La Musica Sacra Antes y Despues Del CVII
La Musica Sacra Antes y Despues Del CVII
La Musica Sacra Antes y Despues Del CVII
Es con verdadera emoción que me encuentro por segunda vez en México, y ahora no como simple turista, sino para tomar parte activa en este
XXVIII Congreso Nacional de Música Sagrada. Como “preside” – o director – del Pontificio Istituto di Musica Sacra no pude rehusar la amable
invitación episcopal. El Exc.mo Sr. Obispo Francisco Moreno Barrón se personó en Roma para formular tal invitación, y aunque fuera para mí algo
complicado dejar el Instituto y la Basílica de Santa María la Mayor durante tantos días, juzgué que valía la pena hacer un esfuerzo para venir a
México, y por muchas y poderosas razones, a más de la amabilidad que suponía la invitación y el afecto con el que estábamos más que seguros
que seríamos recibidos, puesto que ya tenía la experiencia del pasado viaje y, además, el trato con estudiantes y maestros mexicanos es para mí
una agradable relidad de todos los días.
Este es el punto que considero el más importante, o sea las hondas y provechosas relaciones que el PIMS tuvo ya desde su fundación – y está
teniendo en nuestros días – con México, con el mundo musical y litúrgica de la Iglesia de México. Las experiencias que voy a vivir – que estoy
viviendo – en estos días son para mí muy enriquecedoras, y tal vez la presencia y el trato con el Preside de Música Sacra, junto con el Maestro
Parodi, puede ser benéfico para dar un espaldarazo a vuestras fatigas y empeños. No puedo dejar de pensar – in primis – en las escuelas de
música sacra de México, especialmente en las que están vinculadas a nosotros por lazos de afiliación. Estos lazos, para que sean efectivos,
necesitan del contacto vivo con las personas y las instituciones. Hay que trazar juntos un balance de la situación actual, y juntos mirar cómo
podemos avanzar para obtener siempre mejores resultados.
Les ruego, pues, que acepten mi modesta persona como si se tratara de un mensajero de la música sacra. Efectivamente, yo no soy especialista
ni en musicología, ni en canto gregoriano, ni en liturgia y tanto menos en historia, sino que yo me defino como un músico práctico, a quien ha
tocado sin embargo la responsabilidad, en momentos delicados, de representar de alguna manera la música litúrgica de la Iglesia católica desde
una institución académica pontificia. Y les puedo asegurar que, desde hace ya diez años, pongo en ello mi máximo empeño y toda la buena
voluntad de qué soy capaz. Que no se busque, pues, en mis intervenciones un rigor científico que no es de mi especialidad, sino la buena
voluntad de un mensajero que cree un deber moral hablar también de las cosas que practica. Sólo bajo estas condiciones he aceptado varias
invitaciones a hablar en congresos y jornadas de estudio.
Otra premisa que me parece útil es esta: que voy a usar ordinariamente la expresión «música sacra» en el sentido de “música litúrgica”, o sea
destinada a la celebración de los sagrados misterios, en el mismo sentido en que viene usada en los documentos de la Iglesia, inclusive el
documento de san Pío X. Es importante, ya que la expresión “música sacra” se presta a confusión. Hay, sin duda, música sacra cuyo destino no
es la liturgia, sino el concierto. Y aún aquí cabría distinguir: hay música sacra, basada sobre texto litúrgico, que en algunas latitudes es
exclusivamente “de concierto”, por sentido común, mientras que en otras se ejecuta en las iglesias como música litúrgica: las misas de Mozart o
de Schubert, por ejemplo, son “de concierto” en el mundo latino, mientras que en el mundo anglosajón se ejecutan todavía en celebraciones
eucarísticas.
Veremos que el mismo san Pío X deja la puerta abierta a estas posibilidades, con delicado sentido pastoral, y con ciertas condiciones. Las
Pasiones y las Cantatas de Bach son música “de concierto” para nosotros, mientras que son música litúrgica para las iglesias reformadas. Un
“Requiem alemán” de Brahms (“Ein deutsches Requiem”), aunque se base exclusivamente sobre textos de la Sagrada Escritura, creo que no
tiene cabida en ninguna liturgia, ni en rito católico ni protestante; es música pensada por el mismo autor para el concierto. No digo “sala de
concierto”, ya que puede haber también concierto en las iglesias, aunque sería mejor llamarlo “elevación espiritual”, acompañada de lecturas.
La misma instrucción de la Sagrada Congregación de Ritos del 1967, relativa al cap. VI de la constitución “Sacrosanctum Concilium” sobre la
liturgia, del Vaticano II, exhorta a dar cabida en este tipo de marco espiritual a aquellas músicas, sacras o religiosas, que no pueden
razonablemente entrar en la liturgia, empezando por aquellas que eran usuales antes de la reforma conciliar (pienso, por ejemplo, en los
responsorios de la Semana Santa de T.L. de Victoria y de otros grandes polifonistas).
Nuestra consideración va a partir de la historia próxima, o sea de los primeros años del siglo XIX. En 1903 se produce un hecho de capital
importancia para la música sacra. Es el “motu proprio” de san Pío X; la conmemoración de su centenario, que dió ocasión al quirógrafo de Juan
Pablo II, es todavía reciente. Por eso voy a insistir en este capítulo.
Pasemos pues a ver un poco la historia, el génesis, por decirlo así, de este documento capital, sin duda el más importante de la historia de la
Iglesia dedicado al tema de la música sacra, por lo menos hasta el Vaticano II. Importante también por la repercusión que tuvo y por las
benéficas consecuencias que trajo consigo. Entre el Concilio de Trento y el Vaticano II, fueron varios los pontífices que intentaron poner orden
en las cosas de la música sacra, especialmente Benedicto XIV con la encíclica “Annus qui” del 1749, y también los immediatos predecesores y
sucesores de San Pío X, o directamente o a través de la Congregación de Ritos (actualmente “del Culto y disciplina de los sacramentos”). Pero
los tiempos no estaban maduros y, antes de san Pío X, todo quedó en el terreno de las buenas intenciones. A él le cupo el éxito: las
circunstancias y la preparación del ambiente por lo menos desde 25 años atrás, con el espíritu restaurador de lo antiguo y original propio de su
época, le permitieron tomar las cosas en serio y, a pesar de la previsión de muchas dificultades, tener la fundada confianza que no faltaría un
“motor”, que ya estaba funcionando, capaz de llevar a la práctica cuanto él exponía doctrinalmente en el nuevo “código jurídico de la música
sacra”.
No se llega ciertamente al “Tra le sollecitidini” porque un buen día se levanta el Papa Sarto y se dice a sí mismo: hoy me siento inspirado, y voy
a escribir ese documento. Como no se hubiera llegado al Vaticano II, a pesar de la inspirada intuición de Juan XXIII, sin que muchos años antes se
preparase ya el terreno con la evolución de la historia y de la misma conciencia de la Iglesia. Los que somos ya algo mayores nos acordamos de
cómo las decisiones conciliares, particularmente en el campo litúrgico, venían a sancionar unos deseos que en muchos sitios habían sido ya
objeto, más o menos tímidamente, de reflexión e incluso de experimentación.
Ante todo, ¿cuál era la situación de la música sacra en el siglo XIX, cuál era, digamos, el estado de prostración que provocó la toma de
conciencia de algunos grupos y personas hasta la cristalización de tales deseos en el documento pontificio? Una descripción fenomenológica y
sintética, la hallamos en la carta pastoral que el Patriarca Sarto había dirigido a clero y fieles de Venecia poco antes de su elevación al solio de
san Pedro, exactamente en 1895. El cardenal Sarto describe así los efectos de la invasión del estilo teatral en la música de iglesia: “De tal
género (profano) es el estilo teatral que arreció en Italia durante este siglo. No presenta nada que recuerde el canto gregoriano y las formas más
severas de la polifonía; su carácter intrínseco es la ligereza sin reservas; su forma melódica, aunque muy agradable al oído, es dulzona hasta el
exceso (…). Su fin es el placer de los sentidos, y no busca otra cosa que el efecto musical, tanto más agradable para el vulgo cuanto más
amanerado en las piezas concertadas y clamoroso en los coros; su forma es lo máximo del convencionalismo: (…) aria del bajo, romanza del
tenor, duetto, cavatina, cabaletta y coro final, piezas todas convencionales, y que no faltan nunca (…). Muchas veces se tomaron las mismísimas
melodías teatrales aplicándoles por fuerza el texto sacro; más a menudo se compusieron otras nuevas, pero siempre de estilo teatral, o con
reminiscencias, convirtiendo las funciones más augustas de la Religión en representaciones profanas, cambiando la iglesia en teatro, profanando
los misterios de nuestra fe hasta el punto de merecer la repulsa de Cristo a los mercenarios del templo: lo habéis convertido en cueva de
ladrones” .
¿Cómo se pudo llegar a una tal degeneración? Esclarecer las causas nos llevaría muy lejos. Tal vez sería conveniente analizar, al menos “per
summa capita”, la entera historia de la música de la Iglesia. Brevemente: después del período de oro del canto gregoriano (ss. IX-XI) empezó la
proliferación de formas amplificativas, muy del gusto de la época, como las secuencias y los tropos, que llegarían a desembocar en el teatro
medieval. Poco después, empezó a dar sus primeros vagidos la polifonía, muy imperfecta en sus inicios, hasta adquirir un gran prestigio en la
época del Renacimiento (s. XVI).
El Concilio de Trento no prohibió la polifonía, pero pretendió de ella gran claridad y simplificación, para que se entendiera bien el texto,
exhortando al mismo tempo a que las obras polifónicas se basaran en la temática del canto gregoriano. Los nombres de Palestrina, Lasso,
Morales, De Victoria, Guerrero y muchos otros son lo bueno y mejor de la polifonía, los autores que mejor encarnan los ideales tridentinos. El
Concilio de Trento intentó también potenciar el canto gregoriano, que había decaído mucho; se le llamaba “canto llano”. Pero faltaban las
premisas para ello; cabría esperar unos siglos todavía para que el renacimiento del canto gregoriano se pudiera basar en estudios serios, sin los
cuales no puede existir una práctica aceptable y de categoría artística.
Lo que pasó desde Trento hasta mediados del siglo XIX se puede resumir en esta frases de Giacomo Baroffio: “De hecho (…) en pleno siglo XVII la
polifonía absorbe la cultura musical de la época (la música concertada del barroco). Y de tal contaminación no se eximirá ni el mismo canto
monódico litúrgico (…). La presencia de centenares de formularios escritos en los ss. XVII-XVIII en este estilo -rico de préstamos de canciones
populares (…)-, abre la puerta a una total insensibilidad relativamente al carácter peculiar de la música en la liturgia. La situación precipitará. A
pesar de algunas críticas aisladas, en las iglesias italianas acabará imponiéndose el estilo operístico hasta la reforma de san Pío X” .
Quisiera notar, antes de pasar adelante, una cosa que no deja de ser curiosa, y que es fruto de mi observación y, digamos, de mi oficio. Los
maestros de capilla de nuestras basílicas, en los siglos XVII-XIX, a pesar de escribir mucha música concertada en el estilo de la época, también
de vez en cuando se acordaban de ser sucesores de Palestrina y de los grandes polifonistas, e intentaban escribir en el estilo antiguo, con buena
técnica pero, claro está, con artificio y sin el perfume de las cosas auténticas. El lenguaje tonal se había impuesto de manera aplastante, los
viejos modos eran ya sólo un recuerdo fantasmagórico. De todas maneras, podría decirse que la devoción sacral al canto gregoriano y a la grande
polifonía nunca se apagó del todo, por lo menos en algunas iglesias privilegiadas.
San Pío X, nacido en Riese (Treviso) en 1835, habiendo vivido en ambiente musical desde la infancia, y habiendo practicado la música antes de
ser obispo, incluso como maestro de coro, sensible a todo lo que se estaba moviendo en su tiempo para intentar salir del pantano de la música
teatral, estaba destinado a ser el hombre de la Providencia por lo que se refiere a la restauración de la música sacra. La reforma se preparó, y
no sólo en Italia, en el seno de las Asociaciones de Santa Cecilia. La más antigua es la de Ratisbona, y remonta al 1868, con Franz Xaver Witt. La
escuela de música de esa ciudad fue fundada ya antes del “motu proprio”; el mismo Perosi fue alumno de ella. En Munich trabajaron Ett,
Aiblinger y Prosker. ¿Quién no se acuerda de los nombres de Haller y Mitterer, cuyas obras cantábamos en nuestra juventud? En Italia los
nombres más importantes, entre los precursores, son los de Guerrino Amelli y del P. Angelo De Santi, S.I., que fue el primer Préside de le
Escuela Superior de Música Sacra -hoy Pontificio Istituto di Musica Sacra- después que san Pío X la fundara en 1911. En 1888 el Patriarca Sarto
pidió al P. De Santi que la preparara una relación o “voto” según lo que iba escribiendo en sus magistrales artículos de “La Civiltà Cattolica”.
Pues bien, este “voto”, con muy pequeños retoques, es el texto del futuro “motu proprio” de san Pío X. Es consabido -y cosa normal- que los
peritos preparan los documentos y los Papas los firman y hacen suyos.
Entre los músicos que empezaron a trabajar en Italia según los criterios del “motu proprio” estaban Salvatore Meluzzi (maestro de la “Cappella
Giulia” de San Pedro), el friulano Jacopo Tomadini, hasta llegar a Lorenzo Perosi, Ernesto Boezi, Augusto Moriconi, Licinio Refice (mi gran
predecesor en la capilla de Santa María la Mayor, de cuya muerte, acaecida en 1954, se cumplieron los cincuenta años el mes de septiembre de
2004) y Raffaele Casimiri, a quien cabe el grande mérito de ser el restaurador de la polifonía clásica, con sus estudios, transcripciones y
ejecuciones con sus “cantori romani” que, segun confesión de ancianos colaboradores, arrancaban aplausos propios de un estadio de fútbol en
los conciertos que daban por todo lo ancho del mundo. De la herencia de Casimiri, muerto en 1943, el mismo año en qué yo nacía , todavía
estamos viviendo; la práctica polifónica que yo mismo enseño a nuestros alumnos de Roma es la que proviene de Casimiri, a través del
magisterio personalísimo de Domenico Bartolucci.
También el órgano italiano fue objeto de revisión y de reconstrucción ideal, como instrumento y como repertorio. Los nombres de Costantino
Remondini, Marco Enrico Bossi, Ulisse Matthey, con nuestro Mons. Raffaele Manari, son los más destacados. Digo nuestro, porque él fue el
profesor de órgano de nuestro Instituto, y dos grandes nombres salieron de su escuela: Fernando Germani y Ferruccio Vignanelli, amén de otros
muchos. Manari proyectó y estrenó el grande órgano Mascioni de cinco teclados de nuestra Sala Académica, que por cierto está siendo
integralmente restaurado con el contributo de la “Generalitat de Catalunya”, teniendo en consideración que tres de los ocho “présides” que han
gobernado el Instituto en su historia casi centenaria han sido o son catalanes: un gregorianista come el abad Gregori M. Suñol, un musicólogo
como Mons. Higini Anglès, y, actualmente, ya lo ven, el “músico práctico” que ahora les está hablando. El órgano se está restaurando una vez
terminados los trabajos de acondicionamiento da la Sala Académica según las normas internacionales más modernas, y este será el broche de
oro de unas obras de restauración total del edificio y del parque circunstante de la sede didáctica del Instituto, sita en Via di Torre Rossa n. 21
(ex-abadía de San Girolamo), enfrente del Colegio Español. La obra ingente que está llevando a cabo la Administración del Patrimonio de la Sede
Apostólica se integra con la restauración total de la Biblioteca, promovida por la Fundación “Pro Musica e Arte Sacra”; también la Sala
Académica, junto al grande órgano, se verá enriquecida con un magnífico piano de gran cola Fazioli, regalado al Papa Juan Pablo II para
nosotros por Telecom Italia.
Perdonen esta digresión, pero creo interesante constatar que no todo es negativo en estos momentos, y que hay interés por parte de la Santa
Sede en potenciar la música sacra. También esto, a cien años de distancia, se puede considerar un fruto del “motu proprio” de san Pío X.
Los congresos tuvieron una importancia extraordinaria, especialmente el “Congresso Cattolico di Venezia” del 1874, el de Milán de 1880, el de
Soave (Verona) de 1889, y los que se celebraron después del “motu proprio”; entre ellos quisiera mencionar el de Barcelona de 1912, Tercer
Congreso Nacional Español de Música Sacra, en el cual se puso de manifiesto hasta qué punto el “motu proprio” había sido acogido con fervor en
toda España, y particularmente en Cataluña. En dicho congreso fueron protagonistas nuestros grandes maestros: Millet, con su “Orfeó Català”
(por quien Mons. Casimiri, presente en el congreso, sentía una admiración ilimitada), Mn. Romeu, Nicolau, Gibert, etc. Los nombres destacados
en todo el ámbito geográfico español son constelación: Otaño, Torres, Iruarrízaga, Goicoechea, Urtega, Beobide, Guridi, etc., etc Ya quisiera yo
añadir todos los de México, pero me voy a limitar a un nombre ilustre entre todos, gloria también de nuestro Instituto : el Maestro Miguel Bernal
Jiménez..
Tuvieron gran influjo los periódicos y, naturalmente, las escuelas. Ya antes de la fundación de la escuela de Roma, amén de la de Ratisbona,
surge en París, en 1878, la famosa “Schola Cantorum”, precedida en 1817 por la “Institution royale de musique classique et réligieuse”; en
Bélgica, bajo el numen de Lemmens y de Gevaert, funcionaba en Malinas la escuela de música sacra. La “Associazione italiana di Santa Cecilia”
(A.I.S.C.) nació en 1880. Ya en 1873 había surgido en Estados Unidos una asociación ceciliana, y una Asociación de San Gregorio Magno se fundó
en Holanda en 1876, y en 1884 nace una asociación ceciliana en Inglaterra.
Como podemos ver, el ambiente estaba bien caldeado. Efectivamente san Pío X, apenas elegido pontífice romano en 1903, teniendo entre sus
primeras preocupaciones -tra le sollecitudini- el problema della liturgia y de la música sacra, puede publicar solemnemente su capital
documento convencido que, a pesar de las previsibles resistencias que iba a encontrar, de todas formas su voz no se perdería en el desierto.
Después de este esbozo del contexto histórico en que nació y se propagó el “motu proprio”, con peculiares referencias a Italia, por ser la cuna
de san Pío X y de su documento, y el centro de la Iglesia Católica, y también por ser el lugar habitual de mi residencia y de mi trabajo desde
hace más de cuarenta años, vamos ahora a pasar a una análisis y breve comentario de los puntos esenciales, que son la introducción, los
principios generales y los géneros de la música sacra. Todo esto, en líneas generales, continúa manteniendo su validez. Es en las disposiciones
concretas donde más se acusa el paso del tiempo y, por lo tanto, son de menor interés para nosotros. Les remito a la lectura integral del
documento, comparándolo con el cap. VI de la “Sacrosanctum Concilium” del Vaticano II y la subsiguiente instrucción de la Sagrada
Congregación de Ritos de 1967. Naturalmente, no faltará alguna referencia al quirógrafo de Juan Pablo II.
Aunque no pertenezca directamente al tema que nos ha sido delimitado, es casi imposible, leyendo la descripción del Patriarca Sarto sobre la
penosa situación de prostración de la música sacra en el siglo XIX, y la saludable reacción restauradora que el “motu proprio” sancionó, es casi
imposible, repito, no ver las analogías con la situación actual, a la que alude el mismo Juan Pablo II en su reciente encíclica “Ecclesia de
Eucharistia” cuando dice que “cabe lamentar que, sobre todo a partir de los años de la reforma litúrgica postconciliar, a causa de un
malentendido afán de creatividad y de adaptación, no hayan faltado abusos (…). Una reacción al ‘formalismo’ ha llevado algunos (…) a
considerar no obligatorias la “formas” escogidas (…) y a introducir innovaciones no autorizadas y a menudo no convenientes. Siento por tanto el
deber de exhortar con calor a que, en la celebración eucarística, se observen con gran fidelidad las normas litúrgicas”. Vendrá, pues,
espontáneo -y no creo que sea desatinado ni inútil- hacer alguna consideración de este tipo de en la exposición del contenido del “motu
proprio”, a la que vamos a pasar acto seguido.
Vamos a fijarnos primeramente en lo que podríamos llamar “principios perennes” de la música sacra, breve y magistralmente expuestos por san
Pío X. Notemos ya desde ahora que su doctrina, con algunos matices, es asumida por el Concilio Vaticano II en el mencionado cap. VI de la
Constitución sobre la Liturgia. El Concilio alude claramente al “motu proprio” cuando, con relación a la doctrina pontificia habida durante los
siglos sobre esta cuestión, dice explícitamente: “præeunte Sancto Pío X”; como para afirmar que el Papa Sarto emanó el documento más
importante de toda la historia de la Iglesia sobre nuestra cuestión, más notable en cuanto fueron mayores los éxitos que obtuvo. Importantes
documentos anteriores, como la encíclica “Annus qui” de Benedicto XIV, ya vimos que quedaron en la práctica letra muerta San Pío X, dando el
valor de “código jurídico de la música sacra” a su “motu proprio”, enumera las connotaciones que la deben caracterizar, y que nacen de una
premisa imprescindible, es decir: “la música sacra, como parte integrante de la liturgia, participa de su finalidad general, que es la gloria de
Dios y la santificación de los fieles”. Fustigando aquella música que no se armoniza con esta finalidad, usa estas tremendas palabras: “sería vano
esperar que (…) descienda abundante sobre nosotros la benedición del Cielo, cuando nuestro obsequio al Altísimo, en lugar de ascender en olor
de suavidad, pone, en cambio, en las manos del Señor los azotes con los cuales el Divino Redentor arrojara del templo a los idignos
profanadores”. Debiendo, pues, ser la música sacra cónsona a la “dignidad y santidad del templo”, y siendo ésta una exigencia de todo tiempo y
de todo lugar, de ello se desprende que “la música sacra tiene que poseer en el mejor de los grados las cualidades que son propias de la
liturgia”, que se reducen a tres: santidad, arte verdadera o bondad de formas, de las que fluye espontáneamente la tercera cualidad, que es la
universalidad.
La música sacra “debe ser santa, con exclusión de cualquier profanidad, no sólo en sí misma, sino también en el modo de ser propuesta por
parte de los ejecutores”.
Ya hemos dicho que la música “profana”, o de sabor profano, que san Pío X pretendía alejar del templo era la de molde teatral. La acción del
Papa quiere ser sumamente enérgica, obligando en conciencia a todo el mundo, desde los obispos hasta el último “agente” litúrgico, desafiando
con firmeza la impopularidad que la instrucción, según la previsión catastrófica de muchos, iba a encontrar. En la conclusión del documento no
se olvida de nadie: “Se recomienda a los maestros de capilla, cantores, personas del clero, párrocos y rectores de iglesias, canónigos de
colegiatas y catedrales, y sobre todo a los ordinarios diocesanos, que favorezcan con todo el celo estas sabias reformas, deseadas desde hace
mucho tiempo y concordemente invocadas por todos, a fin de que no caiga en menosprecio la misma autoridad de la Iglesia, que repetidamente
las ha propuesto y ahora nuevamente las inculca”. Contra las posibles reacciones desfavorables, y para que no suceda como en el pasado, invoca
el prestigio de la autoridad de la Iglesia, que tiene que ser salvado con la colaboración de todos.
En la carta pastoral de Venecia había esgrimido un argumento que tiene resonancias muy actuales, cuando decía: “el solo placer no fue nunca el
recto criterio para juzgar de las cosas sagradas, y el pueblo no tiene que ser nunca favorecido en las cosas malas (non buone), sino educado e
instruido”. Este es un principio que habría que tener muy presente cuando, con el pretexto de atraer al pueblo, y sobre todo a los jóvenes, se
introducen hoy en la liturgia – ¿con qué competencia y con qué autorización?- tonadillas insulsas y efímeras, mala imitación de productos ligeros
o exóticos que, a todas vistas, son y serán, en su esencia endeble, nada más que musiquillas “profanas”, que sería mejor, según el sentido
etimológico de la palabra “profano”, tener fuera del templo, lejos de la celebración de los sagrados misterios. Ya sé que hoy no es fácil
entender la palabra “santidad” en sentido unívoco cuando tanto han sido ensalzadas las realidades “profanas” y lo proprio de cada latitud.
Incluso san Pío X reconoce lo vidrioso del tema cuando dice en la introducción del “motu proprio”: “sea por la naturaleza de esta arte (la
música), que es fluctuante y variable, sea por la sucesiva alteración del gusto y de las costumbres en el decurso del tiempo, o bien por el
funesto influjo que ejerce en el arte sagrado el arte profano y teatral, o por el placer que la música directamente produce y que resulta difícil
contener en sus justos límites, (…) hay una continua tendencia a desviarse de la recta norma (…)”.
Yo me pregunto: si todo el mundo está de acuerdo -cosa hoy muy difícil- en que hay que observar un cirto estilo en los ornamentos sagrados, en
la arquitectura y decoración de las iglesias, no digamos en la corrección y sobria elegancia de las versiones de los textos litúrgicos, etc…, ¿es
posible que la música sea el “rancho grande” donde lo bueno y lo malo tengan el mismo valor, y donde el concepto mismo de “profanidad” ya
no tenga que ser tenido en cuenta?
Yo creo que las comisiones diocesana e interdiocesanas -¡y ojalá que Roma asumiera también sus responsabilidades!- tendrían que controlar los
repertorios locales y excluir aquellas músicas -y aquellos textos, naturalmente- que son descaradamente profanos, y que, en todo caso, son
pasables para encuentros conviviales o excursiones, pero que desentonan en el contexto sacro de la celebración de los sacramentos, y
especialmente de la misa. San Pío X añadía, con relación a la “santidad”: “no sólo en sí misma, sino también en el modo de ser propuesta por
parte de los ejecutores”. ¿Creen Vds. que es aceptable ver junto a los sagrados ministros, junto al altar sagrato, a veces en el mismísimo
sagrado presbiterio, conjuntos de guitarras, baterías y otras hierbas, como si estuviéramos en una discoteca? Para terminar este párrafo, voy a
recordar una frase de Pablo VI dirigida al congreso del A.I.S.C. en 1968: “No todo lo que se encuentra fuera del templo tiene aptitudes para
franquear sus umbrales”.
El segundo “principio perenne” que el “motu proprio” pretende de la música sacra es el concepto de “arte verdadera” o de “bondad de
formas”. Es un principio de evidente buen sentido. Yo diría que no cualquier música, aunque se trate de música de verdad y bien escrita, es
digna “ipso facto” de entrar en el patrimonio sacro.
Es evidente. Los valses de Strauss son bellísimos y de factura impecable, pero no son para la iglesia. Pero me parece igualmente evidente el
pretender que cualquier música sacra tenga que ser “música de verdad”, escrita y ejecutada con todas las reglas del arte, por más que se trate
de música sencilla o popular. Pensemos en lo sublime de la “Missa Brevis” gregoriana. Pensemos en la nobleza de inspiración y riqueza de
módulos musicales de un canto que nuestro pueblo catalán ejecuta todavía a pulmón henchido: el “Crec en un Déu” de Mn. Romeu. Límpidos
ejemplos de cómo puede haber música litúrgica simple y popular, que sea, al mismo tiempo, excelso producto de arte.
Quisiera subrayar que las reformas da la música sacra operadas en el curso de los siglos, inclusive la de san Pío X, tuvieron el carácter de una
purificación; pero está el hecho de que las músicas que se pretendía alejar del repertorio, aun en el caso de ser mediocres o inadecuadas, por lo
menos presentaban una cierta “corrección formal”. El Concilio de Trento no prohibió la polifonía, sino un cierto tipo de polifonía de carácter
exhibicionista, de grandes alardes técnicos, pero que poco tenía en cuenta el texto litúrgico, que era mero pretexto para encumbrar una
vanidad humana de alta sabiduría técnica y de sofisticada ejecución. San Pío X tuvo que luchar para desterrar la música teatral, de repelente
sabor profano, pero escrita, en el fondo, siguiendo las reglas de la armonía y de la sintaxis musical.
En cambio, la reforma a la que hoy se aspira tiene que habérselas muchas veces con “musiquillas” que ni tan sólo conocen el abecedario de la
gramática musical. ¿Cómo se podría hablar de “verdadera arte” cuando nos hallamos con productos banales, a imagen y semejanza de la
“música de consumo” más trivial, melodías sin melodía, ritmos obsesionantes, sin otra armonización que algunas sumarias indicaciones de
acordes para ejecuciones “guitarreras”? Esto es lo que tristemente emerge repasando el repertorio de la mayoría de iglesias italianas; mas no
creo que el problema se limite a Italia.
Tampoco hay que ignorar los nobles esfuerzos que en muchas partes se hacen para limpiar y mejorar el repertorio. ¡Y lejos de mí afirmar que
hoy todo es malo, y que lo que se hizo a raíz del “motu proprio” todo fue bueno! Los mayores nos acordamos, por ejemplo, de una misa que
circulaba y gozaba de gran popularidad en nuestras iglesias de Cataluña; esta misa pretendía inspirarse en el “motu proprio” y, para más inri,
ostentaba el título de “Misa de Pío X”; su autor era un tal Julián Vilaseca. Era la cosa más ramplona de este mundo, de una pedestre
teatralidad, exactamente la música que san Pío X pretendía desterrar. ¿Quién podría perorar la “santidad” y la “bondad de forma” de esa
música irrisoria y de efectismos casi cómicos, comparándola con la nobleza, la profunda piedad y la sublime perfecciòn artística de una
“Pregària a la Verge del Remei” de Millet, o de “l’Himnari dels Fidels” de Dom Ireneu Segarra?
Pasemos ahora a la tercera “connotación”, al tercer “principio perenne”: la “universalidad”. El Concilio Vaticano II prefirió no mencionar este
punto. Ni la “Sacrosanctum Concilium” ni la instrucción de 1967 hablan de “universalidad”. Es más, el comentario auténtico de esta Instrucción
afirma textualmente que “habiendo puesto el Concilio el principio de admitir en la Sagrada Liturgia aquellas expresiones peculiares que
responden a la índole, cultura y tradición de cada pueblo, este tercer elemento (la “universalidad”) ya no se podía proponer”.
Yo me permito no estar de acuerdo con una tal conclusión, que me parece apresurada. Tal vez la “culpa” sea de Pío XII, que en su encíclica
“Musicæ sacræ disciplina” vinculaba la connotación de “universalidad” al solo canto gregoriano, haciendo, a mi juicio, un paso atrás con
respecto al documento de San Pío X.
Que el canto gregoriano, impuesto con el latín a todo el mundo que usa el rito romano, pudiera tener un carácter de universalidad, es evidente.
Pero aquí se trata de convencer, no de vencer. El canto gregoriano puede ser “universal” menos por su imposición que por sus características
intrínsecas. Y esas son las que pondera san Pío X. Desde luego, el “canto gregoriano” en sí mismo, patrimonio acumulado en el curso de tantos
siglos con la fusión armónica de tantas y tan distintas tradiciones, incluso heterogéneas, sobre las alas de la lengua latina, tenía y tiene por su
misma personalidad y fuerza artística y espiritual, vocación de universalidad. En este canto sublime -bajado directamente del cielo junto con el
canto popular, en frase del M° Lluís Millet- es donde San Pío X ve brillar “in grado sommo” los tres principios que juzga indispensables para la
música sacra: santidad, bondad de formas, universalidad.
Esto por lo que al canto gregoriano se refiere. Pero san Pío X no es exclusivo; también la mejor polifonía sacra, empezando por la escuela
romana o palestriniana, reluce por estas cualidades, sobre todo cuando sus temas nacen del canto gregoriano, y con este sublime canto
monódico comparte modalidad, libertad rítmica (primado del texto), claridad (compatible con la grandiosidad arquitectónica) etc. La apertura
de san Pío X es total hacia la música de nueva composición, mientras esté sujeta a los principios generales enucleados, y, desde luego, la piedra
de toque para verificar la validez de una música nueva para la liturgia -que se supone escrita “a regola d’arte”- es siempre el canto gregoriano:
“ Fue siempre considerado -dice- el modelo supremo de la música sacra, y se puede establecer con todo fundamento la siguiente ley general:
una nueva composición de iglesia será más sacra y litúrgica cuanto más se acerque en su aire, en su inspiración y en su sabor a la melodía
gregoriana, y será menos digna del templo cuanto más se aleje de aquel supremo modelo”.
El “espíritu” se halla, por supuesto, en el mismo canto gregoriano. Mi experiencia me enseña que el canto gregoriano tiene cualidades para
poder ser propuesto a todas las culturas. Cuantas veces lo he preguntado a nuestros alumnos, que provienen de todos los cuatro puntos
cardinales de la tierra, la respuesta ha sido siempre positiva, unánime. Entonces yo me pregunto: ¿cómo se justifica el abandono general del
canto gregoriano en nuestra Europa, sobre todo en los países de cultura latina, que deberían ser los más próximos a este canto por tradición
musical, lingüística y cultural? ¿Tal vez el Vaticano II dijo que había que arrinconar el canto gregoriano? Esto es lo que suelen decir muchos curas
cuando una cosa no les va a genio: ¡lo ha prohibido el Concilio! En el tanto citado cap. VI de la “Sacrosanctum Concilium”se lee todo lo
contrario: “La Iglesia reconoce el canto gregoriano como canto proprio de la liturgia romana; por esto, en las acciones litúrgicas, en paridad de
condiciones, se le reserve el lugar principal”. Implícitamente, a más de la normativa explícita, se prescribe el uso del latín, al canto gregoriano
indisolublemente unido. ¿Como ha sido posible un abandono tan general? ¿Con qué ventajas? Tal abandono, que a veces roza el hastío, tanto de
conocimiento como de práctica del canto gregoriano, es, a mi juicio, una de las causas de la pobreza actual. Nos lamentamos de ella, pero nos
falta el coraje para encontrar antídotos y, muchas veces, preferimos ni hablar del tema.
Creo necesario, si se quiere pensar seriamente en una “reforma”, en el sentido de fidelidad al Concilio, que se restituya el canto gregoriano
según las posibilidades de cada comunidad, sino olvidar que nada que valga la pena se obtiene sin constancia y sin esfuerzo. Además, habría que
conservar un repertorio “de base” (por lo menos el “Jubilate Deo” de Pablo VI) o, aun mejor, el “Liber cantualis”, en todos los repertorios
locales. El canto gregoriano nos une a todos, pone de manifiesto y “crea” la unidad de la Iglesia, tiene un valor de tipo sacramental.
El “espíritu” del canto gregoriano tendría que informar toda música de iglesia; sería ya de por sí una garantía de que las nuevas composiciones
de cualquier género (polifónico, concertado, monódico, complejo, simple, popular, etc.) estuvieran en condiciones de tener las cualidades
necesarias. No se trata de copiar, sino de impregnarse del “espíritu”. Pensemos en las composiciones litúrgicas de un Duruflé, de Bartolucci, del
P. Segarra, en la “missa del Roser” y en la del Centenario de Balmes, de Mn. Romeu, en el océano de música espiritual y religiosa de nuestros
grandes maestros.
El canto gregoriano, siendo producto genuino de antiguas tradiciones, incluso populares, de nuestro mundo mediterráneo, europeo y oriental
-incluso el canto de la sinagoga-, tiene puntos de contacto, analogías, con todas las tradiciones musicales auténticamente populares esparcidas
en lo ancho del mundo. Me encanta escuchar melodías africanas, asiáticas, americanas, con todos sus ritmos, sus instrumentos, sus percusiones,
siempre que de auténtica tradición popular se trate. Cantos orientales, árabes, lo que sea. Sus modos, sus escalas, sus melodías son parientes
del canto gregoriano. Basta non confundir lo auténticamente “popular” con la pseudo-cultura de la “Coca-cola”. La fusión hermanadora entre
canto gregoriano y cantos de las más diversas regiones sería una excelente base para la “inculturación”, que tendría que ser de doble dirección,
y que resultaría tanto más acertada cuanto más cada cultura local se “inculturase” en el tesoro tradicional de la Iglesia. Este es uno de los retos
que están ya desafiando muchos de nuestros ex-alumnos de estos países.
Y todavía una consideración final, que habla de la apertura de ánimo de san Pío X. Mientras Pío XII, como decíamos, vinculaba la “universalidad”
de la música de iglesia al solo canto gregoriano, el “motu proprio” reconoce el derecho “a cada nación de admitir en las composiciones de
iglesia aquellas formas particulares que constituyen en cierto modo el carácter específico de su propia música, con tal que se subordinen a los
caracteres generales de la música sacra (santidad y bondad de formas), de tal manera que ninguna persona de otra nación pueda llevarse una
mala impresión al escucharlas”. Creo que san Pío X pensaba en la tradición de usar en la liturgia músicas concertadas y orquestales, propias de
los paises anglosajones. Oyendo una misa de Mozart o de Schubert en sede litúrgica, podemos pensar que no son propias de nuestra tradición,
pero en modo alguno nos llevamos una mala impresión o nos escandalizamos. Sólo los que se creen el ombligo del mundo son propensos al
escándalo.
Pero es que el horizonte se ensancha. Tampoco creo que puedan producir una mala impresión las auténticas expresiones de cultura “popular” de
cualquier rincón del mundo. La puerta está abierta para reconocer el carisma de “universalidad” a cualquier tradición musical que pueda exhibir
las connotaciones consabidas de “santidad” o verdadera expresión de religiosidad, y de “arte verdadera”, aunque sencilla y popular. Hay que ir
con más cuidado, en cambio, con la música “culta”, en el sentido de que no todas las producciones “sacras” contemporáneas (o del pasado),
con ser tal vez “arte de verdad”, pueden entrar indiscriminadamente en el repertorio litúrgico, o por hermetismo de lenguaje, o por otras
rarezas, que ponen en tela de judicio su “universalidad”. Dice con frase feliz Giacomo Baroffio que “el oratorio no tiene que convertirse en
laboratorio”. Sedes habrá más adecuadas para este tipo de experimentos que las celebraciones litúrgicas, que tienen que ser “aptas para todos
los públicos”.
La formación musical
Otro aspecto validísimo del “motu proprio”, sobre el cual ya no nos es posible detenernos, pero sí por lo menos insinuarlo, es el de la educación.
Para obtener los efectos deseados, además de comisiones de música sacra que tienen que velar por el repertorio y por su ejecución, es
necesario que la música se estudie en los seminarios y casas religiosas, y que se creen “scholæ canturum” para la ejecución de la polifonía y de
la buena música litúrgica. Quiere que se hable de la música sacra en las clases de otras disciplinas (liturgia, moral, derecho canónico) en los
puntos que tengan relación con ella; asimismo, se instituyan “scholæ cantorum”, de mayor o menor grado, en todas las iglesias. Para tener
buenos formadores, cabe sostener y promover las escuelas superiores de música sacra y fundar otras nuevas.
Casi con las mismísimas palabras de san Pío X se expresa también el Concilio Vaticano II. El P.I.M.S. y otras muchas instituciones en todo el
mundo, están cumpliendo con vitalidad y entusiasmo estas consignas. También las escuelas de música sacra de México. Hay que profundizar en
este tema.
Pero es justo hacer otra observación: las condiciones de la vida moderna, en comparación can las del período preconciliar, son muy distintas. En
los seminarios de nuestra juventud había clase diaria de solfeo y, después, de canto gregoriano y de canto religioso, ejercitándonos en la
polifonía en la “schola cantorum”, y estudiando piano y órgano quien lo deseaba o tenía cualidades. Actualmente, ni siquiera en la “ratio
studiorum” propuesta por la Congregación de la Educación católica hay rastro alguno de música, de ningún tipo. Por lo menos hasta hace poco
tiempo. Creo que son muchos los que desean que se insista otra vez, junto con los estudios “humanísticos”, base idónea donde asentar filosofía
y teología, también en estudios musicales, por lo menos elementales, sin cuyo conocimiento no se puede cencebir un estudio y una práctica
concreta de la música sacra.
CONCILIO Y POSTCONCILIO
Así, de la mano de san Pío X, llegamos a los mismos umbrales del Concilio Vaticano II. Los documentos de Pío XII y de la Congregación de Ritos se
limitaron a aplicar el “motu proprio”, a veces limitando su amplia visión. Lo que pasó después del Concilio, lo hemos vivido en nuestra carne, y
a menudo como misterio de pasión. Sobretodo al constatar que la praxis ha seguido rutas muy distintas – por no decir opuestas – a cuanto dijo el
Concilio. Me voy a limitar a dar un resumen de lo que se lee en el cap. VI de la Constitución “Sacrosanctum Concilium” sobre la Liturgia,
capítulo dedicado enteramente a la música sacra:
1. La Iglesia aprueba todas las formas de arte auténtico, adornadas de las cualidades necesarias, y las admite en el culto divino. La finalidad de
la música sacra es la gloria de Dios y la santificación de los fieles.
2. Es necesario conservar y fomentar con la máxima atención el tesoro de la música sacra y promover diligentemente las “scholae contorum”,
sin olvidar la participación activa de los fieles.
3. Hay que dar mucha importancia a la formación y a la práctica musical en seminarios, noviciados, casas de estudios religiosos, etc. (...)
También se recomienda la erección de institutos superiores de música sacra.
4. La Iglesia reconoce el canto gregoriano como canto propio de la liturgia romana; por eso en las acciones litúrgicas, en paridad de condiciones,
le corresponde el lugar principal.
6. El órgano tubular ha de ser tenido en grande estima en la Iglesia latina. Su sonido puede añadir un admirable fulgor a las cerimonias y elevar
potentemente las almas a Dios y a las cosas superiores. Se podrán admitir otros instrumentos, siempre y cuando sean aptos o adaptables al uso
sagrado, sean cónsonos a la dignidad del templo y ayuden de verdad a la edificación de los fieles. (...)
7. Los músicos cristianos deben sentirse llamados al cultivo de la música sacra. Compongan melodías que tengan las características de la
auténtica música sacra, para los coros grandes, los más modestos, y para el pueblo.
La Instrucción de la Congregación de Ritos del 5 de marzo de 1967 da mayores precisiones, como es natural, poniendo de relieve, entre otras
cosas, la importancia aún mayor de la “Schola”, pero sin apartarse en nada de lo decidido por el Concilio. Juzguen ahora ustedes mismos si, en
lo que nos ha tocado vivir en estos cuarenta años de postconcilio, se ha venido observando lo que entonces fue decidido o no. Yo me atreviría a
decir que en ningún ámbito de los que abordó el Concilio – y fueron prácticamente todos – se ha producido desviación mayor que en el campo de
la música sacra.
Se podría hablar durante horas, pero creo que todo lo que ha pasado se podría resumir en una palabra, y es esta: anarquía. En un sector tan
importante por su estrecha, íntima, inseparable vinculación con los sagrados misterios, Roma nunca hubiera debido declinar su gran
responsabilidad normativa, como desgraciadamente ha pasado. Ha sido necesario esperar cuarenta años para que se produjera un documento
pontificio de importancia, como es el quirógrafo de Juan Pablo II, cuyo título es “Mossi dal vivo desiderio”, conmemorativo del centenario del
“motu proprio” de san Pío X. Pero ¿quién conoce tal documento? ¿Quién ha hablado de él? Yo les puedo sólo decir que es la convalidación de la
doctrina de san Pío X, sin cambiar ni una coma de lo que es esencial; es más, recuperando algunos aspectos a los que el Concilio había puesto la
sordina, como la connotación de “universalidad”, en el sentido de aptitud para todos los públicos. Ustedes pueden encontrar este documento en
la antología de textos específicos del Magisterio de la Iglesia publicada recientemente por nuestro Instituto, cuyo título es “Iucunde laudemus”.
Hace ya algunos años que me esfuerzo en convencer a mis superiores – y la cosa ya es de público dominio, por tanto el clamor va “in crescendo”
– de la necesidad de un organismo pontificio que tenga autoridad normativa en un sector tan vital para la Liturgia de la Iglesia. Una autoridad y
competencia que muchos creen que pertenece al Pontificio Istituto di Musica Sacra, mientras que no es así: nosotros somos sólo una institución
académica, y si alguna autoridad tenemos es sólo moral, lo que en italiano llaman “autorevolezza”. No creo lejano el día en que la Iglesia del
Papa Benedicto XVI vaya a dar este paso que podría ser, a mi modesto juicio, de grande ayuda para salir del atolladero en que nos encontramos.
Para salpicar lo doctrinal con lo anecdótico, les voy a contar lo que sucedió en Roma alrededor de los años 60. Fue el fenómeno llamado “messa
beat”, compuesta por Marcello Giombini – que, por cierto, no era lego en música – y patrocinada por el mismísimo cardenal Giacomo Lercaro,
una misa con ritmos y percusiones y melodía de festival de música ligera, que debía operar el milagro de acercar toda la juventud a la Iglesia. El
milagro ha sido todo lo contrario: pasó la “messa beat” sin pena ni gloria, y las iglesias se han vaciado, sobretodo de jóvenes. El mismo Giombini
– que se profesaba ateo – tuvo todavía tiempo de hacer un “mea culpa” y reconocer públicamente su error. No tuvo tiempo el cardenal Lercaro,
pero undudablemente lo hubiera hecho, puesto que era un grande hombre de Iglesia. Que quede bien claro que yo no juzgo la buena fe de las
intenciones, sino los fallos objetivos. Es más, en aquellos momentos yo mismo, que estaba en la flor de la juventud, me dejé arrastrar también
por el entusiasmo. De hecho, esta misa “beat” fue el primero de toda una cadena de errores que dura hasta nuestros días, como la experiencia
misma del Congreso lo atestigua. Hemos sido capaces de entronizar músicas blandengas que nada tienen de solidez técnica ni del sabor de la
verdadera música de iglesia; esa tiene su parámetro irrenunciable en el canto gregoriano y no en músicas de película de falso sabor modal, tipo
“Exodus”.
La misa “beat” fue desgraciadamente como una deflagración nuclear, con la fatal consecuencia de otorgar “carta de gracia” a una praxis tan
peligrosa como atrevida, a saber: que la música litúrgica podía ser – ¿o tenía que ser? – una pura y simple transposición de la música profana de
moda. Erróneamente y contra toda justicia a este tipo de música de consumo, inconsistente, vacía, insípida y efímera, la llaman “música
popular”, como ahora también llaman “concierto” a los espectáculos hechos de ruídos ensordecedores y contorsiones, que si alguna calificación
merecen es la de “desconcierto”. Es precisamente este falso género “popular”, impuesto por la fuerza arrolladora de los “mass media”, al
servicio de comerciantes sin escrúpulos, que ha secado las fuentes puras del canto gregoriano y del verdadero canto popular, fomentando
incluso un odio, un hastío de cuyo origen maligno no se puede dudar, hacia lo que era, es y será la gloria más pura de las celebraciones de la
Iglesia católica.
De manera paralela a lo que pasó en tiempos de san Pío X, se impone también ahora una reforma, en el sentido de una purificación, de una
conversión positiva hacia la “norma” de la Iglesia, que es el canto gregoriano, ya en sí mismo que como principio inspirador de cualquier música
litúrgica. “Nova et vetera”: el tesoro de la tradición, y lo nuevo enraizado en la tradición. Ipso facto, las cosas endebles o malas caerán por sí
mismas, como cayó la misa “beat”. No se trata de vencer sino de convencer.
Estoy preparando un libro con las numerosas conferencias que en estos años he pronunciado por lo ancho del mundo, como hoy aquí en Torreón,
y que tendrá por título la frase del salmo: “Excitabo auroram”. Yo presiento ya en el horizonte esta nueva aurora. Siento que las instancias que
empujan esta nueva aurora están en la base, en un deseo que se está difundiendo y afianzando en sectores cada vez más amplios del pueblo de
Dios. A nosotros nos toca el catalizar y reforzar estos deseos. No será cosa fácil, pero lo importante es tener una dirección clara, una meta hacia
la cual orientar nuestros trabajos. Y ustedes, con su admirable sentido de fe entusiástica, serán los primeros a secundar esta “conversión” que
nos incumbe a todos, no para procurarnos satisfacciones personales, sino para obrar la verdad y la justicia.
Termino con la lectura de los últimos párrafos de mi ponencia en la Jornada dedicada a la música sacra el pasado 5 de diciembre de 2005, a
cargo de la Congregación del Culto Divino, ponencia que fue recibida por el público presente con ovaciones extraordinarias, y que ha tenido un
eco inesperado: ya casi estoy cansado de entrevistas con televisiones, radios, revistas y periódicos, amén del correo electrónico que llega sin
cesar. Cansado, pero contento... “Excitabo auroram”.
“El canto gregoriano no debe permanecer en el ámbito de la academia, no tiene que ser una momia de museo, sino que debe recuperar su papel
de canto vivo, también de la asamblea en lo que le toque, seguro de que va a hallar en él la satisfacción de sus más profundas tensiones
espirituales, y se sentirá verdaderamente pueblo de Dios.
Es hora de decidirse, es hora de que de las iglesias mayores, de las catedrales, de los monasterios, de los conventos, de los seminarios y de las
casas de formación venga el ejemplo luminoso. Y así también las parroquias, hasta las más humildes, incluso los grupos y movimientos
eclesiales, acabarán por sentir el contagio de la belleza suprema del canto de la Iglesia, que va a resonar persuasivo y va a amalgamar al pueblo
con el verdadero sentido de la catolicidad. Y el canto gregoriano informará también las composiciones de nuevo cuño y guiará con el auténtico
“sensus Ecclesiae” los esfuerzos de una recta inculturación.
Es más, mi experiencia me afianza en la idea de que las más remotas tradiciones locales son parientes próximas del canto gregoriano, y también
en tal sentido el canto gregoriano es verdaderamente universal, apto para todos los públicos, con capacidad de constituir una amalgama, en el
respeto de la unidad y la pluralidad, característica constitutiva de la Iglesia católica.
Todo esto será posible con el concurso de dos factores que juzgo de la máxima importancia:
1) La necesidad de la formación musical y litúrgica de sacerdotes, religiosos y fieles. Hay que actuar con seriedad para evitar perjudiciales
dilectantismos. Hay que arrastar en el compromiso – asegurando también una justa remuneración – a quienes con tanto ahinco se prepararon
para tal servicio. En una palabra, hay que saber destinar dinero para la música. No es lógico que se gaste en todo, inclusive flores y alfombras,
excepto que en la música. ¿Qué sentido tendría animar los jóvenes a estudiar y después tenerlos en huelga, o más aún, humillados y
zarandeados por nuestros caprichos y nuestra escasa seriedad?
2) Necesidad de concordia en la acción. Nos recuerda Juan Pablo II en su quirógrafo: ‘El aspecto musical de las celebraciones litúrgicas no se
puede dejar a la improvisación ni al arbitrio de los particulares, sino que hay que confiarlo a una bien concertada dirección en el respeto de las
normas y competencias’.Respeto, pues, de las normas. Este es el deseo cada vez más general. Esperamos indicaciones dignas de crédito e
impartidas con autoridad. Este es un servicio que, coordinando todas las iniciativas e instancias locales, compete a la Iglesia de Roma, a la Santa
Sede. Este es el momento oportuno, y no hay tiempo que perder.”