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Anna Kraus

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sin título

sin título
operaciones de lo visual en
2666 de Roberto Bolaño

Anna Kraus

Almenara
Consejo Editorial

Luisa Campuzano Waldo Pérez Cino


Adriana Churampi Juan Carlos Quintero Herencia
Stephanie Decante José Ramón Ruisánchez
Gabriel Giorgi Julio Ramos
Gustavo Guerrero Enrico Mario Santí
Francisco Morán Nanne Timmer

© Anna Kraus, 2018


© Almenara, 2018
www.almenarapress.com
info@almenarapress.com
Leiden, The Netherlands

isbn 978-94-92260-24-6

Imagen de cubierta: Detail of a bird from Attributes of Beg-tse


in a Tibetan «rgyan tshogs» banner.
Wellcome Library, London

All rights reserved. Without limiting the rights under copyright reserved above, no part
of this book may be reproduced, stored in or introduced into a retrieval system, or trans-
mitted, in any form or by any means (electronic, mechanical, photocopying, recording
or otherwise) without the written permission of both the copyright owner and the author
of the book.
comienzo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11
imagen técnica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .53
subversión suave. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 117
epidemia de semejanzas desemejantes. . . . . . . . . . 183
final. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 263
bibliografía. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 273
para luap
Nous, sorciers, nous savons bien que les contradictions
son réelles, mais que les contradictions réelles ne sont
que pour rire.
Gilles Deleuze y Félix Guattari
comienzo

Le potentiel des œuvres d’art est de modifier


nos radicaux.
Georges Didi-Huberman

perspectivas

liminar
En una carta a su amigo Pierre Louÿs, Paul Valéry escribe lo
siguiente:

Te miras en el espejo, gesticulas, sacas la lengua… Bien. Supón


ahora que un dios maligno se divierta en disminuir insensatamente la
velocidad de la luz. Estás a cuarenta centímetros de tu espejo. Primero
recibes tu imagen después de 2,666… milésimas de segundo. Pero el
dios se ha divertido concentrando el éter. Y ahora tú te ves después de
un minuto, un día, un siglo, ad libitum [a elección]. Te ves obedecer con
retraso. Compara esto con lo que sucede cuando buscas una palabra,
un nombre «olvidado». Este retraso es toda la psicología, que se podría
definir paradójicamente: lo que ocurre entre una cosa… ¡y ella misma!
(citado en Agamben 2007: 125-126)

Será una coincidencia que en esta carta, escrita hace más o menos
cien años, aparezcan las cifras que dan nombre a la gran novela
de Roberto Bolaño, pero desde la perspectiva del trabajo que aquí
comienza es una coincidencia prodigiosa. Relacionar, a través de
Valéry, el título enigmático de la obra del autor chileno con las condi-
12 Anna Kraus

ciones inadvertidas de nuestra visión del mundo y de nosotros mismos


permitiría dar cuenta de lo importante que es, en 2666, la cuestión
filosófica de la representación. Imaginar las cifras «2666» como la
indicación de la «normalidad» de una visión –como es normal, en
nuestro mundo, que el reflejo del espejo duplique nuestros gestos con
perfecta sincronización– provocaría toda una serie de interrogantes
sobre las dimensiones inadvertidas de la representación literaria, sobre
sus implicaciones filosóficas y sobre las consecuencias éticas para
el lector, cuya posición «normal» de sujeto pensante separado del
mundo-objeto del conocimiento, de pronto, se vería como menos
obvia. En la idea-juego de Valéry, la introducción de un retraso en la
imagen que «normalmente» confirma la presencia del sujeto vidente
ante su propia consciencia opera un desplazamiento en el seno de la
visión: el sujeto cartesiano de la metafísica occidental ya no «se ve
viendo»; es más, el análisis de la representación del mundo que le
ofrecen sus sentidos pierde credibilidad.
El presente trabajo desarrolla una reflexión sobre la visualidad en
2666 de Roberto Bolaño, repiensa su función y sus implicaciones
semánticas desde distintos ángulos. No se trata tanto de analizar las
diferentes representaciones visuales descritas en el texto –pinturas,
grafitis, fotografías, películas, dibujos– como de interrogar las dimen-
siones que subyacen a lo visual: su carácter sistémico, su dinámica
deformadora, su infiltración en la materia textual. Llevar adelante una
investigación dedicada al registro «visual»1 en la escritura de Bolaño
tiene por objetivo elucidar un aspecto poco reconocido, pero esencial

La palabra visual se pone entre comillas en los instantes donde precisamos


1 

poner de relieve un metanivel de nuestros enunciados. Al mismo tiempo, este


mínimo gesto pretende llamar la atención sobre la convencionalidad implícita en
el uso de este adjetivo cuando se trata de representaciones literarias, donde sólo su
materialidad es estrictamente visual. El problema de la «visualidad» de 2666 se
comenta en lo que sigue con el propósito de establecer un fundamento coherente
para las reflexiones posteriores.
comienzo 13

para su obra: lo visual –y aquí la hipótesis central de las páginas que


siguen– parece ser, en esta literatura, portador de un germen auto-
subversivo, cuyas características agrietan y hacen temblar los funda-
mentos impensados de la representación. Esta orientación permite
aproximarse al origen de una inquietud que resulta determinante
en la narrativa de Bolaño, la cual, sin embargo, no se explica plena-
mente con el transcurso de la trama ni con las imágenes evocadas, ni
tampoco se reduce al «estilo». En términos más específicos y a partir
de un examen detenido de los mecanismos velados de lo visual en
2666, se plantean aquí interrogantes acerca de la representación, cuya
tradición, desde la República de Platón, se ha pensado a través de la
metáfora de la visión como el sentido-herramienta de conocimiento
por excelencia 2. En las páginas que siguen, la desestabilización clan-
destina pero insistente, la puesta en temblor y no una contestación
revolucionaria de la representación –aquí relacionada con lo «visual»–
se pondera no sólo en términos estéticos y filosóficos, sino también
insistiendo en sus implicaciones éticas.
Con el propósito de elucidar el pensamiento subyacente a la repre-
sentación y en aras de leer lo «no-dicho» pero esencial para la obra,
partemos del concepto de «filosofía literaria», elaborado por Pie-
rre Macherey, quien –en consonancia con Jacques Derrida, Gilles
Deleuze, Michel Foucault y Philippe Lacoue-Labarthe, entre otros–
resalta la imposibilidad de separar la literatura tanto de la filoso-
fía como del sinsentido3. En À quoi pense la littérature, Macherey

2 
Martin Jay destaca la importancia, en varias de las lenguas europeas, de
las numerosas metáforas que relacionan la visión con el conocimiento, la com-
prensión y el poder, y vincula este fenómeno con la larga tradición filosófica que
privilegia la visión como el sentido más noble y como la herramienta principal
de la aprehensión del mundo (1995: 1-4).
3 
Macherey se concentra en el lazo profundo que hay entre la escritura y el
pensamiento, aunque a su argumento cabría añadir la imposibilidad de definir
la literatura en sí. Terry Eagleton, en la introducción a su teoría literaria (1996),
14 Anna Kraus

defiende la «vocation spéculative» de la literatura, sosteniendo que


ésta tiene el valor de una experiencia de pensamiento (1990: 10).
Su argumento se posiciona en contra de la existencia de discursos
«puramente literarios» o «puramente filosóficos» –los unos y los otros
tejidos heterogéneos, imposibles de desenredar–, y puntualiza que
la relectura, a la luz de la filosofía, de obras consideradas como per-
tenecientes al ámbito de la literatura «ne doit être en aucun cas les
faire avouer un sens caché, dans lequel se résumerait leur destination
spéculative» (1990: 10). En cambio, se trata de demostrar su condición
plural, es decir, susceptible de ser leída desde una variedad de apro-
ximaciones. En este sentido, las interrelaciones entre «lo filosófico»
y «lo literario» son, según Macherey, distintas y operan en diferentes
niveles del texto, ya sea en las «superficiales» referencias históricas
o en la subordinación del texto a un compromiso ideológico. Entre
las configuraciones enumeradas por el pensador francés, una de ellas
aborda la tensión entre literatura y filosofía de un modo que consi-
deramos esencial para el estudio de 2666:

l’argument philosophique remplit à l’égard du texte littéraire le rôle


d’un véritable operateur formel: c’est ce qui se passe lorsqu’il dessine
le profil d’un personnage, organise l’allure générale d’un récit, voire
en dresse le décor, ou structure le monde de sa narration. (Macherey
1990: 11)

La condición plural de la literatura, es decir, su susceptibilidad


a una variedad de aproximaciones, constituye la base conceptual

desarrolla la cuestión de lo vaga que es la categoría «literatura»: puesto que su


«esencia» (de haber tal cosa) no se ubica ni en la forma, ni en la temática, ni en
la función que el texto pueda cumplir ni tampoco en su valor, que depende del
contexto social e histórico del lector, la «literatura» muchas veces incluye textos
que con el paso del tiempo llegan a trasladarse a categorías tan disímiles como
la filosofía, la historia u otras.
comienzo 15

de nuestros desarrollos. A partir de 2666, se busca elaborar una


reflexión sobre la inestabilidad auto-subversiva de lo visual en diálogo
con la teoría e historia del arte del siglo xx y de principios del xxi.
En Fuera de campo (2006) Graciela Speranza, según aclara en una
entrevista (Libertella 2006), desarrolla una «especulación crítica»
sobre la interacción entre pensamiento, visión y palabra dentro del
arte y la literatura argentinos del siglo xx. Speranza propone pen-
sar esta interacción a partir de la influencia de la obra de Marcel
Duchamp. Para ello dispone su análisis fuera de campo –fuera de
cualquier campo delimitado–, y acentúa la libertad y la persistencia de
ciertas ideas, intuiciones y preocupaciones que, viajando entre medios
y épocas, reaparecen con disfraces diferentes, en encuentros fecundos
y dinámicos con su entorno. Guardando las distancias en cuanto a la
ambición y la envergadura de esa empresa, el presente estudio querría
inscribirse en esa tradición crítica que rastrea las derivas de ideas y
las hermandades de preocupaciones estéticas, filosóficas y éticas por
encima y a pesar de las diferencias esenciales entre artes y medios.
En este marco, es importante recordar que las artes plásticas han
atravesado la misma crisis de representación que afectó al pensa-
miento occidental por lo menos desde Nietzsche4. En otras palabras,
han tenido que enfrentarse de modo directo con su tradicional e
inherente visualidad, operando, por ello mismo, en el seno de la más
potente metáfora del conocimiento del mundo. El marco específico de
la reflexión metarrepresentacional de las artes visuales dota sus pro-
cedimientos de una nitidez especialmente relevante para el presente
estudio, preocupado por el cuestionamiento de la representación a
través de lo visual. Por consiguiente, los procedimientos que las artes
plásticas emplean en sus modos de expresión frente a la vacilación del

4 
«Nietzsche’s declaration “God is dead!” does not imply the end of the abso-
lute and truth, but the end of representations of the truth that have held sway over
Western civilization» (Vianello 2009: 33-34; énfasis del original).
16 Anna Kraus

aparato representacional –en el ready-made, en el monocromatismo,


en la abstracción, en el minimalismo, en el arte conceptual, en el
performance, en el body art5…– se evocan con el fin de sentar las bases
que nos permitan hablar de una literatura corroída, como es sabido,
por una inquietud semejante. No obstante, es preciso aclararlo, éste
no pretende ser un estudio intermedial ni comparativo, pues no
indaga las respectivas similitudes y diferencias técnicas, estilísticas y
estructurales entre las artes. Sin ignorar ni subestimar la especificidad
irreductible de sendos idiomas, proponemos pensar el tratamiento
de lo visual en la obra de Bolaño como vía de acceso a la reflexión
filosófica sobre la representación, cuyos desarrollos serán puestos en
diálogo con una reflexión llevada a cabo –con herramientas y predis-
posiciones expresivas diferentes– en el ámbito de las artes plásticas.
Dicho de otro modo, desde la perspectiva «visual» que propo-
nemos aquí, 2666 es leída como una obra escrita en el ámbito de
la cultura occidental, marcada tanto por la experiencia del famoso
giro pictórico como por la gradual desmaterialización de las artes
plásticas y la creciente denigración de lo visual y, con ello, del ojo,
diagnosticada por Martin Jay (1995). La reflexión que sigue parte de
la convicción de que 2666 no sólo es obra de un autor-lector voraz de
literatura y de filosofía, sino también de un anarquista autoprocla-
mado, preocupado por las artes y por las revoluciones (Bolaño 2009,
Braithwaite 2011: 37); una obra, en otras palabras, impregnada por
el pensamiento que, en sus múltiples modos de expresión, explora
territorios que se extienden más allá de los límites de la ontología.
Las improntas de un pensamiento inquieto y dinámico que recorre
la obra de Bolaño son, precisamente, aquellas que consideramos
decisivas –tal y como lo han sido en la de Samuel Beckett, Maurice

Adviértase que en las páginas que siguen no se hace referencia a la totalidad


5 

de corrientes y conceptos enumerados aquí, sólo se mencionan con el fin de deli-


near algunos puntos esenciales del desarrollo del arte contemporáneo preocupado
por su propia representacionalidad.
comienzo 17

Blanchot, Edmond Jabès, Marcel Broodthaers, por sólo mencionar


unos pocos– y que como tales constituyen el objeto del trabajo que
aquí lentamente comienza.
Con el objetivo de interrogar la autoridad de la representación
en 2666, cada parte de la presente reflexión aborda una dimensión
diferente, por lo cual no se da un sistema teórico general ni un apa-
rato metodológico-interpretativo único. Más bien, en la construcción
intelectual que sigue, pretendemos aplicar metafóricamente el con-
cepto arquitectónico de Raumplan, propuesto por Adolf Loos6: en la
distribución interior de espacios en un edificio, la altura de cada pieza
corresponde a su especificidad; se rompe así con la norma de la divi-
sión vertical según plantas uniformes y se evita una homogeneidad
artificial. Lo anterior quiere decir que las voces con que dialogamos
son introducidas a medida desarrollamos nuestra reflexión, lo cual
de ese modo revela indirectamente su carácter heurístico.

¿obra visual?
Como sabemos desde, por lo menos, el Laoconte de Lessing
(1766), hablar de la «visualidad» de un texto literario resulta pro-
blemático y requiere ciertas advertencias preliminares. Dada la
especificidad del texto literario, cuya modalidad dominante es la
semántica (término propuesto por Lars Elleström, 2010a), es decir,
donde la «visualidad» suele ubicarse no en el significante mismo (la
materialidad del texto), sino en su significado simbólico (la virtua-
lidad del sentido de las palabras), es necesario comenzar esbozando
los distintos niveles donde es posible leer la visualidad en 2666 de

6 
Adolf Loos (1870-1933) fue un arquitecto y teórico de la arquitectura
austriaco. El gesto retórico de evocar el Raumsplan está robado del trabajo
interdisciplinario de Penelope Haralambidou (2013).
18 Anna Kraus

Bolaño. De esta forma, buscamos precisar cuáles son los espacios


que nos proponemos explorar.
Ante todo, la imagen forma parte de la representación, es decir, el
texto la «da a ver» a través del procedimiento que suele llamarse écfra-
sis7; tal es el caso de la descripción del autorretrato de Edwin Johns
incluida en «La parte de los críticos» (768). Las imágenes oníricas y
otros tipos de visiones, para simplificar las cosas, también pueden
incluirse bajo el paraguas ecfrástico, aunque su inmaterialidad e invi-
sibilidad esenciales no dejen de plantear dificultades métodológicas. A
otro nivel, la imagen es un tema: el texto comenta uno u otro medio
visual, como sucede, por ejemplo, en la conversación de Fate con el
recepcionista sobre la televisión (428). Ambas cosas –imagen como
representación e imagen como tema– contribuyen a la construcción
del mundo representado y en cuanto tal han sido trabajadas con
insistencia por los críticos de la obra de Bolaño.
En un nivel más abstracto se sitúa el aspecto impensado y deter-
minante de la visualidad que Kaja Silverman, en dialogo con los
trabajos de Jacques Lacan, denomina «pantalla». La definición que
propone es la siguiente: «the repertoire of representations by means
of which our culture figures all of those many varieties of “diffe-
rence” through which social identity is inscribed» (1996: 19). La
pantalla, según la conceptúa Silverman, forma parte del «régimen
escópico», el cual, de acuerdo con Miguel Ángel Hernández Nava-
rro, comprende todo aquello que forma nuestra percepción de la

La complejidad de la écfrasis que, en 2666, obtiene un carácter procesal y


7 

performativo, es objeto de mi artículo «Geometry Book in Midair. Ekphrasis in


Amalfitano’s Backyard» donde demuestro la insuficiencia del término según lo
define el discurso teórico actual. El artículo forma parte de la antología de textos
teóricos sobre la écfrasis bajo la coordinación de Heidrun Führer, Making the
Absent Present, cuya publicación está prevista para el otoño de 2018.
8 
Dada la abundancia de referencias a 2666, éstas se indican sólo con la
paginación, sin poner el nombre del autor ni la fecha de publicación.
comienzo 19

realidad en un momento dado: las normas sociales, los imaginarios


culturales, el arte, la comunicación y el archivo visual, en el sentido
foucaultiano, que en cada momento determina nuestra habilidad
de percibir las cosas de un cierto modo (2007: 27). En este marco,
hay que subrayar que el régimen escópico implica un dinamismo
doble, ya que el concepto se refiere no sólo al modo en que la realidad
influye en nuestra visión del mundo, sino también en la proyección
hacia afuera o visualización de nuestros propios deseos, temores y
esquemas culturales y sociales. En otras palabras, se trata no sólo
de la «construcción social de la visión» sino, simultáneamente, de la
«construcción visual de lo social» (Mitchell 2010: 39). Este aspecto de
la visualidad influye en el imaginario implícito de la ficción literaria
que comentamos aquí, cuyas características se trasladan a la realidad
que construye la ficción en diálogo con aquella desde la que ésta
surge. Con esas concepciones implícitas suelen emparejarse métodos
de decodificación, desciframiento e interpretación de lo visible, la
mayoría de las veces también inadvertidos. Se trata, entonces, de toda
una legión de convenciones y hábitos perceptivos e intelectuales que
rigen y ordenan la representación, sin necesariamente comentar ni
mencionarse en el texto.
En el texto, además del trabajo apenas advertido de la pantalla y
del régimen escópico presente, hay otra visualidad operativa en un
nivel no incluido en el universo diegético, pero inseparable de él. Esta
visualidad no pronunciada –Julia Kristeva la llama lo «semiótico» y
Jean-François Lyotard la denomina lo «figural»– soporta y corroe la
representación por dentro, sin devenir su objeto: es la «visualidad»
de la forma de expresión, su ritmo y su musicalidad, por ejemplo, y
constituye un proceso inherente al lenguaje que participa en la pro-
ducción de sentido más allá de las leyes de lo simbólico, estallándolo
más que reforzándolo. Esta «visualidad», en sí invisible, es inseparable
del tejido representacional de la escritura y resulta, por ello, esencial
para la reflexión filosófica sobre la representación en cuanto tal.
20 Anna Kraus

Finalmente, al explorar en 2666 las dimensiones ocultas de la


visualidad como espacios de reflexión filosófica sobre la representa-
ción, no puede omitirse la forma gráfica de este texto. Parecería obvio
que la obra de Bolaño no se inscribe en la tradición que, a lo largo
del siglo xx, interroga la materialidad de la escritura –tanto plástica
como sonora y tangible–, de Mallarmé a las vanguardias históricas,
o de la poesía concreta a la literatura experimental que en los últimos
años enriquece sus procedimientos expresivos mediante la virtualidad
y la interactividad de los nuevos medios. Y sin embargo, la reflexión
acerca de la materialidad y la práctica alternativa de la escritura no
deja de ser un tema recurrente en la obra de Bolaño. Considérese, por
una parte, su prehistoria como miembro fundador del infrarrealismo,
que –como otros movimientos artísticos vitalistas de aquella época,
la Internacional Situacionista en Europa, el movimiento interna-
cional Fluxus o el conceptualismo en Brasil– intentaba hacer de la
vida misma el locus de la poesía; por otra parte, encontramos en su
producción narrativa una permanente preocupación por ese tipo de
prácticas de escritura, ya sea en la versión ficcional del infrarrealismo,
el realismo visceral (Los detectives salvajes), o bien en el arte aéreo y los
sangrientos poemas fotográficos de Carlos Wieder (Estrella distante);
en otro aspecto se puede considerar la experimentación con la forma
impresa en algunos de sus cuentos, tal es el caso de «Carnet de baile»
(Putas asesinas) y de «Dos cuentos católicos» (El gaucho insufrible).
Dado lo anterior, consideramos la escritura del autor chileno como
consciente de su propia materialidad. Desde nuestra perspectiva,
esto implica que la organización visual del texto impreso participa
de manera significante en la totalidad de la representación literaria,
ya que, según observa José Ramón Ruisánchez Serra, «en Bolaño
importa todo» (2010: 389). Esto significa que nuestra reflexión crítica
atiende tanto a la inclusión, en 2666, de elementos visuales como,
en un nivel menos obvio, a la organización visual-espacial del texto
impreso.
comienzo 21

2666
«Una buena novela es […] una novela que se entiende menos que
una mala novela. 2666 es una gran novela porque no se entiende
casi nada, aunque durante sus mil y tantas páginas persiste una ilu-
sión de conocimiento, una inminencia», afirma Alejandro Zambra
(2012: 144). En 2017, a más de una década de su publicación, 2666
apenas necesita presentarse y, sin embargo, sigue poniendo trabas a
la empresa del entendimiento. Compuesta de cinco «partes» que en
total ocupan 1 119 páginas (en la edición de Anagrama), es una obra
inacabada (1 121), pero coherente y de una complejidad extraordina-
ria. Además del título-paraguas, lo que une las cinco secciones de la
novela es un lugar geográfico en el que converge su trama: la ciudad
de Santa Teresa, trasunto ficcional de Ciudad Juárez, lugar infame si
se considera la serie de más de 700 asesinatos irresueltos9. Las víctimas
son mujeres jóvenes que, desde enero de 1993, han sido encontradas a
lo largo y ancho del desierto de Sonora. En la elaboración de la obra
Bolaño se sirvió del trabajo documental del periodista Sergio Gon-
zález Rodríguez, Huesos en el desierto (2002), cuya precisión pericial
en el tratamiento de los detalles es reconocible en la cuarta sección
de 2666, «La parte de los crímenes», donde encontramos más de 100
descripciones forenses de los cadáveres femeninos.
Dada la futilidad de resumir esta «novela maximalista» (Ercolino
2014), tiene sentido presentar, en términos muy generales, las cinco
entidades narrativas que la componen: «La parte de los críticos», «La
parte de Amalfitano», «La parte de Fate», «La parte de los crímenes»
y «La parte de Archimboldi». En la primera sección, cuatro académi-
cos europeos, obsesionados con la obra de Benno von Archimboldi

9 
Este número de muertas corresponde al año 2012, según Wikipedia
(<https://es.wikipedia.org/wiki/Feminicidios_en_Ciudad_Ju%C3%A1rez>). En
2002, Sergio González Rodríguez, en Huesos en el desierto, documenta los casi
400 crímenes perpetrados hasta entonces.
22 Anna Kraus

–un escritor notoriamente ausente y de quien ni siquiera conocen


su rostro– deciden ir en busca de su venerado autor. Tres de ellos
viajan hasta Santa Teresa para intentar dar con él. En su «parte» de
2666, Amalfitano, chileno, profesor de filosofía, acaba de mudarse
con su hija Rosa a esa misma ciudad lúgubre del norte mexicano,
donde la realidad agobiante y la omnipresente violencia lo llevan al
borde de la locura. Fate es un periodista afroamericano que, a causa
de la muerte inesperada de un colega de la sección de deportes, es
enviado a cubrir un combate de boxeo en Santa Teresa. No obstante,
una vez allí, lo que despierta su interés genuino no es el boxeo, sino
la serie de crímenes irresueltos, que protagonizan la cuarta sección
de la obra de Bolaño. En la última «parte» de 2666, el lector llega a
conocer la vida de Hans Reiter, prusiano nacido en 1920 y soldado
de la Wehrmacht, quien deviene Benno von Archimboldi, pero la
presentación de su obra no pasa de la enumeración de títulos y un
par de resúmenes lacónicos. Aunque la trama de esta última sección
de la novela de Bolaño no transcurra en Santa Teresa, allí desemboca
cuando Archimboldi emprende un viaje a México, pues en esa ciudad
su sobrino está acusado de haber cometido varios de los crímenes
contra mujeres.
En la totalidad de la producción del autor chileno, 2666 ocupa
un lugar privilegiado, no sólo por ser su última y más larga obra,
sino porque en ella convergen las más importantes líneas temáticas
y estructurales que atraviesan su literatura, y se desenvuelven con
una mayor complejidad y madurez estética. La crítica ha comentado
la escritura de Bolaño en términos de «autofagia» (Manzoni 2003),
refiriéndose al procedimiento clave de esa «obra total» (Gras Miravet
2005) que no deja de expandirse, de reelaborarse o de repetirse intro-
duciendo diferencias, de modo tal que en cada fragmento pueda per-
cibirse la totalidad, como si se tratara de un producto de la geometría
fractal (Bolognese 2009). Efectivamente, sin abandonar la predilec-
ción bolañesca por un dinamismo al estilo de la novela negra, 2666
comienzo 23

–como, por ejemplo, Estrella distante, Los detectives salvajes, La pista


de hielo– entreteje el mal con la literatura y el sexo, borra los límites
de la cordura coqueteando con fenómenos parapsicológicos –como
antes Monsieur Pain, Amuleto o Nocturno de Chile– y con aquellos
propios de la ficción; ofrece, en suma, una de las más sugestivas y
cruentas imágenes del femicidio juarense. Tal vez esta proximidad
testimonial del relato con los hechos reales determina la excepcio-
nalidad del último trabajo del autor chileno, aunque ésta no fue la
primera vez que la violencia histórica ocupó un lugar central en su
escritura –basta con mencionar Estrella distante, Amuleto y Nocturno
de Chile. En 2666, más que en ninguna de sus novelas, un mundo
ficticio-testimonial se apoya en el andamiaje de una representación
literaria autoconsciente, multifacética y heterogénea10.
Más allá de la extensión considerable de 2666, de su lugar privi-
legiado en la totalidad de la producción literaria de Roberto Bolaño,
y de la innumerable cantidad de reconocimientos que ha recibido
por la fuerza sugestiva con que reelabora acontecimientos reales, su
elección como fuente primaria de una reflexión acerca de una esté-
tica visual que desafía su propia representacionalidad podría parecer
dudosa. ¿Por qué –con razón nos podrían preguntar– empeñarse en
adjudicarle rasgos subversivos a una novela más bien tradicional, la
única, además, en toda la producción del autor chileno que insiste
abiertamente en sus lazos estrechos con la realidad? ¿Por qué no
centrarse –si uno pretende comentar a un Bolaño menos conven-
cional– en Amberes, Amuleto, La literatura nazi en América o Los
detectives salvajes? La respuesta a esas preguntas hipotéticas reside
tanto en el carácter «testimonial» (López Badano 2010) de la última
obra de Bolaño como en nuestro marcado interés por la dimensión
10 
Esta tensión interior que dinamiza el texto que nos ocupa, parece corres-
ponder con lo que Stefano Ercolino denomina «realismo híbrido»: «a particular
fictional dimension of the representation in which mimesis and anti-mimesis are
inextricably fused […] an aesthetic refoundation of mimesis itself» (2014: 161).
24 Anna Kraus

filosófica y ética de los planteamientos estéticos. El gesto de desa-


fiar la representación desde adentro puede ser concebido como un
procedimiento de extrañamiento: el texto, de vez en cuando, parece
corroído por una incoherencia interior, así que un lector atento tiene
que notarlo. Pero, ¿notar qué? La escritura misma, la máquina textual
como estructura, estilo, construcción ficcional: como una represen-
tación compleja, como un ejercicio mimético, el cual, sin embargo,
se niega a representar de un modo transparente y enuncia su mismo
enunciado. La escritura es aquí autorreflexiva: dice que dice, dice que
se dice, sin decirlo. Agrietada por desplazamientos e inconsecuencias
apenas perceptibles, la representación se presenta como tal, sin repre-
sentar. Es como una tregua de la mímesis: se da a ver que algo no se
da a ver, o se da a ver que, por lo general, casi ininterrumpidamente
se está dando a ver.
La puesta al descubierto de la representación en su escisión epis-
temológica evoca las grandes preguntas ontológicas y metafísicas
propias de la filosofía. «In general», escribe Claire Colebrook al res-
pecto, «representationalism might be defined most accurately as
a symptom of modernity» (2000: 49). De esa manera, Colebrook
propone que el pensamiento de Descartes implica un modo de ser
de la representación en que el mundo deja de vivirse en la inmediatez
de su presencia11.

La ubicación de este cambio fundamental, sin embargo, varía bastante, ya


11 

que pensadores de la talla de Martin Heidegger, Michel Foucault o Bruno Latour


consideran que ya con Platón y su condena de los sofistas, la filosofía deja de ser
disputa para convertirse en búsqueda de una ley transcendente e «inhumana»
(Colebrook 2000: 66). Por otra parte, hay autores, como Alastair MacIntyre,
que ubican el advenimiento del representacionalismo en la obra de Immanuel
Kant, cuyo idealismo separa definitivamente al humano del mundo (Colebrook
2000: 51).
comienzo 25

Figura 1. Ilustración de la Dióptrica de René Descartes.

De hecho, es en una ilustración de la Dióptrica que, detrás del


ojo que mira el mundo, se instala la figura de un hombre barbudo
gracias al que, según Giorgio Agamben, «es posible abrir un espacio
al Yo pensante y concebir su relación con la sensación». «A través del
desdoblamiento irónico que la imagen opera», explica Agamben, «el
ojo que mira se convierte en ojo mirado y la visión se transforma
en un verse ver, en una representación en el sentido filosófico, pero
también en el sentido teatral del término» (2007: 119; énfasis del
original). En otras palabras, el Cogito –el yo pensante que «se ve ver»–
convierte las sensaciones del contacto inmediato con el mundo en
imágenes, en representaciones mentales donde éstas son expuestas al
26 Anna Kraus

escrutinio de la razón. Cuando Descartes insiste en señalar que es la


mente la que ve, no sólo desacredita el ojo, sino, sobre todo, instaura
el sujeto pensante en el centro de la metafísica occidental, gobernada,
según sostiene Agamben, por «la idea de la presencia (presencia del
alma ante sí misma y de las cosas reales en el alma)» (2007: 124).
En consecuencia, se opera una separación profunda entre el sujeto
y el mundo-objeto, y con ello el conocimiento pasa a depender del
juicio de la razón12.
En vez de dar cuenta del desarrollo del discurso filosófico sobre la
representación después de Descartes y en función de los objetivos de
nuestra reflexión, es preciso señalar que con el postmodernismo llega
una nueva ola de interés por la representación que desemboca en dos
tendencias generales. Por un lado, se propone que no hay nada más
allá de la representación: «truth, the real, legitimation, philosophy and
the world are effect of textuality […] Against the legitimating meta-
narratives of modernity, post-modernism returns all those grand truth
claims to the domain of representation» (Colebrook 2000: 47-48).
Por otro lado, muchas de las teorías posestructuralistas han dirigido
sus esfuerzos a liberar el pensamiento de la transcendencia occidental:

The idea that there is a logic –an ultimate ground or foundation of


the given– ties thought to some outside or some «proper image» of itself.
Ideas of being, truth, presence logic, or the real have defined thought
as re-presentation: the faithful image, copy or doubling of the present
[…] The post-structuralist endeavor, undertaken by Foucault, Derrida,
Deleuze and Irigaray, is to question the very project of grounding logic,

De ahí que el modelo de la visón racional sea monocular, como en la ilus-


12 

tración en la Dióptrica, donde la figura del sujeto pensante corrige las imágenes
defectuosas del mundo que le ofrece el ojo. Apúntese de paso, para retomarse más
adelante, que la perspectiva geométrica –construcción monocular, «corregida» de
lo que se ve– puede pensarse, entonces, en términos del subjetivismo metafísico
y racional.
comienzo 27

a project that they see as exemplified in the modern motif of represen-


tation. (Colebrook 2000: 48; énfasis del original)

A partir de lo anterior proponemos concebir las operaciones auto-


subversivas de lo visual en 2666 en el marco del pensamiento (anti)
representacional de la segunda mitad del siglo xx. Las desgarraduras
apenas perceptibles en el tejido representacional del texto no permiten
concluir que detrás de ellas no hay nada. Más bien, suponemos que
ellas hacen surgir interrogantes sobre la idea de una presencia y su
respectiva lógica preexistente, implícita en la noción misma de re-
presentación, capturada en la relación transcendente con una verdad.
Estos interrogantes, al repetirse una y otra vez, poco a poco, parecen
socavar la autoridad de la Mismidad y la consiguiente superposición
del modelo a la copia. Por eso, desde la perspectiva crítica asumida
en el presente trabajo, suponemos que la inscripción, en el texto de
Bolaño, de una reflexión sobre la representación, obtiene un peso
especial a la hora de escribir sobre el femicidio: lejos de ser mera
divagación teórica (porque no se pronuncia) o puro juego formal
(porque no es llamativo), el leve malestar en la representación que
se rastrea aquí parece más bien una toma de posición, una postura
ética cuya autenticidad y fuerza residen, justamente, en el silencio
con que se manifiestan. En resumen, proponemos explorar la auto-
subversión representacional de lo visual en 2666 –obra que suele
clasificarse como realista y más bien convencional– porque, según
nos dice Derrida (2014), socavar la rigidez de las leyes que el texto
establece para sí mismo es subvertir las jerarquías opresivas implícitas
en ellas. De ahí el peso ético de los procedimientos apenas percep-
tibles que nos ocupan aquí: Bolaño ofrece un relato sugestivo que
imprime en la mente del lector imágenes imborrables13, mantiene la

13 
Con esto se hace referencia al estudio de Daniel Balderston sobre la huella
stevensoniana en la obra de Jorge Luis Borges (1985). Balderston resalta allí la
importancia que ambos autores adscriben a la «función plástica de la literatura»,
28 Anna Kraus

fuerza épica de la narrativa, y le otorga así la palabra a las víctimas14.


En ese gesto se desgarra, al mismo tiempo, el tejido impensado de la
representación, se socava la autoridad implícita de una concepción
filosófica de larga tradición. En 2666, la «denigración del ojo», que
el presente trabajo propone explorar, va más allá de procedimientos
como la polifonía narrativa, la fragmentación y apertura estructural
o la perspectiva múltiple –todos ellos empleados incluso de un modo
más pronunciado en, por ejemplo, Los detectives salvajes, Amuleto,
Amberes–, y se sitúa, repetimos, en las capas apenas perceptibles de
la representación, agrietándola desde adentro. Dicho de otro modo,
el presente estudio parte de la convicción de que en 2666 la clan-
destinidad de los procedimientos auto-subversivos en juego no sólo
es el efecto de una complejidad formal de la novela, incomparable
con los escritos anteriores del autor chileno, sino también revela una
postura ética, profundamente arraigada en la reflexión filosófica que
se desarrolla con este texto.

libros a la intemperie

apropiación doble
En la segunda sección de 2666 se describen los pormenores y
las consecuencias desorbitadas de un hallazgo inusual hecho por
Amalfitano en su casa de Santa Teresa, a poco de mudarse desde

que consiste en grabar en la mente del lector imágenes nítidas e inolvidables


(personajes, actitudes, escenas, ambientes…) (1985: 42-46).
14 
Más aun, si se considera el espacio privilegiado que tienen las descripciones
detalladas de los cuerpos maltratados en «La parte de los crímenes», eso mismo
subvierte una de las jerarquías convencionales que suele otorgar la palabra a los
vivos –los cuales, en el caso específico del femicidio estudiado por Bolaño, serían
los asesinos.
comienzo 29

Barcelona. En una de las cajas llenas de libros, el profesor de filosofía


encuentra el Testamento geométrico de Rafael Dieste. Su existencia
lo desconcierta, pues carece de cualquier recuerdo vinculado a ese
objeto. El descubrimiento lo irrita y lo angustia, y a pesar de varios
intentos de reconstruir el pasado, Amalfitano no logra recordar cómo
ese volumen fue a parar a su biblioteca. Hay aquí una anomalía, una
alteración del orden lógico de la causalidad que quiebra completa-
mente su equilibrio interior. Desorientado y al borde de un ataque
de nervios, Amalfitano sale a su patio trasero y cuelga el libro en el
tendedero de ropa. En el párrafo que sigue inmediatamente después,
la voz narradora explica la procedencia de la idea de colgar un manual
de geometría a la intemperie, evocando un ready-made temprano de
Marcel Duchamp15: el Readymade Malheureux, regalo que el artista
inventó para la boda de su hermana Suzanne.

15 
En la obra de Bolaño, llena de citas, alusiones y transposiciones de toda clase
de textos de cultura, es muy raro que una referencia se explique tan abiertamente.
De este modo, resulta que todo lo que rodea la aparición del Testamento geométrico
en la vida de Amalfitano, a todos los niveles de la representación literaria, está
–según se comentará a continuación– ligeramente dislocado del curso «habitual»
de las cosas: desde las anomalías dentro de la diégesis, pasando por este procedi-
miento narrativo inusual de comentar las raíces duchampianas de la instalación
en el patio trasero de Amalfitano, hasta la aparición de los polígonos filosóficos
en las páginas de 2666. Se trata, hay que resaltarlo, de pequeñas irregularidades
de las que ninguna es especialmente llamativa. Y sin embargo, el hecho de que
los deslices minúsculos en distintos niveles textuales simultáneamente converjan
en este acontecimiento parece importante. Puede especularse mucho acerca del
significando de la ligera desestabilización de la representación justo aquí, cuando
un filósofo condena un libro de geometría al deterioro, retomando así el gesto de
Marcel Duchamp. En lo que sigue, se propondrá pensar la secuencia de desplaza-
mientos –tanto diegéticos como formales y estilísticos– alrededor del Readymade
malheureux, en 2666, en el contexto de los desarrollos representacionales de Mar-
cel Duchamp y, al mismo tiempo, como una puesta en escena de sus ideas-juegos
multidimensionales. Siguiento esa pauta, podrá verse cómo el gesto duchampiano
de abrir el espacio de representación deviene operativo en la obra de Bolaño.
30 Anna Kraus

La crítica específica de Bolaño ha dedicado muchas páginas a la


anécdota del Testamento geométrico, leyéndola, por ejemplo, como
prueba de la locura de Amalfitano, como gesto alegórico de apropia-
ción o como una mise-en-abyme de la última obra del autor chileno.
En las páginas introductorias que quedan volvemos a indagar el cariz
duchampiano del libro de Dieste. Abordaremos sus características
principales, haciendo especial énfasis en su reflejo fractal doble: la
instalación16 de Amalfitano, perteneciente a la capa visual de la repre-
sentación literaria, permite introducir todos los niveles de lo visual
en 2666 que nos ocuparán aquí. Por otro lado, la puesta en relieve
de sus singularidades nos ayudará a presentar los interrogantes que
sucesivamente se plantean a lo largo de este trabajo.
El gesto de apropiación escenificado en «La parte de Amalfitano»
o, lo que es lo mismo, la recreación17 ficticia del Readymade malheu-
reux en un suburbio del trasunto ficcional de Ciudad Juárez, puede
considerarse como una apropiación, por parte de Bolaño, de aquel
ready-made. Este pasaje permite formular en 2666 algunas de las
problemáticas propias de la obra de Duchamp. La referencia explícita
a Duchamp, generosamente desarrollada en la novela, no sólo disipa

16 
Es necesario precisar el uso del término «instalación» en el presente trabajo.
El arte de Marcel Duchamp –o, más concretamente, sus ready-mades, objetos
encontrados y ensamblados– es anterior a la instalación como práctica artística
que surgió en los años sesenta del siglo xx. Sin embargo, la realización ficticia
del Readymade malheureux de Duchamp encaja con lo que hoy llamamos insta-
llation art: la instalación efímera de Amalfitano está ubicada en un espacio no-
convencional (es decir, no-oficial y no-cultural) que puede ser «inhabited rather
than merely [a space for] presenting a work of art to be looked at» (Stallabrass
2006: 17). En otras palabras, el uso del término «instalación» que se propone en
el presente trabajo se sitúa a medio camino entre el ready-made duchampiano y
la installation art propiamente dicha.
17 
Cuál es realmente el carácter del gesto de Amalfitano –si se trata de una
recreación, una cita o, tal vez, de una continuación o reactivación del ready-made
de Duchamp– es una pregunta que planteamos más adelante.
comienzo 31

cualquier duda posible sobre la procedencia de la idea del personaje,


sino también permite que la reflexión del artista francés se desplie-
gue en el texto, resonando incluso a sus niveles menos accesibles,
sin vínculo obvio con la instalación de Amalfitano18. Con todo, esta
conjunción cumple el papel de un pistoletazo que desencadena toda
una serie de acontecimientos conceptuales y estéticos, tanto en el
texto de Bolaño como en su interacción con el lector.

libro a la intemperie
Antes de proseguir a despedazar, metafóricamente, la instalación
que Amalfitano arma en su jardín «estragado» (244), vale la pena
permitir que el texto la erija, otra vez, ante nuestros ojos. Citamos el
fragmento19 in extenso:

18 
Las referencias más o menos explícitas a la obra y al pensamiento de Marcel
Duchamp son, en 2666, múltiples y de diversa índole (y, por supuesto, no se van
a enumerar aquí). Esta multiplicidad podría servirnos como legitimización débil
y casual del procedimiento metodológico empleado aquí, donde la versión ficticia
del Readymade malheureux deviene el umbral por el que se introducen todos los
interrogantes inscriptos en la auto-subversión de lo visual. No obstante, esperamos
evitar la trampa de un entusiasmo cegador –en la que han caído numerosos artistas
norteamericanos de la posguerra, según han sugerido algunos teóricos como Hal
Foster (1994), Thierry de Duve (1994) y Thomas Girst (2016)– y sostener que el
carácter muchas veces abstracto de la teoría y práctica artísticas de Duchamp las
dota de un valor filosófico universal, y de ese modo se facilita su transposición
dinámica a otros territorios de pensamiento.
19 
La instalación de Amalfitano, hay que puntualizarlo, aparece en 2666
varias veces y no sólo en «La parte de Amalfitano»: se menciona también en «La
parte de los críticos» (177) y en «La parte de Fate» (431). Sin dejar de insistir en
la importancia (estética y filosófica) de ese esparcimiento por un espacio textual
que cubre tres de las cinco secciones de la novela, nos contentamos por ahora
con introducirlo a través de los pasajes que relatan su construcción y su vínculo
con la obra de Duchamp.
32 Anna Kraus

Y entonces, justo entonces, como si fuera el pistoletazo de salida de


una serie de hechos que se concatenarían con consecuencias unas veces
felices y otras veces funestas, Rosa salió de casa y dijo que se iba al cine
con una amiga y le preguntó si tenía llaves y Amalfitano dijo que sí y
oyó cómo la puerta se cerraba de golpe y luego los pasos de su hija que
recorrían la vereda de lajas mal cortadas hasta la minúscula puerta de
madera de la calle que no le llegaba ni a la cintura y luego los pasos
de su hija en la acera, alejándose en dirección a la parada del autobús
y luego el motor de un coche que se encendía. Y entonces Amalfitano
caminó hacia la parte delantera de su jardín estragado y estiró el cue-
llo y se asomó a la calle y no vio ningún coche ni vio a Rosa y apretó
con fuerza el libro de Dieste que aún sostenía en su mano izquierda.
Y después miró el cielo y vio una luna demasiado grande y demasiado
arrugada, pese a que aún no había caído la noche. Y luego se dirigió otra
vez hacia el fondo de su jardín esquilmado y durante unos segundos se
quedó quieto, mirando a diestra y siniestra, adelante y atrás, por si veía
su sombra, pero aunque aún era de día y hacia el oeste, en dirección a
Tijuana, aún brillaba el sol, no consiguió verla. Y entonces se fijó en
los cordeles, cuatro hileras, atados, por un lado, a una especie de por-
tería de fútbol de dimensiones más pequeñas, dos palos de no más de
un metro ochenta enterrados en la tierra y un tercer palo, horizontal,
claveteado a los otros por ambos extremos, lo que les concedía, además,
cierta estabilidad, y del que pendían los cordeles hasta unos ganchos
fijados en la pared de la casa. Era el tendedero de la ropa, aunque sólo
vio una blusa de Rosa, de color blanco con bordados ocres en el cuello,
y un par de bragas y dos toallas que aún chorreaban. En la esquina, en
una casucha de ladrillos, estaba la lavadora. Durante un rato se quedó
quieto, respirando con la boca abierta, apoyado en el palo horizontal
del tendedero. Después entró en la casucha como si le faltara oxígeno
y de una bolsa de plástico con el logotipo del supermercado al que iba
con su hija a hacer la compra semanal extrajo tres pinzas para la ropa,
que él se empecinaba en llamar «perritos», y con ellas enganchó el libro
de uno de los cordeles y luego volvió a entrar en su casa sintiéndose
mucho más aliviado. (244-245)
comienzo 33

A reglón seguido, separado por el espacio de un interlineado


blanco, sigue el pasaje en donde se incluye la procedencia de la idea
de colgar un libro de geometría a la intemperie:

La idea, por supuesto, era de Duchamp.


De su estancia en Buenos Aires sólo existe o sólo se conserva un
ready-made. Aunque su vida entera fue un ready-made, que es una forma
de apaciguar el destino y al mismo tiempo enviar señales de alarma.
Calvin Tomkins escribe al respecto: Con motivo de la boda de su hermana
Suzanne con su íntimo amigo Jean Crotti, que se casaron en París el 14 de
abril de 1919, Duchamp mandó por correo un regalo a la pareja. Se trataba
de unas instrucciones para colgar un tratado de geometría de la ventana
de su apartamento y fijarlo con cordel, para que el viento pudiera «hojear
el libro, escoger los problemas, pasar las páginas y arrancarlas». Como se
puede ver, Duchamp no sólo jugó al ajedrez en Buenos Aires. Sigue
Tomkins: Puede que la falta de alegría de este Ready-made malheureux,
como lo llamó Duchamp, resultara un regalo chocante para unos recién
casados, pero Suzanne y Jean siguieron las instrucciones de Duchamp con
buen humor. De hecho, llegaron a fotografiar aquel libro abierto suspen-
dido en el aire –imagen que constituye el único testimonio de la obra, que
no logró sobrevivir a semejante exposición a los elementos– y más tarde
Suzanne pintó un cuadro de él titulado Le ready-made malheureux de
Marcel. Como explicaría Duchamp a Cabanne: «Me divertía introducir
la idea de la felicidad y la infelicidad en los ready-mades, y luego estaba la
lluvia, el viento, las páginas volando, era una idea divertida». Me retracto,
en realidad lo que Duchamp hizo en Buenos Aires fue jugar al ajedrez.
Yvonne, que estaba con él, terminó harta de tanto juego-ciencia y se
marchó a Francia. Sigue Tomkins: En los últimos años, Duchamp confesó
a un entrevistador que había disfrutado desacreditando «la seriedad de un
libro cargado de principios» como aquél y hasta insinuó a otro periodista
que, al exponerlo a las inclemencias del tiempo, «el tratado había captado
por fin cuatro cosas de la vida». (244-246; énfasis del original)

El texto no indica claramente cuál de los personajes (si es que es


alguno de ellos) está comentando el Readymade malheureux. No obs-
34 Anna Kraus

tante, la voz inidentificable exhibe cierto sentido de humor («Como


se puede ver, Duchamp no sólo jugó al ajedrez en Buenos Aires»,
«Me retracto, en realidad lo que Duchamp hizo en Buenos Aires
fue jugar al ajedrez») y familiaridad. Ambos aspectos contrastan con
la escueta narración en tercera persona predominante a lo largo de
2666, y pueden tener un efecto ligeramente inquietante, tal y como
sucede en las ocasiones donde se oye una voz personal desprovista
de sujeto hablante. Por otra parte, cuando Rosa, unas páginas más
adelante, acusa a Amalfitano de haberse vuelto loco, tanto ella como
el lector de 2666 se enteran de que el profesor de filosofía está al
tanto del proyecto duchampiano de colgar un tratado de geometría
a la intemperie (251). Sin embargo, el que Amalfitano lo conozca no
aclara la identidad de la voz narrativa en el pasaje citado ni tampoco
explica el mecanismo psicológico detrás de la inquietud desmesurada
y la repentina calma que Amalfitano siente tras haber colgado el libro
en su patio trasero. Lo único que hace es sugerir un marco plausible
para el gesto de Amalfitano, cuya realización, en efecto, tranquiliza al
personaje. De forma suplementaria, la mención de su conocimiento
de la obra de Duchamp reorienta, retrospectivamente, al lector. Si
se trata de resignificaciones a posteriori, precisamente el señalado
efecto tranquilizador viene a subrayar el estado previo de angustia
en que estaba sumido Amalfitano y, de ese modo, alerta sobre cierta
indecidibilidad introducida por el tono inesperadamente humorístico
de la voz narrativa. Por ahora basta con notar la ambigüedad de este
fragmento, que retomaremos más adelante.

perspectiva anti-retinal
En el marco de una discusión sobre el carácter anti-retinal de la
obra de Duchamp, con frecuencia mal interpretado, Penelope Hara-
lambidou hace una aclaración necesaria al respecto: «far from being
comienzo 35

anti-visual, his stance was the opposite: he was against what he percei-
ved as an oversimplification, flattening and deterioration of vision, and
in search of lost dimensions in visual perception» (2013: 182). Ésta es
una observación esencial –vale hacerlo notar de inmediato– para lo
que nos ocupa aquí, no sólo con respecto a la procedencia ducham-
piana de la instalación de Amalfitano sino, sobre todo, porque nos
permite volver sobre nuestra hipótesis de lectura y repasar, de otro
modo, la auto-subversión inscripta en lo visual en la obra de Bolaño.
El 2666 «testimonial» y sugestivamente realista, vuélvase a subrayar,
lejos de atacar la representación como tal parece buscar corroerla en
tanto monolito autoritario e inflexible. De momento, sin embargo, es
necesario detenerse en el Readymade malheureux, pues éste ilumina
distintos niveles del funcionamiento del texto de Bolaño, y es a partir
de allí que organizamos nuestra investigación.
El Readymade malheureux (1919), obra temprana, privada y pro-
gramáticamente desaparecida de Marcel Duchamp, no pertenece al
grupo de obras más comentadas por la crítica específica. De todas
formas, vale la pena decir que este ready-made da cuerpo a un inte-
rrogante que concierne a la perspectiva y a su tratamiento en las artes
plásticas –tema, por otro lado, central para el artista francés.
Hans Belting sostiene que condenar un manual de geometría
euclidiana al desvanecimiento significa distanciarse de la perspectiva
linear, la cual, desde el renacimiento, propone una imagen plana de
un espacio percibido desde un punto monocular –como si esta última
fuera la representación plástica más perfecta posible. Para Belting, el
Readymade malheureux ridiculiza la construcción plástica tradicional,
impotente frente a las dimensiones superiores20, y encarna la perspec-
tiva de la cuarta dimensión en el proceso de su desvanecimiento en
20 
La cuarta dimensión y la geometría no-euclidiana pertenecen a las pre-
ocupaciones centrales en la trayectoria artística y teórica de Marcel Duchamp.
Para más detalle, véase, sobre todo Henderson 1983 y 1998, Haralambidou 2013
y Adcock 2016.
36 Anna Kraus

la nada. Por otra parte, Linda Dalrymple Henderson recuerda que


Duchamp «was well aware of the revolutionary philosophical import
of non-Euclidean geometry, which overturned the belief, held for over
2000 years, that the axioms of Euclid’s geometry were absolute truths»
(1998: 61). Bajo la influencia de Pointcaré, el artista francés veía en los
axiomas geométricos meras convenciones, «useful means at a given
time to describe particular circumstances» (Henderson 1998: 61). La
perspectiva geométrica, entonces, aparece aquí como una condensa-
ción de costumbres impensadas que de modo imperceptible forman
la visión del espectador, grabando en ella hábitos, normas y reflejos
preestablecidos por el sistema monocular fundado, como suele decirse,
en la ventana de Alberti. En el pensamiento de Duchamp, la noción
de perspectiva está vinculada, de hecho, con todo tipo de medidas,
estándares y convenciones, incluyendo el concepto de belleza y de buen
gusto, a los cuales Duchamp se refería en términos de un «habit to
avoid» (Henderson 1998: 62). El desafío de la perspectiva clásica, en la
obra del artista, no se limita a una cuestión técnica o formal, ni siquiera
estética, sino que adquiere dimensiones filosóficas más amplias. Según
observa Craig Adcock, la apuesta experimental de Duchamp consistía
en oponerse a la perspectiva, es decir, en «dislodging viewers from
their ordinary ways of understanding» (2016: en línea).
En el presente estudio, la perspectiva geométrica, desafiada por el
Readymade malheureux, deviene la metáfora y la problemática cen-
tral a las que dedicamos su primera parte. Dicho de otro modo, allí
discutimos los hábitos perceptivos impuestos a la visión por sistemas
rígidos: conceptos predeterminados, valores preestablecidos, modelos
de comportamiento seguidos como si fueran naturales –todo aquello
que puede contenerse en el concepto de pantalla según ha sido ela-
borado por Kaja Silverman. El Readymade malheureux incorpora en
su espacio de representación21 un manual de geometría euclidiana,

«Espacio de representación» es un concepto de Marcel Duchamp que


21 

implica la apertura, característica de su obra, de la representación, liberada de los


comienzo 37

así hace referencia a la perspectiva clásica que es a la vez su tema y


su objeto de subversión. En ese sentido, 2666 incorpora otra serie
de artefactos a su espacio de representación, describe y comenta así
otro sistema de visualidad controlada, para problematizarlo y sub-
vertirlo. Este sistema proponemos pensarlo como correspondiente al
régimen escópico del capitalismo tardío, dentro del cual aparece la
última obra de Bolaño. Sus singularidades serán estudiadas aquí a
partir de la fotografía y de los medios de comunicación masiva. Esta
variación metafórica de la perspectiva lineal se piensa en términos
del dispositivo, según lo define Giorgio Agamben:

se trata de un conjunto heterogéneo que incluye virtualmente cada


cosa, sea discursiva o no: discursos, instituciones, edificios, leyes, medi-
das policíacas, proposiciones filosóficas. El dispositivo, tomado en sí
mismo, es la red que se tiende entre estos elementos. El dispositivo
siempre tiene una función estratégica concreta, que siempre está ins-
cripta en una relación de poder. Como tal, el dispositivo resulta del
cruzamiento de relaciones de poder y de saber. (2011: 250)

Agamben afirma que «[n]o será para nada erróneo definir la fase
extrema del desarrollo del capitalismo en la cual vivimos como una
gigantesca acumulación y proliferación de dispositivos» (2011: 285).
En esta cita del italiano parecen resonar las observaciones que Guy
Debord hiciera unos cuarenta años antes a propósito de la sociedad
del espectáculo. Si se reconoce la actualidad de la crítica debordiana
sobre un sistema social y económico como representación opresiva,

requisitos tradicionales sobre sus delimitaciones físicas (límites espacio-temporales


de su materialidad), referenciales (la obra tiene que representar algo), estéticas e
institucionales (las normas del «buen gusto» o de «belleza», la noción de «autor»).
El «espacio de representación» alude al acontecimiento que tiene lugar entre la obra,
el título y el espectador quien así la «pone en marcha» (es decir, según argumenta
Thierry de Duve (1991), toma la decisión de considerarla arte) –acontecimiento
del cual cada vez surge algo absolutamente nuevo. Para más detalle, véase Perret
2001: 148-191.
38 Anna Kraus

ello permite trazar paralelos anacrónicos entre su visión y la cons-


trucción de la realidad ficticia de 2666. Para obtener el efecto de
mayor claridad, contraste y saturación en la empresa de comentar
el régimen escópico del capitalismo tardío en la obra de Bolaño,
proponemos recurrir a la filosofía de la fotografía de Vilém Flusser.
Allí el filósofo checo, en un tono casi profético, vincula esta imagen
técnica –la fotografía– de indoctrinación inadvertida con la conver-
sión del individuo (privado de toda libertad) en funcionario pasivo
de un sistema cuyo único objetivo es seguir expandiéndose.
Cabe advertir de inmediato la radicalidad de los diagnósticos
anti-visuales de Guy Debord y de Vilém Flusser, los cuales parecen
bien desproporcionados frente a la sutileza de los procedimientos
auto-subversivos de lo visual en 2666. De hecho, la radicalidad de
las posturas del pensador francés y del checo parece reflejar la rigidez
de los sistemas que éstos describen. La decisión de dialogar en estas
páginas con discursos tan fervorosos responde no sólo al discreto
encanto de la pasión del pensamiento, sino también a los beneficios
de la exageración en el ámbito de la fotografía: el uso desmesurado
del contraste y de la exposición, en vez de ofrecer una imagen «real»
de la cosa representada, permite discernir en ella ciertos rasgos y
detalles antes inadvertidos, invisibles en la familiaridad de la imagen.

puesta en movimiento
En vez de reproducir el espacio en un plano, de acuerdo con
las leyes de la perspectiva linear, el Readymade malheureux pone la
perspectiva misma en movimiento, incorporándola, como proceso
dinámico, en el espacio de la representación. Hans Belting escribe
al respecto:

Time, as the fourth dimension of space, was supposed to do its


work on the book. When the pages separated from the binding and
comienzo 39

flew away with the wind, they were swallowed by an invisible space in
which they could no longer be book pages. Rather than a projection
of space onto a plane, perspective becomes here an effect of time that
took place in space. (2009: 51)22

El tratamiento anti-retinal de la perspectiva que tiene lugar en


este ready-made, puede añadirse, no se limita a una solución técnica
construida sobre un andamiaje temporal. El carácter procesal de la
obra implica su puesta en movimiento, también en un sentido meta-
fórico, resaltando así su fluidez frente a las categorías convencionales
(la materialidad de la obra de arte, sus límites espacio-temporales, su
representacionalidad, la identidad del artista…), de las que se escapa
en un gesto ininterrumpido de subvertir la perspectiva geométrica
como concepto estético con implicaciones filosóficas.
En relación con la instalación de Amalfitano, un aspecto del
Readymade malheureux en tanto obra de arte procesal requiere espe-
cial atención: la desestabilización de sus límites que apenas pueden
definirse. Pensado como proceso performativo espacio-temporal,
el ready-made empieza con la ausencia del objeto físico, empieza
con la mera idea de un tal Marcel Duchamp. Su existencia mate-
rial comienza con la carta de Marcel a Suzanne que contiene las
instrucciones para la realización de la pieza 23. Una vez armado, el

22 
Hans Belting concibe la cuarta dimensión como tiempo; sin embargo,
según observa Linda Dalrymple Henderson en su libro sobre la cuarta dimensión
y la geometría no-euclidiana en el arte moderno, tal interpretación es simplifi-
cadora: «[t]he basic difficulty is inherent in our conventional perception of the
world. Visualizing a fourth perpendicular “inserted” into the intersections of the
three dimensions that meet in the corner of a room seems imposible […] But the
difficulty of conceiving a fourth dimension also led to the occasional use of the
more easily understood idea of time as the fourth dimension» (1983: 9).
23 
La carta de Marcel a Suzanne es, literalmente, una écfrasis al revés, descrip-
ción de obra de arte in spe, obra de arte por venir. El término «écfrasis invertida»,
reverse ekphrasis, suele usarse, erróneamente, en referencia a la écfrasis visual que
40 Anna Kraus

Readymade malheureux se desata de su materialidad cuando el objeto


se desvanece y es destrozado por los elementos climáticos y exteriores.
Este proceso, hay que subrayarlo, forma parte esencial de esta obra
que consiste en la destrucción gradual del manual de geometría (éste,
nótese bien, es nada más que uno de sus elementos). Así las cosas,
este ready-made se balancea en un movimiento simétrico: conce-
bido en el espacio virtual de la mente de Duchamp, cobra su forma
material a fuerza de un acto verbal performativo, es decir, emerge
de una ausencia de materialidad, y luego empieza su existencia tem-
poral condicionada por su gradual desvanecimiento para finalmente
desparecer en otro espacio abstracto: el de la ausencia física, el de la
memoria de los espectadores y de los escritos de los teóricos de arte…
La re-aparición del Readymade malheureux en 2666 retoma este ciclo:
la obra, desvanecida en 1919, vuelve a pasar por la esclusa del texto
para acontecer de nuevo, una y otra vez, en el mundo posible de la
diégesis y en el espacio virtual de la imaginación de los lectores de la
obra de Roberto Bolaño (otro libro cuyas páginas, tarde o temprano,
también cesarán de existir). En otras palabras, las instrucciones de
Duchamp para la realización de esta obra procesal que depende de
un vaivén entre la apariencia material del libro de geometría y su
pasaje gradual a la invisibilidad de las dimensiones superiores, abren
un espacio para las reactivaciones del ready-made –que es, según
entendemos, lo que pasa en el patio trasero de Amalfitano. Con todo,
la puesta en movimiento de la perspectiva en esta obra desestabiliza
el punto de vista fijo de los hábitos perceptivos y de las categorías
estéticas convencionales, e introduce en el espacio de representación
lo ignoto de la interacción con las dimensiones superiores. En con-
secuencia, resulta imposible determinar con certeza dónde y cuándo

es la representación visual (pictórica o escultural) de texto escrito o de acto de


lectura. «Écfrasis invertida» debe aplicarse a un orden cronológico invertido de
producción donde el texto precede el objeto (Arvidson 2015).
comienzo 41

el Readymade malheureux empieza, dónde y cuándo termina, o en


qué soporte se realiza. Si se sigue esta línea de pensamiento, la ins-
talación de Amalfitano puede considerarse como una continuación
de la obra de Duchamp, no reconocida por los demás personajes de
2666, convencidos de la locura del profesor de filosofía.
Como la totalidad de la obra anti-retinal de Duchamp, regida por
el «desire to see beyond the cultural construct of vision» (Haralam-
bidou 2013: 109), el Readymade malheureux plantea el problema de
la distinción entre presencia y re-presentación. La cuarta dimensión,
imperceptible dentro del mundo tridimensional que habitamos, en
vez de estar representada en esta obra, parece intervenir en ella: es
pensada aquí como el proceso mismo, que no deja verse como tal,
sino que produce huellas que delatan su proximidad. La idea, central
para la experimentación artística de Duchamp, de incorporar en la
obra de arte la huella, la sombra o el reflejo de las dimensiones supe-
riores24, implica una revelación en el dominio de la visualidad que
apunta hacia el roce de lo invisible. Este roce, si bien se presenta, al
desplegarse ante la mirada, sigue siendo re-presentado por su propia
inaccesibilidad.

24 
Un estudio detallado de la importancia de la sombra y del reflejo en la obra
de Duchamp lo ofrece Linda Dalrymple Henderson, quien, en su trabajo sobre el
contexto artístico e intelectual del artista francés (1998), explica tanto las bases
científicas como las inspiraciones ocultistas y parapsicológicas que otorgaron a
la sombra y al reflejo un lugar privilegiado en la experimentación multidimen-
sional de Duchamp. Penelope Haralambidou desarrolla esta reflexión de modo
muy sugestivo, enfocando su estudio en Étant données… (2013), mientras que
Georges Didi-Huberman propone repensar a Duchamp a través del paradigma
de la impronta (2008). En términos más generales, en la investigación de la
obra de Duchamp, puede trazarse una clara línea de pensamiento, iniciada por
Rosalind Krauss (1977), seguida por Lyotard (2010) y por la ya mencionada
Haralambidou (2013), quienes consideran su producción artística en términos
de índice (categoría semiótica).
42 Anna Kraus

Además de la investigación multidimensional, la revelación indi-


recta de una presencia inadvertida suena, de hecho, a práctica espi-
ritista del principio del siglo xx, lo cual no es tan disparatado como
parece. Para ello es preciso considerar, por un lado, la popularidad
del ocultismo en la época de formación de Marcel Duchamp25 y,
por otro, la predilección de Roberto Bolaño por inscribir en sus uni-
versos ficticios toda clase de fenómenos parapsicológicos. En 2666,
sin ir más lejos, la aparición del Testamento geométrico en la casa de
Amalfitano es acompañada por toda una serie de acontecimientos
sobrenaturales, desde la desaparición de la sombra de éste (224) hasta
las visitas regulares del espíritu de su padre (258). Pensada en términos
metafóricos, la borradura de los límites –conceptuales, ontológicos,
perceptivos– de la visualidad y la consiguiente apertura de lo visual a
las intervenciones de lo invisible implica mucho más que una simple
abolición de la razón, simbolizada, como ya sabemos, por la visión.
A partir de la distinción, propuesta por Jacques Derrida en Donner
la mort, entre lo visible in-visible y lo absolutamente no-visible26,
Akira Mizuta Lippit propone pensar una tercera categoría que abarca
aquello que podría pertenecer al dominio de lo visible, pero es inevi-
tablemente invisible: lo avisual. Lo avisual, hay que precisarlo, no es
antitético a lo visible, sino que es un modo específico de visualidad
imposible; como en la radiografía que da a ver en un cuerpo intacto
su estructura interior, a pesar de la imposibilidad de ver a través de la

25 
De hecho, investigadores como Jack Burnham, Ulf Linde y John F.
Moffitt intentan demostrar el carácter alquímico de la obra de Duchamp. Éste,
sin embargo, preguntado si podemos denominar su perspectiva como «alquímica»,
respondió: «We may. It is an Alchemical understanding. But don’t stop there!
[…] Alchemy is a kind of philosophy, a kind of thinking that leads to a way of
understanding» (Graham 1968: 3).
26 
Según Derrida, lo visible puede devenir in-visible, escondido, cifrado,
velado, pero hay también todo aquello que no se deja ver jamás, lo absolutamente
no-visible como el sabor, el olor, el sonido (1999: 124-125).
comienzo 43

piel y de la carne –ante la visión, lo avisual permanece invisible, tal


y como el esqueleto visible en la radiografía permanece oculto en el
interior del cuerpo (Lippit 2005: 32). Avisual, puede pensarse, sería
la cuarta dimensión en la obra de Duchamp. Avisual, dice Lippit, es
el sueño (2005: 41).
Fenómeno avisual, el sueño es el objeto de la segunda parte del pre-
sente trabajo, donde es pensado en el contexto de una reflexión sobre
las diferentes facetas del movimiento en el Readymade malheureux, ya
esbozada aquí. La esencia de lo dicho hasta ahora, que sirve de metá-
fora conceptual para la fundación de la segunda sección de nuestros
desarrollos, podría destilarse del siguiente modo: la dinamización de
la perspectiva y el consiguiente lanzamiento de la obra como proceso
borran los límites de ésta en tanto representación y, de ese modo, nos
hablan de la existencia de movimientos invisibles que trasgreden las
categorías disponibles, cuyas huellas, sin embargo, pueden discernirse
en el dominio de la visualidad. En otros términos, lo que está en juego
aquí concierne, por un lado, a la tensión entre el movimiento y la
imagen, y por otro, a la revelación indirecta de unos procesos invisibles
que transcurren entre la realidad y su (re)presentación.
En estos territorios liminares, se sostiene, se despliegan los ins-
tantes oníricos en la obra de Bolaño. Regidos por una dinámica de
movimiento constante, no llegan a cristalizarse en ninguna forma
definitiva, esquivando las categorías disponibles en las que pueden
pensarse –nivel ontológico dentro del mundo representado, concepto
cultural con sus implicaciones interpretativas, unidad narrativa–,
sin por ello abiertamente deconstruir su propia función mimética.
Haciendo foco en la fluidez y vaguedad de los sueños de 2666, en
tanto portadores potenciales de un germen auto-subversivo frente a
la representacionalidad onírica, proponemos leerlos a través de las
estrategias anti-espectaculares del movimiento internacional situa-
cionista, que pretende agrietar el sistema desde dentro por vía de
una serie infinita de pequeños desplazamientos apenas perceptibles.
44 Anna Kraus

De un modo similar a la instalación de Amalfitano que –siendo


una posible continuación del Readymade malheureux de Duchamp–
pone trabas a los intentos de definir sus límites en tanto represen-
tación, varios instantes oníricos de 2666 transgreden no sólo las
fronteras entre el sueño y la vigilia dentro del mundo posible de la
novela, sino también aquellas entre la realidad ficticia y el texto que
la constituye, dando cuenta de la existencia de flujos de imaginación
dinámica 27 que atraviesan la obra de Bolaño, y esto a pesar de las
leyes implícitas que garantizan la coherencia de la ficción literaria 28.
Por eso, en lugar de la habitual comparación que encontramos en
la crítica específica de Bolaño entre lo onírico y lo cinematográfico,
proponemos pensar el funcionamiento procesal de ciertos sueños en
diálogo con el vídeo-arte29, cuyas características técnicas posibilitan

La imaginación dinámica, estudiada en esta parte del presente trabajo, se


27 

piensa con los términos propuestos por Gaston Bachelard, quien insiste en la cons-
tante de-formación de imágenes como condición de existencia de la imaginación.
Para el filósofo francés, una imagen fija es una imagen muerta, lo cual aquí se
propone pensar en correspondencia con la metáfora conceptual de la visualidad
opresiva del espectáculo y del desplazamiento como estrategia liberadora. Las
afinidades obvias con el concepto de desterritorialización, de Deleuze y Guattari,
se desarrollan en la sección pertinente.
28 
Dado el linaje literario que une a Bolaño con escritores como Jorge Luis
Borges, Julio Cortázar e Italo Calvino, la alteración del pacto ficcional con el
lector –quien de repente se da cuenta de «la ruptura de los marcos que delimitan
los diferentes niveles ficcionales, o bien la invasión del relato ficcional dentro del
que [se le] había presentado como real» (San Martín 2011: 233)– no tiene que
extrañar en la obra del autor chileno. No obstante, el presente trabajo se interesa
por las transgresiones de las normas en la representación literaria de la obra de
Bolaño, no tanto indagando sus valores metanarrativos y metaficcionales, como
considerándolas, con Pierre Macherey, como ficciones filosóficas, es decir, agu-
dizando los oídos a sus resonancias más abstractas en el marco delineado aquí en
términos de la auto-subversión de lo visual dentro de un discurso más universal
acerca de la representación como término filosófico.
29 
«Marcel Duchamp has already done everything there is to do – except
video… only through video art can we get ahead of Marcel Duchamp», declara
comienzo 45

el surgimiento de una (re)presentación dotada de (auto)referencialidad


inestable. La simultaneidad, en el vídeo, de registrar y de proyectar
abre un espacio indefinible entre la realidad y la representación, donde
el estatus ontológico de la imagen se pone a vacilar. Del mismo
modo, afirmamos que los sueños auto-subversivos –sin dejar de for-
mar parte del andamiaje del mundo posible de la ficción– dan cuenta
de procesos invisibles que transcurren en el espacio del discurso que
los constituye. Así, la inscripción, en el espacio avisual de lo onírico,
del roce de aquello que invisiblemente dinamiza el texto, podría
pensarse como revelación indirecta de aquello que no deja captarse
en las categorías convencionales, porque siempre está en movimiento.

grieta en la superficie, desgarradura del tejido


El Testamento geométrico de Rafael Dieste es un manual de geo-
metría no euclidiana, publicado en 1975 por Ediciones del Castro en
La Coruña, de acuerdo con los datos que Amalfitano lee en su ejem-
plar (239). Aunque en «La parte de Amalfitano» el libro se comenta
en detalle, su contenido esencial –la geometría– está ausente. Por el
contrario, sólo están presentes unas cuantas citas extensas sacadas
exclusivamente de sus partes paratextuales (la información impresa
en la cuarta página y en las solapas); es decir, se presentan partes
conectadas con la materialidad del libro (datos de impresión, por
ejemplo) que insisten en la intrusión física del manual de Dieste
en la vida de Amalfitano. Con lo anterior quiere resaltarse que el
Testamento geométrico, antes de funcionar en el mundo posible de
2666, pertenece al mundo real. Su misteriosa aparición en una de las
cajas de Amalfitano recuerda la de la brújula de Tlön entre la vajilla
de plata de la princesa de Faucigny Lucinge (Borges 1974: 441). La

Nam June Paik (Girst 2016: en línea).


46 Anna Kraus

princesa del cuento de Borges no la reconoce –no la puede recono-


cer– porque la brújula le llega de un mundo ficticio, edificado por las
descripciones minuciosas de varias generaciones de sus creadores. Lo
que pasa en «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius» es que un mundo posible
llega a materializarse e interfiere en el mundo real del cuento. En
2666 ocurre algo parecido, pero al revés: es el mundo real de los
lectores de Bolaño, podría pensarse, el que invade el mundo posible
de la ficción30.
Contrariamente a lo dicho en el párrafo anterior, el contenido
esencial del manual de Dieste (geometría) sí que aparece en 2666.
Sin embargo, se cuela adentro del texto por una grieta inesperada.
Una vez colgado en el tendedero de ropa, el libro-extraterrestre –ese
libro proveniente de una realidad ajena– parece desencadenar un
proceso que transcurre en distintos niveles ontológicos. El contenido
del Testamento geométrico se desprende de su soporte físico, se escurre
por la consciencia de Amalfitano e invade el texto que lo constituye
–impreso en las páginas de 2666. Nos referimos en particular a la
inclusión de los dibujos geométricos (247-248) que el profesor de filo-
sofía traza, urgido por un impulso irresistible e incomprensible para
él mismo. Todo acontece como si la instalación fuera de hecho una
lograda obra de arte cuadridimensional, que obedece a leyes ajenas a
nuestra percepción tridimensional, donde ciertas partes del proceso
siguen inaccesibles para los personajes de 2666 –la aparición de los

Debería precisarse que la aparición del Testamento geométrico en 2666,


30 

en donde se mencionan y se citan ampliamente variadas obras, no sería nada


extraordinaria si no fuera por el carácter inexplicable de su procedencia. La excep-
cionalidad del hallazgo de Amalfitano está sugerida a través de varios fenómenos
de carácter sobrenatural, tales como la ausencia de su sombra (245) y el aspecto
extraño de la luna, «demasiado grande y demasiado arrugada, pese a que aún no
había caído la noche» (245). No obstante, nótese bien la indecidibilidad inter-
pretativa de todos los elementos mencionados y comentados aquí, los cuales, al
sugerir una intersección de dos universos paralelos, no dejan de reflejar el pésimo
estado del alma atormentada del profesor de filosofía.
comienzo 47

polígonos de Amalfitano en las páginas del libro de Bolaño, por ejem-


plo. De la misma manera que las páginas del manual de geometría de
Duchamp desaparecen, «tragadas por el espacio invisible» (Belting
2009: 51), el contenido del Testamento geométrico encuentra un pasaje
secreto desde el manual hasta la superficie de las páginas de 2666. Es
ahí donde, otra vez, se produce un cruce entre los distintos niveles
ontológicos: el mundo posible de la ficción en el que vive Amalfitano,
el universo paralelo del que le llegan los «mensajes» (el libro de Dieste,
la voz del espíritu, las figuras geométricas) y el mundo real donde el
lector de 2666 tropieza con estos polígonos.
Ahora bien, la aparición de los dibujos geométricos del manual de
Rafael Dieste31 –colgado en el tendedero de ropa en el patio trasero
de Amalfitano y presentado, en 2666, a partir sus partes paratextua-
les– en la superficie del texto puede ser pensada no sólo como una
continuación del Readymade malheureux32, sino también como un

31 
En la lectura que se desarrolla en estas páginas, el hecho de que los dibujos
de Amalfitano no estén copiados directamente del Testamento geométrico, sino
que aparezcan como una imagen deformada del contenido general del libro de
Dieste (geometría), lleva a pensarlos en el marco de la lógica de Marcel Duchamp,
regida por el principio de desemejanza. Jean-François Lyotard resalta la impor-
tancia de las superficies de contacto entre los cuerpos en movimiento o entre
dimensiones, a las que denomina parois dissimilantes (2010: 80), cuya función
(fonction dissimilatrice-miroitique) consiste en transformar la energía, producir
diferencia. En este sentido, los dibujos de Amalfitano que aparecen en el texto,
en esa superficie desemejante de contacto entre distintas dimensiones y distintos
universos, se vinculan directamente con el contenido del libro de Dieste (e incluso
con el del manual colgado en el balcón parisino de Suzanne Duchamp en 1919).
32 
Además de la supuesta re-activación del Readymade malheureux en 2666,
pueden pensarse otras vías de expansión incontrolada e inortodoxa de esta obra
procesal. Unos meses después de la instalación del ready-made en su balcón,
Suzanne pintó un cuadro titulado «Le Readymade malheureux de Marcel». Éste,
de hecho pintado a partir de una fotografía de la instalación evanescente, puede
verse como un camino alternativo a la existencia del Readymade malheureux,
cuya singularidad atraviesa las superficies de contacto que ofrecen la fotografía
48 Anna Kraus

acontecimiento filosófico de mayor importancia para los interrogantes


representacionales que nos ocupan en estas páginas. Para desenredar
las conexiones detrás de la afirmación anterior, puede empezarse
dejando la palabra a Akira Mizuta Lippit:

The «Enlightenment», write Max Horkheimer and Theodor


Adorno, «is totalitarian». Its ethos, what Horkheimer and Adorno
refer to as «the mastery of nature», requires a seeing subject that stands
outside the limit and frames the field of vision. […] Totality is defined
by the limit that divides interiority from exteriority, achieved from
without. The persistence of the limit, of the visible world, maintains
the viability of such a subject, defined in its encounter with the limit
of visuality as such. With the appearance of the X-ray, the subject was
forced to concede the limits of the body. Erasing one limit against
which it claimed to be outside, the X-ray image, with its simultane-
ous view of the inside and outside, turned the vantage point of the
spectator-subject inside out. The point of view established by the
X-ray image is both inside and out. Everything flat, interiority and
exteriority rendered equally superficial, the liminal force of the surface
has collapsed. (2005: 42)

La superficie, en tanto delimitación del objeto de conocimiento


para el sujeto que domina, distanciado, el mundo con su mirada,
separa el interior del exterior. Esto implica, al mismo tiempo, la
oposición entre superficie y profundidad, entre lo que se da a ver y
aquello que permanece oculto detrás. Cuando lo oculto en el interior

y la pintura, y así es transformado al mismo tiempo que sufre una reducción


dimensional. En otras palabras, en la imagen fotográfica y luego en la pintura,
la instalación se ve inmovilizada en una representación bidimensional, no obs-
tante, la expansión del ready-made por otros medios puede verse como otro tipo
de proceso de transformación dinámica. Desde este punto de vista, el texto de
Bolaño constituye una transformación, en el sentido lyotardiano, de la obra y,
por eso, funciona como una especie de correspondencia transdimensional frente
a la pintura y la fotografía que la preceden.
comienzo 49

aparece en la superficie sin que ésta se abra –pensemos, con Lippit,


en la radiografía, y no en la autopsia– la profundidad deviene plana
y la superficie cobra profundidad, mientras que su relación jerárquica
cesa con la borradura del límite entre ellas. Lo avisual se presenta en el
dominio de la visualidad –como el contenido ausente del Testamento
geométrico se presenta en las páginas de 2666– a través de una grieta
imperceptible que (no) abre la superficie como un pasaje fantasmal
entre interioridad y exterioridad. Es Gilles Deleuze quien lo dice, en
Logique du sens: «[l]a fêlure n’est ni intérieure ni extérieure, elle est à la
frontière, insensible, incorporelle, idéelle» (2013: 333). Akira Mizuta
Lippit retoma las ideas de Deleuze para desarrollar su reflexión acerca
de lo avisual que nos ocupa aquí:

The crack, for Deleuze is neither a sign nor a mark, not even material,
but energetic; a movement that establishes a secret opening, temporary
and irregular, between inside and outside. […] It leaves the surface
intact; it is an effect of the surface, phantasmatic, an opening that is not
an opening. […] There and not there, the very condition of its presence
avisual. (2005: 77; énfasis del original)

Si se piensa la geometría como convención para describir y medir


el mundo, en tanto objeto de conocimiento delimitado por el cono
de la visión perspectívica que lo inscribe en el plano de la representa-
ción, vemos cómo los experimentos interdimensionales de Duchamp
investigan y escenifican las grietas en la superficie, ya sea en el sentido
ontológico como en el epistemológico, «shattering the sterile barrier
between observer and object that linear perspective establishes»
(Haralambidou 2013: 85). En su obra, puede proponerse entonces,
lo otro invisible e inimaginable emerge en el «plano» en que nos
encontramos nosotros: su presencia fantasmal acontece en el seno de
la representación agrietada, arruinando el encuadre convencional, el
límite que separa la interioridad de la exterioridad (y la presencia de
la representación). De este modo, se descentraliza al sujeto-espectador
50 Anna Kraus

de su posición privilegiada de distancia que garantiza la posibilidad


de captar con la mirada, puesto que aquello que (no) se da a ver se
burla de las distancias, de las jerarquías y de las medidas con las que
el sujeto racional organiza el mundo.
En continuidad con lo anterior, la intrusión del Readymade mal-
heureux no sólo en la trama de 2666 (la cual puede considerarse un
mero juego intertextual típico de la literatura metanarrativa), sino
sobre todo en la superficie del texto, adonde se cuela a través de una
grieta efímera, podríamos pensarla como un acontecimiento en el
sentido que Deleuze elabora en Logique du sens: efecto superficial (en
la superficie) que sitúa lo interior y lo exterior en el mismo plano,
es decir, que abre un espacio fantasmal de pasaje entre las distintas
dimensiones, el cual –hay que volver a resaltarlo– deja la superficie
intacta. En otras palabras, en el tejido representacional –la convención
mimética de la ficción– se produce una desgarradura dotada de una
indecidibilidad fuerte, porque la emergencia de lo heterogéneo en la
superficie del texto, al no provocar en ella una apertura permanente,
material ni radical, siempre puede pasar desapercibida, es decir, expli-
carse de acuerdo con las leyes de la perspectiva convencional o de la
literatura más o menos realista.
La grieta en la superficie es, para Deleuze, un acontecimiento
sonoro:

tout ce qui arrive de bruyant arrive au bord de la fêlure et ne serait


rien sans elle; inversement, la fêlure ne poursuit son chemin silencieux,
ne change de direction suivant des lignes de moindre résistance, n’étend
sa toile que sous le coup de ce qui arrive. (2013: 333)

Al introducir aquí la instalación de Amalfitano subrayamos el


inexplicable cambio de tono de la voz del narrador, vuelto súbitamente
personal aunque inidentificable a la hora de aclarar la procedencia de
la idea de colgar un manual de geometría a la intemperie (244-246).
Ahora es pertinente volver a él. En este punto, los desarrollos de Gilles
comienzo 51

Deleuze evocados pueden ayudarnos a proseguir esta reflexión, pues


la (no) apertura de la grieta en la superficie del texto (en tanto repre-
sentación) se anuncia con fenómenos «sonoros» –el cambio ligero que
sufre la voz narrativa, la insistencia de la voz del espíritu del padre de
Amalfitano– que acompañan la emergencia de lo avisual, de lo otro,
de lo heterogéneo. No obstante, hay que resaltar la interdependencia
entre la grieta y los acontecimientos ruidosos: el humor efímero de la
voz narrativa y las visitas del espectro no serían nada (no serían nada
más que un juego formal y un elemento de la ficción) si un pasaje
fantasmal no los conectara con una dimensión oculta. Del mismo
modo, la irrupción incontrolable del manual de geometría en 2666
no sería nada (nada más que un ejemplo de intertextualidad) si no
quedaran en el texto las huellas avisuales de su roce.
Con esta idea deleuziana de la grieta silenciosa que ruidosamente
(no) se abre en la superficie adelantamos el interrogante central de la
última parte del presente trabajo. Allí, el texto de Bolaño se examina
en tanto tejido representacional en el que (no) se abren desgarraduras,
espacios fantasmales de pasaje entre el interior y el exterior, entre el
«contenido» y la «forma». Dicho de otro modo, la parte final de este
trabajo se dedica a estudiar todo aquello –diferente, otro, avisual–
que, sin ser representado, se escenifica en el texto, el cual, a su vez,
registra su vibrante presencia, agrietándose de manera apenas per-
ceptible en rupturas minúsculas de sus propias leyes. En términos
más precisos, se trata de examinar varios procedimientos estéticos
–desde las figuras del discurso hasta la organización gráfica del texto
impreso– a través de los cuales la escritura de Bolaño, sin decir ni
fijarlo, deja que en ella se instaure una (no) ausencia y que (no) hable
el silencio. Concluimos nuestra reflexión sobre la auto-subversividad
de lo visual en 2666 mediante una ponderación de las posibles impli-
caciones éticas de esta representación literaria que, entendemos, se
resiste a una autoridad transcendente y a aquello que Georges Didi-
Huberman llama la «actitud metafísica» del «es» absoluto:
52 Anna Kraus

l’attitude métaphysique du «est» absolu, consiste à désirer la mort


de ce dont il dit la vérité. […] Avec cette idée, nous voyons que l’on
peut exprimer un discours vrai seulement sur quelque chose que l’on
décrète mort. Je suis en désaccord avec ce modèle narratif. La façon de
parler des images ressemble beaucoup à ce mouvement. Imaginez le
déploiement d’un papillon. Tout d’abord, quand il sort de sa chrysalide,
ce développement se nomme: imago, une image. Ensuite, il s’envole,
devient papillon. S’il vous émerveille, vous allez le suivre, mais en le
regardant vous constatez qu’il bat des ailes, et cela ne vous satisfait
pas assez. Si vous avez une âme de chasseur, vous allez l’épingler dans
votre vitrine; là, vous pouvez dire le «est» intemporel du papillon, vous
pouvez contempler sa symétrie, sa couleur. Ou bien, vous acceptez de
ne pas le garder, de le laisser partir, de ne pas pouvoir saisir sa vérité
toute; vous le laissez s’envoler, et vous travaillez à partir de sa trace, du
peu qu’il vous a donné: son apparition, sa disparition, son battement
d’ailes. (2013: en línea)
imagen técnica

La ida está tan lejos como la vuelta; adentro es tan


ancho como afuera. Está aquí y allá. No encuentro
por ninguna parte el fin del monstruo.
Henrik Ibsen, Peer Gynt

negativo cifrado
Al principio de «La parte de Fate», el periodista afroamericano
viaja a Detroit, ciudad-fantasma de la era posindustrial. Lo primero
que llama su atención, mientras camina a la casa de su entrevistado,
es la apariencia del sector, un «barrio de jubilados de la Ford y de
la General Motors» (307). En esa parte de la ciudad vive uno de los
miembros fundadores de las Panteras Negras. Antes de llegar, Fate
detiene su mirada en un curioso mural:

Era circular, como un reloj, y donde debían estar los números había
escenas de gente trabajando en las fábricas de Detroit. Doce escenas que
representaban doce etapas en la cadena de producción. En cada escena,
sin embargo, se repetía un personaje: un adolescente negro, o un hombre
negro largo y esmirriado que aún no había abandonado o que se resistía
a abandonar su infancia, vestido con ropas que variaban con cada escena
pero que indefectiblemente siempre le quedaban pequeñas, y que cumplía
una función que aparentemente podía ser tomada como la del payaso,
el tipo que está ahí para hacernos reír, aunque si uno lo miraba con más
atención se daba cuenta de que no sólo estaba allí para hacernos reír.
Parecía la obra de un loco. La última pintura de un loco. En el centro del
reloj, hacia donde convergían todas las escenas, había una palabra pintada
con letras que parecían de gelatina: miedo. (307; énfasis del original)
54 Anna Kraus

La producción de coches en Detroit es el símbolo del triunfo de


la industria, del desarrollo y del cumplimiento del American dream
y su promesa de bienestar. Se trata, claro, de una prosperidad esque-
matizada, compuesta por elementos materiales accesibles a través del
trabajo duro, y propagada por anuncios publicitarios confeccionados
a partir de imágenes tipificadas donde, como era común, se exaltaba
la imagen de la familia feliz con casa, coche y Coca-Cola. Alimen-
tado con esas imágenes de la aparente cima alcanzable de sus deseos
y aspiraciones, el ciudadano se pone a perseguirlas con entusiasmo.
Trabaja cada vez más, pero no sólo para poder gastar más dinero y
tener más, sino también y sobre todo para parecerse cada vez más
a la imagen a la que aspira. El mural que llama la atención de Fate
podría simplemente ilustrar el proceso industrial que posibilita el
cumplimiento de los sueños de todos y cada uno, pero en la Detroit
de la era posindustrial, medio vacía y peligrosa, resulta menos claro
y un tanto inquietante.
La representación de la cadena de producción, estructurada como
un reloj, evoca la importancia de la división y sincronización del
trabajo en la fábrica. No obstante, la presencia del adolescente negro,
visiblemente incómodo, es un elemento perturbador, al igual que
la palabra «miedo» en el centro del mural. El negro es el único que
destaca en esa cadena de producción –como el otro, el payaso– y
eso bien podría aludir, por ejemplo, a la huelga del odio que tuvo
lugar en la fábrica de Packard Motors en Detroit a principios de
junio de 1943. En ese entonces, luego de que tres obreros negros
fueron ascendidos, 25 000 blancos dejaron sus puestos de trabajo
para manifestar su disgusto. Uno de ellos habría dicho: «I’d rather
see Hitler or Hirohito win than work next to a nigger» (Klinker &
Smith 1999: 180). Un par de semanas más tarde estalló el sangriento
Detroit Race Riot en el que fueron asesinados 25 afroamericanos. El
miedo, entonces, sugerido por esas letras que en el centro del mural
«parecían de gelatina», estaría vinculado con la constante tensión,
imagen técnica 55

llena de odio, entre la gente en las fábricas: un miedo que, como una
bomba de relojería, puede explotar en cualquier momento. «Detroit is
Dynamite», escribió el Life Magazine en agosto de 1942, refiriéndose
a las fricciones raciales en la ciudad que «can either blow up Hitler
or it can blow up the U.S.» (Klinker & Smith 1999: 180).
Por otra parte, el mural también resulta perturbador en otro sen-
tido, menos obvio, pero discernible. Para ello es preciso atender al
carácter gelatinoso de las letras con las que está escrita la palabra
«miedo». La introducción de la gelatina –gelatino-bromuro, proce-
dimiento inventado en el año 1871 por Richard Leach Maddox– en
el proceso de revelado fotográfico constituyó uno de los pasos más
decisivos en el desarrollo de la fotografía: permitió la producción
masiva de las placas fotográficas, cuyo uso fue relativamente simple
y requería poca destreza técnica, lo cual derivó en la popularización
de la fotografía a gran escala (Valverde 2005: 14). En la lectura que
sigue proponemos una relación entre el mural y la fotografía –ade-
más de la coincidencia fortuita entre la apariencia de las letras en el
mural y la historia de la fotografía– en el contexto de «La parte de
Fate», donde, según observa Neige Sinno, la formación de la realidad
ocurre a través de la percepción del personaje principal y depende
en un grado notable de la influencia de las películas y de los sueños
(2011: 65-66). Significativamente, en el primer sueño que se describe
en esta sección de 2666, Fate ve un filme que es «como un negativo»
de una película que ha visto antes (298), lo cual nos servirá de pauta
para comentar el mural de Detroit y, con ello, para pensar dicho
mural como una especie de negativo fotográfico.
En la película del sueño de Fate, los personajes son negros (298).
La simple sugestión de percibir lo blanco y lo negro a través del
concepto de negativo fotográfico introduce la idea de una identidad
reversible: en el negativo fotográfico lo negro es en realidad lo blanco.
Lo negro es el aspecto jamás percibido de lo blanco, un aspecto que,
sin embargo, siempre está allí, idéntico con lo blanco aunque con
56 Anna Kraus

una apariencia radicalmente opuesta. En otras palabras, a diferencia


de la metáfora del espejo, donde lo que parece idéntico es radical-
mente opuesto, la metáfora del negativo resalta la identidad de lo
aparentemente contrario. Ahora bien, en el negativo fotográfico suele
ser difícil reconocer el positivo, y la vaga sensación de familiaridad
suele tener un carácter ominoso. El adolescente negro en la cadena
de producción de coches es un personaje, recuérdese, que parece
cumplir la función del payaso, pero también otra cosa indefinible.
Si se interpreta el mural como un negativo, ¿qué imagen se revela en
lo aparentemente opuesto de lo mismo? Los coches, al otro lado de
las puertas de la fábrica, formarán parte del American dream y los
obreros que los producen serán ciudadanos que los comprarán para
realizar ese sueño. Los unos y los otros, sin embargo, son dos caras
de la misma imagen, fundidas en una interdependencia inseparable.
En esta imagen compuesta de lo blanco y de lo negro, del positivo
y del negativo, pueden discernirse ciertas afinidades con la sociedad
del espectáculo descrita por Guy Debord. Las doce etapas de la pro-
ducción, por ejemplo, están aquí atrapadas en un reloj circular donde
ni un minuto queda fuera del tiempo totalizador del espectáculo de
la sociedad capitalista, encauzada en la persecución de las imágenes
de lo que es la realidad, sin saber ya muy bien dónde acaban éstas y
dónde empieza aquélla. «Dans le monde réellement renversé, le vrai est
un moment de faux» escribe Guy Debord en La Société du Spectacle
(1992: 19; énfasis del original). Se refiere así a la omnipresencia de las
imágenes en las que consiste, de las que depende y las que produce
el espectáculo en donde la necesidad es socialmente creada como un
sueño que, al fin y al cabo, de hecho deviene necesario (Debord 1992:
24). En otras palabras, lo que podría revelar el mural de «La parte
de Fate» en tanto negativo fotográfico sería el espectáculo en el que
está preso el adolescente negro –personaje contradictorio, atrapado
en un tiempo que no le pertenece (subráyese la ambivalencia de su
edad) y en una serie de roles impuestos.
imagen técnica 57

Lo que da miedo –el miedo gelatinoso del centro del mural– y


no risa, es quizás que el negro del mural no sea el único que está
atrapado: el espectáculo, según Debord, es omnipresente e ineludible.
Tal y como el funcionamiento del negativo fotográfico, la realidad y
el espectáculo –que se piensan en oposición mutua– son sus soportes
recíprocos, «la réalité surgit dans le spectacle, et le spectacle est réel»
(Debord 1992: 19). Da miedo que la vida del hombre adolescente
transcurra dentro de las horas, todas iguales, minuciosamente medi-
das por el reloj en cuyo centro está el miedo. Las doce horas del mural
no implican, forzosamente, un símbolo del tiempo excesivo de trabajo
–porque, en la metáfora del negativo, el trabajo y la producción son
lo mismo que el ocio y el consumo–; más bien y desde la perspectiva
que desarrollamos aquí, ello vendría a señalar que el espectáculo se
apodera del tiempo en su totalidad, modelándolo según sus principios
de (auto)producción.

Le temps de la production, le temps-marchandise, est une accumu-


lation infinie d’intervalles equivalents. C’est l’abstraction du temps irré-
versible, dont tous les segments doivent prouver sur le chronomètre leur
seule égalité quantitative. Ce temps est, dans toute sa réalité effective,
ce qu’il est dans son caractère échangeable. C’est dans cette domination
sociale du temps-marchandise que «le temps est tout, l’homme n’est
rien; il est tout au plus la carcasse du temps» (Misère de la Philosophie).
C’est le temps dévalorisé, l’inversion complète du temps comme «champ
de développement humain». (Debord 1992: 149; énfasis del original)

El tiempo del espectáculo, entonces, se sitúa por encima del desa-


rrollo humano y no permite que el personaje del mural encuentre la
identidad pasajera de la edad que tiene. El miedo que está situado
en el centro del mural reflejaría también el miedo a la no-existencia
del ser humano en un mundo dominado por el espectáculo, cuyas
imágenes devoran la voluntad individual (Debord 1992: 31). Este
miedo gelatinoso, transparente e indefinido, difícil de captar, pero
58 Anna Kraus

siempre presente, incita la asociación con el panóptico, la prisión


perfecta ideada por Jeremy Bentham, una prisión circular, cuyo punto
central ocupa la torre de los guardianes. Los vigilantes permanecen
invisibles para los prisioneros, quienes habitan celdas idénticas donde
se ha sustituido la pared por una gran ventana que posibilita la vigi-
lancia permanente (Foucault 1975: 201-209). Del mismo modo, el
espectáculo tiene control constante sobre los ciudadanos, hurga hasta
en sus sueños, los forma y les impone los deseos que lo alimentan.
A continuación investigaremos el papel que tienen la televisión y
la fotografía en 2666. Ambos son ponderados como instrumentos
esenciales al servicio de los medios de comunicación –los cuales,
según Debord, son la manifestación superficial más aplastante del
espectáculo (1992: 26). En este marco, la presente sección se nutre y
dialoga con la visión de sociedad que nos propone el pensador francés,
y por ese sesgo desarrolla sus reflexiones sobre la literatura en la época
del capitalismo tardío. Nuestra propuesta de lectura, anacrónica, si
se quiere, sigue los vínculos que Giorgio Agamben observa entre
los fenómenos analizados por Guy Debord en los años sesenta y las
características esenciales del capitalismo, cuyas manifestaciones en la
sociedad del espectáculo habrían llegado a un punto extremo: «the
“becoming-image” of capital is nothing more than the commodity’s
last metamorphosis» (Agamben 2000: 75).

la filosofía de la fotografía
Para Foucault, Deleuze y Agamben, el dispositivo es «cualquier
cosa que tenga de algún modo la capacidad de capturar, orientar,
determinar, interceptar, modelar, controlar y asegurar los gestos,
conductas, opiniones y los discursos de los seres vivientes» (García
Fanlo 2011: 5). A partir de esta confluencia, Luis García Fanlo cons-
tata que el principal aporte de Giorgio Agamben al tratamiento de
los dispositivos
imagen técnica 59

consiste en plantear que no sólo existen por un lado individuos y


por el otro dispositivos, sino que existe un tercer elemento que a su
juicio resulta fundamental para entender los procesos de subjetivación,
individuación y control y es lo que denomina «el cuerpo a cuerpo entre
el individuo y los dispositivos». […] Lo que los dispositivos inscriben en
los cuerpos son reglas y procedimientos, esquemas corporales, éticos y
lógicos de orden general que orientan prácticas singulares: conducen
conductas dentro de un campo limitado pero inconmensurable de
posibilidades. (2001: 5-6)

La concepción de la «imagen técnica» que el filósofo checo Vilém


Flusser elabora en su famosa filosofía de la fotografía (1983) coincide
de buen grado con esa interacción entre el individuo y el dispositivo
que graba en él sus reglas como si se lo programara. Flusser des-
cribe esta relación en términos técnicos –habla, efectivamente, de
programa, aparato, sistema y funcionario– y la dota de un drama-
tismo sugestivo. De este modo, permite imaginar una capturación
inadvertida del individuo en el engranaje del poder cuyas directivas
son codificadas en su propio cuerpo cuando éste, jugando con los
aparatos (fotográficos) del sistema, multiplica sus imágenes, cuyo
consumo retroalimenta las reglas grabadas por la interacción con
el dispositivo1.

1 
La crítica de la sociedad posindustrial que Vilém Flusser realiza en contra
de la creciente omnipresencia de las imágenes técnicas, parece reflejar la realidad
de una época de «transición o pasaje desde una forma social caracterizada como
“sociedad disciplinaria” productora de “sujetos productores”, a una “sociedad de
control” que necesitaría para su reproducción de “sujetos consumidores”» (García
Fanlo 2011: 7). Ésta no sólo se caracteriza por la coexistencia de los viejos disposi-
tivos con los nuevos, sino también implica que todos ellos «se integran dentro de la
red de poder-saber de modo que los dispositivos disciplinarios siguen disciplinando
pero, a la vez, son integrados a nuevas funciones de control: producción-consumo,
disciplina-control» (García Fanlo 2001: 7). En el desarrollo de nuestra reflexión
retomaremos lo dicho anteriormente.
60 Anna Kraus

La importancia que Flusser adscribe a las imágenes técnicas deriva


de su concepción general de la existencia humana, en la cual la ima-
gen desempeña un papel central:

[l]as imágenes son mediaciones entre el hombre y el mundo. El


hombre ek-siste2; esto significa que no tiene acceso inmediato al mundo.
Las imágenes tienen la finalidad de hacer que el mundo sea accesible
e imaginable para el hombre. Pero, aunque así sucede, ellas mismas
se interponen entre el hombre y el mundo; pretenden ser mapas, y se
convierten en pantallas. En vez de presentar el mundo al hombre, lo
re-presentan; se colocan en lugar del mundo a tal grado que el hombre
vive en función de las imágenes que él mismo ha producido. Éste ya
no las descifra más, sino que las proyecta hacia el mundo «exterior»
sin haberlas descifrado. El mundo llega a ser como una imagen, un
contexto de escenas y situaciones. […] El hombre se olvida de que
produce imágenes a fin de encontrar su camino en el mundo; ahora
trata de encontrarlo en éstas. Ya no descifra sus propias imágenes, sino
que vive en función de ellas; la imaginación se ha vuelto alucinación.
(1990: 12-13; énfasis del original)

Claramente arraigado en la tradición cartesiana, Flusser resalta la


inaccesibilidad inmediata del mundo, pues éste sólo puede contem-
plarse a través de la representación. Su pensamiento parece fundarse
sobre la idea de un vaivén de dependencias mutuas: la imagen mental
que se forma a partir de las sensaciones directas, pero ilegibles sin
elaborar, es proyectada hacia fuera donde resulta en la creación de
representaciones pictóricas del mundo –según su aparición ante la

Los ecos del concepto de Dasein, elaborado por Martin Heidegger en Sein
2 

und Zeit (1927), son bien discernibles en la obra flusseriana. En lo que sigue, sin
embargo, no se desarrolla esta pauta, no sólo por razones de espacio y de enfoque,
sino también por la discrepancia esencial entre estos dos pensamientos filosóficos,
incompatibles en varios puntos centrales, como, por ejemplo, la postura ante la
muerte.
imagen técnica 61

mente. Ellas funcionan como el filtro perceptivo al que el hombre


se entrega para imaginar la realidad. Dicho de otro modo, en las
imágenes que creamos surge, para Flusser, nuestra ilusión habitable
que, a diferencia de la caverna platónica, no está dada a priori, sino
que depende de cómo se construyen estas representaciones, cuya
estructura profunda deviene el andamiaje impensado de nuestro
ser-en-el-mundo.
La imagen flusseriana es una superficie significativa que, en la
mayoría de los casos, significa algo «exterior». Nuestra mirada, para
descifrar su contenido, vaga por la superficie de la imagen, estable-
ciendo relaciones temporales y jerárquicas entre sus elementos, según
el orden en que los enfoca y la importancia que les otorga a cada uno.
La interpretación de la imagen confluye en la creación de una red de
significados que Flusser describe como relación «propia de la magia,
donde todo se repite y donde todo participa de un contexto pleno
de significado» (1990: 12). Lo anterior quiere decir que, en la con-
templación de la imagen, sus elementos no se organizan de un modo
linear, propio de la lógica causal, sino que se significan y resignifican
mutuamente, de acuerdo a una mirada que vuelve a ellos y certifica su
movimiento perpetuo. El filósofo checo resalta el carácter «mágico»
de las imágenes, para ello sostiene que la «magia» estructura el mundo
dominado por imágenes y, por consiguiente, ejerce una influencia
capital en el comportamiento de los humanos. En otras palabras, el
desciframiento «mágico» de las imágenes influye en nuestro modo
de pensar y de interactuar con el mundo, graba –para ponerlo en
términos agambenianos– en el individuo los hábitos perceptivos y
conceptuales que de él requiere el dispositivo visual.
En su concepto de cultura, Flusser asigna un papel crucial a la
información; ésta tiene no sólo el sentido de aportar algo nuevo,
improbable e imprevisible, sino que se usa particularmente en el
sentido etimológico de dar forma (Carrillo Canán 2007: 9). La infor-
mación constituye, entonces, un arma poderosa en la lucha existencial
62 Anna Kraus

contra el caos de la naturaleza, la cual, según Flusser, se caracte-


riza por tender hacia la entropía total, es decir, hacia la pérdida de
información. La acumulación de información es, por consiguiente,
negativamente entrópica y puede ser comprendida como «propósito
humano, no como consecuencia del azar y la necesidad, sino de la
libertad» (Carrillo Canán 2007: 14). De ahí que la libertad se entienda
como la resistencia intencional o la rebelión consciente contra el
sinsentido de la «absurdidad brutal» de la vida en la naturaleza,
condenada a la muerte solitaria. En otros términos, la libertad del
ser humano radicaría en la búsqueda de una inmortalidad ejercida a
través de la acumulación de información.
Ahora bien, en Hacia una filosofía de la fotografía, Vilém Flusser
considera la fotografía como la primera de las «imágenes técnicas». A
diferencia de las imágenes tradicionales que, según el filósofo, provie-
nen de la mente y del tacto, las imágenes técnicas son creadas a través
del uso de un aparato (Flusser 1990: 17). Las secuelas más graves
del surgimiento del «universo de las imágenes técnicas» conciernen
directamente a la libertad humana. Para realizar una imagen técnica
es imprescindible el uso del aparato, pero éste funciona solamente
de acuerdo a cómo está programado. El concepto de programa ha de
tomarse tanto al pie de la letra –aquello que técnicamente posibilita el
funcionamiento del aparato– como metafóricamente –todos los «pro-
gramas escondidos», tales como, por ejemplo, el «compuesto por la
industria fotográfica» u «otro, compuesto por el complejo industrial»
(Flusser 1990: 29). Este valor doble del concepto deriva en que cada
programa «funciona tomando en consideración un metaprograma
más elevado» (Flusser 1990: 29). La especificidad del programa –de
todos los programas– reside en su carácter técnico, que le otorga un
número quizá inabarcable, pero siempre limitado de opciones de uso.
Es decir: «[l]a cámara ha sido programada para producir fotografías,
cada fotografía es la realización de una de las virtualidades conteni-
das en ese programa» (Flusser 1990: 27). Esto significa que con el
imagen técnica 63

aparato fotográfico sólo pueden sacarse las fotografías previstas por


el programa y, de forma consecuente, la producción de las imágenes
técnicas tiende, en el fondo, a la desinformación por multiplicación
de lo mismo. Éste es, para Flusser, un punto crucial en cuanto a la
libertad humana en la era de las imágenes técnicas, puesto que ellas,
automáticas, no sólo no expresan la intención de su autor, sino que,
además, todas están previstas –y, por consiguiente, controladas– por
el programa que posibilita su aparición3.
A un nivel general, esta concepción de la imagen técnica podría
incluso figurar una versión posindustiral de la perspectiva geomé-
trica renacentista: representación plástica construida según cálculos
racionales que, aunque parezca perfectamente fiel a su objeto, impone
a la mirada del espectador varios hábitos perceptivos inadvertidos,
que implican a la vez consecuencias ideológicas y comportamentales.
Una observación similar encontramos en Kaja Silverman a propósito
del uso del aparato fotográfico. En medio de sus reflexiones sobre las
obras de Christian Metz y de Jean-Louis Baudry (quienes señalan la
identificación –en el cine y en la fotografía– del punto de vista del
espectador con aquel, monocular, del aparato), la teórica resalta el
papel de la cámara en la formación del sistema representacional al
que son subordinados los ciudadanos (1996: 135-136). En la visión
de Vilém Flusser, sin embargo, el resultado de la programación de los
humanos llevada a cabo por el universo de imágenes técnicas es «una
3 
El pensamiento flusseriano no sería, tal vez, más que uno entre muchos que
han abordado la dependencia del ser humano de las herramientas que usa para
ubicarse en el mundo si no fuera por el peso existencial-antropológico del que el
filósofo checo dota su argumentación. A la hora de comentar su filosofía, es esen-
cial observar la importancia que Flusser otorga a la comunicación, ideándola como
un artificio o un arma contra la soledad ante la muerte. Dado que la naturaleza en
sí, según el pensador, es algo «carente de significado», en donde sólo nos aguarda
el sinsentido de la muerte solitaria, la tarea de la comunicación consiste en tejer
alrededor de nosotros el velo de un mundo codificado, constituido por el arte, la
ciencia, la religión y la filosofía. De ese modo olvidaríamos la soledad y la muerte.
64 Anna Kraus

sociedad de dados, de ajedrecistas, de funcionarios» (1990: 65) que


no saben más que seguir las reglas prescritas por el programa. Es en
este último punto donde su teoría va más allá de conceptos como el
de pantalla propuesto por Silverman y aquél de dispositivo, porque
éstos –a diferencia de la visión flusseriana– prevén cierta flexibilidad
del sistema, cuyas reglas, aunque omnipresentes e inadvertidas, siguen
siendo modeladas por la práctica de los individuos:

La práctica es una continua interpretación y reinterpretación de lo


que la regla significa en cada caso particular, y si bien la regla ordena
las prácticas éstas a su vez hacen a la regla, por lo tanto pensarla como
una fórmula subyacente, un reglamento, una representación o un mapa,
es un error. (García Fanlo 2011: 6)

Entonces, si en el universo de las imágenes técnicas de Flusser el


individuo se convierte en un funcionario del sistema, ¿cuáles serían los
caminos hacia la «única revolución que todavía es posible» que el filó-
sofo checo promete en su filosofia de la fotografía? (1990: 74). Vilém
Flusser y Guy Debord coinciden en el diagnóstico de la sociedad
occidental, tecnológica y posindustrial, donde el sistema totalizador
de la imagen omnipresente y deshumanizante ejerce la violencia de la
fabricación del sentido, y la pone al servicio del discurso dominante.
Ambos, considerando que el sistema es inderrumbable, sugieren
modos de corroerlo desde adentro. Debord, por su parte, activista del
movimiento anti-espectacular situacionista, propugna la estrategia
del détournement: un desvío minúsculo de los elementos del sistema
que conlleva el gesto de la situación construida en el seno mismo
de la vida cotidiana (volveremos sobre esto en la segunda parte del
presente trabajo). Flusser, en cambio, es más vago. Argumenta que «la
libertad es una estrategia mediante la cual la casualidad y la necesidad
se someten a la intención humana. En otras palabras, […] la libertad
es lo mismo que jugar en contra de los aparatos» (1990: 74). En Hacia
una filosofía de la fotografía, sin embargo, no aparecen propuestas
imagen técnica 65

concretas de cómo hacerlo, pero puede deducirse que aunque los


aparatos sólo permitan aquello que es accesible dentro del programa,
los artistas, si son conscientes del poder de las imágenes técnicas4,
pueden encontrar maneras de expresión subversiva frente a éste y,
de ese modo, seguir aportando información en aras de preservar la
libertad humana.

la sociedad de la imagen técnica en Bolaño


Vilém Flusser no ha sido el único –después de La obra de arte en
la era de su reproducción técnica– en señalar cierta intercambiabili-
dad deshumanizada de las imágenes técnicas. En el marco de una
reflexión sobre el poder homogeneizador de la fotografía y su transpo-
sición de lo heterogéneo a un universo de equivalencia formal, Allan
Sekula observa su afinidad con el rol del dinero en la teoría marxista
del capital: «[j]ust as money is the universal gauge of exchange value,
uniting all the world goods in a single system of transactions, so
photographs are imagined to reduce all sights to relations of formal
equivalence» (1981: 23). En otros términos, con el advenimiento y
la popularización de la fotografía, lo visible se convierte en lo foto-
grafiable (Sontag 1977: 156). En este sentido, lo visible se ofrece,
potencialmente, para realizar algunas de las virtualidades del pro-

4 
Flusser, sitúando a la imagen en el centro de su reflexión sobre la interrela-
ción humano-mundo, incita a pensarla no tanto en el contexto de las preocupa-
ciones mediales –como las de W. J. T. Mitchell o, en un sentido más abstracto,
de Friedrich A. Kittler–, sino, sobre todo, como una continuación posindustrial
del antiguo debate filosófico sobre la representación, desarrollado con predomi-
nancia del aspecto visual. En consecuencia, tanto la retórica «mágica» del filósofo
checo como las dimensiones maximalistas de su propuesta fotográfica podrían
obtener un valor metafórico, lo cual les otorgaría significados más matizados,
más universales, permitiéndonos dialogar con Flusser de un modo más adecuado
y más productivo.
66 Anna Kraus

grama. La segmentación de lo visible en unidades intercambiables,


en razón de su equivalencia formal y de su reproductibilidad, parece
ser, entonces, otra cara del proceso de segmentación uniforme del
tiempo desarrollado por Debord en La Société du Spectacle.
De acuerdo a Marcin Rychter, la obra de Bolaño constituiría
un comentario profundo sobre la realidad económica de nuestros
tiempos (2015: 105-107). Los alcances de esta observación se vuelven
particularmente significativos en el aparato crítico dedicado a 2666.
Los críticos suelen poner el foco en la despiadada injusticia de las
maquiladoras descritas en «La parte de los crímenes», para lo cual
resaltan la preocupación socio-política que impregna el texto (San-
tangelo 2012, Rychter 2015). En este punto, vale la pena detenerse
en el estudio de Sharae Deckard sobre el realismo periférico, pues allí
se examina la relación entre la incoherencia interior del capitalismo
tardío y los procedimientos formales empleados en 2666. Deckard
observa que, en medio del transcurso homogéneo de la narración
neutral realista de la novela, el uso de palabras e imágenes poéticas o
fantásticas determina el ejercicio de un realismo crítico que condena
la modernidad capitalista. En paralelo, la escritura de Bolaño no deja
de ofrecer una representación realista de la totalidad de las desigual-
dades estructurales del capitalismo tardío (2012: 358). De forma
similar, en las páginas que siguen, se propone examinar el modo
en que las imágenes técnicas de la televisión y de la fotografía –dos
dispositivos importantes del espectáculo capitalista– impregnan no
sólo la realidad representada en 2666 sino también el texto mismo,
adonde se infiltran de diversas maneras. Nuestra propuesta busca
argumentar que las imágenes técnicas habitan la narración y forman
ciertas partes del relato según sus propios principios. De este modo,
pensamos el texto como un reflejo de los cambios de percepción y
comunicación que transcurren en la sociedad del capitalismo tardío.
Al mismo tiempo, la incorporación de los códigos de las imágenes
técnicas conduce al texto a desarrollar varias estrategias subversivas
ante las reglas inadvertidas de esos dispositivos.
imagen técnica 67

espectáculo y programa en la prisión


En «La parte de los crímenes» se narra un ajuste de cuentas que
tiene lugar en la prisión de Santa Teresa. El episodio es descrito
tres veces en el texto, todas ellas a través de un narrador extradie-
gético omnisciente. En primera instancia, el relato parece adoptar
parcialmente la perspectiva de Klaus Haas que asiste al acto; luego
se comenta la nota de prensa sobre el acontecimiento; en tercera
instancia, Haas se lo cuenta a su abogada y aquí la narración incluye
una forma de diálogo. Vale la pena citar los tres pasajes en extenso:

Al octavo día de estar en la cárcel los atraparon a los cuatro en la


lavandería. De golpe, desaparecieron los carceleros. Cuatro reclusos
controlaban la puerta. Cuando Haas llegó lo dejaron pasar como si
fuera uno más, uno de la familia, algo que Haas agradeció sin pala-
bras, aunque él nunca dejó de despreciarlos. Chimal y sus tres carnales
estaban inmovilizados en el centro de la lavandería. A los cuatro los
habían amordazado con esparadrapo. Dos de los Caciques ya estaban
desnudos. Uno de ellos temblaba. Desde la quinta fila, apoyado en
una columna, Haas observó los ojos de Chimal. Le pareció evidente
que quería decir algo. Si le hubieran quitado el esparadrapo, pensó, tal
vez hubiera arengado a sus propios captores. Desde una ventana unos
carceleros observaban la escena que se producía en la lavandería. La
luz que salía de aquella ventana era amarilla y débil en comparación
con la luz que irradiaban los tubos fluorescentes de la lavandería. Los
carceleros, notó Haas, se habían quitado las gorras. Uno de ellos llevaba
una cámara fotográfica. Un tipo llamado Ayala se acercó a los Caciques
desnudos y les realizó un corte en el escroto. Los que los mantenían
inmovilizados se tensaron. Electricidad, pensó Haas, pura vida. Ayala
pareció ordeñarlos hasta que los huevos cayeron envueltos en grasa,
sangre y algo cristalino que no supo (ni le importaba saber) qué era.
¿Quién es ese tipo?, preguntó Haas. Es Ayala, murmuró el Tequila, el
hígado negro de la frontera. ¿Hígado negro?, pensó Haas. Más tarde
el Tequila le explicaría que entre las muchas muertes que debía Ayala,
estaban las de ocho emigrantes a los que pasó a Arizona a bordo de
68 Anna Kraus

una Pick-up. Al cabo de tres días de estar desaparecido Ayala volvió


a Santa Teresa, pero de la Pick-up y de los emigrantes nada se supo
hasta que los gringos encontraron los restos del vehículo, con sangre
por todos los sitios, como si Ayala, antes de volver sobre sus pasos, se
hubiera dedicado a trocear los cuerpos. Algo grave pasó aquí, dijeron
los del border patrol, pero la ausencia de cadáveres propició que el caso
se olvidara. ¿Qué hizo Ayala con los cadáveres? Según el Tequila, se los
comió, así era de grande su locura y su maldad, aunque Haas dudaba
de que existiera alguien capaz de zamparse, por más loco o hambriento
que estuviera, a ocho emigrantes ilegales. Uno de los Caciques a los
que acababan de castrar se desmayó. El otro tenía los ojos cerrados y
las venas del cuello parecía que iban a explotarle. Junto a Ayala estaba
ahora Farfán y ambos ejercían como jefes de ceremonia. Deshágase
de esto, dijo Farfán. Gómez levantó los huevos del suelo y comentó
que parecían huevos de caguama. Tiernecitos, dijo. Algunos de los
espectadores asintieron y nadie se rió. Después Ayala y Farfán, cada
uno con un palo de escoba de unos setenta centímetros de longitud, se
dirigieron hacia Chimal y el otro Cacique (651-653).

Entre la descripción de la ejecución en la prisión y la nota de


prensa se narra el caso de otra de las mujeres asesinadas, sin que sea
posible establecer alguna conexión indudable entre lo uno y lo otro.

La noticia apenas ocupó una columna interior en los periódicos de


Santa Teresa y pocos medios del resto de la república se hicieron eco de
ella. Ajuste de cuentas en la cárcel, decía el titular. Cuatro miembros
de la banda los Caciques detenidos en espera de juicio por el asesinato
de una adolescente fueron masacrados por algunos reclusos del penal
de Santa Teresa. Sus cuerpos sin vida se encontraron amontonados en
el cuarto donde se guardan los útiles de limpieza de la lavandería. Más
tarde se hallaron los cadáveres de otros dos antiguos miembros de los
Caciques en las dependencias sanitarias. Miembros de la propia insti-
tución penitenciaria y de la policía investigaron el crimen, sin aclarar
los motivos ni la identidad de los autores (654).
imagen técnica 69

Inmediatamente después viene la conversación de Haas con su


abogada:

Cuando al mediodía lo fue a ver su abogada, Haas le dijo que había


presenciado el asesinato de los Caciques. Estaba toda la crujía, dijo Haas.
Los guardias miraban desde una especie de claraboya del piso superior.
Sacaban fotos. Nadie hizo nada. Los empalaron. Les destrozaron el
ojete. ¿Son malas palabras?, dijo Haas. Chimal, el jefe, pedía a gritos
que lo mataran. Le echaron agua cinco veces para que se despertara.
Los verdugos se apartaban para que los guardias tomaran buenas fotos.
Se apartaban y apartaban a los espectadores. Yo no estaba en la primera
fila. Yo podía verlo todo porque soy alto. Raro: no se me revolvió el
estómago. Raro, muy raro: vi la ejecución hasta el final. El verdugo
parecía feliz. Se llama Ayala. Lo ayudó otro tipo, uno muy feo, que
está en mi misma celda, se llama Farfán. El amante de Farfán, un tal
Gómez, también participó. No sé quiénes mataron a los Caciques que
encontraron después en el baño, pero a estos cuatro los mataron Ayala,
Farfán y Gómez, ayudados por otros seis que sujetaban a los Caciques.
Tal vez fueron más. Quita seis y pon doce. Y todos los de la crujía que
vimos el mitote y no hicimos nada. ¿Y tú crees, dijo la abogada, que
afuera no lo saben? Ay, Klaus, qué ingenuo eres. Más bien soy tonto,
dijo Haas. ¿Pero si lo saben por qué no lo dicen? Porque la gente es
discreta, Klaus, dijo la abogada. ¿Los periodistas también?, dijo Haas.
Ésos son los más discretos de todos, dijo la abogada. En ellos la discre-
ción equivale a dinero. ¿La discreción es dinero?, dijo Haas. Ahora lo
vas entendiendo, dijo la abogada. ¿Sabes tú acaso por qué mataron a
los Caciques? No lo sé, dijo Haas, sólo sé que no estaban en un colchón
de rosas. La abogada se rió. Por dinero, dijo. Esos bestias mataron a la
hija de un hombre que tenía dinero. Lo demás sobra. Puro blablablá,
dijo la abogada. (655-656)

La secuencia de estos tres pasajes dedicados a narrar el mismo


acontecimiento es significativa. Las tres versiones de la ejecución en
la prisión, cuya disimilitud salta a la vista, revelan una insistencia en
70 Anna Kraus

la forma de narrar que pone de relieve ciertos elementos y los carga


de significado5. La primera versión de la ejecución de los cuatro Caci-
ques, narrada en tercera persona, transcurre en la lavandería y, por
momentos, adopta la perspectiva de Haas, quien lo observa todo desde
la quinta fila y cuyas impresiones fugitivas llega a conocer el lector.
En este punto, es preciso señalar que la narración parece registrar la
escena con una fragmentariedad propia de las impresiones inmediatas:
la mirada nota detalles específicos, el oído registra sonidos, la mente,
a veces, produce asociaciones y preguntas automáticas acerca de las
impresiones, pero cada vez algo nuevo llama la atención del parti-
cipante. El tono neutro y bastante desapasionado de este fragmento
sugiere que la narración no coincide plenamente con la perspectiva
de Haas, sino que da cuenta de los hechos de un modo imparcial.
Aun así, el relato deja traslucir cierta solemnidad de la escena: los
carceleros –en vez de intervenir– se quitan las gorras, los verdugos
ejercen de «jefes de ceremonia», mientras que en los ojos del conde-
nado principal, Chimal, Haas cree notar un extraño fervor. Nadie se
ríe. Descrita así –según la interpretación de Arndt Lainck– la escena
cobra unas dimensiones casi religiosas, como si se tratara de un ritual
(2014: 159), imprescindible para restablecer el orden quebrado de la
realidad. De este modo, el «ajuste de cuentas» entre los criminales
representaría una suerte de justicia sangrienta que, como el suplicio
medieval descrito por Foucault en Surveiller et punir (1975: 9-72),
cumple la función de restablecer el equilibrio simbólico de la realidad

El procedimiento narrativo de relatar el mismo acontecimiento ficticio


5 

varias veces no es especialmente llamativo en una obra tan marcadamente auto-


rreferencial o «autofágica» como la de Bolaño (Manzoni 2003). Sin embargo,
la particularidad de estas tres aproximaciones a una misma escena, donde se
intercalan los motivos de la realidad institucional, criminal y mediática, parece
sugerir cierta correspondencia crítica entre la insistencia formal inscripta en la
repetición con diferencia y la manipulación de los hechos representados. De esta
forma, pareciera construirse un significado denunciatorio.
imagen técnica 71

social. Se trata, claro, de restituir el anti-orden del mundillo criminal.


La escena está dispuesta de tal modo que pareciera ser que en ella nada
tiene carácter casual. La castración da la impresión de ser necesaria no
tanto por el dolor que inflige, sino, más bien, por su valor simbólico:
los condenados tienen que ser expulsados de la categoría de «hombre»
que hasta ahora han compartido con los demás criminales, para de
ese modo asemejarse más a la «mujer» –la cual, en Santa Teresa, es
material sacrificable, inferior y predestinado a acabar en el basurero,
según sugiere Cathy Fourez (2010: 237).
No obstante, ese carácter casi sacro de la ejecución queda desmen-
tido en las otras dos versiones de los hechos. La noticia de prensa
reduce el acontecimiento a una simple barbarie típica del mundo
criminal, cuya dinámica parece no tener nada que ver con el resto
de la sociedad: tanto los autores como las víctimas quedan anónimos
y los motivos sin aclarar, todo permanece marginalizado del espacio
de comunicación de la sociedad, inaccesible detrás de los muros de
la institución penitenciaria. Sin embargo, a la luz de la conversación
de Haas con su abogada, la noticia, a primera vista neutral, cobra
un significado bien distinto. Cuando la narración le da la palabra
a Haas, éste no sólo se muestra escandalizado, sino que también
transmite una percepción por entero diversa de la sugerida por el
primer pasaje. De repente, Chimal –en vez de arengar mudamente
a sus propios captores– pide a gritos que lo maten, el verdugo –que
ya no se denomina «jefe de ceremonia»– parece feliz, mientras que
las gorras de los guardias ya no son objeto de interés, se destaca,
en cambio, que están sacando fotos. En la primera versión sólo se
menciona que uno de los carceleros lleva una cámara fotográfica,
en la tercera, todo el acontecimiento parece circular en torno a la
disposición de los guardias a tomar buenas fotos. La importancia que
tiene la cámara fotográfica en esta escena, donde el aparato influye
y altera la dinámica y el significado de los acontecimientos, podría
describirse con las palabras de Susan Sontag:
72 Anna Kraus

Camera defines reality in two ways essential to the working of an


advanced industrial society: as a spectacle (for masses) and as an object
of surveillance (for rulers). The production of images also furnishes a
ruling ideology. Social change is replaced by a change in images. The
freedom to consume a plurality of images and goods is equated with
freedom itself. The narrowing of free political choice to free economic
consumption requires the unlimited production and consumption of
images. (1977: 177-178)

En continuidad con lo anterior es posible afirmar que la tortura


y la ejecución de los cuatro hombres se escenifica como un espec-
táculo extremo, y aquí vale la pena evocar el sentido específico que
le atribuye Paul Ardenne: «l’extrême lui-même est extrême, il troue
le réel borné, il l’écartèle, il y inscript une béance» (2006: 20). Este
espectáculo, entonces, se instala en el seno mismo del dolor y de la
muerte reales, transgrede los límites semánticos y ontológicos de los
hechos, porque, subordinados a las exigencias visuales de las cámaras
fotográficas, los hechos pierden su dimensión judicial y la muerte se
banaliza hasta un grado impensable. De ese modo, la realidad vio-
lenta queda reducida a una especie de «paisaje fotografiable» (646),
mero material convertible en imagen. Su existencia viene a confirmar
que puede poseerse, como un recuerdo pasajero o una postal más
o menos exótica, pues, tal y como lo señala Sontag, «photographs
objectify, turn […] into something that can be possessed» (2003:
72). Cuando sacan las fotos, los guardianes convierten la ejecu-
ción en un espectáculo que domina la realidad. La presencia de la
imagen técnica viene aquí a confirmar su función como una de las
opciones previstas por el dispositivo y, al mismo tiempo, legitima
la libertad de los reclusos a regirse por sus propias leyes, incluso en
un espacio controlado por la institución penitenciaria. La ejecución
en la prisión, entonces, no sólo banaliza la muerte, también vuelve
aceptable la escena fotografiada en la prisión: «like sexual voyerism,
imagen técnica 73

[photographing is] a way of encouraging whatever is going on to


keep happening» (Sontag 1977: 12)6.
De hecho, Klaus Haas tiene que ser bastante «ingenuo» (655), pues
la presencia del aparato fotográfico en manos de los representantes de
la justicia, implica, automáticamente, la participación más o menos
pasiva del poder en el crimen. En varios trabajos suyos, el teórico de
arte y literatura John Tagg ha examinado la relación entre la captura
fotográfica y el discurso del poder dominante. En The Disciplinary
Frame: Photographic Truths and the Capture of Meaning (2009), Tagg
investiga los procesos de apropiación e instrumentalización del medio
fotográfico llevados a cabo por los discursos y por las instituciones
del poder, y hace especial hincapié en la violencia de la fabricación de
sentido (meaning) a partir del material fotográfico. Uno de los temas
explorados por Tagg es la utilización de documentos fotográficos en
las instituciones del sistema disciplinario –tales como prisiones, tri-
bunales y cárceles. La documentación de ese tipo, según Tagg, es una
mezcla de disciplina y espectáculo, de documentación y publicidad
(2009: xxxii), pues implica el establecimiento de representaciones
tipificadas de lo que es un criminal, de lo que es la justicia y de la
relación que se trama entre ellos. El uso de la aparente «objetividad»
de la imagen fotográfica le sirve al aparato gobernante para fabricar
nuevos imaginarios dominantes en nombre de la «verdad» y, por
consiguiente, del dispositivo de control.
Como vemos, el procedimiento narrativo de insertar tres ver-
siones de una ejecución en prisión resalta las diferencias entre ellas,
en particular en lo referido al papel que juega la captura fotográfica
de los acontecimientos por parte de los representantes del poder. Al
mismo tiempo, la variedad de versiones contrasta fuertemente con la
6 
Este instante de escenificación de la muerte real, bajo la tutela de agentes del
orden, además, introduce por una puerta inesperada la posibilidad, entrevista en
otros pasajes de la novela, de que en Santa Teresa se filmen películas snuff (669).
Esta posibilidad es formulable porque los guardias usan cámaras fotográficas.
74 Anna Kraus

uniformidad del lenguaje pericial de las descripciones de los cadáveres


que tiene lugar en la misma sección de 2666, y cuyas características
atestiguan de un modo definitivo que eso ha tenido lugar. Por un lado,
la muerte de los hombres –sobre todo en el espacio protegido de la
prisión– parece requerir más palabras que la de las mujeres, necesita
ser vuelta a narrar, porque, en el contexto del machismo santatere-
siano, no deja de sorprender y, tal vez, dé prueba de alguna aberración
del sistema. Las mujeres en Santa Teresa están, en cierto sentido,
predestinadas a morir prematuramente, lo cual está profundamente
arraigado en las actitudes populares misóginas que, compartidas
incluso por los policías7, son reproducidas mecánicamente y crean
un imaginario inderrumbable dentro del cual la muerte violenta de la
mujer apenas se constata. La breve noticia de prensa, insertada entre
los dos relatos más o menos directos de la ejecución en la prisión,
permite entender, aun antes de que lo diga la abogada, que todos
saben lo que pasó en la prisión: el carácter enigmático de la noticia
(de hecho, apenas entrega información relevante) funciona como un
filtro fotográfico que solamente deja discernir los contornos de las
cosas. La mención, en la primera descripción de la ejecución, de una
cámara fotográfica en las manos de uno de los guardias introduce
la conexión entre el ver y el saber, cuya desfachatez indigna a Haas,
pero que explica la futilidad de la noticia de prensa, pues tal y como
señala John Tagg, el aparato del poder domina la «verdad» y la maneja
según sus propias necesidades. Por otra parte, en la triple reiteración
de lo mismo, con y sin la mediación fotográfica, parece reflejarse de
manera condensada la etapa de transición del dispositivo, donde los
antiguos dispositivos de la institución penitenciaria coexisten con
el dispositivo visual que la convierte en objeto de consumo, lo cual
resulta, recordemos, en «nuevas funciones de control: producción-

En «La parte de los crímenes» hay una escena famosa donde los policías se
7 

cuentan chistes violentos de un carácter inequívocamente misógino (689-692).


imagen técnica 75

consumo, disciplina-control» (García Fanlo 2001: 7). La noticia de


prensa, entonces, funciona en el texto como una versión mediática
de la instantánea sacada por el guardia. Si se retoman los desarrollos
de Flusser, podemos decir que la realidad captada por el aparato del
funcionario es una imagen técnica que –en vez de informar– única-
mente refleja el programa dominante y sirve para cimentar el sistema.

televisión

lo inmediato distante
[Fate] vio un trozo de un programa basura en el que una mujer obesa
de unos cuarenta años tenía que soportar los insultos de su marido, un
obeso de unos treintaicinco, y de su nueva novia, una semiobesa de
unos treinta años. […] El obeso gesticulaba y se movía como un rapero,
jaleado por su novia semiobesa. La esposa del obeso, por el contrario,
permaneció en silencio mirando al público hasta que se puso a llorar
sin hacer ningún comentario.
Esto tiene que acabarse aquí, pensó Fate. Pero el programa o aquel
segmento del programa no acabó allí. Al ver las lágrimas de su esposa
el obeso redobló su ataque verbal. (327)

La puesta en escena de la violencia real tiene, por supuesto, una


larga tradición que se remonta, por lo menos, a los juegos circenses
romanos y a sus raíces estrechamente relacionadas con la idea del
sacrificio ritual (Girard 1972: 13-62). Pero la mediación del sufri-
miento auténtico encarnada en las imágenes técnicas, como vimos en
la ejecución de la prisión, no sólo lo banaliza –en vez de usarlo para
controlar la violencia (Girard 1972: 15)– al convertirlo en otro «objeto
fotografiable» y reproducible, sino que también lo normaliza y acepta.
De ese modo se confirma, con la mera grabación y retransmisión, que
lo que está pasando puede seguir pasando y que mirarlo está bien.
76 Anna Kraus

En otras palabras, lo que las imágenes técnicas nos dan a ver está allí
para ser mirado: «through being photographed, something becomes
a part of a system of information, fitted into schemes of clarification
[…] Reality as such is redefined – as an item for exhibition» (Sontag
1977: 156). Si insistimos en este punto es porque permite señalar un
parentesco incómodo entre el «ajuste de cuentas» fotografiado en la
prisión y el «programa basura» donde se graba y mediatiza la violencia
cotidiana de gente anónima y tipificada (unos «obesos»).
No sin razón es en «La parte de Fate» donde la televisión aparece
con mayor frecuencia. Refiriéndose a la televisión, uno de los per-
sonajes de White Noise de Don DeLillo observa que «[t]he medium
is a primal force in the American home. Sealed-off, timeless, self-
contained, self-referring. It’s like a myth being born right there in our
living room, like something we know in a dream-like and precons-
cious way» (1986: 51). Tanto en el presente como en los recuerdos de
Fate, la televisión es un elemento imborrable: al entrar en un cuarto,
el periodista norteamericano siempre enciende la tele, duerme delante
del televisor encendido y, evocando a su recién difunta madre, infali-
blemente la ve acompañada por la luz azulada de la emisión televisiva.
«The predominant myth of cinema, fostered by cinema itself,
is that its images and sounds present reality. The equivalent myth
of TV is that its broadcasts are immediate and live», observa John
Ellins (2000: 77), y aunque ambas partes de esta afirmación puedan
discutirse, vale la pena destacar que la creación de mitologías de la
visualidad es propia de ambos medios. Éstas, que en parte depen-
den de sus acondicionamientos técnicos –para el caso de la TV, la
presencia de la cámara portátil en el lugar de los acontecimientos
filmados y la ubicación del televisor en el espacio privado del domi-
cilio– contribuyen al establecimiento de reglas impensadas, propias
del dispositivo y decisivas a la hora de definir los hábitos y las acti-
tudes inadvertidos del espectador. El efecto de la imagen televisiva
pretende ser el de la inmediatez. La televisión no intenta acortar la
imagen técnica 77

distancia entre el espectador y los hechos filmados sino anularla,


trasladar el mundo directamente a la sala de estar (Ellis 2000: 132).
Según apunta Christian Ferrer, el carácter directo –que depende,
añadimos, de la auto-mitología del medio– del mensaje televisivo es
usado por el aparato de poder para implicar, de manera lógica, su
veracidad (2000: 28-29); a esto habría que añadir que la tecnología de
la cámara televisiva viene a asegurar la objetividad y el realismo de la
transmisión del mensaje. Dicho de otro modo, la televisión pretende
enseñarnos todo lo que hay que ver, o sea, lo que se ve en la pantalla
equivale a lo que existe (Mora 2012: 111). Es más: la mirada de la
televisión –cuyos tentáculos llegan a los rincones más remotos del
mundo– sustituye la mirada del telespectador que delega su propio
ver al omnipresente ojo de la televisión (Ellis 2000: 163). En este
sentido, sería pertinente evocar el pensamiento representacional de
Vilém Flusser, quien insiste en la dependencia del ser humano de
las imágenes (en este caso, imágenes técnicas). La convicción de la
inmediatez y veracidad del mensaje televisivo parecen haberla inter-
nalizado muchos de los personajes de 2666: el recepcionista del motel
de Fate sostiene que «la vida real aparece y hay que buscarla en los
canales gratuitos» (428); Lotte, durante sus estancias en Santa Teresa,
encerrada en su cuarto de hotel, ve programas mexicanos como una
manera de «acercarse a su hijo» (1106); Pelletier busca confirmar en
la televisión su premonición oscura de que el retraso de Espinoza se
debe a un accidente de avión (83). Todo acontece como si el acceso
más inmediato y más fiable a la realidad se ofreciera a quien pasara
por el atajo de este medio, dado como garante de la existencia de
todo lo que se ve en la pantalla.
Según Vilém Flusser, en la superficie de la imagen técnica, ideada
como un campo cerrado «lleno de dioses», actúan distintos «poderes
secretos», por ejemplo, el «imperialismo», el «sionismo» o el «terro-
rismo», donde todos sus elementos reclaman ser considerados «bue-
nos» o «malos» (1990: 56-57). Como si siguieran el camino abierto
78 Anna Kraus

por la reflexión de Flusser, varios personajes de 2666 parecen ejercer


«comportamientos mágicos» impuestos por la televisión, copiando
clichés y mecanismos de actuar inculcados por este dispositivo. Marc
Augé aborda el proceso de ficcionalización de la realidad y lo concibe
como una de las consecuencias más importantes de la popularidad de
la televisión: «ce n’est plus la fiction qui imite le réel mais, semble-t-il,
le réel qui reproduit la fiction. Cette mise en fiction est d’abord liée
à l’abondance d’images et à l’abstraction du regard qui en procède»
(1997a: 115). En la estela de esa «magia», los críticos de la primera
sección de 2666 –aunque pretendan distanciarse, los muy intelec-
tuales, de este medio de comunicación, definiendo, con odio, al ex
marido de Norton como «un gilipollas que creía en la televisión»
(53)– acaban ridiculizados en una proyección icónica8, donde el
género televisivo más vulgar se apodera de una escena romántica,
los dos amantes que espían bajo la misma ventana a su amada en
común: «[d]espués, mientras el taxi se alejaba, vieron la sombra de
Liz, la sombra adorada, y luego, como si un soplo de aire fétido
irrumpiera en un anuncio de compresas, la sombra de un hombre
los dejó paralizados» (91). El mundo posible de la ficción revela de
este modo la fuerza con que el imaginario dominante de la cultura
popular modela la realidad. Tal y como en la sociedad debordiana,
las imágenes hegemónicas que trazan el camino por seguir socavan
al mismo tiempo la validez e incluso la existencia de la realidad fuera
del espectáculo. En la realidad del capitalismo tardío, nos sugieren
varios fragmentos donde el imaginario televisivo invade el texto de
Bolaño, los «mitos» de los que habla DeLillo –«the coded messages
and endless repetitions, like chants, like mantras» (1986: 51)– no
paran de impactarnos y de moldearnos. Más aun, lo anterior también

Hans Lund, quien introdujo el término iconic projection, lo define como


8 

«the act of decoding a framed field of vision in the exterior concrete world of
objects as if it were a picture» (1992: 73).
imagen técnica 79

se ve reflejado en la ficción literaria, ella misma un dispositivo entre


otros, estrechamente interconectados, si se piensa con Agamben.
Heriberto Yépez, en su ensayo radical Contra la Tele-visión (2010),
propone toda una serie de conceptos relacionados con la tele-visión9
para diagnosticar los cambios profundos que están produciéndose
en nuestra realidad bajo la influencia irreversible de este medio. La
tesis central de su reflexión es que la «tele-visión» está convirtiendo
la existencia en «mirar lo más distante como si fuera lo más cercano
y mirar lo más cercano como si no fuese verdad» (2010: 27). En
otros términos, las imágenes se superponen a la realidad, hacen que
desaparezca ante el espectador y la vuelven inaccesible10:

La televida [es] existir como si tú fueras una imagen en un mundo


en que el resto de las imágenes fuesen auténticas […]; [la televida] desea
preservar la distancia […] y para preservar la distancia, el individuo
televital se aleja lo más posible de sí mismo convirtiéndose en una
autoimagen. (Yépez 2010: 25-26)

Mario Perniola, por su parte, habla de la violencia a la que los


medios de comunicación someten al individuo para incluir al Yo
en la imagen del mundo que proponen (2006: 25). En 2666, todo
esto puede observarse con especial claridad en «La parte de Fate»
donde, según señala Neige Sinno, el periodista afroamericano sufre

9 
«“Tele-visión” no significa solamente un aparato (la “caja idiota”) o, inclu-
sive, un lifestyle (espectáculo, mercancía o acidia). Lo que denomino “tele-visión”,
aunque no seamos conscientes de ello, implica un desplazamiento desde la meta-
física hacia la telefísica. Este giro define a esta época» (Yépez 2010: 10; énfasis
del original).
10 
Es importante subrayar que la visión de Heriberto Yépez se diferencia de
la de Guy Debord, para quien el espectáculo es la realidad, y de la de Jean Bau-
drillard, para quien el simulacro sustituye a la realidad (1981: 10). Para Yépez,
la realidad sigue en el mismo lugar, sólo que nosotros ya no somos capaces de
percibirla.
80 Anna Kraus

de una recurrente sensación desagradable de irrealidad ante lo que lo


rodea, como si la realidad más inmediata fuera una ilusión en la que
no puede reconocerse (2011: 69-72). En el momento decisivo de su
aventura nocturna en Santa Teresa, cuando Fate se da cuenta de que
la vida de Rosa Amalfitano depende de sus actos, recurre a su autoi-
magen como si quisiera encarnar bien el papel que le está asignado:

[a]hora debo procurar ser lo que soy, pensó Fate, un negro de Har-
lem, un negro jodidamente peligroso. Casi de inmediato se dio cuenta
de que ninguno de los mexicanos estaba impresionado. […] Esta escena,
pensó […], yo ya la he vivido (408).

Aunque la realidad parece desmentir la ilusión tele-visiva de Fate


(nadie está impresionado)11, él no puede salir de ella por completo y,
de ese modo, permanece en un vaivén entre lo uno y lo otro, en un
vaivén marcado por metacomentarios acerca de su percepción de la
realidad, y que acaba desestabilizando la estructura temporal de la
narración en su sección de 2666.

impregnación
Al final de «La parte de Fate» –que es el único instante en 2666
donde la cronología de la narración dentro de una misma sección
está quebrada– el relato se divide en un «antes» y un «después» de
un acontecimiento crucial (la visita a la prisión para entrevistar a
Klaus Haas) que entrelaza los dos hilos. Para explicarlo mejor: un
fragmento corto sobre lo que ocurre «antes» está seguido por uno

Brett Levinson, en su brillante artículo «Case closed…» (2009), desarrolla


11 

una reflexión acerca de la doble existencia de Fate –quien, de hecho, no es Fate,


sino Williams–, su constante juego de roles que le imponen las circunstancias y
las apariencias.
imagen técnica 81

sobre lo que ocurre «después», luego viene el siguiente fragmento sobre


lo que sucede «antes», etcétera. Esquemáticamente, esta cronología
subvertida podría representarse de modo siguiente: a1 c1 a2 c2 a3
c3… a8 b –puesto que las «as» corresponden a lo de antes, las «ces» a
lo de después y la «b» simboliza el punto crucial. Neige Sinno parece
acertar en su interpretación de este procedimiento desconcertante,
cuando propone que prácticamente todo el contenido de «La parte
de Fate» puede ser concebido como un sueño del protagonista:

De alguna manera, Fate no deja nunca su lugar en el sillón en la casa


de su madre. La trama es doble: por una parte es una intriga de tipo
policial-fantástica […], y por otra es un relato de duelo y de terror, pues
vuelve una y otra vez a la casa de su madre sin cambios sustanciales. En
las últimas páginas […] volvemos al principio. También cabe la posibi-
lidad de que el episodio mexicano haya sido un sueño. (2011: 68-69)

Hay una pérdida gradual de la certeza sobre el momento presente


de Fate, cada instante parece igual de (ir)real que los demás –al mismo
tiempo que la falta del momento crucial cuestiona la autenticidad de
todo aquello que supuestamente habría pasado después. Esto bien
podría ser una consecuencia más de una percepción «contaminada»
por la televisión. Vicente Luis Mora escribe al respecto: «[l]a televisión
es el paisaje de la continuidad. Es imposible saber dónde está el tiempo
real, la emisión en directo. […] al desaparecer el tiempo, desaparece
también la distancia entre los hechos y entre la verdad de los hechos»
(2012: 160; énfasis del original)12. El tiempo real, entonces, parece
perder importancia en «La parte de Fate», está dislocado y por ende

12 
De modo parecido, cuando Fate y Rosa, tras haber huido de sus persegui-
dores, se esconden en su motel, Rosa le cuenta a Fate la historia de su noviazgo
con uno de ellos: su historia, en extremo detallada, sigue ininterrumpida durante
catorce páginas (412-426), aunque en realidad debería ocupar el breve instante
entre que Rosa «salió del baño» (412) y se durmió (427).
82 Anna Kraus

liberado de su relación con el presente. Esta particularidad permite


trazar un paralelo entre la estructura temporal del final de esta sección
de 2666 y la técnica de construcción de tensión en las series televisi-
vas, donde cada segmento (episodio) tiene que ser autosuficiente, con
su propio culmen, pero dejando el desenlace para la entrega siguiente
(Ellis 1989: 149). En «La parte de Fate», el lector llega a saber que
los protagonistas, finalmente, se encuentran con el sospechoso prin-
cipal, y que después dejan México en dirección a Estados Unidos.
Sin embargo, no se narra el episodio más emocionante, a saber, la
entrevista con Klaus Haas. John Ellis subraya la importancia de las
emociones que despierta la televisión para enganchar al espectador:
la tentación de especular sobre los hechos futuros o sobre aquellos
que no se revelan en la pantalla es uno de los imanes más poderosos
de las series televisivas (1989: 151). El orden torcido (lo de «antes»
entrelazado con lo de «después», omitiendo el punto central) juega, a
modo televisivo, con las emociones del lector, al mismo tiempo que
va reforzando la pérdida «tele-vital» de acceso a la realidad de Fate.
Otro personaje que parece encarnar las normas del dispositivo
en cuestión es el célebre presentador televisivo Reinaldo. Éste des-
empeña un papel bastante relevante en «La parte de los crímenes»,
puesto que es él quien logra persuadir a Florita Almada –la vidente
que ve los rostros de los asesinos de las mujeres– para que participe
en su talk-show Una hora con Reinaldo. Si se considera el andamiaje
textual que sostiene el mundo posible de la ficción en 2666, vale la
pena atender en detalle a este personaje, pues él permite revelar la
inscripción inadvertida de ciertos mecanismos de funcionamiento de
la televisión. Estos mecanismos no sólo parecen modelar los compor-
tamientos «mágicos» de los habitantes de aquel universo, además de
la estructura del relato ya abordada a propósito de «La parte de Fate»,
sino que también y mediante la evocación de fórmulas genéricas de
fenómenos típicamente televisivos, podrían revelar su incrustación
en la pantalla perceptiva del lector. Marc Augé sostiene que, dentro
imagen técnica 83

del medio igualador de la televisión, los famosos, para poder existir


como personalidades políticas, artísticas u otras, primero tienen que
cobrar una existencia ficcional, es decir, estar vigentes en el universo
del espectáculo (1997: 116). En él –valdría añadir en diálogo con
Flusser– la diferenciación y la individualización son reguladas por el
programa que de antemano incluye las excepciones. De forma aná-
loga, Guy Debord resalta la «spécialisation du vécu apparent, l’objet de
l’identification à la vie apparente sans profondeur, qui doit compenser
l’émiettement des spécialisations productives effectivement vécues»,
y la concibe como la condición característica del famoso (1992: 55;
énfasis del original). Por su parte, Reinaldo funciona en 2666 como
un emisario o, podría decirse incluso, como una emanación del espec-
táculo. De acuerdo a nuestra lectura, su existencia aparente de estrella
determina la forma de los pasajes que le son dedicados en 2666. Esto
es especialmente notable en el episodio donde Reinaldo se encuentra
con Sergio González para llevarlo a ver a Florita Almada. Una vez
en el coche del abogado de la Santa, un tal José Patricio, Reinaldo
cuenta una historia amorosa de éste. Una parte de su relato se narra
como si fuera un talk-show televisivo, e incluye en dos ocasiones la
transcripción de las reacciones de un público invisible, «(Risas)» (707).
Aquí el público parece formar parte de la existencia espectacular de
Reinaldo, quien no habría podido ser el famoso que es de no haber
tenido a su público13.
13 
En este contexto llaman la atención los intentos feroces de Reinaldo por
crear una existencia ficcional y aparente para Florita Almada, y lograr que la
vidente obtenga el bien merecido estatus de celebridad televisiva. El presentador
crea una especie de secta alrededor suyo, llamándola «Santa» y obstruye el acceso
a su persona: «[s]omos un escudo humano alrededor de la Santa», le explica a
Sergio González (705). A pesar de sus esfuerzos, Florita Almada falla al momento
de adoptar la personalidad ficcional que le permitiría brillar en Una hora con
Reinaldo. Por un lado, se enrolla, cual una pitonisa, en monólogos interminables
–para Reinaldo completamente ininteligibles (544)– donde deja confluir todo
tipo de cosas, desde su biografía hasta la importancia del buen funcionamiento del
84 Anna Kraus

Ponderada con detenimiento, la inclusión de las acotaciones escé-


nicas parece ser un procedimiento ontológicamente desestabilizador.
A primera vista, puede resultar cómica la megalomanía que fácilmente
es posible adscribirle a Reinaldo, esto si se asume que las risas sólo
estallan en su cabeza, donde el presentador siempre está actuando
ante un público –real o imaginario, poco importa. Pero las risas se
marcan solamente dos veces, ambas al principio del relato que luego
continúa como una narración en primera persona que carece de pro-
cedimientos estilísticos especiales. Tampoco es del todo imposible que
los comentarios entre paréntesis –«(Risas)»– se refieran a la escena en
el coche: Sergio González y José Patricio podrían, teóricamente, reírse
simultáneamente de varias formulaciones graciosas de Reinaldo. Sin
embargo, su participación en la conversación no difiere en nada de
la narración mantenida a lo largo de la obra, está marcada en frases
completas que se sirven de diferentes sinónimos del verbo «decir» o
«preguntar», por ejemplo: «Sergio tuvo que confesar que…» (706),
«[m]ás o menos, dijo José Patricio» (707). Vale la pena, entonces, fijarse
en el lugar exacto donde aparecen las acotaciones. La primera vez, es

aparato digestivo (572). Por otro lado, entra en trances inoportunos que no salen
muy bien en la pantalla (546). El contraste entre los dos tipos de personajes que
representan Reinaldo y la Santa –uno plenamente espectacular y otro resistente
al encuadre de las imágenes técnicas– puede interpretarse como una metáfora de
la posibilidad, aún no perdida, de oponerse al sistema. En este contexto es signi-
ficativo el hecho de que Reinaldo sea un famoso de los medios de comunicación
masiva y que Florita Almada sea ella misma un medio, en el sentido parapsicológico
del término médium. Por esta vía se sugiere que la libertad del individuo, incluso
en la realidad espectacular del capitalismo tardío saturado de dispositivos, puede
buscarse recurriendo a medios alternativos, los cuales, subrayemos, no tienen
que vincularse forzosamente con fenómenos sobrenaturales. La videncia como
ejemplo ofrecería un acceso directo a lo esencial, más aún porque se trata de una
actividad intuitiva, fluida y desprovista de explicación racional, que no se somete
a las reglas de ningún dispositivo ni programa. De ahí que los trances de Florita
puedan ser leídos como un modo de resistencia a los requisitos del espectáculo.
imagen técnica 85

después de la frase «En esa época aún no conocía a Florita Almada y


mi vida era la vida de un pecador» (706-707); y la segunda, después
de «Como comprenderás, me quedé helado, porque de inmediato
pensé: este puto primero me mata a mí y luego se mata él, todo con
tal de darle un disgusto póstumo a José Patricio» (707). En ambos
casos la risa ha de estallar tras un intento, por parte de Reinaldo,
de bromear. Esto puede interpretarse como una risa artificialmente
provocada: la risa del público de un talk-show que, durante el rodaje
del programa, recibe instrucciones acerca de sus reacciones con el fin
de mantener una dinámica deseable a lo largo del show. Si descar-
tamos, por un lado, la posibilidad de que las acotaciones se refieran
a lo que está pasando en la imaginación de Reinaldo y, por otro, la
de que describan la escena en el coche, entonces ellas pertenecen al
nivel de la narración de «La parte de los crímenes». Esto apunta a un
procedimiento estilístico cuyo objetivo es hacer que el lector vea la
escena como un talk-show televisivo (aunque, dentro de la diégesis,
ésta no lo es). De este modo, el lector es involucrado como partícipe
(ya sea ante la pantalla del televisor, ya sea en el estudio donde tiene
que seguir las acotaciones), y así se sugiere que el espectáculo –de
acuerdo con la visión de Debord– es real y no termina donde están
los límites de la ficción. La proyección icónica de Reinaldo resulta, tal
vez, más discernible que la referida antes a propósito del anuncio de
compresas en la escena con los críticos enamorados, puesto que ella se
produce en relación a un personaje profesionalmente vinculado con
la televisión y está marcada –estilística y gráficamente– de un modo
más inconfundible. Ambas –y otras que no se comentan aquí– parecen
dar cuenta de la infiltración del imaginario espectacular (televisivo, en
este caso), no sólo en la realidad del mundo posible de la ficción, sino
también en la materia inadvertida del texto, cuya forma es portadora
de significados tácitos, como si en ella también estuvieran grabadas las
reglas del dispositivo. No obstante, si se deja entrever la impronta de
la pantalla –aplicando la doble acepción de la palabra– en el soporte
86 Anna Kraus

mismo de la ficción (el texto), se opera una auto-subversión de la


representación a través de lo visual. En suma, una vez que lo visual
es desenmascarado en su función «programática» (cimentación del
«mito» mediático, inculcación de actitudes y comportamientos pro-
pagados por el poder), pierde la ventaja de invisibilidad que vuelve a
los enemigos inadvertidos tan difíciles de combatir.

presencia de la ausencia
Neige Sinno observa la insistencia y la multitud de dispositivos
visuales en «La parte de Fate», «como si el narrador quisiera incluir
en el relato lo que Fate mira en las pantallas» (2011: 65). Pero, por
otro lado, también hay numerosas ocasiones donde la narración no
da cuenta de lo que pasa en la televisión. En este punto es crucial
notar que Bolaño vuelve una y otra vez sobre personajes que encien-
den televisores, sin que por ello se vea obligado a revelar lo que la
tele les ofrece. Hay una recurrente omisión del contenido visual de la
pantalla televisiva que desempeña un papel importante en el texto. El
mismo gesto de obstruir el acceso a ese flujo de imágenes que intentan
convocar la mirada está cargado de significados. Despojado de su
«mensaje» –parafraseando a Marshall McLuhan– el medio mismo
vuelve a ser el mensaje, desnudo en su presencia física, en su mate-
rialidad insistente. La materialidad del medio se ve resaltada cuando
el texto omite su función esencial, o, dicho en forma de pregunta y
en palabras de Bill Brown:

On the one hand: Doesn’t the medium (be it telegraphy or photo-


graphy or television or digital video) elide the materiality of the object
(or the violence, or the degradation) it represents? On the other: Aren’t
you ignoring the materiality of the medium itself, the material support,
the medium’s embeddedness within particular material circumstances,
its material ramifications? (2010: 50)
imagen técnica 87

Estamos frente a una doble omisión, a un olvido doble, pues la


imagen desrealiza y desmaterializa lo que representa –sustituyendo
la presencia con la re-presentación– y, al mismo tiempo, el conte-
nido visual hace que el espectador olvide la existencia del medio
en su modalidad material (término propuesto por Lars Elleström,
2010a: 36). Con todo y volviendo a la novela, la ausencia del «con-
tenido» de las imágenes, su omisión en el texto, resalta la presencia
física de los televisores, lo cual es relevante sólo para los lectores, pues
para los personajes ese procedimiento no cambia nada.
En su libro Ce que nous voyons, ce qui nous regarde, Georges Didi-
Huberman reflexiona sobre el llamado arte minimalista. Entre otros
procedimientos, se sirve de la distinción lacaniana entre la visión (que
está del lado del sujeto) y la mirada (del lado del objeto), expuesta, de
dos maneras diferentes, en el seminario VII, L’ éthique de la psycha-
nalyse, y en el seminario XI, Les quatre concepts fondamentaux de la
psychanalyse. Según Lacan, el arte visual propone una representación
de la mirada salvaje del mundo –de aquel vacío que es el objeto a,
la inaccesible Cosa, lo Real–, y propone así una suerte de trampa
o engaño, pues presenta algo, una representación visual, en vez de
aquello que para nosotros siempre es nada. Didi-Huberman analiza
obras que intentan aproximarse a la experiencia (sensorial, estética,
existencial) del encuentro con aquello que es nada: aquellas obras
que, justamente, no ofrecen a la vista del espectador el placer fácil y
engañoso de ver la imagen-pantalla-representación de la mirada del
mundo –ese placer que por un instante parece satisfacer la pulsión
escópica– sino que en cambio, fuerzan al espectador a confrontarse
con una presencia que no es representativa: la presencia misma de
una ausencia, de un vacío, de lo inaccesible.
De modo parecido a los objetos artísticos que comenta Didi-
Huberman, en 2666 el televisor encendido sobre el que nada sabe-
mos de su pantalla representativa deviene, en el texto, la presencia
de una nada que permanece inaccesible. Cada vez que los personajes
88 Anna Kraus

encienden el televisor y luego la narración se ocupa de otra cosa,


Bolaño nos habla no sólo de la costumbre de tener la tele encendida,
sino que también introduce así –aún sin mencionarla– a la luz que
siempre emana de la pantalla. La omisión del contenido no hace
que el televisor desaparezca automáticamente de la escena descrita
en el texto: lo que queda es su resplandor azulado. Ahora bien, si la
mirada está, como quiere Lacan, en el punto de luz (1973: 108-109),
podemos imaginar los televisores encendidos en 2666 como objetos
que miran a los personajes. Sin embargo, a diferencia del arte visual
que Lacan interpreta como la pantalla donde el artista intenta atra-
par la mirada del mundo, aquí se trata de aparatos que dificultan el
acceso a la realidad produciendo imágenes técnicas que reflejan el
discurso del que surgen. La mirada, entonces, simbolizada por esa
luz azulada –una mirada que, para el lector, no queda atrapada en la
pantalla engañosa de la representación visual–, podría pensarse como
una mirada que es propia del sistema al que pertenecen los aparatos.
De ese modo ante el lector se revela el sistema del capitalismo tardío
que rige la sociedad de consumo, es decir, otra versión del espectá-
culo debordiano. Éste conserva su carácter inadvertido, gelatinoso,
pues el procedimiento literario de Roberto Bolaño apenas permite
que el lector intuya esa presencia supervisora, cifrada en la luz de los
televisores encendidos.
La mirada omnipresente del sistema, esparcida por esos aparatos
que pueblan hogares, hoteles y bares, sustituye al panóptico circu-
lar, descrito por Foucault (1975: 197-229), y establece una super-
visión informe e invisible. Ya no se trata de esa visión de Bentham
posibilitada por la torre central, sino de un ordenamiento donde
nadie espera ser mirado por aquello de lo que se cree espectador.
Si volvemos ahora sobre los guardias y los presos comentados más
arriba, es posible pensar que esa ejecución, real y escenificada, sirve
para mantener la ilusión del orden social que les garantiza cierta
impunidad. Sin embargo, y si seguimos la observación de Arndt
imagen técnica 89

Lainck a propósito del borrachito de Amalfitano14, los papeles del


observador y del observado se confunden (2014: 127). Ambos están
bajo la supervisión constante del ojo del aparato espectacular, cuyo
control gelatinoso e informe se instaura en ellos mismos e infiltra su
imagen del mundo. Gilles Deleuze, en «Postscript on the Societies
of Control», describe los mecanismos operativos en la sociedad de
control que viene a sustituir a la sociedad disciplinaria. El filósofo
resalta el carácter continuo, no limitado a los sitios de reclusión, de
una sociedad regida por el «free-floating control» (1992: 4), donde
el ciudadano también deviene «undulatory, in orbit, in a continuous
network» (1992: 6).
La presencia de la mirada fría del espectáculo está descrita de una
manera especialmente sugestiva en «La parte de los crímenes», donde
el judicial Juan de Dios Martínez no puede dejar de pensar en «los
cuatro infartos que sufrió Herminia Noriega [una niña de diez años,
brutalmente asesinada] antes de morir» (667):

A veces se ponía a pensar en ello mientras comía o mientras orinaba


en los baños de una cafetería o de un local de comidas corridas fre-
cuentado por judiciales, o antes de dormirse, justo en el momento de
apagar la luz, o tal vez segundos antes de apagar la luz, y cuando eso
sucedía simplemente no podía apagar la luz y entonces se levantaba de
la cama y se acercaba a la ventana y miraba la calle, una calle vulgar,
fea, silenciosa, escasamente iluminada, y luego se iba a la cocina y ponía
a hervir agua y se hacía café, y a veces, mientras bebía el café caliente

14 
Al final de «La parte de Fate», se narra el encuentro de Amalfitano con
Charly Cruz. El padre de Rosa, tras interrogar al hombre joven acerca del movi-
miento aparente, comenta el ejemplo del borrachito. En una cara de un disco de
papel cartón está dibujado un borrachito sonriente, mientras en la otra están las
barras de una celda de prisión. Al hacer girar el disco, vemos el borrachito detrás
de los barrotes, feliz e inconsciente de estar preso. Sin embargo, dice Amalfitano,
somos nosotros los que nos dejamos engañar por la ilusión óptica, porque en
realidad no hay ninguna conexión entre las dos caras del papel cartón (422-423).
90 Anna Kraus

y sin azúcar, un café de mierda, ponía la tele y se dedicaba a ver los


programas nocturnos que llegaban por los cuatro puntos cardinales
del desierto, a esa hora captaba canales mexicanos y norteamericanos,
canales de locos inválidos que cabalgaban bajo las estrellas y que se salu-
daban con palabras ininteligibles, en español o en inglés o en spanglish,
pero ininteligibles todas las jodidas palabras, y entonces Juan de Dios
Martínez dejaba la taza de café sobre la mesa y se cubría la cabeza con
las manos y de sus labios escapaba un ulular débil y preciso, como si
llorara o pugnara por llorar, pero cuando finalmente retiraba las manos
sólo aparecía, iluminada por la pantalla de la tele, su vieja jeta, su vieja
piel infecunda y seca, sin el más mínimo rastro de una lágrima. (667-
668; énfasis del original)

«A la televisión no le importa quién eres», constata Vicente Luis


Mora (2012: 156-164), refiriéndose al hecho de que el flujo de imá-
genes siga ininterrumpido, indiferente a las tragedias que puedan
tener lugar en la realidad iluminada por la luz del ojo incansable del
televisor. Desde la perspectiva propuesta en estas páginas, la escena
recién evocada incita no tanto a la observación banal sobre la frialdad
de los aparatos técnicos desprovistos de emociones, sino, más bien,
sugestivamente escenifica la mirada unilateral del espectáculo. Prove-
niente no del mundo (no de lo Real lacaniano), sino del espectáculo,
podemos asociar esta mirada con el concepto de mirada en la filosofía
de Emmanuel Lévinas, según lo expresa Jacques Derrida en L’écriture
et la différence: «[l]a violence serait […] la solitude d’un regard muet,
d’un visage sans parole, l’abstraction du voir15. Selon Levinas, le regard,

En «La parte de Fate», Fate escucha la siguiente conversación: «El tipo joven
15 

se llevó las manos a la cara y dijo algo sobre la voluntad, la voluntad de sostener la
mirada. Luego se quitó las manos de la cara y con los ojos brillantes dijo: no me
refiero a la mirada natural, sino a una mirada abstracta. El tipo canoso dijo: claro»
(336). El tipo canoso, puede deducirse de la lectura de 2666, es Albert Kessler,
la versión ficcional del criminólogo norteamericano Robert Ressler, invitado a
Santa Teresa para ayudar a la policía local a capturar el asesino. El joven tiene
imagen técnica 91

à lui seul, contrairement à ce qu’on pourrait coire, ne respecte pas


l’autre» (Derrida 1967: 147; énfasis del original). La luz de la pantalla
que «mira», indiferente, a Juan de Dios Martínez llorando, parecería
una imagen acertada de aquella mirada impenetrable y muda de la
que habla Lévinas, antitética al diálogo abierto cara a cara que, según
el filósofo, posibilita el encuentro verdadero con el Otro16.
La violencia de la mirada abstracta, en el caso de la escena comen-
tada aquí, parece estar dotada de un carácter doble: por un lado,
puede pensarse en términos de la violencia indiferente de las imá-
genes técnicas, de su espectáculo que invade y ocupa la existencia
del humano, que lo modela según su programa; por otro, puede
imaginarse a partir de la violencia de la mirada inhumana que la
televisión implanta en sus espectadores, como si los contagiara de sus
propios males. Esta última se corresponde con la mirada tele-visiva
de Heriberto Yépez, la que no percibe la realidad y está fijada en las
imágenes técnicas que va consumiendo. Una mirada, valdría añadir,
que objetiva al otro y lo iguala así con las demás medio-ficciones
del flujo televisivo. Una mirada desinteresada y pasiva, tal y como
la del telespectador. Es la mirada irreflexiva, finalmente, de la que
habla Susan Sontag en Regarding the Pain of the Others, incapaz de
la identificación con el otro y, por consiguiente, de la compasión que
motive a actuar.

subversión posible
En cuanto a aquello que aparece en las pantallas de los televisores
descritas en 2666, la crítica de Bolaño suele adjudicarles el rol de

que ser Lalo Cura, uno de los pocos policías con vocación. Están hablando de los
femicidios, de la violencia en Santa Teresa.
16 
La problemática de la Otredad y las implicaciones éticas del texto de Bolaño
serán comentadas con detenimiento en la última parte del presente trabajo.
92 Anna Kraus

aportar, por vía pictórica, las informaciones que faltan en el texto


(Manzi 2005: 72) y el de conectar las diferentes secciones de la obra
en función de anticipar los hechos. Es común destacar esto último
al momento de abordar el fragmento en que Fate duerme, mientras
en la tele encendida pasan «un reportaje sobre una norteamericana
desaparecida en Santa Teresa»:

El viento despeinaba el pelo negro y liso del reportero, que iba


vestido con una camisa de manga corta. Después aparecían algunas
fábricas de montaje y la voz en off de Medina decía que el desempleo
era prácticamente inexistente en aquella franja de la frontera. Gente
haciendo cola en una acera estrecha. Camionetas cubiertas de polvo
muy fino, de color marrón caca de niño. […] Medina decía un nombre.
El nombre de una joven. Después aparecían las calles de un pueblo de
Arizona de donde la joven era originaria. Casas con jardines raquíticos
y cercas de alambre trenzado de color plata sucia. El rostro compungido
de la madre. Cansada de llorar. (328)

Justo después de la descripción del reportaje de Santa Teresa que


Fate no ve, pues está durmiendo, se lee lo siguiente: «[m]ientras por la
tele pasaban este reportaje Fate soñó con un tipo sobre el que había
escrito una crónica» (329). A esta mención la sigue la historia17 del
contacto de Fate con Antonio Jones, el último miembro del Partido
Comunista de los Estados Unidos de América. Hay una anáfora
estructural que vincula dos párrafos de este relato: «Mientras Fate
dormía dieron un reportaje…» (328); «Mientras por la tele pasaban
este reportaje Fate soñó…» (329). Ella permite resaltar la simetría
entre ellos que, inadvertida por el personaje dormido, no debe escapar
a la atención del lector, ya despertada por la mención de Santa Teresa.

Apúntese de paso que a causa de la abundancia de detalles precisos y la


17 

coherencia narrativa, este sueño de Fate parece más un recuerdo que una visión
onírica. Retomaremos esto en las páginas que siguen.
imagen técnica 93

La yuxtaposición del reportaje televisivo y del sueño parece sugerir


un vínculo entre ellos y habilita una lectura en términos visuales:
con los ojos cerrados, Fate deviene el espectador ya no de las imá-
genes técnicas que pasan por la pantalla de su televisor, sino de las
imágenes oníricas que se despliegan en el escenario de su sueño. De
ese modo, al sugerir un desplazamiento de atención del personaje, el
texto parece señalar la existencia de vías alternativas de comunica-
ción. Este mismo factor ya lo habíamos consignado a propósito de
la vidente Florita Almada, cuyos trances parapsicológicos le ofrecen
acceso a la identidad de los asesinos de mujeres, al mismo tiempo
que se resisten a ser transmitidos por el aparato televisivo. En 2666
aparecen diversos tipos de comunicación asistémica e irracional,
donde se incluyen toda clase de visiones, trances e interacciones
con espectros. Los críticos sufren de pesadillas poderosas y llenas
de significado; la consciencia de Amalfitano es invadida por la voz
del espectro de su padre difunto y usada como medio para que unas
figuras geométricas aparentemente incomprensibles puedan obtener
existencia física; Florita Almada es incapaz de resistir sus trances
visionarios; la diputada Esquivel Plata escucha voces que «provienen
del desierto» (783). En todas estas situaciones resulta llamativa la
insistencia del mensaje que –aunque sea incomprensible, como en el
caso de Amalfitano, o imposible de transmitir, como en el caso de
la ineficacia televisiva de Florita Almada– no deja a los personajes en
paz y los incita a la acción.

[La irrupción, la revelación, la visión, el trance, la epifanía y la


locura] Bolaño no las trabaja como […] restos primitivos de un tiempo
mítico, sino que en ellas denuncia lo arcaico en las formas más modernas
y advierte un lugar para la emergencia de lo nuevo (contra el marco
infernal de lo siempre igual) en formas degradadas o inferiorizadas
por la supuesta superioridad de la civilización occidental y sus modos
dominantes de conocimiento. (Stegmayer 2012: 130)
94 Anna Kraus

Esta observación puede ser esclarecedora para la problemática


que nos ocupa. El aporte novedoso de la comunicación parapsico-
lógica e irracional, resaltado por Stegmayer, apuntaría a su eficacia
informativa, es decir, a ofrecer algo nuevo en contra del sistema
basado en la autoreproducción programática. Vale la pena, en este
lugar, recordar el rol crucial de esa «única revolución que todavía
es posible» (Flusser 1990: 74) que Flusser adscribe a la información
cuando la piensa –volvamos a citarlo– como «propósito humano,
no como consecuencia del azar y la necesidad, sino de la libertad»
(Carrillo Canán 2007: 14). De este modo, al remplazar la emisión
televisiva por el sueño ante los ojos de Fate, Bolaño parece insistir en
esta vía alternativa de información como una vía capaz de guiarnos
por caminos revolucionarios hacia la libertad.
No resulta especialmente difícil notar aquí el juego con signi-
ficados ideológicos. De un lado de los párpados cerrados18 de Fate
se sitúa la realidad en que el espectáculo capitalista objetiviza sus
propias víctimas; del otro, el personaje encuentra al último miembro
del Partido Comunista. El sueño, en contraste con la violencia de

Jonathan Crary, en 24/7 (2013), labra un diagnóstico bastante lúgubre de


18 

la insistencia incansable del sistema capitalista basado en el principio de accesi-


bilidad y participación ininterrumpidas. Allí observa que en la época del auge
del consumo y de la productividad que lo soporta, la revolución de un futuro
mejor tal vez tendría que empezar considerando al mero dormir como un acto
subversivo de rechazo de las reglas del régimen económico dominante: «there
is actually only one dream, superseding all others: it is of a shared world whose
fate is not terminal, a world without billionaires, which has a future other than
barbarism or the post-human, and in which history can take on other forms than
reified nightmares of catastrophe. It is possible that–in many different places, in
many disparate states, including reverie or daydream–the imaginings of a future
without capitalism begin as dreams of sleep. These would be intimations of
sleep as a radical interruption, as a refusal of the unsparing weight of our global
present, of sleep which, at the most mundane level of everyday experience, can
always rehearse the outlines of what more consequential renewals and beginnings
might be» (2013: 123).
imagen técnica 95

la realidad des-humanizada, parece cobrar dimensiones utópicas,


como si una realidad mejor ya sólo fuera posible en los sueños,
puesto que Fate «nunca más volvió a ver a Antonio Jones» (332).
Si se considera que éste es el segundo sueño de Fate que pone la
visión onírica en relación con imágenes técnicas –en el primer
caso, recuérdese, el sueño del periodista afroamericano parece ser
el negativo de una película que éste ha visto en la vigilia (298)–, es
preciso explorar con mayor detención la interrelación entre ambos.
El reportaje televisivo constata que en Santa Teresa se matan muje-
res, pero Fate no accede a ese mensaje que, para el lector, resulta una
clave sobre las peripecias que aguardan al personaje en su sección
de 2666. El mensaje que sí le llega al periodista a través del sueño
sobre Antonio Jones es la urgencia de comprar y leer el libro que el
último miembro del Partido Comunista de los Estados Unidos de
América le regaló durante su encuentro en la vida real y que le vuelve
a regalar en el sueño: «un grueso volumen titulado La trata de escla-
vos19, escrito por un tal Hugh Thomas» (331). «Antes de abandonar

19 
Cuando le regala el libro a Fate, Antonio Jones dice que el volumen le
«será de mucha utilidad» (331). Por su parte, el periodista afroamericano queda
sorprendido al recibir la Trata de esclavos y no el Manifiesto de Marx (331). La
utilidad del trabajo de Thomas Hugh podemos pensarla retomando la yuxtapo-
sición del reportaje televisivo con el sueño de Fate: si la comunicación onírica
ofrece una alternativa a la transmisión televisiva, el mensaje que transmite debería
también preparar a Fate para su viaje a Santa Teresa, como potencialmente podría
haberlo hecho el reportaje. Frente a la realidad del capitalismo tardío, parece
sugerir el fragmento comentado, el pensamiento marxista ya no es suficiente y,
para comprender sus mecanismos, hay que atreverse a reconocer en el sistema
construido en base al principio de explotación –las maquiladoras santateresianas
son un ejemplo– la fuerza de un modelo precedente que parece no haber perdido
su actualidad. Entre paréntesis puede añadirse que el rapero afroamericano Kanye
West dice en una de las canciones («Feedback») de su álbum más reciente, The
Life of Pablo (2016): «rich slave in the fabric store picking cotton», lo cual –inde-
pendientemente de la posible referencia autobiográfica al hecho de que West sea
diseñador de ropa– puede entenderse en términos de la mentalidad del consumo
96 Anna Kraus

Detroit [Fate] fue a la única librería decente de la ciudad y compró


La trata de esclavos, de Hugh Thomas» (322). Esta frase está justo
después del recuento del sueño comentado aquí, aunque es en un
momento posterior cuando, ya llegado al aeropuerto, Fate «recordó
el sueño que había tenido aquella noche con Antonio Jones» (334).
En otras palabras, el sueño influye a Fate, lo incita a llevar a cabo
un acto específico, a través de su inconsciente, es decir, la eficacia
de la información parece, en este caso, estar vinculada con el hecho
de no haber pasado por el filtro de la razón20 ni por el de las imá-
genes técnicas del sistema de comunicación de masas. Así, parece
sugerir el texto de Bolaño, en contra y a pesar del imaginario del
capitalismo tardío que incita al consumo pasivo e irreflexivo (Fate
se duerme delante del televisor encendido) de la seudo-información
des-humanizada, siguen existiendo vías de comunicación eficaz y
libre. El sueño, paradójicamente, es un despertar del letargo del
pasivo consumir de las imágenes técnicas, un despertar, tal vez, a
la acción revolucionaria.

capitalista, cuyo accionar produce esclavos no sólo explotando a los trabajadores


en las fábricas, sino también incitando a los «ricos» a que sigan consumiendo.
En este contexto y dada su lamentable actualidad, el libro que Antonio Jones le
regala a Fate de hecho puede serle de mucha utilidad, no sólo en su viaje a Santa
Teresa. En L’Anti-Œdipe, Deleuze y Guattari dicen a propósito de la realidad del
capitalismo: «il n’y a même plus de maître, seuls maintenant des esclaves com-
mandent aux esclaves» (1972/1973: 306).
20 
Podría, por supuesto, considerarse aquí el mecanismo freudiano de la
elaboración onírica que también implica cierta censura del contenido primario,
pero en el contexto de la yuxtaposición contrastiva del sueño con las imágenes
técnicas de los medios de comunicación masiva, la cuestión psicoanalítica parece
secundaria.
imagen técnica 97

fotografía

imagen en la palabra: la mirada forense


La crítica de la obra de Roberto Bolaño ha resaltado –siguiendo a
Barthes– el carácter indicial de la fotografía, comprendida como una
huella capaz de confirmar la realidad de las cosas (Ríos 2007: 74) o
como un «entramado de pistas» que incita al narrador y al lector a
emprender la pesquisa (Moreno 2011: 339). Pese a diferencias inter-
pretativas, la lectura académica de la fotografía en Bolaño sigue el
hilo que une la fotografía con la realidad –aunque ésta surgiera a
partir de la fotografía, fuera imaginaria o incluso inexistente (Walker
2013: 224). En una ocasión, Florence Olivier compara las descripcio-
nes forenses de los cadáveres en «La parte de los crímenes» con una
«suerte de instantáneas descriptivas» (2007: 34), pero no desarrolla
esta afirmación. Lo que propongo hacer a continuación es seguir el
camino abierto por Olivier y ponderar la insistencia de las descripcio-
nes periciales en relación con la fotografía en tanto imagen técnica.
De este modo, buscamos indagar las consecuencias del empleo en
2666 de un procedimiento estético y estructural cuyos rasgos cen-
trales parecen ser la precisión y la repetición.
La cuarta sección de 2666, recuérdese, está atravesada por más
de cien descripciones detalladas de cadáveres femeninos que son
hallados en los alrededores de Santa Teresa, en un lapso de tiempo
que va de enero de 1993 a finales de 1997. El estilo de los fragmentos
dedicados a las muertas imita el de los informes forenses: es escueto,
saturado de detalles relativos a las apariencias físicas de los cuerpos
y a la determinación de las causas de la muerte, donde abunda la
terminología médica. Al respecto considérese el siguiente ejemplo:

Poco días después del asesinato de Paula Sánchez Garcés apareció


cerca de la carretera a Casas Negras el cadáver de una joven de diecisiete
años, aproximadamente, de un metro setenta de estatura, pelo largo
98 Anna Kraus

y complexión delgada. El cadáver presentaba tres heridas por arma


punzocortante, abrasiones en las muñecas y en los tobillos, y marcas en
el cuello. La muerte, según el forense, se debió a una de las heridas de
arma blanca. Iba vestida con una camiseta roja, sostén blanco, bragas
negras y zapatos de tacón rojos. No llevaba pantalones ni falda. Tras
practicársele un frotis vaginal y otro anal, se llegó a la conclusión de que
la victima había sido violada. Posteriormente un ayudante del forense
descubrió que los zapatos que llevaba la víctima eran por lo menos dos
números más grandes que los que ésta calzaba. No se encontró identi-
ficación de ningún tipo y el caso se cerró. (637)

Carlos Walker, en su artículo «El tono del horror: 2666 de Roberto


Bolaño» (2010), señala el carácter «visual» de las descripciones médi-
cas de los cadáveres en «La parte de los crímenes», y las pone en
relación con la mirada médica, según la piensa Michel Foucault. En
Naissance de la clinique: une archéologie du regard médical, Foucault
investiga la relación entre la visión y el conocimiento, y se aproxima
a esa relación a partir de las determinaciones que sobre ambos ele-
mentos impone el lenguaje. La observación que resulta especialmente
iluminadora para nuestro trabajo señala que en la consulta médica
describir «es ver y saber al mismo tiempo, ya que al decir lo que se
ve, se lo integra espontáneamente en el saber» (Hernández Navarro
2007: 73). En consecuencia, si la mirada médica es idéntica al saber,
ella es también puro lenguaje –vehículo del saber científico. En tér-
minos de Miguel Ángel Hernández Navarro, «en la mirada clínica
hay descriptibilidad total, no hay posibilidad de un residuo de “no
visto” en el decir» (2007: 73). Si en la descripción médica las palabras
pretenden nombrar todo lo que hay que ver, sin añadir ni quitar
nada, de modo tal que lo visto sea equivalente a lo dicho y al revés,
podríamos decir que en las descripciones forenses de «La parte de los
crímenes» se abre un espacio de «visión pura». En este punto cabe
resaltar que no se trata de una mirada cualquiera sino de la mirada
de la ciencia que, queriéndose indiscutible, racional y totalizadora,
imagen técnica 99

puede cualificarse como una mirada técnica. La mirada «técnica» de


la medicina forense tiene mucho en común con la mirada técnica de
la que habla Flusser, no solamente porque ambas intentan eliminar la
subjetividad perceptiva, sino también porque la mirada médica está
fundada en el discurso racional de la ciencia que opera con elementos
nítidamente delimitados y definidos para describir el mundo.

soporte técnico: cuerpo-signo, cuerpo-objeto


En el extremo opuesto de la realidad desrealizada de la tele-visión
y, siguiendo a Flusser, de las imágenes técnicas en general, se encuen-
tra el cuerpo humano –cuyo dolor insoportable y cuya muerte no se
fingen– pues se sitúa en una realidad sensorialmente accesible. Según
sugieren los rumores que en algún momento empiezan a correr por
la prensa mexicana, en Santa Teresa se filman películas snuff (676).
Las películas de este tipo registran el acto de matar a una persona,
sin cortes ni efectos especiales, cometido con el propósito de ser fil-
mado y puesto en circulación para el entretenimiento de unos pocos
espectadores (Kerekes y Slater 1995: 7).
En «La parte de los crímenes», la idea del supuesto rodaje de las
películas snuff está anclada en la materialidad física de los cuerpos
violados y torturados hasta su muerte. Las snuff movies son insepa-
rables de la realidad física delante de la cámara, tanto por su anhelo
de autenticidad corporal como por el papel que en ellas desempeña
el tiempo. Si se considera que la trama sólo puede filmarse una vez,
sin repeticiones ni cortes, el tiempo captado en la película tiene el
peso especial de una realidad irrepetible e inmanejable. El contenido
fijado en la cinta fílmica, entonces, es el mismo que paralelamente
queda grabado en el cuerpo-objeto. El cuerpo de la víctima es aquí el
actor, el escenario y, en cierto sentido, el soporte físico de la narración
fílmica. Los cadáveres que llevan huellas de la trama entera –ya que
100 Anna Kraus

todo lo que ocurre en esa producción, ocurre en el terreno del cuerpo,


con y a través de él– se convierten en una especie de cinta fílmica. En
2666, lo que ofrecen las descripciones periciales de las muertas es una
reconstrucción de los hechos a partir del material físico en que están
grabados. De ese modo, como si los cadáveres realmente constituye-
ran el soporte técnico de unas películas snuff imaginarias, la mirada
y la palabra médicas del forense funcionan como aparato necesario
para acceder al contenido de éstas y lo proyectan, metafóricamente,
en una serie de imágenes mentales ante el ojo interior del lector.
Es imposible saber lo que realmente ocurre en Santa Teresa. El
rodaje de las películas snuff quizá no sea más que una hipótesis atrac-
tiva, acaso por su carácter perverso. Tanto Kerekes y Slater (1995: 245)
como Linda Williams (1989: 193) insisten en que las películas snuff
son nada más que una leyenda urbana, producto de la imaginación
humana atraída por el mal extremo. El interés morboso de los medios
de comunicación por los supuestos casos de snuff revela, según Kere-
kes y Slater, un deseo secreto o, lo que es lo mismo, una necesidad de
que el fenómeno exista, aunque sólo fuera como una idea (1995: 246).
Los cuerpos en el desierto de Sonora, sin embargo, tal y como están
descritos en el texto, parecen deslizarse por la superficie de la reali-
dad para inmediatamente ubicarse del lado de la representación. El
mismo cómo aparecen resalta su carácter semiótico, la posibilidad de
o la insistencia en tratarlos como signos que hay que interpretar en
aras de descifrar un mensaje. Los cadáveres no sólo no están escon-
didos, sino que a veces parecen deliberadamente expuestos para ser
encontrados –«Al cabo de un rato, cuando Ordóñez ya se aburría,
Lalo Cura le dijo que el asesino o los asesinos tiraron el cadáver allí
precisamente para que fuera encontrado lo antes posible» (657)–;
tal vez haya aquí otro signo de la soberbia de los criminales que se
saben impunes. También es preciso tener en cuenta que casi todos
los cuerpos están vestidos. Lo relevante es que no están simplemente
desvestidos a medias –porque los asesinos no se habrían molestado
imagen técnica 101

en hacerlo por completo– sino que están vueltos a vestir después del
acto y, en varias ocasiones, con ropa que ni siquiera les pertenece.
Esta manipulación aparentemente innecesaria de los cuerpos resalta
el aspecto casi lúdico de su uso. Las mujeres devienen material con
el que los criminales juegan, tanto antes de matarlas como después.
También a nivel textual, la «lectura» de los cuerpos hecha por la
mirada forense los convierte en signos. Según Patricia Poblete Alday,
estos cuerpos maltratados se tornan «testimonio material del horror
allí donde el texto sólo puede darnos palabras: el cuerpo es entonces
el que habla». De todos modos, una vez que el cuerpo se convierte
en signo, «su decodificación es meramente funcional, y no sirve sino
para nutrir un discurso científico hiperespecializado, o bien para
reforzar los prejuicios que están a la base del sistema que produce y
ampara estos crímenes» (2010: 92-93). En este contexto es preciso
señalar que si bien se ha «convertido en el testimonio material del
horror», el cuerpo no habla, sino que es un referente vacío (Lainck
2014: 183). Percibidos en su materialidad como medios, los cadáveres
requieren una instancia interpretativa para producir sentido: sea ésta
científica, sea emocional y sensible, sea –¿por qué no?– estética 21. En

21 
El filósofo y semiótico Charles Sanders Peirce, en su elaborada tipología de
los signos, observa que el interpretante –que es el término que usa para designar
el significado del signo– no se limita a la actividad intelectual y lógica, sino que
incluye también toda clase de reacciones incontroladas, emocionales, fisiológicas
o reflexivas. En 2666, además de la marcada predominancia de descripciones
forenses, se pueden observar otras «interpretaciones» o «lecturas» del cuerpo-signo:
tanto emocionales (la gente llora o está en estado de shock) como fisiológicas
(algunos se sienten mareados), pero éstas, al igual que la sequedad enajenadora de
los informes forenses, de algún modo parecen no del todo adecuadas, como si fue-
ran insuficientes frente a la inmensidad del horror sistémico del que los cadáveres
son prueba. Según observa Sharae Deckard, Juan de Dios Martínez «yearns for
but is denied catarsis, his dessication symbolic of a subjectivity indelibly marked
by the systemic violence that permeates the entirety of social relations in Santa
Teresa» (2012: 357).
102 Anna Kraus

las páginas que siguen, abordaremos el uso del «discurso científico


hiperespecializado» en 2666. Para ello desarrollaremos una función
radicalmente opuesta a la que le adscribe Poblete Alday, es decir, una
función que subvierte el sistema que «produce y ampara» los crímenes.
No hay que olvidar que los «cuerpos» con los que nos enfrentamos
en 2666, a pesar de su fuerza de impacto emocional, están tejidos
nada más que de palabras. Según apunta Chiara Bolognese, en la
obra de Bolaño, en general,

[l]os cuerpos, así como las identidades, se presentan como vagos y


sin atributos decisivos. Los individuos no tienen nada que los caracte-
rice, aparte de su misma indefinición, y adquieren semblantes que los
hacen parecerse más a sombras que a seres humanos en carne y hueso.
(2009: 172)

Esta afirmación lleva a la investigadora a constatar la relación entre


el cuerpo borroso y «la imposibilidad de la formación de la identidad
en el universo actual» (2009: 181). No obstante, esta observación no
parece aplicarse ni a los cuerpos vivos22, ni mucho menos a los cuerpos
muertos. Tal y como están descritos en 2666, con un lenguaje nítido
de los informes forenses, cuya minuciosa sequedad parece excluir la

22 
No hay que olvidar que en numerosos casos los personajes se definen ante
todo justamente por un detalle extraordinario de su corporalidad: Entrescu, por
su pene anormalmente largo; Morini, por su silla de ruedas; Fate, por el color
de su piel; los padres de Hans Reiter no son otra cosa que «el cojo» y «la tuerta»;
Archimboldi, finalmente, del mismo modo que su sobrino Klaus Haas, destaca
por su enorme altura y sus ojos de un azul transparente. Los ejemplos para con-
tradecir la tesis de Chiara Bolognese resultan ser muchos (y no sólo dentro de
2666; en Una novelita lumpen tenemos al culturista ciego, cuyo cuerpo, entonces,
resulta doblemente importante para formar su identidad, tanto existencial como
narrativa; en El Tercer Reich tenemos al Quemado con el que cualquier relación
siempre se construye a partir de su apariencia física…). Son muchos como para
citar y comentarlos todos aquí. La cuestión de la corporalidad en Bolaño merece
un estudio más detenido.
imagen técnica 103

subjetividad perceptiva (emocional, sensible) y la duda, los cuerpos


muertos aparecen, tal vez, como el elemento mejor delineado de
la realidad representada. Es importante destacar en este punto el
contraste significativo entre lo concretos que resultan los cadáveres
y lo vagas que parecen las vidas de las víctimas23 (eso sí de acuerdo
con la observación de Bolognese). Lo que llegamos a saber de las
mujeres asesinadas es fragmentario y borroso, muchas veces filtrado
por la memoria falible de las personas que las conocieron –o no es
nada, las muertas ni siquiera llegan a identificarse. En este sentido, su
identidad –si quiere usarse un solo término para abarcar la existencia
humana en su totalidad– parece quedar fuera de ese poder descriptivo
de la mirada que une el ver con el saber. Este procedimiento esti-
lístico y estructural de situar la vida de las víctimas en el terreno de
la vaguedad, mientras que sus restos mortales son confiscados por la
precisión y la claridad de la ciencia, tiene consecuencias importantes
para la lectura de «La parte de los crímenes». La vida de las víctimas
queda fuera del marco representativo del texto en el que solamente
encontramos sus despojos. Dicho de otro modo, los cadáveres que
pueblan «La parte de los crímenes» parecen estar desconectados de
las mujeres que fueron antes de su muerte.

23 
Esta vaguedad y fragmentariedad en la construcción de los personajes en
la obra de Bolaño la han notado y comentado varios críticos. Juan Villoro, por
ejemplo, apunta que, en 2666, «los personajes son trabajados como cosas, sujetos
ajenos a las vacilaciones de la vida interior que al modo de los héroes griegos avan-
zan a su desenlace sin cerrar los ojos» (2008: 87). Esta observación se complementa
bien con lo que Bolognese puntualiza en otro lugar: «[l]os individuos no son sino
que adquieren poses e identidades» (2009: 177; énfasis del original), como si,
de hecho, los personajes en Bolaño fueran nada más que muñecos ajustables al
flujo de los acontecimientos. La cuestión de la vaguedad o no de (algunos de) los
personajes bolañianos la comentamos con mayor detenimiento en la última parte
de este libro. Por ahora basta con decir que el tema resulta demasiado complejo
como para poder fijar unas características generales de los personajes en la obra
de Roberto Bolaño.
104 Anna Kraus

Esta disociación entre el cuerpo sin vida y la persona que fue,


inscripta, según proponemos, en esta representación ficticia del femi-
cidio mexicano, podría pensarse como el reflejo de una idea que los
seres humanos habrían compartido desde siempre. Hans Belting,
en Anthropology of Images, observa una escisión irreversible entre el
cadáver y la persona que fue: la materialidad estática del cadáver lo
sitúa del lado de las imágenes muertas, porque éste sólo representa el
cuerpo vivo que ya no es (2011: 85). Es ahí donde reside el insupera-
ble escándalo existencial del que habla Georges Bataille en Théorie
de la religion: el ser humano es reemplazado por una cosa que no
lo es (1986). La disociación entre la vida de las mujeres asesinadas
y los cadáveres que están descritos en 2666 la podemos ver ya no
como una constatación pseudofilosófica de la distinción entre vida y
muerte, sino como un gesto artístico consciente y ético por parte de
Bolaño. Más que ficcionalizar los hechos, alejando así la narrativa de
la realidad, el escritor chileno altera el cuerpo mismo de su texto, y
escenifica en él la brecha ontológica entre la vida de cada una de las
mujeres asesinadas y la materialidad descriptible (y, por consiguiente,
manejable, apropiable) de sus despojos24.

24 
Carlos Walker propone una interpretación alternativa de las descripciones
de los cadáveres en 2666, la cual, en cierto modo, es complementaria a nuestra
argumentación: «La presencia intermitente y fragmentaria de este tipo de lenguaje
en “La parte de los crímenes”, permite figurar en la distancia instalada por esa
mirada lo que Foucault llama la rectitud violenta del vistazo clínico: no se detiene
en todos los abusos del lenguaje, sino que es muda como el dedo que apunta al
culpable parado detrás del espejo: con un sólo gesto eleva su veredicto. La distancia
de la pericia, el repetido hallazgo de los cadáveres en las cercanías de la espectral
Santa Teresa, la descripción exhaustiva de cada caso, dibujan, a contrapelo de lo
que muestra esa mirada que se quiere neutra y cercana a lo verdadero, un modo
soterrado de violencia que se anuncia en aquello que la mesura de su lengua pre-
tende callar» (2013: 260; énfasis del original).
imagen técnica 105

PM 2010
Graciela Speranza, en su Atlas portátil de América Latina, señala
una conexión entre la obra de la artista mexicana Teresa Margolles,
quien

busc[a] la forma de lidiar con los fantasmas de la violencia de México


sumergiéndose en las morgues y recorriendo las calles regadas de san-
gre; [hace] arte con «lo que queda» después de las muertes, residuos y
efluvios de las «guerras» del narcotráfico (2012: 122)

y «La parte de los crímenes», donde Bolaño «no da voz a los muer-
tos como Rulfo en Pedro Páramo, pero deja que hablen los cadáveres
con una orfebrería certera del detalle» (2012: 119). Speranza hace
referencia a la totalidad de la obra de Margolles, creadora y miem-
bro activo del colectivo artístico SEMEFO (las siglas del Servicio
Médico Forense), quien en su trabajo utiliza cadáveres y restos de
cuerpos humanos (sangre, piel, dientes) como material artístico. No
obstante, existe una obra más reciente de Margolles, presentada en
la séptima Bienal de Berlín, en 2012, que parece tener aun más en
común con «La parte de los crímenes» que sus trabajos anteriores25.
La obra en cuestión se titula «PM 2010» y en la página oficial de la
Bienal Artur Żmijewski y Joanna Warsza la describen y comentan
de la siguiente manera:

Artist Teresa Margolles collects, as a yearbook, the front pages of


the Mexican daily tabloid PM, published in Ciudad Juárez, one of the

25 
La presentación de «PM 2010» coincidió con la publicación del Atlas
portátil de América Latina, de ahí que no fuera incluida en el trabajo de Gra-
ciela Speranza ni tampoco Bolaño la conociera. Estas circunstancias carecen de
importancia para nuestro razonamiento, cuyo objetivo no es buscar una verdad
histórica sino desarrollar un pensamiento, siguiendo distintas ideas por el hilo
de sus amistades dialogantes.
106 Anna Kraus

most dangerous border cities in Mexico. […] Margolles brings all 313
covers from 2010 –the most violent year in the entire history of drug
trafficking in Mexico– to the audience. Each front page of the paper
presents an image of one of the city’s victims of the drug war, who were
shot, stabbed, or tortured in the most horrific ways. […] These daily
images from a tabloid reflect the routine experience of violence and
death in a society which is collapsing under the pressure of organized
drug crime. Poverty, crime, and the bloody rivalries of paramilitary
gangs are always the day’s most important populist news items, next
to recurring erotic advertisements. The paper turns each scene into a
kind of obscure death porn, which is normalized through its constant
repetition.
[…] Margolles […] acts more like a journalist than an artist. She
brings us knowledge about the situation in her country, and exhorts
us to reduce or even stop the consumption of drugs. We are the ones
who create drug lords’ profits, and we should all share responsibility
for the Mexican bloodshed.26

A la luz de lo dicho anteriormente acerca del carácter fotográfico de


los fragmentos forenses en 2666, puede decirse que en ambas obras se
presenta una serie abundante de retratos –sea en forma de imágenes
técnicas o mentales– de las víctimas de la violencia relacionada con
el narcotráfico en Ciudad Juárez. Ambas, además de girar alrededor
del mismo problema, están estructuradas según la rigurosa cronología
de la aparición de los cadáveres: aunque el ritmo que las rige no sea
exactamente el mismo –en el caso de «PM 2010» es la frecuencia de
publicación del diario que ordena, de una manera artificial, la seg-
mentación de la obra, mientras que en 2666 las descripciones forenses
surgen a medida que se encuentran los cadáveres–, la temporalidad
de ambas obras se ve subordinada a la cronología marcada por el
monótono goteo de las muertes. Las imágenes de los cadáveres, al

26 
Página oficial de la Bienal de Berlín, <http://www.berlinbiennale.de/blog/
en/projects/pm-2010-by-teresa-margolles-23751>.
imagen técnica 107

marcar el ritmo repetitivo de las obras, devienen su principio fun-


dador, estableciendo de ese modo una relación de expectativa con el
lectoespectador27, quien al cabo de un tiempo comprende que habrá
más muertes y más cuerpos. En consecuencia, la aparición de cada
nuevo cadáver no es inesperada.
Compartiendo ciertos rasgos con la estética de la fotografía de prensa
que, según apuntan Żmijewski y Warsza, convierte cada imagen horro-
rosa en una especie de pornografía obscura que se normaliza a fuerza de
repetición, las descripciones periciales en Bolaño parecen balancearse
en la frontera entre pornografía macabra y pseudodocumentación.

Figura 2. Teresa Margolles PM 2010 (2012).

27 
Vicente Luis Mora usa este término en su libro homónimo (2012), refirién-
dose a la fusión de la imagen y de la palabra que, en el mundo contemporáneo –
marcado por una constante autorepresentación e interacción del mundo «real» con
el virtual–, están tan estrechamente entrelazadas que su recepción requiere que el
leer y el mirar se mezclen y completen. Utilizado en el contexto de «La parte de los
crímenes», el término resalta tanto el carácter altamente «visual» de las descripciones
forenses como la proximidad entre el lector y el consumidor de imágenes de prensa.
108 Anna Kraus

Es plausible, en cierto modo, calificarlas como «pornográficas»,


no tanto por el carácter sexual de los crímenes ni por la asociación
implícita con la producción de las películas snuff, ni tampoco por la
reiteración de las imágenes de violencia contra las mujeres –la cual
en sí es uno de los rasgos constitutivos de la pornografía, donde «lo
esencial» se repite infinitamente (Kawin 1989: 69)–, sino sobre todo
porque tal y como propone Sontag: «[a]ll images that display the
violation of an attractive body are, to a certain degree, pornographic»
(2003: 85). La objetivación y la consiguiente posesión del otro –en el
sentido sadeano de la palabra: poseer al otro es alterarlo28 – resulta así
pornográfica. En «La parte de los crímenes» los cadáveres ficcionali-
zados de las asesinadas son tratados como objetos, tanto en el nivel
antropológico como en el estilístico o textual. De modo análogo, las
fotografías drásticas de las portadas de PM resultan pornográficas
no sólo porque están publicadas justo al lado de los anuncios eróti-
cos sino sobre todo porque usan los cuerpos de las víctimas como
objetos, como medios para aumentar la rentabilidad del periódico,
son un imán para los lectores consumidores de noticias –cuanto más
violentas, mejor29. El objetivo de estas fotos, parece, no es tanto el

28 
Según Bataille (quien dialoga con el Pierre Klossowski de Sade, mon pro-
chain) en el sadismo, para conseguir la plena autorrealización del sujeto sádico, no
basta con llevar el deseo al frenesí hasta apoderarse de un objeto como tal (otro
ser humano): el objeto tiene que ser modificado para obtener de él el deseado
sufrimiento. Esa modificación equivale a la destrucción –destrucción de la otredad
del objeto como ente separado (1979: 249).
29 
La reiteración de la imagen horrorosa no puede sino anestesiar al espec-
tador (Sontag 2003: 16-18), fundiendo las tragedias particulares y únicas de los
individuos en una amalgama de alimento visual ya digerido, visto miles de veces,
que, al perder la fuerza de impacto, deja no sólo de impresionar, sino, sobre todo,
de constituir una novedad. De ahí, según observa Paul Ardenne, que tanto en los
medios de comunicación como en el arte la tendencia a perseguir experiencias
cada vez más «extremas» sigue teniendo el poder de llamar la atención del público
(2006: 24-28).
imagen técnica 109

de proporcionar documentación rigurosa de los hechos como el de


facilitar noticias emocionantes o escandalizadoras. Lo que ocurre en
2666 no es tan simple, pues la idea de escandalizar para aumentar las
ventas no puede ser el caso. Por lo demás, la obra tampoco pretende
ser realmente documental, más bien, toma los informes policiales
como punto de partida para crear una totalidad nueva y diferente
(véase Andrews 2014: 205-230), tal y como lo hace Teresa Margolles
en «PM 2010».

subversión artística
Llevado al terreno del arte, lo que ocurre en los medios de comu-
nicación cobra un sentido nuevo. En su ensayo «Balada de Kastriot
Rexhepi de Mary Kelly: Trauma virtual y testigo indicial en la era del
espectáculo mediático», la historiadora del arte Griselda Pollock pro-
pone que en las prácticas artísticas enfocadas en el tema del trauma
y de la violencia

se encuentra el complemento necesario para un conocimiento sinté-


tico y sociológico de la globalización y la violencia, llamémosle conoci-
miento estético, un conocimiento de uno mismo y en uno mismo, un
conocimiento formulado como testimonio humano. (2007: 49)

Según Pollock, el espectáculo mediático transforma al testigo


en consumidor de las representaciones mitificadas y tipificadas del
trauma. De esta manera, el papel de las prácticas artísticas parece
imprescindible para preservar no sólo la humanidad de las víctimas
sino también la de todos quienes llegamos a saber de los acontecimien-
tos horrorosos (2007: 46). «PM 2010» de Teresa Margolles y «La parte
de los crímenes» de Bolaño cumplen, con formas parecidas entre sí,
su tarea de posibilitar un conocimiento «humano» de las atrocidades
110 Anna Kraus

que están ocurriendo en México, un conocimiento en contra y a pesar


del espectáculo mediático que se ha apropiado de ellas.
Este «espectáculo mediático» que ambas obras pretenden socavar
se inscribe en la idea debordiana del omnipresente espectáculo social,
cuyas raíces han de buscarse en el dominante régimen escópico. Éste,
según apunta Miguel Ángel Hernández Navarro, está arraigado en
el oculocentrismo racionalista que, desde su formulación en la Dióp-
trica de Descartes, ha ido impregnando el pensamiento occidental
con la fe en el poder cognitivo de la visión, dotada, en esta tradi-
ción, de características racionalistas de la lógica y de la iluminación
(2007: 35-68). Como todo régimen dominante, éste ha sido expuesto
a varios intentos de subversión, cuyas manifestaciones en el ámbito
del arte derivaron en la tendencia, arraigada desde principio del siglo
xx, a estorbar la mirada. Según Hernández Navarro, la estrategia que
el arte moderno adopta para irritar la mirada es de carácter doble. En
La so(m)bra de lo real. El arte como vomitorio, el teórico desarrolla un
concepto de arte visual que «alimenta» la mirada con lo visible. Para
ello divide el arte en dos: «bulímico» y «anoréxico». Por un lado, está
la técnica de saturación («bulimia»): darle a la mirada mucho para ver,
demasiado, darle tanto que «vomite». Ahí se sitúan no sólo todas las
corrientes «extremas» como, por ejemplo, el accionismo vienés o el
más reciente body art que intencionalmente exponen al espectador a
imágenes drásticas y gestos violentos, sino también el arte que «lo dice
todo», cuyo principio es la univocidad, multiplicación y repetición de
lo visible hasta la náusea. Por otro lado, está la estrategia opuesta, la
«anorexia», que consiste en decepcionar la mirada, al eliminar todo
lo que hay que ver: tal sería el caso del arte minimalista. Ambas, aun-
que sea de maneras opuestas, tienen el objetivo de sacudir la mirada
del espectador, de liberarla de los hábitos perceptivos e intelectuales
que le ha impuesto el régimen escópico dominante. Ambas buscan
devolverle la libertad a la mirada en su relación al arte y, sobre todo,
en su relación a la realidad.
imagen técnica 111

bulimia
A partir de las propuestas críticas de Miguel Ángel Hernández
Navarro, puede discernirse una afinidad estratégica entre «PM 2010»
de Teresa Margolles y «La parte de los crímenes» de Roberto Bolaño:
ambas obras –cada una en su medio– operan con el exceso «bulí-
mico». Al bombardearnos con imágenes violentas –una, técnicas; el
otro, mentales– Margolles y Bolaño obtienen un efecto de saturación
que desemboca en una náusea estética y moral, que puede acabar
convertida en indiferencia –la misma de la que padece el consumidor
de los medios de comunicación. En «PM 2010», al juntar las portadas
del diario donde se exhiben los cadáveres en la misma superficie que
los cuerpos de mujeres erotizados, Teresa Margolles pone de relieve
la objetivación estéril de las existencias humanas, usadas como seg-
mentos intercambiables, como trocitos de carne que alimentan el
espectáculo con su insaciable deseo de llamar la atención. Con este
procedimiento la artista desenmascara la mirada del consumidor de
los medios de comunicación, dispuesto a tragárselo todo, y cumple
así con la tarea humanizante del arte a la que apela Griselda Pollock
–en lugar de inscribirse en las prácticas periodísticas que le adscriben
Żmijewski y Warsza.
A diferencia de Margolles, Bolaño no incorpora en su obra trozos
sacados directamente de la realidad sino que hace una transformación
del material histórico, y con ello se ubica en una zona entre ficción y
comentario de la realidad disfrazado que, además, le permite situarse
en un nivel más abstracto de reflexión. De todos modos, el efecto
es parecido. Cuando se trata de «La parte de los crímenes», la crítica
específica coincide en señalar que, tras haber leído unas cuantas des-
cripciones de cadáveres, el lector de 2666 deja de sentirse impactado,
al mismo tiempo que las víctimas van diluyéndose en el anonimato y
en la sombra del mal omnipresente e impune. La posible impaciencia
del lector, quien, al fin y al cabo llega, tal vez, a saltarse las descrip-
112 Anna Kraus

ciones forenses, tal y como un telespectador aburrido que cambia


de canal, ¿qué función subversiva tendrá? Ante todo, según sostiene
Arndt Lainck, ese mal que deja de ser percibido, aunque lo tengamos
ante nuestros ojos, se revela, en 2666, como el mal sistémico en el que,
más o menos pasivamente, participamos todos (2014: 126-127). El
lectoespectador de Bolaño, entonces, tiene que enfrentarse ya no tanto
con las imágenes tremendas que saturan «La parte de los crímenes»,
sino con su –no menos chocante– propia indiferencia. Mario René
Rodríguez escribe al respecto:

[e]l lenguaje forense con «su objetividad científica», hace que el


lector no se sienta emocionalmente afectado por los hechos narrados.
Por eso, difícilmente nos sentimos conmovidos por las descripciones
de mujeres muertas en 2666. Bolaño nos niega la emoción y a cambio
nos ofrece el tedio. El escritor nos hace bostezar impacientes al repetir
interminablemente, por cientos de páginas, esas descripciones foren-
ses, y a la vez nos ofrece un espejo de nuestro tedio, en imágenes que
muestran la «normalidad» con que transcurre la vida de los habitantes
de Santa Teresa. (2014: 53)

Y tal vez sea por eso que la cuarta sección de 2666 es la más larga
y la más densa, la que más lleva al lector a la náusea, mezclando el
horror interminable con el tedio de la repetición: las trescientas cin-
cuentaidós páginas equivalen a mucho tiempo como para no darse
cuenta de que algo no está como debería. En su ensayo titulado «La
parte del espectador», Miguel Ángel Hernández Navarro reflexiona
sobre el anestesiamiento de la sociedad de la imagen y observa que, a
pesar de todo, sigue habiendo imágenes que rompen nuestras barreras
perceptivas y emocionales y nos tocan, «nos punzan y nos zarandean»
(2009: 71). Esas imágenes logran hacerlo, porque encuentran vías
para llegar a lo que realmente somos, donde no existen los filtros por
los que estamos acostumbrados a verlas. Lo crucial es, sin embargo,
que
imagen técnica 113

esa ruptura [del régimen de lejanía de la imagen] no se produce en


la parte de la imagen, sino en la parte de la mirada. Somos nosotros
quienes realmente rompemos la pantalla. Es pues la parte del espectador
la que está aquí en juego. (Hernández Navarro 2009: 71)

Así, el lector de Bolaño, aunque las imágenes de sufrimiento en


«La parte de los crímenes» no lo toquen –sobre todo si no lo tocan–
tiene repetidas ocasiones de darse cuenta de su propia pasividad,
típica del consumidor habitualmente escondido en su cómodo sillón
delante –o, más bien, detrás– de la pantalla, en ambas acepciones
de la palabra.
En este punto vale la pena evocar la reflexión de la pintora y
teórica judía Bracha Lichtenberg Ettinger, quien propone que a la
hora de volver a mirar el Holocausto adoptemos la postura de Wit(h)
Ness (1999), noción que Hernández Navarro sugiere traducir como
«testigo-contigo» (2009: 67). Lichtenberg Ettinger sostiene que el
«testigo-contigo», en vez de simplemente mirar –lo cual resulta en
una mudez pasiva– se sitúa en la posición de cercanía con la víctima
y, de ese modo, siente su dolor. «Para dar testimonio es necesario
introducir el propio cuerpo, inscribirse en el otro, “tocar” su dolor,
que éste nos “afecte”», resume Hernández Navarro (2009: 67). La
reflexión de Lichtenberg Ettinger puede ser iluminadora, toutes les
proportions gardées, a la hora de leer de «La parte de los crímenes»,
donde a través de la experiencia corporal de la lectura tenemos acceso
a nuestra propia falta. El lector, sólo al llegar a sentirse impacientado
con la recurrencia de las imágenes de un sufrimiento ajeno, puede
darse cuenta de su propia pasividad voyerista. Haciéndolo, comprende
que «somos nosotros quienes realmente rompemos la pantalla». En
eso radicaría la efectividad del procedimiento «bulímico» en «La
parte de los crímenes»: en sacudir e incomodar al lectoespectador
para que se dé cuenta de que forma parte de un régimen enfermo,
de una sociedad aletargada por el consumo permanente.
114 Anna Kraus

anorexia
La obra de Teresa Margolles se sitúa, indiscutiblemente, del
lado del arte del exceso y la de Bolaño también parece hacerlo. Sin
embargo, creemos que Bolaño al mismo tiempo emplea una estra-
tegia escotómica30. Paul Ardenne sostiene que el instante crucial y
efímero de la muerte es irrepresentable (2006: 349), de ahí que las
artes visuales siempre hayan intentado capturarlo. Esa observación
no es del todo aplicable a la literatura, en donde existen palabras
capaces de expresar incluso aquel misterio. Bolaño, en cambio, decide
situar todo lo que concierne a las víctimas del lado del orden visual:
emplea estrategias de precisión descriptiva que, a través del lenguaje
médico, impregnan el texto de imágenes. Según hemos planteado,
las descripciones de los cadáveres funcionan en el texto de Bolaño
como proyección retrospectiva de las atrocidades a las que han sido
expuestas las víctimas. De ese modo, el lector se ve llevado a enfren-
tarse con una multitud de imágenes mentales de la violencia. En este
sentido, hemos destacado la proximidad de los informes forenses de
«La parte de los crímenes» con las fotografías de prensa, recogidas
por Teresa Margolles en «PM 2010», donde los cadáveres se diluyen
en el anonimato de la iterabilidad.
Griselda Pollock, en su artículo «Abandoned at the Mouth of
Hell or A Second Look that Does Not Kill: The Uncanny Coming
to Matrixial Memory» (2001), propone una reapropiación del mito
de Orfeo y Eurídice que le sirve para llevar a cabo una lectura más
profunda de la realidad dominada por los medios de comunicación.
Tal y como ocurre en el caso de Orfeo –quien, incrédulo y curioso,

30 
En su El archivo escotómico de la modernidad (2007), Miguel Ángel Her-
nández Navarro desarrolla la idea de la «mancha ciega» –el escotoma o el punto
ciego– refiriéndose a la estrategia del arte moderno de decepcionar la mirada
del espectador, dejando lo esencial sin mostrar: ocultándolo o colocando en su
lugar un vacío.
imagen técnica 115

a la salida del Hades, al volverse para mirar a Eurídice, pierde la


posibilidad de rescatarla– la mirada ante el sufrimiento del otro, en
vez de aliviar su dolor, sólo suele cimentarlo irremediablemente en
su condición de víctima. Lo que Pollock llama la «mirada órfica»
es la mirada dominante en la sociedad de la imagen, la mirada que
nos imponen los medios de comunicación, sirviéndonos imágenes
de tragedias ajenas para que sigamos al tanto de los hechos, sin por
ello tener que interrumpir la cena ni, mucho menos, reaccionar. La
mirada órfica constata. La mirada órfica se alimenta del dolor de los
demás, convirtiéndolo en un hecho lejano y curioso. La mirada órfica
vuelve a matar: restablece y sella el estado de las cosas. Su curiosi-
dad pasiva y distanciada excluye la habilidad del co-sufrimiento del
«testigo-contigo», incluye el sufrimiento de los demás en la serie de
virtualidades intercambiables previstas por el programa flusseriano.
Vilém Flusser, vuélvase a subrayar, no excluye por completo la
posibilidad de subvertir el programa y así recobrar la libertad. Según
el filósofo, los artistas pueden socavar el sistema empleando el aparato
de maneras no previstas por el programa. Por ejemplo, podríamos
pensar, mediante las estrategias que el arte visual moderno emplea
para frustrar la mirada: la saturación y la obstrucción. Ahora bien,
«La parte de los crímenes» está saturada de imágenes «fotográficas»
proporcionadas por la mirada médica de las descripciones forenses
de los cadáveres, pero en ella no se describe la violencia misma que
de hecho tiene lugar: los asesinos, impunes e inaccesibles, sin caras ni
cuerpos, cometen sus actos fuera del texto, es decir, fuera del espacio
de la representación. Éste da la impresión de siempre llegar tarde y
sólo encontrar los cuerpos muertos, las huellas materiales a partir
de las que reconstruye los hechos. Los cadáveres, como lo hemos
subrayado, son tratados como objetos legibles, en doble desconexión
–antropológica y estilística– de las personas que fueron antes de su
muerte. Con todo, no sólo el momento justo de la muerte y las tor-
turas precedentes constituyen lo esencial inaccesible e irrepresentable,
116 Anna Kraus

también la vida, cada una de las vidas irrepetibles de las víctimas,


queda protegida de la mirada voyerista del consumidor del texto. Por
consiguiente, al negarle al lector el acceso a la vida, al sufrimiento y a
la muerte de las mujeres asesinadas en Santa Teresa, Bolaño subvierte
el régimen escópico dominante propio de la sociedad del espectáculo
de la imagen. Más aun, compuesto de esa manera, el texto se niega a
acunar la mirada órfica que puede volver a matar a las víctimas de la
violencia juarense. En vez de ofrecerle la diversión morbosa de una
lectura emocionante acerca de los acontecimientos sensacionales en
el desierto de Sonora –para muchos, exótico y lejano–, Bolaño intro-
duce en la mente de su lector una pesadilla de imágenes tremendas;
una pesadilla que quiebra su paz interior por un tiempo significativo.
Las imágenes que el texto proyecta en la cabeza del lector resultan,
además, difíciles de manejar con la facilidad habitual con la que
éste suele deshacerse del horror cotidiano de las noticias, puesto que
logran colarse por las fisuras del «programa» que rige la sociedad del
espectáculo de la visión omnipresente y todopoderosa: surgen del
vacío que se abre donde está aquello que de hecho no llegamos a ver.
La imaginación es la que las dota de una fuerza incomparable. Ésta
–como lo sabían muy bien los románticos– trabaja mejor cuando se
la nutre con muy poco o nada.
subversión suave

Toute vue des choses qui n’est pas étrange est


fausse.
Paul Valéry

consideraciones generales
En la parte anterior se propuso ponderar los sueños, en 2666,
como vías de comunicación alternativa. Para ello destacamos su
potencial subversivo frente al dispositivo dominante. Los sueños apa-
recen como espacio privilegiado de (a)visualidad en la representación,
dotado de una intensidad y dinámica extraordinarias, situado en
una zona liminal entre presencia y representación, entre receptividad
y actividad. En vistas de esa marcada pauta interpretativa, parece
lógico ahora preguntarse si el supuesto potencial subversivo de los
instantes oníricos en la obra de Bolaño se inscribe en otros niveles
del texto, además de poder discernirse de la realidad representada.
De ser así, ¿en qué exactamente consistiría? Para buscar respuestas
a estos interrogantes habrá que indagar los sueños en la novela no
sólo por su morfología, su estatus ontológico y su funcionamiento,
sino también –y sobre todo– habrá que interrogar la pertinencia de
analizarlos como sustancialmente diferentes del resto del texto.
La crítica específica de Bolaño ha demostrado que la escritura de
lo onírico en su obra va más allá de un realismo convencional, sin
que ello implique una cercanía con la estética de lo maravilloso. Por
un lado, se ha observado la «presencia de un juego constante entre los
niveles ontológicos que hace de la distinción realidad-irrealidad una
118 Anna Kraus

nimiedad irrelevante» (Moreno 2011: 340). De este modo, «[s]e cues-


tionan los límites de las estructuras a partir de las cuales pensamos el
mundo» (Sinno 2011: 75). Este borrado de la frontera entre el sueño y
la realidad es uno de los procedimientos empleados en la ficción para
crear su mundo posible. Sus habitantes apenas confían en su propia
percepción, están atrapados en una realidad movediza y laberíntica
donde, en ocasiones, la falta de puntos de referencia estables la asemeja
a una pesadilla, según la piensa Gaston Bachelard (2013). Por otro
lado, los sueños en la obra de Bolaño se han analizado a partir de
la función que cumplen en la trama, es decir, desde una perspectiva
estructural, preocupada más por la construcción del texto –compuesto
por elementos dotados de distintas características representacionales,
relacionadas con el estatus ontológico que obtienen dentro del juego
ficcional– que por los pormenores de la realidad representada. Así,
Joaquín Manzi (2005) ha analizado el marcado carácter cinemato-
gráfico de las descripciones de los sueños, adscribiéndoles, junto a
los demás dispositivos visuales, la función de ofrecer perspectivas
alternativas a los acontecimientos, incluso la de completar los conte-
nidos omitidos en la trama. De forma similar, Florence Olivier (2011)
ha propuesto pensar los distintos tipos de percepción de lo oculto
–sueños, visiones, contacto con los espectros– como una manera de
aproximarse al secreto de los crímenes, paralela a las descorazonadas
investigaciones policíacas. De este modo, lo imaginario, más que lo
real, haría las veces de medio de conocimiento en esta narrativa. En
otras palabras, los sueños en la obra de Bolaño están dotados de un
carácter más bien confuso: pertenecen a una realidad que muchas
veces parece borrosa, sin distinción clara entre sueño y vigilia, al
tiempo que revelan aspectos ocultos de ella y, por esa vía, completan
la construcción del mundo posible elevado por el texto.
Una dificultad surgida de lo anterior nos lleva a interrogar el
privilegio (riqueza y potencial interpretativos) –o, en cualquier caso,
la diferenciación en la lectura– de los instantes oníricos adscritos al
subversión suave 119

ámbito del inconsciente frente a aquellos –muchas veces no menos


«irreales»– que supuestamente se relacionan con la percepción de
los personajes en estado de vigilia. Para poder comentar lo onírico,
entonces, hay que investigar las premisas ficcionales y el andamiaje
narrativo que determina la distinción, en 2666, entre sueño y vigilia.
Sin perder de vista la cuestión del supuesto potencial subversivo del
primero, para reconocérselo (o no), es necesario descubrir en qué
consiste su especificidad y en relación a qué el sueño puede resultar
subversivo, si es que, en 2666, de hecho no difiere mucho de la vigilia.
Finalmente, es menester subrayar que la ambición de las páginas que
siguen no es la de interpretar los sueños en la obra de Bolaño: ni en
tanto procedimiento de caracterización psicológica de los personajes,
ni en tanto claves para la comprensión de la trama. Al contrario, se
intentará no asignarles significados específicos; nos centraremos, en
cambio, en su morfología, heterogeneidad y funcionamiento en dis-
tintos niveles del texto. En el marco de esta persecución del potencial
subversivo de lo onírico en la obra de Bolaño seguimos la idea de la
joven Julia Kristeva, quien frente a una literatura subversiva proponía
que una teoría radical no podía seguir operando de acuerdo a los
valores y las normas del sistema de intercambio, es decir, no podía
fijar un significado para el texto como si se tratara de un objeto o de
una verdad por descubrir (Sjöholm 2005: 8). Por consiguiente, en vez
de lecturas detalladas de sueños particulares, nos inclinamos por una
visión algo más abstracta. En este sentido, si tomamos distancia de lo
particular, es para obtener una perspectiva general que nos permita
pensar el sueño en 2666 como un fenómeno cuyo potencial subver-
sivo –y ésta es la hipótesis que ordena lo que sigue– se constituye
en un doble movimiento. En primer lugar, esquiva la categorización
derivada de la noción ontológica de «sueño»; en segundo lugar y
al mismo tiempo, la imaginación dinámica presente en la práctica
de lo onírico a lo largo del texto no respeta las premisas del pacto
mimético con el lector.
120 Anna Kraus

En lo que sigue, se dialoga con la teoría del movimiento situa-


cionista, cuya estrategia de una subversión suave consiste no en una
contestación radical – según Manfredo Tafuri, ya prevista de ante-
mano como parte integral del sistema (McDonough 2002a: xi)–,
sino en un proceso continuo que busca corroerlo con sus propias
herramientas. En otras palabras, nuestra lectura de lo onírico en
2666 no intenta demostrar una destrucción de las bases miméticas
que redundaría sobre un mundo posible compuesto por elementos
«oníricos» y «reales». En cambio, se trata de señalar una serie de des-
plazamientos suaves y dinámicos que son operados en el texto por lo
onírico, y están cargados de un potencial subversivo frente a sus mis-
mos fundamentos representacionales. Los conceptos situacionistas se
irán introduciendo a medida que sean necesarios para el desarrollo de
la argumentación. De forma suplementaria, expandimos la reflexión
acerca de lo onírico en la obra de Bolaño hacia el vídeo-arte, pues éste
tiene varias afinidades esenciales e iluminadoras con el tratamiento
de los sueños en 2666. En lo inmediato, trazamos un mapa general
del terreno que nos ocupa en las páginas que siguen.

sueños en 2666: catálogo


En 2666 se describen alrededor de 50 sueños, algunos de los
cuales se definen como recurrentes, pero se relatan sólo una vez. En
«La parte de los críticos», casi todos los sueños permiten e invitan a
ser interpretados en relación con las vivencias de los personajes, sus
deseos, miedos e impresiones. Así, por ejemplo, puede leerse el sueño
«extrañísimo» (107) de Pelletier que se cierra ante una playa donde se
ve «un bulto, una mancha oscura que sobresale de una fosa amarilla»
(109). En el sueño el crítico se pone a sudar, el mar también parece
sudar y del agua emerge «un trozo de piedra informe, gigantesco,
desgastado por el tiempo y por el agua, pero en donde se puede ver,
subversión suave 121

con total claridad, una mano, la muñeca, parte del antebrazo» (109).
Esa suerte de estatua es descrita como «horrorosa y al mismo tiempo
muy hermosa» (109). Puesto que Pelletier lo sueña inmediatamente
después de haberle propinado una golpiza a un taxista paquistaní
(103), lo más lógico sería vincular los dos hechos y leer esta visión
onírica como expresión de remordimientos, de vergüenza y del miedo
por ser descubierto, junto con el goce y la fascinación relacionados con
la experiencia transgresiva de dejarse llevar por la pulsión destructiva,
en «una mezcla de sueño y deseo sexual», según Pelletier y Espinoza
la describen post factum (105). De modo parecido pueden leerse, por
ejemplo en «La parte de los crímenes», los sueños «plácidos y felices»
en los que Juan de Dios Martínez vive con su distanciada amante
«en una cabaña de la sierra» (528) o el que tiene Kessler, donde «un
tipo que da vueltas alrededor del cráter» (742) –diríase, una elabo-
ración onírica del abismo insondable de los crímenes irresueltos. En
«La parte de Archimboldi», un modelo semejante parecen seguir los
sueños de Hans Reiter conformados a partir de su obsesión con la
muerte de Ansky (921 y 922) y, sobre todo, los de Lotte, cuyo mundo
onírico suele responder consecuentemente a las preocupaciones de su
vida, personificando su esperanza o su fuerza interior en la figura de
su hermano gigante1 (1082, 1087, 1100, por ejemplo).
Otro tipo de sueños también explicables dentro de la convención
realista que elaboran los personajes, tal y como si tuvieran una psique,
son los sueños-recuerdos donde las situaciones, personas y emociones
del pasado se presentan a los personajes con gran nitidez. Amalfitano
sueña con su ex mujer Lola (239 y 260); Fate «se ve a sí mismo dur-
miendo plácidamente en el sofá de la casa de su madre en Harlem»
(436); Hans Reiter ve «al cojo, embutido en su viejo capote militar,
1 
La aparición recurrente, en los sueños de Lotte, de la figura de su hermano,
dotado de los atributos de fuerza sobrehumana, parece evocar la teoría de los
sueños de Carl Gustav Jung, según la cual la figura de un hombre joven, en el
sueño de una mujer, corresponde al «animus positivo» (1976: 414).
122 Anna Kraus

contemplando el Báltico y preguntándose en dónde se ha ocultado


la isla de Prusia» (840). En esta categoría podrían ubicarse otros
dos sueños de Fate, aunque ninguno de ellos encaje plenamente. Se
trata del sueño con la película en negativo (289), y de aquél que Fate
tiene «[m]ientras por la tele pasan [el] reportaje [de Santa Teresa]»
(329). Este último trata de «un tipo sobre el que [Fate] ha escrito
una crónica», y es descrito a lo largo de tres páginas y media con
la coherencia cronológica de un recuerdo detallado, por lo que no
resulta del todo claro si realmente se trata de una visión onírica o de
una analepsis narrativa (329-332).
En «La parte de los críticos» se incluyen dos series de sueños
simultáneos que Norton, Espinoza y Pelletier tienen respectivamente
en el hotel de Santa Teresa. En la primera, los críticos sueñan cada
uno con un detalle llamativo de su habitación –Pelletier con la taza
de baño rota (153), Espinoza con el cuadro del desierto (153) y Nor-
ton con los dos espejos que se reflejan mutuamente (154). Florence
Olivier observa que hay una incompatibilidad de estas pesadillas con
la teoría freudiana, pues ellas operan como «percepción inconsciente
del ámbito en el que [los críticos] se encuentran». Los académicos
no saben nada de los femicidios santateresianos y aun así «el aspecto
precario y caótico de la ciudad y los desperfectos o incongruentes
adornos del lujoso hotel […] comunican con sus temores propios, se
infiltran en el “Otro Escenario” de sus sueños» (Olivier 2011: 246-
247). En la segunda serie de sueños simultáneos puede observarse
un mayor grado de internalización y de elaboración inconsciente de
la lúgubre atmósfera de Santa Teresa, puesto que las relativamente
neutras visiones oníricas de los críticos se definen como pesadillas:
Pelletier sueña con una página a la que no puede encontrarle sentido;
Norton, con mover por la campiña a un roble que a veces carece de
raíces y a veces las tiene largas como serpientes; Espinoza, con la chica
de las alfombras cuyo movimiento permanente de brazos le impide a
él decirle algo importante y sacarla de allí (173). Esta permeabilidad
subversión suave 123

del mundo onírico respecto a los acontecimientos de la realidad cir-


cundante –aunque quien sueña los ignore– evoca la idea de Aristó-
teles que, según recuerda Michel Foucault, ante el silencio del sueño
nocturno y con el alma alejada de las agitaciones del cuerpo, concebía
un tipo de percepción extremadamente sensible a las más lejanas y
sutiles agitaciones del mundo (1986: 47). Así se expanden los límites
de la subjetividad onírica más allá de un inconsciente individual.
Más aun, esos sueños simultáneos y en esencia monotemáticos,
con elementos infiltrados directamente de la realidad circundante,
parecen ilustrar ya no alguna de las concepciones psicoanalíticas
reconocidas2, sino una teoría onírica que encontramos en 2666 y
que le sirve a Klaus Haas para explicar por qué en la cárcel se sabría
a ciencia cierta que él no es el culpable:

Es como un ruido que alguien oye en un sueño. El sueño, como


todos los sueños que se sueñan en espacios cerrados, es contagioso. De
pronto lo sueña uno y al cabo de un rato lo sueña la mitad de los reclu-
sos. Pero el ruido que alguien ha oído no es parte del sueño sino de la
realidad. El ruido pertenece a otro orden de cosas. […] Alguien y luego
todos han oído un ruido en un sueño, pero el ruido no se produjo en
el sueño sino en la realidad, el ruido es real. (614; énfasis del original)

De hecho, puede decirse que en 2666 –y, por cierto, en otras obras
de Bolaño, sobre todo en Monsieur Pain y en Amuleto– muchos de

2 
El aire esotérico de esta visión del universo onírico como espacio existente
paralelamente al de la realidad, un espacio que puede visitarse y compartir por
muchos sujetos soñantes, recuerda las ideas de Carl Gustav Jung, especialmente
el concepto del inconsciente colectivo. «Si [une fantasie individuelle involontaire]
dispose de sources de toute évidence personnelles, la fantasie créatrice dispose aussi
de l’esprit primitif oublié et depuis longtemps enfoui avec ses images particulières
révélées dans les mythologies de tout temps et de tous les peuples. L’ensemble de
ces images forme l’ inconscient collectif donné in potentia par hérédité à chaque
individu» (Jung 2012: 42; énfasis del original).
124 Anna Kraus

los instantes oníricos realizan diferentes versiones de esta concepción


espacial y comunicativa de los sueños. De este modo, se ubican en
la misma zona gris e impenetrable de comunicación alternativa en la
que situamos la telepatía, las visitas de los espectros, las premonicio-
nes y las visiones. Así, no sólo la vidente Florita Almada, a través de
sueños o visiones, llega a saber cosas imposibles de descubrir de otro
modo (575). También la madre de la muerta Michele Sánchez, años
antes de la desaparición real de su hija, tiene «sueños terribles» donde
una y otra vez la pierde (703-704). O la diputada Azucena Esquivel
Plata –no se sabe si en sueños o en vigilia–, quien escucha voces que
«provienen del desierto» donde ella «vaga con un cuchillo en la mano»,
en cuya hoja se refleja su cara cubierta de pequeñas cicatrices corres-
pondientes a las historias de las desaparecidas (783). O un soldado que
en «La parte de Archimboldi» sueña que «Dios en persona» lo visita
y le promete rescatarlo de los túneles de la Línea Maginot a cambio
de su alma –promesa que, de hecho, se cumple inmediatamente con
la llegada de los soldados de su compañía (843-844). Esto último, de
paso, añade al universo onírico de 2666 el escenario de una epifanía
divina, profética y efectiva. En otras palabras, el sueño-herramienta en
las manos de Dios sería un caso extremo en esta clase de sueños que se
infiltran desde fuera y se despliegan ante los ojos (u orejas3) interiores
de quién está soñando, en vez de ser el resultado de una elaboración de
contenidos inconscientes, tal y como se propondría desde la tradición
freudiana, o el reflejo profundo del estado existencial del soñante,
según lo entendería la psicología existencial de Ludwig Binswanger.

3 
En 2666 hay un sueño puramente sonoro: es el sueño de Amalfitano, donde
la voz de una francesa le habla «de signos y de números» y de algo que Amalfitano
no entiende y que la voz llama «“historia descompuesta” o “historia desarmada
y vuelta a armar”» (264). Este sueño merece ser mencionado por su parentesco
con los sueños sonoros desarrollados en Monsieur Pain, donde el narrador por
casualidad logra escuchar una conversación, como si su inconsciente fuera una
radio mal ajustada (1999: 52).
subversión suave 125

esquizoanálisis
Un vistazo rápido al panorama general de los sueños en 2666
parece indicar que este universo onírico pone en obra por lo menos
dos concepciones no del todo compatibles: la de una psique con sus
contenidos inconscientes y la de un flujo de comunicación sobrena-
tural. Con todo, sigue habiendo sueños inclasificables, tal es el caso
del que abre «La parte de Fate»:

¿Cuándo empezó todo?, pensó. ¿En qué momento me sumergí? Un


oscuro lago azteca vagamente familiar. La pesadilla. ¿Cómo salir de
aquí? ¿Cómo controlar la situación? Y luego otras preguntas: ¿realmente
quería salir? ¿Realmente quería dejarlo todo atrás? Y también pensó: el
dolor ya no importa. Y también: tal vez todo empezó con la muerte de
mi madre. Y también: el dolor no importa, a menos que aumente y se
haga insoportable. Y también: joder, duele, joder, duele. No importa,
no importa. Rodeado de fantasmas. (295)

Desprovisto de contexto y en 2666 nunca retomado ni expli-


cado, este sueño-flujo de consciencia que, sin certeza alguna, puede
adscribírsele a Fate, parece incluso sugerir que el universo onírico
incluye la apertura de pasajes hacia espacios alternativos en otras
dimensiones, como si en él operara la cajita azul de Mulholland Drive
(David Lynch, 2001) y sumergiera a quién la abre en una realidad
vagamente familiar donde todo, aunque parezca coherente, resulta
dolorosamente desplazado, mientras que la consciencia individual
oscila, indecisa, entre el olvido y la desorientación de los afectos
persistentes de la realidad habitada con anterioridad.
El universo onírico, en 2666, parece liberado de las reglas de un
sistema coherente. De esta manera, está dotado de un gran potencial
dinámico de expansión imaginaria, referencial y semántica, ya que
ninguna de las perspectivas y lecturas disponibles resulta definitiva.
Es más: puede incluso decirse que lo onírico, en 2666, se comporta
126 Anna Kraus

de una manera rizomática, si recordamos que «un rhizome n’est


justiciable d’aucun modèle structural ou génératif. Il est étranger à
toute idée d’axe génétique, comme de structure profonde» (Deleuze
& Guattari 1980: 19). Este carácter heterogéneo, fluido e irregular
de todo aquello que podría obtener el denominador común de per-
cepción inconsciente incita, de hecho, a considerarlo en relación con
el pensamiento de Gilles Deleuze y Félix Guattari4. Para hacerlo, es
preciso esbozar algunas de las líneas principales que lo atraviesan
y que resuenan en la reflexión que se desarrolla en las páginas que
siguen.
Si se considera que para Deleuze y Guattari el error clave del
pensamiento occidental ha sido la predilección por la transcendencia
(1991/2005: 21-59), su filosofía puede imaginarse como un intento
de liberar nuestra relación con el mundo de los hábitos perceptivos y
conceptuales arraigados en la visión dualista de la realidad, es decir,
de aquellos hábitos que estarían compuestos por las cosas dadas a
priori y por un sujeto que se las representa desde una posición de
distancia. En su último texto publicado, Deleuze escribe al respecto:

Immanence does not relate to a Something that is a unity superior


to everything, nor to a Subject that is an act operating the synthesis
of things: it is when immanence is no longer immanence to anything
other than itself that we can talk of a plane of immanence. […]
Pure immanence is A LIFE, and nothing else. It is not immanence
to life, but the immanence which is in nothing is itself a life. A life is
the immanence of immanence, absolute immanence: it is sheer power,
utter beatitude. […]
Although a transcendent which falls outside the plane of immanence
can always be invoked or even attributed to it, it remains the case that

4 
Entre los críticos de Bolaño sobresale Pablo Catalán (2003) como el que ha
comentado su obra en términos de desterritorialización y de devenir, en el sentido
que ambas nociones obtienen del dúo Deleuze-Guattari.
subversión suave 127

all transcendence is constituted uniquely in the immanent current of


consciousness particular to this plane. Transcendence is always a pro-
duct of immanence5. (1999: 171-172; énfasis del original)

Para Deleuze y Guattari la vida es, entonces, un flujo dinámico de


la inmanencia en que se forman conexiones (o territorios, si seguimos
su terminología) que corresponden a aquello que percibimos como
entidades, sistemas y otros tipos de totalidades discernibles –incluido
el sujeto pensante, el cual, sin embargo, forma aquí parte de la inma-
nencia y en ningún caso tiene la posición privilegiada ante el mundo
que le otorgan los sistemas transcendentes. Los territorios, hay que
resaltarlo, no están dados a priori como un catálogo de formas de
vida por realizar, sino que van creándose de modo espontáneo en el
movimiento de las fuerzas que constituyen la vida. Lo anterior implica
que esas mismas fuerzas que condicionan y posibilitan el devenir de
lo que es (territorialización), también permiten que las cosas deven-
gan lo que no son (que se desterritoralicen). La desterritorialización,
entonces, transcurre en los espacios del devenir mismo, es decir, entre
dos entidades, en el ni-lo-uno-ni-lo-otro6, y dota a este movimiento

5 
Los conceptos de transcendencia y de inmanencia en Deleuze y Guattari
los explica Claire Colebrook de la siguiente manera: «[w]e begin from some term
which is set against or outside life, such as the foundation of God, subjectivity
or matter. We think life and the thought which judges or represents life. Tran-
scendence is just that which we imagine lies outside (outside thought or outside
perception). Immanence [one of the key terms (and aims) of Deleuze’s philosophy],
however, has no outside and nothing other than itself. Instead of thinking a God
who then creates a transcendent world, or a subject who then knows a transcendent
world, Deleuze argues for the immanence of life. The power of creation does not
lie outside the world like some separate and judging God; life itself is a process of
creative power. Thought is not set over against the world such that it represents
the world; thought is a part of the flux of the world. To think is not to represent
life but to transform and act upon life» (2002: xxiv; énfasis del original).
6 
Es sólo la «desterritorialización absoluta» que transcurre, puede decirse, más
allá de las reterritorializaciones: «[l]a D[éterritorialisation] est absolue […] chaque
128 Anna Kraus

de un carácter escurridizo e indecidible frente a las categorías que nos


ayudan a organizar (territorializar) el mundo. La desterritorialización,
pues, está vinculada con una territorialización de la que parte y en
la que se transforma.
En L’Anti-Œdipe, Deleuze y Guattari describen dos tendencias del
modo que pensamos el mundo o –de acuerdo con la filosofía de la
inmanencia– del modo que operamos en él. La primera la denominan
«paranoica» y la segunda «esquizofrénica» (1972/1973: 329-462, sobre
todo). La mayoría del pensamiento occidental, según los autores, se
basa en una estructura paranoica, lo cual resulta más claro si con-
sideramos que el paranoico escucha voces fuera de sí mismo, voces
que le dan órdenes y, de ese modo, controlan la realidad. La voz que
escucha el paranoico de Deleuze y Guattari es la de la transcendencia:
el principio, el orden, la ley superiores que, imaginamos, están detrás
de todo y lo organizan. La voz es aquello a lo que las cosas se ajustan
y con lo que se comparan, un modelo en relación al que percibimos
el mundo en términos representacionales e intentamos interpretarlo
como una red de signos por descifrar en busca de la verdad. Fiel a
las voces, el paranoico cree en un orden ideal al que la realidad debe
asemejarse, intenta establecerlo y con ese fin organiza las cosas en
unidades fijas según una segregación territorial controlable: grandes
sistemas, formaciones estadísticas y totalidades delimitadas (Deleuze
& Guattari 1972/1973: 333-336, sobre todo).
El esquizofrénico, por su parte, habita los espacios de la deste-
rritorialización y, sin someterse a las leyes ni a las generalizaciones
unificadoras –en las que no cree, pues no escucha ningunas voces–
mantiene relaciones inmediatas e imprevisibles con el resto del mundo
(Deleuze & Guattari 1972/1973: 336-337). El esquizofrénico obedece

foir qu’elle opère la création d’une nouvelle terre, c’est-à-dire chaque fois qu’elle
connecte les lignes de fuite, les porte à la puissance d’une ligne vitale abstraite ou
trace un plan de consistance» (Deleuze & Guattari 1980: 636).
subversión suave 129

al deseo que, para Deleuze y Guattari, no opera en términos negativos


de falta, sino en los de conexión y producción: «le désir est machine,
synthèse de machines, agencement machinique – machines dési-
rantes. Le désir est de l’ordre de la production» (Deleuze & Guattari
1972/1973: 356). El deseo es una fuerza inherente a la vida misma
que desconoce las estructuras y las normas con las que el paranoico
describe y organiza el mundo.
Ahora bien, los sueños, las visiones y alucinaciones que surgen a
lo largo de la obra de Bolaño pueden imaginarse, en su disparidad,
como un flujo de deseo que atraviesa el mundo representado, escu-
rriéndose en la invención de las siempre renovadas configuraciones
pasajeras o esquizofrénicas, sin dejarse definir ni organizar en ningún
orden estable. Un movimiento, podría decirse, más bien que una
imagen coherente, «mouvement par lequel la production désirante
ne cesse de franchir la limite, de se déterritorialiser, de faire fuir ses
flux, de passer le seuil de la représentation» (Deleuze & Guattari
1972/1973: 377).
En vez de realizar la imagen de una categoría ontológica pre-
existente, se trataría aquí de un proceso de creación de aquello que
es deviniendo un universo onírico, una desterritorialización de la
imagen misma de lo que es lo onírico en 2666. Pensados así, los
sueños esquivarían la norma transcendente a un nivel profundo,
independiente de las territorializaciones propias de cada una de
sus descripciones en el texto, ya sea que ofrezcan o no claves inter-
pretativas para el desciframiento de la obra. En otras palabras, la
desterritorialización sucesiva de lo onírico –que entre un sueño y
el siguiente deja de ser lo que parece– frente a las estrategias ima-
ginativas e interpretativas que, una tras otra, fallan en captarlo por
completo, puede pensarse en sí como un primer desplazamiento
dentro de la representación. Desde la perspectiva que se propone
aquí, entonces, su resistencia a inscribirse en una definición sufi-
ciente, en tanto categoría ontológica dentro del mundo posible de
130 Anna Kraus

2666, funciona como una borradura de los contornos del objeto


de conocimiento7.
La filosofía de la inmanencia de Deleuze y Guattari ofrece un
método analítico –el esquizoanálisis– que, en vez de partir de enti-
dades determinadas e intentar encontrar un significado transcen-
dente, procura interrogar las intensidades y los flujos del deseo que
han posibilitado el surgimiento de las formas específicas de vida. Si
hacemos lugar a la intuición que concibe a los sueños de 2666 en una
serie desterritorializante, parece pertinente aproximarse a lo onírico
en esta obra ya no en busca del significado de cada una de sus rea-
lizaciones concretas, sino, en cambio, interrogando la dinámica del
flujo del que parecen surgir.

desplazamientos

táctica situacionista
Akira Mizuta Lippit, ya lo sabemos, describe los sueños como
avisuales, pues a pesar de que los pensemos en términos visuales, ellos
son invisibles (2005: 41). Los sueños en 2666, sin embargo, pueden
imaginarse como avisuales también en un sentido algo diferente.
Estrechamente entrelazado, en nuestra lectura, con un movimiento
desterritorializante, lo onírico en la obra de Bolaño no llega a obtener
contornos claramente delineados, y esto pone trabas a la visión como
metáfora de conocimiento racional que opera con categorías y defi-
niciones precisas. Lo onírico, entonces, aparece como una categoría

7 
Recuérdese en este punto la reflexión de Max Horkheimer y Theodor
Adorno sobre la visión como herramienta de conocimiento del mundo: para
dominarlo con la mirada, el sujeto vidente necesita situarse fuera de sus límites,
enmarcándolo como totalidad abarcable desde su perspectiva.
subversión suave 131

pensable, pero que esquiva definiciones cerradas. Más aun, mediante


su presentación avisual instaura una invisibilidad en lo imaginable.
Esa avisualidad de lo fugitivo, tendiente a desestabilizar la repre-
sentación desde adentro, incita a evocar las estrategias subversivas
del movimiento internacional situacionista cuyo objetivo era crear,
en el seno del espectáculo omnipresente, espacios y procesos de des-
territorialización que permitieran por un breve ahora sumergirse en
la vida real.

The Situationists counteract capitalism –which «concretely and


deliberately» organizes environments and events in order to depotentiate
life– with a concrete, although opposite, project. Their utopia is […]
perfectly topical because it locates itself in the taking-place of what it
wants to overthrow. […] What is decisive here is the messianic shift
that integrally changes the world, leaving it, at the same time, almost
intact: everything here, in fact, stayed the same, but lost its identity.
(Agamben 2000: 77-78; énfasis del original)

Advertidos de la omnipresencia del espectáculo, los situacionistas,


para subvertirlo, trataban de excluir de su actividad revolucionaria
todo tipo de imagen: fuera ésta concreta y tangible, formada directa-
mente por el aparato espectacular, fuera mero fantasma o visión. Este
punto central de su agenda concernía también y sobre todo al mismo
movimiento situacionista, que se caracterizaba, según recuerda Vin-
cent Kauffman, por su invisibilidad y su irreductible oposición a todas
las formas de representación o de espectáculo (2002: 286). De ahí no
sólo la clandestinidad del movimiento, sino, más importante incluso,
la superación programática del arte en tanto imaginario separado de
la vida cotidiana –la cual, cabe subrayarse de una vez, es para los
situacionistas el campo de batalla verdadero, pues «indica el aspecto
vivido de la existencia, el sentido general del vivir en su concreción»
(Perniola 2008: 59). El postulado situacionista de la superación del
arte tiene, por supuesto, también una base ideológica anticapitalista.
132 Anna Kraus

Se trata de luchar contra ese sistema donde las obras de arte tienen
un valor económico, es decir, donde son una forma de acumulación
de capital y, por ende, sirven para cimentar la sociedad burguesa
(Perniola 2008: 32). Ahora bien, lo relevante para nuestra reflexión
es su reclamo de creatividad artística para la vida cotidiana: abolir
el arte sin dejar de practicarlo8, es decir, continuar el movimiento
revolucionario donde los surrealistas y los dadaístas lo dejaron. «Le
dadaïsme a voulu supprimer l’art sans le réaliser; et le surréalisme
a voulu réaliser l’art sans le supprimer», escribe Guy Debord en La
Société du Spectacle (1992: 186; énfasis del original). «La position
critique élaborée depuis par les situationnistes a montré que la sup-
pression et la réalisation de l’art sont les aspects inséparables d’un
même dépassement de l’art», concluye (1992: 186; énfasis del original).
La importancia de la abolición del arte y al mismo tiempo su práctica
como actividad revolucionaria, según observa Greil Marcus, consiste
en volver a ocupar el tiempo –que en su totalidad está robado por el
espectáculo– para consumirlo de modo subversivo, es decir, impro-
ductivo, lúdico, agradable (2002: 6). En otras palabras: no previsto
por el sistema y en desacuerdo con él. El arte abolido no sólo está
des-comercializado, des-obrado y desprovisto del artista individual,
también y ante todo es producido como una experiencia real, libre y
placentera, de la vida cotidiana.

8 
Nótese al margen la semejanza con los postulados de los Infrarrealistas
expuestos, en el manifiesto escrito por Mario Santiago Papasquiaro, en las siguien-
tes frases: «¿qué proponemos? // no hacer un oficio del arte // mostrar que
todo es arte y que todo mundo // puede hacerlo // ocuparse de cosas
«insignificantes» / sin // valor institucional / jugar / el arte debe ser
ilimitado en cantidad, accesible // a todos, y si es posible fabricado por
todos !!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! // impugnar el arte / impugnar la vida cotidiana
(duchamp) en un tiempo que aparece casi absolutamente bloqueado para
los // optimistas profesionales // transformar el arte / transformar
la vida cotidiana (nosotros) // creatividad / vida desalineada a toda
costa» (Papasquiaro 2013: 37).
subversión suave 133

En la realidad des-realizada del espectáculo, la insistencia en el


carácter no imaginario de la actividad revolucionaria resulta crucial
para la elaboración de tácticas subversivas eficientes. Mario Perniola
escribe a propósito:

Había llegado el momento de desterrar de una vez por todas los tér-
minos al uso, aceptados y asumidos por los surrealistas, para distinguir
entre vida real (lugar del aburrimiento y de la insignificancia) y vida
imaginaria (lugar de la maravilla y del sentido), ya que es la realidad
misma la que puede ser maravillosa. Al atribuir a lo maravilloso un
estatus surreal, el surrealismo indicó mecanismos de liberación que
continúan siendo imaginarios: los sueños, el arte, la magia… (2008:
17; énfasis del original)

En la práctica, este postulado determinaba distintas formas de


ocupación subversiva –experiencias reales anti-espectaculares– de
los espacios del espectáculo. El concepto central era, por supuesto,
el de «situación», definida como un «momento de la vida, concreta
y deliberadamente construido por medio de la elaboración colectiva
de un ambiente unitario y de un juego de acontecimientos» (Perniola
2008: 29). En este entramado, vale la pena mencionar también la
dérive –el paseo sin propósito9, esa especie de práctica de desterri-
torialización que, sin poseer espacio propio, corroe las estructuras
capitalistas impuestas por la planificación urbana y las usa para un
simple estar improductivo que se deja guiar por ambientes y emocio-
nes– y los grafitis que, según observa Frances Stracey, «re-territorialise

9 
Aunque tenga una forma parecida a la flânerie, la dérive surge de premisas
políticas esencialmente diferentes. En vez del poeta o estudiante solitario que
recorre los barrios bohemios, se trata del proletariado o del colectivo esparcido
en un movimiento unificador por todas las partes de la ciudad. La dérive tiene el
carácter de una experimentación espontánea y de un juego que sigue el principio
de la desorientación como estrategia subversiva ante el control hegemónico del
espectáculo (Marcus 2002).
134 Anna Kraus

public space from below, on behalf of the marginalised and excluded»


(2008: 125). En suma, todas estas prácticas parecen ser variantes de
una misma estrategia esencial: el détournement.
Según la formulación de Greil Marcus, el détournement es «the
diversion of an element of culture or everyday life […] to a new and
displacing purpose» (2002: 6). Sus aspectos fundamentales son «la
pérdida de importancia del sentido original de cada elemento singular
y autónomo» y «la organización de un conjunto de significaciones
diferente, que viene a conferir a cada elemento un alcance nuevo»
(Perniola 2008: 31-32). La diferencia crucial de estas prácticas con
otras similares de cuño vanguardista, como el collage o el ready-made,
reside en el carácter subversivo y anti-artístico que le adjudicaban los
situacionistas:

La importancia de este procedimiento consiste en el hecho de que a


través de él objetos e imágenes que guardan una estrecha relación con
la sociedad burguesa […] se sustraen a su destino y finalidad para ser
colocados en un contexto cualitativamente distinto, en una perspectiva
revolucionaria. (Perniola 2008: 32)

Aunque el détournement concierne, en principio, a las imágenes


–«obras de arte, pero también anuncios publicitarios, manifiestos de
propaganda, fotografías pornográficas» (Perniola 2008: 32)– donde
ejerce una táctica de reapropiación y desplazamiento de los elementos
del sistema, los situacionistas lo han aplicado en todas las esferas de
su actividad clandestina (espacio urbano, lenguaje, cine…), denomi-
nándolo «situación», «dérive» o «ultradétournement» (Stracey 2008:
125). De hecho, según recuerda Thomas Y. Levin a propósito de
«Le détournement comme négation et comme prelude», un ensayo
programático publicado en diciembre de 1959, los editores de la Inter-
nationale Situationniste sostienen que «the signature of the movement,
the trace of its presence and its contestation in contemporary cultural
subversión suave 135

reality […] is first and foremost the employement of détournement»


(2002: 331).
Ahora bien, la concepción de la imagen dentro del marco del
espectáculo debordiano10 nos servirá como referencia productiva
si la pensamos en un sentido más abstracto. Por lo mismo, vale la
pena aclarar que no intentamos sostener que la obra de Bolaño sea
anti-visual o anti-imaginaria. La noción de imagen debe entenderse
ya no estrictamente según su uso en el contexto de la crítica de la
sociedad del espectáculo, sino más bien como un concepto plegable
que puede convertirse en su propio negativo. Lo visual, en la obra
de Bolaño, oscila entre el flujo desterritorializante que borra las for-
mas estables e impide su estagnación en «imágenes», en significantes
normativos del pensamiento transcendente. Desde esta perspectiva,
la invisibilidad anti-espectacular que propugnan los situacionistas se
ubica en lo avisual fugitivo del flujo del deseo, este último concebido,
recuérdese, no en términos de una falta que requiere la cristalización
de un objeto, sino en los de una producción desterritorializante.

détournement: cine situacionista, secuencias oníricas


Según observa Thomas Y. Levin, recordando la declaración publi-
cada en el número 8 de la Internationale Situationniste (enero de
1963), ante la imposibilidad de escapar del orden cultural contra el
que luchaban, los situacionistas reconocían la importancia estratégica

10 
Recuérdese que, para Guy Debord, el problema con la sociedad del espec-
táculo consiste ya no en que ofrezca imágenes simulacrales de la realidad, intro-
duciendo, de ese modo, una confusión y un empobrecimiento de la experiencia de
la vida, sino en que el espectáculo sea real y reemplace, devore la realidad. Desde
esta perspectiva, toda visualidad, toda imagen se entienden como representaciones
pertenecientes al espectáculo, como sus herramientas y su materialización, y, por
consiguiente, enemigas mortales de la vida real o anti-espectacular.
136 Anna Kraus

del cine: medio corrompido por parte del espectáculo y la clase bur-
guesa, pero de gran importancia para la vida cotidiana. La arquitec-
tura –otro elemento constitutivo de la cotidianeidad y punto crucial
en la agenda situacionista–, a diferencia del cine, dificultaba cualquier
intento de renovación que implicara poner en práctica el imperativo
de transformación (Levin 2002: 303). El cine, sin embargo, gracias
a su capacidad de manipulación técnica (montaje, voice-over…) y
de incorporación de otras mediaciones (documentación fotográfica,
fílmica), se prestaba excepcionalmente bien al détournement, cuya
orientación bregaba por apropiarse de las herramientas del medio
para socavar su representacionalidad (Levin 2002: 331).
En el centro de la técnica composicional del cine anti-espectacular
de Guy Debord, según sostiene Giorgio Agamben, está, por un lado,
la repetición que abre una zona de indecidibilidad entre lo real y lo
posible, y por otro, el stoppage, la congelación del fotograma que,
en vez de constituir una simple pausa cronológica, ejerce su trabajo
sobre la imagen, alejándola de su poder narrativo (2002: 316-317).
Ambos procedimientos, observa Agamben, revelan a la imagen como
medio, sin permitir que desaparezca en lo que ella hace visible, en su
«contenido» (2002: 318). Aunque en los años sesenta la práctica de
despojar el medio artístico de (una parte de) su representacionalidad
no fuera una novedad, Agamben muestra cómo Debord la utiliza en
el cine para obtener un efecto político anti-espectacular:

The image exhibited as such is no longer an image of anything; it


is itself imageless. The only thing of which one cannot make an image
is […] the being-image of the image. The sign can signify anything,
except the fact that it is in the process of signifying. What cannot be sig-
nified or said in a discourse, what is in a certain way unutterable, can
nonetheless be shown in the discourse. There are two ways of showing
this «imagelessness», two ways of making visible the fact that there is
nothing more to be seen. One is pornography and advertising, which
act as though there were always something more to be seen, always more
subversión suave 137

images behind images; while the other way is to exhibit the image as
image and thus to allow the appearance of «imagelessness», which, as
Benjamin said, is the refuge of all images. It is here, in this difference,
that the ethics and the politics of cinema come to play. (2002: 319;
énfasis del original)

En otras palabras, el trabajo subversivo del détournement del cine


situacionista consiste en romper el taciturno juego de la representa-
ción. Se trata, añadimos, de liberar la imagen de su función transcen-
dente. La fuerza de los procedimientos descritos por Agamben con-
siste, pues, no tanto en demostrar el carácter artificial y construido del
mundo representado sino, más bien, en desarmar, por un momento,
el significante que constituye el fundamento de la economía de la
representación en el sentido filosófico.
Las estrategias anti-espectaculares del cine situacionista pueden
arrojar un poco de luz sobre la serie de tres «pesadillas» que los crí-
ticos, «al despertar, aunque se esforzaron, no pudieron recordar»:

Pelletier soñó con una página, una página que miraba al derecho
y al revés, de todas las formas posibles, moviendo la página y a veces
moviendo la cabeza, cada vez más rápido, aunque sin encontrarle nin-
gún sentido. Norton soñó con un árbol, un roble inglés que ella levan-
taba y movía de un lugar a otro de la campiña, sin que ningún sitio la
satisficiera plenamente. El roble a veces carecía de raíces y otras veces
arrastraba unas raíces largas como serpientes o como la cabellera de la
Gorgona. Espinoza soñó con una chica que vendía alfombras. Él que-
ría comprar una alfombra, cualquier alfombra, y la chica le enseñaba
muchas alfombras, una detrás de otra, sin parar. Sus brazos delgados y
morenos nunca estaban quietos y eso a él le impedía hablar, le impedía
decirle algo importante, cogerla de la mano y sacarla de allí. (173)

El hecho de que el contenido de las tres pesadillas, olvidado por


los críticos, sea accesible para los lectores de 2666, resalta su vecin-
dad inmediata en el texto y sugiere una afinidad entre ellas, como
138 Anna Kraus

si –de acuerdo con la sabiduría oriental expresada por un sabio en


la versión fílmica de Las mil y una noches de Pier Paolo Pasolini
(1974)– el mensaje completo hubiera que buscarlo en varios sueños
juntos, y no en uno solo. En otras palabras, la presentación de los tres
sueños juntos (olvidados por los personajes) ante los ojos del lector
es un gesto enfático autorreferencial con el que el texto los señala
como un mensaje compuesto de elementos diversos. Leídos como
imágenes complementarias entre sí, estos instantes oníricos parecen
revelar una desestabilización temerosa –por su adjetivación pesadi-
llesca– de las normas: la imposibilidad de comunicación convencio-
nal, un desarraigo y la puesta en movimiento de procesos frente a los
que el pensamiento tradicional queda impotente. El roble, «viril y
paternal», según lo elabora la imaginación antropológica (Bachelard
2014: 273), podría simbolizar todo aquello que Deleuze y Guattari
entienden por los sistemas arborescentes, «des systèmes hiérarchiques
qui comportent des centres de signifiance et de subjectivation, des
automates centraux comme des mémoires organisées» (1980: 25), es
decir, estructuras lógicas y consecuentes, sistemas binarios y territo-
rialización paranoica. Ahora bien, el roble es movido de un lugar a
otro, es desterritorializado sin rumbo ni plan preexistente por una
voluntad caprichosa y espontánea, mientras que la fundación misma
de su estabilidad, las raíces, ora desaparecen, ora se convierten en
un caos incontrolado y peligroso. Estas raíces, sacadas de la tierra
donde, invisibles, suelen ser el garante impensado de la verticalidad
de la estructura del sistema arborescente, se revelan ahora como
entrañas o tuberías, es decir, como un mecanismo avisual: revelado
en el dominio de la visión, es inabarcable, indiscernible en su cons-
tante movimiento, es acéfalo. El movimiento de las serpientes, de la
cabellera de la Gorgona, se ve redoblado en el de los brazos delgados
de la chica de las alfombras, donde una infinitud de posibilidades,
formas y variantes es renuente a dejarse fijar en un ejemplar concreto,
en una imagen estable, y opone su fluidez –informe y avisual ella
subversión suave 139

también– a las reglas del intercambio y de la comunicación eficaz que


operan con entidades delimitadas y separables. A la luz de estas dos
imágenes oníricas la página que, pese a los esfuerzos interpretativos
de un catedrático de letras, no produce sentido, estalla como una
carcajada de insubordinación frente a las leyes del significante. El
sueño de Pelletier con esa página que se niega a significar algo para él
parece de manera más directa hablar de la crisis de la representación,
mientras que los de Norton y Espinoza señalan metafóricamente la
insuficiencia de las formas y de los sistemas cerrados, fundados en
divisiones y límites fijos, frente a lo fluido11 (al flujo del deseo). Al
mismo tiempo, resulta llamativo el carácter discernible del vínculo
entre las tres pesadillas, un vínculo que se deja ver en aquello que,
en sí avisual, parece insistir en la insuficiencia de la visión en tanto
herramienta de conocimiento. En otras palabras y parafraseando a
Blanchot con un toque cartesiano, lo que se puede ver es ver que no
se puede ver. La insistencia en que los sueños de los críticos, en Santa
Teresa, aparezcan en series, cada una subordinada a una misma temá-
tica, señala su carácter artificial: todos estos instantes oníricos, aunque
puedan motivarse, de acuerdo con una verosimilitud realista, con las
circunstancias incluidas en la diégesis, al mismo tiempo se revelan
como construcciones narrativas regidas por el principio de repetición
con diferencia, cuyo carácter diferencial, señala Deleuze, insiste en
la esencia de lo repetido (1993). En este sentido, la resistencia a las
leyes de representacionalidad de estos tres sueños adquiere el valor
de un metacomentario dirigido al lector, pues desarma parcialmente
la ilusión de que se trate de pesadillas de académicos europeos en un
mundo posible y, a la vez, parcialmente desenmascara estas unidades
narrativas en su función de significantes.
11 
Luce Irigaray, en «La “mécanique” des fluides» (1974: 103-116), comenta
la incompatibilidad de lo fluido –que la filósofa relaciona con lo femenino/otro–
con la bonne forme, es decir, el sistema patriarcal de significantes fijos en el que
no está prevista la posibilidad de dar voz a lo fluido.
140 Anna Kraus

Si se piensa el principio de la repetición en términos del détourne-


ment situacionista, puede verse cómo los elementos fundamentales
del sistema –los sueños, la realidad, la verosimilitud– son usados para
corroer la autoridad de la representación. Cabe, sin embargo, resaltar
la clandestinidad de esta táctica: el texto, como el movimiento situacio-
nista, no ofrece imaginarios alternativos al espectáculo (representación
realista mimética), sino que se apropia de las imágenes ya existentes para
desplazarlas en un gesto crítico. Por eso la subversión inscripta en lo
onírico en 2666 solamente puede comentarse en términos de potencial,
ya que los sueños no dejan de funcionar como elementos de la diégesis,
dispuestos, al mismo tiempo, a corroerla en tanto representación.
De un modo similar podemos leer el sueño que abre «La parte
de Fate» (295), como un encuadre congelado que, según Agamben,
debilita el poder narrativo de la imagen. Es un instante onírico –aun-
que en realidad no se sabe qué es– narrado de manera entrecortada y
con referencias borrosas (¿qué pesadilla, qué lago azteca, qué dolor?).
Se sitúa en la periferia de la trama, tanto temática como topográ-
ficamente: puede suponerse que da cuenta de los pensamientos de
Fate, pero resulta imposible ubicarlo en el relato que sigue, pues no
se vuelve a retomar directamente ninguno de sus elementos, excepto
la muerte de su madre. De modo indirecto, sin embargo, se hace
patente cierta suspensión del protagonista y de los acontecimientos
evocados entre sueño y vigilia, algo que permite considerar el episo-
dio mexicano de Fate como puramente onírico –tal y como lo hace
Neige Sinno (2011: 68-69). En relación con el resto de esta sección de
la novela, el fragmento que la abre se situaría más allá de la división
mimética entre sueño y vigilia, cumpliría sobre todo una función
meta-narrativa, como si se tratara de un epígrafe que entrega una clave
de lectura, sin por ello dejar de ser, al mismo tiempo y con mucha
probabilidad, otro sueño del protagonista. Sin abolir la noción del
sueño dentro de la diégesis, este ejemplo demuestra cómo lo onírico
se usa de una manera ligeramente distinta de la convencional, pues
subversión suave 141

deja entrever los ligamentos y las conexiones interiores del andamiaje


narrativo, aunque sin ofrecer una revelación plena. Éste sería, a fin
de cuentas, el trabajo de la indecidibilidad parasitaria que clandesti-
namente corroe el sistema, el détournement del texto.

sueño–medio–médium

mientras Liz Norton dormía


Como se mencionó al principio de esta parte, la relación estrecha
entre lo onírico y lo cinematográfico es ya casi un lugar común en la
crítica específica de Bolaño. Joaquín Manzi encuentra germinacio-
nes desmesuradas de la trama fílmica de Rosemary’s Baby en Estrella
distante (2005: 72) y resalta el «lenguaje icónico de las fotos o de
las películas» con el que se describen las imágenes oníricas en Mon-
sieur Pain (2005: 79). Neige Sinno vincula el carácter alucinatorio
e incierto de «La parte de Fate» con la importancia del cine y de la
televisión en la vida del personaje principal (2011: 66-69). Por su
parte, Pablo Corro Pemjean observa afinidades esenciales entre los
principios narrativos empleados en las películas referenciadas en 2666
y en el tratamiento de los sueños en esta obra:

Algunas de las películas que Bolaño elige para hacer proliferar late-
ralmente el relato, para acentuar en él un estado dominante, o perfilar
indirectamente la psicología de un personaje, se caracterizan por repetir
un estilo cinematográfico contemporáneo de transición no estilizada
entre un nivel de realidad y otro, transición no codificada entre diver-
sos planos existenciales. […] En 2666, conforme el mismo principio
narrativo, los sueños de los personajes irrumpen sistemáticamente en
la realidad del drama, en la actualidad de los acontecimientos, perfi-
lándolos o desdibujándolos para la significación, tanto como lo hacen
los sucesos reales. (2005: 128)
142 Anna Kraus

La semejanza señalada por Corro Pemjean concierne a la estruc-


tura de los mundos representados –en las películas a las que Bolaño
hace referencia y en su prosa. Esto también se inscribe en la tendencia
general de la crítica del autor a comentar lo onírico y lo alucinatorio en
clave cinematográfica. De hecho, la primera película que se resume en
2666 aparece en el recuerdo de Pelletier, quien está tumbado al lado
de una Liz Norton dormida. Como en el fragmento de «La parte de
Fate» ya comentado en la parte anterior (reportaje televisivo–sueño-
recuerdo de Fate), la yuxtaposición de las imágenes fílmicas (enmar-
cadas en el recuerdo) y oníricas parece sugerir una correspondencia
entre los dos tipos de proyección visual. Mientras el sueño-recuerdo de
Fate, relatado en detalle, ofrece un contrapeso al reportaje televisivo,
aquí no se dice nada del imaginario onírico de Norton, de modo
que el recuerdo de Pelletier ocupa la totalidad del espacio dotado de
un potencial comparativo, abierto por la vecindad de dos estados de
conciencia y dos tipos de (a)visualidad. El sueño de Norton sólo se
constata con cuatro palabras («mientras Liz Norton dormía») y no
vuelve a mencionarse; esto marca su transcurso paralelo al recuerdo
de Pelletier y lo excluye de la descriptibilidad directa, como si algo de
la visión onírica latente en este fragmento pudiera verse reflejado en lo
que está descrito. La omisión del contenido del sueño de Norton –el
cual, nótese bien, al encabezar este fragmento, enmarca el relato de
la película que recuerda Pelletier– puede funcionar como un gesto
narrativo que, explorando la proximidad entre las imágenes oníricas
y cinematográficas, delega la palabra a la película para que ésta hable
del sueño. A partir de esta intuición, intentaremos discernir un reflejo
de lo onírico en 2666 anclado en la evocación fílmica de Pelletier12.

12 
La generalización implicada en la perspectiva que se asume aquí está vin-
culada con lo abierta que puede resultar esta lectura indirecta de un sueño no
descrito. La falta de particularidades e imágenes concretas permite pensar este
sueño como sueño en términos metonímicos, de modo que lo que la película
–relatada paralelamente a la latencia silenciosa del sueño– llegue a revelar a este
subversión suave 143

Aquella noche, mientras Liz Norton dormía, Pelletier recordó una


tarde ya lejana en la que Espinoza y él vieron una película de terror en
una habitación de un hotel alemán.
La película era japonesa y en una de las primeras escenas aparecían
dos adolescentes. Una de ellas contaba una historia. La historia trataba
de un niño que estaba pasando sus vacaciones en Kobe y que quería salir
a la calle a jugar con sus amigos, justo a la hora en que daban por la
tele su programa favorito. Así que el niño ponía una cinta de vídeo y lo
dejaba listo para grabar el programa y luego salía a la calle. El problema
entonces consistía en que el niño era de Tokio y en Tokio su programa
se emitía en el canal 34, mientras que en Kobe el canal 34 estaba vacío,
es decir era un canal en donde no se veía nada, sólo niebla televisiva.
Y cuando el niño, al volver de la calle, se sentaba delante del televisor
y ponía el vídeo, en vez de su programa favorito veía a una mujer con
la cara blanca que le decía que iba a morir.
Y nada más.
Y entonces llamaban por teléfono y el niño contestaba y oía la voz
de la misma mujer que le preguntaba si acaso creía que aquello era
una broma. Una semana después encontraban el cuerpo del niño en
el jardín, muerto.
Y todo esto se lo contaba la primera adolescente a la segunda ado-
lescente y a cada palabra que pronunciaba parecía morirse de la risa.
La segunda adolescente estaba notablemente asustada. Pero la primera
adolescente, la que contaba la historia, daba la impresión de que de un
momento a otro iba a empezar a revolcarse en el suelo de risa.
Y entonces, recordaba Pelletier, Espinoza dijo que la primera ado-
lescente era una psicópata de pacotilla y que la segunda adolescente
era una gilipollas, y que aquella película hubiera podido ser buena si
la segunda adolescente, en vez de hacer pucheritos y morritos y poner
cara de angustia vital, le hubiera dicho a la primera que se callase. Y
no de una forma suave y educada, sino más bien del tipo: «Cállate, hija
de puta, ¿de qué te ríes?, ¿te pone caliente contar la historia de un niño

propósito debe referirse no tanto al contenido de los sueños en 2666 como a su


funcionamiento más general.
144 Anna Kraus

muerto?, ¿te estás corriendo al contar la historia de un niño muerto,


mamona de vergas imaginarias»?
Y cosas de ese tipo. Y Pelletier recordaba que Espinoza había hablado
con tanta vehemencia, incluso imitando la voz y el porte que la segunda
adolescente debía haber asumido ante la primera, que él creyó que lo
más oportuno era apagar la tele e irse al bar con el español a beber una
copa antes de retirarse cada uno a su habitación. Y también recordaba
que entonces sintió cariño por Espinoza, un cariño que evocaba la
adolescencia, las aventuras férreamente compartidas y las tardes de
provincia. (48-49)

Dotado de una estructura de cajas chinas, el recuerdo de Pelletier


parece duplicar y sustituir la situación original en la que se sugiere que
dos personas ven imágenes proyectadas, multiplicándola asimétrica-
mente de manera telescópica: Pelletier y Espinoza ven la película13,
en ella dos adolescentes imaginan la historia del niño en Kobe quien,
a su vez, compensa su ausencia delante del televisor con el intento
de duplicar la imagen televisiva (grabación en la cinta vídeo). La
interacción del niño con el medio visual (televisión, vídeo) deviene
el núcleo de las cajas chinas, pero nada más terminada su historia,
el recuerdo de Pelletier hace un zoom out rápido, dando cuenta de
las reacciones emocionales que, sin embargo, sólo al nivel de las
adolescentes conciernen a la muerte del niño, para luego pasar direc-
tamente a una especie de meta-nivel: Espinoza está indignado por
las reacciones de las dos adolescentes y ello despierta la ternura de
Pelletier. Los abordajes críticos de esta secuencia se han concentrado
sobre todo en la reacción de Espinoza. Álvaro Augusto Rodríguez S.
sostiene que en este episodio «[t]odo parece trivial menos las palabras
del español», por medio de las cuales «Bolaño remarca [una] fractura
en la realidad racional» (2014: 9). Para Arndt Lainck, el recuerdo de

13 
Pablo Corro Pemjean sostiene que la película evocada aquí es Ringu (1998),
filme de terror japonés de Hideo Nakata (2005: 124).
subversión suave 145

Pelletier está incluido en 2666 con el mismo propósito que el episodio


de la señora Bubis y del crítico, donde ambos reaccionan de modos
diametralmente diferentes ante la obra de Grosz (44-45): «[e]n rea-
lidad sólo estamos ante “niebla televisiva” o white noise, que puede
significar todo y nada», concluye Lainck (2014: 52), lo cual puede
indicar que el sentido y el valor de la obra dependen plenamente del
espectador (lector).
Lo que parece pasar inadvertido en estas lecturas críticas, además
del contexto del sueño de Norton, es el hecho de que en ningún punto
de la avalancha de reacciones ante la «historia de mal gusto a base
de “niebla televisiva”» (Lainck 2014: 52) se interroguen sus premisas.
Desde la perspectiva que se propone aquí, es preciso vincular las dos
omisiones esenciales para este pasaje, la del sueño de Norton y la
del relato central de las cajas chinas. ¿En qué consiste, entonces, la
especificidad de la historia del niño de Kobe y qué puede decir sobre
lo onírico en 2666?
Todo comienza con una ausencia: en el canal 34 no se emite
ningún programa y sólo aparece la «niebla televisiva». No obstante,
lo que ella da a ver no es nada, sino la comunicatividad misma: la
niebla televisiva visualiza la potencialidad de comunicación. Ésta, en
sí desprovista de contenido y liberada de referencialidad, hace presente
una ausencia, como si ofreciera una imagen demasiado literal del
il y a de la escritura blanchotiana. Así, la televisión se revela como
medio –medio, de hecho, en un sentido doble. Los acontecimientos
que siguen la grabación de la cinta de vídeo recuerdan la reflexión de
Rosalind Krauss, quien propone pensar el vídeo en términos parap-
sicológicos. Concentrándose en su capacidad técnica de proyectar
imágenes en el mismo instante en que son registrados por la cámara,
la teórica habla del uso popular de la palabra «medio» para designar
a personas dotadas de una psique capaz de recibir instantáneamente
comunicaciones de fuentes invisibles (1976: 52). Así, mientras de la
niebla televisiva, en vez del programa que el niño espera ver, surge la
146 Anna Kraus

cara de la mujer que anuncia la proximidad de su muerte, se acentúa


la existencia del medio en esa doble acepción. Como si el canal de
comunicación masiva fuera invadido por una fuerza subversiva que
no sólo rompe las convenciones de su uso, sino –y esto es crucial para
nuestra reflexión– que transgrede la línea de seguridad que separa la
realidad mediada de la realidad del espectador y produce cambios
en esta última.
Antes de extraer de allí conclusiones sobre lo que revela la historia
del niño de Kobe del funcionamiento de los sueños en 2666, es pre-
ciso evocar un proyecto artístico que puede aportar una perspectiva
valiosa a propósito de la transgresión del límite entre el medio y la
realidad del espectador. En los años 1983-1984, Bill Viola realizó una
micro-serie televisiva titulada Reverse TV, que se emitía en el down
time, el tiempo muerto entre los programas que la televisión pública
americana –que no tenía publicidad comercial– solía usar como
encuadre o enlace temporal para anunciar su propio contenido. En
cada «episodio» de 30 segundos aparecía una persona sentada cómo-
damente en su sala de estar, en silencio, mirando directamente a la
cámara. Nada más. Sólo se oía su respiración (Bellour 1985: 108-110).
El artista explica su idea de la siguiente manera:

Television is essentially the art of packaging; everything has to be


framed. My piece really had to appear to be from the ground – like
that space in the computer, the data field (the ground), which exists
only for things (the figure) to happen on. Or the notion that under
all of us, there is some kind of continuum. In television I was always
fascinated by the fact that at any moment there are millions of people
sitting in their own homes individually watching the same image. My
piece arose from a very spatial idea, as though there were a sheet over
something and every once in a while it parted and revealed the ground
or field that’s always there underneath. You just see it for an instant and
then it’s gone. (Bellour 1985: 110)
subversión suave 147

Figura 3. Bill Viola Reverse TV (1983-1984).

Al comentar, en Cultura y simulacro, los comienzos de aquello que


ahora conocemos como telerrealidad, Jean Baudrillard observa que

se ha producido un giro del dispositivo panóptico de vigilancia


(vigilar y castigar) hacia un sistema de disuasión donde está abolida la
distinción entre lo pasivo y lo activo. Se acabó el imperativo de sumi-
sión al modelo o a la mirada, «USTED es el modelo», «USTED es la
mayoría…» Tal es la vertiente de una socialización hiperrealista donde
lo real se confunde con el modelo, como en la operación estadística
donde lo real se confunde con el médium. (1978: 58; énfasis del original)

De ese modo, el espectador abandona la posición de exterioridad


frente a las imágenes televisivas: éstas –en vez de ofrecer una selección
de elementos de la realidad que constituye un «modelo» de vida a imi-
tar– resaltan lo más insignificante de la cotidianeidad, aparentemente
común a todos. En consecuencia, el espectador deviene también parte
148 Anna Kraus

del contenido transmitido por el medio, lo cual confunde la direc-


ción de la comunicación. Baudrillard escribe a propósito: «[l]o que
se cuestiona es todo el modo tradicional de causalidad, determinista,
activo, crítico, analítico; distinción de causa y efecto, de lo activo y
lo pasivo, de sujeto y objeto, del fin y de los medios» (1978: 58-59).
Al introducir el silencio –en lugar de los meta-comunicados que
mantienen el flujo televisivo en movimiento y dan la impresión de que
éste está bajo control– y, con ello, el estasis de una mirada devuelta
que se da a ver, Reverse TV hace presente la comunicatividad misma,
vaciada de mensaje. Esto recuerda los procedimientos anti-especta-
culares del cine situacionista comentados arriba. El tiempo muerto
de transición entre las unidades significantes, convencionalmente
enmascarado con agilidad por la voz autorreferencial de la emisora,
deviene palpable, se expande de manera incómoda, y revela no sólo
su propia duración, sino también el estasis del espectador pasivo,
quien de repente puede darse cuenta de su propio tiempo robado14.
La fuerza de este proyecto consiste, además, en el hecho de que, para
filmarlo, Viola visitó 40 hogares (Bellour 1985: 110), así que las perso-
nas que aparecen inmóviles en la pantalla son telespectadores reales.
Esta situación, tal y como la pensó Viola, deja entrever la presencia
invisible ya no sólo del medio como tal, sino del acuerdo tácito que lo
mantiene en movimiento, es decir, de miles de personas que aceptan
sujetarlo con su mirada o, radicalizando esta idea en sintonía con el

14 
Aludimos a este carácter anti-espectacular no sólo porque en estas páginas
trabajamos con las ideas situacionistas, sino también por el anclaje histórico de la
obra de Bill Viola en otro movimiento artístico internacional, anti-capitalista y
vitalista de los años sesenta y setenta, Fluxus. Muchas de las características técnicas
y estéticas de la obra de Viola tienen sus precedentes en las vídeo instalaciones
de los miembros de Fluxus, como, por ejemplo el procedimiento de operar en la
proyección de vídeo con el estasis para despertar la impaciencia, incomodidad e
irritación del espectador, quien de este modo tiene que darse cuenta de su propia
presencia y de la existencia de su propio cuerpo (Remes 2015).
subversión suave 149

espíritu debordiano, de alimentarlo con el tiempo de su vida. Puede


decirse, entonces, que Reverse TV, al «desgarrar la sábana», deja ver
también las consecuencias de la participación en la contemplación
colectiva de una imagen para la cotidianeidad de los espectadores. Si
evocamos otra vez el trabajo de Rosalind Krauss, es posible decir que
aquí también el canal de comunicación es invadido por una fuerza
inesperada, pues de una fuente invisible llega un mensaje sobre algo
que está ocurriendo en este mismo instante15 en un lugar radicalmente
alejado (o mejor dicho, ontológicamente diferente). En otras palabras,
el medio no sólo da cuenta de su propia existencia y de la del acuerdo
común que lo soporta, también transmite los efectos de su influencia
en la realidad de la que depende. Se trata de un mecanismo basado
en el carácter simultáneo de la producción y la re-producción, donde
la simultaneidad de grabación y proyección –central, recuérdese, para
el vídeo, según Krauss– parece estar llevada a un nivel más complejo,
pues las leyes de causalidad se ven minadas al re-producir el efecto que
produce: la televisión invertida se muestra como la fuente de ciertos
procesos de la realidad que convencionalmente son el origen de lo
que el medio re-presenta. Reverse TV puede pensarse como ilustración
de la disolución de aquello que aparece como «representación» en la
totalidad de la realidad –en el flujo de la inmanencia–, puesto que
en la pantalla televisiva aparece el espectador. Se cuestionan así los
contornos de la «realidad» del espectador y de la «representación»,
pues los límites que permiten al espectador separarse del objeto de
su visión para poder discernirlo y definirlo se borran. Hay aquí una
marca de cierta avisualidad que invade la relación entre el sujeto
vidente y el objeto visual. La realidad se funde con su representación:

15 
Por supuesto, Viola había filmado los «episodios» de Reverse TV antes de
que se emitieran, pero la homogeneidad del estasis de las masas anónimas de
telespectadores la dota de una duración permanente y atemporal, de modo que
no es contradictorio analizar este proyecto en términos de simultaneidad.
150 Anna Kraus

Reverse TV revela la porosidad substancial de los fenómenos dotados


de límites difíciles de rastrear.
En la historia del niño de Kobe y en la micro-serie de Bill Viola
hay una insistencia parecida en la transgresión de la frontera entre
el medio y la realidad que lo rodea, en la fuerza de una mirada que
es devuelta. Ésta tiene algo de la mirada de la Medusa, porque no
sólo da a entender que se sabe mirada, sino que además opera un
cambio en la realidad del espectador, es decir, en vez de ser objeto
pasivo de contemplación, cumple una función performativa. Ahora
bien, sin tomar la historia del niño de Kobe al pie de la letra, sin que
realmente se trate de efectos mortales, parece que la transgresión del
límite del medio arruina el equilibrio original de un modo algo más
enredado que la incómoda objetivación del sujeto por la mirada del
otro de la que habla Jean-Paul Sartre (1943: 671-794). Tal y como lo
concebimos, el mecanismo de la interdependencia transgresiva entre
el medio y la realidad que lo engloba es esencial para la historia del
niño de Kobe, porque constituye las circunstancias extraordinarias
de su muerte que pasan inadvertidas tanto en el recuerdo de Pelle-
tier como en las lecturas críticas de Bolaño. Si esta historia, como se
propone aquí, puede revelar algo a propósito del funcionamiento de
los sueños en 266616, éste es el mecanismo que los rige en el texto.
En términos generales, entonces, proponemos pensar el funciona-
miento de los instantes oníricos en el texto ya no en términos cinema-
16 
Es imprescindible advertir que, dada la disparidad de los sueños en 2666 –la
cual, como ya dijimos al principio de esta discusión, forma parte de una estrategia
subversiva que impide el establecimiento de cualquier tipo de definición acabada,
de univocidad representacional e interpretativa– lo que se dice aquí no puede ni
debe concernir a la totalidad de los instantes oníricos en la obra. No obstante,
aunque se trate de unos pocos instantes, éstos no deben considerarse como excep-
ciones, porque donde no hay reglas generales tampoco hay excepciones. Además,
ya que la reflexión que se lleva a cabo aquí gira en torno a lo subversivo, su objetivo
consiste en aproximarse, precisamente, a las fuerzas de abajo, marginalizadas y
apenas visibles, pero no por eso menos importantes.
subversión suave 151

tográficos, sino en relación con el vídeo arte, pues la simultaneidad de


producción y reproducción que lo caracteriza parece soportar mejor
una reflexión sobre procesos abiertos, cuya manifestación implica la
borradura de divisiones claras, entre entidades básicas –como la de
Reverse TV o como en lo onírico en 2666 en general. Sin embargo, lo
anterior no significa un rechazo de las propuestas críticas que comen-
tan sueños a través del prisma de películas. De hecho, ni siquiera
pretende implicar ninguna suerte de juicio acerca de su pertinencia,
pues ésta es indudable. Más bien, la introducción del vídeo arte en el
aparato de comparación crítica de la obra de Bolaño implica un des-
plazamiento del enfoque: en vez de centrarse en la representacionali-
dad de los sueños (¿qué y cómo representan? ¿cómo son representados
en la diégesis?), se trata de ocuparse de la representacionalidad con
ellos. En otras palabras, intentamos comprender su funcionamiento
en el texto en tanto ficción filosófica preocupada, desde el punto de
vista del presente trabajo, por la cuestión de la representación.

deseo–desterritorialización–flujo
«Le capitalisme est inseparable du mouvement de la déterritoriali-
sation, mais ce mouvement, il le conjure par des re-territorialisations
factices et artificielles», escriben Deleuze y Guattari (1972/1973: 364).
Algo muy similar podría decirse del espectáculo que, desde la pers-
pectiva situacionista, ultrarrápidamente absorbe cada nuevo elemento
de la realidad –producto, tendencia, idea– para re-territorializarlo,
convertirlo en imagen (en el sentido debordiano de la palabra) y, si
se quiere, en norma, estampa, molde de reproducción estandarizada.
De ahí que la lucha revolucionaria tiene que consistir en la constante
creación (dinámica, imprevisible, caprichosa) de experiencias de vida
cotidiana cuyo carácter irrepetible sea el garante de su autenticidad.
Para lograrlo, los situacionistas tienen que practicar una fuga cons-
152 Anna Kraus

tante, porque su «tierra prometida» siempre ya se les escapa, dado


que consiste en escaparse, su esencia es un movimiento que no se deja
estancar en cualquier representación:

Situationism is a communicative project intolerant of delay. […]


From this perspective, one might also say that, as a matter of princi-
ple, situationism brooks no delay in the realization of desire. No sooner
desired than realized: such is its watchword. Desire must not be given
time to become caught in images or fantasies, which are open doors
to the society of spectacle. Situationist desire is itself quite literally
avant-garde; it anticipates every possible representation of the desired
object, it tries to situate itself beyond such objects, thereby making their
conversion into images useless. A hunt for the imaginary, a struggle for
the invisibility (obscurity?) of the object of desire, it is psychoanalysis
become absolutely efficient (at the risk of total inversion of its mea-
ning). […] «Hence it is necessary to envision a kind of psychoanalysis
for situationist ends, each participant in this adventure being obliged
to find precise ambient desires in order to realize them, contrary to
the aims pursued by the currents issuing from Freudianism» (IS 1, 11
[énfasis del original]).
No more dreaming: the new agenda calls for the invention of situa-
tions favorable to the realization of desires that in turn generate new
situations. Situationism purges desire of its phantasmatic indolence and
politicizes it, attempting to make its realization coincide with a moment
of pure consciousness of this desire, made possible by the uprooting
of representation, and more generally of the society of the spectacle.
(Kauffman 2002: 293-294)

La realización de aquello que en el diván sólo es fantasía, la per-


secución del deseo como acción anticapitalista y anti-espectacular,
la exploración del espacio urbano en busca de ambientes que inciten
el surgimiento del deseo –estos son los principios del «psicoanálisis»
situacionista. No obstante, parece más adecuado pensar esta estra-
tegia basada en el flujo del deseo en términos del esquizoanálisis
subversión suave 153

que insiste en «[r]enverser le théâtre de la représentation dans l’ordre


de la production désirante» (Deleuze & Guattari 1972/1973: 327).
El movimiento de la desterritorialización se reanuda no para llegar
a «une terre promise et préexistante», sino a «une terre qui se crée
au fur et à mesure […] de sa déterritorialisation même» (Deleuze &
Guattari 1972/1973: 388). El requisito situacionista de la realización
inmediata del deseo, en la medida que éste se vaya revelando sin
permitir que se convierta en imagen o fantasma, parece situarlo del
lado de un deseo pensado en términos positivos de producción –y
no en términos negativos de falta. El deseo que equivale a su reali-
zación sería, entonces, un deseo que produce su propio objeto con el
que es idéntico: un flujo dinámico en incesante transformación, una
creación imprevisible que surge espontáneamente en contacto con
lo que encuentra en su camino, siendo, al mismo tiempo, avisual, ni
estático ni delimitado por contornos discernibles.
Si se sigue esta línea de pensamiento, hay que relacionar este
deseo, que surge y se realiza en la puesta en movimiento de lo fijo y
en la pulverización de unidades estables, con la noción de lo informe
de Georges Bataille. Para Bataille lo informe significa el trabajo de
transgresión de las formas, el cual equivale, según propone Georges
Didi-Huberman, a un nuevo modo de pensarlas: «processus contre
résultat, relations labiles contre termes fixes, ouvertures concrètes
contre clôtures abstraites, insubordinations matérielles contre subor-
dinations à l’idée» (1995: 22). La importancia de lo informe en 2666,
como puesta en marcha de la imagen a través de una semejanza
deformante, torcida, violenta o baja, la observa Carlos Walker en su
tesis, El horror como forma. Juan José Saer / Roberto Bolaño (2013). Al
analizar las mutaciones de la figura femenina (Norton que aparece,
desaparece y se multiplica en los sueños de Morini y de Pelletier)
y de las formas de la carne que atraviesan los sueños (la pesadilla
de Espinoza en el hotel) y otros relatos incluidos en «La parte de
los críticos», Walker propone ver una continuidad sugestiva entre
154 Anna Kraus

las imágenes trabajadas por la semejanza informe y la forma que lo


horroroso obtiene en la novela:

La imagen no sólo muestra una permanente puesta en tensión de


las formas, también por esa vía insisten los temas que la contienen. Es
en este deslizamiento que cobra sentido el abordaje de los elementos
oníricos de esta parte de la novela, pues en ellos se traza, de forma
ejemplar, una interrogación literaria dirigida sobre la descomposición
de las formas que, arraigadas en un cuerpo humano, prefiguran la
vertiente de disección que comporta lo horroroso. La continuidad en
que se presentan los sueños en el relato permite, sin miramientos por el
personaje que sueña, leer la pesadilla de Morini en estrecha articulación
con un sueño de Pelletier. (2013: 242)

La continuidad del movimiento de lo informe que atraviesa los


sueños de distintos personajes, comunicándolos con acontecimientos
definidos como reales dentro de la diégesis, puede elucidar también
la cuestión que nos ocupa en esta parte del presente trabajo. La rea-
parición y deformación en los sueños de imágenes y de motivos no
relacionados con las vivencias de los personajes que los sueñan, y
que intervienen de otro modo en la pertenencia al mundo posible
de 2666, no sólo resalta la ya observada insistencia de su carácter
construido y textual: también permite vincular lo onírico con flujos
que dinamizan esta escritura más allá de las premisas de la diégesis.
Desde nuestra perspectiva, orientada hacia una cartografía de pro-
cesos y de tensiones que corroen el texto en tanto representación, es
relevante examinar la continuidad de estos movimientos y pensarlos
dentro de una sustancialidad semejante a la que Gaston Bachelard
adscribe a la imaginación material:

méditée dans sa perspective de profondeur, une matière est préci-


sément le principe qui peut se désintéresser des formes. Elle n’est pas le
simple déficit d’une activité formelle. Elle reste elle-même en dépit de
toute déformation, de tout morcellement. (2014a: 9)
subversión suave 155

imaginación dinámica

agua viva: resurgimientos del niño buceador


Tired and tormented by a powerful inner unrest and uneasiness,
I finally dropped off to sleep. In my dream I was walking along an
endless beach where the constantly pounding surf and its never-end-
ing restlessness brought me to despair. I longed to be able to bring
the ocean to a standstill and enforce a calm upon it. Then I saw a tall
man wearing a slouch hat coming toward me on the dunes. He wore
a broad cape and carried a stick and a large net in his hand. One eye
was hidden behind a large curl of hair which hung upon his forehead.
As the man came before me, he spread out the net, captured the sea in
it, and laid it before me. Startled, I looked through the meshing and
discovered that the sea was slowly dying. An uncanny calm came over
me and the seaweed, the animals, and the fish which were caught in
the net slowly turned a ghostly brown. In tears, I threw myself at the
man’s feet and begged him to let the sea go free again–I knew now that
unrest meant life and calm was death. Then the man tore open the net
and freed the sea and within me there arose a jubilant happiness as I
again heard the pounding and breaking of the waves. Then I awoke.
(Binswanger 1986: 100)

En este sueño de su famosa paciente Ellen West, Ludwig Bin-


swanger reconoce la «passion of inwardness» por fuerza de la cual la
subjetividad, al principio agitada, caótica, ha de pasar por la penosa
fase de la objetividad –«the objectivity of communication, intelli-
gibility, submission to a transsubjective norm»–, para finalmente
poder alcanzar una libertad plena y feliz, capaz de reconocerse en
el movimiento de la objetividad (1986: 101). Michel Foucault des-
cribe la libertad de la primera fase de este sueño como «a freedom of
incoherence, fantasy, and disorder» (1986: 59), o sea, como la libertad
de una fantasía salvaje, irreverente y no estructurada, temerosa para
la razón. En ella, el agua está viva, agitada por un vaivén incesante
156 Anna Kraus

que, según la interpretación de Binswanger y de Foucault, desconoce


las reglas del sistema de comunicación.
En 2666, las apariciones oníricas del agua la presentan como un
elemento en permanente mutación: el agua desaparece en el sueño
de Morini (69), se pone a hervir o a sudar en el de Pelletier (109),
pero sólo una vez se describe explícitamente como dotada de vida. En
México, después de la partida de Norton, Pelletier sueña lo siguiente:
«que [se] iba de vacaciones a las islas griegas y que allí alquilaba un
bote y conocía a un niño que todo el día se lo pasaba buceando.
[…] Lo más curioso del sueño […] es que el agua estaba viva» (202).
Según el lector puede comprobar a posteriori, el sueño incorpora un
elemento de la diégesis de otra sección de 2666: el pequeño bucea-
dor resulta ser el niño Hans Reiter de «La parte de Archimboldi»,
quien incluso por la superficie de la tierra se mueve «como un buzo
primerizo por el fondo del mar» (798). Este detalle es crucial para el
desarrollo de nuestra reflexión. La aparición efímera del niño Hans
Reiter en el sueño de Pelletier se sitúa en un espacio indecidible entre
el Nihil est in visionibus somniorum quod non prius fuerit in visu17 de
los tratados científicos pre-freudianos sobre los sueños (Saint-Denys
1867: 20) y el concepto del medio como receptor de señales de una
fuente invisible. En otras palabras, el niño buceador pertenece a un
lugar totalmente inaccesible para Pelletier, a otra sección de 2666 con
una diégesis separada, lo cual sugiere una interpretación parapsicoló-
gica, pero por otra parte, el sueño del crítico y el joven Hans Reiter
existen simultáneamente, escritos en el mismo texto forman parte
de la misma realidad. Como se tratará de demostrar a continuación,
las analogías con la historia del niño de Kobe y con Reverse TV no
son difíciles de encontrar.
17 
Esta fórmula –nada hay en las visiones oníricas que no estuviera antes en
la visión– es una paráfrasis del axioma peripatético que aparece en Quaestiones
disputatae de veritate de Tomás de Aquino y que expresa el principio del pensa-
miento empírico.
subversión suave 157

Este sueño de Pelletier puede ser pensado en términos de la auto-


fagia o del canibalismo literario que Celina Manzoni identifica como
una de las estrategias más importantes en la escritura de Bolaño,
«por la cual el mismo texto devorado se expande en un juego de
pesadillas, visiones, fantasmagorías y espejismos que en ese movi-
miento arrollador lo va constituyendo como otro texto, extranjero a sí
mismo» (2003: 34). No obstante, mientras que Manzoni habla de re-
elaboración y proliferación de ciertos episodios o personajes en formas
oníricas alternativas, aquí el motivo re-usado (o «pre-usado», según
el orden de la publicación de las cinco secciones de 2666), viaja en
dirección opuesta, es decir, de un sueño a una realidad, y sin ofrecer
mucha variación. El procedimiento de simple repetición de una ima-
gen en un contexto diferente –aparición del niño buceador– sugiere
una relación entre los dos instantes, aunque ésta no se deja explicar
con elaboración, expansión ni multiplicación (lo impide la lógica de
la trama realista). Tal simpleza del procedimiento parece ante todo
ser un gesto autorreferencial que resalta la existencia de un vínculo,
nada más. Pero vincular de ese modo dos elementos discernibles y
característicos en dos secciones separadas del texto funciona como la
luz de un farol en un escenario teatral: la iluminación selectiva saca
al niño buceador de su contexto y lo convierte en un elemento de la
construcción literaria a la que pertenecen tanto su infancia como el
sueño de Pelletier. Si se dejan de lado las intersecciones y los pasajes
secretos entre distintas dimensiones y distintos universos paralelos,
una cosa resulta clara: tanto el sueño de Pelletier como la infancia
del niño-alga, en el momento de tocarse bajo la mirada del lector, se
deshacen por un instante brevísimo para dejar entrever las palabras,
la escritura que los constituye a ambos.
En este punto es importante insistir en la clandestinidad de esta
«desgarradura de la sábana» que sólo puede producirse en los ojos
del lector y en el espacio del discurso, sin que el mundo posible de la
ficción siquiera tiemble. Este minúsculo desliz, a modo del détour-
158 Anna Kraus

nement situacionista, se opera desde adentro de los marcos que la


representación establece para sí misma y, como una subversión suave
que no hace explotar el realismo ni la credibilidad del relato, los usa
para instaurar en la imagen una mancha ciega de indecidibilidad.
Tanto el espacio narrativo de un instante onírico como aquel del
«mito genesíaco» estilizado –como lo es el principio de «La parte de
Archimboldi»– pueden acoger la figura algo excéntrica de un niño
aficionado al buceo sin por ello acercarse a lo fantástico. De un modo
análogo al de Reverse TV, que sólo funciona si el telespectador se
percata de que algo no encaja en ese silencio y estasis de la pantalla
de unos cuantos segundos, en 2666 la atención paciente que el lector
presta a los detalles del texto puede revelar el orden invisible de las
cosas y hacer presente la comunicatividad misma del texto que, de
pronto, deja entrever los mecanismos clandestinos que lo corroen
debajo del tejido de la representación.
El hecho de que Pelletier sueñe con el niño buceador antes de que
éste emerja en la narración trae consigo la cuestión de la causalidad y
de las relaciones temporales dentro de la obra. Las premisas realistas
de la escritura de Bolaño incitan a imaginar lo onírico como un eco
de lo real –incluso en los casos «parapsicológicos» donde el espacio
onírico funciona como receptor involuntario de las vibraciones de
la realidad, y realiza así la teoría aristotélica sobre el sueño, donde
el alma deviene sensible a los movimientos del mundo (Foucault
1986: 47)– y no al revés (la realidad como re-elaboración del sueño).
No obstante, la conexión entre ambos instantes esquiva las explicacio-
nes habituales: apenas causal, dotada de una temporalidad dudable y
desprovista de una lógica visible, parece insistir en otra cosa, en algo
que va más allá de la producción de sentido. Por eso, entendemos que
la doble aparición del niño buceador deja entrever –justamente por su
carácter indefinido e indecidible– la posibilidad de un intercambio
bidireccional entre los dos pasajes. El hecho de que el texto reutilice
sus propios fragmentos significativos (el niño buceador es una entidad
subversión suave 159

singular y llamativa) en contextos bien distintos y a diferentes niveles


ontológicos, sin –nótese bien– por ello excluir la posibilidad de su
analogía, recuerda la suerte de retroalimentación que se ha comentado
a propósito de Reverse TV, donde no queda del todo claro en qué
dirección se dirige la mirada ni qué es la causa de qué. Al revelar la
existencia del pacto tácito que posibilita el funcionamiento de la fic-
ción, se deja entrever la materia invisible que soporta y atraviesa este
mundo posible a todos sus niveles ontológicos. Estas desgarraduras
minúsculas del tejido representacional socavan la autoridad del orden
diegético y activan procesos subterráneos que lo corroen sin abolirlo.
A propósito de este mecanismo puede resultar esclarecedor evocar
aquí el comentario de Rosalind Krauss sobre Boomerang, una vídeo
instalación de Richard Serra de 1974.

Figura 4. Richard Serra Boomerang (1974).


160 Anna Kraus

En Boomerang, escuchándose a sí misma con un retraso mínimo


en los auriculares, Nancy Holt habla de esta experiencia. Según
Krauss, esta instalación de Serra rompe la base narcisista de las
vídeo instalaciones –que, según la teórica, suelen estar atrapadas en
una autocontemplación atemporal e irreferencial–, y se abre simul-
táneamente al plano de la expresión y de la reflexión (1976: 59). Lo
que buscamos destacar, a propósito de la aparición doble del niño
buceador en 2666, es que la actividad y la experiencia de Nancy
Holt están puestas en relación de retroalimentación o de reciproci-
dad irresoluble, pues ambas son el objeto de la representación y al
mismo tiempo un meta-comentario que, inevitablemente, es también
el objeto y el contenido de la obra (producción y reproducción). De
ese modo, las palabras que la artista pronuncia son reutilizadas, le
llegan a ella con cierto retraso como re-presentación y en ese movi-
miento devienen objeto de meta-reflexión. Con todo, Holt está
influida por sí misma en tanto contenido por comentar, mientras
que la totalidad de su actividad –hablar, escucharse, ajustarse a lo
dicho, comentarlo– es de igual manera el significado y la materia
de la obra. El pequeño retraso con que las palabras llegan al oído
de Holt hace palpable la simultaneidad que es la premisa central
de esta obra, pero cuyo desfasaje abre el espacio para la reflexión.
Esta desestabilización interior de la representación dinamizada por
un desplazamiento constante revela, además, su carácter procesal
basado en la bidireccionalidad de las relaciones entre sus niveles, los
cuales no llegan a fijarse.

I think the words forming in my mind are somewhat detatched from


my normal thinking process. (1:47) The words become like things. I’m
throwing things out into the world and they are boomeranging back.
(3:16) I hear an empty space (3:47).

Éstas son algunas de las frases pronunciadas por Nancy Holt en


Boomerang. La experiencia de la artista dentro de la vídeo instalación
subversión suave 161

nos permite pensar los movimientos de desplazamiento y deforma-


ción que transcurren en el espacio textual de 2666, si el lector decide
desencadenarlos poniendo en contacto dos imágenes cuya relación
puede ser ilusoria y, al mismo tiempo, esencial.

imaginación
El sueño acuático de Pelletier donde aparece el niño buceador pone
en marcha una serie de reflejos que se retroalimentan mutuamente. El
primero apunta al párrafo que introduce al niño Hans Reiter en 2666:

En 1920 nació Hans Reiter. No parecía un niño sino un alga.


Canetti y creo18 que también Borges, dos hombres tan distintos, dijeron
que así como el mar era el símbolo o el espejo de los ingleses, el bosque
era la metáfora en donde vivían los alemanes. De esta regla quedó fuera
Hans Reiter desde el momento de nacer. No le gustaba la tierra y menos
aún los bosques. Tampoco le gustaba el mar o lo que el común de los
mortales llama mar y que en realidad sólo es la superficie del mar, las
olas erizadas por el viento que poco a poco se han ido convirtiendo en
la metáfora de la derrota y la locura. Lo que le gustaba era el fondo del
mar, esa otra tierra, llena de planicies que no eran planicies y valles que
no eran valles y precipicios que no eran precipicios. (797)

Desde el principio, el personaje Hans Reiter se escribe en térmi-


nos de diferencia o de semejanza transgresiva. Al presentar al futuro
escritor Benno von Archimboldi más como un alga que como un

18 
En este instante cabe volver a evocar el carácter sonoro de la aparición de la
grieta, según la conceptúa Gilles Deleuze en Logique du sens: de manera similar a
la descripción de la intrusión del Testamento geométrico en la vida de Amalfitano
y en el texto de 2666, aquí resuena la voz enigmática de un narrador súbitamente
personal, como si se insistiera en señalar la (no) apertura fantasmal en la superficie
del tejido representacional, por la cual emerge una profundidad oculta.
162 Anna Kraus

niño, este mito de origen ubica su existencia literaria en una zona


indeterminada entre las formas, e instala así la marca de una inde-
cidibilidad escurridiza. Bataille vincula la transgresión de la forma
con la desestabilización de las relaciones dictadas por el idealismo:
su accionar, en términos generales, opera por contacto, es decir, por
el gesto bajo de hacerse tocar que propicia la reunión de elementos
heterogéneos. Georges Didi-Huberman escribe al respecto:

là où le concept idéaliste […] se déchire dans le contact excessif


(non hiérarchique) de la copie et du modèle, là où le mot convenant
se déchire dans le contact excessif de deux épithètes contrarictoires,
l’aspect, lui, tiendra à se déchirer dans le contact excessif –contact et
conflit mêlés– d’images contradictoires, ou d’images simplement prises
ensemble, présentées comme semblables, mais à partir d’ordres différents
ou, mieux, hétérogènes, de la réalité (de la référence). Dans tous les cas,
c’est la substantialité, la stabilité des concepts, des mots et des aspects
qui se trouveront ici atteintes, ouvertes, décomposées.
Or, ce que le texte sur la «Figure humaine» nous permet aussi de
comprendre, c’est que la principale forme visuelle de cette substantialité
n’est autre que l’anthropomorphisme, que l’on pourrait ici nommer un
«anthropocentrisme de la forme». […] Transgresser les formes, ce será
d’abord transgresser les formes séculaires de l’anthropomorphisme. Aux
ressemblances du même, pourrait-on dire (l’homme comme «même»
[…]), se substitue la profusion extraordinaire d’un ensemble impossible
à cataloguer et qui constitue quelque chose comme une constellation
–inquiétante, irritante– des ressemblances de l’autre, si l’on peut dire,
ressemblances tour à tour altérantes et altérées […] (1995: 37; énfasis
del original)

Leído en términos batailleanos, el párrafo que da cuenta de la


aparición de Hans Reiter en el mundo posible de 2666 señala la
semejanza anti-antropomorfa no sólo más allá de las implicaciones
transcendentes de la mismidad; también marca todo lo que él implica
del carácter incierto y fluido de las cosas que no son lo que son o lo
subversión suave 163

que parecen ser19. Ahora bien, podemos pensar la lógica acuática de


la que surge y en la que se inscribe Archimboldi –un gigante cuyo
antropomorfismo también se basa en una semejanza excesiva– como
el principio deformador y anti-visual que atraviesa el texto de 2666.
Es importante subrayar que la semejanza transgresiva o deforma-
dora con la que opera esta lógica se sitúa más allá del ámbito de los
simulacros (más allá de este pensamiento jerárquico que eleva el
modelo por encima de la copia 20), porque la fuerza subversiva de las
«valles que no son valles» consiste no en que logren imitar perfec-
tamente bien lo que no son (permaneciendo, por consiguiente, en

19 
Patricia Poblete Alday también interpreta el carácter acuático de los pri-
meros años de vida de Archimboldi en términos de liberación de la jerarquización
antitética del «arriba» y del «abajo»: «Reiter representa con exactitud en su fantasía
aquella inversión romántica, donde cada elemento del “abajo” tiene su equivalencia
en el “arriba”, y donde ese “abajo” ya no se asocia a los valores del mal y de la
corrupción –como en la doctrina cristiana– sino que se identifica con la posibilidad
de creación y con la libertad. Como vía de escape y refugio respecto de las miserias
cotidianas, el fondo marino actualiza un paraíso acuático; las aguas, entonces,
remiten a los ideales de pureza, renovación y curación. Considerando el carácter
femenino que comúnmente se le da al agua, y desde una perspectiva simbólica y
hasta psicoanalítica, podríamos decir que al sumergirse en ellas, Reiter vuelve al
útero materno, ese nirvana que no es sino un paréntesis entre la vida y la muerte;
entre el bien y el mal; entre el placer y el dolor: todas díadas, como hemos visto,
que en nuestra cultura se ligan íntimamente a esa antítesis doblevincular entre
el arriba y el abajo. En un contexto más amplio, el descenso a las profundidades
remite a la búsqueda de una sabiduría oculta (psicoanalítica, ancestral, esencial, o
como quiera llamársela), que es fundamento de todo acto creador y punto de inicio
de la verdadera proeza mítica: salir del Averno» (2010: 75; énfasis del original).
20 
Ello puede sostenerse si se exceptúa el concepto de simulacro propuesto
por Gilles Deleuze, sobre todo en Différence et répétition (1993). Deleuze subvierte
el pensamiento platónico y concibe el simulacro en términos positivos. Define la
diferencia como la esencia de las cosas y de esa manera deroga la idea del modelo
(Idea) y todo el pensamiento jerárquico de la mismidad. En su lugar sostiene
que todo es simulacro, quitándole de paso a esta noción todas las connotaciones
negativas propias de la filosofía transcendente.
164 Anna Kraus

una relación representacional), sino en que desenmascaran la mirada


antropocéntrica, la mirada de la mismidad que busca subyugar la
otredad a las formas que conoce. Siendo lo que son, pero no lo que
parecen, aunque su semejanza sugiera la identidad, los elementos
trabajados por esta (de)semejanza acuática pueden ser portadores
de una subversión profunda frente al pensamiento transcendente de
la tradición platónica: «[t]outes les identités ne sont que simulées,
produites comme un “effet” optique, par un jeu plus profond qui est
celui de la différence et de la répétition» (Deleuze 1993: 2).
El elemento natural del joven Archimboldi, antes de que éste
llegue a parecerse más a un ser humano, puede pensarse en términos
imaginarios: la «otra tierra» del fondo del mar es, imaginada desde la
tierra firme, otra versión de ésta, una imagen muy semejante que, al
ser construida en el lenguaje, se agarra de ese «efecto óptico» del que
habla Deleuze para dejarse ubicar en relación a la identidad. Pero al
subvertir el punto de referencia único, al abrir el antropocentrismo a
la fuerza de la diferencia, ante los ojos del niño-alga, de su ser maravi-
llosamente híbrido (humano, planta, animal, parecido al Minotauro
de Bataille, tanto humano como animal), el fondo del mar revela su
esencia no incluida en aquella imagen primaria. En otras palabras,
el mundo acuático, para devenir el espacio de producción –en vez
de permanecer como objeto de percepción, investigación y repre-
sentación conceptual– necesita a aquel buzo, parejamente ajeno a la
tierra e incapaz de sobrevivir bajo el agua. Entonces, es necesario que
éste traiga de la tierra las imágenes primarias, sin mantenerlas en su
centralidad autoritaria, y que las proyecte a los valles, a las planicies
y a los precipicios en el fondo del mar donde puedan deformarse,
multiplicarse, proliferar por contacto con lo otro (aquello que esas
formaciones geológicas son mientras no son valles, planicies ni preci-
picios). Didi-Huberman recuerda la división que Charles Baudelaire
hace entre la fantasía –subjetiva y trivial– y la imaginación que, según
el poeta, es «a quasi divine capacity which immediately perceives…
subversión suave 165

the intimate relationships and secrets of things, correspondences and


analogies» (2009: 43). No obstante, hay que resaltar que el principio
de esta analogía universal entre las cosas y los fenómenos reside no en
la mirada transcendente que lo ubica todo en relación a la mismidad,
sino al contrario, en el concepto de vida atravesada en su multipli-
cidad por una fuerza inherente a las cosas. Percibir esta fuerza en la
emergencia de correspondencias y semejanzas entre todo lo que hay,
es, de hecho, reconocer la inmanencia:

Immanence, the generalised flux, the folding of each thing within


each thing, ubiquitous life, that porous substance dedicated to tur-
bulence –and, with it, a critical effect on representation, a manner
of dissolving the individual aspects in the milieu as a whole. (Didi-
Huberman 2009: 44)

El personaje del niño Hans Reiter, tal y como lo venimos pen-


sando, encarna la idea de la inmanencia. Se constituye mediante una
analogía con una forma de vida subacuática 21, y explora el fondo del
mar con esa «capacidad casi divina» de reconocer la inmanencia en
lo diferente. Más aun, en vez de mirar la superficie del agua a ima-
gen y semejanza del sujeto racionalista y distanciado, cuya visión
crea y fija sus objetos dentro de contornos bien delimitados, prefiere
sumergirse –incluso pudiendo ahogarse (805-809)– y desaparecer
en ella. El mar (esa masa impenetrable de agua en constante movi-
miento, con sus olas que, aunque dejen discernirse con la mirada, no
tienen límites individuales, pues su principio y su fin se funden con
las corrientes invisibles de agua y viento), al que pertenece el niño-
alga, puede pensarse desde el mismo paradigma de la inmanencia:

21 
Las algas –basta un vistazo a la página que les dedica Wikipedia– no son
ni plantas, ni animales sino otra cosa, una categoría separada que, sin embargo,
se describe a través de sus semejanzas con las plantas terrestres, como si sus aspectos
individuales estuvieran demasiado diluidos.
166 Anna Kraus

«[i]mmanence is very much like a fluid, sea or atmosphere– in it


everything ripples, everything is in motion, everything interpene-
trates everything and is exchanged, everything flows and collapses,
everything always resurfaces» (Didi-Huberman 2009: 47). En lo que
describe Didi-Huberman hay varios paralelos con la imaginación
dinámica de Gaston Bachelard:

On veut toujours que l’imagination soit la faculté de former les


images. Or elle est plutôt la faculté de déformer les images fournies
par la perception, elle est surtout la faculté de nous libérer des images
premières, de changer les images. S’il n’y a pas changement d’images,
union inattendue des images, il n’y a pas imagination, il n’y a pas
d’action imaginante. Si une image présente ne fait pas penser à une image
absente, si une image occasionnelle ne détermine pas une prodigalité
d’images aberrantes, une explosion d’images, il n’y a pas imagination.
(2014: 5; énfasis del original)

La inmanencia, difícil de captar en tanto flujo universal, se mani-


fiesta entre lo informe y una forma vagamente reconocible en todo.
En este sentido, la podemos pensar como el principio profundo de la
imaginación dinámica que atraviesa el texto de Bolaño, cuyo movi-
miento, desencadenado por el roce efímero de las dos imágenes de un
pequeño buceador, deja percibirse en la materia avisual de los sueños.
Lo anterior no quiere decir, sin embargo, que los instantes oníricos
representen la inmanencia (empresa, desde luego, imposible); más
bien, es en las correspondencias y las deformaciones de las imágenes
donde se manifestarían las operaciones de aquella analogía universal.
Al mismo tiempo, podríamos argumentar que los instantes oníricos
descritos en 2666 ofrecen imágenes sugestivas y perfectamente deli-
neadas. Con todo, la formación de cada una de ellas la pensamos
como un «culminating point» (Didi-Huberman 2009: 51) en el flujo
que las lleva a deformarse, a desintegrarse, para luego volver a hacerlas
reaparecer en la superficie del texto. Este movimiento de las imágenes
subversión suave 167

formaría parte de esa estética de inmanencia que consideramos activa


en las operaciones auto-subversivas de lo visual en la obra de Bolaño:
«it sees itself as gesture rather than representation […] process rather
than aspect, contact rather than distance» (Didi-Huberman 2009:
52)22.

22 
Si partimos de la intuición que el niño-alga encarna la idea de la inmanen-
cia, es posible pensar que la obra de Archimboldi, obedeciendo a una estética de
inmanencia, no puede ser representada en 2666. En cambio, podríamos sugerir
que ella deja discernirse en las primeras páginas de «La parte de Archimboldi»
donde el ritmo, el estilo y la perspectiva de la narración sobre la infancia de Hans
Reiter dan la impresión de ser ajenos a la novela. La multitud de detalles concretos
que por lo demás caracteriza la obra está allí sustituida por descripciones generales
y al mismo tiempo condensadas que crean el mundo casi mítico del niño-alga,
con sus pueblos irreales, habitados por los Gordos o las Chicas Habladoras, de
acuerdo con sus nombres genéricos. En este marco, es significativo que Lotte, al
encontrarse con su hermano después de muchos años, le reproche a Archimboldi
haberse referido a sus padres como la «tuerta» y el «cojo» (1116), pues éstas son
las palabras que exclusiva y consecuentemente usa el narrador al comienzo de
«La parte de Archimboldi». Este procedimiento siembra la duda sobre la autoría
de ese fragmento de la novela, de modo que lo que los lectores estamos leyendo
podría en realidad ser un fragmento –¿o la totalidad?– del Rey de la selva, libro
de Archimboldi al que se refiere Lotte. Incluso el título de la obra en cuestión,
El rey de la selva, parece reforzar la ambigüedad del fragmento comentado aquí.
En la Roma antigua, «rey de la selva» (rex Nemorensis) era el título portado por
el sacerdote de la diosa Diana –Dianus– en la selva de Nemi (Frazer 1998). Rex
Nemorensis, según comenta Denis Hollier, era una distinción irrisoria, porque
de hecho no le concedía al «rey» ningún tipo de poder y además se daba al
criminal que, tras haberse escapado de la justicia romana, encontraba refugio
en el templo de Diana, al arrancarle la «rama dorada» al «rey» actual –si es que
conseguía matarlo. Este «rey de la selva» es, entonces, por definición un criminal
cuya soberanía se limita a esperar la muerte de la mano de un sucesor (Hollier
1993: 118). Si transponemos estas características del rex Nemorensis al contexto
de «La parte de Archimboldi», vemos cómo este título resalta el carácter impostor
del ejercicio de la literatura, borrando la identidad –en sí transitoria– del autor,
lo cual también desestabiliza la identidad del texto. El hecho de que el único
texto de Archimboldi al que, tal vez, tenemos acceso los lectores de 2666 lleve el
168 Anna Kraus

reflejo independiente
El mar, introducido junto con el nacimiento de Hans Reiter como
«el espejo de los ingleses», puede funcionar como un catalizador de
la imaginación que atraviesa –a posteriori, a modo del vaivén de las
olas– la pesadilla de Norton, hinchándola de agua ausente. En su
pesadilla en el hotel de Santa Teresa, Norton ve su reflejo en dos
espejos que están colgados uno enfrente del otro (154-155) y, puede
añadirse, como es inglesa, al mismo tiempo se ve reflejada en la
superficie del mar. El encuentro de estas dos imágenes –el espejo y la
superficie del agua– despierta la imagen mitológica del primer espejo
en el que se mira, fascinado, Narciso. Este Narciso, sin embargo, ya
no es el Narciso del diagnóstico psiquiátrico cuyas huellas Rosalind
Krauss rastrea en las vídeo instalaciones de principios de los setenta,
observando su encapsulamiento en un presente plegado sobre sí
mismo (1976: 53). Aquí, la temporalidad de la existencia parece
desplegarse en todas sus fases –pasado, presente, futuro–, las que se
enredan en esta imagen onírica, y evoca así el aspecto adivinatorio
que Bachelard percibe en ese mito acuático: «[l]a contemplation de
Narcisse est presque fatalement liée à une espérance. En méditant sur
sa beauté Narcisse médite sur son avenir. Le narcissisme détermine
alors une sorte de catoptromancie naturelle» (2014a: 34; énfasis del
original). Norton, suspendida en el espacio atemporal entre los dos
espejos que se miran y la reflejan, uno de frente, otro de espaldas,
ve su cuerpo «ligeramente sesgado», y le es imposible saber «[c]on
certeza […] si pensaba avanzar o retroceder» (154). En ese entrecruce
de miradas, se da cuenta que «la mujer reflejada en el espejo no era
ella» (154): es igual a Norton, «pero […] está muerta» (155). Si la

título que se le otorgaba a Dianus, permite trazar un paralelo entre la ocupación


transitoria del puesto sacerdotal al servicio de Diana y el ejercicio de literatura:
función, también, cumplida transitoriamente por distintos «criminales» que, de
acuerdo con Barthes (1987), nada más retoman/roban lo ya escrito por otros.
subversión suave 169

interpretamos a la luz del espejo donde Narciso intenta ver su futuro,


esta visión onírica deviene una advertencia acerca del destino posible
que aguarda a la inglesa si ésta se queda, inerte, dónde está (en Santa
Teresa, por ejemplo) o cómo está (la inercia comprendida como una
especie de muerte). De acuerdo con la intuición de Norton, quien
toma nota de las cambiantes muecas de la muerta «como si en ello
estuviera cifrado su destino o su cuota de felicidad en la tierra» (155),
el reflejo parece predecir un destino, un futuro posible. No obstante,
los «comunicados» que la inglesa va apuntando provienen de una
Norton muerta, es decir, de una Norton inevitablemente futura y,
al mismo tiempo, pasada, su existencia clausurada con la muerte.
De este modo, la desincronización entre la mujer y su reflejo revela
un tiempo manejable que no tiene mucho que ver con la linealidad
y que, además, pone en duda la identidad del sujeto y su histori-
cidad. La sustitución del Yo pensante cartesiano por una ausencia
temporal –falta de correspondencia– implica una puesta en duda del
sujeto vidente (que «se veía ver»), el cual, recuérdese, garantizaba una
interpretación racional y correcta de la representación del mundo
aportada por los sentidos. En consecuencia, la relación de una dis-
tancia crítica entre el sujeto y el mundo deja de ser operativa: el cono
de la perspectiva, propio de la visión antropocéntrica que encuadra
los objetos de conocimiento, se desvanece. Se borran los contornos
de lo visible junto con la distinción tranquilizadora entre sujeto y
objeto. El sujeto vidente, en vez de observar y analizar racionalmente
las leyes que rigen el mundo, súbitamente está sometido a ellas sin el
privilegio de auto-exclusión que condiciona el entendimiento.
En el sueño de Norton, las consecuencias que la puesta en duda
del sujeto cartesiano tiene para la representación en el sentido filo-
sófico parecen estar llevadas incluso más lejos. Aquí, el reflejo ya no
tarda en llegar al ojo –como lo hace en la idea-juego de Paul Valéry
evocada al principio del presente trabajo–, sino que se ha independi-
zado completamente del personaje que se mira en el espejo. Con ello
170 Anna Kraus

no sólo se ve abolida la relación causal y jerárquica entre modelo y


copia, sino, sobre todo, se cuestiona la idea misma de representación.
En otras palabras, el reflejo ya no necesita su «causa», porque existe
con independencia de ella: no re-presenta, se presenta. Liberada del
peso de la transcendencia, entonces, la imagen espectral deviene un
acontecimiento en sí:

All the images and concepts we have of being are not pictures,
metaphors or representations of being; they are being in their own right.
There is not being plus representation. Univocal being demands that
we think all that is as within being, as immanent to life. (Colebrook
2002: 32)

La imagen onírica de Norton que ve su reflejo liberado de sí misma


(otro e incorporal), parece evocar –o, tal vez, predecir, de acuerdo
con la lógica invertida del fondo del mar– el sueño de Morini, donde
la inglesa se zambulle en una piscina que luego deviene lago o mar:

[Morini s]oñó que Norton se zambullía en una piscina […] Impulsó


la silla de ruedas hasta el borde de la piscina. Sólo entonces se dio cuenta
de lo enorme que era. De ancho debía de medir por lo menos trescien-
tos metros y de largo superaba, calculó Morini, los tres kilómetros.
Sus aguas eran oscuras y en algunas zonas pudo observar manchas
oleaginosas, como las que se ven en los puertos. De Norton, ni rastro.
Morini lanzó un grito.
–Liz.
Creyó ver, en el otro extremo de la piscina, una sombra, y movió su
silla de ruedas en esa dirección. El trayecto era largo. […] El agua de la
piscina parecía que trepaba por los bordes, como si en alguna parte se
estuviera gestando una borrasca o algo peor, aunque por donde avan-
zaba Morini todo estaba en calma y silencioso, y nada hacía presagiar
un conato de tormenta. Poco después la niebla cubrió a Morini. […]
Cuando sus ojos se acostumbraron vio una roca, como un arrecife
oscuro e irisado que emergía de la piscina. No le pareció raro. Se acercó
subversión suave 171

al borde y gritó otra vez el nombre de Liz, esta vez con miedo a no volver
a verla nunca más. Le hubiera bastado un leve respingo en las ruedas
para caer en el interior. Entonces se dio cuenta de que la piscina se había
vaciado y de que su profundidad era enorme, como si a sus pies se abriera
un precipicio de baldosas negras enmohecidas por el agua. En el fondo
distinguió una figura de mujer (aunque resultaba imposible asegurarlo)
que se dirigía hacia las faldas de la roca. Ya se disponía Morini a gritar
otra vez y a hacerle señas cuando presintió que había alguien a sus
espaldas. En un instante tuvo dos certidumbres: se trataba de un ser
maligno, el ser maligno deseaba que Morini se volviera y viera su rostro.
[…] tras deslizarse unos metros Morini se detenía y se daba la vuelta y
enfrentaba el rostro del desconocido, aguantándose el miedo, un miedo
que alimentaba la progresiva certeza de saber quién era la persona que
lo seguía y que desprendía ese tufo de malignidad que Morini apenas
podía soportar. En medio de la niebla aparecía entonces el rostro de
Liz Norton. Una Norton más jóven, probablemente de veinte años o
menos, que lo miraba con una fijeza y seriedad que obligaban a Morini
a desviar la mirada. ¿Quién era la persona que vagaba por el fondo de
la piscina? […] Entonces volvía a mirar a Norton y ésta le decía:
–No hay vuelta atrás.
[…] Entonces la inglesa repetía, en alemán, no hay vuelta atrás. Y,
paradójicamente, le daba la espalda y se alejaba en dirección contraria
a la de la piscina, y se perdía en un bosque apenas silueteado entre la
niebla, un bosque del que se desprendía un resplandor rojo, y en ese
resplandor rojo Norton se perdía. (67-70)

Las baldosas negras, mojadas por el agua ausente y por la fuerza de


deformación de la imagen, se sitúan entre la superficie del agua en la
que se refleja esta nueva versión de Narciso y un espejo rectangular,
pulido, oscuro. En el mismo instante onírico hay un desdoblamiento
de Norton, quien puede ser la «figura de una mujer […] que se diri-
gía hacia las faldas de la roca», pero cuyo rostro aparece en la niebla
cuando Morini decide enfrentarse con el «ser maligno» que está a sus
espaldas (69). El miedo que al italiano le inspira «la persona que lo
172 Anna Kraus

seguía y que desprendía ese tufo de malignidad que Morini apenas


podía soportar» refleja –en contra de la cronología diegética y en
contra de la coherencia de subjetividades separadas– el miedo que
Norton siente delante de los dos espejos que también desdoblan su
imagen. La niebla –agua suspendida en el aire– sustituye el agua de
la piscina-mar y, por esa vía, deviene otra deformación del «espejo
de los ingleses», ahora vuelto espeso y opaco, como si materializara
el negativo de la masa de agua debajo de la superficie y convirtiera
el escenario onírico en el fondo de un mar que no es tal. El fondo
de la piscina-mar vaciada, con la montaña que emerge del precipicio
que no es precipicio, en donde se pierde la figura femenina que es y
no es Norton, tiene su contrapartida en el «bosque apenas silueteado
entre la niebla, un bosque del que se desprendía un resplandor rojo,
y en ese resplandor rojo Norton se perdía» (70).
El final del sueño de Morini sugiere un bosque en llamas, y así
completa los cuatro elementos que, según observa Raúl Rodríguez
Freire, están referidos al «cuarteto de obras que Arcimboldo reunió
bajo el nombre de Los elementos», y a la vez forman parte del «párrafo
que narra el nacimiento del futuro Archimboldi» (2016: 190). El
crítico argumenta que Bolaño «textualiz[a] a Arcimboldo» (2016:
191), «adapta la construcción plástica del arte a la imaginería visual
de su escritura, […] pero lo hace de tal manera que su proceder […]
responde […] a lo grotesco y caduco de los retratos arcimboldianos»
(2016: 193). «Las metáforas de Arcimboldo» –Rodríguez Freire cita
a Barthes– «deshacen objetos familiares para producir otros, nuevos,
extraños, mediante una clara imposición […] que nace del trabajo
visionario (y no solo de la capacidad de captar similitudes)», lo cual
implica que «[t]odo puede acabar significando su contrario» (Rodrí-
guez Freire 2016: 184-185; énfasis del original). De hecho, 2666 es
trabajado por el movimiento deformante de las imágenes que las va
deshaciendo, impidiendo que se cristalicen antes de transformarse
en otra cosa, muchas veces radicalmente opuesta, pero siempre por-
subversión suave 173

tadora de aquella «analogía universal» que la imaginación –pensada


con Baudelaire y encarnada en el texto– puede activar.

los cuatro elementos


Una vez desestabilizada la relación, inscripta en distintos niveles
del texto, entre causa y efecto, modelo y copia, objeto y representación
de éste ante el sujeto, las demás estructuras reconocibles también
empiezan a vacilar. Todo esto, mientras unos procesos anacrónicos
van surgiendo de modo rizomático, cada vez menos controlable, den-
tro y a pesar de la diégesis. Al mismo tiempo, lo que deviene cada vez
más perceptible es la presencia de los procesos que clandestinamente
corroen la representación. Así, mientras Liz Norton sueña con su
reflejo en el hotel de Santa Teresa, en la habitación de al lado Espi-
noza tiene una pesadilla que retoma y deforma el contenido del sueño
de la inglesa. Ésta permite visualizar de manera complementaria el
movimiento invisible que une ambos instantes oníricos:

Espinoza soñó con el cuadro del desierto. En el sueño Espinoza


se erguía hasta quedar sentado en la cama y desde allí, como si viera
la tele en una pantalla de más de un metro y medio por un metro y
medio, podía contemplar el desierto estático y luminoso, de un amarillo
solar que hacía daño en los ojos, y a las figuras montadas a caballo,
cuyos movimientos, los de los jinetes y los de los caballos, eran apenas
perceptibles, como si habitaran en un mundo diferente del nuestro, en
donde la velocidad era distinta, una velocidad que para Espinoza era
lentitud, aunque él sabía que gracias a esa lentitud, quienquiera que
fuera el observador del cuadro no se volvía loco. Y luego estaban las
voces. Espinoza las escuchó. Voces apenas audibles, al principio sólo
fonemas, cortos gemidos lanzados como meteoritos sobre el desierto y
sobre el espacio armado de la habitación del hotel y del sueño. Algunas
palabras sueltas sí que fue capaz de reconocerlas. Rapidez, premura,
velocidad, ligereza. Las palabras se abrían paso a través del aire enrare-
174 Anna Kraus

cido del cuadro como raíces víricas en medio de carne muerta. Nuestra
cultura, decía una voz. Nuestra libertad. La palabra libertad le sonaba
a Espinoza como un latigazo en un aula vacía. Cuando despertó estaba
sudando. (153-154)

Si es cierto que la pesadilla de Espinoza visualiza el movimiento


subterráneo y deformador que atraviesa los instantes oníricos en
2666, puede observarse que una característica evidente es su extrema
lentitud: una lentitud que parece estasis, y que al mismo tiempo es
una dinámica inherente a la imagen que la corroe desde adentro.
La introducción de un movimiento apenas perceptible en la imagen
impide que ésta adquiera una forma definitiva o que sus contor-
nos se cristalicen. Se trata de un procedimiento estético que hace
temblar a la representación. En este sentido, podemos elucidar la
pesadilla de Espinosa mediante un paralelo con las artes visuales,
en particular, con el vídeo arte de Fluxus, uno de los movimientos
artísticos vitalistas que estallaron en diferentes partes del mundo en
los años sesenta y setenta 23. De forma similar a los situacionistas, su
objetivo es abolir la distinción entre el arte y la vida. Los artistas que
formaban este movimiento en sus comienzos, también preocupados
por la importancia de la acción anticapitalista, no presentaban –a
diferencia de los situacionistas– actitudes radicalmente anti-visuales,
se centraban sobre todo en la reactivación y re-concientización del
cuerpo como objeto, sujeto y espacio de la vida social (Stiles 1993).

23 
El movimiento Fluxus sigue teniendo seguidores que insisten en pensarlo
no en términos históricos como un fenómeno artístico acabado, sino como una
fuerza creativa que no cesa de ser productiva. En la página web del movimiento
puede leerse una cita de Dick Higgins, uno de los artistas fundadores de Fluxus,
que resalta su carácter continuo: «Fluxus means change among other things.
The Fluxus of 1992 is not the Fluxus of 1962 and if it pretends to be – then it
is fake. The real Fluxus moves out from its old center into many directions, and
the paths are not easy to recognize without lining up new pieces, middle pieces
and old pieces together» (< www.fluxus.org>).
subversión suave 175

Insistían en pensar el rol del arte como una posibilidad de inmersión


del individuo en la vida, como un deshacerse de la mediación de la
re-presentación a favor de la participación y experiencia corporal
directa. En resumen, Fluxus puede pensarse como otro anhelo de
superar las consecuencias que para el arte –y para la vida– ha tenido
la tradición del pensamiento transcendente.
La intermedialidad –término propuesto por Dick Higgins en
1966 para denominar las obras de arte que «fall between media»
(Remes 2015: 61)– es central para la estética de Fluxus. Ella tiene
implicaciones más amplias que la mera transgresión de las normas
fundadas en los requisitos de la pureza genérica que, rondando el
arte occidental por lo menos desde el Laoconte de Lessing (1766),
en el siglo xx obtuvieron una nueva actualidad a través de trabajos
teóricos, como el famoso ensayo de Clement Greenberg, «Towards a
Newer Laocoön» (1940). Según observa Kristine Stiles, la esencia y
el espacio propio de Fluxus está en el «entre»:

that dynamic and elusive, interactive site where the boundaries of


phenomena and things become fluid. This is the interval that is at once
a connection –a caesura yet a continuum– where oppositons change,
flow, fuse, part, pass, move on, and reassemble. The «between» that
might appear to be a hiatus separating antithetical states represents,
too, the threshold where action and its object meet. (1993: 64)

Situarse en el espacio dinámico del entre es resaltar la porosidad de


las cosas y de los fenómenos, es explorar las zonas grises que exceden
las categorías y los conceptos con que se suele organizar la realidad.
En este espacio avisual (por borroso y fluido), las cosas aparente-
mente separadas entre sí llegan a tocarse, pues están sumergidas en un
movimiento universal de transformaciones y desplazamientos apenas
perceptibles. Así, los aspectos individuales que convencionalmente
sirven para definir las cosas, extrayéndolas de su entorno, se están
diluyendo. De este modo, las acciones, los procesos de cambio no
176 Anna Kraus

operan sobre sus objetos desde fuera, sino que parecen fusionarse
con ellos. En todo esto pueden reconocerse los rasgos esenciales
de la estética de la inmanencia que, en vez de re-presentar –puesto
que la re-presentación implica distancia y no contacto–, más bien
encarna, presenta.
Esta intermedialidad, ¿cómo funciona en la práctica? En la estética
de vídeos de Fluxus, en las dos primeras décadas de su existencia,
era muy frecuente el uso del movimiento en cámara lenta, incluso
extremadamente lenta, que ofrecía una imagen aparentemente estática,
imperceptiblemente trabajada por el movimiento (Remes 2015: 72-73).
Uno de los vídeos basados en este procedimiento, Disappearing Music
for Face24 (George Maciunas, 1966), realizado según el event score de
Mieko Shiomi (Friedman & Smith & Sawchyn 2002: 97), toma por
objeto el «espacio entre dos estados afectivos» (Remes 2015: 72). En
él, el espectador puede ver –o, mejor dicho, no puede ver a causa de
la extrema lentitud del movimiento de las imágenes– la desaparición
de una sonrisa de Yoko Ono.
Justin Remes sostiene que Disappearing Music for Face ofrece
acceso a «the hidden dimensions of a visual experience» y, por con-
siguiente, «makes the invisible visible» (2015: 72). En este punto, la
instalación vídeo de Maciunas en su esencia no diferiría mucho de los
tempranos experimentos fotográficos con la captura del movimiento
–como, por ejemplo, el famoso caballo de Eadweard Muybridge
(1872)– que ya en aquella época revelaron la «dimensión oculta» de
la experiencia visual, e hicieron visibles los componentes minúsculos
del movimiento que el ojo humano no puede captar sin depender
del ojo mecánico. Sin embargo, el vídeo de Maciunas puede apun-
tar a otra cosa, relacionada ya no con satisfacer la pulsión escópica
24 
Aquí, por supuesto, la cuestión de la intermedialidad de la obra es mucho
más compleja que la comentada aquí entre dos entidades definibles –basta fijarse
en el título. De todas formas, nos limitaremos a mencionar sólo aquello que está
directamente relacionado con el sueño de Espinoza.
subversión suave 177

del espectador, sino, al contrario, con cuestionar la autoridad de la


visión en la experiencia del arte. Por un lado, la confrontación con
un vídeo tan lento puede provocar la impaciencia e irritación del
espectador, quien, de acuerdo con las intenciones programáticas de
Fluxus (Remes 2015), se da cuenta de su cuerpo, incómodo en la
espera estática en que lo inmoviliza el desarrollo apenas percepti-
ble de la película. En consecuencia, la experiencia del arte, en vez
de basarse en la distancia de la visión, implicaría una dimensión
corporal y háptica, como si la obra de hecho tocara al espectador y,
de ese modo, borrara los límites no sólo entre sujeto y objeto, sino
también entre «arte» y «vida», porque algo del movimiento realizado
por el vídeo penetraría en la carne del espectador. Por otro lado, el
procedimiento empleado en Disappearing Music for Face hace pensar
en las micropercepciones de Leibniz:

Figura 5. George Maciunas Disappearing Music for Face (1966).


178 Anna Kraus

ce sont ces petites perceptions obscures, confuses, qui composent


nos macroperceptions, nos aperceptions conscientes, claires et distinc-
tes: jamais une perception consciente n’arriverait si elle n’intégrait une
ensemble infini de petites perceptions qui déséquilibrent la macroper-
ception précédente et préparent la suivante. (Deleuze 1988: 115)

En la filosofía de Leibniz, cada una de las micropercepciones


puede dividirse infinitamente. De este modo –tal y como en Disap-
pearing Music for Face–, incluso con el mayor «estiramiento» posible,
el espacio entre dos entidades perceptibles sigue siendo divisible: en
él siempre queda un resto que se escapa a la mirada. En este punto
es preciso volver a evocar la pesadilla de Espinoza, donde se da a ver
un movimiento extremadamente lento de los jinetes y sus caballos
atravesando el desierto. Si consideramos esta imagen onírica de un
modo análogo al vídeo de Maciunas, podemos entender que en ella lo
invisible da a ver que algo no se da a ver, sin por ello hacerlo visible.
En otras palabras, desde nuestra perspectiva, la pesadilla de Espinoza
revela que incluso en el ámbito de lo visible opera una fuerza avisual.
Esta fuerza avisual, aunque en sí no deja captarse con la mirada, sí
puede presentirse en el flujo de las transiciones y metamorfosis.
Estirar el movimiento hasta el punto en que devenga estasis sin
realmente serlo y, al revés, impregnar la quietud de un cuadro con
movimientos apenas perceptibles de jinetes atravesando un desierto,
significa explorar un espacio entre, intentar presentar el flujo defor-
mador que, con una serie de metamorfosis minúsculas, vincula las
entidades que suelen definirse por sus aspectos individuales como
separadas de todo lo demás. El sueño de Espinoza, desde esta perspec-
tiva, encarna y visualiza esta dinámica que rige los desplazamientos
de las imágenes en lo onírico en 2666. La porosidad de las categorías,
sugerida por el movimiento que corroe la imagen, se corresponde,
por fuerza de esa analogía universal –que, según proponemos, atra-
viesa y soporta el texto de Bolaño– con el carácter escurridizo de
lo onírico en tanto categoría ontológica y narratológica dentro del
subversión suave 179

mundo posible de la ficción y en la misma novela. No obstante, la


imaginación dinámica que deforma las imágenes, hay que resaltarlo,
no tiene mucho que ver con la incoherencia del agua viva que leímos
en la primera fase del sueño de Ellen West, la paciente de Ludwig
Binswanger. No se trata, en el sueño de Espinoza, de una revolución
anti-visual violenta y destructiva, pues el cuadro del desierto sigue
siendo un cuadro y los jinetes siguen siendo reconocibles, según cier-
tas normas intersubjetivas. Más bien, el hecho de que los instantes
oníricos se revelen como conectados por los flujos de la imagina-
ción acuática da cuenta de una subversión suave de la autoridad de
la visión que ordena el mundo según el modelo transcendente de
la representación. Pero incluso si las operaciones de lo visual en lo
onírico permanecieran avisuales ante la mirada analítica del lector,
querríamos defender su eficacia clandestina, porque es justamente
lo inadvertido de sus desplazamientos que penetra en el cuerpo del
lector: «[l]es petites perceptions […] constituent l’état animal ou
animé par excellence: l’inquiétude» (Deleuze 1988: 115).

sous les pavés, la plage


En los apartados anteriores se ha ponderado la relación entre el
movimiento y la estasis, insistiendo en el carácter corrosivo y fugi-
tivo de lo fluido frente a lo fijo, pensado en términos de la visión en
tanto herramienta de representación y de conocimiento del mundo.
Para cerrar esta reflexión es preciso volver a evocar brevemente a los
situacionistas, cuya subversión suave consistía, justamente, en implan-
tar lo fluido en lo rígido para desestabilizar su poder opresivo. Sin
embargo, hay que resaltarlo, tampoco se trataba de operar con una
fluidez radical e incontrolada, porque ésta de hecho no sería sino un
reflejo de la violencia hegemónica de las estructuras espectaculares,
una multiplicación de su esencial univocidad:
180 Anna Kraus

Yet, it could be argued that such processes of fluidisation and disar-


mouring are merely a symptomatic outcome of the spectacle itself.
Indeed, as Hal Foster aptly puts it: «if the fascist is threatened by
schizophrenic fragments and flows, the capitalist subject may thrive
on such disruptions». (Stracey 2008: 134)

Una práctica que ilustra muy bien el carácter controladamente


fluido de la estrategia anti-espectacular situacionista es el grafiti.
Frances Stracey resalta la importancia del aspecto ilegal del acto de
trazar eslóganes revolucionarios sobre los muros de la ciudad. Se
trata de una reconquista «desde abajo» del espacio público (ordenado
según los principios capitalistas) realizada a través de una escritura
precaria, efímera y no-profesional como manera de dar voz a los
marginales y excluidos de la sociedad (2008: 125). De todas formas,
lo que resulta esencial para nuestra reflexión concierne más bien al
simbolismo de la técnica misma de los grafitis que «enact a literal
fluidisation of language» (Stracey 2008: 130), pues ella se sitúa en el
espacio liminar de la porosidad de los muros que absorben y soportan
las letras, siendo, al mismo tiempo, el objeto del ataque político ope-
rado por éstas. El muro en tanto superficie inflexible que materializa
y cimienta las divisiones rígidas con las que el sistema territorializa
la vida (en sí informe, fluida, lúdica), es una de las metáforas que en
el discurso situacionista expresa el estancamiento mortal impuesto
por el espectáculo a cada una de las esferas de la existencia humana.
Otra es, por ejemplo, la armadura que, inspirada en los uniformes
de la policía antidisturbios (CRS), ofrece una imagen sugestiva de la
psique dañada por la omnipresencia del sistema:

For the Situationists, this «society of the spectacle» was characte-


rised as a historical moment where all social and psychic processes of
armouring (meaning by this any subject’s unthinking identification,
observance and taking-up of predetermined social roles, irrespective
of gender) were understood as symptomatic response produced by the
subversión suave 181

vampiric condition of the spectacle. […] All processes of armouring


were therefore symptoms produced by the deadening spectacle. (Stracey
2008: 131)

A pesar de la aparente univocidad de las metáforas de lo rígido


evocadas arriba, ambas implican cierta susceptibilidad de lo rígido a la
fluidez que les es inherente, aunque sea de forma marginal o residual.
Así, dentro de la armadura persisten los restos de un cuerpo vivo y
la superficie de los muros es inevitablemente porosa.

Figura 6. Mural situacionista: Bajo los adoquines, la playa (mayo 1968).

«Bajo los adoquines, la playa», dice uno de los grafitis de mayo de


1968 que, según Frances Stracey, «suggestively captures the structu-
ral desire to overturn the rigid and ordered surfaces of everyday life
in order to reveal a shifting, formless, pleasurable terrain repressed
beneath» (2008: 131). Vale la pena detenerse en esta frase inscripta
182 Anna Kraus

en un muro de París hace cincuenta años para, a través de ella,


clausurar la reflexión sobre los sueños en 2666. Si es cierto lo que se
ha propuesto en las páginas anteriores, puede decirse, haciendo una
analogía con los grafitis situacionistas, que la escritura de lo onírico
en la obra de Bolaño corroe el muro y, penetrando en su porosidad,
no deja separarse de él. Más aun, lo necesita como soporte porque es
en su superficie donde la emergencia del grafiti es operativa, dando
cuenta, al aparecer, de la rigidez inadvertida del muro. Dicho de otro
modo, los desplazamientos auto-subversivos que aquí se rastrean en
la gestación de los sueños en 2666 sólo pueden operar frente a, y sólo
están motivados por, las convenciones realistas en cuya «porosidad»
penetran. A fin de cuentas, sin echarlas abajo, advierten su rigidez. Si
el pavimento facilita la comunicación, la avisualidad de lo onírico en
la obra de Bolaño, a diferencia de los revolucionarios del mayo francés,
no utiliza los adoquines (esas entidades básicas de la construcción
de un mundo posible de ficción) para atacar a los agentes del orden
transcendente, sino, como el grafiti evocado arriba, da cuenta de la
playa arenosa que se extiende justo debajo de la superficie del texto.
Por eso, no es de extrañar que lo que atrajo al pequeño buceador Hans
Reiter a la literatura fuera que «Parsifal en ocasiones cabalgaba […]
llevando bajo su armadura su vestimenta de loco» (823).
epidemia de semejanzas desemejantes

The names of minerals and the minerals themselves


do not differ from each other, because at bottom
both the material and the print is the beginning of
an abysmal number of fissures. Words and rocks
contain a language that follows a syntax of splits
and ruptures.
Robert Smithson

figuras
En la parte anterior examinamos cómo los instantes oníricos
en 2666 permiten rastrear movimientos deformantes de imágenes
e ideas en diferentes secciones del texto, los que se hacen visibles,
justamente, a través de los sueños. Éstos, sin dejar de cumplir su
función dentro de la trama ficcional, dan cuenta de otras relaciones
y procesos de los que son la expresión. Los instantes oníricos en 2666
aparecen, entonces, como imágenes sobredeterminadas, es decir, las
imágenes oníricas están sobrecargadas de significados pertenecientes
a diferentes esferas: la del contenido manifiesto de la representación
literaria y la del inconsciente del texto (no el de los personajes). Si
seguimos la idea de que los sueños llevan a cabo una subversión suave
de la representación en la obra de Bolaño, podríamos añadir que de
ese modo se opera un détournement más de lo onírico: aquello que
dentro de la representación esquiva las concepciones y los análisis
tradicionales parece posibilitar que se psicoanalice, como un sueño,
la representación en cuanto tal.
184 Anna Kraus

Pensar la obra de arte en los términos propuestos por Freud en La


interpretación de los sueños permite elucidar la complejidad de los pro-
cesos que, activos debajo de la superficie de la representación, corroen
su univocidad y la dotan de significados no manifiestos, muchas veces
contradictorios entre sí. Se trata de privilegiar el carácter procesal del
trabajo del sueño, pues por esa vía se aporta algo realmente nuevo al
análisis de la obra de arte: salir del modelo binario de la significación.
De este modo, se produce una experiencia más polifacética de la obra
de arte, antes que un mero desciframiento de sus supuestos secretos.
Jean-François Lyotard escribe al respecto:

Le problème du travail du rêve est […] celui de savoir comment,


avec un énoncé pour matière, peut être produit un objet qualitativement
différent, encore que signifiant. Le travail n’est pas une interprétation
de la pensée de rêve, un discours sur un discours; pas davantage une
transcription, discours à partir d’un discours; il est sa transformation.
(2002: 241)

Para Julia Kristeva, «[n]ot only is the dream a semiotic system, but
also more importantly the work behind it. That work is, moreover, the
definition of the unconscious itself, a transformative process rather
than a repressed content in Freudian thought» (Sjöholm 2005: 19).
La transposición del modelo freudiano al ámbito de la obra de arte
(sea discursiva o visual) permite discernir y comprender los procesos
inherentes a su lenguaje, en particular, aquellos que ponen trabas a
una significación coherente, como si se tratara del trabajo deforma-
dor del sueño que, en la operación de enmascarar los pensamientos
oníricos, produce figuras, texto-imágenes cuya interpretación permite
vislumbrar algo de la verdad reprimida y de las relaciones lógicas
que la rigen.
¿Cuáles son los procesos operativos en el trabajo del sueño? En el
sexto capítulo de La interpretación de los sueños, Freud los describe
detalladamente como diferentes relaciones que se establecen entre
epidemia de semejanzas desemejantes 185

el contenido y los pensamientos del sueño. Como resultado de la


condensación, «[e]l sueño es escueto, pobre, lacónico, si se lo compara
con la extensión y la riqueza de los pensamientos oníricos» (Freud
1991iv: 287). Las particularidades del trabajo de la condensación son,
según Freud, «la elección de elementos que están presentes de manera
múltiple en los pensamientos oníricos, la formación de nuevas uni-
dades (personas de acumulación, productos mixtos) y la producción
de elementos comunes intermediarios» (1991iv: 302). Otro proceso
operativo en el trabajo del sueño es el denominado «desplazamiento»
que, según Freud, organiza los elementos del pensamiento onírico,
en el sueño, de modo tal que ellos parecieran no reflejar su impor-
tancia real:

[l]o que en los pensamientos oníricos constituye evidentemente el


contenido esencial ni siquiera necesita estar presente en el sueño. El
sueño está por así decir diversamente centrado, y su contenido se ordena
en torno de un centro constituido por otros elementos que los pensa-
mientos oníricos. (Freud 1991iv: 311; énfasis del original)

«El desplazamiento y la condensación oníricos», nos dice Freud,


«son los dos maestros artesanos a cuya actividad podemos atribuir
principalmente la configuración del sueño» (1991iv: 313). El sueño
tiene, además, la tarea difícil de figurar las relaciones del material
onírico. Según Freud, por ejemplo, una conexión lógica se figura
como simultaneidad (1991iv: 320), mientras que una relación causal
es figurada como sucesión (1991iv: 322). La única relación lógica
que «parece no existir para el sueño» es la contradicción u oposición
(1991iv: 324). Lo anterior implica que el sueño modifica la configu-
ración de las relaciones lógicas operativas en el pensamiento onírico:

Le rêve ne représente pas les relations logiques, mais il nous présente


son travail: en modifiant leur «figuration», il indique ces relation. Inapte
à représenter les relations logiques, le rêve présente ensemble, dans une
186 Anna Kraus

même figure, des éléments qui risquent d’être incompatibles. Freud


étudiera donc les procédés de figuration dont dispose le rêve pour faire
ressortir quelques-unes des relations qui régissent les pensées du rêveur.
(Hagelstein 2005: 86; énfasis del original)

En lo que sigue, lo figural aparecerá como parte integral de aque-


llos aparatos críticos donde la teoría freudiana ha servido de modelo
y herramienta. En primer lugar, haremos referencia a las figuras del
lenguaje que Jean-François Lyotard propone en su Discours, figure
para estudiar el discurso poético (Lyotard 2002: 281). En segundo
lugar, dialogaremos con las reflexiones críticas de Georges Didi-
Huberman, sobre todo las incluidas en Devant l’image (1990). En este
libro se propone una aproximación a las artes visuales que sustituya
el modelo de legibilidad basado en los principios de la mímesis, del
esquematismo y de la deducción histórica por una interpretación
fundada en los paradigmas teóricos de la figurabilidad y del síntoma
(1990: 219). Didi-Huberman, según Maud Hagelstein, al fundir
el psicoanálisis con la historia del arte, «produit une esthétique du
symptôme, c’est-à-dire une esthétique qui tient compte de la surdé-
termination de l’image. Une image surdéterminée est une image dont
le sens n’est pas fermé et univoque, mais sans clôtures» (2005: 86;
énfasis del original). Tanto Lyotard como Didi-Huberman enfocan
aquellos instantes (elementos, fragmentos) sobredeterminados en la
representación, donde el trabajo de lo figural complica el proceso
de significación, y deja entrever en esa fisura una suerte de verdad
escondida, una profundidad inesperada y, muchas veces, insondable.
Si bien ahora dedicamos más espacio a introducir la sistemática de
las figuras de discurso elaborada por Lyotard, la reflexión paralela
de Didi-Huberman no dejará de acompañarnos.
Jean-François Lyotard se centra en el trabajo deformador del deseo
libidinal, es decir, en la fuerza incontrolada responsable de la ilegibili-
dad u opacidad del texto, la que, por consiguiente, conforma el lugar
epidemia de semejanzas desemejantes 187

donde irrumpe lo figural como Entstellung: «die Sprache entstellen,


faire violence au langage» (Lyotard 2002: 241)1. En su afán de des-
figurar, lo figural no se adscribe plenamente a ninguna de las dos
categorías tradicionalmente confrontadas en el paragone (palabra e
imagen). Más bien, opera en y entre ambas a la vez. Según Martin
Jay, lo figural en sí es el mismo principio de disrupción que impide
la plena estabilización de cualquiera de los órdenes de significación
(1995: 564). Las figuras definidas por Lyotard son tres y operan a
tres niveles distintos. La figura-imagen –como, por ejemplo, una
imagen del sueño o de una película, un «tema»– pertenece al orden
de lo visible, donde distorsiona las reglas de la formación de la cosa
percibida: deconstruye el objeto de la percepción (Lyotard 2002: 277).
La figura-forma es aquella que sostiene lo visto sin ser vista, aunque
de hecho es visible: es la arquitectura o el andamiaje, la composición
de lo visible que, sin embargo, transgrede la bonne forme (surgida
de la tradición geométrica euclideana) y produce una «anti-forma»
dionisíaca (Lyotard 2002: 277). La figura-matriz, finalmente, no se
ve ni es más visible que legible, no pertenece al espacio plástico ni al
espacio textual: ella es la diferencia misma que opera en el espacio
del texto, en el de la «geometría» –su organización– y en el de la
representación en cuanto tal (Lyotard 2002: 278). En otras palabras,
la figura-matriz distorsiona el espacio del texto y el de la imagen de
un modo profundo, no lo hace mediante contrastes u oposiciones,
sino por medio de la diferencia, que está más allá de cualquier tipo de
categorización y correspondencia. En las figuras, el discurso poético
«pourra entrer en communication avec les images qui sont réputées

1 
En este punto, Lyotard no está de acuerdo con Freud cuando éste adscribe
la deformación del contenido primario del sueño a la censura del Yo. En cambio,
Lyotard argumenta que, para poder censurar el sueño, el Yo debería entender
su fondo más profundo, cuya constitución deseante lo hace incomprensible por
definición (2002: 244-246).
188 Anna Kraus

lui être extérieures, mais qui justement relèvent pour leur organisation
de la même matrice signifiante que lui» (Lyotard 2002: 250).
El hecho de que Lyotard dedique su Discours, figure exclusivamente
a la obra poética, definida por él como un texto trabajado por la figura
(2002: 281) y como «el otro de la prosa» (2002: 318), no impide que
2666 pueda leerse a través de este prisma, elaborado por el filósofo
francés para discernir y comprender el trabajo de la diferencia en el
texto. Además, si aceptamos esta definición de la poesía –como el otro
de la prosa–, es preciso recordar que la narrativa de Bolaño no puede
calificarse como un monolito prosaico ni mucho menos. En este
marco hablaremos de fisuras, desgarraduras, grietas. Lo figural será
nada más que un modo de aproximarse al malestar en la representa-
ción, cuyo surgimiento en el texto depende de la sobredeterminación
de imágenes específicas. En el afán de localizar provisionalmente los
instantes donde el texto transgrede las leyes que parece establecer
para sí mismo, no se intentará desenredar la aglomeración de sus
significados ni tampoco se tratará de deconstruirlo. Más bien, se
interrogará la dinámica de los procesos que allí se manifiestan para,
de esa manera, plantear la pregunta por sus posibles implicaciones
filosóficas y éticas.

imágenes inimaginables

rueda de prensa
«Pregunten lo que quieran», dice Klaus Haas en uno de los últimos
reglones de «La parte de Fate» (440), pero el intercambio revelador
iniciado por estas palabras no está descrito. La omisión de la escena,
potencialmente inaugurada por estas palabras, deviene así el centro
ausente, vacío o inaccesible, abierto como un agujero negro (blanco,
en la página) hacia el que se precipita la trama y, al mismo tiempo,
epidemia de semejanzas desemejantes 189

un imán negativo que la propulsa cada vez más lejos de sí, según
comentamos en la primera parte del presente volumen. No obstante,
de acuerdo con el principio compositivo de «links» o «llamadas» que
Patricia Poblete Alday localiza en la tendencia de ciertos detalles
a repetirse (con diferencia) en distintas secciones de 2666 (2010:
108-109), la entrevista suspendida resurge a la superficie del texto
en otro lugar y en otra forma. En «La parte de los crímenes», Klaus
Haas convoca tres ruedas de prensa. Las dos primeras están descri-
tas con suma brevedad. La primera, durante la cual Haas ratifica
su inocencia, representa «un pequeño escándalo» y, de paso, suscita
algunos rumores acerca de su gran fortuna europea (612). En cambio,
la segunda no despierta el interés de nadie y apenas es mencionada
entre otras noticias locales. A diferencia de sus predecesoras, la tercera
ocupa diez bloques textuales2 esparcidos por 42 páginas (716-758),
y se entrelaza así con otros hilos narrativos y con las descripciones
forenses de varias víctimas del femicidio santateresiano. Otro ele-
mento que distingue a esta última es la presencia de un fotógrafo
de La Voz de Sonora (218). Chuy Pimentel saca por lo menos3 ocho

2 
Ya que a continuación se comentará –entre otras cosas– la organización
gráfica del texto impreso, es preciso diferenciar dos tipos de párrafos empleados en
2666: el párrafo ordinario, que se abre con sangría en el primer reglón y termina
con un punto y aparte; y el párrafo alemán, que está separado de los párrafos
contiguos por un interlineado blanco. Según su uso convencional, el párrafo
alemán no requiere sangría, en 2666, sin embargo, todos la llevan. Además, las
cinco secciones de la obra están divididas no en capítulos sino en lo que llamare-
mos bloques textuales (secuencias de párrafos ordinarios), separados entre sí por
un interlineado blanco.
3 
El número exacto de las fotos es imposible establecerlo con precisión, pues el
texto consigna que «Chuy Pimentel siguió haciendo fotos» (720) y, con ello, evita
especificar un número, aunque luego de esta aclaración el relato permita deducir
la existencia de al menos dos fotos más. En los demás casos, las instantáneas de
Pimentel se introducen una por una, permitiendo un cálculo simple (719, 724,
731, 738, 742 y 753).
190 Anna Kraus

instantáneas. De la mayoría de ellas el texto ofrece descripciones


ecfrásticas relativamente convencionales, como, por ejemplo: «En ella
se ven los rostros de los periodistas que miran a Haas o consultan sus
cuadernos de notas, sin ninguna excitación, sin ningún entusiasmo»
(719) o «Chuy Pimentel fotografió en ese momento a los periodistas.
Jóvenes, mal vestidos, algunos con cara de venderse al mejor postor,
muchachos trabajadores con pinta de sueño y mala noche que se
miraban entre sí» (731). No obstante, hay tres excepciones. Todas
ellas se comentarán a continuación.
Aunque la crítica de Bolaño suele interesarse por el uso de los
medios y soportes visuales en su obra4, hasta la fecha el episodio
de la conferencia de prensa apenas se ha comentado5. Sólo Álvaro
Augusto Rodríguez S., en su artículo sobre las formas de la imagen
en 2666, se fija en la presencia del fotógrafo –procedimiento eficaz,
según el crítico, de introducción de una doble perspectiva narrativa:

La reproducción técnica de la realidad, que enriquece las palabras


y es enriquecida por palabras; el recurso y la estrategia escogidos por
Bolaño […] dejan ver una acción complementaria: una primera mirada

4 
Véanse, por ejemplo, los trabajos de Pablo Corro Pemjean (2005), Joaquín
Manzi (2005), Valeria de los Ríos (2008), Josué Hernández Rodríguez (2011) y
Florence Olivier (2011).
5 
Una gran semejanza del andamiaje narrativo vincula este episodio con el
cuento «Laberinto», incluido en El secreto del mal (Bolaño 2007: 65-89). Allí hay
una fotografía que «se sitúa en el centro de un dispositivo que incluye, activa y
fundamenta la fabulación, la invención narrativa» (Moreno 2011: 337). Esto,
según propone Carlos Walker, determina que «la foto parece quedar atrás, mero
envión de los acontecimientos, mientras el narrador sigue difuminando las apa-
riencias de lo que ve» (2013: 224). La diferencia entre uno y otro es, sin embargo,
crucial. Mientras que en el cuento el contenido de la foto y la instancia narrativa
pertenecen a niveles narrativos distintos, en la descripción de la rueda de prensa
en 2666 las fotos surgen del mismo caudal de los acontecimientos que simultá-
neamente están captando. Esta singularidad tiene consecuencias determinantes
para la estructura profunda del texto en tanto espacio de representación.
epidemia de semejanzas desemejantes 191

(la de Pimentel) que interpreta y delimita la realidad, y una segunda


mirada (la del narrador) que interpreta y amplía la realidad. (2014: 13)

De hecho, pese a ser por entero plausible, lo que propone Rodrí-


guez no ofrece suficientes claves para captar la especificidad de los
pasajes dedicados al transcurso de la última rueda de prensa. Quizás
ello se deba a que su interpretación sólo considera las écfrasis con-
vencionales, se concentra menos en la aparición del dispositivo visual
fundador de la narración (fotografías descritas) que en la dinámica
interpersonal de los acontecimientos representados.

espesor del texto


En los dos primeros fragmentos evocados, las descripciones de
las fotografías se introducen con las siguientes palabras: «En ella se
ve» (720 y 724). Por un lado, este procedimiento sitúa automática-
mente a la descripción que sigue en el ámbito de la visualidad6 (esto
de antemano sugiere su carácter tradicionalmente ecfrástico). Por
otro lado –y esto es lo que nos interesa ahora– la notación «en ella
se ve» implica la existencia material de una fotografía que se estaría
contemplando.
La introducción de la instantánea, ya revelada, como objeto de
la descripción y punto de partida del relato desgarra, de repente, las
premisas espacio-temporales de la narración. El carácter indicial de la
fotografía como huella de la realidad (Krauss 2002: 120) traslada el
presente de los acontecimientos (la rueda de prensa) hacia un pasado
ponderado desde una perspectiva posterior indefinida (descripción de
«lo que se ve» en la foto). Este procedimiento podría, tal vez, confir-
mar la intuición de Magda Sepúlveda quien, relacionando el título
6 
La cuestión de la visualidad sugerida por esta apertura se comentará más
adelante, cuando nos ocupemos de la segunda instantánea.
192 Anna Kraus

de la obra con la novela futurista de Vladimir Odoievsky, El año


4338, propone que leamos 2666 «como si estuviera contada desde el
futuro del siglo xxvii» (2011: 239-240). También puede especularse
que la apertura de la trama hacia un futuro indeterminado –desde el
cual, sin embargo, se narran los acontecimientos– busca confirmar el
apunte aislado de Bolaño, «El narrador de 2666 es Arturo Belano7»
(2010: 1125), no incluido en la versión final de la obra8. De todos
modos, puede constatarse que la apertura hacia un futuro sin precisar,
provoca –a fuerza de imaginar esta instantánea revelada en algún
archivo futuro– el surgimiento de una mirada que se desliza por su
superficie. A quién o a qué subjetividad pertenece esta mirada, es una
cuestión que retomaremos más adelante.
La intrusión en medio del relato de los acontecimientos de la foto-
huella de los mismos, de la foto tomada mientras todo lo demás está
pasando, aniquila su presente. La aparición del «en ella se ve» en el
flujo de la narración instaura en su seno el tiempo de la representación
fotográfica –el del instante congelado– y cambia el tiempo gramatical
del pretérito al presente. La reproducción fotográfica, según sostiene
Roland Barthes en La chambre claire, mortifica el instante del que
ya sólo puede decirse ça-a-été: ese «esto ha sido» que lo convierte en
un presente siempre ya pasado (1980: 1163). Como vemos en el pri-

7 
Felipe A. Ríos Baeza sostiene que Arturo Belano (alias Arturo B. o B.) es
el único personaje bolañiano que viaja en el tiempo, tomando «la forma de una
partícula elemental, evidenciando que el tiempo no es una categoría fija y aislada
del espacio, sino una propiedad cuántica» (2010a: 220).
8 
Es muy improbable que las fotografías introducidas con las palabras «en ella
se ve» (719, 720, 724) y, por consiguiente, desligadas espacial y temporalmente de
los acontecimientos narrados, estén descritas por Chuy Pimentel quien, justamente
por cumplir el papel de fotógrafo en esta rueda de prensa, queda inmovilizado en
el presente de la escena donde está manejando la cámara. Su voz, sin embargo,
puede entreoírse en los instantes ecfrásticos convencionales que potencialmente
adoptan su perspectiva (731) o más o menos abiertamente transcriben sus opi-
niones acerca de lo fotografiado (742, 753).
epidemia de semejanzas desemejantes 193

mero de los tres pasajes en cuestión, el tiempo presente usado en la


descripción de las fotos se expande más allá del encuadre para seguir
narrando el desarrollo de los sucesos:

[…]9 Nadie se rió. Chuy Pimentel siguió haciendo fotos. En ellas se


ve a la abogada que parece a punto de soltar unas lágrimas. De coraje.
Las miradas de los periodistas son miradas de reptiles: observan a Haas,
que mira las paredes grises como si en la erosión del cemento hubiera
escrito su guión. El nombre, dice uno de los periodistas, lo susurra,
pero es lo suficientemente audible para todos. Haas dejó de mirar la
pared y sus ojos consideraron al que habló […] (720-721)

A diferencia del contenido de la instantánea que capta la tensa


red de las miradas, el susurro del periodista es un estallido sonoro
que rompe el código de lo visible y viene a señalar la salida del marco
fotográfico. Sus palabras resuenan en el mismo tiempo presente que
marca la caducidad instantánea propia de la fotografía; sólo pueden
convertirse en su propio eco, desprovisto en el acto de su origen. Este
contagio del pasado narrativo –en el que se relatan acontecimientos
supuestamente presentes, donde el susurro del periodista iba a seguir
al microsegundo captado por la lente– con el presente aparente de la
foto-huella delata el carácter ilusorio del presente que, de hecho, siem-
pre ya es pasado. Maurice Blanchot lo dice en El paso (no) más allá:

El eterno retorno de lo mismo: como si el retorno, irónicamente


propuesto cómo ley de lo mismo, donde lo mismo sería soberano, no
convirtiese necesariamente al tiempo en un juego infinito con dos
entradas (dadas como una pero nunca unificadas): porvenir ya siempre
pasado, pasado siempre aún por venir, de donde la tercera instancia, el
instante de la presencia, al excluirse, excluiría toda posibilidad idéntica

9 
Por cuestiones relacionadas con la visualidad del texto en su forma impresa,
se considera consecuente marcar la ubicación de las citas comentadas dentro de
sus bloques textuales, es decir, en relación a las interlíneas en blanco.
194 Anna Kraus

[…] Pero la exigencia del retorno sería que, «bajo una falsa apariencia
de presente», la ambigüedad pasado–porvenir separa de forma invisible
el porvenir del pasado. (1994: 41)

De ese modo, aquello que parece nuestro futuro inmediato, aque-


llo que, suponemos, pronto será nuestro presente, siempre da un
salto –esquivando el presente que no es– hacia el pasado del que es el
retorno mismo. Así, el susurro del periodista que parece ser el futuro
inmediato del instante fotografiado, aunque ocurra en el tiempo
gramatical presente, siempre ya es su propia huella, una presencia
siempre ya ausente.
Lo anterior abre una fisura donde la fotografía –huella, copia,
captura, recorte– se inserta en la corriente de la narración y sustituye
a los acontecimientos que la foto representa desde un futuro siempre
ya pasado10. La fotografía se les pone encima y los oculta, se super-
pone y al mismo tiempo los da a ver, hace gala así de la fidelidad que
sería propia de la captura mecánica (Krauss 2002). La condensación,
ese procedimiento freudiano del trabajo del sueño, también ha sido
concebida por Lyotard como una de las operaciones principales de
la figura, que opera en el espesor del lenguaje y trata a sus elementos
(palabras) como cosas (2002: 244). En el caso que nos ocupa ahora,
intentaremos examinar este tratamiento de ciertos elementos del
lenguaje como cosas. El gesto de lectura aspira aquí no tanto a un
tratamiento aislado de ciertas palabras como al trabajo conjunto de
entidades significantes descriptivas, las que están sometidas a los

10 
Brett Levinson observa algo parecido a propósito del ready-made de Amal-
fitano. Lo lee a partir del principio de repetición sin representación y destaca una
serie de repeticiones unidas por el corte entre sus componentes. En este sentido,
Levinson propone ver la ruptura como una forma «of the between that holds its
two “sides” into a gathering, and as the time between repetition and the repeated.
Repetition and the repeated, therefore, neither separate nor cohere but cleave (in
the two opposing senses of the word)» (2009: 184).
epidemia de semejanzas desemejantes 195

procesos de condensación y desplazamiento. Así, la foto revelada


(posteriormente) se desplaza (vuelve) por encima del texto11 –esta
imagen interpretativa es de Lyotard (2002: 243)– para posarse sobre
la escena ya pasada a la que corresponde. El futuro (la foto revelada)
es el retorno del pasado (la escena captada en ella), y entre ellos no
hay nada, entre ellos siempre hay un hueco que ya estaba abierto. Esto
determina para el texto un devenir orientado hacia cierta espesura que
es el espacio de sobredeterminación semántica, de entrelazamiento
de sentidos manifiestos de la representación y de los que la corroen
en profundidad. El carácter gestual y visual de ambas operaciones
de lo figural permite imaginar la mirada háptica12 de la escritura

11 
Tal y como ya dijimos, se trata aquí de un tramo no escrito de texto que
vincula la escena fotografiada con el futuro implicado por la aparición de la
instantánea. Este tramo del texto, sin embargo, cobra una existencia espectral
en el remolino temporal desencadenado, en la narración, por las palabras «en
ella se ve…».
12 
La «mirada háptica», recordemos, es un concepto propuesto por Luce
Irigaray como una posibilidad de descentralizar el discurso dominante. En «The
Power of Discourse and the Subordination of the Feminine», entrevista incluida
en This Sex Which Is Not One (1985: 68-85), Irigaray propone la re-apertura del
discurso filosófico a lo femenino o, más universalmente, a lo otro, a todos los otros
que el logos suele reducir a la economía de lo Mismo (1985: 74). Esta re-apertura
no consistiría en un cambio de perspectiva o de temática (hablar de o como la
mujer), sino en estropear el mecanismo teórico en sí, en suspender su pretensión
de producir una verdad y un sentido unívoco (1985: 78). Se evoca aquí a Irigaray
–a pesar de su crítica fervorosa al psicoanálisis (véase, por ejemplo, 1985: 34-67),
desde el que Lyotard articula estos desarrollos– sobre todo por su radical re-
conceptualización de la mirada. Tradicionalmente falocéntrica, objetivadora y, por
consiguiente, violenta, Irigaray propone pensarla desde la perspectiva feminista,
anclada en la anatomía del órgano sexual femenino, el cual en sí es inclusivo y
plural. Partiendo de este pliegue laberíntico plegado sobre sí mismo, Irigaray
desarrolla la idea de una mirada que salga de la hegemonía de lo Mismo, una
mirada realmente abierta al otro, mirada háptica, táctil, que implique la cercanía
real en vez de la distancia de la visión (1985: 23-33). Este pensamiento lleno de
respeto frente a la otredad se transpone a la propuesta acerca de la «re-apertura»
196 Anna Kraus

deslizándose por la superficie de la fotografía-huella que cubre y sus-


tituye su origen siempre ya ausente (el momento (no) presente). Hay
aquí una sustitución que transforma la narración de una supuesta
presencia inmediata en la narración de su huella. El texto parece
decir que la narrativa no puede prescindir de la idea de un presente,
de una presencia13, aunque debajo de la huella sólo haya la espesura
de una ausencia14.
Desde este espacio entre –entre la huella y su origen siempre ya
ausente– que de repente se abre como una fisura en la narración,
es imposible adjudicarle una identidad a quién comenta las fotos
(¿Arturo Belano? ¿Chuy Pimentel?), puesto que la solidificación del

del discurso filosófico dominante: «This “style” does not privilege sight; instead it
takes each figure back to its source, which is among other things tactile. It comes
back in touch with itself in that origin without ever constituting in it, constituting
itself in it, as some sort of unity. […] Its “style” resists and explodes every firmly
established form, figure, idea or concept» (Irigaray 1985: 79; énfasis del original).
Incluso sin centrarse en los argumentos de Luce Irigaray, la afinidad de su reflexión
con el afán estético y ético de la obra de Bolaño, según se propone leerla aquí, se
irá haciendo cada vez más clara a lo largo de esta parte del presente trabajo. De
momento, basta con destacar la noción de mirada háptica, pues no sólo implica
el respeto y la proximidad frente al otro, sino también deroga la división entre lo
ocular y lo táctil y, de ese modo, abre un espacio otro para pensar la percepción
filosóficamente.
13 
Derrida señala la imposibilidad de concebir la re-presentación sin basarse
en la noción de una presencia originaria (1972: 215).
14 
En este contexto, la observación de Rosalind Krauss de que el encuadre
fotográfico «siempre se percibe como una rotura en el tejido continuo de la reali-
dad» (2002: 124; énfasis del original), obtiene un peso especial. La irrupción de la
fotografía en el texto desgarra no sólo el «tejido continuo» de la realidad diegética,
fragmentándola en encuadres y en aquello que queda fuera: siendo parte inherente
del discurso (del que surge, al que constituye, con el que se funde), produce en
él los cortes más profundos. Es sólo a través de su fragmentación en el discurso,
explica Gayatri Chakravorty Spivak en su introducción a Of Grammatology, que la
presencia puede articularse, siendo castración y desmembramiento tanto amenaza
como condición de la posibilidad del discurso (1997: lxvi).
epidemia de semejanzas desemejantes 197

sujeto requiere de una presencia. Ésta, de acuerdo con la lectura


desarrollada aquí, queda puesta sous rature junto con el presente
dislocado. Brett Levinson, al investigar la locura y el principio de
disociación en 2666, observa la disolución del sujeto en la obra en
tanto principio de unidad, y la consecuente explosión del sentido en
el vínculo relacional entre los acontecimientos (2009: 182). En lugar
de una producción de sentido que haga las veces de fuerza unificadora
y dinámica de esta narrativa, el crítico propone concebir al ritmo
como forma (2009: 185), es decir, le presta atención a una instancia
impersonal y maquínica. Levinson afirma que tal y como el viento
usurpa y llena la ropa de Amalfitano, el flujo del tiempo –en tanto
ritmo narrativo– provoca el ejercicio de sus acciones (2009: 183-4)15.
Así, la narración parece un caudal puesto en movimiento por el
requisito energético de la forma-ritmo y, puede añadirse, aunque se
disfrace con distintas perspectivas y voces, opera más allá del dominio
de cualquier subjetividad solidificada. Si se sigue esta misma línea
de pensamiento, es lícito decir que en aquellos instantes donde la
narración se ve desgarrada por la irrupción de un inidentificable algo,
ajeno al espacio principal de la representación, podemos entreoír la
voz impersonal de lo neutro que, para Blanchot, está vinculado con
la experiencia de una consciencia sin sujeto (Critchley 2004: 58). Así,
las fotos se ven, el texto se escribe y en esta voz impersonal que surge de
ninguna parte puede escucharse el silencio que habla (Blanchot 2002).
15 
La visión que Levinson propone de la fuerza dinámica de la narrativa de
Bolaño parece coincidir plenamente con la idea de Deleuze y Guattari del plan
de las heccéités (modos de individuación según las relaciones de movimientos y
reposos entre moléculas o partículas, sin división en sujetos y objetos): «Il y a
seulement des rapports de mouvement et de repos, de vitesse et de lenteur entre
éléments non formés, du moins relativement non formés, molécules et particules
de toutes sortes. Il y a seulement des heccéités, des affects, des individuations sans
sujet, qui constituent des agencements collectifs. Rien ne se développe, mais des
choses arrivent en retard ou en avance, et forment tel ou tel agencement d’après
leurs compositions de vitesse» (1980: 325).
198 Anna Kraus

semejanza
Frente a la desestabilización de las bases de la re-presentación, ¿qué
es lo que se ve en las fotos? Fijémonos en la segunda instantánea:

[…] Luego [Haas] tomó aliento, como si se dispusiera a contar una


larga historia y Chuy Pimentel aprovechó para sacarle una foto. En ella
se ve a Haas, por efecto de la luz y de la postura, mucho más delgado,
el cuello más largo, como el cuello de un guajolote, pero no un gua-
jolote cualquiera sino un guajolote cantor o que en aquel momento se
dispusiera a elevar su canto, no simplemente a cantar, sino a elevarlo,
un canto agudo, rechinante, un canto de vidrio molido pero con una
fuerte reminiscencia de cristal, es decir de pureza, de entrega, de falta
absoluta de dobleces. (723-4; énfasis del original)

Chuy Pimentel capta a Haas en el instante en que éste toma


aliento, se dispone a hablar y –aquí el ojo de la cámara, tal y como en
la fotografía surrealista, parece poseer un «poder superior de discer-
nimiento y de selección en el pliegue informe de la realidad» (Krauss
2002: 128)– sólo la fotografía parece capaz de darle una imagen. O,
según escribe Walter Benjamin en A Short History of Photography:

Photography makes aware for the first time the optical unconscious,
just as psychoanalysis discloses the instinctual unconscious. […] At the
same time photography uncovers in this material physiognomic aspects
of pictorial worlds which live in the smallest things, perceptible yet
covert enough to find shelter in daydreams… (1972: 7-8)

Ahora bien, si se mira con atención, lo que se ve en la foto no


es Haas. Haas toma aliento y en este gesto se abre un silencio: un
silencio lleno de palabras todavía no pronunciadas, como un negativo
fotográfico de las palabras que ya están allí, aunque no reveladas. El
texto, impotente frente a esta mudez que no es plenamente silencio,
la hace surgir en la escritura, y para ello recurre a un movimiento
epidemia de semejanzas desemejantes 199

doblemente negativo, al orden de la visualidad comprendido como


su negativo –no como oposición, sino como su otro. De todas for-
mas, la descripción de la fotografía tampoco se mantiene dentro
del vocabulario «visual», pues su objeto no pertenece al ámbito de
lo visible: la potencialidad del aliento se sitúa en el dominio de lo
absolutamente no-visible, según la distinción propuesta por Derrida
en Donner la mort. En la descripción que parte del cuello de Haas
(nota bene: el cuello, la garganta es por donde el aliento saldrá como
voz) puede observarse cómo este silencio cargado de potencialidad,
ora entra ora abandona las distintas regiones accesibles al discurso,
como si estuviera buscando, a tientas, una forma adecuada para
manifestarse. La descripción empieza por lo visible, pero lo visible
se agota en una comparación: «se ve a Haas, por efecto de la luz
y de la postura, mucho más delgado, el cuello más largo, como el
cuello de un guajolote»16. La comparación es examinada de cerca
por la instancia narrativa, se la toma al pie de la letra y se insiste
en la elección de la palabra justa para dar con una imagen («pero
no un guajolote cualquiera sino un guajolote cantor o que en aquel
momento se dispusiera a elevar su canto, no simplemente a cantar,
sino a elevarlo, un canto agudo, rechinante»). Y esa imagen, justo
en el momento en que llega a ocuparse de la voz, se convierte en
metáfora («un canto de vidrio molido»)17. La metáfora, sin embargo,

16 
Dicho sea de paso, la etimología náhuatl de la palabra guajolote (huexolotl:
huey, hueyi = grande, viejo, y xólotl = monstruo) revela a un «gran monstruo», lo
cual en sí contiene una imagen de Klaus Haas. Para más detalle, véase <http://
etimologias.dechile.net/?guajolote>.
17 
La metáfora, según Charles Sanders Peirce, es el signo icónico que puede
producir sentidos nuevos y permite descubrir espacios desconocidos y efímeros
que surgen, en el instante de la semiosis, de una similitud dinámica no entre cosas
semejantes, sino entre las asociaciones que cada una de ellas provoca independien-
temente de la otra (Anderson 1984). En esta semejanza centelleante (inestable,
nueva, vaga), que se ubica en el espacio entre las categorías habituales de la per-
cepción y del pensamiento, a veces deja entreverse lo inexpresable. De ahí que la
200 Anna Kraus

también es inmediatamente captada al pie de la letra en el orden de


la precisión («pero con una fuerte reminiscencia de cristal»), y luego
se disipa en un orden simbólico de ideas abstractas («de pureza, de
entrega, de falta absoluta de dobleces»). En este intento de captar un
silencio lleno de palabras mediante una representación que se sitúa
entre lo discursivo y lo visual, ningún orden puede establecerse defi-
nitivamente, cada uno se convierte en otro, gracias al flujo continuo
de esta energía anónima –pero no tanto en otro orden como en el
otro de todo orden. Allí mismo puede detectarse el trabajo de lo
figural que desgarra la representación y la expone a las operaciones
de la diferencia que no reconoce sistemas de oposiciones binarias. El
resultado se ubica, quizás, más allá del marco de imágenes imagina-
bles y de sentidos pensables, no obstante, deja ver la imposibilidad
de verlo y de entenderlo todo.
En medio de la lucidez que las primeras palabras intentan impo-
nerle a la descripción de esta foto –lucidez entendida como «la perfec-
ción de la écfrasis: una identidad de la mirada y del saber, de visión
y de discurso» (Oyarzún 2000: 5)–, se instauran una ceguera y un
silencio insuperables. Ambos, ceguera y silencio, hacen que el sentido
y el poder representativo de esta écfrasis se quiebren. Al dar vueltas
en torno al vacío lleno de potencia, el negativo de la presencia (el
cual tampoco es ausencia) no se deja captar con las herramientas
habituales del discurso. La capitulación temprana de lo visible está
también inscripta en lo fotográfico, según propone Pablo Oyarzún,
quien localiza en la fotografía, en el imprescindible parpadeo del
objetivo, un instante de ceguera que se instala en el centro de la
visión como su condición absoluta. La insuficiencia de lo discursivo
y de lo visual frente al silencio saciado de palabras y absolutamente

potencialidad de la voz de Haas, una voz ausente, pero ya presente en su ausencia


en el aliento, pueda deslizarse por la imagen elaborada del guajolote para resurgir,
tal vez, en el espacio efímero de la metáfora en la cual se entreoye el canto todavía
mudo del pájaro que está a punto de elevarlo.
epidemia de semejanzas desemejantes 201

no-visible, puede pensarse como un retorno del vacío inicial que


evocamos al principio de esta sección a propósito de la suspensión
de la entrevista con Klaus Haas, que está en la última página de «La
parte de Fate» y que se manifiesta en un espacio en blanco. El espa-
cio blanco en la página puede interpretarse a la luz del concepto de
himen que Derrida desarrolla en La double séance, donde reflexiona
sobre los espacios no cubiertos de escritura en el texto. Derrida piensa
el himen como un espacio «entre», ni adentro, ni afuera del texto, un
espacio indecidible que, sin ser puramente sintáctico ni puramente
semántico, participa tanto en la estructuración del texto como en la
producción del sentido. Es un espacio de una página blanca todavía
no escrita, cuya potencialidad constituida de (no)acontecimiento es
la diferencia sin presencia que disloca el tiempo ordenado que hace
del presente su centro. El himen sólo tiene lugar cuando nada real-
mente tiene lugar y –como pharmakon, supplément y différance– se
caracteriza por una sintaxis doble, contradictoria, porque marca los
puntos de aquello que no se deja mediar. Como tal, no se presenta
jamás, nunca es en presente, no tiene sentido propio, es el sin-sentido
del espaciamiento, de este «lieu où n’a lieu que le lieu» (Derrida
1972: 238-300). En 2666, al final de «La parte de Fate», la expre-
sión del silencio justo antes de llenarse de voz –«Pregunten lo que
quieran» (440)– cede el paso a la visualidad himenal de la media
página en blanco. En «La parte de los crímenes», en la descripción
de la fotografía de Haas, quien «toma aliento», en la expresión de
lo absolutamente no-visible, la imagen y el discurso ceden el paso a
lo figural. Estos dos instantes de silencio que no son idénticos, pero
que de manera análoga provocan un malestar en la representación,
pueden pensarse a partir de los términos con que Maurice Blanchot
aborda la semejanza. Didi-Huberman explica que, para Blanchot,
la semejanza es infinita e indefinida, surge del espacio neutro para
inquietar con la vaguedad de una máscara mortuoria, nunca idén-
tica, y se dispersa en una epidemia de imágenes temblorosas que se
202 Anna Kraus

provocan unas a otras sin cimentarse jamás. «La ressemblance est


vaste comme la nuit, comme un milieu impersonnel, fluide mais
opaque. Sorte d’intangible draperie qui envelopperait toute chose et
n’aurait pas de fin» (Didi-Huberman 2003: 149). En 2666 hay un
silencio lleno de potencialidad que no está opuesto a las palabras,
sino que mediante una relación estrecha con ellas, esa potencialidad
que (no) tuvo lugar al final de «La parte de Fate», desgarra el tejido
de la écfrasis fotográfica. Este mismo fenómeno se reitera en la
última fotografía sacada en esta rueda de prensa, donde se capta a
la abogada que «parec[e] como si le faltara el aire» (753). Haas toma
aliento y se dispone a revelar el nombre del asesino de mujeres en
Santa Teresa; casi sin aire, la abogada se dispone a decir que no va
a revelar lo que le preguntan. El aliento, que no es ni la voz ni su
falta absoluta, atraviesa así el texto y, como un viento invisible que
sólo deja verse en el movimiento de las olas, subvierte el orden del
discurso y lo pliega de un modo apenas perceptible. De este modo,
el (no) silencio himenal parece habitar el texto, aunque no se deja
encuadrar exclusivamente en la visualidad de los espacios en blanco.
El pliegue entreabierto, el pliegue atravesado y al mismo tiempo no
atravesado del himen (Derrida 1972: 298), parece situarse, entonces,
entre las palabras y su significado, entre los niveles distinguibles
del texto: sin presentarse jamás, contamina el discurso de una cierta
ausencia de (no) acontecimiento, la pura potencialidad irrepresenta-
ble e impersonal. Este pliegue (no del todo) impenetrable del silencio
inscripto en el texto puede pensarse, con Oyarzún, en términos de
ceguera, es decir, como el otro del texto que emerge a la superficie
y desgarra el tejido representacional y, de esa manera, deja entrever
la imposibilidad de ver frente a lo neutro.
El himen y lo neutro son espacios que anulan la presencia: el
himen es el lugar del acontecimiento que nunca tiene lugar, lo neu-
tro es el hábitat atemporal de la ausencia no ausente que se deja
presentir en la Otra Noche (Blanchot 2002: 215). Ambos, por con-
epidemia de semejanzas desemejantes 203

siguiente, imposibilitan la re-presentación como mímesis (Derrida


1972). «La profondeur ne se livre pas en face, elle ne se rélève qu’en
se dissimulant dans l’œuvre», escribe Blanchot (1955: 180). Aquí el
silencio himenal abandona el ámbito de la diégesis y se manifiesta
en el discurso como una imagen no visible. En este desplazamiento
del silencio en el texto es lícito percibir el trabajo de las figuras: el
de la figura-imagen que esboza y a la vez borra sus contornos, el de
la figura-forma que desestabiliza el espacio representacional de la
écfrasis fotográfica convencional, y el de la figura-matriz, capaz de
escribir este (no) acontecimiento con la diferencia, transgresora de
las oposiciones (visible–invisible, texto–imagen, discurso–figura).
El vacío18 de la última página de «La parte de Fate», ese aliento
del espacio en blanco que se abre allí para (no) ser diseminado con
palabras, resurge ahora en el movimiento anadiomeno de la ima-
gen blanchotiana que, temblorosa y centelleante, sólo deja entre-
verse brevemente, para inmediatamente volver a disiparse en una
infinitud de semejanzas sin centro ni fin. En la descripción de la
fotografía que lo capta se abre la imitación, lo cual significa, según
Didi-Huberman, «penser et faire travailler la ressemblance comme
un drame – et non comme le simple effet réussi d’une téchnique
mimétique» (1990: 249).

18 
Vacío, hueco, abismo, secreto dinámico: desde el momento en que Ezequiel
de Rosso escribió, en 2002, que «el secreto el es motor de estas narraciones,
[…] secreto […] pensado como una instancia dinámica, […] como un lugar
productivo» (2002: 137), la crítica de Bolaño nunca ha dejado de girar en torno
a este «agujero» –motor productivo que ha sido pensado, entre otros, en términos
del Mal, del Unheimliche, de la estructura de la novela negra (Andrews 2005), de
la autofagia de la prosa (Manzoni 2002), de la elipsis como la intuición de una
presencia maléfica (Asensi Pérez 2010).
204 Anna Kraus

el pie de la letra
En los pasajes dedicados al trabajo del fotógrafo en el episodio
de la conferencia de prensa, la primera irrupción de lo visual en el
texto, como hemos visto, desestabiliza el tiempo y el espesor de la
narración; en la segunda, la fuerza negativa de la semejanza violenta
la imagen. En la tercera, son los límites espaciales de la representación
los que se ponen a temblar:

A la abogada le rechinaron los dientes. Chuy Pimentel la fotografió:


el pelo negro, teñido, cubriéndole el rostro, el contorno de la nariz leve-
mente aguileña, los párpados silueteados con lápiz. Si de ella hubiera
dependido todos los que la rodeaban, las sombras en los márgenes de la
foto, habrían desaparecido en el acto, y también la habitación aquella,
y la cárcel, con carceleros y encarcelados, los muros centenarios del
penal de Santa Teresa, y de todo no hubiera quedado sino un cráter, y
en el cráter sólo hubiera habido silencio y la presencia vaga de ella y de
Haas, aherrojados en la sima. (738)

En la foto, según leemos, la abogada está desprovista de verbos,


parece un objeto inmóvil captado por el ojo mecánico, al que, en el
texto, la secuencia convencional de sustantivos y adjetivos permite
operar con precisión. En este caso, puede observarse otro procedi-
miento característico del sueño y de lo figural: tomar las palabras al
pie de la letra (Lyotard 2002: 248). Aquí la palabra sería captura, a
saber, la captura fotográfica. En lo que sigue argumentaremos que este
fragmento invadido por lo visual captura a la abogada en el encuadre
de la instantánea –o, por lo menos, la hace oscilar, suspendida, en
el espacio-tiempo indefinido entre la rueda de prensa y el recorte
fotográfico. Esto habrá de permitirnos explorar, en un nivel más
general, algunas de sus consecuencias en el texto.
Se trata aquí de una captura profunda y mortífera. Por un lado, la
inscripción de la abogada en el encuadre fotográfico puede pensarse
epidemia de semejanzas desemejantes 205

con Roland Barthes, quien resalta el aspecto mortuorio de la cap-


tura fotográfica (1980). Por otro lado, es lícito leerla con Blanchot,
quien relaciona la imagen con la imago: la máscara mortuoria, una
semejanza que domina la indecidibilidad y la fluidez de la vida. Para
Blanchot, la solidificación de la imagen implica la disolución de la
vida o, en palabras de Didi-Huberman,

l’image ressemble, mais elle ne rassemble pas: elle laisse [son objet] à
sa dispersion première, son équivoque fatale, à sa nécessaire inaccessibi-
lité […] disparaître dans le milieu absolu, se dissiper comme vie revient
à ressembler, se solidifier comme image. (2003: 157-8)

En el fragmento citado la captura fotográfica inmoviliza a la abo-


gada, la despoja de la energía vital de los verbos y, en su ser-imagen,
la ubica a caballo entre el marco de la instantánea y la realidad
de la rueda de prensa. Más aun, el deseo que se le adscribe sigue
apuntando hacia los elementos no incluidos en la foto (la cárcel, los
muros del penal). No obstante, el encuadre de la instantánea carece
de límites fijos –algo que también se observó en los casos comentados
con anterioridad. Mientras los marcos de las dos primeras fotos se
borraban de distintos modos (respectivamente, en el paso de vuelta a
la realidad de la rueda de prensa y en el crecimiento «epidémico» de
la imagen misma), en la tercera, al captar a la abogada, la fotografía
se instaura como el punto de referencia para la realidad no incluida
en ella, como si la devorara o reemplazara en su totalidad, en vez de
limitarse a fijar un recorte de ella. En otras palabras, el deseo que se
le adscribe a la abogada es el resultado de la abogada en la foto, pues
«los que la rodean» no son sino «las sombras en los márgenes de la
foto». De este modo, «la habitación aquella, y la cárcel, con carceleros
y encarcelados, los muros centenarios del penal de Santa Teresa» que
este deseo haría desaparecer, pertenecen al (no) espacio del otro lado
del encuadre.
206 Anna Kraus

Si se sigue esta reflexión podríamos decir que la abogada queda


atrapada en medio del espesor textual creado por los procedimientos
de desplazamiento y de condensación, o sea, en medio del espacio
neutro de la (no) ausencia. Esto lo vemos reflejado en su deseo de
una voluntad inerte, preso en su «ser-imagen», que parece añorar un
no-lugar lleno de potencialidad pura: ese cráter silencioso mencionado
en el texto es una suerte de espacio indecidible lleno de ausencia (de
la lava volcánica), condicionado por el (no) acontecimiento de una
inminente erupción ruidosa del volcán. Será sólo en lo neutro, como
en el sueño, según propone Blanchot, que la abogada podrá situarse
fuera de sí misma y ser, para sí misma, la «presencia vaga» que men-
ciona su deseo. Daiana Manoury escribe lo siguiente a propósito de
Blanchot y la auto-identidad en el sueño:

l’«étrange moi» qui est celui du rêve, c’est un «hors de soi», ce n’est
pas vraiment moi, pas vraiment l’autre (celui que je distingue sur la
scène rêvée). Cette absence d’identité pousse Blanchot à attribuer au
rêve une vertu toute nouvelle, celle de l’anonymat, de la possibilité de
l’anonymat plus exactement […] Mais l’anonymat n’est pas le vide, de
la même façon que la non-présence n’est pas l’absence. On reconnaît ici
[…] la force de l’espace intermédiaire où tout se crée, la pause prolifique
au sein de laquelle se forme le sens et dont la formule grammaticale
serait le «Il», expression quintessenciée du Neutre.
[…] Car «Il» ne désigne ni l’un ni l’autre, mais une présence sans
personne, un «Il» littéralement impersonnel. (2010: 4-5)

En el pasaje que estamos comentando, la intransigencia con que


la figura toma su propia lógica al pie de la letra no le permite aban-
donar su único principio infalible, a saber, el de la diferencia. En este
sentido, el deseo impuesto a la abogada-imagen no puede solidificarse
definitivamente. De ahí, entonces, que de repente, como si se tratara
de una construcción onírica de Maurits Cornelis Escher, el pasillo
metafórico que la llevaba hacia una salida resulta ser el cielorraso de
epidemia de semejanzas desemejantes 207

otra celda cerrada. Lo figural parece convocar a lo otro de la prosa,


parece requerir a la poesía, pues al tomar las palabras al pie de la
letra y al tratarlas como cosas, permite que de hecho emerjan, en su
materialidad, desde la secuencia uniforme del texto impreso. Dicho
de otra manera, justo antes que la abogada y Haas se desvanezcan
en su propia presencia vaga, la figura-forma activa la fuerza de la
iconicidad del texto impreso19 –que, al fin y al cabo, es esta imagen–,
y así es como los deja atrapados en la sima de letras, aherrojándolos
allí con la cadena del último reglón, donde quedan suspendidos sobre
la interlínea en blanco que se abre debajo de sus pies como aquel
cráter imaginario.
Se trataría, entonces, de una transgresión de varios sistemas de
referencia (operada en el texto por lo figural), de todo tipo de encua-
dres dentro de los que suele pensarse la narración: además de la pers-
pectiva temporal indefinible que ya revisamos en la primera instan-
tánea, también resultan problemáticas la ubicación del personaje y la
definición de su estatus ontológico. En el fragmento que nos interesa
ahora, el marco de la fotografía parece expandirse, pues incluye en
la voluntad que se le adjudica a la abogada algo que está más allá
de su espacio representacional (la cárcel, México). Entonces, por un
lado, la instantánea se muestra como el recorte de un fragmento de
la realidad. Por otro lado, se instaura como el substituto de una «rea-
lidad absolutamente transformada» (Krauss 2002: 142) por el uso de
la cámara fotográfica, es decir, la foto deviene un nuevo sistema de
referencialidad (los periodistas devienen «las sombras en los márgenes
de la foto»), cuyo accionar desestabiliza la construcción mimética
de la escena en cuestión. Esto deriva en una dilución de la abogada
en tanto sujeto, quien, capturada en el «ser-imagen» inmóvil que le

19 
Para la relación icónica entre meaning y form como mutuamente constitu-
tiva para la producción de sentido en la poesía, véase Elleström 2010 y Svensson
2016.
208 Anna Kraus

impone la foto, parecería abandonar el instante diegético de la rueda


de prensa para habitar el espacio de la instantánea. No obstante, lo
anterior no implica un desarraigo total de la abogada con respecto a
la realidad en la que Chuy Pimentel saca las fotos; por lo demás, ella
vuelve a participar en la rueda de prensa (753). En otras palabras, se
trataría de una suspensión pasajera de la coherencia mimética de la
representación, donde puede observarse una grieta que por un ins-
tante junta sus diferentes niveles, ofreciendo una imagen avisual de
la abogada, una subjetividad con contornos borrados. Finalmente,
la «presencia vaga» de ella misma, inscripta en la visión de su (no)
lugar ideal, puede pensarse como el traslado de su personaje (con la
consiguiente borradura de éste como ente de ficción) al ámbito de lo
neutro que se escribe en la literatura. Esto hace aparecer la escritura
en toda su visualidad gráfica como el último hábitat de «ella», de ese
pronombre personal que aquí parece haber devenido igual de neutro
que el il blanchotiano.

campo expandido
En cada uno de los tres pasajes comentados arriba se ha podido
observar una puesta en cuestión –si no una borradura total– de los
límites del encuadre. En primer lugar, la continuación del tiempo
gramatical presente une el contenido de la fotografía con aquello
que queda fuera de su marco (el susurro del periodista). En segundo
lugar, la puesta en movimiento de la dinámica entre lo visible y lo
absolutamente no-visible traspasa tanto el encuadre de una potencial
fotografía como la capacidad de la visión. En tercer lugar, se posiciona
un personaje entre tres espacios ontológicamente incompatibles (acon-
tecimiento diegético, su fotografía y la materialidad del texto que los
constituye). Este des-encuadramiento provoca el surgimiento de un
continuum visual dinámico semejante a aquél propuesto por el filósofo
epidemia de semejanzas desemejantes 209

japonés Keiji Nishitani20. Según comenta Norman Bryson, Nishitani,


en vez de pensar la visión en términos de encuadre –lo cual siempre
se basa en la relación binaria sujeto-objeto, produciendo el uno para
el otro y viceversa– la ubica en un «campo expandido del vacío o
de la nada», donde todo lo visible y lo invisible coexisten simultá-
neamente, sin recortarse de su entorno (1988: 88). La consiguiente
disolución del encuadre no sólo permite que el objeto «se abra» en
todas direcciones hacia su entorno universal, también determina un
radical des-encuadramiento del espectador (Bryson 1988: 100). Este
des-encuadramiento del sujeto espectador significa que el marco del
«cono» de la visión perspectívica queda diluido en el campo del vacío,
rodeado por todos lados de lo invisible. Lo que se puede ver, concluye
Bryson, «is supported and interpenetrated by what is outside of sight,
a Gaze of the other enveloping sight on all sides» (1988: 101).
En el marco de las reflexiones que llevamos a cabo, el pensa-
miento de Nishitani adquiere una gran importancia. Por un lado,
la borradura del encuadre desestabiliza la representación en cuanto
tal, pues las fotografías que se quieren índices de los acontecimien-
tos de repente pierden sus contornos y se desvanecen en un movi-
miento informe que, como hemos visto, socava las aparentes certezas
espacio-temporales de la narración: hunde a la rueda de prensa en
el campo expandido de un vacío impenetrable. Por otro lado, el
des-encuadramiento del sujeto espectador apunta hacia la instancia
narradora. La voz que describe «lo que se ve en las fotos» ya no va
emparejada con el «cono» de la perspectiva, en cuya punta se habría
ubicado el ojo y la consciencia imaginada de acuerdo con los prin-

20 
La pertinencia de introducir aquí las reflexiones de un filósofo japonés está
motivada por el mismo argumento que Norman Bryson utiliza para justificar su
propio interés: la teoría de la visualidad de Nishitani, anclada en el pensamiento
occidental, parece ir más lejos que la de pensadores como Sartre o Lacan, cuyo
punto de partida sigue siendo la división entre sujeto y objeto (1988: 87).
210 Anna Kraus

cipios de la visión cartesiana. La voz narradora 21, entonces, parece


seguir la disolución de las fotos y de los acontecimientos captados
por el lente, y en ese mismo espacio soportado y atravesado por el
vacío, por la nada, rechazar los contornos, ahora borrados, de la
conciencia de Arturo Belano en tanto sujeto, para, más bien, dejar
que lo neutro se hable en ella.

encarnación

escenario (no) lleno de ausencia


La precisión y la consecuencia de las operaciones de lo figural
parecen hacer explotar la lógica del texto desde adentro. La figura,
podríamos pensar, propone y eleva cada vez nuevos andamiajes
para la imaginación, al mismo tiempo que imperceptiblemente
deconstruye aquellos que tiene debajo de sus pies. Mark C. Taylor,
en «How to do Nothing with Words», investiga la escritura del más
allá del fin de la teología, una escritura que intenta enfrentarse con
lo absolutamente otro y en cuyo campo abierto proponemos leer la
obra de Bolaño. Esta escritura, argumenta Taylor, se rige por una
imaginación anti-sintética (1990: 223) que rehúye la unidad y la
mismidad de la presencia originaria, del referente último, para ope-
rar en un constante devenir de la diferencia. Su descentralización y

21 
A lo largo de 2666 la voz narradora «aparece» de vez en cuando, surge de
lo neutro, ya sea para hablar desde una perspectiva subjetivizada de un «nosotros»
(«el número que nos importa», 25) o de un «yo» («no sé por qué», 35, «me retracto»,
246), como para escenificarse en los trazos borrosos de una presencia vaga que
deja presentirse en los pseudo-comentarios irregulares que implican una suerte de
control sobre la escritura («es mejor no decir nada», 32, «como es natural», 105,
«Tenía tiempo (eso creía)», 211) y, en otras ocasiones y al contrario, sugieren su
propia inseguridad («O no. Tal vez no había dicho esto», 119, «Tal vez soñó algo.
Algo breve. Tal vez… Tal vez no», 278).
epidemia de semejanzas desemejantes 211

permanente inestabilidad dejan entrever la ausencia no-ausente (que


por nuestro lado hemos presentido en el espesor del texto comentado
más arriba). El paso (no) más allá, donde Maurice Blanchot habla
de «lo espantosamente antiguo», es un ejemplo extraordinario de
la escritura que se asoma a aquella fisura del desliz temporal que
ya hemos comentado, y a través de la cual se opera una ruptura
constante de las categorías que intentan establecerse en el texto
(lingüísticas, lógicas, semánticas). Este pas au-delà, según argumenta
Mark C. Taylor, nos lleva un paso más cerca de la nada: «[n]either
present nor absent, nothing is, but of course it is not, the margin of
difference inscribed in and through the endless alternation of the
imagination. This nothing is other – wholly other» (1990: 223).
Aunque en la narrativa de Bolaño –formalmente, al fin y al cabo,
mucho más tradicional que la (no) obra de Blanchot– la (no) pre-
sencia de lo absolutamente otro no llegue a ser igual de dominante,
a continuación comentaremos aquellos instantes donde podríamos
encontrarla.
Lo inimaginable absolutamente otro (no) es nada y, por ello, falta
lenguaje que pueda expresarlo. Escribirlo es escribir esa falta de len-
guaje, escribir en contra del lenguaje a través de lo que Edmond
Jabès llamaba paroles blessées: ni habla ni silencio, la ausencia del
lenguaje está inscripta en la falta de éxito de las palabras (Taylor
1990: 223). Para denominar los procedimientos de la escritura del
más allá de la ontoteología, Taylor propone adaptar el término para-
praxis –inventado en 1916 por James Strachey en la primera versión
de la traducción inglesa de la Psicopatología de la vida cotidiana–, que
servía para denominar el acto fallido. Parapraxis, argumenta Taylor,
por un lado, implica lo erróneo, lo incorrecto, el desliz involuntario
que delata algo en el límite del lenguaje, y por otro lado, el prefijo
para señala, en este caso, el espacio mismo del límite, del margen
(1990: 224). Se trata, entonces, de la praxis del «para». Taylor lo
explica de la siguiente manera:
212 Anna Kraus

To write parapraxically is to write the limit as such rather than to


write about the limit. The «para» inscribed in parapraxis is «inside» the
written text as a certain «outside» that cannot be internalized. Thus
parapraxical writing falls between referential and self-referential dis-
course. There is an inescapable performative dimension to parapraxis.
However, in contrast to performative utterance, which always does
something with words, parapraxis struggles to do nothing with words.
It succeeds by failing. By doing nothing with words, parapraxical wri-
ting stages the withdrawal of that which no text can contain, express,
or represent. (1990: 224-5; énfasis del original)

La escritura parapráctica no deja que las «heridas» de las palabras


se cierren en la producción de un sentido determinado, es decir,
opera con el resto de significado que produce la ausencia absoluta de
univocidad, una indecidibilidad irreductible. La imaginación anti-
sintética de esta escritura esquiva la plenitud semántica y produce
una sintaxis incompleta. Intenta sobre todo inscribir en el texto, sin
representar, la otredad absoluta (Taylor 1990: 226-228). Muchas de
estas características coinciden con lo que Lyotard entiende por el
trabajo de lo figural. En ambos casos se resalta el papel destacado que
juega esa diferencia irreductible que deshace las oposiciones binarias,
las certezas básicas y el uso convencional del lenguaje. De todos
modos, la perspectiva desarrollada por Taylor permite enfocarse más
en el discurso como un sistema involucrado en la tarea de pensar lo
impensable, sin por ello limitarse a la economía libidinal.
Con el fin de desarrollar la misma intuición desde un ángulo
ligeramente distinto y complementario, vale la pena en este punto
introducir el concepto efecto de irreal de Alberto Giordano. El crí-
tico, en reacción al famoso ensayo de Roland Barthes, L’effet de réel
(1987), propone que pensar la literatura desde la oposición realismo/
autorrepresentación es insuficiente e inadecuado, puesto que ambos
términos parten de un predicado común que reduce la literatura a
un ejercicio de procedimientos y que descansa en «la creencia en la
epidemia de semejanzas desemejantes 213

posibilidad de representar certezas (la de la realidad, la de la literatura)


por el lenguaje» (1988: 30). En cambio, Giordano insiste en compren-
der a la literatura como experiencia (en un sentido semejante al que
Blanchot le otorga a esta palabra) de una realidad que a la vez incluye
inevitablemente lo irreal, eso otro innombrable y enigmático que
«para constituirse, la realidad niega, enmascara» (Giordano 1988: 33).
Entonces, el efecto de irreal es «aparición de ese enmascaramiento,
afirmación de esa negación». En él, «[l]o que aparece es que algo se
oculta, lo que se afirma es que algo se niega, y ese algo no es nada, ni
siquiera la nada» (Giordano 1988: 33; énfasis del original).
En 2666 y de modo más general en la narrativa de Bolaño –con
excepción, tal vez, de Amberes–, apenas puede hablarse de sintaxis
incompleta u otros procedimientos que directamente hieran el len-
guaje, según requeriría la práctica del «para» ya referida. La otredad
–y esta es la hipótesis que se propone aquí– se escenifica en las «heri-
das» de esta escritura en tanto narrativa, es decir, se inscribe en los
pliegues del discurso mismo, desde donde pone a temblar sus certezas
(en este punto, obviamente, estamos pensando con Giordano). En
estos instantes –parecidos a la escena de The Matrix (The Wachowski
Brothers, 1999) donde la experiencia del déjà vu revela una fisura que
delata la insuficiencia del tejido de lo real– el discurso deja entrever su
negativo y, en vez de ofrecer su plenitud coherente en tanto sistema,
se abre a la irrupción de aquello que se sitúa en la proximidad lejana
más allá de sus límites. Con Taylor, por otro lado, no tendremos que
abandonar completamente la reflexión –llamémosla así– «técnica»
sobre los procedimientos que atacan las funciones del lenguaje en
este discurso. Esta orientación, como veremos más adelante, reviste
una gran importancia para nuestra lectura de 2666. A Lyotard, final-
mente, no lo abandonaremos tampoco; su conceptualización de lo
figural parece situarse en algún lugar entre las ideas de Giordano y
de Taylor, y, al mismo tiempo, también afuera: el trabajo de lo figural
violenta el lenguaje y su efecto es el efecto de irreal, pero el ámbito de
214 Anna Kraus

la economía libidinal del que surge no es explícitamente22 el del más


allá de la ontoteología. Con todo, su insistencia en el papel de las
operaciones de lo visual en el texto no dejará de ser una inspiración
importante, en particular a la hora de comentar la materialidad de
la obra de Bolaño.

encarnación
Fisura, herida, apertura. Georges Didi-Huberman, recordemos,
en su libro Devant l’ image (1990), propone la idea de una histo-
ria del arte crítica, es decir, que entre en relación dialéctica con la
ya existente, formada por el pensamiento iconológico de Giorgio
Vasari y de Erwin Panofsky. Para decirlo en términos generales
y simplificando, se trata de ir más allá del supuesto de una plena
legibilidad de la imagen pensada como representación mimética.
«Ce serait une histoire des limites de la représentation, et peut-être
en même temps de la représentation de ces limites», escribe Didi-
Huberman (1990: 231), lo que nos permite situarlo en consonancia
con la escritura del margen propuesta por Taylor. Preocupado por
investigar las déchirures en la representación visual, el teórico francés
encuentra la fuente de su poder desgarrador en el dogma cristiano de
la encarnación del Verbo (1990: 220). Con el fin de llevar adelante
un análisis de un instante llamativo de escritura parapráctica en
2666, es preciso esbozar los puntos cardinales de estos desarrollos
de Didi-Huberman.
En la tradición cristiana, la encarnación del Verbo se ha pensado
como la modificación sacrificial de un solo cuerpo (el del dios encar-
nado) para la salvación de todos los demás de la destrucción eterna.

22 
Al fin y al cabo, todas estas intuiciones frente a aquello que se sitúa más allá
de las categorías pensables y racionales, ¿no giran acaso en torno a lo (no) mismo?
epidemia de semejanzas desemejantes 215

Tomando el modelo de los estigmas de ciertos santos que imitaban no


un aspecto del cuerpo del Cristo, sino justamente dicha modificación,
las artes visuales del cristianismo –y ésta es la base de la hipótesis de
Didi-Huberman– han intentado a su vez imitar la modificación de
su cuerpo en el proceso de la apertura que le fue procurada una vez y
para siempre. La encarnación del Verbo, que es el acceso de lo divino
al cuerpo humano, representa para las artes visuales su «ouverture au
monde de l’imitation classique». Dicho de otro modo, ella abre la
posibilidad de representar los cuerpos en el arte religioso y, al mismo
tiempo, debido a su aspecto sacrificial, trae consigo «une ouverture
dans le monde de l’imitation» (Didi-Huberman 1990: 222; énfasis
del original). Esta «apertura en el mundo de la imitación» es el punto
sintomático del trabajo de lo figural, es la desgarradura en el tejido
de la representación mimética.
La imagen, entonces, imita el mecanismo de la encarnación: da
cuerpo (representa) y lo modifica (abre la representación al trabajo
de lo figural). Haciéndolo, presenta y repite: para «encarnar» lo que
imita, sacrifica el «cuerpo» de la mímesis, porque en la (des)figura-
ción revela la verdad de la encarnación y esta verdad es la muerte,
el sacrificio deformante (la apertura del cuerpo). En otras palabras,
la consecuencia para la representación visual del dogma de la encar-
nación, pensada en esta dinámica de «dar cuerpo» y modificarlo,
consiste en la desfiguración sintomática donde la irrupción de la
verdad, pensada en diálogo con Freud, desgarra la veracidad de la
imitación (Didi-Huberman 1990: 248). A continuación, trabaja-
remos un fragmento de «La parte de los crímenes» a través de la
economía de la encarnación desarrollada por Didi-Huberman. Para
ello buscaremos semejanzas –que, sin embargo, como es costumbre
en las semejanzas, tendrán que mantenerse aproximativas– con el
pensamiento del teórico francés. En esta lectura a tientas tal vez
podrá discernirse cuál es la verdad de la encarnación comentada
en lo que sigue.
216 Anna Kraus

deseos cumplidos
Elvira Campos, la directora del manicomio de Santa Teresa, apa-
rece en «La parte de los crímenes» y en la vida del judicial Juan de
Dios Martínez a causa de un caso marginal, el del Penitente, un
sacrófobo que destroza imágenes y estatuas sagradas23 en varias de
las iglesias locales (455). En paralelo a su colaboración profesional,
Elvira Campos y Juan de Dios Martínez se hacen amantes. Un día,
la directora –quien, por otra parte, no quiere estrechar esta relación
(641)– le revela a Juan de Dios Martínez un sueño recurrente que
tiene:

…la directora […] le confesó que ella a veces soñaba que lo dejaba
todo. Es decir, que lo dejaba todo de forma radical, sin paliativos de
ningún tipo. Soñaba, por ejemplo, que vendía su piso y otras dos pro-
piedades que tenía en Santa Teresa, y su automóvil y sus joyas, todo lo
vendía hasta alcanzar una cifra respetable, y luego soñaba que tomaba
un avión a París, en donde alquilaba un piso muy pequeño, un estudio,
digamos entre Villiers y la Porte de Clichy, y luego se iba a ver a un
médico famoso, un cirujano plástico que hacía maravillas, para que le
realizara un lifting, para que le arreglara la nariz y los pómulos, para
que le aumentara los senos, en fin, que al salir de la mesa de operaciones
parecía otra, una mujer diferente, ya no de cincuenta y tantos años sino
de cuarenta y tantos o, mejor, cuarenta y pocos, irreconocible, nueva,
cambiada, rejuvenecida, aunque por supuesto durante un tiempo iba
vendada a todas partes, como si fuera la momia, no la momia egipcia
sino la momia mexicana, cosa que le gustaba, salir a pasear en el metro,
por ejemplo, sabiendo que todos los parisinos la miraban subrepticia-
mente, incluso algunos le cedían el asiento, pensando o imaginando
los dolores horribles, quemaduras, accidente de tránsito, por los que

23 
En el contexto de nuestra lectura que dialoga con el motivo de la encarna-
ción y con las consecuencias que ella ha tenido para las artes visuales, este detalle
obtiene un peso de coherencia tan grande que ya ni siquiera puede tomarse en serio.
epidemia de semejanzas desemejantes 217

había pasado aquella desconocida silenciosa y estoica, y luego bajarse del


metro y entrar en un museo o en una galería de arte o en una librería
de Montparnasse, y estudiar francés dos horas diarias, con alegría, con
ilusión, qué bonito es el francés, qué idioma más musical, tiene un je ne
sais quoi, y luego, una mañana lluviosa, quitarse las vendas, despacio,
como un arqueólogo que acaba de encontrar un hueso indescriptible,
como una niña de gestos lentos que deshace, paso a paso, un regalo que
quisiera dilatar en el tiempo, ¿para siempre?, casi para siempre, hasta
que finalmente cae la última venda, ¿adónde cae?, al suelo, a la moqueta
o a la madera, pues el suelo es de primera calidad, y en el suelo todas
las vendas se estremecen como culebras, o todas las vendas abren sus
ojos adormilados como culebras, aunque ella sabe que no son culebras
sino más bien los ángeles de la guarda de las culebras, y luego alguien le
acerca un espejo y ella se contempla, se asiente, se aprueba con un gesto
en el que redescubre la soberanía de su niñez, el amor de su padre y de
su madre, y luego firma algo, un papel, un documento, un cheque, y
se marcha por las calles de París. ¿Hacia una nueva vida?, dijo Juan de
Dios Martínez. Supongo que sí, dijo la directora. Tú a mí me gustas tal
como eres, dijo Juan de Dios Martínez. Una nueva vida sin mexicanos
ni México ni enfermos mexicanos, dijo la directora. Tú a mí me vuelves
loco tal como eres, dijo Juan de Dios Martínez. (668-9)

Algo que no sabe ni el lector ni Juan de Dios Martínez es que,


con cada palabra del discurso que eleva la imagen del sueño de la
directora, en el texto se está produciendo una fisura. A partir de este
momento, en 2666, ni Elvira Campos ni su aventura amorosa con
el judicial vuelven a ser mencionadas en lo que queda de la novela.
Tampoco se comenta que Juan de Dios Martínez –quien sigue apa-
reciendo en «La parte de los crímenes»– sufra por haberla perdido,
aunque antes ya sabíamos que «si de él hubiera dependido se habría
casado con la directora sin pensarlo dos veces» (527). Nada. La direc-
tora se esfuma como si no hubiera existido y produce así un ligero
efecto de irreal.
218 Anna Kraus

Contemporary molecular physics has the concept of «holes» that are


not at all equal to the simple absence of matter. These «holes» display
an absence of matter in a structural position that implies its presence.
In these conditions, a «hole» behaves so that it is possible to measure
its weight, in negative quantities, of course. Physicists regularly speak
of «heavy» and «light» holes. The poetry specialist must also reckon
with analogous phenomena and it follows from this that the concept
of «text» is considerably more complex for the literary scholar than
for the linguist. If one equates it to the concept of «the real data of an
artistic work», then it is also necessary to consider «minus-devices», the
«heavy» and «light holes» of artistic structure. (Lotman 1976: 29-30)

Citamos aquí a Yuri Lotman, pues nos permite sugerir que la des-
aparición de Elvira Campos del mundo posible de la ficción de 2666
puede pensarse como un «agujero pesado», como un procedimiento
negativo que –a diferencia de las otras numerosas desapariciones
de los personajes segundarios de la novela– introduce en el texto la
presencia significativa de una ausencia notable. Y esto, en principio,
por dos razones complementarias. Primero, la historia entre Elvira
Campos y Juan de Dios Martínez es uno de los dos elementos cons-
titutivos de la existencia ficcional del judicial, cuyo personaje ocupa
partes iguales que se dividen entre la persecución de los asesinos de
mujeres y su anhelo amoroso por la directora del manicomio. Lo
anterior quiere decir que Elvira Campos está inscripta en la estructura
del personaje de su amante, con lo cual su desaparición de la trama
desestabiliza la presencia de aquél en la novela, que queda a partir de
ese momento marcada por una falta. Segundo, éste es el único caso
donde un personaje expresa su voluntad de desaparecer, de «dejarlo
todo de forma radical». Este fenómeno, si se considera la consiguiente
ausencia de Elvira en el texto, resulta llamativo y parece representar
algo más que la fugacidad típica de los personajes de 2666.
Ahora bien, tal vez podría argumentarse que Elvira Campos, pre-
ocupada en exceso por el deterioro y la consiguiente mortalidad de
epidemia de semejanzas desemejantes 219

su cuerpo24, es portadora del tema de la encarnación. Sin ir más lejos,


esto se anuncia y se prefigura en la descripción de su sueño, donde
el motivo de la muerte es evocado (simbolizado por la insistencia en
la etapa pasajera de la momia) junto con el de la resurrección (una
nueva vida), cuyas consecuencias coinciden con las más inmediatas
del nacimiento del Cristo como hombre mortal. Lo esencial, sin
embargo, es que las palabras citadas arriba se comportan como el
Verbo –nótese la acumulación de infinitivos25 – que está a punto de
encarnarse. La directora habla de «dejarlo todo de forma radical»
y su deseo se cumple. La representación verbal que sigue (el resto
de «La parte de los crímenes») imita la encarnación del Verbo, pero
como en este caso la esencia del «verbo» consiste en la desaparición,
su encarnación equivale a sustraer, a hacer desaparecer a este perso-
naje, como se ha dicho, de forma radical. En el mismo instante en
que el «verbo» habita el texto, este «cuerpo» (texto que encarna esta
desaparición) sufre una modificación sacrificial (esta es una conse-
cuencia importante, según recordamos, del dogma cristiano de la

24 
Por ejemplo, en varias ocasiones menciona su edad y la degradación gradual
de su cuerpo como un problema serio, ante el que procura hacer de todo para
mantenerlo joven: «hago gimnasia todos los días, no fumo, bebo poco, como
sólo cosas sanas, antes salía a correr por las mañanas. ¿Ya no? No, ahora me he
comprado una cinta deslizante» (477).
25 
«En premier lieu, le verbe à l’infinitif n’est nullement indéterminé quant
au temps, il exprime le temps non pulsé flottant à l’Aiôn, c’est-à-dire le temps de
l’événement pur du devenir, énonçant des vitesses et des lenteurs relatives indé-
pendamment des valeurs chronologiques ou chronométriques que le temps prend
dans les autres modes. Si bien qu’on est en droit d’opposer l’infinitif comme mode
et temps du devenir à l’ensemble des autres modes et temps qui renvoient à Chro-
nos en formant les pulsations ou les valeurs de l’être» (Deleuze & Guattari 1980:
321-322). Si pensamos los numerosos infinitivos presentes en la descripción del
sueño de Elvira Campos a través del prisma de la teoría del devenir-imperceptible
formulada por Deleuze y Guattari en Mille plateaux, ellos parecen tener un signi-
ficado especial, pues son marcadores del tiempo del acontecimiento en su devenir,
a saber, de un desaparecer del texto que deviene puro movimiento imperceptible.
220 Anna Kraus

encarnación en el campo de las artes visuales). Más aun, con esa


modificación de la estructura narrativa, se sacrifican su lógica y su
coherencia representacional.
Lo que tiene lugar en este instante es una suerte de catacresis, es
decir, un uso del lenguaje contra su uso, un abuso lingüístico contra
el lenguaje mismo, un tropo que claramente corresponde con la ima-
ginación parapráctica (Taylor 1990: 227). Se trata, por supuesto, no
de una violación de las reglas sintácticas o gramaticales, sino de una
confusión de las funciones del lenguaje (la enunciativa y la perfor-
mativa), en cuyo resultado la coherencia comunicativa del discurso
se ve desestabilizada. A propósito de la teoría de las elocuciones per-
formativas que J. L. Austin expone en How to do Things with Words,
Jacques Derrida, en Marges de la philosophie, escribe lo siguiente:

À différence de l’affirmation classique, de l’énoncé constatif, le per-


formatif n’a pas son référent […] hors de lui ou en tout cas avant lui
et en face de lui. Il ne décrit pas quelque chose qui existe hors langage
et avant lui; et si l’on peut dire qu’un énoncé constatif effectue aussi
quelque chose et transforme toujours une situation, on ne peut pas dire
que cela constitue sa structure interne, sa fonction ou sa destination
manifestes comme dans le cas du performatif. (1972b: 382)

Dicho de otro modo, el «referente» de la elocución performativa


está ubicado en su propia eficacia y condicionado por ella. Esta efi-
cacia es, al mismo tiempo, la condición sine qua non de la misma
elocución performativa (de no ser eficaz, no es performativa). Si sólo
puede identificarse por sus efectos, la elocución performativa se carac-
teriza por una indecidibilidad irreductible (¿es o no es performativa?).
¿Qué consecuencias tiene todo esto para nuestra lectura del pasaje
de «La parte de los crímenes» citado arriba? La descripción del sueño
de Elvira Campos sólo resulta performativa si se reconoce su eficacia
o si se lee desde la perspectiva de la encarnación: «elle suppose que la
parole puisse s’incarner, et que son abstraite puissance sache devenir
epidemia de semejanzas desemejantes 221

[…] palpable comme une chair ou comme un pigment» (Didi-Huber-


man 1990:240) –o como un texto, cabría añadir. La intención detrás
del fragmento en cuestión no puede más que permanecer opaca. La
ausencia de la directora del manicomio en el resto de esta sección
de 2666 también podría explicarse como otro ejemplo de la elipsis,
uno de los procedimientos preferidos de Bolaño26. La duplicidad,
entonces, que caracteriza este fragmento a varios niveles, resulta en
unos irresolubles «twistings and turnings» lógicos y formales que
son, según el pensamiento parapráctico de Taylor, la única manera
de aproximarse a lo irrepresentable (1990: 225).
De todas formas, la fisura de la que estamos hablando tampoco
acaba cerrándose si optamos decididamente por la perspectiva inter-
pretativa de la encarnación. Como se ha dicho, esta lectura implica
adjudicarle un carácter performativo a la descripción del sueño de
Elvira Campos. Con todo, este instante de catacresis está marcado por
la dinámica del acontecimiento27 que, en palabras de Slavoj Žižek, «is
not something that occurs within the world, but is a change of the very
frame through which we perceive the world and engage in it» (2014: 10;
énfasis del original). En este caso, cambia tanto la estructura de la
narración como el marco diegético de la consciencia de Juan de Dios

26 
La recurrencia e importancia de la elipsis en la narrativa de Bolaño han
sido bien establecidas por la crítica específica. De lo escrito al respecto destacan
especialmente los trabajos de Manuel Asensi Pérez, quien interpreta la elipsis
como la intuición de una presencia maléfica que no queda formulada lingüística-
mente (2010) y los de María Esperanza Domínguez, quien propone una lectura
musicológica de Nocturno de Chile destacando la elipsis como su parte axial y
adjudicándole una gran densidad semántica (2012).
27 
Derrida desarrolla la problemática de la enunciación performativa en tanto
la más «événementielle» dentro del contexto de su inevitable iterabilidad que,
condicionando su eficacia, contradice la singularidad radical del acontecimiento
(1972b: 387-390). En lo que sigue, sin embargo, dejaremos este aspecto de lado,
ya que no es el más relevante para las cuestiones que nos ocupan aquí y no haría
más que añadir una opacidad innecesaria a la argumentación.
222 Anna Kraus

Martínez, quien a partir de la página 669 funciona como si Elvira


Campos no hubiera existido. La radicalidad de esta desaparición
consiste justamente en que su actualización retroactivamente crea
su necesidad (Žižek 2014: 146). La directora del manicomio no deja
huella, porque, a fuerza del movimiento circular del acontecimiento,
no puede dejar huella: siempre ya ausente. De acuerdo con esta sinuosa
lógica parapráctica, parece que la encarnación del sueño –contraria-
mente a la observación de Mark C. Taylor quien dice: «performative
utterances cannot […] do nothing with words» (1990: 209)– hace,
precisamente, nada. Modificación sacrificial del cuerpo textual, sim-
ple elipsis o, tal vez, nada del todo: el lector lo percibe si percibe nada.
«[W]riting only happens when nothing happens», recuerda Thomas
Carl Wall a propósito de la estética blanchotiana (1999: 84), y tal
vez sea justamente lo que pasa aquí.
Es esta falta absoluta de huellas lo que constituye el índice de la
ausencia no del todo ausente que se escenifica en el texto. Esta econo-
mía es semejante (de semejanza, otra vez, temblorosa à la Blanchot)
a aquella que Didi-Huberman observa en las imágenes que llama
«prototípicas» en el desarrollo de la artes visuales del cristianismo. Se
trata de las achiropoietes, de imágenes no hechas por la mano humana,
como el sudario de Turín y el Mandilón de Edesa, de índices, de
huellas de lo divino (Didi-Huberman 1990: 226). Estos velos, por
el hecho de haber tocado la divinidad, son tanto reliquias como íco-
nos, con lo cual y a pesar de que su apariencia estuviera literalmente
borrada, se les adscribe la capacidad de la aparición. Y es justamente
en su apariencia «borrada» y en su aspecto «sacrificado» donde reside
la correspondencia exacta en la economía de la humildad de la que
el Verbo da prueba encarnándose (Didi-Huberman 1990: 225). En
lo que nos concierne, la borradura de la (no) evidencia es la única
huella posible de la proximidad de lo absolutamente otro, cuya esencia
consiste en la imposibilidad de encarnarse –en materia, en conceptos,
en palabras:
epidemia de semejanzas desemejantes 223

Écrire n’est pas destiné à laisser des traces, mais à effacer, par les tra-
ces, toutes traces, à disparaître dans l’espace fragmentaire de l’écriture,
plus définitivement que dans la tombe on ne disparaît, ou encore à
détruire, détruire invisiblement, sans le vacarme de la destruction.
(Blanchot 1973: 72)

inscripción
Al encarnarse su deseo, Elvira Campos parece abandonar el texto
del que surge. En el otro extremo de la relación entre los personajes
y sus discursos constitutivos podrían situarse los críticos. «Pelletier,
Espinoza, Norton y Morini se definen en torno a su labor académica;
para ellos toda su existencia se cifra y se explica en estos códigos, y en
ese sentido bien podrían ser representados por un cuadro del mismo
Arcimboldo: El librero», observa Patricia Poblete Alday (2010: 124).
Vale la pena desarrollar esta comparación con el cuadro de Arcim-
boldo, pues no sólo se trata allí de subjetividades apasionadas hasta
la obsesión, también es posible leer una inexorabilidad más primaria
en la que «se cifra toda su existencia».
Si se deja de lado su valor alegórico, podemos atender a las sin-
gularidades del cuadro evocado por Poblete Alday. En el lienzo, con
un realismo nítido, está pintada una cantidad considerable se libros y
papeles. Su distribución espacial permite que a fuerza de una epidemia
de semejanzas incontrolables –semejanzas blanchotianas, la expresión
es de Didi-Huberman (2003: 157)– en el montón de documentos
aparezca la imagen de un hombre culto, como si existiera a pesar de
sus componentes.
La solidificación del retrato del bibliotecario, diluye la «vida» que
queda detrás y por un instante borra los libros y papeles, cuya aparien-
cia realista de pronto deja de importar frente a la fuerza de la imagen
emergente. La imagen del bibliotecario resulta inquietante por su
224 Anna Kraus

inestabilidad ontológica28. Del mismo modo que surge, esa imagen


ofusca instantáneamente los objetos de la pintura realista, puede
volver a diluirse en lo informe de la indeterminación y dejar ante
los ojos del espectador, otra vez, nada más que un montón de libros.

Figura 7. Giuseppe Arcimboldo El Bibliotecario (1566).

28 
«L’image voile d’un voilement qui n’est pas mensonge, et découvre d’une
découverte qui n’est pas vérité. Elle est aussi ontologiquement nécessaire qu’elle
est inestable et ontologiquement dissociée», dice Didi-Huberman a propósito del
concepto de imagen de Blanchot (2003: 160).
epidemia de semejanzas desemejantes 225

Ahora bien, si el cuadro de Arcimboldo evocado por Poblete Alday


se tomara como paradigma de lectura de «La parte de los críticos»,
podría pensarse de otra manera el carácter de aquel «vacío» que
Pelletier, Espinoza, Norton y Morini «buscan ocultar tras la figura
de Archimboldi». Por ejemplo, Marcial Huneeus también identifica
ese vacío con una suerte de aburrimiento, soledad y superficialidad
de la existencia, determinada por su plena consagración al estudio
de la literatura (2011: 253). Sin embargo, y aunque parezca cierto
que la vaguedad de estos personajes se explique porque toda su exis-
tencia gira en torno a la obra ausente29 de un autor ausente, su razón
esencial quizás debería buscarse fuera de la diégesis. En este sentido,
a continuación argumentaremos que los críticos –como el Biblioteca-
rio, compuesto de libros y documentos– están hechos de texto. Con
esta afirmación, sin embargo, no se hace referencia a la obviedad de
su estatus ontológico de personajes literarios, sino al hecho de que,
desde el comienzo, van construyéndose de una manera que delata
su propia textualidad.
Como si se tratara de entradas de un diccionario biográfico –enti-
dades cortas y secas, a pesar de su valor factográfico, disociadas del
caos informe de la «vida real», pertenecientes a una obra en sí imper-
sonal y en cierto sentido desprovista de autor, según observa Sergio
Chejfec (2015: 94)– los críticos son introducidos en el mundo posible
de 2666 según el mismo modelo pseudo-histórico cimentado por el
acontecimiento constitutivo de su existencia, a saber, sus respectivos

29 
A propósito de la ausencia esencial de la obra de Archimboldi –al que el
crítico aparentemente reconoce como un gran escritor–, Brett Levinson argumenta
que ésta no puede existir, porque la gran escritura no puede aparecer por escrito,
y la única escritura que existe, es la escritura menor (2009: 189). Manuel Asensi
Pérez, por su parte, resalta que «el primer límite del campo de la mirada narrativa
está constituido por una obra literaria vacía, la de Archimboldi», y propone que
«el referente literario está vacío, es una mera superficie, lo cual contrasta con el
entusiasmo experimentado por los críticos» (2010: 351).
226 Anna Kraus

primeros encuentros con los textos de Benno von Archimboldi. «La


primera vez que Jean-Claude Pelletier leyó a Benno von Archimboldi
fue en la Navidad de 1980», son las palabras que abren 2666 (15).
«Piero Morini nació en 1956, en un pueblo cercano a Nápoles, y aun-
que leyó por primera vez a Benno von Archimboldi en 1976, no sería
sino hasta 1988 cuando tradujo su primera novela del autor alemán»
(17). «Manuel Espinoza llegó a Archimboldi por otros caminos» (19).
Sólo la introducción de Liz Norton no sigue este modelo con plena
exactitud, pues empieza con un breve preámbulo biográfico-personal
(como si, para ella, el acontecimiento de la lectura de Archimboldi
no alcanzara para reconstituir el pasado entero convirtiéndolo en su
propia causa). No obstante, al describir su propia personalidad, la
inglesa se sitúa en el orden de lo textual, como si se estuviera redac-
tando: «La expresión “lograr un fin”, aplicada a algo personal, le
parecía una trampa llena de mezquinad. A “lograr un fin” anteponía
la palabra “vivir” y en raras ocasiones la palabra “felicidad”» (22).
El carácter estereotipado de los críticos, en cuyo resultado estos per-
sonajes parecen ya no tanto tomar partido en el paragone (defendiendo
la superioridad de la palabra sobre la imagen30), como formar parte de
él, situándose plenamente del lado de lo textual, se lleva a cabo en dos
niveles entrelazados. De un lado, el nivel temático (el del «contenido»)
y, del otro, el estilístico (la «forma» que refleja el «contenido», es decir,
está teñida de los discursos en los que operan y con los que piensan
los críticos). En este punto, buscamos argüir que en la construcción
de estos personajes es posible detectar el trabajo de lo figural, el cual,
en este caso, ataca menos su representación mimética que el carácter

30 
Ya en la primera página de 2666, Pelletier descubre «[c]on furor (con
espanto)» (15) que el escritor Archimboldi pueda ser confundido con el pintor
Arcimboldo. Pelletier, dando por acabada su vida tal y como la ha vivido hasta
ahora, refuta a su pasado en el que se pone a «pensar y a repensar, pero no con
palabras sino con imágenes dolientes» (17), escogiendo decididamente el partido
de la palabra.
epidemia de semejanzas desemejantes 227

de las líneas con las que se trazan sus contornos. Las operaciones de la
figura-matriz, que, en la manera de escribirlos, obstinadamente sitúa
a los críticos del lado de la palabra31, parecen –para volver al paralelo
con el cuadro de Arcimboldo– provocar la reaparición de los discursos,
impidiendo que la imagen de los críticos en tanto «personas de carne
y hueso», como aquella del Bibliotecario, se solidifique.

escritura de la imagen

impronta
En algún punto, en busca de datos sobre Archimboldi, Pelletier
y Espinoza visitan su editorial en Hamburgo donde hablan con la
jefa de prensa:

[…] lo único que les dijo del escritor desaparecido fue que era una
buena persona.
–Un hombre alto, muy alto –les dijo–. Cuando caminaba junto con
el difunto señor Bubis parecían una ti. O una li.
Espinoza y Pelletier no entendieron lo que quería decir y la jefa de
prensa les dibujó en un papelito la letra ele seguida de la letra i. O tal
vez más indicado sería una le. Así.
Y volvió a dibujar sobre el mismo papelito lo siguiente:

Le

–La ele es Archimboldi, la e es el difunto señor Bubis.


Luego la jefa de prensa se rió y los observó durante un rato, recostada
en su silla giratoria, en silencio. […] (42)

31 
Sus conversaciones esenciales se narran a través de estadísticas lingüísticas
(61), el erotismo se comenta en clave bibliográfica (66), la violencia irrefrenable
se traduce en discurso teórico-político (103).
228 Anna Kraus

En vez de enseñarles una fotografía o, por lo menos, un manus-


crito, la directora de prensa les ofrece una ilustración más bien pecu-
liar de una ausencia múltiple, de esa relación proporcional entre los
cuerpos de un escritor desaparecido y del editor muerto de su obra
ausente. En este instante las letras aparecen desnudas en su visualidad,
despojadas del simbolismo convencional que las constituye como
tales32, o sea, la «ele» y la «e» siguen siendo signos, pero su modo de
referencia ha cambiado, pues están ubicadas en el dominio de la seme-
janza visual33. Así, ante los ojos sorprendidos de Pelletier y Espinoza,
lo visual invade y domina la escritura, sin, a pesar de todo, devorarla
por completo, pues las letras siguen siendo signos alfabéticos.
Insistimos en la importancia de este dibujo ínfimo porque el texto
insiste en ella. Mientras la jefa de prensa les enseña esas dos letras
a los críticos, el texto también se las da a ver a sus lectores, como si
en este instante quisiera unir las dos miradas –la diegética y la otra,
extratextual– en contemplación simultánea de la huella que el pasaje
del escritor dejó en el imaginario interior de la mujer. Es como si se
sacara a un insecto palo de su hábitat natural, donde su existencia
32 
Sin lugar a dudas, puede divagarse si la «ele» y la «e» juntas forman una
entidad significativa –el dativo del pronombre personal «le» en español o, tal vez,
el artículo definido masculino «le» en francés– y qué sentido aportaría esta palabra
a la interpretación de «La parte de los críticos» (ya no las dos letras relacionadas
meramente por su semejanza visual a Archimboldi caminando con Bubis). En
lugar de una exegesis de esta índole, lo que nos ocupa en este punto son las ope-
raciones de lo visual en el texto y sus implicaciones más generales en cuanto al
funcionamiento de éste en tanto que representación.
33 
La «Le» es un ícono peirceano completo, pues contiene los tres tipos de
signos icónicos que forman esta categoría consagrada a la semejanza: imagen, dia-
grama, metáfora. Es imagen, pues representa el objeto a través de rasgos simples:
Archimboldi alto y huesudo como el palito de la «l», el señor Bubis bajo y redondo
como la «e», lo cual la «i» no podía reflejar bien, es decir: ambos son semejantes
a las letras que los evocan. Es diagrama: esbozo esquemático de la relación entre
ambos elementos. Y, finalmente, es metáfora: representa su objeto a través de la
semejanza encontrada en otra cosa (Stjernfelt 2000).
epidemia de semejanzas desemejantes 229

consiste en desaparecer, para meterlo solo en un escaparate34. Sacada


del flujo del texto, la «Le» interrumpe la representación y, como un
obstáculo, hace resistencia, es decir, aparece:

Que faut-il […] à l’apparition […]? […] Il faut une ouverture, unique
et momentanée, cette ouverture qui signera l’apparition comme telle.
[…] Un paradoxe va éclore, parce que l’apparaissant aura, pour un
moment seulement, donné accès à ce bas-lieu, quelque chose qui évo-
querait l’envers ou, mieux, l’enfer du monde visible – et c’est la région
de la dissemblance. (Didi-Huberman 1998: 15; énfasis del original)

A continuación, la aparición de esa «Le» la pensaremos a través de


la conceptualización de la impronta realizada por Didi-Huberman
(2008). Refiriéndose a la impronta –de acuerdo a la definición de la
RAE: «reproducción de imágenes en hueco o de relieve, en cualquier
materia blanda o dúctil»– el teórico resalta el carácter múltiplemente
dialéctico de las tensiones que operan en ella: su forma visual surge
del contacto físico, lo cual la ubica en un ámbito mediano donde lo
visual es inseparable de lo táctil. Al mismo tiempo, el contacto del
que los objetos producidos por la impronta son depositarios indis-
cutibles tampoco nos autoriza a la identificación de su referente en la
realidad: «[a]dhérence il y a eu, mais adhérence à qui, à quoi, à quel
instant, à quel corps-origine?» (Didi-Huberman 2008: 309). Una vez
fijada la forma en su contra-forma, para que la impronta producida
en el contacto aparezca como tal, es imprescindible el alejamiento del
«original». En otras palabras, la aparición de la impronta está con-
dicionada por la ausencia del original. Así, tratándose de la imagen
34 
La mención de los fásmidos, insectos palos o insectos hoja, y de su pro-
fundidad simbólica, se la debemos a Georges Didi-Huberman, quien les dedica
un corto texto donde explica, entre otras cosas, la etimología de su nombre:
«[Son nom vient de] phasma […] qui signifie tout à la fois l’apparition, le signe
des dieux, le phénomène prodigieux, voire monstrueux; le simulacre, aussi; le
présage, enfin» (1998: 17).
230 Anna Kraus

de un contacto con una presencia «original», la impronta implica su


alejamiento, y esta condición determina el anacronismo de su tem-
poralidad en tanto huella, con todas sus implicaciones espaciales35.
La impronta-huella produce imagen-semejanza, es decir, es índice y
al mismo tiempo es ícono. De aquí surge una tensión entre la pre-
sencia originaria y su re-presentación condicionada por la ausencia
del original.
En definitiva y volviendo sobre nuestra «Le», lo esencial y lo único
que interesa a los críticos es que la jefa de prensa haya realmente pre-
senciado lo que su dibujo representa. Es decir, lo que legitima esta
imagen rarísima de Archimboldi es su anclaje en la inmediatez del
contacto con el escritor ausente, porque sólo como representación
visual de la impresión del hombre de carne y hueso, el dibujo obtiene
el valor de un índice y se vuelve una visualización de su huella en la
memoria ajena. Si se piensa en términos de la impronta, cabe notar
su carácter triplemente táctil: la proximidad física de Archimboldi
ante la mirada; la materialidad de las letras dibujadas a mano; la
aparición de las dos letras-fásmidos en la página de 2666. Hay que
fijarse en la fragilidad y en la aparente insignificancia de este dibujo36,
porque es como si, reproduciéndolo en el espacio exclusivo del flujo
de las palabras, el texto tratara de salvar la huella que su pasaje frágil
y efímero de esbozo menor deja en un papelito condenado a perderse
en su mundo posible. Suspendida en medio del espacio blanco, la
35 
Didi-Huberman traza un paralelo entre la impronta y la noción derrideana
de différance, la cual, en tanto que «devenir-tiempo del espacio», el crítico propone
concebirla como una formulación original del anacronismo (Didi-Huberman
2008: 314).
36 
Lo mismo puede decirse de las figuras geométricas de Amalfitano (247,
248, 249), de los dibujos-chistes que el joven García Madero comparte con Belano
y Ulises Lima, e incluso de los poemas de Cesárea Tinajero en Los detectives salvajes
(Bolaño 2010a: 376, 339-400, 574-577, 608-609). Todos ellos también se dan
a ver en los textos, mientras que ninguno de los murales ni cuadros evocados y
descritos en otras partes hace su aparición.
epidemia de semejanzas desemejantes 231

«Le» deviene la huella, la impronta del gesto de la jefa de prensa


que traza la ausencia esencial de Archimboldi, impronta situada en
medio del espacio himenal entre escritura e imagen, entre presencia
y re-presentación, y entre el mundo posible de 2666 y el real en el
que aparece entre dos partes de la misma escena.

diferencia infraleve
Además de estos enredamientos fundamentales (visualidad–tacto,
presencia–ausencia, forma–contra-forma, huella–imagen), es preciso
resaltar la disimilitud inherente de la semejanza producida por la
impronta. Didi-Huberman sostiene que la disimilitud que surge con
el uso del molde puede verse como uno de los puntos centrales del
pensamiento y de la experimentación artística de Marcel Duchamp
(el cual no deja de ser una referencia importante a la hora de leer a
Bolaño). Duchamp insistía en la diferencia infraleve que se produce
entre los objetos sacados del mismo molde. Entre uno y otro siem-
pre hay un écart que, aunque apenas se note, puede captarse con
una percepción entre visual y táctil (Didi-Huberman 2008: 286).
El artista, sostiene Didi-Huberman, pensaba la impronta como un
écart de la cosa, y, con ello, como una modificación esencial de la
«dimensión» que resalta aquella membrana (llamémosla así, por falta
de una palabra mejor) infraleve que se inserta entre la forma y la
contra-forma, donde lo que se imprime es justamente la diferencia
apenas perceptible entre lo nativo y lo negativo (2008: 305).
El pensamiento de la impronta Duchamp lo desarrolla en su
conceptualización de la «aparición» y de la «apariencia» en términos
de los cambios trans-dimensionales de las cosas:

L’apparence est définie comme «impression rétinienne» de l’objet,


ses «conséquences sensorielles» en général. L’apparition s’en distingue
232 Anna Kraus

comme condition à la fois native et négative de l’objet: elle nomme,


dans les préoccupations «quadridimensionnelles» de Duchamp, le
processus projectif par lequel l’apparence se rend capable de prendre
corps en transitant d’un monde dimensionnel à un autre37. Ainsi, là où
l’apparence demeure en plan, l’apparition sera qualifiée comme moule.
(Didi-Huberman 2008: 199; énfasis del original)

En otras palabras, la «apariencia» corresponde a la percepción más


básica de la cosa, mientras que la «aparición» posibilita e incluye sus
transgresiones inter-dimensionales, de cuyas partes nativa y negativa
no siempre pueden verse las dos (como, por ejemplo, en el Gran
Vidrio, donde sólo se ve la aparición bidimensional de la Mariée
cuadridimensional).
Ahora bien, si pensamos la aparición del dibujo de la jefa de
prensa en términos de la impronta como paradigma, podemos dis-
cernir algo del «reverso del mundo visible». En el dispositivo de la
«Le» impresa en la página de 2666 vemos cómo la forma y la contra-
forma se aproximan la una a la otra, separadas por la membrana
infraleve de la tinta. Es decir, las letras impresas en el mundo actual
re-presentan las letras dibujadas en el mundo posible de «La parte
de los críticos», mientras que en el surgimiento de la semejanza
disimilar se opera el alejamiento del contacto táctil: la forma que el
gesto de la mano de la jefa de prensa traza sobre un papelito efímero
es fijada en la contra-forma del espacio blanco en la página del libro
real, y entre ellas hay una diferencia infraleve dada por el corte de la
escritura mecánica. Si pensamos, con Duchamp, la impronta como

37 
Deleuze y Guattari, quienes emplean una versión de esta misma idea en
su teoría del devenir en la multitud, recuerdan que ya la había tenido Lovecraft,
a quien citan: «Les Vagues accrurent leur puissance, et découvrirent à Carter
l’entité multiforme dont son actuel fragment n’était qu’une infime partie. Elles
lui apprirent que chaque figure dans l’espace n’est que le résultat de l’intersection,
par un plan, de quelque figure correspondante et de plus grande dimension»
(Deleuze & Guattari 1980: 307).
epidemia de semejanzas desemejantes 233

un écart de chose y una modificación esencial de la «dimensión»,


podemos imaginar esa «Le» como la sombra –ésta, también, nos
habla del contacto (Didi-Huberman 2008: 243), y es, en la obra de
Duchamp, reveladora del devenir trans-dimensional– de la «le» que
ven Pelletier y Espinoza.
Pero éste es un juego de sombras infernal, porque la «le» «nativa»
sólo aparece bajo el bolígrafo de la jefa de prensa cuando y porque
la «Le» «negativa» la re-presenta o inventa en la página de 2666,
mientras que la «Le» impresa sólo está allí en tanto que aparición
duchampiana de la «le» que se escribe en el mundo posible como
mera apariencia, fenómeno sensible para los críticos de carne y hueso
–quienes, por el otro lado, no son sino reglones de signos alfabéticos.
Tal vez podría argumentarse que entre los críticos y la «Le» no hay
ninguna diferencia, si ya de todos modos se está proponiendo una
lectura que libremente mezcla la ficción literaria con la teoría de los
mundos posibles y con las preocupaciones cuadridimensionales de
Marcel Duchamp. No obstante, sí que hay diferencia, y ésta ya no
es «infraleve», porque la «Le» no describe nada: ella se da a ver. Lo
que se intenta resaltar aquí es la fisura en el tejido representacional
del texto, cuyo instante adquiere consistencia en la breve unificación
de la mirada diegética con la extratextual. La premonición en este
instante de la proximidad de algo raro y (siempre ya) ausente en su
aparición, tal y como esa huella-impronta que «impregna de extrañeza
y lejanía a lo familiar» (Giordano 1988: 33), depende de la idea-juego
que señala el roce y la marca infraleve (de carácter háptico) entre los
distintos mundos posibles. Lo que de hecho aparece, en el espacio
anomal38 de la blancura sin contornos, es el acontecimiento jamás

38 
Tomamos el adjetivo «anomal» de los desarrollos de Gilles Deleuze y Félix
Guattari, quienes lo derivan no de la «anomalía» que viene del «a-normal» latín,
sino de «“an-omalie”, substantif grec qui a perdu son adjectiv, désigne l’inégal,
le rugueux, l’aspérité, la pointe de déterriorialisation» (Deleuze y Guattari 1980:
298). «Anomal» se refiere a un espacio dotado de características especiales, ubi-
234 Anna Kraus

plenamente cumplido del devenir huella: en esa «Le», que es una


impronta cuya visualidad depende de su causa táctil, los dos mun-
dos se tocan, como forma y contra-forma, causándose mutuamente.
Y esto porque, como ya sabemos, para que la impronta aparezca
tiene que desaparecer el objeto que la ha producido (Didi-Huberman
2008: 309). Por lo mismo, la re-presentación en 2666 del dibujo de
la jefa de prensa tiene un efecto de irreal tan fuerte, pues, a diferencia
del Bibliotecario de Arcimboldo, la mirada del lector ante «Le» oscila,
ya no entre dos imágenes unidas por el vaivén de la semejanza, sino
entre dos dimensiones de la misma presencia retirada, captada en la
ambigüedad de la impronta.

pensamiento icnológico
El procedimiento de la impronta debe su fecundidad al sentido
abierto –dialéctico y heurístico– de las operaciones que suscita,
sostiene Georges Didi-Huberman (2008: 319), lo cual impide cual-
quier certeza en cuanto a sus resultados. Su inherente ambigüedad
también se presta a la reflexión icnológica de la que es objeto, y así
se la sitúa más allá de las oposiciones binarias y de las categorías
firmemente definidas, más bien en el ámbito de un pensamiento
procesal que en uno orientado a las conclusiones. La «mirada de
la impronta», sostiene Didi-Huberman, en vez de aclarar las cosas,
debería permitir inquietar el punto de vista, re-enredar lo que parece
fácil, y siempre ir postergando el momento de dar sentido (2008:
321). El icnólogo está obligado a saber que las formas son procesos
y no tan sólo los resultados de ciertos procesos, y que estos pro-
cesos no terminan nunca. De este modo, la imagen actualmente

cado entre el mundo posible de la ficción y el mundo real que habitamos, y en


ambos a la vez.
epidemia de semejanzas desemejantes 235

vista no es sino el «presente anacrónico» de un juego incesante de


deformaciones, de alteraciones, de borraduras y de recurrencias de
todo tipo. La semejanza que se da en la impronta es en sí diferente:
en ella, nada puede desenredarse, nada se deja clasificar, porque la
forma es la materia y la forma es la operación del tiempo, de tiempos
distintos que se entrelazan en la misma imagen: «temps de la terre
et temps du pied qui, un instant, s’y est posé pour toujours» (Didi-
Huberman 2008: 324-325).
Para nuestra reflexión sobre las fisuras en el tejido representacional
de 2666 queremos rescatar, sobre todo, la actitud de esta metodología
icnológica, es decir, su respeto por el carácter procesal de las formas en
toda su complejidad. Si bien ésta es renuente a dejarse desenredar de
modo definitivo, preferimos retener su disposición a ir posponiendo
las conclusiones finales, aunque sea a precio de correr el riesgo de no
formularlas jamás39.

materialidad

gesto deíctico
La aparición de la «Le» debe verse en un contexto algo más
amplio, pues está situada entre otras «apariciones» con las que com-
parte características importantes. Como se ha dicho, el «dibujo»
de la jefa de prensa no sólo ha de verse como un híbrido imagen-
texto, también ha de verse como una marca gráfica que establece
una separación del flujo de la narración, cuya huella es un modo de
provocar su aparición en términos visuales. Si bien la forma gráfica
de la novela es, por lo general, bastante convencional, hay en ella

39 
En función de nuestro interés puntual por el método icnológico, no con-
sideramos aquí las implicancias del tiempo histórico.
236 Anna Kraus

otros tres fragmentos que se distinguen visualmente del resto en


razón de su organización espacial. A ellos nos dedicaremos en lo
que sigue.
Están, por un lado, los títulos de las recetas atribuidas a Sor Juana
Inés de la Cruz, los que Morini «recita lentamente y con entonación
de actor» para satisfacer el capricho de un «mendigo londinense» (74);
por otro lado, encontramos esas figuras geométricas con nombres
de filósofos que Amalfitano dibuja sin darse cuenta (247, 248, 249);
finalmente, están las tres hileras verticales de nombres que Amalfitano
ha escrito en ese mismo estado de inconsciencia (265). Tal y como lo
vemos, cada uno de estos instantes funciona de un modo ligeramente
distinto que los demás, y esto nos invita a relacionarlos entre sí –en
lugar de percibirlos como excepciones o inconsecuencias puntua-
les– y a pensarlos dentro de la misma escala de operaciones visuales
que recorre el texto. A continuación, entonces, nos abstendremos
de proponer interpretaciones aisladas entre sí de estos fragmentos;
intentaremos, más bien, discernir la especificidad y la función del
procedimiento visual que los caracteriza a todos –lo cual, por otro
lado, requiere leerlos/verlos en su contexto.
El primero está en «La parte de los críticos», constituye el cierre
del encuentro accidental de Morini con el «mendigo londinense»,
quien le cuenta al crítico italiano la historia paragónica de su devenir
mendigo:

[…]
–Si no le importa –dijo el desconocido–, léame al menos los nombres
de algunas recetas. Yo cerraré los ojos y las imaginaré.
–De acuerdo –dijo Morini.
El desconocido cerró los ojos y Morini empezó a recitar lentamente
y con entonación de actor algunos títulos de las recetas atribuidas a Sor
Juana Inés de la Cruz:
Sgonfiotti al formaggio
Sgonfiotti alla ricotta
epidemia de semejanzas desemejantes 237

Sgonfiotti di vento
Crespelle
Dolce di tuorli di uovo
Uova regali
Dolce alla panna
Dolce alle noci
Dolce di testoline di moro
Dolce alle barbabietole
Dolce di burro e zucchero
Dolce alla crema
Dolce di mamey
Al llegar al dolce di mamey creyó que el desconocido se había dor-
mido y empezó a alejarse del Jardín Italiano. (74)

El segundo, algo más esparcido espacialmente por las páginas de


2666, lo forman las figuras geométricas con nombres de filósofos,
dibujadas involuntariamente por Amalfitano en la segunda parte.
Por ejemplo40:

Al día siguiente, mientras los alumnos escribían, o mientras él mismo


hablaba, Amalfitano empezó a dibujar figuras geométricas muy sim-
ples, un triángulo, un rectángulo, y en cada vértice escribió el nombre,
digamos, dictado por el azar o la dejadez o el aburrimiento inmenso
que sus alumnos y las clases y el calor que imperaba por aquellos días
en la ciudad le producía. Así:

40 
Si se considera que nuestra reflexión se centra en la problemática general
de la visualidad del texto –en vez de preocuparse por el significado específico de
lo que se dice en los fragmentos analizados–, es pues suficiente ilustrar los dibujos
geométrico-filosóficos de Amalfitano con estos tres ejemplos que permiten captar
el principio que los reúne.
238 Anna Kraus

(247)

El tercer fragmento también pertenece a «La parte de Amalfitano»


y de nuevo agrupa los nombres de filósofos en una organización espa-
cial, aunque esta vez lo haga sin trazar ningunas líneas entre ellos:

[…] Pensó que si dibujaba sobre la hoja de papel en blanco que tenía
ante sí otra vez aparecerían aquellas figuras geométricas primarias.
Así que dibujó un rostro que luego borró y luego se ensimismó en el
recuerdo de aquel rostro despedazado. Recordó (pero como de pasada,
como se recuerda un rayo) a Raimundo Lulio y su máquina prodigiosa.
Prodigiosa por inútil. Cuando volvió a mirar el papel en blanco había
escrito, en tres hileras verticales, los siguientes nombres:
epidemia de semejanzas desemejantes 239

Pico della Mirandola Hobbes Boecio


Husserl Locke Alejandro de Hales
Eugen Fink Erich Becher Marx
Merleau-Ponty Wittgenstein Lichtenberg
Beda el Venerable Lulio Sade
San Buenaventura Hegel Condorcet
Juan Filópono Pascal Fourier
San Agustín Canetti Lacan
Schopenhauer Freud Lessing

Durante un rato, Amalfitano leyó y releyó los nombres, en horizon-


tal y vertical, desde el centro hacia los lados, desde abajo hacia arriba,
saltados y al azar, y luego se rió y pensó que todo aquello era un truismo,
es decir una proposición demasiado evidente y por lo tanto inútil de
ser formulada. […] (265-266)

Además de estar destacados gráfica y visualmente, todos estos


fragmentos son presentados por la narración, introducidos o anun-
ciados. El gesto deíctico inscripto en el signo impronunciable de los
dos puntos marca el límite del territorio del que están expulsados, y
con ello se los distancia de cierta forma del texto principal. De ese
modo, el texto se divide a sí mismo y abre una fisura en su propio
tejido representacional. En otras palabras, una parte del texto adquiere
una función meta-narrativa (introducción) frente a la otra, sin por
eso perder su carácter primariamente narrativo, mientras que la otra
parte (visualmente resaltada), pone en acto un extrañamiento doble:
deviene objeto de atención de la trama y aparece en el texto impreso
como escritura.

logofagias
En todos estos casos el signo de los dos puntos funciona como
marcador de una cierta suspensión del flujo narrativo, es decir, ins-
240 Anna Kraus

taura en el texto un silencio del que emergen palabras extrañamente


visibles en su carácter escritural. La ubicación de estas palabras en un
espacio visualmente separado del resto del texto va emparejada con
un debilitamiento radical de su poder significativo en la producción
de sentido, lo cual las enmudece. El detalle de este debilitamiento
nos ocupará en lo que sigue.
En su trabajo dedicado al enmudecimiento o amordazamiento de
las palabras en la poesía, Logofagias. Los trazos del silencio, Túa Blesa
investiga la inscripción del silencio en el texto y propone llamarla
logofagia. La inclusión del silencio por la cual se interesa Blesa no ha
de entenderse como materia de reflexión ni como tema, sino como
un fenómeno que ocurre de «una manera en la que la textualidad
se devora, se consume a sí misma, en un gesto de autoinmolación,
trance al que, por lo demás, sobrevive» (1998: 15). Es importante
subrayar que aquí no se trata de abandonar ni de eliminar la escri-
tura por completo, sino de instalar lo otro en ella misma –como lo
hace la escritura parapráctica conceptualizada por Mark C. Taylor–;
dejar, en suma, que la escritura escriba el silencio, no la simple falta
de palabras, sino algo que va más allá de las oposiciones binarias
(siempre fundadas en algún tipo de relación a la mismidad):

el texto logofágico se destruye y se recompone en el gesto de la


logofagia, perdura en los trazos del silencio. Por la logofagia la escritura
se suspende, se nombra incompleta, se queda en blanco, se tacha o,
hecha logorrea, se multiplica, disemina el texto en textos, o se dice
en una lengua que no le pertenece, o incluso en una que no pertenece
a nadie, un habla sin lengua, o, finalmente, se hace críptica. Por ese
gesto, por la logofagia, se textualiza el silencio en unos trazos a través
de los cuales se dice el silencio. Un gesto, pues, que es algo más que
destrucción y construcción, un gesto que es deconstrucción, que lleva
el discurso y el silencio a una situación en la que ya no se oponen,
no se niegan, sino que se alían, se identifican, en el texto logofágico.
(Blesa 1998: 15)
epidemia de semejanzas desemejantes 241

A partir de esta escritura que se emplea a sí misma para dejar que


su otro se instaure en el seno del texto, pasaremos a considerar los
tres fragmentos señalados como distintos tipos de logofagia41.

dissoi logoi
Dejemos ya la «Le» y empecemos por Morini. Éste es el único caso
donde la diferenciación gráfica del texto opera sin la introducción de
la interlínea en blanco, es decir, sin que la continuidad del texto se
rompa. A diferencia de los otros instantes logofágicos, donde –pode-
mos establecerlo ya– los elementos visuales se instalan en espacios
«liberados» de la escritura (rodeados de la blancura), los nombres de
recetas parecen reenviar la escritura a su «modelo» sonoro, como si
la lista de palabras en cursiva deviniera la partitura/transcripción42
de la declamación «lenta y con entonación de actor» de Morini (74).
La insistencia en que Morini pronuncie en voz alta los títulos de las
recetas podría, tal vez, interpretarse como un intento de retornar a la
«palabra plena», en tanto productora de la verdad y perteneciente al
dominio de la metafísica, dentro de la cual los signos de la escritura
siempre tienen el carácter segundario (Derrida 2014: 12), si no fuera

41 
Esta logofagia no tiene nada que ver con la propuesta de Celina Manzoni,
quien plantea a la literatura de Bolaño como «autofágica», centrándose, recorde-
mos, en la recurrencia del procedimiento de reescritura como modo de producción
de la trama (2003).
42 
Aquí, otra vez, como en el caso de la «Le», podría discutirse la «causalidad»
de la re-presentación: la lista de las recetas en la página de 2666, ¿existe impercep-
tiblemente antes de que Morini la lea en voz alta (partitura) o apenas después, en
tanto que representación de su declamación (transcripción)? La partitura original,
de todos modos, existe en el mundo extratextual, en Il libro di cucina di Juana
Inés de la Cruz de Angelo Morino, publicado en 1999, en Palermo, por la editorial
Sellerino, que Morini está leyendo en el llamado Jardín Italiano, en Londres.
242 Anna Kraus

por el hecho de que los títulos de las recetas en sí ya estén marcados


por una opacidad potente.
Se trataría aquí de una figura de la logofagia que Túa Blesa deno-
mina babel, «por la cual se renuncia a la lengua materna y/o la de
la comunidad a la que el texto va dirigido en primer término, en
beneficio de otra u otras lenguas» (1998: 220). Escritos no en español,
sino en italiano, los títulos de las recetas devienen –por lo menos par-
cialmente– opacos. Su aparición en la página de 2666 abre un espacio
logofágico, donde las palabras significan sólo aproximadamente,
como si estuvieran medio borradas y fueran vagamente reconocibles
gracias a la proximidad lingüística entre el italiano y el español, pero
sin por ello estar dotadas de pleno poder referencial. En cuanto a
la producción del sonido, Blesa sostiene que los instantes babélicos
crean un receptor sordo, incapaz de dejarse realmente penetrar por
el habla ajena (Blesa 1998: 180). Aquí, aunque probablemente no se
trate de una sordera total frente al italiano, se puede imaginar que,
para los lectores de 2666, la declamación de Morini suena algo vaci-
lante, como en sordina (porque, aunque uno domine el idioma a la
perfección, ¿cómo suena una declamación en italiano de un personaje
literario italiano escrito en español?). De este modo, la lista de los
títulos de recetas, en vez de escenificar el recitado teatral de Morini,
funciona en el texto más bien como un procedimiento logofágico de
opacidad y borradura. En resumen, las palabras resaltadas gráfica-
mente aparecen como signos visuales, pero tampoco primariamente
visuales, porque mantienen su valor semántico y su potencial sonoro
–aunque ambos desplazados al territorio de otro idioma y, por con-
siguiente, marginalizados frente al español dominante en la obra.
Sin entrar mucho en detalle, cabe señalar que hay mecanismos
de desplazamiento y desemejanza que se esconden detrás de la lista
de títulos de recetas. De manera similar al Gran vidrio de Mar-
cel Duchamp, cuyas maquinaciones de metamorfosis desemejantes
desarrolla teóricamente Jean-François Lyotard (2010), aquí se trata
epidemia de semejanzas desemejantes 243

de reflejos torcidos que no apuntan hacia ninguna «verdad» ni tam-


poco hacia ninguna «mentira»; antes bien, esos reflejos se escapan
de cualquier intento de síntesis, se abren al espacio indefinido del
entre. «[L]e Verre est précisément fait pour n’avoir pas un effet vrai,
ni même quelques effets vrais, selon une logique mono- ou polyva-
lente, mais des effets incontrôlés; […] le vrai n’est que le contrôlable,
comme le faux», escribe Lyotard (2010: 96), y más adelante añade:
«[l]e Grand Verre échappe aux effets de contrôle et synthèse» (2010:
102). Lyotard parte desde una concepción del Gran Vidrio como
un espejo doble cuyas bisagras se situarían en la línea que separa
sus dos partes (la de abajo y la de arriba). De este modo, pone de
relieve la incongruencia fuerte entre sus dos faces, las que se reflejan
mutuamente, para dar con el principio esencial de esta obra: juntar
en una misma composición elementos incompatibles de la cuarta
y de la segunda dimensión, sin acudir a un elemento tercero de la
triada dialéctica (2010: 92, 94). Así, ante la máquina industrial de la
totalización del sentido y de la verdad de la última palabra, Lyotard
–junto a, por ejemplo, Kafka, Jarry, Duchamp y Nietzsche– opone
esta máquina soltera que opera con la desemejanza, surgida de «la
prudence raffinée et apathique43 des discours dissimilés», de los dis-
soi logoi de los sofistas quienes manejaban bien el arte de mantener
discursos dobles (2010: 82, 84).
Fijémonos ahora en el juego de desplazamientos y desemejanzas
que opera en el espacio logofágico de la lista de recetas: el italiano
de Il libro di cucina di Juana Inés de la Cruz no es exactamente el
español en que escribía la monja mexicana y Piero Morini tampoco
es exactamente Angelo Morino, aunque al mendigo londinense sus

43 
En esta «prudencia apática» como en el famoso retraso de la inactividad
duchampiana, reconocemos algo del pensamiento icnológico propagado por
Didi-Huberman y suponemos que algo de este tipo de pasividad está encarnado
en la obra de Bolaño.
244 Anna Kraus

nombres le suenen muy parecidos44. Las recetas de cocina no son


precisamente las poesías de Sor Juana ni las recetas que se le atribuyen
son seguramente de ella, el índice de títulos es el paratexto, los títulos
ideas vagas frente a la meticulosidad del procedimiento culinario.
Al considerar esta enumeración intentamos señalar que el instante
logofágico en cuestión no sólo instaura en el texto un silencio que se
abre al sonido y al sentido aproximativos (desemejantes frente a un
supuesto modelo original), también desencadena toda una serie de
desplazamientos dinámicos en cuyo movimiento centrífugo hablan
los márgenes, las copias, las bajezas y las banalidades, sin por ello
pronunciar la última palabra. El mendigo probablemente se hunde

44 
Cuando el mendigo londinense comenta que el nombre de Morini es
«casi el mismo que el del autor del libro», Morini insiste en subrayar que no
es así, porque él se llama Piero Morini, mientras que el otro se llama Ángelo
Morino –lo cual, de hecho, en nada contradice la observación del mendigo,
porque «Morini» y «Morino» siguen pareciéndose mucho. Ángelo Morino (1950-
2007) fue un hispanista italiano, crítico y escritor. Vivió en Turín. Tradujo al
italiano la mayor parte de las obras de Bolaño. Piero Morini nació «en 1956, en
un pueblo cercano de Nápoles», pero trabaja en la universidad de Turín como
especialista de literatura alemana. Ha traducido la mayor parte de la obra de
Benno von Archimboldi. Ahora está sentado en un banco en Londres, hablando
de un libro escrito por Ángelo Morino que trabaja en la misma universidad que
él, en el mismo departamento de lenguas modernas. Una conclusión lógica es
que deberían conocerse… si existieran en el mismo universo. Morini se empeña
en sostener que los nombres Morini y Morino no se asemejan entre sí, porque tal
vez presiente que no fue por pura casualidad que el libro de Morino llegó a parar
en sus manos. Comprender que los dos comparten el mismo sujeto transuniversal
sería convertir a uno de ellos en el doble del otro, un simulacro, un ser ficticio
(desde una de las perspectivas), así que él, el personaje Morini quizás sería una
representación vaga de Morino –o al revés. El uno haría desaparecer al otro, si
pensáramos en línea con la argumentación que Jean Baudrillard traza en Pour-
quoi tout n’a-t-il pas déjà disparu? (2008). Éste es el único caso en 2666 –que en
general está vastamente poblado de individuos ficcionalizados– donde alguien
se encuentra con su doble transuniversal y, por lo mismo, la fragmentación del
sujeto se vuelve tan llamativa.
epidemia de semejanzas desemejantes 245

en su sueño sinestésico poblado de títulos incomprensibles de rece-


tas antes de que Morini llegue al final del índice, mientras el crítico
«[empieza] a alejarse del Jardín Italiano» (74) en un movimiento
tampoco concluido ni definitivo.
La dinámica de los reflejos desemejantes esbozaría, entonces, una
línea curva, por entero diversa de la del círculo perfecto de repetición
e identidad verificada por la noción de la verdad. Se trataría más
bien de una elipse que, al volver sobre sí misma, siempre ya falla a
dar con sus propios trazos: un desplazamiento elíptico que Derrida
describe como «déficient sans doute, mais d’une certaine déficience
qui n’est pas encore, ou n’est déjà plus absence, négativité, non-être,
manque, silence» (1972c: 207). Este movimiento elíptico inscripto
en la logofagia italiana mantiene bien sus dissoi logoi sin ofrecer sín-
tesis unificadoras, y hace que el silencio no del todo articulado de
los márgenes se escriba en el texto, sin dejarse ubicar en ninguno de
los ámbitos interpretativos convencionales: ni radicalmente visual, ni
exactamente referencial, ni plenamente sonoro, está abierto, tal vez,
al espacio otro de la percepción sinestésica, indescriptible dentro de
las categorías disponibles.

nombres propios
En lo que sigue pensamos en conjunto a las figuras geométricas
y las columnas de nombres de Amalfitano, pues ellas tienen varios
rasgos comunes –los rasgos que aquí se consideran esenciales– y
también tienen algunas correspondencias con el dibujo de la jefa de
prensa y con la lista de recetas de Morini. Por un lado, como la «Le»,
se presentan flanqueados por espacios en blanco como algo que el
texto «da a ver», como el fruto visible de una actividad involuntaria
de Amalfitano. Por otro lado, lo que en ellos pertenece a la escritura
son nombres, y esto permite discernir un paralelo con los nombres
246 Anna Kraus

de recetas. En cuanto a su contenido, puede suponerse que se trata de


relaciones diagramáticas (como en la «Le») y de agrupamientos (como
en la lista). De todas formas, la presencia gráfica de los polígonos y
la recurrencia de su aparición los distingue de los casos anteriores.
Las producciones involuntarias de Amalfitano unen en sí a elementos
lingüísticos con extra-lingüísticos (estructuras visuales) y ofrecen
una variedad que sugiere que puedan formar una serie o (ser parte
de) un sistema. En cuanto a la logofagia, esquivan clasificaciones
unívocas. Podrían situarse, tal vez, cerca del criptograma, donde
«se utilizan bien signos convencionales, usados con diferente valor
del convenido, bien inventados, como sustitutos de letras, sílabas o
palabras» (Blesa 1998: 220) –y esto sería así si se quisiera ver en las
producciones de Amalfitano un código enigmático– o, también, en
algún lugar próximo al ya citado babel, si los polígonos se pensaran
como otro tipo de lenguaje. No obstante, el silencio que se escribe
en ellas (silencio, nota bene, que a Amalfitano le llega, incontrolado,
bajo la forma visual de sus dibujos involuntarios) parece traspasar las
categorías de la logofagia, pues a nuestro entender éste depende no
tanto de un procedimiento estilístico o técnico dentro del lenguaje
como, en cierto sentido, de la decisión del lector.
Al principio de nuestra reflexión propusimos ver estos polígonos
como parte del Readymade Malheureux de Marcel Duchamp, que
un gesto de Amalfitano ha vuelto a desencadenar en tanto proceso
(por lo menos) cuadridimensional. Según recuerda Jean-François
Lyotard, en una conversación con Rudi Blesh, Duchamp declaró lo
siguiente: «[i]l n’y a pas de problèmes, les problèmes son des inventions
de l’esprit» (2010: 98). Si se entiende que los problemas no son sino
producto de la imaginación, resulta claro que no hace falta ofrecer
soluciones ni dar respuestas, porque las soluciones y las respuestas son
la labor del poder que consiste en controlar los efectos (Lyotard 2010:
98, 100). Aunque el uso de la advertencia de Duchamp en este lugar
pueda parecer instrumental (y no lo es), intentemos ahora, en vez de
epidemia de semejanzas desemejantes 247

pensar los dibujos incontrolados de Amalfitano como un problema


por resolver, investigar la mecánica de su aparición, preguntándonos
qué es lo que hacen en las páginas de 2666.
La trama introduce los dibujos geométricos y las tres hileras de
nombres como una especie de escritura automática, es decir, como
si se tratara de una comunicación reveladora del inconsciente de
Amalfitano (si se quiere pensarlos en términos psicoanalíticos), o del
inconsciente del mundo (si se observa un paralelo con las prácticas
de los surrealistas), o bien de otras dimensiones de la realidad (si
se los considera dentro del mismo fenómeno al que supuestamente
pertenece la voz del padre de Amalfitano, quien insiste en no prove-
nir de la locura, sino de un lugar habitado por los espíritus (267)).
En el texto, todos ellos están introducidos, reiteramos, por los dos
puntos que, al exponer los efectos de esta «escritura automática»
de Amalfitano ante los ojos del lector, parecen en sí ser la apertura
muda de una comunicación: «[b]efore anything is communicated,
communication itself is communicated. […] A mute communication
precedes any dit» (Wall 1999: 25; énfasis del original). En su mundo
posible, Amalfitano intenta infructuosamente captar un sentido o
una lógica cifrados en su propia producción incontrolada. El texto,
por su parte, al incluir la secuencia entera según su aparición ante
la mirada sorprendida del personaje, parece invitar al lector a hacer
lo mismo: tratar de descifrar un mensaje. El hecho de que tanto los
dibujos como las tres hileras de nombres estén basados en el principio
de repetición con diferencia dentro de una serie, sugiere una suerte
de sistema con una lógica interior.
El elemento unificador de todos ellos es el nombre propio que
constituye la unidad básica recurrente. Para Derrida, «proper names
are no more than serviceable metonymic contractions» (Chakravorty
Spivak 1997: liv; énfasis del original). Los nombres propios de «La
parte de Amalfitano» aparecen aislados, en una serie de entidades
de carácter ajeno al resto del texto, y su contexto se lo crean mutua-
248 Anna Kraus

mente ellos mismos, como en una especie de escritura geométrica


compuesta por apellidos. Parece que significan, Condorcet sigue
siendo Condorcet y Kant Kant –personas históricas, pensamientos–,
pero dentro de este sistema, en tanto contracciones metonímicas,
pueden ser el suplemento de absolutamente todo. Dentro de cada
una de esas monadas únicas e infinitamente plegadas, retomando al
Leibniz deleuziano, el gesto archí-violento de nombrar las inscribe en
el sistema, según lo desarrolla Derrida (2014: 158). La condensación
semántica de cada uno de estos nombres propios, máxima e indefi-
nible, hace que éstos se traguen a sí mismos, en un gesto logofágico
se atragantan con la abundancia bulímica de su propia significación.
De este modo, los apellidos revelados en la «escritura automática»
de Amalfitano aparecen mudos y así, esta especie de objetos encon-
trados, están hechos puro potencial que hace surgir cada vez nuevas
constelaciones efímeras.
Una primera constelación de los nombres propios está dada en
su aparición en la página. Las operaciones de la figura-forma sitúan
a los diagramas (en el sentido peirceano de la palabra) en un plano
donde las líneas convergentes, divergentes, paralelas o entrecruzadas
del imaginario geométrico insisten en su posicionamiento espacial,
y establecen entre ellos relaciones ajenas a la lógica convencional: la
proximidad o el distanciamiento, medidos con la exactitud indife-
rente de las figuras abstractas que los organizan. Incluso en las tres
hileras verticales de nombres que aparecen después de la serie de figu-
ras geométricas está inscripta la espacialidad de sus interrelaciones,
aunque su «geometría» sea invisible, permitiendo mayor libertad en
el surgimiento de las conexiones. Así, en el dibujo 2, por ejemplo,
Protágoras se inscribe en un espacio cuadrangular delimitado por
las líneas rectas que corren entre Aristóteles y Platón, entre Platón y
el punto de intersección de su relación con Heráclito, con una línea
recta que permite ubicar a Pedro da Fonseca, a Diderot y a las A y
B mayúsculas en esta relación y a Tomás Moro y a Jenócrates en
epidemia de semejanzas desemejantes 249

la relación de Heráclito con Aristóteles, cuya intersección marca el


cuarto punto que describe el espacio-Protágoras, etcétera.
¿Qué quiere decir todo esto? Depende, por supuesto, de la inter-
pretación que se le quiera dar. Pero, ¿quizás, es justamente el retraso
del no saber qué pensar aquello en que consiste la mecánica de estos
dibujos esparcidos por las páginas de 2666? La configuración espa-
cial abstracta de los enmudecidos nombres propios pone trabas muy
serias a la asignación de sentido (y, también, del sinsentido). Esto
hace aparecer una falta persistente –falta de respuesta, de visión gene-
ral, de marco referencial–, como si en los instantes que nos ocupan
aquí la escritura se parara en el mismo querer decir señalado por el
gesto silencioso de los dos puntos: en su comunicatividad misma.
«[C]ommunicativity [as such] pulverises discourse. It gives nothing
to be thought; it gives no message to which we might listen but, in
effect, says: there is (il y a)»; Tomas Carl Wall comenta así uno de
los puntos cruciales de la escritura de Blanchot (1999: 29; énfasis
del original). En este sentido, al incluir los dibujos de Amalfitano
como si se tratara de mensajes cifrados, el texto le ofrece al lector
la oportunidad de quedarse en la abstención típica de Bartleby
el escribiente –icnológica, si se quiere, o sofista, o hermana de la
«pereza» de Duchamp– y, con ello, de posponer para siempre la
persecución del mensaje y la utilidad de la producción de sentidos
y respuestas. Frente a estos instantes logofágicos, puede decidirse
con Duchamp, el problema (la pregunta, el enigma) es cuestión de
la decisión del espíritu. En otras palabras, si la producción incontro-
lada de Amalfitano se considera en términos de la mecánica de su
funcionamiento en el texto, la suspensión del proceso comunicativo
que provoca puede verse ya no como un mal necesario frente a la
opacidad del mensaje, sino como otra opción, inscripta en el texto,
abierta a la decisión activa del lector.
250 Anna Kraus

otra ambigüedad
La decisión de escoger la ceguera blanchotiana (ver que no se puede
ver) frente a los dibujos involuntarios de Amalfitano abre una dimen-
sión más de la ambigüedad que ya no depende de la multiplicidad
de sentidos, sino que implica, en continuidad con lo que Blanchot
escribe sobre las dos versiones de lo imaginario, lo siguiente:

el sentido no escapa en otro sentido, sino en el otro de todo sen-


tido y, a causa de la ambigüedad, nada tiene sentido, pero todo parece
tener infinitamente sentido: el sentido no es más que una apariencia,
la apariencia hace que el sentido se vuelva infinitamente rico, que este
infinito de sentido no necesite ser desarrollado, sea inmediato, es decir,
no pueda ser desarrollado, sea sólo inmediatamente vacío. (2002: 234;
énfasis del original)

Este otro de todo sentido queda más allá de las oposiciones entre
sentidos diferentes y entre el sentido y su falta. Como la Otra Noche
que no es la construcción del día, porque ni siquiera se le opone
(Blanchot 2002: 151-152), el otro de todo sentido no deja captarse
con ninguna de las categorías disponibles al pensamiento. Ya hemos
visto distintas caras de esta otra ambigüedad en todos los instantes
logofágicos comentados arriba, donde se deshacen las oposiciones y
los conceptos básicos con los que estamos acostumbrados a ordenar y
explicar las cosas, a dominar la realidad, sin tomar en cuenta lo irreal
que silenciosamente la habita. Esta ambigüedad no ataca las respues-
tas, sino que parece retroceder un paso para silenciar las preguntas
antes de que se pronuncien, porque frente a lo absolutamente Otro45
no hay pregunta capaz de formularse desde el espacio de lo Mismo.
De hecho, la otra ambigüedad es el denominador común de todo lo

Conservamos la mayúscula para marcar la diferencia entre lo Otro y lo


45 

Mismo en tanto conceptos filosóficos.


epidemia de semejanzas desemejantes 251

que hemos comentado en esta parte de nuestros desarrollos. Es ella


la que se escenifica en los márgenes que la parapraxis inscribe en el
texto, la que marca las huellas invisibles de la ausencia encarnada,
y la que, finalmente, surge en las operaciones de lo figural que hace
explotar ya no el sentido, sino las premisas mismas de su producción:
la cadena de la significación en sus elementos más básicos46.
Como se ha intentado demostrar en estas páginas y dado el carác-
ter nunca obvio de los fenómenos comentados, es responsabilidad del
lector elegir activamente esta ambigüedad. En definitiva, es respon-
sabilidad del lector volverse susceptible a la proximidad muy lejana
de la ausencia (no) ausente de la que surge la escritura y, frente a ella,
saber reconocer la insuficiencia del pensamiento. José Ramón Rui-
sánchez Serra sostiene –plenamente de acuerdo con nuestra posición
crítica– que la indecidibilidad de la narrativa de Bolaño implica el

46 
Deleuze y Guattari escriben al respecto: «L’extrême importance du livre
récent de J. F. Lyotard, c’est d’être la première critique généralisée du signifiant.
Dans sa proposition la plus générale, en effet, il montre que le signifiant se trouve
aussi bien dépassé vers l’extérieur par les images figuratives que, vers l’intérieur,
par les pures figures qui les composent, ou mieux ‘le figural’ qui vient bouleverser
les écarts codés du signifiant, s’introduire entre eux, travailler sous les conditions
d’identité de leurs éléments. Dans le langage et l’écriture elle-même, tantôt les
lettres comme coupures, objets partiels éclatés, tantôt les mots comme flux indivis,
blocs indécomposables ou corps pleins de valeur tonique constituent des signes
asignifiants qui se rendent à l’ordre du désir, souffles et cris. […] Partout donc
Lyotard renverse l’ordre du signifiant et de la figure. Ce ne sont pas les figures qui
dépendent du signifiant et de ses effets, c’est la chaîne signifiante qui dépend des
effets figuraux, faite elle-même de signes asignifiants, écrasant les signifiants comme
les signifiés, traitant les mots comme des choses, fabriquant de nouvelles unités,
faisant avec des figures non figuratives des configurations d’images qui se font et
se défont. Et ces constellations sont comme des flux qui renvoient à la coupure des
points, comme ceux-ci renvoient à la fluxion de ce qu’ils font couler ou suinter: la
seule unité sans identité, c’est celle du flux-schize ou de la coupure-flux. L’élément
du figurai pur, la ‘figure-matrice’, Lyotard la nomme bien désir, qui nous conduit
aux portes de la schizophrénie comme processus» (1972/1973: 235-236).
252 Anna Kraus

requisito ético de decidir cada vez, de seguir preguntando y de «asu-


mir la responsabilidad por aquello que se pregunta» (2010: 389). En
este contexto, la ya mencionada abstención bartlebyana, icnológica
o sofista, ante la fijación de un sentido último es hermana gemela de
la responsabilidad de la que habla Derrida, a propósito del silencio
de Abraham, quien, tras haber recibido la orden divina de sacrificar
a Isaac, no se lo comenta a nadie. El filósofo francés argumenta que
el lenguaje suspende la singularidad absoluta del hablante, quien
al aceptar expresarse dentro del sistema comunitario deja de ser sí
mismo y, así, renuncia a la libertad y a la responsabilidad propias de
quién es solo y único (Derrida 1999: 60-75). De un modo parecido,
la decisión activa por parte del lector de no formular respuestas y
conclusiones equivale a tomar la responsabilidad frente a la otra
ambigüedad. Se guarda silencio –sin llegar siquiera a un pensamiento
acabado– y se renuncia a repetir y a confirmar las categorías y los
conceptos previstos por el sistema. Se renuncia, por lo tanto, a des-
hacer la otra ambigüedad, mutilándola en lo pensable y expresable.
En lo anterior se deja escuchar el eco inconfundible de la ética de
Emmanuel Lévinas, para quien todo intento de definir, conceptua-
lizar e incluso imaginar lo infinitamente otro equivale a un ejercicio
de violencia: la violencia de la mismidad que, renuente a reconocer
la insuficiencia absoluta de sus propias categorías, siempre intenta
imponerse al otro y subordinarlo en cada pensamiento que le dirige
–pensamiento, al fin y al cabo, inevitablemente violento en el mismo
ademán de tomar al otro como su objeto. En L’ écriture et la différence,
Derrida lo explica como sigue:

Le concept suppose une anticipation, un horizon où l’altérité


s’amortit en s’annonçant, et de se laisser prévoir. L’infiniment-autre
ne se relie pas dans un concept, ne se pense pas à partir d’un horizon
qui est toujours horizon du même, l’unité élémentaire dans laquelle
les surgissements et les surprises sont toujours accueillis par une com-
préhension, sont reconnus. On doit ainsi penser encore une évidence
epidemia de semejanzas desemejantes 253

dont on pouvait croire –dont on ne peut pas croire encore– qu’elle est
l’éther même de notre pensée et de notre langage. Essayer de penser
le contraire coupe le souffle. Et il ne s’agit pas seulement de penser le
contraire, qui en est encore complice, mais de libérer sa pensée et son
langage pour la rencontrer par-delà l’alternative classique. (1967: 141;
énfasis del original)

Simplificando las cosas, para Lévinas la ética no es un sistema


dado a priori que hay que realizar en la práctica. Lo ético –un adje-
tivo, más bien– puede referirse a posteriori a un acontecimiento con-
creto de la relación con el otro que va más allá de la comprensión.
Esta relación traspasa la ontología que, según Lévinas, frente a la
otredad opera en términos de comprensión y de totalidad (como
las nociones básicas de sujeto y objeto), o sea, que es reductible a lo
pensable. El infinitamente otro, que sólo se presenta en un encuentro
cara a cara, traspasa la misma idea de la otredad que se pueda tener, y
así la relación con él siempre es radicalmente asimétrica (lo infinito).
Frente al otro yo no soy espectador (no lo conceptúo, no lo defino,
no lo pienso), soy participante: no lo digo, sino que le hablo cara a
cara, en una relación activa y desprovista de conclusiones. Lo ético,
por lo tanto, es el decir y nunca lo dicho, el mismo acto de comunicar
y no el mensaje (Critchley & Bernasconi 2002: 1-32)47.

ética de lo invisible
La proximidad evidente entre la ética de Lévinas y la escritura de
Blanchot –«Levinas and Blanchot […] repeat each other as well as

47 
En la insistencia en la comunicación en sí, liberada del requisito utilitarista
de la transmisión del mensaje, reconocemos también la concepción batailleana de
la comunicación como coito, donde no sólo no se transmite ningún mensaje, sino
que además se deshacen las entidades del sujeto y del objeto. Véase Hollier 1993.
254 Anna Kraus

they repeat themselves» (Wall 1999: 6-7; énfasis del original)– permite
captar, en lo dicho hasta ahora, la dimensión ética de todos estos
gestos inconclusos que hemos ido leyendo en la obra de Bolaño, de
sus comunicaciones suspendidas y de sus figuras inubicables den-
tro de las categorías preexistentes. A lo largo de este libro hemos
interrogado las fisuras en el texto, el cual, por consiguiente, se ha
ido revelando como no-monolítico. Este texto está atravesado por
una indecidibilidad que se sitúa no tan sólo a nivel diegético48, sino
también en la escritura misma donde se escenifican la diferencia, el
margen, el silencio y la ausencia (no) ausente, todos ellos indefini-
bles. Los ecos derridianos de nuestra reflexión son más que obvios.
También resuenan en ella las ideas de Luce Irigaray, quien, frente
al otro, propone adoptar la mirada háptica, táctil –en oposición a
la puramente visual, falocéntrica y arraigada en la mismidad–, una
mirada inclusiva y no-discriminadora, transgresora de las oposiciones
tradicionales. Deleuze y Guattari quienes, por su lado, dan forma a
otros modos de romper con los sistemas estancados, Lyotard, Taylor,
Giordano, Blesa y Didi-Huberman, todos ellos, en su pensamiento,
abarcan fenómenos artísticos que no se dejan reducir a lo puramente
textual ni a lo puramente visual; ni material, ni semántico, ni formal,
ni estilístico, ni perteneciente a categorías fijas y exclusivas. Por su
experimentación incansable con los límites del arte, Duchamp ha
sido también una referencia recurrente. Por supuesto, habrían podido
ser muchas más las perspectivas preocupadas por lo (no) mismo,
numerosas de ellas ausentes por razones de espacio y de enfoque.
En resumen, esta multitud de voces, perspectivas e ideas, a primera
vista no siempre compatibles, nos permite decir que en la narrativa
de Bolaño se escribe silenciosamente esa otra ambigüedad, habitada

48 
La crítica de Bolaño ha establecido, de manera irrefutable, la inconclusión
de la trama como uno de los mayores rasgos característicos de esa narrativa. Véase,
sobre todo, Sepúlveda 2003, Moreno 2011, Olivier 2011 y Volpi 2012.
epidemia de semejanzas desemejantes 255

por el gesto profundamente ético de callarse –o del hablar sin jamás


haber dicho, que en este contexto implica lo mismo– ante lo otro
próximo e inabarcable que nunca «se entrega de frente» (Blanchot
2002: 155). Y es justamente en lo apenas perceptible de este «nunca
entregarse de frente» que aquí proponemos pensar la clave ética de
esta literatura. La escritura del silencio que no deja de hablar requiere
operaciones sutiles que diluyan las categorías convencionales. Aquí
no se trata tanto de un primer paso hacia la deconstrucción de las
oposiciones, tal y como lo propone Derrida en Positions, donde insiste
en subvertir la jerarquía violenta de los conceptos que inevitablemente
se sitúan entre sí en relaciones de control (1972d: 56-57). Más bien,
se trata aquí de desplazamientos minúsculos, como los del trabajo
de lo figural que, en un proceso incesante, impide la solidificación
de sistemas alternativos. Hay en ese carácter procesal un rechazo
a situarse en oposición o en cualquier relación fija a lo reconocible
(conceptos, categorías, estructuras). De ahí que estas operaciones
de la escritura del silencio no pueden ser llamativas, ni siquiera bien
visibles, porque tampoco existen herramientas o lentes adecuados
para captarlas: son aperturas infinitesimales en las que retrocede la
autoridad de lo Mismo.
Frente a esta escritura escurridiza, el lector tiene una tarea compleja
y difícil que en cierto sentido requiere su propio sacrificio. Patricia
Poblete Alday sostiene, a propósito de 2666, que «[l]a saturación del
espacio (tanto el textual como el plástico), problematiza la relación
figura-fondo sobre la cual opera nuestro discernimiento, volviéndonos
incapaces de separar lo relevante de lo accesorio» (2010: 122), y así
involuntariamente da en el blanco: el texto de Bolaño le ofrece al
lector la oportunidad de ser incapaz de separar las dos cosas, es decir,
lo invita a darse cuenta no sólo de la ineficacia de su actitud interpre-
tativa, sino también de la violencia inherente a las jerarquizaciones que
condicionan su funcionamiento. La consecuencia de abrir la escritura
al silencio es que ya no haya en ella cosas relevantes ni accesorias,
256 Anna Kraus

porque, en la decisión ética de «callarse» frente a lo otro, la misma


base de tal división permanece ausente. Los instantes de operaciones
apenas visibles que nos ocupan aquí (no) se revelan en toda su otra
ambigüedad sólo cuando el lector deja de intentar entenderlos, porque
eso equivaldría a mortificarlos mediante el intento de adjudicarles
un sentido o de fijarlos en relación a los conceptos y a las categorías
que ellos, precisamente, transgreden. Son figuras que operan más
allá del principio de la inteligibilidad:

[s]i donc la matrice est invisible, ce n’est pas parce qu’elle relève de
l’intelligible, c’est parce qu’elle réside dans un espace qui est encore au-
delà de l’intelligible, est en rupture radicale avec la règle de l’opposition,
est entièrement sous la coupe de la différence. (Lyotard 2002: 339;
énfasis del original)

El sacrificio, en el texto, del aparato de significación y de pro-


ducción de sentido implica otro sacrificio por parte del lector. De
acuerdo a Blanchot y Lévinas, para que el lector pueda participar
en la escritura que sólo comunica su propio il y a, tiene que elegir la
ceguera. Lo anterior implica la resignación del cono de la perspectiva,
cuya operatoria se da inevitablemente en los términos binarios de la
relación sujeto-objeto, para activamente dejarse situar en lo infinito
donde ya no se ofrecen puntos de referencia algunos. El abandono
de una visión asentada en el cono de la perspectiva y, con ello, todas
sus implicaciones ontológicas, dialogan con la reflexión de Nishi-
tani revisada, quien propone el des-encuadramiento radical tanto
del objeto como del sujeto-espectador, y la dilución de ambos en el
campo expandido del vacío o de la nada. Aquí, otra vez, se dejan
entreoír las palabras de Lyotard:

L’œuvre est pensée non pas comme une réalité clinique à fonction
expressive, mais plutôt comme un «objet transitionnel», dont le statut
quant au clivage en extériorité et intériorité n’est ni comme celui du
epidemia de semejanzas desemejantes 257

fantasme, proprement imaginaire (objet intérieur), ni réel comme celui


de l’objet total, mais analogue à celui du sein: dehors et dedans à la
fois, échappant à l’épreuve de réalité, mais pourtant non dissipable
au même titre qu’une scène imaginaire […] il oscille entre l’espace de
représentation et celui de perception. (2002: 357; énfasis del original)

El des-encuadramiento de la escritura que ocurre en el espacio


entre su referencialidad y su percepción, el gesto de situarla más allá
del sistema de significación y de producción de sentido, también
pueden resultar en la dilución de los límites del lector en tanto que
sujeto receptor, quien, en consecuencia, empezaría a verse envuelto
en la «nada» invisible, en el «vacío» que sostiene y penetra su campo
perceptivo. Esta dilución implica un esfuerzo ético por parte del
lector, quien activamente decide resignar su posición privilegiada
frente al objeto de su atención y abandonar el afán utilitarista de su
búsqueda –del mensaje, de la respuesta, del sentido.
Con todo, el reto ético inscripto en 2666 podría pensarse de
la siguiente manera: en esta escritura, los desplazamientos apenas
perceptibles requieren una de-subjetivación voluntaria por parte del
lector. De este modo, le ofrecerían la oportunidad de percibir los
trazos del silencio a condición de abandonar el intento de percibir-
los. Es justamente en el carácter contradictorio de esa tarea donde
resuena la ética de Lévinas, que podría parafrasearse con las palabras
de Blanchot: «[l]’aveuglement est vision encore, vision qui n’est plus
possibilité de voir, mais impossibilité de ne pas voir, l’impossibilité qui
se fait voir» (1955: 27). De-subjetivarse en tanto que lector significaría,
entonces, la difícil labor ética de deconstruir su propia perspectiva
anclada en el presupuesto de la finitud tanto del objeto como del
sujeto. Radicalmente des-encuadrado, el lector no sólo abandonaría
las categorías y los conceptos, junto con el anhelo de interpretar, más
bien y ante todo, llegaría a la experiencia de lo infinito. Allí no habría
división alguna, ni entre literatura y vida, ni entre locura y cordura,
ni entre sentido y sinsentido, y, en la ausencia de categorías, anterior
258 Anna Kraus

a toda experiencia, el Otro podría tener lugar49 sin ser expuesto a la


violencia de las conclusiones ni mucho menos a la de los juicios, los
cuales surgen del pensamiento ontológico que opera con totalidades.

blanco infinito
Alguien en alguna parte comenta la ruptura que el gesto gráfico
del párrafo produce en el monolito del texto como el silencio breve
de tomar aliento, una pausa minúscula en la que el otro (otra idea,
otro discurso, lo otro) tiene la oportunidad de instaurar su voz50.
Consecuentemente, los espacios en blanco, las entrelíneas vacías de
escritura, serían marcadores gráficos del retiramiento del discurso

49 
Derrida, en L’ écriture et la différence, escribe sobre Lévinas: «Il faut que les
catégories manquent pour qu’Autrui ne soit pas manqué» (1967: 152).
50 
Desde esta perspectiva, la visualidad de Nocturno de Chile (Bolaño 2000),
un texto compuesto por un solo párrafo de 139 páginas seguidas y otro de apenas
una línea, parece delatar la hipocresía del narrador, el cura Ibacache. Éste, en lo
que puede ser un último intento de justificar sus acciones, insiste en la importancia
del silencio: «Hay que ser responsable. Eso lo he dicho toda mi vida. Uno tiene la
obligación moral de ser responsable de sus acciones y también de sus palabras e
incluso de sus silencios, sí, de sus silencios, porque también los silencios ascienden
al cielo y los oye Dios y sólo Dios los comprende y los juzga, así que mucho cuidado
con los silencios. Yo soy responsable de todo. Mis silencios son inmaculados. Que
quede claro. Pero sobre todo que le quede claro a Dios» (Bolaño 2000: 11-12).
Sus «silencios inmaculados», que de hecho equivalen a la sordera y la ceguera
benévolas frente a los crímenes de la dictadura militar en Chile, corresponden al
silencio como tema recurrente en este monólogo caudaloso que, en la exposición
ininterrumpida de sus razones, de hecho ahoga las otras voces posibles, incluso
antes de que puedan oírse. Efectivamente, una vez que este discurso monolítico
se suspende en un punto y aparte, «se desata la tormenta de mierda» (Bolaño
2000: 150), como si en el segundo mini-párrafo se anunciara la explosión de
todo aquello que la argumentación interior de Ibacache –compuesta, podríamos
decir, sólo de palabras últimas y definitivas– hasta este punto lograba callar con
la máxima tensión de sus reglones unidos.
epidemia de semejanzas desemejantes 259

principal que, callándose, deja que en su seno mismo resuene(n)


lo(s) otro(s) (silencios o voces). El blanco adquiere así un peso mucho
mayor que el de un elemento puramente estructural y llega a importar
igual que las palabras, siendo ya no un componente visual imprescin-
dible y subordinado a la legibilidad de la escritura, sino, al contrario,
un espacio donde se gestan otras tensiones. Estas tensiones son las
tensiones del (no) acontecimiento del himen que en el texto separa
y une, que es un pliegue entreabierto, ni afuera ni adentro, atrave-
sado y al mismo tiempo no atravesado (Derrida 1972: 298), del que
no surge ningún sentido además del (sin)sentido del espaciamiento
(Derrida 1972: 293).
A propósito de 2666, Carlos Walker propone pensar los espacios
en blanco que «dan forma a la novela» en términos de una suspensión
que «ocupa con respecto a la lógica del relato, el mismo lugar de lo
informe con respecto a la imagen, es decir, se erige como principio
de animación, movimiento y puesta en tensión de los elementos que
intervienen» (2013: 250). La suspensión dinámica que los espacios
en blanco instauran en el texto, cabría añadir, pone en movimiento
no sólo a la lógica del relato, sino también a sus propios principios de
funcionamiento y, por consiguiente, al «dar forma a la novela», no
deja que esta forma se solidifique en tanto organización espacial de
unidades significantes. El espacio recurrente de la suspensión de la
escritura parece establecer una lógica que divide el material en hilos
narrativos según los criterios temporal, espacial y/o temático, pero,
como lo informe evocado por Walker, si establece algo, es para subver-
tirlo. De ese modo, a veces el himen retrocede por completo y el texto
fluye ininterrumpido, estructurado tan sólo por su autoproducción,
a riesgo de perderse en su propia logorrea51. Otras veces, de repente

51 
Como ejemplo de esto cabe evocar el monólogo selvático de La Santa
(535-542), el linaje de Lalo Cura (693-698) o la historia de Lotte que se narra
ininterrumpida desde que la voz narradora anuncia: «por fin llegamos a Lotte
260 Anna Kraus

aparece donde «no debería», en medio de un pensamiento –como


aquél dedicado al readymade de Duchamp que inspiró la instalación
de Amalfitano (245)– o incluso en medio de una frase –como la del
viejo escritor que le alquila a Archimboldi su máquina a escribir:

[…]
–Yo fui escritor –dijo el viejo.

–Pero lo dejé.
[…] (981)

Sin sugerir ninguna interpretación de los instantes referidos


–aunque la fragmentación diferente provoca la resignificación diná-
mica de cada uno de ellos, lo cual inevitablemente afecta el resto del
texto– puede decirse que los espacios himenales, que así marcan su
(no) presencia en esa escritura, des-encuadran las unidades narrativas
en lugar de trazar sus contornos. La obra entera podría pensarse,
entonces, como una puesta en práctica del campo extendido del vacío
o de la nada que, situándose fuera de la tradición del racionalismo
ocularcentrista, crea un espacio indecidible de la potencialidad y de
la inconclusión radical. La escritura aparecería como un movimiento
constante de tensiones y afectos, tal y como proponen Deleuze y
Guattari, porque el espacio en blanco no es el fin de la escritura ni
tampoco es el espacio de una ausencia anti-escritural, sino que en él
se abre el otro de toda escritura y de todo sentido, un cierto silencio
infinito que también se escribe en ella.
Si pensamos así los espacios en blanco, no podemos sino dudar
de la decisión de Ignacio Echevarría y de Jorge Herralde de publicar
las cinco partes en un mismo volumen (11), lo cual no sólo, en cierto
sentido, reduce el espacio entre ellas, sino que también las cimienta

Reiter» (1082), hasta que Archimboldi, encontrado después de muchos años sin
verse, prometa ocuparse de todo (1116).
epidemia de semejanzas desemejantes 261

juntas en una totalidad. Al fijar de este modo la relación entre ellas


–una relación indefinida de distancia o de cercanía ¿espacial, tempo-
ral, semántica?–, se elimina la dinámica espontánea del proceso de
lectura que, si cada parte se hubiera publicado separadamente, habría
podido operar en función del tiempo, abierto al azar, ofreciendo
múltiples configuraciones (incluida la parcialidad) y ninguna de ellas
«correcta»52. La inclusión de este espacio anomal entre las partes de
2666 abre el texto a lo infinito. De este modo, con la dilución de los

52 
Este carácter desprovisto de certezas, renuente a apostar por cualquier tipo
de mismidad (unidad, consecuencia, lógica) parece realizar el «estilo plural» que
Derrida propone como manera de liberarse de la tiranía de la «interpretación»
(Chakravorty Spivak 1997: xxix). Y esto no sólo a través de la fragmentación del
relato, de perspectivas múltiples y movedizas, de una voz narrativa inubicable y
de la inclusión de otros discursos (como, por ejemplo, en las largas citas incor-
poradas en el flujo del relato), sino también a un nivel menos visible que es el
de la organización gráfica del texto. Las cinco partes no están organizadas de la
misma manera, aunque en todas ellas los módulos de base son el bloque textual
y el espacio de una entrelínea en blanco: en las partes 1ª, 3ª y 5ª, se mantiene
la división en párrafos con sangrías y se marcan los diálogos, nada de lo cual se
hace en la 2ª y la 4ª, ambas compuestas de bloques textuales indiferenciados.
No obstante, en la estructura «monolítica» de «La parte de Amalfitano» y de
«La parte de los crímenes», se abre una sola fisura: se marca una sola elocución
dialógica (291) y se divide un solo bloque textual en párrafos con sangrías (686-
689), respectivamente. Parece relevante apuntar que esta ligera vacilación, esas
oscilaciones tan minúsculas que incluso podrían pensarse como inconsecuencias
accidentales o simples descuidos, impiden la cimentación de cualquier sistema,
como si el texto de hecho siguiera diciéndose, en términos levinasianos, sin jamás
llegar a lo definitivamente dicho. Pero también es otra cosa: más allá de la cues-
tión de la intencionalidad de la escritura que, siguiendo a Derrida, nunca puede
determinarse por completo (1972b), surge la idea del error o de la imperfección
e, infaliblemente, la de la norma o modelo ideal que, según se propone aquí,
la obra de Bolaño no deja de indagar de modo realmente nietzscheano. Desde
esta perspectiva, resulta sintomático que los empleados de la editorial del señor
Bubis se entretengan con la lectura del Libro de errores y que el error favorito de
Archimboldi sea el siguiente: «Empiezo a ver mal, dijo la pobre ciega» (1059).
262 Anna Kraus

contornos de la obra –compuesta tanto del texto como de su otro–, se


borraría la posibilidad misma de su última palabra y de último sentido,
para decirlo con Philippe Sollers (1968: 58).
final

Nous restons leibniziens, bien que ce ne soit plus


les accords qui expriment notre monde ou notre
texte. Nous découvrons de nouvelles manières de
plier comme de nouvelles enveloppes, mais nous
restons leibniziens parce qu’il s’agit toujours de
plier, déplier, replier.
Gilles Deleuze

sin título
En el contexto de todo lo dicho hasta ahora, el título de la obra de
Bolaño, 2666, estaría doblemente desplazado en su función conven-
cional de dar nombre –es decir, de encuadrar– al texto que encabeza.
Por un lado, es relevante el gesto de la sustitución del sistema lingüís-
tico (palabra) por el sistema numérico (cifra), porque así se opera una
descentralización de la autoridad del código habitualmente vinculado
con la literatura. Esto puede verse como una sutil advertencia al lector
sobre lo convencional que es el aparato que informa su experiencia
del texto. Por otro lado, con el correr de la lectura, se hace patente
que el título no se «refleja» en ninguna de las secciones de la obra a
las que conecta: ninguna de ellas le ofrece «motivación» alguna, es
decir, ninguna confirma su autoridad. Según Jean-Joseph Goux, el
título suele ser la «pensée encore impensée du réseau […], une pensée
du texte» (Derrida 1972: 211), es decir, suele ofrecer una perspectiva
a través de la cual es preciso abordar el texto. Aquí, sin embargo,
como en el experimento de imaginación propuesto por Paul Valéry
y evocado al principio de nuestros desarrollos, por falta de «reflejo»
264 Anna Kraus

que lo justifique desde adentro del texto, el título es dislocado de su


posición privilegiada frente a aquello que supuestamente ilumina,
y se queda lleno de una ausencia referencial, dejando así de encua-
drar las cinco secciones que lo siguen. De ese modo, se dinamiza la
relación entre el título y el cuerpo de la obra que aquél encabeza. La
«mirada» de las cifras «2666» pierde su firmeza de significación y,
ya menos centrada y monocular, más que fijar lo que abarca en una
estructura subordinada a sus leyes de producción de sentido, se abre
y abre el todo llamado 2666, des-orientando sus ejes de orientación
(arriba-abajo, dentro-fuera)1.
Los títulos de las cinco «partes», a pesar de cumplir su función
referencial (contienen los nombres de los protagonistas de las seccio-
nes que encabezan), también resultan problemáticos. Al denominarse
«parte», las cinco secciones de 2666 parecen definirse en relación a una
serie, a un todo, de modo que su individualidad resulta secundaria.

1 
La crítica específica de la obra de Bolaño está bastante dividida ante la
cuestión del título de 2666. Muchos, como Florence Olivier (2007) y Arndt
Lainck (2014), resaltan las connotaciones apocalípticas que tiene la combinación
de nuestro milenio, «2000», con la cifra de la Bestia del Apocalipsis de san Juan,
«666». Otros, como Patricia Poblete Alday (2010) y Carlos Walker (2013), buscan
leerlo a través del resto de la obra de Bolaño e interpretan «2666» como una fecha
profética del «triste destino de la humanidad» (Poblete Alday 2010: 25-27), como
el «cementerio futuro» al que se alude en Amuleto y en Los detectives salvajes. Poblete
Alday, además de estar de acuerdo con la interpretación apocalíptica del título en
cuestión, sugiere pensarlo a través de la numerología. Una lectura radicalmente
opuesta a las aquí mencionadas la ofrece Brett Levinson, quien propone liberar
2666 de los sistemas referenciales preexistentes, sosteniendo que «2666 refers to
nothing but itself, to the Bolaño ouevre it names» (2009: 187). Nuestro trabajo
busca posicionarse en cierta proximidad con la propuesta de Levinson, aunque
insistimos más bien en entender el título de la última obra de Bolaño como un
gesto de apertura, es decir, como un movimiento que permite liberar la obra de las
redes de significación, pero sin por eso excluir ninguna posibilidad interpretativa.
Lo importante, desde esta perspectiva, es mantener el dinamismo de la relación
entre el título y la obra en vez de cerrar y cimentarla en una lectura definitiva.
final 265

Así, estos títulos relacionales, que siempre ya implican el carácter no


por entero autosuficiente ni completo de las entidades que encabezan,
se suspenden a sí mismos en la función de captar y definir lo único.
Su referencialidad parece abierta, puesto que el «todo» implicado
en la idea de «partes» también se resiste a la determinación, ya sea
desde «arriba», por el enigmático título de la obra, o desde «abajo»,
por la diversidad de contenido de las cinco secciones. De este modo,
los títulos relacionales dejan cada una de las «partes» medio desca-
bezadas, medio-acéfalas, retomando a Bataille, libres de encuadres
preestablecidos. Las «partes», entonces, no sufren la «violencia del
nombre propio» (Derrida 2014: 151); se ubican, más bien, en un espa-
cio indecidible entre pertenencia (al sistema) e independencia (de la
individualidad), entre parte e individualidad. Así, dotadas de títulos
no convencionales, las cinco entidades medio-acéfalas mantienen,
paradójicamente, su libertad de contornos, de límites, porque éstos
permanecen diluidos en lo informe que no se expresa ni se define, ni
se deja encuadrar desde la perspectiva racionalista que quisiera saber
las cosas con certeza.
A la luz de la reflexión anterior, la obra, cuya representacionalidad
nos ha ocupado a lo largo de estas páginas, parece auto-presentarse
como renuente a la totalización. El todo, compuesto de partes medio-
acéfalas, al no subordinarse a ninguna ley ni clave definitiva, carece
de límites indudables, se abre de ese modo hacia el infinito2. Joaquín
Manzi expresa bien esta apertura del todo en la obra de Bolaño ante
lo ausente, lo silencioso, lo desconocido:

El todo aparece incompleto e inestable. El todo está siempre en


ciernes, por venir […] El todo se hace por fin visible en las asociaciones

2 
Incluso la certeza palpable del pesado volumen, que suele ser la apariencia
material de la obra, se soporta en fundamentos vacilantes, sobre todo si recorda-
mos la última voluntad de Bolaño, quien quiso que las cinco «partes» de 2666 se
publicaran por separado (11).
266 Anna Kraus

improbables que Bolaño llamaba «Cócteles» o «Lecturas cruzadas» y a


veces permanecen suspendidos en un espacio en blanco:
–Duchamp y Matsuo Basho
–Byron y Marcial
–Hölderlin y Aimé Césaire
–Sor Juana Inés de la + y Violeta Parra
–[…]
–Shakespeare y Mario de Sá-Carneiro
–Sylvia Plath y […]
–Góngora y Espronceda
–/
Allí mismo está el todo: en el vacío que deja vacante una analogía
con Sylvia Plath, o en el cóctel final, que queda en blanco, colgado de
la barra diagonal entre dos espacios en blanco. Mínimo y diverso, local
y menor, el espacio en blanco es la forma de un cuerpo sutil y discreto
entre las formas. (2014: 11)

Con las palabras de Manzi en mente, podemos decir que la diná-


mica de los títulos acéfalos de 2666 borra los contornos de la obra.
En otros términos, dado el carácter abierto del todo que es 2666 –y
aquí, vale recapitular, es cuestión de una apertura semántica (los
títulos no autoritarios y anti-jerárquicos) y estructural (las partes
separadas/conectadas por espacio-tiempos indecidibles)–, y si se con-
sidera que éste incluye a lo ausente e indefinido, podemos imaginar
que la novela se comporta como el pato-conejo, sobre el que Ludwig
Wittgenstein escribe lo siguiente: «I see that it has not changed; and
yet I see it differently. […] But we can also see [an image] now as one
thing, now as another. – So we interpret it, and see it as we interpret
it» (2009: 203e; énfasis del original).
final 267

Figura 8. Imagen ambigua: pato-conejo.

escribir sobre
En el comienzo de su estudio sobre Bataille, Denis Hollier plantea
la siguiente dificultad:

Ceci (donc) sera-t-il une étude sur Bataille?


Mais le discours «sur» est l’exemple même du discours sûr. Il se
déploie avec assurance dans un domaine dont il a pris possession, qu’il
a inventorié après l’avoir tout d’abord clôturé, ce qui lui garantit une
sécurité hors de question. […] On se donne un objet sur lequel on
s’appuie. (1993: 53; énfasis del original)

Al terminar esta reflexión sobre la inestabilidad representacional


del magnum opus de Bolaño, podemos asumir el riesgo esencial de
confrontarnos con un interrogante parecido: ¿Ha sido (entonces) un
estudio sobre 2666? Si se toma en cuenta todo lo dicho hasta ahora
268 Anna Kraus

–la insistencia en la fluidez de aquella representación procesal, en la


desterritorialización constante de cada uno de sus niveles– no debería
caber duda alguna de que la obra del autor chileno no permite ser
cerrada ni entrega certezas, ni mucho menos puede servir de apoyo
para un discurso que ofrezca conclusiones definitivas. Más bien, tal
vez, sería adecuado reconocer que éste ha sido un estudio al lado de
o, quizás, en torno a 2666. Se ha tratado, pues, de indagar lo visual
en una obra cuya auto-subversión esquiva la visión total, y a la que
sólo ha sido posible aproximársele a tientas.
Para expresar mejor el tipo de desafío con que nos hemos enfren-
tado, puede servirnos la reflexión de Georges Didi-Huberman a
propósito de las vídeo instalaciones del artista americano James
Coleman:

Coleman déçoit donc, chez son spectateur, le vœu – ou l’idéal –


de «stabiliser» l’image pour mieux «fixer» le vocabulaire […]. Il n’est
facile de décrire un papillon que lorsque celui-ci se présente à nous
ailes ouvertes, épinglé, mort dans sa vitrine; mais comment décrire le
papillon vivant, en vol, battant des ailes? Que l’image soit instable, cela
signifie qu’elle voue notre langage lui-même – qu’il s’agisse d’interpréter
ou même, seulement, de décrire ce que nous voyons – à l’oscillation des
temps et des aspects. (Didi-Huberman 2014: 63-64)

En este sentido, podemos decir que 2666 se comporta como una


imagen inestable, cuya existencia dinámica pone trabas a los intentos
de describirla, puesto que sus contornos siempre ya parecen otros.
La relación que Didi-Huberman observa entre la inestabilidad de las
imágenes y la vacilación de nuestro lenguaje tiene algo en común
con el des-encuadramiento del sujeto que Nishitani correlaciona con
el borramiento de los contornos del objeto de la visión. Como las
estructuras habituales de la aprehensión visual del mundo se desva-
necen –el «cono» de la perspectiva visual cede el paso a la pertenencia
al campo abierto del vacío–, el orden del discurso seguro / sobre (sûr
final 269

/ sur), valga la analogía, se muestra impotente ante aquello que se


niega a la fijeza.
Ante el vuelo de la mariposa, sugiere Didi-Huberman, en vez
de constatar, sólo se puede essayer dire. No essayer de dire –ésta es
la construcción habitual en francés–, porque ello implicaría que el
objetivo de ese intento sea haber dicho, es decir, haber llegado a for-
mular lo que está por decir. Essayer dire, en cambio, «c’est plutôt une
façon de pousser l’acte de connaissance au-delà des cadres discursifs
préexistants» (2014: 71). Según Didi-Huberman la experiencia de
estar ante una imagen es comparable con lo que sucede cuando uno
busca una palabra, un nombre «olvidado». Esto nos permite volver
a evocar el retraso del que Valéry habla en su carta a Louÿs: ante la
inestabilidad de la imagen, la palabra que uno busca no llega nunca,
pues ella no forma parte del lenguaje disponible. Por ello, essayer dire
significa intentar expresar ese mismo estado de suspensión «entre una
cosa y ella misma» (Valéry, citado en Agamben 2007: 126), a pesar y
en contra de las convenciones, con frases intuitivas y abiertas que se
saben nunca definitivas. En lo que concierne a nuestro trabajo, pode-
mos resaltar el carácter intuitivo de la escritura «en torno a» 2666,
cuya construcción se vio muchas veces forzada a recurrir a metáforas
con el fin de expresar los procesos que atraviesan el todo abierto de la
obra de Bolaño. Ese todo que no cambia, pero que cada vez aparece
como diferente, tal y como el pato-conejo de Wittgenstein.

gesto
A lo largo de nuestra deambulación por los (des)territorios de lo
visual en 2666 ha sido latente su dimensión táctil. Esta dimensión
se ha dejado notar en la insistencia física de las tácticas de obstruc-
ción de la visión sistémica –ellas operan con la sobra y con el vacío,
saturan el espacio de la representación de imágenes repetitivas hasta
270 Anna Kraus

que ellas ya no se ven y, al mismo tiempo, dan todo a ver menos lo


más frágil, lo más humano. Una insistencia parecida en el contacto
inmediato ha regido el movimiento dinámico de las imágenes que
se tocan entre sí y cuyo roce desencadena en el texto epidemias de
semejanzas incontrolables; ha condicionado las operaciones de lo
figural que tratan las palabras como cosas, desplazándolas en el espe-
sor del texto y, finalmente, se ha revelado en la materialidad de las
páginas impresas, donde, tal vez, diferentes universos paralelos llegan
a rozarse. La introducción de la dimensión háptica en la gestación
de lo visual en la obra de Bolaño puede pensarse en los términos
propuestos por Luce Irigaray, los que implican la cercanía real en vez
de la distancia de la visión. La mirada háptica, para Irigaray, ya lo
sabemos, comprende la apertura y el respeto frente a la otredad, y ésta
en vez de ser objetivada por el conocimiento racional y jerarquizado,
requiere la proximidad y el contacto.
Pensemos ahora un visual háptico en 2666, y pensémoslo en tér-
minos de gesto. Según Aby Warburg, afirma Didi-Huberman, el gesto
«se trouve à la charnière exacte de cette “articulation naturelle entre
le mot et l’image”» (2014: 74). Gesto desencarnado, gesto literario,
lo visual háptico se sitúa, entonces, entre las dos grandes categorías
tradicionalmente confrontadas en el paragone: ni palabra ni imagen.
El aspecto táctil introduce un malestar en lo puramente visual, por-
que en la proximidad del roce la visión se queda impotente, ciega al
contacto directo, mientras que lo visual deviene informe y esquiva
la representación. El gesto, argumenta Didi-Huberman siguiendo
a Wittgenstein, suele aparecer cuando faltan palabras adecuadas
(2014: 73). De ahí que podamos pensar el gesto como un intento de
expresión, más allá de los marcos discursivos preexistentes, de aquello
que traspasa las categorías y los conceptos disponibles.
A modo de intuición final, queremos proponer que en la obra de
Bolaño el gesto de lo visual háptico puede considerarse como esen-
cialmente subversivo frente a la representación en cuanto tal. No sólo
final 271

porque se sitúa entre las categorías palabra-imagen, sino, sobre todo,


porque transgrede la distinción entre representación y presencia, es
decir, porque supera la distancia entre sujeto y objeto. En este sentido,
cabe destacar que en el transcurso del presente trabajo hemos dicho
lo siguiente:
1. en «La parte de los crímenes», la estrategia doble de obstruir la
mirada mediante la saturación y la ceguera determina la introducción
en la mente del lector de imágenes horrorosas que lo asedian con una
perseverancia especial, pues surgen de un vacío que el lector llena
con su propia imaginación;
2. los movimientos inadvertidos de lo visual en lo onírico penetran
en el cuerpo del lector bajo la forma de una inquietud inexplicable,
típica de las micro-percepciones de las que nos habla Leibniz;
3. las desgarraduras apenas perceptibles en la superficie del texto
requieren la de-subjetivación voluntaria por parte del lector, para de
esta forma ofrecerle la oportunidad de percibir los trazos del silencio,
a condición de abandonar el intento de percibirlos.
En las operaciones de lo visual en 2666 destacadas en lo anterior,
dos elementos parecen repetirse con diferencia y permiten de ese
modo, tal vez, rastrear la dinámica entre lo visual y lo háptico como
fruto de una interdependencia entre ambos. Por un lado, resulta lla-
mativo el carácter inadvertido, apenas perceptible o incluso invisible
de los espacios trabajados por lo visual; por otro, puede observarse
una suerte de expansión o extensión de sus operaciones al territorio
de la subjetividad del lector. Como si, desde el espacio periférico de
lo apenas visible que la visión no logra captar por entero, lo visual
se transformara en el gesto –que aparece cuando faltan palabras– de
tocar al lector, más allá y a pesar de las estructuras de comunicación
disponibles dentro de la representación literaria. En ello, lo otro, lo
marginal, lo no-representado se presentaría, encarnándose no tan
sólo en la forma del texto de Bolaño, sino también –como un pro-
ceso sin límites definibles, semejante al Readymade Malheureux de
272 Anna Kraus

Marcel Duchamp– en el cuerpo y en la mente del lector, a modo


de una cierta inquietud inubicable que resulta determinante en la
narrativa del autor chileno. Esto permitiría leer 2666 ya no tanto
como una obra realista, sino, más bien, infrarrealista, dada su per-
manente transgresión de la frontera entre la representación artística
y la vida. La clandestinidad esencial de este fenómeno, donde reside
su fuerza subversiva frente a los sistemas establecidos, depende del
terreno en que sus manifestaciones tienen lugar, a saber, de ese inde-
finible espacio del entre y de sus procedimientos respectivos –fluidos
y renuentes a establecerse. Entonces, lo que aquí proponemos llamar
«visual háptico» sería portador de un germen subversivo frente al
aparato representacional, lo cual tendría implicaciones éticas, cuya
importancia se corresponde con la apertura profunda de la obra de
Bolaño: habitada por el silencio de lo Otro invisible e inimaginable.
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