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Uhart Hebe - Visto Y Oido

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Table of Contents

Un viaje desusado
La llegada
Roque Pérez
El rancho
Esperando al señor Galán
Pueblos serranos
La Alameda
Las Heras
El zoo
Camino a Santiago
Santiago
La Serena
La alameda y otras hierbas
La Recova
La vuelta
Kilómetro ochenta y nueve
La casa de Juan Pablo y Cecilia
El siete oficios
La otra casa
Vuelta
La Patagonia manzanera
Mirando folletos
De Neuquén a Junín de los Andes
Una vuelta por el pueblo
Un vía crucis novedoso
Una desventura en las montañas
La Negrita Díaz
Elba Calfuqueo
Cipolletti
Una primera ojeada
Neuquén
Neuquén, capital nacional de los derechos humanos
Los derechos en acción
La fábrica recuperada y el museo
Un porteño típico
Aeropuerto de Neuquén
La pampa gringa
Santa Fe
Los hoteles
Recorrida por el centro y sus alrededores
El congreso de Literatura
La zona del puerto
El museo del orgullo
Las actas del Concejo
La gente de ahora
El pastor Buschiazzo
La fiesta de las colectividades
La villa de Luján
Camino a Luján
La basílica
Recova y tenderetes
Un paseo por el centro
La casa de Ameghino
Córdoba da para todo
El faldeo del Uritorco
La techada
San Marcos Sierras
El sur más cercano
El club Independiente
Villa Cordobita
Los Hidalgo
Los Leones
Época de quesos
Antes de irme
Azul
Almeyra
Asunción del Paraguay
La calle
Diarios, radio, televisión
La feria del libro
Lucy Yegros
Entrevista con variedades
Un hallazgo
Otro día en la calle
Visita a Malú
Despedida
 
Bajalibros.com
Uhart, Hebe
Visto y oído : nuevas crónicas de viaje . - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires :
Adriana Hidalgo Editora, 2015
(la lengua / crónica)

E-Book

ISBN 978-987-3793-36-3

1. Narrativa Argentina.
CDD A863

la lengua / crónica

Editor: Fabián Lebenglik


Maqueta de tapa: Eduardo Stupía
Diseño: Gabriela Di Giuseppe

© Hebe Uhart, 2012


© Adriana Hidalgo editora S.A., 2015
Córdoba 836 - P. 13 - Of. 1301
(1054) Buenos Aires
e-mail: info@adrianahidalgo.com
www.adrianahidalgo.com

ISBN 978-987-3793-36-3

Queda hecho el depósito que indica la ley 11.723


Prohibida la reproducción parcial o total sin permiso escrito
de la editorial. Todos los derechos reservados.
Un viaje desusado

En noviembre de mil novecientos setenta y tantos yo trabajaba como maestra en una


escuela del gran Buenos Aires, en un distrito muy cercano a la capital. Había pedido
traslado desde una escuela lejana, casi de campo, donde los maestros eran dueños de la
situación, los padres eran muy humildes y amaban la escuela y si algún maestro llegaba
tarde, eran cosas de la vida.
En la escuela nueva había pocos chicos pobres, cuatro o cinco, y cuando la cooperadora
les entregaba un libro, exigía que lo devolvieran en buen estado para entregárselo a otro
pobre posible. A la gente de esa cooperadora le gustaba gastar en algo que se viera, que
rindiera, por ejemplo una placa recordatoria de cualquier cosa o una gran fiesta con
sándwiches que encargaban en una confitería cercana. Y los maestros no pastoreábamos
a gusto como en la escuela del campo porque ni bien bajábamos del tren ya había en la
puerta de la escuela una fila de madres controlando si llegábamos a horario o tarde. Era
como una guardia policial que cumplía un deber: una vez que las maestras llegaban a la
puerta de la escuela, eran examinadas en todo; la ropa, los modales, la que se daba y la
que no se daba, lo que se debe y lo que no. ¡Ay, pensaban las guardianas, si ellas fueran
maestras, qué no harían por la educación que es lo más sagrado que hay! Pero Dios da
pan al que no tiene dientes. Y aunque amaran mucho el componente abnegado en la
educación, cuando se hacían viajes cortos a zonas cercanas para ver cómo se fabrica el
vidrio o el dulce de leche o cómo es una rampa movediza, ellas querían ir a ver cualquier
fabricación, siempre se anotaban varias y ganaban lugares que perdían los chicos. Y ahí
iban las grandotas, en su sacro deber de controlar al colectivero que los llevaba, a los
chicos y a la maestra que fuere.
El señor Rubión de la cooperadora, que tenía contactos con un ministerio según decía,
consiguió un viaje mucho más ambicioso que los hechos hasta ahora; a Embalse Río
Tercero, en Córdoba, para todos los chicos de séptimo grado. Allí iban a ir delegaciones
de todo el país. Y que no le costara nada a la cooperadora era un argumento de gran
peso. Y allí fuimos, dos maestras, la psicóloga por si había algún problema de
contención.
¡Pobres ángeles la gran mayoría se separaba de sus vigilantes madres por primera vez!
Y por las madres (si no íbamos con una madre no nos aprobaban el viaje) la señora de
Racioppi.
Roxana, la psicóloga, andaba en los treinta y pico, como yo. Ella era lo que se dice “de
lindo tipo”. Buen cuerpo, alta y con una cara que sin ser hermosa, acompaña. Hacía
unos siete años que estaba casada y durante ese tiempo nunca había salido sola, sin su
marido. Yo me llevaba bien con ella, vendríamos a ser como “modernas”. María Julia, la
otra maestra, era mayor, andaba en los cincuenta pero tenía comportamientos de nena
chica, como asustarse de un caballo que había en un baldío cercano a la escuela y me
hacía dar toda la vuelta manzana para no tenerlo delante. Se quejaba y me contaba que
su marido la despreciaba, pero no por eso dejaba de ponerse su tapado de piel y sus
baratijas de oro. Ella era de la edad de la señora de Racioppi, pero no quería ir con ella
ni pertenecer a esa franja etaria: quería venir con Roxana o conmigo. La señora de
Racioppi era el cancerbero más vigilante que hubieran podido poner sobre la tierra, con
sus facciones rudas, su cara de gárgola, su pelo apenas ondulado bien pegado a una
cabeza tirando a cuadrada, y gorda. Había tomado en serio su función de vigilante. Yo
trataba de que todas se llevaran bien y como había estudiado humanidades, pensaba en
el misterio de las relaciones humanas, por ejemplo por qué María Julia no quería hablar
con la señora de Racioppi, por qué Roxana esquivaba a María Julia, y sobre todo, por
qué la señora de Racioppi parecía una roca impenetrable. No se casaba con nadie.
A la hora de salir, mil narices pudieron oler el micro y mil ojos pudieron comprobar
que las mochilas de los chicos estaba bien colocadas arriba y que no se iban a caer, que
la temperatura del micro y de los angelitos era la correcta y que los choferes eran
señores de su casa y no cualquier clase de pelafustanes indeseables y nos aconsejaron
que nos sentáramos espaciadas para controlar el orden como se debe. Y entonces nos
sentamos, yo adelante, cerca de Roxana, en el medio sola María Julia y atrás de todo en
el último asiento, dueña de la panorámica, la señora de Racioppi. Una vez que les
entregaron a los chicos paquetes, recomendaciones y besos tirados al aire, partimos. No
bien salimos, con los cantos habituales “Chofer, apure ese motor...”. Roxana empezó a
seducir a Dios y a María santísima, a un varón alto y grandote le decía “mi cielo”. Se
sentó en un banquito alto que había cerca del asiento del chofer y empezó a cebarles
mate a los colectiveros, y ella, en lo alto, se puso a dirigir los cantos, luciendo su lindo
cuerpo en remera y jean. (Yo tenía presente a la señora de Racioppi que estaba atrás de
todo, posiblemente esa conducta no fuera de su agrado.) María Julia se me acercó con
aire misterioso como si pasara algo grave y me dijo:
–Te tengo que decir una cosa: Daniela (una nena) está triste. Yo le vi como una
lágrima. ¿Te parece que le diga a Roxana? No sé qué hacer. –Tenía el aire trágico de
siempre.
–Esperá un poquito –le dije.
No obstante se acercó a hablarle a Roxana y esta, sin saber de qué se trataba le dijo:
–Después.
Y María Julia se fue ofendida a su asiento.
Al rato se me acercó Roxana y me dijo:
–¿Te parece que me excedo? Si me excedo, parame.
En primer lugar, yo no soy persona de decirle que se excede a nadie y además tampoco
sabía si se excedía o no. A lo mejor la conducta que se debe observar en los micros en
movimiento es muy distinta a la del mundo del reposo, así que le dije:
–No, no.
Cuando la nena que estaba sentada a mi lado se fue hacia atrás para charlar con unas
amigas, se sentó junto a mí el colectivero de más edad y me preguntó:
–Dígame, ustedes son dos bandos ¿no?
–¿Cómo dice?
–Sí, usted y la psicóloga y otro las señoras de atrás.
Negué vivamente. No lo dijo en tono ofensivo, pero era una afirmación que me
inquietaba. Entonces me dijo:
–Ahora mire bien. Ella (se refería a Roxana) ahora va a perder.
Pensé que ella perdería alguna cosa, pero al momento me di cuenta de lo que quería
decir; Roxana se había sentado sola con la cabeza inclinada, cubriendo su cara con las
manos, como si estuviera angustiada. El colectivero la miró y me dijo:
–¿No se lo anuncié? Ella perdió.

La llegada

No bien llegamos vimos un gran predio verde, de pasto corto, tan extenso que volvía de
juguete a las habitaciones destinadas a hotelería. De lejos parecían rechicas y nadie se
hacía idea de cómo sería estar allí; sólo estábamos atentos a no perdernos. Más lejos
había unos caballos y unos chicos. Era el primer día, en que uno mira, pero no procesa
todo, no comprende qué debe hacer con todo eso. Y después, es como si con sólo estar
nomás, el tiempo amansara el espacio. No bien llegamos a las habitaciones que nos
estaban destinadas, todas iguales, empezamos a ver que algunas estaban ocupadas y que
había otro predio verde más allá de ellas, donde había chicos, multitudes, con sus
maestros.
Roxana acompañó a un grupo de varones a una pieza, María Julia acompañó a un
grupo de chicas a otra, la señora de Racioppi quiso ocuparse de los varones ya que se
sabe cómo son, “corren como baguales, toman agua demás y después quién los para”.
Además dijo que los iba a tener a raya para que no molesten a las chicas ya que todo
empieza con un tirón de pelo, y suma y sigue.
A la media hora de haber llegado, los chicos nuestros inauguraron un sistema de
comunicación a través de la pared, ubicaron el kiosco de alfajores y caramelos y uno
hasta fue a andar a caballo en esos que habíamos visto cuando llegamos; llegó con la
noticia de que se alquilaban y otras cosas del mundo exterior. Los que cuidaba la señora
de Racioppi no vieron todo esto porque ella no los dejó salir: se contentaron con los
golpes en la pared.
Ahora, dormir con los chicos implicaba desvestirse dentro de la cama (yo había
aprendido ese arte en una situación anterior). A María Julia la imagino diciendo: “Dense
vuelta, chicas, hasta que yo me ponga el camisón”. Después les mostraría el camisón y
les diría que se lo regaló su marido para un aniversario. Y seguro, que mientras se
desvestía les charlaba. ¿Pero la señora de Racioppi, que era tan grandota y de pocas
palabras? Los haría salir, seguro que los hacía salir con la orden de que nadie se moviera
ni saliera de los límites fijados.
Al día siguiente había una recepción para todas las delegaciones y ahí sí, cuando por
altavoz anunciaron que se haría esa presentación, los de la señora de Racioppi se le
fueron de las manos y se escaparon a escuchar. Y después de ese “dijusto” que le dieron
le impidió gozar a pleno del espectáculo tan maravilloso de ver: todas las delegaciones
juntas. Por lo pronto estaban los coyas con sus trajes de fiesta. Venían de un pueblo
perdido de Jujuy; no conocían el colectivo. Habían traído una bandera de Jujuy que les
prestó el cura de la aldea y estaban parados, inmutables, con sus trajes de fiesta, las
chicas estaban pintadas, pero en vez de parecer la pintura expresión de coquetería,
lucían como si las fueran a meter en una urna funeraria. Nunca jamás habían salido de
su pueblo de cien personas, no conocían la capital de su provincia y ahí estaban, ante
más de mil personas reunidas. Estaba todo el país. De Buenos Aires, capital y provincia,
nosotros solos. Al lado estaban los de Entre Ríos y esos chicos eran muy parecidos a los
nuestros, cerca unos chicos de un colegio privado de Mendoza estaban de uniforme.
Sabíamos quién era quién porque un presentador gritaba (se escuchaba por un altavoz).
Cuando nos nombró a nosotros, María Julia dijo: “¡Qué emoción!”. Después no se
hablaba de provincias, sino de contingentes. Esos contingentes no estaban con maestros
sino con instructores guías que estaban vestidos con equipos de gimnasia o con una ropa
que en ese entonces pertenecía al vestuario de a los que entonces se llamaban
“Trabajadores de la cultura”, un overol de jean, y debajo, una camisa cualquiera. Y
después de que presentó a todos, al Chaco, a La Pampa, el animador dijo:
–Jujuy ha traído su bandera y ha preparado sus bailes durante todo el año para la
función de mañana, la gran fiesta de las delegaciones. Quiero creer que Buenos Aires ha
preparado algo, porque como Buenos Aires es la niña bonita suele no traer nada.
Nosotros no sabíamos que había que traer algo, nadie nos dijo nada. Igual me sentí
culpable y le dije a Roxana qué haríamos. Me dijo:
–Dijo por decir, igual ahora ya es tarde.
Sería tarde, pero cuando terminó la presentación fui al kiosco con dos chicos y
compramos papel, goma y cartulina. Me entusiasmaba la idea de lo que íbamos a hacer;
una maquetita del lugar donde nosotros vivíamos. ¿Y de dónde éramos nosotros? ¿Qué
rasgo típico? Teníamos la Fiat muy cerca. Pero, ¿cómo íbamos a fabricar autitos y con
qué? Porque yo quería hacer un conjunto de casitas y la Fiat. Convoqué a tres ayudantes,
pero de los tres me quedó estable solo uno, un peladito que sabía fabricar cualquier
cosa. Con palitos de fósforo hicimos los árboles de la plaza, con ramitas la copa, de papel
de colores las casitas y unos autos. No sería una maravilla, pero era como para decir
“Cumplimos”. Haciendo esa maqueta o como se le quiera llamar, yo estaba muy
contenta, era como si hubiera encontrado mi verdadero destino y hasta entonces
hubiera vivido equivocada. Pero la habilidad era del chico, que hacía todo a la perfección
como si el hecho no tuviera ninguna importancia Pero así como se me habían escapado
los otros postulantes a ayudar, por un momento lo perdí de vista y cuando volvió tenía la
cabeza mojada. Vino gritando:
–¡Señorita, tiran harina! ¡Está ensayando Jujuy para mañana y le tiran harina a la
gente, me dejaron la cabeza blanca!
Le di una clase completa de relativismo cultural, de las etnias andinas, de los
significados simbólicos. Entonces me dijo:
–Sí, sí, todo eso está muy bien. ¿Pero por qué tienen que tirar harina?
Y se puso a hacer otro autito de papel.
Empezaron a haber quejas por otras cosas. Había tres contingentes que eran villeros,
pero que vendrían a pertenecer como a tres clases sociales dentro de la villa. Los de la
clase “alta” eran chicos que parecían momentáneamente obligados a vivir allí, eran
ordenados, sus ropas estaban gastadas pero limpias, iban bien peinados y comportados.
Saludaban, sonreían y estaban en paz con sus instructores.
Los de la clase siguiente solían andar en tropel, corrían por ese campo que da gusto,
pastoreaban sin cesar. Los de la última clase social posiblemente ni fueran de la villa, tal
vez de algún hogar de chicos abandonados, abandonados ellos y el hogar que los
cobijaba, o tal vez fueran de la calle, no hablaban con nadie; llevaban la cabeza pelada
como por el enemigo, todos uniformados con unos guardapolvos grises y feos, ellos
juntaban cositas del suelo.
Pero resulta que los de la villa en estado de efervescencia, los que pastoreaban a gusto,
esa tarde empezaron a abrir y cerrarnos las canillas contiguas a nuestros dormitorios, en
una especie de juego. Abrían las canillas y escapaban. Un varón de los nuestros,
Alejandro, que era una especie de justiciero, los retó e intentó correrlos. Ellos lo
desafiaron a pelear. Él lo contó así:
–Yo acepté la pelea, pero me amenazó, me dijo “Ahora vas a ver con mi hermano”.
Señorita, trajo como ocho, pero digo yo ¿cuántos hermanos tienen? Y el maestro ese de
ellos, bah, si a eso lo llaman maestro les dijo: “La próxima vez que van a abrir las
canillas los cago a palos”.
¿Esas cosas puede decir un maestro? Esos no son maestros ni nada.
La señora de Racioppi se mantenía muda, vigilante y distante. Pero yo veía un aire de
satisfacción en su cara por la impotencia nuestra ante el control de las canillas.
El episodio de las canillas confirmaba sus presupuestos: el mundo está lleno de gente
pérfida y algunos chicos también lo son. Y hoy, esos chicos abren las canillas y después
entran y roban en las habitaciones. Nos roban los alfajores. María Julia ni se había
enterado del episodio y cuando se lo contamos, dijo distraídamente:
–¡Qué barbaridad!
Porque a ella le importaban sobre todo las cosas del corazón. Pero Roxana y yo,
aprovechamos el hecho para sentar a los chicos en el suelo, en un círculo y les dimos una
especie de discurso, sobre todo Roxana, en relación con las costumbres de esos chicos;
les habló de sus hogares carenciados, de la falta de padres muchas veces, de sus
viviendas precarias, de la tolerancia humana, de la frustración, de todas esas cosas. Una
hora duró el esclarecimiento. Al final, Alejandro dijo:
–Sí, todo eso, muy bien. Pero, ¿por qué tienen que amenazar y abrir las canillas?
Es notable lo que se aprende y se percibe al segundo o tercer día de estar en un lugar.
Lo que a la llegada era un sitio enorme e indiferenciado, con gente ídem, se convirtió en
un espacio totalmente manejable; los chicos sabían en qué kioscos vendían sus alfajores
preferidos, María Julia sabía en qué lugar no había barro para pasar y así no arruinarse
sus hermosas sandalias con vivos dorados y yo había hablado, entre otros, con los
maestros chaqueños, que sonreían siempre mostrando sus dientes marrones (creo que
era por el agua). A uno le faltaban dos o tres.
Contaron que iban a la escuela a pie. ¿Cuánto caminaban? Veinte, treinta cuadras. ¿Y si
se inunda? Uno se refugia un ratito hasta que pare. Contaron que, si la mañana era fría,
se tomaban unos mates. ¿Y si se hacía tarde? ¿Qué apuro hay? Uno dijo: “A mí el apuro
de Buenos Aires me marea”.
A la noche, dejamos a los chicos con la señora de Racioppi y con María Julia, y nos
fuimos a una peña a la que iban a ir los maestros de las distintas delegaciones. Antes de
ir a la peña, los maestros chaqueños y los jujeños dijeron que nunca habían visto algo
tan hermoso en la vida como ese encuentro, y que se iban a acordar de esa experiencia
toda la vida. Se sacaban fotos junto al caballo, a los burros, a los otros maestros, al
cantinero. Los maestros jujeños para ir a la peña dejaron a los chicos solos en la
habitación, con llave. Ellos aseguraron que de ningún modo se iban a mover de allí
adentro, y añadió:
–Sí, los llaveamos. Por precaución, nomás.
Yo le dije a María Julia que si ella quería ir a la peña, yo me quedaba a cuidar a los
chicos, pero contestó con su mejor estilo de dama sacrificada:
–Vayan, vayan ustedes.
Entonces fuimos con Roxana y en el camino nos encontramos con dos profesoras de
gimnasia que venían con el contingente de la villa. Una dijo:
–Nos fuimos sin que se den cuenta porque están imposibles.
Pero se habían dado cuenta. Al pasar por las habitaciones del grupo de ellos;
escuchamos unos gritos:
–¡Putas! ¡Putas!
Eran los alumnos que las habían visto salir. Ellas caminaban agachadas, ya estaban
muy incómodas por lo que había pasado.
La peña era lo más inocente que darse pueda; era un lugar oscuro con una barra y unas
mesitas y allí cantaba y tocaba la guitarra todo el que quisiera. Las canciones eran las
más conocidas por todos, algún corrido mexicano, algún bolero. Pero también había
otras canciones de protesta, había una que decía “A desalambrar, a desalambrar...”.
Contaba cómo sería el mundo si la tierra fuera de todos.
En Buenos Aires estábamos acostumbrados a escuchar esa canción y después otra
“Cuando tenga la tierra” pero los maestros chaqueños, emocionados por tanta
modernidad, no la conocían. No daba la impresión de que ellos quisieran desalambrar,
más bien creo que pensarían: “Qué lindo que se está aquí, con toda esta gente buena
cantando”. Roxana dirigía los cantos y cuando no los sabía completos, hacía cualquier
ruidito de fondo y se hacía perdonar con su sonrisa encantadora. Ella tenía puesto un
poncho precioso que parecía diseñado por Christian Dior para ella, las chaqueñas y las
de Jujuy se habían puesto sus trajecitos sastres, de esos que tienen sus avatares y una
tenía en el ojal un prendedor con perlitas.
Pero las rondas se pagan. Roxana había estado seduciendo en la peña a los cantores, al
mesonero, a los maestros y a los representantes de todas las provincias de cualquier
sexo que hubiere, sin ninguna consecuencia práctica. A la mañana siguiente, María Julia
esperaba a Roxana para pasarle factura: Andrea Ramírez le había escrito una carta a su
mamá diciendo que la extrañaba; ella se la había descubierto y blandía la carta como
bandera en ristre. Fue derecho a decirle:
–Roxana mirá esto: es muy preocupante. Roxana le dijo taxativamente:
–Ahora no, más tarde. Entonces se me vino a quejar:
–¿Te das cuenta? Es grave. ¿Te parece que le mandemos una carta a la madre de
Andrea?
No me parecía ni que sí ni que no; en esas situaciones, si alguien me dice que debe
mandarle una carta al papa y lo veo muy convencido, pienso que es posible que deba
hacerlo. Ante la duda, le dije:
–Preguntale a Roxana.
Ella iba con su carta en mano, su tapado de piel y su aire de mater dolorosa. Roxana le
dijo:
–Vamos a llegar nosotros antes que la carta. Volvió a mí y dijo:
–Ella es la autoridad en estas cosas, ella debe interpretar esto.
(Decía “esto” como si fuera un documento en finlandés a traducir.)
–Además –dijo–, yo le vi una carita muy triste.
Yo cuando aparecen puntos de vista diferentes ante algo, me pregunto como cuando
era chica y mi papá y mi mamá opinaban distinto. Pensaba ¿quién tendrá razón?
Nunca pude ni puedo llegar a ninguna conclusión.
La tarde siguiente hubo exposición con lo que cada delegación trajo (bailes, Jujuy;
guitarra, Chaco; recitado Entre Ríos). La maqueta nuestra quedó tan perdida y pegaba
tan poco con lo que había que parecía una especie de pastel abandonado en un rincón.
Ante tanto para ver, cada día una cosa nueva, todos los rencores y dolores se olvidaban.
Andrea se olvidó de que extrañaba a la madre, se fue a andar a caballo y a comprarse
recuerdos para llevar. María Julia se olvidó del entredicho con Roxana aunque estuvo a
punto de producir otro.
Fue a hablar por teléfono con su marido porque quería darle unas indicaciones, y
volvió con la noticia de que era desconsiderado, de que prácticamente le había cortado
sin dejarle decir todo lo que debía (manejo del horno, de la ropa de acuerdo a la
temperatura y recordatorios surtidos). Estábamos en medio del baile en un patio muy
grande, bailaban también los chicos, incluso los de la villa. La música era bastante
fuerte. Me dijo: “Él no reconoce nada, y sin respeto no hay nada, como dice el padre
Ruperto. ¿Te parece que pido mucho, un poco de respeto?”. Yo no sabía qué decirle
porque por ahí tenía algo de razón, todos merecemos un poco de respeto, pero no podía
concentrarme en ese punto para ampliarlo y desarrollarlo teóricamente porque por los
parlantes pasaban una especie de salsa o bachata. Entonces me dijo:
–¿Te parece que lo consulte con Roxana?
Como me parecía que no, le dije que Roxana se había ido un rato a otro lado.
La señora de Racioppi estaba sentada controlando el baile; se había hecho amiga de los
chicos, porque le dejaban multitud de objetos para que los guardara mientras bailaban o
se desplazaban por el predio. Su enorme falda guardaba máquinas de fotos, carteritas,
abrigos de toda clase y siempre sentada, casi sin moverse había adquirido un
conocimiento mucho mayor que el de nosotras en cuanto a kioscos, precios, alquiler de
caballos. Todo a través de los comunicados de los chicos y desde su trono ejercía el
poder: los aconsejaba, los disuadía de comprar, etcétera. Desde que cumplía esa función
ya no nos miraba de modo avieso, sino más bien como a gente que no sabe nada. En la
pista de baile me preguntó como al pasar:
–Esos... chicos (se refería a los de la villa) ¿trajeron algo?
Era una pregunta que encerraba la contestación. Me di cuenta de que ella sabía que no
habían traído nada.
Le dije:
–Bah, por lo que trajimos nosotros...
Y ahí se cortó la conversación. Pero al rato vino Alejandro, el justiciero y me dijo:
–Esos no trajeron nada.
Y otra vez asamblea informativa y persuasiva. Que “ellos” no tienen, que el que tiene
más debe dar un poco (tampoco la pavada) al que no tiene, cómo hubiera sido tu vida
sin juguetes ni ropita de esa linda como tienen ustedes. Salieron voces dispares. Una
chica dijo:
–San Francisco le dio a un pobre la mitad de la capa.
Saltó otro:
–Qué piola, una capa de las de antes, sería grande, seguro que valía por dos capas.
Otro:
–A mí casi me roban la campera, diga que me avivé si no...
A mí me parecía por las caras que no estaban convencidos del todo. Era más bien como
si no supieran de qué se les estaba hablando. Me pareció que estaban un poco
fastidiados. Querían acción: ir al río a ver si pescaban –uno tenía una caña bastante
sofisticada–. Y también observé que las chicas nuestras no bailaban con los de la villa, y
cuando había un cruce no buscado, usaban ese hecho como elemento jocoso para armar
entre ellas un pequeño jolgorio, hecho de risitas y peleítas en broma sin consecuencias.
Había un chico de los nuestros, no recuerdo cómo se llamaba, yo le decía “el porteñito”.
Era menudo, muy proporcionado, lindo de cara. Se vestía y peinaba con cuidado, iba
siempre derecho a su objetivo, no miraba a su alrededor ni se dispersaba; hablaba poco
y eso sí, sabía sonreír. Era una sonrisa enigmática que podía querer decir cualquier cosa.
A pesar de ser menudo, no parecía perdido en esos espacios tan grandes, como si
hubiera conocido otras canchas, de hecho las conocía, jugaba en la quinta división de un
club de la Capital. Yo estaba sentada en una hamaca del lugar de juegos y se me acercó
una nena de unos diez años. Era gordita, morocha, y con el pelo enrulado muy corto. Era
de la clase A de la villa, de los que seguramente iban a salir de ella en el futuro. Llevaba
un pulóver rojo en buen estado y sus vaqueros, limpios. Debajo del pulóver le asomaba
el cuello de una blusita. Me empezó a conversar de cualquier cosa y al ratito me dijo:
–Señorita...
–¿Sí?
–Ese chico de ustedes, el bajito... (ella era muy grandota para sus diez años). Este...
–Sí, ¿qué pasa con él?
Y esforzándose me dijo:
–Señorita, me gusta mucho, cada vez que lo veo me gusta mucho.
–Ah...
–Señorita, tanto que me gusta... ¿Usted no me podría hacer gancho con él? ¿Le dice
que venga?
Esa nena era de una personalidad exuberante: decía que le gustaba mucho con fervor,
con emoción. Otra vez yo me sentía indecisa; para mí era fácil traérselo. ¿Pero qué? ¿Iba
a hacer de Celestina? Por otra parte era un ser doliente que sufría por amor. No tuve que
decir ni hacer nada: al ratito pasó el galán; iba a su destino, a mí me sonrió con esa
semisonrisa y a la nena ni la miró y ella no osó acercarse ni me hizo ningún pedido. Se
quedó inmóvil y muda, como un soldado cuando pasa el general en jefe de las tropas.
El cuarto día fue el apogeo, a la mañana, clase colectiva de gimnasia y a la tarde
concurso de disfraces y búsqueda de bichos en el pasto. En la clase colectiva de gimnasia
todos los chicos de todas las provincias eran dirigidos por los instructores de la villa; los
chicos de la villa también hacían gimnasia y los varones nuestros se reconciliaron con
los instructores por esa clase. Los que habían desaparecido eran los pequeños
buscadores de basura, los de guardapolvo gris y cabezas rapadas: esos no estaban.
Estaban, sí, los de Jujuy, pero no hacían gimnasia. Eran unos treinta, parados como
postes uno junto al otro, estaban inmóviles como los ídolos de la isla de Pascua. ¿Para
que habrán ido si ellos no participaban?
¿Para mirar? Pero no miraban nada definido, miraban más allá de las personas, era
imposible darse cuenta de lo que pensaban o percibían. ¿Habrán ido para dar el
presente? Y la presencia tan fuerte de ellos hacía ver la gimnasia como un espectáculo
marciano, algo que no se debe mirar muy de cerca porque es peligroso. No habrían visto
hacer gimnasia en su vida, no conocerían la palabra.
Habían vuelto a aparecer los problemas entre María Julia y Roxana, ahora era por
acompañar a los chicos. La verdad es que María Julia no tenía un equipo adecuado
como para estar en un campo donde se hace gimnasia, ella andaba con sus joyas desde
la mañana: unas pulseras en cadena, su cadena de oro propiamente dicha, sus aros “me
los regaló mi marido”. Entonces dijo:
–Roxana llevátelos vos, que tengo un dolor de oído... Le dolían siempre cosas
diferentes, algo que le cayó mal, sentía la cabeza pesada, etc. Pero Roxana tenía otro
estilo: no contestaba. Directamente se iba, volvía después como una aparición de visita.
¿Adónde iba? Iba a estrechar lazos con otros grupos, se había vuelto muy popular.
Finalmente logré que María Julia me acompañara a cuidar a los chicos, aunque todo el
camino se vino quejando del clima y del marido. Ya eso no me importaba, porque la
escuchaba con intermitencias, además sus conversaciones eran como bichos, insectos
que dieran vueltas por los mismos circuitos y esa invariancia, esa letanía era hasta
agradable, me confirmaba que todo seguía igual en la vida, sin sobresaltos. Pero lo que
no podía soportar en ella era su miedo a los caballos que estaban ensillados, listos para
montar. Eran unos desdichados matungos que iban adonde los llevaran y ella me hacía
dar una vuelta grande por el pasto. Y esa vuelta me llenaba de desconcierto, como si no
fuésemos a llegar a destino nunca.
Yo no tenía ningún inconveniente en ir a cualquier evento; no me quería perder nada,
como los maestros chaqueños. Ellas no, estaban siempre diciendo: “Llevalos vos. ¿No te
toca a vos?”. Un maestro chaqueño me dijo:
–Yo me quedo afuera desde que empieza hasta que termina.
A la tarde se hizo la carrera de bichos y el concurso de disfraces y Roxana emergió, no
sabíamos de dónde para disfrazar de árabe a un chico morocho, alto, al que le fabricó un
turbante de toalla. Esas cosas le gustaban: un gesto significativo, que ella convertía en
espectacular. Le dijo al chico:
–Estás divino, mi cielo.
Pero no ganó el árabe nuestro, ni ninguna de las chicas que se disfrazaron como
pudieron, eran disfraces tímidos. Ganó un chico de la villa que se disfrazó de vieja
contrahecha; iba revoleando una cartera y rengueaba. Era como una vieja mendiga. Y el
concurso de juntar bichos en el pasto también lo ganó la villa, fueron los que más
gusanos, lombrices, y otras yerbas pudieron exhibir. La señora de Racioppi dijo:
–Si yo sabía que era “esto” no sé si venía.
Nos quedamos dos días más, pero ya no hubo actividades organizadas. Y entonces iba
apareciendo ese campo como realmente era, sin galas ni visitas. Se empezaban a ver más
perros sueltos, retiraban las instalaciones de la exposición. Se veía distinto el
movimiento de los kioscos, compraban más los lugareños; los que alquilaban caballos se
quedaban por si las moscas, inactivos, charlando entre ellos, pero los chicos ya se habían
gastado toda la plata que habían traído. Algunas chicas se quejaban de que estaban
aburridas, y había que inventarles algo. Los varones se pusieron a jugar a la pelota, pero
había que mirarlos más porque aumentaron las peleas y las quejas. María Julia no era
una persona adecuada para controlar un partido de fútbol, más bien era apta para
escuchar a las chicas; le contaban qué chico les gustaba y cuál no. Y a mí me venía a
contar esas historias de nenas enamoradas, como si fueran grandes revelaciones, como
si fueran novias próximas a casarse. Roxana no era una persona paciente como para
quedarse un buen rato controlando un partido. Ella era la de las ideas creativas, súbitas
e imprevistas. Aumentaron los tira y afloja entre las dos:
–Me parece que te toca a vos.
–Después voy.
En cuanto a mí, era completamente inoperante cuando había peleas o denuncias. Yo
nunca pude saber quién tiene razón. Aun en el salón de clase, que es un ámbito más
controlable, cuando los chicos venían con denuncias del tipo “Él me robó el lápiz”, el
aludido decía “Sí, y él insultó a mi hermano”, ni una sola vez pude descubrir quién tenía
la culpa por algo. Me metía en una nebulosa pensando en cómo empezarán las cosas.
Menos iba a poder resolver si alguien hizo trampa en un partido. La única que sirvió
para algo en esos días fue la señora de Racioppi que les decía:
–¡Salgan del sol, ponete la gorra!
Comíamos en un comedor muy grande; no sé si allí estaban todas las delegaciones,
pero había muchas. Yo estaba en una mesa de varones y a Roxana se le ocurrió una idea
“creativa”: traer a nuestra mesa a un chico de la villa. Era menor que los nuestros,
tendría unos diez años. Era rubio, con la cara, el pelo y el pulóver percudidos por el sol,
el viento o vaya a saber qué. Ella lo dejó para que comiera con nosotros y se fue a
revolotear. Los otros chicos lo recibieron en silencio. Ninguno le habló, salvo yo que dije
alguna pavada de compromiso. Habían servido tortilla de papas y el chico dijo:
–Yo a eso lo conozco.
Lo dijo con timidez, pero también con cierto orgullo, como si la tortilla de papas fuera
caviar rosado, o como cuando alguien cuenta que fue a Uzbekistán. Lo miraron con tal
desprecio que no abrió más la boca y yo tampoco.
Me quedé callada y ni siquiera pude decir las pavadas habituales, “En qué grado estás,
cuántos años tenés”.
Ni bien terminamos de comer, lo liberé y se fue con los suyos. Pero algo estaba mal, no
había lugar para ninguna explicación ni concientización. Cuando hay palabras para
explicar las cosas, el espíritu se regodea y asciende. Pero eso era algo muy oscuro,
sombríos estaban los chicos y yo. Para salir de ese estado de ánimo que no me gustaba,
me puse a mirar alrededor. Justo enfrente, pero un poco lejos, al lado de la ventana,
estaba la mesa de las jujeñas, todas pintadas y con sus trajes típicos Habrán pensado
que como era el último día, ellas debían estar de gala, las miré y me parecieron
simpáticas. Me pareció gentil que se disfrazaran y para olvidar lo del invitado frustrado,
les dije a los chicos que tenía al lado:
–Miren qué lindas que están las collitas, todas de fiesta.
Y el chico que estaba a mi lado dijo:
–¿Y usted llama “lindo” a eso?
Silencio en la noche.
El micro que nos trajo de vuelta era muy distinto del de ida. Nadie tenía ganas de
cantar, iban dormitando o cuchicheando. Los choferes también eran diferentes, cuando
empezó un débil “Apure ese motor”, me parece que no querían que los apuraran. La
señora de Racioppi seguramente tendría muchos cuentos que reservaba para el futuro.
Estaba sentada atrás, bien despierta tratando de recordar todas las incompetencias,
incorrecciones, deficiencias y barbaridades ocurridas para no olvidar ninguna a la hora
de contar. ¡Ay, si ella fuera maestra!
En cuanto a mí, volví a mi casa muy cansada, pero como si no hubiera viajado, como si
me faltara todavía viajar. La casa, los muebles me desconcertaron y lo que nunca, tiré el
bolso por ahí sin deshacerlo ni guardar la ropa. Me eché a dormir y no quería pensar en
nada: la noche es mala consejera.

Roque Pérez

Llegamos a Roque Pérez como a las once y media, a pleno sol. Éramos mi amiga Lina,
Ana, la dueña del rancho, que manejaba, su hermana Evelyn y yo. Yo le había
preguntado varias veces a Lina si el rancho estaba en el pueblo o en el campo, si era
realmente un rancho o qué. (Recuerdo a un alumno que se estaba haciendo una casa y le
puso en el portal “El castillo” y yo le dije “Ponele mi rancho”, como se suele decir.) Pero
ahora quería precisiones y pregunté a Ana dónde quedaba. “A siete kilómetros del
pueblo”, y no me dijo más nada. Por el camino hablamos de gatos, perros y bueyes
perdidos. Lina iba contando asombrada la cantidad de perros que había en Buenos
Aires, un hombre, un perro, casi. Sin contar el paseador, que lleva hasta diez. Van como
chicos a alguna escuela, o centro de aprendizaje de algo. Lina es de pueblo, como Ana, y
en el pueblo los perros están en el fondo o en el jardín. En Buenos Aires hay que sacar a
los chicos y a los perros. Evelyn, delgada, lánguida y capitalina, recordaba viajes a
Estambul y a Nueva Zelanda. Al llegar a Roque Pérez nos tomamos un café en la
confitería “Dulce María” decorada con motivos tailandeses y con un tímido cartel de “no
fumar” hecho a mano. Ellas me esperaban en el café mientras yo hacía una investigación
por el pueblo para entrevistar a alguien. Fui a la esquina a una especie de almacén de
ramos generales, modernizado, atendido por dos viejos. Le pregunté a uno de ellos, que
estaba descansando junto a unas palas, cuántos años tenía el negocio; me dijo que
noventa. Pregunté:
–¿Me puede contar algo de la historia del negocio?
–No porque estoy muy cansado –me dijo.
Se me acercó un policía que bajó de un patrullero y me preguntó qué andaba buscando.
Le dije:
–El que sabe todo es el carnicero, yo voy ahí, la acompaño.
Le dijo al carnicero:
–Ella hace unas encuestas de historia.
El carnicero dijo que era nacido y criado en Roque Pérez, pero pasaba que él no se
sabía expresar y añadió:
–Pregúntele a Galán, él sabe todo.
El policía compró lomito de cerdo y me llevó en patrullero a lo de Galán. Me dijo:
–La llevo pero no la puedo llevar de vuelta, y es mejor que se reporte a la comisaría,
yo soy de Saladillo y si ustedes andan dando vueltas con el auto por acá, llama la
atención porque es un pueblo chico. ¿Entiende?
Yo quería decirle que no teníamos intención de dar vueltas por el pueblo sin ton ni son
pero no me dejaba hablar. Me preguntó:
–¿Qué auto es?
Ah, qué sé yo. Pensé: “No tengo auto y sólo los distingo por el color”. Pero del auto en
que vinimos, ni el color sabía. Me llevó a lo de Galán, pero era la hora de comer; fijamos
una entrevista para las cinco. Entonces el policía me llevó a la comisaría donde había
dos mujeres policías oficinistas que lo miraron con cara de pensar “Qué se le habrá
ocurrido a este ahora”. Me preguntaron:
–¿Número de patente?
–Ah, no sé.
–Entonces repórtelo cuando pueda al uno cero uno.
Como todo queda cerca, fui caminando al café. Durante todo el día que estuvimos en
Roque Pérez, nadie se reportó, ni falta que hizo.

El rancho
Para llegar al rancho pasamos por la casa donde nació Perón (los de Roque Pérez
disputan con los de Lobos su lugar de nacimiento), y por un incipiente conurbano donde
van a vivir los que trabajan en los peladeros de pollos. Y después campo, salvo una
escuela que si no hubiera tenido su cartel yo la habría llamado palomar. Nos recibieron
los perros, cuatro son muy chiquitos, tres negros y uno color té con leche. El padre o el
tío de los perros reposa, como corresponde a su edad.
El rancho es una casa encalada por dentro y con techo de listones de madera que puso
Ana con sus propias manos. También hizo un curso acelerado de electricidad, cursos
para extraer miel y otros. Ana es una mujer práctica y callada, su hermana Evelyn, la de
Palermo, es etérea y frágil. Pregunta a Ana:
–Esta heladera, ¿anda?
–Sí, pero hay que enchufarla.
Y Ana va inmediatamente a hacerlo. Es lindo limpiar una casa en el campo porque
rinde y además porquecomo es una limpieza así nomás, uno puede usar cualquier cosa
para limpiar, un trapo que ve, papel de cocina.
Me hago la que ayudo un poco y me voy a ver las ovejas.
Los perros chiquitos juegan a que son pastores y corren a las ovejas: es asombroso,
ellas se lo creen. Es lo que dice Simone Weil del imaginario social en que se da
atribución de poder a los otros.
Ana es lacónica y eficaz; contó que sabe criar cerdos, y cómo me hubiera gustado
verlos, le pregunté si crió conejos. Sí, pero les agarró sarna y los sacrificaron. Ningún
lamento por la muerte de los conejos, nada que se parezca a los vecinos sensibles de
Palermo que abrazan los árboles. Me dice:
–Te conseguí una entrevista a las tres con el encargado que teníamos antes.
Y en un periquete comimos lo más bien y volvimos al pueblo, a ver a Manuel Millán.
Vive en una linda casa del pueblo, todo el aparador está lleno de fotos de sus hijos,
nietos y biznietos. Es vigoroso y erguido, como su señora, los dos sonrientes y juveniles.
En el centro de la mesa hay multitud de caracoles recogidos en San Clemente. Y me
cuenta cómo era el pueblo y la vida cuando él era chico:
“Todo este centro del pueblo era campo con vacas, la escuela rural tenía unos veinte
chicos, la maestra llegaba en sulki; había almacén de ramos generales que también era
banco, y en el mismo almacén se compraban animales. Hace unos setenta años se traía
la hacienda arriándola hasta el mercado de Buenos Aires, los que venían de más lejos
tardaban unos veinte días. Dormían al aire libre, la almohada era el recado. Había bailes
y una orquesta de Roque Pérez. Recuerdo en los bailes a un viejito que iba siempre de
saco y corbata que siempre decía: ‘Ustedes son las aves nocturnas que perturban el
sueño de los moradores’”.
Le muestro mi libro sobre animales de la zona donde están el peludo y sus parientes, el
zorro, el gato montés. Me dice: “La mulita es riquísima, se hace en escabeche. El peludo
y la mulita son del mismo gremio, pero no hay cruce. El peludo hace cueva profunda
como de cinco metros, queda la parva; el zorro hace una cueva derecha, como una calle.
Acá hay zorro gris y naranja. Acá hay lagartos de un metro, le pegan coletazos a los
perros”. Y además: “Un caballo me ve desde 500 metros cuando le llevo la ración”.
Y sí, se merece el libro sobre animales de la llanura pampeana. Ahora que está retirado
viaja todos los años con su señora, fue a Mendoza, a Cataratas, a Bariloche. En las
cataratas se enamoró del coatí y en Bariloche del Nahuel. Le pregunté si los paisanos
que viven alejados se visten con bombachas y usan rastra. Me trae un enorme álbum de
fotos suyas, él se viste de paisano para los desfiles ecuestres que se hacen para el día de
la tradición.
Está de botas, sombrero, pañuelito al cuello. Tiene fotos de Cañuelas, Marcos Paz, Las
Heras y Luján. Y muy orgulloso, me muestra su certificado de participación en la
peregrinación a Luján.

Esperando al señor Galán


Me sobraba media hora, y media hora es larga en el silencio de las cuatro y media. Me
senté en una plazoleta cercana a la casa del señor Galán. Es una cuadra de casas lindas,
jardines ordenados y rosas nítidas. En la plazoleta, tan desierta como las calles que la
rodeaban, un muralista se había despachado a gusto. Como seguramente nadie mira los
murales, le han dicho: “Haga, haga lo que quiera”. Y él dio rienda suelta a su
imaginación. Todo es alegórico y encierra como una moraleja. En uno de lo murales, un
sol despide chispas hasta la mitad, en la otra mitad hay lágrimas gruesas como balas.
Los colores son sucios y contrastan con la cúpula neta de la iglesia trasera y con una
palmera verde rozagante. A ese mural no lo descifré. Otro es sobre la identidad perdida.
Una bandera argentina enlazada a una mapuche y al lado un árbol con raíces que
parecen los dedos de una mano escarbando la tierra. La moraleja sería recobremos la
identidad, ¿pero esta está en la tierra? ¿en la raza? Pero se ve que corresponde a una
emoción muy profunda del autor. A otro, lo interpreté, es sobre Buenos Aires. Está el
Obelisco, un edificio de muchos pisos que bajo tiene una oficina con un cartel de Coca
Cola y como en el sexto piso, un cartel de McDonald’s. Perdonemos el lapsus, ya que los
macdonalds suelen estar en la planta baja. Este viene a ser el consumo, el capitalismo.
En la calle se ve a dos ejecutivos, bastante logrados, un mendigo que pide correctamente
y como dirigiéndose al que lo ve, en tamaño enorme, un espectro irredento. Me parece
que quiso decir: “Si vas a la ciudad, te convertís en eso”. Debajo de este: Roke Pérez,
2003.
Llegó la hora de ver al señor Galán (sale de su casa con una valijita, todo historiador
que se precie lleva documentos) y hacemos la entrevista en la heladería de la esquina.
Me dice: “Roque Pérez era un abogado que socorrió a mucha gente cuando hubo la
epidemia de fiebre amarilla en Buenos Aires y murió afectado por esta en Saladillo”.
(Entonces yo pienso que el espectro que vi en el mural no es el hambre que los espera si
se van a Buenos Aires sino la fiebre amarilla.) Me dice:
–La población actual de Roque Pérez es de 12.000 habitantes, pero en 1940, antes de
formarse el conurbano industrial, había 16.000 habitantes. Durante la Primera Guerra
Mundial vino mucha gente que se afincó sobre la ruta. (Y por eso, pienso, Roque Pérez
es como un rectángulo extendido.)
–Mi papá tenía tienda acá desde 1913. Se llamaba “El gran Barato” que era un
desprendimiento de la que estaba en Buenos Aires, en Cerrito y Rivadavia. Cuando
cerró, los empleados se instalaron en distintos pueblos de la provincia de Buenos Aires
usando el nombre de la misma. Alguna gente de campo venía una sola vez al año a
comprar a la tienda, porque venían al cementerio. Mi tío, que era carrero, repartía
mercadería por el campo.
Me muestra una foto de Roque Pérez en 1920.
–Eran 200 casas, la plaza estaba alambrada porque las vacas la invadían.
Es una foto oscura y triste, donde las casitas parecen ahogadas por el campo. Le
pregunto al señor Galán por el nacimiento de Perón; Lobos y Roque Pérez se disputan el
lugar de nacimiento. Dice: “La autonomía de Roque Pérez es de 1913, antes
pertenecíamos a Saladillo. Perón nació acá y se anotó dos años después en Lobos. Acá
quedan dos terrenos a su nombre que no reclamó nadie”. Volvemos al ahora: “El trabajo
rural ha cambiado, está todo tercerizado, y además un tractorista debe saber
computación para trabajar. Acá no hay desocupados, hay procesadoras de pollos que
dan mucho trabajo. Las pezuñas de pollo se exportan a Rusia”. Me pregunté qué harían
los rusos con las pezuñas del pollo, pero no lo interrumpí, porque a los historiadores no
les gusta que los interrumpan. Cuando vi que sacaba varios documentos más, le dije:
–Me tengo que ir.
Dijo: “Yo la llevo”. (Eran tres cuadras.)
Le dije:
–Yo voy caminando, así miro un poco más.
Se ve que me castigué por no haber aceptado y me perdí. ¡En Roque Pérez! Perdí la
palmera, la cúpula de la iglesia. Por suerte encontré el camino y ya me esperaban para
volver.

Pueblos serranos

Darwin dice del aire y del clima de Mendoza: “La extrema transparencia del aire da al
paisaje un carácter particular. Todos los objetos parece que se encontraran en un mismo
plano como en un dibujo. Esta transparencia viene de la gran sequedad de la atmósfera.
Puedo ver esta sequedad en la dureza que adquieren los elementos como el pan y el
azúcar”. Y agrego yo, el jabón, que parece de piedra. Le comento a la bibliotecaria de la
biblioteca nacional, excelente referencista, que me parece que esa definición y
austeridad de los elementos se contagia al espíritu de los mendocinos. En mi cuarto de
hotel, la persiana es un rectángulo drástico, nada de cortinas de rejillas dudosas, no;
todo es austero, eficaz. Me dice: “Esto era un desierto, el hombre estaba en un terreno
hostil y además los terremotos, todo lo llevó a construir provisoriamente, sin detalles”.
Doy fe del desierto y de la sequedad del aire. Llegando a Mendoza desde el avión se ve
una gran porción de tierra pelada, con globos como ubres arcillosas desinfladas. Las
acequias fueron sistemas de riego que transformaron este desierto en un paraíso verde.
La ciudad en su totalidad está arbolada y tiene grandes parques como pulmones verdes
para sus habitantes. El cielo se ve bien cruzando la cordillera rumbo a Chile, es de un
celeste como pintado, del tono de las películas coloreadas.
El conurbano de Mendoza lo forman los departamentos de Las Heras, Guaymallén y
Godoy Cruz; con ellos, Mendoza anda en el millón y medio de habitantes. Huret, viajero
francés, dice que en 1911 tenía 50.000 habitantes. Y que alrededor de 1910 llegaron
22.000 inmigrantes italianos, libaneses y españoles. Huret menciona todas las bodegas
cuyo nombre nos suenan (Tomba, Arizu, Escorihuela). Sus dueños han empezado como
operarios de las viñas y luego se convirtieron en dueños. Ahora todas se han vendido.
Pero Mendoza fabricaba vino desde 1588 en gran cantidad, en el siglo XVII, tropas de
carretas venían a Buenos Aires con excedentes de cereales y vinos. A veces las caravanas
carecían de agua y había que buscarla. Ya en este siglo, Mendoza tenía cuarenta
bodegas; ahora es la mayor región vitivinícola de América Latina y la quinta del mundo.
Pero a pesar de que Sarmiento la llama “la Barcelona de América”, deslumbrado por las
viñas, ese milagro verde tiene un origen doloroso. Se funda en 1561 en territorio de la
etnia huarpe (los huarpes ya conocían las acequias para riego). La mayoría de los
apellidos indígenas se ha perdido porque fueron sometidos al sistema de encomiendas y
las familias de los caciques llevaban el apellido de los encomenderos. Nos queda el
nombre Guaymallén, que era un cacique y ahora es la marca de un alfajor. Los llevaban
obligados a cruzar la cordillera para trabajar en las minas de Chile. En 1608, un
misionero se queja de que no quieren evangelizarse. Se iban a esconder a la laguna de
Huanacache.
Mendoza tiene, además de su excelente biblioteca y el museo sanmartiniano en el área
de la Alameda, un museo histórico y arqueológico nuevo, muy bien concebido, con
textos muy pertinentes de lo que exhibe y atendido con suma eficiencia. Son
impresionantes los textos y las fotos del terremoto de 1865. La destrucción de la ciudad
fue total. La ciudad se mudó a dos kilómetros, se refundó, y donde estaba el cabildo,
pusieron un matadero. Durante dos años no tuvieron escuela de ninguna clase y algunos
llamaban despectivamente a las ruinas de la ciudad perdida “Los deshechos”. Pero lo
más interesante eran los debates en torno a las causas de la destrucción: algunos decían
que la causa eran los pecados de la gente, otros lo atribuían a algunos políticos con
nombre y apellido, otros a las peleas entre unitarios y federales.
Pero se rehicieron pronto, con el empeño y el orgullo de siempre. Mendoza llegó a
poseer su propia moneda. A mediados del siglo XIX, época de grandes migraciones,
Mendoza discrimina al gringo. En una obrita de teatro de la época, una mendocina hija
de italiano, dice de un muchacho que la pretende (italiano como ella): “¿Se habrá creído
que somos iguales a él?”.

La Alameda
La Alameda se empezó a construir en 1808 y tomó impulso cuando San Martín fue
gobernador de Cuyo. Fue el paseo obligado del siglo XIX. Debería existir la palabra
“alamedear” para explicar la sensación de caminar por la alameda. Una entra en una
zona más ocre, como más envuelta en neblina , es tan ancha que tranquiliza el paso, ya
que no voy a chocar con nadie y desearía tener un vestido largo que roce el suelo y me
imprima un ritmo lento y no estos vaqueros de turista apurada.
A la entrada, un cartel incomprensible: “La poesía ha muerto”. ¿Será porque a las tres
cuadras la poesía de la alameda se acaba? En las siguientes han puesto mueblerías y
boliches. Uno se llama Resto Bar “Long Play” y una mueblería se llama “Living”. Está
también el centro islámico donde dan clases de baile y en la otra cuadra, la iglesia
Bautista. Tanta convivencia religiosa está bien representada en un tendero que barre su
vereda y me dice: “Ya estoy con usted”. Y no vino hasta que no terminó de barrer
prolijamente todo (así son los comerciantes mendocinos, primero la vereda y después el
cliente). Fui a comprar medias y me contó su historia: sus abuelos eran sirio libaneses,
llegaron en 1918 y desde entonces tuvieron tienda. Dijo: “Yo soy cristiano de todas las
religiones, pero todas las noches escucho a los pastores que me encantan porque tienen
la palabra global. Los libaneses somos cristianos ortodoxos, casi católicos, pero qué
vamos a comparar la Iglesia católica con la de los pastores. En la Iglesia católica es todo
como café en saquitos y la palabra protestante es como café de Colombia. El terremoto
del 85 (1985) nos bendijo sobrenaturalmente, nos tiró el negocio que era de adobe y con
mucho ahorro compramos el terreno de esta tienda. Mire mi Biblia (está muy ajada).
Cada tres años compro una porque se me arruina. Mi sueño es ir a Miami para escuchar
en vivo al predicador Guillermo Maldonado. En segundo lugar voy a ir a escuchar a otro
predicador en Texas”.
Sigo por la alameda y veo muchas mujeres con un rodete alto, casi sobre la nuca, y me
acuerdo de lo que dijo un viajero del siglo XIX: “Las mujeres se dejan crecer mucho el
cabello al que a veces atan con un gran rodete sobre la nuca”. Otro viajero, Huret, dice
en 1911, que escuchó con agrado a la orquesta municipal. Quiero creer que la escuchó en
el mismo podio de orquesta que está en el centro de la alameda y parece abandonado a
su suerte, donde ya no toca nadie. Pero un señor mayor, italiano, me dijo que cuando él
llegó, la orquesta tocaba allí. “¿Ahora?, dice, ahora sí pasean los domingos, en autos y
motos”.
Frente al viejo predio de la orquesta abandonada, dos bares muy modernos y cultos,
uno se llama “La casa Usher” y el otro “Trilogía”.
Por las calles exteriores de la alameda van las líneas de colectivos, voy a ir al azar. Me
meto en un refugio y le pregunto a una señora:
–¿El cinco para dónde va?
–¿Usted para dónde quiere ir?
–A cualquier lado.
–Ah, entonces vení conmigo –dice la señora. –Yo voy a la municipalidad de Las
Heras. ¿Te parece bien?
–Claro –dije. Y allí fuimos.

Las Heras
Mi guía se llama Valeria Peralta, y es licenciada en Minoridad y Familia de la
municipalidad de Las Heras. Se ocupa de los derechos humanos de niños, adolescentes y
de la mujer. Sentadas en un café de Las Heras, a diez minutos del centro de Mendoza,
me dice: “Yo veo acá mucha violencia hacia la mujer. Si una mujer tiene tres, cuatro
parejas ya es catalogada como sospechosa por lo menos. En los sectores humildes, una
vez que se casan, los maridos no las dejan salir a trabajar, tampoco funciona el control
de la natalidad, se hacen cursos, pero los maridos no les dejan usar el DIU, porque dicen
que si no tienen hijos van a buscar a otros hombres. Y la reina de belleza que salió de Las
Heras, porque hizo por televisión un baile con poca ropa, fue muy objetada, la
etiquetaron como la reina ‘hot’, hasta el intendente intervino para calmar los ánimos. Y
en cuanto a los puestos de trabajo, no hay funcionarias mujeres en los niveles altos, creo
que no vamos a tener una gobernadora”. Valeria me pregunta si quiero ver pobreza, y
como turista estoy dispuesta a todo. Me lleva con una amiga a un barrio de Las Heras,
“El algarrobal”. Está en las afueras de Las Heras. Y ahí
hay toda una gama de pobreza. En el algarrobal funciona un centro llamado “Proyectos
estratégicos” para contener a chicos carenciados. El barrio del algarrobal es el menos
pobre, son casitas muy bajas pero hechas con materiales coherentes. En el barrio se ven
algunas motos y algún vehículo muy tapado. Los que van a la sede de Proyectos
estratégicos son los del asentamiento de al lado. Allí las casas están hechas de cualquier
manera, uno piensa que sus moradores se dicen “Provisoriamente vivimos aquí”, y como
no pueden mudarse nunca, toda su vida es un ejercicio provisorio. Y al final del
asentamiento, está el barrio donde viven los recolectores de basura. Ahí no hay árboles
de ninguna clase, todo se confunde, la basura, los carros, las casas. Todo es gris.
Hablamos con Leila, la maestra jardinera del centro, está rodeada por nenes que
deambulan en distintas direcciones, eso es un Antón Pirulero; Leila dice: “Hay mucha
mamá sola y otras con marido en la cárcel. Hay mucha violencia entre los padres, entre
los padres y los chicos, entre los chicos, etcétera”. Lo de proyecto estratégico no funciona
mucho, porque la maestra no puede encontrar una estrategia para que se sienten y
escuchen un cuento. “Todavía no los puedo hacer sentar”, dice. Pero creo que es porque
les ha contado cuentos de patos, ahí ellos no tienen patos. Le pregunto qué animal
peligroso tienen. Me dice “El alacrán”. Le sugiero que les cuente sobre el alacrán o algún
otro animal peligroso, porque el imaginario de esos chicos debe ser terrorífico. Su vida
está llena de arañas, y bichos malignos de toda especie. Hablo también con la profesora
de cocina y me dice: “Vienen a clase los del asentamiento y los del barrio de recolectores
de basura, todos acá son de gran corazón; yo aquí cumplo una misión: voy de lo simple a
lo complejo, les enseño a hacer pizza, pero también bombones y la fondue. Les enseño
también higiene alimenticia sobre todo a los recolectores, para que atiendan a la fecha
de vencimiento de los alimentos”.
Cerca del centro el local “Proyectos estratégicos” que inauguró por su cuenta un
hombre que dice haber conversado con la Virgen, el subtítulo es “La rosa mística”.
Ofrece como prueba de su visión una fotocopia borrosa pegada en la pared donde se ven
como tules rosas y celestes. Es comprensible lo confuso de la imagen, la Virgen no va a
posar. En la pared hay pegada una reproducción de un ángel y una de Cristo y en el
jardín, dos perritos chicos muy educados. Parece que la ceremonia central de ese culto
se realiza los veintisiete de cada mes. Hay un cartel alusivo a la ceremonia que dice:
“Nueve personas deben llevar agua bendita para el hígado (ídem para el corazón, el
riñón y la próstata)”. Y “Diecinueve personas deben dejar el cigarrillo a los pies de la
virgen”.
La iglesia no reconoce ese culto ni al oficiante, pero todos los veintisiete se congrega
mucha gente.

El zoo
El zoológico está en el parque Independencia, enorme conglomerado que abarca el
cerro de la Gloria, el lago, un gran predio verde donde se realizan actividades deportivas
de todo tipo, tiene árboles de todo el mundo. Por sus calles internas la gente corre, va en
moto, hay ómnibus; es un tráfico incesante. Toda la zona es de gran interés no sólo por
el gran parque, también por sus casas aledañas, algunas, las más hermosas de Mendoza.
Pero están tirando algunas, y es una pena. El taxista que me lleva, me dice: “A esta casa
la compró Susana Giménez”. Y de otra, en la cuadra siguiente: “Esta es del que operó a
Susana”.
El zoo está rodeado por vegetación semiselvática. Como los animales están a distintos
niveles y los caminos suben y bajan, cuando uno está en un nivel alto se ve todo como
desde un cuarto piso y cuando sube aún más alto, se ve como cuando uno mira desde el
borde de su escalera los pisos bajos, pero acá se ve vegetación. Muchos carteles
“Prohibido escalar los muros”. ¿Quién escalaría? Muchos animales están sueltos y los
que no, en predios muy amplios. Desde cada recodo del camino se ve un paisaje distinto.
Hay dos suricatas que a cada rato levantan las patas delanteras encogiendo las manos y
al mismo tiempo miran al cielo. ¿Será una vigilancia de los enemigos? Esa diligencia en
vigilar tiene algo de humano: la suricata parece una mezcla de policía y chusma. Hay
tres monos ardillas, dos pumas, uno tranquilo y otro que se pasea sin cesar como un
preso en su celda. En el nivel de abajo hay muchas ovejas y carneros sueltos. Un carnero
quiere montarse a una oveja y esta huye a refugiarse en un hueco, pero él la alcanza.
Inmediatamente cuatro carneros más quieren topar con sus cuernos al perseguidor,
parece una riña de prostíbulo. Y ya más lejos del rincón, el ejemplo topador cunde en
todo el rebaño. Subiendo un poco más, veo toda la ciudad de Mendoza.
La llama está suelta y al lado, los monos carayá. Hacen pruebas para mí, se adosan uno
a otro formando un solo ser y luego se tiran al sol despatarrados. Uno agita el alambre y
me mira, juro que me mira de modo penetrante y yo agito el cuaderno para que tenga
una experiencia nueva en esa soledad. Y después los babuinos, unos cien, en un lugar
enorme. En el techo, como un cobertizo del que salen gritos; debe ser el reducto donde
acostumbran a pelear. Vendría a ser el salón de quejas y desahogos; los jefes, que son los
de tamaño más grande y tupida cabellera, están siempre atentos a que la batahola no
pase de castaño oscuro. De repente, unos ruidos más intensos que los sacuden a todos;
cambian de posición completamente. Entonces los jefes se acercan, se acercan nomás,
en actitud disuasoria.
El oso pardo tiene un bosquecito a su disposición. Hay mucho más, pero me retiré
porque lloviznaba. Es el zoológico más lindo que he visto.
Me voy al centro, para sentarme en uno de los mil cafés y restaurantes que tienen en la
peatonal. ¿Dónde me siento? En uno lleno de turistas, los jóvenes con mochilas enormes
para escalar y los viejos, alemanes, franceses, con su inconfundible ropa de turista y
sobre todo el sombrero: algunos llevan un sombrero redondo, como de explorador. Un
cartel en un kiosco que dice “Asesor en aceite de oliva. Duración de la carrera: Un año”.
Otro:
“24 y 25 de Marzo: Vendimia en moto”. Me parece tan misterioso que ni pregunto y voy
otra vez a la alameda, a despedirme de Mendoza.

Camino a Santiago
A una hora de camino de Mendoza, el paisaje es de viñas verdes flanqueadas por
álamos y estos por las montañas nubladas. El verde de la viña contrasta con el pasto
natural, de color amarillo; el suelo es arcilloso. Por el camino se ven muchas ermitas y
recordatorios de los que se han accidentado por el camino. Quedan tan chiquitas en
medio de la montaña que si el micro no para, no se ve el nombre de nadie. Un puente
que debe ser de considerable tamaño parece de juguete. Las montañas ahora cambian
de color y de forma, y ahora se vuelven escarpadas como si las hubiesen trabajado a
golpes. Pasa un camión de gran porte, “Transporte Internacional, Uruguay”. Bajo la
inscripción, su bandera. Después de dos horas de no ver a nadie, unas casitas con
montes de álamos “Centro bioenergético”. Hay cabañas y como veinte hombres
haciendo footing. Cerca las montañas cambiaron y parecen dibujadas con tiza en colores
suaves. Y en muchos tramos, los ríos que acompañan; azulinos, verdosos, barrosos.
Uspallata. Por fin un centro con gente, hospital, hospedaje, una señora está cosiendo
sentada junto a su camioneta. En una roca, grabado con grandes letras “Alejandro y
Daniela”. ¿A quiénes quieren enterar de su amor esos dos? ¿A los dioses de la montaña?
Me acuerdo de Heráclito: “Los dioses juegan a los dados los destinos de los hombres”. O
algo así dice. Uno entiende acá a los griegos, de país montañoso: la montaña es y no es la
misma, el río, ídem. Otro escrito “Gracias, Silo” (un santón mendocino). ¿A quién le
dicen aquí estoy yo estas inscripciones? Hay también de políticos para que los voten,
políticos de vocación cósmica, una ermita de la difunta Correa. Ni un alma, ni un ave. Se
ven depósitos del ferrocarril totalmente abandonados y eso en ese lugar parece natural,
esas ruinas son como una excrecencia del suelo. Después de un túnel muy largo,
entramos a Chile donde todo es más verde.

Santiago

Cuando viajan los otros


En esta crónica van a contar sus experiencias de viaje tres escritores chilenos:
Alejandra Costamagna, Alejandro Zambra y Diego Zúñiga. Los tres son amigos, los tres
van a Buenos Aires constantemente. Yo había visto a Diego el verano pasado en Santiago
y a los dos meses lo encontré en la librería “Eterna Cadencia” de Buenos Aires. El padre
de Alejandra es argentino y de chica veraneaba en Campana, provincia de Buenos Aires,
en casa de los abuelos, ha cruzado la cordillera muchas veces desde chica, de modo que
ese cruce es para ella como para usted y para mí cruzar la calle. Alejandro Zambra es
famoso en Buenos Aires. Todos ellos vienen para la Feria del Libro, para dictar algún
curso o para leer sus textos en algún leedero. Estamos en la casa de Alejandro Zambra,
que vive entre La Reina y Ñuñoa, un barrio en lo alto. Su casa es un chalet confortable,
sin lujos, aunque sí tiene uno: detrás de la casa hay una montaña. Tiene también un gato
que se llama Oscuridad y un perro, Sardina. Es difícil reprender a un gato que se llama
Oscuridad; el perro quiere comer un pedazo de una rica torta que compró Alejandro
para agasajar a su tocaya, que cumplía años el día anterior. Me dice Alejandra:
–Vieras qué rico lo hubieras pasado si venías a mi cumpleaños.
Lo estaba pasando rico allí, en el jardincito, con carne asada, ensalada y torta. Me daba
trabajo empezar a preguntar porque estaban contentos y querían fiesta.
Alejandro Zambra, el dueño de casa, es morocho y de ojos muy escrutadores. Es muy
mundano; intuyo que se hace una idea muy rápida del valor de una situación o
conversación y procede en consecuencia. Cuando le preguntaba algo de relativo interés
para él, se iba a controlar la carne del asado. A Alejandra Costamagna yo la disfrazaría
de pastora del siglo XIX, parece lánguida y frágil, pero es osada y aguerrida. Su último
viaje fue a la selva de Colombia; viene de ella. Y Diego Zúñiga es rotundo, moreno,
asombrado. Es el menor de los tres, tiene sólo 24 años y recibe con sus ojos y con todo
su cuerpo la experiencia de sus hermanos mayores. Me quiero poner seria para empezar
la tarea, pero sobre el techo las palomas zapatean, literalmente, zapatean. Alejandro
dice:
–Son enemigas de Oscuridad, le comen su comida. Paso a preguntar:
–Cuenten un viaje hecho cuando eran chicos.

Alejandra: Mi abuelo tenía almacén en Campana y me dejaba atender, yo robaba


comida del almacén. Cuando fue el conflicto de las Malvinas, un cabro me pegó. Me
pusieron la antitetánica y recuerdo estar en un auto y un montón de curiosos alrededor
mirándome.
Alejandro: Yo iba de camping a pescar con mi papá, íbamos a un predio grande,
gozábamos de mucha libertad, teníamos pequeñas aventuras, buscábamos ratones, los
sacábamos de su escondrijo y los corríamos. Pescaba pejerreyes, y cuando era muy
chico, les hacía funerales. Me gustaba la imagen de mi papá pescando porque lo veía
muy reflexivo, era muy buen pescador, muy preciso en sus movimientos. Una tarde
gloriosa me puse a pescar y saqué como cien pejerreyes y me dijeron que mi pesca no
tenía ninguna importancia, porque era un cardumen, estaba ahí, nomás, a la mano.

Diego: Yo hice muchas veces el viaje a Iquique de chico con mi papá, que era vendedor
y llevaba mercadería. Pero mi papá viajaba siempre con su familia y yo esperaba el
momento de estar a solas con él, soñaba con hablar de cosas importantes, personales,
quería tener una hermosa
conversación y pensaba que el mejor lugar para eso era el auto, donde estábamos solos.
Y cuando por fin estuvimos solos, me habló de... autos (cambia de tono). A él le gustan
mucho los autos y yo siempre me he sentido muy seguro porque el manejaba muy bien.

Miedo al avión

(El escritor peruano Bryce Echenique dice que todos los escritores tienen miedo al
avión, tiene una crónica muy graciosa donde cuenta todos los malabares increíbles que
hacía su amigo Julio Ramón Ribeyro, gran escritor peruano, para no viajar en avión.)

Alejandra: a mí no me da miedo cuando sube y cuando baja , cuando parece que hay
más peligro, me da miedo arriba, pero me digo “Esto es como un bus”, digo, “pero si hay
niños”. Miro si hay peligro o no en la cara de los otros.

Diego: La primera vez que viajé en avión lo hice desde Iquique y no tuve miedo, pero
mientas más avanza el tiempo, más miedo me da. Fantaseo con que se va a caer, pero
que yo sólo sobrevivo porque tengo muchas cosas por hacer. Igual me parece muy raro
que algo vuele.

Alejandro: (Primero dijo que no tenía miedo.) He volado algunas veces en aviones muy
pequeños que no tenían número de asiento. También fui muchas veces a Quito y el
aterrizaje es muy cerrado, había lluvias de ceniza, el avión tenía piso de madera. Cuando
tenía miedo, estaba entregado. Una vez tuve miedo del pasajero que viajaba a mi lado. A
mí me salían unas ampollas, como una especie de alergia nerviosa, me salían unas
ampollas en la mano derecha y él me decía: “Tú tienes algo” (algo así como que yo
tuviera la culpa de las ampollas).
Yo era muy tímido, escuchaba los poemas porque creía que era lo que se debía hacer,
los poemas eran malos.

Un viaje en el que salió todo mal


Alejandra: Fui con un novio a Europa, partí de mal ánimo, y ese día le robaron a mi
novio la billetera, nos quedamos sin plata.

Diego: Hace cinco años mi papá me dice: “Vamos a Buenos Aires”. (Él iba con su
familia.) Mi papá compra vasos de plástico para revender, todo el tiempo estuvo
comprando y yo detrás esperando el momento de ir a comprar libros, y los fui a comprar
furtivamente, escapado.

Otra: Cuando vine a vivir a Santiago no sabía que me quedaba a vivir, mi tío me mandó
los pasajes y sentado a mi lado en el bus había un tipo que se estaba llevando al niño,
alejándolo de su mamá y yo tenía la sensación de que alguien me hubiera raptado, por
otra parte él era muy cariñoso con el niño, pero torpe para cuidarlo. Yo estaba entre el
miedo y la fascinación por el tema de mi vecino de asiento.

Alejandro: Un año nuevo estaba en Madrid con una pareja que peleaba todo el tiempo
dentro de un auto. Peleaban por cualquier cosa, que las habitaciones no eran como
debían, todo el viaje así. Yo no me bajé porque sentía que debía controlar la situación,
como para que no pasara algo, en realidad sentía que tenía que cuidarlos a ellos.

¿Han vuelto alguna vez de un viaje con un estado de ánimo determinado, con
conciencia de algo, o sintiéndose distintos?

Alejandro: El viaje es obligatoriamente reflexivo. Me pasó en el tren de Barcelona a


Madrid, y estaba de cumpleaños pero no me di cuenta. Eso hizo que me relacionara de
otra forma con los cumpleaños.

Alejandra: Yo siempre vengo con proyectos de escrituras varias (como borracheras) de


idea genial. Me hice vegetariana después del viaje a Machu Pichu, me gustaba un chico
que era vegetariano, yo tenía catorce años, el chico se lo tomaba como una militancia.
Pero también puede ser que me haya hecho vegetariana porque en casa de mis primos
de Campana mataron al pavo que yo veía todos los días por ahí, y después lo vi
degollado.

Diego: Fue en la Argentina; yo salí del secundario y participaba de la pastoral. Quiere


decir que teníamos que aconsejar a la gente, bah, pastorear. Me hice amigo del que la
dirigía, iban en misión a la Argentina y me dijo
¿porqué no vienes? Era en un pueblo cerca de Buenos Aires, yo tenía diecisiete años,
las personas me contaban su vida; esas vidas me llamaban mucho la atención y pensaba
todo el tiempo en eso, pero me sentía precario para darles un consejo.
Un viaje significativo

Varios
Uno: Yo quería tener la experiencia de pasar el año nuevo solo, sin abrazos, sin brindis
de medianoche. Tenía diecinueve años y quería tener esa sensación. Entonces me fui a
Valdivia para estar solo, y a las doce de la noche la dueña de la pensión me vino a
abrazar. Justo lo que no quería, los abrazos de fin de año.
Otro: A los dieciocho estaba aprendiendo a manejar, pero no sabía, entonces seguí
derecho hasta Rancagua porque no sabía volver.
Alejandra: A los veintitrés años me fui de mochilera a Europa, estuve dando vueltas
tres meses, tomé un avión ruso de Aeroflot desastroso, fui con una amiga, dormíamos en
los trenes, comíamos comida árabe y dormimos en Berlín en una casa ocupada. Íbamos
vagando por cualquier sitio.
–Contá tu último viaje.
Alejandra: Vengo ahora de Colombia. Mi amiga colombiana, Pilar, es escritora y un día
agarró una mochila y se puso a viajar por el mundo. Cuando estuvo en Bolivia estaba a
cargo de un jaguar en una reserva de animales para ser protegidos y en algún momento
llegó un australiano a la reserva, también para cuidar al animal y se enamoraron a través
del jaguar. Fueron juntos a la India y al volver a Cali (ella es de Cali, allí están los padres
pero hacía seis meses que no iba a la ciudad) supieron de un lote en un lugar
apartadísimo, en un lugar muy precario, y se quedaron a vivir allí. Hace veinte años que
conviven, antes no tenían luz eléctrica, ni televisión: no tienen, no la quieren. No hay
ducha, allí uno se baña en una cascada ella ahora hace traducciones. El pueblo es muy
pobre y los vecinos lejanos, es tan húmedo el clima que se humedecen los libros, ella
planta orquídeas y se le dan muy bien. Tienen un jardín botánico que han hecho ellos,
reciben visitas del exterior, tienen capacidad para alojar a una pareja de turistas. Pilar
cuando llegó tuvo malaria pero decidió quedarse. Hay jejenes, alacranes. En Cali fui al
zoo y vi la víbora de la cruz; sentí un mundo muy parecido al de los cuentos de Horacio
Quiroga.
–¿Tienen hábitos que conservan a través de todos los viajes?
Alejandro: Trato de transformar las habitaciones de los hoteles, en el de Bogotá había
un pequeño escritorio y lo había hecho mío, organicé todos mis remedios y puestos ahí,
quedaban mejor que en casa.

Alejandra: A mí me cuesta llegar a casa, llego y me parece que los muebles no encajan,
no van bien. Los gatos sí, me reconcilian con la casa.

Diego: Llevo demasiado ropa que no uso, libros que no leo, porque voy comprando
donde esté.
Alejandro: Tengo un atril para leer y lo llevo en los viajes con la fantasía de que lo voy a
usar, pero nada. Sólo lo uso cuando estoy en la bicicleta fija. Me gusta en los viajes la
sensación de empezar de nuevo, y el despojo, y comprar ropa por ahí, no es lo mismo
que comprarla en Santiago.
Diego: Llevo libros que no leo, lleno la pieza de libros. Alejandra: Yo llevo demasiadas
cosas, cuando voy acá cerca, a la Cascada de las Ánimas llevo un cubrecama de colores.
Y a todos los viajes llevo como un almohadón redondo, que tiene forma y dibujo de
chinita (¿vaquita de San José?). Yo le digo chino y como duermo de guata me lo pongo
allí. Soy supermañosa, a Colombia también lo llevé.

Alejandro había dicho también que tenía el hábito de ir a los mismos hoteles, bares y
restaurantes de los distintos lugares. Yo lo comprendo: en Santiago fui a un hotel en el
que ya había estado, conozco el barrio, sé dónde comer si quiero hacerlo afuera o dónde
comprar si como en la habitación, dónde fumar, manejo la tarjeta para abrir la puerta y
comprendo la ducha, porque las tarjetas y las duchas de los hoteles son las mismas y no
son las mismas, como decía Heráclito.

La Serena
La Serena queda en el centro norte de Chile, a siete horas de micro de Santiago. Es la
región del Elki, tierra de Gabriela Mistral, y a la que llaman “El Norte Chico”. Fue
fundada en 1544 por Juan Bohón. (Fue la segunda ciudad que se fundó en Chile, para
cubrir la gran distancia entre Santiago y el Perú.) En la Terminal de ómnibus se
anuncian micros con destino a Lima, a Tacna.
La primera sensación que trasmite la ciudad es de tranquilidad. Tal vez por las
construcciones de piedra, muchas en piedra clara, una piedra esperanzada como si lo
antiguo fuera moderno. O como si el pasado hubiera llegado al presente sin imponer su
peso. De piedra clara es la iglesia de lo dominicos que está frente a mi hotel, y mi hotel
también. Es una ciudad que mira hacia el norte, se nota en la edificación de las casas, en
los grandes patios centrales con plantas internas, en los faroles, todo esto es como un
anticipo de la hermosa Arequipa. En el siglo XVIII la ciudad se amuralló; fue invadida
por los piratas ingleses, que la incendiaron; en el incendio cayeron la mayoría de las
iglesias, pero es una ciudad de muchos templos, todos ellos restaurados (así como el
resto de edificios de la ciudad) por un deseo notable de mantener vivo el pasado.
Entro a la iglesia de los dominicos, el cura tiene muy buena voz y canta: “Hay
momentos en que las palabras no me alcanzan para decirte lo que siento, Jesús mío”.
(La música es “abolerada”.) Y “Quiero serte fiel, señor”. En otra iglesia, un cartel “Jesús
te está esperando, apaga tu celular”. En la puerta de la capilla San Juan de Dios leí una
oración del perdón. (Vi una similar en Nápoles, más contundente.)
“Dame la gracia de perdonar, hoy quisiera perdonar a mi madre, las veces que me
hirió, que me comparó con otros, con el amor de Dios yo te perdono, estés viva o
muerta.” Y sigue: “Dame la gracia de perdonar a mi esposa, su falta de apoyo, de
fidelidad”. Y sin embargo hubo tiempos de no perdonar. En el siglo XVIII funcionó la
inquisición, sin sede fija, para que los procesos fueran secretos. La mayoría de las causas
eran por temas de amores.
La actual plaza de Armas está en el mismo lugar en que la trazó Francisco de Aguirre
cuando se fundó la ciudad.
Se llamaba plaza de Armas porque era el lugar donde se convocaba a los vecinos ante
una invasión o situación de peligro. Y mucho después, cuando todavía no había
automóviles, las verduras se vendían en carretas tiradas por bueyes, el pan, en carros
tirados por caballos y los helados en carritos tirados por burros. Esta curiosa costumbre,
de adjudicar, a fines del XIX y comienzos del siglo XX, un tipo de transporte para cada
rubro, me parece que tiene su antecedente en el siglo XVIII. En un bando de 1752, para
preparar la procesión de Corpus Cristi se lee:

“Al gremio de los plateros y caldereros se le encomienda la música


Al gremio de los sastres se le encomienda la danza de parlampanes
Al de zapateros, los arcos de arrayán con que poblarán la plaza, y barrerán antes todas
las cosas
Al gremio de herreros, el toro armado Se manda que cada uno asista a la función bajo
pena de veinte pesos”.
Hasta hace unos ochenta años, tanto en la plaza de Armas como en la Alameda, las
mujeres caminaban en una dirección y los hombres iban en la opuesta, y en la pérgola
de la plaza la banda del regimiento tocaba y un curador anciano lo recuerda. Ahora
pasan música por altavoces.
Hay mucho del pasado en esta ciudad, por ejemplo, en el lenguaje. La mocita del café,
responde: “Sí, dama”.
Y en las excelentes publicaciones de la dirección de turismo, se lee: “Ilustre
municipalidad de la Serena” y “Departamento de turismo ilustre”. Ese estilo campanudo
trasladado a la actualidad se traduce en “Oficina de salud organizacional”. Y el shopping
“Telepizza” es un espacio chico y oscuro donde se vende pizza y hay un televisor. Lo
primero que vi cuando llegué son las gaviotas sobre los techos de los edificios. Vienen
del mar cercano y gritan como si se rieran; este, desde el centro, no se ve. Aun las casas
más modestas invitan a atisbar en sus patios y en su pasado. Leo los anuncios de los
comederos humildes: “Guatita (pancita) de pollo”. Y “Se necesita garzona” (moza). Otro
aviso “Mote con huesillo”. Se hace con duraznos secos mezclados con mote, que es una
especie de trigo, se mezcla, se hierve y se enfría. Es un jugo.
Todo es antiguo. Una peluquería se llama Playboy. Es vetusta y parece ser más antigua
que las casas cercanas, que lo son mucho más. En el baño los letreros son “hombre” y
“mujer”. En la lista del restaurante leo “Panqueque celestial”. Está relleno con dulce de
leche, que en Chile se llama manjar.
En la calle Balmaceda hay un centro de masajes en una vieja casa colonial remodelada,
en medio de las mesas del patio, una palmera (palmeras hay por todos lados, y por la
ruta, palmeras enanas). Venta de productos naturales, piedras de jade, “Se vende
Capuchoc”, faroles coloniales, y en medio de la tranquilidad, irrumpe la radio con una
cumbia y una locutora dice: “Hola, cabros”. Cerca hay una boutique, “La gracia”. Exhibe
en la puerta un vestidito corto, entre el rojo y el rosa. El vestido tiene vivos negros. Es un
color intenso, serrano. Es un vestido para usar en los cerros.

La alameda y otras hierbas


La ciudad está construida sobre terrazas escalonadas, por eso es difícil comprenderla a
golpe de vista. La más vieja es la más hermosa, con su recova y su alameda. A otro nivel,
pasando unos puentes, hay un gran supermercado. Es una construcción elefantiásica, de
cemento color amarillo sucio. ¿Qué diferencia siento entre caminar por el shopping y
por el casco urbano? Que en el shopping hay tantas opciones, todas previsibles, que no
sé lo que quiero hacer. En el centro, hay siempre un lugar que hago mío, sé con
seguridad que allí me quiero quedar. Desde cualquier lugar que uno empiece a caminar
por la ciudad vieja remodelada, sea por la transparencia de la luz o por el mismo trazado
de las calles uno tiende a caminar ya llegar a lo que se ve a lo lejos. Pero la que se lleva la
palma es la alameda; va del centro al faro, donde empieza el mar. Es descripta en 1872
como “Uno de los más preciosos paseos que existan en Chile... con álamos blancos,
acacias y plátanos... La zona central es de paseo y las laterales son del dominio de los
carruajes. En su centro hay un jardín circular y un tablado donde se coloca la banda de
música”. Ya no están más los carruajes ni el tablado, y en las calles laterales circulan
autos y hay negocios previsibles, pero uno tiende a caminar sin prisa y sin pausa, con
plena conciencia de paseo, flanqueado por una enorme cantidad de esculturas,
neoclásicas en general que representan dioses griegos. Las esculturas son de buena
factura. Comienza con una feria de colores chillones donde hay un tiro al blanco y un
señor me dice: “¿Argentina? Mi esposa es argentina y yo viví siete años en San Juan”.
(Me dan ganas de caminar hasta que termina y es demasiado.) Le pregunto a otro señor
una dirección y me dice “¿Argentina? Yo trabajé en San Juan y viví en Buenos Aires, en
el barrio de Caballito”. Es que siguen los pasos de la corriente fundadora del oeste que
viene de Chile: la fundación de San Juan y de Santiago del Estero viene de La Serena. En
el siglo XIX, con el auge de la minería. La Serena dejó de ser un asentamiento entre
Santiago y Lima para convertirse en centro de convergencia de gente de todos lados.
Mucha gente que vive allí son mineros de Iquique, la moza del café es colombiana.
Convergencia de gente de todos lados y de gaviotas en la ciudad llegando al faro, junto al
mar, un circo “Circo de San Juan, venga a ver la muestra de dinosaurios”, llegan en un
micro nenes de un colegio, excitadísimos ante la imagen de un enorme bicho con lengua
larga. La maestra tiene un pito para llamarlos al orden. Y me voy a mirar el mar, desde
el faro, toda la costa está llena de gaviotas. Dentro del faro hay una oficina de turismo,
cerrada. La encargada me abre somnolienta. No sabe nada del faro ni de la alameda, ni
quiere saberlo.

La Recova
Es un mercado persa donde se vende de todo: anteojos, medias, libros, pescado, pollo
que se asa a la vista y esparce su olor. En un puesto se exhiben unas medias colgadas
como si pertenecieran a algún ajusticiado por la inquisición. Casi toda la gente que
circula por ella es pobre, o quizás me lo parezca por el abigarrado conjunto de cosas a
vender. Pasan unos estudiantes pintarrajeados y enharinados pidiendo unas monedas, a
eso lo llaman “El mechoneo”. Son los que ingresan a la facultad y los ya ingresados les
cobran un derecho de peaje; les esconden sus pertenencias, mochilas, sacos y no se las
devuelven hasta que reúnan dinero suficiente como para hacer una gran fiesta en la que
participan todos. Es una mendicidad alegre, hay otra que no lo es tanto. Me siento en el
mismo banco donde una mujer está cambiando a un bebé, sin sacarlo del coche.
Hábilmente le saca los pañales sucios y me pide una moneda. Su fisonomía es extraña,
no es blanca ni mestiza criolla, su cara es color té con leche y el pelo apenas más oscuro.
Se acerca un hombre, presumiblemente su marido, y le pregunto:
–¿Qué pasa, no hay trabajo?
–Sí –me dice. –Pero yo digo dónde vivo y nadie me da trabajo.
–Y usted ¿dónde vive?
–En el campamento gitano.

La vuelta
A la vuelta, en el micro, voy recordando lo que me dijo el historiador Gabriel Cobos:
que La Serena tiene alrededor de 800.000 habitantes, que produce pisco, vinos de muy
buena calidad, peces, mariscos. El clima es semiárido y por el camino se ve el suelo
amarillento pero también se ve el mar, que produce humedad. Veo cactus de todas las
formas: redondeados, en forma de pinos, rectangulares. Aparecen a la orilla del camino
las mismas casetas que se ven en el cruce de Mendoza, pero más prolijas: algunas llevan
la bandera de Chile. Y aparecen las casitas traseras del pueblo de Elkin, de todos colores,
celeste, rosa viejo, que se desparraman a su gusto. Y sigo pensando en lo que me faltó
ver, por ejemplo, Andacollo que es el santuario más importante de toda la zona norte de
Chile; congrega gente del norte argentino, de Bolivia y de Perú. Y llegó el micro a
Tongoi, allí sube un muchacho con sombrero negro aludo, pantalones cortos y saco de
jean. Evidentemente son agrandados en Tongoi; un letrero: “Restaurante sin rival”. Es
un lugar minúsculo. Y un cartel con enorme foto de candidato político: “Tongoy tendrá
cancha de fútbol de pasto sintético”. Apartado y chico “Minimarket Galaxia”. Por todo el
camino hay pequeñas plazas, como de juguete, y en el centro, palmeras enanas.
De nuevo recuerdo lo que dijo Gabriel Cobos: dadas las ventajas de relacionarse con
Oriente por el pacífico, está en marcha la ejecución de una mueva ruta por el norte de
San Juan hacia La Serena, vendría todo el tráfico de Bolivia y del norte argentino por
allá.
Ya vamos a oír hablar de La Serena.

Kilómetro ochenta y nueve

Cuando la combi anda lenta por la ciudad, yo siento que podría bajarme
tranquilamente, por ejemplo, a comer “Las medialunas del abuelo” o a mimar a ese
gatito que veo sentado en el balcón o me tienta ese letrero tan grande de negocio pobre y
esperanzado, con un helado gigante y “La cobertura de chocolate, gratis”. Pero cuando
estoy en la autopista, siento que me voy. La autopista es como cuando carretea el avión.
Ya salimos. Después de mucho andar apareció la llanura, pero era una llanura
cosmetizada, con árboles de flores rosadas a la vera del camino. Ya nadie pasa por la
vereda, no hay veredas. Emerge de repente una quinta grande con piletas y un letrero
“Ministerio de desarrollo social”. Después unas casitas empequeñecidas por las altas y
anchas rutas de autopista y finalmente un campo verde donde la tierra está más seca
pero parece más natural y recuerdo esas conversaciones de campo: “¡Qué barbaridad!
¡Con la falta que hace el agua!”. Aparecen los primeros caballos comiendo y la planta
plumero, casi plateada. Nos acercamos a Cañuelas, otra vez el cosmos de plantas
plateadas y vacas urbanas, pocas, aumentan los autos. Todas las vacas están echadas
junto a un árbol y cerca de las vacas y de la rotonda de Cañuelas unas señoras toman un
aperitivo debajo de sombrillas de paja natural. Un cartel: “Cañuelas, tierra de las
oportunidades”. Más que de las oportunidades parece de las variedades. Negocios de
venta de autos junto a uno que vende carbón, más allá, un depósito de coches
abandonados. Es como algo provisorio que se va a transformar en otra cosa. Aparecen
animales lejanos en los campos, los más cercanos a la autopista parecen mal ubicados,
como si alguien los hubiera mandado de picnic o de vacaciones. Allá lejos están en su
salsa. Y ese celeste indeciso del cielo.

La casa de Juan Pablo y Cecilia


Después de atravesar ruta asfaltada, ruta de tierra y campo, llegamos a la casa de
Cecilia y Juan Pablo. Es un poblado donde ha habido tambos; algunos hay pero no
tantos como antes. Ahora hay casas de lugareños y de veraneantes. A las casas, ¿cómo
llamarlas? ¿Quintas? No.
¿Chacras? No sé. Tienen huertas, pero son para consumo familiar, más bien para
orgullo familiar: “Este tomate es de mi huerta”. En general las casas están escondidas
detrás de unos árboles o cercos, salvo una vieja panadería, con edificio de ladrillo
blanco, que tiene más de cien años, y aparece como abandonada, con su dueño que dice
“Por voluntad de mi finada esposa, quiero que sea jardín de infantes o museo”. “Mi
finada esposa era de allá”, dice y señala el campo de enfrente que sigue hasta el
horizonte.
Las calles son caminos de tierra y no tienen nombre, para ubicar a alguien dicen “Al
lado de la escuela” o “A la vuelta de lo de don Domingo”. La casa de Juan Pablo y Cecilia
conserva un aire agreste y en la puerta hay millones de cascarudos. Ahí están ellos con
Estanislao, de trece años, al que llaman “Esta”, y Sibila, de diez, que es una regalona.
“Esta” tiende a desaparecer, va a jugar al fútbol y a la pelopincho de unos vecinos y se
queda a comer porque lo invitan. Ahí todo es así, donde hay una pileta, uno se mete, si
otro asó un cordero y le sobra, regala un gran trozo sin pena.
Cecilia me cuenta de su amor por los bichos. “Yo tengo esa veta inglesa bichera, cuando
velamos a la abuela en una cama alta, los perros estaban debajo de la cama, mi tío
llevaba a la casa de Buenos Aires al tero guacho, otro tío tenía un peludo y mi tía
Margarita tenía un zoológico.” Hojeo el libro de la tía sobre el zoo; compraba animales
en la feria de Constitución y también en las provincias, en Paraguay y en Brasil. Había
heredado dinero y vendía joyas para comprar por ejemplo un oso hormiguero. (Lo bien
que hacía.) Tenía chuñas que confundían los huevos con pelotitas de ping-pong y se
volvían locas. Un ñandú, un quirquincho que estaba en un cajón de madera con tierra
para que cavara cuevas ahí dentro y claro, el oso hormiguero. Una mona tití que
volteaba las macetas, otra que estaba enamorada del cuidador, todo el tiempo hacía
morisquetas para llamarle la atención. Ah, y el ñandú que tomaba agua de la pava del
mate.
Cecilia tiene cuatro caballos y dice: “La que me conversa más es Esperanza, la peor
tratada por los caballos”.
Esbozamos conversaciones sobre cosas de Buenos Aires pero no prenden en ese lugar,
son como semillas que llevara el viento a un sitio inadecuado. Si tal escritor se casó y se
separó pierde importancia porque el gato se está por comer un alguacil y hay que
sacárselo. “¡Tiene unas alas tan lindas!” Y también sacar afuera al caballo que ha
entrado donde no debe. “Sabe que no le está permitido”, dice Cecilia.
Ahí Sibila se lamenta amargamente de una promesa incumplida de comprar el novio de
la Barbie, la quinta, la casa y otro montón de pertenencias de la misma. No prende el
reclamo, están tan lejos la Barbie y sus aditamentos... Porque viene Sara, una visitante, a
quedarse y está medio perdida. Ahí nadie se angustia por perderse, ni por deshacer
camino. Hay mucho tiempo. Cuando llega, se le comenta a Sara lo del caballo
transgresor, se ve que lo conoce, dice: “Ese caballo es de cuarta”.
El que recibe constantemente el trato de perro boludo es el que han traído de Buenos
Aires: se acerca demasiado a los caballos, se pone en el asiento de adelante del auto
cuando sabe que debe ir atrás y está permanentemente excitado por lo que ve que no es
poco: los gatos, los pajaritos y un montón de cositas lindas en el suelo. Otro perro que es
lugareño parece tranquilo, pero se ha revolcado en la osamenta de los animales: hay que
bañarlo.

El siete oficios
Aunque Zapiola donde estamos queda a diez kilómetros de Lobos y a noventa de la
capital, recién tuvo luz eléctrica alrededor de 1985 y el único teléfono que había por esa
fecha estaba en el almacén de ramos generales y era a manivela. Ahora mismo hay una
salita de primeros auxilios que no tiene guardia nocturna y en caso de lluvia se hace
difícil trasladar un enfermo hasta Lobos o hacer que alguien venga de allí.
El almacén de ramos generales subsiste hasta ahora, y vende vino, gaseosas, comida,
botas de todas clases, de goma, de cuero, altas, bajas. Las botas están en otro cuarto,
junto a una mesa de pool. También hay unos maniquíes muy altos, con ropa. El público
es variopinto: hay paisanos con su boina, botas, que esperan callados su turno. Hay
gente con pantalones cortos, muchos chicos. Afuera, al reparo del sol, unas mesitas que
deben ser el centro de la sociabilidad. Atiende toda la familia a toda velocidad. Con
calculadora. Del almacén vamos a la casa de Raúl González que desde la calle no se ve
bien, está detrás de un cerco tupido y tiene su parquecito con el pasto bien cortado. Raúl
González es un hombre bajito y muy amable que se hizo su propia casa, de material. El
techo es bajito, la casa tiene algo de la de Blancanieves. Todo está muy ordenado y
limpio. Raúl cuenta: “Todo esto era zona de tambos cuando yo era chico, mi papá era
ferroviario y cuando llovía no se podía entrar al pueblo, él se quedaba en Lobos. Yo
también fui ferroviario hasta que llegó el eléctrico, a mí me gustaba la máquina a vapor.
Yo le echaba la leña. ¿Ve esta foto? Acá está mi papá con el jefe de la estación, muy recto
era, era inglés, tenía unas vacas al costado de la vía y mi papá se las ordeñaba. Cuando
había niebla, se tiraban petardos para anunciar y papá nos daba algunos a nosotros para
jugar. Mi escuela era toda de madera, una pena, la destruyeron. ¿Ve esos mosaicos de
allí del piso? Eran los de la escuela. (Los mosaicos están perfectamente unidos a otra
zona donde no hay, tan bien, que parece que los suelos debieran ser así.) Nosotros nos
divertíamos en los bailes que se hacían en el galpón, venían los paisanos de más
adentro, bailaban ranchera, polea y algún pericón. Ellos se iban del baile derecho a
hacer el tambo. A esta casa la hice yo y también la de dos de mis hijos. Estos”. (Va a
buscar la foto de los hijos, y guarda prolija y orgullosamente el recibo de sueldo de
cuando era maquinista.) Después me muestra la foto de su mamá que está en otra
habitación, tan prolija como el comedor-cocina. Toda la habitación está llena de fotos, la
de la mamá carcomida por el tiempo, en sepia y las de los jóvenes en festejos,
levantando copas, sentados en sillitas de jardín. La foto de la mamá, tan seria, me hace
pensar que la gente antes era más seria, que su vida era más dura. Como si me adivinara
el pensamiento dijo: “Pobre mamá, qué trabajadora era. ¡Cómo amasaba pan! Yo me
separé hace treinta y siete años, y crié cinco hijos yo solo, todos estudiaron, son
maestros, una enfermera diplomada, tienen comercio. Cuando trabajaba en el
ferrocarril mi hermana me los miraba, pero usted sabe, un chico siempre se corta, o se
cae, entonces yo me compré una motito así cuando bajaba del tren llegaba a casa más
ligero. Cuando me jubilé hice changas de albañil, corté pasto, hice de todo”. Parece que
el trabajo sienta: tiene ochenta y cinco años y está ágil y contento.
El mayor elogio que se le puede hacer a una persona en esa zona es que es trabajadora.
Dicen: “¡Cómo se daba maña para todo!”. Y es que en ese poblado, aunque esté sólo a
diez kilómetros de Lobos que ya es ciudad, no se puede llamar a un plomero, a un
electricista para una urgencia. Hay que arreglarse, y así es como Cecilia Perkins
colecciona gatos, perros y caballos, Sara Massini, dueña de la casa donde dormí, convoca
a gente que sabe hacer de todo. Dice: “Yo traje de Buenos Aires a Igor, de padre ruso y
madre brasileña; sabía restaurar muebles, hacer los pisos, miles de cosas. Pero tuvo un
desengaño amoroso con su mujer, vivió un tiempo en la villa 31, estuvo en la calle dos
años yo lo encontré comiendo en el comedor de una parroquia y me lo traje para acá,
para Zapiola, vivió un tiempo, pero se ofendía mucho. Se vestía medio hipposo, le
gustaba el rock y acá la gente le decía Charly, por Charly García. No sé dónde andará”.
Ahora Sara no tiene más a Igor pero en cambio tiene un encargado que sabe de
electricidad, de plomería, de construcción, de jardín: Lo llama Leonardo daVinci.
Leonardo da Vinci no quiso contar cosas de su vida. “Tiene sus días”, dice Sara.
Y ahí la vida es así: una bronca es como una lluvia, como una niebla; como viene, se
pasa.

La otra casa
Dormí en otra casa y me sentía culpable porque su dueña me cedió su habitación, muy
amplia, para que tuviera el baño al lado. Ella se fue a otro cuarto más chico y otro cuarto
estaba ocupado por el equipo de sonido del novio de su hija. Habían llegado de repente
la hija, el novio, el amigo del novio, y su perro enorme y blanco. Me desperté temprano,
antes que todos. Despertarme sola en casas de la ciudad o del campo me produce la
sensación de que soy furtiva, no sé si puedo hacerme té, o qué. Por otro lado podía mirar
a mis anchas todo lo que había afuera. Más que mirar, estudiar. Por lo pronto cantaban
mil pájaros distintos y hubiera necesitado un asesor para que me dijera a quién
correspondía cada canto. Había uno que se reía de un modo histérico y otro que hacía
una especie de eructo reflexivo. El perro de la casa no me dejaba tomar anotaciones
sobre el canto y sus emisores porque quería que le hiciera algo, un toque, un masaje, una
atención. El perro visitante blanco sabía que como tal no le correspondía el primer
lugar, comprendía su condición y se ponía a prudente distancia, esperando turno. El
gatito también quería algo, pero ahí me di cuenta de por qué los gatos tienen fama de
indiferentes: no se meten cuando no se puede. No es que era indiferente, se hacía. Al
mediodía fuimos al almacén y ahí estaba Santiago Zabala, domador. Fuimos a hablar a
las mesitas de afuera y estaba inquieto por algo, pero tardó un poco en decir: “Perdón, el
pollo, es por los perros”. Había comprado un pollo y lo dejó en otra mesa, se levantó
pidiendo permiso. Y, acá los ladrones son los perros. Zabala es de ascendencia vasca,
pero le gusta la vestimenta gaucha, lleva botas, una boina, y un pañuelito rojo al cuello.
Está sentado tenso, como esperando un examen. Cuenta que tuvo muchos oficios;
alambrador, parquero, encargado de campo, y domador. Como domador conoció
mundo: conoce Roque Pérez, Jesús María, Tandil, Olavaria, Tapalqué y fue a Buenos
Aires a las cabañas de la rural. Dice: “Yo inventé un espectáculo que le puse de nombre
‘Arréglese como pueda’. Se largan siete potros y van los jinetes corriendo amontonados
hasta los caballos para domar”. Y añade: “Yo a mis caballos les puse nombres de pájaros
porque me gustan. (¡Ay, mi asesor de pájaros!) Les puse Chingolo, Zorzal y Canario. Y a
mi perro le puse Gaby por Gaby, Fofó y Miliki. He tenido un petiso que se daba vuelta
como un perro y me daba la mano. Y mi cotorra chiflaba, después decía ‘Bicho feo’”. ¡Ay
ese asesor que se tiene que ir lamentablemente a cocinar su pollo! Yo lo tendría tres
tardes sosegadas preguntándole todo lo quiero saber. Sigue: “El zorro si huele un perro
se desparrama y se va con un grito, pero yo he visto un zorro amigo de un perro y no me
quieren creer. Yo he tenido dos zorros atados con cadena lejos de la casa, el zorro se
sacaba la argolla de la boca y se iba; no me creían, por eso ahora, yo fotografío, para que
me crean”. Saca el celular y con él fotografía alguna cosa.

Vuelta
Y cuando resuenan todavía los dichos en mi cabeza: “Clodomiro Barrera, qué hombre
tan trabajador, murió trabajando”,“El caballo cuando huele tormenta se pone junto al
alambrado”, empiezo a pensar: “Pobre Clodomiro, pobre caballo” y aparece la ruta, con
montones de autos que van y vienen a gran velocidad. ¿Parará mi combi? “Sí, para”, me
tranquilizan mis acompañantes, porque yo siempre pienso que no viene ni sale nada
hasta que viene o sale. Ya en la combi aparece el espíritu de Buenos Aires; viene llena,
nadie habla con nadie, todos van dormidos. Una chica, bonita y elegante, con muchas
pulseras en su tostado brazo, le dice al chofer:
–Parame en la Bajada de...
–No hay bajada, es parada –dice el chofer.
–Ay, me mataste, me dijeron la Bajada. Porque yo (un yo rotundo) me tengo que bajar
en la Bajada, no es posible que no haya.
Pacientemente el chofer se mantuvo en sus dichos y me parece que ella quería que el
chofer nos llevara a todos a su bajada virtual. Se bajó a regañadientes, sin agradecer.

La Patagonia manzanera

Mirando folletos
Un folleto viene a ser en teoría una guía para el que va a viajar. En la práctica, los
folletos me llenan de perplejidad. ¿Adónde iré primero? Hay turismo rural, religioso, de
termas (recuerdo una vez que fui a Copahue y vi salir a multitudes de la laguna del
Chancho que es un enorme pozo de barro; salían trepando por las laderas del hoyo todos
embarrados, cara y cuerpo; era como un espectáculo bíblico). No me voy a ir tan lejos
para ver gente embarrada; en realidad el de Copahue es turismo térmico-religioso, creen
en el barro. Turismo de negocios, ¿cómo será eso? Dinosaurios, no, no quiero verlos, ya
los sé de memoria y no quiero que ningún guía me señale la vértebra que les falta, yo no
me daría cuenta. Tampoco el avistamiento de cóndores, porque todos dicen: “Ahí va, ahí
va” y yo pregunto: “¿Dónde?”. Siempre me los pierdo. Nunca he avistado ningún cóndor
ni águila y eso no me quita el sueño. En otro folleto se lee “Asociación civil, ruta de la
pera y la manzana”. Eso quiero volver a ver, el monumento a la pera y la manzana, que
una vez vi de pasada, nomás. Me parece interesante un monumento a las frutas, son algo
útil y hermoso, algo vivo. Me gustan más que los monumentos ecuestres de los próceres,
que siempre los hacen con las patas delanteras del caballo en alto y les salen mal, los
escultores buscan un imposible, que es fijar la imagen del caballo en movimiento, con el
prócer tranquilamente sentado allá arriba. Lo mejor es no perderse en vacilaciones ni
divagaciones. Entones me digo: “Voy a ir, sí señor, por la ruta de la pera y la manzana”.

De Neuquén a Junín de los Andes


El aeropuerto de Neuquén es de color claro, y todo el camino que lleva a la estación de
micros está flanqueado por álamos, la estación de micros es nueva, para micros
provinciales, nacionales e internacionales. Un señor de Valdivia (Chile) le pregunta a
una señorita que está en la puerta cuándo viene el suyo. En esta estación no se puede
fumar en la explanada que está al aire libre, ni puede haber personas que despiden a los
viajeros. Ahí no se ve un perro, un papel, el suelo está tan limpio como una mesa de
billar. Esta estación de micros está pensada como un aeropuerto, lo parece y en la puerta
de acceso a los micros una señora controla los pasajes como en un preembarque y
custodia para que pasen sólo los pasajeros. Nadie despide a nadie, todos estamos en el
gran hall central un poco cohibidos por tanto orden. Yo extraño la presencia de algún
perro. Un pasajero me llama la atención, va con dos chicas mucho menores, no parecen
sus hijas, todos parecen como indios rubios y hablan lo menos posible, como para que
no se detecte su acento extranjero, vienen todos como percudidos por una larga marcha.
Ya en viaje, aparecen Cutral Có y Zapala. Tierra reseca, polvo amarillo. Es un terreno
chato donde se ven redondeles pelados de un color ingrato con puntos negros en el
centro. A veces unas pequeñas elevaciones, siempre del mismo color. Ni un hombre, ni
un caballo, ni una piedra interesante. Es como un contorno que amansa el tiempo, la
meseta parece eterna y el tiempo también. ¿Se deprimirá la gente que vive en este lugar?
Horas viendo el mismo árido desierto y cada tanto una casita sola que se disimula entre
unos pastos secos y pinchudos, se diría que la casita pide permiso para existir. Al
acercarse a Junín de los Andes aparecen ríos, árboles y montañas como trabajadas por
alguien en distintas escalas y otras con la superficie rayada, aparecen vacas, caballos,
alambrados y más lejos sierras que reflejan la luz. Ovejas. Piedras chicas y enormes. Y
arboledas de arbustos redondos color verde oscuro. Y verde que te quiero verde.

Una vuelta por el pueblo


Cerca de la plaza, una tienda tiene escrito con letra semi gótica un cartel: “Modas de
Mendoza” y más abajo un dibujo de una señora, un hombre y un nene... con la moda de
1960, fecha de la fundación de la tienda. “Sí”, dice el dueño, “la moda venía de
Mendoza”. En una esquina de la plaza, en lo que fue un almacén de ramos generales,
está el museo Roca Jalil, el primer almacén de Junín, según el dueño de la hostería
donde paro, nieto del propietario. Negrita Gutiérrez, a quien ya conoceremos, dice que
el primer almacén fue de su abuelo: “El dos de oro”. Sea como fuere, este es como un
museo de ramos generales porque guarda de todo. Entre miles de cosas, un almanaque
de 1910 que es una enciclopedia, tiene desde recetas de cocina a horarios de salida de
barcos. Fajas artesanales hermosas, una copia de la carta de Manuel Cafulcurá cuando
se rindieron. El encargado y guía del museo, Eduardo (excelente), dice: “De chico
trabajé en el almacén y acompañaba a los grandes en las ventas que se hacían en las
comunidades, sobre todo para curiosear en las casas de los mapuches, dentro de lo
humilde había muchas muy prolijas y se podía sostener una conversación larga y con
sentido con la mayoría de ellos”. Y añade: “Mi señora es de los pueblos originarios, se
crió con la abuela, cultivaban papa y avena para comer y el resto para vender.
¿Su apellido? Chauquepan”. Ahora ya no se cultiva más. Este negocio cuando era
almacén de ramos generales trabajaba con las comunidades con cuenta a pagar en un
año. Cuando se hacía la esquila bajaban de los campos y traían lana, cueros y se llevaban
toda la mercadería para el año siguiente. Esto tenía su razón de ser, no podían bajar en
invierno. Venían en carros de bueyes desde 60 kilómetros y cargaban hasta doce bolsas
de harina.
Hay también en ese almacén-museo un poncho que perteneció a Manuel Namuncurá,
botellas de bebidas que ya no existen, hilares y máquinas de hacer café de otros tiempos.
También un avestruz esculpido en un nudo de roble, hecho por un carpintero, que tenía
como otros cuatro oficios. Cuando yo salía del museo, entró un especialista en
enfermedades de aves marinas para hacer una consulta.
Clemente Damrauf, en su libro Patagonia azul y blanca dice que en la Patagonia
tenían obsesión a fines del siglo XIX por poner banderas argentinas, pero que
lamentablemente, el viento se las destrozaba. Ahora sigue el mismo viento, con tierra y
ceniza del volcán chileno y también sigue la costumbre de poner banderas argentinas:
están en los supermercados, en el carro del manicero y varios adultos que juegan al
vóley y al básquet en una cuadra que han cortado para eso, van con la camiseta
argentina. Junto a las canchitas improvisadas hay un cartel:

Mirate Junín
Deporte
Cine
Cultura

Hay un escenario chico y un equipo de sonido cuyas piezas van reuniendo trabajosa y
ostentosamente. Un hombre mayor, también con la camiseta argentina se mueve con
gran aparato y todos los que manejan el equipo de sonido se sienten miembros de
alguna comunidad tecnológica y también mirados por todos. Sobre los árboles chillan
montones de loros, en el arco de básquet están aprendiendo a encestar. ¿Por qué
encestan en público con tan escasos resultados? ¿Por qué el señor que está haciendo
malabares ante toda su familia no se arredra ni se descorazona si se les caen las bolas a
cada rato? ¿Por qué han puesto el cesto y la red de vóley tan juntos, que parece un Antón
pirulero? Cuando por fin llega la música a un altísimo nivel, los que encestan parecen
más motivados, los loros chillan más fuerte y todo entra en su apogeo. Debe ser que
como es verano esperan mucha diversión.

Un vía crucis novedoso


Subiendo los cerros hay un camino hecho en piedra, cada tramo de escalera desemboca
en una estación del vía crucis. Son 22 estaciones y es original hasta en el nombre, no le
dicen vía crucis, sino “viacristo”. En la primera estación, José y María son dos mapuches
que posaron para cumplir ese rol. La segunda estación es el bautismo. La cara es la del
padre Mateo, un cura que todavía vive, casi lo veo, pero se había ido para San Martín de
los Andes. En la escultura, arriba está el padre Mateo y debajo Jesús en forma de gruta
con un agujero. Según el guía, el agujero simboliza la unión de las dos culturas, la
mapuche y la cristiana. (Mientras escribo esto en un café de la ciudad de Neuquén, un
vecino de mesa llama por el celular pidiendo un veterinario: “Mandame uno porque acá
sólo hay veterinarios de gatos y pajaritos”.) Sigo con las estaciones. La tentación es una
víbora con ojos de perro.
La víbora está en el piso, más bien el piso tiene forma de víbora y alrededor de ella
están Bush, Hitler, Stalin y el propio escultor Santana, porque nadie está exento.
Significa que ojalá logremos vencer a las tentaciones, no como todos esos que se
sometieron a la tentación del poder. En otra estación aparece Jesús vestido con un
poncho corto predicándole al padre Mugica, a Gandhi, a Luther King y a una santa local,
Laura Vicuña, que dio la vida por su madre. Lo bueno de las esculturas de este vía crucis
es que las caras se reconocen en general, lo malo es que es muy largo, dura unas tres
horas y no hay dónde sentarse ni agua. Me fui con la conciencia turbia por emprender
una fuga pública frente al rebaño y a su pastor que era el guía porque tenía mucha sed y
hacía calor. Me perdí por una huella natural que tenía hasta bosta de caballo. Era un
sendero que nada tenía de simbólico, digamos. Cuando me acerqué a las casas, se
escuchaba música de reggaetón.

Una desventura en las montañas


Como algunos campings de la zona del volcán Lanín fueron entregados a comunidades
indígenas para que los trabajaran, ahí me dispuse a ir segura de encontrar muchas
historias de vida y un material excelente de todo tipo. En el micro había gente de todos
lados, una chica griega que viajaba sola, dos belgas que iban cada una por su lado y se
conocieron en la zona del Lanín y mi compañera de banco era una chica que hablaba,
muy excitada con las de adelante. Estaban muy excitadas porque los chicos ya las
esperaban en el lugar de acampar. Llevaban arroz pero se olvidaron de las cacerolas,
pero qué importaba, si los comentarios de mi compañera de banco eran: “Él estaba
recaliente”. Y después: “Me miró con harta bronca”. Esa construcción es chilena, pensé.
Por el camino, una confitería con un cartel: “Delicias del fin del mundo”. Saliendo de
Junín de los Andes aparecen los cerros tupidos de vegetación. Al lado hay árboles
enfilados como soldaditos. Después viene una parte monótona, terrosa y el chofer del
micro ponía una canción: “No te equivoques, yo no soy tu vida, tu vida tiene un montón
de colores y aunque pienses que te estás muriendo recién estás aprendiendo a vivir”.
Después de esta canción filosófica, vino una más práctica: “Acepté su mano porque es
heredera de las tres estancias del tío Miguel”. Luego, cuando todavía seguían los cerros
bajos y pasto seco, se oyó una milonga galopante. Y aparece el lago y me bajo en la
parada de la capilla como me indicaron. Dentro de ella, un cartel: “¡Sus vitraux son el
diseño del escritor Tolkien para su libro ‘El Hobbit!’”. “Esta capilla está donde se hizo el
primer bautismo en Neuquén en 1630.” Muy histórica la capilla pero el baño queda
como a cinco cuadras, en el bosque. Allí una señora mapuche vende café y galletitas. El
café se toma de parado y la señora está haciendo pan casero para la gente que va a
acampar, a pescar y a andar a caballo. Y fabricar pan le debería parecer un hobby de lo
más descansado en comparación con su vida de chica; iban a caballo a la ciudad de
Junín, ella con ocho años, 20 horas de marcha. No había puestos sanitarios y las
mujeres parían solas. Cuando me contó que entre las diversiones que tenía cuando era
chica estaba la de deslizarse por la nieve envuelta en una bolsa, se rió y me dijo: “Ahora
todavía lo hago”. Y su nene se rió con ella, pícaro. Muster, el viajero inglés que recorrió
la Patagonia y conoció a los manzaneros dice: “Se deslizan con una tabla por la nieve, a
la rusa”.
Para cruzar el río se toca una campanita y viene el barquero del otro lado. Es el lonko
segundo (vendría a ser el cacique segundo), me dijo la señora que amasaba. Yo pensaba
en un barco grande, cómodo. Eso era una cáscara de nuez, yo estaba desabrigada, no sé
nadar, no sé remar y no quería pisar donde el lonko me indicaba. “Pise acá”, me decía, y
a mí me parecía como hacer pie en Marte. Tenía que pisar un promontorio. “Yo no
subo”, le dije. Después me di mil razones: “Está por llover, si cruzo del otro lado y llueve
me quedo varada toda la noche”. Pero no era por eso, yo no quería subir, hubiera
preferido un pantano. De modo que volví a la capilla. Estaba totalmente abandonada, no
había ningún cura ni cuidador, de vez en cuando entraba algún grupo familiar que iba a
acampar, a pescar o a andar a caballo; miraban asombrados la existencia de la capilla, se
persignaban ligerito y se iban a lo planeado. Al mediodía no venía nadie y me puse a
comer las galletitas que había comprado en el kiosco dentro de la capilla. Era como la
guardiana de ese lugar, era también una refugiada porque ahí estaba más calentito que
afuera y ante cada gente que llegaba trataba de aparentar una sensatez digna de mejor
causa. Era la una de la tarde y el colectivo pasaba a las seis, tenía tiempo como para
evocar mi vida pasada, o más bien mis vidas pasadas y las posibles. Pensaba: “Si yo
supiera manejar tendría un auto y me iría raudamente, si me hubiera abrigado no
tendría frío”. Pero no podía fantasear mucho; no sabía manejar, ni remar, ni nadar, ni
siquiera tenía el tino de haber llevado una botella de agua. A la hora de quedar varada
entré a preguntar al que entrara si volvía a Junín, nadie volvía, pero una pareja me
acercó a un puesto más cercano, por caridad y de ahí otros me llevaron al pueblo, que
ahora llamaba con respeto ciudad.

La Negrita Díaz
Un artesano de la feria me dijo:
–Usted tiene que ir a lo de la Negrita Díaz, en el barrio todos la conocen.
–Yo no voy a preguntar por Negrita Díaz, queda mal.
–A ella le gusta que la llamen así.
Cuando llego más o menos a la altura de su casa le pregunto a un hombre en bicicleta:
–¿Cerca de acá vive la Negrita Díaz?
Pregunto con duda, como si dijese un nombre inapropiado y me fueran a corregir.
–Sí –me dijo entusiasta–. Recién pasó para allá, qué lástima, seguro que fue a
comprar.
Yo, atribuyéndole dones de omnisciencia, le pregunté:
–¿Y va a volver?
–Claro, seguro vuelve, debe haber ido a comprar pan.
En la puerta de la casa, un cartel: “Negrita Díaz”, y debajo, más grande, “Artesanías”.
En el jardín delantero tiene flores de todas clases y un gran papá Noel envuelto en
guirnaldas. Delante de la casa hay una hermosa arboleda que tapa los cerros, ahí
termina la parte urbana de Junín. El timbre de la puerta tiene un cartel: “Riesgo
eléctrico”, y un perro me mira con las orejas alerta. A los diez minutos viene la dueña de
casa y me dice: “La vi venir”.
Es una mujer mayor, pero con ojos que echan fuego.
Se mueve como una muchacha.
Es tal la cantidad de objetos que tiene en esa salita y ella habla y se mueve tan ligero
que no sé en qué momento fue a hacer mate. Es una persona que funciona como si el
movimiento fuera la regla y el reposo la excepción. Y su casa, igual, es como si el
abigarramiento fuera la regla y lo vacío algo a ser llenado. (Sólo está vacío el piso.) Hay
coleccionistas de ciertas cosas específicas pero ella junta de todo; muñecas y juegos de té
de cuando era chica, cafeteras, piedras de todos los tamaños, botellas que puso
en una especie de nicho en la pared con luz especial para que se vean iluminadas por
detrás, papás Noel de todos los tamaños, sobre una escalera tiene el trineo que parece es
de mucho uso todos los años porque hace funciones para los chicos del barrio, tiene un
pedazo de atrio de la iglesia.
Le pregunté cómo lo consiguió, pero no entendí la explicación. Además no es una
persona de dar explicaciones.
Tiene una colección de pesebres, y las botellas iluminadas parecen ángeles en ascenso
al cielo. En el patio trasero hay un árbol al que ella misma le dio forma para que
funcionara como árbol de Navidad. Empezó a hablar así: “Yo soy nieta del primer
cantinero de Junín, era proveedor del ejército y mi abuelo fue el primer dueño del
almacén ‘El dos de oro’. Yo prendí más de mil lamparitas para el pesebre y me hicieron
una denuncia por gasto de luz y es porque es gente que no comprende el arte, por eso yo
no tengo donde exponer todo esto, no me dan sala. Invité a la de cultura, ¿te creés que
vino? Acá vinieron a verme Los Nocheros, Sandra Mihanovich, y ese retrato que estás
mirando allá de Darín es porque lo adoro, ojalá viniera a visitarme alguna vez. Yo me
quebré una pata hace dos meses y como tenía que estar en reposo (no me banco el
reposo) hice esos cuadros de tango. Están trabajados con piedra molida muy finita
machacada a golpes. Eso hice yo en la cama. Lamentablemente la cultura no es valorada
acá. Ahora que me curé, vuelvo a bailar tango. Es lo mío. A mí no me importa, si no me
dan un lugar, yo me lo hago acá en casa”.
Le pedí pasar al baño. Sobre el inodoro tiene un cobertor afelpado con a cara de papá
Noel, sobresale la nariz. Arriba un cartel “Por favor, no se siente sobre Papá Noel porque
se le achata la nariz”. La cortina de la ducha es roja, porque es la capa de papá Noel y
hay también una alfombra de baño en el mismo tono. Pero no para ahí la cosa, tiene un
loro embalsamado que cubre su cabeza con un gorro diminuto de papá Noel y al lado
tiene un nidito con huevos que ya sean reales o fabricados, demandan mucho esfuerzo,
encontrarlos o hacerlos. Me muestra el libro de firmas de visitantes, reviso lo que han
escrito, todas cosas admirativas y llenas de alabanzas, algunos dejaron mensajes
incomprensibles, como “que sigas siendo siempre tan buena persona”. Yo no quise ser
menos, puse un elogio y me fui.

Elba Calfuqueo
Voy a la casa de Elba Calfuqueo, tejedora afamada de origen mapuche. Vive a unas
doce cuadras del centro de Junín, en un barrio donde se ven los cerros. Cada casita está
pintada y tiene su jardín delantero. Es un barrio hecho por autoconstrucción y lo
primero que veo es un nene enseñándole a andar en dos patas a un gatito. Ese chico no
me puede guiar y recurro a una vecina. Cuando entro a la casa de Elba estaba saliendo
su marido de origen ¿mapuche?, ¿pampa?, ¿araucano? Es distinto a Elba, con grandes
ojos negros redondos. Parece de otra etnia. Recuerdo lo que cuentan Muster y otros
viajeros: Ya en el siglo XIX se habían mezclado todos, los del norte de Patagonia con los
del sur. No es extraño, los confines del gran cacique nor patagónico Sayhueque llegaban
hasta Chubut. Como sea, el marido de Elba me saluda con mucha simpatía. Elba me
hace pasar a una cocina comedor en la que una nena de unos siete años, su nieta, pega
figuras en un cuaderno. Tomamos mate y al rato aparece Marta, la hija de Elba, de unos
treinta y cinco años. Hizo el secundario y le hubiera gustado ser historiadora, pero no se
le dio. En el secundario no le enseñaban la historia mapuche, le enseñaban griegos y
romanos. Marta, como su madre Elba, saben la historia de su pueblo por transmisión
oral. Elba contó que su abuela decía que habían venido escapando de Chile, arriaban
animales y venían con carros de bueyes. Cuando se asentaban sembraban avena y trigo,
pero venía el ejército y destruía las casitas. Eso en tiempo de la abuela de Elba. Ella
nació en una comunidad mapuche, tejían en telar para vender, criaban corderos y los
que eran allegados no se mataban. No había puesto sanitario ni radio rural, debían ir a
caballo a Junín, eso sí, había escuela de monjas, que eran muy buenas pero una era
italiana y enseñaba hablando ese idioma y otra maestra, alemana.
Tercia Marta: “El 70 por ciento de la gente de Junín es mapuche y no quiere
reconocerlo. Hay comunidades que viven muy bien, yo hace años fui a Chiquihuin, y
tenían una casa hermosa, con muebles muy buenos y estaban preparando una película
sobre los pueblos originarios”. (Ya me habían dicho en Junín que algunas comunidades
son ricas, que tienen hasta Direct tv, y buenos autos.)
Pero me gusta más la casa de Elba, con su baño decente, su abuela que le enseñó a tejer
y su mamá que le dijo: “No pidan nada, todo lo han de ganar trabajando”.
Marta dice: “La abuela tenía un mapa de Junín en la cabeza, me llevaba para visitar
casas y no salíamos nunca de cada una, entrábamos a saludar a todo el pueblo.
Muchos de ellos eran libaneses, que tenían mucho acercamiento con la gente de la
comunidad”. Y añade Elba: “Mi mamá sembraba y tejía, los últimos tiempos, como no
veía, hilaba de memoria”. Le comento lo linda que es la casa de ellos y me dice: “La
hicieron mi marido y mis hijos, todos trabajan en la construcción”. Le regalo a Marta el
libro de Curruhuinca y Roux, “Sayhueque, el último cacique”. Lo había hojeado pero no
lo tenía; le gusta el regalo. (Uno de los autores es indígena, quiere decir “Amigo de los
cristianos”.) Le pregunto a Elba por qué es tan distinta la calidad de los tejidos
artesanales de la feria de artesanos de la que se exhibe en el museo Roca Jalil. Me dice
que es un arte que se va perdiendo, se ha trasmitido de padres a hijos y nadie tiene
paciencia ahora para hilar. Me muestra lo que ha tejido ella: mantas perfectas, fajas y en
una repisa, los premios recibidos, muchos regionales y uno de la feria de Palermo, en
Buenos Aires.
Me despido pensando que en realidad había ido a esa casa para comprobar si algo de lo
que había leído sobre los manzaneros quedaba en el presente. Había leído que hacían
postres de manzanas y piñones, los comían en platos de madera o en caparazones de
peludo, que cultivaban trigo y avena (como la abuela de Elba y como ella misma en su
infancia). Usaban mantas de piel de gato, eran plateros, extraían la plata y la fundían,
usaban pomada preparada con médula de guanaco para preservar la piel de la cara del
viento seco de la montaña. Según Muster, se bañaban todos en el río a la mañana y
llevaban ropas cuidadas. Los caciques, botas y poncho (como los que vi vestidos de
paisano comprando yogurt en el supermercado). Y el gran cacique manzanero
Sayhueque, amigo de los cristianos, el que había confiado en ellos tanto tiempo, el que
gobernaba desde el río Negro hasta Chubut, bajaba y subía constantemente y otorgaba
salvoconductos para pasar a Chile, se rindió amargamente en 1885.
Cipolletti
Llegué cansada a Cipolletti, sin ganas de salir a recorrer o a comer. Estaba tan cansada
que no me importaba si el hotel era muy conveniente o muy inconveniente. Tenía una
entrada mínima, como de zoco de zapatero y detrás de una ajustada mesa dos hombres
estaban conferenciando. Uno tenía la nariz hinchada como una bergamota y una sonrisa
bondadosa, el otro, mayor, con aire de estar fuera de lugar, de pertenecer a otro oficio,
de estar atrapado por algún pensamiento. Por estar distraído no agarró mi valija para
ayudarme a subirla, no por descortés. Me dio algunas indicaciones sobre el uso de
objetos en la habitación con la misma prescindencia y me dijo:
–Soy nuevo en este oficio, lo del aire vamos a ver cómo funciona.
Por una parte me alegró que no supiera, siempre me cuesta aprender la tecnología que
hay en las habitaciones, pero él era mi guía, caramba, a ver si tenía que explicarle yo
todo. Cuando me explicaba hablaba como de memoria, no parecía vanidoso ni codicioso
de puestos superiores al que tenía, parecía un jugador que pagaba su deuda con trabajo.
En cuanto se fue me tiré en la cama y prendí el televisor. Tenía un cable de mierda con
un canal que pasaba puros teleteatros mexicanos, todo el día teleteatros con el mismo
esquema, dos y un tercero incluido. Siempre el tercero, para que la madre de uno de
ellos se escandalice y advierta con ese tono de reproche llamando al protagonista “Luis
Adalberto” con un tono campanudo que quiere ser visceral o llamándola a ella “Clara
Sofía”, advirtiéndole que el papá mira desde el cielo. Y el villano con indiscutible cara de
tal, con ojos verdespesos de víbora. Y si se cambia de canal hay una que cocina quién
sabe qué y yo con el hambre que tenía y no quería bajar. A dormir.

Una primera ojeada


El hotel está frente a una plaza, al lado de esa plaza, otra. Caminando más allá hay una
sucesión de espacios verdes extendidos, apenas transitados, es como si todo ese espacio
me llevara a recorrer los cuatro puntos cardinales. Es un pueblo tan abierto que no lo
comprendo. Me desconcierta la posibilidad de ir para cualquier lado, así que costeo
prudentemente las plazas. Muchos negocios de repuestos de automóviles, de tuercas y
tuercones. Un cartel dice “Gastronauta”. Me pareció una escuela de cocina, dos vestidos
de cocineros amasaban pan en una superficie enorme y pulida. Acá el espacio parece
sobrar. Me siento en el café “Capuchino” para reorientarme. Si uno mira a los clientes
del café, todos muy concentrados leyendo el diario, uno diría que está en un pueblo con
mentalidad de ciudad. Nadie se distrae con lo de afuera, cada uno está en lo suyo. Pero
si se va a la biblioteca, nueva y amplia (todo el pueblo parece nuevo) uno creería que
está en una ciudad con mentalidad de pueblo. La biblioteca tiene una hermosa sala
como para aislarse e investigar, pero hasta ese entrepiso llegan las charlas de las
bibliotecarias de la planta baja. ¿Reciben a vecinos, a conocidos? Se escucha: “¿En qué
anda?”. Y es el detonante de una conversación infatigable y ruidosa, como si la
biblioteca fuera un centro de tedio que debe ser amenizado. Leo algo de la historia de
Cipolletti. Exhala orgullo. Cipolletti es la ciudad que tiene más espacios verdes de toda la
zona, es la primera en tener un edificio alto y un señor llamado Anacleto Badillo fue en
1924 impulsor del progreso. En otro libro hay fotografías del señor Anacleto Badillo de
bebé, sentado sobre una mesa redonda, de comunión, etc. Me gustó el escudo de
Cipolletti, que es un árbol con frutos rojos. Le pedí a la bibliotecaria que me diera el
nombre y la dirección de un escritor local. (Hay una casa del escritor pero está cerrada
por vacaciones.) Me dijo que no podía darme nombres, que la comprometía. De la calle
vengo y a la calle me voy. Entonces me tomo un taxi para hacer una recorrida global por
esta ciudad a ver si la comprendo de una vez. El taxista me explica la historia del señor
Cipolletti: era un ingeniero hidráulico italiano que planeó un sistema de acequias y
nunca llegó a ver el pueblo porque se murió en el barco que lo traía. Lo dijo como si
Cipolletti se hubiera muerto el día anterior. El taxista era un hombre entusiasta y me
dijo que no me podía ir de ese pueblo sin ver el monumento a los italianos. Me pareció
comprender que Cipoletti planeó las acequias, porque el suelo de origen era muy seco,
los italianos inmigrantes plantaron la fruta, que se exporta muy bien y con ese dinero
compraron esos lindos autos y chalets que tienen. El monumento es como un templo
con arcos, un acueducto que parece un tanque de agua, y están la loba y Rómulo y
Remo. Así como hay un vía crucis mapuche o del encuentro de culturas, con este
monumento quieren decir: “Acá somos todos italianos”.
Y algo de razón tienen: los romanos inventaron las quintas de fin de semana y aun los
patricios iban a sus huertas a carpir la tierra, para hacer lo mismo que sus antepasados
austeros y en sus huertas sembraban, como los de Cipolletti en las chacras. Le dije al
taxista que quería ver a un escritor; no sé por qué, si en Buenos Aires no veo a ninguno,
más bien para hablar con alguien con algún pretexto. El taxista no sabe, pero llama a un
amigo que sabe y me lleva al negocio de Pascual Marrazo que es de venta de
carburadores. Me dice: “Acá hay tucumanos, mendocinos, cordobeses, chilenos, sobre
todo de Temuco y sus alrededores”. Yo soy de Buenos Aires, vine con el cipollettazo y me
quedé. En esa época los militares quisieron echar al intendente y la gente se opuso. Le
comento que en la plaza San Martín vi muchos carteles pidiendo justicia, reclamos por
violencia de género, por aborto legal. Me comenta que hubo muchos crímenes sin
resolución.
Le pregunto qué actividades desarrollan en la casa del escritor. “Hacemos talleres
literarios y nos coordinamos nosotros mismos, somos unas veinte personas, en general
mayores.” Le pregunto si la ausencia de coordinador no conspira contra la calidad de los
textos. Me dice: “Yo soy enemigo de la figura del coordinador, porque su presencia
impide las discusiones”. (Cómo me hubiera gustado escuchar esas discusiones, en
realidad veinte personas ya vendrían a ser un congreso de escritores.) Pero no olvidemos
que en Cipolletti todo es a lo grande, el pasado romano, las calles anchísimas y las rutas
que conducen a todas partes. Dice: “Acá a las presentaciones de libros vienen veinte,
treinta personas, no como en Buenos Airess que es una vergüenza, he visto
presentaciones de seis personas”.
Cuando salgo, un cartel: “El pollo cipolleño”. Cipolleños se llaman.

Neuquén
¿Qué es lo que distingue una ciudad pequeña de una un poco más grande y a esta de
una ciudad crecida? Por ejemplo, los límites. Cuando la ciudad es chica, los límites se
presienten. En Junín los cerros se ven por todas partes y son contundentes. Uno puede
suponer que de los cerros bajan desperdigados esos paisanos que se ven en el centro,
que van con faja, botas y sombrero negro. Se los ve sentados en la plaza y en el
supermercado, callados, mirando largamente a las personas cuando no los miran;
cuando uno está cerca miran para otro lado. ¿Qué estudiarán? Misterio. Les gusta
sentarse a estudiar la gente en la estación de micro, donde van los mochileros rubios
percudidos por el sol. Los paisanos deben pensar que una extraña manía lleva a los
mochileros a mirar los mapas, y a escalar con frío y con lluvia. En Cipolletti no hay
límites porque viene a ser el conurbano de Neuquén, la entrada a la misma. (Los de
Neuquén llaman a Cipolletti “el dormitorio”, porque muchos van a trabajar allá, que es
otra provincia pero está al tiro.) Y en Cipolletti ya no hay paisanos, algunos hombres
llevan una gorrita vasca que les da cierto aire barrial, como de que “damos una vuelta”
cerquita, nomás. Y muchos hombres llevan pantalones cortos que en Junín son
privativos de los mochileros o de porteños que eligieron vivir allí, pero que tienen un
aire cosmopolita y viajero, como si Junín fuera la estación en que recalaran después de
un largo viaje. Pero tal vez lo que defina el tamaño de una ciudad es que, cuando más
grande es, menos se adivina quién es una persona, de qué trabaja. En Junín uno sabe
quién es quién. Hay mochileros, paisanos, muchas personas de origen mapuche pero de
distintos sectores sociales, se los puede evaluar por el coche de los bebés, por los autos,
etc. Pero en Neuquén aparecen caras inclasificables, como preocupadas por algo
privado, como si la ciudad los hubiera pasado por su cedazo.
Otro índice del tamaño de una ciudad es el trato que se le da a los perros y la apariencia
de los mismos. En Neuquén he visto a gente que lleva a los perros a pasear (muchos
viven en departamentos). Y un local: “Spa para perros”. Este cartel sería inadmisible en
Junín, donde nadie vive en departamento y no he visto acariciar a ningún perro. Aunque
el dueño se encariñe con él, el perro aquí no es mascota. El trato dado a los perros en las
ciudades (vestirlos, celebrarles el cumpleaños, etcétera) tiene que ver con berretines
urbanos. Las ciudades están llenas de sueños, de soñadores, de personas
incomprendidas. Y a veces vuelcan sus sueños en la instrumentación de un perro o de
un gato de mil maneras. En los pueblos más chicos, el que tiene un sueño o un berretín
suele ser estigmatizado como loco o recibe el nombre de su manía. Puede el soñador ser
visto incluso con simpatía pero desde un “nosotros” que no somos él. En fin, el loco o los
locos del pueblo, aceptados simpáticamente o no, son asimilados y pensados por todos.
Es como si el pueblo tuviera un pensamiento común en cuanto a las normas, la sensatez,
la cordura, el estar ubicado. Cuando esto empieza a trastabillar, es que el pueblo se está
convirtiendo en ciudad. Cuando la gente empieza a decir “Son criterios” estamos
acercándonos a lo que sería una ciudad. Lo mismo vale para los principios políticos. Los
derechos, el reclamo de los mismos, es una lucha ciudadana. Planean en el mundo del
deber ser, o sea, el de la ley. En los pueblos chicos la ley está encarnada en personas, y
las personas saben y pueden todo en relación con la vida de los otros. Entonces el
pensamiento sería así: por una parte Fulano es un jodido, pero por otra, es el único que
sabe arreglar la bomba de agua. Por una parte mi vecino comete frecuentes infracciones,
pero suelo necesitar de él en muchas ocasiones, así que no digo nada. Por eso Neuquén,
que es una ciudad de tamaño considerable tiene muchas asociaciones de derechos
humanos para defender causas de todo tipo.

Neuquén, capital nacional de los derechos humanos


En Cipolletti, Lorenzo Kelly, periodista, me había contado: “Antes Cipolletti no estaba
unida a Neuquén, se iba en balsa. La cantidad de habitantes de Cipoletti y de Neuquén
era similar, unos treinta mil habitantes cada una. Ahora Cipolletti tiene ochenta mil y
Neuquén unos trescientos mil habitantes”. ¿Cómo aumentó tanto la población de
Neuquén? En el 73 entran once familias por día de todas partes; faltaba personal de toda
clase, venían de Buenos Aires, de Catamarca, de Tucumán, de Santiago del Estero
(muchos petroleros).
Añade que muchos sanjuaninos y bahienses vinieron buscando un refugio, escapando
de las deudas que tenían en sus provincias de origen. Y a ellos se los gasta diciéndoles:
“Vos te viniste debiendo quedarte”.
Me habían dicho en Cipolletti que hace cincuenta años, Neuquén era todo en color
sepia. Algo de eso hay ahora en las calles con sombra. En las soleadas, el sol es
abrasador. Toda la zona de la catedral es umbría, oscura. La catedral es notable por sus
murales. En uno de ellos están las madres de plaza de Mayo, en otro, un grupo de
personas rodeando a monseñor de Nevares, figura señera en materia de derechos
humanos y a este llevando una cruz. Una inscripción: “En esta capital se defendió a los
inmigrantes, especialmente a los que eran víctimas de dictaduras vecinas”. Y en 1976,
cuando el golpe de estado era inminente, la catedral dispuso dejar las puertas abiertas
para refugio del que necesitare. Me comentan que los trabajos y reclamos de género,
también los impulsó el obispo. Dentro de la catedral, debajo de la imagen de San José,
una curiosa inscripción: “Dinos, José, ¿cómo se vive siendo número dos? ¿Cómo se
hacen cosas fenomenales desde un segundo puesto?”.
En un altar lateral hay una foto grande de De Nevares. Ahí reposan sus restos. Una
mujer frente al retrato le reza, ungiéndolo santo. Más que le reza, le habla, con sus dos
brazos abiertos.

Los derechos en acción


Motivada por lo que vi en la catedral, entrevisto a la señora Gladys Rodríguez, que se
ocupa de defender los derechos de personas privadas de su libertad. Vino de Buenos
Aires hace muchos años y vive a cinco cuadras de la catedral donde Neuquén se vuelve
más residencial. Es un barrio agradable, con casas de ropa elegante y una de ellas
llamativa: un conjunto de vestidos de un rojo furioso, vestidos para quince años, novia y
madrina. Así se casan ahora, según la dueña. El departamento de la señora Gladys es
gentil y discreto como ella. Le pregunto:
–¿Qué movimientos de derechos humanos hay en Neuquén?
–Madres de Plaza de Mayo, Centro de profesionales por los derechos humanos,
Asociación Hijos, Movimiento feminista, en marzo empiezan los juicios en Neuquén.
Nuestra asociación se llama Zainuco. Recibe el nombre de una localidad cercana a
Zapala. En 1916 hubo una fuga de la unidad carcelaria, se escaparon con intención de
pasar a Chile, ocho de los dieciséis se rindieron, pero fueron fusilados y abandonados
insepultos. Chanetton, director del diario local viaja a Buenos Aires para denunciar, lo
matan en Neuquén fingiendo una riña. Para nuestra asociación él es el primer militante
de derechos humanos de Neuquén.
–¿Qué actividad desarrollan ustedes en la cárcel?
–Bibliotecas con veinte libros en cada pabellón, talleres diversos con voluntariado, y
todo tipo de actividad de promoción de personas.
Me entrega un folleto adjunto sobre la requisa a las visitas en las cárceles, donde se
comenta el trato degradante que reciben estas.
–¿Qué resistencias han tenido para realizar sus tareas?
–Desde el 2003 tenemos prohibido el acceso a las cárceles, aduciendo que los presos
se volvían más levantiscos y que podrían atentar contra nuestra seguridad. Y sin
embargo permiten el acceso de ocho iglesias. Trabajamos con los familiares.
Seguimos hablando de cosas variadas conectadas con el tema, y me dijo:
–La violencia policial se manifiesta dentro y fuera de las cárceles.
Salgo pensando en los derechos. ¿Y yo qué derecho tengo? A comer, por supuesto, pero
no necesariamente en un buen lugar así que como en cualquier parte unas empanadas
frías, caras y mal servidas. Es la una de la tarde, tengo derecho a no insolarme, porque
no es un sol que advierte como el de Buenos Aires, este castiga. Deseo ir caminando
hasta el hotel, son como doce cuadras, deseo pasar por la cafetería que queda a dos
cuadras de mi hotel, siempre abierta aun a las siete de la mañana donde una señora
silenciosa y eficaz hace todo bien: limpia el baño como Dios manda, sirve unas
medialunas muy ricas y en la puerta puso un banco para que se sienten los viajeros
aunque no consuman. Tengo el derecho de dormir la siesta, me tomo un taxi y voy al
hotel; yo al hotel le digo “casa”.

La fábrica recuperada y el museo


Me propongo ir a la fábrica Zanon recuperada por los obreros. Para tomar un colectivo
debo atravesar una zona de grandes parques verdes donde está el museo arqueológico
absolutamente escondido. Ningún transeúnte sabe de su existencia y cuesta llegar. Una
vez dentro, el clima es desalentador; muy buenas inscripciones, pero la guía, que no
ofició como tal, está deseando que me vaya, debo interrumpir algún reposo del personal.
Pocas piezas y en una zona destinada a exhibiciones de cuadros, fotos, etc., unas
fotografías caseras de perros, nenes o lo que venga que puso alguien sin permiso de
nadie. ¿Por qué ese museo está tan dejado de la mano de Dios? Me explicaron después,
que al ser la población de Neuquén tan nueva y todos migrantes de distintos lugares del
país y toda gente que ha venido a trabajar y forjarse un futuro, no hay interés por el
pasado, no tiene Neuquén una identidad fuerte. Si el pasado no importa, voy a ver el
presente, que es la fábrica recuperada. Queda como a ocho kilómetros del centro y debo
tomar un colectivo pasando la zona del museo. La cuadra donde sale el colectivo es
totalmente asoleada. Termina el centro de la ciudad y aparece un conurbano muy raro,
aparecen unos cerros áridos y amarillos y cuando uno cree que va a la ruta, a otro lado, a
otra ciudad, aparece un caserío tupido. Ahí está la fábrica y me recibe Zulma, operaria y
delegada. Me dice: “La fábrica se recuperó en el 2009. En el 2001 la empresa anuncia
que no paga sueldos, retira los servicios de transporte, enfermería, los obreros en
asamblea montan carpas al borde de la ruta. En el 2002 los compañeros mapuches nos
ofrecen canteras de arcilla para producir, también nos ayudó toda la comunidad, los
presos de la cárcel nos dieron alimentos y después nos apoyó la universidad en la parte
técnica”. Y añade orgullosamente: “La fábrica ahora da ganancias. Yo antes trabajé en
una empaquetadora de fruta pero ahora es muy distinto porque acá hacemos todo en
asamblea, que yo las vine a conocer en Zanon”. Le pregunto qué aprendió de esa
experiencia. Dijo: “Se ve la diferencia de pensamiento de cada uno, se aprende el punto
de vista de los otros, se aprende a luchar y a no quedarse con lo que el otro dice, me
cambió la vida. Zanon nunca apareció, nunca dio la cara ningún directivo, yo el concepto
que tengo de los directivos es que son personas pero no son humanos, te usan mientras
les servís. Antes no podíamos llevar en la cartera ni tampones para el período, porque
como tenían siempre sospecha de robo, nos requisaban todo. Ahora tenemos otros
derechos”.
Me entrega un folleto donde se lee que frenaron cinco órdenes de desalojo, que los
obreros fueron amenazados de muerte, y que los visitó León Gieco, Manu Chao y
muchos otros. Adelante.

Un porteño típico
Están en Neuquén los que vinieron a trabajar y también los que han venido a hacer un
cambio de vida. Edmundo Rivanera nació en San Juan y Boedo y tiene más años de
neuquino que de porteño. Vino a los treinta años a Cutral Có. Dice: “Yo y mi señora
vinimos para crecer como individuos, gozábamos de la naturaleza, hice a pie con mi
perro el camino desde Cutral Có hasta la barda negra, en el camino encontré pinturas
rupestres, bosques de araucarias fosilizados. Me llamaba la atención el cielo que se cae
encima, con las estrellas bajas, el olor de las plantas, el agua del río Limay, yo me veía
los pies en el agua, tenía que empujar el coche como diez cuadras con viento y arena. Y
no me voy a ir de acá, me gusta porque uno puede hacer lo que quiere”. Y lo hizo: fue
periodista toda su vida, es psicólogo social y ahora cuenta cuentos en la cárcel. ¿Qué es
lo que conserva de porteño? La vestimenta muy pulcra, como la del que tiene que ir a
una oficina o empresa y la lengua rápida. Comento lo árido del suelo de Zapala y me
dice: “Acá la llaman capital nacional del aburrimiento”. Tiene un conocimiento global de
la zona: “El valle del Río Negro es un cinturón muy largo que inventaron los ingleses
para llegar al Pacífico, Zapala quedó como final de riel y luego abandonada, son los
tanos los que van a hacer florecer todo el valle”. Se supone que la palabra Neuquén viene
de Met.ken (grande, magnífico). Dice: “La Patagonia entera se está formando, una vez
que salimos de las ciudades y pueblos es desierto. Debajo del suelo de esta ciudad, hay
dinosaurios”.
Y me despedí de él y del restaurante Santino, donde las chicas mojan las plantas con un
aparato novedoso, donde puedo fumar sin que me echen, una de mis postas.
Aeropuerto de Neuquén
En la calle, 38 grados de calor, nadie pregunta la sensación térmica, sería echarle más
leña al fuego. Ese calor mortifica, ahí entiende uno el sentido de la palabra
“mortificación”. Uno o se queda quieto sin moverse en la planta baja del aeropuerto
donde llega un poquito de aire acondicionado o sale afuera a fumar y se expone a un
castigo. Pero –me digo– puedo ir a tomar algo al bar del primer piso, que se ve tan
bonito. Subo y me mareo, entro a percibir todo turbio. Tres norteamericanos están dele
tomar cerveza, no sé cómo pueden, tendrán otra clase de cuerpo, más indiferente al
clima. Le comento al mozo que estoy mareada. Me dice:
–Es que acá hace siete grados más que afuera porque el aire no funciona.
¿Y los derechos del pobre viajero? Este sería el derecho a respirar.
En ese desasosiego de ir de arriba abajo, de abajo afuera, mis recuerdos de Neuquén se
vuelven hilachas. Apenas recuerdo la librería “El Amante”, con su dueña de Temuco,
Chile, bien surtida, donde iba a revisar libros. Si la temperatura fuera agradable,
seguramente diría: “Voy a volver a Neuquén”. Pero con ese clima, en venganza me digo:
“No vuelvo nunca más”.
Todo el aeropuerto está lleno de gente, todos vamos a Buenos Aires, hay cordobeses
que vienen de San Martín de los Andes, peruanos, salvadoreños, franceses y muchos
porteños que vienen de la montaña. En el aeropuerto se me hace presente la hosquedad
porteña. Me había acostumbrado a la cortesía de Neuquén, que está en el punto justo
que me gusta a mí, una actitud amable y atenta que no es metiche. Acá no sonríe nadie,
deben pensar que el que sonríe es un imbécil. Voy a fumar afuera con la chica cordobesa
(el infierno de a dos es más llevadero) y algo en el aire me dice que estoy de vuelta. En
cuanto llegue, voy a tomar mate y a revisar mis mensajes.

La pampa gringa

Santa Fe
Para mí, una ciudad o un pueblo representa o encarna una o muchas personas, de las
que ya soy amiga o amistosa. Me han invitado a un congreso de literatura en la ciudad
cordial, como la llaman, y voy sobre todo para ver a Enrique Tutti, periodista del diario
El Litoral, escritor, y a su amigo, Silvio que enseña latín en la universidad y desciende de
colonos suizos, pero tiene algo de gaucho ceceoso al hablar. He ido muchas veces a
Santa Fe a diversos congresos, “leederos” varios. Recuerdo sobre todo los dos congresos
nacionales de literatura que organizó Tutti y los llamó “Fanny primera” y “Fanny
segunda”, en homenaje a la empleada de Borges. Se leían textos de todo tipo, y la lectura
estaba matizada por actividades diversas: canto, baile, zapateo y lo que uno quisiera
hacer. Uno, glorioso, se realizó en el polideportivo Cilsa; convocó a todo el país, las
mujeres de distintas provincias dormimos juntas en una enorme habitación y los
varones dormían en otra. Un santiagueño se equivocó y entró tarde en la noche con una
valija pesada al lugar de las mujeres, a los tumbos despertando a todo el mundo. Y por la
mañana temprano mientras las chicas salíamos al baño que estaba afuera, muy
modositas y altivas con el cepillo de dientes y la bombachita escondida para cambiarse,
debíamos pasar por una mesa al aire libre donde discutían calurosamente unos
contertulios que se habían pasado la noche escanciando, evidentemente. Eran de San
Luis, de Salta, de todos lados y una paraba la oreja para escuchar, como quien no quiere
la cosa: discutían sobre Hegel, Heidegger y Sartre. A las ocho de la mañana sólo se
puede enardecer uno con esos temas libaciones mediante. Recuerdo también una fiesta
en una casa donde hacía tanto calor que me molestaba la manga cortita de mi vestido.
La fiesta terminó alegremente, todos manguereándonos a chorros. Recuerdo también
una comida en Rincón, donde los santafecinos tienen quintas de veraneo o más bien
donde van a recluirse. La quinta estaba a orillas del Paraná y una señora me llevó a
recorrer un trecho de la costa y me dijo:
–¿Ves esas luces que se ven allá enfrente? Allá es Paraná. Y esa observación dicha al
azar me sonó a un saber iniciático, como si por primera vez en la vida hiciera mío al río
Paraná y lo que estaba en sus orillas. Como si lo comprendiera. Otro recuerdo es la visita
al Kivi, en Alto Verde. Alto Verde es un suburbio pobre de Santa fe, situado al lado del
río y el Kivi era un artesano urbano muy calificado que un día decidió mudarse a una
choza junto al río. Choza es un decir, porque estaba abierta por todos lados. Tenía una
mesa con colores y pinceles que ocupaba todo el espacio, cama no recuerdo y el mosco
más chico medía unos cinco centímetros. Toda la gente de Alto Verde era más rica que
él, iban y venían con bolsas de compras, tenían bicicletas. Él no compraba, si había para
comer bien. Nos recibió sentado e inmóvil frente a un fuego apagado, y él y el fuego
parecían estar desde hacía mucho tiempo en ese estado. Eso sí, le gustaban los
bombones y los dulces que le llevaban las visitas de la ciudad. Una inundación lo llevó
una vez con cama y todo. Me parece que hacía un poco de consejería barrial.
Y ahora, después de muchos años, vuelvo a pasar por la población más cercana a Santa
Fe que es Santo Tomé y me alegro al llegar a la ciudad. El puerto está cambiado, han
hecho una especie de Puerto Madero y el hotel Los Silos donde nos alojan para el
congreso está ingeniosamente hecho sobre los silos viejos remodelados. Al lado
construyeron un casino “abierto todo el día” dicen algunos orgullosamente. Pero otros
no están tan orgullosos del puerto, el chofer que me lleva dice: “En el puerto hay ratas
como dinosaurios, dígamelo a mí, que vivo allí”.

Los hoteles
Escribo esto mientas tengo encendido el televisor, en tono muy bajo por suerte, no
porque quiera entretenerme mientras escribo, es que o puedo apagarlo. Se va a apagar
cuando ponga la tarjeta para apagar la luz y entonces él se llama a silencio. ¡Qué
orgullosa me sentí cuando aprendí a prender la luz con la tarjeta! Me sentí como si
hiciera algo fundamental, diría hasta noble, aprobada por toda la sociedad. El problema
es que cuando aprendí a usar la tarjeta para la luz, desaprendí la de la puerta. ¿Será la
misma, será otra? Porque me dieron como cuatro tarjetas; se desmagnetizan. El hotel es
muy lindo, pero yo extraño un hotel de tres estrellas y con llave. Tres estrellas es mi
medida, ni dos ni cuatro. En los de dos a veces tratan mal a la gente y en los de una
estrella si uno pide que los despierten, viene alguien y da grandes golpes en la puerta y
grita la hora como un sereno de antes (ahora por la televisión están pasando el himno
nacional). Hasta tres estrellas yo puedo con el hotel, más de tres, él me puede a mí. Pero
no sólo debería hacer un curso de tarjetas, otro sería de control remoto de los televisores
y otro de duchas, son todas distintas. Otro curso sería sobre los productos que el hotel
ofrece gentilmente para el aseo, desconozco algunos. Otros interrogantes: en una
canasta, fuera de la heladera hay castañas, galletas y chocolates. Digo yo: ¿son un regalo
para mí? Se lo pregunté a una integrante del congreso y me dijo que no con cara de
terror. A ratos pienso de ella: “Hay gente que cree que nada es posible, que no se atreve
a nada”, pero lo cierto es que yo no me atrevo a preguntar nada a los muchachos de la
recepción. Entonces paso por la misma tratando de parecer una pasajera experimentada
y entendida (daría mejor impresión llevando la carpeta del congreso, pero no entra en la
cartera y prefiero parecer una paria antes que andar con eso todo el día).
Por debajo de la puerta acaba de entrar el diario y eso está bien, porque hace que uno
se sienta como en su casa. Veo la temperatura por la tele: un grado bajo cero.
Vamos a mirar el diario, clasificados: “Masajista, deportóloga. Te espero con masajes,
cuerpo completo”. Eso es tan misterioso como la tarjeta.

Recorrida por el centro y sus alrededores


En Hombres y mujeres en tiempo de revolución, Alaniz dice: “Lo que luego se
conocería como Santa Fe era apenas una delgada franja que se extendía a orillas del
Paraná, que incluía Rincón, Coronda y Villa del Rosario; más allá, tierra de nadie (habla
de 1812), salvo la zona del puerto, de la costanera y lo que está a su alrededor, hoy con
sus 600.000 habitantes, es una ciudad de casas bajas, que se extienden junto al puerto.
Tiene esta ciudad muchas iglesias y mucha historia, contada desde el litoral que es
ligeramente distinta de la que se cuenta en Buenos Aires”. En su Historia argentina, el
historiador santafecino José Luis Busaniche dice: “El congreso de Tucumán se reunió
sin la presencia de la Banda Oriental, Entre Ríos, Corrientes y Santa Fe. En 1816 Santa
Fe entra en la órbita del artiguismo. Y en 1820, los caudillos federales y el santafecino
López, que era uno de ellos, atan sus pingos en la plaza de Mayo; en adelante se llevan a
cabo varios pactos con propósitos constituyentes, pero Buenos Aires demora todo lo
posible el dictado de una constitución”.
Quiero recorrer la ciudad pero el frío me lo impide, así que voy a la biblioteca donde
hojeo un completo libro, Origen y destino de la ciudad de Garay. Leo al azar: “Aun
entrando el siglo XX, las familias tradicionales ocupaban las manzanas céntricas en
grandes casonas. A la reclusión característica de la vivienda se correspondía la reserva
de la familia patriarcal”. Ese tema de la reclusión de los santafecinos me resulta familiar.
Muchas veces lo he conversado con mis amigos de Santa Fe, sobre diversas personas
que no se sabe por qué razón, a cierta altura de su vida no salen más, o se van a vivir a
Rincón huyendo de la vida social de la ciudad.
En el libro leo otras curiosidades, como por ejemplo lo que dijo el gobernador
Hernando Arias de Saavedra a fines del siglo XVI, sobre el mate: “Me dice presagios el
corazón que esa yerba será la ruina de la nación”. Y otra curiosidad de otro tipo. En
1701, el sargento Francisco Izquierdo, pidió ser enterrado en la puerta de la iglesia,
donde sea pisado y hollado por todos”.
En la biblioteca hay un demente pacífico que vino antes que yo y, que dejo sentado al
salir. Antes de que empezara a leer en voz alta (prudentemente alta) noto algo raro en su
persona, como un esfuerzo por persistir, por no sucumbir en cada instante. De pronto se
para y le comunica a la bibliotecaria a boca de jarro:
–Han descubierto tormentas de polvo en la luna.
La bibliotecaria, sin asombrarse por el comunicado le dice: “¡Ah!”, como si alguien le
hubiera comentado que se le corrió una media. Se ve que va todos los días y lo dejan
estar.
Me tomo un remís y voy al barrio sur donde está la catedral y las oficinas de Gobierno.
La catedral guarda sepulcros del siglo XIX y de guerreros de la Independencia.
Tiene un altar mayor enchapado en oro, las sillas curiales en terciopelo rojo y allí hace
tanto frío como afuera. Junto a la misma hay un café, de nombre Catedral, llena de
contertulios de esos que se quedan largo rato. En un rincón hay unos hombres
absolutamente pelados, de negro, de apariencia solemne ¿Qué serán? Parecen una
mezcla de curas, ejecutivos y espías. El mozo no sabe quiénes son. A mi lado, dos
muchachos con cara de chacareros felices, uno es gordo, medio colorado de cara. Más
allá, un señor con una gorra más ancha que la que usan en Buenos Aires, se parece a una
bolsa de agua caliente redonda, es la típica boina santafecina.
Cerca está la iglesia de los jesuitas (todo el barrio es color gris oscuro). En ella hay una
vitrina con relicarios del hermano Marcos Figueroa, sacerdote jesuita. Es como un
pequeño cuarto con todos los objetos que usaba en vida, en un fondo tan oscuro e
indiscernible, del cual sólo percibo unas pinzas, algo parecido a un sacacorchos y sobre
una mesa central unas enormes llaves que bien me vendrían para abrir las puertas de la
habitación del hotel, en vez de la tarjeta que no me gusta. Sobre la mesa, como reliquia
central “Clavel tocado por las manos del hermano el día de su velatorio”. Es un bollo
oscuro, compacto.
Demasiada oscuridad. Voy caminando hacia el centro, hacia la luz. Ya el sol calienta y
voy a caminar por la peatonal, la calle San Martín donde están las librerías. La
reconozco, la recuerdo y encuentro una galería donde puedo fumar libremente. Es
chiquita, no es demasiado luminosa pero ya la hice mía.

El congreso de Literatura
Como convoca el congreso la Facultad de Humanidades, lo inauguran el decano y el
secretario de cultura. Dicen lo usual, lo que se suele decir en estos casos, entonces me
detengo en la cara del decano. Parece una cara más europea que las de Buenos Aires,
como si las caras de Buenos Aires se hubieran transformado más por las mezclas, las
prisas y vaya a saberse qué. La cara del decano es muy semejante a unas fotos que tengo
de pioneros del siglo XIX. En él veo a su abuelo, le faltan unas patillas que enmarquen
sus cachetes amplios y el color rosado que perdió con los estudios. Después, Enrique
Tutti inaugura el congreso en nombre de los escritores. Él se puso un chaleco rojo, sin
mangas, que parece sacado de un atuendo regional europeo. ¿De dónde lo habrá
sacado?
Detrás suyo puso dos chicas a las que llama las hadas, que hacen unos movimientos
como de un intercambio raro. Dice que están para disimular un poco lo que va a decir.
Siento cierta aprensión, los escritores suelen ser gente original y pienso adónde irá a
parar. Desconcierta al principio, pero después agarra viaje muy bien. Puso ejemplos de
conductas misteriosas e inexplicables de varios personajes, el caso de Wakefield, de
Melville, que se ausenta de su casa sin motivo visible y regresa a la misma después de
muchos años sin ninguna razón, y el de un cuento de Guimarães Rosa. En el que un
sujeto se queda a vivir en una canoa, en el centro del río a la vista de todos, y no vuelve.
La mujer queda avergonzada por la conducta de ese marido y en el pueblo aparecen mil
conjeturas sobre los motivos: que tiene una enfermedad incurable, que hizo una
promesa, etcétera. La exposición, más allá de la puesta en escena con las hadas y la
casaca roja, es efectiva y tiene una función didáctica: mostrar cómo es importante en la
buena literatura la suspensión de explicaciones rápidas sobre conductas humanas que
son tranquilizadoras pero superficiales.
Después vino una mesa titulada “El libro por venir”. Era como una preocupación sobre
el futuro del libro. Relación entre escritores y editores. Si hay algo que me aburre es el
tema de esas relaciones, salvo que me cuenten algún chisme preciso que exceda el tema
de los roles y del mercado. Pero hay otro tema que no sólo me aburre, me ofusca, y es si
en el futuro el libro vivirá o no. De eso se estaba hablando y yo pensaba: ¿cómo saberlo?
Yo ya he escuchado las profecías sobre el derrumbe del tango y de la pintura de
caballete. ¿Cómo saber si vivirá o no?
¿Y para qué prepararse para la muerte del libro como si fuera un derrumbe cósmico? Si
no vive, vendrá otra cosa y los jóvenes se adaptarán perfectamente a lo que viniere y los
viejos seguiremos haciendo crochet, que es lo que sabemos.
Al día siguiente hay una mesa de poesía. Son tres poetas y un público más bien juvenil.
La lectura de poesía me produce un estado de suspensión del tiempo profano, como si
entrara en otra dimensión. El primer poeta tiene un poema titulado “Usos cartográficos
del corazón”, pero no puedo evaluar un poema si no lo leo (y si lo leo tampoco).
Entonces en vez de escuchar lo que dice el poema escucho la voz del poeta. El primero
lee con voz normal, pero el segundo entra abruptamente en materia, sin decir el nombre
del poema, con una voz parecida a la que me hizo escuchar un amigo cierta vez: era la de
un locutor sueco, era una voz que venía más allá de la nieve y de toda esperanza, era un
tono como de ultratumba. A un muchacho de cara risueña del público le suena un
ringtone del celular, el poeta ni se inmuta, ni detiene la lectura, ni comenta nada. Al
tercero que lee se le entiende todo, pero la mitad de lo que leyó era prosa.
Al día siguiente hay una mesa sobre cine y literatura. Ahí me entero de que un director
de cine quiso hacer una película sobre “El discurso del método”. ¿Por qué no? De
repente alguien del público hizo una pregunta larguísima, como de cinco minutos y la
respuesta del expositor fue: “No sé, no reparé en eso”. Esa mesa estuvo bien, aunque el
coordinador se detuvo morosamente para presentar a sus invitados y en un momento
dijo: “La naturaleza de nuestros invitados que son como sujetos en tránsito” (porque
hacen cine, teatro y literatura). Presentaba el currículum completo de cada uno.
Mientras, una adolescente muy elegante sentada en una fila delantera se sacó un moño
rojo que llevaba en el pelo, lo hizo vincha, se la puso, y otra vez la convirtió en moño y se
lo puso. Había otra mesa más, pero me fui a revisar el casino.

La zona del puerto


Juan de Garay funda el puerto de Santa Fe con la intención de conectar Paraguay y el
Alto Perú con el Río de la Plata. Santa Fe dependió primero de Asunción y cuando se
fundó el virreinato de Buenos Aires. Pensándolo bien, es una provincia abierta a todos
los vientos: está abierta a Córdoba (Sancor, la gran cooperativa tambera significa Santa
Fe-Córdoba), a Entre Ríos por el puente se llega en 20 minutos y es ruta hacia las
provincias del norte y hacia Buenos Aires. Hace ocho años que no vengo y encuentro
remodelada toda la zona del puerto. El hotel “Los Silos”, el casino y el shopping cercano
están hechos sobre los Silos primitivos. Visto a la distancia, desde un largo puente
peatonal que lleva al microcentro y construido para evitar el gran tráfico de la costanera,
se ve el hotel, de muchos pisos, el casino, un Coto gigante y un enorme barco varado. El
hotel tiene una puerta que comunica con el casino. En el hotel regalan vales de diez
pesos para jugar, sólo utilizables si se le añade diez pesos a cada uno. Pero no sólo eso,
las batas que venden en una especie de freeshop en el casino son las mismas que quedan
a disposición del huésped en la habitación del hotel. Al preguntar por esto, me dicen: “El
hotel, el casino y el shopping corresponden a la misma sociedad, los torneos de póker se
hacen en el hotel”.
Santa Fe tardó mucho en tener casino; la Iglesia se oponía al mismo; según las malas
lenguas porque percibía muchos ingresos de la lotería, según las buenas, porque acarrea
la perdición de la gente.
A la noche me puse a jugar un poquito para disimular que tomaba notas (entré de día
con un anotador en la mano y me dijeron que no se puede). En la puerta están la
bandera argentina, la de Santa Fe y la del casino. Tiene de largo más de una cuadra y un
mundo de vigilantes, encargados de bar y de juegos, barrenderos que barren
constantemente. Cada dos o tres metros hay un barcito para que la gente no tenga que
salir afuera a tomar algo; si sale afuera, recapacita sobre lo que está haciendo y se va.
Hay como flashes de luz, destellos constantes de los juegos iluminados, desniveles,
escaleras, todo eso hace que uno se sienta mareado y confundido, puedo anotar lo que
quiero porque nadie mira a nadie, cada uno, como Antón Pirulero atiende su juego. Pero
no es cierto que no me miran: el de vigilancia me está mirando, parece un
guardaespaldas, dispuesto a intervenir en el primer entredicho. ¿Qué argamasa une a
los jugadores, qué tienen en común? Me parece que una cierta opacidad, un no darle
importancia a la ropa, algunos están vestidos sólo como para cubrirse, nomás. Pero no
creo que exista un perfil posible general del jugador: creo que cada uno lo hace por
motivos distintos. Vi una señora de más de ochenta años con un bastón, con aspecto de
respetable abuela. Una mujer de unos cuarenta años, de pelo rubio teñido de casi
blanco, con zapatos puntiagudos y un saco de grandes florones. Su vestido es negro. El
vivo contraste entre su pelo y el negro, la vestimenta tan neta me hace pensar que debe
ser una persona que cree en extremos dramáticos: el triunfo o el fracaso. Sospecho que
quiere ser otra: más linda, más elegante, mejor teñida. Pasa una señora con cara de
pocos amigos, me parece que le pide una revancha a la vida, piensa que ella se merece
más.
Afuera hay dos señoras que han jugado y han perdido. Me dicen:
–Venimos desde San Justo a cien kilómetros de acá. Para cambiar de aire.
Ahí está. No les gusta del todo la vida en su pueblo. Al lado mismo del casino está el
shopping, que es similar a cualquier otro, salvo que va todo a lo largo, como un pasillo
inmenso, porque su base son los silos. En la zona de las facultades van a construir un
centro para convenciones y un hotel Hilton. Pero el juguete de los santafecinos es el
Sampan. Es un barco griego que vino de Europa a buscar soja y se le averió un motor en
Rosario. Como en Rosario no había disponibilidad de espacio para arreglarlo, lo
mandaron a Santa Fe (por el río puede andar con un solo motor, por el mar, no). El
dueño del barco es un armador griego al que alcanzó la crisis económica europea,
entonces lo dejó allí en Santa Fe, desde hace un año, sin reparar y pagando alquiler de
puerto por todo ese tiempo. Y como no se hace presente, los santafecinos dicen que va a
quedar para la municipalidad y cada uno sueña un uso para el barco: museo, restaurante
y lugar de fiestas, paseo por el río para que los chicos de pueblos cercanos que vienen a
conocer la ciudad vayan por el río. Y ese chiche flotante ya forma parte de la vista del
puerto. Doy una última vuelta por el centro, con bolso y todo, y me siento en una galería
interna donde se puede fumar: y que hice mía en estos tres días. Así me despido de la
ciudad a la que espero volver.

El museo del orgullo


Consulto a la gente por la calle sobre lo que es interesante visitar y me dicen,
orgullosos:
–El museo de la colonización.
El museo queda a una cuadra de mi hotel y debo pasar por la tienda “El hornero” que
tiene sobre su puerta de entrada un enorme nido, con pájaro gigante incluido, todo en
color marrón esperanzado. Esta tienda con su hornero que ha sido almacén de ramos
generales, en adelante será mi guía para no perderme. El museo ocupa un predio grande
y está bien organizado. Tiene de todo: brújulas utilizadas por los barcos que trajeron a
los colonos, el cofre y los baúles, un molino con cilindros de porcelana importados, una
máquina de coser diminuta (me dicen que era portátil), una cuna hecha en hierro. Entre
los objetos se destaca un perchero monumental, del tamaño de un árbol mediano,
sostenido por un oso enorme y arriba un osito colgado de las ramas altas, mezcla de
ramas y astas, que son para colgar. Ese árbol fue traído de Suiza y se desmonta. Han
tenido muy buenos carpinteros, como muestra queda un púlpito extraordinariamente
trabajado y pintado, con colores vivos, obra de una sola persona.
Pero un italiano hizo posteriormente una maqueta con movimiento que representa las
tareas en los tiempos de la fundación: se enchufa y un hombre ara, una mujer siembra al
voleo, unos animales beben en su malacate, un nenito se hamaca y otro chico mayor
junta leña.
Me entero de que han importado todo, desde maquinarias agrícolas hasta mármol de
Carrara para diversos usos. También mano de obra calificada, artesanos que en Europa
la revolución industrial iba dejando atrás, sin trabajo. El museo tiene también
abundante material bibliográfico que se puede consultar. Leo Gastón Gori, “Esperanza,
tierra de colonias”: Aarón Castellanos trae mil familias, más de cinco mil extranjeros
para fundar cinco colonias, a cada una le daban treinta y tres hectáreas, siete vacas, un
toro, dos bueyes y un caballo, un rancho con dos cuartos y semillas para sembrar unas
diez cuadras. Los comienzos fueron muy duros, pero en 1902, ya cubrían casi todas sus
necesidades: había curtiembres, talleres, molinos harineros. Un libro que no tiene
desperdicio es la recopilación de cartas de colonos: casi todos cantan loas a la tierra por
lo bien que crece todo, el clima, la abundancia de leña. (Según un encargado del museo
la realidad era distinta, mostraban un panorama idílico para amigarse con los parientes
de Europa, de los que se habían ido enemistados o sin la conformidad de los padres.)
Uno dice: “En cuanto a monos, no hay tampoco, cocodrilos, salvajes, menos”.
Una carta de 1857: “En cuanto a los indios, desde que estoy aquí, no vi uno solo”.
Varios hacen referencia a la mejoría que trajo la independencia económica de Aaron
Castellanos que les adelantaba dinero: “Ahora el gobierno y Castellanos arreglaron que
Castellanos no tiene nada que ver con los colonos, antes debíamos dar un tercio de la
producción durante cinco años, ahora menos”.
Y en relación a las loas del lugar: “No necesitamos herrar los caballos porque no hay
piedras”. Y: “Ahora hay tres molinos en la colonia. Uno lo hacemos girar con caballo, y
dos a brazo de hombre”.
Hay también incitación a que vengan los que se quedaron allá y remedios preventivos
para el viaje en barco: “No teman venir, se pueden traer cosas pesadas, hay colonos que
trajeron un arado completo y un carro”.
En cuanto al viaje: “Permanecimos sesenta y siete días en el mar, de Amberes a Santa
Fe”. Y: “Traiga para el viaje botellas de vinagre y de aceite de oliva para el caso del
cólico”.
Pocos hablan de extrañar lo que dejaron, pero sí incitan vivamente, sobre todo a los
padres a que vengan a Esperanza.

Las actas del Concejo


Esperanza fue la tercera ciudad de la provincia de Santa Fe donde se instala un concejo
municipal, con la particularidad de que los concejales eran extranjeros, pero a la vez
ciudadanos o sea con derecho a voto y a ser votados en cargos electivos. Los primeros
colonos eran alemanes, suizos de los distintos cantones, franceses, más tarde llegaron
los italianos, sirio libaneses y de otras nacionalidades. Las actas reflejan preocupación
por cosas tan disímiles como la necesidad de buscar un maestro de buena conducta que
sepa alemán, hasta denuncias que intentan hacer llegar a Santa Fe porque un hombre
insultó a otro; en 1861 está todo por hacer: separar jurisdicciones, aunar esfuerzos y
dinero para construir la iglesia, unos contribuyen con dinero, otros con madera o
gallinas. No faltan las quejas porque alguien se llevó rollos de alambre del predio
comunitario a su casa y otras variedades. Transcribo algunas actas de reuniones.
1861: “El señor Federico Canell comunica al concejo que hay un joven en Paraná que
sería capaz de instruir a los niños en las dos lenguas usadas en la colonia”.
1862: “Y visto que la mayor parte de las familias se niegan a pagar por este cura que les
sirve mal... quede el señor cura a cargo de las personas que quieren conservarlo y pagar
voluntariamente”.
Parece que entraba poco dinero para pagar al cura porque en otra reunión comentan:
“Estos dos señores, el cura y el ministro alemán, son ellos mismos los causantes de que
las contribuciones no hayan entrado, siendo que ellos recorrieron o hicieron recorrer la
colonia para invitar a los habitantes a no pagar”.
Otro caso, el de un hombre que se presenta al concejo pidiendo autorización para
percibir los bienes que sus hijos puedan tener en Europa, y el concejo se niega, porque
“No ha administrado hasta el presente los bienes como verdadero hombre de familia” y
concluye: “Ese dinero está bien guardado en Europa”.
Otra acta del mismo año se refiere a las sepulturas: “El concejo nombra a Baloer Dreis
sepulturero para los dos cementerios (el católico y el protestante) y obtendrá como
salario un peso por la fosa de una persona muerta arriba de los catorce años y cuatro
reales por la de una persona muerta por debajo de los catorce años”.
Otra acta en relación al buen comportamiento: “El señor José Vouilloud se queja de
que durante la celebración de los servicios religiosos, muchas peonzas conversan y
hablan en voz alta en los alrededores de la iglesia, solicita de una persona para vigilar la
tranquilidad durante los oficios”.
Otros temas: comprarle vestimenta adecuada al maestro, sobre todo en invierno,
aplicación de multas para los que trabajan los días de fiesta religiosos, la construcción
de un cuarto para tener un delincuente preso por si las moscas. Otra en relación al
maltrato de un hijo: “Propuesta de Pedro Gerion respecto a la hija de Bourquin, el cual
la maltrata horriblemente y queda encargado Gerion de hacer saber a Bourquin que
debe tratar a un hijo como un padre, o tendrán derecho a quitársela y ponerla en alguna
casa que les parezca conveniente”.
Algunos de los casos y problemas planteados son verdaderos cuentos y se puede ver a
través de ellos toda una trama de intereses encontrados, autoridad que intenta ejercerse
y no es reconocida, delaciones varias.

La gente de ahora
Entrevisto al historiador José Luis Iñiguez en un cafecito. “Lo va a conocer porque
siempre lleva una boina”, me dicen.
Le pregunto por los pobladores criollos, que no se ven:
–Esta tierra estaba ya delimitada para migración, de modo que no había residentes,
en cuanto a la posibilidad de botín, estas tierras estaban destinadas a la agricultura y no
eran objeto de interés.
Iñiguez es bisnieto de patricios santiagueños y de italianos.
–¿Hay industria?
–De 1860 a 1900, molinos harineros y curtiembres.
Alrededor de 1890, fábrica de arados, una de las más importantes de América y más
tarde, fabricantes de toda clase de lácteos, industria del mueble, fábricas de tanques y
calderas con capitales locales, hay ochenta y siete establecimientos madereros.
La entrevista iba muy bien, pero se acercó un señor de otra mesa y pidió intervenir.
Como estábamos hablando de los matrimonios entre personas de distintas religiones, él
quería decir que era mezcla de árabe y alemán, y que su abuela vino del Líbano huyendo
de la persecución turca y de la miseria consecuente.
De aquí en más la entrevista se hizo confusa, y hablaban los dos, superponiéndose,
sobre los antepasados respectivos, el vino carlón y el molino de Schinkz, ese que estaba a
la vera de no sé qué camino. Era como cuando aparece una visita de otro lado y los
locales aprovechan la situación para estrechar vínculos. Por suerte la entrevista
siguiente era en una casa, la de Ana Copes. Ella es la profesora de literatura que
coordinó la mesa de narradores en Santa Fe. Ahí entrevisto al suizo Mesevanj, amigo de
ella.
Ana es muy blanca, una mezcla de Blancanieves y La Bella Durmiente. Mientras dura la
conversación está y no está, prepara una cena en silencio y sólo contesta si le pregunta.
Hace la cena en absoluto silencio, como una hilandera. Sólo dijo que su mamá era
protestante y su papá católico y que jamás tuvieron un problema por el tema religioso.
Le pregunto a Mesevang por los confictos entre protestantes y católicos. Dijo: “Antes
había mucho respeto, yo tuve mi primera salida solo recién a los diecisiete años. Y
también a los diecisiete me dejaron poner los pantalones largos. Cuando yo era chico, si
veían a una persona hablando con otra que era de un culto distinto, era mal vista (más
los católicos si se hablaba con protestantes). Mis padres estaban juntados, porque ni el
cura ni el pastor los habían querido casar y a nosotros los hijos por eso no nos querían
dar la comunión. Mi papá no entró a la iglesia protestante cuando me casé y esperó en la
plaza sentado en un banco, todo el pueblo lo comentó. Pero cuando ya estaba viejo, mi
esposa le dijo que se case, porque después cuando hubiera que pasarlo por el
cementerio, ¿qué ceremonia íbamos a hacer? Le pregunté si quería que le trajera el cura
o el pastor y me dijo: ‘Que venga cualquiera’”.
A pesar de estas relaciones presumiblemente conflictivas entre los integrantes de
pareja de distinta religión, Ana y Mesejanj coinciden en que entre sus padres jamás se
ocasionó una pelea por motivos religiosos.
Hay una situación que aún ahora comenta toda Esperanza y que fue el caso que dio
lugar al matrimonio civil en la Argentina, ya que antes el documento era otorgado por la
iglesia. Es la pareja de Luis Tabernik y Magdalena Moris, de distintas religiones. Ni el
cura ni el pastor los querían casar y por lo tanto, el juez tampoco. Luis fue a la plaza y
tomó por testigos a los presentes de que él tomaba por esposa a esa mujer, haciendo de
oficiante de la ceremonia. Se armó un gran revuelo público y finalmente el juez los casó.

El pastor Buschiazzo
En la plaza de Esperanza en una calle lateral de la plaza está la iglesia católica, con su
basílica importante, que tiene un altar mayor en mármol de Carrara y justo enfrente, del
otro lado, está el templo protestante. Es el templo de la Santísima Trinidad construido
en 1881 y consagrado en 1887. En el frente tiene un jardín lleno de rosas. Le pregunto al
pastor, que me recibe amablemente, porque tardó tanto en consagrarse el templo. Me
dice:
–No recibió ayuda del Estado. Más aún, no nos querían vender este terreno, un juez
se opuso a la venta. El primer edificio era un rancho donde funcionaba también la
escuela. La comunidad, formada por 120 familias suizas, 50 alemanas y 20 belgas
mayoritariamente protestantes llegó en 1857.
–¿Cómo convivían católicos y protestantes?
–En los comienzos bien, porque venían de zonas donde convivían, pero después
llegaron las órdenes religiosas demonizando. Un dicho era: “En el templo protestante
Satanás está detrás de la puerta”. En 2006 la iglesia católica pidió disculpas por las
ofensas, pero aún ahora el sacerdote católico dice cosas distintas, según tenga sus días.
La mamá del sacerdote es evangélica. Pero ahora, desde 1966, hacemos funciones
concelebradas. Antes el hombre en la pareja definía el credo para los hijos, ahora, en
algunos
casos, para tener conformes a los dos miembros, bautizan a uno por el ritual católico y
a otro por el protestante.
–¿Y cómo es la gente acá?
–Es una sociedad conservadora, a la que le da trabajo aceptar lo diferente (personas
de orientación sexual diferente, o jóvenes que difieren de lo que se espera de un patrón
juvenil estereotipado, incluso el empresariado industrial es conservador, habiendo
mucha industria recién ahora tiene parque industrial). Hay cierto racismo, los coreanos
de los tres supermercados no son bien vistos, en cambio han generado confianza tres
familias bolivianas que han entrado en el negocio de la ropa y las integraron.
Le comento el orgullo que sienten de descender de agricultores y de su situación
económica actual.
–No olvidemos que Esperanza fue la primera colonia agrícola organizada del país y en
lo económico es una sociedad un tanto materialista, no olvidemos que los gringos venían
a hacerse la América.
–He oído hablar sobre gente de buena posición, como si eso estuviera muy valorado.
–Y sí. Más aún, todavía siguen siendo medio intocables las figuras del cura, del
pastor, le digo porque suelo mandar cartas a la prensa cuando quiero señalar algo o
estoy en desacuerdo, jamás mis cartas fueron contestadas por alguien, o apareció otro
punto de vista, como si el pastor o el cura fueran figuras señeras.
El pastor me regaló un ejemplar de las actas de reuniones de Concejo de los colonos.

La fiesta de las colectividades


En un parque que queda como a tres kilómetros del centro hay un enorme salón de uso
múltiple, difícil de calefaccionar. Allí se celebra la fiesta anual de las colectividades
desde hace ocho años. Alemanes, suizos, franceses, italianos, árabes, todos ellos tienen
sus stands de comida junto a la pared del salón, el centro está ocupado por
innumerables mesas largas con sus sillas, prácticamente vacías cuando llego. Los
puestos venden comida típica de cada país, pero me llama la atención que los puestos
que corresponden a Argentina sean tipificados como “Colectividad argentina” y luego
anunciada también, en el desfiles de colectividades, como colectividad argentina. La
mayoría de los presentes son nietos o biznietos de colonos.
¿Acaso no son argentinos? Voy al stand de mi colectividad: son dos puestos
minúsculos, en uno dice “Tucumán”. Le pregunto a una chica que atiende:
–¿Sos de Tucumán?
–No, soy de aquí.
Y no me supo explicar lo del cartel. Al lado hay otro, como más oficial, pero chico y los
dos ubicados en una punta lejana del salón. Los alemanes tienen un puesto en un lugar
central, los suizos han desplegado las comidas de varios cantones y todas las tiendas
están decoradas con paisajes o escenas típicas de cada lugar; el stand de Argentina,
oculto e insignificante, participa como un país más.
En el puesto árabe hay como un hormiguero gigante que parece hecho de un mineral
marrón; me dicen que se llama “shawarma”, es una montaña de carne apelmazada de la
que se sacan trozos sazonados con morrón, tomate y salsa de maní.
La gente entra a la hora que quiere y los autos se van acumulando en el gran parque;
comen cuando quieren y las mesas se van poblando. Hay una orquesta completa sobre
un escenario que no ha tocado nada, la música viene de los parlantes; hace frío en el
predio y una mujer muy robusta tiene un escote notable; su vestimenta parece destinada
a algo importante: es la locutora que inaugura el festejo. Y la orquesta está para cantar el
Himno nacional. Al lado mío hay una chica que está comiendo a todo trapo, no sabe si
pararse o no, finalmente se queda sentada. Una nena como de dos años cubierta por un
poncho, se pasea junto a la orquesta caminando como un pato marrueco. Todavía no
sabe de himnos ni de colectividades. Cantan después la canción del colono, que
acompaña la orquesta y luego suben juntos el cura católico y el pastor Buschiazzo, para
dar la bendición ecuménica. Ya están todas las mesas llenas de gente, el pastor dice unas
palabras alusivas a la ocasión y lo escuchan poco, el cura pide la participación de la
concurrencia para que agradezcan la comida y los instruye para que al final de cada
agradecimiento, la gente repita gracias, pero no se escucha el coro, tampoco le prestan
mucha atención; una señora a mi lado comenta su viaje a Bariloche. Después desfilan las
comunidades con trajes típicos, música, colores. La de Argentina es opaca, pobre en
integrantes y miserable en cuanto a la presentación. Al paso de cada colectividad la
locutora va haciendo hincapié en los cursos de idiomas que se dictan; prácticamente es
propaganda.
Esto dura hasta las dos de la mañana y me tengo que ir a Buenos Aires y me voy con
sentimientos encontrados en relación a los colonos; por otra parte, el recuerdo de un
barrio marginal que recorrí. “Son del Chaco o del norte de Santa Fe”, me dijo el chofer.
Viven en casas precarias, y trabajan en la construcción de las lindas casas del centro. Yo
fui porque quería ver el río Salado y a cierta distancia, veo una masa blanca. Le pregunté
al chofer:
–¿Es el Salado?
–No –me dijo serio. –Es la escarcha.
Me acuerdo, me río de mí misma, ya viene el micro.
La villa de Luján

Camino a Luján
Luján está a sesenta y cinco kilómetros de Buenos Aires, demasiado lejos como para
integrar el conurbano y demasiado cerca como para pertenecer directamente al campo.
Desde el ómnibus voy mirando hasta dónde llega la ciudad, o sea hasta donde no hay
terrenos baldíos. Ezequiel Martínez Estrada vaticinó que la ciudad iba a llegar hasta
Morón pero se quedó corto; hasta Moreno, a treinta y cinco kilómetros del centro de
Buenos Aires, todo está cubierto de casas, negocios de materiales de construcción,
viveros, etcétera. Todo eso entrevisto entre puentes, peajes, lomadas que suben y bajan,
señales de autopista. Recién en La Reja (población contigua a Moreno) hay algunos
terrenos baldíos pero con anuncios de countries próximos. Ya en Álvarez manda el
campo, interrumpido por negocios de puertas y ventanas para el hogar y depósitos de
objetos usados, herrumbrados, como si alguien los hubiese tirado por ahí. En el micro
vienen tres turistas extranjeras, con grandes mochilas: una, es abogada y dos,
peluqueras. ¿Dónde bajan? Donde se ve un gran cartel en medio de la nada “Nueva
Zelanda, Pacific School”. Y ellas dijeron que eran de Nueva Zelanda. De Rodríguez hacia
delante, todo va a cambiar en el futuro. Se ven anuncios varios: “Aquí turismo de
campo”, “Restaurante de campo”. Ya entrando a Luján no se ven más a los caballos
comiendo pasto al lado de la ruta. La entrada a Luján es abrupta, aparece la ciudad
junto al campo sembrado. Sola, lejos del centro, hay una casa vieja y solitaria donde
supongo que han vivido unos ancianos ermitaños, que no querían darse con la gente del
centro y después murieron y vinieron los tiempos de la sucesión y las disputas. Ya se
acabó todo eso. Tiene un cartel enorme: “Próximamente, turismo de campo”. Parecería
que se convertirá todo en country y turismo de campo. Que así sea, pero que la gente
que vaya a pastorear se de una vuelta por el centro de Luján. Su cabildo empezó a
funcionar en 1756; por la misma fecha se construye el primer puente de la provincia de
Buenos Aires, es el pueblo donde Beresford fue detenido, luego de las invasiones
inglesas, y también el general Paz, en 1835. Donde nació y vivió Florentino Ameghino, y
donde creció Enrique Cadícamo.

La basílica
Es sábado por la mañana y mucha gente lleva sus chicos para bautizar o confirmar en
la basílica. Se destaca el blanco brilloso de los vestidos de las nenas a confirmar. Pasa
una familia, de campos. Se ve que son de campo por lo decididos, no se interponen ni en
sus ojos ni en su marcha ninguna de las nieblas urbanas, la prevención, la duda. Van
todos de la mano, muy contentos en dirección a la basílica, después le dirán con orgullo
a la nena: “Te cristianamos en Luján”. Estoy en la zona donde todo es religioso; una
parrilla se llama “La bendición” y debajo un cartel: “El pueblo y el gobierno de Luján al
general Manuel Belgrano quien en 1810 en la campaña al Paraguay se puso al amparo de
Nuestra Señora de Luján”.
La basílica tiene una historia muy interesante. En 1630 un residente de Tucumán, pide
a un compatriota portugués de Pernambuco que le envíe una imagen de la virgen. Como
las carretas que la llevaban se atascaron a orillas del hoy llamado río Luján, se interpreta
que el deseo de la virgen es quedarse allí. En 1754, Lezica, el fundador de Luján,
comienza las obras de la primitiva iglesia. La actual, de estilo gótico, tardó muchísimos
años en construirse. Contribuyó a la finalización de las obras el padre Varela, que tenía
el cargo de limosnero; no sólo recogía con fervor la limosna que le daban, se paraba
junto a la gente y la exigía. Esto era mal visto por alguna gente, tanto es así que en el
oeste se había acuñado el dicho: “Más manguero que el padre Varela”. La basílica es
muy oscura por dentro y el altar mayor está lleno de refacciones. Mientras una mujer
leía a Isaías entraron dos perros (hay muchos perros sueltos por las calles de Luján) y
estaban justamente como comenta el dicho criollo “Perdidos como cuzco en misa”. El
cura explica el evangelio en tono dubitativo, átono, como si diera una clase a seis o siete
alumnos. La gente no lo escucha demasiado, se dirige más a lo que hay en los altares
laterales. En uno de ellos, una vitrina con ex votos: un par de zapatillas usadas con el
letrero “Gracias”, una gorra con letrero “Uruguay”, un vestidito de bebé como de
carnaval, la maqueta de una casita con techo rojo. Junto a los ex votos, un cuadro del
negrito Manuel con la leyenda “En 1630 fue testigo del milagro, permaneció como
esclavo de la virgen hasta 1686”. Parece que el estanciero que tenía la imagen le
construyó una ermita y Manuel dirigía los rezos. (Afuera, en la calle hay un restaurante
que se llama “Negrito Manuel”. Se la iban a perder.) Cerca de Manuel, una pareja joven
saca fotografías a su beba recién bautizada: la nena tiene una vincha que rodea toda su
gorda cabeza y lleva su vestido blanco brilloso con la inconciencia propia de los bebés,
como si fuera ropa de otro y mira a sus padres, sonrientes y esperanzados con seriedad
de pasmo: está pasmada. Y cerca de los ex votos, un cartel: “En 1737 el padre de los Ríos
en una visita a Luján dispone que cada tres meses se renovará el vestuario de la virgen”.
Desde un café que queda a una cuadra de la basílica se la ve a esta con nitidez, sus
ojivas, su diseño, está frente a una plaza sin árboles. ¿Será para que destaque más el
templo? Imagino una plaza con árboles, que proteja a los peregrinos de ese sol impío.
El café con sus mesitas afuera está lleno de parroquianos que van o vienen de bautizar
o confirmar a sus chicos. Los que están a mi lado son visitantes del conurbano,
seguramente, sacan muchas fotos, ellas son morenas enrubiadas con cancheras
minifaldas. Enfrente de mí, una familia más de campo. Son muchos y quietecitos, las
muchachas son gordotas y llevan el pelo atado en una colita rabona; mustios todos,
como si llevaran el atardecer triste del campo en los ojos. Han pedido una enorme
cantidad de medialunas. Pero tienen un integrante, un varón que seguramente va a
pasar en el futuro al grupo de las morenas fotógrafas en minifalda: lleva anteojos
ahumados, está bastante tatuado y seguramente sueña con una moto que lo saque de su
grupo familiar campero, al que mira con lejanía. El mozo, cuando termina de servir,
dice:
–Bon appetit.

Recova y tenderetes
Frente a la basílica, en una de sus calles laterales y también a lo largo de toda la recova
hay una cantidad enorme de tienditas, negocios y restaurantes de gran impronta
basiliana. Por ejemplo, la confitería “La basílica”. Debajo se lee: “Edificio significativo de
Luján”. Pregunto a la camarera qué quiere decir significativo; la moza, colombiana, me
dice con orgullo: “Porque acá vivió Lezica y Torrezuri, el fundador de Luján”. Hay al
lado otro “edificio significativo” que es el hotel La Paz, con cuartos oscuros y muebles de
dudosa antigüedad. La encargada dice: “Aquí durmió la infanta Isabel durante los
festejos del centenario, y también durmieron Gardel, Perón y Eva Perón”. El hall central
es enorme y al fondo, un muchacho trabaja con su computadora portátil ajeno a la
presencia de tanto espíritu antepasado. El fondo del hotel remite directamente a lo que
fue, una caballeriza y unas especies de establos, de color rosa viejo, deteriorados por el
tiempo y la humedad. Junto al hotel “La Paz”, una despensa antiquísima vende pavas,
alpargatas, bacalao noruego, alfajores, Coca Cola. El dueño me dice que ha sido un
almacén de ramos generales fundado en 1830. Otro producto anunciado: “Tripa
chinesca”. Es tripa para fabricar chorizos. En los tenderetes es frecuente ver botellas y
bidones preparados para agua bendita con la imagen de la virgen, algunas llevan
entrelazadas una cinta roja con el letrero “Antimufa”, y otros artefactos de agua bendita
con el letrero “Para la buena suerte”. Pero no sólo botellas: pañuelos, baberos y hasta
ceniceros con imagen de la virgen. Estos últimos con la leyenda “Ceniceros cristianos”. Y
también un gato dorado, que mueve una pata y es para las buenas ondas, tiene una
imagen de la virgen. Es para reforzar la suerte. Remeras con la imagen de Jesús
crucificado, escobas de la abundancia, agradecimientos y pedidos impresos: “Gracias,
virgen, por cuidar mi auto”, o “mi bebé” o “mi padrino”. Hay también una imagen de la
virgen de Luján que anuncia el tiempo y a la vuelta de la catedral, por la calle San
Martín, la principal, hay una casa de vinos “Cava Pampa” y debajo “Momento di vino”.
Por la paralela a San Martín hay una casa que vende ángeles y enanos de jardín y
también libros. Son gentes emancipadas del fanatismo religioso. Los títulos: “Heridas
emocionales” y anuncios de cursos próximos “Reiki II”, “Profesorado de yoga
bioenergético” y “Curso de Metafísica”, y debajo: “Una manera de entender la evolución
del planeta y prepararnos para un nuevo sistema de vida”.
Ah, bueno.

Un paseo por el centro


A tres o cuatro cuadras de la basílica hay una pequeña librería con mucho movimiento
de venta. Atienden dos hermanos, uno muy alto y otro bajito. Le pregunto al alto si tiene
alguna publicación sobre Luján, crónicas, historia, lo que sea.
–No, no hay ni va a encontrar en todo Luján. Mi hermano es historiador (el señor
bajito mira callado) pero ahora está muy ocupado.
–¿Cómo es el apellido?
–Storani somos, sí, ya sé lo que me va a preguntar, toda mi familia es radical, pero yo
no soy ni peronista ni radical.
–Está bien, señor. ¿Dónde habrá un café con mesitas afuera, así me siento y... ?
–¿Y usted cree que esto es Recoleta? Acá no hay.
El hermano en silencio me fue a buscar tres publicaciones. Me las prestó para que las
leyera en el Bonafide de enfrente.
Antes de llegar a la plaza Colón está la biblioteca, hermoso edificio y muy bien tenido,
me dieron hasta un diccionario con lugares interesantes de la ciudad y una publicación
reciente, a todo color con el presente y el pasado de Luján. A dos cuadras, frente a la
plaza Colón hay un café con mesitas a la calle: ahí pude fumar. Desde mi mesa vi a dos
vigilantes muy gordos y altos persiguiendo a un ladroncito como de catorce años que
llevaba una enorme bolsa negra. Me acerqué. El chico llevaba el pelo rapado hasta las
orejas y arriba como un casquete de pelo. Lo alcanzaron corriendo muy módicamente,
porque la bolsa era más grande que el chico, parecía un episodio de historieta en cámara
lenta. El chico robó ropa de una tienda y debió ser muy tonto o primerizo para huir por
el centro de la plaza.

La casa de Ameghino
Entre las casas viejas de Luján, que tiene muchas del siglo XIX, está la casa de
Florentino Ameghino y sus hermanos, convertida en museo. El arquitecto Edgardo
Ludueña está a cargo del mismo y escribió un libro sobre las diversas vicisitudes de la
casa hasta convertirse en museo (problemas de sucesión, casa tomada, etc.). Usó para el
libro documentos casi centenarios. Algunos de ellos, no tienen desperdicio. Dice en 1962
quién fue nombrado cuidador de la casa y organizador de un museo paleontológico
(proyecto que empieza en 1911). “Cuando me hice cargo, la casa estaba habitada por toda
clase de gente rara. Para poner la placa conmemorativa, no nos dejaron entrar, tuvimos
que hacer el acto en la puerta.” Por los documentos nos enteramos también de que Tita
Merello estaba emparentada con Ameghino y también de que “existe por ahí un
heredero indebidamente especulativo. Remiso a vender”. (El autor comenta con censura
que el heredero prefiere el vil metal al legado glorioso para la ciudad.) Pero pasada la
etapa de las miserias, ocupaciones de gente y alimañas viene la de la posesión de la casa
y con ella la de los homenajes en interminable sucesión. La casa de Ameghino se
inauguró en 1999, con visitantes de la universidad de Yale, de Canadá y de todo nuestro
país. En la inauguración, leyó una larga poesía una escritora lugareña, Dulce Pereyra de
Gregorio. Una estrofa dice refiriéndose a Ameghino:

Muchacho preguntón... ¡Y qué preguntas!


Sus maestros lo miran asombrados
De noche estudia... el día lo sorprende
Caminante del río con su hermano.

El arquitecto Ludueña se queja: “No hay comisión de patrimonio histórico, no se


tendrían que tocar las casas del siglo diecinueve”.
Y tiene razón. Voy dando una última vuelta por el centro y espío algunos patios
tranquilos, con sus macetones y a veces en la parte trasera, paredes de color rosa viejo
que tanto me gusta. Le digo a un remisero que me dé una vuelta completa por la ciudad
para tener una mirada global de la ciudad. Me dice:
–Lo que hay es lo que se ve. No hay nada más.

Córdoba da para todo

Saliendo de Córdoba capital recuerdo cómo son los cordobeses: tienen gran puntería
para poner apodos y cierto empaque del pasado virreinal.
Córdoba tiene unos doce kilómetros de zona urbana y el campo empieza recién después
de las instalaciones de la fuerza aérea, la escuela de aviación. Veo un cartel raro para ser
vial, “Libro de quejas a su disposición”, y otros como puesto, “El araña”, parrilla, “Los
Ferro”, y almacén, “El alemán”. Parecen nombres que todos conocen y comentan. Un
zoológico, “El tatú carreta” y en Valle Hermoso, “Paseo del camino real”. Otro cartel vial,
“Obra mejorativa”. Pero empiezan a aparecer en el campo indicios de que otra cosa se
avecina: un negocio de instrumentos musicales artesanales en medio de la nada y más
adelante: “Vení a nadar en las nubes. Centro de Ovnilogía”.
Llegando ya a Capilla del Monte recorro la plaza y veo un cartel: “Todas nuestras
piedras tienen nombre y color, no las pinte”, y: “No corte los árboles”. Y en una casa
frente a la plaza, como si fuera un desafío, han adornado el jardín con árboles
tronchados y los pintaron de amarillo rabioso, azul y fucsia. Voy a la biblioteca que está
ahí nomás a ver si descubro el misterio de las piedras y los árboles. Cerca, rotisería
“Crepúsculo”. En la biblioteca, las bibliotecarias me atienden como si yo hubiera pedido
una cosa indebida, o yo fuera indebida o como si hubiera llegado en un momento
inoportuno. Pedí una historia de Capilla del Monte y ellas se pusieron a hablar a mi lado
como si estuvieran en su casa. De hecho vino una visitante que le hizo a la bibliotecaria
rubia el juego de taparle los ojos, y esta gritó de susto.
En el libro decía que Capilla del Monte se fundó en 1585, que la colonización vino de
Santiago del Estero y que la población actual es de 10.000 habitantes. También se
cuenta que la visitó Rubén Darío, el príncipe de Saboya, y que allí se filmó “La guerra
gaucha” y “El cura gaucho”. Galardones no le faltan, lo que más me gustó de lo que leí
son unos versos de Arturo Capdevila dedicados a Capilla:

Córdoba tierra sin par


De hombres raros Raro
que no nace ahí
Allá va tarde o temprano.

La conversación de las bibliotecarias se hizo tan estridente que me uní a ellas. Una era
rubia, de rasgos suaves, la otra, morocha con una nariz en avanzada y ojos avizores, que
donde ponen la mira, ya procesan la información. Las dos eran de Buenos Aires;
vinieron hace unos diez años por motivos distintos; la rubia porque le interesaba el tema
del autoconocimiento y la armonía interior, la morocha porque su marido era de Capilla
del Monte. Yo quería saber qué pensaban de los hippies o como se llamen que viven en
el faldeo del Uritorco. La morocha, Renata, se ve que no había avanzado en la armonía
interior porque dijo:
–A mí ellos me tienen harta. Tanta ecología, tanta ecología, y cortan los árboles para
hacer tambores con los que joroban toda la noche. Y esa baranda que tienen, claro, se
dan con toda clase de falopa, qué se van a sentir el olor que tienen.
La bibliotecaria rubia miraba con cara conciliadora.
–Y además no hacen nada, son vagos que los mantienen los padres, van siempre al
cajero.
La bibliotecaria que había llegado a Capilla por aquello de la armonía interior, le dijo:
–Algunos trabajan, Renata.
Hay una especie de resentimiento o envidia por el dinero que reciben, como si fuera un
desperdicio. ¡Ay si Renata lo recibiera, cómo lo usaría ella de bien! En cambio, dárselo a
ellos, es como tirar dinero a la basura.

El faldeo del Uritorco


En las faldas del Uritorco vive una cantidad de gente que no recibe nombre preciso,
hippies no son, los de Capilla del Monte saben que hippies no hay más, podríamos
decirles “hombres barbudos” o “serranos barbados”, como llama Terrera en su libro
“Los comechingones” a estos.
Pero da la casualidad que muchas veces los habitantes del lugar que no viven cerca del
Uritorco llevan barba o coleta. ¿Cómo distinguir a un habitante corriente de uno que
baja del cerro? Por la piel, la vestimenta y el modo de deslizarse. La mayoría tiene la piel
curtida como un cuero, rasgo visible sobre todo en las mujeres, los hombres suelen
llevar un sombrero oscuro y tanto el aspecto de ellos como el de ellas es bastante
terroso. Yo los llamaría “Hombres de la tierra”. Sus ropas coloridas tienen tanto tiempo
y uso, que se han amalgamado a los cuerpos y los colores de las ropas se han entrelazado
diseñando una historia. En general los del centro no los quieren porque dicen que no se
bañan. ¿No se bañarán por motivos ecológicos, el agua puede llegar a ser escasa o por
motivos religiosos, se enojaría la Pacha Mama a la que rinden culto? Nadie me lo supo
explicar. Pienso que deben tomar tanto sol porque no se gasta. Los que bajan de la
montaña miran prudentemente a su alrededor, no es la mirada campesina, abierta y
curiosa de la gente de los pueblos. Vienen de todas partes del mundo y de la Argentina, y
en su mayoría, de Buenos Aires. Por otra parte, por lo menos la mitad de la población
urbana de Capilla viene de Buenos Aires y eso se nota en la forma de mirar y en la
prontitud con que atienden los comerciantes en los negocios. Voy al faldeo del cerro con
Alejandro, el chofer. Son veintidós cuadras, pero me avisa que no podremos subir hasta
arriba porque ha llovido. Me explica: “Esta es la aldea policial, sede de descanso de la
policía federal (son casitas tranquilas, en el paisaje verde típico de Córdoba), y luego
aparecen una, dos, tres, casitas redondas, una con una especie de ojo como ventana”.
Dice Alejandro: “Las hacen como un iglú, porque dicen que la casa redonda concentra la
energía”. Eso me gusta, siempre me gustó la idea de la casa redonda. Hay otra casa como
escondida, hecha de fardos de pasto con un poco de revoque y al lado, otra con dos
autos. “Esta –me dice– es la casa de los que venden droga.”
Vamos a visitar a Susana, que es psicóloga y vive cerca del cerro. Su casa es como un
chalet cualquiera del gran Buenos Aires, pero hay detalles: las plantas aromáticas están
en la parte delantera del jardín, cada sembrado está cercado por piedras
cuidadosamente puestas y ella me explica que las piedras son para eludir el castigo del
viento, pero sospecho que ese conjunto de piedras y plantas tiene otra explicación, otros
motivos que ella calla porque no es cuestión de avivar giles. Hay una casita como de
troncos dentro del jardín y ahí sí me explica: “Esta es la casa del árbol, aquí se queda mi
nieto cuando viene”. La casita del árbol, el mismo chalet, dan la impresión de brotar de
la tierra y no de imponerse a ella. Me cuenta que hace doce años se vino de Buenos Aires
huyendo del ruido, de la violencia, de la agresividad en los modales; vino de vacaciones y
se enamoró del cerro. Bromea: “Acá viven muchas mujeres grandes y como Uritorco
quiere decir ‘Cerro macho’ puede ser que el cerro sea la quintaesencia de todos los
amores que han tenido”. Trabaja como psicóloga con gente del centro de Capilla, de San
Marcos Sierras, y de La Falda. Busca tranquilidad, pero su vida no es precisamente
tranquila: acaba de llegar de Israel. Tiene Internet, celular, pero no televisión que
aborrecía desde hace mucho tiempo. Dice: “La gente viene acá en busca de calidad de
vida, de un nuevo paradigma”. Este consistiría en alimentación, silencio, trabajo
interior, y sobre todo, servicios. Servicios viene a ser compartir trabajos, vivencias. Dice:
“Yo practico meditación, y en Buenos Aires era un trabajo, acá se da de manera natural”.
Está escribiendo una novela titulada “Casos casi clínicos”. “Por supuesto, ficcionados.” Y
tiene un programa en una radio local, radio Sirio, “Crecimiento interior”.
Le pregunto por los personajes que me intrigan, los que vi en el centro y me dice: “No
todos son iguales, pero hay grupos que se niegan a vacunar a sus hijos, no quieren que
haya ningún comercio y de hecho no los hay por acá, no hay despensa, ni panadería, yo
debo bajar para comprar. Tampoco quieren la luz eléctrica porque dicen que les impide
ver las estrellas en plenitud y tampoco quieren asfalto, ni siquiera la máquina niveladora
para que se pueda pasar, cuando viene la máquina se ponen como escudo humano junto
a la rueda, o se esconden y le tiran piedras a la máquina. Son como adolescentes,
escuchan poco, se resisten a lo que piense la gente, tienen otro criterio”. Y añade: “Sin ir
más allá, tengo unos vecinos que no me dejan dormir porque se dan con todo y tocan el
tambor hasta las cuatro de la mañana (cuando habla de la vecina se le va un poco la paz
interior). Dejan llorar a los bebés hasta que se desgañiten y les dan de mamar como a las
tres de la mañana. Yo me acerqué y le dije que dejara dormir. La semana pasada yo hice
una comida, de lo más tranquila y vino ella, de mal modo, a recriminarme porque hacía
ruidos”.
Como se ve, conventillos hay en todos lados, aun en los de armonía y paz.

La techada
Caminé por ella no bien llegué, pero no percibí que tenía techo, distraída por todos los
avisos que veía. Los de Capilla se inventaron una ropa de mujer... traída de Tailandia.
Cada negocio es una novedad, al lado, en la casa de regalos, hay un pesebre con collitas
de cara hindú. También en el pesebre está la Pachamama. En un negocio vecino, este
anuncio: “25 de Abril, Ciruelo en persona brindará una clase especial. Recursos para la
creatividad”, y junto a este anuncio, la promoción del CD de Hugo Bistolfi: “Viaje al
cosmos”. La dietética vende “Aura y Chacras, regalos del alma”, “Terapéutica
energética”. Otro negocio: “Ciberespacio, los nómades”.
Hay muchos nómades que se quedan un tiempo en el centro energético del Uritorco
para irse después a otros, a Bolivia, Brasil o donde fuere, llevados por alguna persona de
la que se hicieron amigos y los convenció. Hay también muchos cursos de todo tipo,
hablé con una profesora de Tai Chi que viaja permanentemente a otros centros dando
cursos y recibiéndolos. Hay como un circuito turístico paralelo que hace sentir al turista
que lo hace de manera corriente como un estúpido atornillado a una silla, o a un
programa, porque ellos viajan con un sentido, ven la vida como un camino a
perfeccionar y cada viaje es para obtener más luz. Por la calle se los ve más iluminados
que el resto de los mortales, pero a la vez más consustanciados con la madre tierra, se
los ve en las dietéticas, en algunos bares. Algunos hombres llevan sombreros negros
redondeados, lo que les da aspecto de viajeros, otros gorros indígenas. Estoy en el resto
bar Akatraz, en la vereda. Entra al bar un hippie veterano con pelo blanco largo y
sombrero aludo: lleva botas. Se debe haber sentado adentro del bar porque es oscuro
como una caverna, como la cueva del Uritorco que dicen encierra otra ciudad; el bar se
corresponde perfectamente con él. Ahí también había otro hippie con una mujer, ella de
piel muy blanca y sufrida. El perro de él o de ellos espera pacientemente echado en la
puerta (después me dicen que siempre bajan al pueblo con sus perros). Ahora ellos no
dicen: “Me gusta ese perrito”, dicen: “El perro me eligió a mí”. A mí me eligen el perro,
el camino, el micro. Hay que distinguir, una cosa son los que recién llegan y pueden
tener el pelo más o menos sucio y hasta unas rastas impresionantes pour épater le
bourgeois y otra cosa es la soberanía lograda después de treinta años de contacto con la
madre tierra: si lleva rastas que parecen serpientes aprisionadas, si coleta parece que el
propietario hubiera nacido con ella. De esa mujer, nadie descubriría si es gorda o flaca.
Sigo mi camino por la techada y leo: “Concierto de cuencos artesanales de cristal en el
bello Hotel ‘Terrazas del Uritorco’”. Otro anuncio: “‘Geometría sagrada’ organiza e invita
‘Cielos profundos’”. También cursos de tenis, de huerta orgánica y uno misterioso que
nadie supo explicarme: “Celebramos esta semana santa waka con un viaje de sonidos
celestiales, con la intención de disfrutar la gloria de la vida”.
Ningún comerciante lee los avisos que ponen. Dicen: “Ah, los colgaron ahí”. Al
comienzo de la techada, un descubrimiento: el café Kafka y enfrente, uno más burgués,
el Tabak. Yo por las dudas me voy a comer un tostado al Tabak y entro al Kafka a tomar
un café. Todos los que atienden vienen de otro lado. El mozo es de Córdoba capital, gran
lector. Otra moza, Romina, es de Buenos Aires: vino hasta allí hacía un año porque le
gustó la sumatoria de tranquilidad y clima. En el café hay un retrato de Kafka joven, una
mesa con artesanías, y otra vidriada donde se ven artículos de diarios (un poco viejos)
que hablan de Borges y otros escritores. Un piano, una vitrina donde guardan tacitas de
porcelana me hacen acordar a un café alemán. Hay un cuadro psicodélico con letrero de
venta.
En una mesa, trabaja concentrada en su laptop una chica. El dueño también es de
Buenos Aires. Le explico que quiero hacer una nota y me dice:
–Hable, hable con la señora brasileña que es muy asequible.
La señora brasileña estaba sentada detrás de mí, era considerablemente gorda y
llevaba un correcto vestido negro. Comía tostadas con manteca y mermelada; vacilé en
sentarme a su mesa, me miró con grandes ojos sorprendidos. Era una mujer de unos
cincuenta años, vestida de ciudad. Parecía azorada en este mundo, no entendí cómo
llegó hasta allí, no quiso explicar mucho. Para tentarla a hablar, le dije que en La Serena,
en Chile, habían avistado ovnis o algo parecido. Paró la oreja y pidió exactitudes, como
quien busca la dirección de una calle.
En las mesas de la vereda del café había tres que seguramente bajaron del faldeo. Una
rubia, cuya piel de origen era blanca, la tenía color cuero curtido marrón, era una piel
curtida por el sol y los vientos. Sobre el marrón, como manchas de color rosado. Era
norteamericana y reticente. Me dijo:
–¿Por qué tú preguntas tanto?
El uruguayo que era su pareja, le explicó. El otro hombre era italiano, de Verona, según
dijo. Él parecía nómade (dicen de qué lugar vienen pero no parece importarles mucho).
La mirada nómade es la del que ve muchas cosas y ni se asombra ni se casa con nada. El
uruguayo, no. Podía haber sido estudiante, comerciante, empleado. Le dije:
–¿Le enseñaste castellano variante uruguaya?
–Sí –me dijo–. Ella dice “botija”,“ta” y “seguro”.
A ninguno le importa cómo llegó hasta allí, porque la idea es que uno no va hacia algo,
es algo de afuera lo que llama. La norteamericana dijo señalando al uruguayo:
–Él me trajo acá.
Y el italiano:
–El cerro me trajo.
Sigo mi camino y leo otro anuncio: “Lunes 30 de abril. Preparémonos para la ascensión
planetaria, en busca del hombre diamantino”. Tanta altura me marea. Por suerte, en un
negocio de remeras, aparece una con una inscripción que muestra el más puro y
terrestre humor cordobés: “Cuidemos el agua, tomemos fernet”.
Los detalles sobre la vida de un pueblo se obtienen preguntando a unos y a otros, jamás
por la dirección de turismo o de cultura. Yo largo algún chisme o comentario que
escuché por allí y se lo cuento a un tercero para corroborar si es cierto. Aquí se pica el
orgullo lugareño, que quiere saber más y enmendar la plana. Pero en Capilla del Monte
hay una dificultad, que es que no quieren hablar de ciertas cosas para que no los tilden
de esotéricos. Por ejemplo, el dueño del café Kafka me dijo:
–Vaya a ver al herrero que vive a mitad de cuadra, él sabe mucho de...
Fui y el herrero me atendió lo más bien, me dijo que era de Buenos Aires y que había
ido a Capilla por el aire (es muy seco y energizante), pero añadió:
–No, no estoy interesado en ninguna de esas cosas. Volví al café para reclamar al
dueño y me dijo:
–Esconde, ha dado charlas.
Es el último día que me quedo y me voy a comer a Soma, restaurante vegetariano
recomendado. Estaba cerrado. Voy a preguntar cuándo abren a la ferretería de enfrente.
Hace un frío loco. Los dos ferreteros son chicos jóvenes que me cuentan chismes a
rabiar. Que la vegetariana “Soma” era de un mexicano y ahora se la vendió a un francés.
Que las arquitectas de acá a la vuelta (nadie diría por la pinta que son arquitectas) se
compraron una cuatro por cuatro y el padre les compró una casa poniendo billete sobre
billete, y también que los iba a ver a ellos, como cliente, un muchacho muy simpático,
siempre hacían chistes juntos, y ellos se enteraron por el diario que era narco: lo habían
detenido. También me contaron que el once del once del dos mil once Capilla se llenó de
gente, de turistas, y que espera una multitud el doce del doce del dos mil doce. Parece
que comienza una nueva era o algo así. Uno de los muchachos dijo: “Y, algo debe tener
el cerro, ya que viene a verlo tanta gente de todo el mundo”.
Al comercio le conviene creer. Capilla del Monte vive de cierto tipo de turismo. Hay
muchas dietéticas, muchos tours, unos cuantos restaurantes.
Cuando vuelvo al hotel le comento al hotelero lo del doce del doce y él cordobés de
Córdoba capital y hombre de precisiones, me dice:
–Es el veintiuno del doce, porque se va a producir un corrimiento de Saturno hacia...
Seguí comunicándole mis impresiones sobre lo que veía y me dijo:
–Mire, yo he visto cada cosa acá que sería largo de contar. Acá al hotel han venido a
alojarse las madres de los chicos que viven en el faldeo y estas abuelas han traído los
bebés al hotel para bañarlos acá. Y una señora, se lo llevó a bautizar a escondidas.

San Marcos Sierras

La fiesta del patrono

Cuando llegué a San Marcos, era el día de la fiesta del patrono. La plaza estaba llena de
hippies, de criollos, algunos con la bandera argentina, de personas con aspecto de
profesionales o empleados locales y de perros que daban vueltas. Terminaba de hablar el
cura y anunció una gran fiesta vecinal en el terreno que linda con la capilla. Yo tenía
ganas de ir con valija y todo al festejo, pero la dejé en el hotel que me recomendó el
colectivero, a veinte metros del festejo. El hotel es un chalet de un solo piso y las
habitaciones dan a un patio central, muy cuidado, con frutales. Bordeando el patio, tres
hamacas paraguayas, mesas y sillones con ceniceros artesanales, todo decorado con muy
buen gusto. La habitación con artesonado de madera y ladrillos a la vista, es enorme y
tiene varios vitraux. Lo curioso es la llave. No tiene número, tiene un aditamento de
madera donde se lee: Madera. Así se llaman los cuartos; Madera, Metal, Fuego, Tierra y
así sucesivamente. Patricio, el dueño del hotel, me dice que deje nomás la valija, que esa
fiesta va a durar hasta la noche. En el terreno hay una mesa donde se come locro y
empanadas, vino y gaseosas. Hay familias enteras, venidas desde cuatro o cinco
kilómetros y se hace cola para el ticket y para el locro que van preparando unas señoras
a medida que llega la gente y a veces hay que esperar que esté hecho. Acá la gente no se
impacienta ni dice cosas como en Buenos Aires: “Qué barbaridad, ya debería estar hecho
el locro”. Me acuerdo de algo que escuché en Capilla: “Disfrutá la espera”. Todos
disfrutábamos la espera y mirábamos un escenario donde se empezaban a preparar
grupos de paisanos y paisanitos vestidos para bailar folklore. Primero cantó un grupo
local, con el canto reforzado por un equipo de sonido que manejaba un hombre mayor,
vestido de negro, de pelo blanco y largo, con aspecto de clérigo severo y bondadoso del
siglo XIX. Apretaba unos botones, pero yo me lo imaginaba tocando el órgano (después
quise entrevistarlo pero me disuadieron: “No, si tuvo un pico de presión, no, es difícil,
vive como a cinco kilómetros”). No parecía asombrado en la fiesta por venir de tan lejos,
parecía en su salsa. Después tocaron chacarera y zamba y los veinte perros que
circulaban entre la gente, se alborotaban con la chacarera y se aquietaban con la zamba.
Me senté en una mesa de criollos, la señora me dijo que vivían como a ocho kilómetros,
y su marido hizo gala del humor cordobés; se comentaba que el cura se iba y dijo: “Este
pueblo es como el cáncer, no tiene cura”.
En ese predio de tierra había elegantes señoras mayores, hombres fotografiando con su
celular, barbas tupidas, rastas, bebés, un nene corría a un perro con revólver de juguete
y nadie lo miraba ni le decía nada que fuera una objeción moral o de otra índole, se
bailaba arriba del escenario con traje de gaucho y paisana y abajo, todos los que
quisieran acompañaban. Una chica hippie, o como se denomine, bailaba una chacarera
con su compañero pelilargo y barbado, ella con mucha gracia, él hasta se daba maña
para zapatear un poco, él tendía a hacer movimientos como de pájaro en vuelo, ella
bailaba descalza, sobre piso de tierra.

Una vuelta corta

Doy una vuelta alrededor de la plaza. El pueblo termina a dos o tres cuadras de cada
esquina, termina y no termina, porque las casas van espaciándose mucho y de repente
aparece muy lejos como un pequeño centro. Los anuncios de los negocios son variados,
un local se llama “Centro del alma. Yoga Pilates”. El “Centro del alma” está cerrado. Ahí
los negocios no abren por obligación, el dueño abre cuando lo desea. Si hace muy mal
tiempo nadie sale de su casa, se dedican a la armonía interior o a mirar algo por
Internet. Al lado hay una casa de modas elegante dentro del estilo hippie, un vestido lila
de tela suave, con cinturón trenzado verde y violeta. Cerca, una casita escondida detrás
de árboles altos tiene un cartel: “Ángeles y hadas”. Venden adornos varios, las hadas de
la vidriera tienen la cabellera azul, verde y naranja, también hay ET verdes, todos
artesanales. En la vidriera del local “Prana” se anuncian cursos: Uno: “Cómo tratar a la
tierra, entenderla, analizarla y corregirla”. Y otro: “Plantas enemigas y compañeras,
tablas de afinidad”.
Los letreros me hacen acordar de lo que decía Foucault en “Las palabras y las cosas”
sobre cómo se consideraban las plantas en el Renacimiento hasta que llegó la taxonomía
actual del mundo vegetal; las plantas se clasificaban por sus simpatías y antipatías. Otro
cartel: “Cursos de clown”. Hay también fútbol femenino. A dos cuadras, con un marco
verde hermoso de árboles está la plazoleta de la Pachamama, con asientos y mesas de
piedra, donde me senté a fumar un cigarrillo. No se veía nadie y me acomete el espíritu
citadino; quiero tomar un café, quiero comprar un marcador de punta fina, quiero... Los
deseos son infinitos, pero son las diez y está todo cerrado. Debe ser porque amaneció
nublado y gracias a Dios hay un café que está abriendo y me atiende una señora
encantadísima de tener una clienta. Al ver que el café funciona bajan de un auto dos
muchachos de traje y corbata a desayunar. Son promotores de autocrédito. Habla uno
por el celular y escucho:
–¿Qué tarjeta tiene? ¿Ninguna? Ah, naranja.
–¿Usted es casado o juntado? ¿Cómo se llama ella?
Que venga Mariana al teléfono.
Me doy vuelta y le digo:
–En este pueblo vas muerto para eso.
–No, hablamos a otro lado.
Son de Córdoba capital y rapidísimos. Desayuno y miro otro negocio “La cebra sobria”.
En la vidriera un saquito muy lindo de manga larga de color natural. Me lo pondría.

Ricardo

Ricardo hace treinta años que está en San Marcos, tiene el pelo largo y una cara noble y
caballuna. Hacemos la entrevista en un banco de la plaza “Para que no haya orejas”,
dijo. Y cuando empezó a picar el sol, él se cubrió la cabeza con un gorro y yo con mi
echarpe. Iba pasando gente y lo saludaba.
–¿Qué hacés acá?
–Nada. Disfruto de mi tiempo haciendo cosas distintas todos los días, voy a bailar
cuando hay bailes populares, el folklore me gusta, todo menos el cuarteto. Cuando fue la
fiesta de la tierra había candombe y bailamos todos en la plaza. A mí me echaron los
milicos de Buenos Aires, yo me vine con la guerra de Malvinas, soy totalmente
antimilitarista, cuando se establecen jerarquías, alguien debe obedecer y otro mandar.
Lo mismo en la iglesia. Yo me obedezco a mí mismo en mi cuerpo, pero que me lo diga
él, me da órdenes físicas, me dice: “Tenés que darme de comer”, el cuerpo está
entrenado, sabe cuánto dinero tengo. Porque la comodidad es un vicio y una atadura,
celular, coche, todo esto tiene otros enganches, evito los enganches y estoy suelto, más
cómodo. El primer cuidado del cuerpo es que si cae, lo levantás, y si estoy enfermo trato
de activar, para no dejarme caer. Hay un dicho paisano de acá: “Tirando para no aflojar
y aflojando para no cansarse. Entre tanto, viviendo”.
–Pero hay que tomar el timón de la vida, porque si no uno termina aburriéndose.
Pasa una chica con cara radiante y lo saluda. Le comento:
–Qué alegre parece.
–Está contenta porque está tranquila, no está apurada.
Yo no compito con nadie, no me comparo con nadie, creo en lo personal. En lo político,
a veces tengo ganas de votar, a veces, no. Acá no se sabe lo que puede pasar mañana,
puede nevar, hacer calor, caer piedra o venir un huracán.
San Marcos tiene un microclima, no digas que es lindo, no es ni lindo ni feo. Acá hay
gente que vive toda su vida dentro de la casa, lejos del centro, en Sauce, en Rincón, esa
gente se hace amiga de los vecinos, en San Marcos no es fácil no tener nada que hacer
porque empieza la “curtición” de ratones, se juntan con los vecinos para hablar mal del
otro, en Buenos Aires es distinto porque hay muchos ratones para curtir, acá el ánimo
puede ir en sube y baja, esto le gusta mucho a los que son...
–Maníaco depresivos.
–No, ese lenguaje no me gusta nada, es demasiado carnicero, me gusta lo que dice
Lawrence en “Fantasías del inconsciente”.
–¿Y cómo te llevás con los criollos?
–Personalmente hay gente criolla que considero de mi familia. Al cordobés no le gusta
que lo apuren porque se enoja, vos vas a la puerta y esperás, no pasás la puerta si ves
que está adentro y no sale, es que no quiere salir. Pero hay cosas que a ellos no les
gustan, como el amor al aire libre.
(Yo vi un negocio con un cartel “Prohibido entrar con el torso desnudo”.)
–Acá hay muchos nómades que se disfrazan de artesanos para seguir nomadeando.
Pasa un criollo muy alto y robusto con unas rastas que son un desafío para cualquier
escultor. Lo saluda. Pasa un morocho muy grandote con un sombrerito chato y saluda
cordialmente.
–Ese vive en la calle –dice. –Acá nadie pregunta la historia de cada uno, pero a la
larga las historias de vida se retransmiten, no hay anonimato, a la larga todo se sabe, y lo
que no se sabe se sospecha o se piensa. Acá entrás y estás siendo alguien, por el modo
cómo tratás al carnicero ya te pintan.
–Me dijeron que viajaste mucho.
–Toda Sudamérica, de Tierra del Fuego a las costas del Caribe y Argentina de punta a
punta.
–¿Y ahora no vas a viajar?
–Ahora cuesta mucho salir del San Marcos porque el invierno es duro, acá se
consume y se produce el diez por ciento en relación a Buenos Aires.
–¿Y en qué trabajabas en Buenos Aires?
–Fui publicista y también periodista, yo estoy acá librianamente buscando el
equilibrio, tratando de equilibrar la falta de respeto a la naturaleza, ese desprecio.
–Me dijeron que tenés un programa de radio.
–Sí, en la radio “El colectivo”. Es un colectivo que sale de la radio y da vueltas
respondiendo a las necesidades de la gente, mandan mensajes, buscan lugar para vivir y
trabajar. Acá se paró una mina a cielo abierto.
Pasa otro y saluda. Me dijeron que Ricardo vive en un colectivo.

Toti y compañía

Me dicen: “Andá a ver a la Toti, hace parto natural. Es buena gente”.


A tres cuadras del hotel, en una casa con un parque lleno de árboles y una acequia, vive
la Toti. Atraviesa la acequia un puente con venecitas, que representa un útero. No hay
timbre en la lejana puerta de entrada; en la habitación, una muchacha está durmiendo
en el suelo; cuando la veo de frente, está embarazada como para parir ya; no muestra la
menor incomodidad por haber sido despertada. Ella me lleva a la cocina, que es grande
y limpia, Toti está sentada en el suelo sobre unos almohadones, cosiendo a máquina.
Toti es menuda, lleva su pelo ondulado muy cortito y es cordial, yo le daría el papel de
duende en una representación infantil. Empiezan a aparecer otras mujeres, con gran
panza, sus parejas y una abuela, Gabriela, porque el trabajo de Toti es como dijo:
“Acompañante de las mujeres y de la familia en gestación, en el parto y post parto”. Me
dice: “La mayoría de las mujeres de San Marcos paren en la casa. Yo hago parto en el
agua, o puede ser bajo un árbol o en cuclillas. El trabajo que hago es empoderar a la
mujer y yo me hago invisible para que puedan emerger la mujer y su pareja”. Hay un
ambiente de cordialidad, por no decir cariño. Toti es de La Plata: “Terminé la carrera de
Odontología a los veintidós años, nunca me gustó y no ejercí. Pero como a mí me
gustaba estudiar cualquier cosa y me adapto a todo, pensé que debía terminarla. Me fui
de viaje por un año con un novio de ese momento, a dedo, en bondi, por toda
Sudamérica y Centroamérica”.
Hay una uruguaya, otra de la Plata, una pareja brasileña y suma y sigue. La abuela
Gabriela está de paso, se queda hasta ver parir a su hija. En la Plata anima fiestas
infantiles, y dice que se quedaría a vivir en San Marcos. Les pregunto cómo llegaron a
San Marcos. Gustavo, de Minas Gerais: “Estuve en Argentina con artesanos y me dijeron
que viniera a San Marcos, y vine”. Paula, de Buenos Aires dice: “Nosotros teníamos en
Buenos Aires una dietética y una clienta insistió tanto en que le comprara la casa que
tenía acá, que se la compramos y acá estamos”.
Le pregunté a Toti qué estaba cosiendo cuando llegué. Me dijo: “Soy artesana, estoy
cosiendo unos sobres que encierran un mensaje, elegí uno”. (Elegí uno pero no recuerdo
el mensaje.) “Los dibujos surgieron de un retiro que hice en Brasil, veintiún días de
ayuno, la primera semana ni siquiera agua, nos han metido un programa que dice que si
no comés, te morís”. Ante mi mirada de incredulidad, me dijo: “Uno se alimenta de luz,
yo estaba en el momento más lúcido y pleno de mi vida”.
Yo me sentía llena de toxinas y de dudas. Pagar por ese sobre que me dio me parecía
grosero. Entonces saqué de mi bolso un paquete de galletitas de salvado y se lo di. Era
una ofrenda de corazón y fue bien recibida.

Unos chicos trabajadores

Por la calle vi un cartel “Cine boliviano alternativo en Giramundo”. ¿Serían bolivianos?


Era como a veinte cuadras de lo de Toti y allí había un pequeño centrito. Todos eran
chicos y chicas muy jóvenes, y venían de Santa Fe, de Córdoba capital, de Brasil, de
México y hasta un francés de origen vietnamita.
Desde hace unos meses viven juntos, pero sospecho que algunos son visitantes o
transeúntes, por la actitud de cierta reticencia, los que me parecen dueños de casa se
mueven todo el tiempo: preparan el equipo de sonido para ver la película y cuentan lo
que hacen: han hecho talleres de narrativa, de dibujo, de cerámica. Han ilustrado
cuentos infantiles. Dan cursos de bioconstrucción, enseñan a construir casas con pasto,
barro y caca de burro. Dos chicos dijeron:
–Yo me hice la casa acá.
Me explicaron el nombre de la asociación “Giramundo”, que tiene varios significados;
“mochilero” en portugués, y el espiral del dibujo del afiche representa el tiempo cíclico y
la cosmovisión del mundo circular. Como ellos se dedican a la construcción, pensé que
ellos me podían responder una cruel duda. Siempre me pareció raro el olor del
desodorante, pero nunca le di importancia. Y allí en San Marcos había empezado a
pensar en el desodorante, tema que ignoré toda mi vida. Le pregunté a uno de ellos si el
desodorante es malo. Me dijo:
–Claro, le estás poniendo aluminio a la piel.
Ya me parecía. Esos chicos están por construir un centro cultural. Suerte.

Paréntesis

En la habitación del hotel hay un cartel en lo alto, rector: “Si quieres fumar, hazlo en el
jardín”. Si fumo,¿qué ley transgredo, qué energía desparramo? Hay algo en el aire que
me dice: “No importa si te dormís o no, el sueño va a llegar si es que tiene que venir”.
Como dicen ellos, uno no va a las cosas, las cosas vienen a uno. Y ese desodorante. ¿No
será un olor impuro, “beschado” como dicen en El Bolsón del aire de Buenos Aires? Y
me parece que me muestro demasiado apurada para conseguir las entrevistas. ¿Será
conforme a las reglas de la lima y la rima buscar entrevistas? Porque como dijo Ricardo,
aquí nadie pregunta a otro de dónde viene o cuál es su historia. Aquí la gente se
manifiesta cuando habla con el almacenero. ¿Estaré hablando con el almacenero comme
il faut? Compré unas cosas y puse todo en la heladera del hotel en una bolsa. Aparte de
que en general ellos bolsa no usan. ¿No será contra el espíritu comunitario separar la
comida propia en una bolsa?
Estoy escribiendo esto en un bar, pasan música de los Beatles y estoy en un estado
totalmente placentero. Me quedaría dos horas acá sin hacer nada, todo a mi alrededor
me invita a ello. Pasa un nene muy rubio, de unos siete años, sobre un caballo negro y en
la esquina hay dos que están jugando con unos perros. Pero me voy a levantar, corro
peligro de quedarme cinco años papando moscas, como dijo un residente: “Acá, el que
no le da una orientación a su vida, puede pasar cinco años tildado, papando moscas”.

El hotel y sus dueños

El hostal “La posada de Argimón” tiene el espíritu de la vieja casa de huéspedes donde
todos se conocen y charlan entre sí. Tiene una pequeña biblioteca donde están
Saramago, Fontanarrosa, Castañeda y algunos libros en la línea de geometría sagrada y
otros rubros que no revisé. Sus dueños, Roxana y Patricio, son nuevos, se instalaron
hace cuatro meses, el espíritu es el de la vieja posada, pero sus huéspedes son de ahora,
siempre hay alguno en la computadora, o grupos tomando mate en la mesa de afuera, al
frío. Hay huéspedes brasileños, visitas varias y en el patio hay sillones muy cómodos que
los dueños trajeron de sus casas. Le pregunto a Patricio qué hacía antes de venir a San
Marcos. Dice: “Vivía en Olivos, era ejecutivo de una empresa multinacional, yo de chico
quería ser guarda parques, quería vivir al aire libre, y estaba cansado de esa facultad
desde el primer día que cursé, pero terminé la carrera. A mí no me gustó el mundo del
dinero, ni el de la farándula, con los que estuve vinculado, pero reconozco que el dinero
me permitió viajar por muchas partes del mundo. Acá vinimos con Roxana juntos pero
separados, separados pero juntos, con un proyecto para nuestra hija Abril, para que viva
otro tipo de vida que la que se da en la ciudad”. (Abril tiene nueve años y va a la escuela
que queda a la vuelta y es compañera de la hija del cacique, los chicos pueden andar por
la calle a cualquier hora.)
A Roxana también le pregunté por qué se vino: “Yo hasta hace cuatro meses era
azafata, me gustó la energía del lugar, hice amigos acá, tengo un grupo, pero extraño los
afectos de allá. Acá la gente maneja otros tiempos, no vive acelerada, yo ni sé qué día es.
Toda esta gente que viene, lo hace buscando la energía del lugar y por lo menos tres
veces por día, te cruzás con la misma persona por la calle. Yo televisión no miro, el
diario no llega al pueblo, las noticias llegan de manera lejana, no repercuten en la gente.
Estoy empezando a leer, estoy leyendo ‘Éxito cuántico’”.
Roxana es muy elegante y sospecho que ha tenido ingerencia en el diseño del patio y de
la tarjeta del hotel; es una tarjeta artesanal, como corresponde, que representa a un
hippie todo vestido de blanco. ¿Será por eso de la luz? Es un hippie prolijo, con
cuidadosos parches redondos en las rodillas.
Me voy a leer al café de la esquina y en la mesa de al lado hablan en inglés y en
castellano dos extranjeros. Uno de ellos habla castellano sin el menor acento. Toman
cerveza. Me acerco a hablar, el menor es holandés, el mayor, inglés. El holandés tiene un
descuido reciente, como si se hubiera abandonado un poquito, como si hubiera tomado
unas módicas vacaciones de aliño y limpieza. El inglés, pese a que lleva el pelo corto y va
de traje, da la impresión de ir sin medias, lo imaginé contrabandista o algo así por el
aspecto vencido o curtido, como a veces se ve en gente que ronda la delincuencia. Me
dijo:
–Yo no creo en ninguna de las cosas que creen acá. En nada.
Le tiré de la lengua y le pregunté qué pensaba del chamán que había fundado “Pozo de
luz”, un complejo elefantiásico hecho de piedras en las afueras de San Marcos, a quien
pusieron preso. Me dijo:
–Ese es un chanta, vende en Ezeiza autos de colección. Al ratito volví al hotel, Patricio
estaba cortando una madera, le conté que hablé con el inglés en la esquina.
Me dijo con desprecio:
–Ese inglés es un borracho perdido.
Qué misterio el de los ingleses que se trasladan a cualquier parte del mundo, sin creer
en nada, ni tener ninguna intención de encantarse con los panoramas; ellos viajan sólo
para beber.

Lo que dijo el cacique

Entrevisto al cacique Leopoldo Tulián, descendiente del cacique del mismo nombre
que tiene una escultura en la plaza. Me concede media hora de su tiempo y conversamos
en el centro de jubilados, donde es muy respetado. Me siento incómoda porque he ido a
invadir un espacio donde debe hablar de cosas privadas, pero escucho a don Leopoldo:
“Antes, hace unos cincuenta años, el pueblo fue formado como comunidad. Estaban las
familias chiriguanas, los Reina, los Ochoa, los Tulián, los Ocharga. No era la comunidad
que vivía bajo un mismo techo, pero colaboraban en trabajos de siembra, de cosecha,
crianza de animales y también consejería. Acá se vivía de frutales, la parra, todo se hacía
para consumo propio y existía el trueque. Toda esta plantación era de pie firme, sin
injerto. Las chacras eran con rotación de cultivos. El grano grueso de maíz para los
animales y personas, había trigo, centeno y cebada. El pan era casero, Todavía está el
molino de molienda. Los canales de riego han sido construidos por los regantes y
cuando vino la hidráulica, empezaron a funcionar cada vez menos. La hidráulica sólo
estaba para hacerse ver, todo lo debía hacer el regante. Son instituciones que viven a
costilla de la gente. Se llevaba lo que quedaba a vender a Capilla del Monte, a lomo de
caballo. En una segunda etapa se empezó con los viñedos, y al comienzo muy bien, pero
se encareció por los intermediarios. Luego vino la etapa de las verduras, al comienzo
mucho entusiasmo y luego decayó. San Marcos Sierras siempre fue conocido por el
turismo, tiene un clima especial. Hace mucho tiempo que existe el turismo, eran
naturistas, había varias colonias naturistas, grandes hospedajes. Pero tropezamos
cuando vinieron los famosos hippies, Acá hay dos clases de hippies, el limpio y el que no
le gusta bañarse. Han venido con la excusa de que eran un pueblo tranquilo, lo
engrandecieron porque ahora pasa a ser ciudad, una vez que entraron hacen su visa
aparte. La gente nativa recibe bien al que viene con respeto, pero también al volverse
más grande el pueblo se necesitan más servicios, más luz, agua corriente, no alcanzan
los servicios para tanta gente”.
Me pareció que el cacique tenía bastante razón. En la radio, fuera de programa, dos
locutoras venidas de Buenos Aires hablaban así:
–Esto ha sido una invasión.
–(Irritada.) ¿Por qué decís invasión? Uno con su dinero se puede ir a donde quiere,
puede comprar lo que quiere...
Y yo me pregunto y no tengo la respuesta: ¿Imponer el derecho de comprar lo que uno
quiere cuando quiere no es acaso un principio capitalista, propio de la sociedad de
consumo, de la que la mayoría de los entrevistados dice huir y preservar la naturaleza,
no implicaría también preservar ciertas formas sociales que son respetadas en la
comunidad donde se insertan? ¿Puede uno respetar el agua, la piedra, la tierra, en fin
tener principios ecológicos y no mirar a la gente que es originaria de una comunidad?
De todos modos creo que es inevitable una mestización, una mezcla de culturas en el
futuro.

El sur más cercano

Vuelvo a Tandil después de treinta y cinco años; no reconozco nada o casi nada. Tengo
el recuerdo de casas de color gris, blanco, alguna crema, todas en un centro chico.
Chalets, sólo en la zona del calvario. También la recuerdo como una ciudad de ritmo
rápido y de habitantes muy trabajadores; había muchas bicicletas y los hombres se
prendían los pantalones con broches de la ropa para no enredarse. Ahora hay autos y
más autos y muchos edificios céntricos de muchos pisos. El color de la ciudad cambió;
muchas casas están pintadas de colores vivos, pasa por la calle gente muy bien vestida.
Busco afanosamente algo que pueda reconocer: encuentro la plaza de la iglesia, las casas
aledañas a la iglesia, esta misma. Y este lugar por donde ha pasado tanta vida, tanta
anécdota, será llamada en un futuro cercano con el pomposo nombre de “Casco
histórico”.
Tandil creció primero con las canteras y caleras en los primeros años del siglo XX.
Llegaron muchos picapedreros de afuera: italianos, españoles, yugoeslavos, además de
los criollos. Poco después comenzó la industria metalúrgica. Un chofer me lleva al
parque industrial situado cerca del centro. El parque decayó con el proceso y repuntó
desde hace unos quince años. Ahí están todas las industrias: metalúrgicas, fabricación
de calefactores, rectificación de automotores, cuchillería, industria alimenticia de todo
tipo, fábricas de cemento. Por cualquier lugar que se recorra, se ven los cerros, y el cerro
“Las Ánimas” muestra distintos tonos de verde. Le pido al chofer que me lleve a un
barrio humilde; no hay villas miseria en la ciudad; el barrio es nuevo, se llama “Arco
Iris”. Es un nombre esperanzado, la gente cuida sus casas y su nueva escuela técnica
muy grande y bien construida. (Hay muchas escuelas técnicas en Tandil.) Pasamos por
un sub centro “Villa Italia”, según Néstor di Paola, autor de “Último tango del sur”. Villa
Italia era tierra de músicos y cantores: “Uno iba caminando por la calle y escuchaba a
uno tratando de sacar un tema. La calle era como una serenata perpetua”.
Y una vuelta por el centro: anuncios de cursos de todo tipo. En el bar Tito: “Curso de
lengua por señas”, “Curso de percusión africana” y en la biblioteca Rivadavia, de larga
historia, “Estudios de materialismo espiritual. Taller de seminario vivencial donde se
proyecta una película con temas materiales y espirituales”. Ya en la biblioteca, el público
habitual de chicos de colegio, pero además dos señores mayores devuelven los libros que
han leído, uno con boina y pañuelito rojo al cuello. Una mujer entra a leer el diario
relajada, se sienta sin pedir permiso a nadie, hace un pequeño alto en el camino.
En la calle, un cartonero trabaja prolijamente juntando cajas de una gran tienda, lo
hace sin desparramar una pizca de basura. Y en un café cercano está jugando Del Potro,
crédito de Tandil y del país entero; el televisor está encendido sin audio; sólo un señor lo
mira, el resto está en sus cosas. La mayoría lee el diario; el clima del café y la distancia
entre las personas son similares a las de los cafés del centro de Buenos Aires. Por la
televisión se ve a los hinchas argentinos que se cubren con la bandera argentina y la
agitan. ¿Y en el café? Nada. Voy caminando hasta la feria artesanal (varias cuchillerías
artesanales) y comento lo que vi con la puestera, que es de Rauch, un pueblo cercano, lo
que vi en el café. Me dice:
–Y acá son medio fríos. Viene Víctor Laplace que es un actor de acá, y nadie se le
acerca, acá hay un ritmo muy apurado.
Voy caminando hacia fuera de la ciudad. Cartel de una veterinaria: “Con la democracia
se come, se cura y se educa”. Debajo: “Royal Canin”. Las malas lenguas me cuentan
muchas cosas sobre la ciudad. Que ha venido mucha gente a la ciudad de otros lados,
que en el cerro hay un barrio que llaman “Los bolivianos”; sus habitantes trabajan en la
construcción (antes habían tenido barrios de chilenos que trabajaban en las canteras) y
a estos les atribuyen todos los robos que se dan en Tandil. Pero también viene gente de
buen poder adquisitivo que se instala en la sierra y viene de vez en cuando como si fuera
una casa de fin de semana. De ellos sospechan y se preguntan “¿De qué viven?”.
Junto al lago, hay un enorme monumento al fundidor, dicen que el salamín es tan
producto autóctono como el fundidor, se merecería un monumento de igual tamaño. En
el lago, el intendente instaló un juego de aguas: lo llaman “El bidet del intendente”. A
algunos no les gusta la réplica de plástico o algo similar que hicieron de la piedra
movediza.
Y llegó la hora de la siesta, casi nadie anda por la calle salvo los motoqueros. ¿Serán los
únicos que no duermen siesta?

El club Independiente
La escuela de tenis donde se entrenaron Del Potro, Mónaco, Zabaleta y varios más,
todos tenistas muy importantes a nivel nacional e internacional, es un club que a simple
vista parece un club de barrio; más aún, con añadidos, en la parte vieja unos hombres
juegan a las barajas por porotos, en la otra entrada no hay ningún afiche del astro Del
Potro, hay uno muy módico en su interior. Puedo entrevistar con toda tranquilidad a
Marcelo Gómez, el entrenador de Del Potro de los siete a los dieciocho años. Nos
sentamos en un gran bar donde pululan chicos de unos doce años de todos los tamaños
y colores. Pertenecen a la escuela de entrenamiento del club, de larga data. A ella vienen
chicos de toda la Argentina y de países vecinos, muchos chilenos y brasileños pero
también mexicanos. Ahora tenían una nena húngara. Los padres les pagan la pensión en
Tandil y también el entrenamiento, el chico suspende su escuela secundaria en los años
que dure su internado con la ilusión de que lleguen a ser top ten. Dice Marcelo Gómez
que a la meta, llega uno de cada cien mil. Pregunto:
–¿Cuáles son las condiciones de un tenista destacado?
–Debe tener hambre de gloria, resistencia a las frustraciones, resistencia a la
monotonía, van siempre a los mismos hoteles, ven a la misma gente y además no
pueden festejar, beber, fumar, porque los partidos son muy cercanos en el tiempo. Hay
quien lo hace, pero eso se paga.
Hablamos de distintos tenistas, dice que Federer sabe que puede resistir. Dice que es
un deporte como el boxeo, a matar o morir.
–¿Y ningún tenista se aburre de jugar al tenis y quiere hacer otra cosa?
–Claro, mire Gaudio, está haciendo telenovelas.
–Y ya que usted me dice que en los circuitos internacionales son todos amigos, cuando
ven que le van ganando a un amigo seis a cero, por ejemplo, ¿no le conceden un punto o
una jugada, el punto del honor, digamos?
–Todos ellos son amigos, pero en la cancha son enemigos. Además eso de ser
solidario con el otro se daba en el deporte de antes, que era más un juego, una diversión.
No es diferente el tenis del mundo que nos rodea, el mundo se volvió cada vez más
competitivo.
–¿Por qué Bettina Fulco que gana siempre en dobles no gana cuando juega sola y eso
que hace años que lo hace?
–Y, ella con las rusas no tiene ni como para empezar.
–¿Por el físico?
–No sólo por el físico, a las rusas chicas cuando se portan
mal las golpean, en cambio vio cómo nosotros criamos a
las chicas, entre algodones.

Villa Cordobita
Silvia Ciancaglini, dueña de la casa donde me alojo, me lleva a Villa Cordobita que
queda en la parte superior del cerro Los Laureles. Lo que primero me llama la atención
es una casa con tantos cachivaches (pedazos de hierro, chapas, palos, partes viejas de
autos) y todo ese entorno parece un castigo, una condena. Deambulan unas gallinas y al
fondo hay unos cerdos, pero es como si no tuvieran color. Comparecen los dueños, dos
hermanos sonrientes y educados que dicen tener el campo del padre para vender, que es
un campo muy valioso, pero no parecen querer redimirse de esa condena vendiéndolo,
dicen que toda la vida han vivido allí como si se tratara de un castillo. Este predio y
mucho de lo que veremos más arriba, me hace pensar en algo que vengo observando en
los conurbanos de muchos pueblos: junto a una casita neta, de jardincito bien delineado,
con las plantas separadas y totalmente identificables, en fin, como dibujada, hay al lado
una con restos de auto viejo, si tiene una enredadera no se ve dónde termina, a veces hay
algún objeto absurdo entre las plantas, a veces tiene una casita anterior dentro del
mismo terreno, o un galpón despintado y uno suele decir: “Qué desprolijos”, pero me
parece que se trata de otra cosa: Es gente que no quiere cerrar el pasado, no lo quiere
tirar. Los de las casitas bien delineadas viven el presente. Los que guardan cachivaches
es porque esas herramientas eran del padre, la casita vieja del perro que se murió, el
carro del padrino que lo dejaba allí. Teniendo el carro, tengo al padrino. Y en este barrio
que se viene poblando desde hace unos diez años, alterna lo viejo con lo nuevo y cada
casa presenta un aspecto diferente. Algunos pintan la casa de colores, podan los árboles,
ponen piedras como adorno. Una verdulería tiene en su jardín un quincho bien
construido, un auto nuevo, flores, el cerco cortado. Al lado hay una tapera y más allá,
una casa concebida como para estar en el centro de la ciudad, con grandes macizos
organizados de flores. Los dueños de esa casa deben ser orgullosos, esa casa parece
decir: “En cualquier lugar donde estemos, somos nosotros”. Junto a ella, una casa
prefabricada detrás, y adelante, los ladrillos para construir la casa de material. Y arriba
del cerro se ha formado un barrio de artesanos, pintores, fotógrafos. Vemos una casa
redondeada como un nido de hornero gigante y su dueño, Agustín Abad, nos invita a
pasar. Dice que está hecha con bosta de vaca, adobe y pasto (como las de San Marcos
Sierras, pero allá construyen con caca de burro). La casa tiene dos ventanas, una más
chica como una lágrima gigante, y otra desde donde puede ver todo el centro de Tandil.
Él es fotógrafo. Dice: “El adobe es fresco en verano y calentito en invierno. Yo vivía en
una casa colectiva. Nosotros organizábamos ‘mingas’, que es el nombre que los
quechuas dan a la construcción colectiva. Acá al lado hay otra casa igual, acá vive un
músico y también un artesano. Y en cada casa hay un espacio para huerta, se cultiva
trigo, papas y verduras”.
Le elogiamos algunas fotos y dice: “Yo expuse en San Telmo, en un bar cultural”.
Está leyendo “La revolución de Dios, de la naturaleza y del hombre”.

Los Hidalgo
Saliendo del microcentro de Tandil (llamo microcentro a lo que está lleno de Banelcos,
Links y supermercados) vive Amaro Hidalgo; lo acompaña su hijo Aníbal. Amaro tiene
ochenta y tres años, es muy alto y delgado. Erguido. Lleva una boina verde. Así como es
nítida su presencia es clara su memoria. Amaro podría ser vasco o criollo, pero llama la
atención su forma de encarar, algo distante pero de frente. Uno entiende, viéndolo a él,
la expresión “es de una sola pieza”. Aníbal, el hijo, no. Es de varias piezas, porque se ve
que ha leído bastante y la lectura trae dudas, ambigüedades; los urbanos somos así.
Amaro dice que vino a Tandil en 1945.
–¿Cómo era Tandil en 1945?
–Se trabajaba en las canteras y empezaba la fundición.
Donde está esta casa había chacras y donde vive Silvia, quintas.
(Ahora todo eso forma parte del centro, prácticamente.)
–Usted siga el adoquín y ahí está el núcleo viejo de Tandil. Donde está la plaza, estaba
el primer basurero municipal.
Aníbal dice: “En 1960 había 60.000 habitantes, en 2012, se calcula algo más de
200.000. La universidad trajo mucha gente que se radicó aquí”.
Le pregunto a Amaro: ¿Usted trabajó en el campo?
–Trabajé en las estancias, en la de Anchorena, fui tractorista, araba, cosechaba, antes
no había cabina, antes la gente pobre no sembraba trigo, porque no tenía equipo, yo fui
a trabajar a Ayacucho, ahí se hizo el equipo agrario Evita.
–Me interesa la vida de los animales.
–Se castraba a cuchillo. Papá tenía uno que era un bisturí, se dedicaba a capar
animales, pero les tenía bronca a los gatos padrillos y los castraba. Pero una vez le hizo
un culito artificial a uno. (No era un gato.) Antes los animales eran muy ariscos porque
estaban en grandes terrenos.
Los toros ariscos han matado algunas veces a los turcos vendedores ambulantes. Lo
mismo los crotos, dormían en los galpones o al aire libre, en el monte, ponían el vino al
sol porque se pone más fuerte. Algunos morían ahí mismo, nomás. Mamá sabía curar a
los animales, a mamá le traían las vacas para que las amansara.
–¿Y si un trabajador quería hacer un reclamo por salario?
–Había una moneda que se acuñaba en la misma estancia, se llamaba “la lata”, se
usaba también una moneda en las canteras. Cuando se hacía un reclamo, depende, si el
que reclamaba era un muy buen trabajador le regalaban una oveja para carnear y si no
era tan bueno, le decían: “Si no te gusta, te vas a otro lado”. Mi padre me contó que el
abuelo tenía un campito de 200 hectáreas y Martínez de Hoz se lo sacó, le dijo “Ahora te
vas enfrente”. Mi padre era muy gracioso, llegó a conocer el velorio del angelito, en el
que para pasar el tiempo hacían adivinanzas, juegos. Tenía un perro que lo llamaba
“Como Vos”. En mi pueblo había piezas muy grandes y cuando se hacían bailes, las
chicas que vivían más lejos se quedaban a dormir todas juntas. Y papá les tiznaba la
cara.
(Esa broma de tiznar a los durmientes era también de Azul, después de todo, está sólo
a unos cien kilómetros.)
–¿Y la escuela?
–Yo fui a la escuela programada, que se progresaba según lo que uno aprendía. A mi
maestra le gustaban mucho las matemáticas y a mí también. Yo me compré mi primer
par de zapatos con un concurso de cálculo que hubo en Necochea, lo gané.
Después la conversación se hizo general y hablamos de los chilenos que trabajaban en
las canteras, de los indios pampas y Amaro dijo:
–Yo conocí a un pampa, gran vecino, tenía la cara redondeada y la crencha corta,
cortada a cuchillo, lustraba su caballo todo el tiempo, lo adornaba.
Le comento a Aníbal la actitud apática de la gente en el café cuando jugaba Del Potro.
Me dijo:
–El tandilero es exitista. Es muy exigente, no se perdona perder.
Amaro dijo:
–Ponga que yo ahora vivo en un barrio de amigos, yo veo a mis amigos.

Los Leones
Me lleva Silvia hacia el campo, a la ruta que va a Juárez. Paramos para tomar algo en
una pulpería de nuestros días. Todo su frente es de chapas acanaladas de color verde
claro. Alrededor, campos de trigo, alguna casa de fin de semana y casitas desperdigadas.
Dentro del almacén, cuatro o cinco criollos juegan a las cartas en una mesa, un
muchacho muy rubio intenta enseñarle a jugar al pool a un nenito. Nos sentamos en un
extremo y nos dieron enseguida pan, queso y gaseosa. Detrás del mostrador, una gran
estantería estaba cubierta de botellas y botellitas perfectamente limpias y ordenadas.
Cerca del mostrador, un paisano con un ojo tapado por una venda blanca tenía ganas de
acercarse donde estábamos nosotras y lo llamé a la mesa. Dijo: “Mi papá estuvo
cuarenta años en el campo. Yo hice la colimba en Zapala, como 16 meses y dije ‘Yo al
campo no vuelvo’, pero volví al tambo, que es lo que sé hacer, me crié en los tambos, en
la colimba fui caballerizo. Todos los animales me gustaron desde chico, hay gente
sanguinaria que le aprieta mucho la cincha al caballo y uno ve que sufre el pobre. Dicen
que la vaca es tonta. Pero es el animal más inteligente que hay y a mí me encantan, yo
las adoro, las abrazo. Tengo tres, Camila, Florencia y la Pirata. La vaca vieja es mala con
la nueva que entra, no la deja comer, la empuja, y el perro la torea a la vaca, la pone
nerviosa. Ciento diecinueve vacas tengo, bah, soy empleado y distingo a muchas por el
nombre, la piba mía sabe el nombre de todas, ‘al toc’.
Yo tuve tres caballos: Solito, Tornado y Micaela, y una vez en mi casa se aquerenció un
pato silvestre, lo traje muerto de frío, le puse Pancho de nombre. Lo reviví con huevo
batido con azúcar, yo llegaba renegado del campo y decía: ‘El único que me entiende es
el pato’. Yo le decía al pato: ‘Comprendeme’. Y él me seguía hasta adentro. Y también
había dos corderos que se metían en la cocina, en la bolsa del azúcar y mi mujer me
decía ‘Matala a la Carina que me rompe todo’. Papá vendió siete petisos para comprar
un televisor. Y cuando supimos de la venta, salimos de la casa, todos corriendo y
llorando. Y total para qué: se veía un sólo canal blanco y negro; todo el tiempo viendo
Bonanza y después había que irse a dormir. Pero ahora, ¡qué distinto! Anoche vi
‘Soñando por cantar’. Y vi a los pescadores de Mar del Plata que cantaban. ¡Qué
hermosura! La televisión te muestra cosas que uno no sabe que existían”.

Época de quesos
Es un local situado en el centro donde se venden quesos, dulces, salamines y embutidos
y encurtidos de toda clase. La casa es de 1860, con ladrillos a la vista pero la han
blanqueado dejando una cuidadosa feta de pared despintada para que se vea su
verdadera edad. La puerta es de un verde seco y sobre ella una inscripción: “Rancho
libre de humo”. A la entrada hay un enorme libro en el que ponen sus opiniones los
visitantes. En su mayoría son de localidades cercanas, Mar del Plata, Necochea, pero los
hay de todo el país. Por todos los cuartos se esparce un fuerte olor a queso; estos y los
salamines están presentes por todos lados. Muchos han escrito en el libro de firmas
“Gracias por estar en un lugar soñado”. Las habitaciones son oscuras, no se ven
ventanas y en cada mesa hay una vela gorda, que chorrea sebo. La habitación siguiente
tiene un sótano. (Dicen que en ese sótano se escondían los dueños, los Santamarina, de
los malones.) En otra sala, cada mesa tiene una horma de zapato antigua, en la pared
afiches antiguos, y en repisas, radios viejas, varias pavas.
Pero me pareció que lo que conservaba más el espíritu de otra época era el patio,
enorme, con sus mesas rústicas y un gallinero al fondo; detrás de un auto negro una
gallina me espiaba. Ese patio conserva “algo” pese a la manía decorativa de sus dueños:
han juntado objetos viejos como si los hubiesen elegido desde lo conceptual “cosas
viejas” y ahí van a parar una tetera y una pava dentro de una heladera vieja. (Antes la
gente no guardaba la pava o la tetera dentro de la heladera, y mucho antes, no había
heladera.) Posiblemente los objetos van desarrollando a través del tiempo una cierta
comunidad entre sí, si se los deja estar y no se mete mano caprichosamente para buscar
un efecto. Prueba está, que el patio, con sus glicinas y plantas varias, su gallinero y sus
bancos de madera parece decir “Aquí hay que sentarse”.

Antes de irme
Trato de recordar todas las actividades físicas y culturales que hacen los tandilenses.
Hacen parapente, Chi kung, que es una armonización de los meridianos que influyen
sobre las vísceras, no me pregunten cómo, Tai chi, talleres literarios, el departamento de
extensión de la universidad tiene talleres para personas mayores, etcétera, etcétera.
Después de todo estamos sólo a unos trescientos kilómetros de Buenos Aires. También
produce Tandil buenos escritores, como Patricia Ratto que escribió entre otros libros
Trasfondo, que trata sobre los integrantes de un submarino durante la guerra de
Malvinas o mejor dicho, usa a los integrantes del submarino para esbozar una metáfora
del encierro. Para ello se documentó durante tres años. Mientras me estoy por ir y
recuerdo todo esto, se me interpone el recuerdo de algo que vi en una vidriera de Tandil
el primer día que llegué: una capita blanca de lana muy fina y como peinada, con un
cuello de piel blanco también, puesta sobre un diminuto vestido de bautismo y otra,
sobre uno un poco más grande, de comunión. Y pensé: “Esto es lo que me llevo de acá”,
y me encaminé a la terminal, para ponerme a esperar el micro mucho antes, con los
paisanos que ya estaban sentados y quietos, bien agarrados a su bolso o valija, sin
moverse de su asiento y mirando todo. ¿Y por qué no circulan por la estación? Porque
están esperando y acompañando el momento central, la partida.
Azul
A diferencia de Tandil, que parece contenida por los cerros y tiene un cielo más oscuro,
Azul parece abrirse al cielo y al campo en sus anchas calles. Los cerros, azulados a veces,
y que según algunos son los que otorgan el nombre a la ciudad, están lejos, desde el
centro no se ven. Según Sarramone, autor de “Historia del antiguo pago de Azul”, en sus
comienzos esta ciudad era un fuerte con 44 ranchos. La catedral actual era una modesta
capilla (en la catedral, un cartel: “Hostias para celíacos, sin gluten”). En 1879 Zeballos
dice de Azul: “Es una ciudad extensa con una edificación opulenta y una riqueza
palpitante”.
Los viajes eran duros. Antes de la llegada del ferrocarril, hacia 1850, el viaje entre
Buenos Aires y Azul duraba unos diez días y las tropas de carretas cargadas con
mercadería, llegaban cubiertas de barro y los carreteros también.
Tomo un taxi para una recorrida global. El taxista me pasea por la costanera donde,
según me dice, todos los años se realiza la fiesta de la vaca, con asado con cuero en el
parque. El cementerio es notable, con su portal que es una imagen de unos cinco metros
de altura y dentro del mismo hay bóvedas de los más variados estilos, una barroca con
una torre, parece una capilla. Le pido que muestre un barrio cercano y las calles están
sin asfaltar. El chofer dice: “Sí, el intendente se ocupa mucho de la cultura, pero no hay
trabajo. Mucha cultura, mucha cultura, mucha cultura, pero no asfaltan las calles”.

Campo adentro

Carlos es hermano de Florángel y tiene un campito de treinta hectáreas. Es gerente


retirado en el área de recursos humanos de una empresa de Azul. Cuando se jubiló, le
dijo a su hermana:
–Ahora enseñame a tocar la guitarra y a payar.
Y así lo hizo ella. Él vive en el campo, le gusta estar entre los animales. Dice: “Acá hay
carpintero, chingolo, la chicharrera que es parecida al gorrión y arma unos despioles,
hace nido en los cables de teléfono”. Tiene una yegüita que se llama “Tranqui”. La llama
y viene: “Eso es afecto”. “Los teros, si sos el dueño de la casa te conocen y no gritan.”
Él ha hecho una clasificación de las vacas por su carácter y eficiencia (antes era selector
de recursos humanos). Las que no pasan el examen son:
1) La que es pasadora de alambrado.
2) La que es solitaria, alunada y embestidora. Corre y topa.
3) La que se pone mala en el momento de parir.
4) La que se asusta por cualquier cosa, un papelito de color, un bicho que vuela cerca.
5) La vaca saltarina.
6) La vaca mal arriada, vos la arriás y ella va donde quiere.
Condición positiva: que sea buena madre (usted está admitida, señora).
Cuando muere una vaca, las otras hacen un círculo alrededor; el caballo, no; se
espanta. Añade: “A las señoras que salen mucho por la calle les decimos vaca de pobre,
porque come el pasto de la calle”.
Vamos a visitar a don Domingo Pacheco, vecino de Carlos; está como a unas diez
cuadras. Es cuidador de un campito con doscientas vacas, hay además ovejas y gansos.
Cazó un peludo y lo conserva vivo en un tanquecito, para que no lo agarren los perros, lo
da vuelta con un palo para que yo le vea la panza, dice que eso no lo hace sufrir pero veo
que se aferra al suelo con sus patitas, y sus movimientos son parecidos a los de las
manos humanas. Domingo es un hombre de unos setenta y cinco años y está vigoroso,
es de mirada vivaz y amable, en el amplio sentido de la palabra. Nació en Cacharí, en
Azul, en una estancia. Cerca había un almacén llamado “Gualicho”. Fue lo que los
uruguayos llaman “El siete oficios”: alambrador, esquilador, recolector de cosechas,
domador y ahora, encargado. Le pregunté por su infancia y por sus juguetes: hacían un
caballito con costillas de vaca y lo cubrían con una bolsa que vendría a ser el recado. La
pelota era de media, rellena de pasto. Por el campo pasaban los mercachifles turcos, en
carros con toldo. Uno iba a pie treinta kilómetros, al pueblo de al lado, cargando un
fardo en la cabeza. Añade: “Hace cincuenta años se hacían en Azul desfiles con chatas,
con dieciséis caballos, estaban cargadas con bolsas de cereal, tardaban como un mes en
hacer 3 kilómetros”.
Para variar, le pedí que me hablara de las costumbres de los animales. Me dijo: “El
zorrino se come, se lo entierra y así se le saca el olor. Cuando uno cría un ternero
guacho, a biberón, lo regala para que lo mate otro. Acá se asusta la vaca porque hacen
parapente. (Se remolcan con una camioneta y vuelan.) El caballo come bizcochos de
grasa si los ve pero se enferma. El caballo es mejor guardián que el perro, yo tenía uno
que con el hocico me abría la tranquera, al caballo hay que saber palenquearlo (atarlo al
palenque para domarlo). Uno ve un caballo de frente y es un cristiano”.
Le pregunté si había vivido en el pueblo. Dijo: “Yo tengo una casita en el pueblo, pero
me aburro. Acá hay mucho para hacer”.
Damos la vuelta para la ciudad y le comento a Carlos lo que me han contado por ahí:
que muchos paisanos cuentan bolazos. Me dice:
–No, Domingo no. Pero muchos agrandan, sí, es comprensible, el barro, la lluvia, la
soledad.

Catrieleros

Los indios de la tribu de Catriel se alistaron con el gobierno de Buenos Aires en varias
oportunidades. Era lo que se llamaba “Indios amigos”, y lucharon contra los del sur,
junto con Coliqueo. Como ha sido regla, sus servicios no fueron recompensados como se
debía. El payador Osvaldo Urbina, en sus prosas gauchescas, los describe así en una
poesía titulada “Abuelo Pampa”:
Por defender a su gente
Muchos caciques pactaron
y a los fuertes se arrimaron
para vivir mansamente
pero el blanco era exigente
le dio trato de tirano
y en vez de tender la mano
hacia el hombre de la tierra
le obligó a llevar la guerra
contra sus propios hermanos.

Juan Catriel reclamaba una porción importante de tierras en Azul y en Tapalqué, pero
la ley de 1872 le concede sólo 20 leguas. Alrededor de 1870 Álvaro Barros describe así a
los Catriel: “Tienen sus tolderías en los pueblos de Azul, Tapalqué y Olavarría. Azul es su
principal centro de comercio y allí venden sus pieles y sus plumas de avestruz. Conocen
perfectamente nuestra moneda, se visten como nuestros paisanos, saben distinguir el
vino bueno del malo, toman cerveza inglesa y conocen todos los licores que se importan
de Europa”. Añade: “Muchos de sus niños van a la escuela, crían vacunos y lanares”. El
cacique emblemático de Azul es Cipriano Catriel. Cipriano cooperó con las fuerzas
nacionales en lucha contra Cafulcurá. Fue muerto junto con su secretario por su
hermano Juan José, que militaba en el bando opuesto, en 1874. Pero la familia Catriel
dice que fue muerto por fuerzas militares y que se culpa injustamente a su hermano.
Otro poeta criollo y payador canta así a Cipriano:

Por no dejar avanzar


a los malones chilenos
les hizo perder terreno
hasta hacerlos dispersar
el quiso civilizar
pero le pusieron trampas
intereses como guampas
de políticos mezquinos
le cortaron el camino
al centauro de las pampas.

La costanera se llama Cipriano Catriel y una escuela, también. No les devolvieron las
tierras que siguen reclamando, pero todos los años, el día del crisol de razas o de las
comunidades indígenas o de algo similar Marta Catriel, biznieta de Cipriano, dice un
discurso alusivo; a esta altura, ya debe estar convencida de que con hablar nada se
pierde pero tampoco nada se gana. Yo había ido a Azul hace unos cuatro años y quise ver
dónde vivían los Catriel: viven en un barrio cerca del centro, humilde pero no tanto, con
algunas casitas lindas y bien hechas. Quería hablar con Marta Catriel y me acerqué a su
casa. Lo único curioso de esa casa es que estaba cercada por altos muros o tapias. Ella
entreabrió la puerta con sigilo, escuchó que se trataba de una nota y con la puerta
entreabierta me dijo:
–Discúlpeme, me tengo que ir a Buenos Aires.
Y ahora, en casa de Florángeles Turón, quien enteró a Marta Catriel del motivo de mi
visita, le dijo que sí, que me iba a venir a ver, pero después le dijo que se tenía que ir a
Buenos Aires. La comprendo, están con el reclamo de tierras, yo no la puedo ayudar en
nada, posiblemente una entrevista se vea como sacar y no aportar.
Florángeles ha tratado mucho a Marta y a su madre, Matilde Catriel. Me cuenta
Florángeles que hablando con Marta dijo al pasar: “Yo pienso que...”. Y Marta le dijo,
como si se tratara de algo grave: “¿Qué ha dicho usted?
¿Cómo se va a decir lo que se piensa?”.
Y es interesante, porque la reserva del pensamiento es un poder. No olvidemos que
aunque están absolutamente mezclados en la ciudad, algo de rencor debe subsistir. De
ahí la reserva del pensamiento, de la palabra y de la promesa.
Dice Florángeles que una vez le preguntó a Marta si iba a la iglesia y le contestó: “Para
qué voy a ir yo a un lugar oscuro, a adorar una estatuita que es un hombre”.
Pero para Florángeles, la que era una fuente constante de ocurrencias era doña
Matilde, la madre de Marta. Una vez fue con ella a Los Toldos a un congreso de pueblos
aborígenes y le preguntó a doña Matilde si estaba cansada: “¿De qué me voy a cansar si
estoy sentada?”. Y el chofer dijo con pesar: “Ahora nos toca la vuelta”. Matilde dijo: “La
vuelta es siempre más corta que la ida”.
En otra ocasión, un grupo político quería quemar en el centro de la plaza la bandera de
los Estados Unidos y reclamó la asistencia de la comunidad indígena.
Matilde dijo: “Sepa que la bandera no se quema, ninguna bandera. Si usted tiene
problemas con el presidente de Estados Unidos, vaya y peléelo allá”.

Un joven antropólogo de Azul consiguió una beca para trabajar en una comunidad
africana y tuvo la peregrina idea de querer llevar a Matilde y a otros integrantes de los
Catriel allá para que conocieran a los africanos, como cuando uno reúne a los primos de
una rama y quiere que conozcan a los de la otra para ver qué cara ponen unos y otros.
Doña Matilde no quiso ir y dijo: “Ir es fácil, pero quién me garantiza la vuelta”.
Florángeles me dice: “Muchas veces le pedí que me enseñara aunque sea unas palabras
de la lengua pampa, me decía que mañana, que después, pero no logré que me enseñara
una sola palabra”. Si el pensamiento es un poder, la lengua también lo es. La nieta de
Cipriano mereció una poesía del poeta campero Alberto Belecco en su libro “Mi tropilla
de versos”. El poema se llama “Doña Matilde Catriel”:

Su vida tranquila pasa


con sus hijos y parientes
la última descendiente
haciendo honor a su raza
hoy como el tiempo la abraza
entre penas y alegrías
seguirá en la tierra mía,
siempre ignorada, sin gloria
pues no quiso entrar la historia
desde el arroyo a la vía.

El orgullo cervantino
“Temblad, temblad gigantes del mundo, temblad, que aquí estamos los azuleños.” Leo
esa frase con asombro. Está en una de las excelentes guías que preparan todos los años
para el festival cervantino. Siempre me pregunté, con algo de ironía, de dónde les viene
a los de Azul tanta pasión cervantina. Me lo explica Gonzalo, de la dirección de cultura:
“El doctor Ronco era aficionado a la lectura del Qujote y del Martín Fierro, y tenía
grandes colecciones de ambos textos. En 1932, para el centenario de la fundación de
Azul, él organizó una exposición Cervantes a la que asistió el embajador de España en
Buenos Aires. Al morir Ronco, su esposa donó las colecciones y la casa para fines
culturales”.
Y ahora van por el quinto festival realizado y preparan el sexto. Dentro de la misma
dirección de cultura hay alguna crítica; por ejemplo, que no han llevado ninguna
manifestación artística a los barrios. No sé si vale la crítica teniendo en cuenta que Azul
tiene 80.000 habitantes y los barrios están muy cerca del centro, y además muchas
actividades y encuentros que realizan en el marco del festival son al aire libre, en la plaza
San Martín, en la costanera. Otras en los clubes y en el Teatro Español, otro orgullo de
los azuleños. Retiro mi ironía: los festivales cervantinos no se ocupan sólo de Cervantes:
las actividades abarcan todos los rubros posibles de la cultura y el deporte. Sólo en
música, todos géneros: rock, jazz, folklore, reggae, salsa, música sinfónica, ópera.
Trajeron entre otros a Rada, Vicentico, la sinfónica nacional, la ópera del Colón. En
cuanto al teatro, fueron visitados por Bartis, Cristina Banegas: ofreció un espectáculo de
danza Ana María Stekelman, y es innumerable la presencia de figuras en todas las artes.
Pero también hay visitas guiadas, ciclismo, diseño y gastronomía. En la puerta del teatro
Español hay un gran cartel “El sexto festival cervantino se pone en marcha”. Han
trabajado el tema de la memoria, estuvo Estela de Carlotto dando charlas y también los
veteranos de la guerra de Malvinas. Trajeron cocineros manchegos, cantantes y
pianistas cubanos, se tradujo el Martín Fierro al quechua. ¿Qué más pedir?

Una velada criolla

Estábamos reunidas esperando a los payadores en el living de Florángeles (me gusta


ver payar, ver como salen las ocurrencias de la boca del payador, bueno o malo, tiene
algo de fresco, de recién hecho). Hablábamos sobre generalidades de la vida azuleña.
Ana, la hija de Flor, se dedica al estudio de Gardel. Colecciona libros escritos sobre él en
todo el mundo. Se ha escrito sobre Gardel en Alemania, en Italia y también en Galicia y
en Cataluña. Ella ha hecho radio, ha ganado un premio en Buenos Aires por su trabajo.
Se queja por haber tenido múltiples iniciativas que no prendieron en Azul, por ejemplo
el museo de las voces, con un registro de las mismas que permitiría ver cómo van
cambiando los tonos, el énfasis, en fin, la forma de hablar según los tiempos.
–¿Y cómo son los azuleños?
–Acá es importante tener dinero o ser artista, poder decir: “Yo pinto, yo escribo”, pero
no hay control de calidad. Además acá se dejan llevar por modas, se sigue un arte por un
tiempo, ahora está la moda del teatro, antes era la de las artes plásticas y en otra época,
la platería criolla. Empiezan a estar de moda las colecciones.
En el valioso libro de Sarramone “Historia del antiguo pago de Azul”, se lee la poca
simpatía que han tenido los azuleños por la industria. Transcribe opiniones de
ciudadanos de alrededor de 1930. “Las industrias dan mal olor”, “Hay que renegar con
los obreros”, o “Son un antecedente del comunismo”.
Le pregunto a Florángeles:
–¿Por qué no hay industrias?
–Las señoras gordas dicen “Porque nos quedamos sin sirvienta”. Además temen que se
forme un conurbano que traiga gente que robe, quieren conservar a la ciudad como
residencial.
De ahí pasamos a hablar de algo más jocoso: los dichos y refranes locales.
Florángeles dice: “Uno es ‘Más vueltas que la yegua de Cupertino’. Cupertino tenía una
yegua que solía dar vueltas y contravueltas. Y otro, ‘Más chiches que la cama de Burgos’.
Burgos es el fundador de Azul y trajo, a su casa una cama muy adornada que fue el
asombro de la población. Se usa en el sentido de algo recargado, pero también de una
cosa dicha o hecha con demasiados detalles. Y otro de controvertida explicación que es
‘Dale Catriel que es polka’. Ignoro el significado y me lo digo cada vez que quiero
apurarme. Me gusta ese refrán”.
Y llegaron Roberto Glorioso, que es un escritor local y Carlos, hermano de la dueña de
casa. Luego los payadores y un guitarrista que lo fue de una orquesta de tango y los
acompaña. Y ahora ya no puedo saber qué copla es de cada quién, entre tanto floreo y
reflexión. Payan en décimas: “Está pidiendo atención desde un poste la lechuza”. Y en
respuesta: “Me gusta porque su rima es redondita y sin hueco”.
Por suerte tengo los libros de ellos. Alberto Belecc le canta al perrito ovejero, al zapallo
guacho, a los indios, al palenque. Del ovejero dice:

Tiene de cabecera
Dos patas hacia delante
Sueño corto, vigilante
Siempre con la lengua afuera.

Osvaldo Urbina canta a la fundación de Azul, a la pulpería, al overo azuleño. Sobre el


overo dice:

Lo monto y sale apurao


Como pa armarme un barullo
Porque ha visto entre los yuyos
Un papel que se ha volao.

Y por último, Carlos Alberto Gómez:

Ladra el perro hacia el camino


Porque un galope se aleja
Y el viento arranca una queja
De la rueda del molino.

Me dormí pensando en perdices, en patos que hacían garabatos en el cielo, y en el


lagarto rosao.
Los azuleños dudan ante la posibilidad de incrementar el turismo o de dejar como todo
está en cuanto a las sierras, que están vírgenes de instalaciones turísticas. Por el camino
se ven arroyos de agua clara, teros, chajaes, pájaros carpintero, jilgueros, calandrias.
Temen que las cabañas y servicios turísticos arruinen el paisaje y la tranquilidad. Pero
también se puede pensar que a mucha gente le gustaría gozar de ese paisaje y de esos
cerros. Y estas sierras que corresponden al sistema de Tandilla, parecen distintas unas
de otras en Tandil y Azul. En Tandil emergen como un curioso accidente de la llanura,
como si de pronto le hubieran brotado unos montículos a la tierra, en Azul, las sierras
son la puerta del sur.

Almeyra

Almeyra queda a 130 kilómetros de Buenos Aires, y 30 son con camino de tierra,
porque una parte de la población quiere asfaltar y la otra se niega. Se niegan porque
temen que vengan en caravana desde Buenos Aires todos los ladrones, violadores y
secuestradores que ven por TV. Los secuestradores y ladrones se desalentarían ante esa
parte de tierra, cuando pasó un camión regador, o alisador, una nube nos cegó en el
auto: íbamos a visitar a una pareja recién jubilada que quería el descanso, la
tranquilidad y algo así como el comienzo de una nueva vida. El pueblo tiene 300
habitantes, de lo más variados; no todos viven en el casco urbano. Casco urbano es un
decir: hay unas casas espaciadas alrededor de la plaza, donde estaba también la que
visitábamos, una capillita, un mercado, y en la vieja estación, una biblioteca. La casa de
los amigos de mi amiga es un chalet con un parquecito adelante y bastante fondo. Dije
que quería recorrer el pueblo sola, para no contaminar la mirada, imbuida de lo que los
romanos llamaban “La importancia del asunto entre manos”. Pero inmediatamente me
sentí una idiota, porque pensé: Si tengo ganas de ir al baño, voy a la casa. No había qué
recorrer. Desde la plaza veía la casa y todas las casas, más allá, el campo. Primero fui a la
bibliotequita que hay en la estación desactivada, una chica que vive en un campito es la
bibliotecaria. Y sobre su mesa, una sorpresa: el libro de Mary McCarthy, “Memorias de
una joven católica” que anduve buscando por toda la ciudad sin éxito. La bibliotecaria
debió pensar que es una obra piadosa; es lo más finamente corrosivo que he visto. La
bibliotecaria me dijo que las mujeres leen, los hombres, no. De ahí me fui a mirar una
tapera que había sido hotel cuando funcionaba el ferrocarril y Almeyra tenía dos hoteles
para viajantes, y unos 2.000 habitantes. De una ventana de la tapera sale una rama de
árbol de gran tamaño y al lado otra casa muy vieja que parece habitada: me abre muy
contenta una chica embarazada y con un nene de dos años. Me dijo que vino de Santiago
del Estero y que no tiene luz: su casa es semitapera. Me detengo a charlar con ella para
hacer tiempo. Ya casi termino el recorrido y me dijeron que volviera a almorzar,
entonces me voy al mercado, la señora no me atiende, pero el marido sí y me dice:
–Acá somos todos como una gran familia, hoy por ti, mañana por mí. Yo, si tengo un
cliente que sé que está ajustado, no lo ahorco, acá yo ni un sí ni un no.
Al lado del mercado está la delegación, no tienen municipalidad, sólo un delegado. Es
una casita cualquiera, y afuera tiene la bandera argentina y otra que desconozco. Le
pregunto a un hombre que va en bicicleta:
–¿De dónde es esa bandera?
–Ah, no sé –me dice–. Yo estoy “adactado” a la bandera argentina.
Entro en la casita del delegado y en un periquete estoy en el baño de la casa. Retrocedo
culposa y aparece la delegada disculpándose por no estar. Yo sé lo que va a comer la
delegada y dónde lo compró: de al lado trajo carne y verduras.
Me falta ver la capillita, unos albañiles la están pintando y arreglando; les pregunto si
puedo entrar. Me dicen:
–No tenemos la llave de adelante, entre por la cocina. Entro, paso por la pieza donde
duermen los pintores, veo sus zapatos tirados por el piso y en otra habitación un retrato
de un cura. Pregunto:
–¿Es el cura de acá?
–No, al cura no lo conocemos, viene una vez por mes, nosotros no somos de acá,
somos de Suipacha, quién entiende a la gente de este pueblo, están todos peleados.
Llegó la hora de comer. Si me gritaran “¡A comer!” yo escucharía perfectamente. En el
almuerzo, por supuesto quieren saber dónde estuve, como si hubiera ido al lejano
Arauco. Dije:
–Fui a ver una chica embarazada que vive en la casa vieja. Dice que no tiene luz.
Carlos dijo:
–A veces tiene, a veces no, porque se cuelga. Ella vino de Santiago con la mamá, pero
viven en casas distintas, ella se peleó con la mamá.
–¿Acá pelean mucho? (Cuento lo que dijo el del mercado.)
–Y sí, se pelea, yo he peleado porque no podan los árboles, los destrozan. Y después
por el asfalto. Acá casi todo el mundo tiene su vehículo, pero para salir cuando hay barro
se necesita esa. ¿Ves? No, yo no compro acá, por el asunto de la cadena del frío, compro
en Suipacha o en Navarro. No, policía no tenemos, está de vacaciones, farmacia no hay.
Lo bueno de una comunidad tan chica es que uno puede repasar todas las cuestiones
paso a paso, sin olvidar ninguna. Le digo que me gustaría entrevistar al que estaba
“adactado” a la bandera argentina. Me dijo:
–Es gente especial.
Es curioso que mantenga los eufemismos en ese lugar.
No insisto.
En el fondo de la casa Carlos tiene una parra, un horno hecho por él mismo para hacer
asado, cocer pan.
Tiene frutales de todas clases, ciruelas, duraznos. Hay una despensa y en ella guardan
miel, dulce de todo tipo y un frasco de ortiga con alcohol para mitigar la caída del
cabello. Al lado de las herramientas, una lancha (hay una laguna pero suele estar seca).
Hay muchas cosas más y una escopeta para matar las comadrejas que vienen a comer la
uva de la parra.
Ana dice:
La comadreja escupe el hollejo y la semilla de la uva.
El fondo es una selvita de rosas, el lugar de las herramientas está cubierto de hiedra.
En el gallinero hay una sillita blanca, de esas de jardín. Pregunto:
–¿Y para que está esta silla acá?
Dice Carlos:
–Para esperar al lagarto overo, que viene de la laguna.
Se come los huevos.
Ana dice:
–La comadreja asusta a las gallinas, que se van a dormir a los árboles.
A las cuatro de la tarde tomábamos té, mate, comíamos galletitas en el jardincito, que
esta cerca del gallinero.
No recuerdo bien, pero creo que entró por los fondos una visita inusitada. Apareció
una señora muy elegante, con un conjunto gris de pollera y chaqueta en una tela un poco
rasada, su brazo estaba lleno de pulseras variadas.
Su cabello canoso estaba cuidadosamente peinado, con ondas grandes, y estaba
arreglada como para tomar el té en la Richmond de la calle Florida. Dijo que arrendaba
un campo cercano y que se dedicaba a la cría de cerdos porque rinden, y ella era una
persona práctica. Pero se ve que en su campo se aburría un poco y por eso iba a visitar a
los vecinos. Dijo:
–Soy Sara Vela Hirigoyen, con hache, mi marido era agregado cultural en Quito. Soy
viuda desde hace tiempo y hace diecisiete años que vivo aquí, arrendé este campito.
Como estuvo en Quito, empecé a hablar del barroco mestizo criollo, que me gusta
tanto, pero esa conversación no prendió porque surgió otro tema, que sacó Carlos: el
mejor modo de matar a la comadreja. Y los dos estuvieron de acuerdo en que a la
comadreja no sólo había que pegarle un tiro, hay que rematarlas, porque son muy vivas
y se hacen las muertas. Entonces, es bueno darles unos palazos. La señora Hirigoyen
apoyó vivamente la tesis. Entonces Carlos recordó el caso de un conocido que mató una
y estaba embarazada, tenía varios comadrejitos en su panza, se arrepintió de lo que hizo
y alimentó a biberón a los hijos del bicho muerto. Qué detalle tierno, espero que la vida
no me ponga en la necesidad de matar ninguna comadreja, ni viva ni estúpida.

Asunción del Paraguay

La calle
Una gran parte de Asunción está junto al río; desde el micro que va por las calles
Palma, Estrella, se ve el río con su vegetación verde oscura, es un verde contundente
como el color de la bandera paraguaya, que es rojo, azul intenso y blanco. La bandera
está en todas partes. Estoy sentada en un banco de la calle Palma mirando la calle y el
negocio que veo tiene la bandera enmarcando la entrada; a cada lado, dos palmeras
“lumínicas” adornadas por lucecitas. Junto a ese negocio, un local para el culto, en
grandes letras rojas está escrito: “Jesucristo es el señor”. Arriba han pintado un cielo
con grandes nubes celestes y grises, da gusto entrar a un cielo así. Las letras y el diseño
de las nubes parecen hechos por un chico. Voy a cambiar dinero y en la puerta de la casa
de cambio, un cartel “Estire la puerta”. Es distinto a decir “Tire”. Si digo tire, que viene a
ser empuje, es un trabajo del brazo, nomás. Estirar la puerta implica la idea de un
trabajo artesanal completo. En la esquina en venta de artesanías, un pesebre artesanal,
colorido; María, José, el burro, los reyes magos, todos tienen el mismo vestido, de color
verde, naranja, amarillo. La cuna del niño dios es una bañaderita floreada. Entro al
archivo nacional y pido un catálogo; guardan documentos desde 1540. Tengo curiosidad
sobre cómo sería uno de ellos, y me traen una hoja color marrón por el tiempo, con letra
firuleteada incomprensible. Es nada menos que una recomendación de Alvar Núñez por
si fuera muerto Ayolas, pero no puedo leerlo, no hay persona en el museo capaz de
facilitarme su lectura. De todos modos es impresionante: Es una hoja de papel después
de casi quinientos años, momificada.
En la calle hay un cartel del bicentenario, con motivo de los 200 años de la
independencia, fecha de festejos. Cerca han escrito en una pared “Doscientos años de
mierda”. Algo de razón tienen; según épocas, les han prohibido hablar en castellano, en
otro tiempo en guaraní, han tenido la dictadura más larga de América latina, y los que
mandaban lo hacían hasta en la lengua y ahora han destituido en un golpe de estado
disfrazado de destitución constitucional al presidente Lugo, elegido en elecciones
democráticas. Con motivo del golpe contra el presidente, un grupo de estudiantes y
trabajadores se han reunido frente a la televisión pública para protestar: son unos
cincuenta y hay tanta policía como manifestantes; están en carpitas y colchones y un
cartel: “Calma en nuestros corazones, indignación en las calles”. Y otro cartel aludiendo
al presidente entrante: “Franco, zapatu un lao”. Le pregunto a un hombre qué quiere
decir y me responde: “Que es un hombre incompleto, que no sirve (como un zapato
solo). Es payaso, pero un payaso divierte, este es payaso golpista”. Otro cartel: “A pesar
del invierno, la primavera llegará en resistencia”.
Voy hacia la plaza del Uruguay donde hay dos librerías, las dos en prolijas carpas. Una
es de color celeste y tiene un letrero en castellano, en inglés y en guaraní. Un hombre
barre la vereda de la carpa con una escoba de palma seca. Vuelvo hacia una calle cercana
al río y en artesanías del Paraguay, una jaula con una cotorra; escucho que alguien le
dice a otro: “Me duele mi oreja”. Llegando a la plaza O’Leary hay una manifestación de
maestros por un sueldo atrasado y por el golpe. Gritan una consigna: “Docentes unidos
jamás serán vencidos”. Habla un delegado, pero los manifestantes charlan entre ellos en
voz baja, se acerca una delegada para hablar conmigo y le comento que son muy pocos,
que hay tanta policía como manifestantes y me dice: “Venimos de una dictadura atroz,
Stroessner murió, pero los hábitos del miedo quedan. Somos los únicos huevones que
nos atrevimos a venir aquí. Y sigue habiendo mucha distancia entre lo que se dice en la
casa y en público, y tengo mucha decepción porque después de lo que pasó, no se hizo
ningún debate”.
Sigo caminando. En una esquina, un morocho disfrazado de indio, o un indio
disfrazado de antepasado, con sus plumas de colores en la cabeza, vende fajas, plumas y
otras cosas. Cada vez que pasa un turista, saluda. Los distingue al vuelo, saluda a los que
van por la vereda de enfrente. Tiene una alegría contagiosa. Escucho unos cantos, es la
misma manifestación docente, música de guarania y un perro que está por dormirse
entre la gente. Ponen después una marcha marcial, pero la gente charla y se ríe. Tal vez
sea una forma particular de participar.

Diarios, radio, televisión


Leo los avisos de un diario: “Necesito manicurista, pedicurista y brushinista”. Otro: “La
iglesia de San Antonio, arreglada: tiene baño moderno, sexado y nueva lumínica”.
¿A qué me suena este lenguaje? A capricho exuberante, pero tal vez tenga que ver que
en guaraní el sustantivo y el adjetivo funcionan a veces como verbo. Es como un
sustantivo movido y campanudo. Pero Bartomeu Meliá en un artículo referido las
dificultades para la enseñanza de la lengua, dice: “La lengua estuvo concebida por los
lingüistas y pedagogos de la misma, como una lengua científica, donde se crearon
neologismos insólitos, y se propusieron nuevos nombres para los días de la semana que
jamás tuvieron aceptación en el habla de todos los días”.
Por la televisión pasan un aviso: “El mejor nivel de servicios exequiales”. Y aparece una
corte de sepultureros y sepultureras con guantes blancos.
En otro programa, un periodista pregunta: “¿Qué pasará ahora con los paraguayos y
las paraguayas?”. Se trata la exclusión del Paraguay del MERCOSUR. Un funcionario
habla de posible bloqueo económico y posterior desabastecimiento. El periodista
pregunta alarmado: “¿En qué tiempo el paraguayo y la paraguaya van a notar esto?”
Para designar al nuevo gabinete de Franco, el periodista dice: “El seleccionado del
gobierno”. Cambio abrupto de tema; un predicador de once años que enloquece de
admiración a la gente. Hablan de los predicadores chiquitos y dice el periodista: “No se
nota que hayan sido ‘instruccionados’ por los padres”. Luego, el fútbol: franjeados,
eufóricos por la victoria. No son los que llevan la franja son los franjeados.
Por la radio, un locutor con una voz hermosa, dice una propaganda larga en guaraní y
después en castellano: “Auspicia consorcio cooperativo”. Establece conversaciones en
guaraní con sus oyentes. ¿A qué suena el guaraní? A veces a chino, a veces la u se parece
a la francesa y en cuanto a la emisión de la voz, la coloratura, está más cerca de la
carioca que de la nuestra. Les pone un pedacito solo de la canción que piden, como si le
tiempo lo urgiera.
En otra radio, hay personas que no están a favor de Lugo pero están en contra del
golpe. En esta radio hablan en castellano. Refiriéndose a la tranquilidad reinante, un
oyente dice: “Lo que pasó acá nos está saliendo barato, por suerte que no hay muertes, y
ojalá que la destitución de Lugo sea un mal que por bien nos venga. A mí me gusta más
la relación bilateral. ¿Quiénes serían nuestros amigos? Canadá me gusta para amigo.
¡Ellos comercian tan bien!”.
Pero otro oyente, medio chistoso dice aludiendo a la empresa canadiense llamada “Río
Tinto” que parece les quiere comprar las fuentes de energía: “No es Río Tinto, es vino
tinto para emborrachar a los saqueadores”.
No pasan un tango ni por casualidad. Mucha música melódica, polka y guarania. Me
parece que el escepticismo tanguero no pega con la forma de ser de los paraguayos. Una
señora me dijo que la gente en su mayoría, aunque esté hecha una piltrafa, arruinada, si
le preguntan como están, dicen que bien y reafirma el dicho levantando el pulgar. En
otra radio, el locutor habla con un oyente que parece botero en guaraní; sólo entiendo
“barcazas”, “puerto Esperanza”, “camioneta”. Por fin llama una mujer, una médica del
interior, dice que la gente se está manifestando contra el golpe... en privado. Qué
interesante, en privado. Después el locutor pasa una canción melódica en inglés y la va
traduciendo simultáneamente.
Por televisión pasa la asunción del vicepresidente del gobierno de Franco. Franco, ante
la pregunta de un periodista sobre la legalidad de la destitución de Lugo, contesta: “Las
leyes paraguayas son nuestras, como el tereré, el chipá y el ñandutí”. Otro le pregunta
sobre los efectos de la exclusión del Paraguay del MERCOSUR y dice: “Mucho mejor, así
no se gasta dinero en viajes, ese dinero se va a usar para mejorar la pobreza de la gente”.
Y añade: “Nunca más intromisión de los países extranjeros en la política paraguaya”. En
una recopilación de artículos del documentado libro “Gobierno Lugo, herencia y
desafíos”, Idilio Méndez Grimaldi dice lo siguiente: “La guerra frontal contra el
presidente Lugo fue declarada pocos días después de la negativa del gobierno para la
realización de unos ejercicios militares llamados ‘Nuevos horizontes’ que debían
realizarse en
el 2010 por parte de tropas norteamericanas”. El libro es del 2009.
Y luego de una ansiosa pregunta de otro periodista sobre lo que iría a pasar en el
futuro, el presidente responde, a la misteriosa: “Si yo les contestara el 10 por ciento de lo
que sé...”. Luego anuncia que debe viajar al interior. Dice: “Ahora, debo viajar”. Corta la
entrevista y añade: “Debo ser puntual. Acá lo único que empieza puntual son los
partidos de fútbol y las misas”. Y se erige en el modelo de la puntualidad, inaugurando la
era de la misma, con su inefable ejemplo.

La feria del libro


La feria queda detrás del shopping Mariscal López, en una zona de grandes avenidas y
lujosas residencias, donde hay lo que se extraña en el centro: muchas terrazas al aire
libre para tomar café, charlar y departir. La feria ocupa un lugar reducido. Miro el stand
de libros editados en Paraguay y me compraría varios. Uno: “La tierra en Paraguay,
1942-2007”. Otro: “Literatura oral y popular en Paraguay”. Uno se lleva la palma: se
llama: “Toyoyuhu ñe ê Meditaciones de un norteamericano en Paraguay”. En el libro de
José Aguilera Jiménez, “Paraguayología para extranjeros”, el autor cuenta un caso
curioso, cito: “El ex embajador norteamericano en Paraguay, James Cason, al llegar al
país en el 2005, hablaba guaraní como un nativo. Y comenzó a componer canciones en
guaraní.
Pese a algunas críticas locales en contra, grabó un disco de canciones paraguayas, casi
todas en lengua vernácula”.
Hay en la feria un stand de Antropología y Sociología con una revista de Estudios
Paraguayos de aparición periódica. Varios puestos están forrados con la bandera
paraguaya. También hay carpas para charlas, en una de ellas, una escritora de la
sociedad paraguaya de escritores, habla sobre una poeta. Dice: “Estos poemas tienen
algo de sanación”. (¿Se habrá contagiado del stand del centro Espírita? Tiene un predio
grande como una casa.) Dice: “A mí me fascina el poema ‘El almohadón’”. Busca entre
sus papeles un buen rato, pero como no lo encuentra y nadie se mosquea por lo que
tarda lee otro que también le fascina, “La parola”.
En otra carpa para conferencias están los autores de libros para chicos (parece que
venden bastante). El título de la charla es “Los autores infantiles y los derechos
humanos”. La expositora hace referencia a lo sucedido con Lugo y comenta el contenido
de algunos libros que tratan de temas tales como la dictadura, la deuda con pueblos
originarios, etcétera.
De vuelta al centro, en la parada del micro, me saluda un muchacho que me había visto
en una librería el día anterior. Se llama Alejandro, es escritor y casi todo lo que escribe
es sobre temas egipcios, porque lo egipcio lo fascina desde chico. Sus títulos son:
“Conspiraciones faraónicas”, “Bajo la mirada de la cobra”, “El asesinato del faraón”.
Ahora está escribiendo cuentos cortos. Su apellido es de ascendencia alemana y le
pregunto si fue al colegio alemán. “Cruz diablo”, me dijo. Los tumbos y la velocidad del
micro me impidieron saber el motivo de su rechazo. Le pregunté por su trabajo: “Soy
agente de seguros, como Kafka”, dijo y añadió: “Viví en la Argentina hasta los diecisiete
años. A los que han vivido en el exterior los llaman los ‘curaguayos’ (que no son ni
chicha ni limonada). Se bajó antes que yo y le agradecí la compañía”.

Lucy Yegros
Lucy Yegros es portadora de un apellido ilustre en Paraguay. Yegros es el nombre de
una calle céntrica, su figura está en un retrato callejero que corresponde a próceres de la
patria, el sable de un Yegros está en el museo histórico. El primer Yegros llega en 1560.
Irala casó a su hija con el primer gobernador que tuvieron y la hija de este se casó con el
vasco Yegros. Lucy sabe mucho más sobre sus antepasados, pero no quiere contar. Igual
algo le saco: “Mi tatarabuelo peleó por la Argentina en las invasiones inglesas, los
ingleses después casi lo mataron, porque él pasó al Uruguay. Lo salvó Artigas”. Lucy es
pintora, vive en el barrio de la Recoleta y yo encontré su casa enseguida; pensé: “Debe
ser la casa de la pintora”. Todas las paredes exteriores están pintadas o decoradas. Ella
también escribe haikus, fabrica objetos. Tiene un jazmín que llama “El árbol de los
deseos”. Allí cuelga papeles con deseos, eso lo tomó de Japón donde estuvo; los
japoneses dicen que tu deseo te lleva al universo. También les cuenta cuentos a los
chicos de la calle, porque se lo prometió a un derviche de Estambul. Dice: “Yo trabajo
mucho con el objeto encontrado”. Por ejemplo con un sacacorchos de los que tienen
brazos hizo un hombrecito con un pico que viene a ser la nariz de un hombre pájaro o
viceversa. Dentro de la casa hay una cantidad enorme de objetos: cuadros, asientos,
esculturas, pero como están contra las paredes y el centro de las habitaciones está
despejado, no abruman. La casa viene a estar ambientada como en estilo campesino
paraguayo, llena de color y vida. ¿Cómo viene a ser ese estilo de decoración?
Podría pegar perfectamente con todo lo que tiene una cotorra en un rincón en jaula de
colores. Me muestra sus cuadros, los hay de diosas dormidas y despiertas, una de ellas
tiene dos pájaros en la cabeza y dos sobre los hombros simétricamente colocados.
Aprendió en Japón a hacer papel a mano, y sobre los papeles les pega carpetitas hechas
también a mano. Vivió en muchos lados, se exilió en Argentina en tiempos de
Stroessner. La Argentina es parte de su vida, tiene cuñada salteña, y dice: “En el Tigre
hay dos casas de estilo indonés, ahí hay obra mía”. Acababa de llegar de Buenos Aires,
estuvo en San Miguel y cantó allá en un coro. Me dice que habla y entiende muy bien el
guaraní. Lucy quiere unir Oriente con Occidente, el pasado con el presente. Cuando le
dije que el guaraní me sonaba a chino, estuvo totalmente de acuerdo, pero no pudimos
precisar los parecidos y sus posibles causas, porque ya ella me llevó a que viera un
asiento (apycá) que es una base tallada con extremo de cabeza zoomorfa. En ese asiento
el abuelo guaraní le enseñaba a su nieto a sentarse derecho, a tallar la madera y le
enseñaba la sabiduría. Me dice. “Ese asiento se llama ‘asiento del alma’”. Sospecho que
dado su pensamiento en la comunidad de los seres y las cosas se siente emparentada con
el anciano guaraní que le enseña sabiduría al nieto, y que es importante para ella tener
ese asiento en casa. Después me dice: “Yo manejé el campo por quince años, y en el
campo tuve un búfalo de agua, es un mamífero al que le gusta estar en el agua parecido
al toro. Tiene los hijos en el agua. Estaba con cinco hembras y el cuidador me dijo: Cinco
hembras son pocas para él, con cinco se aburre y se va”.
Le quería preguntar algo más sobre sus antepasados, pero no le interesa, ella prefiere
ser cósmica a ser genealógica. Se quiso cambiar el nombre. Dice: “Mi nombre artístico es
Aracté, que quiere decir ‘El tiempo verdadero o día de fiesta sagrada’. Yo quise ponerme
Aracté pero el abogado dijo que era mucho lío”.

Entrevista con variedades


Debo entrevistar a José Luis de Tone, periodista del diario Abc. Voy mucho tiempo
antes, así que me pongo a hablar con Ramón Heredia, el encargado de la cochera del
diario. La gente habla con confianza, en todos los sectores, pero si hay un grupo, como
en este caso, uno lleva la voz cantante. Este grupo está compuesto por Ramón, que es de
piel clara, un morocho grandote que parece acostumbrado a comentarios insólitos de
Ramón: este pone cara de que a él no le va ni le viene nada, y el tercero es un viejo que
mira con cara de tristeza y espanto. Ramón vivió en Buenos Aires, en Quilmes, en Monte
Chingolo, era empapelador. Lo veo despierto y le pregunto por qué no prospera la
industria en Paraguay. Me dice que el impuesto de puerto que pone Buenos Aires es
muy alto y que hay varios barcos varados en puerto porque no pueden pagarlo. Después
le pregunto cómo son los paraguayos y me dice: “El paraguayo es todo en uno, somos
sinceros y somos mentirosos, somos muchos en una misma persona; somos inteligentes
y somos ignorantes, somos inteligentes cuando nos conviene y somos ignorantes cuando
nos conviene. Así mismo somos. Pregúntele a él (alude al viejo con cara de tristeza y de
espanto)”. Cuando le voy a preguntar, me dice Ramón: “Es sordo y mudo de
nacimiento”.
Sigo caminado y veo un cartel “Universidad Tecnológica Intercontinental”. Debajo, en
letra más chica, las carreras: Letras, Derecho, Filosofía. Entro y pregunto por qué se
llama tecnológica la universidad con esas carreras. La respuesta fue: “Porque en todas
las carreras usamos computación y tecnología”. En el libro de Aguilera ya citado,
“Paraguayología para extranjeros” hay un artículo sobre la tecnología como señal de
prestigio. Cito: “Para estar a la moda se comprarán notebook o celular de última
generación, cuyos dueños los portarán orgullosos en todas las reuniones sociales”.
Pero lo más llamativo de esa universidad está en el primer piso. Un gran cartel han
puesto sobre una arcada que dice “Altura máxima, 1 metro 75”. La respuesta es que se ha
puesto como advertencia para las personas que excedan esa altura, por los topetazos que
se han dado.
Es la hora de la entrevista y entro al diario. José Luis es periodista de cultura y
espectáculos, es alto y rubión, estudió en el colegio alemán y parece orgulloso por ello.
Le comento la película paraguaya que vi en Buenos Aires, “El filo del cuchillo” de Renate
Costa, y me dijo que sí y que le gustó. Añade que se está haciendo buen cine en
Asunción. La película de Renate merece un párrafo aparte. Ganó el premio del Bafici en
Buenos Aires, es lo más fino que he visto en cuanto a unir un tema político con un
contexto familiar, y además es y no es documental, porque cuenta el trabajo que hace
una joven recorriendo distintos lugares e instituciones para saber cómo murió un tío de
ella, bailarín y homosexual. (Murió en tiempos de Stroessner, y este atormentó a
muchos de ellos porque él tenía un hijo homosexual.) Pero esto está dicho muy al pasar
en el film, el relato no exhibe declaraciones morales ni condenatorias, es un film que
muestra y con eso le basta y sobra.
Con escasa habilidad de mi parte, no soy muy hábil para las entrevistas, lo saqué de su
territorio, artes y espectáculos y lo llevé a un territorio que no era el suyo. Tengo una
disculpa, la situación política especial que estaba viviendo el país. Le pregunté qué
problemas hay para la industrialización del Paraguay. Dijo:
–El mayor problema es la energía. A Brasil se la vendemos por monedas y Argentina
quiere cobrar un canon alto de puerto. Además el problema con Brasil son los
brasiguayos (brasileños que han comprado tierras fronterizas, son unos 400.000).
Le pregunto por qué se instalaron ellos en Paraguay. Me responde:
–Porque pagan menores impuestos que en su país, todo les resulta más barato.
Hasta ahí fuimos bien. Pero José Luis está a favor de la destitución de Lugo, me habla
de nepotismo, clientelismo, etc. y dice: “Quiero un gobierno democrático, que se acabe
ya la transición a la democracia. Soy apartidario, pero no apolítico”. Siento que la
entrevista está empantanada y él también. Le digo que me gustaría visitar una escuela
para ver enseñanza del guaraní. Me parece que como quería darme algo que me sirviera,
me acompañó hasta una escuela para ver cómo enseñaban y acordé que iría al día
siguiente, pero por el camino se cruzó con una señora conocida, y me dijo: “Ella es
escritora”. Nos presentó y me fui a comer con la escritora. Él habrá dicho: “Que se
entiendan entre escritoras”.
La escritora se llama Sara Raquel y conoce un autoservicio de chinos donde se come
bien y barato. Hace calor, pero ella lleva un pulóver sin mangas, amarillo y ablusado,
estilo mañanita. Nos sentamos. Dijo: “Mi papá fue siempre del partido Colorado, estuvo
con el general Stroessner, era líder del partido, pero a los cinco años empezó un
distanciamiento con Stroessner, porque papá decía que había un cambio en el mundo,
eran necesarios candidatos civiles. En el 87 papá se enteró de que Stroessner quería
candidatearse de vuelta y se apartó. Ahora yo le voy a contar una cosa que es primicia. Y
se lo cuento porque dar es recibir, así lo dice el budismo, me gusta el budismo y me
gusta la figura de Cristo en demasía. Cuando sacaron a Perón del gobierno en Buenos
Aires, nosotros estábamos allá, papá estaba en Buenos Aires en cancillería. Le salvó la
vida a Perón. Él se fue manejando solo a la embajada paraguaya y el chofer le dijo a
papá: Señor, el ‘mcherubichá’ (jefe) está acá. Era peligroso tenerlo allí pero Perón no
quería salir, por fin se dejó llevar a la cañonera paraguaya; no se quería mover. Si
hubieran matado a Perón en el 55, Cristina, esa... no estaría aún gobernando; ella existe
porque mi papá tuvo el coraje de aconsejarle a Perón que saliera de casa (a la cancillería
la llama casa)”. Y pensé: “Si yo hubiera nacido en Londres ahora sería londinense”.
Pagué la cuenta. Tanta historia me dio sueño y me fui a dormir la siesta.

Un hallazgo
Encuentro en la radio un programa notable. La radio se llama “Fe y alegría, la
educativa del Paraguay”. Escucho a un periodista excelente que con paciencia y dulzura
va contestando a los oyentes, hace docencia, no baja línea a nadie, utiliza inclusive las
preguntas más descabelladas para poner orden en el pensamiento, recomendar que
separen las ideas de las personas, y pienso que ese programa tiene gran valor. Cuenta
que hay oposición al golpe en las redes sociales, habla de prácticas políticas basadas en
la impunidad, explica las desventajas de las listas sábana, y los oyentes preguntan:
“Suponiendo que llamen a elecciones, ¿quiénes se presentarán? ¿Será que los que están
ahora piensan quedarse en su casa?”.
Esa misma pregunta se la hicieron por televisión los periodistas al nuevo ministro de
Economía (hay miedo de que se perpetúen, porque prometen y prometen demasiado
para los ocho meses que van a estar). El ministro respondió con el ejemplo de un
tribuno romano que ejerció la tiranía por seis meses (se iba a perder esa figura de los
romanos) y cuando terminó su periodo se fue a su casa para hacer la huerta, para
plantar coles. El ministro de Economía sonrió porque se sentía un gobernante de Roma.
Volviendo al periodista, sigue haciendo docencia. Ya lo quisiera tener en la radio de mi
país. En el libro de Domingo Aguilera Jiménez, ya citado, hay un recuento de los
distintos bolazos e infundios que se propalaron en diversas circunstancias. En relación
con la muerte de Argaña, vicepresidente muerto por miembros del mismo gobierno,
hubo una gran manifestación, en ella murieron muchos jóvenes y hubo heridos. A eso se
lo llamó el “marzo paraguayo”. Hicieron circular lo siguiente: “Los jóvenes de la plaza
fueron asesinados por sus mismos padres, para inculpar al gobierno”. En relación con
mentiras a la población: “Este verano no faltará agua ni energía eléctrica en todos los
hogares paraguayos”. En relación con las acusaciones de corrupción: “El corrupto,
evasor y contrabandista sos vos” (acusando al que lo acusó).

Otro día en la calle


Me despierto temprano para ir a la clase de guaraní. Me siento una escolar con
esperanzas de aprender quién sabe qué. Voy caminando a la escuela que está cerca del
hotel como si fuera a la escuela de mi barrio. El maestro de guaraní todavía no llegó y
puedo mirar: hay una celadora, que está con su nena en brazos, un chico de unos doce
años está arreglando un vidrio medio roto; todos los que entran a esa aula son del
último grado de primaria; los que llegan tarde, firman en un libro. Pero cuando llega el
maestro, no me pone en un asiento del fondo como yo quiero, para ver bien y ser
alumna, me pone junto a él. El maestro Juan saluda en guaraní. Van a conjugar un
verbo: “pee pekaru” es “ustedes comen” y “voy a hacer” se dice “ajapotá”.
Me deprimo porque nunca voy a aprender esos verbos, ni a pronunciarlos, y debo
combatir esa tendencia a creer que puedo pronunciar en guaraní de cualquier manera.
Mejor me voy y libero al maestro de mi triste visita. Me voy a ver la costanera. Camino
rumbo a la catedral que queda cerca, y leo un cartel: BI. JU. PA. Después de la clase de
guaraní, creí que estaba el cartel en ese idioma pero no, era Biblioteca jurídica del
Paraguay. Desde la puerta de la catedral, se ve la plaza de enfrente con plantas de hoja
ancha color verde oscuro. Dentro del templo, una señora se pinta los ojos para que
resalten tanto como el verde fuerte y la tierra roja que está junto al río. Ya en la calle,
detrás de la catedral hay un estacionamiento de autos con un cerco de alambre que linda
con unos sembrados, no sé si son sembrados o pasto bien cortito, pero parece como que
el campo entra a la ciudad y la sensación es como en los sueños, cuando aparece el
campo yuxtapuesto a la ciudad sin necesidad de traslado. El predio verde, la tierra
colorada, el río manso.
A la tarde quiero ir a la facultad de humanidades para ver qué dicen y qué hacen los
estudiantes. Voy a la estatal, a la que supongo más movida. Pero salgo temprano, con
tiempo de dar vueltas por la calle. Paso por la esquina del hotel y me paro a mirar un
negocio de ropa de hombre, tiene una vidriera grande. Yo estoy haciendo tiempo, y lo
que miro no me interesa, de repente veo tres cabezas juntas que se asoman y vidrio
mediante me hacen señas de que pase. Digo que no, pero insisten. ¿Qué hago yo en un
negocio de ropa de hombre? Leo en un cartel William Riquelme, diseñador. Me atiende
William Riquelme en persona y pienso: “Podría preguntarles algo, pero ¿qué se le
pregunta a un diseñador de ropa?”. No hizo falta preguntar nada, porque habló él:
“Tengo cuarenta y seis años de diseñador, soy también artista plástico. Vengo de
Frankfurt. ¡Qué belleza Alemania! Qué va a comparar el aeropuerto de Frankfurt con el
de San Pablo, ni hablemos del nuestro”. (En cuanto a mí, si hay algún lugar del que
quiero estar lejos es justamente el aeropuerto de Frankfurt.) Sigue: “Yo estuve en
Buenos Aires en un programa de Mirtha Legrand y tengo un programa de radio acá”.
(Me dice lo que se usa en Europa ahora.) “Hago trajes para dos tipos de hombre: para
un abogado, un profesional, estilo clásico, ahora para un arquitecto, un pintor, con
corbata finita.”
Le pregunto si los chicos de quince años eligen su traje y me dice que no, decide la
mamá. Vuelve a Frankfurt: “Perdón, llegué ayer y todavía no he aterrizado, allá me
enteré del golpe por unos amigos paraguayos, qué privilegio, bah, privilegio, salir con un
gobierno y volver con otro. A mí me gusta más o menos el socialismo, me gusta más que
menos, pero acá la izquierda está mal vista, eso quedó desde Stroessner, pero también
me gusta bastante la Merkel, porque soy amplio, me gusta porque lleva esos trajecitos
sastre de profesora”.
Después me cuenta que Franco, el presidente actual, puso en el gobierno a toda su
familia.
Tomo el colectivo que va a ciudad universitaria, en el barrio Sajonia. La flota de
colectivos es vieja y cuando el micro agarra un bache da golpes fuertes, pero hay
frecuencia de trasporte y se llega a todos lados. Llego a la facultad de Filosofía y los
estudiantes están tranquilos, hablo con algunos, no están de acuerdo con el golpe.
Pero no se ve ningún cartel, ni ningún tipo de manifestación. Me voy a tomar una Coca
Cola con varios a un bar de enfrente y charlamos un rato.

Visita a Malú
A tres días del golpe que destituyó a Lugo, voy a visitar a Malú Vázquez,
documentalista de profesión, becaria en la escuela de cine de la escuela de San Antonio
de los Baños, de Cuba. Trabaja de modo independiente en documentales, y los últimos
años estuvo absorbida por su trabajo como funcionaria pública vinculada con
organizaciones sociales. Su casa es una usina: está la computadora encendida todo el
tiempo, recibe mensajes del celular, los emite. Una gatita viene curiosa a ver tanto
movimiento de su dueña. Vive en un departamento de dos habitaciones en un primer
piso por escalera, una de las habitaciones es muy grande. Le comento el tamaño de la
misma y dice: “Es porque trabajamos con líderes campesinos, cuando vienen a
Asunción, se quedan a dormir acá. Uno se compró un colchón y lo donó, considerándolo
una especie de pago de alquiler para el futuro”. Se disculpa por no tener té ni café, ni
nada, se reunieron todo el día anterior para ver qué hacían dadas las nuevas
circunstancias; el nuevo ministro de acción social es pariente de Franco. Le conté que en
el archivo histórico me dieron un documento de gran valor sin saber lo que tenían ni
como se leía. Dijo:
–Nepotismo. En el museo, en cultura, en turismo ponen a los parientes.
También le cuento lo que acababa de ver en el centro: un cartel de una verdulería:
“Acelga paraguaya” y “Tomates paraguayos”. Dijo: “Hay contrabando de tomates y de
zanahorias: acá la tierra está ocupada por la soja”.
Corroboro lo dicho por Malú con lo que leo en un artículo de Villagra titulado
“Gobierno de Lugo, herencia, gestión y desafíos”: “El país produce cerca de seis millones
de toneladas de soja al año de la cual la población nacional no consume ni el cinco por
ciento, vende casi la totalidad al exterior, mientras debe importar de Brasil y Argentina
productos tan elementales como cebolla, papa o tomate”. Y ella añade: “Y lo mismo
ocurre con la energía, vendemos la energía bien barata a Brasil y acá tenemos
poblaciones sin luz eléctrica”.
Yo había escuchado por la radio que los médicos estaban a favor del gobierno de
Franco. Ella dijo: “Sí, los médicos de las ciudades o de centros de pueblo están en contra
de lo que se llama atención domiciliaria, que es ir a la casa del enfermo cuando la gente
no cuenta con transporte para llegar a hospitales, y a veces no hay hospitales tampoco.
Pero ese proyecto se va a cortar, porque los médicos que se oponen son los de clínicas
privadas, quieren clientes que les paguen bien. Y también van a cortar un proyecto que
tenía éxito total, contra el analfabetismo”. Y añade: “Este es el capitalismo más atrasado
de América Latina”.
En Paraguay en su laberinto de Mariana Farsi leí en relación a Federico Franco:
“Constantemente amenaza con romper la alianza y no oculta su deseo de ser presidente
de la república en este mismo mandato” (Editorial Capital intelectual, Buenos Aires,
2010).
Ella me dice: “Sí, le prometió a su papá en el lecho de muerte que él iba a ser
presidente”.
Según el último censo agropecuario, las personas que tienen más de 500 hectáreas son
el 2,6 por ciento del total de propietarios rurales y poseen el ochenta y cinco por ciento
de las tierras. El 20 por ciento de la población vive en la indigencia. Y la mayoría es
pobre. (Del artículo de Ignacio González Bozzolasco en Lugo, herencia, gestión y
desafíos, Asunción, 2009.)
Volviendo a la entrevista, en la casa de Malú se cortó la luz. Nos fuimos a un balconcito
y vimos que era un corte grande. Le pregunté si tenia miedo de estar a oscuras y me dijo
que no, que no me acompañaba porque esperaba un llamado, entonces yo atravesé unas
cuatro cuadras sin luz, sintiéndome muy valiente.

Despedida
Por algún motivo que desconozco, toda la zona de influencia guaraní de mi país, Entre
Ríos, donde sólo conocen algunas palabras, Corrientes, donde se habla mucho más en
ese idioma, Misiones de la tierra colorada y Asunción que ya había visitado, me son
afines. La música de la zona, la gente con su cordialidad y sus ganas de vivir, me
contagian alegría a mí también. Y ahora me pesa que no haya querido o podido
despedirme de dos hermanos que tenían un negocio mezcla de saloncito de té y venta de
masas y empanadas, donde yo compraba algo a la noche y charlaba con la hermana
mayor. Ella aparentaba unos treintitantos años, era morena clara, de pelo castaño pero
no teñido; me contaba que habían abierto el negocio un mes antes y que esperaba tanto,
tanto que le fuera bien, a ella y a ese hermano menor al que evidentemente protegía,
porque ella ya era madre y el muchacho un nene mimado que quería ser escritor y me
quería hacer leer en la computadora lo que había elucubrado. Los dos ponían una
diligencia excesiva en atender a la gente, quizás propia del comerciante nuevo pero me
daba la impresión como de que estuvieran jugando a las visitas, como si se pusieran
contentos a la entrada de un cliente. A mí me divertían mucho, porque era como si la
entrada de un cliente fuera un hecho asombroso. Y yo charlaba con ella y con el aprendiz
de escritor, les aconsejaba que pusieran sillas en la vereda, así yo podía fumar. Lo
tomaban como una buenísima idea para el futuro. A la noche, cuando estaba por entrar
al hotel ya para no salir, si no pasaba a comprarles me parecía que me faltaba algo; yo ya
me había hecho una costumbre como de barrio, más bien como si ese fuera mi barrio.
Pero no sé cómo les irá con su salita de té. Tengo que volver para ver de nuevo al río
Paraguay y también para saber si han prosperado con su negocito. Ojalá que sí.

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