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¿Puedes

perderme?


Norberto Rabinovich

Pagina 12 CABA, Agosto de 2004


Puesto
que el camino hacia la muerte, no
es nada más que lo que llamamos
goce.1


Freud y Lacan ubican el pináculo del goce al que tiende el ser
hablante en la muerte. Éste, insistimos, es el punto más oscuro e
incomprendido que ha planteado el psicoanálisis y también el punto
donde radica su mayor originalidad. Este libro, en última instancia, es
un estudio que gira en torno a esta hipótesis central y fundamental.
No se trata de aceptarla o rechazarla sino de interrogarla a fin de
reconocer las razones de tan temeraria afirmación, comprender su
alcance y su eficacia en la explicación de los fenómenos que el
psicoanálisis aborda.

Ciertos rodeos especulativos hechos por Freud para fundamentar
la existencia de la que llamó pulsión de muerte (Todestrieb), a la que
le dio el estatuto de primordial por relación a todas las otras
tendencias, tal como asentarla en una supuesta orientación de lo
viviente a volver a un estado anterior, inorgánico, no sólo no son
pertinentes con el campo de su investigación sino que se desvían y
entorpecen la comprensión del problema. El concepto de pulsión,
según él mismo explicó, no se refiere a una atracción del organismo,
ni un dispositivo instintivo, sino que designa la tendencia de un

1
Jacques Lacan, El reverso del psicoanálisis. Seminario XVII (1969-1970), Paidós, Buenos Aires,
1992. Texto de la Clase Nº 1, del 26-11-1969.
sujeto hacia la satisfacción, aclarando que se trata, en primera
instancia, de una satisfacción subjetiva que, simultáneamente
alcanza cierto goce del cuerpo. La “necesidad” subjetiva es la que
comanda la búsqueda de satisfacción pulsional. Por consiguiente,
cuando la muerte es planteada como el fin de goce de la pulsión, es
preciso preguntarse previamente: ¿la muerte del sujeto o la muerte
del viviente? En esta última opción, y a menos que creamos en la
vida de los espíritus, el cese de signos vitales arrastra consigo la
desaparición de la vida subjetiva. Pero no sucede lo mismo al revés.
La “muerte” o desaparición del ser del sujeto, algo que Lacan
denominó del “fading del sujeto”es una experiencia de orden
subjetivo habitual. Solamente hay que saber reconocerla para
advertir su incidencia capital en los hechos clínicos. Por ejemplo, el
ataque de pánico, no es sino una señal del peligro inminente a tal
desaparición del ser de la escena del mundo. La angustia que puede
despertar en un fóbico una cucaracha o un espacio abierto, suele ser
de mayor magnitud que ante otras situaciones de peligro real que
pueden tener consecuencias fatales. Aunque el sujeto crea que en el
ataque de un insecto se le va la vida, el temor reside en la posibilidad
que desaparezca su ser, o sea, la consistencia imaginaria del yo y no
del organismo. A veces, el sujeto padece una angustia similar en
todos sus puntos, cuando lo que está afectado por la posibilidad de
la pérdida, no es su ser corporal sino de una parte del mismo. Se
trata, en estos casos de una angustia de castración, la cual constituye
el modelo de toda angustia. En el registro subjetivo, el temor a la
muerte es equivalente al temor a la castración y ambas se
entremezclan para colorear, aquello que Freud designó como trauma
psíquico.
Las experiencias traumáticas, solo a veces se asientan en lesiones
físicas, la mayor parte de las veces están determinadas por heridas
en la superficie del ser. La amputación de un brazo o la pérdida de
una persona amada, pueden horadar de manera similar, la
organización narcisista del sujeto. Cuando hablamos de trauma
psiquico nos referimos a un desgarro en la superficie topológica del
ser del sujeto. El trauma de los traumas, aquel que está
representado por la desaparición del ser, se inscribe en el psiquismo,
como un trauma castrativo. Freud aclaró que no hay inscripción
psíquica de la muerte sino de aquello que funciona como su
equivalente, la castración.

Que hayamos indicado la equivalencia entre muerte y castración,
no nos explica sin embargo porque la mencionada pulsión de muerte
podría buscar allí, en la repetición de una experiencia traumática, su
satisfacción.

Cualquiera fuese la respuesta a la pregunta, no podemos sino
partir del postulado fundamental del psicoanálisis, aquel que plantea
que el sujeto está dividido y sus partes están en conflicto. El lugar
que puede ser afectado por el trauma es el yo, que por consiguiente
erigirá sus defensas, mientras que el factor del peligro, para decirlo
al modo freudiano, es el recinto de las pulsiones. La satisfacción de la
pulsión sería un punto de fracaso de la defensa y consecuentemente
la repetición del trauma. Una mitad sufre, la otra mitad goza.
Utilizamos aquí el vocablo goce en su plena acepción, ya que Lacan lo
acuñó para referirse centralmente a ese tipo de satisfacción de la
pulsión de muerte implicada en la repetición de un trauma narcisista,
una satisfacción, dijo Freud, situada más allá del Principio del Placer.
Podemos deducir que si la llamó de ese modo es porque la muerte
figura en el horizonte del sujeto como el trauma absoluto. Sin
embargo, la pregunta sigue en pié: ¿porque el desvanecimiento del
ser del sujeto constituiría la meta de la Todestrieb?


El sentido de la vida.

Muchas madres se sienten con derecho a castigar a sus hijos si
ellos, accidental o intencionalmente, se lastiman. Los chicos
aprenden desde muy temprano que no les está permitido atentar
contra su integridad física, su salud o su bienestar. Si evitan, por
ejemplo, el peligroso y tentador juego de poner los dedos en los
agujeros del enchufe, no es para impedir el golpe de la electricidad,
sino el de los padres. La madre italiana, cuenta un conocido chiste,
amenaza a su hijo: "si te pasa algo te mato". Mientras que la madre
judía lo amedrenta diciendo: “si te pasa algo me muero". En los dos
casos, cuidar la propia vida es, para el niño, cuidarla siempre como
propiedad del Otro.

La petición que subyacente en toda demanda materna dirigida a
su cría es la de vivir. El requisito de la vida es la condición de todo lo
demás y, el niño, pronto aprehende el dramatismo que despierta en
ella la `posibilidad de faltarle. Por ello, la incorporación de esta
demanda por el niño, se instala en calidad de un mandamiento: debo
cuidar “mi” vida para no hacer sufrir a mama.

El niño reconoce su cuerpo en la imagen especular sostenida y
significada por la madre. Este reconocimiento de si mismo como ser
autónomo queda indisolublemente ligado al valor que tiene su ser
para su madre: significar el falo del que ella carece y desea encontrar
en él. El niño estructura su propio deseo a partir de las coordenadas
que traza el deseo del Otro. De allí en más, para el ser hablante, la
relación con su cuerpo, es decir, su propia vida la experimenta como
una prolongación del Otro. El deseo de vivir es, inicialmente, un
deseo alienado al deseo del Otro. Le llevará mucho tiempo advertir
que su vida le pertenece, aunque por lo general esta apropiación
nunca queda suficientemente legitimada.

Como el derecho a la vida ocupa un primer plano en el reinado de
la ley jurídica, poco se advierte que proteger su vida, para el ser
hablante, es algo que responde a la demanda del Otro. Las
sociedades modernas establecen que la vida de sus ciudadanos es un
bien que el estado debe tutelar, cuando no directamente un bien de
Dios.
El vocablo “suicidio” es de aparición tardía –aproximadamente
1700–, y deriva de la palabra inglesa homicidio. Anteriormente se
utilizaban expresiones tales como “auto homicidio”, “auto
asesinato”, que denotaban la dimensión delictiva atribuida al acto.
En el Concilio Vaticano de Arlés del año 452, se calificó al acto de
quitarse la vida como "obra del demonio". En el Concilio de Praga,
unos años después, se establecieron sanciones penales para los
suicidas que sobrevivieran al intento. En Europa, durante el
medioevo, el suicida estaba considerado como un vil criminal. Los
cadáveres de aquellos que habían transgredido esta prohibición eran
mancillados, sometidos a brutales degradaciones y arrojados a
basureros públicos. En Francia, hasta fines del siglo XIX, subsistían
leyes de confiscación de bienes del suicida y prácticas de difamación.
En Inglaterra los sobrevivientes de un intento suicida fueron
castigados con cárcel y azotes... hasta 1962. 2
Aunque no en todas las culturas ni en todos los períodos de una
misma cultura la elección de la propia muerte ha sido un acto tan
sistemática y severamente castigado, la significación pecaminosa del
acto suicida está presente en todas las religiones, cuando está
desligada de una finalidad religiosa o altruista.

Con estas reflexiones queremos destacar que, por vivir en la
mansión del lenguaje, la relación con la vida está desdoblada en dos
registros: la vida, identificada con la permanencia del ser y alienado
al campo del Otro y, la vida, la vida real, la del organismo cuyas
necesidades plantean sus exigencias de satisfacción por afuera del
ser e independientes de la demanda del Otro. En esta dialéctica
habremos de buscar el estatuto de la pulsión de muerte.

No es en efecto una perversión del instinto, sino esa
afirmación desesperada de la vida que es la forma más
pura en que reconocemos a la pulsión de muerte.3

Tres factores se entrelazan en esta historia: en primer lugar, una
tendencia pre subjetiva y condición de la subjetividad, a la que
podemos designar “instinto de vida”. En segundo lugar, una
2
Gisela Farías, “Capítulo 2”, en: Muerte voluntaria, Astrea, Buenos Aires, 2007, p. 29.
3
Jacques Lacan, “Función y campo de la palabra y el lenguaje en psicoanálisis”, en: Escritos I, Siglo
XXI, Lugar, 1971, p. 137. Traducción T. Zegovia.
tendencia radicalmente diferente del instinto, el “deseo de vida”, al
que definimos como a todo deseo, apelando al clásico aforismo que
dice que el deseo del hombre es el deseo del Otro. Y, en tercer lugar,
una tendencia que no es instintiva ni tiene la estructura del deseo,
nos referimos a “la pulsión”, a toda o cualquier pulsión que en última
instancia es pulsión de muerte.

Porque la propia vida queda sujetada a las vacilaciones del deseo y
la demanda del Otro, “la muerte” se le figura al sujeto parlante como
paradigma de su libertad. Pero es preciso entender que dicha muerte
concierne al ser y no al viviente.
Lacan explica que, cuando el viviente ingresa al lenguaje, su vida
real resulta capturada, es decir, significada por el Otro, por
consiguiente, sujetada y sometida a las vacilaciones del deseo del
Otro. Consecuentemente, “la muerte” figura en el sujeto parlante
como el designio de su libertad.

Así, el amor por sí mismo y por su vida, se hace indistinguible de
aquello que experimenta viniendo del Otro. Se trata de un deseo que
lleva el sello del deber, la exigencia de no fallar. Pero su vida, su
condición de viviente, es decir, las exigencias del cuerpo real son
experimentadas como ajenas a su propio ser, ya comprometido con
el deseo del deseo del Otro.

Su identidad subjetiva, apoyada en el reconocimiento imaginario
de los límites de su cuerpo

En el interior de esta primera estructura donde se constituye la
realidad subjetiva, viene a tallar la pulsión, viene a interferir el idilio
con la repetición de un trauma cuyo fin último no podría ser otro que
la madre pierda su falo-niño lo que traducimos como castración o
que el niño pierda su ser-falo, que traducimos como el fading del
sujeto o desvanecimiento del ser.

El primer objeto que propone [el sujeto] a este
deseo parental cuyo objeto [el falo] es desconocido, es
su propia pérdida4. –¿Puedes perderme? –. El
fantasma de su muerte, de su desaparición, es el
primer objeto que el sujeto tiene que poner en juego en
esta dialéctica, y en efecto lo pone, por mil razones lo
sabemos, aunque solo sea por la anorexia mental.
También sabemos que la fantasía de su muerte es
comúnmente esgrimida por el niño en sus relaciones de
amor con sus padres. 5





4
La traducción al castellano de esta primera oración, se ajusta literalmente al original francés, y
ambos resultan, así formulados, incomprensibles. A modo de solución propongo la siguiente variante:
“La primera objeción que antepone [el sujeto] a este deseo parental…”.
5
Jacques Lacan, “Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis”, Capítulo XV, en: Seminario
XI, (1964-1965) Barral Editores, España, 1977, p. 220. Traductor Francisco Monge.

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