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GRUPO DE ESTUDIOS E

INVESTIGACIONES
MARTINISTAS & MARTINEZISTAS
DE ESPAÑA
-G.E.I.M.M.E.-
Fundado el 12 de Octubre de 2.003
Inscrito en el Registro Nacional de Asociaciones con el Número Nacional 171370 de la Sección 1ª.
Ministerio del Interior. España.

BOLETÍN INFORMATIVO
Nº 62
21 de Junio de 2.019

S U M A R I O

LA SANTA E INDIVISIBLE TRINIDAD


EN EL
RÉGIMEN ESCOCÉS RECTIFICADO
Jean-Marc Vivenza

JEAN-BAPTISTE WILLERMOZ
EN LA ORDEN DE LOS ÉLUS COHEN
Alice Joly

LA SOCIEDAD DE LOS INDEPENDIENTES


Y EL
“ESPÍRITU” DEL “SAINT-MARTINISMO”
Zacarías P I

NOVEDAD EDITORIAL
Documentos Martinistas
Grupo de Estudios e Investigaciones Martinistas y Martinezistas de España
G.E.I.M.M.E.

GEIMME © 2.019
Todos los derechos están reservados de acuerdo a la Ley y a las normas de las convenciones internacionales.

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LA SANTA E INDIVISIBLE TRINIDAD


EN EL
RÉGIMEN ESCOCÉS RECTIFICADO
Jean-Marc Vivenza

[“…creo firmemente en la existencia de un sólo Dios


creador y principio único de todas las cosas,
que su acción todopoderosa ha sido manifestada en el Universo
por la triple esencia, potencia y acción indivisibles
del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”.
Profesión de Fe de los C.B.C.S.

“En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo,


que son Tres en Uno…”
Ritual de apertura del Capítulo de C.B.C.S.]

En un pasaje de su Tratado [de la Reintegración de los seres], hablando de Dios, Martines [de
Pasqually] escribió:

“Si fuera posible admitir personalidades distintas en el Creador, habría que admitir
entonces cuatro en lugar de tres, relativas a la cuatriple esencia divina que debe seros
conocida. Estas tres personas están en Dios sólo en relación con sus operaciones divinas y
no podemos concebirlas de otra manera sin degradar la Divinidad, que es indivisible y que
no puede ser susceptible, de ninguna manera, de tener en ella diferentes personalidades
distintas las unas de las otras1.”

Tal discurso, que parece surgir de la herejía modalista2, fue evidentemente difícil de aceptar
por parte de Jean Baptiste Willermoz, y no sorprende que, deseando corregir a Martines, fuese
ante todo sobre su concepción trinitaria que realizó sus inmediatos y principales esfuerzos

Texto recogido en el Apéndice I de su obra Les Élus coëns et le Régime Écossais Rectifié (Los Élus cohen y el Régimen Escocés
Rectificado, de la influencia de la doctrina de Martines de Pasqually sobre Jean-Baptiste Willermoz), Ed. Le Mercure Dauphinois,
Grenoble, Francia.
1
Tratado, § 182.
2
Herejía del siglo III, según la cual en Dios sólo hay una persona como una es también su naturaleza: los nombres de Padre,
Hijo y Espíritu Santo no son otra cosa sino aspectos diversos del Dios único, esto es, son modos de considerar a Dios en sus
operaciones ad extra: como la creación, la encarnación, la efusión de la gracia. No existe, por tanto, Trinidad en Dios sino
“monarquía” (de donde se le da también el nombre de monarquismo); y cuando decimos que el Hijo de Dios se encarnó y que
sufrió pasión y muerte, es una simple manera de hablar, puesto que, en realidad, fue el mismo Padre quien sufrió y se encarnó
y murió en la cruz (de donde también se les da el nombre de patripasianos). Los primeros padres de esta herejía parece ser
que fueron Praxeas y Noeto, de primeros del siglo III, contra los que escribieron Tertuliano (Adversus Praxeam) e Hipólito
romano (Contra Noetum); otros defensores de la herejía fueron, en Roma, Epígono, Cleomenes y Sabelio; del nombre de este
último se llamó sabeliana a la secta modalista y duró hasta el siglo V combatida por Eusebio de Cesarea (Contra Marcellum y
De ecclesiastica theologia) y por san Hilario de Poitiers (De Trinitate). Nota del Traductor.

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para llevar la doctrina de la Reintegración a una conformidad teológica libre de cualquier


rastro de heterodoxia. Realizará este proyecto desde la presentación de las Lecciones de Lyon
-actitud que sugiere cierta determinación y reflexión anterior ampliamente madurada- reite-
rando:

“El cuadro de las tres facultades poderosas innatas en el Creador nos da al mismo tiempo
una idea del misterio incomprensible de la Trinidad: el pensamiento dado al Padre, 1, el
verbo o la intención atribuido al Hijo, 2, y la operación atribuida al Espíritu, 3. Como la
voluntad sigue al pensamiento y la acción es el resultado del pensamiento y de la voluntad,
igualmente el verbo procede del pensamiento y la operación procede del pensamiento y
del verbo cuya adición misteriosa de estos tres números también da el número senario,
principio de toda creación temporal. Reconoceréis por este examen tres facultades realmente
distintas, procediendo las unas de las otras, y produciendo resultados diferentes, y, sin
embargo, todas reunidas en un mismo Ser único e indivisible3.”

Estas precisiones de Willermoz, de la más alta importancia, no solo tienen la virtud de hacer
pasar la doctrina martinesiana del cuaternario al trinitario, sino también volver a especificar
con gran rigor el lugar fundamental de las Personas, Padre, Hijo y Espíritu dentro de la Santa
Trinidad. Esta iniciativa, en Willermoz, no es simplemente la expresión de una preocupación por
no desviarse de la fe católica, sino que responde a una conciencia del significado propio del dogma
de la Trinidad en el contexto de la economía espiritual que debe operarse en cada alma, ya que,
si todos somos llamados, en tanto que hijos de Dios, a convertirnos en participantes de la natura-
leza divina (II Pedro 1: 4), aún será necesario conformarnos, en nuestro camino de divini-
zación, a la estructura íntima auténtica de esta divinidad dejándonos llenar de la gracia trinitaria,
preparándonos para poder contemplar un día, cara a cara, la circulación eterna de la energía
del amor dentro de la circunscripción de la hipóstasis.

Enunciado de la cuestión

Si creemos entonces que es necesario profundizar en los conocimientos relativos a la dimen-


sión trinitaria de Dios, no es raro escuchar, a veces, que la proclamación del dogma de la Trinidad
fue un logro tardío, debido a las poco loables maniobras del emperador Constantino habiendo
transformado el Concilio de Nicea, en el año 325 de nuestra era, en una corte pasiva de
registro, sometida a los puntos de vista imperiales en materia de teología. Esta crítica llega tan
lejos que algunos cuestionan la esencia trinitaria de la fe evangélica, bajo el pretexto de que
no sería más que un añadido autoritario extraño a la pureza de la Revelación, en total
contradicción con el verdadero espíritu del “cristianismo primitivo”, que se le imagina
obviamente libre de todo aspecto dogmático, dejando así ampliamente abierta la puerta a un
conjunto de especulaciones más o menos bien fundadas, aunque el Régimen Rectificado,
como es sabido, debe recibir en teoría en su seno sólo a cristianos o a hombres “deseosos de
llegar a serlo”. Ahora, aunque parezca obvio decirlo, es necesario reafirmar que no se puede

3
Lecciones de Lyon nº 1, 7 enero 1774, W.

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ser cristiano y no trinitario, como comprendieron perfectamente Jean-Baptiste Willermoz y


los Hermanos del siglo XVIIIº, bajo pena de rehusar la misma esencia de la Revelación y, por
consiguiente, condenarse a practicar un Régimen Escocés Rectificado que se arriesgaría a ser
vaciado de uno de sus fundamentos espirituales más importantes.

Sabemos bien que la palabra “dogma” puede resonar difícilmente a los oídos contemporáneos
para los cuales nada supera el alto valor de la libertad, pero solo puede haber libertad autén-
tica en la verdad, y en el caso del Régimen Escocés Rectificado esta Verdad lleva un nombre,
el del Divino Reparador que vino a enseñarnos (pues todos los hombres desde Adán estaban
retenidos como prisioneros bajo las cadenas del infernal tirano que originalmente se rebeló
contra el Creador), la maravillosa ley del Dios del Amor.

La presencia de la Santa Trinidad en la Escritura

Precisamente, la ley del Amor anunciada por Jesús-Cristo, se basa en este sorprendente mis-
terio trinitario, que nos muestra a Dios, al contrario de todas las tradiciones anteriores, o pos-
teriores, no como un ídolo narcisista y esquizofrénico, satisfecho consigo mismo, autista y
febrilmente apegado a su poder deleitándose en su dominación, indiferente e impasible, celoso
de sus prerrogativas e incluso, a veces, de sus criaturas, sino, por el contrario, como un fecundo
Principio de relación tripartita, Principio universal fundado sobre la gratitud, el intercambio,
la apertura y la compasión entre los seres.

La originalidad del Dios de la Biblia proviene del hecho de que no es el Primer motor necesario
de los filósofos, el Gran relojero impasible y sin rostro, ni el demiurgo irracional e impredecible
de los cultos mistéricos, sino que proviene precisamente de su voluntad de establecer
“alianzas” con la totalidad de su Creación, no de encerrarse en la inaccesibilidad de su
inmensidad, su omnisciencia y su eternidad, deseando al contrario establecer una “relación” con
aquél que él formó a su propia imagen y semejanza, y para hacerlo, comprometerse Él mismo,
concretamente como una Persona que habla directamente al hombre en la Historia, lo que es
único y excepcional desde el punto de vista del hecho religioso.

El profeta Isaías había escuchado en su visión la invocación de los serafines diciendo en voz
alta en el cielo: “Santo, santo, santo, Dios de los ejércitos” (Clamantes alter ad alterum: Sanctus,
sanctus, sanctus, Dominus Deus exercituum, Isaías 6: 3), mostrando, por esta triple aclamación
la Trinidad en Dios, pero es sobre todo Moisés quien, después de haber encontrado a Dios
sobre el Horeb: “El Eterno, nuestro Dios, es un solo Dios” (Deuteronomio 6, 4), declarará que
este mismo Dios, desde las primeras líneas de la Sagrada Escritura, se revela como Elohim, ya
sea en plural empleando un verbo o en singular para expresarse, y esto de manera particular-
mente significativa cuando da la existencia al hombre:

“Entonces dijo Dios: Hagamos al ser humano según nuestra imagen, conforme a nuestra
semejanza, y tengan dominio sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, sobre el
ganado, sobre toda bestia de la tierra y sobre todos los reptiles que se arrastran sobre

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la tierra. Creó, pues, Dios al género humano conforme a su imagen, a imagen de Dios lo
creó; varón y mujer los creó” (Génesis 1: 26-27).

Esta declaración deja entonces percibir ya sensiblemente, en una extraña revelación de la


naturaleza dual, masculina y femenina, de Dios, el misterio trinitario que aparecerá clara-
mente en la famosa frase que Dios expresó después de que Adán hubo comido del fruto del
árbol del conocimiento del bien y del mal:

“Y el Dios Eterno dijo: He aquí que Adán se ha vuelto como uno de nosotros” (Génesis
3:22).

Además, el episodio de la visita del Eterno a Abraham junto a la encina de Mamre, es sufi-
cientemente significativo para que no sea necesario insistir más en ello, aunque esta presencia
del Señor, bajo la forma de tres enviados desconocidos, es extremadamente llamativa como
una prefiguración evidente de la revelación del carácter trinitario de Dios:

“Después el Eterno se le apareció en la encina de Mamre, mientras él se encontraba


sentado a la entrada de la tienda en pleno calor del día. Al levantar sus ojos y mirar, he
aquí que había tres varones de pie frente a él; y al verlos corrió desde la puerta de la
tienda para encontrarlos, y se postró en tierra” (Génesis 18: 1-2).

En los Salmos, también encontramos esta fórmula sorprendente: “El Señor le dice a mi Señor:
Siéntate a mi diestra [...] te he engendrado de mi seno antes de la estrella de la mañana”
(Salmo 110, 1-3), mostrándonos a Dios hablando a un Hijo, manifiestamente nacido de él, un
Hijo, realmente distinto del Padre.

Sin embargo, como podemos ver, la revelación del misterio trinitario se deja ciertamente
adivinar en estos pasajes elegidos de las Escrituras, pero se siente que Dios esperaba el
momento oportuno para revelarse plenamente como la Santísima Trinidad, verdad sagrada
fuera de toda capacidad de la inteligencia humana que será manifestada plenamente solo por
Cristo.

De hecho, Dios deseó, piensan algunos Padres de la Iglesia, que esta verdad fuese anunciada
no bajo la antigua ley, porque los judíos estaban muy inclinados a la idolatría y habrían podido
ser tentados a adorar a tres dioses en las tres Personas de la Trinidad, sino bajo la nueva ley,
porque la plena manifestación de este inefable misterio estaba reservada para la época en
que el Hijo unigénito del Padre apareciera en el mundo como hombre, enviándonos luego al
Consolador, al Espíritu Santo, acompañado de toda la abundancia de sus dones de ciencia y
sabiduría, permitiendo así una comprensión justa confiriendo las luces necesarias frente a la
grandeza infinita de la Divinidad.

Esto además es lo que demuestra una lectura cuidadosa de la Sagrada Escritura, porque nadie
puede negar que esta singular presencia de la Trinidad, aunque el término nunca se usa, se

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expresa en el Evangelio, desde el mismo momento del anuncio del nacimiento del Señor a
María: “El Espíritu Santo vendrá, y el poder del Altísimo reposará sobre ti; por eso, Santo es el
que nacerá de ti y será llamado el Hijo de Dios” (Lucas I, 35), como en el momento del bautismo
de Jesús, cuyo testimonio posee un valor excepcional ya que el evento es reportado de manera
idéntica por los tres sinópticos que nos explican que el Espíritu apareció en forma de paloma,
y que la voz del Padre se hizo oír desde lo alto de los cielos en el preciso momento en que el
Hijo era bautizado:

“…y vio al Espíritu de Dios descendiendo como una paloma, y vino sobre Él. Y he aquí,
surgió una voz del Cielo que decía: Éste es mi Hijo amado en quien me he complacido”
(Mateo 3: 16-17).

En la Transfiguración encontramos una vez más a las tres Personas de la Trinidad de manera
explícita, ya que, frente al Hijo, el Padre habla, y el Espíritu se deja percibir bajo la forma de
una nube:

“Aún estaba él hablando, cuando he aquí los cubrió una nube resplandeciente, y de la
nube surgió una voz que dijo: Éste es mi Hijo amado; en Él me he complacido. A Él obe-
dezcan” (Mateo 17: 5).

Por otro lado, las tres Personas de la Santísima Trinidad están expresamente nombradas en
los siguientes pasajes:

“Yo rogaré a mi Padre y Él os dará otro Consolador” (Juan 14:16); “El Consolador, el
Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas y os
recordará todas las cosas que os he dicho” (Juan 14:26).

Finalmente, es necesario mostrar una singular ignorancia de las Escrituras para olvidar que la
afirmación de la Santísima Trinidad atraviesa toda la Revelación evangélica y se expresa en la
ejecución del primer mártir de la fe, Esteban, reportada en estos términos por los Hechos de
los Apóstoles:

“Pero él, lleno de fe y del Espíritu Santo, miró hacia el Cielo y vio la gloria de Dios y a
Jesús que estaba de pie a la diestra de Dios, y dijo: He aquí, veo el Cielo abierto y al Hijo
del Hombre de pie a la diestra de Dios”.
(Hechos 7: 55-56)

También se reafirma esta presencia trinitaria con particular fuerza por el apóstol Pablo, quien
menciona a las tres Personas de la Trinidad en su famosa fórmula de bendición a los Corintios
que la Iglesia conserva en su liturgia:

“La paz de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo
sean con todos ustedes. Amén” (2 Corintios 13:13),

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seguido exactamente por Pedro cuando dice, dirigiéndose para saludar a los cristianos de la
dispersión del Ponto en Galacia, de Capadocia, de Asia y de Bitinia, que permanecían entre las
naciones:

“…que fueron escogidos por el previo conocimiento de Dios Padre, mediante la


santificación del Espíritu, para que sean obedientes, y para ser rociados con la sangre
de Jesucristo” (1 Pedro 1, 1-2).

Todos estos ejemplos nos muestran claramente que el Padre, el Hijo y el Espíritu, actúan y
“operan” juntos en la unidad tripartita de un solo Dios en tres Personas, Trinidad Santa
presente desde las primeras páginas de las Escrituras y que se desvela completamente sólo
cuando, por la gracia de Jesús Cristo, el misterio de la piedad se reveló a los hombres de fe:

“E indiscutiblemente, grande es este misterio de la justicia: Él fue manifestado en carne,


justificado en Espíritu, visto por los ángeles, proclamado entre las naciones, creído en el
mundo y ascendido en gloria” (I Timoteo 3, 16).

Controversias teológicas y dogmáticas

Sin embargo, a pesar de esta presencia indiscutible del misterio trinitario en las Escrituras, los
debates sobre la cuestión de la naturaleza de las Personas divinas se desarrollaron muy pronto
en la Iglesia desde los primeros siglos, y fueron objeto de vigorosas disputas que debieron ser
resueltas por decisiones colegiales episcopales bajo pena de provocar disensiones peligrosas
poniendo en riesgo las verdades de la fe y la unidad de la asamblea. Es después del período
conocido como la “era de las persecuciones”, que comienza a fines del primer siglo y casi
termina con Constantino (288-337) por la última gran persecución decidida por el emperador
Diocleciano (245-313), que realmente comenzaron serias disputas dentro de la Iglesia. Inicial-
mente, la persistente negativa de los cristianos a participar en otros cultos que el celebrado en
memoria de Jesús Cristo, al no aceptar inclinarse religiosamente ante los dioses tutelares o el
emperador, irritó bastante a las autoridades y condujo a querer obtener, por imposición, que los
discípulos de Cristo quemasen perfumes a los ídolos. Estamos informados de lo que provocó
la ira del gobierno romano por medio de las cartas de Plinio (103) y de Trajano (107), que reportan
numerosos hechos que debieron exasperar prodigiosamente a los paganos y disponerlos a com-
batir duramente a los cristianos para hacerlos abjurar de su fe. Pero lejos de abatir a la Iglesia,
ésta no dejó de crecer bajo la prueba y aumentó considerablemente el número de los que abra-
zaron la fe en Cristo. Sin embargo, otras fuerzas llegaron a poner en peligro las enseñanzas de
la Revelación, dirigidas esta vez por aquellos que, aunque parecían aceptar la doctrina cristiana,
trabajaron para corromperla desde dentro. El apóstol Pedro ya había advertido a los cristianos
con estas palabras: “también habrá entre ustedes falsos maestros que introducirán herejías destruc-
tivas y negarán al Señor que los redimió” (2 Pedro 2, 1). Luego, a su vez, Pablo también advertirá
a los ancianos de Éfeso contra futuros “lobos” que predicarían doctrinas inexactas: “porque sé
que después de que yo me haya ido, vendrán a ustedes lobos crueles que no perdonarán al
rebaño, y aún se levantarán hombres de entre ustedes mismos que hablarán cosas perversas,

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de modo tal que desviarán a los discípulos para que vayan en pos de ellos” (Hechos 20: 29-30).
Sin embargo, el uno y el otro no sospecharon tal vez la importancia de esta lucha para
preservar la pureza de la fe, y los considerables problemas que, muy pronto, surgirán en el
seno mismo de la asamblea de creyentes. Varias “herejías”, es decir, puntos de vista separados
según la etimología (del griego haïrent significa “elegir”, que dará la palabra hairesis, designando
en la Antigüedad las corrientes filosóficas autónomas o aisladas), se han manifestado desde
los primeros tiempos de la iglesia, y una multitud de corrientes: sectas judaizantes, dualistas,
etc., propagaban tesis erróneas contrarias en todo punto a las verdades del Evangelio. Pero el
más peligroso de todos los ataques fue el que abordó la cuestión del lugar y el estado de las
personas Divinas, arrastrando detrás una estela burbujeante de múltiples confusiones e inexac-
titudes temibles.

Herejías anti-trinitarias

Una de las primeras manifestaciones estructurada y organizada de herejía no trinitaria es


debida a Sabellius (siglo IIIº) de Libia, que llegó a Roma en 215 para predicar sus puntos de
vista, sosteniendo que en Dios sólo había una persona, las distinciones establecidas entre el
Padre, el Hijo y el Espíritu, no eran, según él, más que atributos u “operaciones”, pero en ningún
caso correspondían a personas subsistentes. Los sabelianos negaron que pudiera haber, en Dios,
un Hijo y un Espíritu como personas, no viendo en la Trinidad más que la naturaleza divina vista
simplemente bajo sus tres aspectos, o su «triple poder»: substancia, pensamiento y voluntad.
Según esta teoría, Jesús-Cristo no era verdaderamente el Hijo de Dios, era un elegido, sin duda
el más elevado, pero no poseía ninguno de los caracteres del Verbo como segunda Persona
de la Trinidad. La Encarnación se resumía entonces, para ellos, en la recepción de una “efusión”
de virtud y sabiduría, privando a Cristo del sufrimiento de la Pasión en favor de un simple
castigo de su envoltura carnal que no habría afectado verdaderamente al Redentor. Es notable
constatar que la doctrina sabeliana poseía en germen todo lo que se desarrollará luego como
posiciones anti-trinitarias, bajo las diversas denominaciones de modalismo, arrianismo, etc.,
de las que se encuentran las últimas huellas en el siglo XVIº en el socinianismo y, más próximo
a nosotros, en el unitarismo.

Poco después de la muerte de Sabellius, debido a que sus ideas se abrieron camino en gran
medida, fue necesario que los obispos tomasen medidas, tanto en Oriente como en Occidente,
para aplacar los conflictos que tomaban proporciones inquietantes. En efecto, después de que
Justino el apologista (100-165) hubiese formulado la doctrina del Cristo Logos, como “Palabra
preexistente” de Dios, apoyándose en el Prólogo del Evangelio de Juan, el problema de la
Unidad de Dios reaparecía constantemente en los debates, teniendo muchos dificultad para
depositar su fe en un solo Dios, que se oponía brutalmente al politeísmo de los paganos, y su
devoción hacia Jesús-Cristo el Hijo de Dios, Dios Él mismo y no obstante hombre.

¿Se trataba de otro Dios -interrogaban muchos de los nuevos convertidos del paganismo-, de
un Dios diferente del Padre, de dos personas diferentes, de dos divinidades distintas?
¿Estaban habitadas por el mismo Espíritu?, ¿eran solo la manifestación de una idéntica unidad

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Divina? Muchas preguntas que exigían una respuesta clara y definitiva, de acuerdo con las
luces de la Revelación.

Con el fin de preservar la unidad de Dios, algunos creyeron posible desarrollar concepciones
en las que Jesús se veía privado de su divinidad; así lo hizo el grupo de monárquicos dinámicos,
representado por Théodote Corroyeur (siglo IIIº) y sus discípulos, quienes imaginaron que
Cristo no era más que un hombre al que Dios le confirió su poder o su fuerza (dynamis) por el
bautismo, constituyendo una especie de adopción privilegiada, opinión que fue rechazada en
Roma por Víctor en el 190. Menos de setenta años más tarde, fue Pablo de Samósata (siglo
IIIº) quien, a su vez, deseando moderar las convicciones de Théodote, reconoció a Jesús como
el Logos, pero rehusó sin embargo considerarle como una persona distinta para verlo sólo
como una “manifestación” (modus) de Dios, y este último puede actuar según “modalidades”
particulares como Creador, Hijo o Espíritu; en el 268 los obispos de Asia Menor condenaron
enérgicamente las posiciones modalistas y excomulgaron a Pablo de Samósata, obispo piadoso
que no obstante fue profundamente amado por sus fieles. Por su parte, Noët de Esmirna (siglo
IIIº), en la misma época, comenzó a proclamar una teoría conocida bajo el nombre de «patri-
pasianismo», según la cual Jesús estaba presente bajo un velo, el del cuerpo, conservando una
sola naturaleza divina, despertada al tercer día después de la crucifixión de él mismo, haciendo
que Dios Padre tuviese, como tal, indiferenciado en el Cristo pero oculto bajo su forma, que
sufrir los dolores de la Cruz. Será necesario para resolver estos conflictos perpetuos que nunca
dejaron de molestar a los cristianos, y esto mucho antes de Nicea, que Tertuliano (155-222)
intervenga en persona con todo el peso de su ciencia teológica, que era considerable, para
resolver las dificultades conceptuales, y afirmar solemnemente que, si bien eran diferentes,
el Padre, el Hijo y el Espíritu eran de la misma sustancia (substancia) o naturaleza, que eran
tres Personas distintas que se diferenciaban:

“no por su naturaleza, sino por su forma, no por su poder, sino por su manifestación;
hay tres personas en Dios, no por edad, sino por grado, no en sustancia, sino en la forma;
hay un sólo Dios, en el que se encuentran estos grados, esta forma, esta semejanza, bajo
el nombre de Padre, y de Hijo, y de Espíritu Santo” (En Apolog.).

Lejos sin embargo de poner fin a la querella teológica, no se tarda en ver surgir de nuevo los
mismos e idénticos problemas, esta vez llevados por una personalidad poderosa, el arzobispo
Arrio (280-336), que casi divide y rompe definitivamente la cristiandad en dos bloques
irreductibles. Arrio dice que “Dios es absolutamente uno y sin principio; el Hijo engendrado
por el Padre, no es ni eterno ni igual al Padre, y no comparte con él su carácter de no-engen-
drado”. El obispo de Alejandría ya había obtenido, en un sínodo, la excomunión de Arrio en el
318, pero los respaldos poderosos de Arrio, incluyendo a Eusebio de Nicomedia, habían
dejado casi sin efecto la decisión. La doctrina funesta de Arrio, no solamente despojaba y
privaba a Jesús-Cristo de su gloria sobre todas las cosas como Dios y Verbo, sino que destruía
los fundamentos mismos de la Redención, puesto que si el Salvador no había sido más que
una criatura le era entonces imposible salvar a la humanidad, lo que vendría a anular el valor
del santo sacrificio de la Cruz, y eso correspondía además, entre paréntesis, a lo que busca

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Satanás desde el principio de los tiempos, que trabaja para reducir o desposeer de su sentido
el significado de la Pasión y la Resurrección de Cristo que establecen, de manera cierta, el
triunfo de la Vida contra los poderosos lazos de la muerte, y la mina [artificio explosivo]
definitiva del enemigo de Dios que sabe por tanto que la batalla está perdida y que su tiempo
le es contado. Sin embargo, el momento era serio, Arrio ponía tal celo en su prédica, obtenía
tal difusión de sus ideas perniciosas, y sus partidarios fueron tan numerosos en la Iglesia, que
era grande el riesgo de ver a los cristianos pasar al campo de la falsa doctrina.

La importancia de Nicea

De hecho, ante la urgencia de la situación, cuando se reunieron en Nicea el 20 de mayo del


325 los doscientos veinte obispos en presencia de Constantino, su tarea era evidente. Era
necesario decidir el sentido de la verdad del Evangelio preservando la divinidad de Jesús-
Cristo, a fin de restablecer la calma entre los creyentes. Los obispos, después de debates ani-
mados, establecieron lo que se llamará el “Símbolo de Nicea”, definiendo a Cristo como
“verdadero Dios, engendrado, no creado, de la misma naturaleza (homo-ousios) del Padre”. Esta
profesión de fe, que reguló la situación del Hijo, no puso sin embargo fin a las disputas; los
discípulos de Arrio aprovecharon que la divinidad del Espíritu Santo no figuraba en el orden
del día en Nicea para continuar expandiendo su doctrina, no sin obtener gran éxito incluso entre
los sucesores de Constantino. Obligado por la fuerza de los acontecimientos, Basilio el Grande
(329-379) tuvo que intervenir a su vez en la lucha teológica, dilucidando, gracias a su desa-
rrollo basado en la noción de “hipóstasis”, numerosos puntos oscuros, permitiendo definir, no
sólo la identidad, sino también la igualdad de la naturaleza entre el Padre y el Hijo. Afirmará:

«Dios el Padre, el Cristo y el Espíritu Santo son hipóstasis, personas distintas que existen
como tales mientras que no son más que de una sola y misma naturaleza o sustancia
(ousia)».

Será necesario sin embargo que sea convocado otro Concilio, en el 381 en Constantinopla,
segundo de los grandes Concilios ecuménicos, para que sea abordada la cuestión del Espíritu
Santo. Este segundo Concilio retomará la profesión de fe de Nicea añadiendo que “el Espíritu
no es nacido de Dios, como el Cristo, sino que procede de Dios”. Se formalizará esta declaración
dogmática bajo el nombre de “Símbolo de Nicea-Constantinopla”, que el Concilio de Calcedonia
en 451 declarará obligatorio. Así será decretado, y fijado definitivamente, el dogma de la
Santísima Trinidad que, desde ese momento, es reconocido y admitido por el conjunto de las
confesiones de la cristiandad, católica, ortodoxa o protestante, poniendo feliz término a
décadas de desgarros, combates y problemas continuos.

Desde esa época lejana, la expresión “dogma”, según la aceptación cristiana del término,
designará en adelante una verdad de fe de carácter universal y obligatorio que, aunque es
parte de una formulación humana desde entonces proclamada en las grandes reuniones
eclesiásticas de la Iglesia primitiva, como lo fueron los primeros Concilios, reclaman, sin em-
bargo, la autoridad divina mediante una interpretación justa de la Sagrada Escritura que

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contiene, en germen, un conjunto de proposiciones que encontraron en las formulaciones


“dogmáticas” de los Padres la aclaración indispensable que era importante dar a los creyentes.

Carácter original de la fe trinitaria

Si bien se ha podido hablar, para desafiar la autoridad de los primeros Concilios, de una
imprecisión teológica general sobre el dogma de la Trinidad entre los padres antenicenos,
Robert Amadou afirmará también:

“Ninguna tesis cristológica es herética ante el Concilio de Nicea en el 325. Antes y


después, diferentes teologías tienen derecho a explicar el mismo dogma cristiano4”.

Los argumentos presentados, por tanto, no dejan de indicarnos, con una insistencia singular,
la existencia de muchas comunidades de sensibilidad judeo-cristiana al margen del cristia-
nismo oficial que se ha perpetuado a lo largo de los siglos proponiendo una interpretación
original de la Revelación. Por ejemplo, en el 150, Justino distinguirá dos categorías de judeo-
cristianos:

“Aquellos que comparten la fe común, pero permanecen fieles a las observancias judías,
y que son los descendientes de la comunidad de Santiago; otros que reconocen a Jesús
como Cristo, mientras dicen que él fue un hombre entre los hombres. Justino no pronuncia
la palabra ebionita para este grupo. Pero los registros de Ireneo, de Orígenes, de Eusebio,
ven todos en esta declaración que Cristo es un hombre como los demás, nacido de José y
María, el rasgo característico del ebionismo5”.

Estas dos corrientes desarrollaron una forma de cristianismo heterodoxo arcaico, que repre-
senta una tendencia apocalíptica de la corriente mesiánica, mientras que al mismo tiempo
veían la luz, después de la segunda destrucción del segundo Templo de Jerusalén en el 70, los
clásicos núcleos talmúdicos que, aunque aislados del culto sacrificial, permanecieron apegados
a la conservación de la ley, núcleos talmúdicos representados por Yohanan ben Zakkai, luego
por Gamaliel II (45/55-115/118) y Juda le Saint (+200), que constituyeron, con el tiempo un
gran consejo fijando el canon de los libros sagrados hebreos reorganizando el judaísmo en
torno a la enseñanza de la Torah, dando origen a las sectas proféticas que admitieron, cierta-
mente, el Evangelio, mientras rechazaban la divinidad de Jesucristo, sectas de las cuales hablan
los escritos de los pseudo-clementinos o los tratados mandeistas, un medio relativamente
compuesto del cual nacerá, luego, un poco más tarde, el gnosticismo dualista.

Por lo tanto, son convocados para apoyar esta tesis que sostiene la existencia de una teología
con múltiples formulaciones dentro del cristianismo ante-niceano: los Ebionitas, judíos venidos a
Cristo mirándolo únicamente como el más grande de los profetas pero rehusando considerarlo
como el Hijo de Dios, los Elkasaitas cercanos a los Ebionitas pero que se distinguen por un fuerte
4
Robert Amadou, Prefacio a Las Lecciones de Lyon, op. cit., p.23.
5
J. Daniélou, La Iglesia de los primeros tiempos, Seuil, 1985, p. 66.

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rechazo del apóstol Pablo, apoyando la realidad de múltiples “encarnaciones” del Salvador
bajo varias caras a lo largo de la Historia, los Nazarenos que han preservado, a pesar de su paso
al cristianismo, observancias judías (sabbat y circuncisión), los Zelotes mesiánicos cristianos
que esperan y trabajan para acelerar el advenimiento de la Parusía final que establecerá para
siempre el Reino de Dios en la tierra, los Carpócratas que sostenían que la Creación fue obra
de ángeles inferiores, según los cuales el Eterno había delegado su autoridad en espíritus
intermedios para que constituyeran el mundo y todo lo que allí se encuentra, teniendo el alma
que cumplir una misión imperativa aquí abajo atravesando las diferentes esferas angélicas
para alcanzar la Divinidad, e incluso se puede agregar a esta lista, ya muy larga y no exhaustiva,
algunas iglesias relativamente salvadas por el gran movimiento general de codificación doc-
trinal iniciado por la cristiandad dentro de las fronteras del Imperio Romano, como por ejemplo
la iglesia de Antioquía que se origina en el cristianismo palestino que transmite una concepción
probablemente menos fija, con contornos más matizados y, por decirlo suavemente, menos
rígida que los misterios de la fe.

La imposibilidad de una teología separada

Pero esta idea de una teología separada, casi independiente, que toma varias caras dentro del
cristianismo naciente, por generosa que sea, recibe sin embargo su negación categórica cuando
se examinan seriamente los textos de los doctores de la fe de los primeros siglos, textos que
trazan una frontera clara entre la ortodoxia y la herejía. En Justino, jefe de la didascalia de Roma,
santo y mártir, en Teófilo (IIº), precisamente obispo de Antioquía y santo, en Athenagoras (IIº),
encontramos la misma fe, la afirmación de una creencia trinitaria idéntica. Además, enfatizará
Jules Lebreton en su monumental estudio que trata sobre la historia del dogma trinitario:

“Las obras de estos tres escritores [Justino, Teófilo y Athenagoras], manifiestan una fe
sincera; se puede decir [...] que sus declaraciones son suficientes para dar a conocer el
dogma de la Trinidad y derrocar la herejía de Arrio y la de Sabellius. En ellos, como en
todos los demás anteniceanos que pertenecen a la Iglesia, se ve afirmar la Unidad de
Dios y la Trinidad de Personas y la verdadera generación del Hijo, que no es una criatura
del Padre sino que nació de su propia sustancia, dogma que es el fundamento de la fe
de Nicea; los doctores anteniceanos lo confiesan unánimemente6”.

¿Por qué tanta unidad y precisión en las declaraciones doctrinales muchos años antes de
Nicea? Simplemente parece ser que durante el rito bautismal, del que se conoce bien el
desarrollo hoy en día gracias a los sabios estudios realizados sobre el tema, se le pedía al nuevo
cristiano que recitara una especie de profesión de fe, una declaración relacionada precisa-
mente con el contenido de su creencia. Sabemos que el período de bautismos estaba compren-
dido entre las fiestas de Pascua y de Pentecostés; previamente a la ceremonia se preparaba a
los catecúmenos durante cuarenta días por el ayuno y la oración y se les hacía aprender de
corazón el Padrenuestro, instruyéndoles profundamente en los sacramentos y la disciplina de
6
J. Lebreton, Historia del dogma de la Trinidad, vol. II, Beauchesne, 1928, p. XIX.

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la Iglesia. Llegado el día, a medianoche, las mujeres y los hombres separados por una cortina,
el obispo, a la sola luz de las antorchas, bautizaba a los nuevos creyentes que, extendiendo la
mano hacia el oeste, decían: “Yo renuncio a ti Satanás, a todas tus obras, a todas tus pompas
y a todo tu servicio”, luego girándose hacia el este, ellos proclamaban su fe declarando con
voz fuerte: “Yo creo en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo”. Luego eran ungidos con
aceite consagrado, y el obispo los conducía hacia la cisterna, donde eran sumergidos tres
veces, confesando en cada inmersión su fe en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo;
después se les revestía con una túnica blanca que simbolizaba la pureza restaurada del alma
regenerada en Cristo, recibían el beso de la paz y se les ofrecía un poco de miel y leche.
Seguidamente eran admitidos para recitar la oración dominical y, finalmente, autorizados a
participar en la santa Cena. Así, como constatamos, en el mismo acto de bautismo, que se hacía
por esa triple inmersión, consagrando sucesivamente a cada una de las tres personas divinas
al nuevo “hijo de Dios”, se interrogaba al neófito sobre la autenticidad de su fe.

El interés de este vínculo entre la naturaleza de la fe y el bautismo proviene del hecho de que
la liturgia bautismal, desde los primeros días del cristianismo, para nada nace de una preo-
cupación polémica o dogmática, sino que responde a un deber evangélico que el mismo Jesús
demanda a sus apóstoles:

“Id pues y haced discípulos en todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre,
y del Hijo, y del Espíritu Santo...” (Mateo 28:19).

De esta manera, esta liturgia primitiva, verdadero rito de iniciación que acabamos de descubrir y
de explicar, dominará y tendrá autoridad sobre todas las controversias dogmáticas abordadas,
puesto que ella fue anterior a todas:

“Así, la inmersión bautismal y la profesión del símbolo son dos elementos inseparables de
una misma cita; en un texto, San Cipriano puede decir que “se bautiza por el símbolo”;
y todo esto junto es el sacramento de la fe, “sacramentum fidei”, como le gusta llamarlo
a Tertuliano. Desde el principio, se exigía del nuevo bautizado una profesión de fe: esto
es lo que pide el diácono Felipe al eunuco de la reina Candace (Hechos 8:37); esto es lo
que san Pablo pide a todos al convertirse; confesar que Jesús es el Señor y creer de
corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos (Rom 10:9); esta profesión de fe
testificaba la adhesión del neófito a la catequesis tradicional, como lo encontramos
recordado, por ejemplo, en I Cor 15:3 sig. [...] De todo lo que precede un hecho aparece
con evidencia plena: el dogma de la Trinidad, así como el dogma cristológico, es, desde
el principio, el objeto esencial de la fe cristiana, confesado como tal por cada cristiano
en su bautismo; esta constatación tiene para la historia que nosotros estudiamos una
importancia capital7”.

Y es verdad que esta constatación demuestra, de manera incontestable, que las decisiones
conciliares se inscribieron en una continuidad tradicional, en perfecta lógica con el inicio de
7
J. Lebreton, op. cit., pp. 140-142 ; 146 ; 160.

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los tiempos apostólicos, y que el cristianismo primitivo de los primeros momentos después de
Cristo, a pesar del carácter frágil, desigual y débilmente organizado de la asamblea de cre-
yentes, no obstante, requería a los jóvenes conversos una adhesión manifiesta y clara a los
dos grandes principios de la nueva fe: la divinidad de Jesucristo y la esencia trinitaria de Dios
revelada por el Evangelio: Padre, Hijo y Espíritu. De aquí en adelante, naturalmente, cuando
surgieron las amenazas de confusión ocasionadas por los opositores de la fe, o una deformación
de la enseñanza evangélica por las diversas herejías, [estos principios] se presentaron:

“para defender el dogma tradicional contra estos nuevos errores, el arma más efectiva
fue el símbolo, y se le dio más fuerza uniendo las fórmulas [trinitaria y cristológica
pronunciadas en el bautismo] en la unidad de una misma regla de fe. Esta unificación de
fórmulas preparaba todo para lo misma: ambas reclamaban el mismo origen apostólico,
ambas tenían como objeto las creencias esenciales de la Iglesia, ambas eran exigidas a
los neófitos y necesariamente pertenecían a la iniciación cristiana8”.

Implicación espiritual del dogma

San Ireneo (430-202), antiguo obispo de la capital de la Galia, a quien Jean-Baptiste Willermoz,
un buen lionés legítimamente vinculado a su herencia religiosa histórica, tenía en gran estima,
cuando quiere oponer la fe de los apóstoles a la gnosis dualista se apoyará en su demostración
de las promesas pronunciadas con motivo del bautismo y declarará magistralmente:

“Es una tradición firme que proviene de los apóstoles, que nos hace contemplar una sola
y misma fe, todos manifestando el mismo Dios Padre, todos creyendo en la misma eco-
nomía de la Encarnación del Hijo de Dios, todos reconociendo el mismo don del Espíritu.
Esto es lo que la fe nos asegura, tal como los presbíteros, discípulos de los apóstoles, nos
han transmitido. En primer lugar, nos obliga a recordar que hemos recibido el bautismo
para la remisión de los pecados, en el nombre de Dios Padre, y en el nombre de Jesucristo,
el Hijo de Dios, que es encarnado, es muerto y resucitado, y en el Espíritu Santo de Dios.
Aquí está la enseñanza metódica de nuestra fe, la base del edificio y el fundamento de
nuestra salvación” (Adv. haer., v, 20, 1177).

Por eso la visión trinitaria conduce a la justa adoración del misterio divino:

“Las tres personas tienen una triple sustancia y son objeto de una adoración personal
porque adoramos al Padre, porque él es el Padre, como engendrando al Hijo; adoramos
al Hijo como engendrado por el Padre; y al Espíritu Santo participando en la misma sus-
tancia que el Padre y el Hijo. Así, aunque la adoración esencial de Dios, como Dios, es
una, sin embargo la adoración personal es triple; porque la adoración personal que es
propia al Padre, como Padre, no puede ser dirigida al Hijo como Hijo; ni al Espíritu Santo,
como Espíritu Santo: eso sería confundir las tres personas divinas, como lo hizo Sabellius;

8
Ibid. p. 161.

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realmente distintas unas de otras, forman tres hipóstasis y sustancias reales. Debemos
adorar la propiedad en las personas, la unidad en la esencia, la igualdad en la majestad9”.

Al entrar, con prudencia, en las magníficas profundidades de la Santísima Trinidad, San Agustín
(354-430) dirá:

“El Padre está completo en el Hijo y en el Espíritu Santo; el Hijo está completo en el Padre
y en el Espíritu Santo; y el Espíritu Santo está completo en el Padre y en el Hijo10”.

Tendrá además esta oración emotiva, que testimonia la grandeza del misterio trinitario:

“Oh, Trinidad santa, solo vos os conocéis perfectamente; Trinidad augusta, infinitamente
por encima de todo lo admirable, inenarrable, inaccesible, incomprensible, ininteligible,
esencial, que sobrepasa esencialmente toda inteligencia, toda razón, todo espíritu, toda
esencia de los ángeles; Trinidad que es imposible de expresar, de pensar, de comprender,
de conocer, incluso para los ojos de los ángeles. Oh, Trinidad sagrada, oh unidad triple,
oh inmensidad única, caridad inmensa, verdad querida, suavidad verdadera, fidelidad
dulce, eternidad feliz; nuestro Dios, nuestro amor, nuestro honor, nuestro gozo, ¡nuestro
todo!11”

Es por eso que Cornelio Lapide explicará, comentando los textos de Agustín:

“Los serafines repiten tres veces: Santo, santo, santo, para marcar 1º) la santa Trinidad
en la unidad de la esencia; 2º) para marcar el abismo de la santidad, del cual tanto los
hombres como los ángeles, y Jesucristo mismo, como hombre, obtienen toda su santidad,
como los rayos emergen del sol y disparan su luz. Tres veces santo, es decir, muy santo...;
3º) para marcar que quien quiera ir a Dios en el cielo, debe ser santo12...”

El Agustinismo de Willermoz: el Alma como espejo de la Trinidad

Continuando con nuestro estudio, y para hacernos conscientes de las vertiginosas alturas a las
que conduce la contemplación del misterio trinitario, se descubre enseguida, gracias a San
Agustín, que es posible acceder a la comprensión del significado del intercambio entre las Personas
dentro de la Trinidad por un examen de lo que se desarrolla en la criatura en términos de sus
facultades. En efecto, San Agustín, el primero que pensó en realizar tal enfoque de una manera
tan profunda y metódica, establecerá una correspondencia relevante entre la Trinidad y las tres
facultades propias del alma humana: memoria, inteligencia y voluntad. Esta comparación, que
desempeñará un papel tan importante en el discurso teológico occidental a lo largo de los
siglos, inspirará a los más grandes doctores, e iniciando una aproximación al misterio divino

9
Abbé Barbier, Los Tesoros de Cornelius a Lapide, «La Trinidad », vol. IV, Julien Lanier, 1856, p. 508.
10
Lib. I de Doctrina Cristiana, e. v.
11
Soliloquios XXXI.
12
Cornelius a Lapide, op. cit., p. 509.

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desde una antropología extremadamente sofisticada y sutil, será íntegramente retomada, no es


insignificante anotarlo para nuestro tema, por Jean-Baptiste Willermoz durante la elaboración de
su sistema iniciático, convirtiéndolo en un elemento importante de la doctrina de la Gran Profesión,
apoyándose, enteramente, en la concepción agustiniana para desarrollar su teoría de la degrada-
ción de las facultades que había encontrado anteriormente, pero de forma embrionaria, en
Martines de Pasqually.

Para entender mejor lo que conecta a Willermoz con San Agustín, esto es lo que escribió el
Obispo de Hipona quien, mirando con gran atención lo que está en el alma, invitaba a un
examen interior exhaustivo y profundo: “No vayas afuera, céntrate en ti mismo, es en el
hombre interior donde mora la verdad13”, respetando, como metafísico, el método ascendente
que enseña que primero debemos partir del hombre, escrutar su imagen y observar sus
facultades para, poco a poco, lentamente, no “reconstruir a Dios con lo que está en el espejo
de lo humano14”, sino para abrirse a lo que Dios nos dice en “el único libro que él mismo
escribió con su mano” según Saint-Martin (El hombre de deseo, 283), es decir, el [libro del]
hombre, que fue hecho “a imagen de Dios y de acuerdo a su semejanza”, el hombre que
somos, que vemos, experimentamos y podemos estudiar atentamente, para elevarnos con
respeto hacia la divinidad invisible:

“La santa Trinidad ha impreso su imagen en el alma y en sus tres facultades. Estas tres
cosas, memoria, inteligencia, voluntad, no son tres vidas, sino una vida; no son tres almas,
sino un alma; en consecuencia, no son tres sustancias, sino una sustancia. Es por eso
que estas tres cosas son una, forman solo una vida, un alma, una esencia, como en Dios
las tres personas son una sola vida, un solo espíritu, una sola esencia divina. De la misma
manera, la huella de la santa Trinidad está en nuestro cuerpo mismo y en cada sentido;
por ejemplo, en la vista hay tres cosas: la cosa vista, la visión misma y la percepción del
alma [...]15”.

La demostración de San Agustín, que elabora un pensamiento desplegando el elemento


ontológico trinitario donde el ser y el hombre se alcanzan en el seno de un mismo e idéntico
Amor, por y para el cual el alma ha sido pronunciada desde el origen, es de gran interés desde
el punto de vista doctrinal, métodológico y espiritual, ya que el pensamiento del discípulo de
San Ambrosio de Milán debió, evidentemente, marcar profundamente a Jean-Baptiste Willermoz.
San Agustín utiliza, en efecto, la ley de analogía para tratar de entender el misterio de la
Trinidad. De este modo, cuando trata el tema, nos introduce en el misterio de la vida íntima
de Dios, pero también en la vida íntima del alma, como muestra la admirable oración del final
del capítulo XV de De Trinitate:

“Fija la mirada de mi atención en esta regla de fe, te he buscado según mis fuerzas y en
la medida que tú me hiciste poder, y anhelé ver con mi inteligencia lo que creía mi fe, y

13
La verdadera religión, cap. XXXIV
14
Paul Evdokimov, Ortodoxia, Desclée de Brouwer, 1979, p. 57.
15
Enchiridion, San Agustín.

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disputé y me afané en demasía. Señor y Dios mío, mi única esperanza, óyeme para que
no sucumba al desaliento y deje de buscarte; ansíe siempre tu rostro con ardor. Dame
fuerzas para la búsqueda, tú que hiciste te encontrara y me has dado esperanzas de un
conocimiento más perfecto. Ante ti está mi firmeza y mi debilidad: sana ésta, conserva
aquélla. Ante ti está mi ciencia y mi ignorancia; si me abres, recibe al que entra; si me
cierras el postigo, abre al que llama. Haz que me acuerde de ti, te comprenda y te ame.
Acrecienta en mí estos dones hasta mi reforma completa16”.

San Agustín constata entonces la impotencia del hombre para decir este misterio de la
Trinidad: “Cuando se trata de Dios, el pensamiento es más exacto que el discurso y la realidad
más exacta que el pensamiento”17, pero nunca olvida que la huella más perfecta de Dios de la
que podemos disponer está en el alma. Juzguemos por el siguiente pasaje, aún más explícito:

“En todas partes se encuentra la Trinidad. El número tres es apropiado para aclarar
todas las dificultades, ya que contiene en sí el principio, el medio, el fin: estas tres cosas
son todo. Hay tres cosas en el culto a Dios: adoración, incienso, himno; hay tres virtudes
teologales: fe, esperanza, caridad; hay tres partes en la penitencia: contrición, confesión,
justificación; hay tres buenas obras principales: oración, ayuno, limosna; la aritmética
enseña que se encuentra el número tres en cada operación; la geometría nos hace ver
que hay tres cosas en todo: altura, longitud, anchura. El mundo es triple: está el mundo
angélico, el mundo humano, el mundo físico; hay tres jerarquías de ángeles, y en cada
una hay tres órdenes; tienen tres deberes: purificar, iluminar, perfeccionar. Tienen un
triple conocimiento: el de la mañana, que está en la Palabra; el de la tarde, que es el
conocimiento de las cosas en sí mismas; el del mediodía, que es la visión plena de Dios.
Hay tres cosas en total: esencia, virtud, operación; o el ser, la figura, el orden; en las
composiciones, está la materia, la forma y la unión [...]. Hay tres órdenes en las cosas:
el orden de la naturaleza, el de la gracia, el de la gloria. Hay tres causas: la causa
eficiente, la causa formal, la causa final [...] La ley es triple: la ley natural, la ley de
Moisés, la ley de Jesús-Cristo. Hay tres cosas en el tiempo: pasado, presente y futuro. En
fin, Dios ha creado y dispuesto todas las cosas de tres maneras: en peso, en número y
en medida (Sab. XI, 20). Así es como la Santa Trinidad ha puesto su semejanza en todas
las cosas, a fin de que cada cosa, a su manera, la reconozca y le rinda homenaje. Todas
las criaturas dependen de la Santa Trinidad, como los rayos dependen del sol; porque el
Padre es aquel de quien proviene toda paternidad, ya sea en el cielo o en la tierra; del
Hijo viene toda filiación y generación; del Espíritu Santo viene todo amor, toda gracia,
toda liberalidad, todo don. Dios Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, viene a nosotros
cuando nosotros vamos a Él; Él viene a nosotros socorriéndonos, nosotros vamos a él
obedeciéndole; Él viene a nosotros iluminándonos, nosotros vamos a Él mirándolo, viendo
en todo su voluntad; Él viene a nosotros llenándonos de bienes, nosotros vamos a Él
recibiendo de Él esos mismos bienes18”.

16
La Trinidad XV, 28, 51.
17
La Trinidad VII, 4, 7.
18
Tract. LXXVI en Joann.

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Así pues, en el espíritu y la continuidad de San Agustín, sin el cual, además, es importante
insistir, el Régimen Escocés Rectificado no sería lo que es. He aquí lo que sostendrá Willermoz
en un texto que se puede, fácilmente y sin exageración alguna, calificar de esencial:

“Nosotros decimos una Triple esencia de la Unidad, y no tres esencias aisladas e indepen-
dientes de la Unidad, porque ellas no son tres Dioses. Las tres Potencias creadoras de la
Unidad forman, en la inmensidad increada, el Triángulo Divino Eterno, del cual ellas son
el principio y el centro. Ellas son tan inherentes a la naturaleza esencial de la Unidad, y
tan idénticas a ella, que, aunque siempre distintas por su acción particular, forman junto
con la Unidad un sólo Dios. [...] Las potencias activas mediante las cuales la Unidad
Divina se manifiesta y opera todas las cosas son sus tres propias facultades creativas de
Pensamiento o de intención, de Voluntad y de Acción Divina operante, que nosotros
personificamos y adoramos bajo los Nombres de Padre, de Hijo y de Espíritu Santo; ellas
forman el sagrado Ternario de estas potencias creativos que llamamos la Santísima
Trinidad: misterio inefable donde el hombre degradado ya no puede sondear toda la
profundidad, pero cuyo conocimiento es tan importante para él que para que no lo
pierda y para que pudiera concebir este gran misterio, Dios lo grabó en caracteres inde-
lebles sobre su Ser, como sobre toda la Naturaleza, y la volvió de alguna manera sensible
a su inteligencia, imprimiendo sobre el hombre mismo que, a pesar de su degradación
es siempre su imagen, una trinidad de facultades activas e inteligentes de Pensamiento,
de Voluntad y de Acción, en similitud con la Trinidad Divina, por las cuales puede, como
Dios, producir resultados análogos a su propia naturaleza, y sin las cuales sería respecto
a todos los seres que lo rodean como nulo e inexistente. Pero en Dios estas tres
facultades poderosas son iguales en todo, y operan desde toda la eternidad su acción
particular simultáneamente, aunque en un orden distinto, para todos los actos de Ema-
nación, de Producción y de Creación Divina, a los que ellas tres contribuyen igualmente
y distintivamente, pero siempre en unidad de acción, debido a que siendo Dios un Ser de
sabiduría y perfección infinita, la Voluntad Divina siempre quiere lo que el Pensamiento
Divino ha concebido y lo que la Voluntad ha determinado. Porque es cierto que Dios
piensa, quiere y actúa, y que estas tres facultades de la Unidad Divina necesariamente
producen resultados de Vida espiritual análogos a su propia naturaleza. Por lo tanto, no
se puede concebir tres en Dios, sin reconocer al mismo tiempo cuatro: a saber: las tres
potencias creadoras operantes, y los seres espirituales emanados cuya existencia, fuera
del seno de la Unidad, es operada por ellas. Es, pues, con buena razón que la religión
presenta sin cesar al hombre las tres potencias creadoras divinas como siendo el objeto
constante de su culto y de su adoración; porque el Pensamiento Divino es verdadera-
mente Dios, en Dios y de Dios. La Voluntad Divina y su Acción operante son también
cada una verdaderamente Dios, en Dios y de Dios, y estas tres poderosas facultades
innatas en Dios son tan idénticas a su naturaleza esencial que sin ellas Dios no sería Dios;
al igual que sin ellas, o mejor dicho, sin su similitud, el hombre, imagen de Dios, no sería
hombre19”.

19
«Doctrina de Moisés, Doctrina, Instrucción particular & secreta a mi hijo», 1818, Renaissance Traditionelle n° 80, octubre
1989, p. 241 sg.

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Exposición admirable que se debería dar para meditar a todo miembro algo avanzado del
Régimen Escocés Rectificado, pero en la cual, más ampliamente, cualquier cristiano podría
sumirse para iluminar los fundamentos centrales de su fe porque, como hizo observar con
mucha relevancia Etienne Gilson:

“Si el hombre es realmente una imagen de Dios, ¿cómo podrá conocerse a sí mismo sin
conocer a Dios20?”

El alma, según San Agustín, se conoce entonces a sí misma a través de una intuición directa
que no separa el conocimiento de lo conocido:

“…nada hay presente en la mente sino cuando en ello se piensa, de suerte que ni la
mente, platinotipia de todo lo que se piensa, puede estar en su misma presencia si no
es pensándose21”.

Además, conociéndose, dado que el hombre es a imagen de la Trinidad, el alma conoce a Dios
y comprende, incluso cuando no ve nada en ella, ya que conocerse como incomprensible para sí
misma es darse cuenta de que Dios es incognoscible:

“y no crea que no ha encontrado nada el que comprende la incomprensibilidad de lo que


busca22”.

El conocimiento del alma por ella misma conduce al desconocimiento en el sentido de la súper
esencial superación de la imagen, donde la imago Dei se confunde con la ausencia de imagen
en la proximidad de esa nada de lo que es, y que, sin embargo, es lo único verdadero que
puede decirse del “Ser”, Ser eterno e infinito, que es la bondad, la justicia y la verdad misma,
que, por su palabra todopoderosa e invencible, ha dado el ser a todo lo que existe.

Notamos igualmente, como un eco significativo e indirecto que no nos será indiferente, la
influencia de San Agustín sobre San Bernardo (1090-1153), el fundador de la Abadía de
Citeaux, quien escribió, a solicitud de sus amigos Caballeros del Temple, De laude novae militae
ad Milites Templi (1130), diciendo en este hermoso texto:

“Ha aparecido una nueva caballería en la Tierra de la Encarnación. Ella es nueva y aún
no ha sido probada en el mundo donde lidera un combate doble, unas veces contra
adversarios de carne y de sangre, otras veces contra el espíritu del mal en los cielos. Y
que sus Caballeros resistan a sus enemigos corporales por la fuerza de sus cuerpos, no lo
juzgo maravilloso porque no lo considero raro. Pero que lideren la guerra por las fuerzas
del espíritu contra los vicios y los demonios, lo llamaré no solo maravilloso, sino que
también es digno de todas las alabanzas otorgadas a lo religioso”.

20
E. Gilson, El espíritu de la filosofía medieval, Vrin, 1931, p. 225.
21
La Trinidad, XIV, 6, 8.
22
Ibíd., XV, 2, 2.

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Más allá de este texto, Bernardo también tendrá estas palabras muy agustinianas:

“En el hombre se da la trinidad creativa, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Esta trinidad
creativa ha creado en el hombre una trinidad: memoria, inteligencia, voluntad. Esta
trinidad creada cayó en una trinidad infeliz, que es la debilidad, la ceguera, el deshonor.
Hay una trinidad a través de la cual ella resucita y sale de ese estado triste: es la fe, la
esperanza, la caridad. Cada miembro de esta última trinidad forma tres trinidades;
porque hay la fe de los preceptos, de los milagros, de las promesas; hay la esperanza del
perdón, de la gracia, de la gloria; y hay la caridad de un corazón puro, de una buena
conciencia, de una fe sincera23”.

Distinción necesaria entre la verdad doctrinal y las condiciones de su


proclamación

De este modo, después de lo que se acaba de explicar, podemos concebir perfectamente que
las condiciones de la proclamación del dogma de la Trinidad sean de naturaleza capaz de
perturbar a ciertos espíritus vinculados a la independencia de los poderes y a la no confusión
absoluta de lo político y lo religioso, no hay nada más natural en ello. Louis-Claude de Saint-
Martin, que se sabe que fue un tanto severo con la jerarquía eclesiástica y el valor del sacer-
docio, no temió, sin embargo, proclamar firmemente el carácter trinitario de la Divinidad:

“Declaro que nadie respeta más que yo este Ternario sagrado, sé que sin él, nada sería
de lo que el hombre ve y conoce; protesto porque creo que ha existido por siempre y
existirá por siempre, y no hay ninguno de mis pensamientos que no me lo pruebe; [...]
me atrevo a decirles a mis semejantes que, a pesar de la gran veneración que tienen por
este Ternario, la idea que ellos tienen de él es aún inferior a la que deberían tener; les
insto a que sean muy reservados en sus juicios sobre este tema24”.

Esto se expresó cuando, contrariamente a su amigo y Hermano en la iniciación, Joseph de


Maistre (1753-1821), ultramontano, partidario del césaro-papismo como expresó en su famosa
obra El Papa, el Filósofo Desconocido no dejó de señalar el peligro que representó, en aquel
momento, la alianza considerada nefasta, según él, entre el poder temporal romano y la joven
Iglesia en términos tal vez rigurosos y severos, de los que los reformistas radicales no habrían
renegado:

“Mientras estas cosas que no podrían ser jamás escritas, subraya Saint-Martin, solo
fueron conocidas por los que debían ser sus depositarios, el Cristianismo gozó de paz,
pero cuando los emperadores romanos, cansados de acosar a los Cristianos, desearon
ser iniciados en sus misterios; cuando los amos de los pueblos pusieron un pie en el
santuario y quisieron posar sobre los objetos más sagrados del culto miradas que no

23
Serm. XI in Cant.
24
De los errores y de la verdad, op. cit., p. 137.

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estaban preparadas para ello; cuando hicieron del Cristianismo una religión de Estado
y solo la consideraron como un resorte político; cuando sus súbditos fueron obligados a
hacerse cristianos, y estos se vieron en la obligación de admitir sin examen a todos aque-
llos que se presentaban; entonces nacieron las incertidumbres, las doctrinas opuestas, las
herejías. El oscurecimiento se volvió casi universal sobre todos los objetos de la doctrina
y del culto, porque las más sublimes verdades del Cristianismo solo podían ser bien
conocidas por un pequeño número de fieles, y los que solo podían entreverlas estaban
expuestos a interpretaciones falsas y contradictorias.

Es lo que ocurrió bajo Constantino, apodado el Grande. Por eso, apenas adoptó el Cristia-
nismo, los concilios generales empezaron, y este tiempo puede ser considerado como la
primera época de la decadencia de las Virtudes y de las luces entre los Cristianos25.”

La Santa Trinidad como misterio esencial

Aunque el surgimiento de las herejías en la Iglesia, tal como fue detallado anteriormente, y
como aparece fácilmente tras un examen serio, no esperó a que el cristianismo se convirtiera en
una religión de Estado para manifestarse y que, sin duda, esa fue la peligrosa confusión doctri-
nal de los primeros siglos que llevó, por prudencia, a los obispos de la cristiandad a decidir
embarcarse en la vía de las proclamaciones dogmáticas para preservar el depósito de la fe,
¿es esta, sin embargo, razón suficiente para rechazar la verdad central del cristianismo,
negando la naturaleza trinitaria de Dios? Obviamente no. Sobre todo porque, sin la adhesión
a esta verdad, son todos los fundamentos del cristianismo los que se derrumban, toda la
economía de la Salvación y de la Redención, toda la perspectiva espiritual del Evangelio. Es,
igualmente, y por consecuencia, pero importa insistir en ello por la intención de aquellos que
son miembros, que toda la doctrina del Rectificado se ve brutalmente puesta en entredicho y
se derrumba.

De este modo, el misterio de la Santísima Trinidad nos lleva, nos obliga en efecto a imple-
mentar una auténtica trascendencia de nosotros mismos, de nuestras facultades imperfectas
y de nuestras certezas establecidas, superación casi iniciática que Jean-Baptiste Willermoz
comparará con una obra efectiva de “purificación”, porque “el hombre bien purificado, dirá él,
es el único sumo sacerdote que puede entrar al Santuario” (Instrucción Secreta). Evidente-
mente, la comprensión del misterio trinitario está tan por encima de la inteligencia humana
que no podemos expresarla en términos adecuados, pero sí podemos acceder a ella gradual-
mente mediante nuestro mejor conocimiento del hombre, “ciencia por excelencia” si se está
de acuerdo con Maistre, y con la ayuda de Jesucristo, hacernos dignos de su luz, aproximarnos
algo estremecidos a este Santuario de la Verdad al que el Régimen Rectificado busca conducirnos.
Remarcamos, sobre este tema, que las limitaciones de nuestro espíritu constituyen una
barrera inaceptable que nos hace sufrir, pero también representan una salvaguardia y una
protección porque, desde la Caída, si tuviéramos que alcanzar un nivel superior de contem-

25
Tabla natural de las relaciones que existen entre Dios, el hombre y el universo, cap. XX. Saint-Martin.

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plación que excediese demasiado nuestras capacidades, seríamos inmediatamente confundidos


por nuestros pecados y mortalmente humillados debido al carácter miserable de nuestro estado.
Una visión completa y una comprensión completa del misterio ninguna criatura podría sopor-
tarla sin ser inmediatamente aniquilada. En su bondad, Dios entonces nos ha otorgado el libro
de la creación, completado por lo más perfecto que es el hombre, luego una Revelación “adap-
tada” a lo que somos, y que no podemos concebir, finalmente, nos ha liberado por el poder
del Espíritu, ya que “el Espíritu todo lo escudriña, aun las cosas profundas de Dios” (1ª Cor. 2,
10). Sin embargo, las palabras que exponen el misterio deben tomarse imperativamente en
un sentido analógico, porque Dios no es ni naturaleza, ni persona en el sentido creado, sino
en un sentido muy remoto y eminente excluyendo absolutamente cualquier idea de imper-
fección, se hablará así de “circumincesión” [presencia recíproca de las tres personas de la Trini-
dad] para designar la existencia íntima de Personas entre sí, en la unidad sin confusión: “Yo
estoy en mi Padre y mi Padre está en mí” (Juan 14:10), dirá Jesús , destacando con estas pala-
bras el secreto elevado que preside sus relaciones incomunicables. San Gregorio Palamas (1296-
1359) se expresará de esta manera en un intento por acercarnos a la inmensa trascendencia
del misterio:

“La naturaleza superesencial de Dios no puede ser ni dicha, ni pensada, ni vista -porque
está lejos de todas las cosas y es más que incognoscible, siendo llevada por las virtudes
incomprensibles de los espíritus celestes-, incognoscible e inefable para todos y para
siempre; no hay un nombre en este siglo o en el siglo futuro para nombrarla, ni palabra que
se encuentre en el alma y proferida por la lengua, ni contacto sensible o inteligible, ni
imagen para dar conocimiento alguno al respecto, si no es la incognoscibilidad perfecta
que se profesa al negar todo lo que se puede nombrar. Nadie puede nombrar la esencia
o naturaleza de manera exacta, si realmente busca la verdad que está por encima de
toda verdad26”.

Fecundidad espiritual de la Trinidad indivisible

Por lo tanto, será solamente en “la humildad y la penitencia” que nos acercaremos al Eterno,
como dice acertadamente Louis-Claude de Saint-Martin, siendo esta la única forma en que
podemos evitar negar, o peor aún combatir, un misterio sublime que no puede ser reducido
y desfigurado por la visión limitada de las facultades degradadas de la criatura rebelde que
busca, constantemente desde la Caída, rebajar lo Infinito de Dios al nivel de la pobreza de la
inteligencia humana.

Es entonces imperativo establecer una distinción clara entre las condiciones históricas y
políticas que rodean la proclamación del dogma de la Trinidad en el Concilio de Nicea en el
325, sobre las cuales siempre se puede debatir y que no está prohibido criticar viendo las
primicias de una unión peligrosa que llevó a la Iglesia a innumerables compromisos que actúan
de manera negativa sobre la esposa de Jesucristo al obligarla, desde esta fecha, a aliarse
26
Theophanes, P.G., t. 150, col. 937 A.

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demasiado a menudo con el mundo, y el valor espiritual propio que representa esta verdad
trinitaria del Evangelio revelada por el Divino Reparador, bajo pena de separarnos, volunta-
riamente, de nuestro estado cristiano, permitiéndonos ser recibidos, por un don inmerecido,
en la dulce intimidad del Señor, así como, por nuestra iniciación, recibir los elementos más
elevados de la enseñanza rectificada, elementos elevados que representan, concretamente,
la obra incansable de la cristianización de la doctrina de Martines de Pasqually efectuada por
Jean-Baptiste Willermoz a modo de conferirle una dimensión que no podría alcanzar sin esta
“rectificación” benéfica y santa adquirida a costa de un trabajo teórico extraordinario.

El riesgo también es grande si no nos ponemos en guardia, si rechazamos las verdades de la


Revelación Trinitaria, para retirarnos, desafortunadamente, categóricamente de la plenitud
espiritual a la que estamos llamados como cristianos, regenerados por nuestro bautismo
desde el día de nuestra maravillosa entrada en la comunión eterna de los “hijos de Dios”, que
nos fue dado en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu, y de prohibirnos por lo mismo ac-
ceder a los frutos interiores más preciosos que nos reserva, y nos destina, si estamos habita-
dos por un auténtico “deseo”, nuestro estado de Hermano, “bien amado” según la bella expresión
inspirada en la Sagrada Escritura, del Régimen Escocés Rectificado, y simplemente de cristiano
“reintegrado” en justicia y santidad junto al Padre por la preciosa operación de la gracia de
Nuestro Señor el Cristo Jesús, verdadero hombre y verdadero Dios, segunda Persona de la
Santísima e Indivisible Trinidad.

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JEAN-BAPTISTE WILLERMOZ
EN LA ORDEN DE LOS ÉLUS COHEN
Alice Joly27

Una sociedad masónica nueva - Recelo del Dr. Willermoz - La Orden de los Caballeros
Élus Cohen y su fundador Don Martines de Pasqually - Iniciación a los deberes y
esperanzas de los Réau-Croix - Las operaciones de equinoccio - Pruebas de J.B.
Willermoz - El ultimátum de abril de 1.770 - Resignación de los Cohen - Claude de Saint-
Martin - El Tratado de la Reintegración de los Seres.

Jean-Baptiste Willermoz estaba obligado por sus asuntos a frecuentes viajes. Casi todos los
años iba a París a finales de la primavera con el fin de informarse acerca de la moda y poder
visitar a sus clientes. Estas estancias en la capital no servían únicamente a los intereses de su
comercio, aprovechaba también para ver a sus Hermanos parisinos e informarse sobre lo que
sucedía en las logias de la capital.

Esto le era necesario, ya que la Franc-Masonería regular se encontraba en 1.766 en un completo


desorden. La Gran Logia de Francia sólo había existido aparentemente, es decir, carecía de la
existencia ordinaria que habría podido atender un comité regulador. El conde de Clermont,
Gran Maestro de la Sociedad, apenas era un director demasiado indolente; los substitutos que
tenía a su alrededor llevaban a voluntad sus asuntos. Estaba formada de partidos y las intrigas
se sucedían. La muerte del bailarín Lacorne en 1.762, cuya influencia había sido tan discutida,
no aportó paz entre los Hermanos28. Estas disputas no impedían a la Gran Logia de Francia
continuar atendiendo, en las provincias su propia jurisdicción, al mayor número de logias posi-
bles. Se esforzaba además, al menos teóricamente, en restringir la proliferación de los Altos
grados; en 1.766 inventa toda una serie de reglamentos para la Masonería regular. En cada
ciudad importante debían organizarse Logias-Madres con el fin de velar sobre todos los
talleres de la región correspondiente, ejerciendo un derecho de vigilancia en nombre del
poder central de la Masonería francesa.

Ante estas pretensiones, la Gran Logia de Lyon de Maestros regulares se enojó29. Los lyoneses
pretendían salvaguardar el alcance de su campo de acción, el cual se extendía hasta Aix-en-
Provence y Montpellier; pretendían, sobre todo, quitar maestros de entre éllos y recibir de
París, no directivas, sino rectificaciones decorativas para aumentar su imaginaria importancia,
sin molestarles nunca. Quisieron comunicar a través del abate Rozier, desde 1.766, su “completa
ruptura”.
27
Capítulo II de “Un Místico Lyonés y los secretos de la Francmasonería, Jean Baptiste Willermoz (1730-1824)”, por
Alice Joly, Ediciones Télètes, París, 1986. Reproducción integral de la edición Mâcon de 1.938.
28
Los masones lyoneses realizaron un oficio mortuorio por el reposo de su alma en la capilla de los Mínimos el 25
de junio de 1.762. La oración fúnebre fue pronunciada en la logia “La Amistad”, decorada toda de negro, dadas las
circunstancias. Lyon ms. Coste 453, fol. 83 Vº.
29
Lyon ms. Coste 453, fol. 107. Deliberación del 4 de septiembre de 1.766.

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La ruptura con París ¿llegó a ser tan oficial como lo fue más tarde?30 El resultado fue el mismo,
porque la Gran Logia de Francia no tenía ya demasiado tiempo para ejercer su rol de dirección.
Las querellas personales se unieron a las querellas doctrinales, desuniendo a los Hermanos y
excitando a los unos contra los otros. El 27 de diciembre de 1.766, en lugar de celebrar el San
Juan de invierno, los masones llegaron a las manos. La policía puso fin a los desórdenes
prohibiendo las reuniones de la Gran Logia mediante un edicto. La prohibición de reunión fue
respetada; el conde de Clermont, feliz de poder desembarazarse de las fatigosas responsabi-
lidades, hizo comunicar el 21 de febrero de 1.767 a todas las logias regulares del reino que,
por orden de Su Majestad, el comité director de París suspendía momentáneamente sus
trabajos.

Para un hombre tan vinculado al Arte Real como J. B. Willermoz, estos acontecimientos resul-
taban graves. ¿Qué reforma, qué objetivo real podía dar a las logias desunidas y a los Hermanos
descorazonados esa cohesión deseable? ¿Era necesario reformar la antigua sociedad a la que
el gobierno acababa de dar el último golpe? ¿Había que abandonarla? Mientras esperaban,
las logias espaciaban sus reuniones y ceremonias. La Gran Logia de Lyon cesó poco a poco su acti-
vidad31.

En medio de este desconcierto, en 1.767 Willermoz tuvo conocimiento de un nuevo sistema


masónico. Se encontraba entonces en París donde se instalaría hasta finales de mayo32. Y fue Bacon
de la Chevalerie quien le informó acerca de la nueva sociedad, trazándole un cuadro encantador.
El teniente coronel había dejado Lyon para instalarse en la capital. Describió la existencia de
una sociedad reciente que respondía a todo lo que pudiera desear un masón serio. Su jefe era
un tal Don Martinez de Pasqually, el cual vivía en Burdeos. Los grados eran en número de
once. El objetivo propuesto era importante, y hasta ignorado. La verdad de la doctrina se podía
demostrar por hechos reales, de los que los iniciados eran testigos. Era necesario reformar el
estado de cosas existente difundiendo esa nueva Orden.

Es a lo que se dedicaba Bacon. Le hizo conocer al lyonés a otros Hermanos que habían seguido
su ejemplo, casi todos personas distinguidas, caballeros y oficiales, proponiéndole que se
uniese a ellos para conocer a Don Martines de Pasqually, que justamente se encontraba en
París para organizar su Orden.

El ofrecimiento, aunque tentador, merecía reflexión. Willermoz tuvo la necesidad de consultar


a su hermano, y por él, al círculo de sus amigos. No conocemos esa carta, pero sí la respuesta
que le dio el doctor el 22 de mayo de 1.767. Respuesta muy sabia y marcada por un buen
sentido desengañado. El doctor no tenía muchas ilusiones acerca del valor de los secretos
masónicos:

30
Steel Maret, ob. cit., p. 138. Carta de la Gran Logia de Lyon al Candor de Estrasburgo del 25 de noviembre de
1.772. No existe ninguna referencia a esa decisión de ruptura en el registro de la Gran Logia.
31
Bibl. de Lyon, ms. Coste, fol. 108
32
Carta de P. J. Willermoz el 22 de mayo de 1.767, Lyon, ms. 5525 bis.

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“He aquí lo que pienso de todo eso que vos mismo me señaláis, escribía; M. de la
Chevalerie ha entrado en un proyecto de reforma de la Masonería. Ve apagarse la
antigua. Le ha parecido, en su opinión, que las imaginaciones de Don Martines valían lo
mismo que otras y las ha adoptado. Creo que los objetivos físicos o morales son siempre
poca cosa. Me gustaría una Masonería que tuviese un fin real, un objetivo útil, pero,
¿dónde encontrarla?”

No se hacía muchas ilusiones sobre la razón de ser de la iniciación que se le proponía a su


hermano:

“Si (la nueva sociedad) es más secreta, no será tan externa. Pero no importa. Siempre
será un pasatiempo. Pero un pasatiempo no desenredado o dispendioso. Se ve que ha
querido, como propio, promulgar esta nueva masonería donde quiere iniciaros: ¡en
buena hora! Pero los primeros pagan y dan a los últimos; es lo ordinario. Mi aviso es el
de Monge. Que se muestren hechos, aún sin explicarme las causas y los medios,
entonces, según como juzgue, me convertiré en su discípulo”.

Esta última frase excusaba avanzar en cualquier compromiso. Jean-Baptiste se dejó tentar por
el demonio de la curiosidad. Aceptó conocer al Maestro de la Orden y hacerse recibir, sea cual
fuere el precio, para juzgar por él mismo ese objetivo y esos hechos de los que Bacon le
prometía todo tipo de maravillas. Por lo que entró así en la “Franc-Masonería de los Caballeros
Masones Élus Cohen del Universo”.

Una carta escrita en 1.82133 nos ha revelado que fue en Versalles, en el curso de una
ceremonia impresionante, donde fue admitido en los primeros grados. El pasaje en el que
narra todos estos recuerdos, ya siendo mayor, refleja aún un fiel reflejo de la emoción que
sintió J. B. Willermoz en aquella ocasión.

“Estando en París el día escogido para conferirme los grados, él me asignó el recibirlos
en Versalles al día siguiente; así mismo también asignó a otros Hermanos de grados
inferiores y los situó en los ángulos del apartamento, donde estuvieron hasta el final, en
silencio. Se encontraba de pie en el centro, y yo, arrodillado, delante; nadie podía entender
lo que sucedía entre él y yo; antes de finalizar la ceremonia me tumbó súbitamente con
los brazos sobre los hombros y su rostro pegado al mío, inundándome con sus lágrimas,
no pudiendo expresar más que grandes suspiros. Asombrado, le limpié los ojos y mostró
todos los signos de una enorme alegría; fui a preguntarle, y me hizo el signo de guardar
silencio. Cuando terminó la operación fui a agradecerle lo que había hecho por mí; con
gran emoción me dijo: “Soy yo quien ha recibido mucho más de lo que pensáis. Vos
habéis sido la ocasión de la felicidad que siento. Durante algún tiempo estuve caído en
la desgracia de mi Dios, por ciertas faltas que para el mundo cuentan poco, y acabo de
recibir el signo cierto de mi reconciliación. Os la ofrezco para que seáis la causa y la
33
Carta de J. B. Willermoz del 12-18 de agosto de 1.821. Bib. Lyon, ms. 5425, pieza 57, publicada por E. Dermenghen,
Sueños, pp. 147-162.

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ocasión. Era desgraciado y sin embargo ahora soy feliz; pensad algunas veces en mí, yo
no os olvidaré jamás””.

En suma, si leemos bien esta carta, J.B. Willermoz aquella tarde no vio ni sintió nada de extra-
ordinario que pudiera convencerle de la realidad del poder mágico de Don Martines; pero la
atmósfera misteriosa de la ceremonia, la hábil mezcla de halagos, de confidencias, y de exal-
taciones que desplegó el fundador de los Cohen, le turbaron profundamente.

“Recordad, le había escrito su hermano, que hay charlatanes de diversas clases e incluso
de buena fe, yo que creo en la medicina doy fe de ello”.

Advertencia inútil.

A despecho de toda razón, la emoción bastó para convencer a Willermoz. Nunca olvidará más
a ese hombre extraño que le recibió entre sus discípulos.

Don Martines de Pasqually de la Tour, para utilizar una de las formas más decorativas de su nombre,
queda como un personaje enigmático a pesar de todos los trabajos que ha inspirado34. ¿Cuál
era su verdadero nombre? ¿Era español?, ¿portugués?, ¿del delfinado?, ¿judío o cristiano? No
se sabe, y podríamos discutirlo largamente. Si ha querido, por buenas razones, esconder su
origen y su verdadera personalidad, hay que aprobarlo. Parece no obstante que después del
libro tan completo sobre la Franc-Masonería ocultista que ha escrito R. le Forestier35, el cual
parece estar de acuerdo con la opinión emitida por Franck en 1.866, en su estudio sobre la
filosofía mística en el siglo XVIII, por lo que Pasqually sería judío, al menos familiarmente y por
cultura, aunque debidamente bautizado y convertido; de origen español, aunque debido al
azar haya nacido en Grenoble36.

34
M. Matter, “Saint-Martin”, 1.862, pp. 3-38 - A. Franck, “La filosofía mística en Francia a finales del siglo XVIII”,
París, 1.866, pp. 10-25 – Papus, “Martines de Pasqually”, París, 1.895 - “Nueva noticia histórica sobre el Martinismo
y el Martinezismo” con prefacio de Franz Von Baader. “Las enseñanzas secretas de Martines de Pasqually”, París,
1.900 - Bord, ob. cit. p. 244 y siguientes - A. Viatte, “Martines de Pasqually”, Revista histórica de la historia de
Francia, 1.922 - R. Le Forestier, “La Franc-Masonería ocultista en el siglo XVIII y la Orden de los Élus Cohen”, París,
1.928 - J. Bricaud, “Noticia histórica sobre el Martinismo”, 2ª ed., Lyon 1.934 - G. Van Rijnberk “Un taumaturgo del
siglo XVIII, Martines de Pasqually”, París 1.935.
35
Es el libro de R. Le Forestier el que aporta sobre todas estas cuestiones tan obscuras y enrevesadas muchas
enseñanzas claras y completas, por lo que hay que acudir a él para cualquier ensayo y comprensión de la doctrina
y de la Orden de Pasqually; es a él precisamente al que remitimos para todas estas indicaciones donde las fuentes
son citadas.
36
J. Bricaud, en su “Noticia histórica sobre el Martinismo”, señala Alicante como lugar de origen de su familia; según
una patente masónica que Martines habría proporcionado a la Gran Logia de Francia, habría nacido en Grenoble
en 1.710. Franck, ob. cit. p. 10-11, da esta última reseña, así como la “Nueva noticia sobre el Martinismo”, p. XII.
M. Van Rijnberk parece indicar el origen en Santo Domingo, a causa de los numerosos discípulos que estuvieron
relacionados con dicha colonia. Sin embargo hay que señalar que evolucionó y residió en la región bordelesa. Es
por ello por lo que estuvo en relaciones con oficiales pertenecientes a los regimientos coloniales. Su mujer, sobrina
de un mayor del regimiento de Foix, tenía parientes en la isla.

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Se ha podido encontrar37 que había visitado, entre 1.754 y 1.767, las sociedades masónicas
del sur de Francia, ensayando de forma modesta el reclutamiento de seguidores para sus
proyectos personales. Había tenido en Toulouse algunas aventuras molestas. Por el contrario,
los Hermanos de la logia militar de “Josué” del regimiento de Foix le recibieron con honores,
llegando a formar un “Templo particular” bajo la protección de la logia francesa “Los Elegidos
Escoceses”. En 1.766 Martines tuvo una discusión con esta logia y, probablemente, con la Gran
Logia de Francia. Se supone que fue a París solamente para defender sus fundaciones bus-
cando protectores entre los masones parisinos. La desorganización de la Masonería regular a
comienzos de 1.767 le inspiró probablemente un proyecto más ambicioso, y la creación de
una Orden personal. J. B. Willermoz no sabía nada de ese pasado discutible salvo lo que le
decía Martines. Se presentaba como un Maestro que dirigía a algunos Hermanos distinguidos.
El marqués de Lusignan, y Bacon de la Chevalerie, alababan su poder oculto y su ciencia
misteriosa, dirigiendo con él esa nueva sociedad; después, en el mes de marzo, constituyeron
el “Gran Tribunal de los Caballeros Élus Cohen” que se decía la suprema potencia de la
sociedad, semejante a la Gran Logia de Francia, encargada, como ella, de librar constituciones
a otras logias. Pasqually se contentaba con el papel de jefe e inspirador.

El fabricante lyonés consideraba por entonces a los Cohen una compañía consoladora. Los
consejos de desconfianza que le había remitido su hermano no causaron ningún efecto. Volvió
a Lyon con el grado de Comendador de Oriente y Occidente, habiendo aceptado la función de
Inspector General de la Orden38. El título de promotor hubiese convenido mejor a la realidad.

¿Cómo Pasqually, sureño, humilde, vulgar y algo iletrado39 pudo retener a su alrededor a algunos
espíritus distinguidos, de los que el fervor, la tenacidad y el talento le habían proporcionado
tanto honor? ¿Cómo es que sus teorías suscitaban por entonces estudios no sólo pintorescos
sino incluso filosóficos? Los dos problemas son conexos explicándose el uno por el otro. M. R.
Le Forestier los ha resuelto perfectamente cuando denomina a la Orden de los Cohen el “más
interesante de los grupos ocultistas que se encontraban bajo la acacia masónica”40. Él trajo a
la luz que aunque Martines era torpe en cuanto a la sintaxis y la gramática, también se
encuentra impregnado de ideas particularmente hebraicas.

Poseía un conocimiento superficial de los comentarios talmúdicos del Antiguo Testamento y


de temas kabalísticos, poseía algunas nociones de hebreo de forma imperfecta y fantasiosa
en comparación con cualquier piadoso rabino41. Pero lo que sabía, lo sabía por tradición, y lo
expresaba con una convicción entrenada. Aportaba a aquellos franceses católicos del siglo
XVIII un cierto eco de la vida mística de las comunidades judías, eco, por otro lado, original y

37
Bord, I, pp. 188-191, y Nueva Noticia pp. XVI-XXVI, Van Rijnberk, ob. cit. pp. 18-21.
38
Bibl. Lyon, ms. 5471, pieza 2, junio de 1.767.
39
El estilo de sus cartas es extremadamente deshilvanado y su ortografía grosera. M. P. Vuillaud obtuvo con facilidad
aspectos cómicos para su libro sobre los Rosa-Cruz, reproduciendo al pie de la letra algunos extractos.
40
R. Le Forestier, la F. M. ocultista… p. 8.
41
Esto no quiere decir que fuese capaz de leer los textos hebraicos originales. Había comentarios esotéricos de la
Biblia, de traducciones latinas y españolas. Éstos eran materia de enseñanza, y el Talmud en el siglo XVIII era casi
más conocido en las comunidades judías que la misma Biblia.

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vivo, más que algunas nociones discontinuas que habían podido probarse en los rituales Esco-
ceses.

Se puede imaginar que precisamente fue el color hebraico, que era preferido para maquillar
la Masonería, lo que llamó la atención de ese judío mal cristianizado, sobre el papel que podía
jugar, y fue lo que decidió su carrera como profeta. Ésta podía ser en sí misma para los demás
muy fructífera. Se sentía capaz. Su fecundidad e imaginación suplían su falta de instrucción
para enseñar a los masones la doctrina secreta que ellos mismos esperaban. Para él la situa-
ción como fundador de la Orden no era desdeñable; daba importancia a los halagos a condición
de que se guardara la estructura principal de las logias; podía ser una fuente de rentas apre-
ciable. Seguiremos en la historia de este hombre singular, esa mezcla de espiritualismo bas-
tante puro y de falaces pretensiones, de convicciones y habladurías, de orgullo y pequeñas
debilidades que provienen de su doble carácter de inspirado, representante de una antigua
tradición, y de aventurero en lucha con la sórdida realidad.

En junio de 1.767, regresando a Burdeos, Don Martines escribió a Willermoz, su Inspector para
la región lyonesa, dándole el resultado de su proselitismo a través de las logias visitadas en el
curso de la ruta, como un miembro importante de su Orden. Aquí tenemos el comienzo de una
correspondencia curiosa que continuó Pasqually hasta los últimos momentos de su vida42.

En la época en que la Orden comienza, los Cohen son poco numerosos. Con un cierto Hermano
Du Guers, Bacon de la Chevalerie y el marqués de Lusignan, son los personajes importantes
de la sociedad. Don Martines les añade algunos bordeleses que pertenecen a su “Templo
particular” de 1.761, y que eran sus compañeros de campaña43. Oficiales del regimiento de
Foix: Grainville, Champollon, Balzac, ya habían sido iniciados en la nueva sociedad. Ese regi-
miento colonial fue para el Maestro un vivero de excelentes discípulos; en 1.768 encontrará a
Louis-Claude de Saint-Martin. A pesar de esos cuadros escasos, la Orden posee a esa fecha
estatutos ambiciosos que la legitiman no sólo en Francia sino en toda la tierra44. Lo cual de
todas formas parece natural, ya que la Orden se denomina “Orden de los Caballeros Masones
Élus Cohen del Universo”. Cada estado tendrá a su cabeza un Tribunal Soberano, compuesto
por el Soberano Juez y sus lugartenientes o Substitutos. La carrera del franc-masón cohen está
dividida en tres etapas. La primera comprende los tres grados simbólicos, a los que se añade
el de Maestro Perfecto Élu; después vienen los grados llamados Cohen. Aprendiz, Compañero,
Maestro, Gran Arquitecto, Caballero de Oriente, Comendador de Oriente; y por encima se
encuentra la clase suprema, la de los Réaux-Croix. Este último grado sólo se daba a sujetos
perfectamente capaces de comprender el objetivo de la Orden y su doctrina.

J.B. Willermoz, en 1.767, con su título de Conductor y Comendador en jefe de las columnas de
Oriente y Occidente, a pesar de la confianza que se le depositaba, no se encontraba muy alto

42
Lyon, ms. 5471. Papus ha comentado y publicado en parte estas cartas en su libro sobre Martines de Pasqually.
P. Vulliaud, ob. cit., proporciona también largos extractos, pp. 35-118.
43
Lyon, ms. 5471, pieza 4.
44
Lyon, ms. 5474. Copia un poco antigua de los estatutos de los Élus Cohen, fechados en 1.767.

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en la jerarquía. Quedaba a las puertas del Templo, esperando para ser iniciado verdadera-
mente al haber dado ya pruebas de su mérito.

Esas pruebas eran de orden sobrenatural. La capacidad que debía mostrar el Réau-Croix era
justamente la aptitud de saberlas, sentirlas y reconocerlas45. El objeto de la asociación es
puramente místico; las esperanzas que aportaba Don Martines a sus discípulos siempre están
desprovistas de todo material beneficioso. Se preservaba de poderles dar otro poder que el
que los acordaba la misericordia de Dios; tras la falta original, el hombre ya no puede nada
por sí mismo, y solo merece castigo. No obstante y gracias a un método eficaz del que él poseía
el secreto, les podía aportar la posibilidad de retomar el estado de gloria con el que el hombre
había sido creado. “El hombre solo tiene que desear, y tendrá potencia y poder”46. Es un poder
total al cual, a pesar de la sencillez de las fórmulas, deben de llegar los Réaux-Croix. Se
convertirán en “hombres-dioses creados a semejanza de Dios”47, y Dios les inscribirá en el
“registro de las ciencias que obra para los hombres de deseo”48.

Releyendo esas primeras cartas que Don Martines escribió a Willermoz, comprendemos qué
tipo de revelación le aportaban sus enseñanzas; la nueva Masonería se le presentaba como
una religión secreta. Don Martines era tan consciente de la significación de su doctrina que
llamaba a sus masones “Cohen”, deformación de una palabra hebrea que significa sacerdote49.

Esta religión permitía enseñar un método eficaz para entender a Dios, o al menos presentar
pruebas sensibles de su existencia, así como de la existencia del mundo inmaterial de los espíritus;
mejor aún, esas pruebas debían proporcionar al iniciado la seguridad de su salvación. Alcanzar el
grado de Réau-Croix era, en suma, llegar desde esta tierra a ese estado de potencia con el que
Dios había creado a Adán, y poseer la certeza, para después de la muerte, de una “reintegra-
ción” total y de una felicidad eterna. No había más que quererlo.

¿Podía dudar J.B. Willermoz?

Su voluntad era pura, y su deseo de avance espiritual muy vivo.

Podía haber dudado un año antes. Constatamos que no respondió más que el 20 de abril de
1.768 a la carta que Don Martines le había escrito el 19 de septiembre del año precedente;
bien sea que su grado inferior hubiese detenido su ardor, o que tuvo algunas dudas acerca de

45
Lyon, ms. 5471, pieza 9. Carta de Martines a Willermoz el 27 de septiembre de 1.768: “No es ni mi unión, ni la
amistad, ni la relación particular lo que me compromete a situar a los hombres en mi trabajo particular, si no los
siento apropiados para ello…, veo el corazón y la acción. Se puede ser la persona más honesta del mundo y no ser
una buena hebra para nosotros”.
46
Lyon, ms. 5471, p. 3.
47
Lyon, ms. 5471, p. 6.
48
Lyon, ms. 5471, p. 4 - El término “hombre de deseo” del que los discípulos de Martines hicieron un gran uso, lo
copiaron de la Biblia. Es la expresión “vir desidediorum” de la que se sirve el ángel Gabriel al hablar al profeta Daniel
(Daniel IX, 23).
49
Cohen es una palabra adaptada del hebreo “cohanim”. R. Le Forestier, “La Francmasonería ocultista…”, p. 167.

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la bondad de “La Cosa”, a la que había abrazado50. Desde Burdeos percibía con seguridad que
la Gran Logia Madre de Francia de Lyon sería la más floreciente del reino, pero en 1.768 sólo
contaba con dos miembros: un cierto Pernon51 y Gaspar Sellonf. El doctor Willermoz quedaba
en la reserva.

Faltaba sin duda un nuevo viaje a París y las promesas de Bacon de la Chevalerie para que J.B.
Willermoz se dejara comprometer más adelante. El Substituto Universal se responsabilizó de
recibirle como Réau-Croix, o al menos Réau-Croix Aprendiz, al mismo tiempo que eran reci-
bidos en la Orden Pernon y Sellonf.

El 2 de mayo de 1.768, Pasqually envió a su Substituto Universal un permiso de principio,


acompañado con algunas reservas52. Él siempre recordaba el principio de que era de Dios
únicamente, y no de él, del que dependía el suceso de “esta sublime operación”, señalando a
continuación que era prematuro que tuviera lugar en una sesión desfavorable, “fuera de
tiempo”, y que se arriesgaba mucho a que no diera fruto.

La promesa de Bacon había sido más bien imprudente, y el Maestro sólo accedió en razón “al
celo y los laboriosos trabajos del Respetable Maestro Willermoz y bajo condiciones”. Establecido
ésto, enviaba para la buena marcha de la ceremonia todo tipo de detalles precisos. Recordaba
al celebrante que no debía de olvidar el prepararse por “la plegaria y el retiro”, tal como él
mismo había hecho en París el año anterior y en circunstancias análogas. La operación debía
de ser una copia exacta de la ceremonia que había sido celebrada para la recepción del
marqués de Lusignan. En la cámara donde se iba a hacer la recepción y sobre el suelo, debían
de trazarse los mismos círculos.

“Vos realizaréis, decía, las mismas ceremonias completas, tanto en las plegarias como
en el perfume; no ofreceréis otro holocausto de expiación que la cabeza de un ciervo
macho, que haréis comprar en el mercado que elijáis; la cabeza debe de portar su piel
velluda. La prepararéis como se prepara el ciervo antes de degollarlo. Después encen-
deréis tres fuegos nuevos. En el del Norte, pondréis la cabeza sin lengua ni sesos, pero
con los ojos. En el del Mediodía colocaréis los sesos. En el del Oeste, pondréis la lengua.
Cuando arda todo, el candidato arrojará tres granos de sal gruesa en el fuego. Después
pasará por tres veces sus manos sobre cada llama de cada fuego, como signo de
purificación. La rodilla derecha deberá de estar en tierra, y a continuación dirá esa palabra
inefable que encontrará en el escrito adjunto, así como sus números característicos y los
jeroglíficos que serán trazados ante cada fuego, tal y como están marcados. Si no se
puede disponer de una cabeza de ciervo, se tomará la cabeza de un cordero cubierta
con su piel. Es absolutamente necesario que la piel sea negra, porque de lo contrario el
holocausto sería de acción de gracias y no de expiación”.

50
Lyon, ms. 5471, 19 sept. 1.767, p. 3.
51
Sin duda el Hermano Etienne Pernon, Diputado de la logia “San Juan de la Gloria” en 1.765, al que reemplaza
Bacon de la Chevalerie en 1.767. Lyon, ms. Coste 453, fol. 60.
52
Bord, ob. cit. pp. 227-230.

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La ceremonia debía de proseguir durante tres días, los 11, 12 y 13 de mayo. Pasqually
prescribió a Bacon recoger las cenizas de los fuegos, y remitir a Willermoz un escapulario y un
talismán, como los que ya poseían los otros Réaux-Croix, recomendando que se hicieran
“hornillos más bien grandes para hacer consumir la lengua y los sesos”. Añadía esta nota final:

“No olvidéis beber el cáliz de la ceremonia tras la recepción, y dad el pan místico o
cimentado al nuevo recibido, con la misma ceremonia que me habéis visto hacer”.

No sé si Willermoz recibió la ordenación suprema en medio de un irritante humo de carnes y


pelos quemados, ni si bebió el cáliz y comió el pan de la singular comunión de los Cohen. Pero
una cosa es segura: ningún fenómeno sobrenatural vino a garantizar el proceso de esas extrañas
ceremonias. ¿Hay que sorprenderse? A las circunstancias desfavorables que ya preveía el
Maestro vinieron a añadirse otros contratiempos. El Hermano Du Guers se mezcló en las recep-
ciones e introdujo “horribles irregularidades” por lo que Pasqually tuvo el “corazón afligido”53.
A pesar de ello, considerando la ordenación como válida, el Maestro de Burdeos admite en lo
sucesivo a Willermoz en la participación de las operaciones de los Cohen esforzándose en iniciarle
en sus prácticas54, de lo que la carta del 2 de mayo ya nos da alguna idea.

El método era complicado55. Era una magia ceremonial para la cual se preparaba mediante la
abstinencia y una rigurosa disciplina interior. Las operaciones se realizaban durante los equi-
noccios de primavera y otoño, en noches de luna creciente. Comenzaba por la noche, a las
diez horas, y la ceremonia duraba hasta las dos de la madrugada.

Con el fin de ayudarse simpáticamente, los Cohen debían de practicar los mismos días, y a las
mismas horas, los mismos ejercicios. El oficiante comenzaba por el recitado del Oficio del
Espíritu Santo, los salmos de la penitencia y las letanías de los santos. Se revestían con un
ropaje especial, una especie de alba blanca pasada sobre sus hábitos con fajas y cordones
negros, rojos y verde pálido, simbolizando con todo ello la separación de los elementos mate-
riales y espirituales de la naturaleza humana. Sobre el suelo se trazaban varios círculos con
tiza con diferentes figuras, todo orientado de forma conveniente según la importancia de la
operación que se iba a cumplir; en los círculos se situaban bujías en los lugares designados y
se inscribían las letras, cifras y jeroglíficos indicados. El operante preparaba entonces los
perfumes que debían de arder en un pequeño plato nuevo de tierra sobre carbón encendido
con “fuego nuevo”.

53
Lyon, ms. 5471, pieza 4, carta del 20 de junio de 1.768: “Cualquier satisfacción recibida tanto de vos, como del
Muy Poderoso Maestro Pernon y Sellonf de vuestro Oriente ha quedado desplazada debido a mi corazón afligido
por las irregularidades horribles que se han producido en el curso de esas diferentes recepciones por el Hermano Du
Guers, Réau-Croix”.
54
Lyon, ms. 5471, cartas 13 de agosto, 2 de septiembre, 7 y 11 de septiembre y 20 de octubre de 1.768.
55
R. Le Forestier, “La Franc-Masonería ocultista…”, pp. 72-97. Existen dibujos de tableros de operaciones usados
en una época posterior, provenientes de la enseñanza de Pasqually. Biblioteca de Grenoble, ms. 4188. Tableros
filosóficos 1.780 (ver plancha VI).

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Estos largos preparativos tenían por objeto fijar la decoración conveniente en que el hombre
iba a invocar a los espíritus puros, y defenderse contra los impuros, con el fin de conocer y adorar
la voluntad de su Creador. Como una carta geográfica permite esquemáticamente representar
la superficie terrestre y situar un lugar cualquiera, los tableros de las operaciones de Martines
de Pasqually eran el esquema del universo inmaterial, donde el operante pretendía penetrar
por medio de sus plegarias. Éstas variaban según las operaciones, como las cartas varían según
puedan ser más útiles a los viajeros.

Dispuesto el entorno, venían las prosternaciones, después de las invocaciones y conjuraciones


que el Cohen debía realizar pronto, tanto de pie como de rodillas, con las bujías encendidas y
extendiendo los perfumes al hacerlos quemar. Después se reducía la luz, hasta el momento
en que sus esfuerzos debían de ser gratificados por manifestaciones de orden sobrenatural:
los Pases. Estos pases no están bien definidos: roces, chasquidos, palabras, visiones fugaces y
deslumbrantes, figuras luminosas, que eran el signo de la presencia en torno al celebrante, de
las potencias que evocaba, la respuesta de Dios, por intermediación de un Espíritu, con el fin
de indicarle que se encontraba entre los elegidos. Es ese estado de visión, de felicidad, de
inteligencia superior, de fenómenos mágicos, objeto de todas las operaciones de los Cohen, y
que, a falta de un término mejor, Pasqually denominaba “La Cosa”.

Se puede comprender que tal vía de perfeccionamiento, con sus perspectivas maravillosas, haya
podido seducir a Jean-Baptiste Willermoz. Era diferente a las búsquedas morales o materiales
que hasta entonces había encontrado en la Franc-Masonería. Ésta revelación no le asustó, por
otra parte, en tanto que podría creerse que se trataba de un hombre educado en la tradición
católica. El poder sobrenatural al que era convidado por Martines, ¿no se parecía mucho a
aquél que la Iglesia reconocía a sus santos: clarividencia, éxtasis, don de hacer milagros, poder
echar a los demonios y evocar a los ángeles buenos? El Maestro además no se privaba de
incorporarse a los preceptos cristianos y mostrar un gran respeto por la religión56. Otro ele-
mento atrayente para Willermoz era que la ciencia de los Cohen guardaba el marco de la
Franc-Masonería, a la que estaba fuertemente unido. Ya estaba habituado, por medio de los
grados Rosa-Cruz, a los cálculos y a las figuras mágicas que provenían de la Kábala, y por
consiguiente las operaciones de Martines le parecían menos extrañas que a nosotros.

Fue conquistado. El Canciller de la Gran Logia de Lyon, revestido de todos los grados posibles,
se hizo simple Aprendiz Réau-Croix en la escuela de Martines, aplicándose con celo al singular
culto que se le enseñaba57. Él deseaba organizar en Lyon esa Gran Logia de Francia donde se
pudiera practicar la verdadera doctrina. También esperaba de la potencia mágica de Pasqually
la curación de una de sus hermanas58.
56
Bibl. Lyon, ms. 5471, carta 3: “Nuestra Orden está fundada sobre 3, 6 y 9 buenos preceptos; los tres primeros son
los de Dios, los otros tres, los de sus mandamientos, y los tres últimos los que profesamos en la religión cristiana”.
57
Martines se esforzó en moderar su celo. Le recomendaba no realizar operaciones cada semana, ni cada mes, y
de trabajar únicamente en los equinoccios. Bibl. Lyon, ms. 5471, p. 5.
58
¿Qué hermana? M. Le Forestier la ha identificado como Srta. Provensal, lo cual es posible, pero aun así Willermoz
tenía otras hermanas, entre ellas, Françoise, llamada la Fanchon, casada y cuya salud era muy delicada. Don
Martines designa a la enferma sólo por estas palabras: “Srta. vuestra hermana”.

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Comienzan entonces para él largos meses de estudios, esperanzas y esfuerzos.

Esfuerzos infructuosos. J.B. Willermoz tuvo mala suerte en las operaciones de equinoccio. La
primera en la que pudo participar se fijó el 27, 28 y 29 de septiembre de 1.768; debía recibir
su ordenación simpática. En tanto que Aprendiz no trabajaba más que “un cuarto de círculo”,
no obstante podía esperar mucho de ese modesto rol. Su Maestro le recomendaba rogar a
Dios con un corazón sincero y sumiso, “Y para aseguraros de su misericordia haced repetir el
jeroglífico o alguno de los que habéis trazado”59.

Por desgracia el signo mágico no tuvo ninguna ocasión para aparecer. La operación no pudo
tener lugar en esa fecha, ni algunos días más tarde donde, a despecho de la luna, que pasaba
a decrecer, el Gran Soberano la había aplazado. La falta era que Pasqually omitió mandar a
tiempo las plegarias y las invocaciones útiles, explicando que su doméstico había enviado mal
el paquete, después de que un huracán hubo destrozado parte de la propiedad de su suegro,
por lo que no podía ocuparse de su discípulo. Se declaraba dolido por el contratiempo, pero
ese retraso era más fastidioso aún para Willermoz, que debió trabajar seis equinoccios, es
decir, tres años, antes de ser promovido realmente como Réau-Croix60.

En realidad, ese trabajo, del que dependía su futuro espiritual, Willermoz no sabía bien cómo
cumplirlo. Se enredaba con las figuras y los círculos que debía trazar con tiza blanca sobre el
suelo de su laboratorio místico; no sabía exactamente dónde emplazar las bujías y dónde
inscribir los caracteres y jeroglíficos; no comprendía los peligros que podían amenazarle
durante esas horas nocturnas de invocación y plegarias; pedía explicaciones. Don Martines se
las envía numerosas. Pero las nuevas indicaciones a veces concordaban mal con las prece-
dentes. El ceremonial no estaba completo. Todo andaba lejos de mostrarse claro. Con una
gran desenvoltura el Maestro desplazaba a su gusto los períodos de equinoccio, prometía
talismanes que no enviaba, olvidando lo que había prometido. Todo esto se encontraba lejos
de apaciguar los escrúpulos del meticuloso Willermoz, no dejándole avanzar en la ciencia
oculta que deseaba aprender.

La decepción que pudiera sentir no era para menos, si consideramos la curación de su


hermana61. Pasqually pretendía ver la enfermedad “tumbada sobre el lado derecho, cubierta
con una especie de velo en forma de abrigo o casaca de un color ceniza”. Prescribía los
remedios con una total seguridad de que iba a haber alivio mediante su intervención. No
obstante, no consiguió la curación, abandonando finalmente la partida: “Rogad, aconseja a su
émulo lyonés, y pedid los socorros necesarios para vuestra hermana, vos podéis hacer tanto
como yo en este caso, si vuestra intención y vuestra plegaria son puras y sinceras”.

59
Bibl. Lyon, ms. 5471, carta 7 del 11 sept. 1.768.
60
Pasqually multiplicó desde septiembre a octubre de 1.768 las explicaciones y las excusas más enrevesadas con el
fin de consolar a Willermoz.
61
Lyon, ms. 5471, cartas 4, 6, 7.

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Decepción también al constatar que también reinaba el desorden en esa Franc-Masonería de


los Cohen que debía reformar la Gran Logia de Francia anunciando enérgicamente excelentes
principios de buena organización y de jerarquía bien entendida. “No hace falta que el hombre
de deseo siga siendo engañado, había prometido Don Martines, como lo ha sido por una tropa
de estafadores que se dicen jefes de la Logia de Clermont”. El Tribunal Soberano era en un
principio el único calificado para crear rituales, tablas de operaciones y papeles oficiales; ahora
bien, ni el Tribunal de París, ni el Substituto Universal Bacon de la Chevalerie poseían nada
completo, siguiendo por los primeros grados. Lo que no impedía al Gran Soberano enviar recla-
maciones y arrojar sobre Bacon la responsabilidad de ese estado de cosas tan molesto.

De esta forma, pasado el primer momento de entusiasmo, el neófito percibía que eso por lo
que se esforzaba no era bien conocido en su sentido exacto. ¿A quién podía servir el permiso
que recibió en julio para fundar en Lyon un Gran Templo? No poseía ni doctrina ni ceremonial.
Los recuerdos de las enseñanzas recibidas en París se alejaban. El negociante no poseía temple
para ir a Burdeos, como fueron los jóvenes oficiales del regimiento de Foix, Grainville, Champo-
llon, Saint-Martin, que pasaron junto al Maestro sus permisos semestrales para recibir la buena
palabra y maravillarse con los prodigios que podía hacer. Willermoz se inquieta. Interroga. Hace
saber si todo el ceremonial es necesario para atender el objetivo propuesto, y si es tan eficaz
como se lo ha prometido el Maestro y ¿por qué? Pero entonces Martines le elude. Es muy
reticente a las cuestiones directas.

En un estilo obscuro, que a veces utiliza, en medio de una falta de estilo de lenguaje u orto-
grafía, de expresiones justas, a veces incluso poéticas, evita las precisiones. Se refugia en la
humildad62: no sabe nada, no tiene en lo que se refiere a “su pequeña parte” más luces que
las que Dios dispensa a cada uno y no tiene ningún poder personal ni otro papel que el de
“silenciar mi ignorancia y guardar secretamente lo poco que se me ha transmitido caritativa-
mente, por miedo a que me sea quitado”63. Evoca demasiado insistentemente a no se sabe
qué Jefe misterioso de la Orden de los Cohen, a riesgo de asustar, y del que él es sólo un
instrumento64. La doctrina propiamente se da en sus cartas y se place en revestirla con un
aspecto muy cristiano, ya lo hemos visto. Siempre es lo mismo; los ejercicios que Martines
demanda a los Cohen necesitaban de explicaciones menos habituales y una enseñanza
teúrgica más completa.

No obstante, la Orden se incrementa. Cada carta proveniente de Burdeos comunica la recepción


de nuevos Hermanos65. En Lyon, y a causa de Willermoz, cinco discípulos abandonaron la
Franc-Masonería regular66 atendiendo a su organización y doctrina. Willermoz, que no poseía
nada, sólo podía asociarles bajo su decepción atenta y su irritación. La conducta privada del
62
“Soy un hombre y no creo tener sobre mí más que a otro hombre”. Bibl. Lyon, ms. 5471, p. 3.
63
Lyon, ms. 5471, p. 4.
64
Lyon, ms. 5471, p. 10.
65
Una veintena de nombres, ciertamente muy distinguidos, se citan desde 1.767 a 1.770. Martines habla de
establecimientos en Bourg-en-Bresse, Lyon, Versalles, Libourne, Burdeos y Foix.
66
La Gran Logia, a pesar de la desaparición de la Gran Logia de Francia, continuó con algunos trabajos, perdiendo
en 1.768 toda actividad. Lyon, ms. Coste 453, fol. 108.

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Soberano Juez no se encontraba menos sujeta a cuidados que su conducta oficial. Tenía
disputas poco claras con el Hermano Du Guers que había sido su preferido, su confidente y su
comensal. Ahora se difundían por su parte recriminaciones enrevesadas, acusándole de querer
suplantar su papel director y exhalaba su dolor por haber sido tan indignamente engañado.
Ya no podía evitar el hecho de que ese Bonnichon, llamado Du Guers67, se había durante
mucho tiempo aprovechado de su indulgencia, aunque ya Willermoz y Bacon de la Chevalerie
habían denunciado sus irregularidades “horribles” en las recepciones de París. Resulta siem-
pre molesto que se pueda dudar de la clarividencia de un profeta. Es igualmente molesto que
se pueda dudar de su desinterés. Ahora bien, Pasqually tenía deudas que no sabía cómo pagar.
Su matrimonio con la sobrina de un mayor del regimiento de Foix no le había enriquecido. El
nacimiento de un hijo en 1.768 había aumentado los gastos del matrimonio68. Este hijo fue
bautizado el 20 de junio de 1.768 (el acta de bautismo fue publicada por Papus). Un segundo
hijo vino al mundo en junio de 1.771. Solicitó la generosidad de los más ricos de entre sus
discípulos, con el fin de poder evitar el “escándalo” de sus acreedores.

Fue el M. de Grainville, oficial del regimiento de Foix, quien se encargó de lanzar la idea, mientras
se encontraba de marcha en Burdeos, de instruirse acerca del Maestro; sobre una carta que
Pasqually escribió a Willermoz el 19 de febrero de 1.76969 propuso la siguiente composición:
la Orden se encargaría de liberar al Gran Maestro de sus preocupaciones materiales asegurán-
dole una pensión conveniente; mientras, en contrapartida, éste iría a París a trabajar con el Tribunal
Soberano.

El joven oficial sufría con el desorden que reinaba en los Cohen, y por otro lado no podía hacer
sacrificios de dinero. En esa misma carta, Pasqually le pedía resultados a Willermoz, y le advertía
que se le remitiera un informe sobre las operaciones de equinoccio a causa de “las grandes
corruptelas y persecuciones del señor Bonnichon contra la Orden”.

Cuando en la primavera de 1.769 J.B. Willermoz llegó a París, poseía, y se ve, muchas infor-
maciones y consejos que solicitar al Substituto Universal y al marqués de Lusignan. Lo que
resultó de tal encuentro resulta fácil de imaginar, por la carta que le remitió el lyonés a
Pasqually el 29 de abril de 1.76970. Debidamente informado por Bacon de la Chevalerie y
Lusignan, sobre las inconsecuencias del mago bordelés, Willermoz expuso en términos muy
severos extensamente su desilusión y la confusión en la que se encontraba. “Deseo poder
anunciar en Lyon un verdadero objetivo digno de gentes honestas, escribió, sin hacer de char-
latán”. Don Martines le contestó de forma molesta, asegurándole de la bondad de su corazón
y de su deseo sincero de hacer lo mejor para trabajar por el bien de la Orden de la forma que
quería su Substituto Universal. Ponía como testigos de la pureza de sus intenciones a aquellos
67
Du Guers se encontraba en 1.767 con Martines avanzado en grados y favores. Este Hermano Du Guers, realmente
se llamaba Bonnichon ¿Se trata de aquel Bonnichon, procurador de la corte de Lyon, el que fuera Venerable de la
logia lyonesa de “La Amistad”? Esto parece dudoso ya que Willermoz no parece conocer al Cohen en cuestión.
68
Se casó en septiembre de 1.767 con Marguerite Colas de Saint-Michel (el acta de matrimonio fue publicada por
la Sra. De Brimont en un artículo de la revista “El Velo de Isis”, en el año 1.929).
69
Lyon, ms. 5471, carta 13.
70
Lyon, ms. 5471, carta 14.

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que mejor le conocían, y aconsejaba a Willermoz que preguntara acerca de esto a M. de


Grainville. Para probar la evidencia de su doctrina, le invitó también a meditar acerca del
número de dedos de los pies71.

No sé si J.B. Willermoz encontró una gran iluminación espiritual al contemplar, en el nefasto


número de sus dedos, la prueba física de la degeneración causada por el pecado de Adán. En
todo caso siguió la primera sugestión propuesta y escribió a M. de Grainville.

Los miembros serios de los Caballeros Cohen sentían un gran deseo en ponerse de acuerdo.
Pero al solicitar ayuda para asegurar la vida de su familia, Don Martines había arrojado leña al
fuego. Se trataba de saber si se cotizaría para proporcionar al Maestro de la Orden las rentas
necesarias, y en ese caso, qué condiciones se exigirían. A continuación le sigue una correspon-
dencia muy significativa que mantuvo Willermoz con Grainville72. El joven oficial se encontraba
pleno de sabiduría y moderación; conocía bien a Martines pero quedaba muy lejos de estar
enteramente persuadido de sus virtudes; sabía que el Gran Soberano vivía de la Orden y que
esto explicaba muchas de sus acciones. Muy filosóficamente se acordaba de numerosos ins-
pirados que también habían perdido su vocación. Con Moisés, David, Salomón y San Pedro,
Don Martines se hallaba en buena compañía y de alguna forma excusado de sus “faltas y
distracciones”73.

En estas cartas, y en estos andares, los Réaux-Croix no merecen tanto el epíteto de “cándidos”
que se les ha dado. No pecaron sino por exceso de respeto. La opinión que tenían de su
profesor de “ciencias sobrenaturales”74 parecía claramente como siendo incorrecta. El más
moderado de entre ellos, Grainville, dejó aparecer en numerosas ocasiones su desánimo. “La
Orden entregada a Don Martines no tendrá que ver jamás con una Orden tomada por la
ambición o la afectación; no sé cómo podría ser tomada, y comienzo a creer que no tomará
forma del todo. Esto solo puede reportar un gran mal”75. Por otro lado, no obstante, Bacon de
la Chevalerie, Lusignan, Champollon y Grainville se encontraban persuadidos de los dones
sobrenaturales de su Gran Superior. Tranquilizaban a Willermoz sobre la eficacia del método
místico de los Cohen, confiándole los resultados extraños y consoladores a los que llegaban.

Así J.B. Willermoz se aplicó todo lo posible con sus deberes de Réau-Croix. Esfuerzos decep-
cionantes. Como un hecho deliberado, en 1.769 y 1.770 las operaciones de equinoccio fueron

71
Lyon, ms. 5471, carta 15: “Vos poseéis todos los emblemas de esta verdad pura, observad los cinco dedos
desiguales que tenéis en las manos y los pies”.
72
Lyon, ms. 5425, pp. 1 a 10. M. Van Rijnberk, ob. cit. pp. 144-160, ha publicado dichas cartas, pero con algunos
errores de fechas; la número 5 debe ser fechada en septiembre de 1.770 y la 11 en 1.772. Es por lo que citamos las
cartas de Grainville según los originales de la Bibl. de Lyon.
73
Lyon, ms. 5425, p. 2: “M. D. tiene siempre el furor de las recepciones a menudo un poco ligeras, pero ¿qué se
puede hacer? Está bien que él viva y haga vivir a su familia”.
74
P. Vulliaud, ob. cit., p. 119.
75
Lyon, ms. 5425, 14 de marzo de 1.770, pieza 2.

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reducidas76. Toda posibilidad de hacer importantes observaciones se retrasaba. En las opera-


ciones más simples Willermoz no obtenía ningún resultado. El Maestro de Burdeos se molestó
en enero de 1.770 por los fracasos repetidos del émulo lyonés, aunque llovían las gracias
parecía que sólo por el Suroeste. Le permitió operar cada viernes y sábado; J.B. Willermoz no
avanzó. No podía sentir ninguna manifestación sobrenatural a pesar de su aplicación y su
deseo. Lo cual hacía honor a su equilibrio psíquico; pero no eran pruebas de ese orden lo que
buscaba.

En estas condiciones pensó volver a reencontrarse para discutir conjuntamente las medidas
propias para asegurar el bien común; habría sido también deseable el llevar a Martines a ese
coloquio. “Sería cómodo, escribía Grainville el 1 de junio de 1.769, acordar y explicarse tanto
de una parte como de la otra. No es justo que el Tribunal Soberano haga avances sin saber por
qué, y no es justo que el Soberano Maestro se desplace, trabaje mucho, y comunique una parte
de su ciencia, sin saber cómo. Una vez de acuerdo sobre estos dos puntos, todo debe ir bien, o yo
estoy engañado”. Se engañaba. Nada fue como preveía. El Maestro se evade: una enfermedad
de su mujer en la primavera de 1.770 le absorbía todo su tiempo. Sólo ofrece a los reformadores
el socorro de sus plegarias77.

Grainville y Willermoz no se encontraban por aquél entonces en París en el mes de abril; única-
mente los miembros del Tribunal Soberano, es decir, Bacon de la Chevalerie y el marqués de
Lusignan. Sin embargo ellos ensayaban el poner a punto un plan serio para reorganizar la
Orden y dirigieron una carta común a Don Martines78. Le indicaban claramente las condiciones
que debía de aceptar para obtener de ellos una pensión conveniente, así como el pago de sus
deudas. Se le solicitaba el venir a vivir a París para poder colaborar seriamente con su Tribunal
Soberano, trayendo con él todos los papeles con el fin de constituir documentos serios, indis-
pensables para la instrucción de los Réaux-Croix antiguos y nuevos; finalmente se le reclamaba
una total justificación de las ceremonias, con la seguridad de que fueran eficaces. Este era un
punto que guardaba en el corazón particularmente J.B. Willermoz. Pensamos que había
decidido colaborar en esta apuesta con todo el rigor del hombre de negocios que no quiere
dejarse engañar.

Martines dejó pasar sabiamente el tiempo antes de responder. Se encontraba en una difícil
situación. Tras largo tiempo, el mal humor de Bacon de la Chevalerie era continuo, así como
el desánimo crítico de Willermoz. Él por su parte había tratado de alejar la tormenta ofreciendo
al negociante lyonés bellas promesas de trabajo, contándole con todo detalle la milagrosa
curación de su mujer. Le presentaba como prueba de su poder ese hecho sorprendente “que
ha hecho mucho ruido en nuestra ciudad y en nuestra provincia”79. Al mismo tiempo se esfor-

76
El equinoccio de primavera de 1.769 fue reducido a causa del asunto Bonnichon; el de otoño, a causa de una
negligencia de Bacon que envió tarde la orden de los trabajos. En 1.770, el primer equinoccio no pudo realizarse
como un trabajo común, a causa de la enfermedad de la mujer de Pasqually.
77
Lyon, ms. 5471, p. 20.
78
El contenido de esta carta y su fecha solo son conocidos por la respuesta de Pasqually. Lyon, ms. 5471.
79
Lyon, ms. 5471, p. 21.

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zaba por hacer entrar en su caja un poco de dinero, estableciendo el precio de las constitu-
ciones, cuadernos de grado, joyas y accesorios. No podía renunciar a las recientes recepciones
de nuevos discípulos, ni contentar completamente a los antiguos, y le habría gustado verse
desembarazado de sus deudas sin convertirse en prisionero de aquellos que le querían obligar.

En su respuesta a las condiciones expuestas se mezcla el deseo muy claro de no dejarse


imponer por “sujetos” demasiado exigentes, y el de no exasperarlos. Al ultimátum de sus
émulos responde con rechazos y algunas promesas. Los rechazos conciernen al dinero y al
plan conductor del trabajo que se le proponía. No poseemos su carta del 11 de julio de 1.77080
sino un largo resumen que redactó J.B. Willermoz. Con algunas circunlocuciones invocando
frecuentemente a un Maestro misterioso, del que él sólo sería el intérprete – lo que le daba
ventaja al descargarse de la responsabilidad – Don Martines de Pasqually deja ver, como buen
psicólogo, que el secreto de “La Cosa” que le solicitan sus discípulos reside únicamente en
ellos mismos. Ya había escrito a Willermoz: para formar un buen Réau-Croix y un perfecto
visionario sólo tenía que hacer personas honestas. “Se puede ser el más perfecto hombre honesto
y no ser más que una buena hebra para nosotros”. De todas formas sólo admitirá en el número
de elegidos a aquéllos que hayan dado pruebas de sus dones captando los fenómenos
sobrenaturales. Los actuales Réaux-Croix solo tenían que reformarse ellos mismos, y según las
prescripciones temporales y espirituales de su Maestro, cumplir con un noviciado de al menos
siete años, con el fin de considerarse dignos de avanzar en las ciencias a las que aspiraban; sin
embargo, les promete todos los esquemas de las ceremonias de recepción, los catecismos y
las instrucciones, indicándoles además que está escribiendo para ellos una voluminosa obra
“muy apropiada para apartar los más grandes errores”, y que con mayor razón servirá para
persuadir a los Réaux-Croix de la verdad de la doctrina que han abrazado. Les desvelará el
título elegido: “La reintegración y reconciliación de todo ser espiritual creado en sus primeras
virtudes, fuerzas y potencias, en el goce personal que todo ser disfrutará distintamente en
presencia del Creador”.

No obstante, estas promesas no calman la irritación de Willermoz, arrastrando su sumisión a


las buenas o malas razones de su Maestro ¿Debemos pensar que la gran animosidad del lyonés
proviene de una fuerte credulidad emparentada con la necedad? Creemos que su ingenuidad
no es tan completa como parece. Hemos tenido la enorme fortuna de encontrar en las cartas
de Grainville el eco de aquello de lo que Le Forestier deploraba por su ausencia: “La impresión
que esa memoria a la vez alegato y mercurial hizo sobre los lectores”81. Perfectamente
edificados en cuanto al carácter de Martines, resignados, más que convencidos, Grainville y
Champollon, su compañero de armas, decidieron no abandonar la Orden de los Élus Cohen82.
No fue por alegría en el corazón el que permanecieran grupos alrededor de Martines de
Pasqually, pero estaban íntimamente persuadidos de la realidad del mundo inmaterial que les
había abierto con su magia, teniendo algunos de ellos pruebas sensibles. Podrían hacer todo

80
Lyon, ms. 5471, p. 22.
81
R. Le Forestier, La Masonería ocultista, p. 475.
82
Lyon, ms. 5425, p. 5, 30 de sept. de 1.770. Bacon de la Chevalerie, más irritado, abandonó su actividad como
Cohen y Substituto a partir de 1.770.

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tipo de sacrificios, así como soportar a ese Maestro discutible, si las instrucciones que anuncia
les permitieran hacerles verdaderos sacerdotes de una religión esotérica que a la vez satisfa-
ciera su necesidad de lo absoluto y su gusto por la experimentación.

“Nosotros nos mantenemos como veis en la Orden a pesar de todo lo que podamos
reprochar a Don Martines. No es que nos persuada Don Martines personalmente acerca
de “La Cosa”, sino que es la misma “Cosa” la que nos ata a ella misma por la evidencia,
la convicción y la certidumbre que tenemos… no podemos más que desear para vos la
misma felicidad de la que gozamos”83.

La fe de los discípulos de Don Martines retuvo a Willermoz en medio de ellos, a pesar de su


irritación. Hermanos tan distinguidos como Bacon de la Chevalerie y el marqués de Lusignan,
un oficial serio y razonable como el caballero de Grainville, y otro oficial del regimiento de Foix,
Louis-Claude de Saint-Martin, de tan flexible inteligencia y de tan sedujente fervor, le aseguraban
la realidad del mundo espiritual en donde Pasqually les había introducido. Además, todos vivían
ese método místico poseyendo pruebas claras de su eficacia.

J.B. Willermoz, que no gozaba de esa felicidad, aún guardaba dudas. De todas las maneras, el
Maestro trabajaba para sus discípulos lo mejor que podía. Su gran obra le ocupa por entero.
Es remarcable que cuando el Gran Superior de los Cohen hace algo útil para su Orden a su
lado siempre hay un colaborador. El turbio Du Guers tuvo ese papel hasta 1.768.

Grainville, Balzac, Champollon, en 1.768 y 1.769, pasaron sus semestres de invierno traba-
jando con su Maestro y redactando bajo su dictado los cuadernos de grados84. En 1.769, Don
Martines toma un secretario ideal del que se declara encantado. Es un cierto abate Fournié,
“fuerte en religión, ceremonias e instrucciones particulares”, y que a todas esas cualidades se
unía la de ser muy trabajador y poco instruido85, pero muy apto para ser en el futuro un buen
visionario. Gracias a él, el trabajo avanza, al menos según Pasqually; a finales de 1.770 Willermoz
recibió el anuncio del envío del grado de Gran Arquitecto y el de nuevas instrucciones para
sus trabajos de equinoccio. En esta época, otro secretario, más benévolo, y de una calidad
superior a la del abate Fournié vino para ayudar al Gran Soberano de los Cohen en medio de
sus trabajos. Louis-Claude de Saint-Martin estaba decidido a abandonar la carrera de las armas
para consagrarse a la vida mística. Comenzó por tratar de poner un poco de orden entre los
papeles de Pasqually, con el fin de atender las demandas que Willermoz dirigía incansable-
mente. El famoso grado de Arquitecto aún no está terminado en mayo de 1.771. Faltan los

83
Lyon, ms. 5425, p. 6, diciembre de 1.771.
84
Willermoz proporciona detalles curiosos sobre el método de trabajo de Don Martines, dictando y vaticinando con
la ayuda de los secretarios Grainville y Champollon, que corregían su ortografía y su estilo, y discutían con él. No
obstante disminuye mucho el papel de Saint-Martin en su colaboración en el Tratado de la Reintegración. Las fechas
de las estancias de Grainville durante los inviernos de 1.768 y 1.769, como ya hemos visto, nos muestran que el
abate Fournié y Saint-Martin estaban en Burdeos, en el momento en que fue compuesto el Tratado. Carta de
Willermoz a Turkheim, 1.821, Lyon ms. 5425 p.57.
85
No había recibido todas las órdenes eclesiásticas. El 3 de agosto de 1.771, Saint-Martin le describió afligido por
tener que aprender algo de latín. Cf. Papus, “L. C. de Saint-Martin”, 1.902, p. 110.

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grados más simples. No se conocen muy bien qué lagunas hay que completar. Don Martines
se dio prisa en establecer el derecho de abono de 50 escudos por año que los Hermanos
debían de enviarle de muestra86. El cuidado de sus “asuntos temporales” que le obliga a
estancias en París es también una buena excusa para atrasos irritantes.

En uno de los viajes a París, Willermoz vio una posibilidad interesante de reencontrarse con el
Maestro87. La fecha del viaje a París de Willermoz está inscrita en esta carta. Tenía el deseo
de interrogarle, de verlo y comprenderle mejor, no solamente por él mismo sino también por
los lyoneses que había ganado para la nueva fe. ¿Sería posible tomar enseguida una decisión
seria sobre el sujeto de “La Cosa”? Saliendo Martines de Pasqually, adelanta su viaje a París
para encontrarle. La entrevista tuvo lugar en la segunda quincena de abril de 1.771. Parece
que Pasqually se prestó a ello sin ningún entusiasmo, no haciendo nada por facilitarla.

No se sabe si esas entrevistas acabaron de fijar la convicción del escrupuloso lyonés. Aún le
vemos dudar y solicitar a su hermano y a sus amigos consejos y opiniones. ¿Tenían “La Cosa”?
¿Se encontraban siempre resueltos a las dispensas que ésta exigiera?88 Porque esa doctrina
espiritual les podría jugar una mala pasada en lo referente a los gastos.

La respuesta fue bastante descorazonadora. En mayo de 1.771, sólo Pernon “tiende a la Cosa
fuertemente” sea cual fuere el precio; Sellonf renuncia porque “tiene miedo de ser conducido
demasiado lejos, según sus costumbres, religión y forma de pensar; lo compara con una
especie de secta que existe entre ellos y donde el entusiasmo hace ver y creer todo”. En cuanto
al doctor, su posición es compleja y se encuentra feliz de no estar entre los Cohen sino por
simple complacencia, debido a las ideas de su hermano. “La creencia no se da por la envidia
de creer, explicaba, no obstante haré lo que pueda y llegaré donde sea, manteniendo todos los
compromisos que se me tomen”.

A despecho del poco entusiasmo de su hermano y de sus amigos, el poder de seducción del
mago bordelés aún se salió con la suya. Willermoz decidió quedarse como Réau-Croix prac-
ticante, pero no satisfecho.

Y es que Pasqually empleaba no obstante mucha habilidad para calmar los escrúpulos y vencer
las dudas de sus discípulos. Con el fin de calmar los problemas de conciencia de Sellonf, le
permitió participar en “La Cosa siguiendo únicamente las instrucciones que considerase
buenas para él”89. No podía ser más cómodo. No había sino ventajas para adaptar el trabajo

86
Bibl. Lyon, ms. 5471, pp. 25-31. Papus, “L-C de Saint-Martin”, pp. 83-116. Se puede constatar que el 2 de mayo
de 1.771 Willermoz no tiene el ceremonial de ordenación de Réau-Croix, y lo que aún es más grave para un Maestro
de logia, los de los primeros grados, llamados azules. El de Élu y los tres Cohen también le hacían falta.
87
Lyon, ms. 5525, p. 8. Carta del abate Fournié fechada el 29 de marzo de 1.771, donde éste aconseja a Willermoz
llegar antes del 22 de abril si quiere encontrarse con Don Martines.
88
Carta de Pierre-Jacques Willermoz, fechada en mayo de 1.771. Lyon, ms. 5525 bis.
89
Lyon, ms. 5471, carta 25, 25 de agosto de 1.771. Las cartas siguientes, p. 25 a 28, están llenas de testimonios del
deseo de Pasqually para aprobar a Willermoz en sus acciones y convenir facilidades para con sus obligaciones de
Réau-Croix.

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operativo del negociante lyonés, según su propia voluntad, fijando él mismo los períodos de
equinoccio, dependiendo más de la libertad que gozase en su comercio que de las fases de la
luna.

Pasqually sobre este punto tenía necesidad de indulgencia, ya que estaba a su vez muy
ocupado con sus “asuntos temporales”. El acrecentamiento de las cargas familiares que incluían
el nacimiento de su segundo hijo en mayo de 1.771 le obligaba a viajar para poder atender su
fortuna. Estaba en París el 5 de julio90, cuando anunció a Willermoz en términos misteriosos
un “proyecto ventajoso al público, al estado y a la nación más oprimida” del que le haría
partícipe. Tenía buenas esperanzas por el crédito que poseía entre los Ministros. “Si esto tiene
lugar como pienso, hará que me desplace a Lyon para encontrarme con vos, no pudiendo escri-
biros sobre dicha empresa para no destapar el secreto siendo el alma del asunto”. ¿Meditaba
Don Martines algún sistema inédito de lotería? Se ufanaba de sus relaciones distinguidas tanto
en París como en el Suroeste del reino; era, si le creyéramos, gracias a él, que su buen hermano
había obtenido la cruz de San Luis91.

Hay que preguntarse si Willermoz se tomaba en serio esta aprobación y esas bellas perspectivas
de futuro. Había una buena razón para desafiarse a sí mismo, ya que el pobre Pasqually le había
mandado hacer para su mujer un hermoso vestido de seda, no pudiendo pagar más que con
promesas el “tafetán abrochado de fondo blanco, rayado en satinado rosa”92, que Willermoz
había elegido para armonizar con un tinte “castaño claro”.

Nuestro lyonés ya había tenido tiempo para habituarse a las inconsecuencias y a la elocuencia
meridional de su Maestro. En todo caso reclutó para la Orden a otro hombre de deseo en la
persona de su amigo el abate Rozier. El nuevo elegido no sólo era un franc-masón experi-
mentado, miembro importante de las antiguas logias de Lyon y de París, sino también un
naturalista distinguido. Desde 1.765 a 1.769 había sucedido en Lyon al célebre Bourgelat,
fundador de la Escuela Veterinaria; en París prosiguió sus trabajos de botánica y agronomía.
Las ideas originales de Don Martines le sedujeron. Pasó largas horas en su compañía. Curioso
por ser testigo de fenómenos extraordinarios, deseaba mucho obtener grados importantes,
pero a pesar del deleite y el interés que le mostraba el abate Rozier, el Gran Soberano se encubrió
bajo la prudencia y le hizo marcar el paso, dejándole, a pesar de sus reclamaciones y las de su
amigo Willermoz, en el rango de Maestro Cohen. Pasqually desafiaba a los sacerdotes, y encon-
tramos eco de esa desconfianza con Grainville y Saint-Martin. Es un hecho que un eclesiástico
instruido y preparado para la investigación científica, como era el caso del abate Rozier, no le
pareció destinado a ser un buen Réau-Croix.

90
Papus, Saint-Martin, p. 14.
91
Lyon, ms. 5471, carta 26. Uno se pregunta si esa información es el origen de los recuerdos que Willermoz cuenta
en 1.821, en una carta a Turkheim, donde parece confundir las cruces de San Luis obtenidas por Martines para sus
hermanos, la de 1.767 con la de 1.771. La confusión después de tantos años es muy excusable. Cf. Van Rijnberk, p.
130.
92
Lyon, ms. 5471, p. 25.

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Willermoz parece haber soportado bastante bien todos esos inconvenientes. La razón es que
en aquella época se encontraba bastante menos absorto en la vida Cohen, la cual era consi-
derada por él sólo a través de las cartas de los iniciados. Estaba dedicado sobre todo a sus
asuntos comerciales que llegaban hasta Holanda, durante el verano de 1.770, y por sus asuntos
familiares, su padre había muerto ese mismo verano. Sin duda también estaba distraído de
sus deberes espirituales por una cierta Chaimeaux de la cual en sus ausencias, era su hermano
quien velaba por su salud y conducta. También es justo decir que después del año 1.771 recibía
de Burdeos consejos muy propios para desarrollar en él la confianza, la resignación y la paz.

El Maestro caprichoso y autoritario era sustituido por otro interlocutor: Louis-Claude de Saint-
Martin. Willermoz no perdió con el cambio. Concienzudo y atento, el ex oficial del regimiento
de Foix hizo lo que pudo para enviar al Oriente de Lyon todo lo necesario para la existencia
del Templo; cuadernos de grados e instrucciones para las ceremonias, las recepciones y las
ordenaciones, que el lyonés no sabía aún ejecutar convenientemente. Las enseñanzas que dirigía
se encontraban un poco sujetas a cambio según las propias variaciones de Pasqually, mucho menos
molesto con sus discípulos por cambiar las consignas y obligaciones de cada uno. Gracias a Saint-
Martin, Willermoz recibió textos de invocaciones para el trabajo diario, la traducción al francés
de las plegarias que debían de hacerse para su pequeño trabajo de los tres días, un plan muy
cómodo para la disposición de las bujías en los círculos mágicos, algunas precisiones para los
ángulos, los círculos y los “vautours”93 de los dibujos simbólicos donde debía situarse el cele-
brante; un recuento alfabético de los 2.400 nombres, números y jeroglíficos de los profetas y
los apóstoles así como de potencias misteriosas que actuaban al invocar y evocar. Resumen
de cómo satisfacer al Réau-Croix más difícil.

Al mismo tiempo, Louis-Claude de Saint-Martin trataba de destacar su correspondencia con


un formalismo muy estricto y la elevaba a la más pura concepción de la vida sobrenatural. Era
aplicado y ejecutor en sus menores detalles de las ceremonias que le había prescrito Don
Martines, pareciendo que Willermoz había perdido un poco de vista la virtud de la perfecta
abnegación de sí mismo, de la sumisión a la voluntad de Dios y a la verdadera libertad que
debe de practicar un verdadero místico. Por eso Saint-Martin le recuerda:

“Creo, mi Querido Hermano, que hasta que tengamos mejores disposiciones, y sean
utilizadas en todas las ceremonias con la mayor regularidad, la Cosa puede guardar su
velo para nosotros tanto como le plazca. Ella está tan poco en la disposición del hombre,
que jamás puede, a pesar de todos sus esfuerzos, encontrarse en la certeza de obtenerla.
El hombre debe esperar siempre, rezar siempre, he aquí nuestra condición. El espíritu
sopla donde quiere sin que sepamos nunca de dónde viene y a dónde va. Tenéis una idea
errónea si habéis pensado que las ordenaciones y las ceremonias tienen un efecto infa-

93
Los “vautours” son probablemente, salvo una nueva precisión, los círculos secundarios alrededor del círculo
principal para la operación. Bibl. de Grenoble, T 1188. Papeles Prunelle de Liere (plancha nº 6. Los papeles del Cohen
de Grenoble contienen además el recuento alfabético de los 2.400 nombres).

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lible y rápido, como el de las leyes de la naturaleza corporal, en ésta todo es pasivo y en
la otra todo es libre, ya que depende de los favores del espíritu”94.

Una dirección tan inteligente, tan atenta, que tiene en cuenta tanto las reclamaciones de Willer-
moz inmediatas como su formación general, estaba bien dirigida como para afectar siempre
a las doctrinas y prácticas de los Caballeros Élus Cohen. Así con Claude de Saint-Martin, Grain-
ville, el abate Fournié, y con tiempo, ayudándole Martines, Willermoz entrevió la luz, si no por
iluminación sobrenatural, al menos con los envíos del Oriente de Burdeos. Por otra parte la
doctrina del Maestro se desprendía de sus prácticas de magia ceremonial para convertirse en
una teosofía de las más audaces. La primera parte del Tratado de la Reintegración ya estaba
escrita.

El Tratado de la Reintegración de los Seres95, la obra principal de Martines, y que contiene


toda su doctrina, se presenta como un comentario difuso de los primeros libros de la Biblia.
Su autor la dejó inacabada. Pero la interrupción del trabajo no es tan grave como pudiera
creerse puesto que a propósito de Adán, Noé, Abrahán, Moisés y Saúl, todos los sujetos son
tratados a la vez, y esos personajes bíblicos, en largos discursos, nos hacen entender bastante
bien lo que Don Martines enseña acerca de la naturaleza de Dios, del mundo y del hombre,
así como de su caída y redención. Se puede decir “suficientemente bien” puesto que el estilo
de este libro es muchas veces confuso y su especial vocabulario no está concebido para añadir
claridad. Tanto en sus pensamientos como en su vida, a Don Martines no le faltaron contra-
dicciones. La caída original ha sido general. La revuelta de los seres espirituales ha precedido
a la del hombre. Dios había creado a aquellos para celebrar su gloria, emanándolos de Él y
haciéndoles distintos y libres, situándolos en un primer círculo “donde conocían claramente y
con certeza todo lo que pasaba en la Divinidad”96. Esta contemplación no les pareció suficiente
a algunos, como tampoco el cuidado de las causas segundas “potencias, virtudes y operaciones”
que les había sido también asignado, y quisieron igualarse a Dios por medio de su voluntad
criminal. Como castigo, Dios creó el Universo para convertirlo en su prisión: “lugar fijo sonde
esos espíritus perversos podían actuar y ejercer, en privación, todas sus maldades”97.

En el Universo creado98 Dios emana un ser que debía de ser el guardián y el maestro: el hombre.
Aparecido después de los primeros espíritus, les era no obstante superior por voluntad divina,

94
Papus, Saint-Martin, carta del 25 de marzo de 1.771 pp. 88-89.
95
Martines de Pasqually, Tratado de la Reintegración de los seres. París 1.899. Willermoz no recibió esta obra
completa hasta 1.772, por intermediación de Grainville, el cual la había copiado a Lorient; Lyon, ms. 5425, pieza 8,
11 de noviembre de 1.772. “En cuanto al Tratado de la Reintegración lo copio no obstante, se trata de una obra de
gran aliento; si no os la envío, os la procuraré, pero no será pronto. Hace más de seis meses que trabajo en ella y
aún no he terminado”. Tal parece haber sido la única parte de Grainville en la composición del Tratado, en
contradicción con lo que Willermoz confió a Turkheim en 1.821.
96
Martines, obra cit. p. 9.
97
Martines, ob. cit., p. 12.
98
La materia no es el mal, pero es una emanación inferior, consecuencia del mal. El mundo de los Cohen debe ser
espiritual, y los discípulos de Martines deben despreciar las actividades materiales, aun siendo característicamente
científicas, condenando además la alquimia. Lo que no impide que Don Martines practicara curaciones, o intento

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que le había creado como su émulo; “hombre-Dios” y Réau-Croix verdadero. Era el maestro
del Universo y de sus tres partes: el universo, la tierra y lo particular. Lo particular comprende
a todos los espíritus celestes y terrestres. Por lo tanto el hombre primitivo era el maestro de
los buenos y de los malvados ángeles. El hombre era también libre, y fue embriagado por su
potencia. Su elección le llevó a penetrar en el plano demoníaco, en lugar de seguir en el plano
divino. Su espíritu creó el mal: trató también de igualarse a Dios. Su prevaricación repite la de
los ángeles malvados. El resultado de su operación criminal fue una forma material, que se
asemejaba a su propia forma gloriosa, pero con el defecto de ser pasiva y sujeta a la corrup-
ción. El desgraciado Adán, por su orgullo, había “operado la creación de su propia prisión”99.
El castigo no se hizo esperar y Dios le transmutó en esa envoltura impura que había creado, y
así, en vez de poder tener una posteridad espiritual, asociando su voluntad a la de su Creador,
tuvo una posteridad de hombres impuros y pasivos. Asimismo fue también precipitado del
paraíso terrestre, lugar glorioso que era su dominio sobre la tierra, la cual dominaba en otro
tiempo, para habitar en ella como el resto de los animales.

Tal es la forma en que Martines considera la caída del mundo y del hombre. Esto fue posible,
según él mismo, porque Dios está por encima de las causas segundas, y por lo tanto por encima
del bien y del mal. Martines le desprende antes del mal que del bien. Acuerda que todo lo que
es bueno viene de Dios, y reserva el mal especialmente a una creación propia del espíritu de las
criaturas libres. Martines precisa mucho sobre el libre arbitrio de todos esos seres emanados;
insiste sobre ese tema con mucha frecuencia, al punto de que, para él, el hombre solo goza ya
de un solo poder: Su voluntad. “El pensamiento le proviene al hombre de un ser distinto a él;
si el pensamiento es santo, proviene de un espíritu divino, y si es malvado, proviene de un
demonio malvado”100. Al hombre sólo le queda la elección.

En cuanto a la obra de la reintegración propiamente del hombre en “sus primeras propiedades,


virtudes y potencias” (y hemos visto que no son escasas), depende evidentemente en un
principio de la voluntad de Dios. Acordando con Adán el poder hacer penitencia y aceptando
el arrepentimiento. Dios le hace un gran favor; sin él, el desgraciado quedaría como “un menor
entre los menores demoníacos”101. “Le fue permitido la expiación y poder comenzar la obra de
reconciliación. Pero la reintegración no es una obra simple. El hombre necesita de una voluntad
bien dirigida en el sentido de la voluntad de Dios, pero también además la ayuda de los seres
espirituales intermediarios, ya que el desgraciado menor introducido en la materia solo puede
conocer la voluntad de su Creador a través de seres interpuestos. También debe de resistir el
ataque de los demonios. Estos seres perversos tienen hacia él una conducta atroz”102. La forma
de los hombres le excita particularmente, porque les recuerda el poder que poseían con anterio-

de curaciones, rayando la hechicería, y Grainville coleccionara “conchas”. Pero Grainville sabe bien, como buen
discípulo de Martines, que eso sólo es una forma de actividad inferior y ¡se excusa!
99
Martines, obra cit., p. 28.
100
Martines, obra cit., p. 32.
101
Ibíd., p. 24.
102
Ibíd., p. 27.

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ridad. Hacen lo posible para que el menor no reencuentre ninguna parte de su grandeza pasada,
convirtiéndose entonces en “menor espiritual”, y por ello en su maestro.

La religión, como medio de reconciliación, debe por lo tanto ponernos en la medida de comu-
nicarnos con los espíritus puros y dominar a los impuros, con el fin de acercarnos lo más
posible al Creador. Hay en la teosofía de Martines toda una serie de reconciliaciones, cuyos
sacrificios fueron aceptados por el Señor para efectuar la salvación del género humano103.
Abel, Enoch, Noé, Isaac, Jacob, Moisés sobre todo, y después Salomón, son los varios tipos de
esos sabios “menores espirituales”.

Pasqually escribe que el advenimiento del Cristo representa el punto culminante de esas
sucesivas reconciliaciones, siendo su religión superior a las otras. La desgracia vino porque los
hebreos habían perdido, debido a sus repetidas apostasías, el sentido auténtico del sacer-
docio, y que los sacerdotes cristianos como los sacerdotes israelitas se encuentran en el trance
de hacer lo mismo y olvidar la religión del “ser regenerador” universal. Las amenazas que
dirige Moisés a Israel, si “olvida las operaciones de culto, después de haberlas disfrutado” y a
“todos los que no sean exactos en conservar esa soberbia herencia, sin tachas ni mancha
alguna”, sin duda no se referían a la tribu de Leví104. Martines, en efecto, considera que solo
esos sabios tienen el “monopolio” de la verdadera religión, y son únicamente “elegidos por el
Señor para conservarla y transmitirla mediante la tradición secreta”105. Que él fuera uno de esos
sabios es precisamente el porqué, a pesar de la aparente humildad de sus fórmulas, no permitía
que lo dudasen sus discípulos. Llegó a persuadirles de que poseía algo de esa verdadera ciencia
perdida por los sacerdotes que permitía a los “hombres de deseo” convertirse en “menores
espirituales”, familiares a esas esferas celestes donde se mueven los espíritus puros capaces de
operar su propia salvación, cooperando a la reintegración general del mundo caído.

La doctrina de Pasqually comprendía una aritmética y una geometría de tipo místico que per-
mitían al Cohen guiarse mediante cálculos en el mundo de las apariencias. Las formas mate-
riales del mundo solo debían de ser para él un aspecto engañoso, siendo la ciencia secreta de
su Maestro la que describía la realidad inmaterial. Una cosmología muy precisa describía
también el cuadro del universo imaginario, donde había ocurrido el drama de la caída de los
espíritus puros y el hombre, y donde por tanto se situaba la obra de la reintegración106. Se
dividía en cuatro zonas principales: la Inmensidad Divina, la Inmensidad Supraceleste, la
Inmensidad Celeste y la Inmensidad terrestre; el sol, los astros, los planetas y especialmente
la Tierra, se encontraban repartidos en diferentes círculos más o menos alejados de la Inmen-
sidad Divina, según la virtud o malignidad de los espíritus que los habitan.

103
Adán lo fue en parte, ya que Dios aceptó su arrepentimiento. Pero como hay un doble papel desde el comienzo,
y que uno de sus hijos, Caín, representa al mal, y Abel, al bien, es mejor dejarlo a las explicaciones confusas y
contradictorias de Martines.
104
Martines, obra cit., pag. 368.
105
R. Le Forestier, “La Franc-masonería ocultista”, p. 275.
106
Ibíd., pp. 16 a 71. Cf. Una reproducción del “Cuadro universal” de Pasqually figura en el libro de Van Rijnberk, o.
cit. p. 70. Esbozos simplificados de dicho cuadro han sido conservados en la Biblioteca de Grenoble, en los papeles
de Prunelle de Liére ms. T. 4188.

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Este sistema complejo, sea cual fuera su originalidad propia, proviene de los trabajos de
ocultistas judíos, de la Kábala, así como de comentarios de la Biblia procedentes del Talmud,
de manera que M. Le Forestier ha podido escribir que el “Tratado de la Reintegración” es una
“rama tardía y desmembrada” del árbol de la mística hebraica. Religión extraña, que converge
con las más antiguas tradiciones y combinándolas con novedades a la moda de la Franc-
Masonería.

J.B. Willermoz jamás se apartará. Había esperado esta revelación ya antes de conocerla. Es
verdad que en una parte modesta contribuyó a hacerla nueva, insistiendo en recibir escritos
codificados y transformados en cuerpos de doctrina, los vaticinios de Martines de Pasqually
de la Tour.

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Carta autógrafa de Don Martines de Pasqually


La nota inscrita a la derecha es de J.-B. Willermoz
Biblioteca de la Villa de Lyon, ms. 5471

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LA SOCIEDAD DE LOS INDEPENDIENTES


Y EL
“ESPÍRITU” DEL “SAINT-MARTINISMO”
Zacarías P I

“Esposo de mi alma,
tú por quien ella concibió el santo deseo de la Sabiduría,
ven a ayudarme a dar a luz a este hijo bien amado
que nunca podré querer lo bastante.
Tan pronto como haya visto la luz,
sumérgele en las aguas puras del bautismo de tu espíritu vivificante,
para que sea inscrito en el libro de la vida,
y que sea reconocido por siempre
como uno de los fieles miembros de la Iglesia del Altísimo”.

Louis-Claude de Saint-Martín, Plegaria Nº III.

¿Qué es el Martinismo, o más exactamente el “Saint-martinismo”, practicado en el seno de la


“Sociedad de los Independientes”? La pregunta, sin duda, bajo este título relativamente simple,
podría causar cierta sorpresa si no examinamos por un momento, con atención, lo que nos revela
en realidad como información interesante, y se abre como una perspectiva espiritual comple-
tamente original.

En primer lugar, y esto ni es insignificante ni es habitual desde el punto de vista de la costum-


bre en estos ámbitos relativamente cerrados, nos indica de manera clara y directa que existe
una práctica y, por lo tanto, almas que se “consagran” exclusivamente, y la palabra “consa-
gración” no se usa aquí sin intención, a los trabajos realizados bajo los auspicios del Filósofo
Desconocido, es decir, Louis-Claude de Saint-Martin ( 1743-1803), uno de los grandes pensa-
dores del iluminismo cristiano en el siglo XVIII.

Por otra parte, esta pregunta deja más o menos implícito, claramente, que habría un Marti-
nismo específico para la Sociedad de los Independientes, una forma particular de vivir este compro-
miso que le pertenecería por derecho propio, definido bajo el título de “Saint-martinismo”.

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I. Antecedentes históricos

A la primera pregunta es fácil de responder, ya que hoy ya no es un secreto la existencia de


una “Sociedad de los Independientes”, una estructura autónoma e independiente que fun-
ciona como “Orden”, que posee una función muy precisa y que ocupa un lugar ciertamente
discreto, pero sin embargo efectivo y fructífero en el seno del mundo iniciático.

El segundo aspecto de la pregunta, que trata sobre una posible especificidad del “Saint-
martinismo” propio de la Sociedad de los Independientes, nos pide que nos detengamos un
poco más en el por qué utiliza elementos que no son tan obvios y que pueden, legítimamente,
aparecer como oscuros, en tanto que toca temas sobre los cuales a menudo se coloca delica-
damente un cierto velo de opacidad.

Entonces, ¿cómo abordar nuestra exposición, a fin de proyectar una luz sensata y provechosa
sobre los elementos que participan de la naturaleza misma de nuestras obras “Saint-marti-
nistas”? Antes de responder a estas preguntas, y en primer lugar, vamos a señalar muy rápida-
mente dónde se originó esta corriente.

Históricamente nuestra “doctrina” tiene su origen en Martines de Pasqually (+1774), él es, en


muchos sentidos, el padre fundador indiscutible y el primer profeta. Taumaturgo y hombre de
Dios, sus conocimientos estarán directamente en la base de los escritos y el pensamiento de
Louis-Claude de Saint-Martin. Martines, personaje desconcertante, parece haber heredado,
probablemente por transmisión familiar, una enseñanza judeocristiana de la que nadie, hasta
el momento, por una ausencia casi total de documentos, podría realmente determinar su natu-
raleza. Sin embargo, por su actividad, y en pocos años, alterará la vida iniciática de muchos
masones, erigiendo una estructura que lo hará famoso, conocida como “Orden de los Caba-
lleros Masones Élus Cohen del Universo”, que además bautizó inicialmente como “Orden de
los Élus Cohen de Josué”.

Martines de Pasqually dejará una enseñanza, o más exactamente legará una doctrina ya firme-
mente establecida. Presentando características sorprendentes, posee sin embargo una coherencia
admirable, ya que proporciona sobre muchos puntos complejos de la Historia universal una
iluminación esencial, ofreciendo a quien se toma la molestia de mirarlo por un momento,
entrar en la inteligencia de las causas primeras y la comprensión de verdades que, para algunos,
eran hasta entonces muy oscuras. La doctrina “Saint-martinista”, tal como Martines formuló
sus primeros fundamentos, tiene un corpus teórico basado en un principio primero que se
resume en esta simple declaración, que atraviesa todo el Tratado de la reintegración de los
seres en su primera propiedad, virtud y potencia espiritual divina: el hombre no se encuentra
actualmente en el estado que era el suyo primitivamente; víctima de una “Caída” de la que es
responsable, vive desde entonces como un prisionero, un exiliado en el seno de un “mundo” y
de un “cuerpo” que le son extraños.

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Esta doctrina, de la cual muchos elementos fueron expresados inicialmente en la Sagrada


Escritura, evocada por los Apóstoles, y luego, a lo largo de los siglos, por algunos doctores de
la Iglesia, será conservada piadosamente, recordada, pero también desarrollada, precisada,
mejorada, y algunos puntos corregidos singularmente, o incluso a veces claramente rectificados,
de una manera juiciosa y relevante, por dos de los discípulos más iluminados de Martines de
Pasqually, a saber, Louis-Claude de Saint-Martin, ya mencionado, llamado el “Filósofo Desco-
nocido”, y Jean-Baptiste Willermoz (1730-1824); este último trabajó para adaptar al simbo-
lismo de la Masonería del Régimen Reformado y a las estructuras caballerescas de la Estricta
Observancia Templaria las enseñanzas martinesistas.

No dejemos de recordar, como tal, que el nombre “Martinista”, originalmente, antes de que
Papus (1865-1916) y Agustín Chaboseau (1868-1946) popularizaran el término por la fundación
de una Orden conocida bajo este nombre, entre 1887 y 1891, que gozará efectivamente de
una cierta expansión, proviene precisamente de los Masones del Régimen Escocés Rectificado
establecidos en Rusia, designados de esta manera ya que eran en general -más allá de su calidad
de hermanos adheridos a la Reforma de Lyon -, seguidores más o menos activos de las prácticas
de Martines, pero sobre todo admiradores entusiastas del pensamiento de Louis-Claude de
Saint-Martin, y algunos incluso, como en el caso de Nicolai Novikof (1744-1818), discípulos
directos e íntimos del Filósofo Desconocido.

II. Originalidad de Saint-Martin

De hecho, a lo largo de sus escritos y en su actitud, Saint-Martin había establecido un acerca-


miento personal a las tesis martinesistas, distinguiéndose de manera significativa, e insis-
tiendo muy pronto, algo molesto por la complejidad de las prácticas de los Élus Cohen, sobre
la importancia de la recepción silenciosa e íntima de la “Palabra sagrada”, así como sobre el
carácter superior del camino “según lo interno”, por tomar una de sus expresiones favoritas,
declarando abierta y firmemente que era inútil enredarse en técnicas complejas, que era
infructuoso demorarse laboriosamente con los elementales y los espíritus intermediarios, y
que, por el contrario, convenía abrirse directamente, mediante una sincera purificación del
corazón, a los misterios de la “generación del Verbo” en nosotros. Apartándose de prácticas
que consideraba peligrosas y restrictivas107, Saint-Martín, quien sorprenderá por sus comen-
tarios a algunos de los antiguos alumnos de Martines, abogará por lo que se debería llamar en
consecuencia, no el “Martinismo”, para disipar muchos malentendidos, sino el “Saint-marti-
nismo”, un retorno a la simplicidad evangélica, y será el ardiente profeta de una unión sustancial

107
“Todas las ciencias que Don Martines nos legó están llenas de incertidumbres y peligros […], lo que tenemos es
demasiado complicado y no puede ser más que inútil y peligroso, ya que sólo lo simple es seguro e indispensable”
(Saint-Martín a los Élus Cohen del Templo de Versalles, Carta de Salzac, marzo de 1778).

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con lo Divino108, una unión en la cual es imperativo dominar el desapego, el silencio y el


amor109.

III. La vía interior Saint-martinista.

El Filósofo Desconocido, de hecho, no dudará en defender y alentar la posibilidad de un


trabajo “operativo” altamente espiritualizado, eliminando los engaños que nunca dejan de
producir procesos demasiado dependientes de las manifestaciones fenoménicas.

Pero, ¿qué estaba, en el fondo, en el origen de tal actitud, especialmente viniendo del secre-
tario mismo de Martines, de quién había sido, en los últimos años antes de su muerte, el cola-
borador más cercano y ayudante privilegiado del maestro?

El misterio, que ya en el siglo XVIII intrigó y en ocasiones inquietó a los versados en estos
dominios, prosigue aún en nuestros días y continúa alimentando legítimas reflexiones y
numerosas preguntas de los “hombres de deseo”.

En realidad, la necesidad de la interioridad, de la vía puramente secreta, silenciosa e invisible,


está justificada por Saint-Martin a causa de la debilidad constitutiva de la criatura, de su
desorganización completa y de su inversión radical, sumiendo de hecho a los seres en un
entorno infectado, una atmósfera viciosa y corrompida, que acechan cada uno de nuestro
pasos cuando nos alejamos de nuestra “Fuente”, que pone en peligro nuestro espíritu cuando,
por imprudencia y presunción, nos atrevemos a traspasar los límites de los dominios serenos
protegido por la suave sombra de la profunda paz del corazón:

“…apenas el hombre da un paso fuera de su interior, estos frutos de las tinieblas lo


envuelven y se combinan con su acción espiritual, como su aliento sería prendido e
infectado por miasmas pútridos y corrosivos, tan pronto como saliera de él, si respirara un
aire corrompido. [...] cuánto [...] el hombre corre peligro tan pronto como abandona su
centro y entra en las regiones exteriores”.
(Ecce Homo, § 4).

108
“Saint-Martín afirma que el único criterio para cualquier manifestación reside en una consciencia iluminada por
la oración. Esto es lo que él llama la vía interna o interior...” (F. Baader (von), Las enseñanzas secretas de Martines
de Pasqually, precedidas por una nota sobre el Martinesismo y el Martinismo, Télètes, 1989, pp. LXV -LXVI).
109
Robert Amadou, un excelente analista en estos delicados dominios, explicará en estos términos la posición de
Saint-Martin: “Louis-Claude de Saint-Martin rechazará los ritos teúrgicos y los ritos masónicos, como inútiles y peligrosos.
El Filósofo Desconocido piensa que tenemos algo más que no lamentaba Martines: tenemos lo interno que enseña
todo y protege de todo, el corazón donde todo sucede entre Dios y el hombre, por la mediación única de Cristo y los
esponsales de la Sabiduría. El encuentro con la cosa se vuelve místico. Tendamos, exhorta Saint-Martin, más a la
manifestación de los principios y agentes superiores que a la de los principios inferiores y elementarios. Descon-
fiemos entonces de lo sidérico, también llamado astral o celeste, y sobre todo de su rama activa. Cuando se abren
todas las grandes puertas no se sabe quién entrará y si, contra toda probabilidad, se tomaran todas las precau-
ciones; las formas teúrgicas, como todas las formas, corren peligro de desviar más que de sostener al hombre de
deseo que posee todo en él, siempre que Dios esté presente, y, consecuentemente, haya limpiado y adornado la sala
de celebración y haya pulido el espejo cuya pureza permite la asimilación del reflejo a lo reflejado”.

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El hombre debe entonces persuadirse de que no tiene nada que esperar de las “regiones
extrañas”, sino que, por el contrario, tiene que trabajar, profundizar en él para descubrir las
preciosas luces ocultas que le esperan para ser actualizadas y, finalmente, llevadas a la reve-
lación. Los tesoros del hombre no están situados en lejanos horizontes inaccesibles, están a sus
pies, o más exactamente en su “corazón”; permanecen pacientemente disimulados, irradian
secretamente, discretos y olvidados, bajo el ruido constante de la agitación frenética que conduce,
en una carrera increíble y estéril, las energías hacia las realidades no esenciales y periféricas.

Por eso Saint-Martin insistió con fuerza en este punto:

“…por sus imprudencias universales, el hombre está inmerso a perpetuidad en los abismos
de la confusión, que devienen tanto más funestos y más oscuros, cuando engendran sin
cesar nuevas regiones opuestas unas a otras, y que hacen que el hombre se encuentre
situado como en medio de una horrible multitud de poderes que tiran de él y lo arrastran
en todos los sentidos; sería verdaderamente un prodigio que quedara en su corazón un
soplo de vida, y en su espíritu una chispa de luz. [...] la verdadera obra del hombre queda
lejos de todos estos movimientos exteriores”.
(Ecce Homo, § 4).

IV. La necesaria purificación del corazón

Así, “la verdadera obra” sucede efectivamente lejos del exterior y de los movimientos insensatos,
pues es en lo interno, tras el segundo velo del Templo, donde se desarrollan los ritos sagrados,
que tiene lugar el auténtico culto espiritual y la liturgia divina celebrados por el ejercicio
constante de la oración y la adoración. Esta es la labor santa, la ocupación pura, la vocación
primera de quien está destinado al servicio de los altares de la Divinidad. Nuestra oración se
expresa interiormente por un canto puro, un bálsamo sublime, un incienso de buen olor;
porque es la dulce conversación a la que el hombre debe consagrar sus días, y también
“consagrar” su ser, porque eso es lo que Dios, en su amor insondable, aguarda y espera de sus
hijos.

Esta actitud, que pudo sorprender en un primer tiempo a los amigos de Saint-Martin, para la
mayoría de adeptos instruidos en busca de iniciaciones a títulos prestigiosos, de curiosos o de
letrados, gente de mundo en busca de conocimientos misteriosos, terminará lentamente por
imponerse a los más sensibles y despiertos a las verdades piadosas, y parecerles como el único
camino, seguro y elevado, dispensador de beneficios inefables y de numerosos frutos, a pesar
de que muchos otros, desgraciadamente, no pudieron entender, no viendo cuál era el origen
de esta actitud en el Filósofo Desconocido, de la cual fue defensor en sus obras, una actitud
nueva y totalmente sorprendente, incluso chocante para ellos, acostumbrados a las fastuosas
decoraciones de las recepciones masónicas para la gloria superficial de sus títulos y cargos, o
todavía fascinados por las impresiones sensibles causadas por ciertas prácticas extrañas e

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inusuales, enseñadas por algunos maestros famosos y célebres de los que el siglo de las Luces
gustaba tanto.

Si Martines de Pasqually insistió principalmente en la naturaleza abominable y tenebrosa del


crimen de nuestro primer padre según la carne, Saint-Martin se inclina sobre ello con mayor
atención, mostrando una capacidad excepcional de percepción hacia lo que son los diversos
engranajes del alma humana, sobre el lamentable estado en el que se encuentran interior-
mente los hijos de Adán ahora, y verán no solamente la profunda degradación y decadencia
que los ha golpeado, haciéndoles perder su estatus privilegiado ante al Creador, sino también
reduciéndolos en todas sus facultades y particularmente en sus facultades intelectuales, conde-
nándolos a una especie de quasi “muerte moral y espiritual”.

Esta trágica situación que caracteriza a la humanidad actual, impresionó y afectó tanto a Saint-
Martín, que consideró, no sin razón, como inútil y estéril cualquier acción que no presente
como requisito previo absoluto una verdadera “purificación” -conocida en el lenguaje teológico
bajo la designación de “muerte del viejo hombre”-, y esto antes de cualquier compromiso de
establecer contacto o diálogo con el Cielo. El hombre se encuentra en tal estado de degra-
dación, enfatizó Saint-Martin, que es necesario, y en primer lugar, que se reconozca como una
miserable criatura desorientada y se humille profundamente ante el Señor, para poder esperar,
tras pasar por las diferentes etapas del arrepentimiento regenerativo, dirigirse al Eterno.

De todo ello se comprende lo que pudo llevar a Saint-Martin a afirmar: “La oración es la religión
principal del hombre, porque es ella quien conecta nuestro corazón con nuestro espíritu...” (La
Oración, en Obras póstumas), porque la principal intuición que surgió en su pensamiento fue
darse cuenta, en una especie de viva iluminación, de que el hombre, a pesar de todos sus esfuerzos,
movilizando mil y una técnicas, desarrollando un complejo sistema hecho de ritos, invoca-
ciones, gestos simbólicos, si no transforma radicalmente su corazón, en realidad se agita en
vano y permanece, desafortunadamente, como dice el Apóstol Pablo, como un triste e inútil
“címbalo que resuena” (I Corintios 12:1).

V. La alianza con la Verdad

Saint-Martín, quien se preguntaba al comienzo de su iniciación con Martines, si era necesario


usar tantos medios para dirigirse al Eterno110, se convenció rápidamente de que la única
“cosa”, indispensable y casi imperativa, para poder unirse a Dios, es presentarse ante él con
un “corazón puro”, es decir, con un verdadero deseo y un alma humillada111.
110
“Cuando en los primeros días de mi instrucción vi al Maestro P. [Pasqually] preparar todas las fórmulas y trazar todos
los emblemas y signos utilizados en sus procedimientos teúrgicos, le dije: Maestro, ¡cómo es necesario todo esto
para orar al buen Dios!” (Mi Retrato histórico y filosófico, § 41).
111
He aquí en qué términos, en las Lecciones de Lyon, Jean-Baptiste Willermoz evoca esta purificación del corazón:
“Nuestra acción debe ser la oración y los gemidos del corazón que deben impulsar el sentimiento de nuestros males,
de nuestras privaciones, de nuestras imperfecciones, de nuestros desórdenes y de nuestra debilidad; lo cual prueba
que no estamos en nuestra ley de orden. Pero, al no poder orar siempre, debido a los cuidados requeridos por las
necesidades de nuestro cuerpo, debemos al menos, incluso al entregarnos a estos cuidados temporales, tender a

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Estas son las únicas condiciones de una relación espiritual auténtica, de una apertura efectiva
a lo divino, de una conversación íntima inefable, “de corazón a corazón”, con el Eterno. Lejos de
las vanas pretensiones humanas deseosas de alcanzar a Dios por vías inciertas y falsas, a
menudo llenas de orgullo y vanidad, es necesario, por el contrario, preparar y disponer el único
órgano que poseemos para “operar”, es decir, nuestro corazón, conforme a las exigencias de la
verdad, porque:

“La verdad no requiere nada mejor que hacer una alianza con el hombre; pero ella quiere
que sea solo con el hombre, y sin ninguna mezcla de todo lo que no sea fijo y eterno como
ella”. (El Hombre nuevo, § 1).

Pues esta mezcla “no fija” es todo lo que proviene de la naturaleza prevaricadora, de las
adhesiones de la carne, de la antigua seducción de la serpiente, de las ilusiones del
hombre viejo que sólo encuentra su reparación en la obra de santificación:

“Dios quiere que se le sirva en espíritu, pero también quiere que se le sirva en verdad,
[...] es el corazón del hombre el que debe ser santificado y elevado como triunfo a los
ojos de todas las naciones. El corazón del hombre proviene del amor y de la verdad; sólo
puede recuperar su rango ensanchándose hasta el amor y la verdad”. (El Hombre de
deseo, § 199).

VI. La Sociedad de los Independientes

Así que cuando nos encontramos, casi dos siglos después del Nacimiento en el Cielo del
teósofo de Amboise, observando honestamente cuál era el estado de la situación del legado
de Louis-Claude de Saint-Martin, se nos muestra con extrema evidencia la distancia que separa
a la mayoría de los círculos que reivindican ser del Filósofo Desconocido de su pensamiento
original, según la idea que todo el mundo debería perseguir en los diversos grados, metas y
objetivos que se habían marcado, trabajando en temas muy diferentes, al menos, de las
intenciones originales de este maestro que no dudó en definirse como “el amigo de Cristo”.
Sin embargo, un examen serio de lo que Saint-Martin realmente quería para sus íntimos nos
mostró de inmediato la brecha, por no decir el abismo, que hoy nos mantiene alejados
radicalmente de la obra efectiva “Saint-martinista”.

Es por eso que nos pareció imperativo, por exigencia de nuestros deberes como sinceros
discípulos que quieren ser fieles y respetuosos al espíritu y las intenciones del Filósofo
Desconocido, emprender una especie de restablecimiento del espíritu “Saint-martinista”, y
constituir o, más exactamente, despertar, más allá pero también desde nuestras propias cualifi-

nuestro principio por nuestros deseos, y como estas son las impurezas y manchas que nos han separado de él,
debemos luchar incesantemente para apartar y rechazar de nosotros todo lo que sentimos que es contrario a nuestra
ley y para despojarnos de todo lo que nos contamine. Es superando así todos los obstáculos que nos impiden cumplir
nuestra ley, que recuperaremos el ejercicio y que el Espíritu se comunicará más íntimamente con nosotros para
restituirnos en el uso de nuestras facultades”. (Lecciones de Lyon, nº 97, 8 de mayo de 1776, W).

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caciones “Martinistas”, bendecidos y apoyados en esto por el valioso y benévolo consejo de


nuestro fallecido Hermano Aristide Ahouandjinou (1926-2009) -“Aniel”112-, esta “Sociedad de
los Independientes”, Sociedad imaginada y esperada anteriormente por el propio Saint-
Martin, para que pueda llevarse a cabo, lejos del ruido y del mundo, el lento proceso de purifi-
cación, regeneración, santificación y reconciliación, un proceso esencial basado en la oración
interior, alimentado por la oración y sustentado por la humildad del corazón.

Bajo los auspicios de esta “Sociedad de los Independientes”, “y de la profunda doctrina a la que
se aplican sus diferentes miembros” (El Cocodrilo, Canto 15), se construyó de esta manera,
respetando estrictamente los principios Saint-martinistas, no una “Orden Martinista” más
entre las innumerables Órdenes que se declaran y se presentan como tales, sino la “Sociedad”
deseada por el Filósofo Desconocido, a saber, la reunión de los “Servidores + Desconocidos”,
de esos “Independientes” que han acogido el mensaje del Evangelio y se consideran,
simplemente, como pobres discípulos de Cristo Jesús, Nuestro Divino Maestro Reparador y Señor.

Tal es la obra que se han fijado los miembros de esta “Sociedad” concebida por Saint-Martin
como una “Fraternidad del Bien”, una “Sociedad” cuasi “religiosa”, a saber la Sociedad de los
Hermanos, silenciosa e invisible, que consagra sus trabajos a la celebración de los misterios
del nacimiento del Verbo en el alma; círculo íntimo de los Siervos piadosos reunidos según el
propio deseo del Filósofo Desconocido, y para responder a su voluntad inicial y primera, en la
“Sociedad de los Independientes”, que no tiene “ninguna especie de semejanza con ninguna de
las sociedades conocidas” (El Cocodrilo, Canto 14), y de la cual Saint-Martin declara:

“Esta Sociedad que os anuncio es la única en la tierra de la que se puede decir que es
una imagen real de la sociedad divina, y de la cual os advierto que soy el fundador”. (El
Cocodrilo, Canto 91).

112
Aristide Ahouandjinou, iniciado en la Orden Martinista en Abidján en 1960, recibido Superior + Desconocido en
1962, luego Superior + Desconocido + Iniciador (S + I + I o S + I IV) en 1963, Presidente del Grupo “Papus” nº 29 en
Cové (Benin), elegirá “Aniel” como nomen -es decir, como nombre iniciático-, nombre angelical muy significativo,
ya que es el ángel que desde el coro de los “Poderes” se encarna en nuestro mundo visible simbolizando el valor y
la inspiración de origen divino para ayudar a estudiar las leyes del universo, y otorga a aquél que le invoca el
conocimiento de los secretos de la naturaleza mientras le confiere una fuerza moral que se revela sobre todo en la
acción, imponiéndose por su dignidad y una maestría de sí mismo y de las situaciones que despiertan un respeto
inmediato. Como tal, e indiscutiblemente, es evidente que nuestro hermano Aristide, por su sabiduría, su prudencia, su
docta ciencia, correspondió de manera sorprendente a las cualidades propias que eran las de su ángel tutelar, de
quién portaba magníficamente el nombre, y que todos aquellos que tuvieron la felicidad de frecuentarle pueden
testificar unánimemente. Después de un intenso y fructífero curso Martinista, fue consagrado solemnemente por
Charles Pidoux -“Taleb”- (+2003), según los usos venerables, el 28 de febrero de 1973, Superior + Desconocido -
Gran + Iniciador (S+I V o SI + GI), en la Orden Martinista de Philippe Encausse (1906-1984), hijo de Papus, último y
más alto grado de esta vía interior hecha de silencio, humildad y oración. Fue nombrado por Philippe Encausse, el
18 de julio de 1976, como miembro de Honor dentro del Supremo Consejo Martinista; se instaló en esta misma
ocasión, insigne distinción, como Gran Maestro del Martinismo para África Occidental, siendo miembro junto con
Charles Pidoux del grupo “Aurora”, luego Vicepresidente de la Orden Martinista y Presidente del “World Felloship of
Religions” tras la desaparición de su fundador, el místico indio Sant Kirpal Singh (1894-1974).

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En una fórmula de la que él sin duda tenía el secreto, Louis-Claude de Saint-Martin presentó
los medios para llevar a cabo el largo viaje hacia el “Santuario interior”, a fin de contemplar la
incomparable Gloria del Eterno y postrarse en “espíritu” ante la infinidad de su Amor, fórmula
que resume todo el programa del Saint-martinismo tal como lo practicamos:

“Siempre tenemos el altar con nosotros que es nuestro corazón, el Sacrificador que es
nuestra palabra y el sacrificio que es nuestro cuerpo”.
(Lecciones de Lyon, nº 76, 25 de octubre de 1775, SM)113.

Tal es, para Saint-Martín y aquellos que, reivindicando su pensamiento, se reúnen bajo el nom-
bre de “Sociedad de los Independientes”, la obra auténtica, tal es el itinerario en el que estamos
comprometidos, alejando de nosotros los caminos anchos y espaciosos que conducen a los
precipicios y la pérdida, porque guardamos piadosamente en la memoria esta pertinente
sentencia del Filósofo Desconocido:

“¡Ay de aquel que no funda su edificio espiritual sobre la base sólida de su corazón en
perpetua purificación e inmolación por el fuego sagrado!”
(Retrato, § 427).

Se nos pide por tanto que nos apoderemos de nosotros mismos, nos abandonemos y nos sumer-
jamos con confianza en los brazos del Señor sin tratar de aferrarnos a las viejas ramas muertas,
al mismo tiempo que nos es igualmente necesario, en un movimiento idéntico, someternos al
misterio del “Amor Infinito” y entrar en la comunión pura del Cielo, siguiendo los preciosos
consejos que nos da, más allá de la distancia de los siglos, Louis-Claude de Saint-Martin:

“Alma humana, únete a Aquél que trajo a la tierra el poder de purificar todas las
substancias; únete a aquél que, siendo Dios, se hace conocer solo a los sencillos y a los
pequeños, y se deja ignorar por los sabios”.
(El Hombre de deseo, § 201).

113
Saint-Martín insistirá con detalle sobre cómo debemos proceder para cumplir nuestro culto sacrificial y explicará:
“¿Cómo debemos ofrecer el sacrificio de nuestro cuerpo y de nuestro espíritu para que pueda agradar al Señor? Es,
primero, en lo que respecta a nuestro cuerpo, hacer que siempre reine sobre él nuestro ser espiritual, para hacerle
seguir sus leyes de orden, evitando todos los excesos de los sentidos, para mantener nuestra sangre en un equilibrio
perfecto y los elementos que constituyen nuestra forma en la armonía que produce la salud del cuerpo. En cuanto a
nuestro espíritu, es reconocer incesantemente la omnipotencia del Eterno, su bondad, su sabiduría y su misericordia
infinita; y nuestra nada, que no podemos sentir sin reconocer al mismo tiempo la total dependencia que tenemos
de él y el horror de estar separados. Es por el hábito de estos sentimientos y por la oración, o el continuo deseo del
alma de acercarse a su principio, por la ofrenda continua de nuestra voluntad y nuestro libre albedrío y una
resignación perfecta al cumplimiento de todos los decretos divinos, que podemos esperar hacer aceptable nuestro
sacrificio como expiación por lo que debemos a la justicia divina”. (Lecciones de Lyon, Nº. 78, 11 de noviembre de
1775, SM).

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NOVEDAD EDITORIAL
Documentos Martinistas

En el mes de Abril de 1.979, Robert Amadou (1924-2006) publicó en París el nº 1 de una


serie que llevaría por título “Documentos Martinistas”, donde daría a conocer más
abiertamente a los “Hombres de Deseo” textos doctrinales, rituales y trabajos de
investigación relativos a la Orden Martinista fundada por Papus, Louis-Claude de Saint-
Martin, la Orden de los Élus Cohen de Martinez de Pasqually y la Masonería del Régimen
Escocés Rectificado fundado por Jean-Baptiste Willermoz. Inspirados en ese gesto fraternal
y generoso de Robert Amadou, padre espiritual del Martinismo moderno, ofrecemos en
estos nuevos “Documentos Martinistas” una selección de textos tradicionales y estudios
más actuales para los hispanohablantes herederos de ese mismo “deseo” que también nos
unió a esta noble Tradición.

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“EL ÚLTIMO VIVIENTE DE ESTOS CUATRO RÉAU-CROIX [WILLERMOZ], QUE HABÍA NACIDO EN 1730, CAMBIÓ LAS
FORMAS COMPLETAMENTE, INSTITUYENDO A SUS CABALLEROS BIENHECHORES DE LA CIUDAD SANTA. EN SU
NUEVA SOCIEDAD, SUPRIMIÓ LAS OPERACIONES TEÚRGICAS REGLAMENTARIAS, PERO LAS CONFINÓ EN LOS
CONOCIMIENTOS MISTERIOSOS QUE LES ERAN CORRELATIVAS SEGÚN MARTINES, Y LA DOTÓ CON UN VALOR
TEOSÓFICO DE LA BENEFICENCIA EN LA QUE TODOS LOS FRANCMASONES CONCURREN. […] POR LA VOLUNTAD DE
WILLERMOZ, SU AUTOR Y SU DIRECTOR, A CARA CASI DESCUBIERTA, LA ORDEN SUSTITUIDA IMPARTE LA PARTE
CIENTÍFICA DE LA MASONERÍA PRIMITIVA, LA CIENCIA RELIGIOSA DEL HOMBRE, QUE TRANSITA POR EL MUNDO Y
QUE DIOS AMA, LA REINTEGRACIÓN DE LO CREADO EN LA NADA Y DE LOS EMANADOS EN SU FUENTE ETERNA.
PORQUE ES LA CIENCIA DEL HOMBRE Y CIENCIA NO HUMANA, ESTA CIENCIA ES UNIVERSAL. DESDE EL PRIMER
GRADO DEL RÉGIMEN, QUE ES DE LA MASONERÍA AZUL, EL RECIPIENDARIO SE BENEFICIA DE SERIOS INDICIOS SOBRE
LA TRICOTOMÍA DEL HOMBRE Y SOBRE SU ESPÍRITU BUEN COMPAÑERO. SIEMPRE EL TERNARIO EN EL PRINCIPIO.
LUEGO, SE ELEVA”.

R. Amadou, Prefacio a “Las Lecciones de Lyon”, Devry, 1999, p. 58.

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