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El Tráfico de Influencias

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EL TRÁFICO DE INFLUENCIAS

RESUMEN: En Perú como en todo el mundo, existe la generalizada convicción de que


disponer de una buena red de contactos es un patrimonio que puede generar beneficios
en todos los ámbitos, incluido, por supuesto, el de las relaciones con la Administración.
Por ello, a nadie extraña que, cada vez que se descubre un nuevo caso de corrupción, se
formule de modo casi sistemático acusación por tráfico de influencias. Lo que produce
sorpresa es el contraste entre la profusión de acusaciones por este delito y la práctica
total ausencia de condenas por el mismo. En este artículo, se reflexiona acerca del
motivo del escaso número de condenas y la preocupante asimilación práctica de este
tipo a la inducción a la prevaricación.

PALABRAS CLAVE: Corrupción, tráfico de influencias, prueba del delito.

Fecha de publicación: 20 noviembre 2020.


I. INTRODUCCIÓN

Si tuviéramos que inferir la realidad criminal de nuestro país a partir del número
de condenas por tráfico de influencias, deberíamos llegar a la conclusión de que
el favoritismo o amiguismo, de existir, no compromete la función pública de
modo esencial, o sólo lo hace en casos aislados de flaqueza personal ante
puntuales requerimientos de próximos o familiares. Sin embargo, a nadie se le
ocurre confundir la realidad criminal con la judicial; como tampoco pensar que
el único punto de debilidad de los funcionarios sean sus amigos o familiares. El
reconocimiento de una cifra negra o desconocida de delitos permite suponer que
existen más casos de los que reflejan las estadísticas policiales o judiciales; del
mismo modo que las conocidas relaciones entre la Administración y el poder
político o económico permiten plantear que, además de los amigos o familiares,
también acceden e influyen sobre los funcionarios aquellos de quienes depende
su promoción política o económica o con los que comparten un ideario o
programa de actuación común.

Desde estas premisas, la escasa o hasta anecdótica presencia judicial del delito
no puede considerarse fiel reflejo de su negada irrelevancia criminológica. El
problema radica en conocer las dimensiones de la cifra negra, por definición
inaprehensible, así como los criterios que explican porqué, de todas las
conductas prohibidas, sólo algunas acaban siendo objeto de condena penal.

Dejando de lado los factores sociales o materiales que puedan explicar cómo se
desarrolla el proceso de “selección delictiva”, en las páginas que siguen, me
limito a reflexionar acerca de los obstáculos que para la persecución del delito
pueden nacer de su misma configuración típica y que por ello pudieran estar
necesitados de una revisión legislativa que no tuvo lugar con su última
modificación por lo queda al margen de las presentes consideraciones el delito
de tráfico de influencias se encuentra regulado en el Título XVIII, Capítulo III,
Artículo 400° del Código Penal Peruano,.
II. II. SENTIDO Y REALIDAD APLICATIVA DE LA NORMA A LOS MÁS
DE VEINTE AÑOS DE SU INTRODUCCIÓN

Al tiempo de la introducción del delito, se confiaba en reprimir el mercadeo de


influencias a través de la incriminación de dos nuevas formas delictivas: la
compraventa o tráfico de influencias en sentido estricto (art. 430 CP) – de otro
modo impune como acto preparatorio; y el ejercicio de influencias (arts. 428 y
429 CP) - hasta la fecha sólo en parte alcanzado por la inducción a la
prevaricación.

Si se alcanzaron o no los objetivos del legislador no es siempre fácil saber.


Como se ha dicho, la escasez de condenas no es un dato unívoco acerca de la
eficacia de la ley. Tanto puede deberse a la victoria de la amenaza penal sobre
los ánimos de sus destinatarios, como a su más completo fracaso para reprimir el
fenómeno al que se enfrenta. Sin embargo, en el caso que nos ocupa, el contraste
entre la práctica ausencia de condenas y la casi total omnipresencia del delito en
la incesante sucesión de noticias, denuncias y procesos por casos de corrupción,
lleva a sospechar lo segundo.

La cuestión es porqué tantos casos percibidos socialmente como tráfico de


influencias, e incluso calificados como tal en las primeras fases del proceso,
acaban disolviéndose como un azucarillo al tiempo de la calificación definitiva,
que en la mayoría de casos es de sobreseimiento o absolución por este delito.

Para tratar de responder a esa pregunta, a continuación, se reflexiona acerca del


espacio aplicativo propio del delito y los obstáculos con los que han tropezado
los intentos de aplicarlo a supuestos distintos a la inducción a la prevaricación.

III. LA AUTONOMÍA DEL DELITO DE EJERCICIO DE INFLUENCIAS:


ESTADO DE LA CUESTIÓN

1. La indiscutida proximidad entre el tráfico de influencias y la inducción a


la prevaricación
Lejos quedan ya las iniciales críticas a la reforma de 1991, que denunciaban
que su motivo no era otro que relegar la aplicabilidad de la inducción a la
prevaricación ante el más específico tipo de tráfico de influencias, para luego
negar su efectiva aplicación a hechos acaecidos con anterioridad a su
aprobación.

Fueran cuales fueran las intenciones del legislador de la época, lo cierto es que,
muy tempranamente, con el “caso de Vladimiro Montesinos” - paradigma del
ejercicio de influencias-, se demostró claramente como funciona el tráfico de
influencias. De modo que, disipados los primeros temores de impunidad
sobrevenida, el problema que desde entonces se plantea es el relativo al
solapamiento normativo y la relación concursal que deba apreciarse entre
ambas tipicidades delictivas, por sus manifiestas coincidencias en aspectos
esenciales.

En primer lugar, ambas tipicidades comparten el elemento de la influencia,


entendida como influjo moral de inferior entidad a las coacciones o amenazas –
que en su caso podrían situarnos ante el esquema comisivo propio de la autoría
mediata.

En segundo lugar, conectado con el anterior, ambos tipos se asemejan en algo


que a su vez les distingue del cohecho: la unidireccionalidad de la dinámica
comisiva, que queda determinada por la voluntad del agente inductor o
influyente, que se impone sobre la del inducido o influido.

En tercer lugar, ambos tipos tienen también en común la extensión de la


condena penal al extraneus a la función pública codiciada. En la prevaricación
y otros delitos especiales, desde largo tiempo admitida por la teoría de la
participación. En el tráfico de influencias, por expresa previsión del tipo.

2. La reafirmada autonomía formal del delito

Evidentemente, las características del tráfico de influencias no pueden acabar ahí


si no quiere confundirse este delito con la inducción a la prevaricación. Debe
presentar elementos distintivos que justifiquen su previsión como figura
autónoma, que la doctrina y jurisprudencia recaída desde su introducción no ha
hecho más que confirmar, como mínimo en el plano teórico.
Entre tales elementos distintivos, encontramos algunos que especifican y
cualifican el contenido de los anteriores, como: a) el hecho de que la influencia
se ejerza desde una posición de poder; o b) que la resolución tenga un contenido
económico. Circunstancias próximas, aunque no idénticas, a las agravantes
genéricas de abuso de superioridad, prevalimiento del carácter público del
culpable o precio.

Junto a ellos, encontramos otros elementos totalmente ajenos a la inducción a la


prevaricación, como los que aparecen en el ejercicio de influencias en cadena,
las ineficaces, o las que se traducen en resoluciones omisivas o no radicalmente
injustas.

a. Las influencias indirectas o “en cadena”

Como es comúnmente admitido, el tipo alcanza el llamado “tráfico de


influencias en cadena”, consistente en influir en otro para que influya sobre
un tercero.

La expresión “prevaliéndose de … cualquier … situación derivada de su


relación … con éste o con otro funcionario” apunta en ese sentido. De este
modo, el tipo puede golpear la corrupción que generan ciertos y conocidos
comportamientos desviados de los partidos políticos u otros grupos de
presión, que pueden poner en marcha un entramado de relaciones que
sometan al funcionario a la voluntad de muchas más personas que aquellas
con las que tiene relación directa.

Posibilidad que amplía el ámbito típico del delito respecto de la inducción a


la prevaricación, que no admite la inducción indirecta o inducción a la
inducción, como se desprende de la literalidad del art. 28, a) CP y el
principio de accesoriedad de la participación.

Otra cosa es si, en la práctica, los arts. 428 y 429 CP han servido para
castigar más supuestos que los abarcados por la inducción a la prevaricación,
sobre lo que se volverá en los siguientes apartados.
b. Las influencias “ineficaces”

Los arts. 428 y 429 permiten asimismo el castigo del ejercicio de influencias
ineficaces - es decir, que no consiguen provocar la resolución pretendida, lo
que es controvertido en la inducción a la prevaricación, respecto de la que
algunos autores admiten la tentativa.

Desde la entrada en vigor del Código de 1995, tales supuestos se recogen en


el tipo básico de los arts. 428 y 429 CP, para cuya aplicación basta con que
se actúe “para conseguir una resolución”, mientras que los supuestos en que
se “obtuviere el beneficio perseguido” quedan desplazados al tipo
cualificado.

En contraposición con ello, para apreciar la inducción a la prevaricación es


necesario que, en virtud del principio de accesoriedad cuantitativa en la
participación, se hayan iniciado los actos ejecutivos del delito principal,
consistentes en resolver.

Acción difícilmente deslindable de la efectiva producción de la resolución y


por ello difícilmente compatible con la tentativa.

Sin embargo, también aquí se perciben las dificultades aplicativas del tipo
analizado, pues en la práctica, en los supuestos en que no se llega a obtener
la resolución pretendida queda en entredicho su idoneidad lesiva,
dificultando la apreciación del delito, como más adelante se verá.

c. Las resoluciones omisivas y las no radicalmente injustas

Por fin, el tipo puede alcanzar también las influencias orientadas a la


obtención de resoluciones omisivas o no radicalmente injustas, pues, a
diferencia de la inducción a la prevaricación, el núcleo del injusto gira en
torno al mero hecho de influir, con independencia de la forma o naturaleza
de la resolución pretendida o alcanzada.

En cuanto a lo primero, a diferencia de los tipos de prevaricación


administrativa y judicial de los arts. 404 y 446 CP, que castigan a quien
“dictare” una resolución, los arts. 428 a 430 CP sólo exigen que la influencia
se oriente a “conseguir” una resolución, sin más aditamentos, abriendo por
tanto la posibilidad de que sea omisiva. Otra cosa es que, de nuevo, nos
hallemos ante supuestos prácticamente inapreciados en su aplicación
jurisprudencial, como luego se analizará.

En cuanto a lo segundo, a diferencia de la inducción a la prevaricación, el


delito de tráfico de influencias tampoco exige que la resolución pretendida
sea radicalmente injusta. Ni el art. 428 ni el 429 hacen mención alguna a tal
requisito. De modo que, como en el cohecho, cabría la sanción de conductas
orientadas a conseguir resoluciones meramente desviadas28. De nuevo, si se
ha conseguido o no reprimir tales prácticas cuando no desembocan en el
dictado de resoluciones radicalmente injustas es algo más que dudoso, sobre
lo que se volverá más abajo.

Recapitulación

Hasta aquí, el análisis jurídico positivo nos lleva a confirmar la existencia teórica de
ámbitos de punibilidad privativos del delito de tráfico de influencias, desde el inicio
apuntados por la doctrina.

A diferencia de la inducción a la prevaricación, el nuevo tipo permite castigar el mero


ejercicio de la influencia, con independencia de la naturaleza de la relación (personal o
funcionarial), la distancia entre influyente e influido (influencia directa o indirecta), o el
éxito de la misma (genere beneficio económico o no).

Frente a tales posibilidades aplicativas, los más de veinte años transcurridos desde la
introducción del nuevo tipo hasta la fecha demuestran que ni se ha terminado con la
práctica que se quería combatir ni han proliferado las condenas por ese título.

Parte de la explicación podría hallarse en las dificultades de adaptación que conlleva


todo cambio de paradigma o modelo - como el que aquí afecta a la idea de corrupción -,
que precisa de tiempo para variar inercias aplicativas y moldear la sensibilidad jurídica.
No debe olvidarse que el derecho penal de funcionarios se configuró en el siglo XIX, y
aunque el CP de 1995 introdujo importantes modificaciones, se dirigieron
especialmente a reducir tipos, sin que el “cuerpo central” (los delitos de prevaricación,
cohecho y malversación, e incluso el de negociaciones prohibidas) apenas sufriera
cambios en muchos años. Esa persistencia del derecho positivo opera, en cierto modo,
como fuente de ideas casi inmutables.

Otra parte de la explicación, podría hallarse, pese a tener un teórico espacio propio, en
las dificultades aplicativas derivadas de la propia configuración del delito, pues por
imperativo del principio de legalidad y de las ulteriores reglas de interpretación, no
basta con una idea acertada, sino que es preciso traducirla en reglas jurídicas adecuadas,
y ese es el problema que creo que aqueja a este delito, como planteo a continuación.

IV. LAS DIFICULTADES PROBATORIAS DE LOS ELEMENTOS DEL TIPO

1. Las dificultades probatorias de los elementos subjetivos y valorativos Los


motivos profundos de la actuación de una persona y su eventual cesión a los
designios de la voluntad ajena es algo que, como el resto de elementos
subjetivos, queda encerrado en el mundo de la psique, siendo sólo susceptible de
prueba indirecta. Precisamente ahí radican buena parte de los problemas
probatorios del delito aquí analizado.
En la modalidad básica, la subjetividad es máxima. Teñidos de subjetividad
están los elementos de la influencia, el prevalimiento y el fin de conseguir la
resolución beneficiosa que queda en el plano del deseo no realizado. Todo lo
cual se traduce en una figura difícilmente aprehensible, resbaladiza a la prueba,
y de casi nula presencia jurisprudencial.
Tampoco son mucho mayores las facilidades probatorias que ofrece la
modalidad cualificada, que se distingue de la anterior por la efectiva
consecución de la resolución generadora del beneficio perseguido. A diferencia
del tipo básico, contiene dos elementos que pueden ser objeto de prueba tangible
y directa: la resolución- en todas las formas admitidas - 30 y el beneficio - tenga
o no carácter estrictamente pecuniario31, y suponga ganancia patrimonial o
mera ausencia de pérdidas.

Sin embargo, tampoco estos elementos bastan para apreciar el delito.


Además, es preciso afirmar la relación de imputación objetiva entre la resolución
beneficiosa y la previa influencia y, por lo tanto, la necesaria falta de adecuación
social e idoneidad lesiva de ésta para la obtención de aquélla. Punto en el que
hallamos un nuevo escollo aplicativo.
En suma, en ambos supuestos, el problema radica en cómo reconstruir
procesalmente la prueba de la influencia, tanto cuando existe una resolución
como cuando no. En un caso, porque faltará la prueba más evidente de su
idoneidad, en el otro, porque no bastará con ella.

2. Concepto de influencia y dificultad de su prueba


Si se trata de probar que ha mediado influencia en un asunto lo lógico y
prioritario será tener un concepto claro de cuál es el “thema probandi”. Para ello
es preciso
fijar el contenido de la influencia típica.
En la definición de este elemento, Doctrina y jurisprudencia subrayan que debe
consistir en algo más que la mera comunicación de una información, preferencia
o deseo, aunque menos que las coacciones o amenazas. La influencia típica debe

hallarse entre uno y otro extremo. En concreto, en la presión psicológica con


prevalimiento de cualquier relación36, que interfiera en el proceso motivador de
forma idónea o, en su caso, eficaz.

Atendido el contenido típico de la influencia, para su prueba servirá la


constatación de una relación personal o jerárquica entre el autor de la resolución
y el beneficiado por la misma, pero no bastará con ella.
La jurisprudencia insiste en que no es suficiente la evidencia de la mera relación
personal entre quien resuelve y quien se beneficia y el lucro obtenido por el
segundo, pues no puede excluirse la posibilidad de que el funcionario oficioso o
deseoso de agradar decida motu propio la adopción de una resolución favorable
para su amigo o conocido, sin necesidad de que el agraciado influya
directamente sobre él. En otras palabras, la influencia no existe siempre que uno
sienta que debe responder a las expectativas de otro. En tales casos, no siendo la
resolución radicalmente injusta, podríamos hallarnos ante una mera
incompatibilidad administrativa y, siéndolo, delito de prevaricación que no
implique a nadie más que al funcionario autor de la misma.
En el mismo orden de consideraciones, la jurisprudencia niega que baste con la
prueba de la relación de superioridad jerárquica, pues sin abuso de la misma no
hay delito.
Por fin, se niega también que la constatación de actos positivos de comunicación
entre el interesado y el funcionario pueda llevar a la automática apreciación del
delito, ni siquiera cuando se aprovechan para manifestar las propias preferencias
acerca de un asunto41. En la medida en que la comunicación de los propios
intereses o aspiraciones es algo consustancial a la naturaleza de las relaciones
personales, la prueba del diálogo podría servir para demostrar la existencia
misma
de la relación y todo lo que conlleva pero todavía no de la presión.

En suma, ni puede confundirse la manifestación de un deseo con la presión para


obtenerlo, ni es lo mismo presionar que sentirse presionado. Es preciso probar la
relación de causalidad entre la resolución y las gestiones antecedentes, que se
alzará como uno de los mayores obstáculos a la apreciación del delito.

En este punto, buena parte del problema probatorio radica en que, incluso ante la
presencia de testigos o grabación de las comunicaciones, los giros, expresiones y
tono empleados pueden ser los mismos para el hecho atípico de sugerir que para
el típico de presionar, pues la fuerza de convencimiento no depende sólo de lo
que se haya podido pronunciar, oír o grabar, sino también de su especial
significado para unos sujetos determinados y la especial receptividad y
sensibilidad de uno hacia los designios de otro.
En este contexto y ante la insuficiencia del mero dato de las conversaciones
previas, pueden adquirir especial relevancia otros hechos periféricos al delito,
como los preparativos del negocio con cuya segura obtención se cuenta (casos
“como el de Vladimiro Montesinos - Perú); o el previo cobro del precio de la
influencia.
VI. CONCLUSIÓN: UN TIPO PRESCINDIBLE

Los más de veinte años de experiencia aplicativa del delito de tráfico de influencias
muestran su escasa capacidad material para combatir conductas que vayan más allá
de la inducción a la prevaricación – así como otras conductas claramente desviadas
de la función pública como la malversación-, caracterizada por la existencia de una
relación directa entre influyente e influido y su traducción en una resolución
radicalmente injusta.

Los supuestos de influencias en cadena, en que no existe relación directa entre


influyente e influido, así como los supuestos en que no se llega a obtener la
resolución o no es radicalmente injusta o prevaricadora, difícilmente se llegan a
castigar como tráfico de influencias.

En primer lugar, porque si ya es difícil probar el ejercicio de la influencia cuando


existe una relación directa - de amistad o de otro tipo - entre el funcionario y el
interesado, todavía más cuando no la hay. En estos casos, se multiplican los
problemas probatorios al tener que acreditar la existencia del prevalimiento por
parte del interesado sobre el intermediario, y de éste sobre el funcionario
competente, además, por supuesto, de la idoneidad de uno y otro.

En segundo lugar, porque cuando no se llega a obtener la resolución puede


fundadamente dudarse de la idoneidad de la influencia.

En tercer lugar, porque la resolución que no es radicalmente prevaricadora puede


verse como el resultado del ejercicio ordinario de la función pública, ajena a
cualquier desviación imputable a posibles influencias.

A los anteriores supuestos, debe añadirse otro igualmente distintivo del tráfico de
influencias y, como los anteriores, afectado también por problemas probatorios.

Me refiero a aquel en que la influencia se dirige a obtener una resolución omisiva,


en que –dejando de lado las críticas doctrinales a su admisibilidad - es más difícil
probar la implicación objetiva y subjetiva del funcionario competente en la
obtención del resultado beneficioso.

A la vista de todo ello, es difícil que el delito pueda desarrollar una función
efectivamente represiva del mercadeo de influencias que gira en torno a la
Administración pública, ni siquiera cuando éstas llega a ejercerse, más allá de los
supuestos que ya podía castigar la inducción a la prevaricación.

Las dificultades aplicativas son tantas que su mantenimiento puede ser


contraproducente, si llega a transmitirse el mensaje de que todas las conductas
finalmente absueltas están permitidas, cuando en muchos casos sólo es así por la
difícil prueba de la influencia.

En esta tesitura, quizás fuera mejor fiar la protección de la imparcialidad y


objetividad en la función pública al control de las prohibiciones e
incompatibilidades administrativas, dejando para el derecho penal sólo los casos
más graves de desviación de la función pública, entre los que sin duda se halla la
prevaricación o aquellos que – como en el cohecho o el tráfico de influencias en
sentido estricto se vende el acto público a cambio de precio.
BIBLIOGRAFÍA

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