Uhart Hebe - Visto Y Oido
Uhart Hebe - Visto Y Oido
Uhart Hebe - Visto Y Oido
Un viaje desusado
La llegada
Roque Pérez
El rancho
Esperando al señor Galán
Pueblos serranos
La Alameda
Las Heras
El zoo
Camino a Santiago
Santiago
La Serena
La alameda y otras hierbas
La Recova
La vuelta
Kilómetro ochenta y nueve
La casa de Juan Pablo y Cecilia
El siete oficios
La otra casa
Vuelta
La Patagonia manzanera
Mirando folletos
De Neuquén a Junín de los Andes
Una vuelta por el pueblo
Un vía crucis novedoso
Una desventura en las montañas
La Negrita Díaz
Elba Calfuqueo
Cipolletti
Una primera ojeada
Neuquén
Neuquén, capital nacional de los derechos humanos
Los derechos en acción
La fábrica recuperada y el museo
Un porteño típico
Aeropuerto de Neuquén
La pampa gringa
Santa Fe
Los hoteles
Recorrida por el centro y sus alrededores
El congreso de Literatura
La zona del puerto
El museo del orgullo
Las actas del Concejo
La gente de ahora
El pastor Buschiazzo
La fiesta de las colectividades
La villa de Luján
Camino a Luján
La basílica
Recova y tenderetes
Un paseo por el centro
La casa de Ameghino
Córdoba da para todo
El faldeo del Uritorco
La techada
San Marcos Sierras
El sur más cercano
El club Independiente
Villa Cordobita
Los Hidalgo
Los Leones
Época de quesos
Antes de irme
Azul
Almeyra
Asunción del Paraguay
La calle
Diarios, radio, televisión
La feria del libro
Lucy Yegros
Entrevista con variedades
Un hallazgo
Otro día en la calle
Visita a Malú
Despedida
Bajalibros.com
Uhart, Hebe
Visto y oído : nuevas crónicas de viaje . - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires :
Adriana Hidalgo Editora, 2015
(la lengua / crónica)
E-Book
ISBN 978-987-3793-36-3
1. Narrativa Argentina.
CDD A863
la lengua / crónica
ISBN 978-987-3793-36-3
La llegada
No bien llegamos vimos un gran predio verde, de pasto corto, tan extenso que volvía de
juguete a las habitaciones destinadas a hotelería. De lejos parecían rechicas y nadie se
hacía idea de cómo sería estar allí; sólo estábamos atentos a no perdernos. Más lejos
había unos caballos y unos chicos. Era el primer día, en que uno mira, pero no procesa
todo, no comprende qué debe hacer con todo eso. Y después, es como si con sólo estar
nomás, el tiempo amansara el espacio. No bien llegamos a las habitaciones que nos
estaban destinadas, todas iguales, empezamos a ver que algunas estaban ocupadas y que
había otro predio verde más allá de ellas, donde había chicos, multitudes, con sus
maestros.
Roxana acompañó a un grupo de varones a una pieza, María Julia acompañó a un
grupo de chicas a otra, la señora de Racioppi quiso ocuparse de los varones ya que se
sabe cómo son, “corren como baguales, toman agua demás y después quién los para”.
Además dijo que los iba a tener a raya para que no molesten a las chicas ya que todo
empieza con un tirón de pelo, y suma y sigue.
A la media hora de haber llegado, los chicos nuestros inauguraron un sistema de
comunicación a través de la pared, ubicaron el kiosco de alfajores y caramelos y uno
hasta fue a andar a caballo en esos que habíamos visto cuando llegamos; llegó con la
noticia de que se alquilaban y otras cosas del mundo exterior. Los que cuidaba la señora
de Racioppi no vieron todo esto porque ella no los dejó salir: se contentaron con los
golpes en la pared.
Ahora, dormir con los chicos implicaba desvestirse dentro de la cama (yo había
aprendido ese arte en una situación anterior). A María Julia la imagino diciendo: “Dense
vuelta, chicas, hasta que yo me ponga el camisón”. Después les mostraría el camisón y
les diría que se lo regaló su marido para un aniversario. Y seguro, que mientras se
desvestía les charlaba. ¿Pero la señora de Racioppi, que era tan grandota y de pocas
palabras? Los haría salir, seguro que los hacía salir con la orden de que nadie se moviera
ni saliera de los límites fijados.
Al día siguiente había una recepción para todas las delegaciones y ahí sí, cuando por
altavoz anunciaron que se haría esa presentación, los de la señora de Racioppi se le
fueron de las manos y se escaparon a escuchar. Y después de ese “dijusto” que le dieron
le impidió gozar a pleno del espectáculo tan maravilloso de ver: todas las delegaciones
juntas. Por lo pronto estaban los coyas con sus trajes de fiesta. Venían de un pueblo
perdido de Jujuy; no conocían el colectivo. Habían traído una bandera de Jujuy que les
prestó el cura de la aldea y estaban parados, inmutables, con sus trajes de fiesta, las
chicas estaban pintadas, pero en vez de parecer la pintura expresión de coquetería,
lucían como si las fueran a meter en una urna funeraria. Nunca jamás habían salido de
su pueblo de cien personas, no conocían la capital de su provincia y ahí estaban, ante
más de mil personas reunidas. Estaba todo el país. De Buenos Aires, capital y provincia,
nosotros solos. Al lado estaban los de Entre Ríos y esos chicos eran muy parecidos a los
nuestros, cerca unos chicos de un colegio privado de Mendoza estaban de uniforme.
Sabíamos quién era quién porque un presentador gritaba (se escuchaba por un altavoz).
Cuando nos nombró a nosotros, María Julia dijo: “¡Qué emoción!”. Después no se
hablaba de provincias, sino de contingentes. Esos contingentes no estaban con maestros
sino con instructores guías que estaban vestidos con equipos de gimnasia o con una ropa
que en ese entonces pertenecía al vestuario de a los que entonces se llamaban
“Trabajadores de la cultura”, un overol de jean, y debajo, una camisa cualquiera. Y
después de que presentó a todos, al Chaco, a La Pampa, el animador dijo:
–Jujuy ha traído su bandera y ha preparado sus bailes durante todo el año para la
función de mañana, la gran fiesta de las delegaciones. Quiero creer que Buenos Aires ha
preparado algo, porque como Buenos Aires es la niña bonita suele no traer nada.
Nosotros no sabíamos que había que traer algo, nadie nos dijo nada. Igual me sentí
culpable y le dije a Roxana qué haríamos. Me dijo:
–Dijo por decir, igual ahora ya es tarde.
Sería tarde, pero cuando terminó la presentación fui al kiosco con dos chicos y
compramos papel, goma y cartulina. Me entusiasmaba la idea de lo que íbamos a hacer;
una maquetita del lugar donde nosotros vivíamos. ¿Y de dónde éramos nosotros? ¿Qué
rasgo típico? Teníamos la Fiat muy cerca. Pero, ¿cómo íbamos a fabricar autitos y con
qué? Porque yo quería hacer un conjunto de casitas y la Fiat. Convoqué a tres ayudantes,
pero de los tres me quedó estable solo uno, un peladito que sabía fabricar cualquier
cosa. Con palitos de fósforo hicimos los árboles de la plaza, con ramitas la copa, de papel
de colores las casitas y unos autos. No sería una maravilla, pero era como para decir
“Cumplimos”. Haciendo esa maqueta o como se le quiera llamar, yo estaba muy
contenta, era como si hubiera encontrado mi verdadero destino y hasta entonces
hubiera vivido equivocada. Pero la habilidad era del chico, que hacía todo a la perfección
como si el hecho no tuviera ninguna importancia Pero así como se me habían escapado
los otros postulantes a ayudar, por un momento lo perdí de vista y cuando volvió tenía la
cabeza mojada. Vino gritando:
–¡Señorita, tiran harina! ¡Está ensayando Jujuy para mañana y le tiran harina a la
gente, me dejaron la cabeza blanca!
Le di una clase completa de relativismo cultural, de las etnias andinas, de los
significados simbólicos. Entonces me dijo:
–Sí, sí, todo eso está muy bien. ¿Pero por qué tienen que tirar harina?
Y se puso a hacer otro autito de papel.
Empezaron a haber quejas por otras cosas. Había tres contingentes que eran villeros,
pero que vendrían a pertenecer como a tres clases sociales dentro de la villa. Los de la
clase “alta” eran chicos que parecían momentáneamente obligados a vivir allí, eran
ordenados, sus ropas estaban gastadas pero limpias, iban bien peinados y comportados.
Saludaban, sonreían y estaban en paz con sus instructores.
Los de la clase siguiente solían andar en tropel, corrían por ese campo que da gusto,
pastoreaban sin cesar. Los de la última clase social posiblemente ni fueran de la villa, tal
vez de algún hogar de chicos abandonados, abandonados ellos y el hogar que los
cobijaba, o tal vez fueran de la calle, no hablaban con nadie; llevaban la cabeza pelada
como por el enemigo, todos uniformados con unos guardapolvos grises y feos, ellos
juntaban cositas del suelo.
Pero resulta que los de la villa en estado de efervescencia, los que pastoreaban a gusto,
esa tarde empezaron a abrir y cerrarnos las canillas contiguas a nuestros dormitorios, en
una especie de juego. Abrían las canillas y escapaban. Un varón de los nuestros,
Alejandro, que era una especie de justiciero, los retó e intentó correrlos. Ellos lo
desafiaron a pelear. Él lo contó así:
–Yo acepté la pelea, pero me amenazó, me dijo “Ahora vas a ver con mi hermano”.
Señorita, trajo como ocho, pero digo yo ¿cuántos hermanos tienen? Y el maestro ese de
ellos, bah, si a eso lo llaman maestro les dijo: “La próxima vez que van a abrir las
canillas los cago a palos”.
¿Esas cosas puede decir un maestro? Esos no son maestros ni nada.
La señora de Racioppi se mantenía muda, vigilante y distante. Pero yo veía un aire de
satisfacción en su cara por la impotencia nuestra ante el control de las canillas.
El episodio de las canillas confirmaba sus presupuestos: el mundo está lleno de gente
pérfida y algunos chicos también lo son. Y hoy, esos chicos abren las canillas y después
entran y roban en las habitaciones. Nos roban los alfajores. María Julia ni se había
enterado del episodio y cuando se lo contamos, dijo distraídamente:
–¡Qué barbaridad!
Porque a ella le importaban sobre todo las cosas del corazón. Pero Roxana y yo,
aprovechamos el hecho para sentar a los chicos en el suelo, en un círculo y les dimos una
especie de discurso, sobre todo Roxana, en relación con las costumbres de esos chicos;
les habló de sus hogares carenciados, de la falta de padres muchas veces, de sus
viviendas precarias, de la tolerancia humana, de la frustración, de todas esas cosas. Una
hora duró el esclarecimiento. Al final, Alejandro dijo:
–Sí, todo eso, muy bien. Pero, ¿por qué tienen que amenazar y abrir las canillas?
Es notable lo que se aprende y se percibe al segundo o tercer día de estar en un lugar.
Lo que a la llegada era un sitio enorme e indiferenciado, con gente ídem, se convirtió en
un espacio totalmente manejable; los chicos sabían en qué kioscos vendían sus alfajores
preferidos, María Julia sabía en qué lugar no había barro para pasar y así no arruinarse
sus hermosas sandalias con vivos dorados y yo había hablado, entre otros, con los
maestros chaqueños, que sonreían siempre mostrando sus dientes marrones (creo que
era por el agua). A uno le faltaban dos o tres.
Contaron que iban a la escuela a pie. ¿Cuánto caminaban? Veinte, treinta cuadras. ¿Y si
se inunda? Uno se refugia un ratito hasta que pare. Contaron que, si la mañana era fría,
se tomaban unos mates. ¿Y si se hacía tarde? ¿Qué apuro hay? Uno dijo: “A mí el apuro
de Buenos Aires me marea”.
A la noche, dejamos a los chicos con la señora de Racioppi y con María Julia, y nos
fuimos a una peña a la que iban a ir los maestros de las distintas delegaciones. Antes de
ir a la peña, los maestros chaqueños y los jujeños dijeron que nunca habían visto algo
tan hermoso en la vida como ese encuentro, y que se iban a acordar de esa experiencia
toda la vida. Se sacaban fotos junto al caballo, a los burros, a los otros maestros, al
cantinero. Los maestros jujeños para ir a la peña dejaron a los chicos solos en la
habitación, con llave. Ellos aseguraron que de ningún modo se iban a mover de allí
adentro, y añadió:
–Sí, los llaveamos. Por precaución, nomás.
Yo le dije a María Julia que si ella quería ir a la peña, yo me quedaba a cuidar a los
chicos, pero contestó con su mejor estilo de dama sacrificada:
–Vayan, vayan ustedes.
Entonces fuimos con Roxana y en el camino nos encontramos con dos profesoras de
gimnasia que venían con el contingente de la villa. Una dijo:
–Nos fuimos sin que se den cuenta porque están imposibles.
Pero se habían dado cuenta. Al pasar por las habitaciones del grupo de ellos;
escuchamos unos gritos:
–¡Putas! ¡Putas!
Eran los alumnos que las habían visto salir. Ellas caminaban agachadas, ya estaban
muy incómodas por lo que había pasado.
La peña era lo más inocente que darse pueda; era un lugar oscuro con una barra y unas
mesitas y allí cantaba y tocaba la guitarra todo el que quisiera. Las canciones eran las
más conocidas por todos, algún corrido mexicano, algún bolero. Pero también había
otras canciones de protesta, había una que decía “A desalambrar, a desalambrar...”.
Contaba cómo sería el mundo si la tierra fuera de todos.
En Buenos Aires estábamos acostumbrados a escuchar esa canción y después otra
“Cuando tenga la tierra” pero los maestros chaqueños, emocionados por tanta
modernidad, no la conocían. No daba la impresión de que ellos quisieran desalambrar,
más bien creo que pensarían: “Qué lindo que se está aquí, con toda esta gente buena
cantando”. Roxana dirigía los cantos y cuando no los sabía completos, hacía cualquier
ruidito de fondo y se hacía perdonar con su sonrisa encantadora. Ella tenía puesto un
poncho precioso que parecía diseñado por Christian Dior para ella, las chaqueñas y las
de Jujuy se habían puesto sus trajecitos sastres, de esos que tienen sus avatares y una
tenía en el ojal un prendedor con perlitas.
Pero las rondas se pagan. Roxana había estado seduciendo en la peña a los cantores, al
mesonero, a los maestros y a los representantes de todas las provincias de cualquier
sexo que hubiere, sin ninguna consecuencia práctica. A la mañana siguiente, María Julia
esperaba a Roxana para pasarle factura: Andrea Ramírez le había escrito una carta a su
mamá diciendo que la extrañaba; ella se la había descubierto y blandía la carta como
bandera en ristre. Fue derecho a decirle:
–Roxana mirá esto: es muy preocupante. Roxana le dijo taxativamente:
–Ahora no, más tarde. Entonces se me vino a quejar:
–¿Te das cuenta? Es grave. ¿Te parece que le mandemos una carta a la madre de
Andrea?
No me parecía ni que sí ni que no; en esas situaciones, si alguien me dice que debe
mandarle una carta al papa y lo veo muy convencido, pienso que es posible que deba
hacerlo. Ante la duda, le dije:
–Preguntale a Roxana.
Ella iba con su carta en mano, su tapado de piel y su aire de mater dolorosa. Roxana le
dijo:
–Vamos a llegar nosotros antes que la carta. Volvió a mí y dijo:
–Ella es la autoridad en estas cosas, ella debe interpretar esto.
(Decía “esto” como si fuera un documento en finlandés a traducir.)
–Además –dijo–, yo le vi una carita muy triste.
Yo cuando aparecen puntos de vista diferentes ante algo, me pregunto como cuando
era chica y mi papá y mi mamá opinaban distinto. Pensaba ¿quién tendrá razón?
Nunca pude ni puedo llegar a ninguna conclusión.
La tarde siguiente hubo exposición con lo que cada delegación trajo (bailes, Jujuy;
guitarra, Chaco; recitado Entre Ríos). La maqueta nuestra quedó tan perdida y pegaba
tan poco con lo que había que parecía una especie de pastel abandonado en un rincón.
Ante tanto para ver, cada día una cosa nueva, todos los rencores y dolores se olvidaban.
Andrea se olvidó de que extrañaba a la madre, se fue a andar a caballo y a comprarse
recuerdos para llevar. María Julia se olvidó del entredicho con Roxana aunque estuvo a
punto de producir otro.
Fue a hablar por teléfono con su marido porque quería darle unas indicaciones, y
volvió con la noticia de que era desconsiderado, de que prácticamente le había cortado
sin dejarle decir todo lo que debía (manejo del horno, de la ropa de acuerdo a la
temperatura y recordatorios surtidos). Estábamos en medio del baile en un patio muy
grande, bailaban también los chicos, incluso los de la villa. La música era bastante
fuerte. Me dijo: “Él no reconoce nada, y sin respeto no hay nada, como dice el padre
Ruperto. ¿Te parece que pido mucho, un poco de respeto?”. Yo no sabía qué decirle
porque por ahí tenía algo de razón, todos merecemos un poco de respeto, pero no podía
concentrarme en ese punto para ampliarlo y desarrollarlo teóricamente porque por los
parlantes pasaban una especie de salsa o bachata. Entonces me dijo:
–¿Te parece que lo consulte con Roxana?
Como me parecía que no, le dije que Roxana se había ido un rato a otro lado.
La señora de Racioppi estaba sentada controlando el baile; se había hecho amiga de los
chicos, porque le dejaban multitud de objetos para que los guardara mientras bailaban o
se desplazaban por el predio. Su enorme falda guardaba máquinas de fotos, carteritas,
abrigos de toda clase y siempre sentada, casi sin moverse había adquirido un
conocimiento mucho mayor que el de nosotras en cuanto a kioscos, precios, alquiler de
caballos. Todo a través de los comunicados de los chicos y desde su trono ejercía el
poder: los aconsejaba, los disuadía de comprar, etcétera. Desde que cumplía esa función
ya no nos miraba de modo avieso, sino más bien como a gente que no sabe nada. En la
pista de baile me preguntó como al pasar:
–Esos... chicos (se refería a los de la villa) ¿trajeron algo?
Era una pregunta que encerraba la contestación. Me di cuenta de que ella sabía que no
habían traído nada.
Le dije:
–Bah, por lo que trajimos nosotros...
Y ahí se cortó la conversación. Pero al rato vino Alejandro, el justiciero y me dijo:
–Esos no trajeron nada.
Y otra vez asamblea informativa y persuasiva. Que “ellos” no tienen, que el que tiene
más debe dar un poco (tampoco la pavada) al que no tiene, cómo hubiera sido tu vida
sin juguetes ni ropita de esa linda como tienen ustedes. Salieron voces dispares. Una
chica dijo:
–San Francisco le dio a un pobre la mitad de la capa.
Saltó otro:
–Qué piola, una capa de las de antes, sería grande, seguro que valía por dos capas.
Otro:
–A mí casi me roban la campera, diga que me avivé si no...
A mí me parecía por las caras que no estaban convencidos del todo. Era más bien como
si no supieran de qué se les estaba hablando. Me pareció que estaban un poco
fastidiados. Querían acción: ir al río a ver si pescaban –uno tenía una caña bastante
sofisticada–. Y también observé que las chicas nuestras no bailaban con los de la villa, y
cuando había un cruce no buscado, usaban ese hecho como elemento jocoso para armar
entre ellas un pequeño jolgorio, hecho de risitas y peleítas en broma sin consecuencias.
Había un chico de los nuestros, no recuerdo cómo se llamaba, yo le decía “el porteñito”.
Era menudo, muy proporcionado, lindo de cara. Se vestía y peinaba con cuidado, iba
siempre derecho a su objetivo, no miraba a su alrededor ni se dispersaba; hablaba poco
y eso sí, sabía sonreír. Era una sonrisa enigmática que podía querer decir cualquier cosa.
A pesar de ser menudo, no parecía perdido en esos espacios tan grandes, como si
hubiera conocido otras canchas, de hecho las conocía, jugaba en la quinta división de un
club de la Capital. Yo estaba sentada en una hamaca del lugar de juegos y se me acercó
una nena de unos diez años. Era gordita, morocha, y con el pelo enrulado muy corto. Era
de la clase A de la villa, de los que seguramente iban a salir de ella en el futuro. Llevaba
un pulóver rojo en buen estado y sus vaqueros, limpios. Debajo del pulóver le asomaba
el cuello de una blusita. Me empezó a conversar de cualquier cosa y al ratito me dijo:
–Señorita...
–¿Sí?
–Ese chico de ustedes, el bajito... (ella era muy grandota para sus diez años). Este...
–Sí, ¿qué pasa con él?
Y esforzándose me dijo:
–Señorita, me gusta mucho, cada vez que lo veo me gusta mucho.
–Ah...
–Señorita, tanto que me gusta... ¿Usted no me podría hacer gancho con él? ¿Le dice
que venga?
Esa nena era de una personalidad exuberante: decía que le gustaba mucho con fervor,
con emoción. Otra vez yo me sentía indecisa; para mí era fácil traérselo. ¿Pero qué? ¿Iba
a hacer de Celestina? Por otra parte era un ser doliente que sufría por amor. No tuve que
decir ni hacer nada: al ratito pasó el galán; iba a su destino, a mí me sonrió con esa
semisonrisa y a la nena ni la miró y ella no osó acercarse ni me hizo ningún pedido. Se
quedó inmóvil y muda, como un soldado cuando pasa el general en jefe de las tropas.
El cuarto día fue el apogeo, a la mañana, clase colectiva de gimnasia y a la tarde
concurso de disfraces y búsqueda de bichos en el pasto. En la clase colectiva de gimnasia
todos los chicos de todas las provincias eran dirigidos por los instructores de la villa; los
chicos de la villa también hacían gimnasia y los varones nuestros se reconciliaron con
los instructores por esa clase. Los que habían desaparecido eran los pequeños
buscadores de basura, los de guardapolvo gris y cabezas rapadas: esos no estaban.
Estaban, sí, los de Jujuy, pero no hacían gimnasia. Eran unos treinta, parados como
postes uno junto al otro, estaban inmóviles como los ídolos de la isla de Pascua. ¿Para
que habrán ido si ellos no participaban?
¿Para mirar? Pero no miraban nada definido, miraban más allá de las personas, era
imposible darse cuenta de lo que pensaban o percibían. ¿Habrán ido para dar el
presente? Y la presencia tan fuerte de ellos hacía ver la gimnasia como un espectáculo
marciano, algo que no se debe mirar muy de cerca porque es peligroso. No habrían visto
hacer gimnasia en su vida, no conocerían la palabra.
Habían vuelto a aparecer los problemas entre María Julia y Roxana, ahora era por
acompañar a los chicos. La verdad es que María Julia no tenía un equipo adecuado
como para estar en un campo donde se hace gimnasia, ella andaba con sus joyas desde
la mañana: unas pulseras en cadena, su cadena de oro propiamente dicha, sus aros “me
los regaló mi marido”. Entonces dijo:
–Roxana llevátelos vos, que tengo un dolor de oído... Le dolían siempre cosas
diferentes, algo que le cayó mal, sentía la cabeza pesada, etc. Pero Roxana tenía otro
estilo: no contestaba. Directamente se iba, volvía después como una aparición de visita.
¿Adónde iba? Iba a estrechar lazos con otros grupos, se había vuelto muy popular.
Finalmente logré que María Julia me acompañara a cuidar a los chicos, aunque todo el
camino se vino quejando del clima y del marido. Ya eso no me importaba, porque la
escuchaba con intermitencias, además sus conversaciones eran como bichos, insectos
que dieran vueltas por los mismos circuitos y esa invariancia, esa letanía era hasta
agradable, me confirmaba que todo seguía igual en la vida, sin sobresaltos. Pero lo que
no podía soportar en ella era su miedo a los caballos que estaban ensillados, listos para
montar. Eran unos desdichados matungos que iban adonde los llevaran y ella me hacía
dar una vuelta grande por el pasto. Y esa vuelta me llenaba de desconcierto, como si no
fuésemos a llegar a destino nunca.
Yo no tenía ningún inconveniente en ir a cualquier evento; no me quería perder nada,
como los maestros chaqueños. Ellas no, estaban siempre diciendo: “Llevalos vos. ¿No te
toca a vos?”. Un maestro chaqueño me dijo:
–Yo me quedo afuera desde que empieza hasta que termina.
A la tarde se hizo la carrera de bichos y el concurso de disfraces y Roxana emergió, no
sabíamos de dónde para disfrazar de árabe a un chico morocho, alto, al que le fabricó un
turbante de toalla. Esas cosas le gustaban: un gesto significativo, que ella convertía en
espectacular. Le dijo al chico:
–Estás divino, mi cielo.
Pero no ganó el árabe nuestro, ni ninguna de las chicas que se disfrazaron como
pudieron, eran disfraces tímidos. Ganó un chico de la villa que se disfrazó de vieja
contrahecha; iba revoleando una cartera y rengueaba. Era como una vieja mendiga. Y el
concurso de juntar bichos en el pasto también lo ganó la villa, fueron los que más
gusanos, lombrices, y otras yerbas pudieron exhibir. La señora de Racioppi dijo:
–Si yo sabía que era “esto” no sé si venía.
Nos quedamos dos días más, pero ya no hubo actividades organizadas. Y entonces iba
apareciendo ese campo como realmente era, sin galas ni visitas. Se empezaban a ver más
perros sueltos, retiraban las instalaciones de la exposición. Se veía distinto el
movimiento de los kioscos, compraban más los lugareños; los que alquilaban caballos se
quedaban por si las moscas, inactivos, charlando entre ellos, pero los chicos ya se habían
gastado toda la plata que habían traído. Algunas chicas se quejaban de que estaban
aburridas, y había que inventarles algo. Los varones se pusieron a jugar a la pelota, pero
había que mirarlos más porque aumentaron las peleas y las quejas. María Julia no era
una persona adecuada para controlar un partido de fútbol, más bien era apta para
escuchar a las chicas; le contaban qué chico les gustaba y cuál no. Y a mí me venía a
contar esas historias de nenas enamoradas, como si fueran grandes revelaciones, como
si fueran novias próximas a casarse. Roxana no era una persona paciente como para
quedarse un buen rato controlando un partido. Ella era la de las ideas creativas, súbitas
e imprevistas. Aumentaron los tira y afloja entre las dos:
–Me parece que te toca a vos.
–Después voy.
En cuanto a mí, era completamente inoperante cuando había peleas o denuncias. Yo
nunca pude saber quién tiene razón. Aun en el salón de clase, que es un ámbito más
controlable, cuando los chicos venían con denuncias del tipo “Él me robó el lápiz”, el
aludido decía “Sí, y él insultó a mi hermano”, ni una sola vez pude descubrir quién tenía
la culpa por algo. Me metía en una nebulosa pensando en cómo empezarán las cosas.
Menos iba a poder resolver si alguien hizo trampa en un partido. La única que sirvió
para algo en esos días fue la señora de Racioppi que les decía:
–¡Salgan del sol, ponete la gorra!
Comíamos en un comedor muy grande; no sé si allí estaban todas las delegaciones,
pero había muchas. Yo estaba en una mesa de varones y a Roxana se le ocurrió una idea
“creativa”: traer a nuestra mesa a un chico de la villa. Era menor que los nuestros,
tendría unos diez años. Era rubio, con la cara, el pelo y el pulóver percudidos por el sol,
el viento o vaya a saber qué. Ella lo dejó para que comiera con nosotros y se fue a
revolotear. Los otros chicos lo recibieron en silencio. Ninguno le habló, salvo yo que dije
alguna pavada de compromiso. Habían servido tortilla de papas y el chico dijo:
–Yo a eso lo conozco.
Lo dijo con timidez, pero también con cierto orgullo, como si la tortilla de papas fuera
caviar rosado, o como cuando alguien cuenta que fue a Uzbekistán. Lo miraron con tal
desprecio que no abrió más la boca y yo tampoco.
Me quedé callada y ni siquiera pude decir las pavadas habituales, “En qué grado estás,
cuántos años tenés”.
Ni bien terminamos de comer, lo liberé y se fue con los suyos. Pero algo estaba mal, no
había lugar para ninguna explicación ni concientización. Cuando hay palabras para
explicar las cosas, el espíritu se regodea y asciende. Pero eso era algo muy oscuro,
sombríos estaban los chicos y yo. Para salir de ese estado de ánimo que no me gustaba,
me puse a mirar alrededor. Justo enfrente, pero un poco lejos, al lado de la ventana,
estaba la mesa de las jujeñas, todas pintadas y con sus trajes típicos Habrán pensado
que como era el último día, ellas debían estar de gala, las miré y me parecieron
simpáticas. Me pareció gentil que se disfrazaran y para olvidar lo del invitado frustrado,
les dije a los chicos que tenía al lado:
–Miren qué lindas que están las collitas, todas de fiesta.
Y el chico que estaba a mi lado dijo:
–¿Y usted llama “lindo” a eso?
Silencio en la noche.
El micro que nos trajo de vuelta era muy distinto del de ida. Nadie tenía ganas de
cantar, iban dormitando o cuchicheando. Los choferes también eran diferentes, cuando
empezó un débil “Apure ese motor”, me parece que no querían que los apuraran. La
señora de Racioppi seguramente tendría muchos cuentos que reservaba para el futuro.
Estaba sentada atrás, bien despierta tratando de recordar todas las incompetencias,
incorrecciones, deficiencias y barbaridades ocurridas para no olvidar ninguna a la hora
de contar. ¡Ay, si ella fuera maestra!
En cuanto a mí, volví a mi casa muy cansada, pero como si no hubiera viajado, como si
me faltara todavía viajar. La casa, los muebles me desconcertaron y lo que nunca, tiré el
bolso por ahí sin deshacerlo ni guardar la ropa. Me eché a dormir y no quería pensar en
nada: la noche es mala consejera.
Roque Pérez
Llegamos a Roque Pérez como a las once y media, a pleno sol. Éramos mi amiga Lina,
Ana, la dueña del rancho, que manejaba, su hermana Evelyn y yo. Yo le había
preguntado varias veces a Lina si el rancho estaba en el pueblo o en el campo, si era
realmente un rancho o qué. (Recuerdo a un alumno que se estaba haciendo una casa y le
puso en el portal “El castillo” y yo le dije “Ponele mi rancho”, como se suele decir.) Pero
ahora quería precisiones y pregunté a Ana dónde quedaba. “A siete kilómetros del
pueblo”, y no me dijo más nada. Por el camino hablamos de gatos, perros y bueyes
perdidos. Lina iba contando asombrada la cantidad de perros que había en Buenos
Aires, un hombre, un perro, casi. Sin contar el paseador, que lleva hasta diez. Van como
chicos a alguna escuela, o centro de aprendizaje de algo. Lina es de pueblo, como Ana, y
en el pueblo los perros están en el fondo o en el jardín. En Buenos Aires hay que sacar a
los chicos y a los perros. Evelyn, delgada, lánguida y capitalina, recordaba viajes a
Estambul y a Nueva Zelanda. Al llegar a Roque Pérez nos tomamos un café en la
confitería “Dulce María” decorada con motivos tailandeses y con un tímido cartel de “no
fumar” hecho a mano. Ellas me esperaban en el café mientras yo hacía una investigación
por el pueblo para entrevistar a alguien. Fui a la esquina a una especie de almacén de
ramos generales, modernizado, atendido por dos viejos. Le pregunté a uno de ellos, que
estaba descansando junto a unas palas, cuántos años tenía el negocio; me dijo que
noventa. Pregunté:
–¿Me puede contar algo de la historia del negocio?
–No porque estoy muy cansado –me dijo.
Se me acercó un policía que bajó de un patrullero y me preguntó qué andaba buscando.
Le dije:
–El que sabe todo es el carnicero, yo voy ahí, la acompaño.
Le dijo al carnicero:
–Ella hace unas encuestas de historia.
El carnicero dijo que era nacido y criado en Roque Pérez, pero pasaba que él no se
sabía expresar y añadió:
–Pregúntele a Galán, él sabe todo.
El policía compró lomito de cerdo y me llevó en patrullero a lo de Galán. Me dijo:
–La llevo pero no la puedo llevar de vuelta, y es mejor que se reporte a la comisaría,
yo soy de Saladillo y si ustedes andan dando vueltas con el auto por acá, llama la
atención porque es un pueblo chico. ¿Entiende?
Yo quería decirle que no teníamos intención de dar vueltas por el pueblo sin ton ni son
pero no me dejaba hablar. Me preguntó:
–¿Qué auto es?
Ah, qué sé yo. Pensé: “No tengo auto y sólo los distingo por el color”. Pero del auto en
que vinimos, ni el color sabía. Me llevó a lo de Galán, pero era la hora de comer; fijamos
una entrevista para las cinco. Entonces el policía me llevó a la comisaría donde había
dos mujeres policías oficinistas que lo miraron con cara de pensar “Qué se le habrá
ocurrido a este ahora”. Me preguntaron:
–¿Número de patente?
–Ah, no sé.
–Entonces repórtelo cuando pueda al uno cero uno.
Como todo queda cerca, fui caminando al café. Durante todo el día que estuvimos en
Roque Pérez, nadie se reportó, ni falta que hizo.
El rancho
Para llegar al rancho pasamos por la casa donde nació Perón (los de Roque Pérez
disputan con los de Lobos su lugar de nacimiento), y por un incipiente conurbano donde
van a vivir los que trabajan en los peladeros de pollos. Y después campo, salvo una
escuela que si no hubiera tenido su cartel yo la habría llamado palomar. Nos recibieron
los perros, cuatro son muy chiquitos, tres negros y uno color té con leche. El padre o el
tío de los perros reposa, como corresponde a su edad.
El rancho es una casa encalada por dentro y con techo de listones de madera que puso
Ana con sus propias manos. También hizo un curso acelerado de electricidad, cursos
para extraer miel y otros. Ana es una mujer práctica y callada, su hermana Evelyn, la de
Palermo, es etérea y frágil. Pregunta a Ana:
–Esta heladera, ¿anda?
–Sí, pero hay que enchufarla.
Y Ana va inmediatamente a hacerlo. Es lindo limpiar una casa en el campo porque
rinde y además porquecomo es una limpieza así nomás, uno puede usar cualquier cosa
para limpiar, un trapo que ve, papel de cocina.
Me hago la que ayudo un poco y me voy a ver las ovejas.
Los perros chiquitos juegan a que son pastores y corren a las ovejas: es asombroso,
ellas se lo creen. Es lo que dice Simone Weil del imaginario social en que se da
atribución de poder a los otros.
Ana es lacónica y eficaz; contó que sabe criar cerdos, y cómo me hubiera gustado
verlos, le pregunté si crió conejos. Sí, pero les agarró sarna y los sacrificaron. Ningún
lamento por la muerte de los conejos, nada que se parezca a los vecinos sensibles de
Palermo que abrazan los árboles. Me dice:
–Te conseguí una entrevista a las tres con el encargado que teníamos antes.
Y en un periquete comimos lo más bien y volvimos al pueblo, a ver a Manuel Millán.
Vive en una linda casa del pueblo, todo el aparador está lleno de fotos de sus hijos,
nietos y biznietos. Es vigoroso y erguido, como su señora, los dos sonrientes y juveniles.
En el centro de la mesa hay multitud de caracoles recogidos en San Clemente. Y me
cuenta cómo era el pueblo y la vida cuando él era chico:
“Todo este centro del pueblo era campo con vacas, la escuela rural tenía unos veinte
chicos, la maestra llegaba en sulki; había almacén de ramos generales que también era
banco, y en el mismo almacén se compraban animales. Hace unos setenta años se traía
la hacienda arriándola hasta el mercado de Buenos Aires, los que venían de más lejos
tardaban unos veinte días. Dormían al aire libre, la almohada era el recado. Había bailes
y una orquesta de Roque Pérez. Recuerdo en los bailes a un viejito que iba siempre de
saco y corbata que siempre decía: ‘Ustedes son las aves nocturnas que perturban el
sueño de los moradores’”.
Le muestro mi libro sobre animales de la zona donde están el peludo y sus parientes, el
zorro, el gato montés. Me dice: “La mulita es riquísima, se hace en escabeche. El peludo
y la mulita son del mismo gremio, pero no hay cruce. El peludo hace cueva profunda
como de cinco metros, queda la parva; el zorro hace una cueva derecha, como una calle.
Acá hay zorro gris y naranja. Acá hay lagartos de un metro, le pegan coletazos a los
perros”. Y además: “Un caballo me ve desde 500 metros cuando le llevo la ración”.
Y sí, se merece el libro sobre animales de la llanura pampeana. Ahora que está retirado
viaja todos los años con su señora, fue a Mendoza, a Cataratas, a Bariloche. En las
cataratas se enamoró del coatí y en Bariloche del Nahuel. Le pregunté si los paisanos
que viven alejados se visten con bombachas y usan rastra. Me trae un enorme álbum de
fotos suyas, él se viste de paisano para los desfiles ecuestres que se hacen para el día de
la tradición.
Está de botas, sombrero, pañuelito al cuello. Tiene fotos de Cañuelas, Marcos Paz, Las
Heras y Luján. Y muy orgulloso, me muestra su certificado de participación en la
peregrinación a Luján.
Pueblos serranos
Darwin dice del aire y del clima de Mendoza: “La extrema transparencia del aire da al
paisaje un carácter particular. Todos los objetos parece que se encontraran en un mismo
plano como en un dibujo. Esta transparencia viene de la gran sequedad de la atmósfera.
Puedo ver esta sequedad en la dureza que adquieren los elementos como el pan y el
azúcar”. Y agrego yo, el jabón, que parece de piedra. Le comento a la bibliotecaria de la
biblioteca nacional, excelente referencista, que me parece que esa definición y
austeridad de los elementos se contagia al espíritu de los mendocinos. En mi cuarto de
hotel, la persiana es un rectángulo drástico, nada de cortinas de rejillas dudosas, no;
todo es austero, eficaz. Me dice: “Esto era un desierto, el hombre estaba en un terreno
hostil y además los terremotos, todo lo llevó a construir provisoriamente, sin detalles”.
Doy fe del desierto y de la sequedad del aire. Llegando a Mendoza desde el avión se ve
una gran porción de tierra pelada, con globos como ubres arcillosas desinfladas. Las
acequias fueron sistemas de riego que transformaron este desierto en un paraíso verde.
La ciudad en su totalidad está arbolada y tiene grandes parques como pulmones verdes
para sus habitantes. El cielo se ve bien cruzando la cordillera rumbo a Chile, es de un
celeste como pintado, del tono de las películas coloreadas.
El conurbano de Mendoza lo forman los departamentos de Las Heras, Guaymallén y
Godoy Cruz; con ellos, Mendoza anda en el millón y medio de habitantes. Huret, viajero
francés, dice que en 1911 tenía 50.000 habitantes. Y que alrededor de 1910 llegaron
22.000 inmigrantes italianos, libaneses y españoles. Huret menciona todas las bodegas
cuyo nombre nos suenan (Tomba, Arizu, Escorihuela). Sus dueños han empezado como
operarios de las viñas y luego se convirtieron en dueños. Ahora todas se han vendido.
Pero Mendoza fabricaba vino desde 1588 en gran cantidad, en el siglo XVII, tropas de
carretas venían a Buenos Aires con excedentes de cereales y vinos. A veces las caravanas
carecían de agua y había que buscarla. Ya en este siglo, Mendoza tenía cuarenta
bodegas; ahora es la mayor región vitivinícola de América Latina y la quinta del mundo.
Pero a pesar de que Sarmiento la llama “la Barcelona de América”, deslumbrado por las
viñas, ese milagro verde tiene un origen doloroso. Se funda en 1561 en territorio de la
etnia huarpe (los huarpes ya conocían las acequias para riego). La mayoría de los
apellidos indígenas se ha perdido porque fueron sometidos al sistema de encomiendas y
las familias de los caciques llevaban el apellido de los encomenderos. Nos queda el
nombre Guaymallén, que era un cacique y ahora es la marca de un alfajor. Los llevaban
obligados a cruzar la cordillera para trabajar en las minas de Chile. En 1608, un
misionero se queja de que no quieren evangelizarse. Se iban a esconder a la laguna de
Huanacache.
Mendoza tiene, además de su excelente biblioteca y el museo sanmartiniano en el área
de la Alameda, un museo histórico y arqueológico nuevo, muy bien concebido, con
textos muy pertinentes de lo que exhibe y atendido con suma eficiencia. Son
impresionantes los textos y las fotos del terremoto de 1865. La destrucción de la ciudad
fue total. La ciudad se mudó a dos kilómetros, se refundó, y donde estaba el cabildo,
pusieron un matadero. Durante dos años no tuvieron escuela de ninguna clase y algunos
llamaban despectivamente a las ruinas de la ciudad perdida “Los deshechos”. Pero lo
más interesante eran los debates en torno a las causas de la destrucción: algunos decían
que la causa eran los pecados de la gente, otros lo atribuían a algunos políticos con
nombre y apellido, otros a las peleas entre unitarios y federales.
Pero se rehicieron pronto, con el empeño y el orgullo de siempre. Mendoza llegó a
poseer su propia moneda. A mediados del siglo XIX, época de grandes migraciones,
Mendoza discrimina al gringo. En una obrita de teatro de la época, una mendocina hija
de italiano, dice de un muchacho que la pretende (italiano como ella): “¿Se habrá creído
que somos iguales a él?”.
La Alameda
La Alameda se empezó a construir en 1808 y tomó impulso cuando San Martín fue
gobernador de Cuyo. Fue el paseo obligado del siglo XIX. Debería existir la palabra
“alamedear” para explicar la sensación de caminar por la alameda. Una entra en una
zona más ocre, como más envuelta en neblina , es tan ancha que tranquiliza el paso, ya
que no voy a chocar con nadie y desearía tener un vestido largo que roce el suelo y me
imprima un ritmo lento y no estos vaqueros de turista apurada.
A la entrada, un cartel incomprensible: “La poesía ha muerto”. ¿Será porque a las tres
cuadras la poesía de la alameda se acaba? En las siguientes han puesto mueblerías y
boliches. Uno se llama Resto Bar “Long Play” y una mueblería se llama “Living”. Está
también el centro islámico donde dan clases de baile y en la otra cuadra, la iglesia
Bautista. Tanta convivencia religiosa está bien representada en un tendero que barre su
vereda y me dice: “Ya estoy con usted”. Y no vino hasta que no terminó de barrer
prolijamente todo (así son los comerciantes mendocinos, primero la vereda y después el
cliente). Fui a comprar medias y me contó su historia: sus abuelos eran sirio libaneses,
llegaron en 1918 y desde entonces tuvieron tienda. Dijo: “Yo soy cristiano de todas las
religiones, pero todas las noches escucho a los pastores que me encantan porque tienen
la palabra global. Los libaneses somos cristianos ortodoxos, casi católicos, pero qué
vamos a comparar la Iglesia católica con la de los pastores. En la Iglesia católica es todo
como café en saquitos y la palabra protestante es como café de Colombia. El terremoto
del 85 (1985) nos bendijo sobrenaturalmente, nos tiró el negocio que era de adobe y con
mucho ahorro compramos el terreno de esta tienda. Mire mi Biblia (está muy ajada).
Cada tres años compro una porque se me arruina. Mi sueño es ir a Miami para escuchar
en vivo al predicador Guillermo Maldonado. En segundo lugar voy a ir a escuchar a otro
predicador en Texas”.
Sigo por la alameda y veo muchas mujeres con un rodete alto, casi sobre la nuca, y me
acuerdo de lo que dijo un viajero del siglo XIX: “Las mujeres se dejan crecer mucho el
cabello al que a veces atan con un gran rodete sobre la nuca”. Otro viajero, Huret, dice
en 1911, que escuchó con agrado a la orquesta municipal. Quiero creer que la escuchó en
el mismo podio de orquesta que está en el centro de la alameda y parece abandonado a
su suerte, donde ya no toca nadie. Pero un señor mayor, italiano, me dijo que cuando él
llegó, la orquesta tocaba allí. “¿Ahora?, dice, ahora sí pasean los domingos, en autos y
motos”.
Frente al viejo predio de la orquesta abandonada, dos bares muy modernos y cultos,
uno se llama “La casa Usher” y el otro “Trilogía”.
Por las calles exteriores de la alameda van las líneas de colectivos, voy a ir al azar. Me
meto en un refugio y le pregunto a una señora:
–¿El cinco para dónde va?
–¿Usted para dónde quiere ir?
–A cualquier lado.
–Ah, entonces vení conmigo –dice la señora. –Yo voy a la municipalidad de Las
Heras. ¿Te parece bien?
–Claro –dije. Y allí fuimos.
Las Heras
Mi guía se llama Valeria Peralta, y es licenciada en Minoridad y Familia de la
municipalidad de Las Heras. Se ocupa de los derechos humanos de niños, adolescentes y
de la mujer. Sentadas en un café de Las Heras, a diez minutos del centro de Mendoza,
me dice: “Yo veo acá mucha violencia hacia la mujer. Si una mujer tiene tres, cuatro
parejas ya es catalogada como sospechosa por lo menos. En los sectores humildes, una
vez que se casan, los maridos no las dejan salir a trabajar, tampoco funciona el control
de la natalidad, se hacen cursos, pero los maridos no les dejan usar el DIU, porque dicen
que si no tienen hijos van a buscar a otros hombres. Y la reina de belleza que salió de Las
Heras, porque hizo por televisión un baile con poca ropa, fue muy objetada, la
etiquetaron como la reina ‘hot’, hasta el intendente intervino para calmar los ánimos. Y
en cuanto a los puestos de trabajo, no hay funcionarias mujeres en los niveles altos, creo
que no vamos a tener una gobernadora”. Valeria me pregunta si quiero ver pobreza, y
como turista estoy dispuesta a todo. Me lleva con una amiga a un barrio de Las Heras,
“El algarrobal”. Está en las afueras de Las Heras. Y ahí
hay toda una gama de pobreza. En el algarrobal funciona un centro llamado “Proyectos
estratégicos” para contener a chicos carenciados. El barrio del algarrobal es el menos
pobre, son casitas muy bajas pero hechas con materiales coherentes. En el barrio se ven
algunas motos y algún vehículo muy tapado. Los que van a la sede de Proyectos
estratégicos son los del asentamiento de al lado. Allí las casas están hechas de cualquier
manera, uno piensa que sus moradores se dicen “Provisoriamente vivimos aquí”, y como
no pueden mudarse nunca, toda su vida es un ejercicio provisorio. Y al final del
asentamiento, está el barrio donde viven los recolectores de basura. Ahí no hay árboles
de ninguna clase, todo se confunde, la basura, los carros, las casas. Todo es gris.
Hablamos con Leila, la maestra jardinera del centro, está rodeada por nenes que
deambulan en distintas direcciones, eso es un Antón Pirulero; Leila dice: “Hay mucha
mamá sola y otras con marido en la cárcel. Hay mucha violencia entre los padres, entre
los padres y los chicos, entre los chicos, etcétera”. Lo de proyecto estratégico no funciona
mucho, porque la maestra no puede encontrar una estrategia para que se sienten y
escuchen un cuento. “Todavía no los puedo hacer sentar”, dice. Pero creo que es porque
les ha contado cuentos de patos, ahí ellos no tienen patos. Le pregunto qué animal
peligroso tienen. Me dice “El alacrán”. Le sugiero que les cuente sobre el alacrán o algún
otro animal peligroso, porque el imaginario de esos chicos debe ser terrorífico. Su vida
está llena de arañas, y bichos malignos de toda especie. Hablo también con la profesora
de cocina y me dice: “Vienen a clase los del asentamiento y los del barrio de recolectores
de basura, todos acá son de gran corazón; yo aquí cumplo una misión: voy de lo simple a
lo complejo, les enseño a hacer pizza, pero también bombones y la fondue. Les enseño
también higiene alimenticia sobre todo a los recolectores, para que atiendan a la fecha
de vencimiento de los alimentos”.
Cerca del centro el local “Proyectos estratégicos” que inauguró por su cuenta un
hombre que dice haber conversado con la Virgen, el subtítulo es “La rosa mística”.
Ofrece como prueba de su visión una fotocopia borrosa pegada en la pared donde se ven
como tules rosas y celestes. Es comprensible lo confuso de la imagen, la Virgen no va a
posar. En la pared hay pegada una reproducción de un ángel y una de Cristo y en el
jardín, dos perritos chicos muy educados. Parece que la ceremonia central de ese culto
se realiza los veintisiete de cada mes. Hay un cartel alusivo a la ceremonia que dice:
“Nueve personas deben llevar agua bendita para el hígado (ídem para el corazón, el
riñón y la próstata)”. Y “Diecinueve personas deben dejar el cigarrillo a los pies de la
virgen”.
La iglesia no reconoce ese culto ni al oficiante, pero todos los veintisiete se congrega
mucha gente.
El zoo
El zoológico está en el parque Independencia, enorme conglomerado que abarca el
cerro de la Gloria, el lago, un gran predio verde donde se realizan actividades deportivas
de todo tipo, tiene árboles de todo el mundo. Por sus calles internas la gente corre, va en
moto, hay ómnibus; es un tráfico incesante. Toda la zona es de gran interés no sólo por
el gran parque, también por sus casas aledañas, algunas, las más hermosas de Mendoza.
Pero están tirando algunas, y es una pena. El taxista que me lleva, me dice: “A esta casa
la compró Susana Giménez”. Y de otra, en la cuadra siguiente: “Esta es del que operó a
Susana”.
El zoo está rodeado por vegetación semiselvática. Como los animales están a distintos
niveles y los caminos suben y bajan, cuando uno está en un nivel alto se ve todo como
desde un cuarto piso y cuando sube aún más alto, se ve como cuando uno mira desde el
borde de su escalera los pisos bajos, pero acá se ve vegetación. Muchos carteles
“Prohibido escalar los muros”. ¿Quién escalaría? Muchos animales están sueltos y los
que no, en predios muy amplios. Desde cada recodo del camino se ve un paisaje distinto.
Hay dos suricatas que a cada rato levantan las patas delanteras encogiendo las manos y
al mismo tiempo miran al cielo. ¿Será una vigilancia de los enemigos? Esa diligencia en
vigilar tiene algo de humano: la suricata parece una mezcla de policía y chusma. Hay
tres monos ardillas, dos pumas, uno tranquilo y otro que se pasea sin cesar como un
preso en su celda. En el nivel de abajo hay muchas ovejas y carneros sueltos. Un carnero
quiere montarse a una oveja y esta huye a refugiarse en un hueco, pero él la alcanza.
Inmediatamente cuatro carneros más quieren topar con sus cuernos al perseguidor,
parece una riña de prostíbulo. Y ya más lejos del rincón, el ejemplo topador cunde en
todo el rebaño. Subiendo un poco más, veo toda la ciudad de Mendoza.
La llama está suelta y al lado, los monos carayá. Hacen pruebas para mí, se adosan uno
a otro formando un solo ser y luego se tiran al sol despatarrados. Uno agita el alambre y
me mira, juro que me mira de modo penetrante y yo agito el cuaderno para que tenga
una experiencia nueva en esa soledad. Y después los babuinos, unos cien, en un lugar
enorme. En el techo, como un cobertizo del que salen gritos; debe ser el reducto donde
acostumbran a pelear. Vendría a ser el salón de quejas y desahogos; los jefes, que son los
de tamaño más grande y tupida cabellera, están siempre atentos a que la batahola no
pase de castaño oscuro. De repente, unos ruidos más intensos que los sacuden a todos;
cambian de posición completamente. Entonces los jefes se acercan, se acercan nomás,
en actitud disuasoria.
El oso pardo tiene un bosquecito a su disposición. Hay mucho más, pero me retiré
porque lloviznaba. Es el zoológico más lindo que he visto.
Me voy al centro, para sentarme en uno de los mil cafés y restaurantes que tienen en la
peatonal. ¿Dónde me siento? En uno lleno de turistas, los jóvenes con mochilas enormes
para escalar y los viejos, alemanes, franceses, con su inconfundible ropa de turista y
sobre todo el sombrero: algunos llevan un sombrero redondo, como de explorador. Un
cartel en un kiosco que dice “Asesor en aceite de oliva. Duración de la carrera: Un año”.
Otro:
“24 y 25 de Marzo: Vendimia en moto”. Me parece tan misterioso que ni pregunto y voy
otra vez a la alameda, a despedirme de Mendoza.
Camino a Santiago
A una hora de camino de Mendoza, el paisaje es de viñas verdes flanqueadas por
álamos y estos por las montañas nubladas. El verde de la viña contrasta con el pasto
natural, de color amarillo; el suelo es arcilloso. Por el camino se ven muchas ermitas y
recordatorios de los que se han accidentado por el camino. Quedan tan chiquitas en
medio de la montaña que si el micro no para, no se ve el nombre de nadie. Un puente
que debe ser de considerable tamaño parece de juguete. Las montañas ahora cambian
de color y de forma, y ahora se vuelven escarpadas como si las hubiesen trabajado a
golpes. Pasa un camión de gran porte, “Transporte Internacional, Uruguay”. Bajo la
inscripción, su bandera. Después de dos horas de no ver a nadie, unas casitas con
montes de álamos “Centro bioenergético”. Hay cabañas y como veinte hombres
haciendo footing. Cerca las montañas cambiaron y parecen dibujadas con tiza en colores
suaves. Y en muchos tramos, los ríos que acompañan; azulinos, verdosos, barrosos.
Uspallata. Por fin un centro con gente, hospital, hospedaje, una señora está cosiendo
sentada junto a su camioneta. En una roca, grabado con grandes letras “Alejandro y
Daniela”. ¿A quiénes quieren enterar de su amor esos dos? ¿A los dioses de la montaña?
Me acuerdo de Heráclito: “Los dioses juegan a los dados los destinos de los hombres”. O
algo así dice. Uno entiende acá a los griegos, de país montañoso: la montaña es y no es la
misma, el río, ídem. Otro escrito “Gracias, Silo” (un santón mendocino). ¿A quién le
dicen aquí estoy yo estas inscripciones? Hay también de políticos para que los voten,
políticos de vocación cósmica, una ermita de la difunta Correa. Ni un alma, ni un ave. Se
ven depósitos del ferrocarril totalmente abandonados y eso en ese lugar parece natural,
esas ruinas son como una excrecencia del suelo. Después de un túnel muy largo,
entramos a Chile donde todo es más verde.
Santiago
Diego: Yo hice muchas veces el viaje a Iquique de chico con mi papá, que era vendedor
y llevaba mercadería. Pero mi papá viajaba siempre con su familia y yo esperaba el
momento de estar a solas con él, soñaba con hablar de cosas importantes, personales,
quería tener una hermosa
conversación y pensaba que el mejor lugar para eso era el auto, donde estábamos solos.
Y cuando por fin estuvimos solos, me habló de... autos (cambia de tono). A él le gustan
mucho los autos y yo siempre me he sentido muy seguro porque el manejaba muy bien.
Miedo al avión
(El escritor peruano Bryce Echenique dice que todos los escritores tienen miedo al
avión, tiene una crónica muy graciosa donde cuenta todos los malabares increíbles que
hacía su amigo Julio Ramón Ribeyro, gran escritor peruano, para no viajar en avión.)
Alejandra: a mí no me da miedo cuando sube y cuando baja , cuando parece que hay
más peligro, me da miedo arriba, pero me digo “Esto es como un bus”, digo, “pero si hay
niños”. Miro si hay peligro o no en la cara de los otros.
Diego: La primera vez que viajé en avión lo hice desde Iquique y no tuve miedo, pero
mientas más avanza el tiempo, más miedo me da. Fantaseo con que se va a caer, pero
que yo sólo sobrevivo porque tengo muchas cosas por hacer. Igual me parece muy raro
que algo vuele.
Alejandro: (Primero dijo que no tenía miedo.) He volado algunas veces en aviones muy
pequeños que no tenían número de asiento. También fui muchas veces a Quito y el
aterrizaje es muy cerrado, había lluvias de ceniza, el avión tenía piso de madera. Cuando
tenía miedo, estaba entregado. Una vez tuve miedo del pasajero que viajaba a mi lado. A
mí me salían unas ampollas, como una especie de alergia nerviosa, me salían unas
ampollas en la mano derecha y él me decía: “Tú tienes algo” (algo así como que yo
tuviera la culpa de las ampollas).
Yo era muy tímido, escuchaba los poemas porque creía que era lo que se debía hacer,
los poemas eran malos.
Diego: Hace cinco años mi papá me dice: “Vamos a Buenos Aires”. (Él iba con su
familia.) Mi papá compra vasos de plástico para revender, todo el tiempo estuvo
comprando y yo detrás esperando el momento de ir a comprar libros, y los fui a comprar
furtivamente, escapado.
Otra: Cuando vine a vivir a Santiago no sabía que me quedaba a vivir, mi tío me mandó
los pasajes y sentado a mi lado en el bus había un tipo que se estaba llevando al niño,
alejándolo de su mamá y yo tenía la sensación de que alguien me hubiera raptado, por
otra parte él era muy cariñoso con el niño, pero torpe para cuidarlo. Yo estaba entre el
miedo y la fascinación por el tema de mi vecino de asiento.
Alejandro: Un año nuevo estaba en Madrid con una pareja que peleaba todo el tiempo
dentro de un auto. Peleaban por cualquier cosa, que las habitaciones no eran como
debían, todo el viaje así. Yo no me bajé porque sentía que debía controlar la situación,
como para que no pasara algo, en realidad sentía que tenía que cuidarlos a ellos.
¿Han vuelto alguna vez de un viaje con un estado de ánimo determinado, con
conciencia de algo, o sintiéndose distintos?
Varios
Uno: Yo quería tener la experiencia de pasar el año nuevo solo, sin abrazos, sin brindis
de medianoche. Tenía diecinueve años y quería tener esa sensación. Entonces me fui a
Valdivia para estar solo, y a las doce de la noche la dueña de la pensión me vino a
abrazar. Justo lo que no quería, los abrazos de fin de año.
Otro: A los dieciocho estaba aprendiendo a manejar, pero no sabía, entonces seguí
derecho hasta Rancagua porque no sabía volver.
Alejandra: A los veintitrés años me fui de mochilera a Europa, estuve dando vueltas
tres meses, tomé un avión ruso de Aeroflot desastroso, fui con una amiga, dormíamos en
los trenes, comíamos comida árabe y dormimos en Berlín en una casa ocupada. Íbamos
vagando por cualquier sitio.
–Contá tu último viaje.
Alejandra: Vengo ahora de Colombia. Mi amiga colombiana, Pilar, es escritora y un día
agarró una mochila y se puso a viajar por el mundo. Cuando estuvo en Bolivia estaba a
cargo de un jaguar en una reserva de animales para ser protegidos y en algún momento
llegó un australiano a la reserva, también para cuidar al animal y se enamoraron a través
del jaguar. Fueron juntos a la India y al volver a Cali (ella es de Cali, allí están los padres
pero hacía seis meses que no iba a la ciudad) supieron de un lote en un lugar
apartadísimo, en un lugar muy precario, y se quedaron a vivir allí. Hace veinte años que
conviven, antes no tenían luz eléctrica, ni televisión: no tienen, no la quieren. No hay
ducha, allí uno se baña en una cascada ella ahora hace traducciones. El pueblo es muy
pobre y los vecinos lejanos, es tan húmedo el clima que se humedecen los libros, ella
planta orquídeas y se le dan muy bien. Tienen un jardín botánico que han hecho ellos,
reciben visitas del exterior, tienen capacidad para alojar a una pareja de turistas. Pilar
cuando llegó tuvo malaria pero decidió quedarse. Hay jejenes, alacranes. En Cali fui al
zoo y vi la víbora de la cruz; sentí un mundo muy parecido al de los cuentos de Horacio
Quiroga.
–¿Tienen hábitos que conservan a través de todos los viajes?
Alejandro: Trato de transformar las habitaciones de los hoteles, en el de Bogotá había
un pequeño escritorio y lo había hecho mío, organicé todos mis remedios y puestos ahí,
quedaban mejor que en casa.
Alejandra: A mí me cuesta llegar a casa, llego y me parece que los muebles no encajan,
no van bien. Los gatos sí, me reconcilian con la casa.
Diego: Llevo demasiado ropa que no uso, libros que no leo, porque voy comprando
donde esté.
Alejandro: Tengo un atril para leer y lo llevo en los viajes con la fantasía de que lo voy a
usar, pero nada. Sólo lo uso cuando estoy en la bicicleta fija. Me gusta en los viajes la
sensación de empezar de nuevo, y el despojo, y comprar ropa por ahí, no es lo mismo
que comprarla en Santiago.
Diego: Llevo libros que no leo, lleno la pieza de libros. Alejandra: Yo llevo demasiadas
cosas, cuando voy acá cerca, a la Cascada de las Ánimas llevo un cubrecama de colores.
Y a todos los viajes llevo como un almohadón redondo, que tiene forma y dibujo de
chinita (¿vaquita de San José?). Yo le digo chino y como duermo de guata me lo pongo
allí. Soy supermañosa, a Colombia también lo llevé.
Alejandro había dicho también que tenía el hábito de ir a los mismos hoteles, bares y
restaurantes de los distintos lugares. Yo lo comprendo: en Santiago fui a un hotel en el
que ya había estado, conozco el barrio, sé dónde comer si quiero hacerlo afuera o dónde
comprar si como en la habitación, dónde fumar, manejo la tarjeta para abrir la puerta y
comprendo la ducha, porque las tarjetas y las duchas de los hoteles son las mismas y no
son las mismas, como decía Heráclito.
La Serena
La Serena queda en el centro norte de Chile, a siete horas de micro de Santiago. Es la
región del Elki, tierra de Gabriela Mistral, y a la que llaman “El Norte Chico”. Fue
fundada en 1544 por Juan Bohón. (Fue la segunda ciudad que se fundó en Chile, para
cubrir la gran distancia entre Santiago y el Perú.) En la Terminal de ómnibus se
anuncian micros con destino a Lima, a Tacna.
La primera sensación que trasmite la ciudad es de tranquilidad. Tal vez por las
construcciones de piedra, muchas en piedra clara, una piedra esperanzada como si lo
antiguo fuera moderno. O como si el pasado hubiera llegado al presente sin imponer su
peso. De piedra clara es la iglesia de lo dominicos que está frente a mi hotel, y mi hotel
también. Es una ciudad que mira hacia el norte, se nota en la edificación de las casas, en
los grandes patios centrales con plantas internas, en los faroles, todo esto es como un
anticipo de la hermosa Arequipa. En el siglo XVIII la ciudad se amuralló; fue invadida
por los piratas ingleses, que la incendiaron; en el incendio cayeron la mayoría de las
iglesias, pero es una ciudad de muchos templos, todos ellos restaurados (así como el
resto de edificios de la ciudad) por un deseo notable de mantener vivo el pasado.
Entro a la iglesia de los dominicos, el cura tiene muy buena voz y canta: “Hay
momentos en que las palabras no me alcanzan para decirte lo que siento, Jesús mío”.
(La música es “abolerada”.) Y “Quiero serte fiel, señor”. En otra iglesia, un cartel “Jesús
te está esperando, apaga tu celular”. En la puerta de la capilla San Juan de Dios leí una
oración del perdón. (Vi una similar en Nápoles, más contundente.)
“Dame la gracia de perdonar, hoy quisiera perdonar a mi madre, las veces que me
hirió, que me comparó con otros, con el amor de Dios yo te perdono, estés viva o
muerta.” Y sigue: “Dame la gracia de perdonar a mi esposa, su falta de apoyo, de
fidelidad”. Y sin embargo hubo tiempos de no perdonar. En el siglo XVIII funcionó la
inquisición, sin sede fija, para que los procesos fueran secretos. La mayoría de las causas
eran por temas de amores.
La actual plaza de Armas está en el mismo lugar en que la trazó Francisco de Aguirre
cuando se fundó la ciudad.
Se llamaba plaza de Armas porque era el lugar donde se convocaba a los vecinos ante
una invasión o situación de peligro. Y mucho después, cuando todavía no había
automóviles, las verduras se vendían en carretas tiradas por bueyes, el pan, en carros
tirados por caballos y los helados en carritos tirados por burros. Esta curiosa costumbre,
de adjudicar, a fines del XIX y comienzos del siglo XX, un tipo de transporte para cada
rubro, me parece que tiene su antecedente en el siglo XVIII. En un bando de 1752, para
preparar la procesión de Corpus Cristi se lee:
La Recova
Es un mercado persa donde se vende de todo: anteojos, medias, libros, pescado, pollo
que se asa a la vista y esparce su olor. En un puesto se exhiben unas medias colgadas
como si pertenecieran a algún ajusticiado por la inquisición. Casi toda la gente que
circula por ella es pobre, o quizás me lo parezca por el abigarrado conjunto de cosas a
vender. Pasan unos estudiantes pintarrajeados y enharinados pidiendo unas monedas, a
eso lo llaman “El mechoneo”. Son los que ingresan a la facultad y los ya ingresados les
cobran un derecho de peaje; les esconden sus pertenencias, mochilas, sacos y no se las
devuelven hasta que reúnan dinero suficiente como para hacer una gran fiesta en la que
participan todos. Es una mendicidad alegre, hay otra que no lo es tanto. Me siento en el
mismo banco donde una mujer está cambiando a un bebé, sin sacarlo del coche.
Hábilmente le saca los pañales sucios y me pide una moneda. Su fisonomía es extraña,
no es blanca ni mestiza criolla, su cara es color té con leche y el pelo apenas más oscuro.
Se acerca un hombre, presumiblemente su marido, y le pregunto:
–¿Qué pasa, no hay trabajo?
–Sí –me dice. –Pero yo digo dónde vivo y nadie me da trabajo.
–Y usted ¿dónde vive?
–En el campamento gitano.
La vuelta
A la vuelta, en el micro, voy recordando lo que me dijo el historiador Gabriel Cobos:
que La Serena tiene alrededor de 800.000 habitantes, que produce pisco, vinos de muy
buena calidad, peces, mariscos. El clima es semiárido y por el camino se ve el suelo
amarillento pero también se ve el mar, que produce humedad. Veo cactus de todas las
formas: redondeados, en forma de pinos, rectangulares. Aparecen a la orilla del camino
las mismas casetas que se ven en el cruce de Mendoza, pero más prolijas: algunas llevan
la bandera de Chile. Y aparecen las casitas traseras del pueblo de Elkin, de todos colores,
celeste, rosa viejo, que se desparraman a su gusto. Y sigo pensando en lo que me faltó
ver, por ejemplo, Andacollo que es el santuario más importante de toda la zona norte de
Chile; congrega gente del norte argentino, de Bolivia y de Perú. Y llegó el micro a
Tongoi, allí sube un muchacho con sombrero negro aludo, pantalones cortos y saco de
jean. Evidentemente son agrandados en Tongoi; un letrero: “Restaurante sin rival”. Es
un lugar minúsculo. Y un cartel con enorme foto de candidato político: “Tongoy tendrá
cancha de fútbol de pasto sintético”. Apartado y chico “Minimarket Galaxia”. Por todo el
camino hay pequeñas plazas, como de juguete, y en el centro, palmeras enanas.
De nuevo recuerdo lo que dijo Gabriel Cobos: dadas las ventajas de relacionarse con
Oriente por el pacífico, está en marcha la ejecución de una mueva ruta por el norte de
San Juan hacia La Serena, vendría todo el tráfico de Bolivia y del norte argentino por
allá.
Ya vamos a oír hablar de La Serena.
Cuando la combi anda lenta por la ciudad, yo siento que podría bajarme
tranquilamente, por ejemplo, a comer “Las medialunas del abuelo” o a mimar a ese
gatito que veo sentado en el balcón o me tienta ese letrero tan grande de negocio pobre y
esperanzado, con un helado gigante y “La cobertura de chocolate, gratis”. Pero cuando
estoy en la autopista, siento que me voy. La autopista es como cuando carretea el avión.
Ya salimos. Después de mucho andar apareció la llanura, pero era una llanura
cosmetizada, con árboles de flores rosadas a la vera del camino. Ya nadie pasa por la
vereda, no hay veredas. Emerge de repente una quinta grande con piletas y un letrero
“Ministerio de desarrollo social”. Después unas casitas empequeñecidas por las altas y
anchas rutas de autopista y finalmente un campo verde donde la tierra está más seca
pero parece más natural y recuerdo esas conversaciones de campo: “¡Qué barbaridad!
¡Con la falta que hace el agua!”. Aparecen los primeros caballos comiendo y la planta
plumero, casi plateada. Nos acercamos a Cañuelas, otra vez el cosmos de plantas
plateadas y vacas urbanas, pocas, aumentan los autos. Todas las vacas están echadas
junto a un árbol y cerca de las vacas y de la rotonda de Cañuelas unas señoras toman un
aperitivo debajo de sombrillas de paja natural. Un cartel: “Cañuelas, tierra de las
oportunidades”. Más que de las oportunidades parece de las variedades. Negocios de
venta de autos junto a uno que vende carbón, más allá, un depósito de coches
abandonados. Es como algo provisorio que se va a transformar en otra cosa. Aparecen
animales lejanos en los campos, los más cercanos a la autopista parecen mal ubicados,
como si alguien los hubiera mandado de picnic o de vacaciones. Allá lejos están en su
salsa. Y ese celeste indeciso del cielo.
El siete oficios
Aunque Zapiola donde estamos queda a diez kilómetros de Lobos y a noventa de la
capital, recién tuvo luz eléctrica alrededor de 1985 y el único teléfono que había por esa
fecha estaba en el almacén de ramos generales y era a manivela. Ahora mismo hay una
salita de primeros auxilios que no tiene guardia nocturna y en caso de lluvia se hace
difícil trasladar un enfermo hasta Lobos o hacer que alguien venga de allí.
El almacén de ramos generales subsiste hasta ahora, y vende vino, gaseosas, comida,
botas de todas clases, de goma, de cuero, altas, bajas. Las botas están en otro cuarto,
junto a una mesa de pool. También hay unos maniquíes muy altos, con ropa. El público
es variopinto: hay paisanos con su boina, botas, que esperan callados su turno. Hay
gente con pantalones cortos, muchos chicos. Afuera, al reparo del sol, unas mesitas que
deben ser el centro de la sociabilidad. Atiende toda la familia a toda velocidad. Con
calculadora. Del almacén vamos a la casa de Raúl González que desde la calle no se ve
bien, está detrás de un cerco tupido y tiene su parquecito con el pasto bien cortado. Raúl
González es un hombre bajito y muy amable que se hizo su propia casa, de material. El
techo es bajito, la casa tiene algo de la de Blancanieves. Todo está muy ordenado y
limpio. Raúl cuenta: “Todo esto era zona de tambos cuando yo era chico, mi papá era
ferroviario y cuando llovía no se podía entrar al pueblo, él se quedaba en Lobos. Yo
también fui ferroviario hasta que llegó el eléctrico, a mí me gustaba la máquina a vapor.
Yo le echaba la leña. ¿Ve esta foto? Acá está mi papá con el jefe de la estación, muy recto
era, era inglés, tenía unas vacas al costado de la vía y mi papá se las ordeñaba. Cuando
había niebla, se tiraban petardos para anunciar y papá nos daba algunos a nosotros para
jugar. Mi escuela era toda de madera, una pena, la destruyeron. ¿Ve esos mosaicos de
allí del piso? Eran los de la escuela. (Los mosaicos están perfectamente unidos a otra
zona donde no hay, tan bien, que parece que los suelos debieran ser así.) Nosotros nos
divertíamos en los bailes que se hacían en el galpón, venían los paisanos de más
adentro, bailaban ranchera, polea y algún pericón. Ellos se iban del baile derecho a
hacer el tambo. A esta casa la hice yo y también la de dos de mis hijos. Estos”. (Va a
buscar la foto de los hijos, y guarda prolija y orgullosamente el recibo de sueldo de
cuando era maquinista.) Después me muestra la foto de su mamá que está en otra
habitación, tan prolija como el comedor-cocina. Toda la habitación está llena de fotos, la
de la mamá carcomida por el tiempo, en sepia y las de los jóvenes en festejos,
levantando copas, sentados en sillitas de jardín. La foto de la mamá, tan seria, me hace
pensar que la gente antes era más seria, que su vida era más dura. Como si me adivinara
el pensamiento dijo: “Pobre mamá, qué trabajadora era. ¡Cómo amasaba pan! Yo me
separé hace treinta y siete años, y crié cinco hijos yo solo, todos estudiaron, son
maestros, una enfermera diplomada, tienen comercio. Cuando trabajaba en el
ferrocarril mi hermana me los miraba, pero usted sabe, un chico siempre se corta, o se
cae, entonces yo me compré una motito así cuando bajaba del tren llegaba a casa más
ligero. Cuando me jubilé hice changas de albañil, corté pasto, hice de todo”. Parece que
el trabajo sienta: tiene ochenta y cinco años y está ágil y contento.
El mayor elogio que se le puede hacer a una persona en esa zona es que es trabajadora.
Dicen: “¡Cómo se daba maña para todo!”. Y es que en ese poblado, aunque esté sólo a
diez kilómetros de Lobos que ya es ciudad, no se puede llamar a un plomero, a un
electricista para una urgencia. Hay que arreglarse, y así es como Cecilia Perkins
colecciona gatos, perros y caballos, Sara Massini, dueña de la casa donde dormí, convoca
a gente que sabe hacer de todo. Dice: “Yo traje de Buenos Aires a Igor, de padre ruso y
madre brasileña; sabía restaurar muebles, hacer los pisos, miles de cosas. Pero tuvo un
desengaño amoroso con su mujer, vivió un tiempo en la villa 31, estuvo en la calle dos
años yo lo encontré comiendo en el comedor de una parroquia y me lo traje para acá,
para Zapiola, vivió un tiempo, pero se ofendía mucho. Se vestía medio hipposo, le
gustaba el rock y acá la gente le decía Charly, por Charly García. No sé dónde andará”.
Ahora Sara no tiene más a Igor pero en cambio tiene un encargado que sabe de
electricidad, de plomería, de construcción, de jardín: Lo llama Leonardo daVinci.
Leonardo da Vinci no quiso contar cosas de su vida. “Tiene sus días”, dice Sara.
Y ahí la vida es así: una bronca es como una lluvia, como una niebla; como viene, se
pasa.
La otra casa
Dormí en otra casa y me sentía culpable porque su dueña me cedió su habitación, muy
amplia, para que tuviera el baño al lado. Ella se fue a otro cuarto más chico y otro cuarto
estaba ocupado por el equipo de sonido del novio de su hija. Habían llegado de repente
la hija, el novio, el amigo del novio, y su perro enorme y blanco. Me desperté temprano,
antes que todos. Despertarme sola en casas de la ciudad o del campo me produce la
sensación de que soy furtiva, no sé si puedo hacerme té, o qué. Por otro lado podía mirar
a mis anchas todo lo que había afuera. Más que mirar, estudiar. Por lo pronto cantaban
mil pájaros distintos y hubiera necesitado un asesor para que me dijera a quién
correspondía cada canto. Había uno que se reía de un modo histérico y otro que hacía
una especie de eructo reflexivo. El perro de la casa no me dejaba tomar anotaciones
sobre el canto y sus emisores porque quería que le hiciera algo, un toque, un masaje, una
atención. El perro visitante blanco sabía que como tal no le correspondía el primer
lugar, comprendía su condición y se ponía a prudente distancia, esperando turno. El
gatito también quería algo, pero ahí me di cuenta de por qué los gatos tienen fama de
indiferentes: no se meten cuando no se puede. No es que era indiferente, se hacía. Al
mediodía fuimos al almacén y ahí estaba Santiago Zabala, domador. Fuimos a hablar a
las mesitas de afuera y estaba inquieto por algo, pero tardó un poco en decir: “Perdón, el
pollo, es por los perros”. Había comprado un pollo y lo dejó en otra mesa, se levantó
pidiendo permiso. Y, acá los ladrones son los perros. Zabala es de ascendencia vasca,
pero le gusta la vestimenta gaucha, lleva botas, una boina, y un pañuelito rojo al cuello.
Está sentado tenso, como esperando un examen. Cuenta que tuvo muchos oficios;
alambrador, parquero, encargado de campo, y domador. Como domador conoció
mundo: conoce Roque Pérez, Jesús María, Tandil, Olavaria, Tapalqué y fue a Buenos
Aires a las cabañas de la rural. Dice: “Yo inventé un espectáculo que le puse de nombre
‘Arréglese como pueda’. Se largan siete potros y van los jinetes corriendo amontonados
hasta los caballos para domar”. Y añade: “Yo a mis caballos les puse nombres de pájaros
porque me gustan. (¡Ay, mi asesor de pájaros!) Les puse Chingolo, Zorzal y Canario. Y a
mi perro le puse Gaby por Gaby, Fofó y Miliki. He tenido un petiso que se daba vuelta
como un perro y me daba la mano. Y mi cotorra chiflaba, después decía ‘Bicho feo’”. ¡Ay
ese asesor que se tiene que ir lamentablemente a cocinar su pollo! Yo lo tendría tres
tardes sosegadas preguntándole todo lo quiero saber. Sigue: “El zorro si huele un perro
se desparrama y se va con un grito, pero yo he visto un zorro amigo de un perro y no me
quieren creer. Yo he tenido dos zorros atados con cadena lejos de la casa, el zorro se
sacaba la argolla de la boca y se iba; no me creían, por eso ahora, yo fotografío, para que
me crean”. Saca el celular y con él fotografía alguna cosa.
Vuelta
Y cuando resuenan todavía los dichos en mi cabeza: “Clodomiro Barrera, qué hombre
tan trabajador, murió trabajando”,“El caballo cuando huele tormenta se pone junto al
alambrado”, empiezo a pensar: “Pobre Clodomiro, pobre caballo” y aparece la ruta, con
montones de autos que van y vienen a gran velocidad. ¿Parará mi combi? “Sí, para”, me
tranquilizan mis acompañantes, porque yo siempre pienso que no viene ni sale nada
hasta que viene o sale. Ya en la combi aparece el espíritu de Buenos Aires; viene llena,
nadie habla con nadie, todos van dormidos. Una chica, bonita y elegante, con muchas
pulseras en su tostado brazo, le dice al chofer:
–Parame en la Bajada de...
–No hay bajada, es parada –dice el chofer.
–Ay, me mataste, me dijeron la Bajada. Porque yo (un yo rotundo) me tengo que bajar
en la Bajada, no es posible que no haya.
Pacientemente el chofer se mantuvo en sus dichos y me parece que ella quería que el
chofer nos llevara a todos a su bajada virtual. Se bajó a regañadientes, sin agradecer.
La Patagonia manzanera
Mirando folletos
Un folleto viene a ser en teoría una guía para el que va a viajar. En la práctica, los
folletos me llenan de perplejidad. ¿Adónde iré primero? Hay turismo rural, religioso, de
termas (recuerdo una vez que fui a Copahue y vi salir a multitudes de la laguna del
Chancho que es un enorme pozo de barro; salían trepando por las laderas del hoyo todos
embarrados, cara y cuerpo; era como un espectáculo bíblico). No me voy a ir tan lejos
para ver gente embarrada; en realidad el de Copahue es turismo térmico-religioso, creen
en el barro. Turismo de negocios, ¿cómo será eso? Dinosaurios, no, no quiero verlos, ya
los sé de memoria y no quiero que ningún guía me señale la vértebra que les falta, yo no
me daría cuenta. Tampoco el avistamiento de cóndores, porque todos dicen: “Ahí va, ahí
va” y yo pregunto: “¿Dónde?”. Siempre me los pierdo. Nunca he avistado ningún cóndor
ni águila y eso no me quita el sueño. En otro folleto se lee “Asociación civil, ruta de la
pera y la manzana”. Eso quiero volver a ver, el monumento a la pera y la manzana, que
una vez vi de pasada, nomás. Me parece interesante un monumento a las frutas, son algo
útil y hermoso, algo vivo. Me gustan más que los monumentos ecuestres de los próceres,
que siempre los hacen con las patas delanteras del caballo en alto y les salen mal, los
escultores buscan un imposible, que es fijar la imagen del caballo en movimiento, con el
prócer tranquilamente sentado allá arriba. Lo mejor es no perderse en vacilaciones ni
divagaciones. Entones me digo: “Voy a ir, sí señor, por la ruta de la pera y la manzana”.
Mirate Junín
Deporte
Cine
Cultura
Hay un escenario chico y un equipo de sonido cuyas piezas van reuniendo trabajosa y
ostentosamente. Un hombre mayor, también con la camiseta argentina se mueve con
gran aparato y todos los que manejan el equipo de sonido se sienten miembros de
alguna comunidad tecnológica y también mirados por todos. Sobre los árboles chillan
montones de loros, en el arco de básquet están aprendiendo a encestar. ¿Por qué
encestan en público con tan escasos resultados? ¿Por qué el señor que está haciendo
malabares ante toda su familia no se arredra ni se descorazona si se les caen las bolas a
cada rato? ¿Por qué han puesto el cesto y la red de vóley tan juntos, que parece un Antón
pirulero? Cuando por fin llega la música a un altísimo nivel, los que encestan parecen
más motivados, los loros chillan más fuerte y todo entra en su apogeo. Debe ser que
como es verano esperan mucha diversión.
La Negrita Díaz
Un artesano de la feria me dijo:
–Usted tiene que ir a lo de la Negrita Díaz, en el barrio todos la conocen.
–Yo no voy a preguntar por Negrita Díaz, queda mal.
–A ella le gusta que la llamen así.
Cuando llego más o menos a la altura de su casa le pregunto a un hombre en bicicleta:
–¿Cerca de acá vive la Negrita Díaz?
Pregunto con duda, como si dijese un nombre inapropiado y me fueran a corregir.
–Sí –me dijo entusiasta–. Recién pasó para allá, qué lástima, seguro que fue a
comprar.
Yo, atribuyéndole dones de omnisciencia, le pregunté:
–¿Y va a volver?
–Claro, seguro vuelve, debe haber ido a comprar pan.
En la puerta de la casa, un cartel: “Negrita Díaz”, y debajo, más grande, “Artesanías”.
En el jardín delantero tiene flores de todas clases y un gran papá Noel envuelto en
guirnaldas. Delante de la casa hay una hermosa arboleda que tapa los cerros, ahí
termina la parte urbana de Junín. El timbre de la puerta tiene un cartel: “Riesgo
eléctrico”, y un perro me mira con las orejas alerta. A los diez minutos viene la dueña de
casa y me dice: “La vi venir”.
Es una mujer mayor, pero con ojos que echan fuego.
Se mueve como una muchacha.
Es tal la cantidad de objetos que tiene en esa salita y ella habla y se mueve tan ligero
que no sé en qué momento fue a hacer mate. Es una persona que funciona como si el
movimiento fuera la regla y el reposo la excepción. Y su casa, igual, es como si el
abigarramiento fuera la regla y lo vacío algo a ser llenado. (Sólo está vacío el piso.) Hay
coleccionistas de ciertas cosas específicas pero ella junta de todo; muñecas y juegos de té
de cuando era chica, cafeteras, piedras de todos los tamaños, botellas que puso
en una especie de nicho en la pared con luz especial para que se vean iluminadas por
detrás, papás Noel de todos los tamaños, sobre una escalera tiene el trineo que parece es
de mucho uso todos los años porque hace funciones para los chicos del barrio, tiene un
pedazo de atrio de la iglesia.
Le pregunté cómo lo consiguió, pero no entendí la explicación. Además no es una
persona de dar explicaciones.
Tiene una colección de pesebres, y las botellas iluminadas parecen ángeles en ascenso
al cielo. En el patio trasero hay un árbol al que ella misma le dio forma para que
funcionara como árbol de Navidad. Empezó a hablar así: “Yo soy nieta del primer
cantinero de Junín, era proveedor del ejército y mi abuelo fue el primer dueño del
almacén ‘El dos de oro’. Yo prendí más de mil lamparitas para el pesebre y me hicieron
una denuncia por gasto de luz y es porque es gente que no comprende el arte, por eso yo
no tengo donde exponer todo esto, no me dan sala. Invité a la de cultura, ¿te creés que
vino? Acá vinieron a verme Los Nocheros, Sandra Mihanovich, y ese retrato que estás
mirando allá de Darín es porque lo adoro, ojalá viniera a visitarme alguna vez. Yo me
quebré una pata hace dos meses y como tenía que estar en reposo (no me banco el
reposo) hice esos cuadros de tango. Están trabajados con piedra molida muy finita
machacada a golpes. Eso hice yo en la cama. Lamentablemente la cultura no es valorada
acá. Ahora que me curé, vuelvo a bailar tango. Es lo mío. A mí no me importa, si no me
dan un lugar, yo me lo hago acá en casa”.
Le pedí pasar al baño. Sobre el inodoro tiene un cobertor afelpado con a cara de papá
Noel, sobresale la nariz. Arriba un cartel “Por favor, no se siente sobre Papá Noel porque
se le achata la nariz”. La cortina de la ducha es roja, porque es la capa de papá Noel y
hay también una alfombra de baño en el mismo tono. Pero no para ahí la cosa, tiene un
loro embalsamado que cubre su cabeza con un gorro diminuto de papá Noel y al lado
tiene un nidito con huevos que ya sean reales o fabricados, demandan mucho esfuerzo,
encontrarlos o hacerlos. Me muestra el libro de firmas de visitantes, reviso lo que han
escrito, todas cosas admirativas y llenas de alabanzas, algunos dejaron mensajes
incomprensibles, como “que sigas siendo siempre tan buena persona”. Yo no quise ser
menos, puse un elogio y me fui.
Elba Calfuqueo
Voy a la casa de Elba Calfuqueo, tejedora afamada de origen mapuche. Vive a unas
doce cuadras del centro de Junín, en un barrio donde se ven los cerros. Cada casita está
pintada y tiene su jardín delantero. Es un barrio hecho por autoconstrucción y lo
primero que veo es un nene enseñándole a andar en dos patas a un gatito. Ese chico no
me puede guiar y recurro a una vecina. Cuando entro a la casa de Elba estaba saliendo
su marido de origen ¿mapuche?, ¿pampa?, ¿araucano? Es distinto a Elba, con grandes
ojos negros redondos. Parece de otra etnia. Recuerdo lo que cuentan Muster y otros
viajeros: Ya en el siglo XIX se habían mezclado todos, los del norte de Patagonia con los
del sur. No es extraño, los confines del gran cacique nor patagónico Sayhueque llegaban
hasta Chubut. Como sea, el marido de Elba me saluda con mucha simpatía. Elba me
hace pasar a una cocina comedor en la que una nena de unos siete años, su nieta, pega
figuras en un cuaderno. Tomamos mate y al rato aparece Marta, la hija de Elba, de unos
treinta y cinco años. Hizo el secundario y le hubiera gustado ser historiadora, pero no se
le dio. En el secundario no le enseñaban la historia mapuche, le enseñaban griegos y
romanos. Marta, como su madre Elba, saben la historia de su pueblo por transmisión
oral. Elba contó que su abuela decía que habían venido escapando de Chile, arriaban
animales y venían con carros de bueyes. Cuando se asentaban sembraban avena y trigo,
pero venía el ejército y destruía las casitas. Eso en tiempo de la abuela de Elba. Ella
nació en una comunidad mapuche, tejían en telar para vender, criaban corderos y los
que eran allegados no se mataban. No había puesto sanitario ni radio rural, debían ir a
caballo a Junín, eso sí, había escuela de monjas, que eran muy buenas pero una era
italiana y enseñaba hablando ese idioma y otra maestra, alemana.
Tercia Marta: “El 70 por ciento de la gente de Junín es mapuche y no quiere
reconocerlo. Hay comunidades que viven muy bien, yo hace años fui a Chiquihuin, y
tenían una casa hermosa, con muebles muy buenos y estaban preparando una película
sobre los pueblos originarios”. (Ya me habían dicho en Junín que algunas comunidades
son ricas, que tienen hasta Direct tv, y buenos autos.)
Pero me gusta más la casa de Elba, con su baño decente, su abuela que le enseñó a tejer
y su mamá que le dijo: “No pidan nada, todo lo han de ganar trabajando”.
Marta dice: “La abuela tenía un mapa de Junín en la cabeza, me llevaba para visitar
casas y no salíamos nunca de cada una, entrábamos a saludar a todo el pueblo.
Muchos de ellos eran libaneses, que tenían mucho acercamiento con la gente de la
comunidad”. Y añade Elba: “Mi mamá sembraba y tejía, los últimos tiempos, como no
veía, hilaba de memoria”. Le comento lo linda que es la casa de ellos y me dice: “La
hicieron mi marido y mis hijos, todos trabajan en la construcción”. Le regalo a Marta el
libro de Curruhuinca y Roux, “Sayhueque, el último cacique”. Lo había hojeado pero no
lo tenía; le gusta el regalo. (Uno de los autores es indígena, quiere decir “Amigo de los
cristianos”.) Le pregunto a Elba por qué es tan distinta la calidad de los tejidos
artesanales de la feria de artesanos de la que se exhibe en el museo Roca Jalil. Me dice
que es un arte que se va perdiendo, se ha trasmitido de padres a hijos y nadie tiene
paciencia ahora para hilar. Me muestra lo que ha tejido ella: mantas perfectas, fajas y en
una repisa, los premios recibidos, muchos regionales y uno de la feria de Palermo, en
Buenos Aires.
Me despido pensando que en realidad había ido a esa casa para comprobar si algo de lo
que había leído sobre los manzaneros quedaba en el presente. Había leído que hacían
postres de manzanas y piñones, los comían en platos de madera o en caparazones de
peludo, que cultivaban trigo y avena (como la abuela de Elba y como ella misma en su
infancia). Usaban mantas de piel de gato, eran plateros, extraían la plata y la fundían,
usaban pomada preparada con médula de guanaco para preservar la piel de la cara del
viento seco de la montaña. Según Muster, se bañaban todos en el río a la mañana y
llevaban ropas cuidadas. Los caciques, botas y poncho (como los que vi vestidos de
paisano comprando yogurt en el supermercado). Y el gran cacique manzanero
Sayhueque, amigo de los cristianos, el que había confiado en ellos tanto tiempo, el que
gobernaba desde el río Negro hasta Chubut, bajaba y subía constantemente y otorgaba
salvoconductos para pasar a Chile, se rindió amargamente en 1885.
Cipolletti
Llegué cansada a Cipolletti, sin ganas de salir a recorrer o a comer. Estaba tan cansada
que no me importaba si el hotel era muy conveniente o muy inconveniente. Tenía una
entrada mínima, como de zoco de zapatero y detrás de una ajustada mesa dos hombres
estaban conferenciando. Uno tenía la nariz hinchada como una bergamota y una sonrisa
bondadosa, el otro, mayor, con aire de estar fuera de lugar, de pertenecer a otro oficio,
de estar atrapado por algún pensamiento. Por estar distraído no agarró mi valija para
ayudarme a subirla, no por descortés. Me dio algunas indicaciones sobre el uso de
objetos en la habitación con la misma prescindencia y me dijo:
–Soy nuevo en este oficio, lo del aire vamos a ver cómo funciona.
Por una parte me alegró que no supiera, siempre me cuesta aprender la tecnología que
hay en las habitaciones, pero él era mi guía, caramba, a ver si tenía que explicarle yo
todo. Cuando me explicaba hablaba como de memoria, no parecía vanidoso ni codicioso
de puestos superiores al que tenía, parecía un jugador que pagaba su deuda con trabajo.
En cuanto se fue me tiré en la cama y prendí el televisor. Tenía un cable de mierda con
un canal que pasaba puros teleteatros mexicanos, todo el día teleteatros con el mismo
esquema, dos y un tercero incluido. Siempre el tercero, para que la madre de uno de
ellos se escandalice y advierta con ese tono de reproche llamando al protagonista “Luis
Adalberto” con un tono campanudo que quiere ser visceral o llamándola a ella “Clara
Sofía”, advirtiéndole que el papá mira desde el cielo. Y el villano con indiscutible cara de
tal, con ojos verdespesos de víbora. Y si se cambia de canal hay una que cocina quién
sabe qué y yo con el hambre que tenía y no quería bajar. A dormir.
Neuquén
¿Qué es lo que distingue una ciudad pequeña de una un poco más grande y a esta de
una ciudad crecida? Por ejemplo, los límites. Cuando la ciudad es chica, los límites se
presienten. En Junín los cerros se ven por todas partes y son contundentes. Uno puede
suponer que de los cerros bajan desperdigados esos paisanos que se ven en el centro,
que van con faja, botas y sombrero negro. Se los ve sentados en la plaza y en el
supermercado, callados, mirando largamente a las personas cuando no los miran;
cuando uno está cerca miran para otro lado. ¿Qué estudiarán? Misterio. Les gusta
sentarse a estudiar la gente en la estación de micro, donde van los mochileros rubios
percudidos por el sol. Los paisanos deben pensar que una extraña manía lleva a los
mochileros a mirar los mapas, y a escalar con frío y con lluvia. En Cipolletti no hay
límites porque viene a ser el conurbano de Neuquén, la entrada a la misma. (Los de
Neuquén llaman a Cipolletti “el dormitorio”, porque muchos van a trabajar allá, que es
otra provincia pero está al tiro.) Y en Cipolletti ya no hay paisanos, algunos hombres
llevan una gorrita vasca que les da cierto aire barrial, como de que “damos una vuelta”
cerquita, nomás. Y muchos hombres llevan pantalones cortos que en Junín son
privativos de los mochileros o de porteños que eligieron vivir allí, pero que tienen un
aire cosmopolita y viajero, como si Junín fuera la estación en que recalaran después de
un largo viaje. Pero tal vez lo que defina el tamaño de una ciudad es que, cuando más
grande es, menos se adivina quién es una persona, de qué trabaja. En Junín uno sabe
quién es quién. Hay mochileros, paisanos, muchas personas de origen mapuche pero de
distintos sectores sociales, se los puede evaluar por el coche de los bebés, por los autos,
etc. Pero en Neuquén aparecen caras inclasificables, como preocupadas por algo
privado, como si la ciudad los hubiera pasado por su cedazo.
Otro índice del tamaño de una ciudad es el trato que se le da a los perros y la apariencia
de los mismos. En Neuquén he visto a gente que lleva a los perros a pasear (muchos
viven en departamentos). Y un local: “Spa para perros”. Este cartel sería inadmisible en
Junín, donde nadie vive en departamento y no he visto acariciar a ningún perro. Aunque
el dueño se encariñe con él, el perro aquí no es mascota. El trato dado a los perros en las
ciudades (vestirlos, celebrarles el cumpleaños, etcétera) tiene que ver con berretines
urbanos. Las ciudades están llenas de sueños, de soñadores, de personas
incomprendidas. Y a veces vuelcan sus sueños en la instrumentación de un perro o de
un gato de mil maneras. En los pueblos más chicos, el que tiene un sueño o un berretín
suele ser estigmatizado como loco o recibe el nombre de su manía. Puede el soñador ser
visto incluso con simpatía pero desde un “nosotros” que no somos él. En fin, el loco o los
locos del pueblo, aceptados simpáticamente o no, son asimilados y pensados por todos.
Es como si el pueblo tuviera un pensamiento común en cuanto a las normas, la sensatez,
la cordura, el estar ubicado. Cuando esto empieza a trastabillar, es que el pueblo se está
convirtiendo en ciudad. Cuando la gente empieza a decir “Son criterios” estamos
acercándonos a lo que sería una ciudad. Lo mismo vale para los principios políticos. Los
derechos, el reclamo de los mismos, es una lucha ciudadana. Planean en el mundo del
deber ser, o sea, el de la ley. En los pueblos chicos la ley está encarnada en personas, y
las personas saben y pueden todo en relación con la vida de los otros. Entonces el
pensamiento sería así: por una parte Fulano es un jodido, pero por otra, es el único que
sabe arreglar la bomba de agua. Por una parte mi vecino comete frecuentes infracciones,
pero suelo necesitar de él en muchas ocasiones, así que no digo nada. Por eso Neuquén,
que es una ciudad de tamaño considerable tiene muchas asociaciones de derechos
humanos para defender causas de todo tipo.
Un porteño típico
Están en Neuquén los que vinieron a trabajar y también los que han venido a hacer un
cambio de vida. Edmundo Rivanera nació en San Juan y Boedo y tiene más años de
neuquino que de porteño. Vino a los treinta años a Cutral Có. Dice: “Yo y mi señora
vinimos para crecer como individuos, gozábamos de la naturaleza, hice a pie con mi
perro el camino desde Cutral Có hasta la barda negra, en el camino encontré pinturas
rupestres, bosques de araucarias fosilizados. Me llamaba la atención el cielo que se cae
encima, con las estrellas bajas, el olor de las plantas, el agua del río Limay, yo me veía
los pies en el agua, tenía que empujar el coche como diez cuadras con viento y arena. Y
no me voy a ir de acá, me gusta porque uno puede hacer lo que quiere”. Y lo hizo: fue
periodista toda su vida, es psicólogo social y ahora cuenta cuentos en la cárcel. ¿Qué es
lo que conserva de porteño? La vestimenta muy pulcra, como la del que tiene que ir a
una oficina o empresa y la lengua rápida. Comento lo árido del suelo de Zapala y me
dice: “Acá la llaman capital nacional del aburrimiento”. Tiene un conocimiento global de
la zona: “El valle del Río Negro es un cinturón muy largo que inventaron los ingleses
para llegar al Pacífico, Zapala quedó como final de riel y luego abandonada, son los
tanos los que van a hacer florecer todo el valle”. Se supone que la palabra Neuquén viene
de Met.ken (grande, magnífico). Dice: “La Patagonia entera se está formando, una vez
que salimos de las ciudades y pueblos es desierto. Debajo del suelo de esta ciudad, hay
dinosaurios”.
Y me despedí de él y del restaurante Santino, donde las chicas mojan las plantas con un
aparato novedoso, donde puedo fumar sin que me echen, una de mis postas.
Aeropuerto de Neuquén
En la calle, 38 grados de calor, nadie pregunta la sensación térmica, sería echarle más
leña al fuego. Ese calor mortifica, ahí entiende uno el sentido de la palabra
“mortificación”. Uno o se queda quieto sin moverse en la planta baja del aeropuerto
donde llega un poquito de aire acondicionado o sale afuera a fumar y se expone a un
castigo. Pero –me digo– puedo ir a tomar algo al bar del primer piso, que se ve tan
bonito. Subo y me mareo, entro a percibir todo turbio. Tres norteamericanos están dele
tomar cerveza, no sé cómo pueden, tendrán otra clase de cuerpo, más indiferente al
clima. Le comento al mozo que estoy mareada. Me dice:
–Es que acá hace siete grados más que afuera porque el aire no funciona.
¿Y los derechos del pobre viajero? Este sería el derecho a respirar.
En ese desasosiego de ir de arriba abajo, de abajo afuera, mis recuerdos de Neuquén se
vuelven hilachas. Apenas recuerdo la librería “El Amante”, con su dueña de Temuco,
Chile, bien surtida, donde iba a revisar libros. Si la temperatura fuera agradable,
seguramente diría: “Voy a volver a Neuquén”. Pero con ese clima, en venganza me digo:
“No vuelvo nunca más”.
Todo el aeropuerto está lleno de gente, todos vamos a Buenos Aires, hay cordobeses
que vienen de San Martín de los Andes, peruanos, salvadoreños, franceses y muchos
porteños que vienen de la montaña. En el aeropuerto se me hace presente la hosquedad
porteña. Me había acostumbrado a la cortesía de Neuquén, que está en el punto justo
que me gusta a mí, una actitud amable y atenta que no es metiche. Acá no sonríe nadie,
deben pensar que el que sonríe es un imbécil. Voy a fumar afuera con la chica cordobesa
(el infierno de a dos es más llevadero) y algo en el aire me dice que estoy de vuelta. En
cuanto llegue, voy a tomar mate y a revisar mis mensajes.
La pampa gringa
Santa Fe
Para mí, una ciudad o un pueblo representa o encarna una o muchas personas, de las
que ya soy amiga o amistosa. Me han invitado a un congreso de literatura en la ciudad
cordial, como la llaman, y voy sobre todo para ver a Enrique Tutti, periodista del diario
El Litoral, escritor, y a su amigo, Silvio que enseña latín en la universidad y desciende de
colonos suizos, pero tiene algo de gaucho ceceoso al hablar. He ido muchas veces a
Santa Fe a diversos congresos, “leederos” varios. Recuerdo sobre todo los dos congresos
nacionales de literatura que organizó Tutti y los llamó “Fanny primera” y “Fanny
segunda”, en homenaje a la empleada de Borges. Se leían textos de todo tipo, y la lectura
estaba matizada por actividades diversas: canto, baile, zapateo y lo que uno quisiera
hacer. Uno, glorioso, se realizó en el polideportivo Cilsa; convocó a todo el país, las
mujeres de distintas provincias dormimos juntas en una enorme habitación y los
varones dormían en otra. Un santiagueño se equivocó y entró tarde en la noche con una
valija pesada al lugar de las mujeres, a los tumbos despertando a todo el mundo. Y por la
mañana temprano mientras las chicas salíamos al baño que estaba afuera, muy
modositas y altivas con el cepillo de dientes y la bombachita escondida para cambiarse,
debíamos pasar por una mesa al aire libre donde discutían calurosamente unos
contertulios que se habían pasado la noche escanciando, evidentemente. Eran de San
Luis, de Salta, de todos lados y una paraba la oreja para escuchar, como quien no quiere
la cosa: discutían sobre Hegel, Heidegger y Sartre. A las ocho de la mañana sólo se
puede enardecer uno con esos temas libaciones mediante. Recuerdo también una fiesta
en una casa donde hacía tanto calor que me molestaba la manga cortita de mi vestido.
La fiesta terminó alegremente, todos manguereándonos a chorros. Recuerdo también
una comida en Rincón, donde los santafecinos tienen quintas de veraneo o más bien
donde van a recluirse. La quinta estaba a orillas del Paraná y una señora me llevó a
recorrer un trecho de la costa y me dijo:
–¿Ves esas luces que se ven allá enfrente? Allá es Paraná. Y esa observación dicha al
azar me sonó a un saber iniciático, como si por primera vez en la vida hiciera mío al río
Paraná y lo que estaba en sus orillas. Como si lo comprendiera. Otro recuerdo es la visita
al Kivi, en Alto Verde. Alto Verde es un suburbio pobre de Santa fe, situado al lado del
río y el Kivi era un artesano urbano muy calificado que un día decidió mudarse a una
choza junto al río. Choza es un decir, porque estaba abierta por todos lados. Tenía una
mesa con colores y pinceles que ocupaba todo el espacio, cama no recuerdo y el mosco
más chico medía unos cinco centímetros. Toda la gente de Alto Verde era más rica que
él, iban y venían con bolsas de compras, tenían bicicletas. Él no compraba, si había para
comer bien. Nos recibió sentado e inmóvil frente a un fuego apagado, y él y el fuego
parecían estar desde hacía mucho tiempo en ese estado. Eso sí, le gustaban los
bombones y los dulces que le llevaban las visitas de la ciudad. Una inundación lo llevó
una vez con cama y todo. Me parece que hacía un poco de consejería barrial.
Y ahora, después de muchos años, vuelvo a pasar por la población más cercana a Santa
Fe que es Santo Tomé y me alegro al llegar a la ciudad. El puerto está cambiado, han
hecho una especie de Puerto Madero y el hotel Los Silos donde nos alojan para el
congreso está ingeniosamente hecho sobre los silos viejos remodelados. Al lado
construyeron un casino “abierto todo el día” dicen algunos orgullosamente. Pero otros
no están tan orgullosos del puerto, el chofer que me lleva dice: “En el puerto hay ratas
como dinosaurios, dígamelo a mí, que vivo allí”.
Los hoteles
Escribo esto mientas tengo encendido el televisor, en tono muy bajo por suerte, no
porque quiera entretenerme mientras escribo, es que o puedo apagarlo. Se va a apagar
cuando ponga la tarjeta para apagar la luz y entonces él se llama a silencio. ¡Qué
orgullosa me sentí cuando aprendí a prender la luz con la tarjeta! Me sentí como si
hiciera algo fundamental, diría hasta noble, aprobada por toda la sociedad. El problema
es que cuando aprendí a usar la tarjeta para la luz, desaprendí la de la puerta. ¿Será la
misma, será otra? Porque me dieron como cuatro tarjetas; se desmagnetizan. El hotel es
muy lindo, pero yo extraño un hotel de tres estrellas y con llave. Tres estrellas es mi
medida, ni dos ni cuatro. En los de dos a veces tratan mal a la gente y en los de una
estrella si uno pide que los despierten, viene alguien y da grandes golpes en la puerta y
grita la hora como un sereno de antes (ahora por la televisión están pasando el himno
nacional). Hasta tres estrellas yo puedo con el hotel, más de tres, él me puede a mí. Pero
no sólo debería hacer un curso de tarjetas, otro sería de control remoto de los televisores
y otro de duchas, son todas distintas. Otro curso sería sobre los productos que el hotel
ofrece gentilmente para el aseo, desconozco algunos. Otros interrogantes: en una
canasta, fuera de la heladera hay castañas, galletas y chocolates. Digo yo: ¿son un regalo
para mí? Se lo pregunté a una integrante del congreso y me dijo que no con cara de
terror. A ratos pienso de ella: “Hay gente que cree que nada es posible, que no se atreve
a nada”, pero lo cierto es que yo no me atrevo a preguntar nada a los muchachos de la
recepción. Entonces paso por la misma tratando de parecer una pasajera experimentada
y entendida (daría mejor impresión llevando la carpeta del congreso, pero no entra en la
cartera y prefiero parecer una paria antes que andar con eso todo el día).
Por debajo de la puerta acaba de entrar el diario y eso está bien, porque hace que uno
se sienta como en su casa. Veo la temperatura por la tele: un grado bajo cero.
Vamos a mirar el diario, clasificados: “Masajista, deportóloga. Te espero con masajes,
cuerpo completo”. Eso es tan misterioso como la tarjeta.
El congreso de Literatura
Como convoca el congreso la Facultad de Humanidades, lo inauguran el decano y el
secretario de cultura. Dicen lo usual, lo que se suele decir en estos casos, entonces me
detengo en la cara del decano. Parece una cara más europea que las de Buenos Aires,
como si las caras de Buenos Aires se hubieran transformado más por las mezclas, las
prisas y vaya a saberse qué. La cara del decano es muy semejante a unas fotos que tengo
de pioneros del siglo XIX. En él veo a su abuelo, le faltan unas patillas que enmarquen
sus cachetes amplios y el color rosado que perdió con los estudios. Después, Enrique
Tutti inaugura el congreso en nombre de los escritores. Él se puso un chaleco rojo, sin
mangas, que parece sacado de un atuendo regional europeo. ¿De dónde lo habrá
sacado?
Detrás suyo puso dos chicas a las que llama las hadas, que hacen unos movimientos
como de un intercambio raro. Dice que están para disimular un poco lo que va a decir.
Siento cierta aprensión, los escritores suelen ser gente original y pienso adónde irá a
parar. Desconcierta al principio, pero después agarra viaje muy bien. Puso ejemplos de
conductas misteriosas e inexplicables de varios personajes, el caso de Wakefield, de
Melville, que se ausenta de su casa sin motivo visible y regresa a la misma después de
muchos años sin ninguna razón, y el de un cuento de Guimarães Rosa. En el que un
sujeto se queda a vivir en una canoa, en el centro del río a la vista de todos, y no vuelve.
La mujer queda avergonzada por la conducta de ese marido y en el pueblo aparecen mil
conjeturas sobre los motivos: que tiene una enfermedad incurable, que hizo una
promesa, etcétera. La exposición, más allá de la puesta en escena con las hadas y la
casaca roja, es efectiva y tiene una función didáctica: mostrar cómo es importante en la
buena literatura la suspensión de explicaciones rápidas sobre conductas humanas que
son tranquilizadoras pero superficiales.
Después vino una mesa titulada “El libro por venir”. Era como una preocupación sobre
el futuro del libro. Relación entre escritores y editores. Si hay algo que me aburre es el
tema de esas relaciones, salvo que me cuenten algún chisme preciso que exceda el tema
de los roles y del mercado. Pero hay otro tema que no sólo me aburre, me ofusca, y es si
en el futuro el libro vivirá o no. De eso se estaba hablando y yo pensaba: ¿cómo saberlo?
Yo ya he escuchado las profecías sobre el derrumbe del tango y de la pintura de
caballete. ¿Cómo saber si vivirá o no?
¿Y para qué prepararse para la muerte del libro como si fuera un derrumbe cósmico? Si
no vive, vendrá otra cosa y los jóvenes se adaptarán perfectamente a lo que viniere y los
viejos seguiremos haciendo crochet, que es lo que sabemos.
Al día siguiente hay una mesa de poesía. Son tres poetas y un público más bien juvenil.
La lectura de poesía me produce un estado de suspensión del tiempo profano, como si
entrara en otra dimensión. El primer poeta tiene un poema titulado “Usos cartográficos
del corazón”, pero no puedo evaluar un poema si no lo leo (y si lo leo tampoco).
Entonces en vez de escuchar lo que dice el poema escucho la voz del poeta. El primero
lee con voz normal, pero el segundo entra abruptamente en materia, sin decir el nombre
del poema, con una voz parecida a la que me hizo escuchar un amigo cierta vez: era la de
un locutor sueco, era una voz que venía más allá de la nieve y de toda esperanza, era un
tono como de ultratumba. A un muchacho de cara risueña del público le suena un
ringtone del celular, el poeta ni se inmuta, ni detiene la lectura, ni comenta nada. Al
tercero que lee se le entiende todo, pero la mitad de lo que leyó era prosa.
Al día siguiente hay una mesa sobre cine y literatura. Ahí me entero de que un director
de cine quiso hacer una película sobre “El discurso del método”. ¿Por qué no? De
repente alguien del público hizo una pregunta larguísima, como de cinco minutos y la
respuesta del expositor fue: “No sé, no reparé en eso”. Esa mesa estuvo bien, aunque el
coordinador se detuvo morosamente para presentar a sus invitados y en un momento
dijo: “La naturaleza de nuestros invitados que son como sujetos en tránsito” (porque
hacen cine, teatro y literatura). Presentaba el currículum completo de cada uno.
Mientras, una adolescente muy elegante sentada en una fila delantera se sacó un moño
rojo que llevaba en el pelo, lo hizo vincha, se la puso, y otra vez la convirtió en moño y se
lo puso. Había otra mesa más, pero me fui a revisar el casino.
La gente de ahora
Entrevisto al historiador José Luis Iñiguez en un cafecito. “Lo va a conocer porque
siempre lleva una boina”, me dicen.
Le pregunto por los pobladores criollos, que no se ven:
–Esta tierra estaba ya delimitada para migración, de modo que no había residentes,
en cuanto a la posibilidad de botín, estas tierras estaban destinadas a la agricultura y no
eran objeto de interés.
Iñiguez es bisnieto de patricios santiagueños y de italianos.
–¿Hay industria?
–De 1860 a 1900, molinos harineros y curtiembres.
Alrededor de 1890, fábrica de arados, una de las más importantes de América y más
tarde, fabricantes de toda clase de lácteos, industria del mueble, fábricas de tanques y
calderas con capitales locales, hay ochenta y siete establecimientos madereros.
La entrevista iba muy bien, pero se acercó un señor de otra mesa y pidió intervenir.
Como estábamos hablando de los matrimonios entre personas de distintas religiones, él
quería decir que era mezcla de árabe y alemán, y que su abuela vino del Líbano huyendo
de la persecución turca y de la miseria consecuente.
De aquí en más la entrevista se hizo confusa, y hablaban los dos, superponiéndose,
sobre los antepasados respectivos, el vino carlón y el molino de Schinkz, ese que estaba a
la vera de no sé qué camino. Era como cuando aparece una visita de otro lado y los
locales aprovechan la situación para estrechar vínculos. Por suerte la entrevista
siguiente era en una casa, la de Ana Copes. Ella es la profesora de literatura que
coordinó la mesa de narradores en Santa Fe. Ahí entrevisto al suizo Mesevanj, amigo de
ella.
Ana es muy blanca, una mezcla de Blancanieves y La Bella Durmiente. Mientras dura la
conversación está y no está, prepara una cena en silencio y sólo contesta si le pregunta.
Hace la cena en absoluto silencio, como una hilandera. Sólo dijo que su mamá era
protestante y su papá católico y que jamás tuvieron un problema por el tema religioso.
Le pregunto a Mesevang por los confictos entre protestantes y católicos. Dijo: “Antes
había mucho respeto, yo tuve mi primera salida solo recién a los diecisiete años. Y
también a los diecisiete me dejaron poner los pantalones largos. Cuando yo era chico, si
veían a una persona hablando con otra que era de un culto distinto, era mal vista (más
los católicos si se hablaba con protestantes). Mis padres estaban juntados, porque ni el
cura ni el pastor los habían querido casar y a nosotros los hijos por eso no nos querían
dar la comunión. Mi papá no entró a la iglesia protestante cuando me casé y esperó en la
plaza sentado en un banco, todo el pueblo lo comentó. Pero cuando ya estaba viejo, mi
esposa le dijo que se case, porque después cuando hubiera que pasarlo por el
cementerio, ¿qué ceremonia íbamos a hacer? Le pregunté si quería que le trajera el cura
o el pastor y me dijo: ‘Que venga cualquiera’”.
A pesar de estas relaciones presumiblemente conflictivas entre los integrantes de
pareja de distinta religión, Ana y Mesejanj coinciden en que entre sus padres jamás se
ocasionó una pelea por motivos religiosos.
Hay una situación que aún ahora comenta toda Esperanza y que fue el caso que dio
lugar al matrimonio civil en la Argentina, ya que antes el documento era otorgado por la
iglesia. Es la pareja de Luis Tabernik y Magdalena Moris, de distintas religiones. Ni el
cura ni el pastor los querían casar y por lo tanto, el juez tampoco. Luis fue a la plaza y
tomó por testigos a los presentes de que él tomaba por esposa a esa mujer, haciendo de
oficiante de la ceremonia. Se armó un gran revuelo público y finalmente el juez los casó.
El pastor Buschiazzo
En la plaza de Esperanza en una calle lateral de la plaza está la iglesia católica, con su
basílica importante, que tiene un altar mayor en mármol de Carrara y justo enfrente, del
otro lado, está el templo protestante. Es el templo de la Santísima Trinidad construido
en 1881 y consagrado en 1887. En el frente tiene un jardín lleno de rosas. Le pregunto al
pastor, que me recibe amablemente, porque tardó tanto en consagrarse el templo. Me
dice:
–No recibió ayuda del Estado. Más aún, no nos querían vender este terreno, un juez
se opuso a la venta. El primer edificio era un rancho donde funcionaba también la
escuela. La comunidad, formada por 120 familias suizas, 50 alemanas y 20 belgas
mayoritariamente protestantes llegó en 1857.
–¿Cómo convivían católicos y protestantes?
–En los comienzos bien, porque venían de zonas donde convivían, pero después
llegaron las órdenes religiosas demonizando. Un dicho era: “En el templo protestante
Satanás está detrás de la puerta”. En 2006 la iglesia católica pidió disculpas por las
ofensas, pero aún ahora el sacerdote católico dice cosas distintas, según tenga sus días.
La mamá del sacerdote es evangélica. Pero ahora, desde 1966, hacemos funciones
concelebradas. Antes el hombre en la pareja definía el credo para los hijos, ahora, en
algunos
casos, para tener conformes a los dos miembros, bautizan a uno por el ritual católico y
a otro por el protestante.
–¿Y cómo es la gente acá?
–Es una sociedad conservadora, a la que le da trabajo aceptar lo diferente (personas
de orientación sexual diferente, o jóvenes que difieren de lo que se espera de un patrón
juvenil estereotipado, incluso el empresariado industrial es conservador, habiendo
mucha industria recién ahora tiene parque industrial). Hay cierto racismo, los coreanos
de los tres supermercados no son bien vistos, en cambio han generado confianza tres
familias bolivianas que han entrado en el negocio de la ropa y las integraron.
Le comento el orgullo que sienten de descender de agricultores y de su situación
económica actual.
–No olvidemos que Esperanza fue la primera colonia agrícola organizada del país y en
lo económico es una sociedad un tanto materialista, no olvidemos que los gringos venían
a hacerse la América.
–He oído hablar sobre gente de buena posición, como si eso estuviera muy valorado.
–Y sí. Más aún, todavía siguen siendo medio intocables las figuras del cura, del
pastor, le digo porque suelo mandar cartas a la prensa cuando quiero señalar algo o
estoy en desacuerdo, jamás mis cartas fueron contestadas por alguien, o apareció otro
punto de vista, como si el pastor o el cura fueran figuras señeras.
El pastor me regaló un ejemplar de las actas de reuniones de Concejo de los colonos.
Camino a Luján
Luján está a sesenta y cinco kilómetros de Buenos Aires, demasiado lejos como para
integrar el conurbano y demasiado cerca como para pertenecer directamente al campo.
Desde el ómnibus voy mirando hasta dónde llega la ciudad, o sea hasta donde no hay
terrenos baldíos. Ezequiel Martínez Estrada vaticinó que la ciudad iba a llegar hasta
Morón pero se quedó corto; hasta Moreno, a treinta y cinco kilómetros del centro de
Buenos Aires, todo está cubierto de casas, negocios de materiales de construcción,
viveros, etcétera. Todo eso entrevisto entre puentes, peajes, lomadas que suben y bajan,
señales de autopista. Recién en La Reja (población contigua a Moreno) hay algunos
terrenos baldíos pero con anuncios de countries próximos. Ya en Álvarez manda el
campo, interrumpido por negocios de puertas y ventanas para el hogar y depósitos de
objetos usados, herrumbrados, como si alguien los hubiese tirado por ahí. En el micro
vienen tres turistas extranjeras, con grandes mochilas: una, es abogada y dos,
peluqueras. ¿Dónde bajan? Donde se ve un gran cartel en medio de la nada “Nueva
Zelanda, Pacific School”. Y ellas dijeron que eran de Nueva Zelanda. De Rodríguez hacia
delante, todo va a cambiar en el futuro. Se ven anuncios varios: “Aquí turismo de
campo”, “Restaurante de campo”. Ya entrando a Luján no se ven más a los caballos
comiendo pasto al lado de la ruta. La entrada a Luján es abrupta, aparece la ciudad
junto al campo sembrado. Sola, lejos del centro, hay una casa vieja y solitaria donde
supongo que han vivido unos ancianos ermitaños, que no querían darse con la gente del
centro y después murieron y vinieron los tiempos de la sucesión y las disputas. Ya se
acabó todo eso. Tiene un cartel enorme: “Próximamente, turismo de campo”. Parecería
que se convertirá todo en country y turismo de campo. Que así sea, pero que la gente
que vaya a pastorear se de una vuelta por el centro de Luján. Su cabildo empezó a
funcionar en 1756; por la misma fecha se construye el primer puente de la provincia de
Buenos Aires, es el pueblo donde Beresford fue detenido, luego de las invasiones
inglesas, y también el general Paz, en 1835. Donde nació y vivió Florentino Ameghino, y
donde creció Enrique Cadícamo.
La basílica
Es sábado por la mañana y mucha gente lleva sus chicos para bautizar o confirmar en
la basílica. Se destaca el blanco brilloso de los vestidos de las nenas a confirmar. Pasa
una familia, de campos. Se ve que son de campo por lo decididos, no se interponen ni en
sus ojos ni en su marcha ninguna de las nieblas urbanas, la prevención, la duda. Van
todos de la mano, muy contentos en dirección a la basílica, después le dirán con orgullo
a la nena: “Te cristianamos en Luján”. Estoy en la zona donde todo es religioso; una
parrilla se llama “La bendición” y debajo un cartel: “El pueblo y el gobierno de Luján al
general Manuel Belgrano quien en 1810 en la campaña al Paraguay se puso al amparo de
Nuestra Señora de Luján”.
La basílica tiene una historia muy interesante. En 1630 un residente de Tucumán, pide
a un compatriota portugués de Pernambuco que le envíe una imagen de la virgen. Como
las carretas que la llevaban se atascaron a orillas del hoy llamado río Luján, se interpreta
que el deseo de la virgen es quedarse allí. En 1754, Lezica, el fundador de Luján,
comienza las obras de la primitiva iglesia. La actual, de estilo gótico, tardó muchísimos
años en construirse. Contribuyó a la finalización de las obras el padre Varela, que tenía
el cargo de limosnero; no sólo recogía con fervor la limosna que le daban, se paraba
junto a la gente y la exigía. Esto era mal visto por alguna gente, tanto es así que en el
oeste se había acuñado el dicho: “Más manguero que el padre Varela”. La basílica es
muy oscura por dentro y el altar mayor está lleno de refacciones. Mientras una mujer
leía a Isaías entraron dos perros (hay muchos perros sueltos por las calles de Luján) y
estaban justamente como comenta el dicho criollo “Perdidos como cuzco en misa”. El
cura explica el evangelio en tono dubitativo, átono, como si diera una clase a seis o siete
alumnos. La gente no lo escucha demasiado, se dirige más a lo que hay en los altares
laterales. En uno de ellos, una vitrina con ex votos: un par de zapatillas usadas con el
letrero “Gracias”, una gorra con letrero “Uruguay”, un vestidito de bebé como de
carnaval, la maqueta de una casita con techo rojo. Junto a los ex votos, un cuadro del
negrito Manuel con la leyenda “En 1630 fue testigo del milagro, permaneció como
esclavo de la virgen hasta 1686”. Parece que el estanciero que tenía la imagen le
construyó una ermita y Manuel dirigía los rezos. (Afuera, en la calle hay un restaurante
que se llama “Negrito Manuel”. Se la iban a perder.) Cerca de Manuel, una pareja joven
saca fotografías a su beba recién bautizada: la nena tiene una vincha que rodea toda su
gorda cabeza y lleva su vestido blanco brilloso con la inconciencia propia de los bebés,
como si fuera ropa de otro y mira a sus padres, sonrientes y esperanzados con seriedad
de pasmo: está pasmada. Y cerca de los ex votos, un cartel: “En 1737 el padre de los Ríos
en una visita a Luján dispone que cada tres meses se renovará el vestuario de la virgen”.
Desde un café que queda a una cuadra de la basílica se la ve a esta con nitidez, sus
ojivas, su diseño, está frente a una plaza sin árboles. ¿Será para que destaque más el
templo? Imagino una plaza con árboles, que proteja a los peregrinos de ese sol impío.
El café con sus mesitas afuera está lleno de parroquianos que van o vienen de bautizar
o confirmar a sus chicos. Los que están a mi lado son visitantes del conurbano,
seguramente, sacan muchas fotos, ellas son morenas enrubiadas con cancheras
minifaldas. Enfrente de mí, una familia más de campo. Son muchos y quietecitos, las
muchachas son gordotas y llevan el pelo atado en una colita rabona; mustios todos,
como si llevaran el atardecer triste del campo en los ojos. Han pedido una enorme
cantidad de medialunas. Pero tienen un integrante, un varón que seguramente va a
pasar en el futuro al grupo de las morenas fotógrafas en minifalda: lleva anteojos
ahumados, está bastante tatuado y seguramente sueña con una moto que lo saque de su
grupo familiar campero, al que mira con lejanía. El mozo, cuando termina de servir,
dice:
–Bon appetit.
Recova y tenderetes
Frente a la basílica, en una de sus calles laterales y también a lo largo de toda la recova
hay una cantidad enorme de tienditas, negocios y restaurantes de gran impronta
basiliana. Por ejemplo, la confitería “La basílica”. Debajo se lee: “Edificio significativo de
Luján”. Pregunto a la camarera qué quiere decir significativo; la moza, colombiana, me
dice con orgullo: “Porque acá vivió Lezica y Torrezuri, el fundador de Luján”. Hay al
lado otro “edificio significativo” que es el hotel La Paz, con cuartos oscuros y muebles de
dudosa antigüedad. La encargada dice: “Aquí durmió la infanta Isabel durante los
festejos del centenario, y también durmieron Gardel, Perón y Eva Perón”. El hall central
es enorme y al fondo, un muchacho trabaja con su computadora portátil ajeno a la
presencia de tanto espíritu antepasado. El fondo del hotel remite directamente a lo que
fue, una caballeriza y unas especies de establos, de color rosa viejo, deteriorados por el
tiempo y la humedad. Junto al hotel “La Paz”, una despensa antiquísima vende pavas,
alpargatas, bacalao noruego, alfajores, Coca Cola. El dueño me dice que ha sido un
almacén de ramos generales fundado en 1830. Otro producto anunciado: “Tripa
chinesca”. Es tripa para fabricar chorizos. En los tenderetes es frecuente ver botellas y
bidones preparados para agua bendita con la imagen de la virgen, algunas llevan
entrelazadas una cinta roja con el letrero “Antimufa”, y otros artefactos de agua bendita
con el letrero “Para la buena suerte”. Pero no sólo botellas: pañuelos, baberos y hasta
ceniceros con imagen de la virgen. Estos últimos con la leyenda “Ceniceros cristianos”. Y
también un gato dorado, que mueve una pata y es para las buenas ondas, tiene una
imagen de la virgen. Es para reforzar la suerte. Remeras con la imagen de Jesús
crucificado, escobas de la abundancia, agradecimientos y pedidos impresos: “Gracias,
virgen, por cuidar mi auto”, o “mi bebé” o “mi padrino”. Hay también una imagen de la
virgen de Luján que anuncia el tiempo y a la vuelta de la catedral, por la calle San
Martín, la principal, hay una casa de vinos “Cava Pampa” y debajo “Momento di vino”.
Por la paralela a San Martín hay una casa que vende ángeles y enanos de jardín y
también libros. Son gentes emancipadas del fanatismo religioso. Los títulos: “Heridas
emocionales” y anuncios de cursos próximos “Reiki II”, “Profesorado de yoga
bioenergético” y “Curso de Metafísica”, y debajo: “Una manera de entender la evolución
del planeta y prepararnos para un nuevo sistema de vida”.
Ah, bueno.
La casa de Ameghino
Entre las casas viejas de Luján, que tiene muchas del siglo XIX, está la casa de
Florentino Ameghino y sus hermanos, convertida en museo. El arquitecto Edgardo
Ludueña está a cargo del mismo y escribió un libro sobre las diversas vicisitudes de la
casa hasta convertirse en museo (problemas de sucesión, casa tomada, etc.). Usó para el
libro documentos casi centenarios. Algunos de ellos, no tienen desperdicio. Dice en 1962
quién fue nombrado cuidador de la casa y organizador de un museo paleontológico
(proyecto que empieza en 1911). “Cuando me hice cargo, la casa estaba habitada por toda
clase de gente rara. Para poner la placa conmemorativa, no nos dejaron entrar, tuvimos
que hacer el acto en la puerta.” Por los documentos nos enteramos también de que Tita
Merello estaba emparentada con Ameghino y también de que “existe por ahí un
heredero indebidamente especulativo. Remiso a vender”. (El autor comenta con censura
que el heredero prefiere el vil metal al legado glorioso para la ciudad.) Pero pasada la
etapa de las miserias, ocupaciones de gente y alimañas viene la de la posesión de la casa
y con ella la de los homenajes en interminable sucesión. La casa de Ameghino se
inauguró en 1999, con visitantes de la universidad de Yale, de Canadá y de todo nuestro
país. En la inauguración, leyó una larga poesía una escritora lugareña, Dulce Pereyra de
Gregorio. Una estrofa dice refiriéndose a Ameghino:
Saliendo de Córdoba capital recuerdo cómo son los cordobeses: tienen gran puntería
para poner apodos y cierto empaque del pasado virreinal.
Córdoba tiene unos doce kilómetros de zona urbana y el campo empieza recién después
de las instalaciones de la fuerza aérea, la escuela de aviación. Veo un cartel raro para ser
vial, “Libro de quejas a su disposición”, y otros como puesto, “El araña”, parrilla, “Los
Ferro”, y almacén, “El alemán”. Parecen nombres que todos conocen y comentan. Un
zoológico, “El tatú carreta” y en Valle Hermoso, “Paseo del camino real”. Otro cartel vial,
“Obra mejorativa”. Pero empiezan a aparecer en el campo indicios de que otra cosa se
avecina: un negocio de instrumentos musicales artesanales en medio de la nada y más
adelante: “Vení a nadar en las nubes. Centro de Ovnilogía”.
Llegando ya a Capilla del Monte recorro la plaza y veo un cartel: “Todas nuestras
piedras tienen nombre y color, no las pinte”, y: “No corte los árboles”. Y en una casa
frente a la plaza, como si fuera un desafío, han adornado el jardín con árboles
tronchados y los pintaron de amarillo rabioso, azul y fucsia. Voy a la biblioteca que está
ahí nomás a ver si descubro el misterio de las piedras y los árboles. Cerca, rotisería
“Crepúsculo”. En la biblioteca, las bibliotecarias me atienden como si yo hubiera pedido
una cosa indebida, o yo fuera indebida o como si hubiera llegado en un momento
inoportuno. Pedí una historia de Capilla del Monte y ellas se pusieron a hablar a mi lado
como si estuvieran en su casa. De hecho vino una visitante que le hizo a la bibliotecaria
rubia el juego de taparle los ojos, y esta gritó de susto.
En el libro decía que Capilla del Monte se fundó en 1585, que la colonización vino de
Santiago del Estero y que la población actual es de 10.000 habitantes. También se
cuenta que la visitó Rubén Darío, el príncipe de Saboya, y que allí se filmó “La guerra
gaucha” y “El cura gaucho”. Galardones no le faltan, lo que más me gustó de lo que leí
son unos versos de Arturo Capdevila dedicados a Capilla:
La conversación de las bibliotecarias se hizo tan estridente que me uní a ellas. Una era
rubia, de rasgos suaves, la otra, morocha con una nariz en avanzada y ojos avizores, que
donde ponen la mira, ya procesan la información. Las dos eran de Buenos Aires;
vinieron hace unos diez años por motivos distintos; la rubia porque le interesaba el tema
del autoconocimiento y la armonía interior, la morocha porque su marido era de Capilla
del Monte. Yo quería saber qué pensaban de los hippies o como se llamen que viven en
el faldeo del Uritorco. La morocha, Renata, se ve que no había avanzado en la armonía
interior porque dijo:
–A mí ellos me tienen harta. Tanta ecología, tanta ecología, y cortan los árboles para
hacer tambores con los que joroban toda la noche. Y esa baranda que tienen, claro, se
dan con toda clase de falopa, qué se van a sentir el olor que tienen.
La bibliotecaria rubia miraba con cara conciliadora.
–Y además no hacen nada, son vagos que los mantienen los padres, van siempre al
cajero.
La bibliotecaria que había llegado a Capilla por aquello de la armonía interior, le dijo:
–Algunos trabajan, Renata.
Hay una especie de resentimiento o envidia por el dinero que reciben, como si fuera un
desperdicio. ¡Ay si Renata lo recibiera, cómo lo usaría ella de bien! En cambio, dárselo a
ellos, es como tirar dinero a la basura.
La techada
Caminé por ella no bien llegué, pero no percibí que tenía techo, distraída por todos los
avisos que veía. Los de Capilla se inventaron una ropa de mujer... traída de Tailandia.
Cada negocio es una novedad, al lado, en la casa de regalos, hay un pesebre con collitas
de cara hindú. También en el pesebre está la Pachamama. En un negocio vecino, este
anuncio: “25 de Abril, Ciruelo en persona brindará una clase especial. Recursos para la
creatividad”, y junto a este anuncio, la promoción del CD de Hugo Bistolfi: “Viaje al
cosmos”. La dietética vende “Aura y Chacras, regalos del alma”, “Terapéutica
energética”. Otro negocio: “Ciberespacio, los nómades”.
Hay muchos nómades que se quedan un tiempo en el centro energético del Uritorco
para irse después a otros, a Bolivia, Brasil o donde fuere, llevados por alguna persona de
la que se hicieron amigos y los convenció. Hay también muchos cursos de todo tipo,
hablé con una profesora de Tai Chi que viaja permanentemente a otros centros dando
cursos y recibiéndolos. Hay como un circuito turístico paralelo que hace sentir al turista
que lo hace de manera corriente como un estúpido atornillado a una silla, o a un
programa, porque ellos viajan con un sentido, ven la vida como un camino a
perfeccionar y cada viaje es para obtener más luz. Por la calle se los ve más iluminados
que el resto de los mortales, pero a la vez más consustanciados con la madre tierra, se
los ve en las dietéticas, en algunos bares. Algunos hombres llevan sombreros negros
redondeados, lo que les da aspecto de viajeros, otros gorros indígenas. Estoy en el resto
bar Akatraz, en la vereda. Entra al bar un hippie veterano con pelo blanco largo y
sombrero aludo: lleva botas. Se debe haber sentado adentro del bar porque es oscuro
como una caverna, como la cueva del Uritorco que dicen encierra otra ciudad; el bar se
corresponde perfectamente con él. Ahí también había otro hippie con una mujer, ella de
piel muy blanca y sufrida. El perro de él o de ellos espera pacientemente echado en la
puerta (después me dicen que siempre bajan al pueblo con sus perros). Ahora ellos no
dicen: “Me gusta ese perrito”, dicen: “El perro me eligió a mí”. A mí me eligen el perro,
el camino, el micro. Hay que distinguir, una cosa son los que recién llegan y pueden
tener el pelo más o menos sucio y hasta unas rastas impresionantes pour épater le
bourgeois y otra cosa es la soberanía lograda después de treinta años de contacto con la
madre tierra: si lleva rastas que parecen serpientes aprisionadas, si coleta parece que el
propietario hubiera nacido con ella. De esa mujer, nadie descubriría si es gorda o flaca.
Sigo mi camino por la techada y leo: “Concierto de cuencos artesanales de cristal en el
bello Hotel ‘Terrazas del Uritorco’”. Otro anuncio: “‘Geometría sagrada’ organiza e invita
‘Cielos profundos’”. También cursos de tenis, de huerta orgánica y uno misterioso que
nadie supo explicarme: “Celebramos esta semana santa waka con un viaje de sonidos
celestiales, con la intención de disfrutar la gloria de la vida”.
Ningún comerciante lee los avisos que ponen. Dicen: “Ah, los colgaron ahí”. Al
comienzo de la techada, un descubrimiento: el café Kafka y enfrente, uno más burgués,
el Tabak. Yo por las dudas me voy a comer un tostado al Tabak y entro al Kafka a tomar
un café. Todos los que atienden vienen de otro lado. El mozo es de Córdoba capital, gran
lector. Otra moza, Romina, es de Buenos Aires: vino hasta allí hacía un año porque le
gustó la sumatoria de tranquilidad y clima. En el café hay un retrato de Kafka joven, una
mesa con artesanías, y otra vidriada donde se ven artículos de diarios (un poco viejos)
que hablan de Borges y otros escritores. Un piano, una vitrina donde guardan tacitas de
porcelana me hacen acordar a un café alemán. Hay un cuadro psicodélico con letrero de
venta.
En una mesa, trabaja concentrada en su laptop una chica. El dueño también es de
Buenos Aires. Le explico que quiero hacer una nota y me dice:
–Hable, hable con la señora brasileña que es muy asequible.
La señora brasileña estaba sentada detrás de mí, era considerablemente gorda y
llevaba un correcto vestido negro. Comía tostadas con manteca y mermelada; vacilé en
sentarme a su mesa, me miró con grandes ojos sorprendidos. Era una mujer de unos
cincuenta años, vestida de ciudad. Parecía azorada en este mundo, no entendí cómo
llegó hasta allí, no quiso explicar mucho. Para tentarla a hablar, le dije que en La Serena,
en Chile, habían avistado ovnis o algo parecido. Paró la oreja y pidió exactitudes, como
quien busca la dirección de una calle.
En las mesas de la vereda del café había tres que seguramente bajaron del faldeo. Una
rubia, cuya piel de origen era blanca, la tenía color cuero curtido marrón, era una piel
curtida por el sol y los vientos. Sobre el marrón, como manchas de color rosado. Era
norteamericana y reticente. Me dijo:
–¿Por qué tú preguntas tanto?
El uruguayo que era su pareja, le explicó. El otro hombre era italiano, de Verona, según
dijo. Él parecía nómade (dicen de qué lugar vienen pero no parece importarles mucho).
La mirada nómade es la del que ve muchas cosas y ni se asombra ni se casa con nada. El
uruguayo, no. Podía haber sido estudiante, comerciante, empleado. Le dije:
–¿Le enseñaste castellano variante uruguaya?
–Sí –me dijo–. Ella dice “botija”,“ta” y “seguro”.
A ninguno le importa cómo llegó hasta allí, porque la idea es que uno no va hacia algo,
es algo de afuera lo que llama. La norteamericana dijo señalando al uruguayo:
–Él me trajo acá.
Y el italiano:
–El cerro me trajo.
Sigo mi camino y leo otro anuncio: “Lunes 30 de abril. Preparémonos para la ascensión
planetaria, en busca del hombre diamantino”. Tanta altura me marea. Por suerte, en un
negocio de remeras, aparece una con una inscripción que muestra el más puro y
terrestre humor cordobés: “Cuidemos el agua, tomemos fernet”.
Los detalles sobre la vida de un pueblo se obtienen preguntando a unos y a otros, jamás
por la dirección de turismo o de cultura. Yo largo algún chisme o comentario que
escuché por allí y se lo cuento a un tercero para corroborar si es cierto. Aquí se pica el
orgullo lugareño, que quiere saber más y enmendar la plana. Pero en Capilla del Monte
hay una dificultad, que es que no quieren hablar de ciertas cosas para que no los tilden
de esotéricos. Por ejemplo, el dueño del café Kafka me dijo:
–Vaya a ver al herrero que vive a mitad de cuadra, él sabe mucho de...
Fui y el herrero me atendió lo más bien, me dijo que era de Buenos Aires y que había
ido a Capilla por el aire (es muy seco y energizante), pero añadió:
–No, no estoy interesado en ninguna de esas cosas. Volví al café para reclamar al
dueño y me dijo:
–Esconde, ha dado charlas.
Es el último día que me quedo y me voy a comer a Soma, restaurante vegetariano
recomendado. Estaba cerrado. Voy a preguntar cuándo abren a la ferretería de enfrente.
Hace un frío loco. Los dos ferreteros son chicos jóvenes que me cuentan chismes a
rabiar. Que la vegetariana “Soma” era de un mexicano y ahora se la vendió a un francés.
Que las arquitectas de acá a la vuelta (nadie diría por la pinta que son arquitectas) se
compraron una cuatro por cuatro y el padre les compró una casa poniendo billete sobre
billete, y también que los iba a ver a ellos, como cliente, un muchacho muy simpático,
siempre hacían chistes juntos, y ellos se enteraron por el diario que era narco: lo habían
detenido. También me contaron que el once del once del dos mil once Capilla se llenó de
gente, de turistas, y que espera una multitud el doce del doce del dos mil doce. Parece
que comienza una nueva era o algo así. Uno de los muchachos dijo: “Y, algo debe tener
el cerro, ya que viene a verlo tanta gente de todo el mundo”.
Al comercio le conviene creer. Capilla del Monte vive de cierto tipo de turismo. Hay
muchas dietéticas, muchos tours, unos cuantos restaurantes.
Cuando vuelvo al hotel le comento al hotelero lo del doce del doce y él cordobés de
Córdoba capital y hombre de precisiones, me dice:
–Es el veintiuno del doce, porque se va a producir un corrimiento de Saturno hacia...
Seguí comunicándole mis impresiones sobre lo que veía y me dijo:
–Mire, yo he visto cada cosa acá que sería largo de contar. Acá al hotel han venido a
alojarse las madres de los chicos que viven en el faldeo y estas abuelas han traído los
bebés al hotel para bañarlos acá. Y una señora, se lo llevó a bautizar a escondidas.
Cuando llegué a San Marcos, era el día de la fiesta del patrono. La plaza estaba llena de
hippies, de criollos, algunos con la bandera argentina, de personas con aspecto de
profesionales o empleados locales y de perros que daban vueltas. Terminaba de hablar el
cura y anunció una gran fiesta vecinal en el terreno que linda con la capilla. Yo tenía
ganas de ir con valija y todo al festejo, pero la dejé en el hotel que me recomendó el
colectivero, a veinte metros del festejo. El hotel es un chalet de un solo piso y las
habitaciones dan a un patio central, muy cuidado, con frutales. Bordeando el patio, tres
hamacas paraguayas, mesas y sillones con ceniceros artesanales, todo decorado con muy
buen gusto. La habitación con artesonado de madera y ladrillos a la vista, es enorme y
tiene varios vitraux. Lo curioso es la llave. No tiene número, tiene un aditamento de
madera donde se lee: Madera. Así se llaman los cuartos; Madera, Metal, Fuego, Tierra y
así sucesivamente. Patricio, el dueño del hotel, me dice que deje nomás la valija, que esa
fiesta va a durar hasta la noche. En el terreno hay una mesa donde se come locro y
empanadas, vino y gaseosas. Hay familias enteras, venidas desde cuatro o cinco
kilómetros y se hace cola para el ticket y para el locro que van preparando unas señoras
a medida que llega la gente y a veces hay que esperar que esté hecho. Acá la gente no se
impacienta ni dice cosas como en Buenos Aires: “Qué barbaridad, ya debería estar hecho
el locro”. Me acuerdo de algo que escuché en Capilla: “Disfrutá la espera”. Todos
disfrutábamos la espera y mirábamos un escenario donde se empezaban a preparar
grupos de paisanos y paisanitos vestidos para bailar folklore. Primero cantó un grupo
local, con el canto reforzado por un equipo de sonido que manejaba un hombre mayor,
vestido de negro, de pelo blanco y largo, con aspecto de clérigo severo y bondadoso del
siglo XIX. Apretaba unos botones, pero yo me lo imaginaba tocando el órgano (después
quise entrevistarlo pero me disuadieron: “No, si tuvo un pico de presión, no, es difícil,
vive como a cinco kilómetros”). No parecía asombrado en la fiesta por venir de tan lejos,
parecía en su salsa. Después tocaron chacarera y zamba y los veinte perros que
circulaban entre la gente, se alborotaban con la chacarera y se aquietaban con la zamba.
Me senté en una mesa de criollos, la señora me dijo que vivían como a ocho kilómetros,
y su marido hizo gala del humor cordobés; se comentaba que el cura se iba y dijo: “Este
pueblo es como el cáncer, no tiene cura”.
En ese predio de tierra había elegantes señoras mayores, hombres fotografiando con su
celular, barbas tupidas, rastas, bebés, un nene corría a un perro con revólver de juguete
y nadie lo miraba ni le decía nada que fuera una objeción moral o de otra índole, se
bailaba arriba del escenario con traje de gaucho y paisana y abajo, todos los que
quisieran acompañaban. Una chica hippie, o como se denomine, bailaba una chacarera
con su compañero pelilargo y barbado, ella con mucha gracia, él hasta se daba maña
para zapatear un poco, él tendía a hacer movimientos como de pájaro en vuelo, ella
bailaba descalza, sobre piso de tierra.
Doy una vuelta alrededor de la plaza. El pueblo termina a dos o tres cuadras de cada
esquina, termina y no termina, porque las casas van espaciándose mucho y de repente
aparece muy lejos como un pequeño centro. Los anuncios de los negocios son variados,
un local se llama “Centro del alma. Yoga Pilates”. El “Centro del alma” está cerrado. Ahí
los negocios no abren por obligación, el dueño abre cuando lo desea. Si hace muy mal
tiempo nadie sale de su casa, se dedican a la armonía interior o a mirar algo por
Internet. Al lado hay una casa de modas elegante dentro del estilo hippie, un vestido lila
de tela suave, con cinturón trenzado verde y violeta. Cerca, una casita escondida detrás
de árboles altos tiene un cartel: “Ángeles y hadas”. Venden adornos varios, las hadas de
la vidriera tienen la cabellera azul, verde y naranja, también hay ET verdes, todos
artesanales. En la vidriera del local “Prana” se anuncian cursos: Uno: “Cómo tratar a la
tierra, entenderla, analizarla y corregirla”. Y otro: “Plantas enemigas y compañeras,
tablas de afinidad”.
Los letreros me hacen acordar de lo que decía Foucault en “Las palabras y las cosas”
sobre cómo se consideraban las plantas en el Renacimiento hasta que llegó la taxonomía
actual del mundo vegetal; las plantas se clasificaban por sus simpatías y antipatías. Otro
cartel: “Cursos de clown”. Hay también fútbol femenino. A dos cuadras, con un marco
verde hermoso de árboles está la plazoleta de la Pachamama, con asientos y mesas de
piedra, donde me senté a fumar un cigarrillo. No se veía nadie y me acomete el espíritu
citadino; quiero tomar un café, quiero comprar un marcador de punta fina, quiero... Los
deseos son infinitos, pero son las diez y está todo cerrado. Debe ser porque amaneció
nublado y gracias a Dios hay un café que está abriendo y me atiende una señora
encantadísima de tener una clienta. Al ver que el café funciona bajan de un auto dos
muchachos de traje y corbata a desayunar. Son promotores de autocrédito. Habla uno
por el celular y escucho:
–¿Qué tarjeta tiene? ¿Ninguna? Ah, naranja.
–¿Usted es casado o juntado? ¿Cómo se llama ella?
Que venga Mariana al teléfono.
Me doy vuelta y le digo:
–En este pueblo vas muerto para eso.
–No, hablamos a otro lado.
Son de Córdoba capital y rapidísimos. Desayuno y miro otro negocio “La cebra sobria”.
En la vidriera un saquito muy lindo de manga larga de color natural. Me lo pondría.
Ricardo
Ricardo hace treinta años que está en San Marcos, tiene el pelo largo y una cara noble y
caballuna. Hacemos la entrevista en un banco de la plaza “Para que no haya orejas”,
dijo. Y cuando empezó a picar el sol, él se cubrió la cabeza con un gorro y yo con mi
echarpe. Iba pasando gente y lo saludaba.
–¿Qué hacés acá?
–Nada. Disfruto de mi tiempo haciendo cosas distintas todos los días, voy a bailar
cuando hay bailes populares, el folklore me gusta, todo menos el cuarteto. Cuando fue la
fiesta de la tierra había candombe y bailamos todos en la plaza. A mí me echaron los
milicos de Buenos Aires, yo me vine con la guerra de Malvinas, soy totalmente
antimilitarista, cuando se establecen jerarquías, alguien debe obedecer y otro mandar.
Lo mismo en la iglesia. Yo me obedezco a mí mismo en mi cuerpo, pero que me lo diga
él, me da órdenes físicas, me dice: “Tenés que darme de comer”, el cuerpo está
entrenado, sabe cuánto dinero tengo. Porque la comodidad es un vicio y una atadura,
celular, coche, todo esto tiene otros enganches, evito los enganches y estoy suelto, más
cómodo. El primer cuidado del cuerpo es que si cae, lo levantás, y si estoy enfermo trato
de activar, para no dejarme caer. Hay un dicho paisano de acá: “Tirando para no aflojar
y aflojando para no cansarse. Entre tanto, viviendo”.
–Pero hay que tomar el timón de la vida, porque si no uno termina aburriéndose.
Pasa una chica con cara radiante y lo saluda. Le comento:
–Qué alegre parece.
–Está contenta porque está tranquila, no está apurada.
Yo no compito con nadie, no me comparo con nadie, creo en lo personal. En lo político,
a veces tengo ganas de votar, a veces, no. Acá no se sabe lo que puede pasar mañana,
puede nevar, hacer calor, caer piedra o venir un huracán.
San Marcos tiene un microclima, no digas que es lindo, no es ni lindo ni feo. Acá hay
gente que vive toda su vida dentro de la casa, lejos del centro, en Sauce, en Rincón, esa
gente se hace amiga de los vecinos, en San Marcos no es fácil no tener nada que hacer
porque empieza la “curtición” de ratones, se juntan con los vecinos para hablar mal del
otro, en Buenos Aires es distinto porque hay muchos ratones para curtir, acá el ánimo
puede ir en sube y baja, esto le gusta mucho a los que son...
–Maníaco depresivos.
–No, ese lenguaje no me gusta nada, es demasiado carnicero, me gusta lo que dice
Lawrence en “Fantasías del inconsciente”.
–¿Y cómo te llevás con los criollos?
–Personalmente hay gente criolla que considero de mi familia. Al cordobés no le gusta
que lo apuren porque se enoja, vos vas a la puerta y esperás, no pasás la puerta si ves
que está adentro y no sale, es que no quiere salir. Pero hay cosas que a ellos no les
gustan, como el amor al aire libre.
(Yo vi un negocio con un cartel “Prohibido entrar con el torso desnudo”.)
–Acá hay muchos nómades que se disfrazan de artesanos para seguir nomadeando.
Pasa un criollo muy alto y robusto con unas rastas que son un desafío para cualquier
escultor. Lo saluda. Pasa un morocho muy grandote con un sombrerito chato y saluda
cordialmente.
–Ese vive en la calle –dice. –Acá nadie pregunta la historia de cada uno, pero a la
larga las historias de vida se retransmiten, no hay anonimato, a la larga todo se sabe, y lo
que no se sabe se sospecha o se piensa. Acá entrás y estás siendo alguien, por el modo
cómo tratás al carnicero ya te pintan.
–Me dijeron que viajaste mucho.
–Toda Sudamérica, de Tierra del Fuego a las costas del Caribe y Argentina de punta a
punta.
–¿Y ahora no vas a viajar?
–Ahora cuesta mucho salir del San Marcos porque el invierno es duro, acá se
consume y se produce el diez por ciento en relación a Buenos Aires.
–¿Y en qué trabajabas en Buenos Aires?
–Fui publicista y también periodista, yo estoy acá librianamente buscando el
equilibrio, tratando de equilibrar la falta de respeto a la naturaleza, ese desprecio.
–Me dijeron que tenés un programa de radio.
–Sí, en la radio “El colectivo”. Es un colectivo que sale de la radio y da vueltas
respondiendo a las necesidades de la gente, mandan mensajes, buscan lugar para vivir y
trabajar. Acá se paró una mina a cielo abierto.
Pasa otro y saluda. Me dijeron que Ricardo vive en un colectivo.
Toti y compañía
Paréntesis
En la habitación del hotel hay un cartel en lo alto, rector: “Si quieres fumar, hazlo en el
jardín”. Si fumo,¿qué ley transgredo, qué energía desparramo? Hay algo en el aire que
me dice: “No importa si te dormís o no, el sueño va a llegar si es que tiene que venir”.
Como dicen ellos, uno no va a las cosas, las cosas vienen a uno. Y ese desodorante. ¿No
será un olor impuro, “beschado” como dicen en El Bolsón del aire de Buenos Aires? Y
me parece que me muestro demasiado apurada para conseguir las entrevistas. ¿Será
conforme a las reglas de la lima y la rima buscar entrevistas? Porque como dijo Ricardo,
aquí nadie pregunta a otro de dónde viene o cuál es su historia. Aquí la gente se
manifiesta cuando habla con el almacenero. ¿Estaré hablando con el almacenero comme
il faut? Compré unas cosas y puse todo en la heladera del hotel en una bolsa. Aparte de
que en general ellos bolsa no usan. ¿No será contra el espíritu comunitario separar la
comida propia en una bolsa?
Estoy escribiendo esto en un bar, pasan música de los Beatles y estoy en un estado
totalmente placentero. Me quedaría dos horas acá sin hacer nada, todo a mi alrededor
me invita a ello. Pasa un nene muy rubio, de unos siete años, sobre un caballo negro y en
la esquina hay dos que están jugando con unos perros. Pero me voy a levantar, corro
peligro de quedarme cinco años papando moscas, como dijo un residente: “Acá, el que
no le da una orientación a su vida, puede pasar cinco años tildado, papando moscas”.
El hostal “La posada de Argimón” tiene el espíritu de la vieja casa de huéspedes donde
todos se conocen y charlan entre sí. Tiene una pequeña biblioteca donde están
Saramago, Fontanarrosa, Castañeda y algunos libros en la línea de geometría sagrada y
otros rubros que no revisé. Sus dueños, Roxana y Patricio, son nuevos, se instalaron
hace cuatro meses, el espíritu es el de la vieja posada, pero sus huéspedes son de ahora,
siempre hay alguno en la computadora, o grupos tomando mate en la mesa de afuera, al
frío. Hay huéspedes brasileños, visitas varias y en el patio hay sillones muy cómodos que
los dueños trajeron de sus casas. Le pregunto a Patricio qué hacía antes de venir a San
Marcos. Dice: “Vivía en Olivos, era ejecutivo de una empresa multinacional, yo de chico
quería ser guarda parques, quería vivir al aire libre, y estaba cansado de esa facultad
desde el primer día que cursé, pero terminé la carrera. A mí no me gustó el mundo del
dinero, ni el de la farándula, con los que estuve vinculado, pero reconozco que el dinero
me permitió viajar por muchas partes del mundo. Acá vinimos con Roxana juntos pero
separados, separados pero juntos, con un proyecto para nuestra hija Abril, para que viva
otro tipo de vida que la que se da en la ciudad”. (Abril tiene nueve años y va a la escuela
que queda a la vuelta y es compañera de la hija del cacique, los chicos pueden andar por
la calle a cualquier hora.)
A Roxana también le pregunté por qué se vino: “Yo hasta hace cuatro meses era
azafata, me gustó la energía del lugar, hice amigos acá, tengo un grupo, pero extraño los
afectos de allá. Acá la gente maneja otros tiempos, no vive acelerada, yo ni sé qué día es.
Toda esta gente que viene, lo hace buscando la energía del lugar y por lo menos tres
veces por día, te cruzás con la misma persona por la calle. Yo televisión no miro, el
diario no llega al pueblo, las noticias llegan de manera lejana, no repercuten en la gente.
Estoy empezando a leer, estoy leyendo ‘Éxito cuántico’”.
Roxana es muy elegante y sospecho que ha tenido ingerencia en el diseño del patio y de
la tarjeta del hotel; es una tarjeta artesanal, como corresponde, que representa a un
hippie todo vestido de blanco. ¿Será por eso de la luz? Es un hippie prolijo, con
cuidadosos parches redondos en las rodillas.
Me voy a leer al café de la esquina y en la mesa de al lado hablan en inglés y en
castellano dos extranjeros. Uno de ellos habla castellano sin el menor acento. Toman
cerveza. Me acerco a hablar, el menor es holandés, el mayor, inglés. El holandés tiene un
descuido reciente, como si se hubiera abandonado un poquito, como si hubiera tomado
unas módicas vacaciones de aliño y limpieza. El inglés, pese a que lleva el pelo corto y va
de traje, da la impresión de ir sin medias, lo imaginé contrabandista o algo así por el
aspecto vencido o curtido, como a veces se ve en gente que ronda la delincuencia. Me
dijo:
–Yo no creo en ninguna de las cosas que creen acá. En nada.
Le tiré de la lengua y le pregunté qué pensaba del chamán que había fundado “Pozo de
luz”, un complejo elefantiásico hecho de piedras en las afueras de San Marcos, a quien
pusieron preso. Me dijo:
–Ese es un chanta, vende en Ezeiza autos de colección. Al ratito volví al hotel, Patricio
estaba cortando una madera, le conté que hablé con el inglés en la esquina.
Me dijo con desprecio:
–Ese inglés es un borracho perdido.
Qué misterio el de los ingleses que se trasladan a cualquier parte del mundo, sin creer
en nada, ni tener ninguna intención de encantarse con los panoramas; ellos viajan sólo
para beber.
Entrevisto al cacique Leopoldo Tulián, descendiente del cacique del mismo nombre
que tiene una escultura en la plaza. Me concede media hora de su tiempo y conversamos
en el centro de jubilados, donde es muy respetado. Me siento incómoda porque he ido a
invadir un espacio donde debe hablar de cosas privadas, pero escucho a don Leopoldo:
“Antes, hace unos cincuenta años, el pueblo fue formado como comunidad. Estaban las
familias chiriguanas, los Reina, los Ochoa, los Tulián, los Ocharga. No era la comunidad
que vivía bajo un mismo techo, pero colaboraban en trabajos de siembra, de cosecha,
crianza de animales y también consejería. Acá se vivía de frutales, la parra, todo se hacía
para consumo propio y existía el trueque. Toda esta plantación era de pie firme, sin
injerto. Las chacras eran con rotación de cultivos. El grano grueso de maíz para los
animales y personas, había trigo, centeno y cebada. El pan era casero, Todavía está el
molino de molienda. Los canales de riego han sido construidos por los regantes y
cuando vino la hidráulica, empezaron a funcionar cada vez menos. La hidráulica sólo
estaba para hacerse ver, todo lo debía hacer el regante. Son instituciones que viven a
costilla de la gente. Se llevaba lo que quedaba a vender a Capilla del Monte, a lomo de
caballo. En una segunda etapa se empezó con los viñedos, y al comienzo muy bien, pero
se encareció por los intermediarios. Luego vino la etapa de las verduras, al comienzo
mucho entusiasmo y luego decayó. San Marcos Sierras siempre fue conocido por el
turismo, tiene un clima especial. Hace mucho tiempo que existe el turismo, eran
naturistas, había varias colonias naturistas, grandes hospedajes. Pero tropezamos
cuando vinieron los famosos hippies, Acá hay dos clases de hippies, el limpio y el que no
le gusta bañarse. Han venido con la excusa de que eran un pueblo tranquilo, lo
engrandecieron porque ahora pasa a ser ciudad, una vez que entraron hacen su visa
aparte. La gente nativa recibe bien al que viene con respeto, pero también al volverse
más grande el pueblo se necesitan más servicios, más luz, agua corriente, no alcanzan
los servicios para tanta gente”.
Me pareció que el cacique tenía bastante razón. En la radio, fuera de programa, dos
locutoras venidas de Buenos Aires hablaban así:
–Esto ha sido una invasión.
–(Irritada.) ¿Por qué decís invasión? Uno con su dinero se puede ir a donde quiere,
puede comprar lo que quiere...
Y yo me pregunto y no tengo la respuesta: ¿Imponer el derecho de comprar lo que uno
quiere cuando quiere no es acaso un principio capitalista, propio de la sociedad de
consumo, de la que la mayoría de los entrevistados dice huir y preservar la naturaleza,
no implicaría también preservar ciertas formas sociales que son respetadas en la
comunidad donde se insertan? ¿Puede uno respetar el agua, la piedra, la tierra, en fin
tener principios ecológicos y no mirar a la gente que es originaria de una comunidad?
De todos modos creo que es inevitable una mestización, una mezcla de culturas en el
futuro.
Vuelvo a Tandil después de treinta y cinco años; no reconozco nada o casi nada. Tengo
el recuerdo de casas de color gris, blanco, alguna crema, todas en un centro chico.
Chalets, sólo en la zona del calvario. También la recuerdo como una ciudad de ritmo
rápido y de habitantes muy trabajadores; había muchas bicicletas y los hombres se
prendían los pantalones con broches de la ropa para no enredarse. Ahora hay autos y
más autos y muchos edificios céntricos de muchos pisos. El color de la ciudad cambió;
muchas casas están pintadas de colores vivos, pasa por la calle gente muy bien vestida.
Busco afanosamente algo que pueda reconocer: encuentro la plaza de la iglesia, las casas
aledañas a la iglesia, esta misma. Y este lugar por donde ha pasado tanta vida, tanta
anécdota, será llamada en un futuro cercano con el pomposo nombre de “Casco
histórico”.
Tandil creció primero con las canteras y caleras en los primeros años del siglo XX.
Llegaron muchos picapedreros de afuera: italianos, españoles, yugoeslavos, además de
los criollos. Poco después comenzó la industria metalúrgica. Un chofer me lleva al
parque industrial situado cerca del centro. El parque decayó con el proceso y repuntó
desde hace unos quince años. Ahí están todas las industrias: metalúrgicas, fabricación
de calefactores, rectificación de automotores, cuchillería, industria alimenticia de todo
tipo, fábricas de cemento. Por cualquier lugar que se recorra, se ven los cerros, y el cerro
“Las Ánimas” muestra distintos tonos de verde. Le pido al chofer que me lleve a un
barrio humilde; no hay villas miseria en la ciudad; el barrio es nuevo, se llama “Arco
Iris”. Es un nombre esperanzado, la gente cuida sus casas y su nueva escuela técnica
muy grande y bien construida. (Hay muchas escuelas técnicas en Tandil.) Pasamos por
un sub centro “Villa Italia”, según Néstor di Paola, autor de “Último tango del sur”. Villa
Italia era tierra de músicos y cantores: “Uno iba caminando por la calle y escuchaba a
uno tratando de sacar un tema. La calle era como una serenata perpetua”.
Y una vuelta por el centro: anuncios de cursos de todo tipo. En el bar Tito: “Curso de
lengua por señas”, “Curso de percusión africana” y en la biblioteca Rivadavia, de larga
historia, “Estudios de materialismo espiritual. Taller de seminario vivencial donde se
proyecta una película con temas materiales y espirituales”. Ya en la biblioteca, el público
habitual de chicos de colegio, pero además dos señores mayores devuelven los libros que
han leído, uno con boina y pañuelito rojo al cuello. Una mujer entra a leer el diario
relajada, se sienta sin pedir permiso a nadie, hace un pequeño alto en el camino.
En la calle, un cartonero trabaja prolijamente juntando cajas de una gran tienda, lo
hace sin desparramar una pizca de basura. Y en un café cercano está jugando Del Potro,
crédito de Tandil y del país entero; el televisor está encendido sin audio; sólo un señor lo
mira, el resto está en sus cosas. La mayoría lee el diario; el clima del café y la distancia
entre las personas son similares a las de los cafés del centro de Buenos Aires. Por la
televisión se ve a los hinchas argentinos que se cubren con la bandera argentina y la
agitan. ¿Y en el café? Nada. Voy caminando hasta la feria artesanal (varias cuchillerías
artesanales) y comento lo que vi con la puestera, que es de Rauch, un pueblo cercano, lo
que vi en el café. Me dice:
–Y acá son medio fríos. Viene Víctor Laplace que es un actor de acá, y nadie se le
acerca, acá hay un ritmo muy apurado.
Voy caminando hacia fuera de la ciudad. Cartel de una veterinaria: “Con la democracia
se come, se cura y se educa”. Debajo: “Royal Canin”. Las malas lenguas me cuentan
muchas cosas sobre la ciudad. Que ha venido mucha gente a la ciudad de otros lados,
que en el cerro hay un barrio que llaman “Los bolivianos”; sus habitantes trabajan en la
construcción (antes habían tenido barrios de chilenos que trabajaban en las canteras) y
a estos les atribuyen todos los robos que se dan en Tandil. Pero también viene gente de
buen poder adquisitivo que se instala en la sierra y viene de vez en cuando como si fuera
una casa de fin de semana. De ellos sospechan y se preguntan “¿De qué viven?”.
Junto al lago, hay un enorme monumento al fundidor, dicen que el salamín es tan
producto autóctono como el fundidor, se merecería un monumento de igual tamaño. En
el lago, el intendente instaló un juego de aguas: lo llaman “El bidet del intendente”. A
algunos no les gusta la réplica de plástico o algo similar que hicieron de la piedra
movediza.
Y llegó la hora de la siesta, casi nadie anda por la calle salvo los motoqueros. ¿Serán los
únicos que no duermen siesta?
El club Independiente
La escuela de tenis donde se entrenaron Del Potro, Mónaco, Zabaleta y varios más,
todos tenistas muy importantes a nivel nacional e internacional, es un club que a simple
vista parece un club de barrio; más aún, con añadidos, en la parte vieja unos hombres
juegan a las barajas por porotos, en la otra entrada no hay ningún afiche del astro Del
Potro, hay uno muy módico en su interior. Puedo entrevistar con toda tranquilidad a
Marcelo Gómez, el entrenador de Del Potro de los siete a los dieciocho años. Nos
sentamos en un gran bar donde pululan chicos de unos doce años de todos los tamaños
y colores. Pertenecen a la escuela de entrenamiento del club, de larga data. A ella vienen
chicos de toda la Argentina y de países vecinos, muchos chilenos y brasileños pero
también mexicanos. Ahora tenían una nena húngara. Los padres les pagan la pensión en
Tandil y también el entrenamiento, el chico suspende su escuela secundaria en los años
que dure su internado con la ilusión de que lleguen a ser top ten. Dice Marcelo Gómez
que a la meta, llega uno de cada cien mil. Pregunto:
–¿Cuáles son las condiciones de un tenista destacado?
–Debe tener hambre de gloria, resistencia a las frustraciones, resistencia a la
monotonía, van siempre a los mismos hoteles, ven a la misma gente y además no
pueden festejar, beber, fumar, porque los partidos son muy cercanos en el tiempo. Hay
quien lo hace, pero eso se paga.
Hablamos de distintos tenistas, dice que Federer sabe que puede resistir. Dice que es
un deporte como el boxeo, a matar o morir.
–¿Y ningún tenista se aburre de jugar al tenis y quiere hacer otra cosa?
–Claro, mire Gaudio, está haciendo telenovelas.
–Y ya que usted me dice que en los circuitos internacionales son todos amigos, cuando
ven que le van ganando a un amigo seis a cero, por ejemplo, ¿no le conceden un punto o
una jugada, el punto del honor, digamos?
–Todos ellos son amigos, pero en la cancha son enemigos. Además eso de ser
solidario con el otro se daba en el deporte de antes, que era más un juego, una diversión.
No es diferente el tenis del mundo que nos rodea, el mundo se volvió cada vez más
competitivo.
–¿Por qué Bettina Fulco que gana siempre en dobles no gana cuando juega sola y eso
que hace años que lo hace?
–Y, ella con las rusas no tiene ni como para empezar.
–¿Por el físico?
–No sólo por el físico, a las rusas chicas cuando se portan
mal las golpean, en cambio vio cómo nosotros criamos a
las chicas, entre algodones.
Villa Cordobita
Silvia Ciancaglini, dueña de la casa donde me alojo, me lleva a Villa Cordobita que
queda en la parte superior del cerro Los Laureles. Lo que primero me llama la atención
es una casa con tantos cachivaches (pedazos de hierro, chapas, palos, partes viejas de
autos) y todo ese entorno parece un castigo, una condena. Deambulan unas gallinas y al
fondo hay unos cerdos, pero es como si no tuvieran color. Comparecen los dueños, dos
hermanos sonrientes y educados que dicen tener el campo del padre para vender, que es
un campo muy valioso, pero no parecen querer redimirse de esa condena vendiéndolo,
dicen que toda la vida han vivido allí como si se tratara de un castillo. Este predio y
mucho de lo que veremos más arriba, me hace pensar en algo que vengo observando en
los conurbanos de muchos pueblos: junto a una casita neta, de jardincito bien delineado,
con las plantas separadas y totalmente identificables, en fin, como dibujada, hay al lado
una con restos de auto viejo, si tiene una enredadera no se ve dónde termina, a veces hay
algún objeto absurdo entre las plantas, a veces tiene una casita anterior dentro del
mismo terreno, o un galpón despintado y uno suele decir: “Qué desprolijos”, pero me
parece que se trata de otra cosa: Es gente que no quiere cerrar el pasado, no lo quiere
tirar. Los de las casitas bien delineadas viven el presente. Los que guardan cachivaches
es porque esas herramientas eran del padre, la casita vieja del perro que se murió, el
carro del padrino que lo dejaba allí. Teniendo el carro, tengo al padrino. Y en este barrio
que se viene poblando desde hace unos diez años, alterna lo viejo con lo nuevo y cada
casa presenta un aspecto diferente. Algunos pintan la casa de colores, podan los árboles,
ponen piedras como adorno. Una verdulería tiene en su jardín un quincho bien
construido, un auto nuevo, flores, el cerco cortado. Al lado hay una tapera y más allá,
una casa concebida como para estar en el centro de la ciudad, con grandes macizos
organizados de flores. Los dueños de esa casa deben ser orgullosos, esa casa parece
decir: “En cualquier lugar donde estemos, somos nosotros”. Junto a ella, una casa
prefabricada detrás, y adelante, los ladrillos para construir la casa de material. Y arriba
del cerro se ha formado un barrio de artesanos, pintores, fotógrafos. Vemos una casa
redondeada como un nido de hornero gigante y su dueño, Agustín Abad, nos invita a
pasar. Dice que está hecha con bosta de vaca, adobe y pasto (como las de San Marcos
Sierras, pero allá construyen con caca de burro). La casa tiene dos ventanas, una más
chica como una lágrima gigante, y otra desde donde puede ver todo el centro de Tandil.
Él es fotógrafo. Dice: “El adobe es fresco en verano y calentito en invierno. Yo vivía en
una casa colectiva. Nosotros organizábamos ‘mingas’, que es el nombre que los
quechuas dan a la construcción colectiva. Acá al lado hay otra casa igual, acá vive un
músico y también un artesano. Y en cada casa hay un espacio para huerta, se cultiva
trigo, papas y verduras”.
Le elogiamos algunas fotos y dice: “Yo expuse en San Telmo, en un bar cultural”.
Está leyendo “La revolución de Dios, de la naturaleza y del hombre”.
Los Hidalgo
Saliendo del microcentro de Tandil (llamo microcentro a lo que está lleno de Banelcos,
Links y supermercados) vive Amaro Hidalgo; lo acompaña su hijo Aníbal. Amaro tiene
ochenta y tres años, es muy alto y delgado. Erguido. Lleva una boina verde. Así como es
nítida su presencia es clara su memoria. Amaro podría ser vasco o criollo, pero llama la
atención su forma de encarar, algo distante pero de frente. Uno entiende, viéndolo a él,
la expresión “es de una sola pieza”. Aníbal, el hijo, no. Es de varias piezas, porque se ve
que ha leído bastante y la lectura trae dudas, ambigüedades; los urbanos somos así.
Amaro dice que vino a Tandil en 1945.
–¿Cómo era Tandil en 1945?
–Se trabajaba en las canteras y empezaba la fundición.
Donde está esta casa había chacras y donde vive Silvia, quintas.
(Ahora todo eso forma parte del centro, prácticamente.)
–Usted siga el adoquín y ahí está el núcleo viejo de Tandil. Donde está la plaza, estaba
el primer basurero municipal.
Aníbal dice: “En 1960 había 60.000 habitantes, en 2012, se calcula algo más de
200.000. La universidad trajo mucha gente que se radicó aquí”.
Le pregunto a Amaro: ¿Usted trabajó en el campo?
–Trabajé en las estancias, en la de Anchorena, fui tractorista, araba, cosechaba, antes
no había cabina, antes la gente pobre no sembraba trigo, porque no tenía equipo, yo fui
a trabajar a Ayacucho, ahí se hizo el equipo agrario Evita.
–Me interesa la vida de los animales.
–Se castraba a cuchillo. Papá tenía uno que era un bisturí, se dedicaba a capar
animales, pero les tenía bronca a los gatos padrillos y los castraba. Pero una vez le hizo
un culito artificial a uno. (No era un gato.) Antes los animales eran muy ariscos porque
estaban en grandes terrenos.
Los toros ariscos han matado algunas veces a los turcos vendedores ambulantes. Lo
mismo los crotos, dormían en los galpones o al aire libre, en el monte, ponían el vino al
sol porque se pone más fuerte. Algunos morían ahí mismo, nomás. Mamá sabía curar a
los animales, a mamá le traían las vacas para que las amansara.
–¿Y si un trabajador quería hacer un reclamo por salario?
–Había una moneda que se acuñaba en la misma estancia, se llamaba “la lata”, se
usaba también una moneda en las canteras. Cuando se hacía un reclamo, depende, si el
que reclamaba era un muy buen trabajador le regalaban una oveja para carnear y si no
era tan bueno, le decían: “Si no te gusta, te vas a otro lado”. Mi padre me contó que el
abuelo tenía un campito de 200 hectáreas y Martínez de Hoz se lo sacó, le dijo “Ahora te
vas enfrente”. Mi padre era muy gracioso, llegó a conocer el velorio del angelito, en el
que para pasar el tiempo hacían adivinanzas, juegos. Tenía un perro que lo llamaba
“Como Vos”. En mi pueblo había piezas muy grandes y cuando se hacían bailes, las
chicas que vivían más lejos se quedaban a dormir todas juntas. Y papá les tiznaba la
cara.
(Esa broma de tiznar a los durmientes era también de Azul, después de todo, está sólo
a unos cien kilómetros.)
–¿Y la escuela?
–Yo fui a la escuela programada, que se progresaba según lo que uno aprendía. A mi
maestra le gustaban mucho las matemáticas y a mí también. Yo me compré mi primer
par de zapatos con un concurso de cálculo que hubo en Necochea, lo gané.
Después la conversación se hizo general y hablamos de los chilenos que trabajaban en
las canteras, de los indios pampas y Amaro dijo:
–Yo conocí a un pampa, gran vecino, tenía la cara redondeada y la crencha corta,
cortada a cuchillo, lustraba su caballo todo el tiempo, lo adornaba.
Le comento a Aníbal la actitud apática de la gente en el café cuando jugaba Del Potro.
Me dijo:
–El tandilero es exitista. Es muy exigente, no se perdona perder.
Amaro dijo:
–Ponga que yo ahora vivo en un barrio de amigos, yo veo a mis amigos.
Los Leones
Me lleva Silvia hacia el campo, a la ruta que va a Juárez. Paramos para tomar algo en
una pulpería de nuestros días. Todo su frente es de chapas acanaladas de color verde
claro. Alrededor, campos de trigo, alguna casa de fin de semana y casitas desperdigadas.
Dentro del almacén, cuatro o cinco criollos juegan a las cartas en una mesa, un
muchacho muy rubio intenta enseñarle a jugar al pool a un nenito. Nos sentamos en un
extremo y nos dieron enseguida pan, queso y gaseosa. Detrás del mostrador, una gran
estantería estaba cubierta de botellas y botellitas perfectamente limpias y ordenadas.
Cerca del mostrador, un paisano con un ojo tapado por una venda blanca tenía ganas de
acercarse donde estábamos nosotras y lo llamé a la mesa. Dijo: “Mi papá estuvo
cuarenta años en el campo. Yo hice la colimba en Zapala, como 16 meses y dije ‘Yo al
campo no vuelvo’, pero volví al tambo, que es lo que sé hacer, me crié en los tambos, en
la colimba fui caballerizo. Todos los animales me gustaron desde chico, hay gente
sanguinaria que le aprieta mucho la cincha al caballo y uno ve que sufre el pobre. Dicen
que la vaca es tonta. Pero es el animal más inteligente que hay y a mí me encantan, yo
las adoro, las abrazo. Tengo tres, Camila, Florencia y la Pirata. La vaca vieja es mala con
la nueva que entra, no la deja comer, la empuja, y el perro la torea a la vaca, la pone
nerviosa. Ciento diecinueve vacas tengo, bah, soy empleado y distingo a muchas por el
nombre, la piba mía sabe el nombre de todas, ‘al toc’.
Yo tuve tres caballos: Solito, Tornado y Micaela, y una vez en mi casa se aquerenció un
pato silvestre, lo traje muerto de frío, le puse Pancho de nombre. Lo reviví con huevo
batido con azúcar, yo llegaba renegado del campo y decía: ‘El único que me entiende es
el pato’. Yo le decía al pato: ‘Comprendeme’. Y él me seguía hasta adentro. Y también
había dos corderos que se metían en la cocina, en la bolsa del azúcar y mi mujer me
decía ‘Matala a la Carina que me rompe todo’. Papá vendió siete petisos para comprar
un televisor. Y cuando supimos de la venta, salimos de la casa, todos corriendo y
llorando. Y total para qué: se veía un sólo canal blanco y negro; todo el tiempo viendo
Bonanza y después había que irse a dormir. Pero ahora, ¡qué distinto! Anoche vi
‘Soñando por cantar’. Y vi a los pescadores de Mar del Plata que cantaban. ¡Qué
hermosura! La televisión te muestra cosas que uno no sabe que existían”.
Época de quesos
Es un local situado en el centro donde se venden quesos, dulces, salamines y embutidos
y encurtidos de toda clase. La casa es de 1860, con ladrillos a la vista pero la han
blanqueado dejando una cuidadosa feta de pared despintada para que se vea su
verdadera edad. La puerta es de un verde seco y sobre ella una inscripción: “Rancho
libre de humo”. A la entrada hay un enorme libro en el que ponen sus opiniones los
visitantes. En su mayoría son de localidades cercanas, Mar del Plata, Necochea, pero los
hay de todo el país. Por todos los cuartos se esparce un fuerte olor a queso; estos y los
salamines están presentes por todos lados. Muchos han escrito en el libro de firmas
“Gracias por estar en un lugar soñado”. Las habitaciones son oscuras, no se ven
ventanas y en cada mesa hay una vela gorda, que chorrea sebo. La habitación siguiente
tiene un sótano. (Dicen que en ese sótano se escondían los dueños, los Santamarina, de
los malones.) En otra sala, cada mesa tiene una horma de zapato antigua, en la pared
afiches antiguos, y en repisas, radios viejas, varias pavas.
Pero me pareció que lo que conservaba más el espíritu de otra época era el patio,
enorme, con sus mesas rústicas y un gallinero al fondo; detrás de un auto negro una
gallina me espiaba. Ese patio conserva “algo” pese a la manía decorativa de sus dueños:
han juntado objetos viejos como si los hubiesen elegido desde lo conceptual “cosas
viejas” y ahí van a parar una tetera y una pava dentro de una heladera vieja. (Antes la
gente no guardaba la pava o la tetera dentro de la heladera, y mucho antes, no había
heladera.) Posiblemente los objetos van desarrollando a través del tiempo una cierta
comunidad entre sí, si se los deja estar y no se mete mano caprichosamente para buscar
un efecto. Prueba está, que el patio, con sus glicinas y plantas varias, su gallinero y sus
bancos de madera parece decir “Aquí hay que sentarse”.
Antes de irme
Trato de recordar todas las actividades físicas y culturales que hacen los tandilenses.
Hacen parapente, Chi kung, que es una armonización de los meridianos que influyen
sobre las vísceras, no me pregunten cómo, Tai chi, talleres literarios, el departamento de
extensión de la universidad tiene talleres para personas mayores, etcétera, etcétera.
Después de todo estamos sólo a unos trescientos kilómetros de Buenos Aires. También
produce Tandil buenos escritores, como Patricia Ratto que escribió entre otros libros
Trasfondo, que trata sobre los integrantes de un submarino durante la guerra de
Malvinas o mejor dicho, usa a los integrantes del submarino para esbozar una metáfora
del encierro. Para ello se documentó durante tres años. Mientras me estoy por ir y
recuerdo todo esto, se me interpone el recuerdo de algo que vi en una vidriera de Tandil
el primer día que llegué: una capita blanca de lana muy fina y como peinada, con un
cuello de piel blanco también, puesta sobre un diminuto vestido de bautismo y otra,
sobre uno un poco más grande, de comunión. Y pensé: “Esto es lo que me llevo de acá”,
y me encaminé a la terminal, para ponerme a esperar el micro mucho antes, con los
paisanos que ya estaban sentados y quietos, bien agarrados a su bolso o valija, sin
moverse de su asiento y mirando todo. ¿Y por qué no circulan por la estación? Porque
están esperando y acompañando el momento central, la partida.
Azul
A diferencia de Tandil, que parece contenida por los cerros y tiene un cielo más oscuro,
Azul parece abrirse al cielo y al campo en sus anchas calles. Los cerros, azulados a veces,
y que según algunos son los que otorgan el nombre a la ciudad, están lejos, desde el
centro no se ven. Según Sarramone, autor de “Historia del antiguo pago de Azul”, en sus
comienzos esta ciudad era un fuerte con 44 ranchos. La catedral actual era una modesta
capilla (en la catedral, un cartel: “Hostias para celíacos, sin gluten”). En 1879 Zeballos
dice de Azul: “Es una ciudad extensa con una edificación opulenta y una riqueza
palpitante”.
Los viajes eran duros. Antes de la llegada del ferrocarril, hacia 1850, el viaje entre
Buenos Aires y Azul duraba unos diez días y las tropas de carretas cargadas con
mercadería, llegaban cubiertas de barro y los carreteros también.
Tomo un taxi para una recorrida global. El taxista me pasea por la costanera donde,
según me dice, todos los años se realiza la fiesta de la vaca, con asado con cuero en el
parque. El cementerio es notable, con su portal que es una imagen de unos cinco metros
de altura y dentro del mismo hay bóvedas de los más variados estilos, una barroca con
una torre, parece una capilla. Le pido que muestre un barrio cercano y las calles están
sin asfaltar. El chofer dice: “Sí, el intendente se ocupa mucho de la cultura, pero no hay
trabajo. Mucha cultura, mucha cultura, mucha cultura, pero no asfaltan las calles”.
Campo adentro
Catrieleros
Los indios de la tribu de Catriel se alistaron con el gobierno de Buenos Aires en varias
oportunidades. Era lo que se llamaba “Indios amigos”, y lucharon contra los del sur,
junto con Coliqueo. Como ha sido regla, sus servicios no fueron recompensados como se
debía. El payador Osvaldo Urbina, en sus prosas gauchescas, los describe así en una
poesía titulada “Abuelo Pampa”:
Por defender a su gente
Muchos caciques pactaron
y a los fuertes se arrimaron
para vivir mansamente
pero el blanco era exigente
le dio trato de tirano
y en vez de tender la mano
hacia el hombre de la tierra
le obligó a llevar la guerra
contra sus propios hermanos.
Juan Catriel reclamaba una porción importante de tierras en Azul y en Tapalqué, pero
la ley de 1872 le concede sólo 20 leguas. Alrededor de 1870 Álvaro Barros describe así a
los Catriel: “Tienen sus tolderías en los pueblos de Azul, Tapalqué y Olavarría. Azul es su
principal centro de comercio y allí venden sus pieles y sus plumas de avestruz. Conocen
perfectamente nuestra moneda, se visten como nuestros paisanos, saben distinguir el
vino bueno del malo, toman cerveza inglesa y conocen todos los licores que se importan
de Europa”. Añade: “Muchos de sus niños van a la escuela, crían vacunos y lanares”. El
cacique emblemático de Azul es Cipriano Catriel. Cipriano cooperó con las fuerzas
nacionales en lucha contra Cafulcurá. Fue muerto junto con su secretario por su
hermano Juan José, que militaba en el bando opuesto, en 1874. Pero la familia Catriel
dice que fue muerto por fuerzas militares y que se culpa injustamente a su hermano.
Otro poeta criollo y payador canta así a Cipriano:
La costanera se llama Cipriano Catriel y una escuela, también. No les devolvieron las
tierras que siguen reclamando, pero todos los años, el día del crisol de razas o de las
comunidades indígenas o de algo similar Marta Catriel, biznieta de Cipriano, dice un
discurso alusivo; a esta altura, ya debe estar convencida de que con hablar nada se
pierde pero tampoco nada se gana. Yo había ido a Azul hace unos cuatro años y quise ver
dónde vivían los Catriel: viven en un barrio cerca del centro, humilde pero no tanto, con
algunas casitas lindas y bien hechas. Quería hablar con Marta Catriel y me acerqué a su
casa. Lo único curioso de esa casa es que estaba cercada por altos muros o tapias. Ella
entreabrió la puerta con sigilo, escuchó que se trataba de una nota y con la puerta
entreabierta me dijo:
–Discúlpeme, me tengo que ir a Buenos Aires.
Y ahora, en casa de Florángeles Turón, quien enteró a Marta Catriel del motivo de mi
visita, le dijo que sí, que me iba a venir a ver, pero después le dijo que se tenía que ir a
Buenos Aires. La comprendo, están con el reclamo de tierras, yo no la puedo ayudar en
nada, posiblemente una entrevista se vea como sacar y no aportar.
Florángeles ha tratado mucho a Marta y a su madre, Matilde Catriel. Me cuenta
Florángeles que hablando con Marta dijo al pasar: “Yo pienso que...”. Y Marta le dijo,
como si se tratara de algo grave: “¿Qué ha dicho usted?
¿Cómo se va a decir lo que se piensa?”.
Y es interesante, porque la reserva del pensamiento es un poder. No olvidemos que
aunque están absolutamente mezclados en la ciudad, algo de rencor debe subsistir. De
ahí la reserva del pensamiento, de la palabra y de la promesa.
Dice Florángeles que una vez le preguntó a Marta si iba a la iglesia y le contestó: “Para
qué voy a ir yo a un lugar oscuro, a adorar una estatuita que es un hombre”.
Pero para Florángeles, la que era una fuente constante de ocurrencias era doña
Matilde, la madre de Marta. Una vez fue con ella a Los Toldos a un congreso de pueblos
aborígenes y le preguntó a doña Matilde si estaba cansada: “¿De qué me voy a cansar si
estoy sentada?”. Y el chofer dijo con pesar: “Ahora nos toca la vuelta”. Matilde dijo: “La
vuelta es siempre más corta que la ida”.
En otra ocasión, un grupo político quería quemar en el centro de la plaza la bandera de
los Estados Unidos y reclamó la asistencia de la comunidad indígena.
Matilde dijo: “Sepa que la bandera no se quema, ninguna bandera. Si usted tiene
problemas con el presidente de Estados Unidos, vaya y peléelo allá”.
Un joven antropólogo de Azul consiguió una beca para trabajar en una comunidad
africana y tuvo la peregrina idea de querer llevar a Matilde y a otros integrantes de los
Catriel allá para que conocieran a los africanos, como cuando uno reúne a los primos de
una rama y quiere que conozcan a los de la otra para ver qué cara ponen unos y otros.
Doña Matilde no quiso ir y dijo: “Ir es fácil, pero quién me garantiza la vuelta”.
Florángeles me dice: “Muchas veces le pedí que me enseñara aunque sea unas palabras
de la lengua pampa, me decía que mañana, que después, pero no logré que me enseñara
una sola palabra”. Si el pensamiento es un poder, la lengua también lo es. La nieta de
Cipriano mereció una poesía del poeta campero Alberto Belecco en su libro “Mi tropilla
de versos”. El poema se llama “Doña Matilde Catriel”:
El orgullo cervantino
“Temblad, temblad gigantes del mundo, temblad, que aquí estamos los azuleños.” Leo
esa frase con asombro. Está en una de las excelentes guías que preparan todos los años
para el festival cervantino. Siempre me pregunté, con algo de ironía, de dónde les viene
a los de Azul tanta pasión cervantina. Me lo explica Gonzalo, de la dirección de cultura:
“El doctor Ronco era aficionado a la lectura del Qujote y del Martín Fierro, y tenía
grandes colecciones de ambos textos. En 1932, para el centenario de la fundación de
Azul, él organizó una exposición Cervantes a la que asistió el embajador de España en
Buenos Aires. Al morir Ronco, su esposa donó las colecciones y la casa para fines
culturales”.
Y ahora van por el quinto festival realizado y preparan el sexto. Dentro de la misma
dirección de cultura hay alguna crítica; por ejemplo, que no han llevado ninguna
manifestación artística a los barrios. No sé si vale la crítica teniendo en cuenta que Azul
tiene 80.000 habitantes y los barrios están muy cerca del centro, y además muchas
actividades y encuentros que realizan en el marco del festival son al aire libre, en la plaza
San Martín, en la costanera. Otras en los clubes y en el Teatro Español, otro orgullo de
los azuleños. Retiro mi ironía: los festivales cervantinos no se ocupan sólo de Cervantes:
las actividades abarcan todos los rubros posibles de la cultura y el deporte. Sólo en
música, todos géneros: rock, jazz, folklore, reggae, salsa, música sinfónica, ópera.
Trajeron entre otros a Rada, Vicentico, la sinfónica nacional, la ópera del Colón. En
cuanto al teatro, fueron visitados por Bartis, Cristina Banegas: ofreció un espectáculo de
danza Ana María Stekelman, y es innumerable la presencia de figuras en todas las artes.
Pero también hay visitas guiadas, ciclismo, diseño y gastronomía. En la puerta del teatro
Español hay un gran cartel “El sexto festival cervantino se pone en marcha”. Han
trabajado el tema de la memoria, estuvo Estela de Carlotto dando charlas y también los
veteranos de la guerra de Malvinas. Trajeron cocineros manchegos, cantantes y
pianistas cubanos, se tradujo el Martín Fierro al quechua. ¿Qué más pedir?
Tiene de cabecera
Dos patas hacia delante
Sueño corto, vigilante
Siempre con la lengua afuera.
Almeyra
Almeyra queda a 130 kilómetros de Buenos Aires, y 30 son con camino de tierra,
porque una parte de la población quiere asfaltar y la otra se niega. Se niegan porque
temen que vengan en caravana desde Buenos Aires todos los ladrones, violadores y
secuestradores que ven por TV. Los secuestradores y ladrones se desalentarían ante esa
parte de tierra, cuando pasó un camión regador, o alisador, una nube nos cegó en el
auto: íbamos a visitar a una pareja recién jubilada que quería el descanso, la
tranquilidad y algo así como el comienzo de una nueva vida. El pueblo tiene 300
habitantes, de lo más variados; no todos viven en el casco urbano. Casco urbano es un
decir: hay unas casas espaciadas alrededor de la plaza, donde estaba también la que
visitábamos, una capillita, un mercado, y en la vieja estación, una biblioteca. La casa de
los amigos de mi amiga es un chalet con un parquecito adelante y bastante fondo. Dije
que quería recorrer el pueblo sola, para no contaminar la mirada, imbuida de lo que los
romanos llamaban “La importancia del asunto entre manos”. Pero inmediatamente me
sentí una idiota, porque pensé: Si tengo ganas de ir al baño, voy a la casa. No había qué
recorrer. Desde la plaza veía la casa y todas las casas, más allá, el campo. Primero fui a la
bibliotequita que hay en la estación desactivada, una chica que vive en un campito es la
bibliotecaria. Y sobre su mesa, una sorpresa: el libro de Mary McCarthy, “Memorias de
una joven católica” que anduve buscando por toda la ciudad sin éxito. La bibliotecaria
debió pensar que es una obra piadosa; es lo más finamente corrosivo que he visto. La
bibliotecaria me dijo que las mujeres leen, los hombres, no. De ahí me fui a mirar una
tapera que había sido hotel cuando funcionaba el ferrocarril y Almeyra tenía dos hoteles
para viajantes, y unos 2.000 habitantes. De una ventana de la tapera sale una rama de
árbol de gran tamaño y al lado otra casa muy vieja que parece habitada: me abre muy
contenta una chica embarazada y con un nene de dos años. Me dijo que vino de Santiago
del Estero y que no tiene luz: su casa es semitapera. Me detengo a charlar con ella para
hacer tiempo. Ya casi termino el recorrido y me dijeron que volviera a almorzar,
entonces me voy al mercado, la señora no me atiende, pero el marido sí y me dice:
–Acá somos todos como una gran familia, hoy por ti, mañana por mí. Yo, si tengo un
cliente que sé que está ajustado, no lo ahorco, acá yo ni un sí ni un no.
Al lado del mercado está la delegación, no tienen municipalidad, sólo un delegado. Es
una casita cualquiera, y afuera tiene la bandera argentina y otra que desconozco. Le
pregunto a un hombre que va en bicicleta:
–¿De dónde es esa bandera?
–Ah, no sé –me dice–. Yo estoy “adactado” a la bandera argentina.
Entro en la casita del delegado y en un periquete estoy en el baño de la casa. Retrocedo
culposa y aparece la delegada disculpándose por no estar. Yo sé lo que va a comer la
delegada y dónde lo compró: de al lado trajo carne y verduras.
Me falta ver la capillita, unos albañiles la están pintando y arreglando; les pregunto si
puedo entrar. Me dicen:
–No tenemos la llave de adelante, entre por la cocina. Entro, paso por la pieza donde
duermen los pintores, veo sus zapatos tirados por el piso y en otra habitación un retrato
de un cura. Pregunto:
–¿Es el cura de acá?
–No, al cura no lo conocemos, viene una vez por mes, nosotros no somos de acá,
somos de Suipacha, quién entiende a la gente de este pueblo, están todos peleados.
Llegó la hora de comer. Si me gritaran “¡A comer!” yo escucharía perfectamente. En el
almuerzo, por supuesto quieren saber dónde estuve, como si hubiera ido al lejano
Arauco. Dije:
–Fui a ver una chica embarazada que vive en la casa vieja. Dice que no tiene luz.
Carlos dijo:
–A veces tiene, a veces no, porque se cuelga. Ella vino de Santiago con la mamá, pero
viven en casas distintas, ella se peleó con la mamá.
–¿Acá pelean mucho? (Cuento lo que dijo el del mercado.)
–Y sí, se pelea, yo he peleado porque no podan los árboles, los destrozan. Y después
por el asfalto. Acá casi todo el mundo tiene su vehículo, pero para salir cuando hay barro
se necesita esa. ¿Ves? No, yo no compro acá, por el asunto de la cadena del frío, compro
en Suipacha o en Navarro. No, policía no tenemos, está de vacaciones, farmacia no hay.
Lo bueno de una comunidad tan chica es que uno puede repasar todas las cuestiones
paso a paso, sin olvidar ninguna. Le digo que me gustaría entrevistar al que estaba
“adactado” a la bandera argentina. Me dijo:
–Es gente especial.
Es curioso que mantenga los eufemismos en ese lugar.
No insisto.
En el fondo de la casa Carlos tiene una parra, un horno hecho por él mismo para hacer
asado, cocer pan.
Tiene frutales de todas clases, ciruelas, duraznos. Hay una despensa y en ella guardan
miel, dulce de todo tipo y un frasco de ortiga con alcohol para mitigar la caída del
cabello. Al lado de las herramientas, una lancha (hay una laguna pero suele estar seca).
Hay muchas cosas más y una escopeta para matar las comadrejas que vienen a comer la
uva de la parra.
Ana dice:
La comadreja escupe el hollejo y la semilla de la uva.
El fondo es una selvita de rosas, el lugar de las herramientas está cubierto de hiedra.
En el gallinero hay una sillita blanca, de esas de jardín. Pregunto:
–¿Y para que está esta silla acá?
Dice Carlos:
–Para esperar al lagarto overo, que viene de la laguna.
Se come los huevos.
Ana dice:
–La comadreja asusta a las gallinas, que se van a dormir a los árboles.
A las cuatro de la tarde tomábamos té, mate, comíamos galletitas en el jardincito, que
esta cerca del gallinero.
No recuerdo bien, pero creo que entró por los fondos una visita inusitada. Apareció
una señora muy elegante, con un conjunto gris de pollera y chaqueta en una tela un poco
rasada, su brazo estaba lleno de pulseras variadas.
Su cabello canoso estaba cuidadosamente peinado, con ondas grandes, y estaba
arreglada como para tomar el té en la Richmond de la calle Florida. Dijo que arrendaba
un campo cercano y que se dedicaba a la cría de cerdos porque rinden, y ella era una
persona práctica. Pero se ve que en su campo se aburría un poco y por eso iba a visitar a
los vecinos. Dijo:
–Soy Sara Vela Hirigoyen, con hache, mi marido era agregado cultural en Quito. Soy
viuda desde hace tiempo y hace diecisiete años que vivo aquí, arrendé este campito.
Como estuvo en Quito, empecé a hablar del barroco mestizo criollo, que me gusta
tanto, pero esa conversación no prendió porque surgió otro tema, que sacó Carlos: el
mejor modo de matar a la comadreja. Y los dos estuvieron de acuerdo en que a la
comadreja no sólo había que pegarle un tiro, hay que rematarlas, porque son muy vivas
y se hacen las muertas. Entonces, es bueno darles unos palazos. La señora Hirigoyen
apoyó vivamente la tesis. Entonces Carlos recordó el caso de un conocido que mató una
y estaba embarazada, tenía varios comadrejitos en su panza, se arrepintió de lo que hizo
y alimentó a biberón a los hijos del bicho muerto. Qué detalle tierno, espero que la vida
no me ponga en la necesidad de matar ninguna comadreja, ni viva ni estúpida.
La calle
Una gran parte de Asunción está junto al río; desde el micro que va por las calles
Palma, Estrella, se ve el río con su vegetación verde oscura, es un verde contundente
como el color de la bandera paraguaya, que es rojo, azul intenso y blanco. La bandera
está en todas partes. Estoy sentada en un banco de la calle Palma mirando la calle y el
negocio que veo tiene la bandera enmarcando la entrada; a cada lado, dos palmeras
“lumínicas” adornadas por lucecitas. Junto a ese negocio, un local para el culto, en
grandes letras rojas está escrito: “Jesucristo es el señor”. Arriba han pintado un cielo
con grandes nubes celestes y grises, da gusto entrar a un cielo así. Las letras y el diseño
de las nubes parecen hechos por un chico. Voy a cambiar dinero y en la puerta de la casa
de cambio, un cartel “Estire la puerta”. Es distinto a decir “Tire”. Si digo tire, que viene a
ser empuje, es un trabajo del brazo, nomás. Estirar la puerta implica la idea de un
trabajo artesanal completo. En la esquina en venta de artesanías, un pesebre artesanal,
colorido; María, José, el burro, los reyes magos, todos tienen el mismo vestido, de color
verde, naranja, amarillo. La cuna del niño dios es una bañaderita floreada. Entro al
archivo nacional y pido un catálogo; guardan documentos desde 1540. Tengo curiosidad
sobre cómo sería uno de ellos, y me traen una hoja color marrón por el tiempo, con letra
firuleteada incomprensible. Es nada menos que una recomendación de Alvar Núñez por
si fuera muerto Ayolas, pero no puedo leerlo, no hay persona en el museo capaz de
facilitarme su lectura. De todos modos es impresionante: Es una hoja de papel después
de casi quinientos años, momificada.
En la calle hay un cartel del bicentenario, con motivo de los 200 años de la
independencia, fecha de festejos. Cerca han escrito en una pared “Doscientos años de
mierda”. Algo de razón tienen; según épocas, les han prohibido hablar en castellano, en
otro tiempo en guaraní, han tenido la dictadura más larga de América latina, y los que
mandaban lo hacían hasta en la lengua y ahora han destituido en un golpe de estado
disfrazado de destitución constitucional al presidente Lugo, elegido en elecciones
democráticas. Con motivo del golpe contra el presidente, un grupo de estudiantes y
trabajadores se han reunido frente a la televisión pública para protestar: son unos
cincuenta y hay tanta policía como manifestantes; están en carpitas y colchones y un
cartel: “Calma en nuestros corazones, indignación en las calles”. Y otro cartel aludiendo
al presidente entrante: “Franco, zapatu un lao”. Le pregunto a un hombre qué quiere
decir y me responde: “Que es un hombre incompleto, que no sirve (como un zapato
solo). Es payaso, pero un payaso divierte, este es payaso golpista”. Otro cartel: “A pesar
del invierno, la primavera llegará en resistencia”.
Voy hacia la plaza del Uruguay donde hay dos librerías, las dos en prolijas carpas. Una
es de color celeste y tiene un letrero en castellano, en inglés y en guaraní. Un hombre
barre la vereda de la carpa con una escoba de palma seca. Vuelvo hacia una calle cercana
al río y en artesanías del Paraguay, una jaula con una cotorra; escucho que alguien le
dice a otro: “Me duele mi oreja”. Llegando a la plaza O’Leary hay una manifestación de
maestros por un sueldo atrasado y por el golpe. Gritan una consigna: “Docentes unidos
jamás serán vencidos”. Habla un delegado, pero los manifestantes charlan entre ellos en
voz baja, se acerca una delegada para hablar conmigo y le comento que son muy pocos,
que hay tanta policía como manifestantes y me dice: “Venimos de una dictadura atroz,
Stroessner murió, pero los hábitos del miedo quedan. Somos los únicos huevones que
nos atrevimos a venir aquí. Y sigue habiendo mucha distancia entre lo que se dice en la
casa y en público, y tengo mucha decepción porque después de lo que pasó, no se hizo
ningún debate”.
Sigo caminando. En una esquina, un morocho disfrazado de indio, o un indio
disfrazado de antepasado, con sus plumas de colores en la cabeza, vende fajas, plumas y
otras cosas. Cada vez que pasa un turista, saluda. Los distingue al vuelo, saluda a los que
van por la vereda de enfrente. Tiene una alegría contagiosa. Escucho unos cantos, es la
misma manifestación docente, música de guarania y un perro que está por dormirse
entre la gente. Ponen después una marcha marcial, pero la gente charla y se ríe. Tal vez
sea una forma particular de participar.
Lucy Yegros
Lucy Yegros es portadora de un apellido ilustre en Paraguay. Yegros es el nombre de
una calle céntrica, su figura está en un retrato callejero que corresponde a próceres de la
patria, el sable de un Yegros está en el museo histórico. El primer Yegros llega en 1560.
Irala casó a su hija con el primer gobernador que tuvieron y la hija de este se casó con el
vasco Yegros. Lucy sabe mucho más sobre sus antepasados, pero no quiere contar. Igual
algo le saco: “Mi tatarabuelo peleó por la Argentina en las invasiones inglesas, los
ingleses después casi lo mataron, porque él pasó al Uruguay. Lo salvó Artigas”. Lucy es
pintora, vive en el barrio de la Recoleta y yo encontré su casa enseguida; pensé: “Debe
ser la casa de la pintora”. Todas las paredes exteriores están pintadas o decoradas. Ella
también escribe haikus, fabrica objetos. Tiene un jazmín que llama “El árbol de los
deseos”. Allí cuelga papeles con deseos, eso lo tomó de Japón donde estuvo; los
japoneses dicen que tu deseo te lleva al universo. También les cuenta cuentos a los
chicos de la calle, porque se lo prometió a un derviche de Estambul. Dice: “Yo trabajo
mucho con el objeto encontrado”. Por ejemplo con un sacacorchos de los que tienen
brazos hizo un hombrecito con un pico que viene a ser la nariz de un hombre pájaro o
viceversa. Dentro de la casa hay una cantidad enorme de objetos: cuadros, asientos,
esculturas, pero como están contra las paredes y el centro de las habitaciones está
despejado, no abruman. La casa viene a estar ambientada como en estilo campesino
paraguayo, llena de color y vida. ¿Cómo viene a ser ese estilo de decoración?
Podría pegar perfectamente con todo lo que tiene una cotorra en un rincón en jaula de
colores. Me muestra sus cuadros, los hay de diosas dormidas y despiertas, una de ellas
tiene dos pájaros en la cabeza y dos sobre los hombros simétricamente colocados.
Aprendió en Japón a hacer papel a mano, y sobre los papeles les pega carpetitas hechas
también a mano. Vivió en muchos lados, se exilió en Argentina en tiempos de
Stroessner. La Argentina es parte de su vida, tiene cuñada salteña, y dice: “En el Tigre
hay dos casas de estilo indonés, ahí hay obra mía”. Acababa de llegar de Buenos Aires,
estuvo en San Miguel y cantó allá en un coro. Me dice que habla y entiende muy bien el
guaraní. Lucy quiere unir Oriente con Occidente, el pasado con el presente. Cuando le
dije que el guaraní me sonaba a chino, estuvo totalmente de acuerdo, pero no pudimos
precisar los parecidos y sus posibles causas, porque ya ella me llevó a que viera un
asiento (apycá) que es una base tallada con extremo de cabeza zoomorfa. En ese asiento
el abuelo guaraní le enseñaba a su nieto a sentarse derecho, a tallar la madera y le
enseñaba la sabiduría. Me dice. “Ese asiento se llama ‘asiento del alma’”. Sospecho que
dado su pensamiento en la comunidad de los seres y las cosas se siente emparentada con
el anciano guaraní que le enseña sabiduría al nieto, y que es importante para ella tener
ese asiento en casa. Después me dice: “Yo manejé el campo por quince años, y en el
campo tuve un búfalo de agua, es un mamífero al que le gusta estar en el agua parecido
al toro. Tiene los hijos en el agua. Estaba con cinco hembras y el cuidador me dijo: Cinco
hembras son pocas para él, con cinco se aburre y se va”.
Le quería preguntar algo más sobre sus antepasados, pero no le interesa, ella prefiere
ser cósmica a ser genealógica. Se quiso cambiar el nombre. Dice: “Mi nombre artístico es
Aracté, que quiere decir ‘El tiempo verdadero o día de fiesta sagrada’. Yo quise ponerme
Aracté pero el abogado dijo que era mucho lío”.
Un hallazgo
Encuentro en la radio un programa notable. La radio se llama “Fe y alegría, la
educativa del Paraguay”. Escucho a un periodista excelente que con paciencia y dulzura
va contestando a los oyentes, hace docencia, no baja línea a nadie, utiliza inclusive las
preguntas más descabelladas para poner orden en el pensamiento, recomendar que
separen las ideas de las personas, y pienso que ese programa tiene gran valor. Cuenta
que hay oposición al golpe en las redes sociales, habla de prácticas políticas basadas en
la impunidad, explica las desventajas de las listas sábana, y los oyentes preguntan:
“Suponiendo que llamen a elecciones, ¿quiénes se presentarán? ¿Será que los que están
ahora piensan quedarse en su casa?”.
Esa misma pregunta se la hicieron por televisión los periodistas al nuevo ministro de
Economía (hay miedo de que se perpetúen, porque prometen y prometen demasiado
para los ocho meses que van a estar). El ministro respondió con el ejemplo de un
tribuno romano que ejerció la tiranía por seis meses (se iba a perder esa figura de los
romanos) y cuando terminó su periodo se fue a su casa para hacer la huerta, para
plantar coles. El ministro de Economía sonrió porque se sentía un gobernante de Roma.
Volviendo al periodista, sigue haciendo docencia. Ya lo quisiera tener en la radio de mi
país. En el libro de Domingo Aguilera Jiménez, ya citado, hay un recuento de los
distintos bolazos e infundios que se propalaron en diversas circunstancias. En relación
con la muerte de Argaña, vicepresidente muerto por miembros del mismo gobierno,
hubo una gran manifestación, en ella murieron muchos jóvenes y hubo heridos. A eso se
lo llamó el “marzo paraguayo”. Hicieron circular lo siguiente: “Los jóvenes de la plaza
fueron asesinados por sus mismos padres, para inculpar al gobierno”. En relación con
mentiras a la población: “Este verano no faltará agua ni energía eléctrica en todos los
hogares paraguayos”. En relación con las acusaciones de corrupción: “El corrupto,
evasor y contrabandista sos vos” (acusando al que lo acusó).
Visita a Malú
A tres días del golpe que destituyó a Lugo, voy a visitar a Malú Vázquez,
documentalista de profesión, becaria en la escuela de cine de la escuela de San Antonio
de los Baños, de Cuba. Trabaja de modo independiente en documentales, y los últimos
años estuvo absorbida por su trabajo como funcionaria pública vinculada con
organizaciones sociales. Su casa es una usina: está la computadora encendida todo el
tiempo, recibe mensajes del celular, los emite. Una gatita viene curiosa a ver tanto
movimiento de su dueña. Vive en un departamento de dos habitaciones en un primer
piso por escalera, una de las habitaciones es muy grande. Le comento el tamaño de la
misma y dice: “Es porque trabajamos con líderes campesinos, cuando vienen a
Asunción, se quedan a dormir acá. Uno se compró un colchón y lo donó, considerándolo
una especie de pago de alquiler para el futuro”. Se disculpa por no tener té ni café, ni
nada, se reunieron todo el día anterior para ver qué hacían dadas las nuevas
circunstancias; el nuevo ministro de acción social es pariente de Franco. Le conté que en
el archivo histórico me dieron un documento de gran valor sin saber lo que tenían ni
como se leía. Dijo:
–Nepotismo. En el museo, en cultura, en turismo ponen a los parientes.
También le cuento lo que acababa de ver en el centro: un cartel de una verdulería:
“Acelga paraguaya” y “Tomates paraguayos”. Dijo: “Hay contrabando de tomates y de
zanahorias: acá la tierra está ocupada por la soja”.
Corroboro lo dicho por Malú con lo que leo en un artículo de Villagra titulado
“Gobierno de Lugo, herencia, gestión y desafíos”: “El país produce cerca de seis millones
de toneladas de soja al año de la cual la población nacional no consume ni el cinco por
ciento, vende casi la totalidad al exterior, mientras debe importar de Brasil y Argentina
productos tan elementales como cebolla, papa o tomate”. Y ella añade: “Y lo mismo
ocurre con la energía, vendemos la energía bien barata a Brasil y acá tenemos
poblaciones sin luz eléctrica”.
Yo había escuchado por la radio que los médicos estaban a favor del gobierno de
Franco. Ella dijo: “Sí, los médicos de las ciudades o de centros de pueblo están en contra
de lo que se llama atención domiciliaria, que es ir a la casa del enfermo cuando la gente
no cuenta con transporte para llegar a hospitales, y a veces no hay hospitales tampoco.
Pero ese proyecto se va a cortar, porque los médicos que se oponen son los de clínicas
privadas, quieren clientes que les paguen bien. Y también van a cortar un proyecto que
tenía éxito total, contra el analfabetismo”. Y añade: “Este es el capitalismo más atrasado
de América Latina”.
En Paraguay en su laberinto de Mariana Farsi leí en relación a Federico Franco:
“Constantemente amenaza con romper la alianza y no oculta su deseo de ser presidente
de la república en este mismo mandato” (Editorial Capital intelectual, Buenos Aires,
2010).
Ella me dice: “Sí, le prometió a su papá en el lecho de muerte que él iba a ser
presidente”.
Según el último censo agropecuario, las personas que tienen más de 500 hectáreas son
el 2,6 por ciento del total de propietarios rurales y poseen el ochenta y cinco por ciento
de las tierras. El 20 por ciento de la población vive en la indigencia. Y la mayoría es
pobre. (Del artículo de Ignacio González Bozzolasco en Lugo, herencia, gestión y
desafíos, Asunción, 2009.)
Volviendo a la entrevista, en la casa de Malú se cortó la luz. Nos fuimos a un balconcito
y vimos que era un corte grande. Le pregunté si tenia miedo de estar a oscuras y me dijo
que no, que no me acompañaba porque esperaba un llamado, entonces yo atravesé unas
cuatro cuadras sin luz, sintiéndome muy valiente.
Despedida
Por algún motivo que desconozco, toda la zona de influencia guaraní de mi país, Entre
Ríos, donde sólo conocen algunas palabras, Corrientes, donde se habla mucho más en
ese idioma, Misiones de la tierra colorada y Asunción que ya había visitado, me son
afines. La música de la zona, la gente con su cordialidad y sus ganas de vivir, me
contagian alegría a mí también. Y ahora me pesa que no haya querido o podido
despedirme de dos hermanos que tenían un negocio mezcla de saloncito de té y venta de
masas y empanadas, donde yo compraba algo a la noche y charlaba con la hermana
mayor. Ella aparentaba unos treintitantos años, era morena clara, de pelo castaño pero
no teñido; me contaba que habían abierto el negocio un mes antes y que esperaba tanto,
tanto que le fuera bien, a ella y a ese hermano menor al que evidentemente protegía,
porque ella ya era madre y el muchacho un nene mimado que quería ser escritor y me
quería hacer leer en la computadora lo que había elucubrado. Los dos ponían una
diligencia excesiva en atender a la gente, quizás propia del comerciante nuevo pero me
daba la impresión como de que estuvieran jugando a las visitas, como si se pusieran
contentos a la entrada de un cliente. A mí me divertían mucho, porque era como si la
entrada de un cliente fuera un hecho asombroso. Y yo charlaba con ella y con el aprendiz
de escritor, les aconsejaba que pusieran sillas en la vereda, así yo podía fumar. Lo
tomaban como una buenísima idea para el futuro. A la noche, cuando estaba por entrar
al hotel ya para no salir, si no pasaba a comprarles me parecía que me faltaba algo; yo ya
me había hecho una costumbre como de barrio, más bien como si ese fuera mi barrio.
Pero no sé cómo les irá con su salita de té. Tengo que volver para ver de nuevo al río
Paraguay y también para saber si han prosperado con su negocito. Ojalá que sí.