El Árbol Mágico
El Árbol Mágico
El Árbol Mágico
Hace mucho mucho tiempo, un niño paseaba por un prado en cuyo centro
encontró un árbol con un cartel que decía: soy un árbol encantado, si dices las
palabras mágicas, lo verás.
El niño pudo llevar a todos sus amigos a aquel árbol y tener la mejor fiesta del
mundo, y por eso se dice siempre que "por favor" y "gracias", son las palabras
mágicas
La princesa de fuego
Hubo una vez una princesa increíblemente rica, bella y sabia. Cansada de
pretendientes falsos que se acercaban a ella para conseguir sus riquezas, hizo
publicar que se casaría con quien le llevase el regalo más valioso, tierno y sincero
a la vez. El palacio se llenó de flores y regalos de todos los tipos y colores, de
cartas de amor incomparables y de poetas enamorados. Y entre todos aquellos
regalos magníficos, descubrió una piedra; una simple y sucia piedra. Intrigada,
hizo llamar a quien se la había regalado. A pesar de su curiosidad, mostró estar
muy ofendida cuando apareció el joven, y este se explicó diciendo:
Había una vez un pulpo tímido y silencioso, que casi siempre andaba solitario
porque aunque quería tener muchos amigos, era un poco vergonzoso. Un día, el
pulpo estaba tratando de atrapar una ostra muy escurridiza, y cuando quiso darse
cuenta, se había hecho un enorme lío con sus tentáculos, y no podía moverse.
Trató de librarse con todas sus fuerzas, pero fue imposible, así que tuvo que
terminar pidiendo ayuda a los peces que pasaban, a pesar de la enorme
vergüenza que le daba que le vieran hecho un nudo.
Muchos pasaron sin hacerle caso, excepto un pececillo muy gentil y simpático que
se ofreció para ayudarle a deshacer todo aquel lío de tentáculos y ventosas. El
pulpo se sintió aliviadísimo cuando se pudo soltar, pero era tan tímido que no se
atrevió a quedarse hablando con el pececillo para ser su amigo, así que
simplemente le dió las gracias y se alejó de allí rápidamente; y luego se pasó toda
la noche pensando que había perdido una estupenda oportunidad de haberse
hecho amigo de aquel pececillo tan amable.
Un par de días después, estaba el pulpo descansando entre unas rocas, cuando
notó que todos nadaban apresurados. Miró un poco más lejos y vio un enorme pez
que había acudido a comer a aquella zona. Y ya iba corriendo a esconderse,
cuando vio que el horrible pez ¡estaba persiguiendo precisamente al pececillo que
le había ayudado!. El pececillo necesitaba ayuda urgente, pero el pez grande era
tan peligroso que nadie se atrevía a acercarse. Entonces el pulpo, recordando lo
que el pececillo había hecho por él, sintió que tenía que ayudarle como fuera, y sin
pensarlo ni un momento, se lanzó como un rayo, se plantó delante del gigantesco
pez, y antes de que éste pudiera salir de su asombro, soltó el chorro de tinta más
grande de su vida, agarró al pececillo, y corrió a esconderse entre las rocas. Todo
pasó tan rápido, que el pez grande no tuvo tiempo de reaccionar, pero enseguida
se recuperó. Y ya se disponía a buscar al pulpo y al pez para zampárselos,
cuando notó un picor terrible en las agallas, primero, luego en las aletas, y
finalmente en el resto del cuerpo: y resultó que era un pez artista que adoraba los
colores, y la oscura tinta del pulpo ¡¡le dió una alergia terrible!!
Así que el pez gigante se largó de allí envuelto en picores, y en cuanto se fue,
todos lo peces acudieron a felicitar al pulpo por ser tan valiente. Entonces el
pececillo les contó que él había ayudado al pulpo unos días antes, pero que nunca
había conocido a nadie tan agradecido que llegara a hacer algo tan peligroso. Al
oir esto, los demás peces del lugar descubrieron lo genial que era aquel pulpito
tímido, y no había habitante de aquellas rocas que no quisiera ser amigo de un
pulpo tan valiente y agradecido.
El hada fea
Había una vez una aprendiz de hada madrina, mágica y maravillosa, la más lista y
amable de las hadas. Pero era también una hada muy fea, y por mucho que se
esforzaba en mostrar sus muchas cualidades, parecía que todos estaban
empeñados en que lo más importante de una hada tenía que ser su belleza. En la
escuela de hadas no le hacían caso, y cada vez que volaba a una misión para
ayudar a un niño o cualquier otra persona en apuros, antes de poder abrir la boca,
ya la estaban chillando y gritando:
- ¡fea! ¡bicho!, ¡lárgate de aquí!.
Aunque pequeña, su magia era muy poderosa, y más de una vez había pensado
hacer un encantamiento para volverse bella; pero luego pensaba en lo que le
contaba su mamá de pequeña:
- tu eres como eres, con cada uno de tus granos y tus arrugas; y seguro que es
así por alguna razón especial...
Pero un día, las brujas del país vecino arrasaron el país, haciendo prisioneras a
todas las hadas y magos. Nuestra hada, poco antes de ser atacada, hechizó sus
propios vestidos, y ayudada por su fea cara, se hizo pasar por bruja. Así, pudo
seguirlas hasta su guarida, y una vez allí, con su magia preparó una gran fiesta
para todas, adornando la cueva con murciélagos, sapos y arañas, y música de
lobos aullando.
Durante la fiesta, corrió a liberar a todas las hadas y magos, que con un gran
hechizo consiguieron encerrar a todas las brujas en la montaña durante los
siguientes 100 años.
Y durante esos 100 años, y muchos más, todos recordaron la valentía y la
inteligencia del hada fea. Nunca más se volvió a considerar en aquel país la
fealdad una desgracia, y cada vez que nacía alguien feo, todos se llenaban de
alegría sabiendo que tendría grandes cosas por hacer.
ACROSTICOS
“Palabra”
“Avión secreto”
A veces me pregunto; si
Volar yo pudiera
Inclinarme como un pájaro
O abriendo mis brazos éstos se convirtieran en grandes alas. Para
Navegar por los cielos
“Libro”
Laura sufre de
Insomnio permanente pues
Busca algo que ha perdido. Busca y busca hasta lamentarse
Rompe en llanto por su pérdida ¿Qué será aquello que Laura ha perdido?
Oprimida de angustia Laura, seguirá buscando hasta hallar su pérdida…
“Colina”
Acróstico de RESPETO:
NOVELAS
La Noche-Buena
-I-
Eran las ocho de la noche del 24 de Diciembre de 1867. Las calles de Madrid
llenas de gente alegre y bulliciosa, con sus tiendas iluminadas, asombro de los
lugareños que vienen a pasar las Pascuas en la capital, presentaban un aspecto
bello y animado. En muchas casas se empezaban a encender las luces de los
nacimientos, que habían de ser el encanto de una gran parte de los niños de la
corte, y en casi todas se esperaba con impaciencia la cena, compuesta, entre
otras cosas, de la sabrosa sopa de almendra y del indispensable besugo.
En una de las principales calles, dos pobres seres tristes, desgraciados, dos niños
de diferentes sexos, pálidos y andrajosos, vendían cajas de cerillas a la entrada de
un café. Mal se presentaba la venta aquella noche para Víctor y Josefina; solo un
borracho se había acercado a ellos, les había pedido dos cajas a cada uno y se
había marchado sin pagar, a pesar de las ardientes súplicas de los niños.
Víctor y Josefina eran hijos de dos infelices lavanderas, ambas viudas, que
habitaban una misma boardilla. Víctor vendía arena por la mañana y fósforos por
la noche. Josefina, durante el día ayudaba a su madre, si no a lavar, porque no se
lo permitían sus escasas fuerzas, a vigilar para que nadie se acercase a la ropa ni
se perdiese alguna prenda arrebatada por el viento. Las dos lavanderas eran
hermanas, y Víctor, que tenía doce años, había tomado bajo su protección a su
prima, que contaba escasamente nueve.
Nunca había estado Josefina más triste que el día de Noche-Buena, sin que
Víctor, que la quería tiernamente, pudiera explicarse la causa de aquella
melancolía. Si le preguntaba, la niña se contentaba con suspirar y nada respondía.
Llegada la noche, la tristeza de Josefina había aumentado y la pobre criatura no
había cesado de llorar, sin que Víctor lograse consolarla.
-Estás enferma -dijo el niño-, y como no vendemos nada, creo que será lo mejor
que nos vayamos a descansar con nuestras madres.
Josefina cogió su cestita, Víctor hizo lo mismo con su caja, y tomando de la mano
a su prima, empezaron a andar lentamente.
Al pasar por delante de una casa, oyeron en un cuarto bajo ruido de panderetas y
tambores, unido a algunas coplas cantadas por voces infantiles. Las maderas de
las ventanas no estaban cerradas y se veía a través de los cristales un vivo
resplandor. Víctor se subió a la reja y ayudó a hacer lo mismo a Josefina.
Vieron una gran sala: en uno de sus lados, muy cerca de la reja, un inmenso
nacimiento con montes, lagos cristalinos, fuentes naturales, arcos de ramaje,
figuras de barro representando la sagrada familia, los reyes magos, ángeles,
esclavos y pastores, chozas y palacios, ovejas y pavos, todo alumbrado por
millares de luces artísticamente colocadas.
En el centro del salón había un hermoso árbol, el árbol de Navidad, costumbre
apenas introducida entonces en España, cubierto de brillantes hojas y de ricos y
variados juguetes. Unos cincuenta niños bailaban y cantaban; iban bien vestidos,
estaban alegres, eran felices.
-¡Quién tuviera eso! -murmuró Josefina sin poder contenerse más.
-¿Es semejante deseo el que te ha atormentado durante el día? -preguntó Víctor.
-Sí -contestó la niña-; todos tienen nacimiento, todos menos nosotros.
-Escucha, Josefina: este año no puedo proporcionarte un nacimiento porque me
has dicho demasiado tarde que lo querías, pero te prometo que el año que viene,
en igual noche, tendrás uno que dará envidia a cuantos muchachos haya en
nuestra vecindad.
Se alejaron de aquella casa y continuaron más contentos su camino. Cuando
llegaron a su pobre morada, las dos lavanderas no advirtieron que Josefina había
llorado ni que Víctor estaba pensativo.
- II -
Desde el año siguiente Víctor fue a trabajar a casa de un carpintero, donde estaba
ocupado la mayor parte del día. Josefina iba siempre al río con su madre y crecía
cada vez más débil y más pálida. Pasaba las primeras horas de la noche al lado
de su primo; pero ya no vendían juntos cajas de fósforos, sino se quedaban en su
boardilla enseñando la lectura el niño a la niña, la que hacía rápidos progresos.
Apenas Josefina se acostaba, Víctor sacaba de un baúl viejo una gran caja y
hacía, con lo que guardaba en ella, figuritas de madera o de barro, que luego
pintaba con bastante acierto. Al cabo de algunos meses, cuando ya tuvo acabadas
muchas figuras, se dedicó a hacer casas, luego montañas de cartón; por último,
una fuente. Víctor había nacido artista; pintó un cielo claro y transparente,
iluminado por la blanca luna y multitud de estrellas, brillando una más que todas
las otras, la que guió a los Magos al humilde portal.
El maestro de Víctor no tardó en señalarle un pequeño jornal, del que la madre del
niño le daba una cantidad insignificante para su desayuno, encontrando él, gracias
a una increíble economía, el medio de ahorrar algunos cuartos para comprar
varios cerillos y velas de colores.
Todo marchaba conforme su deseo, cuando al llegar el mes de Noviembre cayó
Josefina gravemente enferma. El médico que por caridad la asistía, declaró que el
mal sería muy largo y el resultado funesto para la pobre niña.
Víctor, que pasaba el día trabajando en el taller, no supo la desgracia que le
amenazaba, porque su madre se la calló con el mayor cuidado.
- III -
Llegó el 24 de Diciembre de 1868. Durante el día Víctor buscó por los paseos
ramas, hizo con ellas graciosos arcos y al anochecer los llevó a su vivienda, que
estaba débilmente iluminada por una miserable lámpara. Una cortina vieja y
remendada ocultaba el lecho donde se hallaba acostada Josefina.
Víctor formó una mesa con el tablado que le servía de cama, abrió el baúl, colocó
sobre las tablas los arcos de ramaje, las montañas, la fuente, a la que hizo un
depósito para que corriese el agua en abundancia, las graciosas figuritas;
poniendo por dosel el firmamento que él había pintado y detrás una infinidad de
luces que le daban un aspecto fantástico.
Todo estaba ya en su lugar, cuando empezaron a sonar en la calle varios
tambores tocados con estrépito por los muchachos de aquel barrio.
-¿Qué día es hoy? -preguntó Josefina.
-El 24 de Diciembre -contestó su madre, que se hallaba junto a la cama.
La niña suspiró, tal vez recordando el nacimiento del año anterior, tal vez
presintiendo que no vería otra Noche-Buena.
Víctor se acercó a su prima muy despacio, descorrió la cortina y miró a Josefina
para ver el efecto que en ella causaba su obra. La niña juntó sus manos, lo vio
todo, contemplándolo con profunda admiración, y rompió a llorar de alegría y de
agradecimiento...
El médico entró en aquel instante.
-¡Qué hermoso nacimiento! -exclamó.
-Lo ha hecho mi hijo -contestó la lavandera.
-Muchacho -dijo el doctor-, si me lo vendes te daré por él lo que quieras. Tengo
una hija que será feliz si se lo llevo, pues ninguno de los que ha visto le satisface y
ella deseaba que fuera como es el tuyo.
-No lo vendo, señor -replicó Víctor-, es de Josefina.
El médico pulsó a la enferma y la encontró mucho peor.
-Volveré mañana... si es preciso -dijo al salir.
-Víctor, canta algo para que sea este un nacimiento alegre como el de aquellos
niños que vimos el año pasado, murmuró con voz débil Josefina.
El niño obedeció y empezó a cantar coplas dedicadas a su prima, que improvisaba
fácilmente; solo que en lugar de cantarlas delante del nacimiento lo hacía junto a
la cama, teniendo una mano de Josefina entre las suyas.
Poco a poco la niña se fue durmiendo, las luces del nacimiento se apagaron y
Víctor advirtió que la mano de su prima estaba helada.
Pasó el resto de la noche al lado de ella, intentando, aunque en balde, calentar
aquella mano tan fría.
- IV -
A la mañana siguiente fue el médico, y apenas se acercó a la cama vio que la
pobre Josefina estaba muerta. La desesperación de la infeliz madre y de Víctor no
es para descrita.
Llegado el día 26, el doctor se sorprendió al ver entrar al niño en su casa.
-Señor -le dijo-, el 24 de este mes no quise vender a V. el nacimiento que había
hecho para Josefina, y hoy vengo a suplicarle que me lo compre para pagar el
entierro de mi prima, pues lo que se ha gastado lo debo a mi maestro que me ha
adelantado una cantidad. He querido saber siempre dónde está su cuerpo.
-Nada más justo, hijo mío -contestó el doctor, conmovido al ver la pena de Víctor-;
yo te daré cuanto desees.
Y pagó el nacimiento triple de lo que valía.
-Su hija de V. lo disfrutará hasta el día de Reyes-, continuó el muchacho, y esto la
consolará de haber estado el 24 y el 25 sin nacimiento.
Más tarde fue él mismo a colocarlo, después de haber asistido solo al entierro de
Josefina.
La madre de la niña estuvo a punto de perder el juicio, y durante muchos días su
hermana y su sobrino tuvieron que mantenerla, porque la desgraciada no podía
siquiera trabajar.
-V-
Algunos años después el doctor se paseaba el día de difuntos por el cementerio
general del Sur. Iba mirando con indiferencia las tumbas que hallaba a su
alrededor, cuando excitó su atención vivamente una colocada en el suelo, sobre la
que se veía una preciosa cruz de madera tallada. Debajo de dicha cruz se leía en
la piedra el nombre de Josefina. Se disponía a seguir su camino, cuando un joven
le llamó, obligándole a detenerse.
-¿Qué se le ofrece a V.? -preguntó el médico.
-¿No se acuerda V. ya de mí? -dijo el que le había parado-; soy Víctor, el que le
vendió aquel nacimiento para su hija.
-¡Ah, sí! -exclamó el doctor-; aquel nacimiento fue después de mis nietos, y aún
deben conservarse de él algunas figurillas... ¿Y qué te haces ahora?
-Para llorar menos a Josefina he querido familiarizarme con la muerte, y soy
enterrador. Aquí velo su tumba, cuya cruz he hecho, riego las flores que la rodean,
la visito diariamente y a todas horas. Me han dicho que trate a otras mujeres, que
ame a alguna; pero no puedo complacer a los que esto me aconsejan. Doctor, no
se ría V. de mí, si le digo que veo a Josefina, porque es cierto. De noche sueño
con ella y me dice siempre que me aguarda. Me ha citado para un día aún muy
lejano y no puedo faltar a su cita. Entre tanto, van pasando los meses y los años, y
estoy tranquilo considerando lo fácil que es morir y lo necio que es el que se quita
la vida, que por larga que parezca es siempre corta. Yo no me mataré nunca,
porque para merecer a Josefina debo permanecer todavía en este valle de
lágrimas. ¿Se acuerda V. de ella?
-Sí, hijo mío -contestó el médico.
-Yo nunca olvidaré aquella noche que para todos fue Noche-Buena y quizá solo
para mí fue noche mala.
-Víctor, conformidad y valor -dijo el doctor despidiéndose y estrechando la mano
del joven.
-Tal vez dirá que he perdido el juicio -murmuró Víctor cuando se vio solo-; si es
así, en esta falta de razón está mi ventura.
Y mientras esto pensaba, el doctor se alejaba diciendo:
-¡Pobre loco!
Sor María
Casado Bernardo, ¿qué le importaba a ella el mundo ya? Había sido el compañero
de su infancia, el que había enjugado sus primeras lágrimas, producido su sonrisa
primera y recogido el primer suspiro que exhaló su pecho virginal. Ella le había
amado con toda su alma, con todo el entusiasmo de la primera juventud.
¿Cómo él no la había correspondido? Blanca tenía algunos años menos que él;
aún era niña cuando Bernardo era hombre; una mujer malvada y astuta conquistó
el corazón del joven y logró ser conducida al pie de los altares, donde fueron
unidos en eterno lazo.
Blanca buscó un consuelo en la religión; no había en la tierra remedio a su pesar y
volvió los ojos al cielo. En la ciudad donde habitaba se elevaba un sombrío
convento, de altos muros, fuertes rejas y espesas celosías, y allí se encerró la
infortunada niña, sin ver las lágrimas de su madre, ni atender a los consejos de su
padre, ni escuchar los ruegos de sus amigos.
El día en que fue llevada al templo, vio a Bernardo en el camino. Él la miró con
una indefinible expresión, y Blanca creyó adivinar que el hombre a quien tanto
quería no debía ser feliz.
Acaso si Blanca no hubiese ido en carruaje, él la hubiera detenido, dirigiéndole la
palabra, quién sabe si le hubiera pedido perdón por su conducta, porque Bernardo
era culpable, había adivinado el amor de Blanca, lo había alentado con vanas
esperanzas, abandonándola sin remordimientos después.
La niña trocó sus galas por el severo traje religioso; la novicia, sin libertad de
palabra ni de acción, empezó la vida de convento resignada y acaso indiferente;
martirizó su cuerpo con ayunos y penitencias, y pasó casi todas las horas
dedicada a las oraciones.
Pero en balde intentó sujetar también el pensamiento; no se había hecho religiosa
por vocación, sino para mitigar sus penas, y el recuerdo del hombre querido le
asaltaba sin cesar, lo mismo en el interior de su celda, que en el austero templo,
que en el coro cuando, con las otras monjas, rezaba con monótono acento o
elevaba cantando himnos de gloria al Creador.
Los días se deslizaban iguales, siempre tristes; ella no tomaba parte en nada de lo
que ocurría en el convento, apenas sabía los nombres de las religiosas, y cuando
la abadesa la amonestaba por alguna involuntaria distracción, oía sus palabras sin
sentimiento por la ligera falta cometida, en la que incurría de nuevo muchas veces.
Por el triste patio adornado de raquíticos árboles y mustias flores, paseaba
melancólica y solitaria huyendo en cuanto le era dado de halagadores fantasmas y
locas ilusiones, pensando a su pesar en el ingrato, causa de su desgracia y su
clausura.
El año de novicia se pasó así. Llegó la época de pronunciar para siempre los
votos, de renunciar a todo lo terreno, al amor, al hogar, a la familia. ¿No podía
entonces volver al seno de esta, vivir para el mundo?
Bernardo estaba casado y no había esperanza de felicidad para ella. Blanca
pronunció sus votos.
Dos días después las campanas de la iglesia doblaron tristemente, las paredes se
cubrieron de negros paños, un túmulo se elevó en el centro, rodeado de
amarillentas velas; varios bancos fueron colocados uno en el frente, otros a los
lados del catafalco, y poco a poco empezaron a llenarse, ocupándolos varios
hombres, al parecer de elevada clase, todos vestidos de negro.
Dio principio el funeral. Las monjas oraban desde el coro por el eterno descanso
de la difunta, porque era una mujer.
Acabada la misa y rezados los responsos, dos hombres se pararon delante de la
celosía, tras de la cual se hallaban las religiosas.
-¿Quién ha muerto? -preguntó uno.
-La mujer de Bernardo Gómez -contestó el otro-; hace hoy nueve días.
Blanca se estremeció al oírlo y se puso densamente pálida.
Al retirarse a su celda lloró amargamente, considerando que cuando ella se unió a
Jesucristo, el hombre a quien tanto había amado era libre.
Paseando por el patio aquella tarde, triste y sola, como de costumbre, se inclinó
para coger una flor y vio junto a la planta una carta rota en menudos pedazos; le
pareció que conocía la letra, guardó los papeles, y al subir a su celda se entregó al
minucioso y difícil trabajo de unir aquellos fragmentos. La carta decía así: «Blanca
mía, después de un año de crueles, pero merecidos sufrimientos, soy libre. No
renuncio a tu amor, sin él no puedo vivir y espero me perdones. Necesito verte y
hablarte; ¿hay algún medio de conseguirlo? Tuyo, Bernardo».
La abadesa había abierto la carta de amor profano dirigida a una de sus hijas y la
había roto; a no ser así la novicia hubiera salido del convento.
Poco después los periódicos de aquella ciudad daban cuenta de dos sucesos
ocurridos el mismo día y a la misma hora.
El conocido abogado D. Bernardo Gómez se había suicidado, no pudiendo sin
duda resistir la pena que le produjo la reciente muerte de su esposa, y la joven
religiosa, que se llamó en el mundo Blanca, y en el claustro Sor María, había
muerto repentinamente.
¿Quién sabe si sus almas subieron juntas por el celeste espacio, y la de la triste e
inocente joven logró el perdón de la de su ingrato y criminal amante, para que
entrase con ella en el Paraíso?