Vida y Tiempo - Isaac Asimov
Vida y Tiempo - Isaac Asimov
Vida y Tiempo - Isaac Asimov
esta obra, el divulgador científico y gran escritor Isaac Asimov nos ilustra
acerca de la andadura de la vida a través del tiempo, hasta llegar a la
situación actual, a la vez que nos brinda bien fundamentadas hipótesis
acerca de nuestras posibilidades cara al futuro. En primer lugar,
retrocedemos millones de años para seguir el desarrollo de la vida
multicelular a partir de la primera molécula nucleoproteínica. Según Asimov,
la sociedad futura -la actual ya lo es en buena parte- tendrá que constituir
como un organismo multicelular que nos sirva de base para emprender la
conquista del Cosmos. En veintiséis ensayos, el autor explora los fenómenos
de nuestro Universo que afectan directamente al hombre y a toda la demás
vida terrestre en el pasado, presente… y futuro. Ante todo, Asimov establece
qué puede considerarse realmente vivo. En la marcha de los filos nos ofrece
una clara idea de los comienzos de la evolución. Asimismo, el autor nos
habla del imprescindible papel de las plantas en la existencia de la vida.
También merece su atención el cerebro humano, y establece comparaciones
entre éste y el de los animales, presentes y pasados. Asimov advierte
seriamente acerca de los peligros que entrañaría romper el equilibrio
ecológico.
En la segunda parte de la obra, el autor aborda el tema de la imposibilidad de
vivir aislados, nos explica la influencia del Sol en el desarrollo de las
religiones, el proceso que condujo a descubrir las razones del contagio de las
enfermedades, lo que debe la Astronomía al rostro de la Luna, el laborioso
proceso del descubrimiento del argón, lo que representan el agua y la sal…
En la tercera y última parte se nos habla del desarrollo de las
comunicaciones humanas mediante la tecnología, en particular, las
computadoras y los satélites de comunicaciones. Asimov dedica unas
reflexiones acerca de los transportes terrestres y su futuro, abordando
seguidamente el problema de la velocidad. Según el autor, el desarrollo de la
agricultura en las próximas décadas resultará algo fundamental para la
Humanidad.
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Isaac Asimov
Vida y tiempo
ePub r1.3
FLeCos 01.09.2015
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Título original: Life and time
Isaac Asimov, 1978
Traducción: Amalia Monasterio
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INTRODUCCIÓN
HACE dos siglos y medio, el poeta inglés Alexander Pope, en su An Essay on Man,
dijo: «El estudio propio de la Humanidad es el hombre[1]».
Esto parece aconsejarnos que nos limitemos a una estrechez de miras, a un
chauvinismo humano.
¿Debemos hacer semejante cosa? ¿Tenemos que ignorar todo el vasto universo,
estudiarnos sólo a nosotros mismos, nuestras flaquezas, estupideces y grandeza
microscópica, dejando de lado todo lo demás? Desde luego, tal sacrificio no seria
sólo indigno y egoísta, sino que supondría para nosotros una infinita pérdida.
Pero entonces no podemos hacer una cita sin salir del contexto. Así, pues,
tomemos dos líneas al menos, aún fuera de contexto, pero quizá por ello menos
peligrosas:
Conócete, pues, a ti mismo, no quieras saber tanto como Dios. El estudio propio
de la Humanidad es el hombre.
Estas dos líneas establecen la antítesis de Pope entre el hombre y Dios; entre un
Universo que se rige por una ley natural, por un lado, y por el otro, por lo que haya
más allá del Universo y no conoce ningún tipo de limitación.
Si consideramos esta división, vemos que la Ciencia (con C mayúscula) sigue,
precisamente, la recomendación de Pope. Trata del Universo y de las
generalizaciones que uno puede deducir e inducir observando el Universo, así como
experimentando cuando ello es posible. Haya lo que haya más allá o fuera del
Universo, lo que no esté sujeto a ninguna ley, ni pueda ser percibido, observado,
medido y experimentado, no puede ser objeto de la atención de la Ciencia. Tales
materias no pueden ser objetivo de la Ciencia.
No quiero decir que la Ciencia deba retirarse humildemente. No puede volver
necesariamente su espalda al Más Allá, desconcertada y supersticiosa, para
ocuparse de menesteres inferiores.
Cuando Napoleón hojeó los volúmenes de Mecánica Celestial, la monumental
obra prerrelativa acerca de la teoría gravitacional, complemento de la de Isaac
Newton le dijo a Pierre Simón de Laplace su autor: «No veo ninguna mención a Dios
en su descripción del funcionamiento del Universo».
A lo que Laplace respondió con firmeza: «Sire, no necesito semejante hipótesis».
Pero si la Ciencia reacciona frente al Más Allá con temor suficiencia o desprecio,
el asunto se lo deja a los filósofos y teólogos, lo cual, en mi opinión, es lo más
correcto.
Tras haber manifestado todo esto, queda, sin embargo, una gran parte del
Universo sometido a leyes que escapan a la mente humana. Así, pues, ¿debemos
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limitar nuestros estudios únicamente al hombre? Pensándolo bien, tal estudio no es
en realidad limitativo, ya que el hombre no existe en un vacío. Cualquier otra forma
de vida influye en nosotros, directa o indirectamente; cada condición inanimada
ambiental sobre la Tierra nos afecta. Incluso cuerpos distantes como la Luna y el Sol
ejercen un efecto sobre nosotros. Estamos tan sujetos a las leyes del Universo como
el más pequeño átomo o el más distante quasar. Si emprendemos el estudio de lo
infinitamente pequeño, de lo infinitamente grande, lo infinitamente distante o
abstracto, a fin de elucidar tales leyes, entonces todas esas infinidades conciernen al
hombre directa y egoístamente. Así, pues, estudiar al hombre es estudiar el Universo
entero. Todo ello no debe distorsionar nuestra visión del Universo hasta el punto de
mirarlo sólo a través de la mirilla de su efecto sobre nosotros. Estamos justificados
en el colosal error de juzgarlo todo según el efecto que tenga sobre nosotros (como
aquel director de un periódico de Denver, el cual insistía en que una pelea de perros
en su ciudad merecía más espacio en sus columnas que un terremoto en China).
Después de todo, ¿quién aparte nosotros se preocupa de los efectos del Universo
sobre nosotros mismos?
La Tierra existía ya unos tres mil millones de años con una presencia de vida que
no incluía ningún homínido. La Tierra y la vida que en ella existía iba bien en aquél
tiempo y hubiera seguido bien (y, en cierto modo, mejor) si los homínidos no
hubieran aparecido nunca.
En cuanto a lo existente fuera de la Tierra (con excepción de la Luna, reciente y
brevemente) nada ha sido afectado en modo alguno por el hombre, si excluimos el
efecto de sondas no tripuladas y las débiles pulsaciones de la radiación
electromagnética que lo alcanza enviado por el hombre. Generalmente, el universo
no sabe que el hombre existe, y no le preocupa.
Sin embargo, podemos argüir que el hombre es absolutamente una parte única
del Universo. Es una porción del Universo que, tras un natural y
extraordinariamente lento desarrollo, que empezó con el Gran Estallido hace quince
mil millones de años, se ha convertido en lo bastante complejo como para tener
conciencia del Universo.
Nosotros no podemos ser la única porción del Universo que haya alcanzado tal
complejidad. Tiene que haber miles de millones de otras especies en otros mundos
alrededor de otras estrellas tanto en ésta como en otras galaxias que observan el
Universo con inteligencia y curiosidad. Algunos habrán permanecido en este estado
presumiblemente feliz más tiempo que nuestras propias especies. Pueden haber
desarrollado cerebros más sofisticados, así como más perfectos instrumentos de
observación y medición, de modo que sabrán y comprenderán más que nosotros.
No obstante, carecemos de pruebas de la existencia de estos otros. A pesar de lo
muy seguros que estemos que deben existir, es únicamente una certeza interior
basada en suposiciones y deducciones, sin el apoyo de ninguna observación
directa[2]. Sigue siendo concebible que podemos ser los poseedores de la única mente
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capaz de observar él Universo.
Bien, si no podemos existir sin él Universo, tampoco éste puede ser observado ni
comprendido sin nosotros. Si colocamos al Observado y al Observador, o Adivinanza
y Solución, sobre una base de igualdad, entonces el hombre es tan importante como
el Universo y debe considerarse legítimo estudiar el Universo a través del hombre.
En esta recopilación de ensayos, trato, más o menos, de los aspectos del Universo
que influyen directamente en el hombre y demás vida terrestre: pasada, presente y
futura. Por ello la he titulado Vida y Tiempo.
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PRIMERA PARTE - VIDA PASADA
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En todas las recopilaciones de mis ensayos siempre he tratado de poner cierto
orden. Esto no resulta fácil, ya que estos ensayos fueron escritos en diferentes
momentos con distintos propósitos y sin que hubiera pensado relacionarlos de
ningún modo. Podría imponer un orden mecánico, colocando los ensayos en
orden cronológico de publicación -o en orden alfabético- o según su menor (o
mayor) extensión, o incluso caprichosamente. Sin embargo, cuando es posible,
prefiero hacer del orden algo más racional; algo que tenga sentido y haga que
este libro sea más que la suma de sus partes.
En este sentido, trataré de disponer los ensayos referentes al remoto pasado
de la vida al principio y al lejano futuro de la vida al final, progresando
regularmente (o con toda la regularidad que pueda, considerando la
miscelánica naturaleza de los ensayos) desde el pasado hacia el futuro. Pero no
quiero sujetarme a esto. Empezaré, por ejemplo, con una visión global de la
vida, trabajo que escribí una vez para la Collier’s Encyclopaedia.
1. VIDA
UNO de los primeros sistemas que aprendemos para clasificar los objetos es hacerlo
en dos grupos: vivientes y no vivientes.
En nuestros encuentros con el universo material raras veces hallamos dificultad
alguna en este caso, ya que solemos tratar con cosas que están claramente vivas, tales
como un perro o una serpiente de cascabel; o con cosas que claramente no están
vivas: un ladrillo o una máquina de escribir.
Sin embargo, el intento de definir el concepto «vida» es difícil y sutil. Y ello
resulta enseguida evidente si nos paramos a pensar. Imaginemos una oruga
arrastrándose sobre una piedra. La oruga está viva, pero la piedra no; eso es lo que se
supone enseguida, pues la oruga se mueve y la piedra no. Pero ¿qué sucedería si la
oruga se arrastrase por el tronco de un árbol? El tronco no se mueve aunque esté tan
vivo como la oruga. ¿Qué pensaríamos si una gota de agua se deslizara hacia abajo
por el tronco del árbol? El agua en movimiento podría no estar viva, pero el inmóvil
tronco del árbol sí.
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¿Sería mucho pedir que alguien adivinase que una ostra está viva si encontrara
una (por vez primera) con el caparazón cerrado? ¿Se podría distinguir fácilmente, con
una mirada a un grupo de árboles en pleno invierno, cuando todos se quedan sin
hojas, cuáles están muertos y darán hojas en primavera, de los que están muertos y no
darán hojas? ¿Se podría distinguir una semilla viva de una semilla muerta, o incluso
de un grano de arena?
En este sentido, ¿resulta siempre sencillo asegurar si un hombre está sólo
inconsciente o completamente muerto? Los adelantos médicos modernos están
convirtiendo en algo trascendental decidir el momento exacto de la muerte, lo cual no
siempre resulta fácil.
Sin embargo, lo que llamamos «vida» es lo suficientemente importante para
intentar llegar a una definición. Podemos empezar enumerando algunas de las cosas
que pueden hacer los entes vivos, y que las cosas no vivas no pueden hacer; a ver si
acabamos con una distinción satisfactoria para esta particular división dual del
Universo.
1. Una cosa viva muestra su capacidad de movimiento independiente contra una
fuerza. Una gota de agua se desliza hacia abajo, pero sólo porque la gravedad tira de
ella; no se está moviendo por «su propia voluntad». Sin embargo, una oruga puede
reptar hacia arriba contra la fuerza de la gravedad.
Las cosas vivas que parecen carecer por completo de movimiento se mueven, sin
embargo, en parte. Una ostra puede permanecer pegada a su roca durante toda su vida
adulta, pero puede abrir y cerrar su caparazón. Es más, absorbe agua hacia el interior
de sus órganos y obtiene alimento, así que tiene partes que se mueven
constantemente. Las plantas también pueden moverse, orientando sus hojas hacia el
sol, por ejemplo; y hay continuos movimientos en la sustancia que forman.
2. Una cosa viva puede sentir y adaptarse. O sea, puede volverse consciente, en
cierto modo, de cualquier alteración en su entorno, produciendo entonces una
alteración en sí misma que le permita seguir viviendo en las mejores condiciones
posibles. Para dar un sencillo ejemplo: usted puede ver que se le aproxima una piedra
y enseguida se apartará para evitar la colisión de la piedra contra su cabeza.
De forma análoga, las plantas pueden sentir la presencia de luz y agua, pudiendo
responder al extender sus raíces hacia el agua y los tallos hacia la luz. Incluso todas
las formas de vida primitiva, demasiado pequeñas para verlas a simple vista, pueden
sentir la presencia de comida o de peligro; y pueden responder de forma para
incrementar sus oportunidades de encontrar lo primero y evitar lo segundo. (La
respuesta puede no tener éxito; usted puede no apartarse a tiempo para evitar la roca,
pero lo que cuenta es el intento.)
3. Una cosa viva se transforma por metabolismo. Con esto queremos decir que
puede ocasionalmente convertir material existente en su entorno en sustancia propia.
Este material puede no ser inmediatamente aprovechable, de modo que debe ser
descompuesto, humedecido o tratado de cualquier otro modo. Puede ser sometido a
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cambio químico, de modo que grandes y complejas unidades químicas (moléculas)
son convertidas en otras más pequeñas y más simples. Entonces las moléculas
simples son absorbidas por la estructura viviente; algunas son descompuestas en un
proceso liberador de energía; el resto son incorporadas a los complejos componentes
de la estructura. Cualquier cosa no aprovechable es eliminada. Las diferentes fases de
este proceso reciben a veces nombres distintos: ingestión, digestión, absorción,
asimilación y excreción.
4. Una cosa que vive crece. Como resultado del proceso metabólico, puede
incorporar más y más del entorno en su propia sustancia, con lo cual aumenta de
tamaño.
5. Una cosa viva se reproduce. Puede, merced a una variedad de métodos,
producir nuevas cosas vivas semejantes a ella.
Cualquier cosa que posea tales habilidades da la clara impresión de estar viva; y
cualquier cosa que no posea ninguna parece claramente no viva. Sin embargo, el
asunto no es tan sencillo.
Un ser humano adulto ya no crece, y muchos individuos nunca tienen hijos. No
obstante, los seguimos considerando vivos aunque ya no crezcan y no se
reproduzcan. Bueno, el crecimiento se produce en cierta etapa de la vida y la
capacidad de reproducción está potencialmente ahí.
Una polilla advierte una llama y responde, pero no de forma adecuada; vuela
hacia la llama y perece. Sin embargo, la respuesta del animal ha sido lógica, pues ha
volado hacia la luz. La llama al descubierto representa una situación excepcional.
Una semilla no se mueve; parece que no siente ni responde. No obstante, si se le
ofrecen las circunstancias apropiadas, empezará repentinamente a crecer. El germen
de la vida está ahí, aunque permanezca dormido.
Por otro lado, los cristales en solución crecen, y se forman nuevos cristales. Un
termostato en una casa siente la temperatura y responde de forma adaptativa, evitando
que la temperatura suba o baje demasiado.
También tenemos el fuego, el cual podemos considerar como consumidor de su
combustible, descomponiéndolo en sustancias más simples, incorporándolas a su
estructura ígnea y eliminando la ceniza que no puede aprovechar. La llama se mueve
constantemente y, según sabemos, puede crecer fácilmente y reproducirse, a veces
con resultados catastróficos.
Sin embargo, ninguna de estas cosas está viva.
Así que deberemos considerar con mayor profundidad las propiedades de la vida.
La clave está en algo afirmado anteriormente: que una gota de agua puede sólo
deslizarse hacia abajo en respuesta a la gravedad, mientras que una oruga puede
ascender contra la gravedad.
Hay dos tipos de cambios: uno que representa un aumento en una propiedad
llamada entropía por los físicos, y otro que representa una disminución en tal
propiedad. Los cambios que aumentan la entropía se producen espontáneamente, o
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sea, «que desean producirse simplemente por sí mismos». Ejemplos son el descenso
de una piedra por una ladera, la explosión de una mezcla de hidrógeno y oxígeno para
formar agua, el salto de un muelle, la oxidación del hierro.
Los cambios que disminuyen la entropía no se producen espontáneamente.
Ocurrirán sólo por el influjo de la energía procedente de alguna fuente. Así, pues, una
roca puede ser empujada cuesta arriba; el agua puede ser separada otra vez en
hidrógeno y oxígeno mediante una corriente eléctrica; un muelle puede ser
comprimido por una acción muscular y la herrumbre de hierro puede fundirse y
convertirse de nuevo en hierro, mediante el suficiente calor. (La disminución de
entropía está más que equilibrada por el aumento de entropía en la fuente de energía,
pero esto ya es otra cuestión.)
Por lo general, tenemos razón al suponer que cualquier cambio que es producido
contra una fuerza resistente, o cualquier cambio que convierta algo relativamente
simple en algo relativamente complejo, o que transforme algo relativamente
desordenado en algo relativamente ordenado, disminuye la entropía, y que ninguno
de esos cambios se producirá espontáneamente.
No obstante, las acciones más características de las cosas vivas tienden a producir
una disminución en la entropía. El movimiento viviente a menudo va contra la fuerza
de la gravedad y otras fuerzas resistentes. El metabolismo, en su conjunto, tiende a
formar moléculas complejas a partir de moléculas simples.
Todo esto se hace a expensas de la energía obtenida del alimento o, en último
extremo, de la luz solar; el cambio total de entropía en el sistema que incluye
alimento o el sol supone un aumento. Sin embargo, el cambio local, que afecta
directamente a la criatura viva, es una disminución de entropía.
El crecimiento del cristal, por otro lado, es un efecto puramente espontáneo que
supone un aumento de entropía. No es más señal de vida que el movimiento del agua
deslizándose hacia abajo por el tronco de un árbol. Igualmente, todos los cambios
químicos y físicos en un fuego suponen aumento de entropía.
Así, pues, estaremos más en lo cierto si definimos la vida como una propiedad
mostrada por esos objetos que pueden -de forma efectiva o potencialmente, aun en su
totalidad o en parte- moverse, sentir y responder, transformarse por metabolismo,
crecer y reproducirse de un modo en que disminuyan su almacenamiento de entropía.
Dado que una señal de disminución de entropía es el aumento de organización (o
sea, un número creciente de partes componentes interrelacionadas en una forma
progresivamente compleja), no resulta sorprendente que, por lo general, las cosas
vivas están más altamente organizadas que sus vecinos no vivientes. La sustancia que
forme incluso la forma de vida más primitiva es mucho más abigarrada y
complejamente interrelacionada que la sustancia constituyente del más complicado
mineral.
Pudiera ser que una forma más sencilla de definir la vida supusiera el descubrimiento
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de alguna clase de estructura o componente que sea común a todas las cosas vivas y
que esté ausente de las cosas no vivas. A simple vista, esto resulta excesivamente
difícil. Las cosas vivas cambian tanto de apariencia que resulta fácil suponer que si
bien pueden tener ciertas capacidades en común carecen de cualquier estructura en
común.
Así, pues, aunque todas las cosas vivientes pueden moverse, algunas lo hacen por
medio de las piernas, otras por medio de aletas, alas, escamas ventrales, cilios,
superficies planas inmóviles, etc. La capacidad de moverse se tiene en común; pero
no hay ningún método de movimiento que parezca ser común a todos.
En realidad, la variedad de vida es tal que gran parte del esfuerzo de los primeros
biólogos fue dedicado a la clasificación de formas de vida: se intentó colocarlas todas
en un ordenado sistema de grupos a fin de que pudieran ser estudiadas con mayor
facilidad y mejores resultados.
Por ejemplo, todas las formas visibles de vida parecía que debían ir a parar a uno
de dos extremadamente amplios grupos: plantas y animales.
Las plantas están sujetas a la tierra o flotan pasivamente en el mar, mientras que
los animales, por otro lado, frecuentemente poseen la capacidad de un movimiento
rápido voluntario. Las plantas disfrutan de la posibilidad de utilizar la energía solar
directamente para su metabolismo, aprovechando para ello el componente verde
llamado clorofila. Los animales carecen de clorofila y obtienen su energía de los
complejos componentes de los alimentos que ingieren. (Naturalmente, comen plantas,
consiguiendo así su energía procedente de la luz del sol; o comen otros animales que
han ingerido plantas y obtienen su energía de la luz solar de forma indirecta.)
Esta división entre plantas y animales puede ser incluso extendida al mundo
microscópico, pues hay pequeños organismos, invisibles al simple ojo humano, que
comparten propiedades clave con las plantas mayores, o con los animales mayores.
(Sin embargo, algunos arguyen que las cosas vivas microscópicas difieren lo
suficiente de los organismos mayores como para garantizar una tercera división
separada para sí mismos. Los que argumentan así llaman protistas a los organismos
microscópicos.)
Los reinos vegetal y animal están a su vez divididos en otras clasificaciones más
detalladas llamadas filos. Los filos están a su vez divididos en otros grupos cada vez
más detallados; primero clases, después órdenes, familias, géneros y, finalmente,
especies.
Son las especies las que representan una clase única de cosa viva. El hombre es
una especie única; el león representa otra; la vulgar margarita, otra.
No obstante, el número de especies diferentes es enorme. Hay alrededor de
400 000 especies distintas de plantas y sobre unas 900 000 especies diferentes de
animales. (Constantemente se descubren nuevas especies.)
Así, pues, ¿qué pueden tener en común 1 300 000 especies que difieren tanto
entre sí como los hombres y las lombrices de tierra, las ballenas y las ostras, las
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alondras y el musgo, los robles y los renacuajos, las algas marinas y los elefantes? (Y
esto sin mencionar los muchos millares, o incluso millones, de especies extintas
desde los trilobites hasta la boa gigante.)
El ojo humano solo no puede dar la respuesta. Sin embargo, mediante el uso del
microscopio, se obtuvo la respuesta hace mucho tiempo. En 1838, un botánico
alemán, Matthias J. Schleiden, sugirió que todas las plantas estaban formadas por
unidades microscópicas separadas llamadas células. En 1839, un zoólogo alemán,
Theodor Schwann, extendió esta noción a los animales.
Cada célula es una unidad independiente, separada de las demás por una
membrana y capaz de demostrar en sí misma las diversas habilidades asociadas con la
vida. Una célula, o partes de ella, puede moverse, sentir y responder, transformarse
por metabolismo, crecer y reproducirse.
Los organismos lo bastante grandes como para ser vistos sin ayuda de
instrumentos están formados por un número mayor de células. Un ser humano adulto
contiene unos cincuenta billones (50 000 000 000 000). Cada célula en un organismo
multicelular semejante está tan adaptada a la presencia de las demás que ya no puede
vivir aislada. Sin embargo, hay algunas células que, en realidad, son capaces de vivir
independientemente. La mayor parte de las formas de criaturas microscópicas están
formadas de células únicas; son organismos unicelulares. E incluso las criaturas
mayores empiezan su vida como células únicas. Cada ser humano tiene su comienzo
como un óvulo fecundado: una célula.
No obstante, aunque los organismos pueden variar enormemente, las células
microscópicas de que están compuestos no se diferencian apenas. Una célula de
ballena se parece mucho más a una célula de ratón que la ballena en sí se parece al
ratón.
Todas las plantas y animales están formados de células, y las partes de un
organismo vivo que no están compuestas de células activas no están vivas. (La
corteza de un árbol no está viva, ni el pelo de un animal, ni las plumas de un ave, ni
las conchas de una ostra; lo cual no quiere decir que el organismo pueda vivir
necesariamente sin esa porción no viviente.) Ninguna cosa no viva está formada de
células activas; aunque un organismo recién muerto está formado por células
muertas. (Algunas células pueden seguir viviendo brevemente después de la muerte
de la criatura; sin embargo, antes de que pase mucho tiempo, todas las células
mueren.)
La frase «células activas» significa que las células pueden realizar las acciones
características de la vida, así que ahora estamos definiendo la vida como la propiedad
de cosas formadas por células que poseen la capacidad de moverse
independientemente, sentir y responder adaptativamente, transformarse por
metabolismo, crecer y reproducirse.
Esto elimina cualquier posibilidad de imaginar que tengan vida cosas no celulares
como los cristales y el fuego.
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Sin embargo, todavía queda una causa de confusión. En 1892, un bacteriólogo
ruso, Dmitri Ivanovski, descubrió un agente patógeno tan pequeño que podía pasar
fácilmente a través de un filtro ideado para impedir el paso de hasta la más pequeña
bacteria. Así fueron descubiertos los virus, que son mucho más pequeños que las
células y que, aislados, no muestran ninguno de los criterios de vida. Realmente,
incluso se pueden cristalizar y en el tiempo en que esto fue descubierto, se creía que
la cristalización era una propiedad que no podía ser asociada con nada que no fueran
sustancias químicas no vivas.
Sin embargo, una vez en contacto con las células, las partículas de virus
individuales pueden penetrar la membrana de la célula, provocar reacciones
metabólicas específicas y reproducirse. En ciertos casos y en condiciones especiales,
muestran inequívocas propiedades asociadas con la vida. Así, pues, ¿los virus están o
no están vivos? Si la vida se define en términos de células, los virus no están vivos,
ya que son mucho más pequeños que las células. Pero ¿puede la vida ser definida de
una manera aún más fundamental y útil hasta el punto de incluir asimismo los virus?
Para comprobar si esto es así, consideremos las sustancias de que están compuestas
las células.
Las células contienen una mezcla enormemente compleja de sustancias, pero
éstas están formadas sólo por unos pocos elementos. Casi todos los átomos que
contienen son de unas seis clases diferentes: carbono, oxígeno, hidrógeno, nitrógeno,
fósforo y azufre. Hay cantidades menores de otros átomos, tales como de hierro,
calcio, magnesio, sodio, potasio, e indicios de cobre, cobalto, cinc, manganeso y
molibdeno. Sin embargo, no hay nada en estos elementos en sí que dé ninguna clave
acerca de la naturaleza de la vida. También son bastante comunes en las cosas no
vivas.
Los átomos en la célula están agrupados en moléculas que, en líneas generales, se
clasifican en tres tipos: hidratos de carbono, lípidos y proteínas. De éstos, las
moléculas de la proteína son, con mucho, las más complejas. Mientras que las
moléculas de hidratos de carbono y lípidos suelen estar formadas por átomos de
carbono, hidrógeno y oxígeno solamente, las proteínas invariablemente incluyen
también átomos de nitrógeno y de azufre. Mientras que las moléculas de hidratos de
carbono y de lípidos pueden ser descompuestas en simples unidades de dos a cuatro
clases, la molécula proteínica puede ser descompuesta en unidades simples
(aminoácidos) de no menos de veinte variedades diferentes.
Las proteínas son de particular importancia en relación con los millares de
diferentes reacciones químicas que se producen constantemente en las células. La
velocidad de cada reacción diferente es controlada por una clase de moléculas
proteínicas llamadas enzimas: una enzima diferente para cada reacción. La célula
contiene un gran número de enzimas diferentes, cada una presente en ciertas
cantidades y, a menudo, en ciertas posiciones dentro de la célula. El modelo de la
enzima determina el modelo de las reacciones químicas y, de este modo, controla la
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naturaleza de la célula y las características del organismo constituido a base de las
células.
Las propiedades de la molécula de las enzimas depende de la particular
disposición de aminoácidos que posea. El número de disposiciones posibles es
inconcebiblemente grande. Si una molécula está formada por 500 aminoácidos de 20
clases diferentes (el promedio de una proteína), el número total de disposiciones
posibles puede llegar a ser hasta de 101 100 (una cifra que podemos escribir como un
1 seguido por 1100 ceros). Entonces, ¿cómo consigue la célula formar la particular
disposición necesaria para obtener enzimas particulares de todas esas posibilidades?
La respuesta a esta pregunta parece hallarse en los cromosomas, pequeñas
estructuras filiformes en un pequeño cuerpo llamado el núcleo, habitualmente situado
cerca del punto central de la célula. Cuando la célula está en proceso de división,
cada cromosoma forma otro justamente igual que él mismo (réplica). Las dos células
hijas formadas al final de la división tienen su propio juego duplicado de
cromosomas.
Los cromosomas están formados de proteína asociada con una célula aún más
compleja llamada ácido desoxirribonucleico, usualmente abreviado como ADN. El
ADN contiene en su propia estructura la «información» necesaria para la
construcción de enzimas específicas, así como para la reproducción de sí misma a fin
de poder continuar la construcción de enzimas específicas en las células hijas. Cada
criatura posee las moléculas ADN para formar sus propias enzimas, y no otra.
¿Es posible que igual que ciertos organismos pueden consistir en células
individuales, otros aún más simples puedan consistir en cromosomas individuales?
Aparentemente, así es, pues los virus son muy semejantes a cromosomas individuales
e independientes.
Cada virus está compuesto de una capa exterior de proteína y una molécula
interior de ADN (o, en algunos casos, una molécula similar, ácido ribonucleico o
ARN). El ADN o ARN consigue introducirse en una célula y allí supervisa la
producción de enzimas designadas para producir más moléculas víricas del tipo
exacto que invadió la célula.
Si, entonces, definimos la vida como la propiedad poseída por cosas que
contienen al menos una molécula activa ADN o ARN, tendremos lo que necesitamos.
Las células de todas las plantas y animales, así como de todos los organismos
unicelulares, incluso las moléculas de todos los virus, contienen al menos una
molécula ADN o ARN (y, en el caso de las células, muchos millares). Mientras estas
moléculas son capaces de guiar la formación de enzimas, el organismo está vivo con
todos los atributos de la vida. Las cosas que nunca han estado vivas, o que estuvieron
una vez vivas y ya no lo están; no poseen moléculas activas de ADN o ARN.
Las criaturas vivas representan diferentes niveles de complejidad y organización.
Una criatura grande suele ser más compleja que una pequeña del mismo tipo, al
menos porque tiene más partes interrelacionadas. Por lo general, los animales son
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más complejos que las plantas. Por ejemplo, los animales tienen tejidos
particularmente complejos, tales como los músculos y los nervios, de los que carecen
las plantas. A causa de esto, se puede considerar que un ratón es más complejo que un
roble.
Las estructuras más complejas que se hallan en el organismo animal son los
cerebros; y éstos son sumamente complejos en ciertos mamíferos. El que posee
mayor cerebro es el hombre, junto con los elefantes y las ballenas. Por ejemplo, el
cerebro Humano pesa alrededor de un kilo y trescientos sesenta gramos y está
compuesto por diez mil millones de células nerviosas conectadas quizás a otras mil,
siendo cada célula nerviosa individual enormemente compleja por sí misma.
Estudiando más la complejidad de los cerebros de elefantes y ballenas, parece
oportuno decir que el cerebro humano es la cosa más altamente organizada que
conocemos.
Naturalmente, este nivel de organización no se consiguió de sopetón, sino que fue
el producto de, como mínimo, tres mil millones de años de lentos cambios. Los
propios cambios se produjeron por casuales imperfecciones en las réplicas de ADN,
lo cual condujo a los correspondientes cambios en la estructura de la enzima y, con
ello, del modelo de reacción en las células. Estos cambios particulares sobrevivieron
porque, por una u otra razón, resultaron beneficiosos para el organismo en las
particulares condiciones que lo rodeaban. (Tal teoría de la evolución por la selección
natural fue publicada la primera vez por el biólogo inglés Charles Darwin, en 1859.)
Pero ¿cómo empezó todo este proceso? Incluso ahora, cada célula se forma a
partir de otra célula previamente existente. Cada molécula de ADN es producida por
otra molécula de ADN previamente existente. Sin embargo, seguramente la vida no
siempre existió, ya que hubo un tiempo en que ni siquiera la Tierra existía. Así, pues,
¿cómo llegó a existir la primera célula, las primeras moléculas de ADN?
Muchos suponen que algún ser sobrenatural creó la vida. No obstante, los
científicos prefieren no buscar explicaciones en lo sobrenatural. Ellos suponen, más
bien, que las leyes conocidas de la física y de la química bastan para ofrecer posibles
mecanismos para los orígenes de la vida.
¿Puede haber venido la vida de otro mundo? La más popular versión de esta
teoría fue publicada la primera vez en 1908, cuando un químico sueco, Svante
Arrhenius, sugirió que unas esporas vivientes fueron conducidas a través de las
grandes distancias del espacio por la presión de la luz estelar. Algunas de ellas
caerían en la joven Tierra y así darían nacimiento a la vida. Pero esto sólo pospone el
problema: ¿cómo se originó la vida en el planeta del que procedían las esporas?
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hidrógeno combinado con otros elementos comunes, podemos imaginar la atmósfera
de la Tierra, al principio, consistente en metano (hidrógeno combinado con carbono),
amoníaco (hidrógeno combinado con nitrógeno), y agua (hidrógeno combinado con
oxígeno).
¿Qué sucedería si tales componentes y otros como ellos fueran expuestos a un
baño de energía procedente del sol? ¿Al absorber la energía, formarán componentes
más complicados?
En 1952, el químico norteamericano Stanley Lloyd Miller, preparó una mezcla de
sustancias químicas que, según se cree, existían en la Tierra primitiva. Las sometió a
la energía de una descarga eléctrica durante una semana; después analizó la mezcla.
Comprobó que, desde luego, se habían formado compuestos más complicados. En
particular, se formaron dos o tres de los más sencillos aminoácidos que forman parte
de la composición de las proteínas.
Desde entonces, muchos grupos han realizado experimentos similares, y se ha
descubierto que los componentes básicos asociados con la vida pueden ser formados
de esta manera a partir de los muy sencillos componentes que se encontraban
probablemente en la primitiva tierra.
El químico norteamericano, Sidney W. Fox, empezó con aminoácidos y los
sometió a calor. Encontró que se formaban moléculas proteínicas, las cuales, al
añadirles agua, se adherían para formar pequeñas microesferas del tamaño
aproximado de pequeñas bacterias. ¿Podría ser éste el origen de las primitivas
células?
A los componentes les costaría mil millones de años aproximadamente llegar a
ser lo bastante complejos, así como a las células ser lo suficientemente complicadas
para formar cosas que podamos reconocer como formas elementales de vida. Una vez
ha sucedido esto, las células vivientes competirían unas con otras para el alimento y
las que fueran más eficientes sobrevivirían a expensas de las demás. Con el tiempo,
las células crecerían cada vez más organizadas y complejas.
Originalmente, las células tendrían que utilizar como alimento los complejos
componentes formados por la lenta acción de la radiación ultravioleta del sol. En el
proceso, el metano y amoníaco presentes en la atmósfera se transformarían en
dióxido de carbono y en nitrógeno.
Eventualmente, ciertas células desarrollaron el empleo de la clorofila, lo cual les
permitió utilizar la luz visible del Sol como una fuente de energía, en un proceso
llamado fotosíntesis. Esto les posibilitó formar moléculas complejas con mucha
mayor rapidez.
En la fotosíntesis se consume el dióxido de carbono y el oxígeno es liberado
como un producto de desecho. En su momento, la atmósfera de dióxido de carbono y
de nitrógeno se convertiría en la atmósfera de oxígeno y nitrógeno que tenemos hoy.
¿Es posible que la vida se iniciara sólo en un momento determinado, y que a
partir de la forma inicial de vida, se haya desarrollado toda la vida presente? Esto
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explicaría, quizá, la razón de que todas las especies tengan una similitud química
básica. ¿O empezó en diversas ocasiones, con cada forma de vida básicamente
similar a todas las demás porque sólo una forma de química puede originar sustancias
lo bastante complejas como para demostrar propiedades de vida?
Resulta imposible comprobar esto observando cómo se forma bajo nuestras
narices la vida en la Tierra, tal como sucedió en el remoto pasado. Hace miles de
millones de años, la vida tuvo una oportunidad de formarse porque aún no existía
ningún tipo de vida. Hoy en día, cualquier molécula complicada que se formase para
crear vida sería rápidamente comida por alguna forma de vida ya existente.
Pero ¿qué podemos decir acerca de otros planetas? No solemos creer que otros
planetas del sistema solar sean capaces de mantener vida. La vida terrestre está
adaptada a las condiciones de la Tierra, de modo que la mayor parte de formas de
vida requieren oxígeno y agua, una temperatura moderada, la ausencia de sustancias
venenosas, gravedad y presión atmosférica no demasiado distinta de la que
actualmente existe, etcétera.
Así, pues, la Luna no nos parece apta para nuestra forma de vida porque carece de
aire y de agua. La fina atmósfera de Marte no posee oxígeno y tiene muy poca agua.
Sin embargo, aun cuando hombres y otras altamente organizadas criaturas no
podrían vivir por sus propios medios en la Luna o en Marte, es posible que se hayan
desarrollado criaturas prosistoides. Bajo la superficie externa de la Luna hay suaves
temperaturas en donde pueden existir pequeñas cantidades de agua y gases retenidos.
En tal sitio podría vivir una pequeña población de bacterias. En Marte existe incluso
la posibilidad de que existan simples plantas semejantes a los líquenes.
Si existen actualmente estas formas de vida extraterrestre, y fueran como la
nuestra propia, químicamente, ello constituiría una sólida prueba en favor de sólo una
posible base química de la vida. Si no fuera como la nuestra, resultaría fascinante
estudiar una segunda (o tercera) base química de vida que ahora no podemos
concebir.
No es de extrañar que los científicos espaciales se muestren muy rigurosos en la
esterilización de todos los objetos hechos por el hombre y que vayan a parar a otros
mundos. Si contaminamos alguno de estos mundos con nuestras propias bacterias,
perderían su significado los más excitantes experimentos en la historia biológica.
¿Y qué acerca de la vida altamente desarrollada? ¿Qué podemos decir acerca de
la inteligencia?
Parece que no hay ningún mundo en nuestro sistema solar que pueda mantener
vida altamente desarrollada basada en una química de vida terrestre. Para ello,
tendríamos que mirar a planetas que circunden otras estrellas.
Allí, las posibilidades parecen buenas. Sólo en nuestra Galaxia hay alrededor de
135 000 000 000 de estrellas. De acuerdo con modernas teorías de formación de
planetas, casi todas esas estrellas deben de poseer un sistema planetario. Algunas de
las estrellas serán más bien como nuestro Sol, y algunas de éstas tendrán, al menos,
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un planeta como la Tierra a la distancia adecuada.
En 1964, el astrónomo norteamericano Stephen H. Dole, teniendo en cuenta toda
la información posible, estimó que el número de planetas como la Tierra sólo en
nuestra Galaxia podría ser de 645.000.000. (Y se calcula que pueden existir alrededor
de cien mil millones de otras galaxias.)
En cualquier planeta muy similar a nuestra Tierra, los cambios químicos tendrían
lugar de un modo parecido a como se produjeron aquí. La vida se formaría, pero aun
cuando se formara sobre la misma base química, nadie podría decir cómo aparecería
estructuralmente. Considerando en cuántas maneras diferentes se desarrolló la vida en
la Tierra y cuántos centenares de millares de especies diferentes formó, parece
improbable que no se formara allí una variedad similar salvaje, y sería casi imposible
encontrar allí una especie muy parecida a algunas especies de aquí.
Así, pues, algunas formas de vida extraterrestre pueden desarrollar inteligencia y
esa inteligencia, al menos, puede parecerse a la nuestra. Por desgracia, no hay forma
de calcular las probabilidades del desarrollo de la inteligencia.
Aun cuando la inteligencia se desarrollara sólo una vez en cada millón de planetas
con vida, habría sobre 600 tipos diferentes de seres inteligentes sólo en nuestra
Galaxia.
Por desgracia, el Universo es vasto. Nuestra propia Galaxia es tan inmensa que
aun cuando 645 000 000 de planetas estuvieran colocados a distancias regulares, el
más próximo a nosotros se hallaría a una distancia de dos docenas de años luz, y la
inteligencia más cercana (suponiendo que existiese) no estaría más cerca de 25 000
años luz.
No podemos saber sí se podrán salvar tales distancias. Quizá las diversas
inteligencias están aisladas entre sí para siempre, o a lo mejor si alguna de ellas está
más avanzada que nosotros, posiblemente vendrá a visitarnos algún día (cuando
estemos preparados según ellos) y nos invitarán a ingresar en una Organización de la
Galaxia Unida.
¿Qué podemos decir de formas de vida radicalmente distinta a la nuestra, basada
en diferentes clases de química, viviendo en ambientes completamente hostiles (a
nosotros)? ¿Se podría pensar en la existencia de una vida basada en el silicio, en lugar
de la nuestra, basada en el carbono, en un planeta caliente como Mercurio? ¿Podría
existir una vida basada en el amoniaco, en lugar de la nuestra basada en el agua, en
un planeta frío como Júpiter?
Sólo nos cabe especular. Hoy por hoy no podemos asegurar nada.
Podemos preguntarnos, sin embargo, si los astronautas humanos, explorando un
planeta extraño, estarían seguros de reconocer la vida si la encontraran. ¿Qué pasaría
si la estructura fuese tan diferente, las características tan extrañas, que no pudieran
advertir que estaban ante algo lo bastante complejo y organizado como para ser
llamado vida?
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Por tal causa, tendremos que afrontar una necesaria ampliación de la definición
precisamente aquí en la Tierra en el próximo futuro. Recientemente, los hombres
construyen máquinas que cada vez pueden imitar mejor la acción de las cosas vivas.
Éstas no sólo incluyen cosas que puedan imitar las manipulaciones físicas (como
cuando unos ojos electrónicos nos ven venir y nos abren la puerta) sino también
objetos que pueden imitar las actividades mentales de los hombres. Tenemos
computadoras que hacen algo más que sólo computar: traducen del ruso, juegan al
ajedrez y componen música.
Llegará un momento quizás en que las máquinas serán lo suficientemente
complejas y flexibles como para reproducir las propiedades de la vida de forma tan
amplia que incluso nos preguntaremos si poseen vida.
Si esto es así, tendremos que inclinarnos ante los hechos. Deberemos ignorar las
células y el ADN y preguntar solamente: ¿qué puede hacer esta cosa? Y si puede
desempeñar el papel de la vida, entonces deberemos decir que posee vida.
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Este ensayo y el siguiente son los más antiguos de la presente recopilación.
Durante veinte años han conseguido escapar a mi firme propósito de considerar
que todo lo que he escrito (con límites razonables) merece la relativa
permanencia de ser publicado en un libro. Permítanme explicar cómo fue la
cosa.
En los años cincuenta, escribí de vez en cuando ensayos científicos para
Astounding Science Fiction. Una docena de estos artículos fueron publicados
juntos en mi primera recopilación de ensayos Sólo un billón («Abelard-
Schuman», 1957).
Pero, en 1959, The Magazine of Fantasy and Science Fiction (F & SF) me
pidió que les escribiera una columna mensual de ciencia-ficción. Acepté
complacido y he estado escribiendo para ellos durante veinte años sin perder
una edición. Y es más, los gentiles editores de «Doubleday & Company»
también han publicado asiduamente recopilaciones de esos ensayos de F & SF
con intervalos de diecisiete meses, por término medio.
Mis ensayos para F & SF acapararon mi atención de forma tan absorbente
que apenas me acordé de mis anteriores ensayos para Astounding. Los pocos
ensayos que escribí para Astounding, después de la aparición de Sólo un billón
y antes de mi tarea en F & SF, no los reuní en ninguna colección. Por supuesto,
algunos de ellos están ahora superados por el tiempo, pero éste y el siguiente
son, en mi opinión, de elevado interés actual. Me complace rescatarlos ahora
del olvido.
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promedio en otro aspecto. Una afortunada combinación en la cual no existía ninguna
falta esencial entre todos los miembros del grupo podía dar como resultado un
organismo que en conjunto funcionaba mucho mejor que cualquier colección de
moléculas individuales «buenas pero nada especiales».
El segundo cambio fue la conversión del sencillo grupo de moléculas
nucleoproteínicas en uno que estaba rodeado por almacenes de comida y útiles
sustancias químicas, todo ello mantenido junto por una membrana que podía
controlar la naturaleza y cantidad de las sustancias que entraban y salían. El «virus»
se había convertido en una «célula». Quizá las primeras células fueron células
simples, con bajo nivel organizativo, equivalentes a las bacterias y los más simples
mohos existentes hoy.
Ahora se suele considerar el cambio de virus a célula como un «adelanto»: un
salto hacia arriba en el árbol de la vida, por así decirlo. Pero ¿qué queremos decir con
esto? ¿Qué hace que un organismo sea «más alto» o «más adelantado» que otro?
¿Es la simple prueba de supervivencia? Si esto es así, la cuestión de virus contra
célula desciende al punto de la «no-decisión». Tanto los virus como las células
existen hasta hoy y no es probable que ninguno de los dos sea eliminado por
cualquier cataclismo terrestre. En realidad, los virus son incluso más difíciles de
matar que las células, de modo que quizás el paso de virus a célula fue un retroceso
más bien que un adelanto. De hecho, quizás el desarrollo de la vida en general fue un
retroceso, ya que una roca o una molécula de agua soportarían cambios que hasta
matarían a un virus.
Pero las palabras pueden ser definidas arbitrariamente. Somos seres humanos
mirando al Universo a través de los sentidos humanos e interpretando los mensajes
que recibimos por medio de un cerebro humano dominado por emociones humanas.
Así, pues, es perfectamente natural definir el «progreso» en términos humanos. Un
ser humano «progresa» cuando asciende por la escala social utilizando la riqueza, la
inteligencia, la fuerza u otro cualquier medio. La medida de su progreso es su
habilidad para controlar su entorno o su libertad de las presiones de dicho entorno.
(Lo que el hombre desea es ser «su propio amo», lo cual supone una búsqueda de
menores presiones y mayor control.)
Aplicando este concepto antropomórfico a la vida en general, podemos decir que
cuanto más controla un organismo su entorno inmediato o más libre está de sus
presiones, más avanzado es.
Tomemos un ejemplo. Un virus tiene los medios para organizar un suministro de
alimento basándose en duplicados de sí mismo, pero debe tomar el alimento que le
sale al paso. Si consigue las moléculas necesarias, estupendo. De otro modo, debe
esperar.
La célula posee la capacidad de almacenar moléculas que le sirven de alimento.
Durante un período afortunado de densidad de alimentación, puede conservar más de
lo que necesita para el momento -lo cual no puede hacer el virus- y lo guarda para uso
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futuro.
Así, pues, la célula se ha liberado, hasta cierto punto, de uno de los elementos de
casualidad en su entorno. Depende menos que el virus de su ambiente para obtener
alimento.
Asimismo, las células poseen la capacidad de moverse a voluntad; los virus no.
Esto no significa que todas las células se muevan. Quiere decir que algunas lo hacen;
el potencial está ahí. Sin embargo, ningún virus se mueve libremente y ningún virus
lo ha hecho nunca que nosotros sepamos; sencillamente es que el potencial no está
ahí.
Un virus debe depender de alguna fuerza externa -tal como una corriente de agua-
para desplazarse hacia el alimento, o el alimento hacia él; o para apartarse de un
peligro, o para alejar el peligro de él. Sin embargo, la célula móvil puede desarrollar
una activa búsqueda de comida. Puede desarrollar, y lo hace, instrumentos químicos
para detectar comida (o peligro) a cierta distancia. Tal detección puede activar una
cadena de cambios automáticos que resultan en movimiento hacia la comida o en
apartarse del peligro.
De nuevo vemos que la célula es menos esclava de su entorno que el virus. En
este sentido, la célula está más avanzada.
Un organismo que posea mayor control de su entorno que cierto competidor, está
predestinado a ganar la competición. Cuando las células y los virus compiten por el
mismo alimento, la célula puede ir tras el alimento y atraparlo, mientras que el virus
debe esperar a que la comida le llegue por casualidad. La célula puede coger todo lo
que necesite para comer e incluso almacenar lo sobrante; el virus debe tomar sólo lo
que necesita y dejar lo restante.
Como resultado, éstas son las posibilidades que tiene un virus: primero, puede
simplemente ser comido en la competición y dejar de existir. Segundo, puede
retirarse de la competición y encontrar un lugar para estar en donde no existan
células. Tercero, puede adoptar el viejo adagio de que si no puedes vencerlo, únete a
él, convirtiéndose así en un parásito.
Los virus que existen hoy han seguido la tercera vía. Si alguna vez hubo virus de
vida independiente, ahora no existe ninguno de ellos.
Los virus actuales utilizan células para alimentarse y, como resultado, sobreviven
la mar de bien. La célula utiliza su mayor control del ambiente para conseguir el
alimento necesario y entonces el virus se presenta y aprovecha este alimento.
Éste es un modo tan atractivo de competición desventajosa que, como alternativa,
ha sido escogido una y otra vez en el curso de la evolución. Algunos tipos de
organismos, por estar seguros, acabaron extinguiéndose. Algunos se vieron forzados
a ocupar espacios vitales menos deseables, en los cuales había menos competición, si
bien conservaron su independencia y, en algunos casos, hicieron asombrosos
progresos de formas inesperadas.
Pero siempre ha existido el señuelo del parasitismo. Hay parásitos en todos los
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niveles del progreso de la vida. Y si lo que cuenta es la supervivencia, el parasitismo
ha resultado brillantemente provechoso en amplia medida.
Sin embargo, el control parasitario del entorno es regresivo. Actúa escogiendo un
entorno sumamente especializado y vinculándose a él por completo. Cualquier
mínima alteración del ambiente -tal como la muerte del organismo anfitrión- mata al
parásito. Además, al ajustarse al ambiente, se produce una inevitable regresión a más
bajos niveles organizativos. Después de todo, el ambiente es tan ideal que no exige
casi nada al parásito. De modo que el parásito hace sus progresos sólo por la senda
del retroceso.
El parasitismo supone una buena vida: es como un jardín del Edén.
Se debe evitar como la muerte.
Según se hacían las células más elaboradas en su carrera por un mayor control del
entorno y para las consecuentes ventajas en su eterna competición mutua para lograr
alimentos y seguridad, se produjo un cambio fundamental que persiste hasta nuestros
días.
Algunas células desarrollaron clorofila y se vieron libres de la lucha por el
alimento en el sentido de que en lo sucesivo necesitaban sólo agua, dióxido de
carbono, ciertos minerales y luz solar, todo lo cual era ubicuo e inagotable. Estas
células y sus descendientes son los miembros del reino vegetal.
Las otras células que, con sus descendientes, formaron el reino animal, siguieron
existiendo sin clorofila. Para conseguirlo, éstos deben comer materia orgánica ya
creada; o bien los restos de células anteriormente vivas, o la célula intacta de la
planta, o una célula intacta de animal que ha estado viviendo en uno o en ambos de
los dos primeros elementos.
Así, pues, en cierto sentido, las células animales viven también de dióxido de
carbono, agua, minerales y luz solar, aunque utilizando un intermediario. Eso del
intermediario, ¿no es asimismo una forma de parasitismo? ¿No será eso también el
estilo de muerte en el jardín del Edén de la que antes he hablado en tono de
advertencia?
La prueba en favor de considerar la vida animal generalmente como parasitaria es
ésta: la vida de las plantas, en algunas de sus formas, puede continuar existiendo
indefinidamente, aun cuando fuera destruida la vida animal, pero no sería así en caso
contrario. Ninguna vida animal existiría durante más de un corto período de tiempo
después de la destrucción de la vida vegetal.
Por añadidura, ya que la vida animal se mantiene de la energía solar por medio de
un intermediario, se produce el natural despilfarro asociado con los intermediarios en
todos los casos. En números redondos, son necesarios unos cinco kilos de plantas
para mantener medio kilo de animal, de modo que la masa total de materia viviente
en la Tierra es noventa por ciento vegetal y diez por ciento animal.
Sin embargo, veamos la otra cara del asunto. La vida animal no reúne todas las
características del parasitismo, o sea, que la comida se convierte en su entorno. Un
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auténtico parásito vive en su alimento y no necesita buscarlo, con excepción de la
búsqueda original hasta encontrar a su anfitrión. La vida animal debe buscar su
alimento constantemente y, por lo tanto, no es verdaderamente parasitaria. El hecho
de que su comida particular sea la célula de una planta en lugar de, por ejemplo, una
piedrecita no es más que una diferencia de detalle.
De hecho, es la vida vegetal la que está rodeada por el aire, el agua, minerales y
luz solar que constituyen su alimento. Y, sin embargo, es la célula de la planta la
auténtica parasitaria. Ésta no es la forma ortodoxa de enfocar el asunto, lo sé -
realmente, en la medida de mi información, es una idea original mía-, pero debe
considerarse que la célula vegetal presenta algunas características de parasitismo.
Muestra un inferior control de su entorno en comparación con las bacterias,
aparentemente más simples. Algunas células de bacterias pueden moverse a voluntad;
las células vegetales no pueden hacerlo. Las células vegetales son tan inmóviles como
los virus. Las células vegetales almacenan y gastan energía lentamente y viven a un
bajo nivel de intensidad. De hecho, no «viven», «vegetan».
Por otro lado, la célula animal puede gastar energía en una proporción limitada
sólo por la cantidad de material vegetal que puede consumir y transformar por
metabolismo por unidad de tiempo. Mediante la habilidad de moverse a voluntad y de
vivir más rápidamente en general, la célula animal puede controlar su entorno mucho
más que puede hacerlo la célula vegetal. (Para expresarlo de la forma más sencilla:
usted puede morder una zanahoria, pero la zanahoria no puede devolverle a usted el
mordisco.)
Así, pues, la conclusión es que la célula animal está más avanzada que la célula
vegetal.
En general, la continua elaboración de células supone casi inevitablemente
aumentos de tamaño. Las células más complejas son las de mayor tamaño. Cuanto
más grande es una célula, mayores cromosomas puede contener, o más numerosos;
puede contener más enzimas, puede almacenar más comida, puede generar más
energía, más puede dividirse en subdivisiones especializadas. Resumiendo, una célula
grande puede hacer más que una célula pequeña y es probable que sea, según la
definición que hemos empleado aquí, más avanzada.
Pero conforme las células son más grandes, los problemas aumentan. La
proporción en que entra alimento en una célula y salen los desechos, depende de la
superficie de la célula. Las necesidades alimentarias totales de una célula dependen
de su volumen. Pero a medida que una célula aumenta de tamaño, el volumen
aumenta como el cubo del diámetro, y la superficie sólo como el cuadrado. Si
mantiene su forma esférica, se alcanza enseguida un tamaño en donde ya no hay
bastante superficie para alimentar el tamaño aumentado.
Una alternativa sería abandonar la forma esférica. Las células deben ser largas,
planas o irregulares. El único problema es que la forma esférica requiere la mínima
energía para mantenerse. Cualquier desviación supone un ingreso de energía, un
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ingreso que es mayor según aumenta el tamaño de la célula. Las pequeñas células
bacterianas pueden tener forma de bastoncito, pero para células mayores aisladas esto
supone una gran proeza. La ameba puede sacar seudópodos romos, el paramecio
puede tener forma de zapatilla, pero aun así se alcanza rápidamente el tamaño
máximo.
Otra alternativa de las células es quedarse pequeñas y razonablemente esféricas,
pero permanecen unidas después de la división celular. De este modo se forma un
grupo de células que poseen todas las ventajas que proporciona la masificación, al
tiempo que deja estar a cada individuo dentro del límite de seguridad de la ley del
«cubo cuadrado».
Así, pues, las colonias de células, tanto vegetales como animales, se han podido
formar y se han formado. No es grande la ventaja de una colonia de células, si se trata
simplemente de una colección de células independientes por completo y nada más,
sobre las células demasiado separadas. Sin embargo, la existencia de una colonia de
células hace posible la especialización a nivel celular.
Las más afortunadas colonias de células en el reino animal, por ejemplo, son las
esponjas, que pueden alcanzar tamaños enormes cuando se las compara con células
individuales. Las esponjas están formadas por varios tipos de células especializadas,
cada una de las cuales desempeña una función particularmente bien.
Hay un tipo que segrega un material fibroso y gelatinoso que mantiene y protege
simultáneamente a una colonia, de modo que la colonia en su totalidad está más
segura y mejor protegida de las presiones del ambiente que pueda estarlo cualquier
célula individual. Otras células de la esponja tienen flagelos que pueden desviar una
corriente, que pueden traer partículas de comida a la colonia y expulsar los desechos.
Otras incluso tienen poros a través de los cuales pasará el fluido.
Esto lleva a una división del trabajo, con un consiguiente aumento general de la
eficiencia.
Sin embargo, en una colonia de células, incluso tan complicada como la de las
esponjas, la célula individual no ha renunciado a sus derechos de primogenitura.
Cada célula individual de una esponja puede, y a veces lo hace, deambular por su
cuenta e iniciar una nueva colonia.
Pero llevemos este fenómeno a su conclusión lógica. Para aumentar la eficiencia
de una colonia celular, será necesaria una especialización cada vez mayor. Cada
célula debe superarse constantemente en su labor particular, aun cuando ello
signifique abandonar otras habilidades. Las deficiencias de una célula serán
subsanadas, en definitiva, por sus vecinas. (Esto es la conversión de gen en
cromosoma, en un nivel superior.)
Eventualmente, la célula individual de una colonia se vuelve tan especializada
que ya no puede existir sola; sólo como parte de un grupo.
Cuando se alcanza este punto, nos vemos frente a algo más que una colonia de
células. Tenemos un «organismo multicelular[3]».
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Pero ahora la célula individual está completamente a merced del organismo
multicelular como un todo. La célula no puede vivir fuera del organismo y es, por lo
tanto, un parásito dentro del organismo. ¿No supone esto una regresión?
Eso sería así considerando sólo la célula individual. Pero la célula ya no es todo el
organismo. Ya no cuenta como una medida de «progreso»; ahora es toda la colección
de células la que tiene «conciencia de vida».
Eso lo podemos ver en nosotros mismos, A nosotros no nos afecta que millones
de nuestros glóbulos rojos mueran cada minuto, o que nuestra piel se vea
constantemente renovada sólo por la continua muerte de células justamente debajo de
la epidermis. Una herida que dañe o mate millones de células no tiene consecuencias
inquietantes si puede curarse. Si es absolutamente necesario, sacrificaremos una
pierna para salvar nuestra vida. En definitiva, mientras persista la conciencia del
conjunto, las partes sólo son consecuencias secundarias.
No tenemos más remedio que aplicar este principio a otros organismos
multicelulares, aun cuando estemos completamente seguros de que la «conciencia de
vida» en el sentido humano no existe en ellos. El equivalente, sea el que sea, existe de
todos modos, y con la aparición del organismo multicelular debemos considerar sólo
el organismo, no las células que lo componen.
Debo aclarar que lo que denomino «progreso» no sólo supone necesariamente
ventajas. La célula está más desarrollada que el virus, pero es más fácil de matar.
Aunque la célula tiene mayor control de su entorno dentro de ciertos límites, puede
soportar menos bien la presión del ambiente más allá de esos límites.
Similarmente, un organismo multicelular es, en ciertos aspectos, más susceptible
de morir que una célula individual.
Una célula individual es potencialmente inmortal. Si se le dan suficientes
alimento y seguridad, crecerá y se dividirá eternamente. Sin embargo, el organismo
multicelular depende no sólo de las células que lo componen, sino de la organización
entre ellas. Todas sus células, con insignificantes excepciones, deben estar en orden
de trabajo. Sin embargo, si el mal funcionamiento de esas pocas células destruye la
organización intercelular, ello puede causar la muerte de todo el organismo y de todas
las células sanas que lo componen.
La organización intercelular no es nunca perenne. Un organismo multicelular,
aunque viva con abundante alimento y en completa seguridad, debe no obstante morir
en algún momento.
Sin embargo, deben ser sopesadas y comparadas las ventajas y desventajas.
Volviendo la mirada al sinuoso camino de la evolución debemos concluir que la
mayor flexibilidad de la célula, dentro de unos límites, supone una mayor fragilidad
dentro de esos límites. Del mismo modo, la mayor flexibilidad del organismo
multicelular supone el hecho de que llegó al mundo la muerte inevitable.
De hecho, incluso una aparente desventaja podría convertirse en una victoria
consumada. Para evitar la extinción de las especies, debe hacer la provisión para la
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formación de uno o más organismos multicelulares nuevos antes de que muera el
viejo. Esto se hizo y oportunamente el sistema fue perfeccionado hasta el punto en
que requirió la cooperación de dos organismos para producir uno nuevo. Al
inventarse la reproducción sexual, llegó el eterno intercambio de cromosomas con
cada generación. La variación entre individuos se hizo más común y más drástica,
con lo cual se aceleró el curso de la evolución.
Es interesante notar que el reino vegetal, con su vida más fácil y su parasitismo
con respecto del sol, el aire y el agua, no efectuó su progreso hacia la
multicelularidad ni tan extensiva ni tan intensivamente como el reino animal. De
hecho, las plantas marinas nunca progresaron más allá del estadio de colonia celular.
La más sofisticada alga es sólo una colonia de células.
Sólo cuando las plantas invadieron la tierra firme y se hizo más difícil obtener el
agua y los minerales, se tuvieron que desarrollar órganos especializados para captar
del suelo esas sustancias, así como otros órganos para recoger la luz solar, comunicar
agua desde abajo y alimento desde arriba a otras partes del organismo. Aun así, ni el
más complejo árbol es tan sofisticado como un simple animal. Por ejemplo, ninguna
planta tiene sistema nervioso, músculos o un sistema circulatorio de la sangre.
Ninguna planta puede moverse con la libertad con que puede hacerlo un animal.
Todos los tipos de organismos que he mencionado hasta ahora sobreviven aún
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hoy en nuestro mundo actual posiblemente después de dos mil millones de años de
vicisitudes ambientales, aunque no necesariamente en su forma original.
Indudablemente, todo continuará sobreviviendo, a menos que se produzca un
cataclismo planetario.
Sin embargo, la supervivencia por sí sola no representa nada. En la base de
control del ambiente, los tipos de organismos pueden presentarse como en la Figura
1. Las flechas incluidas no pretenden indicar líneas de descenso, por supuesto. Por el
contrario, señalan la dirección de un mayor control del entorno. No parece que la
decisión sea difícil; obviamente, el organismo del animal multicelular es el más
avanzado de los presentados en la figura 1. Podemos decir que «gobierna la Tierra».
Los animales multicelulares, entre los cuales me debo incluir, están divididos en
un número de amplios grupos llamados filos. En cada filo puede haber una gran
diversidad, pero se mantiene cierta uniformidad de plan general de cuerpo.
Por ejemplo, no se debe pensar que hay mucha semejanza entre ustedes y un pez,
pero tanto ustedes como el pez tienen los huesos dispuestos de forma similar; ambos
poseen un corazón; la sangre de ambos contiene sustancias químicas similares; ambos
poseen cuatro miembros distribuidos en dos pares; también ambos tienen dos ojos y
una boca que forma parte de la cabeza, y así sucesivamente.
Anatomistas y zoólogos encontrarían centenares de otras evidentes semejanzas
físicas. La causa es que ustedes y el pez pertenecen al mismo filo.
Ahora, compárense con una ostra. Quizá no conseguirían encontrar similitudes,
excepto porque tanto la ostra como ustedes son multicelulares. Diferentes filos,
¿comprenden?
Por supuesto, la división exacta en filos es una obra del hombre y no todas las
autoridades se ponen de acuerdo acerca de las criaturas que deben pertenecer a cada
filo. (En cierto modo, la Naturaleza nunca se organizó pensando en los futuros
clasificadores. Es triste, pero cierto.)
Sin embargo, la Enciclopedia científica «Van Nostrand», que es la que tengo a
mano, recoge veintiún filos de animales multicelulares.
Resulta interesante comprobar que los veintiún intentos de variar la organización
básica funcionaron, en el sentido de que criaturas pertenecientes a cada filo
sobreviven hoy y probablemente sobrevivirán en un futuro previsible. No hay rastros
fósiles de ningún filo distinto -que yo sepa- que ahora esté completamente
extinguido.
Más de la mitad de los filos, aunque sobreviven, han sido diferentemente
derrotados por los filos competidores. Estos filos batidos ahora existen en una
variedad limitada en unos espacios marginales del entorno o han ido a parar en gran
medida -a veces por completo- al callejón sin salida del parasitismo. Continuando la
búsqueda de «progreso» de organismos, será sólo necesario, por lo tanto, considerar
ocho filos diferentes para así obtener lo que parece un cuadro claro.
Para empezar, el menos avanzado de los filos de animales multicelulares -aunque
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es uno que consigue salir adelante airosamente en la lucha por la existencia- son los
celentéreos. Ejemplos comunes de este filo son la hidra de agua dulce y la medusa.
El esquema del cuerpo del celentéreo, en los términos más sencillos, es como una
copa formada de una doble capa de células. La capa que da al mundo exterior es el
ectodermo; la capa de la parte interior de la copa es el endodermo. Ambas capas
contienen células especializadas. El ectodermo trata principalmente con el mundo
exterior al que se enfrenta. Contiene primitivas células nerviosas para recibir y
transmitir estímulos, coordinando así el comportamiento de las células componentes
que lo forman. También contiene células punzantes que sirven como armas ofensivas
y para capturar organismos más pequeños. El endodermo, por otro lado, es una capa
encargada del alimento. Contiene células especializadas para secretar un jugo que
digiere los organismos capturados y los prepara para la absorción.
Un progreso particular hecho por los celentéreos es que el interior de la «copa» es
como un trozo privado del océano. En las células y colonias de células, por
complicadas que sean, las partículas de alimento deben ser absorbidas por el cuerpo
de una célula antes de que puedan ser aprovechadas.
Por el contrario, los celentéreos pueden proyectar partículas al interior de la copa
-que es un primitivo saco digestivo, o «intestino»- y allí digerirlas. Las células del
endodermo necesitan sólo absorber los productos disueltos de la digestión, no la
partícula en sí. De este modo se pueden aprovechar a la vez muchas partículas de
alimento; también se pueden aprovechar partículas de alimento individuales
considerablemente mayores que una célula. Cualquier progreso en el plan de
alimentación significa automáticamente una importante mejora en el control del
entorno, de modo que los celentéreos, aunque son los más inferiores organismos
multicelulares, están muy avanzados con respecto incluso a la más especializada de
las células o colonias de células.
Otro filo, los platelmintos, ha añadido refinamientos adicionales a la estructura
corporal del celentéreo. (Este filo, al que se puede llamar también «gusanos planos»,
contiene formas parasitarias bien conocidas, en especial las diversas lombrices
solitarias. También contiene formas de vida libre, la mejor conocida de las cuales es
una criatura milimétrica llamada «planaria».)
Los platelmintos poseen una tercera capa de células, llamada el mesodermo, en el
espacio -«celoma»- entre el ectodermo y el endodermo. (Y ése es el final. En ningún
filo se ha desarrollado nunca una cuarta capa.) El mesodermo no está muy
relacionado con el mundo exterior, a diferencia del ectodermo; ni tampoco con la
alimentación, como lo está el endodermo. En lugar de ello, el mesodermo puede ser
utilizado para formar órganos que el cuerpo requiera para la especialización interna.
(La utilidad de este invento queda demostrada por el hecho de que ningún filo
después de los platelmintos lo ha abandonado nunca.)
Por ejemplo, los platelmintos utilizan el mesodermo para formar fibras
contráctiles que constituyen los primeros músculos animales. También forman
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órganos especiales reproductivos y un embrión de órganos excretores. Todos ellos
presentan una nueva especialización y, con ello, nuevos y más eficientes modos de
dar una respuesta al entorno. Los músculos, por ejemplo, permiten al platelminto
moverse con mayor facilidad y eficiencia que los celentéreos. Además, los
platelmintos ofrecen una simetría bilateral. Esto significa que las mitades derecha e
izquierda son imágenes especulares, pero los extremos delantero y posterior no lo
son. Los platelmintos tienen «cabeza» y «cola» diferenciadas, y es la cabeza la que
suele apuntar en la dirección del movimiento.
Encontramos simetría radial en las criaturas unicelulares en las colonias de
células y en los celentéreos. Esas criaturas deben estar igualmente en guardia en todas
partes. Los platelmintos porque la cabeza va considerablemente adelantada
penetrando en lo desconocido, y es la cabeza la que necesita ser particularmente
sensitiva a los estímulos. Concentrar el área de respuesta a los estímulos significa
aumentar la eficiencia de la respuesta, permitiendo ello un mejor control potencial del
entorno.
Como un ejemplo, los platelmintos han desarrollado las primitivas células
nerviosas de los celentéreos en una red nerviosa organizada, con una concentración
en la zona de la cabeza donde es más necesaria. Dicho en otras palabras, los
platelmintos han inventado el primer cerebro primitivo.
Sin embargo, tanto los celentéreos como los platelmintos aún dependen para su
alimento de la simple absorción de alimento procedente del mundo exterior, en las
varias células componentes. Esto les evita llegar a alcanzar un gran tamaño -con la
ventaja de una superior eficiencia potencial- ya que cada célula debe permanecer
dentro de cierta distancia con respecto al mundo exterior, o no les llegará suficientes
alimentos y oxígeno.
Desde luego, existe una medusa gigantesca, pero sus largos aguijones son muy
finos y su voluminoso «vientre» está compuesto principalmente por un material
acuoso muy gelatinoso, con sus células vivientes muy cerca de la superficie. También
hay platelmintos gigantescos -así como lombrices de dos metros- pero nunca pueden
llegar a ser muy gruesos.
Para que un organismo multicelular llegue a alcanzar un gran tamaño, y no sólo
longitud, se necesitó un nuevo invento. Esto fue proporcionado por el filo de los
nemátodos, también llamados ascárides. Muchos de éstos son también parásitos, pero
también hay gran cantidad que sobreviven por sus propios medios.
El invento de la ascáride es un fluido en el celoma que puede moverse libremente
por todos los escondrijos y grietas del organismo. El alimento y el oxígeno pueden
ahora ser secretados en el fluido por esas células que absorbieron un exceso del
intestino, y el fluido lo transportará a todas las células que baña para un empleo
inmediato, o bien para su almacenamiento. Igualmente, los desechos pueden ser
arrojados al fluido, el cual los puede transportar a las células del sistema excretorio.
Resumiendo: los ascárides inventaron la sangre. La sangre fue como una pequeña
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extensión interna del océano que podía bañar todas las células en un organismo que,
sin embargo, estaba profundamente enterrado. Mientras una célula tenía un «frente
oceánico» en la sangre, no necesitaba preocuparse acerca del océano real exterior.
Podía obtener su alimento de la sangre. Por esta razón las ascárides pudieron
desarrollar un cuerpo y ser redondas, mientras que los platelmintos sólo podían ser
planos.
Las ascárides también son responsables de otro progreso. Tanto en los celentéreos
como en los platelmintos, el intestino es un simple saco con sólo una abertura. El
indigestible residuo de comida tomada debía ser expulsado por la abertura por la que
antes había entrado. Mientras se producía la eyección, no podía ingerir nada, y
viceversa. Operaban con el sistema de «hornada».
Las ascárides añadieron una segunda abertura al intestino, en su parte posterior.
Las ascárides fueron la primera forma de vida que adoptaron el esquema básico de un
tubo dentro de un tubo. Las partículas de alimento entraban por un extremo, eran
digeridas y absorbidas mientras viajaban por el intestino, y el residuo no digerido era
expulsado por el extremo opuesto. Tanto la ingestión como la eyección podían ser
continuas y, obviamente, esta técnica de alimentación continua representó otro
progreso mayor en el control del entorno.
Ahora, a partir de las ascárides, se pueden señalar tres diferentes e importantes
filos derivados. Cada uno tiene todo lo que poseen los ascárides y añade algunas
pocas novedades propias.
En primer lugar, aunque las ascárides tenían la potencialidad de poseer volumen,
gracias a la invención de la sangre, quedaba otro obstáculo en el camino de la
completa realización de esta potencialidad. Las ascárides están compuestas
exclusivamente de un fino tejido que debe, en cierto modo, soportar el destructivo
efecto de las corrientes de agua. Cuanto más crece un organismo, más vulnerable es a
esta destrucción a menos que desarrolle algún tipo de atiesador.
Esto fue inventado por el filo de los moluscos, que incluye a las almejas,
caracoles, ostras, etc. Éstos desarrollaron un fuerte y rígido caparazón externo, o
«exoesqueleto», de carbonato de calcio, que sirvió para varios propósitos. Atiesó el
cuerpo y permitió que alcanzara mayor volumen. Sirvió como un escudo contra los
enemigos, así como también de asidero para los músculos, de modo que los músculos
de los moluscos podían ejercer una presión mucho mayor que los de los platelmintos
o las ascárides.
Un segundo filo probó con otro agente atiesador, según otro esquema. Éste fue el
filo de los equinodermos, tales como la estrella de mar, erizos de mar, etc., que
desarrollaron un caparazón endurecido bajo la piel, formando así un esqueleto interno
o endoesqueleto. (Los equinodermos parece que se retiraron de la simetría bilateral
originada por los platelmintos, regresando a la simetría radial de los celentéreos. Esto
es actualmente una modificación secundaria. Los equinodermos larvados son
bilateralmente simétricos y sólo adoptan la simetría radial cuando son adultos.)
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En ambos filos, los esqueletos liberaron a los organismos de algunas de las
presiones del entorno a las que estaban sometidas las ascárides. Por esta razón, tanto
los moluscos como los equinodermos pueden ser considerados como avanzados con
respecto a las ascárides.
Sin embargo, el desarrollo de los esqueletos supuso también importantes defectos.
Los moluscos y equinodermos poseen mayor volumen que los platelmintos y
ascárides, pero el peso de su armadura les impide en gran medida de la libertad de
movimiento tan penosamente desarrollada por los animales. En lugar de los gusanos
culebreantes, nos encontramos con las relativamente inmóviles estrellas de mar y
ostras.
(Incidentalmente, los juicios generales acerca de los filos, o sobre cualquier otra
cosa, no deben ser confundidos con juicios universales. Por ejemplo, los más
avanzados de los moluscos son los pulpos y los calamares, que no tienen nada de
parados. Han recuperado la libertad de movimiento al abandonar el caparazón, si bien
les quedan algunos vestigios de su pasado, y al utilizar otros tipos de atiesador en
puntos estratégicos.)
Realmente, un caparazón es una forma de defensa estática. Supone una especie de
«psicología Maginot». El animal se retira a una fortaleza y parece ya muy poco capaz
de elaborar refinamientos en su cuerpo que puedan suponer un ataque contra el
entorno. Y las grandes victorias en el campo de la evolución siempre se consiguen
con grandes ataques.
Así, pues, el caparazón es una muralla que impide a la criatura conocer el mundo.
Se ve menos bombardeada por estímulos, a causa de su escudo protector, de modo
que es menos apta para desarrollar respuestas rápidas y adecuadas.
Sin embargo, ese caparazón ofrece ventajas que compensan ampliamente de todas
esas desventajas y le queda sólo adaptarse mejor; mantener sus ventajas minimizando
sus desventajas. Volveré a esto.
Pero antes queda el tercer desarrollo a partir de las ascárides; uno que no
representa un esqueleto de ninguna clase y es, quizás, el más importante de los tres.
Este nuevo avance lo encontramos en el filo de los anélidos, el mejor ejemplo de los
cuales es el gusano de tierra. Este progreso se llama «segmentación».
Un anélido está compuesto por una serie de segmentos. Cada segmento puede ser
considerado como un organismo incompleto por sí mismo. Cada uno posee su
ramificación nerviosa a partir del tronco nervioso principal, sus propios vasos
sanguíneos, sus propios tubitos para expeler los desechos, sus propios músculos, etc.
Al formar una estructura corporal que es una repetición de unidades similares, las
fuerzas de la evolución están de nuevo poniendo en práctica la filosofía de la «línea
de montaje», con una consiguiente mejora en la eficiencia. La estructura corporal del
anélido es más organizada, flexible y eficiente que la de cualquier criatura no
segmentada.
Quizás a causa de esto, los anélidos pudieron hacer posteriores avances. Por
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ejemplo, mejoraron el sistema circulatorio al inventar los antes mencionados vasos
sanguíneos. La sangre ya no se agitaba desordenadamente en la cavidad celómica.
Ahora ya estaba confinada a los vasos a través de los cuales circularía de modo
organizado, más eficiente. Los anélidos también inventaron la hemoglobina, una
proteína que podía transportar oxígeno con mucha mayor eficiencia que un simple
fluido acuoso. (Sí, señor, el gusano de tierra merece un gran respeto.)
A pesar de todo esto, los anélidos carecen de esqueleto. Son blandos y
relativamente indefensos y se ven limitados en volumen potencial. (Incluso los
famosos gusanos de tierra de Australia, que llegan a alcanzar 1,80 m de longitud, se
quedan largos y delgados.) Su control del entorno, por desgracia, es limitado.
Así que el siguiente paso es desarrollar filos que combinen la eficiencia de la
segmentación con la seguridad así como con las potencialidades de volumen y fuerza
del desarrollo del esqueleto. Esto fue hecho no menos de dos veces.
A partir de los anélidos -probablemente- se desarrolló el filo de los artrópodos,
incluyendo langostas, arañas, los ciempiés y los insectos. Éstos conservaron la
segmentación de los anélidos, pero añadieron a esto la noción del exoesqueleto,
originado por los moluscos.
El exoesqueleto del artrópodo fue, sin embargo, un gran progreso sobre el
exoesqueleto del molusco. El anterior no fue un compuesto inorgánico duro,
quebradizo, inflexible. En lugar de ello fue un polímero orgánico, llamado «quitina»,
la cual es más ligera, dura y más flexible que el caparazón de carbonato de calcio que
poseen los moluscos.
Además, el exoesqueleto del artrópodo era más que una barrera amorfa contra el
mundo exterior. Era segmentada, ajustándose a los contornos del cuerpo
estrechamente, con lo que los movimientos corporales quedaban menos limitados. En
casi todos los sentidos, la quitina ofrecía las ventajas del caparazón del molusco, sin
sus desventajas. Añádase a eso la eficiencia de la segmentación, y el esquema
corporal del artrópodo obviamente ofrece un adelanto Con respecto a los anélidos y
los moluscos.
Surgió un segundo filo, probablemente a partir de los equinodermos, en un
momento posterior a que hubieran inventado el endoesqueleto, pero antes de que
hubieran desarrollado la regresión adulta a la simetría radial. El nuevo filo es el de los
cordados, al que nosotros pertenecemos.
Los cordados conservaron el endoesqueleto, el cual fueron mejorando
gradualmente. Convirtieron el primitivo seudocaparazón de los equinodermos en un
sistema de «vigas» internas bastante ligeras, considerablemente fuertes y de una
enorme eficiencia. Combinaron esto con la introducción de la segmentación.
Les sorprendería descubrir que ustedes, como un cordado, están segmentados. La
segmentación no es tan claramente visible entre los cordados como entre los otros dos
filos segmentados. Por ejemplo, entre los anélidos resulta claramente visible en el
gusano de tierra; entre los artrópodos se ve fácilmente en el ciempiés. Sin embargo,
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aunque no claramente visible, existe en los cordados.
Incluso en el ser humano que parece exteriormente de una sola pieza, un
minucioso examen de sus músculos, vasos sanguíneos y fibras nerviosas revela la
existencia de segmentación. El sistema excretorio y reproductivo en el embrión del
cordado -inclusive en el humano- muestra una indiscutible segmentación, si bien esto
queda algo confuso debido a cambios secundarios producidos en el adulto.
Y esto lo pueden comprobar ustedes mismos palpando su columna vertebral.
Cada vértebra representa un segmento. Esto queda más de relieve en el pecho, donde
cada segmento no sólo posee una vértebra, sino también un par de costillas. (O miren
el esqueleto de una gran serpiente si alguna vez tienen la oportunidad de ello; vean si
ese ejemplo de construcción de esqueleto del cordado no les recuerda el de un
ciempiés.)
Con esto acaba la marcha de los filos, lo cual aparece resumido en la Figura 2, en
donde, de nuevo, las flechas no representan necesariamente líneas descendentes, sino
la dirección de un mayor control del entorno, por lo tanto de un «progreso». Nadie
pone en duda que los artrópodos y los cordados son los más desarrollados e
importantes de los filos. Puede decirse, si se me permite que «dominan el mundo».
De hecho, su papel puede ser permanente, pues me pregunto si alguna vez se
llegarán a formar nuevos filos. Desde luego, desde hace mucho tiempo no se ha
formado ninguno nuevo.
La vida pudo empezar hace tres mil millones de años y probablemente pasó la
mitad de su existencia en la forma unicelular. Con el trascendental descubrimiento de
la multicelularidad pudo producirse una explosiva exploración de las diversas
versiones de la multicelularidad. Para el tiempo en que aparecieron los primeros
fósiles, los veintiún filos ya existían.
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Hasta los cordados y artrópodos, los últimos en aparecer, ya existían en forma
primitiva, al menos hace 600 000 000 de años. Desde entonces no se han formado
nuevos filos.
¿Significa esto que la vida ha perdido su capacidad de perfección?
Desde luego que no.
Por un lado hay mucho espacio para posteriores progreso y refinamiento en los
filos de los cordados y artrópodos. Por otro lado, si la marcha de los filos ha
terminado puede obedecer a que se hayan agotado las potencialidades de la
multicelularidad.
La vida puede estar preparándose para el paso más allá de los filos y a esto quiero
referirme en mi siguiente artículo.
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Indudablemente, este ensayo y el anterior fueron concebidos como una unidad y
pudieron haber sido escritos como tal.
Sin embargo, como todos los ensayos que escribo, los destiné primero a una
revista; las revistas permiten sólo una determinada extensión, que suele ser
corta, ya que debe darse cabida a más textos aparte de mi inmortal prosa.
Astounding no podía aceptar ensayos científicos que contuvieran más de
7000 palabras (excepto en circunstancias muy especiales) y si en mi mente
bullían 14 000 palabras, como en el caso presente, tenía que dividirlas en dos
ensayos, procurando que ambos tuvieran sentido independientemente, a fin de
poderlos publicar.
Por supuesto, hubiera podido rehacer los dos ensayos para este libro y
refundirlos en uno largo; pero he preferido no hacerlo así. Como norma,
prefiero que mis artículos aparezcan lo más posible en su forma original;
además, dos ensayos cortos son más asimilables que uno largo.
EN el capítulo anterior -«La marcha de los filos»- llegué a la conclusión de que había
dos amplias divisiones -«filos»- de criaturas vivientes que estaban más desarrolladas
que otras, en el sentido de que tenían el mayor control sobre su entorno. Estos dos
eran el filo de los artrópodos (incluyendo langostas, arañas, ciempiés, insectos, etc.),
y el filo de los cordados, que incluye los peces, las serpientes, las aves, a los hombres,
etcétera.
Cuidadosamente, traté de no tomar una decisión acerca de cuál de los dos era el
más avanzado. Por un lado, al ser hombres y, por lo tanto, cordados, nos podría
parecer natural que los cordados somos los más avanzados. Por otro lado, es
innegable que la masa vital de los artrópodos es muchísimo mayor que la de los
cordados.
Al hombre se le puede considerar el amo de la Tierra, pero, sin duda, ha fracasado
en su intento de dominio de los insectos que lo molestan, y ello a pesar de esfuerzos
heroicos. Los cordados molestos han sido eliminados por el hombre; a veces con una
terrible rapidez.
Quizás ésta es la razón por la que muchos de nosotros tenemos la desagradable
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sensación de que si los cordados -inclusive el hombre- desaparecen de escena, los
insectos -los más aptos de los artrópodos- seguirán desarrollando su vida normal.
Sin embargo, a pesar de las dudas que podamos tener, si nos limitamos al
individuo cordado y al artrópodo individual, no hay competencia: el cordado es el
claro vencedor.
Para ver la razón, consideremos la vida en tierra.
La vida en tierra es más bien un retoño de la vida en general, pues alrededor de
cinco sextos del total de materia viviente habita en los océanos. No obstante, el
control del entorno, que da la medida del «progreso» de un organismo es
potencialmente posible en mayor medida en tierra que en el mar. Consecuentemente,
la vida en tierra tiene más probabilidades en su favor en la competición para el
dominio. La razón es fácil de explicar.
La vida en el mar está rodeada de agua, mientras que la vida en tierra está rodeada
de aire. El agua es setenta veces más viscosa que el aire a temperaturas normales y es
mucho más difícil moverse a través de ella. Éste es el punto clave.
Una criatura capaz de movimiento rápido posee mejor control de su entorno y,
por lo tanto, está más avanzada -siendo todas las demás cosas iguales- que una
criatura incapaz de movimiento rápido. Pero, en el mar, la criatura destinada a un
movimiento rápido debe ser aerodinámica; de otro modo gastaría inútilmente una
enorme cantidad de energía para vencer la resistencia del agua. Un ejemplo de
aerodinamismo puede verse de inmediato en los tiburones y peces.
Sin embargo, las criaturas de tierra deben estar destinadas para un movimiento
rápido a través del mucho menos denso aire, sin ser aerodinámicas. Cuando los
descendientes de una línea de criaturas de tierra no aerodinámicas regresa al mar, va
adquiriendo la antedicha forma. Puede verse algo de esto en las nutrias y patos, más
aún en las focas y pingüinos, alcanzando casi la perfección tanto las marsopas como
las ballenas.
La desventaja del aerodinamismo es la siguiente: inhibe la existencia de
apéndices que podrían romper el aerodinamismo y destruir la eficacia de movimiento.
Pero es precisamente mediante el empleo de apéndices como las criaturas pueden
valerse mejor en su medio y someterlo a su voluntad. Una zarigüeya utiliza su cola
para agarrarse de una rama; un elefante su trompa para manejar objetos tanto grandes
como pequeños; un mapache sus garras, y un simio sus manos, etcétera.
En definitiva, una criatura aerodinámica se queda sin medios de ataque sobre su
medio. La ballena constituye el más impresionante ejemplo en este sentido. La
ballena es uno de los dos tipos de criaturas cuyo cerebro es más grande que el
humano. El otro tipo es el elefante, un animal indiscutiblemente inteligente.
El cerebro de la ballena, a diferencia del el elefante, no es sólo mayor que el
humano, sino que, además, está más densamente convolutado. Existe la razonable
posibilidad, por lo tanto, de que una ballena pueda ser -potencialmente, al menos-
más inteligente que un hombre. En definitiva, las marsopas y delfines, parientes
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pequeños de la ballena, son innegablemente inteligentes, más que la mayoría de los
mamíferos. Una marsopa comparada con un cachalote, puede ser igual que un simio
comparado con un hombre.
Pero, supongamos que una ballena fuera potencialmente más inteligente que un
hombre: ¿cómo podría demostrar su inteligencia? Tiene cola y dos aletas que están
perfectamente adaptadas para una poderosa natación y para nada más. No posee
apéndices con los que manipular el mundo exterior y, a causa de la necesidad de
aerodinamismo, no puede tener ninguno. Toda la inteligencia que una ballena pueda
tener queda únicamente en potencialidad; es una prisionera de la viscosidad del agua.
O consideremos el calamar gigante, un miembro del filo de los moluscos.
Ciertamente, en todo el mundo no hay criatura más altamente desarrollada que no es
artrópodo ni cordado. En algunos aspectos, de hecho es mejor que los artrópodos y
cordados. Posee grandes ojos, por ejemplo, más grandes que cualesquiera otros en el
mundo, similares a, y quizás en potencia, mejores, que los ojos independientemente
inventados por los cordados.
El calamar tiene diez apéndices, en forma de tentáculos, que pueden retorcerse
como ofidios; cada uno de los tentáculos es finamente sensible y están equipados con
ventosas para asir con fuerza. Sin embargo, los tentáculos no afectan la forma
aerodinámica, ya que cuando el calamar decide moverse con velocidad, su manto
aerodinámico hiende el agua mientras que los tentáculos se arrastran por detrás sin
interferir. De hecho, ya que el calamar se mueve rápidamente por propulsión a
chorro, ni siquiera necesita las aletas que, en el caso de los tiburones, peces o
ballenas, rompen indudablemente la perfección de la línea aerodinámica.
No obstante, la viscosidad del agua sale victoriosa, incluso sobre la superflexible
adaptación del calamar. Esos tentáculos deben moverse a través del agua cuando
manipulan su entorno y sólo pueden hacerlo en movimiento lento. (Traten de agitar
un bastón dentro del agua y comprenderán a lo que me refiero.)
Para resumir, pues, el apéndice es raro en el mar, y no existe el apéndice que
permita una rápida movilidad. Sin embargo, el apéndice de la movilidad rápida es
común entre las criaturas de tierra, y esto es lo que ha permitido que éstas sean las
dueñas de la Tierra y no las criaturas marinas.
De todos modos, vivir en tierra firme también ofrece desventajas. Una de ellas
está relacionada con la gravedad. En el mar, gracias a la fuerza ascensional del agua,
la gravedad es virtualmente inexistente. A un pez le resulta tan fácil flotar hacia arriba
como hacia abajo.
Sin embargo, en tierra, la fuerza de la gravedad es apenas diluida por el leve
efecto de flotación en el aire propio de cada criatura al nivel celular. Todas las
criaturas vivientes que invaden la tierra deben enfrentarse con este problema de un
modo u otro.
Hasta la aparición de los artrópodos y cordados, todos los tipos de vida animal
que invadieron la tierra firme fueron derrotados por la gravedad. Optaron por rendirse
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y se movieron sobre el suelo reptando lentamente, teniendo el cuerpo en contacto con
la superficie en todos o en casi todos los puntos. Observemos un gusano de tierra.
El desarrollo de caparazones por parte de los moluscos, que en el mar supuso un
avance, en tierra resultó ser una desventaja. El caracol de tierra no sólo tiene que
luchar contra el efecto de la gravedad sobre su propio cuerpo, además tiene que
acarrear sobre su lomo el peso de un caparazón.
Una criatura reptante que necesite todas sus energías para avanzar lentamente,
mal puede desarrollar apéndices de movimientos rápidos. Por lo tanto, han perdido la
primera ventaja de la vida sobre tierra. Bajo el nivel de artrópodos y cordados, pues,
las formas más desarrolladas de vida se hallan en el agua.
Para desarrollar apéndices de movimiento rápido, una criatura de tierra necesita
piernas que lo aguanten y que eleven la principal porción del cuerpo claramente sobre
el suelo, desafiando la gravedad. Pero unas piernas sólo formadas de suaves tejidos
nunca podrán aguantar un cuerpo aunque sea de discreto volumen. Las piernas
necesitan una dureza. Tanto los artrópodos como los cordados incluyen tipos de
criaturas con piernas duras. Para decidir cuál de los dos tipos es más avanzado,
establezcamos qué tipo utiliza el mejor endurecedor.
En el caso de los artrópodos, el endurecedor está en la parte exterior de la pierna
en forma de quitina. En el caso del cordado, se halla en el interior de la pierna en
forma de hueso. En general, un exoesqueleto -el del exterior- es mejor para efectos
defensivos. Un endoesqueleto -el del interior- es el mejor para fuerza estructural. (Por
ejemplo, el caballero llevaba su armadura por fuera, mientras que un rascacielos lleva
sus vigas de acero en el interior.)
En realidad, un exoesqueleto limita el crecimiento. Si los suaves tejidos internos
crecen, entonces debe ser descartado el duro exoesqueleto; si no, el crecimiento debe
detenerse. En los artrópodos, el exoesqueleto es periódicamente descartado y
remplazado por uno nuevo y mayor. Una gran cantidad de energía vital es necesaria
para la perpetua fabricación de exoesqueleto. Lo que es más, durante el período de
muda, el organismo se queda indefenso.
Un endoesqueleto no limita el crecimiento. Los huesos por dentro pueden crecer
libremente por acreción, mientras que el tejido que lo rodea también crece fácilmente.
Así, pues, el individuo cordado puede crecer más que el artrópodo, y ser más
fuerte. Los músculos del cordado, que poseen soportes internos en vez de un
caparazón externo, son más eficientes. En todos los casos, el cordado, más grande,
fuerte y rápido, posee un mejor control de su entorno y, por lo tanto, está más
desarrollado que el artrópodo.
(No hay que dejarse engañar por esas historias de que los saltamontes pueden
saltar varias veces su propia altura y de que las hormigas pueden levantar un peso
varias veces superior al suyo, y de que si ambos poseyeran el tamaño del hombre
podrían hacer maravillas. En realidad, si alguno de estos animales tuviera el tamaño
del hombre y pudiesen seguir vivos, es completamente seguro que un saltamontes no
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podría dar un salto tan alto como el que puede dar un hombre; una hormiga tampoco
podría hacer lo que es capaz de realizar un humano.)
A decir verdad, no todos los cordados poseen igual grado de desarrollo. El filo de
los cordados está dividido en nueve clases, y de ésas, las tres primeras incluyen
descendientes degenerados de cordados muy primitivos. Estos descendientes más
bien parecen gusanos y moluscos por fuera, y sólo un zoólogo encontraría alguna
razón para clasificarlos en nuestro propio filo.
Sin embargo, esas primitivas criaturas -o sus más respetables antepasados-
primero endurecieron sus cuerpos con un bastoncito interno de cartílago, una
sustancia parecida a la quitina en términos de flexibilidad y dureza, si bien por
completo distinta químicamente.
Por añadidura, los primeros cordados al parecer inventaron la segmentación y la
hemoglobina, cosas ambas que fueron anteriormente inventadas de forma
independiente por los anélidos, el filo al que pertenece el gusano de tierra. También
efectuaron progresos completamente originales al desarrollar un hígado, en el cual
fueron eficientemente concentradas muchas de las funciones químicas del cuerpo, así
como arcos en la garganta, que hicieron más eficiente la respiración.
Pero, obviamente, esto no está en particular destinado a hacer posible la vida
sobre la tierra conquistando la gravedad.
La siguiente clase de cordados, los ciclóstomos -de los cuales la lamprea es el
ejemplo más familiar-, dieron un paso en esa dirección extendiendo el único
bastoncito atiesador cartilaginoso hasta convertirlo en un esqueleto completo,
fortaleciendo con ello mucho el cuerpo y dándole menos aspecto vermiforme.
Además, inventaron los ojos, independientemente de la invención del molusco.
También el sistema circulatorio experimentó mejoras: se desarrolló un corazón
bicameral para conducir la sangre por los vasos sanguíneos, creándose asimismo los
glóbulos rojos en los que guardaría la hemoglobina. Ambos progresos hicieron
mucho más eficientes los transportes de alimento, oxígeno y materia fecal.
A continuación hay que referirse a la clase de los peces, la cual está dividida en
varias subclases de las cuales la más primitiva, la de los elasmobranquios -tiburones,
etc.-, inventó algunos de nuestros más útiles instrumentos: mandíbulas, dientes y dos
pares de piernas.
Los esqueletos tanto de las lampreas como de los tiburones, si bien son completos
están compuestos únicamente de cartílago. Éste es un atiesamiento suficiente para la
vida en el agua -los tiburones han triunfado ampliamente en este medio-, pero no es
lo bastante fuerte para aguantar a una criatura medianamente voluminosa contra la
fuerza gravitacional que encontraría sobre tierra.
Pero otra subclase de peces, los teleósteos, utilizó un método mediante el que el
esqueleto se vio reforzado por sales inorgánicas tales como el fosfato de calcio. De
este modo el cartílago fue convertido en hueso y los teleósteos son los «peces
huesudos».
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Para la vida sobre tierra son necesarios más cambios. Un organismo debe ser
capaz de utilizar directamente el oxígeno de la atmósfera. En esta dirección, el
teleósteo inventó una vejiga de aire mediante la cual podía aumentar o reducir a
voluntad su facultad de flotar, ayudándolo esto a la natación vertical. En algunos
miembros de otra subclase de peces, los crosopterigios, la vejiga de aire se convirtió
en un pulmón.
Los crosopterigios son un ejemplo del hecho de que, a menudo, los perdedores en
el juego de la vida son quienes realizan mayores progresos. Por una razón u otra, los
crosopterigios tuvieron menos éxito en su lucha con el medio que los teleósteos. La
mayor parte de las especies de los crosopterigios están ahora extintas. Algunos
descendientes aún existen aprendiendo a desenvolverse en medios tan indeseables,
que los teleósteos no tienen ninguna razón para seguirlos hasta allí, ya que triunfaron
en los ricos pastos del mar abierto. Los crosopterigios se retiraron al agua estancada,
a los fondos abisales, y a tierra firme. Somos los descendientes del tercer grupo.
La siguiente clase de los cordados son los anfibios, de los cuales los más
conocidos representantes modernos son las ranas y los sapos. Ellos realizaron la
transición. Los pulmones anfibios, trabajando a pleno rendimiento en la vida adulta,
consiguieron un sistema circulatorio propio, el cual hizo necesario un corazón
tricameral. Por añadidura, los anfibios inventaron el oído. (En general, al ser el aire
más transparente que el agua, las impresiones sensoriales tenían más alcance en el
ambiente de tierra que en el mar. Las criaturas de tierra pudieron modelar mejor sus
sentidos que las criaturas de mar. Sentidos más agudos suponían un aumento en el
control del ambiente y esto, también, ayuda a hacer la vida en tierra más adelantada
que la vida en el mar.)
Así resultó que los anfibios fueron los primeros cordados que invadieron la tierra
firme, elevaron sus cuerpos sobre las piernas y caminaron. Desde luego, caminaron
despacio y torpemente, pero lo hicieron.
Hacia el final de la Era paleozoica, los cordados anfibios y los escorpiones e
insectos artrópodos compitieron en tierra firme, y por vez primera empezó a
vislumbrarse con claridad una victoria de los cordados.
Pero los anfibios aún estaban atados al mar, o al menos a un ambiente acuático de
algún tipo, durante el período del nacimiento y primer desarrollo. Fue la siguiente
clase, la de los reptiles, la que hizo la invención crucial: un huevo que podía ser
empollado en tierra.
Un huevo semejante tenía primero que estar envuelto por una membrana que
fuera porosa a los gases -para que el embrión en desarrollo pudiera respirar-, pero que
pudiera retener el agua para que tal embrión no se secara. Para fertilizar tal huevo, la
fertilización debía tener lugar antes de que se formara la cáscara y, por ello, el
esperma debía ser depositado dentro de la hembra y no sólo sobre los huevos ya
puestos.
De nuevo, el huevo debía ser lo bastante grande para contener el alimento y el
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agua necesarios para el embrión durante todo el período del desarrollo. Esto
significaba que el embrión debía desarrollar membranas especiales con las que
pudiera aprovechar el contenido alimenticio del huevo.
Los reptiles desarrollaron todo esto y se convirtieron en animales realmente de
tierra. Algunos de ellos dieron unos retoques al sistema circulatorio desarrollando la
cuarta, y última, cámara del corazón, de modo que se formaron dos completas y
coordinadas bombas de la sangre.
Los reptiles alcanzaron su apogeo en el Mesozoico, cuando los dinosaurios
gigantes sacudieron la tierra.
Pero la conquista de la gravedad significaba que sólo había sido vencido uno de
los obstáculos de la vida en tierra. Hubo asimismo otro: el cambio de temperatura.
La temperatura del mar es virtualmente constante. En casi todo su volumen esta
temperatura constante está muy cerca del punto de congelación. En los trópicos una
delgada capa de la superficie posee una temperatura más alta, pero incluso en esa
zona restringida es aún moderadamente constante.
Una vez que una criatura se adapta a la temperatura de su región marina, ya no
necesita ninguna adaptación para enfrentarse con los cambios.
En tierra, sin embargo, la temperatura varía en gran medida. Las criaturas de
tierra pueden evitarlo viviendo bajo las rocas, en grietas, en madrigueras o en cuevas,
desplazándose hacia el Sur en el invierno y hacia el Norte en el verano, invernando
con tiempo frío o pasando el verano en estado de estivación. Sin embargo, todo esto
representa retiradas y mecanismos de evitación.
El éxito siempre se halla en el camino de la ofensiva. Fue necesario inventar un
mecanismo que asegurase una temperatura constante en el interior del cuerpo fuera
cual fuese -dentro de unos límites- la temperatura existente fuera del mismo.
Dos grupos diferentes de primitivos reptiles hicieron independientemente el
necesario descubrimiento, incluso antes de que hubiera empezado la gran época de
los reptiles. Un grupo se desarrolló en la clase de los mamíferos, como nosotros; y la
otra, algo más tarde, en la clase de las aves. Ambos tenían acondicionamiento de aire
interno, una forma de almacenar calor en una forma controlada, de modo que la
temperatura del cuerpo se mantuviera dentro de unos estrechos límites.
En ambos casos, la temperatura corporal fue mantenida a una altura
considerablemente mayor que la temperatura habitual del entorno. Había una razón
para esto, ya que las reacciones químicas -y por lo tanto los movimientos corporales
resultantes- se aceleraron con una mayor temperatura. La temperatura más elevada
hasta la cual no se produce demasiado daño en las delicadas moléculas de la proteína
supone un mejor control del entorno y un mayor desarrollo.
Pero para mantener una elevada temperatura corporal había que disminuir la
proporción de pérdida de calor hacia la atmósfera. Esto se consiguió conservando
cerca del cuerpo una capa de aire relativamente inmóvil, ya que el aire era aún uno de
los mejores aislantes.
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Las aves hacen esto atrapando el aire entre un juego de escamas modificadas
llamadas plumas; los mamíferos lo hacen reteniendo el aire mediante un juego de
escamas modificadas llamadas pelos. (Las plumas constituyen el sistema más
eficiente de los dos, dicho sea de paso.)
Las aves optaron por el aire, redescubriendo el viaje tridimensional que los
anfibios habían perdido al abandonar el mar. Sin embargo, al hacer esto, las aves
comprobaron que los hechos aerodinámicos de la vida limitaban su tamaño
drásticamente, con lo cual sus potencialidades quedaban reducidas de antemano. El
vuelo también implicaba la conversión de un par de patas en alas: algo muy hermoso
para su función, pero nada más.
De modo que el futuro quedaba en manos de los mamíferos, los cuales
conservaban sus cuatro extremidades bastante disponibles, pudiendo asimismo
aumentar su tamaño.
Las ventajas de los mamíferos sobre los reptiles fueron en su momento decisivas.
Al poseer una temperatura interna constante, podían mantener una completa actividad
durante la noche así como durante las estaciones frías, mientras que los reptiles
permanecían inactivos y en relativa desventaja.
La posesión de pelo, además, significaba la exposición de una piel fina al entorno,
y eso es importante.
Los primeros cordados hicieron una serie de intentos para añadir sobre y por
encima del atiesamiento interno del hueso, un escudo externo de algún tipo. La
tentación de buscar protección es, en apariencia, casi irresistible. El primer pez fue
acorazado, igual que los primeros anfibios y reptiles.
En cada caso, el coste fue demasiado alto. Las criaturas acorazadas sólo
consiguieron convertirse en moluscos. El caparazón hizo disminuir la importantísima
movilidad; sustituyó la ofensiva por una pasiva defensa, y ello fue contraproducente
al poner una barrera entre el mundo exterior y el organismo interior. Las criaturas
acorazadas invariablemente cayeron ante los ataques de las que carecían de
caparazón. Los últimos supervivientes hoy son las tortugas, que son los más
primitivos y, en su conjunto, los menos afortunados de los reptiles que existen.
Al convertir las escamas en pelo, los mamíferos se volvieron mucho más
sensibles frente a su entorno, mucho más capaces de responder a él y, al hacerlo, de
controlarlo. Algunos primitivos mamíferos hicieron un último intento de desarrollar
una coraza externa, pero fracasaron. Los últimos descendientes que quedan de ellos
son los armadillos.
El control de la temperatura hizo otra cosa por los mamíferos, así como también
por las aves. Hizo necesaria la invención de un mayor cuidado de las criaturas. O, si
ustedes quieren expresarlo de una forma más conmovedora, la sangre caliente inventó
el amor maternal.
El control de la temperatura se mantiene más fácilmente en un organismo grande
que en uno pequeño. (Todas las partes de la masa de un organismo producen calor,
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pero el calor se pierde sólo en la superficie. Una criatura más pequeña tiene más
superficie por unidad de volumen, por lo tanto pierde calor en mayor proporción.)
Esto significa que el momento más crítico en la vida de un mamífero, en lo que se
refiere al control térmico, es cuando es más pequeño, cuando es joven o, sobre todo,
cuando se halla en estado embrionario.
Una criatura marina puede abandonar sus huevos donde los haya dejado y
marcharse. La temperatura constante del mar se encargará de ellos. Una criatura de
tierra sin control térmico puede tomar precauciones rudimentarias. Una tortuga, por
ejemplo, puede enterrar sus huevos en la arena caliente y dejar la cosa en manos de la
insegura acción solar.
Una criatura de tierra con control térmico -un ave, por ejemplo- no puede tontear.
Sus huevos no sólo requieren calor, sino cierta temperatura constante. No hay
suficiente tejido vivo dentro del huevo para proporcionar semejante temperatura, así
que debe ser proporcionada desde fuera: en concreto, por el cuerpo de la madre.
Bajo condiciones de control térmico, la supervivencia de las especies requiere el
desarrollo de instintos que hagan que las aves construyan nidos, incuben huevos y
alimenten a las crías… lo cual resulta bastante molesto para los animales.
Sin embargo, el resultado es un fuerte descenso en la mortalidad infantil entre las
aves, en comparación con los reptiles. En la medida en que la joven ave se ve libre de
ciertas presiones ambientales a las que están sujetos los jóvenes reptiles, esto
representa un progreso evolutivo de las aves con respecto a los reptiles.
Los mamíferos van aún más lejos: en períodos. La clase de los mamíferos está
dividida en tres subclases. La primera es la de los prototerios, que incluye el
ornitorrinco. Éstos aún muestran muchas características de los reptiles y su sangre
aún no es del todo caliente; sin embargo, poseen pelo, lo cual no tienen los auténticos
reptiles.
Los prototerios ponen huevos, igual que los reptiles, pero el embrión ya ha
avanzado bastante en su desarrollo para cuando es puesto el huevo, de modo que el
período de incubación, con todos sus peligros especiales, queda reducido.
Además, los prototerios fueron los primeros en inventar un suministro especial de
alimento para la cría, perfectamente ajustado para sus necesidades nutricias.
Hablamos de la leche, formada en el cuerpo de la madre y proporcionado a la criatura
por medio de las glándulas mamarias: de ahí la palabra «mamíferos».
La siguiente clase de los mamíferos es la de los metaterios, que incluye a los
marsupiales tales como las zarigüeyas y los canguros. Aquí ya se ha dado un nuevo
paso. La puesta de los huevos es tan retrasada que primero se incuban. Ahora surge
un embrión en un estadio primario de su desarrollo. Estos embriones tienen la
suficiente fuerza como para llegar a las glándulas mamarias de la madre, las cuales
están encerradas en una bolsa especial. El joven completa su desarrollo en esta bolsa.
La tercera y última subclase de los mamíferos es la de los euterios, o lo que
llamamos el «mamífero placentario». En este caso, la criatura se desarrolla en mucho
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mayor grado en el interior del cuerpo de la madre. Se desarrolla un órgano especial,
la placenta, a través del cual el embrión en crecimiento puede absorber alimento del
sistema circulatorio de la madre, pudiendo asimismo descargar en él desechos
orgánicos. Esto hace posible un más largo período de gestación; en algunos casos
períodos lo bastante largos como para que la criatura nazca casi con la capacidad de
cuidar de sí misma.
El desarrollo de las glándulas mamarias en el ornitorrinco reduce la presión
ambiental sobre la criatura hasta un nivel aún inferior al de los pájaros. La bolsa de
los marsupiales reduce aún más esta presión. La placenta de los animales placentarios
hace descender mucho más tal presión ambiental.
La comparación queda claramente de manifiesto por el hecho de que donde las
tres subclases de mamíferos compitieron directamente, ganaron los placentarios. Con
excepción de unas pocas especies de zarigüeyas en las Américas -en donde
sobreviven merced a unos especiales poderes de fertilidad-, los únicos mamíferos
ovíparos y marsupiales existentes son los que quedan en Australia, Australia se
separó de otras tierras antes de que se desarrollaran los animales placentarios. En
todos los demás sitios, donde aparecían los placentarios, los otros animales
desaparecían.
Así, pues, los mamíferos placentarios son los actuales amos de la Tierra.
Pero no todos los mamíferos placentarios están igualmente desarrollados. Una
cosa que los distingue entre sí es el desarrollo del cerebro. Incluso los mamíferos más
simples aventajan en poder cerebral al resto de la vida organizada, pero algunos
mamíferos son más cerebrales que otros.
El buen desarrollo del cerebro de los mamíferos es probablemente la
consecuencia de la vida en tierra firme, de una piel suave y del progreso general de
los órganos sensoriales. En consecuencia, los mamíferos se vieron sometidos a una
gran cantidad de impresiones sensoriales y se obtuvo un valioso elemento para la
supervivencia en el posterior desarrollo de un sistema de contabilidad -para
expresarlo de algún modo- a fin de seleccionar estas impresiones y dar respuestas.
Pero se necesitaba una cosa más. Aún quedaba la cuestión de los apéndices, que
son el mayor regalo de la vida en tierra. Sin embargo, para ofrecer su máxima
utilidad, un apéndice debe ser útil de diversos modos. Siempre existe el peligro de la
superespecialización.
En ese sentido ya he mencionado las alas del ave. Es un apéndice de movimiento
rápido, pero sólo puede hacer una cosa. Igualmente, las maravillosas patas de los
caballos, ciervos y antílopes son unos instrumentos excelentes para dejar atrás al
enemigo, pero carecen de utilidad para otro propósito.
Por otro lado, los mapaches y osos caminan sobre las plantas de los pies, de forma
primitiva -igual que hacemos nosotros- y sus garras les sirven para muchas funciones.
Los miembros de la familia de los canes, y también algunos de los roedores,
conservan la habilidad de utilizar sus patas como instrumentos de exploración. El
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elefante ha desarrollado una trompa que es lo más parecido al tentáculo de un
calamar que haya creado criatura alguna sobre la tierra.
La utilización de tales apéndices aumenta el número de impresiones sensoriales
que debe asimilar el animal. De nuevo se agranda el cerebro y su capacidad se
intensifica. (La ballena es una excepción; tiene un gran y complicado cerebro sin
apéndices generalizados. Quizá su cerebro es un legado de un inteligente antepasado
que vivió en tierra firme; en definitiva nada sabemos de los antepasados de las
ballenas. O quizá se trata sólo de una respuesta a la necesidad de coordinar de
cincuenta a ciento cincuenta toneladas de materia viviente.)
Obviamente, los diversos apéndices útiles alcanzan el punto culminante en el
orden de los primates -los simios y nosotros- en los cuales al menos dos, y a veces las
cuatro extremidades terminan en manos, cuyos dedos individuales son capaces de
desarrollar un movimiento más o menos independiente. En los más desarrollados
miembros de los primates, uno de los dedos, el pulgar, está bien desarrollado y puede
ponerse frente a los cuatro restantes, convirtiendo con ello la mano en una posible
pinza.
No debe sorprendernos que los primates sean los más cerebrales de los mamíferos
y el hombre, que posee las manos más desarrolladas es, justamente, el más cerebral
de los primates.
Al utilizar su cerebro, el hombre fue capaz de extender los dos inventos más
fundamentales de la vida en tierra. Aprendió a controlar el fuego, extendiendo así la
noción de la calentura de la sangre. Otros mamíferos y aves pueden controlar su
temperatura interna, pero el hombre consiguió asimismo controlar la temperatura
externa. El hombre también fue perfeccionando el empleo sistemático de
herramientas, las cuales lo equiparon con unos apéndices artificiales de movimientos
rápidos y completamente especializados. Conquistó todas las ventajas de la
especialización sin abandonar ninguna de las ventajas de la no-especialización.
Y, de este modo, el hombre es el amo del Universo y…
¿Adónde queremos ir a parar?
Es posible imaginar un hombre más grande y mejor, un «superman», pero ésta no
puede ser la respuesta. Los dinosaurios más grandes y mejores acabaron por
extinguirse. El tamaño sólo no lo es todo. Así como tampoco lo es el poder cerebral
únicamente.
Actualmente, la multicelularidad puede estar agotada. Pudiera ser que el
organismo multicelular haya alcanzado su límite. En quizás unos 600 000 000 de
años no ha surgido ningún filo con nuevos organismos. En el filo de los cordados -el
último en aparecer- no ha nacido ninguna nueva clase al menos en 250 000 000 de
años. En la clase de los mamíferos -los más desarrollados de los cordados- no ha
surgido nada mejor que el mamífero placentario en 100 000 000 de años.
Puede haber pasado el tiempo de los grandes experimentos. Lo que ahora tenemos
es tan sólo un refinamiento constante de experimentos ya realizados.
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Pero todo esto ya había sucedido antes.
Hace mil millones de años, la vida unicelular había alcanzado su apogeo. Después
de muchas victorias, tales como el descubrimiento del almacenamiento del alimento y
de la fotosíntesis, las células alcanzaron sus límites. La evolución llegó a un callejón
sin salida, o habría tenido que dar un paso revolucionario. Las células se
desarrollaron en colonias de células y después en organismos multicelulares.
Ahora la multicelularidad ha alcanzado su callejón sin salida, también. ¿Se estará
preparando un nuevo paso espectacular? Puede producirse, otra vez, una nueva
combinación para formar una criatura de orden superior, un ser multiorganísmico. Tal
combinación puede ser más que sólo física, ya que la combinación física sólo
formaría un organismo multicelular mayor. (De hecho, la combinación física de
organismos fue probada, en cierto modo, con el invento de la segmentación. Fue un
avance, aunque no tan fundamental como el de la multicelularidad.)
Muchas variedades de criaturas forman grupos que actúan con cierta primitiva
coordinación. Se mueven juntos, se alimentan juntos. Si uno se asusta, el resto huye.
Incluso pueden combinarse para protegerse contra un enemigo común, si bien
generalmente se limitan a correr. O se pueden combinar para cazar una presa y
entonces, a menudo, disputan por los despojos.
Tales rebaños, manadas o bancos de peces son el equivalente de las colonias de
células en el nivel celular. Aunque puede ser conveniente para los grupos permanecer
juntos, ello no es vital. Cada individuo del rebaño, si es necesario, puede vivir por su
propia cuenta.
Debemos buscar algo mejor que eso.
En el anterior ensayo, yo empleaba un criterio fundamental para distinguir entre
un organismo multicelular y una simple colonia celular. En un organismo
multicelular, las células individuales llegan a ser tan especializadas que ya no pueden
vivir independientemente y las células componentes están subordinadas al grupo
hasta el punto de que sólo existe conciencia de grupo.
Ningún grupo de organismos presenta plenamente tales características, pero hay
indicios de comienzos de ello. Los casos más claros se dan en el filo de los
artrópodos, y en su más avanzada y reciente clase: los insectos.
Los tres principales grupos de «insectos sociales» son las abejas, las hormigas -
ambos pertenecientes al orden de los himenópteros- y las termitas, que pertenecen al
orden de los isópteros. Estos tres muestran especializaciones entre los organismos
constituyentes, igual que los organismos multicelulares muestran especializaciones
entre las células constituyentes. En el caso de las termitas, las especializaciones van
tan lejos que hacen imposible la vida a ciertos individuos fuera de la sociedad: una de
las características de una auténtica criatura multiorganísmica. La reina de las termitas
no puede vivir sin sus auxiliares. Las termitas soldado tienen las mandíbulas tan
grandes que no se pueden alimentar por sí mismas. Deben ser alimentadas por
obreras.
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Además, tales sociedades están más avanzadas que cualquier organismo
individual, no sólo de su propio tipo, sino de cualquier tipo. Una sociedad de incluso
individuos primitivos puede derrotar a un individuo muy avanzado. Cuando se pone
en marcha un ejército de hormigas, el cazador deportivo -con rifle y todo lo demás-
sólo tiene un modo de salvarse: apartarse del camino cuanto antes.
Existe un relato muy conocido, llamado Leiningen y las hormigas, que trata del
dueño de una plantación que comprobó que su tierra se hallaba en el paso de un
ejército de hormigas y decidió permanecer en su sitio y luchar. Leiningen era un
individuo superior: valiente, con recursos, inteligente, y luchó como un demonio.
Logró salir vivo de aquella lucha por los pelos.
Ustedes pueden opinar que la proporción era terrorífica -millones de hormigas
contra un humano- pero se equivocarían. La proporción estaba equilibrada incluso
numéricamente: un hombre contra una sociedad de hormigas.
Desde luego, infinidad de individuos hormiga fueron muertos, pero ello no afectó
a la sociedad de hormigas. Leiningen perdió piel y sangre, billones de sus células
individuales, pero se recuperó y no sintió la pérdida.
Fuera de la clase de los insectos y del filo de los artrópodos, hay un ejemplo de
una sociedad que empieza a ser más que una colonia de organismos. Me refiero, por
supuesto, a la sociedad humana. Incluye individuos especializados; no físicamente
especializados, desde luego, pero sí mentalmente especializados. Algunos de ellos
están tan especializados que no pueden vivir al margen de la sociedad, y nos
volvemos a encontrar con otra característica.
Yo, por ejemplo, me crié en la ciudad y he vivido -con un moderado éxito- como
parte de una compleja sociedad durante toda mi vida. Por supuesto, como muy bien,
pero, desgraciadamente, no sé cultivar alimentos; no tengo experiencia en recolectar
alimentos y ni siquiera sé cocinar. Conduzco un coche, pero casi ni sé levantar su
capó. Soy dueño de una casa, pero no sé reparar ninguna parte de ella. Miro la
televisión y utilizo muchos electrodomésticos, incluyendo una máquina de escribir
eléctrica, pero soy un ignorante en cuestión de cables eléctricos.
Sin la continuada e intensiva ayuda de otros miembros de la sociedad humana, no
podría sobrevivir durante mucho tiempo. Solo en la isla de Robinsón Crusoe,
preferiría una muerte rápida a una muerte lenta. Creo que hay millones de personas
como yo.
Pero ¿qué es lo que mantiene a una sociedad junta, una auténtica sociedad en la
que el individuo componente esté deseando morir por el bien de la sociedad? En el
caso de los insectos, se trata de algo que llamamos «instinto», una norma de conducta
imperativa que priva al insecto individual de libertad de acción. No es sólo que el
insecto individual quiera morir por el grupo, es que no puede hacer nada más.
Pero ¿qué mantiene junta a una sociedad humana? Desde luego, el instinto no. El
único instinto que tenemos sobre el particular es aquella voz interior que nos dice:
«¡Al diablo con los demás! Corta y lárgate.» Este instinto es obedecido casi siempre.
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Lo sorprendente es que a veces no es obedecido.
He dicho anteriormente que la inteligencia no era suficiente por sí misma.
Obviamente, si se le añaden otras cualidades que sean desventajosas, la extinción está
a la vuelta de la esquina. Un animal inteligente que esté demasiado limitado en el
clima que puede tolerar, o en la comida que pueda ingerir, o en los parásitos que
pueda resistir, no tendrá ningún éxito. El elefante y los grandes simios son ejemplos
de fallos inteligentes.
Pero cuando el primer homínido se alzó sobre sus patas traseras, ¿qué le hizo
triunfar si el gorila ya lo había conseguido y es un fracaso?
Estoy seguro de que, durante centenares de miles de años, los primeros homínidos
estuvieron al borde del fracaso. Fue el paso crucial de la formación de una sociedad
tribal lo que realmente lo puso en el camino de su triunfo. No me refiero a simples
manadas, al estilo de los babuinos, sino a una auténtica sociedad en la cual el total era
algo más que la suma de las partes.
Me parece que esto fue posible gracias al desarrollo de un medio de
comunicación que fue lo suficientemente complejo y flexible para expresar ideas
abstractas, algo que no fuera sólo un alarido de terror o un simple grito de
advertencia.
Mediante tal comunicación -peculiar, según sabemos, del Homo sapiens- todo el
conocimiento acumulado de una generación podía ser legado a la siguiente. Un joven
absorbía en sus años mozos lo que a un viejo le había costado toda su vida aprender;
posteriormente, el joven aprendía más por su cuenta. La generación siguiente
recibiría un mayor caudal de conocimiento.
Pero aprender del viejo suponía venerar a éste; un nuevo sentimiento que sólo
podían tener los humanos: la tradición.
«Éste es el modo en que se hacen las cosas. Éste es el modo en que siempre se
han hecho las cosas; éste es el modo en que, según dijeron nuestros antepasados,
tendría que ser hecho. Y porque sus espíritus nos contemplan y no deben ser
enojados, éste es el modo en que deben hacerse y se harán.»
No hay necesidad de comentar más este aspecto. Todos conocemos los poderes de
la tradición. Mantendrá unida a una sociedad con mayor firmeza que un instinto.
Llámese a ello «deber» o «patriotismo», o «altruismo» y cualquiera de nosotros
llegará al punto en que ofrendará su vida individual por el bien del grupo, que puede
ser uno pequeño llamado la familia, uno mayor denominado la nación, o incluso otro
aún más grande, que conocemos como Humanidad.
Y si fue la comunicación oral la que creó la tribu y las primeras culturas, fue la
comunicación escrita la que hizo nacer las ciudades y florecer las civilizaciones.
Pero ¿son la ciudad y el hormiguero la expresión última del ser
multiorganísmico? A mí me parece que no. Ambos están sólo en los comienzos del
potencial social.
Las sociedades de insectos han logrado, mucho mejor que lo ha hecho la sociedad
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humana, especializar físicamente a sus miembros, así como generalizar la conciencia
del individuo con respecto a la sociedad. Sin embargo, su método de hacer esto les ha
costado la flexibilidad. Cada insecto individual en la sociedad puede dar sólo unas
respuestas muy limitadas a determinados estímulos.
La sociedad humana se ha especializado mucho menos y ha conservado una
mayor individualidad. Sin embargo, ha compensado todo ello al poseer una
flexibilidad más práctica.
El siguiente paso -creo yo- tendría que ser la combinación de los dos: una
sociedad que combine una conciencia de insecto con respecto a la colectividad junto
con una flexibilidad al estilo humano.
Así, pues, ¿qué tipo de organismo dará este trascendental paso en la evolución?
Para responder a la pregunta, miremos todo el historial de la evolución. A través
de toda la historia de la evolución, parece que cuando una vez un particular tipo de
organismo ha realizado un importante avance, es un subtipo de ese tipo y después un
subtipo de ese subtipo el que realiza los siguientes avances trascendentales. En la
evolución no viene nada de detrás.
En otras palabras, una vez que los cordados han evolucionado y a fuerza de
esqueletos internos demuestran estar claramente en mejor situación para controlar el
medio que los moluscos, la suerte está echada. Una posterior evolución no hace más
que aumentar la superioridad de los cordados en general sobre los moluscos en
general. Del mismo modo, los cordados de tierra aumentaron su superioridad sobre
los cordados de mar, los mamíferos aumentaron su superioridad sobre los reptiles y
los humanos sobre los no humanos. Ningún grupo que haya perdido alguna vez la
supremacía ha dado nacimiento a descendientes que hayan recuperado tal
superioridad.
Así, pues, al nivel de filo, los cordados y artrópodos están claramente en primer y
en segundo lugar, respectivamente, desde el momento del primer desarrollo claro
hace quinientos millones de años más o menos, y nunca han renunciado a esas
posiciones. Éstos ahora se hallan menos que nunca en peligro de abandonar la
supremacía, la cual está muy segura dado que no han surgido nuevos filos desde la
aparición de los cordados.
Ambos filos están divididos en clases. En los cordados, los mamíferos van por
delante de todas las demás clases. En los artrópodos, los insectos ocupan el primer
lugar.
Los mamíferos e insectos han estado aumentando su supremacía desde su primer
desarrollo claro y corren menos peligro de perderla que nunca.
Este proceso continúa, como se muestra en la figura de la página siguiente, en
donde las flechas no indican líneas descendentes, sino sólo la dirección de un mayor
control del entorno. El subrayado de un grupo de organismos significa «callejón sin
salida».
Así, pues, parecería que el siguiente paso tendría que ser dado por subdivisiones
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de los «ganadores» del último paso; subdivisiones, en otras palabras, que son
descendientes de los insectos sociales o del hombre.
Ahora me parece que los insectos deben ser descartados. En primer lugar, las
sociedades de insectos están claramente en segundo lugar con respecto a la sociedad
humana en lo que al control del entorno se refiere, y en la evolución no viene nada de
detrás. (Recuerden, no digo que los insectos no sobrevivan al hombre a pesar de
esto.) En segundo lugar, ellos ya están demasiado especializados y son demasiado
inflexibles para cambiar su condición y obtener la necesaria flexibilidad para
constituir una sociedad multiorganísmica superior. En la evolución, la especialización
es invariablemente una calle de una sola dirección y únicamente conduce a más
especialización.
El único posible antecesor de la sociedad multiorganísmica es, pues, el hombre,
quien, físicamente, es un animal relativamente poco especializado, excepto por su
cerebro; y en el aspecto mental, a causa de su relativamente escasa cantidad de
instintos, tampoco está especializado.
La posibilidad de que un hombre pueda ser el antecesor de la sociedad
multiorganísmica se ve reforzada por el hecho de que él representa, por vez primera
en la historia de la evolución, un organismo que es consciente de la competición con
otros organismos y hará seguramente un esfuerzo especial para eliminar a cualquier
nuevo grupo que amenace su absoluta superioridad. Los superchimpancés, a menos
que aparezcan con una superioridad infinita con respecto a sus propios antecesores,
serán eliminados tan pronto el hombre advierta su aparición, salvándose sólo unos
pocos para ser sometidos a observación científica.
De este modo podría parecer que, eventualmente, una familia de seres humanos
que se han juntado a un nuevo nivel en una sociedad multiorganísmica puede ser
capaz de realizarlo. Si no los descubren demasiado pronto, vencerán.
Un mecanismo más clásico para la evolución es suponer al hombre dividido en
grupos que están completamente separados geográficamente, de modo que todas las
mutaciones experimentadas produzcan especies separadas incapaces de entrecruzarse.
Una de esas especies nuevas desarrollaría entonces la sociedad multiorganísmica y
serían con respecto a las restantes especies lo que representa el hombre frente a los
mamíferos, o quizá lo que representa el hombre comparado con la ameba.
Por supuesto, en la Tierra ya no hay ninguna posibilidad para una completa
separación geográfica de ningún grupo de hombres y mujeres durante un período lo
bastante prolongado como para que se produzca tal fenómeno. Claro que puede
producirse una guerra nuclear devastadora que deje sólo unos pocos supervivientes y
una tecnología completamente desintegrada.
Sin embargo, llegará el día en que se establecerán colonias en otros planetas, en
mundos fuera del sistema solar, quizás. Entonces sería posible el aislamiento
«geográfico». Los hombres aventurándose por el espacio pueden llegar a ser como el
crosopterigio que salió del mar para aventurarse en tierra. Parten como
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experimentadores y acaban como vencedores.
Desde luego, para un ser humano en nuestro actual estado de desarrollo resultará
repugnante concebirse a sí mismo como una mera unidad en una sociedad
multiorganísmica, sin voluntad propia y, siempre que fuera necesario, dispuesto a ser
sacrificado, con sangre fría, por el bien de la comunidad.
Pero ¿serán las cosas así? Es extremadamente difícil imaginar cómo será constituir
una parte de una sociedad multiorganísmica, pero supongamos que consideremos la
situación análoga de las células en un organismo multicelular.
Las células componentes no pueden vivir separadas del organismo, pero en el
organismo siguen siendo unidades bioquímicas. Éstas producen sus propias enzimas,
dirigen sus propias reacciones, tienen membranas que las separan de sus compañeras,
crecen y se reproducen por su cuenta en muchos casos.
En una sociedad multiorganísmica, el individuo podría conservar una buena
proporción de independencia mental y física. Podría tener ideas propias, poseer su
propia individualidad y también formar parte del gran todo.
En cuanto a lo de ser sacrificado a sangre fría… no, a menos que fuera necesario.
Las células de la piel mueren de forma natural mientras el organismo vive, igual que
los ciudadanos de un país mueren mientras la nación vive. Otras células pueden morir
si se presenta la ocasión por el bien de la causa, pero incluso en nuestra imperfecta
sociedad también deben morir policías, bomberos, soldados, mineros…
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No permitimos que nuestras células sean muertas sin razón. Merced a una sensación
conocida como «dolor» procuramos proteger nuestras células componentes y
evitamos, por ejemplo, cualquier arañazo o alfilerazo. Una sociedad multiorganísmica
sería tan cuidadosa de sus componentes y, sin duda, sentiría algo así como dolor si se
le hiciera daño a alguno de ellos.
Y entonces se habría conseguido algo positivo. Al pasar de una célula a un grupo
de células, resulta posible para la totalidad de las células apreciar bellezas abstractas
tales como una sinfonía o una ecuación matemática, las cuales nunca podría concebir
por separado una célula. Puede existir el equivalente celular de esas bellezas en las
ondulaciones de una corriente de agua o en la inundación de un minúsculo fragmento
orgánico, pero ¿quién puede discutir que un hombre no alcanza un mayor grado de
relación con el Universo que la ameba? ¿O que el hombre pueda imaginar que las
células individuales de su cuerpo -que debe compartir en cierto modo en la
complejidad de sus relaciones con el Universo- pueden volver a ser sólo otras tantas
amebas?
Y, por analogía, ¿quién sabe qué inimaginables sensaciones, qué nuevos niveles
de conocimiento, qué infinitas penetraciones en el Universo llegarán a ser posibles
para una sociedad multiorganísmica? Seguramente habrá algo entonces que se
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compare con una sinfonía tal como la oye el hombre, del mismo modo en que se
compara esa sinfonía con la ondulación de una corriente de aire tal como es sentida
por una ameba.
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Para mí resulta imposible escribir por encima de mil artículos sobre varios
aspectos de la ciencia, tal como he hecho, sin repetir información.
Esto es así sobre todo cuando una revista me pide que trate de un tema
específico de su elección. Seria inútil decirles que ya he tratado de ese tema en
otro lugar y en otro momento. Ellos replicarían, con toda razón, que sólo un
pequeño porcentaje de sus lectores habría leído el otro artículo y que, en
cualquier caso, ellos desean que la información se ajuste a sus necesidades. Y
yo debo condescender.
En el caso de este ensayo, la información, o al menos parte de ella, apareció
en un ensayo titulado Nuestra atmósfera en evolución que el lector interesado
puede hallar en la recopilación de ensayos titulada Is Anyone There?
(«Doubleday», 1967).
Así, pues, ¿es correcto incluir este ensayo en la presente recopilación?
Creo que sí. El presente ensayo está escrito desde un punto de vista
diferente, e incluye material que no figuraba en mi anterior ensayo. La
información puede repetirse, pero el ensayo es distinto.
SOLEMOS considerar nuestra atmósfera como algo natural. Pensamos muy poco, si
lo hacemos, en el oxígeno que respiramos; el oxígeno siempre está ahí, listo para que
lo aspiremos unas dieciséis veces por minuto. La verdad es que sin él no podríamos
vivir.
La mayoría de la gente de hoy comprende, cuando se detiene a pensar en ello, que
el oxígeno en el aire es el regalo de las plantas verdes. Las plantas forman sus tejidos
de dióxido de carbono, agua y minerales; al hacerlo así, desecha algo del oxígeno y lo
libera en la atmósfera.
Sin embargo, su regalo del oxígeno tiene una importancia superior a su mera
respirabilidad. Ha hecho posible la vida en la Tierra, de modo que esto, también (y
nosotros mismos), es el regalo de las plantas. Para ver cómo pudo ser tal cosa,
echemos una mirada retrospectiva al comienzo de la vida en este planeta, un
comienzo que pudo producirse muy bien hace unos tres mil millones de años.
En aquel tiempo no había oxígeno en la atmósfera. La Tierra tenía una «atmósfera
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reductora», la cual contenía hidrógeno solo o en combinación con otros elementos.
Esto es muy natural, ya que el material con que se formó el sistema solar consistía en
un 90% de hidrógeno.
El hidrógeno no podía ser retenido en cantidad porque sus moléculas son
demasiado ligeras; en cambio, ello era posible con las combinaciones de hidrógeno
con oxígeno, con carbono y con nitrógeno. Estas combinaciones formaron moléculas
de agua, metano y amoniaco, respectivamente. Existía un océano, con amoniaco
disuelto en él, y el aire por encima era principalmente metano con vapores de
amoniaco y agua, así como, posiblemente, algo de hidrógeno.
Nosotros no podíamos vivir en semejante atmósfera, así como tampoco ninguna
forma de planta o vida animal de las que florecen actualmente en la Tierra. Sin
embargo, de forma imprevisible, de una química tan hostil fue precisamente de donde
se originó la vida en la Tierra: en formas muy simples, desde luego.
No es sólo una cuestión de meras adivinanzas. Durante los últimos veinte años,
los científicos han estado trabajando con mezclas estériles de aquellos componentes
que existían en la atmósfera de la Tierra y en el océano hace miles de millones de
años. Ellos han añadido energía en la forma de luz ultravioleta para imitar la energía
de la primera luz solar. Como consecuencia de ello, descubrieron que las simples
moléculas de la primitiva Tierra se combinaron para formar otras más complicadas
que, al parecer, condujeron a la vida tal como hoy la conocemos.
En el laboratorio, el proceso se ha conseguido sólo en sus meros inicios, pero
resulta fácil imaginar lo que habría sucedido en un completo océano de componentes
hace centenares de millones de años. Las moléculas se harían cada vez más
complicadas, hasta que por fin algunas se hicieron lo bastante complicadas para
empezar a poseer algunas de las propiedades que asociamos con la materia viva.
Sin embargo, los rayos ultravioleta son una espada de doble filo. Su energía
puede forzar el comienzo de un proceso mediante el cual pequeñas moléculas se
combinen para formar otras más grandes y más ricas en energía. No obstante, las
moléculas muy grandes asociadas con la vida son «raquíticas», y la energía de la luz
ultravioleta puede dividirlas de nuevo.
Por fortuna, el agua de los océanos absorbe luz ultravioleta. En las capas más
superiores, sólo podían formarse moléculas de tamaño medio; pero, un poco más
abajo, donde no penetra lo peor de la luz ultravioleta, pueden sobrevivir las moléculas
más complicadas de la vida. Podemos imaginar organismos muy simples
permaneciendo a cierta distancia bajo la superficie durante el peligroso día, y
después, por la noche, ascendiendo para alimentarse con los pequeños componentes
que podían sobrevivir a la luz ultravioleta y que servían de alimento.
Sin embargo, la vida no podía formarse en el agua que humedecía el suelo de
islas y continentes. Ni tampoco podía emigrar a tierra firme la vida ya formada en el
océano. En tierra no hubiera sido fácil escapar a la mortalmente peligrosa luz
ultravioleta. Fragmentos de vida terrestre no podían esconderse en el subsuelo con la
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misma facilidad con que los fragmentos de vida marina podían hundirse en el agua.
Por esta razón, la tierra permaneció estéril durante el primer período de existencia de
nuestro planeta.
Sólo relativamente pequeñas cantidades de vida podían existir en aquellas
primitivas condiciones. Únicamente la cantidad que podía ser mantenida por las
moléculas de alimentos formadas en la capa superior del océano por la luz
ultravioleta.
Conforme el tiempo fue pasando, las cosas empeoraron. Moléculas de vapor de
agua, en la atmósfera superior, fueron desintegradas por la energía de la luz
ultravioleta, iniciando esto cambios químicos que transformaron el amoniaco en
nitrógeno, y el metano en dióxido de carbono. En un momento dado, la Tierra
desarrolló una nueva atmósfera. La Atmósfera I, compuesta de amoniaco y metano,
se convirtió en la Atmósfera II, formada de nitrógeno y dióxido de carbono.
La clase de componentes que servirían de alimento no se forman tan rápidamente
en una atmósfera de nitrógeno y dióxido de carbono como lo harían en una atmósfera
de amoniaco y metano. En otras palabras, cuando la Atmósfera I se transformó
lentamente en la Atmósfera II, disminuyó la cantidad de alimento en las capas
superiores del océano.
La vida no habría podido seguir existiendo a no ser por el desarrollo de un
compuesto llamado «clorofila», que es el causante de que las plantas sean verdes.
Esto debió de producirse muy tempranamente en la historia de la vida.
Combinaciones atómicas parecidas a la clorofila han sido formadas en los
laboratorios a base de la primaria mezcla de compuestos, y hay evidencia de
organismos conteniendo clorofila (algas verdiazules) en los primeros signos de vida
que podemos encontrar.
La ventaja de la clorofila es que, utilizando la energía de la luz visible (no la luz
ultravioleta), moléculas alimenticias pueden formarse directamente de dióxido de
carbono y agua. La acción de la luz ultravioleta ya no es necesaria.
Cuando la Atmósfera I se convirtió en la Atmósfera II aquellos fragmentos de
vida que dependían de la luz ultravioleta para formar alimento fueron muriendo
gradualmente. Por otro lado, aquellos fragmentos de vida con clorofila (lo que ahora
llamamos «plantas verdes») se multiplicaron conforme aumentó el contenido de
dióxido de carbono en la atmósfera.
Finalmente, cuando la Atmósfera II quedó establecida, de manera definitiva, las
plantas verdes constituyeron la forma de vida dominante del planeta. Esto pudo
suceder hace menos de mil millones de años. E incluso entonces la tierra seguía
estéril, ya que la luz ultravioleta aún quemaba la indefensa superficie del planeta.
Conforme las plantas verdes se fueron multiplicando progresivamente durante el
cambio de la Atmósfera I a la Atmósfera II, fueron produciendo oxígeno cada vez en
mayor cantidad. Este oxígeno no permaneció igual, sino que, combinado con los
componentes de la Atmósfera I, los cambió en la Atmósfera II. En otras palabras, no
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sólo las plantas verdes se beneficiaron de la transformación, sino que incluso la
aceleraron.
Después de que se hubo completado la transformación, las plantas verdes
continuaron produciendo oxígeno, pero ahora el oxígeno no tenía nada con qué
combinar, así que se acumuló en el aire. Conforme avanzó el tiempo y las plantas
verdes continuaron multiplicándose, lo hicieron a expensas del dióxido de carbono
existente en el aire. El dióxido de carbono aumentó menos mientras que el oxígeno lo
hacía en mayor medida. La atmósfera cambió una vez más, esta vez para
transformarse en la Atmósfera III: la atmósfera de nitrógeno y oxígeno que gozamos
hoy.
La presencia de oxígeno libre en la atmósfera fue crucial para la vida por la razón
siguiente:
En una atmósfera sin oxígeno tal como tenía la Tierra hasta (quizás) hace menos
de mil millones de años, los organismos vivos obtenían su energía descomponiendo
las moléculas de mediano tamaño del alimento en moléculas más pequeñas. La
cantidad de energía obtenida de este modo, sin embargo, es más bien pequeña. Esto
significa que las formas de vida no podían desplegar actividad energética. En el
alimento no había suficiente energía para permitir tal cosa.
La vida vegetal marina simple aún hoy no desarrolla actividad energética. No
obstante, casi casi desde el principio debió de haber otras formas de vida. Tuvo que
haber formas de vida que no podían fabricar su propio alimento, puesto que carecían
de clorofila y, por lo tanto, debían subsistir, parasitariamente, comiendo plantas. Éstos
fueron los primeros animales.
Potencialmente, los animales podían utilizar la energía en mayor escala que las
plantas. Un solo animal podía comer muchas plantas y utilizar pródigamente la
energía alimenticia que a las plantas les había costado mucho acumular. Pero, aún así,
sin oxígeno en la atmósfera, era pequeño el total de energía que un animal podía
desarrollar. Hasta hace menos de mil millones de años, los animales no eran más
complejos que las plantas y no mucho más activos.
Pero cuando el contenido de oxígeno de la atmósfera se fue haciendo
progresivamente mayor, en las células se fueron desarrollando mecanismos químicos
que hicieron posible combinar las moléculas de alimento con oxígeno en el proceso
de descomponerlas. Esto supuso un enorme cambio en el desarrollo de la energía. Las
moléculas de alimento, al ser descompuestas por la combinación con el oxígeno,
desarrollaron alrededor de veinte veces más energía de la que habrían desarrollado
aquellas mismas moléculas si hubieran sido descompuestas sin oxígeno.
Aquellos animales que desarrollaron la capacidad de aprovechar el oxígeno
enviado a la atmósfera por las plantas, se encontraron con un increíblemente rico
caudal de energía que podía ser empleado para muchos propósitos «lujosos» que
antes hubieran sido imposibles.
Ello significaba que los simples organismos animales de la Atmósfera II podían
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hacerse más complicados, siendo capaces de desarrollar tejidos y órganos que no
contribuían directamente al proceso de alimentarse y reunir energía. En concreto,
podían desarrollar partes duras para su protección.
Estas partes duras -caparazones, huesos, dientes- son las que antes se convierten
en sustancias pétreas con el tiempo, y son éstas las que quedan en las rocas como
fósiles. Las primeras rocas abundantes en fósiles son las del período cámbrico, con
una antigüedad aproximada a los seiscientos millones de años, y sólo a partir de este
momento la historia de la vida puede describirse con algún detalle.
Desde luego, es obviamente errónea la idea de que la vida empezó hace
seiscientos millones de años porque los primeros fósiles conocidos pertenezcan a esa
época. En realidad, esos primeros fósiles son de organismos que eran casi tan
complejos como los existentes en la actualidad. Estos fósiles tenían muchos
centenares de millones de años de evolución detrás de ellos. Los primeros fósiles
aparecieron sólo después de que, como mínimo, hubieran transcurrido cuatro quintas
partes de la historia de la vida.
El archivo de fósiles empezó repentinamente, en esta tardía fecha, porque sólo
entonces la Atmósfera III se había desarrollado lo suficiente para permitir a los
animales formar partes duras. Hasta entonces nunca había habido suficiente energía
sobrante para tal propósito. Únicamente con oxígeno en el aire y con la provisión de
energía multiplicada por veinte se pudo producir un casi explosivo desarrollo de los
animales en el camino de su complejidad.
En el momento en que los primeros animales complejos con partes duras se
estaban desarrollando, es posible que el contenido de oxígeno de la atmósfera fuera
muy inferior al actual. El contenido en oxígeno siguió aumentando de todos modos,
en la propia atmósfera, así como en el océano (mediante solución) donde habitaban
las formas de vida, hasta que casi todo el dióxido de carbono se hubo consumido.
Durante un período, incluso después de que el desarrollo de la Atmósfera III
permitió la aparición de animales complejos, la vida aún seguía confinada en el mar.
El primer tercio del registro de fósiles es de sólo animales marinos. Únicamente hace
cuatrocientos millones de años la vida empezó a colonizar la tierra firme. Sólo en la
última octava parte de la historia de la vida en la Tierra el suelo del planeta dejó de
ser estéril.
Si la esterilidad de la tierra se debía a la peligrosa luz ultravioleta en la radiación
solar, ¿qué sucedió hace cuatrocientos millones de años para poner fin a semejante
amenaza? Es posible que lo que sucediera fuese otro aspecto del regalo de las plantas:
el oxígeno.
Una molécula de oxígeno, tal como se halla en la atmósfera, está compuesta de
dos átomos de oxígeno combinados y, en consecuencia, se formula O2. En la
atmósfera superior, la energía de la luz solar puede añadir un tercer átomo de oxígeno
para formar O3, lo cual se denomina «ozono». Esto significa que se forma una capa
de ozono en la atmósfera superior a unos veintitrés kilómetros sobre la superficie de
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la Tierra.
Naturalmente, una capa de ozono no se forma a menos que haya oxígeno en la
atmósfera.
Tan pronto como la Atmósfera II empezó a convertirse en la Atmósfera III
mediante la actividad de las plantas verdes y empezó a liberarse oxígeno hacia la
atmósfera, el ozono comenzó a formarse en la atmósfera superior. Al principio, el
ozono que se formó debió de ser muy escaso en cantidad, pero conforme fue mayor el
contenido en oxígeno de la atmósfera inferior también aumentó la cantidad de ozono
en la atmósfera superior.
La capa de ozono nunca llegó a ser muy densa; ni siquiera hoy es densa. Sin
embargo, el ozono tiene la capacidad de absorber la luz ultravioleta muy
eficientemente. Incluso una delgada capa de ozono detendría los rayos ultravioleta
igual que una pared de ladrillos.
Esto significa que conforme la Atmósfera II se convertía en la Atmósfera III, la
luz ultravioleta que llegaba a la Tierra desde el Sol disminuía lentamente. Esto no
causó ningún efecto nocivo a las plantas, las cuales, a causa de la clorofila, dependían
de la energía de la luz visible para su alimentación, y la luz visible puede atravesar el
ozono fácilmente.
Hace alrededor de unos cuatrocientos millones de años, tuvo que haber suficiente
oxígeno en la atmósfera para que se creara sobre la tierra una capa de ozono que
fuera lo bastante densa como para detener la mayor parte de la luz ultravioleta
procedente del Sol.
Entonces le fue posible a la vida existir aunque estuviera expuesta a la ya no
mortal radiación del Sol.
Primero, la vida vegetal colonizó la tierra firme cada vez más arriba sobre el nivel
de las mareas. Después siguieron las arañas, insectos, caracoles y otras pequeñas
formas de vida animal que se alimentaron de las plantas. A continuación salieron
reptando del agua los primeros vertebrados: primero los anfibios que aún debían
regresar al agua a poner sus huevos, y posteriormente los reptiles que, por primera
vez, desarrollaron grandes huevos capaces de ser incubados en tierra.
Debemos advertir que la vida en tierra firme pudo efectuar avances
fundamentalmente diferentes a los del mar. En el mar, los organismos están rodeados
por agua, la cual tiene una viscosidad relativamente elevada. Para moverse
rápidamente en el agua, los organismos marinos deben ser aerodinámicos, lo cual
reduce la posibilidad de apéndices complejos.
En tierra, los animales están rodeados por el aire, de baja viscosidad, lo cual
significa que pueden desarrollar formas muy irregulares y aun así moverse
rápidamente. En particular, pueden desarrollar fuertes y complejos apéndices, incluso
un miembro que podía llegar a convertirse en su extremo en una compleja, versátil y
flexible mano. Fueron la mano y el ojo de los primates los que les permitieron
observar agudamente el entorno y manipularlo con delicadeza; esto, a su vez,
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estimuló el crecimiento del cerebro y de la inteligencia.
Además, la exposición a una atmósfera con oxígeno, en lugar del océano, hizo
posible el fuego, y del fuego surgieron todas las demás tecnologías.
De modo que todo el asunto se reduce a lo siguiente:
Las plantas verdes crearon la atmósfera con oxígeno que hizo posible la
existencia de los animales complejos.
La atmósfera con oxígeno, a su vez, creó la capa de ozono que hizo posible la
vida en tierra firme.
La vida en tierra firme permitió el desarrollo de extremidades y manos, y el
oxígeno hizo posible el fuego.
Y aquí estamos nosotros: complejos, viviendo en tierra firme, tecnólogos merced
a nuestras manos y ojos… el Homo sapiens, el regalo de las plantas.
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Tal como mencioné en otras recopilaciones de ensayos, especialmente en The
Beginning and the End («Doubleday», 1977) la publicación TV Guide tiene el
amable detalle de solicitar que, de vez en cuando, le redacte escritos ilustrativos
sobre una variedad de temas.
A veces trazan pautas que son difíciles de seguir. Cuando estaba a punto de
aparecer en televisión un programa especial sobre el cerebro humano, me
enviaron un resumen del guión y me indicaron que escribiese mil palabras sobre
algún aspecto del cerebro que no se hubiese tocado en el guión, o así me
pareciera a mí.
Reflexioné sobre el particular y, por último, advertí que la evolución del
cerebro no era discutida. Aquello resultaba incomprensible. Mencionar algo
acerca de la evolución suscitaría sin duda la cólera del más organizado grupo
de oscurantistas de la nación. La gente de la televisión podía acobardarse ante
ello pero yo no. De modo que escribí sobre este particular.
Después de que apareció el artículo, yo recibí, por supuesto un montón de
cartas denunciándome por atreverme a desviarme de las palabras literales de la
Biblia. Es vergonzoso. Ahora que los creacionistas ya no pueden quemar a la
gente en las hogueras, han perdido ya su principal argumento.
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poseían una gran agilidad y energía.
Y, sin embargo, su cerebro era pequeño. Miles de millones de años de evolución
y, a pesar de ello, sus cráneos apenas contenían algo. El estegosaurio, por ejemplo, un
monstruo acorazado de dos toneladas, tenía un cerebro como una nuez que no pesaba
más de cincuenta gramos.
Pero los dinosaurios se extinguieron hace setenta millones de años (por razones
que no están claras) y los mamíferos los sucedieron en el trono del mundo. Durante
decenas de millones de años, se habían movido a la sombra de los dinosaurios:
pequeños, furtivos y casi con el mismo pequeño cerebro.
Pero, una vez los mamíferos hubieron conquistado el mundo, se multiplicaron,
evolucionaron en muchas direcciones y, de improviso, el cerebro empezó a
desarrollarse.
La expansión cerebral fue más acusada en ese grupo de animales llamados
«primates» y alcanzó su punto culminante entre las mayores especies del grupo: los
grandes simios.
El peso del cerebro del orangután se acerca a los 340 gramos, casi siete veces
mayor que el del estegosaurio, aun cuando el orangután es un animal mucho más
pequeño. El cerebro del chimpancé es de 380 gramos, y el del gorila, el más grande
los primates, alcanza los 540 gramos.
Pero si el gorila es el más grande de los primates, no es el que posee mayor
cerebro, ya que el ser humano también pertenece a ese grupo. De hecho, los extintos
y semihumanos predecesores de la Humanidad ya estaban batiendo nuevas marcas. El
Homo habilis, un primate humanoide que vivió hará unos tres millones de años, tenía
un cerebro tan grande como el de un moderno gorila. El Homo erectus, que vivió hará
un millón de años, tenía un cerebro que pesaba alrededor de los 1000 gramos.
Nosotros mismos, el Homo sapiens aparecimos en escena hará medio millón de
años y aún lo hacemos mejor. Un humano, al nacer, ya posee un cerebro que alcanza
los 350 gramos: igual que un orangután completamente desarrollado. Un ser humano
masculino actual posee un cerebro con un peso medio de 1. 450 gramos. Algunas
personas tienen cerebros que alcanzan los 2000 gramos.
En otras palabras, nuestro cerebro ha triplicado su tamaño en los últimos tres
millones de años y esto supone un cambio explosivo en las pautas de la evolución.
¿Por qué? Nadie lo sabe en realidad. Quizá mientras los animales tienen el
cerebro pequeño, un leve aumento en la masa cerebral no supone gran diferencia en
lo tocante a la inteligencia y otros hechos guían la evolución. Una vez que se ha
superado un tamaño crucial, sin embargo, la inteligencia llega a ser lo bastante grande
como para ejercer una influencia directiva y entonces incluso los pequeños aumentos
adicionales pueden tener un importante valor de supervivencia. Entonces se vuelve
fuerte y firme la selección por un mayor aumento cerebral.
Por supuesto, el ser humano no posee el récord en cuanto a masa cerebral bruta.
El mayor cerebro de elefante jamás pesado alcanzó los 8000 gramos, mientras que el
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cerebro de un cachalote alcanzó los 9. 200 gramos; este último cerebro es, sin duda,
el de mayor volumen conocido.
Sin embargo, el tamaño sólo no es el único criterio para medir la inteligencia. Si
un gran cerebro debe dirigir un cuerpo enorme, este trabajo lo absorbe tanto que le
deja muy poco para el pensamiento abstracto.
Por ejemplo, el cerebro de un estegosaurio es sólo 1/25 000 tan pesado como su
cuerpo. Un cerebro no puede dirigir 25 000 veces su propio peso y hacer algo más
que sólo mantener el cuerpo vivo. No obstante, un cachalote con un cerebro de 9. 200
gramos, poseyendo este animal 180 veces el peso del cerebro de un estegosaurio, está
mucho mejor dotado. En definitiva, un cachalote es alrededor de cuarenta veces más
pesado que un estegosaurio y su cerebro pesa 1/6000 del peso de su cuerpo. En el
elefante, la proporción es 1/1200.
Compárese esto con la proporción en el ser humano: 1/50. Lo que resulta de ello
es que cada cuarto de kilo de cerebro humano tiene sólo que preocuparse del 1/150
del cuerpo en comparación con el cachalote, y sólo del 1/20 en comparación con el
cerebro del elefante.
El cerebro de una mujer adulta alcanza, por término medio, el 90% del peso del
cerebro de un hombre adulto. El cuerpo de la mujer suele alcanzar menos del 90% del
peso del cuerpo del hombre, de modo que la proporción entre su cerebro y su cuerpo
es algo superior a la del hombre. Que cada cual extraiga las conclusiones que quiera.
A pesar de todo, el ser humano no ostenta el récord en la proporción
cerebro/cuerpo. Los monos pequeños, sí. El tití posee una proporción cerebro/cuerpo
de 1/18. Si un ser humano tuviese esa proporción cerebro/cuerpo, su cerebro tendría
que alcanzar la mitad del tamaño del cerebro de un elefante.
Sin embargo, el peso total del cerebro de un tití, como máximo alcanza sólo 50
gramos. No es lo bastante grande como para contener el número de neuronas
necesarias para el pensamiento abstracto.
Entonces el ser humano alcanza el justo medio. Esos pocos animales con cerebros
absolutamente mayores que el nuestro tienen unos cuerpos tan enormes que el
cerebro no los puede dirigir y, además, desarrollar cierto grado de inteligencia. Los
pocos animales con cerebros proporcionalmente mayores que los nuestros son tan
pequeños que su cerebro posee un volumen incapaz de desarrollar inteligencia.
Así que estamos solos. O casi, pues hay competidores.
Tenemos a los delfines y a las marsopas, miembros pequeños de la familia de los
cetáceos; no pesan más que el ser humano y, sin embargo, poseen un cerebro
ligeramente más grande que el del ser humano.
¿Les confiere ello una inteligencia humana? No podemos decirlo.
Experimentadores que han trabajado con delfines han sido incapaces de cruzar la
frontera de las especies y penetrar en el funcionamiento de la mente del delfín.
Pero esto no resulta sorprendente. Ni siquiera podemos comprender nuestro
propio cerebro. Así, pues, ¿cómo podemos comprender el de los delfines?
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Me siento inclinado a considerar al hombre como villano y héroe, al mismo
tiempo, del Universo que conocemos.
El hombre es más poderoso que inteligente; siente más interés por algo que
reporte ventajas a corto plazo que posibilidades de supervivencia a largo plazo.
Quizás el hombre no es capaz más que de una ventaja a corto plazo y ése es,
a lo mejor, el aspecto autolimitador natural de la clase de poder que supera a la
sabiduría. Posiblemente conduce a una inevitable autodestrucción, de modo que
los restos de vida «inferior» puedan tomar posesión del mundo. Los
supervivientes podrán entonces proceder, sin él, a un nuevo y diferente (¿o
mejor?) modo de vida futuro.
Éste pertenece a una serie de artículos que escribí en un intento de tratar de
comprender nuestra tendencia al suicidio. Quizá será un vano intento, pero al
realizarlo, en la pequeña medida de mis posibilidades, consigo dormir mejor
por las noches.
6. EL HOMBRE: UN DESEQUILIBRADOR
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tiene la respuesta, ¿dónde se puede hallar tal respuesta?
Con esta y otras preguntas similares en mente, tratemos de arrojar algo de luz
sobre todo este confuso panorama. Para ello debemos arrancar desde el principio, de
esos nebulosos eones en los cuales, según los científicos, se manifestaron las
primeras formas de vida.
Las más viejas rocas conocidas con algún resto fósil apreciable pertenecen al
período cámbrico, de aproximadamente hace unos 600 millones de años. La vida
había existido probablemente unos miles de millones de años antes de alcanzar una
forma microscópica, pero sólo en el período cámbrico descubrimos organismos
sustanciales, si bien primitivos. Así, pues, parece lógico empezar la discusión en ese
punto del tiempo.
En el período cámbrico, todas las formas de vida, de las cuales los trilobites son
los más típicos, viven en el mar; todos son invertebrados. La vida es indiferente; el
alimento consiste en partículas inanimadas en el agua; no hay depredadores. En el
período silúrico, los vertebrados -una nueva clase de criatura con un esqueleto
interno, combinando fuerza y movilidad- han aparecido y son ya abundantes. Pero
estos primeros vertebrados son criaturas pisciformes relativamente simples,
mostrando sólo los rudimentos del progreso. También han aparecido las primeras
plantas de tierra firme y está a punto de dar comienzo la explosión de vida sobre la
tierra. Durante más del 90 por ciento de la historia de la Tierra, la superficie del
planeta ha permanecido estéril y muerta, pero ahora la vida vegetal está empezando a
superar la línea de la pleamar.
La vida animal sigue en el período devoniano. Las arañas, caracoles e insectos
viven en las plantas terrestres. Peces con aletas cortas y gruesas y ojos saltones se
mueven torpemente por tierra, para encontrar otra agua en charcos. Los anfibios
desarrollan la capacidad de vivir en tierra durante largos períodos, al menos en la
edad adulta. Se desarrollan huevos especiales que pueden ser incubados en tierra; en
el período carbonífero, los animales se volvieron capaces de pasar en tierra firme toda
la vida. Este período conoce asimismo magníficos bosques de helechos, que con el
tiempo se convertirán en las cuencas carboníferas de los tiempos actuales.
Los reptiles habitantes de la tierra firme tuvieron su gran momento en los
períodos pérmico y triásico, y conforme se hicieron más grandes y más
especializados, proliferaron en muchas direcciones de la especialización genética.
Algunos de esos reptiles más tarde regresaron al mar; otros desarrollaron dedos
largos y palmeados, así como alas. Algunos reptiles del triásico se hicieron muy
grandes y se convirtieron en dinosaurios, los animales de mayor tamaño que han
vivido sobre la tierra. Casi al mismo tiempo, a algunos pequeños reptiles les creció
pelo y la sangre se les volvió caliente, con lo cual se convirtieron en los primeros
mamíferos.
En el período jurásico, a reptiles lagartiformes les salieron plumas y también la
sangre se les volvió caliente, transformándose en una nueva clase de criatura
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voladora: el ave. En el período cretáceo siguiente, los reptiles dieron su última prueba
de vigor, alcanzando su tamaño máximo, y entonces casi todos se extinguieron. Al
final de este período, los dinosaurios habían desaparecido y las aves y los mamíferos
dominaban la tierra.
En el período Terciario, los mamíferos desarrollan un alto grado de metabolismo,
lo cual les permite adaptarse a extremos climatológicos; al mismo tiempo, su cerebro
se vuelve más complicado. Los primates, en particular, desarrollan un gran cerebro en
comparación con el tamaño de su cuerpo, con una superficie notablemente arrugada,
lo cual probablemente permite la presencia de células grises adicionales. En algún
momento de esta época, quizá no mucho antes del alba del Pleistoceno, hace un
millón de años, algunos de los grandes monos se convirtieron en los homínidos
bípedos que son los antecesores del hombre moderno.
Como resultado de toda esta actividad increíblemente compleja, en la actualidad
existen millones de especies de entes vivos. Cada uno de ellos existe en un equilibrio
dinámico con su entorno. Cuando ese entorno es alterado, las especies se adaptan a él
en un proceso que llamamos evolución orgánica. Este proceso dinámico se produce
continuamente, pero cuando el entorno se transforma demasiado de repente, o de
manera forzada, las especies afectadas se ven sometidas a un cambio mayor del que
pueden asimilar.
En el marco del entorno, cada individuo depende, para vivir con comodidad, de
otros individuos de su propia especie o de otras. Sólo las formas de vida muy simples
podrían vivir en una Tierra que no las contuviera más que a ellas. Lo que es más, toda
la vida depende del entorno inorgánico que la rodea. La vida depende del aire, del
agua, del suelo. Sin este entorno vital no viviente, no podría existir ninguna forma de
vida tal como la conocemos.
La ecología se preocupa, precisamente, de esta interdependencia de individuos y
especies y la dependencia de la vida de la no-vida. El medio ambiente de la Tierra
representa un equilibrio complejo y dinámico que siempre está fluyendo. Los
individuos de una especie se comen a los de la otra, y cada especie se beneficia. El
comedor es alimentado y el comido, eliminado.
Cada individuo, cada especie trata, naturalmente, de comer así como de evitar ser
comido. Si cualquier especie o grupo de especies es extraordinariamente afortunada
en ese intento, su número aumenta a expensas del resto, hasta que la Naturaleza abate
a los vencedores y restablece el equilibrio.
En el pasado, factores de evolución o ambientales pudieron dar a una especie
mayores posibilidades de supervivencia que a otras. Pero, con lo que nos enfrentamos
hoy es con una situación creada por la acción deliberada de la primera especie en la
historia: el hombre; éste ha demostrado la suficiente inteligencia como para crear una
tecnología que puede hacer estragos en el medio ambiente.
Ya como cazador primitivo y recolector de alimento hace muchísimo tiempo, el
hombre dio señales de convertirse en una amenaza para la ordenada estructura del
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medio ambiente. Llegó a ser lo bastante listo como para desarrollar la facultad del
habla, de modo que pudo cazar y vivir en una sociedad cooperativa y flexible sin
precedentes. Ideó y perfeccionó herramientas -empezando con bastones y huesos,
siguiendo con piedras afiladas- y éstas aumentaron su poder y flexibilidad.
En esto no había nada particularmente nuevo. Los perros y lobos cazaban también
en manadas. Las piedras afiladas eran imitaciones de colmillos y de garras, e incluso
los arpones y flechas, cuando fueron ideados, simplemente imitaron el trabajo de aves
de presa poseedoras de garras. Lo importante fue la velocidad con que el hombre
desarrolló estas habilidades. Mientras que la evolución mejoraba lentamente la
eficiencia de otras especies durante millones de años, la inteligencia del hombre
cambió y mejoró sus sistemas únicamente en milenios. Otras especies de comparable
tamaño no fueron capaces de ello.
Entonces, también, el hombre primitivo realizó un avance tecnológico que fue
único: algo frente a lo cual no podía resistir ninguna criatura. El hombre dominó el
fuego. El calor del fuego le ayudó a invadir las regiones más frías del mundo, hasta
entonces inaccesibles para él. La invención de la cocina le permitió aprovechar
alimentos que, en otras circunstancias, habrían sido demasiado difíciles de masticar o
digerir; con ello, la dieta del hombre se vio enriquecida. Asimismo, la hoguera en la
que cocía el alimento también mantenía a distancia a los depredadores.
La cada vez mayor eficiencia del hombre como cazador, aun cuando era todavía
salvaje, lo ayudó a consumar la extinción de algunas de las muchas especies que
cazaba: el mamut, por ejemplo. El hombre era sólo mínimamente destructivo, sin
embargo, mientras siguió siendo cazador y recolector de alimentos, así como escaso
en número: quizás existían diez millones de seres humanos en todo el mundo. Los
animales podían seguir corriendo, ocultándose y reproducirse lo bastante bien como
para sobrevivir.
Posteriormente, hace unos diez mil años, se produjo el desarrollo de la agricultura
y del pastoreo. El hombre domesticó plantas y animales. Deliberadamente crió y
cultivó aquellos que le proporcionaban leche, huevos, lana, fibras, trabajo y alimento.
Esto alteró algo el equilibrio normal, y de diversos modos. Las tierras de cultivo
debían ser regadas y, como resultado, la faz de la tierra experimentó una
transformación. (Los animales influyen también en el medio ambiente -el castor y su
construcción de presas, por ejemplo- pero ninguno en una escala tan devastadora
como el hombre.) El hombre también alteró el equilibrio de la Naturaleza al favorecer
el crecimiento de ciertas plantas y animales, así como exterminando especies
competidoras.
Durante miles de años, la cantidad de tierra dedicada a la agricultura fue
aumentando paulatinamente. Fue creciendo de forma incesante el cultivo de trigo,
cebada y algodón, por mencionar sólo tres plantas. Entretanto, otra vida vegetal se
vio en franco retroceso. Mientras aumentaba el ganado: ovejas, cabras, cerdos,
caballos, vacas, etc., descendió la variedad y el número de otros animales.
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Con una cantidad de alimento asegurada, la Humanidad creció numéricamente y
tuvo tiempo libre para desarrollar otras artes y tecnología: alfarería, cestería, textiles,
ladrillos, metales… ciudades, la escritura, la ciencia. Para 1800 había en la Tierra 900
millones de personas; el planeta empezaba a mostrar las huellas del uso hecho del
mismo por el hombre. Los bosques eran talados y las praderas fueron aradas; en todas
partes tenía que haber granjas y pastos si el hombre deseaba vivir.
Desde luego, no toda esta actividad redundó en beneficio del hombre. Cuando un
medio ambiente inmensamente complejo empieza a ser alterado, se producen efectos
secundarios difíciles de prevenir o incluso de prever. Cuando los algodoneros crecían
silvestres en grupos separados, por ejemplo, en algunos de ellos vivían insectos como
parásitos, pero estos insectos que vivían en los algodoneros tenían una provisión de
alimento limitada, ya que encontraban dificultades en desplazarse de grupo a grupo
de algodoneros. Sin embargo, en grandes plantaciones de algodoneros, los insectos
encontraron una enorme provisión de alimento, ya que las plantas estaban casi una
junto a otra.
Conforme el hombre extendió la agricultura y la ganadería por todo el mundo,
ciertas especies de insectos y de ratas se multiplicaron con él, afligiéndolo con
terribles plagas. El hombre, al aumentar incesantemente de número, se convirtió en
una buena presa para las pulgas, piojos y bacterias. Los contagios se hicieron más
fáciles y se sucedieron las epidemias de extensión mundial.
No obstante, el hombre sobrevivió, y los nuevos factores que introdujo en el
ecosistema mundial parecían, en su conjunto, favorecerlo. En un momento dado,
empezó a aprovechar intensivamente las grandes fuentes de energía inanimadas.
Empezó a utilizar el fuego para calentar el agua en un espacio cerrado, e hizo que el
vapor en expansión realizara tareas útiles.
Para el año 1800, el motor de vapor comenzó a introducir importantes nuevos
cambios en la sociedad; la Humanidad, por su parte, se había convertido en un factor
tan influyente en la fábrica global de la vida que casi cada innovación del hombre,
por pequeña que fuese, alteraba esa fábrica de la vida, a menudo en gran medida. Con
la aparición del motor de vapor y la Revolución Industrial, la Humanidad creó una
vasta tecnología en el espacio de escasamente dos siglos. Los transportes se
desarrollaron de una forma tan impresionante que los alimentos podían ser llevados
fácilmente de un lugar a otro; por su parte, la mecanización de la agricultura y la
utilización de fertilizantes químicos aumentaron la cantidad de alimentó transportado
de este modo, con lo que se redujo el hambre. El nacimiento de la moderna medicina,
la introducción de métodos efectivos de higiene, la desinfección con cloro, la
elaboración de insecticidas y antibióticos, etc., todo se combinó para derrotar a las
enfermedades que antes el hombre había sido incapaz de combatir. Con todo ello, el
índice de mortalidad descendió bruscamente. Al tiempo que aumentaron las
expectativas de vida, también aumentó la población. En el año 1971, la población
mundial era de 3. 600 000 000 de individuos, cuatro veces más que en 1800; este
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crecimiento sigue a un ritmo vertiginoso, tal como hemos señalado antes.
El incesante aumento de la industrialización desde 1800 ha estado cambiando
también el fondo inanimado de la vida. Primero el carbón, después el petróleo y el
gas han sido quemados en cantidades cada vez mayores, a fin de proveer a las
necesidades de energía de un número cada vez mayor de humanos exigiendo
progresivamente mejores condiciones de vida.
El resultado ha sido una inundación de hollín y de impurezas que han
contaminado la atmósfera, mientras que los desechos químicos envenenan las aguas y
las basuras se amontonan en todos los rincones del planeta. La introducción de la
fisión nuclear ha sumado recientemente el nuevo problema de cómo hacer
desaparecer los residuos radiactivos.
Asimismo, la riqueza mineral se extrae de la corteza terrestre cada vez más
intensamente, a fin de mantener la tecnología que sostiene los pilares de un nivel de
vida cada vez más alto. Desde luego, todos esos recursos son devueltos tarde o
temprano a la tierra, pero eso no ayuda. Los minerales son extraídos de
concentraciones que se han formado por un lento cambio geológico durante millones
de años, pero los minerales son devueltos en una pequeña mezcla, lo cual hace
sumamente difícil que puedan volver a concentrarse.
Y cada vez hay más gente: las ciudades y los suburbios se extienden; nuevas
ciudades nacen y crecen; se construyen casas, casas y más casas, cruzando los límites
de los campos en todas las direcciones y en todas partes. Más gente significa más
animales para proveer las necesidades humanas, más plantas para el hombre y para
sus animales, así como menos espacio para otras criaturas vivientes.
Por supuesto, hay criaturas que se han adaptado al entorno creado por el hombre,
y medran en él: por ejemplo, las ratas urbanas. (Su número ahora iguala el de la
población humana en las ciudades norteamericanas.) También existen los insectos,
bacterias y virus que no dan por ahora muestras de retirarse. Se multiplican de forma
tan rápida y viven -como individuos- tan brevemente que su índice de cambio
evolutivo es lo bastante rápido para adaptarse a los cambios que la Humanidad
produce.
Mientras sucede todo esto, aumenta la fricción del hombre contra el hombre. Las
ciudades superpobladas se pudren; la sociedad, al ser más grande y más compleja
cada año, se vuelve inestable. Cada vez son mayores las probabilidades de agitación
social, contienda civil y guerra internacional.
Algunas personas niegan que la situación actual difiera en realidad mucho de la
del pasado. Siempre ha habido polución, dicen ellos, y las superpobladas ciudades
medievales eran constantes focos de epidemias. (Debe reconocerse, por ejemplo, que
hoy en día el aire de Londres es mucho más puro que el existente antes.)
Pero aun cuando la situación haya mejorado en lugares determinados, en su
conjunto, las cosas van de mal en peor. La sobrecarga del ecosistema del mundo está
aumentando a un ritmo cada vez mayor, y no ofrece ningún consuelo encontrar
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lugares en donde las cosas se mantengan en su justo equilibrio.
Se puede argüir, por ejemplo, que el mundo está aún subpoblado sólo porque
naciones como el Canadá no necesitan preocuparse, por ahora, de su índice de
natalidad. Sí, pero ¿qué hay de Holanda?, pongamos por caso. Este país posee una
elevadísima densidad de población y, sin embargo, es una nación cómoda, hermosa y
civilizada, Holanda, igual que el resto de los países industrializados, depende para sus
materias primas de zonas del mundo en donde, irónicamente, el nivel de vida es
mucho más bajo que el anterior país. De hecho, se puede aducir que Holanda goza de
tal riqueza precisamente porque tan gran parte del mundo, si bien es rica en recursos,
tiene un nivel de vida muy bajo. Si todo el mundo estuviera tan industrializado -y tan
poblado- como Holanda, agotaríamos peligrosamente los recursos que ahora
consideramos tan seguros.
Bien, entonces, ¿cuándo acabará todo? ¿Qué decir acerca del último informe
publicado en el sentido de que, si no se pone remedio, la población humana podría
doblarse en los próximos treinta años? ¿Se trata todo esto sólo de especulaciones
interesantes, o encierran el mayor peligro con el que jamás ha tenido que enfrentarse
la Humanidad? Veamos…
Se ha calculado que el peso total de la vida vegetal en la Tierra alcanza los veinte
billones de toneladas. Esta masa depende de la energía de la luz solar. Pero a nuestro
planeta llega sólo una parte de la energía solar, de la cual las células de las plantas
sólo pueden aprovechar una pequeña fracción. Así, pues, aumentar la cantidad total
de la vida vegetal, y ello de una forma sustancial, sería sumamente difícil.
Sin embargo, toda la vida animal depende del reino vegetal para su alimentación.
(Algunos animales comen otros animales, los cuales, a su vez, devoran otros
animales, pero, en un momento dado, la cadena alimentaria termina con algún animal
que come plantas.) Como regla general, hay una proporción de diez a uno en cuanto a
peso entre el que es comido y el que come. Así, pues, los veinte billones de toneladas
de vida vegetal existentes en la Tierra pueden mantener dos billones de toneladas de
vida animal.
En casos cuando la vida animal aumenta más de los límites normales, la vida
vegetal es comida con mayor rapidez de lo que puede reproducirse. Entonces las
disponibilidades totales alimentarias descienden y la vida animal se extingue por
inanición hasta que se restablece el equilibrio.
Supongamos que el peso medio de un ser humano (incluyendo adultos y niños)
sea de cincuenta kilos. El peso total de los 3. 600 000 000 de personas que ahora
viven alcanza los 180 millones de toneladas. Esto significa que, en la actualidad, es
humano alrededor del 1/100 del uno por ciento de los dos billones de toneladas
soportables de vida animal en la Tierra. Esto no parece gran cosa, pero,
probablemente, nunca en la historia de nuestro planeta ninguna especie animal ha
representado tan amplio porcentaje del peso total.
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Si durante los próximos tres siglos el índice de la población sigue aumentado al
ritmo actual, el hombre representará alrededor del diez por ciento del peso total de la
vida animal sobre la Tierra. Los animales que el hombre alimenta y utiliza con
diversos propósitos harán el resto. La vida salvaje será prácticamente eliminada.
Dentro de poco más de cuatro siglos, el peso de la Humanidad equivaldrá al peso
total actual de toda la vida animal, y la densidad demográfica, por término medio y en
todo el mundo, será más elevada de lo que es hoy sólo en la isla de Manhattan.
¿Pueden ustedes imaginarse una Tierra consistente en un enorme complejo
estructural, residencial e industrial al mismo tiempo, que cubra toda la superficie del
Globo, incluyendo la tierra firme y el mar? ¿Pueden ustedes concebir un techo del
mundo consistente en un inmenso océano de algas creciendo a la luz del sol, a fin de
proporcionar alimento y oxígeno a la inmensa población de la Tierra? En ese mundo
tendría que haber un forzoso equilibrio ecológico consistente en una sola especie
animal: el hombre y su alimento. ¿Deseamos realmente una Tierra poblada casi en su
totalidad por hombres y algas?
Si no, ¿cómo se podría mantener un equilibrio ecológico? A menos que los
avances de la Ciencia sean rápidos y la organización social humana perfecta, el
hambre, las epidemias y la agitación social podrían acabar con el incremento del
índice de población y eliminar la explosión demográfica. La única alternativa
razonable sería, al parecer, detener el incremento de la población haciendo descender
el índice de natalidad. Pero ¿cómo? Existe un fuerte impulso, tanto biológico como
social, a tener hijos. Existen grandes controversias acerca de los métodos de hacer
descender el índice de natalidad, e incluso sobre el valor de hacerlo por los medios
que sea.
¿Qué hacer? ¿Tiene la Ciencia una respuesta? ¿Puede la denominada «nueva
biología» ser apartada de los problemas médicos que ahora ocupan su atención
principal y llevada a la cuestión específica de la natalidad?
Existe un centro de placer en el cerebro que, cuando es estimulado
eléctricamente, produce sensaciones de éxtasis. Todos los placeres ordinarios de la
vida parecen proporcionarnos placer sólo hasta el punto en que activan ese centro en
nuestro cerebro. ¿Sería posible, pues, que todo el mundo pudiera disponer de un
aparato que le permita activar su propio centro de placer a voluntad? ¿Se convencería
uno de que tal aparato puede remplazar los inferiores placeres del sexo? ¿No llegaría
tal cosa a hacer descender a cero el índice de natalidad?
Tal solución supondría nuevos problemas tan malos o peores que el anterior. Si la
gente pudiera manipular sus propios centros de placer, ¿desearían algo más? ¿Qué
valor le darían a los inferiores e indirectos placeres que ahora obtienen de la creación
artística o de la investigación científica, o satisfaciendo los pruritos de curiosidad y
ambición? Si debemos destruir el carácter para salvar al hombre, ¿qué habremos
salvado?
Quizá no se trata de ajustar a la gente físicamente, sino sólo psicológicamente. El
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psicólogo de Harvard, B. F. Skinner, cree que los hombres y mujeres normales son
casi por entero producto de las influencias ambientales que los rodean. En opinión de
Skinner, nadie hace lo que elige, sino sólo lo que le dicta su entorno.
Si Skinner tiene razón, sería necesario corregir el medio ambiente, de modo que
los individuos actúen según deben hacerlo en una sociedad superpoblada.
Simplemente apretaríamos los botones ambientales particulares que hicieran a las
personas menos ansiosas de tener hijos, más cuidadosas para frenar la contaminación,
más consideradas con la vida natural y más dados a pensar antes en el grupo que en
ellos mismos.
Pero ¿podría esto funcionar? En primer lugar, ¿funcionan los seres humanos tal
como cree Skinner? No todos los psicólogos lo creen así. Y aun cuando Skinner tenga
razón, ¿quién decidiría el tipo de comportamiento más acertado para resolver los
problemas humanos? ¿Y quién instalaría los botones? ¿Y quién los apretaría?
¿Y no sería necesario un medio ambiente especial para formar a pulsadores de
botones con la habilidad apropiada para ello? ¿Y quién apretaría los botones para
formar a los propios pulsadores de botones?
Desde luego, no podemos esperar soluciones definitivas. Tendrá que haber
contribuciones en todos los sentidos. Los científicos deberán desarrollar nuevos
métodos de control de natalidad, así como una mejor comprensión del cerebro
humano; los psicólogos deberán desarrollar nuevas técnicas y dirigir la conducta
humana; los conservacionistas deberán idear nuevos métodos para preservar el medio
ambiente, y los sociólogos y estadistas deberán crear nuevas instituciones para evitar
la guerra.
Sin embargo, sobre todo dependeremos del buen sentido de la gente -impulsada
por la creciente miseria- para adoptar una nueva actitud frente a la natalidad, así
como para hacer un nuevo esfuerzo para pensar no sólo en términos de uno mismo,
sino en la gran familia que constituimos toda la Humanidad. Quizá todo ello pueda
combinarse para despertar en los individuos una conciencia mucho más clara acerca
de la medida en que sus propias seguridad y comodidad están vinculadas con las de
toda la Humanidad y, por añadidura, con todo el medio ambiente que nos rodea.
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SEGUNDA PARTE - VIDA PRESENTE
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Se me pidió que escribiera un artículo en honor del trigésimo aniversario de
la fundación de las Naciones Unidas. Así lo hice, aunque me sentí lleno de triste
decepción. Tengo bastantes años como para recordar la esperanza e ideales con
los que se fundaron las Naciones Unidas. Sería una organización que, al revés
de la antigua difunta Liga de Naciones, debía estar por encima del
nacionalismo destructivo y ser portavoz de la Humanidad unida. Su propio
nombre lo indicaba. La nueva organización no tenía que ser sólo una «liga» de
naciones independientes y egoístas; tales naciones debían estar «unidas» en la
búsqueda común de metas comunes. Pero, por desgracia, la estupidez del
hombre parece invencible. Las Naciones Unidas se han convertido en un
despreciable foro utilizado para las ambiciones privadas nacionalistas, mientras
las naciones forman insensatas alianzas apresurándose a ver quién tiene el
honor de acelerar la destrucción de la Humanidad. Y, sin embargo… supongo
que los discursos hostiles son preferibles a los actos hostiles; las Naciones
Unidas ofrecen un foro que, si bien ahora se emplea de forma indebida, en el
futuro puede tener mejor destino. Así, pues, escribí el artículo siguiente,
poniendo cuidadoso énfasis en mi propia visión globocéntrica del mundo.
En el año 1650 a. de J. C., a los griegos no les preocupó que el Imperio Medio
egipcio, a unos 750 kilómetros de distancia, hubiera caído en manos de los invasores
hicsos. Sin embargo, en el 525 a. de J. C., la conquista de Egipto por parte de los
persas asustó tanto a Grecia que este país reconoció que se enfrentaba con una crisis.
Posteriormente, Grecia ya no permaneció históricamente indiferente a los
acontecimientos en el Mediterráneo oriental.
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En el 215 a. de J. C., el duelo mortal entre Roma y Cartago no produjo ningún eco
entre los britanos, confinados en su pequeña isla, situada a unos mil quinientos
kilómetros del teatro de los acontecimientos. En el año 407 d. de J. C., sin embargo,
la situación de Italia con respecto a los invasores fue de sumo interés para los
britanos, ya que la presencia de Alarico en la Italia del norte, le costó a Bretaña su
guarnición romana y, durante un tiempo, su civilización. Ya nunca más en su historia,
la isla permaneció al margen de los acontecimientos producidos en la Europa
occidental.
Hasta un año tan cercano a nosotros como 1935, la mayoría de norteamericanos
podían aún vivir indiferentes a lo que sucedía en Europa, a 4. 500 kilómetros de
distancia. No obstante, al cabo de treinta años, los norteamericanos estaban
persuadidos de que lo que ocurría en Saigón, a 15 000 kilómetros de distancia, era de
importancia tan vital como lo que sucedía en Kansas, puesto que debían morir
decenas de miles de norteamericanos.
Los Estados Unidos ya no pueden permanecer impasibles a las convulsiones que
se van produciendo por el mundo. En realidad, ninguna nación puede hoy permanecer
indiferente.
Suponer que cualquier grupo de personas debe preocuparse sólo de sí mismos y
sus inmediatos vecinos es propio de vivir en un mundo de fantasía. Las cosas ya no
son así.
Los más estrechos contactos establecidos por la Humanidad a lo largo de su
historia han sido el resultado del avance de la tecnología.
El progreso de la tecnología ha ampliado el alcance de varias sociedades,
permitiéndoles hallar sus recursos a distancias cada vez mayores, al tiempo que
también ha aumentado sus necesidades y apetitos por esos recursos.
Ahora el alcance es mundial. En la actualidad todo el mundo compite por los
recursos mundiales. Ninguna nación, por grande, populosa, rica y avanzada que sea
puede ya mantener a su gente, su complejidad y sus ambiciones ilimitadas utilizando
sólo la tierra, el mar y el aire dentro de sus propias fronteras políticas. Cada nación
necesita a las demás y es necesitada por éstas.
Hay naciones ricas en algunos aspectos y pobres en otros. Existen asimismo
naciones pobres en todos los sentidos. Sin embargo, no hay naciones que sean lo
suficientemente ricas como para permanecer autárquicas.
Sólo el mundo entero como una unidad es rico en todos los aspectos, siempre que
limitemos nuestra natalidad y seamos más prudentes en el uso de nuestra energía.
La Humanidad tiene graves problemas planteados. Muchos de ellos pueden
atribuirse a nuestros avances tecnológicos, pero son los efectos secundarios de los
beneficios que hemos recibido.
La idea de que podremos resolver nuestros problemas ahora abandonando la
tecnología no es realmente posible, y nadie lo quiere realmente, ni siquiera los que
creen que desean un regreso a formas de vida más simples.
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En aspectos menores tales como renunciar a los cepillos de dientes eléctricos o a
los controles de apertura de las ventanillas del automóvil, a fin de reducir el
despilfarro de energía, o regulando el modo en que tratamos las basuras, supone
algún ahorro, pero demasiado pequeño.
Considérese, por ejemplo, el más grave problema de la Humanidad: su desmedido
aumento de población. Considérese el creciente aumento de la población mundial,
que puede agotar los recursos alimentarios mundiales, sus fuentes de energía, su
espacio vital y destruir su ecología. Los orígenes de este problema son el desarrollo,
en la década de los sesenta del siglo XIX, de la teoría de las enfermedades por
gérmenes, y en la forma como entonces la ciencia médica procedió a conseguir
nuevas victorias sobre las enfermedades una década tras otra. Rápidamente descendió
la mortalidad en amplias zonas del mundo, mientras que el índice de natalidad ha
venido aumentando progresivamente hasta la cifra récord actual del 2% anual:
200 000 bocas adicionales cada día.
Ahora bien, ¿deberemos abandonar nuestra ciencia médica y permitir que la peste
mate a centenares de millones de personas y, de este modo, disminuir la densidad
demográfica? ¿Quién de nosotros podrá estar seguro de que sobreviviremos, y quién
se alegrará de sobrevivir en un mundo sumido en el caos de unas plagas?
Seguramente la mejor alternativa será conservar nuestra avanzada ciencia médica y
utilizarla para idear métodos de control de natalidad, así como de mortalidad,
manteniendo tal criterio en todos los problemas que debamos afrontar.
La Humanidad sólo puede seguir su avance hacia delante. Dar marcha atrás
provocaría una catástrofe inimaginable. Aun cuando seguir adelante supusiera
marchar hacia el desastre, dar marcha atrás no nos salvaría. Puede ser que, en
definitiva, no haya escapatoria, pero si ésta existiese, sólo puede hallarse en una
dirección: hacia delante. Se tendrán que efectuar más avances en el campo de la
tecnología; avances, tengamos esperanza de ello, que sean mejor utilizados que en el
pasado.
Si estos progresos nos plantean problemas, ésa es la naturaleza del Universo, y no
tenemos más remedio que continuar hacia delante para resolver tales problemas, a su
vez, mediante mayores avances tecnológicos -y entonces resolver los nuevos
problemas que surjan-, y así sucesivamente.
Si esto parece una tarea ingrata, desagradable e interminable, considérese
entonces, por favor, la alternativa catastrófica.
Pensemos en los diversos problemas que debe afrontar hoy la Humanidad:
crecimiento ilimitado de la población, recursos en disminución, contaminación en
aumento, una ecología que se deteriora, agobiantes gastos militares, violencia
creciente y, en todos los aspectos, los descorazonadores síntomas de una sociedad que
se vuelve psicótica.
Todo esto tiene algo en común: afecta a toda la Humanidad y, por tanto, no son
válidas las soluciones locales.
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Cuando la tecnología proporciona las soluciones, éstas deben ser aplicadas a
escala mundial, con cooperación internacional, si es que realmente se desea que
constituyan soluciones.
Ninguna reducción de la natalidad mediante el empleo de procedimientos
químicos o mecánicos, inclusive las recompensas, la presión social o la educación,
servirán de nada si no se aplican en todo el mundo.
Aumentar las provisiones de alimentos mediante un cultivo ordenado y
sistemático de los océanos, desarrollar nuevas clases de granos mediante una más
eficiente distribución del fertilizante será inútil si no se aplica a escala mundial.
Si se quieren apartar del cuello de la Humanidad el dogal de los derroches en
gastos militares y la fatal espada de la guerra, ¿pueden ser quitados de un grupo de
naciones mientras otras mantienen la amenaza?
En un mundo que se ha hecho interdependiente en grado sumo, no pueden existir
islas de seguridad y cordura. Si una sociedad altamente industrializada necesita los
recursos del mundo, no se puede mantener a sí misma si todo el mundo no lo puede
hacer. La seguridad parcial es un mito.
Si vamos a recurrir a la tecnología para resolver estos problemas, de nuevo
deberemos ampliar nuestro campo de visión. Los días en que una nación -o cualquier
grupito de naciones- disfrutaban del monopolio de la ciencia es algo que pertenece al
pasado y no volverá. La creciente complejidad de nuestros conocimientos crecientes
acerca del Universo hace necesario utilizar a toda la Humanidad como poder cerebral
y fuente de información.
Todo el mundo representa el potencial cerebral que necesita la Humanidad en su
conjunto. Todo el mundo representa la fuente de recursos y el sumidero de desechos
para toda la Humanidad. Todo el mundo padece de los varios problemas mundiales y
debe formar parte de las diversas soluciones mundiales.
En los años cuarenta, la bomba nuclear fue desarrollada por algo que los
norteamericanos triunfalmente denominaron «técnica yanqui». En realidad, fue
creada por los esfuerzos combinados de científicos de doce o más naciones. Al
recordar los nombres de los más notables -Fermi, Teller, Szilard, Einstein, Bohr,
Frank, Chadwick- recordamos asimismo el papel desempeñado por Europa en este
campo.
Desde entonces, el mundo ha tenido que cooperar en proyectos que son globales
por naturaleza. La Antártida ha sido y es explorada internacionalmente. El clima
mundial es asunto de preocupación global, y la ONU, cual centro meteorológico
mundial, recibe información de todos los rincones del planeta, información de
utilidad para todos los países del mundo.
¿Cómo podemos cultivar el mar y cómo extraer minerales del fondo del océano?
¿Cómo podríamos aprovechar el calor interior de la tierra o controlar las mareas?
¿Cómo conseguiremos curar el cáncer? ¿De qué manera acabaremos con el hambre?
Todos los grandes problemas contemporáneos requieren el máximo esfuerzo de los
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científicos de todos los países.
El mayor logro tecnológico que nos aguarda hoy en día -el de encontrar un modo
de poner la fusión controlada de energía al servicio de la Humanidad- debe obtenerse
mediante una cooperación mundial; los científicos de Estados Unidos, Gran Bretaña,
la Unión Soviética y otros países deberán intercambiarse los conocimientos
libremente.
¿Habrá alguien tan atrevido como para suponer que otro gran logro tecnológico
del siglo XXI -la colonización del espacio y la exploración humana del sistema solar-
puede hacerse sin la ayuda de toda la sociedad de nuestro planeta?
Suponer lo contrario, en este presente grado de complejidad social, industrial y de
información, no puede ser más que una vana ilusión.
Vivimos en una pequeña bola de roca que constituye una sola pieza.
Sin embargo, hemos heredado una organización de naciones-Estado propia del
siglo XIX y de antes. Casi todos nosotros estamos persuadidos, en cierto modo, de que
las necesidades y deseos de nuestra propia nación son de mayor importancia que los
de cualquier otra. Nuestra «seguridad nacional» (ésa es la frase) debe ser defendida
con armas terribles y con hombres arrojados y, si es necesario, protegida por una
ilimitada violencia. Todos los daños causados en cualquier parte del mundo quedan
justificados mientras nuestro país obtenga algún beneficio.
Pero eso constituye un mito. No hay forma de garantizar la seguridad de una
nación más que garantizando la seguridad de toda la Humanidad. Todos los esfuerzos
para proteger una nación, una pequeña porción de la Humanidad, mediante el poder
de las armas, aparta cerebros y recursos del esfuerzo de resolver los problemas del
mundo. Ello hace menos posible la preservación de la seguridad de toda la
Humanidad y, por lo tanto, de cualquier nación de las que forman la Humanidad.
También en este caso la salvación se halla en una concepción global. Es la única
opción sensata.
Pero ¿adoptará la Humanidad esa solución sensata? No estamos obligados a ello.
Siempre cabe la alternativa de elegir el camino de la locura, el que seguimos
actualmente, para terminar en una catástrofe absoluta dentro de quizá no más de
treinta años.
Si se elige el camino de la locura (y ello parece lo más probable), no es porque la
gente desee una catástrofe. Ello se debe a que nadie es capaz de ver que toda la
Humanidad unida es la mínima unidad viable en la Tierra.
Si, por el contrarío, se elige, contra todo pronóstico, el camino de la cordura, ello
significará que las naciones-Estado que ahora representan a las gentes del mundo y
que se enfrentan entre sí con la amenaza constante de la guerra, deberán aprender a
cooperar tan estrechamente que, por último, constituirán un Gobierno mundial.
Resulta triste que algo tan esencial para la supervivencia como un Gobierno
mundial produzca tantos sentimientos adversos. Es como si quienes así sienten viesen
en un Gobierno mundial un aparato para forzarlos a renunciar a sus más apreciados
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modos de vida en beneficio de una pandilla de «extranjeros».
Bien, reflexionemos acerca de ello. Muchos de nuestros más arraigados modos de
vida tendrán que ser modificados. Un menor índice de natalidad y unas restricciones
alimentarias nos producirán diversas actitudes. Si el nombre del juego es
supervivencia, cambio es la lengua en que se escribe ese nombre. Y si eso les sirve de
consuelo, no sólo ustedes deberán cambiar de modo de vida, sino también todos esos
«extranjeros».
Sin duda, podremos recurrir a nuestro lenguaje para sobreponernos mejor a la
impresión. Podemos dorar la píldora hablando de «cooperación internacional», o de
«diálogo multinacional», o de una «conferencia global de emergencia». No importa el
nombre que se le dé mientras haya un modo de gobernar el mundo globalmente.
Por fortuna, tenemos un embrión de ello en las Naciones Unidas y, por suerte, es
algo a lo que estamos acostumbrados y ya no nos asusta demasiado.
Nacida después de concluida la Segunda Guerra Mundial, la ONU es la respuesta
viva al hecho de que nuestro planeta es demasiado pequeño como para vivir separado
en naciones-Estado.
A las Naciones Unidas les falta el poder de imponer directamente sus decisiones a
las naciones miembro y, a menudo, parece sólo una inútil máquina parlante. Sin
embargo, representa una idea.
Las Naciones Unidas representan la idea de una preocupación colectiva por los
problemas y necesidades de la Humanidad, la idea de un camino concertado hacia la
seguridad.
Puede evolucionar hacia algo más efectivo si la estrecha mentalidad nacionalista
desaparece. La ONU puede convertirse en el núcleo de una organización mundial que
reúna los brazos y cerebros de toda la Humanidad para acometer los problemas
mundiales y tratar de hallar las soluciones óptimas. Desde luego, la necesaria
cooperación de los científicos del mundo y de las naciones que apoyan a estos
científicos para abordar problemas tan claramente internacionales como el medio
ambiente, la población y el control de epidemias pueden muy bien servir como
prototipo para una cooperación internacional más profunda, intensa y permanente en
otros tipos de problemas.
De este modo, la ONU puede servir para mantener la seguridad de la Humanidad
y permitir el nacimiento de una nueva sociedad, en el siglo XXI, que viva dentro de
los límites de los recursos mundiales y se lance hacia delante en busca de nuevos
horizontes fuera de la Tierra.
Si no se hace así, seremos destruidos.
La elección nos corresponde a nosotros y, para nuestro bien, más vale que no
esperemos demasiado. Si no nos encaminamos por la senda de la cordura y de la vida,
en los próximos treinta años, como mucho, habremos caído irremediablemente en la
alternativa de la locura y de la muerte.
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Una buena parte de la vida, así como del pasado fisiológico del hombre, es su
pasado intelectual, su descubrimiento del conocimiento. Este descubrimiento ha
sido tan reciente, no sólo comparado con la edad de la vida terrestre, sino con
la edad del hombre como especie, que parece oportuno considerar tal
descubrimiento como parte del presente de la vida.
El primer aspecto de este descubrimiento es mitológico. El mito parece ser
una forma poco sofisticada de contemplar el Universo, al menos desde nuestra
superioridad actual, aunque, de todos modos, fue un intento real de comprender
el Universo. Este intento, aparte lo acertado que pudiera resultar, da la medida
de la dignidad y carácter maravilloso de la mente humana.
8. EL DIOS LLAMEANTE
SI usted fuera un ser primitivo esperando en una larga noche; si reinasen la oscuridad
y el frío, sin ninguna fuente de luz ni de calor, salvo quizás una humeante y poco
calorífica hoguera; si a corta distancia pudiera oír los ominosos ruidos producidos por
animales depredadores que pueden ver mejor en la oscuridad que usted; si usted ya
no pudiese dormir, ¿cuál sería la visión más grandiosa en este mundo?
Tendría que ser contemplar cómo el cielo se va tornando gris hacia el Este, el
nacimiento del día portador de la segura promesa de que, en breves instantes,
surgiendo del horizonte, aparecerá el propio Sol, para que todo el mundo tenga de
nuevo luz, calor y seguridad.
En aquellos tiempos, cuando las obras del Universo eran atribuidas a una miríada
de dioses, sin duda el jefe de éstos sería un Dios-sol, poderoso y benefactor, ya que,
¿cómo podían vivir los humanos sin el Sol? Incluso en la Biblia, el primer
mandamiento del Señor fue: «¡hágase la luz!» (Para ser reunida en el Sol, la Luna y
las estrenas al cuarto día), puesto que sin luz nada era posible.
Para los antiguos egipcios, el Dios-sol era Ra, y éste representaba el principio de
la creación; no sólo había creado todas las cosas, sino incluso a sí mismo. Cada
ciudad egipcia tenía su propio dios, a veces de la categoría del Dios-sol. Cuando el
Imperio egipcio alcanzó su apogeo hacia el 1. 500 a. de J. C., con su capital en la
ciudad meridional de Tebas, el dios de esa ciudad, Amón, se convirtió en Amón-Ra,
dios de Tebas y del Sol.
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Después, más tarde, cuando, por primera vez en la Historia que nosotros sepamos,
se estableció brevemente un culto monoteísta -en el reinado del faraón Ekhnatón de
Egipto, hacia el 1360 a. de J. C. -el supremo dios al que se adoró fue el dios del Sol.
La asimismo antigua civilización babilónica tenía un Dios-sol al que llamaban
Shamash, el que daba la vida y la luz, al tiempo que era el padre de la ley y de la
justicia. Y, ¿por qué no? Resulta natural comparar la ley y la justicia con la luz del
Sol y considerar que la capa de oscuridad esconde la maldad y el crimen. Aún hoy en
día, las calles y parques de las ciudades americanas parecen quedar abandonadas a los
sujetos dudosos por la noche, mientras que los ciudadanos honrados sólo se atreven a
tomar posesión a plena luz del día.
Cada civilización tuvo su Dios-sol entre las grandes potencias de su panteón. La
India cuenta con Suria, de cabellos rojizos, del que desciende la raza humana. Japón
tiene a Amaterasu (extraordinaria por ser una diosa-sol), y si ella no era la antepasada
de la especie humana, sí al menos era la progenitura de la casa real japonesa, de quien
Hirohito es el actual representante.
Los escandinavos tenían al hermoso Balder, dios del Sol, de la juventud y de la
belleza, quien estaba casado con Nanna, la diosa de la Luna. Y así sucesivamente.
Los antiguos irlandeses tenían a Lugh; los antiguos britanos a Llew; los antiguos
eslavos a Dazhbog (quien también era el dios de la fortuna y del éxito, sin duda por el
aspecto dorado del Sol); los polinesios tenían a Tañe, quien también era el dios de
todas las cosas vivientes: los mayas tenían a Itzamna, otro Dios-sol que era el
primero, el más viejo, así como el creador de todo lo demás; los aztecas tenían a
Quetzalcóatl, un Dios-sol que también era dios de la sabiduría e inventó el calendario.
Sin embargo, el Dios-sol más conocido para nosotros, pertenecientes a la
tradición occidental, es el griego Helios, el que en la posterior poesía griega fue
identificado con Apolo. Mientras que el Dios-sol egipcio Ra cruzaba el cielo en una
barca (el típico medio de transporte egipcio por el río Nilo), Helios lo cruzaba en un
magnífico carro de oro tirado por cuatro soberbios corceles que sólo él podía
dominar.
La dificultad de conducir aquellos difíciles caballos fue la idea que posiblemente
dio nacimiento al más conocido mito de la literatura occidental acerca del Dios-sol.
Helios tenía un hijo, Faetón, fruto de su unión con una mortal. Cuando se plantearon
dudas sobre su paternidad, Faetón se dirigió a Helios y pidió a este dios que
reivindicara el honor de su hijo. Helios prometió hacerlo y Faetón le pidió que le
dejara conducir el carro solar durante un día.
Helios se vio obligado a hacerlo y Faetón tomó las riendas. Al notar que los
guiaba una mano inexperta, los corceles se desbocaron. Encabritándose y
corcoveando, llegaron cerca de la Tierra, quemaron el norte de África, convirtiéndolo
en un desierto, y cocieron a los africanos, haciéndolos negros. La Tierra hubiera
quedado destruida si Zeus, supremo dios de los griegos, no hubiera arrojado a Faetón
fuera del carro, mediante su rayo, permitiendo a los caballos regresar a su propio paso
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hacia su senda acostumbrada.
La ruta normal del Sol puede ser interpretada como una aventura. A fin de poder
utilizar el Sol y la Luna como bases para medir el tiempo, los antiguos sumerios (la
primera civilización surgida en el valle del Tigris y del Eufrates) fueron los primeros
en distinguir a las estrellas en esos grupos que ahora llamamos constelaciones, y les
dieron nombres fantásticos, basados en los lejanos parecidos de las configuraciones
de las estrellas con objetos familiares. El Sol, a lo largo del año, pasaba por doce
constelaciones del zodiaco, que recibieron los nombres del león, el escorpión,
arqueros, etc.
El cuento del viaje del Sol nos relata su victoria sobre cada peligro que
encontraba; el «suspense» debería ser grande, ya que sólo mediante su victoria podía
completar con éxito su curso, asegurando así la supervivencia humana. Puede ser que
los doce trabajos que Hércules debía realizar antes de alcanzar su descanso en el cielo
sean una versión del paso del Sol por las doce peligrosas constelaciones; una versión
oscurecida por cambios en los nombres de las constelaciones y por interminables
añadidos de incidentes, efectuados por los mitólogos de los tiempos antiguos.
Sin embargo, la carrera del Sol no sólo consta de éxitos. Por triunfante que pueda
acostumbrar a ser, también se ve oscurecido por las nubes. En los países europeos en
los que son frecuentes las nubes y las tormentas, el dios supremo es el de los rayos o
de las tormentas: el Zeus de los griegos y el Thor de los escandinavos por ejemplo.
Incluso la Biblia parece indicar que, en tiempos primitivos, Yahvé fue un dios de las
tormentas.
También existe el peligro del eclipse, el cual temporalmente parece matar, en
parte o totalmente, el Sol o la Luna. En los mitos escandinavos, tanto el Sol como la
Luna son eternamente perseguidos por gigantescos lobos mientras realizan su
recorrido por el cielo y, ocasionalmente, los lobos alcanzan los luminares y los
ocultan, temporalmente, en sus fauces babeantes.
Pero la nube de tormenta es ocasional, y más aún el eclipse. Sin embargo, una
muerte solar es regularmente periódica e inevitable. Al final de cada día, el Sol, sin
importar lo glorioso que haya sido su reinado, debe hundirse en el horizonte
occidental, derrotado y sangriento, y la noche regresa victoriosa al cielo.
Esto queda representado de una forma más pintoresca en el relato escandinavo
acerca de Balder, el Dios-sol. Balder, la alegría de los dioses y de la Humanidad, se
ve repentinamente turbado por un presentimiento de muerte. Su madre, Frigg (la
esposa del dios supremo nórdico, Odín), consigue que todas las cosas juren que no
harán daño a Balder; sin embargo, se olvida del muérdago. Entonces los dioses se
entregan al juego de lanzar proyectiles a Balder, para ver si tales proyectiles se
desviaban por voluntad propia.
El dios malo del fuego, Loki, al enterarse de la falta de juramento por parte del
muérdago, convierte una rama de muérdago en una lanza y se la entrega a Hoder, el
dios de la Noche, quien, al ser ciego (en definitiva, uno no puede ver por la noche),
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no participa en el juego. Loki guía el tiro y Balder cae. El Sol ha muerto por el ataque
de la Noche.
Un mito solar menos evidente puede ser la leyenda hebrea de Sansón. La versión
hebrea del nombre, Shimshon, ofrece una curiosa semejanza con shemesh, que en
hebreo significa Sol (asimismo semejante al babilonio Shamash). A unos tres
kilómetros al sur del lugar de nacimiento tradicionalmente atribuido a Sansón se
hallaba la ciudad de Beth-shemesh («casa del Sol»), la cual se cree fue un centro de
culto solar.
Sansón, al igual que Hércules, sobrevivió a varios peligros, gracias a su fuerza
sobrehumana. Lo que es más, la fuerza de Sansón emanaba concretamente de su
cabello, lo cual debe ser interpretado como una representación de los rayos dorados
propios del Sol de mediodía. Cuando a Sansón le cortan el pelo, se vuelve débil, igual
que el Sol cuando se acerca al horizonte, rojizo y sin rayos, momento en el que se
puede mirar sin deslumbrarse. Sansón dormía en el regazo de Dalila cuando perdió su
cabello; el nombre Dalila es muy similar al hebreo lilah, que significa «noche». El
Sol se hunde en el regazo de la noche y es derrotado y cegado. Pero el cabello de
Sansón vuelve a crecer y recupera sus fuerzas para realizar su última hazaña.
En definitiva, el Sol sale cada día.
De hecho, particularmente en los países cálidos, el Sol debe sobrevivir a todos los
ataques de la noche y acabar sobreviviendo. En la mitología persa, Ahura Mazda, el
dios de la luz, lucha contra Ahrimán, el dios de la oscuridad, entablando una batalla
cósmica que llena el Universo… y es Ahura Mazda quien vence al final. (Los judíos
del período persa recogieron este mito, y desde el 400 a. de J. C. en adelante Satán
entró en el judaísmo; más tarde los cristianos también lo consideraron como las
tinieblas enemigas de Dios, y al final es derrotado.)
El Sol, poniéndose y levantándose, constituye una inspiración de muchos relatos
míticos que tratan de la muerte y resurrección de un dios. Una muerte y resurrección
más impresionante es la muerte de la vegetación con la llegada del invierno y su
resurgimiento en primavera.
El relato de Balder puede ser muy bien el símbolo del dios del verano que es
abatido por el dios del invierno. Similar significado puede darse a la muerte y
resurrección de Osiris, de los egipcios; de Thammus, de los babilonios; de Perséfona,
de los griegos, y así sucesivamente.
Pero el Sol está claramente relacionado con el ciclo verano-invierno, así como
con el ciclo día-noche. En el verano europeo, el Sol de mediodía alcanza cada día un
punto levemente más bajo en el cielo meridional. Dado que el recorrido del Sol por el
cielo cada vez se va hundiendo más hacia el Sur, la temperatura se hace más fría y la
vegetación se pone de color pardo y muere.
Si el Sol continuara hundiéndose y bajara detrás del horizonte meridional, la
muerte sería universal y permanente, pero no sucede tal cosa. La intensidad del
descenso se enlentece y cada año, el 21 de diciembre de nuestro calendario, el Sol se
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detiene («solsticio», o «detención del Sol», en latín) y a partir de ese momento vuelve
a ascender.
El invierno puede hacerse más riguroso después del solsticio, pero el hecho de
que el Sol de mediodía sigue ascendiendo cada vez más en el cielo supone una
garantía de que la primavera y el verano volverán una vez más. El día del solsticio de
invierno, del nacimiento de un nuevo Sol de verano, es, por lo tanto, ocasión de
grandes fiestas, en las que se celebra la recuperación de la vida.
La más conocida celebración solsticial de los tiempos antiguos era la de los
romanos. Se creía que el dios romano de la agricultura, Saturno, había gobernado
Italia en una antigua edad de oro de ricas cosechas y abundantes alimentos. El
solsticio de invierno, pues, con su promesa de regreso del verano y de la edad de oro
de la agricultura saturnina, era celebrada con una semana de saturnales, del 17 al 24
de diciembre. Eran unos días de dicha y de gozo. Los negocios se cerraban, a fin de
que nada interfiriese con la celebración. Los regalos se intercambiaban en gran
cantidad. Eran unos momentos de hermandad entre los humanos, puesto que los
sirvientes y esclavos recibían una libertad temporal y se les permitía unirse a la
celebración con sus amos, llegando incluso a ser servidos.
Las saturnales no desaparecieron. De hecho, otra prueba del culto al Sol se
manifestó en las postrimerías del Imperio Romano. Heliogábalo, un sacerdote del
Dios-sol siríaco, ocupó el trono romano del 218 al 222 y, por aquel tiempo, el culto
de Mitra, un dios solar de Persia, se hizo popular, especialmente entre los soldados.
Los mitraístas celebraban el nacimiento de Mitra, el Sol, en el solsticio de
invierno, un tiempo natural, estableciendo el día en el 25 de diciembre, de modo que
las populares saturnales romanas alcanzaron su apogeo en el «Día del Sol» de los
mitraístas.
A la sazón, la Cristiandad mantenía un reñido duelo con los mitraístas para
conquistar los corazones y las mentes de los súbditos del Imperio Romano. El
Cristianismo poseía la gran ventaja de aceptar a las mujeres en la religión, mientras
que el culto de Mitra era exclusivamente para hombres (y, en definitiva era la madre,
no el padre, quien influía en las creencias religiosas de los niños). Sin embargo, el
mitraísmo tenía de su parte el festival saturnino del Sol.
Algún tiempo después del año 300 de nuestra Era, el Cristianismo consiguió
apuntarse el último tanto y vencer el mitraísmo al absorber las saturnales. El
nacimiento de Jesús fue fijado en el 25 de diciembre y el gran festival fue
cristianizado. La Biblia no autoriza en modo alguno a establecer en el 25 de
diciembre el día de la Natividad. En realidad, a juzgar por el relato bíblico, uno puede
estar completamente seguro de que la Navidad se produjo en otro momento, puesto
que los pastores nunca hubiesen plantado sus tiendas de campaña en campos helados,
aunque los villancicos así lo proclamen.
Fueron adoptados todos los aspectos externos de las saturnales: la alegría y la
diversión, los negocios cerrados, la hermandad, la entrega de regalos. Todo recibió un
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nuevo significado, pero permaneció igual.
Hasta nuestra Navidad actual llega el eco distante de un rito mucho más antiguo:
la celebración del nacimiento del Sol.
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Tengo escrito otro ensayo destinado a una guía de programas de televisión.
Dado que, a través de la Guía de TV, llego a millones de personas a las que
de otro modo nunca hubiera podido acercarme y quienes no están de acuerdo
con mis puntos de vista laicos, espero cartas con todo el estoicismo del que soy
capaz. En el caso de este ensayo, se pusieron objeciones a mi descripción de la
Biblia en el sentido de que da crédito a la teoría de que las enfermedades las
causan los malos espíritus.
Encuentro fastidioso discutir sobre el significado de la Biblia, pero la he
hojeado y he hallado un versículo relacionado con lo antedicho: «Ya atardecido,
le presentaron muchos endemoniados [a Jesús], y arrojaba con una palabra los
espíritus, y a todos los que se sentían mal los curaba.» (Mateo 8, 16.).
Uno puede argüir que la palabra «demonios» y «espíritus» no debe ser
tomada al pie de la letra, y que cumplen el mismo propósito que nuestros
presentes términos «gérmenes» y «bacterias»
Sin embargo, lo que importa es saber si nuestros religiosos contemporáneos
recurren al simbolismo para ocultar su propio desconcierto ante unas
concepciones bíblicas que ellos consideran primitivas. Por desgracia, en el
pasado (incluso ahora también) la mayoría de la gente interpretó esos
versículos literalmente, siguieron al pie de la letra tales interpretaciones y
produjeron un daño incalculable a nuestro mundo.
Lo que causa daño no es tanto el estar equivocado, sino, aferrarse al error
humano denominándolo verdad divina. Si existe una blasfemia imperdonable,
seguramente será ésa.
EN los tiempos anteriores a la concepción científica del Universo, era frecuente creer
que todos los misteriosos fenómenos que nos rodeaban eran obra de seres invisibles y
sobrenaturales: buenos, malos e indiferentes. Entre los malos espíritus se contaban
aquellos que producían calamidades a los seres humanos: se apoderaban de sus
cuerpos y les causaban enfermedades.
¿Cómo se podía uno desprender de los malos espíritus y curar las enfermedades?
Por un lado, mediante conjuros mágicos; por otro lado, con pociones nocivas, ya que
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éstas debían disgustar al espíritu y forzarlo a abandonar el cuerpo.
Los antiguos egipcios ya habían desarrollado elaborados métodos, tanto mágicos
como químicos, para combatir los malos espíritus y esto ha seguido así hasta nuestros
tiempos. Aún hoy, los remedios populares están llenos de hechizos y pociones.
La Biblia respaldó esta teoría de los malos espíritus causantes de las
enfermedades, puesto que los Evangelios describen cuidadosamente cómo Jesús
curaba las enfermedades expulsando a los demonios. Como resultado de ello, era
muy frecuente en la Edad Media y Moderna tratar de forma brutal a los mentalmente
enfermos, en un esfuerzo para expulsar de ellos a los malos espíritus, Incluso en
nuestros días apoyamos esa teoría en películas tales como El exorcista.
El primer paso notable para apartarse de la teoría de los malos espíritus lo dieron
los antiguos griegos. Hacia el año 400 a. de J. C., Hipócrates y sus seguidores
sugirieron que la enfermedad no era una invasión desde el exterior, sino un trastorno
interior. Según ellos, las varias sustancias que componían el cuerpo tenían un
equilibrio adecuado en las personas que se encontraban bien, y un desequilibrio (a
causa de una sustancia superabundante y otra deficiente) en la gente enferma.
Hacia el 300 a. de J. C., un médico griego, Erasistrato, sospechó que la principal
causa de este desequilibrio en el cuerpo obedecía a una superabundancia de sangre.
Esto dio paso al sistema de sangrar a los pacientes para curarlos; tal cosa se siguió
haciendo durante dos mil años y ayudó a matar a innumerables personas que no
habrían fallecido si se les hubiese dejado solos con su enfermedad. En fecha tan
tardía como 1799, la sangría contribuyó a matar a George Washington, quien padecía
una enfermedad de la que seguramente se habría recuperado si los doctores se
hubiesen mantenido apartados.
Otra teoría acerca de las enfermedades hizo recaer la culpa en la influencia de las
estrellas en malas combinaciones. Esta teoría astrológica ha dejado su huella en la
palabra italiana influenza, «gripe», que forma parte de varios idiomas. También se
creyó que causaba enfermedades el mal aire, que traducido al italiano da «malaria».
En los tiempos antiguos, nadie pareció advertir que algunas enfermedades eran
contagiosas.
Sin embargo, en la Biblia había detalladas descripciones acerca de la manera en
que la gente que padecía varias enfermedades de la piel (agrupadas bajo el término
genérico de lepra) era aislada de la población general.
Esto obedecía más a razones religiosas que a un temor de infección.
Esta pauta fue seguida en la Alta Edad Media europea, y a causa de que tal
aislamiento parecía reducir la incidencia de tales enfermedades de la piel, prosperó la
idea de que el aislamiento podía ser efectivo en otros casos.
Así, pues, en el siglo XVI se extendió ampliamente la práctica de la «cuarentena».
La cuarentena ayudó a detener la propagación de una enfermedad, mientras que no
guardar tal cuarentena contribuía a su extensión. De este modo, la gente empezó a
comprender que las enfermedades podían ser contagiosas. Entonces, en el siglo XIV,
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cuando la Muerte Negra se desencadenó con una furia sin precedentes, el hecho del
contagio, ya latente en la conciencia de todo el mundo, quedó demostrado de forma
inequívoca.
Una vez se hubo comprendido lo del contagio, se creó una progresiva aversión a
mantener contacto con la gente enferma, así como con todo lo que tocaban, con lo
cual empezó a imponerse la noción de la higiene. Sin embargo, tal noción
experimentó un desarrollo muy lento.
En una fecha tan próxima a nosotros como 1847, un médico húngaro, Ignaz
Semmelweis, fracasó en su intento de obligar a los doctores de un hospital vienés a
que se lavaran las manos antes de traer al mundo a los niños. Semmelweis fue
expulsado y los médicos dejaron de lavarse las manos. El número de mujeres que
fallecieron a consecuencia de la fiebre puerperal descendió drásticamente en el breve
intervalo en el que los médicos se lavaban las manos; cuando se dejaron de lavar las
manos, la mortalidad volvió a aumentar.
En 1546, un médico italiano llamado Girolamo Frascatoro publicó un libro que
representaba la primera consideración razonada acerca del proceso del contagio. Tras
describir los varios modos en que se puede propagar una enfermedad, sugirió que
debían de existir cuerpecillos, demasiado pequeños para poder ser vistos, que estaban
presentes en las personas enfermas y que podían pasar, por contacto directo o
indirecto, a las personas sanas. En las personas sanas, aquellos cuerpos diminutos se
multiplicarían y causarían también la enfermedad.
En realidad, Frascatoro tenía razón, pero dado que tales cuerpecillos no podían
ser vistos ni detectados de ningún modo, ello no supuso un progreso efectivo sobre la
teoría de los malos espíritus.
No obstante, hacia 1670, un pulidor de lentes holandés, llamado Antón van
Leeuwenhoek, produjo el primer lente que poseía la suficiente perfección como para
aumentar pequeños objetos sin distorsionarlos. En 1677 pudo finalmente ver
criaturitas vivas a través de su «microscopio», seres que eran demasiado pequeños
como para distinguirlos a simple vista. En un espacio mínimo eran capaces de vivir y
multiplicarse en gotas de agua.
En 1683, Leeuwenhoek consiguió distinguir cosas aún más pequeñas, las cuales
hoy conocemos como bacterias. De todos modos, aún hubo de pasar otro siglo para
que los microscopios fueran lo bastante perfectos como para permitir observar las
bacterias con cierto detalle. En 1786, un biólogo danés, Otto Friedrich Müller,
publicó un libro en el que, por vez primera, las bacterias fueron descritas y
clasificadas.
¿Eran las bacterias los cuerpecillos que Frascatoro había imaginado que existían?
Para que esto fuera así, debían ser descubiertos tipos específicos de bacterias en
todas las personas con una enfermedad determinada, pero no en los individuos que no
tuvieran tal enfermedad. El desarrollo de una enfermedad debe mostrarse
acompañado por la aparición de las bacterias.
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Esto fue demostrado por el químico francés Louis Pasteur, así como por el
médico alemán Robert Koch, hacia 1860 y 1870. Con esta «teoría de las
enfermedades por gérmenes», los médicos empezaron la conquista del contagio que,
en un siglo, permitió doblar las expectativas de vida humana de treinta y cinco años a
setenta años.
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En 1975, la Sociedad Astronómica del Pacífico me concedió el Premio Dorothea
Klumpke-Roberts «por una extraordinaria contribución para las mejores
comprensión y apreciación públicas de la Astronomía».
Me sentí sumamente halagado y satisfecho, por supuesto, pero tal
satisfacción se vio aminorada al enterarme de que, para corresponder al
premio, debía escribir un artículo para la revista de la Sociedad. En dicha
revista colaboran astrónomos profesionales y el nivel de los trabajos es muy
elevado.
Me costó algo vencer mi estupor, pero, finalmente, conseguí escribir el
siguiente ensayo, que la Sociedad publicó sin ninguna señal de descontento.
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luminosidad, colores y formas, así como distinguir arbitrarias constelaciones. (Y una
cosa más: a juzgar sólo por las estrellas y por la diferencia en sus posiciones con
respecto al horizonte conforme uno se desplazara por la superficie de la Tierra, se
podría asegurar, con bastante convicción, que la Tierra es una esfera.)
Añadamos el Sol. Hoy tenemos día y noche, y por la forma en que las estrellas
cambian su posición de noche a noche, podría parecer que también el Sol se mueve
alrededor de la Tierra, aunque con un ritmo distinto al de las estrellas. Se podría
alegar que el Sol estaba encajado en una esfera igual que las estrellas, pero en una
esfera transparente y que, por lo tanto, no podía ser vista, pues giraba a velocidad
diferente a la de la esfera estrellada.
Ahora añadamos esos planetas que son visibles a simple vista -Mercurio, Venus,
Marte, Júpiter y Saturno- de modo que el cielo poseyera todos los cuerpos visibles
con excepción de la Luna.
Resultaría que tendríamos una esfera para cada uno de los diferentes planetas,
puesto que cada uno se mueve a un ritmo diferente. Además, ya que los movimientos
no son constantes sino que varían de forma más bien complicada, la definición de las
reglas que gobiernan los movimientos de esas esferas requeriría mucho tiempo,
paciencia e ingenio, como, de hecho, así sucedió.
Al final, resultaría que la estructura sería tan abultada que se impondría el criterio
de aceptar la proposición menos evidente de que el Sol es el centro del sistema
planetario, y no la Tierra; y que era la Tierra la que rotaba veinticuatro horas, no el
cielo. Ésta fue la tesis finalmente presentada por el astrónomo polaco, Nicolás
Copérnico, en 1543.
En resumidas cuentas, podría parecer que, sin la Luna en el cielo, la historia de la
Astronomía podría desarrollarse exactamente en la forma en que, en realidad, lo hizo.
Aunque podemos aducir, con toda razón, que la cosa no hubiera podido ser así sin
la Luna, ya que sin la cara visible de nuestro satélite en el cielo posiblemente la
Humanidad nunca se hubiera sentido impulsada a estudiar el firmamento con detalle.
Se habría limitado sólo a admirarlo.
¿Qué diferencia supone la Luna? Añádase este satélite al cielo y veámoslo.
La Luna, igual que el Sol, Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno se mueven
en el marco de las estrellas, con su propia velocidad característica, y requieren una
esfera separada propia. Por esta razón, los siete están unidos como planetas
(«vagabundos»). (Únicamente en los tiempos modernos hemos separado el Sol y la
Luna del resto a causa de las especiales características que los diferencian de los
otros.)
Desde luego, la Luna se mueve con mayor rapidez que cualquier otro de los
cuerpos errantes, pero esto en sí no posee demasiada importancia. Ello significa sólo
que la Luna está más cerca de la Tierra de lo que está el resto y, en definitiva, uno de
los planetas tiene que ser el más próximo.
Pero de los planetas, en realidad de todos los cuerpos celestes, sólo el Sol, la Luna
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y algún cometa muy ocasional pueden ser distinguidos como algo más que un punto
de luz. De todos éstos, los cometas aparecen tan raramente que no ejercen ningún
efecto en los cuerpos humanos normales, salvo el hecho de que producen un temor
supersticioso. El Sol, a pesar de ser un gran cuerpo, es demasiado brillante para ser
mirado más de un momento, excepto cuando está oscurecido por la niebla, e incluso
entonces aparece como un círculo de luz sin rasgos característicos ni especial interés.
Por otro lado, la Luna es de luz mucho más suave y puede ser observada durante
períodos indefinidos de tiempo. Asimismo, su estudio es fácil de realizar, ya que, al
revés que el Sol, la Luna no es siempre un círculo de luz. La Luna cambia su forma, y
se mueve de acuerdo con un ciclo regular de fases. (La existencia de fases no es
única, sucede sólo que la Luna está lo bastante cerca como para permitir al ojo
humano distinguir tales fases cambiantes. Venus y Mercurio también siguen un ciclo
de fases, igual que la Luna, pero están demasiado lejos como para poder observar
tales fases sin ayuda telescópica.)
El ciclo de fases de la Luna es ideal para atraer la atención. Dado que la Luna se
mueve alrededor de la Tierra en una órbita sólo ligeramente elíptica, siempre parece
poseer el mismo tamaño y la regularidad de su ciclo de fases no es confundida por
cambios simultáneos de tamaño y velocidad de aparente movimiento por el cielo.
Esto hizo del cambio de fases un provechoso campo de estudio en los días en que la
Astronomía era rudimentaria en grado sumo.
Además, el cambio de fases de la Luna recorre su ciclo completo en algo más de
veintinueve días, que es una conveniente extensión de tiempo.
Para el agricultor y cazador prehistóricos, el ciclo de las estaciones (el año) era
particularmente importante, pero resultaba difícil apreciar que, por término medio, las
estaciones se repetían cada 365 días y una fracción. El número era demasiado grande
como para no perder la cuenta fácilmente.
Era mucho más sencillo y práctico calcular veintinueve o treinta días desde cada
nueva luna hasta la próxima, y después contar doce o trece nuevas lunas para cada
año.
Así, pues, el siguiente paso, una vez la Humanidad hubo observado los regulares
cambios de fases de la Luna, era hacer un calendario que sirviera para llevar la cuenta
de las estaciones del año en relación con las fases de la Luna.
Alexander Marshak, en su libro The Roots of Civilization, se muestra persuadido
de que, mucho antes del comienzo de la Historia, el hombre primitivo marcaba
piedras en un código cuyo objeto era llevar la cuenta de las nuevas Lunas.
Gerald Hawkins, en Stonehenge Decoded, se muestra igualmente persuasivo en el
sentido de que Stonehenge era un observatorio prehistórico que también estaba
dedicado a llevar la cuenta de las nuevas lunas, así como a predecir los eclipses
lunares que se producían, ocasionalmente, en el plenilunio (y asustan menos si uno
sabe de antemano que se van a producir).
El hecho de que el ciclo de las fases lunares no encaje en la rápida alternación de
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día y noche, o en la lenta alternación de las estaciones (un mes sinódico = 29, 53 días
= 0, 081 de año), significaba que mientras la confección de un calendario era una
labor bastante simple para el hombre primitivo y conseguía llegar a una aproximación
útil, ello ofrecía la suficiente complejidad para inducir a las generaciones posteriores
a una cada vez más sofisticada consideración de los movimientos comparativos del
Sol y de la Luna.
Fue la imperiosa necesidad práctica de elaborar un calendario basado en las fases
de la Luna, sobre la siempre cambiante forma de la cara de la Luna, la que impulsó a
los humanos a desarrollar la Astronomía. Si la Luna no hubiera estado en el cielo, si
el calendario lunar no hubiera conducido a los hombres a realizar una cuidadosa
observación del cielo nocturno, ¿habríamos avanzado en el terreno astronómico?
De no haber sido por eso, hoy quizá no tendríamos Astronomía, así como
tampoco las otras ramas de matemáticas y de Ciencias que la Astronomía ayudó a
desarrollar.
Entonces también el hecho de que el cambio de fases era tan útil sólo podía
favorecer la noción de la existencia de una deidad benevolente, la cual, por su amor a
la Humanidad, había dispuesto los cielos en un calendario que guiaría a la
Humanidad por los derroteros seguros para conseguir una segura provisión de
alimentos. Cada nueva luna era celebrada como un festival religioso en muchas
culturas primitivas, y el cuidado del calendario era encomendado casi siempre a
manos sacerdotales. (La misma palabra «calendario» deriva del verbo latino
«proclamar», puesto que cada mes sólo empezaba cuando la luna nueva era
oficialmente proclamada por los sacerdotes.)
Debemos concluir, pues, que una parte considerable del desarrollo religioso de la
Humanidad, de la creencia en Dios como un padre benevolente más que como un
tirano caprichoso, puede atribuirse al cambiante rostro de la Luna.
Además, el hecho de que el detenido estudio de la Luna fuera tan importante en el
control de las vidas diarias de los seres humanos hizo suponer que otros planetas
también serían importantes. El rostro de la Luna pudo contribuir de este modo al
desarrollo de la astrología y, a través de ello, a otras formas de misticismo.
Para ser, en amplia medida, el fundamento de algunos aspectos de la religión de la
Humanidad, el misticismo y la Ciencia derivan, en cierto modo, de la existencia de la
Luna en el cielo.
Los antiguos filósofos griegos encontraron estéticamente satisfactorio dividir el
Universo en dos partes: la Tierra y los cuerpos celestes. Para hacer tal cosa, ellos
fundamentaron en propiedades las diferencias existentes. Así que: Los cuerpos
celestes eran todos luminosos, mientras que la Tierra no lo era.
Los cuerpos celestes no cambiaban, mientras que en la Tierra todo crecía y se
marchitaba, se alzaba y decaía, nacía y se deterioraba.
Los cuerpos celestes se movían en órbitas circulares que eran regulares o
irregulares en una forma repetida regularmente; mientras que, en la Tierra, los
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movimientos característicos de los objetos eran hacia arriba y hacia abajo o de forma
por completo irregular.
En breve: los cuerpos celestes eran perfectos, y la Tierra no lo era.
Esta clase de división del Universo era elegante y simétrica, teniendo la virtud de
complacer a las mentes académicas, quienes deseaban eliminar cualquier evidencia
que pudiese perturbar la bonita imagen. Y había pruebas contra tal imagen, a pesar
del hecho de que los filósofos la mantuvieron hasta el 1600. En realidad, había una
gran imperfección en la imagen, y ésta se hallaba en la cara de la Luna.
A simple vista resultaba claro que la Luna, al menos, de entre los cuerpos
celestes, no poseía luz propia, sino que era tan oscura como la Tierra. La relación de
las fases con las posiciones relativas de la Luna y del Sol permitió ver claro, incluso
en los tiempos antiguos, que la Luna brillaba sólo por reflejo de la luz solar. El
cambio de fases no constituía una alteración real en la forma de la Luna, sino que era
el resultado de la cambiante perspectiva desde la cual era contemplado un hemisferio
lunar iluminado por el Sol.
¿Cómo podría caber duda alguna acerca de ello? Aun cuando uno no tuviera en
cuenta las posiciones relativas de la Luna y del Sol como representantes de un sutil
argumento convincente sólo para los teóricos, quedaba en pie el hecho de que cuando
la luz del Sol era interceptada por la Tierra, el brillo de la Luna llena desaparecía
lentamente. Cuando el eclipse se producía totalmente, la luz solar quedaba
interceptada del todo (excepto la pequeña cantidad que pasaba a la Tierra filtrada por
su atmósfera) y la Luna se oscurecía.
Otro fenómeno que todo el mundo podía advertir era cuando la Luna estaba en su
fase creciente, presentando sólo una estrecha franja curvada de luz. El resto de la
Luna podía entonces ser vista a veces brillando con cierta luz propia. Esto era
llamado «la Luna vieja en los brazos de la Luna nueva.»
¿Era sólo visible en ausencia de la luz solar esa débil luminosidad solar? Podía
aducirse más convincentemente que este fenómeno demostraba que la Tierra, como la
Luna, también brillaba por la luz solar refleja. Mediante un sencillo razonamiento
geométrico de la situación, cuando la Luna aparecía creciente para un observador en
la Tierra, nuestro propio planeta podría aparecer «lleno» a los ojos de un observador
situado en la Luna. La vieja Luna en los brazos de la nueva Luna era, pues, iluminada
por la espléndida luz de la Tierra llena, y podíamos ver la oscuridad de la Luna por su
débil reflejo de la luz terrestre.
Al observar la cara de la Luna a simple vista, resultaba, pues, posible utilizar las
fases y eclipses lunares y la aparición en su momento del creciente, para demostrar
que la Luna y la Tierra eran ambos cuerpos no luminosos y que ambos brillaban por
reflejo de la luz solar. La división teórica no era tan clara como hubiera tenido que
ser. Al menos un cuerpo celeste, la Luna, era muy parecido a la Tierra en algunos
aspectos, mientras que la Tierra, según cómo, tenía mucho de cuerpo celeste.
Otro fallo en la doctrina de la perfección de los cielos fue también revelado por la
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cara de la Luna. Tal cara no ofrecía una superficie de brillo uniforme, como hubiese
requerido la perfección; en la cara lunar se observaban manchas, las cuales aparecían
bien visibles con la Luna llena. Parecía que la Luna estuviera sucia y deteriorándose,
como si participara de la mutabilidad que se creía era característica de la Tierra e
inexistente en el cielo.
Todo esto hubiera debido ser considerado si los filósofos hubiesen admitido dos
mundos, Tierra y Luna, ambos no luminosos e imperfectos, mientras que los demás
cuerpos celestes podían aún ser considerados como luminosos y perfectos.
Sin embargo, esto era aparentemente inaceptable porque la autoridad filosófica y
religiosa se habían fundamentado en demasiada medida sobre la proclamación de la
unicidad de la Tierra y su papel como el único cuerpo celeste imperfecto, así como el
único mundo.
Las manchas sobre la superficie de la Luna y su no-luminosidad podían ser
explicadas, sin embargo, señalando que, de todos los cuerpos celestes, la Luna era el
más cercano a la Tierra y, por lo tanto, el más expuesto a las imperfecciones
terrestres. La explicación no era válida. En lo referente a la cuestión de que la luz
terrestre iluminara la Luna, fue algo ignorado hasta los tiempos modernos.
Mientras los filósofos elaboraban su bello cuadro del Universo, la sabiduría
popular supo aproximarse más a la realidad (como suele suceder más veces de las que
los científicos están dispuestos a admitir).
Para un observador corriente de la Luna, resultaba imposible no intentar crear una
imagen basándose en las manchas sobre la cara de nuestro satélite. Dado el natural
antropocentrismo de la Humanidad, resultaba muy tentador imaginarse que aquellas
manchas representaban un hombre, sucediendo así en el mejor conocido ejemplo de
nuestra cultura.
Algunos han creído que el «hombre en la Luna» es descrito en la Biblia (Números
15, 32-36) como habiendo recogido leña en sábado. En la Biblia se dice que ese
hombre fue lapidado, pero se crearon leyendas en el sentido de que el individuo fue
puesto en la Luna para recibir mayor castigo. Allí lo acompañan un espino,
representando las ramas que había recogido, y un perro.
Así, pues, mientras los filósofos no querían conceder especial importancia a las
manchas de la superficie lunar, el pueblo llano veía un hombre en la Luna. Para la
gente sencilla, la Luna no era sólo un mundo, sino un mundo habitado.
En definitiva, la cara de la Luna, a pesar de todo lo que dijeran los más rigurosos
filósofos, dio paso al concepto de la pluralidad de los mundos.
Después de todo, una vez que se creó la noción de que al menos una de las luces
celestes podía ser algo más que una luz, se tuvo que dar un paso muy pequeño para
suponer que todas las luces eran asimismo algo más que luces. Si la Luna era un
mundo, un mundo habitado, entonces, ¿por qué no suponer que todos los cuerpos
celestes estaban habitados?
No sabemos cuándo se empezaron a relatar los primeros cuentos de lo que hoy
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llamamos viajes espaciales; sin embargo, el más antiguo que ha llegado hasta
nosotros se remonta al siglo II a, de J. C. En aquel tiempo, el escritor sirio Luciano de
Samosata escribió acerca de una nave que fue elevada al cielo por un golpe de mar.
En el relato se describen seres inteligentes habitantes de la Luna, así como referencias
a la guerra que éstos libraban contra los seres inteligentes del Sol, a causa de su
conflictiva ambición de colonizar Venus.
La teoría de la pluralidad de los mundos no se limitó a creadores de leyendas o a
visionarios. Las deducciones que podían hacerse sobre la cara de la Luna inspiraron
la herejía incluso entre las filas de los filósofos.
El cardenal alemán Nicolás de Cusa, en un libro publicado en 1440, sostuvo que
la Tierra giraba sobre su eje y se movía alrededor del Sol; que en el espacio no había
ni «arriba» ni «abajo»; que el espacio era infinito, y, finalmente, que las estrellas eran
otros soles que tenían en su entorno otros mundos habitados en número infinito.
En todo esto, Nicolás de Cusa estaba muy de acuerdo con los conocimientos de la
moderna Astronomía, pero Nicolás no pudo probar entonces ninguna de sus teorías.
Por inspiradas que fueran, no pasaron de ser simples especulaciones, las cuales no
tuvieron ningún efecto en la Ciencia de su época.
Para él fue preferible así, ya que al no producir sus teorías ninguna conmoción, no
despertó el odio de nadie y se le permitió vivir en paz el resto de su vida.
Pero entonces, en la época de Nicolás de Cusa, el «establishment» religioso y
filosófico era pacífico y seguro. Siglo y medio más tarde, el filósofo italiano
Giordano Bruno proclamó en voz alta unas teorías similares a las de Nicolás, en un
momento en que la religión en Europa estaba dividida en facciones contendientes y
en que las teorías de Copérnico trastornaban el orden astronómico establecido. Las
disensiones contra la ortodoxia no podían ser toleradas bajo tales circunstancias y, en
1600, Bruno fue quemado en la hoguera por herejía.
Incluso en los tiempos de Bruno, eran frecuentes las discusiones entre quienes
sostenían la teoría de la pluralidad de los mundos y quienes aceptaban la unicidad de
la Tierra. Nadie podía demostrar categóricamente ninguna de las dos teorías; se
limitaban a vociferar.
Sin embargo, en 1608 se construyeron los primeros telescopios primitivos, en
Holanda, y, en 1609, el científico italiano Galileo Galilei se construyó uno algo mejor
y lo enfocó hacia el cielo.
Mirara donde mirase, Galileo hizo descubrimientos revolucionarios. Al observar
la Vía Láctea, por ejemplo, vio que estaba formada por miríadas de débiles estrellas.
Y, desde luego, dondequiera que mirase, podía ver más estrellas a través de su
instrumento de las que podía observar a simple vista. Esto permitió fijarse en que en
el cielo había cosas que nadie había podido ver antes. Por ésta, y no por otra razón,
podía argumentarse que la sabiduría de los antiguos tenía que ser limitada y no debía
ser seguida con los ojos cerrados.
Al estudiar Júpiter, Galileo descubrió cuatro pequeños satélites que lo rodeaban.
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Esto constituía la prueba visible de que, en definitiva, la Tierra no era el centro en
torno al cual giraban todos los cuerpos celestes, según se creía en la Antigüedad. Al
menos cuatro cuerpos giraban en torno a Júpiter y la teoría de Copérnico en el sentido
de que los planetas giraban en torno del Sol pareció entonces menos absurda.
Al observar Venus, Galileo comprobó que este planeta seguía fases igual que la
Luna. De nuevo esto había sido predicho por la teoría de Copérnico, pero no por la
Ciencia ortodoxa. También brindaba una prueba visible de que Venus, como la Luna
y la Tierra, no poseía luz propia y, por lo tanto, podía ser un mundo. Esto también fue
confirmado por el hecho de que, en el telescopio, los diversos planetas se
expansionaban en pequeños círculos de luz semejantes a la Luna. También éstos eran
cuerpos extensos y parecían rayas de luz sólo a causa de la gran distancia a la que se
hallaban.
Galileo descubrió también que el Sol tenía asimismo manchas negras, un golpe
para la idea de la perfección de los cielos que afectó hasta al concepto del cuerpo,
considerado como el ideal absoluto de perfección.
Sin embargo, todas esas observaciones no habían alcanzado un elevado nivel. Los
satélites que rodeaban Júpiter eran como rayitas de luz moviéndose alrededor de una
raya más grande. Las fases de Venus eran sólo delgados crecientes y semicírculos. No
ofrecían una prueba directa de la existencia de mundos, eran sólo esotéricos
fragmentos de datos de los cuales debía deducirse la existencia de tales mundos, y,
por lo tanto, no ofrecían ninguna prueba concluyente por sí mismos.
Pero estas observaciones no se quedaron solas. En definitiva, si uno tiene un
telescopio, ¿qué mirará primero? Seguramente hacia la Luna.
Y esto es lo que hizo Galileo. Antes de mirar hacia cualquier otra cosa, observó la
Luna. Al ser estudiada la cara de la Luna a simple vista, había dado nacimiento a la
noción de la pluralidad de los mundos. Al ampliarse merced a la observación del
telescopio de Galileo, supuso más, ya que Galileo, lisa y llanamente, vio un mundo.
Galileo pudo distinguir cordilleras y lo que parecían cráteres volcánicos.
Asimismo vio manchas oscuras que recordaban los mares. La Luna no era una esfera
plateada completa y perfecta, ni siquiera una perfecta esfera oscura plateada por la
luz solar. Su superficie era muy áspera, quebrada, imperfecta, semejante a la de la
Tierra. Era un mundo.
Esto era algo que no ofrecía lugar a dudas. No cabían las deducciones, ni siquiera
brindaba argumentos para discutir. Constituía una prueba a los ojos de cualquiera.
Por fin, excepto en el caso de los astrónomos que preferían sus libros de texto a
sus ojos, no hubo dificultades en aceptar el concepto de la pluralidad de los mundos.
Y una vez se aceptó la Luna, encajaron todas las demás pruebas.
El efecto del descubrimiento de Galileo acerca de que la Luna era un mundo
quedó bien patente por el hecho de que enseguida se hicieron populares las novelas
interplanetarias. El público corriente estaba claramente impresionado.
El astrónomo alemán Johannes Kepler escribió una historia titulada Somnium,
12. AGUA
13. SAL
¿QUÉ desastre natural puede producirse sin avisar y matar a un millón de personas en
cinco minutos? Un terremoto.
Si su respuesta era un tsunami, se trata casi de lo mismo, Un tsunami es iniciado
por un terremoto centrado bajo el suelo del océano.
Todos los que han vivido la experiencia de un gran terremoto (y han sobrevivido)
están de acuerdo en que el terror que causa es inenarrable.
Parece violar el curso de la Naturaleza. Se espera que llueva, que los ríos se
desborden, que el verano sea caluroso y que el invierno sea frío. Los excesos o
deficiencias en tal sentido pueden afectar la comodidad; sin embargo, todo el mundo
está prevenido. Y puedes escapar, puedes encontrar cobijo.
Pero ¿qué sucede con un terremoto? Es el propio suelo el que se conmueve y
resquebraja cuando la madre Tierra se encoge de hombros. ¿Quién espera que falle la
eterna solidez de la Tierra? Y, cuando lo hace, no hay sitio adonde ir. Todos los
refugios se convierten en trampas mortales. Sólo se puede esperar hasta que el suelo
vuelva a ser sólido… pero ¿se puede volver a confiar en ese suelo?
«¡PUEDO leerlo como un libro!» Esto es lo que solemos decir cuando interpretamos
claramente a otra persona. Se trata sólo de una metáfora, por supuesto, pero con los
rápidos avances científicos de estos días, las metáforas acostumbran convertirse en
hechos incontrovertibles. Somos como libros, por decirlo así, y los biólogos están
aprendiendo a leer semejantes libros. Para ser más concreto, cada criatura viviente
contiene un catálogo, a menudo varios ejemplares de ese catálogo. Un individuo
humano contiene millones de ejemplares.
En cada catálogo hay una descripción de todas las partes clave que un organismo
necesita en el curso de su vida, además de un sistema de ordenar las partes
particulares cuando ello es necesario y eliminar el exceso. Diferentes porciones de la
criatura están provistas con diferentes grupos de partes, de modo que la comida es
digerida aquí, la luz detectada allí y los venenos eliminados en la otra parte. Los
catálogos difieren en tamaño. En el caso de los virus son muy pequeños; tan
LA habilidad de comunicarse es una de las señales de que se está vivo. Incluso las
más simples criaturas pueden alterar su entorno mediante la secreción de alguna
sustancia química que provoque alguna respuesta apropiada en otra criatura. Una
polilla hembra, al soltar una pequeña cantidad de una sustancia particular, puede
comunicar el concepto «estoy dispuesta», y las polillas macho percibirán el olor a
más de un kilómetro de distancia.
Cuanto más compleja es una criatura, superior es su habilidad para comunicar
mensajes con mayor detalle. Las aves poseen varios tipos de llamadas, los mamíferos
EN 1856, James Abraham Garfield (quien, veinticinco años más tarde se llegaría a
convertir en el vigésimo presidente de los Estados Unidos y en el segundo en ser
asesinado) terminó sus estudios en el Williams College.
El 28 de diciembre de 1871, tras haber luchado en la Guerra de Secesión y haber
alcanzado el grado de general y, en el curso de tal guerra, haber sido elegido para la
Cámara de Representantes, en la que estaba cumpliendo su quinto período, Garfield
fue a Nueva York para hablar ante los alumnos del Williams College.
Cuando el congresista Garfield tenía que hablar, el educador Mark Hopkins
estaba a punto de retirarse, tras haber sido durante treinta y seis años presidente del
Williams College. Hopkins había sido profesor de Garfield, y esto fue lo que el
político dijo acerca del presidente que estaba a punto de retirarse:
«No quisiera que se cerrara esta discusión sin mencionar el valor de un auténtico
profesor. Que me den una choza, con sólo una mesa, Mark Hopkins a un lado y yo en
el otro, y sobrarían todos los edificios, aparatos y bibliotecas.»
¿Era esto el lacrimoso y exagerado comentario del antiguo discípulo, recordando
sus días de estudiante a través de una calina distorsionante producida por el llanto?
SI usted empuja algo con la suficiente fuerza, esto empezará a moverse. Si usted
continúa empujándolo mientras se mueve, se acelera; o sea, que se mueve más
deprisa.
¿Por qué tiene que haber un límite a la velocidad de desplazamiento? Si seguimos
impulsando una cosa, cada vez debería ganar más velocidad, ¿no es así?
Cuando algo se mueve, tiene «energía cinética». La cantidad de energía cinética
poseída por un objeto en movimiento depende de su velocidad y de su masa. La
velocidad es una propiedad en línea recta que es fácil de alcanzar. Decir que una cosa
se desplaza a elevada o a escasa velocidad ofrece una clara imagen a la mente.
La masa es algo más sutil. La masa está relacionada con la facilidad con que
puede ser acelerado un objeto. Suponga que tiene dos pelotas de béisbol, una de las
CUANDO se me pidió que escribiera este trabajo confesé, con toda franqueza, que no
sabía nada de leyes y que no le pedía a la vida más que tener los menores contactos
posibles con ellas. Esta objeción fue desestimada y tuve la impresión, por lo que se
me dijo, de que no sufriría comparación alguna con los otros documentados
caballeros participantes en la conferencia.
A pesar de esta posible comunidad de ignorancia (si es que realmente existe algo
así), no soy tan ingenuo como para enzarzarme en una discusión acerca de sutiles
aspectos legales, tal como los imagino, o en una comparación entre las leyes marinas
y espaciales, por ejemplo. Esto debo dejarlo para talentos más preclaros o, al menos,
más especializados. Me limitaré a mi propia especialidad: la elaboración de
panoramas del futuro.
Tales panoramas podrían carecer de sentido, pero quienes organizaron la
conferencia fueron advertidos de esto por mi parte y, sin embargo, insistieron para
que siguiera adelante. Así, pues, tengo la conciencia tan limpia como un manantial de
montaña.
El espacio -la inmensa extensión más allá de la atmósfera terrestre- no podrá tener
un efecto significativo sobre la sociedad humana ni sobre las reglas de conducta
locales en las que está basada, mientras los seres humanos no lo hayan invadido de un
modo significativo.
Todo lo que ha sucedido hasta ahora ha sido que unas naves han orbitado la
sentido general de «ser humano», incluyendo mujeres y niños. (N. del A.)<<