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La Educación Antes de La Era Moderna

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2.

La educación antes de la era moderna 4

La educación no siempre dependió de la institución escolar.


Durante muchos siglos las sociedades utilizaron mecanismos
diferentes a la escuela para reproducir sus valores y sus
maneras de pensar. La manera de ver el mundo de esas
sociedades estaba regulada por un conjunto de rituales que no
tenían que ver con un maestro, un salón y unos estudiantes
recibiendo clase de lectura o de geografía. La historia de la
educación había tenido, antes de nuestra era moderna-
occidental, otro tipo de prácticas, de instituciones y de sujetos
que la hacía incomparable a la que hoy tenemos. En Europa,
antes del siglo xvi o quizás del xv, la educación era un asunto
propio de la Iglesia y se refería fundamentalmente a las
prácticas de la fe. Además de la catequesis, la acción
intencionada de educar a la población no era un asunto
importante. En América este fenómeno perduró hasta la
segunda mitad del siglo xviii. Antes, las culturas llamadas
genéricamente precolombinas practicaban otro tipo de rituales
muy distintos, relacionados con los papeles diferenciados que
los hombres y las mujeres representaban en sus sociedades.

3. La era del Estado docente

La historia de los Estados modernos es la historia de los


sistemas de instrucción pública; a partir de entonces la
educación de la población se convirtió en un asunto estratégico
y sus prácticas se escolarizaron. Educar ya no era acercarse a
Dios solamente, sino instruir en los rudimentos de las letras, las
ciencias, los números, y, por supuesto, también en la fe. Allí
emergieron nuevos sujetos (el escolar y el maestro) y una nueva
institución (la escuela). Las repúblicas liberales que se
comenzaron a gestar en América desde finales del siglo xviii y
luego en todo el mundo occidental durante el xix,
institucionalizaron este modo de ser de la educación. Desde
entonces el Estado asumió la función educativa (por eso se
llamó Estado docente) y su aparato se fue sofisticando cada vez
más en busca de la regulación absoluta de la enseñanza. La
escuela se convirtió en el último eslabón de aquella compleja
cadena que terminó llamándose sistema educativo. La
estructura vertical que ordenaba este edificio burocrático hizo
del maestro un funcionario a quien le correspondía representar
la voluntad del Estado en la tarea educadora.

Durante casi cuatro siglos en Europa y casi dos en América, la


institución escolar fue prácticamente el único medio a través del
cual se podía expandir la «civilización occidental». El proyecto
ilustrado de educar para alcanzar la perfección humana en cada
individuo solamente podía hacerse a través de la escuela, pues
no existía otro dispositivo de comunicación más eficaz, a no ser
la prensa. La sociedad industrial que estaba creciendo
necesitaba transformar las costumbres ancestrales de las
comunidades campesinas (en Europa y América) e indígenas
(en América). Nuevas actitudes frente a la vida, nuevas
estructuras familiares, nuevos hábitos personales, en fin, nuevos
sujetos sociales, eran necesarios para impulsar el «progreso» y
el crecimiento económico que el capitalismo jalonaba con tanto
ímpetu. La tradición oral y las costumbres más ancestrales se
llamaron entonces analfabetismo y superstición, y se
convirtieron en el símbolo del atraso y en el freno al progreso
que parecía irreversible. El pensamiento práctico y la lógica
formal debían reemplazar las mentalidades y las cosmogonías
de las comunidades «tradicionales». La lectura y la escritura, la
aritmética y la ideología patriótica, eran los baluartes con los que
la escuela debía emprender la cruzada civilizadora que allanaría
el camino del progreso. Sus rituales más representativos: el
orden, la disciplina, el pizarrón, el salón de clase dividiendo a los
niños por edad y por género, el pasar lista, el reglamento, las
filas, las lecciones, los ejercicios físicos, los textos o manuales,
la memorización, el uniforme, los exámenes, etc., eran símbolos
de este nuevo orden modernizador. La escuela fue en ese
momento la punta de lanza y la expresión más clara de aquel
orden emergente; fue la herramienta más eficiente, el aparato
más exitoso, el invento más perfecto para expandir con rapidez
a todos los rincones el conocimiento y la moral que requería la
modernidad. El libro impreso jugó allí un papel muy importante.

El Estado era el responsable de esa tarea civilizadora. La


escuela, y por lo tanto el maestro, los edificios, los manuales y
los escolares, eran su responsabilidad. Nadie mejor que él
podía garantizar la correcta administración de tan delicada
misión. Nadie mejor que él para garantizar la unidad de criterios
y de contenidos con respecto a lo que la época requería. El
Estado era funcional a la escuela y viceversa, gracias a aquel
aparato complejo en que se constituyeron los sistemas de
instrucción pública.

Ahora bien, alcanzar la eficiencia y el control pleno no fue fácil.


Por supuesto eso pasó por todas aquellas contradicciones
políticas y de clase que se expresaron entre los actores que se
disputaron durante esos años su control. En particular,
disputarle la función educadora a la Iglesia (mater et magistra),
que la había detentado durante tantos siglos, fue muy difícil y
provocó incluso guerras en varias regiones del mundo
occidental.

Toda la parafernalia que el Estado liberal moderno fue


construyendo en torno a su función educadora se tradujo en
intrincadas y sofisticadas leyes, normas y reglamentos, así como
en pesados presupuestos que determinaban el éxito o el fracaso
de la empresa alfabetizadora.

La educación escolarizada, como ya dijimos, era prácticamente


el único medio que se tenía para acceder a lo que entonces se
denominó cultura universal o moderna. Quien no lograba
obtener por lo menos dos años (luego cinco y después ocho y
nueve) de escolaridad se consideraba analfabeto, condición que
se asociaba con pobreza y atraso. Incluso se llegó a sostener
que la educación escolar era una de las condiciones necesarias
para enfrentar y superar la pobreza de las regiones más
atrasadas del mundo. Los conocimientos y los valores
adquiridos en ella eran suficientes para que una persona
sobreviviera el resto de la vida en medio de las exigencias de la
sociedad industrial.

Se desarrollaron las ciencias pedagógicas, la psicología infantil


e incluso la antropología educativa, en el supuesto de que este
tipo de aprendizajes era indispensable para el proceso de
hominización. Surgieron teorías acerca de lo que significaba ser
hombre o mujer y se separaron claramente las etapas de
crecimiento, los primeros años de vida, del resto, para configurar
lo que hoy conocemos como infancia. El supuesto con el que se
trabajó fue que los aprendizajes eran posibles en esos primeros
años, porque en ellos se fijaban mejor que en la adultez. Ser
niño, desde entonces, era fundamentalmente ser escolar. Lo
que allí se aprendía sería determinante para el resto de la vida,
bajo la premisa de que el mundo no cambiaría demasiado dado
que ya se había encontrado el estadio ideal: la modernidad.

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