Texto 2
Texto 2
Texto 2
La era del los gigantes
El impacto
de Constantino
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La bondad eterna, santa e incomprensible de Dios no nos permite vagar en las
sombras, sino que nos muestra el camino de salvación [...] Esto lo he visto tanto
en otros como en mí mismo.
Constantino
A
l terminar la sección anterior dejamos a Constantino en el momento en que, tras
vencer a Majencio en la batalla del
Puente Milvio, se unió a Licinio para proclamar el fin de las persecuciones. Aunque
ya entonces dijimos que a la postre
Constantino se posesionó de todo el Imperio, debemos ahora narrar el proceso que le
llevó a ello. Después, puesto que
se trata de un tema muy discutido, diremos algo acerca de la conversión de
Constantino y del carácter de su fe. Pero en
realidad lo que más nos interesa aquí no es tanto el camino que lo llevó a la
posición de supremo poder político, ni la
sinceridad o contenido de su fe, como el impacto que su conversión y su gobierno
tuvieron, tanto en su época como en
los siglos posteriores. De hecho, hay quien sugiere, no sin razón, que hasta el
siglo veinte la iglesia ha estado viviendo
en la era constantiniana, y que parte de la crisis por la que la iglesia atraviesa
en nuestros días se debe a que hemos
llegado al fin de esa era. Naturalmente, esto es algo que no podemos discutir aquí,
sino mucho más tarde en el curso de
nuestra narración.
Pero en todo caso el impacto de Constantino fue enorme, y en cierto sentido toda la
historia que hemos de narrar en
la presente sección de nuestra historia puede verse como una serie de ajustes y
reacciones a la política establecida por
el gran emperador.
De lo que antecede se sigue el bosquejo que hemos de seguir, tanto en el presente
capítulo, como en el resto de es-
ta segunda sección. En este capítulo, trataremos primero de los acontecimientos que
hicieron de Constantino dueño
único del Imperio —Bajo el encabezado “De Roma a Constantinopla”—, después
discutiremos el proceso y contenido de
su conversión —bajo el título “Del Sol Invicto a Jesucristo”— y por último
esbozaremos el impacto que todo esto hizo
sobre la vida de la iglesia. Naturalmente, esta última porción del presente
capítulo tratará acerca de varios
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temas que después narraremos y discutiremos con más detalles, y por tanto en cierto
sentido será un bosquejo o
adelanto de lo que ha de seguir en el resto de esta sección.
De Roma a Constantinopla
Aun antes de la batalla del Puente Milvio, Constantino se había estado preparando
para asumir el poder sobre un te-
rritorio cada vez más vasto. Esto lo hizo asegurándose de la lealtad de sus
súbditos en la Galia y la Gran Bretaña, donde
había sido proclamado César por las legiones. Durante más de cinco años, su
política consistió en reforzar las fronteras
del Rin, a fin de impedir las incursiones de los bárbaros dentro del territorio
romano, y en ganarse el favor de sus súbdi-
tos mostrando clemencia y sabiduría en sus edictos y sus juicios. Esto no quiere
decir que Constantino fuese el gober-
nante ideal. Sabemos que era un hombre excesivamente amante del lujo y la pompa,
que se hizo construir en Tréveris
un palacio enorme y fastuoso, mientras los viñedos de que dependía la vida
económica de la ciudad permanecían inun-
dados por falta de atención a las obras de drenaje. Pero en todo caso Constantino
parece haber poseído el raro don de
los gobernantes que saben hasta qué punto pueden aumentar los impuestos sin perder
la lealtad de sus súbditos, y que
saben también cómo ganarse esa lealtad. En la Galia, Constantino se ganó la buena
voluntad de la población garanti-
zándole protección frente a la amenaza de los bárbaros, y explotando sus más bajas
pasiones mediante espectáculos
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cruentos en el circo, donde fueron tantos los cautivos bárbaros muertos que un
cronista nos dice que hasta las bestias se
cansaron de la matanza.
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Por otra parte, como hábil estadista, Constantino supo enfrentarse a sus rivales
separadamente, asegurándose
siempre de que sus flancos estaban protegidos. Así, por ejemplo, aunque la campaña
de Constantino contra Majencio
pareció repentina, el hecho es que se había venido preparando, tanto en el campo
militar como en el político, durante
varios años. En el campo militar, Constantino había organizado sus recursos de tal
modo que sólo le fue necesario utili-
zar la cuarta parte de ellos para enfrentarse a las tropas de Majencio. De ese modo
se aseguraba de que durante su
ausencia no se produjera una gran invasión bárbara, o alguna sublevación en sus
territorios en la Galia. Dejando tras de
sí el grueso de sus recursos, Constantino aseguraba la estabilidad de su
retaguardia. Al mismo tiempo, en el campo
político, era necesario asegurarse de que Licinio, quien gobernaba en la zona
directamente al este de Italia, no decidiera
aprovechar la pugna entre Constantino y Majencio para extender sus territorios. De
hecho, Licinio tenía ciertos derechos
legítimos sobre Italia, y bien podría esperar a que Majencio y Constantino se
debilitaran entre sí para tratar de hacer
valer esos derechos por la fuerza. A fin de prevenirse contra esa posibilidad,
Constantino le ofreció a Licinio la mano de
su medio hermana Constancia, y al parecer concluyó con su futuro cuñado un acuerdo
secreto en el sentido de que sería
Constantino, y no Licinio, quien se enfrentaría a Majencio. De este modo el flanco
de Constantino quedaba protegido
cuando se lanzara a su campaña en Italia. Pero aún después de sellar esta alianza
con Licinio, Constantino esperó a que
aquél estuviera ocupado en una pugna con Maximino Daza antes de lanzarse a la
aventura italiana.
La victoria del Puente Milvio hizo de Constantino dueño único de la mitad
occidental del Imperio. Por lo pronto, el
Oriente quedaba dividido entre Licinio y Maximino Daza. En ese momento, un
estadista menos ducho que Constantino
se habría lanzado a la conquista de los territorios de Licinio —pues al parecer ya
en esa época Constantino había deci-
dido posesionarse de todo el Imperio—. Pero Constantino supo esperar el momento
propicio. Como lo había hecho antes
en la Galia, se dedicó ahora a consolidar su poder sobre Italia y el norte de
Africa —excepto el Egipto, que no le pertene-
cía todavía—. Su encuentro con Licinio en Milán afianzó la alianza entre ambos, y
obligó a éste último a dirigir sus es-
fuerzos contra el rival común de ambos, Maximino Daza. De este modo, al tiempo que
Licinio gastaba sus recursos en-
frentándose a Maximino, Constantino aumentaba los suyos. A fin de asegurarse de que
—por lo pronto al menos— las
ambiciones de Licinio se dirigirían, no contra él, sino contra Maximino,
Constantino cumplió en Milán su promesa de ca-
sar a Constancia con Licinio. Los dos aliados estaban todavía en Milán cuando
recibieron noticias en el sentido de que
Maximino Daza había invadido los territorios de Licinio, cruzando el Bósforo y
posesionándose de Bizancio. Al parecer,
Maximino se percataba de que la alianza entre sus rivales no podía sino
perjudicarle, y había invadido los territorios de
Licinio porque sabía que la guerra era inevitable y quería asestar el primer golpe.
Pero Licinio era un hábil general, y
cuando Maximino había tenido apenas tiempo de marchar unos cien kilómetros más allá
de Bizancio —después Cons-
tantinopla, y hoy Estambul— su enemigo se presentó frente a él con un ejército
numéricamente inferior, y lo derrotó.
Maximino huyó entre sus soldados, pero murió poco después, sin haber tenido
oportunidad de reorganizar su ejército.
Licinio quedaba entonces en posesión de todo el Imperio al este de Italia,
incluyendo el Egipto, mientras Constantino
gobernaba todo el Occidente. Puesto
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que ambos eran aliados y cuñados, era de esperarse que las
guerras civiles y otros desórdenes al parecer interminables habían tocado a su fin.
Pero lo cierto era que tanto Licinio
como Constantino ambicionaban el poder único, y estaban dispuestos a no cejar hasta
lograrlo. El Imperio Romano, a
pesar de ser tan vasto, era demasiado pequeño para ambos, y uno de ellos tendría
que sucumbir. Por lo pronto, Licinio
se dedicó a consolidar su poder haciendo dar muerte a todos los miembros de las
viejas familias imperiales, que podrían
haber dirigido una insurrección. Constantino, por su parte, afianzaba el suyo
regresando a las fronteras del Rin, donde
dirigió una serie de campañas contra los francos.
Por fin la hostilidad entre ambos emperadores surgió a la luz del día. Constantino
descubrió una conspiración para
darle muerte, y la investigación subsiguiente involucró a un pariente cercano de
Licinio. Este último se negó a entregar a
su pariente en manos de su colega —quien indudablemente se proponía ejecutarlo— y
se preparó para la guerra. Poco
después, en las mismas fronteras de los territorios de Constantino, Licinio
proclamó que su cuñado no era legítimo em-
perador, y le declaró la guerra. Esto no quiere decir, sin embargo, que toda la
culpa recayera sobre Licinio, pues hay
bastantes indicios de que Constantino hizo todo lo posible para provocar su ira, y
así hacerle aparecer como el agresor.
Constantino invadió entonces los territorios de Licinio. Ambos ejércitos chocaron
en dos encuentros difícilmente de-
cisivos, pero al retirarse del campo de batalla Constantino logró la ventaja
estratégica de poder posesionarse de Bizan-
cio. Puesto que todo esto tenía lugar en el extremo oriental de Europa —véase el
mapa en la página 20— la maniobra de
Constantino separaba a Licinio del grueso de sus recursos, que se encontraban en
Asia. Dadas las circunstancias, Lici-
nio se apresuró a pedir la paz.
Una vez más Constantino mostró sus habilidades de estadista. Su posición era
ventajosa, y de haber continuado la
campaña probablemente a la postre habría derrotado definitivamente a su rival. Pero
ello habría sido a costa de alejarse
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cada vez más de sus territorios occidentales, donde estaba la base de su poder. Era
mejor esperar un momento más
propicio, y contentarse ahora con obtener de Licinio una paz ventajosa. Mediante el
tratado que se selló, Constantino
quedó en posesión de todos los territorios europeos de Licinio, excepto una pequeña
región alrededor de Bizancio. El
año 314 tocaba a su fin.
Una vez más Constantino aprovechó el período de paz para consolidar los territorios
recién ganados. En lugar de es-
tablecer su capital en las zonas más seguras de su imperio, la estableció primero
en Sirmio, y después en Sárdica—hoy
Sofia. Ambas ciudades se encontraban en sus nuevos territorios, y de este modo
Constantino podía asegurar su lealtad
y posesión al mismo tiempo que podía observar más de cerca los movimientos de
Licinio.
La tregua duró hasta el año 322, aunque la tensión entre ambos emperadores iba
siempre en aumento. Además de
la ambición de ambos, las razones de esa tensión se relacionaban con cuestiones de
sucesión —qué títulos y honores
se le darian a cada uno de los hijos de los emperadores— y de política religiosa.
La política religiosa de Licinio merece cierta atención, pues algunos historiadores
cristianos, en su afán de justificar a
Constantino, han tergiversado lo que parecen haber sido los hechos. Durante los
primeros años después del encuentro
de Milán, Licinio no persiguió a los cristianos en modo alguno. De hecho, un
escritor cristiano de esa época, al narrar la
victoria de Licinio sobre Maximino
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Daza, nos da a entender que fue muy semejante a la de Constanti-
no sobre Majencio —inclusive con una visión—. Pero, según veremos más adelante, el
cristianismo en los territorios de
Licinio se encontraba dividido entre diversos bandos cuya enemistad recíproca
llegaba hasta el punto de crear motines
públicos. En tales circunstancias, Licinio se vio obligado a utilizar el poder
imperial para asegurar la paz, con el resultado
de que pronto hubo grupos de cristianos que veían en él su enemigo, y que creían
que Constantino era el defensor de la
verdadera fe, y “el emperador a quien Dios amaba”. Licinio, aunque no era
cristiano, temía el poder del Dios cristiano, y
por tanto el hecho de que algunos de sus súbditos estuvieran orando por su rival le
parecía ser alta traición. Fue enton-
ces, y principalmente por ese motivo, que Licinio empezó a perseguir a algunos
grupos cristianos. Pero esa persecución
le dio a Constantino la oportunidad de hacer aparecer su campaña contra Licinio
como una guerra santa en defensa del
cristianismo perseguido.
En el año 322 Constantino, so pretexto de perseguir un contingente bárbaro que
había atravesado el Danubio, pene-
tró en los territorios de Licinio. Este último interpretó esa campaña militar —
quizá con razón, quizá sin ella— como una
provocación premeditada por parte de Constantino, y se dispuso para la guerra
concentrando sus tropas en Adrianópolis.
Por su parte, Constantino reunió un ejército algo menor que el de su rival y marchó
hacia la misma ciudad.
Según narran varios historiadores, Licinio temía el poder al parecer mágico del
labarum de Constantino, y les ordenó
a sus soldados que no mirasen hacia el emblema cristiano, ni lo atacasen de frente.
Es de suponerse que, con tales
advertencias, los soldados de Licinio no pelearían con mucho valor. Fuera por ésta
o por otras razones, tras una larga y
cruenta batalla Constantino resultó vencedor, y Licinio se refugió con su ejército
en Bizancio.
La resistencia de Licinio en Bizancio prometía ser larga, pues la ciudad podía ser
abastecida por mar desde el Asia
Menor, donde Licinio contaba con abundantes recursos. Además, su escuadra era
varias veces superior a la de su rival,
que estaba bajo el mando de Crispo, el hijo mayor de Constantino. Pero ambos
almirantes eran poco duchos en estrate-
gia naval y a la postre, tras una serie de errores inexplicables, la flota de
Licinio fue destruida por una tempestad. Ante tal
desastre, y temiendo verse completamente rodeado por fuerzas enemigas, Licinio se
retiró con sus tropas al Asia Me-
nor.
En el Asia Menor, Licinio reorganizó sus ejércitos y se dispuso a hacerle frente a
Constantino en Crisópolis. Pero una
vez más las tropas de Constantino resultaron victoriosas, y Licinio se vio obligado
a huir a Nicomedia. Aunque todavía le
quedaban amplios recursos, y quizá hubiera podido rehacerse, su causa le parecía
perdida irremisiblemente. Al día si-
guiente, Constancia —y probablemente el obispo Eusebio de Nicomedia, con quien
volveremos a encontrarnos más
tarde—salió al encuentro de su hermano Constantino, y le ofreció el poder absoluto
sobre todo el Imperio, a cambio de
que Licinio no fuese muerto. Constantino accedió, y así la marcha que había
comenzado dieciocho años antes en un
rincón de la Gran Bretaña llegó a su punto culminante.
Poco después Licinio fue asesinado, en circunstancias que no es posible determinar.
Algunos cronistas dicen que
estaba conspirando contra Constantino. Pero casi todos concuerdan en que fue
Constantino quien ordenó —o al menos
aprobó— su muerte.
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Constantino quedaba entonces como dueño único de todo el Imperio. Era probablemente
el año 324, y Constantino
habría de reinar hasta su muerte en el 337. Comparado con las décadas de guerras
civiles que comenzaron al fin del
reino de Diocleciano, el régimen de Constantino fue un período de orden y
reconstrucción. Pero lo fue también de turbu-
lencia, y no fueron pocas las personas acusadas de conspirar contra el emperador, y
ejecutadas por ello —entre ellas su
propio hijo y heredero Crispo, quien había estado al mando de su escuadra en la
campaña contra Licinio.
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Sin embargo, Constantino no había buscado el poder absoluto por el solo placer de
poseerlo. Para él, ese poder era
el medio para llevar a cabo una gran restauración del viejo Imperio. Tal había sido
el sueño de Diocleciano y de Maximi-
no Daza. La diferencia principal estribaba en que, mientras aquellos dos
emperadores habían tratado de restaurar el
viejo Imperio reafirmando la antigua religión pagana, Constantino creía que era
posible producir esa restauración, no
sobre la base de la religión pagana, sino sobre la base del cristianismo. En la
próxima sección de este capítulo tratare-
mos acerca de esto con más detenimiento. Por lo pronto, baste señalar que esa
política tenía algunos de sus más deci-
didos opositores en la ciudad de Roma, y particularmente en el Senado, donde los
miembros de la antigua aristocracia
no veían con simpatía el eclipse de sus viejos privilegios y dioses.
Años antes de su triunfo sobre Licinio, Constantino había comenzado a enfrentarse a
esa oposición. Pero ahora,
dueño absoluto del Imperio, concibió una gran idea, la de construir una “nueva
Roma”, una ciudad inexpugnable y fas-
tuosa, que llevaría el nombre de Constantinopla —es decir, “ciudad de Constantino”.
Probablemente fue durante la campaña contra Licinio que Constantino se percató de
la importancia estratégica de
Bizancio. Esta ciudad se encontraba en los confines mismos de Europa, y por tanto
podía servir de puente entre la por-
ción europea del Imperio y la asiática. Además, desde el punto de vista marítimo,
Bizancio dominaba el estrecho del
Bósforo, por donde era necesario pasar del Mar Negro al Mediterráneo. El tratado de
paz que había sido hecho con los
persas varias décadas antes estaba a punto de caducar, y por tanto Constantino
sentía la necesidad de establecer su
residencia relativamente cerca de la frontera con Persia. Pero, por otra parte, los
germanos continuaban su agitación en
las fronteras del Rin, y ello le obligaba a no alejarse demasiado hacia el oriente.
Por todas estas razones, Bizancio pare-
cía ser el sitio ideal para establecer una nueva capital. La historia posterior
daría sobradas pruebas de la sabiduría de
Constantino en la elección de este lugar —de hecho, el propio Constantino dio a
entender que tal elección había sido
hecha por mandato divino. Pero la vieja ciudad de Bizancio era demasiado pequeña
para los designios del gran empera-
dor. Sus murallas, construidas en tiempo de Septimio Severo, tenían apenas tres
kilómetros de largo. Imitando la antigua
leyenda sobre la fundación de Roma por Rómulo y Remo, Constantino salió al campo, y
con la punta de su lanza trazó
sobre la tierra la ruta que seguiría la nueva muralla. Todo esto se hizo en medio
de una pomposa ceremonia, en la que
participaron tanto sacerdotes paganos como cristianos. Cuando los que le seguían,
viéndole marchar cada vez más lejos
hacia regiones relativamente deshabitadas, le preguntaron cuándo se detendría,
Constantino respondió: “Cuando se
detenga quien marcha delante de mí”. Naturalmente, los cristianos entendieron que
estas palabras se referían a su pro-
pio Dios, mientras que los paganos entendieron que se trataba del genio de
Constantino, o quizá del Sol Invicto. Cuando
terminó la
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ceremonia, Constantino había trazado una muralla un poco más extensa que la
antigua,
pero que, por razón de la situación geográfica de Constantinopla, incluía un área
mucho más vasta. Las obras de cons-
trucción empezaron inmediatamente. Puesto que escaseaban los materiales y la mano
de obra hábil, y puesto que el
tiempo siempre apremiaba a Constantino, buena parte de las obras de la ciudad
consistió en traer estatuas, columnas y
otros objetos semejantes de diversas ciudades. Como dijo San Jerónimo varios años
más tarde, Constantinopla se vistió
de la desnudez de las demás ciudades del Imperio. Por todas partes los agentes del
emperador andaban en busca de
cualquier obra de arte que pudiera adornar la nueva ciudad imperial. Muchas de
estas obras eran imágenes de los viejos
dioses paganos, que fueron tomadas de sus templos y colocadas en lugares públicos
en Constantinopla. Aunque a los
ojos modernos podría parecer que esto haría de Constantinopla una ciudad cada vez
más pagana, el hecho es que los
contemporáneos de Constantino veían las cosas de otro modo. Tanto paganos como
cristianos concordaban en que, al
sacar las estatuas de sus santuarios y colocarlas en lugares tales como el
hipódromo o los baños públicos, se les nega-
ba o restaba su poder sobrenatural, y se les convertía en meros adornos.
Una de estas estatuas traídas a la nueva ciudad por los agentes imperiales era un
famoso Apolo obra de Fidias, el
más notable de los escultores griegos. Esta estatua fue colocada en el centro de la
ciudad, sobre una gran columna de
pórfido traída del Egipto, que según se decía era la más alta de todo el mundo.
Además, para alzarla aún más, la colum-
na fue colocada sobre una base de mármol de unos siete metros de altura. En su
totalidad, el monumento tenía entonces
casi cuarenta metros de altura. Pero la estatua que se encontraba en la cumbre no
representaba ya a Apolo, pues aun-
que el cuerpo era todavía el que Fidias había esculpido, la cabeza había sido
sustituida por otra que representaba a
Constantino.
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Otras obras públicas fueron la gran basílica de Santa Irene —es decir, la santa paz
—, el hipódromo y los baños.
Además, Constantino se hizo construir un gran palacio, y para los pocos miembros de
la vieja aristocracia romana que
accedieron a trasladarse a la nueva capital construyó palacios que eran réplicas de
sus viejas residencias en la antigua
Roma.
Todo esto, sin embargo, no bastaba para poblar la nueva ciudad. Con ese propósito,
Constantino concedió toda cla-
se de privilegios a sus habitantes, tales como la exención de impuestos y del
servicio militar obligatorio. Además, pronto
se estableció la costumbre de repartir aceite, trigo y vino a los habitantes de la
ciudad. El resultado de esta política fue
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que la población aumentó a pasos gigantescos, hasta tal punto que ochenta años más
tarde el emperador Teodosio II se
vio obligado a construir nuevas murallas, pues las que en tiempos de Constantino
habían parecido exageradamente
extensas ya no bastaban.
Como veremos en otras secciones de esta historia, la decisión de Constantino de
fundar esta nueva capital resultó
en extremo acertada, pues poco después la porción occidental del Imperio —inclusive
la vieja Roma— cayó en poder de
los bárbaros, y Constantinopla vino a ser el centro donde por mil años se conservó
la herencia política y cultural del viejo
Imperio.
Del Sol Invicto a Jesucristo
Acerca de la conversión de Constantino se ha escrito y discutido muchísimo. Poco
después de los hechos, hubo es-
critores cristianos, según veremos en el próximo capítulo, que intentaron mostrar
que esa conversión era el punto culmi-
nante de toda la historia de la iglesia. Otros han dicho que Constantino no era
sino
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un hábil político
que se percató de las ventajas que una “conversión” podría acarrearle, y que por
tanto decidió uncir su carro a la causa
del cristianismo.
Ambas interpretaciones son exageradas. Basta leer los documentos de la época para
darnos cuenta de que la con-
versión de Constantino fue muy distinta de la conversión del común de los
cristianos. Cuando algún pagano se convertía,
se le sometía a un largo proceso de disciplina y enseñanza, para asegurarse de que
el nuevo converso entendía y vivía
su nueva fe, y entonces se le bautizaba. Tal nuevo converso tomaba entonces a su
obispo por guía y pastor, para des-
cubrir el significado de su fe en las situaciones concretas de la vida.
El caso de Constantino fue muy distinto. Aún después de la batalla del Puente
Milvio, y a través de toda su vida,
Constantino nunca se sometió en materia alguna a la autoridad pastoral de la
iglesia. Aunque contó con el consejo de
cristianos tales como el erudito Lactancio —tutor de su hijo Crispo— y el obispo
Osio de Córdoba —su consejero en
materias eclesiásticas—, Constantino siempre se reservó el derecho de determinar
sus propias prácticas religiosas, pues
se consideraba a sí mismo “obispo de obispos”. Repetidamente, aún después de su
propia conversión, Constantino par-
ticipó en ritos paganos que le estaban vedados al común de los cristianos, y los
obispos no alzaron la voz de protesta y
de condenación que habrían alzado en cualquier otro caso.
Sucedía no sólo que Constantino era un personaje a la vez poderoso e irascible.
Ocurría también que el Emperador,
a pesar de su política cada vez más favorable hacia los cristianos, y a pesar de
sus afirmaciones de fe en el poder de
Jesucristo, técnicamente al menos no era cristiano, pues no se había sometido al
bautismo. De hecho, Constantino no
fue bautizado sino en su lecho de muerte. Por tanto, cualquier política o edicto en
favor de los cristianos por parte del
emperador era recibido por la iglesia como un favor hecho por un amigo o
simpatizante. Y cualquier desliz religioso de
Constantino era visto desde la misma perspectiva, como la acción de quien, aunque
simpatizaba con el cristianismo, no
se contaba entre los fieles. Tal persona podía recibir el consejo de la iglesia,
pero no su dirección ni condenación. Puesto
que tal situación se ajustaba perfectamente a los propósitos de Constantino, éste
tuvo cuidado de no bautizarse sino en
su hora final.
Por otra parte, quienes pretenden que Constantino se convirtió sencillamente por
motivos de oportunismo político se
equivocan por varias razones. La primera de ellas es que tal interpretación es en
extremo anacrónica. Hasta donde sa-
bemos, nadie en toda la antigüedad se acercó a la cuestión religiosa con el
oportunismo político que ha sido característi-
co de la edad moderna. Los dioses eran realidades muy concretas para los antiguos,
y aun los más escépticos temían y
respetaban los poderes sobrenaturales. Por lo tanto, pensar que Constantino se
declaró cristiano hipócritamente, sin de
veras creer en Jesucristo, resulta anacrónico. La segunda razón es que de hecho,
desde el punto de vista puramente
político, la conversión de Constantino tuvo lugar en el peor momento posible.
Cuando Constantino adoptó el labarum
como su emblema, se preparaba a luchar por la ciudad de Roma, centro de las
tradiciones paganas, donde sus principa-
les aliados eran los miembros de la vieja aristocracia pagana que se consideraban
oprimidos por Majencio. La mayor
fuerza numérica del cristianismo no estaba en el occidente, donde Constantino
reinaba y donde luchaba contra Majencio,
sino en el oriente, hacia donde su atención no se dirigiría sino años más tarde.
Por último, la interpretación oportunista se
equivoca por cuanto el apoyo que los cristianos pudieran prestarle a
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Constantino resultaba harto du-
doso. Puesto que la iglesia siempre había tenido dudas acerca de si los cristianos
podían prestar servicio militar, el nú-
mero de cristianos en el ejército era pequeño. En la población civil, la mayor
parte de los cristianos pertenecía a las cla-
ses bajas, que no podrían prestar gran apoyo económico a los designios de
Constantino. Y en todo caso, tras casi tres
siglos de recelos frente al imperio, nadie podría predecir cuál sería la reacción
de los cristianos ante el fenómeno inespe-
rado de un emperador cristiano.
Lo cierto parece ser que Constantino creía verdaderamente en el poder de
Jesucristo. Pero tal aseveración no impli-
ca que el emperador entendiese la nueva fe como la habían entendido los muchos
cristianos que habían ofrendado su
vida por ella. Para Constantino, el Dios de los cristianos era un ser
extremadamente poderoso, que estaba dispuesto a
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prestarle su apoyo siempre y cuando él favoreciera a sus fieles. Luego, cuando
Constantino comenzó a proclamar leyes
en pro del cristianismo, y a construir iglesias, lo que buscaba no era tanto el
favor de los cristianos como el favor de su
Dios. Este Dios fue el que le dio la victoria en la batalla del Puente Milvio, así
como las muchas otras que siguieron. En
cierto sentido, la fe de Constantino era semejante a la de Licinio, cuando les dijo
a sus soldados que el labarum de Cons-
tantino poseía cierto poder sobrenatural que era de temerse. La diferencia estaba
en que Constantino se había apropia-
do de ese poder sirviendo la causa de los cristianos. Esta interpretación encuentra
apoyo en las declaraciones del propio
Constantino que la historia ha conservado, y que nos muestran un hombre sincero
cuya comprensión del evangelio era
escasa.
La interpretación que Constantino le daba a la fe en Jesucristo era tal que no le
impedía servir a otros dioses. Su
propio padre había sido devoto del Sol Invicto. Este era un culto que, sin negar la
existencia de otros dioses, se dirigía al
Dios Supremo, cuyo símbolo era el Sol. Durante buena parte de su carrera política,
Constantino parece haber pensado
que el Sol Invicto y el Dios de los cristianos eran perfectamente compatibles, y
que los demás dioses, a pesar de ser
deidades subalternas, eran sin embargo reales y relativamente poderosos. Por esta
razón Constantino podía consultar el
oráculo de Apolo, aceptar el título de Sumo Sacerdote de los dioses que
tradicionalmente se concedía a los emperado-
res, y participar de toda clase de ceremonias paganas sin pensar que con ello
estaba traicionando o abandonando al
Dios que le había dado la victoria y el poder. Además, Constantino era un político
hábil. Su poder era tal que le permitía
favorecer a los cristianos, construir iglesias, y hasta posesionarse de algunas
imágenes de dioses para hacerlas llevar a
Constantinopla. Pero si el emperador hubiera pretendido suprimir todo culto pagano
pronto habría tenido que enfrentarse
a una oposición irresistible. Los viejos dioses no habían quedado totalmente
abandonados. Tanto la vieja aristocracia
como las extensas zonas rurales del Imperio apenas habían sido penetradas por la
predicación cristiana. En el ejército
había numerosos seguidores de Mitras y de otros dioses. La Academia de Atenas y el
Museo de Alejandría, que eran los
dos grandes centros de estudio de la época, estaban dedicados a la enseñanza de la
vieja sabiduría pagana. Pretender
suprimir todo esto por mandato imperial era imposible—tanto más imposible por
cuanto el propio emperador no veía
contradicción alguna entre el culto al Sol Invicto y la fe cristiana.
Luego, la política religiosa de Constantino siguió un proceso lento pero constante.
Y lo más probable es que ese pro-
ceso se haya debido, no sólo a las exigencias
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de las circunstancias, sino también al progreso interno
del propio Constantino, según fue dejando tras sí la vieja religión, y
comprendiendo mejor el alcance de la nueva. Al prin-
cipio, Constantino se limitó a garantizar la paz de la iglesia, y a devolverle las
propiedades que habían sido confiscadas
durante la persecución. Poco después comenzó a apoyar a la iglesia más
decididamente, como cuando le donó el pala-
cio de Letrán, en Roma, que pertenecía a la familia de su esposa, o cuando ordenó
que los obispos que se dirigían al
sínodo de Arlés, en el 314, utilizaran los medios de transporte imperiales, sin
costo alguno para la iglesia. Al mismo tiem-
po, empero, trataba de mantener las buenas relaciones con los devotos de los
antiguos cultos, y particularmente con el
Senado romano. El Imperio era oficialmente pagano, y como cabeza de ese Imperio a
Constantino le correspondía el
título de Sumo Sacerdote. Negarse a aceptarlo era rechazar de plano todas las
antiguas tradiciones del Imperio —y
Constantino no estaba dispuesto a tanto—. Aun más, hasta el año 320 las monedas de
Constantino frecuentemente
llevaban los símbolos y los nombres de los viejos dioses, aunque muchas llevaban
también el monograma de Cristo.
La campaña contra Licinio le dio a Constantino una nueva oportunidad de aparecer
como el campeón del cristianis-
mo. Además, era precisamente en los territorios que antes habían pertenecido a
Licinio que la iglesia era numéricamente
más fuerte. Por ello, Constantino pudo nombrar a varios cristianos para ocupar
altos cargos en la maquinaria del gobier-
no, y pronto pareció favorecer a los cristianos por encima de los paganos. Puesto
que al mismo tiempo sus desavenen-
cias con el Senado romano iban en aumento, y éste emprendió una campaña para
reavivar la antigua religión, Constan-
tino se sintió cada vez más inclinado a favorecer a los cristianos.
En el año 324 un edicto imperial ordenó que todos los soldados adorasen al Dios
supremo el primer día de la sema-
na. Aunque éste era el día en que los cristianos celebraban la resurrección de su
Señor, era también el día dedicado al
culto al Sol Invicto, y por tanto los paganos no podían oponerse a tal edicto. Al
año siguiente, el 325, se reunió en Nicea
la gran asamblea de obispos que se conoce como el Primer Concilio Ecuménico, de que
trataremos en otro capítulo. Esa
asamblea fue convocada por Constantino, y los obispos viajaron a expensas del
tesoro imperial.
Ya hemos visto cómo la fundación de Constantinopla fue un paso más en este proceso.
El propio hecho de crear una
“nueva Roma” era en si un intento de sustraerse del poder de las viejas familias
paganas de la aristocracia romana. Pero
sobre todo la política de utilizar los tesoros artísticos de los templos paganos
para la construcción de Constantinopla hizo
que el viejo paganismo, hasta entonces rodeado de riquezas y boato, se empobreciera
cada vez más. Es cierto que bajo
el gobierno de Constantino se construyeron o se restauraron algunos templos
paganos. Pero en términos generales los
santuarios paganos perdieron mucho de su esplendor, al mismo tiempo que se
construían enormes y suntuosas iglesias
cristianas.
66
A pesar de todo esto casi hasta el fin de sus días Constantino continuó
comportándose como el Sumo Sacerdote del
paganismo. A su muerte, los tres hijos que lo sucedieron no se opusieron al deseo
del Senado de divinizarlo, y así se
produjo la anomalía de que Constantino, quien tanto daño le había hecho al culto
pagano, se volvió uno de los dioses de
ese propio culto.
[Vol. 1, Page 140]
El impacto de Constantino
El impacto de la conversión de Constantino sobre la vida de la iglesia fue tan
grande que se hará sentir a través de
todo el resto de nuestra narración, hasta nuestros días. Luego, lo que aquí nos
interesa no es tanto mostrar las conse-
cuencias últimas de ese acontecimiento, como sus consecuencias inmediatas, durante
el siglo cuarto.
Naturalmente, la consecuencia más inmediata y notable de la conversión de
Constantino fue el cese de las persecu-
ciones. Hasta ese momento, aun en tiempos de relativa paz, los cristianos habían
vivido bajo el temor constante de una
nueva persecución. Tras la conversión de Constantino, ese temor se disipó. Los
pocos gobernantes paganos que hubo
después de él no persiguieron a los cristianos, sino que trataron de restaurar el
paganismo por otros medios.
Todo esto produjo en primer término el desarrollo de lo que podríamos llamar una
“teología oficial”. Deslumbrados
por el favor que Constantino derramaba sobre ellos, no faltaron cristianos que se
dedicaron a mostrar cómo Constantino
era el elegido de Dios, y cómo su obra era la culminación de la historia toda de la
iglesia. Un caso típico de esta actitud
fue Eusebio de Cesarea, el historiador que no debe confundirse con Eusebio de
Nicomedia, y a quien dedicaremos nues-
tro próximo capítulo.
Otros siguieron un camino radicalmente opuesto. Para ellos el hecho de que el
emperador se declarase cristiano, y
que ahora resultara más fácil ser cristiano, no era una bendición, sino una gran
apostasía Algunas personas que partici-
paban de esta actitud, pero que no querían dejar la comunión de la iglesia, se
retiraron al desierto, donde se dedicaron a
la vida ascética. Puesto que el martirio no era ya posible, estas personas pensaban
que el verdadero atleta de Jesucristo
debía continuar ejercitándose, si no ya para el martirio, al menos para la vida
monástica. Luego, el siglo cuarto vio un
gran éxodo hacia los desiertos de Egipto y Siria. De este movimiento monástico nos
ocuparemos en el tercer capítulo.
Algunos de quienes no veían con agrado el nuevo acercamiento entre la iglesia y el
estado sencillamente rompieron
la comunión con los demás cristianos. Estos son los cismáticos de que trataremos en
el capítulo cuatro.
Entre quienes permanecieron en la iglesia, y no se retiraron al desierto ni al
cisma, pronto se produjo un gran desper-
tar intelectual. Como en toda época de actividad intelectual, no faltaron quienes
propusieron teorías y doctrinas que el
resto de la iglesia se vio obligado a rechazar. La principal de estas doctrinas fue
el arrianismo, que dio lugar a enconadas
controversias acerca de la doctrina de la Trinidad. En el capítulo quinto
discutiremos esas controversias hasta el año
361, fecha en que Juliano fue proclamado emperador.
El reinado de Juliano fue el punto culminante de otra actitud frente a la
conversión de Constantino: la reacción paga-
na. Por lo tanto, el capítulo sexto tratará acerca de ese reinado y esa reacción.
Empero la mayor parte de los cristianos no reaccionó ante la nueva situación con
una aceptación total, ni con un re-
chazo absoluto. Para la mayoría de los dirigentes de la iglesia, las nuevas
circunstancias presentaban oportunidades
inesperadas, pero también peligros enormes. Por tanto, al mismo tiempo que
afirmaban
[Vol. 1, Page 141]
su lealtad al
emperador, como siempre lo había hecho la mayoría de los cristianos, insistían en
que su lealtad última le correspondía
sólo a Dios. Tal fue la actitud de los “gigantes” de la iglesia tales como
Atanasio, los capadocios, Ambrosio, Jerónimo,
Agustín y otros —a quienes dedicaremos la mayor parte de esta Sección Segunda de
nuestra historia—. Puesto que
tanto las oportunidades como los peligros eran grandes, estas personas se
enfrentaron a una tarea difícil. Naturalmente,
no podemos decir que sus actitudes y soluciones fueron siempre acertadas. Pero dada
la magnitud de la tarea a que se
enfrentaron, y dado también el impacto que su obra ha tenido en la vida de la
iglesia a través de los siglos, existe sobra-
da razón para llamar al siglo IV —y principios del V— “la era de los gigantes”.
Empero antes de terminar el presente ca-
pítulo debemos mencionar algunos cambios que tuvieron lugar como resultado de la
conversión de Constantino, y que
no tendremos ocasión de discutir más adelante. Nos referimos a los cambios
relacionados con el culto.
Hasta la época de Constantino, el culto cristiano había sido relativamente
sencillo. Al principio, los cristianos se
habían reunido para adorar en casas particulares. Después comenzaron a reunirse
también en cementerios, como las
catacumbas romanas. En el siglo tercero había ya lugares dedicados específicamente
al culto. De hecho, la iglesia más
antigua que se ha descubierto es la de Dura-Europo, que data aproximadamente del
año 270. Pero aún esta iglesia de
Dura-Europo no es más que una pequeña habitación, decorada sólo con algunas
pinturas murales de carácter casi primi-
tivo.
Tras la conversión de Constantino, el culto cristiano comenzó a sentir el influjo
del protocolo imperial. El incienso,
que hasta entonces había sido señal del culto al emperador, hizo su aparición en
las iglesias cristianas. Los ministros
que oficiaban en el culto comenzaron a llevar vestimentas ricas durante el
servicio, en señal del respeto debido a lo que
estaba teniendo lugar. Por la misma razón, varios gestos de respeto que normalmente
se hacían ante el emperador co-
67
menzaron a hacerse también en el culto. Además se inició la costumbre de empezar el
servicio con una procesión. Para
darle cuerpo a esta procesión, se desarrollaron los coros, con el resultado neto de
que a la larga la congregación tuvo
menos parte activa en el culto.
Por lo menos desde el siglo II, los cristianos habían acostumbrado conmemorar el
aniversario de la muerte de un
mártir celebrando la comunión en el lugar donde el mártir estaba enterrado. Ahora
se construyeron iglesias en muchos
de esos lugares. Pronto se llegó a pensar que el culto tenía especial eficacia si
se celebraba en uno de tales lugares, en
virtud de la presencia de las reliquias del mártir.
El resultado fue que se comenzó a desenterrar a los mártires para colocar sus
cuerpos —o parte de ellos— bajo el
altar de varias de las muchas iglesias que se estaban construyendo. Al mismo
tiempo, algunas personas empezaron a
decir que habían recibido revelaciones de mártires hasta entonces desconocidos o
casi olvidados. En ciertos casos,
hubo quienes recibieron una revelación indicándoles dónde estaba enterrado el
mártir en cuestión—como en el caso de
San Ambrosio y los mártires Gervasio y Protasio, que mencionaremos más adelante.
Pronto se comenzó a atribuirles a
tales reliquias un poder milagroso, y de allí se pasó cada vez más a su veneración
y después a su adoración.
Un caso semejante fue el de la emperatriz Elena, quien en el año 326 marchó en
peregrinación a Tierra Santa, don-
de creyó haber descubierto la verdadera cruz de Cristo —la “vera cruz”—. Pronto
comenzó a decirse que esta cruz tenía
poderes milagrosos, y porciones de ella se difundieron por diversas partes del
Imperio.
[Vol. 1, Page 142]
En medio de tal situación, los dirigentes de la iglesia procuraban moderar la
superstición del pueblo, aunque natu-
ralmente no podían negar que de hecho muchos de los milagros que se contaban eran
posibles. Así, por ejemplo, hubo
pastores que trataron de indicarle a su grey que para ser cristiano no era
necesario ir a Tierra Santa, o que el respeto
debido a los mártires y a la Virgen no debía exagerarse. Pero su tarea era harto
difícil, pues cada vez eran más los con-
versos que pedían el bautismo, y cada vez había menos tiempo y oportunidad para
dirigirlos en su vida cristiana.
Las iglesias construidas en tiempos de Constantino y sus sucesores contrastaban con
la sencillez de la iglesia de
Dura-Europo. El propio Constantino, según hemos señalado anteriormente, hizo
construir en Constantinopla la iglesia de
Santa Irene, en honor a la paz. Elena, su madre, construyó en Tierra Santa la
iglesia de la Natividad y la del Monte de los
Olivos. Al mismo tiempo, o bien por orden del emperador, o bien siguiendo su
ejemplo, se construyeron otras iglesias
semejantes en las principales ciudades del Imperio. Esta política persistió bajo el
gobierno de los sucesores de Constan-
tino. Casi todos ellos intentaron perpetuar su memoria construyendo fastuosas
iglesias.
Aunque casi todas las iglesias construidas por Constantino y sus sucesores más
inmediatos han desaparecido, que-
dan suficientes documentos escritos y restos arqueológicos para poder formarnos una
idea del plano general de estos
templos. Además, puesto que el patrón establecido en el siglo IV perduró por largo
tiempo, otras iglesias posteriores, que
sí han subsistido hasta nuestros días, ilustran el estilo arquitectónico de la
época.
Algunas de esas iglesias tenían el altar en el centro, y estaban construidas sobre
una planta poligonal o casi redon-
da. Pero la forma típica de las iglesias de entonces es la llamada “basílica”. Este
término se utilizaba desde mucho tiem-
po antes para referirse a los grandes edificios públicos —o a veces privados— que
consistían principalmente en un gran
salón con dos o más filas de columnas. Puesto que fue de tales edificios que se
tomó el modelo para las iglesias que se
construyeron en los siglos cuarto y siguientes, esas iglesias reciben el nombre de
“basílicas”.
En términos generales, las basílicas cristianas constaban de tres partes
principales: el atrio, las naves y el santuario.
El atrio era el vestíbulo de la iglesia, y por lo general consistía en un área
cuadrangular rodeada de muros, a veces con
columnas. En el centro del atrio estaba una fuente donde los fieles hacían sus
abluciones. El lado del atrio que colindaba
con el resto de la basílica recibía el nombre de nártex, y tenía una o más puertas
que daban a las naves.
[Vol. 1, Page
143]
Las naves eran la parte más amplia de la basilica. En el centro se encontraba la
nave principal, separada de las na-
ves laterales por filas de columnas. El techo de la nave principal era más alto que
los de las naves laterales, de modo
que sobre las filas de columnas quedaban dos paredes —una a cada lado— en las que
había ventanas por las cuales
penetraba la luz del exterior.
Las naves laterales eran más bajas, y normalmente más estrechas que la nave
central. Puesto que las filas de co-
lumnas eran dos o cuatro, había basílicas de tres naves y otras de cinco. Aunque
había basílicas hasta de nueve naves,
las de más de cinco eran escasas.
Hacia el fondo de la nave, cerca del santuario, se encontraba un espacio reservado
para el coro, y a cada lado de
ese cercado había un ambón o púlpito. Estos dos púlpitos se utilizaban, no sólo
para la lectura y exposición de las Escri-
turas, sino también para el cantor principal cuando se cantaban los Salmos.
Al final de la nave, y con el piso algo más elevado, se encontraba el santuario.
Puesto que este santuario corría en
dirección perpendicular a la nave, y puesto que era más largo que el ancho del
resto de la basílica, esto le daba a la
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planta del edificio la forma de una cruz. En el santuario se encontraba el altar,
donde se colocaban los elementos para la
celebración de la comunión.
La pared del fondo del santuario tenía forma semicircular, de modo que quedaba un
espacio cóncavo, el ábside. En
esta pared se apoyaban los bancos de piedra donde se sentaban los presbíteros. Y,
si se trataba de la iglesia principal
de un obispo, en medio de estos bancos se encontraba la silla del obispo, o cátedra
—de donde se deriva el término
“catedral”. En algunas ocasiones, el obispo predicaba sentado, desde su cátedra.
Todo el interior de la basilica estaba ricamente adornado con mármoles pulidos,
lámparas de oro y de plata, y tapi-
ces. Pero el arte característico de esta época —y por muchos siglos de toda la
iglesia oriental— era el mosaico. Las
paredes se cubrían de cuadros hechos con pequeñísimos pedazos de vidrio, piedra o
porcelana de colores. Por lo gene-
ral, estos mosaicos representaban escenas bíblicas o de la tradición cristiana,
aunque a veces incluían una representa-
ción de la persona que había costeado la construcción, presentando la basilica.
Naturalmente, la pared cuya decoración
era más importante era la del ábside. La decoración de esta pared consistía
normalmente en un gran mosaico, en el que
se representaba, o bien a la Virgen con Jesús en su regazo, o bien a Cristo sentado
en gloria, como gobernante supremo
de todo el universo. Esta representación de Cristo, que se conoce como el
“pantokrator” —es decir, el rey universal—
muestra el impacto de la nueva situación política sobre el arte cristiano, pues
representa a Cristo sentado en un trono, a
la usanza de los emperadores.
Alrededor de la basilica se alzaban otros edificios dedicados al culto y a la
residencia de los ministros. De todos es-
tos edificios el más importante era el baptisterio. Este era normalmente circular u
octogonal, y su tamaño era tal que bien
podía acomodar varias docenas de personas. En el centro del edificio se encontraba
la alberca bautismal, a la cual se
descendía mediante varios peldaños. En esta alberca se celebraba el bautismo,
normalmente por inmersión, o echándo-
le agua a la persona por encima mientras ésta estaba de pie o de rodillas en el
agua. De hecho, este modo de bautizar
fue el modo común de administrar el bautismo por lo menos hasta el siglo IX, cuando
en las regiones más frías de l
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planta del edificio la forma de una cruz. En el santuario se encontraba el altar,
donde se colocaban los elementos para la
celebración de la comunión.
La pared del fondo del santuario tenía forma semicircular, de modo que quedaba un
espacio cóncavo, el ábside. En
esta pared se apoyaban los bancos de piedra donde se sentaban los presbíteros. Y,
si se trataba de la iglesia principal
de un obispo, en medio de estos bancos se encontraba la silla del obispo, o cátedra
—de donde se deriva el término
“catedral”. En algunas ocasiones, el obispo predicaba sentado, desde su cátedra.
Todo el interior de la basilica estaba ricamente adornado con mármoles pulidos,
lámparas de oro y de plata, y tapi-
ces. Pero el arte característico de esta época —y por muchos siglos de toda la
iglesia oriental— era el mosaico. Las
paredes se cubrían de cuadros hechos con pequeñísimos pedazos de vidrio, piedra o
porcelana de colores. Por lo gene-
ral, estos mosaicos representaban escenas bíblicas o de la tradición cristiana,
aunque a veces incluían una representa-
ción de la persona que había costeado la construcción, presentando la basilica.
Naturalmente, la pared cuya decoración
era más importante era la del ábside. La decoración de esta pared consistía
normalmente en un gran mosaico, en el que
se representaba, o bien a la Virgen con Jesús en su regazo, o bien a Cristo sentado
en gloria, como gobernante supremo
de todo el universo. Esta representación de Cristo, que se conoce como el
“pantokrator” —es decir, el rey universal—
muestra el impacto de la nueva situación política sobre el arte cristiano, pues
representa a Cristo sentado en un trono, a
la usanza de los emperadores.
Alrededor de la basilica se alzaban otros edificios dedicados al culto y a la
residencia de los ministros. De todos es-
tos edificios el más importante era el baptisterio. Este era normalmente circular u
octogonal, y su tamaño era tal que bien
podía acomodar varias docenas de personas. En el centro del edificio se encontraba
la alberca bautismal, a la cual se
descendía mediante varios peldaños. En esta alberca se celebraba el bautismo,
normalmente por inmersión, o echándo-
le agua a la persona por encima mientras ésta estaba de pie o de rodillas en el
agua. De hecho, este modo de bautizar
fue el modo común de administrar el bautismo por lo menos hasta el siglo IX, cuando
en las regiones más frías de la
Europa occidental se hizo más común el bautismo por infusión—que siempre se había
utilizado en casos
[Vol. 1, Page
144]
excepcionales de mala salud, escasez de agua, etc. En Italia siguió practicándose
el bautismo por inmersión hasta
el siglo XIII, y las iglesias orientales —griega, rusa, etc.— lo practican aún en
el siglo XX. En medio del baptisterio col-
gaba un gran telón que dividía el salón en dos, un lado para los hombres y otro
para las mujeres, pues en el siglo IV
todavía se acostumbraba descender a la fuente bautismal desnudo, y vestirse de una
capa blanca al salir de las aguas.
Todo esto nos sirve de ejemplo de lo que estaba sucediendo a raíz de la conversión
de Constantino. La antigua igle-
sia continuaba sus costumbres tradicionales. Todavía la comunión era el acto
principal de adoración, que se celebraba al
menos todos los domingos. Todavía el bautismo era por inmersión, y guardaba mucho
de su simbolismo antiguo. Pero
todo se iba transformando dada la nueva situación. Por tanto, el gran reto a que
tenían que enfrentarse los cristianos de
la época era hasta qué punto y cómo debían adaptarse sus prácticas y costumbres a
las nuevas circunstancias. Todos
concordaban en que cierto grado de adaptación era necesario, pues los nuevos
tiempos requerían nuevas formas de
vivir y de comunicar el evangelio. Todos concordaban igualmente en que tal
adaptación debía hacerse de tal modo que
no se abandonase la fe tradicional de la iglesia. Donde no todos concordaban era en
el grado y el modo en que estos
dos elementos debían mantenerse en equilibrio.
En los capítulos subsiguientes veremos varios ejemplos de las respuestas diversas
que los cristianos del siglo IV die-
ron a este gran reto presentado por la nueva situació