Resumen 13 Hobsbawn 1
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Esta diferencia entre la influencia francesa e inglesa no se puede llevar demasiado lejos. Ninguno de los centros de la doble
revolución limitó su influencia a cualquier campo específico de la actividad humana y ambos fueron complementarios más que
competidores. Sin embargo, aunque los dos coinciden más claramente –como en el socialismo, que fue inventado y bautizado
casi simultáneamente en dos países-, convergen desde direcciones diferentes.
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Esto no es subestimar la influencia de la revolución norteamericana que, sin duda alguna ayudo a estimular a la francesa y,
en un sentido estricto, proporcionó modelos constitucionales –en competencia y algunas veces alternando con la francesa-
para varios estados latinoamericanos, y de vez en cuando inspiración para algunos movimientos radical-democráticos.
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catastróficos para la monarquía; y las fuerzas de cambio burguesas eran demasiado fuertes para caer en la inactividad,
por lo que se limitaron a transferir sus esperanzas de una monarquía ilustrada al pueblo o a <la nación>.
Las cuatrocientas mil personas que formaban entre los veintitrés millones de franceses la nobleza estaban bastante
seguras. Gozaban de considerables privilegios, incluida la exención de varios impuestos y el derecho de cobrar tributos
feudales. La monarquía absoluta, aunque completamente aristocrática e incluso feudal en su ethos, había privado a los
nobles de toda independencia y responsabilidad política, cercenando todo lo posible sus viejas instituciones
representativas: estados y parlaments. El hecho continuó al situar entre la alta aristocracia y entre la más reciente
noblesse de robe creada por los reyes con distintos designios, a una ennoblecida clase media gubernamental que
manifestaba todo lo posible el doble descontento de aristócratas y burgueses a través de los tribunales y estados que aún
subsistían. Económicamente, las inquietudes de los nobles no eran injustificadas. Guerreros más que trabajadores por
nacimiento y tradición, dependían de las rentas de sus propiedades o, sí pertenecían a la minoría cortesana, de
matrimonios por conveniencia, pensiones regias, donaciones y sinecuras. Pero como los gastos iban en aumento, los
ingresos, mal administrados por lo general, resultaban insuficientes. La inflación tendía a reducir el valor de los ingresos
fijos, tales como las rentas.
Por todo ello era natural que los nobles utilizaran su caudal principal, los reconocidos privilegios de clase. Durante el
siglo XVIII, tanto en Francia como en muchos otros países, se aferraban tenazmente a los cargos oficiales que la
monarquía absoluta hubiera preferido encomendar a los hombres de la clase media, competentes técnicamente y
políticamente inocuos. Como consecuencia, la nobleza no sólo irritaba los sentimientos de la clase media al competir con
éxito en la provisión de cargos oficiales, sino que socavaba los cimientos del Estado con su creciente inclinación a
apoderarse de la administración central y provincial. Una nueva profesión –la de <feudista>- surgió para hacer revivir los
antiguos derechos de esta clase o para aumentar hasta el máximo los productos de los existentes. Con esta actitud, la
nobleza no sólo irritaba a la clase media, sino también al campesinado.
La posición de esta vasta clase, que comprendía aproximadamente el 80% de los franceses, distaba mucho de ser
brillante, aunque sus componentes eran libres en general y a menudo terratenientes. En realidad, las propiedades de la
nobleza ocupaban sólo 1/5 parte de la tierra, y las del clero quizás otro 6%, con variaciones en las diferentes regiones.
Sin embargo, la mayor parte eran gentes pobres o con recursos insuficientes, deficiencia ésta aumentada por el atraso
técnico reinante. La miseria general se intensificaba por el aumento de la población. Los tributos feudales, los diezmos y
gabelas suponían unas cargas pesadas y crecientes para los ingresos de los campesinos. La inflación reducía el valor del
remanente. No hay duda de que en los 20 años anteriores a la revolución la situación de los campesinos empeoró por
estas razones.
Los problemas financieros de la monarquía iban en aumento. La estructura administrativa y fiscal del reino estaba
muy anticuada y, como hemos visto, el intento de remediarlo mediante las reformas de 1774-1776 fracasó, derrotado por
la resistencia de los intereses tradicionales encabezados por los parlaments. Entonces, Francia se vio envuelta en la
guerra de la independencia americana. La victoria sobre Inglaterra se obtuvo a costa de bancarrota final, por lo que la
revolución norteamericana puede considerarse la causa directa de la francesa. Guerra y deuda –la guerra norteamericana
y su deuda- rompieron el espinazo de la monarquía.
La crisis gubernamental brindó una oportunidad a la aristocracia y a los parlaments. Pero una y otros se negaron a
pagar sin la contrapartida de un aumento de sus privilegios. La primera brecha en el frente del absolutismo fue abierta
por una selecta pero rebelde <Asamblea de Notables>, convocada en 1787 para asentir a las peticiones del gobierno. La
segunda, y decisiva, fue la desesperada decisión de convocar los Estados Generales, la vieja asamblea feudal del reino,
enterrada en 1614 por Luis XIII. Así pues, la revolución empezó como un intento aristocrático de recuperar los mandos
del Estado. Este intento fracasó por dos razones: por subestimar las intenciones independientes del <tercer estado>
-dominada por la clase media- y por desconocer la profunda crisis económica y social que impelía a sus peticiones
políticas.
La Revolución francesa no fue hecha o dirigida por un partido o movimiento en el sentido moderno, ni por unos
hombres que trataran de llevar a la práctica un programa sistemático. No obstante, un sorprendente consenso de ideas
entre un grupo social coherente dio unidad efectiva al movimiento revolucionario. Este grupo era la <burguesía>; sus
ideas eran las del liberalismo clásico formulado por los <filósofos> y los <economistas> y propagado por la
francmasonería y otras asociaciones.
Las peticiones del burgués de 1789 están contenidas en la famosa Declaración de los derechos del hombre y del
ciudadano de aquel año. Este documento es un manifiesto contra la sociedad jerárquica y los privilegios de los nobles,
pero no a favor de una sociedad democrática o igualitaria. La propiedad privada era un derecho natural sagrado,
inalienable e inviolable. Los hombres eran iguales ante la ley y todas las carreras estaban abiertas por igual al talento. La
declaración establecía (frente a la jerarquía nobiliaria y el absolutismo) que <todos los ciudadanos tienen derecho a
cooperar en la formación de una ley>, pero <o personalmente o a través de sus representantes. Ni la asamblea
representativa, que se preconiza como órgano fundamental de gobierno, tenía que ser necesariamente una asamblea
elegida en forma democrática, ni el régimen que implica había de eliminar por fuerza a los reyes. Una monarquía
constitucional basada en una oligarquía de propietarios que se expresaran a través de una asamblea de representativa, era
más adecuada para la mayor parte de los burgueses liberales que la república democrática, que pudiera haber parecido
una expresión más lógica de sus aspiraciones teóricas; aunque hubo algunos que no vacilaron en preconizar esta última.
Pero, en conjunto, el clásico liberal de 1789 (y el liberal de 1789-1848) no era un demócrata, sino un creyente en el
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constitucionalismo, en un Estado secular con libertades civiles y garantías para la iniciativa privada, gobernado por
contribuyentes y propietarios.
Sin embargo, oficialmente, dicho régimen no expresaría solo sus intereses de clase, sino la voluntad general <del
pueblo>, al que se identificaba de manera significativa con <la nación francesa>. En adelante, el rey ya no sería Luis, por
la gracia de Dios, rey de Francia y de Navarra, sino Luis, por la gracia de Dios y la Ley Constitucional del Estado, rey de
los Franceses. <La fuente de toda soberanía –dice la Declaración- reside esencialmente en la nación>. Sin duda la nación
francesa (y sus subsiguientes imitadoras) con concebía en un principio que sus intereses chocaran con los de otros
pueblos, sino que, al contrario, se veía como inaugurando –o participando en él- un movimiento de liberación general de
los pueblos del poder de las tiranías. <El pueblo>, identificado con <la nación> era un concepto revolucionario; más
revolucionario de lo que el programa burgués-liberal se proponía expresar. Por lo cual era un arma de doble filo.
Aunque los pobres campesinos y los obreros eran analfabetos, políticamente modestos e inmaduros y el
procedimiento de elección indirecto, 610 hombres, la mayor parte de ellos de aquella clase, fueron elegidos para
representar al tercer estado. La clase media había luchado arduamente y con éxito para conseguir una representación tan
amplia como las de la nobleza y el clero juntas, ambición muy moderada para un grupo que representaba el 95% de la
población. Ahora luchaban con igual energía por el derecho a explotar su mayoría potencial de votos para convertir los
Estados Generales en una asamblea de diputados individuales que votaran como tales, en vez del tradicional cuerpo
feudal que deliberaba y votaba <por órdenes>, situación en la cual la nobleza y el clero siempre podían superar en votos
al tercer estado.
El tercer estado triunfó frente a la resistencia unida del rey y de los órdenes privilegiados, porque representaba no
sólo los puntos de vista de una minoría educada y militante, sino los de otras fuerzas mucho más poderosas: los
trabajadores pobres de las ciudades, especialmente de París, así como el campesinado revolucionario. Pero lo que
transformó una limitada agitación reformista en verdadera revolución fue el hecho de que la convocatoria de los Estados
Generales coincidiera con una profunda crisis económica y social. Una mala cosecha en 1788 (y en 1789) y un
dificilísimo invierno agudizaron aquella crisis. Las malas cosechas afectan a los campesinos; afectan también a las clases
pobres urbanas, para quienes el coste de vida, empezando por el pan, se duplica. Y también porque el empobrecimiento
del campo reduce el mercado de productos manufacturados y origina una depresión industrial. Pero en 1788 y en 1789,
una mayor convulsión en el reino, una campaña de propaganda electoral, daba a la desesperación del pueblo una
perspectiva política al introducir en sus mentes la tremenda y trascendental idea de liberarse de la opresión y de la tiranía
de los ricos. Un pueblo encrespado respaldaba a los diputados del tercer estado.
La contrarrevolución convirtió a una masa en potencia en una masa efectiva y actuante. Sin duda era natural que el
antiguo régimen luchara con energía, si era menester con la fuerza armada, aunque el ejército ya no era digno de
confianza. De hecho, la contrarrevolución movilizó a las masas de París, ya hambrientas, recelosas y militantes. El
resultado más sensacional de aquella movilización fue la toma de la Bastilla, prisión del Estado que simbolizaba la
autoridad real, en donde los revolucionarios esperaban encontrar armas. En época de revolución nada tiene más fuerza
que la caída de los símbolos. La toma de la Bastilla, que convirtió la fecha del 14 de julio en la fiesta nacional de
Francia, ratificó la caída del despotismo y fue aclamada en todo el mundo como el comienzo de la liberación. La caída
de la Bastilla extendió la revolución a las ciudades y los campos de Francia.
Las revoluciones campesinas son movimientos amplios, informes, anónimos, pero irresistibles. Lo que en Francia
convirtió una epidemia de desasosiego campesino fue una combinación de insurrecciones en ciudades provincianas y
pánico en el país: la llamada Grande Peur de fines de julio y principios de agosto de 1789. Al cabo de tres semanas desde
el 14 de julio, la estructura social del feudalismo rural francés y la máquina estatal de la monarquía francesa yacían en
pedazos. La aristocracia y la clase media aceptaron inmediatamente lo inevitable: todos los privilegios feudales se
abolieron de manera oficial aunque, una vez estabilizada la situación política, el precio fijado para su rendición fue muy
alto. El feudalismo no se abolió finalmente hasta 1793. A finales de agosto la revolución obtuvo su manifiesto formal, la
Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano. Por el contrario, el rey resistía con su habitual insensatez, y
algunos sectores de la clase media revolucionaria, asustados por las complicaciones sociales del levantamiento de masas,
empezaron a pensar que había llegado el momento del conservadurismo.
En resumen, la forma principal de la política burguesa revolucionaria francesa –y de las subsiguientes en otros países-
ya era claramente apreciable. Esta dramática danza dialéctica iba a dominar a las generaciones futuras. Una y otra vez
veremos a los reformistas moderados de la clase media movilizar a las masas contra la tenaz resistencia de la
contrarrevolución. Veremos a las masas pujando más allá de las intenciones de los moderados por su propia revolución
social, y a los moderados escindiéndose a su vez en un grupo conservador que hace causa común con los
revolucionarios, y un ala izquierda decidida a proseguir adelante en sus primitivos ideales de moderación con ayuda de
las masas, aun a riesgo de perder el control sobre ellas. Por ello, en el siglo XIX encontramos que (sobre todo en
Alemania) esos liberales se sienten poco inclinados a iniciar revoluciones por miedo a sus incalculables consecuencias, y
prefieren llegar a un compromiso con el rey y con la aristocracia. La peculiaridad de la Revolución francesa es que una
parte de la clase media liberal estaba preparada para permanecer revolucionaria hasta el final sin alterar su postura: la
formaban los <jacobinos>, cuyo nombre se dará en todas partes a los partidarios de la <revolución radical>.
En la Revolución francesa, la clase trabajadora, no representaba todavía una parte independiente significativa. El
campesinado nunca proporciona una alternativa política a nadie; si acaso, de llegar la ocasión, una fuera casi irresistible
o un objetivo casi inmutable. La única alternativa frente al radicalismo burgués eran los sans-culottes, un movimiento
informe y principalmente urbano de pobres trabajadores, artesanos, tenderos, operarios, pequeños empresarios, etc.,
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quiénes estaban organizados, sobre todo en las <secciones> de París y en los clubes políticos locales, y proporcionaban
la principal fuerza de choque de la revolución: los manifestantes más ruidosos, los amotinados, los constructores de
barricadas. A través de periodistas como Marat y Hébert, a través de oradores locales, también formulaban una política,
tras la cual existía una idea social apenas definida y contradictoria, en la que se combinaba el respeto a la pequeña
propiedad con la más feroz hostilidad a los ricos, el trabajo garantizado por el gobierno, salarios y seguridad social para
el pobre, en resumen, una extremada democracia igualitaria y libertaria, localizada y directa. En realidad, los sans-
culottes, eran una rama de esa importante y universal tendencia política que trata de expresar los intereses de la gran
masa de <hombres pequeños> que existen entre los polos de la <burguesía> y del <proletariado>, quizá a menudo más
cerca de éste que de aquella, por ser en su mayor parte muy pobres. Pero, el <sans-culottismo> no presentaba una
verdadera alternativa. Su ideal, un áureo pasado de aldeanos y pequeños operarios o un futuro dorado de pequeños
granjeros y artesanos no perturbados por banqueros y millonarios, era irrealizable. En realidad, el <sans-culottismo>, fue
un fenómeno de desesperación cuyo nombre ha caído en el olvido o se recuerda sólo como sinónimo del jacobinismo,
que le proporcionó sus jefes en el año II.
II
Entre 1789 y 1791 la burguesía moderada victoriosa, actuando a través de la que entonces se había convertido en
Asamblea Constituyente, emprendió la gigantesca obra de racionalización y reforma de Francia que era su objetivo. La
mayoría de las realizaciones duraderas de la revolución datan de aquel período, como también sus resultados
internacionales más sorprendentes, la instauración del sistema métrico decimal y la emancipación de los judíos. Desde el
punto de vista económico, las perspectivas de la Asamblea Constituyente eran completamente liberales: su política
respecto al campesinado fue el cercado de las tierras comunales y el estímulo a los empresarios rurales; respecto a la
clase trabajadora, la proscripción de los gremios; respecto a los artesanos, la abolición de las corporaciones. Dio pocas
satisfacciones concretas a la plebe, salvo, desde 1790, la de la secularización y ventas de las tierras de la Iglesia (así
como las de la nobleza emigrada), que tuvo la triple ventaja de debilitar el clericalismo, fortalecer a los empresarios
provinciales y aldeanos, y proporcionar a muchos campesinos una recompensa por su actividad revolucionaria. La
constitución de 1791 evitaba los excesos democráticos mediante la instauración de una monarquía constitucional fundada
sobre una franquicia de propiedad para los >ciudadanos activos>. Los pasivos, se esperaba que vivieran en conformidad
con su nombre.
Pero no sucedió así. Por un lado, la monarquía, aunque ahora sostenida fuertemente por una poderosa facción
burguesa ex revolucionaria, no podía resignarse al nuevo régimen. Por otro lado, la incontrolada economía de libre
empresa de los moderados acentuaba las fluctuaciones del nivel de precios de los alimentos y, como consecuencia, la
combatividad de los ciudadanos pobres, especialmente en París. El precio del pan registraba la temperatura política de
París con la exactitud de un termómetro, y las masas parisienes eran la fuerza revolucionaria decisiva. No en balde la
nueva bandera francesa tricolor combina el blanco del antiguo pabellón real con el rojo y el azul, colores de París.
El estallido de la guerra tendría inesperadas consecuencias al dar origen a la segunda revolución de 1792 –la
República jacobina del año II- y más tarde el advenimiento de Napoleón Bonaparte. En otras palabras, convirtió la
historia de la Revolución francesa en la historia de Europa.
Dos fuerzas impulsaron a Francia a una guerra general: la extrema derecha y la izquierda moderada. Para el rey, la
nobleza francesa y la creciente emigración aristocrática y eclesiástica, acampada en diferentes ciudades de la Alemania
occidental, era evidente que sólo la intervención extranjera podría restaurar el viejo régimen 3. Era cada vez más evidente
para los nobles y los gobernantes de <derecho divino> de todas partes, que la restauración del poder de Luis XVI no era
simplemente un acto de solidaridad de clase, sino una importante salvaguardia contra la difusión de las espantosas ideas
propagadas desde Francia. Como consecuencia de todo ello, las fuerzas para la reconquista de Francia se iban reuniendo
en el extranjero.
Al mismo tiempo, los propios liberales moderados, eran una fuerza belicosa. Esto se debió en parte a que cada
revolución genuina tiende a ser ecuménica. Para los franceses, como para sus numerosos simpatizantes en el extranjero,
la liberación de Francia era el primer paso del triunfo universal de la libertad, actitud que llevaba fácilmente a la
convicción de que la patria de la revolución estaba obligada a liberar a los pueblos que gemían bajo la opresión y la
tiranía. Todos los planes para la liberación europea hasta esa fecha giraban sobre un alzamiento conjunto de los pueblos
bajo la dirección de Francia para derribar a la reacción.
Por otra parte, la guerra, considerada de modo menos idealista, ayudaría a resolver numerosos problemas domésticos.
Era tan tentador como evidente achacar las dificultades del nuevo régimen a las conjuras de los emigrados y los tiranos
extranjeros y encauzar contra ellos todo el descontento popular. Más específicamente, lo hombres de negocios afirmaban
que las inciertas perspectivas económicas, la devaluación del dinero y otras perturbaciones sólo podrían remediarse si
desaparecía la amenaza de la intervención. Ello y los ideólogos se daban cuenta –reflexionando sobre la situación de
Gran Bretaña-, que la supremacía económica era la consecuencia de una sistemática agresividad. Además, se
demostraría, podía hacerse la guerra para sacar provecho. Por todas estas razones, la mayoría de la nueva Asamblea
Legislativa preconizaba la guerra.
La guerra se declaró en Abril de 1792. La derrota, que el pueblo atribuiría, no sin razón, a sabotaje real y a traición,
provocó la radicalización. En agosto y septiembre fue derribada la monarquía, establecida la República una e indivisible
y proclamada una nueva era de la historia humana con la institución del año I del calendario revolucionario por la acción
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Unos 300.000 franceses emigraron entre 1789 y 1795; véase C. Bloch <L´émigration francaise au XIX siecle>, 1947, pág.
137. D. Greer (1951), propone, en cambio, una proporción mucho más pequeña. (Hobsbawn, pág. 73).
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de las masas de sans-culottes de París. La edad férrea y heroica de la Revolución francesa empezó con la matanza de los
presos políticos, las elecciones para la Convención Nacional y llamamiento para oponer una resistencia total a los
invasores. El rey fue encarcelado, y la invasión extranjera detenida por un duelo de artillería poco dramático en Valmy.
Las guerras revolucionarias imponen su propia lógica. El partido dominante en la nueva constitución era el de los
girondinos, belicosos en el exterior y moderados en el interior, un cuerpo de elocuentes y brillantes oradores que
representaba a los grandes negociantes, a la burguesía provinciana y a la refinada intelectualidad. Su política era
absolutamente imposible. Pero la revolución no podía emprender una campaña limitada ni contaba con fuerzas regulares,
por lo que su guerra oscilaba entre la victoria total de la revolución mundial y la derrota total que significaría la
contrarrevolución. Así pues, sólo unos métodos revolucionarios sin precedentes podían ganar la guerra, aunque la
victoria significara nada más que la derrota de la intervención extranjera. En realidad, se encontraron esos métodos. En el
curso de la crisis, la joven República francesa descubrió o inventó la guerra total: la total movilización de los recursos de
una nación mediante el reclutamiento en masa, el racionamiento, el establecimiento de una economía de guerra
rígidamente controlada y la abolición virtual, dentro y fuera del país, de la distinción entre soldados y civiles. Las
consecuencias aterradoras de este descubrimiento no se verían con claridad hasta nuestro tiempo. Sólo hoy podemos ver
cómo la Republica jacobina y el <Terror> de 1793-1794 tuvieron muchos puntos de contacto con lo que modernamente
se ha llamado el esfuerzo de guerra total.
Los sans-culottes recibieron con entusiasmo al gobierno de guerra revolucionaria, no sólo porque afirmaban que
únicamente de esta manera podían ser derrotadas la contrarrevolución y la intervención extranjera, sino también porque
sus métodos movilizaban al pueblo y facilitaban la justicia social. Por otra parte, los girondinos temían las consecuencias
políticas de la combinación de la revolución de masas y guerra que habían provocado. No querían procesar o ejecutar al
rey, pero tenían que luchar con sus rivales los jacobinos (la <Montaña>) por este símbolo de celo revolucionario: la
Montaña ganaba prestigio y ellos no. Por otra parte, querían convertir la guerra en una cruzada ideológica y general de
liberación y en un desafío directo a Gran Bretaña, la gran rival económica, objetivo que consiguieron. En Marzo de
1793, Francia estaba en guerra con la mayor parte de Europa y había empezado la anexión de territorios extranjeros,
justificada por la recién inventada doctrina del derecho de Francia a sus <fronteras naturales>. A la retirada y
aventajados en su capacidad de efectuar maniobras, los girondinos acabaron por desencadenar virulentos ataques contra
la izquierda que pronto se convirtieron en organizadas rebeliones provinciales contra París. Un rápido golpe de los sans-
culottes los desbordó el 2 de Junio de 1793, instaurando la República jacobina.
III
Cuando los profanos cultos piensan en la Revolución francesa, son los acontecimientos de 1789 y especialmente
la Republica jacobina del año II los que acuden enseguida a su mente. El almidonado Robespierre, el gigantesco y
mujeriego Danton, la fría elegancia revolucionaria de Saint-Just, el tosco Marat, el Comité de Salud Pública, el tribunal
revolucionario y la guillotina son imágenes que aparecen con mayor claridad, mientras los nombres de los
revolucionarios moderados que figuraron entre Mirabeau y Lafayette en 1789 y los jefes jacobinos de 1793 parecen
haberse borrado de la memoria de todos, menos de los historiadores. Los girondinos son recordados sólo como grupo, y
quizá por las mujeres románticas pero políticamente irrelevantes unidas a ellos: madame Roland o Charlotte Corday. Los
conservadores han creado una permanente imagen del Terror como una dictadura histérica y ferozmente sanguinaria,
aunque en comparación con algunas marcas del siglo XX, e incluso algunas represiones conservadoras de movimientos
de revolución social –por ejemplo, las matanzas subsiguientes a la Comuna de París en 1871-, su volumen de crímenes
fuera relativamente modesto: 17.000 ejecuciones oficiales en catorce meses. Todos los revolucionarios, de manera
especial en Francia, lo han considerado como la primera República popular y la inspiración de todas las revueltas
subsiguientes. Por ello puede afirmarse que fue una época imposible de medir con el criterio humano de cada día.
Todo ello es cierto. Pero para la sólida clase media francesa que permaneció tras el Terror, éste no fue algo
patológico o apocalíptico, sino el único método eficaz para conservar el país. Esto lo logró, en efecto, la República
jacobina a costa de un esfuerzo sobrehumano. En Junio de 1793 sesenta de ochenta departamentos de Francia estaban
sublevados contra París; los ejércitos de los príncipes alemanes invadían Francia por el norte y el este; los ingleses la
atacaban por el sur y por el oeste; el país estaba desamparado y en quiebra. Catorce meses más tarde, toda Francia estaba
firmemente gobernada, los invasores habían sido rechazados y, por añadidura, los ejércitos franceses ocupaban Bélgica y
estaban a punto de iniciar una etapa de veinte años de ininterrumpidos triunfos militares.
Para tales hombres, como para la mayoría de la convención Nacional, que en el fondo mantuvo el control durante
aquel heroico período, el dilema era sencillo: o el Terror con todos sus defectos desde el punto de vista de la clase media,
o la destrucción de la revolución, la desintegración del Estado nacional y probablemente la desaparición del país. Quizá
para la desesperada crisis de Francia, muchos de ellos hubiesen preferido un régimen menos férreo y con seguridad una
economía menos firmemente dirigida: la caída de Robespierre llevó aparejada una epidemia de desbarajuste económico y
de corrupción que culminó en una tremenda inflación y en la bancarrota nacional de 1797. Las perspectivas de la clase
media francesa dependían en gran parte de un Estado nacional unificado y fuertemente centralizado.
La primera tarea del régimen jacobino era la de movilizar el apoyo de las masas contra la disidencia de los girondinos
y los notables provincianos, y conservar el ya existente de los sans-culottes parisienes, algunas de cuyas peticiones a
favor de un esfuerzo de guerra revolucionario –movilización general (la levée en masse), terror contra los <traidores> y
control general de precios (el máximum)- coincidían con el sentido común jacobino, aunque otras de sus demandas
resultaran inoportunas. Se promulgó una nueva Constitución radicalísima, varias veces aplazada por los girondinos; se
ofrecía al pueblo el sufragio universal, el derecho de insurrección, trabajo y alimento y –lo más significativo de todo- la
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declaración oficial de que el bien común era la finalidad del gobierno y de que los derechos del pueblo no serían
meramente asequibles, sino operantes. Aquella fue la primera genuina Constitución democrática promulgada por un
Estado moderno. Concretamente, los jacobinos abolían sin indemnización todos los derechos feudales aún existentes,
aumentaban las posibilidades de los pequeños propietarios de cultivar las tierras confiscadas de los emigrados y –algunos
meses después- abolieron la esclavitud en las colonias francesas, con el fin de estimular a los negros de Santo Domingo a
luchar por la República contra los ingleses. En América ayudaron a crear el primer caudillo revolucionario que reclamó
la independencia de su país: Toussaint-Louverture 4. La transformación capitalista de la agricultura y las pequeñas
empresas, condición esencial para el rápido desarrollo económico, se retrasó, y con ella la rapidez de la urbanización, la
expansión del mercado interno, la multiplicación de la clase trabajadora e, incidentalmente, el ulterior avance de la
revolución proletaria.
El centro del nuevo gobierno, aun representado por una alianza de los jacobinos y los sans-culottes, se inclinaba
perceptiblemente hacia la izquierda. Esto se reflejó en el reconstruido Comité de Salud Pública, pronto convertido en el
efectivo <gabinete de guerra> de Francia. El Comité perdió a Danton, hombre poderoso, disoluto y probablemente
corrompido, pero de un inmenso talento revolucionario y ganó a Maximilien de Robespierre, que llegó a ser su miembro
más influyente; abogado fanático, dandi de buena cuna que creía monopolizar la austeridad y la virtud, porque todavía
encarnaba el terrible y glorioso año II, frente al que ningún hombre era neutral. No fue un individuo agradable, ni un
gran hombre y a menudo dio muestras de mezquindad. Pero es el único –fuera de Napoleón- salido de la revolución a
quien se rindió culto. Ello se debió a que para él, como para la historia, la República jacobina no era un lema para ganar
la guerra, sino un ideal: el terrible y glorioso reino de la justicia y la virtud en el que todos los hombres fueran iguales
ante los ojos de la nación y el pueblo el sancionador de los traidores. No tenía poderes dictatoriales, ni siquiera un cargo,
siendo simplemente un miembro del Comité de Salud Pública. Su poder era el del pueblo –las masas de París-; su terror,
el de esas masas: Cuando ellas le abandonaron, se produjo su caída.
El régimen era una alianza entre la clase media y las masas obreras; pero para los jacobinos de la clase media las
concesiones a los sans-culottes eran tolerables sólo en cuanto ligaban las masas al régimen sin aterrorizar a los
propietarios; y dentro de la alianza los jacobinos de clase media eran una fuerza decisiva. Además, las necesidades de la
guerra obligaban al gobierno a la centralización y la disciplina a expensas de la libre, local y directa democracia de club
y de sección, de la milicia voluntaria accidental y de las elecciones libres que favorecían a los sans-culottes.
Por eso las masas se apartaron descontentas en una turbia y resentida pasividad, especialmente después del proceso y
ejecución de los hebertistas, las voces más autorizadas del <sans-culottismo>.
En abril de 1794, tanto los componentes del ala derecha como los del ala izquierda habían sido guillotinados y los
robespierristas se encontraban políticamente aislados. Sólo la crisis bélica los mantenía en el poder. Cuando a finales de
junio del mismo año los nuevos ejércitos de la República demostraron su firmeza derrotando decisivamente a los
austríacos en Fleurus y ocupando Bélgica, el final se preveía. El 9 termidor, según el calendario revolucionario (27 de
Julio de 1794), la Convención derribó a Robespierre. Al día siguiente, él, Saint Just y Couthon fueron ejecutados. Pocos
días más tarde cayeron las cabezas de ochenta y siete miembros de la revolucionaria Comuna de París.
IV
Termidor supone el fin de la heroica y recordada fase de la revolución: la fase de los andrajosos sans-culottes y
los correctos ciudadanos de gorro frigio que se consideraban nuevos Brutos y Catones, de lo grandilocuente, clásico y
generoso, pero también de mortales frases. No fue una fase e vida cómoda, pues la mayor parte de los hombres estaban
hambrientos y muchos aterrorizados; pero fue un fenómeno que cambio para siempre toda la historia.
El problema con el que hubo de enfrentarse la clase media francesa para la permanencia de los que técnicamente se
llama período revolucionario (1794-1799), era el de conseguir una estabilidad política y un progreso económico sobre las
bases del programa liberal original de 1789-1791. Este problema no se ha resuelto adecuadamente todavía, aunque desde
1870 se descubriera una fórmula viable para mucho tiempo en la república parlamentaria. La rápida sucesión de
regímenes –Directorio (1795-1799), Consulado (1799-1804), Imperio (1804-1814), monarquía borbónica restaurada
(1815-1830), monarquía constitucional (1830-1848), República (1848-1851) e Imperio (1852-1870)- no supo más que el
propósito de mantener una sociedad burguesa y evitar el doble peligro de la república democrática jacobina y el antiguo
régimen.
La gran debilidad de los termidorianos consistía en que no gozaban de un verdadero apoyo político, sino todo lo más
de una tolerancia, y en verse acosados por una rediviva reacción aristocrática y por las masas jacobinas y sans-culottes de
París que pronto lamentaron la caída de Robespierre. En 1795 proyectaron una elaborada Constitución de tira y afloja
para defenderse de ambos peligros. Pero el Directorio dependía del ejército para mucho más que la supresión de
periódicas conjuras y levantamientos. La inactividad era la única garantía de poder para un régimen débil e impopular,
pero lo que la clase media necesitaba eran iniciativas y expansión. El problema, irresoluble en apariencia, lo resolvió el
ejército, que conquistaba y pagaba por sí, y, más aún, su botín y sus conquistas pagaban por el gobierno. ¿Puede
sorprender que un día el más inteligente y hábil de los jefes del ejército, Napoleón Bonaparte, decidiera que ese ejército
haría caso omiso de aquel endeble régimen civil?
Este ejército revolucionario fue el hijo más formidable de la República jacobina. De <leva en masa> de ciudadanos
revolucionarios, se convirtió muy pronto en una fuerza de combatientes profesionales, que abandonaron en masa cuando
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El hecho de que la Francia napoleónica no consiguiera reconquistar Haití fue una de las principales razones para liquidar los
restos del Imperio americano con la venta de Luisiana a los Estados Unidos (1803). Así, una ulterior consecuencia de la
expansión jacobina en América fue hacer de los Estados Unidos una gran potencia continental.
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no tenían afición o voluntad de seguir siendo soldados. Por eso conservó las características de la revolución al mismo
tiempo que adquiría las de un verdadero ejército tradicional; típica mixtura bonapartista. La revolución consiguió una
superioridad militar sin precedentes, que el soberbio talento militar de Napoleón explotaría. Fue un ejército que
conquistó a toda Europa en poco tiempo, no sólo porque pudo, sino también porque tuvo que hacerlo.
Por otra parte, el ejército fue una carrera como cualquier otra de las muchas que la revolución burguesa había abierto
al talento, y quienes consiguieron éxito en ella tenían un vivo interés en la estabilidad interna, como el resto de los
burgueses. Esto fue lo que convirtió al ejército, a pesar de su jacobinismo inicial, en un pilar del gobierno
postermidoriano, y a su jefe Bonaparte en el personaje indicado para concluir la revolución burguesa y empezar el
régimen burgués. Napoleón Bonaparte fue uno de esos militares de carrera. Nacido en 1769 en Córcega, era ambicioso,
disconforme y revolucionario, comenzó lentamente su carrera en el arma de artillería, una de las pocas ramas del ejército
real en la que era indispensable una competencia técnica. Durante la revolución, y especialmente bajo la dictadura
jacobina, a la que sostuvo con energía, fue reconocido por un comisario local en un frente crucial como un soldado de
magníficas dotes y de gran porvenir. El año II ascendió a general. Sobrevivió a la caída de Robespierre. Encontró su gran
oportunidad en la campaña de Italia de 1796 que le convirtió sin discusión posible en el primer soldado de la República
que actuaba virtualmente con independencia de las autoridades civiles. El poder recayó en parte en sus manos y en parte
él mismo lo arrebató cuando las invasiones extranjeras de 1799 revelaron la debilidad del Directorio y la indispensable
necesidad de su espada. En seguida fue nombrado primer cónsul; luego cónsul vitalicio; por último, emperador. Con su
llegada, y como por milagro, los irresolubles problemas del Directorio encontraron solución. Al cabo de pocos años
Francia tenía un código civil, un concordato con la Iglesia y hasta un Banco Nacional, el más patente símbolo de la
estabilidad burguesa. Y el mundo tenía su primer mito secular.
Como general no tuvo igual; como gobernante fue un proyectista de soberbia eficacia, enérgico y ejecutivo jefe de un
círculo intelectual, capaz de comprender y supervisar cuanto hacían sus subordinados.
El mito napoleónico se basó menos en los méritos de Napoleón que en los hechos, únicos entonces, de su carrera. Los
grandes hombres conocidos que estremecieron al mundo en el pasado habían empezado siendo reyes, como Alejandro
Magno, o patricios, como Julio César. Pero Napoleón fue el <petit caparol> que llegó a gobernar un continente por su
propio talento personal. Napoleón dio un nombre propio a la ambición en el momento en que la doble revolución había
abierto al mundo a los hombres ambiciosos. Y aún había más: Napoleón era el hombre civilizado del siglo XVIII,
racionalista, curioso, ilustrado, pero lo suficientemente discípulo de Rousseau también el hombre romántico del siglo
XIX. Era el hombre de la revolución y el hombre que traía la estabilidad. En una palabra, era la figura con la que cada
hombre que rompe con la tradición se identificaría en sus sueños.
Para los franceses fue, además, algo mucho más sencillo: fue el afortunado gobernante de su larga historia. Triunfó
gloriosamente en el exterior, pero también en el interior estableció o restableció el conjunto de las instituciones francesas
tal y como existen hoy en día. Claro que muchas –quizá todas- de sus ideas fueron anticipadas por la revolución y el
Directorio, por lo que su contribución personal fue hacerlas más conservadoras, jerárquicas y autoritarias. Napoleón
proporcionó estabilidad y prosperidad a todos, excepto al cuarto de millón de franceses que no volvieron de sus guerras,
e incluso a sus parientes les proporcionó gloria.
Napoleón sólo destruyó una cosa: la revolución jacobina, el sueño de libertad, igualdad y fraternidad y de la
majestuosa ascensión del pueblo para sacudir el yugo de la opresión. Sin embargo, este era un mito más poderoso aún
que el napoleónico, ya que, después de la caída del emperador, sería ese mito, y no la memoria de aquél, el que inspiraría
las revoluciones del siglo XIX, incluso en su propio país.