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1-Jumper - Steven Gould

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Primera Parte

COMIENZOS
1

La primera vez fue así.


Estaba leyendo cuando papá llegó
a casa. Su voz resonó por todas partes
y me estremecí.
—¡Davy!
Dejé el libro y me senté en la
cama.
—Aquí, papá. Estoy en mi
habitación.
Sus pisadas en el suelo de roble
del pasillo se hicieron más y más
fuertes. Escondí la cabeza entre lo
shombros; entonces papá apareció en
la puerta bramando:
—¡Creí haberte dicho que cortases
el césped hoy! —entró en la
habitación y se puso delante de mí—.
¡Venga! ¡Habla cuando te haga una
pregunta!
—Ahora iba a hacerlo, papá. Sólo
estaba acabando un libro.
—¡Hace más de dos horas que has
llegado de la escuela! ¡Estoy harto y
cansado de que holgazanees en esta
casa sin dar golpe! —se inclinó sobre
mí y el whisky de su aliento hizo que
se me saltasen las lágrimas. Me aparté
y me agarró de la nuca con dedo
scomo garfios. Me zarandeó.
—¡No eres más que un mocoso
holgazán! ¡Te voy a enseñar a trabajar
aunque tenga que matarte a palos!
Me puso de pie, mientras me
mantenía cogido del cuello. Con la
otra mano buscó a tientas la recargada
hebilla de rodeo de su cinturón, y se
sacó de un tirón la pesada correa de
vaquero.
—No, papá. Iré ahora mismo a
cortar el césped. ¡De verdad!
—Cállate —respondió. Me
empujó contra la pared. Apenas tuve
tiempo de levantar los brazos para
evitar golpearme la cara contra e
lrevoque. Entonces cambió de mano,
apretándome contra la pared con la
izquierda mientras cogía el cinturón
con la derecha.
Giré la cabeza un poco, para evitar
aplastarme la nariz contra la pared, y
vi que cambiaba el agarre del
cinturón, de manera que la pesada
hebilla plateada colgaba en el
extremo, lejos de su mano. Me puse a
gritar:
—¡La hebilla no, papá! ¡LO
PROMETISTE!
Me apretó aún más la cara contra
la pared.
—¡CÁLLATE! No te pegué l
osuficientemente fuerte la última vez —
extendió el brazo de manera que me
sostenía contra la pared a casi un
metro de distancia e hizo oscilar el
cinturón lentamente. Entonces sacudió
el brazo hacia delante, la correa silbó
en el aire y mi cuerpo me traicionó,
tratando de esquivar el impacto y…
Estaba contra unas estanterías, con el
cuello libre de las aplastantes manazas
de papá, y el cuerpo aún preparado
para recibir un golpe. Miré a mi
alrededor, dando boqueadas, con el
corazón todavía acelerado. No había
ni rastro de papá, pero aquello no me
sorprendió.Me encontraba en la
sección de
ficción de la biblioteca pública de
Stanville y, aunque me la conocía
tanto como mi propia habitación, no
creía que mi padre hubiese estado
nunca en aquel edificio.
Aquélla fue la primera vez.

La segunda vez fue así.


La parada de camiones era nueva
y estaba concurrida; una isla de
deslumbrante luz y duro hormigón en
la noche. Entré por las puertas de
cristal en el restaurante y me senté en
la barra, cerca de una zona con un
cartel que ponía:"SÓLO
CONDUCTORES"

El reloj de la pared marcaba las


once y media. Puse el fardo en el
suelo debajo de los pies y procuré
parecer mayor.
La camarera de mediana edad al
otro lado de la barra me miró
escéptica, pero me puso delante un
menú y un vaso de agua y me dijo:
—¿Café?
—Té caliente, por favor.
Sonrió mecánicamente y se
marchó.
La zona de conductores estab
amedio llena, con una especie de nube
de humo encima. Ninguno de ellos
parecía el tipo de hombre capaz de
decirme la hora y mucho menos de
llevarme carretera adelante.
La camarera volvió con una taza,
una bolsita de té y una de esas
pequeñas jarras metálicas llena de
agua no muy caliente.
—¿Qué te traigo? —preguntó.
—De momento con esto tengo
bastante.
Se me quedó mirando fijamente
unos instantes, luego hizo la cuenta y
se apoyó en la barra.
—Dásela a la cajera cuando
hayasacabado. Si quieres algo más, sólo
tienes que decírmelo.
No sabía cómo aguantar la tapa
abierta mientras vertía el agua, por lo
que una tercera parte acabó sobre la
barra. La sequé con servilletas de
papel e intenté no llorar.
—¿Llevas mucho en la carretera,
chaval?
Levanté la cabeza de golpe. Un
hombre, sentado en el último asiento
de la zona de conductores, me estaba
mirando. Era enorme, alto y gordo,
con una gran papada que sobresalía
por el cuello abierto de la camisa.
Estaba sonriendo y pude ver que
susdientes eran desiguales y estaban
manchados.
—¿A qué se refiere?
Se encogió de hombros.
—A tu trabajo. No parece que
lleves mucho por ahí —su voz era más
aguda de lo que podrías esperar de un
hombre de aquel tamaño, pero
amable.
Miré detrás de él, hacia la puerta.
—Unas dos semanas. —Asintió.
—Poco. ¿Te has escapado de tus
padres?
—De mi padre. Mi madre se
esfumó hace tiempo.
Le dio vueltas a su cuchara con e
ldedo. Sus uñas eran largas y tenían
grasa incrustada.
—¿Cuántos años tienes, chaval?
—Diecisiete.
Me miró y arqueó las cejas. Yo me
encogí de hombros.
—No me importa lo que piense.
Es la verdad. Ayer cumplí diecisiete
asquerosos años —las lágrimas
empezaban a aparecer y pestañeé con
fuerza para tenerlas bajo control.
—¿Y qué has estado haciendo
desde que te fuiste de casa?
El té se había vuelto tan oscuro
como era posible. Saqué la bolsita de
té y me puse azúcar en la taza
.—He estado haciendo autoestop,
mendigando un poco, y algunos
trabajitos. Estos dos últimos días he
recogido manzanas… veinticinco
centavos la fanega y todo lo que podía
comer. También conseguí alguna ropa.
—¿Dos semanas y ya no tienes
ropa?
Me tomé medio té de un trago.
—Me fui sólo con lo que llevaba
puesto —todo lo que llevaba puesto
cuando salí de la biblioteca pública de
Stanville.
—Ah. Bueno, me llamo Topper.
Topper Robbins. ¿Y tú?
Me lo quedé mirando
.—Davy —respondí, finalmente.
—¿Davy…?
—Sólo Davy.
Volvió a sonreír.
—Entiendo. No tengo por qué
darle vueltas al tema —cogió su
cuchara y removió su café—. Bueno,
Davy, voy a conducir aquel camión
cisterna de Petro Chem en dirección
al oeste en unos cuarenta y cinco
minutos. Si vas en esa dirección,
estaré encantado de llevarte. Aunque
parece que necesitas algo de comida.
¿Por qué no me dejas que te compre
algo de comer?
Entonces volvieron a caerme laslágrimas.
Estaba preparado para la
crueldad, no para la amabilidad.
Pestañeé con fuerza y respondí:
—De acuerdo. Le agradezco el
viaje y la comida.
Una hora después me dirigía al
oeste en el asiento derecho del camión
de Topper, adormilado por el calor de
la cabina y mi estómago lleno. Cerré
los ojos y fingí dormir, cansado de
hablar. Topper intentó hablar un poco
más después de aquello, pero se calló.
Le miré con los ojos entrecerrados.
Volvía la cabeza para mirarme cuando
las luces de los coches iluminaban el
interior de la cabina. Pensé que
debíasentirme agradecido, pero aquel
tipo
me daba escalofríos.
Al cabo de un rato me quedé
dormido de verdad. Me desperté
sobresaltado, sin saber dónde estaba
ni quién era. Noté un temblor en mi
cabeza, una reacción a una pesadilla,
apenas recordaba. Entrecerré los ojos
de nuevo y mi identidad y mis
recuerdos volvieron.
Topper estaba hablando por la
CB1.
—Te veré detrás de Sam's —
estaba diciendo—. En quince minutos.
—Diez-cuatro, Topper. Vamo
para allá.
sTopper se despidió. Bostecé y me
incorporé.
—¡Caray! ¿He dormido mucho?
—Casi una hora, Davy —sonrió
como si hubiese contado un chiste.
Apagó su transmisor y encendió la
radio sintonizando una emisora
country.
Odio el country.
Diez minutos después tomó una
salida hacia una carretera rural
apartada de todo.
—Puede dejarme aquí, Topper.
—Voy a seguir, chaval, sólo tengo
que encontrarme con un tío antes. No
querrás ponerte a hacer dedo
aoscuras. Nadie parará. Además,
parece que va a llover.
Tenía razón. La luna había
desaparecido detrás de un grueso
nubarrón y el viento azotaba los
árboles de alrededor.
—De acuerdo.
Continuó por la carretera rural de
dos carriles durante un rato y después
salió a la altura de un supermercado
de pueblo con dos surtidores de
gasolina delante. La tienda estaba
cerrada pero había un terreno de
grava detrás en el que se encontraban
dos camionetas aparcadas. Topper
aparcó el camión junto a ellas
.—Venga, chaval. Quiero
presentarte a unos tíos.
No me moví.
—Es igual. Le esperaré aquí.
—Lo siento —contestó—. Va en
contra de la política de la compañía
recoger a autoestopistas, pero me
quedaría realmente con el culo al aire
si te dejara aquí dentro y pasara algo.
Sé bueno.
Asentí lentamente.
—Claro. No pretendía causar
problemas.
Volvió a sonreír, todo él.
—No pasa nada.
Me estremecí
.Para bajar, tenía que darme la
vuelta y mirar hacia la cabina, y luego
buscar el escalón con el pie. Una
mano guió mi pie hasta el escalón y
me quedé paralizado. Miré hacia
abajo. Había tres hombres en aquel
lado del camión. Oí crujir la grava
mientras Topper caminaba alrededor
de la cabina. Le miré. Se estaba
desabrochando los tejanos y
bajándose la cremallera.
Grité e intenté volver a subir a la
cabina, pero unas fuertes manos me
cogieron de los tobillos y las rodillas,
tirando de mí hacia abajo. Me agarré
al mango cromado de la puerta co
nambas manos tan fuerte como pude,
sacudiendo las piernas para intentar
soltarme. Alguien me golpeó con
fuerza en el estómago y dejé ir el
mango, el aire de los pulmones y la
cena, todo a la vez.
—¡Me cago en Dios! ¡Me ha
potado encima!—alguien me volvió a
golpear mientras me caía.
Me agarraron de los brazos y me
llevaron hasta la puerta trasera abierta
de una de las camionetas. Me tiraron
sobre la cama que había dentro. Me
golpeé en la cara y noté sangre en la
boca. Uno de ellos saltó a la cama y se
sentó a horcajadas sobre mí,
sujetandocon sus rodillas y espinillas mis
antebrazos y agarrándome del pelo
con una mano. Noté que otro me
palpaba y me desabrochaba el
cinturón y me bajaba de un tirón los
pantalones y la ropa interior. Sentí el
aire frío en el trasero y las pantorrillas.
Una voz dijo:
—Ojalá hubieses traído otra chica.
Otra voz preguntó:
—¿Dónde está la vaselina?
—Mierda. Está en el camión.
—Bueno… no la necesitamos.
Alguien me palpó entre las piernas
y me manoseó los genitales; entonces
noté como me abría las nalgas
yescupía. Su saliva caliente salpicó mi
trasero y…
Me fui de bruces, sin presión en
los brazos y el pelo, ni manos en el
trasero. Me golpeé la cabeza con algo
y estiré la mano para chocar con algo
que cedió. Me di la vuelta, agarré mis
pantalones con fuerza, me los subí
desde las rodillas mientras intentaba
coger aire, con el corazón palpitando
y todo el cuerpo temblando.
Estaba oscuro, pero no había
viento y estaba solo. Ya no estaba en
el exterior. Un rayo de luna entraba
por una ventana a unos dos metros e
iluminaba unas estanterías. Volví anotar
el sabor de la sangre, y me
toqué con cuidado el labio superior,
que tenía abierto. Caminé lentamente
hacia la luz de la luna y miré a mi
alrededor.
Cogí un libro del estante y lo abrí.
El sello de la portada me dijo lo que
ya sabía. Volvía a estar en la sección
de ficción de la biblioteca pública de
Stanville y estaba seguro de que me
había vuelto loco.
Aquélla fue la segunda vez.

La primera vez que acabé en la


biblioteca, estaba abierta, yo no
sangraba, mi ropa estaba limpia, y
loúnico que hice fue salir… de aquel
edificio, de aquel pueblo, de aquella
vida.
Pensé que había tenido una
laguna. Pensé que fuese lo que fuese
lo que me hiciera mi padre había sido
tan terrible que simplemente había
escogido no recordarlo. Que sólo
volvería a mí mismo después de
alcanzar la seguridad de la biblioteca.
La idea de tener lagunas daba
miedo, pero no me era extraña. Papá
siempre tenía vacíos mentales y yo
había leído suficientes novelas como
para estar familiarizado con la
amnesia producida por traumas.
Me sorprendí de que la biblioteca
estuviese cerrada y oscura esta vez.
Comprobé el reloj de la pared.
Marcaba las dos en punto, una hora y
cinco minutos más tarde que la del
reloj digital del camión de Topper.
Dios santo. Me puse a temblar con el
aire acondicionado de la biblioteca y
hurgué en los pantalones. La
cremallera estaba rota pero el botón
funcionaba. Me abroché el cinturón
con un agujero más y me saqué la
camisa por fuera para que tapase la
cremallera. Tenía un sabor de boca de
sangre y vómito.
La biblioteca estaba iluminad
adesde fuera por la blanca y pálida luz
de la luna y el amarillento resplandor
de las farolas de mercurio. Me abrí
paso entre las estanterías, las sillas y
las mesas hasta la fuente y me
enjuagué la boca una y otra vez hasta
que se me fue el sabor y la
hemorragia del labio paró.
En dos semanas había logrado
alejarme de mi padre más de
novecientos kilómetros. En un instante
había deshecho todo aquello,
quedando a sólo quince minutos de
casa. Me senté en una dura silla de
madera y escondí la cabeza entre las
manos. ¿Qué había hecho par
amerecer aquello?
Había algo que no entendía. Lo
sabía. Algo…
«Estoy muy cansado. Lo único
que quiero es dormir». Pensé en todas
las cabezadas que había dado en las
últimas dos semanas, miserables
momentos robados en bancos de áreas
de servido, en los coches de la gente,
y bajo unos matojos como un animal.
Pensé en casa, a un cuarto de hora, en
mi dormitorio, en mi cama.
Sentí una gran añoranza y me vi
levantándome y caminando, sin
pensar, sólo con el deseo de aquella
cama. Fui hasta la salida d
eemergencia de la parte de atrás, la que
tenía el letrero "sonará LA ALARMA".
Supuse que para cuando alguien
respondiese a la alarma, yo ya podía
estar muy lejos.
Estaba cerrada con una cadena.
Me apoyé contra ella y la empujé con
fuerza, dándole un golpe con la palma
de la mano.
Me aparté, con lágrimas en los
ojos, para golpearla otra vez, pero no
estaba allí y caí de bruces, perdiendo
el equilibrio, sobre mi cama.
Sabía que era mi cama. Creo que
fue el olor de la habitación lo que
primero me lo hizo pensar, pero
eldespertador digital de la mesita era el
que mamá había enviado el año
después de marcharse y la luz del
porche trasero entraba por la ventana
justo en el ángulo adecuado.
Por un momento me relajé,
absoluta y completamente, músculo a
músculo. Cerré los ojos y sentí que el
agotamiento se apoderaba de mí por
momentos. Entonces oí un ruido y me
levanté de golpe, rígido, sobre la
colcha. Volví a oírlo otra vez. Era
papá… roncando.
Me estremecí. Era extraño. Era un
sonido muy reconfortante. Era mi
casa, era mi familia. También querí
adecir que el hijo de puta estaba
dormido.
Me saqué los zapatos y caminé sin
hacer ruido por el pasillo. La puerta
estaba medio abierta y la luz de la
entrada encendida. El estaba tirado en
la cama en diagonal, encima de la
colcha, sin los zapatos y un calcetín, y
con la camisa desabrochada. Tenía
una botella de whisky metida en el
hueco del brazo. Suspiré.
Hogar dulce hogar.
Agarré el cuello de la botella, se lo
saqué con cuidado y lo puse en la
mesita de noche. Él seguía roncando,
ajeno a todo. Luego le saqué
lospantalones, tirando de una y otra
pierna para que le pasaran por el
trasero. Salieron de golpe y su cartera
cayó del bolsillo trasero. Colgué los
pantalones en el respaldo de una silla,
y fui hacia la cartera.
Tenía ochenta pavos y la tarjeta.
Cogí tres de veinte y me dispuse a
ponerla en el tocador, pero me detuve.
Cuando doblé la cartera, parecía más
rígida de lo normal, y más gruesa.
Miré con atención. Había un
compartimento escondido cubierto por
una solapa con cosido falso. Logré
abrirla y casi se me cae la cartera.
Estaba llena de billetes de cie
ndólares.
Apagué la luz y me llevé la cartera
a mi habitación, donde conté veintidós
billetes nuevecitos de cien dólares
encima de la cama.
Me quedé mirando el dinero, en
cuatro filas de cinco y una de dos, con
los ojos como platos. Me zumbaban
los oídos y de repente sentí un dolor
en el estómago. Volví a la habitación
de papá y me lo quedé mirando un
momento.
Aquél era el hombre que me
llevaba a la misión y a las tiendas de
segunda mano a comprar ropa para la
escuela. Aquél era el hombre que
mehacía llevar manteca de cacahuete y
gelatina al colegio cada día en lugar de
darme unos miserables noventa
centavos para comprarme la comida.
Aquél era el hombre que me pegaba
cuando le sugería una paga por hacer
el trabajo del patio.
Cogí la botella de whisky vacía y
la levanté, agarrándola por el cuello.
Era fría, lisa y justo del tamaño de mis
pequeñas manos. El vidrio no se
resbalaba cuando lo hice oscilar
probando. El vidrio en la base de la
botella era muy grueso, y el fabricante
había escogido dar la impresión de
que era una botella más grande
.Parecía muy fuerte.
Papá dejó de roncar, boquiabierto,
con la cara flácida. Su piel, pálida de
por sí, parecía blanca como el papel
con la luz de la luna. Su frente, con
entradas, abombada, arrugada,
parecía un huevo, blanco, frágil.
Toqué la base de la botella con mi
mano izquierda. Parecía más que
pesada.
«Mierda.»
Dejé la botella en la mesita,
apagué la luz y volví a mi habitación.
Cogí papel de libreta, lo corté en
forma de billete y lo apilé hasta que
fue tan grueso como el montón d
ecien dólares.
Necesité veinte hojas para igualar
la rigidez del dinero; puede que fuese
más grueso o simplemente nuevo.
Puse el papel cortado en la cartera y
la coloqué en el bolsillo de sus
pantalones.
Luego me fui al garaje y bajé la
vieja maleta de piel, la que el abuelo
me dio al jubilarse, y la llené de ropa,
productos de higiene personal y la
colección encuadernada en piel de
Mark Twain que mamá me había
dejado.
Después de cerrar la maleta,
sacarme la ropa sucia que llevaba
yponerme mi traje, me quedé mirando
la habitación, tambaleante. Si no me
marchaba pronto, me caería al suelo.
Había algo más, algo que podría
usar…
Pensé en la cocina, a sólo unos
diez metros, al final del pasillo y
después del cuarto de estar. Antes de
que mamá se fuera, me encantaba
sentarme allí mientras ella cocinaba
simplemente hablando, contándole
chistes estúpidos. Cerré los ojos y me
lo imaginé, intentando sentirlo.
El aire a mi alrededor cambió, o
quizá fue sólo el ruido. Estaba en una
casa en silencio, pero el mero ruido d
emi respiración resonando en las
paredes sonaba diferente de
habitación en habitación.
Me encontraba en la cocina.
Incliné la cabeza lentamente,
cansado. La histeria asomaba en la
superficie como una enorme burbuja
que amenazaba con apoderarse de mí.
La hice bajar y miré en la nevera.
Tres paquetes de seis cervezas
Schlitz, dos cartones de cigarrillos,
media pizza en la caja de cartón del
servicio a domicilio. Cerré la puerta y
pensé en mi habitación. Lo intenté con
los ojos abiertos, desenfocados,
imaginándome un punto entre mi
escritorio y la ventana.
Estaba allí y la habitación me daba
vueltas, con los ojos y quizá mi oído
interno aún no preparados para el
cambio. Puse una mano en la pared y
la habitación dejó de moverse.
Cogí la maleta y cerré los ojos.
Los abrí en la biblioteca, en las
oscuras sombras que alternaban con
rayos de luna. Caminé hasta la puerta
principal y miré al césped.
El verano pasado, antes de la
escuela, había ido a la biblioteca,
había sacado un par de libros, y me
había ido afuera, a la hierba bajo los
olmos. El viento alborotaba la
spáginas, me revolvía el pelo y la ropa,
mientras yo me metía en las palabras,
encontraba el sentido entre las frases
y las letras desaparecían, dejándome
en la historia, la acción, la cabeza de
otra gente. En dos ocasiones acabé de
leer demasiado tarde y llegué a casa
después de papá. A él le gustaba
encontrar la cena preparada. Aunque
sólo fue dos veces. Dos veces era más
que suficiente.
Cerré los ojos y el viento me
revolvió el pelo y agitó mi corbata. La
maleta era pesada y tuve que cambiar
de mano varias veces mientras
caminaba las dos manzanas hasta la
parada de autobús.
Allí había uno que iba hacia el este
a las 5:30 de la mañana. Compré un
billete a Nueva York por ciento
veintidós dólares y cincuenta y tres
centavos. El empleado cogió los
doscientos sin decir nada, me dio el
cambio y me dijo que debía esperar
tres horas.
Fueron las tres horas más largas
que he pasado nunca. Cada quince
minutos me levantaba, arrastraba la
maleta hasta el lavabo y me echaba
agua fría en la cara. Casi al final de la
espera los muebles parecían reptar
por el suelo, y cada movimiento de
losarbustos de afuera era mi padre,
cinturón en mano, con la hebilla
afilada casi del tamaño de un
tapacubos.
El autobús llegó cinco minutos
tarde. El conductor guardó mi maleta
debajo, cogió la mitad de mi billete y
me acompañó adentro.
Una vez hubimos pasado el
destrozado cartel de límite urbano,
cerré los ojos y dormí durante seis
horas
.
2

Cuando tenía doce años, justo antes


de que mamá se marchase, nos fuimos
a Nueva York una semana. Fue un
viaje terrible y maravilloso. Papá
estaba allí por su trabajo, y pasó todos
los días en reuniones y comidas de
negocios. Mamá y yo fuimos a los
museos, a Chinatown, a los almacenes
Macy's, a Wall Street y cogimos el
metro hasta Coney Island.
Por la noche discutían, durante la
cena, en la única obra de teatro a laque
fuimos y en la habitación del
hotel. Papá quería sexo y mamá no, ni
siquiera después de que yo me
durmiese, porque la compañía sólo
pagaba una habitación y yo dormía en
un plegatín en un rincón. En tres
ocasiones durante aquella semana él
me hizo vestirme y bajar a esperar en
recepción durante media hora,
mientras lo hacían. La tercera vez no
creo que lo hiciesen, porque mamá
estaba llorando en el baño cuando
volví y papá estaba bebiendo, algo que
nunca hacía delante de mi madre. No
de manera habitual.
Al día siguiente vi que mamá tení
aun moratón en el pómulo derecho y
que caminaba de manera extraña, no
cojeaba, pero parecía que le doliese
mover las piernas.
Dos días después de que
volviésemos de Nueva York, cuando
llegué a casa después de la escuela
mamá se había ido.
En cualquier caso, Nueva York me
gustaba de verdad. Parecía un buen
lugar para empezar de nuevo, un buen
lugar para esconderse.

—Quisiera una habitación.


El lugar era un antro, un hotel de
paso en Brooklyn, a diez manzanas d
ela parada de metro más cercana. Lo
había encontrado con la ayuda del
taxista pakistaní que me había traído
desde la terminal de autobuses Port
Authority. Él también se había
hospedado.
El recepcionista era un hombre
mayor, quizá de la edad de papá, y
estaba leyendo una novela de Len
Deighton a través de unas gafas de
media luna. Bajó el libro e inclinó la
cabeza hacia delante para mirarme
por encima de las gafas.
—Demasiado joven —respondió
—. Apuesto a que te has escapado de
casa
.Puse uno de los grandes sobre el
mostrador y dejé la mano encima,
como Philip Marlowe.
Él se rió y puso la suya también.
Quité la mía.
Lo miró atentamente, frotándolo
con los dedos. Entonces me dio una
tarjeta de registro y me dijo:
—Cuarenta y ocho por noche,
cinco pavos como depósito por la
llave, baño al final del pasillo, pago
por adelantado.
Le di suficiente dinero para una
semana. Miró los demás billetes
durante un instante, me dio la llave de
la habitación y me advirtió:—Aquí
no trafiques. No me
importa lo que hagas fuera del hotel,
pero si veo algo que parece un
trapicheo, te echo yo mismo.
Me quedé boquiabierto y me lo
quedé mirando.
—¿Quiere decir drogas?
—No… caramelos —volvió a
mirarme—. Está bien. Puede que no
lo hagas. Pero si veo algo parecido,
eres historia.
Me había sonrojado y me sentí
como si hubiese hecho algo malo,
aunque no fuese cierto.
—Yo no hago nada de eso —
contesté, tartamudeando. Odiab
asentirme así.
Él simplemente se encogió de
hombros.
—Puede que no. Sólo te estoy
advirtiendo. Ni tampoco quiero
jueguecitos aquí.
El recuerdo de unas toscas manos
agarrándome y bajándome los
pantalones me avergonzó.
—¡Tampoco hago eso! —podía
notar un nudo en la garganta y las
lágrimas peligrosamente a punto de
salir.
El volvió a encogerse de hombros.
Subí mi maleta por seis tramos de
escaleras hasta la habitación y m
esenté en la estrecha cama. La
habitación estaba hecha polvo, con el
papel de la pared pelado y peste de
humo de tabaco, pero la puerta y el
marco eran de acero y la cerradura
parecía nueva.
La ventana daba a un callejón, con
una pared de ladrillo cubierta de hollín
a metro y medio de distancia. La abrí
y entró el olor de algo podrido. Saqué
la cabeza y vi bolsas de basura abajo,
medio abiertas y esparcidas por el
callejón. Al volver la cabeza a la
derecha vi un pequeño trozo de la
calle frente al hotel.
Pensé en lo que me había dicho e
lrecepcionista y me puse fatal otra vez,
sintiéndome pequeño, disminuido.
¿Por qué tenía que hacerme sentir así?
Yo estaba contento y entusiasmado
con la idea de estar en Nueva York, y
él me había removido las entrañas
¿Por qué la gente tiene que hacer esa
mierda? ¿Es que nunca me iba a salir
algo bien?

—No me importa lo talentoso,


inteligente, brillante, trabajador o
perfecto que seas. No tienes un título
de educación secundaria ni un GED[1]
y no podemos contratarte.
¡Siguiente!
3

En Washington Square Park aparecí


delante de un banco en el que me
había sentado dos días antes. Había
un hombre tumbado en él, tiritando de
frío. Tenía hojas de periódico
alrededor de las piernas y sus puños
agarraban el cuello de una sucia
chaqueta de traje, apretándola contra
su cuerpo. Abrió los ojos, me vio, y
gritó.
Yo pestañeé y me aparté un poco
del banco. Él se incorporó, agarrand
olos periódicos para que la brisa no se
los llevase por los aires. Se me quedó
mirando, con los ojos como platos,
aún tiritando.
Salté de vuelta al hotel de
Brooklyn y cogí la manta de la cama;
luego regresé al parque.
Volvió a gritar cuando aparecí,
retrocediendo hacia el banco.
—Déjame en paz. Déjame en paz.
Déjame en paz. Déjame en paz —
repetía una y otra vez.
Moviéndome lentamente, dejé la
manta en el otro extremo de su banco
y me fui andando por el camino hacia
MacDougal Street. Después d
ecaminar unos cien metros, me volví a
mirar al banco. Había cogido la manta
y se había envuelto en ella, pero aún
no estaba estirado. Me pregunté si
alguien se la robaría antes de que se
hiciera de día.
Cuando me aproximaba a la calle,
un par de tipos, dos oscuras siluetas
bajo las farolas, me bloquearon el
paso.
Miré por encima del hombro para
que no me volviesen a coger por
sorpresa.
—Danos tu cartera y tu reloj —vi
el brillo de una navaja; el otro hombre
sostenía algo pesado y duro.—
Demasiado tarde —respondí. Y
salté.

Aparecí en la biblioteca de
Stanville, de nuevo frente a la
estantería que iba desde «Ruedinger,
Cathy» a «Wells, Martha». Sonreí. No
había pensado ningún destino en
particular cuando salté, sólo en
escapar. Cada vez que había saltado
de un peligro inmediato y físico, había
llegado hasta allí, el refugio más
seguro que conocía.
Recordé todos los lugares a los
que me había teletransportado y los
consideré. Todos eran sitios que habí
afrecuentado antes de saltar a ellos,
bien recientemente, como el caso de
Washington Square y el hotel de
Nueva York, o repetidamente durante
un largo período de tiempo. Eran
lugares que podía imaginar en mi
mente. Me preguntaba si eso era lo
único que se necesitaba.
Fui al catálogo de fichas y busqué
Nueva York. Había un listado bajo
guías de viaje, 917-471 en la
clasificación decimal de Dewey. Eso
me llevó a la Guía Foster de Nueva
York, 1986. En la página 323 había
una foto del lago de Central Park, en
color, con un banco y una papelera e
nprimer plano, y el embarcadero de
Loeb en un lado.
Cuando mamá y yo estábamos
haciendo turismo por Nueva York, no
quería que nos adentrásemos en
Central Park más que hasta el
Metropolitan Museum en la parte este
del parque. Había oído muchas
historias de atracos y violaciones, así
que no llegamos a ver el embarcadero.
Nunca había estado allí.
Me quedé mirando la foto hasta
que pude cerrar los ojos y verla. Salté
y abrí los ojos.
No me había movido. Aún estaba
en la biblioteca
.¡Um!
Pasé las páginas e intenté lo
mismo con otros lugares que no había
visitado: Bloomingdale's, el zoo del
Bronx, el interior de la base de la
Estatua de la Libertad. Ninguno de
ellos funcionó.
Entonces encontré una foto del
mirador del Empire State.
—Mira, mamá, eso es el edificio
Chrysler y ahí se ve el World Trade
Centery…
—Shhhh, Davy. Baja la voz, por
favor.
Aquélla era una expresión de
mamá. «Baja la voz». Mucho másamable
que decir «cállate» o «cállate
la boca» o lo que decía mi padre,
«cierra el pico». Habíamos ido allí el
segundo día de aquel viaje y estuvimos
arriba una hora. Antes de
encontrarme con la foto no me había
dado cuenta de la impresión que me
causó. Pensé que sólo tenía vagos
recuerdos como mucho. Pero
entonces pude recordarlo con
claridad.
Salté y se me destaparon los
oídos, como cuando despegas o
aterrizas con un avión. Me encontraba
allí, con el frío viento del East River
alborotándome el pelo y las páginas d
ela guía que aún tenía en las manos.
No había un alma por allí. Bajé la
vista hacia el libro y leí que las horas
de visita eran de 9:30 a medianoche.
Por lo tanto, podía saltar a lugares
en los que ya había estado, lo cual en
parte era un alivio. Si papá podía
teletransportarse, no sería capaz de
saltar a mi habitación de hotel en
Brooklyn. Nunca había estado allí.
La vista era confusa, con todos los
edificios iluminados, las siluetas
borrosas y mezclándose entre ellas. Vi
una lejana estatua verde con focos y
me situé. Liberty Island quedaba al sur
del Empire State. Bajé la vista para ve
rla Quinta Avenida hacia Greenwich
Village y el centro de la ciudad. Las
torres gemelas del World Trade Center
deberían haberme dado una pista.
Recordé a mamá poniendo
monedas en el telescopio para que
pudiese ver la Estatua de la Libertad.
No fuimos a la isla porque mamá se
mareaba en los barcos. Sentí una gran
pena. ¿Adónde habría ido mamá?
Entonces salté de vuelta a la
biblioteca y coloqué la guía en el
estante. Por lo tanto, ¿sólo era
cualquier lugar al que ya había ido?
Mi abuelo, el padre de mi madre,
se jubiló y se fue a una pequeña cas
aen Florida. Mi madre y yo lo visitamos
sólo una vez, cuando yo tenía once
años. Íbamos a volver el verano
siguiente, pero ella se marchó en
primavera. Tenía un vago recuerdo de
una casa pintada brillante con tejas
blancas, y un canal en la parte de
atrás con barcas. Intenté imaginarme
la sala de estar, pero lo único que me
venía a la mente era el abuelo e una
indefinida y genérica estancia. Intenté
saltar de todas formas, y no funcionó.
¡Um!
Al parecer, la memoria era
importante. Debía tener una imagen
clara del lugar, como resultado d
ehaber estado antes.
Pensé en hacer otro experimento.
Y salté.

En la calle Cuarenta y cinco hay


una tienda detrás de otra
especializadas en electrónica. Equipos
estéreo, vídeos, ordenadores e
instrumentos electrónicos.
Todas estaban cerradas cuando
aparecí en la esquina de la Quinta
Avenida y la Cuarenta y cinco,
incluyendo al vendedor de helado
italiano que había frecuentado el día
anterior.
Sin embargo, pude ver el interio
rde las tiendas, porque estaban
iluminadas por motivos de seguridad o
de exposición. Había barrotes de
acero sobre la mayoría de
escaparates, asegurados con múltiples
candados, pero se podía mirar entre
ellos. Me detuve delante de una tienda
con barrotes más amplios y mejor
iluminación que la mayoría. Estudié el
suelo, las paredes, la manera en que
estaban colocadas las estanterías, y
los productos más cercanos al
escaparate.
Tenía una sensación muy real de
localización. Estaba en la acera a sólo
unos dos metros del interior de l
atienda. Podía imaginármela con
claridad. Miré a ambos lados de la
calle, cerré los ojos y salté.
Ocurrieron dos cosas. La primera,
que aparecí dentro de la tienda, a
escasos centímetros de centenares de
brillantes y luminosos chismes
electrónicos. La segunda, que en el
mismo instante de mi aparición, una
alarma, muy ruidosa y estridente, se
activó tanto dentro como fuera del
establecimiento, seguida de un destello
cegador de una luz estroboscópica
que iluminó el interior como un
relámpago.
¡Dios mío! Me estremecí. Luego
,casi sin pensar, salté de vuelta a la
biblioteca de Stanville.
Sentí que me fallaban las piernas.
Me senté, rápidamente, en el suelo y
estuve temblando durante más de un
minuto.
¿Qué me había pasado? Sólo era
una alarma, algún tipo de detector de
movimiento. No había tenido esa
reacción cuando aquellos dos matones
de Washington Square me abordaron.
Me calmé. Aquello tampoco había
sido tan inesperado, tan repentino.
Respiré hondo varias veces.
Probablemente podría haberme
quedado allí, haberme llevado varios
vídeos de vuelta a la habitación del
hotel, antes de que hubiese aparecido
la policía.
¿Qué hubiera hecho con ellos? No
sabría a quién vendérselos, no sin ser
timado o trincado. La sola idea de
traficar con la clase de gente que
compraba objetos robados me ponía
los pelos de punta. ¿Y qué pasaría con
el propietario de la tienda? ¿No saldría
perjudicado? ¿O el seguro le cubriría
todo? Empecé a sentirme culpable
sólo con imaginármelo.
Otra idea hizo que el corazón se
me acelerase más y más. ¿Y si el
fogonazo era un flash para fotos? ¿Ysi
tenían un circuito cerrado de
televisión?
Me levanté y empecé a andar por
la biblioteca, respirando con dificultad,
casi entrecortadamente.
—¡Vale ya! —me dije finalmente a
mí mismo, gritando en el silencioso
edificio. ¿Cómo demonios te van a
coger, aunque tuviesen huellas
digitales, que no es el caso? Y si te
cogiesen, ¿qué cárcel te iba a retener?
Demonios, no robaste nada, no
forzaste ninguna cerradura, no
rompiste ninguna ventana. ¿Y quién se
va a creer que había alguien en la
tienda, y no digamos presenta
rcargos?
De repente, sentí como un peso
cayéndome sobre los hombros. Estaba
exhausto y me tambaleaba. Empezó a
dolerme la cabeza otra vez, y quise
dormir.
Salté a la habitación del hotel y me
saqué los zapatos de golpe. La
habitación estaba fría, y el radiador
apenas calentaba. Miré las finas
sábanas de la cama. Insuficiente.
Pensé en el hombre de Washington
Square. ¿Estará bien abrigado? Salté
al oscuro interior de mi habitación en
casa de mi padre, cogí la colcha de la
cama, y volví a saltar al
hotel.Entonces dormí.

Era mediodía cuando un ruido de


la calle, creo que un claxon, me
despertó. Me arropé con la colcha y le
eché un vistazo a la barata habitación
de hotel.
Era miércoles, así que pensé que
papá estaría en la oficina. Me levanté,
me desperecé, y salté al cuarto de
baño de casa. Escuché con atención,
y luego me asomé un poco. Nadie.
Salté a la cocina y miré hacia el
camino de entrada. Su coche no
estaba. Usé el lavabo y luego
desayuné.
No puedo vivir a costa de mi padre
para siempre. La idea me provocó un
vacío en el estómago. ¿Y qué iba a
hacer para conseguir dinero?
Salté de vuelta al hotel y busqué
entre la ropa algo limpio que ponerme.
Se me estaba acabando la ropa
interior y todos los calcetines estaban
sucios. Pensé en ir a una tienda, coger
un poco de ropa y luego volver a saltar
sin pagar la cuenta. El no va más en
robos.
Compórtate, Davy. Sacudí la
cabeza con violencia, cogí toda la
ropa sucia y salté de vuelta a casa de
mi padre
.Cada vez más, la consideraba su
casa, no la nuestra. Me pareció un
buen paso. Bueno, él había, dejado su
ropa en la lavadora sin sacarla y
ponerla en la secadora. Por el olor a
humedad, debía de llevar allí un par
de días. La apilé encima de la
secadora y luego hice una lavadora
con la mía.
Si era su casa, ¿entonces por qué
estaba allí? Me debe al menos una
comida y una lavadora. Rechacé
sentirme culpable por cogerle
cualquier cosa.
Por supuesto, mientras se lavaba la
ropa me paseé por la casa y me sent
ículpable. No era la comida, ni lavar la
ropa. Me sentía culpable por los dos
mil doscientos que le había cogido de
la cartera. Era una estupidez. El
hombre se ganaba bien la vida pero
me hacía comprar ropa de segunda
mano. Conducía un coche que
costaba más de veinte mil dólares pero
se quedó conmigo para no tener que
pagarle a mamá la pensión alimenticia.
Y yo aún me sentía culpable. Y
furioso también.
Pensé en destrozar el lugar, en
romper todos los muebles, en quemar
toda su ropa. Barajé la idea de volver
aquella noche, abrir el depósito de s
uCadillac y prenderle fuego. Quizá la
casa también se incendiaría.
¿Qué estoy haciendo? Cada
minuto que permanecía en aquella
casa me hacía sentir peor. Y cuanto
más me enfurecía, más culpable me
sentía. No vale la pena. Salté a
Manhattan y paseé por Central Park,
hasta que me tranquilicé de nuevo.
Después de cuarenta minutos,
salté de vuelta a casa de mi padre,
saqué la ropa de la lavadora y la
coloqué en la secadora. Volví a poner
la ropa húmeda de papá dentro de la
lavadora.
Había algo más que necesitaba d
ela casa. Recorrí todo el pasillo hasta el
cuarto de papá, su «oficina». Se
suponía que yo no podía entrar, pero
ya no me importaban sus reglas y
normas. Primero husmeé en el
archivador de tres cajones, y luego fui
a su escritorio. Para cuando la ropa
terminó de secarse, yo también había
acabado, pero no había encontrado mi
partida de nacimiento por ninguna
parte.
Cerré el último cajón de golpe,
cogí mi ropa seca y salté de vuelta al
hotel.
¿Qué voy a hacer con el tema del
dinero
?Puse la ropa sobre la cama, y salté
a Washington Square, delante del
banco del parque. No había ni rastro
del vagabundo de la noche anterior.
Había dos ancianas sentadas,
inmersas en su conversación. Alzaron
la vista y me vieron, pero siguieron
hablando; me alejé por la acera.
Había intentado conseguir un
trabajo honesto. Pero no me
contratarían sin un número de la
Seguridad Social. La mayoría de ellos
también querían una prueba de
ciudadanía —o una partida de
nacimiento o una inscripción en el
padrón—. No tenía nada de aquello
.Pensé en los extranjeros ilegales que
trabajaban en los Estados Unidos.
¿Cómo solucionaban aquel problema?
Compraban documentación falsa.
Ah. Cuando había pasado por
Broadway a la altura de Time's
Square, unos tipos me habían ofrecido
de todo, desde drogas hasta mujeres o
niños. Me apuesto a que también
sabían algo de documentos de
identidad falsos.
Pero no tengo dinero.
Me sentía muy tercermundista,
atrapado en una trampa entre la
necesidad de ganar dinero y ningún
superpréstamo a la vista. Si no pagab
ami habitación de hotel al día siguiente,
volvería a estar en la calle. Necesitaba
algo para no tener deudas.
El pitido de la alarma antirrobo de
la calle Cuarenta y dos parecía menos
aterrador a pleno día. Pensé en robar
vídeos o televisores para llevarlos a
casas de empeño, y luego usar el
dinero para intentar comprar
documentación falsa.
La idea de llevar un vídeo a una
casa de empeño me asustaba. No me
importaba que fuese inatrapable. Si
alguien se cabreaba lo suficiente
podría pegarme un tiro. Quizás era
una paranoia. ¿Y si robase algo d
emás valor? ¿Joyas? ¿O afanar cuadros
del museo? Cuanto más caro fuese el
objeto, más posibilidades tenía de no
conseguir dinero, y de ser robado o
asesinado.
¿A lo mejor el gobierno me querría
contratar?
Me estremecí. Había leído Ojos
de fuego de Stephen King. Podía
imaginarme cómo me diseccionaban
buscando cómo podía hacer aquello.
O cómo me drogaban para que no lo
hiciese, así es como controlaban al
padre en aquella novela. Lo mantenían
drogado para que no pudiese pensar
bien. Me pregunté si no tendrían yagente
que pudiese teletransportarse.
Aléjate del gobierno. ¡No dejes
que nadie sepa lo que puedes hacer!
Bueno, entonces… pensé que tenía
que robar ni más ni menos que dinero.

El Chemical Bank de Nueva York


está en la Quinta Avenida. Entré y le
pregunté al guardia si había un lavabo
en el banco. Negó con la cabeza.
—Sigue la calle hasta la Torre
Trump. Tienen un lavabo en el
vestíbulo.
Me hice el afligido.
—Mire, no pretendo ser un
problema, pero mi padre ha quedado
conmigo aquí en unos instantes y si no
estoy me matará, pero es que me
estoy orinando de verdad. ¿No hay
ningún lavabo para los empleados en
alguna parte?
No creía que colase, pero la
mentira, además de la mención de mi
padre, estaba haciendo real mi
aflicción. Se mostró un tanto indeciso
y yo hice un gesto de dolor, sabiendo
que me enviaría a paseo.
—Bah, qué demonios. ¿Ves
aquella puerta? —me señaló una
puerta después de la larga hilera de
ventanillas de cajeros—. Ve allí y
sigue recto. El lavabo está a l
aderecha al final del pasillo. Si alguien
te pone pegas, diles que te ha enviado
Kelly.
Hice un suspiro de alivio.
—Gracias, señor Kelly. Me ha
salvado la vida.
Abrí la puerta como si supiese lo
que estaba haciendo. Tenía un nudo
en el estómago y sentía que cualquiera
que se cruzase conmigo podría verme
las intenciones y saber que era un
delincuente.
La cámara acorazada estaba dos
puertas antes que el lavabo. Su
enorme compuerta de acero con
bisagras más grandes que yo
estabaabierta, pero una puerta más
pequeña
con barrotes estaba cerrada y había
un guardia sentado ante ella, en una
pequeña mesa. Me detuve delante
suyo, mirando al interior de la cámara.
Alzó la mirada hacia mí.
—¿Puedo ayudarte? —su voz era
fría y se me quedó mirando como un
director de escuela a un estudiante sin
tique de comedor.
Tartamudeé.
—Estoy buscando el lavabo.
El guardia respondió:
—No hay aseos públicos en este
banco.
—El utilizar el aseo de los
señor
Kelly
me ha
dicho
quepodí
a
empleados. Es una emergencia.
Se relajó un poco.
—Entonces, ve al final del pasillo.
Está claro que aquí no es.
Asentí con la cabeza.
—De acuerdo. Gracias —seguí
caminando. En realidad, no había
podido echar una buena ojeada. Fui al
lavabo y me lavé las manos.
Una vez de vuelta, me detuve y
pregunté:
—Esto sí que es una puerta
enorme. ¿Sabe cuánto pesa? —me
acerqué un poco más. El guardia
parecía molesto
.—Mucho. Si ya has usado el aseo,
¡te agradecería que volvieses al
vestíbulo!
Giré sobre mis talones.
—Oh, por supuesto —me quedé
mirando la puerta desde mi nuevo
ángulo. Vi carritos y una mesa contra
una de las puertas interiores de la
cámara. Los carritos iban cargados de
bolsas de lona, así como de montones
de fajos de billetes. Otro paso y
vislumbré unos estantes de acero gris
en otra pared.
¡Ya lo tengo!
El guardia empezó a levantarse.
Aparté la mirada de la puerta y vi qu
ese estaba sulfurando.
—Ya me voy —le aseguré—.
Gracias por sus indicaciones.
Él farfulló algo, pero me fui a paso
ligero hacia el vestíbulo. Cuando pasé
por delante del guardia de la entrada,
sonreí.
—Gracias, señor Kelly.
Me saludó y salí por la puerta.

Pasé el resto de la tarde en la


biblioteca, de vuelta en Stanville,
primero leyendo las entradas de la
enciclopedia sobre bancos, robos a
bancos, sistemas de alarma, cajas
fuertes, cámaras acorazadas
,cerraduras de combinación y circuitos
cerrados de televisión, y después
ojeando un libro sobre sistemas de
seguridad industriales que encontré en
Tecnologías Aplicadas.
—¿David? ¿David Rice?
Alcé la vista. La señora Johnson,
mi profesora de geografía de la
escuela de secundaria de Stanville, se
me estaba acercando. Miré al reloj de
la pared —las clases habían acabado
hacía una hora.
No había ido a la escuela en tres
semanas, desde el primer día en que
salté. Sentí que me ruborizaba y me
levanté.—Eres tú de verdad, David.
Me
alegra ver que estás bien. ¿Entonces
has vuelto a casa?
Por alguna razón me sorprendía
que la escuela supiese que me había
escapado. Decidí aceptarlo. Era
mucho más fácil mentir, decir que
había vuelto y que iría a la escuela al
día siguiente. Sé que eso es lo que
habría hecho un mes antes. Optar por
el camino más fácil. Evitar el
escándalo. Decir lo que fuese
necesario para evitar que la gente se
enfureciera conmigo.
Odiaba que la gente se enfureciera
conmigo. Negué con la cabeza
.—No, señora. No he vuelto. Y no
voy a hacerlo.
Ella no parecía ni sorprendida ni
escandalizada.
—Tu padre parece muy
preocupado. Se pasó por la escuela y
habló con todos tus compañeros,
preguntando si alguien te había visto.
También ha puesto esos carteles…,
bueno, es probable que los hayas visto
por todo el pueblo.
Parpadeé y me encogí de
hombros. ¿Carteles?
—¿Y qué hay de la escuela? —
preguntó—. ¿Qué vas a hacer con las
clases? ¿Cómo vas a entrar en l
auniversidad? ¿O encontrar trabajo?
—Pues…, supongo que tendré
que cambiar de planes —era
agradable no mentirle, pero aún temía
que a ella no le pareciese bien—. He
intentado sacarme el GED, pero no
aceptan a un menor sin un permiso
paterno o una orden judicial.
La señora Johnson se mordió el
labio, y luego me preguntó:
—¿Dónde estás estudiando,
David? ¿Ya tienes suficiente comida?
—Sí, señora. Estoy bien.
Sus palabras parecían estar muy
bien escogidas. Caí en la cuenta de
que no me iba a abroncar po
rperderme las clases o por escaparme
de casa. Era como si estuviese
intentando evitar asustarme,
ahuyentarme.
—Voy a llamar a tu padre, David.
Es mi deber. Sin embargo, si quieres
podemos hablar con la asistenta social
del condado. No tienes porqué volver
a casa si no quieres—titubeó un
momento y al final habló—. ¿Te
maltrata, David?
Entonces aparecieron las lágrimas,
como un yunque cayendo de un claro
cielo azul. Hasta aquel momento,
pensaba que ya estaba bien. Me
restregué los ojos, pero me temblaba
nlos hombros. Permanecí en silencio,
reprimiendo los sollozos. La señora
Johnson se acercó a mí, creo que para
abrazarme. Retrocedí, apartándome y
dándome la vuelta, secándome los
ojos furiosamente con la mano
derecha.
Bajó los brazos. Parecía triste.
Respiré hondo y me estremecí,
unas cuantas veces, y los temblores
disminuyeron poco a poco.
—Lo siento —dije.
Entonces la señora Johnson habló
en voz baja, con cuidado.
—No llamaré a tu padre, pero sólo
si vienes conmigo a ver al seño
rMendoza. Él sabrá qué hacer.
Negué con la cabeza.
—No. Me va bien. No quiero ir a
ver al señor Mendoza.
Ella pareció aún más triste.
—Por favor, Davy. No es seguro
estar en la calle, ni siquiera en
Stanville, Ohio. Nosotros podemos
protegerte de tu padre.
¿Ah, sí? ¿Dónde han estado los
últimos cinco años? Volví a negar con
la cabeza. Aquello no iba a ninguna
parte.
—¿Aún conduce un Volkswagen
gris, señora Johnson? —le pregunté,
mirando por encima de su
hombro.Ella pestañeó, sorprendida
por el
cambio de tema.
—Sí.
—Creo que alguien acaba de
chocar contra él.
Volvió la cabeza enseguida. Antes
de que se diese cuenta de que no se
podía ver el aparcamiento desde
donde nos encontrábamos, salté de
vuelta al hotel de Brooklyn.
¡Al diablo con todo! Tiré el libro
de seguridad industrial por la
habitación, después me puse a gatear
para recogerlo, con un sentimiento de
culpa tanto por enfadarme como por
maltratar un libro de la biblioteca. Lo
slibros no merecían maltratos… ¿y la
gente?
Me acurruqué en la cama y me
puse la almohada sobre la cabeza.

Era de noche cuando me


incorporé, aturdido y perplejo,
despertándome por lentas y confusas
etapas. Por un momento miré a mi
alrededor, esperando ver a la señora
Johnson delante de mí contándome
cosas fascinantes del África
occidental, pero me desperté un poco
más y la tenue luz que entraba a
través de la fina persiana reveló la
habitación, mi condición y mi estad
ode ánimo.
Me levanté y me desperecé,
preguntándome qué hora sería, y salté
hasta la biblioteca de Stanville para
mirar en su reloj de pared. Eran las
9:20 de la noche en Ohio, y la misma
hora en Nueva York. Hora de ponerse
a trabajar.
Salté a mi patio trasero, detrás del
roble. El coche de papá estaba en la
entrada, pero las únicas luces
encendidas eran las de su habitación,
las de su cuarto y las de mi habitación.
¿Qué está haciendo en mi habitación?
Sentí que era presa del pánico, pero
me obligué a calmarme. No haga
scaso. Podrás llegar a tu habitación.
Los útiles de jardinería estaban en el
garaje, en un estante encima de la
cortadora de césped. Había rastrillos,
palas y una azada colgados de clavos
en la pared bajo el estante. Aparecí
frente a aquella colección y busqué
entre insecticidas, fertilizante y
semillas de césped hasta que encontré
los viejos guantes de jardinero. Me los
puse y salté a la entrada de la casa.
El Caddy de papá brillaba a plena
luz, una bestia enorme. Fui hasta la
puerta del acompañante e intenté
abrirla con cuidado. Estaba cerrada
con llave. Miré dentro, al tapizado d
efelpa y el reluciente salpicadero. Pude
recordar con claridad su olor, la
sensación de los asientos. Cerré los
ojos y salté.
La alarma del coche se disparó
con un pitido agudo, pero ya me lo
esperaba. Abrí la guantera y cogí la
linterna. La luz del porche se encendió
y la puerta de entrada empezó a
abrirse. Salté a mi habitación.
La alarma se oía mucho menos
desde allí, pero seguía siendo
desagradable. Estaba seguro de que
las luces de los porches se estaban
encendiendo en todo el vecindario.
El pasamontañas estaba en e
lúltimo cajón de mi tocador, debajo de
varios pares de calzoncillos largos
demasiado pequeños. La encontré
justo cuando la alarma del coche se
paró. Me treparé para saltar, pero me
di cuenta de que no llevaba la linterna
en la mano. Eché un vistazo a la
habitación y la vi sobre el tocador.
La puerta de la entrada se cerró y
oí pasos. Recogí la linterna y salté.

Los guantes eran de piel, viejos y


rígidos. Hacían daño a los dedos con
sólo doblarlos. El pasamontañas era lo
suficientemente grande, aunque tenía
cuatro años. Había perdido l
aelasticidad y estaba deformado, pero
pensé que serviría. Bien colocado, me
cubría toda la cara menos los ojos y el
puente de la nariz. El extremo me
colgaba suelto por el resto de la cara,
pero la tapaba.
Picaba una barbaridad. Salté.
Aparecí en una sala
completamente oscura, sin ventilación
y con un suelo liso. Esperé un
momento antes de encender la luz,
armándome de valor para oír el pitido
de una alarma. También temía no
estar en el sitio correcto y no quería
precipitar el momento de descubrir el
fracaso
.Sin embargo, no oí ninguna
alarma, pero por lo que sabía los
indicadores podrían estar saltando en
docenas de monitores del banco
conectados con la comisaría de
policía. Si había otros
teletransportadores en el mundo, ¿los
bancos no sabrían de ellos y habrían
tomado medidas? Como inundar la
cámara acorazada con gas venenoso
al cerrarla, o poner trampas. El aire a
mi alrededor se enrarecía y sentía la
presión de la oscuridad sobre mí hasta
que pensé que quizá las paredes se
estaban estrechando. Le di al
interruptor de la linterna sin darme
cuenta.
¡Cuánto dinero!
Los carritos que había visto antes
estaban apilados hasta arriba; cada
uno con montones de billetes
cuidadosamente atados o con
bandejas de monedas enrolladas o
bolsas de lona con las letras
«Chemical Bank de Nueva York». La
mayoría de las estanterías estaban
llenas de fajos de billetes nuevos.
Cerré los ojos, mareado de
repente. Cerca de la puerta de la
cámara acorazada había un
interruptor. Lo apreté y una luz
fluorescente iluminó la sala. N
oparecía haber ninguna cámara de
televisión, ni veía cajitas encima de las
paredes que pareciesen los sensores
de calor sobre los que había leído por
la tarde. No salieron gases por la
ventilación, ni se activaron trampas de
repente.
Apagué la linterna y me puse
manos a la obra.
El primer carrito al que me
acerqué era obviamente de los
depósitos de aquel día. El dinero
estaba muy usado, aunque muy bien
empaquetado. Cogí un fajo de billetes
de cien dólares. La randa de papel que
llevaba en medio decía «5.000 $»
yestaba sellada con el nombre del
banco. Había una caja de cartulina
encima de otro carrito. Estaba repleta
de fajos de billetes de un dólar, cada
uno con cincuenta billetes. Intenté
calcular cuánto habría allí, pero
sacudí la cabeza. Cuenta después,
Davy.
Cogí la caja y salté a la habitación
del hotel. La vacié sobre La cama y
salté otra vez. Empecé por un extremo
y fui hasta el otro. Si los fajos
parecían nuevos, comprobaba si los
billetes estaban ordenados por número
de serie. Si era el caso, los dejaba. Si
no era así, los ponía en la caja.Cuando la
llené, salté a la habitación,
vacié el contenido sobre la cama, y
volví.
Cuando acabé con el dinero suelto
de los carritos, eché un vistazo a las
bolsas. Parecían transferencias de
sucursales, todas con billetes usados.
Cogí todas las bolsas, sin comprobar
el contenido de las demás. El dinero
ya caía por los bordes de la cama, así
que puse las bolsas en el suelo,
debajo.
Las estanterías tenían billetes
nuevos, con el número de serie
claramente escrito en sus bandas de
papel. Los dejé y eché un últim
ovistazo. Ni rastro de alarmas. La
puerta estaba sólidamente cerrada.
No importaba. Si lo que había
leído sobre las cerraduras de apertura
retardada era cierto, sería preciso una
serie de circunstancias muy especiales
para poder abrir la puerta antes de la
mañana siguiente, aunque las alarmas
estuviesen sonando.
Por un momento consideré dejar
una nota de agradecimiento, o quizás
incluso un grafiti, pero decidí no
hacerlo.
Imaginé que ya habría suficiente
alboroto a la mañana siguiente sin
aquello. Salté.
4

En Times Square el enorme panel


electrónico decía que eran las once.
Me quedé atónito. Había hecho todo
aquello en menos de cuarenta
minutos, y eso incluía ir a por los
guantes y la linterna.
La gente aún abarrotaba la plaza;
la mayoría era gente joven, en parejas
o en grupos. Algunos de ellos hacían
cola delante de los cines, otros
simplemente paseaban por Broadway
mirando las tiendas que aún habí
aabiertas. Se respiraba un ambiente
festivo, casi como en carnaval.
Entré en una tienda llena de
camisetas, la mayoría de las cuales
ensalzaban las virtudes de la ciudad.
«Bienvenido a Nueva York. Ahora
vete», decía una. Sonreí, aunque
estaba temblando y la reacción me
estaba dando náuseas.
En el bolsillo llevaba un fajo de
billetes de veinte, cincuenta en total.
Les había quitado el papel que los
sujetaba y me aseguré de poder
sacarlos uno a uno, pero aún estaba
nervioso. La parte trasera de la
cabeza, donde me habían gol peado
losatracadores, me dolía y seguía
mirando por encima del hombro casi
como un tic nervioso.
Por Dios, Davy, estás dando la
sensación de víctima como un loco.
¡Cálmate!
La tienda de camisetas también
vendía maletas: bolsas baratas de
nylon, bolsas de deporte, bolsas de
viaje y mochilas. Aquello era lo que
quería en realidad. Cogí una de cada
tipo y color.
El dependiente se me quedó
mirando y me dijo:
—Eh, chaval, a menos que vayas a
comprarlas todas, míralas de una e
nuna, ¿vale?
Seguí cogiendo bolsas y él se me
acercó por el final del mostrador, con
una expresión de enfado en la cara.
—¿No me has oído? He dicho
que…
—¡He oído lo que ha dicho! —mi
voz era aguda y estridente. El
dependiente hizo un paso atrás y
parpadeó. Respiré profundamente, y
luego seguí hablando más tranquilo—.
Aquí tengo veinte bolsas. Cóbremelas
—fui hasta el mostrador y puse las
bolsas encima.
El dependiente aún vacilaba, así
que saqué algunos billetes del bolsill
ode la chaqueta; más de los que
pretendía, en realidad. Probablemente
la mitad, unos quinientos dólares.
—Oh, claro. Siento haberte
gritado. Es que nos entran algunos
muchachos por aquí que se llevan
cosas. Tengo que andarme con
cuidado. No pretendía nada con…
—Vale. No se preocupe.
Cóbremelas, por favor.
A medida que iba contando las
bolsas, yo las iba metiendo en la más
grande, un talego con una correa.
Debió de sentirse mal por
malinterpretarme, porque me hizo un
diez por ciento de descuento del total
.—Pues son doscientos veinte con
cincuenta con impuestos incluidos.
Separé doce billetes de veinte y
dije algo que siempre había querido
decir.
—Quédese con el cambio.
Él parpadeó, y luego respondió:
—Gracias. Muchas gracias.
Salí de la tienda, giré a la derecha
y salté.

Clasifiqué el dinero primero por el


valor, apilando los fajos contra la
pared frente a la cama. Tuve que
mover el sencillo tocador hasta la
puerta para hacer sitio, pero no
meimportaba. Para entonces ya me
sentía bastante paranoide, así que
colgué la colcha en la persiana,
tapando la ventana por completo.
Cuando hube despejado la cama y
llegué al dinero en bolsas, ya tenía dos
montones de unos sesenta
centímetros, veinticinco fajos apilados.
Aún no me detuve en calcular las
cantidades. Seguí con mi clasificación,
tirando las bolsas de banco vacías
sobre la cama. Salté una vez a la
biblioteca de Stanville para mirar la
hora.
Finalmente, acabé de clasificar y
apilar. Aún no había contado e
ldinero. Eso vendría después.
Cogí las bolsas del banco vacías y
luego me puse el pasamontañas y los
guantes. Eran las dos de la
madrugada.
Respiré hondo varias veces y
procuré mantener la calma. Estaba
siendo presa del agotamiento nervioso,
aunque para nada me sentía
adormilado. Me concentré en el
interior de la cámara acorazada y
salté, intentando al mismo tiempo
mantener en mente la biblioteca de
Stanville por si ya habían abierto la
caja fuerte.
No lo habían hecho
.Jo, me he dejado la luz encendida.
Dejé las bolsas en uno de los carritos
vacíos y me volví a apagar la luz.
¿Luz? ¡Dios mío! ¿Dónde está la
linterna? Se me aceleró el pulso y se
me hizo un nudo en la garganta. Oh,
señor. No necesito pasar por esto. Me
apoyé contra la pared, flaqueando,
cuando vi la linterna en el primer
carrito que había vaciado. Sabía que
no tenía mis huellas dactilares, pero
podría tener las de papá. ¿Y dónde
estuvo usted, señor Rice, el pasado
viernes por la noche?
Aquí mismo, en Ohio, desde
luego. Pero no sé dónde está mi
hijo…Recogí la linterna, apagué la
luz
de la cámara acorazada, y salté de
vuelta a la habitación del hotel.
Me había apresurado a apilar el
dinero para poder devolver las bolsas
antes de la mañana. No quería
tenerlas conmigo. Me di cuenta de
que podría haberme librado de ellas
en cualquier lugar. Incluso las podría
haber llenado de ladrillos y tirado al
East River, pero pensé que habría más
confusión si las dejaba en la cámara
acorazada.
Como que no va a haber confusión
tal como está…
Aun así, me había apresurado, porlo que
no había mirado realmente
cuánto dinero había robado. Me senté
en la cama y me lo quedé mirando.
Cada capa de las pilas era de
cinco paquetes por cinco. Ocupaban
poco más de treinta centímetros a lo
largo de la pared y casi un metro de
ancho. Había más billetes de dólar
que de los demás, en tres fajos de más
de metro veinte de altura. Había otro
montón de billetes de cinco de medio
metro de alto, otro de billetes de diez
de unos cuarenta centímetros, otro de
billetes de veinte de unos veinticinco
centímetros, y casi una capa entera de
billetes de cincuenta, y diecisiete fajosde
billetes de cien.
Salté a la biblioteca de Stanville y
cogí prestada una calculadora del
mostrador de préstamo. Conté las
capas e hice mis cálculos dos veces.
Los volví a hacer por si las dos
primeras veces no cuadraban.
Había veinticinco fajos por capa.
Aquello quería decir que, por ejemplo,
mil doscientos cincuenta dólares por
capa de billetes de dólar y dos mil
quinientos dólares por capa de billetes
de veinte. Tenía ciento cincuenta y
tres capas y seis fajos de billetes de
dólar, lo cual me daba, contando sólo
los de dólar… Se me cayó lacalculadora
en el regazo y caí hacia
atrás sobre la cama, temblando.
Tenía ciento noventa y un mil
cuatrocientos dólares en billetes de
uno. Después de hacer y rehacer
todos los cálculos, tenía novecientos
cincuenta y tres mil cincuenta dólares,
sin contar los setecientos sesenta
dólares del bolsillo de la chaqueta.
Casi un millón de dólares.
Segunda Parte
EN BUSCA DE LA
FELICIDAD
5

Conocí a Millie durante el intermedio


de una reposición de Broadway de
Sweeney Todd, el barbero asesino de
Fleet Street. Era la sexta vez que la
veía. Después de pagar la primera,
simplemente saltaba a un palco al final
de la platea alta cinco minutos
después de las ocho. Las luces de la
sala están apagadas para entonces y
puedo encontrar sitio sin problemas.
Si parecía que alguien llegaba tarde y
se dirigía a mi asiento escogido,
meagachaba como si me estuviese atando
un zapato y saltaba de vuelta al palco.
Luego localizaba otro asiento vacío.
No me importa pagar, pero no
suelo decidir si quiero verla hasta
después de que suban el telón.
Entonces la taquillera me hace perder
el tiempo intentando que me quede
una entrada para otra función.
Demasiados problemas.
Aquella era la del jueves por la
noche y la multitud era
sorprendentemente abundante. Me
encontraba apretado contra la
barandilla de la galería bebiendo un
ginger ale excesivamente caro
yobservando las colas de los lavabos.
—¿Y tú de qué te ríes?
Volví la cabeza de inmediato. Por
un momento pensé que era uno de los
acomodadores que me iba a sacar por
haberme colado, pero era una chica,
no mucho mayor que yo, aunque
debía de pasar de los veintiuno, al
menos, que estaba bebiendo champán.
—¿Estás hablando conmigo?
—Claro. Puede que sea
impertinente por mi parte, pero entre
una multitud tan densa, la intimidad es
de prever.
—Bueno, sí lo es. Me llamo
David
.—Millie —dijo ella con un vago
gesto con la mano. Llevaba una
elegante blusa y unos pantalones de
sport negros. Era guapa, llevaba gafas
de búho, nada de maquillaje y su
brillante y moreno cabello era largo
arriba y rematado en punta en la nuca.
—Entonces, ¿de qué te reías?
Fruncí el ceño.
—Ah… supongo que porque me
sentía un tanto superior al no tener
que hacer cola. ¿Esta intimidad
temporal implica hablar de lavabos?
Se encogió de hombros.
—¿Por qué no? Yo también estaría
en la cola, pero me he escabullid
odurante el primer acto. Y es probable
que lo vuelva a hacer después. ¿Cuál
es tu secreto? ¿Una vejiga de acero?
Me ruboricé.
—Algo parecido.
—¿Te estás sonrojando? Vaya,
pensaba que los adolescentes
hablaban de las funciones corporales
continuamente. Al menos mis
hermanos lo hacen.
—Hace calor aquí.
—Sí. De acuerdo. No hablaremos
más de funciones excretoras. ¿Algún
otro tema tabú?
—Preferiría no darte ideas.
Se puso a reír
.—Touché. ¿Eres de aquí?
—Más o menos. Viajo mucho,
pero por ahora es mi casa.
—Yo no. Estoy aquí durante una
semana de compras turísticas. Tengo
que volver a las clases en dos
semanas.
—¿Adónde?
—A Oklahoma State. Estudio
psicología.
Pensé por un momento.
—¿En Stilhvater?
—Sí. Veo que sí que viajas.
—No a Oklahoma. Mi abuelo
estudió allí cuando aún se llamaba
Oklahoma Agricultural an
dMechanical.
—¿Dónde estudias tú?
—No estudio. No tengo aptitud
para eso.
Me miró por encima de las gafas.
—Pues no pareces especialmente
tonto.
Volví a ruborizarme.
—Me estoy tomando mi tiempo.
Las luces empezaron a atenuarse
para el segundo acto. Ella terminó su
champán y tiró el vaso de plástico a la
papelera. Luego me tendió la mano.
La cogí. Me la sacudió con
firmeza dos veces y dijo:
—Ha sido un placer habla
rcontigo, David. Que disfrutes el resto
de la obra.
—Tú también, Millie.

Lloré durante el segundo acto. La


esposa de Sweeney, a quien habían
robado la hija y se había vuelto loca
tras ser violada, resulta ser la loca y
disoluta mendiga/prostituta, pero sólo
después de que Sweeney la mate
mientras ella presencia el asesinato de
su violador, el juez Turpin.
La primera vez que vi aquella
escena decidí que no me gustaba. De
hecho, me marché con una impresión
muy negativa de la obra. Fue
desp sorprenderme examinando los
uésd
e
rostros de cada vagabunda que veía
para ver si era mi madre cuando me di
cuenta de por qué no me gustaba la
escena.
Aun así, no dejé de mirar a las
vagabundas y, al cabo de un tiempo,
volví a ver Sweeney Todd. Evité el
final y salté a la Grand Central
Terminal. Es uno de los lugares en los
que puedes encontrar un taxi bien
entrada la noche. Alcé la mano y un
hombre negro, de unos veinticinco
años y harapiento, se lanzó a la calle.
—¿Taxi? ¿Necesitas un taxi? Te
conseguiré un taxi
.Podría haber caminado hasta la
parada de taxis oficial en Vanderbit
Avenue, pero qué demonios. Asentí.
Se puso un silbato cromado de
policía entre los dientes y dio dos
largos y agudos pitidos. Al final del
bloque un taxi cambió dos carriles y
se acercó. El tipo negro me sujetó la
puerta. Le di un billete.
—Eh, tío. Dos dólares por
conseguirte un taxi. Dos dólares.
—Es de diez.
Se hizo atrás, sorprendido.
—Ah, sí. Gracias, tío.
Hice que me llevase de vuelta por
la calle Cuarenta y cinco hasta e
lteatro en el que representaban
Sweeney y le hice aparcar en el
bordillo. Salí a la acera, con un pie
aún en el taxi, y ahuyenté a la gente
que quería cogerlo.
—Voy a recoger a alguien. Este
taxi está reservado. Acabo de coger el
taxi. Lo siento. No, no quiero
compartir este taxi. Estoy esperando a
alguien. Váyase.
Empezaba a cuestionarme aquel
esfuerzo cuando por fin Millie
apareció, con un aspecto muy de
Nueva York, con su bolso en
bandolera y una expresión muy
decidida y resuelta.
—¡Millie!
Se volvió, con cara de sorpresa.
—David. ¿Cómo has conseguido
un taxi?
Le hice señales para que viniese y
me encogí de hombros.
—Magia. Deja que te lleve.
Se acercó.
—No sabes adónde voy.
—Bueno.
—Me hospedo en el Village.
—Suficiente como para servir al
gobierno. Sube —le aguanté la puerta
y me dirigí al conductor: Sheridan
Square. —Fruncí el ceño. Suficiente
como para servir al gobierno. Mipadre
utilizaba aquella frase. Me
pregunté qué otras cosas hacía que
fuesen como mi padre.
Millie torció el gesto.
—¿Dónde está eso?
—En el centro del Village.
También está cerca de unos
restaurantes fantásticos. ¿Tienes
hambre?
—¿Esto qué es? Pensaba que sólo
íbamos a compartir un taxi —aunque
estaba sonriendo—. ¿Y a cuánto va a
subir el viaje? Yo iba a coger el metro
de vuelta. No es que tenga
presupuesto para un taxi… Y me han
contado lo imposible que es consegui
runo después de salir del teatro.
—Bueno, eso es cierto. Parecía el
planeta de los zombis buscataxis
mientras te esperaba.
—¿Me estabas esperando? —
pareció nerviosa por un momento—.
Mi madre me dijo que no hablase con
extraños. ¿Cuánto va a costar el taxi?
—Olvídate del taxi. Te he ofrecido
llevarte, no medio taxi. Y soy bueno
encontrando algo de comer si quieres.
—¡Um! ¿Cuántos años tienes,
David?
Me ruboricé y miré mi reloj.
—En cuarenta y cinco minutos
tendré dieciocho —aparté la vista deella
y miré a las luces que pasaban y
las aceras. Recordé los sucesos
ocurridos durante mi diecisiete
cumpleaños y me estremecí.
—Oh. Pues feliz casi cumpleaños
—se me quedó mirando—. Actúas
como si fueras mayor. Vistes muy bien
y no hablas como alguien de esa edad.
Me encogí de hombros.
—Es que leo mucho… y puedo
permitirme vestirme así.
—Debes de tener algún trabajo.
Me pregunté qué estaba haciendo
en aquel taxi con aquella chica. Solo.
—No tengo trabajo, Millie. No lo
necesito
.—¿Tus padres son tan ricos?
Pensé en papá, el roñoso, con su
Cadillac y su botella.
—A mi padre le va bien, pero no
le cojo nada a él. Tengo mi propio
dinero… intereses bancarios.
—¿No estudias ni trabajas?
¿Entonces qué haces?
Sonreí con humor.
—Leo mucho.
—Eso ya lo has dicho.
—Bueno… es cierto.
Miró por la ventana al otro lado
del taxi. Sus manos agarraban con
fuerza el bolso. Finalmente, se volvió
y dijo
:—He cenado antes del
espectáculo, pero un cappuccino o un
espresso en uno de esos cafés con
terraza estará bien.

Un par de días después del robo al


banco, cuando los nervios se calmaron
un poco, me trasladé al hotel
Gramercy Park. Estuvo bien por un
tiempo, pero la atmósfera del hotel y
el tamaño de la habitación pudieron
conmigo después de un mes. Empecé
a buscar un piso en el Village,
primero, pero, aunque podía
permitirme algo allí, la mayoría de
lugares querían referencias
,identificaciones y cuentas bancarias…
cosas que yo no tenía. Al final
encontré un sitio en East Flatbush por
la mitad del precio y de jaleo.
Conseguí un contrato de
arrendamiento durante un año y le
pagué al casero el depósito y el
alquiler de tres meses con giros
postales. El pareció feliz.
Poco después de trasladarme, hice
algunas pequeñas reparaciones, añadí
soportes de acero a ambos lados de
las puertas para colgar estantes y tapié
un armario que daba al vestíbulo.
Cuando acabé, era como otra pared
vacía, una habitación sin entrada
.Excepto para mí, claro.
Y, a excepción del extraño
martilleo, que procuré hacer durante
el día, mientras los vecinos de abajo
estaban trabajando, nadie se enteró de
nada, porque había saltado con el
material directamente al piso desde un
almacén maderero en Yonkers. Nadie
me vio transportar las maderas o los
paneles de yeso Sheetrock al piso.
Después trasladé el dinero desde la
biblioteca, amontonándolo con
cuidado sobre los estantes en el
armario escondido y dediqué una
semana entera a reemplazar las
bandas de papel Chemical Bank con
bandas de goma y luego a quemarlas
en fogón de la cocina.
Antes de aquello, sólo sabía que
en cualquier momento iba a aparecer
en la biblioteca y me iba a encontrar a
un policía esperándome. Ahora lo
máximo que temía era al casero
entrando y preguntándose qué había
hecho con el armario. Tapar la pared
tan limpiamente significó mucho para
mí. No era algo que había comprado
con dinero. No era algo que había
pagado para que lo hicieran. Me hacía
sentir bien. Decidí hacer más trabajos
manuales en el futuro. Para amueblar
el piso compré sólo cosas que
podíallevar. Si era algo demasiado
grande
para transportarlo, tenía que separarse
en piezas más pequeñas. De esa
manera podía saltar con ellas
directamente al piso.
La mayoría de mis compras de
muebles fueron estanterías. La
mayoría de mis otras compras fueron
libros.

Millie estuvo en la ciudad durante


cuatro días más. Me dejó que la
siguiese a unas cuantas visitas
turísticas típicas de Nueva York: el
zoo del Bronx, el Metropolitan
Museum, el Empire State. La llevé a
ver dos espectáculos más de
Broadway y a cenar al Tavern on the
Green. Ella aceptó a regañadientes.
—Eres realmente adorable, David,
pero tienes tres años y medio menos
que yo. No me gusta que te gastes
dinero conmigo con falsas
pretensiones.
Íbamos paseando por Central
Park, atravesando el Sheep Meadow,
de camino al paseo. Las cometas,
brillantes manchas de pigmento fugaz,
intentaban pintar el cielo. Los ciclistas
pasaban en grupos sobre la acera al
otro lado de la cerca.
—¿Qué hay de falso en ello? Par
aempezar, no estoy intentando crear un
contrato implícito entre nosotros.
Tengo ese dinero y me gusta pasar el
tiempo contigo. Lo único que espero
de ello es el tiempo en sí. El tiempo en
el que no estoy solo. No me
importaría algo más, pero no espero
comprarlo. Y el tema de la edad es
una estupidez sexista. Me sorprende
viniendo de ti.
Ella frunció el ceño.
—¿Qué tiene de sexista?
—Si yo tuviese tres años más que
tú, sería posible una relación
sentimental, e incluso probable. ¿Has
quedado alguna vez con alguie
nmucho mayor que tú?
Se ruborizó. Continué.
—Creo que es aceptable en la
sociedad porque los hombres mayores
han acumulado más bienes mundanos.
Por lo tanto, son mejores
pretendientes. Quizá sea ésa la razón
original. Quizá todo sea basura
machista. Los machos mayores han
sobrevivido más, lo que hace que sus
genes sean codiciados. ¿No estás por
encima de esos factores anticuados?
¿Vas a dejar que una idea machista
acerca de qué y quién deberías ser
escoja por ti?
—¡Dame un respiro, David
!Me encogí de hombros.
—Si no quieres pasar el tiempo
conmigo por otras razones, sólo tienes
que decirlo. Pero no uses el tema de la
edad —bajé la vista a los pies y seguí
en voz baja—. Ya tengo que soportar
bastante mierda debido a mi edad.
No me dijo nada durante un largo
rato, hasta que pasamos delante del
café de la fuente. Sentía que me
ardían las orejas y estaba furioso
conmigo mismo, casi avergonzado por
alguna razón. Ojalá hubiese
mantenido la boca cerrada.
—No es muy justo, ¿verdad? —
respondió, por fin—. Tenemos es
econdicionamiento, ese modo de
pensar. Se nos inculca desde que
somos críos —dejó de andar cuando
volvimos a la acera, y se sentó en un
banco cercano—. Déjame que lo
intente de otra manera. No es justo
tener una relación contigo, ni para
ninguno de los dos, cuando mañana
cojo el vuelo de vuelta a Stillwater.
Me encogí de hombros.
—Yo ya viajo mucho. La OSU[2]
no está tan lejos.
Ella sacudió la cabeza.
—No sé.
—Venga —le agarré de la mano y
la levanté de un tirón—. Te comprar
éun helado italiano.
Ella rió.
—No. Yo te compraré un helado
italiano. Mi presupuesto llegará para
eso —siguió cogida de mi mano
después de levantarse—. E intentaré
tener una mente abierta con las cosas.
—¿Qué clase de cosas?
—¡Cosas! Sólo cosas. Cállate. Y
deja de sonreír.

No fue hasta después de llegar al


piso que volví a casa de papá.
Mientras me hospedaba en el
Gramercy Park, el hotel me lavaba la
ropa y comía gracias al servicio d
ehabitaciones si no quería salir, así que
tenía menos motivos para saltar de
vuelta a Stanville.
Sin embargo, en mi segundo día
en el piso necesité un martillo y un
clavo para colgar un grabado
enmarcado que había comprado en el
Village. Podía haber saltado a una
tienda, pero quería colgarlo justo en
aquel momento.
Salté directamente al garaje de
papá y rebusqué entre los estantes
buscando un clavo. Había encontrado
uno y estaba cogiendo el martillo,
cuando escuché pasos. Miré por las
ventanas de la puerta del garaje y vi e
ltecho del coche de papá.
Oh. Hoy es sábado.
La puerta de la cocina empezó a
abrirse y salté de vuelta a mi piso.
Me di en el pulgar dos veces
mientras martilleaba el clavo para la
pintura. Luego, cuando la colgué, vi
que la había puesto demasiado baja y
tuve que hacerlo todo de nuevo,
incluyendo los golpes en el pulgar.
¡Al diablo con él!
Volví a saltar al garaje, tiré el
martillo a la mesa de trabajo con
bastante ruido, y salté de vuelta al
piso.
Le estaría bien empleado, pensé,entrar
corriendo otra vez y no
encontrarse nada. La semana siguiente
salté a la casa y, después de
determinar que él no estaba allí, hice
una lavadora entera. Mientras se
lavaba la ropa, me paseé por la casa,
mirando a ver qué había cambiado.
Todo estaba mucho más ordenado que
cuando fui a lavar cuatro semanas
antes. Me preguntaba sí había
contratado a alguien, porque yo ya no
estaba para hacer las tareas de casa.
Su habitación no estaba tan arreglada:
había calcetines y carnisetas
amontonados en un rincón. Un par de
pantalones colgaban torcidos en e
lrespaldo de una silla. Recordé que
había encontrado la cartera de papá
cuando le saqué unos pantalones
como aquellos. Fue entonces cuando
encontré los billetes de cien dólares.
Sentía un dolor punzante en la
parte trasera de la cabeza cada vez
que recordaba aquel dinero. Me lo
habían quitado casi todo cuando me
atracaron en Brooklyn. Sentí una
punzada de remordimiento.
Mierda.
Me llevó menos de medio minuto
saltar de vuelta a mi armario de
dinero, coger veintidós billetes de cíen
dólares y volver a saltar. El dinerohacía
un bonito dibujo sobre su
colcha, con cinco filas de cuatro y un
solo billete de cien a cada lado.
Me lo imaginé volviendo a casa y
encontrándoselo allí, bien puesto.
Saboreé su sorpresa, su estupefacción
y pensé en el lenguaje que utilizaría.
Cuando saqué la ropa de la
secadora, me propuse encontrar otro
sitio para hacer la colada. Me gustó la
sensación de no tener que deberle
nada.
Decidí que a partir de entonces lo
único que cogería de la casa serían
cosas de mi habitación, cosas que me
pertenecían. Nada más de él. Ni unasola
cosa.

Empecé a buscar a otros


teletransportadores en los lugares en
los que me encontraba más cómodo:
las bibliotecas. Mis fuentes eran libros
de los que antes me había reído, los
de la sección de ocultismo y
fenómenos paranormales. No había
mucho a lo que podía dar crédito que
no fuese folklore, pero me encontré
leyéndolos con una intensidad
desesperada.
Había un montón de libros en la
sección «Nueva Era» de la biblioteca;
eran cosas bastante extrañas: lluvia
sde ranas, círculos en los campos de
cosechas, casas encantadas, profetas,
gente con vidas pasadas, adivinos,
dobladores de cucharas, zahoris y
ovnis.
No es que hubiese mucho de
teletransporte.
Me trasladé desde la biblioteca de
Stanville a la rama de investigación de
la biblioteca pública de Nueva York, la
que tiene los leones en la entrada. Allí
había más material, pero vaya, la
evidencia no era muy convincente.
Bueno… en realidad, ¿qué evidencia?
Mi talento parece ser
documentable. Es repetible. E
sverificable. Creo.
A decir verdad, pensaba que sólo
yo podía repetirlo. Sabía que mi
experiencia parecía repetible. No la
había llevado a cabo unas cuantas
veces ante testigos objetivos. Y no iba
a hacerlo.
La única evidencia objetiva que
podía señalar era el robo del banco.
Eran los billetes, después de todo.
Puede que en la búsqueda de otros
teletransportadores debiera investigar
historias de crímenes sin resolver.
Muy bien, David. ¿Y cómo te
ayudará eso a encontrar a otros
teletranspor tador es? Ni siquiera tega
rantiza que haya otros, sólo
crímenes sin resolver.
Dejé la búsqueda por un
momento, desanimado, e intenté
pensar en el porqué.
¿Por qué me podía teletransportar?
No cómo. ¿Por qué? ¿Qué tenía yo de
especial?
¿Es que cualquiera podía hacerlo
si estuviese en una situación lo
suficientemente desesperada? No me
lo creía. Demasiada gente sufría esas
situaciones y simplemente las
soportaban, las sufrían o se
desmoronaban.
Si escapaban de la situación er
apor medios ordinarios. A menudo
(como mi encuentro con Topper)
significaba salir del fuego para
meterse en las brasas. Sin embargo,
puede que algunos se escapasen como
yo.
Pero, ¿por qué yo? ¿Era genético?
La idea de que quizá papá podía
teletransportarse me helaba la sangre,
me hacía mirar en los rincones
oscuros y a mis espaldas.
Racionalmente lo dudaba. Hubo
demasiadas veces en las que habría
saltado si hubiese podido. Pero no
importaba cuántas veces me lo dijese
a mí mismo, la sensación en la trip
aaún seguía.
¿Podría teletransportarse mamá?
¿Es eso lo que hizo? ¿Saltar lejos de
papá, como hice yo? ¿Por qué no me
llevó con ella? Si podía hacerlo, ¿por
qué no volvió a por mí?
Y si no podía teletransportarse,
¿qué le había pasado?
Toda mi vida me había preguntado
si yo era algún tipo de alienígena, de
niño sustituido por otro al nacer. Entre
otras cosas, eso explicaría por qué
papá me trataba como lo hacía.
Según muchos de los libros más
radicales, el gobierno estaba ocultando
toda aquella información ; o
cultandoevide acallando testigos e
ncias,
inventando espurias explicaciones
alternativas.
Aquel comportamiento me
recordaba a papá. Los
acontecimientos constantemente
cambiaban en casa. Los permisos
variaban, los hechos mutaban y los
recuerdos se desvanecían. A menudo
me había preguntado si yo estaba loco
o lo estaba él.
Aunque no creía ser un
alienígena… pero no estaba seguro.

El casero me miró extrañado


cuando le pregunté si podía pagarle e
lalquiler mensual en efectivo.
—¿En efectivo? Diablos, no. Ya
tengo bastante con esos giros postales.
¿Por qué no te abres una cuenta en el
banco? Me pareció extraño cuando
me pagaste con aquellos giros
postales, pero te lo acepté por ser
nuevo en la ciudad. ¿Es que quieres
que Hacienda se me eche encima?
Negué con la cabeza.
—No.
Frunció el ceño.
—En realidad, Hacienda sospecha
sólo de las grandes transacciones. No
querría pensar que hay algo extraño
con tus ingresos
.Negué con la cabeza.
—No. Es que tengo mucho suelto
que me quedó de un viaje que hice —
me ardían las orejas y sentía el
estómago extraño.
Más tarde aquel día le di al casero
otro giro postal para el alquiler, pero vi
que estaba dándole vueltas al tema.
Una mujer me dijo por teléfono
que para abrir una cuenta en su banco
necesitaría un permiso de conducir y
un número de la Seguridad Social. No
tenía ninguna de las dos cosas. Incluso
para hablar con ella tenía que utilizar
un teléfono público. Tenía miedo de
intentar que me instalasen el teléfonosin
documentación.
Me puse mil dólares en el bolsillo
y salté a Manhattan, al oeste de Times
Square, donde las librerías de adultos
y los cines porno flanqueaban la calle
Cuarenta y dos y la Octava Avenida.
En dos horas me habían ofrecido
drogas, chicas, chicos y niños.
Cuando uno de ellos dijo que podían
conseguirme un carnet de conducir,
sólo fue para atraerme a un callejón y
que pudieren asaltarme. Pero salté yo
primero y dejé de intentarlo aquel día.

La biblioteca pública de Stanville


da justo al centro del pueblo, una zon
ade dos por tres manzanas de edificios
públicos, restaurantes y tiendas de
ropa. El Wal-Mart a las afueras y el
gran centro comercial a treinta
kilómetros, en Waverly, se estaban
llevando el negocio del centro.
Paseaba por la calle principal
pensando lo diferente que era aquel
estúpido pueblucho de la ciudad de
Nueva York.
La fachada tapiada con tablas del
cine teatro Royale tenía grafitis en el
contrachapado, pero el mensaje era
«¡Vivan los Stallions!». En Nueva York
los grafitis en los teatros eran
obscenos o furiosos, no fanfarronerías
atléticas de instituto. Por otra parte,
había más de cincuenta cines en la
periferia de Manhattan y eso sin
contar las salas porno. Allí en Stanville
la única sala estaba cerrada, arruinada
por el negocio del videoclub. Si la
gente quería un cine de verdad, tenía
que ir en coche hasta el multisalas de
Waverly.
Era inútil comparar los
restaurantes, pero la cantidad y la
variedad saltaban a la vista cuando
entré en el Dairy Queen. Era un
edificio de ladrillo con altas ventanas y
brillantes luces fluorescentes. Tenía
todo el ambiente y el encanto de u
nconsultorio. Pensé en siete lugares en
Greenwich Village en los que me
servirían cualquier cosa desde helado
gourmet a «tofutti»[3], pasando por
yogur helado y tarta bávara de crema.
Podía estar en cualquiera de ellos en
un abrir y cerrar de ojos.

—Póngame un cucurucho de una


bola, por favor.
No conocía a la señora mayor del
mostrador, pero Rober Werner, que
solía ir a clase de biología conmigo,
estaba friendo hamburguesas. Alzó la
vista de la plancha, me vio y torció el
gesto, como si yo le resultase
familiarpero no pudiese identificarme.
Había
pasado más de un año, pero me dolió
que no me reconociera.
—Serán setenta y siete céntimos.
Pagué. En el Village el precio
habría sido bastante más. Cuando me
dirigía a uno de los asientos de
laminado plástico, me vi en el espejo
que había en el fondo. No era extraño
que Robert no me reconociese.
Llevaba unos pantalones de
Bergdorf's, una camisa que le había
comprado a un estirado dependiente
en la Avenida Madison, y unos
zapatos del Saks de la Quinta Avenida.
Llevaba un buen corte de pelo
,ligeramente punkoide, muy diferente
de la maraña despeinada que llevaba
un año antes. En aquel entonces vestía
raídos pantalones enormes, camisas
con estampados horteras y zapatillas
de tenis pasadas de moda. Y llevaba
los calcetines agujereados.
Me quedé mirando al espejo un
momento, con la fantasmagórica
silueta del pasado superpuesta, y me
estremecí. Me senté, de espaldas al
espejo y me tomé el helado. Robert
salió de la cocina a limpiar una mesa
cercana a la mía. Me volvió a mirar,
aún confuso.
Qué demonios
.—¿Cómo te va, Robert?
Sonrió y se encogió de hombros.
—Bien. ¿Y a ti qué tal? Hacía
tiempo que no te veía.
Aún no me reconocía.
Me puse a reír.
—Ni que lo digas. Más de un año.
—Entonces sería en… —se calló,
como si lo recordara, invitándome a
acabar la frase. Sonreí.
—Vas a tener que acordarte tú
solo. No te voy a ayudar.
Me lanzó una mirada desafiante.
—Está bien. Caray. Te conozco,
pero ¿de dónde? ¡Espera un momento!
Sacudí la cabeza y mordisqueé
elcucurucho. Se giró para acabar de
limpiar la mesa, y entonces se irguió
de repente.
—¿Davy? ¡Dios mío, Davy Rice!
—Bingo.
—Pensé que te habías
desvanecido. Hice una mueca.
—Muy poético.
—¿Has vuelto a casa?
—¡No! —parpadeé, sorprendido
por el tono de mi voz. Continué más
tranquilo— No, no lo he hecho. Sólo
he venido a visitar mi pueblo natal.
—Ah —se puso las manos en los
bolsillos—. Bueno, tienes buen
aspecto. Estás realmente diferente.
—Me va bien. Estoy… —me
encogí de hombros.
—¿Y dónde vives ahora?
Iba a empezar a mentir, a contarle
algo engañoso, pero me pareció
mezquino.
—Será mejor que no te lo diga.
Frunció el ceño.
—Ah. ¿Y tu padre aún va
poniendo esos carteles por ahí?
—Dios, espero que no.
Empezó a limpiar la mesa.
—¿Vas a estar por aquí el sábado?
Hay una fiesta en casa de Sue
Kimmel.
Sentí que me estaba ruborizando
.—Nunca me he llevado bien con
esa gente. La mitad de ellos son
universitarios. No me querrían allí.
Se encogió de hombros.
—No lo sé. Diablos, puede que
piensen demasiado en ropa y cosas
así. Me han invitado sólo porque mi
hermana es amiga de Sue. Tú parece
que vayas a encajar entre ellos ahora
más que yo. Si quieres venirte
conmigo, responderé por ti.
Dios, debo de haber cambiado
mucho.
—¿No sales con nadie?
—Nah. Nada en firme. Trish
McMillan estará allí; hay algo entrelos
dos, pero no salimos juntos.
—Es muy amable de tu parte,
Robert. En realidad no me debes nada
parecido.
Pestañeó.
—Bueno… no es que suela ir por
ahí con un grupo de clase alta. Quizá
tú mejores un poco mi imagen.
—Está bien… me gustaría.
¿Trabajas aquí toda la semana?
—Sí, incluso los sábados hasta las
seis. Es el rollo de trabajo de la beca
universitaria.
—¿Cuándo crees que estarás listo?
—Puede que a las ocho.
—¿Conduces
?Señaló al aparcamiento.
—Sí, aquella vieja tartana es mía.
Respiré hondo. No quería ir a su
casa. No sabía lo que me dirían sus
padres o lo que le dirían de mí a mi
padre. Aunque la idea de ir a aquella
fiesta… era realmente tentadora.
—¿Podría pasar a buscarte por
aquí?
—Claro. A las ocho en punto, el
sábado por la noche.

Aquella tarde me pasé un rato


hablando con Millie por teléfono. Era
frustrante porque tenía que poner
monedas en la cabina sin parar.—
Bueno, ¿y cómo te van los
estudios?
—Bien. No he tenido que
esforzarme realmente de momento.
Sólo es el primer mes. Un mensaje
grabado me pedía que pusiera más
dinero. Metí unas cuantas monedas.
Millie se puso a reír.
—Necesitas ponerte teléfono.
—Estoy en ello. Es que para que
te den línea en Nueva York… te
llamaré con mi número en cuanto lo
tenga.
—Vale.
Me encontraba en los teléfonos
públicos del vestíbulo trasero de
lGrand Hyatt que da a Grand Central,
con una pequeña montaña de
monedas sobre la repisa delante de
mí. La gente pasaba a toda velocidad
para ir a los lavabos. De vez en ando
un guardia de seguridad trajeado hacía
salir a los no clientes. Normalmente
eran negros, vestidos con harapos, y
llevaban bolsas de plástico con las más
variadas pertenencias.
Por alguna razón me molestaba
que el guardia de seguridad también
fuese negro.
—¿Qué decías?
Millie estaba indignada.
—Decía que hay una fiesta a l
aque me han invitado de aquí a dos
semanas. No quiero ir porque Mark
estará allí.
—¿Mark es tu antiguo novio?
—Sí. Sólo que él cree que aún
sigo con él.
—¿Y cómo es eso? Pensaba que
no le devolvías las llamadas ni le
dejabas entrar en tu piso.
—Y así es. Es increíble. No hace
caso. Y el hijo de puta sigue con ello
aunque yo sé que está saliendo con
otra.
—Um. Parece que realmente
quieres ir a esa fiesta.
—Bueno. Mierda. No quier
otomar decisiones basadas en evitar
verle. Me revienta.
—Yo podría…
La grabación me hizo poner
dinero.
—¿Qué decías, David?
—Yo podría acompañarte, si
quieres.
—Sé realista. Estás en Nueva
York.
—Ya. Ahora. Pero en dos
semanas podría estar en Stillwater.
Se calló un instante.
—Bueno, estaría bien. Aunque lo
creeré cuando lo vea.
—¡Eh! Cuenta con ello. ¿M
erecogerás en el aeropuerto o debo
coger un taxi?
—¡Dios! Un taxi no recorrerá
noventa y cinco kilómetros hasta
Stillwater. Ya iré yo a buscarte, pero
tendrá que ser después de las clases.
—Vale.
—¿Qué? ¿Lo dices en serio?
—Sí.
Volvió a callarse.
—Bueno, entonces de acuerdo.
Házmelo saber.
Aquello me tendría ocupado los
dos próximos sábados por la noche.
Me despedí y colgué. El guardia de
seguridad salió del aseo siguiendo
decerca a otro vagabundo. Recogí el
resto de monedas de la repisa y las
dejé caer en una de las bolsas de
plástico de aquel tío. Me miró,
sobresaltado, y puede que un poco
asustado. El guardia me fulminó con
la mirada.
Me alejé caminando hasta doblar
la esquina y salté.

Leo Pasquale era un botones del


Gramercy Park, el bonito hotel que
me había alojado antes de conseguir el
piso. Era el ganador entre el personal
del hotel en la competición para
servirme a mí.Yo daba buenas
propinas.
—Eh, señor Rice. Me alegro de
verle. Asentí.
—Hola, Leo.
—¿Ha vuelto con nosotros? ¿A qué
habitación?
Negué con la cabeza.
—No. Ahora tengo un piso.
Aunque podrías ayudarme en algo.
Echó un vistazo al jefe de botones
y me señaló con la cabe el ascensor.
—Subamos hasta la diez.
—Vale.
En la décima planta me condujo
por un pasillo y abrió una habitación
con una llave maestra
.—Entra —me dijo.
La habitación era una suite. Abrió
la puerta y caminó hasta un enorme
balcón, casi una terraza. La tarde era
agradable, sin ser bochornosa. El
ruido del tráfico venía de la Avenida
Lexington en oleadas, casi como el
mar. Los edificios se veían como
colinas.
—¿Qué necesitas, David? ¿Chicas?
¿Alguna droga recreativa?
Cogí el dinero de mi bolsillo y
conté cinco billetes de cien dólares. Se
los di y mantuve otros cinco en la otra
mano, donde eran visibles.
—Pago por adelantado. El restocon la
entrega.
Se mordió el labio.
—¿La entrega de qué?
Me tocaba a mí titubear.
—Quiero un carnet de conducir
del estado de Nueva York lo
suficientemente bueno como para
pasar un control policial.
—Joder, tío. Puedes comprarte un
carnet falso por menos de cien
pavos… y uno bueno por menos de
doscientos cincuenta.
Sacudí la cabeza.
—Tu dinero es sólo una comisión,
Leo. No te estoy pagando por una
documentación falsa con estos mil. T
eestoy pagando para que des con un
experto. Espero pagarle por sus
servicios yo mismo.
Leo arqueó las cejas y se volvió a
morder el labio.
—¿Entonces los mil son todos
para mí?
—Si me consigues el producto.
Pero si es un trabajo de rutina, si no es
bueno, olvídate de los otros
quinientos. Encuéntrame a un mago y
el resto del dinero es tuyo. ¿Podrás
hacerlo?
Frotó los billetes entre los dedos,
notando la textura del papel.
—Sí. Estoy bastante seguro. N
oconozco a nadie directamente, pero sé
de muchos ilegales con papeles
realmente buenos. ¿Tienes un número
en el que te podría localizar?
Sonreí.
—No.
—Qué cauteloso.
Negué con la cabeza.
—No tengo teléfono. Ya me
pasaré. ¿Cuándo sabrás algo?
Dobló el dinero con cuidado y se
lo puso en el bolsillo.
—Prueba mañana.

Pagué a un sin techo veinte


dólares más los costes para qu
eentrase en una tienda de licores y
comprase un mágnum de su champán
más caro. Salió con la enorme botella
en una mano y una jarra de vino en la
otra.
—Ten, chaval. Que pases un mal
rato. Eso es lo que yo pretendo.
Pensé en papá. Barajé la idea de
quitarle el vino a aquel tipo. Agarrarlo
y saltar antes de que pudiese hacer
algo. En lugar de eso le di las gracias
educadamente y salté de vuelta a mi
piso tan pronto se dio la vuelta.
El champán apenas cabía estirado
en la diminuta nevera, e incluso así
chocaba con la puerta. Apoyé unasilla
contra ella para mantenerla
cerrada.
Pasé las dos horas siguientes en la
Quinta Avenida, comprando ropa y
zapatos. Algunos dependientes incluso
se acordaban de mí. Después fui a mi
barbero en el Village y me corté el
pelo.
«Ni siquiera te gusta esa gente,
Davy. ¿Por qué tanto alboroto?»
Me afeité con cuidado, raspando
los pocos pelos que tenía en la cara
con sólo unas pasadas. Decidí
comprarme una maquinilla eléctrica.
Espero que la sangre deje de salir
antes de esta noche. El rostro en e
lespejo era el de un extraño, tranquilo
y calmado. No había ni rastro del
dolor en el estómago ni del pulso
acelerado. Me quité las diminutas y
brillantes gotas de sangre con un
dedo, humedeciéndolas. Mierda.
Aún quedaban tres horas para la
fiesta, pero no quería leer ni dormir ni
ver la tele. Me puse algunas prendas
viejas y cómodas que me había
llevado conmigo a Nueva York y salté
al patio trasero de casa de mi padre.
El coche no estaba. Salté a mi
habitación.
Había una fina capa de polvo
sobre el escritorio y en la repisa de
laventana. Y un ligero olor a humedad.
Intenté abrir la muerta que daba al
pasillo, pero estaba cerrada. La forcé
un poco, pero no cedía.
Salté al pasillo.
Había una brillante cerradura
atornillada a la madera de la puerta.
Un enorme candado de latón colgaba
de ella. Me rasqué la cabeza. ¿Qué
demonios era aquello?
Fui hasta el final del pasillo, a la
cocina, y encontré una nota en la
nevera.

Davy,
¿Qué quieres? ¿Por qué n
ovuelves a casa y ya está? Te
prometo que no te pegaré más.
Lo siento. A veces mi carácter
saca lo peor de mí. No quiero
que sigas entrando en la casa a
menos que vengas de una vez
por todas. Me asusta. Podría
confundirte con un ladrón y
dispararte accidentalmente.
Vuelve a casa, eso es todo, ¿de
acuerdo?

Papá

Estaba colgada en la nevera con


un imán que yo había decorado en l
aescuela primaria; una gota de plastilina
pintada de verde y azul. Cogí la nota y
la arrugué. Más promesas. Bueno, ya
ha habido bastantes promesas rotas en
el pasado. Después se me ocurrió
desdoblar una esquina del papel y lo
volví a colgar debajo del imán. Allí se
quedó, una bola de papel en la nevera,
bajo una gota de plastilina pintada.
Veamos a ver qué piensa de esto.
Estaba furioso y me dolía la
cabeza. ¿Por qué sigo viniendo aquí?
Cogí el bote de harina de la encimera.
Era un enorme tarro de cristal con una
tapa de madera. La lancé a lo alto. Se
detuvo justo antes del techo
,permaneció unos instantes en el aire y
cayó. Salté antes de que golpease en
el suelo.
6

—Caray, ¿dónde consigues esa ropa?


Me encogí de hombros en lugar de
responder y subí al coche de Robert.
Los amortiguadores crujieron y tuve
que cerrar con fuerza la puerta dos
veces. Puse la botella de champán en
el asiento, entre nosotros, adornada
con una cinta blanca. Robert salió del
aparcamiento con cuidado, y los
amortiguadores se balancearon en
exceso al pasar por encima de una
alcantarilla.—Los muelles van
suaves —dijo
—, pero es feo.
—Bueno. ¿Cuánta gente va a ir a
esa fiesta?
Hizo un gesto con la mano libre.
—Ah, unas cincuenta o cien
personas, quién sabe. Y hasta una
banda, creo. Ella se lo puede permitir.
—¿Y qué harán sus padres?
—Están fuera del estado.
—Bien.
Tuvimos que aparcar a una
manzana de distancia debido a la
acumulación de coches. Había una
multitud de jugadores de fútbol del
Stanville High en la puerta principal
,con latas de cerveza y cigarrillos en
manos y bocas. Nos abrimos paso
entre ellos.
Uno dijo:
—¿Con quién estás saliendo,
Robert?
Robert simplemente siguió
andando como si no le hubiese oído,
pero vi que el cuello se le sonrojaba.
Me detuve en la puerta y me volví a
mirar. Todos estaban sonriendo. El
que había hablado era Kevin Giamotti,
el mismo que solía robarme el dinero
de la comida en la escuela. Le miré, y
por un momento se me hizo un nudo
en el estómago, y se me aceleró e
lpulso.
¡Por Dios, si sólo es un crío!
Sacudí la cabeza y empecé a reír.
Comparado con aquellos tipos del
callejón cerca de Times Square, Kevin
era un niño. ¿Y yo le había tenido
miedo? Me pareció ridículo.
Kevin dejó de sonreír.
—¿Qué? —empezó a fruncir el
ceño.
—Nada —respondí, agitando la
mano—. Absolutamente nada —me
volví, riéndome aún más, de manera
casi incontrolable, y entré en la casa.
Sue Kimmel estaba al final del
pasillo hablando con una pareja
queparecía mucho más interesada en
toquetearse mutuamente que en
escucharla.
—¿Vosotros dos vais calientes o
qué? —preguntó—. El bar está en el
salón. Si vais a beber, dadle vuestras
llaves a Tommy. Está en la barra.
La pareja siguió caminando,
pegajosamente unidos por cadera y
labios.
—Hola, Robert. ¿Quién es él?
Robert abrió la boca y yo dije
rápidamente:
—David —saqué la botella que
llevaba detrás de la espalda y la
presenté con una ligera reverencia—
.Muy amable por su parte dejarme
asistir.
Ella arqueó las cejas y cogió la
botella.
—Sin duda, el placer es mío,
señorita Doolittle[4]. ¿Bollinger? No
venden esto por aquí. Los viejos creen
que el André es la hostia —tocó el
lazo y deslizó un dedo por las gotitas
de condensación de la botella—. ¿De
dónde la has sacado?
Tragué saliva y respondí:
—De mi nevera.
Rió.
—Muy sutil. Bueno, no voy a
examinar más la mercancía —miró
aRobert—. Trish te estaba buscando.
Está allí fuera, en el patio.
—Gracias, Sue —se volvió hacia
mí—. ¿Quieres conocer a Trish?
Empecé a decir algo, pero Sue
Kimmel me interrumpió.
—Le acompañaré yo en un
momento. Después de que abramos
esto.
Me condujo con delicadeza por el
pasillo hasta una enorme sala
abarrotada de chicos y chicas de mi
edad o mayores. La temperatura era
unos cuantos grados más alta que en
la entrada. Me aflojé la corbata y
seguí a Sue mientras ella se abría pas
oa empujones usando la fría y húmeda
botella de champán como un cayado
de pastor, apartando a la gente a
derecha e izquierda tocándoles la piel
o la fina ropa. Por fin llegamos a una
larga barra que había a lo largo de la
pared del fondo. Un tipo enorme,
puede que de unos dos metros, estaba
usando un dispensador de cerveza
para llenar una jarra a uno de los
chicos apoyados en la barra. Llevaba
una correa encima del hombro repleta
de llaves de coche.
—¡Hey, Tommy!
—Hey, Sue.
Puso el magnum de Bollinger en labarra.
—Copas.
—Sí.
Cogió dos copas de vino de un
estante detrás de la barra.
—De esas no… las flautas. Dios,
Tommy. Flautas de champán.
Me miró y puso los ojos en
blanco. Tommy se ruborizó.
—Yo uso frascos de conservas —
dije. Sonreí a Tommy y él asintió un
minuto después, y se fue a un extremo
de la barra a llenar otra jarra de
cerveza.
—¿Y bien?
Me volví hacia Sue y arqueé lascejas.
Ella me hizo un gesto señalando
la botella.
—Oh, bueno, vale.
Había leído algo sobre abrir
botellas de champán, por si aquello
ocurría. La lámina de aluminio salió
como debía hacerlo y empecé a sacar
el bozal de alambre, desenroscándolo
y separándolo con cuidado del corcho.
Tal como Sue había zarandeado la
botella, temía que saliese disparado
como un proyectil.
El libro que había leído
recomendaba quitar el tapón con
delicadeza, agarrándolo bien para
evitar que saliese de golpe y golpeas
ea alguien. Decía que hacer saltar el
tapón era «para bufones y
petimetres».
Intenté sacarlo con cuidado, pero
aquello parecía inamovible. Me puse a
tirar de él y a retorcerlo, pero seguía
sin moverse. Saqué la botella de la
barra y me la puse entre las piernas,
para poder agarrarla mejor. Aquello
hizo que bajase mi cabeza a la altura
de los pechos de Sue.
—¡Caramba, David! ¡Qué es eso
que tienes entre las piernas? —me
puso una mano en la nuca y me
acercó a ella. Mi frente chocó contra
el hueco de su garganta y miré po
rdebajo de su vestido. Olí su perfume y
su piel.
Intenté incorporarme, pues tenía
las orejas y la cara ardiendo. El
corcho cedió un poco en el cuello de
la botella. Intenté apartarme de Sue.
Ella estaba riendo, mirando cómo
me ruborizaba. Entonces dejó de
hacerlo y sentí que me cogían del
hombro y me hacían girar. Una voz,
potente y grave, me gritó en el oído:
—¿Qué cojones estás haciendo
con mi novia?
No era tan grande como Tommy,
pero seguía siendo mucho más alto
que yo, y era mayor, rubio y conbarba.
Me lo quedé mirando, perplejo,
con la botella sin abrir aún en la
mano. Me empujó y yo me hice atrás,
chocando contra la barra y contra
Sue, y sin darme cuenta sacudí el
champán. Entonces fue cuando salió.
El corcho le dio en la barbilla,
haciendo que se mordiese la lengua.
El champán salió a presión,
empapándonos a los dos. Le miré
horrorizado, intentando en vano
detener el chorro con el pulgar.
Aquello hizo que la espuma salpicase
en vez de salir a borbotones.
A mi lado oí que Sue decía, casi
en voz baja
:—Eyaculación precoz… otra vez.
—¡Gusano de mierda!
Arremetió contra mí, con las
manos directas a mi cuello. Yo me
agaché, me hice un ovillo, y noté que
su peso se me venía encima,
cubriéndome, tapándome.
Salté.

La corbata empapada de champán


y la camisa dieron un golpe húmedo al
chocar con la pared de mi cuarto de
baño.
—Maldita sea. Maldita sea.
Maldita sea.
¿Por qué siempre tiene qu
epasarme a mí esa mierda?
Sentí un dolor en la garganta y
quería golpear algo, romper cosas. Me
miré en el espejo.
El pelo mojado me cubría la frente
y tenía la mandíbula cerrada con
fuerza. Se me veían los músculos de la
cara y del cuello. Me relajé un poco y
me di cuenta de que me dolían los
dientes. Respiré hondo varias veces,
apoyándome en el lavamanos. Un
minuto después abrí el agua fría y me
lavé la cara y me aclaré el pelo para
quitar el olor a champán. Me peiné
todo hacia atrás.
La diferencia de mi aspecto
erasorprendente. El pelo parecía mucho
más oscuro y la forma de mi cabeza
había cambiado. Fruncí el ceño, y
luego fui al dormitorio y cogí una
camisa negra con cuello duro. Me la
puse y comprobé el resultado en el
espejo.
Casi no me parecía al muchacho
que había entrado en casa de Sue
Kimmel con el champán.
Salté.

Los futbolistas habían abandonado


el porche de la puerta principal, pero
el rastro de sus latas de cerveza
aplastadas y sus colillas estab
adesperdigado por la entrada y el
césped. Incluso antes de entrar en la
casa pude comprobar que la banda
había empezado a tocar: los graves y
las percusiones se oían en la acera y
hacían vibrar las ventanas. Abrí la
puerta y el sonido me golpeó con una
fuerza casi palpable.
Me sentí tentado de volver a saltar
a casa, pero respiré hondo y me metí
en el ruido.
El pasillo estaba aún más lleno de
gente que antes, pero cuando por fin
llegué a la sala con bar, no había
tanta. El estruendo venía del otro
extremo de la sala. Vi a la gentebailando
como locos.
Sólo había un par de personas en
el bar, pero Tommy seguía allí,
tamborileando en la barra al ritmo de
la música. Tenía el doble de llaves que
antes colgadas del cuello.
Me coloqué en el apoyapiés e
incliné los codos hacia delante. Él me
echó un vistazo y me volvió a mirar.
Vino desde el final de la barra y me
habló gritando por encima de la
música:
—Caray. Sí que te has cambiado
rápido. Pensaba que conocía a todos
los del vecindario.
Negué con la cabeza.—
Probablemente así sea. Pero yo
no soy de por aquí.
—Bueno, pero sí que te has
esfumado rápido. Sue te estaba
buscando.
—¿Ah, sí?
Buscó detrás de la barra y sacó el
magnum de Bollinger.
—Aún queda un poco. Se podría
haber sacado casi un litro ocurriendo
la camisa de Lester, pero sabría rancio
—sacó una copa de tulipa y la llenó,
vaciando la botella.
—¿Lester es el tipo que se me ha
tirado encima?
—Sí. Sue lo ha enviado a casa
.Estaba furiosa.
Sonreí.
—Quizá no debería haber vuelto.
Aunque me alegro de que no esté.
Tommy asintió.
—Si fuera por mí, podría partirle
un rayo.
Pestañeé.
—No te gusta, ¿eh?
Asintió, sonrió y se fue al otro
extremo de la barra.
El champán sabía como ginger ale
sin azúcar, y tenía un regusto
desagradable. Miré en el espejo del
bar y desarrugué la nariz. Cambié la
forma de coger la copa, intentand
oparecer más sofisticado, menos torpe.
Volví a sorber el champán y me
estremecí.
Un poco más sofisticado.
Cogí la copa y salí a pasearme por
la galería, lejos de la música. Había
mesas y sillas blancas, de hierro
forjado. Tres estaban ocupadas. Una
estaba libre, a la sombra del seto. Me
senté.
La banda empezó a tocar clásicos,
canciones de principios de los sesenta.
Habían sido éxitos antes de que yo
naciera, pero las había oído bastante a
menudo. Mi madre no escuchaba más
que viejo rock and roll, canciones desu
adolescencia. Crecí escuchándolas,
preguntándome de qué iban. No es
que me gustaran, pero tampoco me
disgustaban.
Me sabía todas las letras.
—Estás aquí.
Sue Kimmel cogió una de las sillas
del patio y puso una copa de algo con
hielo sobre la mesa.
—Tommy me ha dicho que habías
vuelto, pero he pasado delante de ti
tres veces hasta que me he dado
cuenta de que te has cambiado de
ropa.
Me mordí el labio.
—No pretendía causar
problemas.Puso los ojos en blanco.
—Lester es el que ha causado
problemas.
—Debe de quererte mucho.
Se puso a reír.
—¿Quererme? Lester no sabe qué
significa eso. Él sólo marca territorios.
Mearía sobre las bocas de riego si
creyese a la gente capaz de olerlas.
No sabía qué decir, así que tomé
otro sorbo de aquel champán. ¡Puaj!
Ella tomó un trago de su bebida y se
relamió los labios.
—De hecho, quería disculparme
por el comportamiento de Lester. Él
no se da cuenta, pero estamos a puntode
romper.
—Lo siento.
—No tienes por qué sentir nada.
He estado pensando en ello toda la
semana. Ya me ha cabreado
demasiadas veces.
Tomé otro sorbo. El gusto era
malo, pero no tanto como antes. Alcé
la copa hacia ella, pero no dije nada.
Ella alzó la suya y se la acabó.
—Venga —dijo—. Vamos a bailar.
Sentí un ataque de pánico.
¿Bailar? Dejé la copa.
—No soy muy bueno.
—Y a quién le importa. Venga.
—Preferiría no hacerlo
.Me agarró la mano y me sacó de
la silla de un tirón.
—Venga —no me soltaba el brazo
y tiraba de mí en dirección a la
música.
La banda estaba tocando algo muy
rápido, muy ruidoso. Nos abrimos
paso entre cuerpos que giraban hasta
que se hizo un pequeño espacio en la
pista. Me sentí encerrado, amenazado
por todos aquellos cuerpos y
extremidades agitándose. Ella empezó
a bailar. Permanecí allí quieto durante
unos instantes, y entonces empecé a
moverme. La música me golpeaba
como las olas en la playa. Intent
éencontrar un movimiento que fuese al
compás, pero el ritmo era demasiado
rápido.
Sue estaba ajena a lo que le
rodeaba, con los ojos cerrados, y
moviendo las piernas en contrapunto a
la música Yo intentaba no mirarle a las
partes que le botaban arriba y abajo.
Me sentí miserable.
Esperé hasta que empezó a girar y
me tuvo de espaldas, y salté de vuelta
al patio. Alguien dio un grito ahogado
a mi derecha. Me volví y vi a una
chica mirándome desde una de las
otras mesas.
—¡Jesús! No te he visto venir,vestido así
todo de negro.
—Lo siento. No pretendía
asustarte —recogí la flauta de
champán y la llevé de vuelta al bar.
—Hey, Tommy.
—Hey, David. No hay más
champán, tío.
—Llénala con ginger ale. Y ponle
espuma.
Sonrió y la llenó con el
dispensador de cerveza.
—Su ginge ale, monsieur.
—Gracias.
Volví al porche y recuperé mi
asiento. Al momento, Sue apareció,
con cara de no entender, y un poc
oenfadada.
—¿Qué es lo que pasa? ¿Sabes
cuántos tíos hay en esta fiesta que
quieren bailar conmigo?
—Ya veo por qué. Eres muy
atractiva y bailas de maravilla.
Pestañeó, boquiabierta, como si
fuese a decir algo. Cerró la boca y se
sentó.
—Ha estado bien. Muy bien. Casi
demasiado bien. ¿Por qué no quieres
bailar conmigo?
Me encogí de hombros.
—Me siento como un idiota. Tú
sabes lo que estás haciendo ahí fuera.
Pero yo me sien to como un pato soest
úpido. El contraste da pena.
Supongo que soy corto, pero no
quiero que nadie sepa cuánto.
—Sí, muy corto. Comparado con
Lester, eres un lince.
—Apuesto a que Lester sabe
bailar.
—De manera fingida y
egocéntrica. Más John Travolta que
Baryshnikov.
Volví a encogerme de hombros y
me sentí estúpido. ¿Es que sólo sé
expresarme encogiéndome de
hombros?
—Voy a buscar algo de beber.
¿Quieres algo
?Alcé mi ginger ale.
—No vuelvas a desaparecer.
—No, señora.
Volvió con su copa llena de un
líquido ámbar. Detrás de ella venían
Robert y una guapa pelirroja que
recordaba vagamente del instituto. Era
Trish McMillan, la chica con la que
Robert tenía «algo parecido a una
cita».
—Caray, tío. Te he estado
buscando por todas partes —dijo
Robert—. ¿Estás bien? He oído que
Lester se te ha tirado encima.
—Estoy bien.
—¿Cómo te has cambiado ta
nrápido? ¿Es que llevabas una bolsa?
Sonreí y recurrí al siempre
popular y socorrido encogimiento de
hombros. Parecía que quería
preguntarme más, pero entonces
habló Trish.
—Robert me ha dicho que te ha
traído a la fiesta, pero no me he dado
cuenta de que eras David Rice.
¿Cuánto hace que te escapaste?
Sue miró a Trish y me miró a mí.
—¿Qué quieres decir con
«escaparte»?
Cogí la copa y bebí un poco más
de ginger ale. No creí que funcionase
volver a encoger los hombros
.—Me marché de casa hace un año
y dos meses.
Trish no dejaba el tema.
—Bueno, vaya. Parece que te las
has apañado bien. ¿Lo recomiendas?
—Depende.
—¿De qué?
—De lo mal que lo pases en casa.
Tiene que ser bastante horrible para
que pienses que es mejor fugarse.
—Bueno, ¿y qué tal en tu caso?
Dejé la copa.
—Preferiría no hablar de mi caso.
Me miró fijamente.
—Bueno, no era mi intención
entrometerme. Lo siento.—No hay
problema. Hoy hace
buen tiempo.
Robert parecía incómodo.
—Sí, buen tiempo. David, voy a
acompañar a Trish a casa. Puedo
volver después para recogerte.
Negué con la cabeza.
—Gracias, pero puedo volver a
casa desde aquí.
Se levantaron para irse.
Sue dijo:
—Anticoncepción, Trish. Aquella
conversación de vital importancia de
antes.
Trish y Robert se ruborizaron al
unísono.—Sí, de acuerdo —
respondió
Trish.
Cuando se hubieron marchado,
Sue se volvió hacia mí.
—Buena gente. ¿Y tú dónde vives?
No veía razón para mentir.
—En Nueva York.
—Oh. Entonces sólo has venido a
visitar tu pueblo natal.
—Así es.
Rió.
—¿Y qué más haces?
—Leo mucho.
Bebió un sorbo más de su bebida.
—¿Qué es lo que bebes?
—Glenlivet.Sacudí la cabeza, sin
entender.
—Whisky.
—Ah.
—¿Quieres?
Recordé la imagen de un hombre
en ropa interior, calcetines negros, con
las piernas peludas y una botella vacía
de whisky en un brazo como si fuese
un bebé, boquiabierto, con los ojos
cerrados… papá.
—No. Gracias por preguntarlo.
Se inclinó hacia delante,
mostrando el escote. Aparté la vista.
Ella se incorporó, subiéndose un
tirante. Sorbí un poco de ginger ale.
—Entonces, ¿has visto la casa
,Robert?
Negué con la cabeza.
—Venga. Podemos encontrar
algún sitio más tranquilo para tener
una conversación.
Se levantó y, tambaleándose un
poco, me hizo entrar en la casa y
subir las escaleras. Su recorrido
consistió en «éste el pasillo del primer
piso. Ésta es mi habitación».
Oh, Dios mío.
—Eh, Sue. ¿Qué estamos
haciendo aquí arriba?
Cerró la puerta detrás de nosotros.
—Hablar. Esa conversación que
estábamos teniendo antes. Ya sabes
,antes de Trish y Robert —caminó
hacia mí; di un paso atrás e intenté
alcanzar la puerta cerrada. Ella seguía
acercándose.
—Pero si podría ser el propio
Charles Manson, Sue. Podría tener
todas las ETS que existen.
Me puso las manos en los
hombros. De puntillas era un poco
más alta que yo.
—¿Es cierto?
—¿Qué?
—Que tienes alguna enfermedad
de transmisión sexual.
—Eh… no que yo sepa.
Apretó su boca contra la mía. M
eapartó los labios y metió la lengua
entre mis dientes. Sentí que se me
erizaba el vello de la nuca y en la
espalda un escalofrío nada
desagradable. Pero su boca sabía a
whisky. La aparté con delicadeza.
—Eh, espera —Oh, Dios, es
preciosa. No sabía qué decir. Quería
acostarme con ella. Quería salir
corriendo. Quería saltar lejos de allí.
¿Y qué pasa con Millie? Adaptó su
cuerpo al mío.
—¿Qué? ¿No te gusto? ¿Es esto
otra cosa más que no haces?
—Esto, esto… ¿dónde tienes el
lavabo
?Señaló a una puerta al otro lado de
la habitación y me siguió hasta ella.
Entré y me encontré con un pequeño
baño sin otra salida.
Mierda. Encendió la luz.
—Los condones —dijo están en el
último cajón— cerró la puerta de
golpe, casi como el chasquido que
hace una ratonera al activarse.
Abrí el último cajón. Había una
caja de condones Trojan Gold entre
cintas para el pelo, rulos y un tubo de
lubricante K-Y. ¿Sólo una caja? ¿Eso
la hacía conservadora o fácil? Cerré el
cajón y miré a la ventana. Era de un
medio metro cuadrado, y estaba a
laderecha del lavamanos. Saqué la
cabeza. Había una caída de unos seis
metros por una pared de ladrillo lisa.
Tendría que servir.
Cogí un pintalabios y escribí en el
espejo: LO SIENTO, NO PUEDO. Luego
tiré de la cadena, me aseguré de que
la puerta pudiese abrirse, y salté a mi
casa en Brooklyn.

—Encontraron a alguien que


coincidía con tu descripción física y
duplicaron su carnet con tu foto. El
nombre puede ser un poco diferente,
pero se parece. Desde luego, la
dirección es la suya, pero s
icomprueban tu carnet, el expedidor
encontrará que todo encaja en el
ordenador —hizo una pausa y me
miró—. Ah. También tienen acceso al
plástico real, al papel certificado y al
estampado de relieve. Tu
documentación es de verdad.
—¿Y qué me dices de la firma? —
pregunté a Leo.
—Bueno, tendrás que practicarla.
Caminé en silencio pensando en
ello, echando ojeadas a la tarjeta.
Llegamos a Lexington y empezamos a
subir.
—Es realmente un buen trato,
señor Rice. De verdad
.—Relájate, Leo. Está bien. Estoy
conforme —le pagué los honorarios y
un plus, y nos separamos.
Más tarde, aquel día, puse treinta
mil dólares en una cuenta conjunta en
el Liberty Savings & Loans a nombre
de David Michael Reece. Ésa era la
identidad de mi nuevo carnet de
conducir. Me inventé un número de la
Seguridad Social. La chica me ofreció
escoger entre una tostadora o un robot
de cocina. Me quedé con la tostadora.
Con mis nuevos cheques compré
un billete de primera clase, sólo de
ida, al Will Rogers World Ariport, en
Oklahoma.—¿Está seguro de que no
quiere
un billete de ida y vuelta? Si después
compra un billete de vuelta, le costará
más de trescientos dólares más caro…
en primera clase.
—No, gracias. No necesito un
billete de vuelta.
—Ah, ¿es que no vuelve?
Sacudí la cabeza.
—No. Sí que vuelvo, pero con
otro transporte.
—Ah. Regresará en coche.
Me encogí de hombros. Que
pensase lo que quisiese.
Como no tenía una «tarjeta de
crédito habitual» me dijo que tendríaque
venir a recoger el billete después
de que el cheque estuviese
compensado.
Me empezaron a arder las orejas y
me sentí como si hubiese hecho algo
mal.
—¿Entonces por qué no pago en
metálico? —saqué un fajo de billetes
de cincuenta. Se me quedó mirando.
—Eh… preferimos no aceptar
efectivo. ¿Tiene prisa por adquirir el
billete?
—Sí —espeté—. ¿Qué problema
hay conmigo?
—Déjeme hablar con mi jefa.
Abrió una puerta al fondo y entró
.Me sentía, por alguna razón, como si
estuviese sentado en el despacho del
director, esperando a que me
sermonearan sobre el buen
comportamiento. Tenía ganas de salir
de allí. De romper cosas. De llorar.
Acababa de decidir que iba a saltar de
vuelta a mi piso y olvidarme de todo
aquello cuando salió de la puerta con
una mujer mayor.
—Hola, señor Reece, soy
Charlotte Black, la propietaria.
—Hola —mi tono era frío e
indiferente.
—Normalmente no aceptamos
efectivo, porque nuestro contable no
lo aprueba. Además, yo llevo los
depósitos al banco y, francamente, me
pone un poco nerviosa llevar efectivo
en este barrio.
—Ah, puedo entender eso —
contesté. Me dio una punzada la parte
trasera de la cabeza—. No quiero
insistir en el tema, pero voy a estar
viajando mucho y me gustaría hacer
todos mis planes en un sitio —hice
una pausa—. Pero no quiero estos líos
de tener que esperarme a que el
cheque esté compensado.
Frunció el ceño.
—Podría establecer crédito con
nosotros y podríamos abrir una cuentay
cobrarle a final de mes.
—¿Y cómo funcionaría eso?
—Tendría que rellenar una
solicitud de crédito y haríamos que
nuestra agencia de crédito verificase
sus datos.
Oh, fantástico. Eso es lo que
necesito, que investiguen mi pasado.
—Qué me dice de lo siguiente —
respondí—: les extiendo un cheque de
diez mil dólares. Cuando se me acabe,
me lo dicen y les hago otro. Y —añadí
—, esperaré hasta que el cheque esté
compensado para recoger mi billete a
Oklahoma.
Pestañeó e inspiró con fuerza
.—Eso sería aceptable.
Garabateé el cheque, intentando
hacer que la firma fuese natural
además de parecida a la de mi carnet
de conducir. Lo cogió y le echó un
vistazo.
—Oh. Nosotros tenemos la cuenta
en el Liberty. Lo llevaré al mediodía.
¿Podemos llamarle esta misma tarde?
Negué con la cabeza.
—Mi próxima parada es la
compañía de teléfonos. Todavía no
tengo línea. ¿Qué le parece que me
pase por aquí a eso de las tres?
—Muy bien, señor Reece
.
Millie me esperaba en la puerta de
embarque con una sonrisa que no
llegaba a iluminar sus ojos. Sentí que
se encogía en mi interior.
—Hola —dije. No me moví para
tocarla. Ella pareció aliviada.
—Vaya, has salido rápido. Debes
de haber ido sentado delante de todo.
Me encogí de hombros.
—Sólo había tres filas en primera
clase.
—Ah —empezó a caminar y me
puse a su altura—. ¿Has traído
equipaje?
—Sólo esto —respondí
,levantando la bolsa de mano.
—Vamos por aquí para coger el
coche.
Caminamos a lo largo de la
explanada y giramos a la derecha.
—Espera un segundo, por favor.
—¿Eh? —se detuvo.
Habíamos llegado hasta una señal
que decía MIRADOR. Había un
torniquete que admitía diez centavos y
una escalera hacia arriba.
—¿Podemos subir un momento?
Ella arqueó las cejas, sorprendida.
—Bueno, no es el Empire State,
pero si tú quieres…
—Gracias —tuve que cambia
rmonedas en un bar de la explanada
antes de que pudiésemos entrar y
ascendiésemos por los tres tramos de
escaleras. La vista eran las pistas,
árboles lejanos y hierba marrón. Miré
a mi alrededor, memorizando los
detalles, para poder saltar
directamente al aeropuerto la próxima
vez.
—¿Qué ocurre? —le pregunté,
con toda tranquilidad, mientras miraba
el aeropuerto. La miré de reojo. Se
estaba mordiendo el labio.
Me vio que la estaba mirando.
Cerró la boca. Le sonreí.
—¿Soy yo el problema, Millie
?¿Sientes que haya venido?
Torció el gesto, abrió la boca y la
volvió a cerrar sin decir nada.
Entonces:
—¡Maldita sea! ¡No lo sé! ¡Odio
esto! Me siento como una completa
estúpida y también presionada y no sé
qué es lo que quieres.
Parecía a punto de llorar. Alcé la
mano.
—¿Qué es lo que quieres tú?
Se volvió y miró hacia la ventana.
—No estoy segura.
—Bueno… ¿por qué no
intentamos averiguarlo? ¿Te alegras o
lamentas que haya venido
?—Sí.
—Ah. Un poco de todo. Mejor
que lamentarse del todo, supongo —
yo también me sentí casi con ganas de
llorar—. ¿Por qué te sientes
presionada? ¿Y para hacer qué?
Sacudió la cabeza, casi con ira.
—¡No es justo! Si nos
estuviésemos acostando juntos, puede
que pudiese justificar que te gastes el
dinero en volar hasta aquí. Pero no es
así. Y como has volado hasta aquí, es
casi como si tuviese que acostarme
contigo para equilibrar las cosas.
—Y tú no quieres hacer eso,
¿verdad
?Negó con la cabeza.
No pude evitar preguntar:
—¿Nunca?
Ella frunció el ceño.
—¿Lo ves? Incluso tú piensas que
así es como se supone que tienen que
ser las cosas.
Me ruboricé.
—No. Lo siento. No espero eso.
Estaría mintiendo si dijese no me
gustaría, pero no lo espero. He volado
hasta aquí para ir a esa fiesta contigo.
No estoy intentando presionarte para
hacer nada.
—Bueno, pero la presión está ahí.
Es situacional.—Hum. Parece como
si hubieses
pasado más tiempo pensando en
acostarte conmigo que yo. Lo
encuentro muy esperanzador.
Me fulminó con la mirada.
—Dame un respiro.
—Bueno, dámelo también a mí.
Intenta asumir la responsabilidad sólo
de tus actos. Lo único que has hecho
es estar de acuerdo en ir a una fiesta
conmigo. Parece como si también
estuvieses asumiendo la
responsabilidad de los míos. Soy
mayor de edad… al menos puedo
votar. Sé que soy más joven que tú,
pero eso no te obliga a «cuidar d
emí».
Volvió a fruncir el ceño.
—Bueno —dije—, ¿quieres que
me vaya? Estoy seguro de que puedo
encontrar cosas que hacer durante el
fin de semana en la ciudad de
Oklahoma. ¿Dónde están los taxis?
—¿Es eso lo que quieres?
Resoplé con violencia.
—¡Lo que quiero es estar con
alguien que quiera que esté aquí! Ya
he malgastado bastante tiempo con
gente que no me quería a su lado. Y
no me gusta.
Aquello la detuvo por un
momento. Después de mira
rensimismada a la pista respondió:
—De acuerdo. Vamos.
Me aparté.
—¿Adonde?
Me agarró del brazo, el que
sostenía la bolsa, y tiró de mi.
—¡A la fiesta, maldita sea! —
entrelazó su brazo con el mío en la
escalera—. Y sí, quiero que estés
aquí. ¡Y deja de sonreír!

Debido a la hora, cenamos por el


camino y fuimos directamente a la
fiesta. Sentí una extraña sensación de
deja vu cuando nos acercamos por la
acera hasta la casa. Había jugadoresde
fútbol con suéteres o chaquetas de
cuero con letras en la entrada,
bebiendo cerveza. Aquellos fumaban
menos, pero claro, era lo que se podía
esperar de atletas universitarios. Sin
embargo, su presencia y la vibración
de la música que venía desde el
interior de la casa me hicieron pensar
en la fiesta del sábado anterior.
Millie me presentó al anfitrión, un
estudiante licenciado en antropología
llamado Paul nosequé. Nos dimos la
mano.
—Entonces —dijo—, ¿qué estás
estudiando? —me miró la ropa y a la
cara—. Déjame que lo adivine
.Historia del arte, primerizo.
Negué con la cabeza.
—Lo siento. No soy de la ciudad.
No estudio nada. No estoy en ningún
curso.
—Oh —pareció decepcionado—.
¿De dónde eres?
—De Nueva York.
—Ah. ¿Eres pariente de Millie?
Millie, que había estado hablando
con otra gente durante esa
conversación, oyó aquellas últimas
palabras.
—No. Estoy saliendo con él —
respondió, con firmeza. Paul
pestañeó.
—Sí, señora. Es que pensaba que
parecía un primo pequeño o algo así.
Millie le apuntó con el dedo.
—¡Cerdo sexista! Si tuviese tres
años más que yo no habrías dicho
nada. ¿Qué sarta de gilipolleces
hipócritas!
Paul se hizo atrás.
—¡De acuerdo! De acuerdo —
sonreía—. Sales con él. No es que no
haya precedentes culturales…
Millie me miró.
—Cierra la boca. O te entrará una
mosca.
Me empujó hacia la cocina, donde
habían instalado el bar. Decidí n
ohacer comentarios.
Me presentó a una serie de
personas. Yo sonreí y di la mano, pero
hablé muy poco. Millie llevaba una
copa de vino. Yo la seguía con mi
ginger ale.
Al cabo de un rato, me encontraba
en el patio con Millie y dos de sus
amistades. Estábamos hablando de
Nueva York, de su criminalidad y su
pobreza. La persona que no había
estado allí tenía las opiniones más
radicales.
—No me trago lo de los sin techo
—aseguraba aquella mujer—. Creo
que son drogadictos u holgazanes.
Noquieren trabajar y por eso mendigan.
Arqueé las cejas.
—Eso es bastante blanco y negro.
—¿Qué estás diciendo, que es algo
racista?
Millie se llevó la mano a la boca.
—No. Estoy diciendo que tu punto
de vista es muy simplista. Seguro que
hay gente como los que describes.
Pero también he visto a mujeres con
críos que no pueden trabajar porque la
única dirección que tienen es una
esquina en la calle y…
Millie me puso la mano en el
brazo.
—Aquél es Mark —me dijo, envoz baja.
Miré hacia la puerta. El tipo que
entraba era poco más alto que yo y
ancho de espaldas. Tenía el pelo rubio
y barba. Había una chica bajo uno de
sus brazos y con los suyos alrededor
de su cintura. Estaba mirando hacia
nosotros, a Millie.
Volví a mirar a la mujer de las
opiniones.
—Te sorprendería saber la
cantidad de personas en la calle que
no cuadran con tu perfil —le dejé
caer.
Millie se retrajo sobre sí misma
cruzando los brazos. Mark seguí
amirando.
La banda empezó con una canción
lenta, «Sitan'in the Dock of the Bay»
de Otis Redding.
—Venga, Millie. Bailemos.
Ella giró la cabeza, de golpe,
como si hubiese olvidado que yo
estaba allí, y me dedicó una pequeña
sonrisa.
—Vale.
—Por favor, disculpadnos—dije, y
la conduje a través del patio, a la
puerta que llevaba hasta la pista de
baile. Mark parecía observarnos en
todo momento.
—Dios santo —me comentó Millieal
oído mientras estábamos en la pista
—. ¿Has visto cómo me está mirando?
—Ya. No dejes que te moleste.
—Es más fácil decirlo que
hacerlo.
Le acaricié la espalda y se relajó
un poco, moviéndose mecánicamente
con la música.
—¿Cuánto se tarda?
—¿Eh? —me acerqué un poco
más. No pareció importarle.
—¿En olvidar a alguien? ¿Sobre
todo cuando no te dejan en paz?
—¿Quién rompió con quién?
Se puso un poco tensa.
—Yo rompí con él. Se estab
aacostando con Sissy.
—Sissy.
—Sí. La lapa que lleva bajo el
brazo.
—Ah. Pero a ti aún te importaba.
Y él te traicionó.
Su cuerpo se tensó y hundió la
cara en mi cuello. Sentí una mano en
el hombro. Era Mark. Hice caso
omiso de su mano y seguí bailando.
Me agarró del brazo. Millie le vio y se
hizo atrás. Me volví hacia él.
—Sólo quiero bailar, tío —dijo,
con los brazos abiertos. Había una
sonrisa en su cara, pero era mezquina.
Cogí a Millie del brazo y salí de lapista.
El nos siguió, intentó que Millie
se diese la vuelta agarrándola del
hombro. Sentí una punzada en el
estómago, lejana, como cuando sabía
que papá había estado bebiendo y
estaba a punto de pegarme. Me puse
entré él y Millie. Me empujó contra
ella. Millie llevaba tacones y uno de
ellos se quedó clavado en el umbral de
la puerta. Agitó los brazos para evitar
caer.
La aguanté y miré a mi alrededor.
Estábamos en la entrada al salón.
Había una hilera de interruptores
detrás de mí. Mark estaba con las
piernas separadas y las manos en alto.La
gente que bailaba más cerca había
dejado de hacerlo y nos estaba
mirando.
Sentí ganas de vomitar. De salir
corriendo. De matar a Mark por
hacerme sentir de aquella manera, por
tratar a Millie así.
Me volví de golpe y apagué las
luces con las dos manos. La sala se
quedó a oscuras, y la única luz que
quedaba era la del patio. Salté hacia
Mark por su espalda (lo había
decidido antes de dar a los
interruptores), le agarré por la cintura
y lo levanté del suelo. Él sacudió los
brazos y uno de sus codos me golpe
óen el ojo, pero no le solté. Salté al
mirador del Will Rogers Airport, a
cien kilómetros al suroeste de
Stillwater, y le solté. Se tambaleó y
cayó de rodillas en un lugar
repentinamente extraño e iluminado,
estirando los brazos para agarrar nada
más que aire. Antes de que pudiese
incorporarse y girarse, salté de vuelta,
a la oscuridad de la pista de baile.
Alguien encendió las luces.
Millie me estaba mirando con los
ojos como platos. Me note algo en la
cara e hice un gesto de dolor. Ella se
acercó y me movió la cabeza hacia
atrás para poder mirarme el ojo
.—Ay. Será mejor que le pongamos
hielo a eso. ¿Dónde está Mark?
Miré a mi alrededor. La gente se
puso a bailar otra vez. Me ceñí a la
verdad.
—Creo que se ha ido al apagarse
la luz.
—¿Te ha golpeado?
—Con el codo, creo.
Me empujó hacia la cocina,
entrelazando su brazo con el mío.
Mientras caminábamos siguió mirando
por todas partes, buscando a Mark.
Pasamos por delante de Sissy en el
pasillo. Estaba hablando por teléfono
con un dedo en la oreja por el ruid
ode la banda. Estaba hablando en voz
alta por el auricular.
—¿Qué estás dónde? ¡No me
digas eso! ¡Hace sólo un minuto que
estabas aquí! ¡No, no voy a ir a
buscarte! ¿Quieres que vaya con el
coche a un sitio en el que no podrías
estar? Si no quieres decirme la verdad,
no me la digas. ¡Que te jodan! —dejó
el auricular de golpe y salió pisando
fuerte hacia la pista.
Millie arqueó las cejas y sonrió.
—Bueno. Supongo que ha
empezado a mentirle a ella también.
¿Qué le has hecho?
Pestañeé y mantuve la boc
acerrada.
En la cocina llenó un paño con
cubitos de hielo y me lo colocó en la
cara. Dolía, pero estaba disfrutando
demasiado de las atenciones como
para quejarme.
—¿Mejor así?
—Bueno, no, pero probablemente
esté bajando la hinchazón.
Se puso a reír.
Entonces volvimos al patio, con
otras bebidas y el hielo en el trapo. Al
rato, bailé otra canción lenta con
Millie. Después ella bailó un par de
rápidas con Paul y con otro amigo.
Luego nos fuimos.—Me alegro de
haber venido —
me dijo en el coche—, pero siento
mucho lo de tu ojo.
—No pasa nada. Ha estado bien.
El viaje ha valido la pena.
Me miró por encima de las gafas.
Luego suspiró y volvió a poner la
atención en la carretera. Pasamos
cerca de la universidad; entonces giró
hacia un bloque de pisos.
—¡Eh! ¿Qué hay de mi hotel?
Hizo una sonrisita.
—Es tirar el dinero.
—Tengo el dinero.
Apagó el contacto y se quedó
mirando a lo lejos. Luego se giró haciamí
y contestó:
—Quiero que te alojes en mi casa
—apartó la mirada mientras lo decía.
—¿Estás segura?
Asintió.
—De acuerdo.
Tenía un piso de dos habitaciones,
que compartía con una compañera.
Cuando le pregunté por ello, me
respondió:
—Sherry se ha marchado a casa el
fin de semana, a ver a su familia en
Tulsa.
Dejé mi bolsa en el sofá y me
senté. La habitación estaba repleta de
plantas colgantes, en jardineras y en
elsuelo. El sofá, una pequeña mesa de
centro y una enorme silla de mimbre
quedaban entre la vegetación como
claros en una selva. Arrellanándome,
me puse a examinar una cosa larga y
frondosa en una maceta sobre mi
cabeza.
El corazón me latía con fuerza.
—¿Cómo llamas a esta planta del
tiesto?
—Es un helecho de Boston y
apenas se aguanta de un hilo.
—Mi madre solía tener de éstas.
Nunca supe el nombre.
Tenía un vago recuerdo, un vivido
flash de por la puerta de atrás,
papá
tirando
maceta
trasmacet
a
rompiéndolas sobre las baldosas del
patio, enfurecido, mientras un niño se
encogía en un rincón, llorando porque
su madre se había ido.
—¿Quieres algo de beber?
De repente tenía la boca seca, o
puede que ya hiciera rato y me diera
cuenta entonces.
—Agua, por favor. Mucha agua.
Me trajo un vaso de media
combinación con hielo. Me bebí
medio de un trago, de modo que la
garganta me dolió del frío.
—Estabas sediento.
—Sí
.Se sentó a mi lado, pero no se
reclinó. Me recordó a un pájaro,
posado para salir volando. Suspiré.
—Puede que esto no sea buena
idea, Millicent.
Ella miró al suelo.
—¿Estoy siendo muy
avasalladora? Tú fuiste quien habló de
suposiciones sexistas. Recordé su
discurso, allá en la fiesta, ante Paul.
—No. Ése no es el problema. Me
gusta. Me gustas. Pero estoy
realmente nervioso y, bueno, hay algo
que deberías saber.
Se apartó de mí en el sofá.
—¡No me digas que tienes herpes
!Me la quedé mirando con los ojos
como platos y me ruboricé.
—No —bajé la voz, apoyé los
codos en las rodillas y miré al suelo—.
Soy virgen—farfullé. Se inclinó hacia
delante.
—¿Eres qué? No lo he oído.
—¡Soy virgen! ¿Vale?
Se estremeció y me di cuenta de
que había gritado.
—Lo siento —volví a mirar al
suelo. Sentía las orejas más y más
calientes.
Se movió en el sofá. La miré de
reojo y vi que se había reclinado. Me
estaba contemplando, boquiabierta.
—Debes de estar bromeando.
Volví a mirar al suelo y negué con
la cabeza. Me sentí miserable,
avergonzado.
—¿Cuántos años tienes?
—Ya lo sabes. Dieciocho años y
dos meses. Me ayudaste a celebrarlo,
¿recuerdas?
Su tensión, aquella impresión de
huida inminente, desapareció por
completo. Se sentó con las manos
abiertas y relajadas en su regazo.
Sacudió la cabeza lentamente.
—Vaya. Eres virgen.
—¡Sí! ¿Es que es delito?
Noté que se movía otra vez, qu
eme pasaba un brazo por encima de los
hombros y me tiraba hacia atrás,
contra el sofá. Me estaba sonriendo,
con dulzura y delicadeza.
Empecé a llorar.
Apreté los párpados con fuerza y
contuve la respiración. Las lágrimas
me caían por la cara. ¡Mierda! Me
sentía tan pequeño, tan avergonzado.
Apartó su brazo de mí, de mi
espalda, por un momento, y sentí su
rechazo como un cuchillo clavado.
Esto lo ha estropeado todo. No podía
dejar de pensar. Ahora sabe lo inútil
que soy. Entonces volvió su brazo y el
otro me rodeó, me cogió y tiró de
míhacia ella.
—Oh, Davy. No pasa nada —me
meció en sus brazos y saltaron los
sollozos, entrecortados y con fuerza.
Me puso los labios en el pelo.
—No pasa nada, suéltalo.
Adelante. Llora.
Entonces no pude contenerme.
Entre sollozos yo no paraba de decir,
una y otra vez:
—Lo siento. Lo siento.
—¡Chsss! Está bien llorar. Está
bien —y siguió meciéndome.
Pero mientras lo que ella me iba
diciendo estaba bien, podía oír la voz
de mi padre
:«Llorica, llorica. Deja ya de
lamentarte de ti mismo. Ya te daré
algo por lo que llorar». Y no podía
evitar decir: «lo siento». Por ello las
lágrimas y los sollozos continuaban sin
parar.
Oh, Dios, aquello dolía.
Al fin, los sollozos y las lágrimas
disminuyeron. Millie siguió
meciéndome con delicadeza hasta que
me incorporé.
—Necesito sonarme la nariz.
Me acercó una caja de pañuelos
de papel de la mesa de centro, aún
con una mano sobre mi hombro. Ya
no me sentía avergonzado, pero s
íincómodo. Tuve que usar tres
pañuelos para limpiarme la nariz.
Millie se apoyó en el sofá y se sentó
con las piernas cruzadas.
Cogí los pañuelos usados y los
apreté haciendo una pequeña bola
empapada.
—Siento todo esto —dije.
—No tienes por qué disculparte.
Es obvio que lo necesitabas. Me
alegro de que hayas podido hacerlo
conmigo.
La miré. La expresión de su cara,
preocupada, tierna, amenazaba con
hacerme llorar de nuevo. Suspiré.
—No estoy acostumbrado a hace
resto. Me parece mal que tengas que
aguantarlo.
Parecía exasperada.
—¡Hombres! ¿Por qué es tan
retorcida nuestra cultura? Está bien
llorar. Es una bendición, un beneficio.
Tienes el mismo derecho a llorar que
cualquiera.
Me recliné, exhausto. Mamá solía
abrazarme cuando lloraba.
Me resultaba difícil mirarla, pero
no quería marcharme. Aquello me
sorprendió. Habría sido tan fácil saltar
de vuelta a Nueva York… Huir. Había
mucho por lo que escapar.
—Voy a hacer un poco de té —decidió.
Se levantó y me alborotó el
pelo, despeinándome.
Alcé la vista y la miré, y ella
cambió el gesto a una caricia, un
suave movimiento que se fue
apagando mientras ella iba a la cocina.
Me quedó una sensación fantasma de
su mano, cálida y ligera, en el pelo.
Me levanté y arrastré los pies
hasta el lavabo. Tenía los ojos rojos e
hinchados y aún me goteaba la nariz.
Me lavé la cara con agua caliente y
me la sequé con la toalla. Me pasé los
dedos mojados por el pelo, donde
Millie me había despeinado.
—¿Cómo es, Davy, que sabes tod
osobre mi familia y yo no sé nada de la
tuya? —llevó el té al salón en una
bandeja laqueada. La tetera y las tazas
eran japonesas, con los bordes sin
esmaltar. Lo sirvió.
—Gracias —le dije.
—¿Y bien?
—¿Eh?
—Tu familia —me recordó. Sorbí
el té.
—Está realmente bueno.
Delicioso.
Arqueó las cejas.
—Eso es lo que pensé. David, eres
una persona que sabe escuchar, y
puedes cambiar de tema enseguida
.Después de todo, apenas has hablado
de ti.
—Hablo… demasiado.
—Hablas de libros, de obras de
teatro, de películas, de lugares, de
comida, de cosas corrientes. Pero no
hablas de ti.
Abrí la boca, pero la volví a cerrar.
En realidad no lo había pensado.
Desde luego no hablaba de mis saltos,
pero ¿del resto?
—Bueno, no hay mucho que
decir. No como esas historias de
crecer con cuatro hermanos.
Sonrió.
—No te va a funcionar. Si noquieres
hablar de ello, vale. Pero no
me vas a distraer otra vez, ni a
hacerme hablar de aquellos idiotas de
nuevo.
Me puso más té en la taza. Fruncí
el ceño.
—¿Es verdad que hago eso?
—¿Qué? ¿No hablar de ti? Sí.
—No, intentar distraerte.
Se me quedó mirando.
—Eres jodidamente alucinante.
Nunca he visto a nadie tan bueno en
cambiar de tema.
—No lo hago a propósito.
Rió.
—Ya. Puede que no lo haga
sconscientemente, pero sí que lo haces
a propósito.
Le di otro sorbo al té y me quedé
mirando la pared. Ella dejó la tetera y
se me acercó de golpe.
—Mírame, Davy.
Me volví hacia ella. No estaba
sonriendo y su expresión era
tranquila, seria. Dijo:
—No te voy a obligar a que me
cuentes cosas de las que no quieres
hablar. Tienes derecho a la intimidad.
Si no quieres hablar de algo, vale. Por
la manera en que has cambiado de
tema, no creo que me hayas mentido
nunca. ¿Dirías que eso es cierto
?Pensé en ello, recordando nuestros
días en Nueva York y las
conversaciones por teléfono.
—Creo que sí. Por supuesto que
no pretendo mentirte. No recuerdo
haberte mentido nunca.
Asintió.
—Ése no era el caso con Mark.
No podía confiar en que no mentía. Si
alguna vez me entero de que lo has
hecho, lo que sea que haya entre
nosotros se habrá acabado. ¿Lo
captas?
Me la quedé mirando.
—Sí, señorita, lo capto —la miré
con el rabillo del ojo—. Eh. Signific
aeso que en realidad tenemos algo?
¿Como una relación?
Miró a la alfombra.
—Bueno, quizá —se volvió y me
miró a los ojos de nuevo,
desapasionadamente—. Sí. Tenemos
una relación. Y estamos a punto de
ver si va a convertirse en íntima.
Me removí en el sofá. Se me
calentaron las orejas y no pude evitar
sonreír.
Ella suspiró y miró al techo, pero
las comisuras de sus labios temblaban.
Me hundí en el sofá y me abracé a
ella, con la cabeza en su hombro. Ella
me pasó el brazo por la espalda y m
eapretó. No dijo nada, simplemente se
quedó así, abrazándome con dulzura.
Al cabo del rato empecé a hablar.
Le hablé de papá, de mamá, de
cuando se marchó de casa. Le conté
lo del atraco en Nueva York. Lo del
hotel en Brooklyn y el incidente en el
lavabo. Lo del camionero que quería
violarme. Ella me escuchó en silencio,
con la mano en mi hombro. Mi voz
parecía remota mientras hablaba,
como si no fuese la mía.
No le conté lo de los saltos y lo del
robo al banco. Una parte de mí aún se
sentía mal por haber robado el dinero.
Aún soñaba que me atrapaban
.Contarle lo de los saltos sólo lo habría
hecho todo más confuso.
Por fin dejé de hablar, y mi voz se
fue apagando. Me sentí avergonzado,
como si acabase de confesar cosas
terribles. No la podía mirar, aunque
estuviese allí, justo a mi lado, con la
mano acariciándome el hombro, la
calidez de un pecho contra mi brazo
derecho, la sensación de su hombro
contra mi mejilla.
También me avergonzaba por las
cosas que no le había contado, y
menos que digno de su interés y sus
atenciones. Tenía ganas de llorar otra
vez, pero no quise. Aún me sentía malpor
eso.
Entonces me dio un abrazo, y
apoyó mi cabeza en su nuca. Miré su
cara un instante. Tenía los ojos
cerrados con fuerza y una lágrima
corría por su mejilla izquierda.
Aquello también me dio ganas de
llorar. Después me llevó a la cama.

—No pasa nada. Es lo que pasa la


primera vez. La segunda será mejor.

—Lo ves, te lo he dicho. Vaya —


respiró profundamente—. Eso h
estado más que bien.
a — ¡Oh
,
Dios mío! ¿Dónde
demonios has aprendido eso? ¿Estás
seguro de que es tu primera vez?
—Te lo dije —respondí, con
sinceridad—. Leo mucho
.
Tercera Parte
AJUSTES
7

El amor apesta.
Millie no quería verme más de un
fin de semana seguido y no más de
dos fines de semana al mes. No quería
que malgastase el dinero. Le ofrecí
mudarme a Stillwater, pero fue
categórica.
—De ninguna manera. Espera. Ya
sé que eres rico como Midas, pero,
joder, ¡yo también tengo una vida!
Tengo clases a las que asistir, un
trabajo de media jornada, y una part
ede mi vida rica y plena que no te
incluye a ti —alzó la mano—. Bueno,
puede que te incluya más adelante,
pero no ahora mismo. Tomémoslo con
calma.
—No tienes por qué trabajar.
Podría pagarte un salario.
Se quedó boquiabierta.
—Hay una palabra para eso. ¡No
puedo creer que lo hayas dicho!
—¿Eh? —pensé en ello—. Lo
siento. Yo sólo quiero estar contigo
tanto como pueda.
Fue un asunto de duras
negociaciones conseguir que estuviese
de acuerdo en dos fines de semana a
lmes en lugar de uno.
El amor apesta.

Un mago llamado «Bob el


Magnífico» hacía un espectáculo en la
calle Cuarenta y siete. La función
incluía un escape que había
desconcertado al crítico del New York
Times, así que compré una carísima
entrada para la primera fila y fui.
Bob, un hombre pequeño y
regordete con barba y esmoquin,
mantuvo al público entretenido con
juegos de manos bastante buenos,
trucos de cartas y palomas que
aparecían de la nada. También er
abueno con las anillas y el fuego. Aun
así, para prepararme para aquella
actuación, me había estado leyendo
"Un mago éntre los espíritus", de
Houdini, y no hubo nada en el número
que me hiciese sospechar lo
paranormal.
Como se puede suponer por su
nombre, Bob el Magnífico (B.M. para
abreviar) hacía mucha comedia como
parte de la actuación. También tenía
dos ayudantas, Sarah y Vanessa; iban
vestidas, en un principio, con largos
ropajes, pero conforme avanzaba el
espectáculo, sus paños iban siendo
«prestados» para tal truco o tal otro
.Cuando llegó el intermedio llevaban el
cuerpo cubierto de lentejuelas
equivalente a un bañador, con medias
de rejilla. Al menos para los hombres
del público fueron convirtiéndose cada
vez más en una distracción para los
juegos de prestidigitación de Bob.
Durante el intermedio, salté a
casa, fui al lavabo y me bebí una
coca-cola. No me importaba pagar los
escandalosos precios que cobraban en
el teatro, pero odiaba tener que hacer
cola. Además, los vasos que utilizan
son muy pequeños. Ya estaba de
vuelta en mi asiento cuando se abrió el
telón
.Bob empezó la segunda parte
haciendo subir a varios miembros del
público al escenario y les sacó
animales de las orejas, los bolsillos y
los escotes. Lo que más me gustó fue
la pitón de dos metros que sacó del
bolsillo del abrigo de una mujer. A
ella, sin embargo, no le gustó.
Para su siguiente truco Bob quería
hacer desaparecer a una de sus
ayudantas; llamó a otro voluntario de
entre el público para verificar la
normalidad de sus materiales. Me
escogió a mí.
Vacilé, pero me levanté.
Previamente había abandonado la idea
de volver al teatro después del
espectáculo y encontrar un escondite
entre bastidores para ver el escape del
día siguiente… y determinar si Bob el
Magnífico se estaba teletransportando.
Si podía ver lo suficiente del área
entre bastidores mientras subía allí
arriba, podría esconderme a tiempo
para presenciar el gran acontecimiento
de aquella noche. Bob el Magnífico
dijo:
—Démosle la bienvenida a nuestro
voluntario —los aplausos me siguieron
al escenario. Cuando acababa de subir
los escalones, di con un sitio para
saltar justo fuera del escenario.—
Dígame —dijo Bob—, ¿cómo
se llama, joven?
—David —parpadeaba por los
deslumbrantes focos, y los micrófonos
direccionales colocados en el borde
del escenario me devolvían la voz,
más alto de lo normal, resonando en el
auditorio.
—¿Sólo David? ¿Sin apellido? —
juro que se sonrió.
Me ruboricé.
—Sólo David.
Bob se volvió hacia la audiencia y
dijo:
—¿No es triste cuando se casan
los primos? —consiguió grande
scarcajadas. Se volvió hacia mí otra
vez, hablándome despacio como si
estuviese tratando con un idiota—.
Bueno, David el Corriente, yo soy
Bob el Magnífico —hubo más risas—.
¿Crees que podrías recordar de dónde
viene esto? —cogió un trapo de su
ayudanta Vanessa. El pedazo de tela
había empezado el espectáculo como
falda de su largo vestido. Asentí.
»Sabía que podrías —se calló para
las risas—. Con este trozo de tela
corriente, pretendo hacer que Sarah,
aquí, desaparezca del escenario.
Quiero que verifiques que es un trozo
de tela corriente. Un trabajo corrient
epara un tipo corriente —hizo una
pausa—. David el Corriente.
Me ardían las orejas. Con su
ingenio dirigido hacia mí, Bob parecía
cada vez menos magnífico. De hecho,
había llegado a la conclusión de que
era un gilipollas, y esperaba que no
fuese un teletransportador.
Alcé el trapo y lo sacudí. Era
velvetón, cortado lo suficientemente
amplio y grande como para tapar a
Sarah, pues ya no colgaba del talle de
su vestido.
El público se puso a reír a
carcajadas y yo miré de reojo a
tiempo para ver que Bob hacíamuecas a
mis espaldas. Muy divertido.
Me eché el trapo por encima de la
cabeza y, cuando hubo bajado,
ocultándome tanto del público como
de Bob, salté al lugar que había
escogido, a la izquierda del proscenio.
Sobre el escenario, el trapo se
desplomó, cayendo al suelo.
La audiencia dio un grito ahogado
de asombro y luego prorrumpió en
fervientes aplausos. Bob, después de
quedarse unos instantes mirando al
trapo sin comprender, dijo:
—Bueno, ¿dónde demonios ha
ido? —el público pensó que aquello
era muy divertido y Bob, sorprendid
opor su reacción, hizo una reverencia y
recogió el trapo con cuidado, como si
fuese a morderle. Pisó en el suelo
donde yo había estado y hablo con
voz temblorosa—. Esto… creo que
necesitamos a otro voluntario.
No supe si se había quedado
atónito por motivos normales o porque
sabía qué era yo. No progresaba nada,
no me había servido de nada. Lamenté
haberlo hecho, pero un espectáculo de
magia era probablemente el lugar más
seguro para hacer que ocurriese.
Me aparté y me quedé detrás del
telón. El extremo del escenario donde
me encontraba parecía vacío, aunquevi a
un hombre en el carril de donde
colgaba el telón y a otro observando la
actuación desde el otro lado. Estaba
mirando al lugar del escenario donde
había caído el trapo. El área entre
bastidores estaba oscura y me sentía
relativamente a salvo de que me
descubriesen.
De vuelta al escenario, Bob
procedía a hacer desaparecer a Sarah.
Desde mi posición ventajosa vi cómo
caía por una trampilla, pero no se
encontraba cerca de donde yo había
estado. Poco después, la hizo
reaparecer en una caja vacía que
colgaba del techo. Era bastant
eimpresionante, pero la vi entrar en la
caja suspendida en el aire desde una
plataforma de detrás del telón,
metiéndose por una rendija con
mucho cuidado. Era impresionante; la
caja apenas se movió.
Miré a mi alrededor para buscar
otro escondite. El aparato para el gran
escape estaba colocado detrás del
telón y cuando lo corrieran, perdería
mi sitio. Encontré un montón de cajas
de utensilios apiladas a la izquierda y
me puse en cuclillas detrás de ellas,
colocando un cajón pequeño para
sentarme.
Mientras hacía aquello, hubo má
strucos de Bob y risas, pero me lo
perdí casi todo. Poco después
levantaron una sección del telón y
dirigieron algunos focos hacia arriba
para revelar el artefacto al público.
—Damas y caballeros… ¡Los
Martillos de la Muerte!
En medio de los focos había una
plataforma a un metro de altura del
suelo colgada de cuatro enormes
cables rígidos. Los cables iban desde
los amarres en el escenario, en las
esquinas de la plataforma, hasta los
carriles sobre el escenario. Había dos
émbolos, uno a cada lado de la
plataforma, dos chapas redondas d
eacero de casi un metro de diámetro y
unos veinticinco centímetros de
grosor. Estaban soldados a unas
deslumbrantes barras de acero de
unos treinta centímetros de diámetro
que brillaban como si las hubiesen
engrasado. Las barras se alzaban
hasta desaparecer en unos enormes
cilindros de acero montados sobre
vigas de acero y fijadas al suelo por
sólidos pernos.
Al otro lado del aparato, Sarah
estaba metiendo carbón con una pala
en una caldera de vapor. Un indicador
de temperatura mostraba una aguja
subiendo poco a poco mientras l
apresión del vapor iba aumentando.
Entonces caí en la cuenta de que
había unos tubos que iban desde una
válvula de palanca a un lado de la
caldera hasta cada uno de los
émbolos.
La otra ayudanta de Bob, Vanessa,
volvió al escenario arrastrando una
camilla de hospital sobre la que se
veía una silueta cubierta por una
sábana.
—Ustedes se preguntarán qué ha
pasado con David el Corriente —dijo
Bob, agarrando un extremo de la
sábana—. Bueno, sigan pensando en
ello— tiró de la sábana y descubrió
aun muñeco como los que se utilizan
en las pruebas de coches—. Les
presento a Larry —sentó al muñeco
en la camilla con las piernas colgando.
El torso de Larry estaba vacío, y había
un agujero de quizás unos sesenta
centímetros de largo y treinta de
ancho. Metieron una sandía enorme
en el hueco.
Vanessa y Bob colocaron a
«Larry» sobre la plataforma y le
ataron las muñecas a unas esposas
que colgaban de los cables a la altura
de los hombros, de manera que quedó
con los brazos abiertos en diagonal en
medio de la plataforma y justo entr
elos dos émbolos.
—Bueno, no pinta muy bien para
Larry, ¿verdad? —preguntó Bob,
saliendo de la plataforma. Se dirigió a
la caldera. La aguja se estaba
aproximando a la zona roja del
indicador—. Sarah, ¿arreglaron
aquella válvula de seguridad? —Sarah
se encogió de hombros, como si no lo
supiese.
—Podría decirles cuántas
toneladas de fuerza pueden generar
estos dos martillos de vapor cuando
chocan, pero se lo mostraré con este
ejemplo gráfico. ¡Bajen la pantalla
protectora, por favor
!Un armazón de tres metros de
largo por uno de ancho con plástico
transparente tensado descendió entre
el público y la plataforma. Un redoble
de tambor grabado sonaba de fondo.
El indicador de la caldera casi estaba
en la zona roja. Bob le sacó más ropa
a Sarah para avivar el fuego, dejándola
con un body tanga sin espalda con
lentejuelas. Entonces tiró de la
palanca.
Una tremenda cantidad de vapor
salió de golpe por las válvulas de
escape de los cilindros, ocultando la
plataforma al público, y entonces los
dos émbolos chocaron con un terribl
eestruendo metálico. La sandía explotó
hacia delante y hacia atrás, salpicando
la pantalla protectora y dando una
desagradable sensación, al caer
chorreando como sangre.
Bob tiró de la palanca en dirección
contraria y los dos émbolos se
separaron. Al hacerlo, la mitad
inferior de Larry, desde los hombros
hasta abajo, cayó al escenario,
aplastada por el impacto. La cabeza
quedó colgando, boca abajo, aún
suspendida por los brazos esposados.
—Mala suerte, Larry —dijo Bob.
Retiraron la pantalla protectora y
las ayudantas de Bob cogieron lo
srestos de Larry y los pusieron en la
camilla, cubierta por la sábana
salpicada por la sandía. Sonó un canto
fúnebre y Bob se puso la mano en el
pecho.
Sarah echó más carbón en la
caldera, y el indicador de temperatura
volvió a subir hacia el rojo. Bob
añadió partes del vestido de Vanessa
al fuego de manera que se quedó tan
poco vestida como Sarah; entonces
Vanessa hizo subir a otro espectador
para que atase a Bob en la plataforma
y comprobara la integridad de las
esposas.
—¿Nervioso? —le preguntó Bob a
lhombre, que seguía mirando ambos
lados, a los émbolos—. Debería
estarlo. El último tipo que se ofreció
como voluntario ha desaparecido y no
se le ha visto desde entonces.
Tuve que admitir que se estaba
tomando bien mi desaparición. Decidí
reaparecer antes de que terminase la
actuación.
Vanessa acompañó al voluntario
fuera del escenario y entonces Bob
dijo:
—Si piensan que voy a bajar la
pantalla protectora, están locos. Si
estoy entre estos dos émbolos cuando
choquen… bueno, digamos qu
eespero causar una gran impresión en
el público.
La aguja se acercó más al rojo y
empezó el redoble de tambores.
Vanessa movió la palanca y Sarah la
ayudó. El escenario se oscureció, y un
enorme foco iluminó a Bob y al
aparato. Otra luz enfocaba a las dos
mujeres. En la repentina oscuridad, de
la boca de la caldera salía un
resplandor naranja hacia el escenario
y un tercer foco se centraba en el
indicador de temperatura.
Tapé la luz con la mano, mirando
entre la oscuridad a Bob, intentando
ver lo que no querían que viese
elpúblico. La tensión se estaba
apoderando de mí y la posibilidad de
que Bob quedase aplastado parecía
cada vez más probable.
La plataforma elevada eliminaba la
posibilidad de que pudiese caer a otra
trampilla. Aunque el foco proyectaba
sombra, tampoco estaba tan enfocado
como para que pudiese escaparse a un
lado sin ser visto.
El redoble subió de volumen y
ambas mujeres alzaron tres dedos,
luego dos, luego uno, y tiraron de la
palanca.
Yo seguí mirando a Bob. A la
cuenta de dos, movió las manos y s
eagarró con fuerza a las cadenas de las
esposas. Mientras hacía aquello, las
mangas del esmoquin se le bajaron y
vi que llevaba como unas muñequeras
metálicas, entre las esposas y su piel.
Cuando las mujeres contaron a uno, vi
que algo ocurría con los cables en los
que estaban fijadas las esposas. Unos
finos alambres, negro mate, salieron
de la superficie de los cables se
tensaron. Vi que las esposas se
soltaban de los cables y se elevaban
un poco, al estar obviamente unidas a
los alambres.
Bob siguió con la ilusión de estar
amarrado manteniendo los brazos enalto,
para que pareciese que las manos
aún estaban en las esposas. Entonces
las mujeres le dieron a la palanca y el
vapor salió disparado delante de la
plataforma. Mientras salía el vapor, los
alambres se tensaron y Bob salió
literalmente disparado hacia arriba,
tan rápido que estuvo entre las
sombras sobre el escenario antes de
que los émbolos se acercasen.
Entonces chocaron con un terrible
ruido metálico y yo salté encima de
ellos, donde habían chocado, y me
senté allí en aquel breve instante,
antes de que el vapor se disipase.
El aplauso fue increíble.Entonces
Bob volvió al escenario
desde el otro lado de la caldera y
cerró la puerta de la boca. Después de
aquello, las luces del escenario se
encendieron y dio un paso adelante
para agradecer los aplausos del
público. No fue hasta que se movió
para decir a sus ayudantas que
también saludasen, cuando se dio
cuenta de que me estaban mirando a
mí, encaramado sobre los «Martillos
de la Muerte».
Se me acercó, con los ojos como
platos y la boca cerrada. Bajé de un
salto, primero a la plataforma y luego
al escenario. Los aplausos aumentaro
ny me incliné un poco. Bob volvió a
mirar al público y dijo:
—Gracias por su asistencia —
entonces hizo un gesto con la mano
derecha y el telón bajó.
Me pregunté si no sería buena
idea marcharme. Entonces Bob se dio
la vuelta, con los brazos en jarras.
—Muy bien, gilipollas. ¿Cómo lo
has hecho? —su voz era dura y fuerte,
y yo me eché atrás de manera
involuntaria. Empezó a caminar hacia
mí.
Miré a mi alrededor con
nerviosismo y vi a cuatro tipos del
equipo técnico mirándome
,preguntándose quién diablos era.
Alguno de ellos también parecía
furioso. Sarah y Vanessa sólo
miraban, impasibles.
—Bob —respondí en voz alta—,
eres un farsante.
Entonces levanté las manos,
chasqueé los dedos y salté.

La mañana después de mi
encuentro con Bob el Magnífico,
decidí, de repente, irme a Florida,
para visitar a mi abuelo. Mi agencia de
viajes me consiguió una plaza en un
avión a reacción que salía desde La
Guardia veinte minutos más tarde
.Subí a bordo durante la última
llamada.
Desde Orlando, hice transbordo a
un pequeño vuelo regular para el
último tramo hasta Pine Bluffs. Era
ruidoso, estrecho, y se movía mucho
con las corrientes de aire caliente de
la tarde. Hubo un momento en que,
después de que un vaivén
particularmente violento me empujase
hacia arriba, presionado por el
cinturón de seguridad, estuve a punto
de marcharme de un salto.
Lo único que me detuvo fue que
no creía que pudiese saltar de vuelta a
un vehículo en movimiento, y meno
saún fuera de mi vista. Si iba a saltar
del avión, decidí que esperaría hasta
que estuviésemos más cerca del suelo
o más fuera de control. El vuelo duró
media hora de tiempo real y una
eternidad de tiempo subjetivo. Todo
fue mejor cuando estuvimos en tierra
firme.
El edificio del aeropuerto era sólo
un poco más grande que el primer
piso del edificio donde vivía y el
vendedor de billetes era el personal de
tierra, el manipulador de maletas y el
guardia de seguridad. Los otros cinco
pasajeros de mi vuelo fueron recibidos
por amigos o familiares, dejándome
amerced del servicio de transporte del
aeropuerto, una ranchera azul
abollada con un conductor cuya cara
era todo arrugas.
—¿Adónde?
—Oh. Espere un segundo.
Necesito salir a mirar en la guía
telefónica —volví a entrar en el
edificio, a la cabina del rincón.
No había ningún Arthur Niles
listado. Mierda. Eché un vistazo al
edificio; nadie miraba en mi dirección.
Estudié mi rincón y lo «adquirí».
Luego salté a mi antigua habitación,
en casa de papá. Había más polvo que
nunca. Revolví impaciente m
iescritorio hasta que encontré una de
las viejas cartas del abuelo, una postal
de felicitación con sobre. Tenía la
dirección. Me la metí en el bolsillo y
cerré todos los cajones.
Oí pisadas en el pasillo que se
detuvieron al otro lado de la puerta.
Me quedé paralizado, quieto como
una piedra. Si el pomo se movía, me
esfumaría en segundos. Una voz, la de
papá, con un temblor que no
recordaba, dijo:
—¿Davy?
No sé por qué pero, después de
vacilar un instante, respondí:
—Sí, soy yo
.No creo que esperase una
respuesta. Oí que daba un grito
ahogado y que el suelo crujía al mover
su peso de un pie a otro. Después se
puso a hurgar en el candado. Cuando
oí que lo abría, salté de vuelta al
aeropuerto de Pine Bluffs.
El vendedor de
billetes/manipulador de equipaje alzó
la vista cuando me apoyé contra la
pared. Bueno, que le dé a la cabeza,
pensé, refiriéndome a papá, no al
vendedor de billetes. Tenía un nudo en
el estómago, pero también una curiosa
satisfacción, diferente de la sensación
que tuve al romper el tarro de l
aharina. Aunque aquello no fue tan
satisfactorio como podría haberlo
sido. No llegué a ver el resultado, pero
tampoco dejé huellas.
La postal y el sobre aún estaban
en mi mano mientras me dirigía hacia
al taxi.
—Al 345 de Pomosa Circle —le
dije.
Entré en la parte de atrás y me
senté, callado, mientras miraba las
numerosas casas blancas con césped
que pasaban de largo. Papá había
sonado diferente, viejo. Intenté no
pensar en ello.
—Aquí es: el 345 de PomosaCircle. Son
cuatro pavos.
Le pagué y se fue.
La casa era prácticamente como la
recordaba, un pequeño búngalo
blanco con palmeras datileras y un
canal que posaba detrás de cada casa.
El apellido en el buzón era JOHNSON.
La mujer que abrió la puerta
hablaba español y muy poco inglés.
Cuando le pregunté por Arthur Niles,
ella dijo:
—Un momento, por favor —dijo,
hablando hispano, y desapareció
dentro de la casa.
Otra mujer, rubia, con un marcado
acento del sur, vino a la puerta
.—¿El señor Niles? Falleció hace
cuatro años, creo. Sí, hizo cuatro años
en agosto. Sufrió un derrame cerebral,
con todo el calor, y murió poco
después aquel mismo día —se puso
un dedo en los labios, como si pensase
—. Entonces nosotros vivíamos al
final de la calle, en el 330. Le
compramos la casa a su hija.
Pestañeé.
—¿Mary Rice?
—Bueno, creo que ése era su
nombre de casada. Creo que en el
papeleo ponía Mary Niles.
—¿Y vive aquí en el pueblo?
—No lo creo. Estuvo aquí para elfuneral,
allí abajo, en el cementerio
Olive Branch, pero en los trámites de
la venta la representó un abogado con
poder notarial.
—¿Recuerda el nombre del
abogado?
Se me quedó mirando.
—Eh, ¿te importaría decirme por
qué necesitas saber todo eso?
Hice una pausa.
—Bueno, soy David Rice, el hijo
de Mary. Cuando ella dejó a mi padre,
esto, también me dejó a mí —sentí
que me sonrojaba y me sudaban las
manos. Bueno, ¿no era cierto? ¿No te
dejó porque no le valía la pena llevart
econ ella?—. Estoy intentando
encontrarla —añadí sin convicción.
Silencio.
—¡Um! Bueno, déjame mirar los
papeles a ver qué nombre pone. Entra
y ponte a la sombra mientras lo busco
—me hizo pasar a la casa y me
mostró una silla en el salón—.
¿Roseleeenda? Agua fría, por favor,
para el chico —entonces desapareció
al final de la casa.
En un minuto la sirvienta me trajo
un vaso de agua con hielo. Le dije:
—Gracias.
Ella me respondió:
—De nada —sonrió brevemente
yse fue.
El salón me resultaba extraño,
pues todos los muebles eran
diferentes. No fue hasta que miré por
la ventana y vi la manera en que
encuadraba a la casa de enfrente que
tuve la sensación de haber estado allí
antes. Entonces los recuerdos fueron
claros y dolorosos.
—¡Caray, Davy! Es la tercera vez
que me sacas la reina de picas.
—Ahora, Davy, sé amable con tu
abuelo. Después de todo, está viejo y
débil.
—Aún puedo ponerte sobre mi
rodilla y darte en el trasero, jovencita
.¡Toma esto!
—¡Oh, papá, otra de corazones!
Bueno, creo que Davy vuelve a ganar.
Jugamos mucho a cartas durante
aquella visita. El abuelo y yo salimos a
pescar temprano cada mañana, y
algunos días mamá y yo fuimos a la
playa. Fue un buen viaje.
—La escritura está en el banco,
así que he llamado a mi marido. Él
recordaba el nombre del abogado. Era
Silverstein. Leo Silverstein —llevaba
una guía telefónica en la mano cuando
volvió al salón—. La guía dice que
tiene la oficina en Main. Debe de dar
a la plaza por la dirección… el 14 deEast
Main.
Le di las gracias y me fui. Cuando
cerró la puerta salté al aeropuerto
local, apareciendo en la cabina. Oí un
grito ahogado en el mostrador, pero
me fui hacia la puerta como si no
hubiese pasado nada. Miré por encima
del hombro y vi que el vendedor de
billetes me estaba siguiendo hasta la
puerta.
«Joder.»
Doblé la esquina y salté de vuelta
a Nueva York.

Aunque Millie me había prohibido


el contacto con su cuerpo más de
dosveces al mes, sí me dejaba que la
llamase cada noche.
—Hola, soy yo.
—¿Qué te pasa?
—¿Eh?
—Me llamas cada noche, pero
sueles parecer la funeraria.
—Ah. Bueno, es que he estado
intentando encontrar a mi madre. Fui
a Florida, a visitar a mi abuelo.
—¿Qué? ¿Estás en Florida ahora?
—¿Cómo? No, no. He vuelto. Mi
abuelo murió hace cuatro años.
La línea se quedó en silencio
durante unos instantes.
—¿Y te has enterado hoy?—Sí
—Me pregunto si lo sabía tu
padre.
—No lo sé —respondí, sin ganas
—. No me extrañaría.
—¿Estabas muy unido a tu
abuelo?
Pensé en ello. Los juegos de
cartas, la pesca y la extraña postal de
felicitación con un billete de veinte
dólares doblado con cuidado en el
sobre.
—Antes. Hace mucho tiempo.
—Es duro perder a alguien. Lo
siento.
—Sí, bueno
…—No podías haberlo sabido.
Me quedé mirando al teléfono.
—¿Cómo lo sabes?
—¿Qué? ¿Qué te sientes culpable
por no saber que se estaba muriendo?
¿Por no saber que murió?
—¡Debería haberlo sabido!
Ella respiró profundamente.
—No. Sé cómo te sientes, Davy.
No puedes evitarlo. No pasa nada si te
sientes así. ¡Pero no había modo
alguno de que lo supieses! Todos nos
sentimos culpables, de vez en cuando,
de cosas que no son culpa nuestra.
Confía en mí; eso es algo respecto a lo
que no podías hacer nada.Entonces
me enfurecí, por su
suposición, por su agudeza, por
ponerle nombre al sentimiento con el
que había estado luchando todo el día.
—Debería haberlo sabido cuando
no recibí una postal de felicitación en
mi quince cumpleaños. Podría haberle
escrito. Podría haberle enviado una
carta desde la escuela. ¡Papá no
habría interceptado ésa!
—¿Tu padre te leía el correo?
—Bueno, estoy casi seguro.
Vivíamos en el campo, así que
teníamos un buzón en la ciudad. Y yo
no tenía llave. Una vez encontré un
sobre en el coche dirigido a mí y si
nremitente.
—¡Dios santo! ¿Por qué lo hacía?
—No lo sé. No me dejaba escribir
a la familia, supongo.
—No me extraña, de la manera en
que te trataba.
No dije nada durante un rato. Ella
no me presionó, sólo se quedó a la
espera, en cordial silencio. Al fin,
hablé:
—Lo siento, Millie. No soy buena
compañía esta noche.
—Está bien. Pero siento que estés
pasando un mal momento. Ojalá
pudiese abrazarte ahora mismo.
Cerré los ojos con fuerza y notéque el
auricular crujía por la fuerza
con que la cogía. Podría estar en tus
brazos en segundos, amor mío.
Podría… Me obligué a responder:
—Ojalá yo también. Me esperaré
hasta el viernes.
—Vale. ¿Estás seguro de que no
quieres que vaya a esperar tu vuelo?
—No, no pasa nada. Estaré en tu
puerta antes de las siete. No cenes sin
mí.
—De acuerdo. Duerme bien.
—Gracias, lo intentaré. Esto…
¿Millie?
—¿Sí?
—Yo… yo… voy a volver
aFlorida mañana, pero te llamaré de
todas formas, ¿vale?
Parecía ligeramente decepcionada
por algo.
—Sí, Davy. Está bien.

Salté al edificio del aeropuerto de


Pine Bluffs, fuera, en la acera.
Cuando miré a la vuelta de la esquina,
la abollada ranchera azul estaba allí
con el anciano chófer. Parecía
sorprendido de verme.
—¿Cómo has venido hasta aquí?
El vuelo de Orlando no llega hasta
dentro de quince minutos.
Me encogí de hombros
.—Necesito ir al cementerio Olive
Branch, y luego al número 14 de East
Main Street.
—Vaaaale. Sube.
Intentó entablar conversación un
par de veces más, pero yo contestaba
a sus preguntas con monosílabos o
encogiéndome de hombros. Volvió a
intentarlo en la carretera con curvas
del cementerio.
—Conocí a la mayoría de gente
que hay enterrada aquí. Estás
buscando a alguien en particular?
Era un cementerio enorme.
—Arthur Niles.
—Ah. Eso explica tu viaje
aPomosa Circle —llevó el coche hasta
el otro extremo del cementerio y
aparcó a la sombra de un árbol—.
¿Ves aquella lápida de mármol blanco
allí, la cuarta desde el final? —señaló
a una hilera de tumbas que iban hasta
el extremo del cementerio.
—Sí. ¿Es allí?
—Claro. Tómate tu tiempo.
Esperaré —cogió un periódico.
—Gracias.
Arthur Niles, nacido en mil
novecientos veintidós y muerto en mil
novecientos ochenta y nueve, querido
por su esposa, su hija y su nieto.
¿Nieto? Oh, mamá, ¿por qué no me l
odijiste? Había flores en la lápida, secas
y marchitas, en uno de esos aros
oxidados de hierro colgado de una
estaca. Saqué las flores y quité las
pocas hojas muertas del césped.
«Lo siento, abuelo, no llegué a
decirte adiós. Hubiese preferido
decirte hola». Me sentí triste…
increíblemente triste.
Al poco rato adquirí
conscientemente el lugar para
próximos saltos, y luego llevé las
flores y las hojas secas a una papelera
metálica cerca de la calle.
El taxista aún estaba leyendo, así
que me situé detrás de un árbol y salt
éal mercado de flores de la calle
Veintiocho, en Manhattan. Compré un
ramo preparado con rosas,
crisantemos y orquídeas. Me costó
treinta pavos. Salté de vuelta a la
lápida y lo coloqué en el soporte de
hierro.
El taxista bajó el diario cuando
entré en el asiento trasero. No dijo
nada, sólo encendió el contacto y me
llevó al pueblo.
Pero sí habló cuando detuvo el
coche en Main Street.
—¿Quieres que te lleve después a
algún otro sitio, Davy?
Me lo quedé mirando. ¿Cómo…
?Ah.
—¿Conocía mucho a mi abuelo?
Se encogió de hombros.
—Bastante. Jugábamos al pinacle
en su casa cada miércoles, un grupo
de viejales. Era un buen hombre… un
pésimo jugador de pinacle, pero un
buen hombre.
Apoyé la espalda en el asiento.
—¿Sabe dónde está mi madre,
señor…?
—Steiger, Walt Steiger. No sé
dónde estará Mary. Después de que
abandonara a tu padre, estuvo aquí
durante casi un año, entre una cosa y
otra —su expresión era adusta, yapartó la
vista por un momento. Luego
continuó—. Art decía que estaba
trabajando en California, creo,
después de aquello, pero no estoy
seguro. Creo que también me dijo que
se iba a trasladar otra vez, pero
aquello fue justo antes del derrame
cerebral. No recuerdo adonde —se
retorció en el asiento—. Llegué a
conversar con ella un instante en el
funeral, pero sólo hablamos de Art.
—Oh —me quedé allí sentado
unos instantes más—. Gracias por la
información. ¿Cuánto es?
Se encogió de hombros.
—Cinco pavos
.—Pero si ha tenido que esperarme
más de media hora…
—Estaba leyendo. Dame cinco
pavos.
No aceptó propina.
El despacho de Leo Silverstein
estaba en un segundo piso, sobre una
farmacia. Subí por unas estrechas
escaleras y entré por una puerta de
cristal, donde una mujer de mediana
edad tecleaba a toda velocidad en un
procesador de textos mientras
escuchaba unos auriculares. Me puse
delante de su campo de visión. Ella se
quitó los auriculares.
—¿Dictado? —pregunté
,sonriendo.
—Grateful Dead —respondió—.
¿Puedo ayudarte?
—Me gustaría ver al señor
Silverstein, por favor. Me llamo David
Rice. Me gustaría hablar con él acerca
de mi madre, Mary Niles.
—Ah. ¿Tenía hora concertada,
señor Rice? —lo preguntó con aquel
tono que utiliza la gente cuando saben
seguro que no tienes hora.
Negué con la cabeza y tragué
saliva.
—Lo siento, no. He venido de
Nueva York a pasar el día. No supe
hasta ayer que el señor Silverstei
nllevaba las cuentas de mi madre y no
estaba seguro de poder venir a Pine
Bluffs hoy.
Se mostró escéptica.
—Sólo necesito un momento de su
tiempo. Ah, por cierto, ¿por qué
llaman a este sitio Pine Bluffs? No he
visto ni un pino ni un acantilado desde
que he llegado.
Con una voz seca respondió:
—Los riscos están río arriba a
veinte kilómetros, cerca del pueblo
original. Talaron los pinos a principios
del siglo diecinueve. Tome asiento —
añadió, señalando al sofá frente a su
mesa—. Preguntaré al seño
rSilverstein si puede verle.
Me senté mientras ella hablaba en
voz baja por teléfono.
Odiaba aquello. Nunca me ha
gustado conocer a gente nueva.
Bueno, lo que pasa es que odio dar la
mano a desconocidos. ¿De qué tienes
miedo, Davy? ¿De qué se te queden la
mano?
Me retorcí en el sofá, intentando
ponerme cómodo. Sí, podrían
quedarse la mano, o peor, no
gustarme.
La puerta al despacho interior se
abrió y apareció un hombre de unos
cincuenta años, de mi altura y pel
ogris. Llevaba un chaleco y unos
pantalones a conjunto y la corbata
aflojada en el cuello.
—¿Señor Rice? Soy Leo
Silverstein. Tengo una cita en diez
minutos, pero puedo estar por usted
hasta entonces.
Me levanté y le di la mano.
—Muy amable —respondí
mientras le seguía al despacho. Cerró
la puerta y señaló una silla.
—Así que es usted el hijo de Mary
Niles…
—Sí.
—¿Y qué puedo hacer por usted?
—Estoy intentando localizarla
.—Oh —cogió un pisapapeles de
su escritorio y se lo fue cambiando de
mano—. Me he estado preguntando si
algún día pasaría algo así.
Fruncí el ceño. El asiento de felpa
se me hizo duro de repente.
—¿Qué quiere decir?
Respiró hondo.
—Su madre apareció por aquí
hace seis años con tres huesos de la
cara rotos, laceraciones, moretones y
severos traumatismos. Habían
abusado de ella física y mentalmente.
Pasó un largo año de terapia
psicológica por una fuerte depresión y
dos operaciones para reconstruirle l
acara.
Me lo quedé mirando. Tenía un
nudo en el estómago.
Leo Silverstein me observó con
atención, con el pisapapeles en una
mano, a punto de cambiarlo a la otra,
pero aún no.
—¿Es eso una sorpresa para
usted?
Asentí.
—Bueno…, supe de al menos una
vez que mi padre le pegó. Pero,
cuando ella se marchó, yo volví a casa
del colegio un día se había ido. Mi
padre no quiso hablar de ello —
¡debería haberlo sabido!—. Tenía
sólodoce años por aquel entonces.
Asintió con la cabeza.
—Intenté varias veces convencer a
su madre para que presentase cargos
contra su padre. Pero se negó. Decía
que nunca se acercaría a él, que no
quería estar en el mismo estado que
él. Estaba absolutamente aterrorizada
—volvió a cambiarse de mano el
pisapapeles—. También creo que
temía lo que pudiese hacerle a usted.
Según parece, la amenazó en diversas
ocasiones con eso.
Un maldito rehén. Él se salió con
la suya por mí. Tenía ganas de
vomitar
.—¿Y dónde está ahora? —
pregunté. Lo siento, lo siento, lo
siento…
—Bueno, ése es el problema. No
puedo decírselo. Mi cliente me dio
instrucciones de mantener esa
información completamente
confidencial. No tengo elección en el
asunto. No hizo excepciones.
—¿Ni siquiera por mí? ¿Por su
hijo?
Se encogió de hombros.
—¿Y cómo sabe ella que usted no
está compinchado con su padre?
—Me escapé de aquel hijo de puta
hace más de un año. ¡No esto
ycompinchado con él!
Se reclinó en su silla y le vi que
apretaba el pisapapeles de repente,
casi como si fuese un arma. Relájate,
Davy. Suspiré y me senté bien en la
silla, con las manos en el regazo.
Repetí más lentamente:
—No estoy compinchado con mi
padre.
—Me parece que le creo —
contestó Silverstein, aminorando la
presión sobre el pisapapeles y
relajándose un poco—. Sin embargo,
eso no tiene nada que ver con el
asunto. Sigo sin poder decirle dónde
está
.Crucé los brazos. Las orejas me
ardían y me sentí avergonzado y
furioso y a punto de hacer o decir algo
estúpido.
—No obstante, estaría dispuesto a
hacerle llegar un mensaje o una carta.
¿Y qué diría? ¿Qué debe de pensar
de mí? ¿Cómo puedo escribir una
carta sin saber eso? En realidad no
quiere saber nada de mí…
Me levanté de golpe.
—Tendré que pensar en ello —
contesté. Me di cuenta de que
Silverstein se había tirado hacia atrás
otra vez y agarraba el pisapapeles con
fuerza. ¿Qué tengo en la cara que
leasusta tanto? Fui hacia la puerta y la
abrí de golpe, pero me detuve. Aún
estaba furioso con él, pero parte de mí
se daba cuenta de que no era culpa
suya, aunque no me quitaba el enfado.
¿Le gustaría que le llevase de un salto
a una parada de camioneros en
Minnesota, señor Silverstein? Sin
darme la vuelta le dije:
»Gracias. Por favor, perdóneme
por mi mal humor —luego pasé frente
a la recepcionista, crucé la puerta de
cristal y bajé las escaleras.
Estaba a punto de salir a la calle
cuando vi a Walt Steiger, el taxista,
aún aparcado allí fuera, leyendo s
uperiódico.
No quería hablar con él. Salté a
Brooklyn.

El piso era demasiado pequeño


para contener mi mal humor. Intenté
sentarme, pero no podía dejar de
moverme. Intenté acostarme, pero no
había manera de parar quieto. Abajo
los Washburn estaban discutiendo otra
vez, gritándose mutuamente. Oí platos
que se rompían y me estremecí
mientras caminaba impaciente de
arriba para abajo.
Aún iba vestido para el clima de
Florida, pero no quería cambiarme
.Cogí el abrigo, el largo de piel, y salté
a la pasarela peatonal del puente de
Brooklyn.
El reloj en el edificio Watchtower
marcaba siete grados, y el viento del
East River cortaba como un cuchillo.
El espeso manto gris del cielo plomizo
concordaba con mi estado de ánimo.
Un año en el hospital… oh, Dios
mío, Dios mío, Dios mío. Apreté las
solapas del abrigo y me quedé
mirando al sur, hacia el puerto, ajeno
al viento. Recordé estar frente a mi
padre con una pesada botella de
whisky en la mano, debatiéndome
entre la indecisión y la duda. Recordéque
decidí no matarle. ¿O es que no
pudiste matarle?
Lo que fuese. Me arrepentí de lo
que fuese que me impidió aplastarle el
cráneo. Sentía no haberle matado.
¿Y matarle ahora? Encogí la
cabeza entre los hombros. El viento
aullaba en mis orejas, agitándome.
Quizá.
Pasé el resto de la tarde pensando
en maneras de hacerlo, la mayoría de
las cuales implicaban saltar. Podría
agarrarle, saltar hasta el último piso
del Empire State y tirarle al vacío.
Bajé la vista para ver las frías aguas
del East River. La caída desde
aquítampoco está mal. Me imaginé
cosas,
centenares de actos violentos, y los
recreé en mi cabeza. En lugar de
calmar mi enojo, me hacían sentir más
culpable, más avergonzado de mí
mismo. Aquello me enfureció aún
más. Me di cuenta de que estaba
aferrado a la barandilla, apretando los
dientes. Me dolía la mandíbula.
¡Por todos los demonios! ¡Yo no
soy quien le rompió la cara!
Fue cuando me di cuenta de que
podía matarle y salirme con la mía,
que empecé a calmarme. Cuando me
di cuenta de que no lo haría.
Aunque sí quería hacerle daño.Quería
aplastar algo, sentir la carne
bajo mis puños. Quería romperle
algunos huesos yo mismo.
Recordé lo que había pensado en
hacerle al abogado de Florida. Iba a
llevarle de un salto a aquel bar de
camioneros en Minnesota, donde
Topper Robbins, el tipo que intentó
violarme, se había ganado mi
confianza con una asquerosa cena.
Topper Robbins. Ahora, sí que hay
alguien que merece castigo.
Me ceñí el abrigo y salté.

Topper llegó a la parada de


camiones a las 10:30 de la noche
,veinte minutos más tarde de lo que me
había dicho una de las camareras.
Había estado esperando durante más
de una hora, moderadamente cómodo
a pesar de la nieve, debido al nuevo
calzoncillo largo y los guantes que
llevaba.
Sin embargo, esperando con aquel
frío volví a pensar en ello, y estaba a
punto de dejarlo correr cuando llegó
él. Apreté los puños de repente y noté
que los dientes me rechinaban. Irme a
casa se convirtió en lo último que
quería hacer.
Puso gasolina, aparcó el camión
con remolque, cerró la cabina y entróen
el bar. Observé cómo tomaba
asiento en la zona de conductores, y
me aproximé a su camión.
La cabina era pequeña. No tenía
cama detrás, sólo una ventanilla
trasera para comprobar los puntos
ciegos. Miré a mi alrededor y me metí
entre el remolque y la cabina. Había
una caja de conexiones soldada y los
manguitos de conexión del aire de los
frenos neumáticos del remolque. Vi
que podía sentarme allí con la cabeza
justo debajo de la ventana. Si me
levantaba sobre la caja, podía mirar
adentro. Adquirí el sitio para saltar, y
entonces me dirigí a la parte traseradel
camión.
Había una escalera de mano
soldada en el remolque, que iba desde
el logotipo de PetroChem a la señal de
inflamable. La subí y vi que había
muy poco a lo que agarrarse en la
parte superior de la cisterna, pero en
la parte de atrás, entre la escalera y el
remolque, había un saliente formado
por las cajas de conexiones. Di la
vuelta en la escalera y me senté allí. El
metal estaba muy frío, pero se podía ir
sentado.
Salté al Café Borgia, en
Greenwich Village, y me tomé un
chocolate caliente con nata montada
ycanela. Entre el chocolate, el calor de
la cafetería y el calzoncillo largo que
llevaba, entré bien en calor, y estaba
casi sudando cuando salté de vuelta a
la parada de camiones, al borde de la
carretera. Topper aún estaba cenando.
Entonces me puse a caminar de un
lado a otro, aplastando de vez en
cuando la pequeña capa de nieve
sobre la hierba. Cuando me enfrié,
salté a mi piso durante unos minutos.
Se me ocurrió que no había llamado a
Millie, pero no quería perder la
ocasión. Topper podría irse, y yo
tendría que esperar otro día.
Después de caminar, saltar yentrar en
calor unas cuantas veces,
Topper salió al fin del restaurante. Le
vi caminar hacia el camión, abrir la
cabina, y coger un martillo de detrás
del asiento. Entonces se puso a
golpear todas las ruedas. Al parecer
satisfecho, guardó el martillo, subió al
camión y encendió el contacto.
Salté a la caja de detrás de la
cabina antes de que el camión
empezase a moverse. Una vez en
marcha, podía saltar de allí, pero
probablemente no podría saltar de
vuelta al camión. No si no lo tenía a la
vista.
El viento azotaba los bordes de lacabina
mientras Topper maniobraba
con lentitud cambiando las marchas.
Me subí el cuello del abrigo. Cuando
el camión salió a la carretera
interestatal, intenté saltar a la parte
trasera del camión, en el saliente
formado por las cajas de conexiones.
No tuve problemas, aunque allí hacía
mucho más aire. Volví a saltar detrás
de la cabina. De nuevo, sin problemas.
Había supuesto que iría bien.
Aunque aquello era un vehículo en
movimiento, conocía la distancia entre
donde me encontraba y mi objetivo.
Sospeché que podría saltar al camión
desde fuera, aunque estuviese e
nmarcha, siempre y cuando pudiese
verlo. Si saltase a mi piso en aquel
momento, estaba seguro de que no
podría saltar de vuelta.
Antes de que me enfriase
demasiado para poder concentrarme,
empecé mi «juego».
Me levanté sobre la caja, justo
detrás del asiento del pasajero, y me
agarré a uno de los cables de
conexión con la mano izquierda. Con
la derecha, saqué una pequeña
linterna y me la acerqué a la cara
mientras miraba por la ventanilla
trasera.
No pude ver a Topper, pero m
icara se reflejaba en la ventanilla,
como si estuviese flotando en el aire.
La posición de la linterna proyectaba
sombras en mi cara y la hacía parecer
anormalmente blanca. El abrigo
oscuro no se reflejaba para nada. Pasó
un rato antes de que Topper se diera
cuenta. Quizá miró al retrovisor
derecho y vio de reojo una luz donde
no tendría que haberla. Entonces se
giró para mirar bien. Es probable que
lo hiciese dos o tres veces. No lo sé,
pero sí sé que lo siguiente que hizo
fue frenar de golpe.
Apagué la luz y salté a la
plataforma de atrás
.El camión tardó varios segundos
en parar. En el último momento salió a
la cuneta. Oí que se abría la puerta de
la cabina y sus pasos al bajar. Vi una
ráfaga de luz en el asfalto y me di
cuenta de que yo no era el único con
una linterna.
El traqueteo del motor diesel tapó
su voz, pero oí sus maldiciones y sus
pasos hasta la parte trasera del
camión, y vi el haz de la luz que se
acercaba en el asfalto. Esperé a que
casi hubiese llegado y salté detrás de
la cabina otra vez.
No podía oírle por lo cerca que
estaba del motor en marcha. La
puertadel estaba ligeramente
conductor
abierta, de manera que el interior de la
cabina estaba iluminado y podía verlo.
Salté dentro y apagué el contacto. El
motor paró con un ruido sordo. Miré
por los retrovisores. Topper venía
corriendo por el lado del conductor.
Salté al saliente trasero de nuevo.
Le oí maldecir. Subí la escalera del
camión y miré hacia delante. Estaba
frente la puerta del conductor,
mirando las llaves del contacto, con la
linterna hacia el suelo. Cerró la cabina
con llave; luego, poniendo con
cuidado las llaves en el bolsillo de su
chaqueta, empezó a andar hacia e
lfinal del camión, alumbrando por
debajo y alrededor de las ruedas así
como por toda la estructura. Le dejé
que llegase hasta media cisterna y
salté al interior de la cabina.
Se estaba caliente en la cabina.
Después de dar la vuelta por todo
el camión, Topper se fue hacia los
matojos que había en el margen de la
carretera y alumbró con la linterna a
un lado y a otro. Volvió sacudiendo la
cabeza.
Me puse a reír. Mientras abría la
puerta, salté al final del camión.
Cuando encendió el motor y se puso
en marcha, volví a saltar a la cajadetrás
de la cabina.
¿Os hacéis a la idea?
Durante la hora siguiente, repetí lo
mismo cinco veces más. No hizo ni
veinte kilómetros por la interestatal 94.
La sexta vez, empezó a resollar
mientras rodeaba el camión.
—¡Maldita sea! ¿Qué quieres?
¿Quién diablos eres?
Esperé a que estuviese al final del
camión, y entonces bajé y me puse a
andar por la cuneta hasta que estuve a
unos cuatro metros del vehículo.
Había una alcantarilla, señalada con
reflectores, que iba desde el borde del
arcén hasta meterse debajo de
laautopista. Era una zanja de hormigón
de metro y medio de ancho por dos de
profundidad. Caminé un poco más
hasta que adquirí un lugar para saltar,
una señal de tráfico, y luego salté de
vuelta a la alcantarilla.
A lo lejos, vi un punto de luz que
se movía con lentitud alrededor de la
cisterna. Me puse al borde de la
cuneta, con el cuello del abrigo
ceñido, las manos en los bolsillos y,
casualmente, delante del primer
reflector que señalaba el conducto
subterráneo.
Topper finalmente subió a la
cabina y le dio al contacto. Cuand
oencendió las luces, me dieron de pleno
en la cara.
No me estremecí. Me quedé allí.
El camión no se movió por un
momento; entonces se puso en
marcha con una sacudida. No parecía
girar para incorporarse a la carretera,
pero continuaba aumentando la
velocidad. Me quedé mirando al
parabrisas sin moverme. El camión
seguía ganando velocidad. Topper pisó
a fondo el acelerador, pero aun así, el
camión sólo iba a cincuenta o así
cuando se me acercó. Seguí sin
moverme y esperé hasta sentir el calor
que desprendía el motor, antes d
esaltar a la señal de tráfico, más abajo.
La rueda derecha delantera del
camión se metió en la zanja y provocó
que el neumático pinchase
estrepitosamente. La parte trasera de
la cabina osciló hacia la derecha,
empujada por la cisterna. Entonces
todo el camión cayó de lado con un
lento y pesado movimiento. Saltaron
chispas cuando la cabina rozó los
bordes de hormigón de la alcantarilla,
acompañadas por brillantes trozos de
vidrio, pues algunos trozos del
parabrisas saltaron por delante de los
faros del camión.
Me dispuse a saltar, temiendo qu
ela cisterna explotase, pero se detuvo
poco después. La cabina estaba
retorcida y abollada, con un faro
inutilizado y el otro apuntando hacia el
cielo. El remolque ni siquiera parecía
perder combustible.
Me acerqué.
Topper tenía un brazo enredado
en el volante y colgaba sobre el
cambio de marchas, hacia el asiento
del pasajero. Tenía la cara salpicada
de sangre. Sus ojos me miraban
fijamente y me siguieron cuando me
acerqué a la parte delantera de la
cabina para verlo mejor. Gemía un
poco, y su mano libre intentabaalcanzar
el volante para liberar al otro
brazo.
Al otro lado de la mediana los
coches se iban parando. Oí puertas
que se cerraban y voces excitadas.
Les hice caso omiso.
Sonreí lentamente a Topper. Volvió
a hacer aquel ruido y palpó
desesperadamente el volante.
Entonces, mientras me miraba, salté.
8

—Hola.
—Eh… ¿qué hora es?
—Las once y media. ¿Te he
despertado?
—Me he quedado dormida en el
sofá. Estaba esperando tu llamada.
Sonreí al teléfono como un tonto.
—Perdona por llamar tan tarde.
He estado ocupado —me encontraba
en la cama, tapado, intentando entrar
en calor después de mi pequeño
asunto en Minnesota.—¿Buscando a
tu madre?
—No. Saldando cuentas
pendientes.
Su voz cambió: se hizo más
recelosa y despierta.
—¿Qué quieres decir? ¿No le has
hecho nada a tu padre?
Apreté el teléfono. Había
conseguido olvidar a mi padre durante
un rato.
—No. Se lo merece, pero no le he
hecho nada —hice una pausa—. Hoy
me he enterado de algo malo, algo
horrible.
—¿Qué?
—Mi madre pasó un año en u
nhospital psiquiátrico justo después de
abandonar a mi padre. También
tuvieron que hacerle dos operaciones
para reconstruirle la cara.
Oí que daba un grito ahogado.
—Oh, Davy, qué horrible.
—Sí, Millie, ¡no quieren decirme
dónde está! ¡Creen que se lo diré a mi
padre!
—¡Eh, Davy! Cálmate. Respira
hondo.
Cerré los ojos, expiré, inspiré.
—Lo siento —dije unos instantes
más tarde.
—Es normal estar disgustado. Hoy
has oído muchas cosas
desagradables.Tiene que ser duro para ti.
Oye,
¿quién no te quiere decir dónde está?
—Su abogado. Le dio
instrucciones de no revelar su
paradero a nadie, ni siquiera a mí.
—Oh, Davy Eso tiene que doler
—titubeó—. Ojalá pudiese estar ahí.
—Dios, te echo de menos, Millie.
Ambos nos quedamos callados
unos instantes, pero era casi como si
estuviese con ella.
—¿Qué demonios debería hacer?
El abogado me ha dicho que le haría
llegar una carta.
—Oh. Entonces, ¿puede
escribirle?
s—Supongo.
—Bueno, ¿y no quieres?
—¡No lo sé! Me refiero a que si
no quiere verme, ¿de qué sirve
escribirle?
Hubo silencio en el otro lado de la
línea.
—Davy, no sabes lo que ella
quiere. Creo que sólo le tiene miedo a
tu padre. Escríbele. Dile cómo te
sientes. Dile lo que tú quieres.
—No sé lo que quiero. No puedo
escribir.
Millie dio un bufido y habló en voz
baja.
— ¿Qu é pasa, Davy ? ¿El
rechaz es peor que tu rechazo
oreal
imaginario? Mientras no le escribas,
puedes fingir que ella querría verte si
supiese de ti. ¿Es eso?
¡Dios santo! Cerré los ojos con
fuerza. Me saltaron las lágrimas.
—¿Estás ahí, Davy? —preguntó
con delicadeza—. ¿Estás bien?
—No, no lo estoy —logré decir—.
Has dado en el blanco —tenía un
nudo en la garganta y me dolía agarrar
el teléfono tan fuerte—. Mira, tengo
que pensar en ello. Te llamaré
mañana, ¿vale?
Respondió con un hilo de voz.
—Vale. Hasta mañana. M
epreocupo por ti, Davy.
Colgué el teléfono, me puse la
almohada en la cabeza y deseé morir.

Me había sentido tan bien después


de que Topper volcase su camión…
¿Por qué parecía tan miserable a la luz
del día? ¿Tan mezquino? ¿Es que no
se lo merecía? Me estaba
enfureciendo otra vez. Intenté coger
un libro que había estado leyendo el
día anterior, pero no sirvió de nada.
No podía concentrarme y las palabras
se arrastraban por la página.
Me puse el abrigo y salté a
Minnesota
.—He visto un camión cisterna
volcado al oeste de aquí. Un accidente
extraño.
La camarera me sirvió el café.
—Sí, uno de nuestros clientes
habituales. Al parecer se quedó
dormido y salió de la carretera.
—¿Ha muerto? —por fin lo había
dicho, y no sabía si era algo que temía
o que esperaba.
—No. Se cortó un poco y creo
que se hizo un esguince en un
hombro. Ha pasado toda la noche en
el hospital del condado en
observación.
Está vivo. Sentí alivio y m
esorprendí.
Un ayudante de camarero estaba
limpiando la mesa de al lado.
—Cuatro agentes han entrado esta
mañana a por donuts. He oído que
uno decía que le hicieron el control de
drogas a Topper. Insistía en que no se
quedó dormido; decía que perseguía a
un fantasma, que el fantasma le atrajo
hasta una zanja.
La camarera sacudió la cabeza.
—Siempre ha habido algo extraño
en Topper, algo sucio. ¿Qué se había
tomado?
El muchacho dejó de limpiar.
—Nada. Han dicho que estabalimpio.
Pero por eso le han tenido toda
la noche en observación, para buscar
algún daño cerebral. También le
miraron la cabeza con rayos X, por si
se había roto algún hueso.
—¡Uf! Caray —la camarera miró
mi taza—. ¿Quieres un poco más de
café, azúcar?
Sonreí y contesté:
—Sí, por favor.

Querida Mamá,
Me escapé de casa hace
un año y tres meses. Ahora
vivo en Nueva York y me va
bien. Me gustaría verte
,aunque no sé si es algo que tú
desees. Te echo de menos,
pero entendería que no
quisieras verme. En cualquier
caso, me gustaría saber de ti.
Puedes llamarme al
718/553-4465 o escribirme al
PO Box 62345, Nueva York,
NY 10004.
Tu hijo

Era torpe, simple y grosera, pero


era mi sexto intento y no quería volver
a escribir la carta. Di la orden para
imprimir y la impresora láser sacó la
página silenciosamente. La firmé y l
apuse en un sobre con el nombre de
soltera de mamá, Mary Niles.
Salté a las escaleras bajo el
despacho de Leo Silverstein. Arriba, le
di el sobre a su secretaria y le pedí
que se lo entregase. Me respondió que
lo haría, sin preguntarme nada. Creo
que conocía la situación.
¡No quiero tu compasión! Sentí la
tentación de teletransportarme a casa
justo delante de ella, sólo para quitarle
de la cara aquella expresión
comprensiva. Sin embargo, ya había
hecho eso demasiado a menudo. Le di
las gracias y salté desde la privacidad
de las escaleras
.
Llamé a Millie y le conté lo de la
carta.
—Eso está bien, Davy. Sé que es
un paso que asusta, pero al menos
sabrás algo.
—¿Y si no quiere verme? ¿Y si le
da igual?
Se tomó tiempo para responder.
—No creo que debas preocuparte
por eso. Pero, incluso si es así como
se siente, al menos lo sabrás y podrás
continuar a partir de ahí en lugar de
estar atrapado.
—¿Atrapado? Bueno, supongo que
es una manera de decirlo. Estoyatrapado
entre tener una madre o no
tenerla.
Millie dijo con delicadeza:
—Davy… no has tenido madre
durante seis años. En realidad, estás
atrapado entre saber si va a volver a
ser parte de tu vida otra vez o no.
Negué con la cabeza, enojado.
—No veo la diferencia.
—No eres la misma persona que
dejó atrás tu madre. Ya sólo el tiempo
es un factor importante, por no
mencionar un padre abusivo. Tu
madre no es la misma persona. La
terapia psicológica puede causar
grandes cambios en una persona.
Ninguno de los dos podrá volver a la
relación que teníais, no sin mucho
fingimiento. Simplemente, no
cuadrará.
—Maldita sea, Millie. Es muy
duro.
—Sí.
Cambié de tema.
—¿Qué quieres hacer este fin de
semana?
—Pues no lo he pensado. Puede
que descansar.
Sonreí un poco.
—¿En la cama?
—Bueno, un poco —respondió—.
Pero no todo el tiempo. Ésa es un
abuena manera de arruinar una
relación.
—¿El sexo?
—Nada más que sexo. Tengamos
algo más entre nosotros que una fina
capa de sudor.
—¿Es que no te gusta? Pensaba…
bueno, parecía que…
—Me encanta el sexo. Disfruto
con él aunque mi educación
protestante me remuerda la conciencia
de vez en cuando. Me encanta el sexo
contigo, Davy, porque, bueno…, te
quiero.
Noté algo extraño en mi expresión
y tenía un nudo en el estómago. N
oveía el teléfono, ni la silla, ni las
estanterías. Sólo su cara.
—Oh, Millie…, déjame que vuele
hacia allí esta noche —mi voz era
áspera y la mano en el auricular no
paraba de temblar.
La oí suspirar.
—Aunque hubiera un vuelo esta
noche, no podría llegar aquí hasta
mañana. Y tengo que ir a clase.
Podría estar allí en un abrir y
cerrar de ojos. El cálido silencio fue
de añoranza compartida. Me sentí
miserable y eufórico.
—Puedes venir el jueves, si
quieres.
—¿Estás segura?
—Salgo de mi última clase a las
cuatro y media. Puedo estar en el
aeropuerto hacia las seis. No, a las
seis y media… es hora punta.
—No. Estaré en tu apartamento a
las cuatro y media, el jueves —luego,
antes de que pudiese acobardarme,
añadí:
»Yo también te quiero.
Se quedó en silencio por un
momento; luego, casi demasiado flojo
para oírla, dijo:
—Oh, Davy, voy a llorar.
—Bueno, puedes hacerlo.
Ve con ella. Ve con ella, ahora…Quería
saltar tanto…, pero otra voz
me decía: Espera. Ella te quiere, pero
¿querrá al saltador?
Oí que se sonaba la nariz.
—Odio la manera en que me
gotea la nariz cuando lloro.
—Siento haberte hecho llorar.
—Oh, cállate, idiota. Te lo dije: las
lágrimas son una bendición. Me has
hecho un regalo y estoy feliz, no
triste. Las lágrimas no siempre
significan dolor. Y tú no eres idiota y
te quiero.
Ve con ella. Espera. Aaaaaaaah.
—Te quiero. Quería decírtelo, te
lo estaba diciendo cuando te llam
épara contarte lo de la muerte de mi
abuelo.
—Bueno, yo me preguntaba…
—Tenía miedo de decírtelo. Y aún
lo tengo.
Su voz era seria.
—Me alivia oír eso. No es algo
que deba decirse a la ligera.
—Entonces, ¿por qué quiero
decírtelo una y otra vez?
—Quizá porque lo sientes de
verdad. Tengo una teoría sobre esa
frase. Debería decirse siempre y
cuando sea cierta, pero no con tanta
frecuencia que se convierta en
automática y pierda el sentido. No
debería ser como «buenos días» o
«perdona» o «pásame la mantequilla,
por favor». ¿Entiendes?
—Creo que sí.
—Pero puedes volverlo a decir
ahora, si te apetece.
—Oh, Millie, te quiero.
—Te quiero. Ahora me voy a la
cama, pero puede que me cueste
dormir. Piensa en mí.
—¿Y cómo puedo evitarlo? —Ve
con ella, ve con ella, ve con ella.
Se puso a reír.
—Buenas noches, cariño.
—Buenas noches, amor.
Colgó y me quedé mirando elauricular
maravillado. Entonces salté a
Stillwater, fuera de su piso, y miré la
ventana de su habitación hasta que la
luz se apagó.

Estaba buscando un regalo para


Millie y recordé algo que había visto
en la tienda de artículos de regalo del
Metropolitan Museum. Intenté saltar a
las escaleras de la entrada y no pasó
nada. Rápidamente, antes de que
perdiese la confianza, salté a
Washington Square. Sin problemas.
Sólo había ido al museo una vez,
con Millie, y aunque había intentado
volver muchas veces, nunca lo habí
aconseguido.
Lo único que pasa es que no lo
recuerdo bien, pensé.
Cuantos más lugares visitaba, más
tenía que recordar, si quería volver allí
de un salto. ¿Es que voy a tener que
saltar a todos los sitios que conozco
una vez por semana, para mantenerlos
frescos en mi memoria?
Decidí que era el momento de
comprarme algunos juguetes.
En la calle Cuarenta y siete me
resultó fácil gastarme dos mil dólares
en: una videocámara, pequeña, con
cintas de ocho milímetros; un
reproductor de vídeo para las cintas;
una caja de cintas de veinte minutos,
en la que iban diez; dos baterías de
níquel-cadmio extra; y un cargador
rápido externo para las baterías. Una
hora después, tras haber cargado una
batería y haberme leído las
instrucciones de la cámara, salté a
Central Park, al campo de croquet, en
la parte oeste del parque, lo crucé y
subí por la Ochenta y uno, donde se
encuentra el Metropolitan. Luego
estuve unos minutos filmando un
hueco apartado cerca de las puertas
del museo, primero grabando el
hueco, y más tarde colocándome en él
y grabando una vista panorámica
.Hablé de las imágenes y los olores en
el micrófono.
Luego salté a casa, saqué la cinta
y la etiqueté con cuidado,
"Metropolitan Museum, entrada
principal". La puse en el vídeo
conectado a mi pequeña cámara. La
calidad era excelente.
Obviamente, no iba a tener ningún
problema para saltar de nuevo al
museo. Acababa de estar allí y había
prestado atención. Sin embargo,
dentro de seis meses, después de no
haber estado allí durante un tiempo el
recuerdo no sería tan bueno, y
esperaba que la cinta de vídeo m
esirviera de «recordatorio».
Ya lo veremos.
Después de comprar los regalos
para Millie, pasé el resto del día
grabando mis sitios de salto utilizados
con menos frecuencia. En ocasiones,
cuando el lugar era demasiado
público, lo cambiaba por un rincón
apartado. En Florida, por ejemplo,
adquirí un nuevo sitio en el aeropuerto
de Orlando, un hueco entre dos
columnas. En Pine Bluffs encontré un
lugar entre dos arbustos en la plaza
del pueblo, delante del despacho de
Leo Silverstein. En Stillwater,
encontré un callejón dos casas más
abajo del piso de Millie. En Stanville,
escogí una zona detrás del contenedor
del Dairy Queen, entre un seto y el
edificio de la biblioteca pública, y el
patio de casa de papá.
Tenía que comprar dos cajas de
cintas más, además de un estante para
irlas guardando.
Aquello me ocupó prácticamente
todo el martes. El miércoles, a
primera hora de la mañana, salté al
aeropuerto de Orlando y cogí un
enlace hasta Disney World. El autobús
llegó veinte minutos antes de que
abriesen las puertas. Encontré un
espacio entre dos arbustos, lo
adquirí,salté a casa para coger la video-
cámara, salté otra vez y grabé el lugar.
También grabé un lugar dentro del
parque. La seguridad de Disney World
es muy buena, así que procuré
escoger un sitio sin cámaras. Me
imaginé una extraña situación en la
que Mickey Mouse se me acercaba y
decía: «¡Se acabó el baile! ¡Se acabó
el baile! ¡Ji, ji! Espósale, Goofy». Tuve
mucho cuidado. Varias veces a lo
largo del día me sentí tentado de saltar
donde la gente pudiese verme, para
evitar las largas colas. Odio las colas
largas, pero no me arriesgué. Siempre
podría saltar otra vez, a primera horade
la mañana, antes de que llegase la
multitud, o poco antes de cerrar,
después de que se marchasen.
Millie debería estar aquí, pensé.
No me importaría esperar en la cola
con ella.
Me vino un recuerdo olvidado
durante años. Mamá me iba a llevar
allí, a Disney World, en nuestro
siguiente viaje para visitar al abuelo.
Lo dejé correr a eso de las seis de
la tarde, porque ya no me aguantaba
más de pie y me dolía la cabeza por el
calor.
De vuelta en mi piso, dormí un par
de horas y luego llamé a
Millie.Hablamos durante más de una
hora;
luego, como en las noches anteriores,
salté a Stillwater para observar su
ventana hasta que se apagase la luz.
A medianoche me encontraba
mirando una foto de Millie hecha en
un fotomatón y discutía conmigo
mismo.
«¿Por qué no se lo dices?»
«¿Qué, decirle que soy un ladrón
de bancos? ¿Que no hago nada
productivo con mi vida? ¿Qué robo el
dinero que a la gente le cuesta tanto
ganar?»
«Sólo dile lo de los saltos.»
«Claro. Si se lo digo, imagínatetodas las
demás preguntas que me
hará. Ahora me quiere. No tengo que
ser un bicho raro para ganarme su
amor. Puedo ser yo mismo.»
«¿Ah, sí? Ella quiere lo que tú has
escogido mostrarle. ¿Es que omitir el
resto no es tan falso como inventar
mentiras? ¿Estás viviendo una
mentira? Cuanto más tardes en
decírselo, más traicionada se sentirá
cuando lo descubra.»
«¿Es que tiene que descubrirlo?»
«¿Tú la quieres?»
«¡Ay! Bueno, se lo tengo que
decir. Con el tiempo. Cuando se dé la
situación correcta.
»Me quedé mirando la foto de
Millie y me estremecí.

A las dos de la mañana, los


Washburn empezaron a discutir de
nuevo, sólo que esta vez llegaron a las
manos. En un período de veinte
minutos, la voz de ella pasó de
comentarios furiosos en voz alta a
gritos de miedo y luego a chillidos de
dolor. Parecía mamá.
Salté a la calle, frente a la
charcutería, después de ponerme los
vaqueros a toda prisa y el abrigo sin
nada debajo. Marqué el 911 en la
cabina e informé de una agresión
enaquella dirección y aquel piso. Cuando
me preguntaron mi nombre y dónde
vivía, respondí:
—Yo sólo pasaba por aquí. No
quiero verme involucrado, pero parece
como si la estuviese matando—colgué.
Incapaz de soportar los gritos, no
salté de vuelta al piso, sino que me
quedé moviéndome de acá para allá
sobre la fría acera con los pies
descalzos. Incluso desde allí, la podía
oír gritando.
Dense prisa, joder.
La policía tardó cinco minutos en
llegar, con un coche con las luces
puestas pero sin sirena. Ya no la oíagritar
más. Los dos polis llamaron al
timbre del piso de los Washburn y
hablaron por el interfono. Oí que se
abría la puerta y entraron.
Me quedé junto a la cabina, en la
sombra proyectada por la farola. Se
me estaban congelando los pies por
momentos. Pues salta a un sitio
caliente. No me moví. No quería
volver al piso ni quería marcharme.
Era como tener una llaga en la boca,
dolorosa al tacto, pero que sigues
hurgando con la lengua.
Los dos agentes estuvieron en el
edificio menos de dos minutos, luego
salieron, se metieron en el coche y
sefueron.
Mierda.
Salté de vuelta a mi piso y escuché
con atención. Ella estaba llorando,
pero al parecer él había dejado de
pegarle. Encendí la radio para no oír
el ruido y me volví a la cama.

El fin de semana fue mágico,


estropeado sólo por una voz gruñona
que me decía, una y otra vez, «díselo
o lo lamentarás», y por el hecho de
que su compañera de piso no se había
ido a casa a ver a la familia.
Le di primero la cabeza de
mármol esculpido.—Oh, Dios mío,
es precioso.
¿Qué es?
—Es una reproducción de un
detalle de la Pietá de Miguel Ángel. Se
llama La cabeza de la virgen. Me
pareció muy apropiado.
Ella se sonrojo y río.
—¿Tu segundo regalo de
virginidad? Bueno, es absolutamente
estupendo y me encanta. Temo
preguntarte cuánto te costó.
Me encogí de hombros y saqué la
otra caja. Me lanzó una mirada
acusadora.
—¡Te dije que me hace sentir
culpable que te gastes el dinero en mí
!—Entonces me disculpo de
antemano. Intenté controlarme, pero
no pude. Tú mereces más, mucho
más.
Se quedó mirando como una loca
a la caja envuelta.
—¡Um! Intentar salir del paso con
buenas palabras no va a funcionar —
agitó la caja, consideró sus
dimensiones, y la sopesó para hacerse
una idea—. Parece un libro.
—No lo es.
La abrió despacio, con cuidado,
manteniendo el papel intacto. Llegó
hasta el estuche y me lanzó otra
oscura mirada
.—Ábrelo.
Lo hizo y se quedó boquiabierta.
Sorpresa y obvio placer.
—Te has acordado.
Era una copia del «Collar de la
princesa», el original del cual había
pertenecido a Sit-Hathor-Yunet, hija
de Sesostris II, faraón egipcio durante
la doceava dinastía. Tenía cuentas en
forma de gota de lapislázuli, camelia,
aventurina y plata dorada, separadas
por cuentas de amatista. Estoy seguro
de que el original tenía cuentas de oro
macizo en lugar de estar bañadas en
oro, pero no se puede tener todo.
Doscientos cincuenta dólares mástreinta
por los pendientes a conjunto.
—Bueno, sí. Casi te ofrecí que te
lo comprases entonces, pero eras muy
susceptible con el dinero.
Dejó la caja y me empujó contra el
sofá.
—Aún soy susceptible con el
dinero. Deja de hacerme regalos caros
—me besó lentamente, tomándose su
tiempo—. Te lo digo en serio —volvió
a besarme—. Y gracias.

Aquella noche fuimos al mejor


restaurante de Stillwater, para que
Millie pudiese arreglarse y ponerse el
collar con los pendientes. Tre
smujeres diferentes le preguntaron por
él, obligándola a soltar cuatro
vaguedades sobre la doceava dinastía
egipcia. Me fulminó con la mirada
después del último encuentro.
—¡Deja de reírte! Soy estudiante
de psicología, no arqueóloga —pero
siguió sonriendo a pesar de quejarse y
no dejó de tocarse el collar durante la
cena.
Hubo un momento incómodo
cuando me preguntó cómo había
conseguido que no se me arrugase el
traje en mi diminuta bolsa de fin de
semana. Había saltado de vuelta a mi
piso desde su cuarto de baño par
acoger el traje del armario. No había
estado en mi bolsa. No había estado
doblado.
—¿Crees en poderes
paranormales?
—Oh, ¿cómo que tienes el poder
de planchar los trajes con la mente ?
—Bueno, sería práctico, ¿verdad?
¿Tele-plancha-quinesis? ¿Psico-
plancha?
Se puso a reír y cambié de tema.
El viernes ella tenía tres clases, así
que salté a Brooklyn, a leer un poco;
luego, cuando abrieron Disney World,
salté a Florida y monté en el Star
Tours tres veces seguidas
.No tuve que esperar en la cola.
Tengo que traer a Millie aquí.
Pasamos la tarde en la cama de
Millie, calientes y seguros, en una
fortaleza que nos defendía del frío de
octubre. Después caminamos casi un
kilómetro hasta un café cerca del
campus. El humo de leña salía de
algunas chimeneas y me recordó a
Stanville.
Durante la cena, me preguntó:
—¿Sabes algo de tu madre?
—No, aún no, pero sólo han
pasado tres días. He comprobado hoy
el contestador, y no había nada.
—Ah, ¿puedes hacerlo desde
otroteléfono?
—Sí, sí se puede. Lo único que
necesitas es un teléfono de marcación
por tonos —no había utilizado el
control remoto, pero puede hacerse.
Medias verdades y omisiones. ¿A eso
le llamas una relación honesta? Me
tapé la boca un momento con la
servilleta. Luego repliqué—: ¿Sabes
algo de tu ex?
—¡Puf! ¿Por qué has sacado el
tema?
—Lo siento.
—Sissy rompió con él.
Pestañeé.
—¿Por el incidente en la fiesta? —no
podía resistirlo. Me preguntaba
cómo habría acabado la historia.
—Bueno… se volvió bastante raro
después de aquello. Salió con una
historia de abducción extraterrestre
digna de la dimensión desconocida. A
Sissy le va esa mierda de la Nueva Era
y se lo tragó —negó con la cabeza—.
Nunca estuvo tan extraño cuando salía
con él. Sin embargo, Sissy se saltó las
clases un día y se lo encontró en la
cama con su compañera de piso —
sonrió—. Ése es el Mark que
conozco.
—¡Qué sórdido! —Debería
haberle llevado a Harlem o a Central
Park; ya era de noche. No… él no es
un Topper Robbins. Aun así, me
alegré de haber hecho lo que hice.
Vimos una película mala después
de cenar, tan mala que era divertida, y
nos entretuvimos hablando entre
susurros mientras tanto. Volvimos
paseando por el campus y nos
sentamos en un banco a contar
estrellas hasta que el frío nos obligó a
seguir andando, de vuelta a casa, y a
la cama. Sorprendentemente, no
hicimos el amor, sino que dormimos,
acurrucados con los brazos
entrelazados.
Y eso estuvo bien
.
Alargué mi estancia hasta el lunes
por la mañana, explicando que el
avión no salía hasta entonces. Ella
quería saber los horarios; de vuelo y
casi le explico todo justo en aquel
momento. En lugar de eso, tiré un
vaso de agua encima de los dos, por
«accidente» y con la subsiguiente
limpieza se olvidó la cuestión.
De hecho, creo que ella sabía que
yo no quería hablar de ello. Así que
no me presionó.
De vuelta en Nueva York, el
indicador de mi contestador mostraba
tres mensajes. Me encogí de hombros,le
di al botón de reproducción y me
senté con las piernas cruzadas en el
suelo, y la cabeza entre las manos.
El primer mensaje decía:
—¿Ha considerado alguna vez las
ventajas de un seguro de vida? Los
problemas de… —era un anunció
grabado. Aporreé con furia el botón
de avance rápido y la máquina pasó al
siguiente mensaje.
—¿Ha considerado alguna vez las
ventajas de un seguro de vida? Los
prob… —volví a darle al botón,
maldiciendo en voz baja. Esperaba
que el mensaje siguiente no fuese el
mismo anuncio estúpido.—Hola, soy
Mary Niles, llamo a
David Rice. Es domingo por la noche
en la Costa Oeste, esto, supongo que
son las once, en tu horario local.
Preferiría no dejar un número, pero
volveré a llamar mañana, o sea, lunes,
a la misma hora.
Mamá.
La voz era estremecedoramente
familiar, igual, justo como la
recordaba. Su tono era un poco
vacilante al principio, después como
de costumbre.
¿Y qué le digo? Lo puse otra vez,
para escuchar su voz. Me di cuenta de
que las lágrimas me corrían por l
acara y me chorreaba la nariz, pero, en
lugar de coger un pañuelo del lavabo,
puse el mensaje una y otra vez.
La espera durante todo el día fue
dura. Me quedé junto al teléfono toda
la mañana, por si mamá decidía llamar
antes, pero la tensión seguía en
aumento. Al final, salté al multisalas
de Times Square y vi dos películas
seguidas, sólo para distraerme un
poco.
Cuando volví a casa, el indicador
mostraba un mensaje. Solté tacos y le
di al play, pero era un tipo llamado
Morgan preguntando por una chica
llamada Sheila; se habían equivocadode
número. Sentimientos mezclados,
alivio y decepción al mismo tiempo.
Llamé a Millie a las siete, las seis
para ella, lo cual era temprano, pero
no quería perder a mamá si llamaba.
No quería que encontrase que estaba
comunicando o que saltase el
contestador.
Por suerte, Millie acababa de
llegar a casa.
—¿Ha llamado tu madre? ¡Eso es
fantástico! ¡Qué te ha dicho!
—Sólo era un mensaje en el
contestador. No me ha dejado un
número, pero va a volver a llamar esta
noche. Por eso te he llamado ahora
,para tener la línea libre después.
—Ah. Me alegro mucho por ti,
Davy. Espero que vaya bien.
—Bueno… ya veremos —estaba
cagado de miedo, pero también
esperanzado—. No le habría mandado
una carta sin tu ayuda, Millie. No
habría tenido el valor para hacerlo.
Gracias.
—¡Eh! No tienes suficiente
confianza en ti mismo. No desprecies
al hombre que amo.
—Te quiero. Ahora voy a colgar.
¿Vale?
—Claro. Yo también te quiero.
Adiós
.—Adiós —dejé el auricular con un
cuidado exagerado, con delicadeza.
Era estúpido, pero como no estaba
ella para tocarla así, lo expresé al
colgar. Me reí de mí mismo. Aún tenía
miedo.
La espera desde las siete a las
once fue peor. A las ocho y media el
teléfono sonó y lo cogí enseguida.
—¿Ha considerado alguna vez las
ventajas de un segur… —colgué de
golpe. Cinco minutos después volvió a
sonar.
—Hola, soy Morgan. ¿Está Sheila
en casa?
—Aquí no vive ninguna Sheila. Tehas
equivocado.
—Ah. Lo siento —colgó.
Volvió a sonar casi de inmediato.
—Hola, soy Morgan. ¿Está Sheila
en casa?
—Te has vuelto a equivocar.
—Oh —irritación—. Debo de
estar marcándolo mal. Ella lo apuntó
con cuidado cuando me lo dio. Lo
siento.
Capullo. Probablemente no te dio
su verdadero número.
Hubo una pausa de dos minutos;
entonces el teléfono volvió a sonar.
—Hola, soy Morgan. ¿Está Sheila
en casa?No dije nada. Entonces, con
mi
mejor acento de Brooklyn, una octava
por encima de mi tono de voz
habitual, respondí:
—Oh, vaya. Lo siento, tío. ¡Sheila
está muerta! —colgué. Eso no ha
estado bien, Davy.
Me sentí culpable, pero no volvió a
llamar. A las nueve, el teléfono sonó
otra vez.
—¿Ha considerado alguna vez las
ventajas de un seguro de vida? ¿Los
problemas de proteger a sus seres
queridos de un futuro incierto?
Aquella vez dejé que sonara todo
el anuncio hasta que apunté el nombrey
el teléfono de la compañía. Luego
colgué y pensé en el mal uso del
correo de voz mientras buscaba su
dirección en la guía telefónica.
A las 10:55, volvió a sonar. Oh
Dios, oh Dios, oh Dios.
Cogí el teléfono y me mordí el
labio.
—¿Hola?
—¿Davy? ¿David Rice?
Di un soplido, estremeciéndome.
—Hola, mamá —respondí, en voz
baja—. ¿Qué pasa?
Era algo del pasado, una frase de
la infancia. Salía del autobús de la
escuela, corría hasta la entrada y abríade
golpe por la puerta de la cocina
diciendo: «Hola, mamá. ¿Qué pasa?».
Y ella me respondía: «Oh, no mucho.
¿Cómo te ha ido la escuela?». La voz
al otro lado de la línea bajó el tono
tanto como yo.
—Oh, Davy… Davy. ¿Podrás
perdonarme algún día?
¿Es que no se acaban nunca las
lagrimas? Me dolían los ojos y
parpadeé con rapidez.
—Mamá… sé lo de los huesos
rotos en la cara. Sé lo del año en el
hospital. No creo que tuvieses
elección. Está bien.
Bueno, podría llegar a estar bien
.Podía oír que el auricular le
rozaba la mejilla mientras negaba con
la cabeza.
—Nunca respondiste a mis
cartas… debí de herirte muchísimo.
—Nunca recibí tus cartas.
¿Cuántas cartas? —tenía la conocida
sensación en la boca del estómago,
como cuando papá estaba a punto de
pegarme, o cuando me enfrenté a
Mark, el ex novio de Millie.
—¡Maldito sea tu padre! Sólo
envié un par de largas cartas desde el
hospital, pero te mandé una cada mes
el año después de irme. Luego, como
no recibía respuesta, te escribí cuatr
oo cinco al año. Durante los últimos
años, sólo te envié regalos para tu
cumpleaños. ¿Los recibiste?
—No.
—¡Ese hijo de puta! Y yo te dejé
con él…
Me moví en el sofá, incómodo.
Quería que dejase de hablar de él, que
dejase de recordármelo. Quería
vomitar, salir corriendo, colgar el
teléfono, o saltar. Saltar a Stillwater, al
puente de Brooklyn. Saltar a Long
Island y caminar por la arena mientras
el Atlántico llevaba olas de tormenta a
la playa.
—No pasa nada, mamá —pero m
ivoz no convenció a ninguno de los
dos. Ella se calló y luego preguntó,
con la voz entrecortada:
—¿Te pegaba, Davy?
No se lo digas. ¿Por qué hacerla
sentirse peor? Pero una parte de mí
quería que se sintiese peor, que se
sintiese mal, que sintiese parte del
dolor que sintió un crío de doce años.
—A veces. Solía pegarme con el
cinturón, con la hebilla de rodeo.
Faltaba varios días a la escuela —se lo
expliqué con toda naturalidad.
Entonces se vino abajo, y la voz se
convirtió en sollozos, incontrolables, y
lamenté haber dicho nada. Me
sentíinmensamente culpable.
—Lo siento —me dijo, como pudo
—. Lo siento. Por favor, perdóname
—una y otra vez, hasta que las
palabras se mezclaron con los
sollozos, como gritos de dolor y pena,
una letanía que parecía interminable.
—Shhhh. No pasa nada, mamá.
No pasa nada —no sé por qué, pero
dejé de tener ganas de llorar. Una
tristeza melancólica, casi agradable en
intensidad, me invadió, y pensé en
Millie abrazándome cuando lloré—.
Shhhh. Te perdono. No es culpa tuya.
No es culpa tuya. Shhhh.
Finalmente, oí que se sonaba l
anariz.
—Tengo mucha culpa por haberte
abandonado. Pensaba que lo había
superado, con mi terapeuta hace años.
¡Odio cómo me chorrea la nariz
cuando lloro!
—Debe de ser hereditario.
—¿Tú también? ¿Lloras mucho?
—No lo sé, mamá. Supongo que
un poco, últimamente. No soy muy
bueno haciéndolo. Supongo que no he
practicado mucho.
—¿Es eso una broma?
—Más o menos.
—¿Y a qué te dedicas, Davy? Para
mantenerte.Soy ladrón de bancos.
—Oh, tengo intereses bancarios.
Me va bien… puedo viajar mucho —
mentiras. Más culpabilidad y
autodesprecio—. ¿Y a qué te dedicas
tú?
—Soy agente de viajes. Yo
también puedo viajar mucho. Es muy
diferente a ser ama de casa.
—Viajar es una buena vía de
escape, ¿verdad? —dije.
De fugitivo a fugitiva. ¿Tú también
te teletransportas? Quería
preguntárselo, pero si no era el caso
pensaría que estaba loco.
—Sí. En ocasiones escapar es l
oque necesitamos todos. Te he echado
de menos, Davy.
Ah, ahí estaban de nuevo mis
lágrimas, justo cuando pensaba que se
habían acabado.
—Yo también, mamá —aparté el
auricular, pero ella oyó mis sollozos.
Aunque los acallé enseguida.
La angustia en su voz era palpable.
—Lo siento, cariño. Lo siento
mucho.
—Está bien. Es que a veces me
pongo así. Y tienes razón. Odio cómo
me chorrea la nariz.
Risa nerviosa.
—Y aun así intentas animarme,Davy. Mi
bufón de la corte. Eres muy
especial. Más de lo que te puedes
imaginar.
Quería decir algo, pero aún temía,
me aterrorizaba, el rechazo. Entonces
lo preguntó ella y no tuve que hacerlo.
—¿Puedo verte, Davy?
—Quería preguntarte eso. Puedo
coger un vuelo hasta allí esta semana.
—¿No tienes que trabajar?
—No.
—Bueno, quizá la próxima vez,
pero me voy a Europa dentro de una
semana por un viaje, y salimos desde
Nueva York, así que podría quedarme
un día más y pasar la noche.Me reí.
—¿Qué es tan divertido?
—Nada. Bueno… alguien que
conozco me dijo que si volvías a mi
vida, no podríamos volver a nuestra
antigua relación, sino que tendríamos
que redefinirla.
—Parece muy sabio.
—Muy sabia. Pero en el momento
en que me has dicho que podrías venir
aquí, he empezado a preocuparme por
si tenía que ordenar mi cuarto.
Rió.
—Ah. Bueno, puede que algunas
cosas sigan igual.
Hablamos durante una hora más.Supe del
hombre con el que estaba
saliendo, de los estudios universitarios
que había hecho, y de la belleza del
norte de la costa de California. Por mi
parte, le hablé de Millie, de mi piso,
de Millie, de Nueva York, y de Millie.
—Parece maravillosa —me dijo—.
Te llamaré cuando tenga la
información de mi vuelo. ¿Estás
seguro de que tienes espacio? He oído
hablar de los pisos en Nueva York y
puedo permitirme un hotel.
—Esos son los pisos de
Manhattan. Aquí hay mucho sitio —y
compraré una cama nueva, pensé—.
Si no estoy, déjame el mensaje en e
lcontestador.
—De acuerdo, Davy. Me alegro
mucho de saber de ti.
—Yo también, mamá. Buenas
noches. Te quiero.
Empezó a llorar de nuevo y
colgué.
9

Contraté un servicio de limpieza para


que viniese el miércoles. Hacía tanto
que no abría la puerta del piso, que se
quedó atascada y tuve que decirles
que la empujasen desde fuera para
abrirla. Tenían una expresión divertida
en sus caras cuando les abrí la puerta.
—¡Jesús! —exclamé—. ¿Qué es
ese olor?
La primera de las tres mujeres
señaló por encima del hombro en
respuesta a mi pregunta. Miré haciaallí.
Alguien se había hecho una
guarida en el pasillo delante de mi
puerta con periódicos y viejos cojines
de sillón. Había un bote de café con
moscas revoloteando por encima. Por
el olor era un lavabo provisional, bien
lleno.
—Oh, vaya —dije, incómodo—.
Es que yo no entro por aquí.
—No me extraña —contestó la
mujer. Era una negra alta de anchas
espaldas con un mechón gris que le
llegaba a la oreja izquierda—. Soy
Wynoah Johnson, de Manos que
Ayudan. ¿Es usted el señor Reece
?—Sí.
—De acuerdo. Tengo entendido
que quiere usted el servicio de lujo.
¿Quiere que empecemos por la
escalera? Eso será aparte, porque no
está dentro del piso. Además, lo que
llamamos «mugre excesiva».
Me sentí avergonzado por alguna
razón.
—Eh… supongo que sí. No me
importa lo que cueste. En realidad no
sabía que estaba así.
Se encogió de hombros.
—De acuerdo. Tendría que hablar
con su casero. ¿Este edificio tiene
vigilante
?Negué con la cabeza.
—Charlene —dijo Wynoah—, tira
esta mierda a la basura.
—Ahhhhhh —exclamó una de las
otras mujeres, una hispana joven—.
¿Por qué siempre me toca a mí limpiar
el pipí? —dejó su cubo y su fregona
en el suelo y bajó por las escaleras
con el bote de café bien apartado.
Wynoah estaba echando un vistazo
a mi salón. Señalé hacia fuera y le
pregunté:
—¿Ven muy a menudo este tipo
de cosas?
—Demasiado. Cuando un piso
está vacío por un tiempo en algunosde
estos edificios donde las puertas no
cierran bien, entran ocupantes ilegales
que no pueden usar el agua porque no
tienen contrato de arrendamiento.
Luego consiguen echarles y nos
llaman para que lo limpiemos todo —
asentía mirando a la habitación con el
vídeo y el equipo de música, el sofá, el
sillón abatible y los estantes—.
Demonios, con el aspecto que tenía la
entrada, pensaba que iba a ser uno de
esos asquerosos trabajos. Esto no es
nada. Veamos el resto.
Le enseñé el cuarto de invitados,
con el escritorio del ordenador y las
estanterías y el sofá de futón nuev
oque acababa de comprar como cama
de invitados. Mi dormitorio con una
cama tatami con futón, estanterías, y
una antigua mecedora acolchada que
había comprado en el Soho. El cuarto
de baño y la cocina eran diminutos.
—Bueno, a mí me parece que hay
mucho polvo, pero no es gran cosa.
Los libros acumulan polvo —me
informó en un tono que indicaba
desagrado.
Se me ocurrió que eran las
primeras personas que entraban en mi
piso aparte de mí. Incluso cuando me
enseñaron el piso, antes de alquilarlo
once meses antes, la agent
einmobiliaria me envió con las llaves sin
molestarse a venir.
Por supuesto, en parte era
paranoia. Aún tenía tres cuartos de
millón en el armario del dinero. No
quería que la gente se preguntase
acerca del espacio entre la cocina y el
dormitorio. Pero en parte era porque
resultaba mucho más fácil llevarse un
libro a casa que a una persona. Un
libro o un vídeo o un bocadillo de la
charcutería… todas eran cosas
cómodas, poco exigentes.
Pero no hacían que el sitio
estuviese vivo, no como la gente
.
Visité la compañía de seguros
Hamilton aquella tarde, después de
que se marchase el servicio de
limpieza. La Hamilton utilizaba
anuncios pregrabados automáticos,
como el que comenzaba «¿Ha
considerado alguna vez las ventajas de
un seguro de vida?». Metí las narices
en la zona de recepción, adquirí el
lugar para saltar y me fui sin hablar
con nadie.
Más tarde, después de que se
hubiesen marchado todos los
empleados, volví y localicé su equipo
de telemarketing automático instalad
oen un rincón. Encontré una lista de
empleados con los teléfonos privados
en la zona de recepción.
Una hora después, el equipo
estaba llamando a los empleados de la
compañía y les ponía el anuncio una y
otra vez.
Me fui a casa, a la cama, con una
sonrisa en los labios.
A las 11 de la noche, el señor
Washburn empezó a pegar a su mujer
otra vez. No hubo mucha disputa, sólo
un par de frases furiosas, y su mujer
empezó a gritar mientras yo oía sus
puños golpearla en la piel y los
huesos.Salté a su rellano y empecé a
aporrear la puerta.
—¡Deténgase! ¡Deténgase! —
grité.
Pararon los gritos y oí fuertes
pisadas que se aproximaban a la
puerta. Se abrió y allí estaba él, con la
cara colorada, los ojos entrecerrados y
mostrando los dientes.
—¿Y tú qué cojones quieres? —
una mano estaba cerrada en un puño
y la otra la tenía detrás de la puerta.
Ya le había visto antes, en las
escaleras, saliendo o entrando. Era
más alto que yo y más gordo. Iba
descalzo con unos pantalones oscuro
sy una camiseta de tirantes. Sacó la
otra mano de detrás de la puerta.
Llevaba una pistola.
Me quedé helado. Volvió a
preguntar.
—¿Qué quieres?
Al fondo se oía a su mujer
gimiendo. Me vino a la nariz un olor
familiar, el olor del whisky. Se me
removió el estómago.
Salté detrás de él, le cogí por la
cintura y lo levanté. Era pesado, muy
pesado, y en cuanto notó mis brazos
encima, se tiró hacia atrás. Perdí el
equilibrio y empecé a caer, con todo
su peso sobre mí. Antes de qu
ellegásemos al suelo, salté a Central
Park, al parque que hay cerca de la
calle Cien, en el West Side.
Caímos en la arena, junto a la
colina de cemento con todos los
túneles. El cuerpo de Washburn me
vació todo el aire de los pulmones y él
se dio la vuelta, rápido como una
serpiente, para agarrarme y
apuntarme con el arma.
Me fui de un salto, instintivamente,
y di una boqueada en la biblioteca
pública de Stanville. Dios, cómo
pesaba. Después de varios minutos
pude respirar sin aquel agudo dolor.
Salté de vuelta al piso de Brookly
ny miré en la puerta de entrada de los
Washburn, aún abierta de par en par.
Oí un ruido en su dormitorio y dije:
—¿Hola? ¿Se encuentra bien?
Genial. Ya sabes que no se
encuentra bien, ¡idiota!
Entré, vacilante. Estaba en el suelo
al lado de la cama, intentando
levantarse. Olvidé el allanamiento de
morada y fui hasta ella.
—No intente moverse. Llamaré a
una ambulancia.
—No. A una ambulancia no —aún
estaba intentando levantarse, tratando
de subirse a la cama. La ayudé a
subir, pero no se estiró. Queríasentarse.
—¿Dónde está él?
—En Manhattan.
—¿Cuánto hace?
—¿Eh?
—¿Cuánto hace que se ha ido?
—Ah. Acaba de marcharse.
Tenía la cara hinchada. Ambos
ojos estaban morados, pero por la
manera en que se extendía el color,
supuse que eran del día anterior.
Sangraba por la boca y tenía un corte
en la frente del que también salía
sangre.
—Mi bolso.
—¿Perdone?—Por favor. Coge mi
bolso. Creo
que está en la cocina.
La miré con recelo. Me parecía
que estaba a punto de tener una
hemorragia cerebral por la paliza que
había recibido. Debía estar en un
hospital.
—Por favor…, tiene la dirección
de un refugio. Un refugio para mujeres
maltratadas.
Fui a coger el bolso, volví, y
busqué lo que me había dicho. La
dirección estaba escrita en un papel
lavanda. Tenía corazones y flores en
la parte superior.
Jesús.Llamé a un taxi y la ayudé a
empaquetar algunas cosas: algo de
ropa, algo de dinero escondido en un
libro y un álbum de fotografías
antiguas. Luego la ayudé a bajar las
escaleras para ir a coger el taxi.
Ya se movía un poco mejor
cuando llegamos abajo y empecé a
creer que sólo parecía, medio muerta.
Pagué al taxista (demasiado) por
adelantado y me aseguré de que
conociese la dirección. También le dije
que si ella empeoraba la llevase
directo servicio de urgencias del
hospital más cercano.
El taxi se puso en marcha y sealejó calle
abajo, haciéndose cada vez
más pequeño. Confiaba en que le iría
bien, pero para ayudar, le había
puesto dos mil dólares en el bolso
mientras la ayudaba a coger las cosas.
Temía quedarme en el piso el
jueves y el viernes, por miedo a
ensuciarlo y por miedo de Washburn.
Sin pensarlo, salté a la terminal
Delta del aeropuerto internacional
Dallas-Fort Worth y pillé un vuelo a
Alburquerque, donde hice turismo
durante casi todo el día, incluyendo un
viaje en teleférico hasta la cima de las
Montañas Sandía. Me agoté lo
suficiente como para dormir después
de saltar a casa.
La alarma sonó a las 10 de la
noche y llamé a Millie.
—¿Qué has hecho hoy?
Vacilé.
—Me he entretenido por ahí, he
hecho turismo y he jugado con unos
ordenadores—me sonreí—. Estaba
intentando no pensar en la visita de
mamá.
—¿Nervioso?
Resoplé.
—Mucho —el peso de mis
expectativas era grande, como una
tarea doméstica pendiente sin tiempo
para hacerla antes de que papá llegas
ea casa. No sentía entusiasmo, sino
pavor.
—Bueno, puedo entenderlo.
Tienes todo el derecho a estar
nervioso.
—¿Qué? ¿Crees que va a ir mal?
Respiró hondo.
—No, encanto. Creo que irá bien,
pero hace tanto tiempo que no la ves
que no sabes qué esperar. Te han
pasado muchas cosas malas desde que
se fue; no me sorprende que no sepas
qué esperar. Eso pondría nervioso a
cualquiera.
—Ah. Bueno, me preguntaba si no
me estaba inquietando demasiado
…—No más de lo que dictan las
circunstancias —se calló por un
momento—. Me sorprendes, Davy, a
veces, por lo bien que llevas esas
cosas, teniendo en cuenta lo que te ha
pasado.
Tragué saliva.
—Tú no sientes desde este lado,
Millie. A veces no sé si puedo
soportarlo. Duele.
—La mayoría de las personas en
tus circunstancias ni siquiera sabrían
que duele, Davy. Se habrían hecho un
muro de insensibilidad tan grueso que
no sabrían si sentir tristeza o dolor o
incluso felicidad. El dolor sería
tangrande y tan cercano que lo único que
podrían hacer es esconderse de él y
de todos los sentimientos. Saber lo
que duele es la única manera de
superarlo, de curarse.
—¡Um! Si tú lo dices… Suena
como si esa otra gente lo hiciese bien.
Que no te duela parece buena idea.
—¡Escúchame, David Rice! Si vas
por ese camino, tampoco sentirás
alegría ni amor. Lo que pasó entre
nosotros no habría pasado nunca. ¿Es
eso lo que quieres?
—No, para nada —respondí
enseguida, a media voz—. Yo te
quiero. Pero eso también duele,
aveces.
—Bueno. Se supone que es así —
dio un bufido—. Al menos a mí
también me duele a veces. Creo que
vale la pena. Espero que tú también
sientas eso.
—Sí, claro.
—¿Vendrás de aquí a una
semana? —preguntó.
—Podría volver a ir el jueves.
—Oh… tengo un examen el
viernes. Debo estudiar… pero puedes
quedarte hasta el martes, si quieres.
Esbocé una pequeña sonrisa de
satisfacción.
—Vale. Eso haré
.
Más tarde, salté a Stillwater y
observé la ventana de la habitación de
Millie durante un rato. Luego salté al
aeropuerto de Alburquerque, dejé que
los oídos igualasen la presión de aire,
salté al aparcamiento en la base del
teleférico, volví a igualar los oídos y
salté al mirador en la cima de la
montaña. Aquella vez noté dolor, pero
se me destaparon los oídos al
momento.
Tengo que encontrar algún lugar
intermedio, alrededor de los dos mil
quinientos metros, para adaptarme a
la presión
.La ciudad se extendía allá abajo,
como estrellas caídas del cielo, en
cuadrículas de calles y aparcamientos
salpicados por columnas de luces de
edificios. Eran dos horas menos que
en Nueva York, por lo que aún había
un ligero resplandor en el lejano
horizonte de poniente que iba desde el
azul claro hasta el negro, con estrellas
justo encima casi tan densas como las
luces de la ciudad de abajo.
Había una ligera brisa, pero el aire
era muy frío, lo que hacía que las
luces de arriba y de abajo pareciesen
de alguna manera distantes, remotas,
sin calidez alguna. Mirándolas
,hermosas como eran, me hicieron
sentir frío dentro. No eran el tipo de
cosas que uno debería presenciar solo,
porque su tamaño, su enorme
cantidad, le hacían sentir a uno
diminuto. Me hicieron sentir muy
pequeño.
Me apreté la nariz y salté a casa
por etapas.
Fui a buscar a mamá al aeropuerto
con rosas y una limusina. Había una
enorme multitud esperando fuera de la
puerta de seguridad en La Guardia. El
aeropuerto está siempre tan
abarrotado que no dejan pasar más
que a pasajeros por la puerta d
eentrada. Naturalmente, aquello no me
detuvo. Simplemente salté el control
de seguridad y fui a un punto que
pude ver al final del largo pasillo,
mucho después de los detectores de
metales y los escáneres del equipaje
de mano.
Su conexión en Chicago llevaba
veinte minutos de retraso, con lo que
aumentó mi ansiedad. Pensé en
accidentes de avión, indicadores
equivocados, vuelos perdidos.
¿Qué pasaría si no apareciese en
ese vuelo? Olí las rosas por enésima
vez; el aroma había ido cambiando de
un ligero perfume a una fraganci
aempalagosa, casi rancia. Sabía que no
eran las flores, sino mi ansiedad.
¡Entonces deja, de olerlas!
Me puse a andar de un lado al otro
de la sala de espera de la puerta de
embarque, oliendo las flores de vez en
cuando.
Cuando por fin llegó el vuelo, ella
iba entre los últimos que bajaron,
caminando despacio, con un maletín
en la mano.
Había cambiado. No sé por qué
me sorprendió eso. Antes de
marcharse, mamá tenía un pelo negro
y brillante, largo y abundante.
También había estado rellenita, y
hablaba constantemente de ponerse a
dieta, pero sin rechazar nunca un
postre. También había tenido una
nariz que podría calificarse de
aguileña si se era amable, o una napia
si se quería ser cruel. Yo tenía la
misma nariz que ella y que su padre,
así que sabía perfectamente lo que la
gente podía decir de ella.
Ahora llevaba el pelo corto, a la
altura de la cara, más corto que el de
Millie, y era blanco, lo mismo que sus
cejas. Había perdido como veinte kilos
y llevaba un vestido entallado. Al
menos dos ejecutivos se volvieron para
verla pasar. Y su cara había cambiado
.Es cierto que aún podía reconocerla,
pero me llevó un minuto darme cuenta
de quién era. Su nariz era más
pequeña, ligeramente respingona, y
sentí un momento de agudo dolor, una
sensación de haber perdido otra
conexión con ella. Durante un
momento de paranoia me pregunté si
no me había inventado los rasgos
comunes, si realmente estaba
emparentado con ella o si era un
extraño. Realmente extraño,
alienígena.
Entonces recordé su estancia en el
hospital y la cirugía para reconstruirle
la cara después de dejarnos
.Estaba observando a la gente en la
puerta, todos, excepto yo, esperando
embarcar en la continuación de su
vuelo hasta Washington. Su mirada
resbaló sobre mí, un joven con un
caro traje (nuevo), y volvió atrás, con
un intento de sonrisa en la cara.
Avancé, con las flores delante de mí,
casi como un escudo.
—Bienvenida a Nueva York —le
dije.
Me miró a la cara, luego a las
flores, y volvió a la cara. Dejó el
maletín en el suelo, cogió las flores y
abrió los brazos. Las lágrimas corrían
por sus mejillas… y por las mías. Diun
paso adelante y la abracé tan fuerte
como ella.
Fue algo raro. Era más baja que
yo, y el amplio y blando abrazo que
recordaba de mi niñez también había
desaparecido. Me sentí incómodo, era
como abrazar a Millie. Me separé
después de un minuto y di un paso
atrás, profundamente, trastornado,
confuso. ¿Quién era esa persona?
—Dios, cómo has crecido —dijo,
y todo volvió a la normalidad.
Aquella voz estaba allí, la voz de
mi pasado, la voz que me decía «Oh,
no mucho. ¿Cómo ha ido la escuela».
La voz que me decía «Tu padre no l
opuede evitar, cariño, está enfermo,
enfermo». La voz no había cambiado.
—Bueno, supongo que sí. Han
pasado seis años.
Le cogí el maletín y me maldije a
mí mismo. Ya sabe cuánto tiempo ha
pasado. ¿Por qué le dices eso?
—Tienes muy buen aspecto,
mamá. Me gusta tu pelo, y has
perdido mucho peso —no mencioné
su cara porque no quería hablar de los
sucesos que causaron las operaciones,
lo que hizo que se marchase en primer
lugar.
Simplemente asintió y se puso a
andar a mi lado, oliendo las rosas d
evez en cuando. Las llevaba entre los
dos brazos, contra el pecho, como si
fuesen un bebé. Utilicé una cabina en
la zona de recogida de equipajes para
llamar al móvil de la limusina. Me
esperaba en la calle Noventa y cuatro,
justo al otro lado del paseo Grand
Central que salía desde al aeropuerto.
Cuando recogimos el equipaje de
mamá y salimos a la acera, ya estaba
aparcada en el bordillo. El chófer, un
pequeño negro con traje negro, estaba
apoyado en el capó.
Le había conocido en la agencia
de limusinas el día anterior, así que
nos reconoció enseguida, se nosacercó y
dijo:
—Yo le llevaré eso, señora.
Mamá me miró, sorprendida, y
puede que un poco asustada.
—No pasa nada —le comenté—.
Éste es el señor Adams, nuestro
conductor.
Se relajó y le dio la maleta.
—¿Una limusina? —preguntó,
mirándome.
—Bueno, sí. Creo que es como las
llaman.
El señor Adams le sostuvo la
puerta trasera, con el cuerpo hacia
delante y una mano preparada para
ayudarla a entrar. Después de qu
emamá entrase, siguió aguantando la
puerta, mirándome.
—Oh —dejé el maletín que aún
llevaba con las demás maletas y subí.
El señor Adams cerró la puerta y
colocó el equipaje en el maletero.
—¿Una limusina?
—No paras de decirlo, mamá.
¿Quieres algo de beber? —abrí la
pequeña nevera—. Hay una botella
individual de champán —se la haría
abrir a ella si era lo que quería; yo no
iba a abrir más botellas de champán
sin practicar antes en privado.
Se decidió por agua mineral. Yo
cogí ginger ale. Usamos las copas
dechampán de todas formas. El señor
Adams tomó la autopista Van Wyck
hasta la circunvalación Belt-Parkway.
El tráfico del sábado por la tarde era
fluido, así que sólo transcurrieron
treinta minutos hasta que la limusina
aparcó delante de mi edificio de
piedra rojiza.
—¿Es ésta la dirección correcta?
—preguntó, dubitativo.
—Sí —respondí, ruborizándome.
Estaba viendo mi barrio con sus ojos:
la basura y los grafitis y las bandas de
hoscos hispanos y negros parados en
las esquinas. Nunca había visto
aquella parte porque siempre saltaba
directo a mi piso. Si quería ir a dar un
paseo, saltaba al Village o al extremo
sur de Central Park o al centro de
Stanville, Ohio. Lugares que no te
ponían nervioso.
Aun así, era mi edificio lo que me
preocupaba de verdad. Esperaba que
nos encontrásemos de cara con
Washburn. No sucedió.
El señor Adams se aseguró de que
la limusina estuviese bien cerrada y
con la alarma conectada antes de
subir las maletas a mi piso. Una vez
hubo colocado el equipaje en el cuarto
de invitados, mamá trató de darle
propina
.—Oh, no, señora. Ya me han
pagado una gratificación más que
adecuada por el fin de semana.
—¿El fin de semana?
—El señor Adams conducirá para
nosotros durante tu visita. Puede ser
difícil conseguir taxis por aquí, a
veces.
Parpadeó.
—De acuerdo.
El señor Adams se llevó la mano a
la gorra.
—Sería mejor que volviese al
coche. ¿Puedo sugerirle, señor, que
me vaya hasta que me necesite? Tiene
muchas cosas bonitas aquí en
suapartamento… Sería mejor que la
limusina no estuviese allá abajo para
no llamar la atención de alguien no
deseado. Puede ponerse en contacto
conmigo llamando al teléfono del
coche.
—Muy bien pensado —le
acompañé a la puerta. Antes de que se
fuera le dije—: Hay una comisaría tres
bloques más allá, en dirección
Flatbush Avenue. Quizá sería un buen
lugar para descansar… el coche, me
refiero.
—Sí, señor —respondió, aliviado
—. Espero que esto no sea un
inconveniente
.—No —aseguré—.
Probablemente sea lo mejor por
ambas razones.

Mamá se pasó un rato en el cuarto


de baño, arreglándose. Yo me senté
en el salón, en el sillón reclinable, con
los pies en alto, y escuché el sonido
del agua corriente. Ella tarareaba
mientras se lavaba, otro recuerdo del
pasado, reconfortante e inquietante al
mismo tiempo.
—Veo que has conseguido
«ordenar tu habitación» —dijo,
saliendo al salón, deteniéndose delante
de las estanterías
.—Bueno… sí —después, añadí
casi convulsivamente—: Hice venir a
un servicio de limpieza.
Rió en voz baja.
—Me alegro de ver que todavía
lees. Tu padre no era para nada un
lector.
No dije nada por un momento.
Ella se volvió hacia mí con las cejas
arqueadas.
—Sí, leer es muy importante para
mí —dijo en aquel incómodo silencio
—. Creo que si no hubiese sido lector,
me habría vuelto loco.
La leve sonrisa en su cara
desapareció.
—¿Una vía de escape?
—Sí… Es un escape y una
sensación de que el resto del mundo
no es un lío o está loco. De que la
gente podría realmente tener vidas que
no implicasen… —cerré la boca.
Estúpido, estúpido, estúpido.
Mamá respiró hondo.
—Necesito decirte algunas, Davy.
Necesito decirte algunas cosas que he
estado pensando durante años —
parecía asustada, pero de algún modo
decidida.
Me incorporé en el sillón
reclinable, bajando el reposapiés con
un pequeño clic. Se me empezó
aremover el estómago.
—De acuerdo —dije.
Se sentó en el borde del sofá más
cercano al sillón reclinable y se inclinó
hacia delante con los codos sobre las
piernas y los dedos entrecruzados.
—¿Has oído hablar alguna vez de
Alanon?
Negué con la cabeza.
—Alanon es una organización
creada a partir de Alcohólicos
Anónimos. Su énfasis no está en los
mismos alcohólicos, sino en sus
familiares, sus esposas o hijos.
Empecé a ir a sus reuniones después
de trasladarme a California —se call
óun instante—. Cuando una persona
vive con un alcohólico, con un
maltratador, empieza a tener el mismo
desarrollo emocional atrofiado que el
alcohólico. Por la misma razón, las
técnicas para tratar alcohólicos
también resultan efectivas para tratar a
las víctimas de sus abusos.
Asentí. No sabía hasta dónde
quería llegar y sospeché que no quería
saberlo, pero era mi madre.
—Las dos organizaciones se sirven
de algo llamado «programa de doce
pasos». Los pasos son cosas que la
gente tiene que cumplir o aceptar para
superar y curar lo que les ha pasado
.No te voy explicar toda la lista, pero
necesito hacer lo que se llama «el
noveno paso» contigo.
Aquella no era mi madre. Aquella
no era la mujer que se reía conmigo,
me reconfortaba y se preocupaba por
mí. No sabía quién era aquella mujer
seria y decidida. A regañadientes,
pregunté:
—¿Qué es un «noveno paso»?
—Desagraviar a alguien.
Reconocer el dolor y el daño que uno
ha causado en la persona que ha
sufrido todo eso.
—Oh, mamá. Tú no lo hiciste…
—Shhh. Esto no es fácil. Déjam
eacabar lo que tengo que decir.
Crucé los brazos y miré al suelo
que había entre nosotros.
—Te hice cosas terribles, Davy Te
abandoné durante seis años con un
hombre que sabía que era alcohólico,
capaz de abusar de ti emocional y
físicamente. Antes de marcharme,
induje calladamente el abuso
emocional. Le dejé que destruyera tu
autoestima. Le dejé que te «castigase»
por cosas que no merecían castigo.
Fui un cómplice silencioso en su
abuso hacia ti.
Mientras hablaba, me retorcía,
como si el estómago me dies
ecalambres, como si quisiese
enroscarme alrededor de mi dolor, de
mi pena, para protegerla del mundo.
Continuó.
—Fracasé al enfrentarme a su
abuso hacia ti por miedo, por duda y
por incertidumbre. Fracasé en tomar
medidas después de abandonarte,
medidas para protegerte de sus
abusos, medidas para recuperarte. Y,
lo peor de todo, abusé de ti
directamente al abandonarte,
llevándome mi amor y mi afecto lejos
de ti, tratándote como si fueras una
maleta extraviada, ésa sobre la que no
se tienen obligaciones n
iresponsabilidades.
Respiró profundamente y le miré a
la cara, sin levantar la cabeza, sino
atisbándola entre el pelo, donde me
caía el flequillo. Tenía las mejillas
mojadas, pero sus ojos me
observaban, pestañeando para sacar
las lágrimas.
—Rezo —dijo para que llegue el
día en que seas capaz de perdonarme.
—Oh, mamá… no fue culpa tuya.
¡Te viste obligada a hacerlo!
Sacudió la cabeza con violencia.
—Soy igualmente responsable.
Reconozco esa responsabilidad
aunque tú no quieras pensar de mí así.
Algún día lo harás, y temo que la ira
hacia mí será mucho mayor que la
que sientes hacia tu padre.
—¡No, nunca! Si… si ni siquiera
puedo hablar de él sin… sin, ah
mierda —empecé a llorar. Mamá vino
a mí enseguida y se sentó en el brazo
del sillón. Me apoyé en ella y ella me
abrazó, en silencio, dándome
palmadas en la espalda con una mano.
Al cabo de un minuto, intenté secarme
las lágrimas de la cara con los dedos.
La nariz me chorreaba, así que
farfullé:
—Perdóname —y me levanté. Los
brazos de mamá se separaron. Traj
euna caja de pañuelos de papel del
dormitorio. Conocíamos nuestras
narices y nos reímos un poco.
—La genética es maravillosa —
comenté.
—No hay de qué —se sonó la
nariz con fuerza, y pareció la voz de
una mezzosoprano—. Gracias por
escucharme.
No fuiste tú. No fue culpa, tuya.
—No hay de qué, supongo… —
quería discutir el tema, pero quería
aún más dejarlo correr, hablar de
cualquier otra cosa—. ¿Tienes
hambre?
—Un poco
.—Tengo una reserva en el Village
para la seis y media. Tardaremos unos
cuarenta y cinco minutos en llegar, así
que deberíamos marcharnos en media
hora. También tengo entradas de
teatro para Grana. Hotel.
—Dios mío. ¿Te estás arruinando
por mi visita?
Pensé en el dinero, a sólo tres
metros de ella.
—Para nada, mamá. Para nada.
—Bueno —dijo con una especie
de falsa alegría—, entonces será
mejor que me cambie.

Fuimos al Tre Merli, u


nrestaurante italiano en West
Broadway. La gente se nos quedó
mirando cuando salimos de la
limusina. Intenté actuar con
despreocupación. Mamá le agradeció
al señor Adams que le aguantase la
puerta. Quedamos con él a una hora
para que nos viniese a buscar con
suficiente tiempo como para llegar al
teatro.
Nuestra mesa estuvo preparada
inmediatamente, una consecuencia de
cenar temprano, aunque el maitre
había visto al señor Adams ayudarnos
a salir de la limusina, y quizás aquello
también ayudaba
.Durante la cena, el camarero
sugirió vino de la propia viña del
restaurante. Mamá aceptó. Yo bebí
una copa de un tinto que parecía ir
bien con la comida. Me ponía alegre y
nervioso. Le hablé de él.
—¿Bebes mucho, Davy? —miró
de reojo y se inclinó hacia delante—.
Supongo que, técnicamente, aún eres
menor en Nueva York, ¿verdad?
Aunque no lo pareces.
Me encogí de hombros.
—No es el caso. Aunque siempre
podría pagar a alguien para que me
comprase lo que quiero. No sé…,
quiero decir, papá…—Ah. Te
preguntas si también
eres alcohólico. Yo no me preocuparía
mucho de eso, no si es la primera
copa de alcohol que te tomas en…
¿cuánto tiempo?
—Probé un poco de champán
hace unos seis meses. No me
impresionó mucho.
Asintió.
—Bueno, eso es algo que debes
vigilar, pero no seas demasiado
paranoico. Fue uno de mis temores,
también, cuando me fui a California.
Mi terapeuta me convenció de que mis
problemas tenían diversas causas.
Me pregunté si no había un
aorganización secreta por ahí:
Teletransportadores Anónimos. Hola,
me llamo David Rice y soy
teletransportador. Mamá no parecía
una teletransportadora, ¿no? ¿Qué
aspecto tiene un teletransportador?
Quería contárselo, pero las cosas iban
tan bien… que no quería estropearlo
revelando mi extrañeza. O el robo al
banco, ¡por Dios! La única vez que la
recordaba castigándome fue cuando
robé un juguete a un vecino.

Grand Hotel estuvo bien,


espléndidamente puesta en escena,
con música maravillosa. Mi personaj
efavorito era el señor Kringelein, el
contable judío enfermo terminal. Los
Jimmies, dos negros
animadores/camareros, también
estuvieron bien, pero aunque me gustó
la manera cómo acabó la obra, había
algo que me molestaba mucho.
La bailarina envejecida, esperando
que el apuesto y joven Barón se
encuentre con ella en la estación, no
es avisada por su representante y
compañero de que ha muerto la noche
anterior. Odié aquello. Me pareció la
peor muestra de crueldad que jamás
había visto, como una traición, como
manipulación, para hacerla segui
rbailando. Lo odiaba.
Mamá se encogió de hombros.
—Es la vida. Puede que sea
demasiado parecido a la vida, pero es
realista.
Ninguno de los dos había dormido
bien la noche anterior, por las
expectativas y el terror de la visita, así
que el señor Adams nos llevó de
vuelta al piso y nos fuimos a dormir.
La mañana siguiente, cuando
estábamos entrando en la limusina, vi
a Washburn observándonos desde su
ventana. No le hice caso, y actué
como si no estuviese, pero no podía
evitar recordar la pistola en su mano
.Me pregunto cómo volvió desde
Central Park.
Desayunamos en el Upper West
Side; luego el señor Adams nos dejó
en el Metropolian Museum, donde
visitamos la exposición itinerante rusa
de pintores impresionistas franceses.
—¿Eres socio del museo? ¿Cada
cuánto vienes?
Me encogí de hombros.
—Más desde que me hice socio.
Pasé algún tiempo aquí cuando aún
vivía en Manhattan.
—Ah.
Disfrutamos de la exposición,
aunque la multitud del domingo era
considerable y detestable.
Después de que una mujer se
pusiese justo entre mamá y el cuadro
que estaba mirando, me apartó a un
lado y me preguntó con una sonrisa:
—¿Es que entrenan a la gente para
ser neoyorquinos? Es que si no, no
veo cómo pueden ser tan maleducados
—entonces, frunció el ceño—. Bueno,
supongo que sí. El comportamiento
familiar es el entrenamiento. La
disfunción pasa de generación en
generación. Dios, espero que todos los
neoyorquinos no sean producto de
familias disfuncionales.
—Yo he conocido a
muchosneoyorquinos amables —
respondí—
Yo, por ejemplo.
—¡Ja! Tú eres de importación.
Definitivamente, material extranjero.
—Bueno, pues el señor Adams.
Asintió.
—Estoy segura de que hay
muchos.
Llamé al señor Adams desde la
cabina y nos recogió en la entrada.
Probablemente tardaríamos una hora
en llegar al aeropuerto Kennedy.
—Sé que tenemos mucho tiempo
—dijo mamá—, pero quiero
asegurarme de que tengo un asiento
en el pasillo. No soporto sentarme e
nel medio o en la ventana. Lo odio.
De camino al aeropuerto, mamá
intentó convencerme de que fuese a
hacer terapia.
—¿Me estás diciendo que estoy
loco? —estaba un poco enfadado,
molesto. Había estado intentando
reunir el valor suficiente para decirle
lo de la teletransportación, preguntarle
si ella también podía o alguien en la
familia. Si creía que necesitaba
terapia…
—No, loco no. Sin embargo, no
puedes ignorar lo que has sufrido.
Todos llevamos esa carga con
nosotros, esa basura emocional
.Tenemos que trabajarla, o acabaremos
infligiéndola a nuestros hijos —evitó
mirarme cuando dijo aquello—.Ir a un
terapeuta no significa que estés loco, o
mal, o enfermo. Un terapeuta es
como… como un guía. Conoce las
señales, los caminos, los agujeros.
Puede ayudarte a encontrar el dolor
dentro, reconocerlo y reconocer su
causa, y superarlo.
Miré por la ventanilla. Ella siguió
hablando.
—Tú huíste de tu padre y aquello
fue algo bueno. Pero el daño está ahí
y no puedes escaparte de él. Es parte
de ti.No hay un problema tan grande
del que no puedas huir de un salto.
Linus Pauling, parafraseado.
Noté que me estaba enfadando
cada vez más. Tranquilo, Davy. No
vale la pena.
—Pensaré en ello —mentí, al
final, para que se olvidase del tema.
Pareció, por un momento, que se
lo iba a tragar, pero sonrió un minuto
después y dijo:
—Hablame de tu trabajo.
Me encogí de hombros. Debería
haberla dejado seguir con lo de la
terapia.
—Es algo parecido a interesesbancarios.
No es algo de lo que se
pueda hablar. Preferiría que me
explicases tu viaje a Europa.
Creo que no la engañé. Creo que
sabía que había algo de mi «trabajo»
de lo que no quería hablar, pero no
me presionó.
—Pasaremos cuatro días en
Londres, dos en París, tres en Roma,
dos en Atenas, tres en Estambul y
volveremos a casa. Es una locura,
pero es uno de esos viajes sólo para
agentes, para que evaluemos los
hoteles. Ya lo he hecho dos veces
antes y acabas tan cansada que en
realidad no te acuerdas de nada de la
sinstalaciones. Aun así, ayuda para
decirles a los clientes lo que tienen
que hacer para conseguir un taxi en
Lisboa o cambiar dinero en
Ámsterdam. Y nunca he estado en
Turquía, así que estará bien.
—Suena fantástico. Si tuviese
pasaporte, iría contigo.
Sonrió.
—Bueno, me gustaría. La próxima
vez. ¿Me dijiste que ibas a venir a
California?
Asentí.
—Cuenta con ello. Te daré una
semana para que descanses después
de tu viaje, y después iré a verte
.Ella sonrió y por un breve instante
sentí que las cosas iban bien, que
habíamos hecho lo imposible y
habíamos vuelto a unir los caminos de
nuestras vidas. Puede que no en la
misma dirección, pero podrían
cruzarse en ocasiones y quizás ir
juntos por un tiempo. Sentí que tenía
una madre otra vez.
Antes de que embarcase en el
avión, lloró y me abrazó fuerte. Me
sentí vacío al caminar hacia el
bordillo, hacia la limusina del señor
Adams.
Él me abrió la puerta, pero levanté
la mano
.—No, gracias, señor Adams. El
baile se ha acabado y me voy a
convertir de nuevo en calabaza— le di
un billete de cien dólares y dije—:
Disfrute del resto del fin de semana, lo
que queda de él. Ha sido muy bueno
con nosotros.
—¿Está seguro de que no quiere
que le deje en casa?
—No, gracias. Iré por mi cuenta.
De verdad —añadí, cuando empezó a
insistir—. Gracias de nuevo.
Asintió.
—Si alguna vez necesita una
limusina…
—Ya sé a quién llamar.Se metió
entre el tráfico de la
tarde, como una brillante ballena
negra atravesando suavemente un
banco de inquietos y rebeldes peces.
Salté a casa.
Cuarta Parte
maldicion china
10

El lunes llevé la ropa a lavar como


tenía por costumbre, saltando al
callejón de detrás de la lavandería y
dejándola encargada por dos dólares
el kilo, sin almidón, camisas ni
perchas. Cuando salí hacia la acera de
nuevo, el sol brillaba bastante, el aire
era frío y, para variar, limpio. Se
notaba fresco como cuando muerdes
por primera vez una manzana, fresco
como el de la nevera. Decidí recorrer
los seis bloques hasta mi pis
oandando.
Durante el fin de semana, con el
señor Adams llevándonos a todas
partes, había visto más de mi barrio
que lo habitual. Y no sin aspectos
agradables, pero a principios de
noviembre, con todos los árboles y
arbustos sin hojas, parecía inhóspito y
sucio. Increíble lo que hace un toque
de verde. Además, cuanto más me
acercaba a mi bloque, más grandes
eran los grafitis y más basura había.
Me pregunté si debía mudarme.
¿Cómo me sentiría si Millie se
quedase aquí, si tuviese que pasear
por esta zona? Me di cuenta de queestaba
mirando a hombres sentados en
las entradas de los pisos o de pie en
las esquinas. Me devolvían la mirada,
desafiantes, hasta que apartaba la
vista. Si viene Millie, nos alojaremos
en un hotel de Manhattan.
Gracias a que estaba mirando a
todos los de la calle me di cuenta de
los tipos del coche. Estaban aparcados
a tres edificios de mi piso, leyendo
periódicos, con las ventanillas medio
bajadas. Un vaso de café de papel
sobre el salpicadero dibujaba un
círculo de vaho sobre el parabrisas.
Cuando pasé junto a ellos, oí el
crepitar de un equipo de
radiollamada,como el que sale en las
películas de
polis.
Miré al hombre que había en el
asiento del pasajero. Era Washburn.
Estaba bebiendo de otro un vaso de
café y leyendo el diario, pero al oír
mis pasos miró hacia donde me
encontraba. Cuando nuestras miradas
se cruzaron, echó la cabeza hacia
atrás, sorprendido. Un buen chorro de
café caliente le cayó en el pecho y se
revolvió, maldiciendo y limpiándose
inútilmente la pechera con el
periódico. Mientras lo hacía, vi bajo la
chaqueta abierta la culata de madera
de su pistola en una pistolera d
ehombro.
Dios, ¿es un poli? Aquello
explicaba el arma y por qué los polis
que patrullaban no hicieron nada la
noche en que llamé al 911.
Seguí andando, casi sin pararme,
satisfecho de que se le hubiese
derramado el café, pero sin querer
reconocerle. No hay nada que cabree
más a una persona que se le queden
mirando cuando ha cometido una
torpeza.
Como estaban allí, me metí en el
callejón, hacia la puerta de atrás, y
salté a mi piso desde un espacio
privado entre los cubos de basura
.Miré por la ventana y vi a Washburn,
manchado de café por completo, salir
del coche y meterse en la acera hasta
que estuvo justo debajo. Miró a la
vuelta de la esquina, en el callejón.
Me metí en el cuarto de baño y
tomé un Alka-Setzer.
¿Qué es lo que quiere?
No podía ser el robo del banco,
¿verdad? El único delito que había
cometido aparte de ése era usar un
carnet de conducir falso, a menos que
abrir una cuenta en el banco con una
documentación falsa fuese fraude o
algo así.
Demonios, ¿me estarán vigilando?Quizás
estoy siendo paranoico. A la
una de la tarde, los dos hombres en el
coche aún estaban allí.
Salté a la calle Cuarenta y siete,
compré un trípode, regresé, y coloqué
la videocámara sobre él, en la ventana.
Llevé un cable de vídeo hasta el otro
lado de la habitación, lo conecté al
televisor y les observé aumentando el
zoom, a todo color, en mi pantalla de
veinticinco pulgadas. En un par de
ocasiones uno u otro iba al lavabo o a
tomarse un café en la charcutería
coreana de la esquina.
¿Me están vigilando?
Salté al rellano de mi piso, bajé
lasescaleras y salí por la puerta. Hice
caso omiso del coche y me alejé de
ellos andando. La calle aún estaba
bastante tranquila. A lo lejos, oí cerrar
la puerta de un coche y un motor que
se ponía en marcha.
Doblé la esquina a la derecha y
salté de vuelta a mi piso, justo a
tiempo para ver que Washburn
caminaba con paso ligero por la acera.
En la esquina, miró a su derecha, se
puso una mano en la oreja y movió los
labios. Oí chirriar las ruedas del coche
y luego girar. Pasó mi casa de largo y
dobló la esquina.
Bueno, supongo que no hay duda
.Eché un vistazo al piso, triste. Sabía
que no podían arrestarme. Me habría
ido antes de que pudiesen abrir la
puerta, pero todas mis cosas… todos
mis preciosos libros…
Papá no me dejaba tener libros.
¿Cuál es el problema… te los has
leído, no?
Entonces se los llevaba a la tienda
de libros usados y los vendía por una
miseria. Nunca supo para nada cuál
era su valor. No le gustaba que
estuviesen amontonados por la casa,
ni siquiera en mi habitación.
No iban a quedarse mis libros.
En el complejo de apartamentos
de Millie, al final del campus de la
OSU, había uno libre. Se
sorprendieron de que apareciese un
inquilino en mitad del semestre. El
alquiler, para un apartamento de dos
habitaciones en el segundo piso, era
menos de la mitad de mi alquiler en
Nueva York, y el depósito sólo era de
doscientos dólares. Para simplificar las
cosas, pagué el alquiler hasta el final
del segundo semestre, ocho meses en
total, explicando que acababa de
cobrar el cheque de la beca y que si
no lo utilizaba para el alquiler
,probablemente me lo gastaría en
pizza. Aceptaron mi carnet de Nueva
York y la dirección de mi padre en
Ohio y me dejaron hacer el traslado
de inmediato.
Empecé en el salón del piso de
Nueva York, sin la camiseta y con las
manos sudadas. Miré a una librería y
luego salté al apartamento de
Stillwater para escoger una pared.
Luego volví al piso de Nueva York.
Me acerqué a la librería, de noventa
centímetros de ancha y casi tan alta
como yo, agarré uno de los estantes
más bajos e intenté levantarla. Los
ligamentos y los tendones de hombro
sy cuello se me tensaron y note un
tirón en las lumbares, pero la librería,
una de las más grandes que tenía, no
parecía moverse. Resoplé y me tiré
hacia atrás. El mueble se inclinó y se
levantó del suelo.
Salté.
En el apartamento de Stillwater
volví a inclinarme hacia delante
enseguida. La librería chocó en el
suelo y se movió hacia atrás,
golpeando en la pared y haciendo
saltar siete libros desde el último
estante al suelo.
Los dejé allí. La librería sólo había
estado sin tocar el suelo un segundo
,pero vino conmigo al saltar. Aquello
merecía pensarlo un poco, pero no
quería perder el tiempo.
Las otras librerías fueron más
fáciles, pero para cuando hube
terminado, me dolían los hombros.
Cogí el equipo de entretenimiento por
partes, en cargas mucho más
pequeñas que las librerías. El
escritorio del ordenador también fue
fácil, pero saqué todos los cajones y
los llevé por separado. Ya había
acabado con la ropa colgada y estaba
a punto de llevarme la cama, cuando
pensé en el dinero.
Oh. Empecé a reír. Cuanto má
sreía, más divertido me parecía. Había
más de setecientos mil dólares en el
armario y quería salvar los libros. Me
apoyé en la pared y sacudí la cabeza,
con las lágrimas corriéndome por las
mejillas, casi sin aliento por las
carcajadas. Puede que aún haya,
esperanza para ti, Davy.
Salté a Stillwater y encontré un
armario de ropa blanca en el pasillo.
Tenía estantes, pero no parecían lo
suficientemente grandes. Alcé la vista,
pensando en añadir una estantería por
encima, y vi que había una trampilla
para acceder al desván. Después de
coger un taburete con escalones y
unalinterna del piso de Brooklyn, vi que
había un altillo de un metro de alto
entre el techo de mi apartamento y el
tejado. Me recordó a la biblioteca de
Stanville.
El ático estaba cerrado a los
demás apartamentos por cortafuegos,
lo que lo hacía suficientemente
privado para mis propósitos. Trasladé
el dinero por etapas, olvidándome del
resto de mis pertenencias hasta que el
último dólar estuviese bien colocado
en el altillo.
¿Qué pensarán de mi armario sin
puertas? ¿Debería volver a abrir la
puerta? Recordé un absurdo reportaj
een la tele sobre una bodega de un
hotel de Chicago y a un célebre
«periodista» que creía haber
encontrado el sótano perdido de Al
Capone. Sería interesante ver su
reacción cuando lo descubriesen. Casi
barajé la idea de dejar un poco de
dinero, sólo para confundirles.
Entonces hice un descanso y me
fui a cenar a la taberna Fraunces, en
el distrito financiero. Aquello fue un
error. El servicio es lento, y al llegar al
postre se me había agarrotado la
espalda y mi cuerpo era todo dolor
desde la cabeza a las pantorrillas.
Intenté pasear cerca del agua e
nBattery Park, para desentumecerme,
pero el viento frío que venía desde la
desembocadura del Hudson parecía
empeorar las cosas, añadiendo un
dolor de cabeza a mis otros males.
¡Estúpida policía!
Salté directamente al lavabo del
piso de Brooklyn, para tomarme un
poco de ibuprofeno. Estaba a oscuras,
y estiré el brazo para darle al
interruptor, pero me detuve.
Había alguien en el piso.
¿Cómo habrían abierto la puerta?
La puerta del cuarto de baño
estaba medio abierta y me coloqué
rápidamente detrás de ella para echarun
vistazo por la rendija de las
bisagras. La puerta principal estaba
entreabierta unos quince centímetros
y había un agujero irregular, ovalado y
ennegrecido, hecho en la puerta de
acero. En el suelo, justo en la entrada,
había un equipo de oxígeno-acetileno,
con un par de botellas móviles y un
soplete. Una pegatina sobre la botella
de oxígeno decía «PROPIEDAD DEL
NYPD».
Al final del pasillo un policía
uniformado estaba ayudando a un
hombre trajeado a examinar mi cama.
Estaban sondando el colchón con algo
que parecía alfileres de
sombrero,delgadas agujas de un palmo
de largo.
Desde la cocina oí un estruendo de
potes y sartenes que alguien estaba
moviendo.
Me preguntaba si tendrían una
orden de registro.
¿Quieres preguntarle, Davy? «Oh,
perdone, agente. ¿Tiene el papel que
le permita practicar acupuntura con
mi cama?»
Decidí tomarme el ibuprofeno en
otra parte. Aunque me quedé allí,
fascinado de manera un tanto
perversa. Casi sentía como si estuviese
presenciando mi propia violación de la
ley. Oí ruido de platos que se rompía
ny apreté los puños. Los platos en la
cocina eran de cerámica hecha a
mano que había comprado por
quinientos dólares en una tienda
especializada en el Village.
Al menos los libros están bien.
Sonó el teléfono. Miré el reloj. ¡Oh,
Dios! ¡Millie!
No me había llevado el teléfono ni
el contestador. No había tenido
motivo; no había electricidad en el
apartamento de Stillwater, y mucho
menos línea telefónica. El teléfono
estaba en mi dormitorio, a la vista
encima de la mesita de noche. El
hombre trajeado cogió el teléfon
oantes de que se activase el
contestador.
—Hola —dijo, girando la cabeza
hacia el pasillo. Era Washburn. Se
había cambiado la camisa desde la
mañana.
—No, no se ha equivocado. Este
es el piso de David. Soy el sargento
Washburn de la policía de Nueva
York. ¿Con quién hablo? —tapó el
micrófono con la mano y se dirigió al
policía uniformado—. Llama a la
centralita y que rastreen la llamada —
el agente uniformado cogió una radio
de su cinturón y se fue al salón.
Washburn destapó el micrófono
.—No, por lo que yo sé, David está
perfectamente. Ha dejado el piso esta
mañana. No parece haber vuelto.
¿Conoce a David desde hace tiempo?
—escuchó—. ¿Problemas? Bueno,
eso tendrá que verse. Queremos
hablar con el señor Reece sobre un
par de cosas —volvió a escuchar—
Bueno, pues tenemos una orden de
registro… por eso. ¿Podría darnos su
dirección y su número de teléfono,
señorita Harrison? —escribió en un
bloc que sacó del bolsillo de la
chaqueta—. ¿Oklahoma? ¿Pero está
usted en la ciudad ahora? ¿No?
Bueno, pues si sabe del señor Reece
,dígale que llame al sargento
Washburn, en el distrito policial 72 —
el poli uniformado volvió a entrar en la
habitación y mostró algo a Washburn
escrito en un bloc. Washburn lo
comparó con su propio bloc y asintió.
—No, no se ha equivocado de
piso. El contrato de arrendamiento de
David dice Rice, pero su cuenta
bancaria dice Reece. No sabemos si
Rice o Reece es correcto. Esa es una
de las cosas de las que queremos
hablar con él. Por favor, dígale que
llame. Adiós.
Colgó el teléfono. El otro poli de
paisano sacó la cabeza desde l
acocina.
—¿Y bien?
—Su novia, quizá. En Oklahoma.
Habla con él cada noche. Parecía
sorprendida y disgustada. Sonaba
como si no supiese nada del personaje
Reece. El número que nos ha dado es
legal.
—Me pregunto si sabrá dónde
consigue el dinero.
—Bueno, podemos localizarla
después, si no lo averiguamos aquí —
respondió Washburn.
—¿Está seguro de que todo esto
merece tanto jaleo? Me refiero a que
lo único que tenemos del chaval e
sdocumentación falsa.
—¡Mierda, Baker! ¿Qué te parece
agresión? ¿De dónde saca todo su
dinero? El número de la Seguridad
Social que dio pertenece a una
anciana de Spokane, Washington. En
Hacienda quieren saber algo de eso.
Nadie llamado David Rice o David
Reece en su registro tiene esta
dirección, así que es probable que
nunca haya pagado impuestos. Para
mí, eso son drogas… drogas y dinero
fácil.
El poli uniformado dijo:
—No encuentro nada en este
colchón. ¿Qué le puso sobre la pistade
este tío? Washburn respondió:
—Cállate y sigue buscando.
—Caray, sargento. ¿Cuál es el
problema?
Baker sacó la cabeza desde la
cocina.
—Washburn vive en el piso de
abajo. Ha estado observando al chaval
durante un tiempo, y él tuvo que
olerse algo. Él y algunos amigos suyos
asaltaron a Washburn, lo noquearon y
lo dejaron tirado en Central Park.
—Joder, sargento, ¿y por qué no
presentó cargos?
Porque no pasó eso.
Washburn se encogió de hombros.—
Preferiría que cayese por algo
gordo. Además —admitió, a
regañadientes—, no hubo testigos y
no vi quién le ayudaba. Saltaron sobre
mí por detrás. Pero aquí está pasando
algo. He hablado con el casero. El
chaval pagó el depósito y, en un
principio, el alquiler de varios meses
con giros postales. Al final, empezó a
pagar con talones, pero era un nombre
diferente del que hay en el contrato de
arrendamiento. El sábado pasado
vieron una limusina dejando al crío y a
una mujer aquí. ¿Una limusina, en este
barrio? Comprobamos el número de
carnet del talón y, ¡quién me lo iba
adecir!, no es la dirección del carnet,
así que comprobamos aquella
dirección y nos encontramos a otro
David Reece; con una cara diferente,
pero el mismo permiso de conducir.
Así que empezamos a seguirle desde
el domingo, pero se nos perdió en el
Kennedy. Temíamos que se hubiese
largado, pero vuelve caminando a su
piso el lunes por la mañana. El mismo
día por la tarde sale del edificio, dobla
la esquina, y vuelve a desaparecer.
Baker, en el pasillo, dijo:
—La próxima vez que le veamos,
le arrestaremos. Es demasiado bueno
esfumándose. Por eso Ray y t
ucompañero están abajo —volvió a la
cocina.
El poli uniformado preguntó:
—¿Y quién es la mujer?
—Su madre. Eso es lo que el
chófer de la limusina nos dijo. El
chaval pagó por adelantado, en
efectivo, por todo el fin de semana, y
le dio una propina adicional de cien
pavos al final. La recogieron en La
Guardia y la dejaron en el Kennedy.
El chófer no llegó a oír su nombre ni
los números de los vuelos. Dice que el
crío sólo le dijo a qué terminal y
cuándo. Es posible que ella le
proporcione la droga.
¡Dejad a mi madre en paz! Se me
ocurrió saltar a la calle e incendiarles
los coches, o quizá romperles los
parabrisas. La furia me provocó más
dolor de cabeza.
Salté a Stillwater, donde compré
ibuprofeno en una tienda 24 horas y
me lo tragué con 7UP.
¿Qué voy a hacer con Millie?
Sherry, la compañera de piso de
Millie, respondió a la puerta. Las
expresiones que pasaron por su cara
cuando me reconoció lo decían todo.
—Espera un momento —me dijo.
No me pidió que entrase. No me dijo
hola ni me preguntó cómo iba todo.Me
cerró la puerta en las narices.
El dolor de cabeza y el enfado
volvieron. Cuando Millie abrió la
puerta, mi cara estaba colorada y
sentía el pulso en las orejas. Parecía
asustada.
—Davy, ¿qué estás haciendo aquí?
Me encogí de hombros.
—Necesito hablar contigo. Ya que
no soy bienvenido dentro, quizá
podamos dar un paseo.
Tragó saliva.
—No estoy segura de que quiera
pasear contigo.
—¡Oh, por el amor de Dios! —ella
se estremeció y continué en un tonomás
normal—. El sargento Washburn
no te ha dicho que sea violento, ¿no?
Seguramente te lo habría dicho si
fuese sospechoso de asesinato o algo
así.
—¿Cómo sabías…? Está bien,
vale. Cogeré el abrigo.
Se reunió conmigo en el porche un
minuto después, con las manos
metidas en los bolsillos de su abrigo, la
mirada remota y la cara inexpresiva.
Salí a la calle y ella me siguió a
unos pocos pasos. Empezamos a
andar lentamente por la acera. El cielo
estaba nublado, la temperatura era
más que fría, y una neblina, más qu
euna niebla y menos que lluvia, iba
dejando todo resbaladizo y mojado. Se
olía a humo de leña.
Ella fue quien primero rompió el
silencio.
—¿Por qué caminas así? ¿Estás
herido?
—He estado trasladando muebles.
Me he pasado un poco, pero es que
estaba en un aprieto.
—Ya…
Su tono de voz dolía.
—¡Es la verdad!
Giró la cabeza de repente, con la
mandíbula apretada.
—¡Ah, la verdad! Eso es un
temainteresante. ¡Hablemos de la verdad!
Resoplé.
—De acuerdo. Por qué no.
—Empecemos con los nombres,
señor Rice, ¿o debo llamarte señor
Reece? ¿Cómo te llamas?
—Rice. Nunca te he mentido.
Alzó la cabeza, boquiabierta.
—¡Oh! ¿Y a quién mientes?
¿Limitas tus mentiras a los cajeros del
banco? ¿Las novias están exentas de
mentiras?
Bajé la cabeza y repetí
tercamente:
—Nunca te he mentido. Todo lo
que te he dicho es cierto
.No me creía.
—Hay mentiras y mentiras.
¿Sabes qué es mentir por omisión?
¿Sabes qué es mentir implícitamente?
¿Por qué te busca la policía? ¿Qué has
hecho? ¿Por qué no me lo has dicho?
—¡Porque quería que me
quisieses!
Se hizo atrás, con la mirada
asustada otra vez.
—Porque quería que me
quisieses… Oh, ¡joder! —me detuve y
alcé la vista a las nubes, mezclando las
lágrimas con la neblina.
Ella apartó la mirada, sin ganas de
mirarme. Reprimí las lágrimas, cerr
élos ojos con fuerza y me las sequé.
—¿Qué es lo que quieres? —
pregunté—. ¿Qué puedo hacer para
arreglarlo?
—Me has mentido. Me has
traicionado. Te dije lo que significaba
eso.
Negué con la cabeza, con
incredulidad.
—Tú dijiste que si alguna vez te
enterabas de que te había mentido,
habíamos acabado. ¿Es eso lo que
quieres? ¿Quieres que me vaya y no te
moleste nunca más?
Me miró, con el ceño fruncido y
con la boca en un rictus intransigente
.—Sí.
Vi su indignación, su ira, su odio,
y no pude soportarlo.
—Pues adiós.
Entonces, con rencor, mientras
ella miraba, salté, para escapar, sin
pensarlo, sin dirección. Luego, en el
suelo de la biblioteca pública de
Stanville me hice un ovillo y lloré y
lloré y lloré.

Pasé la noche en mi sillón


reclinable, en el apartamento de
Stillwater, con el largo abrigo de piel
como manta. No había ni calefacción
ni luz porque aún no los había dad
ode alta. Tuve pesadillas sobre papá, de
cuando me pegaba por llorar. Millie
estaba allí, de pie a un lado, asintiendo
a todo lo que decía papá. Me desperté
con la tenue luz del alba, tiritando y
con dolor de espalda. Decidí no volver
a dormir.
Después de ponerme los zapatos,
salté al rellano de mi piso en
Brooklyn. Había un picaporte nuevo y
un candado cerrando la puerta, y un
letrero que decía precintado por el
nypd. Para información, contactar con
D. Washburn, distrito policial 72.
Salté al dormitorio. La cama
estaba hecha trizas, y la ropa estabatirada
en un rincón. Comprobé con
cuidado el resto del piso.
En algún momento se dieron
cuenta de que había demasiado
espacio entre la cocina y el salón.
Habían destrozado la puerta tapada
del armario del dinero, pero sabía que
no había nada que encontrar allí.
La cocina era un caos; los platos
estaban amontonados de cualquier
manera en la encimera. Algunos
habían sido apartados y tratados con
polvo de huellas. Habían tirado la
basura en el fregadero y la habían
examinado minuciosamente.
Ignoré el desorden y empecé
allevar cosas al apartamento de
Stillwater, metiendo los potes y los
platos en los armarios. Me sorprendió
que no hubiesen roto nada, pero no
parecía importarme.
Nada parecía importarme.
Sin embargo, cogí cada frágil
pieza con un cuidado reverencial,
sacándoles el polvo con un trapo de
cocina antes de colocarlas en su lugar
en el armario. Había comprado los
platos al final del verano con la ayuda
de Millie. A mamá le habían gustado
mucho.
A media mañana ya había
trasladado todas las cosas de la cocina
y el baño, así como la cama y su
bastidor. Las únicas cosas que dejé en
el piso y que no me interesaban para
nada fueron las cortinas y los estores,
pero estaba seguro de que la policía
estaría aún esperándome fuera y no
quería que supiesen que estaba en el
piso.
De vuelta a Stillwater, me dediqué
a cumplir las formalidades para dar de
alta el agua, la luz, la televisión por
cable y el gas. También decidí no abrir
ninguna otra cuenta en el banco. Si
había algo que no podía pagar con
giros postales o en efectivo, no lo
compraría. N inguna
de las empresas se
inmutó al recibir dinero en efectivo
para los depósitos. Quizá las cosas son
diferentes en las ciudades con
universidades. Todas se
comprometieron a dar de alta los
servicios al final del día siguiente.
Mientras estuve fuera, pasé por la
compañía telefónica, pero decidí no
instalarme teléfono. No me sentía muy
sociable.
Una de mis ventanas daba a la
calle que había entre el campus y el
complejo de apartamentos. Miré por
ella casi toda la tarde, observando a la
gente pasar, apresurándose por l
alluvia. Salté a una tienda en Manhattan
para tomarme un café y un bocadillo a
media tarde, pero me los llevé a la
ventana de Stillwater.
A las 16:15, Millie cruzó el
campus y salió a la calle. Iba
caminando más lentamente que la
gente que iba a su alrededor,
cabizbaja y con la mirada perdida.
Llevaba un paraguas que le había
comprado a un vendedor callejero en
Nueva York cuando la conocí.
«Cuatro dólares, señorita. Cuatro
dólares.» Ella negó con la cabeza.
«Tres dólares, tres dólares.» Al final
quedaron en dos y medio. Yo l
ecomenté que seguramente se desharía
con la lluvia, pero allí estaba,
demostrándome que mentía.
Quise saltar a la acera y ponerme
delante de ella, pero el recuerdo de su
cara de la noche anterior había sido
demasiado.
Entonces, ¿por qué estoy aún en
Stillwater? Contemplé cómo se alejaba
lentamente.

Intenté escribirle una carta a


Millie, para explicarle por qué la
policía quería hablar conmigo. Para
explicarle que había comprado una
documentación falsa con dinero qu
ehabía robado de un banco utilizando
una habilidad que la gente no tiene.
Cada vez que veía las palabras en la
pantalla, eliminaba el documento.
Maldita sea, yo mismo ponía en duda
la historia. ¿Cómo podía esperar que
Millie se la creyese? Quería huir,
esconder la cabeza, esperar a que
pasase la tormenta. Visité la agencia
Serendipity Travel y ojeé los folletos.
Hice caso omiso de todos los lugares
que mostraban a gente sonriendo y
pasándolo bien. Sonreír no era
compatible con la imagen que tenía en
mi mente. Al fin encontré el sitio, un
retiro, en West Texas. El follet
ohablaba de aislamiento, naturaleza y
meditación. Era perfecto.
Me llevó casi todo el día llegar a
El Paso. Desde allí cogí un autobús
justo a punto de irse, y me senté
delante, lejos de la zona de
fumadores. Tenía la cámara en una de
las mochilas que había comprado para
el robo del Chemical Bank, y en los
bolsillos del abrigo llevaba
antihistamínicos, ibuprofeno y
pañuelos de papel.
Estaba resfriado.
Fuimos hacia el este por la I—10,
serpenteando por el Río Grande y bajo
una tormenta de arena. Me qued
édormido, pero el sueño estuvo repleto
de extrañas pesadillas vagamente
recordadas que no parecían detenerse
cuando me desperté. En la parada de
descanso, antes de que nos
dirigiésemos hacia el sur en Van Horn,
por la US 90, salí del autobús a
trompicones para comprar algo de
beber, porque tenía la boca seca y
tenía calor. Me dolió al tragar.
La intensidad de la tormenta
empeoró y el autobús tardó cuatro
horas en recorrer el siguiente tramo
del viaje. Mi fiebre parecía empeorar,
pero no quería malgastar el tiempo
que ya había perdido. Si me iba de u
nsalto, tendría que volver a empezar
desde la parada de descanso, a las
afueras de Van Horn. Me soné la
nariz y me quedé dormido.
En Marfa, el autobús giró al sur
por la US 67, una carretera que
atravesaba el desierto antes de subir
por la Cuesta del Burro y las
montañas Chinati y bajar la larga
pendiente hasta el Río Grande en
Presidio, con un desnivel de mil
metros. El autobús hizo una parada
para comer allí, en el Tastee-Freez[5]
de Presidio, pero yo salté al
Greenwich Village a por una pita con
falafe. Sólo me comí la mitad; no tení
aapetito. Salté de vuelta para hacer el
último trozo del viaje, desde Farm
hasta Market Road 170.
Era la última hora de la tarde y
estaba nublado, pero hacía calor
Redford. Le di las gracias al chófer del
autobús, grabe un lugar para saltar y
salté directamente al apartamento de
Stiliwater con un ligero dolor de oído.

Mi amante me había rechazado, la


policía me buscaba, tenía 39 de fiebre,
el oído derecho no dejaba de dolerme
y me costaba respirar. Así que me
sentí culpable por compadecerme de
mí mismo.Es muy fácil decir: «Eh,
Davy,
tienes derecho a ello. Tienes muchas
razones para compadecerte». Pero
entender eso no me hizo sentirme
menos culpable. En todo caso,
empeoró las cosas, porque la culpa
me enfurecía, me ponía a la defensiva.
Así que me compadecía de mí mismo,
me sentía culpable y furioso.
Porque, en el fondo, sabía que me
merecía todo aquello.
A las ocho de la tarde salté a una
clínica de urgencias en la periferia del
centro de Manhattan. Mentí en los
formularios acerca del nombre y la
dirección y dije que pagaría e
nefectivo. El médico, un hindú llamado
Patel, escuchó mis síntomas, me tomó
la temperatura, me miró los oídos y
me auscultó los pulmones.
—¡Caramba! —exclamó. Me dio
un ataque de tos. Apartó el
estetoscopio mientras me duraba y
volvió a auscultarme cuando me calmé
—. ¡Caramba!
Sacó una botella de una nevera y
llenó una desagradable jeringa
enorme.
—No tienes ninguna alergia, que
tú sepas, ¿verdad?
—No.
—Bájate los pantalones
.—¿Qué es eso?
—Antibiótico. Ampicilina. Estás al
borde de la neumonía. Te estoy
poniendo esta inyección y te voy a
recetar un antibiótico oral, un
antitusígeno, un antihistamínico y
gotas para el oído. Si tuvieras los
pulmones sólo un poco más
congestionados o la fiebre un poco
más alta, te habría enviado a una
cama de hospital. Tal como estás, te
vas a ir a una farmacia y te vas a
tomar esto, y luego a casa a la cama.
Me clavó la aguja en la parte
superior de la nalga derecha. Al
principio no dolía, pero cuando apret
óel émbolo, el músculo se me tensó
mucho.
—¡Aaaau!
—No andes —añadió—. Coge un
taxi. No hagas esfuerzos. Bebe mucho
líquido. Bebe líquido hasta que creas
que vas a reventar.
Asentí, frotándome los músculos
debajo de la inyección. Me miró y
frunció el ceño.
—¿Estás seguro de que lo has
entendido?
Reí un poco.
—¿Tan mal aspecto tengo?
—Muy malo. Sí.
—De acuerdo. Farmacia, casa,ca
ma, mucho líquido, mucho
descanso. Y un taxi. ¿Qué más?
Parecía menos preocupado.
—Vuelve en un par de días.
Siéntate mientras te hago las recetas.
—Preferiría estar de pie —
contesté, aún frotándome el culo.
Señaló un sofá.
—Entonces túmbate. Ordenes del
médico. Es muy importante que
descanses.
Cuando acabó de escribir las
recetas, me preguntó cómo me
encontraba.
—Me duele el trasero.
—¿Tienes picores o aprensión
?¿Te notas los párpados hinchados, o
los labios, o la lengua, o las manos, o
los pies?
—No. ¿Por qué?
—Sólo me aseguro de que no
estés teniendo ninguna reacción
alérgica a la inyección. Bueno, ya te
puedes ir, y no te olvides de volver en
un par de días.
Pagué en efectivo, salté a una
farmacia de guardia que conocía en
Brooklyn, y compré todo lo que
habían recetado. El farmacéutico
tardó una eternidad. No había ningún
sitio para sentarse. Me apoyé en el
borde de una vitrina y tosí. Cuand
opor fin volvió, pagué, salí por la puerta
tambaleándome y salté, sin pensar
nada más que en mi cama.
La habitación en la que aparecí
estaba oscura y vacía; no había más
que el estor de la ventana. Estaba en
el piso de Brooklyn, aún precintado
por la policía de Nueva York.
¡Estúpido! Me concentré, recordé
el apartamento de Stillwater, sus vistas
al campus donde había observado a
Millie andar bajo la lluvia. Volví a
saltar y acerté. Me tomé todos los
medicamentos, con las dosis
apropiadas, no sin antes comprobarlo
todo dos veces. Tal como me sentía
,era probable que tomase una
sobredosis por error. Los antibióticos
fueron lo peor, eran de caballo, pero
al menos me hicieron beber varios
vasos de agua antes de que se me
fuese el nudo en la garganta. Si
entendía bien las indicaciones, no
tendría que volver a tomar la siguiente
dosis hasta la mañana.
Tuve que poner toda mi voluntad
para desvestirme antes de caer en la
cama.

Las treinta y seis horas siguientes


fueron confusas, distorsionadas por la
fiebre, los antihistamínicos y una mal
anoche. Cuando no dormía, mis
pensamientos volvían inevitablemente
a Millie. Si lograba evitar pensar en
ella, me venía la policía a la cabeza.
Cada ruido que oía fuera de mi
apartamento me hacía creer que
estaban a punto de entrar, iba dando
trompicones hacia la ventana y miraba
por todas partes desesperado,
paranoico. En una ocasión, el cartero
pasó por allí y por un momento
confundí el uniforme con el de la
policía.
La fiebre bajó un poco el jueves
por la noche y caí en un sueño más
profundo y reparador, aunque tuv
epesadillas.
El viernes por la mañana me
duché, me vestí y salté al hospital de
urgencias de Manhattan. Hubo un
momento extraño en el que tuve que
esforzarme para recordar qué nombre
había dado en mi visita anterior, pero
al final lo logré.
—Bueno —dijo el doctor Patel,
auscultándome el pecho—, esto está
mucho mejor. ¿Cómo te encuentras?
—Débil, pero ya no me duele el
oído.
—¿Y tienes algún dolor en el
pecho?
—No.—Bien. Creo que lo cogimos a
tiempo. Asegúrate y acábate los
antibióticos. Puedes seguir tomando
los antihistamínicos y el antitusígeno si
sigues teniendo los síntomas, pero,
para asegurarnos, sigue con las gotas
en el oído durante dos días más. Si el
dolor no vuelve a aparecer, puedes
dejar de ponértelas.
Le di las gracias y pagué por la
visita.
De vuelta en Stillwater, vagué sin
rumbo por el apartamento, inquieto.
Intenté coger algunos libros pero me
resultaba difícil concentrarme.
Finalmente, pasé un rato conectando
el equipo de entretenimiento, con
todos los cables de la cámara, la tele,
el equipo estéreo y el reproductor de
cintas de ocho milímetros, y
enchufando todo a la toma de
corriente de la pared.
Vi el final de una antigua película
clásica en uno de los canales de cine,
y luego empecé a cambiar de canal,
buscando algo interesante. Había
varias series, unos cuantos concursos
y películas que ya había visto o que
consideraba estúpidas. Entonces le di
a la CNN y me detuve.
«La crisis de rehenes en el
aeropuerto de Argel ha acabado co
nun rehén muerto y varios heridos. Los
tres secuestradores y catorce rehenes
fueron conducidos desde el
aeropuerto en un camión y
atravesaron los controles del ejército
argelino. Cinco horas después, un
autobús con los rehenes a bordo se
detuvo frente al consulado suizo. Los
catorce rehenes liberados del avión
eran los únicos americanos a bordo
tras la muerte de Mary Niles.»
¿Qué…?
«No ha habido respuesta a las
peticiones americanas y británicas
para que Argelia arreste y procese a
los secuestradores. Vamos ahora a
laeropuerto de Atenas, donde empezó
el secuestro del vuelo 932 de la Pan
Am.»
La pantalla cambió de la
presentadora a un locutor rubio que se
encontraba en la explanada de un
aeropuerto. Decía:
«El personal del aeropuerto vio a
tres hombres con talegos embarcando
en el 727 de la Pan Am desde un
camión de comida, justo antes de que
el avión empezase a rodar por la pista.
Según uno de los pasajeros británicos,
esos hombres se escondieron en los
servicios de popa, y salieron después
de que el avión hubiese despegad
ocon granadas y metralletas Uzi.
Obligaron a todos los pasajeros a
ponerse las manos en la nuca y la
cabeza entre las rodillas. Los de
primera clase oyeron a uno de los
secuestradores gritando en mal inglés
por el intercomunicador de la cabina
de mando que empezarían a matar a
las azafatas si no abrían la puerta de la
cabina.
»El capitán Lawrence Johnson,
piloto del vuelo 932, informó del
secuestro al control radar de Atenas y
cambió el código transpondedor para
que indicase 7500, la señal
internacional de secuestro aéreo
.Luego hizo que su copiloto abriese la
puerta.»
La imagen en la tele cambió al
exterior de una torre de control
mientras que una voz en off con
muchas interferencias decía: «Éste es
el vuelo Pan Am 932. Tenemos un
secuestro y nos desviamos a Beirut».
Un mensaje que decía «Grabación»
apareció en la parte inferior de la
pantalla.
La imagen volvió a cambiar de
vuelta a la presentadora de la CNN.
«Cuatro horas después, el vuelo
932 de la Pan Am intentó aterrizar en
el aeropuerto de Beirut, pero lasfuerzas
del ejército sirio, al mando del
Beirut occidental, negaron el permiso
para aterrizar bloqueando la pista de
aterrizaje con camiones de bomberos
y autobuses del aeropuerto. Después
de amenazar con estrellar el avión o
aterrizar en el mar, les dijeron: "No
nos importa. No aterrizarán aquí".
»Entonces los secuestradores
desviaron el avión al aeropuerto de
Nicosia, en Chipre, que también les
negó el permiso para aterrizar, pero,
considerando los problemas de
combustible, les permitieron aterrizar
en Larnaca. Allí exigieron que les
abasteciesen de combustible. La
sautoridades chipriotas se negaron,
pero transigieron cuando los
secuestradores amenazaron con matar
a los pasajeros uno a uno, hasta que
recibiesen combustible. Durante el
abastecimiento, el personal
antiterrorista del aeropuerto, vestido
como el personal de abastecimiento,
colocó cargas explosivas por control
remoto en las ruedas del tren de
aterrizaje.»
La cámara mostró al avión
alejándose de los tanques de
combustible, y entonces, cuando
estaba en medio de la pista de
despegue, salieron unas pequeña
sráfagas de vapor de las ruedas y el
aparato se paró abruptamente.
La imagen siguiente fue la de una
mujer en una cama de hospital. Tenía
la cara hinchada y llevaba vendaje en
una mejilla. Una voz en off explicó
que era Linda Matthews, azafata del
vuelo 932 de la Pan Am. Empezó a
hablar.
«Cuando las ruedas explotaron, los
secuestradores empezaron a gritar,
muy furiosos. Empezaron a pegar al
copiloto y a vociferar al capitán
Johnson que despegásemos. El intentó
mover el aparato dos veces más, pero
el armazón se zarandeó. Al final, lesdijo:
"No puedo. El tren de aterrizaje
está roto". Abrieron la puerta,
entonces, e hicieron que algunos
pasajeros me aguantasen en el aire
para que mirase al tren de aterrizaje.
Les dije que todas las ruedas estaban
pinchadas. Les dije que no había
manera de que el avión despegase.
Fue entonces cuando uno de ellos
empezó a golpearme con la culata de
su arma. Fue entonces también
cuando empezaron a golpear al
capitán Johnson.»
La pantalla volvió a la
presentadora.
«Entonces los secuestradore
sexigieron otro avión de inmediato. Las
autoridades se negaron. Las
negociaciones se alargaron siete horas.
Durante aquel tiempo, los
secuestradores exigieron la liberación
de varios musulmanes chiítas
encarcelados en Jordania, Arabia
Saudí e Italia. Finalmente, en el
primer avance aparente, los
secuestradores dijeron que liberarían a
todos los pasajeros menos a los
americanos a cambio de otro avión.
Las autoridades respondieron con una
oferta de otro aparato si liberaban a
todos los pasajeros. Los
secuestradores contestaron: "Esperen
nuestra respuesta".»
La pantalla volvió a Linda
Matthews, la azafata.
«Durante el vuelo desde Atenas
sacaron a todos los pasajeros de
primera clase y los colocaron en
asientos vacíos de clase turista. El
vuelo no iba muy lleno, así que no
hubo problema. El líder, el
secuestrador que siempre hacía las
demandas, salió de la cabina. Parecía
muy enfadado. Me habían llevado a
un asiento al final de la primera clase
donde fingí estar inconsciente. No
quería que me volviesen a golpear. El
líder gritó en árabe al secuestrado
rque había al fondo de turista para que
viniese. El hombre trajo un maletín.
Mientras se acercaba, pude oír cómo
golpeaba a cualquiera que no
estuviese completamente inclinado
hacia delante, con la cara en el
regazo. Cogieron a una pasajera del
primer asiento del pasillo y esposaron
el maletín a su muñeca. Luego oí que
el líder le decía: "Llevar mensaje a
americanos". La mujer, la que habían
sacado de turista, parecía muy
asustada, apenas capaz de tenerse en
pie. Oí que el líder le decía: "Tener
mucha suerte. Salir del avión".»
La imagen cambió a una vist
aexterior del avión, con un zoom a la
puerta mientras alguien sacaba de una
patada el tobogán inflable de
emergencia amarillo. Entonces
empujaron a alguien desde la puerta,
casi lo lanzaron, y cayó en la rampa
de lado. Se deslizó y acabó cayendo
de cualquier manera al cemento.
Era mamá.
Se levantó con dificultad y cojeó al
alejarse del avión. El maletín parecía
pesado y ella intentó cambiárselo de
mano, pero la esposa no le dejaba, así
que tuvo que aguantarlo con ambas
manos, inclinándose a un lado y
golpeándose la rodilla al caminar
.La imagen volvió a Linda
Matthews, en su cama de hospital.
«Los tres terroristas estaban
mirando por la ventana. El líder tenía
una caja en la mano. Pensé que sería
una radio. Bueno, tenía una antena.
Apretó un botón.»
La imagen volvió a la pista y a
mamá, ya a varios metros del avión.
Un jeep del aeropuerto se acababa de
poner en marcha para recogerla
cuando el maletín estalló con una
explosión de fuego y humo.
Mamá salió despedida varios
metros y cayó desplomada, como un
montón de harapos sangrientos, co
nun brazo de menos. Justo antes de que
cortasen la emisión y volviesen a la
presentadora, se oyó una voz de
fondo, probablemente la del cámara,
que exclamaba: «¡Oh, Dios mío! ¡Oh,
Dios mío!».
La presentadora continuó, con una
adusta expresión en la cara.
«Poco después de la sangrienta
muerte de Mary Niles, las autoridades
chipriotas proporcionaron un 727
lleno de combustible a los terroristas.
Manteniendo a los catorce pasajeros
americanos delante de ellos,
embarcaron en el avión y volaron a
Argelia. Una vez allí, la
snegociaciones con un equipo formado
por representantes argelinos, saudíes y
de la OLP continuaron durante quince
horas. Después, los rehenes fueron
liberados y los terroristas fueron
trasladados del aeropuerto bajo
escolta del ejército.»
La cámara cambió a un ángulo
diferente de la presentadora. Dijo:
«Hoy en la Comunidad Europea,
los contactos entre…»
Apagué la tele con el mando a
distancia.
«No soporto sentarme en el medio
ni en la ventanilla.»
Dejé caer el mando al suelo
,aflojando la mano. Supongo que no
pudo teletransportarse… ojalá hubiese
podido. Ojalá hubiese estado yo allí.
¡Tendría que haber estado allí!
Bueno, conseguiste tu asiento en
el pasillo, mamá.

En un rincón del apartamento


recuperé el sentido, sentado en el
suelo, metido entre el final del sofá y
una librería. Había un libro en el
suelo, con la mitad de las páginas
arrancadas y arrugadas, una a una, en
forma de bolas apretadas. Tenía la
mano a punto de arrancar otra cuando
me di cuenta de lo que estabahaciendo.
Mamá…
Miré el libro. Era Cabezahueca
Wilson, de la colección de Twain que
me había regalado mamá. Me sentí
fatal. Papá rompía libros. Yo no
quería ser como papá. Tiré el libro por
el salón. Me senté en el brazo del
sofá. Me sentía como si tuviesen que
haber lágrimas pero no las había.
No ha pasado. Ha sido la fiebre.
Estaba delirando.
Puse las noticias de la noche y
volvió a aparecer la filmación, en la
ABC. Apagué la tele rápidamente,
antes de la explosión.
Millie… Millie tiene qu
eayudarme.
Era demasiado para que una
persona lo soportase. Demasiado para
soportarlo solo. Salí del apartamento y
doblé la esquina, con la intención de
que me escuchase, para contarle lo de
mamá, pero me detuve en la esquina,
vacilante.
Dos imágenes diferentes, la
explosión y la cara de Millie cuando
me dijo que me marchase y que no
volviese a molestarla más, iban y
venían en mi mente, disputándose mi
atención, luchando entre ellas, y en
ocasiones fundiéndose para causarme
aún más dolor
.El exterior del apartamento era de
ladrillo rojo. Me apoyé en él. Tenía la
cara contra el ladrillo frío y áspero. El
viento era helado, venía del norte, y el
cielo estaba limpio con diminutas y
frías estrellas, como trozos de sílex,
como fragmentos de cristal roto.
Oí pasos en la acera y me volví,
encorvado en la oscuridad del seto
que bordeaba el camino. Un hombre
pasó sin verme, en dirección hacia el
edificio de Millie. Pasó bajo el haz de
una farola y le vi la cara.
Era Mark, el antiguo novio de
Millie, el tipo al que había llevado de
un salto a cien kilómetros de distanciay
había dejado en el mirador del
aeropuerto Will Rogers.
¿Ha venido a molestar a Millie otra
vez?
Podía volver a ser un héroe, podía
esperar a que empezase a molestar a
Millie y después me lo podía llevar de
un salto a Brooklyn, a Minnesota,
lejos, donde no pudiese molestarla.
¿Me escucharía ella entonces ?
Mark llamó a su puerta con
decisión. Salté a su acera, detrás de
un arbusto de hoja perenne que me
llegaba al pecho. Flexioné las manos,
ansioso por tener algo que agarrar,
algo a lo de Battery Park, en la
que
golpear.
Pensé en
elpuente
barandilla entre el suelo y un agua
muy fría.
Qué fácil llevarle de un salto y
dejarlo en el borde…
La puerta se abrió y me preparé
para saltar, para agarrar, para pegar.
Escuché con atención, esperando oír
palabras de enfado, pero aunque
escuché la voz de Millie, no había ira,
no había enfado.
—Ah, Mark. Gracias por venir —
dijo.
La puerta se abrió del todo, Mark
entró y la puerta se cerró. La puerta
se cerró. La puerta se cerró
.¡Oh, Dios! Me sentí un tonto,
como un idiota. Me estremecí y salté
a mi apartamento a unos pocos
metros. ¡Oh, Dios! Vi mi antibiótico
en la encimera y, automáticamente,
miré el reloj. Era hora de tomarme
otra pastilla y ponerme las gotas en el
oído. Me apoyé en la encimera por un
momento, con los ojos cerrados con
fuerza, pensando. ¿Dónde están las
lágrimas? ¿Dónde están las malditas
lágrimas?
El tapón de los antibióticos estaba
hecho a prueba de niños, y requirió
más atención para abrirlo de la que
podía prestar. Al final logré abrir
lapestaña e intenté tragarme una pastilla
sin agua. Se me quedó en la garganta,
como un trozo de hueso, como un
trozo de pan seco y duro. Abrí el
armario que tenía más a mano y vi los
platos, los maravillosos platos hechos
a mano. Los vasos estaban en el otro
extremo del armario, pero no tenía
ganas de ir hasta allí.
Cogí una taza enorme, la llené con
agua del grifo, y conseguí que la
pastilla bajase por la garganta, aunque
no mucho. Parecía encallada al final
del esófago, incómoda y desagradable.
Volví a llenar la taza, furioso con la
pastilla, con Millie, con Mark, yconmigo
mismo.
El segundo trago de agua hizo
bajar la pastilla del todo y dejé la taza
en el borde del fregadero, de cualquier
manera. Se tambaleó y cayó,
golpeando con el asa. Sonó como
cuando rompes un palo seco con las
manos.
¡Al diablo con todo!
Cogí los dos trozos y me puse a
juntarlos, pero parecía inútil. Tiré la
taza al fregadero con fuerza y se hizo
añicos. El ruido me sorprendió y me
gustó, y un trozo de cerámica pasó
rozándome la oreja y dio en la nevera.
Saqué otra taza del armario y l
atiré aún más fuerte.
Entonces aparecieron las lágrimas,
incontrolables sollozos que no pararon
hasta mucho después destrozar todos
los platos que tenía.
11

Leo Silverstein me dijo por teléfono


que sería un ataúd cerrado, y así fue.
Llegué una hora antes, saltando al
aeropuerto y cogiendo el servicio de
transporte. Era la ranchera de Walt
Steiger, pero el conductor era más
joven.
—¿Dónde está Walt? —pregunté.
—Tiene un funeral —fue la
respuesta.
En el interior de la funeraria
Calloway-Jones, un hombre d
eexpresión grave con el pelo blanco y
un traje negro se me acercó en
silencio y me preguntó mi relación con
la difunta.
—Soy su hijo.
—Ah, entonces será el señor
David Rice, ¿verdad? El señor
Silverstein nos dijo que le
esperásemos. Soy el señor Jones. Por
aquí, por favor.
Me hizo pasar por un par de
puertas dobles que llevaban a una sala
parecida a una iglesia con vitrales. El
ataúd estaba en la parte delantera de
la sala, a la derecha. Había un hombre
delante de él, cabizbajo, de espaldas
anosotros. Cuando nos oyó entrar se
sacó un pañuelo y se sonó la nariz
antes de darse la vuelta. No le había
visto nunca.
Nos miró sin comprender durante
un instante, y luego puso su atención
en mí. Dio un paso adelante y
preguntó, tímidamente:
—¿Davy?
Asentí. No es que me gustase
mucho mirarle. El dolor de su cara me
hacía querer salir corriendo y
esconderme.
—Lo siento —dije—. No recuerdo
su nombre.
—No nos conocemos. Me llam
oLionel Bispeck.
—¡Ah! Eres el, eh, novio, de
mamá —me sentí estúpido llamando a
un hombre de cuarenta y cinco años
«novio».
Se giró de repente y se sonó la
nariz.
—Lo siento. Oh, señor, se me han
acabado los pañuelos.
—Espera —le dije, mientras
hurgaba en mi chaqueta. Saqué un
pañuelo de hilo supergrande—. He
traído cuatro —los necesitaba por los
persistentes síntomas de mi casi
neumonía, y también para secarme las
lágrimas
.El señor Jones se aclaró la voz y
dijo:
—Cuando estén listos para
sentarse, sepan que estas dos filas son
para la familia —señaló a los primeros
dos bancos más cercanos al ataúd.
Había placas blancas en los extremos
en las que ponía «PARA LA FAMILIA
DIRECTA.
—Creo que soy la única familia
que tiene, señor Jones.
Arqueó las cejas.
—Un señor llamado Cari Rice
llamó y preguntó por la hora y el lugar
de la ceremonia.
Tragué saliva
.—Oh. No esperaba que mi padre
viniese —¡Le mataré!—. En cualquier
caso —le dije—, mi madre se divorció
de él hace varios años y no es familia.
El señor Jones parecía afligido.
—Si cuando venga me dice su
nombre, intentaré sentarle en otra
parte, pero no es algo que nosotros
podamos controlar.
—Lo comprendo, señor Jones.
¿Leo Silverstein sabe que mi padre va
a venir?
—No lo creo. No a menos que su
padre telefonease al señor Silverstein
directamente.
—¿Esperan al señor Silverstein?—
Por supuesto.
—Cuando llegue, ¿podría decirle
lo de mi padre?
—Faltaría más —se marchó,
como una sombra con corona blanca,
irradiando corrección. Me estremecí.
El dolor en la cara de Lionel
Bispeck había desaparecido, sustituido
por la ira.
—Ah…, sabes lo de mi padre.
Asintió, empezó a decir algo, y
luego sólo sacudió la cabeza.
—Bueno, será mejor que te
sientes conmigo. —Vaciló—. No está
bien.
—No —acordé—. Él no pint
anada aquí.
—No, me refiero a que me siente
delante.
Miré al techo.
—¿La querías? —le pregunté,
exasperado.
—Sí.
—Entonces ven a sentarte. ¿No
crees que ella hubiese querido que los
que la queríamos nos sentásemos
juntos? Además, si aparece mi padre,
necesitaré todo el apoyo posible.
—Oh. Está bien —entonces casi
sonrió.
—¿Qué?
Se encogió de hombros mientrasse
sentaba.
—Te pareces mucho a ella. Ella
solía acosarme para que hiciese todo
tipo de cosas razonables.
Me quedé boquiabierto.
—¿Acosar? No conoces el
significado de la palabra. Aun no has
conocido a mi padre.
La casi sonrisa desapareció.
—No… ¡Me gustaría romperle la
cara!
—Puede que, después de todo, no
necesites conocerle. Pero es un ángel
comparado con los terroristas.
—¡Oh, joder! —Lionel estaba
retorciendo el pañuelo entre lo
sapretados puños—. Me creía pacifista.
Fui objetor de conciencia durante la
guerra de Vietnam, pero apretaría el
gatillo con gusto si esos hijos de puta
estuviesen en mis manos —se golpeó
en las rodillas y luego dio un bufido—.
No veo mucha diferencia entre ellos y
tu padre. El terrorismo siempre va
dirigido a los inocentes.
Respiré hondo, varias veces. Todo
me daba vueltas. Quería matarlos yo
mismo. La ira me puso fatal; se me
hizo un nudo en el estómago y se me
aceleró el pulso.
—Tranquilo —dije, más para mí
que para Lionel—. Cálmate. Se sonóla
nariz otra vez.
—Lo siento.
—¡Deja de disculparte, caray! Tú
no hiciste nada malo —recordé que
Millie me decía lo mismo y tuve que
apartar la cabeza, intentando contener
las lágrimas. Saqué otro de los
pañuelos de hilo nuevos.
Entonces entró Leo Silverstein. Le
presenté a Lionel.
—¿Podría hablar contigo un
momento, David? —me condujo hasta
un hueco con perchas al final de la
sala.
—¿Se trata de mi padre?
—Oh, no. No sé qué hacer con t
upadre. Me gustaría que le arrestasen,
pero la testigo principal está…
—Muerta. Está muerta. Vale, ¿de
qué se trata?
—Antes de que llamases ayer,
intenté localizarte en tu número de
teléfono de Nueva York.
—¿Cómo consiguió el número?
—Cuando me diste aquella carta
para tu madre, la telefoneé. Me pidió
que la abriera y se la leyera.
—Ah. ¿Y qué?
—Un operador de la policía de
Nueva York contestó a tu teléfono.
Me preguntaron dónde estabas. Les
comenté lo del funeral.Genial. Me
encogí de hombros
como si no importase.
—Está bien. ¿Algo más?
Se me quedó mirando.
—¿Por qué quieren hablar
contigo?
—Eso a usted no le concierne —
me volví para irme, pero me agarró
del brazo.
—Espera un momento. Sí que me
concierne. Soy el testamentario del
patrimonio de tu madre. Tú eres el
beneficiario.
Patrimonio. Los muertos tienen
patrimonio. Mamá estaba muerta. Y
ése era el tema; me estaba olvidand
oconstantemente de que estaba muerta.
Mi mente estaba intentando
protegerme, pero seguía volviendo.
Oh, mamá…, ¿por qué siempre me
estás abandonando? Las imágenes de
la tele volvieron a aparecer en mi
cabeza. Me quedé mirando a
Silverstein.
Me soltó el brazo como si
estuviese al rojo vivo y se hizo atrás.
—¿Algo más?—repetí.
—La prensa está ahí afuera, las
televisiones y los periódicos. El señor
Jones está intentando impedir que
entren las cámaras, pero no podrá
evitar que entren los reporteros
amirar. Aunque si intentan hacer alguna
entrevista aquí, saldrán escoltados por
la policía.
—¿La policía está aquí?
—Sólo lo habitual; dos agentes
motorizados fuera de servicio para
escoltar el cortejo fúnebre. Aunque
también están vigilando a la prensa.
—Oh, gracias, señor Silverstein —
le dije—. Ha sido de gran ayuda.
Siento haberle hablado con
brusquedad.
Se encogió de hombros,
incómodo.
Estaba entrando más gente. Walt
Steiger, el taxista, me puso la mano e
nel hombro un momento, y luego se fue
a sentar al final. La señora Johnson, la
mujer que vivía en casa del abuelo,
apareció, me dio el pésame, y me
presentó a su marido antes de tomar
asiento atrás.
Leo Silverstein volvió al poco rato.
Iba con un hombre de traje oscuro.
—David, te presento al señor
Anderson, del Departamento de
Estado.
Me levanté lentamente e incliné
con la cabeza.
—Le agradezco, señor Anderson,
que haya repatriado el cuerpo de mi
madre
.—No es necesario que me dé las
gracias. Es mi trabajo, pero los
difuntos son normalmente turistas que
han sufrido un infarto o un accidente
de coche. No me gusta mucho mi
trabajo cuando implica violencia.
Asentí lentamente. Continuó:
—No es el momento, pero si
tienes alguna pregunta, aquí está mi
tarjeta.
Le volví a dar las gracias y se
marchó.
Lionel se volvió en el asiento a mi
lado.
—Dios, allí están Sylvia y Roberta
y… toda la oficina —les saludó con
lamano.
Un grupo de mujeres que acababa
de entrar le vio y se acercaron en
silencio por el pasillo lateral. Se
encorvaron en aquella extraña postura
protectora que la gente adopta cuando
habla en una iglesia o con los
familiares de un difunto. Lionel me las
presentó.
—Éstas son Sylvia, Roberta, Jane,
Patricia y Bonnie. Son el personal de
la agencia de viajes Fly-Away. Sylvia
era la jefa de tu madre. Patricia y
Bonnie estuvieron en el vuelo 932.
Sus edades oscilaban entre casi la
ancianidad y la edad de Millie.
Deholgadamente gordas a delgadas.
Les estreché la mano a todas,
absorbiendo sus condolencias y su
dolor como una esponja.
—Les agradezco mucho que
hayan venido de tan lejos.
Sylvia farfulló algo acerca de
agencias de viajes y vuelos baratos.
—Miren —les dije—, ¿podrían
sentarse aquí con nosotros? Han dado
a la familia dos bancos enteros y así
no estaré solo aquí delante.
Aquello les pareció bien. Llenaron
el resto del primer banco y se
sentaron en silencio, dirigiendo de vez
en cuando una mirada hacia la sala
,pero siempre volviendo a posarla
sobre el ataúd.
Su presencia me reconfortaba, me
hacía sentir menos solo, menos
pequeño. Los seis años que mamá
había pasado lejos de mí me
parecieron menos malgastados. Había
conseguido que aquella gente la
cuidase, la quisiese.
Diez minutos antes de la hora,
diez minutos antes de que empezase
la ceremonia, vi que los sargentos
Baker y Washburn entraban y se
quedaban al final de la sala,
escudriñando a la multitud. Iban
vestidos apropiadamente, con traje
smarrón oscuro y sobrias corbatas.
Aparté la vista de ellos, mirando
hacia delante. Me noté la cara
curiosamente inexpresiva y, al mirar al
ataúd de mamá, sentí una enorme y
violenta emoción bullendo justo debajo
de la superficie.
Cuando faltaban cinco minutos
para la hora, entró papá. El señor
Jones le recibió en la puerta y le pidió
que firmase el registro. Papá
garabateó en el libro. El señor Jones le
condujo por el pasillo central e intentó
colocarlo en un asiento vacío.
Papá dijo algo y el señor Jones
negó con la cabeza, aún señalando a
lbanco. Papá rodeó al señor Jones y
siguió andando por el pasillo. El señor
Jones miró y abrió los brazos, en un
gesto de impotencia.
Me levanté y salí de mi asiento.
Lionel empezó a levantarse pero le
dije que no con la cabeza, con una
breve sonrisa. Papá se paró en seco al
verme, palideciendo. Le hice señas y
me dirigí a la doble puerta al lado del
ataúd, las que llevaban al coche
fúnebre. Abrí la puerta y pasé, y él me
siguió lentamente. Tan pronto estuve
dentro, giré a la izquierda, lejos del
pequeño grupo de periodistas que
había en la parte delantera deledificio, y
lejos de los dos encargados
apoyados en el coche. Cuando hube
doblado la esquina y estuve apartado
de la vista de todos, memoricé un
lugar para saltar, luego caminé unos
cuantos pasos más y me volví.
Papá apareció en la esquina
caminando despacio, con recelo.
Fuera hacía frío, estaba un poco
nublado, pero él sudaba
copiosamente. Se detuvo a un metro y
medio de mí.
Me lo quedé mirando, en silencio.
Tenía un nudo en el estómago y
recordé cosas… cosas malas. Llevaba
un traje del oeste, botas de cowboy
yun cordón como corbata. La chaqueta
estaba abierta y pude ver su hebilla de
rodeo.
—¡Malditos los ojos! ¡Di algo! —
su tono era alto y nervioso. Una brisa
hizo llegar el olor de sudor nervioso y
de alcohol hasta mí.
No me moví. Sólo me lo quedé
mirando, recordando otra vez la noche
que estuve ante él con la pesada
botella.
—Pensé que te había matado —
dijo, al fin—. Pensé que te había
matado.
Ah. Recordaba haberme
preguntado si mi habilidad par
ateletransportarme era sólo el producto
de vacíos mentales, porque papá los
tenía muy a menudo. Casi sonreí.
Cree que le he estado rondando.
—¿Qué te hace pensar que no me
mataste? —le repliqué, y salté detrás
de él—. Puede que sí me matases.
Se estremeció, se dio la vuelta, y
me vio allí. Estaba pálido y
boquiabierto. Volví a saltarle detrás, le
cogí por la cintura —oh, Dios, qué
ligero y salté al salón de su casa en
Stanville. Sacudió los brazos y le solté,
empujándole hacia delante. Tropezó
con la otomana y cayó. Antes de que
tocase el suelo, salté de vuelta
aFlorida, detrás de la sala de funerales
Calloway-Jones.
Cuando doblé la esquina para
volver dentro, el sargento Baker se
apoyó de repente en la pared del
edificio y cogió un cigarrillo. Me
pregunté si el sargento Washburn no
estaba haciendo lo mismo en el otro
lado del edificio.
Atravesé las puertas y me senté
junto a Lionel.
—¿Qué ha pasado? —me
preguntó susurrando, con cara
afligida.
—Se ha ido a casa —le respondí.
—Ah
.Los sargentos Baker y Washburn
volvieron a entrar y se sentaron al
final. Parecían desconcertados.
El funeral fue horrible. El
predicador metodista no había
conocido a mamá, nunca había
hablado con los que la querían ni tenía
ni idea de qué tipo de mujer era.
Habló de una tragedia sin sentido y de
los inescrutables designios del Señor y,
antes de que acabase, estuve a punto
de causar más tragedias sin sentido,
empezando por el pastor. Habló de la
profunda e inquebrantable fe de mamá
y supe que todo aquello eran
gilipolleces. Mamá sí que habí
aencontrado algún tipo de espiritualidad
después de pasar por Alanon, pero
había reconocido ante mí que no
estaba segura de la forma que tenía su
«poder superior».
Lo único que hizo todo aquello
soportable fue que no era el único con
aquella opinión. Cuando se acercó
después para expresar sus
condolencias, sólo moví la cabeza.
Lionel fue menos educado, al
preguntar, mientras estábamos
saliendo hacia los coches:
—¿De dónde lo han sacado?
—Silverstein me dijo que ofició el
funeral de mi abuelo. Supongo qu
eSilverstein pensó que serviría.
—Pues se equivocó.
—Ya.
Hubo muchos empujones entre la
prensa mientras íbamos saliendo a la
calle. Las cámaras hacían clic, los
flashes se disparaban, y los periodistas
hablaban por micrófonos y grabadoras
de mano. Pero ninguno de ellos se nos
acercó.
Me hicieron ir en una limusina
detrás del coche fúnebre, acompañado
tan sólo por un callado chófer. Pensé
que la limusina del señor Adams era
más bonita, pero no se lo dije. ¿Qué
estoy haciendo aquí? Por mamá.
Estásaquí por mamá.
El entierro fue, gracias a Dios,
breve. Asistieron Lionel y la mujer de
la agencia de viajes, Leo Silverstein y
los sargentos Baker y Washburn. La
prensa también estuvo allí, en el límite
del cementerio, haciendo uso de
teleobjetivos y micrófonos
direccionales. Sentí tentaciones de
saltar varias veces delante de ellos y
darles algo realmente emocionante de
que informar.
Se había preparado una recepción
en un hotel local. La gente estaba
subiendo a los coches cuando
Washburn y Baker finalmente se me
acercaron.
—Ah, sargento Washburn y
sargento Baker. Qué amable por su
parte haber venido—mi voz era
amarga.
Aquello les detuvo de inmediato,
desconcertados por un momento. No
sabían que les había estado espiando
aquella vez en el piso. De todas
formas, mostraron sus placas,
programados como estaban para
hacer las cosas de determinada
manera.
—Querríamos hacerle algunas
preguntas, señor Rice, ¿o es señor
Reece
?—Usted dice tomate, yo digo nabo
—saqué el carnet de conducir y se lo
tiré al sargento Washburn—. Aquí
está, incluso con mis huellas
dactilares. Puede que cuadre con los
platos que empolvaron en mi piso.
¿Cómo está su esposa, sargento
Washburn? ¿Luce buenos moretones
últimamente?
El carnet rebotó en el pecho de
Washburn y cayó al césped. Se
agachó y lo cogió por los bordes. Se
estaba sonrojando y Baker le miró de
reojo.
Silverstein se acercó, con cara de
no entender. Me giré hacia él
.—El sargento Washburn y el
sargento Baker, de la policía de Nueva
York. Consiguieron venirse de
vacaciones a Florida para interrogar al
conocido delincuente… a mí.
—¿Eres un delincuente, David?
Me salió toda la rabia.
—Maldita sea, sí. Soy culpable de
escaparme de casa, de comprar una
documentación falsa por
desesperación, y de utilizarla para
abrir una cuenta en el banco. ¡Y lo
peor de todo, es que soy culpable por
intervenir cuando un agente de policía
casi mata a su mujer de una paliza!
Casi tan malo como un terrorista
,claro.
Leo parpadeó y miró a Washburn
como si fuese algo que acabase de
encontrar debajo de una piedra.
—Bueno, esto parece realmente
una persecución en toda regla. ¿Por
qué han venido hasta aquí, caballeros?
¿Por qué no solicitaron a las
autoridades de Florida que lo
detuviesen?
—Hay una cuestión de identidad
—respondió Washburn, enfadado.
—Ya no —contesté.
Silverstein asintió.
—Eso es cierto. Ya no.
Miró a los policías y después m
emiró a mí.
—Vuelvo a decir que parecen
estar fuera de su jurisdicción. ¿Han
hablado con el sheriff Thatcher?
—Aún no.
—Bueno, pues entonces vamos,
David. Hay una recepción en el
Holiday Inn. Dudo que haya muchas
amistades de tu madre allí, pero habrá
unos cuantos amigos de tu abuelo que
desean, presentarte sus respetos.
Washburn, con una mirada de
irritación en el rostro, se interpuso
entre nosotros y me dijo:
—Aún tenemos algunas preguntas.
—David, mi consejo, como tuabogado y
—añadió, mirando por
encima de las gafas a Washburn—,
como funcionario, ipso tacto, de un
tribunal que sí tiene jurisdicción en
este condado, es que no respondas a
esas preguntas. Vamos o llegaremos
tarde a la recepción.
Abrí los brazos y me encogí de
hombros delante de Washburn, y
seguí a Silverstein mientras iba hacia
la limusina. Cuando estuvimos lo
suficientemente lejos susurré:
—Usted no es mi abogado.
—Bueno, como te he dicho antes,
soy el testamentario del patrimonio de
tu madre y, con la excepción de
unascuantas cosas legadas a sus amigas
de
la agencia de viajes y al señor
Bispeck, eres el beneficiario de la
mayor parte de su patrimonio. Así
que, en cierto sentido, sí que soy tu
abogado. Además, me considero el
abogado de la familia, por anticuado
que parezca. Desgraciadamente, eres
el único miembro que queda. Por
cierto —dijo, abriendo la puerta de la
limusina—, ¿qué le dijiste a tu padre
que hizo que se fuera?
Subí.
—Preferiría no decírselo.
Se encogió de hombros.
—Hazme solo mientras esos dos
sitio, no
creo que
debadejar
te
sargentos están por aquí. Es increíble
el efecto que tiene un abogado sobre
el comportamiento de un policía,
sobre todo cuando están fuera de su
jurisdicción. Después ya volveré a
buscar mi coche.
De camino al hotel me preguntó:
—¿Tienes un dólar, David?
Miré en la cartera.
—Lo siento. No tenía las ideas
muy claras esta mañana. No he salido
de mi… habitación sin nada más
pequeño que uno de cien.
Miré a Silverstein. Estaba
observando mi cartera abierta, en la
que llevaba veinte billetes de cien
dólares.
—Uh… ¿Con qué ganas dinero,
David?
—Con especulación, especulación
financiera —sonreí un poco. Especulo
si hay dinero en un banco y lo cojo.
—Bueno, pues entonces dame uno
de cien dólares.
Había leído mi parte de los
misterios de Nero Wolfe.
—Ah, el viejo chanchullo de la
confidencialidad entre abogado y
cliente. Usted quiere hacerme unas
preguntas y no quiere tener que decir
a la policía las respuestas
.Se sonrojó.
—Bueno… digamos que me
quiero reservar la opción de no tener
que responder a sus preguntas.
Saqué cinco billetes de cien
dólares.
—Entonces que sea un depósito
convincente.
—¿Puedes permitírtelo?
—Sin problemas.
Sacó una libreta del bolsillo de la
chaqueta.
—Deja que te haga un recibo.
—Confío en usted.
—Bueno, pues gracias por el voto
de confianza, pero el recibo es par
aprotegernos a los dos. Proporciona un
«rastro documental», como decimos
en la profesión —lo arrancó y me lo
entregó—. No lo pierdas —guardó
cuidadosamente la libreta y el dinero
—. Bueno, por hacer una pregunta
que ya te hecho hoy, ¿por qué querían
hablar contigo?
—Washburn era mi vecino del piso
de abajo en Nueva York. Maltrata a su
mujer. La ayudé a marcharse a un
refugio. El empezó a investigarme y
descubrió que había comprado y
utilizado un carnet de conducir del
estado de Nueva York falso.
Silverstein arqueó las cejas.—¿Y por
qué diablos lo hiciste?
—Era un fugitivo en Nueva York y
no podía encontrar trabajo sin
documentación.
¡Por eso!
—¿No tenías carnet de conducir
de Ohio?
—No. Ni tampoco número de la
Seguridad Social. Y, lo peor de todo,
no tenía partida de nacimiento, así que
no podía conseguir los otros
documentos.
—¿Y por qué no solicitaste una
copia de tu partida de nacimiento?
—¿Eh? ¿Puede hacerse eso?
Se puso a reír, y luego dejó d
ehacerlo cuando vio como le miraba.
—Lo siento. No sé cuáles fueron
las circunstancias, pero parece irónico
que incumplieses la ley sin saber que
había una alternativa legal.
—Ja, ja, ja.
—¿Y por eso te estaban
buscando?
—Eso es todo lo que tienen contra
mí, pero… estoy casi seguro de que
Washburn se imagina que soy una
especie de traficante de drogas.
La cara de Washburn mostró una
expresión de desagrado.
—¿Es verdad?
—¡Maldita sea! Mi padre e
salcohólico. Eso es lo más cerca que
estaré nunca del tráfico de drogas.
No, no soy un traficante. Ni tampoco
un consumidor.
—Tranquilo. Me alegro de que no
lo seas, pero tenía que preguntar. No
habría revelado nuestra conversación,
pero te habría devuelto el depósito —
miró por el vidrio tintado de detrás—.
Los dos sargentos aún están con
nosotros. Pensaba que se separarían,
uno para seguirnos y el otro para ir a
ver al sheriff Thatcher.
—Sólo tienen un coche —le
recordé—. Aunque pueden llamar
desde el hotel.—¡Um! Si estuviera en
tu lugar,
evitaría que me arrestasen. La
extradición es un proceso complicado
y podrías acabar encerrado durante
bastante tiempo en una celda de
Florida antes de que consiguieran
hacer los trámites.
—¿Me está aconsejando que
escape?
Se encogió de hombros.
—Tómate unas vacaciones.
Meneé la cabeza.
—Es usted tan malo como yo.
Volvió a encogerse de hombros.
—Podemos despistarles en el
hotel. Entra un momento en la
recepción, y yo haré que Walt Steiger
te recoja. Hay una salida en los
servicios de caballeros. La he utilizado
muchas veces para escabullirme de las
reuniones de Kiwanis[6].
—Muy amable por su parte, pero
ya he hecho mis planes.
—¿Para escaparte?
La limusina llegó a la entrada del
hotel y se detuvo en la puerta.
—No, sólo preparativos de viaje,
pero servirán. Nadie va a arrestarme.
Estreché más manos de lo que
parecía posible por la cantidad de
personas que había en la sala. No
pude evitar preguntarme si había
algúnpulpo disfrazado. «Sí, señora. Muy
amable por su parte, señor. Sí, la
echaré mucho de menos. Gracias por
venir. Le habría gustado mucho que
usted viniera.» ¡Dios! ¿Es que no
acabará nunca?
El grupo de Sacramento me
rescató después de tres cuartos de
hora.
—Mary me llamó desde Londres,
¿sabes? Para contarme cómo había
ido su visita contigo —Lionel sonrió
—. Señor, estaba muy asustada de ir a
verte.
Tragué saliva.
—Era mutuo. ¿Dijo si la visita fueun
éxito?
—Oh, sí. Estaba muy contenta de
haberte visto —respondió. Patricia
asintió enérgicamente.
—Habló de vuestro fin de semana
durante todo el viaje. Incluso cuando
estábamos en el avión, cuando los
terroristas estaban… bueno, dijo: «Al
menos he visto a Davy».
Entonces me vine abajo.
—Esto, disculpad —salí a tientas
hacia el servicio de caballeros, me
metí en un váter y me apoyé en la
pared de baldosas, con las lágrimas
corriéndome por las mejillas. Dentro
de mí una voz gritaba, inarticulada,poco
inteligente, pero traspasada de
dolor. Dolía. No sé por qué tendría
que haberme sorprendido.
Después de unos minutos, de
respirar hondo una docena de veces y
de sonarme la nariz en varias
ocasiones, salí del váter, me lavé la
cara y me arreglé la corbata. Hora de
despedirse y de darse el piro.
Había un agente de la policía de
Florida vigilando la puerta de atrás, la
que Leo Silverstein utilizaba para
evitar las reuniones de Kiwanis. Volví
a la recepción y sonreí para
tranquilizar a Lionel y a las chicas de
Fly-Away
.—Lo siento.
Hicieron gestos de haber
entendido. En la entrada principal
estaban los sargentos Baker y
Washburn con una versión más
madura del agente de la recepción.
Leo Silverstein estaba hablando con
ellos, y movía las manos
enérgicamente. El agente de Florida
alzó la mano, tranquilizándolo.
Washburn parecía furioso y Baker
seguía mirando a Washburn, con cara
de preocupación.
Parece que Baker se está dando
cuenta.
Jane, una de las agentes de Fly
-Away, se me acercó y me dijo:
—Sé que es un mal momento,
pero me gustaría sacarte una foto,
para guardarla con la que tengo de
Mary.
—Bueno, hagamos un trato. Yo no
tengo ninguna foto reciente de mamá.
Si me envía una copia, se la pagaré.
Parecía como si se fuese a poner a
llorar.
—Oh, por supuesto. No tienes que
pagármela. Me gustaría…
Tragué saliva, y le di el apartado
de correos de Nueva York. No creí
que la policía lo tuviese. Los recibos
iban todos al piso, pero las cartas
deMillie iban al apartado de correos.
—Hagamos una foto de grupo,
David, Lionel y las chicas de Fly-
Away. Buscaremos a alguien que nos
la haga —señalé por encima de los
refrescos—. Podemos hacerla en
aquella pared.
Empecé a empujar y a dar
codazos y, en un momento, todos
estábamos en la pared; Sylvia en el
medio, flanqueada por Lionel, Jane y
Patricia a un lado, y por mí, Bonnie y
Roberta. El señor Steiger cogió la
cámara y nos hizo dos fotos rápidas.
—Genial. Está bien, todo el
mundo, un paso grande hacia delante
—dije, apartándonos de la pared con
pequeños empujones. Le dije a Bonnie
en voz baja—: Voy a dar un paso
hacia atrás. ¿Podrías cubrir el hueco
cuando lo haga?
Parecía confundida.
—¿Por qué?
Señalé con la cabeza hacia la
policía.
—Por favor.
—De acuerdo —respondió,
nerviosa.
Di un paso atrás y ella se puso
delante, tirando de Roberta. Aquello
me ocultaba perfectamente de todos
los que había en la sala
.Salté.
12

El tercer día de mis pequeñas


caminatas, el décimo en Serenity
Lodge, la señora Barton se detuvo en
mi mesa mientras desayunaba en el
tranquilo comedor.
—¿Todo bien, señor Rice?
—Llámeme Davy, señora Barton.
—Así es como me llamaba mi madre.
—De acuerdo, Davy. ¿Qué tal tu
cabaña? ¿Necesitas algo?
Negué con la cabeza.
—No, gracias. Todo está bien
.Tenía cincuenta y seis años, una
viuda cuyo marido había muerto de
cáncer hacía diez años. Ofrecía apoyo
psicológico para personas en duelo si
se lo pedían, pero yo sólo había
hablado con ella de mamá una vez,
cuando me registré. Aunque no le dije
cómo había muerto.
—Bueno, nos gusta comprobarlo.
¿Qué estás haciendo estos días?
—Doy paseos. Largos paseos.
—Si necesitas algo…
—De acuerdo. Gracias.
Siguió deambulando, parándose
brevemente en las demás mesas. La
mayoría de los otros huéspedes
eranmayores, jubilados, pero me dejaron
en paz. Era una de las reglas de la
señora Barton. Los clientes que
quisiesen socializar se reunían en el
albergue entre las comidas. Se suponía
que no podías hablar con la gente de
otro modo. Me mantuve al margen de
las reuniones sociales, de la sala de
televisión y las partidas de cartas.
Creo que a la señora Barton le
preocupaba que pudiese suicidarme.
De camino a mi cabaña, me
detuve en la recepción y me quedé
mirando un mapa a gran escala de
Presidio County, más de cuatro mil
ochocientos kilómetros cuadrados d
edesierto con cadenas montañosas
enteras, pero con menos población
que un pueblo grande. Brewster
County, al este, era aún más grande,
pero también estaba más poblado, ya
que tenía el parque nacional Big Bend
en sus confines. El área estaba justo
en el medio de la parte más
septentrional del desierto de
Chihuahua.
Redford, el pueblo más cercano,
estaba en el Río Grande, a veinticinco
kilómetros del pueblo de Presidio y a
cincuenta y cuatro del pueblo de
Lajitas, en el borde occidental de Big
Bend. Al noreste estaba El Solitario
,un área circular de terreno montañoso
que compensaba su poca altitud
siendo uno de los terrenos más
agrestes e inhóspitos en la faz de la
tierra.
Había llegado a Serenity Lodge
con el reparto de comestibles semanal.
El conductor me dijo que había guiado
a un equipo de geólogos hasta El
Solitario. Llevaban vehículos
todoterreno y con suerte conseguían
hacer diez kilómetros al día.
Sobre el mapa, mi progreso hasta
la fecha era lamentable. Me fui a la
cabaña y salté.
La primera mañana que dejé l
acabaña, caminé unos diez kilómetros
por el ondulado desierto, empezando
justo antes del alba, a las seis y
cuarenta, y deteniéndome cuando
empezaba a hacer demasiado calor, a
eso de las doce. Grabé el particular
escenario de arena, rocas y ocotillos
con la videocámara y salté de vuelta a
la cabaña.
Después de comer en el albergue,
volví a mi cabaña y me eché una
siesta durante toda la tarde. Según la
señora Barton, aquello era de esperar;
era una típica reacción al dolor y a la
depresión. Durante mi primera
semana en Serenity Lodge dormí de
diecisiete a veinte horas diarias.
A la cinco, agarrotado por la
excursión de la mañana, salí a
trompicones hacia el albergue, cené
en silencio, y volví a estudiar la cinta
que había grabado por la mañana.
Luego volví a saltar al desierto y seguí
caminando hasta el anochecer, puede
que una hora. Se veía lo bastante bien
como para seguir caminando, pero
quería luz suficiente para grabar el
lugar correctamente con la
videocámara.
El ondulado desierto, con sus
semejanzas de un sitio a otro, era
difícil de memorizar. Habí
adiferencias de un lugar a otro, pero
eran sutiles: un tronco de mesquite
erosionado de tal manera, una roca
con un agujero, una zona de agaves
con la forma del lago Ontario…
El segundo día llegué a las laderas
y la caminata fue más dura. Recorrí
menos de ocho kilómetros, subiendo
lentamente por las colinas, con los
músculos entumecidos del día
anterior.
El primer día había cruzado
polvorientos caminos de ranchos con
huellas recientes de ruedas y había
«saltado» varias alambradas. El
segundo día sólo salté una, aunque
pasé por encima de muchas otras
vallas, dobladas y oxidadas. El tipo de
alambrada era diferente, sólido,
antiguo. Los postes de las vallas viejas
eran de mesquite, retorcido y
erosionado. Cada vez había más
terreno definido por rocas, desde
grava hasta afloramientos del tamaño
de un edificio, y los caminos
polvorientos, los pocos que atravesé,
estaban llenos de maleza y
desdibujados. No había huellas
recientes.

El quinto día me torcí el tobillo


mientras rodeaba un saliente a tre
smetros del suelo más bajo. El agudo
dolor me distrajo, perdí el equilibrio y
caí. No era una gran distancia y
conseguí mantenerme derecho para
caer de pie, pero la idea de tener que
apoyar el tobillo torcido me hizo dar
un respingo.
En lugar de caer dolorosamente en
el pedregal de abajo, me encontré
sobre un solo pie, apoyado contra una
estantería de la biblioteca pública de
Stanville.
Espera un momento. ¿Eso no
viola, algún tipo de ley física? ¿La
conservación del momento lineal o
algo así? Fui cojeando hast
aPeriódicos y me senté en un sofá. La
biblioteca estaba abierta, pero nadie
pareció darse cuenta de que iba
vestido para un clima mucho más
cálido.
Se me ocurrió que la
teletransportación en sí podría violar
unas cuantas leyes físicas. Me froté el
tobillo y pensé en ello.
Cuando salto de Florida a Nueva
York, ¿por qué no me estampo contra
un muro o algo? Después de todo, en
Florida estoy más cerca del ecuador, y
en Ohio más cerca del polo. La tierra
gira a mil seiscientos kilómetros por
hora en el ecuador. No sabía cuál er
ala diferencia entre Nueva York y
Florida, pero tenía que ser de más de
ochenta kilómetros por hora. ¿Y por
qué esa diferencia en la velocidad no
me lanza hacia el este a ochenta
kilómetros por hora cuando aparezco
en Nueva York?
Por un momento estuve
convencido de que aquello era
probable, de que la próxima vez que
saltase me empotraría contra la pared
más cercana como si me atropellase
un coche.
«Relájate. No te ha ocurrido nunca
y ya llevas más de un año saltando.»
«Bueno, pero ¿qué pasa cuand
osalto? ¿Por qué no había un puto
manual de instrucciones?»
Si no me aplasté contra el suelo
después de saltar desde Texas, quería
decir que mi velocidad relativa no
importaba.
Recordé un libro que había leído
que analizaba la teoría de la
relatividad de Einstein. No entendí
casi nada, pero una de las cosas de las
que hablaba eran las estructuras de
movimiento relativo. Aunque en Texas
estaba viajando de este a oeste a una
velocidad diferente de la que habría
existido en Ohio, y estaba cayendo a
casi ochocientos centímetros po
rsegundo, debí de igualar las dos
estructuras de referencia cuando salté,
por eso no hubo diferencia en la
velocidad, ni en el momento angular.
Las implicaciones eran interesantes.
Salté de vuelta a Texas, al saliente
en el que me había torcido el tobillo.
No lo había grabado, pero estaba
fresco en mi memoria.
El propio saliente estaba al borde
de un barranco sin salida en el que me
encontraba. Estaba intentando evitar
retroceder y el saliente parecía como
si llevase hasta la cima. La
temperatura era relativamente fresca
en el barranco, puede que uno
sdieciocho grados, porque la ladera de
una montaña aún tapaba la luz del sol.
Miré al pedregal tres metros por
debajo de mí, y localicé un sitio a un
lado. Salté a él y me tambaleé,
poniendo el mínimo peso sobre el
tobillo torcido. Era un lugar de salto
bastante diferenciado, con un extraño
cactus que crecía de una grieta en la
roca. Salté de vuelta al saliente y me
giré, de espaldas a la roca.
Si esto no funciona, me va a doler
una barbaridad.
Di un paso en el vacío y me dejé
caer. Antes de llegar abajo, salté al
lugar llano cerca del cactus. No huboni
sacudidas ni golpes bruscos. Sentía
un dolor punzante en el tobillo, pero
era por estar de pie.
Volví a saltar al saliente y seguí
avanzando por allí. Un minuto
después, como el pedregal caía
abruptamente, me encontraba a seis
metros del terreno de abajo. El
corazón me latía con fuerza y me
costaba respirar. Me tiré al vacío y
pasó una corriente de aire. Presa del
pánico, salté al terreno llano cerca del
cactus antes de que ni siquiera hubiese
caído un metro y medio.
¡Maldita sea!
Volví a saltar al saliente
.—Davy —me dije, en voz alta—,
puedes caer al vacío durante un
segundo entero antes de impactar con
el suelo de abajo. Sólo caerás unos
cinco metros durante el primer
segundo. Ponte a prueba de verdad.
Salté al vacío y dije con rapidez
«Uno, mil uno». El aire soplaba con
fuerza, silbándome en las orejas,
cuando respingué ante el suelo que se
acercaba y me encontré agachado en
el terreno llano cerca del cactus. De
nuevo, fue como cualquier otro salto
anterior. Ni sacudidas ni golpes
bruscos.
Salté otra vez al saliente y volví
ahacerlo, con menos miedo pero aún
nervioso. Dar un paso al vacío iba
contra todos mis instintos, pero estuve
más cerca del suelo, más cerca de
impactar, cuando salté. De nuevo,
ningún problema.
Pero el tobillo me daba punzadas,
por estar de pie, así que grabé el lugar
y salté.

Después de comer, por primera


vez en días, no tenía ganas de dormir.
Quizá se debiese a que mi excursión
matutina había sido más corta, pero
también podría ser porque, por
primera vez desde el funeral, pude
pensar en mamá sin que mi mente se
bloquease. Me di cuenta de que había
estado como atontado durante las
últimas dos semanas.
Anduve dando vueltas por la
cabaña y recordé cosas. Cosas como
mi primer viaje a Nueva York, con
mamá, y su visita a mi piso de Nueva
York, antes de irse a Europa. Recordé
la exposición en el Metropolitan
Museum. Recordé la cena en el
Village.
Fui capaz de hacerlo, en lugar de
cerrarme en banda, en lugar de
esconderme en las profundidades del
letargo. Aún lloraba y todo estabatodavía
cargado con el recuerdo de las
imágenes de televisión, pero podía
pensar en ella.
Pude recordar el estúpido sermón
en su funeral sin enfadarme mucho.
Al pensar en el funeral me acordé
de la promesa de Jane de enviarme
una foto de mamá. Me preguntaba si
ya estaría allí, en el apartado de
correos de Manhattan.
Sí que estaba. Era una foto de
siete por diez metida en un rígido
sobre de papel manila. También había
una carta de Millie. Salté de vuelta a
Serenity Lodge, a mi cabaña, y la
puse sobre la mesa, sin abrir. Tenía
unnudo en el estómago y ganas de llorar
de nuevo.
La foto de mamá la puse en la
esquina del espejo del tocador, metida
en el marco. Me miraba, sonriendo
dulcemente, aquella cara familiar con
una extraña nariz.
«Parece maravillosa.»
Aquello fue lo que mamá me
había dicho cuando le hablé de Millie.
Abrí la carta.

Querido Davy,
Me ha llevado mucho
tiempo escribir esto. No estoy
segura de lo que siento n
iestoy segura de lo que quiero.
Si no te hubieses «ido» tan de
repente, probablemente habría
dicho: «No, no quiero que te
vayas». Cuando estoy
enfadada, seguramente soy
como cualquiera y digo y
hago cosas odiosas. Supongo
que quería herirte, pero no
que te fueras.
Ahora, en cambio, no
estoy segura. Me asustas,
Davy, y me haces dudar de mi
cordura. Eso apenas es
saludable. Además, haces que
dude de tu sinceridad. T
emarchaste y pensé que al
menos llamarías, pero ya han
pasado dos semanas.
No estoy segura de que
quiera que vengas, pero creo
que me gustaría que me
escribieras.
Millie

Me sentía aliviado y enfadado.


Cogí un trozo de papel del albergue y
escribí:

Millie,
El nombre de mi madreera Mary
Niles. Apareció en
las noticias hace poco. He
estado ocupado.
Davy

Lo puse en un sobre y escribí su


nombre, salté a Stillwater y lo deslicé
por debajo de su puerta.

Al día siguiente, después de


dormir profundamente, me fui de un
salto al último lugar explorado, el
saliente que daba al barranco. Según
mis cálculos, me encontraba a unos
veinticinco kilómetros de Redford y
casi había atravesado las estribacione
sde El Solitario.
Seguí subiendo por el saliente,
caminando con cuidado. Cuando salí
del barranco, el tobillo me daba
punzabas y casi no podía andar. El sol
era abrasador y la sombra más
cercana estaba a unos treinta metros.
Empecé a cojear en aquella dirección,
y entonces dije «A la mierda». No
podía ver bien la zona de sombra para
saltar a ella, pero sí vi un punto a
medio camino. Salté unos trece
metros en dirección a la sombra.
Desde allí vi un buen sitio contra una
roca en forma de casa, con una roca
pequeña para sentarme. Salté otr
avez.
¿Entones por qué voy andando?—
me di una palmada en la frente. Si
podía ver bien algún sitio, y sabía
dónde estaba en relación a mí, podía
saltar hasta allí. Durante los días
anteriores había utilizado un punto de
referencia concreto, el pico de una
montaña de mil cuatrocientos metros a
lo lejos llamada La Mota, para
orientarme. Estudié el paisaje
inmediato. Mi mejor ruta parecía ser
rodear la cresta justo delante de mí…
No lo era. Mi mejor ruta era ir
directamente por la cresta, subiendo
una colina más parecida a u
nprecipicio que a una pendiente.
Estudié el suelo que había entre
donde me encontraba y la ladera, y la
crucé con tres saltos de diez metros
cada uno. Después salté en diagonal,
subiendo por la ladera de la colina,
escogiendo lugares a izquierda y
derecha tres metros más altos que el
anterior. Me llevó menos de un minuto
llegar a la cima de una colina que
habría tardado medio día en escalar
con un tobillo sano.
La vista desde la cima era
espectacular. Era el punto más alto al
que había llegado en mi caminata. Me
volví a mirar hacia Redford y vi lo
sedificios apiñados cerca de la
carretera. El Río Grande, por detrás,
no se veía, pero la cima de su cañón
estaba a la vista.
Me di la vuelta y miré hacia El
Solitario. Era intimidante. Aunque
hubiese menos de quince kilómetros
de distancia, cada zona de tierra entre
donde me encontraba y La Mota
parecía más agreste e inhóspita que la
anterior.
Lástima que no vea mejor. Quizá
podría saltar directamente desde aquí.
¿Ver mejor? Grabé enseguida la
cima de la cresta y salté a la esquina
de la Primera Avenida con la call
eCuarenta y seis en Manhattan. Veinte
minutos después, salí de una tienda
con una funda de prismáticos enorme
colgando del hombro. Estaba lloviendo
y la temperatura era inferior a los
cuatro grados.
Tiritando, salté de nuevo a Texas,
a la cima de la cresta a veinticinco
kilómetros de Redford.
A la hora de comer ya me
encontraba en el pico de La Mota, a
mil cuatrocientos metros sobre el nivel
del mar. A mi alrededor, El Solitario se
extendía como la superficie de la luna.
Regresé y comí, y ni siquiera el
hecho de ver la carta de Millie
pudodeprimirme. Bueno, no mucho.

Hubo una carta en el apartado de


correos dos días después, enviada por
correo urgente.

Querido Davy,
Cuando supe quién era
Mary Niles mi primera
reacción fue de incredulidad.
No vi la cobertura televisiva
(estaba de exámenes), pero
cuando busqué en la
biblioteca, lo sabían todo
sobre el tema, e incluso
describían las imágenes del
telediario. ¿Cómo puede ser
tan cruel el destino, tan
brutalmente vengativo? Estoy
segura de que las palabras
son inadecuadas a estas
alturas.
Ojalá hubieses venido a
mí, cuando ocurrió. No sé
cómo haces lo que haces, pero
me parece que podrías haber
hecho eso… Me duele que no
vinieras a verme. Me hubiera
gustado hacer todo lo posible
por ayudarte.
Millie
P.D.: Y si puedes dejarm
enotas debajo de la puerta,
¿por qué no me puedes dar
una dirección más cercana
para que te escriba?

Millie,
Te agradezco, creo, tus
condolencias.
Sí que fui a verte, justo
después de que ocurriese.
Justo a tiempo para ver cómo
recibías a Mark en tu
apartamento. Las palabras
creo que fueron: Gracias por
venir, Mark.
Supongo que no pued
oculparte. Después de todo, me
habías dicho que me largase,
pero, por lo que habías dicho
antes, pensaba que tendrías
mejor gusto.
Davy
P. D.: Puedes meter tu
respuesta por debajo de la
puerta del apartamento 33. Y
no, no estoy allí, pero
comprobaré el correo cada
día, si puedo. Si es que de
verdad quieres seguir con esta
discusión.

Salté a Stillwater y pasé m


irespuesta por debajo de la puerta.
Antes incluso de incorporarme, oí una
mano en el pomo. Salté al
apartamento de Stillwater y me
estremecí.
Me sentí culpable y asustado. Me
apoyé en la pared junto a la ventana
delantera y observé el acceso a la
escalera de los apartamentos.
Al instante, Millie apareció a la
vuelta de la esquina, mirando los
números de los pisos. La vi que
miraba a mi ventana, pero el
apartamento estaba a oscuras y hacía
sol. No me vio. Siguió andando y oí
sus pasos en la escalera. Cuando lleg
óal final, llamó al timbre.
Oh, Millie…
Caminé, inseguro, hacia la puerta
principal y me detuve allí, con la mano
en el pomo. El timbre sonó otra vez y
me estremecí. Aparté la mano del
pomo como si estuviese ardiendo.
Salté a Texas, a mi cabaña en Serenity
Lodge, me dejé caer en la cama y
hundí la cara en la almohada.
Justo cuando pensaba que El
Solitario era la representación perfecta
de mi estado de ánimo, sombrío,
maldito, asolado, tropecé con el
primer oasis.
Era un cañón encajonado por
altasparedes, cuya salida por la parte
superior se encontraba obstaculizada
por un antiguo desmoronamiento y la
parte inferior acababa al borde de un
precipicio, que caía unos veinticinco
metros, donde una antigua elevación
rompía la roca. Cerca del extremo
superior del cañón manaba un
manantial de agua dulce que bajaba a
lo largo del cañón hasta un pequeño
lago sin desagüe visible. El lago estaba
a la sombra de arbustos mesquites que
se habían convertido en árboles
adornados por hierba de la virgen.
Había cabras montesas y liebres
grandes, y varias clases de pájaros
.Pasé un día entero sentado junto al
manantial leyendo, durmiendo un
poco, o simplemente escuchando el
agua mientras ponía mi tobillo en
remojo.
Había otras dos zonas verdes en
medio del desierto. Una era más
grande, tres kilómetros de valle
bendecido por múltiples arroyos. En
aquel lugar vi excrementos de ciervo,
huellas de puma y latas de cerveza
tiradas. Me enfurecí al ver las latas.
No había muchas, pero significaba
que venía gente a aquel remanso de
paz y eso no me gustaba. Me pasé un
par de horas recogiendo las latas
yotros restos de humanidad, saltando,
de vez en cuando, a un contenedor de
Stanville para tirar la basura.
Puede que fuese un ladrón de
bancos, pero no un tiraba basura.
El tercer oasis era un foso,
formado por desmoronamientos y
puede que por agua subterránea. Las
paredes eran muy altas y el sol no
llegaba al fondo excepto a mediodía.
El fondo era más ancho que la parte
superior y estaba lleno de agua,
menos un islote verde en el centro, de
unos dieciocho metros de largo por
seis de ancho. Allí no había latas de
cerveza.Las paredes quizá tenían
unos
treinta metros de altura, y tardé varios
minutos en adquirir suficiente
información para saltar al islote del
fondo. Hacía fresco allí, casi
desagradable, y las paredes, alzándose
hacia lo alto, eran intimidantes. Me
pregunté si no sería más agradable en
verano, cuando todo a su alrededor
estuviese ardiendo bajo el sol.

Davy,
¿Es que no pensaste que lo
único que quería de Mark era
su versión de la noche en que
tú, bueno, lo sacaste de l
afiesta? Sé que Mark es una
mala persona. No estoy liada
con él de ninguna manera,
pero cuando te desvaneciste
delante de mí, ¿qué se supone
que tenía que pensar?
Ni siquiera sé si eres
humano. Por lo que sé, puedes
estar volando por ahí en un
platillo volante secuestrando
personas a diestra y siniestra.
Si este tipo de conclusiones
precipitadas te molesta,
piensa en la explicación
alternativa que me ofreciste.
Sé que estás dolido,
ysupongo que aún te dolió más
pensar que volvía a estar
enrollada con Mark. Pero,
diablos, tú mismo ya te estás
machacando bastante.
Millie
P.D.: Aún no sé si eres
humano, pero sí que sé que me
importas tanto que puedes
hacerme sufrir. Y lo hiciste.

Había varios trozos de papel,


arrugados en forma de bola,
esparcidos por el escritorio. Todos
tenían dos o tres líneas que había
escrito antes de descartarlos. Po
rmucho que lo intentase, no era capaz
de escribir una respuesta que me
pareciese bien. Los barrí del escritorio
y los tiré a la papelera.
Pensé presentarme ante ella, pero
tenía miedo. En realidad, no quería
ver a nadie.
Durante aquel día, antes de
recoger la carta de Millie, había
encontrado un saliente que daba al
sur, en las profundidades de El
Solitario. Salté allí. Era más una cueva
que un saliente, un amplio banco
protuberante a treinta metros de altura
en una escarpada pared rocosa. Había
otros quince metros hasta la cordillera
,por encima, y sólo un escalador
especializado o un teletransportador
podrían llegar hasta allí. Tenía unos
nueve metros de profundidad y era
relativamente plano. Caminé hacia
delante y permanecí en el borde, con
ráfagas de viento seco empujándome
la camisa. Me sentía despreocupado,
apático. La caída sería más que
suficiente para matarme, si llegaba
hasta abajo. El sol casi se había puesto
y hacía que las nubes hinchadas
fuesen anaranjadas. El banco de roca
sobresalía por encima aún más que el
saliente, sólido, a todas luces pesado.
Era como la boca de un gigante,
una boca abierta, con gigantes
molares dispuestos a caer, a quitarme
la vida de un mordisco.
Me gustaba.

Aquella noche empecé a trasladar


materiales desde un almacén de
maderas en Yonkers, al que ya había
ido una vez. Había un vigilante, pero
estaba en la puerta de entrada y
contaba con las alarmas. Sólo cogí
mortero y un poco de colorante para
cemento, aparte de un recipiente para
la mezcla, paletas y algunas tizas para
marcar las paredes.
El libro de bricolaje de albañilerí
ame decía que trabajar con la piedra
natural era difícil, y que los proyectos
que utilizaban ladrillo común eran
mejores para empezar. Hice caso
omiso de aquella parte y leí el resto
del libro con atención. Hacía frío en el
saliente por la noche, y guardé todos
los materiales amontonados al fondo,
donde sólo los podría ver alguna
águila ratonera.
De vuelta a la cabaña, me quedé
mirando otra vez la carta de Millie.
Aún estaba confuso, furioso, con ira,
pero ahora sabía que ella no era la
causa. Escribí una breve
nota.Querida Millie,
Lo siento. Siento
demasiado dolor ahora para
ser racional. Lo que dijiste de
que te importo y de hacerte
sufrir tiene sentido. Si no me
importase mamá, no sufriría
por su muerte. Si tú no me
importases, no sufriría por tu
rechazo.
No te volveré a escribir
hasta que me haya
acostumbrado mejor a las
cosas, pero volveré. Espero
que te parezca más bien que
mal. No puedo renunciar a t
isin renunciar a mí.
Te quiero,
Davy

Existe un abandono, una huida,


que proporciona el trabajo físico.
Cogí mis rocas del pedregal al
fondo del precipicio. Eran piedras del
mismo color y la misma textura,
agrietada y hecha añicos por el clima
y el paso del tiempo.
El mortero era difícil de colorear y
gasté un par de bolsas antes de
conseguir las proporciones correctas.
Parte del problema era que el color
del mortero era más oscuro mojadoque
cuando se secaba. Empecé la
pared a tres metros del borde, en el
fondo del saliente, y la alargué doce
metros, aproximadamente la mitad de
la longitud del saliente.
A media tarde me dolían la
espalda y los brazos, pero tenía una
pared que me llegaba a la rodilla a lo
largo de mi saliente. Dejé un trozo en
el extremo abierto del saliente para la
entrada, pero el otro extremo tocaba
con la cara rocosa. Donde el mortero
de las hileras inferiores se había
secado resultaba difícil, incluso desde
tres metros de distancia, decir dónde
acababa la roca y dónde empezaba
lapared. Desde el otro lado del cañón,
en la otra cresta, era imposible.
Me fui a nadar al oasis del cañón
encajonado durante diez minutos.
Luego volví y continué trabajando en
la pared hasta que se puso el sol.
Por la noche, volví a asaltar el
almacén de Yonkers, esta vez para
coger ventanas de doble cristal ya
montadas con sus marcos, una puerta
exterior con una ventana de cristal
tallado, maderas para el marco y
barniz. También cogí un poco más de
mortero, una estufa de madera, un
conducto de estufa y los utensilios de
ferretería de saltar con esos
apropiados.
Después
materiales al saliente —la estufa
apenas pude levantarla—, me pasé un
rato en la caja registradora sumando.
Dejé la lista con mis cálculos y mil
doscientos dólares en el mostrador,
sujetos por un vaso de café.
Podría robar un banco, pero no
era un vulgar ladrón.
—Te echamos de menos ayer, a la
hora del almuerzo, Davy.
—Estuve caminando, señora
Barton. Supongo que caminé
demasiado.
Sonrió.
—Bueno, probablemente se
abueno para ti hacer un poco de
ejercicio. Me alegro de ver que tu
apetito está mejorando.
Miré el tenedor en mi mano. No
había estado pensando en comer, sino
calentándome la cabeza con marcos
de ventanas y aire acondicionado para
mi fortaleza secreta, mi «fortaleza de
soledad». Al mirar el huevo en el
tenedor, la comida en mi estómago
pareció solidificarse como un bulto,
pesado e incómodo.
La señora Barton siguió
paseándose por el comedor. Dejé el
tenedor y aparté el plato de mi vista.
Antes de salir hacia el saliente
,salté a Nueva York y comprobé el
apartado de correos, apareciendo
primero en el callejón antes de doblar
la esquina con Broadway hasta la
oficina de correos de Bowling Green.
Había una carta de Leo Silverstein
pidiéndome que le llamase. Salté al
aeropuerto de Pine Bluffs y utilicé la
cabina.
—Señor Silverstein, soy David
Rice.
—Ah. ¿Recibiste mi carta?
—Sí.
—Entonces, has vuelto a Nueva
York.
—No —no veía razón para mentir—. En
este momento estoy en Pine
Bluffs.
—¿Ah sí? Bueno, tenemos un
asunto que tratar. Como sabes, figuras
en el testamento de tu madre.
Tragué saliva.
—No quiero nada.
La imagen apareció como un flash
ante mis ojos. La explosión, la postura
de su cuerpo como un maniquí roto, la
sangre y el humo.
«No soporto sentarme en la
ventana o en el medio.»
Silverstein se aclaró la voz.
—Bueno, deberías venir y
escuchar las condiciones, al menos.
—¿A su despacho? No sé. ¿Aún
me busca la policía?
—No lo sé. Buscaron por los
alrededores bastante a fondo durante
un par de días, pero el sheriff
Thatcher considera que hay un límite
de tiempo para atrapar a alguien cuyo
único delito es tener un carnet de
conducir falso.
—Allí estaré.
Paseé un rato por el aeropuerto y
vi cómo despegaba una avioneta
monomotor. Luego salté a los
escalones que llevaban al despacho de
Silverstein. Había alguien en la
escalera, pero, por suerte, bajaba y se
alejaba de mí.
Aguanté la respiración mientras el
hombre salía del edificio, y luego subí.
El señor Silverstein estaba en la
recepción, mirando a la plaza por la
ventana. Miró por encima del hombro
cuando entré.
—¿Olvidas algo, Joe? Oh, ¡Davy!
No te he visto por la acera. ¿Cómo lo
has hecho?
—¿Hacer qué?
Cambió de tema, incómodo.
—Entra.
Una vez en su despacho, me
entregó un montón de papeles
etiquetados como: «Ultimas voluntades
y testamento de Marv Agnus Niles».
Los ojeé y el dolor salió a la
superficie, agudo y molesto. Me puse
a bostezar, adormilado, con la cabeza
espesa. ¡Mierda! Pensaba que lo había
superado. Los puse sobre la mesa.
—¿Qué dice?
—En esencia, y con la excepción
de diez mil dólares en asignaciones
testamentarias y regalos, te lega el
balance de su patrimonio,
aproximadamente sesenta y cinco mil
dólares en certificados de depósito y
ahorros, y una casa unifamiliar en
California.
Pestañeé
.—Supongo que ganó bastante
dinero como agente de viajes.
Silverstein negó con la cabeza.
—No mucho. Tu abuelo le legó
una buena suma, especialmente con la
venta de la casa.
—Oh.
—No tienes por qué hablar del
tema, y para ser del todo honesto,
sería mejor que no lo hicieses, pero
tengo la sensación de que tu actual
fuente de ingresos no resistiría un
examen riguroso.
Me miró para ver si lo entendía.
Podía sentir mis orejas poniéndose
rojas. Prosiguió:—Bueno, esta
herencia te daría al
menos una fuente de ingresos
legítima. Es una oportunidad de salir
del área gris en la que estás.
Asentí lentamente, de mala gana.
—¿Qué tengo que hacer?
—Bueno, lo primero que necesitas
hacer es conseguir la partida de
nacimiento. Ya me ocuparé de eso, si
quieres. Luego tenemos que solicitar
un número de la Seguridad Social y un
carnet de conducir de verdad, y yo me
ocuparé de liquidar el impuesto sobre
la renta desde que dejaste a tu padre.
Supongo que no sabrás si te declaró
como carga familiar o no después d
eque te fueras, ¿verdad?
—No me extrañaría que lo
hiciese. Esto, no conduzco, señor
Silverstein, así que el carnet…
—Oh, bueno, hay documentación
para los no conductores. No tienes por
qué preocuparte de eso.
—¿Y qué hay de la policía de
Nueva York?
—Ah, bueno, algo gracioso.
Después de que te fueses de la
recepción, el sheriff Thatcher no
estaba dispuesto a llevar a cabo el
asunto sin algún tipo de petición oficial
por parte del Departamento de Policía
de Nueva York. El sargento Washbur
nse puso furioso, pero hasta esta
mañana cuando he hablado con el
sheriff Thatcher, no ha llegado
ninguna petición—se calló y miró por
la ventana, estirando los brazos—.
Sospecho, por lo que me contaste y
por las reacciones del sargento Baker,
que el sargento Washburn se excedió
un tanto al venir hasta Florida.
Resoplé.
—Bueno, eso es un alivio.
—Entonces —dijo Silverstein—,
deduzco que te gustaría hacer todo
esto, ¿verdad?
¿Conseguir la partida de
nacimiento y todo lo demás? Asentí
enérgicamente.
—Oh, sí. ¿Cree que podría
conseguir un pasaporte?
Me miró fijamente.
—No veo por qué no. ¿Por qué?
¿Estás pensando en dejar el país?
Miré por la ventana pero mis ojos
no veían la plaza del pueblo. Estaba
viendo la explosión que mató a mi
madre, una y otra vez. Tenía una
sensación de expectativa, de cosas
aún por hacer. Sacudí la visión de mi
cabeza y volví a mirar a Silverstein.
—Quiero ir a Argelia —respondí
.
Quinta Parte
buscando
13

—Lo primero que quiero dejar claro


es que esa violencia, ese terrorismo,
no es cultural. Ni tampoco es esencial
a la cultura árabe o musulmana. He
hecho demasiadas reuniones
informativas para senadores y
congresistas que piensan que todos los
«cabezatoallas» llevan una pistola y
una granada. Si no puede ver más allá
de este estereotipo, entonces sería
mejor que lo dejásemos aquí.
Sentí que se me ponían las oreja
srojas. En realidad no había pensado
en ello, pero seguramente había
sentido algo parecido. Me hacía sentir
mal. Era papá el que clasificaba a la
gente por el color de la piel.
—Yo no pienso eso —contesté—.
Sí que siento cierta hostilidad, aunque
procuraré no generalizar.
El asintió. Estaba sentado detrás
de una mesa de madera en un
pequeño despacho. Las hombreras de
su traje de tweed se encorvaron de
manera extraña cuando apoyó los
codos en la mesa de trabajo y se
inclinó hacia delante. Una de sus
manos aflojó el nudo de la corbataroja de
la lana que llevaba con su
camisa gris.
Había cogido el tren Amtrak desde
la Penn Station en Nueva York hasta
la Union Station en el distrito de
Columbia. El señor Anderson, del
Departamento de Estado, había
preparado la reunión. El hombre de la
corbata de lana era el Dr. Perston-
Smythe, profesor asociado de
Estudios Árabes de la Universidad de
Georgetown, y estábamos hablando en
su despacho.
—Puedo entender la hostilidad.
Sin embargo, no comprenderá a los
árabes o el tema del terrorismo hast
aque no consiga sacarse esos
estereotipos de la cabeza.
Asentí.
—Entiendo.
—Considere esto: hubo más de
cuarenta mil libaneses muertos en el
período entre 1980 y 1987. Más de un
millón de muertos en la guerra Irán-
Iraq. Menos de quinientos americanos
murieron durante el mismo período en
Oriente Próximo por acciones
terroristas, si es que cuenta el camión-
bomba de los marines en Beirut; yo
no.
—¿Y por qué no?
—Uno de los problemas con l
apolítica antiterrorista americana es que
nuestro gobierno insiste en desdibujar
la diferencia entre la insurgencia
armada contra fuerzas militares e
instalaciones y los ataques contra
civiles inocentes. Obviamente, atacar a
civiles desarmados sin ninguna
relación con algún tema político en
particular es terrorismo. Pero, ¿y un
ataque a una fuerza militar armada
que ocupa tu patria? Eso no es
terrorismo. No estoy diciendo que esté
bien o mal. Sólo digo que si llamamos
a eso terrorismo, entonces los Estados
Unidos también estuvieron
involucrados en la financiación de
terroristas en Afganistán y en
Centroamérica. ¿Ve lo que quiero
decir?
—Sí.
—En cualquier caso, lo que estoy
intentando decir es que la proporción
de víctimas americanas por terrorismo
no se puede comparar con la
respuesta que genera. No hicimos
nada para detener la guerra entre Irán
e Iraq porque consideramos
beneficioso para nuestros intereses
que aquellos dos países se
perjudicasen mutuamente.
Personalmente, creo que eso es
inexcusable, pero no estoy en un
aposición para hacer política. Por
supuesto, ambos líderes estaban locos
y tenían pendiente una rencilla
personal que venía de largo, pero sus
gentes pagaron un horrible precio.
—No sabía que había algo
personal
—Pues, sí. En 1975, cuando
Saddam Hussein firmó con el Sha de
Irán el acuerdo sobre la orilla oriental
del río Shat-al-Arab, una de las
condiciones no escritas era que
Hussein haría que el ayatolá Jomeini
dejase su actividad política.
—¿Y cómo esperaba que Hussein
lo hiciera
?Perston-Smythe me miró como si
fuese un idiota.
—Jomeini estaba en Iraq. Cuando
se exilió de Irán se fue a la ciudad
santa chiíta de An Najaf. En
resumidas cuentas, Hussein le dijo a
Jomeini que parase, pero éste se negó,
así que Hussein le expulsó a Kuwait,
donde enseguida le expulsaron a
Francia. Durante un período de
quince años, setecientos mil chiítas
fueron expulsados de Iraq. Hay
mucho resentimiento allí. Y más
después de la guerra, por supuesto.
Le miré fijamente.
—Sé que está intentand
oofrecerme una visión global, pero ¿qué
me dice de aquellos terroristas en
concreto?
—Nos estamos acercando.
Estamos dando un rodeo, pero es
mejor para el viaje. ¿Qué sabe de las
creencias sunitas frente a las chiítas?
Había estado leyendo, por las
noches, después de trabajar en mi
vivienda del risco en El Solitario.
—Los sunitas son
aproximadamente el noventa por
ciento de los musulmanes. Creen que
la sucesión de los califas fue
apropiada después de la muerte de
Mahoma. Los chiítas creen que lo
ssucesores legítimos eran los
descendientes de Alí, primo de
Mahoma, y no de su mejor amigo,
Abu Bakr. Creen que los
descendientes legítimos han sido
asesinados y discriminados desde
entonces.
»Los sunitas tienden a ser más
conservadores y no creen en un clero
ni en una liturgia. Los únicos países
con mayorías sunitas son Irán, Iraq,
Líbano y Bahrein.
—Así es —dijo Perston-Smythe.
Parecía sorprendido por mis
conocimientos después de mi
ignorancia previa—. Incluso entre los
chiítas, el terrorismo es detestable.
Uno de los preceptos de Mahoma
habla de la protección de las mujeres,
los niños y los ancianos. Uno de los
noventa y nueve nombres de Alá es
«el Misericordioso».
—Muy bien. Acepto que la
mayoría de los musulmanes no
practicarían el terrorismo. Lo tendré
en cuenta. Pero quiero saber de los
hombres que si lo practican. Quiero
saber de los que mataron a mi madre.
Se inclinó hacia atrás.
—De acuerdo —abrió una carpeta
delante de mí—. Todo indica que los
secuestradores del vuelo 932 era
nchiítas extremistas pertenecientes a la
Yihad Islámica, un grupo terrorista
asociado a Hezbollah, el «Partido de
Dios». Si bien desconocemos la
identidad de dos de los
secuestradores, sospechamos que el
líder era Rashid Matar, un chiíta
libanes conocido por haber trabajado
con Mohammed Abbas, el
organizador del secuestro del Achine
Lauro. Lo curioso es que la razón por
la que creemos que es Matar es
porque escogió a su madre como
víctima. Con la excepción de
atentados aislados, las mujeres
rehenes son normalmente las primeras
personas en ser liberadas en
situaciones de terrorismo aéreo.
»En 1987, Matar estuvo implicado
en las palizas a diversas prostitutas
italianas en Verona. Dejó el país antes
de que lo cogiera la policía, pero
encontraron armas automáticas y
manuales técnicos de diversos tipos de
aviones en el piso que se vio obligado
a abandonar. A principios de 1989,
tuvo que dejar El Cairo después de
matar de una paliza a una turista
sueca.
»Matar también fue captado por
una cámara de seguridad del
aeropuerto de Atenas el día anterior al
secuestro. Eso es demasiada
coincidencia —Perston-Smythe me
entregó una fotografía de siete por
diez.
Era una toma ampliada de una
foto de periódico, la cual, a su vez,
parecía haber sido tomada de una foto
de pasaporte. El titular del periódico
estaba en italiano, pensé, y lo único
que entendí fue el nombre de Rashid
Matar. La trama de la impresión era
muy visible y tuve que alejar la foto un
poco para ver bien su cara. Era más
joven de lo que me esperaba, a pesar
de las lecturas que había estado
haciendo. No llevaba barba y tení
aunas oscuras cejas pobladas. Aunque
era de complexión morena, no se
ajustaba a la imagen que yo tenía del
árabe. Su nariz era normal y su
mentón poco pronunciado. Tenía la
cara delgada y alargada y sus orejas
estaban aplastadas contra la cabeza.
Sus ojos eran oscuros y tenían la
mirada perdida.
—El hecho de que los terroristas
no sólo no soltaron a las mujeres, sino
que escogiesen a una de ellas para
matarla, apunta directamente a Matar,
un misógino declarado.
Agité la foto.
— ¿ Puedo ha
cer una un duplicado. Puede
copia?
—Es
quedársela.
—¿Dónde se encuentra ahora?
—No lo sabemos. Tengo algunas
ideas, pero no estoy seguro.
Apreté los dientes y esperé.
El se encogió de hombros.
—Sólo es pura especulación,
¿comprende?
—Especulación a partir de una
información —contesté.
—Bueno, sí —se inclinó hacia
delante de repente, con los dedos
entrelazados—. Un jet privado salió de
Argelia casi inmediatamente después
del secuestro del avión y voló hast
aDamasco, en Siria. Aunque no se
hicieron comentarios sobre sus
pasajeros, a la prensa de Argel se le
permitió verlo despegar. Eso implica
que, A, las autoridades argelinas
prometieron a los secuestradores
pasaje gratis si liberaban a los rehenes,
y B, que se los llevaron a Siria. Eso es
exactamente lo que ocurrió después
del secuestro del avión kuwaití en
1988.
—Entonces, ¿está diciendo que se
encuentran en Siria?
—En el caso del secuestro del
aparato de Kuwait Airways, los
secuestradores viajaron desd
eDamasco al Líbano por tierra. Allí se
refugiaron en el valle de la Beká, el
bastión de Hezbollah.
—Entonces está diciendo que
están en el Líbano.
—Eso es lo que se supone que
debemos pensar. Yo no creo que ni
siquiera dejasen Argelia.
»Tengo un amigo que trabaja en
Reuters y me dijo que había una zona
que los Darak al Watani estuvieron
protegiendo con cuidado mientras se
permitía a los periodistas observar el
despegue del jet. Mi amigo suele ser
desconfiado. Siempre que un oficial
apunta hacia una dirección, mi
amigomira hacia el otro lado. Por eso vio
cómo tres hombres sin afeitar y con
uniformes militares inadecuados
subían a un camión que se alejó del
aeropuerto bajo escolta policial. Cree
que uno de ellos era Matar, pero no
pudo verlo con claridad. Pienso que es
muy probable que aún estén en
Argelia.

Aparecí en su puerta, después de


doblar la esquina andando. Tenía un
nudo en el estómago, estaba nervioso
y me costaba respirar, como si
hubiese corrido un buen rato o me
hubiesen golpeado en la boca de
lestómago. Me temblaba la mano al
intentar llamar al timbre, y al final la
bajé para ver si el temblor cesaba.
Estaba tratando de armarme de valor
para volver a intentarlo, cuando Millie
abrió la puerta.
—Hola —me dijo, rápidamente.
Luego, siguió hablando más despacio
—. Me ha parecido que podrías
cambiar de parecer. ¿Estás realmente
preparado para esto?
—Bueno, han pasado ya dos
semanas —dos semanas desde mi
última nota.
—Me alegré de que llamaras, pero
no parecías muy convencido.Me
encogí de hombros.
—No. Es que…, es que, bueno…,
tenía miedo. —No me moví para
tocarla, ni para acercarme. Aún tenía
miedo. Hizo un gesto a la puerta
abierta.
—¿Quieres pasar mientras cojo mi
abrigo?
—Esperaré aquí. De verdad. No
me iré.
Ella sonrió con aire de
inseguridad.
—De acuerdo —volvió enseguida,
arrebujándose en un largo abrigo gris
—. ¿Adónde quieres ir? —hurgó en su
bolso, buscando las llaves del coche
.Yo no tenía nada de hambre.
—No lo sé. A cualquier sitio que
tú quieras.
Se me quedó mirando.
—¿A cualquier sitio?
—A cualquiera que podamos ir.
Bajó la vista a la acera un instante,
luego subió la cabeza a medias y me
miró a través del flequillo.
—Quiero ir a comer algo a
Waverly Inn.
Me tocaba a mí mirarla. Waverly
Inn estaba en el West Village, en
Manhattan. Miré el reloj. Eran las
seis, y serían las siete en Nueva York.
No tenía un lugar de salto paraWaverly
Inn, pero podía saltar a diez
minutos de allí.
—Tendré que cogerte —le dije.
Me miró, se mordió el labio
superior un segundo, y luego
respondió.
—Vale. ¿Qué tengo que hacer?
—Sólo quedarte ahí.
Me situé detrás de ella y le puse
los brazos alrededor de la cintura. Su
pelo, su perfume, estaba en mi cara.
Permanecí así un momento hasta que
pude sentir su inquietud. Entonces la
levanté y salté a Washington Square,
junto al arco. La solté y la tuve que
agarrar de nuevo, porque le fallaro
nlas rodillas.
—¿Estás bien? —la ayudé a llegar
a un banco a pocos metros de allí.
—Lo siento —respondió. Tenía los
ojos como platos y no dejaba de mirar
a un lado y a otro para ver el arco y
los edificios de alrededor—. Sabía que
podías hacerlo, pero no lo conocía, no
sé si sabes a qué me refiero.
—El conocimiento teórico frente a
la certeza. Créeme, lo sé. De la misma
manera que sé que más tarde dudarás
de que haya pasado, aunque lo estés
experimentando ahora mismo.
Hacía más frío que en Stillwater,
puede que estuviésemos bajo cero, ylas
pocas personas que había en el
parque iban caminando con brío. Aun
así, era viernes por la noche y había
bastante ambiente. Millie se levantó
lentamente y preguntó:
—¿Hacia dónde vamos?
La conduje hasta el final del
parque. Por el camino, Millie me
preguntó sobre el funeral y le que dije
que estuvo bien. Me quejé del cura y
le hablé de los amigos de mamá.
Luego le dije lo que le había hecho a
papá cuando apareció en la
ceremonia.
—Me siento culpable por ello.
—¿Por qué
?Sacudí la cabeza.
—Simplemente me siento así.
Doblamos por Waverly Place.
Millie titubeó un momento, y
después dijo:
—Él os maltrató a los dos, pero
creo que te das cuenta de que es
capaz de sentir la pérdida. De que la
quería de algún modo. De ninguna
manera fue aquello una relación sana,
pero puede que te estés sintiendo
culpable porque crees que le has
privado de su oportunidad de llorar a
alguien.
—Ja! ¡Que la llore lejos de mí! —
bajé la voz— Puede que tengas razón.O
puede que me sienta culpable
porque le desafié.
Asintió.
—Es posible. Oh… ahí está la
taberna.
No había sitio, así que esperamos
quince minutos, justo en la entrada,
resguardados del frío, intentando
evitar que tropezasen las camareras.
Cuando cenamos Millie y yo la última
vez allí, habíamos tenido que
sentarnos en la terraza, pero entonces
había sido verano.
Le hablé de los sargentos
Washburn y Baker y de por qué me
habían estado persiguiendo. Frunció e
lceño un momento y luego me dijo:
—Podrías habérmelo dicho.
Aparté la vista de ella y tragué
saliva. No quería ponerme a discutir
por aquello. Ella se encogió de
hombros.
—Está bien. Puede que no te diese
una oportunidad para que lo dijeras.
La encargada nos condujo hasta
una mesa para dos, metida en un
rincón. Le aguanté la silla a Millie
mientras se sentaba.
—¿Cómo lo haces? —preguntó,
frotando las manos alrededor del
candelera de cristal para calentárselas.
Me mordí el labio.—Bueno, agarras
el respaldo de la
silla y tiras de él. Una vez la persona
está sentada, la empujas hacia delante
mientras la acercan a la mesa.
—Ja, ja. Tres amusant —no
parecía divertida.
—¿Cómo hago qué? —sabía
exactamente a lo que se refería.
—Cómo te… teletransportas.
Solté el aire de golpe.
—Yo lo llamo «saltar» y no tengo
ni la más remota idea de cómo lo
hago. Simplemente lo hago.
Frunció el ceño.
—¿Quieres decir que no hay
ningún tipo de aparato ni nada
?—Sólo yo —me puse a jugar con
el tenedor. Luego me encogí de
hombros y le expliqué mi primera vez.
Ya sabía todos los detalles escabrosos,
pero no cómo me había escapado. Le
expliqué lo de mi venganza sobre
Topper y el intento de violación, el
tipo del hotel de paso en Brooklyn, y,
finalmente, lo del robo del dinero.
—¿Que hiciste qué? —se irguió en
su silla, con los ojos como platos y la
boca abierta.
—Shhh.
Los demás comensales nos
estaban mirando, callados como
estatuas, algunos con tenedores o
cucharas a mitad de camino de la
boca.
Millie estaba pestañeando
rápidamente. Con un tono más bajo,
me dijo:
—¿Robaste un banco?
—Shhh —me ardían las orejas—.
No montes una escena.
—¡No me hagas callar! ¡Yo no
robé un banco! —afortunadamente, lo
dijo en un susurro.
Entonces vino la camarera y nos
tomó nota. Millie pidió un Martini con
vodka. Yo pedí una copa de vino
blanco. No sabía si ayudaría, pero
supuse que no me iría mal
.—¿Un millón de dólares? —
preguntó, cuando la camarera se hubo
marchado.
—Bueno, casi.
—¿Y cuánto te queda?
—¿Por qué?
Se ruborizó.
—Por curiosidad. Debo tener
aspecto de cazafortunas.
—Unos ochocientos mil.
—¿Dólares? —el hombre de la
mesa de al lado derramó el agua.
—Dios, Millie. ¿Quieres que te
deje aquí? Estás a dos mil
cuatrocientos kilómetros de casa en
este momento
.La camarera llegó con las bebidas
y nos preguntó si ya sabíamos qué
íbamos a pedir.
—Será mejor que nos dé un
momento. Ni siquiera hemos mirado
la carta.
Millie dio un trago a su Martini y
puso mala cara.
—¿Qué ocurre? ¿Se han
equivocado de bebida?
Negó con la cabeza, bebió otro
trago, y volvió a hacer la misma cara.
—Está perfecto. No me dejarías
tirada aquí en Nueva York, ¿verdad?
Quiero decir, que sólo llevo quince
pavos
.—Bueno… podría dejarte en
Central Park. O hay otros lugares de
Washington Heights que seguramente
están muy animados ahora.
—¡Davy…!
—Está bien. No te abandonaré.
Me miró de un modo extraño.
—¿Qué? Pensaba que te sentirías
liberada.
—Extraña elección de palabras —
se mordió el labio—. No tan extraña
como demasiado apropiada.
—¿Cómo?
Negó con la cabeza.
—Abandono. Ése es el tema,
¿verdad? Ella volvió a abandonarte
,¿no?
—Ella murió. No salió corriendo.
Millie asintió.
—El último abandono.
Sentí que me estaba enfureciendo.
—Perdóname un momento —me
levanté de golpe y fui al servicio.
Estaba ocupado. Me apoyé en la
puerta, con los brazos cruzados, la
mirada al frente pero sin mirar nada.
En realidad, no necesitaba ir al
lavabo, pero no quería gritarle a
Millie. Mi madre había sido víctima
del terrorismo, no alguien que me
había abandonado. Bueno, no aquella
vez.Nadie estaba mirando, así que
salté al lavabo del apartamento de
Stillwater.
Tenía ganas de pegar a alguien.
No me quedaban platos que romper.
Me dejé caer de rodillas en la cama y
golpeé el colchón con fuerza, puede
que unas veinte veces, hasta que las
palmas de las manos me empezaron a
doler. Luego respiré hondo varias
veces y me fui al lavabo a lavarme la
cara.
El recuerdo de la acera del
restaurante estaba fresco y volví allí.
La encargada me vio entrar y
pestañeó.
—No le he visto salir.
Me encogí de hombros.
—Necesitaba tomar un poco de
aire fresco.
Ella asintió y volvió a la mesa.
Había estado fuera unos cinco
minutos. Millie parecía aliviada.
—La camarera ha vuelto a venirn
—me dijo—. Deberíamos mirar al
menú.
El tema de escoger y pedir la cena
nos llevó los diez minutos siguientes.
Cuando volvimos a estar solos, Millie
parecía no tener ganas de hablar de
nada serio. Supongo que no quería
ahuyentarme otra vez
.—Lo siento, Millie. Ahora mismo
no soy muy racional cuando se trata
de mamá. Preferiría que no nos
pusiésemos a discutir sobre ella.
Millie asintió. Su cara parecía
pálida a la luz de la vela y sus manos
rojas mientras las frotaba de nuevo en
el candelero. Mi irritación
desapareció, derretida como la cera.
Ella era muy hermosa, muy deseable.
Sentí que se me humedecían los ojos
y pestañeé con rapidez. Aparté la vista
de ella, hacia la pared y dije:
—Te he echado de menos, Millie.
Estiró un brazo y me apretó la
mano. La suya estaba muy caliente
.Impulsivamente, se la besé y ella se
quedó boquiabierta. Se la cogí entre
mis manos. Ella respondió:
—Te he echado de menos —no
dijo nada más durante un rato, y
después apartó la mano con
delicadeza.
—Tengo que decirte que me ha
afectado lo del dinero robado. No
creo que estuviese bien hacerlo.
—No hice daño a nadie.
—¿Y qué me dices de los clientes?
Ya había pensado en eso durante
mucho tiempo.
—El banco pierde todo ese dinero
con malos préstamos cada mes. Y l
oganan en intereses cada día. Son un
banco grande. El dinero que cogí es
una pequeña cantidad para ellos. No
perjudiqué a ningún cliente.
Negó con la cabeza.
—Sigo sin estar de acuerdo.
Pienso que no está bien.
Me sentí lejano, inmóvil. Crucé los
brazos y sentí frío. Ella extendió las
manos.
»Eso no cambia el hecho de que
aún te quiera. Te he echado mucho de
menos. He extrañado tus llamadas y
tu cuerpo junto al mío en la cama. No
sé qué hacer al respecto. Te quiero
por encima de mi desaprobación de
turobo.
Descrucé los brazos y me incliné
hacia ella. Ella se inclinó también y
nos besamos hasta que la vela me hizo
un agujero en la camisa. Entonces nos
pusimos a reír, le puse un cubito de
hielo a la quemada, llegó la cena y
todo estuvo bien.

Salí del aeropuerto Kennedy hacia


la terminal sur de London Gatwick en
el vuelo 1555 de American Airlines.
Salió después de medianoche y llegó a
Gran Bretaña a las 7:20 de la mañana,
hora local. Era un DC—10 y el
hombre en primera clase a mi lado
noparaba de hacer chistes estúpidos
sobre fluido hidráulico.
Me planteé seriamente saltarle de
vuelta a Nueva York cuando
llegásemos a Londres. Gilipollas.
Llovía y hacía frío y la gente
hablaba como si estuviesen en la tele.
Si no hubiese dormido tan mal en el
avión, podría haberme quedado
escuchándoles durante horas. Mi
conexión a Argel vía Madrid no salía
hasta seis horas después. Después de
pasar la aduana, salté de vuelta a
Stillwater, cogí la videocámara, y
grabé algunos lugares de salto en el
aeropuerto. Luego salté a El Solitario
,me puse la alarma a las cuatro y
media, y me eché a dormir.
El vuelo a Madrid era con Air
Algerie. Permitían fumar en los vuelos
y los remolinos de humo no paraban
de pasarme por encima desde el fondo
de primera clase, donde cuatro
franceses fumaban como chimeneas.
Afortunadamente, el vuelo a España
fue de sólo dos horas y media y los
franceses fueron sustituidos por
árabes no fumadores durante el
trayecto a Argel.
Hubo algunas dificultades en la
aduana argelina. No tenía billete de
vuelta ni reserva de hotel, así que m
epusieron a un lado mientras se
ocupaban de los demás pasajeros. Me
hubiese ido de un salto si no fuese
porque tenían mi pasaporte. Después
de un retraso de tres cuartos de hora,
me ofrecieron la posibilidad de
comprar un billete de vuelta o pagar
una fianza. Compré un billete
totalmente reembolsable de Air
Algerie a Londres para la semana
siguiente bajo el ojo atento de un
oficial de aduana. También cambié
dinero por la mínima cantidad
requerida, 1.000 dinares argelinos,
unos 190 dólares americanos, y
declaré los dólares que llevaba, má
sde 5.000 DA (dinares argelinos). Sólo
entonces me devolvieron el pasaporte
con la advertencia de que todo el
dinero cambiado debía registrarse
debidamente y que Alá me ayudase si
no podía dar cuentas de mis dólares al
salir del país.
Grabé unos pocos lugares de salto
y luego salí al exterior. Era frío,
húmedo y verde, con montañas que se
alzaban desde el Mediterráneo. De no
ser por los hombres con caftán y
chilaba y unas cuantas mujeres con
gruesos velos, habría pensado que
estaba en cualquier parte menos en el
norte de África. Un grupo de
inglesesparlanchines pasó con esquís.
Iban a
Tikjda, donde «la nieve era
particularmente buena este año».
Dentro de la terminal, un hombre
en una taquilla me dirigió hacia la sala
VIP. No pude entrar allí, pero por una
ventana cerca del control de seguridad
pude ver la pista donde el avión con
rehenes estuvo durante dos días de
negociaciones. Me pregunté si debía
volar hacia Chipre y ver el otro tramo
de pista donde murió mamá.
Sólo tardé un minuto o dos en
grabar lugares de salto, pero no pude
irme de allí saltando porque los
mendigos eran numerosos, pesados
ymás andrajosos que cualquiera de
Nueva York. Tan pronto como
acababa de dar limosna a unos
cuantos, se me acercaba otro grupo.
Al final, volví a entrar en la terminal y
salté desde un váter.

Las puertas se abrían a las diez de


la mañana, así que salté con Millie al
interior de Disney World cinco
minutos después, justo delante de la
Space Mountain. Éramos la segunda
pareja a bordo y montamos tres veces
antes de que la cola empezase a ser
considerable. Hicimos el Star Tours en
los estudios Disney MGM y despué
sfuimos a Body Wars, en el Epcot
Center.
Después montamos en Piratas del
Caribe, La Mansión Embrujada y en
el Viaje Salvaje del Señor Sapo. Por
aquel entonces, eran las vacaciones de
Navidad y las multitudes llegaban
hasta el punto de ser desagradables,
por lo que salté con ella a Londres y
cogimos un taxi hasta el centro de la
ciudad.
Eran cuatro horas más tarde en
Londres, y hacía frío después del sol
de Florida, pero el taxista nos llevó a
un viejo hotel donde servían una
merienda decente con té. Más
tarde,caminamos a la orilla del Támesis
hasta que una fría y húmeda niebla
empezó a subir por el río, y salté con
ella a El Solitario.
Habíamos visto ponerse el sol en
Inglaterra, pero en Texas aún eran las
dos de la tarde, y la temperatura
rondaba los treinta grados. Millie echó
un vistazo desde la cima de La Mota y
dijo:
—Pensaba que lo estaba llevando
bien, pero creo que necesito sentarme.
Salté con ella a mi vivienda en el
precipicio y la puse en el sofá.
Durante las semanas desde que
empecé la construcción, habí
aacabado la pared hasta arriba del
saliente, con ventanas, puerta, y un
conducto para la estufa de madera.
También había construido un espacio
separado en el fondo del saliente que
guardaba el generador a gasolina más
grande que había podido levantar. Me
proporcionaba electricidad para las
cinco lámparas de suelo que había
llevado para iluminar el lugar.
Había rellenado los peores tramos
del suelo, de manera que era bastante
liso, aunque tenía una pronunciada
inclinación. Había comprado varias
alfombras de piel de borrego teñida y
algunos muebles rústicos de pinonudoso.
En la parte trasera de la
vivienda, donde el techo se unía con el
suelo, había puesto una cama. En las
partes más altas de mi pared hecha a
mano, entre las ventanas, había
colocado estanterías, calzadas y
fijadas para situarlas más o menos a
nivel, y poco a poco las iba llenando
con nuevas adquisiciones.
Millie se apoyó en el sofá y cerró
los ojos. Yo salté al apartamento de
Stillwater, llené un vaso grande con
agua fría y regresé. Aún tenía los ojos
cerrados.
—Aquí tienes un poco de agua —
le dije, dejándosela al borde de l
amesa.
Ella abrió los ojos y miró al vaso,
con las paredes empañadas por el frío.
Bebió un sorbo y miró a su alrededor,
observando la roca natural sobre el
sofá y mirando a un lado y a otro para
ver el tamaño de la estancia.
—¿Dónde estamos?
—En Texas —respondí—. No
está lejos de la cima que te he
enseñado.
—¿Y de dónde has sacado esto?
—levantó el vaso.
—De Stillwater.
Negó con la cabeza.
—Esto me recuerda al Sueño deuna
noche de verano.
—¿Qué parte?
—Aquella en que Puck dice:
«Daré una vuelta en torno a la tierra
en cuarenta minutos».
—Vaya tortuga.
—Luego hay una parte en la que
un hada dice: «Por los montes y los
valles, cruzando cercas y verjas, por
las olas, entre el fuego, a todas partes,
ligera, más rápida que la luna».
Sonreí.
—Te conoces a Shakespeare
mejor que yo.
Sonrió.
—Yo era aquella alegre criatura d
ela noche. Bromeaba con Oberón y le
hacía reír. Una función del instituto.
Aunque con buenas críticas. Querían
que hiciese de la idiota de Hermia,
pero me mantuve firme. Todos los
chicos querían hacer de Puck, pero yo
era la única persona en las audiciones
que podía hacer el primer acto sin
mirar el texto.
Se levantó, casi con timidez, y
caminó hacia la ventana.
El sol proyectaba largas sombras
desde lo alto, y la estratigrafía de la
roca se veía claramente reflejada en la
pared opuesta del cañón, inclinada
tres grados, como mi suelo inclinado.Se
asomó de puntillas, para ver más
allá del borde. El fondo del cañón sólo
era visible sesenta metros más abajo.
—¿Por qué no te he oído cuando
has saltado hacia Stillwater?
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, el aire debería
arremolinarse o algo así, ¿no? ¿No
tendría que hacer algún tipo de
estallido?
No había pensado en ello.
—Bueno, quizás es que no estabas
escuchando con atención. O puede
que sea un sonido leve.
Bajó el vaso de agua.
—Bueno, inténtalo de nuevo, y l
overemos.
Prestaré mucha atención.
—¿Que me vaya de un salto y
vuelva?
Asintió.
—Vale—salté afuera, al saliente,
junto al generador. Después de
respirar hondo, salté de vuelta y Millie
se estremeció.
—¿Y bien?
Resopló.
—Nada. Y sigue siendo de lo más
desconcertante, aunque te lo esperes.
Me acerqué y la atraje hacia mí.
—Lo siento. Esa es una de las
razones por las que no te lo dije. N
oquería asustarte. No quiero perderte.
Ya he perdido demasiado.
Se apoyó en mí, con los brazos
doblados sobre mi pecho. La mecí un
poco. Al poco tiempo me apartó y
dijo:
—¿Dónde está el lavabo?
—Esto… en Stillwater.
Puso los ojos en blanco.
—¡Fantástico! Cerraré los ojos.
La levanté y salté con ella a mi
apartamento de Stillwater. Nunca
había estado en el piso de Brooklyn,
así que los muebles y los juguetes eran
nuevos para ella. Le mostré el cuarto
de baño y esperé en el salón
.—Acabo de tener una idea
horrible —me dijo, después de salir
del váter—. ¿Y si me llevaras a tu casa
allí en el barranco, te marchases, y te
hicieses daño o murieras?
La situación era desgraciadamente
fácil de visualizar. No había ni agua ni
comida ni salida. Duraría menos de
siete días.
—No lo había pensado.
Se encogió de hombros.
—No me importa ir allí, pero no
creo que quiera que me dejes sola.
¿Sabes a qué me refiero? Que si
necesitas ir a por algo, quiero ir
contigo o volver a mi casa. ¿D
eacuerdo?
Asentí.
—Sí. Ha quedado claro.
Echó un vistazo al salón y vio el
equipo de vídeo. Le expliqué lo de
grabar sitios para saltar y ella miró a la
cámara y después a mí varias veces.
—¡Um! ¿Te has grabado alguna
vez saltando? Quizá se vea algo a
cámara lenta…
—Bueno. Probémoslo —preparé
la videocámara con el trípode y
apunté al centro de la habitación.
Conecté los cables a mi enorme
televisor para ver la imagen y coloqué
la cámara en modo de grabaciónlenta. ¿Y
adonde me voy?
Millie estaba mirando mi imagen
en el monitor. Me vi en la pantalla,
luego aparté la vista, incómodo al ver
aquel extraño allí.
—A cualquier sitio, Davy, pero
salta de vuelta justo cuando hayas
contado hasta cinco.
Salté al mirador del aeropuerto
internacional Will Rogers. La altitud
era prácticamente la misma y no me
dolieron los oídos. Miré a mi
alrededor, girándome para ver todo el
mirador. El lugar, por suerte, estaba
vacío, y conté lentamente hasta cinco
antes de volver
.Aunque me estaba esperando,
Millie se sobresaltó de nuevo.
—Lo siento.
Resopló.
—Ya me acostumbraré. Quizá.
Ojalá me pudieses enseñar cómo
hacerlo.
—Si supiese cómo…
Rebobiné la cinta y la puse a
velocidad normal. Estaba allí, en
medio del salón, la imagen me llegaba
hasta las rodillas; desaparecí. Volví a
contar hasta cinco, y justo en ese
momento, aparecí de nuevo.
Millie, sentada en el sofá, se
inclinó hacia delante, con los codossobre
las rodillas.
—Si hubiese estado viendo esto en
la tele, habría dicho que es un efecto
especial barato. Ya sabes, como
cuando paran la cámara, hacen que el
actor salga de la escena y siguen
filmando.
—Ya. Intentaré ponerlo superlento
—rebobiné la cinta y la puse otra vez
a la velocidad más lenta.
Esperamos, observando cómo mi
imagen preguntaba a Millie dónde
saltar, con mi boca abriéndose y
cerrándose con un movimiento lento y
pesado. Tardó casi un minuto en llegar
a la parte en la que desaparecía.
Unmomento estaba y al siguiente ya no.
—¿Qué era eso?
—¿Qué?
—Justo cuando saltabas. Había
una especie de flash.
Negué con la cabeza.
—No he visto nada.
—Rebobínalo. ¿Puedes hacer que
vaya más lento?
—Esto es lo más lento, pero
supongo que puedo ir por fotogramas
—me quedé frente a la cámara y la
rebobiné justo antes del salto, y
empecé a avanzar usando el botón de
pausa y el avance por fotogramas.
Aún tardamos más desaparecía, pero
en llegar hasta
elpunto en que
entonces…
—¡Vaya! —exclamó Millie.
La imagen de vídeo, pausada y
temblorosa, era yo de pie, aunque más
bien una silueta de mí mismo, un
agujero en forma de Davy. Dentro de
ese agujero había la cola de un 727 de
American Airlines como si se viese
por las ventanas del mirador del
aeropuerto.
—¿Qué es?
Le dije que era adonde había
saltado. Ella asintió enérgicamente,
con los ojos como platos. Le di al
avance por fotogramas y la ventana e
nforma de Davy desapareció. La
escena volvía a mostrar el salón de mi
apartamento.
—¡Claro! No me extraña que el
aire no haga ningún ruido. No estás
desapareciendo de un lugar y
apareciendo en otro; estás atravesando
un portal. O el portal está pasando a
través de ti, porque tú no te mueves.
Pasa la cinta hasta cuando reapareces.
Cuando localicé ese momento en
concreto, avancé por fotogramas hasta
que otra ventana en forma de Davy
apareció, ligeramente diferente para
reflejar mi postura cambiada. La vista
era otra parte del 727, que reflejab
adonde había estado cuando salté de
vuelta. Avancé un poco más y la
ventana fue sustituida por mi cuerpo
entero.
—¿Lo ves?
Asentí.
—¿Qué pasaría si no pudiese
atravesar ese portal?
—¿A qué te refieres?
—Bueno, pues a ¿qué pasaría si
estuviese esposado a algo demasiado
grande para moverlo? ¿O si me
estuviese agarrando alguien que no
pudiese levantar?
Millie se puso en pie.
—Inténtalo. Déjame que te cojapor
detrás y tú intenta saltar. Pensé en
ello.
—Esto…, creo que no me gusta
esa idea. ¿Y si se fuese una parte de ti
conmigo y el resto no?
Pestañeó.
—¿Te ha pasado alguna vez algo
así?
Negué con la cabeza.
—Bueno, no parece muy
probable, pero debo admitir que la
idea de dejar que sólo mis brazos se
vayan contigo no me atrae mucho.
—Espera, podemos probarlo de
otra manera.
Salté a una tienda de artículos d
ebroma en la Séptima Avenida, cerca
de Times Square, y compré un par de
esposas baratas. El dependiente
intentó venderme también una
máscara de Richard Nixon muy
barata, de oferta, pero no quise.
—Bueno —dijo Millie, cuando se
las enseñé—. Ahora no es momento
de sexo pervertidillo.
Reí.
—Vamos a algún sitio donde
pueda ponerlas en algo sólido.
Salimos al porche. Estaba fuera de
la vista de los demás apartamentos y
tenía una barandilla de hierro montada
sobre el suelo de hormigón. Antes d
eque me pusiera las esposas, me
aseguré de que ambas llaves
funcionaban en las dos y le di una de
las llaves a Millie para que la guardara
en un lugar seguro. Luego cerré con
llave una esposa puesta en la
barandilla y me puse la otra en la
muñeca izquierda.
—¿Adónde vas a saltar?
—Adentro.
Me imaginé el salón e intenté
saltar. Durante un breve instante
parecía que lo iba a conseguir;
entonces sentí un dolor punzante en el
brazo izquierdo y en la muñeca, y me
di cuenta de que aún estaba en e
lporche.
—¡Mierda! —tenía ganas de decir
de todo. La muñeca me sangraba por
la rozadura de la piel y notaba el
brazo como si me lo hubiese estirado
un gorila. El hombro y el codo me
dolían pero no creí que me los hubiese
dislocado—. Por favor, abre las
esposas—dije jadeando.
Cogió su llave y me liberó la
muñeca. Me cogí el brazo y solté
tacos. Volvimos dentro, y mientras me
lavaba la muñeca en el lavabo, Millie
me dijo lo que había visto.
—Es como si todo tú hubieses
parpadeado. Te juro que he podido ve
rla librería del salón durante sólo un
instante, pero no te has ido a ninguna
parte. ¿Tú qué has sentido?
—Como si me estuviesen
torturando. Ya sabes, descuartizado
por caballos salvajes —ya podía
mover mejor el codo y el hombro, y la
hemorragia se había reducido a un
lento goteo. Millie se fue a su
apartamento y volvió con un rollo de
gasa y esparadrapo. Me vendó la
rozadura con cuidado.
—Bueno, al menos no hemos
tenido que preocuparnos de que te
vayas por partes. Si no puedes llevarte
algo por el portal, te tira hacia atrás
.Deberíamos ver qué pasa si te retengo
por detrás.
Yo tenía mis dudas, pero ella
sentía curiosidad. Fuimos al salón y
movimos el sillón reclinable para tener
más espacio. Millie me agarró por
detrás, con sus brazos alrededor de mi
pecho, por debajo de las axilas.
—¿Preparada? —pregunté.
Ella me cogió con más fuerza.
—Lista.
Salté al dormitorio, preparado para
notar resistencia en mi espalda, y casi
me tambaleé hacia delante cuando
aparecí en la habitación, sin Millie. La
oí dar un grito ahogado al otro lado dela
puerta. Fui hacia ella andando y vi
que estaba en el suelo, a cuatro patas.
—¿Estás bien?
—Sólo he perdido el equilibrio. He
sentido como si, oh, fueras
resbaladizo, como si te escurrieras de
mis brazos como una pepita de melón.
Déjame probarlo otra vez.
Me encogí de hombros.
—Está bien, si tú quieres…
Aquella vez puso un brazo por
encima de mi hombro izquierdo y el
otro debajo de mi brazo derecho para
rodearme el pecho en bandolera. Se
agarró las muñecas y las apretó tan
fuerte que me costaba respirar
.—Venga —dijo.
Fue más difícil en aquella ocasión,
y cuando aparecí en el dormitorio,
Millie estaba conmigo, con los brazos
aún cogidos. Dio un grito ahogado en
mi oreja derecha y se soltó.
—Interesante, interesante,
interesante —me di la vuelta y la vi
sonriendo, de espaldas a la cama. Di
un paso adelante y la empujé. Aquello
acabó con los experimentos de
teletransportación de aquel día, pero
dejaba paso a experimentos de otro
tipo.
Más tarde dijo:
—Davy, hoy he estado en Florida
,Londres, Texas y Oklahoma. Sólo hay
una cosa que quiero saber.
—¿Cuál?
—¿Tengo puntos por ser viajera
asidua?
14

El autobús de la Enterprise Publique


de Transpon de Voyageurs hacia
Tigzirt estaba abarrotado de lugareños
y olía demasiado a sudor y a extrañas
especias, pero la vista, que alternaba
colinas escarpadas y olas azules, era
encantadora. Los turistas normales
que iban a Tigzirt llegaban en
autobuses organizados por la Oficina
de Turismo Argelina o en Fiats
alquilados. Aunque sólo se encontraba
a veintiséis kilómetros al este de Argel
,hubo muchas paradas y tardamos una
hora y media. Intentaron varias veces
hablarme en francés, árabe y beréber,
pero yo sólo me encogía de hombros.
Al mediodía el autobús se detuvo
en la N24, cerca de un puente en el
que un diminuto riachuelo bajaba del
Atlas Telliano y desembocaba en el
mar. No vi edificios. Los pasajeros y el
conductor salieron en tropel del
autobús y se lavaron las manos en el
arroyo. Algunos llevaban pequeñas
alfombras. Otros se arrodillaron en el
suelo. Todos empezaron a rezar hacia
la Meca. Al cabo de un cuarto de
hora, volvieron a entrar en el autobúsy
seguimos el trayecto.
En Tigzirt el recepcionista del
Hotel Mirzana hablaba algo de inglés,
pero no dejaba de decir que no había
habitaciones libres. Yo ya me
esperaba que no hubiese habitaciones.
Me habían dicho que los centros
turísticos costeros en Argelia se
reservaban con meses de antelación.
—Yo no quiero una habitación —
le repetí—. Estoy buscando a alguien.
A un huésped—puse un billete de
veinte dólares en el mostrador. Al
cambio oficial eran unos noventa y
cinco dinares, pero al cambio de la
calle eran cinco veces más. M
epregunté si el recepcionista lo sabría.
Yo me había enterado leyendo una
guía Fodor.
El recepcionista cogió el billete y
pareció más atento
—¿Y a quién está buscando usted?
—A Rashid Matar.
El recepcionista parpadeó y se
quedó inmóvil por un momento, y
luego dijo:
—No conozco a esa persona.
Gilipolleces. Saqué la foto de su
cara y se la mostré. Volvió a
parpadear, se encogió de hombros, y
me respondió:
—Lo siento, no.—¿Está seguro?
—Sí. Muy seguro —volvió a
encogerse de hombros.
—Bueno, gracias por su tiempo —
le dije, y atravesé el vestíbulo
metiéndome en dirección al
restaurante.
Me dieron una mesa con vistas al
mar y a las pistas de tenis. El Mirzana
estaba situado sobre una colina, a
unos cuantos metros por encima del
mar. La gente venía a Tigzirt por la
playa o por las impresionantes ruinas
romanas o por la basílica bizantina.
Pedí un té con menta y mostré al
camarero la foto de Rashid Matar
.Se asustó visiblemente y se negó
incluso a mirarla, aunque le ofreciese
dinero. No tocó el dinero.
El té, cuando vino, me lo trajo otro
camarero que no entendía el inglés y
que se fue de inmediato, haciendo
caso omiso a la foto que le enseñé.
El té era demasiado dulce.
Dos hombres de piel aceitunada,
poblados bigotes y ropa de tenis de un
blanco deslumbrante estaban jugando
en una pista, y la pelota iba de un lado
a otro de la red como si la disparasen.
Por una puerta abierta podía oír los
porrazos de las raquetas contra la
bola. Ninguno de los do s era
Matar.H diversos yates y veleros
abía
anclados a cierta distancia de la costa
balanceándose con el ligero oleaje.
Incluso pude divisar una parte de la
abarrotada playa a lo lejos, a mi
derecha.
Le di un sorbo al té y seguí
mirando, comparando a todos los que
pasaban con mi foto.
Matar podría no estar allí. Aquel
era el mejor hotel, pero había algunas
residencias privadas que podrían estar
alquiladas. Mi informante sólo había
dicho que a Matar le habían enviado
allí.
—Estuvo allí en la playa, esto
yseguro. Había policía por todas partes,
vigilando todo, protegiéndole a él o al
Wali local, creo.
El doctor Perston-Smythe de la
Universidad de Georgetown me había
dado una carta de presentación para el
señor Theodore, de la embajada
inglesa. Me llevó al restaurante
Bacour, en rué Patrice Lumumba. La
comida era local. Acabamos con un té
mucho mejor que el que ofrecía el
Mirzana.
El señor Theodore se pasó casi
todo el rato advirtiéndome contra los
guías más o menos oficiales que
merodeaban el Museo de Arte
sPopulares y lamentando el estado de
la Casbah, donde lo pintoresco hace
tiempo que fue sustituido por lo
sórdido.
—Los franceses dejaron Argelia
con un sistema hospitalario excelente
y con algunas obras públicas bastante
buenas, pero la economía estaba
controlada por el petróleo hasta el
crac, y ahora tienes a una nación con
explosión demográfica, gracias a un
sistema sanitario decente, y una
economía que se viene abajo. Argelia
solía ser un importante exportador de
alimentos, pero ahora todo el mundo
se amontona en la ciudad y el desiertose
está tragando una parte de las
mejores tierras de cultivo. Y ahora la
Casbah es un enorme suburbio
marginal —bebió un poco de té, con
precisión—. Yo soy zurdo, pero nunca
se utiliza la mano izquierda para
comer. No en público. Se usa para
otras cosas más sucias.
Sobre Rashid Matar fue el único
capaz de decirme que le habían visto
en Tigzirt, al parecer de vacaciones, al
parecer relajándose.
—No hay una evidencia directa
que lo relacione con el secuestro.
—¿Y realmente cree que no lo
hizo
?Sonrió.
—No. Él es culpable sin duda. Lo
que pasa es que los argelinos hicieron
un trato con él para liberar al resto de
los rehenes y se justifican así. No
serán favorables a ningún intento de
extraditarle.
Asentí.
Me miró casi con gravedad.
—¿No estará planeando algo
estúpido, verdad? Me refiero a que no
le culparía si estuviera planeando
matarle, pero eso no funcionará. El
asesino es él y le verán venir
kilómetros antes.
Sentí que se me enrojecían la
sorejas.
—No sé lo que haré. Por el
momento, sólo quiero encontrarle.
—Bueno, pero si fuera usted de
nacionalidad británica, consideraría
seriamente despacharle de vuelta a
casa.
Así que allí estaba yo en Tigzirt,
donde Rashid Matar había sido visto
jugando en la playa y tratando con el
Wali, el gobernador de la Wilaya local.
Decidí que estaría en el hotel otra
hora, luego volvería al día siguiente y
probaría en la playa. Pagué la cuenta
en dinares y luego volví al vestíbulo.
Había un banco justo al lado de laentrada
principal con una buena vista
del hall y del ascensor. Cogí un libro
de mi bolsillo y empecé a leer.
Algunos turistas alemanes
entraban y salían, así como un grupo
de franceses. Los árabes ocasionales
que aparecieron no se parecían nada a
Matar. Estaba a punto de rendirme,
cuando dos miembros uniformados de
los Darak al Watani, la gendarmería
nacional, aparecieron en la puerta.
Fueron a hablar con recepción y
después me miraron.
¡Hijo de puta! Me fui hacia la
puerta y la atravesé. Detrás de mí oí
que alguien gritaba: «¡Arrétez
!¡Arrétez!». Giré de inmediato a la
derecha y, sin que me viesen los polis,
salté a mi apartamento en Stillwater.
Se me destaparon los oídos y me
senté enseguida, porque me fallaban
las piernas. Oí un autobús en la calle y
me sobresalté.
Cálmate. ¿Es que esperas que
entren por la puerta? Están en la otra
punta del planeta.
Respiré hondo varias veces. ¿Por
qué era tan poco osado? En realidad,
era intocable. Podía volver allí de un
salto, y, mientras saltase antes de que
me esposaran, no habría ningún modo
de retenerme. Incluso podría esperarhasta
que me encerrasen en una
celda, y luego me iría de un salto.
También podrían matarte. Bueno,
sí.

Millie estaría en casa de su padre,


en la ciudad de Oklahoma, durante la
primera semana de las vacaciones de
Navidad. El día de Navidad se iría en
coche hasta Whichita, Kansas, para
pasar la semana siguiente con su
madre y su padrastro. En cualquier
caso, estaba ocupada con su familia y,
aunque habíamos quedado algunos
días durante aquel período, tuve que
dejarla sola la mayor parte del
tiempo.Salté a Stanville, junto al
Dairy
Queen de Main Street, y paseé
lentamente por la calle, mirando las
decoraciones navideñas.
Había nevado justo después del
día de Acción de Gracias y el tiempo
se había mantenido frío, de manera
que los patios y el parque estaban
cubiertos de blanco, sucios de hollín y
basura. Estrechas sendas oscuras
donde las pisadas habían dejado al
descubierto el césped atravesaban la
nieve gris frente al juzgado. Las calles
estaban limpias excepto donde el
quitanieves había hecho montones
contra los bordillos
.Las decoraciones navideñas,
maravillas de la ciencia petroquímica,
eran las mismas estrellas y las mismas
barras de golosinas de plástico
utilizadas por la ciudad durante los
últimos seis años. Las hileras de acebo
de plástico se veían destrozadas, y
sobre una de las estrellas rojas en una
farola del juzgado alguien había
pintado con espray «¡REVOLUCIÓN
AHORA!». Otro había tachado
«ahora» y había puesto «cuando sea».
Los poderes del Stanville
imperialista probablemente estaban
temblando.
Era media tarde en Argelia, per
omediodía en Stanville. Había bastantes
compradores por la calle. Si había
tanta gente en el centro de un pueblo
relativamente estéril, me estremecí al
pensar cómo estaría el Wal-Mart de
las afueras. Entonces vi el coche de
papá aparcado frente a la taberna Gil's
junto a un parquímetro al que se le
había acabado el tiempo.
Por la calle venía un triciclo que la
policía utilizaba para la mujer del
parquímetro. La señora Thompson,
demasiado gorda y demasiado
arreglada con su chaqueta de policía
genuina con el cuello de piel azul,
estaba poniendo una multa a un BM
Wcon matrícula de fuera del estado. Me
pregunté si realmente se le habría
acabado el tiempo o si la señora
Thompson simplemente estaba
multando al propietario por
pecaminosa decadencia y/o por ser de
fuera. La señora Thompson era la
esposa del reverendo Thompson, el
pastor baptista.
Hurgué en el bolsillo y saqué unas
monedas. La mitad eran argelinas y
también había algunas monedas
inglesas de 5 peniques, pero tenía
suficientes monedas de cinco centavos
como para añadir cuarenta minutos a
la máquina
.Sólo cuando vi que la pequeña
flecha señalaba hacia arriba me di
cuenta de que estaba ayudando a mi
padre.
Fruncí el ceño. Había un ladrillo
cerca de la puerta de entrada de Gil's,
que se utilizaba para aguantar la
puerta cuando hacía buen tiempo. Me
planteé cogerlo y tirarlo contra el
parabrisas del Cadillac. Incluso me
acerqué y me lo quedé mirando,
cuando el triciclo de la señora
Thompson se acercó lentamente,
distrayéndome.
Papá debió de haber visto a la
señora Thompson por la ventana
,porque salió por la puerta en aquel
momento, mirando la calderilla que
llevaba en la mano izquierda. Luego
me vio allí de pie, entre él y el
parquímetro.
Pareció asustado.
—¿Davy?
La furia aún estaba ahí,
incrementada de alguna manera por la
sorpresa en su cara, el miedo. Alargué
el brazo y le golpeé la mano
haciéndole tirar las monedas.
Entonces, mientras la calderilla
rebotaba en la acera, me fui de un
salto a mi vivienda del precipicio en el
desierto de Texas
.
Cuando regresé a Tigzirt, me vestí
de manera diferente, más formal, con
un fino traje de lino. Evité el hotel y
bajé atravesando el pueblo hasta la
playa. Había unos cuantos mendigos
por la calle, pero eran muchos menos
que en Argel. El viento venía del
Mediterráneo y el sol brillaba con
fuerza. Esperaba que mi descripción
no estuviese circulando o, si lo estaba,
esperaba que difiriese bastante de mi
nueva apariencia.
La playa no estaba llena y las
únicas mujeres en traje de baño no
eran árabes. A lo largo de la
orilla,vestidas con velo y chador de
cuerpo
entero, tres mujeres (¿quién lo diría?),
con los vestidos arremangados hasta
los tobillos, paseaban con los pies
descalzos por la espuma. Pude
adivinar que eran de Arabia Saudí por
las ropas negras y porque parecían tan
turistas como las suecas en biquini.
El turista número quince
reconoció la foto. Era francés, pero su
inglés, aunque con un fuerte acento,
era bueno.
—Ah, sí. El hombre con
guardaespaldas. Estaba en la cubierta
del yate grande —miró hacia la bahía,
hacia el grupo de yates anclados
asotavento en el cabo derecho—. ¡Um!
No está. Era un enorme yate con una
chimenea azul. Era muy grande, de al
menos treinta metros. Ese hombre
venía a la playa y hablaba con las
mujeres hermosas, para llevárselas a
hacer esquí acuático.
Le di las gracias y centré el resto
de mis investigaciones en aquel yate.
Nadie en la playa pudo decirme su
nombre o cuándo se había ido,
aunque varias personas lo habían
visto. Una mujer inglesa me sugirió
que probase en la gasolinera del
muelle, junto a los barcos pesqueros.
—Hay un par de tiendas allí en lasque
toda la gente de las barcas se
abastece. El capitán de puerto está allí
también, y él debería saberlo.
Le di las gracias y me fui de la
playa caminando. No me había
quitado los zapatos y se me había
metido arena dentro. Había un
pequeño muro que separaba un jardín
de la calle. Me apoyé en él y vacié los
zapatos.
Estaba inclinado hacia delante
para atarme los cordones cuando vi
por casualidad al final de la calle a un
hombre en una esquina, quizás a unos
noventa metros. Llevaba una cámara
con un enorme teleobjetivo, y estab
aapuntando hacia mí.
¿Algún turista, quizá, tomando una
larga perspectiva de la calle? No lo
creía. Me levanté y caminé
rápidamente hasta la vuelta de la
esquina, hacia una de las estrechas
calles que subían por la colina desde
la playa. Luego salté a la terraza del
Hotel Mirzana.
Estaba justo encima de la colina a
la altura del puesto pesquero, en
realidad más cerca de él que la playa,
separado por un paseo cuesta abajo en
lugar del camino serpenteante por la
costa. Dejé el hotel enseguida, ansioso
por evitar al recepcionista que m
ehabía entregado a los Darak al
Watani. No sabía si la policía estaría
aún por los alrededores.
La gasolinera del muelle fue fácil
de encontrar, porque el fuerte olor a
diesel casi se podía ver. El muelle era
una pasarela que sobresalía del puerto
con un pequeño edificio construido al
final. La marea parecía estar baja,
porque el agua estaba al menos
veinticinco centímetros por debajo del
entablado.
Los dos chicos que se ocupaban
de los surtidores no hablaban nada de
inglés, pero fueron al edificio a buscar
a un hombre mayor que llevaba
unachilaba encima de su camisa y
corbata
occidentales.
—Ah, el gran barco, el Hadj, de
Omán. Ayer por la noche, ellos
marchar. Venir por, eh, la gasolina, y
luego irse.
—¿Hacia dónde iban? —saqué un
puñado de dinares, con toda
tranquilidad, y les dejé que los viesen.
Se encogió de hombros.
—Un momento —respondió,
haciéndome gestos para que me
quedase donde estaba—. Preguntar—
volvió a su oficina. Por la entrada vi
que cogía un teléfono y llamaba. Una
vez miró de reojo hacia mí, como par
aasegurarse de que aún seguía allí.
Luego colgó el teléfono y volvió
caminando lentamente.
—Yo hablar con capitán de
puerto. Él no decirme, pero yo, eh,
discutir con él. El es difícil—bajó la
vista a mi mano, al dinero.
Le entregué cinco billetes de
veinte dinares.
Él asintió, pero en lugar de mirar
el dinero, miraba a mis espaldas al
muelle, hacia la costa. Me di la vuelta
pero no vi nada.
—¿Adonde fue el barco?
El hombre se tiró de la corbata,
pensativo, y contestó
:—Ellos ir a, eh, Sicilia —no sonó
muy convincente y su mirada estaba
en mi cara esta vez, casi fija. Me di la
vuelta.
Por el muelle venían dos agentes
de la policía, los Darak al Watani.
Iban andando despacio, a propósito.
El muelle se adentraba en la bahía y
no había otra salida, al menos ninguna
que ellos conocieran.
Me volví hacia el jefe de la
gasolinera, furioso. El empezó a
apartarse de mí, sonriendo, fuera de
mi alcance. Salté el metro y medio
que había entre nosotros y le arranqué
el dinero de la mano. Se
apartóestremeciéndose, sin la sonrisita en
la
cara. Di otro paso hacia él y cayó por
el borde del muelle al agua. Los dos
muchachos empezaron a reír.
Se lo merece.
Se oyeron pasos pisando con
fuerza el muelle. Me volví. Los Darak
al Watani se acercaban corriendo,
decididos a impedir que continuase
con mi violencia. Fui hasta el extremo
del muelle y me dejé caer. Antes de
que mis pies tocasen el agua, salté a
mi vivienda en el precipicio de Texas.
Más tarde aquel mismo día, salté a
la Union Station en Washington, D.C.,y
utilicé una cabina para llamar al
doctor Perston-Smythe. La secretaria
del departamento contestó después de
cinco llamadas, lo cual me sorprendió.
Era Nochebuena, después de todo.
—Teléfono de doctor Perston-
Smythe.
—¿Puedo hablar con él?
—Está en la sala de conferencias
con algunos visitantes.
—Ah. Llamo desde una cabina,
así que no puedo dejarle un número.
¿Sabe en qué momento podría
encontrarle?
—Entraré un momento y se lo
preguntaré. ¿Cómo se llama
?—David Rice.
—No se retire.
Me dejó a la espera. Pasé el rato
observando a la gente frente a las
tiendas decoradas y brillantes. Por los
altavoces sonaban villancicos.
Un anciano con un traje a cuadros
y un abrigo hecho pedazos pasó
renqueando. Llevaba unas zapatillas
de deporte mugrientas. Tenía el pie
izquierdo doblado hacia dentro, con la
planta del pie mirando a la otra pierna
en lugar del suelo, y apoyaba el peso
en el borde exterior del pie. No es de
extrañar que renquease. Detrás de él
caminab a una muj er con un abrigo
depieles hasta las rodillas. Miraba
fijamente hacia delante, hacia el
infinito. Cuando el entrecortado
caminar del hombre le obstruyó el
paso, lo rodeó con cuidado,
acercándose con una mano el
dobladillo del abrigo, por si le rozaba.
En la otra mano llevaba una enorme
bolsa repleta de regalos navideños.
El teléfono dejó de estar en
espera, pero era el doctor Perston-
Smythe en lugar de la secretaria.
—No pretendía interrumpir su
reunión.
—No hay problema, señor Rice. A
ella no se le ha ocurrido que debí
austed estar llamándome desde Argelia.
—Ah, no, no. Estoy en D.C.
—¿Ah sí? Esto, ¿sería posible que
viniese a mi despacho?
—Estaba a punto de preguntarle lo
mismo.
Le oí que tapaba el teléfono con la
mano y decía algo a alguien. Luego
dijo:
—¿Cuándo cree que podría llegar
aquí?
Inmediatamente. La tentación de
saltar a su despacho era fuerte.
—Oh, déme diez minutos.
—Muy bien.
Pasé los diez minutos siguientessaltando
a Texas para coger dinero y
luego buscando al anciano con el pie
torcido. Le di veinte mil dólares y
confié en que nadie le matase por ello.
Once minutos después de colgar el
teléfono en la Union Station, llamé a la
puerta del despacho de Perston-
Smythe. La abrió él mismo.
—Entre, David.
Empecé a entrar y vi a otro
hombre sentado en la mesa de
Perston-Smythe.
—Oh, puedo esperar fuera hasta
que hayan terminado.
El otro hombre habló.
—No. Por favor, entre. L
eestábamos esperando—su voz era
grave y potente, bien modulada.
—Éste es el señor Cox. Brian
Cox.
Asentí y entré en el despacho a
regañadientes. Perston-Smythe cerró
la puerta detrás de mí y me señaló una
de las dos sillas. La que cogió él
estaba más cerca de la puerta.
Esto tiene mala pinta.
—¿Están seguros de que no
interrumpo nada?
—Segurísimos —respondió Cox.
Era un hombre alto con cara
mofletuda y pelo negro rizado cortado
muy corto en los lados. Parecía un e
xjugador de fútbol, de espaldas anchas
y con aspecto de poderme partir en
dos—. ¿Qué ha estado haciendo en
Argelia, señor Rice?
Pestañeé.
—¿Qué le hace pensar que he
estado en Argelia?
—El viernes pasado pasó por la
aduana argelina. El domingo se
encontró con Basil Theodore de la
embajada británica. Ayer la policía
persiguió a un ciudadano americano
desde un hotel en Tigzirt después de
que fuese retenido por irregularidades
monetarias. El americano se parecía
mucho a usted
.—¿Es usted de la universidad,
señor Cox? —de algún modo sabía
que no.
Cox sacó una funda de piel y la
dejó abierta sobre la mesa delante de
él. La documentación con la foto le
identificaba como agente de la
Agencia de Seguridad Nacional.
Mierda.
—¿Qué es lo que quiere, señor
Cox? Si ha hablado con el doctor
Perston-Smythe, ya sabe que he
estado buscando a Rashid Matar.
También sabe por qué.
—Si se hubiese alojado en un
hotel normal en lugar de desaparece
rde un lavabo de aeropuerto, creería
eso. La embajada no encontró ni
rastro de usted entre la hora de
llegada y el rato que estuvo cenando
con Theodore. Después tampoco
hubo rastro alguno desde entonces
hasta que apareció en Tigzirt. ¿Para
quién trabaja? ¿En qué piso franco se
alojó? Usted no es uno de los nuestros.
Ya hemos preguntado a todas las
demás agencias. ¿Quién es usted?
—Soy David Rice, un muchacho
americano de dieciocho años. Y no
trabajo para nadie —me levanté y me
dirigí a la puerta. Me esperaba a
medias que Perston-Smythe s
elevantase de su silla para detenerme,
pero sólo miró por encima del hombro
mientras abría la puerta.
Afuera había tres hombres,
trajeados. Dos de ellos tenían las
manos en las chaquetas. El tercero
llevaba un par de esposas. Cerré la
puerta.
—¿Estoy bajo arresto?
Cox hizo caso omiso a la
pregunta. Abrió una carpeta de papel
manila sobre la mesa y sacó una
fotografía.
—Esa imagen se tomó hace seis
horas en Tigzirt. Fue revelada y luego
transmitida por satélite hace una hora
.Por eso estaba aquí cuando ha
llamado—la empujó para que la viese.
Era yo, sentado sobre un muro de
jardín, atándome los zapatos. Estaba
mirando a la cámara con recelo.
Llevaba el mismo traje fino que vestía
en aquel instante.
La voz de Cox aumentó en
intensidad y golpeó con la mano sobre
la foto.
—¡Quiero saber todas las
respuestas a las preguntas que le he
hecho, pero sobre todo, quiero saber
cómo diablos ha viajado desde Argelia
hasta Washington D.C. en menos de
seis horas
!Me aparté, sobresaltado por el
golpe. Había un interruptor de la luz
en la pared, pero la luz del sol de la
tarde entraba por la ventana detrás de
Cox. No podía saltar sin ser visto.
Siempre ha existido esta posibilidad.
Lo sabías desde el principio.
¿Aquellos hombres conocían a
otros saltadores? ¿Conocían mis
capacidades? Me empezaron a sudar
las manos y el corazón me latía con
fuerza.
—Quiero hablar con mi abogado.
—No estás bajo arresto.
—Entonces me iré.
Cox se inclinó hacia delante. Cas
isonrió.
—No lo creo —alzó la voz para
llamar a alguien—. ¡Harris!
La puerta se abrió a mis espaldas.
Miré a Perston-Smythe.
—¿Va a dejar que lo hagan?
Entonces Cox sí que sonrió.
—El doctor Perston-Smythe es un
empleado contratado por la agencia.
¿Quién cree que nos lo notificó en
primer lugar?
Di un paso hacia la mesa y tuve el
pequeño placer de ver cómo
desaparecía la sonrisa de la cara de
Cox. Cinco testigos. Será mejor que lo
haga bien. Entonces sonreí yo
.—En ese caso sólo tengo una cosa
que decir. Y espero que informen a
sus superiores, de los que debe de
haber muchos.
Cox frunció el ceño.
—¿Y bien?
—No pretendemos hacer daño a
vuestro planeta —respondí. Y salté.
15

Ni Millie ni su padre contestaron al


teléfono. Lo interpreté como una
buena señal. Estaba seguro de que si
la NSA había llegado allí, hubieran
contestado el teléfono, para intentar
atraparme.
Conseguí trasladar la mayoría de
mis pertenencias desde el apartamento
de Stillwater antes de que se
presentasen ante mi puerta. Las cosas
más importantes, al menos, es decir, el
equipo de vídeo y mi colección d
elugares de salto, toda mi ropa, todo el
dinero y la mayoría de mis libros.
Llegaron en silencio (no les oí en
las escaleras para nada), pero había
amontonado sartenes contra la puerta
y se cayeron causando un estrépito.
Me fui de un salto, con los brazos
llenos de libros.
Le había dado a Leo Silverstein la
dirección de mi apartamento.
Esperaba que no le hubieran hecho
daño para sonsacársela. La dirección
en mi petición de pasaporte había sido
la de su bufet de abogado, pero, si
aquello no les había llevado hasta allí,
lo hubiera hecho el funeral. El seño
rAnderson del Departamento de
Estado también conocía a Leo y
estaba relacionado con Perston-
Smythe. Considerando que no
entraron hasta medianoche, parecía
probable que hubiesen tenido que
entrar en el despacho de Leo para
conseguir la información.
Siempre había sospechado que la
Declaración de Derechos era
sometida en ocasiones a una
interpretación «liberal».
Pero mi mayor preocupación era
Millie. Si seguían mi pista hasta Nueva
York y el sargento Washburn, podrían
conseguir el nombre de Millie y l
adirección. Se me había ocurrido casi
inmediatamente después de salir del
despacho de Perston-Smythe que
debería haberles dejado que me
llevasen con ellos, que me metiesen en
una celda, o que me dejasen ir al
lavabo, y saltar entonces. Cualquier
cosa menos que me viesen saltar.
Oh, Dios, espero que no molesten
a Millie.
Desde el Will Rogers International
intenté de nuevo contactar con Millie
en casa de su padre en Oklahoma.
Millie contestó al teléfono.
—Te quiero —dije.
—¿Qué pasa?—¿Qué te hace pensar
que pasa
algo? —me aclaré la voz antes de que
ella dijese nada— Está bien. Algo
pasa. ¿Puedes salir esta noche?
—Es Nochebuena. Ya es bastante
malo que me vaya a casa de mi madre
el día de Navidad. Mi madrastra ya
está refunfuñando porque paso la
mayor parte de las vacaciones de
Navidad en casa de mi madre. De
todos modos, te recogeré mañana,
como habíamos quedado.
No tenía ni idea de lo rápido que
se moverían. O de si ya se habían
movido.
—¿Recuerdas dónde nos paramosa cenar
la primera noche que te visité
en Stillwater?
—¿Te refieres a…?
—¡No lo digas!
Se dio cuenta de las implicaciones
de mi comentario.
—¿Crees que la línea está
pinchada?
—Podría ser. Espero que no.
—¿Y por qué tendría que estarlo?
¿Qué ocurre?
—Piensa.
Respiró hondo, y luego dijo:
—Antes de la fiesta, ¿verdad?
—Sí —el lugar del que estaba
hablando era un restaurant
eespecializado en carnes en la 35, en la
parte norte de la ciudad de Oklahoma.
Nos habíamos detenido allí para
cenar, viniendo desde el aeropuerto y
de camino a la fiesta en Stillwater.
—¿Cuándo vas a ir a Stillwater?
—no quería mencionar Wichita. Si
estaban escuchando era posible que
no supiesen adonde iría.
—Iba a salir a las nueve.
—Nos vemos en el… en aquel
lugar. Te estaré esperando. Si te
siguen, creo que lo verás. No habrá
mucho tráfico el día de Navidad.
La oí tragar saliva.
—De acuerdo.—Si se da el caso,
Millie, y no han
pinchado este teléfono, rompimos
aquella vez cuando te llamó la policía.
¿De acuerdo?
—Casi lo hicimos.
—Ya. Te quiero.
—Te quiero —dijo ella.
Colgué el teléfono.

Un taxi me llevó desde el


aeropuerto hasta el restaurante a las
siete de la mañana del día siguiente.
Ya había estado allí, pero no
recordaba el lugar lo suficientemente
bien como para saltar. El chófer no
quería dejarme allí; el sitio estab
acerrado por vacaciones y el viento
ártico cortaba como un cuchillo, pero
insistí en que ya venían de camino
para recogerme.
Había pensado en ir a casa de su
padre, pero podría estar muy vigilada.
Aquello parecía más seguro.
Salté, mirando a través de las
ventanas, al interior. Habían dejado
puesta la calefacción para evitar que
se congelasen las naberías. Memoricé
un lugar de salto cerca de la cocina, y
salté a mi vivienda del precipicio.
La noche anterior había usado el
lavabo de la biblioteca pública de
Stanville antes de irme a dormir, perol
amentaba profundamente haber
perdido mi bañera y mi ducha del
apartamento de Stillwater. Más
adelante, cuando tuviese tiempo,
pretendía alquilar una habitación de
motel, probablemente en Minnesota.
Había un Western Inn cerca de la
parada de camiones que frecuentaba
Topper Robbins.
Me puse la alarma a las 8:45 e
intenté dormir. No funcionó. Estaba
nervioso y las visiones de científicos
de bata blanca con escalpelos y pinzas
no dejaban de atormentarme.
Recordé una escena del libro de
Alfred Bester, Las estrellas, m
idestino, en la que unos científicos
meten a un hombre en un tanque
sellado e intentan ahogarlo, esperando
que se vaya «de excursión», o sea, se
teletransporte, para escapar del
peligro. Lo hace, pero yo no pude
evitar alargar la escena, con mis
amigos de bata blanca metiendo a
Millie en el tanque y llenándolo de
agua. «Está bien», imaginé que uno le
decía al otro. «Si puede
teletransportarse, no le pasará nada, y
si no, no tendremos que perder más
tiempo con ella.»
La alarma sonó y me desperté con
un sobresalto, agradeciendo habe
rsalido de aquella pesadilla. Supongo
que pude dormir después de todo,
pero no me gustó.
Salté a la biblioteca de Stanville y
me eché agua a la cara en el lavabo.
Luego cogí los prismáticos en Texas y
salté al interior del restaurante de
Oklahoma.
Su padre vivía en la parte este de
la ciudad, pero había poco tráfico y
sólo tardó veinte minutos en llegar al
restaurante. Otros dos coches tomaron
la misma salida. Uno pasó por delante
del restaurante y se detuvo en la
rampa de acceso; el otro se detuvo
antes del desvío hacia el
restaurante.Utilicé los prismáticos. Había
cuatro
hombres en cada coche.
Luego utilicé los prismáticos para
mirar hacia Millie, mientras entraba
con el coche en el aparcamiento
delante del restaurante. Estaba
nerviosa y era obvio que había visto a
los coches que la seguían. Estaba a
menos de cinco metros de distancia,
pero los ventanales del restaurante
estaban tintados y no podía ver el
interior. Me puse de cuclillas, recordé
el asiento trasero de su coche, y salté.
—No te des la vuelta.
Ella se sobresaltó y volvió la
cabeza un poco antes de mirar otr
avez hacia delante.
—Tampoco muevas los labios
cuando hables. Esos cabrones pueden
tener prismáticos.
—¿Y ji han cuesto icrófonos en el
coche?
No había pensado en ello. No era
imposible.
—¿Lo dejaste en la calle anoche?
—No. 'a'á lo 'uso en el garaje.
—Tendremos que arriesgarnos. Te
quiero.
—cás te vale. ¡Es'ecial'ente con
toda esta 'ierda!
Sonreí.
—Feliz Navidad a ti también.Conduce
hacia el norte. Una vez
estemos en la carretera podrás dejar
de hacer tu imitación de ventrílocua.
Puso en marcha el coche y salió
hacia la rampa de acceso. Me puse
tenso cuando pasamos junto a uno de
los coches, y me aplasté un poco más
contra el suelo.
—¿Qué están haciendo?
—Están mirando un mapa. Es una
imitación convincente de cuatro
perdidos…, debería ser el nombre de
un grupo musical. El otro coche acaba
de parar delante del restaurante. Creo
que lo van a registrar. Ah, los Cuatro
Perdidos acaban de poner en march
ael coche.
Me di la vuelta, intentando
ponerme cómodo. El coche de Millie
tenía tracción a las cuatro ruedas y,
por consiguiente, había un bulto en el
suelo para el cambio de marchas.
Miré por el borde del asiento hacia la
parte delantera del coche. El asiento
del pasajero y el suelo delante de él
estaban vacíos. Salté allí, encogido y
apoyando la espalda en la base del
asiento.
Millie se sobresaltó y el coche dio
un viraje.
—Lo siento, pero estaba
incómodo ahí atrás.
Extendió una mano y me tocó la
cara. Yo le puse una mano en la
pierna y se la apreté.
—¿Quiénes son? —preguntó.
—La Agencia de Seguridad
Nacional. Uno de sus agentes me sacó
una foto en Argelia. Seis horas
después, mucho antes de que pudiese
haber llegado allí con un vuelo
comercial, otro de sus agentes me vio
en D.C. Tenía una copia de la foto.
Aún llevaba la misma ropa. Se
sintieron, eh, curiosos.
—¿No hay ningún avión que hayas
podido coger allí?
—Claro. Pero lo
scazabombarderos supersónicos no
suelen llevar pasajeros. No les culpo
por ser curiosos. Si realmente pudiese
viajar en aviones militares, sería algo
serio—hice una pausa—. En
resumidas cuentas, me entró el
pánico. Y me escapé de ellos saltando
delante de cinco testigos.
—Uf. Eso no fue muy sutil.
—Lo sé. Lo siento. No me
dejaban llamar a mi abogado. Temía
que empezasen a torturarme con las
empulgueras y las agujas.
Millie torció el gesto.
—Bueno, ya pasó. Para ti es muy
fácil. Puedes marcharte de un salto
ala más mínima señal de peligro. ¿Y
qué pasa si empiezan conmigo?
—Espero que no tengas ese
problema. Pero en realidad no lo sé.
Ahora ya tienen una idea de lo que
puedo hacer, empezarán con esa
gilipollez militar de que la capacidad
iguala al intento.
Puso su mano sobre la mía,
encima de su pierna.
—¿A qué te refieres? ¿Temes que
piensen que vas a robar todos los
bancos del país?
Negué con la cabeza.
—Eso no lo saben. Esperemos que
no me relacionen con eso. Lo
queprobablemente se les haya ocurrido
es
mucho peor.
»Podría matar o secuestrar al
presidente. Podría robar cabezas
nucleares y ponerlas en nuestras
ciudades principales. Podría meter
clandestinamente enormes cantidades
de drogas evitando cualquier
posibilidad de ser interceptado. Podría
colarme en instalaciones de seguridad,
robar documentos, y vendérselos a los
chinos. O lo que es lo mismo, puede
que quieran que haga todo eso a
nuestro favor. ¿Pillas la idea?
—Tú no harías nada así, Davy.
No lo dijo como una pregunta. L
odijo con absoluta confianza. Casi me
pongo a llorar. Me moví un poco,
apoyando la cara en su pierna. Me
pasó los dedos por el pelo.
—Lo siento, Millie.
—No es culpa tuya. No estoy
segura de si es culpa de alguien. Pero
sí que estoy segura de que esto
complica las cosas, ¿no es así?
—Ya.
—¿Qué crees que debemos hacer?
—No lo sé. Podría sacarte de todo
esto de un salto. Podría instalar una
ducha y un lavabo en la vivienda del
precipicio y podríamos viajar por
Europa y el Pr óxi
mo tentador, pero apenas
Oriente.
—Es
posible. Tengo dieciséis horas de
clases este semestre.
Pasé la mano por su pierna hasta
que los dedos tocaron la costura
interna de sus téjanos.
—¡Para! ¿Quieres que tenga un
accidente?—se sacó mi mano de la
pierna—. ¿Y qué se supone que debo
hacer?
Cambié de posición.
—Si quieres llevar una vida
normal, tendrás que dar la impresión
de que nuestra relación se acabó. Si te
pincharon el teléfono anoche, ya no
sirve, pero si no lo hicieron
,podríamos tener alguna posibilidad.
Millie adelantó a un camión lento.
Me aplasté contra la puerta para que
el camionero no me viese desde su
posición elevada.
—No creo que pincharan el
teléfono anoche cuando llamaste.
—¿Qué te hace pensar eso?
—Ayer saqué a pasear al perro,
dos veces. Una justo después de que
llamaras y otra antes de irme a la
cama. La calle estaba vacía la primera
vez, pero la segunda había una
furgoneta aparcada al final del bloque
con el motor en marcha y un tipo en
la esquina del otro extremo delbloque.
Nadie espera en las esquinas
en ese barrio. Y menos de noche, a
diez bajo cero.
Desde mi posición en el suelo, la
vista desde las ventanas era extraña, y
consistía en copas de árboles y de vez
en cuando un trozo de cartel o de
señal de salida. Un par de veces
también vi a un helicóptero, en lo alto,
volando hacia el norte. Mantuve la
mirada fija en la cara de Millie para
evitar marearme.
—Entonces estás diciendo que
llegaron después de llamarte. Hmmm.
Bueno, cada vez más me parece que
tendrás que tomártelo todo con calma.
¿Saben tus padres lo nuestro?
Negó con la cabeza.
—No me gusta contarles nada de
mi vida amorosa. Ellos tienen, bueno,
opiniones. Les hablo sin concretar.
—¿Y qué me dices de tu
compañera de piso?
—No. No se lo dije. Si le contase
algo, tendría que explicárselo todo, y
me parece que no me creería. Aparte
de eso, piensa que eres demasiado
joven para mí.
Me puse a reír.
—Ahora mismo me siento muy
joven. Parece haber también un
helicóptero siguiéndonos, así que s
idesaparecen los coches, no pienses
que no sigues estando vigilada.
—¿Estás de broma?
—Míralo tú misma. Ahora mismo
está un poco apartado al oeste, pero
lleva ahí arriba un buen rato.
Permaneceré contigo durante todo el
trayecto hasta Wichita, así podré
quedarme con la imagen de casa de tu
madre. Ojalá pudiese ver la habitación
en la que duermes. El único momento
en que podré verte será cuando se
supone que estarás durmiendo. Si
sales a dar un paseo y desapareces, no
les convencerás de que ya no nos
seguimos viendo
.Asintió.
—Aparcaré en el garaje. Quédate
con esa imagen. Esta tarde vamos a ir
a casa de mi hermana para la cena de
Navidad. La habitación de invitados
está en la parte trasera de la casa.
Dejaré mi bolsa encima de la cama
para que sepas cuál es.
—¿A qué hora?
—Tenemos que estar allí a las
cuatro.
—Vale. Voy a saltar al asiento de
atrás para estirarme. No he dormido
muy bien esta noche.
Se puso los dedos en los labios, los
besó y luego los apretó contra miboca.
—Sé a lo que te refieres. Que
duermas bien.
Millie me despertó cuando entrábamos en el terreno
de su madre. Volví al suelo del asiento delantero y dije:
—¿Aún tienes escolta?
—Sí. Cuando hemos entrado en la ciudad, los dos
coches se me han acercado. Estoy empezando a
volverme loca, Davy.
Tragué saliva.
—Lo siento.
Sacudió la cabeza.
—No es por ti. No te disculpes. Es su mentalidad de
carrera armamentística lo que me revienta. Ya hemos
llegado.
Metió el coche en el camino de entrada casi con
violencia, y dio un frenazo cuando se paró. Me agaché
aún más. Ella salió del coche de un salto y oí el ruido
de la puerta del garaje abriéndose. Entonces volvió al
coche y lo entró.
—Quédate ahí. Mamá habrá oído la puerta. La
distraeré y tú podrás conseguir tu lugar de salto.
Salió del coche justo cuando se abría una
puertainterior. Oí a una mujer que decía:
—¡Justo a tiempo! ¿Cómo estás, cariño?
Millie cerró la puerta del conductor y avanzó, fuera
de mi alcance. Su voz apagada dijo:
—Hola, mamá. Dios, qué frío hace aquí. ¿Has
hecho chocolate de Navidad este año?
—Por supuesto. ¿Quieres una taza?
—Me encantaría. Cerraré el garaje y cogeré mis
cosas si pones a calentar el agua.
—Marchando—oí que se cerraba la puerta. Millie
pasó delante de la ventana del conductor y luego el
garaje se oscureció bastante cuando bajó la puerta.
—Dios santo—exclamé, saliendo del coche y
estirándome. Millie vino hacia mí y nos besamos.
—Venga —me dijo, apartándome—. Puedes entrar
en la casa entre las cuatro y las siete. Los críos de mi
hermana ya habrán vuelto loca a mamá para entonces.
Miré a mi alrededor, memorizando el rincón cerca
de su coche.
—Saltaré a tu habitación a medianoche, ¿de
acuerdo? No me hables cuando llegue. Puede que
pongan micrófonos por la casa mientras estáis fuera.
Una mirada de ira le cambió la cara.
—¿Y se supone que tenemos que dejarles?
Me encogí de hombros.—No es precisamente justo.
—Bueno, siempre puedo llamar a la policía. De
hecho, me parece una buena idea. Cuando les vuelva
a ver siguiéndome, llamaré a la poli. Dos mujeres solas
seguidas por cuatro hombres en un coche es
ciertamente sospechoso. Será interesante ver qué
pasa—me abrazó—. A medianoche.
—Sí —respondí, besándola. Luego, salté.

A excepción de un salto de vuelta a Wichita a las


16:15, pasé la tarde dormitando y pensando. Deseaba
que Millie se escapase conmigo. No dejaba de
preguntarme si seguiría en casa de su hermana o si se
la habrían llevado los agentes de la NSA. Pero si la
vigilaba, dispuesto a rescatarla, me arriesgaba a que
me viesen. Aquello aún la pondría más en peligro. Se
me ocurrió que si se me veía en algún otro sitio, lejos,
quizá la pasma la dejaría tranquila.
El doctor Perston-Smythe no estaba en su
despacho. Desgraciadamente, sus archivadores
estaban cerrados con llave y no sabía cómo abrirlos,
pero tampoco tenía ganas de hacerlo. Todo el edificio
estaba en silencio, cerrado por la festividad. En una
lista en la recepción encontré su número de teléfono y
su dirección
.Cogí un taxi.
Su casa estaba en M Street NW, una casa
unifamiliar en una hilera de casas similares. Antes de
acercarme a la puerta, busqué a gente sentada en
coches aparcados o esperando en las entradas. No
parecía haber nadie.
Abrió la puerta una mujer, de la edad de Perston-
Smythe, unos cuarenta años, vestida con un suéter de
cuello alto y una falda de tela escocesa; muy navideña.
Tenía el pelo plateado y el rostro surcado por algunas
arrugas.
—¿Está el doctor Perston-Smythe en casa?
Parecía ligeramente molesta pero lo disimuló
enseguida.
—Claro. Entre y resguárdese del frío mientras voy
a buscarle. ¿Quién le digo que pregunta por él?
—David Rice —respondí.
Asintió. Mi nombre, al parecer, no le decía nada.
Me acompañó hasta un salón inmediatamente después
de la entrada. Había una chimenea con un calentador
eléctrico en el hogar. Le di la espalda y permanecí
mirando a la puerta.
Perston-Smythe tardó un par de minutos en entrar
en la habitación. Imaginé que habría llamado a alguien
antes de venir a hablar conmigo. Las instrucciones
porteléfono probablemente serían «Rétenlo. Llegaremos
enseguida». Cuando por fin apareció por la puerta su
mano derecha estaba en el bolsillo de su chaqueta de
tweed.
—Me sorprende que haya venido hasta aquí —
comentó.
Me encogí de hombros.
—Bueno, no conseguí lo que quería cuando le
visité ayer. Esperaba poder hoy.
Pestañeó. Tenía la frente perlada de sudor y se la
enjugó lentamente con la mano izquierda.
—Esperaba, en particular, ver si usted sabía
adonde se había marchado Rashid Matar. Dejó Argelia
antes de ayer, en un yate privado. Se llamaba el Hadj,
de Omán.
Se mordió el labio.
Di un paso a un lado, hacia una silla, y él se
estremeció y se hizo atrás. Me senté despacio, con un
cuidado extremo.
—Mírelo de esta manera. Si me lo dice, podría
retenerme aquí un poco más, lo suficiente para que
ellos lleguen. Quién sabe, puede que incluso lo
suficiente como para capturarme.
—No puedo ayudarle —respondió—. La NSA ya
anda a la caza del barco, pero no tienen ni
sudestinación. Incluso es posible que el barco sea un
cebo. No sabemos con seguridad si Matar va a bordo.
Podría haberse quedado en tierra preparando su
próximo secuestro—de repente, sacó la mano del
bolsillo con una pequeña pistola automática—. No
mueva ni un pelo—me dijo.
No me gustaba el oscuro orificio redondo al final del
cañón. Me daba escalofríos.
—Tiene que estar bromeando.
—Acabo de llegar a casa. He pasado casi toda la
noche conectado a un polígrafo y el resto del tiempo
bajo hipnosis inducida por drogas. ¿Y cree que no
dispararé?
Salté al vestíbulo detrás de él y le contesté:
—¿Disparar a qué?
Se dio la vuelta de golpe, procurando girar la
pistola. Salté de vuelta a la silla. Se puso a mirar a un
lado y a otro como un loco, y luego me vio sentado en
el sofá reclinable, con las piernas cruzadas y las
manos juntas.
—¿Cree realmente que Matar va a secuestrar otro
avión?
Respiraba con rapidez y dificultad mientras
agarraba con fuerza el arma. Si me disparase, tendría
que pensar adonde saltar para intentar reponerme d
ela herida. Se me ocurrió que si tenía que seguir
tratando con la NSA sería mejor adquirir un lugar de
salto en una sala de urgencias.
—Sí, Matar no llegó a conseguir lo que se había
propuesto con el último secuestro—respondió Perston-
Smythe. Apuntó con la pistola al suelo entre los dos. Su
respiración se iba calmando—. ¿Cómo hace eso?
—Con rayos Bertol —respondí—. Un tipo de
energía que los humanos no han visto nunca—me
pregunté si habría reconocído la tan sobada frase de
Star Trek. También podría haber dicho «Transpórtame,
Scotty».
Entonces entraron por la puerta, olvidándose del
timbre y el pomo. Me estremecí cuando la jamba se
astilló.
—Espero que le compren una puerta nueva—le
dije, mientras el primer hombre entraba en la sala, con
una metralleta en las manos. Antes de que pudiese
llegar junto a Perston-Smythe, salté.

La biblioteca de Stanville estaba cerrada por


Navidad, pero probablemente era lo mejor. Me
preguntaba cuánto tiempo pasaría antes de que mi foto
acabase colgada en las oficinas de correos. «Se
busca por violación de la seguridad nacional.» Quizáno
se rebajarían tanto. Después de todo, los cargos
públicos pueden defenderse públicamente.
Utilicé el índice del New York Times en microfilm
para buscar los aeropuertos en los que se habían
originado o habían acabado secuestros aéreos. Ya
había estado en dos de ellos, Madrid y Argel. Había
unos cuantos más, incluyendo dos en Chipre, donde
se habían dado muertes por secuestro. De todas
formas, quería ir a Chipre para ver dónde había
muerto mamá.
Fue un trabajo lento tener que buscar en el índice,
encontrar los carretes buenos, leer las historias,
apuntarme el nombre de cada aeropuerto y cambiar al
otro film.
Para cuando hube terminado, pasaban cinco
minutos de medianoche. Me metí la lista en el bolsillo,
dejé los carretes bien puestos y salté a la habitación de
Wichita, Kansas, donde Millie me esperaba.
Allí estaba con un largo camisón de franela,
despierta en la cama, con una lucecita encendida, y
las cortinas corridas. Mis preocupaciones de la tarde
desaparecieron y me senté en el borde de la cama y la
besé. Ella me rodeó con sus brazos, la cogí y saltamos
a la vivienda del precipicio, cerca de la cama. La dejé
allí.—Qué frío—dijo. Se metió enseguida debajo del
cubrecama.
—Encenderé la estufa. Dime qué ha pasado al
final.
—Nos han seguido hasta la casa de Sue, mi
hermana, así que he llamado a la policía y les he
contado que un sedán oscuro con cuatro hombres nos
había seguido a mi madre y a mí por toda la ciudad y
que estaba aparcado en la calle. Cuando han llegado,
han puesto un coche en cada extremo del bloque y les
han cerrado el paso. Mamá y yo lo hemos visto desde
el patio delantero.
»De todas formas, los otros han salido, les han
puesto las identificaciones bajo las narices a los
ayudantes del sheriff y los polis se han ido. He vuelto a
llamar a la oficina del sheriff, más tarde, y apenas
querían hablar conmigo. Al final, me han dicho que los
hombres eran agentes federales y que no estaban
haciendo nada ilegal. ¡Por su tono de voz, creo que
pensaban que yo era algún tipo de delincuente!
La madera parecía haber prendido bien, así que
regresé a la cama y me desvestí.
—Tiene que haber sido angustiante.
—Eso es lo que me revienta. Mi cuñado Mark hace
trabajos de asistencia social individual en la ACLU. Vaa
presentar un mandamiento judicial contra ellos tan
pronto abran los juzgados mañana por la mañana.

—Bien. Les está bien empleado. Y pensar que


estaba preocupado por ti—le dije, deslizándome dentro
de las frías sábanas para apretarme contra su cálido
cuerpo. Le conté lo de mi visita a Perston-Smythe y mi
búsqueda en la biblioteca.
—¿Entonces vas a interferir en su próximo
secuestro?
—Si puedo —respondí.
—No me gusta. Tengo miedo de que te maten.
La misma idea se me había ocurrido antes.
—Primero voy a adquirir un lugar de salto en un
hospital. Con mi capacidad para saltar, debería poder
sobrevivir aunque estuviese malherido, mientras
pudiese saltar a una unidad de urgencias justo
después de que me disparasen.
—No sé. ¿Y por qué correr el riesgo?
Volví a pensar en mamá, en aquellas impactantes
décimas de segundo del vídeo sobre la pista del
aeropuerto.
—Quiero atraparle, Millie, quiero que pague. No
puedo dejar de correr el riesgo
.
A las cinco de la madrugada salté con Millie de
vuelta a Wichita para que durmiese el resto de la
mañana y despertase bajo el continuado escrutinio de
los agentes del gobierno. Yo salté a Londres y compré
un billete a Chipre vía Roma, dos ciudades de
secuestros aéreos. Dormí durante el vuelo.
En Roma usé los prismáticos para localizar un lugar
de salto a través de la ventana del avión. Luego me
metí en el lavabo, salté del avión, grabé el sitio en vídeo
y volví a bordo. En Chipre, en el aeropuerto de
Nicosia, repetí el proceso, menos volver a saltar a
bordo del avión. Tampoco pasé por el control de
pasaporte ni por las aduanas.
Entré en la terminal del aeropuerto por unas puertas
que estaban cerradas desde el otro lado. Después de
todo, el problema normalmente es evitar que la gente
salga por el otro lado. Una vez dentro, pregunté en
información cómo llegar al aeropuerto de Larnaca, en
el extremo sur de Chipre.
Había un autobús, pero también había un puente
aéreo con un precio excesivo que salía por la mañana.
Compré un billete para el vuelo, apretando los dientes
al pensar en otro vuelo local. Luego salté a Nueva York
para comer y seguir con mi búsqueda.Mi problema
era el siguiente: ¿Cómo iba a saber
cuándo iba a haber un secuestro aéreo? No podía
depender de que todos fuesen como el del avión de las
aerolíneas kuwaitíes, que duró veinte días. Tenía que
saberlo en horas, para poder llegar al aeropuerto
apropiado.
Acabé contactando con un servicio de seguimiento
de noticias llamado Manhattan Media Monitoring.
—¿Secuestros de aviones? Hmm. Ya lo hacemos
para algunas compañías aéreas y también para un par
de compañías de seguros. ¿Quiere copias de los
medios impresos o vídeos de la cobertura emitida, o
ambas cosas?
—El vídeo me servirá, pero antes que nada sólo
quiero que se me notifique tan pronto como aparezca
la noticia.
—¿Por teléfono o fax?
Me di cuenta de que ya no tenía teléfono.
—Estoy viajando constantemente. Mejor si les llamo
yo un par de veces al día.
Luego acordamos el pago, varios meses por
adelantado en cheques de viaje. Con eso me gané
unas cuantas miradas extrañas, pero no dijeron nada.
No les di mi verdadero nombre.
En Chipre son siete horas más tarde que enWichita,
Kansas. Por lo que sólo tenía dos horas a
solas con Millie antes de saltar al aeropuerto de Nicosia
para el puente aéreo de las 9 de la mañana.
La recogí a medianoche y salté con ella a la
vivienda del precipicio.
—Me he pasado el día luchando contra el fascismo
del gobierno, cariño. ¿A ti cómo te ha ido?
—¿Eh? —contesté, desvistiéndome. Aquella vez
había encendido la estufa una hora antes de recogerla,
de manera que la temperatura era agradable. También
compré una botella individual de champán con un cubo
de plástico. Recordando mi aventura con las botellas
de champán en la fiesta de Sue Kimmel, le pedí a Millie
que la abriese.
—Hoy hemos encontrado un micrófono en la
cocina. He vuelto a llamar a la policía y Mark ha
presentado un mandamiento judicial. Han aparecido
algunos abogados federales y se están enfrentando a
eso. Mark también ha enviado un comunicado de
prensa a todos los periódicos y servicios de noticias de
los alrededores —el corcho del champán hizo
«pum»—. En la policía han estado un poco más
comprensivos después de que hayamos encontrado el
micro. Al parecer, no había ninguna orden judicial.
Mamá está escandalizada.Me deslicé dentro del
cubrecama y acepté una
copa de champán.
—Me disculparía si no fuese que parece que te
estás divirtiendo —el champán aún sabía como ginger
ale malo.
—Está bueno —dijo Millie, bebiéndose media copa.
Se acurrucó junto a mí—. Podría decirse que me
estoy divirtiendo con la pelea. Aunque me gustaría
poder ir a por ellos. Cuando salimos, están allí, con las
gafas de sol puestas. No parece que estén locos, ni
cansados, bueno, ni siquiera parecen humanos.
Me estremecí.
—Bueno, ellos tampoco creen que yo lo sea.
—¿Qué quieres decir?
Le conté lo de mi comentario final, lo de «No
pretendemos hacer daño a vuestro planeta». Se puso a
reír tontamente.
—¡Oh, no! ¿Por qué lo hiciste?
Sacudí la cabeza.
—Supongo que pensé que así me buscarían en
otra parte, ya sabes, orbitando o algo así. Esperaba
que no me buscasen como humano.
—Bueno, no estoy muy segura de que debieras
hacer eso. Me apuesto a que ahora los militares
también se meterán.—Oh, Dios. Qué coñazo—bebí
un poco más de
espumoso y dejé la copa a un lado—. Tengo que
llevarte a casa dentro de dos horas, para que pueda
coger un vuelo a Chipre.
Se acabó la copa.
—Eso no es bueno. Será mejor que no perdamos el
tiempo, ¿eh?
Me acerqué a ella.

El vuelo local sólo duró veinticinco minutos. Dormí


durante casi todo el trayecto. No tenía que pasar por la
aduana. Aunque pregunté dónde había muerto la mujer
americana dos meses antes. Un chipriota turco con un
inglés aceptable me señaló el lugar desde una ventana
del terminal.
—Fue muy mal. ¿Ve la zona gris? Era negra antes
de la explosión. Por mucho que frieguen no se limpia.
Muy mal.
Le di las gracias, e incluso le ofrecí una propina,
pero no la aceptó. Simplemente negó con la cabeza y
se marchó. Espero que no le ofendiese, pero no pensé
en aquel momento. Sólo me quedé allí mirando a la
zona gris sobre la pista, como atontado.
En realidad, la zona gris era casi toda del color del
asfalto. Sólo estaba un poco descolorida, pero
larepetición de la imagen de vídeo seguía en mi cabeza;
una ráfaga de humo y llamas y el retorcido y
despedazado cuerpo de maniquí.
Oh, mamá.
¿La venganza te la devolverá, Davy? Un millón de
muertos en Irán e Iraq. Cincuenta mil en el Líbano.
Una mujer en Chipre. ¿Vengarás todas sus muertes?
¿Y qué hay de los muertos en Camboya,
Latinoamérica o Sudáfrica?
No están en mi cabeza. No son mi madre.
Me sentí mareado. Demasiados muertos,
demasiados sufrimientos.
«¿Por qué la gente se mata entre ellos? ¿Qué vas a
hacer con Matar cuando lo cojas?»
Apreté los ojos para enjuagar las lágrimas.
Responderé a eso cuando lo tenga.
»
Sexta Parte
jugando al corre
que te pillo
16

Aparecí en El Solitario, por encima


del foso lleno de agua con la isla
verde, en un saliente a unos quince
metros del agua. Las paredes se
alzaban otros quince metros más por
encima de mí, pero aquel saliente
estaba encima de aguas profundas.
Además, si caes desde treinta metros,
alcanzarías casi los noventa kilómetros
por hora antes de chocar con el agua.
Aunque los grandes saltadores lo
hacían, podías romperte el cuello sicaías
con un mal ángulo.
El sol aún no estaba muy alto y
sólo la parte superior de la pared
opuesta estaba iluminada directamente
por los rayos. Aun así, la roca era
piedra caliza clara y reflejaba bien la
luz. El agua de debajo era un espejo
perfecto que reflejaba el cielo azul, las
paredes blancas y mi silueta.
Me situé en el borde del saliente y
me dejé caer. Tardaría 1,767 segundos
en llegar al agua, pero poco después
de un segundo el viento empezó a
silbarme en los oídos y salté a la parte
superior del foso, mirando hacia el
agua quieta.Respiré hondo. El agua
parecía
muy fría y dura, como hierro pulido.
Lo hice de nuevo, pero esta vez no
aparecí en el saliente, sino a medio
metro por delante del saliente, en el
aire. Me dejé caer de nuevo, y volví a
saltar antes de llegar al agua.
Lo hice una y otra vez.

Atenas, Beirut, El Cairo, Teherán,


Bagdad, Ammán, Bahrein, Ciudad de
Kuwait, Estambul, Túnez,
Casablanca, Rabat. Ankara, Karachi,
Lahore, Riad, La Meca, Cnosos,
Rodas, Esmirna, Abu Dhabi, Muscat,
Damasco, Napóles, Venecia, Sevilla
.París, Marsella, Barcelona, Belfast,
Zúrich, Viena, Berlín, Bonn,
Amsterdam.
No pude conseguir un visado para
Trípoli, en Libia, pero fui de todas
formas, sin ni siquiera comprar un
billete, sólo saltando al otro lado del
guardia de la puerta y de la azafata.
No era un vuelo popular; el avión
estaba medio vacío. Repetí el proceso
al llegar.
Intenté hacer por lo menos un
aeropuerto al día, a veces dos. Me
levantaba a las dos o a las tres de la
mañana, saltaba a la ciudad de la que
salía el vuelo, dormía en el avión
,adquiría un nuevo lugar de salto y
volvía a eso de las diez de la mañana.
Luego llamaba a Manhattan Media
Monitoring y veía si había algún
secuestro aéreo.
Hubo sólo uno durante el mes de
enero, un vuelo de la Aeroflot
desviado a Kabul, Afganistán, por
varios convictos soviéticos. Se habían
entregado poco después del aterrizaje.
No sé qué habría hecho si no hubiese
sido así. No tenía ningún lugar de
salto en Afganistán en aquel
momento.
Después de una semana de
inconvenientes y objeciones. Millie
acordó un interrogatorio supervisado
por un juez federal con la NSA y su
abogado. Me lo contó después de
saltar con ella a la vivienda del
precipicio una noche.
—Trajeron a tu amigo de
Washington.
—¿A quién? ¿A Perston-Smythe?
Negó con la cabeza.
—No, no. A Cox, Brian Cox, el tío
de la NSA con los flancos.
—¿Flancos?
Se tocó el lado de la cabeza.
—Afeitado por los lados. Con el
cuello grueso y anchas espaldas.
—Ya sé a quién te refieres. Es qu
eno sabía qué querías decir con
flancos.
—Ah. Bueno, pues empezó a
preguntarme dónde estabas.
—¿Qué dijo exactamente?
—«¿Dónde está David Rice?» Yo
respondí con la verdad literal. Le dije
que no lo sabía, y que habíamos roto
en noviembre. Ambas cosas eran
ciertas; tú estabas volando por Europa
y sí que rompimos en noviembre.
Asentí.
—Continúa.
—Bueno, luego tuve que mentir.
Me preguntó si te había visto desde
que lo dejamos. Le respondí que
no.Temía no parecer muy convincente,
pero creo que sonó bien. Me temo
que eres una muy mala influencia.
»Entonces Cox me preguntó si
sabía algo de ti, y le dije que no. Le
dije que nuestra ruptura había sido
horrible y que no quería saber nada de
ti nunca más —me besó en la mejilla
—. Otra mentira.
Sonreí y esperé que continuase.
—Me preguntó por la causa de
nuestra ruptura y le expliqué lo de la
llamada de la poli de Nueva York. No
pareció muy sorprendido.
—No —le dije—. Tuvieron que
hablar con Washburn y Baker parallegar
hasta ti, así que ya habían oído
su versión. Me pregunto si se
enterarían de lo de la mujer de
Washburn… Si los interrogaron por
separado, probablemente sí. Sobre
todo si utilizaron el polígrafo.
Millie puso mala cara al oír eso.
Una de las condiciones de la NSA
había sido interrogarla con un
polígrafo. El juez se había negado en
redondo. No ayudaba al caso de la
NSA que no estuviesen dispuestos a
hablar sobre el propósito de su
investigación.
—Después Cox me preguntó
cuándo te conocí, con qué frecuencia
nos habíamos visto y qué grado de
intimidad habíamos tenido. Respondí
a las dos primeras preguntas pero no
quise responder a la tercera. Le
pregunté otra vez qué habías hecho
para merecer aquella investigación,
pero él se negó a responder, así que
me levanté para marcharme.
Me puse a reír.
—Qué malicia. Te quiero.
Se encogió de hombros.
—Entonces cedió un poco,
diciendo que no podía decir por qué
estabas siendo investigado ya que era
confidencial. Sí me dijo que podría
decírmelo si reconsideraba lo de
lpolígrafo. No tuve tiempo para
responder; Mark y el juez se le tiraron
a la yugular. El juez ha estado de
nuestra parte desde que encontramos
escuchas telefónicas.
—Bien por él.
—Casi lo sentí por Cox. Creo que
quería saber hasta dónde llegué
contigo en la relación para juzgar si
eras humano o no. Estuve a punto de
ceder y decirle que me preguntaba por
qué tenías cuatro testículos y una
bolsa marsupial, pero no quería meter
el asunto en la dimensión
desconocida. Si yo no sabía que
podías desaparecer, ¿cómo me iba
ahacer la pregunta sin parecer un
lunático?
Asentí.
—Tiene un problema doble. Si soy
un extraterrestre o incluso humano no
alineado, no quiere dejar que otros
gobiernos sepan de mi existencia. ¿Y
si ellos me vieron primero? ¡El país
que controle la teletransportación,
controlará el mundo!
—Dios bendiga América —dijo
ella, con sequedad.
—Por desgracia, eso tampoco nos
dice si tienen experiencia con
teletransportadores como yo. A menos
que dijesen algo que lo diese
aentender…
—No. Bueno, sí que me preguntó
si pensaba que había algo extraño en
ti, en tu manera de comportarte. Yo le
dije «¿Qué? ¿Como que hable en ruso
mientras duerme o algo así? No que
yo sepa». Entonces dije una verdad a
medias. Dije «Es un ganso, un ganso
mono, pero un ganso. Dios, es de
Ohio. ¿Qué se espera?».
—Ah. ¿Y qué parte era la verdad?
¿Que soy un ganso?
Se puso a reír y me abrazó fuerte.
—Que eres de Ohio. Entonces
Cox se rindió. Me pidió que me
pusiera en contacto con ellos si sabíaalgo
de ti y que retirarían la vigilancia.
—¿Y lo han hecho?
Sacudió la cabeza.
—No lo sé. La verdad es que lo
obvio sí ha desaparecido, pero la casa
que hay en venta al final del bloque, la
que no han podido vender en tres
años, la han comprado de repente.
¿Quién compra casas en enero? No
sé.
—Por tanto, asumimos que aún
están vigilando. Tú vuelves a las clases
dentro de dos semanas. Podría valer la
pena hacer que alguien limpie tu
apartamento de micros cuando
vuelvas. Afortunadamente —dije
,dejando que mis dedos la recorrieran
un poco—, ya conozco tu dormitorio.
Se le arqueó la espalda e inspiró
hondo. Llevó su mano a la parte baja
de mi espalda.
—Ya. Pero una vez empiece las
clases, ya sabes que no podré estar
tanto tiempo contigo. Necesitaré
dormir.
—¡Pero no podré verte durante el
día, ni siquiera durante los fines de
semana! No es justo.
Sus manos se movieron por debajo
de mi cintura.
—Ya veremos —respondió
.
Después de un vuelo abarrotado
hasta Glasgow, desde Londres, salté a
Nueva York, como de costumbre, y
llamé a MMM, Manhattan Media
Monitoring. Se había convertido en un
pequeño ritual. Yo llamaba, la
operadora comprobaba mi nombre en
el ordenador y me decía «No, no hay
nada». Le daba las gracias y colgaba,
y volvía a comprobarlo a eso de las
cinco de la tarde. Esta vez, en cuanto
oyó mi voz dijo:
—Ah, señor Ross, tenemos algo
para usted.
—¿Sí? —se me aceleró el pulso
.—Un 727 de Air France ha sido
secuestrado después de despegar de
Barcelona. Ha sido desviado a Argel.
Sólo tenemos el teletipo inicial de la
UP[7]. ¿Se lo enviamos por fax?
El corazón me latía con fuerza y
me costaba respirar.
—No. ¿Hay alguna indicación
acerca de cuántos secuestradores van
a bordo?
—No dice nada.
—¿Ya ha aterrizado en Argel?
—Aquí no lo dice, pero sí que los
argelinos les dejarán aterrizar.
—Gracias. Bueno, estén atentos
por si hay más información. Llamarémás
tarde.
Colgué y salté, primero a Texas, a
por los prismáticos y una pequeña
bolsa de cosas sueltas, y luego a
Argel, al aeropuerto.
Dentro de la terminal se había
colocado una barrera que cerraba el
paso a la terminal VIP. Los Darak al
Watami la vigilaban, armados con
ametralladoras. Había una multitud de
curiosos pero estaban bastante
apartados de la barrera. Fui
avanzando entre la gente, preguntando
qué estaba pasando una y otra vez
hasta que encontré a alguien que
hablaba suficiente inglés como par
aresponderme.
—Los secuestradores han
aterrizado hace sólo diez minutos.
El hombre que me había
contestado hablaba con acento
americano mezclado con francés.
Llevaba un ordenador portátil y una
bolsa con una cámara.
—¿Es de la prensa?
Asintió.
—De Reuters. Me dirigía a casa
después de cubrir la reunión de
ministros de la OPEP, pero supongo
que perderé el vuelo —miró a su
alrededor—. Me pregunto dónde
habrán colocado a la prensa—se alejó
un poco, esquivando a la gente y fue
directo a un extremo de la barrera. Le
seguí a una cierta distancia y le oí
hablar en rápido francés con uno de
los guardias, que señaló el final de la
terminal. El reportero se dio la vuelta
y empezó a caminar a paso ligero
hacia allí.
La barrera estaba situada antes del
ángulo que conducía a la terminal
VIP, de modo que no se podía ver lo
que ocurría en ese tramo. Salté, a
ciegas, al lugar que había visitado
durante mi primer viaje a Argel. Había
un grupo de personas junto a la
puerta, al final del vestíbulo.Miré por
la ventana y vi un 727 de
Air France aparcado en la pista, a
unos cien metros de la puerta de
embarque. Tenía la puerta delantera
abierta, pero no había ninguna
pasarela sujeta al aparato. Por los
prismáticos vi una figura en la puerta,
un hombre con una ametralladora tipo
Uzi y una bolsa violeta con agujeros
en la cabeza. Estaba de pie en la
puerta, vigilando, y tuve la impresión
de que me estaba mirando a los ojos.
Luego volvió la cabeza a la izquierda,
hacia la cabina, y después a la
derecha, hacia los pasajeros.
Cuando desplacé los prismático
shacia las ventanas de la cabina, sólo
pude ver al piloto y al copiloto,
sentados e inmóviles. Las persianas de
las ventanillas de los pasajeros estaban
todas bajadas.
Alguien me gritó y miré hacia la
puerta de embarque. Un hombre
uniformado me habló, primero en
árabe y luego en francés. Volví a mirar
la puerta del avión, estudiando cada
detalle. Oí pasos en la terminal, en mi
dirección. Cuando volví a mirar a las
voces, dos Darak al Watami estaban
aproximándose, acompañados de otro
hombre, probablemente un oficial del
ejército.Miré a la pista que había
debajo
de mí. Había un camión de equipaje
aparcado en la sombra de la terminal.
Salté hacia allí y luego lo rodeé para
no ser visto desde la terminal VIP.
Con los prismáticos volví a
estudiar la entrada otra vez, esperando
mi oportunidad. Ya tenía bastantes
detalles para saltar al avión, pero
aparecería justo al lado de uno de los
terroristas. Si sólo hubiese uno, estaría
bien, pero si había otros, necesitaba
saberlo.
Podrían matar a muchos rehenes
si la cagaba.
De repente me empezaron a falla
rlas piernas. ¿Qué te crees que estás
haciendo, Davy? La enormidad, la
arrogancia y el peligro de lo que
pretendía me impactó de repente. Me
asustó, se me hizo un nudo en el
estómago y comencé a respirar con
dificultad. ¿Debería dejarlo?
Mirar al asfalto, el mismo tipo de
pista de cemento sobre la que murió
mamá, deshizo mis dudas.
«Tendré cuidado. Por favor, por
favor, por favor, haz que no la cague».
No sabía a quién se lo decía, pero me
hizo sentir mejor.
El terrorista de cabeza violeta que
había en la puerta se volvió de repentey
fue hacia los pasajeros, alzando el
Uzi con brusquedad. La entrada
estaba libre.
¡Oh, Dios!
Dejé los prismáticos y salté.
Alguien estaba gritando a la vuelta
de la esquina. Me aplasté contra el
portaequipajes que había a la derecha
de la puerta. Justo delante estaba la
cocina para los pasajeros de primera
clase. Estaba vacía. Miré hacia
delante y vi el interior de la cabina de
mando. El copiloto, volviendo la
cabeza para ver qué eran aquellos
gritos, me vio. Tenía los ojos como
platos
.Me puse el índice delante de la
boca y articulé la palabra «Silencio»
para que me leyera los labios.
Pestañeó varias veces y asintió.
Me di cuenta de que sus muñecas
estaban atadas a los apoyabrazos de
su asiento. También vi que había un
espacio detrás de él, entre el mamparo
y el asiento. Salté allí.
Tanto el copiloto como el piloto se
sobresaltaron. El piloto exclamó en
voz alta:
—¡Merde!
Volví a alzar el dedo, pero era
demasiado tarde. Se oyeron pasos por
el pasillo. Me fui de un salto, de vueltaa
la pista, junto al camión del
equipaje. Vi a Bolsavioleta pasar por
la entrada hacia la cabina. Alcé los
prismáticos y le vi pegando bofetadas
a los dos pilotos. Sus cabezas se
sacudían violentamente y apreté los
dientes.
Hijo de puta.
Se fue de la cabina, se detuvo en
la puerta para comprobar la zona
alrededor del avión y volvió a la
sección de pasajeros. Salté a la cabina
otra vez.
Aquella vez el piloto se sobresaltó,
pero permaneció en silencio. Cuando
aparecí, estaba mirando hacia lapuerta,
con cara de odio. Tenía
marcas rojas en la cara y un labio le
sangraba.
Volví a alzar el dedo para pedirle
silencio. Asintió con firmeza. Me
acerqué a la oreja derecha del
copiloto.
—¿Cuántos son?
—Tres—susurró.
—¿Qué armas llevan?
—He visto pistolas, ametralladoras
y granadas de mano.
Mierda.
Le pregunté:
—¿Y tiran de las anillas?
—A veces.Me volví y saqué un
pequeño
espejo de dentista de mi bolsa. Lo
puse lentamente en la esquina y lo usé
para mirar hacia el fondo del pasillo.
Las luces de la cabina estaban
encendidas y las finas persianas que
tapaban las ventanillas de los pasajeros
brillaban con un naranja apagado en el
lado del avión en el que daba el sol.
No pude ver a ningún pasajero, pero
los tres terroristas estaban en el
pasillo, dos al final de la primera clase
y el otro a mitad de camino de la clase
turista, volviendo la cabeza
constantemente.
La sección de primera estab
avacía. Supuse que habrían trasladado
a todos a turista y les hacían mantener
las cabezas agachadas.
Cada secuestrador tenía una bolsa
de un color diferente en la cabeza.
Bolsavioleta, el que tenía más cerca,
llevaba la ametralladora preparada,
con una mano en el gatillo y la otra en
la culata. El otro, Bolsanaranja,
llevaba la suya colgada del hombro y
también una pistola metida en el
cinturón. Estaba hablando a los
pasajeros mientras se cambiaba de
mano una granada.
Al menos eso quería decir que la
anilla estaba puesta
.El tercer secuestrador, Bolsaverde,
tenía la ametralladora preparada,
como Bolsavioleta. Le vi ir de repente
hasta el final del pasillo y golpear a
uno de los pasajeros escondidos con el
cañón. Apreté los dientes y tomé nota
de las posiciones de los
secuestradores.
Aquellas bolsas me beneficiaban.
No permitían la visión periférica y por
eso, cuando me moví, no me vieron.
Salté detrás de Bolsavioleta y lo
agarré, salté hasta el foso a quince
metros del agua fría y dura, y lo solté,
y me fui de inmediato. Aparecí detrás
de Bolsanaranja, que volvió la cabez
apara ver qué significaba el gruñido de
sorpresa de Bolsavioleta, con la mano
buscando la ametralladora.
Lo agarré, salté con él al foso, lo
dejé caer, y me fui. Justo antes de
hacerlo, oí el ruido del agua de
Bolsavioleta en el lago. Me pregunté si
saldría a la superficie justo a tiempo
para impactar con Bolsanaranja.
Aparecí a unos dos metros de
Bolsaverde. Había avanzado por el
pasillo desde donde estaba. Estaba
gritando. Salté hacia delante, para
acortar la distancia, pero no lo tenía a
mi alcance, porque se movía. Maldita
sea. Salté justo delante de él
,apartando la ametralladora de mí y de
los demás pasajeros. El arma se
disparó, haciendo saltar trozos de
plástico del techo, y su cuerpo se
abalanzó sobre el mío, haciéndome
caer con él encima.
Antes de poder sentir el golpe del
suelo de moqueta, le agarré y salté al
foso, apareciendo a media caída, pero
dándome la vuelta, para liberarme y
dejar a Bolsaverde aterrorizado
mirando hacia quince metros de caída
libre.
Salté al risco de encima y le vi
impactar con el agua justo al lado de
donde Bolsavioleta se agitab
adébilmente en la superficie. Hubo un
tremendo ruido de agua y luego vi a
Bolsanaranja aparecer en la superficie
rabiando. Estaba intentando agarrar la
ametralladora, pero parecía que le
tiraba hacia el fondo. Al final, la soltó.
Entonces Bolsaverde salió a la
superficie. Se le había doblado la
bolsa debajo del agua y estaba
intentando sacársela antes de que le
ahogase. Se la quitó y le oí toser de
ahogo desde arriba del barranco.
Había perdido su ametralladora en el
agua. Miré con atención. El pelo de
Bolsaverde estaba empapado y
oscurecido por el agua, pero no cabía
duda de que era rubio. Su cara era
muy blanca, por el frío del agua, pero
también por su complexión natural.
Se dirigieron, débilmente, hacia la
isla, agotados y respirando con
dificultad, incapaces de poder seguir
más adelante.
Salté a la isla, me metí en el agua
hasta los tobillos y arrastré a
Bolsavioleta por el cuello hasta tierra
firme. Él forcejeó con debilidad,
intentando llevarse la mano a la
cintura. Respiré hondo y le di una
patada en el estómago. Dejó de
moverse y vomitó. Acabé de sacarle a
la orilla y luego saqué un largo cabl
ede nylon de mi bolsa y lo usé para
atarle las muñecas a la espalda. Luego
saqué a rastras a los otros dos y les
hice lo mismo.
Los cacheé, sacándoles dos
pistolas, tres granadas y un cuchillo.
Sólo entonces les saqué las bolsas a
los otros dos.
Rasgos europeos, piel blanca.
Ninguno era Rashid Matar.
—¿Quiénes sois?
Se me quedaron mirando,
aturdidos, sin comprender. El agua
estaría por debajo de los 15° C.
Probablemente estaban sufriendo un
poco de hipotermia. Aunque caer a
lagua a sesenta y cinco kilómetros por
hora tampoco ayudaba.
Disparé una de las pistolas hacia el
agua, cerca de ellos. Se
estremecieron, más alertas, con el
sonido doblemente intimidante al
resonar en las paredes del precipicio.
—¿Quiénes sois?
El que había llevado la máscara
naranja respondió en voz baja:
—Facción del Ejército Rojo —
tenía un acento alemán.
No son extremistas chiítas. Para
nada. Pensé en preguntarle por Rashid
Matar, pero no me pareció probable
que lo supiesen
.Habían pasado casi cinco minutos
desde que me llevé a los
secuestradores. La bolsa verde llegó
lentamente a la orilla y se quedó junto
al secuestrador. La saqué del agua y
se la puse al rubio. Luego les puse las
otras a los otros dos.
—¿Qué estás haciendo? —
preguntó Bolsanaranja. Le puse de
pie. Apenas se aguantaba. Salté a la
sección de primera clase del avión y le
dejé que cayese en un asiento; luego
fui a buscar a los otros dos. Llevé
algunas de las armas, como prueba.
Los pasajeros empezaron a salir
de su parálisis. Todos miraban co
ntemor por el pasillo cuando aparecí,
algunos agachándose de nuevo en sus
asientos, pero ninguno se había
aventurado hasta la cabina de mando.
Resultó que las azafatas estaban
maniatadas a los asientos al final de
primera.
—No pasa nada —les dije a todos
—. Se ha acabado. Que alguien desate
a estas personas—señalé a las
azafatas. Me dirigí hacia la cabina y,
con el cuchillo capturado, liberé a los
pilotos. Les dije lo mismo.
—Se ha acabado. Los
secuestradores están maniatados en
primera clase
.El piloto me miró, aturdido,
perplejo.
—¿Y qué hacemos ahora?
—Lo que quieran —le respondí, y
salté.

Me quedé entre la prensa mientras


acercaban el avión. La multitud aún
estaba detrás de la barrera, pero la
prensa estaba lo suficientemente cerca
como para ver salir a los pasajeros.
Había cogido mis prismáticos del
camión de equipaje antes de ir allí.
Intenté quedarme detrás de los
periodistas, para usarlos de escudo
ante los argelinos y los pasajeros
.La adrenalina aún me corría por el
cuerpo y sentía el estómago vacío y
las manos temblorosas. Tenía ganas
de reír pero no había nada divertido.
El reportero de Reuters estaba
haciendo fotos con rapidez; estaba
cambiando el carrete de la cámara
cuando me vio. Le saludé con la
cabeza, educadamente. Él hizo lo
mismo, con cara de no entender, y
siguió haciendo fotos.
Se había leído un comunicado del
contacto de la prensa argelina justo
antes de que acercasen el avión a la
puerta. Afirmaba que los pasajeros se
habían enfrentado a lo
ssecuestradores y los habían apresado.
Mientras iban saliendo los
pasajeros, apartados de la prensa por
los argelinos, iban bromeando, pero
las risas parecían contenidas, como si
fuesen a soltar una carcajada en
cualquier momento. Reconocía el
sonido. Era así cómo me sentía yo.
El personal de vuelo salió al final y
vi que el copiloto dirigía la vista hacia
donde me encontraba y se me
quedaba mirando cuando me vio
detrás de los periodistas. Volví a poner
el dedo sobre los labios, como había
hecho en el avión. Shhh. Frunció el
ceño, le sonreí y salté
.
La cuchara sopera estaba casi en
mi boca cuando Millie dijo:
—¡Bang!
—¡Millie!
Tenía la mano en forma de pistola,
con el pulgar hacia arriba y el índice
hacia delante, y la presionaba contra
mi frente.
—¡Bang! Demasiado tarde. La
primera te dio en el abdomen, puede
que te hubieran salvado, pero esta te
ha dado en el cerebro. Muy mal, no
hay nada que hacer.
Bajé la cuchara. Estábamos en
Manhattan, en un reservado d
eBruno's, en la Cincuenta y ocho este,
y la zuppa di cozzi estaba realmente
buena, pero de repente se me quitaron
las ganas de comer.
—Sabes cómo quitar el apetito a
alguien.
—Hicimos un trato —dijo. Asentí.
—Sí, está bien. Lo siento. No
volverá a ocurrir.
Se relajó un poco.
—De acuerdo. Acábate la sopa.
Cogí una cucharada, apartando las
valvas abiertas de los mejillones. La
tenía a medio camino de la boca
cuando ella dijo:
—No quiero que te pase nada,pero si te
pasa, quiero que sobrevivas.
Asentí.
—Te quiero y… bang.
Salté, con la cuchara aún en la
boca, a un rincón empotrado de la
sala de urgencias del hospital Adams
Cowley Shock Trauma Center, en
Baltimore. Una enfermera pasaba por
allí pero no miró en mi dirección. Las
paredes eran blancas y olía a alcohol
y a desinfectante. Arrugué la nariz.
Los olores no acompañaban la sopa,
pero el Shock Trauma estaba
considerado uno de los mejores
centros de urgencias del país.
Salté de vuelta a la calle delante d
eBruno's y volví a entrar, con la
cuchara escondida discretamente en la
mano y la servilleta guardada en el
bolsillo de atrás. La camarera parecía
desconcertada cuando volví a la mesa.
Millie sonrió y me besó mientras me
sentaba.
Habíamos estado jugando a eso
desde que le describí cómo la
ametralladora se había disparado
durante el secuestro. En cualquier
momento durante el tiempo que
estuvimos juntos, si decía «Bang» se
suponía que yo debía saltar a la sala
de urgencias, sin preguntas ni retrasos.
No se suponía que importase si estab
adesnudo, comiendo o sentado en el
váter.
Además, me había comprado
varios despertadores. Estaban por toda
la vivienda del risco, boca abajo. Millie
los programaba cada noche a horas
diferentes. Cuando sonaban las
alarmas, también se suponía que debía
saltar a la sala de urgencias.
Me había ido mucho mejor
respondiendo a las alarmas, e incluso
saltando desnudo a la sala de
urgencias cuando mi alarma normal
me despertó una mañana. Una
enfermera gritó al verme, más
sobresaltada por mi súbita aparición,
supongo, que por mi desnudez.
Eran las 11 de la mañana en
Nueva York. Millie, de vuelta a las
clases, había llegado temprano, y
había saltado con ella a Manhattan,
para nuestra primera «cita» en casi un
mes.
—La CNN hizo otra entrevista a
los americanos y a los dos ingleses
que están dispuestos a decir que
apareciste y desapareciste en el avión.
Hicieron una entrevista más larga con
un psicólogo que hablaba de los
efectos del síndrome de estrés pos-
traumático. Nadie cree lo que pasó
realmente.Sonreí.
—O lo admite. La NSA puede que
esté suprimiendo algo. Aunque no
haya teletransportadores en la NSA,
cualquier teletransportador que vea las
noticias sabe que yo existo. Si es que
hay más gente.
Millie se encogió de hombros.
—Si existen, puede que estén
diciendo «Qué estúpido hacerse
público».
—¿Y cómo explican los expertos
el agua? ¿Que los terroristas
estuviesen empapados de pies a
cabeza?
Rió
.—Sudor. Sudor nervioso.
—Parece como si les hubiese
fallado el desodorante por completo.
Volvió a reír.
—¿Cuál es la versión oficial?
—La original; que un pasajero
logró capturar a los tres terroristas,
pero que dejó el avión en Argel en
lugar de coger el vuelo de repuesto
hacia Roma.
La sonrisa desapareció en mi cara.
—En realidad me da igual a quién
crean. Sólo desearía que Rashid
Matar hubiese estado a bordo.
Millie frunció el ceño.
—Hay doscientas persona
sinocentes que están sanas y salvas hoy
por lo que tú hiciste. ¿Es que eso no
es suficiente?
Me moví en mi asiento, incómodo.
—¿Qué pretendes hacerle, si le
atrapas?
—Cuando le atrape. Cuando, no
si. Y no lo sé.
Se estremeció.
—Bueno, piensa en cómo te
afectaría usar sus métodos. Hagas lo
que hagas, no te vuelvas como él,
¿vale?
La idea me heló la sangre, y de
nuevo la sopa sabía rara.
—Vale —respondí. Ella dijo:—Bang.

No había visto a papá desde antes


de Navidad, cuando me lo encontré en
la acera delante de su bar, así que
salté al patio trasero una noche y miré
hacia la casa. Su coche estaba en la
entrada, pero las cortinas estaban
corridas. Había luces en la cocina y
en el salón, y ninguna en mi antigua
habitación.
Cuando salté a mi dormitorio,
estaba oscuro y la puerta del pasillo
estaba ligeramente abierta, con lo que
entraba una rendija de luz por el
suelo. Había pisadas en el polvo
delsuelo.
Detrás de mí oí un movimiento y
luego un leve ruido de tos, mecánico,
y la abeja más grande del mundo me
picó en la parte trasera de la pierna.
Me aparté, saltando, y aparecí en
la sección de ficción de la biblioteca
pública de
Stanville.
Después de todo lo que había
trabajado con Millie…, pensé mientras
me retorcía para ver lo que me había
tocado con la mano. Era metálico, con
un penacho de espuma en el extremo,
de casi cuatro centímetros de largo.
Lo saqué de un tirón. La aguja eraunos
dos centímetros de largo y lo
suficientemente gruesa como para que
hubiese sangre sobre ella. Un líquido
claro salió de la punta.
Esto me recuerda a «El reino
salvaje».
La habitación empezó a darme
vueltas y salté, con el dardo en la
mano, a la vivienda del risco, donde
caí boca abajo sobre la cama. No
estoy seguro de si perdí el
conocimiento antes o después de
darme con el colchón.
En las películas de espías, el
valeroso héroe se despierta después de
que le hayan disparado un dard
otranquilizante con la mirada y la
mente claras, completamente
consciente de su situación.
Lo primero que recuerdo es haber
sacado la cara por el borde de la cama
y haber vomitado. Creo que eso es lo
primero. Por las evidencias, debí de
hacerlo varias veces antes de estar lo
suficientemente despierto como para
ver qué hora era. Habían pasado
catorce horas desde que visité la casa
de mi padre. Me estaba costando
pensar, y el hedor me estaba
mareando otra vez. Rodé hacia el otro
extremo de la cama, lejos de aquel
revoltijo, y se me ocurrió que la NS
Ano tenía a papá con vigilancia
encubierta; se habían ido a vivir con
él.
Bueno, con un poco de suerte,
harían su vida un poco más miserable
que la de Millie. Esperaba que le
interrogasen con drogas. Quizá se
sintiera tan mal como yo en aquel
momento.
Salté a mi oasis favorito; el sol
brillaba en lo alto y la temperatura era
de unos veinte grados. Me enjuagué la
boca en el arroyo y me lavé la cara en
el agua fría.
Se me ocurrió que no había visto a
Millie la noche anterior y qu
eprobablemente estaría muy
preocupada. Consideré la idea de
saltar a su apartamento y esperar a
que volviese de clase, pero podría
encontrarme con su compañera de
piso o aparecer en sus cintas si habían
puesto vigilancia electrónica en el
lugar.
Estaba empezando a enfurecerme.
Había una mujer sin hogar en la
estación de autobuses de Stillwater
que aceptó mi oferta de cien dólares.
Les escribí el mensaje y llamé al
número de Millie desde una cabina,
tapando los números con la mano.
Cuando acabó el mensaje de
lcontestador, le entregué el auricular.
Con una voz sorprendentemente
agradable dijo:
—Tengo noticias de Bruno y está
bien. Pensaba que tenía un trabajo en
un hospital, pero no resultó. Siente no
haber respondido a tu última carta
pero promete que te escribirá muy
pronto. Hablaré contigo después.
Bruno's era donde habíamos
cenado la noche anterior. La mujer sin
techo me devolvió el auricular y
colgué. Le di otros cuatrocientos
dólares. Parecía sorprendida.
—Caray —exclamó—, pensaba
que me ibas a quitar el dinero despué
sde hacer la llamada.
—Salga de la calle —le dije—. Es
una vida dura.
—No es verdad.
Caminé hasta la esquina, a una
ferretería, y compré una fregona y un
cubo.

Millie quería que evitase a papá


desde entonces, pero lo único que
consiguió es que le prometiera que
tendría cuidado.
Le enseñé el dardo, después de
saltar con ella a la vivienda del risco a
medianoche. Se lo quedó mirando, e
insistió en limpiarme la herida.
Queríasaber cuándo me habían puesto la
inyección del tétanos por última vez.
—Hace dos años.
Se mordió el labio.
—Entonces no debería haber
problemas… ¡Maldita sea! ¡Estoy
empezando a odiar a esos tíos! ¿Qué
es ese olor?
—Desinfectante —respondí, y
cambié de tema.

—Han secuestrado un 727 de la


Pan Am al despegar de Atenas.
Aterrizó en Larnaca, en la mitad turca
de Chipre. Las autoridades dicen que
sólo hay un secuestrador, pero v
acargado de explosivos y los tanques de
fuel están llenos más de tres cuartos.
—Volveré a llamar —le dije.
Salté a Texas y luego a Larnaca.
La prensa apuntaba con las cámaras
como cañones desde el terminal. El
aparato estaba rodeado de coches de
bomberos como las diligencias del
oeste bajo un ataque de los indios.
¿Dónde estaba John Wayne cuando lo
necesitabas? Me coloqué en la sombra
de uno de los camiones y usé los
prismáticos.
Las puertas del avión estaban
cerradas y uno de los motores
funcionaba al ralentí. Supuse que
paraque funcionase el aire
acondicionado.
Las ventanas de los pasajeros no
estaban tapadas y pude ver caras de
preocupación mirando a través de
ellas.
En el otro extremo del camión los
bomberos estaban reunidos en torno a
la puerta abierta de la cabina,
escuchando la radio. Me acerqué
hasta que pude oír algo.
—…y a menos que cumplan mis
exigencias, haré detonar los explosivos
y mataré a las doscientas personas
que hay aquí, pasajeros y tripulación
—la voz era tranquila, con
naturalidad.
El acento era de Oriente Medio.
Me pregunté si sería Matar, pero lo
dudaba. Él podría hacer volar por los
aires a los pasajeros, pero nunca a él
mismo.
Volví a mirar al avión. Si el
secuestrador hablaba por la radio,
entonces se encontraba en la cabina
de mando. Salté sobre un ala, junto al
fuselaje, cerca del borde de salida.
Sólo podía mirar por una de las
ventanas. Una cara aterrorizada me
miró.
Me llevé el dedo índice a los
labios. El hombre pestañeó con
rapidez pero no pareció decir nada.
Me moví por el ala hasta la ventana
siguiente. Los asientos de la ventana y
del centro estaban vacíos en aquel
lado del avión, pero una mujer en el
asiento del pasillo me vio y se puso
una mano en la boca, luego la bajó y
apretó los labios.
Salté dentro del avión, al asiento
vacío.
El avión apestaba a miedo; la
mujer en el asiento del pasillo dio un
respingo cuando aparecí, y chilló. Al
final del avión un bebé se puso a llorar
y hubo un grito ahogado colectivo
como reacción a ambos sonidos.
—¡Silencio! —bramó una vozdesde la
parte delantera del avión. Era
la voz de la radio, pero no podía ver
más allá de la separación de primera
clase.
La mujer a mi lado se puso ambas
manos en la boca. Iba mirando al
pasillo y a mí. Me cambié al asiento
del medio, haciéndole señas para que
se tranquilizase. Ella se apartó de mí,
evitando el contacto.
Desde el asiento del medio podía
ver la sección de primera clase casi
hasta la cocina delantera. No veía la
cabina de mando, pero el secuestrador
escogió aquel momento para caminar
hacia la separación entre primera
yturista.
No era Matar. Era un árabe
delgado, joven, con gafas de montura
de acero. En un principio pensé que
llevaba puesto un chaleco de plumón,
pero me equivocaba. Eran los
explosivos, atados a una especie de
arnés, con cables que iban hasta los
detonadores, unas baterías metidas
enganchadas a su cinturón. En su
mano izquierda llevaba un interruptor
con un cable. Tenía el pulgar a medio
centímetro de un pequeño botón rojo.
Medio centímetro.
¡Dios santo! ¡Vete enseguida!
En la mano derecha sostenía un
apistola para amenazar a individuos
más que a grupos enteros. No me
importaba la pistola. Lo que me
preocupaba era el medio centímetro,
el pequeño botón rojo.
Pasó a nuestro lado, y fue hasta el
final del avión. Vi cómo se bajaban las
cabezas mientras iba pasando,
evitando mirarle a los ojos. No había
duda de quién tenía el dominio en
aquel grupo. Pero las miradas volvían
a subir, tan pronto pasaba, intentando
ver bien los explosivos y el botón,
como si observar pudiese prevenir la
detonación.
Medio centímetro
.Al menos no era un interruptor de
seguridad, que se cerraría cuando la
persona lo soltase. Caminó hacia
delante, volviendo a la parte delantera
del avión. Cuando pasó por delante de
mí, saqué la barra de metal que
llevaba en mi bolsa de cosas sueltas.
Era de acero, de centímetro y
medio de grosor y treinta de largo. Los
últimos diez centímetros estaban
envueltos en cinta de tela, para que
formase una empuñadura. Pesaba
medio kilo y era del color y la dureza
de los ojos del secuestrador.
Cuando el secuestrador volvió a
alejarse, salté a la separación, al fina
lde la primera clase. Los tres hombres
sentados allí se sobresaltaron, pero la
admonición del secuestrador evitó que
gritasen. Les hice señas para que
callasen y pestañearon. Utilicé el
espejo de dentista para mirar a mi
espalda.
El secuestrador estaba hablando
con una de las azafatas, una rubia
despampanante con una cara muy
blanca y manchas de sudor en las
axilas del uniforme. El secuestrador
enfatizaba lo que le estaba diciendo
moviendo la mano izquierda, y la
azafata se estremecía con el
movimiento del interruptor.
Me vino una frase a la cabeza de
mis lecturas recientes, de manera
espontánea. Insh'allah, pensé. Si Dios
quiere.
Levanté la barra por encima de mi
cabeza, y entonces la bajé muy
rápido, muy fuerte. Antes de que
alcanzase la altura del brazo del
secuestrador, salté.
Aparecí junto a él justo a tiempo
para que la barra le golpease en el
cubito, a cinco centímetros por detrás
de la muñeca. Como esperaba, se le
tensó el pulgar y lo apartó del
interruptor. Sus otros dedos perdieron
fuerza y el interruptor cayó
libre,oscilando sobre su cable junto al
muslo.
El daño tuvo que ser considerable
(estoy seguro de haber oído cómo se
rompía el hueso), pero su mano
derecha hizo girar la pistola muy
rápido. La barra volvió a la carga y le
golpeó en la base de aquella muñeca,
haciendo que la pistola se elevase
mientras se disparaba. Se me clavaron
en la mejilla unos granos de pólvora
ardiente y la bala me quemó la parte
superior del hombro. La pistola cayó
detrás de él y su mano derecha intentó
alcanzar el interruptor.
Entonces le agarré y salté al
foso.Mientras lo soltaba, él aún se estaba
retorciendo para intentar agarrar el
botón. Me aparté de golpe, saltando al
borde del precipicio. Detonó a metro
y medio de la superficie.
Una mano gigante me golpeó, me
levantó del suelo y me marché de un
salto, antes incluso de que el sonido
me llegase, antes de chocar contra las
rocas. Salí a trompicones del hueco de
la sala de urgencia del Shock Trauma
y caí al suelo. El hombro estaba
sangrando, la cara me escocía y me
estaba costando respirar.
Una enfermera se me acercó y
empezó a hacerme preguntas, pero yoaún
estaba intentando recobrar el
aliento, así que no le hice caso.
Finalmente inspiré una gran bocanada
de aire, seguida de varias
respiraciones progresivamente más
calmadas. No dejaba de ver el
resplandor inicial de la explosión. Mi
mente completaba el resultado,
aunque no estuviese allí, basándome
en la muerte de mamá.
—Lo siento —respondí—. ¿Qué
quería?
Le he matado. Le he hecho volar
en pedazos, igual que mamá.
Entonces vio la sangre en mi hombro
y las quemaduras en mi cara
.—Te han disparado —giró la
cabeza y gritó—. ¡Gurney, ven aquí!
Parecían decepcionados, casi,
cuando vieron que la causa de la
sangre era una rozadura superficial a
lo largo del hombro y que las otras
heridas eran las quemaduras de
pólvora. Después de vendar el
hombro, una enfermera me sacó los
granos de la cara con unas pinzas muy
finas.
—Si no las sacamos, serán como
tatuajes
Antes de que acabasen conmigo,
dos policías de Baltimore aparecieron
y esperaron en la puerta. Les pregunt
épor qué estaban allí.
—Por la herida de bala. Tenemos
que informarles. Te sorprendería la
cantidad de trapícheos de drogas que
salen mal y acaban en este lugar. No
quieren hablar con los polis, claro,
pero quieren vivir. Somos los mejores,
así que sus amigos los dejan aquí y se
van. ¿Quién te ha disparado?
Negué con la cabeza lentamente,
con cuidado, procurando no tirar del
hombro. Me quedé mirando la pared.
Está muerto.
Ella frunció el ceño y volvió a
comprobar mis pupilas, utilizando una
pequeña linterna para comprobar
lacontracción y si tenía una conmoción
cerebral.
—No es problema mío. Tendrás
que decírselo a ellos —bajo la linterna
y me dio unos toques en las pequeñas
heridas faciales con Neosporin
dérmico—. No vale la pena ni poner
tiritas. Mantenlas limpias y se te
curarán enseguida. A menos que te
vuelvan a disparar.
Asentí lentamente, aún mirando a
la pared.
—Gracias.
Salió hacia los polis por la única
puerta de la habitación.
—Es todo suyo —les dijo
.Los dos se volvieron para verla
marcharse por el pasillo. Mientras
tenían las cabezas vueltas, salté.

Utilicé un traje de neopreno de


cuerpo entero y un equipo de
submarinismo para recuperar todo lo
posible del cuerpo del secuestrador.
No era un asunto de respeto por el
muerto, sino más bien de respeto por
el medio ambiente. Cada vez que
pensaba que su sangre estaba en el
agua, apretaba más con los labios la
boquilla del regulador.
Había muchos pedazos pequeños,
pero la sangre se había diluido. Un
acorriente subterránea llenaba el foso y
otra lo secaba, un hecho del que no
me percaté hasta que me di cuenta de
que la corriente me llevaba hacia un
lado del fondo. Llevaba una bolsa de
malla fina para meter los trozos y sólo
pude hacerlo al mediodía, cuando la
luz del sol llegaba la superficie del
agua.
Las piernas y los brazos estaban
prácticamente intactos y había
encontrado la cabeza boca abajo, con
el pelo flotando como un alga. No le
miré a la cara, sólo metí la cabeza en
la bolsa apartando la vista.
Vomité mucho
.La primera vez no logré sacarme
el regulador de la boca y el vómito
llenó la boquilla. Estaba a seis metros
de profundidad, donde había más
profundidad, y tuve que dar patadas
para subir a la superficie, ahogándome
y escupiendo. Salté al manantial del
cañón encajonado para enjuagar la
boquilla.
No quería usar el agua del foso.
Durante el segundo día, cuando ya
tenía todo lo que pensaba que iba a
encontrar, vacié tres cubos de percas,
dos cubos de siluros pequeños y
cuatro cubos de cangrejos de río en el
agua. Cuando compré los peces,
elproveedor de cebo de Stillwater me
habló bastante sobre la pesca con
sedal. Le escuché con atención y le di
las gracias cuando acabó.
Esperaba que los peces y los
cangrejos encontrasen el resto del
secuestrador. Podía llamarse mi
propio método de biorremedio.
Tres días después del secuestro,
dejé los trozos del cuerpo en la pista
de Larnaca, Chipre, en una tina de
lavar galvanizada, tapada con plástico
transparente para evitar las moscas.
Consideré dejar una nota, explicando
que su propia bomba le hizo aquello,
pero pensé que sería mejor dejarlo así
.Si querían pensar que yo le había
hecho aquello, bueno. Quizá
disuadiría al próximo secuestrador.
¿Quién recogió el cuerpo de
mamá?
Millie me abrazaba cada noche
mientras yo lloraba
.
17

Hubo mucho debate sobre las


imágenes en las que yo aparecía sobre
el ala del 727. Aunque las captaron
dos agencias de noticias diferentes, así
que se supuso que había algún tipo de
conspiración. Las vistas, con el zoom
del vídeo a tope, sólo me sacaban de
espaldas. Cuando apareció la tina de
lavar galvanizada tres días después, el
debate se intensificó.
Para explicarlo, el National
Enquirer sugirió ovnis, el fantasma de
Elvis y un nuevo remedio anti-
secuestro aéreo.
Se habló mucho del origen
americano de la tina de lavar
galvanizada. Algunos hablaron de
tortura, pero la autopsia chipriota
declaró muerte por explosión con
inmersión subsiguiente en agua fría.
Entonces se acordaron de los
terroristas empapados del secuestro
del avión de Air France. Las
entrevistas de aquel incidente
estuvieron más tiempo en antena,
junto con la prácticamente
incoherente entrevista con la azafata
de la Pan Am
.Vi un poco la cobertura, leí un
poco, pero lo que relataban me
deprimía. Me volví a preguntar si
habría otros teletransportadores allí
fuera, observando esas historias. El
sábado, una semana después del
secuestro, salté al Dairy Queen de
Stanville y me compré un cucurucho.
Atravesé la calle hasta una plaza y me
senté en uno de los bancos con la
pintura verde descascarillada. Había
restos de nieve sucia con pisadas
alrededor, pero no hacía viento bajo el
cielo gris y la temperatura no llegaba
al punto de congelación.
La gente salía del sótano de laiglesia
bautista en grupos de dos o
tres. Una mujer se separó de uno de
los grupos y caminó hacia mí.
—Te conozco.
Me puse tenso, a punto de saltar;
entonces la reconocí. Era Sue
Kimmel, la chica que había
organizado la fiesta, la que me había
llevado a su habitación.
—Yo a ti también —respondí. Me
sentí incómodo—. Eh… ¿Cómo te va
la universidad?
Se puso a reír con el tipo de risa
que deja traslucir dolor.
—Bueno, la universidad no me fue
bien. Lo voy a intentar otra vez e
nverano.
—Lo siento. ¿Cuál fue el
problema? —pensé demasiado tarde
que probablemente ella no querría
hablar de ello.
Se sentó en el borde del banco, ni
cerca ni lejos, y estiró las piernas.
Llevaba las manos metidas en los
bolsillos de su abrigo.
—La bebida. El problema fue la
bebida.
Me moví, incómodo.
Ella señaló con la barbilla hacia la
iglesia.
—Acabo de salir de una reunión
de AA. Hace sólo un mes que h
esalido de Red Pines —Red Pines era
un centro de desintoxicación que
había a las afueras de Stanville. Se
estremeció—. Es más duro de lo que
creía.
Pensé en papá y en sus botellas de
whisky.
—Espero que funcione.
—Tiene que funcionar —dijo,
sonriendo de nuevo. Miró mi
cucurucho, del que sólo quedaba la
mitad—. Vaya, eso tiene buena pinta.
¿Te importaría venir conmigo a por
otro?
—Bueno, pero tomaré café.
Volvió a mirar hacia la iglesia
.—Yo ya he tomado bastante café.
Somos muy fanáticos del café en AA.
Fuimos andando hasta el DQ y le
compré un cucurucho a ella y a mí un
café pequeño. Nos sentamos en el
reservado del rincón y yo apoyé la
espalda en la pared.
—Tu padre es alcohólico,
¿verdad?
Me sorprendió el comentario y
aún más mi primera reacción:
defenderle.
—Sí… y tanto.
—Vino a dos reuniones el mes
pasado, pero se marchó antes de que
empezaran. Tenía un aspecto terrible
,como si estuviese temblequeando.
Alguien le vio después en el Gil's, las
dos veces. Un alcohólico avanzado
puede matarse intentando
desintoxicarse por sí solo. ¿Lo sabías?
Negué con la cabeza.
—No.
Sue asintió.
—Sí, los aldehídos sustituyen a los
neurotransmisores y si dejas de beber
de golpe, te quedas sin esos pequeños
mensajeros, sin chispas químicas.
Pueden darte convulsiones y te puedes
morir. ¿Ves mucho a tu padre?
Negué con la cabeza.
—No
.—Bueno, pues debería ponerse en
tratamiento. Creo que incluso él lo
sabe, pero no puede hacer el último
esfuerzo, dar ese duro paso.
Le di un sorbo al café y no dije
nada por un momento. Luego le
pregunté:
—¿Qué te hizo buscar ayuda?
Sue parecía incómoda.
—Muchas cosas. Beber a
escondidas. Beber en clase.
Alucinaciones. Como cuando aluciné
en la fiesta a la que viniste. Esto,
viniste a mi fiesta, ¿verdad?
—Oh, sí.
—Bueno, pues tuve una extrañ
aensoñación en la que tú salías volando
por la ventana de mi cuarto de baño.
Me la quedé mirando.
—No me mires así. Sé que es una
locura.
Se me empezaron a enrojecer las
orejas.
—De todos modos, quiero
disculparme por cómo me comporté
aquella noche. Iba bastante bebida.
He tenido que disculparme muchas
veces. Lo llamamos el noveno paso.
Me atraganté con el café. ¿El
noveno paso?
Cuando volví a respirar con
normalidad, le comenté:
—Mi madre no era alcohólica,
pero decía que estaba haciendo el
noveno paso conmigo antes de irse a
Europa. Antes de morir.
Ella asintió.
—Ya, Alanon está basada en el
programa de los doce pasos, como
AA. Yo estaba bajo tratamiento
cuando murió tu madre, pero mis
padres me lo contaron. Sentí
enterarme de ello.
—Uhm.
Ella suspiró.
—Espero no haber hablado
demasiado. Tiendo a hablar y hablar
de ello. Es como una religión, y
asabes, y soy una conversa nueva.
—No importa.
Hablamos un rato sobre amistades
comunes y después tuvo que
marcharse.
—Me alegro de haberme acercado
a ti —dijo.
—Yo también —respondí.
Era cierto.
Después de que se fuese, me
quedé mirando la taza vacía. Me
preguntaba si papá aún tenía a la NSA
acampando delante de su casa.
Había una cabina junto a los
lavabos del Dairy Queen, pero me
gustaba ir allí. Era una parte agradabl
ede mi pasado. Si llamaba desde allí, la
NSA se apostaría en espera de mi
regreso. Salí y me fui a la parte
trasera, junto al cubo de basura, y
salté a la estación de autobuses de
Stanville.
La pequeña sala de espera con las
máquinas expendedoras parecía
exactamente igual que dieciocho
meses antes, cuando me marché a
Nueva York. Parte del miedo y de la
tristeza de aquel entonces parecían
impregnar el lugar. Entré y puse un
cuarto de dólar en la cabina.
El teléfono sonó dos veces y
contestó papá
.—¿Diga? —sonaba irritable y supe
que necesitaba un trago.
—Hola, papá.
Los ruidos de habitación
habituales a los que normalmente no
prestas atención desaparecieron y, al
hacerlo, se hicieron evidentes. Me
sentí aún más triste.
—No tienes que tapar el auricular,
papá. Saben cómo localizar la
llamada. Tartamudeó:
—¿De qué estás hablando?
—Ponte en tratamiento, papá.
Tienes seguro. Inscríbete en Red
Pines.
—¡Diablos, no! ¿No sabes l
adiferencia entre un borracho y un
alcohólico?
Era un viejo chiste; la respuesta
era «los borrachos no tienen que ir a
todas esas reuniones». Antes de que
pudiese acabar la gracia, le dije:
—Sí. Los borrachos empeoran
hasta que mueren. Algunos
alcohólicos mejoran.
Me respondió:
—¡Vete a la mierda!
—Ponte en tratamiento.
Se calló un momento.
—¿Por qué estás huyendo de esos
hombres del gobierno? ¿Es que no
tienes respeto por tu país
?Entonces casi le cuelgo, enfadado.
Respiré hondo y le contesté:
—Tengo más respeto por la
Declaración de Derechos que ellos.
Tengo más respeto por la constitución
que ellos. No soy ninguna amenaza
para ellos, pero no se lo creen.
Probablemente no pueden creerlo.
Oí un chirrido de ruedas en el
aparcamiento; nada exagerado. Era
más bien el ruido de alguien que había
entrado demasiado deprisa, pero ya
sabía de qué se trataba.
—Ponte en tratamiento, papá.
Antes de que mueras. Antes de que
jodas la vida de alguien más
.Dejé el teléfono colgando, salí al
vestíbulo que llevaba a los servicios y
me quedé dentro, en la sombra.
Abrieron de golpe ambas puertas a
la vez, cuatro hombres, cada uno
llevando algo parecido a una escopeta
de cañón corto de gran calibre. ¡Dios
santo! ¿Qué diablos es esto? Juro que
había algo que sobresalía del cañón de
la escopeta y que brillaba bajo la luz
fluorescente de la estación. Entonces
uno de los hombres me vio y se apoyó
el arma en el hombro.
Salté.
Llamé al doctor Perston-Smythe
desde una cabin a de la ca
lle. mucho que explorar de
Todavía
tenía
Washington, pero permanecía lejos del
Malí. No quería que vigilasen el
Museo del Aire y el Espacio antes de
que tuviese oportunidad de visitarlo.
Contestó su propio teléfono y me
pregunté si tendría a un agente
sentado en su oficina, con uno de esos
rifles de cañón corto en la mano, o
una de las pistolas lanzadardos como
la que me dispararon la primera vez
en casa de papá.
—¿Qué diablos son esos horribles
rifles que llevan por ahí?
Inspiró con fuerza.
—¿Qué quiere, señor Rice
?—Quiero que me dejen en paz.
No estoy perjudicando a nadie, ni
mucho menos la «seguridad nacional»,
y ustedes se están pasando de la raya.
Se oyó un clic y la voz de otra
persona entró en línea.
—Señor Rice, por favor no
cuelgue. Soy Brian Cox.
—¿Seguro que no se pasa todo el
día en el despacho del Dr. Perston-
Smythe?
—Bueno, no. Acordamos que me
pasaría la llamada en caso de que
usted llamase. El Dr. Perston-Smythe
ya no está en línea.
—¿Qué quiere
?—Queremos sus servicios.
—No.
—De acuerdo, pues queremos que
nos diga cómo lo hace.
—No.
—En realidad, ya está trabajando
para nosotros. Buen trabajo lo que
hizo en Argel y en Larnaca. Sobre
todo en Larnaca.
Noté que arrugaba la nariz.
—No mucho. No fui a por ellos
por ustedes.
Se rió en voz baja y yo volví la
cabeza, mirando las calles. Me
pregunté si estaba intentando
distraerme deliberadamente, par
adejar que los otros se me acercasen a
hurtadillas. Estaba desesperado por
preguntarle si conocían a otros
teletransportadores, pero estaba
seguro de que sería capaz de
mentirme acerca de ello, para
atraerme. No quería que supiese
aquella obsesión, para que la pudiese
utilizar.
—Bueno, aunque fuese por vengar
la muerte de su madre, a nosotros nos
sirve. Podríamos llevarle hasta Matar.
Qué cabrones.
—¿A cambio de qué?
—Ah. De un favor aquí y allá.
Nada arduo, ni siquiera desagradable
.Por supuesto nada peor que lo de
Larnaca.
No debería haberlo hecho, pero le
dije:
—Se hizo explotar a sí mismo. Lo
único que hice fue recoger los trozos.
Habría muerto toda la gente del vuelo
si no lo hubiese hecho.
—Oh—su voz era completamente
neutral. No sé si me creyó o no—.
¿Cómo puede estar seguro ? Por lo
que sabemos, podría haberse
entregado cinco minutos más tarde.
¿Está seguro de que no puso a los
pasajeros aún más en peligro? Puede
que nunca hubiese apretado el botó
nsi usted no hubiese interferido.
Estaba verbalizando lo que yo me
había estado diciendo durante toda la
semana.
Se aproximaba un coche
lentamente, con cuatro hombres
dentro. Otros venían por las aceras.
Llevaban abrigos largos, abiertos;
todos llevaban una mano pegada a un
lado, aguantando algo debajo del
abrigo. Se detuvieron a unos cuarenta
metros, a plena vista.
—Veo a sus hombres, Cox.
—Bueno. Permanecerán lejos
mientras hablamos.
—¿Por qué se molesta? ¿Cree qu
epueden atraparme? ¿Qué es esa
horrible pistola que llevan por todas
partes?
—Tranquilizante.
Pensé que estaba mintiendo. El
calibre era demasiado grande.
—¿Y si soy alérgico a la droga?
Salto a algún sitio y muero. Están
locos.
—Debería trabajar con nosotros.
Protegemos el país. ¿Es eso algo
malo?
—Voy a vomitar.
—¿Quiere a Matar?
—Lo atraparé yo mismo.
—Al final le cogeremos, a menosque
quiera seguir escondiéndose para
siempre.
—¿No temen que me vaya al otro
bando? Con la perestroika y todo eso,
cada vez veo menos diferencias. Ellos,
al menos, están empezando a
deshacerse de su policía secreta.
Nosotros aún les tenemos a ustedes.
Déjenme en paz.
—¿Y qué me dice de su padre?
—Hagan con él lo que quieran—
respondí—. Se lo merece.
Colgué el teléfono y salté.
Pasé ocho horas en el aire volando
desde el aeropuerto DFW hasta
Honolulú. Unos terroristas del Ejército
Rojo Japonés habían secuestrado y
retenido a trescientos turistas a las
afueras del aeropuerto de Honolulú.
Para cuando llegó mi avión, todo
había acabado.
Un asalto de las tropas especiales
de la Armada de Pearl Harbour,
apoyado por las fuerzas especiales del
ejército de Schofield Barracks, liberó
a la mayoría de los rehenes. Las bajas
fueron «pocas», dos turistas, un
soldado y seis o siete terroristas.
Honolulú era precioso, el agua
increíblemente azul, las montañas
verde esmeralda, pero me fui después
de adquirir un lugar de salto
,profundamente deprimido. Uno de los
muertos era una mujer, de la edad de
mamá.
—No puedes estar en todas
partes.
Estaba sentado en una alfombra
de piel de oveja, metiendo ramitas en
la estufa de madera. Tenía frío. Desde
que recogí el cuerpo del secuestrador
del agua fría y oscura del foso, había
sido incapaz de entrar en calor.
Incluso en el templado Hawai el sudor
era frío.
Millie estaba sentada a mi lado,
con su bata abierta sobre la piel
desnuda, cómoda. Yo aún iba vestido
,con el abrigo cubriéndome los
hombros.
—Ya lo sé —me apreté las rodillas
contra el pecho. El calor de la estufa
era casi doloroso para mi piel, pero no
me llegaba a los huesos.
Ella quería que fuese a ver a un
terapeuta, otro doloroso eco de mamá.
Yo no quería.
Se desplazó sobre la alfombra,
apoyándose en mí, con su cabeza en
mi hombro. Volví la cabeza y le besé
en la frente.
—Tú crees que si coges a Matar,
todo habrá terminado. Que de alguna
manera pondrá todo en su lugar. Cre
oque te equivocas.
Negué con la cabeza, aún más
cerca del fuego. Continuó hablando:
—Creo que te darás cuenta de que
no servirá de nada. Y tengo miedo de
que te maten cuando pase. Puedes
saltar lejos de pistolas, cuchillos o
bombas, pero hasta que no puedas
saltar lejos de ti mismo, no te librarás
del dolor. No a menos que te enfrentes
a él y lo superes.
—¿Que lo supere? ¿Cómo?
—Deberías ver a un terapeuta.
—¡No empieces otra vez!
—Un terapeuta no te va a matar…
no como un secuestrador. ¿Por quéserá
más fácil llevar los hombres a la
guerra que a ver un consejero?
—¿Es que debería dejar que las
cosas pasen? ¿Debería dejarle matar a
gente inocente?
Miró al fuego un momento, y
luego respondió:
—Hoy han puesto una entrevista
con un palestino en la CNN. Quería
saber por qué el misterioso
antiterrorista no rescató a los niños
palestinos de las balas israelitas.
—No puedo estar en todas partes
—me estremecí al decirlo. Sonrió.
—¿Entonces dónde pones el
límite? Porque sabías que la situación
en Honolulú no tenía nada que ver
con extremistas chiítas antes de que
fueras hacia allá. Sabías que Matar no
estaría entre ellos.
Volvíamos a estar como al
principio.
—¿Es que no puedo estar alerta?
¿Cuando podría hacer algo?
—Vete a trabajar con los
bomberos. Podrías rescatar a más
gente con menos peligro. Me temo
que acabarás como la NSA si sigues
así. Cuanto más te asocies con
terroristas, más terrorista será tu
comportamiento.
Me aparté de ella
.—¿De verdad que he empezado a
comportarme así?
Negó con la cabeza y me acercó a
ella.
—Lo siento. Es lo que temo.
Puede que si te lo recuerde con
frecuencia, no pase.
Me dejé caer en sus brazos,
acurrucándome, y con la cabeza en su
hombro.
—Eso espero.
Atenas, inicio de muchos
secuestros, fue el escenario del
próximo. Un DC—10 de la Olympia
Airlines despegó de Madrid y, diez
minutos más tarde, pidió un aterrizaj
ede emergencia debido a la
despresurización. Al mismo tiempo
pusieron su transpondedor de vuelo a
7500, la señal internacional de
secuestro aéreo.
El avión había aterrizado hacía
dos horas cuando me enteré por la
Manhattan Media Services.
Había unidades del ejército griego
en el lugar, rodeando el avión, cuando
llegué a la terminal. Empecé buscando
a la prensa primero, porque supuse
que sabrían algo acerca del número de
secuestradores, sus armas y sus
exigencias.
El reportero de Reuters de Arge
lestaba allí. Se le quedaron los ojos
como platos cuando me vio, salió de
su posición en primera fila y me
apartó del grupo de periodistas.
—Eres tú—susurró, nervioso—.
Pensé que eras tú en las imágenes—
no paraba de mirar a su alrededor,
ansioso por adelantarse a los demás.
—¿De qué está hablando? —me
pregunté si aquello era un desastre o si
podría utilizarlo de algún modo.
—No te vayas. ¡Déjame
entrevistarte!
—Relájese. Atraerá a todos sus
colegas y me iré.
Respiró hondo y bajó los hombros
.—¡Lo sabía! —susurró—. ¿Por
qué no vamos a un lugar más
tranquilo?
—¿No se le olvida algo? —le
pregunté, señalándole con la cabeza
hacia la ventana de la terminal. El
avión estaba al final de la pista, a unos
ochocientos metros.
Se mordió el labio.
—¿Después?
—Depende. ¿Qué está pasando
con el secuestro? ¿Qué puede
contarme?
—Entonces, si te digo lo que sé…
—Puedo preguntar allí —contesté,
señalando al resto de la prensa con e
lpulgar.
—Vale, vale. Toma mi tarjeta —
me entregó una tarjeta blanca con la
cabecera de Reuters, su nombre,
Jean-Paul Corseau, y un teléfono, un
fax y un télex
—Son tres. Llevan pistolas. Había
un guardia de paisano que hirió a uno,
pero los otros dos le mataron. En la
refriega, una bala salió por una
ventana de primera clase. Sólo habían
alcanzado los dos mil cuatrocientos
metros de altura, así que no era muy
grave, pero el piloto insistió en
aterrizar. Exigen un avión de
recambio. No dejan que el piloto salga
de la pista de despegue, así que están
redirigiendo el tráfico hacia otras
pistas.
—¿Han pedido algo más? ¿De
dónde son?
—De momento, no. Son de ETA,
independentistas vascos. La mayoría
de los pasajeros son españoles.
—¿Vascos? ¿Desde cuándo los
vascos secuestran aviones? Pensaba
que se dedicaban a los atentados.
Se encogió de hombros.
—¿Nada más? ¿Está grave el
tercer secuestrador?
—No lo sabemos.
—Vale, gracias. Si sale bien, ledaré algo
después —miré a mi
alrededor. Nadie parecía estar
mirándonos—. ¿Qué es aquello? —
pregunté, apuntando a la prensa.
Corseau volvió la cabeza y salté.
Uno de ellos estaba en la puerta,
mirando hacia fuera, vestido con una
chaqueta de piel y con una pistola en
la mano. La puerta trasera estaba
cerrada y todas las ventanillas
también. Uno de ellos estaba en la
cabina de mando, apenas visible.
Estaba usando la radio. Aquello
dejaba a uno, el herido.
En un DC—10 la puerta delantera
está detrás de la sección de primer
aclase, con una separación delante
dividida en dos pasillos, uno hacia el
frente y otro hacia el final. Una cocina
en el medio lleva al segundo pasillo.
Salté en medio de la cocina, tapado en
la parte delantera por la separación y
en la trasera por la cocina.
No vi a nadie mirando al hombre
de la puerta, el cual me daba la
espalda, pero era posible. Decidí
arriesgarme y salté detrás de él, le
puse una mano alrededor de la cintura
y la otra en la boca. Salté con él al
foso, le dejé caer, y salté de vuelta a la
cocina. Escuché. Nadie parecía
haberse dado cuenta. Utilicé el espejo
de dentista para mirar hacia delante.
Un hombre con un traje arrugado
estaba apoyado contra el mamparo
delantero, y una extraña pistola en su
mano derecha apuntaba en dirección a
los pasajeros. La sangre le empapaba
el costado izquierdo de la chaqueta,
hasta abajo, y se apretaba el brazo de
aquel lado contra el cuerpo. Tenía la
cara cubierta de sudor y estaba muy
pálido. Desde donde estaba, podía ver
el pasillo junto a la puerta.
A sus pies vi la cabeza y el brazo
de un cuerpo inmóvil, con la mano
extendida, los dedos hacia arriba,
medio abiertos, casi implorando.Me
fui hasta el otro pasillo y usé el
espejo para examinar la puerta de la
cabina de mando.
Estaba abierta y pude ver al tercer
terrorista allí de pie, con los
auriculares en la cabeza. Estaba justo
en la entrada, agitando la pistola para
enfatizar lo que estaba diciendo.
Desde mi ángulo, la única
tripulación que veía era el piloto,
sentado sin moverse, con la cabeza
hacia delante. Tenía una calva.
Saqué la barra de acero de mi
bolsa. No veía cómo podría llevarme
al terrorista de la radio de un salto sin
que me viese el otro. Alcé la barra po
rencima de mi cabeza y salté.
Aparecí en la puerta de la cabina y
la barra golpeó la parte trasera de la
cabeza del terrorista. Tuve la vaga
impresión de que caía hacia delante,
pero me giré de inmediato para bajar
la barra sobre la mano del terrorista
herido. Oí crujido de huesos y me
encogí.
La pistola cayó hacia delante y el
pasajero del asiento delantero la cogió.
El terrorista se desplomó en el suelo
de repente, cogiéndose la muñeca y el
costado. Había sangre en la pared
detrás de él.
Miré hacia el interior de la cabina.El
ingeniero de vuelo y el copiloto
sujetaron al terrorista inconsciente
mientras el piloto le quitaba la pistola
de la mano. Miró a la puerta, con
miedo y determinación en la cara.
—No dispare —le dije, sonriendo
—. Estoy de su parte —me di la
vuelta y caminé por el pasillo, pasando
por la cocina, hasta clase turista. Oí
que el piloto salía de su asiento y me
seguía. Todo parecía estar bien. Las
azafatas estaban al final del avión.
—¿Dónde está el tercero? —
preguntó.
—Ah. Eh… le he puesto en
espera. Volveré con él en un
segundo.Me fui de un salto al
barranco
encima del foso.
El hombre con el largo abrigo de
piel estaba en la isla, temblando.
Había conseguido conservar la pistola
y estaba de pie, con los brazos
cruzados, encorvado hacia delante. El
agua chorreaba del abrigo. No paraba
de mirar a un lado y a otro.
—Tira el arma —grité.
Alzó la cabeza de golpe, y las
gotas de agua brillaron bajo los
últimos rayos del sol de mediodía. Me
apuntó con la pistola y me gritó algo
en una lengua que no conocía.
Salté al borde de la pared, en elotro lado,
detrás de él.
—Tira el arma —volví a gritar.
Se dio la vuelta con rapidez, esta
vez disparando. La bala dio en la
piedra a unos cuantos metros a la
izquierda.
Salté detrás de él, en la isla, y le di
en la cabeza con la barra. El gritó y
cayó de rodillas, llevándose ambas
manos a la cabeza. Le golpeé en la
mano que llevaba la pistola y ésta
cayó. La recogí rápidamente y me
separé de él.
La pistola era de plástico. Había
leído acerca del tema; podían pasar
los detectores de metales de
laeropuerto.
Se aguantaba la cabeza y decía
cosas que sonaban como insultos,
fuese la lengua que fuese.
Le hice gestos para que se pusiese
boca abajo y me escupió. Alcé la
barra de manera significativa. Él se
encogió y se estiró boca abajo. Me
puse la pistola en el bolsillo y le até las
manos a la espalda con una brida;
luego le levanté y salté con él de
vuelta a Atenas, al pasillo del DC—10.
El capitán estaba allí, hablando en
griego con una de las azafatas. Ambos
dieron un respingo cuando aparecimos
el prisionero y yo.—Perdonen —dije
—. Aquí está el
tercer secuestrador.
El capitán asintió lentamente y
salté.
Permanecí fuera de la vista
mientras los pasajeros salían del avión
en tropel. Dos de los terroristas
salieron en camillas. El tercero salió
rodeado por la policía. Detrás de la
tripulación y las azafatas apareció una
última camilla, tapada. Era triste, pero
no me afectó tanto como con los
turistas de Hawai.
Cuando leyeron el comunicado
oficial a la prensa, le di un toque en el
hombro a Corseau, el tipo de Reuters
.Giró su grabadora hacía mí y yo
negué la cabeza.
—De acuerdo —dijo, apagándola
—. ¿Puedo entrevistarte?
Pensé en ello.
—¿Dónde es su próximo trabajo?
¿Se encontró con éste porque estaba
aquí, de tránsito?
—Sí. Iba hacia El Cairo.
—¿Dónde está su equipaje?
—Está todo aquí. Lo había
facturado y estaba a punto de
embarcar cuando ocurrió todo esto.
Sonreí.
—Bien —me puse detrás de él.
Empezó a volverse—. No se mueva
.Miré a mi alrededor; nadie nos
miraba. Le agarré por el cinturón y
salté con él, la funda de la cámara, el
ordenador portátil, y todo, a la
terminal del aeropuerto de El Cairo,
en la acera detrás de la parada de
taxis.
—¡Merde! —casi se le cae el
portátil. Le sujeté.
—¿Reconoce dónde está?
—Sí.
—Bien —dije. Salté.
En Hawai eran cinco horas antes
que Oklahoma, así que imaginé que
podría recoger a Millie a las once,
hora local, y pasar una buena tarde
enHonolulú. Salté allí desde El Cairo y
cogí un taxi hasta el aeropuerto.
Era extraño. A excepción de la
ciudad de Nueva York, Hawai era el
único lugar de los EE.UU. donde
había estado en el que me sentía
como en otro país. Aunque los
letreros y las señales estaban en
inglés, el paisaje no cuadraba. Pero
era precioso y, por primera vez en
semanas, tenía calor.
Pasé la tarde paseando por
Waikiki. Me compré una camisa
hawaiana para mí y un mu-mu para
Millie, y reservé una mesa en un
restaurante del Royal Hawaiian. El dí
asiguiente era sábado, así que ella no
tendría que levantarse temprano.
Sentí como si fuésemos a celebrar
algo.
A las once, horario de la zona
centro, salté al dormitorio de Millie.
Iba vestido con pantalones blancos y
la camisa hawaiana turquesa que me
había comprado. Su vestido la
esperaba en Texas, pero le llevaba un
leí de orquídeas para colgárselo del
cuello.
La lámpara de la mesita, una de
esas de cuello alargado con pantalla
de metal, estaba apartada a un lado,
dejando la cama a oscuras. Di un pas
oadelante, pensando que se habría
quedado dormida, cuando algo brilló
en la cama.
Me hice a un lado y algo me dio
un golpe de refilón en la pierna. Bangs
pensé, y salté a un rincón del Adams
Cowley Shock Trauma de Baltimore.
Me miré la pierna. Un tubo
plateado, de quince centímetros de
largo por dos de diámetro, me colgaba
de allí. En un extremo, sobresalía una
fina antena. En el otro, una varilla de
acero inoxidable, quizá de unos seis
milímetros, se me había clavado en los
pantalones. Me lo saqué y vi que
cinco centímetros después acababa enuna
púa, una especie de arpón. Había
un fluido claro que se acumulaba en la
punta y me incliné hacia adelante.
Tenía un agujero.
Bueno, Cox no me había mentido.
Era un tranquilizante. Pero, Dios, si
aquella púa se me hubiese metido un
poco más en la pierna, no me la
habría podido sacar. También había
un poco de sangre, pero parecía que
sólo me había rozado, enganchándose
en los pantalones. Y el dispositivo de
la antena quería decir que tendría
algún sistema de seguimiento.
La imagen era escalofriante. El
arpón se me habría metido en lapierna y
yo habría saltado. Antes de
que me lo hubiese podido sacar, el
tranquilizante me habría tumbado. Y
el sistema de seguimiento haría el
resto. ¿Podrían rastrearlo por satélite?
¿Cuánto tardarían en llegar? ¿Lo
habrían diseñado sólo para mí o
estaban utilizando una tecnología
existente para un problema habitual?
Es decir, ¿habría más
teletransportadores a los que ya
habrían cazado?
Salté a Central Park, a oscuras y
frío, vestido con mi camisa hawaiana
de manga corta y sandalias. Mi navaja
sacó el arpón. Me pasó por la cabez
adestrozarlo. ¿Qué han hecho con
Millie?
Esperé cinco minutos y volví a
saltar, hasta la parada de camiones en
Minnesota. Un enorme camión de
grava, vacío, estaba saliendo del
aparcamiento. Salté detrás de la
cabina y tiré el arpón al volquete. Le
oí que golpeaba con eco; entonces el
camión aceleró por el tramo de acceso
hacia la entrada a la autopista.
Me pregunté adonde iría.
No fue una noche agradable. El
poco sueño que logré conciliar estuvo
repleto de pesadillas. El amanecer me
encontró encogido frente a la estufade
madera rompiendo astillas que no
necesitaba en trozos más y más
pequeños.
El complejo de apartamentos de
Millie estaba plagado de agentes de la
NSA aquella mañana, pero si ella
estaba allí, no fue a ninguna parte. Lo
observaba desde un tejado, con los
prismáticos. Cuando llamé, una mujer
contestó el teléfono, pero no era ni
ella ni su compañera de piso, así que
colgué sin hablar.
En Topeka, Kansas, llamé al
cuñado de Millie, el abogado. Le di a
la recepcionista un nombre falso.
—Tu cuñada, Millie Harrison,
fuesecuestrada ayer por agentes de la
Agencia de la Seguridad Nacional.
—¿Quién eres?
—Un amigo de Millie. Están por
todo el complejo de apartamentos y ni
ella ni su compañera de piso están en
casa.
—¿Cómo te llamas?
—Por favor, haz lo que puedas—
colgué.
Un proveedor de acuarios en
Manhattan me vendió un cilindro de
dos mil dólares de plástico Lexan
transparente de siete centímetros de
grosor. Hacía casi un metro setenta de
alto y noventa centímetros d
ediámetro. Quiso venderme también el
fondo con junta de acero y accesorios
para los conductos del filtro, pero
decliné su oferta. No lo iba a usar
como acuario.
Salté con el tubo a la vivienda del
precipicio y enseguida lo eché a
perder como recipiente para meter
peces, porque remaché dos asas por
dentro, a media altura. Cuando me
colocaba dentro del tubo cogiendo las
asas, me llegaba desde los tobillos
hasta por encima de la cabeza,
protegiéndome todo el cuerpo.
Salté al despacho de Perston-
Smythe en D.C.Un arpón golpeó el
escudo de
plástico y rebotó. El Dr. Perston-
Smythe no estaba en su despacho,
pero un hombre en un rincón dejó el
lanza arpones y se lanzó hacia mí, con
los brazos abiertos.
Salté a un lado un metro y medio,
junto a la librería. El hombre pasó por
el espacio que dejé y se estampó
contra la mesa, intentando protegerse
con las manos en el último segundo.
Falló y se dio con la cabeza y el
hombro izquierdo con el borde de la
mesa. Cayó al suelo, gimiendo.
Salté fuera del tubo y me puse a
escuchar en la puerta. No parecía
queviniese nadie. Cogí el arma de su
funda en la espalda, le agarré por el
cinturón y lo levanté. Él empezó a
forcejear. Salté con él a la playa de
Tigzirt, Argelia, y lo dejé boca abajo
en la arena.
Me encontraba detrás de la mesa
de Perston-Smythe cuando éste volvió
a su despacho. Estaba solo. Le apunté
con el arma del agente y le pedí que
cerrase la puerta. Entonces, después
de cachearle, salté con él al desierto,
en las estribaciones de El Solitario.
Cayó de rodillas cuando le solté.
Me aparté unos tres metros de él y me
senté en una roca.Se puso a mirar a
su alrededor,
entrecerrando los ojos bajo el sol
abrasador.
—¿Cómo lo hace?
Si mi mente no hubiese estado
centrada en Millie, podría haber
encontrado divertida su expresión.
—¿Dónde está Brian Cox?
—¿Eh? En su despacho, supongo.
¿También lo trajo aquí?
—¿Dónde está su despacho?
Vaciló un momento.
—Bueno, está listado en el
Directorio del Gobierno. Supongo que
puedo decírselo. Organiza su pequeño
espectáculo desde el Edificio Pierce
,encima del Departamento de Estado.
—¿No está en Ford Meade?
—No. La NSA tiene oficinas por
todas partes. ¿Qué le ha hecho a
Barry?
—¿Quién es Barry?
—El agente de mi despacho. El
del turno de la mañana.
—Ah. Bueno, Barry se ha ido a la
playa. ¿Dónde se han llevado a Millie
Harrison?
—Nunca he oído hablar de ella.
Le apunté con el arma en la
cabeza.
—Dios. Es cierto. Nunca he oído
hablar de ella. ¿Está seguro de que
yotendría un motivo? Recuerde con
quién está tratando. Esos tipos no le
dicen nada a nadie, a menos que se
vean obligados a hacerlo.
Bajé el arma.
—Le recuerdo que de alguien con
mi talento es muy difícil huir. Si me
entero de que me está tomando el
pelo, se va a enterar.
—Es la verdad. Nunca he oído
hablar de ella. Mi único trabajo tiene
que ver con Oriente Próximo.
—Dése la vuelta.
—¿Va a dispararme?
—No a menos que me obligue a
hacerlo. Dese la vuelta. Se
moviólentamente. Le agarré y salté con
él
hasta la terminal del aeropuerto de
Ankara, Turquía, y lo dejé allí. Supuse
que tendría su tarjeta American
Express.
Cuando volví a comprobar el
apartamento de Millie, habían
reducido el número de agentes en el
complejo. Había dos hombres fuera,
medio escondidos en las esquinas del
edificio. Vi a uno sacarse una radio
del abrigo y ponerse a hablar.
Le dejé en el aeropuerto de Bonn,
agitando su lanza arpones e intentando
volver a hablar por radio. La seguridad
del aeropuerto se le acercaba co
nrapidez.
No creo que su radio tuviese
alcance intercontinental.
Al otro guardia lo llevé al
aeropuerto de Orly, a las afueras de
París. Logró clavarme un codo en las
costillas, muy fuerte, pero le apreté
más y le dejé junto a un grupo de
turistas japoneses amontonados
alrededor del mostrador de
información.
Me ocupé de los que había dentro
del apartamento con el cilindro de
Lexan, evitando sus disparos y
saltando con ellos a aeropuertos de
Chipre, Italia y Arabia Saudí
.Al parecer, papá estaba
trabajando. Al menos, el coche no
estaba allí. Sólo había tres agentes en
la casa y los esparcí por Túnez, Rabat
y Lahore. Durante el proceso, me
gané otro moretón en las costillas y un
pisotón en el empeine.
Pensé en utilizar la barra de hierro
en el futuro, pero no me quería
arriesgar a matar a alguien. Estaba
dispuesto a correr ese riesgo cuando
todo un pasaje estaba en juego, pero
¿americanos?
Son terroristas a su manera.
Me estremecí, recordando la
advertencia de Millie. No quería
convertirme en uno de ellos. Y aún
peor, no quería convertirme en alguien
como mi padre.
Estaba oscureciendo en
Washington, unos densos nubarrones
tapaban la puesta de sol y venía un
aire frío del este. Entré en la estación
de trenes y llamé al número de
Perston-Smythe. Me imaginé que aún
estaría en Turquía, a menos que
llevase el pasaporte encima, pero era
Cox con quien quería hablar.
Una voz masculina, neutra, no la
de Perston-Smythe, contestó al
teléfono. Le dije:
—Soy David Rice. Quiero habla
rcon Brian Cox.
Hubo un instante de vacilación al
otro lado de la línea.
—¿Cuál es el problema? —
pregunté—. Además de que están
rastreando el número, claro.
—El señor Cox está en otra línea.
¿Puede esperar un momento, por
favor?
—No me lo trago.
—De verdad… está hablando con
el embajador de Bonn. Usted causó el
problema, después de todo.
Ah, el lanzaarpones en el
aeropuerto. Sonreí.
—Llamaré más tarde
.Cogí el abarrotado metro en hora
punta y bajé cinco paradas después.
Las estaciones limpias y con aire
fresco me sorprendieron, tan
diferentes de las de Nueva York. En el
andén utilicé otra cabina. El propio
Cox contestó la llamada.
—Ha causado muchos problemas
—dijo, enojado.
Su tono de voz me recordó al de
papá. Por un momento sentí como si
hubiese hecho algo malo,
terriblemente vergonzoso. Me quedé
sin habla, primero por el shock,
después por la ira.
Colgué el teléfono y grité co
ntodas mis fuerzas, en un arrebato de
furia. Los viajeros de aquella hora se
volvieron y se me quedaron mirando,
sorprendidos, y un tanto asustados. Un
marine uniformado que mascaba
tabaco me preguntó:
—¿Malas noticias?
—¡Que te jodan! —le respondí, y
salté a mi vivienda del precipicio en
Texas. Ojalá se atragantase.
Volví a gritar, enfadado, furioso. El
tío había secuestrado a Millie. Tenía a
gente disparándome con púas de
acero afiladas y tenía la cara de decir
que yo estaba causando muchos
problemas… Me dejé caer de rodilla
sen la cama y empecé a aporrear el
colchón.
Dios, estaba asustado.
Papá llegó a casa del trabajo
escoltado por dos agentes, uno en el
asiento del pasajero delantero y otro
detrás. Les observé desde la ventana
de la cocina mientras metía el coche
en la entrada. Me sorprendía que
fuese él quien conducía. Teniendo en
cuenta que la NSA estaba con mi
padre desde hacía ya un par de
semanas, tenían que conocer su
alcoholismo. Yo no me metería en un
coche que él condujese.
Uno de los agentes llevaba
unlanzaarpones. Se lo metió debajo del
abrigo mientras se dirigían hacia la
casa, pero afuera estaba oscuro, y no
se molestó en abrochárselo.
Le llevé de un salto al aeropuerto
de Sevilla justo después de que entrase
en la casa. Al otro agente lo llevé a El
Cairo. Cuando volví, papá estaba
corriendo por el césped hacia el
coche.
Cuando llegó a la puerta, salté al
asiento del conductor y me lo quedé
mirando a través de la ventanilla. A la
vez, la alarma empezó a sonar. Chilló
y se apartó del coche, y salió
corriendo torpemente calle abajo. Ledejé
marchar y salté de vuelta a
Washington, D.C.
Aquella vez él sólo dijo:
—Le escucho.
—¿Dónde está Millie Harrison?
—En un lugar seguro.
—¿Dónde?
—¿Por qué deberíamos decírselo?
Me quedé mirando el teléfono, y
recordé que debía comprobar las
aproximaciones a la cabina. Me
encontraba delante de una tienda de
veinticuatro horas en Alejandría.
—Deberían hacer mucho más que
decírmelo. Hay otros lugares mucho
más desagradables que lo
saeropuertos en los que pueden acabar
sus hombres. Habría sido mucho más
fácil dejarles caer desde lugares altos.
Muy altos. Y no tienen por qué ser
sólo sus hombres a los que me lleve en
mis pequeños viajes. ¿Qué diría el
presidente si saltase con él a Colombia
a charlar un rato? No creo que sea
muy popular allí entre ciertos grupos
de especial interés. ¿Y a Cuba? Sería
todo un golpe maestro: el presidente
se va en una misión de investigación.
Un viaje relámpago. Incluso
sorprendería al Servicio Secreto.
Cox estuvo en silencio durante un
instante
.—Usted no haría eso.
—Póngame a prueba.
—No tengo por qué hacerlo.
Tenemos a su novia y no sabe dónde
está. Usted no haría nada que la
pusiera en peligro.
—¿Por qué no? Usted está
dispuesto a poner en peligro al
presidente.
—No creo estar arriesgando nada.
Venga a hablar con nosotros.
Ayúdenos a entender cómo hace lo
que hace. Podemos ayudarle. Lo está
haciendo bien con esas actuaciones
antiterroristas. Podemos localizarle a
Rashid Matar
.Colgué el teléfono.
A la mañana siguiente había más
guardias en el apartamento de Millie.
Salté con ellos a Cnosos, Muscat y
Zúrich. Me estaba convirtiendo casi en
una pequeña agencia de viajes.
Esperaba que a la NSA les costase
mucho traerlos de vuelta. Cuando
comprobé la casa de papá estaba
vacía, cerrada con llave.
El metro me dejó a dos bloques
del Edificio Pierce. Un edificio
gubernamental al otro lado de la calle
no tenía seguridad y accedí al tejado
sin problemas. Desde allí veía un lado
del Edificio Pierce y la entrad
atrasera, la que llevaba al
aparcamiento. El aparcamiento estaba
vallado, con un guardia en la entrada.
Había otro guardia en una garita de
cristal en la puerta del edificio. Con
los prismáticos, vi que ambos guardias
examinaban credenciales. El de la
garita tenía que apretar un botón antes
de que se abriese la entrada al
edificio.
Un circuito cerrado de cámaras
inspeccionaba el aparcamiento, todos
los lados del edificio, e incluso el
tejado.
Salté a la Union Station y usé el
teléfono
.—Déjenme hablar con Cox.
Se oyó ruido de papeles.
—Hola.
—Reunámonos.
—Bien. Puede venir a mi
despacho.
—No sea estúpido.
—Dónde, entonces.
—Vaya al estanque del Capitolio.
Vaya por el césped hasta la mitad, en
dirección al Monumento a
Washington. Solo.
—¿Y ahora quién es el estúpido?
No me importaba cuánta gente
llevase con él. Sólo quería hacerle
creer que pretendía encontrarme co
nél.
—Bueno, puede ir con alguien
más, pero dejen sus armas. Nada de
abrigos largos, nada que pueda
esconder esos horribles lanzaarpones.
Que vayan detrás de usted.
Acordamos dos guardias.
—Cuándo—preguntó.
—Ahora mismo. Como ya sabe,
estaré allí antes que usted, así que sea
honesto.
El Malí está bastante vacío en este
momento. Podré ver si lleva a algún
impostor. Le oí tragar saliva.
—De acuerdo. Llegaremos en diez
minutos
.Colgué el teléfono, salté de vuelta
al tejado y saqué los prismáticos.
Salió del edificio con otros seis
hombres. Algunos llevaban
lanzaarpones. Cuatro de ellos entraron
en un coche y los otros dos, con
gruesos jerséis en lugar de abrigos, se
fueron hacia otro coche. Cox se
quedó el último, despreocupado,
esperando que la confrontación real se
diese en el Malí.
Uno de los hombres abrió una
puerta y se la aguantó a Cox.
Entonces fue cuando le cogí.
Cox era grande y pesado, pero yo
ya había perfeccionado el arte d
edesequilibrarlos y saltar con ellos.
Justo antes de desaparecer del
aparcamiento, oí que el agente que
aguantaba la puerta empezaba a gritar,
y el sonido desapareció enseguida en
mi transición hacia Texas, a quince
metros por encima del agua fría y
dura del foso.
Salté a la isla para verle caer.
Hubo una explosión de agua y las
gotas llegaron hasta mi abrigo. Se
había inclinado hacia delante después
de soltarle y su impacto, aunque dio
con los pies primero, fue seguido por
el choque con el pecho y la barriga.
Le oí gruñir cuando el aire le salió d
egolpe.
Tardó unos segundos en subir a la
superficie y aún más para recobrar el
aliento. Esperaba que le hubiese
dolido.
Aunque no parecía tan afectado
como algunos de los otros que habían
caído igual. Nadó de costado hasta la
isla y la verdad es que salió del agua
andando.
Le apunté con el arma de Barry.
—Si no saben nada de mí en poco
tiempo, las cosas se podrán muy feas
para su novia.
Moví un poco el arma a un lado y
disparé junto a él, al agua. La balapasó
por la superficie del agua e hizo
saltar la roca de la pared del barranco.
El ruido fue ensordecedor, un shock
tremendo, pero yo ya había visto
detonar explosivos allí. Sabía qué
esperar. Aun así, me estremecí un
poco.
Cox se sobresaltó y frunció el
ceño.
—Quítese la ropa. Rápido —volví
a apuntarle a él.
Negó con la cabeza.
—No, gracias.
Noté que la frustración se
apoderaba de mi expresión calmada.
Volví a disparar el arma, aquella vez a
lotro lado.
Él volvió a estremecerse, pero
apretó los dientes y negó con la
cabeza.
Cada vez me recordaba más a
papá. Y por qué no. Se llevó a la
mujer que yo amaba. Alcé la pistola
sobre mi cabeza y salté, bajándola
sobre la nuca de Cox, con fuerza.
Cayó hacia adelante como un
árbol.
Saqué un cuchillo muy afilado del
bolsillo y le rasgué la ropa. Llevaba
dos pistolas, pero lo que estaba
buscando lo llevaba atado a la
pantorrilla. Era uno de los tubosplateados
con una antena que le
bajaba hasta el calcetín. No tenía la
punta afilada, pero era igualmente
peligrosa.
Salté a sesenta kilómetros al sur,
donde el Río Grande se abría camino
por la roca entre los EE.UU. y
México, tiré el tubo a las espumosas
aguas. Apenas flotaba y pude ver
cómo oscilaba, en dirección a Del
Río, a través del parque nacional Big
Bend.
Cuando volví al islote, acabé de
rasgarle la ropa, y salté con ella a
Central Park, Nueva York, donde la
tiré a un cubo de basura cerca deSheep
Meadow. Las pistolas las dejé
en la vivienda del risco.
Ya había demasiadas pistolas en
Nueva York.
De vuelta al foso, le di la vuelta y
comprobé sus pupilas, manteniéndole
los párpados abiertos. Parecían del
mismo tamaño y ambas reaccionaban
a la luz. Tenía el cuerpo con piel de
gallina, pero parecía que respiraba
bien. El sol entraba por el foso y la
temperatura era de unos veinte
grados. En cualquier caso, Cox estaba
mejor ahí fuera sin su ropa mojada.
Salté al K-Mart de Stillwater,
Oklahoma, compré un saco de dormi
ry volví. La cremallera lo abría por
completo. Lo extendí en el suelo junto
a Cox, le hice girar hacia una mitad, y
subí la cremallera, tapándole.
Había una hinchazón en su cabeza
que tenía un poco de sangre. Me
recordó a cuando me atracaron, al
llegar a Nueva York.
De nuevo, esperaba que le doliese,
pero la malvada idea me hizo sentir
mal. Me hizo sentir mezquino.
Mierda. Me hizo sentir como con
papá
.
18

Cox se despertó y encontró un lavabo


portátil a su lado y un cartel que
decía: NO ENSUCIE EL LAGO. ES SU AGUA
POTABLE. También dejé una botella de
ibuprofeno y una botella de agua
grande. Le observaba desde el centro
de la isla, estirado en el suelo bajo los
mesquites y atisbando entre la hierba.
No quería estar cerca cuando se
despertase.
«¿Entonces por qué le estás
mirando?»
Me recordó a los domingos por la
mañana en casa. Papá se levantaba
con resaca y yo caminaba como
pisando huevos hasta que él se había
tomado dos tazas de café. Pero yo
tenía que estar en casa, porque me
necesitaba. Me necesitaba para
prepararle el café, para prepararle el
desayuno. Cuando tenía resaca no
había peligro de violencia.
Eso vendría después.
Cox tenía problemas para leer la
nota. Se la acercó y alejó varias veces.
Al final, la dejó y se tomó el
ibuprofeno. Se movía con cuidado,
girando varias veces el cuello a u
nlado, como si estuviese entumecido.
Salté a D.C., a la parada de metro
de Union Station. Iba a llamar a la
NSA para empezar a negociar por
Millie, pero cuando estaba poniendo el
cuarto de dólar en la máquina vi a un
hombre leyendo un periódico y
esperando al tren. Lo primero que
pensé fue que podría ser un agente de
la NSA, uno de los muchos repartidos
por la ciudad, pero entonces vi el
titular delante de mí.
«Chiítas extremistas secuestran un
crucero.» Debajo había una imagen
lejana de un barco blanco brillante. Al
lado había una foto de Rashid Matar
.Salté a Nueva York y llamé a
MMM. La operadora dijo:
—Ah, señor Ross, tenemos mucho
material para usted. Ha habido un
secuestro de un barco.
—Lo acabo de ver en un diario.
¿Dónde?
—Frente a las costas de
Alejandría, Egipto.
Apreté los dientes. Nunca había
volado al pequeño aeropuerto que
había allí.
—Había una foto de Rashid Matar
en el periódico. ¿Está involucrado ?
—Eso es lo que dicen en Reuters.
—Ah. ¿Tienen cifras? ¿Cuánto
spasajeros, cuántos terroristas?
—Al menos cinco terroristas.
Ciento treinta pasajeros. Ciento cinco
miembros de la tripulación.
—¿Por qué tanta tripulación?
—El Argos es un enorme yate de
lujo. El crucero fue reservado por el
Metropolitan Museum, aquí en Nueva
York. La mayoría son acaudalados
benefactores del museo. Casi todos
son americanos. Hay una pareja
inglesa. El personal es griego.
—¿A qué distancia están?
Oí ruido de papeles.
—No dice nada al respecto. El
vídeo del barco fue grabado desde u
nhelicóptero, no se veía la costa.
—¿Sabe dónde están los medios
de comunicación? ¿Desde dónde están
informando?
—No.
—De acuerdo. Gracias.
Salté a Londres. Tenía que
cambiar algo de dinero antes de poder
usarlo en alguna cabina telefónica
para llamar al número de Reuters que
había en la tarjeta de Corseau. Una
voz con acento británico respondió:
—Sección de Oriente Medio.
Hablé con rapidez.
—Tengo una información urgente
para Jean-Paul Corseau. ¿Sabe dónd
epuedo encontrarle?
—Podemos pasarle un mensaje.
—Es sólo para sus oídos.
—Lo siento, pero no es nuestra
política revelar el paradero de los
reporteros. Si me deja un número,
quizá pueda hacer que le llame.
—No —hice una pausa—. Hace
poco le llevé a El Cairo. ¿Le dice algo
eso?
Se quedó callado un instante.
—¿Aquella absurda historia? Casi
le despiden por ello. ¿Entonces es
usted el tipo que frustra los secuestros
de aviones?
—Sí.—¿Por qué no viene a hablar
con
nosotros? Nos encantaría escribir una
historia.
—Jean-Paul Corseau. Ahora.
—¿Cómo sé realmente que es
usted esa persona?
—Voy a colgar. Tres… dos…
uno…
—Vale, vale. Se hospeda en el
Metropole de Alejandría, pero los
medios están cubriendo la noticia
desde Fort Qait Bey, en la parte este
del puerto.
—Gracias.
En El Cairo, la terminal delaeropuerto
estaba plagada de hombres
que querían cambiarme dinero con
tarifas muy favorables y de niños que
me seguían gritando: «Baksheesh,
baksheesh». En el mostrador de
información pregunté cuándo sería el
próximo vuelo regular a El
Iskandariya. La mujer me dijo que el
vuelo acababa, de salir pero que el
tren era muy cómodo en primera
clase, sólo seis horas desde la estación
de El Cairo, cerca de Ramses Square.
Por lo que había leído, podría
tardar más de una hora en llegar a la
estación debido al atasco de tráfico y,
en El Cairo, no había otra manera
.Media hora más tarde y
trescientos dólares más pobre, me
encontraba sentado en un helicóptero
Bell, viajando hacia el noroeste a mil
doscientos metros de altura. Le había
prometido un plus al piloto si
llegábamos al puerto este en menos de
una hora.
—Eso es Heliópolis —me dijo,
señalando a una zona justo al oeste
del aeropuerto, indistinguible, para mí,
del resto de la extensión de El Cairo
—. Sobrevolaremos Heliópolis con el
helicóptero.
George, el piloto, era egipcio, pero
se sentía orgulloso de su inglé
sexcesivamente preciso. Apreté el
botón de hablar de mis auriculares y
dije:
—Heliópolis. Helicóptero. Muy
ocurrente. —Idiota. No me sentía
muy alegre.
Mientras abastecían de
combustible al helicóptero, George me
contó que sus pasajeros habituales
eran empresarios petroleros que iban
hacia el este, al Sinaí, o turistas muy
ricos que querían ver Giza sin tener
que sufrir el tráfico de El Cairo.
El helicóptero se inclinó hacia el
oeste y George dijo:
—Abu Rawash —señaló hacia s
ulado del helicóptero. Lo encontré en el
mapa que tenía desplegado sobre las
rodillas. Estaba señalando a una
pirámide, pero no podía verla desde
mi lado.
—¿Por qué tan al oeste?
Volvió a señalar con el dedo,
aquella vez hacia delante, hacia una
oscura línea que se extendía a través
del desierto.
—Seguimos el oleoducto. Es una
ruta directa, muy rápida.
Volví a mirar al mapa. El
oleoducto SUMED iba desde el Golfo
de Suez, en Ain Sukhna, hasta el
Mediterráneo justo al oeste d
eAlejandría, transportando petróleo
árabe desde los países del Golfo hasta
los mercados occidentales. Egipto
tenía poco petróleo propio, pero al
menos podía conseguir algunos
ingresos por su traspaso, tanto desde
el oleoducto como desde el Canal de
Suez.
En el extremo este de nuestra ruta,
donde el delta del Nilo daba paso al
desierto, pude ver una vegetación
sorprendentemente más verde que la
maleza marrón de debajo, una línea
visible que parecía decir: «el agua
llega hasta aquí». Seguí nuestro
progreso por las carretera
ssecundarias que atravesábamos. Poco
después de pasar por la Carretera
Secundaria 7, el desierto se convertía
en dunas y nos dirigimos hacia el
norte, separándonos del oleoducto. De
nuevo nos aproximamos al borde del
delta. En el horizonte empecé a ver el
océano.
Alejandría iba creciendo como una
larga tira urbanizada a lo largo de la
costa. Estaba respaldada por el lago
Maryut, de manera que parecía casi
una isla desde nuestra aproximación;
luego atravesamos una franja estrecha
de tierra y nos dirigimos hacia el
noreste, a lo largo de la orilla,
sobremuelles petroleros y el puerto oeste.
El tráfico comercial y los típicos
dhows decoraban el puerto interior
con cruceros anclados o fondeados.
Todos los barcos eran demasiado
grandes para ser el Argos.
Seguimos por una franja de tierra
aún más estrecha y pasamos por
encima de un antiguo fortín
erosionado.
—El Atta —comentó George.
Sólo un poco más adentro, sobre
una pequeña lengua de tierra que
protegía el puerto este, otro fortín
desafiaba al mar.
—Qait Bey —señaló George
,comprobando su reloj. Miré el mío.
Cincuenta y siete minutos desde El
Cairo.
—Buen trabajo —le dije, y sonrió.
Aterrizó a unos doscientos metros
de Qait Bey, en el helipuerto del
Instituto de Oceanografía y Pesca.
Saqué el plus de mi bolsa, quinientos
dólares, y se lo di. Luego apreté el
botón rojo y le dije:
—Otros quinientos por otro vuelo
corto.
—¿Cuánto tiempo? Necesitaré
repostar si es muy largo.
—Menos de quince minutos.
Veinte como mucho. Asintió.
—¿Cuándo? No puedo bloquearles
el helipuerto mucho rato.
Miré hacia el helipuerto,
adquiriéndolo como lugar de salto.
—Diez minutos.
La calle se llamaba Qasr Rashid
Matar El Tin, según el recuadro del
mapa que había estudiado en el
helicóptero, pero la placa de la calle
estaba en árabe, así que no lo supe
con seguridad. Había una placa en
inglés para indicar el fortín. El portero
no aceptó cobrarme la entrada en
dólares, así que salté detrás de él.
La prensa fue fácil de encontrar,
en el parapeto, mirando hacia el ma
rcon prismáticos y teleobjetivos. A lo
lejos, un barco blanco con una
chimenea azul estaba anclado a una
milla de la costa.
Corseau, el reportero de Reuters,
estaba hablando con un oficial del
ejército egipcio. Le saludé con la
mano e interrumpió su conversación
de inmediato para acercarse hasta mí,
cogerme del codo y llevarme escaleras
abajo, lejos del resto de periodistas.
—He hablado con mi oficina hace
una hora. ¿Qué le ha hecho tardar
tanto en llegar? Pensé en decirle la
verdad, que no podía saltar a un sitio
en el que no hubiese estado antes.Pero no
quería que supiesen mis
límites.
—Había mucho tráfico —respondí
—. El plano astral está muy mal.
Íbamos bajando por una pequeña
escalera, fuera de la vista. Me detuve
y le dije:
—Voy a ir hasta allí, pero necesito
toda la información posible. Quédese
quieto.
Me puse detrás de él y dijo:
—Espere…
Salté con él al helipuerto.
—… un momento —le solté y se
dio la vuelta, y luego se calmó al darse
cuenta de que sólo había
recorridocuatrocientos metros. Respiró
hondo.
Le señalé el asiento trasero del
helicóptero. Cogió unos auriculares
que colgaban encima del asiento y se
los puso. Tenía los ojos como platos,
pero obviamente ya había volado en
helicóptero antes, así que buscó el
cinturón de seguridad y se lo abrochó.
Subí y señalé con el pulgar hacia
arriba. Para cuando me coloqué los
auriculares y me abroché el cinturón,
George había puesto las hélices a toda
velocidad y había despegado de la
pista.
Cuando pudimos ver el mar,
señalé al lejano yate.—Un gran
círculo, alrededor del
barco, a unos sesenta metros por
encima del agua. No se acerque
demasiado.
George asintió.
—¿Puede oírme, Jean-Paul? —
miré por encima del hombro. Apretó
el interruptor.
—Sí.
—Hábleme de él.
—Sólo si esta vez consigo una
verdadera entrevista.
—De acuerdo —no vacilé.
Estaba desesperado por coger a
Matar. Corseau parecía sorprendido.
Entonces habló.—Ayer por la tarde
dejaron salir
del barco a un hombre que sufrió un
ataque al corazón y a su mujer. Ella
confirmó que había al menos cinco
terroristas a bordo. Por las fotos
identificó al líder como Rashid Matar.
Van armados con ametralladoras,
pistolas y granadas. También afirman
que han minado los tanques de
combustible con un explosivo plástico
que puede detonarse en un segundo
por control remoto.
George llegó hasta el Argos y
empezó a dar la vuelta, en sentido
horario, para que mi lado diese al
barco. Usé los prismáticos
mientrasescuchaba a Corseau.
El barco hacia poco más de
noventa metros de largo por quince de
ancho. Había una cubierta del puente
delante de la chimenea, una cabina de
cubierta con una piscina en la parte de
atrás, y debajo un nivel con una
cubierta para tomar el sol. Había un
largo mástil para la radio y otros
instrumentos que se elevaba desde la
parte trasera de la cabina de cubierta.
Un cable con banderillas bajaba desde
la punta del mástil por delante hasta la
proa y por detrás hasta un palo que
había delante del toldo amarillo y
marrón de la piscina. Por la maneraen
que se agitaban con el aire me
recordó a un aparcamiento de coches
de segunda mano.
Había dos hombres con
ametralladoras sobre el techo de la
cubierta del puente. Estaban mirando
hacia nosotros.
George me miró, con cara de
sorpresa.
—Estoy recibiendo instrucciones
por radio de las autoridades militares
para que me aparte del barco.
Escogí un lugar de salto, detrás de
la chimenea, entre unos enormes
ventiladores blancos. Los dos
terroristas en el techo del puente
miraban al helicóptero fijamente. Uno
de ellos alzó el arma y vi que el
extremo del cañón parpadeaba
repetidamente, como si estuviese
tomando fotos.
—¡Salgamos de aquí!—mantuve
los prismáticos en el lugar de salto,
memorizándolo, preocupado de no
estar lo suficientemente cerca. El
helicóptero bajaba en picado y daba
vueltas sin parar. Temía que nos
hubiesen dado, pero era George
haciendo maniobras evasivas—.
Volvamos al Instituto Oceanógrafico.
—Me desabroché el arnés de
seguridad, saqué más dinero de mi
pequeña bolsa y lo coloqué en el
sujetapapeles de la lista de control
pre-vuelo—. Aquí tiene su dinero,
George —miré a Corseau por encima
del hombro—. Hasta luego, Jean-
Paul. Salté.

La cubierta vibraba ligeramente y


supe que si no eran los motores, al
menos los generadores estaban en
marcha. Las banderas del cable
encima de mí restallaban con el
viento. El sonido de un helicóptero en
pleno vuelo se iba perdiendo en la
distancia. Aparte de eso, no oí nada;
nada de tiros, voces, gritos n
imurmullos. Podría haber estado solo
en medio del mar.
Me preguntaba si la cabeza de
Cox le habría dejado de doler.
Usando el espejo de dentista miré
al otro lado de la chimenea. Sólo
podía ver a uno de los terroristas
encima del puente. Cada dos por tres,
se llevaba una radio a los labios y
hablaba, pero el sonido se perdía con
el viento.
Me pregunté si podría controlar
desde allí las explosiones por control
remoto. O si cualquiera podría.
Detrás de la cubierta del puente,
en el otro lado de la chimenea, habíauna
puerta. Salté allí, justo al lado. Un
pequeño saliente evitaba que me
descubriesen desde arriba. Utilicé el
espejo para mirar por la entrada. Un
pasillo central llevaba al puente
mismo. No había nadie a la vista.
Me metí, comprobando las puertas
abiertas con el espejo. Casi había
llegado a la sala de radio, cerca del
propio puente, cuando oí el crujido de
una silla y pisadas raspando el suelo.
Salté de nuevo afuera, junto a la
puerta trasera de la cubierta. Oí pasos
en el pasillo y retrocedí. Utilicé el
espejo con cuidado, justo a tiempo
para ver a un hombre en el otr
oextremo del pasillo entrar en el puente
y girar a la derecha.
Salté otra vez al pasillo que había
fuera de la sala de radio. El espejo
mostraba una sala vacía, con
estanterías llenas de un equipo
impresionante. Seguí adelante,
pasando junto a la cabina del capitán,
y miré en el propio puente. Nadie. El
timón permanecía inmóvil; el radar, el
Loran y la carta de navegación
desatendidos. Una estrecha escalera
descendía a la próxima cubierta por
ambos lados del puente. Por encima
de mí oí a uno de los hombres del
techo caminando de un lado para otr
oarrastrando un poco los pies.
El hombre de la sala de radio se
había ido por la derecha (estribor, me
corregí), así que bajé por el lado de
babor muy lentamente, con mucho
cuidado.
Las escaleras daban a la cubierta
siguiente, en el exterior. Abrí un poco
la puerta de babor y caminé muy
pegado a la pared, ocultándome de los
dos hombres de arriba. Aquello era
más fácil de decir que de hacer,
porque las sillas de la cubierta estaban
junto a la pared y tenía que pasar con
cuidado por encima o encogerme
entre ellas. Los botes salvavidasestaban
en aquella cubierta, colgados
de grúas sobre la barandilla.
Una puerta llevaba hasta el
compartimento central del aire
acondicionado, con un gran hueco de
escalera en el medio, un estrecho
corredor hacia la popa flanqueado por
puertas de camarotes. Inmediatamente
a mi izquierda, después de entrar en el
interior, había una puerta en la que
ponía GALERÍA CASTOR. No se oían
ruidos desde aquella cubierta, pero
pensé que oiría algo desde el hueco de
la escalera, así que bajé por allí.
Afortunadamente, enmo
quetada. estab
aAbajo, otro estrecho pasillo iba
hasta la popa por el centro del barco.
A babor había una puerta de cristal en
la que ponía CAFETERÍA. A estribor
había un pasillo que seguía hacia
delante, desde el cual parecía
escucharse algo. Miré con cuidado
por una esquina ribeteada con caoba.
A unos veinte metros de distancia,
donde el pasillo daba a un espacio
más amplio, había un hombre, de
espaldas a mí, con la ametralladora
preparada. Delante de él vi a la gente
amontonada, sentada sobre los
muebles o en el suelo.
El dintel sólo me permitía ver u
npequeño segmento de aquel espacio,
pero había mucha gente a la vista.
Me retiré y entré en la cafetería al
otro lado de la escalera. Estaba vacía.
Era una estrecha habitación luminosa
y alegre decorada como un café. En
otra puerta de cristal al fondo ponía
BAR. También estaba vacío, pero la
puerta estaba cerrada. Salté al otro
lado. Aquella sala era un verdadero
club británico, con paneles de madera
oscura y sillas tapizadas de piel. Las
botellas detrás de la barra estaban
todas aseguradas con pequeñas tiras
de cuero, para casos de temporal.
Había otra puerta de cristal al finaltapada
con cortinas.
Un cartel detrás de la puerta
indicaba que al otro lado estaba el
Salón Principal Vellocino de Oro.
Aparté un poco la cortina. Estaba
dispuesto a apostar que los 225
pasajeros y miembros de la tripulación
estaban todos metidos en aquel
espacio.
Los pasajeros iban vestidos
formalmente, aunque tenían la ropa
arrugada. La mayoría de las corbatas
de los hombres colgaban
desabrochadas o no las llevaban.
Muchas mujeres parecían llevar
demasiado tiempo enfajadas. Otras
llevaban encima de los hombros las
chaquetas de sus maridos y se
apoyaban en ellos. Nadie hablaba.
La tripulación estaba también
apiñada; los oficiales y los marineros
de blanco, los camareros y las
camareras con uniformes oscuros, las
muchachas del servicio con mandiles,
los cocineros aún más blancos, uno
con un sombrero de chef en la mano,
apenas reconocible después de dos
días de manoseo.
El capitán, un hombre de pelo
blanco cuyas piernas morenas se
veían duras y musculosas debajo de
sus pantalones cortos del uniforme
,estaba sentado en una silla, rodeado
por sus oficiales, sentados en el suelo.
Se encontraban delante de los otros
rehenes como si pudiesen protegerles
de algo. La cara del capitán era
impasible, pero sus manos no dejaban
de darle vueltas al sombrero.
La señora a la que habían liberado
el día anterior estaba equivocada.
Había cinco terroristas en el salón,
tres de ellos apuntando con
ametralladoras a la gente, y los otros
dos hablando. Eso quería decir que
eran al menos siete.
Cada vez dudaba más de la
existencia de otro
steletransportadores. Las reacciones de
Cox y mi búsqueda parecían apuntar
en ese sentido. Aun así, deseé poder
usar a unos cuantos
teletransportadores más con ellos.
Supuse que uno de los dos
terroristas que estaban hablando era el
hombre al que había seguido desde la
sala de radio. El otro era Rashid
Matar.
Me lo quedé mirando, frunciendo
el ceño. Mi impulso inmediato y casi
irresistible era saltar con él justo
delante de la vivienda del precipicio,
una zona con nada más debajo que
sesenta metros de aire. Bueno
,después de todo, había alguna roca y
algún cactus, pero durante los
primeros treinta metros…
Siete terroristas. Se me hizo un
nudo en el estómago y noté un sabor a
bilis en la garganta.
El hombre que había estado
vigilando la sala de radio acabó de
hablar con Matar y se fue. Cuando
Matar se dio la vuelta vi que llevaba
una radio en una funda de piel, como
el hombre en el techo del puente, pero
una radio más pequeña le colgaba del
cuello con un cordón, hecha de
plástico negro con un botón rojo
delante
.Miré a los demás terroristas para
ver si todos tenían lo mismo. Llevaban
Uzis y cuatro granadas cada uno,
colgadas al arnés de cuero que
aguantaba sus cartucheras. De las
partes traseras de los cinturones les
colgaban cargadores de munición
extra metidos en fundas de cuero.
Aunque todos llevaban radios
enfundadas, no parecían llevar el
detonador.
Era demasiado optimista que
estuviesen mintiendo sobre la bomba.
Rashid ya había demostrado su
competencia con los explosivos a
control remoto
.Salté de nuevo a la cafetería junto
a la escalera principal y miré por la
puerta. La escalera estaba vacía. Una
cubierta más abajo estaba el despacho
del sobrecargo y la recepción. Había
un mapa del barco laminado en el
mostrador de recepción y lo estudié
con detenimiento.
Donde me encontraba, en
recepción, era la Cubierta Dionisio,
una de las cuatro cubiertas con
cabinas. La cubierta de arriba, en la
que tenían retenidos a los pasajeros,
se llamaba la Cubierta Venus. La
cubierta con la piscina se llamaba la
Cubierta Apolo. Unos escalones má
sabajo estaba la Cubierta Poseidón, que
tenía menos de la mitad de las cabinas
que tenían las demás, porque era el
nivel de la sala de máquinas.
Bajé, con cuidado, pero la
siguiente cubierta también parecía
desierta. Había una puerta en el
fondo, detrás de las escaleras. Decía
sólo personal de a bordo. Tenía un ojo
de buey en medio. Ni siquiera intenté
abrirla. Simplemente estudié el pasillo
pintado de blanco al otro lado y salté
allí.
El zumbido de fondo que había
notado arriba era audible allí dentro;
era el ruido lejano de un motor diesel
.Caminé más rápido, confiando en que
el ruido taparía mis pisadas. Atravesé
otra puerta y me encontré en la sala
de máquinas, sobre una pasarela que
había entre dos enormes motores
diesel, cada uno de ellos más alto que
yo. Estaban parados, pero en la parte
delantera del compartimento, los
generadores diesel estaban en marcha,
tal como yo había sospechado
proporcionando electricidad para el
aire acondicionado.
El despacho del ingeniero jefe
estaba delante de la sala de máquinas;
era un cuchitril repleto de libros y
planos enrollados. Toqueteé lo
sdibujos, esparciéndolos como hojas de
otoño, hasta que encontré el que
mostraba los tanques diesel. Había
dos, a estribor y a babor, en
mamparos reforzados delante del
compartimento del motor.
Según los planos, los tanques
daban a las paredes exteriores de
varios compartimentos de la Cubierta
Poseidón, incluyendo el despacho del
ingeniero jefe. Aunque era cuestión de
un momento determinar si los
explosivos estaban allí o no, por lo que
seguí avanzando, con el plano en la
mano, examinando todas las salas
posibles
.No los encontré. Así que subí las
escaleras de la parte delantera del
barco, aún en la zona de la
tripulación, y me encontré en la
cocina. Según los planos, la parte
superior del tanque colindaba con el
suelo de la cocina en el lado de
estribor y con el suelo del comedor de
los pasajeros a ambos lados del barco.
No había explosivos en la cocina.
Entré con cuidado en el comedor.
Estaba justo debajo del Salón
Vellocino de Oro, donde se
encontraban todos los rehenes, y una
amplia escalera en el extremo
delantero de la sala llevaba hasta allí.
Tampoco había explosivos en el
comedor.
¿Querría decir eso que Matar
había estado engañando a todos?
¿Que no había explosivos preparados
para hacer explotar el combustible?
Se me ocurrió otra posibilidad. ¿Y
si habían sellado los explosivos, de
algún modo, y los habían metido en
uno de los tanques por una espita del
combustible? Según los planos,
aquellos conductos tenían catorce
centímetros de diámetro.
Alguien lloraba en el piso de
arriba, y alguien más empezó a gritar.
Me retiré a la cocina a pensar
.Parecía improbable que Matar
hubiese puesto las bombas dentro de
los tanques. El mamparo de acero
reforzado habría interferido en el
control remoto. También parecía poco
probable que hubiese mentido acerca
de la bomba.
Miré a mi alrededor. Una encimera
con dieciséis fogones se extendía a lo
largo de una pared de la cocina, con
enormes ollas de acero inoxidable
encima. Había neveras y congeladores
empotrados en la pared del fondo.
Una hilera de hornos cubría otra
pared.
¿Fogones?Le di a uno de los botones.
Salieron llamas azul brillante. ¡Gas
para cocinar! Mucho más explosivo
que el diesel y probablemente más
cerca de los rehenes. Pensé en
intentar buscar los conductos de gas,
pero en lugar de eso salté al despacho
del ingeniero jefe y busqué entre los
planos.
El gas para cocinar se almacenaba
en un enorme tanque cilíndrico detrás
de la cocina, con una sala de
ventilación separada. En la primera
puerta a la derecha, una con juntas y
grapas de acero, ponía "DEPÓSITO DE
GAS PROPANO. NO FUMAR".Dos
enormes cadenas aseguraban
la puerta hasta unos grandes candados
que aún llevaban pegadas las etiquetas
con el precio. No había ninguna
ventanilla ni ningún ojo de buey, o sea
que no había manera de que pudiese
saltar al otro lado. Durante un largo y
desesperante minuto consideré ir a por
una de las armas de la NSA, las de
verdad, no los tranquilizantes, y
simplemente disparar a Matar, coger
el detonador y marcharme de un salto.
Estúpido, la idea es evitar matar a
alguien, especialmente rehenes.
¿Incluso Matar?
Volví a mirar a los planos. Nohabía
ningún otro acceso a la sala. Los
ventiladores eran extensiones de
tuberías que se retorcían y no
permitían ver adentro.
Era el momento de deshacerse del
detonador.
Salté de vuelta al bar cerrado y
protegido y volví a mirar a través de
las cortinas. Uno de los terroristas
estaba llevando a los pasajeros al
lavabo en turnos de cuatro. Rashid
caminaba de aquí a allá, levantando de
vez en cuando su radio para hablar. El
detonador le oscilaba de un lado a
otro en el cordón del cuello.
Salté otra vez al espacio principa
lde la Cubierta Apolo y volví por el
pasillo central hasta la piscina. Había
otro bar, junto a ella. Protegido de los
terroristas sobre el puente por el toldo
del bar, me asomé por la borda.
Desde aquella cubierta había una
caída de unos nueve metros al agua.
No era mi foso, pero serviría. Estudié
la barandilla con detenimiento, y salté
de vuelta al bar.
El próximo grupo de pasajeros
subió por el pasillo con su guardia.
Aquello dejó a dos hombres en las
esquinas del salón, con sus
ametralladoras apuntando hacia el
grupo, y Matar andando de un lado
aotro entre ellos.
Respiré hondo y esperé, con todas
mis fuerzas, que Matar tuviese el
único detonador de la bomba colocada
en el tanque de propano.
Matar no tuvo tiempo de gritar, no
tuvo tiempo siquiera de alcanzar el
detonador. Estaba cayendo desde
quince metros hasta el foso de Texas y
yo estaba de vuelta en el salón,
agarrando al terrorista junto al pasillo
y tirándolo por la borda de la Cubierta
Apolo.
Apretó el gatillo de su
ametralladora durante toda la caída,
hasta que golpeó en el agua. Volví
,escondido detrás de la cortina del bar,
y oí que el tableteo de la metralla
cesaba.
El terrorista que quedaba en el
salón estaba gritando a los pasajeros
que se agachasen. Miraba a su
alrededor como loco, intentando ver
en todas direcciones a la vez; luego,
como una serpiente, se lanzó hacia
delante, arrancó al capitán de su silla
y lo empotró contra la pared. Se colgó
la ametralladora al hombro, sacó la
pistola de la funda y la puso en la
nuca del capitán, rodeándole el cuello
con el otro brazo.
«Oh, Dios, no…»Temía que pudiese
matarle sin
más, pero no lo hizo. Sólo se quedó
allí, cubriéndose la espalda con la
pared y dispuesto a esparcir los sesos
al capitán por toda la sala.
Salté al pasillo de la cubierta del
puente. El hombre que vigilaba la
radio había salido corriendo hacia
delante, hacia el puente, con la
ametralladora preparada. Salté al
puente y le empujé cuando apareció
en la puerta. El arma salió disparada
mientras caía, destrozando el
parabrisas exterior. Cayó hacia el
timón y le di una patada en el
estómago mientras intentab
aagarrarse. Se golpeó la cabeza en el
mástil. Me incliné para cogerle, para
soltarlo en la popa del barco, y oí
balas cortando el aire sobre mi
cabeza.
Salté a la popa del barco sin el
terrorista herido. Aquel lugar ya lo
tenía en mente. Oí gritos que venían
desde la cubierta del puente y eché un
vistazo desde el toldo. Uno de los
terroristas aún estaba encima del
puente, pero el otro estaba en la
cubierta de debajo, delante del puente.
Debió de ser aquel el que me disparó.
Salté y un instante más tarde
golpeaba el agua de la popa del
barco,seguido a los pocos segundos por
el
terrorista sobre el techo del puente.
De vuelta al salón principal, el
terrorista con el grupo del lavabo
había vuelto, poniéndolos delante de él
a patadas y con disparos ocasionales
en el suelo. Me estremecí. La
situación parecía muy inestable. Me
pregunté si empezarían a matar
pasajeros o se calmarían si les dejaba
solos por un momento.
Salté de nuevo al puente. El
terrorista al que había empujado se
estaba incorporando lentamente, con
una mano en la frente, en la que
sangraba una herida. Le tiré al mar
.Aún estaba aturdido, así que abrí un
armario señalado y lancé media
docena de chalecos salvavidas por la
borda, y luego salté al bar para ver
cómo iban las cosas en el salón
principal.
Todos los rehenes estaban en el
suelo, algunos boca abajo,
cubriéndose la cabeza, y otros
intentando esconderse detrás de
mesas y sillas. Ambos terroristas
tenían a un rehén delante, sentado en
una silla. El capitán era uno de ellos, y
una mujer mayor con un aspecto
increíblemente fuera de lugar, con un
abrigo de visón, estaba en la otra
.Ambos tenían sus pistolas contra sus
nucas, haciéndoles bajar la cabeza
hacia delante como si estuviesen
rezando.
Quizá lo estaban haciendo.
Si sólo fuese uno el que apuntaba
a las nucas, podría intentar hacer algo.
Salté al comedor en la cubierta
inferior y subí por las escaleras,
caminando con decisión, lentamente.
En la mano llevaba mi barra de hierro,
cogida de tal manera que me quedaba
detrás del brazo, escondida. Sentía un
fuerte deseo de descargar todo mi
miedo y mi furia contra Matar, allí en
Texas, y dejar que los
rehenessobreviviesen o muriesen.
Contrólate.
Entré en el salón, pasando por
encima de los pasajeros agachados
como si fuesen ramas esparcidas por
el suelo. Cuando me vieron los
terroristas, debieron de pensar que era
uno de los pasajeros.
—¡Agáchate!—gritó el que tenía a
mi derecha.
Seguí andando, hacia el centro del
barco, a medio camino entre ellos.
—¡He dicho que te agaches!
Podía ver el sudor en su cara y el
sudor en la frente del capitán, cautivo
y captor, unidos por el miedo.Observé a
los terroristas con cuidado,
con mis movimientos preparados,
esperando el momento adecuado.
El otro terrorista empezó primero;
sacó su pistola de la nuca de la mujer
y me apuntó a mí. Salté y la barra
bajó hasta el cañón de la pistola del
otro terrorista, apartándola del
capitán. Se disparó rozándole la oreja.
Alcé la barra, oculta para el terrorista,
y volví a saltar para golpear la pistola
del otro cuando volvió a apuntar la
nuca de la mujer. Chilló y saltó a por
mí. Le dejé que me agarrase y salté a
la popa del barco, a nueve metros por
encima de las olas, para dejarle lucha
rcon el agua.
De vuelta en la cabina, el capitán
tenía una pistola en la mano y el
terrorista estaba contra el suelo. Le
estaba quitando las granadas del
arnés. Alzó la vista y me sonrió con
recelo. Entonces alguien gritó.
En la parte de babor del salón, una
mujer con uniforme de servicio yacía
en el suelo con un brazo estirado. La
alfombra estaba roja debajo de ella.
Salté a su lado. Oh Dios, oh Dios, oh
Dios. La bala que iba para el capitán
le había alcanzado en el pecho. No le
notaba el pulso.
¡No!La gente se acercó.
—¡Atrás! —grité. Apenas
reconocí mi voz. Me agaché, la cogí
lo más cuidadosamente que pude y
salté al Adams Cowley Shock Trauma
Center, en Baltimore.
Estuvieron trabajando en ella
durante dos horas, pero no sobrevivió.
Septima Parte
hale, hale, ya
podeis salir
19

—La próxima vez me deja coger una


maleta y así me puedo quedar más
días. Perston-Smythe parecía sólo
ligeramente molesto, casi filosófico al
respecto. Por curiosidad, le pregunté:
—¿Cómo salió de Turquía?
—Me sacaron con un reactor del
ejército americano… sin control de
pasaporte —su voz se volvió un poco
más grave—. ¿Qué ha hecho con
Cox?
Me di la vuelta e inspeccioné
lascercanías de la cabina de teléfono.
—Cox está bien. Entréguenme a
Millie Harrison.
—¿Qué le hace pensar que la tiene
la NSA?
—¡No tengo tiempo para
gilipolleces! Cox admitió que la tenía.
Dígale al jefe de Cox que si no la
sueltan, seguiré ofreciendo pequeños
viajes a todo empleado de la NSA al
que pueda ponerle las manos encima.
Algo caro. Y si eso no funciona,
empezará con el personal de la
presidencia.
—Pero…
Colgué el teléfono y salté a
lprecipicio sobre el foso de Texas.
Sentados en la orilla del islote,
Matar y Cox estaban frente a frente,
separados por unos metros. Matar iba
en ropa interior, mientras sus
pantalones y camisa estaban tendidos
en los mesquites para que se secasen.
Cox, aún desnudo, estaba sentado en
el borde del saco de dormir y se había
puesto el resto por encima. Llevaba la
pistola de Matar y dos de sus
granadas. Matar tenía un labio partido
y un ojo morado.
Aparecí directamente detrás de
Cox y apreté el frío y duro extremo de
mi barra de acero contra su cuello. L
aposición era como la de los dos
terroristas del Argos con los rehenes
sentados delante. Cox se tensó y le
dije:
—Deme el arma.
Le dio la vuelta y le pasó por
encima del hombro. Me la puse en el
bolsillo del abrigo.
—Ahora las granadas —cuando
ambas estuvieron en el otro bolsillo del
abrigo salté, hasta la vivienda del
precipicio, y añadí la pistola y las
bombas al creciente arsenal que había
sobre la mesa.
Por un momento me quedé
mirando lo que tenía: la pistola de
plástico del terrorista vasco, la pistola
tranquilizante de Cox, y las casi
omnipresentes automáticas de nueve
milímetros de los demás.
Cogí una nueve milímetros con la
mano derecha y una de las granadas
con la izquierda. Pequeña explosión y
gran explosión. La muchacha de
servicio del Argos murió por una bala
de nueve milímetros que le atravesó la
aorta y las válvulas semilunares del
corazón. La granada me recordó a la
muerte de mamá, pero por alguna
razón, aún me recordó más a la
bomba humana. Supongo que los dos
días recogiendo su cuerpo me
habíandejado huella.
¿Por qué hace la gente esas cosas?
Me estremecí y dejé las armas en
la mesa.

—Nuestra política no es negociar


con terroristas.
Me quedé mirando al teléfono,
con los ojos como platos. Estaba sin
habla y muy, muy enfadado.
—¿Sigue ahí? —la voz pertenecía
a un oficial de la NSA no identificado.
Perston-Smythe me lo presentó como
uno de los supervisores de Cox.
—¿Qué cojones quiere decir con
eso?—Que la política de este
gobierno
no es negociar con terroristas.
—¿Me está diciendo que me
consideran a mí un terrorista?
Parecía casi remilgado.
—Por supuesto. Tiene a un rehén.
—Los terroristas —dije, apretando
los dientes—atacan a los inocentes
para conseguir sus objetivos. Si lo que
me quiere decir es que considera a
Cox una persona inocente, entonces
esta conversación se ha acabado.
—Los terroristas son…
—Oh, ¡a la mierda! ¿Quiere una
acción terrorista para que pueda
considerarme un terrorista? N
opueden evitar de ningún modo que me
acerque a sus arsenales nucleares.
¿Dónde quieren que suelte la primera
bomba? ¿En el Pentágono? ¿En la
Casa Blanca? ¿En el Capitolio? ¿Qué
le parece Moscú o Kiev? ¿No sería
eso interesante? ¿Cree que
responderían?
Su voz sonó mucho menos
remilgada.
—Usted no haría eso.
—Bueno, en realidad, no lo haría.
¡PORQUE NO SOY UN TERRORISTA! —
colgué el teléfono de golpe y salté.

Matar tenía una roca en la man


ocuando salté de vuelta. Estaba
agachado sobre una zona de la orilla
cubierta de hierba, observando a Cox
con detenimiento. Cox estaba sentado
en su saco de dormir a unos pocos
metros, aparentemente haciendo caso
omiso de Matar, pero no le daba la
espalda.
—Comida.
Cuando aparecí, Matar se echó
atrás. Cox bostezó ostensiblemente
pero pareció interesado cuando vio el
cubo de pollo.
Lo dejé en el suelo y caminé hacia
el centro de la isla, lejos de los dos.
Cox se acercó al pollo, apiló vario
strozos en la tapa del envase y se retiró
a su saco de dormir. Entonces
apareció Matar, examinó el cubo, y se
lo llevó a su zona verde.
Volvió la cara hacia mí y dijo:
—La receta original del Coronel es
mejor.
Me quedé sorprendido. Su inglés
era coloquial, con acento americano.
Me inquietaba porque le hacía más
humano y destruía la imagen que
había tenido en la cabeza hasta
entonces. El monstruo que había
matado a mi madre no podía hablar
como un humano. Recordé la charla
de Perston-Smythe sobre idea
spreconcebidas y prejuicios.
Joder, Davy, ¿es que sólo son
humanos los americanos? Cox se
acabó su segundo trozo de pollo.
—¿Cuánto tiempo vas a retenerme
aquí?
Su pregunta me recordó a los
comentarios de su jefe y volví a
ponerme furioso.
—Tanto como sea necesario. Si se
digna a decirme dónde tienen a la
señorita Harrison, podría acelerar las
cosas. Se encogió de hombros.
—A decir verdad, no tengo ni idea.
En algún lugar seguro. Ni siquiera sé
el número de teléfono; mi secretariame
ponía con ellos cuando necesitaba
decirles algo.
Me lo quedé mirando, perplejo.
Me pregunté si me estaba diciendo la
verdad.
—¿Cómo tiene la cabeza?
Torció el gesto.
—Está bien. Aunque un poco de
café no iría mal.
Miré a Matar. Estaba sentado con
las piernas cruzadas sobre la hierba.
Su cara alargada hacía que sus ojos
pareciesen más grandes de lo que
eran. Volví a mirar a Cox.
—¿Sabe por qué está aquí?
Cox negó con la cabeza.—No quiere
hablarme. Cuando
salió del agua tuvimos una discusión
acerca de las armas.
Matar miró a Cox y escupió en el
suelo.
—¿Quiere café? —le pregunté.
Después de unos instantes, Matar
asintió lentamente.
—Con leche y azúcar.
Arqueé las cejas al mirar a Cox y
él dijo:
—Sólo, por favor.
Creo que la expresión «gracias»
fue automática. Me volví hacia Matar
y dije:
—Mi madre era Mary Niles.Matar
frunció el ceño, como si el
nombre le sonase pero no pudiese
situarlo.
—Usted la mató en Chipre. La
hizo volar en pedazos sobre la pista
con una bomba detonada por control
remoto. Y ni siquiera recuerdas su
nombre.
Salté a una tienda en Nueva York
y compré dos cafés largos en dos
vasos de poliestireno. No había más
clientes y pagué con las manos
temblorosas, salí y salté de vuelta al
foso en menos de dos minutos.
Una vez más, Matar se estremeció
cuando aparecí. Su expresión
habíacambiado: sus ojos estaban un poco
más abiertos y la boca también.
Salté y aparecí justo delante de él.
Cayó de espaldas y empezó a
apartarse de mí como pudo. Le dejé el
café en el suelo y salté junto a Cox,
con el brazo extendido. Cox dio un
respingo, pero lo disimuló bien. Salté a
la vivienda del precipicio, cogí una
silla y salté de vuelta a la isla, a seis
metros de ambos. Me senté, con una
pierna sobre la otra, y me los quedé
mirando.
Matar se acercó al café
lentamente y lo cogió con cuidado,
como si pudiese morderle. Movió l
acucharilla y lo olió.
—No está envenenado —le dije.
—¿Qué eres? Haces aparecer las
cosas de la nada.
—Puede que sea un afrit, un
genio. Puede que sea un ángel.
Cox observaba la conversación
con interés.
—Puede que seas Shaitan —
contestó Matar. Arqueé las cejas y
Cox atentamente dijo:
—Satán.
Esbocé una media sonrisa. La
sangre le caía a Matar por la cara.
—Puede —comenté—
Bienvenido al infierno.
.
—¿Están dispuestos a liberar a
Millie Harrison?
—No negociamos con terroristas.
—No soy un terrorista —le
respondí, cansado—. Además, eso es
una gilipollez. Los EE.UU. siempre
han negociado con terroristas, se diga
lo que se diga. ¿Quién cree que vendió
armas a Irán?
—Libere a Brian Cox.
Pensaremos en ello.
—Millie Harrison fue apresada
ilegalmente. Brian Cox la secuestró.
¿Quién es el terrorista? ¿Quién está
atacando a los inocentes? Libérenla
yles devolveré a Cox. Colgué.
Bajé leña hasta el foso, cerillas y
papel de periódico. La madera era
maleza del desierto, seca como el
pergamino, y ardió intensamente.
Matar y Cox se acercaron al fuego. Al
ponerse el sol, hacía frío en el foso.
Cogí la silla y me senté, y nos
quedamos los tres formando un
triángulo equilátero. Las chispas
hacían que subiese el humo, en el aire
tranquilo, para difuminarse entre los
fríos puntos de las estrellas.
—¿De dónde eres realmente? —
preguntó Cox.
—De Stanville, Ohio, Estado
sUnidos de América, Norteamérica, La
Tierra, Sistema Solar, Vía Láctea —
añadí aquello último para dejar que le
diese a la cabeza. ¿Hay más como yo,
Cox?
Frunció el ceño y se me quedó
mirando. Me encogí de hombros y
volví a mirar a Matar, encorvado junto
al fuego, que nos observaba a Cox y a
mí. Finalmente le pregunté:
—¿Por qué? ¿Por qué la mató?
Matar se irguió.
—¿Por qué? ¿Por qué tu gobierno
apoya el fascismo israelí en el Líbano?
¿Por qué tu país derrocó el gobierno
democrático de Irán para volver aponer
al Shah en el poder? ¿Por qué
vuestras compañías petroleras roban a
nuestros países su riqueza y su poder?
¿Por qué Occidente profana nuestra
religión, escupe sobre nuestras
creencias y lugares sagrados?
Se me hizo un nudo en el
estómago.
—¿Y mi madre hizo alguna de
esas cosas? Sé por qué está furioso
con mi gobierno. ¿Por qué no les
ataca a ellos en lugar de a mujeres y
niños inocentes? ¿Es honorable? ¿Es
eso algo que Mahoma hubiese
querido?
Escupió en el fuego
.—¡No sabes nada del honor! Tu
gobierno no tiene honor. Sois impíos
siervos de Satán. Tu madre murió por
una causa justa. Ella no fue una
víctima, sino una mártir. Deberías
estar orgulloso.
Le golpeé en la cara, acercándome
de un salto y dándole un puñetazo
desde una posición baja. Mi mano
rebotó en su pómulo y cayó hacia
atrás. Sentí un dolor agudo en los
nudillos, y volví saltar para evitar que
su pie me diese una patada. Se levantó
como pudo y yo aparté el brazo y
salté, apareciendo detrás de él. Le
golpeé en la parte baja de la espalda,en
los riñones. Se dio la vuelta de
golpe, apoyándose en el costado.
Agitó su mano izquierda hacia mí y
volví a saltar, golpeándole en la cara
con la mano abierta, tan fuerte como
pude. Luego volví a hacerlo desde otro
ángulo, y se le fue la cabeza hacia
atrás. Se tapó la cara con ambas
manos y le di una patada en la
entrepierna.
Cayó al suelo y seguí dándole
patadas una y otra vez. Se apartó
hecho un ovillo, cubriéndose la
cabeza, intentando taparse el pecho
con los codos, protegiéndose la
entrepierna con las rodillas.
—¡Deberías estar orgulloso!—le
grité—. Eres un mártir de la causa—le
perseguí, sin molestarme en saltar,
dándole patadas a cada paso que
daba, hasta que cayó en el agua
helada de la orilla.
Oh, Dios. ¿Qué estoy haciendo?
Soy peor que papá.
Estaba sollozando, las lágrimas me
caían por la cara y los brazos me
temblaban. Cox estaba de pie junto al
fuego, boquiabierto, mirando. Me fui
de un salto a la vivienda del precipicio,
fuera de su vista, escondiendo mi
vergüenza.
Tapado con unas mantas que
olíanligeramente a Millie, me acurruqué
en
la cama. La cara de papá seguía
apareciendo, deformada por la ira. De
repente, me senté en la cama, y una
idea se me clavó en el corazón
resonando con perfecta verdad.
Los hombres del foso eran
responsables de llevarse a las mujeres
que amaba. Cox se llevó a Millie.
Matar se llevó a mamá. Pero,
entonces, también papá…
Su casa estaba aún vacía, cerrada
con llave. Ni siquiera estaba la NSA.
Quizá lo estaban haciendo todo a
distancia, temerosos de que saltase
con más agentes hasta el Orient
ePróximo. Salté hasta la acera del
centro del pueblo y le encontré al final
de la barra del Gil's. A través de la
ventana, vi que tenía un vaso con un
líquido ámbar frente a él y se lo estaba
mirando como si fuese una serpiente,
con ambas manos a cada lado, sobre
la barra. Hubo un momento en el que
empezó a cogerlo, pero apartó la
mano como si estuviese ardiendo.
No bebió del vaso hasta que me
vio entrando por la puerta; entonces se
le pusieron los ojos como platos y se
lo bebió de un trago, como si se lo
fuese a quitar.
—¿Qué estás haciendo aquí? —suvoz era
de enfado y miedo a la vez. Se
apartó de mí en el taburete, aunque yo
me había parado a medio camino del
estrecho local.
Me dolieron las manos cuando las
doblé en los bolsillos del abrigo. Los
nudillos de la mano derecha me latían
con fuerza y pensé que se me estaban
hinchando. El dolor me recordó la
cara de Matar mientras le golpeaba
una y otra vez. Quería hacer lo mismo
con aquel hombre.
—¿Qué quieres? —aquella vez
predominaba el miedo; la
desesperación le quebraba la voz.
Hablaba más fuerte que antes, y e
lbarman miró hacia él.
Salté, lo agarré por detrás y lo
solté para que cayese sobre la arena
del foso, a pocos centímetros del
fuego. Se apartó de él como pudo y se
levantó.
Matar estaba en el otro lado del
fuego, temblando. Levantó las manos
de repente, para protegerse. Su ropa
mojada estaba humeando. Cox estaba
un poco más lejos, envuelto en su saco
de dormir y sentado en la silla que
había dejado.
Papá miró a un lado y a otro,
desconcertado. Ni enfadado, ni
asustado, sino desconcertado. Aquello
me enfureció aún más.
Salté y le solté un gancho con los
nudillos doloridos que le cerró la boca
de golpe. Cayó hacia atrás y salté de
nuevo junto al fuego, llevándome la
mano dolorida al pecho. Matar se
apartó de inmediato de la lumbre.
—¿Después me toca a mí?
—¿Eh?
Cox se sentó en la silla.
—Digo que si después me toca a
mí. Lo digo porque ya que estás
puesto… ¿Me levanto?—hizo el gesto
de levantarse.
—Cállese. Siéntese.
Se acomodó otra vez.—Es tu padre,
¿verdad?
Le fulminé con la mirada.
Papá estaba sentado en el suelo,
con ambas manos en la cara,
gimiendo. Quería pegarle otra vez,
más que seguir castigando a Matar.
Cox volvió a hablar.
—Te has tomado tu tiempo para
volverte contra tu padre. ¿Por qué no
le has matado antes? Con un truco de
los tuyos, podrías haber hecho que
pareciese un suicidio, o al menos
podrías haber tenido una coartada
convincente. Me refiero a… ¡cuidado!
Oí un crujido en la arena y salté a
un metro y medio. Matar se abalanz
óhacia el hueco que había dejado,
bajando la piedra que llevaba en la
mano con una punta afilada hacia
delante. Al desaparecer, tuvo que
esquivar el fuego como pudo. Se
volvió hacia mí, enseñando los dientes.
—Tírala al agua —le dije.
Pestañeó. Alcé la mano izquierda
como si fuese a abofetearle, aunque
estaba a tres metros de él. Se giró con
rapidez y lanzó la piedra a lo lejos,
haciéndola salpicar en la oscuridad.
Bajé la mano.
—Ése es mi padre —dije,
señalándole. Después me dirigí a
papá, que me miraba con odi
oevidente, no confusión—. Éste es
Rashid Matar, el hombre que mató a
mamá.
Se miraron el uno al otro, con
recelo, curiosos. Papá preguntó:
—¿Por qué está vivo todavía?
Me quedé mirando al fuego. Las
llamas me recordaron la explosión
sobre la pista de Chipre.
—¿Y por qué estás vivo tú
todavía? Si lo quieres muerto, hazlo tú
mismo.
Cox se levantó, poniéndose el saco
de dormir por encima como un indio.
Salté detrás de él y le dije:
—Quédese quieto—puse mi
sbrazos alrededor de su cintura y lo
levanté. Se puso tenso pero no opuso
resistencia. Salté con él al
aparcamiento del Edificio Pierce de
Washington, al sitio donde le había
atrapado la noche anterior. Estaba
nevando. El guarda de la entrada nos
vio y apretó un botón. En algún lugar
se disparó una alarma.
Cox se dio la vuelta y me miró, de
puntillas en el helado pavimento y
sorprendido al reconocer el edificio.
—¿Hay alguien más como yo,
Cox? —tenía que preguntárselo, tenía
que saberlo. Pareció sorprendido, y
después pensativo. Le había dado un
ainformación que no tenía. Era el
momento de ver si aquello era
recíproco. Al final respondió:
—No. No que sepamos.
Solo. Solo para siempre. Se me
desplomaron los hombros y sentí un
nudo en la garganta.
—Si liberan a Millie, dejaré de
saltar con la gente de la NSA por todo
el mundo. Dejaré a sus chicos
tranquilos. Pero si no la liberan…—
iba a decir algo más, pero me callé—.
Libérenla. Nunca les ha hecho nada.
Se mordió el labio y empezó a
temblar. Empezaron a salir hombres
de la puerta del edificio.Salté.

Nunca me dejarían en paz.


Me senté en el suelo de mi
vivienda del precipicio, poniendo leña
en la estufa, con una manta por
encima.
No importaba lo que le había
hecho a papá, a Rashid Matar. No me
devolvería a mamá. Había
desaparecido, estaba muerta, era
pasto de los gusanos, igual que la
pequeña sirvienta del Argos. Igual que
el árabe flacucho con los explosivos.
Ella no iba a volver.
Y otra cosa: ¿la NSA nunca dejarí
ade intentar utilizarme, capturarme, o si
no, matarme? ¿Es que Millie no podría
estar nunca a salvo? ¿Tendríamos
alguna vez una oportunidad para ser
felices?
Cerré de golpe la puerta de la
estufa y las chispas salieron por
encima, cayendo en el suelo de piedra
y haciéndome agujeros en la manta.
Las golpeé distraídamente, luego me
levanté, dejando la manta a un lado.
Salté al foso.
Matar estaba asfixiando a papá,
sentado a horcajadas sobre él al borde
del agua, con las manos clavadas en
su garganta. Las manos de papáapretaban
débilmente las muñecas de
Matar. Tenía la cara oscura a la luz
del fuego. Salté hacia delante y le di
una patada a Matar en las costillas.
Voló por encima de papá, de nuevo
hacia el agua, y se tocó un costado.
Creo que le rompí algunas.
Papá empezó a respirar de nuevo,
resollando. Le agarré por el cuello de
la chaqueta y lo aparté del agua, cerca
del fuego. Matar se arrastró
lentamente hacia la orilla, aún con la
mano en el costado. Respiraba con
cuidado, de manera superficial.
¿Por qué le he parado?
Me pasó por la cabeza saltar d
enuevo a la vivienda del risco, coger
una granada, volver y tirar de la anilla.
No sabía si me iría de un salto antes
de que explotase. No sabía si quería
hacerlo.
La respiración de Matar se
normalizó y empezó a hablar en árabe
y a escupir en el suelo entre los dos.
Me di cuenta de que no podía hacer lo
de la granada. Si me suicidase y la
NSA no lo supiese, podrían retener a
Millie para siempre.
¿Acaso es normal que las mujeres
entren en tu vida y se marchen para
siempre? Oh, Millie…
Salté detrás de Rashid y le agarr
épor el cuello y la cintura, manteniendo
apartada su ropa mojada. Me dio una
coz que me rozó la espinilla.
Salté.
Aparecimos delante del mirador
del World Trade Center. A seis metros
del edificio, bien lejos del acero y el
cristal, a ciento diez pisos de altura. El
aire era frío y seco y estábamos
cayendo hacia la plaza de debajo
como piedras.
Matar gritó y le aparté de un
empujón, dejando que sacudiese
brazos y piernas debajo de mí. El aire
me hinchó el abrigo, agitándolo como
si fuese ropa tendida y frenándome u
npoco, aumentando así la distancia
entre Matar y yo. En nueve segundos
chocaríamos con el hormigón de
debajo; una muerte rápida. Con
aquella pequeña distancia, podría ver
cómo Matar moría antes de besar el
pavimento.
La NSA identificaría los cuerpos y
liberarían a Millie. Matar no volvería a
asesinar a más inocentes y yo dejaría
de sufrir.
Después de dos segundos, el aire
sonaba como un huracán, golpeando y
atontando. Cuatro segundos después
era una fuerte presión hacia arriba que
me hacía poner boca abajo. Matarestaba
a unos nueve metros por
debajo y yo cayendo de lado, con el
abrigo como una vela. Me puse los
brazos por detrás, y el abrigo se
deshinchó como si le hubiese
aplastado una mano enorme. Caí más
rápido, acercándome a Matar de
nuevo. La fuente iluminada de la plaza
se hacía cada vez más grande.
Matar siguió gritando, un lastimero
alarido apenas audible por la velocidad
del viento. El sonido me hizo sonreír.
A la mierda con esto.
Salté la distancia entre los dos, le
agarré del cinturón, y salté de vuelta al
foso. Matar cayó de golpe en la aren
ay siguió gritando.
Papá estaba sentado junto al
fuego. Tenía la mirada puesta en
Rashid.
—¿Qué le has…? —tragó saliva.
Su voz era áspera—. ¿Qué le has
hecho ?
—Llevarle de excursión. Te toca.
Se estremeció.
—No, así está bien.
Salté a su espalda y le tiré de la
camisa. Se incorporó como pudo.
—¿Qué…? —salté con él al
cementerio de Pine Bluffs, Florida, y
luego le empujé otra vez, para que
cayese de golpe. Era más d
emedianoche, pero una farola de vapor
de mercurio sobre la verja del
cementerio iluminaba las letras
talladas con relieve: Mary Niles, 13 de
marzo de 1945 / 17 de noviembre de
1989.
Papá gimoteó. Me acerqué a él y
le empujé contra la lápida. Con la otra
mano le saqué el cinturón de los
pantalones, y me aparté.
—¿Recuerdas esto, papá? —hice
oscilar la correa de un lado a otro
como un péndulo, y la hebilla de
rodeo plateada titilaba con la luz. La
sacudí hacia atrás de golpe, sobre mi
cabeza, y hacia delante. Golpeé e
lsuelo a su lado y el césped saltó. Dio
un respingo.
—¿Cuántas veces, papá? —golpeé
el otro lado. Hizo un boquete en la
tierra—. ¿Cuántas veces?
Di un paso adelante y golpeé una
y otra vez sobre la lápida. La
superficie esmaltada se resquebrajó y
se astilló, y los bordes de la hebilla se
torcieron. Los golpes habían
estropeado la superficie de piedra. Le
tiré el cinturón al regazo. Señalé la
tumba.
—¿Estaría ella aquí si no le
hubieses pegado? ¿O abusado de ella?
¿O destrozado la cara? ¿Estaría e
nesta tumba si hubieses dejado de
beber?
Se estremeció más con mi voz que
con los golpes del cinturón.
—¿Qué clase de persona eres?
¿Qué clase de criatura? ¿Qué clase de
lastimosa excusa para un ser humano?
Di otro paso hacia él y empezó a
llorar. ¿Qué?
—Lo siento. Lo siento. Lo siento.
Yo no quería. No quería hacerle daño.
No quería hacerte daño —le rodaban
las lágrimas por las mejillas.
Me entraron ganas de vomitar.
«¿Qué quieres de él?»
—¡Cállate! ¡Cállate!Se estremeció de
nuevo y se calló.
—Levántate.
Se incorporó lentamente, con una
mano sujetándose los pantalones. El
cinturón con la hebilla abollada se
quedó sobre la tumba.
—Date la vuelta.
Lo hizo y salté al aparcamiento del
centro de desintoxicación Red Pines,
en
Stanville. Le solté y se dio la
vuelta.
—¿Sabes dónde estás?
Tragó saliva.
—Sí.
—¿Y bien?—¡No puedo! Perdí mi
trabajo.
¡Ya no tengo seguro! —la angustia en
su voz era aún mayor que cuando
había dicho que lo sentía. Le
denigraba estar sin su trabajo, el que
había tenido toda su vida… o tener
que admitirlo ante mí.
—Podrías venderte el coche.
—¡Me lo embargaron! —empezó
a llorar otra vez.
—¡Para! Si hubiese una manera de
pagarlo, ¿lo harías? —cerró la boca de
manera testaruda.
—¿A cuántas personas vas a joder
antes de morir? Es tu vida. Mátate tú
si quieres —me quedé esperando co
nlos brazos cruzados.
—No he dicho que no lo haría. Lo
haré. Lo iba a hacer justo antes de
perder mi trabajo.
Salté a la vivienda del precipicio y
regresé con una bolsa bajo el brazo.
Papá subió conmigo las escaleras y
entramos.
Estuvimos media hora para hacer
el papeleo, pero papá firmó en todas
partes. Cuando llegó la hora de hablar
del pago, nos dijeron que la media de
seis semanas salía por nueve mil
dólares.
Pagué en efectivo, por adelantado.
20

Cox se puso al teléfono. Parecía


cansado.
—Millie Harrison y su compañera
de piso han vuelto a su apartamento.
—¿Qué?
—Están libres. En casa. A salvo.
Un juez federal de Wichita expidió
una orden de arresto contra mí,
algunos de mis hombres y el jefe de la
agencia por secuestro. Podríamos
habernos defendido, pero… les dije a
mis superiores que lo dejasen estar.
—Esto… ¿por cuánto tiempo?
¿Cuándo las va a volver a atrapar?
Se quedó callado unos instantes, y
luego respondió:
—No lo sé. No sé quién más
conoce tu identidad y tu relación con
Millie.
—Bueno, ¡está claro que no ayudó
mucho al respecto!
Se aclaró la voz.
—No. Supongo que no. Pero la
hemos liberado. Piensa en ello. Un
acto de buena voluntad, no como
cuando me liberaste a mí.
Me quedé mirando el teléfono.
—Pensaré en ello.—Tienes nuestro
número —y
colgó.

Llamé desde una cabina, dudando


aún de si podía fiarme de Cox.
—¿Diga? —Millie respondió de
inmediato, con ansiedad en la voz.
—¿Algún malo por ahí? —mi tono
era desenfadado. Tenía los ojos
llorosos y un nudo en la garganta.
—¡Oh, Davy! Oh, Dios, ¿estás
bien? ¿Te han herido?
—¿Estás sola?
—¡Sí! Será mejor que esos
cabrones no se me acerquen, o si no
Mark les va a meter… Salté a s
uhabitación y ella dejó el teléfono. La
cama estaba deshecha y había cajas
medio llenas por todo el suelo. Luego
no me di cuenta de nada más que de
la presión de su cuerpo contra el mío,
el olor de su pelo y el sabor de sus
lágrimas en las mejillas.
Cuando aflojamos los brazos lo
suficiente como para echarnos un
vistazo, me dijo:
—No has estado comiendo. Reí.
—Bueno, no mucho —miré a mi
alrededor—. ¿Qué es esto de las
cajas?
—Sherry se muda. No quiere
saber nada de mí nunca más. Diceque
salgo con gente «cuestionable». Y
yo no puedo permitirme estar aquí
sola.
—Vaya amiga.
Se encogió de hombros.
—Nunca llegó a serlo. Y estuvo
encerrada en una habitación durante
una semana sólo porque vivía
conmigo.
—¿Te hicieron daño?
—No. Nos trataron con guante
blanco, pero nos tuvieron
incomunicadas. Ni siquiera nos
hicieron preguntas después del primer
día.
Me puse a pensar. Aquello debi
óser cuando empecé a saltar con
agentes a Europa, África y Oriente
Medio.
—Entonces, ¿qué vas a hacer?
¿Buscarte un apartamento más
pequeño?
Se encogió de hombros.
—Bueno, si no tengo una oferta
mejor… y deja de reírte así.
La besé.
—Al menos espero no tener que
preocuparme de que la pasma pueda
entrar en cualquier momento. Si hay
algo que deba decirse de tu casa, es
privado.
—Y el alquiler está bien
.Se encogió de hombros.
—Pero tendrás que hacerme algún
camino para que pueda salir de allí en
caso de emergencia. Y quiero un
lavabo de verdad. Deja de sonreír
como un idiota y ayúdame a
empaquetarlo todo.

Millie miró hacia abajo, al foso.


Matar estaba sentado junto a los
restos humeantes del fuego. Me di
cuenta de que había quemado la silla
cuando se acabó la leña.
Estaba intentando afilar uno de los
tornillos de metal de la silla con un
trozo de piedras, pero el acer
otemplado estaba haciendo una muesca
en la piedra.
Millie susurró:
—¿Qué vas a hacer con él?
—Bueno, podría volver a dejarle
caer del World Trade Center, sólo que
esta vez… —bajé el puño con rapidez
hasta la cintura y abrí la mano de
golpe—. Plas. O podría dejarle caer
como la última vez, cogiéndolo en el
último momento, una y otra vez, hasta
que pierda el miedo. Luego podría
dejar que se estampe.
Millie puso mala cara.
—Si vas a matarle, hazlo. No
juegues con él como si fuese un
ratón.—¿Crees que debería matarle?
Apartó la mirada hacia el
horizonte y suspiró.
—No es decisión mía. El no mató
a mi madre, ¿no?
Asentí.
—Pero te afectaría en tus
sentimientos hacia mí, ¿verdad?
Asintió lentamente, mirándome
otra vez con solemnidad.
—Pensaba en dejarle ahí en el
foso, poniéndole comida para varios
años y echándole un vistazo cada dos
meses. Así no mataría a nadie más.
—Es una locura. Te estarías
obligando a cuidar de él para siempre
.—Bueno, sí. Además, alguien
acabaría llegando hasta él o excavaría
escalones para salir de aquí.
Asintió.
—Entrégaselo a la NSA.
—¿A la justicia americana?
Llevaba una máscara cuando mató a
una ciudadana americana. Dudo que
fuese condenado. Cuando mató a la
sirvienta, estaba en aguas egipcias a
bordo de un barco griego. Oh, Dios
mío… me he olvidado de la sirvienta.
Su cuerpo está en Baltimore y no
tienen ni idea de quién es.
—Y su familia…
Asentí. Sabía perfectamente cóm
odebían de sentirse.

Quedé con Cox en el depósito de


cadáveres del Baltimore Hospital, pero
tuve cuidado. Llegó solo, con el
papeleo.
La pusieron, a María Kalikos, en
una bolsa para transportar cadáveres.
Los medios de comunicación hicieron
público su nombre y hablaron bastante
de su desaparición. María Kalikos;
quería recordarlo. No quería olvidarlo.
Cox firmó los papeles y distrajo al
empleado mientras yo saltaba con el
cuerpo hasta el aeropuerto de Atenas,
a la pista, y lo colocaba en un camiónde
equipaje vacío. Luego volví y salté
con Cox al mismo sitio.
El sol estaba bajando. Era el final
de la tarde allí y el principio de la
mañana en Baltimore. Miró a su reloj.
—Diez minutos —sacó un cuchillo
y empezó a cortar la etiqueta que
había en la bolsa que ponía morgue de
baltimore.
—No hay problema—le dije.
Salté al aeropuerto de Heathrow.
Corseau estaba esperando junto al
mostrador de Nueva Caledonia.
Llevaba una cámara y una grabadora.
Doblamos la esquina y salté con él a
Atenas
.—Brian Cox de la Agencia de
Seguridad Nacional. Jean-Paul
Corseau de la agencia de noticias
Reuters. El señor Cox será el «agente
anónimo de la inteligencia
americana».
Corseau ponía cara de haber
probado algo malo, pero era parte del
trato: exclusiva pero cobertura
limitada del encuentro. A Cox aún le
hacía menos gracia, pero era una de
mis condiciones.
—De acuerdo —respondió
Corseau.
—Ahora vuelvo.
Salté al foso. Matar estab
apreparado. Le había esposado antes,
de pies y manos, y lo había dejado en
una silla. Como de costumbre, se echó
atrás cuando aparecí. Sonreí y
consideré hacerle caer una vez más
por el World Trade Center. No; a
Millie no le habría gustado.
—¿Cuál era el nombre de mi
madre?
Se mordió el labio.
—Mary Niles.
—Bien —dije, en tono agradable
—. ¿Y el de la sirvienta del Argos?
—María Kalikos.
No le había hecho caer más veces,
pero le había amenazado con ello s
iolvidaba aquellos nombres. Cuando
eres responsable de la muerte de
alguien, deberías recordar su nombre.
Gritó cuando apareció en la pista,
pero se calló al darse cuenta de que
estaba en tierra firme, no cayendo. Le
empujé contra el camión de equipaje y
se sentó junto a la bolsa del cadáver.
Cox me entregó un trozo de papel
y algunas monedas griegas.
—Llama a ese número y diles en
qué puerta estamos. Mantente alejado
hasta que se hayan ido; ya es bastante
malo que sepamos quién eres.
Empezaba a gustarme Cox. No
me fiaba de él ni un pelo, peroempezaba
a caerme bien.
Me volví hacia Matar.
—Recuerda. Si escapas, te
encontraré. Si no te condenan, te
encontraré. Si vuelves a matar, te
encontraré. Y te aseguro que no
querrás que eso ocurra.
Evitó mirarme, pero palideció.
Millie estaba esperándome en la
terminal, con mis prismáticos colgados
del cuello. La había dejado allí antes
de saltar con los demás. Quería ver el
encuentro.
Una voz en el otro lado de la línea
dijo:
—Metaxos
.Yo respondí:
—Puerta 27.
Con un inglés muy marcado, el
hombre, Metaxos, dijo:
—Lo envío enseguida —y colgó.
Cinco minutos después, dos
coches camuflados y una ambulancia
llegaron al otro extremo del edificio de
la terminal. Millie me dio los
prismáticos. Salieron cuatro hombres
de cada coche. Compararon la cara de
Matar con una foto y lo metieron en la
parte de atrás de uno de los coches,
con un hombre a cada lado. Corseau
hizo fotos, mientras Cox se ponía con
cuidado detrás de él
.Luego abrieron la bolsa con el
cadáver y la cara de María Kalikos
fue comparada con otra fotografía.
Los encargados de la ambulancia
cerraron la bolsa, la pusieron en una
camilla y metieron la camilla en una
ambulancia.
María Kalikos, me dije a mí
mismo. Quería recordarlo.
Cox le dio la mano a uno de los
griegos y los tres vehículos se
marcharon.
—¿Quieres que te lleve a casa a ti
primero?
Millie cogió los prismáticos.
—Esperaré. Llévales a ello
sprimero.
La besé y salté de vuelta a la pista.
—¿Ya está? —pregunté a Cox.
—Ya está.
Corseau negó con la cabeza.
—No es suficiente. Quiero una
entrevista.
—Lo siento. Esto es lo máximo
que me puedo permitir sin ponerme en
peligro. Mírelo por el lado bueno:
puedo serle muy útil cuando necesite
llegar a algún lugar enseguida.
—Está bien —dijo, a
regañadientes—. No voy a forzar la
situación. Pero ¿y si decide hacerse
público
?—Claro —respondí—. No hay
más que hablar. Seré todo suyo.
Salté con él de vuelta a Heathrow.
—¿Listo? —pregunté a Cox, al
volver.
—Aún necesitamos una manera
mejor de contactar contigo —parecía
cansado, como si dijese aquello
porque se lo habían ordenado.
Sacudí la cabeza.
—Prometí que miraría los
clasificados del New York Times. Eso
es lo máximo que puedo prometer. Si
veo el mensaje, llamaré. Si puedo
ayudarle con el transporte rápido, lo
pensaré. Pero no soy un espía. Ni u
nagente.
—Entonces, ¿qué harás? ¿Sólo
secuestros aéreos? Al final, te
cogerán. Puede que incluso simulen
un secuestro sólo para eso.
Negué con la cabeza.
—No lo sé. Puede que me ponga a
trabajar con los bomberos. Puede que
empiece con la lista de presos de
conciencia de Amnistía Internacional.
Puede que me coja unas vacaciones.
—¿Estás seguro de que no quieres
que vigilemos a Millie?
Sacudí la cabeza con violencia.
—Usted ya sabe que es más
probable que atraigan la atenció
nhacia ella en lugar de protegerla. Yo la
vigilaré. Ustedes quédense lejos.
Salté con él hasta D.C. e incluso le
estreché la mano antes de irme.

Salté con Millie de vuelta al foso.


Era media mañana en Texas y el sol
entraba de lado, sin tocar el agua en el
fondo del foso.
—¿Por qué hemos venido aquí? —
preguntó. Alcé los brazos.
—Todo ha terminado, pero ¡no
siento que haya terminado! Mi padre
me dijo que lo sentía, pero eso no
cambia nada. Matar está en manos de
las autoridades, pero… me siento
mal.Me miró.
—¿Tu padre reconoció el daño
que os hizo?
Fruncí el ceño.
—Bueno, dijo que lo sentía, que
nunca pretendió hacernos daño.
Cerró los ojos.
—Eso no es reconocerlo… es «no
seas malo conmigo».
Cogí una piedra ahumada y la tiré
al agua. Cayó junto al barranco,
salpicando en la pared de roca.
—Davy, puede que nunca
consigas que lo reconozca. Puede que
nunca sea capaz de hacerlo.
Tiré otra piedra, más grande
,levantándola de la arena. Sólo llegó a
medio camino. Empecé a coger una
piedra más grande, y me detuve.
—¡Lo he intentado con todas mis
fuerzas!
Ella se me quedó mirando, con la
boca medio abierta y los ojos
radiantes.
—¿Es eso a lo que te referías? ¿A
que no podía escapar de mí mismo?
Asintió.
—Duele. Duele mucho.
—Lo sé.
Me acerqué a ella y la abracé,
dejé que me sostuviese, que apretase
mi cuerpo contra el suyo, que m
eacariciase la espalda. Me sentí triste,
casi infinitamente triste. Finalmente
me aparté y dije:
—Hablaré con alguien… si me
ayudas a encontrar a un buen
terapeuta.
—Oh, claro.
Me atreví a esbozar una sonrisa.
No parecía tan imposible, sólo muy,
muy difícil. Me fui de un salto y volví
casi de inmediato.
—¿Qué es eso?
—Es un lei —respondí—. Un lei
hawaiano hecho de orquídeas —se lo
puse alrededor del cuello—. Es parte
de la costumbre—añadí, besándola
.Sonrió.
—Parece fuera de lugar, en un
foso de Texas.
La cogí en brazos.
—Bueno, pues vamos a donde
quede bien. Agárrate.
—Lista —dijo.
Y saltamos.Notas

[1]
"General Educational Development
Test" (Examen de Desarrollo
Educacional General) certifica que el
estudiante ha aprendido los requisitos
necesarios del nivel de la escuela
secundaria estadounidense. (N. del T,)
<
<

[2]
Oklahoma State University (N. del
T) <<

[3]
Marca comercial de helados y
postres hechos con soja (N. del T.) <<
[4]
Se refiere a Eliza Doolittle,
protagonista de la obra de teatro
"Pigmalión", de Bernard Shaw (N. del
T.) <
<

[5]
Cadena de establecimientos de
comida rpida (N. del T.) <<

[6]
Organización internacional de
servicio comunitario que se
fundamenta en el trabajo voluntario
para mejorar la calidad de vida de
niños y jóvenes de todo el mundo (N.
del T.) <
< [7]
ed

"Unit Press International",


agencia internacional de noticias con
sede en EE.UU. (N. del T.) <<

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