Obstáculos A La Inclusión
Obstáculos A La Inclusión
Obstáculos A La Inclusión
la evaluación psicopedagógica
Ignacio Calderón
Universidad de Málaga
RESUMEN
El principal propósito de este artículo es alimentar un debate improrrogable entre los
orientadores y orientadoras en ejercicio (al igual que entre técnicos de la
administración, académicos e investigadores en este ámbito), sobre las evaluaciones
psicopedagógicas y por extensión, sobre la tarea de la orientación en las instituciones
escolares, en particular en el caso del alumnado considerado con necesidades
educativas especiales y a la luz del derecho que les asiste a una educación inclusiva.
Durante los últimos años, dichas labores están tendiendo a vincularse más a la
justificación de opciones excluyentes (como forzar el cambio en modalidades de
escolarización), próximas al criticado modelo médico de la discapacidad (Barton,
1998), que a la planificación de propuestas inclusivas para todo el alumnado,
contradiciendo la legislación educativa nacional e internacional (Convención de los
derechos de las personas con discapacidad, UN, 2006). Por ello, sacar el debate del
terreno de la burocracia y devolverlo al de la ética puede servirnos para replantear la
lógica educativa que debe prevalecer en la orientación. ¡Porque no podemos descargar
la lucha por la equidad en las escuelas sobre los hombros del alumnado más
vulnerable y sus familias! Para este cometido y complementariamente al objetivo de
denuncia del actual estancamiento y debilidad del proceso hacia sistemas, culturas y
prácticas más inclusivas, apuntamos algunas críticas y esbozamos una serie de
propuestas alternativas para la evaluación psicopedagógica (Calderón y Habegger
2012), que podrían contribuir a corregir la deriva actual y fortalecer los procesos de
resistencia frente a las fuerzas excluyentes del sistema educativo.
Palabras clave:
Evaluación, orientación, educación inclusiva, equidad
ABSTRACT
The main purpose of this paper is to stimulate a debate extendable between counsellors
in exercise (like between technicians of the administration, academics and
researchers in this field), on psychopedagogical assessments and by extension, on the
task of the educational counselling in the schools, in particular regarding students
considered with special educational needs and in the light of the their right to
an inclusive education. During the past few years, these tasks are tending to be linked
more to the justification of segregation options (such as forcing the change in
schooling), next to the criticized medical model of disability (Barton, 1998), than to the
planning of inclusive proposals for all students, contradicting in many cases national
and international legislation (Convention on the rights of persons with disabilities, UN,
2006). For this reason, return the debate in the field from bureaucracy to the ethics can
help us to rethink the educative perspective that must prevail in these tasks. Because we
cannot download the fight for equity in the schools on the shoulders of the most
vulnerable students and their families¡ For this purpose, and besides the target of
critize the current impasse and weakness of the process toward more inclusive
systems, cultures and practices, we pointed out some criticisms and outline a number of
alternative proposals for the psychopedagogical assessment (Calderon and
Habegger 2012), which could contribute to correct current drift and strengthen the
resistance processes against the exclusionary forces operating in the educative system.
Keywords:
Evaluation, school counseling, inclusive education, equity
INTRODUCCIÓN
El principal objetivo de este artículo es generar un debate sobre concepciones y
prácticas relativas a la evaluación psicopedagógica (EPSP), entre los “profesionales de
la orientación educativa” que, aun trabajando en estructuras organizativas relativamente
distintas en las diferentes Comunidades Autónomas de nuestro país y en diferentes
etapas educativas, comparten, sin embargo -entre otras-, el desempeño de esa
importante función. Como todo el mundo sabe, la evaluación psicopedagógica es un
asunto de muchas caras y facetas, susceptible, por lo tanto, de ser analizado y debatido
desde múltiples puntos de vista disciplinares y con diferentes pretensiones (teóricas,
prácticas, administrativas, éticas y deontológicas, etc.) (Sánchez Cano 2007: Alonso
Tapia, 2012).
Nosotros no pretendemos, ni de lejos, asomarnos a todas ellas (aunque todas ellas están
interrelacionadas), sino llamar la atención y denunciar la barrera que determinadas
miradas, concepciones y prácticas de evaluación psicopedagógica están desempeñando
en relación al derecho que asiste al alumnado con discapacidad o diversidad funcional
(y por extensión a cualquier alumno en riesgo de segregación, marginación o fracaso
escolar), a una educación inclusiva. Nos situamos, por lo tanto, más bien en un plano
político y ético, siendo conscientes que se trata, al igual que si lo hiciéramos desde otros
lugares, de un análisis parcial y por todo ello, insuficiente.
Nos parece importante resaltar que no pretendemos individualizar (en la figura de los
orientadores y orientadoras) un problema que es social y construido históricamente en
base a determinadas concepciones sobre cómo afrontar el dilema de la diversidad en la
educación escolar (Echeita, Simón, López y Urbina, 2013) y en particular el ámbito de
la discapacidad. Analizar la discapacidad desde la perspectiva de los derechos humanos,
(Asís, Campoy y Bengoechea, 2007) nos obliga ¡ya!, a una suerte de revolución
copernicana tanto en el ámbito educativo como en el resto de los que configuran nuestra
vida personal y social. Revolución entre cuyos pilares están los principios de “igualdad
de derechos”, “no discriminación”, “accesibilidad universal”, “diseño para todos” o
“inclusión,” y que, si bien con dificultades, se van abriendo camino en la legislación, no
terminan de afianzarse en nuestro siempre conservador sistema educativo.
En todo caso y para no quedarnos en la mera denuncia –aun siendo ésta absolutamente
imprescindible en estos momentos de una “visión débil de la inclusión” (Parrilla, 2007)
–, también queremos apuntar en este texto que hay alternativas a las evaluaciones
psicopedagógicas que denunciamos, alternativas que se alinean con el objetivo básico
de promover los cambios y mejoras que permitan la eliminación de aquellas barreras
que limitan la presencia, el aprendizaje y rendimiento de este alumnado, así como su
plena participación y reconocimiento (Echeita, 2013).
Y para ello el modo como se definía la EPSP en la Orden del 14 de febrero de 1996[1]
(vigente durante mucho tiempo y en todo caso seguida y asumida en sus fundamentos
por las diferentes Comunidades Autónomas en España una vez que todas asumieron las
competencias en materia de educación), aportaba indudables aspectos de progreso en
relación con los modelos y prácticas vigentes hasta entonces, (¿hasta hoy?),
especialmente centrados en el “diagnostico” y la “categorización” del alumnado, en
consonancia con el “modelo médico” de la discapacidad tan fuertemente arraigado en la
profesión (Farrel, 2008).
Pero no hemos escrito este texto para loar un enfoque educativo y una norma que, como
tantas otras[2] resultó más que insuficiente para cambiar muchos años de concepciones
y prácticas profesionales muy alejadas de su “espíritu” y de su “letra”. Como tantas
veces se ha dicho “el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones”, y esta
norma bien intencionada y, sin duda alguna –como acabamos de apuntar– innovadora
respecto a los modelos imperantes, no sólo se ha ido pervirtiendo con el paso del tiempo
en posteriores concreciones y desarrollos en algunas Comunidades Autónomas[3], sino
que, en el mejor de los casos, y a tenor del derecho a una educación inclusiva
establecido en la CDPCD, también resulta ya claramente inadecuada.
En efecto, aquella Orden de 1996 y las normas similares que con posterioridad se han
establecido en diferentes CC.AA., siguen asumiendo una mirada excluyente sobre la
igualdad (Skliar, 2008), en tanto en cuanto dan por sentado, desde el punto de vista
educativo que sigue siendo posible, necesario y adecuado diferenciar al alumnado
según su diversidad y escolarizar a determinados alumnos en contextos segregados. ¡Ya
no estamos ahí!
La educación inclusiva ahora, no es un simple principio bienintencionado inspirador de
las políticas educativas, asumible “hasta donde sea posible”, sino un derecho
establecido con toda la contundencia moral y la fuerza legal que tienen los derechos
fundamentales amparados por las leyes. Volvemos a insistir, para quien lo desconozca,
que la CDCP es un tratado internacional firmado y ratificado por España e incorporado
a su ordenamiento jurídico (BOE 21 de abril de 2008). En tanto que trata asuntos
vinculados con los derechos fundamentales de las personas, y al amparo del Art. 10.2 de
la Constitución Española, su mandatos obligan a revisar las leyes y normas, nacionales
y autonómicas, que versan sobre aspectos contemplados en dicha Convención, como de
hecho ya se está haciendo[4] (no sin contradicciones).
“Todas las personas poseen –no sólo un valor intrínseco inestimable– sino también que
son intrínsecamente iguales en lo que se refiere a su valor, más allá de cualquier
deficiencia física, psíquica o sensorial. Esto no equivale a decir que no existan
diferencias entre las personas. No debe confundirse la diversidad (diferencia) con
desigualdad. La igualdad parte de la diversidad… Por ello una sociedad que respeta
auténticamente el principio de igualdad es aquella que adopta un criterio inclusivo
respecto a las diferencias humanas y las tiene en cuenta de forma positiva…”
(Asis, Bariffy y Palacios, 2007, p. 102)
En este sentido este texto es una humilde pero enérgica y desesperada[5] llamada de
atención a los que directa o indirectamente (como técnicos de las administraciones
educativas, profesionales en ejercicio, formadores o investigadores), nos desempeñamos
en el ámbito de la orientación, para que reflexionemos sobre si nuestras orientaciones,
prácticas, enseñanzas o investigaciones -entre otras en lo que respecta a la EPSP–, están
contribuyendo a la discriminación del alumnado que la precisa o, si por el contrario, se
pueden configurar como una de las palancas para su plena igualdad y reconocimiento.
En definitiva, si queremos ser parte constitutiva del problema de opresión y exclusión
que cotidianamente les afecta en la escuela, o parte de la solución para su plena
inclusión educativa. Y, lo queramos o no, se es parte del problema desde el momento
en el que la forma de llevar a cabo la EPSP y sus consiguientes informes, se están
utilizando como prueba de cargo que justifica la segregación de determinados alumnos
considerados con diversidad funcional[6].
Por lo que a nosotros respecta, no queremos solo “predicar” sino también “dar trigo”.
Por eso, ponemos a debate y consideración de nuestros colegas una incipiente pero
honesta propuesta alternativa sobre una evaluación psicopedagógica (y su preceptivo
modelo de informe) que intenta sostener el derecho a una educación inclusiva y que, en
todo caso, ya ha servido para parar propuestas educativas excluyentes y permitir que
algunos sigan el camino de la inclusión educativa al que tienen derecho (Calderón y
Habegger, 2012).
“La meta global de la evaluación inclusiva es que todas las políticas y procedimientos
de evaluación deberían reforzar y apoyar la inclusión y participación exitosa de todo el
alumnado vulnerable a los procesos de exclusión, incluidos aquellos con necesidades
educativas especiales.”
(AEDNEE, p.47)
Los informes psicopedagógicos al uso, por tanto, constituyen actualmente una forma
encubierta de legitimar las desigualdades socioculturales (Calderón, 2014): las
evaluaciones psicopedagógicas y sus posteriores derivaciones y propuestas
diferenciadas consiguen concienciar a través de los años a estudiantes y familiares de la
incapacidad del alumno o la alumna, convencen de la imposibilidad de que concluya
con éxito su escolarización y asocian el pobre rendimiento con la resignación ante el
posterior destino social.
En primer lugar hay que enfrentar la realidad de que la mayoría de las EPSP suelen
utilizar pruebas psicométricas para legitimar el etiquetado y la segregación, con toda la
carga de pretendida objetividad que conllevan. En la propuesta que sostenemos
proponemos que la respuesta inclusiva se asiente, sobre todo, en herramientas
cualitativas y participativas: entrevistas a las familias, a los docentes y al alumnado,
observación participante, análisis documental, grupos focales… No se trata de competir
con las evaluaciones psicopedagógicas al uso en objetividad (sobradamente cuestionada
desde la academia), sino de revertir las prioridades: lo importante no es solo la
objetividad de los resultados, sino aceptar la subjetividad de las realidades humanas y
sobre todo buscar la justicia social al pretender siempre la inclusión en la realidad
concreta.
Otra de las prácticas dañinas ampliamente utilizadas en la labor orientadora es el estudio
del alumno o la alumna a solas frente a una prueba “objetiva”, lo que implica haber
cargado sobre sus espaldas toda la responsabilidad de su realidad educativa,
remitiéndonos, una vez más al modelo médico de la discapacidad. Se obvia, por tanto, la
carga social e histórica que acarrea cualquier persona con discapacidad. Por eso, el
hecho de acercar los juicios profesionales a todas las personas que viven la realidad
evaluada facilita que la EPSP se nutra de otras concepciones sobre la discapacidad,
más allá de la hegemónica. Estaríamos acercándonos con ello a los postulados del
modelo social de la discapacidad (Barton, 1998), ya que se trata de enfocar nuestros
esfuerzos por la mejora en las relaciones que se establecen entre todos. No
cuestionamos a la persona (que es incuestionable), sino que ponemos la energía en
entender las interacciones y enriquecerlas.
Como consecuencia de esto, estaríamos dando un paso decisivo para revertir el reparto
de roles que se establece en las escuelas, porque no se trata solo de extraer información
a través de pruebas, entrevistas, observaciones o grupos de discusión, sino de construir
conocimiento. Ni el alumnado tiene que obedecer a las familias, ni las familias al
profesorado, ni el profesorado al equipo de orientación… Esta estructura de poder que
domina las escuelas puede y debe ser cuestionada, porque está burocratizando la tarea
de educar, tanto en lo referente a la docencia como a la orientación. Porque la
obediencia supone delegar en otros la responsabilidad moral de lo que estamos
haciendo, lo que nos lleva a pensar que simplemente somos “técnicos” que aplicamos lo
que otros diseñan. La escuela reproduce y crea desigualdades en base a esta premisa,
por lo que no podemos eludir nuestra responsabilidad. El modelo social de la
discapacidad hace hincapié precisamente en que no es sólo responsabilidad del niño o
de la niña, sino que ésta es compartida por todos los actores. Por tanto, la
democratización de las evaluaciones psicopedagógicas (tanto en la recogida de
información como en la elaboración de interpretaciones), es una pieza fundamental para
reequilibrar las relaciones, valorar y reconocer las diferentes voces, y conquistar como
educadores nuestra posición de intelectuales críticos en lugar de burócratas técnicos.
Este rol de “técnicos” que algunos han aceptado acríticamente ha traído a la tarea de
orientar un halo de oscurantismo, probablemente porque sabemos que lo que hacemos
es éticamente reprobable o cuanto menos cuestionable. Un ejemplo claro de esto es que
a menudo son los padres los últimos en enterarse de decisiones radicalmente
importantes sobre la escolarización de sus hijos. Por ello es ineludible dedicar esfuerzos
a hacer transparente toda nuestra actividad. Si nos da vergüenza decirlo o preferimos
esconderlo, deberíamos sospechar[7].
En cualquier caso, las decisiones no deberían ser sólo nuestras, sino consensuadas con
todas las partes. Esta apuesta por la participación radical de las familias asegura que no
perdamos el cometido de la EPSP: la mejora de la acción educativa, y en ningún caso la
exclusión. Las propuestas tienen que ser inclusivas (Stainback y Stainback, 1999) en el
sentido de no apartar física, cultural ni socialmente al alumnado. Hacer un juicio sin
utilidad para la mejora (como las puntuaciones del C.I., por ejemplo), no tiene otra
justificación que pretender subordinar y excluir. Muchos informes psicopedagógicos
constituyen un listado de pretendidos defectos del alumno o la alumna con la intención
evidente de derivarlo a un centro, unidad o apoyo segregado. Para que sea inclusivo,
todo en las prácticas evaluativas tiene que ser de utilidad para la tarea educativa del
equipo docente y la familia (AEDNEE, 2007). Por otra parte, los análisis colectivos
pueden ser de gran utilidad, puesto que permiten desvelar los prejuicios de cada uno de
los actores para reconstruir nuestras concepciones educativas a partir de evidencias y
reconducir las relaciones. Las familias tienen conocimientos y competencias de las que
carecemos los profesionales y viceversa.
La “normativa vigente” no puede seguir siendo excusa o motivo para desarrollar la tarea
de orientación en la dirección que con preocupación observamos. Podemos y debemos
hacer de la escuela un sitio más habitable para todos y todas, resistiendo junto a las
familias a las propuestas excluyentes que nos coartan.
Pero como decíamos no basta con saber. También tenemos que querer hacerlo, algo que
nos remite al debate ético que queremos promover con este texto.
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Referencias Bibliográficas:
ANDREASSON, I.; ASP-ONSJÖ, L. & ISAKSON, J. (2013) Lessons learned from
research on individual educational plans in Sweden: obstacles, opportunities and future
challenges. European Journal of Special Needs Education, 28(4), 413-426
Notas: