dijo que nos podíamos quedar hasta la mañana. ¿Cómo te sientes?
—Helado.
—Hay un poco de agua allí. —La elfa lo ayudó a incorporarse—. Será mejor que
te limpies y laves la sangre de tus ropas. Luego será hora de vestirse.
—Silvara...
—Puedes entrar.
Gilthanas penetró en el interior. La cueva estaba iluminada tenuemente por la
refulgente esfera plateada que seguía flotando en el aire.
Dhamon se encontraba en el fondo de la cueva, vestido con unas andrajosas
polainas negras y la negra túnica de piel que había llevado bajo la armadura de los
Caballeros de Takhisis. Sostenía la alabarda, que todavía le provocaba un cierto
calorcillo en la mano, aunque en absoluto molesto. La apoyó en la pared de la cueva
y se puso la negra capa. Las ropas, recién lavadas, estaban húmedas.
—¿Dhamon? ¡Es Dhamon! ¡Usha, mira! —Ampolla penetró como un torbellino y

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casi derribó a un Gilthanas cogido por sorpresa. La seguía Usha Majere, que se
detuvo justo delante del elfo, en tanto que la kender corría al fondo de la cueva,
parándose sólo un instante para mirar con asombro la esfera de luz y rodear con
cautela el charco de sangre—. ¿Qué les ha sucedido a tus cabellos? Tienes el cabello
negro. —Se llevó las manos a las caderas—. Antes era rubio.
Dhamon echó una mirada al charco de sangre del Dragón de las Tinieblas que se
extendía por el suelo. Sus ojos tenían motas plateadas.
—¿Qué ha sucedido? —insistió la kender.
—Es sangre de dragón —respondió por fin Dhamon—. No hubo forma de lavar
la sangre.
Silvara dedicó un saludo a Usha, y se unió a Gilthanas en la entrada de la cueva.
Leyó en su rostro las innumerables preguntas que deseaba hacer, y sus ojos le
contestaron que las respuestas las tendría más tarde.
—¿Las envió Palin? —preguntó la elfa en voz baja.
Gilthanas asintió con un gesto.
—¿Crees que podrás transportarnos a todos? —preguntó a su vez.
—Desde luego. —Silvara sonrió de oreja a oreja, y sus dedos elfos envolvieron
los de él. Él le oprimió la mano y la atrajo hacia sí—. ¿Adónde vamos?
—Todavía no lo sé —repuso Gilthanas—. Palin se pondrá en contacto con
nosotros por la mañana. Sospecho que primero querrá que nos encaminemos hacia la
costa de Khur. Tal vez quiera que busquemos a Feril y Rig.
—¿Y que luego encontremos el reino de los dimernestis? —inquirió ella,
ladeando la cabeza.
Gilthanas asintió.
—Allí habita un dragón marino, como ya sabes —repuso Silvara—. Uno muy
grande.

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12
Intrigas azules

El Dragón Azul no podía oler a los escorpiones gigantes, y eso le molestaba. Sin
embargo, los oía claramente, ya que las mandíbulas de las criaturas castañeteaban
entre sí sin motivo aparente, y las patas tintineaban sobre el suelo de piedra de la
guarida de Khellendros. Percibía la magia que los envolvía y escuchaba los latidos de
sus corazones si se concentraba: aquellos ritmos que sonaban idénticos no variaban
jamás.
Los centinelas obedecían a Ciclón a rajatabla, sin darle motivos para dudar de
ellos; pero al dragón ciego no le gustaban, y en especial le disgustaba que hubieran
sido creados por Fisura, el huldre.
Cuando Khellendros se convirtiera en el consorte de la renacida Malystryx —la
nueva Takhisis, como ella osaba denominarse—, cuando esta guarida y este reino
fueran de Ciclón, los escorpiones gigantes morirían. El dragón disfrutaba con aquel
pensamiento, del mismo modo que pensaba ya con ansiedad en el destierro del
enigmático duende. Si Khellendros conseguía abrir el Portal, al huldre lo dejaría en
Krynn, de eso Ciclón no tenía duda. Pero el duende no permanecería en los Eriales
del Septentrión. El Dragón Azul menor no toleraría la presencia de un ser en el que
no confiaba. Los dracs custodiarían el cubil de Ciclón y le serían leales sólo a él.
El Dragón Azul se tumbó sobre la arena del desierto de Tormenta; los escorpiones
permanecían a su espalda ante la entrada de la cueva, sin dejar de chasquear las
mandíbulas y agitar las patas. Cuatro mujeres bárbaras estaban ante él. Ciclón olió la
dulzura de la persistente lluvia de la tarde, mancillada por el olor de las pieles
húmedas de animal que las humanas vestían. Por encima de todo, el dragón olía su
miedo; una humana se había hecho sus necesidades encima. Ciclón sonrió feroz.
Imaginaba su aspecto: humanas musculosas, la piel tostada por el sol, los cabellos
enmarañados. Mentalmente, veía sus ojos, muy abiertos y fijos, temerosos de
parpadear o de apartar la mirada de él. Sin duda les dolían las piernas, se dijo muy
satisfecho. No les había permitido sentarse desde hacía horas.
Detestaba a los humanos.
Le recordaban a Dhamon Fierolobo, el hombre que le había quitado la vista, que
en el pasado lo había engañado haciéndole pensar que los dos podían ser aliados.
Dhamon le había hecho creer que un humano podía ser amigo de un dragón.
Los odiaba con toda su alma.
Ciclón había estado ocupado, dedicándose a asaltar los pequeños poblados
bárbaros que salpicaban los Eriales del Septentrión. Confiaba en su oído para

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seleccionar aquellos individuos cuyos corazones latían con más fuerza, los más
jóvenes, los más sanos y más apropiados para convertirse en dracs. De estas humanas
saldrían mejores dracs que de las que Khellendros había capturado. Tormenta sobre
Krynn había decidido que era necesario un cuerpo femenino para Kitiara. El señor
supremo podía transformar a estas mujeres en dracs y escoger a uno de ellos para la
transformación definitiva.
Ciclón pensaba prestar mucha atención al proceso. Cuando los Eriales del
Septentrión fueran suyos, y él fuera señor supremo, crearía su propio ejército de
dracs.
El Azul deseó que Dhamon Fierolobo estuviera allí.
¿Cómo olería el miedo de Dhamon al verse transformado en drac, cuando su
envoltura humana se deshiciera para quedar reemplazada por escamas? Pero, antes,
tenía la intención de cegar a su antiguo compañero, robarle el más preciado de sus
sentidos.
La lluvia empezó a caer con más fuerza mientras el dragón estudiaba a las
mujeres. Ahora caía en forma de cortina de agua. El viento era más fuerte, también, y
aullaba para anunciar la inminente llegada del señor supremo Azul. Ciclón imaginó el
centelleo del relámpago, olió los vestigios de calor en el aire; sabía casi con precisión
cuándo retumbaría el trueno, impulsado por el violento cambio en la temperatura
ambiente.
Los truenos eran ahora más seguidos y sonoros, y ya podía escuchar, aunque
lejano, el batir de las alas del señor supremo.
—Khellendros —saludó Ciclón, agitando la cabeza mientras el Azul aterrizaba.
Tormenta sobre Krynn estudió a las cuatro humanas, cuyo miedo creció
sensiblemente con la llegada del dragón de mayor tamaño.
—Lo has hecho muy bien —anunció el señor supremo al cabo de unos instantes
—. Son recipientes muy apropiados.
—¿Apropiados para tu Kitiara?
Khellendros entrecerró los ojos, mientras paseaba la mirada de un espécimen a
otro. Cuatro mujeres, todas musculosas, jóvenes y fuertes.
—Las mujeres —dijo Tormenta—; prepáralas.
Ciclón condujo a las cuatro humanas al interior de la guarida, y los dos
escorpiones se hicieron a un lado con un sonoro tintineo de patas.
El temor de las mujeres había alcanzado un punto febril, y el olor que desprendían
resultaba embriagador para el Dragón Azul menor.
Khellendros se quedó en la entrada y se concentró en la tormenta, para exigir que
el viento aullara más fuerte. Estas mujeres eran los mejores sujetos humanos que
había visto. Kitiara se habría sentido satisfecha, se dijo.
Clavó la mirada en la torrencial lluvia y volvió a imaginarse a la mujer: armadura

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de escamas azules, capa hasta los tobillos, los negros rizos ondeando al aire, los ojos
muy abiertos y fijos en él. Rememoró lo que había sentido al perderla: un vacío
inconmensurable, aunque en realidad no mayor del que sentía ahora. No haber podido
impedir su muerte lo había llenado de amargura, de un sentimiento de inutilidad. Con
su desaparición, se había quedado sin una motivación para hacer algo importante...
excepto mantener la palabra dada a su compañera.
Recordó cómo se sentía cuando buscaba su espíritu al otro lado de los Portales de
Krynn. La había perseguido durante siglos, aunque en Krynn habían transcurrido tan
sólo unas décadas. Hacia el final, había perdido la esperanza y se había resignado a
seguir viviendo de un modo incompleto; pero, cuando regresaba a Ansalon a través
de El Gríseo —el reino entre los reinos donde habitaban los duendes y flotaban los
espíritus de los hombres—, volvió a percibir su presencia. Su espíritu le dio la
bienvenida, lo abrazó. El dragón dejó entonces muy claro que regresaría a buscarla
cuando tuviera un cuerpo apropiado, y su espíritu pareció complacido.
—Pronto —siseó Tormenta sobre Krynn—, La hora llegará pronto. —Cerró los
enormes ojos y sintió cómo la lluvia le golpeaba las escamas. La energía de los
relámpagos fluyó a su interior.
Malystryx no podía comprender lo que lo ataba a esta humana, y se enfurecería si
descubría que ocultaba reliquias que pensaba utilizar para recuperar a Kitiara. No
estaba dispuesto a entregar los preciados objetos a la Roja para su transformación en
diosa; que fueran los otros señores supremos los que renunciaran a sus tesoros.
La señora suprema era incapaz de entender que pudiera amar a una humana más
de lo que probablemente pudiera amarla a ella. Tormenta tenía que admitir que la
oferta de la Roja era tentadora. Gobernar Krynn a su lado como consorte de una diosa
dragón significaría un poder inimaginable. —Sin embargo, aquel poder no podía
llenar todo el vacío que sentía.
—Ah, Kitiara —suspiró Khellendros. Una idea cosquilleó en el fondo de su
mente, y la saboreó mientras sus mandíbulas se torcían hacia arriba en una sonrisa
maliciosa—. Habrías sido mejor cónyuge que Malys. —Pasó una garra por la arena y
observó cómo la lluvia llenaba con rapidez el hueco—. Tal vez los dioses te hicieron
una mala pasada. Kitiara uth Matar, al hacerte humana. Pero a lo mejor Tormenta
sobre Krynn podrá remediarlo.
Elevó la testa hacia el cielo, abrió las fauces, y sintió cómo la energía de su
interior crecía y estallaba en forma de relámpago. El cielo tronó a modo de respuesta.
—Colocaré tu espíritu en el cuerpo de Malys, querida Kit. Ascenderás a la
categoría de divinidad y te convertirás en la única diosa de Krynn. Y yo gobernaré a
tu lado. Ahora es sólo cuestión de escoger el momento oportuno.
Dio media vuelta y se introdujo en la oscuridad de su cubil.

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13
Escollos y revelaciones

Jaspe estaba cansado. Le dolían los pies, su estómago retumbaba, y necesitaba


desesperadamente un baño. Pero no se quejaba; al menos no de modo que los otros
pudieran oírlo. El jabalí del poblado habría sido delicioso, lo sabía, y quedarse a
ayudarlos a devorarlo no los habría retrasado tanto, además de permitirle pasar
algunas horas más junto a Garta Quijadapedrosa, que era el nombre de la jerarca del
pueblo. Hacía más de un año que no se relacionaba con otro miembro de su raza.
El enano pasó los rechonchos dedos sobre las paredes calizas. Le gustaba el tacto
de la roca; siempre le había gustado. De joven había aprendido a valorar la piedra en
sus visitas a Thorbardin. Le encantaba su olor.
Avanzaba por el pasadizo despacio, en parte porque disfrutaba de lo que lo
rodeaba, pero principalmente porque estaba cansado. Sabía que debería haberse
quedado descansando con los otros cerca de la entrada de la cueva; eso habría sido lo
sensato. Pero este pasadizo resultaba... tentador. A su espalda, oyó el crujido de
guijarros bajo las gruesas botas de Groller, y de algún punto sobre su cabeza le
llegaron chillidos de murciélagos. Aquello era música para sus oídos. Hacía
demasiado tiempo que no estaba bajo tierra. Echaba enormemente de menos aquellos
viajes a Thorbardin.
Furia se encontraba a poca distancia, y el enano oía el sordo jadeo del lobo. No
había pedido a Groller y Furia que lo acompañaran, aunque no había puesto
objeciones cuando lo siguieron. El enano sospechaba que, tras el incidente entre Feril
y la serpiente, el semiogro no quería que nadie deambulara solo.
El corredor se estrechó y se torció hacia abajo. Se hallaban ya tan lejos de la
entrada que ni un atisbo de luz llegaba hasta ellos. Los ojos del enano podían ver en
la oscuridad, de modo que echó una mirada a su espalda. Groller palpaba el camino
con los largos dedos de la mano derecha, en tanto que mantenía la izquierda al
costado para acariciar la cabeza de Furia.
Hilillos de agua descendían por la pared, indicando que existía un río de montaña
en algún punto por encima de ellos. Jaspe se llevó el agua a los labios. Era dulce. «No
seguiremos adelante mucho más —se dijo el enano—. Sólo doblaremos esta
esquina.» Extendió las manos para tocar la roca, que era mucho más fina aquí; a
juzgar por el modo en que el pasadizo se curvaba y descendía, imaginó que lo había
formado mucho tiempo atrás algún río subterráneo.
—En épocas pasadas —musitó—. Quizás incluso antes de los dragones. Me
pregunto hasta dónde llega este túnel... Deberíamos regresar. Sí, deberíamos regresar.

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Espera. ¿Qué es esto?
El corredor se dividía; un lado ascendía de forma pronunciada y se estrechaba
visiblemente, mientras que el otro seguía descendiendo en espiral. Las paredes del
pasillo estaban veteadas de minerales, y Jaspe descubrió marcas de picos en ella. «Así
que de este pasillo se extrajeron minerales —pensó—. Tal vez lo hicieran enanos.
Quisiera saber cuándo fue eso.»
Una capa de pizarra sobresalía de la roca. El enano partió un trozo con el pulgar y
se metió la piedra en la boca para chuparla.
—Sólo un poco más adelante —dijo Jaspe a Groller, tirando de la raída túnica del
semiogro para indicarle la dirección que pensaba tomar.
—Vas dema... siado le... jos —protestó él.
El enano buscó las manos de Groller. Las ahuecó y las juntó frente al semiogro;
luego las separó muy despacio. Era el gesto que su amigo le había enseñado para
indicar «más». Enseguida volvió a juntar las manos de Groller: el símbolo de
«pequeño».
«Sólo un poco más», se dijo Jaspe.
—No mucho más, Jas... pe. —Groller captó la idea—. Feril preocupa... da.
El enano siguió adelante, hurgando aquí y allá con los dedos para intentar
averiguar cuándo se había excavado en el corredor.
—Mmm. El suelo es de pizarra aquí, y muy suave. Tendré que pisar con cuidado.
Es un poco resbaladizo. —Esperaba que Groller se daría cuenta de que él se movía
con más cautela. Se llevó la mano al cinturón, del que colgaba el saco que contenía el
Puño de E'li. No quería que el saco se soltase.
«No, no. No andaremos mucho más. Sólo un poquitín, unos metros más.
Probablemente, Rig también estará preocupado. Bajaremos por este pasillo,
doblaremos la esquina, y...» Escuchó el chasquido de la piedra bajo sus pies y luego
notó que caía.
Lanzó un grito de sorpresa, que Groller no pudo oír, y el lobo empezó a ladrar al
verlo caer. El enano agitó violentamente piernas y brazos, sus dedos se golpearon
contra la roca, y las rodillas recibieron terribles arañazos. Se enderezó como pudo y
bajó la mano derecha a la cintura para sujetar el saco con fuerza.
Entonces aterrizó violentamente sobre una pequeña repisa y se quedó inmóvil;
cuando intentó incorporarse, sintió una serie de dolorosas punzadas en la pierna
derecha.
—Rota —masculló. Pasó los dedos por la pared y luego comenzó a arrastrarse. Se
preguntó cuánto habría caído. Además empezaba a dolerle la cabeza. «He de
encontrar la forma de regresar», se dijo, y en ese mismo instante volvió a notar cómo
el suelo cedía bajo su peso.
Cayó, rebotando contra las paredes, para ir a estrellarse contra el duro suelo

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muchos metros más abajo. Por suerte perdió el conocimiento.
Arriba, Groller había visto desaparecer a Jaspe. El lobo se abrió paso junto al
semiogro y atisbo por la repisa.
—¡Jas... pe! —llamó Groller—. Jas... pe! —Bajó la mano hacia Furia y palpó la
cabeza del lobo—. ¡Jas... pe! —Groller se dijo que tal vez el enano no podía hablar. A
lo mejor Jaspe se había herido—. Furia, encuentra a jas... pe.
Empujó al animal al frente y extendió una mano a cada extremo del túnel para
avanzar a tientas; luego el semiogro se dejó caer de rodillas y palpó con las manos el
suelo. Se maldijo por no haber disuadido al enano. Jaspe estaba débil por culpa de la
herida recibida de Dhamon, cansado de la ascensión a la montaña. En opinión de
Groller, debería haber descansado. «Sin duda se ha desmayado de cansancio», se dijo.
Pero, en lugar del enano, lo que Groller encontró fue un agujero irregular en el
suelo.
—¡Jas... pe! —gritó. El lobo golpeó nerviosamente con la pata el borde de la
abertura—. Jas... pe cayó —anunció el semiogro. Miró por encima del hombro al
sendero por el que habían venido, debatiendo si debía volver sobre sus pasos y
conseguir la ayuda de los otros.
Pero el enano y él habían andado durante un buen rato y recorrido una gran
distancia. Si su amigo estaba herido —si es que no estaba muerto— regresar le haría
perder unos minutos preciosos. Groller no podía arriesgarse.
—¡Furia! ¡Ve en bus... ca de Rig! —ordenó. El lobo retrocedió por el túnel, en
tanto que Groller comprobaba los bordes del agujero. Encontró un lugar al que
agarrarse donde la pizarra era sólida y se introdujo en la abertura. Balanceó los pies.
Nada sobre lo que apoyarlos inmediatamente debajo. Balanceó las piernas en círculos
cada vez más amplios hasta que tocaron algo sólido a varios metros de distancia: otra
pared de piedra. Con una mano bien sujeta a la repisa superior, empezó a palpar en la
zona inferior en busca de otro punto de sujeción.
Encajó los dedos en una grieta. Entonces soltó la mano de la repisa superior y
repitió el proceso, localizando grietas para descender como lo haría una araña. Por
fin, sus pies rozaron algo sobre lo que posarse, una estrecha repisa horizontal que
parecía lo bastante resistente para soportar su considerable peso.
Groller imaginó que Jaspe había caído directamente al fondo. Y era allí adonde el
semiogro se dirigía, también, mano sobre mano, con mucha cautela pero sin
detenerse. Le dio la impresión de que debía de haber descendido al menos tres metros
ya cuando sus manos encontraron una amplia abertura en la pared. Se apuntaló en los
lados y siguió descendiendo.
Resultaba horripilante, sin ver nada, incapaz de oír nada, incapaz de saber con
certeza cuánto había descendido. Sólo podía oler un aire mohoso y algo repugnante;
excrementos de murciélago, decidió, cuando sus dedos tropezaron con una masa

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pegajosa sobre un saliente.
Encontró una nueva repisa y se detuvo unos instantes para recuperar aliento. Sus
dedos estaban doloridos y arañados y sangraban por culpa de las rocas. Paseó la
mirada en derredor, sin ver otra cosa que oscuridad. Nada excepto una eterna cortina
gris. Nada excepto... Atisbo más abajo y descubrió un pedazo de un gris más claro.
—¿Jas... pe? —La mancha gris claro no se movió.
La repisa se ensanchaba, describiendo un ángulo hacia abajo al cabo de un rato, y
él siguió aquella ruta. Ahora parecía descender de un modo más inclinado,
dirigiéndose justo a donde él quería ir. Apresuró el paso y avanzó deprisa. Sus pies
tropezaron con pedazos sueltos de roca, e hizo un esfuerzo por mantener el equilibrio.
Cada vez estaba más cerca. Un poco más y luego... La repisa cedió bajo los pies
del semiogro y éste cayó. Rebotó repetidamente contra la pared de la caverna, y la
piedra le arañó el rostro, las rodillas y los brazos, mientras luchaba denodadamente
por encontrar un asidero. Surgida de la nada, una estaca de piedra le golpeó el pecho.
Groller lanzó un gemido y sintió un impacto aun mayor: el suelo de la cueva. La
cabeza chocó contra él con violencia, y el gris oscuro que lo envolvía se tornó negro.

* * *
El semiogro estaba en un pueblo agrícola en Kern, no muy lejos de las costas del
Mar Sangriento. Su esposa lo acompañaba, una humana de aspecto corriente por la
que sentía una inmensa devoción. Sostenía sus pequeñas manos entre las suyas,
grandes y encallecidas, y miraba por encima del hombro de la mujer en dirección a su
hogar, hecho con piedras y paja. Lo acababan de construir ellos mismos, y lo habían
colocado a la sombra de dos grandes robles. Detrás de la casa había un pequeño
huerto, y, si estiraba mucho el cuello, Groller podía ver cómo crecían los cultivos:
guisantes, zanahorias y una hilera de nabos. Su hija jugaba junto a la casa,
parloteando con una muñeca de trapo mientras le arreglaba el vestido floreado.
Groller pensaba construir un anexo a la casa, ahora que su esposa esperaba su
segundo hijo. Esperaba que el niño fuera un varón; alguien que pudiera perpetuar el
nombre de Dagmar.
El semiogro era aceptado en este pueblo; más que aceptado, lo consideraban parte
vital de la comunidad. Era fuerte y capaz de ayudar en las tareas más rudas; afable y
solícito, todos lo querían. Él, por su parte, se había adaptado bien al pueblo, y se
sentía feliz.
Un día, mientras trabajaba en el huerto bien entrada la mañana, apareció el
Dragón Verde. La criatura pasó rozando el poblado en dos ocasiones, observando
cómo la gente gritaba y corría a ponerse a cubierto como hormigas atemorizadas;
luego el monstruo describió un giro, y Groller rezó para que se hubiera ido, para que
no hubiera encontrado nada de interés en ese pequeño lugar. Cogió su azada y se

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encaminó a la casa, donde estaban su esposa e hija.
Pero el dragón no se había ido. Se limitaba a esperar el momento oportuno, a
seleccionar el mejor punto para lanzar su ataque. Regresó justo cuando Groller
llegaba ante la puerta de entrada. Volaba bajo, con las fauces abiertas, e iba soltando
una nube de nocivo líquido pegajoso que lo cubría todo.
Las gentes que seguían en el exterior y que se vieron atrapadas por la nube
empezaron a chillar. Se tapaban las caras y se desplomaban de bruces en el suelo,
donde se retorcían violentamente. Groller gritó a su esposa e hija que permanecieran
en el interior de la casa, y corrió al centro del pueblo con la azada en alto.
El dragón aterrizó, haciendo restallar la cola contra las casas más pequeñas, las
construidas sólo de madera; con las alas avivó el viento e hizo volar el bálago de los
tejados. A algunas personas las atrapó con sus garras, a otras las asfixió con su
pernicioso aliento letal.
Los gritos inundaron los sentidos de Groller. No paraban; se elevaban hasta
extremos ensordecedores a medida que la criatura continuaba con su horrible ataque.
El semiogro vio morir a sus amigos. Golpeó con la azada al dragón, pero el filo
rebotó en las gruesas escamas verdes. La bestia le dirigió una mirada divertida; o tal
vez miraba más allá, sin verlo a él. Luego se elevó por los aires, y el aire que
produjeron sus alas derribó a Groller y también a unos pocos que se habían atrevido a
plantarle cara.
El dragón voló de una casa a otra, aplastando cada edificio y sacando a la gente
del interior. A la mayoría se los comió, tragándoselos de un bocado. A otros se limitó
a matarlos y arrojarlos a un lado.
—¡Maethrel! —gritó Groller. Su esposa estaba en el umbral, y de improviso ya no
había umbral, ni tampoco casa. El dragón había aterrizado sobre ella y, tras
convertirla en cascotes, dio un salto para ir a demoler otra construcción.
El semiogro corrió por el suelo aún pegajoso por culpa del cáustico aliento de la
criatura. Retiró precipitadamente paja y piedras hasta que sus dedos sangraron por el
esfuerzo, y al fin localizó a Maethrel. Estaba muerta, aplastada. También la hija de
Groller había sido asesinada.
Las lágrimas corrieron por el rostro del semiogro, y éste gritó presa de dolor y
rabia. Sus gritos se mezclaron con los de aquellos que aún seguían con vida. Tan sólo
consciente a medias de sus acciones, cogió la azada y corrió hacia el dragón,
chillando furioso, intentando atraer su atención.
—¡Enfréntate a mí! —aulló. Pero el reptil no pareció sentir interés por él. Se
dedicaba a destrozar el edificio que se utilizaba como ayuntamiento.
El aire estaba saturado con los gritos de los moribundos, con los chillidos de los
pocos supervivientes. Los gritos se tornaron más potentes que los rugidos del dragón,
que el silbido de su horrible aliento. Eran todo lo que oía Groller.

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—Haced que el ruido se detenga —rezó el semiogro mientras corría hacia el
dragón—. Por favor, haced que los gritos paren.
Estaba a sólo unos pocos metros de la criatura cuando ésta se elevó del suelo otra
vez y giró al este. Se alejó volando sobre el Mar Sangriento, desvanecido su interés
por el pueblo. Alrededor de Groller, los gemidos continuaron.
—Por favor, haced que pare. —Cayó de rodillas y soltó la azada; luego se llevó
las manos a los oídos.
Por el rabillo del ojo vio a un hombre diminuto, del tamaño de un duende y
dorado, con ojos también dorados, que lo observaba. Entonces el ser hizo un gesto
con la cabeza, y de improviso los gritos cesaron.
Groller miró a su alrededor. El hombrecillo dorado había desaparecido, al igual
que todo el ruido. Regresó tambaleante hasta su derruido hogar y contempló a los
supervivientes mientras se preguntaba por qué a unos cuantos se los había dejado con
vida. Ellos le hablaban, le chillaban tal vez. Vio que movían los labios, mientras las
lágrimas corrían por sus mejillas, pero ya no podía oírlos.
No podía oír nada.
—Maethrel —gritó. Ni siquiera pudo oír sus propias palabras. Se sentó junto a
ella, colocó su mano ensangrentada sobre el corazón de su esposa, y lloró.
Enterró a su mujer e hija aquella noche y durmió junto a sus tumbas.
Despertó con la sensación de que algo rasposo y húmedo le corría por el cuello.
Estaba tumbado de espaldas, parpadeando, y por un instante creyó volver a ver al
hombrecillo de piel dorada, el que tenía los ojos dorados. Volvió a parpadear, y alzó
los dedos, que se enrollaron en el largo pelaje rojizo de Furia. No era el hombrecillo.
Sólo el lobo. De algún modo el animal estaba a su lado. De una forma u otra su
compañero había encontrado una manera de bajar hasta la caverna. Furia siguió
lamiendo el rostro de Groller.
—¿Rig? —inquirió él, con la esperanza de que el lobo también hubiera
conseguido llevar allí abajo al marinero—. ¿Feril? ¿Fio... na?
Intentó incorporarse, pero las piernas se negaron a moverse y su cintura no se
doblaba. Lo embargó el pánico. No sentía las piernas. Se esforzó por mover los
brazos, y los largos dedos hurgaron en la parte posterior de su cabeza. Sangre, y un
chichón cada vez mayor. Con sumo cuidado se palpó el resto del cuerpo. Le ardía el
pecho, y los brazos y la cabeza le dolían; se tocó los muslos. Las sensibles puntas de
sus dedos captaron el tacto de la tela, la cálida humedad de la sangre, la elasticidad de
la carne; pero sus piernas no sintieron nada.
—¿Furia?
Groller giró la cabeza a un lado y a otro, intentando ver en la oscuridad. ¿Dónde
estaban Rig y Feril? Volvió a pasear la mirada, y sus ojos se detuvieron en la caída
figura del enano.

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—¡Jas... pe! —llamó—. ¡Jas... pe! —Al gritar el pecho le dolía.
No sabía si el enano estaba vivo. La masa gris permanecía inmóvil. Su propio
pecho le dolía, y le costaba respirar.
—Maethrel —suspiró. Tal vez volvería a ver a su esposa cuando muriera. No
sería algo tan malo; pero no quería morir todavía. Rig y Palin necesitaban su ayuda
para luchar contra los dragones—. ¡Jas... pe!
Jaspe oyó su nombre. Era un susurro difícil de captar, confuso. «¿Goldmoon?»,
pensó. Parecía como si ella lo llamara desde lejos. Era como si él se encontrara en la
alameda de la isla de Schallsea y ella estuviera en la Ciudadela de la Luz, llamándolo
para que acudiera otra lección. Su cuerpo estaba en la Ciudadela de la Luz, lo sabía,
en el ataúd de cristal que la conservaba mágicamente para que los misioneros
místicos pudieran viajar hasta la isla y despedirse de ella.
—Jaspe —le pareció oír que Goldmoon volvía a llamarlo. «Si es ella, es que
estoy muerto», se dijo.
»Jaspe. —Sin lugar a duda se trataba de la voz de Goldmoon, decidió. El enano
buscó su rostro, pero todo lo que pudo ver fue la oscuridad—. Jaspe, ten fe.
La imaginó llena de vida, con la cabellera dorada cayendo por los hombros y
descendiendo por la espalda, los ojos pensativos y expresivos. Cuando el enano había
considerado seriamente ir a Thorbardin antes de que los enanos sellaran el reino,
aquellos ojos lo habían disuadido de hacerlo. Goldmoon quería que se quedase con
ella, que aprendiera más sobre las artes curativas y la mística. No había podido decir
que no a aquellos ojos.
Las cambiantes bandas grises palidecieron, y unos rizos enmarcaron un rostro
fino.
—Goldmoon —musitó Jaspe—. Eres tú.
—¡Jas... pe!
El enano abrió los ojos violentamente. Parpadeó, y los fijó en una zona más clara
sobre el suelo de la cueva. No era Goldmoon; sólo su imaginación.
—¡Jas... pe!
—¿Groller?
—¡Jas... pe! —El semiogro vio cómo Jaspe se movía—. Te... mía que es... tabas
muer... to.
—Yo también lo creí, amigo mío. De hecho... —Jaspe no acabó la frase—. En
realidad es como si hablara conmigo mismo. No me oyes. ¡Ahhh! —Intentó acercarse
a Groller, pero la pierna rota le dolía demasiado. Descubrió al semiogro tumbado
cerca de él, con un hilillo de sangre en la frente. También Groller debía de haber
caído—. Esperaremos a Rig —anunció el enano—. Rig acabará por echarnos en falta.
Él nos sacará de aquí.
—Jas... pe, mucho da... ño.

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«Sí, así es, —se dijo el enano para sí—. Tengo la pierna rota. Todo yo soy un
cardenal. Me sorprende seguir vivo.»
—Jas... pe, no siento pier... nas. No puedo mover... me.
El enano se maldijo por no pensar primero en Groller. Goldmoon jamás hubiera
pensado en ella primero.
Apretó los dientes y se arrastró lentamente, apoyándose en la pierna sana. El
suelo estaba resbaladizo por culpa del guano. Jadeó. El aire apestaba, estaba viciado y
espeso. El olor le provocó náuseas, y sintió que lo poco que había comido durante el
día le subía por la garganta.
—Casi estoy ahí —dijo—. Unos metros más. —Como si fueran kilómetros, se
dijo. Y cuando llegara junto a Groller, si conseguía llegar hasta él, no podría hacer
nada por su amigo—. ¡Rig! ¡Feril! ¡Fiona! —rugió el enano. Oyó que su voz
resonaba en las paredes, calló y aguzó el oído en busca de una respuesta, pero tras
unos segundos los ecos se apagaron. Suspiró y se esforzó por acallar el dolor de su
pierna y pecho.
No supo cuánto tardó en llegar junto a Groller; quizá varios minutos, aunque le
parecieron horas. El pecho le ardía por culpa de la caída y el esfuerzo.
—Jas... pe —dijo el semiogro cuando notó los rechonchos dedos del enano—.
¿Jas... pe bien?
—No —tosió éste. Sus dedos encontraron la mano de Groller—. No estoy bien.
—Hizo una mueca. Volvió a toser y notó el sabor de la sangre en la boca, una mala
señal; tal vez se había perforado también el pulmón sano.
Groller atisbo en la oscuridad hasta distinguir el rostro de su amigo.
—Jas... pe, arregla mis pier... nas.
El enano sacudió la cabeza. «Mi fe ya no es firme, amigo», se dijo. Sabía que
Groller no podía oír lo que decía. «No pude curar a Goldmoon. Ni siquiera me pude
curar a mí mismo cuando Dhamon me hirió. Los místicos de la Ciudadela tampoco
me pudieron curar: mi falta de fe lo impidió. Ya no puedo curar. Tendremos que
esperar a Rig.»
—Jas... pe, arregla —repitió Groller—. Arregla mis piernas.
El enano suspiró y empezó a tantear al semiogro con sumo cuidado.
—Sentí es... o —indicó éste—. Duele mucho, mucho. Es... o. Sentí es... o.
Groller calló cuando el enano le presionó las caderas. Jaspe comprendió
entristecido que tenía la espalda rota. Y varias costillas. El semiogro no abandonaría
la cueva. «Incluso si Rig nos encuentra —pensó el enano—, no conseguirá sacar a
Groller de aquí con vida.»
El enano volvió a toser, y notó cómo un hilillo de sangre resbalaba por su labio
inferior.
—Puede que Rig no llegue aquí a tiempo de todos modos —musitó—. Creo que

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me estoy muriendo. Pero tengo el Puño. Rig y Palin necesitan el Puño.
—Arregla mis piernas —lo animó Groller.
Jaspe cerró los ojos; sólo le quedaba un poco de energía, y ésta se desvanecía
veloz. La caída lo había incapacitado casi por completo. Cada vez tenía más sangre
en la boca.
—Frío —susurró Groller—. Tan frío aquí abajo. —El semiogro temblaba.
—Concéntrate —se reprendió Jaspe—. No por mí: por Groller. Reorx, Mishakal,
por favor. —Intentó concentrarse, tal y como Goldmoon le había enseñado, mirando a
su interior en busca de la fuerza interior que ella afirmaba que todos poseían. Ella le
había enseñado a utilizar aquella energía, a invocarla y canalizarla en forma de magia
curativa y otros conjuros mágicos. La buscó ahora; pero no la encontró. La energía
había desaparecido.
Jaspe. Era la voz de Goldmoon, el enano estaba seguro.
—¿Goldmoon?
Has de tener fe.
El enano sonrió débilmente. La voz era real; no había imaginado que la oía. Del
mismo modo que ella sin duda había estado hablando con Riverwind durante todos
aquellos años cuando permanecía ante la ventana de la Ciudadela de la Luz y
mantenía lo que al enano le parecía una conversación unilateral. Goldmoon no se
había dado cuenta de que alguien la escuchaba, y probablemente cualquier otro
hubiera pensado que estaba loca. Pero Jaspe había escuchado y se había hecho
preguntas.
«A lo mejor soy yo el que está loco ahora —reflexionó— al oír voces, al pensar
que puedo curar. Pero tengo que intentarlo.»
Ten fe.
—Goldmoon. —Entonces la encontró, aquella chispa diminuta de energía interior
enterrada dentro de él. Era una sensación cálida, y cuanto más se concentraba en ella,
más fuerte brillaba la chispa—. Fe —susurró—. Goldmoon, debo volver a tener fe.
Una oleada de calor emanó de sus brazos hasta los dedos. Colocó las manos sobre
la cintura del semiogro y la recorrió hasta llegar al final de la espalda. El calor
resultaba estimulante. Los dedos ascendieron por el pecho de Groller hasta el cuello
de éste y luego descendieron por sus brazos.
Jaspe notó que el semiogro se movía y utilizó las manos para detenerlo.
—Aún no he terminado —dijo. Sus dedos localizaron las heridas y contusiones
de la cabeza de Groller. Tocó cortes y arañazos, bultos en los que se formaban
chichones. Luego sus manos recorrieron las piernas del semiogro, que estaban
torcidas en extraños ángulos.
—No debieras haberme seguido al interior de la cueva —refunfuñó Jaspe. El
calor de sus manos irradió al exterior, curando los huesos rotos.

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—Jas... pe buen sanador —afirmó Groller—. Siento mis pier... nas ahora. Me
puedo mover ahora.
Las manos del enano intentaron mantener tumbado al semiogro, pero éste era
demasiado fuerte, y se incorporó hasta una posición de sentado.
—Jas... pe, estás herido —manifestó.
Ten fe, susurró el espíritu de Goldmoon.
—Jas... pe, cura tú mismo.
—Lo intento, amigo. —El enano siguió concentrándose en el calor, animándolo a
fluir—. Lo intento.
Fe, repitió Goldmoon.
El calorcillo permaneció en su pecho y pierna; luego se extendió hacia la espalda
y recorrió sus costillas. Sintió como si flotara, como si recuperara fuerzas. Y, sin
embargo, al mismo tiempo se daba cuenta de que se debilitaba, a medida que la
magia absorbía los últimos restos de su energía física. Un hormigueo le recorrió la
pierna y el pecho. La sensación le recordó lo que había estudiado junto a Goldmoon,
y a otras ocasiones en las que se había curado a sí mismo de pequeñas caídas.
Tu fe es fuerte.
—Jas... pe, mejorarás —oyó decir a Groller a poca distancia de él. De lo alto le
llegaron los chillidos quedos de los murciélagos, mientras escuchaba cómo su
corazón latía con más fuerza y oía cómo la voz de Goldmoon se desvanecía hasta
apagarse.
—Estoy cansado —murmuró, mientras el calor se retiraba, el conjuro finalizaba,
y los restos de energía que le quedaban desaparecían.
—Jas... pe, eres buen sanador —repitió Groller.
—Estoy bien —insistió el enano al sentir que lo alzaban del suelo—. Puedo
andar. —Los dedos del enano se deslizaron hasta el saco que pendía de su cinturón,
mientras Groller avanzaba lentamente, con él en brazos.
De un modo u otro, el semiogro consiguió llegar hasta una pared. Groller había
buscado al lobo, sin encontrar ni rastro, y se preguntaba cómo había conseguido
Furia llegar allí abajo. Sin duda existía un sendero más practicable que el que él
había tomado. ¿Adónde había ido el lobo?
Groller se metió a Jaspe bajo un brazo, palpó la pared, y empezó a utilizar la otra
mano para trepar.
¿Dónde estarían Rig, Feril y Fiona? se preguntaba. Había enviado al lobo en su
busca, pero decidió que no podía esperarlos, no podía permanecer allí abajo. No
quería hacerlo. Apestaba.
Introdujo dedos y pies en grietas, se afianzó, y luego alzó la mano. La ascensión
era lenta, pero Groller era persistente. Resbaló unas cuantas veces pero realizó
progresos y por fin llegó hasta un saliente en el que recostarse.

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Este era más estrecho que el que había encontrado cuando intentaba descender en
busca de Jaspe. Groller avanzó por él con suma cautela, encajando los dedos de la
mano libre en las rendijas que encontraba. Jaspe tiró de la túnica de su amigo.
Estaban cerca de la abertura por la que el enano había caído. Groller entrecerró los
ojos para intentar ver en la oscuridad, y Jaspe le dio una palmada en la espalda para
indicarle que lo habían conseguido.
Ahora llegaba la parte más difícil. El semiogro necesitaría ambas manos. Se puso
en equilibrio con sumo cuidado sobre la repisa.
—Jas... pe, coge fuerte —indicó. El enano pasó los brazos alrededor del cuello de
Groller, y éste encontró un nuevo asidero.
Trepó como una araña otra vez, colgando de una pared rocosa que se inclinaba
oblicuamente cerca de la abertura. Groller tenía los dedos doloridos de aferrarse a las
rocas, y de soportar el peso del enano; pero escarbó en busca de puntos de apoyo y
balanceó las piernas con desesperación.
Sus frenéticos movimientos asustaron a los murciélagos de la vecindad y sus
chillidos inundaron el aire. Groller no podía oírlos, pero percibió su vuelo claramente.
El aire se agitó con su batir de alas, y algunos lo golpearon con sus movimientos.
Por fin, las piernas del semiogro encontraron una profunda hendidura donde
apoyarse, y pudo continuar la ascensión. Al cabo de unos instantes, ambos se
encontraban tumbados en el túnel.
Jaspe fue el primero en moverse, pero luego Groller volvió a tomar el mando y
usó los doloridos dedos para guiarlos a ambos por el pasadizo. Descubrió a Furia en
el túnel por delante de ellos. El animal pateó el suelo y luego dio media vuelta y
desapareció; al parecer el lobo estaba solo y no había llevado consigo a Rig o a Feril.
Groller se dijo que a lo mejor les había sucedido algo, y apresuró el paso, volviendo
la cabeza para asegurarse de que Jaspe lo seguía.
El pasadizo zigzagueaba como una serpiente, tal y como lo recordaba, y volvió a
ver al lobo dando zarpazos al suelo. El semiogro empezó a correr. Furia dobló una
esquina y desapareció de su vista.
Groller dio la vuelta a una protuberancia rocosa a toda velocidad y fue a parar a la
entrada de la cueva. Estaba oscuro. Por un instante, el semiogro sospechó que había
equivocado el camino y había ido a parar a una sala distinta; pero entonces sus ojos,
acostumbrados a la penumbra, descubrieron unas manchas grises.
Jaspe casi chocó contra él, al doblar la esquina.
—Varias horas, como mínimo. —Jaspe reconoció la voz de Feril—. Estoy
agotada —decía—. Estamos atrapados aquí, a menos que encontréis otro modo de
salir de esta cueva. No puedo hacer un agujero en esta roca hasta que haya
recuperado las energías.
—Aquí dentro está más oscuro que la noche. —Ésa era la voz de Rig—. Parece

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una tumba.
Jaspe escuchó otros sonidos, un curioso tintineo que procedía del otro extremo de
la estancia.
—Me pregunto dónde estarán Groller y Jaspe. No puedo creer que no hayan oído
todo esto. Y deberían estar de vuelta ya.
—Estamos de vuelta, Fiona —contestó Jaspe.
—¿Y se puede saber dónde habéis estado vosotros dos? —inquirió Rig—. Hemos
tenido que luchar contra dracs. Todavía siguen ahí fuera. Feril selló la cueva para
impedir que nos mataran.
—¡Ufff! ¿Qué es ese olor? —preguntó Fiona.
—Ah, excrementos de murciélago —repuso Jaspe.
El enano tiró de la túnica de Groller, y el semiogro lo siguió al interior de la
enorme gruta. Groller se dirigió hacia Feril y el lobo, y los dorados ojos de Furia lo
saludaron. El semiogro los contempló con fijeza.
—Así que excrementos de murciélago. Vosotros encontráis excrementos de
murciélago y nosotros dracs —manifestó Rig—. ¿Dónde estabais?
—Explorando —repuso el enano. «Explorando esta cueva y a mí mismo», añadió
en silencio. «Encontrando mi fe.» Aspiró con fuerza y se encaminó hacia Rig. Notaba
que sus pulmones estaban curados, los dos, y que su fe había regresado. Una sonrisa
le iluminó el rostro—. Groller y yo nos dedicamos a explorar un poco.

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14
Navíos hundidos

—He estado explorando las posibilidades de un regreso de Takhisis —dijo Palin—.


Hay algo... que me preocupa. —La ansiedad de su voz era evidente mientras
contemplaba el cuenco de cristal lleno de agua. El rostro de Gilthanas lo contempló a
través de las crecientes ondulaciones.
—¿Te preocupa más que el regreso de la diosa?
—No —respondió él con una carcajada—; hay pocas cosas peores que podrían
ocurrirle a Krynn. Es dónde regresará lo que me preocupa. Si nos equivocamos en
nuestras adivinaciones...
—No habrá nadie allí para detenerla —finalizó por él Gilthanas—. Si acertamos,
puede que no poseamos el poder necesario para detenerla de todos modos.
—Pero debemos acertar el lugar si deseamos tener la más mínima posibilidad.
—Concedido. ¿Cuáles con las opciones? —La voz del elfo sonaba queda y hueca.
Palin juntó las puntas de los dedos de ambas manos. Las arrugas de su rostro eran
sensiblemente más profundas, en especial alrededor de los ojos, como si hubiera
envejecido durante las últimas semanas. Dejó escapar un largo suspiro.
—El Custodio está convencido de que Takhisis aparecerá en algún lugar cerca de
la Ventana a las Estrellas. Es un antiguo lugar en Khur.
—He oído hablar de él.
—El Custodio dice que todas sus adivinaciones señalan a esa zona, y sin
embargo...
—¿Y sin embargo? —inquirió Gilthanas.
—El Hechicero Oscuro afirma categórico que el lugar será el Reposo de Ariakan.
Sus palabras también tienen sentido. Es un lugar considerado como místico por los
Caballeros de Takhisis.
—La Reina de la Oscuridad ya apareció allí en una ocasión —indicó Gilthanas.
—Mis socios se niegan a llegar a un acuerdo —siguió Palin, asintiendo—.
Ninguno está dispuesto a tomar en cuenta la posición del otro. Casi han llegado a las
manos sobre esta cuestión.
—Nuestras fuerzas son demasiado pequeñas para que nos dividamos —protestó
el elfo.
—Y los dos lugares están muy separados uno del otro.
—¿Estás solo?
Palin movió la cabeza afirmativamente.
—Entonces dime en qué opinión confías más. Tal vez eso debería decidirlo.

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—No lo sé. —Palin sacudió la cabeza, encogiendo los encorvados hombros. El
Custodio era la personificación de la Torre de Wayreth, pensó, y la encarnación de la
Alta Hechicería en forma humana. Podía lucir el rostro de cualquier hechicero que
quisiera. También el Hechicero Oscuro estaba envuelto en un halo de misterio. Tal
vez fuera un hombre, pero también podía ser una mujer. Palin había llegado a
depender enormemente de ambos magos durante los últimos años. Pero no confiaba
en uno por encima del otro.
—¿Cómo puedo ayudar? —preguntó Gilthanas.
—Tienes la magia de tu lado —siguió Palin—, y un dragón. Si Silvara está
dispuesta a hacerlo, vosotros dos podríais explorar los alrededores de la Ventana una
vez que hayáis llevado a Usha y a Ampolla a la costa, a Ak-Khurman. Buscad
indicios y observad con atención por si descubrís algo inusitado.
—Khur es un territorio grande. Llevará tiempo.
—También necesitarán algún tiempo los otros para obtener la corona. Con la
ayuda del Hechicero Oscuro, el Custodio ha conseguido por fin ponerse en contacto
con Feril y Rig. No fue nada fácil. Se habían encerrado en una cueva, a varios
kilómetros de distancia, para esquivar a docenas de dracs. El Custodio les dijo que
habíais encontrado a Dhamon, y decidieron seguir camino hasta Ak-Khurman.
»Y no puedo arriesgarme a destruir más objetos con poderes arcanos para dar
fuerza a un conjuro que los envíe a Ak-Khurman —suspiró.
—En Ak-Khurman... —empezó Gilthanas.
—Feril y los otros se reunirán con Ampolla y Usha allí. Luego se dirigirán juntos
a Dimernesti. Usha lleva encima gran cantidad de acero para poder alquilar un barco.
—¿Y Dhamon?
—¿Qué pasa con él? —inquirió el hechicero.
Gilthanas dejó que la pregunta flotara en el aire. Rápidamente explicó cómo el
misterioso Dragón de las Tinieblas y Silvara habían roto el vínculo de Dhamon con
Malys, y cómo el antiguo Caballero de Takhisis parecía haber dejado de ser una
amenaza.
—¿Confías en Dhamon? —preguntó el mago con voz ronca.
—Confío en Silvara.
—Si no existe una amenaza, podría resultar útil. —Palin ladeó la cabeza—. No
obstante...
—Tu esposa y Ampolla son muy competentes, y creo que están a salvo en su
compañía. Pero le quitaré la alabarda a Dhamon para estar más seguro. Es diferente,
Palin, está cambiado. Pero supongo que cualquiera lo estaría después de lo que le ha
sucedido. Silvara afirma que está totalmente fuera del control de la Roja. Y, como
dije, confío en Silvara.
—En ese caso puede acompañar a Usha y a Ampolla. —Palin pareció relajarse un

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poco—. Nos ocuparemos del asunto de la muerte de Goldmoon más tarde. Ten
cuidado en tu viaje, amigo. Los territorios salvajes de Khur son peligrosos.
—He aprendido a tener cuidado. ¿Y tú?
—Yo iré al Reposo de Ariakan.
—¿Qué señales debemos buscar?
—Reuniones de dragones —repuso él tras permanencer unos instantes en silencio
con los labios fruncidos—. Donde sea que Takhisis pretenda hacer su aparición,
habrá otros dragones y sus esbirros. Y habrá Caballeros de Takhisis.

* * *
—¡Mirad, allí hay más caballeros! —Ampolla agitó los retorcidos dedos en
dirección al mercado, indicando un trío de caballeros de la Legión de Acero que
interrogaban a un comerciante.
—Baja la voz —le instó Dhamon. Arrastró a Usha y a Ampolla bajo un toldo—.
No queremos despertar sus sospechas. No hemos hecho nada malo, nada que los
impulse a importunarnos —musitó—. De hecho, quizá puedan ayudarnos. Pero por si
acaso...
Los caballeros se dirigieron a otro comerciante y sus compradores, situados en un
tenderete más próximo a ellos.
—Vayamos al puerto por otra ruta, ¿no os parece? Por si acaso —sugirió Usha—.
La Legión de Acero es honorable. Ha protegido a los habitantes de esta ciudad.
Pero...
—Por si las moscas —terminó Ampolla por ella.
Los tres se escabulleron por una esquina y recorrieron las calles polvorientas que
zigzagueaban entre casas y negocios dispersos. Los edificios eran grandes, algunos
con tres pisos de altura, y construidos en piedra con tejados de tejas. La madera
parecía ser escasa; incluso los letreros de los edificios y los postigos estaban hechos
de pizarra. En una parcela estrecha situada entre dos construcciones más antiguas
estaban construyendo una casa nueva. Desde su llegada a Ak-Khurman, habían
observado varias construcciones nuevas.
—No parece que haya tantos habitantes —comentó Ampolla—. Desde luego no
para todos estos edificios.
—Cuestión de previsión —dijo Usha—. Ésta es una de las ciudades más grandes
de Khur, y la única con un puerto seguro.
—¿De modo que suponen que vendrá más gente? —inquirió la kender.
—Los bárbaros de Khur leales a Neraka están echando a la gente de las llanuras
—respondió Usha—. Son gentes que no tienen ningún otro sitio al que ir, ningún sitio
seguro.
—Y yo que creía que los dragones eran los únicos que realizaban acciones

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desagradables como ésa. Eh, Dhamon, cuando tú estabas... ya sabes... trabajando para
Malystryx, ¿te hizo hacer ella cosas repugnantes?
Un expresión tirante apareció en el rostro de Dhamon, que hasta ahora, y muy
hábilmente, había conseguido evitar tener que hablar sobre la época pasada bajo el
control de la hembra de dragón, excepto para satisfacer la curiosidad de Gilthanas y
conseguir ganarse un poco la confianza del elfo y de Silvara. Aumentó la longitud de
sus zancadas, y Usha y Ampolla tuvieron que apresurar el paso para mantenerse a su
altura.
—Susceptible —murmuró la kender a Usha—. No era tan susceptible antes, no lo
era cuando sus cabellos eran rubios.
El trío dobló otra esquina. La parte superior de un faro sobresalía por encima de
los edificios que se extendían frente a ellos. Construido en piedra, se elevaba hacia
las alturas bajo el cielo de primeras horas de la mañana. El faro se denominaba
Khurman Tor, y la ciudad había crecido a su alrededor. Los habitantes del lugar
habían amurallado la ciudad para que los bárbaros y las tribus de saqueadores de
Neraka los dejaran en paz, y habían dispuesto centinelas en el faro para protegerse de
cualquier amenaza proveniente del mar o la tierra. La muralla que rodeaba la ciudad y
descendía hasta el mar tenía seis metros de altura y era muy sólida, con puertas
revestidas de hierro custodiadas por la Legión de Acero. Los caballeros recorrían
también las calles y se dedicaban a conversar con los comerciantes y transeúntes, y a
interrogar a aquellos que no conocían.
Usha sabía que se encontrarían con los caballeros. Palin había estudiado la ciudad
y había sugerido que se encontraran allí con Rig y alquilaran un barco. No era el
lugar más cercano al reino submarino de los elfos del mar, pero sí era la ciudad
portuaria más próxima situada fuera de territorio de dragones, y además poseía un
puerto de aguas profundas.
Se encaminaron a los muelles, eligiendo una calle que atravesaba un pequeño
barrio comercial lleno de carniceros, panaderos y pescaderos, y Usha y Dhamon
tuvieron que hacer grandes esfuerzos para impedir que Ampolla se introdujera en
todas las tiendas para investigar los seductores aromas.
—Canela —anunció la kender, olfateando en un escaparate—. Pasas, también.
Manzanas.
—Ya tendremos tiempo de comer algo más tarde —intervino Usha—. Primero
quiero asegurarme de que tenemos metal suficiente para alquilar una buena nave.
La kender se conformó de buen grado.
—Y a lo mejor incluso nos quedará suficiente para conseguirle a Dhamon alguna
otra cosa que ponerse —comentó—. Algo negro que haga juego con sus cabellos. O
algo un poco más alegre. Eh, Dhamon, ¿alguna vez la Roja...?
El aludido hizo una mueca de enojo y apresuró aun más el paso. Usha y Ampolla

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tuvieron que correr para mantenerse a su lado.
El sonido de los chillidos de las gaviotas y del agua lamiendo los muelles les dio
la bienvenida mientras descendían a toda velocidad por una calle especialmente
polvorienta que daba al bullicioso barrio portuario de Ak-Khurman. La ardiente brisa
que soplaba tierra adentro desde el océano azotó sus cuerpos e hizo que algunos
mechones grises se soltaran del copete de Ampolla.
En el lado nordeste del puerto se alzaba una pequeña fortaleza, y varios caballeros
de la Legión de Acero deambulaban por sus alrededores. Había más caballeros en los
muelles, y, a pesar de la gran cantidad de gente que recorría la dársena, no se veían
marineros ni capitanes de barco. A decir verdad, tampoco había barcos atracados en
los muelles.
Pero había indicios de la existencia de navíos: Usha fue la primera en darse
cuenta. Emergiendo justo por encima del nivel del agua se veían varios mástiles
rotos; topes de arboladuras y jarcias flotaban en las aguas poco profundas, atrapados
en las raíces de los sauces que bordeaban la orilla. Ampolla contó al menos doce
barcos hundidos.
Fuera del puerto había anclados media docena de navíos, entre ellos dos
impresionantes galeras. En cada una ondeaba una bandera negra con el emblema del
lirio de la muerte.
—Caballeros negros —susurró Usha—. Palin dijo que la Legión de Acero
gobernaba esta ciudad.
—Así es —afirmó Dhamon solemne—; pero los Caballeros de Takhisis la han
bloqueado. Ése es probablemente el motivo de que los caballeros del Acero
estuvieran interrogando a tanta gente. Buscan espías o simpatizantes de los caballeros
negros.
—Es evidente que Palin no lo sabía —dijo Usha—, o no nos habría enviado aquí.
—Calaveras y tibias cruzadas me harían sentir mucho mejor que lirios de la
muerte. —Ampolla arrugó la nariz—. Rig fue pirata en una ocasión, y apuesto a que
podría enfrentarse a piratas mucho mejor que a esos caballeros de ropajes negros.
¿Creéis que los caballeros hundieron los barcos?
—Yo apostaría a que sí —dijo Dhamon sombrío.
—Ahora ¿cómo vamos a llegar a Dimernesti? —inquirió la kender poniéndose en
jarras—. ¿Nadando?

* * *
No había una mesa lo bastante grande para todos ellos en La Jarra Rebosante, de
modo que Rig y Fiona se sentaron aparte en una pequeña mesa situada contra la pared
del fondo. La mujer se había vestido con el resto de la armadura y presentaba un gran
contraste con el marinero, cuyas ropas estaban hechas jirones.

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Jaspe, Groller y Feril se apretujaban en un lado de la larga mesa cerca de la
ventana, todos ellos con aspecto andrajoso. Ampolla, Usha y Dhamon, ataviados con
ropas nuevas, ocupaban el otro lado y mordisqueaban la comida de sus platos —la
segunda comida del día— en tanto que sus amigos deglutían lo que tenían frente a
ellos.
Cuando los compañeros se reunieron en la dársena justo después de la puesta de
sol, Rig había asestado un fuerte puñetazo a la mejilla de Dhamon, y Jaspe y Usha
tuvieron que hacer un gran esfuerzo para impedir que sacara una daga. El marinero se
negó a escuchar las explicaciones del caballero sobre cómo había estado bajo el
control de Malystryx, aunque prestó un poco más de atención a Ampolla y a Usha
cuando éstas repitieron lo que Silvara les había relatado sobre Dhamon y el Dragón
de las Tinieblas. Mientras comía su cordero, Rig lanzaba miradas furiosas a Dhamon
y mascullaba en silencio «más tarde».
Los otros recibieron al descarriado compañero con ciertas reservas. Jaspe fue el
más amistoso; levantó la mirada de su comida y le dirigió una sonrisa.
—No me gusta el modo en que la gente nos mira, Fiona —dijo Rig—. ¿Los ves?
Nos miran fijamente..., a nosotros y a ellos. —Señaló el extremo de la mesa donde
estaba sentado Dhamon.
—Quizá se deba a las ropas que algunos de nosotros llevamos —sugirió ella—.
Este lugar no tiene entre sus parroquianos a los habitantes más acaudalados de Ak-
Khurman; pero, por otra parte, el resto de la clientela va mucho mejor vestida que tú
y...
—¿Mis ropas? —bufó Rig.
—Tal vez sean las mías. —La armadura relucía bajo la luz de la lámpara de aceite
de la pared.
—A lo mejor piensan que soy tu prisionero.
—Así que te he capturado, ¿eh? —Sonrió maliciosa—. Tal vez, Rig Mer-Krel,
nos miran simplemente porque son curiosos. Somos extranjeros aquí. Extranjeros
llamativos. En estos días no se puede confiar en los desconocidos.
Rig entrecerró los ojos, y se aseguró de que Dhamon captara su mirada.
—A veces no puedes confiar en aquellos que considerabas tus amigos.
Fiona le pasó los dedos por el brazo para desviar su atención hacia ella, al menos
por unos instantes.
—Extranjeros —repitió Rig, volviendo a pasear la mirada por la sala—. Sí, eso es
parte de la atracción, supongo. Pero mira la forma en que ese tipo mira a Dhamon. —
El marinero señaló a un hombre vestido de oscuro que no había tocado su jarra de
cerveza.
—Imaginas cosas. Además, también tú tienes la mirada fija en Dhamon. Es un
hombre notable. —Fiona terminó lo que le quedaba de su pan con miel—. Al menos

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han curado a Dhamon de la influencia de la Roja.
—Curado —rió Rig, al tiempo que tomaba las manos de Fiona, los ojos fijos aún
en Dhamon—. Ser el títere de un dragón no es una enfermedad. ¿Cómo puedes
curarte de eso?
—Debes concederle una oportunidad —replicó ella. La joven solámnica extendió
los dedos hasta el rostro del marinero y lo hizo girar para que la mirara a los ojos—.
Dhamon no tenía por qué tomar parte en esto, lo sabes muy bien. No tenía por qué
venir aquí con Usha y Ampolla. Podría haber seguido su camino.
—Si Gilthanas se lo hubiera permitido... cosa que dudo. ¿Quién sabe? ¿No habría
estado tan mal, verdad? —le espetó Rig—. No lo necesitamos. —Su expresión se
dulcificó al clavar la mirada en los ojos de Fiona—. Y ¿qué hay de ti? ¿Una vez que
hayamos conseguido la corona seguirás tu camino, de regreso con tu orden?
—Todavía quedarán dragones de los que ocuparse. Estará Takhisis.
—¿Y luego?
—Podrías regresar conmigo. —Le dedicó una sonrisa—. Los Caballeros de
Solamnia te darían la bienvenida, Rig Mer-Krel. Eres una persona honorable.
Rig se encogió ante la palabra «honorable».
—Siempre me he considerado un bandido —replicó.
—Un bandido honorable entonces. —Se inclinó sobre la mesa y lo besó—. ¿Lo
pensarás?
—¿Yo, un caballero? —Rig le soltó las manos y alzó los dedos para acariciar su
suave mejilla—. No lo creo, Fiona. Toda esa armadura... Yo no sirvo para eso.
—Piénsalo —insistió ella.

* * *
Dhamon contemplaba a Feril, aparentemente ajeno a las continuas preguntas de
Ampolla sobre dónde había estado desde que había abandonado Schallsea, qué le
había hecho hacer el dragón, y qué se sentía cuando un ser así controlaba tu cuerpo y
te obligaba a hacer cosas que no querías hacer. La kalanesti dirigió un rápida mirada
en dirección a Dhamon y luego volvió a apartarla veloz para retomar el estudio de
una espiral en la parte superior de la mesa. Groller dedicó al caballero una sonrisa
compasiva.
—Feril necesita tiempo —dijo Ampolla—. Estoy segura de que todo volverá a la
normalidad dentro de un tiempo. Sólo tiene que acostumbrarse a ti otra vez, ya sabes.
A lo mejor si tus cabellos fueran rubios y llevaras puesto algo que no fuera negro y
gris. Además...
—¡Ampolla! —La mirada severa de Jaspe detuvo la cháchara de la kender. Pero
sólo unos instantes.
—Feril simplemente necesita tiempo —repitió Ampolla.

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—Y nosotros necesitamos un barco —indicó Dhamon. Tomó un largo trago de su
jarra de sidra y se recostó en la silla.
—No creo que los Caballeros de Takhisis nos vayan a alquilar uno de los suyos
—observó Jaspe—. No importa cuánto metal les ofrezcamos. —El enano introdujo en
su boca lo que quedaba de su asado e hizo señas con la mano para que le llevaran el
postre—. Será mejor que encontremos otra ciudad con puerto.
—Es Ak-Khurman o nada —declaró Usha—. Palin cree que la llegada de
Takhisis ocurrirá dentro de los próximos dos meses. Perderíamos demasiado tiempo
si viajásemos a otro sitio.
—Entonces esperemos a Takhisis sin la corona —sugirió Jaspe.
—No; hemos llegado demasiado lejos para renunciar a eso —dijo Fiona. La dama
solámnica se había acercado hasta ellos y se inclinaba sobre el hombro de Dhamon.
—En ese caso robemos un barco —indicó Rig, uniéndose a ellos.
—Una idea excelente. —A Ampolla se le iluminó el rostro—. Los Caballeros de
Takhisis tienen tantos ahí fuera, que no echarán en falta un botecito de nada.
—Un gran barco —corrigió Rig—. Necesitamos un navío allí adonde vamos.
—¿Cuándo lo robaremos? —La voz de la kender sonaba cada vez más excitada
—. Nunca antes había robado un bote. Suena como si fuera a resultar emocionante. Y
entonces podremos utilizar el metal de Usha para comprarte a ti y a Feril y a Jaspe y a
Groller algo de ropa. También a Fiona por si quiere llevar alguna otra cosa en lugar
de la armadura. Puede que otro vestido nuevo para mí. Ahorraremos dinero si
robamos un bote... eh, barco. Con lo que ahorremos podemos comprar ropa nueva y...
—Hizo una mueca de disgusto al contemplar lo que quedaba de los atavíos de Rig, y
agitó el dedo en dirección a Jaspe, Groller y Feril—. Ropa para todos. También
baños. Así pues, ¿cuándo vamos a hacerlo?
—Esta noche. Justo antes del amanecer. —Rig bajó la voz—. Cuando sea noche
cerrada. —El marinero vio que el enano y el semiogro lo miraban e hizo unos cuantos
gestos con las manos y los dedos en el silencioso lenguaje que Groller le había
enseñado.
—¿Alguien sabe por qué están bloqueando el puerto? —inquirió la kender.
—El tabernero dice que los caballeros no han dado la menor indicación del
porqué —repuso Fiona, negando con la cabeza—. Ni siquiera quieren hablar con los
oficiales de la ciudad. Sencillamente se presentaron aquí en masa hace casi un mes y
destruyeron los barcos amarrados a los muelles. Incluso hundieron las barcas de
pesca y mataron a un par de capitanes que protestaron y a los caballeros de la Legión
de Acero que intentaron detenerlos. Desde entonces, han impedido que nadie entre o
salga del puerto.
—Excepto nosotros —declaró Ampolla—. Nosotros saldremos. Después de que
consigamos un bote.

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—Un barco —corrigió de nuevo Rig—. Feril ven conmigo. Y tú... —Hizo una
señal a Dhamon—. Es hora de dar un paseo y ver qué se encuentra.
—¿Qué pasa conmigo? —La kender hizo un puchero—. ¿Qué pasa con Fiona y
con Usha?
—Necesito que vengas conmigo —dijo Jaspe a Ampolla, mientras se metía un
pedazo de pastel de manzana en la boca y hacía un gesto de asentimiento en dirección
al marinero. Había comprendido las señas que Rig había hecho antes y sabía lo que
debía hacer—. Groller también, y Furia. Mmm... Será mejor que Fiona y Usha
permanezcan aquí y nos esperen. Hemos de conseguir algunas... eh, provisiones.
Luego todos nos encontraremos junto a los muelles dentro de una hora más o menos.
Junto a aquel enorme sauce.
La kender abandonó tan velozmente su asiento que incluso llegó antes que
Groller a la puerta del local.
—¿Dónde vamos a comprar provisiones? Todo excepto la taberna está cerrado.
—El enano la empujó al exterior, pero los otros siguieron oyendo su vocecita aguda a
través de la puerta abierta—. ¿Qué clase de provisiones? ¿Eh?
Feril paseó la mirada nerviosamente de Rig a Dhamon.
—Feril, necesito tus ojos de elfa —le explicó el marinero—. Tu visión es mejor
que la nuestra. No quiero acercarme demasiado a los muelles, no aún. Pero necesito
que le eches un buen vistazo a la dársena; que nos digas cuántos caballeros ves a
bordo de esos barcos y qué clase de defensas tienen las naves. —A Dhamon, Rig
indicó con frialdad:— Y quiero que tú vengas con nosotros, traidor, porque no confío
en ti y no quiero perderte de vista. Fiona, Jaspe tiene razón. Deberíais quedaros aquí.
—Señaló su armadura—. Destacas demasiado.
Fiona y Usha se quedaron solas ante la mesa, y Usha se dedicó a juguetear con su
pedazo de tarta a medio comer.
—¿Por qué viniste aquí, Usha? —preguntó la dama solámnica por fin, rompiendo
el silencio—. Que Ampolla viniera lo comprendo. Todo esto es una magnífica
aventura para la kender, pero ¿por qué tú? ¿Por qué no te quedaste junto a Palin?
Usha ensartó un trozo de manzana con su tenedor y pareció estudiarlo antes de
metérselo en la boca. Al cabo de un buen rato contestó:
—Es por el Puño de E'li.
—¿El cetro que transporta Jaspe?
—Intento recordar algo que los elfos me contaron sobre él.
—¿Y crees que puedes recordarlo mejor aquí que junto a Palin en la torre?
—Desde luego no lo recordaré peor.
La dama mostró una expresión de perplejidad, que se tornó súbitamente alerta
mientras se levantaba de su asiento.
—¿No te gusta mi compañía? —preguntó Usha.

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—No, es ese hombre que acaba de salir. No ha tocado su bebida. Acabo de verlo
pasar ante la ventana siguiendo a Feril. —Fiona se separó de la mesa—. Noto un
extraño cosquilleo en la nuca. Tengo un mal presentimiento con respecto a ese
hombre. —Se alejó de Usha y se perdió en la noche.
Usha dejó caer varias piezas de plata sobre la mesa y la siguió.

* * *
En el exterior, Dhamon se fundía con la noche; las ropas oscuras y la negra
cabellera le permitían desaparecer entre las sombras. Feril avanzaba a su lado, no tan
bien camuflada, con Rig andando varios pasos por delante de ellos.
—No sé qué es lo que siento con respecto a ti —decía ella en voz baja—. Creía
que te amaba. Puede que aún lo haga. No lo sé. Yo...
—Lo comprendo. Maté a Goldmoon. Y eso lo cambió todo.
—Fue el dragón. Lo sé. Pero es duro...
—Maté a Goldmoon —repitió—. Y estuve a punto de mataros a Jaspe, a Rig y a
ti.
—Dhamon, ¿por qué te has vuelto a unir a nosotros?
—Quiero venganza —musitó tras permanecer silencioso unos minutos—. Y no
puedo obtenerla solo. Cada noche, lo único que veo es la expresión de asombro en el
rostro de Goldmoon, la sangre en mis manos. Quiero que el Dragón Rojo pague por
ello. Y haré todo lo que pueda para asegurarme de que así sea. Tal vez sea el único
modo de redimirme. Quizá sea el único modo de que obtenga la paz... si es que
merezco la paz. —Le cogió la mano, y atisbo en la oscuridad para estudiar su rostro.
Ella bajó la mirada a la calle sin responder, y él le soltó la mano.
—Paz —escupió Rig en voz baja delante de ellos—. Mereces mucho menos que
paz.
El trayecto hasta el puerto continuó en un silencio incómodo.
Fuera, en la bahía, las luces de las proas de todas las naves de los caballeros se
reflejaban en el agua como gigantescas luciérnagas. Una ligera neblina penetraba a
hurtadillas para envolver el puerto. El trío permaneció inmóvil y en silencio durante
varios minutos, observando y aguardando.
—Hay una docena de barcos ahí fuera —refunfuñó Rig por fin—. Tendríamos
que encontrar el modo de robar uno.
—Siete —corrigió Feril en voz queda—. Hay siete barcos.
—Siete, una docena, un centenar. ¿Qué importa? No hay ninguno lo bastante
cerca de los muelles para que podamos alcanzarlo sin tener que nadar un buen rato.
—En ese caso tendremos que nadar un buen rato. —Era la voz de Fiona.
Ella y Usha se agacharon bajo unas ramas de sauce; entre las dos sujetaban a un
hombre vestido de oscuro, que llevaba un pedazo de tela metido en la boca.

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—Os estaba siguiendo —explicó la solámnica, mientras inmovilizaba al hombre
contra el tronco—. Nos observaba en la taberna. Creo incluso que escuchaba nuestra
conversación. Al principio creí que sólo era curiosidad, que no tenía nada mejor que
hacer que curiosear lo que sucedía en una mesa llena de desconocidos. Pero luego
tuve esa curiosa sensación incómoda.
Rig se acercó más, sacó una daga del cinturón y la apretó contra la garganta del
hombre. Con la otra mano, el marinero aflojó la mordaza.
—Te mataré si gritas. —Estaba oscuro bajo el sauce, pero se filtraba bastante luz
procedente de la luna y de una posada cercana, lo que permitió comprobar al
marinero que el desconocido no estaba nada asustado. No había una sola gota de
sudor en su frente, ni un leve temblor revelador en sus labios. Rig apretó más el
cuchillo, haciendo brotar un hilillo de sangre—. ¿Por qué nos seguías?
El hombre no respondió. Rig acercó más el rostro, a centímetros de distancia del
desconocido. El rostro de éste era suave, los cabellos cortos, las ropas bien cortadas.
Olía a almizcle. No era un obrero. Un presumido, decidió el marinero, pero uno que
no se arredraba.
—Nada conseguirá hacerlo hablar —dijo Usha—. Ya lo hemos intentado.
—Bueno, a lo mejor un poco de dolor le soltará la lengua —gruñó el marinero.
—Existe otro modo. —Las ramas de sauce volvieron a separarse, y Jaspe se unió
al grupo. Ampolla lo acompañaba, tirando de un saco de cuero, y Groller permanecía
detrás de los dos, con un saco en cada mano y el lobo a sus pies.
—Entonces demuéstralo. —Rig arrojó al desconocido al suelo.
El enano se aproximó, acercó los dedos gordezuelos al pecho del hombre y cerró
los ojos.
—Esto lo aprendí de Goldmoon —murmuró—. Sólo que nunca antes había tenido
necesidad de utilizarlo. —El enano no tuvo problemas para hallar su fuerza interior
esta vez. No le había vuelto a costar nada desde la caída en la cueva y su visión de
Goldmoon. Alimentó la chispa de su interior, sintiendo cómo crecía rápidamente y se
doblegaba a su voluntad.
Un hormigueo le recorrió el pecho y descendió por los brazos para ir a centrarse
en los dedos, que se apoyaban en la cara camisa del hombre. El enano abrió los ojos.
Ahora se veían muy redondos y brillantes, fijos en los del otro. La expresión severa
del desconocido se relajó de forma notable y sus ojos se clavaron en los de Jaspe.
—¿Qué hace Jaspe? —inquirió Rig.
—Magia —susurró Feril—. De una clase que yo no sabía que él pudiera conjurar.
Es más que un sanador. Es un místico, como lo era Goldmoon.
—Amigo —dijo Jaspe en tono afectuoso.
—Amigo —respondió el hombre.
—Nos estabas siguiendo.

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El hombre asintió, sin que sus ojos se apartaran lo más mínimo de los del enano.
—Sí, os seguía.
—¿Porqué?
—Tenía que asegurarme de que erais vosotros. Órdenes.
—¿Qué órdenes? ¿De quién eran las órdenes?
—Las órdenes del caballero comandante.
—¿De la Legión de Acero?
El hombre negó con la cabeza.
—¿Eres un Caballero de Takhisis?
—No. —El hombre volvió a negar con la cabeza, manteniendo los ojos fijos en
los del enano—. No soy un militar. No pagan lo bastante bien. Espío para los
caballeros negros. Por hacerlo, ellos me pagan muy bien, amigo. Llevo mucho metal
en mi bolsillo.
—Es peor que un Caballero de Takhisis —refunfuñó Rig.
—¿El caballero comandante te ordenó que nos vigilaras? —Había sorpresa en la
voz de Jaspe—. ¿A nosotros?
—Tenía que esperar vuestra llegada. Yo y algunos otros... y los caballeros del
puerto. Llevamos esperando un tiempo. Sabíamos que veníais a Ak-Khurman. Era
sólo cuestión de tiempo. Tuve que ir con cuidado. La Legión de Acero sabía que
había espías de los caballeros negros en la ciudad. Se han dedicado a interrogar a los
habitantes, intentando localizarnos.
—¿Nos buscabas a nosotros? --repitió el enano.
—Una kalanesti con una hoja de roble en el rostro, un hombre negro con un
alfanje —continuó el desconocido—. Tú, un enano con barba recortada. Una dama
solámnica. Un enorme semiogro con un lobo rojo. Y Dhamon Fierolobo. A él lo
descubrí hace una semana, pero se encontraba demasiado lejos y no lo reconocí
entonces. No con los cabellos negros.
El hombre calló unos segundos, y luego añadió:
—Malys, la señora suprema Roja, quiere que se os detenga y elimine. Quiere ver
a Dhamon Fierolobo capturado y torturado.
—Maravilloso —observó el enano—. Un encantador sistema para obtener un
poco de metal.
—Pero no me pagaron para que os matara, sólo para informar cuándo y dónde os
había visto, dónde os podían localizar los caballeros negros. Yo no os haría daño,
amigo. Al menos no con mis propias manos.
—¿De modo que los caballeros han bloqueado la ciudad por nuestra culpa? —
inquinó Jaspe.
El hombre asintió.
—Otros barcos situados a lo largo de la costa partieron hace una hora más o

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menos, por si accidentalmente habíais ido a parar a un poblado ogro situado al sur.
—Todos estos barcos de Ak-Khurman hundidos —murmuró Feril—. Por culpa
nuestra.
—Probablemente, los dracs rojos de las montañas también habían sido enviados a
buscarnos —dijo Fiona—. Y como eso no funcionó...
—¿Por qué? —lo apremió Jaspe con un atisbo de cólera asomando en la voz—.
¿Por qué tienen tantas ganas de detenernos los Caballeros de Takhisis?
—La Roja sabe que queréis impedir el regreso de Takhisis. Os quiere muertos.
—¿Y cómo puede ella saber todo eso? ¿Y cómo podía saber que nos dirigíamos
aquí? —La pregunta la había hecho Usha.
Desde detrás del enano, Rig lanzó una mirada colérica a Dhamon.
—No sé cómo pueden saber estas cosas los dragones —respondió el hombre,
encogiéndose de hombros—. A mí simplemente me pagaron con buen metal para
esperar vuestra aparición. Iba a advertir al caballero comandante que os había
descubierto en la taberna.
—Y ¿cómo exactamente ibas a comunicárselo? —quiso saber Rig, y se arrodilló
junto al enano.
—Un bote —respondió él. Señaló en dirección a un enorme matorral de lilas que
crecía junto a la orilla—. Un bote escondido bajo ese matorral. Iba a coger el bote
para ir hasta la nave del caballero comandante.
—Mira por dónde no tendremos que nadar después de todo —intervino Fiona.
—Estupendo —repuso el enano—. Yo no sé nadar. Me hundiría como una roca.
Rig se inclinó junto al espía y giró la daga para sujetar con cuidado la hoja entre
los dedos. Luego golpeó con la empuñadura la cabeza del hombre, que se desplomó,
inconsciente, a los pies del sauce.

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15
Fuego sobre el agua

—¿Vamos a navegar en esto hasta Dimernesti? —Ampolla contempló el bote de


pesca—. No creo que todos podamos caber en él.
—Todos no podemos —replicó Rig, al tiempo que deslizaba el bote al agua y
hacía un gesto a Ampolla para que se introdujera en él—. Deprisa.
—Pero yo creía que no haríamos esto hasta justo antes del amanecer —se quejó la
kender.
—Cambio de planes. Quiero salir de aquí ahora, antes de que otros espías nos
descubran. —Rig miró por encima del hombro, observando a Dhamon—. ¡Ampolla,
quieres darte prisa!
La kender y el enano se sentaron el uno junto al otro, con un saco lleno de jarras y
trapos bajo los dos: los pertrechos que el enano quería. Ampolla había intentado
explicar a Rig cómo los habían conseguido en una tienda cerrada, pero Jaspe la
interrumpió.
—No estoy orgulloso de lo que hicimos —susurró.
—Pero dejaste un poco de metal sobre el mostrador —replicó ella.
—De todos modos, no fue correcto. Estaba justificado —dijo, contemplando las
naves del puerto—, pero no fue correcto. Sin embargo, puede que el dueño de la
tienda se sienta feliz si lo que creo que Rig tiene en mente sale bien.
—¿Qué es lo que Rig...?
—¡Chissst! —advirtió el marinero—. No pueden vernos. Está demasiado oscuro.
Pero eso no significa que los Caballeros de Takhisis no puedan oírnos.
Dhamon y Rig ocuparon el asiento del medio, debajo del cual había unos cuantos
largos de cuerda, y Groller se colocó entre Usha y Fiona. El pequeño bote no estaba
concebido para tantos pasajeros y se hundió profundamente en el agua; el borde se
balanceó a pocos centímetros por encima de la picada superficie. Rig entregó a
Dhamon un canalete e introdujo el suyo en el soporte del remo.
Mientras interrogaban al espía, la niebla se había espesado. Ahora se ceñía al
agua y envolvía todos los barcos, haciendo que sus luces resultaran débiles y
borrosas.
—Resulta fantasmal —musitó Ampolla.
—La niebla nos ayudará a ocultarnos —dijo el marinero—. Si nos ven, nos
pueden hundir. Ahora, que nadie respire demasiado profundamente. No podemos
permitirnos ni un gramo más de peso. —Hundió el remo despacio y con suavidad
para evitar chapoteos en el agua. El remo de Dhamon se movió acompasadamente

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con el de Rig.
Feril y el lobo nadaban por delante de ellos, dirigiéndose a la nave más próxima,
una galera de buen tamaño. El agua estaba caliente y resultaba reconfortante para la
kalanesti, y le satisfacía el contacto del aire fresco en el rostro, mientras nadaba hacia
adelante con fuertes brazadas. El único sonido que oía era el suave chapoteo del lobo
junto a ella y el casi imperceptible crujido de los soportes de los remos al girar en el
bote de pesca que la seguía a pocos metros de distancia.
La kalanesti se concentró en la niebla que se extendía hacia el horizonte hasta
donde alcanzaba su vista. Demasiado fina, en su opinión. Si ella podía ver los barcos
de los Caballeros de Takhisis a través de ella, también el bote de Rig podría ser visto
por cualquiera de la cubierta que mirara en aquella dirección. Aflojó la velocidad de
las brazadas, para concentrarse en el aire allí donde se unía con el agua. Sus sentidos
se vieron asaltados por los zarcillos de vapor.
—Ocúltame —musitó a la niebla. Vertía toda su energía en aquella idea, dejando
para sí sólo la fuerza necesaria para mantenerse a flote—. Ocúltame —repitió. Se
concentró únicamente en la niebla, dejando que la embriagase.
Furia pasó junto a ella, agitando las patas para mantener la cabeza por encima del
agua. Le rozó la mejilla con el hocico y luego siguió adelante, arañándose un brazo
con el enérgico movimiento de sus patas.
—Ocúltanos —dijo Feril. La kalanesti sintió cómo aumentaba su poder mágico.
Cuando el bote de pesca la alcanzó, la niebla se había espesado como una oscura
manta gris que se hubiera arrojado sobre el puerto de Ak-Khurman. Oyó cómo
Ampolla parloteaba a su espalda, y cómo Rig hacía callar a la kender, mientras
contemplaba las luces de las naves enemigas ahora tan opacas como una reunión de
fuegos fatuos—. Perfecto —susurró.
—No veo nada —decía la kender.
—¡Silencio! —la reprendió Jaspe en voz queda.
—¿Cómo puedes saber adonde vamos? —insistió ella—. Si yo no veo nada, tú
tampoco puedes ver nada. Ni tampoco Groller, apostaría yo. Ni Fiona. Ni Dhamon.
¿Y si remas en la dirección equivocada?
—No vamos en la dirección equivocada. —Era la voz de Dhamon—. Vamos
contra corriente.
—Oh.
Feril detuvo el canalete de Dhamon con las manos, y avanzó por el agua hasta
quedar junto a la barca.
—Id más despacio —indicó—. Seguidme. Yo puedo ver a través de la niebla.
—Los barcos —susurró Rig—. ¿Conseguiste verlos bien? Descríbelos.
Ella así lo hizo.
—Dos galeras —musitó el marinero—. No podemos robar ninguna de ellas.

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Hacen falta demasiados hombres para manejarlas. Cuatro carracas y una chalupa
pequeña. Quiero una de las carracas, la mayor. Pero primero debemos eliminar las
galeras, o nos perseguirían.
—Nos acercamos a la galera más próxima —indicó Feril.
Rig oyó a la galera antes de verla, oyó el suave gemir de las cuadernas de la nave,
el golpeteo del agua contra los costados, el crujido musical de los enormes mástiles.
Era una vergüenza lo que planeaba, se dijo, un crimen contra el mar.
—Pasa de largo —indicó en voz baja a Feril—. Condúcenos hasta una de las
carracas más pequeñas, la que esté mas cerca.
La kalanesti condujo la barca más allá de la galera; al alzar la cabeza para mirar
entre la niebla, distinguió el nombre de Orgullo de la Reina de la Oscuridad, pintado
en letras blancas en su costado. Al cabo de unos minutos, llegaron junto a una de las
carracas más pequeñas. Si tenía nombre, Feril no pudo leerlo. Un único farol ardía en
la proa de esta nave.
El bote rascó contra el casco del navio, y Rig pasó los dedos por la madera justo
por encima de la línea de flotación. La carraca era un barco más viejo; lo sabía por el
estado de las cuadernas y el grosor de la pintura, pero estaba bien cuidada y hacía
poco que le habían raspado el casco para eliminar los percebes adheridos. Extendió
una mano en dirección a Dhamon, y éste hurgó bajo el asiento para sacar una cuerda
que entregó al marinero.
Rig se incorporó con sumo cuidado, manteniendo el equilibrio, y rápidamente
hizo un nudo en la soga; tras hacer girar la cuerda sobre su cabeza, la lanzó, y sonrió
satisfecho cuando el lazo cayó alrededor de un poste de la barandilla en la primera
intentona. Ampolla le entregó dos jarras y un par de trapos, todo lo cual él sujetó bajo
un brazo; luego bajó la mirada hacia Dhamon.
—Agarra otros dos y sígueme si puedes. Fiona, aparta la barca un poco. No
quiero que os encontréis demasiado cerca cuando empiece el jaleo.
—No tengo ninguna arma —susurró Dhamon al marinero.
—Entonces será mejor que no te metas en líos —replicó éste. Con la agilidad de
un felino, Rig trepó por la cuerda con una sola mano, presionando los pies contra el
costado y escalando como un montañero que se dirigiera hacia una cumbre.
—Toma. —Fiona alargó su larga espada.
Dhamon rechazó la oferta con un gesto y, tras colocarse dos jarras bajo un brazo,
subió en pos de Rig hasta la cubierta de la nave. El marinero estaba agazapado detrás
de un cabrestante y se dedicaba a embutir los trapos dentro de las jarras. Dhamon se
colocó a su lado y empezó a imitarlo.
—¿Yesca?
—Aún no. —El marinero negó con la cabeza. Sacó una daga de su cinturón y, tras
sujetarla entre los dientes, se arrastró unos metros más allá hasta la cadena del áncora,

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y empezó a subirla.
El ancla golpeó contra el casco. Alguien se acercaba. Dos personas, a juzgar por
el ruido de tacones de botas. Dhamon no consiguió ver a los hombres por entre la
niebla hasta que éstos estuvieron prácticamente junto a Rig. Depositó sus jarras junto
a las del marinero y aguardó.
Rig vio a los hombres al mismo tiempo que él. Cogió la daga que sujetaba entre
los dientes, la arrojó contra el hombre de la derecha, y blandió el desgastado alfanje
que había adquirido en la ciudad. La daga dio en el blanco y se hundió hasta la
empuñadura en el pecho desprovisto de armadura de un Caballero de Takhisis. El
hombre cayó al suelo con un ruido sordo. Dhamon saltó sobre el segundo, al que
inmovilizó boca abajo sobre la cubierta al tiempo que le ponía una mano sobre la
boca; aun así, su adversario siguió debatiéndose.
—No hagas ruido —le advirtió el marinero, y asestó un fuerte golpe con el pomo
del alfanje al cogote del caballero—. ¿Lo ves? —dijo a Dhamon—. Ya te dije que no
necesitabas un arma. No estando yo aquí.
Rig se escurrió veloz hasta el cabrestante.
—La corriente la conducirá directamente contra esa galera ahora, pero voy a
hacer que vaya más deprisa. —Dirigió la mirada al mástil de mesana, que estaba
envuelto en niebla—. Soltaré una de las velas para que corra un poco más. Ocúpate
de detener a todo el que se acerque por aquí.
—¿Con qué? —le replicó Dhamon en tono quedo.
—Con tus encantos. —Un segundo más tarde el marinero había trepado al mástil
y se había perdido entre la bruma.
Dhamon se arrastró hasta los dos cuerpos y le arrebató a uno una espada larga.
Del cuerpo del otro recuperó la daga de Rig, y limpió la sangre que la manchaba en el
capote del muerto. Distinguió una mancha en medio de la niebla; alguien más se
acercaba.
—No veo nada en esta niebla espesa —dijo un hombre.
—Desaparecerá por la mañana —contestó una segunda sombra.
—La niebla no es problema nuestro. —Era una tercera voz—. Limitaos a
averiguar por qué vamos a la deriva, y detened la nave. No quiero chocar contra una
de las otras.
—¡A la orden, señor! —respondió el primer hombre.
«Encontrarán los cuerpos», pensó Dhamon. Sujetó con fuerza la daga en la mano
izquierda, la espada larga en la derecha. «Date prisa, Rig», murmuró para sus
adentros, y echó una ojeada al mástil. Seguía sin verse señal alguna del marinero,
pero oyó caer la lona y cómo la brisa la hinchaba.
—¡Eh! —gritó uno de los hombres—. ¡No vamos a la deriva! Nos impulsan las
velas. Será mejor que venga el subcomandante.

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Dhamon se abalanzó sobre las sombras con la espada tendida, deseando que ellos
lo vieran. «Se acabaron las emboscadas —se dijo—. Será un combate honorable en
esta ocasión.» Al cabo de unos pocos pasos las sombras quedaron definidas: dos
Caballeros de Takhisis con tabardos negros y camisas de cuero. Uno empuñaba ya
una espada, en tanto que el otro empezó a desenvainar la suya en cuanto descubrió a
Dhamon.
—¡Subcomandante! —llamó el que empuñaba la espada—. ¡Tenemos compañía!
Dhamon arrojó la daga al hombre que intentaba desenvainar su arma, y masculló
un juramento en voz baja cuando ésta se hundió en el muslo del caballero en lugar de
hacerlo en su pecho. De todos modos, la herida fue suficiente para detenerlo. El
herido dobló una rodilla, al tiempo que sus manos intentaban extraer el cuchillo.
En ese instante, su compañero atacó. Dhamon se agachó bajo el arco descrito por
el arma y, lanzando su larga espada al frente, empaló en ella a su adversario. La
espada del hombre cayó sobre la cubierta con un gran estrépito y él se desplomó de
bruces, al mismo tiempo que se oía el tronar de pasos bajo la cubierta. Dhamon se
volvió para enfrentarse al caballero herido, que se había incorporado ya.
—¡Problemas, subcomandante! —gritó alguien oculto por la niebla.
—Ya lo creo que tenemos problemas —gruñó el caballero herido. Arrancada la
daga de su pierna, sacó la espada de la vaina para interceptar veloz el ataque de
Dhamon—. No sé quién eres —rugió—; pero no importa. —Rechazó otra estocada
sin el menor esfuerzo—. No tardarás en estar muerto.
Dhamon aumentó la fuerza de sus mandobles, maravillado ante la defensa que
presentaba el adversario. El caballero conocía bien los golpes y contragolpes clásicos
que enseñaba la orden de caballería. Dhamon se adelantó de un salto, utilizando una
maniobra aprendida de Rig, lo que cogió a su oponente por sorpresa; a continuación
trasladó la larga espada hacia un lado y lanzó una violenta estocada que hendió la
camisa de cuero y se hundió en el abdomen del hombre.
—¡Fuego! —se oyó gritar a otra voz—. ¡Está ardiendo!
Dhamon sabía que el responsable era Rig. El marinero había estado ocupado. El
antiguo Caballero de Takhisis volvió a herir al hombre y, tras acabar con él
rápidamente, regresó a toda prisa junto al cabrestante. El marinero estaba allí,
sosteniendo dos jarras llenas de trapos que ardían alegremente. Las otras dos las
había arrojado contra la cubierta y eran las responsables del fuego que los caballeros
corrían a intentar sofocar.
—Se suponía que debías esperarme —le espetó Rig, mientras lanzaba las dos
jarras restantes contra el mástil de mesana—. Marchémonos.
Echó a correr en dirección a la popa del barco, lanzando una mirada por encima
del hombro una sola vez para asegurarse de que Dhamon lo seguía. Luego saltó por la
borda. Su compañero se detuvo el tiempo necesario para introducir la larga espada en

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su cinturón, y a continuación también él saltó por encima de la barandilla.
—Feril nos encontrará —dijo Rig mientras chapoteaba en el agua junto a
Dhamon—. El bote no puede estar lejos.
Dhamon no dijo nada. Contemplaba la carraca incendiada. La nave se movía
veloz, el ancla levada y la vela ondeando al viento. Algunos hombres se encontraban
en la cubierta concentrados en apagar el fuego; pero otros y también los esclavos que
habían tripulado el barco empezaban a saltar por la borda.
Las llamas se volvieron más pequeñas a medida que el navío se alejaba, y de
improviso Dhamon y Rig escucharon un fuerte golpe sordo, cuando la carraca chocó
contra algo.
—Recordaba dónde estaba la galera —explicó Rig como quien no quiere la cosa
—, y sabía en qué dirección soplaba el viento, de modo que calculé en qué dirección
enviarla.
El aire se inundó de gritos de «¡Fuego!». El humo se elevó con fuerza de la
cubierta de la carraca, y las llamas pasaron a la galera. El olor a madera quemada se
extendió por la niebla, y más hombres y esclavos saltaron al agua.
—Bueno, no tienes que felicitarme ni nada por el estilo —continuó Rig—. Pero
acabo de eliminar dos barcos. Acabemos con una o dos carracas más y será coser y
cantar.
Su compañero contempló el incendio, al que la espesa niebla daba un aspecto
nebuloso.
—Arderán hasta la línea de flotación si no pueden apagar el fuego —continuó el
marinero—. ¿Sabes?, me sorprendiste ahí arriba. No tuviste ningún escrúpulo en
eliminar a aquellos caballeros en la cubierta: tus compañeros de armas. Yo hubiera
creído que...
Dhamon relegó las palabras de su compañero al fondo de su mente, y se dedicó a
escuchar el crepitar de la madera. No tardó en captar el sonido de remos y la voz de
Feril. Subió veloz al bote de pesca.
Ya empezaban a aparecer brechas en la niebla cuando Feril y Furia condujeron la
barca hacia las tres carracas restantes, que se balanceaban de un lado a otro a sólo
media docena de metros de distancia unas de otras. La kalanesti había abandonado su
concentración en la niebla, y estaba demasiado cansada manteniéndose a flote para
gastar energías haciendo que la niebla volviera a espesarse. Se veían hombres
apelotonados en las proas de las tres carracas, con catalejos pegados a los rostros,
pero las naves no habían hecho ninguna intención de alzar las velas y acercarse; sin
duda los capitanes no querían arriesgarse a que el fuego se extendiera.
—Muy arriesgado —dijo Rig—. Están demasiado cerca unas de otras. ¿Dónde
está la otra galera?
—Más al exterior —indicó Feril—. En la entrada del puerto. Cerca de la chalupa

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pequeña.
—Ése es nuestro objetivo —declaró el marinero—. La otra galera. Haremos lo
mismo: dirigir la galera contra una de las carracas, la de la derecha. Quiero la más
grande, la situada más a la izquierda, la de tres palos.
—¿Qué tripulación usaremos? —murmuró Feril. Era una pregunta que Ampolla
había hecho antes y que el marinero había dejado sin respuesta.
—La Legión de Acero, quizá —respondió él—. No lo sé. Ya se me ocurrirá algo.
La niebla se había reducido de modo considerable cuando el bote de pesca llegó
al extremo más exterior de la galera, y Dhamon y Rig ya no necesitaron que la
kalanesti los guiara, pues veían con suficiente claridad por entre la fina niebla. Por
suerte, los hombres de cubierta estaban observando el incendio y no los vieron
acercarse.
Rig se incorporó procurando no perder el equilibrio, arrojó la cuerda a lo alto, y
lanzó una maldición cuando ésta erró el blanco y cayó al agua a su espalda. La
enrolló y volvió a probar fortuna.
—No hay nada a lo que engancharla —advirtió Ampolla—. Tendréis que probar
en el otro lado.
Rig negó con la cabeza y arrolló la soga a su brazo; luego sacó dos dagas del
cinturón y las hundió en el casco de la nave, unos pocos metros por encima de la
línea de flotación y entre las aberturas para los remos.
—¡Vaya, eso es muy astuto! —chirrió la kender—. Está haciendo una escalera.
Quizá yo podría...
Un mirada furibunda de Dhamon y Jaspe la hizo callar.
Rig sacó otras dos dagas y las hincó en el casco un poco más arriba. Luego se
encaramó en los primeros cuchillos y subió hasta los dos situados más arriba.
Manteniendo un equilibrio precario, encajó otro par, y continuó la ascensión, usando
los improvisados asideros que había creado; al cabo de unos minutos ya se había
quedado sin dagas, pero se encontraba en lo alto. Desapareció por encima de la
barandilla.
—No creo que deba estar ahí arriba él solo —musitó Ampolla inquieta—. Me
gustaría poder disfrutar un poco de la diversión.
La cuerda cayó sobre el costado, al igual que una escala de cuerda que los
caballeros probablemente usaban para subirá bordo. Rig se inclinó sobre la barandilla
e hizo señas a Groller. El semiogro señaló el saco situado bajo Ampolla y Jaspe, y
Dhamon lo sacó fuera y lo ató con sumo cuidado a la cuerda.
Acto seguido, Dhamon trepó por la escala y, mientras lo hacía, recuperó dos de
las dagas de Rig, que introdujo en su cinturón junto a la espada larga. Guió el saco
durante el trayecto por el costado del barco, con cuidado para que no rascara contra el
casco y se rompieran las jarras del interior; luego ayudó a Rig a pasarlo por encima

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de la barandilla y se unió al marinero sobre la cubierta.
—Haremos lo mismo que antes —musitó Rig.
Miraron en dirección a estribor, donde había casi dos docenas de Caballeros de
Takhisis apoyados contra la barandilla, observando el fuego.
—No lo creo —repuso Dhamon en tono quedo. Señaló la parte central del barco y
luego indicó el palo mayor, donde había un caballero encaramado en la torre de vigía.
El hombre había descubierto su presencia.
—¡Piratas! —aulló el centinela, desviando al instante la atención de todos del
incendio. Agitó los brazos para señalar a Rig y a Dhamon.
—¡Necesitamos un poco de ayuda! —gritó el marinero por encima de la borda;
luego fue a coger sus dagas—. ¡Maldita sea! Las utilicé todas.
—¡Toma! —Dhamon le pasó los dos cuchillos que había recuperado y se lanzó al
frente para responder a la carga de los primeros tres caballeros. «Esto es un suicidio»,
se dijo. Se agachó bajo un amplio mandoble circular y lanzó hacia arriba su larga
espada. La hoja se hundió en uno de sus atacantes, y Dhamon se apartó de un salto
para esquivarlo cuando éste se desplomó sobre la cubierta.
No saltó lo bastante lejos, y el cuerpo del caballero lo derribó en su caída.
Dhamon se escurrió de debajo del cadáver y se incorporó de un brinco justo cuando
uno de los otros dos caballeros le lanzaba una estocada contra el muslo. Dhamon
dirigió su arma hacia un caballero cubierto con una cota de malla negra, pero el acero
rebotó en la armadura, y él retrocedió varios pasos. Los dos caballeros que se
abalanzaban sobre él vestían cota de mallas; otros cuatro vestidos con cuero se
encontraban en algún lugar detrás de él.
—Es un suicidio —repitió en voz baja.
Varios metros a su espalda, Rig libraba batalla con una pareja de caballeros sin
armadura. Un tercero yacía en el suelo con dos dagas sobresaliendo de su pecho. El
marinero le había arrebatado una espada al cadáver y detenía con gran destreza los
mandobles de sus adversarios al tiempo que les lanzaba toda suerte de improperios.
El tronar de más pasos bajo cubierta hizo que Dhamon tragara saliva con fuerza.
Él era bueno con la espada, pero estar en una desigualdad tan abrumadora era otra
cosa. Y un barco de aquel tamaño tendría docenas de hombres a bordo... sin
mencionar las docenas de esclavos encadenados en la bodega y en las portillas de los
remos. Un suicidio sin lugar a dudas.
—¡Oh, no, no lo haréis! —reprendió Ampolla—. ¡Dejad tranquilo a Dhamon! —
La kender había trepado hasta la cubierta y acribillaba con gran puntería a los
caballeros que atacaban a su amigo. Una colección de conchas marinas que había
recogido en alguna parte golpearon sus nucas.
Los hombres alzaron las manos para protegerse de la descarga, lo que dio a
Dhamon una oportunidad. Asestó una patada a uno de ellos que lo impulsó hacia

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atrás y lo hizo empalarse en la espada extendida de uno de los cuatro caballeros que
avanzaban hacia él. Al mismo tiempo, descargó un violento mandoble al de su
izquierda y atravesó los eslabones de la malla hasta llegar a la carne. El caballero
aulló, y Dhamon prosiguió adelante con una profunda estocada que hundió su espada
en el vientre del adversario.
Mientras Dhamon tiraba de su arma para soltarla, Feril pasó veloz por su lado. La
kalanesti se dirigía al mástil, por el que descendía el hombre que había ocupado la
torre de vigía. Con la agilidad de un mono, la elfa trepó por las jarcias y pateó al
hombre. Éste se aferró con fuerza al mástil y desenvainó la espada, pero ella siguió
asestándole patadas feroz y reiteradamente, hasta que hombre y espada cayeron a
cubierta.
—¡Larga la vela mientras estás ahí arriba! —le gritó Rig.
Ella se quedó inmóvil.
—¡Despliégala! —rugió el marinero—. ¡Suéltala para que atrape el viento!
Un cuarteto de caballeros atrajo la atención de Dhamon de nuevo hacia la batalla.
Éste adivinó que, contando los que acababan de subir de abajo, debía de haber al
menos tres docenas sobre cubierta con los que luchar. Retrocedió hacia la barandilla,
interceptando golpes, aunque uno se abrió paso por entre sus defensas y le hirió el
brazo.
—¡Salta al agua! —gritó uno de los caballeros.
Dhamon no tenía intención de saltar por la borda; tan sólo deseaba sentir la
barandilla en la espalda. A varios metros de distancia, descubrió a Fiona, con la
armadura reluciendo bajo la luz de los faroles dispuestos alrededor de la cubierta; la
dama le daba la espalda a Rig, y ambos mantenían a raya a otro cuarteto de
caballeros. Más caballeros se agolpaban a su alrededor, en busca de una brecha.
—¡Las carracas! —chilló Feril desde las jarcias—. Están desplegando sus velas.
¡Las tres!
Rig farfulló una retahila de juramentos.
—¡Vamos a tener más compañía de la que podemos manejar! —aulló. En voz casi
inaudible añadió:— No creí que todos ellos fueran a venir hacia aquí.
—¡Acabemos deprisa con este combate! —indicó Fiona.
—¿Acabarlo? —La voz pertenecía a Jaspe. El enano pasó torpemente por encima
de la barandilla y hurgó en el saco que llevaba atado a la cintura. Groller apareció
detrás de él y se encaminó al centro de la nave—. ¿Acabarlo? Ellos acabarán con
nosotros. —Sacó el Puño de E'li del saco y lo descargó contra la pierna de un
enemigo que se aproximaba. El hombre se dobló al frente, y Jaspe abatió el Puño
sobre su cabeza. Hizo una mueca de satisfacción al escuchar el sonido del cráneo al
partirse. El enano pasó por encima del cuerpo y se introdujo en la contienda.
—¡El semiogro! —bramó un caballero—. ¡Y un ergothiano! ¡Éstos son los que

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vinimos a buscar! ¡Y han venido directamente a nosotros! ¡Matadlos a todos! ¡Malys
nos recompensará!
Groller detuvo la carga de dos caballeros, arrojando a uno por la borda y
abalanzándose luego sobre el otro, al que inmovilizó sobre la cubierta. Sus enormes
manos encontraron la garganta del enemigo y apretaron. El hombre se debatió unos
instantes y luego se quedó inmóvil.
El semiogro se apartó del cuerpo y recibió una cuchillada en el brazo. Era un
corte profundo, que le hizo lanzar un alarido al tiempo que utilizaba el brazo sano
para asestar un puñetazo a su atacante. El hombre quedó momentáneamente aturdido,
y Groller pateó al adversario en el pecho primero; acto seguido sacó la cabilla del
cinturón para golpear con ella la sien del caballero. Otros cuatro hombres se
dirigieron hacia él.
—¡Podemos ganar! —gritó Rig por encima del estrépito de las espadas.
—¡Perder no es una alternativa que quiero considerar! —respondió la kender.
Había trepado al cabrestante y arrojaba conchas, piedras y botones, y toda una
variedad de cosas curiosas con su honda. Cogió por sorpresa a un par de caballeros,
lo que permitió a Rig ganar tiempo con su alfanje. La kender buscó entonces con la
mirada a Dhamon.
El marinero había derribado a dos hombres y giró para ocuparse de uno de los
contendientes de Fiona.
—¡No necesito ayuda! —le chilló la solámnica.
—Sólo me muestro honorable —replicó él.
—¡Sé honorable con esos de allí!
Mediante gestos le indicó a un par de caballeros que acababan de aparecer para
ocupar los lugares de sus camaradas caídos. Rig retrocedió de un salto ante uno de los
dos Caballeros de Takhisis, que le había lanzado una estocada con su espada; si el
marinero no se hubiera movido, la hoja le habría atravesado el corazón. Rig se
agachó ante otro mandoble; luego giró a un lado y hundió su espada en el caballero.
Al cabo de un instante oyó cómo el adversario de Fiona caía sobre la cubierta.
Habían muerto más de una docena de caballeros, pero todavía quedaba tres veces
ese número en pie. Rig sospechó que aún quedaban muchos más bajo cubierta
poniéndose las armaduras o cogiendo sus armas.
—¿Comprendéis por qué no podíamos robar una galera? —explicó Rig a voz en
grito mientras volvía a colocarse espalda contra espalda con Fiona, moviéndose con
cuidado para no tropezar con los cadáveres—. ¡Hacen falta demasiados marineros
para tripularla!
—También hacen falta demasiados para tripular una carraca —masculló Ampolla.
La lona cayó desde el palo mayor y se hinchó, y la kalanesti aterrizó en el suelo
con las rodillas dobladas.

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—¡Estupendo, Feril! —gritó Rig—. Pero no iremos a ninguna parte con el ancla
todavía echada.
—¡Yo me ocuparé! —le respondió ella, que salió corriendo en dirección a la
popa, saltando sobre un caballero caído y esquivando a otro.
—¡Tiene dos áncoras! —advirtió él a gritos; pero la kalanesti estaba demasiado
lejos, y el fragor de la batalla ahogaba cualquier esperanza de ser oído—. Una en la
proa —añadió para sí.
—¡Coged a la kender! —gritó un caballero.
—¡No! —Dhamon había despachado a los cuatro adversarios vestidos de cuero,
aunque había recibido bastantes cortes en el proceso. Ahora luchaba contra un
hombre enorme que sin duda debía de ser el comandante, tal vez el hombre al que
tenía que informar el espía.
—Dhamon Fierolobo —siseó el corpulento comandante por entre los apretados
dientes—; no respondes exactamente a la descripción. Creía que tus cabellos eran
rubios. Malys te quiere vivo. —El hombre ladeó la espada en un intento de golpear a
Dhamon con la hoja plana—. Te capturaré con vida.
—No si puedo impedirlo. —Dhamon interceptó el amplio mandoble del hombre y
lo obligó a dirigirse hacia el cabrestante. Cuando el caballero echó el brazo atrás para
lanzar una nueva estocada, Dhamon se acercó más y hundió el arma en un
movimiento ascendente que penetró por una abertura de la armadura. El herido
retrocedió, sujetándose el vientre, y bajó la espada con fuerza; el impacto hizo que
Dhamon soltara su arma, que cayó al suelo con un fuerte estrépito.
—Malys te quiere vivo —repitió el comandante apretando los dientes. La sangre
chorreaba por la herida. Tosió violentamente e hizo retroceder a Dhamon hasta la
barandilla—. Pero yo no veré el nuevo día. Y tampoco lo verás tú. No sé por qué
Malys tiene tanto interés en ti. Se dice que fuiste un caballero. —Volvió a toser, y un
hilillo de saliva rosada afloró a sus labios—. Eso te convertiría en un traidor.
El comandante echó hacia atrás la espada, teniendo buen cuidado de no dar a
Dhamon espacio suficiente para escabullirse.
—A los caballeros renegados se los sentencia a muerte.
La espada describió un arco en dirección al antiguo Caballero de Takhisis pero no
llegó a finalizar el recorrido, y se soltó de su mano al tiempo que él caía de rodillas.
La espada de Dhamon le había atravesado el cuerpo, y las manos de Ampolla
sujetaban la empuñadura.
Dhamon se inclinó y cogió el arma del comandante, en tanto que la kender
resoplaba y tiraba de la espada de Dhamon para liberarla. Sus manos temblaban.
—Creo que será mejor que uses esta espada —dijo—. Es demasiado pesada para
mí. Prefiero mi honda. Aunque tengo que admitir que no hubiera podido detenerlo
con mis botones.

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—Me has salvado la vida —jadeó Dhamon, mientras le quitaba el arma de la
mano y daba un salto al frente justo a tiempo de impedir que un caballero acabara con
Ampolla. Echó una ojeada por encima del hombro y vio cómo la kender se dirigía
hacia la barandilla, por la que trepaba Usha en aquellos instantes.
»Me has salvado la vida —repitió mientras detenía la estocada de un nuevo
adversario—. Pero Palin me matará sin lugar a dudas si le sucede algo a su esposa.
Feril había conseguido levar el ancla de popa, y un fornido caballero se
encaminaba hacia ella, espada en mano y lanzando improperios.
—Así que tú eres la Elfa Salvaje —indicó. Aminoró el paso y se detuvo a pocos
pasos de ella—. Tatuaje en la mejilla. Se supone que debemos matarte. Es una
lástima. Eres muy guapa.
Avanzó, y la elfa giró a un lado como una peonza. Luego pasó corriendo junto a
él, y sus pies desnudos repiquetearon sobre la cubierta. Puso pies en polvorosa, y
consiguió dejarlo atrás, pero siguió oyendo el retumbo de sus pisadas, de modo que
corrió junto a Dhamon. Éste acababa de eliminar a otro caballero y se había colocado
delante de Usha y Ampolla, para defenderlas.
La kalanesti miró a su alrededor. La cubierta estaba abarrotada de cadáveres.
Dhamon sangraba por varias heridas en brazos y piernas, y tenía una cuchillada en el
estómago. A varios metros de distancia, Jaspe mantenía a raya a dos caballeros,
quienes, a pesar de sus largas armas, evitaban entrar en contacto físico con el enano.
Feril llamó la atención de Dhamon, y señaló al enano, y luego a Rig y a Fiona
situados en el otro extremo del barco. Cinco caballeros maniobraban para situarse
alrededor de la solámnica y el marinero.
Dhamon introdujo su espada en las manos de Feril, y se inclinó para recoger el
arma de un caballero caído.
—Los Caballeros de Takhisis usan esclavos para hacer funcionar los remos —
gritó por encima del fragor del combate—. Estarán abajo en la bodega. —Luego giró
sobre sus talones y se encaminó hacia Rig y Fiona—. ¡Liberadlos si podéis! —chilló
por encima del hombro.
—Tendremos que intentarlo —dijo Usha; la kalanesti tuvo dificultades para oírla
en medio del tintineo de las espadas.
—Entonces vayamos. —La elfa corrió hacia la escotilla abierta, con Usha
pisándole los talones. Ampolla las siguió, pero se detuvo unos instantes para
acribillar a un caballero con una andanada de botones.
Feril se acercó a un cadáver tumbado junto a la escotilla, se agachó y arrancó una
espada larga de sus helados dedos. Tendió el arma a Usha.
—¡Cógela! —dijo, poniendo la empuñadura entre las manos de la mujer—. Tal
vez haya más caballeros abajo.
La kalanesti y Usha desaparecieron bajo cubierta. Ampolla permaneció junto a la

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escotilla, la honda lista, vigilando para que ningún enemigo se acercara; pero a nadie
parecía interesarle ya la kender. Dirigían la mayoría de sus esfuerzos contra Dhamon,
Rig, Fiona y Groller.
—No os tengo miedo —los desafió Ampolla en voz baja—. Puedo con vosotros.
Puedo... mmm. Es posible que las armas no sean la respuesta.
La kender echó una mirada hacia la popa del barco, al saco que Rig y Dhamon
habían subido a la cubierta. Estaba allí intacto.
—O tal vez un arma diferente funcionaría —musitó para sí. Dedicó una mirada al
interior de la escotilla y se esforzó por oír a Feril y a Usha—. Nada. Debe de
significar que están bien por el momento y no tienen dificultades. —Introdujo la
honda en el bolsillo y se dirigió hacia el saco.
En el centro del barco, Dhamon combatía junto a Rig y Fiona. Acuchilló veloz a
dos de los cinco hombres que los rodeaban, lo cual dejó a un adversario para cada
uno, y se enfrentó al que llevaba armadura.
Unos cuantos metros por detrás de ellos, Groller luchaba contra tres caballeros,
mientras otros tres se dirigían hacia él. Dhamon intentó no perder de vista al
semiogro en tanto continuaba el ataque a su adversario.
—¡Ya no pueden quedar más de dos docenas! —gritó alegremente Rig. El
marinero estaba malherido, sangraba por un cuchillada recibida en el costado y por
varias heridas profundas en la pierna. Fiona estaba agotada, pero ilesa. Su armadura
solámnica la había protegido bien—. ¡Podemos acabar con ellos! —continuó Rig—.
Podemos... —Por el rabillo del ojo vio que Groller se desplomaba sobre la cubierta,
con seis caballeros a su alrededor ahora—. ¡Groller!
Dhamon también vio la situación del semiogro, pero no pudo deshacerse del
caballero con armadura que tenía delante.
El marinero reunió toda la energía que le quedaba y empezó a repartir estocadas;
pero cada mandoble era interceptado, lo que le impedía llegar hasta su amigo caído.
—¡No! —chilló, al ver cómo uno de los caballeros hundía una espada en la
espalda de Groller. El hombre se colocó junto al semiogro y tiró del arma para
soltarla, tras lo cual señaló a Rig. Los seis hombres se volvieron como uno solo y
avanzaron.
Dhamon intentó no pensar en Groller mientras seguía combatiendo. Consiguió
acuchillar a su oponente, que lanzó un alarido de dolor, y, cuando volvió a hundir su
arma en él, el caballero soltó la espada y cayó de rodillas. Con un veloz mandoble,
Dhamon le atravesó el cuello. Al infierno el honor, se dijo mientras avanzaba para
enfrentarse a la media docena de enemigos que habían acabado con Groller.
Se encaró directamente con el que iba delante, y hundió la larga espada en el
pecho sin coraza de éste. El espadón se hundió profundamente y quedó clavado,
mientras el hombre caía.

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A su espalda, escuchó un gemido gutural y un fuerte golpe, pero no podía apartar
los ojos de los cinco hombres que tenía delante. Dos de ellos llevaban escudos negros
como la noche con brillantes lirios en los bordes. Uno empuñaba un mangual de
aspecto perverso.
—¡Bastardos! —Rig, con una mano sobre la herida del costado, pasó corriendo
junto a Dhamon para luchar cuerpo a cuerpo con los dos caballeros de los escudos.
—¡Rig, no seas loco! —le gritó Dhamon—. ¡Estás malherido! —Escudriñó la
cubierta, descubrió una espada sin dueño, y se agachó a cogerla; cerró los dedos
sobre la empuñadura justo cuando tres de los caballeros llegaban junto a él. Se
levantó de un salto, y por el rabillo del ojo vio que Rig retrocedía tambaleante ante el
ataque del que era objeto.
—¡Dhamon! —chilló Fiona—. ¡Rig ha caído! ¡Ayúdalo! —Ella estaba muy
ocupada, batallando con dos caballeros, y lanzaba preocupadas miradas al marinero,
mientras blandía la espada con movimientos erráticos.
Rig se desplomó de rodillas, en un charco cada vez mayor de sangre, aunque
consiguió alzar la espada justo a tiempo de detener uno de los mandobles del
caballero. El siguiente lo hirió en el brazo que empuñaba el arma; Rig lanzó un grito,
y la espada salió volando por los aires.
—¡Luchad contra mí! —desafió Dhamon a los tres hombres que tenía delante.
—Muy bien, acabemos con esto —replicó el que sostenía el mangual. Se colocó
en posición frente a Dhamon, en tanto que los caballeros que sólo llevaban espadas se
situaban a su lado.
Uno de los otros dos volvió a herir a Rig, y el marinero cayó de bruces. El
caballero colocó un pie triunfal sobre el cuerpo.
—¡Antes erais honorables! —les espetó Dhamon—. ¡Honorables!
El caballero del mangual le dedicó una mueca.
—Sólo quedas tú y la dama —indicó al tiempo que hacía girar el arma en círculos
por encima de su cabeza—. Y las mujeres que fueron bajo la cubierta. Ya nos
ocuparemos de ellas. Las dejaremos para el final. No me preocupa demasiado la
kender.
O el enano, se dijo Dhamon, preguntándose dónde estaba Jaspe. Rugió al sentir
cómo el mangual pasaba sobre su cabeza al agacharse; lanzó una estocada a la
derecha y acertó a un adversario en el abdomen, de modo que repitió rápidamente el
movimiento y acabó con él. Al mismo tiempo sintió el mordisco del acero en el
costado izquierdo. El otro caballero había conseguido herirlo. Notó el costado
húmedo y caliente. Giró en redondo y se incorporó para atacar al hombre situado a su
izquierda, al tiempo que esquivaba otro golpe del mangual.
El caballero se detuvo, el arma inmóvil en la mano, y la boca abierta de par en par
con expresión de sorpresa; Dhamon le había atravesado el vientre con su espada.

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Dhamon recuperó el arma y la blandió hacia arriba en un intento de interceptar
otro golpe del mangual, pero la cadena del arma se enganchó alrededor de la espada,
y su adversario se la arrebató de un tirón.
Sin detenerse, Dhamon hundió los hombros y cargó contra el caballero. Pasó la
pierna por detrás de los pies de su oponente y lo arrojó sobre la cubierta, mientras el
mangual giraba por los aires enredado aún a la espada.
—¡Al diablo con el honor!
Dhamon hundió el tacón de su bota en el estómago del caballero; éste rodó sobre
sí mismo, y Dhamon se tambaleó. Mientras se esforzaba por mantener el equilibrio,
los dedos del caballero se cerraron alrededor del mangual y el hombre empezó a
levantarse, pero Dhamon se movió con rapidez. Volvió a patear el estómago de su
enemigo y, recuperando su espada, se la hundió en la garganta, la liberó, y giró veloz
en dirección a donde había caído Rig.
—¡Es un deshonor luchar contra un hombre desarmado! —exclamó Dhamon.
Dos caballeros se encontraban todavía junto a Rig, uno de ellos listo para clavar
su espada en la espalda del marinero. Dhamon se abalanzó sobre ellos.
El más alto de los dos caballeros le sonrió despectivo y atacó, pero el otro señaló
en dirección a popa.
—¡Fuego! ¡Está ardiendo!
Dhamon percibió el olor de la madera quemada mientras entablaba combate con
el caballero alto. Se introdujo bajo el arco descrito por el arma de su oponente y lanzó
la espada a la izquierda, pero ésta chocó con el escudo que el hombre sostenía. Luego
hincó el codo en el abdomen del caballero y lo empujó varios pasos hacia atrás.
Acto seguido, Dhamon giró y se enfrentó al otro adversario. Las espadas
entrechocaron por encima de sus cabezas, pero Dhamon no conseguía encontrar una
buena brecha para su ataque, de modo que se concentró en seguir vivo.
—¡Rig! —Fiona estaba junto al marinero, tras haber eliminado a su oponente.
Tenía la armadura salpicada de sangre; los cabellos que sobresalían por debajo del
casco estaban empapados en ella.
Rig gimió y le hizo señas para que se fuera, mientras intentaba inútilmente
levantarse de la cubierta.
—Ayuda a Dhamon —musitó—. Ve junto a Groller. Yo estaré bien. Encuentra a
Jaspe.
Ella permaneció junto a él un instante más, y luego se unió a Dhamon y presentó
batalla al más alto de los dos caballeros. El hombre le lanzó un mandoble tras otro, y
ella interceptó varios golpes, pero uno se abrió paso por entre sus defensas, y la
espada chocó con fuerza contra su peto. El hombre siguió con su ataque, aplastando
el escudo contra el pecho de la dama. El impacto la arrojó contra la cubierta.
Dhamon apretó los dientes y arremetió al frente, poniendo todas sus energías en

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una estocada definitiva. La hoja rebotó en el arma del otro, pero, al tiempo que esto
sucedía, Dhamon apartó de un golpe el escudo del hombre con la mano libre, y volvió
a lanzar otra estocada; en esta ocasión consiguió que la hoja se introdujera entre las
costillas de su adversario.
Enseguida saltó por encima del moribundo, y detuvo el mandoble del caballero
alto que había estado golpeando a la solámnica caída sobre cubierta.
—¡Fiona! ¡Arrastra a Rig hasta la barandilla! Que todos vayan hasta la barandilla
—le gritó Dhamon—. ¡El barco arde deprisa! ¡Y las carracas se acercan! ¡Las
tendremos encima en cualquier momento!
—¡Está ardiendo! —se oyó gritar a una voz a estribor de la proa, desde la cubierta
de una de las carracas. Las tres naves estaban cada vez más cerca; llegarían junto a la
galera en cuestión de segundos.
—¡Tirad el ancla! —ordenó alguien—. ¡No os acerquéis demasiado! ¡Enviad
botes hasta ella!
Dhamon oyó gemir a Rig y las botas de Fiona pisoteando la sangre.
—Rig, quédate aquí —le indicó la dama—. Tengo que ayudar a Jaspe. Lo veo, a
duras penas, detrás del palo mayor.
Dhamon devolvió su atención al caballero alto. Éste había soltado el escudo y
recogido una espada más pequeña, que empuñaba con la otra mano. Balanceaba las
dos espadas ante sí creando un reluciente tapiz de acero.
—No saldrás de este barco con vida —siseó el caballero. Su voz era profunda.
Había sido uno de los últimos en subir a cubierta, y por la insignia ensangrentada de
su capote quedaba claro que era un subcomandante.
—Lo siento, pero me tengo que ir —replicó Dhamon.
—Oh, ya lo creo que te vas. Te vas a ir directo al Abismo. —El hombre lanzó una
carcajada, una risa profunda y gutural que se elevó por encima del chisporroteo de las
llamas—. ¡Qué lástima que no estés vivo para contemplar el retorno de Takhisis!
Una humareda cayó sobre el caballero y Dhamon, y sintieron el ardor del fuego
que consumía veloz a la nave. El hombre atacó con la espada larga, al tiempo que
echaba hacia atrás la otra. Dhamon dio un salto y giró, inviniendo sus posiciones de
modo que era ahora el caballero quien estaba de espaldas al fuego.
Dhamon miró más allá de su oponente. Toda la popa del barco estaba en llamas.
La vela que Feril había desplegado estaba encendida e iluminaba el cielo nocturno
amén de disipar la escasa neblina que permanecía aún en el puerto.
Ampolla se encontraba junto a la hoguera, disparando jarras con una pequeña
ballesta a las carracas que se acercaban. En las bocas de los recipientes había trapos
encendidos, y Dhamon comprendió, con una curiosa indiferencia, que la kender era la
responsable del incendio iniciado en la galera.
Más hombres subían apresuradamente a la cubierta, aunque éstos no vestían la

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librea de los Caballeros de Takhisis. Estaban muy delgados, y se cubrían con ropas
sucias y desgarradas. Feril y Usha los conducían por entre las llamas. La kalanesti
tosió mientras indicaba algo a Usha; luego señaló hacia la barandilla.
—¡Ampolla! —chilló—. ¡Nos vamos!
A su espalda, la kender lanzó dos jarras más y se encaminó hacia la borda.
Detrás de la galera había dos carracas. Una se había incendiado y ardía con
fuerza. Dhamon distinguió sus velas llameantes. La tercera carraca se había detenido
a una distancia prudencial y arriaba botes para rescatar a los caballeros y esclavos.
Si Dhamon podía acabar con aquel hombre, él y los otros conseguirían huir a la
relativa seguridad del pequeño bote de pesca. Cuando avanzaba hacia él, distinguió a
Jaspe con el rabillo del ojo.
El enano se encontraba entre el palo principal y el de proa. Sostenía el cetro
extendido en una mano y lo balanceaba despacio a un lado y a otro entre dos
caballeros cubiertos con armadura; los hombres observaban al enano, pero no hacían
la menor intención de atacarlo. Entonces Dhamon descubrió a Fiona, que iba en
ayuda de Jaspe. La solámnica atrajo la atención de uno de los hombres, y éste se
lanzó al ataque.
—Hemos de darnos prisa, Jaspe —gruñó la dama, parando la estocada del
caballero—. Este barco no se mantendrá a flote durante mucho más tiempo. Ampolla
se ha ocupado de ello.
Como para confirmar la veracidad de sus palabras, un pedazo de vela en llamas se
soltó y revoloteó hasta la cubierta justo detrás de sus atacantes. El fuego se extendió a
la madera, aumentando las llamaradas que envolvían la nave. Aquello puso fin a la
situación de estancamiento en que se encontraban el enano y el caballero más
próximo a él. El guerrero lanzó un bufido y avanzó hacia Jaspe.
Fiona aventajaba a su enemigo, que se movía con lentitud a medida que el humo
se espesaba.
—¡Te perdonaré la vida! —ofreció la mujer, a la vez que esquivaba una estocada
dada con muy poca puntería. El hombre sacudió la cabeza, como si intentara despejar
sus sentidos—. ¡Te concederé la vida, si sueltas la espada! —repitió.
El caballero volvió a negar con la cabeza y lanzó una estocada baja. El golpe
rebotó en su espada, y ella dirigió su arma a una abertura donde el peto se unía a una
corta falda de malla. El hombre cayó al frente, la dama tiró de su espada para soltarla
y fue a ayudar al enano.
Debido a que Jaspe era mucho más pequeño, el caballero que lo atacaba tenía
dificultades para penetrar en sus defensas; cada vez que el hombre lanzaba una
estocada al pecho del enano, éste levantaba el Puño, y en cada ocasión la hoja
rebotaba inofensiva sobre la mágica madera.
—¡No tenemos tiempo para esto! —gritó Fiona. Tosía ahora, y agitaba la mano

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ante los ojos para apartar el humo—. ¡Ve hacia la borda, al bote de pesca! ¡Ayuda a
Rig a saltar! Está herido de gravedad, Jaspe. Y creo que Groller está muerto.
Jaspe no discutió la orden, pues sabía que la mujer podía ocuparse del caballero
mucho mejor que él. Mientras se encaminaba a la barandilla, resbalando en la sangre,
saltando por encima de los cadáveres, el enano oyó el sordo tintineo de la espada de
Fiona sobre la espada y armadura de su adversario. El entrechocar de metales
mantenía un cierto ritmo, pero de repente el ritmo se detuvo, y a través del crepitar de
las llamas escuchó un golpe sordo. Fiona tosió, sus botas repiquetearon sobre la
cubierta, y el enano suspiró aliviado. El Caballero de Takhisis había muerto.
Rig estaba arrodillado, agarrado a la barandilla, la respiración ronca y
entrecortada. El enano buscó desesperadamente la escala de cuerda por la que había
trepado; pero ésta se encontraba demasiado lejos, hacia la popa de la nave, que ahora
parecía una bola de fuego.
—Tendremos que nadar. Al menos tú tendrás que hacerlo —dijo el enano—. Yo
no sé. Pero a lo mejor podré evitar hundirme como una roca.
El enano alzó el Puño de E'li y, abatiéndolo sobre la barandilla, rompió una parte,
que fue a caer al agua.
—Eso flota. Y puede que con su ayuda también flote yo.
El marinero levantó la cabeza, los ojos enrojecidos por el humo.
—Yo sé nadar. Te ayudaré.
«No en tu estado», pensó Jaspe. Ayudó a Rig a pasar sobre la barandilla, de modo
que el marinero quedó colgando como un saco de harina, balanceándose en el aire. El
enano buscó con la mirada el bote de pesca. La oscura humareda gris procedente de
la galera se mezclaba con la tenue neblina, y en un principio no consiguió ver nada.
Pero por fin descubrió entre el humo algunas personas en el agua: los esclavos
que Feril y Usha habían rescatado, que chapoteaban alejándose de la galera. Y luego
distinguió el trozo de barandilla que flotaba en el agua.
—Mi espada —jadeó Rig—. He de recuperar mi espada. No puedo perder otra.
—¡Furia! --llamó el enano, sin hacer caso al marinero—. ¡Ampolla!
Al cabo de un momento le respondieron los ladridos frenéticos del lobo.
—Jaspe! ¡Estamos aquí abajo! —Era la voz de la kender—. ¡Estamos en el bote!
De modo que la barca estaba en algún lugar allí abajo. No podía hallarse
demasiado lejos si él conseguía oírla con tanta claridad. Jaspe introdujo el Puño en el
saco que llevaba a la cintura, asegurándose de que no lo perdería, y luego empujó a
Rig por la borda. El enano echó un rápido vistazo a la cubierta. Feril estaba cerca de
la proa, alzando la cadena del áncora como una posesa a la vez que instaba a saltar al
resto de los esclavos liberados. Usha se recogió las faldas y saltó por la borda.
Dhamon no estaba muy lejos, forcejeando con un caballero alto.
«Debería ayudarlo —pensó Jaspe—. Pero entonces Rig podría ahogarse.» El

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enano saltó al agua detrás del marinero, mientras rezaba a los dioses ausentes para
que no permitieran que se hundiera.
Fiona tosía inclinada al frente. Apenas si podía ver más allá de unos centímetros
de distancia, pero sabía adonde dirigirse. Oyó el entrechocar del acero. Dhamon
seguía combatiendo con el caballero alto; era el único combate que seguía adelante.
Se quitó algunas piezas de la armadura y avanzó tambaleante hacia el sonido.
Ambos contendientes estaban cubiertos de sangre. El caballero alto utilizaba dos
armas; interceptaba la espada de Dhamon con su espada más larga y le lanzaba
estocadas al pecho con la otra más corta.
La túnica del antiguo Caballero de Takhisis estaba empapada en sangre, y la dama
se dio cuenta de que casi toda era de él, ya que el capote de su adversario seguía
prácticamente inmaculado. Se arrancó el peto, lo dejó caer sobre cubierta, y corrió
hacia ellos, para detenerse justo detrás de Dhamon.
—Eso no es justo —masculló el caballero alto—. Dos contra uno. No hay honor
en eso.
—¡No consideraste que fuera injusto cuando luchabas contra mi amigo! —
escupió Fiona.
—¿El hombre negro? —rió él—. Malys quiere al ergothiano muerto. Pero, en
cuanto a ti —inclinó la cabeza hacia Dhamon—, quiero un combate honorable
contigo.
—No esta vez —replicó Dhamon. Dejó que Fiona detuviera la espada larga de su
adversario, en tanto que su arma se estrellaba contra la otra más corta. Dhamon giró
torpemente y hundió el acero en el costado del hombre; la hoja se hundió sólo unos
centímetros, pero el dolor fue suficiente para hacer que el caballero echara un vistazo
a la herida. Fiona se adelantó y le lanzó una estocada al pecho; luego se agachó y
acuchilló las piernas, pero la espada golpeó láminas de negro metal que repiquetearon
con un sonido agudo. El hombre retrocedió y agitó las espadas violentamente ante
ellos para mantenerlos a distancia.
—¡Te concederé la vida! —gritó Fiona—. ¡Suelta las armas!
El caballero soltó un grito gutural y se abalanzó sobre ellos. Fiona se adelantó
para ir a su encuentro, en tanto que Dhamon se deslizaba a un lado y, alzando su larga
espada por encima de la cabeza, la abatía con todas las fuerzas que le quedaban en los
brazos. El acero se hundió en el hombro de su oponente. Dhamon tiró de él para
soltarlo y volvió a golpear. Con un gemido, el caballero soltó la espada más corta y
siguió combatiendo sólo con la más larga.
El caballero negro dedicó a Fiona una sonrisa tensa y maniobró para colocarse a
un lado, donde pudiera verlos tanto a ella como a Dhamon. El humo que lo envolvía
era muy espeso, y el hombre boqueaba en un intento de llevar aire a sus pulmones.
También la dama tenía problemas para respirar, y Dhamon señaló en dirección al

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costado del barco. «¡Ve!», articuló en silencio.
—¡No sin ti! —respondió ella, sacudiendo la cabeza.
Medio asfixiado por el humo, Dhamon avanzó más torpemente ahora,
balanceando la espada en un amplio e irregular arco. Su adversario retrocedió para
colocarse fuera del alcance del arma, y él recuperó el equilibrio y alzó la espada. Al
ver que el caballero buscaba una oportunidad de atacar, Dhamon le concedió la
ilusión de una.
El hombre avanzó e hizo descender su arma; en el último momento posible,
Dhamon se adelantó hacia él y penetró bajo el arco descrito por la espada. La larga
hoja hirió a Dhamon en el hombro, pero el acero de éste se hundió en el costado
herido de su oponente. El antiguo Caballero de Takhisis tiró hacia atrás de la espada y
volvió a clavar la hoja, y el hombre se desplomó sobre él.
Fiona apareció al instante, tosiendo, jadeando, y apartó al caballero muerto de
encima de Dhamon al tiempo que tiraba de este último en dirección a la barandilla.
—¡Hemos de abandonar el barco! Está escorándose. ¿No lo notas?
Ella tenía razón. La cubierta se inclinaba hacia un lado, como si el barco hiciera
agua; y, además, la nave se dirigía a la orilla. Sin duda el ancla de proa se había
soltado.
Dhamon se apoyó en Fiona unos instantes, y ambos se agarraron a la barandilla
cuando la nave se detuvo con un crujido que compitió con el rugir de las llamas.
—¡Ha chocado con otro de los barcos! —jadeó Fiona. La galera volvió a dar un
bandazo, y la solámnica trastabilló. Dhamon la sujetó y la inclinó sobre la barandilla,
donde podía respirar un poco de aire fresco.
—Tú primero —indicó, agitando el brazo—. Te seguiré.
La dama forcejeó con las últimas piezas de metal de sus brazos, luchando por
soltar las sujeciones, y luego arrojó el casco al suelo. «Debería haberlo dejado todo
en el pantano», pensó. Cuando la última pieza de su armadura hubo caído sobre la
cubierta, envainó la espada y acto seguido saltó al agua.
—Te seguiré en cuanto encuentre a Groller —gritó Dhamon. Cerró los ojos e
imaginó la cubierta. Luego se dejó caer a gatas y se arrastró al frente, representándose
mentalmente el palo mayor, el mástil de proa, y el lugar donde había visto caer al
semiogro entre los dos. Muerto o no, Dhamon pensaba llevarse con él a Groller.
Las manos del guerrero toparon con un cuerpo tras otro, ninguno tan grande como
el que buscaba, todos ellos ataviados como los caballeros de la Reina de la
Oscuridad. Se arrastró sin pausa por encima de ellos, resbalando en la sangre y
cortándose los dedos en las armas caídas. Le parecía como si llevara horas gateando;
el pecho le ardía, los ojos le lloraban, y tenía el cuerpo dolorido a causa de una
docena de heridas.
Se sentía débil, mareado por la falta de aire y la pérdida de sangre, cuando llegó

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junto a un cuerpo de gran tamaño.
Estaba boca abajo y ensangrentado. Con un gran esfuerzo, Dhamon consiguió
darle la vuelta, pasó los dedos por los largos cabellos, palpó los anchos hombros y
llegó al rostro del hombre. Sus manos encontraron la amplia nariz y la gruesa frente
de Groller; entonces, agachándose más, palpó la desgastada túnica de cuero, ahora
desgarrada y cubierta de sangre.
—Tienes que estar vivo —rezó Dhamon. Apretó la mejilla contra la nariz del
semiogro, sin notar nada al principio. Luego, de un modo apenas detectable, percibió
un atisbo de respiración débil. La sensación no lo alegró; había atendido a
demasiados heridos en los campos de batalla y su experiencia le decía que el
semiogro agonizaba.
Se incorporó con dificultad, sosteniendo a Groller por las axilas, y avanzó
tambaleante en dirección a la barandilla, arrastrando al semiogro con él. El regreso
resultaba más fácil, pues la cubierta estaba inclinada en aquella dirección.
—¡Dhamon! —Alguien lo llamaba, una mujer. Era un voz queda, y no podía
averiguar a quién pertenecía. ¿Feril? ¿Usha? No era la kender; la voz de Ampolla era
más infantil. Tal vez fuera Fiona.
Forcejeó con el cuerpo de Groller y consiguió levantarlo y apoyarlo contra la
barandilla. Pasó una de las piernas por encima de la borda, la que lucía la escama
ennegrecida, que brillaba por entre los numerosos cortes de sus polainas. Era uno de
los pocos lugares que no estaba manchado de sangre. El semiogro era muy pesado, y
Dhamon se sentía cada vez más débil; lo alzó, y la barandilla se partió bajo el peso de
ambos. El caballero sujetó con fuerza a Groller, y juntos fueron a parar al agua.
Sintió que se hundía, ya que el peso del semiogro lo arrastraba hacia el fondo;
pero Dhamon agarró con firmeza a su compañero y agitó las piernas con energía. El
agua salada le provocó un fuerte escozor en las heridas y ayudó a reanimarlo. Pareció
dotarlo de un estallido de renovadas fuerzas. Oyó sonidos a través del agua, cosas que
no podía describir pero que imaginó eran trozos de la galera que caían a las aguas del
puerto. Entonces, de improviso, su carga se tornó más ligera. Alguien lo ayudaba a
subir a Groller.
La cabeza de Dhamon salió a la superficie, y el caballero respiró hondo. Feril
nadaba a su lado y lo ayudaba a mantener la cabeza de Groller por encima de la
superficie.
—Se muere —consiguió articular él.
Ella agitó un brazo y silbó, y Dhamon escuchó el chapoteo de unos remos. Al
cabo de un instante divisó el pequeño bote de pesca abriéndose paso por entre la
niebla y el humo. Jaspe se inclinó sobre el costado y extendió las manos en dirección
al semiogro.
El enano estaba chamuscado y empapado, a la vez que agotado. Su rostro

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aparecía curiosamente blanquecino a la luz del fuego.
—Acércalo más —jadeó. Furia sacó la cabeza por el costado del bote y aulló. El
lobo intentó saltar al agua, pero los brazos de Fiona lo tenían inmovilizado.
—¿Se encuentra bien Groller? —preguntó Ampolla.
Feril y Dhamon consiguieron con un gran esfuerzo subir al semiogro y colocarlo
sobre la borda del pequeño bote. Jaspe tocó el rostro de su amigo, cerró los ojos, y se
concentró para localizar de nuevo la chispa curativa. Había dedicado los últimos
minutos a ocuparse de Rig, a la vez que se esforzaba por sujetarse al pedazo de
barandilla flotante mientras esperaba que la barca de pesca acudiera a rescatarlos.
El marinero había sido gravemente herido, y el enano necesitó casi toda su
energía para curar las heridas de mayor gravedad y conseguir mantener a Rig con
vida. También Jaspe estaba herido, al igual que Fiona, pero ninguno de los dos corría
peligro de muerte.
Groller era otra cosa. El enano instó a su chispa interior a crecer, mientras
buscaba la familiar esencia vital del semiogro. Era débil y difícil de localizar, como
un rescoldo que empezaba a enfriarse. Groller abandonaba Krynn, igual que
Goldmoon había abandonado el mundo. Jaspe comprendió que el semiogro estaba
mucho más grave de lo que había estado en la cueva. A su espalda Furia volvió a
aullar, forcejeando con Fiona y ahora también con Ampolla, que la ayudaba a
contener al lobo.
—Molestarás a Jaspe —lo reprendió la kender—. Quédate aquí.
La mejilla de Groller resultaba anormalmente fría bajo los dedos del enano.
—No —musitó éste—. No te perderé a ti, también. No puedo. —El enano apenas
si se sujetaba al borde del bote ahora, todos sus esfuerzos dedicados a su conjuro
curativo—. No te me mueras. Te salvé una vez y puedo volver a hacerlo. —Escuchó
su propio corazón latiendo, tronando por encima de los lejanos sonidos del fuego y
los gritos de los hombres. Palpitaba al ritmo de las picadas aguas que golpeaban los
costados de la barca, y el enano se concentró en ese ritmo para hacer crecer la chispa.
Sintió cómo un calorcillo emanaba de su pecho y se deslizaba por el brazo hasta
los dedos y de allí al rostro de Groller. Notó entonces que el bote daba un bandazo.
—¡Jaspe! —oyó gritar a Fiona—. ¡Sujétate a la barca!
No hizo el menor movimiento para obedecer pues no deseaba interrumpir el
conjuro. Sintió cómo la mano libre tocaba el agua y luego se hundía en ella. Cayó por
el borde de la barca y empezó a hundirse, pero no realizó ningún esfuerzo por
mantenerse a flote. Todo iba dirigido a la chispa y a salvar a Groller.
Entonces Jaspe oyó cómo el semiogro lanzaba un respingo y sintió que Feril lo
agarraba por los gordezuelos brazos. Las piernas de la kalanesti pataleaban con fuerza
en el agua. El enano abrió los ojos violentamente, y vio que Dhamon ayudaba a Fiona
y a Usha a introducir a Groller en el bote. Fiona saltó al agua para hacer sitio al

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semiogro; luego sus manos se unieron a las de Feril para alzar a Jaspe fuera del agua,
al que situaron en el centro del bote junto a Groller y a Rig.
—Jas... pe buen sanador —oyó murmurar al semiogro, mientras se sumía en un
profundo sueño.
Feril, Dhamon y Fiona nadaban al costado de la barca. Los esclavos liberados
estaban a su alrededor en el agua; algunos se agarraban al borde del bote, otros a
pedazos flotantes de barandilla.
—¿Ahora qué? —inquirió Usha—. La orilla queda muy lejos para que los
esclavos naden hasta ella.
—Todas las carracas arden —dijo Ampolla—. Es culpa mía. Levé el ancla y dejé
que el barco fuera hacia ellas. Luego les lancé jarras en llamas. ¿Bastante ingenioso,
no?
—Nos salvaste —repuso Dhamon—. Esos caballeros se habrían unido a la batalla
en la galera y habrían acabado con nosotros. Eran demasiados. Ésta no fue una de las
mejores ideas de Rig.
—Queda aún una nave. —Fiona señaló hacia el este—. La pequeña chalupa que
Feril vio.
—¡Sí! —La kalanesti esbozó una amplia sonrisa—. Se quedó atrás cuando
incendiamos la galera.
—Entonces vayamos en su busca —indicó Dhamon—. Está más cerca que la
orilla. Esperemos que no haya tantos caballeros a bordo. No puede haberlos. Es muy
pequeña.
—¡Y tenemos hombres para tripularla! —exclamó Ampolla rebosante de
satisfacción, señalando a los esclavos liberados.
—Sólo si ellos quieren —replicó Feril—. Si no es así, los dejaremos en tierra.
—Ya discutiremos eso cuando tengamos la chalupa —dijo Dhamon con voz
débil. Empezó a nadar hacia la embarcación—. Si es que podemos cogerla.
Pareció como si transcurrieran horas antes de que la barca de pesca chocara
contra el costado del casco que miraba mar adentro. El humo seguía siendo espeso
sobre el agua y los ocultó a los caballeros de a bordo, la mayoría de los cuales
estaban muy ocupados contemplando los incendios en el otro lado.
Dhamon miró de reojo a través de la oscuridad, luchando por permanecer
consciente. La luz de las llamas no llegaba hasta este lado del barco. Señaló la proa.
—Veo la cuerda del ancla. Eso será nuestra escalera para subir.
—Tú no vas a ir —murmuró Fiona con voz ronca—. Estás sangrando.
—No estoy tan malherido —mintió él—. Y no pienso quedarme en el agua. Los
tiburones no tardarán en aparecer. —Hizo una pausa—. Por desgracia, no tengo
ninguna arma. Dejé las que cogí prestadas en la galera.
Feril condujo la barca hasta la cuerda del áncora. Usha cogió una soga de debajo

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del asiento central y la pasó alrededor de la cuerda del ancla de la chalupa.
—Esta vez no iremos a la deriva —anunció. Luego se inclinó hacia el centro del
bote, para rebuscar dentro de algo. Al cabo de un momento, tendió a Dhamon dos
dagas por encima de la borda—. La espada de Rig también está en esa galera
incendiada. Pero vi que éstas sobresalían de sus botas, y no creo que le importe.
Dhamon sonrió ampliamente. Aunque estaba oscuro, distinguió los lirios
incrustados de nácar en las empuñaduras; sin duda Rig se las había expropiado a un
caballero de alto rango. Las guardó en su cinturón y empezó a trepar por la cuerda a
toda velocidad, lo cual significó un gran esfuerzo para él; cuando llegaba a la
barandilla, notó que alguien trepaba tras él.
Soltó un gemido al deslizarse por encima de la borda, y se llevó una mano al
costado. Lo embargó una sensación de náusea. El dolor de las heridas era
insoportable.
Fiona fue la siguiente. En cuanto pisó la cubierta, desenvainó la espada y miró
hacia la hilera de hombres apoyados en la barandilla opuesta, que tenían los ojos
puestos en los barcos que ardían. Feril se deslizó en silencio por encima de la
barandilla, y echó una mirada a Dhamon. La sangre se escurría por entre sus dedos y
descendía por el brazo procedente de otra profunda cuchillada. Le dedicó una mirada
preocupada.
Sujetándose a la barandilla, el guerrero se incorporó y sacó las dagas del cinturón.
«Quédate aquí», le dijo ella, articulando las palabras en silencio.
Él negó con la cabeza y avanzó hacia el centro de la pequeña nave. Ésta tenía un
único palo, y las velas estaban arriadas. Se movió sigiloso por entre las jarcias,
seguido de Fiona y Feril, empuñando una daga en cada mano. Once hombres contra
tres. La situación no les era demasiado favorable, se dijo, pero el enemigo desconocía
la amenaza que acechaba a su espalda.
Buscó una pista que indicara quién era el subcomandante; pero, con las espaldas
vueltas hacia él, no podía ver ningún galón ni insignia. Clavó la mirada en el hombre
más fornido, el que tenía las espaldas más amplias, más alto que el resto. El primer
objetivo. Pensó en gritar un desafío, pero la cautela lo hizo desistir. Era mejor seguir
vivo con el honor empequeñecido, se dijo con ironía. Dhamon alzó la daga por
encima del hombro.
—¡Rendíos! —El grito de Fiona cogió a Dhamon por sorpresa.
—Al diablo con el sigilo —masculló, mientras los hombres giraban en redondo.
Siete de ellos, ataviados con la negra cota de mallas de los caballeros negros,
desenvainaron espadas largas y alfanjes. Los otros cuatro eran marinos, y sus manos
fueron inmediatamente en busca de cabillas y dagas.
—¡Somos los responsables de los incendios! —continuó la joven solámnica—. Y
no dudaremos en incendiar también esta embarcación. Pero os concedemos la vida.

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No seáis tan estúpidos como vuestros camaradas. ¡Soltad las armas! ¡Rendíos a
nosotros!
Los marinos vacilaron, uno de ellos echó una mirada por encima del hombro a las
naves que ardían. El caballero fornido que Dhamon había seleccionado se lanzó al
ataque. Dhamon aspiró con fuerza y arrojó una daga; la hoja se hundió en el cuerpo
del hombre por encima de la cintura, y éste dio unos pocos pasos más antes de soltar
la espada y desplomarse sobre cubierta.
Dhamon preparó la otra daga.
—¡Nosotros somos diez! —gritó uno de los caballeros—. Ellos, tres. Acabemos
con ellos. —Se abalanzó sobre la solámnica, pero al punto cayó de bruces, llevándose
las manos ala garganta. Emitió un alarido truncado antes de morir. La segunda daga
de Dhamon había dado en el blanco.
—¡Sólo haremos esta oferta una vez más! —bramó Fiona—. Podéis rendiros y
huir en la lancha para ir a ayudar a vuestros compañeros de los barcos incendiados...
o podéis morir.
—¡Este barco también puede arder! —Las palabras provenían de la kender, que
había trepado a cubierta. Sostenía una jarra en una mano, y el trapo introducido en su
interior ardía.
Los hombres dedicaron una rápida mirada a los ruegos de las otras naves, y en
cuestión de segundos sus armas cayeron sobre cubierta. Sólo dos caballeros se
mantuvieron desafiantes, envainando las espadas en lugar de soltarlas. Fiona no
insistió sobre el asunto, y Feril se adelantó veloz y apartó a patadas las armas para
ponerlas fuera del alcance de los hombres.
—¿Hay otras personas bajo cubierta? —inquirió la joven solámnica.
Los hombres negaron con la cabeza.
—La Roja os quiere —indicó sarcástico uno de los caballeros de más edad.
Señalaba a la kalanesti—. Es la elfa de los tatuajes. Mala suerte para vosotros. El
dragón conseguirá lo que quiere. Siempre lo hace.
—No siempre. —Dhamon se adelantó y cogió la espada de uno de los caballeros
muertos. Se sentía débil y mareado, pero obligó a sus labios a formar una fina sonrisa
—. Consideraos afortunados de seguir con vida.
—¡No dejamos supervivientes en la galera! —añadió Feril.
Un caballero situado en la parte central de la hilera dio un paso al frente. Su
espada seguía en su vaina, pero sus dedos se deslizaban hacia ella.
—¡No intentes nada! —chilló Ampolla. La kender se había colocado detrás de
Fiona y sostenía la llameante jarra en dirección a las jarcias—. Y vienen más de los
nuestros —añadió. Los sonidos de pies golpeando contra el casco reforzaron sus
palabras. Al cabo de un instante, tres de los esclavos liberados aparecieron a su
espalda con expresión amenazadora—. Si yo me encontrara en tu lugar —continuó—,

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escucharía a Fiona. Es diabólicamente buena con esa espada. Y yo empiezo a ser una
experta en lo referente a incendios.
—¡Los que lleváis armadura tiradla! —ordenó la solámnica—. Vais a descender
por la borda a la lancha. A menos que queráis que el bote se hunda en el fondo del
puerto por el exceso de peso, será mejor que os desprendáis de ellas.
Lanzándoles miradas coléricas, los cinco caballeros se quitaron despacio las cotas
de malla.
—¡Ahora pasad al otro lado y meteos en el bote! —La expresión de Fiona era
sombría. Blandió la espada para dar mayor énfasis a sus palabras—. ¡Deprisa!
Los cuatro hombres que eran marinos, no Caballeros de Takhisis, fueron los
primeros en obedecer. Sólo quedaron los cinco caballeros. El de más edad lanzó una
mirada furiosa a la dama.
—Te cogerá, el dragón lo hará —escupió—. ¡Ella te hará pagar por esto!
Dhamon se adelantó hacia el hombre, señalando su espada.
—Yo me preocuparía por mi persona, si fuera tú. Dudo que la hembra de dragón
recompense el fracaso. —Se mordió el labio inferior al sentirse mareado. El dolor lo
ayudaba a mantenerse alerta, pero sabía que no aguantaría en pie mucho más tiempo
—. ¡A la lancha! ¡Ahora!
El hombre abrió la boca para decir algo más, pero los caballeros situados a ambos
lados lo sujetaron y lo obligaron a pasar al otro lado de la borda. El resto de los
hombres los siguió. Fiona y Feril bajaron la lancha, y Ampolla arrojó la llameante
jarra al agua por encima del otro extremo del barco.
Una vez que los hombres estuvieron en el bote, Dhamon avanzó dando traspiés
hasta el mástil, se dejó caer contra él y resbaló hasta la cubierta. Apretó una mano
contra el costado, cerrando los ojos.
—Fiona, cuando Jaspe despierte, podrías hacer que... —El resto de sus palabras
se perdió.

* * *
Había amanecido cuando Dhamon, Rig y Groller abrieron los ojos. Los tres se
encontraban en un camarote bien amueblado revestido con paneles de olorosa madera
de cedro. Dhamon y Rig descansaban sobre lechos, y Groller, demasiado grande para
uno de los estrechos colchones, reposaba en el suelo envuelto en mantas.
Todos ellos estaban vendados y lavados bajo sábanas limpias. Y toda una
variedad de ropas se apilaban sobre una silla para que se las probaran; era todo lo que
habían abandonado los marinos y los Caballeros de Takhisis.
—No he perdido a un solo paciente —declaró el enano, orgulloso. Jaspe estaba
inmensamente satisfecho de sí mismo, y sonreía de oreja a oreja mientras paseaba—.
Aunque debo admitir que no es que vosotros no lo intentarais. Dedicarse a pelear con

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tantos caballeros de la Reina de la Oscuridad... Eso fue una auténtica locura, si
queréis mi opinión. —Les dedicó una risita—. Es asombroso la cantidad de sábanas y
camisas que tuvimos que rasgar para conseguir vendas suficientes. Creo que
perdisteis casi toda la sangre que teníais.
Dhamon fue el primero en ponerse en pie, aunque algo tembloroso. Las miradas
de Rig y Groller se clavaron en la negra escama de su pierna. El caballero se dirigió
despacio hacia la silla y empezó a examinar la ropa; seleccionó las prendas de tonos
más apagados.
—Déjame esa camisa roja —indicó el marinero, mientras abandonaba el lecho
con un esfuerzo—. ¿Te importaría explicar qué le sucedió a esa escama?
—Sí —respondió Dhamon conciso—. Me importa.
Groller se unió a ellos con suma lentitud.
—Ahora, que ninguno de vosotros empiece a moverse con demasiada rapidez —
dijo el enano—, ¿entendido? Estuvisteis a menos de un paso de la muerte, y no quiero
que mi meticuloso trabajo se vea desbaratado. O la obra de las señoras. Ellas
colocaron la mayoría de los vendajes.
Dhamon se puso lentamente un par de polainas grises, lo bastante amplias para
pasar por encima de las vendas de las piernas. Las vueltas le llegaban justo por
encima de los tobillos. Luego se puso una camisa de hilo de color gris oscuro, ceñida
con una faja negra. La ropa limpia producía una agradable sensación a su dolorido
cuerpo.
Rig se quedó con la camisa roja. Confeccionada en seda, sus mangas voluminosas
le caían bien. Escogió unos pantalones de cuero negros, empezó a ponérselos, y
sonrió divertido al observar el dilema del semiogro. Nada era lo bastante grande para
Groller.
El marinero agarró una larga camisa de dormir a rayas verdes y negras, la sostuvo
a la altura de la espalda del semiogro e hizo una mueca. La sangre traspasaba el
vendaje que rodeaba el pecho de Groller. Rig arrancó las mangas y entregó a Groller
la prenda transformada.
El semiogro se la metió por la cabeza como pudo y probó la resistencia de las
costuras. La prenda le llegaba por encima de las rodillas, y no se podía abrochar
desde la mitad del pecho hasta arriba. Groller hizo un mueca de desagrado y sacudió
la cabeza cuando vio su imagen reflejada en el espejo.
Jaspe tiró de la camisa para atraer la atención de su amigo. El enano se golpeó la
sien con los gordezuelos dedos, sacudió la cabeza y frunció el entrecejo.
—Jas... pe di... ce que no debo preo... cuparme —tradujo Groller. El semiogro
soltó una risita y bajó la vista hacia sus piernas desnudas, cada una con un grueso
vendaje—. Pero Jas... pe tiene ropas que le van bien. Jas... pe tiene zapa... tos.
—Tus botas se están secando —respondió el enano, a pesar de saber que Groller

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no podía oírlo—. Estaban empapadas de sangre. Usha las lavó. Usha también sabe
coser y te arreglará alguna cosa. Estoy seguro de que tardaremos días en llegar a
Dimernesti, dondequiera que eso esté. Ella te preparará algo que te vaya bien.
—Sé dónde se encuentra Dimernesti... al menos si es que el Custodio me dio las
instrucciones correctas. —Rig se contemplaba en el espejo con marco de arce que
colgaba entre las dos camas. Paseó la mirada por la estancia. El interior de madera
estaba lacado y encerado hasta lanzar un brillo suave, y el mobiliario, clavado al
suelo, era caro y con incrustaciones de latón. Supuso que se encontraban en el
camarote del segundo piloto o contramaestre.
Jaspe señaló una mesa en el otro extremo. Sobre ella había una vitrina de cristal
biselado rebosante de pergaminos enrollados.
—Mapas náuticos —dijo el enano—. Fiona encontró uno con la costa de Khur y
lo dejó extendido y listo.
—¿Está ella bien? —Rig dirigió al enano una mirada preocupada.
—Unos cuantos cortes que ya curé, y gran cantidad de moratones que tendrán que
curarse solos. Feril y Usha están en perfectas condiciones... ahora. Me ocupé de ellas
esta mañana. Tuvieron que esperar. Vosotros tres os llevasteis todas mis energías
anoche. Ampolla no recibió ni un rasguño.
—¿Y por qué pondrían todos los mapas en el camarote del contramaestre? ¿Por
qué no en el del capitán?
«Porque éste es el del capitán», repuso Jaspe para sus adentros.
Rig se encaminó hacia la mesa y echó una mirada al mapa.
—¿Cuánto tiempo he permanecido sin sentido? —preguntó—. ¿Cuánto hace que
navegamos? ¿Recogisteis a algunos caballeros de la Legión de Acero en la ciudad
para que ayudaran a tripularla?
—Haz las preguntas de una en una —contestó el enano—. Navegamos desde
anoche. Las damas nos pusieron en marcha en cuanto os hubieron bajado aquí. Los
antiguos esclavos de la galera, las tres docenas, se turnan para tripular la nave y
dormir en la bodega. Exigieron acompañarnos como pago por su libertad.
—Tres docenas. Apenas suficientes para una carraca. Necesitaremos como
mínimo el doble.
—En realidad —dijo Jaspe en tono quedo—, eso es casi el doble de lo que
necesitamos.
—Será mejor que suba enseguida. —El marinero no le había oído—. Este barco
necesita un auténtico capitán.
—Lo cierto —siguió Jaspe en un tono algo más alto— es que Ampolla estaba al
timón cuando miré hace unos minutos.
Rig gimió y se dirigió a la puerta, sujetándose para no caer en medio del balanceo
y cabeceo de la nave. Salió al corredor. Paneles de madera de teca relucían bajo la luz

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de una linterna que quemaba aceite perfumado. Se trataba de un pasillo estrecho, con
tan sólo otras cuatro puertas. Tenía que existir otra forma de llegar al resto del barco,
se dijo el marinero mientras caminaba hacia la escalera que conducía arriba. Groller y
Dhamon lo siguieron.
—No recuerdo gran cosa después de que los hombres de la Reina de la Oscuridad
me derribaran anoche —dijo el marinero con una voz que era poco más que un
susurro, volviéndose hacia Dhamon al llegar al pie de la escala—. Pero sí sé que
Fiona dijo que tú impediste que ellos me remataran. También salvaste a Groller. —
Era lo más parecido a un «gracias» que Rig estaba dispuesto a ofrecer a Dhamon.
—Bueno, no me deis las gracias todos a la vez por haberos curado —rió Jaspe por
lo bajo, cerrando la puerta—. Al menos las señoras fueron mucho más amables. —El
enano bostezó y se rascó sus propios vendajes. Contempló las camas, escogió la de
aspecto más blando que Rig había abandonado, y se instaló en ella. Cerró los ojos,
sintiendo cómo la nave se balanceaba sobre las olas, y no tardó en quedarse dormido.
En cubierta, Rig aspiró con fuerza para llenarse los pulmones con el agradable
aire marino. A quien primero distinguió fue a Fiona, que se encontraba cerca del
timón, vestida con unas polainas holgadas de color negro y una inmaculada camisa
blanca dos tallas más grande que se agitaba e hinchaba a su alrededor como una vela.
Su roja cabellera ondeaba a impulsos de la brisa. Ampolla estaba delante de ella, de
pie en un cajón y manejando el timón. La kender, que llevaba una camisa de un vivo
color amarillo ceñida a la cintura y larga hasta los tobillos, se las apañaba muy bien
para mantener el rumbo de la nave. El marinero decidió dejar que continuara un poco
más.
Dhamon pasó rápidamente junto a Rig en dirección a Feril, que estaba en la proa.
La kalanesti se dejaba acariciar por el viento, los cabellos alborotados alrededor del
rostro. Canturreaba algo, y Dhamon permaneció inmóvil durante unos instantes y
escuchó. La elfa llevaba una camisa verde pálido del color de la espuma marina, a la
que había arrancado las mangas. Vestía también unas polainas de un verde más
oscuro que había recortado justo por encima de las rodillas. Una venda le rodeaba
uno de los brazos, y otra hacía lo mismo en un tobillo, que aparecía terriblemente
hinchado. Se volvió hacia él.
—¿Te encuentras mejor? —preguntó.
—Sobreviviré —respondió Dhamon, asintiendo.
—Doy gracias por ello... aunque me sorprende —repuso Feril—. Pero lo cierto es
que me sorprende que todos hayamos sobrevivido a eso. --Se apartó para hacerle
sitio. A sus pies se extendía un bauprés que a Dhamon le recordó una lanza—. La
nave se llama Narwhal, y no creo que perteneciera a los Caballeros de Takhisis.
Fiona piensa que es una embarcación de cabotaje, un pequeño mercante. Es hermosa.
Los caballeros probablemente se apoderaron de ella porque sin duda resulta valiosa.

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Alguien invirtió mucho acero en este barco.
—Es un poco pequeña para el océano —comentó Dhamon. Se encontraba casi
pegado a la kalanesti, con el viento agitando sus negros mechones.
—Resulta confortable —objetó Feril—. He estado pensando, Dhamon, y
hablando con Jaspe. Sobre el perdón. Sobre un montón de cosas. —Se recostó en él,
y él alzó el brazo como si fuera a pasárselo por el hombro, pero luego lo dejó caer al
costado.
«Maté a Goldmoon —pensó—. No merezco ser feliz.»

* * *
Tras dar los buenos días a Fiona, Rig echó una detenida mirada por la cubierta.
Usha, que se hallaba sentada contra el palo mayor —el único palo— reparando una
vela de repuesto, alzó la vista, saludó y sonrió.
«Un solo mástil», se dijo Rig.
—Esta no es una de las carracas —siguió en voz alta, dándose cuenta del
auténtico tamaño de la nave.
—No. Todas se incendiaron. —Fiona se aproximó por detrás, le rodeó con los
brazos la cintura y reclinó la cabeza en su cuello—. Pero sin duda no estabas
despierto para verlas arder. Iluminaron el cielo kilómetros y kilómetros.
—Un mástil. Unos ocho metros de eslora como máximo —dijo él—. Es la
chalupa.
—Siete. Ampolla lo midió.
—Maravilloso.
—Al menos tenemos un barco —lo consoló ella—. La única embarcación que no
se incendió. Y es preciosa.
—No —refunfuñó Rig en voz baja. Meneó la cabeza y cerró los ojos—. No
tenemos un barco, Fiona. Tenemos una barca.

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16
Dimernesti

Feril permanecía en equilibrio sobre la barandilla, cerca del lado de babor del bauprés
del Narwhal, contemplando cómo las agitadas aguas capturaban relucientes reflejos
del sol del mediodía. La luz centelleaba como estrellas en un cielo nocturno. A lo
lejos distinguió una mancha de un azul más oscuro que indicaba la presencia de un
arrecife. Y en el borde mismo de su campo visual aparecía un promontorio rocoso
que, según sabía, estaba salpicado de cuevas marinas, donde atracaban los barcos que
comerciaban con los dimernestis antes de que el gran Dragón del Mar llegara para
gobernar la zona.
Se decía que el territorio subacuático de los elfos marinos se encontraba en algún
lugar entre el arrecife y el promontorio.
—Ojalá pudiera acompañarte. —Ampolla se encontraba a su espalda—. Jamás he
estado bajo el agua. Bueno, aparte de haber nadado un poco, y eso no cuenta. Quiero
decir que nunca he visto un país, ni elfos, ni nada que fuera submarino. ¿Crees que
podrías enseñarme algún día cómo realizar tu magia para que yo también pudiera
nadar bajo el agua?
Feril no contestó. Decir «no» heriría los sentimientos de Ampolla y sin duda
provocaría una docena de «porqués» y «cómo es que». Y decir «sí» era imposible. En
cuanto se hubiera enfrentado junto con Palin a la Reina de la Oscuridad, la kalanesti
tenía intención de regresar a Ergoth del Sur y encaminar todos sus esfuerzos a luchar
contra Gellidus —o Escarcha, como llamaban los humanos al supremo señor Blanco
—. Y, si algún día conseguían expulsar a aquel dragón, Feril pensaba instalarse en el
pantano de Onysablet o en el bosque de Beryllinthranox.
Pero sus futuros planes no contaban con los otros miembros del grupo. Se sentía
unida a Ampolla y a los otros, en especial a Dhamon; sin embargo, aquella unión no
podía suplir su necesidad de estar sola y en territorio salvaje.
La kender habló un poco más alto, pensando que tal vez el sonido de las olas al
golpear contra el barco había ahogado su voz.
—Feril, ¿crees que algún día tal vez podrías enseñarme...?
La kalanesti llenó profundamente los pulmones con aire salado y se zambulló.
—¿... cómo lanzar un conjuro? —Ampolla hizo un puchero y se acercó
lentamente a la barandilla; por unos instantes entrevio los pies de Feril. Luego la
kalanesti desapareció.
El mar se cerró como un capullo, y Feril se concentró en el contacto del agua
sobre su piel fijando su atención en un conjuro que la transformaría en una criatura

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que había estudiado años atrás. Había pasado gran parte del día anterior durmiendo y
reuniendo fuerzas. El descanso era necesario, pues la magia resultaba agotadora.
Notó un hormigueo en la piel cuando los pulmones empezaron a reclamar aire.
Mientras descendía más, la kalanesti vio cómo la piel de sus brazos extendidos se
oscurecía hasta tomar el color del barro. El agua tenía un tacto diferente ahora; su piel
también era diferente: más gruesa, elástica. La túnica resbaló de su cuerpo y flotó en
dirección al fondo marino.
Las manos desaparecieron, los pies se desvanecieron, y sus extremidades se
tornaron serpentinas; culebrearon en el agua impulsándola al frente. Le dolían los
pulmones, y tomó con cautela un sorbo de agua. ¡Todavía no! El conjuro no había
progresado lo suficiente. Se concentró más al tiempo que sentía un martilleo en la
cabeza.
Las extremidades serpentinas de Feril adquirieron grosor, y otras brotaron de su
cuerpo; dos brazos a cada lado, que crecían de costillas que se partían y cambiaban de
forma.
Descendió más, mientras la luz disminuía tornándose nebulosa. A su alrededor
abundaban las plantas, que erguían los tallos y las hojas hacia la superficie en un
intento por absorber la tenue luz. Las polainas se escurrieron de su cuerpo.
Los cabellos que revoloteaban alrededor de su rostro retrocedieron, y el torso
encogió y se volvió bulboso hasta fusionarse con la cabeza, que aumentaba de
tamaño. Los dedos de manos y pies se modificaron y multiplicaron, para convertirse
en cientos de apéndices succionadores en forma de ventosa. Tan sensibles eran las
ventosas que, cuando rozaban el follaje marino, un millar de sensaciones inundaba el
cerebro de la kalanesti. Feril boqueó, y en esta ocasión introdujo un gran trago de
agua en los pulmones. Fue una sensación extraña, como si se ahogara. Pero no se
ahogaba; por fin conseguía respirar agua. El corazón le latía con violencia, y se
concentró en tranquilizarse, en aceptar la nueva experiencia.
El pulpo descendió hacia el blanco suelo arenoso. El nuevo cuerpo de Feril
resultaba ágil y maleable; los tentáculos ondulaban para transportarla por el fondo, las
ventosas registraban la suavidad de las rocas, la aspereza de la arena y la flexibilidad
de la escasa vegetación. Era imposible catalogar todas las impresiones, de modo que
Feril dedicó sus esfuerzos a estudiar el paisaje.
Sus nuevos ojos, que ya no precisaban de la luz filtrada por el sol, veían con
facilidad en las ahora oscuras aguas. Los colores eran intensos. Disfrutaba de un
amplio campo de visión y no tardó en aprender a ajustado. Observó las jibias y
calamares que nadaban justo por encima del suelo marino a la derecha y un poco por
detrás de ella, y vio a un gran tiburón de los arrecifes que nadaba al frente, algo más
lejos. El tiburón iba de caza y aspiraba prácticamente un banco de peces globo de
negro lomo que huían en desbandada. Feril se dijo que el tiburón no le prestaría

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atención. Ella era demasiado grande, y sin duda no figuraba en su lista de bocados
preferidos.
La elfa continuó en dirección al arrecife, mientras exploraba visualmente los
alrededores. Entonces el suelo marino descendió bruscamente, y ella encogió las
extremidades a su espalda para proyectarse hacia adelante. El líquido elemento se
arremolinó a su alrededor, cuando extendió por fin las patas para aminorar la
velocidad.
El arrecife coralino era espectacular, y Feril se quedó contemplándolo
boquiabierta. Las algas crecían en profusión a lo largo de la base y formaban matas
aquí y allá. El coral cuerna de ciervo, en agrupaciones verdes y amarillas,
predominaba en la sección del arrecife que tenía más cerca. Distinguió parcelas de
coral de fuego: criaturas amarillas, blancas y de un naranja pálido que parecían
zarcillos de fuego. En algunos puntos el coral sólo ocupaba unos pocos metros antes
de quedar interrumpido por el lecho marino; en otros se extendía durante cientos de
metros.
Los peces tenían colores tan vivos como el arrecife. Un banco de peces cirujano
azules nadaba por encima del coral cuerna de ciervo. Los cangrejos trepaban hacia la
superficie, intentando atrapar pececillos diminutos mientras avanzaban. Había peces
erizo, cangrejos ermitaños de ojos enormes, finos y delicados peces escorpión, y
quebradizas estrellas de mar. Deseó que sus compañeros pudieran contemplar las
maravillas desplegadas ante sus ojos. Descubrió un erizo marino en forma de bola
blanca que reunía pedazos de conchas para cubrirse con ellas y, a poca distancia, una
lengua de flamenco, un pequeño molusco que se alimentaba con los pólipos del coral
blando e iba dejando un rastro de muerte tras él.
Los tentáculos la impulsaron arrecife arriba, donde los colores se volvían más
vivos; todo un arco iris de vida, a medida que la luz del sol penetraba con más fuerza.
Luego viajó por encima del coral y descendió por el otro lado, que descendía en
pronunciada pendiente hacia un enorme barranco que parecía una siniestra cicatriz
sobre la blanca arena del fondo marino.
Feril encogió los tentáculos y pasó a toda velocidad por encima; echó una ojeada
a la oscuridad, aunque no distinguió otra cosa que sombras que parecían moverse al
ritmo de las corrientes y las algas marinas.

* * *
—¿Crees que existe una ciudad bajo el agua? —Ampolla se encontraba de pie
junto a Usha, que estaba sentada sobre un rollo de cuerda, la espalda apoyada en el
mástil.
—Varias —asintió la mujer.
—¿Y crees que hay elfos allí?

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—Se llaman dimernestis.
—¿Has visto uno alguno vez?
Usha negó con la cabeza.
—¿Crees que Feril encontrará el lugar?
—Eso espero.
—¿Sabes?, es posible que no estemos en el lugar correcto. El océano es enorme.
—La kender extendió las manos a los lados y se encogió de hombros.
—Estoy segura de que Rig siguió las instrucciones del Custodio correctamente —
la tranquilizó Usha—. Sin duda estamos muy cerca.
—Pero Feril se marchó hace horas. —La kender lucía una insólita expresión
preocupada—. No vino a comer. ¿Y si no ha regresado a la hora de cenar?
—Dale tiempo, Ampolla —repuso Usha con una sonrisa—. No le basta con
localizar a los dimernestis: tiene que encontrar la corona.
—Espero que no encuentre al dragón. —La kender clavó la mirada en los dorados
ojos de su compañera—. Recuerdo lo que Silvara nos contó de Piélago.
—Feril sabe cuidar de sí misma. —Rig se había aproximado por detrás de
Ampolla—. Me preocupa más que el dragón nos encuentre a nosotros. Somos el
único barco en esta parte del océano, lo cual nos convierte en un blanco facilísimo. Se
sabe que el dragón ha hundido embarcaciones que navegaban por estas aguas. —
Sostenía un catalejo muy trabajado, hecho de ónice y plata y con incrustaciones de
madreperla, uno de los tesoros náuticos que había encontrado en el camarote—. No
he visto ningún otro barco desde que abandonamos Khur hará unas dos semanas.
Todos los capitanes inteligentes mantienen sus naves cerca de la costa.
—No tienes que preocuparte por el dragón —dijo Ampolla—. El Narwhal es
demasiado pequeño. El dragón no advertirá la presencia de una barca.
Rig cerró los ojos y lanzó un profundo suspiro; mantuvo el equilibrio cuando la
nave cabeceó violentamente. La kender pasó los brazos alrededor de la pierna del
marinero para no caer.
Cuando el mar volvió a calmarse, Ampolla se soltó, recuperó la compostura, y
levantó los ojos hacia el rostro del marinero.
—¿Has visto alguna vez un dimernesti? Un elfo marino, no la especie terrestre.
Los llaman del mismo modo a pesar de que no son la misma cosa. Sé que no has visto
el país. Pero podrías haber visto a uno de los elfos. Usha me dijo que los elfos
marinos pueden respirar aire. Tú has navegado por todo Ansalon, y pensaba que a lo
mejor...
—No; no he visto ninguno. —El marinero entregó a Ampolla el catalejo—. ¿Te
importaría reemplazarme en la vigilancia?
Ampolla le dedicó una amplia sonrisa y sacó pecho; luego le arrebató el catalejo y
corrió hacia popa, donde Groller enseñaba a Dhamon un poco de su lenguaje por

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señas.
—Gracias —dijo Usha.
—Ni lo menciones —respondió Rig, sonriente—. Voy a dormir un rato y luego
haré la guardia de la tarde. Tú también deberías pensar en descansar un poco.
—¿Descansar? —La nueva voz era áspera e iba acompañada por el sonido de
pesadas botas—. Tendremos mucho tiempo para descansar cuando hayamos
impedido el regreso de la Reina de la Oscuridad. —Jaspe aferraba entre las manos el
saco de lona. Furia lo seguía.
El enano introdujo la mano en el saco y entregó el cetro a Usha. Esta paseó los
delgados dedos por la superficie de madera, acariciando las joyas con los pulgares.
—¿De verdad quieres volver a intentarlo? Lo has hecho todos los días —dijo él.
—Lo sé.
—¿No has pensado que tal vez no puedes recordar porque no hay nada que
recordar?
—Pareces Ampolla —se burló ella—. No. Los elfos me hicieron olvidar porque
les preocupaba que el cetro cayera en malas manos, y no querían que se utilizara para
el mal. No es que no confiaran en Palin y en mí. Tampoco creían que fuéramos a
explicar a nadie voluntariamente sus poderes. Simplemente no quisieron correr
riesgos.
Jaspe se sentó junto a ella, clavó la mirada en las olas a través de una abertura en
la barandilla, y se llevó la mano al estómago. Usha nunca recordaría, se dijo. Del
mismo modo que él nunca conseguiría evitar marearse.

* * *
El suelo marino descendió y la corriente adquirió más fuerza. Feril continuó en la
misma dirección, siguiendo las instrucciones del Custodio. El agua era más oscura
ahora, no sólo porque se encontraba a más profundidad sino porque había atardecido.
La kalanesti sabía que habían transcurrido varias horas, pero no sentía cansancio.
No habría tenido que nadar tan lejos si hubieran llevado al Narwhal más cerca;
pero ni ella ni Rig habían querido. No deseaban arriesgarse a perder a todos los que
ocupaban el barco a manos de un dragón que, según Silvara, disfrutaba hundiendo
todo lo que se acercaba demasiado a Dimernesti.
Sus ojos se abrieron camino por entre las lóbregas sombras, distinguiendo rocas,
sombras, plantas y...
Se detuvo, y los tentáculos se agitaron suavemente sobre la arena para mantenerla
inmóvil. A unas cuantas docenas de metros, unas formas extrañas, negras y
angulosas, se alzaban del suelo marino. No eran rocas.
Se preguntó si serían dimernesti. Aproximándose con sigilo, se introdujo por
entre un par de agujas coralinas y se impulsó hacia una sombra enorme. Un

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naufragio, comprendió al cabo de un instante. Una inmensa carraca de tres palos
yacía sobre el fondo; los mástiles se elevaban inútilmente hacia la superficie, y
pedazos de vela y largos trozos de cuerda se agitaban en la corriente, lo que
contribuía a que toda la estructura pareciera el vientre de una medusa gigantesca.
Tocó el casco con los tentáculos y percibió la suavidad de la madera y los rugosos
moluscos que salpicaban su superficie. Se acercó a un boquete del costado y se
deslizó al interior. Estaba oscuro como la noche dentro de la bodega del carguero.
Distinguió cajas, rollos de cuerda y barriles etiquetados en una lengua que no
conocía; un cuerpo, totalmente cubierto de diminutos cangrejos rojos, golpeaba
contra el interior del casco. Descubrió otros marineros, o más bien lo que quedaba de
ellos, pues los habitantes de la zona no habían dejado más que huesos pelados de la
mayoría.
Con un escalofrío, salió veloz del barco hundido y siguió adelante. Varias docenas
de naves cubrían el suelo marino: balleneros enormes, galeones de cuatro y cinco
palos, carabelas, chalupas, navíos mercantes y de cabotaje. Todos se habían
convertido en hogar de millares de peces, langostas y cangrejos. Mientras se abría
paso por entre los pecios, observó que algunas de las naves llevaban decenios allí
abajo, las más grandes entre ellas convertidas en refugio de tiburones y calamares.
Las algas eran espesas en los naufragios más antiguos, como alfombras de un azul
verdoso que cubrían cada palmo de ellos.
Los brioles se agitaban en el agua como serpientes marinas atadas. Las torres de
vigía se inclinaban en ángulos imposibles, algunas sujetas todavía a los mástiles,
otras atrapadas en jarcias cubiertas de algas. El lugar rezumaba una calma
sobrenatural. Tiburones de pequeño tamaño pasaban rozando las cubiertas, y un
banco de peces cirujano de color amarillo se introdujo rápidamente en una carabela
de tres palos. Feril descubrió otro pulpo, no tan grande como ella, cuyos tentáculos se
arrollaban y desenrollaban por una abertura en el casco de una pequeña galera.
También había naufragios más recientes, y Feril consiguió leer los nombres de los
cascos: Viento Marino, La Favorita de Balifor, Regalo del Mar Sangriento, Dama
Impetuosa y Joya de Cuda. Feril les dedicó más atención. Los tentáculos la
transportaron a lo largo de sus cubiertas y al interior de las bodegas, en tanto que sus
sentidos dejaban fuera a los cuerpos atrapados dentro.
Todos los barcos tenían una cosa en común: había agujeros en los cascos, como si
hubieran encallado en peligrosos bajíos. Pero no había tal cosa en estas aguas
profundas, ni agujas de coral ocultas justo bajo la superficie, y comprendió que el
dragón debía de haber sido el causante.
Feril se movió más deprisa ahora, al imaginar al Narwhal pasando a formar parte
de este cementerio. Dejó atrás los pecios y siguió el fondo marino, que continuaba
descendiendo. La vida era aquí escasa comparada con la que prosperaba en otras

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partes.
Finalmente, distinguió las tenues luces de lo que sin duda era un reino submarino.
Un banco de peces ballesta del tamaño de una mano —caras azules, medias lunas,
payasos y colas rosas— nadó ante sus ojos. Los peces se movían veloces de un lado a
otro de una ciudad que sobrepasaba en belleza al arrecife coralino. Los ojos de la
kalanesti se posaron sobre espiras y cúpulas que parecían esculpidas por un artista.
Los colores eran deslumbrantes: naranjas y verdes, relucientes blancos, azules y
amarillos claros. En las superficies de los edificios se veían ventanas, y por ellas se
filtraba luz que iluminaba la ciudad y hacía que pareciera un broche enjoyado.
La ciudad se encontraba en el borde de una plataforma continental submarina,
recostada entre colinas. A Feril le recordó Palanthas, posada sobre un territorio
ahuecado rodeado por afiladas colinas y montañas. Un suelo de arena blanca se
extendía más allá de la ciudad.
A medida que se acercaba, se concentró en los peces ballesta. En cuestión de
segundos, notó que su cuerpo se encogía, doblándose sobre sí mismo. La flexible piel
marrón fue reemplazada por escamas, amarillo pálido en los costados, verdes en el
lomo y blancas en el vientre. Las extremidades se desvanecieron, para convertirse en
agallas. Apareció una cola, y los ojos se trasladaron a la parte superior de la cabeza,
lo que le proporcionó un campo visual desconcertantemente amplio. El nuevo cuerpo
era anguloso, romboide y con una cola, y apenas si pesaba unos kilos. Los labios eran
bulbosos y de un amarillo brillante, como la franja amarilla que pasaba justo por
debajo de sus ojos.
Se unió al banco de peces ballesta y nadó en dirección a la ciudad. Los peces se
alimentaban de las pequeñas protuberancias coralinas que crecían aquí y allá junto a
las montañas y cerca de la base de los edificios. Feril vio figuras de aspecto humano
que pasaban ante las ventanas, algunas de las cuales se detenían para mirar al exterior
antes de alejarse.
Una parte del banco de peces ballesta salió disparado hacia una cúpula, y ella los
siguió. Las construcciones situadas más al centro de la ciudad eran de menor tamaño.
Algunos de los edificios eran curvados y se elevaban del suelo en forma de cuerno;
otros parecían jarrones puestos boca abajo, y algunos recordaban colas de langosta y
conchas. No se veía gente fuera de las casas. Siguió nadando con los peces, dando un
paseo por la ciudad mientras se preguntaba si todas las ciudades elfas de Dimernesti
se parecían a ésta.
Hacia el sur había lo que parecía un parque. Lucía espiras de coral
ingeniosamente dispuestas, tal y como un jardinero podría plantar árboles y arbustos.
También había estatuas, aunque sólo una permanecía intacta: la de un alto elfo
marino con un tridente sujeto contra el pecho.
Detrás del parque aparecían otras señales de destrucción, una hilera de edificios

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que habían sido altos y que ahora no eran más que un montón de cascotes. Los peces
ballesta nadaron hacia el lugar, tras descubrir coral y algas que crecían sobre un muro
derrumbado, y se dieron un festín con las algas y unos minúsculos animales que
parecían pedazos de encaje y flotaban justo por encima.
Feril consideró la posibilidad de quedarse con los peces, con la esperanza de que
la condujeran por la ciudad hasta que encontrara el lugar donde pudiera estar la
corona. Pero los peces ballesta no demostraron ningún interés por abandonar su
tentempié de algas, y Feril tenía prisa. Nadó al otro lado de las ruinas en dirección a
una cúpula más pequeña con una única luz cerca del tejado. Se introdujo por una
ventana y se encontró en un dormitorio iluminado por una concha que brillaba en una
pared. Una hamaca de malla se agitaba entre dos postes, y una serie de armarios
ocupaba una pared. Una puerta ovalada conducía fuera de la habitación, y la kalanesti
nadó a través de ella. Al otro lado había una estancia llena de bancos y sillas,
iluminada por más conchas. Sobre unas mesitas bajas se veían esculturas de criaturas
marinas. Los muebles eran blancos, ribeteados de perlas.
El corazón le dio un vuelco cuando algo la tocó. Unos dedos. Agitó con fuerza las
aletas y giró, y se encontró frente a frente con una joven elfa azul pálido. Una larga
cabellera de un blanco argentino ondeaba a su espalda, plateada como la túnica que
vestía. En un principio, Feril pensó que la elfa carecía de cejas, pero luego descubrió
que eran tan claras que parecían invisibles.
Las manos de la elfa marina eran palmeadas, las orejas elegantemente
puntiagudas, los ojos grandes y expresivos, indicando cordialidad y amabilidad. Los
labios, de un azul más oscuro, se movían. La mujer decía algo como «velo». Feril
percibió las vibraciones en el agua antes de oír las palabras; pero la kalanesti no
comprendió las palabras. A medida que la elfa marina hablaba, fragmentos de
palabras resultaron familiares a Feril; le recordaron su idioma nativo. La mujer volvió
a pasar los dedos por los costados de Feril.
La kalanesti desechó la sensación y seleccionó otro hechizo. Mientras hacía
efecto, observó cómo la elfa marina retrocedía, sorprendida. La dimernesti agarró una
escultura y la levantó frente a ella, y Feril rezó para que la elfa marina no fuera a
golpearla con aquello. La kalanesti necesitaba desesperadamente que su primer
encuentro con una criatura de aquel mundo fuera amistoso.
La elfa marina devolvió la escultura a su lugar, y Feril suspiró aliviada mientras
continuaba su transformación. La cola se alargó y dividió para dar forma a unas
piernas cubiertas con escamas amarillo pálido; las aletas se estiraron a los costados,
engordaron y se convirtieron en brazos revestidos de escamas. Al cabo de unos
instantes, Feril flotaba ante la elfa marina, los cabellos ondulando como la melena de
un león en el agua, los tatuajes del rostro y el brazo bien visibles. Había recuperado
su forma de kalanesti, pero el cuerpo conservaba las escamas y colores del pez

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ballesta, y el cuello seguía teniendo agallas de pez.
Velo. La palabra que la mujer volvió a repetir sonó como «velo». La dimernesti se
aproximó con cautela a Feril, y nuevas palabras surgieron de su boca. La única que la
kalanesti consiguió entender fue «elfa».
Feril intentó responder, pero descubrió que no podía hablar de forma inteligible.
Sus propias frases elfas eran desconocidas para la elfa marina; de modo que,
pensando en Groller, que se encontraba ahora tan lejos, decidió adoptar otra táctica.
Señaló en dirección al techo, ahuecó las manos frente a ella, como si sostuviera algo,
y luego hizo avanzar las manos como si se tratara de un bote. Finalmente colocó las
manos planas una contra la otra y las inclinó hacia abajo, imitando la acción de
sumergirse.
La elfa marina la miró con expresión curiosa, pero amistosa, extendió una mano,
y la condujo fuera de la habitación. Mientras se movían, la dimernesti siguió
hablando; las palabras resultaban musicales, aunque únicamente unas pocas tenían
alguna similitud con la lengua elfa que Feril conocía. Las únicas que reconoció
fueron «elfa», «magia» y «dragón».
Su camino las condujo a través del parque. Feril no vio por ninguna parte a
criatura alguna, sólo los peces ballesta y unos cangrejos que correteaban por las
arenosas calles. La elfa marina nadaba veloz, sin dejar de lanzar miradas furtivas
arriba y abajo de cada uno de los canales que separaban las hileras de casas. Se
introdujo por entre un par de edificios rosados, instando a Feril a seguirla.
Luego la dimernesti torció por una calle bordeada de enormes y brillantes
conchas, y dejaron atrás varias otras edificaciones en ruinas mientras avanzaban. Feril
hubiera querido preguntar a su guía sobre ellas, pero guardó las preguntas para más
tarde, para una ocasión en que la comunicación fuera posible. Tal vez la elfa la
llevaba hasta alguien que podría ayudarla.
Se acercaron a un edificio que, al parecer, tenía entre cinco y seis pisos de altura.
Era de un gris pálido, atravesado en ciertos lugares por rayas plateadas. Una luz de un
suave tono naranja se filtraba por las ventanas que ascendían en espiral por sus
costados.
La elfa marina empezó a hablar de nuevo, más deprisa, con palabras que la
kalanesti no comprendió. Empujó a Feril hacia una puerta redonda y golpeó en ella
con una mano de color azul pálido. Tras unos instantes, la puerta se abrió, y un elfo
marino apareció en el umbral.
Su piel era de un azul brillante, y los cabellos eran verde oscuro y cortos. Las
contempló a ambas con expresión perpleja, mientras la mujer que había actuado de
guía lanzaba un torrente de sonidos que Feril supuso era una explicación de cómo un
pez había penetrado en su casa y se había transformado en una elfa cubierta de
escamas.

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El hombre se hizo a un lado, gesticulando, y Feril se dejó conducir a una cámara
circular, cuyas paredes estaban cubiertas de mosaicos de conchas que representaban
peces, elfos de piel azul y criaturas fantásticas. En el techo había un agujero que
facilitaba el acceso a otro piso. Un agujero similar en el extremo de la habitación
conducía a algún punto debajo de ésta.
Otros tres elfos marinos penetraron nadando por una puerta oval situada justo
delante de Feril. Eran jóvenes y fornidos, ataviados sólo con telas relucientes
alrededor de los muslos. Y sostenían redes. Feril retrocedió hacia la puerta, presa del
pánico.
Su guía sacudió la cabeza ante los hombres, agitando las manos palmeadas, y
habló con rapidez. Pero éstos parecieron no hacerle caso y avanzaron hacia Feril.
La kalanesti percibió el flujo del agua cuando la puerta se cerró a su espalda,
cortándole la huida. Giró en redondo y chocó contra el elfo de color azul brillante.
Este la agarró por los hombros y pronunció unas palabras que ella no consiguió
descifrar; forcejeó, pero las manos del hombre tenían una fuerza sorprendente y le
inmovilizaron los brazos. La empujó contra la pared y siguió hablando.
—¡No quiero hacer daño a nadie! —gritó Feril en su idioma; luego lo repitió en
Común, pero en ambas ocasiones las palabras surgieron incomprensibles para los
elfos marinos—. ¡No puedo permitir que suceda esto!
Reuniendo todas sus energías, apretó los pies contra la pared y empujó hasta
conseguir soltarse del elfo azul.
Luego agitó los pies con toda la fuerza de que fue capaz. Consiguió distanciarse
unos metros, aunque los hombres de las redes se iban acercando mientras su guía
continuaba discutiendo con ellos.
La kalanesti nadó hacia la abertura oval, esquivando por muy poco las redes
extendidas. Luego varió el rumbo con rapidez; podía haber más elfos en las
habitaciones contiguas. En el último instante, se impulsó con fuerza con las piernas y
dirigió el cuerpo hacia el agujero del techo; estaba a punto de batir las piernas con
más fuerza cuando una mano se cerró en torno a su tobillo.
Golpeó un rostro con el pie, y empezó a debatirse salvajemente para liberarse.
Pero una mano agarró el otro tobillo, y, si bien continuó luchando, las manos tiraron
de ella hacia abajo. Una red cayó sobre ella. Feril desgarró varias hebras, pero a ésta
se añadió una segunda red de malla muy tupida. Y luego una tercera.
La kalanesti fue transportada a través del agujero del techo. La elfa marina que
había conducido a Feril hasta el edificio quedó atrás mientras a ésta la llevaban hasta
el tercer piso de la torre. Allí la mantuvieron custodiada por un par de elfos que
intentaron hablar con ella; pero fue inútil: ella seguía sin comprender una sola
palabra. La redes que la envolvían quedaron sujetas a un poste ornamental.
La habitación estaba amueblada, y uno de sus guardianes se sentó en una de las

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losas adosadas a las paredes, en tanto que el más fornido se instaló en una silla de
malla que colgaba en una esquina. Renunciando a entablar comunicación con ella, se
pusieron a conversar entre sí. Feril los escuchó mientras forcejeaba para soltarse.
«Elfa» fue la palabra que se repitió más veces. «Magia», «pez» y «dragón» la seguían
siempre. Entraron y salieron otros elfos, que charlaban con sus guardianes y la
miraban con curiosidad.
Podía usar su magia para transformarse, hacerse lo bastante pequeña para
escabullirse por las aberturas de la red, o bien partir y desgarrar la red para huir bajo
esta apariencia. Pero ¿debía lanzar estos conjuros? ¿O era mejor que esperara, que
aguardara el momento oportuno? Los elfos marinos no le habían hecho daño. Y, si
actuaban como otros grupos elfos, no había duda de que se había convocado a sus
cabecillas para que decidieran qué hacer con ella. A lo mejor podría explicarles a
ellos el asunto de la corona.
Pero ¿cuánto tiempo debería esperar?
Un poco, decidió por fin; el tiempo suficiente para recuperar energías. Feril
estaba cansada. Se sumergió en un sueño inquieto e incómodo para reponer fuerzas.
Sospechó que había transcurrido ya la mayor parte del día cuando advirtió que
cambiaban a sus guardianes. Los dos nuevos centinelas charlaban con sus
capturadores en la entrada.
La kalanesti se concentró y, recordando al pez ballesta, se dijo que uno pequeño
podría escabullirse y perderse en aquella ciudad. Un pez ballesta entre docenas de
peces. Notó cómo su piel se volvía tirante, y su figura empezó a empequeñecerse.
Interrumpió el conjuro al ver que uno de los nuevos guardas se acercaba.
—¿Entiendes el Común? —inquirió, las palabras ahogadas por el agua, pero lo
bastante claras para que ella pudiera comprenderlas—. Veylona creyó oírte hablar en
él. ¿Vienes de la superficie?
Su corazón empezó a latir excitado, y asintió con fuerza. Intentó hablar y fracasó
miserablemente, aunque algunas palabras consiguieron salir al exterior: «Feril», que
sonó como «Fril», y «corona» que más bien pareció «roña». Debía hallar otra forma...
El elfo marino desgarró las redes.
—Esto era una precaución, nada más —explicó—. No pensábamos hacerte daño.
Veylona estaba segura de que tú no nos querías hacer ningún daño, aunque nos tuvo
que convencer.
Veylona, se dijo Feril. ¿Velo? Era la palabra que la elfa marina había repetido.
—Éstos son tiempos difíciles para nosotros —continuó el dimernesti—. Y debes
comprender que los visitantes aquí son muy raros. Nuestros místicos vaticinaron que
estabas sola, que no eras una espía del dragón.
—¿Veylona? —dijo Feril en voz alta y muy despacio.
—Veylona, ella te trajo aquí. Sus conocimientos del Común no son tan buenos

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como los míos. Veylona me ha pedido que te guíe. Cree que eres una hechicera.
Feril nadó fuera de las redes y flexionó brazos y piernas.
—¿Eres una hechicera?
La kalanesti sacudió la cabeza. ¿Cómo podía explicarlo? Tal vez era mejor no
hacerlo. Finalmente, asintió despacio.
—Una hechicera de la superficie. Entonces, ¿necesitas aire? ¿Prefieres aire?
Feril asintió de nuevo, con más energía. Si tenía aire para respirar, podría hablar
mejor con él, y explicar por qué se encontraba allí y lo que necesitaba.
Le hizo una seña, y ella lo siguió; el otro guarda nadó detrás, sujetando la
empuñadura de un tridente.
—Yo soy Beldargh —indicó—, uno de los guardianes de la ciudad. Te llevaré a
una habitación con aire, a la que, hace décadas, conducíamos a los visitantes de la
superficie. No se ha utilizado en un tiempo muy largo.
La sala en cuestión se encontraba en lo alto de la torre, y el agua la ocupaba sólo
en parte, controlada sin duda, se dijo Feril, por algún hechizo realizado en tiempos
ancestrales. Sacó la cabeza a la superficie al tiempo que se concentraba otra vez en su
cuerpo, y regresaba ahora por completo a su aspecto de kalanesti. El guardián asomó
la cabeza fuera del agua junto a ella.
—Feril —jadeó la elfa, mientras aspiraba con fuerza el aire viciado—. Mi nombre
es Feril.
—Hechicera Feril de la superficie —dijo Beldargh despacio, y sus palabras
sonaron veladas en el aire—, ¿estabas en una nave que Piélago hundió? ¿Sobreviviste
gracias a la magia?
—No. El dragón no ha hundido nuestro barco. Espero que se encuentre fuera de
su alcance. Pero estoy aquí debido al dragón..., a todos los dragones. Necesito vuestra
ayuda. Necesito la corona.
—¿La Corona de las Mareas?
Ella asintió.
—Feril, no creo que eso sea posible. —La expresión del dimernesti se
ensombreció, y éste sacudió la cabeza.
—Por favor escúchame —le suplicó ella y, mientras Beldargh escuchaba, la
kalanesti inició la larga explicación sobre lo que la había llevado al reino subacuático.
—Dimernost —repuso Beldargh cuando ella finalizó el relato—. Tardaremos un
día en llegar allí. En Dimernost se lo preguntarás a nuestro... —Buscó una palabra en
el idioma de la elfa—. Nuestro jefe. Nuestro jefe más sabio decidirá. Nos vamos
ahora.
Le indicó que lo siguiera y luego añadió:
—Tendrás una desilusión, hechicera Feril de la superficie.

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* * *
Dimernost, la capital del reino submarino, se parecía mucho a la otra ciudad que
Feril había visitado, aunque era mucho más grande. Beldargh le hizo de guía, y la
acompañaron un puñado de otros elfos marinos, incluida Veylona, el primer elfo
marino que la kalanesti había conocido.
La condujeron a través de una serie de cúpulas parcialmente llenas de aire, y el
grupo se detuvo en una sala ornamentada en la que se encontraban docenas de elfos.
Feril observó que la mayoría llevaban poca ropa y tenían la piel azul pálido, aunque
otros tenían la piel de un tono gris, y unos pocos de color azul oscuro. El color de los
cabellos variaba también, desde blanco a casi rubio, verde y, en muchos casos,
diversas tonalidades de azul.
En el centro de la reunión se encontraba una mujer cubierta con una túnica a la
que los otros elfos parecían tratar con deferencia. Tenía un aire de matrona, y sus ojos
fijos observaron a la kalanesti con atención.
—Me llamo Nuqala, Oradora del Mar —empezó la mujer en Común vulgar, y
con un acento que Feril había escuchado en Khur—. Y tú eres una kalanesti. Sólo
recuerdo una ocasión en que uno de tu tribu nos visitara. Eso fue hace mucho tiempo,
y acompañaba a un comerciante que quería intercambiar mercancías. Al igual que el
comerciante, tú también pareces querer algo de nosotros.
Feril asintió e intentó explicarse, pero Nuqala siguió:
—Las noticias se mueven deprisa en el agua. Lo que deseas es algo muy valioso,
precioso para nosotros y que nos sustenta. —Calló unos instantes, y luego prosiguió:
— Pareces poseer un considerable dominio de la magia. Esa magia te permitió evitar
a Brynseldimer.
Una vez más, Feril asintió.
—Explícate —dijo la mujer.
La palabras brotaron por entre los labios de la kalanesti. Era la misma historia que
ya había contado a Beldargh, pero más completa: cómo había cruzado el océano
Courrain Meridional con sus camaradas en busca de Dimernesti, y cómo había
elegido hacer esta parte del viaje sola a causa de su dominio de la magia de la
naturaleza. Explicó que no había visto ni rastro del dragón, pero sí el cementerio de
barcos.
—Los barcos ya no navegan por esta aguas —repuso Nuqala con un dejo de
melancolía en la voz—. Ya no comerciamos con la superficie. Estamos prisioneros
aquí; pero somos luchadores. No nos rendimos. Nuestra gente caza, aunque algunos
son a su vez cazados por Brynseldimer. Nos ocupamos de nuestras cosechas, y el
dragón devora a algunos de nuestros labriegos. Pero no nos rendiremos al dragón.
Creo que Brynseldimer no quiere matarnos a todos, porque entonces no tendría con
qué jugar. Usamos la Corona de las Mareas para mantenerlo a raya, para impedir que

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destruya todas nuestras ciudades. ¿Y tú deseas la corona que es nuestra defensa? —
Nuqala lanzó una carcajada entristecida y meneó la cabeza—. Tú, elfa de la
superficie, quieres que nos rindamos. Nos condenarías, y ¿con qué propósito?
—No quiero condenaros sino salvaros y salvar a todo Krynn —replicó Feril.
Había urgencia en la voz de la kalanesti—. La corona es antigua, una reliquia de la
Era de los Sueños. Palin Majere cree...
—¿Majere? ¿Palin, el sobrino de Raistlin? —La elfa marina ladeó la cabeza—.
Ése es un nombre que no he oído pronunciar durante décadas. ¿Palin Majere está
vivo?
—Sí; nos envió aquí, a recuperar la corona. Cree que con la corona, y con otros
objetos, puede impedir que Takhisis regrese y puede enfrentarse a los señores
supremos.
—Tú deseas ayudar a tu gente contra los dragones de la superficie. Quieres que te
entregue algo sagrado, para salvar a los habitantes de la superficie.
—No lo negaré —repuso ella—. Pero también quiero ayudaros. Por favor,
creedme. No tenemos demasiado tiempo. Takhisis va a regresar. Y, si la Reina de la
Oscuridad regresa a Krynn, tu gente tendrá cosas peores que un dragón marino de las
que preocuparse.
Los otros elfos presentes en la estancia se pusieron a hablar entre ellos. Algunos
discutían, otros conversaban acaloradamente con Nuqala en el idioma del que Feril
sólo podía comprender algunos retazos. La elfa marina parecía absorber todas sus
conversaciones.
—La corona es uno de nuestros tesoros más venerados —dijo por fin Nuqala,
volviéndose otra vez hacia Feril—. Pertenece a los dimernestis. Es parte de nuestro
patrimonio, está ligada a nuestras vidas.
—No habrá dimernestis si los dragones se salen con la suya y Takhisis regresa —
afirmó la kalanesti.
—Meditaré sobre tus palabras, igual que meditaré sobre las de mi gente.
Permanecerás como nuestra invitada durante este día. Por la mañana tendrás mi
respuesta.

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17
Aguas turbulentas

—Esto no me gusta nada. —Rig apretó el catalejo contra el ojo, vigilando las
encrespadas aguas teñidas de rosa por el sol que se alzaba—. Ya debería estar de
regreso. Han pasado tres días.
Dhamon estaba recostado en la barandilla a su lado, la mirada fija en una
elevación lejana.
—Hemos de esperarla.
—No pienso levar el ancla, no todavía —replicó el marinero—. De modo que no
tienes que preocuparte de que vaya a dejarla abandonada... si es que sigue viva. Es
amiga mía, y yo no soy de los que abandonan a los amigos. Pero esperar tampoco es
mi estilo. Si Palin se vuelve a poner en contacto con Usha esta noche, averiguaré
cuánto tiempo más podemos permitirnos seguir aquí. —Le pasó el catalejo a Dhamon
—. Voy a despertar a Fiona, y entre los dos prepararemos algo para desayunar. Algo
comestible. Algo mejor que lo que nos ofreció Ampolla anoche.
El marinero se deslizó por la cubierta, silencioso como un gato. Dhamon se llevó
el catalejo a un ojo y contempló las aguas.
—¿Todavía contemplas ese cetro? —Ampolla se dirigía a Usha, sentada sobre un
grueso rollo de cuerda—. Admito que es bonito. Y terriblemente valioso con todas
esas joyas que lleva encima. Pero yo me cansaría de mirar la misma cosa todo el
tiempo. Claro que no hay gran cosa más que mirar, supongo. Hay agua. Una
barbaridad de agua. Podrías contar los cuarterones de madera del camarote del
capitán. Yo ya lo hice, de todos modos. Así que tal vez podríamos...
—¡Buenos días, Ampolla!
—Buenos días a ti, Jaspe. —La kender volvió su atención hacia el enano—. Usha
vuelve a contemplar el cetro.
—Ya lo veo.
—Sigue intentando recordar algo.
—Creo que he dado con un modo de ayudarla a hacerlo.
—¿Es cierto? —Los ojos de la kender se abrieron desmesuradamente—. ¿Qué?
¿Cómo?
—Mmmmm. Desayuno. —El enano olfateó el aire—. Rig y Fiona están en la
cocina, preparando algo sabroso.
La kender se escabulló hacia la escalera.
—¡Le dije a Rig que yo cocinaría el desayuno! ¡Quería utilizar esa jarra de harina
azul que encontré anoche!

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—¿Qué es lo que se te ha ocurrido? —preguntó Usha al enano.
—Algo que debería haber pensado hace mucho tiempo, si es que no voy errado.
¿Recuerdas cuando estábamos en Ak-Khurman, y yo, eh..., hice que aquel espía fuera
un poco más cooperativo? El hechizo también podría funcionar contigo.
Los ojos de la mujer centellearon mientras depositaba el cetro a sus pies.
—Por favor, Jaspe. Cualquier cosa que me ayude a recordar.
El enano se replegó sobre sí mismo, fue en busca de la chispa, y la hizo crecer.
Cuanto antes finalizara con esto, se decía, antes podría regresar bajo cubierta, donde
no tenía que contemplar cómo las aguas se encrespaban y alborotaban y donde su
estómago no parecía revolverse con tanta violencia. Extendió una mano gordezuela
en dirección a Usha, la posó sobre su pierna y fijó la mirada en sus dorados ojos.
—Amiga —empezó el enano.
—Amigo —se escuchó responder Usha. Cerró los ojos, y el azul del océano
Courrain Meridional desapareció. Su mundo se llenó de tonos verdes, en lugar de
azules.
Usha contempló cómo Palin partía, cómo el bosque qualinesti lo engullía a él
junto con Feril y Jaspe; la vegetación llenó su campo visual y la hizo sentir
repentinamente vacía y aislada, atemorizada en cierto modo. Durante unos instantes
todo lo que escuchó fue su propia respiración inquieta. Sintió en los oídos el
tamborilear del corazón, y escuchó el suave rumor de las hojas agitadas por la brisa.
Entonces los pájaros de los altos sauces reanudaron sus cantos, indicándole que
Palin se alejaba cada vez más y ya no les causaba preocupación. El murmullo de
ardillas listadas y ardillas corrientes llegó hasta ella; se recostó contra el grueso
tronco de un nogal y se dejó invadir por los innumerables sonidos del bosque tropical,
mientras intentaba relajarse. Si las circunstancias hubieran sido diferentes, o si su
esposo hubiera estado con ella, podría haber disfrutado de lo que la rodeaba o como
mínimo lo habría apreciado y aceptado. Pero, tal y como estaban las cosas, no podía
evitar sentirse incómoda, una intrusa desconfiada en los bosques elfos.
Una vez más, tal y como ya había sucedido antes, la elfa apareció ante sus ojos; y
una vez más escuchó pronunciar su nombre como si fuera una maldición. Los detalles
resultaban tan vivos como si estuviera de vuelta en el bosque qualinesti.
—Se llama el Puño de E'li —decía la qualinesti—, y es un objeto antiguo que
empuñó el mismísimo Silvanos. Según dicen, decorado, enjoyado y vibrante de
energía. Tal vez si tuviéramos el Puño, podríamos hacer algo contra los secuaces del
dragón.
—¡Si Palin lo consigue, no se lo podéis arrebatar! —Usha alzó la voz por primera
vez contra sus anfitriones—. Necesitamos...
—No lo cogeré, si es que lo encuentra... aunque dudo que lo consiga. Me daré por
satisfecha si el arma queda lejos del alcance de los ocupantes de la torre. Pero

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aceptaré una promesa por tu parte, siempre y cuando tu esposo regrese aquí con él. —
Los ojos de la elfa relucieron—. Si lo que sea que ha planeado tu esposo hacer con él
no consume el cetro, harás todo lo que esté en tu poder, Usha Majere, para
mantenerlo a salvo y devolvérnoslo. Arriesgarás la vida por este cetro, por el Puño de
E'li, si es necesario. ¿Entendido?
—Arriesgaré mi vida —musitó ella—. Lo mantendré a salvo; lo prometo. Pero
debes contarme qué es lo que hace el Puño. Me lo debes por haberme robado los
recuerdos.
—Te lo diré, Usha, pero sólo porque no creo que Palin Majere regrese jamás de la
torre. Las leyendas afirman que Silvanos usaba el Puño de E'li, el Puño de Paladine,
para acaudillar a los elfos, para incitarlos, inspirarlos, instarlos a defender sus causas.
Algunos cuentan que el Puño de E'li es un instrumento para controlar la mente. Sin
embargo, yo prefiero creer a aquellos estudiosos elfos que insisten en que el Puño no
hace más que reforzar las cosas en que las gentes ya creen. Sencillamente les concede
el valor necesario para defender sus convicciones. Según estos estudiosos, el Puño da
a las personas los arrestos necesarios para llevar a cabo las acciones que abrigan en
sus mentes. Yo también lo creo así. El Puño es incapaz de corromper a nadie.
—Comprendo —respondió Usha en voz baja—. El Puño no puede cambiar la
forma de pensar de la gente o controlar sus pensamientos. Pero sí puede darle
confianza en sí misma.
—Sí. Y no puede obligarlos a hacer algo que vaya en contra de su forma de ser —
continuó la elfa—. Eli no lo habría permitido. No hubiera querido ejércitos forzados,
seguidores que no fueran más que marionetas controladas por su mente.
La elfa extendió la mano hacia arriba y arrolló un mechón de cabellos de Usha
alrededor de un delgado dedo.
—Algunos sabios dicen que el Puño posee otras propiedades, Usha Majere; que
otorga más confianza en sí mismo a quien lo empuña, y que puede mejorar el aspecto
de quien lo maneja y hacer que resulte más agradable a la vista o mejor aceptado por
la gente. También es posible que no sea más que la belleza de las joyas lo que hace
que quien lo sostiene parezca más atractivo o majestuoso.
—Majestuoso —repitió ella, y frunció el entrecejo—. Pero, si el Puño de E'li no
cambia la mente de las personas ni consigue nada drástico, ¿qué lo convierte en tan
poderoso y valioso para mi esposo?
—Sospecho que Palin Majere no sabe nada sobre lo que el cetro puede hacer en
realidad. —Los ojos de la elfa centellearon—. Sencillamente cree que es un objeto
antiguo que lo ayudará a llevar a cabo su misión. Lo cierto es que posee poderes
arcanos, Usha; el Puño también es un arma y puede matar si se le ordena, siempre y
cuando quien lo empuña se concentre en su adversario y sepa cómo invocar su fuerza
asesina. De un golpe puede reducir a cenizas al enemigo.

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—¿Podría matar a un dragón?
—¿Un dragón? —La elfa retrocedió, mirando a Usha—. Tal vez, o tal vez no.
Dudo que pudiera hacer algo más que herir a una señora suprema como Beryl. E'li no
debe de haber tenido a esa clase de adversario en mente cuando creó el cetro.
Además, un señor o señora supremos como la Muerte Verde percibiría la magia del
cetro y soltaría su horrible aliento, y éste destruiría a quien lo empuñara y al Puño
antes de que se pudiera utilizar el arma contra ella.
—Debemos contar a Palin los poderes del cetro. Quizá podría encontrar un modo
de...
—No. Los poderes del Puño son como tu isla de los irdas: un secreto precioso que
las dos hemos compartido. El secreto me pertenece a mí y a mis seguidores
escogidos, y a los estudiosos elfos. No dudo que Palin pudiera empuñar el cetro con
la competencia para la que éste fue concebido. Pero, si fracasa y se lo roban, también
le robarían los conocimientos sobre sus poderes, y se podría convertir al Puño en una
fuerza del mal. Ésa será su prueba. Lo mejor es mantener el secreto, en mi opinión.
—Mantener el secreto —repitió Usha—. Yo entiendo de secretos.
—Tú no sabes nada sobre los secretos del Puño de E'li —dijo la elfa, la voz
monótona, hechizadora—. No recordarás nada de nuestra conversación, Usha Majere.
Tan sólo recordarás nuestro bosque y tu juramento con respecto al Puño.
Tras una pausa, la elfa dijo con suavidad:
—Me hablabas sobre vuestro viaje hasta este bosque.
La esposa de Palin se pasó los dedos por las sienes, para hacer desaparecer un
ligero dolor de cabeza.
—Sí —respondió vacilante—. Un barco nos trajo aquí.
—¿Cómo lo llamabais, a ese barco?
—Yunque de Flint. Jaspe lo bautizó, lo compró con una joya que su tío Flint le
dio.
—Y ese tío era...
—Flint Fireforge, uno de los Héroes de la Lanza.
—El enano legendario. —La elfa irguió la cabeza—. ¿Sucede algo, Usha?
—Lo recuerdo.
Usha parpadeó y sujetó la mano de Jaspe.

* * *
—He tomado una decisión, elfa de la superficie. —Nuqala flotaba frente a Feril
en una pequeña habitación desprovista de mobiliario. El edificio, según la kalanesti
había averiguado, se llamaba la Torre del Mar—. La corona es un tesoro —siguió
Nuqala—. Es parte de nuestro patrimonio, crucial para nuestra defensa. Ha sido muy
útil para desanimar a Piélago.

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Las esperanzas de Feril se vinieron abajo.
—También me doy cuenta de que a lo mejor podría ser de mayor utilidad
ayudando a acabar con todos los señores supremos dragones, no tan sólo deteniendo
al que nos atormenta. La Corona de las Mareas es tuya a cambio de una promesa
solemne. Si impedís que Takhisis regrese a Krynn, y luego emprendéis una estrategia
contra los señores supremos, tienes que prometer que al primero que intentaréis
eliminar será a Brynseldimer.
«No puedo hacer tal promesa —pensó Feril—. ¿Cómo puedo garantizar que mis
amigos estarán de acuerdo?» No obstante, se dijo, sí podía garantizar sus propias
acciones, de modo que asintió mirando a la mujer.
—Lo prometo.
—Envié a buscar la corona anoche —continuó la elfa marina—. La guardamos en
otro lugar de esta torre. —Introdujo la mano entre los pliegues de la túnica, que
ondulaban como frondas marinas alrededor de su delgado cuerpo, y sacó una corona
alta de coral azul tachonado de perlas. Era asombrosamente hermosa, y la kalanesti
percibió las vibraciones de su poder.
Nuqala la tendió a Feril, y los dedos de ésta se extendieron indecisos, hasta tocar
la corona.
—La Corona de las Mareas —musitó la elfa marina—. Con ella, las aguas te
obedecerán. —Nuqala se hizo a un lado, señalando en dirección al abierto portal oval
situado a su espalda—. Elfa de la superficie, informa a Palin Majere de la promesa
que me has hecho. Y asegúrate de que la cumplís.

* * *
Las montañas de Dimernesti se hicieron más pequeñas detrás de ella a medida
que Feril nadaba veloz en dirección al cementerio de barcos, el primer mojón que la
conduciría de regreso al Narwhal. Conservaba el aspecto de elfa cubierta de escamas,
y la Corona de las Mareas descansaba bien sujeta sobre su cabeza.
Se mantenía pegada a la arena, nadando entre los oscuros cascos, ya que no
deseaba llamar la atención de los pequeños tiburones ni de ninguno de los tiburones
de mayor tamaño de los arrecifes que pudieran rondar por la vecindad. No hacía
mucho que había amanecido, por lo que pudo apreciar, y una luz tenue se filtraba
desde lo alto, pintando a los barcos de un verde lóbrego. Dama Impetuosa, se dijo
pensativa al pasar junto a la nave. Tendría que contar a Rig cuál había sido el final del
navio; recordaba que él le había contado que años atrás había navegado en él.
Con el cementerio a su espalda, se puso a nadar más deprisa en dirección al
barranco y al arrecife situado al otro lado. En lugar de centrar su atención en la
exuberancia de vida marina que la rodeaba, se obligó a concentrarse en la corona;
percibía la magia del coral azul, y cómo le daba nuevas energías y ánimos.

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Controla el agua, comentó para sí. La corona emitió un claro zumbido, y los ojos
de la elfa se abrieron de par en par. ¡La corona le respondía! Feril cruzó el barranco a
toda velocidad, agitando las piernas con fuerza mientras el agua se apartaba a su
paso. Se concentró en los dedos, los extendió ante el rostro, y contempló cómo el
agua corría veloz por entre sus manos.
«La Corona de las Mareas —pensó—. ¡Sí, podría controlar las mismas mareas
con esto! Pero ¿qué es lo que hará sobre el agua? ¿Cómo puede ayudar a Palin?»
Agitó las piernas para dirigirse al arrecife, sin percatarse de la presencia de la
sombra que acababa de separarse del barranco para seguirla.
La criatura se impulsó tras la kalanesti, a la que en las oscuras aguas había
confundido con una insolente elfa marina. Al gran dragón no le gustaba que los elfos
dimernestis se alejaran de su reino subacuático, y se comía a aquellos que tentaban su
cólera.
Al coronar el arrecife, Feril notó que el mar empezaba a calentarse.
Desconcertada ante esta nueva sensación, se dijo que tal vez fuera un efecto
secundario producido por la utilización de la corona. A lo mejor...
Jadeó cuando el agua caliente inundó sus agallas. ¡No! No era la corona. Era otra
cosa. Casi demasiado tarde, giró en redondo para mirar a su espalda, y se quedó
boquiabierta, mientras el calor aumentaba tanto que resultaba casi imposible de
soportar.
El enorme dragón parecía un monstruo marino sacado de un cuento infantil. Feril
se dijo que debía de medir más de veinte metros desde el puntiagudo hocico a la
punta con afiladas púas de su cola. El largo corpachón negro carecía de patas e iba
acortando distancias; escamas verde oscuro le cubrían el cuello y la testa, en tanto
que escamas de un verde más claro revestían su mandíbula inferior y estómago.
En cuanto Piélago abrió las fauces, Feril percibió cómo la corriente se encrespaba
con violencia y el agua arremolinaba a su alrededor. Jadeó, incapaz de respirar
aquellas aguas tan calientes, y se dobló sobre sí misma a causa del insoportable dolor.
Sintiéndose a las puertas de la inconsciencia, extendió los dedos hacia la corona y la
rozó.
«¡No! —chilló en silencio—. ¡No puedo rendirme! ¡No puedo dejarme cocer
antes de que Palin haya tenido una oportunidad de usar la corona!»
Pensó en el agua, que hervía a su alrededor, y deseó que se enfriara. Y en cuestión
de segundos así fue. La Corona de las Mareas había llevado a cabo el portento.
No obstante, el dragón estaba tan cerca ahora que veía sus irisados ojos azules, y
la kalanesti se imaginó reflejada en sus órbitas. Movió las piernas con rapidez,
concentrándose en la corona, mientras el dragón se acercaba aun más, amenazador; el
cuerpo ondulante del ser se abrió paso por entre las aguas, las fauces bien abiertas, e
intentó morderla con avidez; afilados dientes de madreperla centellearon bajo la luz

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que se filtraba desde la superficie.
Ella agitó las piernas con más fuerza, al tiempo que gesticulaba con los brazos y
lanzaba un chorro de agua más intenso en dirección a Piélago. Feril se arriesgó a
echar una mirada por encima del hombro, y descubrió sorprendida que la potencia del
agua había empujado ligeramente hacia atrás al dragón; así pues, se concentró en los
chorros de agua que creaba y consiguió hacer retroceder un poco a la criatura contra
un afloramiento rocoso cercano al arrecife.
Un aullido se dejó escuchar en el agua, y Feril se dio cuenta de que la cola del
dragón había quedado ensartada en una aguja de coral. Piélago volvió a bramar, y el
agua hirvió a su alrededor y destruyó a las pequeñas criaturas, el coral y la roca viva
de la zona, al tiempo que proyectaba una oleada de un calor insoportable en dirección
a Feril.
La kalanesti nadó con mayor rapidez, utilizando la Corona de las Mareas para
aumentar sus energías, en un intento de poner distancia entre ella y la criatura.
Al cabo de un instante sintió una oleada de renovado calor en el agua que la
envolvía y comprendió que Piélago había conseguido liberarse. El agua aparecía
teñida de hirviente sangre oscura. El dragón abrió la boca y rugió, tras lo cual salió
disparado al frente, azotando furiosamente el agua con la cola.
Feril redobló el movimiento de sus piernas, sin dejar de concentrarse en la corona
para seguir lanzando los chorros de agua. Al mismo tiempo proyectó la mente hacia
la vida vegetal cercana, y fusionó sus sentidos con las plantas en solicitud de ayuda.
Había usado el hechizo en innumerables ocasiones en tierra firme y supo
instintivamente que también funcionaría allí.
Las algas, las frondas, el plancton y el coral blando respondieron, y se estiraron
para arrollarse a la cola del dragón. Un espeso bancal de algas se alzó para enroscarse
al musculoso cuello del reptil.
El dragón aulló enfurecido, revolviéndose como una fiera. Abrió las fauces y
descargó otra ráfaga hirviente que la elfa apenas consiguió enfriar. Entonces la
kalanesti se detuvo y se mantuvo flotando, con la mirada fija en el dragón, mientras
pasaba los dedos por la franja coralina y centraba sus pensamientos en las plantas.
«Creced», deseó.
Intensificado por la corona, el conjuro cobró vida, y los efectos fueron
sobrecogedores. Las algas doblaron su tamaño, y enseguida volvieron a doblarlo. El
blando coral se multiplicó y rodeó a Piélago. El plancton espesó, ocultando casi por
completo al ser.
«Creced —continuó ella—. Más.»
Escuchó con claridad el grito del dragón, que resultó dolorosamente intenso,
incluso en el agua. Notó cómo la maleza se estrechaba alrededor de la garganta de
Piélago y le impedía absorber la nutritiva agua.

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«Más fuerte. Creced.»
La vegetación se estiró, ocultando ahora todo rastro del dragón. Luego, en un
instante, se marchitó y murió. Feril la contempló boquiabierta mientras el corazón le
latía con violencia. El reptil había encontrado la energía suficiente para lanzar otra
bocanada más de su aliento devastador y había acabado con todas las plantas que lo
rodeaban.
Los inmensos ojos del dragón se entrecerraron, y una vez más volvió a arremeter
contra ella. Feril dio la vuelta y tomó lo que creía era dirección este, lejos de donde
sabía que se encontraba el Narwhal. No podía arriesgarse a correr hacia el barco en
busca de seguridad, no cuando el dragón podía destruir con facilidad la pequeña nave.
Usó la corona para proyectar chorros de agua desde sus piernas y brazos,
esforzándose por ganar tiempo. Entonces se sintió impelida al frente, no por sus
propios medios, sino por Piélago; se vio lanzada, dando volteretas en el agua, contra
una afloramiento coralino. Feril se esforzó por frenar su velocidad, pero chocó contra
el arrecife. Sus ojos se cerraron.
El dragón contempló con curiosidad a la inconsciente elfa. No era azul, como los
dimernestis, pero era una elfa, y poderosa. ¿Procedente de la superficie? ¿De un
barco?

* * *
Dhamon descubrió otra elevación y enfocó el catalejo hacia ella. Algo en ella
resultaba diferente. Era verde oscuro, tal vez negro. Puede que se tratara de una
ballena. La elevación se aplanó, y él la perdió de vista. Una ballena, en especial una
grande, podía crear problemas si se acercaba demasiado; incluso podía hacer
zozobrar el Narwhal.
—¿Dónde estás? —musitó Dhamon—. ¿Dónde?
La proa del barco se alzó de improviso, levantándose hasta tal punto que la nave
quedó prácticamente posada sobre el timón de popa. Dhamon se aferró a la
barandilla, pero sus pies perdieron apoyo y quedaron suspendidos en el aire, al
tiempo que una lluvia de agua increíblemente caliente le azotaba el rostro.
Un puñado de esclavos liberados que se encontraban en cubierta resbalaron en
dirección a popa, y sus manos buscaron con desesperación algo a lo que sujetarse.
—¡No! —Jaspe rodó dando volteretas al cabecear la nave.
Usha, situada en mitad del barco, tendió las manos para sujetarlo a él y el cetro.
En el último momento sus dedos se cerraron alrededor de la brillante empuñadura, en
tanto que la otra mano conseguía agarrar la pernera del pantalón del enano. Pero la
tela se desgarró, y Jaspe cayó de cabeza. Enseguida, Usha sintió que también ella
resbalaba. Oyó cómo las cuadernas de la nave crujían, escuchó los gritos de sorpresa
que surgían bajo cubierta. Se vio lanzada en pos de Jaspe, y ambos chocaron contra el

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cabrestante.
—¡Yo te sujeto! —aulló el enano. Pasó un rechoncho brazo por la cintura de la
mujer, sujetando el otro al cabrestante—. ¡No sueltes el cetro!
Ella abrió la boca para contestar, pero en su lugar emitió un grito de sorpresa. La
parte delantera del barco descendió con gran estrépito y golpeó contra el agua; la
sacudida arrancó a ella y a Jasper de su asidero, al tiempo que provocaba gritos
lastimeros en los antiguos esclavos. El enano fue el primero en incorporarse, y luego
ayudó a Usha a hacer lo propio.
—¿Qué fue eso? —inquirió ella.
—No lo sé. —Se llevó las manos al estómago al notar cómo una sensación de
náusea empezaba a embargarlo—. Pero pienso averiguarlo. —Se apoyó en el
cabrestante mientras paseaba la mirada en derredor—. ¡Dhamon! —Jaspe dirigió un
vistazo hacia la proa, donde un Dhamon empapado, con el rostro enrojecido y lleno
de ampollas, intentaba incorporarse.
El caballero guardó el catalejo en el bolsillo y desenvainó una espada larga que
llevaba sujeta a la cintura, una de una docena de armas que él y Rig habían
descubierto bajo cubierta. Retrocedía despacio, sin apartar la mirada del agua.
—¡Rig! —vociferó Dhamon—. ¡Rig, sube aquí arriba!
—Desenredad las jarcias —ordenó Jaspe a los antiguos esclavos, al tiempo que él
y Usha corrían hacia Dhamon—. Y sujetaos bien. Creo que esta vez tenemos serios
problemas.
»¿Qué es? —inquirió el enano, tomando el cetro de manos de la mujer.
—Pensé que se trataba de una ballena —respondió Dhamon. Se pasó la mano
libre por el rostro, y frunció el entrecejo cuando los dedos tocaron las ampollas—.
Pero no lo creo. Me parece que...
—¡Dragón! —chilló Usha. La mujer señalaba a babor—. ¡Es un dragón!
—¿Qué? —Era la voz de Rig—. ¿Un dragón? —Fiona iba detrás de él, con
Groller pegado a ella.
—¿Qué ha sucedido? —Ampolla se abrió paso rápidamente entre ellos. Los
cabellos de la kender estaban azules; tenía el rostro manchado de harina azul, y su
túnica evidenciaba restos de algún mejunje pegajoso de color amarillo—. ¿Hemos
chocado con algo?
—¡El dragón! —repitió Usha.
La cabeza de Piélago afloró entonces a la superficie, y todos pudieron verlo. Las
fauces eran mayores que el Narwhal, y los dientes, gruesos como el palo mayor de la
nave. Clavó los azules ojos en el navio, y se elevó más en el agua.
El sinuoso cuello, que resplandecía en tonos verdes y negros bajo el sol de la
mañana, resultaba extrañamente bello. Estiró la testa a un lado y a otro, abrió la boca,
y lanzó sobre el Narwhal un chorro de vapor.

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Furia aulló. El lobo acababa de aparecer en cubierta y corría hacia la barandilla
cuando le cayeron encima las primeras oleadas del abrasador aliento. El animal
perdió el equilibrio, se puso a aullar, y se arrancó grandes mechones de pelo.
—¡Piélago! —aulló Ampolla mientras se palpaba los bolsillos en busca de la
honda—. Dije que quería ver un dimernesti, no un dragón —masculló para sí—. No
deseaba en absoluto ver un dragón. No, no. En absoluto.
—¡Si esa cosa se acerca al barco, estamos perdidos! —chilló Rig. Sacó unas
dagas del cinto y, sosteniendo tres en cada mano, se apuntaló junto a la barandilla de
babor y aguardó a que el dragón se pusiera a tiro.
Dhamon estaba junto al marinero, con una pierna pasada por encima de la
barandilla.
—Intentará hundir el barco.
—¿Qué crees que estás haciendo? —Rig se quedó mirando a su compañero
cuando éste pasó la otra pierna por encima de la barandilla.
—Tomar la iniciativa y daros la oportunidad de que la nave se haga a la vela. Ya
he luchado contra un dragón, ¿lo recuerdas? Saca al Narwhal de aquí. —Luego sin
una palabra más, Dhamon saltó al agua y empezó a nadar torpemente en dirección al
dragón, sin soltar la espada. Rig estaba demasiado asombrado para contestar.
Era cierto que Dhamon se había enfrentado a Ciclón, el gran Dragón Azul que
descendió sobre el Yunque cuando éste estaba atracado en el puerto de Palanthas.
Aquélla fue una batalla que costó la vida a Shaon, la persona a quien el marinero
amaba. Rig había culpado a Dhamon de la muerte de Shaon y había afirmado que, si
el caballero hubiera permanecido con los Caballeros de Takhisis y continuado como
compañero de Ciclón, Shaon habría seguido viva. Pero la verdad era que Dhamon
había combatido contra el Azul. Rig lo había visto luchar con él sobre las colinas de
Palanthas, había presenciado cómo el caballero y Ciclón se precipitaban a un
profundo lago.
—¡Estas cosas no van a servir de nada! —masculló el marinero mientras arrojaba
las dagas contra el dragón. Tan sólo una consiguió clavarse en el cuello de la criatura;
el resto cayó al agua, y el marinero se dijo que la pequeña hoja no debía de significar
más que un pinchazo para el animal—. Jaspe! ¡Leva el ancla! ¡Fiona, iza las velas! —
Ordenó a los antiguos esclavos que vigilaran el timón, mantuvieran los aparejos
tensados, y avisaran a los hombres de la bodega.
Tras todo esto, corrió a proa, en busca de la única balista del Narwhal. Abrió un
cofre sujeto a la cubierta, y empezó a sacar saetas.
—Los cuchillos no te hicieron daño, pero éstas quizá sí —aulló.
En el centro del barco, Fiona desplegó las velas con la ayuda de Usha y los
esclavos liberados. La nave se movió pero enseguida se detuvo, sujeta por el ancla.
Las mujeres miraron en dirección a popa, donde Jaspe y Groller tiraban de la cuerda

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del áncora.
—Daos prisa, Jaspe —lo apremió Usha.
—¡Bien! —vitoreó Fiona, al contemplar cómo el ancla surgía de las aguas; pero
de inmediato sacudió la cabeza—. ¡No! —chilló al semiogro, a pesar de saber que no
podía oírla y que, aunque pudiera, sus palabras no lo disuadirían. Efectivamente,
terminada su tarea, Groller hizo lo impensable: saltó al agua y comenzó a nadar en
dirección a Dhamon y el dragón impeliéndose con sus largos brazos.
—Pero ¿qué cree que está haciendo? —exclamó Usha, atónita.
—Ayudar a Dhamon —respondió Fiona, solemne, al tiempo que dirigía la mano a
su espada—. Sabe que sólo hay una balista y que Rig la utiliza.
—Pero eso que hace es un suicidio.
—Y yo me uniré a él en la fabulosa otra vida —repuso la dama solámnica— a
menos que encontremos alguna otra cosa que lanzar contra el dragón desde lejos.
—Vamos a la bodega —instó Usha—. Hay lanzas.
—Entonces démonos prisa.
—¡Ampolla! —oyeron rugir a Rig mientras se encaminaban abajo—. Olvida la
honda. ¡No sirve de nada! ¡Ve al timón! ¡Haz que nos alejemos!
El marinero apuntaba con la enorme ballesta y disparaba saetas contra el enorme
dragón marino. No estaba acostumbrado a aquella arma, pero tras algunos disparos ya
había empezado a apuntar mejor.
Ahora, a una buena distancia del Narwhal que retrocedía, Dhamon se mantuvo a
flote en el agua y sostuvo la espada por encima de la cabeza mientras el dragón se
alzaba por encima de la superficie, para luego dejarse caer con fuerza. Una lluvia de
agua caliente roció a Dhamon. Apretó los dientes para no gritar. La testa del animal
volvió a alzarse, los ojos fijos en el hombre que nadaba. Las fauces se abrieron otra
vez y soltaron un nuevo chorro abrasador de vapor.
Dhamon se sumergió justo a tiempo de evitar lo más recio del ataque; pero el
agua estaba ardiendo, y tuvo que hacer un tremendo esfuerzo para mantenerse
consciente y no soltar el arma.
Resuelto, el caballero contuvo la respiración y se impelió al frente. «¡Más cerca!
—se ordenó interiormente Dhamon—. ¡Más cerca! ¡Ahí!» Hundió la espada en el
cuello del dragón con todas sus fuerzas, y el acero se abrió paso por entre las escamas
de un verde negruzco y le produjo una herida.
¡Aguijoneado por un humano! Piélago aulló asombrado. La espada no le había
hecho daño en realidad; resultaba más bien molesta. Sin embargo, el dragón rugió
enfurecido ante el hecho de que algo tan insignificante osara enfrentarse a él. Otro
hombre nadaba también hacia allí. Era un hombre de mayor tamaño y sería el primero
al que devoraría.
Piélago se hundió más, a la vez que su primer atacante extraía la espada de su

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garganta y volvía a clavarla. El dragón dobló la cabeza a un lado y lanzó el cuello al
frente, con las fauces bien abiertas.
En la cubierta del Narwhal, Ampolla hizo girar el timón y consiguió alejar la proa
del barco de la criatura, justo mientras Rig hacía girar la balista para obtener un mejor
ángulo de tiro.
Jaspe se encontraba detrás de ella en la cubierta, sujetando con fuerza el Puño y
con los ojos fijos en el dragón.
—No sé nadar —decía—. Me hundiría como una piedra. ¡Groller!
El enano divisó al semiogro. Estaba agarrado a una púa del lomo de Piélago,
espada en mano, asestando cuchilladas al reptil. También Rig descubrió a Groller e
hizo girar la balista.
—¡Ampolla! —gritó el marinero—. ¡Vira en dirección al dragón!
—¡Creía que querías alejarte!
—¡Cambio de planes! —replicó él a todo pulmón—. Acércanos más. —Groller
había forzado el cambio de planes, se dijo el marinero. Rig no arriesgaría la vida por
Dhamon Fierolobo; no pondría el barco en peligro por aquel hombre. Pero Groller era
otra cosa—. ¡Más cerca!
Usha y Fiona ascendieron corriendo a cubierta con los brazos cargados de lanzas
sacadas del arsenal. Las seguían una docena de hombres, igual de cargados.
—El dragón —murmuró Usha incrédula—. Nos dirigimos hacia él en lugar de
alejarnos.
—Será más fácil darle si estamos más cerca —observó la solámnica. Se detuvo
ante la barandilla y afirmó los pies en el suelo, empuñando una lanza en cada mano
—. De una en una —indicó a Usha. Acto seguido, las lanzas salieron despedidas de
sus manos en dirección al enorme dragón marino. Usha le entregó dos nuevas lanzas,
mientras preparaba otro par.
Los otros se unieron a ellas, intentando inútilmente herir al monstruo.
—¡Oh, no! —dijo Jaspe.
El dragón volvía a alzarse del agua, preparándose para otra zambullida. El
inmenso corpachón desapareció bajo las aguas a toda velocidad lanzando una lluvia
de agua hirviendo sobre la cubierta del Narwhal.
Bajo la superficie, el cuerpo del reptil se retorció y arrojó lejos de sí al hombre;
luego rugió, enfurecido, giró la testa y lanzó un chorro de vapor en dirección al
semiogro, justo cuando Groller salía a la superficie cerca del barco. Piélago escuchó
el tenue grito del hombre, alcanzado por los extremos de la bocanada de calor, y se
permitió unos instantes de cólera al comprender que su adversario no se encontraba lo
bastante cerca para que el calor lo eliminara; entonces sintió otra cuchillada en el
cuello. El hombre de cabellos negros había regresado. El dragón se sumergió a mayor
profundidad.

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La espada de Dhamon estaba clavada en el cuello de Piélago, las manos del
caballero bien cerradas sobre la empuñadura.
El monstruo marino sabía que el hombre moriría ahora. Carecía de las orejas
puntiagudas de los dimernestis y no podía respirar en el agua.
El dragón descendió hasta el fondo, y Dhamon se sujetó con desesperación a la
espada, que seguía enterrada en la garganta de la criatura.
En la superficie, junto a la barandilla del Narwhal Rig tendió una pértiga al
apaleado semiogro. Groller extendió una mano a lo alto y se agarró a ella para que lo
subieran a cubierta.
El marinero miró fijamente a su amigo.
—Estoy bien —le dijo éste. Estaba escaldado y magullado y había estado muy
cerca de la muerte, pero seguía vivo—. In... tenté ayudar a Dhamon. —Se frotó los
ojos para eliminar el agua salada, y entonces vio a Furia y a Jaspe que se acercaban
—. Jas... pe buen sanador. Jas... pe, cúrame otra vez.
—¿Dónde está Dhamon? —refunfuñó Rig—. ¿Dónde está el maldito dragón?
Bajo las olas, Dhamon luchaba por mantenerse consciente. Le dolían los
pulmones y le zumbaba la cabeza, pero obligó a sus manos a tirar de la espada hasta
soltarla una vez más, y así volver a clavarla en el dragón marino. Piélago era mucho
mayor que Ciclón, y su piel mucho más gruesa, pero el caballero había estado
atacando el mismo punto una y otra vez. Había conseguido agujerear las escamas y
que finalmente la herida sangrara bastante; negro como la sangre del Dragón de las
Tinieblas, el viscoso líquido se arremolinaba a su alrededor, enturbiándole la vista.
Hundió más el acero, y el dragón se encogió sobre sí mismo. Levantó el cuello y
lo dejó caer con fuerza contra una repisa de coral para aplastar a Dhamon entre su
cuerpo y el coral. El caballero se quedó sin el poco aire que quedaba en sus
pulmones, y sus manos soltaron la empuñadura.
Piélago alzó el cuello y sintió dolor en el punto en el que estaba incrustada la
espada. El hombre yacía inmóvil, listo para ser devorado. Pero primero el dragón
pensaba hundir la nave. Luego regresaría a ocuparse de este hombre... y de la
fastidiosa mujer que llevaba la corona.
Ante todo destruiría el barco, antes de que pudiera alejarse. Mataría a todos los
ocupantes de la embarcación, los devoraría uno a uno, para saborear su carne
insolente. Piélago se apartó y salió disparado hacia la superficie; asomó por entre las
olas a varios metros del Narwhal.
—¡Ahí esta el dragón! —tronó Rig—. Todo a babor, Ampolla. ¡Ahora! ¡Todo a
babor!
La kender obedeció.
—Buen sana... dor —dijo el semiogro, que estaba recostado contra la base de la
balista.

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El enano había usado su magia curativa para aliviar el dolor de las ampollas que
cubrían el cuerpo de Groller. El lobo permanecía junto al semiogro, golpeando la
cubierta con la pata y paseando la mirada de su compañero al dragón.
—No —dijo el semiogro al lobo—. No voy a na... dar otra vez.
—¡Tal vez tendremos que nadar todos! —gritó Rig—. ¡A menos que Ampolla
consiga alejarnos más! ¡A babor!
—¡Lo intento! —respondió la kender tan alto como pudo—. ¡Pero el dragón es
sumamente veloz!
Piélago alcanzó el costado del Narwhal y alzó la testa por encima de la cubierta
para observar a los hombres que se movían por ella. Fiona y los otros continuaron
arrojando lanzas contra la criatura, pero casi todas rebotaban en el grueso pellejo del
monstruo.
—¡El dragón es demasiado veloz! ¡Y demasiado enorme! —protestó Ampolla al
contemplar más de cerca al ser.
La cola del reptil se arrolló a la barandilla, la sujetó con fuerza y ladeó la nave. El
movimiento amenazó con arrojar a Fiona, Usha y a la tripulación por la borda.
—¡El mástil! —chilló la dama solámnica a Usha y a los otros—. ¡Subid a él!
¡Agarraos a él! —Antes de que Usha y los otros pudieran responder, Fiona sacó su
espada y empezó a atacar el trozo de la cola del dragón que tenía a su alcance.
—¡Vamos! —Uno de los antiguos esclavos ayudó a Usha a trepar por la empinada
cubierta inclinada, donde la mujer aceptó la mano que le tendía Jaspe.
El enano y Groller estaban agarrados a las jarcias y ayudaban a los otros a
encontrar cosas a las que sujetarse.
Furia hacía todo lo posible por mantenerse en pie, pero resbalaba en dirección a
la barandilla. Usha agarró al lobo y perdió el equilibrio, y fue Groller quien consiguió
ponerlos a salvo tanto a ella como al animal. El lobo se restregó contra la mujer, y
todos contemplaron al dragón.
—Jamás pensé que todo terminaría así —musitó Usha—, tan lejos de Palin.
—No ha acabado todavía —afirmó Jaspe—. Ha llegado la hora de que tome parte
en la lucha. —El enano tragó saliva y soltó la cuerda que sujetaba. Resbaló hacia la
barandilla, con el Puño de E'li bien sujeto en una mano.
El enano llegó junto a Fiona en el mismo instante en que la testa de Piélago se
elevaba por encima del mástil, con las fauces abiertas. Un chorro de vapor brotó de su
garganta, y una pequeña parte de la ráfaga cayó sobre el enano, la dama solámnica y
Rig.
Un dolor insoportable embargó a Jaspe. Era igual que si estuviera ardiendo. Sintió
cómo su piel se cubría de ampollas y los ojos le ardían, y comprendió que, si el
dragón volvía a lanzar su aliento, todos perecerían. El cetro que sujetaba se tornó
increíblemente caliente, y las tiras de metales preciosos incrustadas en él le quemaron

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la piel; pero se negó a soltar el arma, se negó a ceder ante el dolor.
Sobre la cubierta cayó un chorro de agua oscura. El enano se dio cuenta de que
era sangre al descubrir la larga espada que sobresalía del cuello del dragón.
—Así que puedes sangrar —masculló Jaspe—. Eso significa que puedes morir.
A su derecha, Fiona intentó golpear la cola de Piélago. También su piel estaba
cubierta de ampollas, aunque no parecía que el dolor la achicara.
—Puedes morir —repitió Jaspe, al tiempo que lanzaba una mirada furiosa al
dragón.
El enano se concentró en el Puño, recordó lo que Usha había dicho sobre sus
poderes. «Encuentra el poder de matar», se dijo. Luego cerró los ojos para que no lo
distrajera la contemplación de la bestia, que se hallaba cada vez más cerca. El
putrefacto olor ya era bastante malo. «¡Tenía que encontrar ese poder! ¡Encontrar
ese...!»
De improviso los dedos del enano se quedaron helados, y el gélido frío ascendió
hasta sus brazos. Sus dientes castañetearon. Empezó a temblar de modo
incontrolable, mientras los dedos que sujetaban el cetro se aflojaban ligeramente. Y
entonces la sensación de estar congelándose empezó a desvanecerse.
—¡Es el poder! —exclamó Jaspe al tiempo que levantaba el Puño de E'li. Sentía
un frío terrible, pero consiguió golpear con el cetro la mandíbula del dragón justo
cuando éste bajaba la cabeza para engullirlo.
La criatura se echó hacia atrás, se estremeció y rugió, un alarido casi humano que
ahogó los gritos de todos los que estaban a bordo. Piélago contempló a Jaspe con ojos
entrecerrados. Volvió a abrir las fauces y, con un golpe de la cola contra la cubierta,
lanzó a Fiona por encima de la borda. Luego se abalanzó sobre el enano.
—¡Otra vez! —Jaspe volvió a blandir el cetro. El enano se sintió tan abrumado
por el frío, que temió desmayarse por su culpa. Notaba los miembros entumecidos, y
el helor lo atontaba; no obstante, al mismo tiempo se sentía fuerte. «Silvanos, el rey
elfo, empuñó esta arma», se dijo. Si un elfo podía soportar este frío, un enano
también podía.
»¡Puedes morir! —Volvió a levantar el cetro, lo descargó otra vez y esta vez
asestó un violento golpe a la garganta de la bestia.
Entonces el dragón volvió a alzarse sobre el barco, se alzó más, se balanceó... y se
desplomó de espaldas, lejos del Narwhal.
—¡Muere! —volvió a chillar Jaspe.
—¡Ampolla, todo a estribor! —bramó Rig—. ¡Embístelo con el espolón,
Ampolla! ¡Embístelo antes de que se vaya al fondo!
—Primero a babor luego a estribor, luego babor, luego estribor —farfulló la
kender mientras giraba con fuerza el timón—. Decídete de una vez o ven a manejar el
barco tú mismo.

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Las cuadernas del Narwhal crujieron.
—¡Sujetaos a cualquier cosa! —indicó Rig a todos los que estaban en cubierta—.
Vamos a...
El resto de las palabras del marinero quedaron ahogadas cuando el bauprés
alcanzó al dragón y penetró en la parte inferior de su vientre como una lanza.
Groller, que gateaba en dirección a proa, fue el primero en ducharse con la sangre
del dragón. Se frotó los ojos para limpiarlos.
El enorme dragón marino echó la testa hacia atrás y luego la lanzó al frente para
golpear el barco. Las mandíbulas se cerraron sobre el mástil, al que partió en dos al
mismo tiempo que enviaba a Usha, a Furia y a varios de los otros tripulantes dando
tumbos hacia popa.
La criatura volvió a erguirse, pero su cuerpo se sacudió presa de convulsiones, en
tanto que la cola se retorcía. La sangre manaba abundante de la herida causada por el
Narwhal, y chorreaba también por la herida que el dragón tenía en el cuello, donde la
espada seguía clavada. Gracias al cetro, el cuerpo de Piélago estaba inundado de
escalofríos.
El cuello del animal golpeó contra el agua, y el impacto amenazó con hacer
zozobrar la nave.
Luego el dragón marino sintió que se hundía, y su primer pensamiento fue de
alivio por volver a estar bajo el agua y libre del barco. Un frío intenso embargó a
Piélago. La cola se quedó rígida. El dragón marino parpadeó y sus ojos se cerraron al
tiempo que el espinoso lomo se posaba sobre la arena. El pecho se alzó y descendió
una vez más, y luego quedó inmóvil.
—¡Furia! --Groller indicó al lobo que se acercara, y sus largos brazos rodearon al
animal. Furia tenía el costado ensangrentado allí donde el palo mayor lo había
golpeado—. Jas... pe arreglará —explicó Groller a su camarada—. Jas... pe arreglará.
Jaspe se encontraba en el centro del barco, lugar al que se encaminaba Usha. El
enano arrojó una cuerda a Fiona, a quien el cuerpo del dragón al desplomarse no
había aplastado por muy poco.
—¿Viste a Dhamon en el agua? —inquinó el enano, cuando entre él y Usha
subieron a la solámnica a bordo.
La mujer negó con la cabeza.
—¡Creo que hemos acabado con el dragón! —gritó Rig. Estaba junto a la balista,
con una saeta cargada y lista para ser disparada—. ¡Me parece que lo hemos matado!
—Y él ha acabado con nosotros —comentó Fiona, paseando la mirada por la
cubierta—. Ha destrozado el barco.
—Y se comió a Dhamon —añadió Ampolla sombría. Descendió del cajón
colocado tras el timón. Ya no la necesitaban allí por el momento, en especial ahora
que el mástil estaba destrozado.

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El bauprés se había ido al fondo junto con Piélago, y gran parte de la barandilla
que rodeaba la parte delantera de la nave también había desaparecido. Toda la parte
central de la nave estaba cubierta de cuerdas, enredadas a la vela que amortajaba el
mástil roto.
Usha tapó a Fiona con una manta, a pesar de las protestas de ésta de que se
encontraba bien.
—Yo jamás habría elegido una nave de un solo palo —rezongó Rig. Se apartó de
la balista y miró a la solámnica, con una expresión que se dulcificó inmediatamente
—. No hay mástil. No hay remos. Estamos clavados.
—Al menos ya no tenemos que preocuparnos por el dragón —intervino Ampolla.
El marinero le dedicó una tenue sonrisa.
—Tal vez Palin pueda agitar los dedos y sacarnos de aquí rápidamente —repuso
—. A lo mejor incluso puede...
—¡Rig! —Jaspe, inclinado sobre el lado de babor de la nave, lo llamaba.
—¿Ahora qué? —El marinero avanzó con ruidosas zancadas hasta él.
—¿Quién eres? ¿Qué eres? —Rig contempló asombrado por encima de la
barandilla un rostro azul pálido que le devolvía la mirada. El rostro estaba enmarcado
por una centelleante cabellera de un blanco plateado que se abría en abanico sobre el
agua—. ¿Y cómo es que has encontrado a Dhamon Fierolobo? —El marinero se
quedó mirando cómo la elfa marina alzaba a un inconsciente Dhamon para
depositarlo en manos de Jaspe.
—Veylona —respondió ella—. Encontré Domon Fierolobo en repisa coral. —La
elfa azul pálido hablaba entrecortadamente—. A punto morir. Podría morir. Vi cómo
Piélago... aplastaba... Domon contra coral.
Rápidamente, en un idioma chapurreado, la elfa relató cómo Piélago había
intentado aplastar a Dhamon. De vez en cuando, contrariada con aquel idioma que le
era extraño, regresaba a su propio dialecto elfo.
Rig le hizo más preguntas, pero ella lo interrumpió.
—Por favor esperar —indicó, y desapareció bajo el agua.
—Esperar. ¡Ja! No podemos ir a ninguna parte —farfulló el marinero mientras
miraba a Dhamon—. Muchas costillas rotas. Mucha sangre. Está helado, pálido. No
es necesario ser un sanador para darse cuenta de que se muere.
Fiona, Groller y Furia se reunieron con ellos junto a la borda. La solámnica se
sacó la manta que le rodeaba los hombros y cubrió con ella a Dhamon.
—¿Puedes ayudarlo? —inquirió Usha, deslizándose detrás de Jaspe.
—Tengo fe —respondió el enano, mientras se inclinaba y buscaba su chispa
interior. Hizo una corta pausa para recoger el cetro—. Pero esto ayudará. No me
queda demasiada energía propia —añadió.
—¿Jas... pe arreglará? —preguntó Groller, sin enterarse de lo que se hablaba a su

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alrededor.
—Sí, puedo arreglarlo —respondió él, asintiendo—. Es un pasatiempo mío,
arreglar a la gente. —Sonrió de oreja a oreja a medida que la chispa crecía.
—Feril —farfulló Dhamon entre dientes—. Feril...
—¿Feril? —Esta vez era la voz de Rig.
El marinero seguía mirando por la borda al punto por el que la elfa marina había
desaparecido. La mujer volvió a salir a la superficie casi en el mismo lugar, en esta
ocasión con la kalanesti a su lado.
—Temí que hubieses muerto —dijo el marinero al tiempo que tendía una mano
para ayudar a Feril a alcanzar la cubierta. Entonces abrió los ojos de par en par al
darse cuenta de que la elfa no llevaba ropa, únicamente una corona en la cabeza.
—También yo pensé que estaba muerta —repuso ella, mientras se frotaba un
punto de la nuca—. Veylona me salvó.
—Dragón más interesado en barco —explicó la elfa marina, trepando a cubierta.
—¡Una dimernesti! —Ampolla lanzó un agudo chillido; luego se acercó entre
saltitos excitados y alzó una mano deformada a modo de saludo—. ¡Una auténtica
elfa marina en carne y hueso! —La kender enarcó una ceja ante la desnudez de Feril,
para dedicar acto seguido toda su atención a Veylona.
Rig relegó las preguntas de la kender a Veylona al fondo de su mente y volvió a
clavar los ojos en la kalanesti. Una sensación de sofoco le coloreó el rostro y,
despojándose rápidamente de la camisa, se la tendió a la mujer.
—Veylona es una sanadora dimernesti —dijo Feril a modo de introducción,
interrumpiendo el parloteo de Ampolla; los otros se unieron al grupo—. Le debo la
vida, y salvó a Dhamon.
—Lo intenté —repuso la elfa marina—. Domon. —El terso rostro mostraba
preocupación mientras atisbaba por encima de los hombros del enano cómo éste se
ocupaba de Dhamon—. Alumna de Nuqala.
—Nuqala se alegrará de saber que Piélago ha muerto —añadió Feril.
—Mucho se alegrará —respondió Veylona. Sus ojos no perdían de vista al enano,
observando sus dedos y el modo en que fruncía el entrecejo mientras realizaba su
magia curativa.
Dhamon lanzó un gemido, abrió los ojos con un parpadeo, y levantó una mano
para sujetar la de Jaspe. Tosió, y un chorro de agua brotó de su boca. Jaspe lo ayudó a
incorporarse al tiempo que le daba palmadas en la espalda. El caballero tosió con
fuerza varias veces más.
—Estarás dolorido durante un tiempo —explicó el enano—, y tendrás unas
cuantas magulladuras. Será mejor que descanses.
—Gracias —le respondió él—. Otra vez.
Jaspe sonrió, pero sus ojos estaban clavados en la atractiva elfa marina.

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—Siempre me satisface ayudar a gente que me aprecia. —Sacudió la cabeza
como para despejar sus sentidos y, con un suspiró, devolvió la atención a Dhamon.
Lo ayudó a ponerse en pie y arrugó la frente cuando éste se llevó la mano al costado.
—Me parece que un poco de descanso no me hará daño —le dijo Dhamon—.
Veylona, muchas gracias también a ti. —Sus ojos se encontraron con los de Feril; su
expresión mostró alivio al ver que la kalanesti se encontraba bien. Ella le dedicó un
saludo con la cabeza y se quedó mirando cómo Jaspe lo acompañaba hacia la
escalerilla, perseguidos ambos escaleras abajo por las preguntas de Ampolla.
Entonces el aire se llenó de voces alrededor de Feril y Veylona.
—Quedar aquí tiempo —anunció la elfa marina—. Nuqala dijo quedar. Ayudar.
—Puedes quedarte todo el tiempo que quieras —manifestó Rig—, ya que no
vamos a ir a ninguna parte. —Indicó con la mano el mástil partido—. A menos que
Palin pueda trasladarnos mágicamente a otra parte.
Veylona y Feril intercambiaron miradas. Ambas elfas sonrieron mientras los
dedos de la kalanesti acariciaban la corona de coral de su cabeza.
—¿Qué? —inquirió el marinero, preguntándose qué tramaban las dos mujeres.
—Dadme unos minutos —respondió Feril—. Dejad que encuentre alguna otra
cosa que ponerme. Dejaré que sea Veylona quien lo explique.
—¿Explicar qué? —insistió el marinero. Fiona se había colocado junto a él, y lo
cogió de la mano.
—Quizá deberías buscar algo para que Veylona se ponga —gritó la solámnica a
Feril mientras la kalanesti desaparecía bajo cubierta.
—Elfa mari... na —dijo Groller por fin. El semiogro tenía los ojos fijos en
Veylona, en sus cabellos relucientes que le colgaban hasta la cintura y en la fina
túnica plateada que se le pegaba al cuerpo. Estaba boquiabierto. No oyó la risita
proferida por Rig cuando tendió una mano enorme para estrechar la de la mujer—.
Hermo... sa elfa marina azul.
Las mejillas de Veylona enrojecieron ligeramente. Sonrió y escuchó las
explicaciones de Rig sobre la sordera de Groller.
—Pero desde luego no está ciego —susurró el marinero al oído de Fiona.
—Tampoco tú —respondió ésta—. Me parece que ayudaré a Feril a encontrar
algo de abrigo para Veylona.

* * *
Poco después del mediodía el Narwhal se ponía en movimiento para regresar a la
costa de Khur, pero evitando el puerto de Ak-Khurman. Rig había decidido no correr
el riesgo de tropezar con más barcos de los Caballeros de Takhisis que pudieran haber
llegado hasta allí.
Groller llevaba el timón, con el lobo enroscado cómodamente a sus pies. Rig y

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Fiona estaban sentados junto a Veylona cerca del cabrestante. La elfa marina iba
ataviada ahora con una amplia túnica verde oscuro ceñida a la cintura, que le llegaba
a mitad de los muslos. Aunque su dominio del idioma era limitado, hacía todo lo
posible por entretener a la pareja con historias sobre la vida en Dimernost y los
horrores que sus habitantes habían padecido por culpa del dragón.
Jaspe se encontraba bajo cubierta, muy ocupado con Dhamon intentando curar las
ampollas que cubrían su cuerpo.
También la kender estaba bajo cubierta, revolviendo la pequeña bodega en busca
de víveres que no se hubieran derramado por el suelo durante el enfrentamiento con
el dragón. Había prometido algo «apetitoso e interesante» como cena para celebrar la
muerte del gran señor supremo marino. Y había encontrado una botella de algo
purpúreo que podría servir como vino.
Feril estaba sentada junto al timón, observando cómo el agua impelía al Narwhal.
Había ayudado a crear la estrecha y poderosa ola que impulsaba la nave, y ésta se
movía con la misma velocidad que si lo hiciera a toda vela. Veylona se había ofrecido
a relevar a la kalanesti de vez en cuando.
Rig calculaba que el trayecto duraría una semana y media, tres días menos de lo
que les había costado llegar hasta el reino de los dimernestis. Y entonces ¿adonde
irían? Y, si Palin sabía adonde ir, ¿estarían a tiempo aún de detener a Takhisis?
¿Habría descubierto el hechicero el lugar en el que iba a aparecer la Reina de la
Oscuridad?

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18
El Reposo de Ariakan

Palin se concentró en el hechizo que lo trasladaría al Reposo de Ariakan, a más de


mil quinientos kilómetros de la Torre de Wayreth, donde se encontraba ahora.
—¡Aguarda! —La apagada voz indefinida lo sobresaltó, y el conjuro escapó de su
mente, incompleto. El Hechicero Oscuro penetró sin hacer ruido en la habitación—.
Estoy tan seguro de que Takhisis aparecerá en la cueva, que me arriesgaré a viajar
contigo.
Palin contempló cejijunto la oscura figura.
—Si tienes razón, podría haber dragones en las cercanías. Desde luego habrá
Caballeros de Takhisis. Podría resultar peligroso.
—He estudiado a los dragones mucho más tiempo que tú, Majere —respondió la
oscura figura—. Ver a uno de cerca podría significar la apropiada culminación de mis
estudios.
—Culminación... —Palin rió por lo bajo; luego se interrumpió, no muy seguro de
si el Hechicero Oscuro lo había dicho en serio o había intentado hacer un chiste.
—Además, no he abandonado esta torre desde hace bastante tiempo —añadió el
hechicero—. Podrías necesitar ayuda.
—Eso no lo discutiré.
Palin dirigió una ojeada a su mano izquierda. El anillo de Dalamar se encontraba
junto a su alianza de matrimonio.
El Hechicero Oscuro estudió su rostro con atención.
—¿No has lanzado nunca hechizos con un objeto tan antiguo y poderoso? —
preguntó.
—Muchas veces —respondió Palin—. Llevé el Bastón de Mago durante años.
Pero ha transcurrido bastante tiempo desde entonces.
—Así pues, ¿nos ponemos en marcha?
—Agradezco tu compañía. —Palin dedicó un breve pensamiento a Usha,
prometiendo ponerse en contacto con ella en cuanto hubiera investigado el Reposo de
Ariakan. No había hablado con su esposa desde hacía varios días, pues había estado
absorto en sus estudios. Deseó que su compañero estuviera en lo cierto, y esperaba
encontrar alguna prueba de que la diosa regresaría a Krynn en el interior de una
cueva. Entonces podría transportar a sus amigos allí, junto con las reliquias que
habían recogido. Había estado reflexionando sobre las posibilidades de usar los
objetos para desplomar la montaña sobre la Reina de la Oscuridad y todos los
dragones que se hubieran reunido allí... aun cuando tal acción acabara con sus propias

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vidas. Sería un sacrificio insignificante, se decía, si mantenía a Takhisis lejos de
Krynn—. ¿Listo?
El Hechicero Oscuro asintió de modo casi imperceptible.
Palin volvió a concentrarse en el conjuro y en el anillo de Dalamar. Extrajo
energía del anillo, y la magia acudió veloz y se los llevó a toda velocidad de la
estancia situada en lo alto de la Torre de Wayreth. El suelo de piedra de la torre
desapareció de debajo de sus pies, y en cuestión de segundos los dos hechiceros se
encontraron sobre una irregular superficie rocosa en la ladera de una montaña que se
alzaba en el corazón de Neraka.
—Esto no es la cueva —observó el Hechicero Oscuro.
—No —Palin meneó la cabeza—, pero estamos cerca. No quería aparecer en
medio de alguna reunión de criaturas malignas. Es mejor investigar un poco.
—Como desees —repuso el otro—. Tú primero, Majere.
Palin se abrió camino por la ladera. Era pasado el mediodía, y un arrebol
anaranjado pintaba las rocas y le calentaba la piel. Aspiró con fuerza. El aire parecía
más fragante fuera de la torre, lejos de los polvos y humaredas de los estudios
mágicos y los conjuros. Se había encerrado en la Torre de Wayreth durante
demasiado tiempo.
Oyó cómo el Hechicero Oscuro farfullaba algo en voz baja a su espalda, sintió un
hormigueo por todo el cuerpo y comprendió que su compañero estaba ocultando la
presencia de ambos con un conjuro de invisibilidad. Era una precaución que Palin no
se habría molestado en tomar, ya que estaba seguro de que los dragones no
necesitaban ver a los intrusos para saber que estaban cerca. Sus otros sentidos eran
sumamente agudos. De todos modos, Palin tuvo que admitir que ser invisible
resultaba sensato; al menos aquellos Caballeros de Takhisis que estuvieran
estacionados en las montañas no podrían verlos.
—¿Qué sabes sobre Ariakan? —musitó el Hechicero Oscuro.
—Que era un hombre malvado, pero que demostró cierto honor. Poseía
características dignas de admiración, y soportó mucho.
—Incluido el cautiverio durante muchos años a manos de sus enemigos, los
Caballeros de Solamnia —repuso su compañero.
—Aprendió de ellos.
—Sí; y sin duda parte de estas enseñanzas lo llevaron a fundar los Caballeros de
Takhisis.
—Supongo. —Palin movió la cabeza afirmativamente—. Resultaba apropiado
que, después de la guerra de Caos, los supervivientes de los Caballeros de Takhisis se
retiraran a esta región, famosa por la ciudad que en una ocasión perteneció a Takhisis.
—Ella construyó la ciudad de Neraka, ¿verdad?
—Por decirlo así. Resultaría más exacto decir que promovió su construcción.

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Según la leyenda plantó la piedra angular del Templo de Istar del Príncipe de los
Sacerdotes, que se convirtió en un edificio terrible desde el que alistaba y
reorganizaba a sus fuerzas. La ciudad creció alrededor de ese enorme y siniestro
lugar.
—Y toda la ciudad la servía —dijo el Hechicero Oscuro—. El Reposo de Ariakan
es el lugar al que regresará. El Custodio se equivoca al pensar otra cosa. Nuestro viaje
aquí hará que comprenda su error.
Ambos permanecieron en silencio mientras seguían el estrecho sendero. Casi todo
el territorio era igual: árido, inhóspito, escarpado y abrupto. Entre las cordilleras que
entrecruzaban el territorio se exendían estrechos valles resecos, y la zona estaba
salpicada de volcanes. Era un clima ideal para los dragones azules y rojos, y Palin
sabía que en la comarca residían unos cuantos.
Poco antes de la puesta de sol, los dos hombres llegaron a la entrada de la cueva.
Tenía el aspecto de una cicatriz ancha y profunda, lo bastante grande incluso para que
entraran dragones. Mientras los dos hechiceros recorrían el último tramo del camino,
observaron columnas de humo que se alzaban de tres campamentos. El Hechicero
Oscuro, con la ayuda de su magia, confirmó sus sospechas de que había guarniciones
de Caballeros de Takhisis acampados en las cercanías.
—Deberíamos penetrar en el Reposo de Ariakan para asegurarnos —comentó a
Palin—. Después de todo, ya hemos llegado hasta aquí.
—Sin discusión.
Palin aspiró profundamente y se dio cuenta de que las manos le temblaban de
excitación y de temor por lo que pudiera aguardarles en las entrañas de la montaña.
Se introdujo en la cueva, arrimado a la pared. Sintió un hormigueo en la piel, y
comprendió que el hechizo de invisibilidad había desaparecido. Esperaba no
necesitarlo allí. Permaneció en silencio unos instantes, escuchando, pero el único
sonido que le llegaba era el del viento. Avanzó cauteloso, esforzándose por calmar los
nervios e impedir que las manos siguieran temblando.
La caverna era profunda, y cuanto más se adentraban en ella, más oscura
resultaba. Palin se dijo que la aguda vista de Feril resultaría útil aquí. No veía al
Hechicero Oscuro que iba detrás de él, pero percibía su presencia.
El hechicero usaba la mano izquierda a modo de guía, y avanzaba decidido, pero
no demasiado deprisa. Ya no veía otra cosa que tinieblas y no deseaba arriesgarse a
dar un traspié. El suelo de la cueva se inclinaba hacia abajo, de forma pronunciada en
algunos lugares, y se curvaba en lenta espiral. Imaginó por un instante que seguía la
misma ruta que Ariakan había recorrido muchas décadas atrás cuando seguía las
conchas marinas que lo conducían a lugar seguro. Pero no había conchas que guiaran
a Palin, y éste dudaba que la cueva fuera segura.
Se detuvo de improviso y escuchó al Hechicero Oscuro detrás de él.

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—Majere...
—Lo veo.
Había una tenue luz más adelante, de un gris pálido y temblorosa. Palin se
revistió de valor y siguió adelante. Al cabo de poco se encontraba en una gruta
enorme, tan enorme que podría haber dado cabida a varios dragones.
Una docena de antorchas iluminaban débilmente el lugar. Ardían por medios
mágicos, sin dejar humo.
—Vacía —musitó Palin. Se adelantó despacio hasta llegar al centro de la estancia
y escudriñó el suelo. Sobre él había una gruesa capa de polvo en la que destacaban las
huellas de un dragón pequeño; se arrodilló junto a la marca de una zarpa, y echó una
mirada a la pared opuesta—. Rastros de dragón. Desde luego puede que tengas razón.
—Desde luego, Majere —respondió el Hechicero Oscuro.
Una bola de luz ardiente apareció en el lugar en que estaba arrodillado Palin. El
abrasador fogonazo dejó al hechicero sin ropas ni cabellos.
Palin se retorció entre gritos, presa de un dolor insoportable, en tanto que la parte
lógica de su cerebro comprendía que estaría muerto en un instante si no actuaba. Se
concentró en el anillo de Dalamar e intentó como pudo suprimir el dolor... lo que era
imposible. Rodó por el polvo, en un intento de refrescarse. Desnudo y herido, se puso
en pie tambaleante, dando boqueadas. Descubrió que respirar era una agonía, y que
los pulmones le dolían. Paseó la mirada en busca del Hechicero Oscuro, pero no
consiguió atravesar las tinieblas. La bola de fuego lo había dejado medio ciego. ¿Una
extraña forma de aliento de dragón?, se preguntó Palin mientras retrocedía hacia una
de las paredes de la cueva. ¿Un hechizo? Echó una ojeada a las antorchas. Seguían
encendidas, y no se veía ni rastro del Hechicero Oscuro. Cada centímetro de su
cuerpo clamaba a voces que lo enfriaran, y sospechó que había sido el anillo de
Dalamar lo único que había impedido que se convirtiera en un montón de cenizas.
—Majere. —Era la voz del Hechicero Oscuro.
Palin intentó ver en el interior de las oscuras grietas. Nada. Algo le hizo levantar
la vista al techo, y allí, cernido en el centro de la sala, estaba su compañero. Los
grises ropajes intactos ondeaban a su alrededor, y tenía la capucha retirada. Una
máscara de plata relucía en el rostro del mago, lo que ocultaba cualquier expresión
que pudiera mostrar, y las amplias mangas estaban echadas hacia atrás para dejar al
descubierto unas manos enguantadas.
Haces de luz brotaron de los dedos del Hechicero Oscuro y corrieron como tiras
de luciérnagas rojas y amarillas en dirección a Palin.
Palin se dejó caer sobre el estómago y rodó para alejarse, aunque sintió el calor
feroz de los rayos de luz que caían.
—¿Qué estás haciendo? —chilló incorporándose de un salto. Se concentró en el
anillo de Dalamar e invocó un conjuro que pudiera protegerlo.

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—Acabar con esta estupidez —fue la helada respuesta—. ¡Acabar con tus
intentos de impedir el regreso de la Reina de la Oscuridad! ¡Muere, Majere! —
Fragmentos de luz salieron disparados de los dedos del hechicero de túnica gris.
Palin no consiguió esquivar por completo la ráfaga en esta ocasión. Los
fragmentos lo alcanzaron y enviaron un nuevo espasmo de dolor por todo su cuerpo.
Gritó, olvidando el conjuro que intentaba lanzar.
—¡Deten esto! —jadeó.
—Oh, pero si apenas he comenzado, Majere —se mofó el Hechicero Oscuro. Su
voz ya no era un susurro. Se elevó y resonó por toda la sala, aguda y rebosante de
odio. A Palin le pareció como si fuera otro hombre quien hablaba por boca del mago
—. Al creerme a mí, al creer que Takhisis regresaría aquí, has perdido. Permitiste que
te sacaran de tu preciosa torre. Te alejaste de tus amigos y de todas tus defensas.
Dejaste al Custodio... a quien deberías haber creído. Él tiene razón, ¿sabes? La Reina
de la Oscuridad renacerá en la Ventana a las Estrellas. Renacerá allí un poco antes de
lo que preveías. En tres semanas, Majere. Tres semanas a contar desde esta misma
noche. Es una pena que no vayas a estar allí para presenciarlo. Pero muere, Majere,
sabiendo que has ayudado a los dragones a vencer. ¡Ahora nadie podrá ya desafiar a
la diosa dragón!
—¡Traidor! —escupió Palin, mientras daba vueltas alrededor de la estancia—.
¡Traidor!
—No soy un traidor a la Reina de la Oscuridad. Soy leal, Majere, tan leal como
para pasar todos estos años contigo y con el Custodio. He trabajado con vosotros,
comido con vosotros, escuchado tus historias bobaliconas sobre tu esposa, hijos y
nietos. He soportado tus lamentos por la desdichada y difunta Goldmoon, y
aguantado tus estúpidas esperanzas de poder derrotar a los dragones. Me gané tu
confianza, Majere, admítelo. Incluso te ayudé contra dragones menores para obtener
tu confianza. Y tú eres un idiota confiado.
»Me uní al Ultimo Cónclave y te ayudé a descubrir magia nueva hace años
porque Malystryx la Roja temía a la creciente amenaza de Beryl. Al permitirte
desafiar a los enemigos de Malystryx, se podía controlar mejor a la Verde.
—¿Por qué? —gritó Palin al tiempo que esquivaba a duras penas otro rayo de luz
—. ¿Por qué ese juego tan complicado?
—El espionaje es un juego necesario en la guerra, Majere —replicó él—. Al ser
uno de vosotros, conocía todos vuestros movimientos. Podía informar del lugar al que
viajaban tus despreciables amigos: tu elfa salvaje Ferilleeagh, el marinero insolente y
su sordo lacayo; todos ellos. Incluso tu adorada esposa, y esa marioneta atormentada
de Dhamon Fierolobo. Todos ellos. Todos ellos muertos. Muertos a estas horas
porque siempre me informabas dónde se encontraban. ¡Muertos porque me ayudaste!
—Las palabras del hechicero finalizaron en un estallido salvaje de risa que se apagó

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en algo muy parecido a un sollozo.
—¡No! —A Palin le temblaban las manos, pero no hizo nada por tranquilizarse.
En su lugar, buscó otro conjuro, concentrándose en el anillo de su dedo.
—Muertos, sí —continuó el Hechicero Oscuro, reponiéndose—. Mis informes
permitieron que la gran Roja enviara a sus dracs a las montañas de Blode para
buscarlos.
—¡Los dracs fracasaron!
—¡Se suponía que debían fracasar, idiota! Su única misión era molestar a tus
amigos y hacer que se movieran más deprisa... como ganado, Majere. Pero los
Caballeros de Takhisis no fracasaron. Los caballeros bloquearon el puerto de Khur.
Aguardaban a tu esposa y a los otros. Los caballeros los matarán a todos.
—Atravesaron el bloqueo. —Palin sacudió la cabeza, incrédulo—. ¡Me puse en
contacto con ellos! ¡Rompieron tu maldito bloqueo!
—El primer bloqueo, Majere. La Roja quería que lo hicieran. ¿No lo entiendes?
Quiere la Corona de las Mareas tanto como la quieres tú. Quiere la antigua magia.
Quería que tus amigos la fueran a buscar. Piélago no había conseguido obtenerla para
ella. Pero tus amigos, oh, ellos sí tuvieron éxito. Malystryx se sentirá muy satisfecha.
¿Sabes?, hay caballeros negros estacionados por toda la costa ahora, aguardando su
regreso. Más Caballeros de Takhisis que los que había en el puerto de Ak-Khurman.
Si es que regresan. La Roja pensaba advertir al dragón marino de la presencia de
bocados sabrosos alejándose de territorio dimernesti. Puede comunicarse
mágicamente con todos los señores supremos, ¿sabes? Tus amigos están muertos.
Todos ellos. Y la Corona de las Mareas y el Puño de E'li se encuentran en poder de
Malys. —Las manos del Hechicero Oscuro enrojecieron como carbones encendidos y
su voz se elevó en un chillido—. Y ahora tú también morirás, Majere.
De las puntas de los dedos del mago surgieron haces de luz, rayos rojos y blancos
tan refulgentes e intensos que resquebrajaron la roca por encima de la cabeza de
Palin. Sobre la dolorida carne del mago llovieron pedazos de roca, justo cuando éste
finalizaba su propio conjuro. Un brillante escudo rojo se formó en su mano. Hecho de
llamas y alumbrado por el anillo de Dalamar, reflejaba la luz como un espejo.
Palin alzó el escudo y sintió el impacto cuando los haces de luz y los pedazos de
roca cayeron sobre él. El chisporroteo de las llamas lo ensordeció, y rugió tan fuerte
como imaginaba que debía de rugir un dragón. El calor generado por ambos hechizos
convertía el aire en irrespirable.
—Regresad —musitó, concentrándose en su llameante escudo, en el anillo, en el
Hechicero Oscuro—. Regresad.
Un agudo alarido resonó por toda la estancia. Una voz femenina. ¡El Hechicero
Oscuro era una mujer! Palin estiró el dolorido cuello para mirar por el borde del
escudo, y vio al mago de túnica gris envuelto en los haces de luz que su hechizo

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defensivo había reflejado.
Su adversaria se revolvía y retorcía; tenía las ropas hechas trizas, y la máscara de
plata se había desprendido de su rostro. La cara de la mujer recibió el impacto de
pedazos de roca y de la intensa luz, y la hechicera se desplomó bajo el ataque de los
rayos de luz, y cayó al suelo de la caverna. Una nube de polvo se alzó en medio del
ardiente aire.
Palin soltó el escudo, se apartó tambaleante de la pared y se dejó caer de rodillas a
pocos metros de su antigua aliada. El pecho de la hechicera se agitaba levemente, y
su rostro estaba cubierto de ampollas y heridas.
—¿Por qué? —musitó Palin arrastrándose hasta ella.
—Aliarse con los dragones es vivir —jadeó ella—. Debo servir a la gran Roja.
Ella será..., ella será... —Un hilillo de sangre se deslizó por los agrietados labios de la
mujer.
—No —dijo Palin. Se puso en pie y avanzó a trompicones hasta la pared de la
cueva, agarró una piedra y regresó junto a la hechicera. Los ojos de ésta relucían
rojos, y sus dedos crispados se aferraban a un medallón que llevaba colgado al cuello.
El mago levantó la roca por encima de la cabeza de su enemiga y la descargó...
... sobre un espacio vacío.
La Hechicera Oscura había estado realizando un conjuro y se había transportado
lejos de allí. Palin cayó de rodillas y se dobló sobre sí mismo, tanto por culpa del
dolor que destrozaba su cuerpo como por sentirse traicionado a manos de alguien a
quien durante años había considerado un amigo de confianza. Los sollozos resonaron
en la estancia, y rezó por Usha.
Una a una las antorchas se apagaron. Palin cerró los ojos. Una imagen del anillo
de Dalamar pasó ante sus ojos, refulgiendo débilmente. Entonces, bajo la espalda
sintió el frío suelo de losas de piedra. Había regresado a la Torre de Wayreth.

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19
Una reunión diabólica

Los últimos rayos de sol de aquel día cayeron sobre la Ventana a las Estrellas, una
inmensa meseta de Khur, haciendo que el suelo pareciera de bronce fundido, cálido y
precioso. Reflejaba los rostros de los siete enormes dragones que la circundaban,
enmarcados por gigantescas rocas erosionadas, blanqueadas como dientes de
gigantes, que se alzaban hacia el cielo detrás de ellos.
Los inmensos cuerpos de los reptiles parecían montañas de colores, cada uno en
agudo contraste con el de su compañero.
Malystryx se hallaba en el punto cardinal que indicaba el norte, frente a la más
angulosa de las piedras. A su espalda se alzaba un megalito: la Ventana a las Estrellas.
El aire entre los dos monolitos gemelos se agitaba con una humareda mágica. De vez
en cuando resultaba visible un punto de luz, como una estrella lejana, pero enseguida
lo ocultaba el turbulento humo.
Un nuevo lugarteniente, una enorme hembra llamada Hollintress, se encontraba a
la derecha de Malys. A la izquierda de la señora suprema Roja estaba Khellendros, su
consorte, cuyas escamas brillaban violetas y regias a la luz del crepúsculo, la testa
sólo ligeramente por debajo de la de ella. Ciclón se encontraba a la sombra de
Tormenta, una posición que lo marcaba como sumiso y respetuoso ante el Azul.
Malystryx había dejado muy claro que se había concedido un gran honor a Ciclón al
permitirle participar en la ceremonia... y un honor aún mayor le aguardaba cuando,
esa misma noche, heredara los Eriales del Septentrión y Palanthas.
Los otros lugartenientes, así como unos cuantos Rojos a los que había decidido
honrar, esperaban al pie de la meseta con tropas de bárbaros, hobgoblins, goblins,
ogros, draconianos y Caballeros de Takhisis.
Gellidus el Blanco soportaba el calor en silencio, colocado justo frente a
Malystryx. Sus ojos azul hielo estaban clavados en los de ella, observando cada uno
de sus movimientos y estudiando sus expresiones.
Onysablet contemplaba a la Roja con atención, aunque los ojos de la gran Negra
no perdían de vista tampoco a los otros señores supremos y calibraban sus estados de
ánimo.
Beryllinthranox evitaba encontrarse con la mirada de Malystryx.
Frente a cada dragón había una pila de tesoros, relucientes joyas que en una
ocasión habían llenado los cofres de las familias más ricas de Ansalon, objetos
mágicos que vibraban llenos de poder, y artilugios obtenidos tras sacrificar valiosos
peones.

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El principal trofeo de Gellidus descansaba en lo alto de su montón: un escudo de
platino en forma de media luna que, según se decía, había salido de las manos de la
mismísima Lunitari para ser entregado a un sacerdote que gozaba de su predilección.
El borde, que brillaba como estrellas centelleantes, estaba hecho supuestamente de
pedazos de la luna de la diosa que habían sido capturados y retenidos dentro del
metal.
El regalo de Beryl era un auténtico sacrificio. Incluía un almirez del tamaño de
una fuente con su maja, hechos de amatista tallada y con poderes mágicos
concedidos, al parecer, por Chislev. La leyenda explicaba que, en una época muy
lejana, la diosa había entregado la gema tallada a un irda altruista. Usada de forma
adecuada podía crear un remedio para cualquier enfermedad, incluida la vejez. El
almirez y la maja descansaban encima de un escudo centelleante: el Escudo de los
Reyes Enanos, lo llamaban.
Onysablet sólo había conseguido obtener un objeto con magia arcana, un hermosa
espada larga conocida como la Espada de la Gloria Elfa. A ésta, la gran Negra había
añadido un considerable número de objetos mágicos de menor importancia. Lo cierto
era que había ofrecido todos los objetos mágicos que poseía, junto con artículos
hechizados arrebatados a dragones menores de su tenebroso reino. Sabía que, bajo el
emblema de una nueva diosa dragón, podría reunir más magia.
La ofrenda de Khellendros, no obstante, era la más propicia; una que, según dijo,
tenía como intención honrar a la reina de su corazón. Dos Medallones de la Fe
coronaban la pila, lucidos en el pasado por la famosa sanadora, Goldmoon. Llaves de
cristal, capaces de forzar cualquier cerradura, relucían anaranjadas bajo la puesta de
sol. El principal trofeo, la Dragonlance, era el situado más cerca del enorme Dragón
Azul. Tormenta sobre Krynn había sufrido mucho para llevarla hasta allí, y su zarpa
aún seguía enrojecida y desfigurada.
—Cuando el cielo esté oscuro y la luna llena y en lo alto, envuelta en una aureola
de nubes de tormenta, ascenderé a la categoría de diosa —empezó Malystryx—. La
noche anunciará que una nueva diosa ha nacido en Krynn, la única diosa que
conocerá el mundo. Os llevaré a una grandeza que sólo os habéis atrevido a soñar. Y
nadie impedirá que nos apoderemos de todo Krynn.
—Malystryx —dijo Gellidus, contemplando con fijeza a Malys. El Blanco inclinó
la cabeza.
—La Reina de la Oscuridad —corearon los otros.
—Las estrellas presenciarán mi renacimiento —continuó ella—. Las estrellas
serán testigos de una nueva era. ¡La Era de los Dragones! ¡La muerte de los hombres!

* * *
En las estribaciones situadas más allá de la meseta, Gilthanas alargó la alabarda.

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—Creo que tú puedes empuñar esta arma mucho mejor que yo, Dhamon.
Rig frunció el entrecejo. El marinero abrió la boca para decir algo, pero se detuvo
cuando vio que Dhamon negaba con la cabeza.
—Preferiría no tener nada que ver con esa arma —respondió el caballero. Palmeó
la larga espada que pendía de su costado—. Me contentaré con ésta.
—Yo también prefiero una espada —añadió Gilthanas.
El marinero aceptó inmediatamente la alabarda. Un alfanje pendía ya de su
costado izquierdo, y al menos una docena de dagas resultaban visibles sobresaliendo
de las fundas de piel que entrecruzaban su pecho. Unas cuantas empuñaduras más
emergían por encima de las negras botas.
—Preferiría usar la Dragonlance de Sturm —dijo, mirando a Dhamon—.
Desgraciadamente, descansa junto al Yunque. --En voz baja, añadió:— Y pienso
recuperar esa lanza, si conseguimos sobrevivir a esta experiencia.
—Las hondas no sirven contra los dragones —manifestó Ampolla, al tiempo que
tomaba un par de las dagas de Rig—. Pero no creo que estas armas sirvan de mucho
tampoco.
Fiona, Groller, Veylona y Usha sostenían espadas y escudos. Todas las armas las
había facilitado Palin, que las había tomado prestadas del tesoro mágico de la Torre
de Wayreth. Existía magia residual en todas las hojas, aunque no tanta como la que
emanaba de la alabarda. No obstante, tal vez podrían atravesar el grueso pellejo de un
dragón.
El hechicero estaba cubierto de cicatrices de los pies a la cabeza, sin pelo, y con
un aspecto mucho más envejecido del que correspondía a sus algo más de cincuenta
años. Pero sus ojos brillaban decididos, y el anillo de Dalamar centelleaba en su dedo.
Había tenido la intención de enviar a Usha de vuelta a la torre, pues sabía que éste no
era lugar para alguien sin preparación para el combate e incapaz de lanzar conjuros.
Pero, tras mirar sus dorados ojos y contemplar la firme mandíbula —y tras explicar lo
sucedido en el Reposo de Ariakan—, supo que no podría alejarla de allí. Vivirían o
morirían juntos en este día. Ella se había enfrentado a Caos en el Abismo, y ¿cómo
podía no ser parte ahora de esta batalla que tendría un papel tan esencial en la
configuración de lo que iba ser el futuro de Krynn?
Palin sólo deseaba que Ulin se hubiera unido a ellos. No había tenido contacto
con su hijo desde el día en que éste abandonó la torre con el Dragón Dorado. Sin
embargo, sabía que un ejército de Dragones del Bien se encaminaba hacia allí y
cubriría pronto el cielo, Caballeros de Solamnia sobre Plateados sin duda alguna. Tal
vez Ulin estaría entre ellos.
Feril llevaba puesta la Corona de las Mareas, tras decir a Palin que no necesitaba
ninguna otra arma. La había usado para hundir varias naves de los Caballeros de
Takhisis que intentaban impedir que desembarcaran cerca de Port Balifor, y seguiría

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utilizándola para aumentar el poder de sus conjuros.
Jaspe sostenía el Puño de E'li. Nadie le había discutido al enano el derecho a
empuñarlo.
Silvara y Gilthanas habían facilitado información sobre los dragones reunidos, y
sobre los ejércitos acampados alrededor de la base de la meseta. Silvara les aseguró
que había muchos Dragones del Bien en camino, criaturas a las que ella conocía
personalmente que ofrecerían sus vidas para impedir que Takhisis regresara a Krynn.
—Esto es un suicidio —murmuró Gilthanas a Palin, llevándose al hechicero
aparte—. Sólo los ejércitos reunidos aquí son demasiados para que podamos
ocuparnos de ellos, y eso sin contar cinco señores supremos dragones y dos
lugartenientes... y con Takhisis de camino. Es un suicidio, amigo mío.
Palin asintió y señaló en dirección a los otros. Su mirada se cruzó con la de su
esposa.
—Ellos también lo saben —repuso—. Pero no intentarlo...
—... significa entregar voluntariamente Krynn a los dragones. Lo sé. Y eso
también sería un suicidio —continuó el elfo—. Silvara y yo aguardaremos hasta que
el sol se haya puesto y luego alzaremos el vuelo. Esperaremos a que alcancéis la
meseta.
—Y si no lo conseguimos...
Gilthanas acarició la empuñadura de su espada.
—Entonces Silvara y yo iniciaremos la batalla. —En voz mucho más baja,
añadió:— Y nos reuniremos con el espíritu de Goldmoon mucho antes de lo que
habíamos planeado. —Hechicero y elfo se estrecharon la mano. Minutos después,
Silvara y Gilthanas habían desaparecido.
El pequeño grupo inició el recorrido de un sendero que atravesaba las
estribaciones y conducía a la meseta situada en lo alto de la montaña. Ampolla
empezó a mostrarse nerviosa a medida que se acercaban al lugar.
—Los Caballeros de Takhisis —masculló—. Un mar de color negro. Me
provocan comezón en los dedos. Aún no veo goblins, ni hobgoblins, ni ogros o
draconianos como los que descubrieron Silvara y Gilthanas cuando exploraban. ¿Y
quién sabe qué otra cosa hay también ahí? ¿Cómo vamos a pasar junto a ellos?
¿Andando?
—Desde luego —replicó Palin. Su pulgar jugueteó con el anillo de Dalamar.
En cuestión de segundos, todos ellos adoptaron el aspecto de Caballeros de
Takhisis. Todos altos y humanos, incluso Furia; aunque este caballero en concreto no
podía evitar andar un poco raro y olfatear el aire, iba cubierto también con una
armadura negra. La única forma de conocer quién era quién estaba en el color de los
cabellos que sobresalían de debajo de los yelmos.
—Esto me pone la carne de gallina —dijo Rig a Fiona, mientras bajaba la mirada

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hacia el emblema de la calavera de su peto negro. Recorrió con los dedos el dibujo, y
ladeó la cabeza en dirección a Palin. No había notado el contacto con el metal, sino la
suave piel de su pecho y las dagas sujetas a éste.
—Es un camuflaje —dijo el hechicero a modo de explicación—. Uno muy
complicado, que será mejor que recemos para que esos ejércitos no puedan penetrar.
—¡Vaya! —chilló Ampolla, que estaba admirando su reluciente armadura y
guanteletes—. ¡Tengo un aspecto fantástico! —Pero inmediatamente frunció el
entrecejo. El hechizo desde luego le daba un aire imponente, pero su voz sonaba
igual.
—El disfraz es sólo para cubrir las apariencias —explicó Palin—. Ten cuidado de
no hablar. Eso nos delataría.
Ampolla asintió. El caballero de cabellos rojos gruñó por lo bajo y dejó de
escarbar el suelo.
Dhamon encabezó la marcha a través del primer campamento. Varias docenas de
caballeros estaban estacionados en el perímetro exterior, pero ninguno prestó
atención al enmascarado grupo, pues se hallaban ocupados en el banquete que se
preparaba. Varios cerdos de gran tamaño se estaban asando ensartados en espetones,
y bárbaros procedentes de algunos de los poblados cercanos de Khur se dedicaban a
repartir pan y queso.
No fue más que el primero de varios campamentos que atravesaron, cada uno
aproximadamente del mismo tamaño y todos caracterizados por la misma atmósfera
de fiesta. No obstante, no había ni cerveza ni aguamiel, observó Dhamon, nada que
pudiera embotar los sentidos de los caballeros.
Los ejércitos de goblins era otra cuestión. Los tambores retumbaban con un ritmo
desigual, y los guerreros goblins más jóvenes danzaban alrededor de mesas cargadas
de comida. Barriles de algo acre y fermentado resultaban bien visibles. Dhamon
escogió los senderos menos concurridos para atravesar estos campamentos y apresuró
el paso en dirección a la cima, seguido por los otros. No quería arriesgarse a que un
goblin borracho tropezara con Ampolla o Jaspe y viera a través del camuflaje creado
por Palin. Esquivó también los campamentos de ogros y draconianos que
descubrieron.
Los hobgoblins y los bárbaros parecían ser los más disciplinados del grupo, y no
había sustancias embriagantes en estos campamentos. Sin embargo, el aire estaba
inundado de gritos de guerra y discursos victoriosos, en los que sargentos y capitanes
fanfarrones se jactaban de cómo su suerte en esta vida mejoraría cuando la diosa
dragón regresara a Ansalon.
En la base de la meseta, un grupo de élite de los caballeros de la Reina de la
Oscuridad se encontraba acampado a la sombra de cuatro Dragones Rojos, un
pequeño Negro y un pequeño Verde.

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Dhamon reconoció a Jalan Telith-Moor, y rápidamente hizo girar a sus
acompañantes por el sendero más largo que rodeaba el campamento para esquivarlo.
La comandante tal vez estaba ciega, pero Dhamon lo dudaba. Sabía que la mujer
tenía acceso a un grupo de Caballeros de la Calavera que probablemente sabían cómo
curar su dolencia. Por el rabillo del ojo distinguió a varios hombres y mujeres con
túnicas negras: miembros de la Orden de la Espina. Tampoco quiso arriesgarse a que
unos hechiceros penetraran su disfraz.
—Por aquí —indicó, mientras dejaba atrás a un par de oficiales e iniciaba el
ascenso por un sendero sinuoso.
—Hay tantos —musitó Usha a Palin—. Muchos más tal vez que los que había en
el Abismo.
—Fue más fácil llegar aquí que al Abismo —respondió él.
—¡Deteneos! —Un comandante de los caballeros apareció ante Dhamon, en un
punto donde el sendero giraba alrededor de un saliente rocoso y ascendía una ladera
más empinada aun. Sólo Dhamon, Rig y Feril habían doblado la esquina. Los
restantes no podían ver al hombre que los había detenido. El hombre volvió a hablar:
— ¡Malystryx la Roja no permite que nadie se acerque! Regresad a vuestros puestos
inmediatamente.
—Las órdenes de Malystryx fueron que me dirigiera a la cima —replicó Dhamon
irguiendo los hombros—. Debía llevar a estos hombres hasta ella.
El comandante estrechó los ojos.
—Dudo que el dragón haya...
—¿Dudáis del dragón, señor? Tengo a Palin Majere conmigo, un prisionero al
que quiere. Tal vez piensa ofrecérselo a Takhisis. —Los ojos de Dhamon no
parpadearon.
—Deja que vea a este Palin Majere.
Palin no podía ver al hombre, pero escuchó la tensa conversación entre él y
Dhamon. Sintió cómo los dedos de Usha acariciaban nerviosamente los suyos.
—Todo irá bien —musitó—. Dhamon sabe lo que hace. —Dobló la esquina,
abriéndose paso entre Rig y Fiona, al tiempo que cancelaba el hechizo que lo
ocultaba.
El caballero contempló con atención al hechicero, y sus ojos examinaron las
quemaduras y cicatrices de su rostro, cabeza y manos.
—Herirlo fue inevitable —dijo Dhamon, señalando a Palin y golpeando
impaciente el suelo con el pie—. Si no permitís que escolte a Palin Majere y a estos
hombres hasta lo alto de la meseta, entonces deberéis explicarle a ella vuestras
razones. Espero que el Dragón Rojo sea comprensivo.
Los ojos del comandante se entrecerraron, pero sus labios temblaron de forma
casi imperceptible.

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—¡Id! —bramó, haciendo un gesto a Dhamon para que pasara—. Llevadle al
hechicero. Sin duda resultará un bocado apetitoso para la Reina de la Oscuridad.
Dhamon asintió y empezó a avanzar.
—¡Funcionó! —se escuchó chillar a una infantil vocecita femenina—. ¿Lo ves,
Jaspe? Ya te dije que esa lección sobre cómo mentir que le di a Dhamon hace
muchísimos meses acabaría siendo útil.
Dhamon se encontraba junto al comandante cuando escuchó el siseo del acero al
ser desenvainado. Se llevó la mano a su propia espada y giró velozmente, justo para
ver cómo el comandante era abatido. El hombre cayó al suelo en medio de un charco
de sangre.
Rig contempló la alabarda que empuñaba y silbó por lo bajo.
—¡Alguien podría encontrarlo! —advirtió Dhamon al marinero.
Palin cerró los ojos y pasó el pulgar por el metal del anillo de Dalamar. Fiona
apoyó al hombre contra la pared de la montaña; entre ella y Rig colocaron el cuerpo
de forma que no se doblara al frente.
—Si estuviera vivo, nosotros no seguiríamos respirando por mucho tiempo —
masculló Rig.
—Me parece que verán toda esta sangre, y que le han cortado en dos la armadura
—manifestó la kender—. Resulta bastante difícil no darse cuenta.
Rig arrugó la frente, pero su rostro no tardó en iluminarse.
—Gracias, Palin —dijo.
En cuestión de segundos, el hombre volvía a parecer vivo e intacto, los ojos
cerrados como si se hubiera dormido en su puesto, y Palin recuperó el aspecto de un
Caballero de Takhisis.
—Esperemos que nadie pase por aquí y resbale en la sangre —murmuró el
hechicero. Echó un vistazo a Dhamon, que había reanudado la ascensión—. Será
mejor que nos demos prisa.
Se encontraban muy cerca de la cima cuando el último haz de luz solar se hundió
tras la línea del horizonte. El territorio quedó bañado en un brillante y precoz
crepúsculo. El viento aumentó de intensidad con rapidez y sin previo aviso, y
comenzó a soplar con fuerza. Palin hizo una mueca.
Empezaron a acumularse nubes, que sumieron la zona en una oscuridad
sobrenatural. Las piernas de Dhamon cubrieron veloces los últimos metros del
estrecho sendero, mientras el trueno sacudía la montaña.
—¡Deprisa! —chilló a los otros, blandiendo su espada.
El cielo se llenó de relámpagos que revelaron las figuras de dragones, Azules,
Rojos y Verdes, que describían círculos en el aire por encima de la Ventana a las
Estrellas. Los reptiles se destacaban con nitidez entre las nubes de tormenta. En lo
alto del cielo, relucían también destellos metálicos: los dragones Plateados y Dorados

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se aproximaban. Palin sabía que muchos de ellos irían montados por Caballeros de
Solamnia.
Una voz resonó por encima del fragor del trueno y el viento, sibilante, inhumana
y autoritaria.
—¡Preparaos! —gritó la voz—. ¡Empieza la ceremonia que dará paso a una nueva
era!

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20
Renacimiento

Las rodillas de Veylona temblaban y le castañeteaban los dientes, y la elfa marina se


llevó ambas manos a la boca para impedir que escapara el menor sonido de ella. La
dimernesti escudriñaba desde detrás de una roca el borde de la meseta, contemplando
a los siete enormes dragones, cinco de ellos señores supremos. Sudaba más de lo que
lo había hecho después de recorrer penosamente durante días el desierto de los
Eriales del Septentrión. Le aterraban los dragones.
Jaspe estaba arrodillado junto a ella con la mano sobre su hombro, aunque ello no
daba el menor consuelo a la elfa. Groller y Furia se encontraban justo a su espalda, y
una temblorosa mirada por encima del hombro indicó a Ampolla que el enorme
semiogro estaba tan asustado como ella.
—Miedo al dragón —musitó Palin a Veylona—. Es un aura que los dragones
exudan.
—¿Puedes hacer algo? —inquirió Usha. Sus dorados ojos estaban abiertos de par
en par. Había estado entre dragones con anterioridad, cuando docenas de ellos
combatían a Caos en el Abismo, pero jamás había visto dragones tan enormes.
—Yo sí —ofreció Jaspe. Los dedos de su mano derecha estaban fuertemente
cerrados alrededor del Puño—. Esto puede influir sobre los otros, puede reforzar su
valor —murmuró al tiempo que se concentraba—. Si no aumenta nuestro valor
deprisa, creo que unos cuantos de nosotros echaremos a correr montaña abajo dentro
de nada.
El enano cerró los ojos.
—Goldmoon, tengo fe —dijo en tono quedo—. ¿Tengo la fuerza para...? —Su
mente se fundió con la energía que recorría el mango del cetro—. Demos gracias a
los dioses ausentes.
Del otro lado de la mesetas el viento empezó a soplar. Ardiente como un horno,
estaba impregnado de un aroma a azufre. Los relámpagos centelleaban sin cesar,
iluminando a los dragones que describían círculos en el cielo.
Jaspe abrió los ojos y estudió a Dhamon, Rig y Fiona cuando éstos se acercaron.
Las expresiones de sus rostros le indicaron que ya no tenían miedo. Veylona se movió
en silencio a su espalda.
—Muy seco —dijo, con voz débil—. Piel duele. Mis ojos arden. Muy lejos del
hogar marino. —La dimernesti levantó la vista al cielo y parpadeó con cada
relámpago. La pálida nariz azul se estremeció, y sus labios se crisparon en una
mueca. Se preparaba una tormenta, pero sabía que no habría lluvia purificadora, sólo

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este calor seco e incómodo—. Pensé que había una posibilidad —continuó—.
Cuando Piélago murió, pensé que más dragones podían morir. —Tenía las pupilas
dilatadas, y cerró la mano con fuerza sobre el pomo de la espada que Palin le había
dado; los nudillos estaban tan pálidos que parecían de una blancura cadavérica.
—Siempre existe una posibilidad —dijo Usha—. Hay...
De improviso el viento gimoteó con fuerza, y los truenos sacudieron el suelo.
Palin y sus compañeros se tambalearon, y tuvieron que luchar para no verse arrojados
por la ladera de la montaña.
Malystryx se movía despacio y majestuosamente. Los ojos de todos los dragones
estaban fijos en ella, las testas de todos ellos inclinadas en señal de respeto.
—¿Qué sucede? —susurró Jaspe mientras intentaba echar una ojeada por entre las
rocas que tenía delante.
—Algo —respondió Ampolla—. Creo que la Roja va a invocar a Takhisis.
Palin frunció los labios y contempló a los dragones, intentando localizar al más
débil. Quería lanzar un ataque pero comprendió que quizá tendrían que luchar con
todos los dragones a la vez si se mostraban ahora. «Gilthanas tiene razón —se dijo
interiormente—, esto es un suicidio. Ni siquiera tenemos la fuerza para derrotar a uno
de ellos.» En voz alta susurró:
—No sé lo que está haciendo Malys. Pero creo que se acerca el momento de
actuar. Deberíamos...
Khellendros lanzó un rayo que cayó sobre la lisa superficie de la meseta y lanzó
por los aires pedazos de roca que acribillaron inofensivos los gruesos pellejos de los
señores supremos. Cuando el olor a azufre y el polvo se disiparon, los apostados
descubrieron que el rayo había sido dirigido a las proximidades de un altar de roca
que se alzaba solitario en medio de aquel enorme lugar.
—Los tesoros mágicos —indicó Malys; la voz inhumana, más potente que el
tamborileo de los truenos, se escuchó con claridad por encima del aullido del viento
—. Colocadlos aquí.
Uno a uno, los dragones obedecieron. Sus enormes zarpas recogieron con
suavidad las antiguas reliquias y las depositaron con cuidado sobre el altar y
alrededor de su base, sin percatarse de la presencia de los que los observaban.
—¿Cuándo? —La voz de Ampolla sonaba frágil—. ¿Cuándo vamos...?, ya
sabes... —Rozó con los dedos las empuñaduras de los cuchillos—. ¿Cuándo...?
—¡Todo! —chilló Malys. Su voz estremeció la montaña, y las formaciones de
rocas temblaron. Echando hacia atrás la testa, abrió la boca y proyectó un chorro de
fuego hacia el firmamento. Entonces sus ojos se abrieron de par en par, al divisar a
los Dragones Plateados y Dorados que descendían, tan altos en el cielo que parecían
estrellas que cayeran sobre la tierra. Los Dragones Negros, Verdes y Azules que
habían estado describiendo círculos en el aire fueron a su encuentro—. ¡Todo!

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¡Ahora!
A excepción de Khellendros, los señores supremos actuaron con rapidez. La zarpa
del Azul se desplazó despacio hasta su montón de tesoros y empujó las llaves de
cristal, el Medallón de la Fe.
¿Un único medallón?
—¡Fisura! —el Azul escupió la palabra en un tono tan apagado que Malys no la
oyó. Miró a su espalda y vio una pequeña sombra gris. Había mantenido en secreto la
presencia del huldre, al que había llevado consigo con la intención de usarlo para
abrir el Portal cuando llegara el momento propicio—. ¡El otro medallón, duende!
El hombrecillo gris se encogió de hombros.
—Devuélvelo —siseó el dragón.
—No lo tengo. —El huldre sostuvo la severa mirada de Khellendros, y su terso
rostro se mantuvo impasible.
Khellendros lanzó un rugido, paseando la mirada por el redondel. Aproximó más
las llaves al altar, y también el solitario medallón, manteniendo la lanza en el extremo
del círculo de tesoros, cerca de su garra herida. Sus ojos no perdieron de vista a
Malys ni un momento.
—¡Este mundo ha estado demasiado tiempo sin una diosa dragón! —exclamó
Malystryx. La enorme Roja se alzó sobre los cuartos traseros y extendió el cuello
hacia los cielos—. Llevamos demasiado tiempo sin que exista un poder incontestable,
sin una voz poderosa que marque el rumbo de Ansalon. Ahora una se ha alzado. ¡Soy
yo, y yo lo soy todo!
—¡Malystryx! —tronó Gellidus. El aire rieló blanco a su alrededor, cuando
cristales de hielo brotaron de entre sus afilados dientes y se fundieron al instante en la
ardiente atmósfera.
—¡La nueva Reina de la Oscuridad! —chillaron Beryl y Onysablet prácticamente
al unísono. De las mandíbulas de la Negra surgieron hilillos de ácido que
chisporroteaban y estallaban y fundían monedas y joyas del altar.
—¡La Reina de la Oscuridad! —se inició un cántico por parte del resto de los
dragones, que fue recogido casi como un susurro por los dragones que aguardaban al
pie de la meseta. Apagadas, casi imperceptibles, las voces humanas se unieron a
ellos.
Columnas de vapor ascendieron en espiral desde los cavernosos ollares de la
Roja, y las llamas le lamieron los dientes. Los zarcillos de fuego parecieron adquirir
vida propia. Parecían dragones Rojos en miniatura que brotaran de sus inmensas y
horribles fauces.
Palin Majere palideció. En alguna parte, entre las danzarinas llamas, sus doloridos
ojos creyeron distinguir de nuevo por un instante el rostro plateado del Hechicero
Oscuro, que lo había traicionado.

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—¿Qué sucede? —preguntó Ampolla, su vocecilla ahogada casi en el tumulto del
cielo y la montaña.
—Es un conjuro —respondió Palin. Su voz temblaba—. No está invocando a
Takhisis. ¡Cree que ella es Takhisis!
—Pero yo siempre pensé que Takhisis era hermosa —comentó la kender—. Me
da la impresión de que a Malys le falta un tornillo. Me da la impresión de que...
Palin la acalló con un gesto.
—¡Ahora! —instó a sus amigos—. ¡Debemos actuar ahora! ¡No podemos esperar
a Gilthanas y a Silvara! ¡Los Dragones Plateados y Dorados están demasiado lejos y
tienen que enfrentarse a los Dragones del Mal de ahí arriba! —El hechicero se puso
en pie y señaló a Gellidus, extrajo poder del anillo de Dalamar e invocó a su propio
fuego. Refulgentes llamaradas rojas surgieron de las manos de Palin en dirección al
señor supremo Blanco.
Abandonado el hechizo que los mantenía camuflados, sus disfraces de Caballeros
de Takhisis se desvanecieron como agua, y aparecieron bajo su auténtica apariencia.
—¡Ahora! —gritó Palin.
El cántico de Gellidus estalló en un alarido cuando algunas escamas heladas se
deshicieron bajo la ráfaga de fuego de Palin, incrementada artificialmente.
Rig y Fiona se precipitaron al frente, manteniéndose bajo la ardiente llamarada
del hechicero para cargar contra Escarcha. La joven Dama de Solamnia había
insistido en atacar a este dragón en concreto, que tenía sometido a Ergoth del Sur
bajo su gélido dominio y aterrorizaba a las gentes que su orden de caballería había
jurado proteger. Y Rig se había ofrecido a ayudarla.
Ampolla y Jaspe se dirigieron hacia Onysablet, la gran Negra, con Veylona
pegada a ellos.
Groller cargó contra Beryl. «Por mi esposa —se dijo—, y también por mi hija.
Por la gente de mi pueblo». Beryl no había sido la responsable; había sido un dragón
más pequeño, lo sabía. Pero de todas formas ella también era Verde, y el semiogro
contaba con la ayuda de Furia, que corría a su lado.
Usha hizo intención de avanzar, pero Palin dejó caer la mano derecha sobre su
hombro.
—No intentes protegerme —le dijo ella. Su larga espada centelleaba.
—No lo haré —contestó con voz débil—. Te necesito a ti para protegerme a mí.
Ella comprendió al instante. Él era la mayor amenaza para los dragones y se
convertiría en su principal objetivo.
—Con mi vida —le respondió; alzó el escudo y la espada, y aguardó.
Dhamon se precipitaba hacia el centro de la meseta, directamente hacia la enorme
señora suprema Roja. Feril no sabía por cuál decidirse. Contemplaba a Gellidus, el
dragón que había destrozado su tierra natal. Quería luchar contra él con cada una de

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las fibras de su ser; pero su corazón se oponía... Dhamon se acercaba a Malys, solo.
Un instante después Feril se encontraba tras Dhamon, concentrándose en la Corona
de las Mareas e invocando a toda la poca humedad que pudiera permanecer en el aire.
—¡Malystryx! —tronó Dhamon—. ¡Me convertiste en un asesino! ¡Me obligaste
a matar a Goldmoon! ¡Me robaste la vida, maldita seas!
La inmensa señora suprema Roja bajó los ojos y descubrió la presencia del
detestado humano, el humano inferior que la había desafiado, se había liberado de su
control y se había quedado con la alabarda. Unos instantes antes habría interrumpido
cualquier cosa para matarlo; pero momentos antes ella era simplemente un dragón.
Ahora era una diosa, un ser por encima de la insignificancia de tal venganza.
Malys continuó con su conjuro; sólo vagamente registró el sonido de pies
humanos que trepaban por el montón de tesoros, y sintió de un modo tenue el
cosquilleo de una espada que golpeaba las gruesas placas de su vientre. Dhamon
Fierolobo no podía hacerle daño. Tal vez lo eliminaría cuando hubiera terminado,
como advertencia a los hombres que osaran desafiar a la raza de los dragones.
La kalanesti contempló cómo Dhamon atacaba a Malys una y otra vez; la espada
repicaba inútilmente contra las relucientes escamas rojas, como si cada uno de sus
golpes fuera interceptado por un grueso escudo de metal. Las lágrimas resbalaban por
las mejillas de la elfa mientras lo observaba, comprendiendo ahora hasta qué punto
había sido responsable el dragón de sus atroces acciones.
—¿Cómo pude culparte de la muerte de Goldmoon? —murmuró.
La Corona de las Mareas lanzó un zumbido, recogió sus lágrimas y empezó a
multiplicarlas en forma de río.
Por encima de sus cabezas, los Dragones Negros, Verdes y Azules acortaron la
distancia que los separaba de un enjambre de relucientes Plateados que transportaban
Caballeros de Solamnia. Encabezaban la formación Dragones Dorados que eran
también los más numerosos; pero entre ellos también había Dragones de Cobre,
Latón y Bronce.
Gilthanas, que montaba a Silvara empuñando una larga espada, localizó un
relámpago que zigzagueaba en dirección a las montañas; su mente lo atrapó y lo hizo
girar en el aire para lanzarlo contra el Dragón Negro que lideraba al enemigo. El
Negro aulló y batió alas con desesperación para mantenerse en el aire, mientras una
lluvia de escamas y sangre caía sobre la meseta.
La docena de Plateados que seguían a Silvara se lanzaron como un rayo a la
batalla. Ella había convocado a más, pero éstos eran los primeros que habían llegado
hasta el Portal de la Ventana a las Estrellas, tal vez los únicos que podrían hacerlo a
tiempo. Silvara sabía que no serían suficientes, pero era seguro que se sacrificarían
con tal de impedir que estos dragones repugnantes se unieran a los señores supremos
del suelo e interfirieran en el intento de Palin de detener a Takhisis. Ella y Gilthanas

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también se sacrificarían de buen grado, si era necesario. Justo detrás de ella volaban
Terror y Esplendor, dragones de Bronce y Latón que no deseaban vivir otra vez bajo
la Reina de la Oscuridad. También ellos darían sus vidas por esta causa justa.

* * *
—¿Un hombre? —Sobre la meseta, Beryl, la señora suprema Verde, interrumpió
su cántico y descubrió al semiogro que arremetía contra ella. Aspiró con fuerza y bajó
la cabeza; abrió luego las fauces y lanzó una nube de gas cáustico que se dirigió hacia
el hombre y el lobo de pelaje rojo. Ambos se aplastaron contra el suelo cuando la
nube pasó sobre sus cabezas.
Groller gimió. El líquido le quemaba ojos y pulmones, provocaba un fuerte
escozor en su piel y confundía sus sentidos. Furia lo golpeó en el costado. El pelaje
del animal estaba cubierto con aquel líquido, pero ello no parecía afectarlo. Impelido
por el lobo, Groller siguió avanzando hacia el dragón.
Beryl los olió en cuanto estuvieron más cerca. Notó cómo la espada del hombre la
golpeaba y sintió los mordiscos del lobo en sus garras. No podían hacerle daño; no
eran dignos de su atención.
Así pues, la Verde se dedicó a observar a Malys, y vio que la Roja relucía. ¡Algo
estaba pasando! ¡La ceremonia funcionaba! El cántico de Beryl surgió más sonoro y
veloz.
—¡Malystryx, mi reina! —aulló Gellidus el Blanco.
Las llamas de Palin habían fundido algunas escamas del cuerpo del dragón. Y
ahora una mujer de cabellos llameantes y un hombre de piel oscura, Fiona y Rig,
atacaban al Dragón Blanco. La espada de la mujer consiguió herirlo, al dirigir sus
ataques a las zonas donde las llamas habían derretido las escamas. Entretanto, el
marinero se ocupaba del costado del blanco reptil, la alabarda ligera entre sus manos.
Balanceó el arma y contempló sorprendido cómo se abría paso a través de las
escamas de la criatura y dejaba una roja herida.
—¡Malystryx! —volvió a llamar el dragón. El hombre le hacía daño. ¡Un humano
le provocaba dolor! El Blanco volvió la cabeza, y los ojos azul hielo se clavaron en
Rig.
Escarcha aspiró con fuerza, introduciendo el odioso aire caliente en sus pulmones,
para expulsarlo acto seguido y proyectar una violenta ráfaga helada, una tormenta
invernal.
Fiona estaba familiarizada con las tácticas de su adversario, de modo que
arremetió contra el marinero y lo derribó fuera del alcance de la principal andanada
de afiladas agujas de hielo.
Rig apretó los dientes y notó cómo las piernas tiritaban bajo el intenso frío. Cayó
al suelo, húmedo ahora por los trozos de hielo fundido. Brazos y pecho sangraban a

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causa de las innumerables heridas producidas por los cristales de hielo afilados como
cuchillas, y comprendió que éstos lo habrían matado si Fiona no lo hubiera tirado al
suelo.
Sus manos permanecieron firmemente cerradas alrededor del mango de la
alabarda, y sin saber cómo encontró las fuerzas para incorporarse y volver a blandir el
arma.
—¡Rig! —llamó Fiona. Se incorporó con dificultad, y observó que su compañero
estaba malherido. También ella tiritaba—. ¡Acércate más, donde su aliento no pueda
alcanzarte! ¡Deprisa!
El marinero obedeció, apretándose contra la parte inferior del vientre de Gellidus.
Asestó un golpe con la alabarda a las gruesas placas que protegían a la criatura.
Fiona acuchilló la herida abierta del dragón, moviendo el brazo con rapidez
cuando escuchó cómo el monstruo volvía a tomar aire. Se aplastó contra el costado
del Blanco y sintió una intensa oleada de frío en la espalda. Apenas si se encontraba
fuera del alcance de los helados proyectiles.
Malys observó que Gellidus volvía a lanzar hielo por la boca, y sus ojos se
clavaron en la alabarda que el hombre empuñaba contra el señor supremo Blanco. Era
el arma que ella había codiciado y había deseado para alimentar su ceremonia. El
hombre estaba herido de gravedad, pero era tozudo y se aferraba a la vida y al arma,
mientras seguía atacando.
Malystryx sintió cómo el poder fluía desde los tesoros apilados hasta ella... para
penetrar en sus zarpas, subir por sus patas y ascender hasta su corazón, que ardía
como un horno. ¡La ceremonia funcionaba! El mundo ante ella permaneció
completamente inmóvil durante un único, delicioso, insoportable instante, y en ese
momento supo que era una diosa.
Mataría a Dhamon Fierolobo y luego al hombre que manejaba la alabarda. Se
apoderaría de la alabarda y la ocultaría a todos los hombres. Ella era Takhisis, la
Absoluta. Echó la testa hacia atrás y proyectó una llamarada al cielo. El fuego volvió
a caer sobre ella, y disfrutó con aquella sensación.
Dhamon sintió que el fuego caía sobre sus hombros y lo laceraba. No era tan
doloroso como había sido el contacto con la alabarda después de matar a Goldmoon,
se dijo, no era tan doloroso como encontrarse bajo el dominio de la señora suprema
Roja.
—¡Malys! —rugió.
Feril levantó la vista hacia la enorme barbilla del Dragón Rojo, sintió que el aire
se enfriaba a su alrededor merced a la acumulación de agua, y notó cómo la corona
vibraba sobre su cabeza. Se concentró en el antiguo objeto y en el dragón, y sintió
cómo la energía se agolpaba. Un chorro de agua brotó de la corona, un surtidor
espeso y erguido como una lanza. El agua alcanzó a Malys, a la que hizo perder el

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equilibrio, apartándola del montón de objetos mágicos. Una nube de vapor
blanquecino se elevó por los aires envolviendo al dragón.
—¿Cómo te atreves? —fue el rugido que salió del interior de la nube.
Dhamon se alejó a toda velocidad de la Roja y saltó por encima de los tesoros en
dirección a Feril. Se arrojó sobre ella y la derribó contra el suelo justo cuando una
bola de fuego salía disparada de entre el vapor. Las llamas chisporrotearon por
encima de sus cuerpos y, por una circunstancia fortuita, fueron a dar contra el pecho
de Gellidus.
—¡Mi reina! —tronó éste.
Fiona cayó contra el costado del Dragón Blanco, y tan sólo recibió el calor
indirecto de la mal dirigida bola de fuego de Malys. Pero fue suficiente para cubrirla
de ampollas y enviar una oleada de dolor por todo su cuerpo. A pesar de su
adiestramiento, la joven Dama de Solamnia chilló. La aspada le quemó la mano, la
hoja chocó contra el suelo, y Fiona se dobló sobre sí misma.
También Rig consiguió esquivar, aunque por muy poco, la abrasadora andanada,
protegido por el vientre de Gellidus. Vio caer a Fiona y sintió que las lágrimas
afloraban a sus ojos.
—Shaon —musitó, temiendo que su compañera sucumbiera a un dragón como le
había sucedido a Shaon. Sin embargo, no se precipitó hacia ella. En lugar de ello,
volvió a levantar la alabarda y asestó una cuchillada al Blanco que atravesó la carne
del reptil y alcanzó el hueso que había debajo.
Gellidus aulló y, batiendo las alas, se alzó por los aires, lejos de la nube de
Dragones Negros, Verdes, Azules y Plateados que había sobre sus cabezas. No quería
saber nada más de luchas. Sabía que la nueva diosa dragón de Krynn podía
condenarlo, pero Gellidus, que odiaba el dolor y el calor, volvió la enorme testa hacia
el oeste y con un penoso batir de alas inició el regreso al bendito frío de Ergoth del
Sur.
—¡Palin! —chilló Usha—. Uno de ellos se va: el Blanco. ¡Creo que Rig lo hizo
huir! —Contempló cómo el marinero corría al lado de Fiona, y lanzó un suspiro de
alivio cuando Rig puso en pie a la solámnica y ambos se encaminaron hacia
Onysablet—. Palin, tal vez podamos triunfar realmente.
—No podemos vencerlos —respondió él, sacudiendo la cabeza—. No podemos
matarlos, a ninguno de ellos. Carecemos de ese poder. Pero podemos desbaratar lo
que Malys ha planeado. Eso sería una victoria en cierto modo.
—No hables de ese modo, Palin. Tal vez podamos...
Las palabras murieron en su garganta. Rodeando el montón de objetos mágicos
acababan de aparecer los lugartenientes Azul y Rojo, Ciclón y Hollintress.
Khellendros había enviado a su lugarteniente de confianza a ocuparse de Palin
Majere, el odiado hechicero que creía haber matado meses atrás en la isla de

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Schallsea.
—Acaba con él —siseó Tormenta—. Acaba con Palin Majere por Kitiara.
—Palin...
—Los veo, Usha. —El hechicero alzó el anillo de Dalamar.
Khellendros dedicó una última mirada a su enemigo y avanzó en dirección al
tesoro y al altar. Al señor supremo Azul le interesaba muy poco lo que aquellos
intrusos intentaban. Ahora pensaba sólo en Kitiara, la reina de su corazón.
—¡Rig! —Ampolla había desenfundado sus dagas y acuchillaba con ellas la zarpa
posterior de Onysablet.
El marinero hizo una mueca. La kender hacía todo lo que podía, pero los
cuchillos no le hacían ningún daño al Dragón Negro. Junto a la kender, Veylona no
tenía mejor suerte. Estaba claro que el arma de la elfa marina estaba hechizada,
porque desportillaba las negras escamas y había conseguido hacer que brotara sangre;
pero era dudoso que aquello afectara demasiado a la criatura.
Fiona y Rig corrieron a unirse a la kender y a la elfa marina. El marinero echó un
vistazo a la parte delantera del dragón, donde Jaspe apenas conseguía resistir.
El enano había golpeado la garra delantera del Dragón Negro con el Puño de E'li.
Una energía gélida hormigueó desde el brillante mango de madera, introduciéndose
en el pecho del enano, y luego se precipitó desde el cetro al interior de Onysablet.
La Negra rugió con tal violencia que el suelo se estremeció bajo los pies de Jaspe.
Sus fauces gotearon ácido, que salpicó el suelo y al enano. El líquido atravesó las
ropas y le quemó la piel, al tiempo que disolvía zonas de su corta barba y le arrancaba
una exclamación ahogada.
—¡Muere! —Jaspe volvió a blandir el cetro; luego aulló al sentir una lluvia de
ácido sobre su cuerpo. Esta vez recibió toda la fuerza de su horroroso ataque cáustico.
»Debería estar muerto —tosió—. Debería..., ¿por qué? —El Puño, sospechó el
enano. De algún modo, al haber sido creado por dioses, lo mantenía con vida. El
Puño y... ¿Goldmoon? Percibió su presencia cerca de él, igual que la había percibido
cuando estuvo a punto de morir en la cueva. Ella lo había ayudado a recuperar la fe.
¿Lo ayudaba su espíritu ahora?
Jaspe escuchó cómo su piel chisporroteaba, la vio borbotear, y sintió un dolor
insoportable.
—¡Jaspe! —Rig se acercaba—. Jaspe, sal de ahí. Sal...
Un lamento desvió la atención de Rig. Al mismo tiempo que Onysablet lanzaba
su aliento sobre el enano, había asestado una patada hacia atrás con la pata posterior.
Ampolla y Veylona saltaron por los aires en una voltereta, en dirección al borde de la
meseta. Fiona intentó agarrarlas, aunque también ella corría peligro de caer por el
precipicio.
El marinero se lanzó tras ella con el brazo extendido; tanteó la túnica de la elfa

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marina y tiró de ella al mismo tiempo que la mano de Fiona se cerraba sobre la
muñeca de Ampolla. La solámnica luchó por no caer montaña abajo y tiró
rápidamente de la kender hacia arriba.
Rig arrastró a Veylona y frunció el entrecejo al darse cuenta de que la joven
estaba inconsciente. Un hilillo de sangre azul oscuro afloraba de sus labios, y más
sangre manchaba la parte delantera de la túnica allí donde la zarpa posterior del
dragón se había hundido en la carne. La mancha iba creciendo. La depositó sobre el
suelo y se volvió hacia el Dragón Negro. Ocuparse de la elfa tendría que esperar... si
había tiempo. Si sobrevivían.
—¡Monstruo! —chilló Jaspe a Onysablet.
Los ojos del enano eran estrechas rendijas; los párpados le dolían tanto por culpa
del ácido que no podía abrirlos más. La Negra bajó la cabeza, pero sin dejar de
observar a Malystryx y a Khellendros. A este último no lo molestaban los
hombrecillos y avanzaba despacio, acercándose al tesoro mágico.
La enorme hembra Negra hizo una mueca, y más ácido goteó desde sus labios
azabachados. Por el rabillo del ojo vio cómo el hombre de la alabarda se aproximaba,
y percibió la magia del arma que empuñaba, sabiendo que había herido a Gellidus.
Onysablet lanzó un trallazo con un ala, que cogió desprevenido al hombre de piel
oscura y lo lanzó lejos de ella y casi en la trayectoria de un rayo disparado por el
Dragón Azul ciego.
Rig se sintió volar y por un instante temió verse arrojado contra Palin y Usha. Un
rayo atravesó el aire cerca de él y puso fin a sus meditaciones al asestarle una
ardiente sacudida por todo el cuerpo. Observó cómo una serie de relámpagos en
miniatura danzaban sobre la hoja de la alabarda, pero se negó a soltar el arma, y una
sensación de mareo lo embargó.
«¡No puedo desmayarme! —pensó—. ¡He de permanecer consciente!» Cayó
pesadamente al suelo, sintiendo que le faltaba el aire, y las tinieblas se apoderaron de
él.
—¡Monstruo! —repitió Jaspe. A poco de cargar contra Onysablet, el enano se
había dado cuenta de que ésta era mucho más formidable que Piélago, el dragón
marino que había ayudado a matar—. ¡Dragón hediondo! —De algún modo un poco
del ácido se había colado en su boca. Tragó saliva, y le pareció como si tuviera la
garganta en llamas.
La Negra deslizó una zarpa hacia arriba y luego la bajó, en un intento de
acuchillar al diminuto enano, de partirlo en dos para así poder dedicar toda su
atención a la ceremonia de la señora suprema Roja. Pero el enano se hizo
rápidamente a un lado, y sólo consiguió alcanzarlo en un costado.
Jaspe aulló y notó cómo su brazo quedaba inerte. El dolor se fue tornando
insoportable, a medida que el ácido le corroía la carne.

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—Tengo fe —dijo apretando los dientes—. ¡Tengo fe!
Buscó a su alrededor la presencia del espíritu de Goldmoon. Estaba allí, más
fuerte que antes, tranquilizador y reconfortante.
—¡Fe! —El enano se acercó más, intentando encontrar las fuerzas necesarias para
permanecer en pie y alzar el cetro con el brazo derecho, que todavía funcionaba—.
¡Muere, dragón! —escupió—. ¡Muere! —Pero el brazo le ardía por culpa del ácido.
—Tu fe es fuerte —murmuró Goldmoon—. Confía en tu fe, amigo mío.
El aire relució junto al enano, y de improviso allí estaba la imagen espectral de la
sacerdotisa. El Medallón de la Fe brillaba alrededor de su cuello, y su fulgor fue en
aumento a la vez que su figura adquiría cuerpo.
—Goldmoon —Jaspe apenas consiguió articular la palabra.
Ella asintió y lo rozó al pasar junto a él, la carne cálida y sólida. No era un
fantasma. Ya no. Iba vestida con polainas de cuero y una túnica y llevaba los cabellos
salpicados de cuentas y plumas. Estaba tal y como su tío Flint la había descrito: joven
y llena de fuego, con el mismo aspecto que tenía durante la Guerra de la Lanza.
—Estoy aquí, Jaspe —dijo con suavidad y un dejo de tristeza en la voz—. Estoy
realmente viva. No era mi hora de morir. Riverwind me convenció para que
regresara.
«¿Cómo? —quiso preguntarle—. ¿Cómo es posible que estés aquí? ¿Los dioses?
¿Tuvieron ellos algo que ver en esto? ¿Acaso no se han ido por completo? Vi cómo
Dhamon Fierolobo te mataba. Intenté salvarte, pero no tuve la fe necesaria para
sustentarte y mantenerte con vida. Te fallé. Perdóname.»
Ella sonrió, como si hubiera escuchado sus pensamientos.
—No hay nada que perdonar, amigo mío —dijo—. Confía en tu fe, Jaspe. Usa tu
fe.
Confió en su fe. Vio su chispa interior y de algún modo encontró fuerzas para
levantar el cetro. Lo alzó por encima de su cabeza y detrás de él al tiempo que
Goldmoon corría al frente con una gruesa barra.
—¡Goldmoon está viva! —chilló Jaspe mientras descargaba el cetro contra la pata
del Dragón Negro—. ¡Goldmoon está viva! —Prácticamente rebosaba alegría en
tanto que el dragón rugía. Negras escamas cayeron sobre el enano y sangre negra le
bañó la cabeza, pero él apartó a un lado el dolor y pensó sólo en la felicidad que
sentía. ¡Goldmoon estaba viva!
Volvió a echar el Puño de E'li hacia atrás, pensando ahora únicamente en la
muerte del reptil, y lo abatió con más fuerza.
—¡Mi fe me protegerá!
La bestia volvió a rugir, atacando con la otra zarpa. En esta ocasión su blanco no
era el enano, sino la mujer de cabellos dorados y plateados que también lo había
golpeado. La bondad de la mujer enfermaba a Onysablet; era una pureza que

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amenazaba la perfecta hediondez y corrupción de la hembra Negra.
La garra apenas si rozó a Goldmoon; sólo una uña consiguió desgarrar un trozo
de túnica. Onysablet aulló de nuevo, creyendo segura la victoria. El Dragón Negro
dedicó toda su atención a la sacerdotisa. El enano iría después. Un zarpazo más, y la
mujer llena de bondad habría desaparecido.
A su espalda, la ceremonia en el centro de la meseta proseguía. Sable percibía la
energía que latía en los objetos mágicos, percibía la electricidad del aire. Su negro
corazón tamborileaba al compás de los truenos que Khellendros invocaba sobre sus
cabezas. No tardaría ni un segundo en matar a esta mujer, y luego la seguiría el
enano. Hecho esto, contemplaría cómo Malystryx renacía como diosa dragón.
Khellendros se aproximó más a los tesoros, y su garra se cerró alrededor de la
ardiente lanza que en una ocasión había empuñado Huma.
Malystryx acababa de recibir un segundo chorro de agua de la corona que llevaba
la kalanesti, que la había empujado un poco más lejos de los objetos mágicos. El
Dragón Rojo no había resultado herido; simplemente le habían hecho perder un poco
el equilibrio. La Roja arrojó otra bocanada de fuego contra Feril. Esta vez la elfa la
esquivó por sí misma y continuó combatiendo junto a Dhamon Fierolobo, el humano
que había sido el peón más prometedor de Malystryx. El único que había osado
desafiarla.
La hembra Roja emitió un rugido, y las llamas envolvieron su cabeza.
—Dhamon Fierolobo —siseó con su profunda voz inhumana, mientras se
inclinaba hacia él—, pensaba matarte en cuanto me convirtiera en diosa, para
castigarte por tu estúpida insolencia. Pero lo haré ahora, y así te arrebataré la gloria
de verme ascender a los cielos. Te destruiré a ti y a la maldita elfa.
Malys se adelantó y extendió la cabeza al frente, los malévolos ojos entrecerrados
y convertidos en refulgentes rendijas.
Detrás de ella, las zarpas de Khellendros rozaron el montón de tesoros. Se
encontraba ahora en el lugar en el que había estado Malystryx. El señor supremo
Azul miró al cielo, donde diminutas figuras —negras, verdes, azules, plateadas,
doradas y otras más— descendían y ascendían a gran velocidad. Sus agudos ojos
separaron las figuras, vieron las explosiones de mercurio que apedreaban a los
Verdes, y contemplaron cómo nubes de ácido caían sobre el Dragón Dorado que iba a
la cabeza. El Dorado tenía un jinete, como sucedía con muchos de los Plateados. Y
aquel elemento humano convertía a ambas clases de dragones en más curiosos, más
amenazadores.
Tres de los Negros atacaban a la Plateada que llevaba al elfo sobre el lomo.
Khellendros observó mientras los tres dragones proyectaban chorros de ácido, pero el
Dragón Plateado se escabulló en el último instante, salvándose a sí misma y a su
jinete.

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Tal y como Khellendros deseaba haber podido salvar la vida a Kitiara tantos años
atrás.
—¡Ah, Kitiara! —musitó—. Mi reina. El cuerpo de Malystryx no es lo bastante
bueno para ti. Está contaminado. Escogeré otro.
Fisura se apretaba contra la pata de Tormenta, oculto en su sombra, aumentando
la esencia mágica, y pensando en El Gríseo.
—¡Khellendros! —chilló Malystryx con voz aguda. Al echar un vistazo por
encima del hombro había descubierto al Azul en su lugar—. ¡Aparta! ¡La ceremonia
es mía! ¡Apártate de mi tesoro!
Tormenta sobre Krynn vio cómo la Roja se volvía un poco más hacia él con una
expresión furiosa pintada en la inmensa cara roja, mientras proyectaba llamaradas
para quemarlo. Pero el fuego sólo ardía débilmente ahora y era menos doloroso que la
lanza que empuñaba. La energía mágica que penetraba en su interior procedente del
tesoro que tenía bajo las garras, y la fuerza que le concedían los rayos que descendían
de las nubes y recorrían sus escamas, lo mantenían a salvo, lo hacían más poderoso.
Khellendros contempló cómo Ciclón y Hollintress avanzaban hacia Palin Majere
y la mujer de cabellos plateados y ojos dorados.
Vio cómo Beryl, la señora suprema Verde, lanzaba una garra contra un enorme
semiogro, y cómo un lobo de pelaje rojizo corría a colocarse ante las zarpas de la
Verde y salvaba al hombretón... como él deseaba haber podido salvar a Kitiara.
Cuando la zarpa de Beryl tocó al animal, éste pareció estallar en una explosión de
energía, sin dejar otra cosa que un semiogro aturdido y a un Dragón Verde enojado y
con una garra dolorida. Khellendros intuyó que el lobo, o lo que realmente fuera,
seguía por allí todavía, recuperando su forma.
Luego Tormenta observó cómo Goldmoon, una mujer a la que reconoció como la
señora de la Ciudadela de la Luz, esquivaba por muy poco las fauces de Onysablet.
Gotas de ácido cayeron sobre su túnica de piel de ciervo, chisporroteando y
estallando como lo había hecho la piel del enano minutos antes.
—¡Goldmoon! —chillaba el enano—. ¡Sal de ahí!
—¡Mi fe me protegerá! —le contestó ella. Había una profunda tristeza en su voz
y sus ojos. Los dedos temblaron cuando alzó el bastón para golpear la garra de
Onysablet que descendía sobre ella—. Mi fe. —Sollozaba sin disimulos, y las
lágrimas resbalaban por sus mejillas y corrían por su cuello mojando el Medallón de
la Fe que colgaba de él.
¡El Medallón! Tormenta comprendió entonces que había sido Goldmoon, no
Fisura, quien había cogido el Medallón de su montón de tesoros. Había regresado de
la muerte para reclamar su preciada posesión. Había regresado de la muerte, igual que
haría Kitiara.
—¡Mi fe! —exclamó la sacerdotisa, exultante.

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La zarpa de Onysablet rebotó inofensiva lejos de la sacerdotisa, rechazada por su
sencillo bastón de madera. Pero una segunda zarpa atacaba ya, con unas uñas afiladas
y relucientes como cuchillas. Garras dirigidas al corazón de Goldmoon.
Tormenta sobre Krynn escuchó la advertencia del enano y vio que éste blandía el
cetro mágico para desviar el ataque de la Negra.
El Dragón Azul contempló cómo el enano reunía toda su energía y saltaba para
interponerse entre Goldmoon y la garra, al tiempo que descargaba con fuerza su
propia arma contra ella.
La garra atravesó el corazón del enano en lugar del de la mujer.
Pero del Puño de E'li brotó una luz deslumbrante que chamuscó a Onysablet y la
arrojó en medio de la trayectoria de una serie de bien dirigidos golpes por parte del
hombre de la alabarda y de una mujer de cabellos rojos. Delante de ellos había una
kender, que también asestaba una lluvia de cuchilladas al dragón. Khellendros sabía
que no conseguirían matar a Onysablet; pero podían mantener ocupado al dragón
durante un buen rato.
Con el rostro bañado en lágrimas, Goldmoon se arrodilló junto al enano caído.
—Mi fe —murmuró—. Eras tú quien debía morir, Jaspe, en la isla de Schallsea.
No yo. Tú tenías que morir ese día, mi querido, mi valioso amigo. Yo tengo alumnos
a los que enseñar. Y si bien yo, sola, no puedo hacer nada contra los dragones, el
conjunto de todos mis alumnos... y de otros que vendrán a mí en el futuro... sí puede
hacer algo. Por eso yo tenía que regresar.
No muy lejos, Khellendros observó cómo Dhamon Fierolobo avanzaba hacia
Malystryx; el hombre de cabellos negros estaba totalmente concentrado en la Roja, al
igual que la elfa que marchaba a su lado. Ella usaba de nuevo la magia de la corona
de coral, y un chorro de agua brotó de la diadema por tercera vez y golpeó a la Roja
en el momento en que ésta abría la boca; el fuego que salía de sus fauces se
transformó en vapor, pero aquello no hizo ningún daño a la gran señora suprema.
Tormenta sabía que ni Dhamon ni la elfa poseían el poder para hacerlo. Ni tampoco
el ataque la disuadía; en lugar de ello sólo conseguía encolerizarla más. Dhamon y la
elfa no eran más que mosquitos para Malystryx. A menos que...
—¡Khellendros! —rugió Malystryx—. ¡Apártate del tesoro! ¡La ceremonia es
mía! ¡Mía!
Tormenta sobre Krynn dedicó una última mirada a la tumultuosa escena que tenía
lugar ante él; y entonces el Dragón Azul distinguió, sentada con tranquilidad en un
pico lejano, la forma oscura de otro reptil. No era negro; más bien parecía envuelto en
sombras. Mientras lo observaba, Khellendros sintió, por un brevísimo instante, un
atisbo de duda, como si tuviera ante sus ojos un poder inmenso y terrible, oculto bajo
una máscara fría e inescrutable.
—Kitiara —repitió Tormenta para sí.

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El instante de debilidad desapareció, y el camino que debía seguir apareció
claramente ante él. Situado justo detrás del altar ahora, Khellendros sintió cómo la
tierra temblaba bajo el montón de objetos mágicos, cómo la energía fluía al interior
de sus garras, ascendía por sus patas, penetraba en su vientre y le recorría el lomo.
Echó la testa hacia atrás y disparó un grueso rayo hacia el cielo; innumerables rayos
diminutos descendieron veloces para acariciarlo, para aumentar su poder. La
ceremonia producía en su cuerpo los mágicos resultados esperados.
—¡No! —bramó Malystryx—. ¡Soy yo quien debe ascender! ¡Yo soy la escogida!
La hermosa visión que había dominado la mente de la señora suprema Roja se
hizo añicos, como un cristal destrozado. El mundo a su alrededor se descompuso en
fuego, hielo y vapor. Malys notó que su mente se desangraba y revoloteaba por la
meseta en una serie infinita de sombras; no obstante, una parte siguió dentro del
dragón y lanzó una mirada ominosa a los humanos que la habían atacado.
Las patas de Khellendros vibraban repletas de energía arcana. De sus cuernos
saltaban chispas de poder.
—Por lo más sagrado —dijo Palin. Él y Usha miraban de hito en hito la escena.
Las escamas del Dragón Azul brillaban con tanta fuerza como el sol, y sus ojos
relucían como piedras preciosas.
La luz que se desprendía en forma de cascada de Tormenta sobre Krynn
iluminaba la Ventana a las Estrellas y proyectaba un resplador deslumbrante sobre los
dragones. El enorme señor supremo se alzó sobre las patas traseras y se irguió igual
que lo haría un hombre, las alas extendidas a los costados, sujetando todavía en su
garra la Dragonlance. El arma ya no le quemaba. Alrededor de sus dientes y ojos
parpadeaban una serie de relámpagos que, al rebotar en las zarpas, arrancaban un
brillo cegador de la lanza.
El oscuro huldre situado junto a Khellendros entrecerró los ojos y miró a lo alto,
incrédulo.
—¿Tormenta? —susurró Fisura.
Beryl interrumpió su ataque al semiogro para inclinar la testa en señal de
deferencia al Azul.
Onysablet dedicaba ahora toda su atención a Khellendros, sin importarle que
Goldmoon se llevara el cuerpo del enano tirando de él en dirección a la desvanecida
mujer de piel azulada.
—¡Khellendros! —exclamó Sable sorprendida.
Hollintress y Ciclón se volvieron hacia el Dragón Azul. Hollintress se dio cuenta
del poder que emanaba ahora de éste, en tanto que Ciclón sólo comprendió que una
energía mágica recubría al señor supremo y provocaba que la meseta se estremeciera
violentamente.
—¡No! —gimió Malystryx—. ¡Debía ser yo! ¡Yo! —Puso los ojos en blanco, y

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abrió profundos surcos en el suelo ante ella con las garras. Lanzó una venenosa
mirada a Dhamon Fierolobo—. ¡Humano! —escupió—. ¡Tú has provocado esto! ¡Me
distrajiste! ¡Lo pagarás!
—¡Dhamon Fierolobo! —vociferó Tormenta sobre Krynn—. ¿Quieres a
Malystryx, Dhamon Fierolobo?
Dhamon asintió, guiñando los ojos para ver por entre la brillante luz y los
relámpagos, y vio que algo reluciente caía hacia él.
—¿Quieres a la Roja? —repitió la atronadora voz. Las palabras sonaban tan
fuertes que hirieron sus oídos.
El caballero extendió las manos y agarró la Dragonlance. Giró en redondo al
mismo tiempo que Malystryx se abatía sobre él, y, trepando torpemente por encima
de los últimos restos del tesoro, corrió al frente acortando la distancia.
La lanza perforó la carne de Malys y penetró con fuerza en su pecho, y el dragón
profirió un alarido desgarrador que sacudió el cielo. Dhamon intentó liberar la lanza,
pero estaba demasiado hundida; el mango le escaldó las manos cuando la llameante
sangre del dragón inundó el arma. Soltó la lanza y retrocedió, contemplando cómo la
criatura se retorcía. La garra de Khellendros salió disparada contra la señora suprema,
a la que asestó tal golpe que lanzó a la enorme hembra Roja por los aires, muy lejos
de allí.
Malystryx salió volando de la meseta, con la Dragonlance clavada en el cuerpo y
chorros de fuego brotando por sus fauces.
—¡Khellendros! —llamó Onysablet—. ¡Khellendros! —La Negra inclinó la
cabeza respetuosa.
Beryl, la señora suprema Verde, gruñó, pero hizo lo mismo.
—¡Khellendros! —exclamó.
El grito fue recogido por Hollintress y Ciclón, y repetido por los dragones
situados al pie de la montaña.
—¡Escuchadme! —tronó el Azul, y sus palabras sacudieron con violencia la
montaña—. ¡Yo soy Khellendros, la Tormenta sobre Krynn! ¡Khellendros, el Señor
del Portal! ¡Khellendros, aquel a quien Kitiara llamaba Skie!
El gigantesco Dragón Azul señaló en dirección a la formación de rocas que
circundaba la meseta. El resplandor que emanaba de él se extendió hasta bañar las
piedras, que absorbieron la luz y empezaron a retumbar con un fuerte zumbido que
inundó el cielo.
En lo alto, donde Dragones Negros, Verdes y Azules y Plateados, Dorados, de
Latón, de Cobre y de Bronce se enfrentaban, el zumbido también se escuchó; y las
criaturas hicieron una pausa en su aéreo combate. Los Caballeros de Solamnia que
montaban a los Plateados miraron hacia el suelo, forzando los ojos para intentar ver
qué sucedía.

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Khellendros absorbió los restos de energía mágica que quedaban en los tesoros y
en Fisura; el huldre, tan débil que no podía mantenerse en pie, se desplomó al suelo.
Entonces la mente del Azul se proyectó hacia las piedras, solicitando acceso a El
Gríseo. El megalito refulgió, el aire humeante situado entre las dos columnas gemelas
de piedra chisporroteó, y luego se dividió. Por la abertura brillaron las estrellas.
Estrellas y volutas grisáceas.
—Mi hogar —musitó el huldre. Intentó arrastrarse hasta el megalito, pero la garra
de Ciclón lo mantuvo inmovilizado—. El Gríseo.
Las piedras zumbaron con más fuerza, en tanto que Palin y los otros se tapaban
los oídos.
—¡Palin Majere! —gritó Khellendros—. Te concedo la vida y la de tus amigos en
este día. Te doy mi palabra de que los dragones aquí reunidos no os harán daño. Ni
tampoco los ejércitos de ahí abajo. Podéis marcharos. ¡Pero sólo hoy! —Su voz se
apagó—. ¡Marchaos ahora! —continuó—. La próxima vez que nos encontremos,
Palin Majere, no seré tan generoso.
Se dio impulso con las patas y dio un salto que sacudió la montaña e hizo caer de
rodillas a Palin y a los otros.
El dragón voló hacia el megalito, a la vez que extendía una garra enorme en
dirección a una hembra Azul, el recipiente elegido por Khellendros para contener a
Kitiara. La hembra se echó hacia atrás instintivamente, y por un instante Tormenta
vaciló en su vuelo. Mientras lo hacía, la superficie de El Gríseo pareció ondular y
vibrar. Hilillos de neblina surgieron de su interior y envolvieron al Dragón Azul;
acariciaron y abrazaron su gigantesco cuerpo, dando la impresión de que se lo
llevaban hacia la oscura cúpula del firmamento.
—¡Kitiara —exclamó Khellendros—, finalmente voy a reunirme contigo!
La superficie del Portal se estremeció; mientras Palin la contemplaba con fijeza,
le pareció ver durante un único y eterno instante un rostro moreno de una inmensa
belleza desgarradora. Luego el cuerpo del Azul se alargó hasta extremos imposibles y
penetró por entre las piedras. Un trueno resquebrajó las montañas, y a lo lejos, sin
que nadie lo advirtiera, el Dragón de las Tinieblas desplegó las alas y se introdujo
silenciosamente en una nube.
Khellendros había desaparecido.
—¡Kitiara! —susurró el viento.
Beryllinthranox se apartó del semiogro y señaló en dirección a la ladera de la
montaña. Onysablet hizo lo mismo y empujó a Rig y a sus compañeros con la sinuosa
cola.
—Marchaos —sisearon las señoras supremas.
Rig levantó del suelo a Veylona, en tanto que Goldmoon tomaba entre sus brazos
el cadáver de Jaspe; el cetro descansaba sobre el pecho ensangrentado y cubierto de

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ampollas.
Fiona tomó la mano de la kender y la condujo hacia Palin y Usha, que habían
iniciado el descenso de la montaña.
Feril se quedó junto a Dhamon, mirando al cielo. Por fin lo cogió de la mano y
tiró de él hacia el borde de la meseta, y él la siguió en silencio, contemplando con
incredulidad la espalda de Goldmoon.
El grupo pasó sin ser molestado junto a los dragones menores situados al pie de la
montaña. En silencio, las filas de Caballeros de Takhisis se separaron para dejarlos
pasar, al igual que hicieron las de goblins, hobgoblins, ogros, draconianos y bárbaros.
No se detuvieron hasta encontrarse bien lejos de aquellos ejércitos y hasta que el
sol empezó a alzarse en un cielo sin nubes. Ulin, Alba, Gilthanas y Silvara los
aguardaban. Todos demostraron sorpresa al ver a Goldmoon, y tristeza ante la visión
de Jaspe. Sus miradas hablaban por sí mismas, aunque no cruzaron una sola palabra.
Ya habría tiempo para palabras y lágrimas más adelante.

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21
Muertes y comienzos

El semiogro tomó el transbordador para abandonar la isla de Schallsea poco después


del entierro de Jaspe. Pensaba regresar a su casa, a visitar las tumbas de su esposa e
hija, y a buscar a un lobo de pelaje rojo; estaba seguro de que no había muerto, y él y
los otros sabían ahora que no era en absoluto un lobo.
Todavía quedaban dragones que combatir, y Groller dejó muy claro a Palin que
regresaría al cabo de unos pocos meses. Necesitaba algo de tiempo para sí mismo,
primero. Dedicó un gesto de despedida al marinero, cruzando los brazos frente al
pecho y meneando la cabeza. Rig repitió el gesto, con los ojos inundados de lágrimas.

* * *
Palin y Usha regresaron a la Torre de Wayreth tras pasar varias horas reunidos
con Goldmoon. Tenían cabos sueltos que atar, entre ellos determinar el alcance del
daño provocado por el traidor Hechicero Oscuro. Había que hacer planes, y debían
decidir cómo continuar la lucha contra los dragones.

* * *
Ampolla eligió quedarse con la sacerdotisa como su alumna más nueva. La
kender había convencido a Veylona para que no se fuera, al menos por algún tiempo.
Ampolla pensaba seguir los pasos de Jaspe, y ya lucía un Medallón de la Fe colgado
al cuello, uno parecido al que llevaba Goldmoon; además, la kender se mostraba
curiosamente seria y silenciosa, actitud que venía mostrando desde el entierro de
Jaspe.
—Haré que te sientas orgulloso —musitó, mientras arrojaba un puñado de tierra a
la sepultura del enano—. Y siempre te recordaré.

* * *
Ulin y Alba no regresaron a Schallsea. Partieron desde Khur, sin revelar a nadie
su destino ni insinuar cuándo pensaban volver. El joven Majere no había hecho
mención de su esposa e hijos a Usha, sólo de la magia que controlaría en el futuro.
Sin embargo, en realidad era a casa con su familia adonde Ulin se dirigía con su
dorado compañero. Allí estudiarían juntos. El joven se regocijaba interiormente

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pensando en cómo reaccionarían sus hijos y esposa ante Alba.

* * *
Gilthanas se encontraba junto a la forma elfa de Silvara. Con los brazos
entrelazados, se contemplaban mutuamente.
—¡Hay tanto que hacer! —dijo Silvara—. Todavía hay señores supremos, aunque
Khellendros se haya ido. Los que sobrevivieron han comprendido ahora que los
hombres no se dejarán dominar sin hacer nada. Lucharemos contra ellos.
Gilthanas se estremeció al recordar el frío de Ergoth del Sur, sabiendo que
volvería a sentir aquel frío, pues era allí adonde habían decidido encaminar sus pasos
ahora. Iban a reunir a los habitantes de la zona, a organizar a todos los caballeros
solámnicos y a dirigir sus esfuerzos hacia la expulsión del Blanco del antiguo hogar
de los kalanestis.
E iban a iniciar una vida juntos allí: elfo y dragón. Gilthanas juró que no iba a
permitir que Silvara se le volviera a escapar.

* * *
Rig y Fiona también se abrazaban. Al contrario que Silvara, Fiona no regresaba a
Ergoth del Sur. No había conseguido convencer a Rig para que se uniera a la orden;
ni tampoco había conseguido él convencerla para que la abandonara. Así pues, la
mujer había decidido llegar a un arreglo, aceptando tomarse un permiso durante un
tiempo.
El marinero apartó un rizo rebelde del rostro de la joven y la besó. Ella no era
Shaon. No quería usarla como sustituto de su primer amor; pero tenía que admitir que
amaba a Fiona con la misma intensidad.
—Cásate conmigo —le pidió Rig, con sencillez.
—Lo pensaré —respondió ella, y sus ojos verdes brillaron traviesos.
—No lo pienses demasiado —replicó él—. Hay dragones contra los que luchar.
—¿Y lucharíamos mejor contra ellos si estuviéramos casados?
—Yo sé que sí lo haría —repuso él con una mueca.
—En ese caso acepto, Rig Mer-Krel.
La apretó contra sí con fuerza, como si temiera que ella pudiera huir de su lado y
arruinar aquel momento de felicidad.

* * *
Dhamon estaba de pie en la playa de la isla de Schallsea, observando alejarse el
transbordador en el que iba Groller mientras agitaba la mano a modo de despedida.

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Feril se colocó a su lado sin hacer ruido.
—Te amo —dijo la elfa. Él se volvió para mirarla, y ella se deslizó entre sus
brazos y enterró el rostro en su cuello.
Dhamon cerró los ojos y la abrazó durante varios minutos, aspirando su dulce
perfume.
—Pero no puedo quedarme —añadió la kalanesti, apartándose ligeramente—. Me
voy a casa. Viajaré con Silvara y Gilthanas.
—Podría ir contigo —repuso él—. Goldmoon me ha perdonado, y yo...
—Necesito estar sola un tiempo —dijo ella, negando con la cabeza—. Necesito
volver a encontrarme.
Él tragó saliva con fuerza, la miró a los ojos y sintió una opresión en el pecho.
—Feril, yo...
Ella posó un dedo sobre los labios del caballero.
—No digas nada, Dhamon, por favor. Sería muy fácil para ti convencerme de que
me quede contigo. Y eso no es lo que yo necesito en estos momentos.
—Te echaré de menos, Ferilleeagh.
—Volveré a tu lado —prometió ella—. Cuando esté preparada. Todavía quedan
dragones que combatir, y no pienso dejar que sigas con ello tú solo. Cuida de Rig y
de Fiona. Palin ha prometido no quitaros los ojos de encima a vosotros tres, y
enviarme a donde sea que estéis cuando las circunstancias lo requieran...
—... cuando estés preparada —terminó él.
Permanecieron uno junto al otro con la vista puesta en las relucientes aguas de
Nuevo Mar.

* * *
A miles de kilómetros de allí, en dirección nordeste, se extendían las aguas de un
mar distinto: el Mar Sangriento de Istar, que lamía las costas del reino de Malystryx.
Un rizo se formó sobre la cristalina superficie, luego otro y otro. Aparecieron
algunas burbujas, pequeñas y escasas al principio, que aumentaron en número y
tamaño, como si el mar fuera un cazo hirviendo.
Una testa de dragón salió a la superficie, roja y furiosa; los ojos centelleaban
tenebrosos. Enseguida hizo su aparición una garra, una que sostenía una lanza. El
arma estaba roja de sangre. La hembra se la había arrancado del pecho.
—Es la guerra —siseó Malystryx. La zarpa chisporroteaba, y una columna de
vapor se elevaba de la quemadura producida por la lanza—. Y esto no es más que el
principio.

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