Este documento discute el origen mítico de la imagen y cómo la fotografía, al igual que las primeras imágenes, busca conjurar la ausencia capturando fragmentos del pasado. La fotografía testifica que algo estuvo presente aunque ya no esté, cumpliendo con la función de la memoria de vincular el pasado con el presente. Al igual que la memoria, la fotografía permite abolir el tiempo al retener lo que se desvanece y representar la transformación.
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FOTOGRAFíA Y MEMORIA: LA ESCENA AUSENTE
ensayo de Marisa Strelczenia sobre la serie de imágenes "Arqueología de la
Ausencia", de Lucila Quieto Ponencia presentada en las II Jornadas de Fotografía y Sociedad, Facultad de Ciencias Sociales (UBA), Septiembre de 2001. Publicada en CD-Rom. Publicada en Ojos Crueles, temas de fotografía y sociedad Nº1, Buenos Aires, octubre de 2004-marzo de 2005.
El mito cuenta que en el origen de la imagen se encuentra la ausencia, la nostalgia, la
separación de dos que se aman. Se relata la historia de la hija de un alfarero que estaba enamorada de un joven. Un día, el joven tuvo que partir en un largo viaje. En la escena del adiós, los dos amantes están en una habitación iluminada por una lámpara que proyecta sus sombras en un muro. Para conjurar la futura ausencia de su amante y conservar una huella física de su presencia, la muchacha con un carbón bordea el contorno, pinta la silueta del otro que allí se proyecta. En ese instante último y resplandeciente, y con el fin de abolir el tiempo, la muchacha “procura fijar la sombra de aquel que aún está allí pero que pronto estará ausente”.1 Así, según el mito, la categoría fundadora de la imagen no es la necesidad de figurar o imitar algo que existe sino la necesidad de prolongar el contacto, la proximidad, el deseo de que el vínculo persista. Incluso y fundamentalmente cuando el adiós es definitivo. Regis Debray señala que la imagen nace de la muerte, como rechazo de la nada y para prolongar la vida, de tal forma que entre el representado y su representación hay una transferencia de alma. La imagen no es una simple metáfora del desaparecido sino “una metonimia real, una prolongación sublimada pero todavía física de su carne”.2 La fotografía, imagen técnica, producto de la modernidad, recupera esa carga mítica del origen. Walter Benjamín ya marcaba la paradoja: “la técnica más exacta puede dar a sus productos un valor mágico que una imagen pintada ya nunca poseerá para nosotros”.3 Quienes miraban las primeras fotos participaban de un misterio: creían –como quienes creen arrodillados frente a una figura religiosa que el santo los ve y escucha sus ruegos– que los pequeños, minúsculos rostros fotografiados, podían desde la imagen mirarlos. La fotografía cumple, como las primeras imágenes, la función de medium entre lo que es y lo que ha sido, entre los que aún son y los que ya no están. En palabras de Roland Barthes: “La foto es literalmente una emanación del referente. De un cuerpo real, que se encontraba allí, han salido unas radiaciones que vienen a impresionarme a mí, que me encuentro aquí (…); la foto del ser desaparecido viene a impresionarme al igual que los rayos diferidos de una estrella. Una especie de cordón umbilical une el cuerpo de la cosa fotografiada a mi mirada: la luz, aunque impalpable, es aquí un medio carnal, una piel que comparto con aquel o aquella que han sido fotografiados”.4 La fotografía aporta al universo iconográfico una imagen precisa, definida, pero que en esencia es un signo emanado directamente del referente. Testimonia la presencia real en el pasado del cuerpo al que hace referencia. Ninguna otra imagen ha tenido tanto a favor para conjurar la ausencia y cumplir tan cabalmente con el mito de origen. Toda fotografía afirma que lo que vemos en ella se ha encontrado allí, ha estado allí pero inmediatamente separado. Es así que Barthes encuentra el noema de la fotografía en certificar que esto (el referente) ha sido. La facultad de atestiguar lo que ha sido, de retener lo que se desvanece es la memoria. La memoria es constitutiva de la condición humana: desde siempre nos hemos ocupado de producir señales que permanezcan más allá del devenir, que sirvan de marca de la propia existencia y que le den sentido. Por oposición, cuando se ha querido contar la pérdida de las cualidades de lo humano se menciona la imposibilidad de recordar. En La Odisea se relata el viaje de Ulises por un mundo calificado como subhumano. Ulises llega al país del olvido, en donde viven los lotófagos, quienes se alimentan del loto. Asegura Jean-Pierre Vernant, que “quienes comen del loto dejan de vivir como los hombres, con el recuerdo de su pasado y la conciencia de quienes son”.5 También Circe, la hechicera, cuando transforma a la tripulación de Ulises en cerdos y los separa del mundo humano, los bestializa porque “les hace olvidar su pasado”. “Tanto nuestra noción de lo real como la esencia de nuestra identidad individual dependen de la memoria. No somos sino memoria”.6 La vida es en esencia movimiento y transformación. Pero sólo podemos tomar conciencia del movimiento en comparación con lo que permanece inmóvil. Mientras Ulises viajaba y ponía en riesgo su identidad, en Itaca, Penélope esperaba. El viaje de Ulises adquiere sus verdaderas proporciones en la espera de Penélope. La Odisea se completa con el reencuentro, con el regreso al punto de partida. Ulises puede perderse porque hay alguien que lo recuerda tal como es y no lo olvida. La memoria vincula el pasado con el presente, y de esa manera produce una doble operación: la de abolir el tiempo (porque lo que ha sido permanece, es memorable) y a la vez la de representarlo (porque al unir el antes con el ahora podemos ver la transformación). Lo inmutable es lo que no tiene tiempo. La misma operación es la que realiza la fotografía. La brusca detención, el corte del click, la reducción a un instante, pone en evidencia lo excluido, es decir la continuidad, el tiempo que fluye como el río. Quien mira una fotografía se ve obligado a valorar el salto entre el momento en que el objeto posó y el presente en el que se contempla la imagen. La memoria enlaza lo actual con lo pasado y a ella recurrimos para rastrear el origen de las cosas pero también para descifrar de alguna manera lo que vendrá. Así también el azaroso fragmento de tiempo fotografiado es capaz de contener el antes y el después. Walter Benjamin asegura que frente a una fotografía el espectador “se siente irresistiblemente forzado a encontrar el lugar inaparente en el cual en una determinada manera de ser de ese minuto que pasó hace ya tiempo anida hoy el futuro y tan elocuentemente que, mirando hacia atrás, podremos descubrirlo”.7 Perseguimos las huellas de un tiempo por venir en las imágenes del pasado. Marcelo Brodsky buscó a sus compañeros del colegio secundario para rehacer la foto del grupo tomada hacía casi 30 años. Muchos aceptaron volver a posar y se dispusieron a que en sus cuerpos y rostros se pudiesen leer las marcas que les imprimieron la historia social e individual. Otros eligieron no exponerse a la comparación. Algunos ya no están y la ausencia es aún más reveladora. El resultado fue la publicación del libro Buena Memoria, un ensayo que reúne aquella primera foto (la de “primer año sexta división, turno tarde, 1967”) con las fotos más recientes y textos que cuentan brevemente lo ocurrido.8 Cuando se mira la foto de esos adolescentes vestidos con el uniforme del colegio que se han dejado retratar hace ya tanto, uno recorre esos pequeños rostros buscando las señales de sus venturas y fatalidades. Se experimenta un balanceo vertiginoso entre el allí y entonces de la foto del secundario y el aquí y ahora de las imágenes más actuales (ese aquí y ahora que una vez más ha quedado lejos e irremediablemente convertido en pasado inaccesible. El ensayo despierta la obsesión de saber ahora y cada vez qué ha sido de ellos.) Recordar consiste en retener ciertos fragmentos de la experiencia y olvidar el resto. Son más los instantes que se pierden que los que podemos conservar. “Lo que se recuerda ha sido salvado de la nada. Lo que se olvida ha quedado abandonado”. Es por eso que “la memoria entraña cierto acto de redención”.9 Se premia recordando, haciendo memorable; se castiga con el olvido. La cámara fotográfica también “separa una serie de apariencias de la inevitable sucesión de apariencias posteriores y las mantiene intactas”.10 Confiamos en su capacidad para resguardar los instantes que consideramos valiosos. “Entre las muchas maneras de combatir la nada, una de las mejores es sacar fotografías”, asegura el protagonista de “Las Babas del Diablo”.11 La nada es el olvido, la no identidad, lo indiferenciado. A veces la fotografía aporta más que lo que se podía esperar. No sólo registra fragmentos del mundo sino que puede atrapar “el gesto revelador, la expresión que todo lo resume, la vida que el movimiento acompasa pero que una imagen rígida destruye al seccionar el tiempo, si no elegimos la imperceptible fracción esencial”.12 Los acontecimientos concluyen pero quedan las fotografías, aunque con el paso del tiempo no podamos asegurar si esos momentos han sido significativos en sí mismos o se han vuelto memorables por haber sido fotografiados. Pero la experiencia de la propia fugacidad nos impulsa a fotografiar nuestras vidas y las de nuestros seres queridos. Así vamos creando el universo de imágenes que resistirán la caída. Fotografiamos para recordar, para volver a habitar ese lugar en el que sabemos quiénes somos; para, de algún modo, poder regresar a nuestra Itaca. John Berger compara la memoria con la fotografía. Señala que antes de la invención de la cámara no existía nada que pudiera mantener “intactas las apariencias”. Esa función la cumplía solamente la memoria de los hombres. Establecida la semejanza entre memoria y fotografía, aparecen las diferencias: “las fotografías no conservan en sí mismas significado alguno. Ofrecen unas apariencias privadas de su significado”.13 Para significar, para dar un sentido, para explicar las relaciones, es necesaria la narración, el encadenamiento. Pero las fotografías son solo instantes. En ellas, todo tiempo se encuentra atascado. Susan Sontag asegura que “las fotografías por sí solas son incapaces de explicar nada” y que “en rigor nunca se comprende nada gracias a la fotografía”. “Mediante la fotografía el mundo se transforma en una serie de partículas inconexas e independientes”.14 Para Berger lo que describe Sontag ocurre en el uso público de la fotografía, pero en el uso privado el significado del instante es recuperado. La fotografía pública ofrece a quien las mira una información que le es ajena a la experiencia; presenta una escena separada de su contexto; en general sin enlace con el significado original del acontecimiento. El instante prevalece sobre la continuidad. En cambio, las fotografías privadas, especialmente las que integran el álbum familiar, se aprecian y se leen en un contexto que es la continuación de aquel de donde las sacó la cámara. A pesar del corte, de la violencia que implica el acto fotográfico, estas imágenes permanecen unidas al significado del que fueron separadas. La continuidad prevalece sobre el instante. En estos casos, “la fotografía contribuye a la memoria viva, no la suplanta”.15 La imagen evoca el recuerdo del acontecimiento familiar, sin reemplazarlo. Se acepta el corte esencial del acto fotográfico en beneficio de la memoria. Hasta los más reticentes a ser fotografiados aceptan despojarse para permanecer. En ese ámbito privado, las personas producen sus propias imágenes y las controlan, las sujetan, las pueden significar. Quienes sacan las fotos son, prácticamente, los mismos que las contemplan y las atesoran. En cierta forma, la violencia del corte ha quedado atemperada por la no separación entre los contextos de producción, circulación y recepción. Pero retornará con todo su rigor cuando una fotografía privada deba abandonar ese ámbito primigenio para ingresar a la escena pública. Ese cambio de contexto, en general, no ocurre por elección sino por necesidad. La fotografía es empujada, arrastrada, separada de la continuidad de la memoria viva de los miembros del grupo hacia el mundo social de imágenes fragmentadas, inconexas. La foto tomada en un acto escolar, el retrato de quince, la expresión de un rostro en noche buena, el gesto casual de una tarde de verano, se separan del relato familiar que los explica y les da significado para cumplir otro rol, no el de evocar el acontecimiento, sino el de reclamar por el que fue, un reclamo “indomable”, “que no se puede silenciar”.16 La fotografía se aprecia como una vía eficaz para reclamar por una persona particular, no anónima, como particular es el signo fotográfico: Llamados a la solidaridad, donde los pequeños rostros de las personas perdidas se amplían para llenar la pantalla televisiva. Un paradero desconocido y una imagen tratando de sujetar, de sostener el hilo que conduzca al encuentro. Pequeñas fotos publicadas en el diario cada aniversario de la desaparición, acompañadas por las palabras de los familiares más cercanos que le hablan aquel que no está: “no te olvidamos…”, “quienes te quisimos…”, “por tu desaparición deberán dar respuesta…”, “en este día que te fuiste sin elegirlo…”; “tu familia que te adora y te extraña…”; “te buscamos siempre y estás presente…”; “a tu querida memoria”. Discurso desviado: leemos algo íntimo y destinado al ausente pero puesto a propósito frente a nuestros ojos. Un doble supuesto toma forma: el desaparecido lo puede leer y el que lee puede desaparecer. Abuelas y madres buscando a sus hijos y nietos, iluminadas por las fotos. Fotos usadas no para certificar que esos seres queridos existen o existieron –para eso está el amor que no cesa– sino para que aquella imagen tomada antes de la partida, del no buscado adiós, los atraiga, los vuelva a convocar, confiando en que –como dicen los mitos– lo que una vez estuvo unido, por impulso ciego, persiga el reencuentro. Cuando Barthes describe la experiencia de ser fotografiado coloca en primer plano el hecho de que el acto fotográfico elabora un doble del objeto o sujeto retratado. “La fotografía es el advenimiento de yo mismo como otro: una disociación ladina de la conciencia de identidad”. “Me fabrico instantáneamente otro cuerpo”.17 Entonces, esa imagen privada que, a partir de una ruptura en la cotidianeidad, debe hacerse visible en la escena pública, será un desdoblamiento a reparar, como también se busca remediar la separación ocurrida. Pareciera que en el momento de la pérdida las coordenadas espacio-temporales se hubieran corrido. El que falta está vivo pero en otra dimensión a la que es imposible acceder. Pero la imagen sigue unida al referente. Es su huella y le pertenece, lo extraña, lo reclama. Por herencia mítica, se confía en que la imagen ayudará a restablecer el orden alterado. La fotografía puede interceder, mediar, entre el mundo conocido y familiar y el mundo desconocido y ajeno, al que ha sido arrojado, con mayor o menor violencia, el ser querido. La figura del desaparecido es la de aquel que está en suspenso, en un tiempo detenido y en un lugar en el que la frontera entre los vivos y los muertos, la luz y la sombra, fuera incierta. Casi un espectro. Esa impresión tenían los que esperaban a Ulises, quien a medida que pasaban los años, se había convertido en “un ser que nadie había visto ni escuchado, invisible, inaudible. Había desaparecido como si las Harpías se lo hubiesen llevado del mundo de los hombres”.18 Barthes llama spectrum a lo que es fotografiado, y describe el momento en que se posa frente al objetivo como “una microexperiencia de la muerte (del paréntesis)”; “me convierto verdaderamente en espectro”; “la fotografía representa ese momento tan sutil en que no soy ni sujeto ni objeto, sino más bien un sujeto que se siente devenir objeto”.19 Fuera de contexto, las palabras de Barthes podrían ser dichas por quien desaparece arrancado violentamente de su entorno: “me despropian de mí mismo, hacen de mí, ferozmente, un objeto, me tienen a su merced, a su disposición”.20 Quien es fotografiado soporta la esencia misma de la desaparición: ser separado del tiempo y el espacio, aislado, arrojado a otro tiempo y otro espacio. En tanto, el que aguarda en las fronteras de lo conocido también queda en suspenso. No puede realizar ningún ritual que comprometa a la persona ausente. Penélope llega a pensar que hubiera sido preferible que Ulises hubiera muerto en combate o cuando regresaba con sus naves. “Entonces le hubiéramos erigido un túmulo con una lápida con su nombre. Así estaría siempre con nosotros. (…) Pero ha desaparecido del mundo, borrado, devorado, sin gloria”, dice.21 Las ausencias se multiplican: ausencia del ser querido, ausencia del cuerpo referencia, ausencia de ritos que permitan el pasaje a otro estado, ausencia de momentos comunes entre los que están y los que no están. Al comenzar, decíamos que la imagen nació del deseo de retener el instante en que el ser amado estuvo presente, próximo, tangible. ¿Pero y si existe el amor y no la escena compartida? ¿Si la escena que se añora, la escena de la intimidad, de la cercanía, nunca ha sido, pero sí ha existido y existe la necesidad de construirla simbólicamente? ¿Si “El pensamiento insiste en/ traerte y devolverte/ a lo que nunca fuiste”?22 La imagen fotográfica confunde la verdad con lo real, lo real con lo viviente. Lo que la imagen da como certeza es lo mismo que vacila y se vuelve inestable. Hay un desfase temporal entre el objeto y su imagen: “lo que veo efectivamente ha estado ahí y sin embargo jamás podría verificarlo verdaderamente”.23 La foto nos empuja al referente pero nunca podemos hacer coincidir la imagen con el objeto. “Esta distancia, que está en el núcleo de la fotografía, por reducida que sea siempre es un abismo. Todas las fuerzas de lo imaginario pueden alojarse allí”.24 Se altera la relación entre lo real y la imagen. Quien mira puede sentir el vértigo de caer en esa grieta. ¿Por qué no recurrir a ese modo de la alucinación? Si lo que toda imagen fotográfica muestra es inaccesible, ¿por qué no extremar esa categoría? Si toda fotografía muestra un imposible (dice Barthes: “Veo los ojos que han visto a Napoleón”), ¿por qué no desplazar y extender la cualidad de lo imposible? Si uno recuerda porque está la foto, ¿por qué no invertir la operación y a partir de obtener la foto empezar a recordar? Si la imagen nació para “aliviar una pena, suplir una carencia”,25 ¿por qué no distraer el dolor con una imagen que intente unir lo que está partido? Si entender la foto como emanación de lo real en el pasado es considerar a la fotografía “una magia, no un arte”,26 ¿por qué no ensayar hacer aparecer lo maravilloso? “Ahora podés tener la foto que siempre quisiste”, decía el cartel por el que Lucila Quieto ofrecía sus servicios como fotógrafa.27 Su propósito era crear la imagen de la escena ausente, imposible: los hijos de desaparecidos compartiendo hoy un tiempo y un lugar con sus padres. Una imagen íntima de una intimidad inexistente. Con fragmentos en sí mismos verdaderos, construyó una escena falsa si se la contrasta con lo real, pero de una certeza insuperable si el fondo sobre la que se la expone es el deseo. Generó una imagen en la que “la garantía del ser es el afecto”.28 La imagen producida recibe los beneficios del noema de la fotografía. A ella también, por el hecho de ser una foto, le atañe, a pesar del artificio que no intenta ocultarse, la afirmación implícita en cualquier imagen fotográfica: esto ha sido. En algún sentido, e inesperadamente, estamos frente a una versión transformada de la historia de la hija del alfarero. Esta vez se proyecta sobre el muro la luz y no la sombra del sujeto. En el mito, en el instante compartido y ante el próximo adiós se generaba la imagen. Ahora, la existencia está desbordada del adiós no querido e irreparable y se genera la imagen para acceder a la escena que nunca existió. La operación es invertir, anteponer el efecto a la causa, crear el referente por su huella. En el lugar elegido para la toma, se proyecta la imagen de las personas desaparecidas que entonces iluminan esa escena en la que personas densas, corpóreas, se disponen a ser cortadas, suspendidas, convertidas en imágenes. El hijo por amor al ser que está ausente se ofrece para ser arrancado y volverse él mismo un fantasma. En estas fotos se ven jóvenes que desde el pasado “como los rayos diferidos de una estrella” iluminan espacios en los que otros jóvenes se dejan bañar por esa luz, tan desconocida como familiar, que viaja atravesando el tiempo. Vemos a los que ya no están junto con los que extrañan y buscan reconocerse, seguir la estirpe, el linaje. Son imágenes con dos orillas. En aquella orilla, una mujer bonita con el pelo lacio y un collar de perlas, parece sujetar un pañuelito, ¿será su casamiento por civil, la ceremonia de graduación en la universidad?; en esta orilla, un joven repite alguno de sus rasgos y alinea su perfil con el de ella. En aquella orilla, una mujer sentada en un silloncito veraniego mira a cámara, tiene una niña en el regazo; en esta orilla, una muchacha hace coincidir su lugar con el de la niña. En aquella orilla, un brindis, un festejo. El que mira a cámara es casi un adolescente; en esta orilla dos mujeres le sonríen, lo rodean, se integran a la fiesta. Pero sus ropas desentonan. Allá no hace calor ni son tan informales. En aquella orilla, un hombre con finos bigotes baja del auto. Está en mangas de camisa, lleva desprendidos los botones, apenas se entrevé la desnudez del torso. En esta orilla, una joven mira a cámara, mientras se deja manchar por la luz y las sombras de la escena anterior. Y entonces su piel es como la de un cachorro de pantera herido. En aquella orilla, un muchacho está apoyado en el televisor, sostiene con las manos un peluche; en esta orilla ¿la dueña del juguete? tiene los mismos ojos que él. En aquella orilla, hay una brisa que desordena el cabello de una mujer y una niña. También hay sol. En esta orilla, no. Una joven llena su habitación con el reflejo de aquella otra luz. Allá, alguien sonríe, se ve hermoso y seguro. Acá, un joven oculta su rostro, se hunde en la sombra. Dos orillas y entre ellas el río que las separa y las une: el tiempo reducido a un espacio, a un límite inestable. Límite que es infranqueable, de la misma manera que no se puede pasar del otro lado del espejo. La fotografía por definición es corte y separación. Lucila había escrito a partir de una foto que sin duda la conmovía: “hay un punto en el que no puedo participar y lo que hace que esto suceda es el soporte que la contiene, el plano absolutamente inmóvil”. Barthes también se rendía ante esta ley. “No puedo profundizar, horadar la Fotografía. Sólo puedo barrerla con la mirada como una superficie quieta”.29 Con este trabajo, Lucila y otros hijos de desaparecidos logran integrarse a la superficie llana de la foto. El plano inmóvil que confunde los espacios confunde también el tiempo. Hubo una primera toma. Son las imágenes lejanas de las personas queridas y ausentes. Sucedió luego el corte más violento y real: el de la desaparición forzada. Corte sobre corte. Y luego, con estas fotografías, un acto de redención: volver a cortar, volver a fotografiar, como forma de unir. Es el mismo lenguaje fotográfico el que permite la apariencia de que estas dos orillas se unen. En el instante de la toma, todos los planos que están frente al objetivo se integran en uno solo. La nueva foto recibe las diferentes luminosidades sin discriminar. Y si cada foto crea un nuevo tiempo, el del instante detenido para durar eternamente, esta vez el instante destinado a perpetuarse contiene a la misma fisura temporal. El click reúne el pasado lejano y al pasado reciente en un solo tiempo. Quien mira estas imágenes contempla la tarea épica de la fotografía, exigida a sujetar lo que irremediablemente se separa, y detrás de ella, la gesta del fotógrafo, el deseo de reunir lo imposible. El espectador está obligado a incorporarlas a un contexto, a no desconocer los hilos de la historia. Estas fotografías están rodeadas por un campo ciego imposible de eludir que nombra a los ausentes, a la violencia ejercida contra las vidas de las personas, a la añoranza de lo que podría haber sido y no fue. A pesar de que con la primera mirada se advierta la falsedad de estas imágenes, quien las ve se encuentra movido a participar del deseo que las originó. Podemos acercarnos a la verdad que comunican, una verdad que no es referencial sino afectiva. Quien mira se siente movido a abrazar, a piadosamente contener la pena originaria que advierte en las escenas, pero también comprueba que no puede retener la arena de lo que fue. Quizá estos jóvenes que han posado frente a la cámara alienten el afán de que les suceda lo mismo que al protagonista del cuento de Cortázar, que haya un azar que ponga a la foto en movimiento, que sea la vida la que se quede quieta, y que en la imagen puedan vivir lo que les ha sido negado.30
1. Philippe Dubois, El Acto Fotográfico. De la representación a la recepción, Barcelona,
Paidós, 1994, 2da. Edición. (En relación al mito del origen de la imagen, Dubois cita la fábula narrada por Plinio en su Historia Naturalis). 2. Regis Debray Vida, y Muerte de la Imagen. Historia de la Mirada en Occidente, Barcelona, Paidós, 1992. 3. Walter Benjamín, Discursos Interrumpidos I, Madrid, Editorial Taurus, 1987. 4. Roland Barthes, La Cámara Lúcida. Nota sobre la fotografía, Barcelona, Paidós, 1990, 1ra. Edición. 5. Jean-Pierre Vernant, Érase una vez… El Universo, los dioses, los Hombres, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1999. 6. Joan Fontcuberta, El Beso de Judas, Fotografía y Verdad, Barcelona, Editorial Gustavo Gili, 1997. 7. Walter Benjamin, op. cit. 8. Marcelo Brodsky, Buena Memoria, Buenos Aires, Editorial La Marca, 1997. 9. John Berger, Mirar, Buenos Aires, Ediciones de La Flor, 1998. 10. John Berger, op. cit. 11. Julio Cortázar, Las Armas Secretas, Buenos Aires, Editorial Sudamericana Planeta, 1986, 20ma. Edición. 12. Julio Cortázar, op.cit. 13. John Berger, Idem. 14. Susan Sontag, Sobre la Fotografía, Barcelona, Editorial Edhasa, 1981. 15. John Berger, Idem. 16. Walter Benjamin, Idem. 17. Roland Barthes, op. cit. 18. Walter Benjamin, Idem. 19. Roland Barthes, Idem. 20. Roland Barthes, Idem. 21. Jean-Pierre Vernant, op. cit. 22. Fragmento del poema de Juan Gelman a su hijo Marcelo Ariel Gelman, publicado en Buena Memoria, de Marcelo Brodsky. 23. Philippe Dubois, op. cit. 24. Philippe Dubois, Idem 25. Regis Debray, op. cit. 26. Roland Barthes, Idem. 27. Lucila Quieto es fotógrafa e integra la asociación HIJOS. Su papá fue secuestrado el 20 de agosto de 1976. 28. Roland Barthes, Idem. 29. Roland Barthes, Idem. 30. Julio Cortázar, Idem.