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Miranda y Tello Pág 145 A 157 La Mús Lat Los Nacionalismos

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Capítulo 1

Los nacionalismos:
¿una búsqueda de la identidad?

L os años aurorales del siglo xxaparecieron marcados por la impronta de las
corrientes nacionalistas que derivaron de las búsquedas del siglo xix por en-
contrar una voz propia para nuestros pueblos.
Cuando revisamos las vidas de algunos compositores como Heitor Villa-
Lobos, Óscar Lorenzo Fernández, Carlos Chávez, Silvestre Revueltas, Amadeo
Roldán, Alejandro García Caturla, Theodoro Valcárcel o Alberto Ginastera, y
de su irrupción en la vida musical de nuestro continente, nos queda la idea
de que todos ellos forjaron la corriente nacionalista, tan decisiva en la confi-
guración del perfil de la música latinoamericana del siglo xx, en un territorio
carente de vínculos con el resto del mundo y aun con los demás países del
continente.
Repasamos la historia musical de diversos países y no pareciera haber
huellas de que Heitor Villa-Lobos, en pleno 1920, estuviera enterado de que,
en Argentina, Alberto Williams y Julián Aguirre hubieran emprendido una
cruzada de conocimiento y estudio de la tradición popular; de que cuando
Manuel M. Ponce diera su histórica conferencia de 1913 sobre la importancia
de que la canción mexicana fuera el sustento de una arte nacional, hubiera
sabido de los empeños de Daniel Alomía Robles por recoger la canción folkló-
rica e indígena de los pueblos del Perú andino; de que Amadeo Roldán y
Alejandro García Caturla, que encontraron en “lo negro” la razón de la cuba-
nidad, tuvieran siquiera idea de que Luciano Gallet abordara la misma temá-
tica en el Brasil.
David P. Appleby ve el nacionalismo brasileño como una consecuencia
natural del rechazo a la dominación europea y como una reacción contra el
intento de las autoridades metropolitanas de suprimir las expresiones del na-
tivismo, ya expresados desde los tiempos coloniales, pero cuyas manifestacio-
nes puramente musicales sólo encontraron su madurez en tiempos posterio-
res. “La búsqueda de un estilo y un lenguaje musical para estas expresiones
tuvo que aguardar, al mismo tiempo, a la seguridad de poseer un nivel de
técnica entre los compositores de las Américas en el siglo xix, y a la gradual
liberación de una excesiva reverencia a todo lo europeo.” Rodolfo Arizaga
habla de una naciente vocación americanista y de “un interés por los temas

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146  LA MÚSICA en latinoamérica

del Nuevo Mundo aunque todavía no se tenga a mano el idioma preciso”, que
en Argentina encontraría su expresión en la obra de Arturo Berutti, Alberto
Williams y Julián Aguirre. Para Alejo Carpentier, la voz propia de Cuba pasó
por el doloroso trance de fundir verismo italiano y folklorismo autóctono en
la obra de Eduardo Sánchez de Fuentes y José Mauri antes de ser expresión
cabal en la de Amadeo Roldán y Alejandro García Caturla. Yolanda Moreno
Rivas ve en Manuel M. Ponce, el precursor del nacionalismo en México, el
resultado del encuentro entre “un pasado recalcitrantemente romántico” y el
“arte popular que se resumía en las costumbres musicales de la provincia
mexicana”. Enrique Pinilla percibe el surgimiento de una música nacional en
Perú como el producto de inconsecuentes saltos estilísticos o como la irresuel-
ta convergencia entre técnica de composición y elementos folklóricos. Pero
ninguno de estos autores —quizá con la sola excepción de Carpentier, quien
hace alusiones a obras y autores de algunos países latinoamericanos ajenos a
Cuba (menciona el Guatimotzin de Aniceto Ortega, por ejemplo)— ve el sur-
gimiento de una expresión artística nacional en concordancia con una nece-
sidad común de encontrar la identidad de nuestros pueblos en momentos
similares y coincidentes, aunque las condiciones materiales fueran distintas.
Tal vez entre los pocos estudiosos que intentaron entender nuestra música
desde una perspectiva continental se encuentran los compositores Roque Cor-
dero (Panamá) y Juan Orrego Salas (Chile). El primero, en su artículo “Vigencia
del músico culto”, ve como concordantes las obras de Villa-Lobos, del nicara-
güense Luis A. Delgadillo, del chileno Pedro Humberto Allende, del colombia-
no Guillermo Uribe Holguín, del uruguayo Eduardo Fabini y del mexicano
Manuel M. Ponce, y juzga que el “aspecto nacionalista en la obra de estos com-
positores, pese a las limitaciones inherentes en la explotación del material fol­
klórico, ya mostraba un gran progreso sobre las generaciones anteriores, cuyo
nacionalismo residía más en el título pintoresco de sus obras que en el conte-
nido musical de las mismas…”. El segundo asienta que la música latinoameri-
cana sólo fue posible gracias a la fusión de las grandes tradiciones de la música
erudita de Europa con el patrimonio del Nuevo Mundo.
Pareciera que la idea de crear un arte “nacional” no fue asunto exclusivo
de algún país latinoamericano en particular. El “nacionalismo”, esa postura
que buscaba establecer principios de identidad para nuestros pueblos, vestido
de tonalidad, de cromatismo, de impresionismo (eran los lenguajes afines a la
estética del romanticismo), de politonalismo, de neomodalismo y aun de ato-
nalismo (es decir, de “modernidad” en la más amplia acepción de la palabra)
no sólo fue una tendencia que se desarrolló en Argentina, Brasil, Cuba y
LOS NACIONALISMOS: ¿UNA BÚSQUEDA DE LA IDENTIDAD?   147

México (como lo ve Luis Heitor Correa de Azevedo en un orden que no es


sólo alfabético, sino también cronológico), sino que respondió a la necesidad
impostergable de consolidar el sello artístico de nuestros pueblos como fruto
de un largo proceso de búsqueda de identidad que se remonta al siglo xix
(aunque no hubiera entonces un sustento ideológico en el cual pudiera apo-
yarse, sino que fuera más bien la expresión de un sentimiento). La preocupa-
ción por crear un arte con sello propio, que encontrara sus raíces en la músi-
ca prehispánica, en la canción popular, en el folklor, o en las reminiscencias
y reinvenciones de éstos, fue un hecho generalizado desde México hasta el
Cono Sur, o viceversa.
Gilbert Chase apuntó en 1961, ya pasados los momentos álgidos del
nacionalismo, que “se crea en las nacionales musicalmente más avanzadas una
nueva situación dialéctica, en la que los compositores se ven confrontados con
la tesis del nacionalismo y la antítesis del universalismo”, y opinaba que “Hei-
tor Villa-Lobos, de Brasil, consiguió lo que tal vez es la síntesis más impresio-
nante de elementos opuestos encontrada dondequiera en la música contem-
poránea”.
Las preguntas que siguen ocupando el centro de las indagaciones en este
asunto son: ¿cuánto parentesco tuvo la labor de nuestros músicos con la de
otros compositores latinoamericanos contemporáneos a ellos y que tenían las
mismas inquietudes por la creación de un arte con sello americano? ¿Cuál fue
el “grado de contemporaneidad” que los ubica en el panorama general de la
música latinoamericana? ¿La tarea creadora de nuestros músicos fue sólo pro-
ducto de una preocupación personal o de la reacción sensible a un aliento que
flotaba en el ambiente, desde México hasta el Cono Sur, por darle a nuestra
música un sabor y un color nacionales, similares a los que empezaba a plas-
mar la literatura? ¿Fue, en todos los casos, un arte epigonal de las corrientes
nacionalistas europeas del siglo xix? ¿O, como se ha repetido una vez y otra,
resultó ser el fruto de la influencia que ejercieron movimientos sociales y
culturales como la guerra de Independencia; el surgimiento de los movimien-
tos liberales del siglo xix; el rechazo a las pretensiones españolas de volver a
pisar suelo americano en la década de los sesenta del siglo xix, que afirmó el
espíritu independiente de nuestros pueblos; la inserción del espíritu román-
tico en nuestra música; el descubrimiento de lo exótico por parte de artistas
como Henri Herz o Louis Moreau Gottschalk que, de paso por ciudades como
México, Lima o Santiago, emplearon los “sones de la tierra” o los “aires nacio-
nales” para crear fantasías pianísticas destinadas a encandilar al público; la
confrontación surgida a partir de la llegada a América de compañías de ópera
148  LA MÚSICA en latinoamérica

que derivó en la puesta en escena de óperas creadas en México, Buenos Aires


o La Habana; la Revolución mexicana; la Revolución socialista de 1917; el
nuevo orden cultural de la posguerra de 1918; los movimientos artísticos
renovadores de los años veinte, dígase surrealismo, dadaísmo, expresionismo
y otros “ismos”? ¿No tuvieron resonancia en todo el continente algunos prin-
cipios determinantes para la definición de lo americano, como el reconoci-
miento de “lo criollo” y “lo indiano” en la obra de Ricardo Rojas, la postura
antiimperialista de Haya de la Torre y José Carlos Mariátegui, la revaloración
de la cultura popular en la obra de Mario de Andrade, la aparición del indi-
genismo —que se manifestó en la literatura, en la plástica, en la música—, la
obra educativa y cultural de José Vasconcelos?
Si buscáramos una coincidencia cronológica, el “nacionalismo pionero”
de Manuel M. Ponce (1882-1948) tomó su curso de manera simultánea al de
los argentinos Alberto Williams (1862-1952) y Julián Aguirre (1868-1924),
del boliviano Simeón Roncal (1870-1953), del cubano Eduardo Sánchez de
Fuentes (1874-1944), del peruano Luis Duncker Lavalle (1874-1922), del
colombiano Guillermo Uribe Holguín (1880-1971), del costarricense Julio
Fonseca (1885-1950), del chileno Pedro Humberto Allende (1885-1959), del
brasileño Heitor Villa-Lobos (1887-1959), del nicaragüense Luis A. Delgadillo
(1887-1962) y del uruguayo Luis Cluzeau Mortet (1889-1957), aunque apa-
rentemente no hubiera vínculos entre ellos. Pero tampoco este “nacionalismo
pionero” llegó de la noche a la mañana.
A decir de Mario de Andrade, fue la tercera etapa de un largo periplo que
se remonta a la época colonial y que tuvo como nortes de expresión a Dios,
al amor y a la nacionalidad. Fue la secuela de un conjunto de creaciones que
vieron la luz desde mediados del siglo xix: las contradanzas de Manuel Sau-
mell (1817-1870), que se fundaban en la sabrosura del tresillo cubano; el
Jarabe de José Antonio Gómez (1805-1870) y Tomás León (1826-1893), ba-
sadas en la entonces danza nacional mexicana; la ya para entonces chilenísima
Zamacueca de Federico Guzmán (1837-1885); las Danzas portorriqueñas de
Juan Morel Campos (1857-1896); A Sertaneja de Brasílio Itiberê da Cunha
(1846-1913), sólo para citar unos pocos ejemplos.
Yo veo la obra de Williams y Aguirre; de Villa-Lobos y Mozart Camargo
Guarnieri (1907-1993); de Amadeo Roldán (1900-1939) y Alejandro García
Caturla (1906-1940); de Carlos Chávez (1899-1978) y Silvestre Revueltas
(1899-1940); de Theodoro Valcárcel (1902-1940) y los cuatro grandes del
Cusco, como parte de un movimiento que recorrió América desde principios
del siglo xix y que guardó la natural, aunque inconsciente, contemporaneidad
LOS NACIONALISMOS: ¿UNA BÚSQUEDA DE LA IDENTIDAD?   149

con sus contrapartes norte, centro y sudamericanas. Ese movimiento se llamó,


en un momento específico (de los años veinte a los cuarenta), el nacionalismo,
con toda su pluralidad de alcances, lenguajes y resultados. Antes de los años
veinte del siglo pasado, desde por lo menos una centuria, cuando nacimos
repúblicas criollas, no tuvo etiquetas. Fue sólo una respuesta a la pregunta
latente, sorda, no dicha, que invadió las conciencias de los hombre america-
nos cuando el continente (con la excepción de Cuba, o de Portugal, en el caso
brasileño) se separó de España en la década de los veinte del siglo xix: ¿qué y
quiénes éramos entonces? ¿qué definía esa otredad, para tomar una palabra
cara a Octavio Paz, que nos hacía diversos de los peninsulares, pero también
de nuestros antepasados precolombinos? Después de tres siglos de fundirse la
cultura de indios, europeos y negros, ¿en qué momento la vihuela o la guita-
rra barroca habían dejado de ser tales para convertirse en guitarras treseras,
cuatros o charangos? ¿bajo qué coartadas los arpistas dejaron de acompañar
villancicos catedralicios para tocar sones, danzas de pascolas, joropos y pasa-
jes, jarabes, zamacuecas, cashuas y huaynos?
El desarrollo del nacionalismo en América fue una preocupación genuina
de nuestros compositores. Lo dejaron sentado en diversas ocasiones: Amadeo
Roldán, en su famosa “Carta a Henry Cowell”, se proponía:

[…] conseguir hacer un arte esencialmente americano, en un todo indepen-


diente del europeo, un arte nuestro, continental digno de ser aceptado uni-
versalmente no por el caudal de exotismo que en él pueda haber […], sino
por su importancia intrínseca, por su valor en sí como obra de arte, por el
aporte que haya en el nuestro al arte universal.

Camargo Guarnieri (Brasil 1907-1993), el más intrépido defensor de las


teorías de Mario de Andrade, consideraba que “de cualquier forma y por todas
las formas tenemos que trabajar una música de carácter nacional”.
En un año tan temprano como 1916, un jovencísimo Carlos Chávez es-
cribía:

[…] ya que los rusos nos han enseñado a realizar obra folklorista, y nos han
mostrado la importancia que esto tiene, y ya que nosotros en nuestro pueblo
poseemos como ellos los elementos necesarios para la realización de una
obra semejante en su índole, y que así tendremos una escuela propia, una
escuela mexicana que se distinga por sí misma de todas las demás, realicé-
mosla.
150  LA MÚSICA en latinoamérica

Actitud que refrendaría en 1949 en su discurso de inauguración del local


del Conservatorio Nacional de Música de México al sostener que “arte, es lo
único que tiene México, lo único que le da carácter y fisonomía propios, para
sí mismo, y ante el mundo”, aunque en sus años de madurez hiciera diversi-
dad de precisiones a su concepción del nacionalismo y de lo nacional. Decía
Eduardo Fabini en 1928:

Marché a Europa a estudiar violín, y ya me llevaba “mis tesoros”: unos tristes


armonizados que se me ocurrían la octava maravilla […]. Allá lejos, tan lejos,
aquellas músicas criollas que son algo de la esencia nuestra, vertían en mi
espíritu toda la sensación de mis sierras, mis campos, mis arroyos, mis cosas
tan queridas, y con su amor llegaba un deseo grande de decirlas, de cantarlas
en notas, en acordes, que aunque no fueran magistrales como lo merecen,
fueran bien nuestros […] En Bruselas recordaba todo aquello y lo ampliaba.

Al finalizar la década de 1920 y arrancar la de 1930, algunas figuras de


la música latinoamericana habían ganado prestigio y presencia internacio-
nal. En 1930, Heitor Villa-Lobos estaba de regreso en Brasil luego de pasar
varios años en París, ciudad a la que fue —tal como lo afirma su biógrafo
Vasco Mariz— no a estudiar, sino a mostrar a los europeos lo que un hom-
bre de este lado del Atlántico había producido. Desde que participara en la
Semana de Arte Moderno, organizada por Mario de Andrade en 1922, y se
adhiriera a la estabilización de una conciencia creadora nacional, su obra
iba afirmándose como la expresión de una música brasileña que conciliaba
tradición y modernidad en tanto se alejaba de los pastiches del arte europeo.
En sus años en Francia, Villa-Lobos había desarrollado una intensa activi-
dad en los círculos avant-garde difundiendo su música, mucha de ella ya
compuesta en su país natal desde comienzos del siglo xx. Tal es el caso de
Prole do Bebê núm. 1 y de los Epigramas irônicos e sentimentais, estrenados en
París en 1924, o de las primeras audiciones de diversos Choros, del Rude
poema (dedicado a Arthur Rubinstein), de las Serestas y el Noneto que el
compositor presentó en la Sala Gaveau en 1927. Un grupo de 260 voces de
“L’Art Chorale”, bajo la dirección de Robert Siohan, interpretó el poderoso
Choros núm. 10 para coro y orquesta. En la tercera década del siglo estaba
afincado como una de las voces más genuinas del Nuevo Mundo. Su activi-
dad como compositor pronto se vería extendida a la organización de la
educación musical en Brasil como parte de un proyecto de desarrollo y
afirmación de la música brasileña.
LOS NACIONALISMOS: ¿UNA BÚSQUEDA DE LA IDENTIDAD?   151

En 1926, el argentino Juan José Castro, quien había estudiado en París


con Vicent D’Indy y Edouard Risler, fundó en Buenos Aires la Orquesta de
Cámara Renacimiento, iniciando una carrera de director de orquesta que le
permitiría, años más tarde, desde el podio de la Sinfónica Nacional, señalar
nuevos caminos a los jóvenes compositores argentinos. Apareció como la fi-
gura conductora del movimiento nacionalista argentino con su Sinfonía argen-
tina (1934) en tres movimientos (“Arrabal”, “Llanuras”, “Ritmos y danzas”), el
primero de los cuales explora elementos del tango, y con su Sinfonía de los
campos (1939), descriptiva y subjetivamente evocativa de las tradiciones fol­
klóricas de las pampas.
En 1928, Carlos Chávez estaba ampliando el horizonte musical de Méxi-
co con la creación de la Orquesta Sinfónica de México. Chávez, quien a los 22
años había ido a Europa con la esperanza de encontrar nuevos derroteros para
su actividad creadora, había regresado al solar nativo con la fuerte convicción
de que el futuro de la música mexicana y de los compositores del resto del
continente no residía en la imitación servil de los modelos europeos, sino en
buscar la esencia misma de la música de su propio país, desde la época preco-
lombina hasta el vibrante presente, dando a su producción una auténtica na-
cionalidad. Vasconcelos, que había favorecido el desarrollo de la pintura faci-
litando la realización de los grandes murales de Diego Rivera, David Alfaro
Siqueiros y José Clemente Orozco, encargó en 1921 a Chávez, por sugerencia
de Pedro Henríquez Ureña, la composición de un ballet inspirado en un tema
azteca: El fuego nuevo, el cual abrió a la producción de Chávez un cauce por
donde transitaron numerosos compositores: el del nacionalismo.
Chávez, en un artículo escrito en 1954, expresó sobre su obra:

Para mí tiene de especial El fuego nuevo que en él se expresan por primera


vez las influencias de la música de los indios, auténticamente tradicional,
que escuché en Tlaxcala desde muy niño por muchos años, y que nunca
antes se habían revelado en mis composiciones, porque estaba yo lleno de
Beethoven y Bach, Schumann y Debussy. […]
Recuerdo que no quise hacer “arreglos”, no busqué “melodías indias”;
todo en esa pieza es de mi invención; la expresión, pensaba yo, tendría que
darla el espíritu de la música. El fuego nuevo fue un cambio brusco e inespe-
rado de cuanto yo había hecho antes.

La partitura juvenil de este ballet presentaba en germen las particularida-


des estilísticas como los rasgos ideológicos que tipifican al primer Chávez
152  LA MÚSICA en latinoamérica

nacionalista. El estreno llegó tarde. La orquesta, que en ese entonces dirigía


Julián Carrillo, se negó siquiera a leerla. Una partitura que marcó a fuego la
producción global de Chávez, y en cierto sentido la de la música mexicana de
la primera mitad del siglo xx, sólo se pudo escuchar en la temporada de 1928
de la Orquesta Sinfónica de México en el escenario del Teatro Abreu, donde
nuestro músico solía presentar a dicha orquesta.
Ni Villa-Lobos ni Chávez ni Castro eran los primeros en acariciar la idea
de escribir una música que reflejara la identidad de sus países. El primero no
habría sido posible sin los antecedentes sentados por Francisca Hedwiges
Gonzaga, Chiquinha (1847-1935) y Ernesto Nazareth (1863-1934). En tanto
la música de Chiquinha Gonzaga se nutrió del aire de choros, modinhas y
lundúes y se manifiesta en canciones, maxixes, operetas y comedias; la de
Nazareth, compuesta casi toda para piano, se expresó en tangos brasileños,
polkas, valses, chotises, polka-choros, cuadrillas, romanzas sin palabras y
composiciones bailables de neto perfil instrumental. En su música los elemen-
tos del estilo popular urbano se transformaron y recibieron variedad y expre-
sión artística. Si Chiquinha Gonzaga y Nazareth quedan afiliados a una mani-
festación de genuino perfil popular, Alberto Levy (1864-1892) y Alberto
Nepomuceno (1864-1920) se sitúan en una vertiente académica que creció
bajo el influjo de los nacionalistas europeos de fines del xix. Levy y Nepomu-
ceno, formados en conservatorios europeos, regresaron a su país en busca de
la música folklórica y popular brasileña. Obras como la Fantasía para dos
pianos sobre “Il guarany” de Carlos Gomes (1880) y el Tango Brasileiro (1890)
de Levy o el Himno nacional brasileño y la Serie brasileira de Nepomuceno son
auténticas muestras de creación de una música fundada en los aires naciona-
les de Brasil. La música de Villa-Lobos no se concibe sin el antecedente que
señalan las obras de estos compositores.
Antes que Chávez, apenas iniciándose el siglo xx, arribó a la ciudad de
México Manuel M. Ponce. Venía de Aguascalientes, donde había recibido su
formación inicial de pianista bajo la guía de su hermana Josefina, poseedora
de cuantos secretos encierra la formación inicial de Ponce, y de Cipriano
Ávila, el clásico maestro de quien sólo se puede tener noticia por los logros
de sus alumnos. Traía fuego propio, a pesar de su educación romántica forja-
da en los años del porfirismo, un fuego que no se aplacó con las enseñanzas
de Vicente Mañas y Eduardo Gabrielli ni con las inútiles horas que pasó en el
Conservatorio Nacional de Música. Entre su corta estancia en la capital y su
ida a Europa de 1904 a 1906, Ponce maduró su ideal de sintetizar la esencia
de lo mexicano como parte fundamental de la creación musical, fruto de sus

LOS NACIONALISMOS: ¿UNA BÚSQUEDA DE LA IDENTIDAD? 153

conversaciones nocturnas en el jardín de San Marcos de Aguascalientes con


el poeta Ramón López Velarde y el pintor Saturnino Herrán. En pocos años,
entre 1909 y 1912, logró plasmar un conjunto de obras (el Tema variado
mexicano, la primera Rapsodia mexicana, la Arrulladora mexicana, una Barcaro-
la mexicana, la Balada mexicana, su Concierto para piano, un conjunto de can-
ciones tradicionales vertidas al piano) que más allá de ofrecer arreglos o ar-
monizaciones, metamorfoseaban el material musical, conservando el contorno
melódico, pero vistiéndolo con recursos armónicos y pianísticos que le otor-
gaban una fisonomía distinta. A diferencia de quienes en el siglo xix habían
tentado los territorios del folklor para incorporarlo a la creación musical con
los “aires nacionales”, o escribiendo jarabes y danzas pianísticas, Ponce reco-
gió la mayor parte de los tipos representativos del folklor mestizo e impuso el
principio de la selección y la clasificación con el fin de “descubrir las más
bellas melodías ocultas en el montón de cantos acumulados por la musa po-
pular”, según sus propias palabras.
A instancias de sus colegas del Ateneo de la Juventud (Vasconcelos, Hen-
ríquez Ureña, Alfonso Reyes), Ponce ofreció el 13 de diciembre de 1913, en
la librería Biblos de Francisco Gamoneda, una histórica conferencia sobre “La
música y la canción mexicana”, toda una declaración de principios en torno
al estilo nacional. En ella expresaba, de manera esquemática, una serie de
ideas sobre la música popular que serían determinantes en la concepción de
buena parte de su obra. “Ahí hablé de folklor, de las canciones desdeñadas
que yo recogí de labios de las cancioneras y que escuché de niño en las ha-
ciendas donde mi padre hacía números”, diría más tarde. En los años siguien-
tes, entre ires y venires (Ponce se marchó a Cuba de 1915 a 1917 y a Europa
de 1925 a 1932) afinó sus recursos, pulió su lenguaje, actualizó su técnica y
contribuyó a darle nuevos rostros a la música mexicana: el del nacionalismo,
al que se adhirieron la mayor parte de los compositores de la primera mitad
del siglo xx, y el de la modernidad, fruto de las lecciones recibidas de manos
de Nadia Boulanger y Paul Dukas. Ponce fue maestro de piano de Chávez y,
sin duda, sembró en él la semilla del nacionalismo que le hizo escribir al
adolescente Chávez su temprana declaración de principios.
Tres figuras antecedieron a la proyección internacional del argentino Juan
José Castro: Arturo Berutti, Alberto Williams y Julián Aguirre. Berutti (1862-
1938), autor de Seis danzas americanas (1887), una Sinfonía Argentina (1890),
las óperas Pampa (1897), basada en temas gauchescos, y Yupanki (1899), que
recoge la tradición folklórica andino-india, mantuvo su intención de escribir
una música nacional sin traicionar su filiación romántica, y, aunque vivió
154  LA MÚSICA en latinoamérica

durante más de un tercio del siglo xx, su estética siguió siendo la del xix.
Alberto Williams (1862-1952), venerado como el progenitor de la música
nacional argentina, ejerció una influencia fundamental en todo el país duran-
te su larga vida. Después de ser discípulo de César Frank en París, retornó a
su tierra natal a “saturarme con la música de la tierra, para no sentirme un
extranjero en ella. […] a aprender las canciones y danzas de nuestros gauchos
[…] intérpretes nativos vibrantes de hueyas, gatos, zambas, vidalitas, tristes y
décimas…”. El rancho abandonado para piano (1890), una pieza que recoge
esos aires gauchescos plasmados en un pianismo romántico, fue la obra que
despegó su vertiente nacionalista y que se resume en sus nueve sinfonías, en
sus suites argentinas para conjunto de cámara (1923) y en su extensa obra
para piano poblada por esas danzas que recogió en las pampas argentinas. La
obra de Williams está inspirada en esa argentinidad de la que habla Ricardo
Rojas, es decir, en la suma de esencias constituida “por un territorio, por un
pueblo, por un estado, por un idioma y por un ideal que tiende a definirse
mejor cada día”. Como Villa-Lobos, como Chávez, Williams fue un organiza-
dor, un promotor y un educador. Fundó el Conservatorio de Música de Bue-
nos Aires y escribió diversos textos de teoría y cultura musical.
Julián Aguirre (1864-1924) pasó sus primeros años en Madrid, donde fue
discípulo de Emilio Arrieta. Fue uno de los primeros en estudiar el folklor
musical argentino —escribió un gran número de piezas de aire popular al
modo pampeano, en las cuales rememora la nostalgia de los tristes, o con las
cadencias de la música pentafónica del norte argentino y sus Aires nacionales
argentinos, sus Aires criollos, sus Aires populares, sus Evocaciones indias, sus
Canciones argentinas se volvieron emblemáticas del nacionalismo argentino—,
pero también abordó la música popular urbana, en especial los ritmos milon-
gueados con sus quiebros compadritos. “La obra de arte debe ser el resultado
de una intuición, al mismo tiempo que de un trabajo crítico y reflexivo”, era
su lema de trabajo. El fruto fue uno de los catálogos más sinceros de creación,
que contribuyó a la definición del perfil de la música argentina y latinoame-
ricana del siglo xx. Como Williams, Aguirre plasmó en su obra el criollismo
que Ricardo Rojas preconizaba como signo esencial de la cultura argentina.
Esta etapa del nacionalismo que alcanza a los años treinta estuvo signada
por una manera de hacer arte nacionalista: si se exceptúa a Villa-Lobos y, en
cierto sentido, a Chávez, la mayor parte de los compositores introdujeron en
sus obras la cita directa del material folklórico. Un ejemplo es el nicaragüense
Luis A. Delgadillo (1887-1962), quien rindió tributo a los diversos países lati-
noamericanos que visitó o en los cuales vivió. Su Sinfonía mexicana (1929)
LOS NACIONALISMOS: ¿UNA BÚSQUEDA DE LA IDENTIDAD?  155

apela a canciones como La chaparrita, Estrellita, La cucaracha, Las posadas y El


payo Nicolás, su Sinfonía indígena centroamericana está compuesta con temas
indígenas de la región, y su Sinfonía incaica (1927) alude a temas andinos. En
Costa Rica, Julio Fonseca (1885-1950) aportó su Sinfonía tropical (1932) y
Alejandro Monestel (1865-1950) sus Rapsodias guanacastecas 1 y 2 (1936), que
recogen materiales criollos de Guanacaste, partituras originadas por la discu-
sión que sostuvieron los músicos ticos acerca de su música nacional en 1927.
La inclusión de patrones rítmicos de clara procedencia indígena en la música
de Guatemala se refleja en la obra de los hermanos Jesús (1877-1946) y Ricar-
do Castillo (1891-1966). A partir de 1897, Jesús escribió sus cinco oberturas
indígenas. Sus investigaciones y su incursión en el pasado maya-quiché por
medio de las leyendas y los relatos orales y del Popol Vuh, derivaron en la com-
posición de la ópera Quiché Vinak (1917-1925).
El colombiano Guillermo Uribe Holguín (1880-1971) escribió sus Tres
danzas (Joropo, Pasillo, Bambuco, 1926) y su segunda sinfonía Del terruño
(1924), evocando los aires populares mestizos, y en los 300 trozos en el senti-
miento popular, que compuso a lo largo de muchos años, aunque no se remitió
a melodías folklóricas, sí hizo uso de los ritmos sesquiálteros tan presentes en
la tradición popular latinoamericana. En los países de la región andina fue
Domenico Brescia (1866-1939) el que abrió los cauces del nacionalismo en
Ecuador con su Sinfonía ecuatoriana (1907) y su Cantata renacimiento (1909),
en las cuales emplea temas indígenas. Había estado en Chile, donde fue maes-
tro de Pedro Humberto Allende, pero en 1904 se fue a Quito a enseñar en el
Conservatorio. Su seguidor natural fue su discípulo Segundo Luis Moreno
(1882-1972), cuya obra se tiñó de un indigenismo fruto de sus investigaciones
de campo. Su Suite ecuatoriana (1922) fue un fiel reflejo de sus actividades
etnomusicológicas. En Perú, el romanticismo nacionalista se expresó en la
ópera Ollanta (1901), de José María Valle Riestra (1858-1925), obra que que-
dó convertida en símbolo del arte musical peruano merced al uso de motivos
derivados de la música tradicional andina. Con Valle Riestra florecieron José
Castro (1872-1945), uno de los que sustentó la tesis de la naturaleza pentá-
fona de la música incaica; Luis Duncker Lavalle (1874-1922), que recreó el
universo mestizo y criollo de los sectores urbanos en sus valses Quenas y Cho-
lita, y Manuel Aguirre (1863-1951), en cuya obra se conjuntan rasgos folkló-
ricos con el pianismo romántico de su tiempo. En Bolivia, reconocido como
uno de los países más “indígenas” de América del Sur, el nacionalismo tuvo
en Simeón Roncal (1870-1953) y Eduardo Caba (1890-1953) a sus precurso-
res. Roncal, originario de Sucre, logró la estilización de la cueca, la danza
156  LA MÚSICA en latinoamérica

nacional boliviana, en una colección de piezas virtuosísticas para piano. Caba


tomó los aires pentafónicos para recrear el espacio sonoro del altiplano. Lo
reflejan sus 18 aires indios para piano, su ballet Kollana y el poema sinfónico
Quena para flauta y orquesta.
Pedro Humberto Allende (1885-1959) encabezó en Chile el movimiento
nacionalista de los años veinte; fue quien recogió con erudición las manifes-
taciones vernáculas de su país y estudió los ritos tribales araucanos. Como
Ponce en México, creía que debía “adornar la melodía con armonías atractivas
y adecuarlas a una forma musical establecida”. Sus Escenas campesinas chilenas
(1914) y sus Doce tonadas para piano (1918-1922) reflejan el conocimiento de
la música tradicional de su país, que manipula con una habilidad armónica
que le mereció encendidos elogios de Felipe Pedrell, el padre del nacionalismo
español.
Más al sur, el nacionalismo apareció en Uruguay en la obra de Alfonso
Broqua (1876-1946), Luis Cluzeau Mortet (1889-1957) y Eduardo Fabini
(1882-1950). Broqua ensayó un estilo nacional con el poema lírico Tabaré
(1910) y la ópera La gran cruz del Sud (1920, no estrenada), sus Evocaciones
criollas para guitarra (1929) y los Tres cantos uruguayos (1928). El ballet Telén
y Nagüey, de inspiración incaica, y los Preludios pampeanos, ambos alusivos a
realidades americanas más allá de las fronteras de su país, hacen de Broqua
uno de los precursores de un pensamiento que es, más que nacionalista, lati-
noamericanista. Cluzeau Mortet se acercó a la tradición gauchesca con su
Pericón (1918) para piano. Fabini fue el primero en darle a la música culta de
su país carta de ciudadanía, distanciándose cualitativamente de su generación
y de la siguiente como el único con marcada personalidad y fuerza creadora
propias. Sus principales obras, el poema sinfónico Campo (1922), considera-
da la obra cumbre del nacionalismo uruguayo, La isla de los ceibos (1926),
Melga sinfónica (1931), Mburucuyá ((1932-1933), Mañana de reyes (1934-
1937), y una serie de tristes para diferentes dotaciones instrumentales, con
sus referencias al entorno criollo, con su refinada armonía impresionista, con
su personal elaboración de motivos y timbres, con sus fluctuaciones de tem-
po, se adelantaron en sus logros a los de otros compositores notables que
aparecieron en las décadas de 1930 y 1940. Vicente Ascone (1897-1979),
italiano de nacimiento, se adhirió al nacionalismo en las décadas de 1930 al
cincuenta. Su ópera Paraná Guazú (1930) es una evocación de los periodos
más importantes de la región del Río de la Plata. En ella el compositor recurre
a citas de géneros folklóricos como el estilo, la vidalita, la zamba y el pericón.
En la vecina Paraguay fue Fernando Centurión (1886-1938), formado en los
LOS NACIONALISMOS: ¿UNA BÚSQUEDA DE LA IDENTIDAD?   157

conservatorios de Lieja y París, quien escribió las primeras obras nacionalistas,


entre ellas la Serenata guaraní (1929) para orquesta. Max Boettner (1899-
1958) escribió una Suite guaraní con elementos de la tradición indígena para-
guaya que recogió en sus investigaciones de campo. Si algo caracterizó a la
corriente nacionalista del tránsito de finales del siglo xix a las primeras dos
décadas del siglo xx —con la sola excepción de la música de Fabini y Villa-
Lobos— fue que los compositores recurrieron a la cita directa del material
recogido por ellos mismos o por investigadores y gestores de una incipiente
musicología. Para algunos creadores, este concepto nacionalista, pese a que
pretendía ser la expresión de una voz propia, en el fondo era una manifesta-
ción tardía del agonizante nacionalismo romántico del Viejo Continente. La
explotación del material folklórico traía consigo la limitación de estructuras
armónicas, o el sometimiento al impresionismo con su estaticidad armónica,
o la falta de amplitud de los desarrollos motívicos por las limitaciones meló-
dicas del repertorio folklórico generador de la corriente nacionalista. Ésta es
la etapa que Alberto Ginastera llamaría “nacionalismo objetivo”, en el que los
elementos folklóricos y populares están presentados de una manera directa y
en que el lenguaje participa de elementos del sistema tonal.

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