El Crimen de Galileo
El Crimen de Galileo
El Crimen de Galileo
Reseña
Índice
Prefacio
Introducción
1. Días de descubrimiento
2. Domini canes
3. Intermedio filosófico
4. San Roberto Bellarmino
5. El decreto
6. La audiencia de Bellarmino
7. Los años de silencio
8. Urbano VIII
9. El diálogo
10. Las citaciones
11. El aprieto de los inquisidores
12. El juicio
13. El problema del falso requerimiento
14. Cambio de camino
15. La sentencia
16. Consecuencias
Prefacio
1
Diálogo sobre los Grandes Sistemas del Mundo, de Galileo, traducción de Salusbury. Revisada,-anotada y con una
Introducción de Giorgio de Santillana, Chicago; Imprenta de la Universidad de Chicago, 1963.
Introducción
Nuestra lucha es contra alguna
diablería que reside en el proceso
mismo de las cosas.
H. BUTTERFIELD
supuesto que hacía el Sol, así como girando sobre sí mismo en veinticuatro
horas.
El tratado de Copérnico era conocido desde medio siglo atrás, sin que en
todo ese tiempo suscitara sino escepticismo en su mayor parte. Algunos
espíritus románticos Y. osados se sintieron atraídos por la nueva idea,
aunque imposibilitados de dominar los detalles difíciles del sistema. La
astronomía oficial, representada por el ilustre Tycho Brahe, habíase
declarado en contra y Tycho había presentado un sistema propio e
intermedio, en el cual la Tierra permanecía en el centro de todo lo demás.
Los filósofos de las universidades rechazaron el sistema de Copérnico porque
su teoría era incapaz de ir de acuerdo con sus físicas. Los protestantes se
pusieron contra él al experimentar que arrojaba dudas contra la verdad
literal de las Escrituras. En cuanto a los jerarcas de la Iglesia, tenían en gran
respeto a Copérnico como hombre de iglesia y erudito, pero consideraron su
sistema como uno más de esos ingeniosos inventos matemáticos imposible
de convertirse en realidad física. Las matemáticas eran consideradas por
entonces como algo para el técnico y los virtuosi, tal como se los llamaba,
sin ninguna pretensión en cuanto al terreno filosófico; y las especulaciones
físicas y metafísicas de algunas mentes aventureras en pos del “divino
secreto”, en número y en proporción, no eran tales como para obligar al
asentimiento de los estudiosos responsables. A más de ello, los individuos de
la Iglesia derivaron buenas razones para su reserva de un libro del propio
Copérnico, llegado a poder de ellos con un prefacio espurio escrito realmente
por Osiander, clérigo protestante, que no reclamaba ninguna pretensión de
validez en cuanto a la teoría.
Galileo, que había venido madurando en los años siguientes a 1585 una
filosofía natural completamente nueva basada en las matemáticas, vio el
libro desde un punto de vista diferente por entero. Para él contenía un
excelente sentido físico y mostraba el camino hacia una cosmología más
pura. Todo eso admitió ante sus amigos, en el año 1597. Pero, sabedor de
que “sería necesario amoldar de nuevo el cerebro de los hombres”, antes de
llevarlos a su punto de vista, se dedicó a esperar. Supo que no era poseedor
Capítulo 1
Días de descubrimiento
I
En marzo de 1610; Galileo anunció al mundo el descubrimiento del
telescopio en su “Mensaje desde las Estrellas”. “Ese universo”, como habría
de decir más tarde, “que he ampliado cien y mil veces más allá de lo
imaginado por todos los sabios de los siglos pasados”, no traía en su
mensaje solamente cosas nuevas y no imaginadas en los cielos, sino nuevas
ideas en la mente de su descubridor.
Otros podían pensar en la existencia de “una nueva América en los cielos” y
mayor magnificencia de estrellas. Para el explorador mismo, el Nuncius
Sidereius1 trajo una decisión bien clara: Copérnico había estado acertado al
hacer de la Tierra un planeta y no el centro mismo del Universo. Galileo
habíalo adivinado mucho tiempo antes, en tanto hallábase dedicado a su
labor menos conocida con las matemáticas. Nadie podría haber adivinado por
entonces su objetivo final; pero, al buscar las leyes de los proyectiles y de
los cuerpos en su caída, se dijo a sí mismo que no mostraría su mano en la
cosmología mientras no lo hiciese como un tipo de copernicano enteramente
nuevo… no el simple astrónomo sino el “astrónomo filosófico”, el físico de los
cielos. El descubrimiento repentino del telescopio decidió el asunto para él,
1
Este era el titulo del folleto en su latín original.
2
Esta carta, lo mismo que los demás textos cuya procedencia no se especifique, se hallarán en la edición nacional
de Obras, de Galileo, por Antonio Favaro, en veinte volúmenes. La correspondencia se ha dispuesto en orden
estrictamente cronológico, de tal modo que la fecha constituye suficiente referencia.
3
La intimidad entre ambos hombres trasluce en su correspondencia, aun cambiada, como está, en severo tono
oficial. En determinado punto, se cita el lenguaje directo de Vinta: Galileo, nelle cose tue tratta con me e non con
altri, frase significativa tanto por su sentido como por la forma en que va dirigida.
4
“Maese Roco Berlinzone” era el apodo de los jesuitas. La Sociedad había sido expulsada del territorio de Venecia a
causa de intrigas políticas en el año 1606, por decreto del Senado. Anteriormente había sido desterrada de Francia
en 1504, pero se le permitió regresar en tiempo de Enrique IV. Fue obligada a salir de Francia, y de España en
1767 y finalmente suprimida por el papa Clemente XIV en 1776. Tal supresión no fue revocada sino en 1814.
Aún antes que los astrónomos jesuitas, y mucho más que ellos, fue la
opinión pública lo que le ayudó. Sus propios impresores de Padua
contribuyeron con dinero para una oda que le fue dedicada; los escritores
celebraron el descubrimiento del telescopio en opúsculos y versos, tanto en
latín como en lengua vernácula, elegíacos, pindáricos, jocosos,
epigramáticos; en lenguaje cortesano, pulido y popular; en odas, versos
libres, sonetos, octavos y terza rimas. Discutióse acerca del nuevo
descubrimiento en las sobremesas principescas y entre el pueblo en las
escalinatas de la catedral. Fue tema de frescos, por parte de Cigoli, en la
cúpula misma de Santa María la Mayor, de Roma. Los principales poetas de
entonces, Marino y Chiabrera, aportaron también sus contribuciones. De
Inglaterra llegaron nuevas de que el telescopio había invadido la filosofía y la
5
Cf. Leonardo Olschki, Geschichte d. neusprachlichen wissenschaftlichen Litteratur, Vol. III; Galilei und seine Zeit
(1927). Sobre el efecto en los círculos británicos, véase M. H. Nicholson, El Telescopio y la imaginación, en Filosofía
Moderna, 1936, y Estudios de Filología (1935): y J. Jonhson, Pensamiento Astronómico en la Inglaterra del
Renacimiento (1937).
6
Esta cita y la siguiente son del Diálogo entre los Grandes Sistemas del Mundo (traducción inglesa; Chicago.
Imprenta de la Universidad de Chicago —en adelante citada solamente como Diálogo)—, páginas 122 y 125; pero
corresponden a secciones escritas mucho antes de 1630, con probabilidad en la época de su polémica con Magini.
Por otra parte, sabemos que tales observaciones sarcásticas fueron proferidas con frecuencia por Galileo desde el
comienzo de su polémica con las escuelas.
7
Decimos incitado porque Magini estaba detrás de ello (véase la carta de Sertini, agosto 7, 1610, Ed. Naz. X, 411).
Magini había alentado a su vez el panfleto cargado de odio de Martin Horky, que se volvió contra su autor. Puesto
que el padre Müller, S. J., Galilei und die Katholische Kirche (1410) eligió citar sus observaciones personales, bien
podría dar una idea de esta clase de polémica, dejándolo en latín, como hace Gibbons, con sus citas menos
refinadas: Galileo, dice Horky, era impopular en Bolonia “quia capilli decidunt, tota cutis et cuticula flore Gallico
scatet, cranium laesum, in cerebro delirium, optici nervi, quia nimis curiose et pompose scrupula circa Jovem
observavit, rupti…”.
8
El telescopio fue bautizado occhiale por Galileo, y en latín se convirtió en perspicillum, arundo optica, etc. El
nombre griego de telescopio fue sugerido más tarde por Demisiano, miembro de la Academia de los Linces (cf.
Rosen, “The Naming of the Telescope”, Isis, 1947).
mayor facilidad por la superstición y las emociones violentas que por los
argumentos razonables. Sabía demasiado bien que los verdaderos
manipuladores de tales pasiones eran los demagogos y predicadores que
incitaban al furor, capaces de convertir las palabras mágicas del espanto o
de la autoridad “en cachiporra con que aplastar los esfuerzos de la ciencia”.
Pero también creía, cosa del todo clásica, que en todos los estados de la
vida, desde el más humilde al más elevado, surgen hombres capaces de
pensar por sí solos y que constituyen la élite natural. Los últimos siglos han
probado cómo pueden esos hombres conformar la civilización de manera tan
libre y poderosa; fue a ellos a quienes apelaba como “clase abierta
gobernante”, lo que estuvo llamado a antagonizar los intereses
entrelazadores de casta de los custodios del saber.
Lo realizara o no, ahí tenía en marcha un movimiento llamado a causar una
reacción violenta en la medida en que sacudió los cimientos del viejo edificio.
Se sigue sosteniendo en nuestros días10 que el error fatal de Galileo radicó
en su temeraria indiscreción, su insistencia en lanzar abiertamente al público
en general, escribiendo en lengua vernácula, una cuestión que se hallaba
lejos de ser resuelta, y que no podía, en esa forma, sino proporcionar
escándalo al pío, en tanto que la verdadera manera de aproximarse al tema
habría sido escribir trabajosos tomos en latín y esperar con paciencia su
apreciación de parte de eruditos y teólogos. Este falso argumento ha sido
motivo de un verso popular: Cet animal est très méchant quand on l’attaque,
il se défend. Los cultos apólogos parecen olvidar que sus últimos y eruditos
colegas de las universidades habían examinado rápidamente las nuevas
teorías y resuelto no asignarles importancia. No sólo eso sino que, temiendo
que su propia fuerza no bastase, se atrajeron, como luego veremos, la ayuda
de los pocos eclesiásticos que apenas merecían el título de teólogos, con
objeto de crear un escándalo decisivo del que resultase el destierro. Tales
caballeros estaban dispuestos a pronunciar sus sermones en italiano o, mejor
dicho, en una lengua vernácula tan parecida al italiano como el lenguaje de
los periódicos de Hearst lo es para el británico.
10
Ver, e. g. Müller, op, cit. y la Enciclopedia Católica (New York: Appleton, 1910), art. "Galileo".
III
Como hombre, debe reconocerse que Galileo responde tan poco al clisé de la
época relativo al filósofo, como respondería al de nuestro tiempo referente al
científico.
“Quien contempla lo más alto”, decía sin falsa modestia, “es de superior
calidad; y bojear el libro de la naturaleza, que es el verdadero objeto de la
filosofía, es la manera de hacernos contemplar hacia lo alto, en cuyo libro,
sea cualquier cosa lo que leamos, como obra del Todopoderoso, hallaremos
todo lo más proporcionado; no obstante, resulta más noble y más absoluto
que amaba con sinceridad la buena lucha. Así escribió en 1611 que la
Dioptrics, de Kepler, había llegado a la ciudad y estaba resultando valioso
aliado: “Esto atribulará más aún a los sátrapas y atiborradas togas del
saber… Me place verlos clavados, mudos, con los ojos saltones, de manera
que si tuviese que trazar la figura de la ignorancia no la haría de otro modo…
Kepler debiera figurar en todas las librerías y deseo que usted recurra a él
para sus tareas, de modo que los otros revienten, y que sus escritos se vean
por doquier y los acosen hasta en los puestos del mercado (su por le
pancaccie)”. En otra oportunidad, escribió acerca de las Cartas sobre las
Manchas Solares: “Procure que los libreros dispongan de ellas libremente,
pues con ello haría morir de rabia a la ‘Liga de las Palomas’, al ver que no
pueden examinar un estante sin tropezar con ellas 11 … A propósito, he
imaginado un emblema para que esos pedantes lo coloquen en su escudo;
una chimenea con el cañón atascado y el humo retrocediendo para llenar la
casa en donde se reúnen las gentes para quienes oscurece antes de
anochecer”12.
Podría imaginarse el desdén de Cigoli como el del hombre inculto hacia lo
erudito, pero, en su condición de pintor triunfante y respetado, no tenía que
habérselas con ningún sentimiento de inferioridad; y su juicio está basado
con tanta independencia como la del auténtico artista del Renacimiento. Al
observar con gran atención la actitud del padre Clavius, autoridad jesuita en
astronomía, informa a Galileo que Clavius no puede sujetarse a la idea de
que puedan existir auténticas montañas en la Luna, y está tratando de
explicar lo que es observado por determinadas diferencias de densidad en el
interior del reluciente y diáfano cuerpo del satélite. “Parece creer realmente
esta clase de explicaciones y no hallo disculpa para él como no sea que el
matemático, por muy ilustre que sea, sin la ayuda de un buen dibujo no es
sólo matemático a medias sino hombre desprovisto de ojos” 13.
11
"Liga de los Palomos" era la peripatética coalición encabezada por Lodovico delle Colombe, del que nos
ocuparemos después. Puesto que Colombe significa "paloma", Galileo lo tildó con frecuencia de palomo.
12
Un verso que habíase convertido en proverbio corriente: Gente a cui si fa notte innanzi sera.
13
Carta a Galileo, agosto 11, 1611. La teoría prosiguió siendo presentada durante muchos años, y hasta Galileo
tuvo que ocuparse de ella en su Diálogo, pp. 96 ss.
14
La obra de Copérnico había sido anunciada antes de su publicación, en 1533, por Johannes Widmanstetter al
papa Clemente VII, que había aprobado las ideas. También fueron favorecidas por el cardenal Schönberg, entonces
presidente de la Comisión del Almanaque; y Tiedemann Glese, obispo de Kulm, ayudó a su publicación.
15
Referencia mitológica a Linceo, uno de los argonautas, célebre por la agudeza de su vista.
16
Carta a Gallanzoni, junio 16; a Cigoli, octubre 1 de 1611. Gallanzoni era secretario del cardenal Joyeuse, y la
carta de catorce páginas es evidentemente destinada al mismo cardenal, así como a Bellarmino.
Las Cartas sobre las Manchas Solares, publicadas en 1613, luego del retorno
de Galileo a Florencia, y bajo el patroéinio de la Accademia dei Lincei, son
totalmente copernicanas. Se trata de la primara admisión libre de que la
nueva teoría constituye la única para la cual los descubrimientos del
telescopio poseen sentido.
Fortalecido por el reconocimiento oficial, ve abierto el camino hacia el gran
cambio. En esta hora meridiana de su vida concluye triunfalmente su tercera
y última Carta Solar: “Saturno y Venus aportan de manera maravillosa su
contribución a la armonía del gran sistema de Copérnico, a cuyo total
descubrimiento ayudan vientos favorables, con una escolta tan
resplandeciente mostrando el camino, que ya no debemos temer más la
oscuridad y las tormentas desfavorables”.
Esto fue escrito el 19 de diciembre de 1613, tres semanas después de que la
clerecía hubiera lanzado su primer ataque abiertamente.
Capítulo 2
Domini canes
I
El padre dominicano Lorini, profesor de historia eclesiástica de Florencia, fue
quien tomó la iniciativa. Al predicar el Día de Difuntos del año 1613,
arremetió contra las nuevas teorías en los términos más inconvenientes.
Llamado a capítulo por haber quebrantado la costumbre, escribió una
trémula carta de disculpa: aseguró que jamás había mencionado a la ciencia
en su sermón. “Fue posteriormente, durante una discusión y con el fin de no
permanecer como un leño, cuando dijo dos palabras a efectos de que la
doctrina de ese Copérnico, o como se llamara, estaba contra la Sagrada
Escritura”.
De manera que los monjes se habían echado por el sendero de la guerra
después de todo; Cigoli había estado en lo cierto al prevenir, un año antes,
acerca de sus ocurrencias en Roma. Pero eso era de esperar. Los monjes
siempre se agitaban con motivo de algo: rentas, privilegios, libros,
jurisdicción, querellas personales o la resistencia de algún funcionario a sus
sempiternas reclamaciones. Galileo había adoptado la precaución de
“verificar señales” en el Vaticano. El cardenal Conti, a quien suplicara
orientación, le había escrito en julio de 1612 en el sentido de que “las
manifestaciones de la Sagrada Escritura iban más bien en contra que a favor
del principio aristotélico de la inalterabilidad del firmamento, siendo diferente
1
Didacus à Stunica (Diego de Zúñiga), monje español, había escrito un comentario acerca del pasaje de Job: "El
que ha detenido la tierra sobre el vacío". Galileo había pensado, a su vez, en este pasaje, como aparece en sus
comentarios marginales a Colombe. El "erudito doctor" de la carta del cardenal es a todas luces Nicolás de Cusa.
2
Las Congregaciones actuaban como equivalente de nuestras comisiones de Gabinete y de Senado, mas cada una
de ellas encabezaba a su vez un departamento. Cuando no las presidia el papa celebraban sus reuniones en el
domicilio de algún otro miembro. La Congregación del Santo Oficio era la más importante, y corresponde más o
menos a nuestro Consejo de Seguridad Nacional. Sus miembros eran por entonces los cardenales Bellarmino,
Veralli, Centino detto d’Ascoli, Taberna (di S. Eusebio), Mellini, Gallamino (d’Aracoeli), Bonsi (di S. Clemente), y
Sfondrati (di S. Cecilia), “por la gracia de Dios, cardenales de la Santa Iglesia Romana, e Inquisidores Generales en
toda la comunidad cristiana contra la depravación hereje.
3
Cremonini se refleja en los textos de historia como la abstracta imagen del pedante, pero fue en su época un
personaje vivido y lleno de colorido, sucesor de Francesco Zabarella, habíase convertido en la lumbrera de la
filosofía paduana, en su condición de vigoroso y sistemático maestro de la auténtica doctrina peripatética, que, por
supuesto, llevaba en sí la no creencia en la inmortalidad del alma individual humana. Había defendido con vigor los
privilegios de la universidad contra los intentos de los jesuitas de poner pie en la enseñanza, y en dos
oportunidades fue desafiado por la Inquisición, a la cual desconoció valido de su posición de inmunidad, garantizada
por el estado veneciano. De allí en adelante se consideró mejor política no proseguir el caso contra su persona. Su
sueldo de dos mil florines era el más elevado, y doble del asignado a Galileo en mérito a sus descubrimientos. Vivía
a lo grande, con “numerosos criados, dos carruajes y seis caballos”. Tocante a su actitud personal acerca de
Galileo, se halla expresada de la mejor manera en una carta de Paolo Gualdo: “Le dije al encontrarlo en la calle: ‘El
señor Galileo se muestra sumamente apesadumbrado de que haya escrito usted todo un gran volumen que se
refiere al firmamento, a la vez que rehúsa mirar a sus estrellas’. Y contestó: ‘No creo que las haya visto nadie sino
él y, por otra parte, eso de mirar a través de lentes, me marearía. Basta, no quiero hablar más de ello. Pero ¡qué
lástima que el señor Galileo se vea envuelto en esos trucos de entretenimiento y haya olvidado nuestra compañía y
su seguro refugio de Padua. Puede que tenga que lamentarlo’”.
II
Los amigos de Galileo le daban consejos contradictorios, diciéndole unos que
prosiguiese sus descubrimientos y renunciase a la controversia cosmológica,
y otros que era el momento de salir a la palestra con demostraciones
convincentes y colocar de su parte a los expertos jesuitas. Era bastante
cierto que el viejo padre Clavius vacilaba en su posición tolemaica durante
aquellos últimos meses de su existencia5 y que los otros, Grienberger, van
Maelcote, Lembo, no serían difíciles de persuadir.
El padre Campanella, el belicoso confusionista permanente y generoso, le
escribió desde su calabozo de Nápoles (eran tiempos felices en que podía
mantenerse correspondencia filosófica desde las prisiones de la policía
secreta): “Todos los filósofos del mundo reciben la ley de vuestra pluma,
porque en verdad resulta imposible filosofar sin un sistema del mundo
asegurado, tal como esperamos de usted… Ármese con la perfecta
matemática, abandone los demás asuntos y no piense sino en éste; porque
no sabe si mañana habrá muerto”.
4
A qualche giustificazione de’casi suoi. Esta se produjo tan sólo cuatro años más tarde, en una carta de
Guicciardini, fechada diciembre 5, 1615. La carta de Galileo a Gallanzoni, que fue mostrada a Bellarmino,
evidentemente no produjo la menor impresión.
5
Fue Kepler quien señaló más tarde la evidencia de duda en los comentarios de Olavius sobre Sacrobosco, escritos
poco antes de su muerte, en 1612. Ello se ve confirmado por las confesiones del padre Kircher (ver n. 6, p. 244).
Pero los jesuitas disponían de otras líneas de retirada, como veremos más adelante.
Eso era lo que a Galileo le hubiera gustado realizar, pero, visto cuanto nos ha
sido posible penetrar a través de sus pretextos, no se sentía presto aún para
una demostración de fuerzas. Las pruebas astronómicas eran brillantes, mas
conocía mejor que nadie que la hipótesis de Copérnico permanecería tal
como había sido para su iniciador… un formal diagrama para ser aceptado
únicamente por razones ópticas o cinemáticas, sin una filosofía natural en
que enmarcarla. Lo que Galileo necesitaba y no tenía era un Newton, y no
contaba sino con Copérnico, matemático no convencional, imaginativo y
místico. De fijo que contaba igualmente con Kepler, el “astrónomo de César”,
valiente luchador además, pero peligroso visionario y por mala fortuna
protestante a la vez. Contra los principios físicos de la cosmología
convencional, que siempre eran sacados a relucir en contra suya, necesitaba
igualmente un sólido juego de principios —en verdad más sólidos— porque
no apelaba a la experiencia ordinaria y al sentido común como sus
oponentes. No era su deseo aparecer ante los ojos de sus enemigos como
uno de “estos matemáticos que avanzan llenos de alegatos contra las nuevas
teorías naturales, en tanto se ven desprovistos de toda filosofía”. Por eso
insistió siempre en que había dedicado más años al estudio de la filosofía que
meses ni de las matemáticas.
Debe reconocerse que sus oponentes contaban con un punto fuerte: las
teorías de los astrónomos jamás habían tenido ningún sentido físicamente, y
ello se aplicaba aún a ambos campos. Los antiguos astrónomos tuvieron el
buen sentido de presentar solamente modelos matemáticos abstractos
(figuras 1 y 2). Ese Copérnico, se les decía ahora, tomó sus ideas como
verdad física. Pero, entonces, ¿cómo explicaba los epiciclos que aún llenaban
su diagrama, nada menos que en número de treinta y cuatro?6. Debe haber
estado pensando que, a través de alguna gracia especial, los círculos
abstractos movíanse por sí mismos. En verdad lo pensó, sin hallar mejor
explicación que ésa. Con la despreocupación del sabio, dejó que sus
sucesores llenasen los huecos de su teoría.
6
Para la explicación del problema véase capítulo 3.
III
Por el momento experimentaba que lo mejor sería continuar con su actitud
semiperiodística, sacudiendo el sistema de sus oponentes en los puntos más
débiles, convirtiendo a los hombres influyentes, creando un clima de opinión
favorable. Sabía su capacidad de persuasor invencible en amistosa discusión,
pudiendo esquivar los puntos delicados al elegir su propio terreno y
sorprender y salir victorioso mediante osadas admisiones. Es así como
contesta al príncipe Cesi, que había dicho de su buena disposición a
favorecer el sistema de Copérnico, siempre que de él se suprimieran los
excéntricos y los epiciclos: “No deberíamos desear que la naturaleza se
ajustara a lo que nos parece dispuesto y arreglado del mejor modo, sino más
bien debiéramos ajustar nuestro intelecto a sus obras, puesto que
ciertamente son las más perfectas y admirables, y todas las demás
construcciones se revelarían eventualmente desprovistas de elegancia,
incongruentes y pueriles… Si alguien quiere negar los epiciclos, tendrá que
negar el sendero de los satélites de Júpiter… Los excéntricos existen, porque
¿qué otra cosa significa el sendero de Marte, según las mejores
observaciones?”7.
Así trataba de vencer las dudas de su amigo, esperando que éste no se
percatara cie que los epiciclos oficiales eran algo diferente por completo, no,
como ocurría con Júpiter, los senderos de verdaderos satélites en
movimiento alrededor de un auténtico planeta, sino meras invenciones
geométricas en movimiento alrededor de centros imaginarios… pero, por lo
demás, eran tantas las cosas de que ya se hallaba seguro, aunque sin poder
probadas aún, que un poco de ilusionismo parece excusable 8 . Según su
expresión, no se echa abajo una casa en perfecto estado porque la chimenea
ahúme.
7
Carta a Cesi, junio 30, 1612.
8
Los aristotélicos tenían razón sin duda en este punto. Los epiciclos no casaban con ningún sistema de filosofía
natural, y constituye uno de los misterios más singulares de la historia que Galileo rehusara la ayuda ofrecida por
Kepler con su teoría acerca de las órbitas elípticas. La excentricidad de Marte se halla presente en su imaginación;
las ideas de Kepler son discutidas entre sus amigos, pero nada acontece (ver páginas 169 y 170 y la llamada N.º
10).
9
La principal razón astronómica de Tycho (aparte de las frívolas físicas (véase páginas 12 y 62) fue que no había
podido descubrir un paralaje estelar ni siquiera de medio minuto, que removiese las estrellas a una distancia de al
menos ocho millones de semidiámetros de la Tierra; en tanto el último círculo de Saturno no Iba más allá de doce
mil. Esto, a su vez, y dado los aparentes diámetros estelares, habría hecho a las estrellas mayores aún que el
sistema solar. Tycho había insistido en que los planetas brillaban con su propia luz, lo que los diferenciaba de la
Tierra. El telescopio demostró ahora que los aparentes diámetros estelares se debían a la irradiación y también que
Venus se hallaba a oscuras cuando el Sol no la alcanzaba.
10
E. Naz., IV, 445.
fue entonces cuando Galileo ideó un método mediante el cual podrían ser
montados correctamente comprobándolos sobre una estrella… y luego enfocó
su instrumento sobre Júpiter. Imaginemos el telescopio en manos de un
Giambattista della Porta o algún otro de sus tan conocidos contemporáneos y
comprenderemos hasta qué punto su importancia se relacionaba con la
personalidad intelectual de su autor. Como hace notar Olschki con todo
acierto:
“El dominio que el pensamiento de Galileo ejercía sobre todas las ramas del
saber y la aplicación no fue tanto resultado de su pluralidad de inclinaciones
como de su gran capacidad para el ‘toque común’ y su influencia personal en
la formación intelectual de generaciones que vieron en su persona una
encarnación de la sabiduría, un conductor y una figura maestra. Y lo hicieron
así porque en las realizaciones y en los pensamientos de Galileo reconocieron
su interés por la humanidad toda, y no solamente el fruto de los eruditos
esfuerzos de un especialista. Los reproches de vanagloria, impaciencia y
pagado de sí mismo que se le asignan, aun en nuestro tiempo, por dejar su
estudio en pos del escenario público fallan por su base si lo consideramos en
su propio mundo y se convierten en juicios de poca monta o en hipocresía”11.
Por nuestra parte podemos agregar… como resultados de una enemistad que
no se abate…
Galileo debía ser considerado en verdad, como hemos intentado demostrar,
como el último gran líder del Renacimiento; su atracción hacia el pueblo
continúa la lucha de Leonardo contra las pre-concepciones de los eruditos y
las “Salas de Vana Disputa”. Era todavía el mundo del Renacimiento el que lo
rodeaba, con su curiosidad y su agitación, sus vivas controversias, su
violento envolverse en grandes disputas, sus jurados populares de arte y su
interés en tecnología; era la marea social de los nuevos tiempos lo que le
proporcionaba su poder12.
11
Leonardo Oslchki; Geschichte d. neusprachlichen wissenschaftlichen Litteratur, Vol. III: Galilei und seine Zeit
(1927).
12
“Los cultos son acosados por los ávidos de conocimientos, tal como lo son los ricos por los pobres que se agolpan
a sus puertas”. (Carta de Nozzolini. Ed. Naz., VI, 698).
IV
13
Véase páginas 94 y 106
Por lo demás, Galileo era demasiado astuto para no comprender que sus
enemigos trataban de arrastrarlo al terreno de la controversia. Su respuesta
en forma de Carta a Castelli (diciembre 13, 1613), que habría de circular
entre sus amigos, fue un modelo de restricción y de habilidad dialéctica14.
Galileo recuerda siempre a sus lectores en primer término que las Escrituras,
aunque verdades absolutas e inviolables en sí mismas, han sido siempre
interpretadas como si hablasen en sentido figurado en muchos puntos, como
cuando mencionan la mano de Dios o la bóveda celeste, y que es nuestro
deber interpretarla de manera que ambas verdades, la de la naturaleza de
14
Llegó a poder de Francis Dacon a través de Toby Matthews, quien escribió desde Bruselas: “Tengo la pretensión
de enviarle copla de una carta que Galileo, de quien estoy seguro habrá oído hablar, escribió a un monje de mi
conocimiento… A un procurador General en plena ciudad, y a uno tal como el ocupado en los más arduos negocios
del reino, podría parecer fuera de lugar que lo interrumpa con un tópico de esta naturaleza. Pero sé suficientemente
bien, etc.”.
V
Por desgracia, él mismo proporcionó exactamente la oportunidad esperada
por sus enemigos. Estos proclamaron por doquier que había llevado un
asalto contra la autoridad de la Biblia e intentado mezclarse en asuntos
teológicos. Pocos habían visto la carta; muchos llegaron a pensar que sabían
lo que contenía. El obispo de Fiésole deseaba encarcelar a Copérnico y hubo
de informósele que el buen hombre había fallecido hacía tiempo. El padre
Tomaso Caccini, monje dominico con varios conocidos en la “Liga”, que ya
había sido sometido a disciplina por el arzobispo de Bolonia por escandalizar,
vio una excelente oportunidad para un nuevo escándalo. El 20 de diciembre
de 1614 pronunció un sermón en Santa María Novella, sobre el texto
“Vosotros, hombres de Galileo, ¿por qué miráis al cielo?”, anunciando que las
matemáticas (viri Galilsei) eran cosa del demonio, que los matemáticos
deberían ser expulsados de los estados cristianos y que esas ideas acerca de
que la Tierra se movía hallábanse próximas a la herejía, como aseveraba
Serrarius, a más de muchos otros textos eruditos.
La opinión educada se ha divertido siempre, a partir de ese instante, con las
excentricidades del padre Tomás. Hay, empero, dos cosas que parecen haber
escapado a la atención en su actuación más bien sin dolo. Una es que, si
bien no resultaba infrecuente que los predicadores arremetieran en su celo
contra la erudición académica y el saber de las universidades 15 , no se
comenzaba a gritar herejía y condenación desde el púlpito, al menos hasta
que la posición correcta hubiera sido definida por Roma; y era bien sabido,
en cambio, que las autoridades mostrábanse con la mente enteramente
abierta hacia los nuevos descubrimientos. Otra es que Caccini, si bien
hombre carente de interés intelectual, no era ignorante, sin embargo.
Acababa de presentar su candidatura para el título de bachiller en artes. No
ignoraba lo que había detrás del encabezamiento “matemáticas” en el orden
15
Estos motivos fueron recalcados en la prédica de la contrarreforma hasta nuestros días como contramedida al
desarrollo del pensamiento secular: Diceva bene ar Caravita er prete: Il Libri so’invenezione der demonio. Dunquem
fijoli mii, no’li leggete. G. G. Belll.
(El sacerdote lo dijo bien en el oratorio de Caravita; los libros son invento del demonio, por lo que, hijos míos, no
los leáis).
de estudios. Pero las matemáticas, aunque más no fuera por sus atribuciones
limitadas, habían sido siempre teológicamente blandas como la lana. Toda
dificultad existente debíase a la filosofía, en la cual comprendíase la física, y
que podía salir con toda suerte de desviaciones ateas tales como el
averroísmo, el atomismo, el panteísmo y hasta el pitagorismo. Pero eso no
era “matemática”.
Con objeto de que se comprendiera que estaba interesado en el sistema del
mundo, Galileo tuvo que explicar que en realidad era filósofo; y se movió
hasta obtener de Vinta que lo manifestara de manera tan explícita, de
acuerdo con su título en la Corte, que lo convertía en “Filósofo y Matemático
Principal de Su Alteza Serenísima”. Si el objetivo de Caccini había sido en
realidad la teoría heliocéntrica, sus hábitos de lenguaje habríanle hecho
hablar de la “nueva filosofía, que todo lo pone en duda”. En vez, dijo que las
matemáticas y los matemáticos eran todo cosa del diablo, y lo decía
sabiendo que la imaginación popular tomaba en su mayor parte a los
matemáticos por astrónomos. El libre empleo de este vocablo remontábase
hasta las postrimerías de la Edad Antigua, y los príncipes tuvieron desde
entonces “matemáticos en la corte” sin otra finalidad verdadera que la
formación de los horóscopos. Kepler sabíalo muy bien y, aunque sincero
creyente en la Astronomía, le apesadumbraba que se le pagara sólo por eso.
Ahora bien, puesto que la Orden de los Predicadores habíase nombrado a sí
misma “guardianes de la fe”, no era sino natural que se diese a perseguir
todo lo relacionado con la magia y la vana curiosidad, en el espíritu de la
instrucción apostólica Increpa illos dure. Caccini habíase arrogado ese papel
tan natural para promover mejor la confusión entre las nuevas ideas —para
las que ya se solicitaba un lugar en que fuesen aceptadas como ortodoxas—
y toda suerte de material subversivo y lleno de descrédito. Diecisiete años
más tarde, al ser reiniciada la campaña contra Galileo, ciertos caballeros de
Roma, anónimos pero bien adiestrados, recurrieron a la misma táctica inicial:
esparcir el rumor de que Galileo había predicho astrológicamente la muerte
del Papa.
16
La propia poesía burlesca de Galileo, que hemos citado en la página 27, expresa una de ellas en su último verso.
Los doctores, dice, se han dedicado a vivir a sus anchas, “no menos que si fuesen frailes o crasos sacerdotes,
enemigos mortales de todas y cada una de las incomodidades”.
17
La palabra adombrare es utilizada aquí en el mismo sentido antiguo que en el Purgatorio, de Dante XXXI, 144 y
no en su más corriente, que a su vez se encuentra en el inglés adumbrate (sombrear, oscurecer).
18
Los documentos del archivo de la Inquisición se hallan en el volumen XIX de la edición nacional de las Obras de
Galileo, por Favaro. Pero, como han sido reproducidos a su vez por L’Epinois y Berti en sus anteriores publicaciones
del legajo, nos referimos a ellos en cuanto a número del folio auténtico, que se hallará en las tres obras.
19
Esto era prudencia con respecto al arzobispo y el uso que pudiere hacer de sus palabras, no con relación al
Vaticano, pues Galileo había enviado ya el verdadero texto de la carta por intermedio de Dinj, el 16 de febrero de
1615; pero no fue tenido en cuenta. Algunos historiadores modernos, como monseñor Marini, que al parecer no
conocieron los escritos de Galileo sino en base a informes policiales, encontraron en el término "pervertir" otra
prueba de la arrogancia de Galileo.
20
Sarpi es el padre Paolo, de Milton "el gran desenmascarador del Concilio de Trento", quien "observó que los
primitivos concilios y obispos se limitaron a declarar qué libros no eran recomendables, sin ir más allá y dejando a
la conciencia de cada uno leerlos o hacerlos a un lado", (Areopagítica). Paolo Sarpi (1552-1618) había sido amigo
de Sixto V y de Bellarmino, mas la controversia sobre el interdicto veneciano los había separado. Excomulgado por
la Curia, sus agentes intentaron secuestrarlo y aun asesinarlo el año 1607. Hasta el final continuó actuando como
consejero de la República de Venecia y líder en la lucha del estado contra las reclamaciones del Vaticano, ya que
defendió las antiguas y republicanas libertades Ecclesiae contra los jesuitas y el absolutismo de los papas. "El nuevo
nombre de ciega obediencia inventado por Loyola", escribió, "siempre fue desconocido por la Iglesia y por todos los
buenos teólogos, hace desaparecer la característica esencial de la virtud que procede por determinado conocimiento
y elección, expone al riesgo de ofender a Dios y no excusa al que ha sido engañado por el gobernante espiritual".
No es necesario expresar que la amistad de Galileo con Sarpi no implicaba relación de ninguna especie con las
actividades políticas y religiosas del último. Sarpi era uno de los grandes eruditos de su tiempo: habíase mostrado
fuertemente interesado en las teorías físicas de Galileo y hasta había colaborado en sus experimentos. Estaba
seguro de que la teoría de Copérnico sería aceptada eventualmente como cierta y llegó a manifestarlo así en su
opinión escrita al Senado veneciano, luego de la prohibición de 1616. Nada de eso interesó a Caccini. La simple
mención de Sarpi era un baldón efectivo y sabía que iba a surtir efecto en Roma.
21
Debemos admirar otra vez la técnica. Caccini manifiesta que le entregó la Carta a Castelli para su lectura; en
consecuencia, sabe que la posición de Galileo es exactamente lo contrario. "La interpretación literal de las
Escrituras", se dice en ella, "conduciría a grandes herejías y hasta a blasfemias, tales como que Dios posee manos y
ojos, que se halla sujeto a afecciones corporales tales como la ira, el arrepentimiento, el odio y aun el olvido y la
ignorancia". Mas, al llamar a Jiménez como fuente independiente, de quien puede suponerse que no conoce el texto
de Galileo, se da a sí mismo amplia difusión. Toda la deposición representa tan grande masa de enredo e indirectas
y conversación de doble sentido, que un sumario no le hace justicia.
escándalo dado por los galileístas. “¿Quiénes eran?”. No los conocía muy
bien. Había un individuo, Giannozzo Attavanti, párroco de él conocido, que
había manifestado cosas terribles. Estaba seguro de que no había sido su
ánimo decirlas en serio; no era hereje, de seguro, ni lo suficientemente
informado para poseer una opinión seria. Debía haberla recogido de Galileo o
de alguno de sus partidarios. “¿Qué decía?”. Que Dios era un accidente y no
existía sustancia de las cosas ni continuidad de la cualidad, sino que todo era
una discreta cantidad compuesta de vacua (sic); que Dios era sensitivo, que
lloraba y reía. Pero ignora si ellos expresan sus opiniones o las de otro.
“¿Dijeron que los milagros atribuidos a los santos no eran milagros
auténticos?”. No, no había oído tal cosa. “¿Dónde y cuándo había oído tales
opiniones?”. De ese joven Attavanti, en diversas oportunidades, lo mismo en
la planta alta que en la baja del Monasterio de Santa María la Nueva. Él le
había suplicado que no se expresara de tal manera y representádole la
enormidad de sus manifestaciones, pero así y todo continuaba creyendo que
el individuo no daba su opinión sino la de Galileo. —Se retira el testigo.
Attavanti fue llamado al día siguiente e interrogado acerca de las
condenables proposiciones. Respondió con firmeza. El padre Jiménez, dijo,
puede explicar cómo aconteció. Discutíamos acerca de nuestras tesis y yo
sostuve la parte contraria, eddicos di gratia. Nos ocupábamos de la sección
sobre absolutos, de Aquino, Contra Gentes, donde se habla de esas
cuestiones 22 . Jiménez les dirá que fue así. Este otro debe haber estado
escuchando e imaginado otra cosa, porque en otra oportunidad, mientras yo
le hablaba a Jiménez del movimiento de la Tierra, salió de la habitación de al
lado, gritando que eso era herético y que iba a pronunciar un sermón en su
contra, como lo hizo más tarde. Eso era todo. “¿Conocía a Galileo?”. Sí,
había estado con él en diversas oportunidades. Hablaron de asuntos
filosóficos, tal como el movimiento de la Tierra y de la detención del sol en
22
El investigador dejó a un lado por propia iniciativa la proposición acerca de las cosas compuestas de "vacua",
cualquiera sea su significado. Caccini no la había mencionado y parece haber llegado a la conclusión de que Jiménez
vino a inventarla como buen expediente. La otra proposición acerca de los milagros ha sido dado por Caccini y no
por Jiménez, con lo cual no quedaban sino dos proposiciones: las concernientes a la sustancia y los atributos de
Dios, como en verdad existen en Aquino. Los compinches habían mezclado ligeramente sus señales en el
infortunado periodo de ocho meses transcurridos desde la declaración de Caccini, en marzo.
23
Las observaciones efectuadas en el manuscrito por el examinador están bien claras. Han sido anotadas, por lo
menos en su mayoría, en la edición de L’Epinois de los documentos del proceso.
VI
Las idas y venidas arriba reseñadas tuvieron lugar en el mayor secreto, pero
Galileo era lo bastante hombre de mundo para saber que algo se había
puesto en movimiento. Cesi habíale aconsejado permanecer tranquilo en
espera de que las nubes se disipasen, pero, sabiendo lo que se arriesgaba,
decidió correr un albur ya calculado. Buscó intercesores. Escribió en febrero
de 1615 y luego el 23 de marzo a su amigo, monseñor Dini, solicitándole que
24
J. Brodrick, Vida y Obra del Beato Cardenal Roberto Francesco Bellarmino, S. J. (1928), II, 353.
25
El único punto que no se pone de manifiesto en la declaración es que los galileistas trataron de persuadir a un
jesuita inclinado en favor del copernicismo para que predicase un sermón refutando a Caccini, sin conseguirlo. Al
padre Brodrick le parece muy perverso. De todos modos, podría haberlo encontrado debidamente reseñado en el
relato de Wohiville, entre otros, incluso un pequeño detalle olvidado por Caccini, a saber: que un jesuita al que no
se nombra, estaba deseoso de hablar, habiéndoselo impedido, al parecer, el arzobispo Marzl Medidi. Por el mismo
estilo, el podre Brodrick nos pide que interpretemos que la carta de Lorini no es (página 355) "una denuncia oficial
de Galileo, que Lorini mismo escribe al cardenal Sfondrati que no desea se considere como tal, sino tan sólo como
información particular para gula de las autoridades”. El distinguo es completamente interesante, mas puede dejar
perplejo a más de uno. Nos encontramos en toda época con esta clase de cosas; pero hemos tratado este caso
particular nada más que para que se nos exima de nuevas discusiones y polémicas.
Esta es, sin embargo, la versión del rey Jaime I. La Vulgata dice: “in sole
posuit tabernaculum suum”, que es más aceptable. Si el Sol es el
tabernáculo del poder de Dios, entonces, sugiere Galileo, ese poder está
claramente representado aquí por la luz y el calor que circulan por el
universo, fecundándolo por completo. Son ellos, más bien que el Sol, quienes
pueden denominarse el “novio” y el “gigante que recorre su camino”. Esto lo
apoya con variadas y sutiles razones, tal como “el novio que sale de su
tálamo”, símil que no concuerda muy bien con los hechos de un tabernáculo,
cuya función es permanecer inmóvil. Ideas similares acerca de ese texto
habíansele ocurrido igualmente a Copérnico (cosa ignorada por Galileo),
quien las había tachado con presteza de su texto, temiendo que pudiesen
26
Bellarmino fue beatificado por Pío XI el 13 de mayo de 1923 y canonizado en 1930.
27
Cf. Dante, Parad, XII, 126:
Io son la vita di Bonaventura
da Bagnoregio, che nei grandi uffici
sempre posposi la sinistra cura.
Capítulo 3
Intermedio filosófico
I
La controversia había llegado así a las más elevadas esferas. No sería sino
cosa justa a esta altura que la mente se dedicara de lleno al aspecto fútil o
ridículo del conflicto y a considerar el problema de lo antiguo contra lo nuevo
en su total dimensión. Los oponentes vocales de Galileo eran escolásticos de
tercera categoría, pero sus argumentos se apoyaban en una doctrina
importantísima, cuyos cimientos eran puestos en duda. Las síntesis
filosóficas enseñadas en las escuelas fueron esencialmente labradas por
numerosas generaciones desde Aristóteles, y en ellas estaban de acuerdo la
Iglesia y la mayoría de los estudiosos 1 . Todas las cosas y todas las
actividades encontraron su lugar natural en tal sistema. Dios y la naturaleza
son suficientemente sencillos y opulentos para proporcionar un hueco para la
diversidad interminable que compone la existencia finita. Por encima de las
ciencias simples se halla la filosofía, disciplina racional que trata de formular
los principios universales de todas las ciencias. Conduce al conocimiento de
la Primera Causa. Por encima de ella se halla la Teología, que depende de la
revelación, punto final de todo el sistema; la fe es la realización de la razón.
1
Los disidentes, averroístas y aristotélicos de más estricta observancia, entre los que figuraba Cremonini, no
disentían sino en puntos que nada tenían que ver con el presente problema, como la eternidad del mundo y la
inmortalidad del alma. Existía una escuela "científica" que trataba su propio modo, en la que habíanse distinguido
Pomponazzi y Zabarella: pero en el alineamiento de ideas que estamos considerando, su influencia iba contra
Galileo. Aun pertenecían al círculo de pensamiento aristotélico, con influencia estoica, y se hallaban a la par con
otros “independientes” sobre el problema antimatemático, así como contra el consenso de los humanistas. El hecho
de que fueran considerados "científicos" a su propio modo, no ayudaba en nada al vocablo, puesto que las obras de
Pomponazzi fueron quemadas en público por impías. Con ello no pudo menos que aumentar la confusión en la
mente del pueblo acerca del significado de la ciencia.
¿Y cuál, pues, podría ser la ambición de la ciencia sino descubrir ese orden y
sus fines, en vasto discurso, como hace hoy hasta la historia natural, pero
revelando la eterna escala de valores que la sustentan?
En este orden parece imponerse por sí misma una clara distinción a quienes
no estén ciegos… la que separa a las cosas del firmamento de las de aquí
abajo. Las estrellas existen perennemente, en tanto que en la Tierra todo es
Sin embargo, ahí estaba y era la única disponible. Puesto que los filósofos,
que retuvieron en sus manos la autoridad legislativa sobre la física, no
contaban con nada propio que ofrecer a modo de mecanismo, la tendencia
irresistible era materializar lo ideado por los astrónomos en esferas de cristal
y esperar que nadie inquiriese en cuanto a su sentido. El resultado, a través
de la Edad Media, vino a ser una especie de sistema de caja china con
esferas dentro de esferas, cada una de ellas lo suficientemente gruesa para
contener su propia esferita epicíclica, tal como el cojinete a bolillas contiene
sus propias municiones de acero. Semejante sistema tenía una analogía
puramente coincidente con lo físico o mecánico; pero ahí lo teníamos y
parecía bastante milagroso como para que la gente no se animase a formular
preguntas. Con él iba su correspondiente fantasía acerca del parecido de los
cuerpos de los mismos planetas; sin duda materia dura más densa y
luminosa que la esfera de cristal que los contenía, puesto que se ve, pero al
menos tan duradera —de fijo al menos tan buena como el diamante y más
elevada. Todo ello formaba una cadena de imágenes coherentes (figura 4).
Siendo la prerrogativa del cielo su eternidad e inmutabilidad, cualquier
intento de formar una idea física, por muy honorífica que fuere, por ejemplo
la de la Luna, asignábale la forma de una esfera exquisitamente pulida de
alguna sustancia como gema. Era la impresión experimentada en todos los
círculos en cuanto a cómo debía ser la Luna. Pero ciertas mentes poseen
distinto sentido de los valores. Un pasaje interesante de la autobiografía de
Frank Lloyd Wright, nos muestra una mente de ese tipo singular:
El abuelo predicaba como Isaías: “La flor palideció, la hierba
se marchitó, pero la palabra de Dios, tu Señor, quedó para
siempre”. El muchacho, su nieto, creció desconfiando de
Isaías. ¿Era la flor menos deseable porque pareciese
condenada a morir, para poder vivir con mayor abundancia?
Cuando todos iban a trabajar a los campos, la hierba pereda
siempre necesaria para la vida del valle, sobre todo cuando se
secaba y convertíase en heno en el invierno, para que el
predicador mismo pudiese vivir.
Vemos aquí que toma forma una idea profundamente nueva, antigua y
poderosa en sus raíces, incalculable en su expansión y tan diferente de la
caricatura aristotélica enseñada en las escuelas, como lo es del escaso y
angular mecanismo dogmático que Descartes introduciría algunos años
después y que Newton adoptaría a regañadientes como base de sus teorías.
No exactamente biológica, pues Galileo es en esencia físico; no mecánica, de
seguro, porque la realidad sustentadora se considera que es una corriente de
energía transformadora y vivificadora que es en esencia, como habrá de
revelarse con posterioridad, la luz misma. Es lo que Galileo no se recata de
llamar con su propio nombre, la “filosofía pitagórica”.
Los últimos armónicos contemplativos y místicos que habían sido
transmitidos como parte de esa filosofía, son reinterpretados originariamente
de modo no diferente al que habría querido significar el antiguo Filolao 3 y
vemos como Galileo encuentra símbolos expresivos del poder unificador de
2
Diálogo, pp. 68-69.
3
Filolao fue un pitagórico de la segunda generación (siglo V antes de Jesucristo) quien sugirió por vez primera que
la Tierra puede ser un planeta que gira alrededor del centro del universo, que él se imaginaba ser un fuego central.
También enseñó la pluralidad de los mundos no habitados. Los críticos modernos han dudado de la autenticidad de
los pocos fragmentos transmitidos en sus escritos, pero sus razones no son convincentes (cf. G. de Santillana y W.
Pitts, “Philolaus in Limbo”, Isis, Vol. LXII, n. 128 (julio 1951).
una sola uva, lo hace con una intensidad tal que no la habría mayor si
la suma de todos sus quehaceres hubiese sido la madurez de ese sola
uva. Ahora bien, si la uva recibe todo cuanto puede recibir del Sol, sin
sufrir el más leve daño por la producción de otros miles de efectos el
mismo tiempo, bien podríamos acusar a dicha uva de envidie o de
locura si pensase o deseare que el Sol utilizara todos sus rayos en
favor de ella. Confío en que la Divina Providencia no omite nada en lo
que concierne al gobierno de los asuntos humanos; pero lo que no
puedo llegar a creer es que no existen en el universo muchas otras
cosas dependientes de la misma sabiduría infinita, lo que me impide mi
razón. De fijo que no puedo abstenerme de creer otras razones en
contrario aducidas por inteligencias superiores a la mía. Pero, en vista
de la posición que he adoptado, si alguien me dijese que un espacio
inmenso interpuesto entre las órbitas de los planetas y la bóveda
estrellada, desprovisto de estrellas y sin movimiento, sería vano e
inútil, así como que una inmensidad tan grande para el recibo de las
estrellas fijas como lo que excede nuestra máxima comprensión sería
superflua, yo le contestaría que supone una temeridad ir de un lado
para otro haciendo que nuestra escasa razón juzgue las obras de Dios
y llamar vano y superfluo cualquier cosa del universo que no nos sea
útil4.
4
Diálogo, pp. 378-70.
Capítulo 4
San Roberto Bellarmino
I
Con sus cartas teológicas de 1615, Galileo había apelado a los jerarcas de la
Iglesia contra los perturbadores de las escalas inferiores. A lo largo de esa
crisis, es el cardenal Bellarmino quien ejerce el mando más que el Papa Pablo
V. La naturaleza del individuo se vuelve, por consiguiente, importante.
Roberto Bellarmino había cumplido entonces los setenta y cuatro años. Su
retrato (más bien inadecuado) nos revela un rostro etrusco, afilado, más
grueso en su parte inferior, los ojos algo demasiado juntos, lo que sugiere
vivo ingenio campesino, pero pensativo y de expresión tensa, un rostro de
hombre consagrado. Jamás había sido un temperamento metafísico
especulativo; era jesuita, soldado de la Iglesia y especialista en teología
aplicada. El catecismo católico en su forma actual es de su pertenencia.
Había combatido al Senado de Venecia, los primatistas napolitanos, los
galicanos, luteranos, anglicanos, calvinistas, premocionistas físicos y demás
desviacionistas e “innovadores”, en nombre de la ortodoxia y la supremacía
papal. Sus adversarios le hicieron el honor de apropiarse de sus argumentos
siempre que pudieron 1 , pues había aportado a la lucha toda la habilidad
1
Pero nuestra experiencia resulta tardía y lastimosa al comprobar cuántos de nuestros sacerdotes y doctores han
sido corrompidos por el estudio de los comentarios de jesuitas y sorbonistas, así como la rapidez con que
infundieron la corrupción al pueblo, (Areopagitica, Milton).
2
Tal es el resumen de C. II. McHwaln en su Introducción a las Obras Políticas de Jacobo I (Cambridge, Mass.,
1928), pp. XLIX y LVI.
cuña más útil, desde luego, siguió siendo el Complot de la Pólvora mismo,
esa versión temprana del incendio del Reichstag. Pionero de la técnica de la
guerra fría y hombre de desusada inteligencia, Jacobo valióse de aquél para
probar que la religión católica no era en realidad una religión sino una
conspiración. Mas, a pesar de todas sus quejas comprensibles contra los
“monstruos pícaros, los papistas perniciosos y los traidores”, no le fue fácil
desenredarse del nudo de sus propios actos. El cardenal pudo replicarle con
lógica contundente:
Aunque fuere verdad, que no lo es, que nadie ha sufrido
muerte por causa de conciencia en Inglaterra sin haber
transgredido primeramente y en forma abierta la ley, empero,
y como la ley prohíbe que nadie reciba un sacerdote en su
hogar bajo fuertes penalidades, reconciliarse con la Iglesia y
oír misa, el que muere por transgredir dicha ley, puede ser
calificado con toda razón como muerto por su religión. Es un
antiguo ardid pagano redactar una ley y luego asesinar a los
individuos, no de manera intolerante y en aras de la religión,
por supuesto, sino con prudentes dotes de gobierno, porque
ofendieron la majestad de la constitución 3 … En cuanto a la
graciosa disposición de acuerdo con la cual todos los
sacerdotes que no se hallan en prisiones pueden abandonar el
país para tal fecha, ¡qué maravillosa gentileza supone permitir
que salgan para el destierro aquellos a quienes Su Majestad
no ha podido echar mano, no obstante sus grandes esfuerzos!
Y si el exilio parece una gracia real a su autor, podemos
imaginar qué dulces nombres atesora para el cepo y la horca.
3
Al comenzarse el proceso del padre Oglivie, en 1613, los libros de Bellarmino y Suárez se hallaban sobre la mesa
del juez. Preguntado si creía las doctrinas enseñadas en los mismos, la respuesta fue afirmativa y condenóselo a
muerte. Tal uno de los casos en que el rey Jacobo I procedió de manera innegable como un emperador romano.
De los dos contendientes, el rey era bien a las claras el casuista más
trabajoso, a la vez que, con mucho, mejor escritor. Pero su caso se apoyaba
en dos realidades verdaderamente sólidas, a saber: que los británicos se
inclinaban a no ser gobernados por el papa, ni aun simbólicamente, y que no
deseaban ver volado su parlamento; de ahí que triunfara incluso antes de
comenzar4. Parece que en sus últimos años el rey sintióse seguro al parecer
para ablandarse pues “continuamente llevaba consigo un ejemplar del
pequeño devocionario de Bellarmino ‘El Lamento de la Paloma’, y hablaba del
mismo como maravillosa ayuda al consuelo espiritual. Es difícil imaginarse
hoy día al presidente de los Estados Unidos de Norteamérica portando
consigo, para consuelo espiritual, un ejemplar de la obra de Lenin ¿Qué
Debemos Hacer?, o al señor Khrushchev dando en ocasiones un vistazo a las
homilías de Dale Carnegie.
Nos hemos extendido en cierto grado sobre la controversia anglicana por
motivos de familiaridad, a la vez que por el esparcimiento que pudiesen
producir los períodos de cabriolas reales. Pero representa un problema
demasiado simple y no debiera distraer la atención de la vasta y compleja
crisis en que Bellarmino desempeñaba el principal papel. Su lucha no era
4
La batalla de los libros prosiguió durante largo tiempo, tomando parte en la contienda eruditos doctores. Las
montañas se esforzaron para producir nuevas montañas; así fue Bellarminus Destructus, B. Enervatus, B.
Defensus, B. Vindicatus. Los teólogos se dijeron unos a otros que cerraran la boca, en varios lenguajes y de manera
violenta e inútil. Fue desde Refutación de Ciertos Absurdos, Falsedades y Locuras, etc., por F. T., hasta la Epphata a
F. T., de Collin y luego del Enmudecimiento de F. T. a la Epphata del doctor Collins y así sucesivamente. No
necesitamos extendernos sobre las revelaciones del doctor Titus Ontes. Surtieron su efecto, que fue más
trágicamente serio. Dos siglos más tarde, los hombres de edad declamaban contra "Roma, Romanismo y Rebelión".
II
Como tal se nos representa Bellarmino en la actualidad, elevado por siempre
a la santidad por su iglesia, su figura identificada de modo tan completo con
su función, que su nombre ha venido a convertirse en número, como la
décima legión de César. Empero, si sondeamos bajo las capas del panegírico
y la vituperación convencionales, nos topamos con una personalidad muy
interesante en verdad.
Noble nacido en Montepulciano, Toscana, sobrino en lejano grado de
Maquiavelo por el lado femenino, poseía una naturaleza viva y poderosa que
podría haberlo convertido, tres centurias antes, en gran conductor político en
los turbulentos asuntos de las comunas libres, una figura no indigna del
Farinata o Provenzano Salvani, de Dante. A través de trozos dispersos de
testimonios, nos es posible discernir al hombre original, enormemente
ambicioso, recto, presto a la cólera relampagueante, tan apasionado de
Virgilio desde la infancia como su conciudadano Poliziano; musical y artista,
ufano de sus dotes intelectuales y retóricas, tal como revela de manera
ingenua en sus escasas notas autobiográficas. Ese hombre original es en más
de un sentido la contraparte apropiada de Galileo. Estaba del todo seguro,
por lo demás —aunque lo negaba con modestia—, que contaba con el don de
la profecía, y uno se pregunta hasta dónde ello podría haberlo conducido en
un ambiente protestante.
Mas una vez que el hombre ha sido arado y remodelado por la disciplina de
Loyola, todas esas cualidades se cambian en dedicación, tal como las de
Galileo fueron atemperadas por la disciplina de la ciencia. Tenemos al
Bellarmino de la historia, infatigable y tesonero trabajador, consumido por la
oración y la penitencia, asceta en sus votos de pobreza, paciente, humilde en
la obediencia, inclinado a derramar lágrimas en abundancia. Ese individuo
original pasa inesperadamente al otro lado de su naturaleza toscana, sereno,
5
Una vez establecida por San Agustín la necesidad de la gracia de Dios para la salvación, toda teoría o decisión
ética desarrollada sobre la base de la omnisciencia y la omnipotencia de Dios estaba llamada a sumirse en un
torbellino de dificultades lógicas. Una manera de desviarse del mismo consistía en hacer como Calvino y seguir la
Bellarmino se interpuso en esta disputa con un buen sentido que más tarde
atraeríale la inesperada simpatía de Bayle 6. La eficacia de la gracia divina
tenía que ser defendida contra los pelagianos, nuevos o viejos 7, y la libre
voluntad contra luteranos, calvinistas y católicos desviacionistas, El cardenal
vuelve a la severa ortodoxia de la línea de Santo Tomás, aunque ello
implique ser acusado de “abominación de semipelagianismo”. Como los
dominicos recurren en verdad a prácticas cual las de Caccini, los llama
bruscamente a que corrijan su conducta:
Como el asunto se halla aún sub judice, los autores del
Memorial hacen gala de gran impudencia al hablar como si
hubiera sido resuelto y como si los Padres de la Sociedad, a
quienes de modo invariable califican de innovadores, ya
hubieran sido condenados.
línea de manera inflexible hacia la conclusión de la predestinación, sin tener en cuenta el mérito o la fe, así como la
condenación de las criaturas. A un dominico escocés podría resultarle todo muy simple, pero el verdadero
evangelista pronto habriase rehusado a seguir la lógica hasta su punto más extremo o, diríamos tal vez, a
comenzar desde la sombría asunción de la absoluta indigencia y vileza del individuo, tal como se expresa en el
famoso símil de Jonathan Edwards sobre la "aborrecible araña". Hasta los dominicos de Bañes lo evitaron; habían
descubierto una entidad denominada "premonición física" que no era predestinación del todo. Pero el terreno formal
continuaba muy resbaladizo, tal como señalara Molina.
El punto técnico (dicho de manera demasiado breve) es éste. Dios es la Causa Primera y ninguna secundaria puede
actuar con eficacia, a menos que Él lo haya predeterminado. Por otra parte, puesto que las causas secundarias no
pueden actuar sino movidas por la Primera, la concurrencia de Dios con sus criaturas debe concebirse como
antecedente y no tan sólo simultánea. No se trata de una moción sino de una "premoción", y puesto que Él
constituye un ser omnipotente cuyos decretos son irresistibles, esa "premoción" es una "fuerza de la Naturaleza; en
este sentido: es una "premoción física". Ahora bien, Dios ha determinado la voluntad del individuo para resolver por
sí mismo. Ello es un caso de promoción física. Pero correspondiéndole en la esfera sobrenatural se halla la gracia
eficaz (no meramente suficiente), y correspondiendo a ambas en la mente de Dios se halla la predeterminación, por
la cual, desde toda la eternidad, decretó influenciar a Sus criaturas de tal y cual manera, sirviéndose de
premociones y gracias eficaces de infinita variedad, mas todas infaliblemente seguras de su efecto. Dios prevé todo
cuanto ha de hacer el hombre en los dictados de Su divina voluntad, porque el hombre no puede actuar sino en
virtud de esos dictados. Contra esto, Molina y Bellarmino habían creado para el preconocimiento de Dios del futuro
condicionando el término scientia media porque abarca todos los objetos que no se hallan en el reino de la pura
posibilidad ni, hablando estrictamente en el reino de la actualidad. Son actuales en el sentido de que existirían,
dadas ciertas condiciones. A la luz de semejante conocimiento, Dios prevé desde toda eternidad la actitud que la
voluntad del hombre adoptará bajo cualquier combinación de circunstancias concebible y solamente entonces,
aunque la relación no es temporal sino ontológica, resuelva distribuir Sus gracias según Su voluntad. Gracia
suficiente en este esquema no difiere realmente de eficaz o irresistible, siendo perfectamente adecuada en sí para
fines de salvación, pero Dios prevé que unos y otros a quienes les es ofrecida la rehusarán de modo infalible.
6
Véase el artículo "Bellarmin" en el Diccionario Histórico y Crítico, de Pierre Bayle (1697).
7
Sectarios de Pelagio, monje del siglo III A. D., cuyo nombre original era Morgan. Había negado prácticamente el
efecto del pecado original, manteniendo que el hombre es bueno por naturaleza y no necesita la ayuda de la gracia
divina para su salvación. Su doctrina fue condenada por el concilio de Efesos, en el año 431.
8
De ascensione mentis in Deum.
Todo ello es más bien revelador. Bellarmino no iba a negar la palabra de los
matemáticos, mas pensaba de ellos como nosotros tendemos a pensar en
nuestros días de estadísticos y empadronadores y recontadores de votos en
las elecciones; hechiceros a su modo, pero gentes de imaginación sencilla y
dedos gruesos, propensos a errar con gran seguridad.
Sin embargo, no le faltaban conocimientos sobre el tema. Hasta lo había
enseñado durante su juventud, impulsado por un interés romántico surgido
del temprano estudio de las graves y místicas especulaciones de Macrobio
sobre Somniun Scipionis. En 1564 había dado una conferencia en Florencia
sobre “la doctrina de las esferas y las estrellas fijas”. Por mucho que se haya
extendido sobre el tema en cuanto “al número y lugar de los elementos, si
cada una de las estrellas es una especie separada y los límites definitivos del
mundo” 9 , no pudo hacerlo sin un mínimo de geometría. Ello tuvo lugar
realmente alrededor de la época del nacimiento de Galileo…
Al año siguiente, durante sus conferencias en el Colegio de Mondovi,
Piamonte, volvió a enseñar la teoría de los cielos, “filosófica y
astrológicamente”. Ya hemos hecho notar cómo los estudiosos dados a la
astrología mostrábanse inclinados hacia la frialdad con Copérnico, por quien
se consideraban defraudados en sus esperanzas. Esta puede ser una de las
razones por las cuales Bellarmino jamás examinó las ideas copernicanas.
Razones mucho más sólidas eran, sin duda, que la estabilidad de la Tierra
resultaba un axioma para él, la única manera sensata de habérselas con la
física era la de Aristóteles, y los astrónomos eran gente que desperdiciaba
mucho tiempo dedicada a suposiciones nada realistas. Poseemos un registro
de sus opiniones a través de su encuentro con Vimercati, anciano pedagogo
del duque de Saboya:
Muchos años ha que mantuve una discusión con Vimercati, el
afamado filósofo, acerca del número de las esferas celestes.
Personalmente me hallaba convencido de que no eran más de
ocho, pero me fue imposible convencer a ninguno de esos
astrónomos con mi opinión, pues persistieron en aferrarse a
las observaciones de Hiparco y Tolomeo, cual si fueren artículo
de fe.
Estas pocas líneas lo descubren. Desea tomar como razón misma sus simples
y no corregidas observaciones sobre la velocidad del Sol, pero la precisión de
los astrónomos es cosa que lo irrita, y daña el sistema físico de los filósofos.
En esto Bellarmino va más allá que el propio Santo Tomás, ya que el doctor
angélico jamás había ido tan lejos en su desconfiar de las matemáticas. En
sus comentarios sobre las obras Del Cielo, Santo Tomás expresó bien
9
Fuligatti, Vida del Cardenal Bellarmino (Roma, 1824), pág. 92.
10
Aquino no esperaba en realidad un verdadero sistema matemático más cercano al diagrama homocéntrico de
Eudosio que a los epiciclos antinaturales de Hiparco; por otra parte, no era mucha su creencia en las esferas de
cristal que Aristóteles había intentado construir, según Eudosio. Pero pensaba con toda razón, que cualquier
sistema físico debía ser homocéntrico.
11
De ascensione mentis in Deum, VIII, 4.
Así, pues, tal era el pensamiento personal del cardenal sobre tan delicado
asunto. Es a su sabiduría a lo que Galileo encomienda ahora su causa al
escribir sus desesperadas cartas a monseñor Dini 12 (despachadas por correo
urgente tan pronto supo que el siniestro Caccini se hallaba camino de Roma).
que en realidad estaban destinadas a Bellarmino. Observa cuál es el interés
personal del cardenal, puesto que protesta humildemente, con las palabras
de la Biblia: “Antes me destrozaría los ojos que darles ocasión de producir
escándalo”. Lo que ofrece no es con la intención de que signifique argumento
sino respuesta sumisa, para ser desarrollada posteriormente si se le insinúa
el más leve aliciente. Con toda prudencia, concluye de este modo su misiva
para Dini:
“Lo que se os presenta aquí no es sino pobre y basto retoño, que necesitaría
se le proporcionara forma con toda paciencia y cariño; espero procurarle
mejor simetría con el tiempo; en el ínterin os ruego no lo dejéis en manos de
alguien que, al utilizar sobre el mismo lugar de la suavidad de la lengua
materna la cortante agudeza del diente madrastra, pudiese romperlo y
desgarrarlo, en vez de conformarlo. Con lo cual os beso respetuosamente la
mano, junto con los señores Buonaroti 13 , Guiducci, Soldani y Giraldi, que
presencian el cierre de esta carta”.
III
El “diente madrastra” se hallaba ya en plena y vigorosa tarea, tanto que Dini
demoró la entrega de la carta al cardenal. Pocas semanas después escribió:
“Ya veis cuánta era mi razón. El documento incluso os demostrará el humor
de estos señores”. (Ese documento era la respuesta de Bellarmino al padre
Foscarini, de que nos ocuparemos más tarde). Sin embargo, a las súplicas
personales de Dini, el cardenal había contestado que “no creía que la obra de
Copérnico debiera prohibirse, sino, cuando menos, efectuarle algún agregado
(postilla) a efecto de que significase tan sólo apariencia, o frase por el estilo,
12
Ver página 58
13
Se trata del joven Buonarrotti, poeta distinguido y sobrino de Miguel Angel. Resultó un amigo constante en la
adversidad. Mario Giaducci era secretario de la Academia Florentina y posteriormente escribiría, junto con Galileo,
el Discurso sobre los Cometas.
y con esa reserva el señor Galileo podría discutir el tema sin posterior
impedimento”.
Bellarmino pudo haber agregado “con semblante no muy grave” (así lo
describe un biógrafo): ¿Qué si Copérnico obtenía la suspensión de la
corrección pendiente? Tales cosas han sucedido en todos los tiempos. El
cardenal no necesitaba recordarse a sí mismo que había tenido en el Index
su voluminoso texto de Controversias, “en espera de corrección” en 1590,
por orden del irascible Sixto V, por no ir muy lejos en su defensa del
absolutismo de los papas, y que, de no haber fallecido el citado pontífice,
podría haber continuado en el Index durante largo tiempo aún. Lo positivo es
que el general de los jesuitas, Acquaviva, le había escrito veinticinco años
antes en el mismo tono: “Lo más que se os podría solicitar sería el cambio de
algunas palabras en una nueva edición, como, por ejemplo, cuando habláis
de errores dijeseis en vez errores u opiniones de determinados autores”14.
Los cardenales Barberini y Del Monte enviaron informes igualmente
apaciguadores a través de Dini y Ciémpoli 15 , agregando el último por su
cuenta (Marzo 21, 1615): “De esas aguas turbulentas que se os ha
mencionado, no se oye nada aquí, y eso que no soy sordo, a más de andar
por numerosos lugares en donde se descubriría el ruido”. El padre Maraffi,
amistoso Predicador General16 ha tratado de sondear a miembros influyentes
de su orden, pero los dominicos no han oído nada, ni sabían nada. Decíase
que Caccini bebía venido a Roma con motivo de cierto bachillerato suyo.
Las sugestiones de Ciámpoli, empero, terminan en la misma nota de
incertidumbre que las de Cesi y Dini. Sí, sería una buena idea la venida de
14
Había sido una esperanza del momento. Sixto mostrábase inclinado a la prohibición. Olivares, embajador
español, escribió lo que sigue: “Los cardenales de la Congregación del Index no se atreven a manifestar a Su
Santidad que la enseñanza de la obra está sacada de las de los santos, por temor a que les dedique algo de su
temperamento brusco y coloque en el Index a los santos mismos”. Aún después de la época de Sixto, "el torbellino
consagrado", parece haberse extendido por Roma el sentimiento de que el Index fue una suerte de malaventura
administrativa que acontecía más pronto o más tarde a cualquier autor de temas serios y que era cuestión de
esperar hasta que cambiara de nuevo la conducta oficial. De los tres teólogos de la Inquisición que actuaron como
expertos en el proceso contra Galileo, dos de ellos incurrieron después en prohibición, siendo uno de ellos, Oregio,
cardenal.
15
Monseñor Ciámpoli Giovanni era un recluta reciente del Círculo de galileístas. Joven y brillante latinista, estaba
indicado para una gran carrera. “Me parece imposible”, había escrito a Galileo, "que nadie puede dejar de estimarse
después de haber frecuentado vuestro trato. No existe mágica superior a la belleza de la virtud y al poder de la
elocuencia: oíros es ser convencido por vuestra verdad, y para todo cuanto esté a mi alcance me tendréis a vuestro
servicio”. Cumplió su palabra y siempre se mantuvo a su lado, como veremos después.
16
Ver página 51.
Galileo a Roma. Ha oído decir que hay jesuitas que se contienen, pero que en
secreto son partidarios de la persuasión copernicana. Por otra parte, resulta
esencial no dar motivos de provocación, proseguir esforzándose y dejar que
se extinga el revuelo; luego el camino volverá a hallarse libre. En la mente
de estos hombres no existe conflicto. Igual que Galileo, son buenos
cristianos, nada temerosos. ¿Quién oyó jamás que la Iglesia se opusiera a la
ciencia, puesto que es la guardiana de toda verdad? Pero “es difícil progresar
en estos asuntos en que los monjes no se muestran dispuestos a aceptar
derrota”. Los círculos elevados han dado a entender que por el momento
conviene acallar el asunto por un tiempo, y para ello cuentan con buenas
razones. Hay que evitar ocasiones a los promotores del escándalo. No se
moleste a los círculos elevados mientras meditan sobre alta política.
Enviadnos resúmenes. “Los depositaremos en manos de gente honesta
cuando se presente ocasión; porque, en cuanto a la otra, preferirnos dejarlas
fuera del asunto”. Contáis con más amigos de lo que pensáis, etc.
Por otra parte, ver duplicidad en las manifestaciones evasivas de los prelados
del clan toscano 17 , como han hecho tantos historiadores, resulta injusto.
Ellos mismos se hallan a oscuras. Sus consejos son sanos en conjunto.
Cuanto menos ruido, mejor. En cuanto al propio Bellarmino, el único
conocedor, no trata de engañar. Su pronóstico corresponde con la decisión
ya tomada por él. No piensa ni pondera mucho. Espera que el Comisario de
la Inquisición le indique cuándo estará listo el asunto para incluirlo en el
orden del día. (La denuncia de Caccini había llegado el 21 de marzo de 1615,
pero los interroga torios se extendieron, según hemos visto, hasta fines de
noviembre). Se celebran consultas ocasionales con los cardenales amistosos
—hasta Grienberger es llamado a ellas—, pero todo ello se reduce a
periódicos tours d’horibler, como se llaman en la profesión. Evidentemente,
no se toca el problema científico mismo, al que nadie dedica el menor
pensamiento. Incluso Grienberger ha llegado a la decisión obediente de que
se halla fuera de lugar.
17
Los cardenales Bellarmino, Bonsi, Barberini y Del Monte eran toscanos, y habían prestado juramento de fidelidad
al Gran Duque. También lo fueron Dini y Ciámpoli.
18
Ingoli, abogado muy estimado y polímata al servicio de la Propaganda Fide, sometió un contra resumen que fue
considerado excelente por las autoridades (cf. Ed. Naz., VI, 510). Puede inferirse su nivel de razonamiento
geométrico a través de esta observación: "El punto del centro estará a mayor distancia de la superficie de la esfera
que ningún otro del interior de ésta y un paralaje correspondiente mayor: pero la Luna tiene un paralaje mayor que
el Sol; en consecuencia, el Sol no puede hallarse en el centro.
19
Carta de Gallanzoni, junio 26, 1611. (Ed. Naz., XI, 131).
existe tal cosa, puesto que la Tierra no figuraba en la doctrina oficial como
“columna fundada sobre lo profundo”, cual sugiere el Antiguo Testamento,
sino como una esfera simétricamente suspendida en el centro del universo.
Mas ni siquiera el diagrama ortodoxo habíase fijado en su mente.
Hombres semejantes no podían reaccionar en favor del intento de Galileo de
mostrar deficiencias inherentes a la interpretación oficial de las Escrituras. El
relato de Josué no resultaba tan fácil de justificar en la teoría tolemática. Aun
Aristóteles y Tolomeo no iban demasiado bien juntos. Pero una vez que las
capas, tan laboriosamente unidas, de las tradiciones griega, helena y hebrea
fueron colocadas aparte, un enjambre de las dudas más indiscretas asaltaron
la imaginación. Conocemos por las murmuraciones de Ciámpoli la clase de
preguntas alarmadas formuladas entre determinado público en relación con
las nuevas ideas. ¿Significaba la existencia de hombres en la Luna? ¿Qué de
Adán y Eva y el arca de Noé? ¿Y del demonio, al que se supone situado en el
centro del mundo? ¿Dónde se halla el ángel que mueve la Tierra? Porque
resulta claro, según Aquino, que los planetas no se mueven por sí solos20.
20
Aquino expresa que según se dice los cielos se mueven naturalmente por carecer de repugnancia hacia el
movimiento circular, pero sin embargo no poseen inclinación a ello (es decir, no cuentan con potencia activa hacia
el movimiento sino solamente pasiva), y se mueven de manera sobrenatural porque el motor, que es un ángel, es
un motor voluntario. En cuanto al punto anterior, es decir, la ubicación del Infierno, continúa siendo una grave
dificultad en nuestro tiempo si consideramos "graves opiniones". El estado actual de la cuestión puede
contemplarse a través de la autorizada pluma del padre J. Hontheim, en la Enciclopedia Católica, (Nueva York,
Appleton, 1910). Por ella vemos mejor cómo estaba llamada a trabajar la mente de los Calificndores del Santo
Oficio: “La Sagrada Escritura parece indicar que el Infierno se halla situado en el centro de la tierra, puesto que
descríbelo como abismo al cual descienden los malos. Incluso leemos que la tierra se abrió y los malos se hundieron
en tal abismo (Num., XVI, 31 sqq./Ps., LIV. 16; Is., v, 14; Ez., XXVI, 20; Fil., II, 10, etc.). ¿Es ello simplemente
una metáfora para ilustrar el estado de separación de Dios? Aunque Dios es omnipotente, se dice que mora en el
Cielo, porque la luz y la grandeza de las estrellas y del firmamento son las más brillantes manifestaciones de Su
esplendor Infinito. Pero los condenados son desterrados en forma permanente de la presencia de Dios; de ahí que
se diga que su lugar se halla lo más alejada posible de Su morada y, en consecuencia, oculta en los negros abismos
de la tierra. Empero, no se ha proporcionado ninguna razón convincente para aceptar una interpretación metafórica
con preferencia ni significado naturalísimo de las palabras de las Escrituras. De ahí que los teólogos acepten en
general la opinión de que el Infierno se halla en realidad en el interior de la tierra”.
El auto prosigue luego expresando en forma tentativa su propia opinión, según la cual sabemos que existe un
Infierno pero no dónde se halla ubicado exactamente. Más tarde dice: “Más allá de toda duda, la Iglesia enseña la
eternidad de las penas del Infierno como una de las verdades de la fe que nadie puede poner en duda sin
manifiesta herejía. Mas, cuál es la actitud de la mera razón hacia esta doctrina? Tal como Dios debió fijar alguna
fecha para el día del juicio, luego del cual todos entramos en la segura posesión de una dicha que jamás
volveremos a perder en toda la eternidad, resulta igualmente apropiado que, vencido dicho plazo, los malos serán
privados de toda esperanza de conversión y de dicha. Porque la malicia de los hombres no puede obligar a que Dios
prolongue el plazo señalado para la prueba y les conceda una y otra vez sin limitación el poder de decidir su suerte
eterna. Cualquier obligación de proceder de tal modo sería indigna de Dios, pues volveríalo dependiente del
capricho y de la malicia humana, privaría a Sus amenazas de gran parte de su eficacia y ofrecería el fondo más
amplio y los incentivos más poderosos a la presunción humana… Según el mayor número de teólogos, el vocablo
"fuego" señala un fuego material y por ello auténtico. Nos asimos a esta enseñanza como absolutamente cierta y
correcta. Empero, no debemos olvidar dos cosas: desde Catarino (f. 1653) hasta nuestros días, nunca han faltado
teólogos dispuestos a interpretar metafóricamente el vocablo "fuego" de las Escrituras, como si denotase un fuego
incorpóreo; en segundo lugar, la Iglesia no ha censurado hasta ahora sus opiniones. Algunos padres también
pensaron a su vez en una explicación metafórica. Sin embargo, las Escrituras y la tradición hablan una y otra vez
del fuego del Infierno y no existen razones suficientes para utilizar el vocablo como simple metáfora. Se nos
arguye: ¿cómo puede el fuego material atormentar a los demonios o al alma humana antes de la resurrección del
cuerpo? Pero si nuestra alma se halla tan pegada al cuerpo que resulta agudamente sensible al sufrimiento del
fuego, ¿por qué resulta imposible a Dios omnipotente unir hasta el espíritu más puro a alguna sustancia material,
de manera que sea capaz de sufrir un tormento más o menos similar al dolor del fuego que el alma pueda sentir en
la tierra? Esta respuesta indica, en todo lo posible, cómo podemos formarnos una idea del dolor del fuego que los
demonios sufren. Los teólogos han elaborado diversas teorías sobre el tema, que, sin embargo, no es nuestro
deseo detallar aquí (cf. el muy minucioso estudio debido a Franz Schmld, “Quaestiones selectae ex theol. dogm.”,
Paderborn, 1801, q. III; también de Gutberiet, “Die poena sensus”, en “Katholik", II, 1901, 306 sqq., 385, sqq.)”.
21
Entre los argumentos contra Galileo citados por Campanella en su Defensa de Galileo (1622) se halla éste: “La
Sagrada Escritura nos aconseja no buscar ‘nada más allá ni intentar conocer’ que ‘no saltemos los límites
establecidos por los padres’, y que ‘el diligente investigador de lo majestuoso se ve dominado por la vanagloria’.
Galileo desoye este consejo, sujeta los cielos a su invención y levanta toda la fábrica del mundo conforme a su
placer”.
como John Donne, en Igratius His Conclave, ha querido que sea conducido
Galileo ante el juez del Infierno, junto con Maquiavelo y Paracelso, como uno
de esos “innovadores” que trastornaron al mundo. Gobernante de la Iglesia
como Bellarmino, para quien la ciencia seguía siendo un adorno de la mente,
pueden ser disculpados por preguntarse si esas novedades acerca de los
cielos serían del todo para el bien del orden espiritual que estaban obligados
a sostener.
IV
El mismo Galileo no se hallaba tranquilo, pues en las cartas confidentes por
él recibidas de Roma no veía sitio el trágico abismo que lo separaba de sus
mejores amigos de allá; porque ellos insistían en que todo saldría bien, como
dijo Bellarmino, y que el copernicismo iba a ser reducido, cuando mucho, al
campo geométrico. Ellos mismos no vieron nada demasiado grave en esto;
no eran físicos y, menos aún, metafísicos independientes, aunque en alguno
de ellos había un tono romántico de platonismo. Eran “mentes abiertas”,
desdeñosas de la pedantería aristotélica ceñuda y deseosas de que su amigo
tuviese mano libre en “estas nuevas y maravillosas demostraciones”. Por
encima de todo deseaban vindicarlo como buen cristiano frente a los
monjes22.
Galileo, en cambio, hallábase en terrible apremio, viendo acontecer lo
irrevocable antes de que hubiese pedido convencer a nadie. Ante la repetida
urgencia de monseñor Dini, se dio a completar su extensa carta apologética
a Madama Cristina, la Gran Duquesa Viuda 23 . En tanto la guillotina de la
interpretación obligatoria no hubiese caído, continuaba habiendo esperanza.
La Carta a la Gran Duquesa representaba un alegato solemne y vigoroso,
digno de estar junto a la Areopagítica de Milton, aunque menos secular en
tono y menos polemista. No se expresa sino al principio un motivo de queja
mesurada contra quienes insisten en desviar el pensamiento y contra
22
No osaron pronunciarse en el delicado asunto de la metafísica, pero no quisieron llegar a nada sobre un arreglo.
Cuando el cobarde Lucas Valerio, el único matemático entre ellos, intentó apartarse de su defensa de Galileo,
después del decreto, lo expulsaron de los “Linces” por indigno.
23
Ver página 47.
V
Pablo Antonio Foscarini era un monje carmelita de Nápoles, de reputación
excelente, Provincial de su Orden, y la obra por él publicada demostraba
verdadera comprensión del sistema copernicano. Fue en forma de carta
dirigida a su General. Después de hacer mención de la labor pionera de
Galileo, sugería que era hora de que el heliocentrismo fuese considerado una
realidad física y se embarcó con celo teológico en una reconciliación del
sistema con los pasajes pertinentes de las Escrituras. Como deseaba ante
24
Ed. Naz., XII, 159-60.
25
Resulta una circunstancia curiosa y paradójica… que como pieza de exégesis bíblica, las cartas teológicas de
Galileo sean muy superiores a las de Bellarmino, en tanto como ensayo sobre el método científico la carta de
Bellarmino es mucho más sana y moderna en sus puntos de vista que las de Galileo” (J. Brodrick, Vida y Obra del
Beato Cardenal Roberto Francisco Bellarmino, S. J., [1928], II, 360).
26
Este libro vio la luz en 1617 y fue reimpreso innumerables veces y traducido a numerosas lenguas. San Francisco
de Sales lo alabó sin límites. Como hemos manifestado con anterioridad, se convirtió en libro de lectura devocional
favorito del archienemigo de Bellarmino, el rey Jacobo de Inglaterra. Pero también excitó alguna cólera entre
ciertos religiosos que encontraron críticas a su orden, aunque siempre muy suaves. En 1625, un monje llamado
Gravina publicó —nada menos que en la propia Nápoles— un libro intitulado Voz turturis, o La Voz de la Paloma,
Declaración concerniente al Florecimiento hasta Nuestro Tiempo de las Ordenes Religiosas de los Benedictinos,
Dominicos, Franciscanos y Otras. Fue contestada por un jesuita francés con una andanada: Jaula para la Tórtola
que Gallardea sobre la Quejumbrosa Paloma de Bellarmino. La contrarrespuesta de Gravina fue intituladla: La
Doblemente Poderosa Voz de la Paloma, que Reitera la Floreciente Situación, etc. luego del Colapso de la Jaula de
Cierta Persona Desconocida. Ignoramos cómo continuó el tiroteo literario.
claridad y tan peligrosamente como pudo, cuál era su punto de vista, y todo
lo que obtuvo fue una respuesta considerada: “Confío en que no os he oído”.
De seguro, contestó a Dini, que jamás había sido su deseo penetrar en el
terreno de la Biblia “en el que nunca había tenido nada que hacer el
astrónomo que permaneciese dentro de sus límites”. En ningún momento
deseó sino asegurar la libertad para una teoría física. “Existirá el modo
directo y seguro —agrega con desesperación— de probar que ella no va
contra las Escrituras” y demostraríase a través de mil pruebas su veracidad y
que lo contrario no puede subsistir de ninguna manera. Mas ¿cómo he de
hacerlo y cómo no ha de ser en vano todo esfuerzo, si mi boca permanece
cerrada y estos peripatéticos, que tienen que ser persuadidos, se muestran
incapaces de comprender aunque sólo sea la más simple y fácil de las
razones?
Esto representa una velada acusación contra el propio Bellarmino y era la
verdad ineludible (Dini no consintió ciertamente por entonces que saliera de
su cajón). Como teólogo decimos a un individuo que se limite a la filosofía
natural y no se mezcle con las Escrituras; luego invadimos su propio terreno
científico con nuestro prejuicio peripatético, sin tomarnos la molestia de
comprender sus razones, y lo hacemos callar con la prohibición teológica. Tal
el camino que no puede conducir sino a la “subversión de comunidades”,
como Galileo escribiría después.
Esta confianza instintiva compartida por sus amigos de que él, Galileo, era
después de todo el sostenedor de las tradiciones de la cristiandad y
Bellarmino quien no lo hacía, no es lo que se supone que sienten los buenos
católicos, mas lo cierto es que lo hacen con frecuencia sin considerarlo
crimen27. Debe haber sido en verdad algo singular para esos hombres ver
como los conductores de la Iglesia Romana comprometíanse en una posición
fundamentalista que siempre había pertenecido a las sectas protestantes. En
una jerarquía que durante su dilatada experiencia ha visto ir y venir la teoría
de los antípodas, a más de numerosas cosas más importantes, ello debe
27
Como ya se ha dicho, son los puntos de vista de Galileo los que se han convertido en doctrina oficial de la Iglesia
a partir de la encíclica Providentisimus Deus, de 1893, siendo en verdad rechazados los de Bellarmino, aunque su
autor fue canonizado después.
28
Cf. A. Ricci-Riccardi, Galileo y Fray Tomás Caccini; Correspondencia inédita. (1902). La carta está fechada Enero
2, 1615.
reservadas para aquéllos. La Iglesia siempre había sido más sabia que sus
hijos.
En cuanto a Galileo, no se entregó en verdad al humor desesperado. “Id a
golpear de nuevo a las puertas de los Jesuitas”, escribió a Dini. “Sigo
creyendo que si fuese en persona a explicar mis razones obtendría algún
resultado”.
La correspondencia de los meses siguientes ha sufrido extravío,
probablemente destruida por Galileo para no comprometer a sus amigos que
le habían estado escribiendo en términos cada vez más cubiertos. Pero ya
estaba claro que Ciámpoli había escrito que no había mucho que esperar en
dirección del Colegio Romano.
Galileo no abrigaba demasiadas ilusiones sobre el particular. Habíasele
indicado que estaba siendo protegido, oh, tan ligeramente, por su propio
bien; pero vio el desastroso intento reaccionario en su verdadera faz; una
consolidación mortal que iba cerrándose de manera imperceptible para
aprisionarlo, cual la mosca en el ámbar, o, según la imagen de Dante, que
corresponde mejor a la mente de esos hombres, el alma perdida e incrustada
para siempre en el hielo eterno. Diecinueve centurias de pensamiento
organizado se amontonaban para asfixiarlo, siendo su comienzo la “pérdida
de nervios” de la ciencia griega después de Aristarco. Los astrónomos, que
aún recorrían a tientas el camino hacia un sistema físico confusamente
contemplado, fueron desplazados entonces por los filósofos, poseedores de
lo que ellos consideraban una cosmología satisfactoria; habían aceptado, no
sin cierta protesta quejumbrosa, el papel secundario de “fenómenos
salvadores” por medio de modelos abstractos y ficciones. La mente de los
individuos había sido moldeada a través de siglos con los dogmas de la sólida
lógica y la experiencia escolásticas. Los gobernantes de pensamiento no
podían sino sonreír ante el patético intento de un puñado de astrónomos,
repetido en el transcurso de centurias, de erigir un edificio sobre la arena. La
sonrisa iba convirtiéndose ahora en impaciencia. Una disposición parecía
indicada, tal como sugirió Colombe, para impedir que gente temeraria
volviera a edificar en lugares inseguros.
29
Habría sido en verdad el momento de sacar las leyes de Kepler, por lo menos las dos primeras, ya publicadas.
Pero la ignorancia (o el ignorarlas) de las leyes persigue a Galileo a través de los años como ironía del destino.
Probablemente tenía sobre su anaquel la Astronomía nova de 1609, pues existe evidencia de que Kepler se la había
enviado y esperaba en vano sus comentarios (Carta, Opera omnia, ed. Ch. Frisch. (Franckfort, 1858-71], II, 489).
Pero, sin poder evitarlo; desconfiaba de las fantasías cosmológicas de Kepler y habrían sido necesarias mucha fe y
no menos labor para dar con los descubrimientos de la órbita de Marte, profundamente enterrados como están en
tan singular tomo. Kepler reconoció más tarde que él mismo había experimentado dificultades con ello: “Mi cerebro
se cansa”, dice, “cuando trato de comprender lo que he escrito, y me resulta difícil redescubrir la relación entro las
figuras y el texto, establecidas por mí mismo”. (III, 146). Galileo parece haber oído a alguien (Cesi o Cavalieri) una
mención casual de las órbitas elípticas, pero ello debe haber puesto en movimiento un mecanismo protector en su
propia mente, porque su teoría necesitaba círculos como realidad física.
30
Ensayo sobre la moción de la Teoría Física desde Platón a Galileo, (1908). Traducido al inglés bajo el título Teoría
de la Realidad Física, (Nueva York, 1962).
31
“Tenemos el interés puesto en el universo de verdad y no en uno de papel”, observa impaciente Salviati en el
Diálogo, y resulta un verdadero pinchazo para la temprana forma dogmática de positivismo de Duhem. Lo cual
explica en extenso la causa de que la importante obra de Duhem en termodinámica fuera olvidada con tanta
rapidez.
32
Cf. Astronomia nova, de Kepler (Opera omnia, ed. Frisch, VI, 450).
Capítulo 5
El decreto
I
Fiero Guicciardini, embajador florentino en Roma, había sido informado por
el Secretario de Estado de la próxima llegada de Galileo. Experimentó la
sensación de inmediatas dificultades, deseando hallarse en otra parte.
“Ignoro”, escribió a su vez el 5 de diciembre, “si ha cambiado su disposición
o sus teorías, pero lo que sí sé es que ciertos hermanos de Santo Domingo,
que integran el Santo Oficio, así como otros, se hallan dispuestos en contra
suya, sin que éste sea lugar conveniente para discutir de la Luna, en especial
en estos tiempos, o ensayar y presentar nuevas ideas”. Pero sus
instrucciones fueron explícitas. Galileo fue alojado en los “jardines de la
embajada”, que era la villa Médici en Trinitá de’Monti (hoy Academia de
Francia), “con mantención para él, un secretario, un criado y una mulita”.
Descubrió que no constituis sino un pequeño punto de interés en el torbellino
de la capital, desaparecida ya la excitación creada por la invención del
telescopio. Roma renacía en esos años. La vasta transformación
arquitectónica emprendida por Sixto V y proseguida por sus sucesores
inclinados al poder, derribaba la antigua ciudad medioeval, reemplazándola
con el moderno diseño de plazas y avenidas monumentales, con la armonía
de los palacios, estatuas, jardines siempre verdes y fuentes rumorosas que
intentaban proclamar al orbe la restaurada magnificencia del catolicismo,
triunfante sobre las fuerzas desorganizadas de la vida y la desventurada
confusión de la historia.
Galileo complementaba este difícil ambular por las antecámaras con una
actividad social que esperaba lo mantuviera a la vista de la Roma
murmuradora como científico ortodoxo y sin oposición. Amaba la discusión y
parece haber abrigado una fe inextinguible en la capacidad del individuo para
1
Poseemos algunos de esos memorándums para las autoridades (Ed. Naz., V, 351-66). Son los primeros
borradores de los argumentos que se desarrollan en el Día Tercero del Diálogo. Son impersonales y desapasionados
al punto de que ya no reconocemos a su autor detrás de ellos. Es como si la tensión emocional de aquellos días se
hubiera resuelto en una mayor claridad objetiva. Igualmente poseemos los nombres de "aquellas personas" a
quienes fueron dirigidos, a través de las declaraciones de Galileo en 1633. Eran los cardenales Bellarmino, Bonsi,
d’Ascoli, S. Eusebio y Aracell. Ninguno hizo nada.
comprender. Escribe un hombre típico que andaba por toda la ciudad, tal
como es monseñor Querengo:
Contamos entre nosotros al señor Galileo quien, a menudo, en
las reuniones de hombres de mente inclinada a la curiosidad,
causa la diversión de muchos con respecto a la opinión de
Copérnico, que él tiene por cierta … Habla con frecuencia en
medio de quince o veinte invitados que lo asaltan, ya en una
morada, ya en otra, pero está tan bien pertrechado que los
aleja riendo; y aunque la novedad de las opiniones deja a la
gente sin persuadir, quedan convictos de vanagloria la mayor
parte de los argumentos con que sus adversarios tratan de
derribarlo. En particular el lunes, y en la morada de Federico
Ghisilieri, realizó cosas maravillosas; y lo que más me plació
fue que, entes de contestar las razones de sus contrincantes,
las amplió y las fortaleció con nuevos elementos que parecían
imbatibles, de modo que al demolerlas subsiguientemente
puso a sus oponentes en el más grande ridículo.
2
Según resultó, Tomas Caccini jamás alcanzó la recompensa que consideraba adecuada a sus méritos. Luego de
haber aceptado y abandonado un par de pequeñas promociones que le habían sido otorgadas, se vio
embarazosamente envuelto en una lucha entre la duquesa de Sforza y el cardenal Borghese. Una carta suya en la
que se obligaba para con la duquesa, cayó en manos del todopoderoso cardenal y tuvo que abandonar Roma.
Aunque intentó una y otra vez unirse al poderoso, jamás ascendió en la jerarquía, terminando sus días en 1648,
como prior de San Marco, en Florencia.
II
Movíase entre una niebla de equivocaciones. Siempre que intentaba
persuadir, tropezaba con auditorios que simplemente resultaban divertidos.
La diversión, aunque cruel, era un premio en esa metáfora de tedioso
conformismo. Pero la originalidad tenía que ser de los “engreídos”.
A lo largo de la existencia de Galileo siempre fue su sino crear una excitación
y un consenso a su alrededor que poco tenía que ver con la verdadera
comprensión. Su tragedia era el exceso de dones; porque, mientras el
telescopio fue la clave de su éxito, su verdadera fuerza social residía en su
extraordinaria capacidad literaria, sus brillantes respuestas llenas de ingenio,
su elocuencia y encanto, que le daban rango en una cultura fundada
exclusivamente en las bellas letras y en las realizaciones humanistas.
“Sabéis cómo hechizar a la gente”, había dicho Ciámpoli. Sus escritos son en
verdad una hazaña de la prosa italiana del barroco que ha sobrevivido a
través de los siglos. Sus contemporáneos podían reconocer fácilmente en ello
al maestro; pero lo que retenían de sus. “incomparables demostraciones” era
tan confuso como el recuerdo de una sinfonía para el oído inexperto, lo que
Galileo jamás pudo observar. Al exponer razonadamente ante su auditorio,
creía, y siempre deseaba creer permanentemente, que los otros seguían el
curso de sus pensamientos y se gastaba sin tasa ni medida en explicar y
persuadir. Lo aplaudían; pero llegado el momento, este éxito pareció una y
otra vez como el oro del necio en su mano.
Los más jóvenes que estaban en condiciones de comprender su pensamiento
de lleno, como Castelli y Cavalieri, eran un mero puñado (de ellos, Filippo
Salviati permanece como símbolo elevado al altar en el Diálogo).
ideas, una rápida estimación dé los motivos humanos, una pesada certeza de
que todo ha sido ya dicho y pensado, la mirada puesta en quien paga.
Ciertamente, como había dicho Guicciardini, no un lugar adonde ir para
discutir sobre la Luna.
Galileo escribía animado por inextinguible esperanza. Pero sabíase hombre
señalado y en cuyas narices iba cerrándose lentamente la puerta. La
audiencia jamás había sido concedida. Cesi, Ciámpoli y Dini tropezaban cada
vez con más reserva en sus pacientes indagaciones. Los jesuitas, que habían
dado esperanza de apoyo, retirábanse con lentitud. El padre Grienberger
había manifestado que hubiera sido mejor que presentara pruebas más
convincentes de la teoría antes de tratar de ajustar la Biblia a la misma. Lo
cual era técnicamente correcto; pero para un hombre en la posición de
Grienberger, era, como Dini reconoció, una salida lamentable. Lo peor fue
que lo dijo después de haber sido llamado a consulta por Bellarmino. Era una
caña quebrada. Sabíase que los jesuitas contaban con una directiva estricta,
impartida por su general, a efectos de mantenerse alejados de todo cuanto
pudiese debilitar la posición aristotélica3. Galileo había esperado contra toda
esperanza de semejante individuo. Al cabo de tres meses de ruegos, de
súplicas y de demostraciones, vino a comprender que se encontraba solo.
Todavía quedaba el Gran Duque de Florencia, que nunca lo abandonara,
aunque era bien sabido que Lorini trabajaba activamente en el palacio ducal.
Procuróse una carta de recomendación apremiante, en la que Cosimo II se
interesaba personalmente por la causa.
Iba dirigida al cardenal Alejandro Orsini, joven simpático de veintidós años,
que se vio lisonjeado por pedido de tanta importancia. Ante él, como antes
hiciera con Matteo Barberini, Galileo descubrió “la prueba física concluyente”
del sistema copernicano, que aún no había dado a publicidad; y le suplicó
utilizase su influencia con el Papa para que, cuando menos, suspendiera el
juicio. La prueba, ay, era la teoría de las mareas dada en el Día Cuarto del
3
Carta de Giovnnni Bardi, junio 14 de 1614. De ella tenemos prueba independiente. Grienberger había escrito
también el mismo año a un amigo de Galileo a propósito de la controversia sobre cuerpos flotantes que, a no ser
por la deferencia que veíase obligado a mostrar por orden de sus superiores hacia Aristóteles, habría expuesto
claramente su pensamiento sobre el tema, en el que Galileo estaba perfectamente acertado. Este no era el único
caso, agregó, en que podía probarse el error del Estagirita.
III
Veamos aquí la versión poco favorecedora del embajador sobre lo sucedido:
Galileo ha confiado más en el consejo propio que en el de sus
amigos. El señor cardenal Del Monte, lo mismo que yo y otros
varios cardenales del Santo Oficio, tratamos de persuadirlo de
que se mantuviese en calme y no prosiguiere enconando la
cuestión. Si era su deseo sostener su opinión copernicana, se
le indicó, que lo hiciera tranquilamente y sin gastar tanto
esfuerzo tratando de que otros la compartiesen. Todos temen
que su venida aquí pueda resultar perjudicial y que, en lugar
de justificarse y triunfar, pueda terminar en una afrenta.
Al advertir que algunas personas mostrábanse frías frente a
sus propósitos, luego de haber importunado y aburrido a
varios cardenales, se lanzó en demanda del favor del cardenal
Orsini, para lo cual obtuvo una calurosa recomendación de
Vuestra Alteza. Así, pues, el cardenal habló al Papa en favor
de Galileo en el Consistorio del miércoles, ignoro con qué
circunspección y prudencia. El pontífice contestó que sería
bueno que lo persuadiese del abandono de esa opinión. Ante
lo cual Orsini contestó, urgiendo la causa, y el Papa lo cortó en
seco y le expresó que remitiría el caso al Santo Oficio. Tan
pronto hubo partido Orsini, Su Santidad llamó a Bellarmino y,
luego de breve discusión, decidieron que la opinión era
equivocada y herética; y anteayer, según he sabido, reunióse
una Congregación sobre el asunto para declararlo así.
Copérnico, y los demás autores que escribieron sobre el
particular, serán corregidos o prohibidos. Es mi opinión que
días más tarde)4 los Calificadores, o expertos del Santo Oficio, habían sido
convocados por decreto para emitir su opinión. Esta convocatoria fue
resuelta en una reunión de la Congregación General del 18, de la que se ha
perdido todo vestigio. Del estilo general del Decreta, puede inferirse, sin
embargo, que éste no decía más de lo requerido por el procedimiento
estricto: “En Relata causa Galilaei mathematici por el Reverendísimo
Comisario General, Sanctissimus resolvió someter para su censura las dos
proposiciones sostenidas por el acusado”.
Los historiadores han considerado siempre los acontecimientos del Santo
Oficio como ocultos tras el misterio inquisitorial y, no obstante, éste
parecería ser uno de tantos casos comunes. Durante ocho meses, debemos
recordarlo, nada había acontecido en tanto procurábase la localización del
padre Jiménez. En febrero habían transcurrido menos de tres meses desde la
declaración de Attavanti, punto final de la indagación, y desde la última
anotación del asesor en los archivos. Se había dejado estar el caso mientras
Galileo presentaba sus justificaciones (vemos por qué sus protectores le
dijeron que había estado acertado en su venida) puesto que había sido
denunciado formalmente, aunque sólo fuese de oídas, por grave blasfemia y
herejía concerniente a la naturaleza de Dios. Casi dos meses le llevó, como
sabemos por su carta del 6 de febrero, disipar esos cargos contra su
persona, y era la manera de actuar de la Inquisición no proceder hasta tanto
se hubiera llegado a una opinión definitiva a lo largo de una investigación no
oficial. La sospecha no había sido muy fuerte desde el comienzo; como se le
dijera, habríase aclarado poniéndola en cuarentena. Mas seguía en
observación por sus opiniones científicas, que evidentemente no eran
buenas; ya era tiempo de proceder sobre esa parte de la imputación, que
había sido comprobada5. Esta última decisión fue cuestión de días, sin que
demorara más de lo acostumbrado en lo judicial. A comienzos de febrero el
4
Ver pág. 107
5
Parece plausible, pues, suponer que a Caccini se le ordenó tranquilamente que fuese a presentar disculpas a
Galileo por la primera imputación e informarse si el acusado se mantenía o no firme en cuanto a la segunda y en
qué espíritu. Resulta difícil ver su visita del 6 como una coincidencia.
6
La redacción de las "proposiciones" no es de lo más feliz. Más tarde veremos su procedencia. Pero al menos ha
proporcionado material maravilloso para los casuistas. En 1840, el padre M. B. Olivieri, representante de los
dominicos (véase también pág. 170) dióse a probar que la condenación de Galileo había sido de acuerdo con la
razón y la religión". Está presto a reconocer (en contra de otros apologistas que consideran eso una calumnia) que
Galileo continuó siendo copernicano —obstinado y prematuro— en tanto abjuró del copernicismo en 1633. Su punto
es que la redacción de las proposiciones condenadas debió haber sido efectuada con profunda sabiduría, pues
proporcionaba a Galileo la oportunidad de retractarse sin cambiar de parecer. Galileo pudo jurar en 1633, sin
perjurio, que jamás había creído: que (1) “el Sol se halla en el centro del mundo”, porque si mundo significa
universo, el Sol no está en el centro; y si significa Tierra, el Sol no está en el centro de ésta; que (2) “el Sol
permanece inmóvil”, porque él mismo ha demostrado su rotación. Además pudo jurar en buena conciencia que
jamás había creído que (3) “la Tierra no está inmóvil”, porque es inmóvil con relación a los objetos que se mueven
sobre ella; que (4) “se mueve sobre sí misma y además con un movimiento diurno”, porque la primera parte de lo
manifestado no se refiere de manera explícita al movimiento diurno, y, en el caso de la revolución anual de la Tierra
no puede decirse con sentido que lo baga girando sobre sí misma (demasiado cierto); por lo tanto, es tan sólo su
movimiento a través de la atmósfera lo que se excluye. No estamos seguros de haber hecho justicia a este último
punto, extenso y laborioso en el original.
7
Ver pág. 39.
Según hemos visto, el embajador toscano fue informado el día cuatro “en
forma confidencial”, en el sentido de que el papa había adoptado una
decisión adversa el día anterior. El día 5, el decreto fue publicado y remitido
a los inquisidores de todas las partes del mundo con orden de aplicarlo con
8
El decreto hace una distinción entre la hipótesis científica y la interpretación teológica, que no existe en los
considerandos de los Calificadores. Esa distinción se ve en la suspensión de Copérnico, frente a la de Foscarini.
“Pablo V era de opinión de que se declarase a Copérnico contrario a la fe; pero los cardenales Caccini y Matteo
Barberini se opusieron al Papa y lo contuvieron con las buenas razones que alegaron” (del diario de G. F. Buonamici
[Ed. Naz., XV, III]). Ello se ve confirmado por las propias palabras de Barberini a Nicolini dieciséis años más tarde:
“Esas dificultades que evitamos a Galileo cuando éramos cardenales”. Aparte de la antedicha distinción, queda el
hecho de que la prohibición es dispuesta por la secundaria Congregación del Index, e informa communt, sin
superior endoso. Todo ello supone profunda estrategia, nacida de las reflexiones de la prudencia —tan profunda en
verdad que permanece oculta para la mayoría de los contemporáneos, quienes consideraban que todo lo que Roma
declarara falso y contrario por completo a las Escrituras equivalía a prohibición dogmática. De ellos nos ocuparemos
más tarde. Los textos oficiales son en su mayor parte de la traducción inglesa de Gebbler y han sido comparados
con los originales.
todo rigor. Fue leído en los púlpitos y anunciado en las universidades; los
libros fueron confiscados en librerías y bibliotecas. El inquisidor de Nápoles
comunicó que el impresor de Foscarini, Scorriggio, no había podido mostrar
la licencia, por lo que fue encarcelado. La Congregación demoró algún
tiempo antes de confirmar que “estuvo bien hecho”.
Roma locuta, causa finita. El caso iniciado con la denuncia de Lorini se
resolvió definitivamente, siendo aplastado un escándalo incipiente. La Curia
podría volver a los graves asuntos de la Iglesia. Escribe el mismo Querengo,
que tan encantado se había mostrado con la dialéctica de Galileo:
Las disputas del señor Galileo se han disipado en el humo de
la alquimia, ya que el Santo Oficio ha declarado que mantener
esta opinión es disentir manifiestamente con los dogmas
infalibles de la Iglesia. Conque henos aquí, al fin, vueltos con
seguridad a una sólida Tierra, con la que no tenemos que volar
como otras tantas hormigas que se arrastran alrededor de un
globo…
Capítulo 6
La audiencia de Bellarmino
I
¿Qué había acontecido en realidad al propio Galileo? Esto es lo que
Guicciardini indica brevemente en su informe. Confía (en otras palabras, se
le dijo en confianza) que no tenía nada que temer personalmente. Y en
verdad las Cartas Solares no fueron prohibidas en el decreto, aunque el
“escándalo” y el decreto mismo fueron originados por las enseñanzas y
escritos de Galileo.
La fuente del informante del embajador es el decreto de Febrero 25, 1616,
ya mencionado. No lo tenemos en el original del Decreta, pero fue
transcripto de los archivos de la Inquisición:
Su Santidad ha ordenado al señor Cardenal Bellarmino que
cite a su presencia al mencionado Galileo y lo amoneste para
que abandone dicha opinión; y en caso de que se niegue a
obedecer, que el Comisario del Santo Oficio 1 le imparta, en
presencia de notario y testigos, orden de abstenerse en
absoluto de enseñar o defender esa opinión y doctrina y aun
de discutirla. (Vat. MS., Fol. 378v).
1
La Inquisición romana no era, como la española, con su Consejo Supremo y su Gran Inquisidor. Era realmente una
comisión de la Curia y estaba establecida en manera principal para mantener dominados a los obispos. De ahí que
existiese una cantidad de Cardenales-Inquisidores (seis por lo común) que actuaban como directorio pero con
facultad para intervenir personalmente. El cargo permanente más elevado era el del Asesor, que parece haber
actuado en general como enlace con la Curia. En ocasiones hubo por sobre éste un Cardenal-Secretario. La
verdadera responsabilidad ejecutiva descansaba en el Commissarius Generalis, que tenía que ser dominico, y en su
personal, compuesto de vicecomisario, dos coadjutores y cierto número de ayudantes. (Véase también el número 2
de la página 38).
2
Galileo sabía algo mejor que discutir con los príncipes de la Iglesia cuando no lo consultaban sino que expresaban
su considerada opinión, aun de modo privado. En estas semanas, Matteo Barberini, que era su amigo y protector,
había dado en el curso de una conversación su respuesta acerca de la teoría de las mareas, que más tarde
volveríase famosa (ver página 149). “Al oír Galileo esas palabras”, escribe el cardenal Oregio, que era uno de los
testigos, “permaneció en silencio con toda su ciencia, y así demostró que no menos digna de alabanza que la
grandeza de su ánimo era su pía disposición”. No debemos dudar de la palabra de Oregio, puesto que fue uno de
los tres expertos elegidos en 1633 para resolver acerca del Diálogo, al que encontró condenable.
3
Véase folio 398 de las Actas, donde Galileo acusa recibo en 1632 de su llamada a Roma (cf. op. 231) con una
declaración escrita y firmada de su puño y letra. Esta es autenticada por cinco eclesiásticos de la Inquisición y el
conjunto legalizado por el canciller del Santo Oficio, de Florencia. Hasta eso fue un sustituto del requerimiento
formal, como veremos. Los intentos para que se sirviese un requerimiento en debida forma durante el juicio de
Vergerio, 1546-47, —frente a un acusado que se negó a aceptarlo, dio lugar a toda suerte de incidentes cómicos y
de procedimientos en su reemplazo. En caso de interrogatorio, el notario y los testigos no tenían que firmar, mas el
documento debía ser legalizado por el mismo principial en debida forma: “Io N. N. ho deposto come sopra”.
demostrarse que fue hecha al mismo tiempo que entraban los documentos y
es continuada. De ahí que sepamos que no falta nada4.
La manera como está formado es a la vez totalmente clara y natural. Cada
simple acta legal, o comunicación oficial, fue escrita (o iniciada) en el primer
anverso en una hoja doble y nueva, y luego incorporada y cosida en el
legajo, de acuerdo con la fecha. Por supuesto, eso dejó gran número de
segundas páginas en blanco en el contexto, las cuales se hallan a su vez
numeradas. Algunas de ellas han sido utilizadas para comentarios
administrativos, enviar notas y seguir instrucciones, todo en el debido orden
de fechas. Pero en ésta o en otra administración de aquella época, no existe
un simple informe, carta, acta legal o copia certificada que no se inicie en la
primera página de una nueva hoja. Es decir, con una excepción aparente: el
requerimiento de Bellarmino. Esta pieza esencialísima se halla escrita en un
espacio que no estaba disponible sino de manera accidental, provisto por el
reverso de otros dos documentos. Tanto el lugar como la forma recalcan que
no es sino una minuta5.
Así, el texto que tenemos no es, ni pretende ser, un original 6, sino una mera
transcripción de material pertinente, sin firmar, como todos sus similares.
Mas entonces, ¿dónde está el original? Claramente corresponde a este lugar,
en hoja separada; debía estar aquí, como todos los originales, pero no figura
en el legajo, ni jamás ha figurado, como demuestra la numeración de las
hojas, que es continuada. La única evidencia de que algo aconteció ese día
no es un documento legal, auténtico o no, sino una minuta administrativa. Es
singular que tantos historiadores dotados de agudeza hayan echado de
4
O más bien falta muy poco, y eso sin que se oculte. Así, dos folios contiguos, pertenecientes a la misma hoja
doble, han sido cortados con gran perfección, antes de la primera numeración, si bien dejando amplios márgenes
que nos recuerdan su existencia. Siguen inmediatamente después de la copia falsificada por Lorini de la Carta a
Castelli (fol. 346). Existe otra media hoja la primera mitad, cortada de igual manera, dando frente a la página 376,
que contiene la propositio censuranda. Igualmente ocurre con las páginas 431, 455 y 495.
5
Estas páginas (folios 378v y 379r), una frente a la otra, son el reverso de la segunda página en blanco del informe
de los Calificadores (folio 377) y el recto en blanco de lo que forma la segunda mitad de la página 357,
correspondiente a la declaración de Caccini. Ésta es otro modo de realizar las transcripciones también: cf. las
referentes a las órdenes papales 352v y la de una página no numerada, que sigue a la 354. El procedimiento
seguido es por completo regular en cuanto concierne a la primera parte (la orden del papa a Bellarmino del día 25),
pues el original de la misma suponíase en el Decreta y aquí se halla sólo para información. Mas luego se desliza con
engañosa casualidad en la segunda parte, datada febrero 26, que es el requerimiento mismo y que debería haber
sido conservado en el original.
6
Ni siquiera pretende ser una copia exacta sino una paráfrasis, como se ve por las abreviaturas nada usuales
“dicha opinión”, así como “dicho Galileo”, que se refieren directamente al decreto de la Congregación acabado de
citar, pero que estaría fuera de lugar en protocolo independiente.
7
Esto no quiere decir que debiera acusarse recibo de todos los mandatos de la Inquisición, habiendo abundancia de
ejemplos en contrario. Pero se acusa en casos inmediatos (por ejemplo, no hacer abandono de la ciudad hasta
nueva orden). Aun así son refrendadas por funcionarios de categoría. Cuando el Inquisidor las impartía desde su
sede, iba acompañado por sus ayudantes en calidad de testigos. “Pero aquí, de seguirse instrucciones superiores,
tenemos un requerimiento sobre asuntos de intención que será dado únicamente en caso de resistencia. De aquí
que esperemos topar con: “Io G. G. ho recivuto precetto come sopra e, prometto di obbedire”. Decir que el
reconocimiento no fue necesario equivale a decir que el requerimiento fue servido sin la objeción que lo motivase y
entonces sería grave irregularidad, combatible sobre dicha base únicamente.
8
Hemos dicho con anterioridad y debemos recalcarlo ahora, que el primer historiador católico, de que sepamos,
que ha encontrado la existencia de algo anómalo acerca del documento, es el profesor Reusch. Observa que no hay
en modo alguno registro regular de un requerimiento. Lo que fue tomado como tal; agrega, es un Registratur, vale
decir una nota efectuada por el notario de la Inquisición e incorporada a las actas, como referencia a un documento
inexistente aquí. Sherwood Taylor, también historiador católico, acepta esta definición.
9
De lo que era dicho corrientemente poseemos también un documento en la carta enviada por Mateo Caccini desde
Nápoles, el 11 de junio: “La Congregación del Index publicó un decreto contra la opinión de Galileo, después de una
consulta realizada en la Congregación del Santo Oficio, en presencia del Papa, y en cuya reunión el señor Galilei
abjuró”. Este minucioso relato que induce a error, es parte de una carta que reexpide noticias recibidas de Roma;
sabemos de sus excelentes contactos (“Mi queridísimo amigo el Secretario del Santo Oficio”, dice en otra parte). De
tal modo, no es un rumor tonto sino una indiscreción fuertemente acreditada que proviene directamente de círculos
dominicos o a él asociados. Ello hizo que Mateo Caccini se apartara de Galileo como si fuese hombre señalado, y
muchos otros hicieron lo mismo.
10
El original de este certificado ha sido hallado en el legajo de Bellarmino del Archivo Secreto y publicado por
Favaro (Ed. Naz. XIX, 348). Demuestra que el Cardenal ha escrito originalmente en la línea del medio “sino que” (si
bene che) y luego, comprendiendo que esto podría no ser lo suficientemente explícito, lo ha raspado y reemplazado
por “sino que sólo” (ma solo che).
11
Una manera frecuente de sepultar el problema consiste en decir, o implicar, que los seglares han hecho mucha
alharaca con respecto a alguna abreviación en los procedimientos y que Galileo, seglar a su vez, puede no haber
comprendido muy bien lo que tenía lugar. Pero el juez que redactó la sentencia en 1633 no era lego por cierto y
podemos verlo caminando sobre ascuas en cuanto a ese requerimiento. Lo positivo es que la irregularidad parecería
más chocante al ojo avezado que a nosotros. Las autoridades vaticanas del siglo XIX tampoco se sintieron muy
cómodas sobre el particular, porque (no obstante el compromiso a que llegaron con el gobierno francés cuando los
archivos austriacos fueron devueltos desde París) no publicaron sino algunos documentos seleccionados, con los
cuales monseñor Marini tejió una ingeniosa apología en 1860; y no fue sino mucho más tarde cuando llegaron a la
conclusión de que más se ganaría con la publicación que con el ocultamiento. De ahí que alentaran a M. de l’Epinois
para que publicase la reproducción íntegra en 1877.
12
Es lo que sabemos por el diario de Buonamici (página 218, final).
13
Habría sido de interés del cardenal, como pariente y florentino, prevenir no oficialmente al Gran Duque de que,
no obstante lo decoroso de los procedimientos, Galileo no había salido muy bien y que no debiera ser alentado ni
demostrársele demasiado favor. En vez escribió: “Puedo asegurar a Vuestra Alteza que Galileo ha salido en
situación excelente… y he querido que lo sepáis, pues es de esperar que sus enemigos no desistirán de su
maquinación, ya que no han logrado su objetivo de este modo”. El mismo tono se advierte en la carta de Cesi:
“Que ladren en vano”.
II
Muchas cosas podían haberse dicho, que raras veces se dicen, para atenuar
el error de las autoridades, en tanto la mayor parte de la posición defensiva
se apoya en argucias legales. Podía decirse bien —ya lo hemos expresado en
los primeros capítulos— que éste era un vasto conflicto de puntos de vista
mundiales, de cuyas implicaciones no podían percatarse por completo ni los
actores principales.
Las razones contrarias eran de dimensiones majestuosas, nacidas en la
noche de los tiempos; los nuevos desarrollos, vigorosos y compulsivos a la
hombre que había sido de manera tan persistente (en ocasiones con justicia)
acusado de vanidad y de engreimiento, representa un papel en esta fase que
parece justificar por completo sus palabras al Gran Duque: “Ningún santo
podría haber mostrado más reverencia ni más celo por la Iglesia”.
Porque, ciertamente, había venido con simplicidad de corazón y como hijo
verdadero de la Iglesia, como no pudo negar el mismo papa. Había llegado
no para producir escándalo, sino para evitarlo; no para originar un peligro,
sino para hacerlo ver; no para oponerse a una verdad, sino para ofrecerla.
Lo que fue tomado como orgullo de su mente no fue sino el ansia urgente de
prevenir que ocurrirían cosas tales que harían inevitable el orgullo de la
mente. Como los profetas de antaño, habló de la sombra sobre la tierra y fue
expulsado por los sacerdotes.
Suplicaba comprensión de las mentes más elevadas, y lo que encontró fue
ignorancia invencible, dorada con lisonja por su “inimitable presuntuosidad”;
suplicaba una audiencia, y lo que consiguió fue Caccini.
III
Porque, si hemos de abandonar la filosofía de la historia y retornar a los
hechos, aquí están los hechos fríos tal como los muestra la sentencia misma
de 1616. Habíase Solicitado a los Once Calificadores del Santo Oficio que se
expidiesen sobre las siguientes opiniones: …
· 1ª - El Sol está en el centro de la Tierra y, por ende, privado de
movimiento propio.
· 2ª - La Tierra no está en el centro del mundo, ni es inmóvil, sino que
gira alrededor de sí misma, también con movimiento diurno.
Estas últimas palabras suenan oscuras, por decir lo menos. Figuran escritas
en italiano, lo que hizo que algunos historiadores como Domenico Berti y Karl
von Gebler creyeran descuidadamente que habían sido tomadas de las
Cartas Solares, pero es claro que no. Ningún copernicano se habría
expresado así14. Galileo pudo haber dicho, con la reflexión que se usaba en
su tiempo (ocurre una o dos veces en el Diálogo), que la Tierra se mueve en
sí misma con movimiento diario y no de acuerdo consigo misma. No
contaríamos con pista referente a estas frases de no encontrarlas en los
archivos secretos en el original italiano que es la denuncia de Caccini: “La
terra secondo sè tutta si move, etiam di moto diurno”. Carece de sentido en
cualquier lenguaje, pero así es. Conforma una descomposición en
pseudotomístico doble sentido (secundum se) de la simple manifestación:
“La Tierra gira alrededor de sí misma en un día”… que es, incidentalmente,
como Aristóteles se refiere a la teoría 15 . Pero es en realidad versión
arreglada de la manera como Colombe la había escrito a Caccini, al tratar de
traducir a Copérnico en lenguaje “filosóficamente sano” 16 . El et etiam
suprimido nos permite reconstruir la redacción original: “La Tierra se mueve
toda alrededor del Sol, et etiam secundum se con un movimiento diario”. En
cuanto a Caccini, tipo de baja comedia e ignorante turbulento, importábale
menos el significado que el hombre de la luna. Simplemente repitió las
palabras, mezclándolas, como mezcló muchas otras cosas de naturaleza
menos inocente.
Los once consultantes de la Congregación, entre los cuales se nos dice que
figuraban varios muy versados en ciencias naturales17, reuniéronse el 23 de
14
El origen de este error procede de una versión sumaria, de mano desconocida, que precede a las Actas en el
legajo oficial, y fue al parecer preparada como resumen para la reunión de la Congregación de Junio 16 de 1633,
que iba a adoptar una resolución acerca del proceso. Decía en realidad: “habiendo visto ambas proposiciones en el
libro sobre las Manchas Solares, etc.”. El autor del sumario se ha visto confundido por la contigüidad de dos
documentos diferentes en el legajo. Uno de ellos, según hemos visto. (fol. 375v) era una instrucción para que se
examinase las Cartas sobre las Manchas Solares. Sigue inmediatamente detrás de la declaración de Attavanti. La
siguiente (fol. 276r), la circular de convocatoria referente a la propositio censuranda, tal como fue enviada a los RR.
PP. DD. en Teología, el 19 de febrero, convocándolos para las catorce horas treinta minutos del martes 23 de
febrero. El desliz es natural en quien resume de manera apresurada una colección incompleta. De haber sido
confeccionado el legajo correctamente, no habría ocurrido el error. Lo que falta entre los dos items son las minutas
de la Congregación de marzo 18, que originó todo el procedimiento. Pero de este importante documento no se ha
encontrado copia en parte alguna.
15
Cf. De Coelo, 293 b 30, 296 a 26-29, b 2-3.
16
Cf. Discurno, de Colombe: “se noi consideriamo ciascun ciclo secondo sè tutto”, etc. En otro lugar, Colombe
ridiculiza la teoría “que fuerza a la Tierra a moverse alrededor del centro debido a accidente y jamás al centro de
acuerdo consigo misma”
17
Hartmann Grisar, Galileistudien, p. 33. Los nombres de estos distinguidos expertos (algunos de los cuales habían
alcanzado en verdad considerable fama en las controversias teológicas de años anteriores) figuran firmados como
sigue en el protocolo:
Petrus Lombardus, Arzobispo de Armacanus.
Fr. Hyacintus Petronius, Sncri Apostolici Paiatti Magister.
Fr. Raphnel Riphoz, Theologiae Magister et Vicarius generalis ordinis Praedicatorum.
Fr. Michael Angelus Segs., Sacrae Theologiae Magister et Com.s S.ti Officii.
Fr. Hieronimus de Casalimaiori, Consultor S.ti Officii.
La nave del estado había dejado atrás el problema. No fue sino la estela lo
que alcanzó a Copérnico, causando su suspensión donec corrigeretur.
Foscarini, autor aceptable un año atrás, era prohibido ahora por completo,
porque tales discusiones “daban lugar a escándalo”, o, como diríamos hoy,
eran perniciosas para las relaciones públicas.
En cuanto a Galileo, permaneció sin tocar, sus Cartas sin censurar y sus
epístolas teológicas jamás fueron mencionadas, aunque la denuncia de
Caccini fue dirigida específicamente contra él, lo mismo que el
procedimiento. La protección había realizado su labor, pero el movimiento
copernicano quedó totalmente varado en su camino, con las consecuencias
para la cultura italiana que se verían durante los próximos cien años.
Existe una lógica para todo ello, aun cuando sea una lógica considerada. El
estado tenía sus razones propias que la razón no reconoce. Las ideas y la
persona de Galileo habían sido cuidadosamente dejadas a un lado, como
hemos visto con anterioridad.
19
Véase la observación del padre Grienberger citada en pág. 109. Volveremos sobre el tema en la 249. Monseñor
Majocchi escribió en 1919: “Las autoridades dieron simplemente a Galileo una lección de positivismo”. Lo cual es
certísimo. Virtualmente fue así… el sentido comtiano de las palabras. (Augusto Comte, sus escritos y palabras;
positivismo). Para ceñirse al hecho histórico, empero, debiera hacerse notar que en los argumentos que Campanella
oyera utilizar contra la teoría de Galileo, once en total, no existe mención alguna de lo expresado por los
historiadores modernos de la Iglesia, vale decir, que la teoría no fue suficientemente probada. Hasta donde
sabemos, sólo el padre Grienberger la utilizó para motivar su abstención.
Capítulo 7
Los años de silencio
I
Ocho años transcurrieron en los que “la vida su curso siguió”. Esta antigua
frase común continúa siendo apta para describir una actividad que ha
perdido su meta definida mientras la naturaleza del protagonista permanece
inmutable. La gran obra del progreso había sido dejada de lado, tal vez para
siempre; el camino se veía lleno de obstáculos. “Esos tres operadores”, como
escribió, “la ignorancia, la malicia y la impiedad” habían triunfado. Pero,
luego de las primeras semanas de disgusto y de abatimiento; Galileo estaba
de nuevo en la liza.
Hubo frecuentes enfermedades en esos años, un estado reumático doloroso,
con complicaciones, que lo molestaba periódicamente. Hubo mucho que
pensar en los fundamentos de la mecánica y en profundas cuestiones
infinitesimales que llevaron su atención a campos alejados, en los que jamás
pensara. Estuvieron también los consuelos de la vida rural en su villa de
Bellosguardo, que dominaba a Florencia y la extensión del Arno: el cuidado
de las cosechas de aceitunas, la corta y el injerto de las vides, en los cuales
Galileo enorgullecíase enormemente de ser experto. Por último, había la
agradable compañía de sus amigos literarios.
“Su conversación”, dice Viviani, aunque no llegó a conocerlo sino en sus
últimos años, “estaba llena de ingenio, rica en grave sabiduría y penetrantes
sentencias. Sus tópicos no eran sólo las ciencias exactas y especulativas sino
la música, las letras y la poesía. Dueño de una memoria maravillosa, conocía
la mayor parte de Virgilio, Ovidio, Horacio y Séneca; entre los toscanos, casi
todo Petrarca, las rimas de Bemi y todos los poemas de Ariosto, su autor
favorito”.
Había también, por entonces, Sor María Celeste, cumplidos los diecisiete, que
habría de convertirse en presencia mayor en la vida del hombre de edad. En
su apasionado amor por el padre, la joven pudo extraer de las visitas y las
cartas del mismo, así como del reducido mundo de su convento rústico de
Arcetri, los temas para una correspondencia de tan balbuceante frescura y
gracia, que pudo haber hecho de ella, si hubiese vivido en condiciones
diferentes, una Sévigné italiana1.
En ése su ambiente, de rustica pobreza, Sor María Celeste había creado una
intensa vida propia.
“Ya no me es posible permanecer tranquila sin noticias vuestras”, escribe
ella, “tanto por el amor infinito que os profeso como por temor de que este
frío repentino, que tan mal os sienta, haya causado el retorno de vuestros
dolores usuales y otros padeceres. En consecuencia, envío a propósito al
hombre que os lleva esta carta, para saber de vuestro estado y también
cuándo esperáis partir para vuestro viaje. He estado atareadísima con las
servilletas. Están casi terminadas, pero ahora llega su turno a la colocación
de las cenefas y veo que de la clase cuya muestra os envío, se requiere una
pieza para cada dos servilletas; ello representará cuatro más. Me placería si
pudierais hacérmelas llegar inmediatamente, de modo que pueda enviaros
las servilletas antes de vuestra partida, ya que para ello me he apresurado
tanto a terminarlas.
”Como no cuento con celda propia, la hermana Diamante me permite
gentilmente que comparta la suya, privándose ella de la compañía de su
propia hermana en mi favor. Pero el lugar es tan espantosamente frío que,
con el estado en que se halla mi cabeza en la actualidad, ignoro cómo
quedaré, a menos que podáis ayudarme enviándome un par de esas
colgaduras para cama que ahora no necesitaréis. Me placerá saber si podéis
1
Algunas de ellas han sido recogidas en una traducción inglesa anónima (por Mary Allen Olney): Vida Privada de
Galileo a través de las Cartas de Sor María Celeste (Londres, 1870). Pero mucho de la calidad del original está
llamado a perderse en toda traducción.
2
De la Hermana María Celeste a Galileo, 21 de diciembre de 1623 (ibid).
A través de todo ello iba recuperándose. Tal como el buzo que desciende a
las profundidades siente que su fuerza se eleva de la quema del oxígeno bajo
la presión, así la mente del científico, al retraerse en el aislamiento, ardía
con más brillo para sí. Descartados los últimos compromisos y los sueltos
ajustes de pensamiento, Galileo parece enfrentar de modo más decisivo las
implicaciones totales de su teoría.
Es un tirón inhumano para la mente separarse del mundo instintivo de los
sentidos a nuestro alrededor, una “cantidad de cosas tan grande”, pobladas
de sustancias familiares que de modo tranquilizador van de un lado para
otro, subsistentes en su propio y distinto modo, cual si supiesen cómo… y
descubrir, en vez, por doquiera la misteriosa realización de las leyes
abstractas; concebir la función matemática determinante de cada punto de
ser en una vertiginosa tensión entre lo infinito y lo infinitesimal, donde el
intelecto solitario ha de palpar su camino con nuevos instrumentos de
análisis rigurosos. Implica una dedicación, un nuevo sentimiento, no sólo de
la naturaleza sino de lo divino. Cuando vuelve el momento de expresar, la
serena prosa del físico se elevará a enormes alturas, lanzará chispas y crujirá
con el poder metafísico que contiene. Pero, por muchos años más aún, el
silencio es lo indicado.
Galileo va aprendiendo, lenta y dolorosamente, a adaptarse a un mundo de
absurdidez, a crear para sí un lenguaje de ironía ambiguo e inexpugnable, a
creer lo que no creía mientras pensaba como pensaba. “Utilizo una máscara,
pero por necesidad”, como había escrito Sarpi diez años atrás, “porque sin
ella no es posible vivir en Italia”. Sarpi había podido defender aún la
soberanía veneciana contra la Curia y por sus esfuerzos fue víctima de
puñaladas en una calleja oscura de Venecia. “Reconozco el stilus del Santo
Oficio”, había dicho con un torcido retruécano, y se trasladaba ahora de un
lugar a otro en una góndola, fuertemente escoltado. Galileo utilizaba una
máscara, a su vez, que no era la de la utilidad mundana. Era la del hombre
que debe combinar su respeto hecho carne por una institución sagrada y
legítima, con su falta de respeto hacia Su juicio y su amargo pesar por las
consecuencias de su acción. Sabía —nadie mejor que él— el perjuicio
ocasionado por el decreto de 1616. El lento crecer del interés público por la
astronomía que, siguiendo la era de descubrimientos geográficos, habíase
extendido en la generación precedente de arriba hacia abajo, unido a la
nueva idea que los italianos viniéranse formando de la importancia de la
ciencia natural, acababa de llegar a un punto en que se hallaba pronto a
abrirse en flor. La teoría heliocéntrica, bajo su antiguo nombre de filosofía
pitagórica, se había vuelto propiedad común natural a la par que interés
común; una expectación incierta pero excitante se manifestó desde muchos
ángulos, en espera del líder abundantemente dotado de que era ejemplo
Galileo, para desarrollarse en un gran movimiento científico. El decreto de la
Inquisición había puesto punto final a todo ello. La maleza ardiente que era
el “galileísmo” habíase extinguido, pero volviéndose tranquilamente hacia
otros intereses más convencionales. El hombre entrado en años sentíase
sobreviviente rodeado de inútil y estéril respeto.
Ello sin que hubiera perdido la esperanza última. Las prohibiciones van y
vienen y supo de esta cose como tan alejada de la práctica establecida y del
sentido común que no podría durar mucho.
La prohibición en sí misma era cosa antigua y razonable, el guardián del
dogma. Aplicábase a sanciones, a la “elección” personal, a los credos
dogmáticos (hairesis) y, por sobre todo, a los argumentos instrumentales,
asuntos de política… en una palabra, a todas las expresiones que cubrieran
una intención. Suponiendo que al padre Olivieri se le hubiera ordenado el
abandono de las argucias legales que hemos reproducido tan laboriosamente
en la página 114, no podría haber protestado ni aún en su conciencia. Babia
preparado un sofisma, que se vio no era útil como instrumento; que
inventase otro.
Existía aquí una dificultad semántica entre lo nuevo y lo antiguo. Para
hombres de vieja persuasión, como Galileo, el nuevo término jesuita de
“ciega obediencia” no significaba nada que fuera ortodoxo, y ese sentimiento
era compartido por muchos del clero secular y regular. La idea de transferir
la obediencia a lo intelectual era algo totalmente nuevo en verdad; porque se
interpretaba que el dogma era de fe, desde el principio hasta el fin, y que,
por el contrario, el intelecto hallábase limitado por sus leyes propias. ¿Quién
había oído jamás que nuestra mente, creada libre, habría de someterse
pasivamente a las decisiones de un comité de incompetentes? “Estas”,
escribió más tarde Galileo, y debe haberlo repetido innúmeras veces entre
sus amigos durante esos años, “éstas son las innovaciones que están
llamadas a conducir a la subversión de los estados y a la ruina de las
comunidades”.
De esa misma certitud brotaba su esperanza indomable. No habían
transcurrido dos años aún cuando Galileo dióse a sondear con precaución el
terreno. En 1618, como el archiduque Leopoldo de Austria le solicitara algún
trabajo de su pluma, se aventuró a enviarle su escrito más arriesgado (el
memorándum preparado dos años atrás para el joven cardenal Orsini),
acompañado de la siguiente carta:
Con la presente os envío un tratado sobre las causas de les
mareas, escrito en la época en que los teólogos pensaban en
el prohibición del libro de Copérnico y de le doctrine enunciada
en el mismo, que yo sostuve que era cierta, hasta que plugo a
esos caballeros prohibir le obra y expresar su opinión de que
era falsa y contraria a les Escrituras. Ahora, conociendo como
conozco que comporta a nosotros obedecer la decisión de las
autoridades y creer en ellas, puesto que están guiadas por una
visión superior a cualquiera que pueda alcanzar mi mente
humilde, considero que este tratado que os envío no
constituye sino uno presunción poética, o un sueño, y deseo
que Vuestra Alteza pueda tomarlo como tal, tonto más cuanto
se bese en el doble movimiento de la Tierra y contiene, en
verdad, uno de los argumentos por mi presentados en
confirmación de ello.
Pero hasta los poetas asignan un valor a una u otra de sus
fantasías y lo mismo asigno yo también algún valor a esta
fantasía mía… He enviado igualmente copias a algunos
personajes exaltados, con el fin de que si alguien no
II
Los cielos mismos parecían no dejar el asunto en paz, pues la atención del
mundo vióse pronto sacudida por los cometas de 1618, uno de los cuales ha
permanecido en el recuerdo del hombre como la impresión más grande.
Siendo, como fue, al comienzo de la guerra de los treinta años, no podía
parecer sino del modo más justificable cual portento de la cólera divina. Los
príncipes quedaron atemorizados, público fue el alboroto y los especialistas
en apocalipsis anunciaron un nuevo fin del mundo. De los innumerables
escritos que originó, el único sobreviviente es el intitulado Pensamientos
sobre el Cometa, obra de Pierre Bayle (escrito en relación con éste, mas
publicado en oportunidad del cometa de 1680). Mucho más modesto, y en
mediciones del cometa de 1577, que deben ser más altos que la Luna, y que
poseen, además, una órbita de suerte algo extraña. Kepler, por otra parte,
había pensando en la posibilidad de demostrar que el sendero era rectilíneo.
Lo que el padre Gressi sugería ahora era un acuerdo. Conforme con que el
cometa estuviera en el firmamento, pero, según la distinción aristotélica
entre materia terrestre y materia celeste, ese sendero debía ser circular.
En cuanto a Galileo, se halló frente a todo el mundo, pues sostenía que los
cometas no eran sino ilusiones ópticas producidas por los vapores de la
Tierra. Esto era sin duda equivocado, pero existían serias razones para su
teoría. En materia de nuevas estrellas habíase declarado totalmente en favor
de los descubrimientos de Tycho y de Kepler, que situaban las nuevas
estrellas en el firmamento, lo que era para él, lo mismo que para Kepler,
manera excelente de demostrar que los cielos no eran fijos ni inalterables.
Pero las nuevas estrellas eran lo suficientemente serviciales como para
permanecer fijas, a modo de resplandores en el firmamento, en tanto Tycho
había demostrado que los cometes poseían senderos por completo
extraviados desde el punto de vista de Copérnico. Algunos eran hasta
retrógrados. Con el tiempo, Newton podría convertir al cometa Hatley en
triunfo del nuevo sistema. Pero Newton no había nacido aún; y Galileo
contaba con razones propias para creer que los senderos circulares eran los
únicos físicamente posibles en el espacio exterior, aunque lo mejor ere tratar
de probar que los cometas no pertenecían al cielo en absoluto sino que eran
efectos ópticos de la atmósfera. Vino de fijo ex parte, mas a pesar de ello era
un sensible esfuerzo a la manera de los presocráticos para extender la física
a los cielos, y bien digno de probarse. En verdad, la conexión por él inferida
entre la cola de los cometas y los rayos solares resultó ser substancialmente
correcta. La verdadera dificultad de su posición es que rompió la vieja
alianza con Kepler, el mejor astrónomo de los dos, y consiguió para Galileo la
clase de respaldo inadecuado de la astronomía.
En contraste, la opinión de Grassi puede parecer más cerca de la verdad,
mas tan sólo en apariencia. Pudo ser un compromiso y lo fue simplemente
político. Hemos visto cómo el sistema de Tycho había sido impuesto en el
III
De súbito, en agosto de 1623, la noticia vino a estallar cual hermosa luz de
Bengala en la terrible negrura: Matteo Barberini había sido elegido Papa.
Hubo regocijo en Florencia. Después de Pablo V, anciano sombrío y de
carácter salvaje, el breve reinado de Gregorio XV no había proporcionado
sino leve mejora. Pero Matteo Barberini, o más bien Urbano VIII, como se
llamaba ya, era amigo de las artes y componente de la Academia de los
Linces. Todo el mundo recordaba que, tan sólo tres años antes, tras el
Discurso sobre los. Cometas, había escrito su Adulatio Perniciooa en honor
de Galileo, como si fuera para recordarle que, aún durante la crisis de 1616,
siempre había defendido a la nueva ciencia3. Ahora que no tendría que seguir
3
Estas líneas, repetimos, son citadas raras veces; empero, fuera de su distinción clásica, poseen interés a causa de
su sentido, que es sin querer profético. Los descubrimientos de Galileo de nuevos objetos en el cielo, y aun las
manchas del Sol, son expuestos como un ejemplo de cómo la grandeza y la gloria, que se estima hallarse por
encima de los cambios de fortuna, demostrarán eventualmente su debilidad, y tendrán que apesadumbrarse… y
cómo hasta el Argos de cien ojos permite que algo se le escape. “La verdad es desagradable para el poderoso: el
enemigo es a menudo más útil”
Cum Luna caelo fulget, et auream
Pompam sereno pandit in ambitu
Ignes coruscantes, voluptas
4
Suidas fue un comentador alejandrino de los últimos tiempos, autor de un diccionario de curiosidades filológicas y
otras.
5
Alguien ha observado que Suidas y Sarsi fueron los profetas de los proyectiles dirigidos, lo que no es así.
Hablaban de huevos.
En cuanto a las teorías astronómicas del Sarsi de Grassi, no eran mejor que
las físicas:
Y de esta manera, ambos, Sarsi y yo, hemos gastado mucho
tiempo y no menos palabras en investigar si la concavidad
sólida de la órbita lunar (que no existe), al moverse en un
círculo (que tampoco lo hizo) arrastra consigo el elemento de
fuego (si por ventura existe); y, de esa mañera, las
exhalaciones que a su vez encienden la materia del cometa,
que no sabemos si realmente se halla en ese lugar, pero sí
muy bien que no es de la clase de material que arde…
Giovanni Ciampoli. Este retrato por Ottavio Leoni fue realizado en 1627, en
el pináculo de la carrera de Ciampoli, cuando era Secretario de Urbano VIII,
y cinco años antes de su caída.
Capítulo 8
Urbano VIII
I
A fines de abril de 1624, al cabo de un viaje sin apresuramiento y de una
permanencia de dos semanas con Cesi en su castillo de Acquasparte, Galileo
llegó a Roma. Llevaba consigo tina novedad deliciosa, el primer microscopio
(lo bautizó simplemente occchialino), con el que podía verse toda suerte de
“cosas horribles” que se movían en una gota de agua. Fue recibido por el
Papa con “infinitas demostraciones de afecto” y en el transcurso de seis
semanas mantuvo con él otras tantas largas conversaciones. Muy pronto,
empero, advirtió que no iba a ir muy lejos. Ya no hablaba a Matteo Barberini
sino a Urbano VIII.
El mismo Urbano experimentaba, con algo de razón, ser de la materia de que
estaban hechos los grandes Papas del Renacimiento. En ese período crítico
del comienzo de la Guerra de los Treinta Años, cuando el sino de la Reforma
pendía aún de la balanza, proyectaba una gran campaña política que
cambiase el equilibrio de Europa. Poder y esplendor sería su divisa. Al serle
1
En esto parece, igualmente, epígono en la línea de Sixto V, pues éste, mientras no era sino Felice Peretti, había
dado a un visitante inglés la impresión de ser “el cardenal más humilde y avieso que jamás se haya visto en un
horno”, pero, una vez coronado con el triregnum, habíase vuelto un “torbellino consagrado” y terror de la Curia.
2
Cf. el despacho de Niccolini, junio 12, 1642.
3
De la carta destinada a Cesi, de enero 8 de 1624. Tenemos, por otra parte, lo que sigue, en el memorándum de
G. F. Buonamici, de 1633: “El cardenal Zollern alentó a Galileo diciéndole que el Papa le había recordado su defensa
en favor de Copérnico en época de Pablo V y asegurándole que, aunque más no fuere por el debido respeto a la
memoria de Copérnico, jamás permitiría que en su tiempo fuese declarada herética dicha opinión”. Como el
documento de Buonamici es inexacto en varios pormenores en cuanto a los hechos de 1633, esta referencia
permanece en duda. Por lo demás, tal documento contiene manifestaciones confidenciales que no pueden haber
sido comunicadas sino por el propio Galileo (tales como sus condiciones para sobrellevar la abjuración): la referente
al cardenal Zollern debe ser una de ellas. Los cumplidos para con Copérnico reservados para un auditor germano
están de acuerdo con la diplomacia de Urbano por entonces. También concuerdan con otra parte de la
manifestación anterior. Del memorándum de Buonamici, véase n. 5. p. 246.
4
El cardenal Antonio Barberini, Sr., ha puesto sobre aviso contra una dificultad, como que Copérnico había hecho
de la Tierra un astro. Galileo y Castelli asegurándole que el asunto podía ser arreglado. Es difícil para los modernos
advertir el rígido conservadurismo capaz de coexistir en los círculos oficiales con el aparentemente libre fermento
de ideas. La Facultad de Teología de París, que en Francia ejerció la mayor parte de las funciones de la Inquisición,
condenó en 1624 las tesis antiaristotélicas de tres candidatos y el parlamento dispuso, en consecuencia, la
destrucción de las mismas y la expulsión de los candidatos. Pero, aparte de las tesis doctorales, toda clase de ideas
hallaba su expresión. Desde el punto de vista ventajoso de las autoridades, “las novedades” no podían parecer sino
una perturbación local muy limitada en el curso ordenado del aprovechamiento escolar. Según cómputos de
Wolynski, se publicaron dos mil trescientos treinta trabajos sobre astronomía entre 1543 y 1687, lo que nos lleva a
la época del Principia, de Newton. De ellos sólo ciento ochenta eran copernicanos. (Véase Archivo storico italiano,
1873, p. 12).
5
Del memorándum de Buonamici. (Ver n. 4, pág. 239).
6
El origen de esto y lo siguiente se encuentra en la Carta a Ingoli y el Prefacio al Diálogo sobre los Grandes
Sistemas del Mundo. Tenemos a la vez las instrucciones de Riccardi al encargado de dar la licencia y el texto de
Oregio, al que nos referimos con posterioridad. Inútil es decir que no existe texto de la conversación y que no
hemos hecho sino hilvanar referencias indirectas del modo que nos ha parecido más plausible.
7
Los historiadores generalmente datan esta idea según la conversación de 1630. Pero hemos visto (página 119)
que es mencionada en el Praeludium, de Oregio, del que hemos parafraseado la manifestación citada más abajo. El
pasaje en cuestión, de acuerdo con Berti, figura también en la primera edición de 1629. De aquí que los
argumentos sean datados por lo menos de 1624, y probablemente, como implica Oregio, se utilizaron por vez
primera en 1616.
contestaréis que “Sí”, porque no vemos que pueda hacerse en contrario. Muy
bien, entonces, si deseáis ahorraros vuestro alegato, tendríais que probarnos
que si los movimientos celestes se realizasen de manera distinta a la que
sugerís, ello implicaría una contradicción lógica en algún punto, puesto que
Dios en Su poder infinito puede hacer algo que no implique contradicción.
¿Estáis preparado para probar hasta ese extremo? ¿No? Entonces tendréis
que concedernos que Dios puede concebiblemente haber dispuesto las cosas
de manera distinta y sin producir, empero, los efectos que observamos. Y si
existe semejante posibilidad, que aun podría conservar en su verdad virtual
los dichos de las Escrituras, no toca a mortales como nosotros el intento de
obligar a que las sagradas palabras expresen lo que a nosotros nos parece
que es la situación, contemplada desde aquí.
“¿Tenéis algo que objetar? Nos place ver que sois de la misma opinión que
Nos. En verdad, como buen católico, ¿cómo podríais sostener otra? Hablar de
otro modo que no sea hipotéticamente sobre el tema equivaldría a constreñir
el poder infinito de Dios y Su sabiduría dentro de los límites de vuestras
ideas personales (fantasie particolari). No podéis decir que es la única
manera en que Dios podría haberlo realizado, ya que hay muchas, y por
ventura infinitas que Él puede haber pensado y que son inaccesibles para
nuestras mentes limitadas 8 . Nos confiamos ahora en que comprenderéis
nuestro significado al deciros que no toquéis la teología”.
Fue solamente entonces, con toda probabilidad, cuando Galileo advirtió la
medida del abismo que separaba su pensamiento del de Urbano; porque sus
últimas palabras, tomadas en serio, habrían implicado que toda investigación
de la naturaleza estaba llamada a conducir a nada. Podía haber objetado,
como hace en el Diálogo: “Sin duda que Dios pudo haber creado las aves
para que volasen con sus huesos de oro macizo y las venas llenas de
mercurio, con su carne más pesada que el plomo y con alas excesivamente
pequeñas. Pero no lo hizo, lo cual debe demostrar algo. Es solamente con el
8
Las dos últimas sentencias son las que cita Galileo como conclusión del Diálogo, provenientes de una “elevada
autoridad”, y debemos asumir que esa cita es fiel.
fin de escudar vuestra ignorancia por lo que ponéis al Señor a cada vuelta en
el refugio de un milagro”9.
Mas, como no era momento para discutir, se mantuvo tranquilo. Debe haber
estado ya bien familiarizado con este tipo de argumento y sabiendo cuán
difícil era hacerle frente. Desde el punto de vista de la filosofía de la Iglesia,
era una doctrina sana y ortodoxa. Robert Grosseteste había proporcionado la
parte epistemológica de la misma allá en el siglo XIII. Tomada en su nivel
pragmático, no equivalía a mucho, puesto que permitía, sin permitirlo,
avanzar a la ciencia, a condición de que no condujese a nada. A pesar de
toda su simpatía literaria, el papa veíase imposibilitado por completo de asir
las implicaciones del nuevo pensamiento. Humanista del siglo XVI,
adiestrado por jesuitas en principios peripatéticos, Urbano vivía en un mundo
de formas significativas y motivos apasionados, múltiple y variado, con
muchos nombres maravillosos y cualidades, apto para el erudito discurso; la
paradoja de la física matemática, el puente arrojado directamente desde la
extrema abstracción de la geometría a la materia monótona básica definida
tan sólo por la masa y la medida, quedaban más allá de concepción. Las
“nuevas conclusiones naturales”, según su modo de sentir, tenían su lugar
adecuado en el enriquecimiento del mundo y no en la reducción de su
espacio geométrico.
Es ahí donde su pensamiento se hallaba apoyado por los grandes planes del
Renacimiento y su esperanza en armonías desconocidas. “No existe nada
increíble”, había dicho Marsilio Ficino. “Para Dios, todo es posible y nada
imposible. Existen innúmeras posibilidades que negamos porque no las
conocemos”. Eso era también lo sostenido por Pico della Mirandola al
insinuar alcances “de magia natural” más allá de nuestros sueños. Y
Campanella, además, apoyaba a Galileo en la esperanza de resultados como
los que ningún científico pudo producir jamás. Era la “teología platónica” en
sí, acuciando al individuo para que extendiese su imaginación más allá de lo
que podía ver y probar; era la creencia de Leonardo en el poder creador de
9
Esta observación, y otras con el mismo fin, figuran escondidas en el texto y no parecen una respuesta directa a
los argumentos del Papa.
II
¿Habría podido contestar de esa manera si Galileo hubiera presentado
nuevas pruebas, por ejemplo las leyes de Kepler? Tal vez sí; no obstante, la
duda es permisible. Mas Galileo no había leído nunca los trabajos de Kepler
10
Kepler había integrado la lista como defensor de la memoria de Tycho contra Scipiene Chiaramonti y su
Antitycho. Al defender las observaciones de Tycho tocante las nuevas estrellas, hacía sin quererlo el juego a los
jesuitas, necesitados de Tycho por diversas razones. Ello fue el comienzo de una diferencia sensible entre los dos
científicos, que perjudicó su amistsd. Galileo apoyó a Chiaramonti (sobre los cometas, si no sobre las nuevas
estrellas) al menos de modo indirecto, por razones tácticas y más tarde fue apuñalado por la espalda por el otro, en
premio a sus esfuerzos. Fue un caso del que Galileo mismo había sido prevenido: “Con el fin de defender un error,
nos vemos obligados a cometer cien más, sin que al final pueda demostrarse nada”.
11
La historia de las leyes de Kepler durante el siglo XVII permanece sumamente oscura. Descartes jamás había
oído de ellas al morir, como tampoco Mersenne, quien todo leía y a todos conocía. Horrocks supo, pero nada publicó
en su corta vida. Bullialdus fue el primero en anunciarlas en Francia, sin excitar mucho interés, en 1630; luego las
discutió Wallis; y ello nos lleva muy próximos a su adopción por parte de Newton en 1666.
III
Decidió explorar el terreno. Escribió la respuesta, largo tiempo demorada
hasta entonces, al resumen de Francesco Ingoli de 161615 en la que, luego
de haber corregido de manera amable y serena los ingenuos errores
12
El Saggiatore fue denunciado a la Inquisición en 1625 y se presentó una moción en la Congregación para que
fuese prohibido. Mas el padre Guevara, general de los teatinos, informó en su favor, explicando que ni siquiera la
opinión sobre el movimiento de la Tierra, mantenida con la debida sumisión, habríale parecido carente de razones
para ser condenada. (Guiducci, en su carta desde Roma, abril 18 de 1625).
13
Lo que él y sus amigos pensaban realmente del antedicho grupo de consultores se expresa raras veces en las
cartas. Pero el buen Guiducci, que estaba aún entonces siendo engañado por la “magnánima” conducta de Grassi,
escribió, aprobando la Carta a Ignoli (véase más abajo): “Me place vuestra idea de desembarazaros de esa gente,
alegres asesinos de la cortesía y la caridad. Debe exponerlos sin piedad”. La frase italiana, “che la cortesia e pietá
ascrivono a lor trofei”, dice más aún en su tersura: “quien cuenta la cortesía y la piedad entre sus trofeos”, lo que
implica no sólo matar esas virtudes sino ponerlas como ejemplo, exageradas.
14
Véase carta a Cesare Maralli, diciembre 7 de 1624: a Cesi, diciembre 24 de 1624.
15
Véase página 91. Kepler había escrito también la respuesta de una copia llegada hasta él.
Capítulo 9
El diálogo
I
El Diálogo, esa obra portentosa que habría de convertirse en "obra capitana"
de la historia de Occidente, cruza con toda facilidad el paisaje cultural,
llevando en su anchurosa corriente mucho material extraño de diversos
orígenes. Como composición parece sin pulir, incompleta y en ocasiones
inconsistente. Es en parte naturaleza y en parte arte… Carece de unidad,
salvo la de la vida misma. Es en verdad, "la historia de la mente del señor
Galileo", pero la mente de un hombre que sabe muy bien a dónde va. En el
libro hay todo de él: físico, astrónomo, hombre de mundo, literato, polemista
y en ocasiones hasta sofista; hay, por sobre todo, el hombre del
Renacimiento totalmente expresivo y expresado.
Igual que Newton, Galileo había sido educado en base a Arquímedes y a
Euclides; pero, a diferencia de Newton, se hallaba lejos de hacer un ídolo del
estilo de los geómetras puros "que no emiten una sola palabra que no sea
impuesta por absoluta necesidad". Porque sostiene que "la nobleza, la
grandeza y, la magnificencia que hace a nuestras empresas y acciones
maravillosas y excelentes, no consiste sólo en lo necesario sino también en
lo innecesario; yo consideraría bajo y plebeyo el banquete donde faltaren el
alimento y la bebida; empero, no es la presencia de éstos lo que puede
hacerlo noble y magnífico, pues mucha mayor grandeza es procurada por la
belleza del suntuoso ropaje, el esplendor de los muebles, el lustre del oro y
la plata que deleite la vista, la armonía de los cantos, las representaciones
1
en escena y la placentera bufonería" . Los poemas heroicos con sus
episodios, los vuelos de la fantasía de Píndaro, son sus modelos reconocidos.
Existe un precio que pagar por todo esto… el sacrificio del lenguaje científico
1
“Lettera sopra il candore della luna”. Debiera decirse que estas palabras están escritas para afianzar la intolerable
prolijidad de Fortunio Liceti. Pero Galileo se muestra amablemente dispuesto a reconocer la misma debilidad.
2
La traducción de Salusbury, en que hemos basado nuestro texto inglés del Diálogo (Chicago; Imprenta de su
Universidad, 1953), es mejor, luego de corregida y no obstante sus defectos, que ninguna de las modernas. Aunque
hubimos de modernizar y abreviar las frases, el texto conserva una medida de su espíritu original. Tiene en sí el
sereno desarrollo del pensamiento del siglo XVII, con esa ingenuidad peculiar que se perdería en cualquier
imitación. Lamentablemente, Salusbury no es Thomas Browne. Es un grito lejano de sus esfuerzos para trasladar a
la elegancia de la prosa jacobina el estilo del original italiano, pieza maestra de la producción barroca. La armonía
galileana es exactamente igual a la de Monteverdi y Palestrina, en tanto que Salusbury es en el mejor de los casos
un organista de pueblo. Lo peor es que su traducción resulta tristemente indigna de confianza. Él es, además, una
especie de artista. De los hechos concernientes a su persona no poseemos casi nada más; sin embargo, se nos
presenta en su Introducción de manera más vivida de lo que puede hacer un biógrafo. Hasta el texto muestra de su
personalidad más de lo que serla permisible. Le gusta hacer resaltar su erudición, que es bastante, y su exactitud,
que es más dudosa. Ataca con dureza la traducción latina de Bernegger en cada error insignificante, demostrando
de ese modo a sus protectores la necesidad de su trabajo; al mismo tiempo, y cada pocas páginas, se remonta en
vuelos de inexactitud que nos harían dudar de su cordura. Una indiferencia familiar hacia los originales fue común a
todos los traductores del siglo XVII, de lo que son testigos Florio y Addington; debe admitirse a la vez que el
original italiano, con sus engañosos adverbios y sus anacolutos es capaz de inducir a error al más preparado. Pero
cuando, como en este caso, se trata de un argumento cuidadosamente razonado, uno se maravilla acerca de lo que
haya pensado el traductor al leer la tonterías por él escritas. Existe sospecha de que jamás las leyó.
3
Micanzio escribió en 1632: “Con qué hermosura habéis dado vida a nuestro querido Sagredo. Dios me valga, es
como si hubiese vuelto a oírlo hablar”.
4
Diálogo, pág. 456.
II
Cuando Galileo anunció a sus amigos de Roma que el Diálogo estaba
terminado, no recibió sino mensajes animosos. Castelli escribió que el
camino se hallaba despejado y el padre Riccardi, quien, en su calidad de
gobernador del palacio, era la autoridad encargada de las licencias, prometió
su pronta ayuda, en la seguridad de que las dificultades teológicas serían
dominadas. En otra carta Castelli comunicó la nueva excitante de que el Papa
había recibido en audiencia a Campanella y admitido durante la misma que la
prohibición de 1616 había sido un fastidio, agregando: “Jamás fue Nuestra
intención; si hubiese dependido de Nos, el decreto no habría sido aprobado”.
Estas no son exactamente las palabras hueras que dicen los historiadores,
pues sabemos que en aquel tiempo había ejercido una influencia
moderadora; pero eran de fijo tales como para alentar las mayores
esperanzas 7 . Ciámpoli escribió: “Aquí se os espera como si fueseis la
damisela más querida”.
5
Ibid., pp. 471-2.
6
Ibid., p. 146.
7
Especialmente como fueron dichas a Campanella, a quien el Papa conocía muy bien como apasionado
antiaristotélico, copernicano incorregible y autor de una Defensa de Galileo, impresa en Alemania en el año 1622.
Galileo llegó a Roma el 3 de mayo de 1630 y escribió quince días más tarde:
“Su Santidad ha comenzado a tratar mis asuntos de manera que me permite
abrigar esperanza de un resultado favorable”. Urbano VIII había vuelto a
endosar la idea de un diálogo astronómico, siempre que el tratamiento fuese
estrictamente hipotético, dejando el resto a los encargados de la licencia. El
modo diplomático como Galileo presentó la intención de su trabajo al
Pontífice, puede colegirse de su “Prefacio para el Juicioso Lector”, que inicia
el Diálogo, Urbano no hizo sino una restricción específica, o sea que el título
no fuese “Del Flujo y Reflujo del Mar”, sino “Sobre los Dos Principales
Sistemas del Mundo”, pues no era su deseo que el libro fuese organizado
alrededor de una prueba que fuera necesitada, tal como la de la marea.
Luego de ello, era tiempo de que el padre Riccardi se diese a la tarea. El
activo “Padre Monstruo” revisó apresuradamente el manuscrito, sin quedar
totalmente tranquilo. No era mucha su comprensión de la Astronomía, pero
el tema no le parecía tan hipotético como se le había dicho. Delegó en su
ayudante, el padre Raffaello Visconti, la tarea de examinarlo y efectuar las
correcciones necesarias. El padre Visconti, a quien suponíase versado en
matemáticas, revisó el texto a su vez, cambió una que otra palabra, y
expresó su aprobación. Evidentemente, no fue sino insuficiente su
interpretación del libro o de las instrucciones del Papa. Pero ya el imprimatur
para Roma era como si estuviese acordado.
El padre Riccardi no estaba aún muy tranquilo. La hostilidad de ciertos
círculos le dijo que iba a haber dificultades. Mas, por otra parte, no podía
solicitar al autor que escribiese nuevamente el libro ni imaginarse la forma
en que sería corregido. Tampoco sabía qué decir a Galileo ni al embajador
Nicolini, primo político de Riccardi, que le procuraba buen Chianti y muchas
seguridades. Resolvió examinar el texto por sí mismo. Como ello obligaba a
nuevas pérdidas de tiempo, convino en entregar al impresor cada cuartilla, a
medida que era revisada. Mas, a fin de iniciar su labor, el impresor
necesitaba la licencia, por lo cual fue concedida, mientras el texto
permanecía en poder de Riccardi. Este insistió, entretanto, para que el
prefacio y la conclusión fuesen reformados, de manera que correspondiesen
más exactamente con las intenciones papales. Puesto que la licencia había
sido otorgada sólo para Roma, y el texto imprimiríase bajo la supervisión del
príncipe Cesi y de la Academia de los Linces, confiaba a todas luces mucho
más en la ayuda de Cesi que en su propio cacumen para disponer las cosas.
Para fines de junio, temiendo por el calor y el “aire poco saludable” de Roma
(en realidad había algo de malaria por entonces) partió Galileo para
Florencia, bien entendido que hallaríase de regreso en el otoño, con una
nueva versión del prefacio y del final. Sabía la imposibilidad de hacer mucho
durante el verano y esperaba hallarse presente mientras la mayor parte de
las correcciones tuviesen lugar.
Todo pintaba bien; pero algunas semanas después de su arribo a Florencia,
se tuvo noticia de la muerte del príncipe Cesi. Era un golpe irreparable, pues
nadie estaba en condiciones de representar la doble función de Cesi como
ejecutivo y mediador en tal difícil empresa. Pronto se hizo oscura la
situación. El 24 de agosto, Castelli, por lo común temperamento nada
inclinado a sospechar mal, escribió a Galileo urgentemente “para que hiciera
imprimir la obra en Florencia, y lo más pronto posible, en virtud de
poderosas razones que no deseaba confiar al papel”. Mientras Galileo
ponderaba acerca del posible significado, un nuevo factor vino a forzar su
decisión: la plaga de 1630, causa de terribles destrozos en el norte (fue la
que más tarde describió de manera clásica Manzoni en su Promessi Sposi),
apareció en forma esporádica en la Italia Central, por lo que se establecieron
numerosos puestos de cuarentena y se dificultaron las comunicaciones.
Galileo tenía que confiar ahora en los buenos oficios del embajador
florentino, no siendo, por fortuna, Guicciardini quien ocupaba el puesto, sino
un amigo fiel. El y su esposa (prima de Riccardi) tenían como invitado
habitual al “padre monstruo”, como lo llamaban cariñosamente, y ahora
dedicaron sus esfuerzos a obtener su permiso. Riccardi rehusó al principio,
pero luego, cediendo a la sutil presión de Caterina Niccolini, se ablandó y
otorgó permiso para que la revisación final tuviese efecto en Florencia,
conservando en su poder, empero, el prefacio y la conclusión, "para
arreglarlos de acuerdo con los deseos de Su Santidad".
8
El texto de las instrucciones se reproduce en la página 270.
9
Es una cuestión sumamente compleja, el que Riccardi, con todos sus temores, no hiciera nada acerca de la
conclusión, que retenía para arreglarla, según reconoció. Existía en el texto una falta de estilo que podía reconocer
como cualquiera. Habría sido fácil para él dar al argumento final una forma más adecuada, tal como hemos
bosquejado en la página 149, según la frase de Oregio. Más tarde diría a Magalotti (página 167), que había habido
en el original “dos o tres argumentos inventados por Nuestro Santo Padre mismo”, que fueron omitidos en lo
impreso. Lo cual no fue evidentemente así, pues la Comisión Preliminar no sostuvo ese cargo. Riccardi no buscaba
sino un pretexto para la parálisis mental que lo invadiera ante el texto. Una explicación podría ser ésta: que Galileo
le había manifestado que era exactamente como el Papa la había deseado; y en verdad es muy posible que Urbano,
enemigo de la pedantería, pueda haberle dado el punto capital del argumento en las pocas palabras que
encontramos en el texto. Por lo demás, Galileo puede haber considerado hábil lisonja unir “esa admirable y
verdaderamente angélica doctrina”, con otra, “igualmente divina”, tomada directamente de las Sagradas Escrituras,
e insistido en su concisión como parte del efecto retórico. Está bien claro que Riccardi advirtió que el efecto no se
había obtenido; pero a él correspondía someter el texto al Papa y solicitar una revisación, lo que jamás hizo.
Capítulo 10
Las citaciones
Flectere si nequeo superos, Acheronta
movebo
VIRGILIO.
I
El libro fue saludado con grandiosa alabanza de parte del público literario. La
edición fue vendida tan pronto salió de las prensas. Debido a las persistentes
dificultades ocasionadas por la cuarentena, no pudo ponerse en venta en
Roma sino en el mes de junio. Campanella escribió, presa de gran emoción:
“Estas novedades de verdades antiguas, de nuevos mundos, nuevos
sistemas y nuevas naciones son el comienzo de una nueva era. Quiera Dios
obrar con presteza y hagamos por nuestra parte todo cuanto podamos.
Amén”. Hacía tiempo que el padre Scheiner estaba enterado de que el
inminente Diálogo no lo dejaría incólume1. Hallábase en una librería cuando
hizo su entrada en la misma un fraile de Siena, quien dióse a entonar sus
alabanzas. Se puso pálido, vióse acometido de un acceso de temblor y dijo al
librero: “Diez escudos si puede conseguirme un ejemplar inmediatamente”.
El padre Riccardi sintióse deprimido. “Los jesuitas”, dijo a Magalotti,
“perseguirán esto con la mayor saña”.
La carta de Magalotti (agosto 7) que contiene tan interesante punto de
información, es también importante en otros puntos más humanos aún:
1
El padre Schelner, jesuita alemán de Ingolstadt, gozaba de buena reputación como astrónomo y otrora había sido
amigo y corresponsal de Galileo. Pero la rivalidad, enconada y hasta cierto punto sin fundamento, en cuanto a la
precedencia en el descubrimiento de las manchas solares, habíalos separado desde las cartas de Schelner a Mark
Welser, publicadas en 1612 bajo el seudónimo de Apelles y la respuesta de Galileo, Cartas sobre las Manchas
Solares, de 1613. Al escribir el Diálogo, Galileo sabía que Schelner preparábase para recibir la polémica, de
veintidós años de duración, con un ataque de frente contra los copernicanos en un tratado intitulado Rosa Ursina. El
tratado estaba destinado a retribuir a Galileo, no sólo las quejas personales de Schelner sino la derrota de su
compañero de orden, Horatio Grassi, en el Saggiatore. Galileo, pues, no se abstuvo de atacar las teorías de
Schelner por adelantado mientras escribía el Diálogo. Lo cual hizo, aparte de algunas mordaces observaciones
sobre las cartas de Apelles —señalando un breve tratado anticopernicano de Lecher, discípulo favorito de Schelner y
utilizándolo como blanco para su refutación destructora. El procedimiento fue polémicamente efectivo y legitimo por
completo; hasta vino a ser una respuesta en lugar de un contraataque preventivo, porque el libro de Schelner vio la
luz antes que el Diálogo. Fue más bien Schelner quien pudo lanzar ese contraataque preventivo realizando campaña
contra el Diálogo dos años antes de su publicación y con una idea adecuada de su contenido. Lo que empeoró la
situación fue que, según el padre Athanasius Kircher admitió más tarde (véase página 249), Schelner era
copernicano de corazón y sacrificó por entero su conciencia científica a la conveniencia política de sus superiores.
Su enemistad no era sólo la del rival sino la del hombre que se había vendido en sus creencias.
que no podemos negar que nuestro Santo Padre sostiene una opinión
directamente contraria a ésta (la de Galileo).
”Ahora bien: si el manuscrito original ha sido alterado, no sé qué decir; pero
si no, fácil será convencer a las autoridades y, una vez convencidas, no
podrán seguir adelante, según pienso…
”Mas si alguna omisión ha tenido lugar por inadvertencia, en particular las
que he mencionado, aconsejaría se mostrase la mayor celeridad en agregar,
suprimir o alterar, tanto para salvar las apariencias. En el ínterin, no dejéis
de enviarme alguna publicación de Landini, lo antes posible, aunque sea un
almanaque, y si es posible uno publicado antes del Diálogo”.
Al recibir esto, Galileo debe haber trastabillado por la monstruosa hipocresía
de todo eso, puesto que la suspensión era ya oficial y le había hecho el
mismo efecto que si le cayera un rayo del cielo. El día primero del mes, el
Inquisidor de Florencia habíase presentado en la librería de Landini con
instrucciones de suspender la publicación del libro y entregar cuantos
ejemplares tuviera en existencia. A lo que Landini pudo contestar
benditamente que no tenía ni uno. El padre Riccardi no se había percatado,
evidentemente, del escándalo público mientras trataba de escurrirse de la
situación en que se hallaba.
En tanto continuaban llegando cartas de felicitación, Galileo denunciaba con
gran furia las intrigas miserables de sus enemigos, previendo que un abuso
de autoridad jamás conocido debió ocurrir en alguna parte. Pero el 22 de
agosto recibió una carta belicosa del padre Campanella, que confirmaba las
malas noticias:
He oído que se está tratando de que una comisión de teólogos
iracundos prohíba vuestro Diálogo; y no hay uno solo entre
ellos que entienda de matemáticas ni de nada recóndito.
Servíos observar que podéis sostener que la opinión de que la
Tierra se mueve fue debidamente prohibida, sin tener que
creer que las razones alegadas son buenas. Esta es una regla
teológica, factible de ser probada, pues en el Concilio de
Nicene se decretó que “puede pintarse a los ángeles, porque
Galileo debe haber leído esto con gran variedad de sentimientos, sabiendo
que el viejo fraile era muy adepto a meterse en dificultades. Nada intimidado
por las nuevas, empero, redactó el borrador de una severa nota diplomática
que el Gran Duque, compartiendo su interés, ordenó fuera inmediatamente
firmada por su secretario de estado y despachada. En ella solicita del Papa el
nombramiento de una comisión mixta en Florencia para que investigase el
asunto. Mas cuando Niccolini se presentó el 5 de setiembre con su protesta
en el Vaticano, se encontró con una andanada de labios de Urbano, que
contuvo sus manifestaciones: "Vuestro Galileo", le gritó el Papa bastante
fuerte, "ha osado mezclarse en lo que no debía, en los temas más graves y
peligrosos que puedan agitarse en nuestros días".
Contesté (prosigue Niccolini) que el señor Galileo no había
hecho imprimir la obra sin la aprobación del Vaticano. El Papa
contestó, con igual furia, que él y Ciámpoli le habían
prevenido, especialmente Ciámpoli, quien llegó a manifestarle
Niccolini no era ningún tonto y a esa altura habíase percatado de que el Papa
fanfarroneaba. Había existido una tensión no confesada los últimos meses
entre la Santa Sede y Toscana, ya que el Gran Duque no podía colocarse
sino de parte de los Habsburgo en ese tumo de la Guerra de los Treinta Años
que llevara al Papa del lado de Francia. El Papa señalaba ahora una ventaja
inesperada amenazando con el arma espiritual que él solo podía blandir. Pero
las quejas insignificantes presentadas no podían hacerse aparecer como
herejía. Niccolini aprovechó las palabras finales para contestar, por iniciativa
propia, con una clara amenaza diplomática:
Contesté que obtendría órdenes para hacer que lo molestasen
más aún, como ere cierto, pero seguía sin creer que Su
Beatitud llegaría al extremo de contemplar la prohibición de
una obra que ya había sido aprobada, sin antes escuchar al
señor Galileo.
2
El Papa volvió a manifestar ellas después que "la comisión había sido constituida fuera de lo común, con objeto de
ver si sería posible no llevar el asunto ni Santo Oficio" (despacho de septiembre 18). Ahora bien, como veremos por
el informe de la comisión, los diversos cargos contra la transgresión de Galileo no contienen la menor referencia a
la Inquisición. En verdad se reconoce que podían implicar simples correcciones en el texto. Es solamente en virtud
de un nuevo documento descubierto por el Santo Oficio que brota la posibilidad de persecución. Lo cual llega
incluso a negar el alegato del Papa.
3
Carta de Torricelli, septiembre 11 de 1632. Véase pág. 177.
4
“Sería un asunto del que jamás veriais el fin si entablaseis disputa con estos padres, pues son tantos que la
extenderían por todo el orbe y, aunque estuviesen equivocados, jamás lo concederían… tanto más cuanto que no
son amigos de nuevas opiniones”. (Enero 27, 1620).
5
Véase página 189. Las demás consideraciones se infieren de las palabras del Papa Existe a su vez una carta
desesperada de Campanella, de octubre 22: "Si fuese a escribiros todas las razones e intereses que los mueven
contra vos, debiendo ser todo lo contrario, os veríais sacudido con no poa violencia. Ex arcanas eorum sacris et
politicis. Mas no fue admitido… " Son las razones expuestas posteriormente en el Tractatus syllepticus, de Inchofer,
donde se dice en verdad que es más criminal no creer en la inmovilidad del Sol que en la inmortalidad del alma.
¿Hasta dónde influyeron tales razones en la promoción del escándalo? Apenas existe insinuación en los documentos
contemporáneos. Ni siquiera observadores de afuera, como Buonamici, Peireso, Gassendi y sus informantes, vieron
en la crisis otra cosa que el odio personal. “Le Pére Schelner luy a joué ce tour, ut creditur”. Esta opinión se repite
en todas partes. Mas en lugar de apaciguarse después del proceso, el movimiento anticientífico gana impulso sin
cesar en las décadas siguientes y ello demuestra que las decisiones politicas se habían producido, al menos
inmediatamente después de 1632. En 1693, sesenta y un años después de los acontecimientos, Viviani, por
entonces muy viejo, solicitó permiso para publicar una edición corregida del Diálogo. Ya se había dado al público
Principia, de Newton. Más he aquí lo que le dijera el padre Baldigiani: “Aquí en Roma existe un movimiento general
III
contra los físicos. Se llevan a cabo reuniones extraordinarias de cardenales y del Santo Oficio, y se habla de una
prohibición general contra todos los autores de las nuevas físicas, entre los cuales figuran los nombres de Gassendi,
Galileo y Descartes”.
6
A través de lo dicho por el Papa a Niccolini, podemos inferir que Ciámpoli había simplemente garantizado que el
argumento de Galileo era estrictamente ortodoxo, habiendo suplicado al Papa que relevase a los censores de sus
temores en cuanto a un texto por ellos incomprendido, y mucho menos que lo arreglasen para adecuarlo a sus
escrúpulos. El Papa ha debido aceptar sus seguridades y sus promesas como medio de salir del paso mis bien que
utilizar su propio tiempo en la cuestión. El Juego de Ciámpoli había sido evidentemente hacer sentir al Papa que tan
sólo dos grandes cerebros, el suyo y el de Galileo, podían comprenderse entre sí y que podía contar con que Galileo
seguiría el espíritu de sus instrucciones.
7
Campanella había llamado a Sócrates y a Aristóteles con toda clase de nombres, defendido atrevidamente el
sistema de Copérnico y propuesto nuevas y arbitrarias interpretaciones de la Biblia; mas fue suficiente para
protegerlo el que escribiera ni final de su Defensa de Galileo: “En la discusión que precede, me sujeto en todo
momento a las correcciones y al mejor criterio de nuestra Santa Madre Iglesia Católica Romana”.
8
Areopagítica, de Milton.
No puede mantenerse, cual hace Wohlwill, que eso no era sino una ilusión
del hombre entrado en años, pues tenemos la opinión reflejada con más o
menos vigor por sus corresponsales romanos, quienes no eran tan simplotes.
El viejo Filippo Magalotti, sucesor de Cesi, es explícito:
No debéis temer que la comisión solicite de las autoridades
que declaren la opinión de Copérnico condenable y herética;
aunque lleguen a la conclusión de que la opinión es falsa, no
creo que se solicite sea declarada tal por tan suprema
autoridad; os refiero esto porque así me lo han hecho saber
los miembros de la Congregación del Santo Oficio, que maneja
los asuntos del dogma. Dicen que hay en la Iglesia asuntos de
controversia en que se halla dividida la opinión de los padres,
como por ejemplo el de la Inmaculada Concepción. Y todos
expresan de manera definida que sin la más urgente de los
necesidades, o sin la declaración de un Concilio General, tales
problemas no pueden llegar a una solución. Ahora bien, éste
no es ciertamente el modo a que tienden las cosas y el Padre
Maestro es también de opinión de que llegará a un ligero
arreglo de vuestro Diálogo, agregando o suprimiendo algunas
cosas.
9
Esta afirmación es repetida en varias cartas: “Il suo dialogo andrà in molte lingue, e sbattasi chi vuole”. (Agosto 6
de 1631).
eso, enviaré con cien mil demonios a esos hipócritas sin Dios y
sin Naturaleza.
IV
La gente sana, el “optimista precavido”, resultó estar equivocado, sin
percatarse, empero, que las autoridades habíanse desviado del fin profundo.
Pero había por lo menos un individuo que debió haber abrigado menos
ilusiones, y era el mismo Galileo. Sabía mejor que nadie lo que el libro
significaba, lo que el Papa había significado de su parte, y el abismo que
separaba a ambas concepciones. Una vez abiertos los ojos del pontífice,
Galileo tenía que temerlo todo. No obstante, cosa singular, es el más
belicoso de todos ellos. Está seguro de poder convencer a las autoridades si
se le proporciona aunque sea una oportunidad; solicita privadamente, como
sugiriera Campanella, una discusión in concilio Patrum. Quiere revisar el libro
punto por punto con cualquier comisión que se desee nombrar. Sin embargo,
no es “falta de mundo” el término que lo describe, y conoce el valor de la
discreción. Hasta su enemigo Piero Guicciardini lo ha reconocido.
Extenderse sobre lo híbrido, como ha sido tan frecuente, no supone
explicación. Galileo consideraba buena su situación desde el punto de vista
jurídico, pero sabía que ella era políticamente débil. La deliberación infinita
desplegada mientras producía el Saggiatore es prueba de ello. ¿Por qué,
entonces, en un hombre de edad y de mundana experiencia, esta aventura…
esto que luego resultó ser un juego terriblemente insensato? Si no hubiera
deseado sino publicar sus ideas, podría haberlo hecho con seguridad sin el
menor peligro. El que fue capaz de escribir el Saggiatore podía escribir cosas
esquivando a los censores (aunque los jueces no pudieron encontrar la
menor falta en el folleto durante el proceso). Existía una fácil y evidente
manera que, en verdad, hallábase obligado a considerar, y lo hizo
posteriormente, aunque demasiado tarde. Pudo haber dado fin al Diálogo
haciendo que Simplicio, o tal vez mejor Sagredo, sacara triunfante del
interior de un sombrero el sistema de Tycho, que jamás había sido discutido,
y que Salvati, sujetando su lengua, se declarase vencido. Ello habríale
permitido terminar de manera más convincente con la sabiduría del Papa. La
Iglesia habríalo endosado, pues era equivalente a todo cuanto el esforzado
jesuita Riccioli pudo inventar en 1657 para refutar oficialmente a Galileo en
su Almagestum novum.
Por otra parte, si hubiese deseado parecer del todo inocente, pudo haber
sacrificado lo que bien sabía insostenible, aunque atrayente… la teoría sobre
la caída circular10, y presentado el “aplastante argumento psicomatemático”
de Riccioli, confundiendo el sendero por completo. Riccioli se puso en ridículo
con ello, como Borelli no tuvo escrúpulo en demostrar en 1668, a pesar de
subsistir aún las rígidas prohibiciones; empero, fue universalmente aplaudido
como campeón de la fe. Galileo pudo haber payaseado con tales inventos con
mayor facilidad cuanto que el resto del Diálogo dejaba duda sobre de qué
lado estaba la razón. Su vanidad, que era grande, habría hallado provecho
en ello, pues habría sido cumplimentado por todos y cada uno, incluso los
hipócritas, en tanto el de mente Científica habría sabido leer entre líneas. El
y sus amigos podrían haberse reído a costa de las autoridades. El libro habría
realizado su penetración de manera libre y serena, para destruir poco a poco
las enseñanzas establecidas de la filosofía de la Iglesia, en tanto la posición
de Galileo quedaba firme por toda su vida.
Pudo haber hecho eso; y, menos aún, tal como Salviati se adelantase a
ofrecerle como “remedio final”, pero se negó a ello y siguió negándose. Lo
arriesgó todo al expresar la verdad de manera inequívoca, en un juego
temerario pero generoso. Muy bien sabía Galileo que estaba realizando un
10
Diálogo, pág. 178.
11
O al menos Galileo estaba también seguro de ello, que equivale a lo mismo para el caso. Es su versión del relato
la que ha sido conservada en el diario de Buonamici, sobre el cual volveremos en página 246.
de nadie más, prevenir al Papa para que no representara mal papel. Mas el
vasto aparato de adoctrinamiento y constricción ideado por su orden,
trabajaba para la misma destrucción. Siguiendo la voluntad política de la
Compañía "hasta la muerte", cerraron ojos, oídos y mente. El poder de la
disciplina fue a alimentar el complejo mecanismo en un circuito de
autodestrucción.
Así, más allá del fracaso del mecanismo valuador, nos vemos llevados de
nuevo a esa “voluntad política” de que los jesuitas fueron punta de lanza,
pero que era compartida en diverso grado por toda la jerarquía. Y aquí el
patrón se hace visible por fin. Galileo había lanzado en su oportunidad el
desafío y ahora lo pagaría. El desafío original remontábase en el tiempo.
Había comenzado a constituir un peligro al escribir en italiano y cuando
resolvió dejar a un lado las universidades y la autoridad intelectual conferida
y revelar su mente a la opinión pública esclarecida. Como movimiento, era
cosa tradicional. ¿No había recurrido Dante al vernacular por razones no muy
diferentes de las suyas? Pero, por otra parte, Dante había permanecido a la
vista de las autoridades personaje muy sospechoso y, por ende, él también,
lo era claramente.
En resumen, este individuo era agitador. No se había entendido que el
científico, en su condición de especialista aislado, fuera un peligro social,
como bien podría ser considerado aun en nuestro tiempo. Fue Galileo la
figura del Renacimiento que deseó que la percepción científica se extendiese
a todo el frente progresista de la civilización, desde su posibilidad expresiva
y tecnológica hasta su actividad crítica y su reflejo filosófico, pareciendo
peligroso tratante de novedades.
“Sí”, escribe José de Maistre, “si no hubiera escrito, como prometió, si no
hubiese tratado de comprobar a Copérnico a través de la Biblia; si al menos
hubiese escrito en latín…” Tres falsedades y una sugestión que nada ayudan.
La fórmula debidamente equilibrada. Aún podemos tomar con precaución la
sugestión. En ella existe la típica "prudencia". Si hubiese escrito en latín,
habría quedado a cargo de Foscarini, Bruno o algún otro, referir los hechos
en el vernacular y sufrir las consecuencias, pues tales casos no eran para ser
V
Se había iniciado el cuarto acto de la tragedia. El inquisidor de Florencia se
hizo presente el primero de octubre en el domicilio de Galileo para hacerle
entrega de una citación formal de parte del Santo Oficio, para que se
presentase en Roma en el plazo de treinta días. Galileo se percató
finalmente, y aterrorizado, de toda la gravedad de la situación; se metió en
el lecho con enfermedad nada fingida. En carta dirigida al cardenal Francesco
Barberini, sobrino de Urbano, le suplicó se le evitase el viaje invernal,
temiendo que, dado su estado, no lo terminase con vida. “Paso el tiempo
dedicado a los estudios en que me esfuerzo, y esperaba haberme desviado
del sendero trillado. Estoy arrepentido de haber dado al mundo parte de mis
escritos; me siento obligado a destinar a las llamas lo que resta y moderar,
al fin, de ese modo, el odio implacable de mis enemigos”.
Empero, sugería que otra revisación del libro apaciguaría a las autoridades y
solicitó que se nombrase otra comisión para realizarla en Florencia. “Pero”,
concluía, “si ni mi edad avanzada, mis muchos achaques corporales, lo
profundo de mi pesar, ni los riesgos de un viaje en tales condiciones son
considerados razones suficientes por ese alto y sacro tribunal para otorgar
una dispensa, o al menos una postergación, emprenderé el viaje,
considerando que la obediencia importa más que la vida”.
Con lo cual Galileo no intentaba tan sólo una última intercesión, sino que, a
la vez, daba noticia a sus protectores de que no trataría de huir, como bien
pudo haber hecho, al haber recibido, entre otros, un mensaje de Francesco
Morosini. Olvidando con magnanimidad la brecha abierta entre ambos veinte
años atrás, al abandonar Galileo a Padua, el anciano estadista habíale
ofrecido el santuario inviolable del territorio veneciano. Sabemos que varios
de sus amigos lo instaban a hacerlo, y parecería que hasta el propio Niccolini
12
Cf. Buonamici en su memorándum: “Obedeció contrariando la opinión y el consejo de sus mejores amigos, que
deseaban se trasladase al exterior, escribiese una apología y no se expusiese a la pasión impertinente y ambiciosa
de un fraile” (el Comisario General de la Inquisición).
13
Ed. Naz., XIX, 324. Es divertido observar que el escribiente había puesto "Campanella" y que después lo borró
para reemplazarlo por "Galileo". Semejante lapsus debe demostrar que el gran utópico había ocasionado
considerable comentario en la Comisión con su solicitud para ser consultado. Nadie había olvidado su Defensa de
Galileo, publicada en Alemania en 1622. La verdad es que había sido amenazado. El 22 de octubre escribió a
Galileo: “Nombraron su comisión, con muchas invectivas contra los nuevos filósofos, etc. Yo también fui
nombrado”. No mejoró nada el ambiente. Porque con Sarpi, Campanella y los "matemáticos alemanes", estaba
claro en Roma que Galileo no contaba con la debida clase de amigos.
Hubo, sin duda, dos obstáculos mayores: uno, que el libro había sido
autorizado; el otro, como dijera Magalotti, que no había manera de declarar
la doctrina de Copérnico formalmente herética. (Es también así como el
padre Guevara había interpretado las reglas al declarar en 1625, luego de la
publicación del Saggiatore, que el movimiento de la Tierra sugerido no era en
sí cosa que mereciera censura14. Se admitía que el caso estaba muy distante
de ser claro, pero —dijo más bien dudosamente— contenía lo suficiente para
que el Santo Oficio lo examinase, si tal era lo que se deseaba.
No era mucho, más sí suficiente para lo necesitado por el Papa. El 15 de
setiembre informó al embajador que no podía menos que entregar el asunto
a la Inquisición15. Al mismo tiempo se ordenó el más estricto secreto, tanto
al Papa como al embajador, so pena de aplicarles los procedimientos
establecidos en los estatutos del Santo Oficio. Recalcó que, por su parte, no
habría hablado, pero lo hacía por interés hacia Su Alteza. Lo cual significaba,
por supuesto, que deseaba ofrecer al Gran Duque la oportunidad de
disociarse de la oveja sarnosa antes de que pudiera verse como destinatario
de citaciones infamantes. Los insistentes pedidos de reconsideración
efectuados por Niccolini fueron soslayados por Su Beatitud con lo que
placíale considerar jocosa anécdota.
El 23 de setiembre, la Congregación General anunció que Galileo había
transgredido el requerimiento de 1616 y, como hemos visto, se le entregaron
las citaciones oficiales en Arcetri.
Niccolini recibió pronto las nuevas del acontecimiento, y de la desesperación
de Galileo, y al instante se dio a ayudarlo de manera infatigable. Alegó ante
los prelados del Santo Oficio, en vista de los achaques del anciano y las
dificultades de un viaje de doscientas millas en la peor de las épocas. No
hicieron “sino escuchar sus palabras, sin contestar nada”. Fue a visitar al
Papa mismo. “Vuestra Santidad incurre en peligro”, dijo, “de que él no sea
14
Cf. Ed. Naz., XIII. 265.
15
Lo cierto es que uno se pregunta cómo las autoridades no insistieron sobre este punto: que tan pronto se
descubrió el requerimiento, y estando bien claro que Galileo habíalo infringido al escribir el libro, era pasible de
arresto inmediato. Esto está muy lejos, empero, de lo implicado por Francesco Barberini en su carta ni nuncio, de
setiembre 25 (ver pág. 230) o de lo que se dijo a Niccolini. Mucha más consideración es mostrada en esta fase,
donde los sentimientos están agitados, que en la posterior. Es como si las autoridades experimentaran que se
aventuraban en terreno poco firme y que Galileo podía rebelarse y trasladarse a lugar más seguro.
peligro de su vida hace aconsejable una demora, debe ser traído tan pronto
como pueda viajar, pero siempre como preso encadenado16.
Esta vez el mismo Gran Duque aconsejó a Galileo que fuese. La historia lo ha
señalado como gobernante débil que entregó a su protegido a la
persecución. Sin embargo, debe reconocérsele considerables atenuantes. No
era el rey de Francia ni el Estado Veneciano, sino un protegido —un pequeño
principado tomado entre la casa de Austria, su soberana, y los Estados
Papales, su vecino. No le era dado esperar protección del emperador en
asuntos referentes a la ortodoxia, como la había tenido Cósimo I en la lucha
referente a su coronación (casi fue a la guerra con Pío V). La Toscana se
hallaba en situación expuesta en la frontera meridional del imperio y tendría
que hacer frente por sí sola a los Estados del Papa. El joven de veintidós
años tenía que luchar dentro de su propio hogar con la piadosa alarma de su
madre, la duquesa viuda; como gobernante, tenía que considerar las
posibles repercusiones de un conflicto con los monjes entre el populacho
supersticioso. No encontraba ayuda en sus ministros, furiosos ante tan
imprevisto trastorno de sus movimientos y contramovimientos tan
delicadamente calculados en el tablero diplomático, y haciendo todo lo
posible para desentenderse del sentenciado astrónomo[17]. No lo hizo.
Ofreció a Galileo su propia litera para el viaje y su propia embajada en Roma
como residencia; y, pese a la opinión de su secretario de estado, ordenó a
Niccolini que lo defendiese por entero.
Por su parte, Galileo recobró su espíritu combativo, disipada la primera
impresión. Estaba dispuesto a echar el resto frente a las autoridades
eclesiásticas, en cuanto al problema en conjunto, incluyendo los peligrosos
lemas teológicos que obedientemente dejara en paz durante tantos años y
que ahora eran presentados otra vez en contra suya.
En una vigorosa carta a Elia Diodati, escrita el 15 de enero, luego de la
citación final de la Inquisición y poco antes de su partida hacia Roma —carta
ideada con toda posibilidad como una especie de testamento espiritual a
16
Todo estatuto o ley que impidiera el libre movimiento de la Inquisición directa o indirectamente era nulo y vacío,
ipso jure (Farinacci, De haeresi quaestiones, 182, N.º 76).
Quien había perdido la cabeza era más bien Urbano VIII. Experimentaba a su
alrededor un vientecillo frío de crítica. Llevábase diciendo desde mucho atrás
que había sacrificado los intereses de la Iglesia a sus ambiciones personales,
su vanidad, la avaricia de sus parientes y los intereses de la casa de
Barberini. El embajador de Módena en Roma escribía por entonces a su
príncipe: “Estos gobernantes desean engrandecer a su familia; son amantes
de las riquezas; ansían el poder; mas, cuando es necesario adoptar alguna
resolución no tienen el coraje necesario para enfrentar el riesgo. Parecen lo
suficientemente arrogantes, pero luego hacen una triste figura”. Urbano no
desconocía en verdad su situación, enterado de la murmuración de sus
gentes y con esos monjes que no le trajeron nada que hiciera alimentar
esperanza para el futuro en el tablero diplomático internacional. Al comienzo
de su labor había mostrado su vigor y creídose, no sin razón, moderno y de
gran visión al apostar a la nación francesa, que volvía a resurgir, contra el
poder tradicional de Austria y España; al examinar la situación apenas pudo
creer que se tratase de un gambito de triunfo. Fue utilizado por Richelieu, en
lugar de utilizar él mismo al francés; enajenada Austria, sin ningún
provecho, vino a producir escándalo con su secreta alianza con el sueco.
Invadido por la cólera, el rey de España había osado incluso arrojarle el
guante en el Consistorio, valiéndose del cardenal. Borgia para que se le
recordase a sus antecesores “más píos y más gloriosos” y se le manifestara
que abandonase esas deshonestas colusiones con el poder herético; hubo de
proceder con rapidez para aplastar una conspiración política en su propia
Curia. Comenzó a ver enemigos en todas partes.
“El papa vive bajo el temor del veneno”, escribió un corresponsal
diplomático. “Ha ido a encerrarse en Castell Gandolfo, donde no se admite a
17
Objetivamente, no hay eluda de que aparentaba mal. Al escribir a Vossius, en 1625, Grotius habla del Gran
Duque, que se rindió "con grave temor" (socordi metu), y sugiere se vea la manera de trasladar a Galileo a
Holanda. (Su propia experiencia al haber buido de fortalezas bien guardadas lo vuelve confiado en ese punto). El
propio Galileo creyó que debía estar mejor protegido. Su última obra la dedicó con toda intención a Noailles, el
embajador francés.
nadie sin ser registrado antes. Las diez millas de carretera se hallan
fuertemente patrulladas. Grande es su sospecha de que los preparativos
realizados en Nápoles sean dirigidos contra él, que la flota del gran duque de
Toscana pueda darse a la vela cualquier día para atacar a Ostia y
Civitavecchia. Las guarniciones y vigías de la costa han sido reforzados”.
Esta aprensión nerviosa correspondía menos a verdaderos peligros que a
profundo sentido de fracaso. Con el eclipse del poderío francés, tras la
muerte del rey de Suecia, la enfermedad de Richelieu y el alistamiento de
Inglaterra contra los Países Bajos, se percató de que su complicado juego
había tocado a su fin y no era sino cuestión de tiempo su vuelta a la órbita
de los Habsburgo, que en verdad produciríase tres años más tarde. Y si al
menos lo hubiese sabido tan luego cuando Francia iba a verse decisivamente
otra vez camino de la victoria. Fue todo mala ventura, sin respiro, infortunio
y destiempo.
Y si desviaba la mirada de las graves perspectivas mundanas a esta alharaca
acerca de los planetas, culta y fastidiosa, no le era dado discernir sino otra
reducida versión de la misma historia. Había tratado de actuar como
magnánimo príncipe del Renacimiento y tomar a la ciencia bajo su manto,
para verse chasqueado por Galileo, como lo fuera por Richelieu. Galileo,
mientras se ofrecía como aliado, había movilizado al pensamiento laico
contra la autoridad intelectual de la Iglesia y creado escándalo. Pero al
menos él, Urbano, podía hacer algo allí. Doblar el espinazo y humillar a esa
pandilla a la vista de todos. Su intervención sería terrible. Ahí estaba la
oportunidad de recobrar su prestigio y reafirmar su posición como cabeza de
la fe. Iba a demostrar a esos florentinos que había un límite para su
impertinencia. Golpeó fuertemente la mesa con el puño, en público, además,
y dispuso que una comisión especial presentase un caso contra el hombre, a
paso de carga. La comisión lo presentó, al menos lo que podía parecer como
tal. Mas notábase desasosiego por doquier18.
18
El resto de la carta es igualmente importante: “Hace muchos años, al iniciarse la agitación acerca de Copérnico,
escribí una carta de alguna extensión en la que, apoyado por la autoridad de numerosos padres de la Iglesia,
demostré el abuso que suponía recurrir tanto a la Santa Biblia en asuntos de ciencia natural, y propuse que en lo
futuro no se mezclase en ello. Tan pronto como me vea en menos dificultades, os enviaré una copia. Digo ‘en
menos dificultades’, porque voy a partir para Roma, donde he sido citado por el Santo Oficio, que ya ha prohibido la
VI
En un lugar cualquiera del Nuevo Mundo, un rincón hiperbóreo, del que nadie
jamás oyera hablar en Roma, en esos mismos días, un joven clérigo
desconocido y algo absurdo, de nombre Roger Williams, preparaba, sentado
en la tienda del cacique Massasoit, su propio caso contra otro estado
teocrático, minúsculo y absurdo: “LA RELIGIÓN DEL ESTADO del mundo”,
escribió, “es una invención POLÍTICA de los hombres para mantener el
ESTADO CIVIL… DIOS no requirió QUE SE DICTASE Y PUSIESE EN VIGOR
una UNIFORMIDAD DE RELIGIÓN en ningún ESTADO CIVIL; lo que forzó la
UNIFORMIDAD más pronto o más tarde es la mayor oportunidad para la
GUERRA CIVIL, DESTRUCCIÓN DE LA CONCIENCIA, PERSECUCIÓN DE
CRISTO JESÚS en sus servidores, y la HIPOCRESÍA y destrucción de Millones
de Almas… Es la voluntad y mandato de DIOS que sea concedida a TODOS
los hombres de TODAS las NACIONES y PAÍSES libertad para CONCIENCIA Y
ADORACIÓN de lo más PAGANO, JUDÍO, TURCO y ANTICRISTIANO; y que ha
de ser COMBATIDO tan sólo con la ESPADA que constituye lo único CAPAZ
DE CONQUISTAR (en COSAS DEL ALMA), o sea, la PALABRA DE DIOS, que es
LA ESPADA DEL ESPÍRITU DE DIOS…”.
A una distancia equivalente a la mitad del mundo de allá, así como de Roma,
en la fabulosa ciudad de Marco Polo llamada Cambaluc, de la que tan sólo
últimamente habíase descubierto ser Pekín, el padre Adam Schall von Bell, S.
J., conocido en China como T’ang Jo-wang, a quien el emperador había
conferido los títulos de Profundísimo Doctor (tung kwan hsiao),
Superintendente de la Caballeriza Imperial, Muy Honorable Portador de la
Banqueta Imperial y Maestro Explorador de los Misterios del Cielo, tenía que
luchar no sólo contra las intrigas de los funcionarios de la Corte sino contra
circulación de mi Diálogo. He sabido a través de gente bien informada, que los padres jesuitas han insinuado en las
más altas esferas que mi obra es más execrable e injuriosa que los escritos de Lutero y Calvino. Y, a pesar de todo
ello, fui personalmente a Roma para obtener el imprimatur, sometí el original al Gobernador del Palacio, quien lo
examinó con sumo cuidado, reformó, agregó y omitió y hasta, aun después de haber otorgado el imprimatur,
ordenó una nueva revisación en Florencia. Cuyo revisor, al no encontrar nada más que alterar, y con el fin de
demostrar que habíalo leído por completo, contentóse con reemplazar unas palabras con otras, como por ejemplo,
en varios lugares, ‘Universo’ por ‘Naturaleza’, ‘cualidad’ por ‘atributo’, ‘sublime espíritu’ por ‘divino espíritu’,
excusándose al decir que previó que tenía que habérmelas con feroces enemigos y enconados perseguidores, como
en verdad así fue”.
VII
Galileo venía a Roma para enfrentarse con su sino. Al cabo de veintitrés días
de camino, que incluyeron una dolorosa cuarentena, llegó el 13 de febrero a
la embajada, donde se le había preparado un lecho abrigado y fue cuidado
por la esposa del embajador, Caterina Niccolini, “reina de todas las
gentilezas”. Se le permitió permanecer allí sin ser molestado durante varias
semanas, recibiendo la visita de uno que otro prelado de la Inquisición como
si tal cosa. Monseñor Boccabella, anterior Asesor, se mostró muy amistoso;
monseñor Serristori, servicial. El Comisario General no se hizo presente, pero
Galileo presentó sus respetos al Santo Oficio, y fue introducido al nuevo
Asesor, monseñor Febei. Por lo demás, esperó. “Nos proporciona un placer
maravilloso”, escribió Niccolini, “la conversación amable del buen anciano”. Y
con fecha 19: “Creo que hemos animado al anciano demostrándole cuánto ha
19
No obstante el regalo inesperado que era el requerimiento de 1616, extraído por la comisión, y que
proporcionaba un asidero legal para la acusación, el Papa moderó de manera considerable su lenguaje luego del
informe. En la primera entrevista con Niccolini, el 5 de setiembre, había hablado de “la più perversa materia che si
potesse mai avere alle mani”, “dottrina perversa in estremo grado”, términos aplicables únicamente a la herejía
grave. Más tarde conviértase en “gran ginepreto, del quale poteva far di meno, perche sono materie fastidiose e
pericolose” (setiembre 16); “materia gelosa e fastidiosa, cattiva dottrina… fu mal consigliato… era stata una certa
Ciampolata cosi fatta” (febrero 27 de 1633). Al parecer, como predijera Magaiotti, el Santo Oficio había presentado
dificultades en cuanto a un proceso por razones dogmáticas, volviendo a las políticas.
20
Este alegato fue aceptado con el tiempo, pero el resto de la política de Schall no fue tan bien. Mateo Ricci, Schall
y Verbiest, fundadores de la misión china, igual que sus sucesores franceses, se vieron tan profundamente
impresionados por el confusionismo que lo consideraron parte de la Antigua Dispensación. Realizaron un acuerdo
que aceptaba tanto el rito como los nombres del culto chino. Lo cual mereció, finalmente, la condenación del Santo
Oficio: “Falsa est, temeraria, scandalosa, impia, Verbo Dei contraria; haeretica, Christianas Fidei et Religionis
eversiva, virtutem Passionis Christi et Crucis ejus evacuans”. Los dominicos habían retribuido a sus viejos rivales,
como reconoce el libro del padre Navarrete sobre los excesos jesuitas, no sin satisfacción. Lo que se perdió en la
escaramuza no fue sino el Imperio Chino.
21
Todas las alusiones, lo mismo del Papa que de los funcionarios, referíanse a “un requerimiento de Bellarmino”.
Ciertamente existió intencionada inexactitud en ello, pues de otro modo la escena preparada para el 12 de abril
(véase página 208), pudo no haber tenido lugar jamás. Pero parecería que el Papa mismo había sido influenciado
por esta versión. (Véase final 242)
VIII
Lo que Niccolini obtuvo del Papa ese día 13 de marzo, fue la promesa de que
el acusado disfrutaría de aposentos confortables, junto con la ayuda de un
criado que iría y vendría, en lugar de aislarlo en una celda o secreta, como
era costumbre.
Nada dijo a Galileo del inminente proceso. Tiempo habría para ello. Pero
dióse a visitar a los posibles jueces, uno por uno, utilizando con prodigalidad
el nombre del Gran Duque. Al cardenal Barberini le hizo presente “el precario
estado de salud del pobre anciano, quien durante dos noches consecutivas
había llorado y gemido, presa del dolor ocasionado por la ciática; y su
avanzada edad y su dolor”. Todo lo que recibió fue la seguridad de tratarlo
“con la mayor consideración posible”.
Hasta en su prudente retiro, Galileo pudo advertir lo difícil de la situación.
Las amistades de los buenos tiempos, la fácil admiración y los exagerados
cumplimientos habían desaparecido; la gente influyente volvíale la espalda.
Ninguno de sus conocidos atrevióse a acercarse a las autoridades en su
favor, salvo el viejo Buonarroti, cuya carta ha sido conservada; hasta los
ministros de Florencia trataban de desembarazarse de manera poco visible
del caído matemático. Cioli escribió al embajador que no se comprometiese
demasiado y, de todos modos, que la administración no podía hacerse cargo
de los gastos de Galileo más allá del primer mes. El embajador contestó con
frío desprecio que ello no constituida ninguna dificultad, puesto que en
adelante él, Niccolini, costeada de su propio peculio [a estada de Galileo.
Cuando el 8 de abril fue informado de lo que le esperaba, Galileo lo recibió
con asombroso espíritu. He ahí, por fin, diez cardenales en un banco que
tendrían que escucharlo y comprender la razón. Sería una demostración de
fuerza. Anunció su propósito de abordar todo el asunto, de la teología a la
22
. Véase también la carta al cuñado, abril 27 de 1635: “Sufro mucho más de la hernia que antes. No puedo dormir,
mi pulso se interrumpe y me invade la más profunda melancolía. Me aborrezco y oigo como mi hijita me llama sin
cesar…”.
Capítulo 11
El aprieto de los inquisidores
Hora novissima
Tempora Pessima
Sunt: Vigilemus
I
El problema que enfrentaba la Inquisición distaba mucho de ser simple. Con
el requerimiento personal descubierto en los archivos de la Inquisición, había
suficiente, como dijo el pobre padre Monstruo, "para arruinar a Galileo", si
tal deseaban. Esa era claramente la idea original del procedimiento, tal como
lo viera la Comisión Preliminar, y lo sugerido de manera tan vívida en las
indiscreciones de Riccardi. El requerimiento proporcionaba el asidero legal
para el Santo Oficio. En cuanto a lo demás, los cargos resultaban vagos y
difíciles de sustanciar. Así parece haber sido el sentimiento durante la
primera fase de la permanencia de Galileo en Roma. “Los cargos”, escribió,
como recordamos, “han sido abandonados poco a poco, con excepción de
uno”. Hasta aquí puede inferirse de sus conversaciones no oficiales con
monseñor Serristori y otros funcionarios.
¿Era nada más que una trampa, tendida para estimularlo a que se
pronunciara con más libertad sobre temas científicos? No podía obtener sino
pobres resultados. Es costumbre achacar a la Inquisición toda suerte de
maneras y modos hipócritas, pero podemos suponer cualquier cosa. Ya
hemos penetrado en esta clase de suposición en el caso del primer juicio. Los
historiadores han disertado acerca de la duplicidad de la Curia que permitió a
Galileo proseguir sus esfuerzos hasta fines de febrero de 1616, en tanto la
decisión había sido tomada varios meses antes. Y hemos visto que no fue así
y que Bellarmino jamás trató de engañar.
Sería mejor arrancar de una pregunta concreta: ¿Por qué esos funcionarios
dejaron escapar de manera tan informal un secreto anteriormente guardado
de modo tan celoso —con tanto celo, en verdad, que ni el mismo Papa había
permitido a Niccolini transmitirlo al Gran Duque en un informe dictado, sino
II
En primer término, existe el hecho de que la Iglesia no es un poder
impersonal como el pretor romano, sino la madre de los fieles1. El apóstata
irreconciliable, el virus social, tenía que ser eliminado por ella. A los demás
no los castiga; impone "penitencias". Se asume buena disposición, se supone
bienvenida la corrección, y en realidad la vida de penitencia ofrecida al
culpable es muy parecida a la de los monjes que juzgan han elegido para sí
en libre vocación. Debe verse a sí mismo como lo ve la Iglesia. Lo que vale
es la unión de voluntades. Con la evolución de la Iglesia y su conversión en
estado, permanece el requerimiento metafísico de la unión de voluntades;
pero debe admitirse que en ocasiones se ve algo esforzado. En el estado
teológico, el individuo no es inocente hasta que se demuestra su
culpabilidad. Muy por el contrario, se lo presume culpable, y Dios y las
autoridades saben solamente hasta qué límite. Esta era la asunción no sólo
en Roma sino a su vez en Boston allá por el 1630. Hoy mismo es la situación
1
Puede ilustrarnos observar de qué manera específica, salvo en esto, la Iglesia romana fue sucesora del Imperio
Romano. Había heredado de ella, por una parte, la ciencia y el rigor de las instituciones justinianas, y por la otra la
figura del emperador, que gobernaba directamente a través de un grupo de libertos de responsabilidad indefinida.
Por supuesto, los cardenales contaban con un status que los colocaba por encima de los libertos, mas a su vez
tenían que correr para salvar la vida, como los Barberini luego de la muerte de Urbano VIII.
2
Etre cité à ce tribunal n’est pas une recommandation, et en sortir, même par la porte d’un acquittementt, ne sera
jamais un titre de gloire. (Grimaldi).
3
F. Beck y W. Godin, La Purga Rusa y La Extracción de la Confesión. (1951).
codificado aún la dinámica del cambio dialéctico, sabíase al menos cuál era la
línea general; nunca había cambiado durante generaciones, y el pueblo vino
a conocer dónde radicaban sus puntos esenciales. Si recorremos la lista de
cincuenta y una preguntas establecida por la Inquisición italiana del siglo XVI
para probar la ortodoxia, vemos que todas ellas se centran sobre aspectos
bastante fundamentales de fe o de moral. En verdad, el mejor testimonio en
favor de la Inquisición es la decidida confianza de Galileo y sus amigos en
que no existía nada contra él.
Por parte del Santo Oficio mismo, tenemos los escrúpulos correspondientes
que lo mantuvieron buscando a través de la escala una correcta definición de
las transgresiones de Galileo, en la zona existente entre “error” y “herejía”.
Tal elemento de incertidumbre descansa en una distinción muy sutil, pero
real. Algo que no es esencial para la fe puede no ser herejía ex parte objecti,
como había dicho Bellarmino, pero puede volverse herejía ex parte dicentis
cuando se mantiene de manera tal que quien la profiera ha colocado su
voluntad contra la de la Iglesia. Esto se convierte en asunto de intención,
empero, y lo que acontece en el secreto del alma del individuo no es fácil de
determinar.
Por esa misma época, los puritanos de Boston estaban muy seguros de saber
si un individuo era de los elegidos, y por ello merecedor de ser ciudadano de
la República de Santos Regenerados. En la mente de las autoridades
romanas, con muchos siglos de experiencia tras ellas, la santidad era menos
fácil de identificar. El individuo tenía que recorrer su camino mortal, y antes
de que fuere reconocido como uno de los elegidos tenían que venir milagros
muy concretos de su intercesión en lo alto. En la tierra todo era muy incierto.
Lo que contaba era la conducta. El resto tenía que quedar para Dios y el
secreto del confesionario.
El Santo Oficio sabíalo mejor que nadie. La misma amplitud de sus poderes,
que lo colocaban aparte de las demás Congregaciones (pues no era
meramente administrativa como las otras, sino corte suprema, juez, jurado y
ejecutor de la ley, todo en uno), obligábalo a ser cauteloso. La heresiología
no tiene más de ciencia exacta ahora que en tiempos de Atanasios. Mas,
4
Véase Questiones quodlibetales, IX. 16, de Aquino, acerca de la fe: “Es cierto que el juicio de la Iglesia universal
no puede errar posiblemente en asuntos relacionados con la fe; de ahí que debamos estar más bien del lado de las
decisiones que el Papa pronuncia judicialmente, que de las opiniones de los hombres, por muy eruditos que puedan
aparecer en las Escrituras”. Lo cual, podemos observar, se aplica en especial a las cuestiones dogmáticas o a las
tradiciones que ya no pueden comprobarse históricamente… en general a cosas que no pueden discutirse de facto.
5
J. Wilhelm, Enciclopedia Católica. (N. York, Appleton, 1910), art. "Galileo".
6
Es notable que este precedente no se haya hecho visible a través de su alegato. Hasta Copérnico, que se refirió a
ese punto, asignó la opinión a Lactancio, como individuo. Sabían que las grandes administraciones, como las
mujeres bonitas, jamás reconocen el error.
IV
Así, cuando Bellarmino dijo a Galileo que debía abandonar esa opinión, no
esperaba asentimiento total sino sólo “obediencia”. “Galileo asintió y
prometió obedecer”. En otras palabras, no comprometió su afirmación
personal. No le fue prohibido sustentarla en su imaginación como
"matemática" o "probable", o discutirla tranquilamente con sus iguales7. Con
el tiempo, que todo lo trae, las mentes educadas con su respetuosa presión,
podrían originar un cambio a registrarse eventualmente en las decisiones
oficiales. (Lo cual aconteció en realidad en 1757). Los mismos jesuitas
matemáticos, si se los dejaba al fondo, mostrábanse dispuestos a ser parte
de la conspiración invisible. Fue el mismo padre Grienberger quien manifestó
que, si Galileo no hubiera atraído sobre su persona el disfavor de la
Compañía, habría continuado escribiendo sin trabas sobre el movimiento de
la Tierra hasta el fin de sus días. La opinión de Grienberger, difícilmente
puede sospecharse de hereje.
El crimen de Galileo radica en haber percibido que el cambio de “las cosas
nuevas” en la ciencia no podía ser tan lento como se esperaba. Su
catolicismo no contaba con suficiente mundo ni tiempo para formar su
opinión con calma, como era el caso en cuanto a la infalibilidad del Papa. Vio
7
Tenemos jurisprudencia sobre ello. En 1651, el padre Caramuel Lobkowitz solicitó a la Congregación directivas
referentes a los casos de conciencia que le sometían personas perturbadas por la sentencia de Galileo. He aquí la
respuesta: “La Congregación no trata de la doctrina, sino que por orden del Papa ha prohibido (determinadas)
acciones mediante la ley positiva”. Las autoridades no tuvieron nada que objetar al propio resumen del padre: “Al
prohibirse de tal modo una opinión, se manifiesta, no que es improbable sino que no es probable”. Lo cual parece
haber aclarado la situación por entero.
su última carta: “Parece que el destino quiere que, cuanto más nos
esforzamos por servir a nuestros Amos, más duramente se vuelvan contra
nosotros y nos maltraten. Hágase la voluntad de Dios”.
Tal era, pues, la situación. Si el proceso podía apoyarse tan sólo en el
requerimiento, contaban con un caso. Pero si había de bastarse en el libro,
no tenían sino el principio de un caso y habrían de confiar en la suerte para
llevarlo a su conclusión.
El centro del asunto era que el Papa había pensado en la posibilidad de
utilizar a Galileo para sus propios fines. En vez, habíase visto sobrepasado y
sirviendo los fines de Galileo. Era un asunto muy imponderable, una
situación que no contenía acto demostrable de la voluntad. Pero, así y todo,
la intención es parte del contrato. Y ese contrato vino a ser el ingenio de un
hombre contra el de otro; y necesita un traje a prueba de incendio el que
juega una sola mano de póker con la teocracia. Disimular la finalidad podía
convertirse en crimen y por cierto que había habido simulación de alguna
especie. Era asunto delicado, empero, afirmar los cargos, a menos que el
acusado cometiese errores a lo largo del interrogatorio. Una vez en marcha
el proceso, siempre existía el riesgo de que se volviera contra el gobernador
del Sacro Palacio. Hemos visto reflejadas esas vacilaciones en el informe de
la Comisión Preliminar y en las largas semanas de sondeo. El texto parecía
demasiado bien protegido y los cargos contra el mismo sin poder
sustanciarse, como escribe Niccolini.
Finalmente, no había sino una cosa por hacer. Quebrar el precedente. Tres
expertos para el proceso fueron elegidos de entre los miembros de la
Comisión Preliminar, como el Papa anunciara al embajador "entre dientes".
Dos cuando menos eran enemigos de Galileo —Inchofer y Pasqualigo— y no
pertenecían al Santo Oficio. Fue su tarea asignada rasgar el velo de la
convención establecida y demostrar que el acusado había realmente
"sostenido" la doctrina que alegaba solamente discutir”8.
8
Un Informe de los expertos era lo procedente. Todo lo que se habría necesitado para un proceso regular era
establecer que Galileo había violado el requerimiento de “no enseñar ni discutir en manera alguna”, cosa fácil de
establecer. Pero, como veremos, los Consultores fueron más allá y demostraron que Galileo “sostuvo” la opinión,
contraviniendo con ello las instrucciones de Bellarmino.
Capítulo 12
El juicio
I
La primera audiencia tuvo lugar el 12 de abril de 1633, ante el Comisario
General de la Inquisición y sus ayudantes. El Comisario era el padre Vincenzo
Maculano, o Macolani, de Firenzuola, lo que hacía se le llamara con
frecuencia el "padre Firenzuola", de acuerdo con el nombre de su ciudad
natal. Sabemos muy poco de este hombre, cuya carrera iba a llevarlo más
tarde a la púrpura. Como todos los Inquisidores, era fraile dominico, pero
había sido escogido por el Papa (al menos según se decía en la ciudad) no
tanto por su celo teológico como por la capacidad técnica y administrativa
evidenciada al vigilar la fortificación de Castell Sant’Angelo. Urbano VIII no
era fanático y le gustaba tener humanistas y ejecutivos a su lado.
Galileo se había entregado oficialmente al Santo Oficio esa mañana, pues era
regla permanente que el acusado sería mantenido preso e incomunicado
hasta el fin del juicio. En consideración a su estado de salud y también al
prestigio del Gran Duque, por vía de excepción fue alojado en el mismo
edificio de la Inquisición; situado cerca del Vaticano.
De acuerdo con los procedimientos, el acusado fue puesto bajo juramento y
preguntado si sabía o conjeturaba el motivo de su citación 1. Contestó que
suponía que era en razón de su último libro, que identificó al serle mostrado.
Luego pasaron a los acontecimientos de 1616. Dijo que había venido a Roma
dicho año, y por cuenta propia2, especificó, para reconocer qué opinión debía
sostenerse con propiedad en cuanto a la hipótesis copernicana, y estar
1
Véase folios 413 ss. de las Actas en el Volumen XIX de la Edición Nacional de las Obras de Galileo, por Favaro. Las
preguntas están en latín y las respuestas en italiano.
2
Se había hecho corriente, según las revelaciones de Riccardi en página 180; decir que había sido citado a Roma
en 1616. No obstante su negativa aquí, vuelve a notarse en el sumario oficial. (Véase página 240).
3
Nadie se ha preocupado de esta observación. Empero, el hecho de que la misma implica cierta información
reservada para el Papa, debía significar que Bellarmino habíale dicho de la intervención morigeradora del Matteo
Barberini en la Congregación General de 1610. En consecuencia, “los pormenores” eran un breve relato de los
procedimientos, no descubiertos, y a los cuales se alude en el diario de Buonamici.
habría sido más bien necio de su parte ir a recordar a Riccardi que esperaba
que supiera que un nuevo decreto había sido promulgado en 1616. Riccardi
habríale contestado jocosamente: “Creo que vuestra conversación con Su
Santidad habrá girado sobre ello, pues, de lo contrario, ¿qué hacemos
aquí?”4.
Era otro asunto totalmente distinto si el requerimiento formal de la
Inquisición en 1616 hubiese sido no enseñar, defender ni discutir de ningún
modo la teoría, pues ello habría envuelto sospecha de herejía, o, al menos
resistencia, necesitándose una rehabilitación laboriosa antes de que el autor
volviese a escribir. Y de seguro, aun así, el Papa se hallaba en falta, pues
tendría que haber sabido: las instrucciones de febrero 25, según hemos visto
(página 115), prescribían, en caso de recalcitrar, un requerimiento y hasta
arresto, y el informe de Bellarmino de marzo 3 tendría que haber reflejado
esos eventos, pero la verdad es que no lo hizo y ello representa un punto de
importancia. De ahí que el Papa no pudiera saberlo. Fue Galileo, dijo, quien
tente que haber venido y referirlo todo en debida obediencia. Ahora
hallábase bajo el odio de "haber sido descubierto".
Todo esto es ridículo y lastimoso, por cierto. No era momento para jugar a
mamá y niñera. Una administración importante y severamente autoritaria,
dotada de una policía del pensamiento, que se supone enterada de todo,
cuando menos podría mantener sus registros en orden. Antes de conceder
4
Que había habido un elemento personal en la convocatoria de Bellarmino era evidente, pero nada tenía que ver
con el caso que nos ocupa. Todos los procedimientos de 1616 lo fueron in causam Galilei mathematici y por ello lo
citó Bellarmino; para informarlo por alusión a las consideraciones existentes detrás del decreto publicado. Debe
haberle dicho al mismo tiempo de la acción morigeradora de Barberini sobre el Papa, como puede inferirse de la
manifestación reservada de Galileo durante el interrogatorio y solamente entonces explicada al mismo, en el
sentido de que el inminente decreto hacía obligatorio que la doctrina copernicana no fuese “defendida ni
sustentada”, (aunque se esperaba que el libro de Copérnico fuese publicado después de corregido). Lo cual
significaba: “Antes de volver a hablar de ello, es bueno asegurarse de que ha sido abandonado como compromiso.
Puesto que vos representáis tal compromiso a la vista del público, os decimos antes de la publicación. Andad con
cuidado”. El cardenal debe haber agregado: “Conocemos demasiado bien vuestros sentimientos piadosos para no
confiar, etc.”. Traducido en manifestación para uso público, se vuelve exactamente apropiado para el certificado de
Bellarmino. Esos hechos simples sería mejor que se aclarasen para eliminar la confusión originada sobre dicho
punto por Berti, Gebler, Scartazzini y otros. Fue así completamente cierto que todo el contenido de la comunicación
permaneció impersonal y sin que implicara sino las palabras del decreto. El Papa las conocía bien y, al
comprenderlas, no consideró necesario dar a Galileo una dispensa especial al aprobar, en 1624 y 1630, que
discutiese sus ideas hipotéticamente. Lo que hizo fue impartir una directiva interpretando la política de 1616 a la
luz de los requerimientos de 1630, que envolvía la escritura de una obra por Galileo, bajo su alta supervisión.
Asumir que el Papa desconocía las citaciones sería ridículo, ya que él mismo, como cardenal, integró la
Congregación in causam Galilaei el 24 de febrero de 1616 que ordenó las citaciones y había sido evidentemente
informado, si bien no se halló presente, del informe favorable de Bellarmino. Cualquiera fuere la intimación personal
existente en Bellarmino, las citaciones habían sido, pues, explícitamente revocadas por sus directivas de 1624 y
1630.
recordar si alguien ha dicho algo que sería mejor recordar. No cuenta con un
abogado que inquiera de qué clase de requerimiento hablan5. Pero, mientras
el Inquisidor vuelve cinco veces a la pregunta de quién te había hablado,
tratando de hacerle hablar de varias maneras, Galileo contesta una y otra
vez, "que nadie más que Bellarmino" y da por tierra con toda la maniobra,
pues había sido claramente intención de la Inquisición sacarle, aunque fuera
en un momento de extravío o de temor, la contestación de que hubo una
orden especial impartida por el Comisario ese día. Semejante admisión en un
protocolo firmado habría sido un sustituto de todas las irregularidades del
requerimiento. A partir de ese instante, el documento de 1616 habríase
vuelto legal por completo. Tal como acontecieron las cosas, Galileo vino a
restablecer consistentemente en verdad el hecho de que Belarmino no le
había informado sino del contenido del inminente decreto; y de esa manera
el texto del decreto quedaba como la única directiva legal a considerar por él
y por el censor. Por otra parte, si se asumía que el requerimiento era válido,
hubiera sido una directiva para que el censor suprimiese todos los escritos de
esta determinada persona en cuanto a Copérnico, o perseguirla si lo
publicaba:
II
Donde Galileo había caído, en vez, en la trampa de acción lenta, al intentar
proceder con seguridad, fue en la última parte del interrogatorio. Decir que
había demostrado lo contrario de la opinión copernicana sonaba mucho como
intento de engañar a los jueces. No es imposible que hubiera reservado ese
argumento, confiado en algún juego de manos geométrico y en su capacidad
de persuasión. Empero, manifestar que por eso no había hablado de la
notificación empeoró el asunto. Como tantos presos sujetos a interrogatorio,
protestaba demasiado, lo cual fue en detrimento suyo, pues cinco años
después de la audiencia se dieron a conocer los resultados del examen oficial
5
La defensa en favor del acusado quedó suprimida desde el Concilio de Valencia en 1245, so pretexto de que “los
abogados dilataban los procedimientos con su ruido (strepitus). Habla un funcionario llamado advocatus reorum
que actuaba, si acaso, tan sólo in camera. Al acusado no se le comunicaban los cargos sino en el momento de la
sentencia.
del texto, que no eran tales COMO para que pareciera bueno su alegato. Tres
consejeros de la Inquisición, Augustinus Oregius (teólogo papal), Melchior
Inchofer y Zacarías Pasqualigo entregaron sus informes, equivalentes a la
misma conclusión: el autor no sólo había "discutido" el punto de vista
prohibido; habíalo mantenido, enseñado y defendido, existiendo "vehemente
sospecha" de su inclinación y sostenimiento aún en nuestros días. Inchofer y
Pasqualigo hicieron entrega de una extensa lista de pasajes que no dejaban
duda. En general, sus citas eran correctas en cuanto permanecían fieles al
sentido.
Recopilaremos el informe de siete páginas de Inchofer, que es el más
explícito.
1. — El acusado enseña, porque, como dice San Agustín, ¿qué es enseñar
sino impartir conocimiento? Ahora bien, Galileo lo hace y lo ha hecho
desde su folleto acerca de las manchas solares. Es propio del maestro
enseñar a sus alumnos en primer lugar los preceptos de una ciencia
que son más fáciles y claros, de modo que exciten su interés, y
presentar la ciencia como nueva, lo que atrae maravillosamente la
imaginación curiosa. Por otra parte, el acusado hace aparecer como si
una serie de efectos, que ya han sido cierta y autoritariamente
explicados de otro modo, no pudieron ser resueltos sino por el
movimiento de la Tierra.
2. — Defiende. Se puede decir que uno defiende una opinión aunque no
refute la contrario; mucho más, pues, si intenta destruirlo por
completo. En derecho eso se conoce por impugnación. —Copérnico no
propuso sino un método más conveniente para los cómputos (esta
interpretación se debe, como de costumbre, al prefacio de Osiander),
en tanto Galileo trata de confirmarlo y establecerlo como doctrina con
nuevas razones, que es defenderla dos veces—. Porque, si la intención
ha sido la disputa y el ejercido intelectual, no habría traducido y
ridiculizado con tan altiva arrogancia a Aristóteles, Tolomeo y todas las
verdades que él no ha reconocido. Y si lo hace por escrito, no hay duda
de que debe haberlo hecho mucho más de palabra.
6
“Me he visto ante tales argumentos que me sonrojo al repetirlos, no tanto por evitar que se avergüencen sus
autores, cuyos nombres podrían silenciarse eternamente, sino porque me avergüenza profundamente degradar la
honra de la humanidad”. (Diálogo, p. 291).
8
Al iniciarse los procedimientos, las autoridades tenían que adoptar dos posiciones: o el acusado reconocía el
requerimiento, y entonces era técnicamente culpable de reincidencia y pasible de sentencia por ello nada más,
aunque podía acordársele circunstancias atenuantes; o lo negaba y entonces podía ser también procesado por (a)
evasión y (b) “sostener” la opinión condenada. Al atenerse estrictamente a la letra de las instrucciones, Galileo
podía haber alegado que, por mucho que hubiera errado en el lenguaje, jamás llegó a desviarse de la discusión
hipotética. Sobre este punto habría sido difícil quebrantarlo, salvo por medio del tormento, contrario a las
ordenanzas en cuanto individuo septuagenario y más en su estado de salud. Pero existía algo suficiente para
conformar sospecha vehemente, si fuera necesario. La verdad es que el acusado habíase colocado en peor situación
a través de su última negativa. En ese punto, como hemos indicado, parecía haber dos bandos opuestos entre los
jueces. Este bosquejo puede ayudarnos a inferir el camino defendido por cada uno de ellos.
9
Como dato de precedente curioso, ésta es la solución sugerida exactamente por el General de los Jesuitas,
Acquaviva, a Bellarmino cuando eran colocadas en el Index sus Controversias, en 1500; no retractar ninguna de
sus opiniones sino simplemente cambiar los títulos de los capítulos de la forma negativa a la problemática. “Si,
etc.”. Empero, la opinión de Bellarmino había sido declarada errónea por el Papa en persona y no por una
Congregación secundaria, como en el caso del heliocentrismo. Lo que atrajo la atención de Inchofer en el Diálogo,
desde el punto de vista jurídico, fueron los pocos pasajes estrictamente afirmativos, uno de ellos un corto título
marginal: “El Sol no se mueve”.
III
Transcurrían las semanas sin que nada aconteciese. Deliberaban los jueces.
La Inquisición era siempre lenta. Pero en este caso podemos imaginar la
causa de su lentitud. Los inquisidores tenían ya ante ellos un caso bien
definido y no sabían qué hacer con él. En la fase exploratoria viéronse
preocupados por un requerimiento personal más bien poco consistente que
constituía la piedra de toque del caso, tal como les fuera entregado. Ahora se
percataban de que había pasado aquélla, ya que las negativas del acusado, a
la luz de los informes de los Consultores, representaban una inculpación tan
clara como se necesitase para poner la maquinaria en movimiento… si era lo
que realmente se deseaba. La Inquisición habíase convertido en terrible
aparato capaz de dar espantoso ejemplo siempre que fuere necesario, de
modo que nadie se sintiera seguro. Una vez iniciado el procedimiento, el
individuo se hallaba virtualmente a su merced. Esta vez les fue solicitado por
el Papa que lo sirviesen con una representación política y un "ejemplo
limitado". Sería como aplicar un lavado de cabeza con un convertidor
Bessemer. Algunos de los jueces por lo menos erraban en este punto, y
quizá al final hasta el mismo Papa.
Lo sabemos a través de lo sucedido más tarde, que honra a todos los
interesados. El cardenal Francesco Barberini, que era uno de los diez jueces
designados, había ejercido una discreta presión sobre el Comisario para que
encontrase una salida. Un día el Comisario penetró en el aposento de Galileo
10
Cuyo texto analizaremos posteriormente. V, págs. 252-3.
Uno se pregunta cómo habrá sido la conversación inicial entre los dos
hombres, así como lamenta que no haya existido aún el grabador de cinta;
porque, en esto al menos, Galileo tenía algo sobre el Comisario. Había
recibido en octubre una carta de Castelli informándolo de su reunión con
Firenzuola, a quien conocía hacía mucho, dijo, como ingeniero militar
competente y "decente persona". Castelli había visitado a Firenzuola cuando
se producían las primeras dificultades y, como entre frailes, le habló de
manera tan viva y "herética" como sabía. “Le dije que no sentía escrúpulo al
afirmar que la Tierra se mueve y el Sol permanece estacionario y que no se
me alcanzaba la razón para prohibir el Diálogo. El padre me dijo que era de
igual opinión y que esas cosas no debieran ser resueltas utilizando la
Cualesquiera las palabras, eso era la esencia de lo dicho, como bien a las
claras se indicaba en la carta, y estuvo bien dicho. Fue como el rayo que
rasgara el velo de las anticuadas convicciones renacentistas de Galileo.
Acaba de ser presentado al nuevo estado.
Cuando fue llamado dos días más tarde, el 30 de abril, se le preguntó si
tenía algo que manifestar. Habló como sigue:
IV
Los historiadores han derramado lágrimas en gran cantidad ante esta
degradación final del ilustre hombre. Al parecer nada habríales satisfecho
sino su quema en la estaca en Campo di Fiori, como aconteciera a Bruno
treinta años antes. En verdad fue un sentimiento racional y habría obtenido
para Galileo todo cuanto éste ansiaba realmente… la circulación del Diálogo.
Sin duda constituyó algo amargo para él. Dejado a un lado en su primera
manifestación, retrocedió para decirlo. Supo que tenía que decirlo. Fue lo
sugerido por Niccolini mucho antes y lo que volvió a sugerir ahora 11. En una
época en que se consideraba más el formalismo que en la nuestra, todo el
mundo sabía la debida diferencia entre la forma y la intención. El mismo
Kepler, el Kepler sin miedo y sin tacha, había pensado bien en 1619 al enviar
a su librero de Italia una carta, para mostrarla a las autoridades, de modo
11
Despacho de mayo 22. Después de su entrevista con el Papa, Niccolini vuelve a experimentar miedo súbito en
cuanto a la prohibición del libro, a menos que se resuelva que Galileo escriba una apología, “como sugerí a su
Santidad”. Ello significó que, en su reciente trato con Galileo, el Comisario indicó que se permitiría una versión
corregida.
Capítulo 13
El problema del falso requerimiento
I
¿Cuál puede ser la conclusión referente a ese famoso requerimiento de
1616? Es, y continuará siendo hasta el final del caso, su piedra angular, Vino
a nuestro conocimiento cómo todo lo relacionado con él iba siendo rodeado
de una cortina de lenguaje vago, reticente o confusionista como para
protegerlo de una curiosidad indiscreta.
Procede, pues, alguna curiosidad. Repasaremos la evidencia, arrancando de
los dos documentos críticos que dimos en el capítulo VI. Uno de ellos es el
requerimiento; el otro, el certificado de Bellarmino:
Viernes, día veintiséis (de febrero). En el palacio, residencie
habitual del Señor Cardenal Bellarmino, habiendo sido citado y
hallándose en presencia ante dicho Señor Cardenal, junto con
el Reverendísimo Miguel Angel Segizi de Loli, de la Orden de
los Predicadores, Comisario General del Santo Oficio, fue
prevenido del error de la antedicha opinión y amonestado para
que la abandonase; e inmediatamente después, ante mí y los
testigos, continuando presente el señor Cardenal, el citado
Galileo recibió del mencionado Comisario orden rigurosa, en
nombre de Su Santidad el Papa y de toda la Congregación del
Santo Oficio, pare que abandonase por completo dicha opinión
de que el Sol está inmóvil en el centro del mundo y que la
Tierra se mueve; y que no prosiga en modo alguno enseñando
ni sosteniendo ni defendiéndola, ya sea verbalmente o por
escrito; de lo contrario el Santo Oficio adoptaría otros
1
El alegato de Wohlwill es que el documento original, tal como indica el espaciado del texto (folio 378v), los débiles
rastros de letras borradas y otras huellas, terminaba, según la palabra de Bellarmino, con la simple y definitiva
manifestación esperable lógicamente: “cui praecepto idem Galilaeus acquievit et parere promisit”. Esta conclusión
fue borrada con cuidado y se insertó una secuela, relativa a la intervención del Comisario, que comenzaba con los
palabras “et successive ac incontinenti…” (e inmediatamente después) continuando hasta el anverso en blanco de la
página siguiente, Folio 379r (véase Apéndice II del segundo volumen en su Galilei, pág. 298).
2
Poseemos indicaciones de que Galileo se inclinaba hacia esta opinión. Dice en su carta a Peirese: “Si algún poder
mostrase las calumnias, los fraudes, las estratagemas y las trampas que se utilizaron en Roma dieciocho años
atrás……”. Lo cual quiere decir algo terminante. Mucho, en verdad, a la luz de sus palabras subsiguientes en la
misma carta (citada in extenso en página 393) “Contra alguien, erróneamente condenado a pesar de su inocencia,
resulta conveniente, con objeto de realizar una demostración de estricta legalidad, sostener el rigor”. Galileo dice
aquí algo nuevo con respecto a lo manifestado en 1616. Entonces escribió a Picchena que tenía que referirle
“innumerables relatos acerca del efecto de las fuerzas más poderosas, la ignorancia, la malicia, y la impiedad, que
no osaba expresar por escrito”. Pero lo que quería significar, a todas luces, eran las intrigas que dieron lugar a la
prohibición de 1616 y a su acusación de blasfemia. (De esas “calumnias" habíase visto liberado por la Inquisición).
El resultado neto de las intrigas fue el decreto. Ahora se declara inocente de haber violado jamás este decreto (de
lo que se le acusa en la sentencia) de ahí que tuviera que acusar lógicamente al tribunal de franca arbitrariedad en
la que había sido un juicio de intención. En vez, menciona “fraude, estratagemas y trampas” que se remontan hasta
1616, acerca de las cuales las autoridades deben hacer demostración de estricta legalidad.
3
H. Laemmel, Archiv f. Gesch d. Mathematik. Vol. X. (Marzo, 1928).
Ya sabemos que había existido una violenta tensión en 1616 entre las
autoridades superiores, que se habían decidido por la diplomacia, y los
dominicos, inclinados por entonces a la represión. Los círculos del Vaticano
insinuaron en diversas oportunidades a Guicciardini que los "monjes" eran
despiadados. Podemos reconstruirlo como sigue: el comisario, al contemplar
la escena (sabemos que se hallaba presente), disgustado con el modo fácil
como Galileo iba a salir, resolvió prescindir del protocolo, aunque sus
instrucciones eran claras y los testigos estaban ya designados,
evidentemente por el propio cardenal. De regreso en su despacho, ordenó a
sus ayudantes que preparasen una minuta más útil de los procedimientos.
“Y”, puede haber agregado, “que ésa sea severa, por si acaso. Lo que
ignoren no les lastimará; cuando se originan dificultades somos nosotros
quienes tenemos que afrontarlas”. O también es posible que su ayudante, el
padre Tinti, haya realizado la labor por su cuenta, pero parece muy poco
verosímil. Esta teoría tendría el mérito de explicar con naturalidad por qué
fue omitido el protocolo de la foliación, así como dar razón de otros hechos
del caso4.
Contemplar ahora esa hoja silenciosa, transcurridos tres siglos, nos produce
extraño sentimiento, cual si intentase decirnos algo. La primera parte, que
reproduce el secreto papal, es tratada con suavidad bien realizada. Tan
pronto llega al requerimiento papal, las líneas figuran más juntas y la
escritura es menos legible, como si el escribiente tratara inconscientemente
de chapucear.
La falsificación como tal es, pues, sin lugar a dudas y a través de los cánones
modernos, excesivamente modesta. El padre Segizi jamás osaría falsificar un
protocolo. Había realizado un poquito, lo menos posible a su alcance, para
4
Mencionaremos aquí una variante derivada de un estudio independiente de los documentos y comunicada
personalmente por el profesor C. Jauch. Su idea es que la minuta fue escrita antes de los procedimientos por
funcionarios que dieron por hecho el “segundo grado” y más tarde permitieron que quedara en el legajo, aun
cuando los acontecimientos siguieron otro camino. La idea es del todo plausible. Empero, en ese caso el texto
habría sido fácil de convertirse en protocolo normal, aunque falso, lo que no es del caso. Por otra parte, los
nombres de los testigos de la morada del cardenal, a todas luces por éste designados en el acto, podrían no haber
aparecido, siendo el agregado natural la firma de dos funcionarios regulares de la Inquisición, a más de hacerlo
aparecer como legal. Por último, esperaríamos encontrar en el texto la cláusula: “Habiendo objetado dicho Galileo,
“cuya falta en el documento es tan reveladora. El hombre que inventa la situación ante factum no habría omitido tal
cláusula, mientras que, al intentar arreglar lo sucedido en realidad, habría tratado de reducir las falsedades al
mínimo necesario.
obtener pie para el procesamiento en caso de que fuere necesario. Fue tanto
como, por otra parte, se mostró dispuesto a hacer Lancelot Andrewes al
alterar el texto de las cartas del padre Henry Garnet para complicarlo en el
"complot de la pólvora"5. Nuestros contemporáneos no pueden esperar que
sus autoridades se muestren tan consideradas. En la actualidad, sobre la
mitad de la superficie de la tierra se pide al sospechoso que fragüe por sí
mismo los documentos de la acusación, inventando todos los detalles
espeluznantes que hagan su declaración amplia y comprensiva. Y se supone
que se repudie, se deshonre y sé condene a sí mismo con todo el fervor de la
ciudadanía progresiva, si ha de recorrer su último trayecto a la sepultura en
paz con su conciencia.
Volviendo a Galileo, vemos que el curso de los acontecimientos está de
acuerdo con nuestras anteriores conclusiones. Porque no sólo, como hemos
demostrado, sentíase completamente confiado de que los funcionarios
estaban equivocados cuando el asunto le fue revelado por último (y ése
habría sido en verdad el momento de rebajarse), sino que esos funcionarios
demostraron con su manera de manejar el procedimiento del requerimiento,
cuando fue necesario en verdad (por ejemplo, para citar a Galileo a Roma),
el laborioso contenido de reglas en que tal acta fue fraguada. He ahí al
hombre que los engañara patentemente, que ahora se evadía y los desafiaba
con sutileza; y, no obstante, hacíase necesario idear alguna cosa con el fin
de contar algo que sirviese para el requerimiento, sin que lo motivara una
previa negativa.
II
Cómo fue hecho constituye un corto y fascinante relato —así como un breve
curso de procedimientos— por sí mismo. Nos lo proporciona Francesco
Barberini en dos cartas al nuncio en Florencia, ambas de setiembre 25 de
1632, cuando Galileo iba a ser citado para que se presentase en Roma, luego
de la publicación del Diálogo. La primera dice así:
5
Of. Lingard, Historia de Inglaterra, (3.ª ed., 1825). Vol. IX, Apéndice, nota D., páginas 433-36.
III
A la luz de estos últimos Acontecimientos, parece mucho más incongruente
que en 1616, cuando todo estaba claro aún, el Comisario diera un paso
Adelante blandiendo su amenaza incontinenti, tan pronto como Bellarmino
hubo informado con toda consideración a Galileo que su teoría había sido
declarada errónea, y aun sin darle tiempo para declarar su conformidad con
semejante decisión.
Estos problemas se reflejan realmente en el crédito de la institución.
Temerosa de sus propios e ilimitados poderes absolutos, había trazado para
sí un conjunto de reglas tan severas que, si fuere necesario doblar una
esquina, no era posible hacerlo meramente estirando su interpretación.
Como resultado de ello, determinados funcionarios sustentadores del criterio
de que si se debe hacer algo hay que hacerlo, no retrocedieron ante la idea
de alterar los legajos sin el consentimiento de sus superiores. Que no les
repugnaba semejante proceder es bien sabido; existe toda una serie de
precedentes. Lo que sigue ha sido tomado de una protesta formal a los
Legados Cardenales de los cónsules de la ciudad de Cordes, en el Languedoc,
en 1306:
Item, viendo que los procedimientos y los libros de dichos
Inquisidores suscitan en nosotros merecidas sospechas, ye sea
6
Nos queda un problema: ¿por qué ese embrollar con las tres versiones del mismo acto? Podemos comenzar a
adivinar algunas razones posteriormente.
Cuán extendida se hallaba esta situación lo prueban los vanos esfuerzos del
papa Clemente en su intento de llamar al orden a los inquisidores. Las cosas
habían mejorado considerablemente desde entonces, y los órganos centrales
impusieron regularidad. Mas parecería que alguien aplicara la ley por su
propia mano en algunas oportunidades.
Sostener que Bellarmino mismo era parte del engaño se halla por completo
fuera de cuestión7. La operación parece iniciarse y tocar a su término en el
despacho del Comisario General de la época, el padre Miguel Angel Segizi,
entre esos dominicos implacables a que alude Guicciardini, "inflamados de
7
De ser necesario, existe evidencia en favor nuestro. Ya hemos notado anteriormente lo irregular de la elección de
testigos. Sería pasar por cosas raras que en el propio palacio de Bellarmino, con “una cantidad de dominicos en el
mismo”, como sabemos por la declaración de Galileo, dos sirvientes de la casa del cardenal hayan recibido orden
del Inquisidor para actuar como testigos de un requerimiento secreto, en lugar de los funcionarios eclesiásticos
requeridos por el procedimiento. Nadie podía elegirlos y ordenarles sino el cardenal. Y él sabía también, como todo
el mundo, que los procedimientos inquisitoriales no admitían testigos legos en sus actos. Había recalcado, pues, a
Galileo, quien se hallaba presente, que eso no implicaba requerimiento; que ésa no era una visita de la Inquisición
sino una audiencia privada; y que, puesto que Galileo asentía, iba a procederse formalmente como en cualquier
acto público, como si fuere una notificación o el otorgamiento de un título.
santo celo" como sus propios Lorini y Caccini y no más escrupuloso, como
ellos convencido de que los matemáticos son instrumento del demonio, quien
pensó excelente precaución contra el Enemigo ocultarse bajo esta pretendida
denominación. No ha de ser engañado sino quien quiera dejarse engañar,
pensaban; y, entretanto, he ahí una trampa para agarrar al Malo en caso de
necesidad. Mas quiso el destino que fueran el papa Urbano y la Congregación
quienes cayeran en ella8. Fouché, bien versado en los modos del diablo, solía
enseñar: surtout pas de zèle.
Si el documento fue en verdad predispuesto en 16169, podría arrojar alguna
luz sobre los rumores insistentes acerca de medidas secretas que por
doquiera circulaban. Se halló el eco de los diplomáticos que sospechaban:
"Los frailes lo pueden todo"; "Cualquier día oiremos que ha caído en un
enorme precipicio (qualchie stravagente precipizio)". De la clase de hombres
que fueron capaces de organizar las denuncias que hemos visto y de
informar sobre los procedimientos que pronto veremos, puede creerse
exactamente cualquier cosa. Y parece que lo han implicado más allá de los
8
Algunos historiadores que desean que esta querella se arregle y luego todos vivan dichosos, han adelantado una
curiosa sugestión intermedia. Al parecer es implicada por Favaro y hecha explicita por J. J. Fahle. La idea es que el
Comisario saltó ante alguna pregunta extraviada surgida de labios de Galileo en el instante en que Bellarmino había
terminado de hablar (por ejemplo: “Cómo, ¿ni siquiera discutir la teoría?”), e interpuso con rapidez la explicación de
que no debía ser discutida en modo alguno. Luego, sin que Galileo ni Bellarmino (ambos presentes, según lo
declarado) hubiesen tomado nota de ello, el evento quedó como requerimiento. Los eruditos autores parecen no
haberse percatado de que con eso no se salva el decoro de nadie. El requerimiento que escapa al conocimiento del
requerido es fraudulento. Aun el solo hecho de admitir su cláusula final amenazadora sub poenis, etc., lo vuelve tal.
Ya hemos visto en los demás casos de requerimiento formal que se llevaban a cabo grandes formalidades para
hacerlos explícitos. El compromiso sugerido, equivale, pues, a otra variante del acto de fraguar. Además, tenemos
la declaración de Galileo, repetida en diversas y peligrosas oportunidades, de que nadie le dijo una sola palabra que
no fuera Bellarmino. No recuerda, especifica, si los padres dominicos se hallaban aún en el aposento al hablarle el
cardenal. Aparte de eso, es absurdo. Suponer que a Galileo se le dijo bruscamente que lo que habíale explicado
Bellarmino no tenía ya ningún valor, que no le era permitido discutir ex suppositione… y que ni siquiera se percató
de esas palabras de labios del Comisario de la Inquisición, carece de sentido. La teoría tuvo que ser mencionada
porque ha sido adoptada por Fahle, quien figura entre los muy pocos autores ingleses de confianza sobre el tema,
cuya obra puede obtenerse corrientemente. Creemos que nuestra suposición es, en conjunto, más caritativa para
todos los interesados. Una nota extraña es la que da el padre Brodrick en su Bellarmino (II, 370). Luego de admitir
la discrepancia entre ambos documentos, que explica “como alharaca o exceso de celo” del Comisario, quién habló
o quiso hablar fuera de turno (ya hemos visto el valor que merece tal explicación), concluye: “No se conoce al autor
del otro informe (el requerimiento) ni la finalidad del mismo”. Esta última frase resulta difícil de creer, pero ahí
figura en blanco y negro. Y vuelve a presentar tanto misterio, escrita en nuestro propio tiempo, como el total de los
procedimientos tres siglos atrás.
9
Los que acostumbraban sostener, junto con Wohlwlil, Cantor, Gherardi, Scartazzini y otros, que el documento no
fue fabricado sino en 1632, señalan el hecho de que Galileo vino a ser objeto de la atención de la Inquisición a
propósito del Saggiatore, a más de la Carta a Ingoli, y que el requerimiento pudo haber sido dictado entonces
contra él. Ello constituye sin duda un punto. Las autoridades vaticanas insisten en que el documento hallábase allí
desde 1616, lo que nos inclinamos a creer. Ello ha de implicar, sin embargo, esto: que los Inquisidores no
percataron de que esa pieza no les permitiría llegar más allá de un señalado recordatorio; que ello habría echado a
perder el juego y permitido a Galileo salir indemne; y que resolvieron darle suficiente soga para un buen nudo con
que ahorcarse. Y ello siempre que los Inquisidores se tomaran la molestia de examinar el legajo, que es sobre lo
que abrigamos nuestras dudas.
limites de toda discreción. Algún buen hermano debe haber ido por ahí con
reprimida exaltación diciendo oscuramente: “Esperen y verán”.
Podría preguntarse por último: ¿por qué no se pronunció jamás Galileo en
persona sobre el asunto? Era quien sabía. Bien, poseemos una manifestación
bastante explícita de su parte, todo lo explícita que pudiera ser sin desprecio
del tribunal. Se ve en el memorándum de Buonamici (página 286). Dijo a los
jueces que no recitada la fórmula de abjuración, aun a riesgo de terribles
penalidades, si contenía algo que implicara que alguna vez había engañado a
sus censores y específicamente en el caso de extorsionar una licencia. Y la
verdad es que no lo hace, aun cuando la sentencia se basó en esta acusación
específica, por lo que encuadraba una admisión a modo de penitencia. Pero
no admite que se abstuviera "artera y astutamente" de hablar acerca del
requerimiento, por lo que Galileo dice en las mismas narices a las
autoridades que ése no ha existido jamás. Y esto debe responder a la
pregunta10.
Hasta hace un siglo aún la cuestión apenas estaba abierta a la duda. M. de
l’Epinois, al escribir en 1877 como acreditado apólogo por las autoridades,
estaba dispuesto a conceder que el documento “es una nota, porque el
protocolo, probablemente, jamás ha sido escrito”, y, arrancando de aquí, el
caso para la defensa resulta difícil de sostener. Lo mejor que este reputado
estudioso pudo hacer fue, en verdad, preguntar por qué no había hablado
Galileo: “Luego del juicio, ¿cómo pudo no rebelarse al pensar que habíase
visto de frente a una falsificación y mantenerse en silencio sobre este punto?
¿Cómo es posible que en los nueve años que siguieron, ese hombre tan
vehemente en sus expresiones no diese rienda suelta a su indignación en sus
cartas al Gran Duque y a sus amigos del país y del exterior, contra el odioso
10
Desde monseñor Marino Marini, casi todos los historiadores eclesiásticos han lamentado sus negativas en el
primer interrogatorio y considerándolas “evasiones ingeniosas indignas de tan ilustre hombre”. Es en verdad
plausible sugerir que Galileo rehusó desesperadamente en ese punto reconocer lo que podría incriminarlo, y alegó
que “si era así había perdido toda memoria de ello”; empero, en caso de haber mentido, mostró gran firmeza y
habilidad en sostener su punto durante todo el interrogatorio. Pero debería volverse del revés el motivo. La
sentencia estaba ya dictada, reservándose los jueces el derecho “de moderar, conmutar o suspender” las penas
impuestas. En consecuencia, habría sido de interés para Galileo mostrarse cooperador, como hemos visto en juicios
modernos, y realizar una confesión lo más amplia posible.
Capítulo 14
Cambio de camino
Nil inultum remairebit.
“DIES IRAE”.
I
Sea como fuere, había gozo sincero en la Villa Medici en aquellas semanas de
mayo de 1633, siendo claro para Galileo, luego de su puesta en libertad, que
había pasado lo peor. Las respuestas a sus cartas esas semanas son prueba
de un optimismo entre sus amigos y parientes, positivamente jubiloso. Se
espera que el caso vaya muriendo tranquilamente. El cardenal Capponi
escribe desde Florencia que el resultado favorable del caso era una
conclusión prevista. Guiducci, Aggiunti y Cini envíenle sus felicitaciones. El
arzobispo Piccolomini le pregunta cuándo puede enviarle una litera que
transporte al querido amigo a Siena.
Sor María Celeste escribe que ha sido tan asombrada de alegría ante la
buena nueva que sufrió un dolor de cabeza violento durante un día y una
noche. Esta fue una de las muy pocas manifestaciones de su ansiedad. Había
ayudado a los amigos de su padre a sacar todos los papeles de la casa por
temor a un registro de la Inquisición y preparádose para lo peor, “mientras
lloraba y suplicaba a Dios sin cesar". Pero su correspondencia a lo largo de
toda la ordalía es pura inteligencia del corazón.
“Mi amado señor y padre”, escribe: “Vuestras cartas han llegado como los
zoccolanti (monjes con zuecos), no sólo en pareja sino como ellos con mucho
ruido, produciéndome más que la común emoción de placer. En cuanto a
vuestro retorno, Dios sabe cuánto lo ansío, a pesar de que sería bueno para
vuestra salud residir algún tiempo junto al señor Arzobispo de Siena y gozar
de los muchos y exquisitos placeres que puede proporcionaros, antes de
volver a vuestra querida choza, que en verdad lamenta vuestra prolongada
ausencia; y en particular los barriles de vino, uno de los cuales, envidioso de
vuestras alabanzas a los vinos de esas tierras, echó a perder su contenido, y
hubiese ocurrido lo mismo con el otro, a no ser que nos percatamos del caso
II
Lo que acontecía era que, terminado (expedita causa) el caso, había sido
sometido para su decisión a las autoridades superiores, habiendo surgido
entonces, evidentemente, una crisis.
Había sido enviado a manera de informe que resumía los procedimientos
hasta la fecha y que ha sido conservado para que llegue a nuestras manos,
si bien carente de firma, por lo que nunca podremos conocer al autor1. Es,
como sigue llamándose a tales documentos en nuestros días, chiuzura
d’istruzione. Esta pieza indecente y fascinante de marrullería judicial ha sido
raras veces reproducida y, empero, constituye parte esencial de la historia.
El juez que más tarde redactó la sentencia, según veremos, volvió a los
documentos originales. Pero este informe es, al parecer, todo aquello por lo
que hubieron de guiarse el papa y la Congregación para resolver en cuanto al
curso futuro del juicio.
Damos aquí dos páginas, siendo nuestras las observaciones en bastardilla.
1
Ha sido demostrado por Wohlwill que el sumario fue enviado sin los documentos del juicio contra Galileo (Galilei,
II, 337 ss.), y sus conclusiones se ven ahora confirmadas por el procedimiento análogo seguido en el caso de
Giordano Bruno. Las actas de aquel juicio se han extraviado, pero el resumen fue descubierto en fecha reciente
(Mercati, Il Sommario del proceso di Giordano Bruno (“Studi e Testi Bibl. Apost. Vat.” [1942]). El documento de
cincuenta y nueve páginas, también sin forma y muy similar al del proceso contra Galileo, está dirigido al Asesor y,
a través de éste, a Bellarmino para su decisión (1597). Los procedimientos que seguían eran: primero, las
conclusiones alcanzadas por Bellarmino y el Comisario, consistentes en ocho proposiciones heréticas, seguidas de
un decreto de febrero 4 de 1599, en el que se ordena a Bruno se retracte de esas proposiciones. Luego de esto se
convierte en asunto de negociación personal. Bruno se retractó; luego, a todas luces bajo el efecto de una crisis
nerviosa, desafió la autoridad del Santo Oficio, apelando directamente al Papa. Tal movimiento es natural de por sí
y Galileo por lo menos habla de ello; mas el memorándum de Bruno reafirmaba simplemente sus tesis, por cierto
heréticas, y le fueron concedidos cuarenta días para que se retractase otra vez. Más tarde, luego de una visita de
las autoridades en su celda, donde negóse a retractarse, y de un último intento de sus compañeros dominicos, el 20
de enero de 1600, el Papa firmó el decreto entregándolo al brazo secular. En cuanto al sumario que estamos
discutiendo en el Juicio contra Galileo, debiera notarse que L’Epinois, al escribir en defensa de las autoridades,
conviene sustancialmente con Wohlwill en cuanto a su papel en el procedimiento. Por tanto, esta cuestión está
fuera de toda controversia.
2
Este incidente nos proporciona la oportunidad de examinar la conducta de la Inquisición. Tan pronto supo que
Caccini iba hacia Roma, Galileo escribió en forma apresurada su primera carta a Dini, incluyendo una copia de la
Carta a Castelli, “no sea que inadvertidamente sean alteradas algunas palabras”. La Carta llegó a manos de Dini en
febrero 21 y la entregó al príncipe Cesi, quien en el acto “hizo sacar gran cantidad de copias”, según escribe en
marzo 7, para entregarlas a gran número de personas; una de ellas la entregó personalmente a Bellarmino. Era
rutina inevitable de parte del cardenal, luego de haberla leído, enviarla al archivo de la Inquisición, iniciado por él
mismo sobre el sospechoso con tanta previsión cuatro años atrás. Es así como sabemos de la llegada de la Carta a
la Inquisición a comienzos de marzo. Ahora bien: el padre Segizi, Comisario, por orden específica de la
Congregación de febrero 25, había escrito al arzobispo de Pisa solicitándole que obtuviese “de manera hábil” una
copia auténtica, a lo que el arzobispo contestó en marzo 7 que lo intentaba pero era difícil porque “tenía que fingir
amistosidad y simple interés en el asunto”. El 22 del mismo mes tuvo que contestar que "había fracasado y que la
mejor manera de obtener una copia sería del propio Galileo”. De ahí que una copia recibida directamente de Galileo
en o alrededor del 10 de marzo, es seguro que haya recibido la mayor atención. Pero el Inquisidor, en lugar de
hacerla colocar en el acto en el legajo, evidentemente la hizo comparar antes con la versión de Lorini. Y como ésta
parecía más sabrosa y de provecho, debe haber destruido la auténtica.
citas, la presión de una y otra parte debió ser mucho más de lo que le era
posible resistir. Fueron el Asesor y el Comisario los encargados de continuar
el caso; y el Comisario General del Santo Oficio era, a su vez, un ejecutivo
acosado por gran cantidad de casos y problemas que se sucedían al mismo
tiempo. Bajo tales condiciones es muy posible que el Papa jamás haya sabido
cómo estaban las cosas. Los únicos documentos que seguramente viera,
hasta donde nos es posible decidir, fueron primero el temprano informe de la
Comisión Preliminar y luego el sumario de los interrogatorios. Es significativo
que ambos hayan glosado hábilmente los acontecimientos del palacio de
Bellarmino.
III
De modo que nos queda la pregunta: ¿fue el comisario, Firenzuola, parte
principal en la conspiración? Hasta donde llegó la acción de su predecesor en
el oscurecimiento del asunto, podemos ver sus motivos. En teoría al menos,
iba a ser corresponsable por el increíble resumen. Imputarle directamente
que fue el autor significa una duplicidad para la que no hay justificativo. Que
fuera persona de confianza de Castelli puede significar poco, pues Castelli
había sido siempre alma confiada; mas también le tuvieron confianza al
parecer Francesco y Antonio Barberini, a quienes a su vez Niccolini consideró
dignos de ella. Los tres hombres se hallaban, pues, en condiciones de saber
quién era qué3. También debiera observarse que el documento comporta una
compilación apresurada, desprolija e inferior, aunque astuta, tal como una de
la que no se haría responsable un Comisario General. Es la misma escritura
desconocida del mismo secretario que escribió los interrogatorios, cuyo
original poseemos. Pero ¿quién hizo el dictado? Debe ser, en buen razonar,
el procurador fiscal. “El Magnífico Carlo Sinceri, Doctor en ambas leyes,
Proctor Fiscal del Santo Oficio”, tal como figura en la sentencia. Su nombre
3
Debemos reconocer la existencia de rumores desagradables contra el Comisario, como se ve por algunas
observaciones de Peiresc: pero son de tercera mano. Existe inevitable la otra pregunta: suponiendo que Barberini
no hubiese confiado en él, ¿a quién otro; pudo haber dirigido su demanda? Firenzuola era el hombre a cuyo cargo
estaba. Eso sería, empero, hilvanar suposiciones. A través de todo lo que hemos experimentado. Firenzuola era
hombre que decía lo que pensaba. Tal fue también la impresión de Niccolini: “El Comisario muestra intenciones de
hacer que este caso se resuelva y se apague tranquilamente”. (Mayoll).
4
Sabemos que ya lo era en 1624, por una carta de Giovanni Faber a Cesi sobre el proceso a Marcantonio de
Dominis.
5
Véase Ed. Naz., XV. 343. C. F. Buonamici, de quien nos ocuparemos más tarde, escribe en setiembre lamentando
que Galileo haya partido de improviso, impidiéndole someter el memorándum cuyo texto ha enviado a los
corresponsales del exterior. El documento había sido convenido, pues, así como probablemente la línea a seguir. Tal
como está, resulta empero, una mezcla singular de lo que se habla en la ciudad, reconstrucción personal inexacta y
datos de hecho que no pueden provenir sino del propio Galileo en persona. Ha resultado valioso. (El relato a todas
luces equivocado de los interrogatorios no debería sostenerse en contra, porque era un punto en el que Galileo se
hallaba impedido de ayudar, al hallarse bajo juramento de silencio). Por lo demás, la intención es demasiado clara
para no descontarla. Es significativo, sin embargo, que él también observa que esta rápida reconciliación de jesuitas
y dominicos luego de la querella de auxiliis, los convirtió en singulares compañeros de lecho.
El memorándum fue desechado como apócrifo por T. H. Martin y Gebler y sostenido como tal por G. Guasti en el
Archivio storico italiano (1873). Tales dudas ya no son posibles desde la Edición Nacional, de Favaro, que no sólo
autentica el documento sino demuestra sus repercusiones en el país y en el extranjero. La cuestión de la confianza
que nos inspira es otra cosa. Pero el hecho de que el mismo Buonamici contaba con información confidencial,
importante además, queda establecido más allá de toda duda.
demás, la busca de alguien a quien achacar la culpa, a la vez que librar a los
jerarcas, cuenta con motivos evidentes. Pero la elección de Firenzuola como
villano, muestra que Galileo había deducido durante un tiempo las peores
conclusiones en base a lo que observara de su conducta.
Decimos "durante un tiempo", y debe haber sido bajo la impresión de estos
últimos días, cuando experimentó haber sido engañado en su trato con el
Comisario. Con anterioridad había escrito a su hermano político
manifestándole que confiaba en sus promesas más que hasta entonces en
las de los demás, y su impresión vióse confirmada por Niccolini. En los años
sucesivos, al recibo de nueva información, concluyó que la operación había
sido planeada por los jesuitas solamente6.
Quienes conocían al Comisario expresábanse de él como hombre práctico y
Sensato y alma decente. Aún podíamos suponer esto: Que al principio dejó
que los procedimientos siguieran lentamente su marcha, con la esperanza de
que con el tiempo volveríanse contra el Gobernador del Santo Palacio,
persona de su aversión, según rumores insistentes, y que ciertamente
andaba metido en el caso; y que, producido el informe de los Consultores,
vio de improviso que Galileo se hallaba en grave situación (a pesar de haber
negado con éxito el requerimiento) y se apresuró en el acto para sacarlo de
6
Con absoluta independencia de estas impresiones, es difícil ver, frente al hecho, cómo el Comisario General podía
ser exonerado por entero. De su mesa escritorio vienen directamente demasiados elementos. Sobre nadie más que
él recae “descubrir” el requerimiento, informar al Papa, pasar el sumario a la Comisión preliminar, organizar el
juicio y dar parte de su marcha a la Congregación. En una palabra, dirigirlo todo, lo cual implica la carta a Barberini.
Si alguno que otro movimiento tuvo lugar sin que lo supiese, finalmente todos llegaron a ser de su conocimiento.
Mas ¿cuánto fue resultado de sus propios planeamientos? Todo lo que podemos decir es que en el procedimiento se
advierten diversas etapas. La primera campaña que excitó a Urbano VIII tuvo efecto afuera y su final lo constituyó
el Informe de la Comisión Preliminar. Puesto el asunto en manos del Comisario, se produjo un repentino disminuir
de la tensión, con tendencia a aminorar el caso —y en verdad a abandonarlo— de no haber sido por el
requerimiento. Podemos concebir que el Comisario se hallaba en el caso, pues le fue difícil admitir que su
predecesor falsificara un legajo. La lealtad es fuerte en los grandes servicios. Viene más tarde el informe sobre el
Diálogo, obra de los Consultores designados por el Papa (ignoramos bajo cual influencia) y con él la facción
contraria a Galileo cuenta con una nueva y poderosa arma. Hace su aparición el Comisario entonces, ayudado por
Barberini, y, en ausencia del Papa, que se halla en Castel Gandolfo, negocia un arreglo extrajudicial. Esta situación
mantiénese hasta mediados de mayo en que, de regreso el Papa en Roma, es enviado el caso a la Congregación. La
defensa de Galileo, que es lo que se supone haber puesto fin en verdad al proceso, tuvo lugar el 10 de mayo. A esa
altura, sin embargo, el caso parece haberse hallado por entero fuera de las manos del Comisario. Decimos eso
porque esperaba concluir el caso a su propia manera y no lo hizo; porque el sumario del juicio debió ser a lo largo
de sus ideas y no lo fue. Es como si el Proctor Fiscal y el Asesor hubieran confiscado el caso, arreglándolo del mejor
modo posible y entregándolo para sentencia, porque la sentencia obedece muchas instrucciones superiores y hace
caso omiso de muchas de las falsdades del sumario. Decimos también “como si”, porque, a falta de otros
documentos, es imposible decidir hasta dónde el Comisario puede haber obedecido, estado en connivencia, llegado
a un compromiso o ser sobrepasado. Y así tenemos, menos que antes aún, derecho a señalar al Comisario
imputándole duplicidad infernal, aunque serán muchos los que digan que, “como blanquinegro sabueso del Señor”
tenía que considerar en primer término la salus Ecclesiae y luego su conciencia.
la misma, antes de que fuese demasiado tarde. Pero ¿quién lo sabrá jamás?
Queda como figura indescifrable, cubierto con el capuchón de su orden y el
misterio de" su labor.
IV
Otra pieza restante del rompecabezas debe ser de interés. Nos la
proporciona una página solitaria del diario de Buonamici. G. F. Buonamici era
un amistoso “mensajero” que se mantuvo en contacto estrecho con Galileo
durante ese período y prestó muchos servicios e hizo numerosos encargos en
su favor. Tan pronto como Galileo fue enviado de regreso a la embajada, se
presentó a visitarlo, el 1 de mayo; y Galileo habrá examinado toda la
situación con él, ya que de regreso en su casa inició con fecha 2 del mismo
mes un minucioso relato del asunto, remontándose a los acontecimientos de
1616. Es ahí donde nos enteramos de la intervención moderadora de Matteo
Barberini en la Congregación bajo la influencia de la Carta a la Gran
Duquesa, de sensatas observaciones al cardenal Hohenzollern en 1624 y de
otras cosas no reveladas con anterioridad por Galileo. Mas la historia se
interrumpe al final de la primera página en medio de una frase, y las páginas
siguientes han desaparecido. Debe haber existido buenas razones para
disponerse de ellas. Por el tono general puede inferirse que la secuela era
una reconstrucción de las intrigas contra Galileo, tal como éste lo veía a esa
altura, y del exitoso arreglo del asunto hasta la fecha. La feliz conclusión en
este animoso estado de ánimo debe hacer sido un relato de un Galileo
arrancado de las garras de la muerte por la vigorosa intervención de sus
protectores, del Papa y de Francesco Barberini y por último no del Comisario,
que acababa de realizar un arreglo con él. Recordaríamos que ese día hasta
el Diálogo pareció haberse salvado de la inminente corrección. La iniquidad
estaba reprobada y ambos hombres se habrán sentido en libertad de discutir
las influencias que intervinieron en la labor.
Más tarde, en julio, Buonamici redactó su memorándum para ser enviado al
exterior, del que ya hemos hablado y que era, desde luego, del humor más
sombrío. Galileo se hallaba entonces en el estado del individuo que ha sido
7
Carta de Galileo a Diodati, julio 25 de 1634. Luego del proceso a Galileo, año 1633, el venerable padre Athanasius
Kircher se confió a Peiresc: “No pudo abstenerse de reconocer, en presencia del padre Ferrant, que los padres
Malapertius y Clavius mismos no desaprobaron realmente la opinión de Copérnico; en verdad que ellos mismos no
se hallaban lejos de ella, aunque sufrieron presión y recibieron orden de escribir en favor de la doctrina común de
Aristóteles; y que el propio padre Schelner no siguió sino por orden y en virtud de obediencia” (Carta a Gassendi,
setiembre 6, 1633). Peiresc admite que esto arroja una luz extraordinariamente siniestra sobre la figura de
Schelner, a quien había tratado de reconciliar con Galileo.
Capítulo 15
La sentencia
I
Las actas de la investigación, representadas por el sumario inquisitorial que
hemos reproducido en el capitulo anterior y por el informe de los expertos,
fueron elevadas para su decisión a la Sagrada Congregación a principios de
mayo de 1633, pero tuvieron que esperar que el Papa regresara de Castell
Gandolfo. Los asuntos del orden del día para la primera reunión de junio
hubieron de ser pospuestos en dos oportunidades. De manera que no es sino
bajo fecha del 16 de dicho mes cuando vemos anotada la decisión en el
Decreta:
Sanctissimus decretó que dicho Galileo sea interrogado en
cuanto a su intención, aun con amenaza de tormento, y, si
sostiene (el texto) 1 , deberá abjurar de vehementi (es decir,
vehemente sospecha de herejía) en una Asamblea Plenaria de
la Congregación del Santo Oficio, y luego será condenado a
prisión por el término que plazca a la Sagrada Congregación, y
se le ordenará no continuar tratando, de ninguna manera, ya
de palabra o por escrito, de la movilidad de la Tierra y la
estabilidad del Sol; de lo contrario incurrirá en las penalidades
del renegado. El libro intitulado Diálogo de Galileo Galilei
Linceo será prohibido2. Además; todo ello será hecho conocer
1
El texto dice et si sustinuerit. Algunos, al leer ac en lugar de et (el manuscrito está en mal estado) han traducido:
“como si fuera a sostener tortura”. Es una traducción forzada y, además, el et ha sido aceptado generalmente. Así,
significa: “y si lo sostiene”, lo que no se refiere a la tortura (pues en tal caso diría cum) sino a la examinación en sí.
2
En el manuscrito de Gherardi figuran las palabras publice cremandum fore, que han sido borradas y reemplazadas
por prohibendum fore. En consecuencia, la primera resolución fue quemar el libro en la plaza pública por un
verdugo, como era corriente en casos de reconocida herejía; después de una discusión se redujo a la prohibición del
libro.
3
Esto es lo que podemos colegir del pasaje: “Non mi restara altro che interrogarlo sopra l’intentione e dargli la
diffese; e ciò fatto, si potrà habilitare alla casa per carcere, come accennò V. E.”. Entendemos aquí diffese en el
sentido del más correcto diffide.
contestada es más bien: ¿cómo se las compuso Firenzuola para dar pausa a
esos hombres implacables y conquistar al menos su asentimiento
temporario? ¿Diciéndoles que el acusado había agravado su situación al
negarse a reconocer el requerimiento? Difícilmente, porque en la tarde de
ese mismo día iba a decirle que siguiese tranquilamente e impugnase el
requerimiento en defensa propia. ¿Mostrándoles lo que podría acontecer
ahora que había sido tomado mintiendo en cuanto a su intención? Sabíanlo
tan bien como él, sin que al parecer les preocupara. Algunos de ellos hasta lo
esperaban.
Empero, lo positivo es que él dio tales razones que hizo mover el terreno que
pisaban. Esto debe significar que al final hizo lo que jamás esperaba tener
que hacer y reconoció que los registros dejados por el anterior Comisario, de
bendita memoria, no parecían demasiado buenos. Insinuó (nada debe ser
manifestado en esos círculos) que, sobre todo después del interrogatorio, no
experimentaba que debiera insistir demasiado sobre el requerimiento de
1616: que esto, empero, dejaba el camino abierto para un arreglo
entregando otro ahora; y que sería mejor para las perspectivas de todos en
el purgatorio que el antiguo requerimiento volviese al lugar de donde vino,
puesto que aún no había sido revelado rol público" 4 . Fue suficiente, al
parecer, como efecto de sorpresa para dominar al tribunal, por lo menos ese
día:
La última parte de la historia es, por supuesto, nada más que inferencia. Lo
que es cierto, según la carta, es que el arreglo habíase realizado sobre la
base de un nuevo requerimiento en reemplazo del viejo. Asumimos que era
política del propio Comisario. ¿Qué aconteció después de eso? No podemos
hacer sino proseguir infiriendo. No contamos realmente con nada en que
apoyarnos, salvo un pasaje del memorándum de Buonamici, y la explicación
del mismo es evidentemente confusa5. Mas, por mucho que Buonamici haya
4
Solamente cuatro personas de afuera estaban al tanto: Galileo, Niccolini, Cioll y el Gran Duque, de quienes podía
confiarse que no lo propalarían.
5
Buonamici coloca en esta última fecha el descubrimiento de la nota de descargo de Ciámpoli: “Entonces volvieron
la acusación contra el padre Monstruo, quien se excusó con haber recibido órdenes directas de H. H., y, como el
Papa lo negara lleno de irritación, sacó una carta de Ciámpoli que manifestaba que H. H. (en cuya presencia se
aseveraba haber sido escrita) dio órdenes para la aprobación del referido libro; viendo entonces que no podía ser
envuelto el padre Monstruo y para que no pareciera que habían subido la cuesta inútilmente, etc.”.
mal situado tal o cual evento al referirlo (ruega disculpa por no haber
comprobado su manuscrito con Galileo) expresaba el punto de vista del
círculo de la embajada, cuyos integrantes conocían más que nosotros. En
consecuencia haríamos mejor en no abandonar su línea de razonamiento,
que es ésta: los jesuitas habíanse lanzado al ataque en 1632, hallando en
ello una excelente oportunidad táctica tanto para arruinar a Galileo como
para perjudicar a los dominicos, a quienes guardaban cierta inquina desde
que fueran sobrepasados por éstos en la disputa de auxiliis. Los dominicos
habíanse visto forzados a unir fuerzas, por hallarse en situación delicada
como encargados de las licencias. Empero, alguien esperaba (tal vez el
mismo Comisario) hacer de Riccardi la víctima propiciatoria individual. De ahí
que el Comisario eligiese el instante adecuado para contener a los cardenales
pro jesuitas, que presionaban en favor de un juicio por herejía, y negociara
un arreglo con Galileo. Pero esa facción volvió con una amenaza, acaso para
probar a Ciámpoli y con ello colocar al Papa en situación molesta. En este
punto se produjo el cambio de camino. Los dominicos habían sido derrotados
en su intento de conservar el dominio de la conducta teológica.
II
Ahora resumiremos la demasiado conocida crónica de los acontecimientos.
Elevado el caso para su resolución, el papa y la Congregación decretaron,
según hemos visto, una sentencia mayor de vehementi, completa con su
riguroso interrogatorio, abjuración pública y "prisión formal". El acusado
había sido llevado a admitir que su intención fue equivocada debido al
engreimiento. Ahora se resolvió no aceptar su alegato y considerar su
intención contraria a la Iglesia (es decir, criminal). Al parecer, el resumen
sometido a los jueces había simplificado la tarea, no sólo por sus comisiones
sino por sus omisiones, que anulaban cualquier defensa presentada por
Galileo.
Esto es evidentemente erróneo en cuanto a fechas, pues el descubrimiento de la nota y la exculpación de Riccardi
habían tenido lugar meses antes (página 175). Ciámpoli ya había caído en desgracia y el hecho de que nada peor le
aconteciese muestra que el Papa vio su propia responsabilidad envuelta más de lo que le interesaba admitir.
6
Tenemos en las Actas, aunque poco tiene que ver con el caso, un interesante informe del propio Desiderio Scaglia
en la época en que aún era Inquisidor provincial en Milán (1615). Es de carácter muy rutinario pero proporciona un
bosquejo completo del procedimiento, tal como después fue aplicado en el caso que nos ocupa: “Tengo entendido
que el Obispo de Sarzana se queja de que yo haya dado órdenes al vicario del Santo Oficio en Pontremoli en el
sentido de que llegue a las torturas y sentencias sin comunicarse con el Ordinario sobre los méritos del proceso, en
contra de la forma de Multorum de hereticis de Clementine. Puedo responder que el mencionado Rey Obispo está
mal informado, porque jamás di tales órdenes. Cuando el Vicario de Pontremoli envía aquí juicios o sumarios, tomo
para la expedición el juicio de los Consultores del Santo Oficio y luego le escribo la resolución que se ha tomado y el
decreto que se ha dictado, de manera que pueda aplicar en las torturas y sentencias de allí lo que haya sido hallado
correcto aquí, con la propia participación del Ordinario allí”. He aquí al menos un Inquisidor más sujeto a las leyes
que Bernard Gui, quien abiertamente se burló del Decreto Clementino.
En todo caso, la aplicación de tortura, o aun de territio realis, fue acompañada por formalidades circunstanciales,
como sabemos por el Sacro Arsenale. Si fue aplicado en este caso, tendríamos que suponer que todo el protocolo
del 16 de junio es falsificado, como sugiere Wohlwill (Ist Galilei gefoltert worden?). Posteriormente revisó algunas
de sus inferencias (cf. Galilei, II, 321 ss.). Damos sólo su última conclusión, tal como figura: “En la página que es
considerada auténtica sobre buena base, la foliación es correcta; el decreto (de relegación a Siena), que está aquí
en su propio lugar, está también en la escritura corriente. En la página de que se sospecha por su contenido, la
foliación está interpolada en una escritura completamente diferente: el decreto, que está aquí absolutamente fuera
de lugar, es de mano desconocida”. Eso es todo. Podría ser algo. Posteriormente (1907), Favaro decidió que no es
suficiente y nos inclinamos a apoyar a Favaro. Lo decimos simplemente porque, cualquiera sea el estado de las
Actas, parece muy improbable que se haya hecho a Galileo más de lo que el protocolo implica.
orden de venir a Roma para ser sentenciado en 1549, pasó tres años
visitando los monumentos y retornó a su casa, como muchos otros, con su
sentencia condonada. La rama italiana del Santo Oficio, ni aun en sus actos
más severos, puede comprarse en modo alguno con la española ni con la del
Languedoc.
Debiera advertirse con toda claridad que no tratamos de introducir ningún
canon extraño al apreciar debidamente esta crisis. Los procedimientos que
hemos descrito caen muy por debajo de los cánones normales de la
Inquisición romana, que eran elevados. En los órganos centrales, al menos,
sabemos que los procedimientos fueron meticulosos y el juicio corregido. El
aparato atemorizador había estado allí por razones muy adecuadas, es decir,
por el santo terror; pero jamás había sido utilizado casual o brutalmente y no
lo fue ahora.
En el juicio contra Galileo, la Inquisición había sido forzada a una operación
de comandos por un grupo inescrupuloso de políticos de fuerza; así y todo, el
comportamiento de los políticos compárase del modo más favorable con el
del famoso magistrado Jeffreys o con los jueces de Enrique VII en un
proceso por traición; mejor aún con los jueces de Cecil en el complot de la
pólvora. Empero, aquéllos fueron procedimientos laicos 7 . La Inquisición
puede compararse con el tribunal militar o el del pueblo en tiempo de
revolución. Es un órgano de represión concebido para situaciones de
emergencia. Hubo un tiempo en que la unidad corporativa religiosa de la
cristiandad, la comunión de los que oran, fue concebida al menos tan
importante como la unidad territorial o política lo es hoy. A la luz de tal idea,
hombres como Peter Martyr, Torquemada y Ghislieri parecen jueces tan
escrupulosos como almas ardientes y compasivas.
El cardenal Newman escribió en una oportunidad en extraña mezcla de
sentimientos antiguos y modernos: "Al comparar a los herejes y los
heresiarcas he dicho: los últimos no son merecedores de piedad, pues
7
El abad Morellet, quien ciertamente no se hallaba prejuiciado en favor de la Inquisición, escribe: “Cuando el señor
De Malesherbes leyó mi Manual de los inquisidores, observó: Tales hechos y tales procedimientos podrán pareceros
nuevos e increíbles, pero la jurisprudencia no representa más de nuestra propia jurisprudencia criminal tal como
existe”.
8
Escribe Cini desde Florencia en marzo 26: “En la mansión de Orazio Rucellai, donde se reúne toda la nobleza, no
hay uno solo que no diera su sangre para veros vindicado de tamañas indignidades. Esperan que el cardenal Scaglia
lea vuestra Carta a la Gran Duquesa. Todo el mundo exclama: “¡Que lean el Diálogo de una vez por todas!" ¿Ha
sido leído el libro? ¿Ha sido considerado en realidad?”.
Los comentarios posteriores son más agudos aún: “Si aulcun la povoit avoir merité (la prisión) pour l’editton de ses
Dialogues, es debvoien être ceux qui les avoient chastrez a leur poste, puisqu’il avoit remis le tout a leur
discretion… je pense que ces Pères peuvent aller à bonne foy, mais ils auront de la peine a le persuader au monde”.
(Peirec a Dupuy, mayo 30 de 1633, y Holstein, junio 2 de 1633. Peiresc volvió a decirlo un año más tarde, en
lenguaje más diplomático y no menos explícito, en una extensa carta dirigida al propio Francesco Barberini. Hizo
notar que esta conducta sin precedente no podía sino perjudicar el prestigio de la Iglesia. Véanse también las
observaciones de Descartes, citadas en páginas 269-272).
9
Cf. L. Garzend. “Si Galilée pouvait, juridiquement, étre torturé”. Revue des questions historiques. XLVI (1911),
353 FF.
III
Dos días después de haber sido adoptada la resolución, Niccolini fue recibido
otra vez en audiencia. Había venido a solicitar la pronta libertad, como
implicara el Comisario, y no se sintió sorprendido en absoluto al ser
informado por el Papa de la conclusión del caso y de que el acusado sería
citado dentro de pocos días ante el Santo Oficio para escuchar su sentencia.
Ante las repetidas súplicas del embajador en procura de clemencia, el Papa
contestó que no podía realmente menos de prohibir la opinión, porque era
equivocada y contraria a las Sagradas Escrituras, dictada ex ore Dei; en
cuanto a la persona de Galileo, según costumbre, sería encarcelado algún
tiempo, por haber transgredido el mandato impartido al mismo en 1616. “Sin
embargo”, agregó el papa, “después de haber sido publicada la sentencia
Nos os veremos nuevamente para consultar la manera de que sufra lo menos
posible, ya que no podemos pasar sin que se realice alguna demostración
contra su persona”. En respuesta a las renovadas y apremiantes súplicas de
Niccolini, dijo “que de todos modos sería enviado una temporada a algún
monasterio, como el de la Santa Cruz, por ejemplo; porque no sabía en
realidad qué iba a decretar la Sagrada Congregación, aunque todos sus
integrantes marchaban de acuerdo unánimemente y nemine discrepante en
el sentido de imponer una penitencia”.
Lo cual fue manifestado de manera diplomática. Pero sabemos que existía al
menos cierta "discrepancia", puesto que tres cardenales de los diez se
negaron en su eventualidad a firmar la sentencia. Pero nada restaba a
Niccotini sino ir y comunicar las nuevas al acusado con toda la suavidad
posible. Nada dijo de la sentencia de prisión, pues esperaba aún que fuese
condonada.
La fase final del proceso prosiguió entonces de acuerdo con las reglas
establecidas. En la tarde del lunes 20 de junio de 1633, Galileo recibió una
citación del Santo Oficio para que se presentase al día siguiente. En esta
audiencia final el acusado iba a ser interrogado en cuanto a su intención,
bajo amenaza de tormento, esto es, en cuanto a su verdadera convicción
referente a los dos sistemas. Galileo compareció ante el Comisario la mañana
del 21. Después de haber prestado juramento de costumbre, se le preguntó
si tenía algo que manifestar y contestó que "nada".
Preguntado si sostenía o no, o había sostenido, y durante cuánto tiempo, que
el Sol se hallaba en el centro del globo y que la Tierra no se hallaba en dicho
centro y se movía, "así como con un movimiento diurno", contestó:
Largo tiempo atrás, es decir, antes de la decisión de la
Sagrada Congregación del Index, y antes de que se me
comunicase el requerimiento, era indiferente y consideraba
ambas opiniones, o sea la de Tolomeo y la de Copérnico, como
abiertas a la discusión, tanto más cuanto que una u otra podía
ser verdad en Natura; mas luego de dicha decisión, seguro de
la sabiduría de las autoridades, dejé de abrigar ninguna duda;
y sostuve, y sigo sosteniendo, como lo más cierto e
indisputable, la opinión de Tolomeo, es decir, la estabilidad de
la Tierra y el movimiento del Sol.
evitó cuanto pudo. Todo había insumido menos de una hora y fue realizado
como mera formalidad. Si hubiese confrontado a Galileo, uno por uno, con
todos los pasajes extractados del Diálogo por Pasqualigo e Inchofer, habríalo
colocado en cruel situación, aun sin recurrir al caballete y a la soga. Peor,
aun podría haber hecho presente pasajes observados por la Comisión
Preliminar (págs. 185-6) que fueron mucho más allá del trillado tema del
copernicismo y que podían ser razonablemente definidos al menos como
proxima haeresi; y Galileo, en su condición de iniciador de tales
pensamientos, habríase visto peor que un hereje, y muy cerca en verdad del
lugar del heresiarca. Pero el asunto peligroso de la herejía ya estaba
arreglado. En verdad, la sentencia había sido redactada ya sobre tal
asunción, pues estuvo lista y firmada dentro de las veinticuatro horas 10.
IV
Nos preguntamos cuáles habrán sido los pensamientos de Galileo durante la
noche, plena de estupor, mientras yacía en el edificio de la Inquisición,
incierto de lo que iba a traerle el mañana por vía de sentencia.
Al medir la extensión de la represión espectacular de la cual había sido
pretexto, pudo hacerlo por vez primera en cuanto a lo profundo de la
catástrofe. Que su propia carrera como figura pública estaba terminada era
cosa por él sabida desde mucho tiempo. Pero ahora adivinó que era a la vez
el fin de todo el movimiento científico de Italia y, peor aún, de la misma
Florencia. Si bien la investigación prosiguió en esta última después de la
10
Un punto puede suscitarse, bajo la corrección de los expertos en procedimiento inquisitorial. No hubo más
interrogatorio sobre el requerimiento; ni siquiera fue mencionado en el decreto de junio 10. Nos preguntamos por
qué. Hubo dos puntos sobre los cuales se encontró a Galileo insincero, como fue declarado más tarde en la
sentencia. Uno de ellos es el requerimiento y otro la intención. En cuanto al requerimiento, desde luego, el
documento basta por sí mismo para establecer la verdad sin más trabajo. Por otra parte, Galileo había alegado
olvido, cosa difícil de contradecir. Pero el olvido es apenas una excusa en tales asuntos. La sentencia expresa: “El
acusado manifestó que debíamos creer que había olvidado”, y prosigue ocupándose de los demás asuntos sin
insistir… pero, como resulta más tarde, sin aceptar la excusa. Opinamos que un individuo difícilmente podía ser
“absuelto” en definitiva, a menos que hubiera confesado. Habría sido lógico, aunque más no fuera con miras a lo
regular, pedir a Galileo que “recordara” aprisa. Pero el tema jamás ha sido tocado ni en el decreto ni en el
interrogatorio. Empero, con o sin intención, el asunto de una transgresión del requerimiento es de tal índole que no
puede pasar sin mencionarse en el Decreta ni en la Congregación, como que en verdad había sido discutido en la de
febrero 25 de 1616. Muchas cosas curiosas pueden haber tenido lugar en esa sesión del 10 de junio que, como
podemos hacer notar, había sido postergada en dos oportunidades, a pesar de la presión por ambas partes. Debe
haber habido una agitada lucha de alguna especie, mas probablemente manteniéndose un vergonzoso y absoluto
silencio en el delicado asunto de esa orden.
V
A la mañana del día siguiente, miércoles 22 de junio de 1633, Galileo fue
conducido al gran vestíbulo utilizado para tales procedimientos en el
convento dominicano de Santa María sopra Minerva, levantado en el centro
de Roma sobre las ruinas de un templo antiguo dedicado a la diosa de la
Sabiduría 13 , Vestido con el blanco hábito del penitente, se arrodilló en
presencia de los jueces congregados mientras le era leída la sentencia:
11
Esta decadencia de la cultura en Italia fue utilizada como argumento por Leibnitz —aunque en vano— para tratar
de persuadir a la Curia de que liberase al Diálogo (de su carta a Magliabechi, octubre 30 de 1699). Esa liberación no
tuvo lugar sino en 1822.
12
Este sentimiento no lo había abandonado. Dos años más tarde el padre Fulgenzio Nicanzio escribe: “Servios no
continuar vilipendiando y maldiciendo el Diálogo. Debéis saber que es maravilloso”.
13
Este detalle ha sido violentamente rebatido por L’Epinois, alegando que la etiqueta del Santo Oficio era contraria
al uso del hábito en tal oportunidad, y Gebler se siente compelido a aceptar sus razones. Es una lástima, pues
contamos con la palabra de un testigo, O. G. Bouchard, quien escribe en Junio 29: “come reo, in abito de
penitenza”. La conclusión, a que contribuye L’Epinois, es que Galileo fue tratado en realidad como hereje declarado.
Lo que se le evitó fue la segunda mitad del trayecto montado en la mula de la Inquisición, que Bruno hubo de
hacer, desde Minerva a Tor di Nona y luego al Campo dei Fiori.
Vienen luego las firmas, que no son sino siete, como Cantor fue el primero
en observar en 1864. Tres jueces no firmaron: Francesco Barberini, Borgia y
Zacchia. Puede ser muy bien que las razones de Gaspar Borgia fueran
políticas, pues había tenido un cambio de palabras con el Papa como jefe de
la facción española y no se hablaba con él, y probablemente no vio razón
alguna en su favor. Pero en cuanto a Francesco Barberini y Laudivio Zacchia,
no han podido encontrarse motivos extraños, ni aun por apologistas
diligentes. Simplemente no firmaron la sentencia. La ausencia física ese día
no constituye suficiente explicación. Debe inferirse que vieron “exceso de
autoridad e injusticia”, según palabras del culto sacerdote francés, el abate
Bouix, que estudió la cuestión. Por otra parte, había firmado Bentivoglio,
más bien conocido como amistoso hacia Galileo. Por todo lo que sabemos, su
firma puede ser, empero, parte de una negociación en favor del acusado.
Podemos ver igualmente que tenía buenas razones para firmar Barberini,
cuya solución había sido rechazada de plano.
Una vez leída la sentencia, fue presentada a Galileo la fórmula de abjuración.
Mas en este punto los procedimientos perdieron algo de solemnidad
mecánica, si hemos de creer a Buonamici, y hay buenas razones para
hacerlo, puesto que vio a Galileo poco después del evento y supo los hechos,
tal como en su conversación con el Comisario, que sólo la investigación
posterior volvió a descubrir. “Como Galileo se vio constreñido a lo que jamás
había creído posible, menos aún por cuanto en su conversación con el padre
Firenzuola no advirtió la menor insinuación de semejante abjuración, suplicó
a los cardenales que, si insistían en su procedimiento contra él de tal
manera, cuando menos debieran dejar afuera dos puntos y luego permitirle
hablar como ellos desearen. El primero era que no debía hacérsele decir que
no era buen católico, pues siempre habíalo sido y pensaba seguir siéndolo,
no obstante lo que dijeran sus enemigos; el otro, que no debía decir que
VI
Debe manifestarse que el Juez-Extensor, quienquiera fuere, había sacado el
mejor partido de un mal asunto. La sentencia muestra la mano de un jurista.
Había descartado el extracto oficial y trabajado con las fuentes originales.
Que son, cosa inevitable, Lorini y Caccini por siempre, pero al menos los
hechos son presentados correctamente. Hasta parece que el magistrado
hubiera consultado el original de la Carta a Castelli, en lugar de la copia de
Lorini, pues, de lo contrario, los vocablos "falso" y "pervertidor" falsificados
en ella por Lorini habrían parecido demasiado buenos para su uso. El juez
arranca de ahí, amontonando asiduamente terreno para el crimen de
intención y aún excede al Papa en su celo, puesto que define como
"pernicioso error" la misma politice de discusión indeterminada que fuera
endosada por el pontífice.
El texto de los Calificadores es publicado aquí en verdad por vez primera. Lo
necesita por esas palabras “formaliter haeretica” aplicadas a la inmovilidad
del Sol. Por desgracia, no es sino la opinión de once caballeros eruditos, sin
endoso papal. Pero tiene que arreglarse con aquello de que se dispone.
La famosa prohibición personal de 1616, el objetivo del caso, no se glosa. Es
revelada, por fin, al mundo, y descubiertos también los procedimientos con
ella relacionados, tan sólo lo suficiente para implicar, aun con poco riesgo,
que Galileo siempre había abrigado malas intenciones (lindo trabajo). Tenía
que estar allí porque es lo único obtenible por el juez después de las
licencias. Una vez en tal lugar, bien podía ser utilizada come leve insinuación
y hacer aparecer a Galileo a la vista del público como personaje perverso,
temerario y obstinado. Mas el juez no se siente evidentemente cómodo. En
vez de detenerse en el mismo como punto básico de incriminación (como
debe ser)14 se las ingenia para cambiar el centro de gravedad con rapidez al
certificado de Bellarmino, donde se encuentra sobre terreno más firme.
En buena lógica, o el requerimiento no era cierto, en cuyo caso Galileo es
culpable; cuando mucho, de impertinencia, o debía considerárselo cierto y
basado en artículo de fe; y la cuestión inevitable para el inquisidor sería: an
sit relapsus —llevando consigo más que vehemente sospecha—. La palabra
"malicia" figura allí con todas sus letras sin que sea retirada por lo que sigue.
Pero las órdenes contradictorias del papa y las operaciones de los enemigos
de Galileo habían originado procedimientos basados en una especie de lógica
tres veces valiosa, por la que Galileo vino a ser sometido a proceso como si
el requerimiento fuera verídico, y más tarde sentenciado, como, si en un
sentido, no fuera muy serio. Un par de factores imaginarios (más bien
fingidos) habían sido multiplicados entre sí para dar una arbitraria
culpabilidad real. Las acrobacias del texto estaban llamadas a desaparecer
tan pronto cayese bajo el examen de juristas desapasionados 15.
El cambio de terreno tiene lugar en la curiosa sección “pero” que volveremos
a citar en el texto. Aunque preparado por una previa “declaración de Su
Santidad”, hábilmente introducida para que se mezcle con los precedentes16,
queda como ridículo absurdo judicial.
14
El Papa había dicho a Niccolini que alguna especie de sentencia a prisión era inevitable con motivo del
requerimiento. Cosa bastante razonable.
15
C. J. Jagemann, en su libro sobre Galileo aparecido en 1784, al no tener nada en que basarse sino el texto de la
sentencia publicado por Riccioli (las actas no fueron dadas a publicidad sino en el siglo XIX), supuso que jamás
había existido una prohibición especial y sospechó que Riccioli había inventado el pasaje en que se mencionaba. El
hecho es que las autoridades no se atrevieron a que la sentencia fuese examinada en Florencia. Guiducci escribe el
27 de agosto que, luego de haber sido leído al público congregado por el padre Egidii, Inquisidor local, él y otros
solicitaron que se les permitiese leerla, sin resultado favorable. El padre Egidii debe haber procedido de acuerdo con
órdenes, pues personalmente nada le habría gustado más que el hecho de que el texto hubiera sido desmenuzado
por el cardenal Capponi y su círculo. Era el que había otorgado la licencia y sus sentimientos personales eran
vigorosos. Durante el proceso había hecho saber a Galileo que oraba por él “día y noche”. Después de la sentencia,
tenemos su respuesta a una carta de la Inquisición, que se ha extraviado: “He recibido la severa reprimenda de Su
Señoría referente a mi defectuosa actuación al conceder licencia para el Diálogo. Podría decir una serie de cosas
bastante importantes, pero, puesto que estimáis que es culpa mía, prefiero aceptarlo en plena humildad”.
16
El texto reproduce, literalmente sin duda, el certificado de Bellarmino (los documentos oficiales evitan falsas
manifestaciones factibles de comprobación), pero tiende a implicar aquí que el decreto de la Congregación era de
… Y todo eso no fue impulsado por vía de error sino que podía imputarse a
ambiciosa vanagloria antes que a malicia. Mas este certificado presentado en
defensa vuestra no ha hecho otra cosa que agravar la situación, ya que,
aunque se expresa que dicha opinión es contraria a las Sagradas Escrituras,
habéis osado, empero, discutir, defenderla y argumentar su posibilidad;
tampoco os sirve de nada la licencia arrancada por vos, desde que no
notificasteis la orden que os fue impartida17.
Dos cargos se formulan aquí: a) se recalca que el certificado de Bellarmino
agrava la situación, porque menciona la contradicción con las Escrituras; b)
se agregó prestamente, en cuanto a las licencias, que no sirven de nada
porque está ese requerimiento que maliciosamente se pretendió olvidar por
parte del acusado.
La insistencia sobre el primer punto es realmente extraordinario. ¿Cómo
podía agravar el certificado lo que ya se declara antes como malicia, a menos
que se demuestre que el Papa ha hecho un papel bastante ridículo con sus
arbitrarias instrucciones? El ominoso sonar del bombo está allí
evidentemente para desviar la atención de la frase final que tiene que
mencionar una orden; y se espera que el lector, llevado por las dieciséis
líneas que preceden, tomará la prohibición personal como parte íntegra de la
notificación de Bellarmino —que, por cierto, no era insinuada sino
descaradamente afirmada en todas las anteriores manifestaciones
informales—. La ambigüedad había de ser mantenida girando de manera
vertiginosa sobre el extremo de un alfiler. Pero ya el juez ha reafirmado el
terreno bajo sus pies. “Lo que en verdad es condenatorio”, atruena, “es este
documento que habéis presentado en defensa vuestra”.
importancia dogmática, lo que no es así. Todos los decretos comienzan con Sanctissimus decrevit mandavit, mas en
realidad eran órdenes de gabinete. Con el fin de impartir la sagrada autoridad del Papa, los decretos tenían que
contener la fórmula: “SS. confirmavit et publicare mandavit”. Aun así, no era equivalente a una declaración formal
ex cathedra. En verdad sabemos que el Papa Pablo V deseaba declarar herética la doctrina de Copérnico y fue
constreñido por Matteo Barberini y Caetani. Más adelante se supo que la importancia del pronunciamiento habiose
atenuado más por haber sido emitido, no por el Santo Oficio sino por la secundaria Congregación del Index. De ahí
que la doctrina pudiera seguir siendo considerada como "indecisa". (Of. Abad Bouix, La Condenación de Galileo).
17
El original italiano (los procedimientos de la Inquisición eran siempre en el lenguaje del acusado) es: “Ma da
detta fede, prodotta da te in tua difesa, restasti magiormente aggravato, mentre dicendosi in essa che detta
opinione è contraria alla Sacra Scrittura, hai non di meno ardito di trattarne, di difenderla e persuaderla probabile;
nè ti suffraga la licenza da te artefitiosamente e callidamente estorta, non avendo notificato il precetto ch’havevi”.
18
En la Edad Media hallábase muy difundida la noción de que la soberanía del Papa sobre Roma y su territorio tenía
su origen en una carta de privilegio del emperador Constantino al Papa Silvestre. Dante también lo creía. La idea
había contado con fuerte pero no siempre tácito incentivo de los círculos oficiales de Roma y no fue abandonada
sino luego de su decidida exposición por Lorenzo Valla (1440). Cuando el pueblo de Ancona recibió en el siglo XIV
un ultimátum de la Santa Sede acerca de ciertos territorios en disputa, contestó tranquilamente que el título era de
él y que podía vérselo registrado al dorso de la carta de privilegio de Constantino.
19
“Il aura sans doute voulu établir le mouvement de la terre, lequel je scay bien avoir estè autrefois censuré par
quelques cardinaux: mais je pensois avoir ouy dire, que depuis on ne laissoit pas de l’enseigner publiquemente,
mesme dans Rome: et je confesse que s’il est faux, tous les fondements de ma philosophie le sont aussi”. (Carta a
Marsenne, fines de noviembre de 1633).
seria; espejo de la verdad. Para ella los juristas de hace dos siglos pudieron
concluir lo que ahora hemos deducido de los documentos del archivo secreto.
El requerimiento es lo único que en verdad podía invalidar el permiso oficial y
por entero específico; pero, antes que aferrarse hasta el final al terreno del
requerimiento, el juez es llevado a desconocer las instrucciones escritas de
Riccardi al Inquisidor de Florencia, tal como figuran en las actas:
Os recuerdo que es la intención de Su Santidad que el título y el objeto no
sea sobre el flujo y el reflujo sino de manera absoluta sobre la consideración
matemática de la posición copernicana relativa al movimiento de la Tierra, de
modo que se pruebe que, salvo por la revelación de Dios y Su sagrada
doctrina, sería posible salvar las apariencias con dicha posición, aclarando
todos los argumentos contrarios que pudiere presentar la experiencia y la
filosofía peripatética, de manera que jamás se conceda la verdad absoluta a
esta opinión, sino sólo la hipotética, y fuera de las Escrituras (mayo 24 de
1631); el autor debió agregar las razones de divina omnipotencia que le
dictara Su Santidad, destinadas a apaciguar el intelecto, aunque fuese
imposible apartarse de la doctrina pitagórica (julio 19).
Cualquier tribunal superior tendría que haber revocado la sentencia y
dispuesto la libertad del acusado, así como la iniciación de procedimientos
contra el Gobernador del Palacio. Ya podemos conjeturar por qué los hechos
atinentes al requerimiento tuvieron que ser continuamente mal
representados, incluso al Papa en persona, por quienes estaban resueltos a
llevar a Galileo a marchas forzadas al tribunal de la Inquisición. También
vemos, de manera retrospectiva, por qué Galileo se mostraba tan confiado
frente a la tempestad, de que no existía ni una sombra de caso legal en
contra suya. Para que la hubiese, razonaba, necesitaríase no sólo
documentos falsos sino que el Papa, se desdijese de lo manifestado;
cualquiera de esas acciones era para él algo fuera de los límites de lo
concebible. La verdad es que las autoridades se esforzaron para realizar
ambas cosas. Aun para el estómago escurialista forrado de zinc había sido
necesario cierto escamoteo.
VII
A través de su proceder, el juez no había hecho sino poner más aún de
manifiesto la cuidadosa equivocación impuesta a todo el caso por la
prohibieron del Index de 1616. Con la prudente sugestión de Matteo
Barberini, el decreto habíase organizado como arma flexible. Para el público
(en caso de que las autoridades hubieren de mudar de parecer), el texto
oficial no presentaba sino la manifestación de que las nuevas ideas eran
equivocadas y contra las Escrituras. Ese era el lado aplastado de la espada.
Mas, siempre que les conviniese, esas autoridades mantenían en reserva el
borde cortante proporcionado por los calificadores, la formaliter haeretica
aplicada a la estabilidad del Sol. (A la Tierra permitíasele moverse algo à la
rigueur, con tal de que el Sol también lo hiciera; tal la cómica conclusión de
la sabiduría de ellos). Lo ve, pues ya no lo ve.
Pero no siempre se puede tener las dos maneras. Si las autoridades hubiesen
sido lo suficiente atrevidas para atenerse a su dudoso requerimiento, habrían
condenado a Galileo por motivos claros aunque limitados. Mas al blandir la
prohibición originaron la fría pregunta: "De todos modos, ¿de qué herejía
están hablando?" Cuya pregunta fue prontamente lanzada desde el campo
gálico, al menos en forma privada. Descartes escribió a Mersenne en 1634:
"Como no veo que esta censura haya sido confirmada por el Papa ni por el
concilio, sino que proviene tan sólo de un grupo de cardenales, puede ser
que aún le suceda a la teoría copernicana lo que a la de las antípodas, que
en una oportunidad fue condenada de igual modo"20.
Una vez formulada, la pregunta no tenía sino una sola respuesta. Y cuando
comenzó a disminuir la sugestión en masa de la ciega obediencia inducida
por los jesuitas, se hizo claro, y sobre todo a las mismas autoridades, que a
20
En 1642, Gassendi observa que, a falta de ratificación papal, la negación de la teoría de Copérnico no constituye
artículo de fe; y diez años más tarde, el buen jesuita Ricciolo, evidentemente nervioso, no obstante su monumental
refutación a Galileo, reproduce sus manifestaciones palabra por palabra en el Almagestum novum. Los teólogos de
todo el mundo preparábanse ya para amortiguar la caída. El padre Fabri, jesuita francés, escribió en 1661, a la par
que defendía los pasajes geocéntricos de las Escrituras: “Si alguna vez llega a descubrirse algunas razones
concluyentes, lo que no espero, no dudo que la Iglesia dirá que han de tomarse figurativamente”. El padre
Caramuel Lobkowitz, escribió en 1676, en su Theologia Fundamentalis, que, si alguna vez llegase a probarse el
error, “jamás podría decirse que la Iglesia de Roma había estado equivocada, puesto que la doctrina del doble
movimiento de la Tierra nunca había sido condenada por un concilio ecuménico ni por el Papa hablando ex
cathedra.
22
Pasquino y Marforio (así ha dado el pueblo en llamarlos desde la Edad Media sin razón aparente) son dos estatuas
antiguas enclavadas una frente a otra, cerca de la plaza Navona. El Pie es lo que resta de una estatua colosal
imperial del tiempo de Constantino. Pasquino y Marforio son los Martin Marprelates (Martin Marprelates es el
nombre adoptado por los autores de una serle de folletos poderosos pero injuriantes, que atacaban a los prelados,
impresos durante el reinado de la reina Isabel. El principal autor y superintendente de esa serle de folletos fue John
Perry, ejecutado en 1693 por sedición. (N. del T.).) de Roma, aunque a menudo bromistas y sencillos. Los folletos
más satíricos y anónimos adoptaron forma de diálogo entre ambos personajes. Hemos dado un ejemplo en el
epígrafe del capítulo VI. Marforio actuaba por lo común como “hombre derecho”, y Pasquino, según lo llamó
Rabelais, “como el doctor de mármol”.
Dominici, hic ego vos habeo” (Hermanos dominicos, aquí es donde os tengo).
Las palabras procedían, por así decirlo, del corazón23.
23
En esta leyenda debe haber más de afectuoso que de cierto, pues el elefante no fue instalado sino en 1667,
según la leyenda que figura en su pedestal. Esa inscripción, empero, es de por sí una broma bien intencionada.
Sugiere en amplios hexámetros en latín que, aunque se necesita todo un elefante para llevar el peso de la sabiduría
del misterioso Egipto, hace falta una mente vigorosa para llevar el peso de la verdadera ciencia. Parece como si el
elefante no pudiese decidir si se va o se queda.
Capítulo 16
Consecuencias
I
La abjuración en sí no es en modo alguno la entrega y la desgracia moral
que sostienen ser los jueces designados por sí mismos. Galileo sabía con
exactitud qué podía decir y qué no, sin cometer el pecado mortal de perjurio,
pues estaba mejor preparado que nosotros en moral teológica. De ahí, según
sabemos a través de Buonamici, que se mantuviera firme al negar dos
puntos, aun a riesgo de la estaca. Nunca diría que había engañado a nadie
durante las negociaciones relativas a la licencia o que se hubiera desviado de
la ortodoxia católica. Ambas cosas eran actos de la voluntad, y lo demás no.
Su verdadera manifestación, pues, equivalió a esto: “Si el Vicario de Cristo
insiste en que no debo afirmar lo que conozco, tengo que obedecer. Por ello
declaro que mi voluntad no habría en ningún punto cedido ante mi
conocimiento. Ni siquiera Dios es capaz de impedir que mi razón vea lo que
ve, pero por orden explicita de su Vicario puedo retirar mi pública adhesión a
ello con el fin de evitar el escándalo entre fieles. Doy mi sumisión y
mantengo mi verdad. En cuanto al asunto del requerimiento judicial, es
vuestra mentira, y no mía, lo que me pedís que recite, y que caiga sobre
II
Pero no quebrantó su espíritu, como demostró con el tiempo, porque,
aunque no esperaba que le fuera permitido publicarlo, en adelante
proseguiría con la mayor de sus realizaciones científicas, Dos Nuevas
Ciencias 2 . Ni siquiera contuvo los chispazos de cáustica ironía que se
producían en ocasiones, llevando a sus enemigos a la furia, aunque ellos
sabían de su amordazamiento y desamparo frente a sus refutaciones
triunfantes. No hizo ningún misterio de lo que pensaba en cuanto a sus
jueces y su criterio, sin que experimentara que su despectiva apreciación
volvíalo insincero en su sumisión y lo apartaba de su comunión con la fe.
Siguió orando y rogando a sus amigos que orasen por él. Hasta proyectó un
1
Castelli, por entonces “Padre Matemático de Su Santidad”, a quien el Gran Duque confiara la defensa de Galileo,
recibió orden de dirigirse a Brescia, en base a su voto de obediencia benedictino, antes de la llegada de Galileo a
Roma, no permitiéndose su retorno sino luego de la partida de este último.
2
Cuando el Duque de Noailles, embajador del rey en Francia, insistió con visitas a Galileo como prisionero, no se le
pudo negar autorización, y en su entrevista aceptó la dedicatoria de la próxima obra de Galileo. El manuscrito fue
sacado de Italia por el príncipe Martin de’Medici y posteriormente impreso por Elzevir en Holanda.
Esto hace clara su posición. Había jurado ante la cristiandad que jamás
consentiría una herejía; pero se consideraba no obligado en manera alguna a
reconocer como de fe la decisión arbitraria y caprichosa que quebrantaba
todas las constituciones de la Iglesia. Habíanle impuesto por fuerza una
3
Cartas a Peiresc, febrero 22 y marzo 16 de 1635. Por Micanzio había sabido de las órdenes reservadas a los
Inquisidores de provincia, estando en Venecia. El 8 de setiembre de 1633, el Papa había vuelto a amonestar al
Inquisidor de Florencia por haber autorizado la reimpresión de algunos trabajos anteriores.
4
Ascanio Piccolomini debe ser señalado como hombre a quien no impresionaron los truenos papales. Cuando se
intentaba que Galileo, luego de su sentencia, pasase un largo periodo de penitencia en el monasterio de la Santa
Cruz, de Jerusalén, Piccolomini, con ayuda del cardenal Barberini, consiguió que lo dejasen en custodia durante
cinco meses, con órdenes severas de no ver a nadie. Tan pronto llegó Galileo a Siena, en calidad de invitado suyo,
procedió a abrir en el acto las puertas del palacio episcopal a una interminable corriente de visitantes. Fue allí
donde el poeta francés Saint-Amant vio al científico “dans un logement tapissé de soye, et fort richemente
emmeublé”, dedicado en unión de Piccolomini a su teoría sobre las mecánicas, con papeles esparcidos a todo su
derredor, “et ne se pouvoit lasser d’admirer ces deux vénérables vieillards”, etc. El inevitable informante escribió de
manera anónima: “El arzobispo ha referido a muchos que Galileo fue injustamente condenado por esta Sagrada
Congregación, que es el primer hombre del mundo que vivirá por siempre en sus escritos, aunque sean prohibidos,
y que lo siguen todos los mejores cerebros modernos. Y como tales palabras de un prelado podrían producir frutos
perniciosos, por la presente las llevo a vuestro conocimiento, etc.”.
sido ‘Leiden’). Empero, sé que circula por todos los países septentrionales.
Los ejemplares perdidos deben ser aquellos que, tan pronto como llegaron a
Praga, fueron adquiridos por los padres jesuitas, con el fin de que ni el
mismo Emperador pudiese obtener uno”. Una explicación caritativa sería que
sabían lo que estaban haciendo. Alguien por lo menos ha debido comprender
que la labor de Galileo sobre dinámica prosiguió tranquilamente
estableciendo las bases del sistema que habíasele prohibido defender. Pero
eran como el valiente caballero de que habla Milton, que creyó poder
encerrar a los cuervos cerrando las puertas del parque.
Ya no existe por fuerza aquí ninguna cuestión de autoridad espiritual ni de
obediencia, sino simplemente de abusos administrativos cometidos por una
policía del pensamiento cuyos decretos son ignorados o esquivados por cada
ciudadano como mejor le sea posible, de un modo que no deja de traer a
nuestra memoria las infracciones a la Ley Volstead. Sabemos que Galileo fue
regularmente a confesar y comulgar, lo que prueba que recibió la absolución
de su consejero espiritual por ignorar las excomuniones en potencia de
Roma.
Observamos que la historia a esta altura podría parecer acontecimiento
extraño a un católico moderno, en especial de los países anglosajones,
quien, acostumbrado a la separación de la Iglesia del Estado, apenas puede
imaginar cuáles serían sus reacciones si se dotara a su Iglesia de la
autoridad secular, así como de la teológica. Para tal observador, Galileo
podría parecer un protestante secreto que poco a poco es impulsado a
rebelarse pero carece del coraje necesario para declarar sus verdaderos
colores. Eso es un error en perspectiva. Galileo pertenece a un tipo muy
específico, el católico anticlerical, tal como es común en la actualidad en
países donde la resistencia a la intromisión de los sacerdotes en asuntos
temporales ha procedido de un pueblo católico; una comunidad obediente en
asuntos de doctrina pero presta a oponerse a que el Papa actúe como
soberano, como hicieron sus antepasados al luchar contra los ejércitos
papales. Hasta dónde podría llegar semejante resistencia y desobediencia
aun dentro del sistema de la contrarreforma, lo demuestra la violencia de la
Aquí había suficiente "intención" no disfrazada para que hubiese ido a parar
nuevamente a manos de la Inquisición y terminar sus días en los calabozos.
Después de todo, había declarado formalmente durante el "severo
interrogatorio" su creencia de que Tolomeo estaba acertado.
Los estudiosos del siglo XIX hallaron esa carta lamentable y nada digna, lo
que muestra nuevamente cómo uno o dos siglos de impunidad pueden
corromper la manera de enjuiciar. Si, pongamos por caso, en 1951 un
científico ruso hubiese escrito que repudiaba toda la genética Morgan-
formalista-cosmopolita-reaccionaria, en obediencia a las directivas del
partido, que es infalible en su conducción de las masas levantadas en lucha,
pero que estaba seguro al menos que Lysenko se encuentra bajo aviso… si
hubiese escrito eso, lo describiríamos como heroísmo irresponsable. El estilo
que era (y es) prudente adoptar bajo condiciones similares, puede verse en
una carta enviada desde Roma a Galileo por Cario Rinucci en agosto de
1633. Luego de algunas referencias banales a los conciertos nocturnos de la
embajadora en el jardín, prosigue como al descuido: “Se preparan cosas y
música maravillosa, y un gran personaje, que figura a la cabeza de todo ello,
me ha dicho que vendrá a cantar siempre que yo lo desee, siempre que le
prometa también alguna conversación. Vuestra Excelencia podrá ver por esto
cuántos se pondrían vuestra ropa y luego hablarían por cuenta propia. Bien,
no diré más”. Se trata a todas luces de un mensaje cifrado, y así dicen las
cosas quienes se cuidan de su seguridad personal Nos preguntamos quién
podrá ser ese gran personaje.
Lejos de imitar su ejemplo, vemos a Galileo en 1641, ya ciego y próximo a la
hora de su muerte, pero no fuera del alcance del inextinguible rencor de
Urbano5 cuando escribe a Fortunio Licet, no al amigo en esta oportunidad,
sino a un gran pedante a quien ya ha provocado con su crítica irónica:
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Luego del fallecimiento de Galileo, en enero de 1642, el Gran Duque quiso erigir un monumento a su memoria en
su tumba de Santa Cruz. Pero el Papa le previno que consideraría el hecho como desprecio a su autoridad. El
cadáver de Galileo hubo de permanecer casi un siglo aislado en el sótano del campanario.
Según nuestros conocimientos, el hombre que escribió esto puede muy bien
haber pronunciado el legendario Eppur si muove justamente en el salón de la
abjuración. Y confiamos en que el Comisario General habría hecho todo lo
posible para no oír.
El 20 de junio de 1633, Galileo fue entregado en custodia al arzobispo de
Siena, Ascanio Piccolomini. Estaba proyectado que después de cinco meses
iría a la cartuja de Florencia. Conmutada esta disposición le fue permitido
trasladarse a su pequeña granja de Arcetri, donde habría de hacer frente a
los restantes ocho años de vida y a la inminente ceguera, bajo arresto
perpetuo en su domicilio.