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Vida y Tiempo - Isaac Asimov

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En

esta obra, el divulgador científico y gran escritor Isaac Asimov nos ilustra
acerca de la andadura de la vida a través del tiempo, hasta llegar a la
situación actual, a la vez que nos brinda bien fundamentadas hipótesis
acerca de nuestras posibilidades cara al futuro. En primer lugar,
retrocedemos millones de años para seguir el desarrollo de la vida
multicelular a partir de la primera molécula nucleoproteínica. Según Asimov,
la sociedad futura -la actual ya lo es en buena parte- tendrá que constituir
como un organismo multicelular que nos sirva de base para emprender la
conquista del Cosmos. En veintiséis ensayos, el autor explora los fenómenos
de nuestro Universo que afectan directamente al hombre y a toda la demás
vida terrestre en el pasado, presente… y futuro. Ante todo, Asimov establece
qué puede considerarse realmente vivo. En la marcha de los filos nos ofrece
una clara idea de los comienzos de la evolución. Asimismo, el autor nos
habla del imprescindible papel de las plantas en la existencia de la vida.
También merece su atención el cerebro humano, y establece comparaciones
entre éste y el de los animales, presentes y pasados. Asimov advierte
seriamente acerca de los peligros que entrañaría romper el equilibrio
ecológico.
En la segunda parte de la obra, el autor aborda el tema de la imposibilidad de
vivir aislados, nos explica la influencia del Sol en el desarrollo de las
religiones, el proceso que condujo a descubrir las razones del contagio de las
enfermedades, lo que debe la Astronomía al rostro de la Luna, el laborioso
proceso del descubrimiento del argón, lo que representan el agua y la sal…
En la tercera y última parte se nos habla del desarrollo de las
comunicaciones humanas mediante la tecnología, en particular, las
computadoras y los satélites de comunicaciones. Asimov dedica unas
reflexiones acerca de los transportes terrestres y su futuro, abordando
seguidamente el problema de la velocidad. Según el autor, el desarrollo de la
agricultura en las próximas décadas resultará algo fundamental para la
Humanidad.

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Isaac Asimov

Vida y tiempo
ePub r1.3
FLeCos 01.09.2015

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Título original: Life and time
Isaac Asimov, 1978
Traducción: Amalia Monasterio

Editor digital: FLeCos


ePub base r1.2

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INTRODUCCIÓN

HACE dos siglos y medio, el poeta inglés Alexander Pope, en su An Essay on Man,
dijo: «El estudio propio de la Humanidad es el hombre[1]».
Esto parece aconsejarnos que nos limitemos a una estrechez de miras, a un
chauvinismo humano.
¿Debemos hacer semejante cosa? ¿Tenemos que ignorar todo el vasto universo,
estudiarnos sólo a nosotros mismos, nuestras flaquezas, estupideces y grandeza
microscópica, dejando de lado todo lo demás? Desde luego, tal sacrificio no seria
sólo indigno y egoísta, sino que supondría para nosotros una infinita pérdida.
Pero entonces no podemos hacer una cita sin salir del contexto. Así, pues,
tomemos dos líneas al menos, aún fuera de contexto, pero quizá por ello menos
peligrosas:
Conócete, pues, a ti mismo, no quieras saber tanto como Dios. El estudio propio
de la Humanidad es el hombre.
Estas dos líneas establecen la antítesis de Pope entre el hombre y Dios; entre un
Universo que se rige por una ley natural, por un lado, y por el otro, por lo que haya
más allá del Universo y no conoce ningún tipo de limitación.
Si consideramos esta división, vemos que la Ciencia (con C mayúscula) sigue,
precisamente, la recomendación de Pope. Trata del Universo y de las
generalizaciones que uno puede deducir e inducir observando el Universo, así como
experimentando cuando ello es posible. Haya lo que haya más allá o fuera del
Universo, lo que no esté sujeto a ninguna ley, ni pueda ser percibido, observado,
medido y experimentado, no puede ser objeto de la atención de la Ciencia. Tales
materias no pueden ser objetivo de la Ciencia.
No quiero decir que la Ciencia deba retirarse humildemente. No puede volver
necesariamente su espalda al Más Allá, desconcertada y supersticiosa, para
ocuparse de menesteres inferiores.
Cuando Napoleón hojeó los volúmenes de Mecánica Celestial, la monumental
obra prerrelativa acerca de la teoría gravitacional, complemento de la de Isaac
Newton le dijo a Pierre Simón de Laplace su autor: «No veo ninguna mención a Dios
en su descripción del funcionamiento del Universo».
A lo que Laplace respondió con firmeza: «Sire, no necesito semejante hipótesis».
Pero si la Ciencia reacciona frente al Más Allá con temor suficiencia o desprecio,
el asunto se lo deja a los filósofos y teólogos, lo cual, en mi opinión, es lo más
correcto.
Tras haber manifestado todo esto, queda, sin embargo, una gran parte del
Universo sometido a leyes que escapan a la mente humana. Así, pues, ¿debemos

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limitar nuestros estudios únicamente al hombre? Pensándolo bien, tal estudio no es
en realidad limitativo, ya que el hombre no existe en un vacío. Cualquier otra forma
de vida influye en nosotros, directa o indirectamente; cada condición inanimada
ambiental sobre la Tierra nos afecta. Incluso cuerpos distantes como la Luna y el Sol
ejercen un efecto sobre nosotros. Estamos tan sujetos a las leyes del Universo como
el más pequeño átomo o el más distante quasar. Si emprendemos el estudio de lo
infinitamente pequeño, de lo infinitamente grande, lo infinitamente distante o
abstracto, a fin de elucidar tales leyes, entonces todas esas infinidades conciernen al
hombre directa y egoístamente. Así, pues, estudiar al hombre es estudiar el Universo
entero. Todo ello no debe distorsionar nuestra visión del Universo hasta el punto de
mirarlo sólo a través de la mirilla de su efecto sobre nosotros. Estamos justificados
en el colosal error de juzgarlo todo según el efecto que tenga sobre nosotros (como
aquel director de un periódico de Denver, el cual insistía en que una pelea de perros
en su ciudad merecía más espacio en sus columnas que un terremoto en China).
Después de todo, ¿quién aparte nosotros se preocupa de los efectos del Universo
sobre nosotros mismos?
La Tierra existía ya unos tres mil millones de años con una presencia de vida que
no incluía ningún homínido. La Tierra y la vida que en ella existía iba bien en aquél
tiempo y hubiera seguido bien (y, en cierto modo, mejor) si los homínidos no
hubieran aparecido nunca.
En cuanto a lo existente fuera de la Tierra (con excepción de la Luna, reciente y
brevemente) nada ha sido afectado en modo alguno por el hombre, si excluimos el
efecto de sondas no tripuladas y las débiles pulsaciones de la radiación
electromagnética que lo alcanza enviado por el hombre. Generalmente, el universo
no sabe que el hombre existe, y no le preocupa.
Sin embargo, podemos argüir que el hombre es absolutamente una parte única
del Universo. Es una porción del Universo que, tras un natural y
extraordinariamente lento desarrollo, que empezó con el Gran Estallido hace quince
mil millones de años, se ha convertido en lo bastante complejo como para tener
conciencia del Universo.
Nosotros no podemos ser la única porción del Universo que haya alcanzado tal
complejidad. Tiene que haber miles de millones de otras especies en otros mundos
alrededor de otras estrellas tanto en ésta como en otras galaxias que observan el
Universo con inteligencia y curiosidad. Algunos habrán permanecido en este estado
presumiblemente feliz más tiempo que nuestras propias especies. Pueden haber
desarrollado cerebros más sofisticados, así como más perfectos instrumentos de
observación y medición, de modo que sabrán y comprenderán más que nosotros.
No obstante, carecemos de pruebas de la existencia de estos otros. A pesar de lo
muy seguros que estemos que deben existir, es únicamente una certeza interior
basada en suposiciones y deducciones, sin el apoyo de ninguna observación
directa[2]. Sigue siendo concebible que podemos ser los poseedores de la única mente

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capaz de observar él Universo.
Bien, si no podemos existir sin él Universo, tampoco éste puede ser observado ni
comprendido sin nosotros. Si colocamos al Observado y al Observador, o Adivinanza
y Solución, sobre una base de igualdad, entonces el hombre es tan importante como
el Universo y debe considerarse legítimo estudiar el Universo a través del hombre.
En esta recopilación de ensayos, trato, más o menos, de los aspectos del Universo
que influyen directamente en el hombre y demás vida terrestre: pasada, presente y
futura. Por ello la he titulado Vida y Tiempo.

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PRIMERA PARTE - VIDA PASADA

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En todas las recopilaciones de mis ensayos siempre he tratado de poner cierto
orden. Esto no resulta fácil, ya que estos ensayos fueron escritos en diferentes
momentos con distintos propósitos y sin que hubiera pensado relacionarlos de
ningún modo. Podría imponer un orden mecánico, colocando los ensayos en
orden cronológico de publicación -o en orden alfabético- o según su menor (o
mayor) extensión, o incluso caprichosamente. Sin embargo, cuando es posible,
prefiero hacer del orden algo más racional; algo que tenga sentido y haga que
este libro sea más que la suma de sus partes.
En este sentido, trataré de disponer los ensayos referentes al remoto pasado
de la vida al principio y al lejano futuro de la vida al final, progresando
regularmente (o con toda la regularidad que pueda, considerando la
miscelánica naturaleza de los ensayos) desde el pasado hacia el futuro. Pero no
quiero sujetarme a esto. Empezaré, por ejemplo, con una visión global de la
vida, trabajo que escribí una vez para la Collier’s Encyclopaedia.

1. VIDA

UNO de los primeros sistemas que aprendemos para clasificar los objetos es hacerlo
en dos grupos: vivientes y no vivientes.
En nuestros encuentros con el universo material raras veces hallamos dificultad
alguna en este caso, ya que solemos tratar con cosas que están claramente vivas, tales
como un perro o una serpiente de cascabel; o con cosas que claramente no están
vivas: un ladrillo o una máquina de escribir.
Sin embargo, el intento de definir el concepto «vida» es difícil y sutil. Y ello
resulta enseguida evidente si nos paramos a pensar. Imaginemos una oruga
arrastrándose sobre una piedra. La oruga está viva, pero la piedra no; eso es lo que se
supone enseguida, pues la oruga se mueve y la piedra no. Pero ¿qué sucedería si la
oruga se arrastrase por el tronco de un árbol? El tronco no se mueve aunque esté tan
vivo como la oruga. ¿Qué pensaríamos si una gota de agua se deslizara hacia abajo
por el tronco del árbol? El agua en movimiento podría no estar viva, pero el inmóvil
tronco del árbol sí.

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¿Sería mucho pedir que alguien adivinase que una ostra está viva si encontrara
una (por vez primera) con el caparazón cerrado? ¿Se podría distinguir fácilmente, con
una mirada a un grupo de árboles en pleno invierno, cuando todos se quedan sin
hojas, cuáles están muertos y darán hojas en primavera, de los que están muertos y no
darán hojas? ¿Se podría distinguir una semilla viva de una semilla muerta, o incluso
de un grano de arena?
En este sentido, ¿resulta siempre sencillo asegurar si un hombre está sólo
inconsciente o completamente muerto? Los adelantos médicos modernos están
convirtiendo en algo trascendental decidir el momento exacto de la muerte, lo cual no
siempre resulta fácil.
Sin embargo, lo que llamamos «vida» es lo suficientemente importante para
intentar llegar a una definición. Podemos empezar enumerando algunas de las cosas
que pueden hacer los entes vivos, y que las cosas no vivas no pueden hacer; a ver si
acabamos con una distinción satisfactoria para esta particular división dual del
Universo.
1. Una cosa viva muestra su capacidad de movimiento independiente contra una
fuerza. Una gota de agua se desliza hacia abajo, pero sólo porque la gravedad tira de
ella; no se está moviendo por «su propia voluntad». Sin embargo, una oruga puede
reptar hacia arriba contra la fuerza de la gravedad.
Las cosas vivas que parecen carecer por completo de movimiento se mueven, sin
embargo, en parte. Una ostra puede permanecer pegada a su roca durante toda su vida
adulta, pero puede abrir y cerrar su caparazón. Es más, absorbe agua hacia el interior
de sus órganos y obtiene alimento, así que tiene partes que se mueven
constantemente. Las plantas también pueden moverse, orientando sus hojas hacia el
sol, por ejemplo; y hay continuos movimientos en la sustancia que forman.
2. Una cosa viva puede sentir y adaptarse. O sea, puede volverse consciente, en
cierto modo, de cualquier alteración en su entorno, produciendo entonces una
alteración en sí misma que le permita seguir viviendo en las mejores condiciones
posibles. Para dar un sencillo ejemplo: usted puede ver que se le aproxima una piedra
y enseguida se apartará para evitar la colisión de la piedra contra su cabeza.
De forma análoga, las plantas pueden sentir la presencia de luz y agua, pudiendo
responder al extender sus raíces hacia el agua y los tallos hacia la luz. Incluso todas
las formas de vida primitiva, demasiado pequeñas para verlas a simple vista, pueden
sentir la presencia de comida o de peligro; y pueden responder de forma para
incrementar sus oportunidades de encontrar lo primero y evitar lo segundo. (La
respuesta puede no tener éxito; usted puede no apartarse a tiempo para evitar la roca,
pero lo que cuenta es el intento.)
3. Una cosa viva se transforma por metabolismo. Con esto queremos decir que
puede ocasionalmente convertir material existente en su entorno en sustancia propia.
Este material puede no ser inmediatamente aprovechable, de modo que debe ser
descompuesto, humedecido o tratado de cualquier otro modo. Puede ser sometido a

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cambio químico, de modo que grandes y complejas unidades químicas (moléculas)
son convertidas en otras más pequeñas y más simples. Entonces las moléculas
simples son absorbidas por la estructura viviente; algunas son descompuestas en un
proceso liberador de energía; el resto son incorporadas a los complejos componentes
de la estructura. Cualquier cosa no aprovechable es eliminada. Las diferentes fases de
este proceso reciben a veces nombres distintos: ingestión, digestión, absorción,
asimilación y excreción.
4. Una cosa que vive crece. Como resultado del proceso metabólico, puede
incorporar más y más del entorno en su propia sustancia, con lo cual aumenta de
tamaño.
5. Una cosa viva se reproduce. Puede, merced a una variedad de métodos,
producir nuevas cosas vivas semejantes a ella.
Cualquier cosa que posea tales habilidades da la clara impresión de estar viva; y
cualquier cosa que no posea ninguna parece claramente no viva. Sin embargo, el
asunto no es tan sencillo.
Un ser humano adulto ya no crece, y muchos individuos nunca tienen hijos. No
obstante, los seguimos considerando vivos aunque ya no crezcan y no se
reproduzcan. Bueno, el crecimiento se produce en cierta etapa de la vida y la
capacidad de reproducción está potencialmente ahí.
Una polilla advierte una llama y responde, pero no de forma adecuada; vuela
hacia la llama y perece. Sin embargo, la respuesta del animal ha sido lógica, pues ha
volado hacia la luz. La llama al descubierto representa una situación excepcional.
Una semilla no se mueve; parece que no siente ni responde. No obstante, si se le
ofrecen las circunstancias apropiadas, empezará repentinamente a crecer. El germen
de la vida está ahí, aunque permanezca dormido.
Por otro lado, los cristales en solución crecen, y se forman nuevos cristales. Un
termostato en una casa siente la temperatura y responde de forma adaptativa, evitando
que la temperatura suba o baje demasiado.
También tenemos el fuego, el cual podemos considerar como consumidor de su
combustible, descomponiéndolo en sustancias más simples, incorporándolas a su
estructura ígnea y eliminando la ceniza que no puede aprovechar. La llama se mueve
constantemente y, según sabemos, puede crecer fácilmente y reproducirse, a veces
con resultados catastróficos.
Sin embargo, ninguna de estas cosas está viva.
Así que deberemos considerar con mayor profundidad las propiedades de la vida.
La clave está en algo afirmado anteriormente: que una gota de agua puede sólo
deslizarse hacia abajo en respuesta a la gravedad, mientras que una oruga puede
ascender contra la gravedad.
Hay dos tipos de cambios: uno que representa un aumento en una propiedad
llamada entropía por los físicos, y otro que representa una disminución en tal
propiedad. Los cambios que aumentan la entropía se producen espontáneamente, o

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sea, «que desean producirse simplemente por sí mismos». Ejemplos son el descenso
de una piedra por una ladera, la explosión de una mezcla de hidrógeno y oxígeno para
formar agua, el salto de un muelle, la oxidación del hierro.
Los cambios que disminuyen la entropía no se producen espontáneamente.
Ocurrirán sólo por el influjo de la energía procedente de alguna fuente. Así, pues, una
roca puede ser empujada cuesta arriba; el agua puede ser separada otra vez en
hidrógeno y oxígeno mediante una corriente eléctrica; un muelle puede ser
comprimido por una acción muscular y la herrumbre de hierro puede fundirse y
convertirse de nuevo en hierro, mediante el suficiente calor. (La disminución de
entropía está más que equilibrada por el aumento de entropía en la fuente de energía,
pero esto ya es otra cuestión.)
Por lo general, tenemos razón al suponer que cualquier cambio que es producido
contra una fuerza resistente, o cualquier cambio que convierta algo relativamente
simple en algo relativamente complejo, o que transforme algo relativamente
desordenado en algo relativamente ordenado, disminuye la entropía, y que ninguno
de esos cambios se producirá espontáneamente.
No obstante, las acciones más características de las cosas vivas tienden a producir
una disminución en la entropía. El movimiento viviente a menudo va contra la fuerza
de la gravedad y otras fuerzas resistentes. El metabolismo, en su conjunto, tiende a
formar moléculas complejas a partir de moléculas simples.
Todo esto se hace a expensas de la energía obtenida del alimento o, en último
extremo, de la luz solar; el cambio total de entropía en el sistema que incluye
alimento o el sol supone un aumento. Sin embargo, el cambio local, que afecta
directamente a la criatura viva, es una disminución de entropía.
El crecimiento del cristal, por otro lado, es un efecto puramente espontáneo que
supone un aumento de entropía. No es más señal de vida que el movimiento del agua
deslizándose hacia abajo por el tronco de un árbol. Igualmente, todos los cambios
químicos y físicos en un fuego suponen aumento de entropía.
Así, pues, estaremos más en lo cierto si definimos la vida como una propiedad
mostrada por esos objetos que pueden -de forma efectiva o potencialmente, aun en su
totalidad o en parte- moverse, sentir y responder, transformarse por metabolismo,
crecer y reproducirse de un modo en que disminuyan su almacenamiento de entropía.
Dado que una señal de disminución de entropía es el aumento de organización (o
sea, un número creciente de partes componentes interrelacionadas en una forma
progresivamente compleja), no resulta sorprendente que, por lo general, las cosas
vivas están más altamente organizadas que sus vecinos no vivientes. La sustancia que
forme incluso la forma de vida más primitiva es mucho más abigarrada y
complejamente interrelacionada que la sustancia constituyente del más complicado
mineral.

Pudiera ser que una forma más sencilla de definir la vida supusiera el descubrimiento

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de alguna clase de estructura o componente que sea común a todas las cosas vivas y
que esté ausente de las cosas no vivas. A simple vista, esto resulta excesivamente
difícil. Las cosas vivas cambian tanto de apariencia que resulta fácil suponer que si
bien pueden tener ciertas capacidades en común carecen de cualquier estructura en
común.
Así, pues, aunque todas las cosas vivientes pueden moverse, algunas lo hacen por
medio de las piernas, otras por medio de aletas, alas, escamas ventrales, cilios,
superficies planas inmóviles, etc. La capacidad de moverse se tiene en común; pero
no hay ningún método de movimiento que parezca ser común a todos.
En realidad, la variedad de vida es tal que gran parte del esfuerzo de los primeros
biólogos fue dedicado a la clasificación de formas de vida: se intentó colocarlas todas
en un ordenado sistema de grupos a fin de que pudieran ser estudiadas con mayor
facilidad y mejores resultados.
Por ejemplo, todas las formas visibles de vida parecía que debían ir a parar a uno
de dos extremadamente amplios grupos: plantas y animales.
Las plantas están sujetas a la tierra o flotan pasivamente en el mar, mientras que
los animales, por otro lado, frecuentemente poseen la capacidad de un movimiento
rápido voluntario. Las plantas disfrutan de la posibilidad de utilizar la energía solar
directamente para su metabolismo, aprovechando para ello el componente verde
llamado clorofila. Los animales carecen de clorofila y obtienen su energía de los
complejos componentes de los alimentos que ingieren. (Naturalmente, comen plantas,
consiguiendo así su energía procedente de la luz del sol; o comen otros animales que
han ingerido plantas y obtienen su energía de la luz solar de forma indirecta.)
Esta división entre plantas y animales puede ser incluso extendida al mundo
microscópico, pues hay pequeños organismos, invisibles al simple ojo humano, que
comparten propiedades clave con las plantas mayores, o con los animales mayores.
(Sin embargo, algunos arguyen que las cosas vivas microscópicas difieren lo
suficiente de los organismos mayores como para garantizar una tercera división
separada para sí mismos. Los que argumentan así llaman protistas a los organismos
microscópicos.)
Los reinos vegetal y animal están a su vez divididos en otras clasificaciones más
detalladas llamadas filos. Los filos están a su vez divididos en otros grupos cada vez
más detallados; primero clases, después órdenes, familias, géneros y, finalmente,
especies.
Son las especies las que representan una clase única de cosa viva. El hombre es
una especie única; el león representa otra; la vulgar margarita, otra.
No obstante, el número de especies diferentes es enorme. Hay alrededor de
400 000 especies distintas de plantas y sobre unas 900 000 especies diferentes de
animales. (Constantemente se descubren nuevas especies.)
Así, pues, ¿qué pueden tener en común 1 300 000 especies que difieren tanto
entre sí como los hombres y las lombrices de tierra, las ballenas y las ostras, las

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alondras y el musgo, los robles y los renacuajos, las algas marinas y los elefantes? (Y
esto sin mencionar los muchos millares, o incluso millones, de especies extintas
desde los trilobites hasta la boa gigante.)
El ojo humano solo no puede dar la respuesta. Sin embargo, mediante el uso del
microscopio, se obtuvo la respuesta hace mucho tiempo. En 1838, un botánico
alemán, Matthias J. Schleiden, sugirió que todas las plantas estaban formadas por
unidades microscópicas separadas llamadas células. En 1839, un zoólogo alemán,
Theodor Schwann, extendió esta noción a los animales.
Cada célula es una unidad independiente, separada de las demás por una
membrana y capaz de demostrar en sí misma las diversas habilidades asociadas con la
vida. Una célula, o partes de ella, puede moverse, sentir y responder, transformarse
por metabolismo, crecer y reproducirse.
Los organismos lo bastante grandes como para ser vistos sin ayuda de
instrumentos están formados por un número mayor de células. Un ser humano adulto
contiene unos cincuenta billones (50 000 000 000 000). Cada célula en un organismo
multicelular semejante está tan adaptada a la presencia de las demás que ya no puede
vivir aislada. Sin embargo, hay algunas células que, en realidad, son capaces de vivir
independientemente. La mayor parte de las formas de criaturas microscópicas están
formadas de células únicas; son organismos unicelulares. E incluso las criaturas
mayores empiezan su vida como células únicas. Cada ser humano tiene su comienzo
como un óvulo fecundado: una célula.
No obstante, aunque los organismos pueden variar enormemente, las células
microscópicas de que están compuestos no se diferencian apenas. Una célula de
ballena se parece mucho más a una célula de ratón que la ballena en sí se parece al
ratón.
Todas las plantas y animales están formados de células, y las partes de un
organismo vivo que no están compuestas de células activas no están vivas. (La
corteza de un árbol no está viva, ni el pelo de un animal, ni las plumas de un ave, ni
las conchas de una ostra; lo cual no quiere decir que el organismo pueda vivir
necesariamente sin esa porción no viviente.) Ninguna cosa no viva está formada de
células activas; aunque un organismo recién muerto está formado por células
muertas. (Algunas células pueden seguir viviendo brevemente después de la muerte
de la criatura; sin embargo, antes de que pase mucho tiempo, todas las células
mueren.)
La frase «células activas» significa que las células pueden realizar las acciones
características de la vida, así que ahora estamos definiendo la vida como la propiedad
de cosas formadas por células que poseen la capacidad de moverse
independientemente, sentir y responder adaptativamente, transformarse por
metabolismo, crecer y reproducirse.
Esto elimina cualquier posibilidad de imaginar que tengan vida cosas no celulares
como los cristales y el fuego.

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Sin embargo, todavía queda una causa de confusión. En 1892, un bacteriólogo
ruso, Dmitri Ivanovski, descubrió un agente patógeno tan pequeño que podía pasar
fácilmente a través de un filtro ideado para impedir el paso de hasta la más pequeña
bacteria. Así fueron descubiertos los virus, que son mucho más pequeños que las
células y que, aislados, no muestran ninguno de los criterios de vida. Realmente,
incluso se pueden cristalizar y en el tiempo en que esto fue descubierto, se creía que
la cristalización era una propiedad que no podía ser asociada con nada que no fueran
sustancias químicas no vivas.
Sin embargo, una vez en contacto con las células, las partículas de virus
individuales pueden penetrar la membrana de la célula, provocar reacciones
metabólicas específicas y reproducirse. En ciertos casos y en condiciones especiales,
muestran inequívocas propiedades asociadas con la vida. Así, pues, ¿los virus están o
no están vivos? Si la vida se define en términos de células, los virus no están vivos,
ya que son mucho más pequeños que las células. Pero ¿puede la vida ser definida de
una manera aún más fundamental y útil hasta el punto de incluir asimismo los virus?
Para comprobar si esto es así, consideremos las sustancias de que están compuestas
las células.
Las células contienen una mezcla enormemente compleja de sustancias, pero
éstas están formadas sólo por unos pocos elementos. Casi todos los átomos que
contienen son de unas seis clases diferentes: carbono, oxígeno, hidrógeno, nitrógeno,
fósforo y azufre. Hay cantidades menores de otros átomos, tales como de hierro,
calcio, magnesio, sodio, potasio, e indicios de cobre, cobalto, cinc, manganeso y
molibdeno. Sin embargo, no hay nada en estos elementos en sí que dé ninguna clave
acerca de la naturaleza de la vida. También son bastante comunes en las cosas no
vivas.
Los átomos en la célula están agrupados en moléculas que, en líneas generales, se
clasifican en tres tipos: hidratos de carbono, lípidos y proteínas. De éstos, las
moléculas de la proteína son, con mucho, las más complejas. Mientras que las
moléculas de hidratos de carbono y lípidos suelen estar formadas por átomos de
carbono, hidrógeno y oxígeno solamente, las proteínas invariablemente incluyen
también átomos de nitrógeno y de azufre. Mientras que las moléculas de hidratos de
carbono y de lípidos pueden ser descompuestas en simples unidades de dos a cuatro
clases, la molécula proteínica puede ser descompuesta en unidades simples
(aminoácidos) de no menos de veinte variedades diferentes.
Las proteínas son de particular importancia en relación con los millares de
diferentes reacciones químicas que se producen constantemente en las células. La
velocidad de cada reacción diferente es controlada por una clase de moléculas
proteínicas llamadas enzimas: una enzima diferente para cada reacción. La célula
contiene un gran número de enzimas diferentes, cada una presente en ciertas
cantidades y, a menudo, en ciertas posiciones dentro de la célula. El modelo de la
enzima determina el modelo de las reacciones químicas y, de este modo, controla la

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naturaleza de la célula y las características del organismo constituido a base de las
células.
Las propiedades de la molécula de las enzimas depende de la particular
disposición de aminoácidos que posea. El número de disposiciones posibles es
inconcebiblemente grande. Si una molécula está formada por 500 aminoácidos de 20
clases diferentes (el promedio de una proteína), el número total de disposiciones
posibles puede llegar a ser hasta de 101 100 (una cifra que podemos escribir como un
1 seguido por 1100 ceros). Entonces, ¿cómo consigue la célula formar la particular
disposición necesaria para obtener enzimas particulares de todas esas posibilidades?
La respuesta a esta pregunta parece hallarse en los cromosomas, pequeñas
estructuras filiformes en un pequeño cuerpo llamado el núcleo, habitualmente situado
cerca del punto central de la célula. Cuando la célula está en proceso de división,
cada cromosoma forma otro justamente igual que él mismo (réplica). Las dos células
hijas formadas al final de la división tienen su propio juego duplicado de
cromosomas.
Los cromosomas están formados de proteína asociada con una célula aún más
compleja llamada ácido desoxirribonucleico, usualmente abreviado como ADN. El
ADN contiene en su propia estructura la «información» necesaria para la
construcción de enzimas específicas, así como para la reproducción de sí misma a fin
de poder continuar la construcción de enzimas específicas en las células hijas. Cada
criatura posee las moléculas ADN para formar sus propias enzimas, y no otra.
¿Es posible que igual que ciertos organismos pueden consistir en células
individuales, otros aún más simples puedan consistir en cromosomas individuales?
Aparentemente, así es, pues los virus son muy semejantes a cromosomas individuales
e independientes.
Cada virus está compuesto de una capa exterior de proteína y una molécula
interior de ADN (o, en algunos casos, una molécula similar, ácido ribonucleico o
ARN). El ADN o ARN consigue introducirse en una célula y allí supervisa la
producción de enzimas designadas para producir más moléculas víricas del tipo
exacto que invadió la célula.
Si, entonces, definimos la vida como la propiedad poseída por cosas que
contienen al menos una molécula activa ADN o ARN, tendremos lo que necesitamos.
Las células de todas las plantas y animales, así como de todos los organismos
unicelulares, incluso las moléculas de todos los virus, contienen al menos una
molécula ADN o ARN (y, en el caso de las células, muchos millares). Mientras estas
moléculas son capaces de guiar la formación de enzimas, el organismo está vivo con
todos los atributos de la vida. Las cosas que nunca han estado vivas, o que estuvieron
una vez vivas y ya no lo están; no poseen moléculas activas de ADN o ARN.
Las criaturas vivas representan diferentes niveles de complejidad y organización.
Una criatura grande suele ser más compleja que una pequeña del mismo tipo, al
menos porque tiene más partes interrelacionadas. Por lo general, los animales son

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más complejos que las plantas. Por ejemplo, los animales tienen tejidos
particularmente complejos, tales como los músculos y los nervios, de los que carecen
las plantas. A causa de esto, se puede considerar que un ratón es más complejo que un
roble.
Las estructuras más complejas que se hallan en el organismo animal son los
cerebros; y éstos son sumamente complejos en ciertos mamíferos. El que posee
mayor cerebro es el hombre, junto con los elefantes y las ballenas. Por ejemplo, el
cerebro Humano pesa alrededor de un kilo y trescientos sesenta gramos y está
compuesto por diez mil millones de células nerviosas conectadas quizás a otras mil,
siendo cada célula nerviosa individual enormemente compleja por sí misma.
Estudiando más la complejidad de los cerebros de elefantes y ballenas, parece
oportuno decir que el cerebro humano es la cosa más altamente organizada que
conocemos.
Naturalmente, este nivel de organización no se consiguió de sopetón, sino que fue
el producto de, como mínimo, tres mil millones de años de lentos cambios. Los
propios cambios se produjeron por casuales imperfecciones en las réplicas de ADN,
lo cual condujo a los correspondientes cambios en la estructura de la enzima y, con
ello, del modelo de reacción en las células. Estos cambios particulares sobrevivieron
porque, por una u otra razón, resultaron beneficiosos para el organismo en las
particulares condiciones que lo rodeaban. (Tal teoría de la evolución por la selección
natural fue publicada la primera vez por el biólogo inglés Charles Darwin, en 1859.)
Pero ¿cómo empezó todo este proceso? Incluso ahora, cada célula se forma a
partir de otra célula previamente existente. Cada molécula de ADN es producida por
otra molécula de ADN previamente existente. Sin embargo, seguramente la vida no
siempre existió, ya que hubo un tiempo en que ni siquiera la Tierra existía. Así, pues,
¿cómo llegó a existir la primera célula, las primeras moléculas de ADN?
Muchos suponen que algún ser sobrenatural creó la vida. No obstante, los
científicos prefieren no buscar explicaciones en lo sobrenatural. Ellos suponen, más
bien, que las leyes conocidas de la física y de la química bastan para ofrecer posibles
mecanismos para los orígenes de la vida.
¿Puede haber venido la vida de otro mundo? La más popular versión de esta
teoría fue publicada la primera vez en 1908, cuando un químico sueco, Svante
Arrhenius, sugirió que unas esporas vivientes fueron conducidas a través de las
grandes distancias del espacio por la presión de la luz estelar. Algunas de ellas
caerían en la joven Tierra y así darían nacimiento a la vida. Pero esto sólo pospone el
problema: ¿cómo se originó la vida en el planeta del que procedían las esporas?

En los años recientes, los científicos han empezado a considerar en su totalidad la


composición química del Universo. Se cree que el Universo está compuesto en un
90% por hidrógeno. Cuando se formó la Tierra, su atmósfera debió de ser por ello
rica en hidrógeno y componentes que contuvieran hidrógeno. Si consideramos el

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hidrógeno combinado con otros elementos comunes, podemos imaginar la atmósfera
de la Tierra, al principio, consistente en metano (hidrógeno combinado con carbono),
amoníaco (hidrógeno combinado con nitrógeno), y agua (hidrógeno combinado con
oxígeno).
¿Qué sucedería si tales componentes y otros como ellos fueran expuestos a un
baño de energía procedente del sol? ¿Al absorber la energía, formarán componentes
más complicados?
En 1952, el químico norteamericano Stanley Lloyd Miller, preparó una mezcla de
sustancias químicas que, según se cree, existían en la Tierra primitiva. Las sometió a
la energía de una descarga eléctrica durante una semana; después analizó la mezcla.
Comprobó que, desde luego, se habían formado compuestos más complicados. En
particular, se formaron dos o tres de los más sencillos aminoácidos que forman parte
de la composición de las proteínas.
Desde entonces, muchos grupos han realizado experimentos similares, y se ha
descubierto que los componentes básicos asociados con la vida pueden ser formados
de esta manera a partir de los muy sencillos componentes que se encontraban
probablemente en la primitiva tierra.
El químico norteamericano, Sidney W. Fox, empezó con aminoácidos y los
sometió a calor. Encontró que se formaban moléculas proteínicas, las cuales, al
añadirles agua, se adherían para formar pequeñas microesferas del tamaño
aproximado de pequeñas bacterias. ¿Podría ser éste el origen de las primitivas
células?
A los componentes les costaría mil millones de años aproximadamente llegar a
ser lo bastante complejos, así como a las células ser lo suficientemente complicadas
para formar cosas que podamos reconocer como formas elementales de vida. Una vez
ha sucedido esto, las células vivientes competirían unas con otras para el alimento y
las que fueran más eficientes sobrevivirían a expensas de las demás. Con el tiempo,
las células crecerían cada vez más organizadas y complejas.
Originalmente, las células tendrían que utilizar como alimento los complejos
componentes formados por la lenta acción de la radiación ultravioleta del sol. En el
proceso, el metano y amoníaco presentes en la atmósfera se transformarían en
dióxido de carbono y en nitrógeno.
Eventualmente, ciertas células desarrollaron el empleo de la clorofila, lo cual les
permitió utilizar la luz visible del Sol como una fuente de energía, en un proceso
llamado fotosíntesis. Esto les posibilitó formar moléculas complejas con mucha
mayor rapidez.
En la fotosíntesis se consume el dióxido de carbono y el oxígeno es liberado
como un producto de desecho. En su momento, la atmósfera de dióxido de carbono y
de nitrógeno se convertiría en la atmósfera de oxígeno y nitrógeno que tenemos hoy.
¿Es posible que la vida se iniciara sólo en un momento determinado, y que a
partir de la forma inicial de vida, se haya desarrollado toda la vida presente? Esto

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explicaría, quizá, la razón de que todas las especies tengan una similitud química
básica. ¿O empezó en diversas ocasiones, con cada forma de vida básicamente
similar a todas las demás porque sólo una forma de química puede originar sustancias
lo bastante complejas como para demostrar propiedades de vida?
Resulta imposible comprobar esto observando cómo se forma bajo nuestras
narices la vida en la Tierra, tal como sucedió en el remoto pasado. Hace miles de
millones de años, la vida tuvo una oportunidad de formarse porque aún no existía
ningún tipo de vida. Hoy en día, cualquier molécula complicada que se formase para
crear vida sería rápidamente comida por alguna forma de vida ya existente.
Pero ¿qué podemos decir acerca de otros planetas? No solemos creer que otros
planetas del sistema solar sean capaces de mantener vida. La vida terrestre está
adaptada a las condiciones de la Tierra, de modo que la mayor parte de formas de
vida requieren oxígeno y agua, una temperatura moderada, la ausencia de sustancias
venenosas, gravedad y presión atmosférica no demasiado distinta de la que
actualmente existe, etcétera.
Así, pues, la Luna no nos parece apta para nuestra forma de vida porque carece de
aire y de agua. La fina atmósfera de Marte no posee oxígeno y tiene muy poca agua.
Sin embargo, aun cuando hombres y otras altamente organizadas criaturas no
podrían vivir por sus propios medios en la Luna o en Marte, es posible que se hayan
desarrollado criaturas prosistoides. Bajo la superficie externa de la Luna hay suaves
temperaturas en donde pueden existir pequeñas cantidades de agua y gases retenidos.
En tal sitio podría vivir una pequeña población de bacterias. En Marte existe incluso
la posibilidad de que existan simples plantas semejantes a los líquenes.
Si existen actualmente estas formas de vida extraterrestre, y fueran como la
nuestra propia, químicamente, ello constituiría una sólida prueba en favor de sólo una
posible base química de la vida. Si no fuera como la nuestra, resultaría fascinante
estudiar una segunda (o tercera) base química de vida que ahora no podemos
concebir.
No es de extrañar que los científicos espaciales se muestren muy rigurosos en la
esterilización de todos los objetos hechos por el hombre y que vayan a parar a otros
mundos. Si contaminamos alguno de estos mundos con nuestras propias bacterias,
perderían su significado los más excitantes experimentos en la historia biológica.
¿Y qué acerca de la vida altamente desarrollada? ¿Qué podemos decir acerca de
la inteligencia?
Parece que no hay ningún mundo en nuestro sistema solar que pueda mantener
vida altamente desarrollada basada en una química de vida terrestre. Para ello,
tendríamos que mirar a planetas que circunden otras estrellas.
Allí, las posibilidades parecen buenas. Sólo en nuestra Galaxia hay alrededor de
135 000 000 000 de estrellas. De acuerdo con modernas teorías de formación de
planetas, casi todas esas estrellas deben de poseer un sistema planetario. Algunas de
las estrellas serán más bien como nuestro Sol, y algunas de éstas tendrán, al menos,

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un planeta como la Tierra a la distancia adecuada.
En 1964, el astrónomo norteamericano Stephen H. Dole, teniendo en cuenta toda
la información posible, estimó que el número de planetas como la Tierra sólo en
nuestra Galaxia podría ser de 645.000.000. (Y se calcula que pueden existir alrededor
de cien mil millones de otras galaxias.)
En cualquier planeta muy similar a nuestra Tierra, los cambios químicos tendrían
lugar de un modo parecido a como se produjeron aquí. La vida se formaría, pero aun
cuando se formara sobre la misma base química, nadie podría decir cómo aparecería
estructuralmente. Considerando en cuántas maneras diferentes se desarrolló la vida en
la Tierra y cuántos centenares de millares de especies diferentes formó, parece
improbable que no se formara allí una variedad similar salvaje, y sería casi imposible
encontrar allí una especie muy parecida a algunas especies de aquí.
Así, pues, algunas formas de vida extraterrestre pueden desarrollar inteligencia y
esa inteligencia, al menos, puede parecerse a la nuestra. Por desgracia, no hay forma
de calcular las probabilidades del desarrollo de la inteligencia.
Aun cuando la inteligencia se desarrollara sólo una vez en cada millón de planetas
con vida, habría sobre 600 tipos diferentes de seres inteligentes sólo en nuestra
Galaxia.
Por desgracia, el Universo es vasto. Nuestra propia Galaxia es tan inmensa que
aun cuando 645 000 000 de planetas estuvieran colocados a distancias regulares, el
más próximo a nosotros se hallaría a una distancia de dos docenas de años luz, y la
inteligencia más cercana (suponiendo que existiese) no estaría más cerca de 25 000
años luz.
No podemos saber sí se podrán salvar tales distancias. Quizá las diversas
inteligencias están aisladas entre sí para siempre, o a lo mejor si alguna de ellas está
más avanzada que nosotros, posiblemente vendrá a visitarnos algún día (cuando
estemos preparados según ellos) y nos invitarán a ingresar en una Organización de la
Galaxia Unida.
¿Qué podemos decir de formas de vida radicalmente distinta a la nuestra, basada
en diferentes clases de química, viviendo en ambientes completamente hostiles (a
nosotros)? ¿Se podría pensar en la existencia de una vida basada en el silicio, en lugar
de la nuestra, basada en el carbono, en un planeta caliente como Mercurio? ¿Podría
existir una vida basada en el amoniaco, en lugar de la nuestra basada en el agua, en
un planeta frío como Júpiter?
Sólo nos cabe especular. Hoy por hoy no podemos asegurar nada.
Podemos preguntarnos, sin embargo, si los astronautas humanos, explorando un
planeta extraño, estarían seguros de reconocer la vida si la encontraran. ¿Qué pasaría
si la estructura fuese tan diferente, las características tan extrañas, que no pudieran
advertir que estaban ante algo lo bastante complejo y organizado como para ser
llamado vida?

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Por tal causa, tendremos que afrontar una necesaria ampliación de la definición
precisamente aquí en la Tierra en el próximo futuro. Recientemente, los hombres
construyen máquinas que cada vez pueden imitar mejor la acción de las cosas vivas.
Éstas no sólo incluyen cosas que puedan imitar las manipulaciones físicas (como
cuando unos ojos electrónicos nos ven venir y nos abren la puerta) sino también
objetos que pueden imitar las actividades mentales de los hombres. Tenemos
computadoras que hacen algo más que sólo computar: traducen del ruso, juegan al
ajedrez y componen música.
Llegará un momento quizás en que las máquinas serán lo suficientemente
complejas y flexibles como para reproducir las propiedades de la vida de forma tan
amplia que incluso nos preguntaremos si poseen vida.
Si esto es así, tendremos que inclinarnos ante los hechos. Deberemos ignorar las
células y el ADN y preguntar solamente: ¿qué puede hacer esta cosa? Y si puede
desempeñar el papel de la vida, entonces deberemos decir que posee vida.

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Este ensayo y el siguiente son los más antiguos de la presente recopilación.
Durante veinte años han conseguido escapar a mi firme propósito de considerar
que todo lo que he escrito (con límites razonables) merece la relativa
permanencia de ser publicado en un libro. Permítanme explicar cómo fue la
cosa.
En los años cincuenta, escribí de vez en cuando ensayos científicos para
Astounding Science Fiction. Una docena de estos artículos fueron publicados
juntos en mi primera recopilación de ensayos Sólo un billón («Abelard-
Schuman», 1957).
Pero, en 1959, The Magazine of Fantasy and Science Fiction (F & SF) me
pidió que les escribiera una columna mensual de ciencia-ficción. Acepté
complacido y he estado escribiendo para ellos durante veinte años sin perder
una edición. Y es más, los gentiles editores de «Doubleday & Company»
también han publicado asiduamente recopilaciones de esos ensayos de F & SF
con intervalos de diecisiete meses, por término medio.
Mis ensayos para F & SF acapararon mi atención de forma tan absorbente
que apenas me acordé de mis anteriores ensayos para Astounding. Los pocos
ensayos que escribí para Astounding, después de la aparición de Sólo un billón
y antes de mi tarea en F & SF, no los reuní en ninguna colección. Por supuesto,
algunos de ellos están ahora superados por el tiempo, pero éste y el siguiente
son, en mi opinión, de elevado interés actual. Me complace rescatarlos ahora
del olvido.

2. LA MARCHA DE LOS FILOS

PROBABLEMENTE, la vida empezó con una sola molécula nucleoproteínica, lo


cual equivale hoy a un gen dentro de una célula, o a un pequeño virus fuera de ella.
Después progresó con una asociación de moléculas nucleproteínicas, equivalente hoy
a un cromosoma dentro de una célula o a un gran virus fuera de una célula.
La ventaja de la asociación molecular fue que la debilidad de una molécula del
grupo podía ser compensada por la fortaleza de otra. De este modo fue posible la
especialización. Cada molécula del grupo podía ser inviable en solitario a causa de
cierta falta esencial, pero cada una de ellas podía funcionar muy por encima del

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promedio en otro aspecto. Una afortunada combinación en la cual no existía ninguna
falta esencial entre todos los miembros del grupo podía dar como resultado un
organismo que en conjunto funcionaba mucho mejor que cualquier colección de
moléculas individuales «buenas pero nada especiales».
El segundo cambio fue la conversión del sencillo grupo de moléculas
nucleoproteínicas en uno que estaba rodeado por almacenes de comida y útiles
sustancias químicas, todo ello mantenido junto por una membrana que podía
controlar la naturaleza y cantidad de las sustancias que entraban y salían. El «virus»
se había convertido en una «célula». Quizá las primeras células fueron células
simples, con bajo nivel organizativo, equivalentes a las bacterias y los más simples
mohos existentes hoy.
Ahora se suele considerar el cambio de virus a célula como un «adelanto»: un
salto hacia arriba en el árbol de la vida, por así decirlo. Pero ¿qué queremos decir con
esto? ¿Qué hace que un organismo sea «más alto» o «más adelantado» que otro?
¿Es la simple prueba de supervivencia? Si esto es así, la cuestión de virus contra
célula desciende al punto de la «no-decisión». Tanto los virus como las células
existen hasta hoy y no es probable que ninguno de los dos sea eliminado por
cualquier cataclismo terrestre. En realidad, los virus son incluso más difíciles de
matar que las células, de modo que quizás el paso de virus a célula fue un retroceso
más bien que un adelanto. De hecho, quizás el desarrollo de la vida en general fue un
retroceso, ya que una roca o una molécula de agua soportarían cambios que hasta
matarían a un virus.
Pero las palabras pueden ser definidas arbitrariamente. Somos seres humanos
mirando al Universo a través de los sentidos humanos e interpretando los mensajes
que recibimos por medio de un cerebro humano dominado por emociones humanas.
Así, pues, es perfectamente natural definir el «progreso» en términos humanos. Un
ser humano «progresa» cuando asciende por la escala social utilizando la riqueza, la
inteligencia, la fuerza u otro cualquier medio. La medida de su progreso es su
habilidad para controlar su entorno o su libertad de las presiones de dicho entorno.
(Lo que el hombre desea es ser «su propio amo», lo cual supone una búsqueda de
menores presiones y mayor control.)
Aplicando este concepto antropomórfico a la vida en general, podemos decir que
cuanto más controla un organismo su entorno inmediato o más libre está de sus
presiones, más avanzado es.
Tomemos un ejemplo. Un virus tiene los medios para organizar un suministro de
alimento basándose en duplicados de sí mismo, pero debe tomar el alimento que le
sale al paso. Si consigue las moléculas necesarias, estupendo. De otro modo, debe
esperar.
La célula posee la capacidad de almacenar moléculas que le sirven de alimento.
Durante un período afortunado de densidad de alimentación, puede conservar más de
lo que necesita para el momento -lo cual no puede hacer el virus- y lo guarda para uso

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futuro.
Así, pues, la célula se ha liberado, hasta cierto punto, de uno de los elementos de
casualidad en su entorno. Depende menos que el virus de su ambiente para obtener
alimento.
Asimismo, las células poseen la capacidad de moverse a voluntad; los virus no.
Esto no significa que todas las células se muevan. Quiere decir que algunas lo hacen;
el potencial está ahí. Sin embargo, ningún virus se mueve libremente y ningún virus
lo ha hecho nunca que nosotros sepamos; sencillamente es que el potencial no está
ahí.
Un virus debe depender de alguna fuerza externa -tal como una corriente de agua-
para desplazarse hacia el alimento, o el alimento hacia él; o para apartarse de un
peligro, o para alejar el peligro de él. Sin embargo, la célula móvil puede desarrollar
una activa búsqueda de comida. Puede desarrollar, y lo hace, instrumentos químicos
para detectar comida (o peligro) a cierta distancia. Tal detección puede activar una
cadena de cambios automáticos que resultan en movimiento hacia la comida o en
apartarse del peligro.
De nuevo vemos que la célula es menos esclava de su entorno que el virus. En
este sentido, la célula está más avanzada.
Un organismo que posea mayor control de su entorno que cierto competidor, está
predestinado a ganar la competición. Cuando las células y los virus compiten por el
mismo alimento, la célula puede ir tras el alimento y atraparlo, mientras que el virus
debe esperar a que la comida le llegue por casualidad. La célula puede coger todo lo
que necesite para comer e incluso almacenar lo sobrante; el virus debe tomar sólo lo
que necesita y dejar lo restante.
Como resultado, éstas son las posibilidades que tiene un virus: primero, puede
simplemente ser comido en la competición y dejar de existir. Segundo, puede
retirarse de la competición y encontrar un lugar para estar en donde no existan
células. Tercero, puede adoptar el viejo adagio de que si no puedes vencerlo, únete a
él, convirtiéndose así en un parásito.
Los virus que existen hoy han seguido la tercera vía. Si alguna vez hubo virus de
vida independiente, ahora no existe ninguno de ellos.
Los virus actuales utilizan células para alimentarse y, como resultado, sobreviven
la mar de bien. La célula utiliza su mayor control del ambiente para conseguir el
alimento necesario y entonces el virus se presenta y aprovecha este alimento.
Éste es un modo tan atractivo de competición desventajosa que, como alternativa,
ha sido escogido una y otra vez en el curso de la evolución. Algunos tipos de
organismos, por estar seguros, acabaron extinguiéndose. Algunos se vieron forzados
a ocupar espacios vitales menos deseables, en los cuales había menos competición, si
bien conservaron su independencia y, en algunos casos, hicieron asombrosos
progresos de formas inesperadas.
Pero siempre ha existido el señuelo del parasitismo. Hay parásitos en todos los

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niveles del progreso de la vida. Y si lo que cuenta es la supervivencia, el parasitismo
ha resultado brillantemente provechoso en amplia medida.
Sin embargo, el control parasitario del entorno es regresivo. Actúa escogiendo un
entorno sumamente especializado y vinculándose a él por completo. Cualquier
mínima alteración del ambiente -tal como la muerte del organismo anfitrión- mata al
parásito. Además, al ajustarse al ambiente, se produce una inevitable regresión a más
bajos niveles organizativos. Después de todo, el ambiente es tan ideal que no exige
casi nada al parásito. De modo que el parásito hace sus progresos sólo por la senda
del retroceso.
El parasitismo supone una buena vida: es como un jardín del Edén.
Se debe evitar como la muerte.
Según se hacían las células más elaboradas en su carrera por un mayor control del
entorno y para las consecuentes ventajas en su eterna competición mutua para lograr
alimentos y seguridad, se produjo un cambio fundamental que persiste hasta nuestros
días.
Algunas células desarrollaron clorofila y se vieron libres de la lucha por el
alimento en el sentido de que en lo sucesivo necesitaban sólo agua, dióxido de
carbono, ciertos minerales y luz solar, todo lo cual era ubicuo e inagotable. Estas
células y sus descendientes son los miembros del reino vegetal.
Las otras células que, con sus descendientes, formaron el reino animal, siguieron
existiendo sin clorofila. Para conseguirlo, éstos deben comer materia orgánica ya
creada; o bien los restos de células anteriormente vivas, o la célula intacta de la
planta, o una célula intacta de animal que ha estado viviendo en uno o en ambos de
los dos primeros elementos.
Así, pues, en cierto sentido, las células animales viven también de dióxido de
carbono, agua, minerales y luz solar, aunque utilizando un intermediario. Eso del
intermediario, ¿no es asimismo una forma de parasitismo? ¿No será eso también el
estilo de muerte en el jardín del Edén de la que antes he hablado en tono de
advertencia?
La prueba en favor de considerar la vida animal generalmente como parasitaria es
ésta: la vida de las plantas, en algunas de sus formas, puede continuar existiendo
indefinidamente, aun cuando fuera destruida la vida animal, pero no sería así en caso
contrario. Ninguna vida animal existiría durante más de un corto período de tiempo
después de la destrucción de la vida vegetal.
Por añadidura, ya que la vida animal se mantiene de la energía solar por medio de
un intermediario, se produce el natural despilfarro asociado con los intermediarios en
todos los casos. En números redondos, son necesarios unos cinco kilos de plantas
para mantener medio kilo de animal, de modo que la masa total de materia viviente
en la Tierra es noventa por ciento vegetal y diez por ciento animal.
Sin embargo, veamos la otra cara del asunto. La vida animal no reúne todas las
características del parasitismo, o sea, que la comida se convierte en su entorno. Un

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auténtico parásito vive en su alimento y no necesita buscarlo, con excepción de la
búsqueda original hasta encontrar a su anfitrión. La vida animal debe buscar su
alimento constantemente y, por lo tanto, no es verdaderamente parasitaria. El hecho
de que su comida particular sea la célula de una planta en lugar de, por ejemplo, una
piedrecita no es más que una diferencia de detalle.
De hecho, es la vida vegetal la que está rodeada por el aire, el agua, minerales y
luz solar que constituyen su alimento. Y, sin embargo, es la célula de la planta la
auténtica parasitaria. Ésta no es la forma ortodoxa de enfocar el asunto, lo sé -
realmente, en la medida de mi información, es una idea original mía-, pero debe
considerarse que la célula vegetal presenta algunas características de parasitismo.
Muestra un inferior control de su entorno en comparación con las bacterias,
aparentemente más simples. Algunas células de bacterias pueden moverse a voluntad;
las células vegetales no pueden hacerlo. Las células vegetales son tan inmóviles como
los virus. Las células vegetales almacenan y gastan energía lentamente y viven a un
bajo nivel de intensidad. De hecho, no «viven», «vegetan».
Por otro lado, la célula animal puede gastar energía en una proporción limitada
sólo por la cantidad de material vegetal que puede consumir y transformar por
metabolismo por unidad de tiempo. Mediante la habilidad de moverse a voluntad y de
vivir más rápidamente en general, la célula animal puede controlar su entorno mucho
más que puede hacerlo la célula vegetal. (Para expresarlo de la forma más sencilla:
usted puede morder una zanahoria, pero la zanahoria no puede devolverle a usted el
mordisco.)
Así, pues, la conclusión es que la célula animal está más avanzada que la célula
vegetal.
En general, la continua elaboración de células supone casi inevitablemente
aumentos de tamaño. Las células más complejas son las de mayor tamaño. Cuanto
más grande es una célula, mayores cromosomas puede contener, o más numerosos;
puede contener más enzimas, puede almacenar más comida, puede generar más
energía, más puede dividirse en subdivisiones especializadas. Resumiendo, una célula
grande puede hacer más que una célula pequeña y es probable que sea, según la
definición que hemos empleado aquí, más avanzada.
Pero conforme las células son más grandes, los problemas aumentan. La
proporción en que entra alimento en una célula y salen los desechos, depende de la
superficie de la célula. Las necesidades alimentarias totales de una célula dependen
de su volumen. Pero a medida que una célula aumenta de tamaño, el volumen
aumenta como el cubo del diámetro, y la superficie sólo como el cuadrado. Si
mantiene su forma esférica, se alcanza enseguida un tamaño en donde ya no hay
bastante superficie para alimentar el tamaño aumentado.
Una alternativa sería abandonar la forma esférica. Las células deben ser largas,
planas o irregulares. El único problema es que la forma esférica requiere la mínima
energía para mantenerse. Cualquier desviación supone un ingreso de energía, un

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ingreso que es mayor según aumenta el tamaño de la célula. Las pequeñas células
bacterianas pueden tener forma de bastoncito, pero para células mayores aisladas esto
supone una gran proeza. La ameba puede sacar seudópodos romos, el paramecio
puede tener forma de zapatilla, pero aun así se alcanza rápidamente el tamaño
máximo.
Otra alternativa de las células es quedarse pequeñas y razonablemente esféricas,
pero permanecen unidas después de la división celular. De este modo se forma un
grupo de células que poseen todas las ventajas que proporciona la masificación, al
tiempo que deja estar a cada individuo dentro del límite de seguridad de la ley del
«cubo cuadrado».
Así, pues, las colonias de células, tanto vegetales como animales, se han podido
formar y se han formado. No es grande la ventaja de una colonia de células, si se trata
simplemente de una colección de células independientes por completo y nada más,
sobre las células demasiado separadas. Sin embargo, la existencia de una colonia de
células hace posible la especialización a nivel celular.
Las más afortunadas colonias de células en el reino animal, por ejemplo, son las
esponjas, que pueden alcanzar tamaños enormes cuando se las compara con células
individuales. Las esponjas están formadas por varios tipos de células especializadas,
cada una de las cuales desempeña una función particularmente bien.
Hay un tipo que segrega un material fibroso y gelatinoso que mantiene y protege
simultáneamente a una colonia, de modo que la colonia en su totalidad está más
segura y mejor protegida de las presiones del ambiente que pueda estarlo cualquier
célula individual. Otras células de la esponja tienen flagelos que pueden desviar una
corriente, que pueden traer partículas de comida a la colonia y expulsar los desechos.
Otras incluso tienen poros a través de los cuales pasará el fluido.
Esto lleva a una división del trabajo, con un consiguiente aumento general de la
eficiencia.
Sin embargo, en una colonia de células, incluso tan complicada como la de las
esponjas, la célula individual no ha renunciado a sus derechos de primogenitura.
Cada célula individual de una esponja puede, y a veces lo hace, deambular por su
cuenta e iniciar una nueva colonia.
Pero llevemos este fenómeno a su conclusión lógica. Para aumentar la eficiencia
de una colonia celular, será necesaria una especialización cada vez mayor. Cada
célula debe superarse constantemente en su labor particular, aun cuando ello
signifique abandonar otras habilidades. Las deficiencias de una célula serán
subsanadas, en definitiva, por sus vecinas. (Esto es la conversión de gen en
cromosoma, en un nivel superior.)
Eventualmente, la célula individual de una colonia se vuelve tan especializada
que ya no puede existir sola; sólo como parte de un grupo.
Cuando se alcanza este punto, nos vemos frente a algo más que una colonia de
células. Tenemos un «organismo multicelular[3]».

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Pero ahora la célula individual está completamente a merced del organismo
multicelular como un todo. La célula no puede vivir fuera del organismo y es, por lo
tanto, un parásito dentro del organismo. ¿No supone esto una regresión?
Eso sería así considerando sólo la célula individual. Pero la célula ya no es todo el
organismo. Ya no cuenta como una medida de «progreso»; ahora es toda la colección
de células la que tiene «conciencia de vida».
Eso lo podemos ver en nosotros mismos, A nosotros no nos afecta que millones
de nuestros glóbulos rojos mueran cada minuto, o que nuestra piel se vea
constantemente renovada sólo por la continua muerte de células justamente debajo de
la epidermis. Una herida que dañe o mate millones de células no tiene consecuencias
inquietantes si puede curarse. Si es absolutamente necesario, sacrificaremos una
pierna para salvar nuestra vida. En definitiva, mientras persista la conciencia del
conjunto, las partes sólo son consecuencias secundarias.
No tenemos más remedio que aplicar este principio a otros organismos
multicelulares, aun cuando estemos completamente seguros de que la «conciencia de
vida» en el sentido humano no existe en ellos. El equivalente, sea el que sea, existe de
todos modos, y con la aparición del organismo multicelular debemos considerar sólo
el organismo, no las células que lo componen.
Debo aclarar que lo que denomino «progreso» no sólo supone necesariamente
ventajas. La célula está más desarrollada que el virus, pero es más fácil de matar.
Aunque la célula tiene mayor control de su entorno dentro de ciertos límites, puede
soportar menos bien la presión del ambiente más allá de esos límites.
Similarmente, un organismo multicelular es, en ciertos aspectos, más susceptible
de morir que una célula individual.
Una célula individual es potencialmente inmortal. Si se le dan suficientes
alimento y seguridad, crecerá y se dividirá eternamente. Sin embargo, el organismo
multicelular depende no sólo de las células que lo componen, sino de la organización
entre ellas. Todas sus células, con insignificantes excepciones, deben estar en orden
de trabajo. Sin embargo, si el mal funcionamiento de esas pocas células destruye la
organización intercelular, ello puede causar la muerte de todo el organismo y de todas
las células sanas que lo componen.
La organización intercelular no es nunca perenne. Un organismo multicelular,
aunque viva con abundante alimento y en completa seguridad, debe no obstante morir
en algún momento.
Sin embargo, deben ser sopesadas y comparadas las ventajas y desventajas.
Volviendo la mirada al sinuoso camino de la evolución debemos concluir que la
mayor flexibilidad de la célula, dentro de unos límites, supone una mayor fragilidad
dentro de esos límites. Del mismo modo, la mayor flexibilidad del organismo
multicelular supone el hecho de que llegó al mundo la muerte inevitable.
De hecho, incluso una aparente desventaja podría convertirse en una victoria
consumada. Para evitar la extinción de las especies, debe hacer la provisión para la

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formación de uno o más organismos multicelulares nuevos antes de que muera el
viejo. Esto se hizo y oportunamente el sistema fue perfeccionado hasta el punto en
que requirió la cooperación de dos organismos para producir uno nuevo. Al
inventarse la reproducción sexual, llegó el eterno intercambio de cromosomas con
cada generación. La variación entre individuos se hizo más común y más drástica,
con lo cual se aceleró el curso de la evolución.
Es interesante notar que el reino vegetal, con su vida más fácil y su parasitismo
con respecto del sol, el aire y el agua, no efectuó su progreso hacia la
multicelularidad ni tan extensiva ni tan intensivamente como el reino animal. De
hecho, las plantas marinas nunca progresaron más allá del estadio de colonia celular.
La más sofisticada alga es sólo una colonia de células.
Sólo cuando las plantas invadieron la tierra firme y se hizo más difícil obtener el
agua y los minerales, se tuvieron que desarrollar órganos especializados para captar
del suelo esas sustancias, así como otros órganos para recoger la luz solar, comunicar
agua desde abajo y alimento desde arriba a otras partes del organismo. Aun así, ni el
más complejo árbol es tan sofisticado como un simple animal. Por ejemplo, ninguna
planta tiene sistema nervioso, músculos o un sistema circulatorio de la sangre.
Ninguna planta puede moverse con la libertad con que puede hacerlo un animal.

Todos los tipos de organismos que he mencionado hasta ahora sobreviven aún

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hoy en nuestro mundo actual posiblemente después de dos mil millones de años de
vicisitudes ambientales, aunque no necesariamente en su forma original.
Indudablemente, todo continuará sobreviviendo, a menos que se produzca un
cataclismo planetario.
Sin embargo, la supervivencia por sí sola no representa nada. En la base de
control del ambiente, los tipos de organismos pueden presentarse como en la Figura
1. Las flechas incluidas no pretenden indicar líneas de descenso, por supuesto. Por el
contrario, señalan la dirección de un mayor control del entorno. No parece que la
decisión sea difícil; obviamente, el organismo del animal multicelular es el más
avanzado de los presentados en la figura 1. Podemos decir que «gobierna la Tierra».
Los animales multicelulares, entre los cuales me debo incluir, están divididos en
un número de amplios grupos llamados filos. En cada filo puede haber una gran
diversidad, pero se mantiene cierta uniformidad de plan general de cuerpo.
Por ejemplo, no se debe pensar que hay mucha semejanza entre ustedes y un pez,
pero tanto ustedes como el pez tienen los huesos dispuestos de forma similar; ambos
poseen un corazón; la sangre de ambos contiene sustancias químicas similares; ambos
poseen cuatro miembros distribuidos en dos pares; también ambos tienen dos ojos y
una boca que forma parte de la cabeza, y así sucesivamente.
Anatomistas y zoólogos encontrarían centenares de otras evidentes semejanzas
físicas. La causa es que ustedes y el pez pertenecen al mismo filo.
Ahora, compárense con una ostra. Quizá no conseguirían encontrar similitudes,
excepto porque tanto la ostra como ustedes son multicelulares. Diferentes filos,
¿comprenden?
Por supuesto, la división exacta en filos es una obra del hombre y no todas las
autoridades se ponen de acuerdo acerca de las criaturas que deben pertenecer a cada
filo. (En cierto modo, la Naturaleza nunca se organizó pensando en los futuros
clasificadores. Es triste, pero cierto.)
Sin embargo, la Enciclopedia científica «Van Nostrand», que es la que tengo a
mano, recoge veintiún filos de animales multicelulares.
Resulta interesante comprobar que los veintiún intentos de variar la organización
básica funcionaron, en el sentido de que criaturas pertenecientes a cada filo
sobreviven hoy y probablemente sobrevivirán en un futuro previsible. No hay rastros
fósiles de ningún filo distinto -que yo sepa- que ahora esté completamente
extinguido.
Más de la mitad de los filos, aunque sobreviven, han sido diferentemente
derrotados por los filos competidores. Estos filos batidos ahora existen en una
variedad limitada en unos espacios marginales del entorno o han ido a parar en gran
medida -a veces por completo- al callejón sin salida del parasitismo. Continuando la
búsqueda de «progreso» de organismos, será sólo necesario, por lo tanto, considerar
ocho filos diferentes para así obtener lo que parece un cuadro claro.
Para empezar, el menos avanzado de los filos de animales multicelulares -aunque

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es uno que consigue salir adelante airosamente en la lucha por la existencia- son los
celentéreos. Ejemplos comunes de este filo son la hidra de agua dulce y la medusa.
El esquema del cuerpo del celentéreo, en los términos más sencillos, es como una
copa formada de una doble capa de células. La capa que da al mundo exterior es el
ectodermo; la capa de la parte interior de la copa es el endodermo. Ambas capas
contienen células especializadas. El ectodermo trata principalmente con el mundo
exterior al que se enfrenta. Contiene primitivas células nerviosas para recibir y
transmitir estímulos, coordinando así el comportamiento de las células componentes
que lo forman. También contiene células punzantes que sirven como armas ofensivas
y para capturar organismos más pequeños. El endodermo, por otro lado, es una capa
encargada del alimento. Contiene células especializadas para secretar un jugo que
digiere los organismos capturados y los prepara para la absorción.
Un progreso particular hecho por los celentéreos es que el interior de la «copa» es
como un trozo privado del océano. En las células y colonias de células, por
complicadas que sean, las partículas de alimento deben ser absorbidas por el cuerpo
de una célula antes de que puedan ser aprovechadas.
Por el contrario, los celentéreos pueden proyectar partículas al interior de la copa
-que es un primitivo saco digestivo, o «intestino»- y allí digerirlas. Las células del
endodermo necesitan sólo absorber los productos disueltos de la digestión, no la
partícula en sí. De este modo se pueden aprovechar a la vez muchas partículas de
alimento; también se pueden aprovechar partículas de alimento individuales
considerablemente mayores que una célula. Cualquier progreso en el plan de
alimentación significa automáticamente una importante mejora en el control del
entorno, de modo que los celentéreos, aunque son los más inferiores organismos
multicelulares, están muy avanzados con respecto incluso a la más especializada de
las células o colonias de células.
Otro filo, los platelmintos, ha añadido refinamientos adicionales a la estructura
corporal del celentéreo. (Este filo, al que se puede llamar también «gusanos planos»,
contiene formas parasitarias bien conocidas, en especial las diversas lombrices
solitarias. También contiene formas de vida libre, la mejor conocida de las cuales es
una criatura milimétrica llamada «planaria».)
Los platelmintos poseen una tercera capa de células, llamada el mesodermo, en el
espacio -«celoma»- entre el ectodermo y el endodermo. (Y ése es el final. En ningún
filo se ha desarrollado nunca una cuarta capa.) El mesodermo no está muy
relacionado con el mundo exterior, a diferencia del ectodermo; ni tampoco con la
alimentación, como lo está el endodermo. En lugar de ello, el mesodermo puede ser
utilizado para formar órganos que el cuerpo requiera para la especialización interna.
(La utilidad de este invento queda demostrada por el hecho de que ningún filo
después de los platelmintos lo ha abandonado nunca.)
Por ejemplo, los platelmintos utilizan el mesodermo para formar fibras
contráctiles que constituyen los primeros músculos animales. También forman

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órganos especiales reproductivos y un embrión de órganos excretores. Todos ellos
presentan una nueva especialización y, con ello, nuevos y más eficientes modos de
dar una respuesta al entorno. Los músculos, por ejemplo, permiten al platelminto
moverse con mayor facilidad y eficiencia que los celentéreos. Además, los
platelmintos ofrecen una simetría bilateral. Esto significa que las mitades derecha e
izquierda son imágenes especulares, pero los extremos delantero y posterior no lo
son. Los platelmintos tienen «cabeza» y «cola» diferenciadas, y es la cabeza la que
suele apuntar en la dirección del movimiento.
Encontramos simetría radial en las criaturas unicelulares en las colonias de
células y en los celentéreos. Esas criaturas deben estar igualmente en guardia en todas
partes. Los platelmintos porque la cabeza va considerablemente adelantada
penetrando en lo desconocido, y es la cabeza la que necesita ser particularmente
sensitiva a los estímulos. Concentrar el área de respuesta a los estímulos significa
aumentar la eficiencia de la respuesta, permitiendo ello un mejor control potencial del
entorno.
Como un ejemplo, los platelmintos han desarrollado las primitivas células
nerviosas de los celentéreos en una red nerviosa organizada, con una concentración
en la zona de la cabeza donde es más necesaria. Dicho en otras palabras, los
platelmintos han inventado el primer cerebro primitivo.
Sin embargo, tanto los celentéreos como los platelmintos aún dependen para su
alimento de la simple absorción de alimento procedente del mundo exterior, en las
varias células componentes. Esto les evita llegar a alcanzar un gran tamaño -con la
ventaja de una superior eficiencia potencial- ya que cada célula debe permanecer
dentro de cierta distancia con respecto al mundo exterior, o no les llegará suficientes
alimentos y oxígeno.
Desde luego, existe una medusa gigantesca, pero sus largos aguijones son muy
finos y su voluminoso «vientre» está compuesto principalmente por un material
acuoso muy gelatinoso, con sus células vivientes muy cerca de la superficie. También
hay platelmintos gigantescos -así como lombrices de dos metros- pero nunca pueden
llegar a ser muy gruesos.
Para que un organismo multicelular llegue a alcanzar un gran tamaño, y no sólo
longitud, se necesitó un nuevo invento. Esto fue proporcionado por el filo de los
nemátodos, también llamados ascárides. Muchos de éstos son también parásitos, pero
también hay gran cantidad que sobreviven por sus propios medios.
El invento de la ascáride es un fluido en el celoma que puede moverse libremente
por todos los escondrijos y grietas del organismo. El alimento y el oxígeno pueden
ahora ser secretados en el fluido por esas células que absorbieron un exceso del
intestino, y el fluido lo transportará a todas las células que baña para un empleo
inmediato, o bien para su almacenamiento. Igualmente, los desechos pueden ser
arrojados al fluido, el cual los puede transportar a las células del sistema excretorio.
Resumiendo: los ascárides inventaron la sangre. La sangre fue como una pequeña

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extensión interna del océano que podía bañar todas las células en un organismo que,
sin embargo, estaba profundamente enterrado. Mientras una célula tenía un «frente
oceánico» en la sangre, no necesitaba preocuparse acerca del océano real exterior.
Podía obtener su alimento de la sangre. Por esta razón las ascárides pudieron
desarrollar un cuerpo y ser redondas, mientras que los platelmintos sólo podían ser
planos.
Las ascárides también son responsables de otro progreso. Tanto en los celentéreos
como en los platelmintos, el intestino es un simple saco con sólo una abertura. El
indigestible residuo de comida tomada debía ser expulsado por la abertura por la que
antes había entrado. Mientras se producía la eyección, no podía ingerir nada, y
viceversa. Operaban con el sistema de «hornada».
Las ascárides añadieron una segunda abertura al intestino, en su parte posterior.
Las ascárides fueron la primera forma de vida que adoptaron el esquema básico de un
tubo dentro de un tubo. Las partículas de alimento entraban por un extremo, eran
digeridas y absorbidas mientras viajaban por el intestino, y el residuo no digerido era
expulsado por el extremo opuesto. Tanto la ingestión como la eyección podían ser
continuas y, obviamente, esta técnica de alimentación continua representó otro
progreso mayor en el control del entorno.
Ahora, a partir de las ascárides, se pueden señalar tres diferentes e importantes
filos derivados. Cada uno tiene todo lo que poseen los ascárides y añade algunas
pocas novedades propias.
En primer lugar, aunque las ascárides tenían la potencialidad de poseer volumen,
gracias a la invención de la sangre, quedaba otro obstáculo en el camino de la
completa realización de esta potencialidad. Las ascárides están compuestas
exclusivamente de un fino tejido que debe, en cierto modo, soportar el destructivo
efecto de las corrientes de agua. Cuanto más crece un organismo, más vulnerable es a
esta destrucción a menos que desarrolle algún tipo de atiesador.
Esto fue inventado por el filo de los moluscos, que incluye a las almejas,
caracoles, ostras, etc. Éstos desarrollaron un fuerte y rígido caparazón externo, o
«exoesqueleto», de carbonato de calcio, que sirvió para varios propósitos. Atiesó el
cuerpo y permitió que alcanzara mayor volumen. Sirvió como un escudo contra los
enemigos, así como también de asidero para los músculos, de modo que los músculos
de los moluscos podían ejercer una presión mucho mayor que los de los platelmintos
o las ascárides.
Un segundo filo probó con otro agente atiesador, según otro esquema. Éste fue el
filo de los equinodermos, tales como la estrella de mar, erizos de mar, etc., que
desarrollaron un caparazón endurecido bajo la piel, formando así un esqueleto interno
o endoesqueleto. (Los equinodermos parece que se retiraron de la simetría bilateral
originada por los platelmintos, regresando a la simetría radial de los celentéreos. Esto
es actualmente una modificación secundaria. Los equinodermos larvados son
bilateralmente simétricos y sólo adoptan la simetría radial cuando son adultos.)

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En ambos filos, los esqueletos liberaron a los organismos de algunas de las
presiones del entorno a las que estaban sometidas las ascárides. Por esta razón, tanto
los moluscos como los equinodermos pueden ser considerados como avanzados con
respecto a las ascárides.
Sin embargo, el desarrollo de los esqueletos supuso también importantes defectos.
Los moluscos y equinodermos poseen mayor volumen que los platelmintos y
ascárides, pero el peso de su armadura les impide en gran medida de la libertad de
movimiento tan penosamente desarrollada por los animales. En lugar de los gusanos
culebreantes, nos encontramos con las relativamente inmóviles estrellas de mar y
ostras.
(Incidentalmente, los juicios generales acerca de los filos, o sobre cualquier otra
cosa, no deben ser confundidos con juicios universales. Por ejemplo, los más
avanzados de los moluscos son los pulpos y los calamares, que no tienen nada de
parados. Han recuperado la libertad de movimiento al abandonar el caparazón, si bien
les quedan algunos vestigios de su pasado, y al utilizar otros tipos de atiesador en
puntos estratégicos.)
Realmente, un caparazón es una forma de defensa estática. Supone una especie de
«psicología Maginot». El animal se retira a una fortaleza y parece ya muy poco capaz
de elaborar refinamientos en su cuerpo que puedan suponer un ataque contra el
entorno. Y las grandes victorias en el campo de la evolución siempre se consiguen
con grandes ataques.
Así, pues, el caparazón es una muralla que impide a la criatura conocer el mundo.
Se ve menos bombardeada por estímulos, a causa de su escudo protector, de modo
que es menos apta para desarrollar respuestas rápidas y adecuadas.
Sin embargo, ese caparazón ofrece ventajas que compensan ampliamente de todas
esas desventajas y le queda sólo adaptarse mejor; mantener sus ventajas minimizando
sus desventajas. Volveré a esto.
Pero antes queda el tercer desarrollo a partir de las ascárides; uno que no
representa un esqueleto de ninguna clase y es, quizás, el más importante de los tres.
Este nuevo avance lo encontramos en el filo de los anélidos, el mejor ejemplo de los
cuales es el gusano de tierra. Este progreso se llama «segmentación».
Un anélido está compuesto por una serie de segmentos. Cada segmento puede ser
considerado como un organismo incompleto por sí mismo. Cada uno posee su
ramificación nerviosa a partir del tronco nervioso principal, sus propios vasos
sanguíneos, sus propios tubitos para expeler los desechos, sus propios músculos, etc.
Al formar una estructura corporal que es una repetición de unidades similares, las
fuerzas de la evolución están de nuevo poniendo en práctica la filosofía de la «línea
de montaje», con una consiguiente mejora en la eficiencia. La estructura corporal del
anélido es más organizada, flexible y eficiente que la de cualquier criatura no
segmentada.
Quizás a causa de esto, los anélidos pudieron hacer posteriores avances. Por

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ejemplo, mejoraron el sistema circulatorio al inventar los antes mencionados vasos
sanguíneos. La sangre ya no se agitaba desordenadamente en la cavidad celómica.
Ahora ya estaba confinada a los vasos a través de los cuales circularía de modo
organizado, más eficiente. Los anélidos también inventaron la hemoglobina, una
proteína que podía transportar oxígeno con mucha mayor eficiencia que un simple
fluido acuoso. (Sí, señor, el gusano de tierra merece un gran respeto.)
A pesar de todo esto, los anélidos carecen de esqueleto. Son blandos y
relativamente indefensos y se ven limitados en volumen potencial. (Incluso los
famosos gusanos de tierra de Australia, que llegan a alcanzar 1,80 m de longitud, se
quedan largos y delgados.) Su control del entorno, por desgracia, es limitado.
Así que el siguiente paso es desarrollar filos que combinen la eficiencia de la
segmentación con la seguridad así como con las potencialidades de volumen y fuerza
del desarrollo del esqueleto. Esto fue hecho no menos de dos veces.
A partir de los anélidos -probablemente- se desarrolló el filo de los artrópodos,
incluyendo langostas, arañas, los ciempiés y los insectos. Éstos conservaron la
segmentación de los anélidos, pero añadieron a esto la noción del exoesqueleto,
originado por los moluscos.
El exoesqueleto del artrópodo fue, sin embargo, un gran progreso sobre el
exoesqueleto del molusco. El anterior no fue un compuesto inorgánico duro,
quebradizo, inflexible. En lugar de ello fue un polímero orgánico, llamado «quitina»,
la cual es más ligera, dura y más flexible que el caparazón de carbonato de calcio que
poseen los moluscos.
Además, el exoesqueleto del artrópodo era más que una barrera amorfa contra el
mundo exterior. Era segmentada, ajustándose a los contornos del cuerpo
estrechamente, con lo que los movimientos corporales quedaban menos limitados. En
casi todos los sentidos, la quitina ofrecía las ventajas del caparazón del molusco, sin
sus desventajas. Añádase a eso la eficiencia de la segmentación, y el esquema
corporal del artrópodo obviamente ofrece un adelanto Con respecto a los anélidos y
los moluscos.
Surgió un segundo filo, probablemente a partir de los equinodermos, en un
momento posterior a que hubieran inventado el endoesqueleto, pero antes de que
hubieran desarrollado la regresión adulta a la simetría radial. El nuevo filo es el de los
cordados, al que nosotros pertenecemos.
Los cordados conservaron el endoesqueleto, el cual fueron mejorando
gradualmente. Convirtieron el primitivo seudocaparazón de los equinodermos en un
sistema de «vigas» internas bastante ligeras, considerablemente fuertes y de una
enorme eficiencia. Combinaron esto con la introducción de la segmentación.
Les sorprendería descubrir que ustedes, como un cordado, están segmentados. La
segmentación no es tan claramente visible entre los cordados como entre los otros dos
filos segmentados. Por ejemplo, entre los anélidos resulta claramente visible en el
gusano de tierra; entre los artrópodos se ve fácilmente en el ciempiés. Sin embargo,

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aunque no claramente visible, existe en los cordados.
Incluso en el ser humano que parece exteriormente de una sola pieza, un
minucioso examen de sus músculos, vasos sanguíneos y fibras nerviosas revela la
existencia de segmentación. El sistema excretorio y reproductivo en el embrión del
cordado -inclusive en el humano- muestra una indiscutible segmentación, si bien esto
queda algo confuso debido a cambios secundarios producidos en el adulto.
Y esto lo pueden comprobar ustedes mismos palpando su columna vertebral.
Cada vértebra representa un segmento. Esto queda más de relieve en el pecho, donde
cada segmento no sólo posee una vértebra, sino también un par de costillas. (O miren
el esqueleto de una gran serpiente si alguna vez tienen la oportunidad de ello; vean si
ese ejemplo de construcción de esqueleto del cordado no les recuerda el de un
ciempiés.)
Con esto acaba la marcha de los filos, lo cual aparece resumido en la Figura 2, en
donde, de nuevo, las flechas no representan necesariamente líneas descendentes, sino
la dirección de un mayor control del entorno, por lo tanto de un «progreso». Nadie
pone en duda que los artrópodos y los cordados son los más desarrollados e
importantes de los filos. Puede decirse, si se me permite que «dominan el mundo».
De hecho, su papel puede ser permanente, pues me pregunto si alguna vez se
llegarán a formar nuevos filos. Desde luego, desde hace mucho tiempo no se ha
formado ninguno nuevo.
La vida pudo empezar hace tres mil millones de años y probablemente pasó la
mitad de su existencia en la forma unicelular. Con el trascendental descubrimiento de
la multicelularidad pudo producirse una explosiva exploración de las diversas
versiones de la multicelularidad. Para el tiempo en que aparecieron los primeros
fósiles, los veintiún filos ya existían.

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Hasta los cordados y artrópodos, los últimos en aparecer, ya existían en forma
primitiva, al menos hace 600 000 000 de años. Desde entonces no se han formado
nuevos filos.
¿Significa esto que la vida ha perdido su capacidad de perfección?
Desde luego que no.
Por un lado hay mucho espacio para posteriores progreso y refinamiento en los
filos de los cordados y artrópodos. Por otro lado, si la marcha de los filos ha
terminado puede obedecer a que se hayan agotado las potencialidades de la
multicelularidad.
La vida puede estar preparándose para el paso más allá de los filos y a esto quiero
referirme en mi siguiente artículo.

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Indudablemente, este ensayo y el anterior fueron concebidos como una unidad y
pudieron haber sido escritos como tal.
Sin embargo, como todos los ensayos que escribo, los destiné primero a una
revista; las revistas permiten sólo una determinada extensión, que suele ser
corta, ya que debe darse cabida a más textos aparte de mi inmortal prosa.
Astounding no podía aceptar ensayos científicos que contuvieran más de
7000 palabras (excepto en circunstancias muy especiales) y si en mi mente
bullían 14 000 palabras, como en el caso presente, tenía que dividirlas en dos
ensayos, procurando que ambos tuvieran sentido independientemente, a fin de
poderlos publicar.
Por supuesto, hubiera podido rehacer los dos ensayos para este libro y
refundirlos en uno largo; pero he preferido no hacerlo así. Como norma,
prefiero que mis artículos aparezcan lo más posible en su forma original;
además, dos ensayos cortos son más asimilables que uno largo.

3. MAS ALLÁ DE LOS FILOS

EN el capítulo anterior -«La marcha de los filos»- llegué a la conclusión de que había
dos amplias divisiones -«filos»- de criaturas vivientes que estaban más desarrolladas
que otras, en el sentido de que tenían el mayor control sobre su entorno. Estos dos
eran el filo de los artrópodos (incluyendo langostas, arañas, ciempiés, insectos, etc.),
y el filo de los cordados, que incluye los peces, las serpientes, las aves, a los hombres,
etcétera.
Cuidadosamente, traté de no tomar una decisión acerca de cuál de los dos era el
más avanzado. Por un lado, al ser hombres y, por lo tanto, cordados, nos podría
parecer natural que los cordados somos los más avanzados. Por otro lado, es
innegable que la masa vital de los artrópodos es muchísimo mayor que la de los
cordados.
Al hombre se le puede considerar el amo de la Tierra, pero, sin duda, ha fracasado
en su intento de dominio de los insectos que lo molestan, y ello a pesar de esfuerzos
heroicos. Los cordados molestos han sido eliminados por el hombre; a veces con una
terrible rapidez.
Quizás ésta es la razón por la que muchos de nosotros tenemos la desagradable

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sensación de que si los cordados -inclusive el hombre- desaparecen de escena, los
insectos -los más aptos de los artrópodos- seguirán desarrollando su vida normal.
Sin embargo, a pesar de las dudas que podamos tener, si nos limitamos al
individuo cordado y al artrópodo individual, no hay competencia: el cordado es el
claro vencedor.
Para ver la razón, consideremos la vida en tierra.
La vida en tierra es más bien un retoño de la vida en general, pues alrededor de
cinco sextos del total de materia viviente habita en los océanos. No obstante, el
control del entorno, que da la medida del «progreso» de un organismo es
potencialmente posible en mayor medida en tierra que en el mar. Consecuentemente,
la vida en tierra tiene más probabilidades en su favor en la competición para el
dominio. La razón es fácil de explicar.
La vida en el mar está rodeada de agua, mientras que la vida en tierra está rodeada
de aire. El agua es setenta veces más viscosa que el aire a temperaturas normales y es
mucho más difícil moverse a través de ella. Éste es el punto clave.
Una criatura capaz de movimiento rápido posee mejor control de su entorno y,
por lo tanto, está más avanzada -siendo todas las demás cosas iguales- que una
criatura incapaz de movimiento rápido. Pero, en el mar, la criatura destinada a un
movimiento rápido debe ser aerodinámica; de otro modo gastaría inútilmente una
enorme cantidad de energía para vencer la resistencia del agua. Un ejemplo de
aerodinamismo puede verse de inmediato en los tiburones y peces.
Sin embargo, las criaturas de tierra deben estar destinadas para un movimiento
rápido a través del mucho menos denso aire, sin ser aerodinámicas. Cuando los
descendientes de una línea de criaturas de tierra no aerodinámicas regresa al mar, va
adquiriendo la antedicha forma. Puede verse algo de esto en las nutrias y patos, más
aún en las focas y pingüinos, alcanzando casi la perfección tanto las marsopas como
las ballenas.
La desventaja del aerodinamismo es la siguiente: inhibe la existencia de
apéndices que podrían romper el aerodinamismo y destruir la eficacia de movimiento.
Pero es precisamente mediante el empleo de apéndices como las criaturas pueden
valerse mejor en su medio y someterlo a su voluntad. Una zarigüeya utiliza su cola
para agarrarse de una rama; un elefante su trompa para manejar objetos tanto grandes
como pequeños; un mapache sus garras, y un simio sus manos, etcétera.
En definitiva, una criatura aerodinámica se queda sin medios de ataque sobre su
medio. La ballena constituye el más impresionante ejemplo en este sentido. La
ballena es uno de los dos tipos de criaturas cuyo cerebro es más grande que el
humano. El otro tipo es el elefante, un animal indiscutiblemente inteligente.
El cerebro de la ballena, a diferencia del el elefante, no es sólo mayor que el
humano, sino que, además, está más densamente convolutado. Existe la razonable
posibilidad, por lo tanto, de que una ballena pueda ser -potencialmente, al menos-
más inteligente que un hombre. En definitiva, las marsopas y delfines, parientes

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pequeños de la ballena, son innegablemente inteligentes, más que la mayoría de los
mamíferos. Una marsopa comparada con un cachalote, puede ser igual que un simio
comparado con un hombre.
Pero, supongamos que una ballena fuera potencialmente más inteligente que un
hombre: ¿cómo podría demostrar su inteligencia? Tiene cola y dos aletas que están
perfectamente adaptadas para una poderosa natación y para nada más. No posee
apéndices con los que manipular el mundo exterior y, a causa de la necesidad de
aerodinamismo, no puede tener ninguno. Toda la inteligencia que una ballena pueda
tener queda únicamente en potencialidad; es una prisionera de la viscosidad del agua.
O consideremos el calamar gigante, un miembro del filo de los moluscos.
Ciertamente, en todo el mundo no hay criatura más altamente desarrollada que no es
artrópodo ni cordado. En algunos aspectos, de hecho es mejor que los artrópodos y
cordados. Posee grandes ojos, por ejemplo, más grandes que cualesquiera otros en el
mundo, similares a, y quizás en potencia, mejores, que los ojos independientemente
inventados por los cordados.
El calamar tiene diez apéndices, en forma de tentáculos, que pueden retorcerse
como ofidios; cada uno de los tentáculos es finamente sensible y están equipados con
ventosas para asir con fuerza. Sin embargo, los tentáculos no afectan la forma
aerodinámica, ya que cuando el calamar decide moverse con velocidad, su manto
aerodinámico hiende el agua mientras que los tentáculos se arrastran por detrás sin
interferir. De hecho, ya que el calamar se mueve rápidamente por propulsión a
chorro, ni siquiera necesita las aletas que, en el caso de los tiburones, peces o
ballenas, rompen indudablemente la perfección de la línea aerodinámica.
No obstante, la viscosidad del agua sale victoriosa, incluso sobre la superflexible
adaptación del calamar. Esos tentáculos deben moverse a través del agua cuando
manipulan su entorno y sólo pueden hacerlo en movimiento lento. (Traten de agitar
un bastón dentro del agua y comprenderán a lo que me refiero.)
Para resumir, pues, el apéndice es raro en el mar, y no existe el apéndice que
permita una rápida movilidad. Sin embargo, el apéndice de la movilidad rápida es
común entre las criaturas de tierra, y esto es lo que ha permitido que éstas sean las
dueñas de la Tierra y no las criaturas marinas.
De todos modos, vivir en tierra firme también ofrece desventajas. Una de ellas
está relacionada con la gravedad. En el mar, gracias a la fuerza ascensional del agua,
la gravedad es virtualmente inexistente. A un pez le resulta tan fácil flotar hacia arriba
como hacia abajo.
Sin embargo, en tierra, la fuerza de la gravedad es apenas diluida por el leve
efecto de flotación en el aire propio de cada criatura al nivel celular. Todas las
criaturas vivientes que invaden la tierra deben enfrentarse con este problema de un
modo u otro.
Hasta la aparición de los artrópodos y cordados, todos los tipos de vida animal
que invadieron la tierra firme fueron derrotados por la gravedad. Optaron por rendirse

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y se movieron sobre el suelo reptando lentamente, teniendo el cuerpo en contacto con
la superficie en todos o en casi todos los puntos. Observemos un gusano de tierra.
El desarrollo de caparazones por parte de los moluscos, que en el mar supuso un
avance, en tierra resultó ser una desventaja. El caracol de tierra no sólo tiene que
luchar contra el efecto de la gravedad sobre su propio cuerpo, además tiene que
acarrear sobre su lomo el peso de un caparazón.
Una criatura reptante que necesite todas sus energías para avanzar lentamente,
mal puede desarrollar apéndices de movimientos rápidos. Por lo tanto, han perdido la
primera ventaja de la vida sobre tierra. Bajo el nivel de artrópodos y cordados, pues,
las formas más desarrolladas de vida se hallan en el agua.
Para desarrollar apéndices de movimiento rápido, una criatura de tierra necesita
piernas que lo aguanten y que eleven la principal porción del cuerpo claramente sobre
el suelo, desafiando la gravedad. Pero unas piernas sólo formadas de suaves tejidos
nunca podrán aguantar un cuerpo aunque sea de discreto volumen. Las piernas
necesitan una dureza. Tanto los artrópodos como los cordados incluyen tipos de
criaturas con piernas duras. Para decidir cuál de los dos tipos es más avanzado,
establezcamos qué tipo utiliza el mejor endurecedor.
En el caso de los artrópodos, el endurecedor está en la parte exterior de la pierna
en forma de quitina. En el caso del cordado, se halla en el interior de la pierna en
forma de hueso. En general, un exoesqueleto -el del exterior- es mejor para efectos
defensivos. Un endoesqueleto -el del interior- es el mejor para fuerza estructural. (Por
ejemplo, el caballero llevaba su armadura por fuera, mientras que un rascacielos lleva
sus vigas de acero en el interior.)
En realidad, un exoesqueleto limita el crecimiento. Si los suaves tejidos internos
crecen, entonces debe ser descartado el duro exoesqueleto; si no, el crecimiento debe
detenerse. En los artrópodos, el exoesqueleto es periódicamente descartado y
remplazado por uno nuevo y mayor. Una gran cantidad de energía vital es necesaria
para la perpetua fabricación de exoesqueleto. Lo que es más, durante el período de
muda, el organismo se queda indefenso.
Un endoesqueleto no limita el crecimiento. Los huesos por dentro pueden crecer
libremente por acreción, mientras que el tejido que lo rodea también crece fácilmente.
Así, pues, el individuo cordado puede crecer más que el artrópodo, y ser más
fuerte. Los músculos del cordado, que poseen soportes internos en vez de un
caparazón externo, son más eficientes. En todos los casos, el cordado, más grande,
fuerte y rápido, posee un mejor control de su entorno y, por lo tanto, está más
desarrollado que el artrópodo.
(No hay que dejarse engañar por esas historias de que los saltamontes pueden
saltar varias veces su propia altura y de que las hormigas pueden levantar un peso
varias veces superior al suyo, y de que si ambos poseyeran el tamaño del hombre
podrían hacer maravillas. En realidad, si alguno de estos animales tuviera el tamaño
del hombre y pudiesen seguir vivos, es completamente seguro que un saltamontes no

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podría dar un salto tan alto como el que puede dar un hombre; una hormiga tampoco
podría hacer lo que es capaz de realizar un humano.)
A decir verdad, no todos los cordados poseen igual grado de desarrollo. El filo de
los cordados está dividido en nueve clases, y de ésas, las tres primeras incluyen
descendientes degenerados de cordados muy primitivos. Estos descendientes más
bien parecen gusanos y moluscos por fuera, y sólo un zoólogo encontraría alguna
razón para clasificarlos en nuestro propio filo.
Sin embargo, esas primitivas criaturas -o sus más respetables antepasados-
primero endurecieron sus cuerpos con un bastoncito interno de cartílago, una
sustancia parecida a la quitina en términos de flexibilidad y dureza, si bien por
completo distinta químicamente.
Por añadidura, los primeros cordados al parecer inventaron la segmentación y la
hemoglobina, cosas ambas que fueron anteriormente inventadas de forma
independiente por los anélidos, el filo al que pertenece el gusano de tierra. También
efectuaron progresos completamente originales al desarrollar un hígado, en el cual
fueron eficientemente concentradas muchas de las funciones químicas del cuerpo, así
como arcos en la garganta, que hicieron más eficiente la respiración.
Pero, obviamente, esto no está en particular destinado a hacer posible la vida
sobre la tierra conquistando la gravedad.
La siguiente clase de cordados, los ciclóstomos -de los cuales la lamprea es el
ejemplo más familiar-, dieron un paso en esa dirección extendiendo el único
bastoncito atiesador cartilaginoso hasta convertirlo en un esqueleto completo,
fortaleciendo con ello mucho el cuerpo y dándole menos aspecto vermiforme.
Además, inventaron los ojos, independientemente de la invención del molusco.
También el sistema circulatorio experimentó mejoras: se desarrolló un corazón
bicameral para conducir la sangre por los vasos sanguíneos, creándose asimismo los
glóbulos rojos en los que guardaría la hemoglobina. Ambos progresos hicieron
mucho más eficientes los transportes de alimento, oxígeno y materia fecal.
A continuación hay que referirse a la clase de los peces, la cual está dividida en
varias subclases de las cuales la más primitiva, la de los elasmobranquios -tiburones,
etc.-, inventó algunos de nuestros más útiles instrumentos: mandíbulas, dientes y dos
pares de piernas.
Los esqueletos tanto de las lampreas como de los tiburones, si bien son completos
están compuestos únicamente de cartílago. Éste es un atiesamiento suficiente para la
vida en el agua -los tiburones han triunfado ampliamente en este medio-, pero no es
lo bastante fuerte para aguantar a una criatura medianamente voluminosa contra la
fuerza gravitacional que encontraría sobre tierra.
Pero otra subclase de peces, los teleósteos, utilizó un método mediante el que el
esqueleto se vio reforzado por sales inorgánicas tales como el fosfato de calcio. De
este modo el cartílago fue convertido en hueso y los teleósteos son los «peces
huesudos».

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Para la vida sobre tierra son necesarios más cambios. Un organismo debe ser
capaz de utilizar directamente el oxígeno de la atmósfera. En esta dirección, el
teleósteo inventó una vejiga de aire mediante la cual podía aumentar o reducir a
voluntad su facultad de flotar, ayudándolo esto a la natación vertical. En algunos
miembros de otra subclase de peces, los crosopterigios, la vejiga de aire se convirtió
en un pulmón.
Los crosopterigios son un ejemplo del hecho de que, a menudo, los perdedores en
el juego de la vida son quienes realizan mayores progresos. Por una razón u otra, los
crosopterigios tuvieron menos éxito en su lucha con el medio que los teleósteos. La
mayor parte de las especies de los crosopterigios están ahora extintas. Algunos
descendientes aún existen aprendiendo a desenvolverse en medios tan indeseables,
que los teleósteos no tienen ninguna razón para seguirlos hasta allí, ya que triunfaron
en los ricos pastos del mar abierto. Los crosopterigios se retiraron al agua estancada,
a los fondos abisales, y a tierra firme. Somos los descendientes del tercer grupo.
La siguiente clase de los cordados son los anfibios, de los cuales los más
conocidos representantes modernos son las ranas y los sapos. Ellos realizaron la
transición. Los pulmones anfibios, trabajando a pleno rendimiento en la vida adulta,
consiguieron un sistema circulatorio propio, el cual hizo necesario un corazón
tricameral. Por añadidura, los anfibios inventaron el oído. (En general, al ser el aire
más transparente que el agua, las impresiones sensoriales tenían más alcance en el
ambiente de tierra que en el mar. Las criaturas de tierra pudieron modelar mejor sus
sentidos que las criaturas de mar. Sentidos más agudos suponían un aumento en el
control del ambiente y esto, también, ayuda a hacer la vida en tierra más adelantada
que la vida en el mar.)
Así resultó que los anfibios fueron los primeros cordados que invadieron la tierra
firme, elevaron sus cuerpos sobre las piernas y caminaron. Desde luego, caminaron
despacio y torpemente, pero lo hicieron.
Hacia el final de la Era paleozoica, los cordados anfibios y los escorpiones e
insectos artrópodos compitieron en tierra firme, y por vez primera empezó a
vislumbrarse con claridad una victoria de los cordados.
Pero los anfibios aún estaban atados al mar, o al menos a un ambiente acuático de
algún tipo, durante el período del nacimiento y primer desarrollo. Fue la siguiente
clase, la de los reptiles, la que hizo la invención crucial: un huevo que podía ser
empollado en tierra.
Un huevo semejante tenía primero que estar envuelto por una membrana que
fuera porosa a los gases -para que el embrión en desarrollo pudiera respirar-, pero que
pudiera retener el agua para que tal embrión no se secara. Para fertilizar tal huevo, la
fertilización debía tener lugar antes de que se formara la cáscara y, por ello, el
esperma debía ser depositado dentro de la hembra y no sólo sobre los huevos ya
puestos.
De nuevo, el huevo debía ser lo bastante grande para contener el alimento y el

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agua necesarios para el embrión durante todo el período del desarrollo. Esto
significaba que el embrión debía desarrollar membranas especiales con las que
pudiera aprovechar el contenido alimenticio del huevo.
Los reptiles desarrollaron todo esto y se convirtieron en animales realmente de
tierra. Algunos de ellos dieron unos retoques al sistema circulatorio desarrollando la
cuarta, y última, cámara del corazón, de modo que se formaron dos completas y
coordinadas bombas de la sangre.
Los reptiles alcanzaron su apogeo en el Mesozoico, cuando los dinosaurios
gigantes sacudieron la tierra.
Pero la conquista de la gravedad significaba que sólo había sido vencido uno de
los obstáculos de la vida en tierra. Hubo asimismo otro: el cambio de temperatura.
La temperatura del mar es virtualmente constante. En casi todo su volumen esta
temperatura constante está muy cerca del punto de congelación. En los trópicos una
delgada capa de la superficie posee una temperatura más alta, pero incluso en esa
zona restringida es aún moderadamente constante.
Una vez que una criatura se adapta a la temperatura de su región marina, ya no
necesita ninguna adaptación para enfrentarse con los cambios.
En tierra, sin embargo, la temperatura varía en gran medida. Las criaturas de
tierra pueden evitarlo viviendo bajo las rocas, en grietas, en madrigueras o en cuevas,
desplazándose hacia el Sur en el invierno y hacia el Norte en el verano, invernando
con tiempo frío o pasando el verano en estado de estivación. Sin embargo, todo esto
representa retiradas y mecanismos de evitación.
El éxito siempre se halla en el camino de la ofensiva. Fue necesario inventar un
mecanismo que asegurase una temperatura constante en el interior del cuerpo fuera
cual fuese -dentro de unos límites- la temperatura existente fuera del mismo.
Dos grupos diferentes de primitivos reptiles hicieron independientemente el
necesario descubrimiento, incluso antes de que hubiera empezado la gran época de
los reptiles. Un grupo se desarrolló en la clase de los mamíferos, como nosotros; y la
otra, algo más tarde, en la clase de las aves. Ambos tenían acondicionamiento de aire
interno, una forma de almacenar calor en una forma controlada, de modo que la
temperatura del cuerpo se mantuviera dentro de unos estrechos límites.
En ambos casos, la temperatura corporal fue mantenida a una altura
considerablemente mayor que la temperatura habitual del entorno. Había una razón
para esto, ya que las reacciones químicas -y por lo tanto los movimientos corporales
resultantes- se aceleraron con una mayor temperatura. La temperatura más elevada
hasta la cual no se produce demasiado daño en las delicadas moléculas de la proteína
supone un mejor control del entorno y un mayor desarrollo.
Pero para mantener una elevada temperatura corporal había que disminuir la
proporción de pérdida de calor hacia la atmósfera. Esto se consiguió conservando
cerca del cuerpo una capa de aire relativamente inmóvil, ya que el aire era aún uno de
los mejores aislantes.

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Las aves hacen esto atrapando el aire entre un juego de escamas modificadas
llamadas plumas; los mamíferos lo hacen reteniendo el aire mediante un juego de
escamas modificadas llamadas pelos. (Las plumas constituyen el sistema más
eficiente de los dos, dicho sea de paso.)
Las aves optaron por el aire, redescubriendo el viaje tridimensional que los
anfibios habían perdido al abandonar el mar. Sin embargo, al hacer esto, las aves
comprobaron que los hechos aerodinámicos de la vida limitaban su tamaño
drásticamente, con lo cual sus potencialidades quedaban reducidas de antemano. El
vuelo también implicaba la conversión de un par de patas en alas: algo muy hermoso
para su función, pero nada más.
De modo que el futuro quedaba en manos de los mamíferos, los cuales
conservaban sus cuatro extremidades bastante disponibles, pudiendo asimismo
aumentar su tamaño.
Las ventajas de los mamíferos sobre los reptiles fueron en su momento decisivas.
Al poseer una temperatura interna constante, podían mantener una completa actividad
durante la noche así como durante las estaciones frías, mientras que los reptiles
permanecían inactivos y en relativa desventaja.
La posesión de pelo, además, significaba la exposición de una piel fina al entorno,
y eso es importante.
Los primeros cordados hicieron una serie de intentos para añadir sobre y por
encima del atiesamiento interno del hueso, un escudo externo de algún tipo. La
tentación de buscar protección es, en apariencia, casi irresistible. El primer pez fue
acorazado, igual que los primeros anfibios y reptiles.
En cada caso, el coste fue demasiado alto. Las criaturas acorazadas sólo
consiguieron convertirse en moluscos. El caparazón hizo disminuir la importantísima
movilidad; sustituyó la ofensiva por una pasiva defensa, y ello fue contraproducente
al poner una barrera entre el mundo exterior y el organismo interior. Las criaturas
acorazadas invariablemente cayeron ante los ataques de las que carecían de
caparazón. Los últimos supervivientes hoy son las tortugas, que son los más
primitivos y, en su conjunto, los menos afortunados de los reptiles que existen.
Al convertir las escamas en pelo, los mamíferos se volvieron mucho más
sensibles frente a su entorno, mucho más capaces de responder a él y, al hacerlo, de
controlarlo. Algunos primitivos mamíferos hicieron un último intento de desarrollar
una coraza externa, pero fracasaron. Los últimos descendientes que quedan de ellos
son los armadillos.
El control de la temperatura hizo otra cosa por los mamíferos, así como también
por las aves. Hizo necesaria la invención de un mayor cuidado de las criaturas. O, si
ustedes quieren expresarlo de una forma más conmovedora, la sangre caliente inventó
el amor maternal.
El control de la temperatura se mantiene más fácilmente en un organismo grande
que en uno pequeño. (Todas las partes de la masa de un organismo producen calor,

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pero el calor se pierde sólo en la superficie. Una criatura más pequeña tiene más
superficie por unidad de volumen, por lo tanto pierde calor en mayor proporción.)
Esto significa que el momento más crítico en la vida de un mamífero, en lo que se
refiere al control térmico, es cuando es más pequeño, cuando es joven o, sobre todo,
cuando se halla en estado embrionario.
Una criatura marina puede abandonar sus huevos donde los haya dejado y
marcharse. La temperatura constante del mar se encargará de ellos. Una criatura de
tierra sin control térmico puede tomar precauciones rudimentarias. Una tortuga, por
ejemplo, puede enterrar sus huevos en la arena caliente y dejar la cosa en manos de la
insegura acción solar.
Una criatura de tierra con control térmico -un ave, por ejemplo- no puede tontear.
Sus huevos no sólo requieren calor, sino cierta temperatura constante. No hay
suficiente tejido vivo dentro del huevo para proporcionar semejante temperatura, así
que debe ser proporcionada desde fuera: en concreto, por el cuerpo de la madre.
Bajo condiciones de control térmico, la supervivencia de las especies requiere el
desarrollo de instintos que hagan que las aves construyan nidos, incuben huevos y
alimenten a las crías… lo cual resulta bastante molesto para los animales.
Sin embargo, el resultado es un fuerte descenso en la mortalidad infantil entre las
aves, en comparación con los reptiles. En la medida en que la joven ave se ve libre de
ciertas presiones ambientales a las que están sujetos los jóvenes reptiles, esto
representa un progreso evolutivo de las aves con respecto a los reptiles.
Los mamíferos van aún más lejos: en períodos. La clase de los mamíferos está
dividida en tres subclases. La primera es la de los prototerios, que incluye el
ornitorrinco. Éstos aún muestran muchas características de los reptiles y su sangre
aún no es del todo caliente; sin embargo, poseen pelo, lo cual no tienen los auténticos
reptiles.
Los prototerios ponen huevos, igual que los reptiles, pero el embrión ya ha
avanzado bastante en su desarrollo para cuando es puesto el huevo, de modo que el
período de incubación, con todos sus peligros especiales, queda reducido.
Además, los prototerios fueron los primeros en inventar un suministro especial de
alimento para la cría, perfectamente ajustado para sus necesidades nutricias.
Hablamos de la leche, formada en el cuerpo de la madre y proporcionado a la criatura
por medio de las glándulas mamarias: de ahí la palabra «mamíferos».
La siguiente clase de los mamíferos es la de los metaterios, que incluye a los
marsupiales tales como las zarigüeyas y los canguros. Aquí ya se ha dado un nuevo
paso. La puesta de los huevos es tan retrasada que primero se incuban. Ahora surge
un embrión en un estadio primario de su desarrollo. Estos embriones tienen la
suficiente fuerza como para llegar a las glándulas mamarias de la madre, las cuales
están encerradas en una bolsa especial. El joven completa su desarrollo en esta bolsa.
La tercera y última subclase de los mamíferos es la de los euterios, o lo que
llamamos el «mamífero placentario». En este caso, la criatura se desarrolla en mucho

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mayor grado en el interior del cuerpo de la madre. Se desarrolla un órgano especial,
la placenta, a través del cual el embrión en crecimiento puede absorber alimento del
sistema circulatorio de la madre, pudiendo asimismo descargar en él desechos
orgánicos. Esto hace posible un más largo período de gestación; en algunos casos
períodos lo bastante largos como para que la criatura nazca casi con la capacidad de
cuidar de sí misma.
El desarrollo de las glándulas mamarias en el ornitorrinco reduce la presión
ambiental sobre la criatura hasta un nivel aún inferior al de los pájaros. La bolsa de
los marsupiales reduce aún más esta presión. La placenta de los animales placentarios
hace descender mucho más tal presión ambiental.
La comparación queda claramente de manifiesto por el hecho de que donde las
tres subclases de mamíferos compitieron directamente, ganaron los placentarios. Con
excepción de unas pocas especies de zarigüeyas en las Américas -en donde
sobreviven merced a unos especiales poderes de fertilidad-, los únicos mamíferos
ovíparos y marsupiales existentes son los que quedan en Australia, Australia se
separó de otras tierras antes de que se desarrollaran los animales placentarios. En
todos los demás sitios, donde aparecían los placentarios, los otros animales
desaparecían.
Así, pues, los mamíferos placentarios son los actuales amos de la Tierra.
Pero no todos los mamíferos placentarios están igualmente desarrollados. Una
cosa que los distingue entre sí es el desarrollo del cerebro. Incluso los mamíferos más
simples aventajan en poder cerebral al resto de la vida organizada, pero algunos
mamíferos son más cerebrales que otros.
El buen desarrollo del cerebro de los mamíferos es probablemente la
consecuencia de la vida en tierra firme, de una piel suave y del progreso general de
los órganos sensoriales. En consecuencia, los mamíferos se vieron sometidos a una
gran cantidad de impresiones sensoriales y se obtuvo un valioso elemento para la
supervivencia en el posterior desarrollo de un sistema de contabilidad -para
expresarlo de algún modo- a fin de seleccionar estas impresiones y dar respuestas.
Pero se necesitaba una cosa más. Aún quedaba la cuestión de los apéndices, que
son el mayor regalo de la vida en tierra. Sin embargo, para ofrecer su máxima
utilidad, un apéndice debe ser útil de diversos modos. Siempre existe el peligro de la
superespecialización.
En ese sentido ya he mencionado las alas del ave. Es un apéndice de movimiento
rápido, pero sólo puede hacer una cosa. Igualmente, las maravillosas patas de los
caballos, ciervos y antílopes son unos instrumentos excelentes para dejar atrás al
enemigo, pero carecen de utilidad para otro propósito.
Por otro lado, los mapaches y osos caminan sobre las plantas de los pies, de forma
primitiva -igual que hacemos nosotros- y sus garras les sirven para muchas funciones.
Los miembros de la familia de los canes, y también algunos de los roedores,
conservan la habilidad de utilizar sus patas como instrumentos de exploración. El

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elefante ha desarrollado una trompa que es lo más parecido al tentáculo de un
calamar que haya creado criatura alguna sobre la tierra.
La utilización de tales apéndices aumenta el número de impresiones sensoriales
que debe asimilar el animal. De nuevo se agranda el cerebro y su capacidad se
intensifica. (La ballena es una excepción; tiene un gran y complicado cerebro sin
apéndices generalizados. Quizá su cerebro es un legado de un inteligente antepasado
que vivió en tierra firme; en definitiva nada sabemos de los antepasados de las
ballenas. O quizá se trata sólo de una respuesta a la necesidad de coordinar de
cincuenta a ciento cincuenta toneladas de materia viviente.)
Obviamente, los diversos apéndices útiles alcanzan el punto culminante en el
orden de los primates -los simios y nosotros- en los cuales al menos dos, y a veces las
cuatro extremidades terminan en manos, cuyos dedos individuales son capaces de
desarrollar un movimiento más o menos independiente. En los más desarrollados
miembros de los primates, uno de los dedos, el pulgar, está bien desarrollado y puede
ponerse frente a los cuatro restantes, convirtiendo con ello la mano en una posible
pinza.
No debe sorprendernos que los primates sean los más cerebrales de los mamíferos
y el hombre, que posee las manos más desarrolladas es, justamente, el más cerebral
de los primates.
Al utilizar su cerebro, el hombre fue capaz de extender los dos inventos más
fundamentales de la vida en tierra. Aprendió a controlar el fuego, extendiendo así la
noción de la calentura de la sangre. Otros mamíferos y aves pueden controlar su
temperatura interna, pero el hombre consiguió asimismo controlar la temperatura
externa. El hombre también fue perfeccionando el empleo sistemático de
herramientas, las cuales lo equiparon con unos apéndices artificiales de movimientos
rápidos y completamente especializados. Conquistó todas las ventajas de la
especialización sin abandonar ninguna de las ventajas de la no-especialización.
Y, de este modo, el hombre es el amo del Universo y…
¿Adónde queremos ir a parar?
Es posible imaginar un hombre más grande y mejor, un «superman», pero ésta no
puede ser la respuesta. Los dinosaurios más grandes y mejores acabaron por
extinguirse. El tamaño sólo no lo es todo. Así como tampoco lo es el poder cerebral
únicamente.
Actualmente, la multicelularidad puede estar agotada. Pudiera ser que el
organismo multicelular haya alcanzado su límite. En quizás unos 600 000 000 de
años no ha surgido ningún filo con nuevos organismos. En el filo de los cordados -el
último en aparecer- no ha nacido ninguna nueva clase al menos en 250 000 000 de
años. En la clase de los mamíferos -los más desarrollados de los cordados- no ha
surgido nada mejor que el mamífero placentario en 100 000 000 de años.
Puede haber pasado el tiempo de los grandes experimentos. Lo que ahora tenemos
es tan sólo un refinamiento constante de experimentos ya realizados.

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Pero todo esto ya había sucedido antes.
Hace mil millones de años, la vida unicelular había alcanzado su apogeo. Después
de muchas victorias, tales como el descubrimiento del almacenamiento del alimento y
de la fotosíntesis, las células alcanzaron sus límites. La evolución llegó a un callejón
sin salida, o habría tenido que dar un paso revolucionario. Las células se
desarrollaron en colonias de células y después en organismos multicelulares.
Ahora la multicelularidad ha alcanzado su callejón sin salida, también. ¿Se estará
preparando un nuevo paso espectacular? Puede producirse, otra vez, una nueva
combinación para formar una criatura de orden superior, un ser multiorganísmico. Tal
combinación puede ser más que sólo física, ya que la combinación física sólo
formaría un organismo multicelular mayor. (De hecho, la combinación física de
organismos fue probada, en cierto modo, con el invento de la segmentación. Fue un
avance, aunque no tan fundamental como el de la multicelularidad.)
Muchas variedades de criaturas forman grupos que actúan con cierta primitiva
coordinación. Se mueven juntos, se alimentan juntos. Si uno se asusta, el resto huye.
Incluso pueden combinarse para protegerse contra un enemigo común, si bien
generalmente se limitan a correr. O se pueden combinar para cazar una presa y
entonces, a menudo, disputan por los despojos.
Tales rebaños, manadas o bancos de peces son el equivalente de las colonias de
células en el nivel celular. Aunque puede ser conveniente para los grupos permanecer
juntos, ello no es vital. Cada individuo del rebaño, si es necesario, puede vivir por su
propia cuenta.
Debemos buscar algo mejor que eso.
En el anterior ensayo, yo empleaba un criterio fundamental para distinguir entre
un organismo multicelular y una simple colonia celular. En un organismo
multicelular, las células individuales llegan a ser tan especializadas que ya no pueden
vivir independientemente y las células componentes están subordinadas al grupo
hasta el punto de que sólo existe conciencia de grupo.
Ningún grupo de organismos presenta plenamente tales características, pero hay
indicios de comienzos de ello. Los casos más claros se dan en el filo de los
artrópodos, y en su más avanzada y reciente clase: los insectos.
Los tres principales grupos de «insectos sociales» son las abejas, las hormigas -
ambos pertenecientes al orden de los himenópteros- y las termitas, que pertenecen al
orden de los isópteros. Estos tres muestran especializaciones entre los organismos
constituyentes, igual que los organismos multicelulares muestran especializaciones
entre las células constituyentes. En el caso de las termitas, las especializaciones van
tan lejos que hacen imposible la vida a ciertos individuos fuera de la sociedad: una de
las características de una auténtica criatura multiorganísmica. La reina de las termitas
no puede vivir sin sus auxiliares. Las termitas soldado tienen las mandíbulas tan
grandes que no se pueden alimentar por sí mismas. Deben ser alimentadas por
obreras.

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Además, tales sociedades están más avanzadas que cualquier organismo
individual, no sólo de su propio tipo, sino de cualquier tipo. Una sociedad de incluso
individuos primitivos puede derrotar a un individuo muy avanzado. Cuando se pone
en marcha un ejército de hormigas, el cazador deportivo -con rifle y todo lo demás-
sólo tiene un modo de salvarse: apartarse del camino cuanto antes.
Existe un relato muy conocido, llamado Leiningen y las hormigas, que trata del
dueño de una plantación que comprobó que su tierra se hallaba en el paso de un
ejército de hormigas y decidió permanecer en su sitio y luchar. Leiningen era un
individuo superior: valiente, con recursos, inteligente, y luchó como un demonio.
Logró salir vivo de aquella lucha por los pelos.
Ustedes pueden opinar que la proporción era terrorífica -millones de hormigas
contra un humano- pero se equivocarían. La proporción estaba equilibrada incluso
numéricamente: un hombre contra una sociedad de hormigas.
Desde luego, infinidad de individuos hormiga fueron muertos, pero ello no afectó
a la sociedad de hormigas. Leiningen perdió piel y sangre, billones de sus células
individuales, pero se recuperó y no sintió la pérdida.
Fuera de la clase de los insectos y del filo de los artrópodos, hay un ejemplo de
una sociedad que empieza a ser más que una colonia de organismos. Me refiero, por
supuesto, a la sociedad humana. Incluye individuos especializados; no físicamente
especializados, desde luego, pero sí mentalmente especializados. Algunos de ellos
están tan especializados que no pueden vivir al margen de la sociedad, y nos
volvemos a encontrar con otra característica.
Yo, por ejemplo, me crié en la ciudad y he vivido -con un moderado éxito- como
parte de una compleja sociedad durante toda mi vida. Por supuesto, como muy bien,
pero, desgraciadamente, no sé cultivar alimentos; no tengo experiencia en recolectar
alimentos y ni siquiera sé cocinar. Conduzco un coche, pero casi ni sé levantar su
capó. Soy dueño de una casa, pero no sé reparar ninguna parte de ella. Miro la
televisión y utilizo muchos electrodomésticos, incluyendo una máquina de escribir
eléctrica, pero soy un ignorante en cuestión de cables eléctricos.
Sin la continuada e intensiva ayuda de otros miembros de la sociedad humana, no
podría sobrevivir durante mucho tiempo. Solo en la isla de Robinsón Crusoe,
preferiría una muerte rápida a una muerte lenta. Creo que hay millones de personas
como yo.
Pero ¿qué es lo que mantiene a una sociedad junta, una auténtica sociedad en la
que el individuo componente esté deseando morir por el bien de la sociedad? En el
caso de los insectos, se trata de algo que llamamos «instinto», una norma de conducta
imperativa que priva al insecto individual de libertad de acción. No es sólo que el
insecto individual quiera morir por el grupo, es que no puede hacer nada más.
Pero ¿qué mantiene junta a una sociedad humana? Desde luego, el instinto no. El
único instinto que tenemos sobre el particular es aquella voz interior que nos dice:
«¡Al diablo con los demás! Corta y lárgate.» Este instinto es obedecido casi siempre.

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Lo sorprendente es que a veces no es obedecido.
He dicho anteriormente que la inteligencia no era suficiente por sí misma.
Obviamente, si se le añaden otras cualidades que sean desventajosas, la extinción está
a la vuelta de la esquina. Un animal inteligente que esté demasiado limitado en el
clima que puede tolerar, o en la comida que pueda ingerir, o en los parásitos que
pueda resistir, no tendrá ningún éxito. El elefante y los grandes simios son ejemplos
de fallos inteligentes.
Pero cuando el primer homínido se alzó sobre sus patas traseras, ¿qué le hizo
triunfar si el gorila ya lo había conseguido y es un fracaso?
Estoy seguro de que, durante centenares de miles de años, los primeros homínidos
estuvieron al borde del fracaso. Fue el paso crucial de la formación de una sociedad
tribal lo que realmente lo puso en el camino de su triunfo. No me refiero a simples
manadas, al estilo de los babuinos, sino a una auténtica sociedad en la cual el total era
algo más que la suma de las partes.
Me parece que esto fue posible gracias al desarrollo de un medio de
comunicación que fue lo suficientemente complejo y flexible para expresar ideas
abstractas, algo que no fuera sólo un alarido de terror o un simple grito de
advertencia.
Mediante tal comunicación -peculiar, según sabemos, del Homo sapiens- todo el
conocimiento acumulado de una generación podía ser legado a la siguiente. Un joven
absorbía en sus años mozos lo que a un viejo le había costado toda su vida aprender;
posteriormente, el joven aprendía más por su cuenta. La generación siguiente
recibiría un mayor caudal de conocimiento.
Pero aprender del viejo suponía venerar a éste; un nuevo sentimiento que sólo
podían tener los humanos: la tradición.
«Éste es el modo en que se hacen las cosas. Éste es el modo en que siempre se
han hecho las cosas; éste es el modo en que, según dijeron nuestros antepasados,
tendría que ser hecho. Y porque sus espíritus nos contemplan y no deben ser
enojados, éste es el modo en que deben hacerse y se harán.»
No hay necesidad de comentar más este aspecto. Todos conocemos los poderes de
la tradición. Mantendrá unida a una sociedad con mayor firmeza que un instinto.
Llámese a ello «deber» o «patriotismo», o «altruismo» y cualquiera de nosotros
llegará al punto en que ofrendará su vida individual por el bien del grupo, que puede
ser uno pequeño llamado la familia, uno mayor denominado la nación, o incluso otro
aún más grande, que conocemos como Humanidad.
Y si fue la comunicación oral la que creó la tribu y las primeras culturas, fue la
comunicación escrita la que hizo nacer las ciudades y florecer las civilizaciones.
Pero ¿son la ciudad y el hormiguero la expresión última del ser
multiorganísmico? A mí me parece que no. Ambos están sólo en los comienzos del
potencial social.
Las sociedades de insectos han logrado, mucho mejor que lo ha hecho la sociedad

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humana, especializar físicamente a sus miembros, así como generalizar la conciencia
del individuo con respecto a la sociedad. Sin embargo, su método de hacer esto les ha
costado la flexibilidad. Cada insecto individual en la sociedad puede dar sólo unas
respuestas muy limitadas a determinados estímulos.
La sociedad humana se ha especializado mucho menos y ha conservado una
mayor individualidad. Sin embargo, ha compensado todo ello al poseer una
flexibilidad más práctica.
El siguiente paso -creo yo- tendría que ser la combinación de los dos: una
sociedad que combine una conciencia de insecto con respecto a la colectividad junto
con una flexibilidad al estilo humano.
Así, pues, ¿qué tipo de organismo dará este trascendental paso en la evolución?
Para responder a la pregunta, miremos todo el historial de la evolución. A través
de toda la historia de la evolución, parece que cuando una vez un particular tipo de
organismo ha realizado un importante avance, es un subtipo de ese tipo y después un
subtipo de ese subtipo el que realiza los siguientes avances trascendentales. En la
evolución no viene nada de detrás.
En otras palabras, una vez que los cordados han evolucionado y a fuerza de
esqueletos internos demuestran estar claramente en mejor situación para controlar el
medio que los moluscos, la suerte está echada. Una posterior evolución no hace más
que aumentar la superioridad de los cordados en general sobre los moluscos en
general. Del mismo modo, los cordados de tierra aumentaron su superioridad sobre
los cordados de mar, los mamíferos aumentaron su superioridad sobre los reptiles y
los humanos sobre los no humanos. Ningún grupo que haya perdido alguna vez la
supremacía ha dado nacimiento a descendientes que hayan recuperado tal
superioridad.
Así, pues, al nivel de filo, los cordados y artrópodos están claramente en primer y
en segundo lugar, respectivamente, desde el momento del primer desarrollo claro
hace quinientos millones de años más o menos, y nunca han renunciado a esas
posiciones. Éstos ahora se hallan menos que nunca en peligro de abandonar la
supremacía, la cual está muy segura dado que no han surgido nuevos filos desde la
aparición de los cordados.
Ambos filos están divididos en clases. En los cordados, los mamíferos van por
delante de todas las demás clases. En los artrópodos, los insectos ocupan el primer
lugar.
Los mamíferos e insectos han estado aumentando su supremacía desde su primer
desarrollo claro y corren menos peligro de perderla que nunca.
Este proceso continúa, como se muestra en la figura de la página siguiente, en
donde las flechas no indican líneas descendentes, sino sólo la dirección de un mayor
control del entorno. El subrayado de un grupo de organismos significa «callejón sin
salida».
Así, pues, parecería que el siguiente paso tendría que ser dado por subdivisiones

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de los «ganadores» del último paso; subdivisiones, en otras palabras, que son
descendientes de los insectos sociales o del hombre.
Ahora me parece que los insectos deben ser descartados. En primer lugar, las
sociedades de insectos están claramente en segundo lugar con respecto a la sociedad
humana en lo que al control del entorno se refiere, y en la evolución no viene nada de
detrás. (Recuerden, no digo que los insectos no sobrevivan al hombre a pesar de
esto.) En segundo lugar, ellos ya están demasiado especializados y son demasiado
inflexibles para cambiar su condición y obtener la necesaria flexibilidad para
constituir una sociedad multiorganísmica superior. En la evolución, la especialización
es invariablemente una calle de una sola dirección y únicamente conduce a más
especialización.
El único posible antecesor de la sociedad multiorganísmica es, pues, el hombre,
quien, físicamente, es un animal relativamente poco especializado, excepto por su
cerebro; y en el aspecto mental, a causa de su relativamente escasa cantidad de
instintos, tampoco está especializado.
La posibilidad de que un hombre pueda ser el antecesor de la sociedad
multiorganísmica se ve reforzada por el hecho de que él representa, por vez primera
en la historia de la evolución, un organismo que es consciente de la competición con
otros organismos y hará seguramente un esfuerzo especial para eliminar a cualquier
nuevo grupo que amenace su absoluta superioridad. Los superchimpancés, a menos
que aparezcan con una superioridad infinita con respecto a sus propios antecesores,
serán eliminados tan pronto el hombre advierta su aparición, salvándose sólo unos
pocos para ser sometidos a observación científica.
De este modo podría parecer que, eventualmente, una familia de seres humanos
que se han juntado a un nuevo nivel en una sociedad multiorganísmica puede ser
capaz de realizarlo. Si no los descubren demasiado pronto, vencerán.
Un mecanismo más clásico para la evolución es suponer al hombre dividido en
grupos que están completamente separados geográficamente, de modo que todas las
mutaciones experimentadas produzcan especies separadas incapaces de entrecruzarse.
Una de esas especies nuevas desarrollaría entonces la sociedad multiorganísmica y
serían con respecto a las restantes especies lo que representa el hombre frente a los
mamíferos, o quizá lo que representa el hombre comparado con la ameba.
Por supuesto, en la Tierra ya no hay ninguna posibilidad para una completa
separación geográfica de ningún grupo de hombres y mujeres durante un período lo
bastante prolongado como para que se produzca tal fenómeno. Claro que puede
producirse una guerra nuclear devastadora que deje sólo unos pocos supervivientes y
una tecnología completamente desintegrada.
Sin embargo, llegará el día en que se establecerán colonias en otros planetas, en
mundos fuera del sistema solar, quizás. Entonces sería posible el aislamiento
«geográfico». Los hombres aventurándose por el espacio pueden llegar a ser como el
crosopterigio que salió del mar para aventurarse en tierra. Parten como

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experimentadores y acaban como vencedores.
Desde luego, para un ser humano en nuestro actual estado de desarrollo resultará
repugnante concebirse a sí mismo como una mera unidad en una sociedad
multiorganísmica, sin voluntad propia y, siempre que fuera necesario, dispuesto a ser
sacrificado, con sangre fría, por el bien de la comunidad.

Pero ¿serán las cosas así? Es extremadamente difícil imaginar cómo será constituir
una parte de una sociedad multiorganísmica, pero supongamos que consideremos la
situación análoga de las células en un organismo multicelular.
Las células componentes no pueden vivir separadas del organismo, pero en el
organismo siguen siendo unidades bioquímicas. Éstas producen sus propias enzimas,
dirigen sus propias reacciones, tienen membranas que las separan de sus compañeras,
crecen y se reproducen por su cuenta en muchos casos.
En una sociedad multiorganísmica, el individuo podría conservar una buena
proporción de independencia mental y física. Podría tener ideas propias, poseer su
propia individualidad y también formar parte del gran todo.
En cuanto a lo de ser sacrificado a sangre fría… no, a menos que fuera necesario.
Las células de la piel mueren de forma natural mientras el organismo vive, igual que
los ciudadanos de un país mueren mientras la nación vive. Otras células pueden morir
si se presenta la ocasión por el bien de la causa, pero incluso en nuestra imperfecta
sociedad también deben morir policías, bomberos, soldados, mineros…

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No permitimos que nuestras células sean muertas sin razón. Merced a una sensación
conocida como «dolor» procuramos proteger nuestras células componentes y
evitamos, por ejemplo, cualquier arañazo o alfilerazo. Una sociedad multiorganísmica
sería tan cuidadosa de sus componentes y, sin duda, sentiría algo así como dolor si se
le hiciera daño a alguno de ellos.
Y entonces se habría conseguido algo positivo. Al pasar de una célula a un grupo
de células, resulta posible para la totalidad de las células apreciar bellezas abstractas
tales como una sinfonía o una ecuación matemática, las cuales nunca podría concebir
por separado una célula. Puede existir el equivalente celular de esas bellezas en las
ondulaciones de una corriente de agua o en la inundación de un minúsculo fragmento
orgánico, pero ¿quién puede discutir que un hombre no alcanza un mayor grado de
relación con el Universo que la ameba? ¿O que el hombre pueda imaginar que las
células individuales de su cuerpo -que debe compartir en cierto modo en la
complejidad de sus relaciones con el Universo- pueden volver a ser sólo otras tantas
amebas?
Y, por analogía, ¿quién sabe qué inimaginables sensaciones, qué nuevos niveles
de conocimiento, qué infinitas penetraciones en el Universo llegarán a ser posibles
para una sociedad multiorganísmica? Seguramente habrá algo entonces que se

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compare con una sinfonía tal como la oye el hombre, del mismo modo en que se
compara esa sinfonía con la ondulación de una corriente de aire tal como es sentida
por una ameba.

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Para mí resulta imposible escribir por encima de mil artículos sobre varios
aspectos de la ciencia, tal como he hecho, sin repetir información.
Esto es así sobre todo cuando una revista me pide que trate de un tema
específico de su elección. Seria inútil decirles que ya he tratado de ese tema en
otro lugar y en otro momento. Ellos replicarían, con toda razón, que sólo un
pequeño porcentaje de sus lectores habría leído el otro artículo y que, en
cualquier caso, ellos desean que la información se ajuste a sus necesidades. Y
yo debo condescender.
En el caso de este ensayo, la información, o al menos parte de ella, apareció
en un ensayo titulado Nuestra atmósfera en evolución que el lector interesado
puede hallar en la recopilación de ensayos titulada Is Anyone There?
(«Doubleday», 1967).
Así, pues, ¿es correcto incluir este ensayo en la presente recopilación?
Creo que sí. El presente ensayo está escrito desde un punto de vista
diferente, e incluye material que no figuraba en mi anterior ensayo. La
información puede repetirse, pero el ensayo es distinto.

4. EL REGALO DE LAS PLANTAS

SOLEMOS considerar nuestra atmósfera como algo natural. Pensamos muy poco, si
lo hacemos, en el oxígeno que respiramos; el oxígeno siempre está ahí, listo para que
lo aspiremos unas dieciséis veces por minuto. La verdad es que sin él no podríamos
vivir.
La mayoría de la gente de hoy comprende, cuando se detiene a pensar en ello, que
el oxígeno en el aire es el regalo de las plantas verdes. Las plantas forman sus tejidos
de dióxido de carbono, agua y minerales; al hacerlo así, desecha algo del oxígeno y lo
libera en la atmósfera.
Sin embargo, su regalo del oxígeno tiene una importancia superior a su mera
respirabilidad. Ha hecho posible la vida en la Tierra, de modo que esto, también (y
nosotros mismos), es el regalo de las plantas. Para ver cómo pudo ser tal cosa,
echemos una mirada retrospectiva al comienzo de la vida en este planeta, un
comienzo que pudo producirse muy bien hace unos tres mil millones de años.
En aquel tiempo no había oxígeno en la atmósfera. La Tierra tenía una «atmósfera

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reductora», la cual contenía hidrógeno solo o en combinación con otros elementos.
Esto es muy natural, ya que el material con que se formó el sistema solar consistía en
un 90% de hidrógeno.
El hidrógeno no podía ser retenido en cantidad porque sus moléculas son
demasiado ligeras; en cambio, ello era posible con las combinaciones de hidrógeno
con oxígeno, con carbono y con nitrógeno. Estas combinaciones formaron moléculas
de agua, metano y amoniaco, respectivamente. Existía un océano, con amoniaco
disuelto en él, y el aire por encima era principalmente metano con vapores de
amoniaco y agua, así como, posiblemente, algo de hidrógeno.
Nosotros no podíamos vivir en semejante atmósfera, así como tampoco ninguna
forma de planta o vida animal de las que florecen actualmente en la Tierra. Sin
embargo, de forma imprevisible, de una química tan hostil fue precisamente de donde
se originó la vida en la Tierra: en formas muy simples, desde luego.
No es sólo una cuestión de meras adivinanzas. Durante los últimos veinte años,
los científicos han estado trabajando con mezclas estériles de aquellos componentes
que existían en la atmósfera de la Tierra y en el océano hace miles de millones de
años. Ellos han añadido energía en la forma de luz ultravioleta para imitar la energía
de la primera luz solar. Como consecuencia de ello, descubrieron que las simples
moléculas de la primitiva Tierra se combinaron para formar otras más complicadas
que, al parecer, condujeron a la vida tal como hoy la conocemos.
En el laboratorio, el proceso se ha conseguido sólo en sus meros inicios, pero
resulta fácil imaginar lo que habría sucedido en un completo océano de componentes
hace centenares de millones de años. Las moléculas se harían cada vez más
complicadas, hasta que por fin algunas se hicieron lo bastante complicadas para
empezar a poseer algunas de las propiedades que asociamos con la materia viva.
Sin embargo, los rayos ultravioleta son una espada de doble filo. Su energía
puede forzar el comienzo de un proceso mediante el cual pequeñas moléculas se
combinen para formar otras más grandes y más ricas en energía. No obstante, las
moléculas muy grandes asociadas con la vida son «raquíticas», y la energía de la luz
ultravioleta puede dividirlas de nuevo.
Por fortuna, el agua de los océanos absorbe luz ultravioleta. En las capas más
superiores, sólo podían formarse moléculas de tamaño medio; pero, un poco más
abajo, donde no penetra lo peor de la luz ultravioleta, pueden sobrevivir las moléculas
más complicadas de la vida. Podemos imaginar organismos muy simples
permaneciendo a cierta distancia bajo la superficie durante el peligroso día, y
después, por la noche, ascendiendo para alimentarse con los pequeños componentes
que podían sobrevivir a la luz ultravioleta y que servían de alimento.
Sin embargo, la vida no podía formarse en el agua que humedecía el suelo de
islas y continentes. Ni tampoco podía emigrar a tierra firme la vida ya formada en el
océano. En tierra no hubiera sido fácil escapar a la mortalmente peligrosa luz
ultravioleta. Fragmentos de vida terrestre no podían esconderse en el subsuelo con la

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misma facilidad con que los fragmentos de vida marina podían hundirse en el agua.
Por esta razón, la tierra permaneció estéril durante el primer período de existencia de
nuestro planeta.
Sólo relativamente pequeñas cantidades de vida podían existir en aquellas
primitivas condiciones. Únicamente la cantidad que podía ser mantenida por las
moléculas de alimentos formadas en la capa superior del océano por la luz
ultravioleta.
Conforme el tiempo fue pasando, las cosas empeoraron. Moléculas de vapor de
agua, en la atmósfera superior, fueron desintegradas por la energía de la luz
ultravioleta, iniciando esto cambios químicos que transformaron el amoniaco en
nitrógeno, y el metano en dióxido de carbono. En un momento dado, la Tierra
desarrolló una nueva atmósfera. La Atmósfera I, compuesta de amoniaco y metano,
se convirtió en la Atmósfera II, formada de nitrógeno y dióxido de carbono.
La clase de componentes que servirían de alimento no se forman tan rápidamente
en una atmósfera de nitrógeno y dióxido de carbono como lo harían en una atmósfera
de amoniaco y metano. En otras palabras, cuando la Atmósfera I se transformó
lentamente en la Atmósfera II, disminuyó la cantidad de alimento en las capas
superiores del océano.
La vida no habría podido seguir existiendo a no ser por el desarrollo de un
compuesto llamado «clorofila», que es el causante de que las plantas sean verdes.
Esto debió de producirse muy tempranamente en la historia de la vida.
Combinaciones atómicas parecidas a la clorofila han sido formadas en los
laboratorios a base de la primaria mezcla de compuestos, y hay evidencia de
organismos conteniendo clorofila (algas verdiazules) en los primeros signos de vida
que podemos encontrar.
La ventaja de la clorofila es que, utilizando la energía de la luz visible (no la luz
ultravioleta), moléculas alimenticias pueden formarse directamente de dióxido de
carbono y agua. La acción de la luz ultravioleta ya no es necesaria.
Cuando la Atmósfera I se convirtió en la Atmósfera II aquellos fragmentos de
vida que dependían de la luz ultravioleta para formar alimento fueron muriendo
gradualmente. Por otro lado, aquellos fragmentos de vida con clorofila (lo que ahora
llamamos «plantas verdes») se multiplicaron conforme aumentó el contenido de
dióxido de carbono en la atmósfera.
Finalmente, cuando la Atmósfera II quedó establecida, de manera definitiva, las
plantas verdes constituyeron la forma de vida dominante del planeta. Esto pudo
suceder hace menos de mil millones de años. E incluso entonces la tierra seguía
estéril, ya que la luz ultravioleta aún quemaba la indefensa superficie del planeta.
Conforme las plantas verdes se fueron multiplicando progresivamente durante el
cambio de la Atmósfera I a la Atmósfera II, fueron produciendo oxígeno cada vez en
mayor cantidad. Este oxígeno no permaneció igual, sino que, combinado con los
componentes de la Atmósfera I, los cambió en la Atmósfera II. En otras palabras, no

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sólo las plantas verdes se beneficiaron de la transformación, sino que incluso la
aceleraron.
Después de que se hubo completado la transformación, las plantas verdes
continuaron produciendo oxígeno, pero ahora el oxígeno no tenía nada con qué
combinar, así que se acumuló en el aire. Conforme avanzó el tiempo y las plantas
verdes continuaron multiplicándose, lo hicieron a expensas del dióxido de carbono
existente en el aire. El dióxido de carbono aumentó menos mientras que el oxígeno lo
hacía en mayor medida. La atmósfera cambió una vez más, esta vez para
transformarse en la Atmósfera III: la atmósfera de nitrógeno y oxígeno que gozamos
hoy.
La presencia de oxígeno libre en la atmósfera fue crucial para la vida por la razón
siguiente:
En una atmósfera sin oxígeno tal como tenía la Tierra hasta (quizás) hace menos
de mil millones de años, los organismos vivos obtenían su energía descomponiendo
las moléculas de mediano tamaño del alimento en moléculas más pequeñas. La
cantidad de energía obtenida de este modo, sin embargo, es más bien pequeña. Esto
significa que las formas de vida no podían desplegar actividad energética. En el
alimento no había suficiente energía para permitir tal cosa.
La vida vegetal marina simple aún hoy no desarrolla actividad energética. No
obstante, casi casi desde el principio debió de haber otras formas de vida. Tuvo que
haber formas de vida que no podían fabricar su propio alimento, puesto que carecían
de clorofila y, por lo tanto, debían subsistir, parasitariamente, comiendo plantas. Éstos
fueron los primeros animales.
Potencialmente, los animales podían utilizar la energía en mayor escala que las
plantas. Un solo animal podía comer muchas plantas y utilizar pródigamente la
energía alimenticia que a las plantas les había costado mucho acumular. Pero, aún así,
sin oxígeno en la atmósfera, era pequeño el total de energía que un animal podía
desarrollar. Hasta hace menos de mil millones de años, los animales no eran más
complejos que las plantas y no mucho más activos.
Pero cuando el contenido de oxígeno de la atmósfera se fue haciendo
progresivamente mayor, en las células se fueron desarrollando mecanismos químicos
que hicieron posible combinar las moléculas de alimento con oxígeno en el proceso
de descomponerlas. Esto supuso un enorme cambio en el desarrollo de la energía. Las
moléculas de alimento, al ser descompuestas por la combinación con el oxígeno,
desarrollaron alrededor de veinte veces más energía de la que habrían desarrollado
aquellas mismas moléculas si hubieran sido descompuestas sin oxígeno.
Aquellos animales que desarrollaron la capacidad de aprovechar el oxígeno
enviado a la atmósfera por las plantas, se encontraron con un increíblemente rico
caudal de energía que podía ser empleado para muchos propósitos «lujosos» que
antes hubieran sido imposibles.
Ello significaba que los simples organismos animales de la Atmósfera II podían

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hacerse más complicados, siendo capaces de desarrollar tejidos y órganos que no
contribuían directamente al proceso de alimentarse y reunir energía. En concreto,
podían desarrollar partes duras para su protección.
Estas partes duras -caparazones, huesos, dientes- son las que antes se convierten
en sustancias pétreas con el tiempo, y son éstas las que quedan en las rocas como
fósiles. Las primeras rocas abundantes en fósiles son las del período cámbrico, con
una antigüedad aproximada a los seiscientos millones de años, y sólo a partir de este
momento la historia de la vida puede describirse con algún detalle.
Desde luego, es obviamente errónea la idea de que la vida empezó hace
seiscientos millones de años porque los primeros fósiles conocidos pertenezcan a esa
época. En realidad, esos primeros fósiles son de organismos que eran casi tan
complejos como los existentes en la actualidad. Estos fósiles tenían muchos
centenares de millones de años de evolución detrás de ellos. Los primeros fósiles
aparecieron sólo después de que, como mínimo, hubieran transcurrido cuatro quintas
partes de la historia de la vida.
El archivo de fósiles empezó repentinamente, en esta tardía fecha, porque sólo
entonces la Atmósfera III se había desarrollado lo suficiente para permitir a los
animales formar partes duras. Hasta entonces nunca había habido suficiente energía
sobrante para tal propósito. Únicamente con oxígeno en el aire y con la provisión de
energía multiplicada por veinte se pudo producir un casi explosivo desarrollo de los
animales en el camino de su complejidad.
En el momento en que los primeros animales complejos con partes duras se
estaban desarrollando, es posible que el contenido de oxígeno de la atmósfera fuera
muy inferior al actual. El contenido en oxígeno siguió aumentando de todos modos,
en la propia atmósfera, así como en el océano (mediante solución) donde habitaban
las formas de vida, hasta que casi todo el dióxido de carbono se hubo consumido.
Durante un período, incluso después de que el desarrollo de la Atmósfera III
permitió la aparición de animales complejos, la vida aún seguía confinada en el mar.
El primer tercio del registro de fósiles es de sólo animales marinos. Únicamente hace
cuatrocientos millones de años la vida empezó a colonizar la tierra firme. Sólo en la
última octava parte de la historia de la vida en la Tierra el suelo del planeta dejó de
ser estéril.
Si la esterilidad de la tierra se debía a la peligrosa luz ultravioleta en la radiación
solar, ¿qué sucedió hace cuatrocientos millones de años para poner fin a semejante
amenaza? Es posible que lo que sucediera fuese otro aspecto del regalo de las plantas:
el oxígeno.
Una molécula de oxígeno, tal como se halla en la atmósfera, está compuesta de
dos átomos de oxígeno combinados y, en consecuencia, se formula O2. En la
atmósfera superior, la energía de la luz solar puede añadir un tercer átomo de oxígeno
para formar O3, lo cual se denomina «ozono». Esto significa que se forma una capa
de ozono en la atmósfera superior a unos veintitrés kilómetros sobre la superficie de

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la Tierra.
Naturalmente, una capa de ozono no se forma a menos que haya oxígeno en la
atmósfera.
Tan pronto como la Atmósfera II empezó a convertirse en la Atmósfera III
mediante la actividad de las plantas verdes y empezó a liberarse oxígeno hacia la
atmósfera, el ozono comenzó a formarse en la atmósfera superior. Al principio, el
ozono que se formó debió de ser muy escaso en cantidad, pero conforme fue mayor el
contenido en oxígeno de la atmósfera inferior también aumentó la cantidad de ozono
en la atmósfera superior.
La capa de ozono nunca llegó a ser muy densa; ni siquiera hoy es densa. Sin
embargo, el ozono tiene la capacidad de absorber la luz ultravioleta muy
eficientemente. Incluso una delgada capa de ozono detendría los rayos ultravioleta
igual que una pared de ladrillos.
Esto significa que conforme la Atmósfera II se convertía en la Atmósfera III, la
luz ultravioleta que llegaba a la Tierra desde el Sol disminuía lentamente. Esto no
causó ningún efecto nocivo a las plantas, las cuales, a causa de la clorofila, dependían
de la energía de la luz visible para su alimentación, y la luz visible puede atravesar el
ozono fácilmente.
Hace alrededor de unos cuatrocientos millones de años, tuvo que haber suficiente
oxígeno en la atmósfera para que se creara sobre la tierra una capa de ozono que
fuera lo bastante densa como para detener la mayor parte de la luz ultravioleta
procedente del Sol.
Entonces le fue posible a la vida existir aunque estuviera expuesta a la ya no
mortal radiación del Sol.
Primero, la vida vegetal colonizó la tierra firme cada vez más arriba sobre el nivel
de las mareas. Después siguieron las arañas, insectos, caracoles y otras pequeñas
formas de vida animal que se alimentaron de las plantas. A continuación salieron
reptando del agua los primeros vertebrados: primero los anfibios que aún debían
regresar al agua a poner sus huevos, y posteriormente los reptiles que, por primera
vez, desarrollaron grandes huevos capaces de ser incubados en tierra.
Debemos advertir que la vida en tierra firme pudo efectuar avances
fundamentalmente diferentes a los del mar. En el mar, los organismos están rodeados
por agua, la cual tiene una viscosidad relativamente elevada. Para moverse
rápidamente en el agua, los organismos marinos deben ser aerodinámicos, lo cual
reduce la posibilidad de apéndices complejos.
En tierra, los animales están rodeados por el aire, de baja viscosidad, lo cual
significa que pueden desarrollar formas muy irregulares y aun así moverse
rápidamente. En particular, pueden desarrollar fuertes y complejos apéndices, incluso
un miembro que podía llegar a convertirse en su extremo en una compleja, versátil y
flexible mano. Fueron la mano y el ojo de los primates los que les permitieron
observar agudamente el entorno y manipularlo con delicadeza; esto, a su vez,

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estimuló el crecimiento del cerebro y de la inteligencia.
Además, la exposición a una atmósfera con oxígeno, en lugar del océano, hizo
posible el fuego, y del fuego surgieron todas las demás tecnologías.
De modo que todo el asunto se reduce a lo siguiente:
Las plantas verdes crearon la atmósfera con oxígeno que hizo posible la
existencia de los animales complejos.
La atmósfera con oxígeno, a su vez, creó la capa de ozono que hizo posible la
vida en tierra firme.
La vida en tierra firme permitió el desarrollo de extremidades y manos, y el
oxígeno hizo posible el fuego.
Y aquí estamos nosotros: complejos, viviendo en tierra firme, tecnólogos merced
a nuestras manos y ojos… el Homo sapiens, el regalo de las plantas.

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Tal como mencioné en otras recopilaciones de ensayos, especialmente en The
Beginning and the End («Doubleday», 1977) la publicación TV Guide tiene el
amable detalle de solicitar que, de vez en cuando, le redacte escritos ilustrativos
sobre una variedad de temas.
A veces trazan pautas que son difíciles de seguir. Cuando estaba a punto de
aparecer en televisión un programa especial sobre el cerebro humano, me
enviaron un resumen del guión y me indicaron que escribiese mil palabras sobre
algún aspecto del cerebro que no se hubiese tocado en el guión, o así me
pareciera a mí.
Reflexioné sobre el particular y, por último, advertí que la evolución del
cerebro no era discutida. Aquello resultaba incomprensible. Mencionar algo
acerca de la evolución suscitaría sin duda la cólera del más organizado grupo
de oscurantistas de la nación. La gente de la televisión podía acobardarse ante
ello pero yo no. De modo que escribí sobre este particular.
Después de que apareció el artículo, yo recibí, por supuesto un montón de
cartas denunciándome por atreverme a desviarme de las palabras literales de la
Biblia. Es vergonzoso. Ahora que los creacionistas ya no pueden quemar a la
gente en las hogueras, han perdido ya su principal argumento.

5. LA EXPLOSIÓN DEL CEREBRO

EL cerebro es, con mucho, la más complejamente organizada materia que


conocemos. Por ejemplo, es enormemente más complicada en su estructura que una
estrella. Por ello, los astrónomos sabe tanto acerca de las estrellas y los psicólogos
muy poco sobre los cerebros.
Quizás ésta es también la razón de que a la vida en evolución le costara tanto
formar el cerebro. Tal complejidad necesita tiempo para desarrollarse.
Los primeros fragmentos de vida aparecieron en la Tierra hará unos 3. 500
millones de años. Hará unos 100 millones de años (cuando ya había transcurrido el 97
por ciento de la historia de la vida) los reptiles gigantescos que llamamos dinosaurios
estaban ya en su apogeo. En muchos sentidos, eran las más soberbias criaturas que la
Tierra había conocido: grandes y poderosos, algunos de ellos magníficos
depredadores y otros acorazados como tanques, sabían volar, nadar, correr… sin duda

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poseían una gran agilidad y energía.
Y, sin embargo, su cerebro era pequeño. Miles de millones de años de evolución
y, a pesar de ello, sus cráneos apenas contenían algo. El estegosaurio, por ejemplo, un
monstruo acorazado de dos toneladas, tenía un cerebro como una nuez que no pesaba
más de cincuenta gramos.
Pero los dinosaurios se extinguieron hace setenta millones de años (por razones
que no están claras) y los mamíferos los sucedieron en el trono del mundo. Durante
decenas de millones de años, se habían movido a la sombra de los dinosaurios:
pequeños, furtivos y casi con el mismo pequeño cerebro.
Pero, una vez los mamíferos hubieron conquistado el mundo, se multiplicaron,
evolucionaron en muchas direcciones y, de improviso, el cerebro empezó a
desarrollarse.
La expansión cerebral fue más acusada en ese grupo de animales llamados
«primates» y alcanzó su punto culminante entre las mayores especies del grupo: los
grandes simios.
El peso del cerebro del orangután se acerca a los 340 gramos, casi siete veces
mayor que el del estegosaurio, aun cuando el orangután es un animal mucho más
pequeño. El cerebro del chimpancé es de 380 gramos, y el del gorila, el más grande
los primates, alcanza los 540 gramos.
Pero si el gorila es el más grande de los primates, no es el que posee mayor
cerebro, ya que el ser humano también pertenece a ese grupo. De hecho, los extintos
y semihumanos predecesores de la Humanidad ya estaban batiendo nuevas marcas. El
Homo habilis, un primate humanoide que vivió hará unos tres millones de años, tenía
un cerebro tan grande como el de un moderno gorila. El Homo erectus, que vivió hará
un millón de años, tenía un cerebro que pesaba alrededor de los 1000 gramos.
Nosotros mismos, el Homo sapiens aparecimos en escena hará medio millón de
años y aún lo hacemos mejor. Un humano, al nacer, ya posee un cerebro que alcanza
los 350 gramos: igual que un orangután completamente desarrollado. Un ser humano
masculino actual posee un cerebro con un peso medio de 1. 450 gramos. Algunas
personas tienen cerebros que alcanzan los 2000 gramos.
En otras palabras, nuestro cerebro ha triplicado su tamaño en los últimos tres
millones de años y esto supone un cambio explosivo en las pautas de la evolución.
¿Por qué? Nadie lo sabe en realidad. Quizá mientras los animales tienen el
cerebro pequeño, un leve aumento en la masa cerebral no supone gran diferencia en
lo tocante a la inteligencia y otros hechos guían la evolución. Una vez que se ha
superado un tamaño crucial, sin embargo, la inteligencia llega a ser lo bastante grande
como para ejercer una influencia directiva y entonces incluso los pequeños aumentos
adicionales pueden tener un importante valor de supervivencia. Entonces se vuelve
fuerte y firme la selección por un mayor aumento cerebral.
Por supuesto, el ser humano no posee el récord en cuanto a masa cerebral bruta.
El mayor cerebro de elefante jamás pesado alcanzó los 8000 gramos, mientras que el

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cerebro de un cachalote alcanzó los 9. 200 gramos; este último cerebro es, sin duda,
el de mayor volumen conocido.
Sin embargo, el tamaño sólo no es el único criterio para medir la inteligencia. Si
un gran cerebro debe dirigir un cuerpo enorme, este trabajo lo absorbe tanto que le
deja muy poco para el pensamiento abstracto.
Por ejemplo, el cerebro de un estegosaurio es sólo 1/25 000 tan pesado como su
cuerpo. Un cerebro no puede dirigir 25 000 veces su propio peso y hacer algo más
que sólo mantener el cuerpo vivo. No obstante, un cachalote con un cerebro de 9. 200
gramos, poseyendo este animal 180 veces el peso del cerebro de un estegosaurio, está
mucho mejor dotado. En definitiva, un cachalote es alrededor de cuarenta veces más
pesado que un estegosaurio y su cerebro pesa 1/6000 del peso de su cuerpo. En el
elefante, la proporción es 1/1200.
Compárese esto con la proporción en el ser humano: 1/50. Lo que resulta de ello
es que cada cuarto de kilo de cerebro humano tiene sólo que preocuparse del 1/150
del cuerpo en comparación con el cachalote, y sólo del 1/20 en comparación con el
cerebro del elefante.
El cerebro de una mujer adulta alcanza, por término medio, el 90% del peso del
cerebro de un hombre adulto. El cuerpo de la mujer suele alcanzar menos del 90% del
peso del cuerpo del hombre, de modo que la proporción entre su cerebro y su cuerpo
es algo superior a la del hombre. Que cada cual extraiga las conclusiones que quiera.
A pesar de todo, el ser humano no ostenta el récord en la proporción
cerebro/cuerpo. Los monos pequeños, sí. El tití posee una proporción cerebro/cuerpo
de 1/18. Si un ser humano tuviese esa proporción cerebro/cuerpo, su cerebro tendría
que alcanzar la mitad del tamaño del cerebro de un elefante.
Sin embargo, el peso total del cerebro de un tití, como máximo alcanza sólo 50
gramos. No es lo bastante grande como para contener el número de neuronas
necesarias para el pensamiento abstracto.
Entonces el ser humano alcanza el justo medio. Esos pocos animales con cerebros
absolutamente mayores que el nuestro tienen unos cuerpos tan enormes que el
cerebro no los puede dirigir y, además, desarrollar cierto grado de inteligencia. Los
pocos animales con cerebros proporcionalmente mayores que los nuestros son tan
pequeños que su cerebro posee un volumen incapaz de desarrollar inteligencia.
Así que estamos solos. O casi, pues hay competidores.
Tenemos a los delfines y a las marsopas, miembros pequeños de la familia de los
cetáceos; no pesan más que el ser humano y, sin embargo, poseen un cerebro
ligeramente más grande que el del ser humano.
¿Les confiere ello una inteligencia humana? No podemos decirlo.
Experimentadores que han trabajado con delfines han sido incapaces de cruzar la
frontera de las especies y penetrar en el funcionamiento de la mente del delfín.
Pero esto no resulta sorprendente. Ni siquiera podemos comprender nuestro
propio cerebro. Así, pues, ¿cómo podemos comprender el de los delfines?

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Me siento inclinado a considerar al hombre como villano y héroe, al mismo
tiempo, del Universo que conocemos.
El hombre es más poderoso que inteligente; siente más interés por algo que
reporte ventajas a corto plazo que posibilidades de supervivencia a largo plazo.
Quizás el hombre no es capaz más que de una ventaja a corto plazo y ése es,
a lo mejor, el aspecto autolimitador natural de la clase de poder que supera a la
sabiduría. Posiblemente conduce a una inevitable autodestrucción, de modo que
los restos de vida «inferior» puedan tomar posesión del mundo. Los
supervivientes podrán entonces proceder, sin él, a un nuevo y diferente (¿o
mejor?) modo de vida futuro.
Éste pertenece a una serie de artículos que escribí en un intento de tratar de
comprender nuestra tendencia al suicidio. Quizá será un vano intento, pero al
realizarlo, en la pequeña medida de mis posibilidades, consigo dormir mejor
por las noches.

6. EL HOMBRE: UN DESEQUILIBRADOR

SI queremos sinceramente comprender la grave amenaza demográfica que nos


acecha, antes debemos saber algo acerca de la historia de la vida en la Tierra y cómo
llegamos a ser lo que somos hoy. Del mismo modo en que vivimos en el presente,
somos asimismo producto de todo lo que ha existido antes.
Como prueba de nuestra situación actual, citaré algunas estadísticas inquietantes.
La población mundial, si no se controla, doblará su número en el plazo de treinta
años, según anuncia el U. S. Census Bureau. En el año 2070, la población de China
habrá alcanzado los 6000 millones, mientras que los Estados Unidos tendrán 420
millones de ciudadanos. Para el año 2100, la población total del mundo será de
25 000 millones de personas. Uno se desconcierta frente a tales cifras, y aún nos
quedamos más confundidos cuando tratamos de analizar los factores responsables de
nuestro problema, a fin de determinar qué podríamos hacer. Entonces se plantea una
serie de preguntas sin respuesta: ¿cuándo, por qué y cómo el crecimiento de la
población ha llegado a constituir semejante problema? ¿Es realmente tan grave como
nos dicen? ¿Es el aumento de la natalidad una característica innata de la especie
humana? ¿Puede hacer algo la Ciencia para resolver este problema? Si la Ciencia no

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tiene la respuesta, ¿dónde se puede hallar tal respuesta?
Con esta y otras preguntas similares en mente, tratemos de arrojar algo de luz
sobre todo este confuso panorama. Para ello debemos arrancar desde el principio, de
esos nebulosos eones en los cuales, según los científicos, se manifestaron las
primeras formas de vida.
Las más viejas rocas conocidas con algún resto fósil apreciable pertenecen al
período cámbrico, de aproximadamente hace unos 600 millones de años. La vida
había existido probablemente unos miles de millones de años antes de alcanzar una
forma microscópica, pero sólo en el período cámbrico descubrimos organismos
sustanciales, si bien primitivos. Así, pues, parece lógico empezar la discusión en ese
punto del tiempo.
En el período cámbrico, todas las formas de vida, de las cuales los trilobites son
los más típicos, viven en el mar; todos son invertebrados. La vida es indiferente; el
alimento consiste en partículas inanimadas en el agua; no hay depredadores. En el
período silúrico, los vertebrados -una nueva clase de criatura con un esqueleto
interno, combinando fuerza y movilidad- han aparecido y son ya abundantes. Pero
estos primeros vertebrados son criaturas pisciformes relativamente simples,
mostrando sólo los rudimentos del progreso. También han aparecido las primeras
plantas de tierra firme y está a punto de dar comienzo la explosión de vida sobre la
tierra. Durante más del 90 por ciento de la historia de la Tierra, la superficie del
planeta ha permanecido estéril y muerta, pero ahora la vida vegetal está empezando a
superar la línea de la pleamar.
La vida animal sigue en el período devoniano. Las arañas, caracoles e insectos
viven en las plantas terrestres. Peces con aletas cortas y gruesas y ojos saltones se
mueven torpemente por tierra, para encontrar otra agua en charcos. Los anfibios
desarrollan la capacidad de vivir en tierra durante largos períodos, al menos en la
edad adulta. Se desarrollan huevos especiales que pueden ser incubados en tierra; en
el período carbonífero, los animales se volvieron capaces de pasar en tierra firme toda
la vida. Este período conoce asimismo magníficos bosques de helechos, que con el
tiempo se convertirán en las cuencas carboníferas de los tiempos actuales.
Los reptiles habitantes de la tierra firme tuvieron su gran momento en los
períodos pérmico y triásico, y conforme se hicieron más grandes y más
especializados, proliferaron en muchas direcciones de la especialización genética.
Algunos de esos reptiles más tarde regresaron al mar; otros desarrollaron dedos
largos y palmeados, así como alas. Algunos reptiles del triásico se hicieron muy
grandes y se convirtieron en dinosaurios, los animales de mayor tamaño que han
vivido sobre la tierra. Casi al mismo tiempo, a algunos pequeños reptiles les creció
pelo y la sangre se les volvió caliente, con lo cual se convirtieron en los primeros
mamíferos.
En el período jurásico, a reptiles lagartiformes les salieron plumas y también la
sangre se les volvió caliente, transformándose en una nueva clase de criatura

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voladora: el ave. En el período cretáceo siguiente, los reptiles dieron su última prueba
de vigor, alcanzando su tamaño máximo, y entonces casi todos se extinguieron. Al
final de este período, los dinosaurios habían desaparecido y las aves y los mamíferos
dominaban la tierra.
En el período Terciario, los mamíferos desarrollan un alto grado de metabolismo,
lo cual les permite adaptarse a extremos climatológicos; al mismo tiempo, su cerebro
se vuelve más complicado. Los primates, en particular, desarrollan un gran cerebro en
comparación con el tamaño de su cuerpo, con una superficie notablemente arrugada,
lo cual probablemente permite la presencia de células grises adicionales. En algún
momento de esta época, quizá no mucho antes del alba del Pleistoceno, hace un
millón de años, algunos de los grandes monos se convirtieron en los homínidos
bípedos que son los antecesores del hombre moderno.
Como resultado de toda esta actividad increíblemente compleja, en la actualidad
existen millones de especies de entes vivos. Cada uno de ellos existe en un equilibrio
dinámico con su entorno. Cuando ese entorno es alterado, las especies se adaptan a él
en un proceso que llamamos evolución orgánica. Este proceso dinámico se produce
continuamente, pero cuando el entorno se transforma demasiado de repente, o de
manera forzada, las especies afectadas se ven sometidas a un cambio mayor del que
pueden asimilar.
En el marco del entorno, cada individuo depende, para vivir con comodidad, de
otros individuos de su propia especie o de otras. Sólo las formas de vida muy simples
podrían vivir en una Tierra que no las contuviera más que a ellas. Lo que es más, toda
la vida depende del entorno inorgánico que la rodea. La vida depende del aire, del
agua, del suelo. Sin este entorno vital no viviente, no podría existir ninguna forma de
vida tal como la conocemos.
La ecología se preocupa, precisamente, de esta interdependencia de individuos y
especies y la dependencia de la vida de la no-vida. El medio ambiente de la Tierra
representa un equilibrio complejo y dinámico que siempre está fluyendo. Los
individuos de una especie se comen a los de la otra, y cada especie se beneficia. El
comedor es alimentado y el comido, eliminado.
Cada individuo, cada especie trata, naturalmente, de comer así como de evitar ser
comido. Si cualquier especie o grupo de especies es extraordinariamente afortunada
en ese intento, su número aumenta a expensas del resto, hasta que la Naturaleza abate
a los vencedores y restablece el equilibrio.
En el pasado, factores de evolución o ambientales pudieron dar a una especie
mayores posibilidades de supervivencia que a otras. Pero, con lo que nos enfrentamos
hoy es con una situación creada por la acción deliberada de la primera especie en la
historia: el hombre; éste ha demostrado la suficiente inteligencia como para crear una
tecnología que puede hacer estragos en el medio ambiente.
Ya como cazador primitivo y recolector de alimento hace muchísimo tiempo, el
hombre dio señales de convertirse en una amenaza para la ordenada estructura del

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medio ambiente. Llegó a ser lo bastante listo como para desarrollar la facultad del
habla, de modo que pudo cazar y vivir en una sociedad cooperativa y flexible sin
precedentes. Ideó y perfeccionó herramientas -empezando con bastones y huesos,
siguiendo con piedras afiladas- y éstas aumentaron su poder y flexibilidad.
En esto no había nada particularmente nuevo. Los perros y lobos cazaban también
en manadas. Las piedras afiladas eran imitaciones de colmillos y de garras, e incluso
los arpones y flechas, cuando fueron ideados, simplemente imitaron el trabajo de aves
de presa poseedoras de garras. Lo importante fue la velocidad con que el hombre
desarrolló estas habilidades. Mientras que la evolución mejoraba lentamente la
eficiencia de otras especies durante millones de años, la inteligencia del hombre
cambió y mejoró sus sistemas únicamente en milenios. Otras especies de comparable
tamaño no fueron capaces de ello.
Entonces, también, el hombre primitivo realizó un avance tecnológico que fue
único: algo frente a lo cual no podía resistir ninguna criatura. El hombre dominó el
fuego. El calor del fuego le ayudó a invadir las regiones más frías del mundo, hasta
entonces inaccesibles para él. La invención de la cocina le permitió aprovechar
alimentos que, en otras circunstancias, habrían sido demasiado difíciles de masticar o
digerir; con ello, la dieta del hombre se vio enriquecida. Asimismo, la hoguera en la
que cocía el alimento también mantenía a distancia a los depredadores.
La cada vez mayor eficiencia del hombre como cazador, aun cuando era todavía
salvaje, lo ayudó a consumar la extinción de algunas de las muchas especies que
cazaba: el mamut, por ejemplo. El hombre era sólo mínimamente destructivo, sin
embargo, mientras siguió siendo cazador y recolector de alimentos, así como escaso
en número: quizás existían diez millones de seres humanos en todo el mundo. Los
animales podían seguir corriendo, ocultándose y reproducirse lo bastante bien como
para sobrevivir.
Posteriormente, hace unos diez mil años, se produjo el desarrollo de la agricultura
y del pastoreo. El hombre domesticó plantas y animales. Deliberadamente crió y
cultivó aquellos que le proporcionaban leche, huevos, lana, fibras, trabajo y alimento.
Esto alteró algo el equilibrio normal, y de diversos modos. Las tierras de cultivo
debían ser regadas y, como resultado, la faz de la tierra experimentó una
transformación. (Los animales influyen también en el medio ambiente -el castor y su
construcción de presas, por ejemplo- pero ninguno en una escala tan devastadora
como el hombre.) El hombre también alteró el equilibrio de la Naturaleza al favorecer
el crecimiento de ciertas plantas y animales, así como exterminando especies
competidoras.
Durante miles de años, la cantidad de tierra dedicada a la agricultura fue
aumentando paulatinamente. Fue creciendo de forma incesante el cultivo de trigo,
cebada y algodón, por mencionar sólo tres plantas. Entretanto, otra vida vegetal se
vio en franco retroceso. Mientras aumentaba el ganado: ovejas, cabras, cerdos,
caballos, vacas, etc., descendió la variedad y el número de otros animales.

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Con una cantidad de alimento asegurada, la Humanidad creció numéricamente y
tuvo tiempo libre para desarrollar otras artes y tecnología: alfarería, cestería, textiles,
ladrillos, metales… ciudades, la escritura, la ciencia. Para 1800 había en la Tierra 900
millones de personas; el planeta empezaba a mostrar las huellas del uso hecho del
mismo por el hombre. Los bosques eran talados y las praderas fueron aradas; en todas
partes tenía que haber granjas y pastos si el hombre deseaba vivir.
Desde luego, no toda esta actividad redundó en beneficio del hombre. Cuando un
medio ambiente inmensamente complejo empieza a ser alterado, se producen efectos
secundarios difíciles de prevenir o incluso de prever. Cuando los algodoneros crecían
silvestres en grupos separados, por ejemplo, en algunos de ellos vivían insectos como
parásitos, pero estos insectos que vivían en los algodoneros tenían una provisión de
alimento limitada, ya que encontraban dificultades en desplazarse de grupo a grupo
de algodoneros. Sin embargo, en grandes plantaciones de algodoneros, los insectos
encontraron una enorme provisión de alimento, ya que las plantas estaban casi una
junto a otra.
Conforme el hombre extendió la agricultura y la ganadería por todo el mundo,
ciertas especies de insectos y de ratas se multiplicaron con él, afligiéndolo con
terribles plagas. El hombre, al aumentar incesantemente de número, se convirtió en
una buena presa para las pulgas, piojos y bacterias. Los contagios se hicieron más
fáciles y se sucedieron las epidemias de extensión mundial.
No obstante, el hombre sobrevivió, y los nuevos factores que introdujo en el
ecosistema mundial parecían, en su conjunto, favorecerlo. En un momento dado,
empezó a aprovechar intensivamente las grandes fuentes de energía inanimadas.
Empezó a utilizar el fuego para calentar el agua en un espacio cerrado, e hizo que el
vapor en expansión realizara tareas útiles.
Para el año 1800, el motor de vapor comenzó a introducir importantes nuevos
cambios en la sociedad; la Humanidad, por su parte, se había convertido en un factor
tan influyente en la fábrica global de la vida que casi cada innovación del hombre,
por pequeña que fuese, alteraba esa fábrica de la vida, a menudo en gran medida. Con
la aparición del motor de vapor y la Revolución Industrial, la Humanidad creó una
vasta tecnología en el espacio de escasamente dos siglos. Los transportes se
desarrollaron de una forma tan impresionante que los alimentos podían ser llevados
fácilmente de un lugar a otro; por su parte, la mecanización de la agricultura y la
utilización de fertilizantes químicos aumentaron la cantidad de alimentó transportado
de este modo, con lo que se redujo el hambre. El nacimiento de la moderna medicina,
la introducción de métodos efectivos de higiene, la desinfección con cloro, la
elaboración de insecticidas y antibióticos, etc., todo se combinó para derrotar a las
enfermedades que antes el hombre había sido incapaz de combatir. Con todo ello, el
índice de mortalidad descendió bruscamente. Al tiempo que aumentaron las
expectativas de vida, también aumentó la población. En el año 1971, la población
mundial era de 3. 600 000 000 de individuos, cuatro veces más que en 1800; este

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crecimiento sigue a un ritmo vertiginoso, tal como hemos señalado antes.
El incesante aumento de la industrialización desde 1800 ha estado cambiando
también el fondo inanimado de la vida. Primero el carbón, después el petróleo y el
gas han sido quemados en cantidades cada vez mayores, a fin de proveer a las
necesidades de energía de un número cada vez mayor de humanos exigiendo
progresivamente mejores condiciones de vida.
El resultado ha sido una inundación de hollín y de impurezas que han
contaminado la atmósfera, mientras que los desechos químicos envenenan las aguas y
las basuras se amontonan en todos los rincones del planeta. La introducción de la
fisión nuclear ha sumado recientemente el nuevo problema de cómo hacer
desaparecer los residuos radiactivos.
Asimismo, la riqueza mineral se extrae de la corteza terrestre cada vez más
intensamente, a fin de mantener la tecnología que sostiene los pilares de un nivel de
vida cada vez más alto. Desde luego, todos esos recursos son devueltos tarde o
temprano a la tierra, pero eso no ayuda. Los minerales son extraídos de
concentraciones que se han formado por un lento cambio geológico durante millones
de años, pero los minerales son devueltos en una pequeña mezcla, lo cual hace
sumamente difícil que puedan volver a concentrarse.
Y cada vez hay más gente: las ciudades y los suburbios se extienden; nuevas
ciudades nacen y crecen; se construyen casas, casas y más casas, cruzando los límites
de los campos en todas las direcciones y en todas partes. Más gente significa más
animales para proveer las necesidades humanas, más plantas para el hombre y para
sus animales, así como menos espacio para otras criaturas vivientes.
Por supuesto, hay criaturas que se han adaptado al entorno creado por el hombre,
y medran en él: por ejemplo, las ratas urbanas. (Su número ahora iguala el de la
población humana en las ciudades norteamericanas.) También existen los insectos,
bacterias y virus que no dan por ahora muestras de retirarse. Se multiplican de forma
tan rápida y viven -como individuos- tan brevemente que su índice de cambio
evolutivo es lo bastante rápido para adaptarse a los cambios que la Humanidad
produce.
Mientras sucede todo esto, aumenta la fricción del hombre contra el hombre. Las
ciudades superpobladas se pudren; la sociedad, al ser más grande y más compleja
cada año, se vuelve inestable. Cada vez son mayores las probabilidades de agitación
social, contienda civil y guerra internacional.
Algunas personas niegan que la situación actual difiera en realidad mucho de la
del pasado. Siempre ha habido polución, dicen ellos, y las superpobladas ciudades
medievales eran constantes focos de epidemias. (Debe reconocerse, por ejemplo, que
hoy en día el aire de Londres es mucho más puro que el existente antes.)
Pero aun cuando la situación haya mejorado en lugares determinados, en su
conjunto, las cosas van de mal en peor. La sobrecarga del ecosistema del mundo está
aumentando a un ritmo cada vez mayor, y no ofrece ningún consuelo encontrar

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lugares en donde las cosas se mantengan en su justo equilibrio.
Se puede argüir, por ejemplo, que el mundo está aún subpoblado sólo porque
naciones como el Canadá no necesitan preocuparse, por ahora, de su índice de
natalidad. Sí, pero ¿qué hay de Holanda?, pongamos por caso. Este país posee una
elevadísima densidad de población y, sin embargo, es una nación cómoda, hermosa y
civilizada, Holanda, igual que el resto de los países industrializados, depende para sus
materias primas de zonas del mundo en donde, irónicamente, el nivel de vida es
mucho más bajo que el anterior país. De hecho, se puede aducir que Holanda goza de
tal riqueza precisamente porque tan gran parte del mundo, si bien es rica en recursos,
tiene un nivel de vida muy bajo. Si todo el mundo estuviera tan industrializado -y tan
poblado- como Holanda, agotaríamos peligrosamente los recursos que ahora
consideramos tan seguros.
Bien, entonces, ¿cuándo acabará todo? ¿Qué decir acerca del último informe
publicado en el sentido de que, si no se pone remedio, la población humana podría
doblarse en los próximos treinta años? ¿Se trata todo esto sólo de especulaciones
interesantes, o encierran el mayor peligro con el que jamás ha tenido que enfrentarse
la Humanidad? Veamos…

Se ha calculado que el peso total de la vida vegetal en la Tierra alcanza los veinte
billones de toneladas. Esta masa depende de la energía de la luz solar. Pero a nuestro
planeta llega sólo una parte de la energía solar, de la cual las células de las plantas
sólo pueden aprovechar una pequeña fracción. Así, pues, aumentar la cantidad total
de la vida vegetal, y ello de una forma sustancial, sería sumamente difícil.
Sin embargo, toda la vida animal depende del reino vegetal para su alimentación.
(Algunos animales comen otros animales, los cuales, a su vez, devoran otros
animales, pero, en un momento dado, la cadena alimentaria termina con algún animal
que come plantas.) Como regla general, hay una proporción de diez a uno en cuanto a
peso entre el que es comido y el que come. Así, pues, los veinte billones de toneladas
de vida vegetal existentes en la Tierra pueden mantener dos billones de toneladas de
vida animal.
En casos cuando la vida animal aumenta más de los límites normales, la vida
vegetal es comida con mayor rapidez de lo que puede reproducirse. Entonces las
disponibilidades totales alimentarias descienden y la vida animal se extingue por
inanición hasta que se restablece el equilibrio.
Supongamos que el peso medio de un ser humano (incluyendo adultos y niños)
sea de cincuenta kilos. El peso total de los 3. 600 000 000 de personas que ahora
viven alcanza los 180 millones de toneladas. Esto significa que, en la actualidad, es
humano alrededor del 1/100 del uno por ciento de los dos billones de toneladas
soportables de vida animal en la Tierra. Esto no parece gran cosa, pero,
probablemente, nunca en la historia de nuestro planeta ninguna especie animal ha
representado tan amplio porcentaje del peso total.

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Si durante los próximos tres siglos el índice de la población sigue aumentado al
ritmo actual, el hombre representará alrededor del diez por ciento del peso total de la
vida animal sobre la Tierra. Los animales que el hombre alimenta y utiliza con
diversos propósitos harán el resto. La vida salvaje será prácticamente eliminada.
Dentro de poco más de cuatro siglos, el peso de la Humanidad equivaldrá al peso
total actual de toda la vida animal, y la densidad demográfica, por término medio y en
todo el mundo, será más elevada de lo que es hoy sólo en la isla de Manhattan.
¿Pueden ustedes imaginarse una Tierra consistente en un enorme complejo
estructural, residencial e industrial al mismo tiempo, que cubra toda la superficie del
Globo, incluyendo la tierra firme y el mar? ¿Pueden ustedes concebir un techo del
mundo consistente en un inmenso océano de algas creciendo a la luz del sol, a fin de
proporcionar alimento y oxígeno a la inmensa población de la Tierra? En ese mundo
tendría que haber un forzoso equilibrio ecológico consistente en una sola especie
animal: el hombre y su alimento. ¿Deseamos realmente una Tierra poblada casi en su
totalidad por hombres y algas?
Si no, ¿cómo se podría mantener un equilibrio ecológico? A menos que los
avances de la Ciencia sean rápidos y la organización social humana perfecta, el
hambre, las epidemias y la agitación social podrían acabar con el incremento del
índice de población y eliminar la explosión demográfica. La única alternativa
razonable sería, al parecer, detener el incremento de la población haciendo descender
el índice de natalidad. Pero ¿cómo? Existe un fuerte impulso, tanto biológico como
social, a tener hijos. Existen grandes controversias acerca de los métodos de hacer
descender el índice de natalidad, e incluso sobre el valor de hacerlo por los medios
que sea.
¿Qué hacer? ¿Tiene la Ciencia una respuesta? ¿Puede la denominada «nueva
biología» ser apartada de los problemas médicos que ahora ocupan su atención
principal y llevada a la cuestión específica de la natalidad?
Existe un centro de placer en el cerebro que, cuando es estimulado
eléctricamente, produce sensaciones de éxtasis. Todos los placeres ordinarios de la
vida parecen proporcionarnos placer sólo hasta el punto en que activan ese centro en
nuestro cerebro. ¿Sería posible, pues, que todo el mundo pudiera disponer de un
aparato que le permita activar su propio centro de placer a voluntad? ¿Se convencería
uno de que tal aparato puede remplazar los inferiores placeres del sexo? ¿No llegaría
tal cosa a hacer descender a cero el índice de natalidad?
Tal solución supondría nuevos problemas tan malos o peores que el anterior. Si la
gente pudiera manipular sus propios centros de placer, ¿desearían algo más? ¿Qué
valor le darían a los inferiores e indirectos placeres que ahora obtienen de la creación
artística o de la investigación científica, o satisfaciendo los pruritos de curiosidad y
ambición? Si debemos destruir el carácter para salvar al hombre, ¿qué habremos
salvado?
Quizá no se trata de ajustar a la gente físicamente, sino sólo psicológicamente. El

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psicólogo de Harvard, B. F. Skinner, cree que los hombres y mujeres normales son
casi por entero producto de las influencias ambientales que los rodean. En opinión de
Skinner, nadie hace lo que elige, sino sólo lo que le dicta su entorno.
Si Skinner tiene razón, sería necesario corregir el medio ambiente, de modo que
los individuos actúen según deben hacerlo en una sociedad superpoblada.
Simplemente apretaríamos los botones ambientales particulares que hicieran a las
personas menos ansiosas de tener hijos, más cuidadosas para frenar la contaminación,
más consideradas con la vida natural y más dados a pensar antes en el grupo que en
ellos mismos.
Pero ¿podría esto funcionar? En primer lugar, ¿funcionan los seres humanos tal
como cree Skinner? No todos los psicólogos lo creen así. Y aun cuando Skinner tenga
razón, ¿quién decidiría el tipo de comportamiento más acertado para resolver los
problemas humanos? ¿Y quién instalaría los botones? ¿Y quién los apretaría?
¿Y no sería necesario un medio ambiente especial para formar a pulsadores de
botones con la habilidad apropiada para ello? ¿Y quién apretaría los botones para
formar a los propios pulsadores de botones?
Desde luego, no podemos esperar soluciones definitivas. Tendrá que haber
contribuciones en todos los sentidos. Los científicos deberán desarrollar nuevos
métodos de control de natalidad, así como una mejor comprensión del cerebro
humano; los psicólogos deberán desarrollar nuevas técnicas y dirigir la conducta
humana; los conservacionistas deberán idear nuevos métodos para preservar el medio
ambiente, y los sociólogos y estadistas deberán crear nuevas instituciones para evitar
la guerra.
Sin embargo, sobre todo dependeremos del buen sentido de la gente -impulsada
por la creciente miseria- para adoptar una nueva actitud frente a la natalidad, así
como para hacer un nuevo esfuerzo para pensar no sólo en términos de uno mismo,
sino en la gran familia que constituimos toda la Humanidad. Quizá todo ello pueda
combinarse para despertar en los individuos una conciencia mucho más clara acerca
de la medida en que sus propias seguridad y comodidad están vinculadas con las de
toda la Humanidad y, por añadidura, con todo el medio ambiente que nos rodea.

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SEGUNDA PARTE - VIDA PRESENTE

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Se me pidió que escribiera un artículo en honor del trigésimo aniversario de
la fundación de las Naciones Unidas. Así lo hice, aunque me sentí lleno de triste
decepción. Tengo bastantes años como para recordar la esperanza e ideales con
los que se fundaron las Naciones Unidas. Sería una organización que, al revés
de la antigua difunta Liga de Naciones, debía estar por encima del
nacionalismo destructivo y ser portavoz de la Humanidad unida. Su propio
nombre lo indicaba. La nueva organización no tenía que ser sólo una «liga» de
naciones independientes y egoístas; tales naciones debían estar «unidas» en la
búsqueda común de metas comunes. Pero, por desgracia, la estupidez del
hombre parece invencible. Las Naciones Unidas se han convertido en un
despreciable foro utilizado para las ambiciones privadas nacionalistas, mientras
las naciones forman insensatas alianzas apresurándose a ver quién tiene el
honor de acelerar la destrucción de la Humanidad. Y, sin embargo… supongo
que los discursos hostiles son preferibles a los actos hostiles; las Naciones
Unidas ofrecen un foro que, si bien ahora se emplea de forma indebida, en el
futuro puede tener mejor destino. Así, pues, escribí el artículo siguiente,
poniendo cuidadoso énfasis en mi propia visión globocéntrica del mundo.

7. EL MITO DEL AISLAMIENTO

LA historia de la civilización es comparable al ensanchamiento de las ondas


concéntricas en el agua. Cada siglo, un hecho político o militar en un lugar ha hecho
que sus efectos se sintieran paulatinamente más lejos de ese lugar. Cada siglo, una
sociedad particular ha sido cada vez menos ignorante de las conmociones que se
producían en otros lugares. Por ejemplo:

En el año 1650 a. de J. C., a los griegos no les preocupó que el Imperio Medio
egipcio, a unos 750 kilómetros de distancia, hubiera caído en manos de los invasores
hicsos. Sin embargo, en el 525 a. de J. C., la conquista de Egipto por parte de los
persas asustó tanto a Grecia que este país reconoció que se enfrentaba con una crisis.
Posteriormente, Grecia ya no permaneció históricamente indiferente a los
acontecimientos en el Mediterráneo oriental.

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En el 215 a. de J. C., el duelo mortal entre Roma y Cartago no produjo ningún eco
entre los britanos, confinados en su pequeña isla, situada a unos mil quinientos
kilómetros del teatro de los acontecimientos. En el año 407 d. de J. C., sin embargo,
la situación de Italia con respecto a los invasores fue de sumo interés para los
britanos, ya que la presencia de Alarico en la Italia del norte, le costó a Bretaña su
guarnición romana y, durante un tiempo, su civilización. Ya nunca más en su historia,
la isla permaneció al margen de los acontecimientos producidos en la Europa
occidental.
Hasta un año tan cercano a nosotros como 1935, la mayoría de norteamericanos
podían aún vivir indiferentes a lo que sucedía en Europa, a 4. 500 kilómetros de
distancia. No obstante, al cabo de treinta años, los norteamericanos estaban
persuadidos de que lo que ocurría en Saigón, a 15 000 kilómetros de distancia, era de
importancia tan vital como lo que sucedía en Kansas, puesto que debían morir
decenas de miles de norteamericanos.
Los Estados Unidos ya no pueden permanecer impasibles a las convulsiones que
se van produciendo por el mundo. En realidad, ninguna nación puede hoy permanecer
indiferente.
Suponer que cualquier grupo de personas debe preocuparse sólo de sí mismos y
sus inmediatos vecinos es propio de vivir en un mundo de fantasía. Las cosas ya no
son así.
Los más estrechos contactos establecidos por la Humanidad a lo largo de su
historia han sido el resultado del avance de la tecnología.
El progreso de la tecnología ha ampliado el alcance de varias sociedades,
permitiéndoles hallar sus recursos a distancias cada vez mayores, al tiempo que
también ha aumentado sus necesidades y apetitos por esos recursos.
Ahora el alcance es mundial. En la actualidad todo el mundo compite por los
recursos mundiales. Ninguna nación, por grande, populosa, rica y avanzada que sea
puede ya mantener a su gente, su complejidad y sus ambiciones ilimitadas utilizando
sólo la tierra, el mar y el aire dentro de sus propias fronteras políticas. Cada nación
necesita a las demás y es necesitada por éstas.
Hay naciones ricas en algunos aspectos y pobres en otros. Existen asimismo
naciones pobres en todos los sentidos. Sin embargo, no hay naciones que sean lo
suficientemente ricas como para permanecer autárquicas.
Sólo el mundo entero como una unidad es rico en todos los aspectos, siempre que
limitemos nuestra natalidad y seamos más prudentes en el uso de nuestra energía.
La Humanidad tiene graves problemas planteados. Muchos de ellos pueden
atribuirse a nuestros avances tecnológicos, pero son los efectos secundarios de los
beneficios que hemos recibido.
La idea de que podremos resolver nuestros problemas ahora abandonando la
tecnología no es realmente posible, y nadie lo quiere realmente, ni siquiera los que
creen que desean un regreso a formas de vida más simples.

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En aspectos menores tales como renunciar a los cepillos de dientes eléctricos o a
los controles de apertura de las ventanillas del automóvil, a fin de reducir el
despilfarro de energía, o regulando el modo en que tratamos las basuras, supone
algún ahorro, pero demasiado pequeño.
Considérese, por ejemplo, el más grave problema de la Humanidad: su desmedido
aumento de población. Considérese el creciente aumento de la población mundial,
que puede agotar los recursos alimentarios mundiales, sus fuentes de energía, su
espacio vital y destruir su ecología. Los orígenes de este problema son el desarrollo,
en la década de los sesenta del siglo XIX, de la teoría de las enfermedades por
gérmenes, y en la forma como entonces la ciencia médica procedió a conseguir
nuevas victorias sobre las enfermedades una década tras otra. Rápidamente descendió
la mortalidad en amplias zonas del mundo, mientras que el índice de natalidad ha
venido aumentando progresivamente hasta la cifra récord actual del 2% anual:
200 000 bocas adicionales cada día.
Ahora bien, ¿deberemos abandonar nuestra ciencia médica y permitir que la peste
mate a centenares de millones de personas y, de este modo, disminuir la densidad
demográfica? ¿Quién de nosotros podrá estar seguro de que sobreviviremos, y quién
se alegrará de sobrevivir en un mundo sumido en el caos de unas plagas?
Seguramente la mejor alternativa será conservar nuestra avanzada ciencia médica y
utilizarla para idear métodos de control de natalidad, así como de mortalidad,
manteniendo tal criterio en todos los problemas que debamos afrontar.
La Humanidad sólo puede seguir su avance hacia delante. Dar marcha atrás
provocaría una catástrofe inimaginable. Aun cuando seguir adelante supusiera
marchar hacia el desastre, dar marcha atrás no nos salvaría. Puede ser que, en
definitiva, no haya escapatoria, pero si ésta existiese, sólo puede hallarse en una
dirección: hacia delante. Se tendrán que efectuar más avances en el campo de la
tecnología; avances, tengamos esperanza de ello, que sean mejor utilizados que en el
pasado.
Si estos progresos nos plantean problemas, ésa es la naturaleza del Universo, y no
tenemos más remedio que continuar hacia delante para resolver tales problemas, a su
vez, mediante mayores avances tecnológicos -y entonces resolver los nuevos
problemas que surjan-, y así sucesivamente.
Si esto parece una tarea ingrata, desagradable e interminable, considérese
entonces, por favor, la alternativa catastrófica.
Pensemos en los diversos problemas que debe afrontar hoy la Humanidad:
crecimiento ilimitado de la población, recursos en disminución, contaminación en
aumento, una ecología que se deteriora, agobiantes gastos militares, violencia
creciente y, en todos los aspectos, los descorazonadores síntomas de una sociedad que
se vuelve psicótica.
Todo esto tiene algo en común: afecta a toda la Humanidad y, por tanto, no son
válidas las soluciones locales.

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Cuando la tecnología proporciona las soluciones, éstas deben ser aplicadas a
escala mundial, con cooperación internacional, si es que realmente se desea que
constituyan soluciones.
Ninguna reducción de la natalidad mediante el empleo de procedimientos
químicos o mecánicos, inclusive las recompensas, la presión social o la educación,
servirán de nada si no se aplican en todo el mundo.
Aumentar las provisiones de alimentos mediante un cultivo ordenado y
sistemático de los océanos, desarrollar nuevas clases de granos mediante una más
eficiente distribución del fertilizante será inútil si no se aplica a escala mundial.
Si se quieren apartar del cuello de la Humanidad el dogal de los derroches en
gastos militares y la fatal espada de la guerra, ¿pueden ser quitados de un grupo de
naciones mientras otras mantienen la amenaza?
En un mundo que se ha hecho interdependiente en grado sumo, no pueden existir
islas de seguridad y cordura. Si una sociedad altamente industrializada necesita los
recursos del mundo, no se puede mantener a sí misma si todo el mundo no lo puede
hacer. La seguridad parcial es un mito.
Si vamos a recurrir a la tecnología para resolver estos problemas, de nuevo
deberemos ampliar nuestro campo de visión. Los días en que una nación -o cualquier
grupito de naciones- disfrutaban del monopolio de la ciencia es algo que pertenece al
pasado y no volverá. La creciente complejidad de nuestros conocimientos crecientes
acerca del Universo hace necesario utilizar a toda la Humanidad como poder cerebral
y fuente de información.
Todo el mundo representa el potencial cerebral que necesita la Humanidad en su
conjunto. Todo el mundo representa la fuente de recursos y el sumidero de desechos
para toda la Humanidad. Todo el mundo padece de los varios problemas mundiales y
debe formar parte de las diversas soluciones mundiales.
En los años cuarenta, la bomba nuclear fue desarrollada por algo que los
norteamericanos triunfalmente denominaron «técnica yanqui». En realidad, fue
creada por los esfuerzos combinados de científicos de doce o más naciones. Al
recordar los nombres de los más notables -Fermi, Teller, Szilard, Einstein, Bohr,
Frank, Chadwick- recordamos asimismo el papel desempeñado por Europa en este
campo.
Desde entonces, el mundo ha tenido que cooperar en proyectos que son globales
por naturaleza. La Antártida ha sido y es explorada internacionalmente. El clima
mundial es asunto de preocupación global, y la ONU, cual centro meteorológico
mundial, recibe información de todos los rincones del planeta, información de
utilidad para todos los países del mundo.
¿Cómo podemos cultivar el mar y cómo extraer minerales del fondo del océano?
¿Cómo podríamos aprovechar el calor interior de la tierra o controlar las mareas?
¿Cómo conseguiremos curar el cáncer? ¿De qué manera acabaremos con el hambre?
Todos los grandes problemas contemporáneos requieren el máximo esfuerzo de los

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científicos de todos los países.
El mayor logro tecnológico que nos aguarda hoy en día -el de encontrar un modo
de poner la fusión controlada de energía al servicio de la Humanidad- debe obtenerse
mediante una cooperación mundial; los científicos de Estados Unidos, Gran Bretaña,
la Unión Soviética y otros países deberán intercambiarse los conocimientos
libremente.
¿Habrá alguien tan atrevido como para suponer que otro gran logro tecnológico
del siglo XXI -la colonización del espacio y la exploración humana del sistema solar-
puede hacerse sin la ayuda de toda la sociedad de nuestro planeta?
Suponer lo contrario, en este presente grado de complejidad social, industrial y de
información, no puede ser más que una vana ilusión.
Vivimos en una pequeña bola de roca que constituye una sola pieza.
Sin embargo, hemos heredado una organización de naciones-Estado propia del
siglo XIX y de antes. Casi todos nosotros estamos persuadidos, en cierto modo, de que
las necesidades y deseos de nuestra propia nación son de mayor importancia que los
de cualquier otra. Nuestra «seguridad nacional» (ésa es la frase) debe ser defendida
con armas terribles y con hombres arrojados y, si es necesario, protegida por una
ilimitada violencia. Todos los daños causados en cualquier parte del mundo quedan
justificados mientras nuestro país obtenga algún beneficio.
Pero eso constituye un mito. No hay forma de garantizar la seguridad de una
nación más que garantizando la seguridad de toda la Humanidad. Todos los esfuerzos
para proteger una nación, una pequeña porción de la Humanidad, mediante el poder
de las armas, aparta cerebros y recursos del esfuerzo de resolver los problemas del
mundo. Ello hace menos posible la preservación de la seguridad de toda la
Humanidad y, por lo tanto, de cualquier nación de las que forman la Humanidad.
También en este caso la salvación se halla en una concepción global. Es la única
opción sensata.
Pero ¿adoptará la Humanidad esa solución sensata? No estamos obligados a ello.
Siempre cabe la alternativa de elegir el camino de la locura, el que seguimos
actualmente, para terminar en una catástrofe absoluta dentro de quizá no más de
treinta años.
Si se elige el camino de la locura (y ello parece lo más probable), no es porque la
gente desee una catástrofe. Ello se debe a que nadie es capaz de ver que toda la
Humanidad unida es la mínima unidad viable en la Tierra.
Si, por el contrarío, se elige, contra todo pronóstico, el camino de la cordura, ello
significará que las naciones-Estado que ahora representan a las gentes del mundo y
que se enfrentan entre sí con la amenaza constante de la guerra, deberán aprender a
cooperar tan estrechamente que, por último, constituirán un Gobierno mundial.
Resulta triste que algo tan esencial para la supervivencia como un Gobierno
mundial produzca tantos sentimientos adversos. Es como si quienes así sienten viesen
en un Gobierno mundial un aparato para forzarlos a renunciar a sus más apreciados

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modos de vida en beneficio de una pandilla de «extranjeros».
Bien, reflexionemos acerca de ello. Muchos de nuestros más arraigados modos de
vida tendrán que ser modificados. Un menor índice de natalidad y unas restricciones
alimentarias nos producirán diversas actitudes. Si el nombre del juego es
supervivencia, cambio es la lengua en que se escribe ese nombre. Y si eso les sirve de
consuelo, no sólo ustedes deberán cambiar de modo de vida, sino también todos esos
«extranjeros».
Sin duda, podremos recurrir a nuestro lenguaje para sobreponernos mejor a la
impresión. Podemos dorar la píldora hablando de «cooperación internacional», o de
«diálogo multinacional», o de una «conferencia global de emergencia». No importa el
nombre que se le dé mientras haya un modo de gobernar el mundo globalmente.
Por fortuna, tenemos un embrión de ello en las Naciones Unidas y, por suerte, es
algo a lo que estamos acostumbrados y ya no nos asusta demasiado.
Nacida después de concluida la Segunda Guerra Mundial, la ONU es la respuesta
viva al hecho de que nuestro planeta es demasiado pequeño como para vivir separado
en naciones-Estado.
A las Naciones Unidas les falta el poder de imponer directamente sus decisiones a
las naciones miembro y, a menudo, parece sólo una inútil máquina parlante. Sin
embargo, representa una idea.
Las Naciones Unidas representan la idea de una preocupación colectiva por los
problemas y necesidades de la Humanidad, la idea de un camino concertado hacia la
seguridad.
Puede evolucionar hacia algo más efectivo si la estrecha mentalidad nacionalista
desaparece. La ONU puede convertirse en el núcleo de una organización mundial que
reúna los brazos y cerebros de toda la Humanidad para acometer los problemas
mundiales y tratar de hallar las soluciones óptimas. Desde luego, la necesaria
cooperación de los científicos del mundo y de las naciones que apoyan a estos
científicos para abordar problemas tan claramente internacionales como el medio
ambiente, la población y el control de epidemias pueden muy bien servir como
prototipo para una cooperación internacional más profunda, intensa y permanente en
otros tipos de problemas.
De este modo, la ONU puede servir para mantener la seguridad de la Humanidad
y permitir el nacimiento de una nueva sociedad, en el siglo XXI, que viva dentro de
los límites de los recursos mundiales y se lance hacia delante en busca de nuevos
horizontes fuera de la Tierra.
Si no se hace así, seremos destruidos.
La elección nos corresponde a nosotros y, para nuestro bien, más vale que no
esperemos demasiado. Si no nos encaminamos por la senda de la cordura y de la vida,
en los próximos treinta años, como mucho, habremos caído irremediablemente en la
alternativa de la locura y de la muerte.

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Una buena parte de la vida, así como del pasado fisiológico del hombre, es su
pasado intelectual, su descubrimiento del conocimiento. Este descubrimiento ha
sido tan reciente, no sólo comparado con la edad de la vida terrestre, sino con
la edad del hombre como especie, que parece oportuno considerar tal
descubrimiento como parte del presente de la vida.
El primer aspecto de este descubrimiento es mitológico. El mito parece ser
una forma poco sofisticada de contemplar el Universo, al menos desde nuestra
superioridad actual, aunque, de todos modos, fue un intento real de comprender
el Universo. Este intento, aparte lo acertado que pudiera resultar, da la medida
de la dignidad y carácter maravilloso de la mente humana.

8. EL DIOS LLAMEANTE

SI usted fuera un ser primitivo esperando en una larga noche; si reinasen la oscuridad
y el frío, sin ninguna fuente de luz ni de calor, salvo quizás una humeante y poco
calorífica hoguera; si a corta distancia pudiera oír los ominosos ruidos producidos por
animales depredadores que pueden ver mejor en la oscuridad que usted; si usted ya
no pudiese dormir, ¿cuál sería la visión más grandiosa en este mundo?
Tendría que ser contemplar cómo el cielo se va tornando gris hacia el Este, el
nacimiento del día portador de la segura promesa de que, en breves instantes,
surgiendo del horizonte, aparecerá el propio Sol, para que todo el mundo tenga de
nuevo luz, calor y seguridad.
En aquellos tiempos, cuando las obras del Universo eran atribuidas a una miríada
de dioses, sin duda el jefe de éstos sería un Dios-sol, poderoso y benefactor, ya que,
¿cómo podían vivir los humanos sin el Sol? Incluso en la Biblia, el primer
mandamiento del Señor fue: «¡hágase la luz!» (Para ser reunida en el Sol, la Luna y
las estrenas al cuarto día), puesto que sin luz nada era posible.
Para los antiguos egipcios, el Dios-sol era Ra, y éste representaba el principio de
la creación; no sólo había creado todas las cosas, sino incluso a sí mismo. Cada
ciudad egipcia tenía su propio dios, a veces de la categoría del Dios-sol. Cuando el
Imperio egipcio alcanzó su apogeo hacia el 1. 500 a. de J. C., con su capital en la
ciudad meridional de Tebas, el dios de esa ciudad, Amón, se convirtió en Amón-Ra,
dios de Tebas y del Sol.

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Después, más tarde, cuando, por primera vez en la Historia que nosotros sepamos,
se estableció brevemente un culto monoteísta -en el reinado del faraón Ekhnatón de
Egipto, hacia el 1360 a. de J. C. -el supremo dios al que se adoró fue el dios del Sol.
La asimismo antigua civilización babilónica tenía un Dios-sol al que llamaban
Shamash, el que daba la vida y la luz, al tiempo que era el padre de la ley y de la
justicia. Y, ¿por qué no? Resulta natural comparar la ley y la justicia con la luz del
Sol y considerar que la capa de oscuridad esconde la maldad y el crimen. Aún hoy en
día, las calles y parques de las ciudades americanas parecen quedar abandonadas a los
sujetos dudosos por la noche, mientras que los ciudadanos honrados sólo se atreven a
tomar posesión a plena luz del día.
Cada civilización tuvo su Dios-sol entre las grandes potencias de su panteón. La
India cuenta con Suria, de cabellos rojizos, del que desciende la raza humana. Japón
tiene a Amaterasu (extraordinaria por ser una diosa-sol), y si ella no era la antepasada
de la especie humana, sí al menos era la progenitura de la casa real japonesa, de quien
Hirohito es el actual representante.
Los escandinavos tenían al hermoso Balder, dios del Sol, de la juventud y de la
belleza, quien estaba casado con Nanna, la diosa de la Luna. Y así sucesivamente.
Los antiguos irlandeses tenían a Lugh; los antiguos britanos a Llew; los antiguos
eslavos a Dazhbog (quien también era el dios de la fortuna y del éxito, sin duda por el
aspecto dorado del Sol); los polinesios tenían a Tañe, quien también era el dios de
todas las cosas vivientes: los mayas tenían a Itzamna, otro Dios-sol que era el
primero, el más viejo, así como el creador de todo lo demás; los aztecas tenían a
Quetzalcóatl, un Dios-sol que también era dios de la sabiduría e inventó el calendario.
Sin embargo, el Dios-sol más conocido para nosotros, pertenecientes a la
tradición occidental, es el griego Helios, el que en la posterior poesía griega fue
identificado con Apolo. Mientras que el Dios-sol egipcio Ra cruzaba el cielo en una
barca (el típico medio de transporte egipcio por el río Nilo), Helios lo cruzaba en un
magnífico carro de oro tirado por cuatro soberbios corceles que sólo él podía
dominar.
La dificultad de conducir aquellos difíciles caballos fue la idea que posiblemente
dio nacimiento al más conocido mito de la literatura occidental acerca del Dios-sol.
Helios tenía un hijo, Faetón, fruto de su unión con una mortal. Cuando se plantearon
dudas sobre su paternidad, Faetón se dirigió a Helios y pidió a este dios que
reivindicara el honor de su hijo. Helios prometió hacerlo y Faetón le pidió que le
dejara conducir el carro solar durante un día.
Helios se vio obligado a hacerlo y Faetón tomó las riendas. Al notar que los
guiaba una mano inexperta, los corceles se desbocaron. Encabritándose y
corcoveando, llegaron cerca de la Tierra, quemaron el norte de África, convirtiéndolo
en un desierto, y cocieron a los africanos, haciéndolos negros. La Tierra hubiera
quedado destruida si Zeus, supremo dios de los griegos, no hubiera arrojado a Faetón
fuera del carro, mediante su rayo, permitiendo a los caballos regresar a su propio paso

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hacia su senda acostumbrada.
La ruta normal del Sol puede ser interpretada como una aventura. A fin de poder
utilizar el Sol y la Luna como bases para medir el tiempo, los antiguos sumerios (la
primera civilización surgida en el valle del Tigris y del Eufrates) fueron los primeros
en distinguir a las estrellas en esos grupos que ahora llamamos constelaciones, y les
dieron nombres fantásticos, basados en los lejanos parecidos de las configuraciones
de las estrellas con objetos familiares. El Sol, a lo largo del año, pasaba por doce
constelaciones del zodiaco, que recibieron los nombres del león, el escorpión,
arqueros, etc.
El cuento del viaje del Sol nos relata su victoria sobre cada peligro que
encontraba; el «suspense» debería ser grande, ya que sólo mediante su victoria podía
completar con éxito su curso, asegurando así la supervivencia humana. Puede ser que
los doce trabajos que Hércules debía realizar antes de alcanzar su descanso en el cielo
sean una versión del paso del Sol por las doce peligrosas constelaciones; una versión
oscurecida por cambios en los nombres de las constelaciones y por interminables
añadidos de incidentes, efectuados por los mitólogos de los tiempos antiguos.
Sin embargo, la carrera del Sol no sólo consta de éxitos. Por triunfante que pueda
acostumbrar a ser, también se ve oscurecido por las nubes. En los países europeos en
los que son frecuentes las nubes y las tormentas, el dios supremo es el de los rayos o
de las tormentas: el Zeus de los griegos y el Thor de los escandinavos por ejemplo.
Incluso la Biblia parece indicar que, en tiempos primitivos, Yahvé fue un dios de las
tormentas.
También existe el peligro del eclipse, el cual temporalmente parece matar, en
parte o totalmente, el Sol o la Luna. En los mitos escandinavos, tanto el Sol como la
Luna son eternamente perseguidos por gigantescos lobos mientras realizan su
recorrido por el cielo y, ocasionalmente, los lobos alcanzan los luminares y los
ocultan, temporalmente, en sus fauces babeantes.
Pero la nube de tormenta es ocasional, y más aún el eclipse. Sin embargo, una
muerte solar es regularmente periódica e inevitable. Al final de cada día, el Sol, sin
importar lo glorioso que haya sido su reinado, debe hundirse en el horizonte
occidental, derrotado y sangriento, y la noche regresa victoriosa al cielo.
Esto queda representado de una forma más pintoresca en el relato escandinavo
acerca de Balder, el Dios-sol. Balder, la alegría de los dioses y de la Humanidad, se
ve repentinamente turbado por un presentimiento de muerte. Su madre, Frigg (la
esposa del dios supremo nórdico, Odín), consigue que todas las cosas juren que no
harán daño a Balder; sin embargo, se olvida del muérdago. Entonces los dioses se
entregan al juego de lanzar proyectiles a Balder, para ver si tales proyectiles se
desviaban por voluntad propia.
El dios malo del fuego, Loki, al enterarse de la falta de juramento por parte del
muérdago, convierte una rama de muérdago en una lanza y se la entrega a Hoder, el
dios de la Noche, quien, al ser ciego (en definitiva, uno no puede ver por la noche),

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no participa en el juego. Loki guía el tiro y Balder cae. El Sol ha muerto por el ataque
de la Noche.
Un mito solar menos evidente puede ser la leyenda hebrea de Sansón. La versión
hebrea del nombre, Shimshon, ofrece una curiosa semejanza con shemesh, que en
hebreo significa Sol (asimismo semejante al babilonio Shamash). A unos tres
kilómetros al sur del lugar de nacimiento tradicionalmente atribuido a Sansón se
hallaba la ciudad de Beth-shemesh («casa del Sol»), la cual se cree fue un centro de
culto solar.
Sansón, al igual que Hércules, sobrevivió a varios peligros, gracias a su fuerza
sobrehumana. Lo que es más, la fuerza de Sansón emanaba concretamente de su
cabello, lo cual debe ser interpretado como una representación de los rayos dorados
propios del Sol de mediodía. Cuando a Sansón le cortan el pelo, se vuelve débil, igual
que el Sol cuando se acerca al horizonte, rojizo y sin rayos, momento en el que se
puede mirar sin deslumbrarse. Sansón dormía en el regazo de Dalila cuando perdió su
cabello; el nombre Dalila es muy similar al hebreo lilah, que significa «noche». El
Sol se hunde en el regazo de la noche y es derrotado y cegado. Pero el cabello de
Sansón vuelve a crecer y recupera sus fuerzas para realizar su última hazaña.
En definitiva, el Sol sale cada día.
De hecho, particularmente en los países cálidos, el Sol debe sobrevivir a todos los
ataques de la noche y acabar sobreviviendo. En la mitología persa, Ahura Mazda, el
dios de la luz, lucha contra Ahrimán, el dios de la oscuridad, entablando una batalla
cósmica que llena el Universo… y es Ahura Mazda quien vence al final. (Los judíos
del período persa recogieron este mito, y desde el 400 a. de J. C. en adelante Satán
entró en el judaísmo; más tarde los cristianos también lo consideraron como las
tinieblas enemigas de Dios, y al final es derrotado.)
El Sol, poniéndose y levantándose, constituye una inspiración de muchos relatos
míticos que tratan de la muerte y resurrección de un dios. Una muerte y resurrección
más impresionante es la muerte de la vegetación con la llegada del invierno y su
resurgimiento en primavera.
El relato de Balder puede ser muy bien el símbolo del dios del verano que es
abatido por el dios del invierno. Similar significado puede darse a la muerte y
resurrección de Osiris, de los egipcios; de Thammus, de los babilonios; de Perséfona,
de los griegos, y así sucesivamente.
Pero el Sol está claramente relacionado con el ciclo verano-invierno, así como
con el ciclo día-noche. En el verano europeo, el Sol de mediodía alcanza cada día un
punto levemente más bajo en el cielo meridional. Dado que el recorrido del Sol por el
cielo cada vez se va hundiendo más hacia el Sur, la temperatura se hace más fría y la
vegetación se pone de color pardo y muere.
Si el Sol continuara hundiéndose y bajara detrás del horizonte meridional, la
muerte sería universal y permanente, pero no sucede tal cosa. La intensidad del
descenso se enlentece y cada año, el 21 de diciembre de nuestro calendario, el Sol se

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detiene («solsticio», o «detención del Sol», en latín) y a partir de ese momento vuelve
a ascender.
El invierno puede hacerse más riguroso después del solsticio, pero el hecho de
que el Sol de mediodía sigue ascendiendo cada vez más en el cielo supone una
garantía de que la primavera y el verano volverán una vez más. El día del solsticio de
invierno, del nacimiento de un nuevo Sol de verano, es, por lo tanto, ocasión de
grandes fiestas, en las que se celebra la recuperación de la vida.
La más conocida celebración solsticial de los tiempos antiguos era la de los
romanos. Se creía que el dios romano de la agricultura, Saturno, había gobernado
Italia en una antigua edad de oro de ricas cosechas y abundantes alimentos. El
solsticio de invierno, pues, con su promesa de regreso del verano y de la edad de oro
de la agricultura saturnina, era celebrada con una semana de saturnales, del 17 al 24
de diciembre. Eran unos días de dicha y de gozo. Los negocios se cerraban, a fin de
que nada interfiriese con la celebración. Los regalos se intercambiaban en gran
cantidad. Eran unos momentos de hermandad entre los humanos, puesto que los
sirvientes y esclavos recibían una libertad temporal y se les permitía unirse a la
celebración con sus amos, llegando incluso a ser servidos.
Las saturnales no desaparecieron. De hecho, otra prueba del culto al Sol se
manifestó en las postrimerías del Imperio Romano. Heliogábalo, un sacerdote del
Dios-sol siríaco, ocupó el trono romano del 218 al 222 y, por aquel tiempo, el culto
de Mitra, un dios solar de Persia, se hizo popular, especialmente entre los soldados.
Los mitraístas celebraban el nacimiento de Mitra, el Sol, en el solsticio de
invierno, un tiempo natural, estableciendo el día en el 25 de diciembre, de modo que
las populares saturnales romanas alcanzaron su apogeo en el «Día del Sol» de los
mitraístas.
A la sazón, la Cristiandad mantenía un reñido duelo con los mitraístas para
conquistar los corazones y las mentes de los súbditos del Imperio Romano. El
Cristianismo poseía la gran ventaja de aceptar a las mujeres en la religión, mientras
que el culto de Mitra era exclusivamente para hombres (y, en definitiva era la madre,
no el padre, quien influía en las creencias religiosas de los niños). Sin embargo, el
mitraísmo tenía de su parte el festival saturnino del Sol.
Algún tiempo después del año 300 de nuestra Era, el Cristianismo consiguió
apuntarse el último tanto y vencer el mitraísmo al absorber las saturnales. El
nacimiento de Jesús fue fijado en el 25 de diciembre y el gran festival fue
cristianizado. La Biblia no autoriza en modo alguno a establecer en el 25 de
diciembre el día de la Natividad. En realidad, a juzgar por el relato bíblico, uno puede
estar completamente seguro de que la Navidad se produjo en otro momento, puesto
que los pastores nunca hubiesen plantado sus tiendas de campaña en campos helados,
aunque los villancicos así lo proclamen.
Fueron adoptados todos los aspectos externos de las saturnales: la alegría y la
diversión, los negocios cerrados, la hermandad, la entrega de regalos. Todo recibió un

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nuevo significado, pero permaneció igual.
Hasta nuestra Navidad actual llega el eco distante de un rito mucho más antiguo:
la celebración del nacimiento del Sol.

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Tengo escrito otro ensayo destinado a una guía de programas de televisión.
Dado que, a través de la Guía de TV, llego a millones de personas a las que
de otro modo nunca hubiera podido acercarme y quienes no están de acuerdo
con mis puntos de vista laicos, espero cartas con todo el estoicismo del que soy
capaz. En el caso de este ensayo, se pusieron objeciones a mi descripción de la
Biblia en el sentido de que da crédito a la teoría de que las enfermedades las
causan los malos espíritus.
Encuentro fastidioso discutir sobre el significado de la Biblia, pero la he
hojeado y he hallado un versículo relacionado con lo antedicho: «Ya atardecido,
le presentaron muchos endemoniados [a Jesús], y arrojaba con una palabra los
espíritus, y a todos los que se sentían mal los curaba.» (Mateo 8, 16.).
Uno puede argüir que la palabra «demonios» y «espíritus» no debe ser
tomada al pie de la letra, y que cumplen el mismo propósito que nuestros
presentes términos «gérmenes» y «bacterias»
Sin embargo, lo que importa es saber si nuestros religiosos contemporáneos
recurren al simbolismo para ocultar su propio desconcierto ante unas
concepciones bíblicas que ellos consideran primitivas. Por desgracia, en el
pasado (incluso ahora también) la mayoría de la gente interpretó esos
versículos literalmente, siguieron al pie de la letra tales interpretaciones y
produjeron un daño incalculable a nuestro mundo.
Lo que causa daño no es tanto el estar equivocado, sino, aferrarse al error
humano denominándolo verdad divina. Si existe una blasfemia imperdonable,
seguramente será ésa.

9. ANTES DE LAS BACTERIAS

EN los tiempos anteriores a la concepción científica del Universo, era frecuente creer
que todos los misteriosos fenómenos que nos rodeaban eran obra de seres invisibles y
sobrenaturales: buenos, malos e indiferentes. Entre los malos espíritus se contaban
aquellos que producían calamidades a los seres humanos: se apoderaban de sus
cuerpos y les causaban enfermedades.
¿Cómo se podía uno desprender de los malos espíritus y curar las enfermedades?
Por un lado, mediante conjuros mágicos; por otro lado, con pociones nocivas, ya que

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éstas debían disgustar al espíritu y forzarlo a abandonar el cuerpo.
Los antiguos egipcios ya habían desarrollado elaborados métodos, tanto mágicos
como químicos, para combatir los malos espíritus y esto ha seguido así hasta nuestros
tiempos. Aún hoy, los remedios populares están llenos de hechizos y pociones.
La Biblia respaldó esta teoría de los malos espíritus causantes de las
enfermedades, puesto que los Evangelios describen cuidadosamente cómo Jesús
curaba las enfermedades expulsando a los demonios. Como resultado de ello, era
muy frecuente en la Edad Media y Moderna tratar de forma brutal a los mentalmente
enfermos, en un esfuerzo para expulsar de ellos a los malos espíritus, Incluso en
nuestros días apoyamos esa teoría en películas tales como El exorcista.
El primer paso notable para apartarse de la teoría de los malos espíritus lo dieron
los antiguos griegos. Hacia el año 400 a. de J. C., Hipócrates y sus seguidores
sugirieron que la enfermedad no era una invasión desde el exterior, sino un trastorno
interior. Según ellos, las varias sustancias que componían el cuerpo tenían un
equilibrio adecuado en las personas que se encontraban bien, y un desequilibrio (a
causa de una sustancia superabundante y otra deficiente) en la gente enferma.
Hacia el 300 a. de J. C., un médico griego, Erasistrato, sospechó que la principal
causa de este desequilibrio en el cuerpo obedecía a una superabundancia de sangre.
Esto dio paso al sistema de sangrar a los pacientes para curarlos; tal cosa se siguió
haciendo durante dos mil años y ayudó a matar a innumerables personas que no
habrían fallecido si se les hubiese dejado solos con su enfermedad. En fecha tan
tardía como 1799, la sangría contribuyó a matar a George Washington, quien padecía
una enfermedad de la que seguramente se habría recuperado si los doctores se
hubiesen mantenido apartados.
Otra teoría acerca de las enfermedades hizo recaer la culpa en la influencia de las
estrellas en malas combinaciones. Esta teoría astrológica ha dejado su huella en la
palabra italiana influenza, «gripe», que forma parte de varios idiomas. También se
creyó que causaba enfermedades el mal aire, que traducido al italiano da «malaria».
En los tiempos antiguos, nadie pareció advertir que algunas enfermedades eran
contagiosas.
Sin embargo, en la Biblia había detalladas descripciones acerca de la manera en
que la gente que padecía varias enfermedades de la piel (agrupadas bajo el término
genérico de lepra) era aislada de la población general.
Esto obedecía más a razones religiosas que a un temor de infección.
Esta pauta fue seguida en la Alta Edad Media europea, y a causa de que tal
aislamiento parecía reducir la incidencia de tales enfermedades de la piel, prosperó la
idea de que el aislamiento podía ser efectivo en otros casos.
Así, pues, en el siglo XVI se extendió ampliamente la práctica de la «cuarentena».
La cuarentena ayudó a detener la propagación de una enfermedad, mientras que no
guardar tal cuarentena contribuía a su extensión. De este modo, la gente empezó a
comprender que las enfermedades podían ser contagiosas. Entonces, en el siglo XIV,

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cuando la Muerte Negra se desencadenó con una furia sin precedentes, el hecho del
contagio, ya latente en la conciencia de todo el mundo, quedó demostrado de forma
inequívoca.
Una vez se hubo comprendido lo del contagio, se creó una progresiva aversión a
mantener contacto con la gente enferma, así como con todo lo que tocaban, con lo
cual empezó a imponerse la noción de la higiene. Sin embargo, tal noción
experimentó un desarrollo muy lento.
En una fecha tan próxima a nosotros como 1847, un médico húngaro, Ignaz
Semmelweis, fracasó en su intento de obligar a los doctores de un hospital vienés a
que se lavaran las manos antes de traer al mundo a los niños. Semmelweis fue
expulsado y los médicos dejaron de lavarse las manos. El número de mujeres que
fallecieron a consecuencia de la fiebre puerperal descendió drásticamente en el breve
intervalo en el que los médicos se lavaban las manos; cuando se dejaron de lavar las
manos, la mortalidad volvió a aumentar.
En 1546, un médico italiano llamado Girolamo Frascatoro publicó un libro que
representaba la primera consideración razonada acerca del proceso del contagio. Tras
describir los varios modos en que se puede propagar una enfermedad, sugirió que
debían de existir cuerpecillos, demasiado pequeños para poder ser vistos, que estaban
presentes en las personas enfermas y que podían pasar, por contacto directo o
indirecto, a las personas sanas. En las personas sanas, aquellos cuerpos diminutos se
multiplicarían y causarían también la enfermedad.
En realidad, Frascatoro tenía razón, pero dado que tales cuerpecillos no podían
ser vistos ni detectados de ningún modo, ello no supuso un progreso efectivo sobre la
teoría de los malos espíritus.
No obstante, hacia 1670, un pulidor de lentes holandés, llamado Antón van
Leeuwenhoek, produjo el primer lente que poseía la suficiente perfección como para
aumentar pequeños objetos sin distorsionarlos. En 1677 pudo finalmente ver
criaturitas vivas a través de su «microscopio», seres que eran demasiado pequeños
como para distinguirlos a simple vista. En un espacio mínimo eran capaces de vivir y
multiplicarse en gotas de agua.
En 1683, Leeuwenhoek consiguió distinguir cosas aún más pequeñas, las cuales
hoy conocemos como bacterias. De todos modos, aún hubo de pasar otro siglo para
que los microscopios fueran lo bastante perfectos como para permitir observar las
bacterias con cierto detalle. En 1786, un biólogo danés, Otto Friedrich Müller,
publicó un libro en el que, por vez primera, las bacterias fueron descritas y
clasificadas.
¿Eran las bacterias los cuerpecillos que Frascatoro había imaginado que existían?
Para que esto fuera así, debían ser descubiertos tipos específicos de bacterias en
todas las personas con una enfermedad determinada, pero no en los individuos que no
tuvieran tal enfermedad. El desarrollo de una enfermedad debe mostrarse
acompañado por la aparición de las bacterias.

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Esto fue demostrado por el químico francés Louis Pasteur, así como por el
médico alemán Robert Koch, hacia 1860 y 1870. Con esta «teoría de las
enfermedades por gérmenes», los médicos empezaron la conquista del contagio que,
en un siglo, permitió doblar las expectativas de vida humana de treinta y cinco años a
setenta años.

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En 1975, la Sociedad Astronómica del Pacífico me concedió el Premio Dorothea
Klumpke-Roberts «por una extraordinaria contribución para las mejores
comprensión y apreciación públicas de la Astronomía».
Me sentí sumamente halagado y satisfecho, por supuesto, pero tal
satisfacción se vio aminorada al enterarme de que, para corresponder al
premio, debía escribir un artículo para la revista de la Sociedad. En dicha
revista colaboran astrónomos profesionales y el nivel de los trabajos es muy
elevado.
Me costó algo vencer mi estupor, pero, finalmente, conseguí escribir el
siguiente ensayo, que la Sociedad publicó sin ninguna señal de descontento.

10. LA CARA DE LA LUNA

ES posible que el fenómeno astronómico más importante en los cielos sea el


completamente accidental de que la Tierra posea un satélite tan grande y situado de
tal modo que podamos ver su cara, con cierto detalle y sin necesidad de instrumentos.
Resulta claro que esto obedece a algo accidental. Venus que, en cuanto a tamaño,
es gemelo de la Tierra, no posee ningún satélite. De hecho, si se consideran los
planetas del sistema solar aparte la Tierra, los satélites que existen poseen masas que
no son más que pequeñas fracciones en comparación con sus planetas. Si, a la luz de
esto, nos pidieran que adivináramos el tamaño del satélite de la Tierra sin
conocimiento previo de la actual situación, supondríamos que no tendría más de unos
doscientos kilómetros de diámetro, como mucho.
Pero, en realidad, nuestro satélite, la Luna, posee un diámetro de 3475 kilómetros:
una cifra que representa más de la cuarta parte del diámetro de la Tierra, En
comparación con su planeta, la Luna es, con mucho, el mayor satélite del sistema
solar[4].
Supongamos que la Tierra es exactamente como es, en tamaño y rotación, pero
que sólo hay estrellas en el cielo y que los seres humanos pueden existir de algún
modo y observar tales cosas.
La Astronomía sería una ciencia de lo más aburrido y poco interesante. El cielo
parecería una esfera que rotase lentamente, tachonado por rayitas de luz. No habría
nada que hacer con esas estrellas, salvo admirar su belleza, sus diferentes grados de

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luminosidad, colores y formas, así como distinguir arbitrarias constelaciones. (Y una
cosa más: a juzgar sólo por las estrellas y por la diferencia en sus posiciones con
respecto al horizonte conforme uno se desplazara por la superficie de la Tierra, se
podría asegurar, con bastante convicción, que la Tierra es una esfera.)
Añadamos el Sol. Hoy tenemos día y noche, y por la forma en que las estrellas
cambian su posición de noche a noche, podría parecer que también el Sol se mueve
alrededor de la Tierra, aunque con un ritmo distinto al de las estrellas. Se podría
alegar que el Sol estaba encajado en una esfera igual que las estrellas, pero en una
esfera transparente y que, por lo tanto, no podía ser vista, pues giraba a velocidad
diferente a la de la esfera estrellada.
Ahora añadamos esos planetas que son visibles a simple vista -Mercurio, Venus,
Marte, Júpiter y Saturno- de modo que el cielo poseyera todos los cuerpos visibles
con excepción de la Luna.
Resultaría que tendríamos una esfera para cada uno de los diferentes planetas,
puesto que cada uno se mueve a un ritmo diferente. Además, ya que los movimientos
no son constantes sino que varían de forma más bien complicada, la definición de las
reglas que gobiernan los movimientos de esas esferas requeriría mucho tiempo,
paciencia e ingenio, como, de hecho, así sucedió.
Al final, resultaría que la estructura sería tan abultada que se impondría el criterio
de aceptar la proposición menos evidente de que el Sol es el centro del sistema
planetario, y no la Tierra; y que era la Tierra la que rotaba veinticuatro horas, no el
cielo. Ésta fue la tesis finalmente presentada por el astrónomo polaco, Nicolás
Copérnico, en 1543.
En resumidas cuentas, podría parecer que, sin la Luna en el cielo, la historia de la
Astronomía podría desarrollarse exactamente en la forma en que, en realidad, lo hizo.
Aunque podemos aducir, con toda razón, que la cosa no hubiera podido ser así sin
la Luna, ya que sin la cara visible de nuestro satélite en el cielo posiblemente la
Humanidad nunca se hubiera sentido impulsada a estudiar el firmamento con detalle.
Se habría limitado sólo a admirarlo.
¿Qué diferencia supone la Luna? Añádase este satélite al cielo y veámoslo.
La Luna, igual que el Sol, Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno se mueven
en el marco de las estrellas, con su propia velocidad característica, y requieren una
esfera separada propia. Por esta razón, los siete están unidos como planetas
(«vagabundos»). (Únicamente en los tiempos modernos hemos separado el Sol y la
Luna del resto a causa de las especiales características que los diferencian de los
otros.)
Desde luego, la Luna se mueve con mayor rapidez que cualquier otro de los
cuerpos errantes, pero esto en sí no posee demasiada importancia. Ello significa sólo
que la Luna está más cerca de la Tierra de lo que está el resto y, en definitiva, uno de
los planetas tiene que ser el más próximo.
Pero de los planetas, en realidad de todos los cuerpos celestes, sólo el Sol, la Luna

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y algún cometa muy ocasional pueden ser distinguidos como algo más que un punto
de luz. De todos éstos, los cometas aparecen tan raramente que no ejercen ningún
efecto en los cuerpos humanos normales, salvo el hecho de que producen un temor
supersticioso. El Sol, a pesar de ser un gran cuerpo, es demasiado brillante para ser
mirado más de un momento, excepto cuando está oscurecido por la niebla, e incluso
entonces aparece como un círculo de luz sin rasgos característicos ni especial interés.
Por otro lado, la Luna es de luz mucho más suave y puede ser observada durante
períodos indefinidos de tiempo. Asimismo, su estudio es fácil de realizar, ya que, al
revés que el Sol, la Luna no es siempre un círculo de luz. La Luna cambia su forma, y
se mueve de acuerdo con un ciclo regular de fases. (La existencia de fases no es
única, sucede sólo que la Luna está lo bastante cerca como para permitir al ojo
humano distinguir tales fases cambiantes. Venus y Mercurio también siguen un ciclo
de fases, igual que la Luna, pero están demasiado lejos como para poder observar
tales fases sin ayuda telescópica.)
El ciclo de fases de la Luna es ideal para atraer la atención. Dado que la Luna se
mueve alrededor de la Tierra en una órbita sólo ligeramente elíptica, siempre parece
poseer el mismo tamaño y la regularidad de su ciclo de fases no es confundida por
cambios simultáneos de tamaño y velocidad de aparente movimiento por el cielo.
Esto hizo del cambio de fases un provechoso campo de estudio en los días en que la
Astronomía era rudimentaria en grado sumo.
Además, el cambio de fases de la Luna recorre su ciclo completo en algo más de
veintinueve días, que es una conveniente extensión de tiempo.
Para el agricultor y cazador prehistóricos, el ciclo de las estaciones (el año) era
particularmente importante, pero resultaba difícil apreciar que, por término medio, las
estaciones se repetían cada 365 días y una fracción. El número era demasiado grande
como para no perder la cuenta fácilmente.
Era mucho más sencillo y práctico calcular veintinueve o treinta días desde cada
nueva luna hasta la próxima, y después contar doce o trece nuevas lunas para cada
año.
Así, pues, el siguiente paso, una vez la Humanidad hubo observado los regulares
cambios de fases de la Luna, era hacer un calendario que sirviera para llevar la cuenta
de las estaciones del año en relación con las fases de la Luna.
Alexander Marshak, en su libro The Roots of Civilization, se muestra persuadido
de que, mucho antes del comienzo de la Historia, el hombre primitivo marcaba
piedras en un código cuyo objeto era llevar la cuenta de las nuevas Lunas.
Gerald Hawkins, en Stonehenge Decoded, se muestra igualmente persuasivo en el
sentido de que Stonehenge era un observatorio prehistórico que también estaba
dedicado a llevar la cuenta de las nuevas lunas, así como a predecir los eclipses
lunares que se producían, ocasionalmente, en el plenilunio (y asustan menos si uno
sabe de antemano que se van a producir).
El hecho de que el ciclo de las fases lunares no encaje en la rápida alternación de

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día y noche, o en la lenta alternación de las estaciones (un mes sinódico = 29, 53 días
= 0, 081 de año), significaba que mientras la confección de un calendario era una
labor bastante simple para el hombre primitivo y conseguía llegar a una aproximación
útil, ello ofrecía la suficiente complejidad para inducir a las generaciones posteriores
a una cada vez más sofisticada consideración de los movimientos comparativos del
Sol y de la Luna.
Fue la imperiosa necesidad práctica de elaborar un calendario basado en las fases
de la Luna, sobre la siempre cambiante forma de la cara de la Luna, la que impulsó a
los humanos a desarrollar la Astronomía. Si la Luna no hubiera estado en el cielo, si
el calendario lunar no hubiera conducido a los hombres a realizar una cuidadosa
observación del cielo nocturno, ¿habríamos avanzado en el terreno astronómico?
De no haber sido por eso, hoy quizá no tendríamos Astronomía, así como
tampoco las otras ramas de matemáticas y de Ciencias que la Astronomía ayudó a
desarrollar.
Entonces también el hecho de que el cambio de fases era tan útil sólo podía
favorecer la noción de la existencia de una deidad benevolente, la cual, por su amor a
la Humanidad, había dispuesto los cielos en un calendario que guiaría a la
Humanidad por los derroteros seguros para conseguir una segura provisión de
alimentos. Cada nueva luna era celebrada como un festival religioso en muchas
culturas primitivas, y el cuidado del calendario era encomendado casi siempre a
manos sacerdotales. (La misma palabra «calendario» deriva del verbo latino
«proclamar», puesto que cada mes sólo empezaba cuando la luna nueva era
oficialmente proclamada por los sacerdotes.)
Debemos concluir, pues, que una parte considerable del desarrollo religioso de la
Humanidad, de la creencia en Dios como un padre benevolente más que como un
tirano caprichoso, puede atribuirse al cambiante rostro de la Luna.
Además, el hecho de que el detenido estudio de la Luna fuera tan importante en el
control de las vidas diarias de los seres humanos hizo suponer que otros planetas
también serían importantes. El rostro de la Luna pudo contribuir de este modo al
desarrollo de la astrología y, a través de ello, a otras formas de misticismo.
Para ser, en amplia medida, el fundamento de algunos aspectos de la religión de la
Humanidad, el misticismo y la Ciencia derivan, en cierto modo, de la existencia de la
Luna en el cielo.
Los antiguos filósofos griegos encontraron estéticamente satisfactorio dividir el
Universo en dos partes: la Tierra y los cuerpos celestes. Para hacer tal cosa, ellos
fundamentaron en propiedades las diferencias existentes. Así que: Los cuerpos
celestes eran todos luminosos, mientras que la Tierra no lo era.
Los cuerpos celestes no cambiaban, mientras que en la Tierra todo crecía y se
marchitaba, se alzaba y decaía, nacía y se deterioraba.
Los cuerpos celestes se movían en órbitas circulares que eran regulares o
irregulares en una forma repetida regularmente; mientras que, en la Tierra, los

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movimientos característicos de los objetos eran hacia arriba y hacia abajo o de forma
por completo irregular.
En breve: los cuerpos celestes eran perfectos, y la Tierra no lo era.
Esta clase de división del Universo era elegante y simétrica, teniendo la virtud de
complacer a las mentes académicas, quienes deseaban eliminar cualquier evidencia
que pudiese perturbar la bonita imagen. Y había pruebas contra tal imagen, a pesar
del hecho de que los filósofos la mantuvieron hasta el 1600. En realidad, había una
gran imperfección en la imagen, y ésta se hallaba en la cara de la Luna.
A simple vista resultaba claro que la Luna, al menos, de entre los cuerpos
celestes, no poseía luz propia, sino que era tan oscura como la Tierra. La relación de
las fases con las posiciones relativas de la Luna y del Sol permitió ver claro, incluso
en los tiempos antiguos, que la Luna brillaba sólo por reflejo de la luz solar. El
cambio de fases no constituía una alteración real en la forma de la Luna, sino que era
el resultado de la cambiante perspectiva desde la cual era contemplado un hemisferio
lunar iluminado por el Sol.
¿Cómo podría caber duda alguna acerca de ello? Aun cuando uno no tuviera en
cuenta las posiciones relativas de la Luna y del Sol como representantes de un sutil
argumento convincente sólo para los teóricos, quedaba en pie el hecho de que cuando
la luz del Sol era interceptada por la Tierra, el brillo de la Luna llena desaparecía
lentamente. Cuando el eclipse se producía totalmente, la luz solar quedaba
interceptada del todo (excepto la pequeña cantidad que pasaba a la Tierra filtrada por
su atmósfera) y la Luna se oscurecía.
Otro fenómeno que todo el mundo podía advertir era cuando la Luna estaba en su
fase creciente, presentando sólo una estrecha franja curvada de luz. El resto de la
Luna podía entonces ser vista a veces brillando con cierta luz propia. Esto era
llamado «la Luna vieja en los brazos de la Luna nueva.»
¿Era sólo visible en ausencia de la luz solar esa débil luminosidad solar? Podía
aducirse más convincentemente que este fenómeno demostraba que la Tierra, como la
Luna, también brillaba por la luz solar refleja. Mediante un sencillo razonamiento
geométrico de la situación, cuando la Luna aparecía creciente para un observador en
la Tierra, nuestro propio planeta podría aparecer «lleno» a los ojos de un observador
situado en la Luna. La vieja Luna en los brazos de la nueva Luna era, pues, iluminada
por la espléndida luz de la Tierra llena, y podíamos ver la oscuridad de la Luna por su
débil reflejo de la luz terrestre.
Al observar la cara de la Luna a simple vista, resultaba, pues, posible utilizar las
fases y eclipses lunares y la aparición en su momento del creciente, para demostrar
que la Luna y la Tierra eran ambos cuerpos no luminosos y que ambos brillaban por
reflejo de la luz solar. La división teórica no era tan clara como hubiera tenido que
ser. Al menos un cuerpo celeste, la Luna, era muy parecido a la Tierra en algunos
aspectos, mientras que la Tierra, según cómo, tenía mucho de cuerpo celeste.
Otro fallo en la doctrina de la perfección de los cielos fue también revelado por la

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cara de la Luna. Tal cara no ofrecía una superficie de brillo uniforme, como hubiese
requerido la perfección; en la cara lunar se observaban manchas, las cuales aparecían
bien visibles con la Luna llena. Parecía que la Luna estuviera sucia y deteriorándose,
como si participara de la mutabilidad que se creía era característica de la Tierra e
inexistente en el cielo.
Todo esto hubiera debido ser considerado si los filósofos hubiesen admitido dos
mundos, Tierra y Luna, ambos no luminosos e imperfectos, mientras que los demás
cuerpos celestes podían aún ser considerados como luminosos y perfectos.
Sin embargo, esto era aparentemente inaceptable porque la autoridad filosófica y
religiosa se habían fundamentado en demasiada medida sobre la proclamación de la
unicidad de la Tierra y su papel como el único cuerpo celeste imperfecto, así como el
único mundo.
Las manchas sobre la superficie de la Luna y su no-luminosidad podían ser
explicadas, sin embargo, señalando que, de todos los cuerpos celestes, la Luna era el
más cercano a la Tierra y, por lo tanto, el más expuesto a las imperfecciones
terrestres. La explicación no era válida. En lo referente a la cuestión de que la luz
terrestre iluminara la Luna, fue algo ignorado hasta los tiempos modernos.
Mientras los filósofos elaboraban su bello cuadro del Universo, la sabiduría
popular supo aproximarse más a la realidad (como suele suceder más veces de las que
los científicos están dispuestos a admitir).
Para un observador corriente de la Luna, resultaba imposible no intentar crear una
imagen basándose en las manchas sobre la cara de nuestro satélite. Dado el natural
antropocentrismo de la Humanidad, resultaba muy tentador imaginarse que aquellas
manchas representaban un hombre, sucediendo así en el mejor conocido ejemplo de
nuestra cultura.
Algunos han creído que el «hombre en la Luna» es descrito en la Biblia (Números
15, 32-36) como habiendo recogido leña en sábado. En la Biblia se dice que ese
hombre fue lapidado, pero se crearon leyendas en el sentido de que el individuo fue
puesto en la Luna para recibir mayor castigo. Allí lo acompañan un espino,
representando las ramas que había recogido, y un perro.
Así, pues, mientras los filósofos no querían conceder especial importancia a las
manchas de la superficie lunar, el pueblo llano veía un hombre en la Luna. Para la
gente sencilla, la Luna no era sólo un mundo, sino un mundo habitado.
En definitiva, la cara de la Luna, a pesar de todo lo que dijeran los más rigurosos
filósofos, dio paso al concepto de la pluralidad de los mundos.
Después de todo, una vez que se creó la noción de que al menos una de las luces
celestes podía ser algo más que una luz, se tuvo que dar un paso muy pequeño para
suponer que todas las luces eran asimismo algo más que luces. Si la Luna era un
mundo, un mundo habitado, entonces, ¿por qué no suponer que todos los cuerpos
celestes estaban habitados?
No sabemos cuándo se empezaron a relatar los primeros cuentos de lo que hoy

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llamamos viajes espaciales; sin embargo, el más antiguo que ha llegado hasta
nosotros se remonta al siglo II a, de J. C. En aquel tiempo, el escritor sirio Luciano de
Samosata escribió acerca de una nave que fue elevada al cielo por un golpe de mar.
En el relato se describen seres inteligentes habitantes de la Luna, así como referencias
a la guerra que éstos libraban contra los seres inteligentes del Sol, a causa de su
conflictiva ambición de colonizar Venus.
La teoría de la pluralidad de los mundos no se limitó a creadores de leyendas o a
visionarios. Las deducciones que podían hacerse sobre la cara de la Luna inspiraron
la herejía incluso entre las filas de los filósofos.
El cardenal alemán Nicolás de Cusa, en un libro publicado en 1440, sostuvo que
la Tierra giraba sobre su eje y se movía alrededor del Sol; que en el espacio no había
ni «arriba» ni «abajo»; que el espacio era infinito, y, finalmente, que las estrellas eran
otros soles que tenían en su entorno otros mundos habitados en número infinito.
En todo esto, Nicolás de Cusa estaba muy de acuerdo con los conocimientos de la
moderna Astronomía, pero Nicolás no pudo probar entonces ninguna de sus teorías.
Por inspiradas que fueran, no pasaron de ser simples especulaciones, las cuales no
tuvieron ningún efecto en la Ciencia de su época.
Para él fue preferible así, ya que al no producir sus teorías ninguna conmoción, no
despertó el odio de nadie y se le permitió vivir en paz el resto de su vida.
Pero entonces, en la época de Nicolás de Cusa, el «establishment» religioso y
filosófico era pacífico y seguro. Siglo y medio más tarde, el filósofo italiano
Giordano Bruno proclamó en voz alta unas teorías similares a las de Nicolás, en un
momento en que la religión en Europa estaba dividida en facciones contendientes y
en que las teorías de Copérnico trastornaban el orden astronómico establecido. Las
disensiones contra la ortodoxia no podían ser toleradas bajo tales circunstancias y, en
1600, Bruno fue quemado en la hoguera por herejía.
Incluso en los tiempos de Bruno, eran frecuentes las discusiones entre quienes
sostenían la teoría de la pluralidad de los mundos y quienes aceptaban la unicidad de
la Tierra. Nadie podía demostrar categóricamente ninguna de las dos teorías; se
limitaban a vociferar.
Sin embargo, en 1608 se construyeron los primeros telescopios primitivos, en
Holanda, y, en 1609, el científico italiano Galileo Galilei se construyó uno algo mejor
y lo enfocó hacia el cielo.
Mirara donde mirase, Galileo hizo descubrimientos revolucionarios. Al observar
la Vía Láctea, por ejemplo, vio que estaba formada por miríadas de débiles estrellas.
Y, desde luego, dondequiera que mirase, podía ver más estrellas a través de su
instrumento de las que podía observar a simple vista. Esto permitió fijarse en que en
el cielo había cosas que nadie había podido ver antes. Por ésta, y no por otra razón,
podía argumentarse que la sabiduría de los antiguos tenía que ser limitada y no debía
ser seguida con los ojos cerrados.
Al estudiar Júpiter, Galileo descubrió cuatro pequeños satélites que lo rodeaban.

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Esto constituía la prueba visible de que, en definitiva, la Tierra no era el centro en
torno al cual giraban todos los cuerpos celestes, según se creía en la Antigüedad. Al
menos cuatro cuerpos giraban en torno a Júpiter y la teoría de Copérnico en el sentido
de que los planetas giraban en torno del Sol pareció entonces menos absurda.
Al observar Venus, Galileo comprobó que este planeta seguía fases igual que la
Luna. De nuevo esto había sido predicho por la teoría de Copérnico, pero no por la
Ciencia ortodoxa. También brindaba una prueba visible de que Venus, como la Luna
y la Tierra, no poseía luz propia y, por lo tanto, podía ser un mundo. Esto también fue
confirmado por el hecho de que, en el telescopio, los diversos planetas se
expansionaban en pequeños círculos de luz semejantes a la Luna. También éstos eran
cuerpos extensos y parecían rayas de luz sólo a causa de la gran distancia a la que se
hallaban.
Galileo descubrió también que el Sol tenía asimismo manchas negras, un golpe
para la idea de la perfección de los cielos que afectó hasta al concepto del cuerpo,
considerado como el ideal absoluto de perfección.
Sin embargo, todas esas observaciones no habían alcanzado un elevado nivel. Los
satélites que rodeaban Júpiter eran como rayitas de luz moviéndose alrededor de una
raya más grande. Las fases de Venus eran sólo delgados crecientes y semicírculos. No
ofrecían una prueba directa de la existencia de mundos, eran sólo esotéricos
fragmentos de datos de los cuales debía deducirse la existencia de tales mundos, y,
por lo tanto, no ofrecían ninguna prueba concluyente por sí mismos.
Pero estas observaciones no se quedaron solas. En definitiva, si uno tiene un
telescopio, ¿qué mirará primero? Seguramente hacia la Luna.
Y esto es lo que hizo Galileo. Antes de mirar hacia cualquier otra cosa, observó la
Luna. Al ser estudiada la cara de la Luna a simple vista, había dado nacimiento a la
noción de la pluralidad de los mundos. Al ampliarse merced a la observación del
telescopio de Galileo, supuso más, ya que Galileo, lisa y llanamente, vio un mundo.
Galileo pudo distinguir cordilleras y lo que parecían cráteres volcánicos.
Asimismo vio manchas oscuras que recordaban los mares. La Luna no era una esfera
plateada completa y perfecta, ni siquiera una perfecta esfera oscura plateada por la
luz solar. Su superficie era muy áspera, quebrada, imperfecta, semejante a la de la
Tierra. Era un mundo.
Esto era algo que no ofrecía lugar a dudas. No cabían las deducciones, ni siquiera
brindaba argumentos para discutir. Constituía una prueba a los ojos de cualquiera.
Por fin, excepto en el caso de los astrónomos que preferían sus libros de texto a
sus ojos, no hubo dificultades en aceptar el concepto de la pluralidad de los mundos.
Y una vez se aceptó la Luna, encajaron todas las demás pruebas.
El efecto del descubrimiento de Galileo acerca de que la Luna era un mundo
quedó bien patente por el hecho de que enseguida se hicieron populares las novelas
interplanetarias. El público corriente estaba claramente impresionado.
El astrónomo alemán Johannes Kepler escribió una historia titulada Somnium,

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publicada póstumamente en 1634. Su héroe era llevado a la Luna por unos espíritus y
ya que la Luna de Kepler no estaba habitada por seres inteligentes, hizo aparecer
extraños animales y plantas que crecieron rápidamente durante las dos semanas del
día lunar, y entonces murieron.
Un clérigo inglés, Francis Godwin, escribió una historia mucho más popular
titulada Man in the Moon, publicada en 1638. El protagonista de Godwin huyó a la
Luna en un carro tirado por grandes gansos, los cuales se suponía migraban a la Luna
regularmente. Godwin describió la Luna como un mundo muy semejante a la Tierra,
aunque mejor.
En 1650, Cyrano de Bergerac, el escritor y duelista francés, publicó su Viaje a la
Luna, en el cual describía siete distintas formas fantásticas de realizar el viaje. Uno
de los sistemas era el uso de cohetes, en lo cual sin duda estuvo acertado. Resulta
interesante que Cyrano sugiriese este método en un relato de ciencia-ficción, una
generación antes de que el científico inglés Isaac Newton estableciese firmemente
esta teoría científica.
Esta oleada de novelas interplanetarias, inspirada en la mejor observación, por
parte de Galileo, de la cara de la Luna, resistió el paso del tiempo. Edgar Allan Poe,
Julio Verne y H. G. Wells escribieron sendas historias sobre viajes a la Luna. Después
de Wells, los viajes espaciales se convirtieron en tema común de la ciencia-ficción.
Y, de nuevo, merced a la existencia de la cara de la Luna, que ya había
desempeñado un papel tan importante en el desarrollo del pensamiento humano, fue
posible que los viajes interplanetarios pasaran de la ficción a la realidad.
Que la Luna aparezca tan grande como se ve en el cielo -que haya una cara
visible de la Luna- se debe a una combinación de su tamaño y de su proximidad a
nosotros.
Se halla a 381 000 kilómetros de la Tierra. Esto representa una gran distancia,
pero, desde luego, no una distancia excesiva. Es sólo 9,5 veces tan grande como la
circunferencia de la Tierra y los primeros cohetes primitivos capaces de transportar al
hombre por el espacio podían recorrer esta distancia en sólo tres días. Concediendo
un día para la exploración y después el regreso, el primer intento de exploración de la
Luna no supondría más de una semana.
Constituye un desafío, pero no un desafío imposible.
Imaginemos cuál hubiera sido la situación si no hubiera existido la cara de la
Luna en el cielo, si la Luna no existiera. En tal caso, el cuerpo más cercano
alcanzable por nosotros habría sido Venus, que, incluso en su momento de mayor
proximidad, se encuentra a 40 000 000 kilómetros de la Tierra, o 105 veces más lejos
que la Luna.
Posiblemente, Venus no podría ser explorado en un viaje de sólo una semana.
Costaría quizás un año y cuarto. El hecho de permanecer encerrado en una nave
espacial durante un año y cuarto, con el fin de poder realizar la más sencilla
exploración interplanetaria posible, hace parecer dudoso que alguien haya soñado

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alguna vez realizarlo.
La Luna es, necesariamente, el primer paso que debemos dar, igual que en un
juego de niños en el que podemos probarnos y desarrollarnos.
También podemos suponer que la Luna existiera, pero que no mostrase su cara
debido a que se hallara más lejos o fuera más pequeña. Si estuviera a 3 200 000
kilómetros, aparecería en nuestro cielo como una brillante raya de luz y no mostraría
una cara claramente distinguible. En tal caso, deberíamos pensar en un viaje de ida y
vuelta de dos meses, en lugar de una semana. Quizá demasiado difícil para ser un
primer paso.
¿Y si fuera pequeña? Cuanto más pequeña fuera la Luna, menos parecería un
mundo y hubiera despertado menos interés. No habría representado un suficiente
desafío como para forzarnos a enviar allí algo más que una sonda no tripulada.
En cualquiera de los casos, pues, en que el cielo hubiera carecido de la cara de la
Luna, nosotros podríamos haber desarrollado la Era espacial hasta el punto de colocar
satélites de todas clases en la proximidad de la Tierra, y hubiésemos enviado sondas
espaciales no tripuladas a explorar los demás cuerpos del sistema solar; pero la cosa
no hubiese pasado de ahí. Nunca se nos hubiera ocurrido enviar naves tripuladas,
puesto que no existiría en el espacio ningún cuerpo interesante que pudiéramos soñar
alcanzar, o ningún cuerpo que pudiésemos alcanzar y que ofreciera algo más que un
mínimo interés.
En pocas palabras, el hecho de que exista en el cielo la cara de la Luna ha hecho
posible el desarrollo de los viajes espaciales. Ha sido la superficie de la Luna, a través
de una serie de influencias que se remontan a los albores de la prehistoria, la que hizo
posible que una nave espacial alunizara, el 20 de julio de 1969, y que dos hombres
pudieran salir de dicha nave y caminar sobre… la superficie de la Luna.

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Contrariamente a la mayor parte de los ensayos de este libro, el presente
trabajo no fue escrito para una revista. Un amigo mío, Tom Purdom, tuvo la
idea de publicar un libro que contuviese los relatos de descubrimientos
científicos concretos, contados por escritores profesionales que poseyeran unos
sólidos conocimientos científicos. Naturalmente, mi amigo encontró a los
escritores que necesitaba en la lista de quienes escribían para revistas de
ciencia-ficción, dado que era ésta la forma más lógica de dar con la doble
habilidad requerida.
Escribí este ensayo para dicho libro, y dado que éste se halla agotado,
según creo, puedo rescatar el ensayo e incluirlo en la presente obra.

11. EL DESCUBRIMIENTO DEL ARGÓN

UNO de los mayores alicientes de la investigación científica es que, de vez en


cuando, si sales a cazar un conejo acabas matando un oso.
Y John William Strutt, el físico inglés (mejor conocido como Lord Rayleigh, un
título que heredó en 1873, cuando tenía treinta y un años), cazó un gran oso, con
indecible sorpresa por su parte.
La clave para comprender a Lord Rayleigh y su gran aventura, debe hallarse en su
mente matemática ciento por ciento, su absoluta obsesión con aquel punto decimal
final, aquel pequeño fragmento de claridad. En Cambridge obtuvo el título de Senior
Wrangler: el más destacado en su clase de matemáticas. Y cuando escribía un trabajo,
lo hacía con tal precisión que podía ser enviado a los editores tal cual, sin revisión.
Rayleigh era un físico que abarcó casi todas las ramas de su disciplina. En 1877
escribió un tratado sobre el sonido, con lo cual redujo el fenómeno a una rama de la
mecánica: materia en movimiento. Expuso de manera detallada y satisfactoria la
forma en que la luz se dispersa en la atmósfera, explicando de este modo por qué es
azul el cielo. Este fenómeno aún es denominado «dispersión Rayleigh».
Aun cuando su análisis no encajó con los hechos, de todos modos resultó
importante. Una ecuación que derivó de los detalles de la radiación del calor no
explicó lo que se observaba que sucedía. Aquello constituía una pieza matemática y
lógica tan clara e irrefutable que, por supuesto, el fallo resultaba algo de gran
importancia. Rayleigh fundamentó su análisis en una base física y, por lo tanto,

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aquella base debía de ser errónea. Su ecuación mató la «Física clásica», y lo que
ahora llamamos «Física moderna» tuvo que ser elaborado por los trabajos conjuntos
de una generación de físicos, lo cual llevó a un gran aumento de nuestra comprensión
del Universo.
Esta mente meticulosa, en 1882, se ocupó de la cuestión de la estructura de los
átomos de los elementos.
La Química no era el fuerte de Rayleigh; a él no le gustaba. Sin embargo, un
importante problema químico atraía el interés del formidable y preciso instrumento
que constituía su mente.
Por lo general, los científicos suelen ser partidarios de la tesis de que la
Naturaleza es fundamentalmente simple. Donde parece existir desorden y confusión,
la investigación se orienta en la búsqueda de un posible orden subyacente, una
posible relación que ponga en claro el lío.
En 1882 ya se conocían unos setenta elementos químicos diferentes, cada cual
con un peso atómico distinto. Aquellos pesos atómicos no parecían tener lógica. Los
átomos de cada elemento poseían una masa que no guardaba ninguna relación
particular con la de los átomos de otro cualquier elemento.
No obstante, cuando los pesos atómicos empezaron a ser determinados ochenta
años antes, dio la impresión de que se vislumbraba cierto orden. Parecía que el átomo
de oxígeno tenía justamente dieciséis veces la masa de un átomo de hidrógeno; el
átomo de nitrógeno poseía precisamente catorce veces la masa de un átomo de
hidrógeno; el átomo de carbono tenía doce veces tal masa.
En 1815, un físico inglés, William Prout, sugirió que esto se debía a que todos los
átomos de elementos aparte el hidrógeno estaban formados por átomos de hidrógeno.
El átomo de oxígeno poseía dieciséis veces la masa de un átomo de hidrógeno porque
estaba compuesto de dieciséis átomos de hidrógeno, y así sucesivamente. Esto
hubiera reducido todos los elementos a diferentes combinaciones de un solo átomo,
con lo cual hubiese aumentado mucho la simplicidad del Universo.
Desgraciadamente para la «hipótesis de Prout», se fue haciendo evidente,
conforme se fueron determinando cada vez más pesos atómicos, que un número de
elementos poseían átomos con masas que ni siquiera eran múltiplos de la del
hidrógeno. Que esto fuera así resultaba bastante decepcionante, y químico tras
químico volvía a ocuparse, desalentado, del problema. Quizá si los pesos atómicos
eran determinados más cuidadosamente (lo cual habría sido un trabajo de chinos)
pensaban que podrían establecer algún orden con ellos.
Por desgracia, no era así. Cuanto más costosas eran las determinaciones, menos
orden y mayor confusión parecían existir.
Sin embargo, un gran número de los elementos tenían pesos atómicos que
parecían múltiplos exactos del de hidrógeno. Si los átomos no estaban compuestos de
hidrógeno, ¿por qué había tantos múltiplos exactos? Para ser una coincidencia,
resultaba excesivo.

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Pero ¿eran acaso aquellos átomos con pesos atómicos múltiplos de hidrógeno,
realmente múltiplos exactos? Quizás eran sólo múltiplos aproximados. Algunas
determinaciones parecían mostrar que era una cuestión de aproximación más bien que
de exactitud.
Resultaba importante saber esto. Si los pesos atómicos no representaban múltiplos
exactos, era sin duda contraproducente suponer que lo eran. Cualquier cosa que
indujera a aferrarse a conceptos atractivos, aunque falsos, dañaban a la Ciencia al
retrasar la investigación, la cual debía tomar direcciones más auténticas y fructíferas.
Y en esto fue en lo que intervino Rayleigh. Lo que se necesitaba eran mediciones
precisas; más precisas que las hechas hasta entonces, mediciones que dejaran atrás
cualquier duda y aclarasen la cosa una vez por todas.
Rayleigh decidió concentrarse en unos pocos elementos y buscar la precisión a
toda costa. Empezó con la clásica pareja: hidrógeno y oxígeno. Desde los primeros
días de determinaciones de pesos atómicos, había parecido que el átomo de oxígeno
tenía una masa que era alrededor de dieciséis veces la del átomo de hidrógeno. Bien,
pero ¿era exactamente dieciséis veces?
El oxígeno y el hidrógeno son gases compuestos de moléculas que, a su vez, están
formadas por pares de átomos. Esto significa, de acuerdo con la teoría química, que si
ambos son gases perfectos, sus densidades estarán en exacta proporción con sus pesos
atómicos. Si Rayleigh medía las densidades del oxígeno y del hidrógeno con gran
precisión, obtendría lo que deseaba. Sucede, sin embargo, que el hidrógeno y el
oxígeno no son gases perfectos por completo; casi, pero no del todo. Sin embargo,
cuanto más rarificados están menor es la presión ejercida por ellos y sobre ellos, más
se aproximan a la perfección. Pueden llegar a dicha perfección cuando la presión
alcanza el punto cero, pero a una presión cero, no se pueden hacer mediciones
exactas significativas.
Lo que Rayleigh hizo fue medir la densidad a diferentes presiones, observando
cómo cambiaba la densidad conforme disminuía la presión. De ello él podía calcular
cómo sería a presión ordinaria, si el gas era perfecto.
Esto se dice en pocas palabras, pero a Rayleigh le costó diez años realizar
meticulosas mediciones en diferentes condiciones. Realizó comprobaciones y más
comprobaciones, una búsqueda laboriosa para determinar cualquier causa de error y,
finalmente, su empleo del oxígeno y del hidrógeno obtenidos de una variedad de
fuentes mediante diversos procedimientos químicos.
Para 1892 él estuvo en condiciones de anunciar que el peso atómico del oxígeno
no era exactamente dieciséis veces el del hidrógeno: era 15, 882 veces, en realidad.
La hipótesis de Prout se desmoronó. Cuando un átomo parecía tener una masa
que era un múltiplo exacto de la del hidrógeno, en realidad no la tenía. Al menos esto
era cierto con respecto al oxígeno y cualquier otro elemento. Aun cuando se estaba
aproximando a la decisión final con relación al oxígeno, Rayleigh había empezado a
trabajar con el nitrógeno.

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El nitrógeno, como el oxígeno, es un gas; éste también está formado por
moléculas las cuales, a su vez, están compuestas de pares de átomos. El nitrógeno,
aunque no es un gas perfecto, está muy cerca de serlo, y se aproxima mucho a la
perfección al descender la presión. En resumidas cuentas, los procedimientos que
Rayleigh había desarrollado para el hidrógeno y el oxígeno también eran aplicables al
nitrógeno y darían resultados en mucho menos de diez años.
La fuente lógica del nitrógeno era el aire, que es una mezcla compuesta de
nitrógeno y oxígeno, a razón de 4 a 1, junto con la mezcla de pequeñas cantidades de
otros materiales: vapor de agua, dióxido de carbono, humo, polvo, etcétera.
Es fácil obtener el nitrógeno, ya que, de todos los componentes del aire, era el
único conocido que permanecía inalterable ante un ataque ordinario físico y químico.
Filtrando el aire se le puede limpiar de polvo, por ejemplo; puede ser reducido a bajas
temperaturas para congelar el agua; puede ser sometido a tratamiento químico para
apartar el dióxido de carbono y el oxígeno. El nitrógeno, al ser «inerte», soporta y
sobrevive a todo esto. Al final, pues, lo que era aire es alterado en nitrógeno, y este
nitrógeno fue el que Rayleigh utilizó para sus determinaciones de densidad.
La densidad del nitrógeno hasta entonces estaba establecida en 14 veces la del
hidrógeno. Las cuidadosas mediciones de Rayleigh demostraron que era sólo 13,97
veces, muy aproximado al múltiplo exacto, pero no por completo. Rayleigh confió lo
bastante en su resultado como para tener en cuenta la pequeña diferencia entre 13,97
y 14,00.
De todos modos, él consideró que se sentiría más tranquilo si preparaba el
nitrógeno de otra forma y volvió a comprobar la densidad. Él ajustó su procedimiento
de modo que parte del nitrógeno que obtenía procediera de un compuesto que
contenía nitrógeno y se llamaba «amoniaco».
¡Y aquí surgió la sorpresa!
La cifra de densidad que obtuvo ahora era ligeramente inferior a la que había
obtenido del nitrógeno sólo del aire. ¿Es que aquel amoniaco tenía algo malo? Él
alteró sus procedimientos más, a fin de obtener más nitrógeno del amoniaco, con lo
que la diferencia resultó mayor. Por último, trabajó con nitrógeno obtenido
enteramente de amoniaco y la cifra de densidad fue entonces de 13,90 en lugar del
13,97 que había hallado del nitrógeno tomado del aire.
A otro, esa pequeña diferencia, que sólo representaba la mitad de un 1 por ciento,
apenas le habría parecido importante. En definitiva, ni el 13,90 ni el 13,97
representaban un múltiplo exacto, de modo que, una vez más, la hipótesis de Prout
había sido refutada. ¿Por qué seguir preocupándose por aquella pequeña diferencia?
Sin embargo, a Rayleigh tal diferencia le resultaba insoportable. Que pudiera
existir aquello constituía un insulto a su precisión. Además, simplemente, no tenía
que existir. Después de todo, él había duplicado sus cifras en el caso, del hidrógeno y
del oxígeno, a partir de una diversidad de fuentes. ¿Por qué no con el nitrógeno?
Rayleigh apartó su pensamiento de la hipótesis de Prout y dedicó su intelecto a

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este nuevo e inesperado problema. La diferencia, a pesar de lo pequeña que era,
actuaba en él como un prurito que lo obligaba a rascarse.
Rayleigh hubiera tenido que presumir la existencia de dos clases de nitrógeno
ligeramente distintas, una de las cuales se hallaba en el aire y otra en el compuesto,
en el amoniaco. Sin embargo, esto en el contexto de los descubrimientos científicos
de los siglos XVIII y XIX parecía altamente improbable.
Lo mucho más probable era que una (o dos) de sus muestras de nitrógeno
tuvieran una pequeña aunque consistente impureza… una impureza cuya presencia
alterase las cifras de densidad.
Por ejemplo, una molécula de amoniaco está compuesta de un átomo de nitrógeno
y tres átomos de hidrógeno. Supongamos que además del nitrógeno obtenido del
amoniaco se añadiese una pequeña cantidad del hidrógeno. El hidrógeno es mucho
menos denso que el nitrógeno, e incluso una pequeña cantidad de hidrógeno -
alrededor del 0, 5 por ciento- mezclada con el nitrógeno bastaría para reducir la
densidad total del pretendido nitrógeno puro y hacerla suficientemente inferior que la
densidad del nitrógeno del aire (que no contiene hidrógeno) para calcularse en la
diferencia.
El problema de tal noción era que el hidrógeno es considerablemente distinto del
nitrógeno en sus propiedades, e incluso el 0, 5 por ciento de hidrógeno en el
nitrógeno habría sido fácil de detectar. El meticuloso Rayleigh no pudo detectar nada
y se vio forzado a llegar a la conclusión de que no había presente ninguna cantidad
significativa de hidrógeno.
Sin embargo, había una segunda posibilidad. Las moléculas de nitrógeno
consisten en dos átomos de nitrógeno cada una, y los dos átomos están tan
estrechamente asociados que la molécula puede ser considerada como una sola
partícula. Pero, supongamos que algunas de las moléculas de nitrógeno se
descompusieran y liberasen átomos de nitrógeno solos.
El átomo de nitrógeno solo tendría únicamente la mitad de la densidad de las dos
moléculas de nitrógeno de dos átomos. Si el 1 por ciento de las moléculas se
dividieran, la densidad del nitrógeno del amoniaco sería reducida por la cantidad
observada, comparada con la densidad del nitrógeno del aire.
Pero aquí había dos trampas. Parecía un hecho químico bien establecido que las
moléculas de nitrógeno no se dividían en átomos individuales en las condiciones que
eran empleadas para aislar el nitrógeno del amoniaco. Y si, de alguna manera, las
moléculas de nitrógeno se dividían y conseguían permanecer separadas después de
haber sido preparadas con amoníaco, ¿por qué no se dividían las moléculas del
nitrógeno del aire cuando eran sometidas a las mismas condiciones? No era así. Su
densidad permanecía alta.
Debía eliminarse la idea del nitrógeno de un solo átomo y no parecía haber nada
más que pudiera afectar la densidad del nitrógeno del amoniaco.
Rayleigh procedió a aclarar aún más esta variedad de nitrógeno. Preparó

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nitrógeno a partir de otros compuestos que contuvieran nitrógeno distintos al
amoniaco. Esto significa que se emplearon otros tipos de reacciones químicas y que
se hallaron otras posibles impurezas.
Las densidades que obtuvo con el nitrógeno conseguido de cualquier compuesto
correspondían con las que había hallado en el nitrógeno obtenido del amoniaco.
¿Sería posible que, con una variedad de orígenes y de preparaciones, todas las
muestras de nitrógeno obtenidas de varios compuestos acabaran, en cierto modo, con
la misma cantidad de las mismas impurezas indetectables que hacían descender su
densidad por la misma cantidad? ¿O con cantidades de una variedad de impurezas
indetectables que siempre, de algún modo, conseguían disminuir su densidad en la
misma cantidad?
¡No! Aquello no podía admitirse.
Era más fácil creer que cada una de las muestras de nitrógeno obtenidas de
diferentes compuestos era puro nitrógeno y, por aquella razón, todas presentaban la
misma cifra de densidad.
Al margen de la situación unánime entre las muestras de nitrógeno de los
diferentes compuestos se hallaba la única excepción: el nitrógeno del aire. Tenía que
haber algo incorrecto en el nitrógeno del aire. Era demasiado denso; por lo tanto,
debía de contener alguna impureza que fuera más densa que el propio nitrógeno.
Lo que es más, tenía que existir alguna impureza sistemática que no fuera local o
temporal, porque Rayleigh siempre obtenía la misma cifra demasiado alta de
cualquier muestra de nitrógeno tomado del aire.
Rayleigh había obtenido el nitrógeno del aire mediante el método común
generalmente utilizado por los químicos. Había sustraído todo lo demás, confiando en
lo inerte del nitrógeno para mantenerlo intacto, mientras que las sustancias químicas
combinadas con y limpias de dióxido de carbono, oxígeno y, quizá, de todo menos
nitrógeno.
Pero ¿era esto así? Se trataba sólo de una suposición, y a lo mejor injustificada.
¿Podía ser dejado atrás algo de dióxido de carbono, u oxígeno, o ambas cosas, por
una escoba química que no acababa de barrer con limpieza? Tanto el dióxido de
carbono como el oxígeno eran más densos que el nitrógeno, y cualquiera de los dos,
si era dejado atrás, elevaría la densidad del nitrógeno del aire por encima de la cifra
del nitrógeno puro.
Tomemos primero dióxido de carbono. Es una vez y media tan denso como el
nitrógeno, y si el nitrógeno del aire fuera sólo 0, 5 dióxido de carbono, esto contaría
en la diferencia. Sin embargo, hay muy poco dióxido de carbono en el aire; supone
sólo el 0, 03 por ciento del total. Aun cuando se hubiera dejado atrás todo el dióxido
de carbono, ni siquiera así habría sido suficiente como para contar en la diferencia.
¿Y el oxígeno, qué? Bien, es sólo alrededor de 1/7 veces tan denso como el
nitrógeno. El nitrógeno final obtenido tendría un 4 por ciento de oxígeno para poseer
una densidad lo suficientemente alta como para que contase en la diferencia.

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Y tanta cantidad de oxígeno era imposible. Si el nitrógeno del aire, con el que
estaba trabajando Rayleigh, hubiera sido 4% oxígeno en realidad, tal cantidad de
oxígeno habría sido fácilmente detectable y, lo que es más, fácilmente separable. Si
tanta cantidad de oxígeno hubiera sido añadida al nitrógeno del amoniaco, por
ejemplo, a fin de eliminar la diferencia, ese oxígeno podría haber sido fácilmente
separado y la diferencia restablecida plenamente. Así que el nitrógeno del aire no
veía aumentada su densidad por cantidades apreciables de las evidentes impurezas.
¿Y qué con respecto a las impurezas no evidentes? El oxígeno consiste en
moléculas compuestas de dos átomos cada una, pero existen medios por los que el
oxígeno puede ser forzado en moléculas de tres átomos cada una. Una descarga
eléctrica a través del oxígeno, por ejemplo, formaría pequeñas cantidades de tales
moléculas de tres átomos, lo que se llama «ozono». El ozono, con sus moléculas de
tres átomos, es una vez y media tan denso como el oxígeno ordinario con sus
moléculas de dos átomos.
¿Podría ser, entonces, que el nitrógeno, también, pudiera formar moléculas de tres
átomos? Propongamos el nombre «nitrozono» para tal molécula de tres átomos. Tal
nitrozono sería, pues, una vez y media tan denso como el nitrógeno ordinario de dos
átomos. Si el 1 por ciento del supuesto nitrógeno del aire fuera realmente nitrozono,
eso habría servido para la diferencia.
Pero, aguardemos. El ozono puede ser formado del oxígeno a base de bastantes
dificultades y, dejado solo, pronto se descompone de nuevo en oxígeno ordinario. Las
mismas condiciones que fuerzan al oxígeno a formar ozono, no fuerzan al nitrógeno a
formar nitrozono. Uno puede sólo suponer que el nitrozono es más difícil de formar
que el ozono y que se descompone más fácilmente cuando se forma.
Entonces, ¿por qué se formaba el nitrozono y permanecía en el nitrógeno del aire,
si no se forma nunca ni permanece en el nitrógeno de alguna sustancia química?
El único modo de hallar una explicación a este dilema es suponer que el nitrozono
no se forma en realidad.
Rayleigh había llegado a un callejón sin salida. Resultaba evidente que había algo
incorrecto en el nitrógeno que obtenía del aire, que su densidad era demasiado
elevada y que, por lo tanto, contenía alguna impureza que era más densa que el
propio nitrógeno, quizá considerablemente más densa.
Lo que lo detuvo fue que todas las posibles impurezas parecían haber sido
eliminadas, y si no había impureza alguna, entonces la diferencia entre las densidades
no podía ser explicada. Rayleigh recurrió a la medida poco usual en él de pedir
ayuda. El 24 de setiembre de 1892, expuso el problema abiertamente a la comunidad
científica, escribiendo una carta al periódico científico Nature, bosquejando el
problema y solicitando sugerencias.
Nature publicó la carta en su edición del 29 de setiembre de 1892, pero durante
un año no recibió respuesta alguna. La comunidad científica permaneció muda frente
a aquella solicitud; al menos durante un tiempo.

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Rayleigh continuó trabajando por su cuenta. Siguió jugando con la teoría del
nitrozono; no es que le pareciera finalmente probable, sino porque las demás
alternativas que había considerado parecían aún más improbables.
Sin embargo, la carta había sido leída por un químico escocés, William Ramsay,
diez años más joven que Rayleigh, y Ramsay meditó sobre el asunto durante cierto
tiempo.
Ramsay era un hombre polifacético. De jovencito se había interesado en la
música, los idiomas y, posteriormente, sintió especial interés por las matemáticas y la
ciencia en general. También era un hombre de aficiones atléticas: por ejemplo, era un
espectacular buzo. Tocara lo que tocase, lo hacía bien, y cuando, aún de jovencito,
montó un laboratorio químico en su casa, aprendió solo a soplar vidrio como un
experto. Hacia el final de su vida, se había hecho solo casi todo su equipo de objetos
de cristal.
Mientras Rayleigh estaba luchando con las densidades del gas, Ramsay era
profesor de Química en el University College de Londres. Aquel joven estaba sobre
todo interesado en Química orgánica (la química de los compuestos del carbono), y
nadie hubiera esperado que le interesaran las materias relativas al gas de nitrógeno
puro y las mediciones de densidad. Pero el asunto lo atrajo.
Ramsay se acercó al problema con mentalidad de químico, y se mostró menos
satisfecho que Rayleigh con el método básico de obtener nitrógeno del aire. Quizá
sea razonable suponer que Rayleigh aceptaba el método de sustracción de separar
todo del aire porque éste era un procedimiento operacional químico convencional.
¿Quién era él, un físico, para discutir a los químicos en su propio terreno? Ramsay,
que era químico, sí que se hallaba en condiciones de poner en tela de juicio tal
extremo.
Ramsay razonó que era peligroso obtener nitrógeno separando todo lo demás. Era
un proceso que asumía que el nitrógeno y sólo el nitrógeno permanecería intacto.
Acabó por definir el nitrógeno mediante una serie de negativas. El nitrógeno no se
filtraba como el polvo; no se congelaba como el vapor de agua; no reaccionaba con
una base como el dióxido de carbono; no reaccionaba con una sustancia reductora
como el oxígeno.
Pero ¿y si junto al nitrógeno había algún otro gas (u otros diez gases) que no se
filtraba, ni se congelaba, ni reaccionaba con una base, ni reaccionaba con una
sustancia reductora? Se quedaría con el nitrógeno y sería denominado nitrógeno en
virtud de su acuerdo sobre negativas.
No, no, seguramente alguien tenía que encontrar algo que hiciera el nitrógeno, y
utilizara esta propiedad positiva para distinguirlo de otras sustancias: como en el caso
de cualquier otro elemento.
Ramsay tenía otra ventaja sobre Rayleigh (así como sobre otros muchos
químicos, por desgracia). Él conocía la historia de su propia ciencia. Él sabía que un
siglo antes, en 1785, un químico inglés, Henry Cavendish, también tenía su teoría

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acerca de atrapar el nitrógeno mediante términos positivos en lugar de términos
negativos.
Esto se había producido muy temprano en la historia de la investigación química
del aire, pero Cavendish había sido un extraordinario experimentador que se había
adelantado un siglo a su tiempo en un montón de materias. Él descubrió que el
nitrógeno no era enteramente inerte. Se podía lograr que combinara con otros
elementos en condiciones extremas.
Por ejemplo, si una descarga eléctrica atravesaba el aire, se combinarían parte del
nitrógeno y del oxígeno existente en el aire. Así, pues, Cavendish decidió separar el
nitrógeno del aire forzándolo a combinarse con oxígeno en esta forma y, a
continuación, disolviendo el compuesto de nitrógeno-oxígeno formado. Después él
podía determinar si había algo en el aire que no obraba de esta forma y, por lo tanto,
no era nitrógeno.
Cuando la descarga eléctrica no producía más reducción en el volumen del aire
con el que estaba trabajando Cavendish, podía ser que todo el nitrógeno se hubiera
escapado y lo que permaneciese fuera otro gas que no combinara con el oxígeno. En
tal caso, añadir más oxígeno no produciría ningún cambio.
Por otro lado, podía ser que todo el gas se hubiera escapado y lo que
permaneciese fuera un exceso de nitrógeno. En tal caso, si se añadía más oxígeno, el
volumen continuaría reduciéndose.
Cavendish añadió más oxígeno y el volumen, en efecto, continuó reduciéndose.
Se redujo hasta que su muestra original de aire quedó limitada a una burbuja que él
calculó representaba 1/120 de la cantidad original. Aquella burbuja final se mantuvo.
Aunque añadió más oxígeno en cantidad, no se operó ningún cambio. Cuando se
quitaba el oxígeno, la burbuja seguía igual.
La conclusión parecía clara, al menos para la impenitente mente lógica de
Cavendish. Él mantenía que había un gas adicional en el aire, presente en pequeñas
cantidades: menos del 1 por ciento del total. Este gas adicional era aún más inerte que
el nitrógeno y no combinaría con otros elementos aun en condiciones en que el
nitrógeno lo hiciera. Así, pues, el gas adicional era diferente del nitrógeno.
Cavendish anunció todo esto, pero, por desgracia, era un hombre excéntrico, que
evitaba cualquier compañía humana hasta un grado casi demencial. Era por completo
indiferente a la fama y la mayor parte de su principal obra no la publicó y sólo fue
conocida hasta años después de su muerte. Cuando publicó algo no quiso que la gente
se enterara. Si las personas no querían creerlo o no deseaban escucharlo, a él no le
importaba lo más mínimo.
Así que el descubrimiento de Cavendish acerca de un nuevo gas en el aire se fue
por la borda y su trabajo fue olvidado por casi todos, excepto por Ramsay.
Ramsay supuso que el experimento de Cavendish estaba relacionado con el
problema de Rayleigh. ¿Qué sucedería si el nitrógeno del aire contenía una pequeña
cantidad de este gas adicional del que Cavendish había hablado y qué sucedería si

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aquel gas adicional era considerablemente más denso que el nitrógeno?
Cuando el nitrógeno del aire fue forzado (por la descarga eléctrica de relámpagos,
o por otro cualquier fenómeno) a combinar con oxígeno o cualquier otro elemento,
este otro gas, más inerte que el nitrógeno, permanecería intacto. Se formarían
compuestos de nitrógeno, pero no compuestos de este otro gas.
Cuando el nitrógeno se formaba de compuestos, aparecería puro, incontaminado
por el otro gas. Cuando el nitrógeno fuera preparado para la atmósfera, sería
contaminado. En tal caso, el nitrógeno (o supuesto nitrógeno) del aire sería
naturalmente un poco más denso que el puro nitrógeno de los compuestos.
Sin embargo, no era suficiente el solo razonamiento. La presencia de tal impureza
gaseosa de mayor densidad que el nitrógeno, tenía que ser demostrada. Dominado por
la excitación, Ramsay escribió a Rayleigh a principios de 1894 y le pidió permiso
para plantear el problema en estos términos. Rayleigh, más bien aliviado por tener un
químico de primera clase a su lado, concedió su permiso enseguida, la mar de
contento.
Ramsay no deseaba seguir exactamente el método de Cavendish. Añadir oxígeno
al nitrógeno siempre produciría problemas al introducir una impureza gaseosa. Podía
plantearse la pregunta de si todo el oxígeno añadido había sido separado nuevamente.
Ramsay optó por escoger un sólido, el metal muy activo llamado magnesio. El
magnesio, al calentarse, combina con el oxígeno tan rápidamente que estalla en una
llama al rojo blanco. Es tan activo que, a falta de algo como el oxígeno, llegaría a
prender en el habitualmente inerte nitrógeno. Si el magnesio es elevado al rojo vivo
en una pura atmósfera de nitrógeno, combina con nitrógeno para formar un sólido
amarillo: nitruro de magnesio. De esta manera, Ramsay no podía utilizar ni formar un
gas.
Preparando nitrógeno del aire en la forma usual, Ramsay lo pasó una y otra vez
sobre magnesio al rojo y observó cómo se formaba el nitruro. Aguardó lleno de
excitación. Si, desde luego, hubiera más inerte que nitrógeno, entonces no combinaría
ni siquiera con magnesio calentado al rojo.
La cantidad de nitrógeno cada vez fue menor, hasta convertirse en una simple
burbuja de alrededor de 1/80 el tamaño del volumen original del gas.
¡Y eso era!
Esta burbuja final no reaccionó con magnesio, ni con nada que pudiera probar
Ramsay. Estaba completamente inerte, mucho más inerte que el nitrógeno y era, por
lo tanto, un gas que debería de ser distinto del nitrógeno. Pudo reunir la suficiente
cantidad como para medir su densidad, descubriendo que era alrededor de una vez y
media más densa que el nitrógeno. La cantidad y densidad de este gas ya significaba
bastante con respecto a la diferencia que había estado desconcertando a Rayleigh
durante, al menos, tres años.
Cuando Rayleigh fue informado de estos resultados, se mostró más cauto. Sugerir
un nuevo elemento para explicar la diferencia era tan molesto como un deus ex

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machina. Él prefería una explicación basada en lo que ya era conocido: algo así como
la sustancia que hemos llamado nitrozono, la molécula de nitrógeno de tres átomos.
Después de todo, el nitrozono era considerado como poseedor de una densidad una
vez y media superior a la del nitrógeno.
Ramsay, el químico, no podía aceptar el nitrozono tan fácilmente. Rayleigh, el
físico, se concentraba en una propiedad física como la densidad, pero Ramsay, el
químico, sabía que, según todas las leyes de la química, el nitrozono hubiera tenido
que ser extremamente activo. Quizá no podía ser tan inerte como parecía ser este
nuevo gas.
Por lo tanto, Ramsay, el químico, buscó algún método adicional para distinguir
entre un nuevo elemento y algo que era sólo una nueva forma de un viejo elemento.
Una generación antes había sido desarrollada la técnica del espectroscopio.
Mediante esta técnica, una sustancia desconocida podía ser calentada hasta que
brillara con una luz desarrollada dentro de sí misma. Esta luz, pasada a través de un
espectroscopio, era descompuesta en los colores separados que la formaban,
apareciendo como una serie de líneas. Cada elemento produce una línea que es única
y que, en efecto, equivale a una «huella digital» de ese elemento.
Así, pues, el nuevo gas fue calentado, hasta que brilló, y la luz fue pasada a través
de un espectroscopio. Débiles líneas, asociadas con nitrógeno, estaban sin duda
presentes, lo cual demostraba que el magnesio caliente no había quitado todo el
nitrógeno. Quedaba el suficiente como para ser detectado por la delicada técnica de la
espectroscopia. Además, se observaban varias líneas de color rojo y verde que antes
nunca se habían visto asociadas con ningún otro elemento.
¡Aquello era definitivo! Se debía abandonar cualquier idea acerca del nitrozono, y
Rayleigh admitió que lo que Ramsay había descubierto era un nuevo elemento. En
agosto de 1894, estos resultados fueron anunciados ante una asamblea de químicos
británicos.
El presidente de la asamblea, al oír la descripción de este nuevo y extrañamente
inerte gas, sugirió el nombre de «argón», que en griego significa «inerte».
La sugerencia fue aceptada y, de este modo, el argón, descubierto mediante un
procedimiento investigativo que había sido orientado en una dirección por completo
distinta, entró en la familia de los elementos.
Una vez que se hubo hecho esto, Rayleigh (quizá con una sensación de alivio)
volvió a su adorada Física y dejó en manos de Ramsay la investigación posterior del
asunto. Ramsay siguió con su búsqueda de otros gases como el argón y, en el curso
de los siguientes cuatro años, descubrió cuatro más -helio, neón, criptón y xenón- los
cuales eran mucho más raros que el argón.
Poco después de que fuera descubierto el argón, fue detectado el fenómeno de la
radiactividad y lanzado como un cometa por los cielos de la Ciencia. A la luz de la
radiactividad y de todo lo que siguió, los físicos y químicos llegaron a advertir que
los átomos poseían una compleja estructura interna. Las propiedades del

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recientemente descubierto argón y sus gases hermanos demostraron ser de especial
ayuda en determinar la naturaleza de ciertos aspectos de su estructura.
La nueva visión de la estructura atómica demostró que la hipótesis de Prout, en
definitiva, era más acertada que errónea. Había parecido errónea sólo porque, en
realidad, existían diferentes variedades de los elementos; variedades tan sutilmente
diferentes que las técnicas del siglo XIX no bastaron para demostrar su existencia.
La meticulosa determinación de las densidades por parte de Rayleigh, en otras
palabras, era interesante, aunque, según se vio luego, no un asunto de primera
importancia. Los pesos atómicos no eran, después de todo, fundamentales para la
estructura de los elementos.
Así, pues, a partir del trabajo de Rayleigh sobre las densidades (que ni él ni
cualquier otro científico advirtieron que carecían de importancia básica para la teoría
atómica), surgió una pequeña diferencia que tuvo como resultado un descubrimiento
completamente inesperado, descubrimiento que (ni él así como tampoco otro
científico hubiera podido prever) tuvo gran importancia para la teoría atómica.
Así es cómo la Ciencia avanza a veces.
Rayleigh y Ramsay no tuvieron que aguardar mucho para que se reconociera su
trabajo. En 1904 ambos recibieron un Premio Nóbel… un Premio Nóbel diferente.
Rayleigh recibió un Premio Nóbel de Física por sus determinaciones de densidades, y
Ramsay recibió un Premio Nóbel de Química por haber detectado el argón.

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La vida se desarrolló en el agua, ésta vive aún en el agua, debe contar en cada
momento con el agua como base de los cambios químicos que constituyen la
vida.
Ustedes podrán pensar que el hombre será lo bastante inteligente como para
no matar un recurso tan vital, como para no llenarlo de inmundicias. Pues bien,
si piensan ustedes tal cosa… están equivocados.

12. AGUA

¿SABEN ustedes la magnitud que tiene un kilómetro cúbico?


Imagínense un cubo vacío -un kilómetro de longitud, un kilómetro de anchura y
un kilómetro de altura- e imagínense ese cubo lleno de agua. Piensen en ese
kilómetro cúbico de agua vaciado sobre la isla de Manhattan. Si tal agua
permaneciese en una Manhattan que estuviese desnuda y llana, y el líquido no se
escapara, cubriría toda la isla hasta una profundidad de 17, 5 metros. La profundidad
de ese agua sería igual a la altura de un edificio de cinco pisos.
Eso es un kilómetro cúbico de agua.
La cantidad total de agua existente en la Tierra es de 1 280 000 000 kilómetros
cúbicos.
Toda ese agua es llevada por la gravitación terrestre a las más bajas zonas de la
superficie de la Tierra, formando así como un aguazal, llamado el océano, que cubre
el 70 por ciento de tal superficie. Sólo el 30 por ciento de la superficie de la Tierra es
lo bastante alto como para emerger sobre la parte superior de tal aguazal, formando
los continentes y las islas.
El océano posee una superficie de 360 000 000 kilómetros cuadrados, una
extensión dieciséis veces superior a la de la Unión Soviética. Al menos en un lugar
tiene una profundidad de 11 kilómetros, aunque su profundidad media alcanza los 3,
7 kilómetros.
Lo que es más. Este agua es la posesión permanente de nuestro planeta. Existe
una fina llovizna de moléculas de agua que, a través de complicados procesos, se
pierde en el espacio exterior, pero costaría muchos centenares de millones de años
que tal pérdida resultase perceptible. Se consume algo de agua en diversos cambios
geológicos, químicos y biológicos, en ocasiones con y en otras sin intervención

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humana. Sin embargo, el proceso describe un círculo y el agua es vuelta a producir.
Mil doscientos cincuenta millones de kilómetros cúbicos de agua es lo que tenemos,
tuvimos y tendremos.
Así, pues, ¿cómo podemos hablar de restricciones de agua?
Si el agua de los océanos fuera pura, no tendríamos que preocuparnos; pero tal
agua no es pura. El agua es un excelente solvente y los océanos no sólo contienen
agua, sino una variedad de materias sólidas que consisten en cloruro de sodio, que es
la sal ordinaria de mesa. Cada kilómetro cúbico de agua del océano contiene unos
40 000 000 000 de kilogramos de sólidos disueltos.
El océano contiene miríadas de formas de vida que están adaptadas y florecen en
tal solución salina. Sin embargo, la vida en tierra firme, ya sea vegetal o animal, no
puede aprovechar el agua de los océanos. Si los seres humanos tuvieran a su
disposición sólo agua oceánica, no tendrían agua para beber, ni agua para lavarse, ni
para regar sus plantaciones, ni agua para sus procesos industriales. En breves
palabras, no existiría civilización humana ni, por supuesto, vida humana.
Si la gravedad fuera la única fuerza a la que estuviera sujeta el agua de la Tierra,
tal agua estaría en su totalidad en el océano y sería completamente salada. Toda la
superficie de la Tierra estaría seca y, con excepción de las proximidades de las playas,
tan estéril como la Luna.
Pero esto no es así. Existe una fuente de energía que basta para sacar agua del
océano en gran escala: se trata del calor solar. La superficie del océano se evapora,
particularmente en las regiones cálidas tropicales, y grandes cantidades de vapor de
agua penetran en la atmósfera.
La atmósfera puede sólo contener un vapor de agua limitado y el aire frío puede
contener menos que el aire caliente. Cuando el vapor de agua se eleva a las altas
regiones frías de la atmósfera o cuando se desplaza hacia el Norte o hacia el Sur, lejos
de los trópicos y en regiones más frías, ese vapor de agua se condensa en nubes
formadas de gotitas de agua o de cristales de hielo. De vez en cuando, el agua se
precipita fuera de la atmósfera, en forma de lluvia o de nieve, siendo restituida al
océano, de donde procede.
Sólo alrededor del 1/30 000 de las disponibilidades de agua de la Tierra está en la
atmósfera, como vapor de agua, de un golpe; pero esta cantidad constituye el
equivalente de 45 000 kilómetros cúbicos de agua y es una magnitud comprensible en
términos humanos.
El punto crucial es el siguiente: cuando el agua del océano se evapora, sólo el
agua se convierte en vapor; la materia sólida se disuelve en el océano y permanece
detrás. Esto significa que el vapor de agua en la atmósfera, y la lluvia y la nieve que
se forma de él, es «agua dulce», y es precisamente tal agua la que los humanos
pueden beber, la que utilizan para lavarse, la agricultura y la industria.
Pero ¿adonde se va el agua dulce cuando se precipita?
La mayor parte cae directamente en el océano, por supuesto, y enseguida se

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mezcla y se pierde en el agua salada. Algunas de las masas de vapor de agua se
desplazan sobre tierra firme, con lo cual se producen precipitaciones de lluvia y de
nieve.
A veces, claro está, la gravitación se impone y algo de agua dulce que cae sobre
tierra firme regresa al océano. Sin embargo, esto cuesta tiempo. En cualquier
momento dado, hay alrededor de 33 700 000 kilómetros cúbicos de agua dulce en la
atmósfera y en tierra. Esto significa que, de toda el agua de la Tierra, el 97, 4 por
ciento es agua salada, y el 2, 6 por ciento es agua dulce.
Incluso una cantidad tan sólo de 33 700 000 kilómetros cúbicos de agua dulce
parece algo inimaginable e imposible de consumir por los seres humanos, pero
sigamos…
El agua dulce puede caer sobre la superficie de la Tierra en forma de lluvia o de
nieve, según la temperatura del aire y de la tierra. Si cae en forma de lluvia, se
hundirá en el suelo y rocas porosas hasta que final e inevitablemente alcance una
capa de roca no porosa. Entonces empieza a depositarse como agua subterránea.
La fuerza de la gravedad puede causar que el agua subterránea se infiltre más en
el interior de la tierra y, casualmente, regrese de nuevo al océano. En ruta puede
encontrar tierra lo suficiente fina que le permita emerger a la superficie y engrosar
estanques y lagos, o dar nacimiento a manantiales y ríos. Casi toda esta agua al aire
libre regresa al océano más rápidamente que si lo hiciera infiltrándose por el suelo.
(Desde luego, parte del agua se evapora directamente y puede regresar al océano
mediante precipitación, o puede precipitarse sobre tierra, repitiendo nuevamente el
ciclo.)
Y mientras que el agua líquida sobre tierra se infiltra hasta llegar al océano, unos
120 000 kilómetros cúbicos de lluvia o de nieve caen cada año sobre tierra firme para
renovar el aprovisionamiento.
Si cae nieve sobre tierra firme, tiende a acumularse, ya que es sólida y no fluye en
el sentido corriente. En las estaciones más cálidas, sin embargo, la nieve puede
fundirse, causando el mismo efecto que si hubiera caído lluvia.
En regiones muy frías, puede no existir el suficiente calor veraniego para fundir
enteramente la nieve invernal y, en tal caso, la nieve se acumula y se amontona año
tras año y, bajo la presión de su propio peso, se convierte en hielo. Por ejemplo, en la
Antártida existe una capa de hielo que cubre 14 000 000 de kilómetros cuadrados de
tierra (1 ½ veces la extensión de China o de los Estados Unidos), con una
profundidad promedio poco superior a los dos kilómetros. El volumen de hielo
acumulado en la Antártida alcanza, pues, los 33 000 000 de kilómetros cúbicos. En
Groenlandia existe una cantidad algo menor, y hay una dispersión en otras regiones
polares y en la cumbre de las montañas.
Todo incluido, existen 33 000 000 de kilómetros cúbicos de hielo en la Tierra,
representando esto alrededor del 98 por ciento de toda el agua dulce que tenemos en
nuestro planeta.

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El hielo no continúa acumulándose indefinidamente, por supuesto. Su propio peso
hace que se aplaste y empuje hacia fuera. Las grandes extensiones de hielo que están
al borde del océano a veces se rompen, desprendiéndose grandes fragmentos que
flotan por el océano como icebergs, hasta que se funden y son restituidos al agua
marina. Desde la cumbre de las montañas, ríos de hielo llamados glaciares son
empujados hacia abajo, y acaban por derretirse.
El hielo, aunque es una forma de agua dulce, por lo general no se puede
aprovechar. La superficie de tierra cubierta con una capa de hielo permanente es tan
estéril como la tierra que carece de agua. La Antártida es la región de nuestro planeta
más desprovista de vida.
Esto nos deja con sólo el agua dulce líquida para uso directo de la vida en tierra, y
la cantidad total de agua dulce líquida en nuestro planeta es de sólo 645 000
kilómetros cúbicos.
Esto representa sólo el 1/20 del 1 por ciento de toda el agua de la Tierra; y es con
ese 1/20 del 1 por ciento con el que debemos arreglarnos.
¿Pueden ser suficientes 645 000 kilómetros cúbicos de agua potable? Si
imaginásemos tal cantidad repartida equitativamente entre todos los humanos, a cada
uno de nosotros nos tocarían 160 000 metros cúbicos. Lo que es más, si cada ser
humano tuviera igual participación en la lluvia o en el agua que cae, obtendría 30 000
metros cúbicos de nueva agua dulce cada año, la cual remplazaría la que ha utilizado
o desperdiciado.
¿Qué relación tiene todo esto con las necesidades humanas?
Supongamos que consideramos los Estados Unidos, en donde el agua se usa más
pródigamente en una base per cápita y donde, al ser todas las cosas igual, la falta se
notaría primero.
Suponiendo que un norteamericano medio bebiera ocho vasos de agua cada día,
consumiría 0, 6 metros cúbicos en un año, lo cual casi no representa nada. El agua se
utiliza para otros usos en el hogar, como, por ejemplo, fregar los platos, lavar la ropa
y bañarse. Todo incluido, el norteamericano medio consume en su casa 200 metros
cúbicos de agua al año.
Aun eso no es mucho. Necesitamos una gran cantidad de agua para nuestros
animales domésticos, para nuestros cultivos, para nuestras industrias. Por ejemplo,
hacer un kilo de acero requiere 200 kilos de agua, y hacer crecer un kilo de trigo
requiere 8000 kilos de agua.
Todo incluido, el agua que necesita Estados Unidos alcanza los 2700 metros
cúbicos por año y persona.
En las regiones del mundo en que la industria está poco desarrollada y los
métodos agrícolas son simples, el agua necesaria por persona y año no pasa de los
900 metros cúbicos. Así que la cifra global media que necesita cada habitante del
mundo son 1. 500 metros cúbicos al año.
Esto parece esperanzador. Las necesidades promedias de 1500 metros cúbicos por

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persona y año es una fruslería que supone el 1 por ciento de las disponibilidades del
mundo, e incluso el pródigo uso norteamericano del agua está muy por debajo del 1,
6 por ciento de las disponibilidades mundiales.
Así, pues, ¿cómo podemos hablar de escasez de agua?
Pues, sí señor. Examinemos bien las cosas.
En primer lugar, el agua potable líquida no está equitativamente repartida entre la
población de la Tierra.
En algunos lugares es superabundante y se halla presente en cantidades mayores
de las que el ser humano puede usar, o usa. Como un caso extremo, consideremos el
río Amazonas, que atraviesa las húmedas y ecuatoriales regiones de América del Sur.
El Amazonas es el río más grande del mundo y descarga en el océano, en un año, la
suficiente agua potable como para abastecer con 1. 800 metros cúbicos a cada
habitante del planeta. Bastaría con este caudal para atender a todas las necesidades de
la Humanidad si pudiera ser salvado y distribuido. En realidad, el ser humano apenas
aprovecha el caudal del Amazonas.
En otros lugares, las disponibilidades de agua líquida potable son bajísimas y
dejan regiones de la Tierra áridas o semiáridas. En el pasado, tales regiones sólo
daban la vida que permitían tales escasas disponibilidades de agua. Sin embargo, la
aparición de seres humanos ha introducido un cambio.
La tecnología avanzada ha permitido que se obtenga agua de pozos profundos y
de ríos distantes. El éxito en este sentido ha convertido algunas regiones desiertas en
vergeles con próspera agricultura, industria y grandes poblaciones. Todo esto tiende a
aumentar hasta el límite permitido por períodos de precipitaciones naturales o
intensas. Pero cuando las lluvias están ausentes por años y se presenta la sequía
(como sucede tarde o temprano), la tierra se desertiza y la vegetación muere, lo cual
produce situaciones de emergencia, tal como sucede algunas veces en el Oeste de los
Estados Unidos.
Otro ejemplo lo constituye la región del Sahel, al sur del desierto del Sahara. Allí
la población ha aumentado y el uso del agua se ha hecho más fácil gracias a técnicas
importadas. Pero se presentó una sequía de tres años, a mediados de los setenta, y
murieron cien mil personas.
Así, pues, una excesiva explotación del medio ambiente por parte del hombre ha
llevado a su deterioro. Técnicas agrícolas torpes han estropeado en gran cantidad
enormes extensiones del suelo de la Tierra. Los rebaños de animales domésticos, las
cabras en particular, han matado mucha vegetación.
Si se estropean la parte superficial del suelo y la vegetación, la tierra es menos
capaz de absorber y retener la lluvia. La lluvia se escapa más rápidamente, acelerando
el deterioro del suelo, con lo que la tierra pierde su fertilidad y se crean y extienden
los desiertos: un proceso al que ahora se llama «desertización».
Finalmente, la industria humana, que utiliza el agua potable de ríos y lagos como
alcantarilla para los desechos químicos y térmicos, y una población creciente que los

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llena con detritos biológicos, contaminan nuestras disponibilidades de agua potable
cada vez más, haciéndolas cada vez más inaprovechables.
Júntese todo esto y se verá cómo la escasez de agua -a pesar de la aparente
abundancia- no es una posibilidad futura, sino un innegable hecho presente.
Bueno, pues, ¿qué podemos hacer?
Existe una serie de posibilidades.
1. Dado que la fuente de agua es el océano y ya que toda el agua que de él se
evapora a él regresa tarde o temprano, no sería malo tratar de acelerar tal
evaporación. Al desalinizar el agua del océano, de una forma o de otra, podríamos
obtener un aprovisionamiento directo e ilimitado de agua potable. Sin embargo, hacer
tal cosa costaría un gasto de energía. Naciones ricas en energía y pobres en agua,
tales como Kuwait y Arabia Saudita, obtienen agua potable de esta manera, pero son
naciones escasamente pobladas con necesidades limitadas. Para llegar a una
desalinización del agua del océano en gran escala, necesitaremos nuevas fuentes de
energía que no han sido aún descubiertas.
2. Ya que el agua que cae sobre el océano se pierde por completo, cualquier cosa
que produzca precipitaciones sobre tierra firme, a expensas de la lluvia sobre el
océano (o sea, producir inundaciones), sería buena. Se puede conquistar terreno al
mar en algunos terrenos favorables para ello, como Holanda, pudiendo recibir lluvia
que, de otro modo, caería sobre el agua; pero esto sólo puede dar rendimientos
limitados. La manipulación de las nubes, o métodos aún más sofisticados que se
desarrollen en el futuro, pueden ser fructíferos en dirigir las precipitaciones de lluvia
precisamente hacia las zonas donde sea ésta necesaria. Sin embargo, el beneficio para
una región suele perjudicar a otra, de modo que los resultados ecológicos (y políticos)
pueden ser desagradables.
3. Puesto que la nieve que cae sobre las capas de hielo es inútil para nosotros,
debemos desarrollar métodos para explotar el agua potable congelada de los icebergs,
en lugar de permitir que vaguen inútilmente por el mar. Podemos imaginar tales
icebergs (en particular los de la Antártida), remolcados a lugares como Chile, o
incluso por los trópicos hasta el Oriente Medio o Los Ángeles. Suena un poco a
ciencia-ficción, pero es factible. (Derretir las extensiones de hielo es algo que debe
ser descartado en cualquier circunstancia. Si todo el hielo de la Tierra fuese derretido,
el agua iría a parar al océano, elevando el nivel del mar sesenta metros y anegando
todas las zonas costeras bajas, densamente pobladas, del mundo.)
4. Teniendo en cuenta que la evaporación de agua de los lagos y del terreno
constituye un importante factor de pérdida de agua potable, deben ser desarrollados
sistemas para reducir la evaporación. Para lograr esto podrían ser colocados sobre el
agua potable al descubierto películas de moléculas simples o ciertos alcoholes
sólidos, o una capa de bolas de plástico. Israel, Chile, Italia y los Estados Unidos han
realizado experimentos en tal sentido, pero el viento y el oleaje suelen romper la capa
inhibidora, y si ésta permaneciese, existiría el peligro de limitar la renovación de

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oxígeno del agua que hubiese debajo.
5. Ya que la pérdida del agua de los ríos en el mar representa un despilfarro de
agua potable, se deberían realizar todos los esfuerzos para efectuar una utilización
más eficiente de este agua antes de permitir que se pierda en el mar. En este caso, un
factor complicado es que todas las regiones por las que atraviesan los ríos consideran
que tienen derecho a su agua; diferentes Estados, provincias o naciones podrían
luchar violenta e interminablemente para obtener los mejores beneficios de tal
aprovechamiento.
6. Puesto que las disponibilidades de agua potable en el planeta están muy
desigualmente repartidas, el agua debe ser considerada como un recurso regional y,
en última instancia, mundial. Del mismo modo en que el petróleo es producido en
regiones de riqueza petrolífera y es enviado a regiones que carecen de este recurso, el
agua debe ser producida y expedida, quizás, en grandes contenedores de plástico
arrastrados por el mar por remolcadores. (En los tiempos anteriores a la refrigeración,
una importante industria de Nueva Inglaterra consistía en cortar hielo de lagos y ríos
helados enviándolo a otras partes, a veces por barco a considerables distancias.)
7. Dado que las disponibilidades de agua subterránea, suponen, en total, cuarenta
veces el volumen del agua existente en ríos y lagos, tendría que intentarse por todos
los medios explotar el agua subterránea más eficientemente, teniendo en cuenta no
extraer más de la que pueda ser remplazada por proceso natural.
8. Habida cuenta de que las existencias de agua potable son cada vez más escasas,
se deberán hacer todos los esfuerzos posibles para no desperdiciar nada. Esto
significa que la contaminación de lagos, ríos y del agua subterránea debe ser
mantenida a mínimo nivel.
9. Finalmente, y sobre todo, debemos comprender los límites del crecimiento.
Conforme aumenta la población humana, asimismo cada vez es mayor la demanda de
agua potable, no sólo para beber y lavarse, sino para la agricultura necesaria a fin de
producir cantidades crecientes de alimentos, así como para la industria que
manufactura los productos necesarios a la sociedad.
Si la población no se controla, el constante crecimiento de la población humana
puede anular cualquier avance que podamos realizar en el aprovechamiento de las
disponibilidades de agua potable; el colapso subsiguiente puede ser más catastrófico
cuanto más tiempo pase.
Con ingeniosidad, buen sentido, buena voluntad y (lo más importante de todo,
quizá) buena suerte, aún podríamos crear un floreciente y feliz planeta, pero el tiempo
de gracia concedido para realizar semejante empresa es ya peligrosamente corto.

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Resulta difícil imaginar que la sal es tan esencial para la vida como el agua.
Salar los alimentos parece un acto enteramente voluntario y para algunas
personas es beneficiosa una dieta sin sal.
Sin embargo, la sal es esencial para la vida y una discusión sobre ello
resulta muy oportuna en un libro que trate de las cuestiones de la vida. Cuando
prescindimos de la sal todo lo que hacemos, todo lo que podemos hacer, es
evitar el exceso de sal.

13. SAL

LA corteza sólida de la Tierra está compuesta de una variedad de sustancias, siendo


casi todas ellas insolubles en el agua. Esto es venturoso, pues significa que cuando las
aguas oceánicas se estrellan contra las playas continentales, tales placas no se
disuelven. Los continentes no son destruidos por la acción marina, sino que
permanecen intactos, con lo cual la vida en tierra firme -incluyendo la vida humana-
resulta posible.
Existe una excepción a esta regla: una sustancia común de la corteza de la Tierra
es soluble. Se trata de la sal -cloruro de sodio-, ClNa.
«Cl» es el símbolo químico del activo y peligroso gas llamado cloro y «Na» es el
símbolo químico del activo y peligroso metal llamado sodio y cuando sus átomos se
ponen en contacto, un electrón pasa de un átomo de sodio a un átomo de cloro,
quedando ambos suavizados en el proceso, convirtiéndose en una sustancia blanda e
inofensiva. Ambos juntos forman la sal.
Ya que el cloruro de sodio es soluble, las lluvias arrastran poco a poco al mar la
sal de la tierra. Como resultado de ello, el océano no contiene agua pura, sino una
solución salina o «salmuera». Contiene otras cosas aparte de la sal, pero la sal
constituye el grueso de la materia disuelta del océano: más de tres cuartas partes de
tal materia.
En su conjunto, el océano es en su 3,5% materia sólida disuelta. Si se pudiera
extraer toda la sal del océano y ésta fuera extendida sobre toda la tierra firme de
nuestro planeta, formaría una capa uniforme de unos 150 metros de grosor. Si esta sal
se depositara sobre la isla de Manhattan y se fuera apilando verticalmente, cubriría
cinco sextas partes de la distancia que nos separa de la Luna. Su volumen total es de

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4 500 000 millas cúbicas y su peso total alcanza cuarenta y siete mil billones de
toneladas.
Desde luego, en la Tierra hay más sal de la que necesitará nunca la Humanidad.
De todos modos, necesitamos bastante cantidad. El uso principal es para el
mantenimiento de la vida, de toda la vida. La sal es esencial para los procesos
químicos que se desarrollan en el tejido vivo.
Las plantas obtienen la sal que necesitan (junto con otros minerales) del agua del
suelo, ya que el agua disuelve toda la sal presente. Por alguna razón, los animales
necesitan mayores cantidades de sal que las plantas y, por lo tanto, sus tejidos son
más salados. Los animales carnívoros, que se comen a otros animales, están en
condiciones de obtener mayor aprovisionamiento de sal para sus necesidades. Los
animales herbívoros, que comen plantas, se pueden ver faltos de sal y deben buscar
entonces fuentes adicionales.
Hay lugares en los que la sal se encuentra en la superficie de la tierra; los
animales herbívoros se desplazan a esos lugares para lamer la sal al descubierto. Para
los animales, esas «lamidas de sal» son tan necesarias, a la larga, como el alimento y
el agua.
Los seres humanos somos omnívoros y nuestras necesidades de sal dependen de
nuestra dieta. Mientras un grupo humano obtenga su alimento de la caza o del
pastoreo, y coma cantidades de carne asada y beba leche, tendrán toda la sal que
necesitan. Sin embargo, una vez que se ha introducido un cambio en la agricultura y
el grano se convierte en el principal componente de la dieta, las cosas cambian. Esto
es así en particular si el avance en la alfarería hace posible cocer la carne, con lo cual
ésta pierde la sal. Con tal dieta se produciría la muerte por falta de sal. Es la
necesidad de sal la que nos impulsa a salar nuestras comidas, notando que éstas
mejoran así de sabor. (Sin duda, la costumbre de salar la comida nos llevó al
descubrimiento de que la salazón de la carne enlentecía su podredumbre y la
conservaba durante períodos de tiempo. Esto aumentó la eficiencia en la matanza de
los animales para el consumo, constituyendo una de las causas que permitieron el
crecimiento de la población humana.)
La necesidad de sal es tan grande que existen innumerables expresiones
refiriéndose a ella favorablemente. Se utiliza para representar todo lo que es bueno.
Shakespeare habla de la «sal de la juventud». La agudeza es calificada como la «sal»
de la conversación. Jesús se refiere a los que considera dignos como «la sal de la
Tierra».
Arrojar sal -perder algo valioso- es claramente un accidente desgraciado y un
signo de mala suerte. A los soldados a veces se les daba sal al entregárseles la ración;
esto era llamado «salarium», derivado de la palabra latina para denominar la sal;
nuestra palabra «salario» viene de ahí.
En otros tiempos, los lugares en donde se producía sal poseían la clase de poder
económico que ahora asociamos con las naciones productoras de petróleo. Ciudades

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tales como Roma y Venecia basaron su grandeza en su capacidad para controlar el
negocio de la sal en una región.
Obviamente, una de las fuentes de ingresos más seguras era un impuesto sobre la
sal, ya que la gente no podía pasar sin ella. El Gobierno francés estableció tal
impuesto (la gabelle) en el siglo XIII, y fue una de las cargas fiscales que más
enfurecieron al vulgo. Esta furia fue uno de los motores de la Revolución Francesa, y
una de las primeras cosas que desaparecieron con el nuevo régimen revolucionario
fue la gabela.
En el tiempo de la Revolución Francesa, la Revolución Industrial estaba
asimismo en curso en la Gran Bretaña, y con la industrialización, la necesidad de sal
aumentó en gran medida. Esto no obedeció tanto a las necesidades de una población
creciente, cuanto a su utilización en todas las facetas de la industria.
La sal -común, barata, soluble, fácil de manejar- es la principal fuente de once
sustancias químicas básicas, las cuales, a su vez, son utilizadas como base para otros
compuestos, de modo que la sal puede ser encontrada en la raíz de casi todos los
productos químicos existentes. Lo que es más, se utiliza para una más amplia
variedad de propósitos en las diversas facetas de la actividad humana que cualquier
otra sustancia mineral. Se ha calculado que la sal tiene más de 14 000 distintos usos
prácticos, en estado sólido o en solución.
Hoy en día, las necesidades de sal se orientan principalmente al consumo humano
en los países subdesarrollados; pero en un país como los Estados Unidos, se utiliza
tanta sal para la industria como para la alimentación.
Constituye una señal de la creciente industrialización del mundo el hecho de que
la producción de sal haya aumentado rápidamente en los años recientes. Desde 1960,
la producción casi se ha doblado. En 1970 alcanzó un nivel superior a los 150
millones de toneladas por año, de los cuales la producción norteamericana alcanza los
45 millones o casi un tercio del total.
Incluso esta enorme producción representa sólo una pequeña fracción del
contenido de sal del océano -menos de una cienmillonésima parte- así que, en este
sentido, no debemos temer una escasez, en particular dado que la sal que utilizamos
vuelve al mar de algún modo.
Obviamente, la principal fuente de sal es el océano, y el modo más sencillo de
extraerla de él (un procedimiento que requiere energía) es dejar que el sol lo haga. Si
el agua marina es colocada en grandes y profundas cubetas, el sol vaporizará el agua
y dejará detrás su contenido sólido.
Esto no puede realizarse en cualquier parte de forma provechosa. Son necesarias
elevadas temperaturas, un sol que no esté a cada momento oculto por las nubes, aire
que no sea húmedo y lluvia que sea infrecuente. Con un tiempo caluroso y seco, la
evaporación se acelera, de modo que la producción de «sal marina» puede ser
efectuada en zonas costeras tropicales o subtropicales, frente a regiones áridas o
semiáridas.

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Otra dificultad la constituye el hecho de que no se puede evaporar el agua del mar
en una operación y considerar el residuo sólido como auténtica sal. Aunque tres
cuartas partes del residuo es, sin duda, cloruro de sodio, el cuarto restante es una
mezcla de cloruro de magnesio, sulfato de magnesio, sulfato de calcio, cloruro de
potasio, bromuro de magnesio y carbonato de calcio.
Ninguna de estas impurezas es violentamente venenosa, pero no son deseables
por diversas razones. Pueden añadir amargor al sabor, y poseen una mayor tendencia
que la del cloruro de sodio para absorber la humedad de la atmósfera. Si la mezcla
sólida obtenida del agua del mar fuera tierra, los granos, excepto en días muy secos,
absorberían agua y se unirían para formar grandes terrones.
El cloruro de sodio relativamente puro tiene sólo una ligera tendencia a hacer eso,
y la tendencia podría reducirse aún más si se añadiese una pequeña cantidad de
carbonato de magnesio o de silicato de calcio. Semejante sal, al pulverizarse, seguiría
estando seca y sin coagular aun en días lluviosos y pasaría fácilmente por los
agujeros de un salero.
Por supuesto, el hombre primitivo no conocía la composición del agua del mar, o
la naturaleza de los sólidos disueltos, o la razón fundamental de las técnicas
inteligentes para separar el cloruro de sodio de otras sustancias químicas. Basándose
en tropiezos y aciertos, de todos modos, aprendió el sistema de producir una sal
aceptable al paladar.
Las diferentes sustancias químicas disueltas en agua del mar son solubles en
distintas medidas. Si el agua del mar se evapora lentamente, las sustancias químicas
que son menos solubles que el cloruro de sodio se descomponen primero. El agua
marina puede ser puesta en otro contenedor mientras que se desechan los cristales
iniciales. Una posterior evaporación deja un residuo que es, en su mayor parte,
cloruro de sodio, y se desecha el resto del líquido, puesto que dejarla secar más sólo
serviría para incorporar impurezas. La sal producida es rastrillada, escurrida,
aclarada, secada y, finalmente, pulverizada.
Conforme el agua del mar se concentra cada vez más, muere la vida en el agua
que está hecha para una concentración baja de sal. Algunas formas de vida que
prosperan en una mayor concentración de sal enseguida se multiplican y predominan.
Ciertas algas amantes de la sal ponen el agua de color rojo, naranja y pardo, mientras
viven en un medio en el que nada puede competir con ellas. Mueren, pero donde la
sal es preparada tan descuidadamente, algunas pueden seguir viviendo y contribuir a
estropear la carne que precisamente deberían conservar.
Sin embargo, incluso los métodos muy primitivos bastan para producir una sal
marina de baja graduación pero útil. En casos de necesidad, bastará, y cuando no se
dispone de nada más, la gente contenta con tenerla. Durante la Guerra Civil, la gente
de la Confederación padecía de falta de sal a causa del bloqueo de la Unión,
recurriendo a veces a producir directamente sal extraída del agua del océano. En los
años treinta, Mohandas K. Gandhi condujo a sus seguidores indios hasta la costa,

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para producir sal, en desafío del monopolio del Gobierno británico.
Por otro lado, la gente sitiada que se halle lejos del mar puede llegar a tener serios
problemas a causa de la escasez de sal. Los chinos comunistas, que resistían a Chiang
Kai-Shek en sus baluartes del interior, se vieron más amenazados por el embargo de
sal impuesto por Chiang que por las fuerzas armadas de éste.
En los países industrializados, están mecanizadas las técnicas para producir sal
del agua del mar. El agua del mar es calentada artificialmente y su evaporación
acelerada por medio de fuegos abiertos o camisas de vapor. Se aumenta el número de
grados de evaporación, y así sucesivamente.
Incluso hoy, casi la mitad de la sal producida en el mundo se obtiene, con
diversos grados de sofisticación, mediante el secado al sol del agua oceánica.
El océano no es uniformemente salado. Donde el agua está fría y la evaporación
es lenta, y donde se añade en cantidad el agua potable ya sea procedente de ríos o de
hielo fundido, la concentración de sólidos es considerablemente inferior a la normal.
Donde las partes tropicales del océano están atrapadas entre playas desiertas, de
modo que la evaporación sea grande y la incorporación de agua dulce mínima, la
concentración de sólidos es superior a la normal. La concentración de sólidos en el
Mar Rojo se aproxima al 5 por ciento, con lo cual la producción de sal allí sería muy
fácil.
También hay lugares en la Tierra donde el agua se recoge en grandes extensiones
separadas del océano, y donde la evaporación tendrá un mayor efecto sobre la menor
cantidad total de agua. El resultado es que los mares interiores poseen un mayor
porcentaje de sal que el propio océano. En efecto, son como recipientes naturales de
evaporación, mucho mayores de los que podrían ser construidos por los seres
humanos y, en ellos, el agua se ha evaporado ya parcialmente.
El mejor ejemplo de tales mares interiores es el mar Muerto (llamado así porque
su alta concentración de sal no permite la existencia de vida en su interior), situado en
la frontera entre Israel y Jordania. El agua del mar Muerto es siete veces más rica que
el océano en materia disuelta.
La otra única extensión de agua salada comparable es el Gran Lago Salado, en
Utah, que posee una superficie cuatro veces superior a la del mar Muerto (1500
millas cuadradas el primero y 370 millas cuadradas el segundo). El Gran Lago Salado
es poco profundo, mientras que el mar Muerto es extraordinariamente profundo,
conteniendo la mayor cantidad de agua. En el mar Muerto hay 75 millas cúbicas de
agua y 12 000 millones de toneladas de sólidos; el río Jordán aporta cada año al mar
Muerto 850 000 nuevas toneladas.
Sin embargo, sólo es sal algo más de la cuarta parte del material disuelto en el
mar Muerto. La naturaleza del suelo sobre el que discurren las aguas que alimentan el
mar Muerto es tal que casi la mitad del contenido de sólidos del agua es cloruro de
magnesio.
La sal puede ser más fácilmente obtenida de semejante agua semievaporada. Los

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sólidos incluso se solidifican espontáneamente de la espuma que ocasionalmente
cubre cosas cerca de la playa del mar Muerto, produciendo blancas formaciones
compactas de sal impura; esto, sin duda, dio nacimiento a la leyenda de la mujer de
Lot, quien se convirtió en una estatua de sal al huir de la ciudad de Sodoma, junto al
mar Muerto.
Mientras que son raras las extensiones de agua salada tan grandes como el mar
Muerto o el Gran Lago Salado, existen otros lugares salados: pantanos en la
superficie o agua salobre a considerables profundidades. Algunos pozos poseen agua
salada que contiene sólidos de la misma mezcla presente en el agua marina, pero con
una concentración mucho mayor. Otras aguas salobres contienen sólidos que son casi
enteramente cloruro de sodio, y la sal de esa procedencia suele ser de calidad muy
superior a la sal marina, aunque es menos común, por supuesto.
Existen aguas salobres que, como la del mar Muerto, contienen otros materiales
aparte la sal, y a veces sustancias químicas que no suelen encontrarse en forma
disuelta, tales como cloruro de estroncio y cloruro de bario. Tales sustancias
obtenidas como un subproducto de la elaboración de la sal pueden tener notable
importancia para la industria química, y pueden llegar a ser buscadas por su valor
intrínseco.
También hay en tierra ricas fuentes de sal.
A primera vista podrá resultar extraño. En definitiva, el océano tiene miles de
millones de años y ha servido como continuo depósito de vapor de agua, el cual,
como la lluvia de agua dulce, cae sobre la tierra y se filtra a través del suelo,
disolviendo la sal y haciéndola regresar constantemente al océano. Podría parecer,
quizá, que por ahora todo el material soluble existente en el suelo ha sido llevado al
mar de una vez por todas.
Si eso fuera cierto, la vida en tierra sería muy pobre, pues carecería de minerales
esenciales. Por fortuna, existen procesos naturales que devuelven la sal a la tierra. Por
un lado, las tormentas arrastran gotitas de agua desde el océano hasta tierra adentro y,
cuando se evaporan, se forma sobre la superficie del suelo un polvo de antiguos
sólidos disueltos en el agua. De esta manera quedan depositados en tierra rastros de
yodo procedentes del mar. Estos rastros van a parar a la vegetación y proporcionan a
los animales (incluyéndonos a nosotros) el yodo necesario para el funcionamiento de
la glándula tiroides. Para remediar el problema en territorios cuyo suelo es pobre en
yodo, se añaden a la sal pequeñas cantidades de yoduro de potasio, y esta «sal
yodada» constituye ahora un artículo común de la dieta humana.
Un mucho mayor recurso obtenido del mar es la sal que se extrae de ensenadas
poco profundas que existían en diversas partes, en lo que es ahora la superficie
continental. A tales ensenadas les debió de suceder como al mar Muerto. Se secaron
en un momento dado y dejaron detrás gruesos depósitos de sal: un ejemplo de
evaporación natural a una escala enorme.
Por supuesto, tales depósitos están expuestos a ser devueltos poco a poco al mar,

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por causa de la lluvia, excepto cuando se hallan en regiones áridas, o bien, a causa de
varios procesos geológicos, cuando están profundamente enterrados y no pueden ser
afectados por las lluvias. Algunas veces, esas capas de sal tienen varias decenas de
metros de grosor y, grandes o pequeñas, se encuentran en muchas partes del mundo.
Por ejemplo, en los Estados Unidos veintiocho Estados poseen sustanciosos recursos
de sal en sus territorios.
Donde la sal se halla cerca de la superficie, ya sea porque se ha formado allí, o
porque presiones en el interior de la tierra han apretado hacia arriba a capas
profundas, la extracción es directa y económica.
Donde las capas de sal están muy en el interior, puede efectuarse la extracción al
estilo de las minas de carbón. Se practican pozos desde la superficie hasta donde está
la sal, se abren corredores horizontalmente a través de los estratos. La sal es
arrancada, desmenuzada y llevada a la superficie como «sal gema», sin que sean
necesarios posteriores procedimientos de refinamiento.
Las capas de sal poseen varias composiciones, dependiendo de la manera en que
se evaporara el agua del mar. Hay lugares, por ejemplo en Polonia y en los Estados de
Michigan y Luisiana, donde, a causa de alguna afortunada combinación de
circunstancias, existe cloruro de sodio en estado casi puro.
Para obtener la sal gema no hay que enviar hombres al interior de la tierra. El
hecho de que sea soluble significa que el agua puede realizar la labor. Una vez se ha
abierto un pozo hasta la capa de sal, el agua puede ser bombeada hacia abajo a través
del pozo y de este modo se extrae agua salobre. Esto constituye un procedimiento
purificador, pues las sustancias químicas difícilmente solubles se quedan atrás.
Cuando el agua salobre se halla en la superficie, puede ser evaporada del mismo
modo que el agua marina, con la única diferencia de que este producto es más puro
cloruro de sodio.
El agua salobre puede ser evaporada en largos recipientes de 50 metros de
longitud y capaces de contener 80 toneladas de agua salobre.
El agua salobre puede ser calentada artificialmente para apresurar la evaporación
y ésta puede ser aún más acelerada si el calentamiento se efectúa bajo un vacío
parcial, ya que cuando se disminuye la presión, baja el punto de ebullición del agua
salobre. Este agua pasa por grados de vacío creciente en un ciclo que dura cuarenta y
ocho horas, introduciéndose nueva agua salobre en un extremo cuando los cristales de
sal son extraídos ya del otro extremo.
El agua salobre es a veces inicialmente calentada en contenedores cerrados, a
altas presiones, y después hecha pasar a través de un gran recipiente lleno de piedras,
las cuales separan algunas de las impurezas menos solubles, permitiendo con ello que
el agua salobre quede con un contenido de sal más puro. La presión puede ser
gradualmente reducida, y cuando la sal empieza a cristalizar, el agua salobre puede
ser colocada en grandes recipientes poco profundos, donde una mayor evaporación
precipitará más sal.

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Se produzca como se produzca la sal, ya sea ésta obtenida del mar o de la tierra,
bien por acción solar o calor artificial, con o sin sofisticadas técnicas de ingeniería,
sigue siendo una sustancia química esencial para la vida y la industria, así como un
recurso básico del que no podremos nunca carecer.

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Casi puedo seguir los acontecimientos diarios por el tipo de artículos que me
piden que escriba. Si hay en perspectiva el lanzamiento de una nave espacial a
Marte, puedo estar completamente seguro de que me pedirán un montón de
artículos sobre Marte.
Ya que a mediados de los años setenta se produjeron una serie de
importantes terremotos, sospeché que se extendería la opinión de que la Tierra
se estaba descomponiendo a pedazos por alguna razón mística y espectacular.
Sabía que estas teorías de destrucción serían expuestas con particular ardor por
personas que no sabían nada sobre el tema.
Esto significaba, yo estaba seguro de ello, que me solicitarían artículos que
describieran terremotos considerando el asunto desde el punto de vista
científico. Mis previsiones resultaron ser ciertas.
Cuando me pidieron que abordara el tema en una publicación tan corriente
como Think, el órgano interno de la IBM, aproveché la oportunidad para ello y
el siguiente ensayo es el resultado.

14. LA TIERRA SE ENCOGE DE HOMBROS

¿QUÉ desastre natural puede producirse sin avisar y matar a un millón de personas en
cinco minutos? Un terremoto.
Si su respuesta era un tsunami, se trata casi de lo mismo, Un tsunami es iniciado
por un terremoto centrado bajo el suelo del océano.
Todos los que han vivido la experiencia de un gran terremoto (y han sobrevivido)
están de acuerdo en que el terror que causa es inenarrable.
Parece violar el curso de la Naturaleza. Se espera que llueva, que los ríos se
desborden, que el verano sea caluroso y que el invierno sea frío. Los excesos o
deficiencias en tal sentido pueden afectar la comodidad; sin embargo, todo el mundo
está prevenido. Y puedes escapar, puedes encontrar cobijo.
Pero ¿qué sucede con un terremoto? Es el propio suelo el que se conmueve y
resquebraja cuando la madre Tierra se encoge de hombros. ¿Quién espera que falle la
eterna solidez de la Tierra? Y, cuando lo hace, no hay sitio adonde ir. Todos los
refugios se convierten en trampas mortales. Sólo se puede esperar hasta que el suelo
vuelva a ser sólido… pero ¿se puede volver a confiar en ese suelo?

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Los que no han vivido la experiencia de un terremoto, raramente piensan en ello.
Si hay terremotos en alguna parte, suelen producirse en otros lugares en el espacio o
en el tiempo, o ambas cosas al mismo tiempo.
Hasta el año 1976…
Repentinamente, en ese año nos vimos bombardeados por desastres en
Guatemala, en México, en Italia, en China. En todas partes el suelo estaba temblando.
En todos los lugares las casas se derrumbaban. En todos los sitios la gente acampaba
en las calles o huía.
¿Qué estaba sucediendo? ¿Es que la tierra se estremecía cada vez más? ¿Le había
ocurrido algo a nuestro planeta? ¿Se estaba descomponiendo?
Probablemente no. Como en el caso de cualquier otro fenómeno natural, las
incidencias varían de año en año. Hay algunos años en los que los terremotos son más
numerosos y dañinos, y otros en que no lo son tanto.
Así, pues, ¿por qué parece que están las cosas tan mal? Existen tres razones para
ello.
En primer lugar, las comunicaciones han mejorado enormemente desde la
Segunda Guerra Mundial. No hace aún muchos años que extensas regiones de Asia,
África e incluso de América del Sur vivían completamente aparte de nosotros. Si se
producía un terremoto en una remota región de Turquía, Irán, China o Chile, sólo
llegaban breves noticias al público norteamericano. Podía encontrarse un pequeño
suelto en una página interior del periódico, con el titular «Terremoto en China», pero
después no se oía ya ni una palabra. Ahora, cualquier terremoto se describe enseguida
y con detalle en las primeras páginas. Los resultados incluso pueden ser vistos en la
televisión.
En segundo lugar, nuestros intereses globales son mucho mayores. Ya no estamos
tan aislados como hace unas décadas. Una vez hubo un periodista de Denver que dijo
que una pelea de perros en las calles de la ciudad de Denver era para sus lectores más
interesante que un terremoto en China, y tenía razón. Aun cuando entonces se
informara de los terremotos, nadie se preocupaba de ellos, a menos que sucedieran en
California, y entonces era California la que se preocupaba. Sin embargo, en la
actualidad el mundo se ha hecho pequeño y los norteamericanos saben que cualquier
cosa que suceda en el mundo puede afectarlos a ellos directamente, de modo que
prestan mayor atención.
En tercer lugar, la población mundial ha crecido. En los pasados cincuenta años
se ha doblado y ahora alcanza los cuatro mil millones. Las ciudades han crecido aún
más deprisa que el medio rural, así que no sólo hay más gente en conjunto, sino que
se halla en mayores y más densas concentraciones. A menudo habitan en casas
destartaladas, decenas de millares de ellas, juntas sin solución de continuidad, y que
no están preparadas para soportar un estremecimiento de tierra. Añadamos a esto que
las obras de los hombres son mucho más complejas y costosas que las del pasado.
Así, pues, cuando ahora se produce un terremoto, es probable que mate a más gente

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bajo los escombros de casas que se derrumban ya que esto causa más desastres que el
temblor de tierra en sí hubiera causado cincuenta años atrás. Así que los terremotos
parece que van a ser de peores efectos.
El terremoto de San Francisco de 1906, por ejemplo, que fue el peor que habían
conocido los Estados Unidos, duró cuarenta y siete segundos, mató a cuatrocientas
personas, quemó cuatro millas cuadradas a causa del fuego subsiguiente y produjo
unos daños que ascendieron, en conjunto, a los 500 millones de dólares. Imaginemos
un terremoto de la misma intensidad y duración en el San Francisco de hoy;
pensemos que la ciudad está tan poco preparada como en 1906. No me atrevo a
considerar la enormidad de los daños que se producirían.
¿Qué provoca los terremotos?
El antiguo mito griego lo atribuía a gigantes rebeldes a quienes Zeus había
encerrado bajo tierra. Ocasionalmente, los gigantes, irritados por sus cadenas,
cambiaban de postura y la tierra temblaba.
Los filósofos griegos, huyendo de lo sobrenatural, sugirieron, por otro lado, que
el aire estaba atrapado bajo tierra y que estos vientos encerrados eran los que hacían
estremecerse a la tierra de vez en cuando.
La ciencia moderna, durante bastante tiempo, no fue mucho más lejos en sus
teorías, si bien se aprendió a detectar y medir los terremotos con fina exactitud.
En 1855, el físico italiano Luigi Palmieri inventó el primer sismógrafo útil, un
instrumento introducido en un lecho de roca, y provisto con una pluma (hoy en día se
utiliza un rayo de luz) capaz de producir una línea oscilante que se movía si la tierra
temblaba. Cuando diversos sismógrafos, ampliamente distribuidos, detectan el mismo
terremoto, pueden determinarse su epicentro e intensidad.
En 1935, el sismólogo norteamericano Charles Francis Richter inventó la «escala
Richter» para medir la intensidad de los terremotos. La intensidad la da el logaritmo
del máximo desplazamiento indicado por el sismógrafo a una distancia determinada
desde el centro del terremoto. Cada número representa una intensidad que es un
determinado número de veces mayor que el de la cifra inmediatamente inferior.
En esta escala, el número 2 representa un movimiento apenas perceptible,
mientras que 6 representa un terremoto capaz de causar importantes daños. Todo lo
que pase de 7 supone un terremoto catastrófico.
El terremoto de Guatemala del 4 de febrero de 1976 alcanzó el 7,6 de la escala de
Richter. El de San Francisco de 1906 y el más inmediato de Pekín de 1976, fueron de
8,2 en la escala de Richter. Nunca se ha registrado nada superior a 8,9, y tal terrible
terremoto liberaría la energía equivalente (sin la radiactividad ni el calor, por
supuesto) de cien grandes bombas H.
Pero ¿qué provoca los terremotos? La respuesta sólo se supo en los años sesenta,
tras estudios del suelo oceánico en primer lugar y, especialmente, la gran grieta del
centro del océano.
La corteza terrestre no es de una sola pieza, sino que consiste en grandes bloques

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en contacto. En algunos lugares a lo largo de las junturas entre los bloques -indicadas
por las fracturas oceánicas- de las profundidades de la Tierra surgen lentamente
materias incandescentes, forzando la separación de dos bloques.
En otros lugares, como resultado de ello, dos bloques son empujados y chocan
entre sí. Donde se juntan los bloques puede haber pandeo y formación de montañas;
de otro modo, un bloque puede deslizarse hacia abajo, desplazándose a las altas
temperaturas inferiores y fundiéndose.
Cuando dos bloques se ven forzados a juntarse, existe la posibilidad de
deslizamiento hacia un lado, de modo que los bloques permanecen inmóviles
mientras que las fuerzas que producen el deslizamiento aumentan cada vez más hasta
que, de pronto, vencen la resistencia friccional. Entonces se registra un repentino
movimiento y las vibraciones de ese movimiento constituyen el terremoto.
La mayor parte de los terremotos se producen en la proximidad de esas junturas
entre los bloques: alrededor del Pacífico, por ejemplo, y en una línea Este-Oeste a
través del Mediterráneo y Asia central. Existen «fallas» menores, fuera de las
junturas de los bloques, que ocasionalmente provocan terremotos, si bien son menos
comunes y menos potentes que los otros.
En 1976, las placas africana e india aparentemente se movieron hacia el Norte, de
forma perceptible (cuestión de un par de centímetros) y esto, al parecer, causó
convulsiones desde el norte de Italia hasta las Nuevas Hébridas.
¿Podemos predecir los terremotos?
En teoría, sí podemos hacerlo. Conforme la presión -que causa que un lado de la
falla se deslice contra el otro- aumenta, se registran en el suelo algunos cambios
menores antes de que se produzca la convulsión, y estos cambios, de un modo u otro,
pueden ser registrados.
Hay cambios, por ejemplo, que se mencionan como «dilatación». Conforme
aumenta la presión en las rocas subterráneas, se producen pequeñas grietas que van
haciéndose mayores. No hay suficiente agua subterránea para llenar desde el
principio esas grandes grietas, de modo que la densidad total de las rocas disminuye
ligeramente. Eso significa que las ondas vibratorias que pasan a través de la roca lo
hacen a una velocidad inferior a la normal. Pero, después, el agua se filtra en esas
grietas mayores y las llena, con lo que las ondas vibratorias elevan su velocidad y
entonces la falla está a punto de ceder.
En ese momento, los cambios en la roca cuando empieza a ceder poco antes de un
terremoto incluyen un descenso en la resistencia eléctrica, un abultamiento del suelo,
así como un aumento de la afluencia de agua desde abajo. La creciente afluencia de
agua puede ser indicada por un aumento en la huella presente de gases radiactivos en
el aire, gases que hasta entonces han permanecido aprisionados en las rocas. También
hay aumentos en el nivel de agua de manantial, así como un incremento del barro.
De forma extraña, una de las señales más importantes de un inminente terremoto
parece ser un cambio general en el comportamiento de los animales. Caballos

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normalmente tranquilos cocean y echan a correr, los perros aúllan, los peces saltan.
Animales como serpientes y ratas, que por lo común permanecen ocultos en agujeros,
de pronto salen al exterior. En California, investigadores del comportamiento que han
estudiado las reacciones del chimpancé, han observado que este animal se pone
inquieto y pasa más tiempo de lo corriente sobre el suelo durante uno o dos días antes
del terremoto.
No debemos creer que los animales tienen la capacidad de predecir el futuro o
que posean extraños sentidos de los cuales nosotros carezcamos. Viven en más íntimo
contacto con el entorno natural y llevan unas vidas difíciles que los obligan a prestar
más atención a los pequeños cambios, cosa que nosotros no hacemos. Los temblores
que preceden a la convulsión real los sobresaltan; los extraños sonidos que surgen del
roce de los labios de las fallas también serán motivo de alarma.
En China, donde los terremotos son más frecuentes y devastadores que en otras
partes del mundo, se hacen grandes esfuerzos para predecir los temblores de tierra, y
la población es movilizada para que sea sensible a las alteraciones. Se informa acerca
del comportamiento extraño de los animales, así como sobre las variaciones del nivel
del agua de los pozos, y también de extraños sonidos que surjan del suelo. De este
modo, los chinos afirman haber previsto devastadores terremotos con un día o dos de
antelación y haber salvado muchas vidas, en especial cuando se produjo un temblor
de tierra en la China nororiental, el 4 de febrero de 1975, el cual alcanzó el 7,3 de la
escala de Richter. (Por otra parte, no existe ningún indicio de que los chinos
estuvieran de algún modo preparados para el monstruoso terremoto que se produjo al
sur de Pekín en 1976.)
También en los Estados Unidos, se está tomando más en serio la predicción de los
terremotos. Nuestro fuerte es la alta tecnología y, probablemente, nos orientaremos en
ese sentido. La precisa detección de cambios en los campos locales magnéticos,
eléctricos, y gravitacionales podría ser útil, por ejemplo, como sería el control diario
de cambios en el nivel y contenido químico del agua subterránea, las propiedades del
aire y así sucesivamente.
Sin embargo, sería necesario señalar con exactitud la posibilidad de que se
produzca un terremoto. El esfuerzo que se realizaría con una evacuación rápida
causaría más trastornos personales y económicos que los daños producidos por un
terremoto menor. Y si el terremoto fuese menor o no se produjese, la movilización
sería un desastre sin paliativos. Además, si un aviso de terremoto resultase una falsa
alarma, el siguiente aviso no sería considerado y entonces sí que ocurriría una
tragedia.
Probablemente, para aumentar las posibilidades de predecir un terremoto con
razonable seguridad, deberían realizarse una serie de mediciones, así como sopesar la
relativa importancia de sus valores cambiantes. Uno puede imaginarse que las
oscilantes lecturas de una docena de agujas diferentes, cada una de ellas midiendo
una propiedad diferente, podrían ser transmitidas a una computadora, que pesaría

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constantemente todos los efectos y brindaría una cifra global que, al pasar cierto
punto crítico, indicaría la necesidad de evacuación con una alta probabilidad de que
no se tratase de una falsa alarma.
¿Podrían ser evitados los terremotos? No existe ningún sistema práctico mediante
el cual podamos modificar la roca subterránea, pero el agua subterránea ya es otra
cuestión. Si se excavan profundos pozos separados varios kilómetros a lo largo de la
línea de una falla, y si se obliga al agua a entrar en ellos pudiendo salir luego, las
presiones subterráneas podrían ser aliviadas y se podría, en tal caso, abortar un
terremoto.
Por el contrario, sería posible provocar pequeñas convulsiones a intervalos. Un
grupo de convulsiones menores, espaciadas en el tiempo, liberaría, en total, tanta
energía como una gran convulsión. Las pequeñas convulsiones no causarían ningún
daño.
Existen esperanzas.

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Uno de los problemas de los escritos científicos es que, a causa del
inconveniente de la rapidez, los ensayos pueden quedarse atrasados de un modo
u otro. Una forma de evitar esto es conseguir la oportunidad de escribir un
segundo artículo en el que se puedan actualizar los datos. De todos modos,
existe la posibilidad de que haya un poco de confusión, pero, de cualquier
forma, merece la pena intentarlo.
En 1966, por ejemplo, escribí un artículo sobre la memoria para el Times
Magazine de Nueva York, artículo que apareció en mi recopilación Is Anyone
There con el título «I Remember, I Remember».
Cinco años después, Penthouse me pidió un ensayo y aproveché esta
oportunidad para escribir otro acerca de la memoria a fin de incorporar nuevos
descubrimientos que consideré importantes. Y aquí está dicho trabajo.

15. ¡NO ME OLVIDE!

HABLAMOS mucho acerca de estudiar lo infinitamente vasto y lo infinitamente


pequeño. Los astrónomos se ocupan de quasares que están a ocho mil millones de
años luz de distancia, y los físicos se ocupan de partículas de resonancia que viven la
billonésima parte de una billonésima de segundo. Nos quedamos perplejos ante tales
descubrimientos, si bien pueden resultar insignificantes si se les compara con la real
maravilla del Universo que es parte de nosotros mismos.
Cada uno de nosotros lleva un kilo y medio de materia que es mucho más
complicada que cualquier otra cosa que puedan estudiar los científicos. El distante
quasar y la imperceptible partícula de resonancia son más aptos para ser analizados
de una forma satisfactoria -y pronto- que la blanda y grisácea masa de material
existente dentro de nuestro cráneo.
En cuanto a complejidad, no hay nada comparable al cerebro humano. Los
cerebros de los elefantes y las ballenas son de mayor tamaño, pero basándonos en la
evidencia de las cosas cumplidas, el cerebro humano no tiene parangón.
El cerebro humano contiene alrededor de diez mil millones de células nerviosas y
otros cien mil millones de células auxiliares menores. Cada célula es
extraordinariamente complicada y está equipada con finos filamentos ramificados que
se extienden hacia afuera en todas direcciones. Estos filamentos vivientes se

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aproximan entre sí, de modo que los de dos células vecinas están separados por sólo
pequeños espacios llamados «sinapsis». La comunicación se hace posible a través de
esas sinapsis mediante las moléculas químicas y los impulsos eléctricos. Cada célula
puede efectuar semejantes conexiones hasta con docenas de sus vecinos. Es la
complejidad resultante de miles de millones de células en un conjunto de intrincadas
conexiones la que hace posible aprender, razonar, imaginar y crear a nivel humano. Y
todos los aspectos de la actividad mental se apoyan en la memoria. Aprender supone
almacenar nuevos recuerdos. Y apoyándonos en esos recuerdos, viejos y nuevos,
nosotros hacemos todo lo demás, incluso crear, porque no hay ninguna creación
completamente nueva, sino que invariablemente parte de la base de lo antiguo y
recordado. Pero ¿qué es la memoria? En cierto modo, cualquier impresión sensitiva a
la que hayamos estado expuestos deja su marca en nuestro cerebro… una marca que
permanece un tiempo largo o corto. Y, de algún modo, mediante un esfuerzo de la
voluntad podemos extraer de esas impresiones algo que sea útil para nuestro
inmediato propósito.
Pocos de nosotros estamos satisfechos con la eficiencia de nuestra memoria.
Pocos de nosotros consideramos que recordamos todo lo que deberíamos, o con toda
la rapidez que necesitaríamos; y, de este modo, olvidamos todas las cosas
extraordinarias que conseguimos hasta con una memoria «pobre». El simple hecho de
que podamos hablar razonablemente bien significa que podemos recordar millares de
palabras, tener presente cada una de ellas cuando las necesitamos, y recordar,
también, algo del sistema de ponerlas juntas de modo que los demás pueden entender
lo que estamos diciendo. Esto sólo es algo que nada en este mundo puede hacer…
excepto el cerebro humano.
¿Cómo queda inserta en la memoria una palabra en particular; por ejemplo, la
palabra «cerebro»? Si les preguntara el nombre de la cosa existente dentro del cráneo
de una persona, ustedes dirían enseguida «cerebro», pero ¿cómo seleccionó ese
sonido de todos los diferentes sonidos cuyo significado conocen ustedes? ¿Han
repasado todos los sonidos que conocen y han elegido el adecuado? ¿Asociaron
«cerebro» con «cráneo»? ¿Tan pronto oyeron lo último pensaron en lo primero? Pero
si hubiera preguntado de qué está compuesto el cráneo, habrían respondido que de
«hueso».
Éstos son casos muy sencillos de memoria, pero bastan para mantener ocupados a
los científicos. Resulta triste confesar que nadie sabe cómo pueden recordar los seres
humanos. Nadie sabe cómo recordamos los humanos.
Lo que parece evidente, sin embargo, es que la capacidad de recordar es enorme.
Supongamos que consideramos la menor unidad concebible, el «bit». Lo que parece
un solo recuerdo puede contener un considerable número de bits. Por ejemplo, si
pueden recordar la cara de su padre, podrán tener presente si sus ojos eran o no
azules, si era o no era calvo, si su cara era ancha o estrecha, si sus labios eran o no
eran gruesos. Cada recuerdo y mucho más acerca de ese rostro recordado, es un bit.

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Algunas estimaciones han establecido que el número total de bits que un cerebro
puede adquirir en el curso de una vida alcanza el número de mil billones:
1 000 000 000 000 000.
Así, pues, por término medio acumulamos diez billones de bits durante un año y,
de esos bits, uno debe recordar los bits particulares que uno desee. Si alguna vez se
impacientan por olvidarse de algo, dediquen un poco de tiempo a maravillarse del
hecho de que puedan recordar cualquier cosa.
Pero ¿cómo es posible almacenar tantos bits? Resultaría ridículo imaginar que
cada neurona está dedicada a un bit. En nuestro cerebro puede haber más neuronas
que gente en el planeta, pero ese número aún sería insuficiente. El sistema de la
memoria debe ser algo mucho más sutil.
Supongamos que un recuerdo específico no quede almacenado en una sola célula,
sino que consiste en una senda que vaya de célula a célula. Imaginemos diez
neuronas, cada una de las cuales está conectada mediante pequeñas y delicadas fibras
con todas las demás. Un pequeño impulso eléctrico puede saltar las sinapsis y pasar
desde la primera a la segunda y a la tercera, y así sucesivamente hasta que se alcance
la décima.
Pero puede realizar este recorrido por diversas sendas. Puede ir por la 1-2-3-4… o
por la 1-3-2-4… o 3-4-1-2… y así sucesivamente.
El número total de caminos diferentes por los que una corriente eléctrica puede
pasar por cada una de las diez células después de arrancar de cualquiera de las diez es
de 3.628.800. (Si hubiese implicadas dieciocho células y si cada una de ellas
estuviera conectada con cada una de las otras diecisiete, entonces el número total de
sendas diferentes que podría seguir una corriente eléctrica para pasar por todas ellas
sería alrededor de 6.400.000.000.000.000. Si cada senda representase un solo bit de
información, entonces el número total de sendas sería más de seis veces mayor que el
número total de bits que un cerebro humano podría acumular en toda una vida.)
Se podría imaginar un pequeño complejo de dieciocho células guardando todos
los recuerdos de una vida. Naturalmente, no podríamos esperar que el cerebro
trabajara de semejante modo. Demasiado estaría concentrado en demasiado poco.
Una pequeña lesión podría eliminar todos los recuerdos. Es mucho más lógico que el
cerebro trabaje con un mucho mayor margen de error. Los recuerdos deben estar
repetidos mil veces en diferentes partes del cerebro. Habría espacio suficiente para
ello. Es concebible suponer la existencia de mil grupos diferentes de dieciocho
células, colocados estratégicamente aquí y allí en el cerebro, cada uno con un
almacenamiento independiente de recuerdos.
O suponer que, en lugar de circuitos diferentes, se trata de moléculas. En cada
uno de los miles de millones de células del cerebro hay muchos miles de millones de
moléculas. Algunas de éstas son las más bien grandes y complejas moléculas
proteínicas, que son los más versátiles materiales de tejido viviente. Al menos hay un
millón de veces más moléculas proteínicas en el cerebro que bits en el más largo y

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grande almacén de memoria del hombre.
¿Podría ser que existiese una molécula de proteína diferente para cada bit?
Cada molécula de proteína está compuesta de una cadena de aminoácidos de
alrededor de veinte variedades distintas. Una molécula proteínica normal puede estar
compuesta por trescientos aminoácidos, pudiendo pertenecer cada uno de éstos a
cualquiera de las veinte variedades. El número de diferentes combinaciones posibles
de aminoácidos va incluso más allá de las magnitudes astronómicas. Si fuera
diferente cada molécula proteínica de cada criatura viviente que haya existido durante
toda la historia de la Tierra, sería como un mero alfilerazo con respecto a todas las
diferentes moléculas proteínicas que puedan existir.
Una cadena de sólo catorce aminoácidos podría existir en bastantes variedades
distintas y equivaler a cuatro veces tantos bits como el cerebro humano puede reunir
en toda su vida. Si cada uno de estos bits estuviera representado por una molécula de
catorce aminoácidos diferentes y toda la cosa fuera repetida veinte veces en
diferentes partes del cerebro, sólo requeriría una millonésima parte (como mucho) de
todas las proteínas del cerebro.
La memoria parece estar dividida en dos clases: corto plazo y largo plazo. Si
ustedes miran un número telefónico, se lo repetirán a ustedes mismos y entonces lo
recordarán el suficiente tiempo para marcarlo. Para cuando hayan concluido su
conversación telefónica, pueden haber olvidado el número y, posiblemente, jamás
vuelvan a recordarlo.
Si tienen que utilizar periódicamente el número telefónico descubrirán que no
necesitan mirarlo. Esto forma ya parte de su memoria a largo plazo. En muchos
casos, sucede que podemos recordar fácilmente cosas no vistas hace muchos años;
esto se debe a la memoria a largo plazo.
¿Y suponiendo que la memoria a corto plazo tiene que ver con las combinaciones
de células? Quizás el acto de mirar un número telefónico en cierto modo reduce la
resistencia de ciertas sinapsis, de modo que una pequeña corriente puede viajar
fácilmente por cierta ruta celular. Mientras se tiene bien presente el número el
pequeño impulso continúa chispeando de célula en célula a lo largo de esa ruta
definida.
Si ustedes lo mantienen en mente bastante tiempo, o tienen ocasión de memorizar
el número periódicamente, las moléculas pueden formarse quizá y entonces la
memoria puede ser de largo plazo. Por otra parte, si utilizan la memoria sólo
brevemente y entonces desvía su atención a otras cosas, las sinapsis vuelven por sí
mismas a su estado original y el recuerdo se pierde.
También puede ser que las moléculas de memoria de largo plazo sólo tengan un
limitado período de vida. A lo mejor cada vez que utilizan un recuerdo de largo plazo
se forman más moléculas que lo representan, con lo cual el recuerdo dura más. Quizá
si se abandona durante un largo intervalo incluso el más fuerte recuerdo a largo plazo,
todas las moléculas se desvanecen, cambiando al azar de estructura y perdiendo el

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valor de recuerdo. Con el tiempo uno puede llegar a olvidar el nombre de su primera
novia.
¿Será esto realmente así? ¿Perdemos todos nuestros recuerdos, o todas las
impresiones que recibe nuestro cerebro dejan una huella permanente, incluso esas
impresiones casuales que consideramos sólo propias de la memoria a corto plazo?
¿No será que bloqueamos las cosas en lugar de olvidarlas? En definitiva, siempre se
hace referencia a personas que recuerdan cosas en estado hipnótico, las cuales habían
olvidado en estado normal.
Wilder C. Penfield, de la Universidad McGill, de Montreal, ha estimulado
físicamente tales recuerdos. Mientras operaba el cerebro de un paciente,
accidentalmente tocó un lugar particular y el paciente oyó música. El médico pudo
repetir el mismo efecto una y otra vez. El paciente pudo revivir plenamente una
experiencia, mientras permanecía consciente por completo del presente. Fue como
rebobinar una cinta magnetofónica. Con otros pacientes, el mencionado doctor pudo
provocar diversos recuerdos triviales: la voz de una persona, una acción casual; a
menudo se trató de música.
Dio la impresión de ser como la caprichosa audición de grabaciones en el cerebro.
Pero si todo es presente y mucho está bloqueado, quizá pueda considerarse que
cuanto más se utiliza un recuerdo particular, más débil es el bloqueo y más fácil
resulta recordar la cosa. A lo mejor recordar es rápido porque hay muchas vivencias
bloqueadas en nuestra memoria. Los bloqueos más débiles son los más manejables y,
habitualmente, uno da rápidamente con lo que desea recordar. Cuando pretendemos
recordar algo que tenemos presente raras veces, entonces se debe ahondar en los
bloqueos más resistentes y esto cuesta más.
Por supuesto, nadie sabe en qué consiste este bloqueo, cómo opera, y de que
manera se consigue romper cuando uno repentinamente recuerda algo que parecía
haber olvidado.
¿Cómo podremos penetrar en todas esas posibles complejidades de las cuales, en
realidad, lo ignoramos todo? Podemos considerar que en cualquier proceso de
aprendizaje, en cualquier almacenamiento de nuevos recuerdos, tienen lugar algunos
cambios en el cerebro, y debemos ser capaces de detectarlos, se produzcan donde se
produzcan.
Un neurólogo sueco, Holger Hyden, de la Universidad de Gotemburgo, desarrolló
una técnica mediante la cual podía separar células individuales del cerebro y después
analizarlas por una sustancia química llamada ácido ribonucleico (comúnmente
abreviado como ARN). Sometió a ratas a una situación en la que se vieron forzadas a
aprender nuevas habilidades -la de columpiarse de un alambre durante largos
períodos de tiempo, por ejemplo- y, en 1959, descubrió que las neuronas de las ratas
forzadas a aprender así mostraban un 12 por ciento de aumento de ARN sobre lo
normal.
(El proceso de aprender el intrincado control de los músculos es particularmente

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provechoso. De niños, aprendemos dificultosamente a utilizar nuestros músculos de
modo que podamos montar en bicicleta o patinar sobre el hielo y, al cabo de los años,
sin haber practicado entretanto, descubrimos que aún recordamos cómo hacerlo.)
Sucede que el ARN es la molécula que regula la formación de moléculas
proteínicas en las células. Quizás el proceso de aprender requiere la formación de
numerosas moléculas proteínicas especiales, guiadas por las numerosas moléculas
especiales ARN formadas en el proceso de aprendizaje.
En los años sesenta, Hyden descubrió un tipo particular de proteína en el cerebro
de la rata. Él lo denominó S100, y parece producirse sólo en las células cerebrales. Su
cantidad aumenta durante el proceso de aprendizaje.
La teoría de que el proceso de aprendizaje en cierto modo provoca la formación
de moléculas especiales ARN, las cuales, a su vez, guían la formación de moléculas
proteínicas especiales, se ve apoyado por otras líneas de experimentación.
Supongamos, por ejemplo, que uno utilice una droga que interfiera con el proceso
químico mediante el cual el ARN forma la proteína. En la Facultad de Medicina de la
Universidad de Pennsylvania, Louis B. Flexner y su esposa, Josepha, condicionaron
ratones en un laberinto sencillo, enseñándolos a seguir una senda particular para
evitar un shock. A los ratones condicionados se les dio entonces una inyección de
droga que evitaba la síntesis proteínica, y entonces olvidaron enseguida lo que habían
aprendido. Aparentemente, estos animales aún se hallaban en el estadio de memoria
de corto plazo y no pudieron transferirla a largo plazo.
Si los Flexner esperaban cinco días antes de inyectar la droga, ésta ya no causaba
efecto. Para entonces, aparentemente, ya se había formado la suficiente proteína
como para dar permanencia al recuerdo. Si el animal es adiestrado primero en un
sentido y después en otro, y a continuación se administra la droga, el último
adiestramiento es olvidado, pero no así el primero.
Por otro lado, ciertas drogas favorecen la formación de ARN y existen informes
de que tales drogas, en algunas ocasiones, ayudan en una mayor rapidez de
aprendizaje.
¿Actúa como una molécula de memoria el S100 o cualquier proteína formada en
el proceso de aprendizaje? ¿Representa esto un bit de memoria por el mero hecho de
existir? ¿O significa esto algo? ¿Qué cuenta: la estructura proteínica o la función
proteínica?
Por ejemplo, Hyden sospecha que el S100 ejerce cierto efecto en la superficie de
las neuronas. Quizá se agrega a la membrana de la célula y la hace un poco más apta
para conducir el impulso nervioso. Quizá cada molécula proteínica formada ayuda a
constituir una particular variedad de circuito eléctrico.
Existe una importante diferencia entre un circuito que represente un bit de
memoria y una molécula que lo represente. Un circuito no es tanto algo material
cuanto una relación entre células. No puede ser transferido a menos que un grupo de
células sea extraído vivo y transplantado asimismo vivo a otro cerebro.

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Por otra parte, una molécula es algo material y no vivo; por cierto puede ser muy
bien extraído de un organismo e inyectada en otro.
Y, sin embargo, para hacer las cosas más difíciles, ¿no sería posible que cada
organismo inventara una proteína o un circuito para sí mismo cada vez que necesite
almacenar un bit de memoria? En tal caso, la transferencia es imposible, porque cada
cerebro tendría su propio lenguaje que sería incomprensible para los demás.
Pero los científicos seguían investigando. En 1961, James V. McConnell, de la
Universidad de Michigan, informó acerca de asombrosos descubrimientos con
pequeños organismos, llamados planarios, que están en un escalón muy inferior en la
complejidad de la escala de la vida. Los sometió a un rayo de luz y después a un
shock eléctrico. Con el shock, sus cuerpos se contrajeron haciendo lo mismo tan
pronto como la luz brilló. Habían aprendido que la luz significaba un shock inminente
y ello podría significar la producción de moléculas especiales de la memoria.
A continuación, McConnell troceó los planarios condicionados y los dio como
alimento a los planarios no condicionados. Descubrió que los planarios no
condicionados, después de su dieta canibalesca, aprendían a reaccionar a la luz más
rápidamente que los otros planarios corrientes. ¿Es que habrían incorporado algunas
de las especiales moléculas de la memoria?
Sin embargo, resultaba difícil trabajar con planarios, así como interpretar su
conducta. Nadie aceptó los resultados de McConnell.
En 1965, el fisiólogo danés Ejnar Fjerdingstad, fue mucho más lejos en este
sentido y empezó a experimentar con ratas. Condicionó a las ratas para que se
dirigieran hacia la luz para obtener alimento. Entonces reunió los cerebros de tales
ratas condicionadas, los amasó e inyectó semejante sustancia a las ratas no
condicionadas. Comprobó que tales ratas inyectadas aprendían a dirigirse a la luz con
gran rapidez. En cierto modo, con la materia cerebral se había transferido un recuerdo
de luz asociada con alimento.
El fisiólogo húngaro-norteamericano, Beorges Ungar, llegó aún más lejos. En
1970, sometió a las ratas a un shock eléctrico en la oscuridad, de modo que
finalmente desarrolló en ellas un fuerte temor a la oscuridad. Los extractos
cerebrales, al ser inyectados en animales que no habían sufrido ningún shock,
también causaban temor a la oscuridad. Con varios kilos de cerebros de animales
condicionados para sentir miedo, Ungar aisló un compuesto químico que producía
miedo en las ratas no condicionadas. Lo que es más: también provocaba miedo en
ratones, e incluso en peces de colores.
Estas moléculas de la memoria no sólo no causaban trastornos en un organismo
de la misma especie, sino que tampoco lo hacían en organismos de distintas especies.
Ungar denominó su compuesto «escotofobina», de palabras griegas que significan
«miedo a la oscuridad».
Resulta que la escotofobina es una molécula proteínica muy pequeña, compuesta
de una cadena de catorce aminoácidos. Lo que hace en la célula y cómo trabaja es

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algo completamente desconocido, pero es la mejor aproximación a lo que puede
considerarse la molécula de la memoria.
Ungar trata de ir más lejos. Planea condicionar ratas para que se habitúen a un
fuerte ruido y lleguen a no prestarle atención. Él tratará de descubrir una molécula
que transfiera lo opuesto al miedo. Trabajando con decenas de millares de peces de
colores, espera condicionarlos para que lleguen a distinguir el azul del verde (que se
dirijan a una luz azul para el alimento, por ejemplo, pero no hacia una luz verde), y
así ver si puede aislar una sustancia química para distinguir los colores.
Si se pueden aislar varias moléculas diferentes, cada una con su propia
simbolización de los recuerdos, se podrá obtener alguna ley interesante.
Y, todo esto, ¿qué significará para el futuro? ¿Si los científicos descubren más
acerca del mecanismo del aprendizaje y de la memoria, significará esto que serán
capaces de mejorar la acción del cerebro humano? ¿Descubrirán el modo de que la
gente aprenda con mayor rapidez y recuerde mejor? ¿Descubrirán el modo de
despertar los recuerdos a voluntad? ¿Sabrán cómo desbloquearlos permanentemente,
de modo que a los humanos nos resulte posible aprenderlo todo? ¿Aumentará esto la
inteligencia de los seres humanos y nos convertirá en superhombres?
Tales perspectivas pueden resultar impresionantes.
Por un lado, el cerebro humano es sutil en grado sumo, y deberá transcurrir largo
tiempo antes de que den resultados los estudios efectuados. De todos modos, no
puede asegurarse que se obtengan logros espectaculares.
Por ejemplo, casi todo el mundo está seguro de que se defendería mejor con una
memoria superior y que tal memoria podría suponer una mayor inteligencia.
Algunos grandes científicos y matemáticos tienen una memoria prodigiosa, pero
otros la tienen muy pobre. Lo que es más, algunas personas con una memoria
virtualmente fotográfica, que parece que no olvidan nada, poseen una inteligencia
ordinaria o inferior.
¿Es que, en realidad, estamos seguros de desear recordar lo que hacemos? Quizás
ello nos podría presentar inconvenientes.
¿No podría suceder que una memoria demasiado buena nos hiciera dudar en el
curso de la vida, mientras que otros con más olvidos actuaran con mayor eficiencia?
Recordar demasiado, ¿no nos frenaría en nuestras acciones, en nuestras decisiones, en
una ampliación de nuestro aprendizaje?
Es incluso posible que la fuerza de la selección natural, tras millones de años de
evolución humana, haya trabajado contra una memoria demasiado eficiente. Quizá
los individuos olvidadizos somos el producto final de un cuidadoso proceso. Es
posible que nosotros seamos los que hayamos sobrevivido en mejores condiciones, a
la larga.
Así, pues, no estemos demasiado ansiosos por mejorar el cerebro de un modo que
no constituya una real mejora. La Humanidad está aprendiendo en los últimos años
que no todos los avances tecnológicos son necesariamente benéficos o útiles a la

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larga. Vayamos a donde vayamos, debemos ser cuidadosos de no retroceder o padecer
efectos secundarios.
¿Y dónde debe mostrarse esa precaución más claramente más que en el caso de
un mecanismo tan delicado y complejo que no tenga parangón en el Universo
conocido?
Si vamos a ocuparnos del cerebro humano, debemos confiar en que lo hagamos
con el mayor cuidado posible. Si hay algo que no debemos olvidar, se trata de esto.

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Debe notarse que al final del ensayo precedente, he expresado ciertas dudas
acerca de un excesivo control de los mecanismos de la vida. He hecho lo mismo
en el siguiente ensayo, que fue publicado mucho antes y que trata de un aspecto
de la vida que es aún más fundamental.
Incidentalmente, debo advertir a mis gentiles lectores que mi
autocomplacencia no constituye una evidencia de que todo lo que escribo es
rutinariamente aceptado, incluso en esta época de mi vida y con mi reputación.
Por ejemplo, este ensayo fue escrito por solicitud de Playboy, pero una vez
lo hubieron leído, manifestaron que deseaban introducir cambios que yo
consideré inaceptables. Así, pues, retiré el articulo y esperé otra solicitud más
apropiada.
Tal solicitud llegó, si bien no fue remunerada tan lucrativamente. En el
presente caso, el Boston University Journal no me pagó del mismo modo en que
lo hubiera hecho Playboy. De hecho, el Boston University Journal no me pagó
nada, si bien ellos deseaban publicar el artículo tal como yo quería, y esto tiene
más valor que el dinero… sobre todo si uno tiene la fortuna de no necesitar el
dinero de forma apremiante.

16. USTED ES UN CATÁLOGO

«¡PUEDO leerlo como un libro!» Esto es lo que solemos decir cuando interpretamos
claramente a otra persona. Se trata sólo de una metáfora, por supuesto, pero con los
rápidos avances científicos de estos días, las metáforas acostumbran convertirse en
hechos incontrovertibles. Somos como libros, por decirlo así, y los biólogos están
aprendiendo a leer semejantes libros. Para ser más concreto, cada criatura viviente
contiene un catálogo, a menudo varios ejemplares de ese catálogo. Un individuo
humano contiene millones de ejemplares.
En cada catálogo hay una descripción de todas las partes clave que un organismo
necesita en el curso de su vida, además de un sistema de ordenar las partes
particulares cuando ello es necesario y eliminar el exceso. Diferentes porciones de la
criatura están provistas con diferentes grupos de partes, de modo que la comida es
digerida aquí, la luz detectada allí y los venenos eliminados en la otra parte. Los
catálogos difieren en tamaño. En el caso de los virus son muy pequeños; tan

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pequeños que el virus no puede arreglarse por completo con sus propias
disponibilidades. Debe invadir a criaturas mayores y saquear sus mejor provistos
depósitos. Las bacterias poseen catálogos mayores, si bien aún resultan pequeños.
Los organismos más complicados tienen catálogos más grandes todavía. Y los
mamíferos, tales como el hombre, son vastos y enciclopédicos.
Pero todos los catálogos, desde el virus al hombre, están (los biólogos tienen
fuertes razones para creerlo así) escritos en el mismo lenguaje. Al arrancar las
páginas del catálogo de las criaturas simples y aprendiendo a leerlas, aprendemos
asimismo a leer el catálogo humano.
Una vez aprendemos a leer el catálogo, debemos saber cómo ordenar las partes
para conseguir nuestros propósitos, más bien que vernos forzados a esperar que otros
organismos lo hagan de un modo propio de ellos. Por ejemplo, cultivamos hongos
para elaborar penicilina. ¿Por qué no extraer una parte concreta del catálogo y
obtenerla sin el hongo? Un sistema sintético, sin el hongo, puede requerir menos
atención y operar con mayor concentración y, por lo tanto, eficiencia.
Quizá combinando partes de una manera distinta, o alterando algunas partes
deliberadamente, podríamos elaborar sustancias químicas que no se hallan en la
Naturaleza, produciéndolas así de forma más barata y en mayores cantidades de lo
que pueden hacer nuestros químicos. Al manipular las partes del catálogo en un
organismo intacto, quizá podríamos realizar actos superiores a nuestras posibilidades
normales. Una estrella de mar puede hacer que le crezca de nuevo uno de sus brazos,
mientras que un humano es incapaz de ello. Sin embargo, la estructura humana posee
la capacidad de hacerlo en una fase de su desarrollo, ya que le crecen dos brazos
cuando es un embrión. ¿Sería posible coger una porción del muñón de un brazo
perdido, «reeducarla» en el sentido adecuado del catálogo y entonces repuesta de
modo para que creciera el nuevo brazo?
Del mismo modo, ¿podría ser reeducada una glándula afectada, a fin de que
produzca una hormona adecuada? ¿Puede ser reeducado el cuerpo para eliminar una
serie de enfermedades, que, como la diabetes, se producen a consecuencia de una
imperfección en el catálogo?
Algunos biólogos sospechan que el catálogo incluye todos los recuerdos
potenciales que pueden ser experimentados por un individuo. ¿Llegará algún día en
que los recuerdos penosos sean erradicados por completo y no simplemente tapados o
reprimidos? O, imagínese, ¿podrían incorporarse a nuestra memoria recuerdos
agradables? Sólo vivimos una vez, pero quizá podríamos recordar cinco o seis vidas.
También se sospecha que el envejecimiento es un proceso natural motivado por el
sistema que ordena las partes del catálogo. Existe la esperanza de que si pudiéramos
intervenir en tal sistema conseguiríamos vivir eternamente… o al menos hasta que
nos aplastara una apisonadora. O supongamos que empezamos desde el principio, con
un óvulo fertilizado. Inmediatamente después de la fertilización, podríamos leer su
catálogo y decidir si debemos permitir que continúe el desarrollo. ¿Por qué

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molestarse si el catálogo es muy defectuoso?
¿Qué deberíamos hacer si faltaran una o dos cosas, pero, por lo demás, el catálogo
fuera excelente? ¿Por qué no facilitarle las partes faltantes? De hecho, ¿por qué no
experimentar con componentes? De este modo, ¿no crearíamos nuevas razas y nuevas
especies? Si trabajamos con hombres, ¿llegaremos a crear superhombres? Dicho en
breves palabras, ¿no nos convertiremos en dioses, al crear hombres (para bien o para
mal) según la imagen de nuestros propios ideales?
No podemos decir lo cerca que estamos de utilizar semejante estremecedor poder
divino, pero considerando la rapidez de nuestros progresos, quizá sólo nos falten
décadas para conseguirlo. Es posible que viva ya hoy el hombre que sea el primero en
alterar un óvulo fertilizado y provoque el nacimiento de una rana (pongamos por
caso) que no sea exactamente igual a la rana que empezó a desarrollarse: Quizá ya
esté también entre nosotros el hombre que algún día extraiga células de una glándula
defectuosa, las altere, haga que la porción alterada crezca en un cultivo bastante
grande y después las reincorpore, con su poder curativo, al organismo original.
Millones de seres vivientes hoy podrán verlo.
Bueno, veamos qué hay detrás de todo esto. Las criaturas vivientes, desde las
bacterias hasta las secoyas, y desde las amebas hasta las ballenas, están compuestas
de células. Una criatura muy pequeña, tal como una ameba individual, consiste en
una sola célula. Un ser humano posee unos cincuenta billones: 50.000.000.000.000.
Cada célula es una clase de unidad química y física independiente, si bien las muchas
que pueden existir en un organismo individual trabajan en excelente cooperación. Si
podemos descubrir suficientes detalles de la maquinaría celular referentes a cada
clase diferente de célula humana, entonces, sin demasiados esfuerzos seríamos
capaces de interpretar el funcionamiento del ser humano como un todo.
Dentro de cada célula se producen constantemente millares de distintos cambios
químicos. Las agrupaciones de átomos denominadas moléculas experimentan una
constante reorganización. En un sitio puede disgregarse un átomo; en otro sitio puede
agregarse. Una molécula puede pasar a través de una fina separación; otra puede no
hacerlo. Lo complicado del cambio, aun cuando se vea afectada la menor gota de
materia viviente, una gota demasiado pequeña para ser vista con la simple mirada, es
inimaginablemente grande.
Pero ¿qué produce esos cambios químicos? Dejados solos, la mayor parte de esos
cambios se realizarían muy lentamente; en algunos casos, con increíble lentitud. Sin
embargo, en cada célula hay intrincadas moléculas proteínicas llamadas «enzimas».
Cada una de ellas tiene una altamente especializada superficie compuesta por
modelos atómicos definidos, y sobre esa superficie sólo puede producirse
rápidamente una clase de cambio químico. Una célula puede tener millares de
enzimas diferentes y sólo se producirán esos cambios químicos rápidamente cuando
intervengan tales enzimas.
El modelo de cambio químico dependerá de qué enzimas hay en la célula y de

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cuánto está presente de cada enzima. Una neurona difiere en su función de la célula
de un hígado humano porque las dos células tienen un modelo distinto de enzima:
Una célula de hígado humano difiere de la célula del hígado de un chimpancé porque
ambos modelos de enzima no son exactos.
En realidad, no hay dos seres humanos (con excepción de los gemelos
univitelinos) que tengan el mismo modelo de enzima en sus respectivas células, de
modo que los órganos y tejidos cambian según las personas. Esto puede constituir un
asunto de vida o muerte para una persona que necesite un nuevo riñón y sin embargo,
su cuerpo rechace el riñón trasplantado de cualquier otro individuo porque el modelo
de enzimas del nuevo riñón sea extraño. Sólo un riñón de un gemelo univitelino (si el
paciente tiene la gran suerte de tener uno) será aceptado con seguridad.
¿Por qué tienen las enzimas esa amplia potencialidad para ser tan distintas entre
sí? Bueno, pues cada molécula de enzima está compuesta de doscientas unidades
menores denominadas aminoácidos. Hay veinte aminoácidos diferentes en las
enzimas y una molécula individual de enzima puede estar formada por cualquier
número de éstas, dispuestas en cualquier orden.
Supongamos que ustedes quisieran formar «palabras» de las veinte letras del
alfabeto, de la A a la T, y hacer cada palabra de una longitud de ciento cincuenta
letras. Supongamos que cualquier combinación de letras constituya una palabra, de
modo que la combinación
qertioplkjhgfdsacbnmlkhhgfdsasdghjklkjhgfdsaqeqerertitioioplokikolkijhjgtgfrferfdsqaqasdfgh
sea una de esas palabras. ¿Cuántas palabras podría usted formar si cada disposición
diferente (por pequeña que sea la diferencia) fuera una palabra distinta? No se
molesten en hacerlo; yo les daré la respuesta. Escriban un tres y después, a
continuación, escriban ciento noventa y cinco ceros.
Si ustedes desean expresar el número en palabras, pueden aproximarse diciendo
tres mil billón, billón, billón, billón, billón, billón, billón, billón, billón, billón, billón,
billón, billón, billón, billón, billón. Y si admiten palabras que sean más cortas de 150
letras, aumentarán aún mucho más el número total.
Esto les podrá dar una idea aproximada de cuántas enzimas diferentes pueden
llegar a existir. Cada enzima de su cuerpo puede ser diferente; cada enzima en cada
organismo que haya vivido alguna vez sobre la tierra puede ser diferente; y aun
entonces la capacidad potencial para la variación en la molécula de enzima no estaría
completamente agotada.
Sin embargo, cada célula tiene ciertas enzimas y no otras. La célula de un hígado
humano tiene un conjunto de enzimas, y la célula del hígado de una rana contiene
otro conjunto. Desde luego, cuando una célula de hígado en su cuerpo se divide para
formar dos nuevas células, cada célula hija posee el mismo conjunto de enzimas que
tenía la célula original. ¿Qué hace que cada nueva célula hepática «sepa» cómo
formar las enzimas correctas de entre los billones de billones de billones de diversas
posibilidades?

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Aparentemente, cada célula posee un conjunto de instrucciones que puede
transmitir a otras células, y sería de suma importancia descubrir y comprender tales
instrucciones.
Hace sesenta años, empezó a resultar aparente que esas instrucciones, fuera cual
fuese su naturaleza, estaban localizadas en ciertos cuerpos denominados
«cromosomas» que, a su vez, estaban situados en el núcleo central de la célula.
Resulta más fácil ver estos cromosomas (con la tinción química adecuada) en el
momento en que se divide la célula, cuando parecen un confuso amasijo de spaghetti.
Cada especie de criatura tiene un determinado número de cromosomas en cada una de
sus células. Los seres humanos tienen cuarenta y seis cromosomas por célula. Dado
que los cromosomas siempre existen en parejas, podemos decir muy bien que los
seres humanos poseen veintitrés pares de cromosomas por célula.
Antes de que la célula se divida, cada cromosoma produce una exacta réplica de
sí mismo (un proceso denominado «replicación»), de modo que existen
temporalmente dos conjuntos idénticos. Cuando la división de la célula es completa,
cada célula hija ya ha recibido uno de estos conjuntos. En otras palabras, cada célula,
al formarse, hereda un conjunto completo de instrucciones. El conjunto de
instrucciones originalmente presente en la célula individual en que consiste el óvulo
fertilizado se extiende mediante una duplicación ininterrumpida hasta constituir los
cincuenta billones de células del cuerpo humano.
Cuando una célula sexual es formada por el cuerpo (un óvulo en el caso de la
mujer, y esperma en el caso del hombre) recibe sólo medio juego de cromosomas;
uno de cada par de cromosomas. ¿Cuál de cada par? Esto es algo que depende del
azar. Cada célula sexual puede tener un cromosoma 1a o 1b, un cromosoma 2a o 2b,
y así sucesivamente. Cualquier combinación de aes y bes es posible de entre
veintitrés pares. El número total de diferentes combinaciones de cromosomas que son
posibles en las células sexuales de un ser humano determinado alcanza la cifra de
ocho billones (8 000 000 000 000), sin que haya dos de ellas exactamente iguales, ya
que los cromosomas individuales de cada pareja nunca son exactamente iguales.
Cuando un espermatozoide fertiliza un óvulo, este óvulo fertilizado resultante
posee un conjunto completo de cromosomas: veintitrés pares. Uno de cada par
procede de la madre y otro del padre, de modo que la criatura hereda igualmente por
ambas partes, si bien lo que hereda exactamente de cada cual viene determinado por
el azar. Ya que el espermatozoide y el óvulo pueden cada uno poseer cualquiera de
los ocho billones de modelos de cromosomas, el producto final puede ser cualquiera
de ocho billones de veces ocho billones, o sea sesenta y cuatro billones de billones
(64 000 000 000 000 000 000 000 000) de modelos. Ni siquiera constituye el límite,
ya que los cromosomas pueden, en el proceso de formación de células sexuales,
experimentar sutiles cambios que posteriormente multiplican de forma enorme el
número de diferentes posibles modelos. Por ello no tiene nada de particular que los
hermanos y hermanas no sean demasiado parecidos. (Los gemelos univitelinos se

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originan de un solo óvulo fertilizado, y constituyen un caso especial.) De hecho, son
inmensas las probabilidades en contra de que cualquier ser humano sea exactamente
igual a otro ser humano que haya existido alguna vez.
Pero ¿qué contiene las instrucciones en los cromosomas? Los cromosomas están
compuestos de dos tipos de sustancias. Una de éstas es del tipo de las proteínas, como
las enzimas. La otra es por completo distinta; se trata de algo denominado «ácido
desoxirribonucleico», que casi siempre es citado con las iniciales ADN. A mediados
de los años cuarenta, se demostró que el ADN era el componente clave de los
cromosomas, lo cual sorprendió a casi todos los bioquímicos, ya que tenían sus miras
puestas en la proteína. La molécula del ADN es aún más grande y complicada que la
molécula proteínica corriente. Está formada por una cadena de unidades menores
denominadas «nucleótidos» y existen cuatro variedades que denominamos A, B, C y
D.
Puede parecer que una molécula compuesta de cuatro unidades diferentes no
posee la suficiente complejidad para guiar la formación de otra molécula compuesta
de veinte unidades diferentes, pero los nucleótidos no trabajan aislados. Los
nucleótidos que componen la cadena ADN trabajan combinados de tres en tres; cada
combinación, llamada un «codon» representa un aminoácido particular. Existen
sesenta y cuatro combinaciones posibles de tres nucleótidos y cada uno de éstos
puede ser de cualquiera de cuatro diferentes variedades. Si tratamos de escribir todos
ellos AAA, AAB, AAC, AAD, ABA, ABB, etc., encontraremos exactamente sesenta
y cuatro.
Dado que ustedes tienen sesenta y cuatro códones por veinte aminoácidos, poseen
cierto margen. Dos o tres códones diferentes, aunque estrechamente relacionados,
pueden corresponder a un aminoácido particular. Así, pues, ABB, ACB y ADB
pueden corresponder al mismo aminoácido. Esto le da a la situación un poco de
redundancia. La señal en el conjunto de instrucciones puede estar algo borrada, por
así decirlo, y, aún así, ser legible. Algunos códones pueden incluso representar una
especie de puntuación, significando dónde empezar una cadena de aminoácidos y
dónde terminarla. Una cantidad de códones suficiente para producir la cadena
completa de aminoácidos de una enzima se denomina un «gen».
Esto suscita la cuestión acerca de cómo llegan las instrucciones de la molécula de
ADN a las enzimas, ya que la molécula se halla profundamente inserta en el núcleo y
las enzimas se forman fuera del núcleo. El ADN, que permanece oculto y a salvo
(como corresponde a un valioso catálogo de instrucciones), envía mensajeros.
La célula es capaz de formar otra variedad de ácido nucleico denominado ARN.
Una molécula de ARN puede ser formada por los genes en los cromosomas,
amoldándose, por decirlo así, al modelo del ADN. El resultado es una molécula de
«mensajero ARN», que desplaza desde el núcleo al lugar exterior en donde se forman
las enzimas.
En las cercanías de los puntos donde se forman las enzimas hay veinte variedades

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diferentes de pequeñas moléculas conocidas como «transporte ARN», cada una de las
cuales tiene dos extremos. En un extremo, una variedad particular de transporte ARN
puede encajar en algún codon particular en la cadena nucleótida del mensajero ARN.
En el otro extremo, la particular variedad de transporte ARN puede encajar con algún
aminoácido particular. Un grupo de moléculas de transporte ARN se alinean a lo
largo del mensajero ARN y en los otros extremos del grupo se forma
automáticamente una alineación de aminoácidos, en un orden específico, dictado en
última instancia por el orden de códones en el mensajero ARN. Y esto queda
determinado por el orden de códones en el gen dentro del núcleo.
¿Cómo es la estructura de los varios genes (el catálogo del que hablé al principio
de este artículo) cuidadosamente mantenida de célula en célula, y de padres a hijos y
nietos? En realidad, cada molécula de ADN no es sólo una cadena de nucleótidos,
sino una doble cadena. Cada ramal de la doble cadena es el «negativo» de la otra.
Cuando las células se hallan en el proceso de separación, la doble cadena se separa en
ramales y cada uno de éstos efectúa la formación de otro que encaja su propio molde.
Cada uno de ellos forma su propio «negativo» y, en lugar de una doble cadena,
tenemos dos dobles cadenas, cada una de ellas exactamente como la original. Éste es
el nivel químico de la duplicación, y la base de lo que se observa ópticamente en la
reproducción de cromosomas. Naturalmente, el proceso no siempre es perfecto.
Puede tener lugar una duplicación defectuosa; un nucleótido erróneo puede entrar en
línea aquí o allí, y después mantenerse en futuras duplicaciones. Con los años y tras
generaciones, un gen particular puede, de este modo, originar una familia completa
de genes similares aunque no idénticos. El proceso mediante el cual un gen produce
otro no semejante por completo se llama «mutación». Un gen mutado produce una
enzima mutada que puede o no trabajar de forma por completo distinta a la natural. A
menudo la enzima mutada no trabaja y las células que la contienen ven trastornado su
funcionamiento.
Si la mutación se produce en una célula sexual, la descendencia puede ser
radicalmente distinta a los padres. Una enzima faltante puede producir un albino, o un
niño que padezca de alguna clase de deficiencia mental. Ocasionalmente, un
individuo de gen y enzima imitantes puede poseer una habilidad que sea
particularmente útil en ciertas condiciones. Los procesos de selección natural
permiten prosperar y procrear a esas mutaciones favorables, mientras que eliminan
lentamente a las que no lo son. Esta combinación de mutación y selección natural es
la fuerza que guía la evolución.
Pero si el óvulo fertilizado empieza con un conjunto particular de genes y se los
transmite a las células que nacen de él, ¿no poseen idénticos conjuntos los cincuenta
billones de células del cuerpo humano (eliminando mutaciones ocasionales)? La
respuesta es: sí. Pero, entonces, ¿por qué no son iguales todos los seres humanos?
¿Por qué son algunos de ellos células de la piel, otros células hepáticas, otros células
cerebrales, etc.?

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Esto se debe a que nuestro catálogo genético no es utilizado plenamente. Las
células individuales pueden tener varios millares de enzimas cada una, pero en los
cromosomas humanos hay suficientes moléculas ADN para dirigir la producción de
alrededor de cinco millones y medio de enzimas, de 150 aminoácidos cada una. En
otras palabras, una célula utiliza sólo una milésima parte del catálogo. ¿Qué milésima
parte? Eso depende de la célula. Resulta que mientras hay algunos genes que efectúan
la construcción de enzimas específicas, otros actúan como controladores o
reguladores del primer grupo.
Podríamos decir que cada gen que trabaja tiene cerca de sí un gen regulador que
puede activar o desactivar el gen trabajador. Esto es claramente necesario. Si un gen
trabajador estuviera continuamente activo, la célula podría verse inundada con alguna
enzima particular. Para que la célula trabaje debidamente, es necesario que la enzima
se halle presente en la cantidad adecuada; ni muy poco ni demasiado. Desde luego,
las moléculas enzimáticas son frágiles y «se consumen», de modo que deben ser
periódicamente remplazadas y, para ello, el gen trabajador debe ser susceptible de
activación periódica durante toda la vida. Cuando la presencia de una enzima
particular es adecuada en un momento determinado, el gen trabajador debe ser
desactivado.
¿Cómo activa y desactiva el gen regulador al gen trabajador? Seguramente, el gen
regulador forma alguna sustancia, la cual cubre los códones activos del gen trabajador
y evita que se forme el mensajero ARN.
Pero ¿qué activa y desactiva el gen regulador? ¿Qué le indica al gen regulador
cuándo es necesario desactivar el gen trabajador? Pues bien, el gen trabajador
produce una enzima que, a su vez, provoca cierta reacción química en la célula.
Cuando la enzima está presente en amplia cantidad, la reacción química produce a
toda velocidad y se amontonan las sustancias producidas por esas reacciones. La
presencia de tales sustancias en la célula actúan para activar el gen regulador que, por
su acción, desactiva el gen trabajador. Cuando la enzima en cuestión ya no se forma y
el uso reduce su presencia, la reacción química se enlentece y las sustancias
producidas por tal reacción desaparecen. En ausencia de dichas sustancias, el gen
regulador se desactiva, con lo que se activa el gen trabajador. Se forman más
enzimas. Los genes en los cromosomas son controlados por realimentación, como el
termostato de nuestros hogares.
En algún tipo determinado de célula, da la impresión de que la mayor parte de los
genes están permanentemente desactivados. El modelo de genes permanentemente
desactivados difiere de un tipo de célula a otro y, de hecho es la naturaleza del
modelo la que decide el tipo de célula.
Pero podemos preguntar el motivo de que el modelo cambie de un tipo de célula a
otro, si empezamos con un solo óvulo fertilizado con un conjunto de genes. ¿Son
activados todos los genes en un óvulo fertilizado? Si es así, ¿qué desactiva a algunos
de ellos permanentemente en un conjunto de células y a otros en distintos conjuntos,

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cuando el óvulo se divide y vuelve a dividir? Si el óvulo fertilizado ya tiene un
modelo de genes desactivados, por otro lado, ¿qué cambia ese modelo de distintas
maneras cuando el óvulo se divide y vuelve a dividir?
Quizá, cuando el óvulo se divide y vuelve a dividir, no todas las células hijas
están sujetas al mismo entorno. Algunas están formadas de porciones del óvulo que
son ricas en alimento; otras de porciones que son relativamente pobres. Algunas se
forman cerca del punto por donde penetró la esperma; otras, bastante lejos. Algunas
se encuentran cerca del exterior de la bola de células dentro de las que el óvulo se
cambia pronto; otras se hallan dentro.
Las células que están sujetas a un entorno se ven afectadas de tal modo que
activan algunos genes y desactivan otros. Esto dará como resultado la producción de
sustancias químicas específicas, que pueden filtrarse fuera de la célula e influir en
cierto modo sobre las células vecinas. Podría imaginarse un complicado mecanismo
de una ficha de dominó derribando otras, en el cual pequeños cambios adicionales
aquí y allí, cada uno de los cuales produce aún más cambios, hasta que, finalmente, se
construye un organismo completo con estructuras diferenciadas.
Una vez un organismo ha alcanzado su pleno crecimiento, pueden continuar
produciéndose ciertos fenómenos limitados de cambio de modelo. Es posible que
cada unidad sensoperceptiva que incorporamos (cada visión, sonido, olor, gusto,
tacto) afecte al modelo enzimático en células cerebrales específicas, con lo cual se
forma un sistema de memoria. Lo que experimentamos, más tarde lo podemos
recordar… u olvidar. Puede haber también un proceso automático de cambio de
modelo que actúa lenta e inexorablemente con los años y produce los cambios
normales del envejecimiento. En otras palabras, el cuerpo se prepara
automáticamente para la muerte final aun cuando ningún agente externo la provoque,
ya que la muerte del individuo es esencial para la vida y la evolución de las especies.
Es fácil decir todo esto. Podemos hablar acerca de genes trabajadores, genes
reguladores y de sustancias que activan y desactivan los genes. Sin embargo, ¿cuáles
son estas sustancias y cómo trabajan exactamente? Los científicos aún desconocen
los detalles, desde luego, pero si se resuelve el problema de su estructura básica,
¿pueden ser algo más que una cuestión de tiempo los meros detalles? Y, una vez
hayamos localizado esos detalles, no sólo tendremos el catálogo, sino que
comprenderemos cómo trabaja. Quizás entonces podamos saber cómo restar la
presencia de ciertos elementos y cómo ordenar otros. Quizás así podamos mejorar
nuestra memoria o incluso nuestra inteligencia. A lo mejor incluso podamos fabricar
la memoria e inventar métodos para proporcionar a las personas vidas fantásticas.
Podríamos alterar los progresivos cambios en el modelo genético para enlentecer
el proceso de envejecimiento en las personas que requieran tal tratamiento, o incluso
detener tal proceso. Podríamos desviar células en direcciones completamente nuevas
y guiar la evolución por sendas en las que no se produzcan los imprevistos de la
mutación habitual. Cuando a las células les falten ciertos genes, deberemos aprender

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a insertarlos, de modo que un ser humano superior no se pierda por la falta de un
ligero (aunque esencial) requisito celular. En resumidas cuentas, el ser humano (y
también otros organismos) podrían verse reducidos a la condición de máquina, cuyo
funcionamiento comprenderemos, regularemos y alteraremos.
Parece dudoso que lleguemos a tener la sabiduría necesaria para realizar
semejante cosa. ¿Quién puede decidir lo saludable que pueda ser ofrecer vidas
fantásticas a los seres humanos? ¿Quién puede decidir qué individuos merecen que se
les alargue la vida? ¿En qué dirección debería ser encauzada la evolución? ¿Qué
nuevas variedades de seres humanos tendrían que formarse? En definitiva, ¿quién de
entre nosotros se puede considerar como un dios?
Puede haber una respuesta. Quizás experimentando en una escala muy reducida,
podamos llegar a producir seres humanos con un grado de sabiduría superior al
nuestro, y a estos nuevos seres les podríamos encomendar la tarea de mejorar la raza
humana en su conjunto. La idea quizá no resulte sugestiva, pero tal como está el
mundo hoy en día, sin duda debe considerarse que vale la pena correr cualquier
riesgo, ya que cualquier cosa que pudiéramos hacer no será peor que si no hacemos
nada.

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Conforme avanzaba la década de los setenta de nuestro siglo, la gente que
trabajaba con los genes aprendió a manipularlos de forma para ofrecer al
mundo la posibilidad de reformar especies, e incluso de crear nuevas.
Se extendió un temor generalizado, similar a los que mencioné al final de
mis dos ensayos anteriores. El miedo se hizo tan grande que amenazó con ir
demasiado lejos, poniendo con ello fin a la investigación científica.
El siguiente ensayo es, en parte, un intento de disipar las aprensiones que
puedan surgir sobre este particular.

17. LA ESCENA GENÉTICA

USTEDES son una masa de reacciones químicas: millares de ellas. Dentro de


ustedes, los electrones saltan continuamente de átomo en átomo; los átomos y grupos
de átomos saltan de molécula en molécula; pequeñas moléculas se integran en otras
mayores y moléculas grandes se dividen en pequeñas. Todas las diferentes reacciones
son cuidadosamente orquestadas en un delicado equilibrio capaz de seguir uno u otro
camino con gran precisión.
Estos millares de reacciones químicas, trabajando de forma conjuntada, los
transformó a ustedes del apenas visible óvulo que constituyó su primera existencia,
en las personas adultas que son ahora. En la actualidad continúan permitiéndoles
pensar y moverse, crecer y curarse, adaptarse a su ambiente de mil maneras.
Las reacciones químicas de una persona no son exactamente iguales que las de su
semejante, y por ello todos somos diferentes. Las reacciones químicas de una jirafa,
de una ostra, o de un roble son muy diferentes de las nuestras; por ello las chispas
iniciales de vida, al desarrollarse, se mueven infaliblemente hacia la madurez en la
forma de seres humanos, jirafas, ostras o robles.
Cada reacción química es gobernada por una compleja molécula llamada
«enzima». Una enzima particular producirá un cambio particularmente rápido de
electrones o de grupos de átomos… un cambio que, en su ausencia, se produciría
muy lentamente, o no se produciría. Cada cosa viva en la Tierra tiene su provisión de
enzimas diferentes. Según el número exacto y la naturaleza y eficiencia de sus
enzimas, se produce un sistema particular de reacción química que dirige las
características de esa cosa viva y la convierte en lo que es.

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Cada enzima se produce de acuerdo con las especificaciones dadas por otra
compleja molécula denominada «ácido desoxirribonucleico», o, de forma abreviada,
ADN; incluso a veces se le llama «gen». Las moléculas de ADN están dispuestas en
largas cadenas dentro de cada célula viva, formando lo que se denomina
«cromosomas».
Cada molécula individual de ADN está compuesta por una larga cadena de cuatro
diferentes clases de pequeñas unidades, que pueden combinarse en cualquier orden.
El número de posibles combinaciones diferentes es demasiado vasto para expresarlo
fácilmente; digamos sólo que hay infinitos billones de billones de ellos.
Cada diferente combinación de las pequeñas unidades forma una molécula de
ADN diferente; cada molécula diferente de ADN supervisa la producción de una
enzima diferente; cada enzima diferente puede producir dos reacciones químicas
distintas. Si dos enzimas diferentes producen la misma reacción química, una de ellas
lo hace con algo más de eficiencia que la otra.
Cada conjunto diferente de moléculas de ADN en un organismo particular (en
cualquier parte de docenas a millares de moléculas que forman el conjunto) produce
un sistema diferente de reacción química y, con ello, un tipo diferente de ente vivo.
Cada molécula de ADN es capaz de reproducir otras idénticas a ella
(«reproducción»). Cuando un solo óvulo madura para convertirse en un individuo que
contenga billones de células, las moléculas originales de ADN han producido un
número suficiente de otras moléculas iguales a ellas para proveer a todas las demás
células. Las cosas vivientes individuales también producen moléculas de ADN que
pueden ser legadas a la descendencia.
Cada ente vivo nace con un conjunto de moléculas de ADN que ha heredado de
sus padres. Ya que las moléculas de ADN son los duplicados de las de los padres, los
sistemas de reacción química resultante aseguran que el joven se parezca a los
progenitores. Los perros tienen perritos, y los gatos tienen gatitos; nunca es al revés.
Sin embargo, si las moléculas de ADN son capaces de reproducción, el proceso es
sumamente complicado. A veces se producen errores y, en ocasiones, una molécula
de ADN llega a producir otra que es ligeramente distinta. Esta molécula diferente de
ADN entonces se reproduce y persiste, si bien, ocasionalmente, puede también
producir una variante. Tales cambios espontáneos en las moléculas ADN son
«mutaciones».
Existe una continua llovizna de mutaciones y ésa es una razón por la que los
niños no son exactamente como sus padres, o un hermano como otro hermano.
Presiones evolutivas se aprovechan de esas diferencias accidentales, de modo que,
con los eones, se forman nuevas especies y surge una inmensa variedad de entes
vivos de lo que originalmente fue un fragmento de vida microscópica vagando por el
océano primordial hace tres mil millones de años.
La evolución siempre ha actuado ciegamente, dependiendo de las mutaciones que
se fueran produciendo al azar o de las condiciones ambientales que hicieran algunas

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mutaciones más afortunadas que otras («selección natural»).
Sin embargo, los seres humanos pueden sustituir el azar por una dirección
inteligente. Desde luego, los científicos pueden crear mutaciones, idear mutaciones
específicas y decidir cuáles de éstas merecen estímulos para continuar existiendo.
En este preciso momento, las bacterias son el objetivo principal de tal «ingeniería
genética». Se trata de simples organismos unicelulares, cada uno de ellos muy
pequeño y que se multiplican rápidamente, de modo que muchas mutaciones pueden
ser estudiadas en un pequeño espacio y durante un corto período de tiempo. Además,
las bacterias son químicamente complejas. Pueden efectuar un número de reacciones
químicas que son incapaces de realizar organismos más complicados, de manera que
los científicos tienen una variedad particularmente amplia de diferentes moléculas de
ADN con las que trabajar.
La principal técnica utilizada por los científicos ahora es descomponer varias
moléculas de ADN en partes más pequeñas y Después combinarlas de otro modo. Por
esta razón, semejante trabajo se dice que es realizado con «ADN recombinante».
Ya que las partes de ADN pueden ser unidas en nuevas combinaciones, el ADN
recombinante puede representar un gen completamente distinto, y la bacteria que
posea tal gen tendrá propiedades químicas por completo, distintas de las de sus
semejantes.
Con la manipulación de las moléculas de ADN, los biólogos pueden saber hasta
los más íntimos detalles de su funcionamiento, y lo que se descubra de las bacterias
puede ser aplicado a organismos más complejos, incluso a nosotros mismos. En
definitiva, todas las cosas vivientes, ya sean simples o complejas, dependen de las
moléculas de ADN como planes químicos, y todas lo hacen así de un modo
esencialmente igual.
También podría ser posible utilizar esta clase de investigación para la producción
de nuevos tipos de bacterias con nuevas y muy útiles posibilidades químicas.
Por ejemplo, la diabetes es una enfermedad muy común, y los diabéticos
necesitan insulina si desean llevar una vida normal. La insulina se obtiene del
páncreas de los mamíferos, y sólo hay un páncreas por animal sacrificado. Esto
significa que la insulina escasea y la cantidad requerida no se puede aumentar
fácilmente.
Sin embargo, la insulina se forma por la acción de un gen particular. (A causa de
que este gen es defectuoso de un modo u otro en algunos seres humanos, éstos se ven
aquejados de diabetes.) De varios fragmentos de ADN se podría formar una molécula
de ADN apropiada, capaz de dirigir la formación de insulina, desarrollando con ello
una raza de bacterias que contenga la mencionada molécula de ADN. De este modo
se podría obtener la insulina de cultivos bacterianos en cantidades razonables.
Podríamos crear bacterias capaces de formar otras hormonas; o de formar ciertos
factores sanguíneos necesarios para la coagulación de la sangre, factores de los que
carecen los hemofílicos; o de formar nuevos y altamente específicos antibióticos; o

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de elaborar vacunas para ser empleadas contra agentes de la enfermedad aún más
pequeños, los virus.
A pesar de ello, no tenemos por qué crear bacterias sólo para que sean como
obreros fabriles químicos. También podrían ser agricultores.
Los compuestos con contenido de nitrógeno que se hallan en el suelo son
esenciales para el crecimiento de las plantas. Cuando se incorporan a las plantas pero
son sustraídos por la lluvia, el suelo puede llegar a convertirse en árido. No obstante,
hay millones de toneladas de gas de nitrógeno en la atmósfera que las plantas no
pueden utilizar.
Sin embargo, algunas bacterias del suelo tienen la poco frecuente habilidad de
combinar nitrógeno libre en el aire con otras sustancias, a fin de formar compuestos
que contengan nitrógeno y remplacen el que ha perdido el suelo. La actividad de tales
bacterias «formadoras de nitrógeno» es algo de lo que dependen todas las formas de
vida superior. Podríamos crear bacterias que formen nitrógeno de forma aún más
rápida y eficaz, con el fin de utilizarlas como una nueva clase de fertilizante que
pueda multiplicar nuestra producción agrícola.
También podríamos crear razas de bacterias que puedan producir alimento
utilizando la energía solar igual que hacen las plantas verdes. Asimismo podríamos
crear tipos de bacterias que empleen la luz solar para convertir la molécula de agua en
hidrógeno y oxígeno, con lo que obtendríamos una fuente energética inagotable.
En otro aspecto, las bacterias son unas grandes carroñeras. Las bacterias de la
podredumbre descomponen todos los fragmentos de bacterias que antes tuvieron
vida, incluso fragmentos que no puede dominar otra clase de vida. Si su labor se
detuviese, el mundo quedaría cubierto de basura indestructible, la cual se acumularía
hasta acabar con toda la vida.
Estas actividades carroñeras deben ser mejoradas. Supongamos que se puedan
desarrollar bacterias que sean sumamente eficientes en convertir madera y paja en
azúcar, o absorbiendo moléculas de hidrocarburo para convertirlas en azúcar y
proteína. Las bacterias que absorbieran hidrocarburos podrían ser utilizadas para
eliminar residuos grasos de todas clases, no sólo sacándolos del medio ambiente, sino
convirtiéndolos en material que, tras un proceso de comer y ser comido, pudiera
llegar hasta nuestras mesas.
También se podrían desarrollar bacterias que pudiesen descomponer plásticos que
hubieran sido especialmente tratados para su destrucción. Del mismo modo se
podrían crear bacterias que concentraran partículas de metal que se hallaran en
desechos o en agua del mar.
Las posibles ventajas de la ingeniería genética son evidentes. ¿Puede haber
alguna desventaja?
Algunas personas objetan que esto supondría interferir en lo que ellos consideran
el curso natural de la evolución.
Los que así piensan deberían considerar que es diez mil años demasiado tarde.

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Los humanos han interferido en la evolución desde que domesticaron animales y
desarrollaron la agricultura.
Los seres humanos prehistóricos quizá no supieran nada acerca de los genes, pero
sabían cómo dirigir los apareamientos de los animales y la fertilización de las plantas,
así como seleccionar la descendencia y las semillas que deseaban conservar.
Los animales y plantas domésticos que ahora tenemos se parecen muy poco ya a
las salvajes y primitivas versiones de las que descienden.
Existen en numerosas razas por completo distintas entre sí; algunas no podrían
existir sin constante cuidado humano. Todas ellas son resultado de una primitiva
ingeniería genética experimental.
Lo que es más, hemos mejorado constantemente el crecimiento y expansión de
nuestros animales y plantas domésticos, en detrimento de las especies salvajes.
Ahora nuestras grandes habilidades nos ayudarán a hacer con los gérmenes lo que
hicimos con las plantas y los animales: desarrollar tipos domesticados y útiles en
detrimento de los salvajes.
¿Es eso tan malo? ¿Es que alguna vez la agricultura y la ganadería han roto el
equilibrio ecológico de las especies? Probablemente sí, pero ése es el precio que
hemos pagado por desear todos vivir más, mejor y con mayor seguridad.
No podemos echarlo todo por la borda. No podemos «restaurar la Naturaleza»
volviendo, en cierto modo, a una existencia de recolectores de alimentos al estilo de
los chimpancés. Entonces la Tierra sólo podría mantener a unos veinte millones de
personas. ¿Qué tendríamos que hacer con los otros cuatro mil millones de seres
humanos?
Lo que sí podemos hacer es avanzar y, mediante la ingeniería genética, ayudar a
mejorar el equilibrio ecológico de las especies. Bacterias domesticadas que aumenten
la fertilidad del suelo, eliminen desechos, e incluso quizá proporcionen comida
directamente, nos podrían permitir depender menos de la utilización de los campos
para cultivos y rebaños (siempre que también aprendamos a limitar nuestro número
reduciendo la natalidad). El continuo desarrollo de técnicas de ingeniería genética nos
podría permitir mejorar el equilibrio ecológico mediante una prudente manipulación
de los genes de las plantas y animales superiores.
Pero ¿qué sucedería si al desarrollar nuestras razas de bacterias, cometiéramos un
error de alguna clase? ¿Qué pasaría si inadvertidamente se desarrollara una bacteria
que fuera de algún modo dañina y se escapara del laboratorio? ¿Qué sucedería si
llegásemos a producir una terrible enfermedad infecciosa contra la que el cuerpo
humano no tuviera defensa?
Este temor concreto es el que produce una presión popular contra toda la
ingeniería genética, con proposiciones para que se detengan todos los trabajos en este
sentido.
Actualmente, pocos tipos de experimentos en este campo suponen peligro alguno,
e incluso en los que pudiera haber algún riesgo, éste es muy pequeño. Sin embargo,

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los científicos de este campo son conscientes del peligro, y, en 1974, detuvieron
voluntariamente ciertos tipos de experimentos hasta que se pudiese efectuar una
correcta evaluación del riesgo.
Ahora, el Instituto Nacional de la Salud ha trazado directrices para estas
investigaciones. Algunas líneas de experimentos están completamente prohibidas,
aun cuando los riesgos no sean grandes. Otros tipos de experimentos, en los que los
riesgos son aún menores, pueden desarrollarse en unos pocos lugares en los que se
han tomado toda clase de medidas de precaución, tales como filtros de aire, gabinetes
de seguridad especial, cambio de ropa, etc. También se permiten unos niveles de
investigación menos peligrosos, tomando menos precauciones, pero hasta los más
inofensivos requieren cuidadosos procedimientos destinados a evitar complicaciones.
Hasta la fecha, no se sabe que haya causado ningún problema recombinar ADN, y
la verdad es que si queremos preocuparnos por lo peor -enfermedades infecciosas
frente a las que no tengamos defensa y para la cual no haya tratamientos y que maten
a casi todo el mundo que alcancen-, ya existe de forma natural. Algunas infecciones
víricas que han despertado la atención mundial últimamente en África, tales como la
fiebre Lassa y el virus Marburg, son altamente infecciosos y fatales en casi el cien
por cien de los casos.
Han sido tratados (hasta ahora sin problemas) con la utilización de precauciones
adecuadas. Posteriores investigaciones en ingeniería genética podrán enseñarnos a
combatir semejantes infecciones.
Y, en última instancia, las investigaciones más peligrosas deberán ser efectuadas
en laboratorios espaciales, en órbita alrededor de la Tierra y separados por millares de
kilómetros de vacío de la población humana.
En conjunto, las posibilidades de obtener beneficios de la investigación en la
ingeniería genética son tan grandes, y las posibilidades de desastre son tan pequeñas
y tan escrupulosamente prevenidas, que podría constituir una tragedia prescindir de lo
primero por un exagerado miedo a lo segundo.

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TERCERA PARTE - VIDA FUTURA

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Éste es el cuarto de una serie de artículos que escribí para una empresa de
ingeniería de Chicago. Los dos primeros fueron reimpresos en mi recopilación
de ensayos Science Past-Science Future («Doubleday», 1975), bajo los títulos
«Tecnología y la ascensión del hombre» y «Tecnología y el progreso de los
Estados Unidos».
El tercero apareció en mi recopilación de ensayos The Beginning and the
End, bajo el título «Tecnología y energía». En el epílogo de este artículo, dije:
«El restante artículo que titulé “Tecnología y comunicación” fue encargado y
pagado, estando prevista su publicación en el verano de 1976. Sin embargo, a
pesar de diversas averiguaciones, no he podido descubrir su paradero. Por tal
razón no puedo incluirlo aquí. Si algún día aparece finalmente, lo destinaré a
alguna futura recopilación.»
Recibí la versión publicada, finalmente, en mayo de 1977, de modo que aquí
está, según lo prometido.
A propósito, este ensayo me dio bastantes quebraderos de cabeza. Trata del
pasado del esfuerzo humano, lo que me impulsó a creer que debería aparecer en
este libro entre «El dios llameante» y «Antes de las bacterias». Sin embargo,
también se mueve en el terreno del futuro y, por último, decidí que este aspecto
era más importante y que sería conveniente incluirlo en una parte más posterior
del libro. Y así lo hice.

18. TECNOLOGÍA Y COMUNICACIÓN

LA habilidad de comunicarse es una de las señales de que se está vivo. Incluso las
más simples criaturas pueden alterar su entorno mediante la secreción de alguna
sustancia química que provoque alguna respuesta apropiada en otra criatura. Una
polilla hembra, al soltar una pequeña cantidad de una sustancia particular, puede
comunicar el concepto «estoy dispuesta», y las polillas macho percibirán el olor a
más de un kilómetro de distancia.
Cuanto más compleja es una criatura, superior es su habilidad para comunicar
mensajes con mayor detalle. Las aves poseen varios tipos de llamadas, los mamíferos

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tienen diversos movimientos, sonidos y gestos, y todo ello significa algo y es
reconocido por otros miembros de su especie o individuos ajenos a la misma. Cuando
una mofeta nos da la espalda y levanta la cola, o cuando una pantera gruñe y tensa
sus músculos, la persona inteligente (o cualquier otra criatura lo bastante despierta
como para reconocer la señal) huye a toda velocidad.
Sin embargo, un determinado conjunto de sonidos y gestos no basta para que un
animal sea como un ser humano. Al chimpancé se le pueden enseñar docenas de
gestos distintos, pero tiene unas posibilidades expresivas muy limitadas, relacionadas
en gran medida con sus deseos físicos y temores inmediatos.
Incluso la mayor habilidad del Homo sapiens para crear gestos resulta restringida.
Tratemos de enseñar a alguien a hacer algo en apariencia tan simple como mover
debidamente un palo de golf, y comprobaremos cuan pronto perdemos la paciencia.
La ineficacia de los gestos, aun cuando estén apoyados por sofisticadas señales, es lo
que hace tan excitante el juego de charadas.
Mientras los seres humanos tuvieron como único medio de comunicación sus
gestos, resulta dudoso que ni siquiera su mayor cerebro los colocara muy por encima
del chimpancé en el desarrollo de la organización social o de la tecnología.
Sólo con gestos, un ser humano no puede transmitir a otro más que elementos de
información sumamente primitivos. Cada ser humano está condenado a trabajar sólo
con las ideas que únicamente él puede generar a partir de un comienzo proporcionado
por una simple estructura social que se ocupa de sus necesidades físicas básicas.
Lo que se necesita es alguna forma de comunicación que sea lo bastante compleja
y versátil para transmitir información abstracta de un ser humano a otro, de forma
clara y segura. En la cultura humana, universalmente, esta forma de comunicación ha
sido el lenguaje. La información se ha transmitido modulando el sonido de modo para
hacer posible que cada idea sea representada económica y únicamente por una
combinación de fonemas.
El nacimiento del lenguaje sólo se produjo cuando el cerebro se hubo
desarrollado hasta el punto de que el centro del habla fue lo suficiente complejo para
permitir la necesaria y delicada manipulación de labios, lengua y paladar que
controlaran los sonidos e hicieran posible producirlos rápidamente. (El chimpancé no
aprende a hablar porque, simplemente, no puede hablar; los centros del habla en su
cerebro no están lo bastante desarrollados. El delfín, con un cerebro tan complejo
como el nuestro, aparentemente puede hablar, pero no sabemos lo suficiente acerca
de su lenguaje para juzgar la naturaleza o eficiencia de éste.)
El lenguaje, por vez primera, ofreció una forma de comunicación, un método para
transmitir información que podía vincular una especie tanto en el tiempo como en el
espacio. Con el habla, los pertenecientes a una generación anterior podían legar su
experiencia, sus ideas, su penosamente obtenida sabiduría a sus hijos, y ello no sólo
mediante demostración, sino con explicación. De este modo, podían transmitirse no
sólo hechos, sino deducciones y abstracciones. La nueva generación podía empezar

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con eso y construir encima, de forma que fue posible desarrollar una auténtica
tecnología.
Donde sólo existe el habla, la clave para una cuidadosa transmisión de
información de generación en generación, se basa en la memoria, y esto presenta sus
limitaciones. Se pueden transmitir sorprendentes cantidades de información durante
un período de tiempo, especialmente si se pone en alguna forma de verso en el que el
ritmo y la rima sirvan de auxiliares de la memoria; sin embargo, ello es inviable por
la clase de aburridas estadísticas que abundan en cualquier sociedad compleja.
Indudablemente, situamos el comienzo de las civilizaciones en el momento en
que se descubrió la escritura: un método para congelar el lenguaje y permitir
transmitir ilimitadas cantidades de información exacta.
La sociedad más compleja que conocemos y que carecía de escritura fue la
civilización inca del Perú precolombino. No obstante, los incas poseían un sistema
auxiliar de la memoria, basándose en cuerdas anudadas, lo cual les permitía mantener
un registro de cuestiones estadísticas. Con la escritura fueron posibles las mucho más
complejas sociedades de los Imperios del mundo antiguo tales como Roma y China.
La escritura en sí representa un proceso más bien tedioso, y el proceso de hacer
duplicados consume mucho tiempo y energía, con lo cual es reducido el número de
libros y corto el contenido de éstos. Además, tantas copias podían inducir a error. Las
personas que sabían leer y escribir en una civilización de escritura eran muy pocas,
puesto que muy poca gente tenía acceso a los textos. Los registros estadísticos, aun
cuando fueran cuidadosos, raras veces existían en muchas copias, y la destrucción de
unos pocos templos podía significar la pérdida de todos los registros escritos de una
sociedad en particular.
Al escribir sólo a mano, las particularmente grandes complejidades de una
civilización industrial iban a ser difíciles de mantener. Sin embargo, para ir más allá
de la simple escritura era preciso un mayor progreso tecnológico.
No se puede decir que la tecnología hubiese estado ausente de la escritura. Si bien
la creación de símbolos y (algo mucho más sofisticado) de un alfabeto constituía un
salto puramente intelectual, convertir esto en algo práctico requería la puesta a punto
de una superficie para escribir y de un instrumento. Un estilete podía grabar marcas
en una superficie de arcilla húmeda, un cincel podía esculpirlas en la piedra, una
brocha podía extender la tinta sobre el papiro o el pergamino, algunas alternativas
eran más fáciles, o más baratas, otras más permanentes, pero todas ellas eran
trabajosas y lentas.
En 1450, el inventor alemán Johann Gutenberg creó el arte de imprimir con tipos
móviles. El concepto era bastante simple mirado a posteriori, pero Gutenberg tuvo
que encontrar una aleación metálica adecuada para fundir los tipos, una aleación que
se fundiera fácilmente y que se ensanchara muy poco al enfriarse, a fin de producir
claros perfiles. Tuvo que idear las técnicas adecuada; para mantener los tipos
cuidadosamente alineados y que presionaran el papel con firmeza.

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La cuestión del papel fue, por supuesto, esencial para una tecnología práctica de
la impresión. Primero había sido hecho de corteza, cáñamo y trapos, en China, en el
año 100 de nuestra Era, El conocimiento de esta técnica se extendió lentamente hacia
Occidente, llegando a Alemania un siglo antes del descubrimiento de Gutenberg. Los
antiguos no habían conocido nada tan barato y útil como el papel, el cual se fue
haciendo cada vez más barato y práctico una vez se hubieron desarrollado las técnicas
para producirlo de la pulpa de madera.
La imprenta cundió más que cualquier avance tecnológico anterior en la Historia,
y revolucionó por completo la vida humana.
Resultó posible producir numerosos ejemplares de cada libro, todos exactamente
iguales, y ello de forma muy sencilla, rápida y barata. Con ello aumentaron
enormemente los conocimientos y las facilidades para aprender. A partir de entonces
creció el número de personas que supieron leer y escribir, pues empezaron a abundar
los textos. Ello supuso que, finalmente, fuera posible para todo el mundo obtener algo
de instrucción, hasta entonces reservada a unos pocos.
Conforme se extendía la cultura por la sociedad, resultó posible que fueran
surgiendo competentes científicos y técnicos. Además, los pensamientos y
descubrimientos de científicos y técnicos, una vez impresos, pudieron circular
rápidamente por toda Europa, de modo que los científicos y técnicos no sólo
trabajaron con sus propias ideas, sino con las de sus colegas en el terreno intelectual.
La imprenta significó que, por vez primera, fuera posible una comunidad de
pensamiento contemporáneo, lo cual impulsó de forma insólita los progresos
científicos y tecnológicos. No cabe duda de que no se debió a una casualidad que la
revolución científica de mediados del siglo XVI arrancara una vez se hubo
consolidado el uso de la imprenta en el continente.
Los progresos tecnológicos en el arte de la imprenta mejoraron el invento original
de Gutenberg. Con el paso de los siglos, creció en volumen y rapidez la producción
de la palabra impresa. Como consecuencia de esto, el pensamiento humano se
enriqueció de forma geométrica.
La imprenta totalmente metálica fue inventada en Gran Bretaña en 1795, y en
1844, el inventor norteamericano Richard Hoe creó la imprenta rotativa, que era
capaz de producir ocho mil copias por hora. Hacia 1880, el inventor alemán residente
en Norteamérica Ottmar Merganthaler inventó la linotipia, que podía componer y
rectificar automáticamente las líneas. Mientras tanto, se inventó el arte de la
fotografía y se pudieron reproducir las ilustraciones igual que los textos. En el pasado
siglo ya había sido casi completamente automatizado el proceso completo de
impresión. En un terreno similar, el inventor norteamericano Christopher Latham
Sholes ideó la primera máquina de escribir en 1867. De este modo se introdujo en el
hogar una forma de impresión. Asimismo, este instrumento ayudó a sacar a las
mujeres de sus casas y a introducirlas en las oficinas.
Las técnicas de impresión han alcanzado ahora el punto en que pueden ser

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producidos millones de ejemplares de libros cada año, de revistas cada mes y de
periódicos cada día. El torrente de información ha alcanzado la suficiente magnitud
como para llegar a todo el mundo. Resulta verdaderamente muy difícil estar al tanto
de todas las novedades que se producen cada día, aun cuando se refieran a una
parcela reducida.
Se dice que la cantidad de información científica generada en los laboratorios,
observatorios y estudios del mundo se dobla cada década, de modo que el número de
publicaciones científicas publicadas en esta última década iguala al número total
publicado en todos los años precedentes.
Seguramente, esta creciente inflación informativa no puede continuar con carácter
indefinido, o ni siquiera durante mucho tiempo, sin descomponer el proceso al que
tendría que servir. La Ciencia se podría ver frenada por falta de información, y no
porque no existan los conocimientos precisos, sino porque se ven irremediablemente
perdidos en un maremagno de otras informaciones triviales.
Si la Humanidad desea continuar haciendo progresar sus conocimientos,
tecnología y (esperémoslo) su inteligencia, tendrán que producirse nuevas y
profundas innovaciones en el terreno de manipular la información. Si la cantidad de
información ha crecido más allá de la capacidad del cerebro humano para
almacenarla de forma segura y utilizarla rápidamente, entonces deberá desarrollarse
algún instrumento mecánico para este propósito.
Probablemente, la computadora electrónica puede ser la respuesta. Creada
alrededor de cinco siglos después de la imprenta, es muy posible que la computadora
revolucione la sociedad del mismo modo en que lo hizo el anterior invento. Lo que es
más, la computadora hará mucho más con mayor rapidez, ya que la aceleración
general del progreso tecnológico ha hecho avanzar a la computadora cada vez más de
década en década de lo que avanzó la imprenta de siglo en siglo.
El número exacto de cambios sociales que puede producir un cambio
revolucionario en la tecnología es algo difícil de prever. Sin embargo, podemos hacer
algunas predicciones…
Una computadora electrónica es, esencialmente, un aparato almacenador de
información que puede, si se desea, proporcionar una información determinada o, si
se le dan instrucciones, manipular varias informaciones en su banco de memoria y,
después, brindar los resultados.
Podemos imaginar, finalmente, una inmensa biblioteca computadorizada, de
extensión mundial, en la cual la acumulada información de la Humanidad podría ser
incorporada o consultada a voluntad.
No tendría que ser sólo cuestión de meter y sacar información. La biblioteca
computadorizada podría escudriñar en sus partes vitales para ayudar en la creación de
un escritor determinado, o para obtener toda la información necesaria sobre un tema
concreto. Se le podría preguntar acerca de recientes conquistas en un terreno u otro,
acerca de los últimos comentarios sobre cualquier tema, progreso o informe. De

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hecho, una computadora lo bastante avanzada podría ser programada para investigar
en su propio banco de información, sopesar y combinar elementos de tal banco y
después brindar conclusiones que resultarían progresos en sí mismos.
Una asociación entre hombre y máquina podría hacer más en el sentido de
ahondar en el conocimiento de las reglas del Universo («las leyes de la Naturaleza»),
sus usos y consecuencias, que cualquiera de ambas partes podría hacer por separado.
No solamente tendríamos que alimentar la computadora con información
abstracta relativa al Universo que nos rodea. También podría ser el almacén de la
muy personal y siempre cambiante información acerca de cada uno de nosotros. Con
la ayuda de una completa computadorización, el mundo podría contar con un censo
instantáneo, con lo cual sería posible estar al tanto de las enormemente complejas
estadísticas de su población, algo muy útil a la hora de tomar cualquier decisión
gubernamental.
La computadorización, de este modo, podría ser la clave del primer sistema
genuinamente democrático, ya que el peso de los intereses individuales, necesidades
y opiniones podría ser calculado, con bastante exactitud, por primera vez en la
Historia. Al poseer un registro detallado de cada individuo, éste se convierte más en
una persona y deja de ser una estadística, con lo cual la sociedad se mostraría más
sensible hacia él como individuo.
Una vez se contara con la existencia de suficiente información almacenada en una
red cibernética mundial, en una forma capaz de manipulación instantánea, también
podríamos imaginar un mundo sin dinero… algo que representaría un paso más en un
cambio que se ha movido hacia adelante en la misma dirección a lo largo de la
historia de la civilización.
Los últimos cinco mil años han conocido la creciente espiritualización de las
transacciones financieras, y ello a un paso acelerado. Al principio, los seres humanos
realizaban trueques, intercambiando directamente objetos materiales y servicios. Las
monedas de metal se pusieron después en uso como una medida universal de
intercambio. El papel moneda, arbitrariamente marcado, resultó más eficaz que las
monedas. Los cheques, que son billetes personales de cualquier cuantía, aún
resultaron más convenientes. Las tarjetas de crédito, por último, concentraron todos
los cheques del mes en uno solo.
Las cosas se han venido perfeccionando constantemente, pero la tendencia ha
sido crear una sociedad cada día más compleja. El metal posee un valor intrínseco,
mientras que el papel tiene sólo el valor que le confiere la estabilidad económica de la
sociedad que lo emite. Los cheques suponen una vasta red de contabilidad en el
sistema bancario, y las tarjetas de crédito exigen el empleo de computadoras.
Para continuar en esta dirección, debemos imaginarnos poniendo todos los
asuntos financieros en la computadora y permitiendo que pequeñas corrientes
eléctricas hagan todo lo necesario para realizar lo que siempre ha sido (aunque muy
espiritualizado) una forma de trueque.

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Supongamos que se colocan en la red cibernética las disponibilidades dinerarias
de todo el mundo (la cantidad a ser empleada en transacciones financieras), y que
todos pudiéramos ser registrados en un aparato apropiado que se pudiera accionar con
una impresión digital, un golpe de voz, un compuesto químico de transpiración, o
algo aún más sutil. Con cualquier manipulación apropiada, una persona podría
siempre saber la situación exacta de su dinero.
Supongamos que cualquier transacción en la que tuviera que participar una
persona -ganar, depositar, invertir o gastar cualquier suma de dinero- se llevara a cabo
sólo cuando los aparatos de cada parte de la transacción fueran colocados en la boca
de una computadora, la cual transferiría entonces las sumas pertinentes, mediante
impulsos electrónicos, de una tarjeta a otra.
Los impuestos también podrían automatizarse. El Gobierno podría asignarse
automáticamente una participación en el dinero de cada transacción, basando su
imposición en el tamaño del negocio y de los bienes del individuo que recibe el
dinero. Se tendrían que atender cuidadosamente otras complejidades y realizarse
ajustes (de una forma más justa, equitativa y adecuada a la persona de lo que ahora es
posible), de un modo u otro, al final del año fiscal.
La manipulación computadorizada de la información puede ser proclive a abusos,
desde luego. Existe el riesgo de abuso en casi todo, y desear las ventajas que nos
podría reportar una sociedad más compleja significa aceptar el riesgo inherente de
mayor oportunidad de abuso. (Un indigente no puede temer que le roben joyas, pero a
la mayoría de la gente le gustaría ser rica y aceptarían el riesgo de ser robados.)
En este sentido, el uso de computadoras, aunque pueda parecer un riesgo de
pérdida de nuestra intimidad y entrañar un riesgo de oculta manipulación fraudulenta
y corrupción, puede proporcionar las técnicas necesarias para evitar el abuso.
De vez en cuando, uno lee noticias acerca de computadoras que hacen cosas
increíblemente estúpidas, o que son burladas por alguien poco escrupuloso, pero ello
es siempre el resultado de una programación inadecuada y se trata de un error
humano. Según las computadoras se hacen más avanzadas y complejas, es de suponer
que podrán llegar a «aprender» cada vez mejor a reconocer las programaciones
defectuosas y a cuestionarlas. Cada vez será más difícil burlarlas.
Conforme la posibilidad de evasión de impuestos e irregularidades financieras se
vaya haciendo más difícil, la gente dejará de intentarlo, con lo cual la honradez será
inevitable y, por lo tanto, de buen tono.
También existe la cuestión de la rapidez en la transmisión de información, en
ambos sentidos, entre las computadoras y la gente. La comunicación electrónica ha
aumentado enormemente esa rapidez de transferencia, pero hasta la más avanzada
forma de tal comunicación corrientemente en uso ve limitada su capacidad.
Un televisor puede sólo recibir programas procedentes de complejas emisoras
situadas a una distancia determinada. Esto significa que nuestra comunicación es
sensible a la cantidad y a la distancia, de modo que un televisor debe ajustar su

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servicio a los deseos comunes de millones y no puede servirnos particularmente con
todos nuestros caprichos y sutilezas.
Lo que se necesita es un cambio electrónico análogo al de la escritura y la
imprenta. Las comunicaciones electrónicas deben ser tan extensas y flexibles que
llegue a establecerse una clase de «capacidad de leer y escribir electrónica»; cada
persona tendrá en propiedad y utilizará su propia longitud de onda electrónica para la
transmisión y recepción, igual que las personas podemos ahora poseer y leer (e
incluso escribir) nuestros propios libros.
Se ha dado un gran paso en esta dirección con el desarrollo de satélites de
comunicaciones que pueden servir de enlaces, recibiendo señales de un punto sobre la
superficie de la Tierra y enviándolas a otro. Tres de tales enlaces, adecuadamente
colocados, bastarían para cubrir la Tierra y hacer todos los puntos de su superficie
accesibles a todos los demás puntos.
Tales enlaces por satélite harían desaparecer el factor distancia. Ligeras
alteraciones en la orientación podrían enviar señales a puntos situados a millares de
kilómetros de su origen, y no sería más difícil o caro estar en contacta con el otro
lado de la Tierra que con el otro lado de la ciudad.
En 1965 fue lanzado el Early Bird, el primer satélite de comunicaciones
comerciales, que pesaba algo más de veinte kilos. Poseía la capacidad de 240
circuitos telefónicos y un canal de TV. En 1971 se lanzó el Intelsat IV, que pesaba
cerca de una tonelada. Poseía una capacidad de 6000 circuitos telefónicos y doce
canales de TV.
Ahora el sistema «Intelsat» tiene siete satélites en órbita y se utiliza en 115
terminales en tierra, distribuidas en 65 naciones. Existen 6500 circuitos telefónicos a
pleno rendimiento y la inversión mundial en este sistema y otros parecidos asciende a
mil millones de dólares.
Pero esto es sólo el comienzo. Mientras los satélites de comunicaciones se vean
confinados al espectro de las ondas radiofónicas, existirá un límite para el número de
circuitos y canales que puedan ser establecidos. La comunicación seguirá
dependiendo de la cantidad.
Sin embargo, llegará el día en que los rayos láser serán utilizados en las
comunicaciones, desnudos y sin protección en el vacío del espacio, pero utilizando
finas fibras ópticas aquí en la Tierra. Dado que los rayos láser están compuestos de
ondas lumínicas, que son millones de veces más cortas que las ondas radiofónicas, si
se utilizaran tales rayos habría lógicamente millones de veces más espacios para
canales y circuitos separados.
Con un virtualmente ilimitado número de canales y circuitos disponibles, cada
persona podría disponer de su teléfono portátil, equipado tanto para imagen como
para sonido, y con circuito propio. Cuando quisiera podría establecer contacto con
cualquier otra persona en la Tierra.
En un mundo enlazado por computadoras, la palabra impresa podría ser

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transmitida fácil y ampliamente, de modo que cada individuo recibiría correo facsímil
transmitido desde un punto a otro cualquiera en una fracción de segundo. Asimismo,
caso de desearlo, también podrían aparecer en el equivalente de la pantalla del
televisor de canal privado facsímiles de documentos, revistas y diarios. Y, del mismo
modo, un individuo podría, en cualquier momento, poner en marcha la red cibernética
centralizada a fin de obtener cualquier libro, cualquier periódico, cualquier
información.
Los símbolos electrónicos permanecerían en la pantalla de televisión mientras
fuera necesario, siendo borrados al tener que remplazarse por otros símbolos. Pero
entonces no todo estaría a nuestra permanente disposición visual. Comprobar el
informe meteorológico, o la lista de precios del supermercado, o los últimos
resultados del béisbol, es estar en posesión de algo efímero que sólo requiere un
vistazo. Y cualquier cosa que necesite retenerse puede ser impresa y guardada en
forma de hoja, o colección de hojas.
Todo ello conduciría a un extraordinario nivel de democracia informativa. Todas
las personas del mundo podrían disponer del producto masivo del pensamiento
humano, y cada cual podría recoger y elegir lo que más gracia le hiciera, o más
necesitara, para un breve vistazo o una permanente posesión física. Y todo esto
supondría un gran paso para hacer posible el crecimiento de un mundo
homogéneamente desarrollado geográfica y socialmente.
El lenguaje de la computadora puede, por supuesto, ser traducido a cualquier
idioma, y no existe ninguna razón por la cual un individuo no pueda conversar con
una computadora y obtener la información que necesite en francés, bantú, hebreo o
camboyano. De hecho, una buena organización cibernética podría ofrecer al mundo
un instrumento de traducción casi instantánea, lo cual haría poseer a la Humanidad,
por primera vez, una sola lengua.
Sin embargo, sería de suma conveniencia para la Humanidad adoptar algún
lenguaje común, a fin de hacer más directo y simple el uso de la computadora
mundial. Esto no quiere decir que deban dejar de emplearse los idiomas locales;
significa más bien que todo el mundo será bilingüe, hablando sus lenguas maternas
entre sus paisanos y la «terrestre» con las computadoras y el resto del mundo.
Para seguir la ley del mínimo esfuerzo, el terrestre tendría que ser equivalente, en
parte o enteramente, al inglés. Ya hay más gente que habla inglés como primer o
segundo idioma que otra cualquier lengua. Sumemos a estos factores el que las
computadoras han sido desarrolladas principalmente en países de lengua inglesa, y el
inglés puede ser una opción natural para el terrestre.
Los prejuicios nacionales y las necesidades de la computadora podrían obligar a
una modificación. El inglés, tal como es ahora, es un idioma gloriosamente flexible,
perfectamente adaptado a las necesidades de la literatura, pero existen numerosos
cambios que pueden convertirlo en una herramienta más eficiente para la transmisión
de información a través de las computadoras. La naturaleza de los cambios podría ser

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determinada, en parte, por un análisis en computadora de los diversos idiomas del
mundo.
Podría también resultar que los angloparlantes fueran bilingües, pues hablarían el
inglés familiar habitual y el terrestre, derivado del inglés, propio del mundo
cibernético.
Otra consecuencia de la transmisión de información por vía cibernética sería una
fundamental alteración de la actitud del mundo hacia la educación.
A través de la historia, el énfasis en la educación ha sido la uniformidad. Un
profesor enseña a muchos estudiantes y, en una extensa zona, todos los maestros
utilizan el mismo método, y los estudiantes se ven sometidos al mismo sistema de
exámenes.
Esto significa que se puede prestar poca atención a diferencias individuales en
talentos y aspiraciones entre los estudiantes. Cualquier estudiante demasiado distinto
a los demás en este aspecto quizá se considerará un fracasado, aun cuando las
diferencias supongan gran inteligencia o talento mal aprovechados.
Cuando las computadoras ofrezcan más información que cualquier maestro, en un
plan individual, cada estudiante particular podrá ajustar a sus condiciones particulares
una educación dirigida por computadora. La naturaleza del tema estudiado, la
profundidad con que es estudiado, e incluso la manera en que se hace, puede ser
ajustada a las necesidades del estudiante en particular, así como a sus deseos y
personalidad.
Además, la educación podría convertirse en un proceso lo bastante bien regulado
como para adaptarse no sólo a la gente joven, a quien siempre ha estado
principalmente dirigida, sino a personas de cualquier edad. De hecho, esta ampliación
del proceso educativo puede llegar a convertirse en una imperiosa necesidad.
Ya que el índice de mortalidad descendió en el pasado siglo mientras que
aumentó la natalidad, la población mundial no sólo creció, sino que cambió la
proporción de las edades. Un elevado porcentaje de personas son hoy viejas. Por
ejemplo, en 1900 el 4 por ciento de los norteamericanos tenía más de 65 años; en
1970, la cifra ascendió a cerca del 10 por ciento, y para el año 2000 se espera que
alcance el 12 por ciento.
Este envejecimiento gradual de la población podría incluso acelerarse si se
conserva la civilización en el siglo XXI, ya que la presión demográfica puede forzar
un mayor descenso del índice de nacimientos mientras que los avances médicos
pueden hacer descender el índice de mortalidad.
Pronto ya no sería posible hacer recaer únicamente sobre los jóvenes la carga de
la innovación y de la creatividad, mientras que los adultos maduros fueran adoptando
una actitud pasiva. No habría suficientes jóvenes para mantener el lastre de tantos
viejos. La solución sería poner la educación al alcance de todo el mundo, sin tener en
cuenta la edad. Al encomendar a las computadoras el proceso educacional, no hay
razón por la que los seres humanos dejen de estudiar y aprender lo que les interesa

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mientras vivan. En realidad, el mero hecho de hacer tal cosa podría mantener su
cerebro más vivaz y funcional, aumentaría su creatividad y los haría más aptos para
contribuir a la felicidad del mundo.
La educación del futuro será orientada, inevitablemente, a lo que hoy llamamos
ocio. Desde la Revolución Industrial, las máquinas han realizado cada vez más la
ingrata labor muscular que había convertido a la mayoría de hombres y mujeres en
animales de trabajo. En consecuencia, la gente ha tenido que trabajar cada vez menos
horas en menesteres que cada vez son más de carácter administrativo, intelectual, de
supervisión y de servicios.
Sin embargo, buena parte de los nuevos trabajos son tan ingratos mentalmente
como lo era físicamente el trabajo preindustrial. Las computadoras y la
automatización aliviarían la carga del trabajo repetitivo y tedioso. Se considerará que
cualquier trabajo realizable por una máquina estará por debajo de la dignidad
humana.
En un mundo de computadoras pervivirán la curiosidad humana y la innovación.
Con un mundo movido por las máquinas, los seres humanos serán libres para escoger
sus intereses. El ocio no será igual que el actual; hoy es posible pasarse viendo la
televisión en un estado de semicoma durante seis horas al día sin tener otra cosa
mejor que hacer. En lugar de ello, la posibilidad de una educación mediante
computadoras puede despertar en cada individuo complejos intereses que, de otro
modo, jamás llegaría a sospechar que posee.
Habrá muchos seres humanos que se sentirán interesados en la investigación
científica, en las exploraciones espaciales, en el gobierno, la medicina, el arte, la
música o la literatura, y muchos en ayudar a las computadoras a llevar el mundo,
convirtiéndolo en un lugar estimulante en el que vivir. Otros, en distinto nivel,
preferirán dedicarse a entretenimientos tales como el deporte, la filatelia, las
excursiones o el ajedrez. Algunos incluso (si bien cuesta imaginarlo) sólo querrán
comer, dormir y hacer el amor.
¿Cuál es la diferencia? Si la sociedad funciona y si el individuo es feliz, ¿quién
debe preocuparse de la ruta exacta que cada individuo siga hacia la felicidad,
mientras no se cruce en el camino de su vecino?
Y en todo esto, la tecnología avanzada, descrita a menudo como un camino hacia
la «deshumanización», puede ofrecer un nuevo y mejor modo de realización para la
Humanidad.
Sólo mediante la tecnología avanzada podemos esperar que cada individuo sea
capaz de asimilar a voluntad los conocimientos de nuestro mundo, educándose a su
manera, a la velocidad que desee y estudiando el tema de su predilección.
Únicamente con la tecnología avanzada podremos tener un gobierno realmente
democrático y capaz de ocuparse de cada persona.
Pero ¿y si le damos la espalda a la tecnología?
Aun cuando pudiéramos hacer tal cosa sin provocar una catástrofe (si lo

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hiciéramos la provocaríamos), ello supondría involucionar a un mundo de trabajo
mental y físico en el cual la gente sería esclava del trabajo, sin poder participar de los
frutos del ingenio humano porque no tendrían tiempo para ello. Sólo unos pocos
grupos de personas podrían ser tratados individualmente, pues no habría técnicas para
extenderlo a todo el mundo. Casi todos los humanos nos veríamos forzados a realizar
un trabajo tan infrahumano que una máquina cualquiera podría hacer mejor.
Eso sí que sería una auténtica deshumanización.

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Existe la general impresión de que soy una persona creativa. No digo que sea
mentira: a mí me parece lo mismo.
Sin embargo, en lo que el mundo y yo no estamos de acuerdo es en el punto
de que si soy creativo, ello se debe a que conozco el «secreto» de la creatividad
y, por lo tanto, puedo aconsejar a otras personas acerca de cómo ser creativas.
Los demás pueden pensar así, pero yo no.
En realidad, no sé de dónde extraigo mis ideas o cómo llego a unirlas en un
escrito. Según se me alcanza, lo consigo sólo pensando y trabajando
intensamente, y si hay algo menos encantador que eso, que me lo digan. Éste no
es el «secreto» que todo el mundo quiere conocer.
La gente ha seguido pidiéndome que escriba artículos acerca de la
creatividad. Así que, finalmente, decidí pensar un poco sobre el particular a ver
si podía reunir unas cuantas ideas. Lo hice, y el siguiente ensayo es el resultado
de todo ello.

19. UNO PARA UNO

EN 1856, James Abraham Garfield (quien, veinticinco años más tarde se llegaría a
convertir en el vigésimo presidente de los Estados Unidos y en el segundo en ser
asesinado) terminó sus estudios en el Williams College.
El 28 de diciembre de 1871, tras haber luchado en la Guerra de Secesión y haber
alcanzado el grado de general y, en el curso de tal guerra, haber sido elegido para la
Cámara de Representantes, en la que estaba cumpliendo su quinto período, Garfield
fue a Nueva York para hablar ante los alumnos del Williams College.
Cuando el congresista Garfield tenía que hablar, el educador Mark Hopkins
estaba a punto de retirarse, tras haber sido durante treinta y seis años presidente del
Williams College. Hopkins había sido profesor de Garfield, y esto fue lo que el
político dijo acerca del presidente que estaba a punto de retirarse:
«No quisiera que se cerrara esta discusión sin mencionar el valor de un auténtico
profesor. Que me den una choza, con sólo una mesa, Mark Hopkins a un lado y yo en
el otro, y sobrarían todos los edificios, aparatos y bibliotecas.»
¿Era esto el lacrimoso y exagerado comentario del antiguo discípulo, recordando
sus días de estudiante a través de una calina distorsionante producida por el llanto?

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Quizá. Pero, aun así, Garfield había acertado en algo. La quintaesencia de la
educación es que un estudiante esté frente a un profesor. Si usted es el estudiante,
necesita un maestro que conozca sus posibilidades y debilidades, sus intereses y
antipatías, sus convencionalismos y peculiaridades; un profesor que le pueda dedicar
atención a usted y que, lo más importante de todo, pueda aprender de usted y utilizar
ese aprendizaje para enseñarle más eficientemente.
En ese caso de «uno para uno», usted podría, a partir de sus propios intereses, de
sus pensamientos y conciencia, así como de las potencialidades de su cerebro, seguir
por nuevos derroteros, en uno u otro sentido, con la ayuda y el interés del maestro,
que lo acompañaría encantado en su andadura. Dado que hacer o pensar algo nuevo o
innovador es ser lo que se llama creativo, a mí me parece que la relación uno para
uno entre profesor y discípulo es ideal para despertar la creatividad.
Sin embargo, nunca se ha experimentado tal cosa. En los tiempos y sociedades en
los que la educación de los niños era responsabilidad de la familia individual, más
bien que de la sociedad, los que estaban bien situados podían permitirse pagar un
tutor. En tales casos, el tutor era invariablemente de inferior clase social, y el alumno
podía despreciarlo. Esto, desde luego, no es lo ideal. También puede haberse dado el
caso de que si un individuo persevera durante un tiempo bastante largo, llegue al
punto de que sea un licenciado e investigue bajo la supervisión de un famoso profesor
sobre una base casi de uno para uno. Sin embargo, tal estudioso sería un
superviviente entre muchos que se han quedado en la cuneta, y éste mismo puede
llegar a desanimarse incluso.
Pero, ese tipo de educación personal, ¿puede ser algo más que un sueño, excepto
para el muy reducido número de estudiantes que terminan sus estudios merced a
excepcionales cualidades de perseverancia e inteligencia? ¿Cómo podemos concebir
que haya tantos profesores como estudiantes?
En cualquier sociedad que necesite al menos algo de educación para muchos o la
mayoría de sus miembros (independientemente de que el gasto sea sufragado por la
sociedad o por las familias individuales), tiene que existir una educación masiva.
Hasta la fecha no ha existido otro modo.
Esto puede conducir a ciertos resultados. Un maestro puede repetir las cosas
machaconamente a sus numerosos discípulos, y la mayoría aprenderá a leer y a
escribir bastante bien, así como también a realizar ciertas simples operaciones
aritméticas y a repetir como loritos otros conocimientos elementales.
Sin embargo, los esfuerzos para enseñar se realizarán sobre el total de los
alumnos, pues éste es el único modo en que el maestro puede llevar la clase; y, lo que
es más, es el único modo en que los alumnos pueden coexistir.
Esto es semejante a un grupo de unas treinta personas que fueran conducidas por
un museo enorme, en el cual las piezas exhibidas fueran de naturaleza muy dispar y
estuvieran repartidas en un interminable número de salas. El único guía tendría un
tiempo limitado para hacer el recorrido del museo, pudiendo sólo mostrar una

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pequeña parte de todas las obras.
Resulta evidente que el guía puede realizar su trabajo sólo si las treinta personas
lo siguen pegados a sus talones, sin que nadie pueda adelantarse por impaciencia o
pueda quedarse rezagado para examinar atentamente alguna cosa. Sería aún peor que
algún miembro del grupo, al fijarse en las piezas exhibidas en una sala en la que el
guía no tiene previsto entrar, arrastrara a sus compañeros para que entren a examinar
tal sala. Cualquier movimiento que rompa el ritmo causaría un retraso.
En tales circunstancias, cualquier miembro del grupo que vaya constantemente
por delante, o se retrase, o bien desaparezca en una dirección imprevista, perturba la
marcha del grupo. Puede causar una incalculable irritación no sólo al guía, sino a los
obedientes componentes del grupo. Todos se mostrarán airados por los retrasos
causados por los actos del «disidente».
Y esto es lo que sucede con la educación multitudinaria en las idas, la cual no
sólo pone en ridículo la creatividad (moverse con diferente ritmo o en una nueva
dirección) sino que incluso impulsa a los estudiantes a sospechar del concepto de
creatividad, así como a aborrecer y atormentar a la persona creativa (y a continuar
haciéndolo así durante toda la vida). Esta desconfianza hacia lo nuevo y desconocido
no es, por supuesto, sólo una consecuencia de la educación masiva. Toda la
interacción social es una forma de educación y todas las actividades masivas de
cualquier clase pueden ser perturbadas por algún individuo que desafíe seriamente el
consenso. En religión, política, negocios, en las relaciones normales de la vida, el
innovador, el que va contra la corriente es siempre perturbador.
Así, pues, la educación masiva, dado que forma al individuo a una edad temprana
y conlleva una aura de autoridad y aprobación pública, supone un arma
particularmente eficiente contra la creatividad.
Desde luego, hay gente que es creativa a pesar de todas las presiones ejercidas
conjuntamente por la educación masiva y la sociedad en general. Sin embargo, ser así
significa tener problemas. Sería muy agradable si se pudiese hacer la vida más fácil
para ellos, aunque sólo sea porque el curso y progreso de la civilización están en
manos de los creativos. En definitiva, tales personas nos ofrecen una vida mejor y
sería justo corresponderles y facilitarles la existencia.
Bueno, pues, ¿hay algo que podamos hacer para estimular la sociedad creativa, en
la cual la mayor cantidad posible de individuos sean creativos y no se les perjudique
por ello? (Y debemos tener en cuenta que la creatividad es un concepto muy amplio.
Estamos acostumbrados a relacionarlo con las bellas artes, la literatura y la ciencia,
pero uno puede ser creativo en cualquier campo. Yo también considero creativo a un
coleccionista de sellos innovador o a un saltador de pértiga original.)
Por ejemplo, podríamos reorganizar nuestro sistema educacional a fin de lograr la
relación individual entre profesor y estudiante. Debemos hacer posible que cada
estudiante, y no sólo una afortunada exigua minoría, pueda sentarse a la mesa con un
Mark Hopkins.

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Pero ¿cómo podríamos llegar a tener tantos profesores como estudiantes? ¿No
resulta una imposibilidad evidente tener un profesor para cada estudiante?
Esto ha sido así en el pasado y sigue siéndolo en la actualidad, pero no tiene que
continuar en el futuro. Tendremos que construir los profesores.
Supongamos que nuestra civilización dure hasta el siglo XXI (algo que no es
demasiado seguro) y que la tecnología continúe progresando.
Imaginemos que los satélites de comunicaciones se hagan numerosos y mucho
más sofisticados que los situados hasta ahora en el espacio. Supongamos que en lugar
de las ondas de radio, se utilizan rayos láser de luz visible para llevar mensajes de la
Tierra al satélite y viceversa, mientras que fibras ópticas, u otras técnicas aún más
avanzadas, se usaran para las comunicaciones en la Tierra.
En estas circunstancias, habría espacio para muchos millones de canales
separados para la voz y la imagen, y no sería difícil imaginar que cada ser humano de
la Tierra tendría una longitud de onda de televisión particular, del mismo modo que
ahora tenemos cada cual un número de teléfono propio.
Podemos imaginar que cada niño tendría su máquina de enseñar particular, que
podría conectar, en determinados momentos convenientes. Sería una máquina de
enseñar mucho más sofisticada y completa de lo que ahora podemos imaginar, ya que
la tecnología de las computadoras se habría desarrollado entretanto. Podemos esperar
razonablemente que la máquina de enseñar llegue a ser lo bastante compleja y
flexible como para modificar su propio programa (o sea, «aprendiendo»), como
resultado de las incorporaciones efectuadas por el estudiante. En otras palabras, el
estudiante haría preguntas, comprobaciones, contestaría a formularios de preguntas.
La máquina se adaptaría al ritmo conveniente para el estudiante y seguiría la
dirección que éste le marcara.
No tenemos por qué creer que la máquina de enseñar sería completamente
autónoma o tan finita como un objeto del tamaño de un televisor. Podemos imaginar
que la máquina tendría a su disposición cualquier libro, periódico, documento,
grabación o video-cassette en una extensa y bien ordenada biblioteca planetaria. Y si
la máquina tiene esto a su disposición, el estudiante también lo tendrá, ya sea
proyectado directamente en una pantalla o impreso en un papel para un estudio más
detenido.
Por supuesto, esto no quiere decir que las técnicas de educación de masas vayan a
ser, o puedan ser, completamente remplazadas. Hay temas que requieren
interrelaciones de grupo: el atletismo, teatro, etc. También es valioso, e incluso
necesario, obtener experiencia con el trato humano. Pero también existirá la
formación individual cuando sea conveniente.
Para regresar a nuestra anterior metáfora, la educación del futuro podría ser como
una visita a un enorme museo durante la cual, en momentos determinados, el grupo
pueda separarse, contando cada uno con la compañía de un guía particular que nos
conduzca a las salas que nosotros anhelemos visitar.

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¿Y quién enseñaría a las máquinas de enseñar? Me parece claro que los
estudiantes que aprendan también enseñarán. Si el estudiante aprende libremente en
los campos y actividades que le interesan, se sentirá ansioso de demostrar lo que
sabe, sobre todo si considera que, a través de reflexión o experimentación, ha añadido
algo que antes no se sabía o no se había demostrado en ese campo determinado.
Todo esto será incorporado a la memoria cibernética, a fin de que pueda ser
aprovechado por los que vengan detrás. La sinergia cerebral y la creatividad
estimulada de la especie humana efectuarán unos avances imposibles ahora de
predecir.
Pero todo eso es el futuro, y ahora estamos en el presente. Los que somos adultos
ya hemos vivido en una época en la que se ha ahogado la creatividad, y cuanto hemos
creado es susceptible de mejora. Lo que es más, podemos tener hijos que estén en el
proceso de ver reprimidos sus estímulos y que necesiten sobrevivir lo más indemnes
posible.
¿Qué se puede hacer?
El primer mandamiento de la creatividad es: «Estarás interesado».
Podrá parecer que otras cualidades serían más importantes como punto de partida.
Por ejemplo, para escribir mis 198 libros (éste es el que hace el 198), he tenido que
reunir una enorme cantidad de información, permanecer frente a mi máquina de
escribir largos períodos de tiempo, y encauzar mis ideas en unas frases inglesas
cuidadosamente escogidas.
¿No requiere eso inteligencia, perseverancia, laboriosidad, voluntad, intuición y
otras muchas admiradas características que la gente cree son innatas? Y, si usted no
posee esas cualidades, ¿quiere decir que ha fracasado antes de empezar?
No. Todas esas palabras -inteligencia, perseverancia, laboriosidad, intuición- son
conceptos relativos que sólo se pueden aplicar a algunas facetas de las actividades de
una persona. Un joven que en la escuela pueda parecer obtuso e irremediablemente
holgazán, sin embargo, trabajando bajo el capó de un automóvil es posible que resulte
todo un genio.
En lo que a mí respecta, ¿puedo probar que poseo todas las buenas características
antes mencionadas? No sé, por ejemplo cómo coger un martillo para poner un
remache. Y no poseo inteligencia, perseverancia, laboriosidad, voluntad, intuición, ni
nada semejante para algo que no me interese, como ir a comprar ropa.
Todo esto quiere decir que cualquier persona normal que trabaje en una actividad
que le interese mucho, será lo bastante inteligente, perseverante, laborioso e intuitivo
para demostrar que es creativo. Tengamos primero interés, y lo demás se nos dará por
añadidura.
Bueno, pues, ¿cómo se logra que una persona se sienta interesada?
No se puede. Elija una materia en la que, por una razón u otra, crea que pueda
estar interesada tal persona y trate de forzar tal interés. Existirán grandes
probabilidades de que fracase. Sin embargo, si mete la nariz en toda clase de asuntos,

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podrá, de forma espontánea y sin esfuerzo, encontrar algo que le interese.
Supongamos que usted no encuentra nada que le interese. En tal caso, el daño que
le ha hecho la escuela ha sido bastante grave. Los niños sienten interés por casi todo.
Tenemos que pasarnos la mitad del tiempo evitando que sientan interés por tocar las
llamas, o por bajar a la calle a jugar con los automóviles a toda velocidad. Conforme
avanza la edad, el interés adquiere un carácter selectivo. No es probable que se deje
de sentir interés por todo. Si usted siente el suficiente interés para leer este libro, ello
prueba que su curiosidad sigue despierta.
Y el corolario de esto es que si usted quiere que su hijo sea creativo, lo deje hallar
su propio interés (mientras no sea el de esquivar los automóviles en marcha) y lo
apoye en ese sentido, aun cuando el de su hijo no sea el interés de usted…
El segundo mandamiento de la creatividad es: «Serás valiente.» Hacer o decir
algo nuevo y poco convencional es una manera segura de irritar a quienes, por sus
inclinaciones o por no saber resistir la presión social, nunca hacen nada que no hayan
hecho otros y que siempre se ha hecho igual. La falta de convencionalismo y la
innovación pueden incluso irritar a algunos que son creativos, si bien en un campo
muy diferente.
La respuesta a la irritación puede variar de acuerdo con la permisividad de la
sociedad convencional en la que se halle el individuo creativo. En ciertas épocas y en
ciertos lugares, la persona que produce algo nuevo de palabra o de obra, ha sido
encarcelada, torturada, quemada en la hoguera o, en un caso bien conocido,
crucificada. Afortunadamente, éstos son casos excepcionales y en los Estados Unidos
no tenemos por qué temer reacciones muy extremas.
Sin embargo, pueden producirse consecuencias menores tales como pérdidas de
empleo, ostracismo social, o incluso el ridículo.
Si usted quiere ser popular, aceptado, bien recibido, no tiene más que seguir la
corriente y suprimir cualquier deseo de ser un individuo incómodo o demasiado
conspicuo. Sin embargo, esto supone un elevado precio, como podrá testificar
cualquier persona que haya probado las dichas que proporciona la creatividad.
Algunos campos de la creatividad despiertan más hostilidad que otros. Algunas
personas son menos valientes (¿testarudos?) por naturaleza que otros. Si su hijo siente
interés por una materia que pueda causarle dificultades, usted puede brindarle un
apoyo que le dé, al menos, algo de fuerza para enfrentarse con el resto del mundo.
Un astrónomo creativo puede concebir cuentos de un planeta Venus moviéndose
irregularmente, basándose en leyendas poéticas, y un arqueólogo imaginativo puede
inventar astronautas de la Prehistoria basándose en artefactos antiguos
incomprensibles. Pero ambos pueden estar completamente equivocados, su trabajo
resultará inútil, y ni toda la creatividad del mundo bastará para darles la razón.
Todo lo cual, por supuesto, me lleva a la conclusión de que todo cuanto en este
artículo sea nuevo y no convencional, podría ser considerado como creativo. Pero el
simple hecho de que mis puntos de vista sean creativos no significa que sean

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correctos o útiles.
Soy consciente de ello.
El tercer mandamiento de la creatividad es: «Serás humilde.»
La creatividad es una espada de doble filo. Todos los progresos culturales y
sociales se deben a la creatividad de una minoría de seres humanos. Una gran parte
de las calamidades que la Humanidad ha tenido que soportar ha sido resultado de la
creatividad. Sería bueno que pudiéramos encontrar la diferencia entre lo útil y lo
perjudicial en nuestros propios actos y pensamientos creativos, de forma para evitar a
la sociedad la molestia de hacerlo, con lo cual se corre el riesgo de que se condenen
la innovación y la creatividad en bloque por el daño que hayan podido causar
algunos.
Si usted es un incendiario auténticamente creativo, por ejemplo, que descuella en
su dedicación en cuanto a habilidad e ingenio, será tratado como un criminal si lo
cogen y su creatividad no le servirá de excusa. En tal sentido, Hitler y Goebbels eran
geniales en manipular las emociones de las masas. Pero ¿se les podría dar la
absolución por sus actos?
Asimismo, mientras la creatividad en las artes siempre ha tenido sus puntos de
interés independientemente del mundo exterior, la creatividad en la ciencia debe
producir algo que esté relacionado con el Universo, o si no resulta inútil.

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Hace unos años, advierto que me voy haciendo algo viejo, al menos según el
calendario.
Sin embargo, no he sentido ningún cambio dentro de mi cabeza. Siento
algunos leves achaques físicos, pero mentalmente me encuentro tan vivaz como
siempre.
Ustedes podrán replicar que yo no puedo darme cuenta de mi decadencia. Si
mis procesos mentales pierden su flexibilidad y versatilidad, estaría juzgando
con un cerebro en deterioro, y no podría advertir mis deficiencias. Si estuviera
en los últimos grados de senilidad, y mi cerebro en plena decadencia, ¿cómo
podría saber que había perdido mis facultades?
Por fortuna, tengo un modo para demostrar mi buena forma. Escribo como
siempre y mis escritos parecen tan buenos como de costumbre, y ello no sólo en
mi opinión, sino también en la de mis editores y lectores, que no tienen ninguna
razón para mentirme.
No sé hasta cuándo podré conservarme así, pero espero seguir de este modo
mientras viva. ¿Por qué no va a mantener un cerebro en forma sus funciones,
con razonable eficiencia, igual que lo hacen los músculos? Si los reyes suecos
pueden jugar al tenis a los ochenta años, yo podré seguir escribiendo ensayos
cuando tenga la misma edad, si vivo lo bastante. Todo ello me conduce al tema
del siguiente ensayo.

20. ADIÓS A LA JUVENTUD

SUPONGAMOS que podemos sobrevivir.


Existen muchas razones para creer que la Humanidad y su civilización se van a
enfrentar a terribles crisis en un inmediato futuro, pero aun cuando la Humanidad
sobreviva, la civilización no lo conseguirá.
De todos modos, imaginemos que no sólo nosotros sino que también sobrevive
nuestra civilización.
¿Cuáles serían las condiciones que harían posible la supervivencia? Para contestar
a esto deberíamos considerar la naturaleza de la crisis que hace improbable la
supervivencia.
En primer lugar, es una cuestión demográfica. La población del mundo alcanza

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ahora cerca de los 4000 millones, más que nunca en el curso de la Historia. Por
añadidura, esa población aumenta en este momento, en una proporción del 2 por
ciento anual, y tal proporción es la más elevada que se conoce hasta la fecha.
Combinando las dos cifras, podemos ver que habrá 80 millones de personas más
para alimentar el próximo año, y otros 80 millones el siguiente. Este crecimiento
anual irá aumentando cada año junto con la población. Lo que es más, la gran
mayoría de esa gente adicional nacerá en países no industrializados que estarán en
muy mala situación para alimentar nuevas bocas. En el año 2000, a menos que se
produzca un desastre, la población mundial sobrepasará los 7000 millones.
Sin embargo, no puede descartarse que se produzca un desastre. Ya hoy resulta
difícil alimentar a 4000 millones. Con restricciones energéticas y una inflación a
escala mundial, resulta difícil adivinar cómo se van a aumentar las disponibilidades
de comida en las próximas décadas, o al menos mantenerlas al presente nivel. Los
fertilizantes y pesticidas son cada vez más caros; la energía para bombas de irrigación
y maquinaria agrícola también se ha encarecido. La productividad agrícola
descenderá, consecuentemente, y el hambre hará su aparición.
Si, en el año 2000, nos vemos en condiciones de esperar una civilización
laboriosa y estable para el siglo XXI, ello se deberá sólo a que habremos resuelto el
problema demográfico. No hay otra alternativa. Aun cuando descubramos nuevas
fuentes de energía, nuevos sistemas de alimentación y de distribución de alimentos,
se conozca una nueva Era de paz mundial, y se desarrolle todo maravillosamente en
los próximos treinta años, esto sólo concederá a la Humanidad un breve respiro.
Si, para el año 2000, la población alcanza en realidad los 7000 millones y la cosa
se puede resistir, y si sigue aún creciendo con un índice del 2 por ciento anual, esto
significará 140 millones de personas adicionales cada año y, para el año 2040,
alcanzar una población total de 15 000 millones de individuos. ¿Cuánto tiempo
podría soportar tal masa humana nuestro pequeño y maltratado planeta?
No, desde luego, tarde o temprano deberá ser resuelto el problema demográfico, o
si no esta civilización desaparecerá bajo el peso de la miseria humana, y cuanto más
pospongamos tomar una decisión inteligente, más horrible será la situación que
tengamos que afrontar. Si llega tal situación, la población humana descendería
drásticamente como resultado de un elevado índice de mortalidad. Los supervivientes
nunca volverían a tener la capacidad para reconstruir una civilización tecnológica,
puesto que las fuentes fáciles de energía estarían casi por completo destruidas, las
reservas metálicas de la Tierra estarían dispersas, mientras que el suelo se hallaría
arruinado y se habría convertido incluso en parcialmente radiactivo como
consecuencia de la guerra nuclear.
Así, pues, si vamos a suponer que habrá una civilización funcionando en el siglo
XXI, será mejor que demos por sentado que se habrá hallado una solución al problema
demográfico ya en el año 2000. Para entonces, la población mundial estará de
acuerdo (teniendo como única alternativa la desesperación y la ruina) en detener el

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aumento demográfico, e incluso en reducir la población a un nivel razonable: quizá
no más de 1000 millones de personas.
Una forma de producir tal descenso de población es permitir que el índice de
mortalidad alcance un punto algo superior a nuestro actual elevado índice de
natalidad. Desde luego, nadie en sus cabales aprobaría nada semejante. ¿Quién
aceptaría que el hambre, la enfermedad y la violencia se encargaran de reducir la
población mundial, excepto pensando que tales cosas sucederían sólo en otras partes
del mundo, mientras los suyos se quedaban a salvo en alguna isla de prosperidad?
Sin embargo, tal cosa es imposible. La Tierra ahora es tan interdependiente
económicamente que un desastre de gran magnitud que sucediera en cualquier parte
afectaría a toda la Humanidad. Si medio mundo quedara en ruinas, la otra mitad
también se hundiría.
Nos resta la alternativa mucho más humanitaria de hacer descender el índice de
natalidad hasta que sea inferior a nuestro actual índice de mortalidad. Si queremos
imaginar un floreciente siglo XXI, también deberemos tener en cuenta que para el año
2000, el mundo habrá tenido, de un modo u otro, que reducir su índice de natalidad,
manteniendo tal reducción durante un siglo por lo menos.
Pero si la civilización sobrevive, podremos esperar que la Ciencia y la Medicina
continúen obteniendo victorias sobre la enfermedad y alargando la vida, siempre que
se mantenga la reducción de la natalidad. Y, si tal es el caso, entonces deberemos
mirar hacia una sociedad sustancialmente distinta a la que jamás se ha conocido en la
Tierra.
Durante casi toda la historia de la especie humana, la Humanidad ha vivido en
condiciones en las que era elevado el índice de mortalidad. Las expectativas de vida
variaban de veinticinco a (muy ocasionalmente) treinta y cinco años, con lo cual
estaban equilibrados los índices de mortalidad y natalidad y la mitad de la población
tenía menos de treinta años. Cuando el índice de natalidad era considerablemente más
elevado que el índice de mortalidad, de modo que la población crecía rápidamente en
el extremo juvenil de la escala, la mitad de la población estaba por debajo de los
quince años. A través de la mayor parte de la Historia, el número de personas con
más de cuarenta años nunca alcanzó más del 20 por ciento del total, mientras que el
número que superaba los sesenta y cinco seguramente nunca llegó a más del 1 por
ciento del total.
En esencia, pues, casi todas las sociedades que la Humanidad ha conocido
consistían ampliamente en gente joven. La gente madura constituía una minoría y los
viejos eran una rareza.
En una sociedad en la cual fuera reducido el índice de natalidad y las expectativas
de vida alcanzaran los setenta años, entonces, por primera vez en la Historia de la
raza humana, el factor predominante ya no sería la juventud.
Si el índice de natalidad y el de mortalidad fueran iguales, la mitad de la
población sobrepasaría los setenta años y al menos dos tercios tendrían más de

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cuarenta años. Y si el índice de nacimientos fuera más bajo que el de defunciones,
como sería necesario en el siglo XXI si queremos que sobreviva la civilización,
entonces el porcentaje de los ancianos aumentaría aún más.
En realidad, en los Estados Unidos ya se conoce un anticipo de esta situación; en
este país las expectativas de vida han aumentado mientras ha descendido la
proporción de nacimientos.
En 1900, cuando las expectativas de vida en Estados Unidos alcanzaban sólo los
cuarenta años, había 3,1 millones de personas que tenían más de sesenta y cinco años,
con una población total de 77 millones, o sea, alrededor del 4 por ciento. En 1940
había 9 millones de personas con más de sesenta y cinco años entre una población
total de 134 millones, o sea, el 6,7 por ciento. En 1970, había 20,2 millones de
individuos con más de 65 años, entre una población total de 208 millones; o sea,
alrededor del 10 por ciento.
Para el año 2000 habrá 29 millones de personas que sobrepasarán los 65 años,
entre una población estimada que llegará a los 240 millones; o sea, el 12 por ciento.
Si queremos que sobreviva la civilización, comprobaremos cómo se extiende esta
tendencia. Ello supondrá una despedida a la juventud y la bienvenida a un mundo en
el que predominarán las personas maduras y ancianas.
¿Cómo podría ser un mundo mayoritariamente poblado por personas maduras y
ancianas?
Muchos pensarían enseguida lo siguiente:
Un mundo en que las personas mayores de cuarenta años formasen una sustancial
mayoría, vería cómo el espíritu, el afán aventurero y la imaginación de la juventud
decaerían hasta morir a causa del amaneramiento y conservadurismo de los ancianos.
Sería un mundo en el que la carga de la innovación y de la aventura descansaría sobre
los hombros de unos pocos, mientras que el peso de los viejos haría hundirse poco a
poco la sociedad humana. Un mundo de gente entrada en años -muchos insistirán en
ello- tendría una sociedad estática y decadente en la que desaparecerían todos los
valores más caros al hombre.
¿Sería esto así realmente? ¿Es verdad que la gente mayor es como un peso
muerto? ¿Podrían suponer una fuerza de estancamiento? La dificultad de contestar a
estas preguntas reside en el hecho de que la Humanidad nunca ha conocido la
experiencia de una sociedad entrada en años.
En casi todas las sociedades que la Tierra ha conocido -sólo con excepción de la
nuestra- los viejos constituían una rareza y, por tal razón, se les daba un valor. Las
pocas personas que sobrevivían hasta una edad provecta podían recordar cómo eran
las cosas antes de que los demás hubieran nacido. Él o ella era el depositario de
antiguas experiencias, el archivo de la tradición, como una biblioteca y un oráculo.
Pero todos aquellos valores, naturales en una cultura preindustrial, ahora han
pasado. La gente vieja abunda demasiado como para ser reverenciada por su
longevidad. Tampoco nadie necesita sus recuerdos ni conocimiento de antiguos

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sistemas, pues ahora registramos las cosas en papel, en microfilme o en
computadoras.
En los tiempos antiguos, los ancianos eran quienes gobernaban la Iglesia y el
Estado. La palabra «sacerdote» viene del griego «anciano»; y la palabra «senador»
viene del latín «viejo». Pero ahora, con la presente abundancia de viejos, valoramos
la juventud y el vigor en el gobierno, y los políticos se tiñen el pelo y hacen gimnasia
para estar en forma.
En sociedades en las que la tecnología cambió lentamente, era el viejo artesano,
con amplia experiencia y depurada técnica, quien era contratado para hacer una obra
bien hecha. Ahora la tecnología cambia rápidamente, y es el sonrosado licenciado el
más solicitado, pues esperamos que nos aporte los más modernos procedimientos.
Para dejar sitio a estos jóvenes, retiramos forzosamente a los viejos que han cumplido
sesenta y cinco años o menos, les regalamos un reloj o una invitación para que se
sienten en el banco de un parque.
En pocas palabras, la noción de que la gente madura y los ancianos son como un
peso muerto sobre la sociedad es algo muy moderno, surgido del hecho de que su
número ha aumentado y sus funciones han desaparecido.
¿Qué sucedería si esta noción moderna es acertada? ¿Qué pasaría si los antiguos
hubiesen estado equivocados, valorando a los de mucha edad sólo porque eran muy
pocos y confundían la debilidad con sabiduría? Si esto fuera así, el panorama para el
siglo XXI sería muy sombrío porque, si la civilización sobrevive, entonces
conoceríamos una sociedad de ancianos.
Pensemos en ello. Supongamos que consideramos, en primer lugar, qué nos
parecería a todos nosotros un evidente ejemplo de la inferioridad de la edad. Es
indiscutible que la gente mayor no es tan fuerte ni saludable como los jóvenes, ni
tampoco son capaces de realizar trabajos duros durante mucho tiempo.
Dado que esto es así, ¿no resulta claro que la creciente población de ancianos
contribuiría poco al trabajo mundial reclamando, por el contrario, muchos cuidados
de la sociedad, y que la cada vez menor población de jóvenes no podría soportar tal
carga?
Ahora bien, consideremos, por otra parte, que si la sociedad florece en el siglo
XXI, habrá unos continuos progresos científico-técnicos. Podría conocerse una
transformación semejante a la que conoció la sociedad en los dos últimos siglos: de
un pesado trabajo manual se pasó a la mecanización. Seguirá afirmándose la presente
tendencia hacia la automatización y el uso de computadoras, con lo cual disminuiría
progresivamente la necesidad de trabajos físicos duros.
En el siglo XXI, el trabajo en el mundo no será primordialmente una cuestión de
músculo y nervio, por lo cual no se requerirán condiciones atléticas. El hecho de que
los cuerpos de las personas se debiliten con el paso de los años no supondrá que
descienda sustancialmente su contribución en las tareas de la sociedad.
También podremos esperar que la Medicina y sus ciencias auxiliares continúen

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progresando, y deberemos recordar que esto implica más que una mera prolongación
de la vida. Podemos ver esto claramente si consideramos lo que ya ha sucedido.
La gente hoy vive, por lo general, dos veces más tiempo que nuestros antepasados
de hace siglo y medio. Pero eso no es todo. También somos más saludables y fuertes,
casi siempre, a cualquier edad, que nuestros antepasados lo eran a esa misma edad.
No era sólo que la gente muriese joven en los días anteriores a la Medicina
moderna. Aun cuando vivieran, habían tenido que soportar el quebranto de repetidos
ataques de enfermedades infecciosas, que ahora nosotros podemos prevenir o curar
fácilmente; tenían que vivir basándose en dietas perjudiciales que a menudo eran
gravemente deficientes en vitaminas y otros factores nutritivos esenciales; no podían
curar sus dentaduras averiadas ni las infecciones crónicas, ni tampoco mejorar los
efectos de una disfunción hormonal o de docenas de otros trastornos.
Como resultado de todo ello, los ancianos de hoy son vigorosos y «jóvenes» en
comparación con la época medieval de caballeros y castillos.
Podemos imaginar que esta tendencia continuará en el futuro si sobrevive la
civilización. La ciencia médica, al haber superado otros problemas, ya empieza a
ocuparse del propio problema del envejecimiento, y pueden llegar a obtener algunas
victorias parciales. Es posible que los ancianos del siglo XXI no lo sean tanto
comparados con los actuales.
Entre el mayor vigor de los ancianos y las menores exigencias de esfuerzos
físicos de parte de ellos, en el próximo siglo los conceptos de «juventud» y «vejez»
pueden volverse confusos y el creciente porcentaje de ancianos no representaría una
mengua física para la sociedad.
Ahora bien, aunque hagamos disminuir la importancia de la decadencia física que
solemos asociar con los que envejecen, aún es posible argumentar que una población
de ancianos puede perjudicar a la sociedad de otros modos. Considerémoslo.
Conforme sea menos necesario el músculo a causa de la creciente mecanización,
al tiempo que el progresivo empleo de computadoras sustituya las labores mentales
monótonas y repetitivas, la Humanidad conocerá un mundo en el que se necesitará
precisamente la más preciada característica de nuestra especie: el cerebro el cual
permite el pensamiento creativo e innovador. Éste es el trabajo que las máquinas y
computadoras dejarán a los seres humanos.
Quizá podríamos temer que la gente de edad avanzada sea la menos amante de
innovaciones. Siempre ha sucedido que la creatividad y la innovación han sido
características de los jóvenes. Si estudiamos la historia de las conquistas humanas,
encontraremos innumerables casos de gente joven incorporando las cosas nuevas,
sorprendentes y revolucionarias contra la cerrada oposición de los viejos.
Esto es cierto en todos los terrenos, incluso en la Ciencia, en la cual, sobre todo,
la regla es la del cambio constante. Max Planck, quien descubrió la teoría de los
cuantos, revolucionando la Física, dijo que el único sistema para que la Ciencia
llegara a aceptar una teoría radicalmente nueva era esperar a que muriesen todos los

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científicos viejos. Y la mayoría de la gente estaría de acuerdo con esto, aun cuando
hay muchos ejemplos en la Historia de personas de avanzada edad sumamente
sensibles a las innovaciones.
En tal caso, ¿qué podríamos esperar de un mundo en el que los viejos sobrepasan
cada vez más numéricamente a los jóvenes? Por muy joven, fuerte y vigorosa que
esté desde el punto de vista físico la persona entrada en años, ¿qué ventaja supondrá
ello si son una fuerza intolerablemente estática? El mismo aumento de bienestar
físico y la longevidad pueden servir sólo para hacer más inmóviles a los ancianos, lo
cual resultaría nocivo para la sociedad.
¿Llegaremos a conocer una sociedad del siglo XXI en la que los individuos serán
fuertes y vigorosos, pero en la que el conjunto permanecerá mentalmente inmóvil?
¿Veremos una minoría de individuos creativos, lo suficiente numerosos como para
evitar que la sociedad se hunda en la apatía y el aburrimiento?
Pero ¿sucederá realmente así? ¿Es por completo imposible imaginar una
combinación de edad y creatividad? ¿Puede uno ser viejo y, sin embargo, estar
dispuesto a experimentar lo nuevo?
¿No es posible, después de todo, que nosotros mismos hayamos creado el
conservadurismo de los ancianos al considerarlo como algo natural? Ya es sabido que
hay profecías que se cumplen por sí mismas.
Si a la gente se le dice durante toda la vida que, con los años, dejarán de ser
productivos y creativos, ellos, por supuesto, lo creerán. Se hundirán en la molicie
porque han sido preparados para ello durante años. Quizá no sería así si nos
mentalizaran en sentido contrario.
Hemos visto ejemplos de profecías que se cumplen por sí mismas en otros
grupos. Los niños que proceden de un ambiente hogareño deprimido, o que sufren los
prejuicios de un maestro, y de quienes se espera que den un bajo rendimiento en la
escuela, suelen, desde luego, dar un bajo rendimiento. Cuando, por alguna razón, de
esos mismos niños se espera que lo hagan bien con algún otro profesor, entonces lo
harán bien. Quizá si nos ponemos a pensar que los ancianos lo van a hacer bien…
El ideal norteamericano contemporáneo es la ausencia de prejuicios étnicos y
sexuales. Esperemos que lleguemos a aprender a dejar que cada individuo cumpla en
la sociedad las funciones que más le gusten, sin ser coartado por ninguna
consideración acerca de su origen racial o de su sexo. Con toda probabilidad, esto
llegará a convertirse en un ideal mundial.
Asimismo, deberemos dejar de sentir prejuicios hacia los ancianos. Un hombre
debería hacer el trabajo que puede y desea realizar sin ser coartado por ninguna
consideración relativa a su edad. Y si vamos a dejar de sentir prejuicios hacia los
ancianos, será mejor que nos fijemos en un aspecto fundamental. A través de la
Historia, una vital ventaja social ha sido reservada casi enteramente para los jóvenes.
Me refiero a la educación…
Consideremos por un momento el factor de la educación…

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En general, el promedio de educación que recibe el joven varía con la posición
social y económica, así como con la estructura económica de la sociedad. El bien
situado puede brindar a sus jóvenes un período de estudios más largos que el que
puede ofrecer el pobre. De igual modo, una sociedad industrializada, con una gran
complejidad de sus partes, requiere una educación más larga e intensiva que la
recibida en una sociedad no industrializada.
En la historia de los Estados Unidos, en donde se ha conocido un constante
aumento del nivel de vida y de industrialización, el período medio de educación ha
sido cada vez mayor.
Sin embargo, a pesar de la gradual extensión del período de educación, ésta
continúa asociándose con la edad juvenil. Persiste la fuerte impresión de que hay un
momento de la vida en que se ha completado la educación, y ese momento suele
llegar a una edad bastante temprana.
En cierto modo, esto le presta un aspecto desagradable a la educación. La mayoría
de la gente joven, que padece con la disciplina de una escolarización forzosa y las
incomodidades de un profesorado incompetente, considera con envidia que la gente
adulta no necesita ir a la escuela. Una de las recompensas de la edad adulta -al menos
así les parecerá a los jovencitos rebeldes- constituye la liberación del yugo
educacional. Para ellos, el aspecto ideal de abandonar la infancia es no tener que
estudiar nunca nada más.
Los sistemas educativos actuales, así como el concepto de que la educación es el
castigo de los jóvenes, constituyen factores altamente negativos. El jovencito que
abandona prematuramente la escuela y no recibe ninguna educación adicional, porque
se pone a trabajar inmediatamente, aparece ante sus compañeros como una persona
ya adulta. Por otra parte, el adulto que intenta aprender algo nuevo, a menudo es
observado con cierta burla por mucha gente y se considera que vuelve a una segunda
infancia.
Al asociar la educación sólo con los jóvenes, y al hacer socialmente difícil a las
personas corrientes un aprendizaje posterior al período normal de estudios, dejamos
al ciudadano medio con sólo la información y aptitudes adquiridas de adolescente.
Después nos quejamos de la falta de habilidades de las personas entradas en años.
En un siglo XXI, que se inclinará decididamente en el sentido de la edad avanzada,
el aspecto más efectivo de la falta de prejuicios contra la edad será romper
enteramente con la tradición y convertir la educación en un derecho para todo el
mundo. No tendrá que considerarse que la educación debe detenerse automáticamente
a cierta edad o a cierto nivel. Podrá detenerse para un individuo si éste así lo decide
libremente; y quienes decidieron interrumpir su formación, después podrían
reanudarla asimismo con toda libertad.
Un mundo sin prejuicios contra la edad y de educación universal tendrá más
sentido si recordamos que el siglo XXI será una época en la que se emplearán
avanzadas computadoras e imperará la automatización. El trabajo que deberá

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realizarse para mantener en funcionamiento la sociedad requerirá no sólo el esfuerzo
de una minoría de la población (esa minoría cuyos gustos y aptitudes les harán
escoger libremente un trabajo u otro). ¿Y qué hará el resto?
Podemos imaginar un mundo idílico en el cual la mayoría de los humanos sólo se
dedique a «divertirse», pero divertirse es bastante difícil. Un niño que se queja de que
«no tiene nada que hacer» es objeto de muy poca simpatía por parte de padres muy
ocupados, pero el niño lo pasa muy mal de cualquier modo. ¿Qué sucedería si
tuviéramos millones de personas sin saber qué hacer?
La educación tendría que ser orientada hacia el ocio. La mayor cantidad de gente
posible debería aprender los diversos sistemas conducentes a llevar una vida
agradable. Cualquier cosa que usted haga con interés y bien le causará a usted un
placer, así como también a los demás. Y aprenda usted lo que aprenda -tallar madera,
diseño de computadoras o tenis- la mayor satisfacción la obtendrá después enseñando
a otros, utilizando quién sabe qué nuevos procedimientos técnicos o psicológicos que
estarán para entonces al alcance de la Humanidad.
Al ser enseñar y aprender las grandes tareas de la vida, la presión social se
inclinará por un aprendizaje continuado, y en un extenso período de vida parecería
natural embarcarse en un nuevo campo de conocimiento o actividad cada nueva
década más o menos.
El premio será aprender nuevas cosas durante toda la vida y parece muy
razonable suponer que la gente que se haya mentalizado a seguir aprendiendo cosas
durante toda su vida, aprenda realmente nuevas cosas a lo largo de su existencia.
En un mundo semejante, el cambio de los criterios de edad en favor de las
personas entradas en años no supondrá el comienzo de una decadencia en la
creatividad y en la innovación. Quizá será muy al contrario.
Sin embargo, hay otro motivo de preocupación, aun cuando las formas física y
mental de los individuos sean perfectas. ¿Qué podríamos decir de la especie en su
conjunto?
Si las generaciones duran mucho y la población disminuye, ¿no se enlentecerá el
proceso de la evolución humana? Si se ofrece un ambiente estable, con la Humanidad
protegida, mediante una maquinaria protectora, de cualquier cambio o trauma
inesperados, ¿no se detendría el curso de la evolución de la Humanidad?
¿No podría suceder que la especie humana quedase estancada? Al crear un
cómodo presente, ¿no negaríamos las potencialidades de un futuro progresista? ¿No
podría perderse el auténtico destino de la especie en un ambiente amorfo causado por
nuestro excesivo afán de brindar seguridad al individuo?
Quizá no necesariamente. A través de toda la larga historia de la vida justo hasta
el presente, y en el caso de todas las especies -inclusive la nuestra- la evolución ha
progresado al azar. Ello ha supuesto extraños cambios genéticos, ciegas matanzas de
individuos, con lo cual la selección natural ha avanzado en esta o en la otra dirección.
No podemos condenar este proceso, ya que ha dado sus resultados. Al menos ha

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producido al hombre. Sin embargo, es un proceso que requiere tiempo. Desde la
primera formación de una burbuja de materia que se pudiera considerar viva, costó al
menos tres mil millones de años formar al hombre.
Una vez el hombre estuvo formado, surgió algo sorprendentemente nuevo: un
cerebro lo bastante complejo como para conducir la evolución a un nuevo estadio
intencional.
La Humanidad no es como otras especies, pasadas o presentes. Ha desarrollado la
capacidad de utilizar técnicas de avanzada ingeniería biológica. Estas técnicas
seguirán perfeccionándose y, gracias a ellas, aprenderá a controlar su propia
evolución.
Una de las tareas del siglo XXI será hacer un mapa de todos los genes humanos,
determinando su estructura y su funcionamiento, tanto solos como en combinación
con otros genes. Será una tarea formidable, y todas las combinaciones genéticas no
podrán ser comprobadas en un tiempo determinado.
No obstante, se podrán efectuar progresos y podrán ser establecidos «postes
indicadores» para la modificación, reposición y recombinación de genes. Los
resultados podrán ser experimentados en células individuales, en tejidos, órganos y,
en su momento, en organismos intactos.
Sin que pretendamos señalar con exactitud las técnicas biológicas que serán
desarrolladas, de todos modos podremos estar seguros de que la Humanidad se
desplazará en alguna dirección predeterminada, a pasos lentos, pero millones de
veces más deprisa que un ciego azar.
Esto se presenta ante nosotros como una formidable e impresionante tarea, y sólo
pensar en posibles errores estremece. Pero, sin duda, los ingenieros de la evolución
del siglo XXI serán razonablemente hábiles en su trabajo, cometerán menos errores de
lo que tememos y serán cuidadosos para no hacer algo irreparable.
Aun cuando consideremos que un programa orientado hacia la educación y el
ocio evitará cualquier decadencia de la iniciativa individual y de la creatividad, y que
el desarrollo de la ingeniería genética impedirá cualquier detención de las especies,
puede argüirse que todo esto no evitará el lento estancamiento de la Humanidad.
El mundo del siglo XXI, tal como lo estamos describiendo, es un mundo sin
crecimiento físico. No se podrá permitir que la población crezca; en realidad, deberá
disminuir. Ni tampoco podrá haber una continua expansión en el uso de recursos, ya
que la Humanidad nunca olvidará la limitada capacidad de la Tierra tras las
experiencias que se habrán conocido al final del siglo XX.
Por supuesto, habrá continuo crecimiento de los conocimientos y de la
sofisticación con la que se desarrollará la tecnología humana, pero éste no es un
factor obvio y debería, en todo caso, dedicarse enteramente a hacer de la Tierra un
hogar confortable para una población limitada. La tendencia de la Humanidad sería
hacia el establecimiento de una política estable de no-crecimiento.
Sin embargo, la Humanidad siempre ha vivido en el riesgo y en la aventura;

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quizás ha sido la posibilidad de fracasar lo que ha hecho tan excitante la persecución
del éxito. Con el éxito asegurado, ¿con qué fin se emplearía la iniciativa individual, y
con qué propósito de mejora de la especie se utilizaría la ingeniería genética? A falta
de horizontes, ¿no puede llegar a perder su sentido la Humanidad?
De cualquier modo, no faltarían horizontes. La Humanidad ya ha podido salir de
la Tierra. En seis veces distintas, dos hombres han caminado sobre la Luna. En
principio, se brinda a la Humanidad una pluralidad de mundos.
En las presentes circunstancias, tales exploraciones espaciales no son prácticas.
Conforme aumenta la población, la Humanidad deberá concentrar cada vez más sus
esfuerzos en la tarea de sobrevivir. El pequeño esfuerzo que ya hemos hecho,
justamente para llegar a la Luna y nada más, escandaliza a mucha gente que opina
que tal gasto hubiera debido efectuarse en mejorar las condiciones de vida en la
Tierra. En las próximas décadas, cuando las necesidades de la Tierra crezcan con
terrible rapidez, la posibilidad de encontrar los recursos para desarrollar la
exploración del espacio disminuirán con igual rapidez.
Pero en un mundo con bajo índice de natalidad y población disminuyendo, en un
mundo en el que la tecnología haya sobrevivido y progresado, el panorama sería
enteramente distinto.
En un mundo sin guerra (ya que a menos que se encuentre un modo de evitar el
increíble despilfarro de energía y recursos que representan incluso los ejércitos en
tiempos de paz, nuestra civilización no sobrevivirá) la exploración del espacio servirá
como sustituto emocional. Será la aventura, que podrá ser compartida por todos los
sectores de la Humanidad. Será como una guerra contra enemigo común: las vacías
distancias del Universo.
Con técnicas avanzadas, los vuelos espaciales no serán tan caros ni peligrosos
como ahora. Será posible no sólo alcanzar la Luna, sino crear un espacio habitable
bajo su corteza que, inicialmente, recibirá los necesarios suministros de alimentos,
agua y maquinaria, A partir de eso, mediante unos cuidadosos trabajos y el
aprovechamiento de la propia corteza de la Luna, la colonia selenita podrá finalmente
vivir independientemente de la Tierra.
Seguramente, la siguiente etapa será el viaje hasta Marte -más largo-, y hacia
finales del siglo XXI es muy posible que lleguen a existir tres mundos humanos, cada
uno de ellos marcadamente diferenciado de los otros dos.
La iniciativa y el ingenio humanos, que aún existirán en un mundo de gente
entrada en años, encontrará mucho espacio para la expresión en el establecimiento, la
expansión y la mejora de los dos nuevos mundos. Y esos nuevos mundos, en sus
primeros períodos, pueden ser sociedades de jóvenes.
Las nuevas técnicas de ingeniería genética encontrarán su aplicación en controlar
y guiar las obvias necesidades para los cambios en la anatomía y fisiología humanas
que adapten debidamente a los nuevos pioneros de la vida en la Luna y en Marte.
En realidad, no habrá posibilidad de que la Humanidad sufra del aburrimiento que

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se produce en un mundo demasiado seguro y tranquilo. Costará bastante tiempo que
la Luna y Marte ofrezcan a sus nuevos habitantes unas condiciones de vida seguras y
tranquilas. Mucho antes de que se haya conseguido esto, la Humanidad habrá
emprendido viajes más lejanos.
Más allá de Marte están las vastas extensiones del sistema solar exterior, con
mundos tan increíblemente enormes como Júpiter, de tamaño mediano como los
diversos satélites, y tan pequeños como los asteroides. En el siglo XXII se deberá ver
el modo de explorar y aprovechar mejor esos mundos.
Y rebasando el borde del sistema solar se hallan las estrellas en números
gigantescos. No sé si alguna vez podremos vencer el límite de la velocidad de la luz y
será posible realizar viajes a las estrellas. No puedo decir si la Humanidad podrá
construir enormes naves que cumplan la función de mundos y recorran el espacio
sucediéndose a bordo las generaciones. Tampoco tengo modo de adivinar si la
Humanidad, al explorar el Universo, encontrará otros seres inteligentes que puedan
ayudar o perjudicar. Pero, suceda lo que suceda, existe un horizonte, y mientras éste
exista, la Humanidad no se aburrirá nunca.
Si podemos superar las próximas décadas y sobrevivir a las crisis inmediatas que
nos amenazan, existe la posibilidad de que lleguemos a gozar de un sistema solar
habitado por unos humanos dichosos cuyos recursos no se agoten nunca.

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Siento un temor irracional por los aviones y, por ello, nunca vuelo. A veces me
digo que mi miedo no es tan irracional, pues siempre recibimos noticias de
accidentes de aviación. Sin embargo, no experimento ningún reparo en conducir
mi automóvil, incluso en los fines de semana. Kilómetro a kilómetro, los peligros
que corro al volante son mayores que los que correría en avión, de modo que
descartar este último sistema en favor del anterior, a causa del temor a sufrir
algún daño, es irracional.
Pero es que la irracionalidad significa que se encuentra más lejos de
cualquier razonamiento. De modo que espero continuar conduciendo y evitando
viajar en avión.
Cuando se me pidió que hiciera unas previsiones sobre el futuro de los
transportes, aproveché gustoso la ocasión. En definitiva, si consideraba lo que
sería del transporte por tierra, ¿no llegaría a encontrar inútil el avión?
El problema era que cuando describí algunas de las posibilidades para un
mejor y más rápido transporte por tierra, tuve que admitir la posibilidad de que,
si estos sistemas existieran ahora, yo no los utilizaría.
¡Seamos sinceros! La velocidad me saca de quicio… Soy de esas personas
que, en un taxi, le dicen al conductor: «No tengo prisa, chofer. Reduzca la
velocidad, por favor».

21. ACERCA DE LOS TRANSPORTES

A través de la Historia de la Humanidad, los individuos han permanecido


relativamente inmóviles. Desde luego, siempre han andado y corrido, así como
saltado, pero la distancia que podían recorrer de este modo era muy reducida y ellos,
personalmente, sólo recorrían su ciudad natal y sus inmediatos entornos.
Los soldados marchaban miles de kilómetros incluso en la Antigüedad, y los
jinetes y marineros solían efectuar largos viajes. Los largos viajes costaban meses,
hasta años, y sólo participaba en ellos una pequeña minoría. La mayoría de la gente
se quedaban en sus lugares habituales.
Sólo con la llegada de la Revolución Industrial, con el buque a vapor, la
locomotora y, sobre todo, el automóvil y el avión, las personas corrientes han
empezado a considerar al planeta como su propia casa. Ahora nos podemos desplazar

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a voluntad de un punto a otro, sea cual sea la distancia, y en cuestión de horas.
Sin duda, ahora nos movemos libremente… sucede sólo que sufrimos las
angustias de los embotellamientos de automóviles, nos ensordecen los horrísonos
sonidos de los motores y estamos pavimentando la tierra con una intrincada red de
autopistas, al tiempo que nos envenenamos con la polución producida al quemar
gasolina, gastándola además a un ritmo que, en treinta o cincuenta años nos dejará sin
recursos energéticos y, finalmente, matamos y herimos a centenares de miles de
personas al año.
Cuando miramos hacia un futuro con una población siempre creciente en nuestro
mundo, podemos creer que cada vez habrá más gente desplazándose, más
automóviles, autobuses y aviones, mayores y peores aglomeraciones de tráfico, ruido,
contaminación, despilfarro y muerte hasta que todo se suma en el caos.
Si la población sigue creciendo progresivamente, las insaciables demandas, por
parte de cada vez más gente, de mayores cantidades de alimentos y de servicios
pueden sobrecargar y destruir nuestra civilización tecnológica. Si, por el contrario, el
crecimiento demográfico es enlentecido, detenido y, finalmente, invertido, es posible
que no haya ningún problema que resulte insoluble y, en particular, que el futuro de
los transportes sea brillante.
Una respuesta que suele darse con respecto a la contaminación automovilística es,
por ejemplo, el empleo de coches eléctricos, que serían relativamente silenciosos y no
contaminantes. Sin embargo, mientras obtengamos nuestra energía de los
combustibles fósiles, del carbón y del petróleo, los coches eléctricos no serán
solución. Se limitan a cambiar la contaminación de un lado a otro. En lugar de que
cada coche queme su propio combustible, varias plantas eléctricas tendrán que
quemar el combustible para producir la electricidad necesaria. Sería conveniente no
tener varios contaminantes ensuciando el aire en las ciudades atestadas de tráfico,
pero la cantidad total de contaminantes que pasarían a la atmósfera serían los mismos
y, a largo plazo, el aire continuaría ensuciándose más en todas partes.
Lo que se necesita es alguna otra clase de energía aparte los combustibles fósiles
que, de cualquier modo, escasean de una forma terrible. Si podemos aprender a
fabricar electricidad obteniéndola de la energía solar, ya sea cubriendo parte de la
superficie desierta de la Tierra con células solares, o bien instalando en el espacio una
estación colectora de energía solar, entonces nos encontraríamos con una situación en
que la polución descendería al mínimo.
Tampoco debemos depender de la energía solar como única fuente. Si podemos
desarrollar energía de fusión nuclear controlada (que no debe ser confundida con la
peligrosa energía de fisión nuclear que ahora estamos utilizando), tendríamos de este
modo un suministro de electricidad casi ilimitado procedente de una fuente
relativamente libre de contaminación.
Sin embargo, no podemos esperar que todos los transportes se muevan con
electricidad. Resulta difícil imaginar aviones conducidos por electricidad. Siempre

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habrá ocasiones en que sea conveniente el combustible líquido, pero ¿de dónde se
obtendrá en el futuro el combustible líquido si el petróleo se ha agotado? Se podría
obtener cierta cantidad del carbón, pero sería más lógico utilizar la barata electricidad
producida por energía solar o energía de fusión.
Tal electricidad podría utilizarse para convertir agua en hidrógeno y oxígeno. El
hidrógeno podría entonces ser combinado con dióxido de carbono para formar
alcoholes e hidrocarburos simples. Éstos son combustibles líquidos que, en motores,
pueden combinar con oxígeno para producir energía al formarse agua y dióxido de
carbono. Empezaríamos con agua y dióxido de carbono y acabaríamos con agua y
dióxido de carbono.
Además, el combustible formado de esta manera consistiría sólo en carbono,
hidrógeno y unos ocasionales átomos de oxígeno. La contaminación que sufrimos
hoy en día consiste en impurezas de carbón y gasolina que contienen otras clases de
átomos: nitrógeno y azufre, por ejemplo. De este modo tendremos cantidades
ilimitadas de combustible no contaminante para los motores de combustión interna
del futuro, y nuestras carreteras serán recorridas tanto por coches movidos con
gasolina como con electricidad.
Si resolvemos los problemas de la energía y de la polución, ¿qué haremos con las
aglomeraciones de tráfico y con los accidentes?
En ese sentido deberemos utilizar una creciente automatización. Los semáforos
actuales son inflexibles. Es difícil que lleguen a comprender las diferentes afluencias
de tráfico en distintas direcciones y horas. Quizás en el futuro sea posible tener
semáforos que sean capaces de detectar la relativa densidad de tráfico en las
diferentes direcciones y ajustar las relativas duraciones de las luces verdes y rojas. De
este modo, se lograría la máxima fluidez en la circulación. De hecho, tendrían que
instalarse redes completas de semáforos controlados por computadora y que
reaccionaran a la afluencia de tráfico, ajustándose entre sí cooperativamente de modo
para que los vehículos circulen de manera óptima.
Los coches individuales utilizarán radar a fin de detectar obstáculos por la noche,
con niebla, o bien para advertir los frenazos del coche que va delante. Por supuesto,
un conductor puede no advertir las señales del radar, de modo que es probable que los
coches vayan equipados con mecanismos automáticos que frenen o detengan el coche
en momentos oportunos. De este modo, los accidentes de circulación descenderían
considerablemente.
En realidad, el automóvil del futuro será automático por completo. Podemos
imaginar un vehículo con un «cerebro» cibernético que recibiera el programa de la
red de carreteras para ciertos viajes y que pudiera seguir la ruta más conveniente al
tiempo que vigilaría la presencia de obstáculos y otros coches y ajustaría su velocidad
a la del tráfico. Sólo serían necesarias operaciones manuales (o quizá reajustes de
emergencia) en caso de inesperados cambios de dirección.
Cuanto más completo y seguro hagamos el automóvil del futuro, es de esperar

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que lo utilice más gente. El tráfico seguiría siendo sumamente denso y ni todas las
computadoras del mundo podrían evitar que fuese lento.
Una solución sería utilizar medios de transporte que pudiesen desplazar a más
gente que los automóviles: autobuses o trenes, por ejemplo. Naturalmente, éstos
también tendrían que ser perfeccionados si van a competir con el automóvil. (Parte de
nuestros actuales problemas es que los sistemas de transportes masivos de hoy no
compiten ventajosamente con los automóviles.)
El transporte masivo del futuro deberá ofrecer mayor velocidad y comodidad
mediante el empleo de la levitación magnética. Un riel magnético central, de forma
similar al del propio tren, creará una repulsión (si las intensidades de campo
magnético son lo bastante grandes) que elevará el tren unos centímetros sobre el riel.
Ya que virtualmente no habrá fricción, el tren podrá alcanzar una velocidad libre de
vibraciones de 450 Km por hora.
Una forma más espectacular de evitar las aglomeraciones de tráfico es desplazar
en distinta dirección parte del tráfico que discurre sobre la superficie de la tierra.
Al menos hay una posibilidad, por ejemplo, de que las ciudades del futuro se
excaven bajo tierra. Esto nos podrá parecer extraño, acostumbrados como estamos a
vivir al aire libre, pero vivir bajo tierra también ofrece sus ventajas.
La principal de ellas sería no depender del tiempo atmosférico. El mundo
subterráneo no sería molestado por la lluvia ni la nieve, así como tampoco por la
niebla. Bajo tierra no existirían las variaciones de temperatura que conocemos en
superficie. Ya fuera de día o de noche, verano o invierno, las temperaturas en el
subsuelo serían invariables, y el único peligro natural que se debería temer serían los
terremotos.
La derrota del tiempo atmosférico sería de gran importancia para el transporte, ya
que ello popularizaría el mecanismo básicamente humano de caminar. Todos
caminamos constantemente, de aquí para allí, de estancia en estancia, escaleras arriba
y escaleras abajo. ¿Qué nos impide andar al aire libre? Principalmente, se objeta que
a menudo hace demasiado calor, frío o que el tiempo es demasiado húmedo o
ventoso. En una ciudad subterránea en la que no se conocerían variaciones
atmosféricas, andar sería lo habitual para desplazarse horizontalmente, al menos para
cortas distancias, y para el desplazamiento vertical se utilizarían ascensores, como en
los grandes edificios.
Para desplazarse a grandes distancias bajo tierra -desde un extremo al otro de la
ciudad, por ejemplo- habría calzadas que se desplazarían automáticamente. Habría
vehículos de movimiento lento con muchos puntos de entrada y salida, así como otros
vehículos «exprés» para desplazamientos a mayor distancia. (Describí una ciudad
subterránea semejante en mi libro The Caves of Steel, publicado por «Doubleday» en
1953.)
Es posible que llegáramos a tener también un masivo tránsito subterráneo. Los
trenes se moverían a través de largos túneles mediante levitación magnética, con el

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perfeccionamiento -más práctico bajo tierra que en superficie- de que los túneles
estarían vacíos. Con la ausencia de la presión del aire, los trenes se podrían desplazar
con muchísima velocidad y los viajes transcontinentales se realizarían a velocidades
supersónicas, con tanta rapidez como un avión, pero con más seguridad.
Podemos imaginar un túnel bajo el estrecho de Bering, de modo que los
continentes estarían interconectados mediante este transporte rápido en vacío desde
Ciudad del Cabo a la Patagonia y todos los puntos intermedios. Australia sería la
zona más poblada que permanecería al margen del principal sistema de túneles.
Este desplazamiento del tráfico también podría ser en otra dirección. Se podría
realizar sobre la superficie de la tierra, de igual modo que por debajo. Los
automóviles u otros vehículos podrían desplazarse con motores a reacción. Como en
el caso de la levitación magnética, la fricción quedaría notablemente reducida,
permitiendo ello mayores velocidades y menos vibración.
La importancia del transporte mediante la propulsión a chorro ampliaría las
posibles rutas de viaje. El transporte de superficie se ve limitado a las carreteras y
autopistas, y los trenes subterráneos a los túneles. Sin embargo, un vehículo de
propulsión a chorro podría avanzar por cualquier sitio cuyo piso fuera relativamente
llano; con ello, la densidad de tráfico descendería generalmente, con excepción de
algunos pocos cuellos de botella, la mayor parte de los cuales podrían ser
modificados.
Desde luego, existe un inconveniente obvio en la capacidad de un vehículo a
propulsión para cruzar campo a través de propiedades privadas e invadir un territorio
que hasta el momento se había visto libre de intrusos. Sin embargo, debe tenerse por
seguro que todos los cambios tecnológicos supondrán efectos sociales que tendrán
que considerarse en todas las legislaciones del mundo.
Lo más interesante de los vehículos de propulsión a chorro es, por supuesto, que
podrán desplazarse sobre el agua con la misma facilidad que sobre tierra. De hecho,
se desplazarían sobre el agua con mayor facilidad, excepto en caso de vientos muy
fuertes o tormentas, ya que la superficie marina es muy llana y no está dividida en
terrenos privados.
Dado que los ríos podrían ser cruzados por cualquier punto, el peso del tráfico
sobre los puentes sería aminorado y éstos podrían ser reservados para transportes que
no fueran masivos y a propulsión. Australia y otras islas mayores, al margen de la red
de túneles vacíos continentales, podrían ser alcanzadas por tales vehículos a
propulsión.
Los transportes masivos oceánicos podrían efectuarse también a propulsión. Las
líneas de pasajeros y grandes buques de carga podrán viajar con propulsión a chorro
con buen tiempo, descendiendo hasta la superficie del agua cuando el viento y el
tiempo atmosférico así lo hiciera necesario. Tales vehículos acuáticos movidos con
propulsión a chorro podrían cruzar la tierra y no tendrían necesidad de llevar sus
cargamentos hasta los pocos puertos que ahora existen, sino a cualquier punto de la

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superficie terrestre que les ofreciera las mejores condiciones para entregar sus
mercancías.
Actualmente, el auténtico viaje aéreo es casi por entero transporte masivo, y los
aviones gigantes sólo pueden despegar y aterrizar en algunos pocos aeropuertos muy
determinados. Esto significa que contribuyen a entorpecer el tráfico que pasa por
estos aeropuertos.
En el futuro, una nueva dimensión del viaje aéreo podría ser el empleo de
equivalentes de automóviles aéreos. Esto podría efectuarse en la forma de un avión
de Despegue y Aterrizaje Vertical («VTOL»). Un avión VTOL no necesitaría grandes
pistas, sino un metro de espacio para realizar tales maniobras. Indudablemente, los
puntos de aterrizaje y despegue tendrían que estar especialmente ideados para resistir
el shock de partida y llegada, pero cualquier progreso tecnológico requiere una serie
de innovaciones. (La aparición del automóvil supuso la creación de garajes, carreteras
pavimentadas y estaciones de servicio.)
Los aviones VTOL podrían, finalmente, no ser mayores que automóviles, no
llevar más que una carga, no ser más caros y ser tan útiles para el empleo individual
como los automóviles. Y éstos también, como los automóviles del futuro, podrían ser
automáticos y controlados por computadora. Su ventaja sobre los vehículos de
superficie sería que el aire es tridimensional y más espacioso que el suelo, y entonces
no serían necesarias las carreteras.
Uno podría incluso imaginar el equivalente a una bicicleta aérea, en la forma de
un motor a reacción acoplado a la espalda de una persona. En tal caso, uno podría
volar individualmente, sin el efecto aislador de metal circundante, así como tener la
sensación de vuelo que no se experimentaría en ningún vehículo cerrado. La
propulsión a chorro individual puede muy bien convertirse en un gran deporte del
futuro, gozando del aprecio de la juventud por la excitación que supone, si bien
ofrecería sólo una contribución pequeña al problema de los transportes. Sería lento en
grado sumo y el cuerpo humano sin protección es demasiado frágil para que tal viaje
sea económico o seguro en gran escala.
Naturalmente, todas esas formas de viaje que he mencionado requieren energía,
ya sea para hacer girar las ruedas, mover motores, mantener un campo magnético, un
vacío, o cualquier otra cosa. Todo cuesta.
Con energía solar y de fusión tendríamos toda la energía que pudiéramos
necesitar razonablemente, por supuesto, pero eso no quiere decir, necesariamente, que
deseemos utilizar toda la energía que podamos, o que tengamos intención de hacerlo.
El empleo de energía siempre tiene su precio. Se suele decir que la energía solar
directa no es contaminante, pero esto no es completamente cierto. Si muchos
kilómetros cuadrados de desierto son cubiertos con paneles solares, se puede argüir
que tales paneles utilizarían una luz solar que habría caído sobre la superficie de la
Tierra de cualquier modo, con lo que no se habría añadido ninguna contaminación.
Sin embargo, las células absorberían más luz que el suelo desnudo. De este modo,

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llegaría a la superficie terrestre más calor del habitual. Este calor adicional
(«contaminación termal») podría ocasionar que se elevase ligeramente la temperatura
media de la Tierra.
Si se irradiase a la Tierra energía solar desde una estación espacial, llegaría a
nuestro planeta una energía que no lo hubiese hecho en otras circunstancias, y esto
produciría más contaminación termal que los paneles solares. La fusión nuclear
también provocaría contaminación termal (además de un poco de radiación que,
probablemente, sería contenida).
La contaminación termal puede ser peligrosa. Una ligera elevación de la
temperatura de la Tierra -ni siquiera perceptible por nosotros- podría acelerar la
fusión de los mantos de hielo, produciendo una desastrosa subida del nivel del mar.
Esto podría limitar nuestro uso global de energía durante el tiempo que tardáramos en
aprender a regular la forma en que nuestro planeta mantuviese su equilibrio térmico.
Así, pues, sería útil reducir el consumo de energía, limitando los transportes en lo
posible. Y entonces resultaría que buena parte del transporte sería innecesario.
Por ejemplo, hoy en día, solemos transportar masivamente no porque deseamos
que las masas se desplacen de un sitio a otro, sino porque deseamos que se transfiera
la información transportada por la masa. Sin embargo, la información en sí no tiene
masa y puede ser enviada empleando sólo una pequeña fracción de energía.
Acostumbramos enviar un documento en un avión, así como a una persona
portadora del documento, cuando todo lo que necesitamos es enviar la información
sobre el documento por medios electrónicos a la velocidad de la luz.
En el futuro, nuestra capacidad para transferir electrónicamente se verá muy
ampliada. Vendrá un tiempo en que estén en el cielo avanzados satélites de
comunicaciones, conectados entre sí y con la Tierra mediante rayos láser de luz
visible que puedan transportar un millón de veces más mensajes que las ondas
radiofónicas. Las comunicaciones terrestres estarán conectadas por luz láser que pase
por fibras ópticas finas como cabellos. Llegará un día en que todo el mundo tendrá su
propia longitud de onda televisiva.
Cualquier persona podría recibir documentos, ya sea proyectados en pantalla, o
bien impresos. Las oficinas y fábricas (que serán progresivamente automatizadas y
controladas mediante computadoras) podrán ser dirigidas mediante monitores y sus
trabajos regulados por televisión y telemetría. Las reuniones de negocios podrán ser
efectuadas mediante imágenes televisadas de los participantes, en tres dimensiones,
imágenes que no podrán diferenciarse de la persona real, al menos en lo que se refiere
a visión y sonido.
Una vez que las señales de envío rápido puedan sustituir fácilmente a los lentos
desplazamientos masivos, no serán necesarios muchísimos viajes de negocios.
Si disminuye esa parte del transporte dedicada a los viajes de negocios, se logrará
un enorme ahorro de energía y habrá mucho más espacio y comodidad para quienes
viajan para efectuar visitas, divertirse o en plan de vacaciones.

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Si la Humanidad resuelve su problema demográfico y aprende el modo de evitar
que las rivalidades regionales degeneren en guerra y terrorismo, y si evitando esto se
conservan la civilización y el progreso tecnológico, entonces el transporte del futuro
requerirá menos energía, mucho menos ruido y contaminación, y mucha más
variedad y placer del que hemos conocido en el pasado.

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La ciencia-ficción, a la que soy muy aficionado, siempre se refiere a viajes a
cualquier velocidad, por elevada que sea. En definitiva, sería necesaria una
velocidad de muchos millones de kilómetros por segundo caso de pretender
viajar entre las estrellas dedicando un tiempo relativamente comparable al fácil
viaje entre la Tierra y la Luna.
Sin embargo, de acuerdo con unas bien establecidas teorías y observación,
no hay modo de que nada con masa (por ejemplo, nosotros o nuestros vehículos)
pueda superar, ni siquiera igualar, la velocidad de la luz en el vacío, y eso sólo
alcanza los 299 792,5 kilómetros por segundo.
La mayoría de los no científicos encuentran esta limitación paradójica, e
incluso absurda, estando seguros de que se trata de un error. Ellos están
seguros, en cierto modo, de que esa limitación se puede superar.
Se insiste tanto en esto que me veo impulsado a menudo a discutir sobre el
tema, y el siguiente ensayo es mi más reciente intento de reconciliar la opinión
pública con la realidad de las cosas.
En lo que a mi respecta concretamente, no hay nada inquietante en esta
limitación de velocidad en el Universo real. Como he dicho antes, la velocidad
me pone nervioso. La velocidad de la luz, por lenta que pueda ser en la escala
del Universo, a mi me basta. Incluso me parece un poco excesiva.

22. EL LÍMITE EXTREMO DE LA VELOCIDAD

SI usted empuja algo con la suficiente fuerza, esto empezará a moverse. Si usted
continúa empujándolo mientras se mueve, se acelera; o sea, que se mueve más
deprisa.
¿Por qué tiene que haber un límite a la velocidad de desplazamiento? Si seguimos
impulsando una cosa, cada vez debería ganar más velocidad, ¿no es así?
Cuando algo se mueve, tiene «energía cinética». La cantidad de energía cinética
poseída por un objeto en movimiento depende de su velocidad y de su masa. La
velocidad es una propiedad en línea recta que es fácil de alcanzar. Decir que una cosa
se desplaza a elevada o a escasa velocidad ofrece una clara imagen a la mente.
La masa es algo más sutil. La masa está relacionada con la facilidad con que
puede ser acelerado un objeto. Suponga que tiene dos pelotas de béisbol, una de las

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cuales sea convencional y la otra una imitación exacta de acero sólido. Sería mucho
más costoso acelerar la bola de acero a una velocidad particular arrojándola que
haciendo lo mismo con una pelota de béisbol ordinaria. Sucede que la bola de acero
posee mayor masa.
La fuerza gravitatoria depende también de la masa. La bola de acero se ve atraída
más poderosamente por la tierra que la pelota de béisbol, y ello se debe a que la bola
de acero posee más masa. Así, pues, por lo general, sobre la superficie de la tierra, un
objeto más macizo resulta más pesado que otro que no sea tan macizo.
De hecho, resulta común (si bien no realmente correcto) decir «más pesado» y
«más ligero» cuando queremos decir «más macizo» y «menos macizo».
Bien, pues, volvamos a nuestro objetivo móvil que posee una energía cinética que
depende tanto de la velocidad como de la masa.
Si ese objeto móvil se ve desplazado con mayor rapidez, por medio de ese empuje
al que nos hemos referido, entonces aumenta su energía cinética. Este aumento se ve
reflejado tanto en un aumento de la velocidad como de la masa, los dos factores de
los que depende la energía cinética.
A bajas velocidades, las velocidades ordinarias que conocemos en nuestro mundo,
la mayor parte del aumento de la energía cinética supone una elevación de la
velocidad y muy poco aumento de masa.
De hecho, el aumento de masa es tan ínfimo a velocidades corrientes que no
podría siquiera ser medido. Así, pues, por esta razón quedó establecido que cuando
un objeto ganaba energía cinética, sólo aumentaba la velocidad, mientras que la masa
permanecía sin alteración.
Como resultado de ello, la masa era a menudo incorrectamente definida como
simplemente la cantidad de materia en cualquier objeto, algo que, obviamente, no
podía cambiar con la velocidad.
Sin embargo, en los años noventa del siglo XIX surgieron razones teóricas para
considerar la posibilidad de que la masa aumentaba cuando la velocidad lo hacía.
Después, en 1905, Albert Einstein, en su Teoría especial de la relatividad, explicó
exactamente en qué consistía la materia, presentando una ecuación que expresaba
cómo aumentaba la masa conforme aumentaba la velocidad.
Utilizando tal ecuación, se puede calcular que un objeto que tenga una masa «en
reposo» de 1 Kg alcanza una masa de 1,005 Kg cuando se desplaza a 30 000 Km por
segundo. (Una velocidad de 30 000 Km por segundo es mucho mayor que cualquier
velocidad media antes del siglo XX, e incluso entonces, el aumento de la masa es sólo
la mitad del 1 por ciento. No debe sorprendernos que el aumento de la masa no se
sospechara nunca antes de nuestro siglo.)
Conforme continúa incrementándose la velocidad, la masa empieza a aumentar
más rápidamente. A 150 000 Km por segundo, el objeto que tenga una «masa en
reposo» de 1 Kg alcanza una masa de 1,15 Kg.
A 270 000 Km por segundo, la masa llega a los 2,29 Kg.

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Según aumenta la masa, también crece la dificultad de acelerar más el objeto y
hacer que se mueva con mayor rapidez. (Ésa es la definición de la masa.)
Un empuje de determinada magnitud cada vez es menos efectivo para aumentar la
velocidad del objeto y es más efectivo para aumentar su masa.
Para cuando la velocidad ha llegado a 299 000 Km por segundo, casi toda la
energía conseguida por un objeto mediante empujes adicionales supone un aumento
de masa pero muy poco de velocidad.
(Esto es justamente lo contrario de la situación a velocidades muy bajas.)
Cuando nos aproximamos a una velocidad de 299 792,5 Km por segundo casi
toda la energía extra derivada de un empuje se convierte en masa adicional, pero no
así en velocidad adicional. Si una velocidad de 299 792,5 kilómetros por segundo
pudiera ser alcanzada, la masa de cualquier objeto en movimiento con una masa en
reposo superior a cero podría ser infinita. Entonces ningún empuje, por grande que
fuese, podría hacerla moverse a mayor velocidad.
Sucede que 299 792,5 Km por segundo es la velocidad de la luz y lo que nos dice
la Teoría especial de la relatividad de Einstein es que resulta imposible para cualquier
objeto con masa ser acelerado a velocidades iguales o mayores que la de la luz. La
velocidad de la luz (en un vacío) es el límite de velocidad absoluto para objetos con
masa, objetos como nuestras naves espaciales y nosotros mismos.
No se trata sólo de una teoría. Velocidades muy próximas a la de la luz han sido
medidas desde que se publicó la Teoría Especial y el aumento de masa que hemos
encontrado resulta exactamente como lo que se había predicho. La Teoría Especial ha
predicho toda clase de fenómenos que han sido observados con gran exactitud, y
parece que no existe ninguna razón para dudar de la teoría o para dudar del hecho de
que la velocidad de la luz sea la velocidad límite para todos los objetos con masa.
Seamos más fundamentales. Todos los objetos con masa están compuestos de
combinaciones de partículas subatómicas que poseen masa; tenemos, por ejemplo, el
protón, el electrón y el neutrón.
Éstos, y otros como éstos, siempre deben moverse a velocidades inferiores a la de
la luz. Todas estas partículas poseedoras de masa han sido agrupadas bajo la
denominación de «tardiones», un nombre inventado por Olexa-Myron Bilaniuk y sus
colaboradores.
Sin embargo, existen partículas que en reposo no tendrían ninguna masa (una
«masa en reposo de cero»). No obstante, estas partículas nunca están en reposo, de
modo que el valor de la masa en reposo tiene que ser determinado indirectamente y
no por medición directa en reposo. Por lo tanto, Bilaniuk propuso el término «masa
propia» para remplazar el de masa en reposo, a fin de evitar hablar de la masa en
reposo de algo que nunca está en reposo.
Resulta que cualquier partícula con una masa propia de cero debe viajar a la
velocidad de 299 792,5 Km por segundo ni más ni menos. La luz está compuesta de
fotones, partículas que tienen una masa propia de cero, y por tal razón la luz se

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desplaza a 299 792,5 Km por segundo, conociéndose por eso como la «velocidad de
la luz».
Otras partículas con masas propias de cero, tales como los neutrinos o gravitones,
también viajan a la velocidad de la luz. Bilaniuk sugirió que tales partículas con masa
cero fueran denominados «luxones», palabra derivada de la latina lux: «luz».
El límite de velocidad celestial, el de la luz, ha sido un problema para los
escritores de ciencia-ficción a causa de que ha limitado en gran medida el alcance de
sus relatos. La estrella más cercana, Alfa Centauro, está a 40 billones de kilómetros.
A la velocidad de la luz, costaría 4, 3 años (tiempo de la Tierra) ir desde nuestro
planeta a Alfa Centauro, y otros 4, 3 años regresar.
El límite de velocidad de la Relatividad Especial significa, por lo tanto, que
deberían transcurrir por lo menos 8, 6 años en la Tierra antes de que algo pudiera
realizar un viaje de ida y vuelta a nuestra estrella más cercana. Deberían, pues,
transcurrir 600 años por lo menos, para que algo pudiera ir y venir de la Estrella
Polar. Pasarían 5 millones de años como mínimo para realizar el viaje de ida y vuelta
a la Galaxia de Andrómeda.
Teniendo en cuenta estos lapsos mínimos de tiempo, costaría 150 000 años ir y
venir del extremo opuesto de la galaxia, y recordando que el tiempo sería mucho
mayor en cualesquiera condiciones razonables, supondría hacer extraordinariamente
complicado cualquier relato de ciencia-ficción que se refiriese a viajes interestelares.
Los escritores de ciencia-ficción que pretendiesen evitar este problema se verían
confinados al sistema solar.
¿Qué se puede hacer?
Para empezar, los escritores de ciencia-ficción pueden ignorar el problema y
pretender que no existe límite. Sin embargo, eso no sería ciencia-ficción, sólo cuentos
de hadas.
Por otro lado, los escritores de ciencia-ficción pueden suspirar y aceptar la
limitación de velocidad con todas sus complicaciones. L. Sprague de Camp lo hacía
rutinariamente y Poul Anderson escribió recientemente una novela, Tau Zero, que
aceptaba el límite de una manera muy ingeniosa.
Finalmente, los escritores de ciencia-ficción pueden hallar algún modo más o
menos plausible de orillar el problema del límite de velocidad.
De este modo, Edward E. Smith, en su serie de novelas intergalácticas, presentaba
algún sistema para reducir a cero la inercia de cualquier objeto. Con una inercia cero,
cualquier empuje puede producir infinita aceleración, y Smith razonaba que cualquier
velocidad que llegara al infinito sería, por lo tanto, posible.
Por supuesto, no hay ningún modo conocido de reducir a cero la inercia. Aun
cuando hubiese un modo de hacerlo, la inercia es por completo equivalente a la masa
y reducir la inercia a cero es reducir la masa a cero. Las partículas sin masa pueden
ser aceleradas con infinita facilidad, pero sólo a la velocidad de la luz. La inercia cero
de Smith haría posible viajar a la velocidad de la luz, pero no más deprisa que la luz.

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Un sistema más corriente en la ciencia-ficción es imaginar un objeto que
abandona por completo nuestro universo.
Para ver lo que esto significa, consideremos una simple analogía. Supongamos
que una persona debe avanzar por un terreno muy difícil: montañoso, lleno de
precipicios, ríos torrenciales, etc. Podría aducir que es imposible avanzar más de tres
kilómetros cada día. Si se ha concentrado durante tanto tiempo en el viaje de
superficie como para considerar que es la única forma de avance concebible, podrá
llegar a imaginar que el límite de velocidad de tres kilómetros al día representa una
ley natural y un límite en todas las circunstancias.
Pero ¿qué pasaría si viajara por el aire -no necesariamente en un vehículo a
motor, como un avión o un cohete- sino en algo tan sencillo como un globo?
Entonces podría recorrer fácilmente tres kilómetros en una hora o menos, sin que
importara lo anfractuoso que fuera el suelo debajo de él. Al subir a un globo, saldría
del «universo» que limitaba su velocidad. O, hablando de dimensiones, haría derivar
un límite de velocidad para un viaje bidimensional por una superficie, pero no lo
aplicaría al viaje en tres dimensiones mediante el empleo de un globo.
De igual modo, el límite einsteniano debe concebirse como aplicable sólo a
nuestro propio espacio. En tal caso, si pudiéramos movernos más allá del espacio,
como nuestro viajero en globo se desliga del viaje sobre la superficie, ¿qué pasaría?
En la región más allá del espacio, o «hiperespacio», podría no existir ningún límite de
velocidad. Uno se podría desplazar a cualquier velocidad, por enorme que fuera,
mediante la adecuada aplicación de energía y, entonces, tras el lapso de unos
segundos, quizá, volver a entrar en el espacio normal por algún punto, lo cual habría
requerido dos siglos de viaje según el sistema ordinario.
El hiperespacio, expresado claramente o dado por sobrentendido, ha pasado a
formar parte de la temática de los escritores de ciencia-ficción desde hace varias
décadas.
Muy pocos, o quizá ninguno, de entre los escritores de ciencia-ficción, han
pretendido que el hiperespacio y el viaje más rápido que la luz fuera algo más que
una ficción a fin de simplificar el relato de las aventuras a escala galáctica o
supergaláctica. Sin embargo, de forma bastante sorprendente, la ciencia pareció
acudir en su ayuda. Lo que los autores de ciencia-ficción relataban basándose sólo en
su imaginación era algo que; en cierto modo, parecía tener justificación en la
Relatividad Especial.
Supongamos que imaginamos un objeto con una masa en reposo de 1 kilogramo,
desplazándose a 125 000 kilómetros por segundo. Esto se aproxima a la mitad de la
velocidad de la luz, de modo que deberíamos descartarlo por imposible; pero de
momento, no lo hagamos. Podemos utilizar las ecuaciones de Einstein para calcular
cuál sería su masa a 125 000 kilómetros por segundo, y resulta que la masa sería igual
a √-1 kilogramos. La expresión √-1 es lo que los matemáticos llaman un «número
imaginario». Tales números no son en realidad imaginarios y tienen usos de

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importancia, pero no son la clase de números corrientes considerados apropiados para
medir la masa. El sentimiento general sería considerar una masa imaginaria como
«absurda» y descartarla.
No obstante, en 1962, Bilaniuk y sus colaboradores decidieron investigar en el
asunto de la masa imaginaria y ver si se le podía dar un significado. Quizás una masa
imaginaria implicaba sólo una serie de propiedades que eran diferentes de las
poseídas por objetos con masa ordinaria.
Por ejemplo, un objeto con masa ordinaria, se aceleraba al ser empujado y perdía
velocidad al atravesar un medio resistente. ¿Y qué si un objeto con masa imaginaria
perdía velocidad al ser empujado y ganaba velocidad al cruzar un medio resistente?
Un objeto con una masa ordinaria tenía más energía cuanto más rápido se
desplazaba.
¿Y qué si un objeto con masa ordinaria tenía menos energía conforme avanzaba
con mayor rapidez?
Una vez fueron introducidos tales conceptos, Bilaniuk y los otros fueron capaces
de demostrar que los objetos con masa imaginaria, yendo más deprisa que la
velocidad de la luz, no violaban la Teoría Especial de la Relatividad de Einstein. (En
1967, Gerald Feinberg, al discutir sobre esas partículas más rápidas que la luz, las
llamó «taquiones», palabra derivada de otra griega que significa «velocidad».)
Sin embargo, esos taquiones más rápidos que la luz tienen sus limitaciones.
Conforme ganan energía al ser empujados, se enlentecen, y conforme se desplazan
con mayor lentitud, resulta más difícil hacer que se muevan más lentamente. Cuando
se acercan a una velocidad tan limitada como los 299 792,5 Km por segundo ya no se
puede hacer que vayan más despacio.
Así, pues, hay tres clases de partículas:
1. Tardiones, con una masa propia mayor que cero, que se puede desplazar a
cualquier velocidad menor que la de la luz, pero que nunca puede alcanzar ninguna
velocidad igual que la de la luz o superior.
2. Luxones, con una masa propia de cero, que puede desplazarse sólo a la
velocidad de la luz.
3. Taquiones, con una masa propia imaginaria, que pueden moverse a cualquier
velocidad superior a la de la luz, pero nunca igual a la velocidad de la luz o menos.
Concedido que los taquiones pueden existir sin violar la Relatividad Especial,
¿podemos decir que existen realmente?
Constituye una regla común en la física teórica, aceptada por numerosos físicos,
que puede producirse cualquier cosa que no esté prohibida por las leyes básicas de la
Naturaleza. Si los taquiones no están prohibidos, entonces deben existir. Pero ¿cómo
podemos detectarlos?
En teoría, existe un modo de hacerlo. Cuando un taquión pasa a través de un
vacío a una velocidad superior a la de la luz (tal como debe de hacerlo), deja un
destello de luz tras sí. Si esta luz fuese detectada, uno podría, por sus propiedades,

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identificar y caracterizar el taquión que ha pasado. Por desgracia, un taquión que se
desplace a una velocidad superior a la de la luz permanece en un punto determinado
(digamos que cerca de un aparato detector) durante sólo una increíblemente pequeña
fracción de segundo. Las posibilidades de detectar un taquión son por lo tanto,
increíblemente pequeñas y hasta ahora no ha sido detectado ninguno. (Pero esto no
significa que no existan.)
Es perfectamente posible convertir una partícula de una clase en otra. Un electrón
y un positrón, que son tardiones, pueden combinarse para formar rayos gamma que
estén compuestos de luxones. Un rayo gamma puede ser reconvertido en un electrón
y un positrón.
Puede parecer, pues, que no existe objeción teórica a la conversión de taquiones
en luxones y viceversa; o, en el mismo sentido, en la conversión de tardiones en
taquiones y viceversa si se puede encontrar el procedimiento apropiado.
Supongamos, entonces, que fuera posible convertir todos los tardiones de una
nave espacial, junto con su contenido, tanto animado como inanimado, en taquiones
equivalentes. La nave espacial de taquiones, sin intervalo perceptible de aceleración,
se desplazaría quizás a mil veces la velocidad de la luz y llegaría a las proximidades
de Alfa Centauro en un día más o menos. Allí podría ser reconvertida en tardiones.
Debe admitirse que esto es mucho más difícil de hacer que de decir. ¿Cómo se
pueden convertir tardiones en taquiones, al tiempo que se mantienen todas las
complejas interrelaciones entre los tardiones, digamos, en un cuerpo humano? ¿Cómo
puede uno controlar la velocidad exacta y la dirección de viaje de los taquiones?
¿Cómo podrían reconvertirse los taquiones en tardiones con tal precisión que todo
vuelva exactamente a su estado original, sin perturbar el delicado fenómeno llamado
vida?
Pero supongamos que se pudiera hacer. En tal caso, ir a las distantes estrellas y
galaxias mediante el universo de los taquiones, sería exactamente equivalente al
sueño de la ciencia-ficción de realizar viajes interestelares por el hiperespacio.
¿Se puede considerar que se ha resuelto el problema del límite de velocidad?
¿Tenemos ya el Universo a nuestros pies?
Es posible que no. En un artículo que escribí en 1969, sugerí que los dos
universos que están separados por la «pared de luxones», la nuestra de los tardiones y
la otra de los taquiones, presentaban una sospechosa asimetría. Las leyes de la
Naturaleza eran básicamente simétricas, me parecía a mí, e imaginar velocidades
inferiores a la de la luz a un lado de la pared y velocidades superiores a la de la luz en
el otro lado de la pared no me parecía correcto.
Hablando con propiedad, sugerí (sin ningún análisis matemático y razonando
enteramente a base de intuición), que en cualquier parte de la pared de luxones en la
que estuviéramos nos parecía hallarnos en el universo de tardiones, y siempre el otro
lado sería el del universo de taquiones. De este modo, ambos lados serían de
tardiones, así como ambos lados de taquiones para el otro, y habría perfecta simetría.

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En la edición de 1971 del Anuario de Ciencia y Tecnología de «McGraw-Hill»,
Bilaniuk, en un artículo titulado «Espacio-Tiempo» sometió el tema a un cuidadoso
análisis matemático y encontró que existía tal simetría entre los dos universos.
Y si esto es así, persiste el límite de velocidad. No importa el modo en que las
naves espaciales vayan y vengan entre universos, siempre son de tardiones y siempre
es el otro universo el que va más deprisa que la luz. Así que los escritores de ciencia-
ficción deberán buscar en otra parte su hiperespacio.

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No puedo resistir la tentación de incluir, por lo menos, un ensayo que no haya
publicado nunca antes.
Sucedió lo siguiente: una empresa deseaba publicar un folleto informativo
acerca de sus actividades. Tal empresa produce fertilizantes químicos, de modo
que deseaban incluir, entre otras cosas, una imaginativa visión del próximo
futuro de la tecnología agraria.
Me propusieron tal tarea y escribí el siguiente ensayo. Lo aceptaron y me lo
pagaron, pero después el proyecto fue desechado por razones que (creo) no
tienen nada que ver con el ensayo.
De modo que nunca fue publicado… hasta ahora.

23. LAS PRÓXIMAS DÉCADAS DE LA


AGRICULTURA

EN nuestro planeta viven hoy cuatro mil millones de personas.


En el año 2000 seremos quizá siete mil millones. ¿O todas las bocas extra
perecerán y volveremos a quedarnos en cuatro mil millones? Esperemos que no.
Confiamos en que la explosión demográfica cese y alcance un nivel aceptable.
Esperamos que la conservación de la energía y el desarrollo de nuevas fuentes
energéticas permitan el desarrollo constante de la tecnología.
Y, mientras tanto, esperamos mantener viva a toda la población humana posible,
mientras el mundo resuelve sus problemas demográficos y energéticos. Pero ¿cómo?
Primero, ¿podemos aumentar el número de los campos dedicados al cultivo
agrícola? Desde luego, esto no resultaría nada fácil. La tierra fértil natural ya está
ocupada y sembrada, y en exceso, hasta el punto de que, en algunos lugares, el
desierto invade la tierra cultivable.
Bueno, pues, consideremos el desierto. La causa de la existencia de los desiertos
suele ser la falta de agua. Sin embargo, a la Tierra no le falta agua; en realidad, posee
superabundancia de ella. El problema es que el 98 por ciento del agua es salada y la
mayor parte del resto es hielo polar. En cualquier caso, es inútil para empleo agrícola.
El último recurso de regadío agrícola es la lluvia, de la cual se nutren nuestros
arroyos, ríos, estanques, lagos y agua subterránea. Este agua dulce se utiliza para

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regar tierras áridas, si bien puede emplearse más eficientemente; en particular se
podría aprovechar mejor el agua subterránea, pues podríamos hacerla surgir hasta en
regiones desiertas si ahondáramos lo suficiente.
Por otra parte, la lluvia no está debidamente repartida por el mundo, y esto
también podría modificarse. Gracias a los satélites meteorológicos, ya sabemos más
del aire del Globo y de la circulación oceánica de lo que hubiéramos podido soñar
hace veinte años. Dentro de veinte años más, podremos desarrollar las técnicas de
modificaciones meteorológicas.
Además, deberemos ir más allá de la lluvia. Se tiene en perspectiva la utilización
de icebergs como fuente de obtención de agua dulce. También se puede emprender a
gran escala la desalinización.
Pero la falta de agua no es la única razón de la existencia de un desierto. La vida
vegetal necesita una variedad de metales, los cuales no están proporcionalmente
distribuidos sobre la superficie del Globo. Zonas sumamente pobres en cinc,
molibdeno o cobre, por ejemplo, pueden ofrecer una fertilidad muy limitada aun
cuando se las ponga en regadío.
De nuevo podríamos recurrir a nuestros satélites para que nos proporcionaran una
imagen global, ya que la agricultura se ha convertido en una industria global que no
puede ser tratada eficientemente de un modo local o regional. Es posible que en los
próximos veinte años puedan ser producidos fertilizantes que se adapten a las
necesidades de cada territorio. Los fertilizantes se podrían elaborar con receta, por así
decirlo, y contendrían una cuidadosa mezcla de metales necesarios para producir la
máxima fertilidad en una zona determinada.
Procederemos a reorganizar el suelo para adaptarlo a la vida vegetal, tomando las
diversas clases de átomos de donde sobran y colocándolos en donde faltan. Esto no
será la única solución, pues la lluvia arrastra los minerales del suelo, y las plantas los
absorben. El suelo tendrá que ser periódicamente readaptado.
¿Escasez total de uno o de otro elemento? No es probable.
Todos los elementos encuentran su hogar definitivo en el mar. Allí existen ya sea
en solución o en forma de nódulos metálicos esparcidos por el fondo del mar y, en
cualquier caso, pueden ser recuperados.
La extensión de la tierra cultivable y la adaptación de la química del suelo a las
necesidades particulares de nuestros cultivos, harán que se vea muy reducida la
superficie de la Tierra dedicada a la Vida salvaje. Esto no podrá evitarse mientras siga
aumentando la población humana. Los esfuerzos para incrementar el rendimiento
agrícola deberán ir acompañados por unas medidas para frenar el crecimiento
demográfico, o si no, cualquier política agraria fallaría a largo plazo.
¿Puede ser aumentada la producción de alimentos mediante la extensión de la
tierra cultivable con el menor costo posible de vida salvaje?
Por un lado, podríamos aumentar el número de especies de plantas destinadas a la
población.

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La Humanidad subsiste básicamente con media docena aproximada de variedades
de granos, en especial trigo, maíz y arroz, pero existen muchas plantas tropicales que
podrían utilizarse como alimento. En algunos lugares sería posible hacerlas crecer
más abundantemente de lo que lo hacen otras cosechas más convencionales.
También podría existir la acuacultura; se podrían criar y cosechar algas en el
fondo del mar.
Con un superior conocimiento de las técnicas de ingeniería genética, se podrían
producir nuevas especies de plantas que no sólo crecieran más deprisa, sino que
poseyeran un más rico contenido vitamínico así como proteínas mejor equilibradas en
los aminoácidos esenciales.
(Naturalmente, otras especies que ofrecieran ventajas en cuanto a resistencia
climatológica o inmunidad a las enfermedades también podrían ser utilizadas en caso
de emergencia.)
La ingeniería genética podría crear asimismo nuevas razas de bacterias capaces de
producir nitrógeno atmosférico con mayor eficiencia, o bien capaces de provocar
otros deseables cambios químicos en el suelo. Esto produciría un efecto natural
continuo de gran fertilidad.
Las formas de vida que crecen más rápidas son los simples organismos
unicelulares. Pueden doblar su masa en horas o incluso en minutos. Podrían ser
cultivados en masa microorganismos apropiados que sirvieran de alimento, o como
complemento de la alimentación.
Podrían ser cultivados en soluciones cuidadosamente equilibradas, estudiadas
para asegurar el mayor grado de crecimiento. Es posible imaginar la preparación de
una mezcla mineral, disuelta en agua y añadida a la solución favorecedora del
crecimiento en forma de continuo goteo bien medido.
Todo el asunto podría montarse con agua, dióxido de carbono y minerales
incorporados en un extremo y trozos de material comestible en el otro. En medio
podrían estar las células trabajadoras, dividiendo, dividiendo y dividiendo.
Las células podrían ser adaptadas mediante técnicas de ingeniería genética para
producir trozos de alimento de sabor aceptable. Si esto último no fuera posible, la
industria química tendría que producir sabores artificiales, aromas y agentes
texturizadores.
Desde luego, tal tipo de alimentación puede resultar deprimente para quienes
prefieren las comidas tradicionales, pero si la Humanidad permite que los habitantes
de la Tierra alcancen los siete mil millones, la comida tradicional no bastará.
Entonces también deberemos prestar atención a la eterna guerra entre el Homo
sapiens y otras especies por el mismo tipo de alimentación. Como los humanos
hemos multiplicado el cultivo de ciertas especies vegetales selectas para alimentar a
nuestros animales, las plantas competidoras tendrán que ser arrancadas y los animales
forrajeros tendrán que ser eliminados. O al menos en toda la medida posible.
Esto no es siquiera una interferencia con el equilibrio ecológico. La interferencia

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la constituyen la proliferación de esas malas hierbas e insectos nocivos (algo, desde
luego, provocado por las actividades humanas).
Las actividades agrícolas humanas han creado un nuevo hábitat idóneo para
ciertas clases de plantas y de animales, los cuales se multiplican enormemente en ese
hábitat, como nunca lo hubieran hecho en una Naturaleza anterior al hombre. Las
ratas y ratones no proliferarían del modo en que lo hacen si no se hubiesen adaptado a
cierto parasitismo con respecto a la Humanidad. El agente que causa la enfermedad
del olmo holandés no habría proliferado del modo en que lo ha hecho si los humanos
no hubieran plantado filas de olmos tan juntas, con lo cual se ha hecho fácil el
contagio.
Las armas más sofisticadas en esta batalla contra los competidores por la comida
han sido los productos químicos utilizados contra el más peligroso y persistente de
estos competidores: los insectos. Esos productos químicos cada vez han sido más
sofisticados; desde venenos minerales puros, letales para la vida en general, hasta
sustancias orgánicas que ejercen efectos principalmente contra los insectos.
Incluso las sustancias orgánicas (el DDT ha sido la más famosa) podían tener
efectos secundarios, inesperados e incluso peligrosos. Además, no mataban todos los
insectos. Los que tenían inmunidad natural sobrevivían y daban nacimiento a
miríadas con igual inmunidad, con lo cual se extendía la resistencia a cualquier
pesticida particular.
Estos pesticidas han sido mejorados en muchos aspectos; en las próximas décadas
tendrán que utilizarse métodos más sutiles, La compleja historia de la vida de un
insecto supone las idas y venidas de ciertas hormonas con muda mediata, formación
de crisálida, etc. Estas hormonas son específicas de los insectos y se presentan en
variedades que son cada una de ellas propias de un pequeño grupo de especies, o
incluso de una especie en particular, y no afectan a nada viviente.
El empleo de la propia hormona o de sus semejantes sintéticas puede servir para
trastornar el ciclo vital de algún insecto particularmente nocivo, sin efectos
secundarios en ninguna otra especie de ente vivo. Ni siquiera un insecto podría
desarrollar inmunidad a sus propias hormonas.
Muchos insectos se aparean con éxito al haber reaccionado el macho a
«feromonas» químicas especiales liberadas por la hembra receptiva. El macho
respondería automáticamente, aunque la sustancia no tenga efecto en ninguna otra
especie. (Si la tuviera, se vería subvertida toda su función de reproducción efectiva.)
Así, pues, las feromonas podrían ser utilizadas para engañar a los machos y evitar la
reproducción.
Una victoria sobre las plagas que afligen a la agricultura podría doblar las
disponibilidades de alimento sin tener que utilizar ni una hectárea más de tierra ni
plantar ni una simiente adicional de grano.
La comida para los animales es un lujo. Si un animal es herbívoro, serán
necesarios cinco kilos de vegetales para producir medio kilo de carne animal para la

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alimentación humana. Con el aumento de la población de la Tierra, habrá una presión
cada vez mayor para aprovechar los cinco kilos de vegetales a los que antes nos
hemos referido, directamente para el consumo humano, en lugar de emplearlos en
producir medio kilo de carne.
Sin embargo, cuanto más se haga para aumentar la producción vegetal y para
evitar las plagas que la afectan, menos espacio quedará para la producción animal. En
pocas palabras, el futuro apunta hacia el vegetarianismo.
También se podría mejorar la producción de alimentos para los animales. Por
ejemplo, el ganado come hierba y heno, que contienen mucha celulosa, una sustancia
que los humanos no podemos digerir.
En realidad, el ganado tampoco puede digerir la celulosa directamente. Lo
consiguen mediante la presencia de ciertas bacterias que se hallan en sus complicados
estómagos, bacterias que son capaces de digerir la celulosa.
Si, mediante la ingeniería genética, conseguimos producir razas de bacterias que
puedan realizar más rápidamente el proceso de digerir la celulosa, si creamos
bacterias que puedan descomponer otros componentes de sustancias vegetales,
podríamos imaginar animales que vivieran, literalmente, de aserrín y agua, a lo cual
se podrían añadir pequeñas cantidades de minerales y vitaminas.
Entonces, el océano se podría convertir de terreno de pesca de alimento en terreno
de cría de alimento. Arthur C. Clarke, el escritor de ciencia-ficción, escribió una vez
un relato acerca de bancos de peces acorralados por «cowboys» que utilizarían
delfines en lugar de caballos. Sin llegar tan lejos, no cabe duda que la vida oceánica
podría servir de una más eficiente fuente de alimentación si pudiéramos controlar el
nacimiento y crianza de pececitos de especies convenientes y en cantidad suficiente.
Pero la perspectiva más importante es la creación de granjas en el espacio; de
colonizaciones espaciales con terrenos tomados de la Luna y adaptados a una
fertilidad ideal. Allí se podrían construir granjas en un inmenso cilindro, de varios
kilómetros de longitud, en el cual tuviera una temperatura y grado de humedad
controlados. Podrían existir pequeños mundos agrícolas en los que no se introdujera
ninguna plaga nociva.
Al final, la cesta del pan de la Tierra ya no se hallaría en ningún lugar de su
superficie, sino en el espacio.
Esto, sin embargo, aún costará bastante tiempo.

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La responsabilidad de este artículo incumbe a Dan Button, el editor de Science
Digest. Almorcé con él poco después de la elección de Jimmy Carter, y a Button
se le ocurrió que, si Jimmy iba a recibir consejos de todas partes, también los
podría recibir de mí. Sobre todo, si era un consejo que Science Digest pudiera
publicar a tiempo para la toma de posesión.
La idea me divirtió. ¿Por qué no?
Estaba seguro de que le podría dar algún buen consejo al Presidente, aun
cuando yo estaba seguro de que él no lo consideraría. Escribí el ensayo
siguiente, que apareció en el mes de la toma de posesión. Ha aparecido en
diversas publicaciones, provocando bastante correspondencia. Sin embargo, yo
tenía razón: no se vio ningún indicio de que nadie del Gobierno tomara mis
reflexiones en serio.
Quizá la catástrofe esté más cerca de lo que imaginamos y se produzca antes
de que demos pasos en dirección correcta… cuando ya sea demasiado tarde,
por supuesto.

24. UNA CARTA ABIERTA AL PRESIDENTE

QUERIDO PRESIDENTE Carter:


No soy de los que creen que un Presidente puede hacer milagros y, con un simple
movimiento de la mano, cambiar el mundo. El poder de un Presidente tiene sus
limitaciones, que van desde la intratabilidad de las leyes físicas del Universo a la
terquedad de la opinión pública.
De todos modos, un Presidente puede orientar las cosas en cierto sentido, actuar
cuando la Constitución y los acontecimientos lo permiten, así como persuadir cuando
la opinión pública esté indecisa.
Permítame empezar por considerar el problema de nuestras disponibilidades
energéticas.
Los norteamericanos utilizan una proporción de energía per cápita superior a la de
cualquier otro país del mundo, y esto obedece a nuestro elevado nivel de vida. Este
elevado nivel de vida se ha creado sobre la base de que nuestro territorio ha sido rico
en recursos energéticos (carbón y petróleo) y porque nuestra sociedad ha reunido
unas características que han hecho posible para nosotros explotar estos recursos.

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Pero el petróleo se está agotando. La producción norteamericana llegó a su punto
culminante en esta década y ya ha empezado a disminuir inexorablemente. Incluso
recurriendo a nuevos recursos de Alaska y de la plataforma continental, el petróleo
propio se habrá agotado virtualmente para el año 2000. No podremos solucionar el
problema con las importaciones. Al margen del peligro de ser cada vez más
dependientes del petróleo extranjero, la producción mundial alcanzará su punto
culminante dentro de diez años y entonces empezará a disminuir inevitablemente.
Así, pues, tal como usted ha dicho en numerosas ocasiones durante su campaña
electoral, deberemos desarrollar un plan energético racional para la nación.
Podríamos conservar nuestras presentes disponibilidades energéticas y, desde
luego, deberíamos hacerlo así, pero, con la mejor voluntad del mundo, sólo
podríamos ahorrar cierta cantidad, lo cual únicamente serviría para retrasar el día
funesto que puede llegar dentro de dos décadas.
Tendremos que aprovechar más el carbón y el aceite de pizarra bituminosa, pero
ambas cosas podrían tener graves consecuencias ambientales. Deberemos desarrollar
unos empleos más sofisticados de cosas tan antiguas como la energía eólica y la
energía hidráulica; asimismo deberemos pensar en cosas tan nuevas como la energía
de las mareas y del oleaje. Esto nos brindaría una prórroga, pero también
representaría un tiempo limitado, ya que todo eso no sería suficiente.
Podríamos cultivar plantas que produjesen un alcohol que sirviera de
combustible, pero tales plantas robarían espacio a las plantas que deberíamos cultivar
para alimentarnos, con lo que nos tendríamos que enfrentar a una lucha por estos dos
medios de subsistencia.
Tendremos que recurrir más seriamente a la energía de fisión nuclear, pero usted
está formado en este campo y conoce los riesgos y peligros que ello supone.
Deberíamos echar mano de la energía de fusión nuclear -mucho más completa que la
de fisión y, posiblemente, mucho menos peligrosa- pero aún no se ha llegado a
controlar la fusión y todavía no sabemos si se podrá hacer.
Se podría pensar en el empleo de la energía geotérmica y en el empleo directo de
la energía solar. Ambas cosas son prometedoras, pero serían precisas grandes
inversiones de capital.
Es muy posible que, con una combinación de todos los referidos recursos, los
Estados Unidos y toda la Humanidad en general puedan salir adelante. Pero existe
otro modo de obtener energía, el cual es, en mi opinión, mejor y más valioso que
cualquiera de los antes mencionados…
La energía solar directa, tal como se recibe en la superficie de la Tierra, se ve
bloqueada hasta cierto punto por la atmósfera incluso en un día despejado. Donde
existe una interferencia atmosférica especial en forma de nubes, neblina y niebla, el
bloqueo es aún mayor. Y, por supuesto, el bloqueo es absoluto por la noche.
Así, pues, dado que la energía solar está diluida y los aparatos de conversión
resultan poco eficaces, tal energía debería ser captada en una extensa zona si se

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quisiera obtener un rendimiento aprovechable. Deberían ser cubiertos de baterías
solares varios miles de kilómetros cuadrados de zona desértica sudoccidental (en
donde da más la luz del sol).
¿Y por qué no utilizar el espacio? ¿Por qué no tener varias estaciones de energía
solar situadas en órbita sincronizada alrededor de la Tierra, a unos treinta mil
kilómetros sobre la superficie, cada uno de ellos moviéndose, más o menos encima de
un solo lugar sobre el ecuador de la tierra?
Una estación de energía solar podría recibir plenamente la energía solar, sin los
obstáculos de la atmósfera y de los fenómenos atmosféricos. La cubriría la sombra de
la Tierra sólo brevemente cada noche y en el momento de los equinoccios; pero no
así en otras ocasiones, y cuando una estación esté cubierta por la sombra, las demás
recibirán la luz del sol. Podría convertir la luz del sol en un rayo de microondas que
podrían ser recogidas y utilizadas con mucha mayor eficiencia que la propia luz solar,
con lo cual las zonas de captación sobre la superficie de la Tierra serían mucho más
pequeñas y más fáciles de cuidar.
Finalmente, las estaciones energéticas en el espacio nos darían algo mucho más
importante aún que la energía…
El mundo, en la actualidad, está dividido en más de cien naciones rivales, cada
una de las cuales considera que sus propios deseos y necesidades están por encima de
todo. Al menos dos de esas naciones están capacitadas para destruir la civilización en
cuestión de horas si decidiesen ir a la guerra. Aun cuando no se llegase a la guerra,
los recursos y energía gastados en mantener las maquinarias de guerra rivales son
algo que la Humanidad no podrá permitirse por mucho más tiempo.
Al margen del peligro material, el antagonismo y la rivalidad entre naciones ya no
es concebible porque consumen esfuerzos de la razón, manifestaciones emocionales,
intensidades de energía y ambición que son inútilmente derrochados cuando se
emplean para tales fines. Sólo hay una guerra que puede permitirse la especie
humana: la guerra contra la extinción. El esfuerzo por la supervivencia humana
tendría que absorber toda nuestra razón, emoción y energía, porque todo esto será
completamente necesario si deseamos conquistar la supervivencia. Cualquier lucha
en otro sentido sería trivial y, en cualquier caso, dejaría de tener significado si se
perdiese la gran batalla.
No es que esta guerra por la supervivencia sea algo que sólo deba preocupar a
nuestra nación. Todos los grandes problemas vitales que ahora afectan a los Estados
Unidos también afectan a todo el mundo. Los problemas de superpoblación y
deterioro del suelo, los problemas de escasez de recursos y de contaminación; los
problemas de alienación y terrorismo, etc., etc., afectan a todo el Globo.
Estos problemas no podrían ser satisfactoriamente resueltos por ningún país
dentro del marco de sus fronteras, por grande, rica y poblada que sea esa nación. La
propia Tierra ya resulta demasiado pequeña, y las naciones están demasiado
interrelacionadas económica y ecológicamente, para que tenga sentido cualquier

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solución sobre una base puramente nacional. Tendrá que haber cooperación
internacional, mucho más estrecha que la existente hasta ahora, si es que deseamos
resolver estos problemas.
Conforme pasen los años, pudiera ser que la intensificación de estos problemas
fuerce a una cooperación semejante, pero es muy probable que las disputas,
rivalidades y antagonismos reduzcan la eficiencia de tales soluciones, y se llegue al
completo fracaso.
De algún modo, les tendría que resultar claro a las naciones del mundo -y, algo
más importante: a la gente del mundo- que la cooperación real entre las naciones
puede reportar enormes beneficios que son muy deseables, y que, de otro modo, se
perderían.
Y en este punto regresamos a la idea de las estaciones de energía espaciales.
Todas las formas de energía obtenidas en la Tierra tienen delimitaciones
geográficas. Del mismo modo en que hay regiones ricas en petróleo, también hay
otras regiones que son más ricas que otras en energía de mareas, en energía
hidráulica, en energía geotérmica, en disponibilidades de uranio y en acceso a los
mares. Y mientras eso sea así, las tentaciones de rivalidad serán imposibles de
eliminar.
Sin embargo, el espacio está equidistante de todas las regiones de la superficie
terrestre. La energía obtenida del Sol en el espacio pertenecería a todo el mundo y no
se podría establecer ningún tipo de frontera. Las estaciones energéticas en el espacio,
según cómo, podrían estimular la cooperación.
Además, la tarea de construir semejantes estaciones espaciales es tan enorme que
podría constituir un proyecto internacional. Ello no sólo supondría un inmenso ahorro
de recursos para los Estados Unidos, sino que brindaría a los pueblos del mundo una
tarea (de provecho inmediato para ellos mismos) a la que todos podrían contribuir.
Cautivaría su imaginación, levantaría su moral y aumentaría sus esperanzas. La
construcción y mantenimiento de tales estaciones tendría carácter global y harían
resultar ridículas las ambiciones a menor escala. Lo que es más: una vez estuvieran
construidas las estaciones antedichas, resulta evidente que si la Humanidad incurriera
en las anteriores rivalidades, tales estaciones dejarían de funcionar por falta de
mantenimiento. Esto ofrecería un fuerte incentivo para continuar con la cooperación.
Las técnicas desarrolladas para la construcción de tales estaciones podrían ser
utilizadas para construir otras estructuras espaciales. Podrían existir observatorios
espaciales para el estudio de la Astronomía y de otras ciencias. Podría haber
laboratorios espaciales en los que se podrían llevar a cabo, con escaso riesgo para la
propia Tierra, peligrosos experimentos en física nuclear y en ingeniería genética.
Sería posible la existencia de, fábricas que podrían aprovechar las peculiares
propiedades del espacio -tales como alto vacío, altas y bajas temperaturas, fuerte
radiación-, para efectuar procesos industriales y producir aparatos difíciles de fabricar
sobre la superficie terrestre.

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Conforme se vayan haciendo más cosas en el espacio, será cada vez más
necesario desprenderse de problemas accesorios. Si se empieza a enviar gente al
espacio, en breve tiempo estableceríamos colonias espaciales.
Los materiales para construir esos observatorios, laboratorios, fábricas y colonias
podrían ser obtenidos casi enteramente de la Luna. En un futuro previsible, la Luna
podría ser una inagotable fuente de materiales de todas clases (con excepción de
hidrógeno, carbono y nitrógeno). Además, la Luna no tiene una ecología natural que
nosotros pudiéramos perturbar.
De nuestras actividades espaciales pueden resultar tres grandes consecuencias
definitivas, además de obtener energía y conseguir la cooperación mundial:
1. Habría suficiente sitio para colonias espaciales que permitirían un nuevo
crecimiento de la Humanidad, después de que se haya detenido ese crecimiento
(como tendrá que ser en un próximo futuro) sobre la superficie de la Tierra.
2. Cada vez más industrias de la Tierra serán trasladadas al espacio, donde el
problema de la escasez de recursos (gracias a la Luna) y de la contaminación (merced
al gran volumen del espacio) serán mucho menos importantes que en la Tierra. Al
reducirse en la Tierra la extensión dedicada a la industria, esa superficie liberada
podría convertirse en una especie de parque natural, el cual todo el mundo
encontraría sumamente atractivo comparado con la situación actual. Lo que es más,
devolveríamos su belleza a la Tierra sin perder las ventajas materiales de la industria
y la elevada tecnología.
3. Las gentes de las colonias espaciales servirían de vanguardia de la Humanidad
en la exploración y colonización de puntos más alejados en el espacio. Las personas
que deban convivir en pequeños mundos y estén acostumbrados a los viajes
espaciales, tendrían menos problemas psicológicos para realizar prolongados vuelos
espaciales que los individuos criados en la superficie de la Tierra.
La importancia de esto puede advertirse si recordamos los progresos que la
Humanidad ha realizado hasta ahora, mediante la constante ampliación de sus
actividades por todo el planeta, el constante aumento de la sofisticación de sus
métodos de transporte y comunicación, su cada vez mejor conocimiento de las leyes
de la Naturaleza. Pero la Tierra ahora está llena, en realidad demasiado, y no
podemos hacer nada más si tenemos que permanecer confinados en los estrechos
límites de la superficie planetaria. Ciertamente, de tal modo sólo entraríamos en
decadencia hasta perecer. Así que debemos expandirnos hacia los ilimitados
horizontes espaciales.
Realizar todos estos proyectos no es cuestión de cuatro años, Presidente Carter; ni
siquiera de ocho años, suponiendo que usted fuera reelegido en 1980; pero se podría
empezar a hacer algo. Este proyecto podría ser ofrecido como una meta al pueblo de
los Estados Unidos -no, mejor dicho, a toda la población mundial- y esto usted podría
hacerlo mucho mejor que yo.
Entonces usted podría tener una orientación espacial, Presidente Carter; usted

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podría comenzar la planificación, a escala internacional, de los pasos que deberemos
dar por el único camino que, según creo, puede conducirnos a salvar la civilización.

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Pocos de mis ensayos han tenido unos orígenes más curiosos que éste.
Bernard Schwartz, de la Universidad de Nueva York, estaba organizando un
coloquio sobre la ley, a fin de celebrar el Bicentenario, y quiso que yo
contribuyera. No hizo caso a mis naturales protestas en el sentido de que yo
sabía muy poco de cuestiones legales, y continuaron las presiones acompañadas
por gran cantidad de lisonjas (a lo que soy muy sensible).
No sólo me vi obligado a emplear mi ingenio para cumplir con la petición -
yo miro el futuro de la ley desde la perspectiva del espacio- sino que debí acudir
a la Universidad de Nueva York y presentar el ensayo en forma de discurso.
Bueno, no puedo esperar que en la vida todo sean rosas.

25. EL ESPACIO Y LA LEY

CUANDO se me pidió que escribiera este trabajo confesé, con toda franqueza, que no
sabía nada de leyes y que no le pedía a la vida más que tener los menores contactos
posibles con ellas. Esta objeción fue desestimada y tuve la impresión, por lo que se
me dijo, de que no sufriría comparación alguna con los otros documentados
caballeros participantes en la conferencia.
A pesar de esta posible comunidad de ignorancia (si es que realmente existe algo
así), no soy tan ingenuo como para enzarzarme en una discusión acerca de sutiles
aspectos legales, tal como los imagino, o en una comparación entre las leyes marinas
y espaciales, por ejemplo. Esto debo dejarlo para talentos más preclaros o, al menos,
más especializados. Me limitaré a mi propia especialidad: la elaboración de
panoramas del futuro.
Tales panoramas podrían carecer de sentido, pero quienes organizaron la
conferencia fueron advertidos de esto por mi parte y, sin embargo, insistieron para
que siguiera adelante. Así, pues, tengo la conciencia tan limpia como un manantial de
montaña.
El espacio -la inmensa extensión más allá de la atmósfera terrestre- no podrá tener
un efecto significativo sobre la sociedad humana ni sobre las reglas de conducta
locales en las que está basada, mientras los seres humanos no lo hayan invadido de un
modo significativo.
Todo lo que ha sucedido hasta ahora ha sido que unas naves han orbitado la

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Tierra, naves tripuladas por uno, dos o tres seres humanos, a diversas distancias de
nuestro planeta; después se han hecho seis separadas pero breves visitas a la Luna.
Todo eso ha constituido una serie de esfuerzos, pero nada más. Ello no ha dado lugar
a la convincente sensación de que se necesiten nuevas leyes o que las viejas leyes,
basadas en la época preespacial, estén pasadas de moda.
Las cosas cambiarán cuando los seres humanos se desplacen por el espacio más o
menos permanentemente; cuando la Luna se convierta en una fuente de materias
primas por la que puedan luchar los seres humanos; cuando la Luna, o estructuras
artificiales en el espacio abierto, puedan servir de asiento a industrias, laboratorios u
hogares (o las tres cosas) en condiciones tan distintas de las existentes en la Tierra
que harían inservibles las leyes terrestres y, en último extremo, constituirían un
precedente engañoso.
Sin embargo, es poco probable que esto ocurra muy pronto. Por desgracia, existe
una crisis creciente en la Tierra que, conforme pasan los años, hace menos posible
que recursos, capital y esfuerzo se inviertan en crear hábitats en el cielo, mientras el
hábitat terrestre continúa deteriorándose. A corto plazo, nuestro esfuerzo espacial se
verá frenado y la cuestión de las relaciones entre el espacio y la ley perderá interés.
A largo plazo ya es otra cuestión, suponiendo que haya un futuro para nuestra
civilización. La creciente marea demográfica y la escasez de recursos que afligirán a
la Humanidad nos enfrentarán con el peligro de perecer de hambre. A nosotros nos
faltará comida; a nuestra tecnología, energía y materias básicas, y a nuestro entorno
viabilidad.
La civilización podrá quizá sobrevivir a la crisis (cuan inquietante resulta la
palabra «quizá»), pero, si es así, lo que surja en el siglo XXI deberá ser completamente
distinto a lo que se haya visto antes en la Historia. El siglo XXI conocerá
forzosamente una sociedad con un reducido índice de natalidad, puesto que la
población deberá ser estabilizada y, con probabilidad, reducida, de un modo,
esperamos, lento y humanitario.
El esfuerzo para corregir el canceroso crecimiento de la población y el saqueo
definitivo de los recursos de la Tierra, junto con todos los males que esto ha
producido, deberá forzosamente ser global por naturaleza. Los problemas creados por
los éxitos de la tecnología humana, por la Medicina y, como consecuencia, por la
explosión demográfica, son imposibles de limitar a un sector u otro del Globo. Todos
los problemas de vida o muerte que tiene planteada la Humanidad -superpoblación,
contaminación, pobreza y guerra- son, realmente, de toda la Humanidad, y no hay
puertos de refugio o vías de escape.
Tampoco ninguna zona del Globo puede resolver sus problemas a expensas de sus
vecinos. No habrá parte que pueda prosperar despojando a otra. Por muy contra
nuestra voluntad que sea, resultará que los seres humanos vinculados por una
economía mundial interconectada, podrán prosperar individualmente sólo si todos los
seres humanos prosperan generalmente. Ya no se podrá escupir hacia el cielo.

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En breve, pues, si la civilización sobrevive intacta en el siguiente siglo será a
causa de la existencia de una civilización global, un tipo de cooperación internacional
que considerará problemas globales, sopesará posibles soluciones, decidirá acerca de
lo más útil, aplicándolo consecuentemente. No sé cómo denominar esto, como no sea
«gobierno mundial».
El concepto de gobierno mundial no es popular en ninguna parte, excepto en el
caso de los idealistas de torre de marfil, como yo. Por desgracia, la mayoría de la
gente está completamente convencida de que es superior a sus vecinos (especialmente
si sus vecinos cometen el inconcebible crimen de tener un aspecto, un idioma o unas
costumbres distintos de los nuestros) y, por supuesto, no les gustaría poner a sus
vecinos en una situación en la que pudieran influir en las reglas de la sociedad.
Aun cuando las necesidades forzosas imponen la cooperación (como cuando los
aliados de guerra, con miradas de desconfianza y murmuraciones, se ven forzados a
marchar al unísono contra un formidable enemigo), el menor alivio en la situación
provoca enemistad inmediata en los anteriores amigos.
Si la supervivencia de la civilización ha de ser algo más que una utopía, la
comunidad mundial deberá ser más firme y constante que hasta ahora. Así, pues, el
gran problema global del siglo XXI deberá ser el establecimiento de un fuerte
gobierno mundial, capaz de resistir las presiones centrífugas del separatismo, aunque
conceda autonomía en los terrenos que no sean de interés global.
Pero ¿cómo podría lograrse esto?
Un sistema, desde luego, sería brindar a la población mundial algún proyecto que
sea lo bastante grandioso y atrayente como para cautivar sus mentes y corazones;
algo a lo que todos puedan contribuir de una forma u otra y con lo que puedan
sentirse ciudadanos del mundo, de la raza del Homo sapiens, más bien que miembros
de tal o cual región poblada por comunidades determinadas.
En el pasado, a veces podíamos confiar en una crisis bélica porque entonces todos
los partidismos quedaban ahogados en una orgía de autoinmolación por la patria o
por la antigua bandera, o por cualquier otro símbolo que despertara nuestras
emociones.
La guerra y la civilización se han hecho incompatibles, y debemos buscar algo
antibelicista y constructivo que emocione a la Humanidad.
A mí me parece que el proyecto más obvio, amplio y deslumbrante, de magnitud
global, es la colonización del espacio, construir ciudades en la Luna o estructuras de
cristal y metal en el espacio abierto.
Resultaría enormemente provechoso a la Humanidad desarrollar actividades en el
espacio. Ello aumentaría los conocimientos, con incalculables e imprevisibles
consecuencias. Es de esperar que la sabiduría humana (algo que no siempre ha
brillado) encauce de forma útil y positiva los referidos conocimientos.
Tales avances posibilitarían unas industrias e investigación que aprovecharían un
entorno que comprendería (según el tiempo y el lugar) vacío alto, frío intenso,

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radiación intensa, etc., lo que aumentaría la habilidad humana para cooperar con las
leyes de la Naturaleza.
Se construirían centrales energéticas en órbitas sincronizadas, que captarían
energía solar para uso humano, con mucha mayor eficacia que resultaría posible en la
superficie de la Tierra; con ello se resolverían nuestros actuales problemas de escasez
de energía y de contaminación, o, al menos, los aliviaría. Todos esos beneficios
materiales, y otros, se conocerán tan pronto como la gente considerara con
incredulidad o hilaridad las acusaciones formuladas en el siglo XX en el sentido de
que las exploraciones espaciales son un derroche de tiempo y recursos, y todos los
hombres públicos que se hayan manifestado en tal sentido alcanzarán una poco
envidiable fama de cómica falta de visión.
Sin embargo, no quiero referirme aquí sólo a los beneficios materiales, sino a algo
más. Después de todo, nada material del espacio puede tener para nosotros el valor
del inmaterial beneficio de convencer a las gentes de que la Humanidad constituye un
todo; también sería de incalculable valor el fortalecimiento de un Gobierno mundial
con capacidad ejecutiva que hiciera, por lo tanto, viable la civilización.
Pero ¿podrá semejante colonización fortalecer el concepto de Gobierno mundial y
hará posible la existencia y desarrollo de una Ley mundial?
Si prescindimos de suposiciones gratuitas como medio de obtener una visión clara
del futuro, deberemos recurrir a la analogía y buscar en la Historia episodios que
puedan arrojar luz sobre el futuro.
Cuando hoy pensamos en la colonización, enseguida la relacionamos con una
sociedad tecnológicamente superior que se establece en una tierra ocupada por
«nativos». Una avanzadilla de la sociedad colonizadora oprime y explota entonces a
los «nativos», engordando a sus expensas. Este tipo de colonización está superada y
ahora se considera oprobiosa.
Sin embargo, semejante modelo de colonización no puede aplicarse a la
colonización del espacio, donde (al menos en las inmediaciones de la Tierra, y quizás
en todo el sistema solar) no existe vida inteligente, o vida de ninguna clase, para
desplazar, maltratar o explotar.
Así, pues, ¿debemos estudiar situaciones del pasado cuando alguna sociedad
ocupaba un país vacío (al menos en lo referente a vida inteligente) y establecía
prolongaciones de sí misma?
Es probable que tal comparación no resulte provechosa. Las últimas ocasiones en
que ocurrió esto a escala continental fue cuando los antepasados de los indios pasaron
de Siberia a Alaska y se extendieron por los continentes americanos, y cuando
antepasados de los aborígenes viajaron por las islas indonesias desde Asia hasta
Australia. Mucho más tarde, sucedió lo mismo, a una escala oceánica, cuando, en el
primer milenio de nuestra Era, los polinesios recorrieron el océano Pacífico y
poblaron las islas que fueron encontrando.
No obstante, estos colonizadores pertenecían a sociedades «prehistóricas» y aún

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no poseían ciudades ni escritura, esos signos de lo que llamamos «civilización». No
tenemos muchos detalles de tales aventuras colonizadoras prehistóricas para poder
arrojar luz sobre lo que sucedería si se produjese una colonización del espacio por
parte de sociedades que han alcanzado un grado de civilización que las ha situado al
borde del suicidio.
Pero no han existido aventuras colonizadoras civilizadas trascendentales que se
aventuraran en territorios desiertos. Para cuando la civilización hubo florecido en el
Oriente Medio, no había territorios despoblados al razonable alcance de tal
civilización.
Lo siguiente es descubrir aventuras colonizadoras que crearan su propia tierra
despoblada haciendo retroceder a los «nativos», exterminándolos, o ambas cosas.
Aunque sea moralmente censurable, la consecuencia es que la sociedad colonizadora
crea una colonia a su imagen y semejanza, sin un significativo residuo de «nativos»
para explotar y, en este sentido, puede considerarse una analogía posiblemente útil
para la colonización del espacio y sus consecuencias.
Pensemos en los griegos del primer milenio antes de Jesucristo. El mundo
occidental moderno ha heredado de los griegos su filosofía, arte, literatura, ciencia, e
incluso importantes aspectos de su religión. Generalmente, nosotros los occidentales
sentimos simpatía por los griegos y nos identificamos con ellos en sus luchas contra
los «bárbaros» no griegos; en particular en lo referente a su guerra contra el Imperio
persa.
Sin embargo, los antiguos griegos en ningún momento de su historia
constituyeron un Reino único con un gobierno central. Existía una «congenie» de
ciudades-Estado cuya situación normal era de sospecha mutua y hostilidad, surgiendo
fricciones cuando cualquiera de ellas mostraba signos de creciente poder.
Los griegos, en realidad, jamás pudieron unirse contra un enemigo externo. Su
mayor aproximación a la unidad se produjo en su guerra contra Persia, entre el 500 y
el 450 a. de J. C. y, aun entonces, amplios sectores del mundo griego permanecieron
neutrales, llegando, en algunos casos, a alinearse con el enemigo.
Esto era así a pesar del hecho de que los griegos reconocían compartir una
herencia común, un idioma común, así como literatura y religión comunes. Esto era
así a pesar de que los griegos reconocían constituir una unidad, al menos hasta el
extremo de que agrupaban a todos los no griegos bajo el calificativo de «bárbaros».
Después de su afortunada guerra contra Persia, los griegos no pudieron mantener
ni siquiera la limitada unidad que supuso aquella contienda y, a causa de su división,
fueron presa fácil para Macedonia y, después, para Roma.
¿Es que no hubo suficiente base para que hubiese prosperado un espíritu
panhelenista?
Sí, existía tal base, e incluso se registró una fuerte manifestación de energía
colonizadora que, en ciertos aspectos, podría ofrecer una analogía con la colonización
del espacio proyectada para el siglo XXI.

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Los griegos, entre el 750 a. de J. C. y el 550 a. de J. C. llevaron a cabo una gran
expansión, estableciendo colonias por toda la costa mediterránea desde el más lejano
extremo oriental del mar Negro hasta las costas atlánticas de España, en el extremo
occidental.
Hicieron retroceder a los no griegos que habitaban en aquellas regiones y crearon
extensiones de su propia cultura helénica.
Sin embargo, el período de colonización no creó el necesario espíritu de unión.
Por un lado, cada colonia era una ciudad-Estado independiente que enseguida se
ponía a hacer la guerra a su ciudad-Estado vecina, hasta el punto de que tenían
dificultades para luchar contra el imperialismo competidor de los fenicios,
cartagineses, etruscos y, finalmente, no pudieron hacer frente al empuje romano.
Además, cada colonia era el producto de la aventura colonizadora de una sola
ciudad-Estado: Mileto era una colonia de Atenas; Siracusa, de Corinto; Bizancio, de
Megara; Taras, de Esparta, etc. Muchas de las colonias fundaban a su vez otras
colonias.
Cualquier vínculo político o emocional que pudieran formar las colonias nunca
era con el mundo griego como un todo, sino, como mucho, con su ciudad madre. El
resultado era que cuando las ciudades se hacían la guerra, cada una de ellas recurría a
ciudad madre o hija para que le prestara ayuda, con lo cual se exacerbaba la desunión.
Un curioso paralelo con la experiencia griega lo constituyeron las aventuras
colonizadoras de Europa occidental, entre el 1400 y el 1800 de nuestra Era. Igual que
había sucedido con los griegos, la Europa occidental nunca había estado unificada en
ningún momento desde la caída del Imperio romano de Occidente, en el siglo V,
excepto en la breve época de Carlomagno, alrededor del 800 de nuestra Era. Como en
el anterior caso, esta desunión persistió a pesar de una tradición, idioma, culto,
literatura y religión comunes.
La unión no se produjo a pesar de la gran aventura de la colonización.
Es bien cierto que parte de la colonización se efectuó en África y en Asia,
estableciéndose el dominio de una minoría europea sobre una mayoría no europea. Si
consideramos que eso supone una aberración, ahí están las colonizaciones de las
Américas y de Australia, en donde los habitantes nativos fueron desplazados o
destruidos estableciéndose en sus territorios la cultura colonizadora, tal como antes
había sucedido en el período colonizador griego.
En el caso europeo, de modo distinto al de los griegos, las colonias no fueron
independientes desde el principio. En lugar de ello, cada nación europea mantenía sus
colonias estrechamente vinculadas con ella, y las explotaba económicamente. (En su
momento, esas colonias se rebelaron y se independizaron, por supuesto.)
Sin embargo, tal como sucedió con los griegos, las colonias fueron establecidas
por unidades políticas aisladas pertenecientes a la cultura general. Ninguna colonia se
sentía vinculada con el mundo europeo en general, sino sólo con naciones
individuales. Como resultado de todo ello, las colonias no estimularon la unión, sino

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que exacerbaron la desunión, y las rivalidades coloniales entre las grandes potencias
colonizadoras se convirtieron en una nueva ocasión para las interminables guerras
que asolaron Europa, del mismo modo en que antes habían asolado Grecia.
Ahora consideremos un tercer caso. En el período desde 1600 hasta 1750,
Inglaterra (más tarde Gran Bretaña) estableció una serie de colonias en la costa
centrooriental de Norteamérica (desplazando a los indios e incluso destruyéndolos en
forma de genocidio).
Estas colonias conocieron varios grados de autogobierno, pero tuvieran los
vínculos que tuviesen con la madre patria, desde luego eran independientes entre sí.
No había modo mediante el que la gente de Massachussets pudiera intervenir en las
leyes que gobernaban Virginia, o viceversa.
En la Guerra de Independencia, de 1775 a 1783, bajo la presión de la lucha, las
colonias se unieron en una frágil alianza no más sólida que la unión de las ciudades-
Estado griegas contra Persia, Tampoco fue una alianza unánime -igual que sucedió
con los antiguos griegos-, puesto que los colonos de Nueva Escocia, Terranova, el
Canadá superior e inferior y las Islas de las Indias occidentales no se unieron a la
rebelión. De hecho, apoyaron de todo corazón a Gran Bretaña. Lo que es más, incluso
dentro de las trece colonias que se consideraban rebeldes, al menos tantos colonos
lucharon al lado de Gran Bretaña como a favor de la independencia.
La guerra acabó finalmente con la independencia norteamericana, pero esto no
contribuyó a fortalecer la alianza de los trece esencialmente independientes
«Estados». Pocos observadores políticos europeos creyeron que los «Estados
Unidos» permanecerían unidos durante mucho tiempo.
La Unión persistió por cierto número de razones, pero una de ellas consistió en
una decisión crucial de abnegación por parte de los jóvenes Estados… una decisión
cuya sabiduría y trascendental efecto ha sido subestimado por la posteridad.
Los nuevos Estados se habían establecido en principio al este de los Montes
Allegheny, pero el territorio de la nueva nación se estiraba en dirección oeste, hacia el
río Mississippi. Las cartas reales que habían establecido originalmente las colonias
convertidas en Estados eran vagas en cuanto a fronteras y generosas en conceder
cualquier extensión hacia el Oeste. El resultado fue que nueve de los Estados entraron
en litigio por las tierras del Oeste. La tierra situada al norte del río Ohio, por ejemplo
(el territorio del Noroeste), fue reclamado enteramente por Virginia y, en parte, por
Pennsylvania, Connecticut, Massachussets y Nueva York.
Si tales litigios hubiesen persistido, se habría producido una constante causa de
disputa entre los Estados, con lo cual se habrían repetido las antiguas experiencias
griegas y europeas. Si las reclamaciones se hubieran resuelto y las tierras occidentales
hubiesen sido distribuidas entre los Estados de acuerdo con algún compromiso, se
habrían creado imperialismos conflictivos y cada expansión del territorio nacional
hubiera sido motivo para interminables rivalidades. Finalmente, la nación se hubiera
convertido en escenario de cruentas luchas entre subnaciones.

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Lo que realmente sucedió fue que uno de los Estados sin reclamaciones hacia el
Oeste, Maryland, se negó a incorporarse a la Unión aun con las débiles condiciones
de alianza que habían existido durante la Guerra de Independencia, hasta que se
hubiera renunciado a todas las reclamaciones y se hubiesen cedido todas las tierras
del Oeste al débil y casi impotente Congreso.
Uno, por uno, para satisfacer a Maryland, los diversos Estados renunciaron a sus
reclamaciones sobre el Oeste.
Con ello no sólo se eliminó una causa de rivalidad, sino que el cuerpo legislativo
central, el Congreso, ganó algo con todo ello. El Congreso era tan débil en los años
siguientes a la Guerra de Independencia como lo son hoy las Naciones Unidas. Igual
que las Naciones Unidas, el primitivo Congreso no recaudó impuestos, sino que
debió mendigar contribuciones de los Estados componentes de la Unión,
contribuciones que llegaban, a veces, tarde, mal y nunca.
Pero el Congreso ya podía disponer de las tierras del Oeste. ¿Qué haría con ellas?
El 13 de julio de 1787, estando sólo presentes 18 miembros del Congreso (tan
débil era el organismo), fue aprobada la Northwest Ordinance, Por aquella Ordenanza
se decidía que cuando la población alcanzase cierto nivel, podrían formarse nuevos
Estados en el Territorio del Noroeste y estos nuevos Estados serían iguales que los
antiguos en todos los aspectos políticos y sociales. Ningún Estado sería superior a
otro porque fuera más antiguo o porque hubiera sido de los trece fundadores. Si este
punto no hubiese quedado claro, la Unión se habría convertido en una mezcla de
antiguos Estados dominantes y otros más recientes dominados, con lo cual se hubiera
dado pie a nuevas rebeliones.
Los nuevos Estados, igual que las colonias griegas, gozaban de una situación
idéntica a la de los antiguos Estados, si bien, de forma contraria a las colonias
griegas, mantenían fuertes vínculos políticos con la potencia colonizadora. Estos
fuertes vínculos políticos no fueron, como en el caso de las colonias europeas, para
un solo sector de la cultura colonizadora, sino para la cultura en su totalidad. Los
nuevos Estados pasaron a formar parte de un gobierno central que, en 1787, se hizo
muchísimo más fuerte mediante la elaboración de una constitución federal que fue
rápidamente adoptada por los diversos Estados. (Esta adopción significaba que los
Estados cedían voluntariamente puntos clave de su soberanía: de nuevo un ejemplo
inteligente en grado sumo de abnegación.)
Ésta fue otra razón por la que la colonización americana, en la forma de nuevos
Estados, fortaleció la Unión, a diferencia de los anteriores ejemplos griego y europeo.
Los nuevos Estados americanos no fueron fundados oficialmente por viejos
Estados americanos en particular. La mayoría de los inmigrantes procedían de los
Estados próximos, pero cualquiera podía trasladarse de un Estado a otro. El resultado
fue que no se formaron bloques de Estados dependientes de otro. Por ejemplo, no
existió un bloque de Estados de Virginia, o un bloque de Estados de Nueva York, etc.
Las discordias y peligros que ello hubiera provocado quedaron bastante claros en

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un caso en que se formaron tales bloques, aunque tal situación no fue culpa del modo
en que se formaron los nuevos Estados.
Por desgracia, mientras los Estados habían sido aún colonias, habían importado
esclavos de África, creando una sociedad amo-esclavo que no habría hecho ninguna
falta. Lo poco inteligente de esta decisión llegó a neutralizar todo el buen sentido que
se había empleado en el establecimiento de la Unión.
Conforme pasó el tiempo, algunos de los Estados prohibieron la esclavitud,
naciendo una creciente hostilidad entre ellos y los otros Estados que la permitían. Por
desgracia, los dos grupos no estuvieron dispersos, sino que formaron dos bloques
compactos.
Las consecuencias mostraron lo que habría sucedido si los Estados Unidos se
hubiesen descompuesto en media docena de esferas de influencia. En 1859, cuando
Kansas estaba a punto de convertirse en un Estado, sin que se supiera si iba a ser o no
esclavista, ambas partes intentaron influir en el voto enviando inmigrantes,
armándolos y provocando la violencia. El resultado fue una guerra civil en Kansas.
Al cabo de dos años, hubo una Guerra Civil en toda la nación.
Los Estados Unidos sobrevivieron, pagando un alto precio, parcialmente porque
sólo había dos bloques. Uno podía ser derrotado y el otro quedar victorioso, Si
hubieran existido media docena de bloques, las cambiantes alianzas que se hubiesen
formado entre los bloques recelosos de la fuerza de sus vecinos habrían
imposibilitado una solución al problema y los Estados Unidos se habrían
desintegrado.
Sin embargo, más sorprendente que el triunfo de la Unión en 1865 fue la
subsiguiente reconciliación. Los derrotados Estados esclavistas, postrados y
humillados, no perdonaron ni olvidaron fácilmente, y aún hoy no lo han hecho por
completo, pero se contuvo el espíritu de venganza. El amargo recuerdo de una derrota
no produjo posteriores revueltas, o un movimiento guerrillero, o una perenne
corriente independentista que recurriese a potencias extranjeras. En lugar de ello, la
reconciliación, si bien lenta, ha sido real y los Estados Unidos han permanecido
fuertes y unidos.
¿Cómo se consiguió esto? En parte, la razón de ello quizá sea el accidente
histórico de que, en las décadas inmediatamente posteriores a la Guerra de Secesión,
lo que restaba del Oeste fue colonizado, formándose una docena de nuevos Estados.
Estos nuevos territorios fueron ocupados por hombres procedentes tanto del
victorioso Norte como del derrotado Sur, en una base de perfecta igualdad. Tales
Estados no debían fidelidad a ninguno de los dos bandos, sino sólo a la nación como
un todo. Con la gran empresa de colonización del Oeste se pudieron curar las heridas
del pasado.
Si convenimos, pues, que la civilización griega y la europea occidental se
hicieron mucho daño por su falta de capacidad para unirse, mientras la civilización
norteamericana desarrolló un poder con libertad sin precedentes en una zona

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muchísimo mayor de las que antes hubieran sido sometidas a semejante experimento,
y si además estamos de acuerdo en que los sistemas de colonización griego y europeo
no fortalecieron su unión interna, mientras que el sistema de colonización
norteamericano sí lo consiguió, y esto fue quizá la clave de la fortaleza
norteamericana, entonces, ¿qué podemos decir acerca de la próxima colonización del
espacio en el siglo XXI?
1. Para empezar, la cultura colonizadora tendría que estar unida, de distinto modo
a Grecia y Europa -que no lo estuvieron- y sí como los Estados Unidos, aun cuando
semejante unión fuera excesivamente débil. Deberemos tener esta esperanza, ya que
la civilización del siglo XXI no es posible que sobreviva sin algún modo de
cooperación global y dado que ya existe un modelo de ello en la forma de las
Naciones Unidas (aunque nadie podría imaginar un Gobierno más débil e ineficaz).
2. Las colonias espaciales no deberían ser tan completamente independientes en
cuanto sean capaces de acceder a semejante independencia, como sucedió en el caso
griego; tampoco deberían estar sometidas a una dependencia humillante que las
forzase a una rebelión y a una total independencia, como en el caso europeo. De
cualquier modo, los resultados no conducirían al Gobierno global. En lugar de ello,
las colonias espaciales tendrían que estar unidas a la Tierra en condiciones que les
garantizasen los completos derechos y privilegios de las instituciones de la Tierra,
como en el ejemplo norteamericano. Podemos tener confianza en que esto sea así,
puesto que las colonias espaciales no se podrán valer por sí mismas durante un
período de tiempo y les costaría llegar a una completa independencia, así como dado
que la opresión colonial está pasada de moda, esperemos, de modo definitivo.
3. Las colonias espaciales no tendrían que sentirse vinculadas políticamente
(como en el caso europeo) ni emocionalmente (como en el caso griego) a una sola
entidad colonizadora del gran conjunto, pues ello fomentaría la rivalidad y la
desunión. Tales colonias tendrían que sentirse vinculadas sólo con el Gobierno
central (como en el caso norteamericano).
Este tercer requisito es el más crucial, puesto que parece el más difícil. Para que
esto sea posible, el Gobierno global debería hacerse cargo de las empresas
colonizadoras, y tal colonización debería efectuarse bajo los auspicios mundiales.
Todas las colonias tendrían que estar abiertas para la colonización, sin restricciones,
para gente de cualquier lugar de la Tierra y, desde luego, tendría que fomentarse el
establecimiento de una población bien mezclada en cada colonia.
Deberíamos huir, como de la peste, de la formación de colonias enteramente
pobladas por norteamericanos, o por rusos, o por uruguayos… o por cualquier otro
grupo que sintiera alguna vinculación especial con alguna zona de la Tierra en
particular.
Por el contrario, una colonia bien mezclada podría ser como un microcosmos de
la Tierra y permanecería al margen de las rivalidades locales de la potencia
civilizadora. Desde luego, no podemos esperar la perfección. En cualquiera de las

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colonias podría surgir cierta nostalgia, consecuencia de los distintos orígenes étnicos.
Esto lo estamos comprobando hoy en los Estados Unidos y existe una gran diferencia
con las mortales rivalidades que resultan cuando los grupos opuestos están armados y
dispuestos a convertir el odio en violencia.
Y entonces, conforme aumentara el número de colonias, cada una de ellas tendría
problemas sin ninguna relación con los localismos terrestres, y tales localismos cada
vez perderían más su significado, con lo cual el Gobierno global sería cada vez más
fuerte y significativo.
Así, pues, mi conclusión es que si la colonización del espacio se realiza con la
misma inteligencia y amplitud de miras con que se desarrolló la colonización del
Oeste americano, ello constituirá un vasto proyecto que unirá a la Humanidad tanto
en la empresa como en las consecuencias, y puede ser el camino mediante el cual
podamos establecer un sistema legal mundial práctico, por primera vez en la Historia
y, con ello, dar carácter permanente a la civilización.
Así, a los que exclaman que la exploración espacial es demasiado cara, sólo les
puedo preguntar: ¿qué precio tiene la supervivencia?

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Me parece apropiado acabar con este ensayo, que representa la panorámica
más amplia y de mayor alcance acerca del futuro del hombre que he tratado de
presentar vez alguna.

26. UNA SELECCIÓN DE CATÁSTROFES

SI uno llega a la conclusión de que el mundo tiene un comienzo, también decidirá


que el mundo tendrá un final. Generalmente, si se piensa que el mundo empezó no
hace mucho, es natural suponer que llegará a su fin dentro de bastante poco.
La sombría mitología de los escandinavos, por ejemplo, consideraba que el fin del
mundo estaba cercano. Tenía que llegar Ragnarok, el Crepúsculo de los Dioses,
momento en el que los dioses y héroes marcharían al encuentro de sus mortales
enemigos, los gigantes y monstruos, para librar la última batalla culminante que
destruiría el mundo.
De modo semejante, la Biblia, que nos habla de los comienzos del cielo y de la
Tierra en el primer libro del Antiguo Testamento, también nos habla del final, en la
Revelación, el último libro del Nuevo Testamento. Se refiere a una batalla definitiva
en Armagedón y al día del Juicio Final.
La Biblia no nos señala cuándo será el día del Juicio Final, pero los antiguos
cristianos creyeron que llegaría pronto, puesto que el Salvador había aparecido y
cumplido Su misión. El fin del mundo no se produjo, pero en cada generación había
gente que lo anunciaba como inminente.
Al cumplirse el año 1000, reinó el pánico en algunas partes del mundo cristiano,
ya que los cristianos interpretaban en la lectura de la Revelación que los mil años que
precedían al fin del mundo ya habían pasado. Al comprobar que no llegaba el final, se
siguieron haciendo cálculos y más cálculos.
Hacia 1830, un granjero de Nueva York, William Miller, calculó que el fin del
mundo se produciría en 1843, y mucha gente vendió cuanto poseía, se puso ropa
blanca y esperó en las cumbres de las montañas. No sucedió nada, pero el
movimiento creó a los adventistas, que aún esperan.
En 1879 surgieron los Testigos de Jehová, como una rama de los adventistas, y
también esperaban un final inminente. Aún esperan y están seguros de que el final
será inminente.

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Otros han esperado finales menos religiosos. Los cometas siempre han sido
temidos como presagios de desastres y destrucción y, en una fecha tan cercana a
nosotros como 1910, cuando el cometa de Halley hizo su aparición más reciente,
muchísima gente creyó que la Tierra quedaría destruida a su paso. Sólo hace unos
pocos años, hubo unos cuantos irracionales que predijeron que el paso de un pequeño
planetoide, Ícaro, haría que California se hundiese en el océano Pacífico.
Nunca sucede nada así, pero los que esperan la llegada del fin del mundo jamás se
desaniman y siempre están dispuestos a una nueva predicción.
Así, pues, ¿qué podemos decir acerca de la catástrofe? Con la visión del mundo
que la Ciencia nos ha dado en estos últimos tres siglos, ¿podemos reírnos y decir que
el mundo no puede terminar?
No, porque la Ciencia trata del comienzo de los planetas y de los soles, así como
de todo el Universo y, por lo tanto, también debe ocuparse del final. Y, desde luego,
hay aspectos que dan a entender que todo el Universo puede acabar, lo cual
significaría el final de sus partes componentes, del Sol, de la Tierra, de la vida en
nuestro planeta suponiendo que todo esto no haya desaparecido mucho antes que el
Universo.
Por ejemplo, sabemos que el Universo se expande y que lo hará siempre así.
Conforme se expande, las estrellas individuales de que está compuesto consumen su
combustible y, finalmente, ya no pueden radiar más. El nacimiento de nuevas
estrellas ya no será posible cuando todo el hidrógeno (el combustible básico en el
Universo) esté consumido. Entonces el Universo empezará a perecer, y si para
entonces aún no hemos desaparecido, ésa será nuestra hora final. Sin embargo, el fin
del Universo no se producirá hasta dentro de muchos miles de millones de años y, por
lo tanto, no puede preocuparnos. Existen otras catástrofes, menos totales, pero que
servirían para acabar con nosotros y que llegarán mucho antes.
Junto con la expansión del universo existe la posibilidad de un cambio en sus
leyes fundamentales. Algunos científicos especulan, por ejemplo, con que la fuerza
de gravedad se debilita lentamente mientras el Universo se expande. Esto puede
constituir para nosotros una catástrofe potencial, si bien, aun cuando la gravedad se
debilite, o si se producen otros cambios (y esto no ha sido aún demostrado), costaría
más de mil millones de años que el efecto fuera perceptible y aún no llegaría a ser
catastrófico.
El Universo, en realidad, no se extenderá eternamente. Bajo ciertas condiciones
(y los astrónomos no están seguros de que se vayan a dar tales condiciones) la
expansión cada vez sería más lenta hasta llegar a detenerse. Entonces el Universo
volvería a contraerse una vez más, con rapidez progresiva, desapareciendo a
continuación.
Sin embargo, esto no puede consolarnos, ya que un Universo que se contrajese
empujaría la radiación de una forma cada vez más enérgica, la cual sería fatal para
toda la vida. No obstante, aun cuando el Universo entre en un ciclo de contracción,

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ello no sucederá hasta quizá dentro de veinticinco mil millones de años, con lo cual
nosotros no corremos un peligro inmediato.
También podría ser que, sobrepuesta a la expansión general del Universo se
produzcan contracciones locales ocasionadas por violentos acontecimientos en la
historia de las estrellas gigantes y en sus constelaciones. Estas contracciones podrían
forzar a la materia a condensarse hasta el punto de formar «agujeros negros» de los
que nada puede emerger. Puede ser que los agujeros negros ya existan y que crezcan
continuamente absorbiendo la materia hasta que todo haya desaparecido.
¿Cuándo nos tragará un agujero negro? Ello depende de donde se halle localizado
con respecto a nosotros. ¿Estamos en órbita de colisión con uno de ellos? Los
astrónomos han detectado algunos objetos que sospechan sean agujeros negros del
tamaño del Sol, pero están tan lejos que una colisión con ellos sólo podría producirse
dentro de miles de millones de años, por lo menos.
Algunos astrónomos sospechan que puede haber agujeros negros de diversos
tamaños, incluso tan pequeños como átomos. Se ha llegado a insinuar que el suceso
acaecido el año 1908 en Siberia, cuando quedó destruido todo un bosque, sin que se
registraran señales de colisión de un meteorito, fue el resultado del paso por Siberia
de un mini agujero negro, el cual cruzó la tierra y fue a parar al océano Atlántico.
Los agujeros negros son difíciles de detectar. ¿Podría haber ahora un agujero de
ésos lo bastante pequeño y lejano como para que no lo podamos detectar en este
momento, y que sea lo suficientemente grande como para destruir nuestra Tierra en
una colisión que se podría producir, digamos, dentro de mil años?
Sin embargo, estamos hablando de agujeros impalpables. Los astrónomos pueden
especular con la existencia de pequeños agujeros negros, pero no han detectado
ninguno y también pudiera ser que no existieran. Y si existen, no hay modo de saber
si están o no están en las afueras de nuestro sistema solar, y no existe razón alguna
para creer que lo estén. Sólo podemos descartar la posibilidad con un fatalista
encogimiento de hombros, esperando que, conforme sepamos más, mejor podremos
estudiar la naturaleza del espacio circundante y ver los peligros que nos acechan allí.
Si suponemos que los acontecimientos producidos fuera del sistema solar
significan sólo catástrofes que no nos podrán afectar hasta dentro de miles de
millones de años, o cuya llegada es difícilmente predecible, entonces deberemos
preguntarnos si puede suceder algo que acabe únicamente con nuestro sistema solar.
Para empezar, ahí tenemos nuestro Sol. Si admitimos que el Universo no durará
siempre, también debemos admitir que sucederá igual con el Sol. De hecho, nuestro
Sol duraría mucho menos tiempo que el Universo. El Sol ha estado ya brillando a
expensas de su combustible de hidrógeno, durante más de cinco mil millones de años,
más o menos. En su momento, ese combustible escaseará hasta el punto de producir
cambios en el interior de ese astro, hasta hacer que se convierta en un gigante rojo.
Cuando llegue ese momento, la Tierra se calentará hasta el punto de que no será
posible la vida en ella.

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No obstante, esto no sucedería hasta dentro de unos ocho mil millones de años, y
para ese tiempo, la Humanidad o sus descendientes (si es que no han perecido como
consecuencia de alguna catástrofe anterior), ya se habrán trasladado cerca de estrellas
más jóvenes.
Aun cuando el Sol conserve su presente forma, ¿no podrían producirse
variaciones menores, insignificantes para el Sol pero mortales para la Tierra?
¿Podrían darse cambios en el ciclo de las manchas solares, o en su interior, que
hicieran que se calentara o se enfriara ligeramente… ligeramente, pero lo bastante
como para hacer hervir nuestros océanos o para congelarlos, matando, en cualquier
caso, la vida en nuestro planeta?
Esto no es probable. Los indicios geológicos (y también los fósiles) señalan que
el Sol ha permanecido estable durante miles de millones de años y que puede seguir
igual durante varios miles de millones de años más.
¿Y qué decir acerca del resto del sistema solar? ¿Se estrellará contra nosotros
algún componente del mismo?
Velikovski y sus seguidores creen que, en el reciente pasado, sólo hace 3500 años,
Venus, la Tierra y Marte estuvieron a punto de entrar en colisión. Los astrónomos
racionalistas consideran imposible tomarse eso en serio. Existen todos los indicios de
que el sistema solar es dinámicamente estable, que los principales planetas han
mantenido sus órbitas por infinitos millones de años en el pasado y que seguirán
haciéndolo así en el futuro.
Pero el sistema solar está lleno de desechos: planetas menores (asteroides) de
todos los tamaños, desde unos pocos con centenares de kilómetros de diámetro, a
muchos miles que tienen sólo unos pocos kilómetros o centenares de metros de
diámetro. Existen incontables partículas que no llegan a un metro de diámetro e
incluso otras que sólo son partículas de polvo microscópico. Algunos de esos
pequeños cuerpos están al alcance de la mano. Hay asteroides de 1500 ó 3000
kilómetros de diámetro cuyas órbitas pueden poner a esos asteroides a unos pocos
millones de kilómetros de la Tierra. Y debe de haber cuerpos aún más pequeños que
pueden acercarse todavía más hasta entrar en colisión con nosotros.
En realidad, hay millones de micrometeoritos que colisionan constantemente con
la Tierra y arden en nuestra atmósfera (los más grandes son visibles como estrellas
fugaces). Los meteoritos particularmente grandes, con un diámetro que va desde
varios centímetros hasta varios metros, sobreviven a la colisión con la Tierra,
pudiendo causar algún daño si alcanzan a los seres humanos o sus obras.
Cuanto mayores son los meteoritos, más daño pueden causar y, en otros tiempos,
había un gran número de cuerpos de considerable tamaño. Los cráteres que existen en
la Luna, Marte, Mercurio, así como en los satélites de Marte y Júpiter fueron
causados por colisiones de cuerpos celestes de gran tamaño. Como resultado, casi
todos ellos han desaparecido y el espacio interplanetario está casi limpio.
Casi, pero no por completo. Quedan algunos cuerpos de considerable tamaño.

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Uno de ellos produjo un cráter en Arizona, de casi un kilómetro de diámetro y se
formó, quizás, hace diez mil años. Hay indicios de otros cráteres, de mayor tamaño,
formados hace más tiempo. Hoy en día, la colisión de un meteorito capaz de formar
un cráter semejante haría desaparecer una ciudad. Un meteorito similar que cayera en
el océano causaría un aumento del nivel de las aguas que devastaría las costas del
mundo con inmensas oleadas.
¿Qué posibilidades hay de que se produzca en un próximo futuro una devastadora
colisión de un meteorito? ¿Cómo podríamos decirlo? Por un lado, en el espacio hay
pocos cuerpos de tales características, menos que antes, puesto que, conforme van
cayendo, disminuye su número. Por otra parte, existen más posibilidades de que un
meteorito semejante causara mayores daños que en tiempos remotos, pues la Tierra
está ahora cubierta por obras humanas, muchísimo más numerosas que hace unos
siglos, sin ir más lejos.
Todo cuanto podemos decir es que mañana se podría producir una colisión, y ésta
podría causar una catástrofe, pero lo más probable es que esto no se produzca durante
mucho tiempo. Las colisiones realmente catastróficas se dan con un intervalo de
decenas de miles de años, y quizás antes de que vuelva a suceder algo semejante
nuestro desarrollo espacial nos permita establecer una «observación de meteoritos»
en el espacio cercano, del mismo modo en que ahora existe una observación de
icebergs en el Atlántico Norte.
Podríamos completar el desastre imaginando que el impacto meteórico fuera de
un objeto de antimateria. La antimateria está compuesta de partículas de una
naturaleza opuesta a la nuestra y a la Tierra. La antimateria se combina
instantáneamente con la materia para producir una liberación de energía (incluyendo
radiación radiactiva) cien veces superior a la de una bomba nuclear. Una partícula de
antimateria haría, pues, tanto daño como un enorme fragmento de materia corriente.
(Algunos han especulado con la posibilidad de que la gran colisión acaecida el 1908
en Siberia se debió a una partícula de antimateria.)
La antimateria puede existir y algunos astrónomos sospechan pueden existir
Universos completos formados de ella, o, en nuestro propio Universo, completas
galaxias de antimateria. Sin embargo, parece muy seguro que nuestro propio sistema
solar -en realidad toda nuestra Galaxia-, está formado sólo de materia corriente.
Cualquier objeto de antimateria, de cualquier tamaño, tendría que proceder de otras
galaxias y eso es tan improbable como la colisión con un pequeño agujero negro.
Bueno, pues, supongamos que reducimos nuestra perspectiva y consideramos
sólo la Tierra. ¿Existe alguna posibilidad, por alguna razón, de que estalle, o que su
eje cambie de posición?
En realidad, no existen tales posibilidades. La Tierra ha permanecido estable en
su forma actual durante cuatro mil millones de años, y no existe razón alguna para
que cambie en los próximos miles de millones de años. En cuanto a la variación del
eje, algo llamado la ley de conservación del momento angular hace que tal cosa

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resulte tan improbable que no debemos preocuparnos por ello.
La conservación del momento angular, sin embargo, no evita que parte del efecto
rotatorio se desplace de la Tierra a la Luna. Esto significa que la Luna se va
apartando lentamente de nosotros y que la rotación de la Tierra cada vez es más lenta.
Conforme el día se alarga, las diferencias de temperatura entre el día y la noche, así
como entre el invierno y el verano se harían más extremas hasta que la Tierra se
convirtiera en un domicilio imposible para la vida. No obstante, este cambio es tan
lento que, antes de que fuera significativo, deberían pasar muchos millones de años.
Desde luego, la superficie de la Tierra se mueve. Está formada de cierto número
de grandes placas y otras más pequeñas, que se desplazan lentamente. Cuando las
placas entran en contacto, la presión de una contra otra puede plegar una o ambas
partes, con lo cual se crean montañas; o también puede suceder que una placa se sitúe
debajo de otra y determine la profundidad oceánica. En otros lugares, las placas se
separan y entonces emerge del interior de la tierra materia incandescente.
Como resultado de estos movimientos, con el transcurrir del tiempo, los
continentes podrían juntarse y formar una enorme extensión de tierra o, tras haber
formado un nuevo bloque, separarse otra vez. Sin embargo, estos tremendos cambios
sólo se producen con mucha lentitud y pasan millones de años antes de que puedan
detectarse alteraciones significativas en la posición de los continentes, y entonces los
cambios no son catastróficos.
En los bordes de las placas se registran inestabilidades menores, que resultan
insignificantes a escala planetaria, pero que sí tienen importancia en el ámbito
humano. A lo largo de los referidos bordes es donde se forman los volcanes y se
producen los terremotos.
Corrientemente, las erupciones volcánicas y los temblores de tierra se producen
sólo a considerables intervalos en una parte determinada del mundo, y si bien pueden
causar pérdida de vidas y destrucción de propiedades, el daño suele ser local y
temporal. La Humanidad ha conocido estos percances en toda su existencia. Pero
¿qué sucedería si hubiera algunos efectos que pudieran activar esta inestabilidad y
causar que la pobre Tierra se estremeciera fatalmente en todas partes mientras todos
los volcanes entraban en erupción?
No conocemos nada que pueda provocar algo semejante.
Existen especulaciones en el sentido de que la Tierra se podría ver afectada por el
viento solar (partículas que salen despedidas del Sol, extendiéndose en todas
direcciones) en el sistema planetario y de que el viento solar, a su vez, pudiera verse
afectado por los efectos periódicos en el Sol que son causados por los planetas.
Algunas configuraciones planetarias podrían causar unos efectos extraordinarios que
provocaran un brusco aumento del viento solar. De modo que los terremotos y las
erupciones volcánicas también podrían ser causados por las configuraciones
planetarias.
Sin embargo, en esta conjetura existen muchos condicionantes, y, aun cuando se

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dieran todos esos condicionantes, el resultado sería un desastre local y temporal, del
estilo de los desastres que han ocurrido en otros tiempos.
¿Qué decir de las catástrofes que afectan a los océanos y a la atmósfera de la
Tierra, en lugar de a su cuerpo sólido? ¿Qué podríamos decir de los cambios
climáticos?
Por ejemplo, cada 250 millones de años, la Tierra parece experimentar un período
de épocas glaciales periódicas, en las que se congelan grandes cantidades de agua,
después se funden y enormes glaciares avanzan durante millares de años y después se
retiran durante otros millares de años. Los científicos han especulado acerca de las
causas de estos períodos, pero aún no se han puesto de acuerdo. Ahora estamos así y,
durante el último millón de años, los glaciares han avanzado y se han retirado cuatro
veces.
¿Han pasado ya las épocas glaciales? Quizá no. Los glaciares quizás avanzarán
algún día por quinta vez. Hemos sobrevivido a los cuatro avances previos, pero los
seres humanos entonces éramos escasos en número, casi todos cazadores tribales, que
podíamos desplazarnos con el lento avance o retroceso del hielo. Ahora somos miles
de millones y estamos sujetos a la tierra por nuestras granjas, minas y ciudades. Un
quinto avance podría representar una catástrofe.
Sin embargo, el intervalo entre los avances de los glaciares (en condiciones
naturales) supone decenas, incluso centenares o millares de años, y para cuando los
glaciares vuelvan ya habremos podido desarrollar el tipo de control climático que los
evite.
Tal control climático podría también evitar la posibilidad contraria: que la Tierra
se volviese algo más caliente y que los glaciares que aún existen en la Antártida y en
Groenlandia se derritiesen. Esto elevaría el nivel del mar 60 metros y arrasaría las
ricas y pobladas costas del mundo.
Un peligro más sutil lo representan las partículas de rayos cósmicos que
bombardean continuamente la Tierra. Estas partículas proceden de las explosiones de
estrellas y otros violentos fenómenos que se producen por todo el Universo. Esas
partículas, cargadas eléctricamente y de gran energía, pueden ser un motivo de
esperanza y peligro al mismo tiempo. Al estrellarse contra cosas vivas, los rayos
cósmicos producen mutaciones. La mayor parte de las mutaciones son dañinas y
pueden causar la extinción de las formas de vida individuales, e incluso de las
especies. Pero algunos de estos rayos son útiles y constituyen la fuerza que mantiene
la evolución en marcha.
Si aumenta la incidencia de los rayos cósmicos, entonces aumentará la cantidad
de mutaciones; y la preponderancia de mutaciones dañinas anulará a las pocas
buenas, con lo que se registra lo que se denomina una «gran mortandad», que es
cuando desaparecen repentinamente grupos completos de especies.
Muchos de los rayos cósmicos son rechazados y desviados por el campo
magnético de la Tierra, el cual mantiene la incidencia de las partículas a niveles

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carentes de peligro. Sin embargo, este campo magnético crece y disminuye
irregularmente por razones que no comprendemos. En el momento actual, el campo
magnético está disminuyendo y, dentro de dos mil años, transcurrirán varios siglos en
que esté virtualmente reducido a cero.
Con semejante mínimo del campo magnético, aumentará la incidencia de
partículas de rayos cósmicos que alcancen la superficie de la Tierra. Si, al mismo
tiempo, se registran explosiones de estrellas relativamente cerca de nuestro sistema
solar, ello haría aumentar extraordinariamente la densidad de partículas de rayos
cósmicos. Esto es lo que causaría una gran mortandad. La extinción, hace unos
setenta millones de años, de las grandes familias de reptiles gigantes, usualmente
denominadas dinosaurios, pudo deberse a esta causa, y quién sabe lo que le sucedería
al equilibrio ecológico de la Tierra, y a nosotros, si ello sucediera de nuevo.
Sin embargo, la combinación del mínimo del campo magnético y del máximo de
rayos cósmicos es algo poco probable, y son pequeñas las posibilidades de una
destrucción extraordinaria.
¿Qué decir del peligro que pueden suponer para nosotros otras formas de vida?
Ya no tememos a los leones, tigres, o a cualquiera de los grandes depredadores o
feroces herbívoros, pero ¿qué decir de los animales más pequeños? ¿Qué decir de las
ratas, cada vez más dañinas e inteligentes? ¿Qué decir de los insectos, que se vuelven
inmunes a los insecticidas? ¿Qué decir de los gérmenes que se extienden de persona a
persona, o mediante los insectos y las ratas?
En el siglo XIV, la Muerte Negra causó una gran mortandad sin previo aviso,
eliminando a un tercio de todos los humanos vivos en un período de veinticinco años.
Ésta fue la mayor catástrofe que haya afligido a la Humanidad en el transcurso de la
historia conocida. Mucha gente creyó entonces (y uno no puede culparlos por ello)
que el mundo estaba llegando a su fin.
Ha habido otras epidemias -de cólera, viruela, tifus, fiebre amarilla-, aunque
ninguna ha sido tan mortal como la Muerte Negra. En una fecha tan próxima a
nosotros como 1918, una epidemia mundial de gripe mató a casi tanta gente como la
Muerte Negra, aunque esto representó un porcentaje menor de la población mundial
que en el anterior caso.
¿Podría darse otra terrible epidemia que causara una incalculable destrucción?
Por supuesto, la respuesta es que tal epidemia, o un crecimiento de sabandijas, se
podrían producir en cualquier momento. No obstante, resulta difícil de creer que la
moderna ciencia médica no pudiera luchar con otras formas de vida si se movilizara
plenamente para este propósito.
¿Y qué podemos decir de las actividades humanas? ¿Está la Humanidad
apresurando la llegada de cualquiera de esas posibles catástrofes, o empeorándolas, o
incluso inventando otras nuevas?
Hasta ahora, nada de lo que los seres humanos puedan hacer afectaría gravemente
al Universo, o a cualquier estrella, al Sol o a sus planetas, o ni siquiera al propio

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cuerpo de la Tierra. Sin embargo, podemos trastornar la atmósfera y, de hecho, lo
hemos estado haciendo.
Por ejemplo, la Humanidad ha estado quemando combustible que contiene
carbono -madera, carbón, petróleo, gas- a un ritmo creciente. Todos esos
combustibles forman dióxido de carbono, que es absorbido por las plantas y por el
océano, pero no con la misma rapidez con que lo formamos. Esto significa que el
contenido de dióxido de carbono del aire crece muy lentamente. El dióxido de
carbono retiene calor e incluso un incremento muy ligero significa un leve aumento
de la temperatura de la Tierra. Esto podría provocar el derretimiento de los polos, de
una forma muy rápida y antes de que hubiéramos aprendido a controlar el clima.
Por el contrario, nuestra civilización industrial pone nuestra atmósfera más
polvorienta, de modo que refleja más la luz del Sol y enfría la Tierra lentamente, con
lo cual sería posible que, en unos pocos siglos, avanzaran los hielos antes de que
domináramos el control climático.
Desde luego, los dos efectos parecen ahora estar equilibrados y la Humanidad
está realizando un esfuerzo para emplear una energía no combustible. Ante nosotros
tenemos las formas de energía geotérmica, hidroeléctrica, nuclear y solar; con ellas
podríamos evitar el Escila del derretimiento de los polos y el Caribdis de un avance
de los hielos.
La energía de origen nuclear puede producir una peligrosa radiación. En
particular, la fisión nuclear, la que ahora estamos empleando, no sólo ofrece una
posibilidad de fusiones del núcleo que podrían liberar radiactividad en amplias zonas,
sino que constantemente produce materiales radiactivos que son muy peligrosos y
que deben ser apartados del medio ambiente durante miles de años.
El empleo extensivo de las plantas de energía de fisión nuclear proyecta las
pesadillas de una muerte de millones de personas por lluvia radiactiva, de zonas de la
Tierra volviéndose radiactivas por una fuga de la ceniza almacenada, del robo de
combustible nuclear por parte de terroristas con el fin de utilizarlo como arma de
chantaje. Sin embargo, muchos científicos nucleares aseguran que los peligros
podrían ser controlados y se podría sobrevivir.
Quizá tienen razón, pero constituiría una esperanza mejor qué cambiáramos a la
fusión nuclear (si bien aún no se ha demostrado su viabilidad), que reduciría el
considerable peligro de radiación, o a la energía solar, que eliminaría el problema por
completo.
Por otro lado, las naciones podrían envenenar deliberadamente la Tierra con
radiactividad utilizando explosivos nucleares en una extensa guerra. (Cuando se hizo
estallar la primera bomba nuclear en Alamogordo, en julio de 1945, se sabía tan poco
de las reacciones nucleares que algunos científicos temieron que la reacción en
cadena de los átomos se extendiera a la atmósfera y al océano, y que desaparecería
toda la vida de la Tierra tras una gigantesca explosión que virtualmente destruiría el
planeta.)

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Sin embargo, las bombas nucleares no han hecho estallar el planeta, y hasta
ahora, los líderes mundiales, a pesar de sus defectos, han dado muestras de reconocer
que una guerra nuclear no dejaría vencedores, muy pocos supervivientes y un planeta
arruinado. Debemos esperar (sin mucho optimismo, quizá) que continúen
comprendiéndolo así en el futuro.
Los avances de la Ciencia en otras direcciones podrían suponer peligros
catastróficos. Las armas bélicas no tienen que ser necesariamente bombas nucleares
para llevarnos a una destrucción inimaginable. El empleo de gases nerviosos, armas
biológicas, control climático, rayos láser «de la muerte», y otras cosas, a la larga
pueden resultar tan peligrosas como las bombas nucleares.
Incluso los progresos en tiempos de paz ofrecen sus peligros. Los avances en la
tecnología de las computadoras pueden reducir el papel de la Humanidad y hacer casi
inútiles a los seres humanos. Casi cada progreso tecnológico puede producir desechos
que contaminen peligrosamente la Tierra. Los venenos químicos saturan las aguas y
la tierra. Los escapes de los automóviles y el humo de las fábricas llenan el aire. Pero
la contaminación no necesita ser material. Puede haber contaminación de ruidos,
contaminación lumínica, calorífica, de microondas. Por doquier, los productos de la
Humanidad se abaten sobre la Tierra, la cual, al parecer, no los puede absorber todos.
Incluso los más nobles esfuerzos de la Medicina podrían ser perjudiciales. Se
permitiría vivir a tantos individuos mediante el empleo de avanzadas técnicas
médicas -según opinan algunos- que los «débiles» e «incapaces» proliferarían,
llenando la herencia humana de genes indeseables cuyos efectos catastróficos se
podrían hacer sentir algún día.
¿Envenenaremos la Tierra, mataremos los mares, reduciremos el planeta a un
desierto? No necesariamente. Hay medios de evitar la contaminación, o incluso de
eliminarla, si la Humanidad se toma las molestias precisas… y se gasta dinero en
ello.
El origen de otra posible catástrofe se ha conocido recientemente, y tiene que ver
con la capa de ozono. A unos 20 kilómetros de altura en la atmósfera hay pequeñas
cantidades de ozono (una forma energética de oxígeno) que tiene la propiedad de ser
opaco a la luz ultravioleta y de evitar que la mayor parte de la luz ultravioleta
procedente del Sol alcance la superficie de la Tierra. Ha estado ahí desde que la
atmósfera terrestre consiguió su oxígeno libre: o sea, hace unos 500 millones de años
como mínimo.
Los seres humanos usamos ahora sprays en número creciente y los sprays
funcionan a base de «clorofluocarbonos» que salen con la rociada. Estos
clorofluocarbonos son muy estables y permanecen en la atmósfera indefinidamente.
Parte se filtra hasta la capa de ozono donde, se sospecha, puede provocar la
transformación de las moléculas de ozono en oxígeno ordinario.
Si la capa de ozono queda destruida de este modo, la superficie de la tierra se
vería inundada de luz ultravioleta. La radiación ultravioleta es mucho menos

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energética que los rayos cósmicos, pero llegaría a nosotros en cantidad mucho mayor.
Se produciría una gran mortandad, la extinción de muchas especies, y se vería muy
alterado el equilibrio ecológico del planeta. Por tal razón, los seres humanos correrían
un grave peligro aun cuando se protegieran de la acción directa de la radiación
ultravioleta.
De todos modos, la Humanidad ya ha advertido este posible peligro y puede dar
los pasos precisos para evitarlo.
Otro sutil peligro lo constituyen los recientes experimentos microbiológicos con
los cuales se alteran los genes de las bacterias; en esos experimentos, asimismo se
introducen genes de una forma simple de vida en otra. Existe la posibilidad de que
alguna forma alterada de microorganismo sea capaz de producir alguna enfermedad
(cáncer, por ejemplo) contra la cual las defensas naturales del cuerpo sean
impotentes. Si se escapara un microorganismo semejante, podría repetirse otra
Muerte Negra, o algo peor.
Desde luego, las posibilidades de que se produzca un accidente así son muy
pequeñas, pero incluso hasta la más remota probabilidad en tal sentido resulta
aterradora, y las personas que se dedican a tales trabajos han admitido
voluntariamente suspender semejantes experimentos hasta que puedan adoptarse
medidas de seguridad apropiadas.
Esto ofrece un ejemplo de cómo pueden ser previstos los peligros que acompañan
a los progresos científicos, y cómo pueden ser evitados si la gente está dispuesta a
considerar en profundidad la naturaleza del progreso, así como si está dispuesta a
adoptar las medidas oportunas.
Pero si no se controla la población, la civilización y la mayoría de la Humanidad
tendrán que enfrentarse con una catástrofe que llegará, sin ninguna duda, dentro de
medio siglo. Así, pues, lo que primero debe ocupar a la Humanidad es el problema
demográfico, y no otro.
¿Qué pasaría si no sucediera nada y la Humanidad continuara como siempre, sin
que se produjera ninguna catástrofe significativa?
Eso también podría ser una catástrofe, quizá la peor.
Desde que el Homo sapiens se halla en la Tierra, su número total ha aumentado
de siglo en siglo. (La única excepción fue el siglo de la Muerte Negra.) Lo que es
más, el aumento ha experimentado un ritmo creciente. En 1976, la población total
mundial había alcanzado la cifra récord de cuatro mil millones y el índice de
natalidad se situó en el 2 por ciento anual, lo cual significa que la población se dobla
en treinta y cinco años.
Para el 2010, si las cosas continúan como hasta ahora, la población mundial habrá
alcanzado los ocho mil millones. No parece probable que puedan añadirse cuatro mil
millones de bocas a la actual población mundial, en sólo treinta y cinco años, sin que
reine el hambre.
Si en la tierra impera el hambre, la loca necesidad de extraer alimentos de la tierra

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y del mar, a cualquier precio, y el empleo frenético de cualquier clase de energía
podrían contaminar y dañar permanentemente el equilibrio ecológico de la Tierra, con
consecuencias desastrosas para la Humanidad.
Conforme se multipliquen las multitudes hambrientas, el desesperado intento de
obtener alimentos o de robarlos de otros, destruiría el orden y convertiría a los
humanos en depredadores. Cualquier nación que conservara una sombra de bienestar,
en un momento de desesperación apretaría el botón nuclear para imponer cierto tipo
de control sobre el resto de la Humanidad. De cualquier modo, las presiones harían
que se quebrase la frágil estructura de la civilización.
Ésta es la catástrofe que debemos temer. Todas las demás posibles catástrofes
pueden o no pueden producirse. Si llegan, lo harán dentro de millones y millones de
años.

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EPÍLOGO

NO puedo dejar a los lectores con un sentimiento de desesperación. Existe la


impresión de que el índice de aumento demográfico alcanzó su punto culminante a
principios de los años setenta.
Ahora está descendiendo y puede continuar haciéndolo. En parte esto se debe,
por desgracia, a un aumento de la mortalidad en las partes más pobres del mundo,
en especial en él Sur de Asia. También se debe, en parte, a un descenso del índice de
natalidad, sobre todo en China.
Cada vez es mayor la conciencia pública de este problema, sobre todo desde que
las crecientes restricciones energéticas y de otros recursos parecen inevitables en el
próximo futuro. Cada vez hay más Gobiernos que afrontan estas amargas realidades.
Por supuesto, no existe una forma tajante de escapar de la miseria que se cierne
sobre nosotros, pero estamos alargando el plazo, ganando tiempo. Quizá las cosas no
resulten tan mal como se podría esperar y a lo mejor, con suerte, constancia y
trabajo duro9 la civilización podrá sobrevivir a pesar de todo.

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ISAAC ASIMOV (Petróvichi, República Socialista Federativa Soviética de Rusia, 2
de enero de 1920 – Nueva York, Estados Unidos, 6 de abril de 1992), fue un escritor
y bioquímico ruso, nacionalizado estadounidense, conocido por ser un exitoso y
excepcionalmente prolífico autor de obras de ciencia ficción, historia y divulgación
científica. La obra más famosa de Asimov es la Saga de la Fundación, también
conocida como Trilogía o Ciclo de Trántor, que forma parte de la serie del Imperio
Galáctico y que más tarde combinó con su otra gran serie sobre los robots. También
escribió obras de misterio y fantasía, así como una gran cantidad de textos de no
ficción. En total, firmó más de 500 volúmenes y unas 9000 cartas o postales. Sus
trabajos han sido publicados en 9 de las 10 categorías del Sistema Dewey de
clasificación. Asimov, junto con Robert A. Heinlein y Arthur C. Clarke, fue
considerado en vida como uno de los «tres grandes» escritores de ciencia ficción.

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Notas

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[1] Cuando en este libro empleo la palabra «hombre», la utilizo, igual que Pope, en

sentido general de «ser humano», incluyendo mujeres y niños. (N. del A.)<<

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[2] Y ello a pesar de todas esas lamentables fantasías como Encuentros en la tercera

fase. (N. del A.)<<

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[3] En los organismos multicelulares menos avanzados, grupos relativamente
pequeños de células del organismo, si son desprendidas, pueden sobrevivir y
constituir el núcleo de un nuevo organismo. Esto es «regeneración». Según los
organismos multicelulares progresan en una especialización cada vez mayor, el poder
de regeneración crece progresivamente menos.<<

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[4] En 1978, esto ya no es verdad. Plutón parece tener un satélite de casi su mismo

tamaño. (N. del A.)<<

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