Auto Biografia - Fernan Silva Valdes
Auto Biografia - Fernan Silva Valdes
Auto Biografia - Fernan Silva Valdes
AUTO
BIOGRAFIA
A p a r t a d o de la
"Revista N a c i o n a l " N o s . 193-194
MONTEVIDEO
19 5 8
A U T O
BIOGRAFIA
AUTOBIOGRAFIA
— 3 —
ROMANCE DE MI INFANCIA
4 —
Esto tiene, al par, una parte cómica que agranda la bella men-
tira, en el hecho de que (cosa que yo ignoraba cuando escribí el
poemita) al lado de nuestra casa había una confitería; y que m i
madre (me lo contó ella misma riéndose mucho) en algunas tardes,
aburrida, cuando mi padre salía a lejanos parajes ejerciendo su
profesión de escribano público, se iba conmigo de la mano, a casa
del confitero y su mujer, y les ayudaba a encartuchar caramelos y
confites. ¡Cómo aplauden los niños cuando les narro este caso, y
qué felices se sienten!
Luego de estos primeros años de infancia pasados en Sarandí
del Y í , cuando iba a nacer mi hermana —la menor de los tres her-
manos— volvieron por tercera vez mis padres a Montevideo, y ya
se quedaron. E r a lo lógico. Aquí tenían, ambos, sus familias.
EN LA QUINTA D E MATURANA № 7
MI PRIMER ESCUELITA
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oilla con el altar separado por una gran cortina, se transformaba
en escuela. El maestro era un viejo señor Don Camilo Ros, quien
se sentaba en la parte alta que venía a ser el coro; y el cual vivía
allí con su esposa e hijos. Tal maestro enseñaba con métodos tan
anticuados como los de aprender la gramática de memoria y hacer
problemas con onzas, libras, arrobas, toneladas y quintales. Se pa-
gaba un peso por mes. Yo tendría cinco o seis años y entre los mu-
chachos crecidos estaban dos Montero Bustamante, hermanos meno-
res de don Raúl; cuya vieja quinta familiar quedaba a la vuelta, en
la calle Real, como la llamaba mi padre, que era la calle Agraciada;
y también los Montero Labandera, los Rigau y los Usher. Todo, en
dicha escuelita, era tan pobre y primitivo, que no había papel se-
cante, y cuando terminábamos una plana (yo estaba en el abeceda-
rio) escrita con tinta, nos levantábamos del asiento y —tomando un
puñadito de tierra de cierta parte del piso de tablas que estaba po-
drido, y las hormigas amontanaban— la echábamos sobre la tinta
fresca, como se hacía hace siglos.
NAPOLEÓN Y BALZAC
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literarios. Jamás entré a una clase universitaria; pero a los muchos
tóos de estos aconteceré*, allá por 1926, luego d e ganar con «Poemas
Nativos» el premio que, por primera vez se daba a la poesía, me
presenté por nota a la Universidad pidiendo un grupo de Litera-
tura No me lo concedieron, ni tampoco a los pocos anos después en
aue lo volví a pedir de viva voz a un nuevo Director de Enseñanza.
Años luego, Salterain y Herrera me designó espontáneamente, pero
yo no acepté. A raíz de estas negativas, Vicente Martínez Cuitiño
me puso en contacto con « L a Prensa», y desde entonces soy colabo-
rador del gran diario argentino.
Como sucede siempre en estos casos de autodidaccia, me fui
leyendo de a poco casi toda la biblioteca de mi padre, donde se al-
ternaban los códigos, la «Historia del Consulado y del Imperio», las
«Siete Partidas», los versos de Víctor Hugo al lado del «Canto a
la libertad» de Juan Carlos Gómez; amén de algunas novelas de
Balzac en español, ya que la mayoría de ellas estaban en su idioma
original que era como las leía mi madre. Eso sí: leía y leía, pero el
«Fausto» y el «Martín Fierro» siempre quedaban en el sitio más
• r
cercano a mi corazón.
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PAYADA CON UN MOLATO
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—¿Por dónde le gusta empezar, por «milonga» o por «cifra»?
—Prefiero por milonga p'a cantar en «cuartetas», — respon-
dióme, agregando: —la «cifra» es cosa más seria y hay que impro-
visar en décimas. Por la respuesta comprobé que el mulato conocía
el oficio de payar.
Lo interrogué: —¿Quiere empezar usté?
Empiece nomás usté, mozo, ya que es aficionado. Compren-
día que me daba ventajas y me trataba de aficionado. Agradecí e
inicié el contrapunto con esta pregunta de oportunidad:
«Amigo de Reboledo,
ueté me va a contestar:
¿qué distancia le parece
que va de la orilla al mar?»
— 11 —
en mi Pingo, satisfecho y eufórico, luego de l a payada. El caballo
se iba asustando de su sombra, q u e se proyectaba alargada en las
colmas verdes. Recuerdo que nunca me sentí tan ágil, tan alegre,
tan jinete. Le cerraba piernas al flete en los pequeños repechos de
las lomadas y antes de llegar al cuesta abajo, lo paraba en seco,
haciéndolo, a veces, sentar en los garrones. Esto sólo se puede reali-
zar con un caballo muy blando de boca, y mi fogoso colorado no
lo era, de lo cual resulta que la peripecia se hacía difícil; mas yo
la realizaba lo mismo. Y aquí viene lo misterioso. Me empecé a sen-
tir gaucho realmente, no sólo por mi afición, por mi cierta pericia,
sino también p o r un derecho de mi sangre. Di en recordar algunas
hazañas de Juan Valdés, sabidas por tradición familiar, como su
pelea a lanza contra el coronel Videla, al cual hizo salir por las
ancas del caballo, en la campaña argentina, durante la batalla del
Sauce Grande, contra fuerzas del General Lavalle, el 16 de julio
de 1840. (Datos q u e me da mi hermano Julio. «Historia del General
Antonio Díaz». Tomo V. página 6 2 ) . Agrego a este hecho compro-
bado, la tradición oral de que mi otro abuelo o bisabuelo, don An-
tonio Teodoro Silva, entró en la batalla de Sarandí, con su apero
de plata y oro, mas «sin salir de su3 campos», porque en su estancia
tuvo lugar el combate. Entonces empecé a sentir en mí detrás la pre-
sencia de estos antepasados, o de sus sombras; el galope de sus ca-
ballos, el chocar de sus fierros, ruidos de c o s c o j a s . . . Sentí, al par,
miedo y valor. No me animaba a dar vuelta la cabeza por miedo
de verlos... y al mismo tiempo, de no verlos.. . tan bello me resu l-
taba el momento. Mi caballo, como si también participara del fenó-
meno, se me iba en la rienda; no podía sujetarlo, y al correr lo hacía
bufando. Entonces, con gran esfuerzo, lo sujeté poniéndolo al galo-
pe corto, como para que las sombras pasaran adelante; pero las som-
bras también sujetaron sus caballos de h u m o . . . y así. de a poco,
el fenómeno se fue deshaciendo. Esa impresión siempre quedó viva
en mi, hasta que a los veinte años del suceso, de pronto, porque sí
nomás, en una bocanada de fervor, me senté en mi mesa de trabajo,
y ese ángel que, (aún cuando no creo en ángeles), siento que a veces
me inspira, escribió por mi mano el poema «Capitán de mi* som-
bras»; y años después, luego de un proceso parecido. « L o * centi-
nelas», poema éste al cual la crítica aún no ha visto.
LA LEONERA
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mi caballo y el de algún compañero. Mi hermano J u l i o , al que nunca
le dio por lo criollo, tenía otro grupo de amigos, pero en ciertas
ocasiones se juntaban ambas barras. Si a los catorce o diez y
seis años, éramos dos muchachos del barrio, sin amistades del
Centro, que jugábamos al fútbol en los campitos; robábamos fruta
en las quintas y bañábamos caballos en las playas de Bella Vista y
de Capurro, como cualquier píllete. Si a los diez y siete tuve una
pelea a trompadas con el taita del barrio, un tal Chito Castilla, de
veinticinco años y más fuerte que yo, siendo vencido, por lo cual
me ausenté del b a r r i o . , (y no hay mal que por bien no venga), a
los veinte, éramos amigos de todos los muchachos bien del Paso del
Molino, que entonces constituía el barrio residencial más prestigioso
de Montevideo. Habíamos formado una especie de Sociedad Criolla
que yo presidía. Allí formaban Yamandú Rodríguez, Ernesto Cés-
pedes, los hermanos Rafael y José de Miquelerena, (Rafael fue el
que se echó al mar en una pequeña embarcación, acompañado del
argentino Newery y j a m á s se supo de e l l o s ) ; los dos hermanos
Schroeder, que uno de ellos, más tarde, sería médico célebre, falle-
cido hace poco en Carrasco, al cual lo recuerda una calle con su
nombre, (estos eran dos alemanes atléticos, el menor fue muerto en
M a d r i d ) . Sigo la cuenta con los hermanos Miguel Ángel y Carlos
Alvarez E a s t m a n ; David Cash, hijo de un rico estanciero de Río
N e g r o ; Lorenzo Irigoyen, Luis Campomar, y a veces Miguel; los
primos hermanos J u a n Carlos e Inocencio Raffo; Roberto Díaz, hijo
de un estanciero del Salto; Agustín MulJin, su hermano mayor Jor-
ge, Luis A. Dugrós, Leopoldo y Bernabé Castro Caravia, César A.
Pérez y su hermano J u a n Pablo, Alberto Dcmby, Alberto Dagucrre,
Roberto Buela Taborda, Alberto Buela, Roberto Thodc Buxareo,
con el cual, algo más adelante, aprendimos a bailar el tango con
corte, Arturo y Luis Alberto Meneses Milhas, mis primos José iMaría
Silva, Camilo y Ernesto Silva y Antuña, Carlos Bastos, luego juga-
dor de fútbol y corredor de carreras que bajó los veintidós segundos
en doscientos metros; Eduardo Díaz Falps, lío de los hermanos Bas-
tos, muy criollo, alegre, cantor y guitarrero; después, con menos
frecuencia, Raúl Milhas, los Montero Labandera, Héctor Castilla,
Ravcra G i u r i a . . . algunos más que olvido, y por último cito a Ale-
jandro Mauri, un muchacho de modesta condición, enamorado do
lo criollo, constituido en una especie de asistente mío que concluyó
poco menos que viviendo en las mencionadas piezas, a las cuales le
llamaba «la leonera».
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turalmente que como amigos, por amor al arte. Eran, como gui-
tarreros (no confundamos con guitarristas) magníficos. Creo que la
cosa empezó por un cochero que tenía la familia Ravera. Era un
tocador agilísimo, tocador de prima (así se dice en jerga guitarre-
ra). Seguramente Ravera lo habría llevado alguna noche, y al mozo
le agradó el ambiente dándose el lujo de llevar a sus amigos a ser
oídos por manates. Lo cierto es que tuve en mis dominios bohemios,
a los guitarreros más renombrados del ambiente reo de los arrabales
montevideanos. Recuerdo a Prestinari, famoso acompañante, gran
bailarín del tango con corte, al que le aprendí un corte o figura
que todavía realizo cuando bailo.
Una vez llegaron con un cantor tan bueno, que ahora pienso
sino sería el famoso Pepo, llamado «El zorzal del Barrio Reus».
Por esa época fue que otra noche —no recuerdo el lugar, pero
no sería en el «Club Uruguay», por cierto— entre Yamandú Rodrí-
guez y yo, le anotamos unos versos lunfardos a un cantor, los cuales
comienzan del siguiente modo:
— 15 —
LA FAMOSA CASA DE JUEGO DE E L TÁBANO
16 —
EL TANGO Y LOS CLASICOS BAILES DEL TEATRO SOLIS
Alternaba así vida con poesía; realidad con libros. Era la época
de las casitas. Los jóvenes se juntaban en grupos de diez o doce y
alquilaban una casita para reunirse, bailar, (algunos para timbear).
A nuestra casita del Paso del Molino yo había llevado el piano de
mi casa. Ernesto Céspedes (Pachacho) hermano menor de los famo-
sos futbolistas, tocaba —y toca muy bien— los tangos y las milongas.
Todos los sábados se formaba solo el modesto baile. Cuando una
casita cobraba cierta nombradía se establecían rivalidades como en-
T
*crb lo** üuh/es ^n? "iiríudi. ^ eríian he visita otros tocaaores he tangos,
y sobre todo venían, solas nomás, las bailarinas; vulgo milongas o
milonguitas. Bueno: quiero recordar este hecho. Una noche de car-
naval nos fuimos tres o cuatro, naturalmente que cada cual con su
cada cual, a los clásicos bailes del Teatro Solís. El ambiente de estos
bailes era algo triste y dramático. El clima que en ellos se respiraba
lo tengo descrito en un artículo titulado El Tango y que publiqué
en La Nación de Buenos Aires de fecha 15 de Diciembre de 1929.
Fue una audacia publicar eso en aquella época en que el tango cons-
tituía algo prohibido. Pero a la Dirección del Suplemento le gustó
tanto, que el artículo apareció en la cara de afuera del mismo,
con una gran ilustración del famoso dibujante Sirio. Este artículo
hasta hace poco lo tenía Idea Vilariño, a la que se lo había prestado
como un documento. Creo que fui el primer literato o poeta que
escribió en serio sobre el tema. Al entrar al teatro nos palparon de
armas dos policías. Se bailaba en silencio. Sólo se oía la música.
Esa música querendona del tango pos novecientos, sobre un fondo
de pasos apagados en la felpa del coraje en acecho. Se bailaba
realizando un rito, intuyendo 6er los iniciadores de una rioplatense
expresión coreográfica. Eramos unas cincuenta parejas solamente. La
técnica del tango era cosa de iniciados; y el tango una mala palabra.
En las casas de familia no se permitía bailarlo. Sólo algunos mucha-
chos desaprensivos lo bailaban con sus hermanas, a escondidas de los
papas. Después, cuando llegó a París y se impuso en el mundo, dejó
de ser aquella mala palabra. Pero desde luego no era el mismo. Era
un tango compadrón ya civilizado, como quien dice, agua de pozo
sin microbios, destilada. Pero nosotros bailábamos el auténtico: no
faltaría otra cosa. Y así, me parece que me veo, con un gaehito
gris perla, pañuelo de golilla, tacos medio altos, porque el tango
tiene espolvoreado como la sal y la pimienta, unos pasos que se dan
taconeando, pero sin regla fija, es cosa del bailarín... se me ocurre
en este momento que el tango con corte en su parte coreográfica
es como el fútbol criollo; uno al bailar va combinando las figuras
v' liub cíwtesi). como, ai. las improvisara. Recuerdo que cuando salimos,
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1
de madrugada pero de noche aún, al pasar por E l Suizo, i ) el poeta
Ángel Falco estaba escribiendo, solo en una mesita, así, en público
uno de sus poemas, que entonces mucho se aplaudían. ¿ N o es verdad
que es lindo todo esto? E n este punto de mis recuerdos quiero dejar
anotado un detalle o dos. Al pasar junto al poeta Falco le viché
por sobre el hombro lo que escribía; y era un poema o canto
«A Chaves», el aviador chileno que fue el primero en cruzar Los
Andes estrellándose al terminar la hazaña. Lo otro es esto: toma-
mos la Plaza y luego la calle Andes rumbo al Moulin y nos cru-
2
zamos con mi tío Alfredo Nin Reyes ( ) acompañado por dos amigos
(vean que digo amigos). Al conocerme se detuvo, tan atento y
señor que era, contempló mi compañera, abrió los brazos y me dijo
al abrazarla: «pero che, que linda compañera, si parece una fran-
cesita». Mi tío llegaba de un viaje a París, que no veía desde la in-
fancia, ya que había nacido en dicha Ciudad, siendo su padre,
Don Federico Nin Reyes, nuestro Ministro. Mis amigos se asombra-
ron de que yo me dejara «manosear la mujer». Yo sonreí. L a mu-
chacha me miró con timidez. Y Alfredo, dándose cuenta de las si-
tuaciones de cada uno, me d i j o : «no te importe ni hagas caso. Tu
eres un civilizado, y tus amigos —que me perdonen— unos sauva-
ges». Nos despedimos y entramos en el cabaret. Estábamos bailando
y me crucé con Lalo Castro, quien pasaba por haber inventado un
corte: «el asensor» (era algo parecido a la «quebrada cuartelera»),
y al ver el «corte» que yo hacía (aquel que le había aprendido a
Prestinari) me gritó: «pero che, qué cortecito copero; ¿de dónde
lo sacaste?».
Terminamos la noche en « E l Cristo», un cabaret que había
detrás de « E l P r a d o » , en Av. Larrañaga, donde nos encontramos
con otros amigos, con los cuales hicimos una mesa grande y cena-
mos, como era del caso. L e llamaban El Cristo, porque el dueño
era un griego cuyo apellido resultaba parecido al nombre indicado.
Y aquí comienza otro capítulo de mi vida.
INICIACIÓN MODERNISTA
1
i) Un café que no cerraba por la noche, y al cual acudían los noctámbulo»,
a horas del amanecer, a comer una costilla, o chuleta con papas y huevos.
2
( ) Era primo hermano de mi padre, Fernando Silva y Antuña; y su ver-
dadero apellido era Nin Antuña.
- 18 -
sabia yo de Homero, Píndaro, Aristófanes, Sófocles, Séneca, Cátulo,
etc., me sentí disminuido. Al día siguiente compré una «Historia de
la Literatura Universal». Era el autor: Pompeyo Gener. Y comencé
a ilustrarme. Ello coincidió con el hecho de que mi hermano (que
siempre fue un buen poeta, frustrado ignoro por qué) pusiera en
mis manos las «Prosas Profanas» de Darío, y «Los peregrinos de
piedra» de Herrera y Reissig. Aquello fue un deslumbramiento. Y
tan es así, que pasé de un extremo a otro. Verdad que ello
está conteste con mi modo de ser. Soy un hombre de pasiones y de
extremos. Cuando hago algo con calor, con fe, con ley, «me juego
en la parada». Uso este dicho popular porque viene al pelo. Y como
acabo de decir, pasé de una punta a la otra: de vulgar poeta gau-
chesco (y vean que no escribo nativista) a pálido y dandy moder-
nista. Y en mi «modernismo», como es sabido, llegué hasta los «pa-
raísos artificiales». Mi libro «Humo de incienso» es representativo de
este hecho que muchos pondrán en duda, ya que es casi inconcebible
que un poeta como yo, agreste y chucaro, haya pasado por ese puente;
pero no hay más que leerlo para comprobarlo. Sí, mis amigos lecto-
res: en lo que va de los años 1915 a 1919, mi vida fue una penuria
terrible, y ningún escritor uruguayo pasó una experiencia así, vol-
viendo luego a la total salud del cuerpo y del espíritu. Si a los veinte
años fui un bárbaro casi analfabeto, y a los treinta un exquisito y
decadente; a los treinta y tres (en que escribí «Agua del tiempo»)
volví a ser un bárbaro, sí, pero —y perdónenme la paradoja— un
bárbaro civilizado. Y si estoy vivo es porque Dios me ayudó, ya
que algo me dice allá, en el fondo, que no todo se lo debo a la cien-
cia. Llegó un momento en que ya no me pude mover de la cama.
Entonces se reunió un consejo de familia y amigos íntimos, con asis-
tencia del Dr. Arturo Lussich, quien asistió a mi padre al morir,
habiendo sido por muchos años el médico de la familia; y por con-
sejo suyo me llevaron a un hospital en Santa Lucía, dirigido por el
Dr. Santín Carlos Ro6si; puesto que necesitaba no sólo aventar las
drogas sino también nutrirme de campo. Santín Rossi me trató y me
curó con una gran solicitud, a raíz de cuyo suceso nos hicimos gran-
des amigos.
A este respecto quiero recordar lo siguiente: me habían llevado
con un aspecto de moribundo. A los cinco días, mi madre pregunta
por teléfono por mí; y le contestan de Santa Lucía: «Señora, el
poeta Silva Valdés salió a pasear a caballo». Mi madre cree que se
trata de un error, ya que ello no era posible: cómo un cuasi mori-
bundo, a los cinco días va a andar a caballo. Entonces insiste, y
habla con el propio Dr. Rossi, el cual le confirma que sí; que esque-
lético y todo, yo era muy fuerte, y en cuanto me rebajaron la dosis
de las drogas había reaccionado de tal suerte demostrando el deseo
de curarse, que como un premio me había permitido salir a dar
un paseo en su propio caballo.
— 19 —
Esta fué mi época de bohemia literaria y de dandysmo. Yo
dandy... las cosas que tiene la v i d a . . . y sin embargo esa fue mi
realidad. Al cambiar yo, empezaron a cambiar mis amigos. Mientras
se iban unos llegaban otros en consonancia con mis nuevos gustos
y mi forma de vida, no con mis paraísos, aún cuando algunos de
ellos, pocos, llegaron a participar.
Me vestía en el sastre más elegante, el de los «muchachos dis-
tinguidos», al cual me había llevado César Alvarez Aguiar, que era
de los amigos del Centro. Dicho sastre, algo intelectual, un italiano
muy simpático y nada interesado (por eso se fundió) el cual tengo
idea de que concurría a la Peña literaria del Polo Bamba, donde
reinaba el loco San Román, se llamaba Piovillico.
Tuve, por esa fecha, una dragona pituca (entonces no se usaba
esta palabra, se decía distinguida) la cual señorita era muy amiga
de María Eugenia Vaz Ferreira, quien más de una vez fue nuestra
confidente. Yo conocía a la poetisa por verla en lo del señor César
Díaz, y la familia de este era como una prolongación de la mía;
tanto, que mi tía Luisa Valdés vivía en lo de Díaz Fournier, pues
allí hallaba más ambiente para lucir su bellísima voz y sus magní-
ficas dotes de artista y mujer refinada.
María Eugenia me mostraba franca simpatía, incluso literaria,
tal es así, que solía recitar de memoria uno de mis sonetos, del falso
libro primero «Ánforas de Barro», el cual se titulaba Garbo, escrito
a raíz del rompimiento con mi dragona. Recuerdo que María Euge-
nia, que era algo orgullosa por tener conciencia clara de su valor,
y tanto en lo literario como en lo social, me dijo una noche medio
en serio medio en broma: ¿no se siente orgulloso, al oírme recitar
r
un verso suyo'ae memoria r* i ya queestoy /éiífreAuomer ar-ésta"-grau
poetisa, por la que sentí tanto afecto, voy a recordar un episodio
de singular interés dado los protagonistas que tuvo.
— 20 —
nnt.o y_xymetra_aJLa sala un hombre alto y flaco, vestido con un
v
traje oscuro muy viejo; los zapatos desabrochados, el cuello del saco
levantado para ocultar la garganta; la melena revuelta por sobre las
orejas; de barbilla, y bigote retorcido. Todo él era un ser extraño y
hermoso; desconcertante, con algo de Diablo en sus gestos y en sus
manos de huesudos dedos, con las uñas larguísimas y amarillas por
el tabaco. Era claro que llegaba atraído por la música; y así, hierá-
tico, sólo en medio de todos, sin mirar a nadie, cual si no existieran
nada más que él y la pianista, se detuvo detrás de esta y quedó in-
móvil Entonces María Eugenia, que no lo había visto, exclamó:
«siento una cosa extraña detrás de mí; algo como el fluido de una
persona que me inspirara»; y todo ello sin dejar de tocar, como con
las manos atadas a las teclas. Entonces el extraño personaje dijo:
«soy yo, María Eugenia, soy xAlfredo... y no se dé vuelta, siga to-
cando, siga, que eso es genial». María Eugenia continuó tocando. Y
luego de dos o tres minutos más, el personaje se dio vuelta, y sin
saludar a nadie se fue como había venido, como una sombra que
desaparecía. ¿Saben mis lectores quién era? Pues un hermano de
Julio Herrera y Reissig, dos años más joven, el cual, como siempre
fue un anormal, vivía semi-oculto en lo de Carlos, el bondadoso her-
mano que lo había recogido.
Desaparecida la sombra, nos quedamos en silencio. Era el loco.
Algunos de los presentes no lo habían visto nunca. No así María
Eugenia, quien dándose vuelta en la silla giratoria, dijo: «las cosas
que me hace tocar este hombre... es un caso del que una no sabe
qué pensar...».
Pero antes de continuar con mis cosas quiero decir algo más de
María Eugenia, ya que la historia de uno, al no poder tomarse ais-
lada, resulta al par y en cierto modo la de aquellas personas que
en algún momento estuvieron a su vera.
Cuando a fines del año 1957 llamé a la mayor de las Díaz Four-
nier, cuya casa era tan frecuentada por María Eugenia, para pregun-
tarle si en la poetisa era frecuente el hecho de las improvisaciones en
el piano, me respondió: ¿Pero cómo no; y no sabes tú, que a tu
propia tía Luisa Valdés le dedicó una de esas improvisaciones? En-
tonces, entrando a recordar las «cosas de María Eugenia», me contó,
entre varias anécdotas —algunas ya conocidas por mi— esta, que
me parece preciosa y que narro a continuación: María Eugenia se
había peleado con la madre (uso las propias palabras de Elenita
Díaz Fournier) y se presentó en lo de Díaz con un paquete de pa-
peles conteniendo sus versos, para tenerlos a la mano en casa de sus
amigos. Al otro día fue a verlos (a los versos). Pasaron varios días
más y volvió; estuvo con ellos, conversó con la familia y se retiró.
— 21 —
patio, y penetra a la sala un hombre alto y flaco, vestido con un
traje oscuro muy viejo; los zapatos desabrochados, el cuello del saco
levantado para ocultar la garganta; la melena revuelta por sobre las
orejas; de barbilla, y bigote retorcido. Todo él era un ser extraño y
hermoso; desconcertante, con algo de Diablo en sus gestos y en sus
manos de huesudos dedos, con las uñas larguísimas y amarillas por
el tabaco. E r a claro que llegaba atraído por la música; y a6Í, hierá-
tico, sólo en medio de todos, sin mirar a nadie, cual si no existieran
nada más que él y la pianista, se detuvo detrás de esta y quedó in-
móvil. Entonces María Eugenia, que no lo había visto, exclamó:
«siento una cosa extraña detrás de m í ; algo como el fluido de una
persona que me inspirara»; y todo ello sin dejar de tocar, como con
las manos atadas a las teclas. Entonces el extraño personaje dijo:
«soy yo, María Eugenia, soy iVlfredo... y no se dé vuelta, siga to-
cando, siga, que eso es genial». María Eugenia continuó tocando. Y
luego de dos o tres minutos más, el personaje se dio vuelta, y sin
saludar a nadie se fue como había venido, como una sombra que
desaparecía. ¿Saben mis lectores quién era? Pues un hermano de
Julio Herrera y Reissig, dos años más joven, el cual, como siempre
fue un anormal, vivía semi-oculto en lo de Carlos, el bondadoso her-
m a n a ojie la había, recaudo..
Desaparecida la sombra, nos quedamos en silencio. Era el loco.
Algunos de los presentes no lo habían visto nunca. No así María
Eugenia, quien dándose vuelta en la silla giratoria, dijo: «las cosas
que me hace tocar este h o m b r e . . . es un caso del que una no sabe
qué p e n s a r . . . » .
Pero antes de continuar con mis cosas quiero decir algo más de
María Eugenia, ya que la historia de uno, al no poder tomarse ais-
lada, resulta al par y en cierto modo la de aquellas personas que
en algún momento estuvieron a su vera.
Cuando a fines del año 1957 llamé a la mayor de las Díaz Four-
nier, cuya casa era tan frecuentada por María Eugenia, para pregun-
tarle si en la poetisa era frecuente el hecho de las improvisaciones en
el piano, me respondió: ¿Pero cómo no; y no 6abes tú, que a tu
propia tía Luisa Valdés le dedicó una de esas improvisaciones? En-
tonces, entrando a recordar las «cosas de María Eugenia», me contó,
entre varias anécdotas —algunas ya conocidas por mi— esta, que
me parece preciosa y que narro a continuación: María Eugenia ¡ye
había peleado con la madre (uso las propias palabras de Elenita
Díaz Fournier) y se presentó en lo de Díaz con un paquete de pa-
peles conteniendo sus versos, para tenerlos a la mano en casa de sus
amigos. Al otro día fue a verlos (a los versos). Pasaron varios días
más y volvió; estuvo con ellos, conversó con la familia y se retiró.
— 21 —
Vuelve por tercera vez, pero ahora lo hace a media noche, cuando
todos duermen. El dueño de casa la recibe, con la atención y la sim-
patía que toda la familia le dispensaba; mas le observa lo impropio
de la hora, y María Eugenia le contesta con toda naturalidad: «que
una madre tiene derecho de visitar a sus hijos a cualquier hora».
Entonces el dueño de casa, que era muy chicón, le replica: «está
bien, María Eugenia, pero yo le voy a pedir que se lleve sus hijos
a su casa».
— 22 —
dinero para la cama de esa noche, me lo llevé a mi «leonera» a dor-
mir, y se quedó de huésped durante dos años. Fue un gran compa-
ñero. ¡Lo que aprendí sobre España escuchándolo! Era popular en
el ambiente periodístico montevideano, y muy querido. Recuerdo
que José Luis Zorrilla le tenía mucho afecto; y cierta noche que,
como tantas veces «había perdido el último tranvía» y se venía a
dormir a mis piezas —cosa que a mi me encantaba— nos hizo, a
Conde y a mí, unos apuntes a lápiz, de un singular vigor. Conde
parecía un quijote. Del mío hizo luego una madera que yo he hecho
reproducir.
— 23 —
y además, cronista teatral y musical; era José Pedro Montero Bus-
t amante.
- 24 —
El sauce, mi último soneto, puente entre dos épocas, entre dos pos-
turas; y en seguida, El rancho, El Puñal, El Indio... pero en estos
poemas ya estaba el nativismo de «Agua del tiempo», y aún no he
llegado a esa fecha.
— 25 —
Canto que a mi padre, el escribano don Fernando Silva Antuña,
al oírme, le hizo exclamar: cante, mi hijo; cante eso que es lindo
(me parece verlo) mientras se preparaba para salir por la Sección
14, a golpear puerta por puerta, buscando para anularlas, inscripcio-
nes falsas, en el llamado «período de tachas»; luego de haber con-
currido a las mesas inscriptoras para discutir o pelear, anónimamen-
te, con el puñal despierto en la sisa del chaleco (por 6Í había que
auxiliar al bastón) en favor del Partido que nunca lo ha recordado.
Mas volvamos al 30 de Julio: Al anochecer salimos con la urna
hacia el Palacio Legislativo, que allí actuaba esa vez la Mesa recep-
tora, e hicimos cola hasta cerca de la media noche. ¡ Y yo no podía,
allí, con el soldado, mi compañero y la urna, apartarme ni un ins-
tante a fin de dar de comer al otro que llevaba en mí!
¡Qué h o r a s ! . . . Entramos al fin, y me tomó los datos de la
elección, cuyo triunfo ya se comentaba, el periodista Pereira Busta-
mente, en representación de un diario nacionalista, que creo era
«La Democracia».
Este recuerdo, que anoto por vez primera, y que no iba a in-
cluir en esta autobiografía, se me ocurre en el momento de corregir
las pruebas. Uno es ingrato, a veces, con sus episodios mejores; el
cual aquella vez me dejó un saldo positivo de conformidad y satis-
facción. Había actuado —a pesar de todo— como un ciudadano, co-
mo un hombre corriente que cumple con su deber.
LA RECUPERACIÓN
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y estoy tan aburrido que ya no puedo más.
Mis tobillos parece que arrastraron cadenas;
siento la boca amarga y me arden las penas»
etc.
Refiriéndome a su nuca:
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PASEO POR EL CAMPO
(Vidalitay)
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Yo era un poeta
Pálido y marchito;
En mi corazón nunca ardía un arresto
—Vidalitay—
Ni en mi boca un grito.
Sin saber del bien;
Sin medir el mal;
Encendí mis albas con mujeres rubias,
i alumbró mis albas
—Vidalitay—
Luz artificial.
Manchado de orgía,
Alto y decadente,
Yo me desteñía
—Vidalitay—
Como un sol poniente.
Mi barro era bueno;
Mi alma mejor;
Y unas manos puras me hicieron de nuevo,
Con un poco de llanto
—Vidalitay—
Y con una brazada de amor.
Ya había hallado la salud perdida v, cantaba, eL hñrhíh a¿giad/t-
ciendo al par a la buena compañera que junto con mi madre me
había auxiliado en el salvataje.
- 29 -
Allí me hacían recitar mis versos del momento, que mucho apiau-
dían v la verdad que no rumbeaban mal, puesto que eran los poe- p .
o e
mas que luego se llamaron: «Agua del tiempo». Juan José era el
más entusiasta y se los sabía de memoria. Cuando hace dos meses,
al hallarlo en la calle, le dije que estaba evocando aquellas veladas
en su casa, empezó a recordarlos nuevamente y me dejó asombrado
al comprobar que sabía poemas enteros, no sólo de «Agua del tiem-
po», que han llegado a tanta popularidad, sino igualmente de mi
repudiado «Humo de Incienso», como « L a Yiradora», como aquel
que comienza: «Y pensar que yo pude bifurcar tu destino», y . v a
rios más.
EL NATIVISMO
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Hidalgo, etc., cometen un grave error. Unos lo dicen por ignorancia
de los hechos... otros, creo que por hacerse los ignorantes, por no
dar importancia a un hecho literario no sólo nuestro, sino, también,
del presente. Lo cierto es que el término hizo fortuna, y el pueblo
llama nativista a toda la poesía, y aún a todo el arte de esencia
gauchesca. Si el autor del Martín Fierro; si don Hilario Ascasubi, si
Estanislao del Campo, don Antonio Lussich y aún otros gauchescos,
o criollistas del tiempo reciente, se oyeran desde el otro mundo,
llamar poetas nativistas; a ellos que no aceptaron evolución alguna,
la cara que pondrían.
El nativismo es eso, lo repito para los sordos: un ismo, una
inquietud estética, una renovación, una novedad respecto a la vieja
poesía gauchesca, en la cual el poeta, siendo hombre culto y bien
educado, cantaba haciéndose el gaucho, sin serlo, y a veces, hasta
haciéndose el guarango.
Pero ya estoy en el presente. A raíz de «Agua del tiempo» y
el movimiento que lo siguió, mi vida literaria es bien conocida. Sin
embargo, ello no obsta a que continúe esta autobiografía, y lo haré
en oportunidad; ello amén de unas memorias, algo más detalladas
ya, que hace años comencé a escribir a ratos perdidos, con largos
intervalos y donde aparece ampliado todo lo anotado ya y muchas
otras peripecias más.
Bueno, y ahora, volviendo al tono algo zumbón con que empe-
cé mi autobiografía, voy a permitirme este final parodiando una
antigua milonga anónima:
Caballeros bailarines,
mi milonga está bailada;
el que sea más milonguero
que se anime y la deshaga.
FERNÁN SILVA VALDES
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