Voluntad. León Dufour
Voluntad. León Dufour
Voluntad. León Dufour
La voluntad de Dios, en su objeto esencial, coincide con su designio. «Dios quiere que todos
los hombres se salven» (1Tim 2,4), escribe san Pablo recapitulando los oráculos proféticos y el
mensaje de Jesús. Todas las manifestaciones de la voluntad divina a lo largo de la historia se
reúnen así en un plan de conjunto que las coordina, en un designio de sabiduría; sin embargo,
cada una de ellas atañe a un acontecimiento particular, y precisamente para aceptar el
dominio de Dios sobre este acontecimiento ora el hombre: «¡Hágase tu voluntad!» Así la
historia ya pasada revela el designio de Dios en su carácter eterno; así también el hombre,
cuando se somete a la voluntad de Dios, se vuelve hacia el porvenir con confianza, pues sabe
de antemano que es guiado por Dios.
Esta voluntad de Dios adopta una forma particular cuando se manifiesta en relación con el
hombre, pues éste debe conformarse con ella interiormente, cumplirla libremente. Se le
presenta no como una fatalidad, sino como un llamamiento, un mandamiento, una exigencia;
la ley agrupa el conjunto de las voluntades divinas claramente expresadas. La ley, sin embargo,
tiene un aspecto está-tico, pues adopta la forma de institución. Hay que hacer un esfuerzo
para descubrir a través de ella esta voluntad personal que a cada instante es un
acontecimiento, suscita por parte del hombre una respuesta, inicia un diálogo. La voluntad de
Dios vista desde este ángulo es muy afín a su palabra, que es acto no menos que enunciado. La
voluntad de Dios es en primer lugar un acto que revela su beneplácito. Como tal no se
identifica sencillamente con el designio de Dios, que la recapitula en un plan de conjunto, ni
con su ley, que la traduce en forma práctica.0
Otros artículos tratan en detalle de las diversas manifestaciones de la voluntad divina:
elección, evocación, liberación, promesas, castigos, salvación... Aquí hay que mostrar cómo la
voluntad de Dios, que se cumple en el cielo, debe cumplirse también en la tierra (Mt 6,10);
voluntad de salvación, en sí misma eficaz, se encuentra con la voluntad del hombre a la que no
quiere suplantar, sino hacer perfecta: para llegar a ello es preciso que Dios triunfe de la
maldad del hombre y obtenga la comunión de las voluntades.
AT
Desde los orígenes aparece la voluntad del creador a los ojos de Adán bajo un doble aspecto.
Por una parte es una bendición generosa que va acompañada de la soberanía sobre los
animales y de la presencia de una compañera ideal; por otra parte es una limitación aportada
a la libertad humana: «No comerás...» (Gen 2,17). Entonces se inicia el drama: Adán, en lugar
de reconocer en esta prohibición una prueba educadora destina a mantener su dependencia
en el seno de una libertad real, la atribuye a una voluntad celosa de su supremacía y
desobedece (3,5ss). Cuando se inicia el diálogo por iniciativa de Dios (3,9), la voluntad divina
se ha convertido para la serpiente en maldición (3,14), para el hombre y la mujer anuncio de
castigo iluminado por una perspectiva de victoria final (3,15-19). Tal es el fondo sobre el que
se plantea el problema de la voluntad de Dios en el AT.
I. DIOS REVELA SU VOLUNTAD
Desde ahora la voluntad de Dios no se manifiesta ya a la humanidad pecadora en forma
inmediata y universal. Se comunica en particular a un pueblo elegido por medio de
intervenciones de Dios en la historia y por el don de la ley.
1. A lo largo de la historia.
En primer lugar por las altas gestas de Dios es como Israel aprende a conocer la voluntad
misericordiosa y amante de Yahveh. Éste está resuelto a liberar a Israel esclavo en Egipto (Ex
3,8) llevándolo sobre alas de águila (Ex 19,4), pues ha tenido a bien hacer de él su propio
pueblo (1Sa 12,22). Después de la prueba del exilio quiere asimismo reconstruir a Jerusalén y
reedificar el templo, aunque sea con la ayuda de un pagano (Is 44,28); Israel debe por tanto
reconocer que Dios no quiere la muerte sino la vida (Ez 18,32), no la desgracia sino la paz (Jer
29,11). Una voluntad así expresada es signo de amor.
El don de la ley es igualmente signo de amor, pues ayuda a Israel a comprender a cada
instante la palabra, expresión de la voluntad de Dios, está «muy cerca de ti, en tu boca y en tu
corazón, para que la pongas en práctica» (Dt 30,14). Los salmistas cantaron la experiencia de
este contacto con la voluntad divina, fuente de delicias incomparables (Sal 1,2). En la literatura
postexílica se mostrará en Tobías al que fue bendito «por la voluntad de Dios» (Tob 12,18); y
la oración se eleva ferviente: «Enséñame a hacer tus voluntades» (Sal 143,10).
2. En la reflexión inspirada.
Los profetas, sabios y salmistas, con el fin de mejor adorar esta voluntad cuya trascendencia
sienten, acentúan sucesivamente tal o cual aspecto de la misma.
a. Independencia soberana en primer lugar. «Dios decide, ¿quién le hará cambiar? Lo que ha
proyectado, lo cumple» (Job 23,13). La palabra que él envía a la tierra «hace todo lo que
quiere» (Is 55,11), incluso si se trata de destruir (Is 10,23). Dios obra según su voluntad, no ya
según algún consejero humano (Is 40,13). Tales afirmaciones, constantes en la Biblia, expresan
a la vez la omnipotencia de Dios y su plena independencia. Creador, tiene todo poder en el
cielo y en la tierra, y las fuerzas de la naturaleza están a sus órdenes (Sal 135,6) (Job 37,12)
(Eclo 43,13-17); dueño de su obra, dirige incluso el movimiento del corazón del hombre (Prov
21,1) y da los reinos a quien le place (Dan 4,14.22.29); eleva o abaja a quien quiere (Tob 4,19).
El hombre frente a la soberana independencia que a veces le parece arbitraria (Ez 18,25),
podría verse tentado a rebelarse, como Adán. Entonces la Escritura, volviendo a la imagen del
alfarero que dispone a su talante de la arcilla, recuerda al hombre su radical dependencia
como criatura: «¿Quién resiste a la voluntad de Dios? ¡Oh hombre! ¿qué tienes tú
verdaderamente para disputar con Dios?» (Rom 9,19ss) (Jer 18,1-6) (Is 29,16) (45,9) (Eclo
33,13) (Sab 12,12). La criatura debe humildemente adorar la voluntad de su creador
dondequiera que se manifieste.
b. Sabiduría de la voluntad divina. La adoración del misterio no reposa en una abdicación de la
inteligencia, sino en una fe profunda en la justicia de Dios, en un conocimiento del consejo, del
designio, de la sabiduría, que presiden la ejecución de su voluntad. Ningún entendimiento
humano puede concebirla (Sab 9,13), pero la Sabiduría da su inteligencia a quien se lo ruega
(9,17). Entonces se reconoce que «el plan de Dios, los pensamientos de su corazón
permanecen de edad en edad» (Sal 33,11), a diferencia de los de los hombres (Prov 19,21).
c. Voluntad benévola, en fin, expresada por los términos de benevolencia, de beneplácito, de
complacencia, de favor gracioso. «Querer a alguien», en hebreo como en otras lenguas (v. g.
en español), es amarlo. En este sentido Dios «quiere» a su siervo (Is 42,1), a su pueblo (Sal
44,4), a los justos (Sal 22,9). Y en sus elegidos ama, quiere la misericordia, el perdón (Miq
7,18), la bondad (Os 6,6) (Jer 9,23) (Is 58,5ss).
II. EN CONFLICTO CON LA NEGATIVA DEL HOMBRE
Ahora bien, la voluntad divina de amor topa con la voluntad pecadora del hombre: la historia
de Adán es siempre actual. Escuchemos, por ejemplo, al profeta Amós. Para Israel infiel la
voluntad de bendición se convierte en voluntad de castigo (p.e. Am 1,3.6.): es el precio de la
elección (3,2); si el hombre no reconoce todavía a su Señor (4,6-11), debe prepararse al
castigo definitivo (4,12). La amenaza del endurecimiento pesa entonces sobre él. Dios, en
cambio, no se endurece en su voluntad de castigo: está siempre pronto a «convertirse» de su
decisión, a cambiar de voluntad (Jer 18,1-12) (Ez 18) (Ex 32,14) (Jon 3,9s); anuncia que por lo
menos un resto sobrevivirá (Is 6,13) (10,21). Se complace en ver «al pecador desviarse de su
conducta y vivir» (Ez 18,23).
Esta voluntad no sería más que una intención sin eficacia si Dios mismo no tomara en su mano
la causa del pecador. Va, pues, a solicitar desde el interior la voluntad de su esposa infiel (Os
2,16), hará que Israel camine según sus voluntades dándole un corazón nuevo (Ez 36,26s) (Jer
31,33). Con este fin suscita a un siervo cuyo oído despierta cada mañana (Is 50,5) para hacerlo
capaz de obedecer a su voluntad (Sal 40,8s); por eso, gracias al siervo, «lo que agrada a
Yahveh se cumplirá» (Is 53,10). Por lo demás no será a costa de una violencia, a no ser la del
amor: el amado no despierta a la esposa hasta que ella quiera (Cant 2,7) (3,5) (8,4). Pero
cuando ella quiera retornar a su esposo (Os 2,17s) merecerá ser llamada por Dios mismo: «En
ella me complazco» (Is 62,4).
NT
Ya al alborear del NT María, sierva del Señor colmada de gracia, acoge la voluntad divina con
humilde sumisión (Lc 1,28.38). En cuanto a Jesús, el justo por excelencia, viene al mundo
«para hacer ¡oh Dios! tu voluntad» (Heb 10,7.9); todavía mejor que David es «el hombre
según el corazón de Dios que cumplirá todas sus voluntades» (Act 13,22).
I. CRISTO Y LA VOLUNTAD DE DIOS
1. Jesús revela las preferencias de su Padre.
Contra los espíritus malhumorados de los fariseos que querían estrechar el corazón de Dios
proclama Jesús la absoluta libertad de Dios en sus dones. Esta libertad de amor se expresa en
la parábola del buen amo de la viña: «Quiero dar a este último lo mismo que a ti. ¿No puedo
hacer lo que quiero de mis bienes? ¿O has de ver con mal ojo que yo sea bueno?» (Mt 20,14s).
Así Dios, en su beneplácito, ha reservado a los pequeñuelos la revelación mesiánica (11,25) y
otorgado al pequeño rebaño el don del reino (Lc 12,32). Pero sólo entrarán en él los que hagan
la voluntad de su Padre (Mt 7,21), pues ellos solos constituyen su familia (12,50).
2. Jesús cumple la voluntad de su Padre.
En el cuarto evangelio no habla Jesús de la voluntad de su Padre (como en Mt), sino de la
voluntad «del que me ha enviado». Esta voluntad de Dios constituye una misión Jesús se
alimenta de ella (Jn 4,34); no busca otra cosa (5,30), pues hace todo lo que agrada a aquel que
le ha enviado (8,29). Ahora bien, esta voluntad es que a todos los que vienen a él les dé la
resurrección y la vida eterna (6,38ss). Si bien esta voluntad se presenta a él bajo la forma de
un «mandamiento» (10,18), en ella ve él ante todo la señal de que «el Padre le ama» (10,17).
La obediencia del Hijo es comunión de voluntad con el Padre (15,10).
Esta adhesión perfecta de Jesús a la voluntad divina no suprime, sino que hace comprensible
la dolorosa concordancia que presentan los sinópticos en el transcurso de la pasión.
En Getsemaní percibe Jesús sucesivamente en su aparente contradicción «lo que yo quiero» y
«lo que tú quieres» (Mc 14,36); pero supera el conflicto orando instantemente a su Padre:
«No se haga mi voluntad sino la tuya» (Lc 22,42). Consiguientemente, en el aparente
abandono por el Padre continuará sintiéndose «amado» (Mt 27,43)=(Sal 22,9). Durante su
vida terrena no logró Jesús hacer lo que hubiera deseado hacer: reunir a los hijos de Jerusalén
(23,37), pero con su voluntad de sacrificio encendió el fuego en la tierra (Lc 12,49).
II. «¡HÁGASE TU VOLUNTAD!»
Desde que en Jesús se realizó la voluntad de Dios en la tierra como en el cielo puede el
cristiano estar seguro de ser escuchado en su oración dominical Mt 6,10. Debe también como
auténtico discípulo reconocer y practicar esta voluntad.
1. Discernimiento de la voluntad de Dios.
El discernimiento y la práctica de la voluntad divina se condicionan mutuamente: hay que
cumplir la voluntad de Dios para apreciar la doctrina de Jesús (Jn 7,17), pero por otra parte
hay que reconocer en Jesús y en sus mandamientos los mandamientos mismos de Dios
(14,23s). Esto depende del misterio del encuentro de las dos voluntades, la del hombre
pecador y la de Dios: para ir a Jesús hay que ser «atraído» por el Padre (6,44), atracción que
según la palabra griega es a la vez violencia y deleite (que funda la expresión de san Agustín:
«Deus intimior intimo meo»). Para discernir la voluntad de Dios no basta conocer la letra de la
ley (Rom 2,18); hay que adherirse a una persona, lo cual no puede hacerse sino por el Espíritu
Santo dado por Jesús (Jn 14,26).
Entonces el juicio renovado permite «discernir cuál es la voluntad de Dios, lo que es bueno, lo
que le place, lo que es perfecto» (Rom 12,2). Este discernimiento no atañe solamente a la vida
cotidiana; desembocan en el «pleno conocimiento de su voluntad, sabiduría e inteligencia
espiritual» (Col 1,9): tal es la condición de una vida que agrade al Se-ñor (1,10) (Ef 5,17). La
oración misma no puede ser sino una oración «según su voluntad» (1Jn 5,14), y la fórmula
clásica «si Dios quiere» adquiere muy diversa resonancia (Act 18,21) (1Cor 4,19) (Sant 4,15),
pues supone una referencia constante al «misterio de la voluntad de Dios» (Ef 1,3-14).
2. Practicar la voluntad de Dios.
¿De qué sirve conocer lo que quiere el maestro, si no se lo quiere en la práctica (Lc 12,47) (Mt
(7,21) (21,31)? Esta «práctica» constituye propiamente la vida cristiana (Heb 13,21),
contrariamente a la vida según las pasiones humanas (1Pe 4,2) (Ef 6,6). Más exactamente, la
voluntad de Dios para con nosotros es santidad (1Tes 4,3), acción de gracias (5,18), paciencia
(1Pe 3,17) y buena conducta (2,15). Esta puesta en práctica es posible, pues «Dios es el que
obra en nosotros el querer y el obrar según su beneplácito» (Flp 2,13). Entonces hay comunión
de las voluntades, acuerdo entre la gracia y la libertad.