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Obstáculos A La Inclusión

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Obstáculos a la inclusión: Cuestionando concepciones y prácticas sobre

la evaluación psicopedagógica

Ignacio Calderón
Universidad de Málaga

RESUMEN
El principal propósito de este artículo es alimentar un debate improrrogable entre los
orientadores y orientadoras en ejercicio (al igual que entre técnicos de la
administración, académicos e investigadores en este ámbito), sobre las evaluaciones
psicopedagógicas y por extensión, sobre la tarea de la orientación en las instituciones
escolares, en particular en el caso del alumnado considerado con necesidades
educativas especiales y a la luz del derecho que les asiste a una educación inclusiva.
Durante los últimos años, dichas labores están tendiendo a vincularse más a la
justificación de opciones excluyentes (como forzar el cambio en modalidades de
escolarización), próximas al criticado modelo médico de la discapacidad (Barton,
1998), que a la planificación de propuestas inclusivas para todo el alumnado,
contradiciendo la legislación educativa nacional e internacional (Convención de los
derechos de las personas con discapacidad, UN, 2006). Por ello, sacar el debate del
terreno de la burocracia y devolverlo al de la ética puede servirnos para replantear la
lógica educativa que debe prevalecer en la orientación. ¡Porque no podemos descargar
la lucha por la equidad en las escuelas sobre los hombros del alumnado más
vulnerable y sus familias! Para este cometido y complementariamente al objetivo de
denuncia del actual estancamiento y debilidad del proceso hacia sistemas, culturas y
prácticas más inclusivas, apuntamos algunas críticas y esbozamos una serie de
propuestas alternativas para la evaluación psicopedagógica (Calderón y Habegger
2012), que podrían contribuir a corregir la deriva actual y fortalecer los procesos de
resistencia frente a las fuerzas excluyentes del sistema educativo.

Palabras clave:
Evaluación, orientación, educación inclusiva, equidad

ABSTRACT
The main purpose of this paper is to stimulate a debate extendable between counsellors
in exercise (like between technicians of the administration, academics and
researchers in this field), on psychopedagogical assessments  and by extension, on the
task of the educational counselling in the schools, in particular regarding students
considered with special educational needs and in the light of the their right to
an inclusive education. During the past few years, these tasks are tending to be linked
more to the justification of segregation options (such as forcing the change in
schooling), next to the criticized  medical model of disability (Barton, 1998), than to the
planning of inclusive proposals for all students, contradicting in many cases national
and international legislation (Convention on the rights of persons with disabilities, UN,
2006). For this reason, return the debate in the field from bureaucracy to the ethics can
help us to rethink the educative perspective that must prevail in these tasks. Because we
cannot download the fight for equity in the schools on the shoulders of the most
vulnerable students and their families¡ For this purpose, and besides the target of
critize  the current impasse and weakness of the process toward more inclusive
systems, cultures and practices, we pointed out some criticisms and outline a number of
alternative proposals for   the psychopedagogical assessment (Calderon and
Habegger  2012), which could contribute to correct current drift and strengthen the
resistance processes against the   exclusionary forces operating in the educative system.

Keywords:
Evaluation, school counseling, inclusive education, equity

INTRODUCCIÓN
El principal objetivo de este artículo es generar un debate sobre concepciones y
prácticas relativas a la evaluación psicopedagógica (EPSP), entre los “profesionales de
la orientación educativa” que, aun trabajando en estructuras organizativas relativamente
distintas en las diferentes Comunidades Autónomas de nuestro país y en diferentes
etapas educativas, comparten, sin embargo -entre otras-, el desempeño de esa
importante función. Como todo el mundo sabe, la evaluación psicopedagógica es un
asunto de muchas caras y facetas, susceptible, por lo tanto, de ser analizado y debatido
desde múltiples puntos de vista disciplinares y con diferentes pretensiones (teóricas,
prácticas, administrativas, éticas y deontológicas, etc.) (Sánchez Cano 2007: Alonso
Tapia, 2012).

Nosotros no pretendemos, ni de lejos, asomarnos a todas ellas (aunque todas ellas están
interrelacionadas), sino llamar la atención y denunciar la barrera que determinadas
miradas, concepciones y prácticas de evaluación psicopedagógica están desempeñando
en relación al derecho que asiste al alumnado con discapacidad o diversidad funcional
(y por extensión a cualquier alumno en riesgo de segregación, marginación o fracaso
escolar), a una educación inclusiva. Nos situamos, por lo tanto, más bien en un plano
político y ético, siendo conscientes que se trata, al igual que si lo hiciéramos desde otros
lugares, de un análisis parcial y por todo ello, insuficiente.

Nosotros denunciamos que el enfoque mayoritario que las Administraciones educativas


competentes en este ámbito están adoptando a través de sus respectivas normas, así
como el desempeño de muchos orientadores en este ámbito (consciente o impuesto), en
lugar de acercarse a la bien intencionada función con la que fue establecida a mediados
de los años 90 (MEC, 1996), se alejan de ella y además están sirviendo como freno y
obstáculo al cumplimiento del derecho una educación más inclusiva. Un derecho
humano, una exigencia ética y jurídica, que tiene su sustento legal en la Convención de
los Derechos de las Personas con Discapacidad (CDPCD) (UN, 2006), en concreto su
art. 24

Nos parece importante resaltar que no pretendemos individualizar (en la figura de los
orientadores y orientadoras) un problema que es social y construido históricamente en
base a determinadas concepciones sobre cómo afrontar el dilema de la diversidad en la
educación escolar (Echeita, Simón, López y Urbina, 2013) y en particular el ámbito de
la discapacidad. Analizar la discapacidad desde la perspectiva de los derechos humanos,
(Asís, Campoy y Bengoechea, 2007) nos obliga ¡ya!, a una suerte de revolución
copernicana tanto en el ámbito educativo como en el resto de los que configuran nuestra
vida personal y social. Revolución entre cuyos pilares están los principios de “igualdad
de derechos”, “no discriminación”, “accesibilidad universal”, “diseño para todos” o
“inclusión,” y que, si bien con dificultades, se van abriendo camino en la legislación, no
terminan de afianzarse en nuestro siempre conservador sistema educativo.

En todo caso y para no quedarnos en la mera denuncia –aun siendo ésta absolutamente
imprescindible en estos momentos de una “visión débil de la inclusión” (Parrilla, 2007)
–, también queremos apuntar en este texto que hay alternativas a las evaluaciones
psicopedagógicas que denunciamos, alternativas que se alinean con el objetivo básico
de promover los cambios y mejoras que permitan la eliminación de aquellas barreras
que limitan la presencia, el aprendizaje y rendimiento de este alumnado, así como su
plena participación y reconocimiento (Echeita, 2013).

DE LAS BUENAS INTENCIONES A LOS DERECHOS


Creemos poder afirmar, con conocimiento de causa, que en sus orígenes (MEC, 1996),
el espíritu que animaba la EPSP era el de ser una medida de garantía de equidad para
que aquellas decisiones de acceso, curriculares u organizativas aplicables a un alumno o
alumna en el marco de las llamadas desde entonces “medidas extraordinarias de
atención a la diversidad” (Martín y Mauri, 2011), no se tomaran de forma arbitraría o
con poco fundamento (sino todo lo contrario, con el respaldo del análisis
psicopedagógico riguroso y experto que podían y pueden aportar los orientadores y
orientadoras), toda vez que por su naturaleza (ruptura de la comprensividad del
currículo y/o derivación hacia agrupamientos o centros con diferentes grados de
segregación respecto al marco común), tales medidas conllevan un riesgo evidente de
inequidad, marginación y discriminación.

Y para ello el modo como se definía la EPSP en la Orden del 14 de febrero de 1996[1]
(vigente durante mucho tiempo y en todo caso seguida y asumida en sus fundamentos
por las diferentes Comunidades Autónomas en España una vez que todas asumieron las
competencias en materia de educación), aportaba indudables aspectos de progreso en
relación con los modelos y prácticas vigentes hasta entonces, (¿hasta hoy?),
especialmente centrados en el “diagnostico” y la “categorización” del alumnado, en
consonancia con el “modelo médico” de la discapacidad tan fuertemente arraigado en la
profesión (Farrel, 2008).

Segundo.- 1. Seentiende la evaluación psicopedagógica como un proceso de recogida,


análisis y valoración de la información relevante sobre los distintos elementos que
intervienen en el proceso de enseñanza y aprendizaje, para identificar las necesidades
educativas de determinados alumnos que presentan o pueden presentar desajustes en su
desarrollo personal y/o académico, y para fundamentar y concretar las decisiones
respecto a la propuesta curricular y al tipo de ayudas que aquéllos pueden precisar para
progresar en el desarrollo de las distintas capacidades…

1.- La evaluación psicopedagógica constituye una labor interdisciplinar que trasciende


los propios límites del equipo de orientación educativa y psicopedagógica o del
departamento de orientación, y en consecuencia incorpora la participación de los
profesionales que participan directamente en los procesos de enseñanza y aprendizaje.
Sin duda era novedosa la consideración de la EPSP, como un proceso y no como un
hecho puntual, asumiendo con ello una perspectiva del desarrollo y el aprendizaje
dinámica y cambiante. Por ello se argumentaba la necesidad de centrarse no tanto en los
aspectos “deficitarios” del alumnado objeto de evaluación sino “en los distintos
elementos que intervienen en el proceso de enseñanza y aprendizaje”, asumiendo de
lleno una concepción interaccionista sobre los mismos. En todo caso, dicho modelo de
evaluación tenía como objetivo fundamental adaptar los procesos de enseñanza y el
currículo y precisar “las ayudas requeridas”, para el progreso del alumnado objeto de
evaluación en su aprendizaje y desarrollo. Se apoyaba, entonces, en una comprensión
del aprendizaje como un proceso modificable mediante una acción educativa ajustada a
las necesidades educativas del aprendiz (Coll y Miras, 2001) y se acompasaba
plenamente con la perspectiva sobre el papel de “los apoyos” (en su sentido más
amplio) que con el tiempo se iría imponiendo en la comprensión de las discapacidades
intelectuales y del desarrollo (Verdugo y Shalock, 2010). De igual modo nos parece
destacable el establecimiento de un “trabajo colaborativo y multidisciplinar” que no
sólo incorpora los saberes de los profesionales de las ciencias de la educación, sino
también el conocimiento experto del profesorado respecto a su tarea y su alumnado.
Todo ello suponía, de nuevo, un distanciamiento más que notable del modelo médico de
evaluación, donde los psicólogos/pedagogos son los “expertos” que saben y donde el
profesorado, el alumnado y las familias asumen un rol “dependiente” de sus dictámenes.
Con todo ello, la EPSP lejos de ser una acción puntual originada por las necesidades
educativas de un alumnado considerado “especial”, aspiraba a convertirse en una
palanca para promover mejoras que llegaran a todo el alumnado.

Uno de los corolarios necesario de este modelo de evaluación debía ser el de un


“Informe Psicopedagógico” que sirviera eficazmente, en primer lugar, de medio de
comunicación entre las partes (orientadores, profesorado, familias), en un intento de
separarse de los modelos que, de nuevo, refuerzan la dependencia y el extrañamiento de
quienes los reciben, especialmente a través de una “jerga pseudocientifista”. Pero, lo
más importante, vislumbrándose como un importante instrumento de trabajo conjunto
entre las partes, donde hacer explícitas las propuestas de ajuste educativo y los apoyos
(escolares, familiares, u otros) necesarios para tratar de llevar a la práctica el mandato
de una respuesta educativa inclusiva.

Pero no hemos escrito este texto para loar un enfoque educativo y una norma que, como
tantas otras[2] resultó más que insuficiente para cambiar muchos años de concepciones
y prácticas profesionales muy alejadas de su “espíritu” y de su “letra”. Como tantas
veces se ha dicho “el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones”, y esta
norma bien intencionada y, sin duda alguna –como acabamos de apuntar– innovadora
respecto a los modelos imperantes, no sólo se ha ido pervirtiendo con el paso del tiempo
en posteriores concreciones y desarrollos en algunas Comunidades Autónomas[3], sino
que, en el mejor de los casos, y a tenor del derecho a una educación inclusiva
establecido en la CDPCD, también resulta ya claramente inadecuada.

En efecto, aquella Orden de 1996 y las normas similares que con posterioridad se han
establecido en diferentes CC.AA., siguen asumiendo una mirada excluyente sobre la
igualdad (Skliar, 2008), en tanto en cuanto dan por sentado, desde el punto de vista
educativo que sigue siendo posible, necesario y adecuado diferenciar al alumnado
según su diversidad y escolarizar a determinados alumnos en contextos segregados. ¡Ya
no estamos ahí!
La educación inclusiva ahora, no es un simple principio bienintencionado inspirador de
las políticas educativas, asumible “hasta donde sea posible”, sino un derecho
establecido con toda la contundencia moral y la fuerza legal que tienen los derechos
fundamentales amparados por las leyes. Volvemos a insistir, para quien lo desconozca,
que la CDCP es un tratado internacional firmado y ratificado por España e incorporado
a su ordenamiento jurídico (BOE 21 de abril de 2008). En tanto que trata asuntos
vinculados con los derechos fundamentales de las personas, y al amparo del Art. 10.2 de
la Constitución Española, su mandatos obligan a revisar las leyes y normas, nacionales
y autonómicas, que versan sobre aspectos contemplados en dicha Convención, como de
hecho ya se está haciendo[4] (no sin contradicciones).

No es nuestra intención hacer un análisis extenso sobre lo que supone la “perspectiva de


los derechos” en su proyección en el ámbito de la discapacidad, toda vez que otros lo
han hecho con rigor (Asis, Bariffi, y Palacios, 2007). Ahora bien, para el análisis que
estamos haciendo nos parece importante resaltar el valor de “la igualdad” como sustento
de una educación inclusiva que realizan los citados autores:

“Todas las personas poseen –no sólo un valor intrínseco inestimable– sino también que
son intrínsecamente iguales en lo que se refiere a su valor, más allá de cualquier
deficiencia física, psíquica o sensorial. Esto no equivale a decir que no existan
diferencias entre las personas. No debe confundirse la diversidad (diferencia) con
desigualdad. La igualdad parte de la diversidad… Por ello una sociedad que respeta
auténticamente el principio de igualdad es aquella que adopta un criterio inclusivo
respecto a las diferencias humanas y las tiene en cuenta de forma positiva…”
(Asis, Bariffy y Palacios, 2007, p. 102)

Todos estamos obligados – ¡los orientadores también!–, a hacer efectivo y llevar a la


práctica el derecho de todo el alumnado a una educación inclusiva (y de aquellos más
vulnerables, como el alumnado con discapacidad, en primer lugar), pues como dijo
María Emilia Casas (2007, p. 43), ahora expresidenta del Tribunal Constitucional, “no
puede olvidarse que la imposibilidad del ejercicio de los derechos, no es cosa distinta,
en sus efectos, a la ablación llana y lisa de su titularidad”.

En este sentido este texto es una humilde pero enérgica y desesperada[5] llamada de
atención a los que directa o indirectamente (como técnicos de las administraciones
educativas, profesionales en ejercicio, formadores o investigadores), nos desempeñamos
en el ámbito de la orientación, para que reflexionemos sobre si nuestras orientaciones,
prácticas, enseñanzas o investigaciones -entre otras en lo que respecta a la EPSP–, están
contribuyendo a la discriminación del alumnado que la precisa o, si por el contrario, se
pueden configurar como una de las palancas para su plena igualdad y reconocimiento.
En definitiva, si queremos ser parte constitutiva del problema de opresión y exclusión
que cotidianamente les afecta en la escuela, o parte de la solución para su plena
inclusión educativa. Y, lo queramos o no, se es parte del problema desde el momento
en el que la forma de llevar a cabo la EPSP y sus consiguientes informes, se están
utilizando como prueba de cargo que justifica la segregación de determinados alumnos
considerados con diversidad funcional[6].

Por lo que a nosotros respecta, no queremos solo “predicar” sino también “dar trigo”.
Por eso, ponemos a debate y consideración de nuestros colegas una incipiente pero
honesta propuesta alternativa sobre una evaluación psicopedagógica (y su preceptivo
modelo de informe) que intenta sostener el derecho a una educación inclusiva y que, en
todo caso, ya ha servido para parar propuestas educativas excluyentes y permitir que
algunos sigan el camino de la inclusión educativa al que tienen derecho (Calderón y
Habegger, 2012).

En todo caso, esta propuesta que presentamos brevemente en el apartado siguiente, no


parece estar alejada –más bien lo contrario–, del propósito, los principios y las
recomendaciones hechas por la actual Agencia Europea para las Necesidades
Educativas Especiales y la Inclusión Educativa (2007) en su proyecto “La evaluación
en contextos inclusivos: Temas centrales para las políticas y prácticas”:

“La meta global de la evaluación inclusiva es que todas las políticas y procedimientos
de evaluación deberían reforzar y apoyar la inclusión y participación exitosa de todo el
alumnado vulnerable a los procesos de exclusión, incluidos aquellos con necesidades
educativas especiales.”
(AEDNEE, p.47)

Nosotros, al igual que se hace en la mencionada propuesta de la Agencia Europea,


creemos que la evaluación psicopedagógica, junto con otras prácticas evaluadoras en el
contexto escolar, debe guiarse, entre otros por los siguientes principios:

✓    Servir para “celebrar” la diversidad, identificando y valorando el progreso y


rendimiento individual de todo el alumnado.
✓    Ayudar a informar y promover el aprendizaje de todo el alumnado en contextos
inclusivos, centrándose en mejorar las prácticas de enseñanza y los modelos
organizativos que lo favorecen.
✓    Contar con la participación de los propios alumnos destinatarios, así como de sus
familias.
✓    Contribuir a prevenir la segregación, eliminando o minimizando los procesos de
etiquetado.

CUESTIONANDO EL MODELO HEGEMÓNICO DE EVALUACIÓN


PSICOPEDAGÓGICA
Hace ya unos años uno de nosotros, en colaboración con otra colega, elaboró un
contrainforme psicopedagógico (Calderón y Habegger, 2012), motivado por la defensa
de los derechos educativos de un alumno con síndrome de Down a quien se le obligaba
a cambiar de modalidad de escolarización. Dicho cambio se asentaba en otro informe
psicopedagógico avalado por dos equipos de orientación. Un informe que no distaba
demasiado de los que mayoritariamente acaban legitimando dictámenes de
escolarización que segregan al alumnado con discapacidad de las escuelas ordinarias.

El contrainforme básicamente pretendía defender los derechos educativos del menor, al


poner el foco en la herramienta excluyente que utilizan a menudo los centros escolares
para mantener las prácticas homogeneizadoras que excluyen del aprendizaje y la
participación a buena parte del alumnado considerado con necesidades específicas de
apoyo educativo. La triste realidad es que la mayor parte de las evaluaciones
psicopedagógicas escolares se solicitan (por parte del profesorado) y/o se producen (por
los equipos o departamentos de orientación) con la intención de evitar el
cuestionamiento del orden generado en clase a través de una metodología, organización
y actividades concretas. Y no solemos presentar impedimentos si para ello hay que
segregar a parte del alumnado. La EPSP se convierte así en la herramienta de
segregación más potente que utilizan las escuelas (más incluso que las calificaciones),
constituyendo la supuesta objetividad de las pruebas un argumento incontestable. Así, al
excluir al chico o a la chica en cuestión, nuestras concepciones y prácticas profesionales
nunca se verán alteradas, lo que constituye también un freno a la necesaria
transformación de la escuela. En todo ese proceso, las familias se ven forzadas, la
mayor parte de las veces, a aceptar las EPSP, bien por que terminan interiorizando la
tendencia a culpabilizar del alumnado de su situación educativa, o bien por el miedo al
poder de los profesionales y de la institución.

Los informes psicopedagógicos al uso, por tanto, constituyen actualmente una forma
encubierta de legitimar las desigualdades socioculturales (Calderón, 2014): las
evaluaciones psicopedagógicas y sus posteriores derivaciones y propuestas
diferenciadas consiguen concienciar a través de los años a estudiantes y familiares de la
incapacidad del alumno o la alumna, convencen de la imposibilidad de que concluya
con éxito su escolarización y asocian el pobre rendimiento con la resignación ante el
posterior destino social.

En nuestro caso el citado contrainforme caminaba en la dirección de mostrar la


inconsistencia de la mayoría de los actuales, al posicionarse desde otros postulados
científicos, y tratando de contribuir, con ello, a la deconstrucción de la discapacidad:
esto supone, en palabras de Danforth y Rhodes (1997, p. 361) “desmontar el andamiaje
lógico que respalda el proceso de diagnóstico, lo que demuestra el razonamiento
inherente defectuoso de dicho procedimiento. El resultado es la desorganización y la
invalidación de la supuesta racionalidad de la práctica común de clasificación de los
estudiantes en las categorías de capacidad y discapacidad”. Una tarea necesaria en la
medida en que las evaluaciones psicopedagógicas se convierten en carta blanca para
justificar el fracaso escolar, el sostenimiento de categorías dicotómicas estigmatizantes
y la segregación escolar.

ALGUNOS APUNTES PARA UNA EVALUACIÓN PSICOPEDAGÓGICA


INCLUSIVA
De aquel trabajo se destilaron algunas ideas que permiten la construcción de nuevas
fórmulas más justas y educativas (y por tanto humanas), para realizar evaluaciones
psicopedagógicas con la finalidad de desarrollar escuelas más inclusivas. Pasamos a
continuación a apuntar algunas de estas claves.

En primer lugar hay que enfrentar la realidad de que la mayoría de las EPSP suelen
utilizar pruebas psicométricas para legitimar el etiquetado y la segregación, con toda la
carga de pretendida objetividad que conllevan. En la propuesta que sostenemos
proponemos que la respuesta inclusiva se asiente, sobre todo, en herramientas
cualitativas y participativas: entrevistas a las familias, a los docentes y al alumnado,
observación participante, análisis documental, grupos focales… No se trata de competir
con las evaluaciones psicopedagógicas al uso en objetividad (sobradamente cuestionada
desde la academia), sino de revertir las prioridades: lo importante no es solo la
objetividad de los resultados, sino aceptar la subjetividad de las realidades humanas y
sobre todo buscar la justicia social al pretender siempre la inclusión en la realidad
concreta.
Otra de las prácticas dañinas ampliamente utilizadas en la labor orientadora es el estudio
del alumno o la alumna a solas frente a una prueba “objetiva”, lo que implica haber
cargado sobre sus espaldas toda la responsabilidad de su realidad educativa,
remitiéndonos, una vez más al modelo médico de la discapacidad. Se obvia, por tanto, la
carga social e histórica que acarrea cualquier persona con discapacidad. Por eso, el
hecho de acercar los juicios profesionales a todas las personas que viven la realidad
evaluada facilita que la EPSP se nutra de otras concepciones sobre la discapacidad,
más allá de la hegemónica. Estaríamos acercándonos con ello a los postulados del
modelo social de la discapacidad (Barton, 1998), ya que se trata de enfocar nuestros
esfuerzos por la mejora en las relaciones que se establecen entre todos. No
cuestionamos a la persona (que es incuestionable), sino que ponemos la energía en
entender las interacciones y enriquecerlas.

Como consecuencia de esto, estaríamos dando un paso decisivo para revertir el reparto
de roles que se establece en las escuelas, porque no se trata solo de extraer información
a través de pruebas, entrevistas, observaciones o grupos de discusión, sino de construir
conocimiento. Ni el alumnado tiene que obedecer a las familias, ni las familias al
profesorado, ni el profesorado al equipo de orientación… Esta estructura de poder que
domina las escuelas puede y debe ser cuestionada, porque está burocratizando la tarea
de educar, tanto en lo referente a la docencia como a la orientación. Porque la
obediencia supone delegar en otros la responsabilidad moral de lo que estamos
haciendo, lo que nos lleva a pensar que simplemente somos “técnicos” que aplicamos lo
que otros diseñan. La escuela reproduce y crea desigualdades en base a esta premisa,
por lo que no podemos eludir nuestra responsabilidad. El modelo social de la
discapacidad hace hincapié precisamente en que no es sólo responsabilidad del niño o
de la niña, sino que ésta es compartida por todos los actores. Por tanto, la
democratización de las evaluaciones psicopedagógicas (tanto en la recogida de
información como en la elaboración de interpretaciones), es una pieza fundamental para
reequilibrar las relaciones, valorar y reconocer las diferentes voces, y conquistar como
educadores nuestra posición de intelectuales críticos en lugar de burócratas técnicos.

Este rol de “técnicos” que algunos han aceptado acríticamente ha traído a la tarea de
orientar un halo de oscurantismo, probablemente porque sabemos que lo que hacemos
es éticamente reprobable o cuanto menos cuestionable. Un ejemplo claro de esto es que
a menudo son los padres los últimos en enterarse de decisiones radicalmente
importantes sobre la escolarización de sus hijos. Por ello es ineludible dedicar esfuerzos
a hacer transparente toda nuestra actividad. Si nos da vergüenza decirlo o preferimos
esconderlo, deberíamos sospechar[7].

En cualquier caso, las decisiones no deberían ser sólo nuestras, sino consensuadas con
todas las partes. Esta apuesta por la participación radical de las familias asegura que no
perdamos el cometido de la EPSP: la mejora de la acción educativa, y en ningún caso la
exclusión. Las propuestas tienen que ser inclusivas (Stainback y Stainback, 1999) en el
sentido de no apartar física, cultural ni socialmente al alumnado. Hacer un juicio sin
utilidad para la mejora (como las puntuaciones del C.I., por ejemplo), no tiene otra
justificación que pretender subordinar y excluir. Muchos informes psicopedagógicos
constituyen un listado de pretendidos defectos del alumno o la alumna con la intención
evidente de derivarlo a un centro, unidad o apoyo segregado. Para que sea inclusivo,
todo en las prácticas evaluativas tiene que ser de utilidad para la tarea educativa del
equipo docente y la familia (AEDNEE, 2007). Por otra parte, los análisis colectivos
pueden ser de gran utilidad, puesto que permiten desvelar los prejuicios de cada uno de
los actores para reconstruir nuestras concepciones educativas a partir de evidencias y
reconducir las relaciones. Las familias tienen conocimientos y competencias de las que
carecemos los profesionales y viceversa.

Como profesionales tenemos el deber y la obligación de cuestionar continuamente los


marcos de referencia psicológicos y educativos sobre los que nos asentamos (Echeita,
Simón, López y Urbina, 2013). No todos buscan la inclusión, y todos ellos tienen
concepciones diferentes acerca del ser humano y las relaciones. Por ejemplo, diseñar
“ajustes razonables” inclusivos implica hacer uso de las teorías que tienden a la justicia
social y la libertad. Pero sobretodo, conlleva entender que como intelectuales críticos
somos los profesionales los que podemos construir teorías situadas y “a medida”, que
poco a poco vayan desbordando lo que entendemos por inteligencia, clase, curso, grupo,
curriculum, relaciones, crecimiento, desarrollo, etc.

En definitiva, se trata de construir una auténtica evaluación inclusiva que ofrezca


aportes a algunas de las carencias que en la actualidad tienen nuestros centros, nuestras
clases y nuestro sistema educativo, en lugar de responder a “los problemas” del
alumnado con o sin discapacidad. Es decir, debemos adoptar una perspectiva sistémica
que nos permita mejorar los diferentes elementos del proceso educativo, entendiendo la
interrelación entre ellos. Eso sí, para que esto ocurra no basta con saber cómo hacerlo,
cosa que podemos llegar a conseguir.

La “normativa vigente” no puede seguir siendo excusa o motivo para desarrollar la tarea
de orientación en la dirección que con preocupación observamos. Podemos y debemos
hacer de la escuela un sitio más habitable para todos y todas, resistiendo junto a las
familias a las propuestas excluyentes que nos coartan.

Pero como decíamos no basta con saber. También tenemos que querer hacerlo, algo que
nos remite al debate ético que queremos promover con este texto.

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sobre Discapacidad Intelectual 41 (4), 7-21
SKLIAR, C. (2008). ¿Incluir las diferencias? Sobre un problema mal planteado y una
realidad insoportable. Orientación y Sociedad, 8, 1-17. Disponible en
http://www.memoria.fahce.unlp.edu.ar/art_revistas/pr.3950/pr.3950.pdf
STAINBACK, S. y STAINBACK, W. (1999). Aulas inclusivas. Un Nuevo modo de
enfocar y vivir el currículo. Madrid: Narcea.

Notas:

[1]Orden del 14 de febrero de 1996 por la que se regula el procedimiento para la


realización de la evaluación psicopedagógica y el dictamen de escolarización y se
establecen los criterios para la escolarización de los alumnos con necesidades
educativas especiales. BOE 47/96 DE 23 DE FEBRERO DE 1996)
[2]Que importante sería analizar y evaluar también lo que está ocurriendo con los
documentos sobre las Adaptaciones Curriculares Individualizadas –DIACs–, porque la
investigación internacional disponible (Andreasson, Asp-Onsjö & Isakson, 2013)
también nos viene advirtiendo que lejos de cumplir la función educativa con la que se
pensaron, están sirviendo solamente para funciones administrativas, acreditativas y
reforzadoras de los procesos de categorización del alumnado considerado destinatarios
de las mismas.
[3]Véanse, entre otras, los casos de la RESOLUCIÓN NS/1544/2013, de 10 de julio, de
la atención educativa al alumnado con trastornos del aprendizaje, del Departament de
Enseyement de la Generalitat de Catalunya, o la RESOLUCIÓN DE 17 DE JULIO DE
2006, del Director General de Centros Docentes para actualizar y facilitar la aplicación
de la Resolución de 28 de julio de 2005, por la que se establece la estructura y funciones
de la Orientación Educativa y Psicopedagógica en Educación Infantil, Primaria y
Especial de la Comunidad de Madrid.
[4]Real Decreto Legislativo 1/2013, de 29 de noviembre, por el que se aprueba el Texto
Refundido de la Ley General de derechos de las personas con discapacidad y de su
inclusión social. BOE nº 289 de 3 de diciembre de 2013.
[5] Desesperada, porque son muchos los niños y niñas, adolescentes y jóvenes (y sus
familias con ellos), que están sufriendo aquí y ahora la lacerante discriminación de ver
incumplido su derecho a una educación inclusiva de calidad
(http://www.forovidaindependiente.org/node/225). Véase también
http://www.asociacionsolcom.org/
[6]
http://sociedad.elpais.com/sociedad/2014/02/06/actualidad/1391695803_720639.html
[7] De hecho, una forma de afrontar las “cruzadas burocráticas” respecto a los
dictámenes de escolarización por parte de las familias es poner a todos los agentes bajo
el punto de mira de otro. Es decir, hacer transparente lo que la institución pretende
invisibilizar. 

Correspondencia con los autores: Gerardo Echeita. Universidad Autónoma de


Madrid. E-mail: gerardo.echeita@uam.es. Ignacio Calderón. Universidad de Málaga. E-
mail:ica@uma.es

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