Cuentos para Algernon Ano Viii
Cuentos para Algernon Ano Viii
Cuentos para Algernon Ano Viii
Año VIII
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Traducido por Marcheto
Portada diseñada por Jean Mallart inspirándose en una ilustración de Beatrix Potter
Ilustrado por Pedro Belushi
Versión en libro electrónico adaptada por johansolo
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Índice
Presentación
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Presentación
En Cuentos para Algernon: Año VIII, octava entrega de esta serie de antologías anuales
gratuitas, están reunidos los doce relatos publicados en el blog Cuentos para Algernon a lo
largo de 2020. Como en los volúmenes anteriores, habrá a quien le parezca que el contenido es
tal vez excesivamente variopinto: ciencia ficción y fantasía en todas sus modalidades;
extensiones que van desde las 500 a las 16 000 palabras; historias con un fuerte componente
humorístico o irónico y otras mucho más tristes, serias o melancólicas; autores consagrados y
otros a los que seguramente ninguno de vosotros conocíais; relatos ganadores de importantes
galardones y otros en los que casi nadie reparó… Como siempre digo, esto es algo que busco
exprofeso, y confío que de este modo todo el mundo encuentre algo de su agrado dentro de esta
selección en la que lo único que tienen en común todos los cuentos es que yo he disfrutado lo
bastante con ellos como para que me hayan parecido que merecían ser leídos por todos
vosotros.
Al igual que en las dos anteriores entregas (y a diferencia de las cinco primeras), en esta
ocasión tampoco he respetado el orden de publicación de los cuentos. De esta manera he
tratado de conseguir que cada relato sea totalmente distinto del anterior, de manera que la
lectura se convierta en una especie de montaña rusa llena de sorpresas. Aparte de que así me he
podido dar el capricho de ordenarlos buscando pequeñas simetrías, como empezar y terminar
con relatos melómanos, o que el segundo cuento comenzando por el principio y por el final
sean del mismo autor (Ken Liu, el único que repite en este volumen).
Cuentos para Algernon —tanto el blog como esta antología— mantiene su carácter 100
% no comercial, y todas las historias que vais a poder leer a continuación han sido cedidas
gratuitamente por sus autores. Desde aquí vaya una vez más mi más sincero agradecimiento
para todos ellos.
Y ahora ya sí os invito a que os adentréis en estas narraciones y empecéis a disfrutar del
primero de los doce mundos maravillosos creados por estos doce autores.
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Concierto a dos voces
Melanie Tem
y
Steve Rasnic Tem
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Presentación
Melanie Tem y Steve Rasnic Tem son dos escritores estadounidenses que no solo
compartieron su vida en el plano personal (estuvieron casados 35 años, hasta el fallecimiento
de Melanie en 2015), sino que también escribieron varias novelas y relatos en colaboración. La
obra de ambos se encuadra con frecuencia en la fantasía oscura, pero también se adentra en
otros géneros más o menos afines como la ciencia ficción, el terror o el surrealismo. A lo largo
de su extensa carrera, Melanie escribió una docena de novelas y cerca de un centenar de
relatos, además de varias obras de teatro y poesías. Steve continúa escribiendo y publicando a
fecha de hoy, y su obra incluye siete novelas y más de cuatrocientos cuentos. Juntos y por
separado han obtenido galardones tan importantes como el premio Mundial de Fantasía y el
Bram Stoker. A pesar de todo lo anterior, las oportunidades de leer su obra en español han sido
hasta ahora bastante escasas, dado que tan solo han aparecido algunos cuentos sueltos en
diversas antologías que en su mayoría ya no están disponibles.
Concierto a dos voces (In Concert) es una de esas obras escritas en colaboración entre
Melanie y Steve. Fue publicada en 2008 en la revista Asimov’s Science Fiction, y cabe señalar
que quedó en tercera posición en la encuesta anual de esta publicación. Posteriormente se
incluyó en una colección a la que dio título, In Concert: The Collected Speculative Fiction of
Steve Rasnic Tem and Melanie Tem, que reúne los cuentos escritos de manera conjunta por
ambos. Concierto a dos voces nos narra una emotiva historia de difícil clasificación
protagonizada por una anciana solitaria y enferma y un astronauta perdido en el espacio.
Ambos entablarán una peculiar relación, trágica y esperanzadora a un mismo tiempo, y difícil
de olvidar. Espero que os guste.
Por mi parte ya solo me queda agradecerle tanto a Steve como a Melanie el haber escrito
este maravilloso relato y, por supuesto, mi especial agradecimiento también para Steve por
autorizarme a traducirlo y compartirlo con todos vosotros. Thanks a million for writing this
wonderful story, Melanie and Steve!
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Concierto a dos voces
Melanie Tem
y
Steve Rasnic Tem
Perdido… Estoy perdido surgió de improviso en su mente, las palabras y una terrible sensación
de caída libre. Pero no era un pensamiento propio. La expresión «caída libre» nunca hubiera
aparecido en un pensamiento suyo. No venía del interior de su cabeza. Venía de muy, muy
lejos. Perdido… bueno, en su caso, «perdida», eso sí que podía haber sido un pensamiento
propio (porque ella sí que se sentía perdida gran parte del tiempo), pero en cualquier caso no lo
era.
Se quedó sentada inmóvil y esperó. En esta etapa de su vida, como no podía hacer otra
cosa, la mayor parte del tiempo lo dedicaba a estar sentada y esperar. Por lo general no
esperaba algo concreto, simplemente no tenía otra cosa que hacer. Era un tipo de espera
aburrido y pesado que dilataba el tiempo, le daba mayor profundidad, hasta convertirlo en algo
casi irreconocible. Ahora el espacio también parecía haberse estirado y ganado profundidad, y
ella notaba una sensación de ingravidez, casi de amorfia, de estar moviéndose sin rumbo ni
motivo, y de gran miedo.
Un pájaro estaba cantando en el manzano, tres notas, cuatro, luego tres de nuevo, y vuelta
a empezar. Desde el que se había convertido en su lugar habitual en el sofá, Inez Baird lo
acompañó silbando, llamándolo y respondiéndole, como si el ave pudiese estar enviándole un
mensaje, o recibiéndolo de ella. «Chicas silbadoras y gallinas cacareadoras, mal acabarán todas
por provocadoras», solía reprenderla su madre, con lo que solo había conseguido que Inez
silbara incluso más.
El manzano estaba echando hojas. Casi llenaba la ventana. Las manzanas nunca habían
sido demasiado allá —pequeñas, ácidas, agusanadas—, así que a ella le parecía bien que aves y
ardillas fueran quienes les sacaran más partido. Le hubiera gustado pensar que el pájaro se lo
estaba agradeciendo, pero no era el caso. Tan solo estaba cantando. Y el «Estoy… perdido»
había desaparecido sin dejar rastro.
Bueno, eso no era verdad. Cada vez que su mente era invadida así, que para entonces ya
debían de haber sido miles y miles de veces, quedaba un poso. En esta ocasión, de
desesperanza, que ella rechazaba, pero su única opción era aguantarse y tratar de pensar en otra
cosa.
El neumático-columpio de sus hijos había seguido colgado de la rama más gruesa cuando
ya hacía mucho que los dos eran mayores y se habían marchado de casa. Inez trató sin éxito de
recordar el momento en que se había caído, la línea divisoria entre existencia y no existencia.
Año tras año, el columpio había seguido allí, con las griseantes cuerdas que soltaban y volvían
a atar para ajustarlas a medida que la rama crecía. A lo mejor alguien lo había quitado sin
decírselo. A lo mejor simplemente había desaparecido un día sin ella percatarse. O a lo mejor
en aquel momento no le había concedido mayor importancia; ella venía observando cómo
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algunos sucesos totalmente normales y la ausencia totalmente normal de algunos sucesos
adquirían mayor relevancia al volver ahora la vista atrás.
Sí que recordaba con claridad el día en que Ken había plantado el árbol, no más alto que él
mismo y con el tronco no más grueso que su pulgar. La casa todavía no estaba terminada.
Acababan de celebrar su primer aniversario. Ella estaba embarazada por primera vez, aunque
todavía no sabía ni lo del embarazo ni lo del aborto espontáneo. Había estado pintando la
cocina, satisfecha con cómo incidía la luz de primera hora de la tarde sobre el nuevo amarillo
girasol, cuando un pensamiento ajeno había revoloteado entre los suyos como un pedazo
irregular de una llamativa tela. Había percibido palabras y una voz concreta… deja este maldito
cacharro en el suelo, así que había sabido que se trataba de Ken, acaba, ve con ella.
Avergonzada y excitada por las imágenes que acompañaban las palabras, Inez había
interrumpido la pintura y bajado de la escalera para ir a prepararse para él: un baño, ropa limpia
y un toque de colonia detrás de las orejas. Solo cuando, tras decirle voces desde el exterior que
se iba a la ciudad a por algo, no regresó a casa hasta después de medianoche, se dio cuenta de
que no era en ella en quien Ken había estado pensando.
Todavía silbando entre dientes, aunque el pájaro ya se había callado, Inez se fijó en cómo
las franjas de la sombra del árbol atravesaban el alféizar, la alfombrilla ovalada marrón y beis y
el polvoriento suelo. Se preguntó distraídamente si el luminoso cielo azul que el árbol
seccionaba era el mismo cielo que ella llevaba viendo cuarenta y tres años desde esa misma
ventana, o si se podía decir que el cielo era a veces una cosa y luego otra, sin dejar de ser cielo,
como un río, como una vida, como la mente de una persona.
Era fácil perderse en cavilaciones así, pero ¿por qué no? A ella cada vez le parecía más y
más que ya no vivía en absoluto en este mundo, que tiempo y espacio estaban mudando de
forma, que ella flotaba aun cuando su cuerpo se iba volviendo más rígido y lento cada día. A lo
mejor en eso consistía ser viejo y prepararse para la muerte.
Ya casi nunca necesitaba prestar atención. Incluso con todas las visitas que recibía —unas
más bienvenidas que otras, aunque tenía la sensación de que eran obras de caridad o encargos
laborales—, todavía pasaba muchas horas cada día, cada noche, cada semana, a solas con sus
propios pensamientos y con pensamientos ajenos deslavazados; una sopa mental, a veces clara
como un caldo, con frecuencia espesa como una papilla glutinosa con tropezones y grumos de
sustancias extrañas.
Inez se dejó arrastrar por esta nube de especulaciones. Carecía de motivos para no hacerlo.
Al cabo de un rato, un fuerte gorjeo la trajo de vuelta. Autoritario y estridente,
probablemente un arrendajo. No por primera vez, Inez deseó saber más sobre los procesos
mentales de otras especies, lamentó no haber nadado nunca en compañía de delfines ni
convivido con gorilas, deseó haber tenido acceso a la mente de Dian Fossey o Jane Goodall.
No obstante, ella nunca había tenido ninguna influencia sobre qué pensamientos ajenos
pasaban por su cabeza: ni podía invitarlos ni rechazarlos. Igual que era una pena que, tal y
como solía rezongar ella, los sofocos menopaúsicos no se pudiesen programar para cuando
estaba esperando el autobús las frías mañanas invernales, también era una pena que, hasta
donde ella sabía, nunca le hubiera llegado un pensamiento de su madre; aunque saber lo que su
a madre se le pasaba por la cabeza a lo mejor solo la hubiera hecho sentir peor. Una pena que
no hubiese podido arrancar las respuestas del examen final de álgebra de secundaria de la
cabeza de la inteligentísima chica que tenía sentada detrás —aunque probablemente se hubiera
sentido culpable el resto de su vida por haber hecho trampa—. Una pena que no hubiese podido
leer por adelantado la decisión de su hijo de invertir en aquella compañía nada de fiar, ni la
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intención de Ken de continuar con sus correrías. Más una molestia que un don o una maldición,
la telepatía, si eso es lo que era, nunca había sido tan maravillosa como se suponía que era.
De niña, durante mucho tiempo había dado por sentado que al resto de la gente también le
llegaban esos fragmentos de frases y canciones, esas imágenes. En la adolescencia había
decidido que no era más que su imaginación hiperactiva, o a lo mejor un sexto sentido que
había desarrollado en un intento chapucero de autodefensa al tener que crecer con una madre
que le decía que algo andaba mal pero no el qué ni de qué modo, consiguiendo que se pusiera
más nerviosa de lo que lo hubiese estado de no haber sabido nada de nada. Con frecuencia
había temido por su propia cordura, pero si hubiera acudido a un médico habría tenido que
contárselo a otra persona, y naturalmente que no podía contarlo.
Lo llamara como lo llamara, continuaba sucediendo. Aparecían palabras y frases sueltas,
tan truncadas y fuera de contexto que no les encontraba ningún sentido; imágenes mentales de
lugares y rostros que nunca había visto; párrafos enteros en lo que podrían ser idiomas
extranjeros o un simple galimatías sin pies ni cabeza. En una ocasión captó parte de un plan
para volar un tren; nunca se había enterado de que el atentado hubiera llegado a llevarse a cabo,
pero el saboteador podía haber estado en cualquier lugar del mundo y a lo mejor la noticia
simplemente no había llegado hasta ella. De tantas esposas dándole vueltas a la idea de la
infidelidad, se volvió aburrida. El amor, la lealtad, el coraje y la compasión de otras personas la
habían ayudado a mantenerse a flote en las épocas en las que habían escaseado en su propia
vida.
Ella había sabido que su padre estaba enfermo. No había sabido que ya no estaría cuando
llegó ese día del colegio. Durante mucho tiempo, y de nuevo durante los últimos años, había
tratado de mantenerse abierta a comunicaciones de él, pero nunca le había llegado ninguna.
El arrendajo se estaba quejando. No lo culpaba. El comedero para pájaros ahora siempre
estaba vacío, porque ella no podía ni mantenerlo lleno ni quitarlo. Incluso en esta época del
año, en la que los pájaros podían conseguir su propio alimento, era un reproche continuo.
Pasó un tren, su pitido diesel ni de lejos tan expresivo como el silbido de una máquina de
vapor, pero incluso así agradable al oído. En los tiempos en los que circulaban ferrocarriles de
pasajeros, y luego, cuando los vagabundos viajaban en mercancías, Inez había tratado, solo por
divertirse, de atrapar pensamientos de la gente que pasaba a toda velocidad, pero jamás lo había
logrado.
Le pareció que tenía un poco de hambre, tanta como llegaba a tener últimamente. ¿Qué le
apetecía comer que tuviera la energía para preparar? A lo mejor espaguetis del almuerzo de
Comida sobre Ruedas, el programa de comida a domicilio para mayores. Estaban bastante ricos
y eran fáciles de preparar. Silbando distraídamente, se sentó y se planteó qué hacer.
A miles de kilómetros de allí, en la zona sur de la región central de Florida, Daniel
contemplaba la idea del suicidio.
Como todo últimamente, salvo su propia e intrínseca soledad, su sentido de la alerta se
había debilitado. Su cuerpo, de por sí agarrotado por la edad y el Parkinson, no se ponía en
tensión. Su corazón no latía más rápido, no tenía un pico de adrenalina, su oído no se aguzaba.
No obstante, dejó de silbar y su mente se encontró salpicada de residuos, como la estela blanca
y fría de un cometa: un puñado de palabras inconexas y de imágenes al azar (una soga), música
que era todo ritmo y ninguna melodía.
Los pensamientos ajenos que entraban en su cabeza no siempre estaban tan claros. De
niña casi nunca había sabido su significado ni a quién pertenecían, aunque desde la posición
estratégica de la edad adulta y la experiencia había sido capaz de identificar algunos: números
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de los libros maestros de su padre; unas pocas notas musicales que mucho más tarde reconoció
cuando se puso a la venta un disco de Duke Ellington con temas totalmente inéditos y de un
estilo que no era lo suyo; en una ocasión un terrible detalle que, cuando salió a la luz la verdad
sobre los campos de concentración, no le quedó más remedio que asumir que había llegado a su
mente desde la de un nazi.
Por lo general, los pensamientos no eran mensajes y ella no tenía que actuar en modo
alguno, aunque todavía seguía dándole vueltas a la cabeza con lo del pensamiento nazi,
preguntándose si habría podido impedir algo. Tan solo iban y venían, brotaban en su cabeza o
la atravesaban a toda velocidad, y ella había aprendido a vivir con ellos.
Sin embargo, esta vez era su propio biznieto Daniel, al que en tiempos había estado muy
unida; Daniel estaba pensando en suicidarse e Inez tenía su número de teléfono. Se sentó con
cuidado al borde del sofá, colocó los pies uno junto a otro en el suelo, se puso en pie, exhaló y,
silbando suavemente, acometió la dura tarea de caminar los alrededor de veinte pasos que la
llevarían hasta la cocina, donde tenía su agenda de direcciones guardada en un cajón.
Pero la agenda no se encontraba allí. En el cajón había gomas, clips y chinchetas —todos
ellos instrumentos para que no se perdieran las cosas, observó irónicamente—. Sin embargo, el
cuaderno de espiral marrón —con los nombres, direcciones, números de teléfono, cumpleaños
y aniversarios apuntados durante años— había desaparecido.
El pánico que amenazaba con apoderarse de ella cada vez que no conseguía encontrar
algo, lo que ocurría con frecuencia, entorpeció sus movimientos mientras marcaba el número
de teléfono de su hija. Respondió el contestador, así que al menos la memoria no le había
fallado. «Pues estaba aquí sentada mirando el manzano y me acordé de Daniel», dijo como si
entre el manzano y Daniel existiera alguna relación. Cohibida porque sabía que su voz estaba
siendo grabada, deseó poder cambiar sus palabras. «Me parece que no tengo su número.
¿Habéis tenido noticias suyas últimamente?». La cadena de conexiones que tendría que
funcionar ahora, de generación en generación desde ella misma pasando por su hija y su nieto
hasta llegar a su biznieto, casi superaba lo que daba de sí su cabeza. Y ella no tenía que… una
vez activada, sucedería lo que tuviera que suceder, independientemente de ella. Terminó como
siempre con «Un beso», colgó y se quedó allí durante un buen rato, sin ni siquiera silbar,
paralizada por el Parkinson y el miedo.
Inez tenía una larga experiencia equivocándose en esto. Lo que había tomado por
atracción de aquel joven soldado hacia ella había quedado en agua de borrajas. Ninguno de sus
hijos había demostrado en la vida real el más mínimo interés por hacerse misionero, a pesar de
lo que Inez había captado. Toda la música que había surgido en su cabeza a lo largo de su vida
no la había convertido, como había deseado en el pasado, ni en compositora ni en intérprete
musical, ni siquiera en una cantante o silbadora de ducha aceptable. De modo que
probablemente también se equivocaba en lo de Daniel.
El día continuó adelante sin ella. El tiempo iba quedando a sus espaldas y se extendía —
una distancia mucho menor— ante ella. Al rato, sin ningún esfuerzo por su parte ni
intervención de su propia voluntad, fue capaz de moverse de nuevo.
Sacó los espaguetis del microondas demasiado pronto y se los comió medio fríos en el
propio envase. Al igual que la mayor parte de los platos con salsa de tomate, la segunda vez
estaban mejores, bastante buenos, de hecho. Se los acabó todos y asimismo liquidó las judías
verdes; espaguetis con judías era una combinación rara, pero estaba buena. Como cuando le
habían llevado la comida había empezado zampándose la galleta de jengibre, para postre eligió
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sin dudar el helado de chocolate con pepitas de entre los cuatro sabores que tenía en el
congelador y paladeó media docena de cucharadas sin molestarse en utilizar un cuenco.
Ni Daniel ni su padre ni su abuela le habían devuelto la llamada. A lo mejor ella tenía el
teléfono estropeado. Levantó el auricular y se sintió a un mismo tiempo aliviada y preocupada
al oír el tono de marcado. También tenía sus direcciones de correo, pero había arrojado la toalla
en su pelea con el ordenador que su nieto le había instalado en el dormitorio libre y que varias
veces había tratado de enseñarle a usar. Que los mensajes volaran por el espacio le tendría que
haber parecido algo de lo más natural, pero no era así. Daniel le había explicado que con el
ordenador también podía bajarse música. Ella no necesitaba entenderlo para que le gustase la
imagen de la música bajando.
Daba la impresión de que en el exterior hacía un día estupendo, e Inez había estado
pensando que a lo mejor podía dar un paseo hasta la esquina. Sin embargo, como le ocurría con
mucha frecuencia después de comer, su energía cayó en picado. La parecía particularmente
cruel que una necesidad tan básica como alimentarse la hiciese sentir tan mal, que el propio
acto de conservar la vida convirtiera la vida en algo tan duro.
La fatiga se estaba apoderando de ella a pasos agigantados. Para protegerse contra la
posibilidad de despertarse de su cabezadita en una casa en silencio, Inez se las apañó para
localizar el mando de la televisión entre los cojines del sofá. Era una tontería andar cambiando
de canal dado que no sabía qué ponían las tardes entre semana justo después de las cuatro y,
total, tampoco importaba. Había música de algún tipo, y eso la calmó. Sin embargo, la
preocupación por Daniel y por lo que sería de ella en estos postreros años de su vida seguía
presente mientras se sumía en la profunda siesta y en los sueños vívidos, ajetreados y sin
sentido de la levodopa y su propio inconsciente, que la dejarían incluso más asustada y
agotada.
Cuando se despertó eran las 6.22. Le dolía la espalda y sentía una necesidad imperiosa de
ir al baño. Mientras se esforzaba por levantarse del sofá, se fijó en que en la televisión estaban
dando noticias y en que la luz en la sala de estar no era la que correspondía. Hasta haberse
aseado y cambiando de ropa no se dio cuenta de que era por la mañana y había dormido catorce
horas. Repentinamente lúcida, se quedó inmóvil, sobrecogida por la sensación de tener un pie
en este mundo y el otro pie, en el otro.
«… perdido en el espacio». Al presentador se lo veía jovial incluso mientras trataba de
aparentar solemnidad. Inez puso en marcha el cepillo de dientes eléctrico, sintiéndose
agradecida al ver que esa mañana le había resultado más fácil de lo habitual lidiar con el
interruptor. «… un mártir del afán de la humanidad por alcanzar el conocimiento», oyó cuando
volvió a desplazarlo a la posición de apagado y, entonces, claramente, un nombre: «Casey
Liebler», un nombre que sonaba a alguien jovencísimo. Lo había visto escrito en los
periódicos, pero no recordaba haberlo oído pronunciar en voz alta hasta entonces. Aunque lo
más probable era que sí lo hubiera oído: esta era la noticia de moda, la última tragedia pública.
A Inez ya se le había olvidado el verdadero nombre del joven, el que le habían puesto un
par de amorosos progenitores. Ella pensaría en él como en El Astronauta Perdido. Lo que
estaba perdido se podía encontrar. Siempre había esperanza. Casi siempre.
Lo que desgarraba su corazón era que nadie lo estuviese esperando, que a nivel personal a
nadie le importara que estuviese perdido. Nunca se mencionaba a sus padres. Un año antes de
que partiera hacia el espacio, su mujer y su hija de corta edad habían muerto en el incendio de
un parque de atracciones. Todo el mundo lo sabía igual que todo el mundo sabía que George
Washington tenía dientes de madera y una esposa llamada Martha. Todo el mundo conocía
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estos hechos más o menos como Inez conocía otras cosas: gracias a palabras que volaban por el
aire.
Inez notó humedad. En el espejo, su cabello y ropa se veían secos, pero tenía las mejillas
mojadas y los ojos rojos. Era evidente que había estado llorando. Pero ella nunca lloraba, ni
siquiera cuando quería llorar, ni siquiera cuando lo que más necesitaba por encima de cualquier
otra cosa era romper a llorar y no parar jamás. Era incapaz de llorar. Era un defecto suyo. Y
justo ahora que ni siquiera había sido consciente de estar triste. Había estado silbando en
silencio en lo que admitía era un hábito nervioso, pero tampoco encontraba ningún motivo para
dejarlo.
El rostro pálido de un hombre surgió de las profundidades del espejo, de algún lugar tras
la cabeza de ella, los rasgos masculinos distorsionados detrás de una pantalla protectora
plástica. Ella hizo ademán de ir a mirar a su espalda. No te molestes. ¿Ese pensamiento había
sido suyo o de él?
«Te preocupas demasiado, Nezzie». Ken había estado hablando con la boca llena. Ella le
había dicho mil veces cuánto odiaba eso. No era solo el acto de masticar en sí, sino las ideas
que lo acompañaban, igual que al sexo y a las visitas al cuarto de baño: primitivos procesos
mentales sin palabras que reflejaban deseo, ansia, alivio e ira. Percibirlos le ocasionaba una
tremenda incomodidad. Ken se había estado atiborrando y le había salpicado con comida al
hablar. «No te metas en los asuntos de los demás». La salsa del panecillo de su marido había
goteado sobre su mejor mantel. Si Inez se quejaba de que la estaba criticando, él se limitaría a
negarlo y daría la vuelta a sus palabras para convertirlas en otro ejemplo de cómo ella se
tomaba las cosas demasiado a pecho. Sin embargo, ella conocía la verdad: en bastantes
ocasiones había percibido la agresividad en la mente de Ken cuando él le decía cosas así. Su
marido esperó a que respondiese, pero ella tan solo apartó la mirada y silbó muy suavemente,
algo que lo sacaba de quicio.
La imagen de Ken se desvaneció y volvió a estar sentada sola a la mesa del comedor,
mirando de hito en hito la silla vacía de él. Su marido había muerto… iba a decir que veinte
años atrás, pero llevaba diciendo «veinte años» una eternidad y ya debía de hacer mucho más
tiempo. Había sufrido un infarto. Ella no lo había visto venir. Él había tenido numerosos
secretos, aunque muchos menos de los que se imaginaba.
«… rosas amarillas… campanas… por qué no puedo expresar mis sentimientos… tanto
tiempo en soledad… adiós…».
Alguien en algún lugar se sentía perdido y desesperado. Inez sintió el impulso familiar y
vano de taparse los oídos. Se bastaba a sí misma para sentirse perdida y desesperada, muchas
gracias. Entonces le llegó un auténtico tañido de campanas, que podía tratarse de un recuerdo
propio; no era capaz de ubicarlo, pero a lo largo de su vida había oído montones de campanas.
De hecho, Donna había pertenecido a una orquesta infantil de campanas una temporada; Inez
se dejó llevar por este agradable recuerdo hasta que lo interrumpió una música que no
reconoció, que con seguridad provenía de un lugar y época que ella jamás había visitado,
instrumentos y voces extraños y una melodía y lenguaje desconocidos. La música siempre le
resultaba agradable. Cuando de manera esporádica disfrutaba de períodos prolongados sin más
pensamientos que los suyos, lo que más echaba en falta era la música desconocida.
«… espero que no se le empiece a ir… más la cabeza…». Inez reconoció esa afectuosidad
concreta: la amable chica de la agencia que se encargaba de hacerle la compra. La muchacha
estaba a punto de llamar a la puerta. ¿No era dentro de unos días cuando le tocaba venir? ¿O es
que había perdido la noción del tiempo? Esa era su mayor preocupación, perder la conciencia
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del tiempo, la idea del mismo, de su funcionamiento, porque entonces se encontraría vagando
por el espacio sin ninguna memoria clara de nada, hasta que la muerte la hiciera aterrizar.
Silbando, Inez cometió el error de abrir la puerta antes de que la visitante hubiese tenido la
oportunidad de llamar.
—¡Vaya! —exclamó la chica.
Vieja loca… ¿Cuál de las dos había pensado eso? Inez se lanzó a decir lo primero que se
le pasó por la cabeza:
—He salido a por el periódico y a mirar las flores y a ese perro tonto del otro lado de la
calle que no hace más que ladrar. Y, ¡mira por dónde que aquí estás tú!
—Hola, Inez. ¿Qué tal se encuentra hoy? ¿Va todo bien?
—Ah, bien, bien —respondió Inez obligándose a reír—. Creo… que no te esperaba hoy,
¿no?
La joven la miró, sin duda evaluándola.
—Es por su lista de la compra, cielo. Como hay varias cosas que no entiendo bien, he
pensado que mejor sería asegurarme.
—Déjame verla.
Inez alargó la mano. ¿Se estaría comportando de una manera un tanto brusca?
La lista estaba escrita con su letra, así que estaba claro que no se habían confundido con el
pedido de otro cliente. La examinó.
Queso.
Abrillantador de muebles
Sellos
Botella de zumo de naranja
Polvo brillante
Galletas saladas
Errores en la navegación
Pasas
Distante
Pan de trigo
Té
Señales
Nata
Perdido
—¡Qué vergüenza!
—No, cielo, no pasa nada.
—¡Pero es que mi letra es atroz!
—¿Ah, sí? —La muchacha fue a coger la lista y, al ver que Inez no la soltaba, dobló una
esquina hacia abajo con cuidado y giró cabeza y hombros para poder leer—. No me pareció
que la letra fuese tan mala.
—Bueno, mira aquí, ¿a que parece que pone «Señales»?
—Sí, sí, eso es lo que parece.
—Pues bueno, pues lo que pone es «Cereales». Mis ces y erres sobre todo son terribles. El
Parkinson, ya sabes. Y la última palabra de la lista, ¿eres capaz de leerla?
La chica empezó a decir algo, pero se interrumpió.
—No, creo que no.
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—Pues bien, ahí se supone que pone «perdiz». Perdiz en escabeche. ¿A que parece que
pone «perdido»?
—Sí, sí, eso es lo que parece —repitió ella, y sonrió.
—¡Seguro que pensaste que lo que había perdido era la cabeza!
Una risa algo violenta a modo de respuesta, una protesta poco convincente:
—¡Claro que no!
Inez corrigió la lista y añadió limpiacristales, una fregona y detergente, todos ellos
artículos que en realidad no necesitaba. La chica prometió traerle el pedido en un par de días y
luego pidió permiso para utilizar el teléfono. Creyendo que a lo mejor iba a llamar para
informar sobre ella, Inez dobló la esquina y se quedó escuchando, pero resultó que solo quería
disculparse con el siguiente cliente por el retraso.
Cuando se marchó, la muchacha pasó junto a un hombre apesadumbrado que estaba
plantado en mitad del camino de entrada a su casa. El sol empezó de pronto a brillar con
demasiada fuerza e Inez alzó una mano temblorosa para protegerse de la luz. Para cuando sus
ojos se acostumbraron, el desconocido había desaparecido, de modo que cerró la puerta, tan
solo ligeramente más consciente de lo habitual de las numerosas cosas que escapaban a su
comprensión en este mundo, y tal vez en otros.
A media tarde, los días que no esperaba visita, Inez osaba a veces ir más allá de los
silbidos para incluso lanzarse a cantar abiertamente. Por lo general no recordaba canciones
completas, solo los estribillos, los comienzos y algunas otras líneas sueltas. Ponía su mejor
voluntad y se inventaba sus propias letras para llenar los huecos. De haber tenido algún oyente,
hubiese sentido vergüenza, pero, a solas, era un placer convertir esas canciones en canciones
sobre su vida.
«¡Mi vida es un río interminable! —estaba entonando ahora, incluso aunque existía una
remota posibilidad de que un hombre apesadumbrado y resplandeciente estuviese plantado en
el camino de entrada de su casa—. ¡Que no sabe que fluye!».
«¿Por qué tantos secretos te-rri-bles —continuó cantando— que destrozan el corazón. /
¿Por qué tantos secretos hermosos / que colmarían de alegría el corazón?».
Aun sabiendo que era una tontería, le aliviaba la soledad. El hecho clave de su facultad
para captar pensamientos ajenos era que, igual que cuando se acude sin pareja a una fiesta
atestada de gente, ese rasgo solo le servía para acrecentar su soledad.
«¡Las estrellas son infinitas! —cantó—. ¡Mi viaje no tiene fin!».
Volvió a notarse la cara húmeda. Se secó las lágrimas con el dorso de una mano trémula y
luego se la observó; estaba envuelta en una material brillante de aspecto plástico, un guante de
algún tipo. Movió los dedos, pero los sintió demasiado grandes. Había algo vagamente triste en
esos dedos enormes, en esa mano tan torpe, que no estaba hecha para estrechar otras manos ni
para acariciar la piel de otra persona.
El miedo se apoderó de ella, acompañado por un intenso interés. ¿Se trataba de un síntoma
del Parkinson del que no le habían hablado? La sensación y el aspecto de su mano habían
vuelto a recuperar la normalidad. ¿Es que ahora iba a empezar a tener alucinaciones somáticas
además de auditivas?
—Por el amor de Dios, Nezzie, no te portes como una tontaina.
Ken había estado mirándola con aire somnoliento. A veces se quedaba dormido en mitad
de una conversación o se le caía el tenedor durante una comida, incapaz de repente de sujetarlo,
incapaz de mantenerse en el aquí y ahora. Durante aquellos últimos años, los pensamientos de
él se le habían presentado cada vez con menos frecuencia, como una emisora de radio cuyo
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transmisor hubiese comenzado a fallar, pero cuyos responsables no podían permitirse arreglarlo
o sustituirlo y simplemente iban a dejar que la emisora se fuera apagando hasta morir. Sin
embargo, siempre pareció tener bien grabado ese horrible apelativo: «Nezzie, Nezzie, Nezzie».
—Llevo años queriéndotelo contar —le había dicho ella—. Entre una mujer y su marido
no debería haber secretos.
La palabra «secretos» lo había hecho parpadear, pero aparte de eso su semblante había
permanecido inmóvil como una máscara. Ella había tratado de creer que a lo mejor él, a su vez,
deseaba confesárselo todo, pero había esperado demasiado y ya no podía mover lo suficiente
sus músculos paralizados para poder desvelarle sinceramente la verdad.
—Como le cuentes gilipolleces así a quien no debes te encerrarán en una celda acolchada
—había dicho él—. Lo que no me explico es cómo es que no te han encerrado ya.
La amenaza insinuada en sus palabras la hizo estallar en ira.
—¿Sabes qué, Kenneth? Que me importa un comino. He estado viviendo con esto toda mi
vida. Debería poder hablar de ello con mi marido; para eso están los maridos.
—¡Eh!…
—Cierra el pico. ¡Lo menos que puedes hacer es cerrar el pico y escuchar!
Entonces él apartó la mirada, dirigiéndola más allá del comedor, tal vez más allá de su
propia vida, tal vez hacia su propia idea del cielo. Ella no podía saberlo, pero le pareció estar en
el buen camino, le pareció que tras todos esos años por fin había accedido a la tristeza de su
marido. El rostro de él estaba ligerísimamente más pálido y algo brillaba en sus ojos.
Él se volvió de nuevo hacia ella, con las manos sobre la mesa a ambos lados del plato.
—De modo que me estás diciendo que puedes leer las mentes.
—No. No como en el cine o en la tele. Es más bien como si, a veces, las sintiera. Y me
llegan unas pocas palabras o imágenes. Y a veces capto cosas, como un aparato de radio, pero
uno con el selector de canales estropeado, que va barriendo la banda de frecuencias a toda
velocidad, y las emisoras se reciben con nitidez durante solo uno o dos segundos y luego se
esfuman. —Lo que no le dijo fue que ella también pensaba en él como en una radio estropeada.
—Bien, dime qué estoy pensando ahora mismo. Y no me salgas con que estoy pensando
que no te creo. Eso sería hacer trampa. Dime otra cosa.
—Pero no puedo. No me entiendes. Ya te he explicado que no funciona así.
Él había abierto las manos súbitamente, como dándola por un caso perdido.
—Entonces no es demasiado útil, ¿verdad que no?
El cabello gris de Ken se tornó varios tonos más claro. La grasa de debajo de su piel
comenzó a desaparecer, las mejillas se hundieron y los dientes se volvieron más prominentes.
Su piel se secó y agrietó en intrincadas arrugas. Entonces, del interior de la imagen vaporosa de
Kenneth empezó a surgir otra: el pecho más ancho, los hombros más altos, la cabeza más
grande; la figura nació finalmente mientras el resto de Kenneth se desvanecía.
Ella primero reconoció el uniforme, luego los penetrantes ojos verdes, el cabello rubio
muy corto, la atractiva nariz, los delicados pómulos y los tristes párpados caídos. Había visto
su fotografía una docena de veces.
Por fin te veo. La voz en el interior de su cabeza era débil, pero ella sabía que antes había
sido fuerte.
—Yo… esto es un honor. —Notándose mareada, Inez trató de apoyarse en la encimera,
pero no atinó con ella. Él parecía un tanto perplejo. Sus ojos miraban de aquí para allá—. Te
reconocería en cualquier lugar. De las noticias, de todas tus fotos. Casey Liebler. —Se sintió
terriblemente ufana por haber recordado el nombre.
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Entonces… ¿saben… que me he… perdido?
—En realidad creen que estás muerto. —Se arrepintió de lo que acababa de decir.
Te he oído… cantar.
—Me temo que no demasiado bien. Nunca he tenido buena voz, y menos ahora, pero
adoro cantar.
Te he oído… cantar.
—Vaya, vaya. —Inez sonrió—. ¡Qué bien que me oyeras!
Entonces el Astronauta Perdido desapareció, salió de su consciencia, se disipó —
cualquiera que fuese el término apropiado para el proceso inverso al que primero introducía
pensamientos de otras personas en su mente—. Durante toda la tarde Inez esperó su regreso.
Trató de que su mente estuviese especialmente receptiva. Se concentró en pensamientos
atrayentes. Lo llamó por su nombre en sus propios pensamientos: «¡Casey! ¿Casey? Astronauta
Perdido…». Ninguna estrategia como esta le había funcionado jamás en el pasado, ni para
atraer pensamientos hacia ella ni para mantenerlos a raya, pero no pudo evitar probar. Anhelaba
estar en contacto con él, con esta otra persona que flotaba fuera del tiempo y del espacio muy
lejos del resto del mundo.
Esto era muy extraño, eso no lo podía discutir. Pero no más extraño que, por ejemplo,
aquella vez en la que, entre el frenético batiburrillo de pensamientos cotidianos —sin lugar a
dudas propios— sobre los horarios de las actividades extraescolares de sus hijos, los calcetines
de Ken que tenía que zurcir y la inminente visita de su hermana, descubrió en su mente
silenciosos gritos de angustia en un idioma que nunca antes había oído pero con el que se
toparía años más tarde en Alaska, entre los tlingit tradicionales. Ni más extraño que el hecho de
que, durante el concierto de la banda de Daniel, cuando este tenía trece años, oyese una
conversación sobre física cuántica en voz tan alta que se giró para chistar a las personas que
tenía detrás y se encontró con que allí no había nadie sentado. Ni en realidad más extraño que
las innumerables cosas que todo el mundo daba por descontado todos los días: nacer, dar a luz,
morir, enamorarse, desenamorarse, envejecer…
Cuando Donna llamó, Inez ni se preguntó qué era ese sonido ni confundió su voz con la
del Astronauta Perdido ni nada semejante. Estaba de lo más claro quién era quién, y tan
incomprensible le resultaba la manera en la que su hija se comunicaba con ella como aquella en
la que lo hacía Casey Liebler. Cada vez más, la comprensión parecía ser algo superfluo.
Inez saludó. Donna dijo, en voz muy alta y atropelladamente, como se había convertido en
su costumbre tras haber sido una niña muy tranquila y una adolescente serena:
—Hola, mamá, ¿qué tal? Oí tu mensaje. No sé nada de Daniel, aunque bueno, es normal,
nunca me llama, James dice que está de vacaciones de Semana Santa, de camping por ahí, ¿tú
cómo estás?
Con voz entrecortada —no así su hija, que podía haber continuado parloteando largo y
tendido—, Inez consiguió meter baza:
—Estoy bien, pero estaba pensando en Daniel.
Sin embargo, debía de reconocer que tenía la sensación de llevar mucho tiempo sin pensar
en Daniel. Esto la asustó, la hizo sentir desleal. ¿Y si no estaba equivocada y Daniel —al que
había conocido y querido desde antes de su nacimiento— se había suicidado mientras ella
estaba distraída con el Astronauta Perdido?
El Astronauta Perdido, que había estado recibiendo sus pensamientos. Como a lo largo de
los años se había preguntado si otras personas captaban fragmentos sueltos de sus propios
pensamientos igual que a ella le sucedía con los ajenos —si a lo mejor todo el mundo tenía la
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mente salpicada de pensamientos de otros y lo único que pasaba era que nadie hablaba de ello
—, a veces trataba de tener cuidado con lo que se permitía pensar, mientras que otras concebía
adrede ideas tontas, desagradables o extravagantes solo para ver qué pasaba. Y lo que pasaba
era nada, hasta donde ella sabía.
No obstante, Casey se lo había dicho claramente: «Te he oído cantar». Eso era lo que Inez
no podía quitarse de la cabeza —eso y la imagen hermosa y terrible presente en su mente de él
flotando en completa soledad en un lugar que ella deseaba ser capaz de imaginar—. «Te he
oído cantar», le había dicho él. Y además estaba esto: que ella supiera, nunca antes alguien le
había transmitido sus pensamientos de manera deliberada.
—¿Sabe James algo de él? —le preguntó a su hija.
Esto dio pie a que Donna se lanzara a un prolongado y rápido monólogo a voz en grito
sobre cuantísimo dinero estaba ganando James ahora, cómo su mujer no apreciaba al marido
que tenía y cómo Daniel estaba destrozándole el corazón a su padre al no dedicarse al negocio
familiar. Aunque ya había oído todo eso unas cuantas veces antes, Inez sabía que no debía
desconectar porque la respuesta a su pregunta podía hallarse en algún punto de ese discurso.
No obstante, el espacio vacío y los minúsculos fragmentos de pensamientos ajenos le
resultaban cada vez más y más atrayentes frente a los aluviones de palabras. A la postre dedujo
que no, que nadie de la familia había tenido noticias de Daniel desde que había regresado a la
universidad en enero.
—Es tan típico de él… —comentó desdeñosamente Donna—. Ya sabes, él tiene su
«propia vida».
«Bueno, eso espero» fue el pensamiento sin lugar a dudas propio que, con la intención de
evitar una diatriba de su hija, Inez se guardó para sí misma.
Donna siempre tenía montones de historias sobre las viviendas tuteladas para mayores
donde vivía. A Inez algunas le hubieran parecido entretenidas de no haber sido tan
malintencionadas. El que el principal entretenimiento de su hija en la vida pareciese ser criticar
mientras fingía no hacerlo para que ni siquiera pudieses poner objeciones la entristeció y la
hizo sentir culpable, y no por primera vez. Tener una hija en una vivienda tutelada ya no le se
le antojaba extraño. «Los hay que se acostumbran a cualquier puta cosa», solía decir Ken, con
el mismo sarcasmo con el que Donna hablaba de Daniel. Inez creía que lo que Ken decía era
cierto, además de que le parecía un hecho admirable.
Recubrió el cotorreo estridente de Donna con un ruego silencioso y sin palabras pidiendo
que Danny se pusiera en contacto con ella. Aunque por sus años de experiencia sabía que era
inútil, cerró los ojos y trató de obligar a su súplica a dirigirse hacia él.
—¿Todavía toca la batería? —se oyó preguntar a sí misma.
Donna tardó varios segundos en darse cuenta de que su madre había dicho algo.
Arrastrada por la inercia, se detuvo a media frase:
—¿Qué? ¿Quién?
—Daniel. ¿Te acuerdas de cómo tocaba la batería de pequeño?, ¿y los platillos? James se
quejaba del ruido.
—No, mamá —dijo Donna, almibarando la voz para exagerar su paciencia—. Nunca me
han comentado que tocara la batería.
—Vaya. —Inez suspiró—. A lo mejor estoy equivocada. —Y a lo mejor lo estaba. No
habría sido la primera vez que hubiera recibido una imagen vívida que resultaba ser
completamente falsa.
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Donna dijo que tenía que colgar y le proporcionó una lista larga y detallada de todo lo que
tenía que hacer ese día: planchar, ir a que la peinaran, limpiar las persianas de lamas y preparar
una tarta de merengue y limón para una comida de mujeres en la que cada una de las asistentes
contribuiría con un plato. Aunque Inez jamás se hubiera interesado lo bastante por alguna de
esas actividades como para convertirla en tema de conversación, se sintió deprimida por el
hecho de no poder ya realizar ninguna.
Cuando logró terminar la conversación telefónica con Donna llamó de nuevo a Daniel y
dejó otro mensaje en el contestador. No le gustaba dejar mensajes grabados. Luego siempre
deseaba poder volver atrás y editarlos.
Se sintió agotada. Mientras caminaba cuidadoso paso a cuidadoso paso de vuelta al sofá,
se mareó y cayó de sopetón, aterrizando con fuerza sobre manos y rodillas y raspándose un
lado de la cabeza con la mesita baja.
Últimamente se caía alrededor de una vez al mes; todavía no se había roto nada, pero
siempre quedaba un tanto conmocionada. En las escasas ocasiones en las que había sucedido
con alguien presente, se había desatado un tremendo ajetreo para levantarla, lo que era una
soberana tontería habida cuenta de que lo que ella quería era quedarse unos minutillos donde
estaba, orientarse y recuperar la respiración, y nunca comprendía a qué venía tanta prisa. Las
caídas estando sola, que eran la mayoría, las podía manejar a su gusto, y eso fue lo que hizo
ahora, cogiendo un cojín del sofá, maniobrando con cuidado hasta tumbarse boca abajo y luego
de costado con una rodilla doblada en una postura poco decorosa pero más o menos cómoda,
instalándose en la alfombra al sol, y esperando a descubrir qué sucedería a continuación, como
aquella maravillosa mañana estival en la que iba acelerando por la Haines Highway mientras
entonaba melodías de Broadway a todo pulmón, y entonces se dijo a sí misma, casi
cantándoselo: «Voy a volcar. ¡Qué emocionante! A ver cómo salgo de esta…».
El tiempo pasó, o ella pasó por el tiempo. Durmió y dormitó. La necesidad de ir al cuarto
de baño se presentó y quedó atrás. Durante un rato sintió algo de sed, pero no la suficiente para
levantarse. Lo que no tenía era nada hambre.
Empezó a silbar Some Enchanted Evening, y luego la cantó entera de principio a fin, con
voz estridente pero alcanzando las notas más agudas, desgranando las palabras con tan poco
esfuerzo que era más como si estuviesen fluyendo por ella en lugar de siendo recordadas.
«Nun… ca… la… de…jes… MAR… CHAR».
Pero todo el mundo tenía que dejar marchar a los demás. A ella, a veces eso le destrozaba
el corazón; a veces la calmaba completamente.
Yo… cantaba… esa canción… en… el coro… del instituto.
La respuesta de Inez, que ella ya tenía en la mente, voló hacia él sin necesidad de
intervención de su voluntad: «Canta conmigo».
Juntos cantaron la mayor parte de los temas de Al sur del Pacífico. Las voces de ambos se
desvanecían y regresaban sucesivamente. A ella le dio un poco de vergüenza estar cantando
There Is Nothin’ Like a Dame[1], con un joven atractivo. Cockeyed Optimist consiguió una vez
más hacerle un nudo en la garganta con su alegre optimismo. Varias veces se cansó y dejó que
el Astronauta Perdido fuese quien tomara las riendas, pero en ningún momento se calló del
todo; en Bali Hai fue ella quien llevó la voz cantante mientras él tejía armonías alrededor de la
melodía, e Inez se sintió estremecer.
Cuando terminaron con todos los temas del musical se impuso lo que Inez deseó fuese un
silencio cordial y no una pérdida de contacto. Se preguntó qué hora sería y también por qué
importaba eso. Si se incorporaba probablemente podría ver el reloj, pero no quería
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incorporarse, no quería moverse ni un centímetro. Era algún momento de la noche; el ventanal
enmarcaba oscuridad únicamente y el interior de la casa también estaba lleno de tinieblas.
Por lo general, ella era capaz de calcular la hora por la índole de su apetito. Si se sentía
ligeramente mareada, floja y con acidez de estómago, eso era que aún no había desayunado. Si
cuando estaba más o menos a gusto de pronto se le ocurría que tenía hambre sin un ansia física
que respaldara la idea, probablemente significaba que era la hora del almuerzo, y el almuerzo
siempre era una decisión difícil, porque, si comía, con frecuencia lo pagaba sintiéndose
somnolienta el resto del día y, si mediada la tarde aún no había comido, el vértigo podía
obligarla a sentarse en cualquier momento. Si se moría de hambre, eso quería decir que se le
había pasado la hora de la cena, y llegaría un día en que a lo mejor ni siquiera se molestaba en
cocinar y devoraba la cena cruda: el pollo, los huevos, la harina de maíz, todo.
Ella no notaba ahora ni pizca de hambre. A lo mejor estaba muerta. Eso sería interesante.
A lo mejor estaba flotando en el espacio en compañía del Astronauta Perdido o flotando
camino de donde se encontraba él. ¿Se experimentaba el hambre de una manera distinta cuando
se estaba extraviado?
Su cuerpo le permitió saber que no estaba muerta, que continuaba todavía en la Tierra y
era el momento de levantarse del suelo. Tras varios intentos fallidos y grandes esfuerzos —
durante los cuales observó tirar y empujar a sus delgados brazos semejantes a bastoncillos de
algodón— consiguió agarrarse al borde del sofá y arrodillarse. Mientras se tomaba unos
instantes para recuperar el equilibrio, volvió a echar un vistazo por la ventana.
Al principio pensó que solo era la oscuridad del jardín, pero la negrura se hizo más
profunda que eso y le recordó sus largos viajes nocturnos durante las vacaciones, mirando por
el parabrisas el agostado borde de la carretera y la mareante nada allende. La escena que se
divisaba por la ventana tenía ese triste sabor de la nada, pero salpicada por brillante polvo de
colores, pétreas esferas grises flotando, distantes soles llameantes; con un jadeo asustado de
fondo que dejó atrás en su trepidante viaje.
Esto, ¿es esto lo que ves?
Esperó un poco, no tanto una respuesta sino la fuerza, el valor y el equilibrio necesarios
para proseguir con el proceso de ponerse de pie. Cuando lo logró, caminó a duras penas hasta
su dormitorio, fijándose en cómo arrastraba los pies y se tambaleaba, y se cambió la ropa que
se había ensuciado al hacérselo encima mientras estaba tumbada en el suelo. Todo esto le
hubiera resultado francamente penoso de haber pensado en ello, de modo que evitó hacerlo.
En lugar de en eso pensó en Daniel y trató de volver a telefonearlo; marcó el número
varias veces y le saltaron mensajes grabados de todo tipo sobre desconexiones, buzones de voz
llenos y otros números a los que se suponía que tenía que llamar, todos ellos carentes de
sentido para ella.
¿Cuándo había limpiado por última vez el mugriento teléfono amarillo? Entonces dio en
pensar en cómo los vestigios de la vida ordinaria —el sudor de la palma de una mano, la
mantequilla de cacahuete y la mermelada de unos dedos, la suciedad de debajo de las uñas—
caían sobre otros elementos de la vida ordinaria y eran transferidos a la vida de otras personas
sin que nadie fuera realmente consciente de ello.
El teléfono estaba sucio y, total, no funcionaba, y a ella le disgustaba tenerlo en la mano.
Se dijo con amargura que a lo mejor le llegaba volando hasta la mente un mensaje de Daniel. O
a lo mejor nunca más volvía a recibir ningún pensamiento de él.
La lista de números para emergencias que muchos años atrás Ken había pegado en la
pared encima del teléfono le dio una idea. ¿Los números para emergencias cambiaban? Fue
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pulsando las teclas con cuidado pero sin ninguna confianza. Una voz inexpresiva respondió y
resultó que sí, sí que era el número correcto.
Inez habló atropelladamente porque no sabía qué decir ahora que había conseguido que le
respondieran. «Sí, ¿agente?, ¿tengo información?, ¿sobre una persona desaparecida?». Al oír
cómo todas sus frases terminaban en un signo de interrogación decidió corregirlo si tenía
oportunidad de volver a hablar.
Esperó hasta que su llamada fue transferida, luego esperó un poco más mientras la agente
preparaba el bolígrafo y los papeles. ¿De veras esta era la reacción adecuada ante una
emergencia? El mundo estaba minado de peligros, incluso cuando acudías a quienes tienen por
misión ayudarte.
«Sí. Bueno, se llama Casey Liebler. —Ahora sus palabras sonaban demasiado asertivas.
Estaba convencida de que la agente debía de estar frunciendo el ceño; Ken se burlaba de ella
porque ella fruncía el ceño siempre que trataba de concentrarse—. Dicen que está muerto… —
Se interrumpió—. Es el astronauta perdido, el astronauta perdido con el que los medios de
comunicación andan tan obsesionados». Esto último sonó ridículo, como si hubiese más de un
astronauta perdido con los que el mundo tuviera que lidiar.
No necesitaba ningún don especial para adivinar el cambio de actitud de la agente. Por su
tono de voz resultó evidente mientras le planteaba una serie de preguntas irrelevantes que sin
duda tenían como objetivo evaluar la capacidad mental de su interlocutora. Inez trató de nuevo
de proporcionar la información importante sobre el Astronauta Perdido, esta vez con otras
palabras.
La agente estaba utilizando esa horrible técnica de la «escucha activa». Inez terminó
colgando sin más. Bueno, lo había intentado, se dijo con tristeza.
Y de pronto sus dedos estaban pulsando números de nuevo, de manera bastante
involuntaria, sin que ella pudiera hacer nada por detenerlos, justo lo que había estado
temiéndose desde que le habían diagnosticado la enfermedad: los espasmos desenfrenados del
Parkinson. Pero no se trataba de eso. Eran esos dedos metálicos enormes los que guiaban a los
suyos hacia las teclas correctas. Los vio, sintió la presión resbaladiza sobre sus nudillos y uñas,
y dejó de sentir miedo. Cuando terminó de marcar, la mano enguantada empujó bruscamente el
auricular contra la cabeza de Inez, plástico húmedo y cálido que dejaría restos de otras vidas
sobre la piel y cabello de ella.
—Clarence Eng, Operaciones —dijo la voz al otro extremo de la línea.
—Sí, esto… Por favor, perdone que lo moleste, pero tengo, bueno, cierta información
relativa a su Casey Liebler. —Pasmada por su propio desparpajo, Inez se obligó a no silbar más
y dejar de especular tontamente sobre qué hora sería donde se encontraba Clarence Eng para
que todavía estuviese trabajando.
—¿Cómo ha conseguido este número?
Sorprendida ante la pregunta y el tono agresivo, sobre todo teniendo en cuenta que ella se
había mostrado educada, Inez consiguió articular:
—¿Cómo dice?
—Le he preguntado que cómo ha conseguido este número de teléfono.
—Lo he buscado —respondió ella enfadada.
—Imposible. No aparece en el listín. ¿Quién se lo ha dado?
«Ninguna buena obra queda sin castigo», solía decir Ken, y tenía razón, aunque ella jamás
lo había admitido ante él. Los pensamientos perdidos le habían demostrado demasiado a
menudo que a la gente le irritaba la amabilidad ajena.
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—He mentido —reconoció con el rostro ardiendo—. No sabía cómo explicarlo. Él me lo
dio.
—¿Quién?
—Casey Liebler. —Inez cerró los ojos y vio el semblante del Astronauta Perdido.
—Esto no tiene ni pizca de gracia. ¿Quién es usted?
Ella respiró hondo y luego dijo su nombre, dirección completa (código postal incluido),
número de teléfono y número de carnet de identidad.
—No le habría dado toda esa información si esto solo fuera una… broma o así. —Se
estaba marcando un farol: ambos sabían que cualquier bromista podía inventarse toda esa
información o apropiarse de la de otra persona.
—Entonces puede que simplemente esté loca.
—Puede ser. No descarto esa posibilidad, se lo aseguro. —Al menos él no había dicho
«senil».
La habitación se inclinó repentinamente. Inez se agarró al borde redondeado de la
encimera de la cocina. La luz se desparramó por su campo visual como un resplandor por una
ventana. Entre náuseas, se preguntó un tanto frenéticamente si había desayunado ya.
Hubiera jurado que oía una música débil, no era nada que hubiese escuchado antes, pero
no obstante le resultaba casi familiar, con un algo mítico o mecánico. Una ancha banda de
partículas refulgentes cruzó la habitación con gran estrépito, semejante al ala de un dragón. Allí
donde atravesó la pared, Inez vio metal endeble por el roce, zonas corroídas aquí y allá, cables
y tubos al descubierto… Se encontró aferrando mandos de control inexistentes. Ya no
funciona… nada.
—¿Qué es lo que ha dicho?
La voz irritada e impertinente del señor Eng la trajo de vuelta, pero su cocina y sala de
estar todavía estaban llenas de inmensas franjas de polvo, vientos radioactivos, soles ardientes
y planetas que habían sido vaciados de vida, que entraban y salían atravesando paredes y
muebles. Panoramas tenebrosos se iban sucediendo uno tras otro, superpuestos al jardín trasero
en el que había estado colgado el neumático-columpio de los niños y donde el año pasado
mismo, cuando todavía podía aventurarse hasta allí ella sola, había encontrado una campanilla
entre los hierbajos, manchada pero con el badajo intacto, y se había plantado en el centro del
jardín y la había tañido, maravillada de estar tocando la música de los tiempos. No sabía dónde
estaba la campanilla ahora, dónde había ido a parar tras haberla rescatado de la maleza, pero
para escuchar la música no necesitaba saberlo.
—¿A qué se refiere? —preguntó ella al señor Eng tratando de ganar tiempo, y con su otra
voz, su voz silenciosa, buscando el oído del Astronauta Perdido y gritando, ¡Por favor! ¡Qué
quieres que le diga!
—Ha dicho, «Ya no funciona nada».
—Bueno, señor Eng —dijo ella con un suspiro—. Eso es un resumen bastante bueno.
De improviso, unas finas líneas azules y verdes dividieron las paredes, se extendieron,
dibujando curvas por techo y suelo, atravesando los muebles y esos artefactos astronómicos
que ella cada vez más estaba empezando a considerar mobiliario, la decoración interior de una
extraña habitación infinita en la que Casey Liebler pasaba ahora sus días y noches. Entonces
llegó la escritura como las palabras que flotan hasta la ventanita de esas bolas de juguete que
supuestamente responden a tus preguntas. Sobre todo números. Ristras de números de diversos
colores, interrumpidos aquí y allá con palabras crudas: disfunción, ilegible, desconocido, error,
posición perdida.
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—Bueno, estoy hasta arriba de trabajo. Voy a tener que colgar, señorita…
—Señora más bien, supongo. Ustedes eran amigos ¿verdad?
—¿Cómo dice?
—Usted y el capitán Liebler, su amigo desaparecido. Sus familias se conocían.
Una larga pausa. A su alrededor, la enorme pantalla electrónica lanzó violentos destellos
de alerta. Inez oyó el distante aullido eléctrico del sistema de alarma, sintió la mano temblorosa
buscando frenéticamente el lugar, interrumpiendo algo, silenciándolo. Lo más sorprendente y
espeluznante era que ella sabía con exactitud qué era todo eso.
—Quedábamos a cenar con frecuencia, todos —dijo entonces el señor Eng con voz queda
—. Nuestras esposas, nuestros hijos, todos éramos buenos amigos. Éramos compañeros. Yo
tocaba el violonchelo, aunque, bueno, no demasiado bien, no todos somos Yo-Yo Ma. Él era
mucho mejor con el violín. Él llevaba la voz cantante y yo lo seguía, a veces hasta el amanecer.
—Pero tras el accidente todo cambió, ¿verdad?
—Se perdió en un lugar muy oscuro. No hubo manera de rescatarlo. Oiga, ¿cómo sabe
todo esto? ¿Con quién ha hablado?
—Él está terriblemente arrepentido. Le gustaría que no hubiera sido así. Y sabe que usted
tomará en consideración seriamente todo lo que yo tenga que decirle. —Esto último era de
cosecha propia y envió una disculpa desesperada a Casey Liebler.
—Sí. De acuerdo. Adelante. Todo lo que usted quiera decirme.
Y con tan solo alguna ayuda puntual del Astronauta Perdido, Inez Baird describió para
Clarence Eng lo que había invadido su cocina y sala de estar, y de un modo casi insoportable
abrió su vida, que últimamente se había constreñido y encogido tanto y que ahora de improviso
parecía no tener fronteras. Aprovechando por fin ese estúpido cable de doce metros que James
había conectado a su teléfono de la cocina porque ella era incapaz de saber dónde dejaba un
móvil o un inalámbrico, deambuló por la casa y salió al jardín, describiendo lo mejor que pudo
cómo se movían todas esas rocas y ese polvo, las acciones y aspecto de esos soles llameantes,
las características de esos tristes mundos flotantes y de un puñado que en cierto modo no
parecían tan tristes, pero que eran inalcanzables. Estuvo a punto de hablarle de Daniel, pero eso
los hubiera distraído a ambos; el asunto que tenía entre manos ya era lo bastante complicado y
tenía que concentrarse a fondo. Como colofón le leyó los fríos números y palabras grabados en
el aire, e incluso probó a reproducir el sonido que los acompañaba, tan semejante a una
salmodia como a la alarma que ella imaginaba que en realidad era.
Él le dio las gracias. Le dijo que tenía que repasar un montón de datos, analizar varias
teorías. Le dijo que la llamaría. Ella deseó que así fuera, pero todo este asunto la había agotado
y su deseo se manifestó apagado y débil. Le costó volver a colgar el aparato y ni siquiera trató
de enrollar de nuevo el cable, sino que lo dejó hecho un lío por la encimera y el suelo. Si a
alguien se le ocurría acercarse a comprobar que ella seguía bien lo más seguro es que lo tomara
como una señal más de que ya no era capaz de mantener su casa en orden, pero en ese
momento eso le traía sin cuidado.
La necesidad de descansar era abrumadora. Consiguió meterse en la cama y taparse, luego
se levantó de nuevo casi de inmediato porque le pareció haber oído a alguien en la puerta, en la
ventana. Al no encontrar a nadie se volvió a acostar, pero fue despertada por el teléfono
sonando insistentemente, aunque cuando levantó el auricular tan solo oyó el tono de marcado.
La mayor parte de la noche —incluso podrían haber sido dos noches, con un día borroso en
medio—, la pasó en una semiconsciencia, primero agitada, luego tranquila y luego agitada de
nuevo a causa de una música que apenas alcanzaba a oír.
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En un momento dado, Inez se encontró de pie en la sala de estar; sujetándose en el
respaldo del sofá para no perder el equilibrio; totalmente exhausta, perdida e insegura;
contemplando por el ventanal el jardín trasero oscuro e infinito; cantando. Y lo que le
respondió, débilmente al principio, y luego creciendo en volumen y dulzura hasta conseguir
que el vello de los brazos se le erizase, fue un violín.
—¿Lo llevaste contigo? —preguntó a la oscuridad.
Solo… en mi memoria, pero lo toco todos los días. El gemido del violín le penetró hasta
los nervios, pero era el tipo de sonido que la hacía sentirse feliz de estar viva, la hacía
acordarse de todas las cosas hermosas.
La oscuridad estaba salpicada de puntitos de luz. Los planetas giraban, semejantes a
monedas brillantes. A distancia de siglos los soles estallaban y sembraban el universo de
canciones fúnebres, canciones natalicias y canciones sobre cómo la vida seguía tranquilamente
su curso.
«Estoy aquí —entonó ella—. Estoy aquí». El viento radioactivo la reconfortó haciéndole
aflorar lágrimas en los ojos.
batería
la imagen de una batería, redobles y golpes, el ritmo penetrando en su sangre y sus huesos
el sonido de una batería
ya llevaba un rato ahí para cuando realmente fue consciente del mismo, como si ella
hubiese llegado en mitad de un concierto. ¿También tocaba la batería Casey Liebler? Claro que
no, se trataba de Daniel.
el sonido de una batería
el sonido de una batería, a lo mejor enviándole un mensaje aunque a ella le parecía que no,
tan solo tocándola o pensando en tocarla, y ella estaba captando sus pensamientos. Se abrió
tanto como pudo.
O bien el sonido se había interrumpido o bien algo le había sucedido a su recepción. No
obstante, había estado allí, tan claro y ajeno como era posible. Inez estaba temblando.
Entonces Daniel debía de estar todavía vivo. O a lo mejor no —por lo que ella sabía, los
pensamientos de los muertos continuaban flotando por el universo y adentrándose a veces en su
mente—. A la vista de lo que había estado experimentando durante los últimos días —u horas o
semanas, el tiempo que hubiera sido— todo era posible.
Durante un rato no aconteció ningún otro suceso extraordinario. El sol entraba por el
ventanal. Una ardilla y un arrendajo —a lo mejor el mismo arrendajo— estaban discutiendo;
Inez sonrió al oír el follón. Se dio cuenta de que la ropa que llevaba estaba sucia, pero optó por
no pensar ni en cuánto tiempo había pasado desde que se había cambiado ni en cómo había
llegado a mancharse, y decidió arriesgarse a tomar una ducha. Con la puerta del baño cerrada y
la cortina de la ducha corrida sentía un poco de claustrofobia, así que, como estaba sola en la
casa (salvo por el Astronauta Perdido, que a lo mejor podía verla en cualquier caso, lo que la
hizo ruborizarse), las dejó abiertas.
Había olvidado lo duros que iban los grifos y se estremeció bajo el agua demasiado
caliente y luego demasiado fría, pero se las apañó para conseguir la temperatura adecuada y se
colocó de pie bajo el chorro sujetándose con una mano a la barra que le había dicho a James
que no instalara y con la otra maniobrando torpemente con el champú, el jabón y la manopla de
baño. La tapa del acondicionador se le cayó, le entró champú en los ojos y fue incapaz de
apañárselas con la esponja para la espalda, pero la ducha fue todo un placer y no sucedió
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ninguna catástrofe. Tampoco le importó no poderse secar bien. La ropa limpia la hizo sentir a
gusto.
Embargada por un sentimiento de triunfo tras haber logrado llevar a cabo todo esto y tras
caer en la cuenta de que durante todo el proceso su mente solo había estado ocupada por
pensamientos relacionados con lo que estaba haciendo, Inez estaba peinándose el cabello,
ahora tan ralo que apenas necesitaba ser peinado, cuando oyó a alguien llamándola por su
nombre. «Un momento», respondió, pero su voz no llegó muy lejos y la persona entró en la
casa, algo que la gente hacía con frecuencia. A ella no le importaba: lo prefería a tener que
levantarse para abrir la puerta.
Salió del baño y se encontró a la chica de la agencia con su compra. Inez solía dejarle
guardar las provisiones, pero por algún motivo ese día no quería que se quedara tanto tiempo.
Tuvo que repetir varias veces «No, gracias, ya me encargo yo», «Cuando puedo me gusta
hacerlo a mí» y «Me cuesta menos encontrar las cosas cuando las he guardado yo misma», y
deseó no estar siendo grosera. A la postre, la chica aceptó el pago del pedido y se marchó,
prometiendo regresar la semana siguiente.
Solo entonces se fijó Inez en la fregona apoyada contra la encimera. Ella tenía una fregona
en perfectas condiciones por algún sitio. ¿Estaba insinuándole que no tenía la casa limpia?
Durante un instante, el atrevimiento de la chica la enfureció y se planteó llamar a la agencia
para quejarse y exigir el reintegro del dinero de la fregona, pero lo dejó pasar. Tenía otras cosas
en la cabeza.
Durante los siguientes días, nadie acudió a verla, nadie la telefoneó y nadie respondió
cuando ella llamó, y a su vez ella no dejó ningún mensaje. En la televisión, entre Oprah, el
programa sobre salud, las noticias sobre la guerra —que la enfadaron—, las noticias sobre una
competición de deletreo —que la hicieron sentir orgullosa dado que conocía las repuestas— y
los anuncios —que la turbaron hasta el punto de hacerla reír— mencionaron en una ocasión a
Casey Liebler; ni siquiera fue una noticia sobre él, tan solo una referencia en un reportaje sobre
el programa espacial, como si ya fuera una nota a pie de página en la historia. Todavía está
vivo, se visualizó enviando por las ondas a esos anunciantes palabreros. En una ocasión, se
colocó ante el aparato en una posición aprendida largo tiempo atrás en clase de aerobic (los
pies separados el ancho de los hombros y el peso del cuerpo sobre el centro). Sujetándose en el
mueble de la televisión pero inestable incluso así, les informó hablando bien alto y con su voz
más firme: «Todavía está vivo. Todavía pueden encontrarlo».
Esa noticia ya es agua pasada. ¿A quién le importa? Aunque sabía que ese pensamiento
mezquino era pura imaginación suya, la enfureció. Apagó la televisión y, como eso no le bastó,
se inclinó con riesgo considerable de caerse, localizó el cable y tiró peligrosamente de él para
arrancarlo del enchufe.
Durante los siguientes días y noches, Inez tuvo la cabeza tan abarrotada y hecha un lío que
no fue capaz de saber si estaba recibiendo pensamientos de otras personas. La guirnalda de
luces de colores probablemente fuese un recuerdo de Navidades, de numerosas Navidades. Los
planes de viaje podrían haber sido suyos en el pasado; nunca había ido a Italia, pero durante
años le había dado vueltas a la idea, leído folletos y asistido en la facultad al curso de iniciación
al italiano.
Dormía mucho y cuando se despertaba no encontraba ni pies ni cabeza a sus sueños. Tenía
buen cuidado de recoger las bolsas marrones de Comida sobre Ruedas que le dejaban en el
porche —no fuera a ser que alguien se preocupara al verlas acumularse—, y se comía alguna
cosilla. Entraba la correspondencia, se cambió de ropa al menos una vez, y se esforzó por tener
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controlado cuándo le tocaba regresar a la chica que le hacía la compra. Justo ese era el peor
momento para arriesgarse a que pareciera que ya no estaba en condiciones de vivir sola y
alguien se mudara a su casa para tomar las riendas de su vida. Se sentaba en el sofá y miraba
por el ventanal, esperando a ver qué sucedía a continuación.
Lo que sucedió fue que Clarence Eng se presentó en su puerta. En cuanto lo vio adivinó
quién era porque no conocía a ningún otro oriental; cuando había hablado con él por teléfono
no había caído en la cuenta de que lo fuera, pero con un nombre como Eng y la referencia a
Yo-Yo Ma difícilmente podría no haberlo sido. Y sería de los inteligentes, cómo no. Al pillarse
in fraganti en esa reflexión ligeramente racista, trató infructuosamente de atribuírsela a algún
pensamiento descarriado de la mente de otra persona. El bochorno la hizo comportarse
torpemente cuando lo invitó a pasar, le preparó una taza de té —pensando preocupada que no
sería lo suficientemente bueno para un oriental que lo más probable es que fuera todo un
experto en tés— y derramó el agua pero no la secó para evitar llamar la atención sobre su
torpeza (solo tomó nota mentalmente para no resbalar en ella más tarde).
—Quería hablar con usted sobre Casey —dijo Clarence Eng.
—Entonces me cree —dijo Inez dejando su taza con mano temblorosa.
Él no dijo exactamente ni sí ni no, sino:
—Estamos bastante seguros de dónde está. Conocemos su trayectoria, la zona aproximada
del espacio donde se encuentra, con un margen de error de alrededor de un millón y medio de
kilómetros. Muchos de los datos que usted me proporcionó no se corresponden en absoluto con
el cometido de los sensores; pero lo que se deduce de ellos nos ha proporcionado bastantes
pistas, al menos para una interpretación teórica.
—¿Qué van a hacer? ¿Lo encontrarán? ¿Lo traerán de vuelta?
—Está demasiado lejos, moviéndose demasiado deprisa.
—No lo entiendo —dijo ella, aunque sí que lo entendía, y lo que entendía era algo tan
terrible que la cabeza le daba vueltas y el corazón le palpitaba.
Él no la estaba mirando. Tampoco se estaba bebiendo el té. «No debe de estar bueno»,
pensó. Al darse cuenta de que estaba silbando, se obligó a parar.
—No hay nada que podamos hacer —dijo finalmente él.
—Pero todavía está vivo. —Ella señaló vagamente, sus manos y brazos agarrotados y
trémulos—. Ahí arriba, en algún lugar.
—Lo sé.
—Entonces ¿no hay ninguna esperanza de que pueda ser rescatado? —Lo menos que
podía hacer en honor del Astronauta Perdido era pronunciar las terribles palabras en voz alta e
insistir en que este hombre las corroborara.
Él la miró a los ojos, lo que a ella le pareció muy valiente por su parte.
—No —dijo, y su voz se quebró—. No hay esperanza de que pueda ser rescatado.
—¿Qué le sucederá?
—Seguirá a la deriva hasta que los sistemas se apaguen o se produzca algún tipo de
colisión.
—Y entonces morirá.
—Sí.
—Solo.
Ella se esperaba que él saliese con algún lugar común sobre cómo todos morimos solos,
pero no fue así, lo que le pareció que decía mucho en su favor.
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—Sí —reconoció, y ella vio que tenía las mejillas húmedas—. Casey ya lo sabrá. No es
tonto. Él solo quería que nosotros supiéramos lo que le había sucedido. Quería que yo lo
supiera. Gracias.
Los dos se quedaron un rato en silencio. La mente de Inez vagó mientras se imaginaba al
Astronauta Perdido vagando a su vez por el espacio infinito. Al rato pensó que le convenía
regresar a la Tierra, que, al fin y al cabo, era donde ella todavía vivía.
—No le ha costado demasiado aceptar lo que tenía que contarle —le dijo al señor Eng casi
con timidez.
—Ya hemos visto casos similares antes.
—¿De veras? —Se descubrió sintiéndose a un mismo tiempo contenta y decepcionada
porque, después de todo, podía ser que ella no fuese la única.
—Hay alrededor de doscientos como usted, que tengamos registrados. Ninguno, creo, con
su grado de control.
—Yo no tengo control alguno —dijo ella resoplando.
—Podríamos incluirla en nuestros registros, estudiar su capacidad. Pero si le soy sincero
no se lo recomiendo. No le he hablado a nadie de usted. Créame, me parece que es lo mejor. Y
debo pedirle que no le cuente a nadie lo de Casey. Si lo cuenta, yo tendré que negarlo.
Hasta tal punto la frase parecía sacada de una película vieja que Inez incluso rompió a reír.
—Tiene suerte porque todo el mundo pensaría que soy una vieja senil, y punto.
—Lo siento.
—No lo sienta. Es un secreto que he estado guardando toda la vida.
—Gracias —repitió él.
Ya no les quedaba nada más que decirse. Inez notó que él no sabía cómo despedirse, de
modo que le echó un cable.
—Estoy muy cansada —dijo, lo que era cierto—. Me temo que ahora necesito descansar.
Cuando se despertó horas más tarde tenía una pila de correspondencia sobre la mesita
baja, junto con tres periódicos en bolsas de plástico de distintos colores. Hacía tiempo que
había desistido de conseguir que dejaran de enviarle los periódicos dominicales, pero había
logrado ya no sentirse obligada a leerlos solo porque aparecían en el umbral de su casa.
Quienquiera que se los hubiera entrado, junto con el correo, debía de haberse sentido
doblemente bien por estar haciéndole el favor, aunque ella hubiera preferido dejar que se
acumularan fuera a tener que pensar qué hacer con ellos una vez dentro. A través de las bolsas
verde, azul y naranja —¿existía algún tipo de código de colores?— no vio nada sobre Casey
Liebler, tan solo tiras cómicas y anuncios.
Ella ya casi no recibía cartas; la práctica totalidad de los escritores de cartas que había
conocido a lo largo de su vida ya estaban muertos o se habían pasado al correo electrónico. Así
que a Inez casi se le pasó por alto el pequeño sobre marrón con un sello de verdad en lugar de
una etiqueta adhesiva. No figuraba remitente y ella no veía lo que decía el matasellos. Se le
pasó por la cabeza la ridícula fantasía de que era del Astronauta Perdido. No obstante, cuando
lo abrió se encontró con algo casi igual de asombroso: era de Daniel.
«Querida abueli:». Ninguno de sus otros biznietos la llamaba así.
Cuando era pequeño, mamá me dijo una vez algo que creo que significa que tú
eres la única persona a la que le puedo contar esto. A lo mejor no entendí lo que dijo
o a lo mejor no me acuerdo bien, pero ¿a veces tienes pensamientos que no son
tuyos? En idiomas que no hablas o sobre cosas de las que es imposible que estés
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enterada. Porque yo sí, los he tenido desde que alcanzo a recordar, y esto me está
volviendo loco. Literalmente. El otro día me llegaron pensamientos suicidas de
alguien. Jamás en la vida he tenido tendencias suicidas, pero entendí por qué a esa
persona, quienquiera que fuese, la idea le resultaba atractiva. Y también me llega el
sonido de una batería, acompañada por una especie de cánticos o llamadas en un
idioma extraño. En plena noche, en mitad de una clase, cuando voy caminando por la
calle, cuando salgo con mi novia. Es una lata. He tratado de llamarte pero siempre me
da la señal de comunicando. Es una pena que no tengas WhatsApp y tampoco pueda
enviarte mensajes de texto, si al menos tuvieras correo electrónico o por lo menos
llamada en espera. Es una pena que no podamos simplemente leernos la mente el uno
al otro cuando nos apetezca, pero eso es algo que yo jamás he sido capaz de hacer, ¿y
tú? Por favor, contéstame.
Un abrazo.
Daniel
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decidida a darse la caminata hasta el final del sendero de entrada a su casa, introducir la carta
en el buzón y levantar la bandera antes de acostarse de nuevo.
Cuando abrió la puerta se encontró a Clarence Eng plantado en el umbral, con una funda
de violonchelo en las manos. «Vaya —dijeron al mismo tiempo—. Hola». Cayendo de pronto
en la cuenta de que debía de tener un aspecto de lo más descuidado, Inez se alisó el pelo.
—Se me ha ocurrido que a lo mejor a usted le gustaría… Quisiera tocar para usted. —El
señor Eng parecía cohibido—. Quisiera tocar para Casey.
Tardó un instante, pero, cuando Inez comprendió a qué se refería el señor Eng, el corazón
se le llenó de alegría y los ojos se le anegaron de lágrimas.
—Por favor —dijo saliendo con cuidado al porche—, acompáñeme al buzón. Mi nieto
está esperando esta carta. Luego nosotros celebraremos nuestro concierto.
Él no sabía bien qué hacer, así que Inez tomó la iniciativa, apoyándose suavemente en el
brazo del hombre y dirigiéndolo con sus propios movimientos, sorteando baches, periódicos,
cajas, sillas plegables y neumáticos. Esta podía ser perfectamente su última salida al exterior, y
agradeció el caminar pausado, porque así podía recrearse en la luz del sol, los graznidos del
arrendajo, la casa de un vivo amarillo al otro lado de la calle que había sido gris la última vez
que se había fijado en ella… Durante un momento se planteó la posibilidad de contarle al señor
Eng que por lo visto Daniel era como ella, pero decidió no hacerlo.
Cuando llegaron al principio del camino de entrada, él le sostuvo abierto el buzón
cortésmente mientras ella depositaba la carta para Daniel en el interior, y luego lo volvió a
cerrar. Ella levantó la oxidada banderola metálica.
Para cuando estuvieron de vuelta en la casa, Inez se sentía débil y tremendamente
fatigada. Siendo como era todo un caballero, al señor Eng no se le debía de haberse pasado por
alto, porque se ofreció a aplazar el concierto de violonchelo a otro día. Sin embargo, ella
notaba su enorme deseo de tocar ya, y comprendió por qué era tan crítico no posponerlo. «No,
no —protestó—, quiero oír la música», y nunca jamás había dicho o pensado algo tan cierto.
Inez se tumbó en el sofá y cerró los ojos. El señor Eng se sentó en la mecedora con el
violonchelo entre los muslos. Se hizo el silencio. Entonces la música se derramó en la sala de
estar y en su corazón cual chocolate líquido. Al principio, Inez tarareó siguiendo la melodía,
que le resultaba vagamente familiar, pero tras un rato lo dejó.
Muy lejos, cada vez más lejos, justo en los confines del alcance de ella, el Astronauta
Perdido estaba oyendo la música porque ella la estaba oyendo. Inez no trató de transmitírsela,
tan solo se abrió tanto como pudo y dejó que pasara hacia él a través de ella.
Inez flotaba adentrándose en el espacio profundo. Pronto él se alejaría demasiado y ella ya
no sería capaz de localizarlo. Pronto, pensó, ella misma se alejaría tanto que ya no sería capaz
de regresar.
Gracias, en la mente de Inez, meciéndose con la música, adelante y atrás.
La música era dulce y triste, pero a ella no le parecía elegíaca exactamente. Más bien era
resuelta, con una solemnidad acorde a la situación. El rostro de ella estaba frío y mojado.
El sonido de una cuerda tocada aisladamente dentro del torrente de música le llamó la
atención. Subía y bajaba de tono, tejiendo el contrapunto. Era un pensamiento solitario, un
nervio, una vena, una fina fibra muscular.
El sonido perduró un momento mientras cuerpo y mundo se desintegraban alrededor de él,
luego se desvaneció. Gracias.
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Copyright © 2008 Melanie Tem y Steve Rasnic Tem
De la ilustración, Copyleft Pedro Belushi
Traducido del inglés por Marcheto
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Notas a la traducción de Concierto a dos voces
[1] Canción del musical de Broadway Al sur del Pacífico, estrenado en 1949, cuyo título se
podría traducir como «No hay nada como una nena», y en la que un grupo de marineros
cuentan lo mucho que echan en falta la compañía femenina. El resto de canciones mencionadas
también pertenecen a este mismo musical.
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Monos
Ken Liu
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Presentación
Ken Liu se impuso de nuevo en la 6ª encuesta anual de Cuentos para Algernon —la
correspondiente al año 2018—. Al igual que ya ocurrió en las ediciones 1ª, 2ª y 4ª, su nombre
fue el más votado en la categoría de «autor del que más os apetecería leer un nuevo cuento», de
ahí que lo tengamos de nuevo en esta serie de antologías, ya por séptima vez. Y, aunque Ken ya
no necesita presentación por aquí, sí que quiero aprovechar estas líneas para destacar que en
febrero de 2020 se publicó tanto en Estados Unidos como el Reino Unido su esperada segunda
colección, La chica oculta y otras historias (The Hidden Girl and Other Stories), que está
previsto que se publique en español a lo largo de 2021. A diferencia de El zoo de papel y otros
relatos (donde se recopilaron principalmente sus obras más conocidas y premiadas), el
principal criterio a la hora de seleccionar los cuentos incluidos en este segundo volumen ha
sido su propio gusto. Y no creo que a nadie le extrañe que entre los elegidos figuren «Quedarse
atrás» (el relato con el que se inauguró Cuentos para Algernon) y «Renacido» (incluido en
Cuentos para Algernon: Año VI).
Monos (Monkeys) se publicó en 2012 en la revista científica Nature. Se trata de un relato
muy breve en el que Ken nos vuelve a demostrar que el humor también es lo suyo, algo que tal
vez pueda sorprender a quienes solo hayan leído sus obras más premiadas y conocidas, pero
que los seguidores de Cuentos para Algernon ya descubristeis tiempo atrás con La llamada
de La Compañía de las Tortitas (incluido en Cuentos para Algernon: Año II).
Sé que Monos os va a saber a poco, pero tranquilos, en realidad es una especie de
aperitivo, dado que más adelante en este mismo volumen podéis leer otro cuento suyo mucho
más extenso. Y por mi parte ya tan solo quiero expresar una vez más mi agradecimiento a Ken,
que como siempre me ha dado todo tipo de facilidades para que pueda seguir compartiendo
algunas de sus historias con todos vosotros. Once again, thanks a million, Ken!
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34
Monos
Ken Liu
Ted y Kathy contemplaban la caótica escena por entre los barrotes de la jaula. Un gran macaco
macho de un par de palmos de alto gritó y levantó por los aires la máquina de escribir —una
Olivetti Lettera 22 verde lima de 1953—. Se quedó inmóvil un segundo, como un levantador
de pesas, y luego la arrojó con fuerza contra el sucio suelo. La máquina se estrelló
estrepitosamente, entre el traqueteo de teclas y carro, y, cuando se detuvo, en la hoja de papel
estaba escrita la secuencia «jl,dykb nvcxliuear ».
Kathy se tapó la boca con las manos y lanzó un resoplido.
—Al menos, ahora, ya han tecleado algo —dijo.
Ted se limitó a sacudir la cabeza.
Dos machos más pequeños se acercaron a la máquina. Uno brincó arriba y abajo sobre el
teclado: «cx,juoun2 ep89 xadl’». El otro lo observó y luego decidió defecar en la cazoleta
cóncava formada por las palancas de los tipos.
—Bueno, el profesor Emroche ya no va a querer que le devolvamos esta máquina en
concreto —comentó Kathy tras reponerse de la impresión inicial y antes de estallar en risas.
Los monos se detuvieron para mirarla, lo que solo consiguió hacerla reír más fuerte.
Ted volvió a sacudir la cabeza.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
El proyecto Shakespeare Simio era una colaboración interdisciplinar entre los departamentos
de humanidades y ciencias. Sin embargo, después de que un breve vídeo del mono cagando en
la máquina de escribir se difundiera por la red, todo el mundo comenzó a desvincularse de él.
«No creemos que en un proyecto de estas características haya mucha ciencia con
mayúscula —dijo el profesor Kun, del Departamento de Informática—. La vieja teoría de los
infinitos monos aporreando infinitas máquinas de escribir es tan solo una elucubración mental.
En realidad es a los de literatura a quienes deberíais preguntar qué están tratando de conseguir
con esto».
«Por supuesto que no es así como imaginamos el futuro estudio de la literatura con
mayúscula —aseguró el profesor Emroche, del Departamento de Lengua y Literatura Inglesa y
Norteamericana—. Ya tenemos las obras de Shakespeare, así que ¿para qué íbamos a querer
que unos monos las reprodujeran por casualidad? En realidad es a los de biología a quienes
deberías preguntar qué están tratando de sacar de todo esto».
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A la postre, los nombres de Ted y Kathy —dos alumnos de los primeros cursos que aún
tenían que optar por una especialidad concreta y que trabajaban como ayudantes alimentando a
los monos— acabaron por ser los únicos asociados al proyecto. Los dos estudiantes se sentían
como huérfanos. Nadie quería asumir responsabilidad alguna sobre ellos.
Ambos decidieron tratar el proyecto como si fuese una performance.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Al cabo, los monos dejaron de maltratar la máquina de escribir. Durante la mayor parte del
tiempo pasaban de ella, como si fuera un juguete que encontrasen aburrido. Sin embargo, de
tarde en tarde, algún simio o grupito de ellos se acercaba y aporreaba las teclas hasta cansarse
de ella de nuevo. Ted y Kathy se pasaban varias veces al día para cambiar las hojas de papel
escritas por otras en blanco.
Kathy hojeó la pila de papeles mecanografiados que habían reunido, examinándolos uno
por uno, como si cada hoja fuese un rompecabezas.
—¡Aquí hay una palabra! —exclamó.
Ted miró lo que Kathy estaba señalando. En medio de una hoja completamente cubierta
por un batiburrillo de letras, una secuencia de cuatro destacaba como un brillante diamante:
«734q9u8opfuoin mago djk;we897d78».
—Los monos han tardado cinco días en escribir veinticinco páginas, y tenemos una
palabra —dijo Ted con un suspiro—. A este paso, no vamos a tener demasiado que enseñar al
final del semestre. Como proyecto artístico no va a ser gran cosa.
—Estás equivocado, no es eso de lo que va el arte —dijo Kathy. Arrojó los papeles hacia
lo alto y los observó descender meciéndose hacia el suelo, como una bandada de palomas—.
En el arte lo importante no es lo que tienes para enseñar, sino cómo interpretas lo que tienes.
—¿Y cómo interpretarías esto?
—Es la demostración de cuán raro es el orden en este universo aleatorio en el que
vivimos. La demostración de que el arte es valiosísimo y todo un milagro. La demostración del
verdadero alcance del genio de Shakespeare.
—Sí, esa parida suena bastante bien —admitió Ted riéndose.
—Es el espectador el que interpreta el arte —continuó Kathy, también entre risas—. Igual
que es el lector el que interpreta el libro.
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Recetas a tutiplén
Naomi Kritzer
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Presentación
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Recetas a tutiplén
Naomi Kritzer
Pollo asado de Carole
Este es un blog gastronómico, no un blog sobre enfermedades, pero ni que decir tiene que
todos esos rumores sobre la gripe aviar están consiguiendo ponerme nerviosa. No sé qué haréis
vosotros, pero para controlar la ansiedad yo recurro a la cocina. Recetas a tutiplén. Aunque
estoy tratando de ajustarme a mi propósito de Año Nuevo de publicar cuatro recetas saludables
(platos principales, ensaladas, guarniciones…) por cada postre, y justo la semana pasada colgué
la de los pasteles de limón y merengue. Así que, aunque ayer me enfrenté a mi ansiedad
horneando otra tanda de esos pasteles y comiéndome como que la mitad de ellos de una
sentada, hoy me niego a preparar la nueva receta que he encontrado de barritas de pacanas.
¡No! En lugar de eso vamos allá con el alucinante pollo asado de mi amiga Carole. Porque
¿qué mejor manera de enfrentarse a los miedos de la gripe aviar que comiéndose un ave?, ¿a
que tengo razón?
Os cuento cómo podéis prepararlo también vosotros. En primer lugar vais a necesitar un
pollo. Carole lo trocea ella misma, pero como yo soy una vaga compro en la tienda uno ya
troceado. Necesitaréis un kilo de patatas como poco. Y un limón y una cabeza de ajos. También
vais a necesitar una fuente de hornear bien grande. Yo utilizo una para lasaña, muy resistente,
de la marca Cuisinart, pero con una normal de 30 × 20 os podéis apañar.
Cortad las patatas en dados (¡que sean patatas buenas!, de alguna variedad amarilla, o roja
tal vez; en verano yo las compro en un mercadillo). Pulverizad la fuente con aceite y poned las
patatas. Pelad todo el ajo (sí, ¡todo!) y distribuid los dientes enteros por encima de las patatas.
Si estáis pensando, «¿tanto ajo?», fiaros de mí esta vez. Al asarlo, el ajo se suaviza y se pone
meloso, y se puede comer igual que los trozos de patata. De verdad. Luego me lo agradeceréis.
Por último colocad el pollo encima, con la piel hacia abajo. A mitad de cocción hay que darle
la vuelta. Espolvoread un poco de orégano por encima de la carne y otro poco de sal marina, y
añadid unas vueltas del molinillo de la pimienta.
Exprimid el limón (tal vez incluso dos, si el limón os encanta) y mezcladlo con 50 gr de
aceite de oliva. Verted esta mezcla por encima del resto de ingredientes y mezcladlo todo con
las manos, asegurándoos de que el pollo y las patatas queden bien impregnados. Luego echad
un poquitín de agua por un lateral de la fuente (no queremos que el pollo se moje) para evitar
que las patatas se quemen o peguen. Metedlo en el horno precalentado a 225 grados y asadlo
durante una hora. Dad la vuelta a los trozos de pollo a los treinta minutos para que la piel quede
churruscada y rica.
Chicos, queda de re-chu-pe-te. Yo juraría que la mitad de los días Dominic ni se entera de
lo que está comiendo, pero esta plato siempre le gusta, y a mí también. Si lo preparáis con estas
cantidades para dos personas, os quedarán restos para la siguiente comida. Pero nosotros hoy
tenemos invitados a cenar: mi hermano, su mujer y sus hijas. Así que en realidad voy a utilizar
dos pollos y dos kilos de patatas, porque los adolescentes comen mucho.
Y el pollo tiene propiedades curativas mágicas cuando se utiliza para preparar caldo, así
que asado seguro que también conservará algunas. E ídem del ajo, así que a comer ajo y, sobre
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todo, a cuidarse.
Besitos y abrazos.
Natalie
Pues bien, tenemos unas inesperadas huéspedes en casa, y para una buena temporada.
Mi cuñada Katrina es enfermera en el Hospital Regional. No está ni en Urgencias ni en la
planta de enfermedades contagiosas, pero, seamos realistas, a ver cómo coges a un montón de
virus que se transmiten por el aire y les dices que tienen prohibido entrar en Obstetricia y
Ginecología. Leo y Kat tienen miedo de que, si la gripe aviar resulta ser algo gordo, Kat pueda
contagiarse y llevarla a casa. Leo no tiene problema en arriesgarse, pero cuando les pregunté si
preferían que las niñas pasaran una temporada conmigo, Kat dijo que sí, que los dos se
quedarían mucho más tranquilos. Así que, voilà, heme aquí de anfitriona de una niña de once
años y otra de trece. Monika es la de trece y Jo la de once.
Tenemos una habitación para invitados y un sofá cama. Monika se ha quedado con la
habitación de invitados y Jo está en el sofá cama, aunque prometimos renegociarlo dentro de
unos días si aún continúan aquí. Bueno, en realidad la cama de la habitación de invitados es de
matrimonio, pero creedme, es mejor no obligar a mis sobrinas a compartir cama salvo que sea
absolutamente imprescindible.
Hoy he salido a comprar para que estemos bien aprovisionados en caso de que nos
apuntemos durante una temporada a lo de «cuanto menos salir de casa, mejor». Al parecer, yo
no he sido la única a la que se le ha ocurrido esta idea porque, (a), las colas eran increíbles y,
(b), lo he intentado en ¡cuatro tiendas! y en ninguna de las cuatro les quedaba ni rastro de leche
ni de huevos. Sí que conseguí comprar un enorme paquete XXL de papel higiénico y una bolsa
descomunal de comida para roedores. Por cierto, ¿he mencionado ya que Jo tiene como
mascota una rata llamada Jerry Springer?, ¿que no lo había mencionado? Pues sí, mi sobrina
pequeña tiene como mascota una rata llamada Jerry Springer. En realidad, la rata no estaba
presente en la cena familiar, pero Dominic se ha pasado hoy a buscarla porque le ha parecido
que Jo llevaría mejor todo esto si tenía a su mascota con ella.
La sección de congelados también había sido prácticamente saqueada, pero en la tienda de
productos asiáticos (tienda núm. 4) adquirí varias bolsas gigantescas de arroz, amén de unos
siete kilos de dumplings congelados. Pero ¿sabéis qué os digo?, que no voy a tratar de
enumerar los productos con los que acabé llegando a casa porque me resulta demasiado
embarazoso. Me limitaré a lo fundamental, que es: ni gota de leche y ni un solo huevo. Sí que
logré comprar mantequilla, pero de una de esas marcas ecológicas y superguaisis que cuestan
veinte dólares el kilo, así que me no me hacía demasiada gracia agotar nuestra reserva de
mantequilla en una tanda de galletas. Y Jo se moría de ganas de comer galletas con pepitas de
chocolate.
Bueno, en realidad era yo la que se moría de ganas de comer galletas con pepitas de
chocolate. Pero a Jo no le costó nada reconocer que a ella también le apetecían.
En las galletas es posible sustituir los huevos por mayonesa y la mantequilla por aceite.
Quedan mejor si parte del aceite se pone de sésamo (o de algún otro de frutos secos), y mira
por dónde que nosotros sí que teníamos aceite de sésamo. Y también dio la casualidad de que
en esas cuatro tiendas ni de lejos se les habían agotado las pepitas de chocolate.
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Aquí va la receta por si también a vosotros os toca ingeniároslas para preparar unas
galletas sin mantequilla ni huevos:
300 gr de harina
1 cucharadita de bicarbonato sódico
1 cucharadita de sal
225 gr de aceite vegetal (preferiblemente 2 cucharadas soperas de aceite de sésamo
y el resto de algún otro aceite de sabor suave)
150 gr de azúcar blanca
150 gr de azúcar morena
1 cucharadita de extracto de vainilla
6 cucharadas soperas de mayonesa
350 gr de cualquier tipo de pepitas de chocolate que tengáis por casa, o de
chocolate en trocitos pequeños
Batid el azúcar con el aceite, luego añadid la mayonesa y continuad ligándolo. De verdad
os prometo que las galletas quedarán bien, por asquerosa que huela y se vea la mayonesa
mientras la estáis incorporando. Mezclad el bicarbonato sódico, la sal y la harina, y luego id
añadiéndolos poco a poco la mezcla de la mayonesa, sin dejar de batir. Por último, incorporad
las pepitas de chocolate.
Id colocando porciones redondas de masa con la ayuda de una cuchara (bueno, seguro que
no hace falta que os explique cómo hacer galletas). No es necesario que engraséis la bandeja.
Hornead a 190 grados unos diez minutos y, si queréis que se conserven blandas y gomosas,
guardadlas en un recipiente hermético antes de que se enfríen del todo. Si os gusta que queden
crujientes, ¿qué queréis que os diga?, ¿de veras estáis en vuestro sano juicio? Pero en este caso
dejadlas enfriar antes de guardarlas y, de hecho, seguramente quedaréis más contentos si las
guardáis en un contenedor que no sea hermético, como un tarro de galletas de toda la vida.
Le di a probar a Dominic la primera tanda y su comentario fue: «¿No habrás usado toda la
mantequilla para esto, verdad?». Yo le dije que no nos estábamos quedando sin mantequilla.
Sin embargo, sí que estamos a punto de quedarnos sin café. Y como pase eso yo me muero.
Incluso aunque no pille la gripe aviar. Perdón, el H5N1.
Besitos y abrazos.
Natalie
Pizza casera
Besitos y abrazos.
Natalie
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De todas maneras, nadie reparte desayunos a domicilio (que es sobre lo que me he sentado
a escribir) y nadie va a traerme leche, así que he preparado tortitas sin leche, sin huevo y sin
mantequilla, y eso mismo podéis hacer vosotros. Esto es lo que vais a necesitar:
250 gr de harina
4 cucharaditas de levadura en polvo
1 cucharadita de sal
Mezclad los ingredientes anteriores y luego añadid:
100 gr de plátano bien machacado o bien de calabaza cocida triturada o bien de
compota de manzana o bien de cualquier otra compota o fruta triturada que tengáis
a mano. Yo utilicé plátanos porque tengo unos cuantos en la nevera.
375 ml de agua
1 cucharadita de extracto de vainilla
media cucharadita de canela
100 gr de azúcar
Batidlo todo junto. Tendréis que engrasar la sartén un poco más generosamente de lo
normal porque se pegan más que las tortitas que llevan mantequilla o aceite.
Se nos ha terminado el sirope de arce, pero resultó que al fondo del armario todavía nos
quedaba una botella de sirope de arándanos, y con eso las acompañamos. En internet hay
recetas para preparar sirope casero para tortitas, pero aún no las he probado. A Monika, el
sirope de arándanos le pareció asqueroso y se las comió con azúcar y canela únicamente. A Jo
le pareció bien, pero estuvo de acuerdo en que el de arce (e incluso el falso sirope de arce
casero) estaría mejor. Por cierto, que conste que yo estoy con Monika.
Besitos y abrazos.
Natalie
Sopa miscelánea
Bien, antes de empezar con la receta de hoy, me preguntaba si podríais hacer un favor a una de
mis amigas. Melissa es camarera y, gracias a Dios, por el momento no está enferma, pero su
restaurante ha decidido cerrar hasta que todo esto pase. Así que por un lado bien, porque así no
la van a despedir por faltar al trabajo, y ella está encantada de poder quedarse en casa donde no
corre peligro, pero para pagar cosas como el alquiler necesita ese trabajo, lo necesita de veras.
A lo que yo iba, la he convencido para que abra una campaña en GoFundMe de manera que
quien lo desee pueda echarle una mano con una donación y, si pudieseis aportar aunque no
fuera más que un dólar, para ella sería una gran ayuda. Además, para que el asunto os resulte
un poco más tentador, si donáis algo (incluso solo un dólar), introduciré un papelito con
vuestro nombre en un sombrero y al final sacaré uno, y ese afortunado seguidor del blog tendrá
la oportunidad de pedirme que prepare y coma… cualquier cosa que le apetezca, y que luego lo
cuente aquí. Aunque si queréis que lo haga antes del final de la pandemia tendréis que escoger
una receta que pueda preparar con los ingredientes que tengo disponibles. Y justo ahora mismo
acabo de ir a casa de Melissa con el coche cargado de provisiones porque ella y su hija estaban
prácticamente sin comida y el Banco de Alimentos tampoco funciona ahora mismo. Así que, si
estabais pensando que unas zanahorias (o algo similar) glaseadas con sirope de arándanos
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podían estar bien, llegáis demasiado tarde, porque Melissa es ahora la orgullosa propietaria de
la botella de sirope de arándanos. Aparte de que no me quedan zanahorias.
En cualquier caso, ¡animaos a donar! Si alguna vez habéis pensado que estaría bien que lo
volviera a intentar con la tarta Alaska (sí, la de helado y merengue que luego va al horno) o que
experimentara guisando un salmón al lavavajillas, ¡esta es vuestra oportunidad!
Hoy he preparado sopa miscelánea, que es la sopa de toda la miscelánea de ingredientes
que tienes a mano. En realidad es un plato que hago bastante a menudo, pero nunca había
escrito sobre él en el blog porque no me parecía algo que a la mayoría os fuera a impresionar
demasiado. Por lo general utilizo caldo (de tetrabrik, si no quiero desaprovechar el mío casero
en un plato como este), restos de carne cocinada (cuando tengo), cualquier verdura que haya
por la nevera y, o bien alguna legumbre en conserva, o unos fideos, o ambas cosas.
Lo que he empleado hoy:
2 paquetes de fideos ramen, incluida la bolsita que viene dentro con condimentos
vino (todavía falta mucho para que se nos acabe; una pena que no pegue
demasiado con los cereales del desayuno)
225 gr de maíz tostado congelado
125 gr de verduras congeladas variadas
350 gr de lentejas secas
225 gr de albóndigas de pavo congeladas
Calenté un litro de agua y añadí 250 ml de vino, las lentejas y la bolsita de condimentos
del ramen. De mi propio especiero añadí comino y cilantro, porque me pareció que pegarían
bastante bien con los otros condimentos. Cociné las lentejas en el caldo. Descongelé el maíz y
las verduras variadas, y lo eché todo a la olla, y luego cociné las albóndigas en el horno porque
eso es lo que la bolsa te indica que hagas. Y por último partí el bloque de ramen y lo puse en la
sopa, y también añadí las albóndigas. Y esa fue toda nuestra cena.
Jo odia las lentejas y a Monika no le gustó el maíz congelado, pero, a pesar de eso, tras
unas cuantas quejas se lo comieron todo. Y a Andrea y Tom les gustó.
Cierto, supongo que debería poneros al corriente de lo de Andrea y Tom.
Andrea es una amiga del colegio de Monika. Las dos tienen trece años y van al mismo
curso. Monika se enteró (supongo que por un SMS) de que Andrea estaba en casa sola con su
hermano, Tom, porque su madre tiene tanto miedo de poder contagiarles la gripe que ha estado
durmiendo en el coche en lugar de regresar a casa. Tom solo tiene tres años. Y además se
habían quedado sin nada de comida, que es por lo que Monika sacó a colación el asunto
(después de que yo le llevase provisiones a Melissa).
Le dije que no faltaba más, que por supuesto que podíamos llevar a su amiga algo de
comida, pero cuando comprendí que Andrea tenía a su cargo durante todo el día a un niño de
tres años propuse que en lugar de eso se viniesen a nuestra casa.
Así que Monika y Jo ahora sí que están compartiendo la cama de matrimonio de la
habitación de invitados, porque, lo siento, chicas, a veces «sacrificarnos juntos» implica
«dormir juntas». Andrea duerme en el sofá cama y Tom está el sofá normal de dos plazas.
Bueno, estuvo en el sofá anoche. Creo que hoy va a estar en los cojines del sofá, que a su vez
van a estar en el suelo para que la distancia sea menor si se vuelve a caer.
Tan solo un comentario más: no era exactamente así como imaginaba mi mes de febrero.
Pero al menos ninguno estamos enfermo y todavía nos queda comida.
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Besitos y abrazos.
Natalie
Hoy hemos cenado hamburguesa y arroz. Yo no dejaba de buscar recetas y llorar, y al final ha
sido Dominic quien ha terminado cocinando.
No sé por qué pero me apetece contaros todas las cosas que se nos han terminado. Como
las pilas AA (he tenido que rescatar un ratón con cable del armario donde amontonamos todos
los trastos electrónicos que hemos dejado de utilizar, porque el mío inalámbrico funciona con
pilas AA). Detergente para lavavajillas (todavía nos queda del normal, pero no se puede
emplear en el lavavajillas, así que estamos fregando todo a mano). Pero ¿os acordáis de que
cuando nos quejábamos de minucias decíamos que eran «problemas del primer mundo»? Pues
estos son problemas de persona sana.
Hoy nos ha llamado Leo para decirnos que Kat está enferma. Ha estado trabajando en
turnos de dieciséis horas porque algunas enfermeras habían enfermado y otras se negaban a ir,
y ellas sí son imprescindibles, porque los niños han seguido naciendo, porque los niños van a
seguir naciendo, y punto. Y aunque todo el mundo lleva mascarilla y guantes todo el tiempo,
Kat hoy tiene fiebre.
Leo dice que no va a ir al hospital porque, al fin y al cabo, en realidad no hay nada que
puedan hacer por ti, y más ahora con lo saturados que están. Se va a quedar en casa bebiendo
líquidos y tratando de pertenecer a ese 68 % que ha estado saliendo adelante.
Pues sí, no era esto lo que os iba a contar cuando me he sentado a escribir. Os iba a contar
todas las cosas que estoy deseando poder hacer cuando todo esto se pase, pero supongo que lo
que en realidad quiero decir es que las diez cosas que más me apetece hacer cuando todo esto
se pase son diez muffins de sabores distintos para Kat, porque a Kat le encantan mis muffins, y
si sois de los que rezan o transmiten pensamientos curativos o cualquier otra cosa por el estilo,
por favor, acordaos de Kat.
Todavía estáis a tiempo de hacer un donativo para Melissa y obligarme a preparar lo que
elijáis. Aunque, ahora sí, hablando en serio, tendréis que esperar hasta que esto acabe porque
ya no me queda gran cosa en casa.
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así podíamos gastar menos arroz, dado que estamos empezando a temernos que también se nos
pueda acabar.
Lo tengo igual de fácil para preparar un batido de kale para Kat que para sacarme de la
manga una puta gallina vivita y cloqueando y usarla para cocinarle un caldito.
Otra cosa, este es un blog gastronómico, no un blog sobre teorías conspiratorias. Si
queréis convencer a la gente de que el gobierno nos está infectando adrede a todos con algún
objetivo nefando, iros a convencerla a otro lado.
Ni besos ni abrazos.
Natalie
Estofado de conejo
En nuestro jardín viven conejos. Os juro que hay unos seis. A ellos se debe que no pueda
cultivar lechugas en el huerto (bueno, a ellos y al hecho de que prefiero dedicar el espacio a los
tomates).
Estoy casi segura de que con lo que tengo por casa podría montar una trampa, y el conejo
está sabrosísimo.
A favor:
¡Carne fresca!
En contra:
Dominic cree que no es descartable que al comer carne de conejo pudiésemos pillar la
gripe (aunque a mí me parece que está paranoico, y que siempre que lo someta a una cocción
prolongada no debería pasarnos nada; podría estofarlo con vino).
No tengo ni la más remota idea de cómo desollar y limpiar un conejo, pero dispongo de
cuchillos afilados e internet, y soy una persona de abundantes recursos.
Jo está horrorizada ante la idea de que nos comamos un conejito.
Seguramente atraparíamos uno como máximo, y un conejo repartido entre todos los que
somos no toca a mucho conejo.
Ahora somos incluso más, porque hemos incorporado a otro crío (adelante, no os cortéis
con los chistes del flautista de Hamelin o de viejas locas que van recogiendo gatos; aquí ya
estamos haciendo todos los chistes habidos y por haber porque es la única manera que me
queda de descargar la tensión). Arie tiene doce años, y estuvo en un tris de ser devuelto a su
apartamento gélido y vacío cuando propuso que nos zampásemos la rata de Jo. Si solo hubiera
estado sin comida, podíamos haberlo mandado de vuelta a su casa con provisiones, pero
también está sin calefacción, el casero no contesta al teléfono, estamos en febrero y vivimos en
Minnesota.
Arie es primo de Andrea. A ver, un momento, me corrijo. Puede que lo que sea es amigo
de su primo. ¿Sabéis qué?, que cuando oí «doce» y «sin calefacción» ya no hice demasiadas
preguntas.
Besitos y abrazos.
Natalie
Besitos y abrazos.
Natalie
Hoy es el cumpleaños de Jo y casi se nos pasa a todos. En parte porque ella daba por hecho que
todo el mundo tenía cosas más importantes en la cabeza y no pensaba mencionarlo. Y ha tenido
que ser la buena y picajosa de Monika la que con sus trece añitos se haya acordado.
Al principio he creído que no íbamos a poder prepararle un pastel (a menos que por fin
consiguiera dar con una manera de convertir copos de cereales en harina utilizable, y
probablemente ni siquiera así). Pero… cuando ayer anduve revolviendo por el sótano a la
búsqueda de las pinturas me encontré una caja pequeña de preparado para tortitas (de ese que
solo hay que añadir agua), que estaba con nuestro equipo de camping. De haberme acordado
antes, sin duda ya la habría empleado para algún desayuno, así que menos mal que se me había
olvidado. También nos quedaba todavía un paquete de preparado para flan de caramelo, sin
utilizar dado que preparar flan sin leche es por completo imposible.
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Los otros críos dejaron de pintar mural un rato para dedicarse a confeccionar adornos
utilizando papel de impresora, tijeras y bolígrafos (hicieron una guirnalda de papel con forma
de cadena).
Creo que tiene que existir una manera de convertir el preparado para tortitas en un pastel
como es debido, pero todos los métodos que encontré en internet requerían ingredientes de los
que carecía. Así que terminé haciendo tortitas con el preparado, y luego las convertí en un
pastel con un baño de caramelo entre capa y capa (para el baño de caramelo empleé aceite,
mantequilla derretida —todavía nos quedaba una poca— y el flan de caramelo en polvo).
Y clavamos dos velas votivas y cantamos.
Y Jo sí que tuvo regalos, a pesar de mi despiste. El correo sigue llegando (algunos días) y
su padre se había acordado. A última hora llegó una enorme caja llena de obsequios adquiridos
por internet, con una tarjeta firmada («Besos de mamá y papá») que la hizo llorar.
Mi hermano nos ha estado manteniendo al corriente sobre la evolución de Kat, pero como
las noticias no eran demasiado buenas no las he ido comentando aquí. Supongo que nos
limitamos a tratar de seguir tirando. Y para tratar de seguir tirando hoy había que celebrar el
cumpleaños de Jo.
Como en Navidad
Chicos, ¡chicos!, ¡van a traernos un pedido de comida!, ¡de cosas de comer! Tal vez debería
rebobinar y explicarlo. El Cuerpo Especial de Gestión de la Epidemia de nuestra ciudad ha
concertado con las tiendas de ultramarinos con reparto a domicilio la contratación de un
montón más de gente (sobre todo personas como Melissa, que trabajan en lugares que ahora
mismo están cerrados), y los establecimientos ahora cuentan con personal suficiente para
entregar repartos en prácticamente cualquier zona. A cada casa le han asignado una tienda y,
como aquí vivimos ocho (esto, ¿había mencionado que Arie también tenía un amigo que
necesitaba un lugar donde pasar la cuarentena?; ahora sí que estamos hasta la bandera, en serio:
decir que la situación en lo relativo al cuarto de baño es crítica es quedarse corto, y hemos
estado haciendo turnos rotatorios para dormir en el suelo) podemos comprar comida por un
importe de hasta 560 dólares, que debería llegar de aquí a pocos días. Hemos recibido
instrucciones de no salir a recibir al repartidor: él dejará el pedido en la puerta y se marchará.
Ni que decir tiene que el problema es que en las tiendas tienen prácticamente todo
agotado. Como Minneapolis es uno de los focos, un montón de transportistas no quieren
acercarse por aquí, y además, como en California todo anda manga por hombro, la mayor parte
de la producción ni sale de ese estado, así que los alimentos frescos de cualquier tipo brillan
por su ausencia. Pude encargar melocotones congelados (aunque quién sabe si llegarán a
traerlos). Por descontado que no tenían ni leche ni huevos, pero sí que contaban con existencias
de leche de almendra, así que pedí porque al menos puede utilizarse para repostería. También
me avisaron de que si se les agotaba algún producto se limitarían a sustituirlo por otro, o sea
que ¡sorpresa, sorpresa!, ¿lo veis?, va a ser exactamente igual que en Navidad, cuando le
entregas a tu madre la lista de los regalos que quieres y, con suerte, resulta que bajo el árbol
incluso encuentras algo de lo que habías incluido en la misma.
Sí que les escribí una nota en la que les decía que por favor, por favor, ¡por favor!, se
asegurasen de que o bien me mandaban café o bien alguna otra cosa, lo que fuera, con cafeína.
Si tengo que beber Red Bull para desayunar, lo beberé. Sé lo que me digo: teníamos una Coca-
Cola de dos litros y la he estado racionando; se está esbafando pero me da igual. Bueno, no me
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da igual, pero me dan menos igual los dolores de cabeza que padezco cuando se me priva de mi
dosis matinal de cafeína.
Algunos os habéis interesado por Kat. Ahí sigue, aguantando, y Leo no ha enfermado.
Gracias por preguntar.
También ha habido quien ha preguntado por los conejos. Por el momento aún no he
asesinado a ningún espécimen de la fauna silvestre local, porque es posible que yo sea un tanto
remilgada, y Dominic lo es, sin ninguna duda.
Besitos y abrazos.
Natalie
Bocaditos de Krispies
Esto es lo que llegó en la caja de la tienda de ultramarinos. Además de unos cuantos productos
bastante útiles (como carne, aceite, preparado para tortitas, etcétera), recibimos:
12 latas de leche de coco
1 paquete enorme de café molido envasado al vacío de una marca desconocida.
GRACIAS, SEÑOR
3 paquetes de minijamones (sección chucherías, no charcutería; creo que en otros
sitios los llamáis nubes, esponjitas o incluso bombones)
2 envases grandes de mantequilla vegetal
1 paquete gigantesco de papel higiénico. GRACIAS, SEÑOR. No voy entrar en
detalles sobre con qué lo estábamos supliendo.
1 paquete pequeño de pilas AA
Una bolsa surtida de minichocolatinas, de esas chiquititas que se reparten a los
críos la noche de Halloween
14 cajitas de gelatina
1 bolsa absolutamente descomunal de cereales para el desayuno de arroz inflado,
de esos que son una copia de los Rice Krispies de Kellogg’s.
La mayoría no eran productos que hubiéramos pedido. En unos pocos casos pude deducir
a cuál sustituían. Quería harina, me llegó preparado para tortitas (no está mal). Quería pepitas
de chocolate, me llegaron las minichocolatinas (tampoco está mal). Pedí concentrado de zumo
de uva porque llevamos días y días sin nada parecido a la fruta y, aunque en teoría aún es
demasiado pronto para que tengamos escorbuto (lo he buscado), tengo un mono tremendo de
cosas tipo zanahorias, y pensé que un poco de zumo de fruta me ayudaría. Creo que la leche de
coco remplazaba a la de almendra.
Ni idea de por qué recibí el arroz inflado. No pedí cereales. Incluso nos quedan todavía.
Pero bueno. También nos mandaron los jamones y la mantequilla vegetal (aunque mantequilla
de verdad, no) así que ha llegado el momento de preparar… lo sabéis, ¿verdad? Exacto:
BOCADITOS DE KRISPIES.
De pequeña los hice una vez sin microondas, y dejadme que os diga una cosa: si no se
tiene micro dan un montonazo de trabajo. Hay que estar ahí de pie, dando vueltas a los jamones
a fuego bajo durante lo que se te hace como si fueran dos horas. Todavía hay recetas que dan
las instrucciones para prepararlos en un fuego de la cocina, pero os recomiendo de corazón que
en este caso empleéis el micro.
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Lo que vais a necesitar:
45 gr de mantequilla (o margarina o mantequilla vegetal o, sí, incluso aceite de
oliva extravirgen; pero lo que desaconsejo emplear es aceite de oliva extravirgen
aromatizado con ajo)
1 bolsa de 250 gr de jamones o 4 tazas de minijamones
6 tazas de arroz inflado (o Corn Flakes o Cheerios o cualquier cereal que tengáis a
mano; ahora bien, si decidís emplear All-Bran o copos de salvado no me
responsabilizo de lo que salga)
Poned la mantequilla y los jamones en un cuenco apto para microondas. Calentadlo a
máxima potencia durante dos minutos. Dad vueltas. Calentadlo a máxima potencia otro minuto.
Dad vueltas hasta que ya no queden grumos. Añadid los cereales. Dad vueltas hasta que se
mezcle todo bien.
Pulverizad con aceite una fuente de 30 × 20 y extended la mezcla. Como es lógico, es
superpegajosa, y conviene envolverse la mano con papel de horno o utilizar una espátula
untada con aceite, o a lo mejor basta con embadurnarse la mano de mantequilla, pero tened
cuidado no os vayáis a quemar. Dejad que se enfríe y luego cortadla en cuadrados.
Dominic entró cuando estaba extendiendo la pasta en la fuente y me preguntó que qué
estaba haciendo.
Yo le dije: «Estoy preparando coq au vin, imbécil».
Y él dijo: «Así cómo vamos a poder comer luego nada de provecho».
Teníais que haber estado aquí…
Nuestra cena esta noche ha consistido en filetes diminutos y bocaditos de Krispies. «Y
hubo gran júbilo en aquella ciudad».
Besitos y abrazos.
Natalie
Leo ha hecho incinerar a Kat, pero va a esperar para celebrar el funeral hasta que todos
podamos asistir, incluidas sus hijas. Monika estaba furiosa e insistía en que quería un entierro
en condiciones y en que quería ir, y consideraba que se tenía que celebrar esta semana como es
la costumbre, y naturalmente que eso no es posible. En realidad no pueden impedir que nos
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reunamos, pero no hay ninguna iglesia ni tanatorio ni sitio alguno que vaya a permitir poner
sillas plegables y tener a un montón de gente sentada junta pronunciando panegíricos.
A la postre logramos calmar a Monika celebrando nuestras propias exequias, con tanta
parafernalia funeraria como nos resultó posible reunir. Preparamos arreglos florales
deshaciendo la corona de lavanda seca que yo tenía en la cocina. Todos nos vestimos de negro,
aunque eso obligó a que la mayoría de los niños tuvieran que tomar prestadas prendas de mi
armario. Luego pusimos sillas plegables en el salón y Dominic se encargó de oficiar el funeral.
Monika quería haber pronunciado un panegírico, pero estaba llorando demasiado. No
obstante, como lo tenía escrito, Arie lo leyó por ella. Lo he guardado por si quiere leerlo en el
funeral de verdad. Aunque, bueno, a lo mejor para ella este siempre será el funeral de verdad.
Pero habrá otro, uno público, cuando la epidemia se acabe.
Aquí, en Minnesota, después de un funeral se acostumbra a celebrar un almuerzo en el
sótano de la iglesia y suele haber un plato que se llama macedonia ambrosía (no he asistido a
demasiados funerales fuera de Minnesota, así que no sé si a lo mejor también lo tenéis en otros
estados; suele llevar piña, coco, minijamones y nata). Me faltaban algunos ingredientes, pero
tenía gelatina, minijamones e incluso un tarro de nata vegetal congelada; utilicé un bote de
mandarina en lugar de piña triturada, lo mezclé todo y quedó bastante bien. A mediodía
comimos macedonia ambrosía y salchichas de las que se suelen tomar en el desayuno (no sé
por qué me enviaron tantos paquetes de salchichas de estas, pero es comida y le gustan a todo
el mundo, así que las hemos estado tomando casi todos los días, aunque rara vez en el
desayuno).
Monika preguntó si podía guardarse su ración de macedonia ambrosía en la nevera para el
día siguiente, porque le gusta a rabiar pero justo entonces no le apetecía, y no quería que nadie
se la comiese (una inquietud legítima). La metí en un envase y escribí en la tapa con un
rotulador: «ESTO PERTENECE A MONIKA. PROHIBIDO TOCARLO, SO PENA DE SER
ARROJADO A LA RATA PARA QUE LO DEVORE», lo que la hizo soltar una risita.
Supongo que eso es bueno.
Jo asistió al funeral y se comió su almuerzo sin proferir palabra. Da la sensación de que no
se lo acaba de creer.
Sopa de piedra
Arie me ha informado hoy de que la receta a la que yo llamo «sopa miscelánea» en realidad se
llama «sopa de piedra», por un cuento popular en el que tres forasteros hambrientos consiguen
engatusar a unos aldeanos y comer a su costa. En el cuento, los visitantes anuncian que van a
preparar sopa para todo el pueblo utilizando como único ingrediente una piedra y, cuando la
curiosidad empuja a los lugareños a acudir a ver lo que andan haciendo, los forasteros dicen
que la sopa quedaría mejor con una o dos zanahorias… y una cebolla… y tal vez algunas
patatas… y unas pocas alubias… y un aldeano lleva patatas, otro una cebolla y, al final, acaban
teniendo una olla de sabrosa sopa para todos.
He empezado a objetar que yo no estaba engatusando a nadie, que todos los ingredientes
ya estaban en mi despensa, pero entonces he caído en la cuenta de que ahí no solo tenía una
cena, sino también una… actividad; y me he llevado a todos los niños a la cocina y han
representado el cuento con Tom, el pequeñín, en el papel de desconocido hambriento, tratando
primero de que todo el mundo contribuyese a la sopa y echando luego los ingredientes en la
olla.
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A continuación todos han preparado galletas, conmigo supervisándolos, empleando
mayonesa en lugar de huevos y troceando minichocolatinas para utilizarlas como pepitas.
Hoy hemos tenido un día soleado —frío, pero con mucho sol—, así que hemos extendido
el mantel para picnics y hemos comido en el salón: sopa de piedra y galletas con pepitas de
chocolate; y todos hemos ido contando qué es lo que soñábamos con poder hacer cuando esto
se acabara. Monika ha dicho que quería darse una ducha de una hora (hay un límite de siete
minutos por persona, porque si no el agua caliente se acaba). Dominic ha dicho que quería ir a
la biblioteca. Yo, que quería preparar un soufflé de chocolate. Todo el mundo ha protestado y
ha dicho que tenía que ser algo que no fuese cocinar, así que he dicho que quería ir a ver una
película al cine, una de risa, y comer palomitas.
Mañana es uno de marzo.
Hidratación
Dominic está enfermo. No es gripe. Me refiero a que no puede serlo; no hemos salido de casa.
El único objetivo de todo este encierro ha sido evitar absolutamente cualquier exposición al
virus. Tampoco puede ser cualquier otra enfermedad contagiosa. Al principio creímos que
seguramente sería una intoxicación alimentaria, pero nadie más está enfermo y todos hemos
estado comiendo lo mismo. Según el doctor Google, que hay que reconocer que es una especie
de especialista en ponerse en lo peor, es diverticulitis o apendicitis. O un cálculo renal.
Como es lógico, acudir al médico queda descartado, pero sí que hemos realizado una
consulta telefónica. El doctor con el que hemos hablado ha dicho que sí, que podía ser
cualquiera de esas tres posibilidades, y se ha ofrecido a recetarnos Augmentine si lográbamos
dar con una farmacia con existencias. El problema es que, aunque el H5N1 es un virus y por lo
tanto los antibióticos no sirven de nada, hay un montón de gente que no se lo creyó y algunos
médicos recetan cualquier cosa que se les pide; conclusión: en todas las farmacias de la ciudad
se les ha agotado prácticamente todo. Aparte de que unas cuantas fueron atracadas, aunque
sobre todo por los analgésicos. Lo que quiero decir es que la situación de las farmacias es tan
caótica como la de todo lo demás.
No voy a darme por vencida, porque aparte de las farmacias que han cogido el teléfono y
han dicho que se les había agotado ha habido un montón que ni siquiera han contestado. Voy a
continuar intentándolo. Entretanto, mantenemos a Dominic hidratado y confiamos en que se
recupere. Yo siempre tengo un par de botellas de suero oral en casa, porque cuando estás
vomitando lo último que te apetece es coger el coche para ir a comprar, y ese mejunje es lo
suficientemente asqueroso como para que nadie haya tratado de convencerme de que lo abriera
como postre. Así que lo he metido en la nevera y Dominic está esforzándose por darle sorbitos.
Si se trata de un cálculo renal, el Augmentine no hará de nada, pero Dominic terminará
expulsándolo y se recuperará, aunque en el ínterin las va a pasar canutas (ojalá tuviéramos
algún analgésico más fuerte que el Gelocatil; a nadie le queda Nolotil ahora mismo, de veras,
ni a una sola farmacia). Si es apendicitis, hay un 75 % de posibilidades de que el Augmentine
lo cure (¡esto es nuevo!, bueno, me refiero a que este dato es nuevo: se ha realizado un estudio
sobre el tratamiento de la apendicitis con antibióticos y el 75 % de los casos son de un tipo en
el que no se produce perforación del apéndice ¡y se pueden tratar con antibióticos!, y si te
realizan una tomografía te pueden decir si el tuyo es de esos, aunque bueno…). Si es
diverticulitis y tolera los líquidos, los antibióticos deberían irle bien. Si la diverticulitis es de
las malas y no tolera los líquidos, en circunstancias normales lo hospitalizarían para
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administrarle antibióticos por vía intravenosa y a lo mejor operar. Pero estamos en las mismas:
tampoco contamos con esta una opción.
Ah, también podría ser cáncer (¡gracias, doctor Google!), en cuyo caso no tiene sentido
preocuparse hasta que la epidemia se acabe.
Crema de Augmentine
He recibido un correo de alguien que tiene Augmentine y que se ofrece a vendérmelo. O que
dice tener Augmentine. Supongo que tendré que fiarme, lo que tal vez sea una decisión
discutible. Quiere 1000 dólares por un frasco, en efectivo. Dominic se ha escandalizado de que
siquiera esté considerando la oferta. Le ha parecido una estafa y cree que tan solo están
tratando de robarme el dinero.
Por suerte también he conseguido hablar con una farmacia que todavía dispone de
existencias, un establecimiento pequeño de barrio, de los que no solo despachan medicinas sino
también bebidas, prensa y demás. El médico de Dominic ha llamado para proporcionarles los
datos de la receta, yo les he dado por teléfono mi número de tarjeta de crédito y ellos mismos
nos lo han traído. Cuando estaba con ellos al aparato me han dicho qué otros productos les
quedaban, y además del Augmentine hemos recibido pasta de dientes y un gran montón de
revistas del mes pasado. Un saludo para La Farmacia de la Esquina de Saint Paul: a partir de
ahora y durante el resto de nuestras vidas todas nuestras medicinas os las vamos a comprar a
vosotros.
Yo confiaba en que Dominic mejorase de inmediato —al menos un poco— en cuanto
comenzara con el Augmentine, pero en lugar de eso está empeorando.
Es posible que se trate tan solo de una reacción al Augmentine. No da tantos problemas
como otros antibióticos, pero perfectamente te puede sentar mal, lo que es contraproducente
cuando tus principales síntomas son los vómitos y el dolor de estómago.
Yo tuve apendicitis de adolescente. Me pasé un día devolviendo y, cuando mi madre vio
que empeoraba en lugar mejorar, me llevó a urgencias. Terminaron operándome. Tras la
intervención me tuvieron una temporada en el hospital a base de líquidos claros —únicamente
caldo, gelatina e infusiones—, dieta de la que ya estaba hasta las narices cuando aún no me
permitían comer alimentos sólidos. Mi madre me traía de tapadillo en un termo caldo de gallina
preparado por ella, que no dejaba de ser un líquido claro, pero que al menos era casero, del que
cura.
Como ya he dicho alguna vez en broma, si pudiera sacarme de la manga una puta gallina
vivita y cloqueando, ya mismo le retorcería el pescuezo y prepararía con ella un poco de caldo
para Dominic. No tolera nada, no sé si lo había dicho ya. Nada de nada. Aunque tampoco es
que tenga otra cosa que pueda darle, aparte del suero.
Voy a tratar de cazar un conejo.
Caldo de conejo
Gracias a todos los que donasteis dinero para ayudar a Melissa. Introduje todos los nombres en
el sombrero y saqué el de Jessie, de Boston (Massachusetts), que dice que no quiere que espere
hasta que todo haya pasado, que quiere una receta ya mismo. Y su petición ha sido: «Prepara
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un postre pecaminoso y sofisticado. Con lo que tengas, pero que sea superpecaminoso y
sofisticado». Y hoy Dominic ya está lo bastante recuperado como para que pueda poder pecar
un poco sin lamentarlo terriblemente diez minutos más tarde, así que manos a la obra.
Seguimos sin leche, sin nata y sin huevos. Y gasté la nata vegetal congelada en la
macedonia ambrosía y los minijamones en los bocaditos de Krispies (que de sofisticados no es
que tengan demasiado).
Pero… hablemos de la leche de coco. Si abrís una lata de leche de coco sin agitarla antes,
os encontraréis una sustancia pastosa casi sólida pegada por la pared de la lata: es nata de coco.
Si se enfría y bate se convierte en algo parecido a la nata montada. Retiramos la nata de coco
de tres de las latas y la enfriamos.
No tenía cacao en polvo, porque lo habíamos gastado todo hace unos días en un intento no
tremendamente exitoso de preparar chocolate a la taza, pero sí que todavía me quedaban
algunas minichocolatinas, así que derretí las de chocolate negro y las enfrié y aclaré con unas
gotitas de la leche de coco que tenía reservada. No es que fuera mucho chocolate (para vuestra
información: lograr que a fecha de hoy aún quedase alguna chocolatina ha sido toda una
batalla), pero menos da una piedra.
Entonces batí la nata de coco hasta que estuvo bien espesa y consistente, y luego
incorporé y mezclé el chocolate negro y una pizca más de azúcar, con lo que aquello se
convirtió en una mousse de chocolate y coco.
Cuando de postres sofisticados se trata, la presentación es vital. Utilizamos unas tazas
preciosas heredadas de mi tatarabuela: repartí la mousse de chocolate y coco entre ocho de
ellas y luego cogí las últimas minichocolatinas, las de chocolate con leche, y las rallé con un
pequeño rallador de mano para adornar la mousse con virutas de chocolate. Con los adornos
para tartas tenía guardados unos fideos de azúcar de un brillante morado, así que puse un
pellizquín encima de cada taza. Y abrí una de las latas de mandarina y cada taza tuvo derecho a
dos gajitos.
Y até un lazo en el asa de cada taza.
Después pusimos la mesa, vestida con un mantel y con la bonita vajilla de porcelana, y
nos comimos nuestra sopa de piedra del día a la luz de las velas; luego saqué la mousse y todos
devoraron la suya y lamieron la taza.
Algunos días cuesta imaginar que esto vaya a terminar, que en algún momento las cosas
vayan a volver siquiera a la normalidad. Cuando todo el mundo se está metiendo con todo el
mundo, tengo la sensación de llevar toda la vida rodeada por media docena de niños riñendo, y
de que esto mismo es lo que me espera el resto de mis días. Cuando te hallas inmerso en el
dolor cuesta imaginar que la primavera vaya a acabar llegando.
Pero Dominic se ha recuperado y Leo no enfermó. Y mientras ataba los lazos en las asas,
lo supe: todo esto se acabará. Sobreviviremos y todos regresarán a casa. «Voy a echarlos de
menos», pensé, a esta caterva de hijos de otras personas que he metido con calzador en mi
hogar.
Cuando terminó su mousse, Jo preguntó si podía quedarse el lazo.
Le dije que por supuesto que sí. Y entonces ella y Monika empezaron a discutir (¡cómo
no!) porque Jo también quería quedarse el lazo de Monika, y supongo que, en pocas palabras,
ese fue nuestro día.
Besitos y abrazos.
Natalie
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Copyright © 2015 Naomi Kritzer
De la ilustración, Copyleft Pedro Belushi
Traducido del inglés por Marcheto
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Las flores de la prisión de Aulit
Nancy Kress
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Presentación
Nancy Kress es una veterana autora estadounidense. A lo largo de sus más de cuarenta
años de carrera —con los últimos treinta ya como escritora profesional a tiempo completo—,
ha publicado veintisiete novelas y más de cien relatos. Aunque comenzó escribiendo fantasía,
en la actualidad su obra se centra en la ciencia ficción, con frecuencia en temas relacionados
con la ingeniería genética. Ha ganado innumerables premios (seis Nebula, dos Hugo, un Locus
y un Sturgeon, y solo cito los más conocidos) y su obra está traducida a infinidad de idiomas,
incluido el español (cuatro novelas que aparecieron en nuestro mercado durante la década de
los noventa, y un buen puñado de relatos). Sin embargo, alguna de sus obras más destacadas
seguía inédita por aquí, y es a eso a lo que, en la medida de mis posibilidades, voy a poner
remedio.
La flores de la prisión de Aulit (The Flowers of Aulit Prison) se publicó en 1996 en la
revista Asimov’s Science Fiction, y posteriormente se ha reeditado en numerosas antologías,
revistas y colecciones de la propia autora. Este cuento ganó los premios Nebula (en la categoría
de relato largo) y Theodore Sturgeon, además de ser el más votado por los lectores en la
encuesta anual de Asimov’s Science Fiction. Es una historia de ciencia ficción que plantea
varios temas francamente interesantes y que esboza un universo habitado por humanos y varias
razas alienígenas muy distintas entre sí; universo que la autora desarrollaría posteriormente en
las tres novelas de su serie Probability Universe, todas ellas inéditas en español.
Con sus 15 000 palabras este es uno de los relatos más extensos publicados en Cuentos
para Algernon, pero tras leerlo espero que estéis de acuerdo conmigo en que el esfuerzo extra
ha merecido la pena. Así que os animo a que no dejéis escapar la oportunidad de descubrir este
pequeño clásico de una autora que es a su vez uno de los clásicos vivos del género. Y ya, por
último, tan solo quiero agradecer a Nancy su amabilidad gracias a la cual los lectores de habla
hispana van a poder por fin disfrutar de este estupendo relato. Thanks a million, Nancy!
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Las flores de la prisión de Aulit
Nancy Kress
Mi hermana yace plácidamente en su cama, situada al otro lado de la habitación. Yace boca
arriba, con los dedos ligeramente curvados, las piernas estiradas y rectas cual árboles elindal.
Su naricita respingona, mucho más bonita que la mía, se clava delicadamente en el aire. Su piel
brilla como una flor lozana. Pero no rebosante de salud. Ella está muerta, por supuesto.
Salgo de la cama y me pongo de pie, y durante unos instantes me siento tambalear, presa
de uno de mis mareos matinales. Un sanador terrano me dijo en una ocasión que mi presión
arterial era demasiado baja, que es el tipo de tontería sin sentido que los terranos sueltan a
veces (como cuando anuncian que el aire está demasiado húmedo). El aire es lo que es y yo soy
lo que soy.
Y lo que yo soy es una asesina.
Me arrodillo ante el ataúd de cristal de mi hermana. Noto en la boca ese desagradable
regusto matutino, aunque anoche lo más fuerte que bebí fue agua. A punto estoy de lanzar un
bostezo, pero en el último momento aprieto los labios y lo convierto en un pitido de oídos que
por lo que sea me deja la boca con incluso peor sabor que antes. Pero al menos no le he faltado
al respeto a Ona. Era mi única hermana y mi mejor amiga, hasta que la remplacé por una
ilusión.
—Dos años más, Ona —digo—, menos cuarenta y dos días. Entonces serás libre. Y yo
también.
Ona no dice nada, lógicamente. No hace falta. Sabe tan bien como yo el tiempo que falta
para su entierro, cuando podrá ser liberada de los compuestos químicos y del cristal que
constriñen su cuerpo muerto y se reunirá con nuestros antepasados. He conocido a personas
con familiares en cautiverio expiatorio que contaban que los cadáveres se quejaban y les
vituperaban, sobre todo en sueños, lo que había convertido su casa en un suplicio. Ona es más
considerada. Su cadáver jamás me mortifica. Yo misma me encargo de eso.
Termino las oraciones matinales, me pongo de pie de un salto y me tambaleo mareada
camino del meatorio. Aunque anoche no bebiera pel tengo la vejiga a punto de estallar.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Frablit Pek Brimmidin está nervioso, lo que despierta mi interés. Él es un hombre por lo
general tranquilo y mesurado, el tipo de persona que nunca remplaza realidad por fantasía. Mis
trabajos anteriores me los comunicó sin aspavientos. Sin embargo, esta vez le resulta por
completo imposible permanecer sentado; pasea arriba y abajo por su pequeño despacho, que
está atestado de papeles, esculturas de piedra de un estilo excesivo que no me gusta lo más
mínimo, y platos a medio comer. No hago comentario alguno sobre los platos ni sobre los
paseos. Pek Brimmidin me cae bien, incluso dejando por completo de lado mi gratitud hacia él,
que es profunda. Fue el único funcionario de Realidad y Expiación que votó a favor de darme
una oportunidad para volver a ser real. Los otros dos jueces se pronunciaron a favor de la
muerte a perpetuidad, sin posibilidad de expiación. Aunque no debería conocer tantos detalles
sobre mi propio caso, los conozco. Pek Brimmidin es un hombre de mediana edad, bajo y
fornido, cuyo pelaje del cuello está empezando a amarillear. Sus ojos son grises y de mirada
amable.
—Pek Bengarin —dice por fin, y luego se calla.
—Estoy a sus órdenes —digo en voz baja para no ponerlo todavía más nervioso, pero
empiezo a notar una cierta opresión en el estómago. Esto no pinta bien.
—Pek Bengarin —otra pausa—, tú eres confidente.
—Estoy a sus órdenes —repito pese a mi desconcierto— y al servicio de nuestra realidad
compartida.
Por supuesto que soy confidente. Llevo trabajando como tal dos años y ochenta y dos
días. Asesiné a mi hermana y trabajaré como confidente hasta que mi expiación termine, yo
pueda volver a ser plenamente real y Ona pueda ser liberada de la muerte para reunirse con
nuestros antepasados. Pek Brimmidin lo sabe. Él fue quien me asignó todos mis anteriores
trabajos, desde el primero, uno sin grandes complicaciones relacionado con unos falsificadores
de dinero; hasta el último, sobre unos robos de bebés. Soy una confidente muy buena, como
Pek Brimmidin también sabe. ¿Qué es lo que le pasa a este hombre?
Pek Brimmidin se endereza de repente, pero no me mira a los ojos.
—Eres confidente y la Sección de Realidad y Expiación tiene un trabajo para ti. En la
prisión de Aulit.
Así que es eso. Me quedo de piedra. En la prisión de Aulit están recluidos los criminales.
No los que simplemente han tratado de robar, estafar o secuestrar niños, gente normal, al fin y
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al cabo. En la prisión de Aulit están recluidos los irreales, los que han sucumbido a la ilusión
de que no forman parte de nuestra realidad común compartida y por lo tanto pueden cometer
actos violentos contra la realidad más concreta de los demás: su cuerpo físico. Mutiladores.
Violadores. Asesinos.
Como yo.
Siento temblar mi mano izquierda y me esfuerzo por controlarla para que no se me note lo
dolida que estoy. Creía que Pek Brimmidin me tenía en mejor consideración. Por descontado
que la expiación parcial no existe —o se es real o no se es—, pero a pesar de ello una parte de
mí creía que Pek Brimmidin valoraba mis dos años y ochenta y dos días de esfuerzos cara a
recuperar mi realidad. He trabajado tan duro…
Él debe de ver algo de esto en mi cara porque dice al momento:
—Siento tener que asignarte este trabajo a ti, Pek. Ojalá tuviera otro mejor, pero Rafkit
Sarloe ha solicitado expresamente que fueras tú. —He sido solicitada por la capital; me animo
un tanto—. Han añadido una nota a su petición. Estoy autorizado a informarte de que este
trabajo como informante conlleva una compensación adicional. Si tienes éxito, tu deuda se
considerará automáticamente saldada y podrás recuperar la realidad con carácter inmediato.
Recuperar la realidad con carácter inmediato. Volvería a ser miembro de pleno derecho de
Mundo, sin nada de lo que avergonzarme. Digna de vivir en el mundo real de humanidad
compartida y de llevar con orgullo la cabeza bien alta. Y Ona podría recibir sepultura; su
cadáver sería limpiado de sustancias químicas artificiales, y así su cuerpo podría retornar a
Mundo, y su dulce espíritu, reunirse con nuestros antepasados. También ella recuperaría la
realidad.
—Lo haré —le digo a Pek Brimmidin, y luego añado formalmente—: Estoy a sus órdenes
y al servicio de nuestra realidad compartida.
—Una última cosa antes de que aceptes, Pek Bengarin. —Pek Brimmidin está
removiéndose inquieto de nuevo—. El sospechoso es un terrano.
Nunca antes había tenido que informar sobre un terrano. Huelga decir que en la prisión de
Aulit están recluidos los alienígenas que han sido considerados irreales: terranos, cayentes y los
extraños y diminutos jajajais. El problema es que, incluso tras treinta años de naves arribando a
Mundo, sigue existiendo un acalorado debate sobre si siquiera algún alienígena es
verdaderamente real. No hay duda de que sus cuerpos existen: al fin y al cabo, aquí están. Pero,
habida cuenta de que su manera de pensar es tan caótica, casi se podría considerar que ninguno
es capaz de reconocer la realidad social compartida y, por ende, todos serían tan irreales como
esos pobres niños de mentes vacías que nunca alcanzan la luz de la razón y deben ser
eliminados.
Por lo general, los mundanos nos limitamos a dejar a los alienígenas en paz, salvo cuando
queremos comerciar con ellos, por supuesto. Los terranos, en concreto, ofrecen objetos
interesantes, como bicicletas, y a cambio piden artículos carentes de valor, sobre todo
información de lo más obvia. Ahora bien, ¿alguno de los alienígenas tiene un alma capaz de
reconocer y honrar una realidad compartida con las almas de los demás? En las universidades,
el debate sigue vivo. También en los mercadillos y pelerías, que es donde yo oigo hablar del
asunto. Mi opinión personal es que perfectamente pueden ser reales. Trato de no ser una
fanática.
—Estoy dispuesta a informar sobre un terrano —le aseguro a Pek Brimmidin.
—Bien, bien —dice él sacudiendo la mano con aire satisfecho—. Ingresarás en la prisión
de Aulit un mes Cap antes de que el sospechoso sea trasladado allí. Utilizarás tu tapadera
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primaria, por favor.
Asiento con un cabeceo, aunque Pek Brimmidin sabe que eso no es algo que me resulte
fácil. Mi tapadera primaria es la verdad: asesiné a mi hermana Ona Pek Bengarin hace dos años
y ochenta y dos días, y fui juzgada lo bastante irreal como para ser condenada a muerte a
perpetuidad, a no poder reunirme nunca con mis antepasados. La única parte falsa de la historia
es que escapé y que desde entonces me he estado escondiendo de la policía de la Sección.
—Acabas de ser capturada —continúa Pek Brimmidin— y se te ha asignado Aulit como
lugar donde cumplir la primera parte de tu muerte. Esto es lo que figurará en tus antecedentes
en la Sección.
Vuelvo a asentir con la cabeza, sin mirarle. La primera parte de mi muerte en Aulit; la
segunda, cuando llegase el momento, sometida al mismo tipo de cautiverio químico que
encadena a Ona. Sin ser liberada nunca jamás, ¡nunca jamás! ¿Y si fuera verdad? Me volvería
loca. A muchos les sucede.
—El sospechoso se llama «Carryl Walters». Es un sanador terrano. Asesinó a un niño de
Mundo, durante un experimento para descubrir cómo funciona el cerebro de la gente real. Está
sentenciado a muerte perpetua. No obstante, la Sección cree que en estos experimentos Carryl
Walters trabajaba en colaboración con mundanos, que en algún lugar de Mundo hay un grupo
que ha perdido su control sobre la realidad hasta tal extremo que sería capaz de asesinar niños
en aras de sus investigaciones científicas.
Durante unos instantes la habitación oscila, incluidas las líneas exageradamente curvas de
las feas esculturas de Pek Brimmidin; pero consigo controlarme. Soy confidente, y una buena
confidente. Puedo hacerlo. Estoy redimiéndome y liberando a Ona. Soy confidente.
—Descubriré a los miembros de ese grupo —digo—, lo que están haciendo y dónde están.
Pek Brimmidin me sonríe.
—Bien.
Su confianza es una dosis de realidad compartida: dos personas reconociendo que
comparten sus percepciones comunes, sin mentiras ni violencia. Una dosis para mí muy
necesaria. Probablemente la última que voy a recibir durante una buena temporada.
¿Cómo se las apaña la gente en muerte perpetua, subsistiendo únicamente a base de sus
ilusiones solitarias?
La prisión de Aulit debe de estar llena de locos.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
El viaje a Aulit son dos días de duro camino pedaleando. En un momento dado, mi bicicleta
pierde un tornillo y tengo que empujarla hasta el siguiente pueblo. La encargada del taller de
bicis es competente pero mezquina, de esas personas que cuando observan la realidad
compartida es sobre todo para señalar sus aspectos más desagradables.
—Menos mal que no es una de esas bicicletas terranas —dice.
—Sí, menos mal —convengo, pero ella es incapaz de captar el sarcasmo.
—Esos arteros criminales sin alma… nos están invadiendo poco a poco. No les teníamos
que haber permitido instalarse aquí. Y se supone que el gobierno nos protege de la escoria
irreal… sí, seguro, menudo chiste. El tornillo de su bici no es de un tamaño estándar.
—¿Ah, no?
—No. Le va a costar más caro.
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Muevo la cabeza afirmativamente. La puerta trasera del taller está abierta; más allá de la
misma hay dos niñitas jugando en un tupido campo de hierba lunar.
—Deberíamos matar a todos los alienígenas —afirma la mujer—. Liquidarlos antes de
que puedan corrompernos no sería un acto deshonroso.
—Esto…
Los confidentes no deben hacerse notar discutiendo sobre política. Por encima de las
cabezas de las dos niñas, la hierba lunar se dobla grácilmente bajo la fuerza del viento. Una de
las crías tiene pelaje en el cuello, largo y marrón, muy bonito. La otra no tiene.
—Listo, ese tornillo aguantará. ¿De dónde viene?
—De Rafkit Sarloe. —Los confidentes jamás dicen el nombre del pueblo donde viven.
Ella finge un estremecimiento exagerado.
—Yo jamás visitaría la capital. Demasiados alienígenas. Ellos no tienen el más mínimo
reparo en destruir nuestra participación en la realidad compartida. Tres ocho, por favor.
Siento ganas de decir: «Nadie salvo uno mismo puede destruir su propia participación en
la realidad compartida», pero me callo. Pago en silencio el dinero.
—No se cree lo que le digo sobre los terranos. —Nos fulmina con la mirada, a mí, al
mundo—. ¡Pero ya sé yo lo que me digo!
Me alejo pedaleando por la floreada campiña. En el cielo solo es visible Cap, que se eleva
por el horizonte en el lado opuesto al del sol. Cap brilla con un claro resplandor blanco y terso,
como la piel de Ona.
Según me han contado, los terranos solo tienen una luna. Es posible que la realidad
compartida de su mundo sea menos profunda que la nuestra: con menos curvas, menos rica,
menos cálida.
¿Sentirán envidia alguna vez?
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
La prisión de Aulit está situada en una llanura que se extiende hacia el interior desde la costa
sur. Sé que otras islas de Mundo cuentan con sus propias cárceles, igual que tienen sus propios
gobiernos, pero Aulit es la única que se utiliza para irreales alienígenas, además de para los
nuestros. Esto es posible gracias a un acuerdo especial entre los gobiernos de Mundo. Los
gobiernos alienígenas protestan, pero por descontado que no les sirve de nada. Los irreales son
los irreales, y son demasiado problemáticos y peligrosos como para que anden sueltos por ahí.
Además, los gobiernos alienígenas se hallan lejos, en otras estrellas.
Aulit es enorme y fea, un monolito de líneas rectas e insulsa piedra roja, carente por
completo de curvas. Un funcionario de Realidad y Expiación me recibe y me entrega a dos
guardias de la prisión. Entramos por una puerta con barrotes, con mi bicicleta encadenada a las
de los guardias y yo a mi bicicleta. Atravesamos un patio amplio y polvoriento camino de una
pared de piedra. Como es lógico, los guardias no me dirigen palabra: yo soy irreal.
Mi celda es cuadrada, con lados del doble de mi altura. Hay una cama, un orinal y una
única silla. En la puerta no hay ningún ventanuco y el resto de puertas de la fila de celdas están
cerradas.
«¿Cuándo se les permite a los prisioneros estar todos juntos?», pregunto, pero el guardia
no me responde, naturalmente. No soy real.
Me siento en la silla y espero. Sin reloj es difícil calcular el tiempo, pero creo que
transcurren varias horas sin que suceda absolutamente nada. Luego suena un gong y mi puerta
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se desliza hacia arriba, introduciéndose en el techo. Cuerdas y poleas controladas desde lo alto,
inaccesibles desde el interior de la celda.
El corredor se llena de gente ilusoria. Hombres y mujeres, algunos con el pelaje del cuello
amarillento y los ojos hundidos, y con el caminar de pies arrastrados de la vejez. Otros jóvenes,
andando a grandes zancadas con esa mezcla tan peligrosa de ira y desesperación. Y los
alienígenas.
Yo ya he visto alienígenas antes, pero nunca tantos juntos. Cayentes, más o menos de
nuestro tamaño, pero muy oscuros, como quemados por su lejano sol. Llevan el pelaje del
cuello muy largo y se lo tiñen de colores extraños y llamativos, aunque no cuando están en
prisión. Terranos, que ni siquiera tienen pelaje en el cuello, aunque tienen en la cabeza, y a
veces se lo cortan dándole originales formas curvas bastante bonitas. Los terranos intimidan un
poco por su tamaño. Se mueven despacio. Ona, que estudió un año en la universidad antes de
que la asesinara, me dijo una vez que a los terranos su mundo los hace sentirse más ligeros que
el nuestro. No lo entiendo, pero Ona era muy inteligente, así que probablemente sea cierto.
También me explicó que, en tiempos remotísimos, cayentes, terranos y habitantes de Mundo
estaban en cierta manera emparentados entre sí, pero esto cuesta creerlo. A lo mejor Ona se
equivocaba.
A nadie se le ocurriría pensar jamás que los jajajais pudieran estar emparentados con
nosotros. Son diminutos, feos y peligrosos, y se mueven correteando a gatas. Están llenos de
verrugas y huelen mal. Me alegro cuando veo que en el corredor de Aulit solo hay unos pocos,
apiñados juntos.
Todos nos dirigimos a una sala espaciosa llena de sillas y mesas toscas y, en un rincón, un
comedero para los jajajais. La comida ya está en las mesas; cereales, tortitas, elindas… muy
básica, pero nutritiva. Lo que más me sorprende es la ausencia total de guardias. Por lo visto, a
los prisioneros se les permite hacer lo que les apetezca con la comida, la sala y sus compañeros,
sin que nadie se inmiscuya. Bueno, ¿por qué no? No somos reales.
Necesito protección, ya mismo.
Elijo un grupo de dos mujeres y tres hombres. Están sentados a una mesa dando la espalda
a la pared, y los demás se mantienen a una respetuosa distancia de ellos. Por su distribución, la
mujer de mayor edad ha de ser la cabecilla. Me planto frente a ella y la miro directamente a la
cara. Una cicatriz larga y protuberante surca su mejilla izquierda y desaparece al adentrarse en
el entrecano pelaje del cuello.
—Soy Uli Pek Bengarin —digo, con voz tranquila pero lo bastante baja para que no se me
oiga más allá de este grupo—. En Aulit por el asesinato de mi hermana. Puedo resultarte útil.
Ella no dice nada, y la mirada en sus apáticos ojos oscuros se mantiene imperturbable,
pero me está prestando atención. Otros prisioneros observan con disimulo.
—Conozco a un guardia de la prisión que trabaja como informante. Él sabe que yo lo sé.
Introduce cosas en Aulit para mí, a cambio de que no desvele su identidad.
Su mirada continúa imperturbable, pero veo que me cree; mi afirmación es tan
escandalosa que la convence. Un guardia que ya haya renunciado a la realidad al convertirse en
informante —al violar la realidad compartida— fácilmente podría aprovechar la tesitura para
sacar un provecho material menos pernicioso. Una vez rasgas la realidad, las fisuras van
haciéndose cada vez mayores. Por ese mismo motivo no le cuesta creer que yo pueda violar mi
supuesto acuerdo con el guardia.
—¿Qué clase de cosas? —pregunta con despreocupación. Tiene la voz pastosa y áspera
como un tubérculo piloso.
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—Cartas. Dulzainas. Pel. —Las bebidas alcohólicas están prohibidas en la cárcel;
fomentan la camaradería, algo a lo que los irreales no tienen derecho.
—¿Armas?
—A lo mejor.
—¿Y por qué no debería arrancarte el nombre del guardia a palos y llegar a mi propio
acuerdo con él?
—No aceptará. Es primo mío.
Esta es la parte más delicada de la tapadera que la Sección de Realidad y Expiación me ha
proporcionado; requiere que mi futura protectora crea en una persona que ha conservado la
suficiente percepción de la realidad como para respetar los vínculos familiares pero que, sin
embargo, está dispuesta a violar una realidad compartida mayor. Le dije a Pek Brimmidin que
dudaba de que una mente así de trastornada pudiera ser demasiado estable, por lo que un
prisionero avezado no se lo tragaría; pero él tenía razón y yo estaba equivocada. La mujer
asiente con un cabeceo.
—De acuerdo. Siéntate.
No me pregunta lo que quiero a cambio de los favores de mi supuesto primo. Ya lo sabe.
Me siento a su lado y a partir de este momento mi integridad física ya está a salvo en la prisión
de Aulit, de todos los prisioneros excepto de ella.
Lo siguiente es conseguir trabar amistad con un terrano.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Esto resulta más complicado de lo que me esperaba. Los terranos mantienen las distancias,
igual que nosotros. Su comportamiento entre ellos es tan violento como el de todos los pobres
locos de Aulit; aquí no falta ninguno de los horrores que los niños se susurran entre ellos
tratando de asustarse. Durante los siguientes diez días veo cómo dos mundanos agarran y
violan a una mujer. Sin que nadie intervenga. Veo a una banda terrana dando una paliza a un
cayente. Veo a una mundana acuchillar a otra mujer, que se desangra hasta morir sobre el piso
de piedra. Esta es la única ocasión en la que los guardias se presentan, protegidos y armados
hasta los dientes. Los acompaña un sacerdote que empuja un ataúd químico con ruedas en el
que sumerge el cuerpo de inmediato para evitar que se descomponga y libre a la prisionera de
su condena a muerte perpetua.
Por la noche, aislada en mi celda, sueño que Frablit Pek Brimmidin aparece y rescinde mi
realidad provisional. El cadáver acuchillado y condenado se convierte en Ona; su atacante se
transforma en mí misma. Me despierto del sueño gimiendo y llorando. Las lágrimas no son de
tristeza sino de terror. Mi vida, y la de Ona, penden de la rama astillada de un alienígena
criminal al que todavía no conozco.
No obstante, sé quién es. Tratando de pasar desapercibida, me acerco, hasta donde me
atrevo, a los grupos terranos, y escucho. No hablo su idioma, pero Pek Brimmidin me ha
enseñado a reconocer las cadencias de «Carryl Walters» en varios de sus dialectos. Carryl
Walters es un terrano viejo, con el canoso pelaje de la cabeza cortado insulsamente siguiendo
líneas rectas, la piel marronácea y arrugada, y los ojos hundidos; pero sus diez dedos —¿cómo
se las apañan para no hacerse un lío con los dedos de más?— son largos y diestros.
Tan solo me lleva un día darme cuenta de que sus propios congéneres lo dejan en paz y le
demuestran el mismo tipo de respeto no violento del que es objeto mi protectora. Tardo mucho
más en comprender el porqué. Carryl Walters no es peligroso, ni protege ni castiga. No creo
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que comparta ninguna realidad privada con los guardias. No lo entiendo hasta que la mundana
es acuchillada.
Sucede en el patio, un día fresco, cuando estoy contemplando con avidez el único retazo
de cielo luminoso que se ve en lo alto. La mujer acuchillada grita. El asesino extrae el cuchillo
de su vientre y la sangre brota a borbotones. El suelo se empapa en cuestión de segundos. La
mujer se dobla por la mitad. Todo el mundo aparta la mirada a excepción de mí. Y Carryl
Walters se acerca corriendo con su inseguro paso de anciano y se arrodilla junto al cuerpo,
tratando inútilmente de salvar la vida de una mujer que de todos modos estaba ya muerta.
Claro, como es sanador, los terranos no se meten con él porque saben que la próxima vez
podrían ser ellos quienes lo necesitasen.
Me siento estúpida por no haber caído en ello desde un principio. Se supone que como
informante soy muy buena. Ahora lo tendré que compensar actuando de inmediato. El
problema, naturalmente, es que nadie me atacará mientras esté bajo la protección de Afa Pek
Fakar, y provocar a la propia Pek Fakar es demasiado peligroso.
Solo veo una manera de lograrlo.
Dejo pasar unos días. Luego salgo al patio, me siento en silencio con la espalda contra la
pared de la prisión y respiro superficialmente. Al cabo de unos minutos me pongo en pie de un
salto. La sensación de mareo se apodera de mí; la intensifico conteniendo la respiración.
Entonces me abalanzo con todas mis fuerzas contra el rugoso muro de piedra y me deslizo
pared abajo. El dolor me desgarra el brazo y la frente. Uno de los hombres de Pek Fakar grita
algo.
Pek Fakar se presenta en un minuto. La oigo —los oigo a todos ellos— a través de un velo
de aturdimiento y dolor.
—… así, sin más, se lanzó contra el muro, yo lo vi…
—… me dijo que le daban mareos…
—… cabeza destrozada…
—El sanador —digo jadeante en medio de un acceso de náuseas genuinas—. El terrano…
—¿El terrano? —Es la voz de Pek Fakar, endurecida por la repentina sospecha.
Pero yo continúo hablando entrecortadamente:
—… enfermedad… me lo dijo un terrano… desde niña… sin ayuda me…
Mi vómito, imprevisto pero útil, se derrama a borbotones sobre sus botas.
—Id a buscar al terrano —ordena Pek Fakar ásperamente a alguien—. ¡Y una toalla!
Al poco Carryl Walters se agacha a mi lado. Le agarro el brazo, trato de sonreír y me
desmayo.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Cuando recupero el conocimiento, estoy tumbada dentro, en el suelo del comedor, con el
terrano a mi lado sentado con las piernas cruzadas. Un puñado de mundanos deambulan cerca
de la pared más alejada, mirando con cara de pocos amigos.
—¿Cuántos dedos ver?
—Cuatro. ¿No deberías tener cinco?
Muestra el quinto que tenía doblado detrás de la palma y dice:
—Tú bien.
—No, no estoy bien —digo yo. Habla como un niño y con un acento extraño, pero se le
entiende—. Tengo una enfermedad. Me lo dijo una sanadora terrana.
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—¿Quién?
—Se llamaba Anna Pek Rakov.
—¿Qué enfermedad?
—No me acuerdo. Algo en la cabeza. Tengo ataques.
—¿Qué ataques? ¿Tú caer?, ¿golpe en suelo?
—No. Sí. A veces. A veces son distintos. —Lo miro a los ojos. Unos ojos extraños, más
pequeños que los míos y de un azul inverosímil—. Pek Rakov me dijo que podía morir durante
un ataque si nadie me ayudaba.
Él no reacciona ante la mentira. O a lo mejor sí, pero yo no sé cómo interpretar los signos.
Es la primera vez que mi objetivo como informante es un terrano. En lugar de eso dice algo
tremendamente grosero, incluso para la prisión de Aulit:
—¿Por qué tú irreal? ¿Qué haces?
Aparto la mirada.
—Asesiné a mi hermana. —Si me pregunta por los detalles, me echaré a llorar. La cabeza
me duele demasiado.
—Yo siento.
¿Siente haber preguntado o que matara a Ona? Pek Rakov no era así: ella tenía modales.
—La sanadora terrana dijo que tenía que estar vigilada de cerca por alguien que supiera
qué hacer si me daba un ataque. ¿Tú sabes qué hacer, Pek Walters?
—Sí.
—Me vigilarás.
—Sí.
De hecho, ahora mismo me está observando atentamente. Me toco la cabeza; la zona
donde me he golpeado está vendada con una tela. El dolor se agudiza. Mi mano está pegajosa
de sangre cuando la retiro.
—¿A cambio de qué? —pregunto.
—¿Qué tú dar a Pek Fakar por protección?
Es más listo de lo que creía.
—Nada que pueda compartir contigo. Me castigaría con dureza.
—Entonces yo vigilo tú, tú dar a yo información sobre Mundo.
Muevo la cabeza afirmativamente; esto es lo que los terranos acostumbran a pedir. Y a
quien se le proporciona información, también se le puede sacar.
—Yo me encargaré de justificar tu presencia ante Pek Fakar —digo antes de que el dolor
de cabeza me anegue de sopetón y todo lo que hay en el comedor se vuelva borroso y se funda
entre sí.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
A Pek Fakar no le hace gracia, pero le acabo de entregar una pistola que mi primo ha colado
clandestinamente en la prisión. Yo dejo notas para los encargados de la cárcel en mi celda,
debajo de la cama. Mientras los prisioneros estamos en el patio —al que salimos todos los días,
haga el tiempo que haga—, las notas son sustituidas por lo que sea que solicite. Pek Fakar
había pedido un «arma»; ninguna de las dos nos esperábamos una pistola terrana. Ella es la
única persona en toda la prisión que posee una. Para mí es un crudo recordatorio de que a nadie
le importaría si todos los irreales nos elimináramos entre nosotros, hasta no quedar ni uno. No
hay nadie más a quien disparar; nunca vemos a nadie que no esté ya en muerte perpetua.
70
—Sin Pek Walters podría sufrir otro ataque y morir —explico a Pek Fakar, que me mira
con mala cara—. Él conoce un método terrano especial que estimula el cerebro para hacerme
salir de un ataque.
—Que me enseñe a mí ese método tan especial.
—Hasta el momento, ninguna persona de Mundo ha sido capaz de aprenderlo. Su cerebro
es distinto al nuestro.
Ella me fulmina con la mirada; pero nadie, ni siquiera quienes están perdidos para la
realidad, puede negar que los cerebros alienígenas son extraños. Y mis heridas son de lo más
reales: el vendaje ensangrentado de la cabeza, el ojo izquierdo cerrado por la hinchazón, una
franja a lo largo de toda la mejilla izquierda en carne viva por los arañazos, el brazo lleno de
moratones… Acaricia la pistola terrana, un cilindro de metal mate y sosas líneas rectas.
—De acuerdo, puedes tener al terrano cerca… si él está de acuerdo. ¿Pero por qué iba a
estarlo?
Le sonrío, poco a poco. Pek Fakar nunca reacciona abiertamente ante la adulación; eso
sería un gesto de debilidad. No obstante, lo entiende. O cree entenderlo. Yo he utilizado su
poder para amenazar al terrano, y ahora todos los prisioneros ya saben que su supremacía
alcanza no solo a sus propios congéneres sino también a los alienígenas. Sigue fulminándome
con la mirada, pero no está molesta. La pistola brilla en su mano.
Y así es como empiezan mis conversaciones con un terrano.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Hablar con Carryl Pek Walters me resulta frustrante y embarazoso. Se sienta a mi lado en el
comedor y en el patio, y se rasca la cabeza en público. Cuando está contento, emite unos
horribles y estridentes ruidos sibilantes por entre los dientes. Menciona asuntos que solo se
deberían tratar con la familia, como el estado de su piel (que tiene unos extraños bultos
marrones) y sus pulmones (obstruidos por líquido, por lo visto). No sabe lo suficiente como
para iniciar las conversaciones con comentarios rituales sobre flores. Es como hablar con un
niño, pero un niño que de improviso se lanza a discutir sobre mecánica de bicicletas o leyes
académicas.
—Vosotros creer individuo importa muy poco, grupo importa todo —dice.
Estamos sentados en el patio, apoyados contra una pared de piedra, a cierta distancia del
resto de prisioneros. Algunos nos vigilan con disimulo, otros abiertamente. Estoy enfadada. Me
enfado con él a menudo. Esto no está saliendo como había planeado.
—¿Cómo puedes decir eso? ¡El individuo es muy importante en Mundo! Nos ocupamos
de los demás de manera que ningún individuo quede fuera de nuestra realidad común, ¡salvo
por sus propios actos!
—¡Exacto! —dice él, que acaba de aprender de mí esta palabra—. Vosotros ocupáis de
otros para que nadie quede solo. Solo es malo. Actuar solo es malo. Únicamente juntos es real.
—Claro. —¿Al final va a resultar que sí que es estúpido?—. La realidad siempre es
compartida. ¿Una estrella existe realmente si tan solo un ojo puede ver su luz?
Él sonríe y dice algo en su propio idioma que yo no entiendo. Lo repite con palabras
reales:
—Cuando árbol caer en bosque, ¿hace sonido si nadie oír?
—Pero… ¿me estás diciendo que en tu estrella la gente creía que ellos…? —¿Qué? No
soy capaz de dar con las palabras.
71
—Gente creer ellos siempre reales, solos o juntos. Reales incluso cuando otra gente decir
que ellos muertos. Reales incluso cuando hacer algo muy malo. Incluso cuando asesinar.
—¡Pero no son reales! ¿Cómo podrían serlo? ¡Han violado la realidad compartida! Si no
te respeto, no respeto la realidad de tu alma, si te mando con tus antepasados sin tu
consentimiento, eso demuestra que no comprendo la realidad, es decir, ¡que no la veo! ¡Solo
los irreales podrían hacer algo así!
—Bebé no ver realidad compartida. ¿Es bebé irreal?
—En efecto, hasta la edad en la que los niños tienen uso de razón, son irreales.
—Entonces, cuando yo matar bebé, ¿está bien porque yo no matar persona real?
—¡Por supuesto que no está bien! Cuando se mata a un bebé se está matando su
oportunidad de llegar a ser real, ¡y encima cuando aún ni siquiera va a poder reunirse con sus
antepasados! Y también todas las oportunidades de los bebés de los que él podría haber llegado
a convertirse en antepasado. Nadie asesinaría a un bebé en Mundo, ¡ni siquiera estas almas
muertas de Aulit! ¿Me estás diciendo que en Terra la gente asesinaría bebés?
—Sí —dice mirando algo que yo no veo.
Ha llegado mi oportunidad, aunque de una manera que no me entusiasma. No obstante,
tengo una misión que cumplir, así que digo:
—He oído que los terranos están dispuestos a matar gente en aras de la ciencia. Incluso a
bebés. Para averiguar el tipo de cosas que Anna Pek Rakov sabía sobre mi cerebro. ¿Es cierto?
—Sí y no.
—¿Cómo puede ser sí y a la vez no? ¿Alguna vez emplean niños para experimentos
científicos?
—Sí.
—¿Qué clase de experimentos?
—Deberías preguntar, ¿qué clase niños? Niños muriendo. Niños todavía no nacidos.
Niños nacidos… mal. Sin cerebro o con cerebro estropeado.
Trato de asimilarlo. Niños muriendo… no debe de referirse a niños que realmente están
muertos sino a aquellos en el tránsito para reunirse con sus antepasados. Bueno, eso no estaría
tan mal siempre que luego se permita que los cuerpos se descompongan como es debido y
liberen el alma. Niños sin cerebro o con el cerebro estropeado… tampoco está tan mal. Esas
pobres criaturas irreales deberían ser eliminadas en cualquier caso. Pero niños todavía no
nacidos… ¿Dentro o fuera del vientre materno? Aparco esa idea para discutirla en otro
momento. No es por ahí por donde me interesa seguir ahora mismo.
—¿Y nunca utilizáis niños vivos y reales para experimentos científicos?
Me dirige una mirada que no soy capaz de interpretar. Todavía no estoy familiarizada con
gran parte de la expresividad terrana.
—Sí. Utilizamos. En algunos experimentos. Experimentos que no dañar niños.
—¿Cómo cuáles?
Ahora nos estamos mirando a los ojos. De repente me pregunto si este viejo terrano
sospecha que soy una confidente a la búsqueda de información y ese es el motivo por el que ha
aceptado la endeble historia de mis ataques. Eso no sería por fuerza algo malo. Existen maneras
de negociar con los irreales una vez que todas las partes se dan cuenta de que lo que está
teniendo lugar es una negociación. Pero no estoy segura de que Pek Walters lo sepa.
—Experimentos que estudian funcionamiento de cerebro. Por ejemplo experimentos de
cómo funciona memoria. Incluida memoria compartida.
—¿La memoria? La memoria no funciona de ninguna manera. Se tiene y ya está.
72
—No. Memoria funciona. Con pro-ti-hi-nas —aquí utiliza una palabra terrana— de
construir memoria. Trocitos de comida pequeñitos.
Esto no tiene sentido. ¿Qué tendrá que ver la comida con la memoria? Ni comemos
recuerdos ni los obtenemos de la comida. Pero ya llevo andado parte del camino y utilizo sus
palabras para continuar avanzando.
—¿La memoria de los mundanos funciona con las mismas… pro-ti-hi-nas de la memoria
de los terranos?
—Sí y no. Algunas mismas o casi mismas. Algunas diferentes. —Me observa con mucha
atención.
—¿Cómo sabéis que la memoria funciona igual o diferente en los mundanos? ¿Habéis
realizado los terranos experimentos en Mundo sobre el funcionamiento del cerebro?
—Sí.
—¿Con niños de Mundo?
—Sí.
Veo un grupo de jajajais en el otro extremo del patio. Los pequeños alienígenas hediondos
están apiñados juntos, entregados a algún tipo de ritual o juego.
—¿Y has participado tú, en persona, en estos experimentos científicos con niños?
En lugar de responder me sonríe y, si no lo conociese, hubiera jurado que era una sonrisa
triste.
—Pek Bengarin, ¿por qué tú matar tu hermana? —dice.
Lo inesperado de la pregunta —ahora, cuando estoy tan cerca de casi averiguar algo útil—
me indigna. Ni siquiera Pek Fakar me lo ha preguntado. Lo miro fijamente, enfadada.
—Yo sé, no debería preguntar —continúa—. Preguntar mal. Pero yo digo mucho a ti, y
respuesta es importante…
—Pero esa pregunta es una grosería. No debes hacerla. Los mundanos no son tan crueles
entre ellos.
—¡Joder!, ¿ni siquiera gente en prisión de Aulit? —dice, e incluso aunque no conozco
una de las palabras que utiliza, me doy cuenta de que sí, de que sabe que soy una confidente. Y
que he estado tratando de recabar información. Bien, tanto mejor, aunque necesito tiempo para
encarrilar mis preguntas en otra dirección.
Con objeto de ganar tiempo, repito mi anterior argumento:
—Los mundanos no son tan crueles.
—Entonces tú…
El aire se llena de pronto de chispas, huele a quemado. La gente grita. Levanto la mirada.
Aka Pek Fakar está plantada en el centro del patio con la pistola terrana, disparando a los
jajajais. Van cayendo uno a uno, a medida que los rayos de luz los alcanzan y abren agujeros
chisporroteantes. Los alienígenas pasan a la segunda etapa de su muerte perpetua.
Me pongo de pie y tiro del brazo de Pek Walters.
—Vamos. Tenemos que despejar la zona de inmediato o los guardias emplearán gas
venenoso.
—¿Por qué?
—Para poder meter los cadáveres en los ataúdes de cautiverio químico, ¡naturalmente!
¿Es que este alienígena se cree que los funcionarios de la prisión permitirían que los
irreales se descompusieran tan siquiera un poco? Tras varias conversaciones creía que ya
estaba un poco más puesto.
73
Se pone de pie despacio, vacilante. Pek Fakar se dirige hacia la puerta entre risas, con la
pistola todavía en la mano.
—¿Mundanos no crueles? —dice Pek Walters.
A nuestra espalda, los cadáveres de los jajajais yacen despatarrados unos junto a otros,
humeantes.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Ni que decir tiene que la siguiente vez que nos llevan de nuestras celdas al comedor y luego al
patio, los cadáveres de los jajajais han desaparecido. Pek Walters ha empezado a toser. Anda
más despacio y, en un momento dado, de camino hacia nuestro lugar de costumbre junto a la
pared más alejada, apoya una mano en mi brazo para no caerse.
—¿Estás enfermo, Pek?
—Exacto.
—Pero tú eres sanador. Haz que se te cure la tos.
Él sonríe y, con expresión de alivio, se apoya en la pared y se desliza hasta el suelo.
—«Sanador, sana tú mismo».
—¿Qué?
—Nada. Así que tú confidente, Pek Bengarin, y confiar yo cuento algo sobre
experimentos científicos con niños en Mundo.
Respiro hondo. Pek Fakar pasa por nuestro lado, con su pistola. Ahora siempre mantiene a
dos de sus propios secuaces cerca, por si acaso algún otro prisionero trata de arrebatarle el
arma. Me resulta imposible creer que alguien pudiese intentarlo, pero a lo mejor me equivoco.
Los irreales son del todo impredecibles. Pek Walters la ve pasar y su sonrisa se esfuma. Pek
Fakar mató a otra persona a tiros ayer, y esta vez ni siquiera era un alienígena. Debajo de mi
cama hay una nota pidiendo más pistolas.
—Tú eres quien dice que soy confidente —replico—. No yo.
—Exacto. —Le sobreviene otro ataque de tos, y luego cierra los ojos, cansado—. No
tengo an-te-vió-ti-cos.
Otra palabra terrana. La repito con cuidado:
—¿An-te-vió-ti-cos?
—Pro-ti-hi-nas para curar.
De nuevo esa palabra para los trocitos de comida diminutos. Lo aprovecho:
—Háblame de las pro-ti-hi-nas en los experimentos científicos.
—Cuento a ti todo sobre experimentos, pero solo si tú responder preguntas primero.
Me preguntará sobre mi hermana. Movido tan solo por la grosería y la crueldad. Siento
demudárseme el rostro.
—Dime por qué robar bebé no tan mal como para hacer persona irreal para siempre.
Parpadeo por el asombro. ¿Es que no es evidente?
—Robar un bebé no daña la realidad del bebé. Tan solo crecerá en otro lugar, con otras
personas. Pero toda la gente real de Mundo comparte la misma realidad y, tras la transición, el
niño se reunirá de todos modos con sus antepasados de sangre. Robar un bebé está mal, por
supuesto, pero no es un crimen demasiado grave.
—¿Y hacer monedas falsas?
—Lo mismo. Falsas, auténticas… las monedas siguen estando compartidas.
Tose de nuevo, esta vez mucho más fuerte. Espero.
74
—Entonces —dice por fin— cuando yo robar tu bicicleta no violo realidad compartida
mucho porque bicicleta todavía en algún sitio con gente de Mundo.
—Claro.
—Pero cuando yo robar bicicleta, ¿violar realidad compartida un poco?
—Sí. —Tras un momento, añado—: Porque, al fin y al cabo, la bicicleta es mía, es mi
bicicleta. Tú has hecho que mi realidad se alterase un poco sin antes compartir la decisión
conmigo.
Lo miro; ¿cómo es posible que todo esto no sea obvio para un hombre tan inteligente?
—Tú demasiado confiada para ser informante, Pek Bengarin.
Siento un nudo de indignación en la garganta. Soy una informante excelente. ¿Acaso no
acabo de vincular a este terrano conmigo mediante una realidad compartida para así poder
crear un intercambio de información? Estoy a punto de exigir que cumpla su parte del trato
cuando me suelta de golpe:
—Bueno, ¿por qué tu matar tu hermana?
Dos esbirros de Pek Fakar pasan con aire arrogante por delante de nosotros. Llevan las
pistolas nuevas. Al otro lado del patio un cayente se gira lentamente para mirarlos, e incluso yo
puedo leer el miedo en ese rostro alienígena.
—Fui presa de una ilusión —digo lo más ecuánimemente que puedo—. Creí que Ona
estaba copulando con mi amante. Ella era más joven, más inteligente, más guapa. Yo no soy
una belleza, como puedes ver. No compartí la realidad con ella, ni con él, y mi falsa ilusión fue
creciendo, hasta acabar por estallarme en la cabeza y yo… la maté. —Me cuesta respirar, y veo
borrosos a los secuaces de Pek Fakar.
—¿Tú recordar claro asesinato de Ona?
Me vuelvo hacia él, atónita.
—¿Cómo podría olvidarlo?
—No puedes. No puedes por las pro-ti-hi-nas de construir memoria. Memoria es fuerte en
tu cerebro. Pro-ti-hi-nas de construir memoria son fuertes en tu cerebro. Científicos investigan
con niños de Mundo para descubrir estructura de pro-ti-hi-nas, dónde pro-ti-hi-nas estar, cómo
funcionar. Pero nosotros descubrir otra cosa diferente.
—¿El qué? —pregunto, pero Pek Walters tan solo mueve la cabeza negativamente y
rompe a toser de nuevo. Me pregunto si el acceso de tos será una excusa para incumplir nuestro
acuerdo. Al fin y al cabo, él es irreal.
Los acólitos de Pek Fakar han regresado al interior de la prisión. El cayente se apoya
aliviado contra la pared del otro lado del patio: no le han disparado. Al menos por ahora no va
a pasar a la segunda etapa de su muerte perpetua.
Pero, a mi lado, Pek Walters expectora sangre.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Pek Walters se está muriendo. Estoy segura, aunque desde luego que ningún sanador mundano
se acerca a él. De todas maneras, ya está muerto. También sus congéneres terranos se
mantienen a distancia, mirando atemorizados, lo que me hace preguntarme si su enfermedad
será contagiosa. Así que solo quedo yo. Lo acompaño a su celda y entonces me pregunto qué
me impide quedarme allí cuando la puerta se cierre. No va a pasar ningún vigilante. Y si pasan
les traerá sin cuidado. Y esta puede ser mi última oportunidad de conseguir la información que
75
necesito antes de que Pek Walters sea introducido en un ataúd o Pek Fakar me ordene alejarme
de él porque está demasiado débil para vigilar mi supuesta enfermedad de la sangre.
Ahora tiene el cuerpo muy caliente. Durante la larga noche se revuelve en su camastro,
mascullando en su propio idioma, y hay momentos en los que esos extraños ojos alienígenas
giran en sus órbitas. Sin embargo, tiene lapsos en los que está más despejado y me mira como
si me reconociera. Es entonces cuando yo lo interrogo, pero los períodos de lucidez y no
lucidez se confunden entre ellos. Su mente ya no le pertenece.
—Pek Walters, ¿dónde se realizan los experimentos sobre la memoria?, ¿en qué lugar?
—Memoria… memorias… —Más palabras en su propio idioma, con candencias de
poesía.
—Pek Walters, ¿En qué lugar se realizan los experimentos sobre la memoria?
—En Rafkit Sarloe —dice, lo que no tiene sentido.
Rafkit Sarloe es la sede del gobierno, allí no vive nadie. No es grande. Los funcionarios
acuden todos los días, trabajan en las secciones y por la noche regresan a sus pueblos. No hay
ni un centímetro cuadrado de Rafkit Sarloe que no sea realidad física compartida en todo
momento.
Pek Walters tose, más espumarajos sanguinolentos, y sus ojos se quedan en blanco. Le
hago beber un poco de agua.
—Pek Walters, ¿en qué lugar se realizan los experimentos sobre la memoria?
—En Rafkit Sarloe. En la Nube. En la prisión de Aulit.
Así seguimos, una y otra vez. Y, a primera hora de la mañana, Pek Walters muere.
Cerca del final tiene un momento de mayor lucidez. Me observa, con su anciano y
marchito rostro ahora demacrado por la transición. Sus ojos han recuperado su mirada
perturbadora, triste y amable, una mirada nada apropiada para un irreal: comparte demasiado.
Pek Walters habla tan bajo que tengo que inclinarme para oírlo:
—Cerebro enfermo hablar a sí mismo. Tú no matar tu hermana.
—Chist, no trates de hablar…
—Buscar… Brifjis. Maldon Pek Brifjis, en Rafkit Haddon. Buscar… —La fiebre vuelve a
apoderarse de él.
Instantes después de su muerte entra un grupo de guardias armados empujando un ataúd
de cautiverio lleno de sustancias químicas. Los acompaña el sacerdote. Siento el impulso de
decir, «Esperen, es un buen hombre, no merece la muerte perpetua», pero naturalmente no lo
digo. Ni yo misma puedo creer que se me haya pasado por la cabeza. Un guardia me empuja
hacia el corredor y la puerta se cierra.
Ese mismo día abandono la prisión de Aulit.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
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estaban relacionados con «pro-ti-hi-nas de construir memoria», que son diminutos trocitos de
comida con los que el cerebro construye recuerdos. También dijo que los experimentos se están
realizando en Rafkit Sarloe y en la prisión de Aulit.
—¿Y eso es todo, Pek Bengarin?
—Eso es todo.
Pek Brimmidin asiente con un gesto cortante de la cabeza. Está tratando de parecer
amenazador, en un intento por intimidarme y lograr arrancar hasta el último dato que pudiera
habérseme olvidado. Pero no puede asustarme. Yo conozco al Frablit Pek Brimmidin auténtico.
Pek Brimmidin no ha cambiado. Pero yo sí.
Planteo mi pregunta:
—Le he traído toda la información que he podido conseguir antes de que el terrano
muriese. ¿Es suficiente para que nos liberen a Ona y a mí?
—Siento no poder responder a eso, Pek —dice pasándose una mano por el pelaje del
cuello—. Tengo que consultar a mis superiores, pero prometo decirte algo en cuanto pueda.
—Gracias —digo, y bajo la vista. «Tú demasiado confiada para ser informante, Pek
Bengarin».
¿Por qué no le he contado a Frablit Pek Brimmidin el resto?, lo de «Maldon Pek Brifjis» y
«Rafkit Haddon» y lo de que en realidad yo no había matado a mi hermana. Porque lo más
probable es que sean disparates, los desvaríos de un cerebro febril. Porque este «Maldon Pek
Brifjis» podría ser un mundano inocente, que no merece verse metido en problemas por culpa
de un alienígena irreal. Porque las palabras de Pek Walters eran personales, dirigidas solo a mí,
en su lecho de muerte. Porque no quiero volver a mantener una dolorosa e inútil conversación
sobre Ona con los superiores de Pek Brimmidin.
Porque, mal que me pese, confío en Carryl Pek Walters.
—Puedes marcharte —dice Pek Brimmidin, y yo pedaleo por la carretera polvorienta de
vuelta a casa.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Hago un trato con el cadáver de Ona, que todavía yace con su donaire de dedos curvados en la
cama enfrente de la mía. Su hermoso pelo castaño flota en las sustancias químicas del ataúd.
Cuando éramos muy pequeñas, yo deseaba ese cabello con todas mis fuerzas. Una vez incluso
se lo corté mientras dormía. Aunque otras veces se lo trenzaba o entretejía con flores. Ella era
guapísima. En un momento dado, cuando aún era una niña, llegó a llevar ocho sortijas de
propuesta, una en cada dedo. Dos de las propuestas estaban negociándose entre los padres de
los chicos y los nuestros. Aunque mayor que ella, yo nunca recibí ni una.
¿La asesiné?
El acuerdo al que he llegado con su cadáver es el siguiente: si la Sección de Realidad y
Expiación nos libera a ella y a mí gracias a mi trabajo en la prisión de Aulit, no seguiré
buscando. Ona será libre de reunirse con nuestros antepasados; yo seré plenamente real. Ya no
importará si maté o no a mi hermana, porque ambas volveremos a compartir la misma realidad,
como si no la hubiese asesinado. Ahora bien, si Realidad y Expiación me sigue considerando
irreal, a pesar de toda la información que les he facilitado, trataré de localizar a este «Maldon
Pek Brifjis».
No digo nada de esto en voz alta. Los guardias de la prisión de Aulit se enteraron al
momento de la muerte de Pek Walters, que había tenido lugar en una habitación cerrada y sin
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ventanas. Ahora podrían estar vigilándome, en mi casa. Mundo no dispone de los aparatos
necesarios para ello, pero ¿cómo estaba Pek Walters tan al tanto de lo de ese mundano que
trabaja en un experimento científico terrano? En algún lugar hay mundanos y terranos
colaborando. Y, tal como todos sabemos, los terranos cuentan con todo tipo de dispositivos de
escucha de los que nosotros carecemos.
Beso el ataúd de Ona. No lo digo en voz alta, pero anhelo con todo mi corazón que
Realidad y Expiación nos libere. Deseo regresar a la realidad compartida, recuperar la calidez
diaria y la dulce sensación de que mi lugar está, ahora y para siempre, al lado de los vivos y de
los muertos de Mundo. No quiero seguir siendo informante.
Para nadie, ni siquiera para mí misma.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
El mensaje llega tres días después. La tarde es cálida y yo estoy sentada en el exterior, en mi
banco de piedra, mirando cómo los lechereros de mi vecina no apartan los ojos de los arriates
reciamente vallados de la mujer. Ella tiene plantas nuevas que no reconozco, con flores
fascinantes pero con un algo extraño… ¿podrían ser terranas? Poco probable. El número de
personas que consideran que los terranos son irreales parece haber aumentado durante mi
temporada en Aulit. Las murmuraciones y la ira hacia quienes adquieren productos a los
comerciantes alienígenas son ahora más patentes.
El propio Frablit Pek Brimmidin me trae la carta de Realidad y Expiación, trepando
trabajosamente por la carretera en su bicicleta del año de la pera. Se ha quitado el uniforme,
para no ponerme en evidencia ante mis vecinos. Lo veo pedalear carretera arriba, el pelaje del
cuello húmedo por el desacostumbrado esfuerzo y sus ojos grises avergonzados, y al momento
sé qué es lo que debe de decir el mensaje sellado. Pek Brimmidin es demasiado buena persona
para su trabajo. Por eso no es más que un recadero de chichinabo, siempre, no solo hoy.
Esto son cosas de las que antes nunca me había percatado.
«Tú demasiado confiada para ser informante, Pek Bengarin».
—Gracias, Pek Brimmidin —digo—. ¿Quiere un vaso de agua?, ¿o un poco de pel?
—No, gracias, Pek —dice él. Evita mi mirada. Saluda con la mano a mi otro vecino, que
está cogiendo agua del pozo del pueblo, y juguetea tontamente con el manillar de la bici—. No
puedo quedarme.
—Vaya con cuidado pues —digo, y entro de nuevo en casa.
De pie junto a Ona, rasgo el sello de la carta oficial. Después de leerla, miro a mi hermana
largo rato. Tan hermosa, tan dulce… Tan amada…
Luego empiezo a limpiar. Restriego hasta el último centímetro de la casa, durante horas y
horas, subiendo a una escalera para frotar el techo, enjabonando grietas, refregando todas las
superficies de todos los objetos, y acarreando al exterior los de formas más intrincadas para que
se sequen al sol. A pesar de mi muy concienzudo examen, no encuentro nada que se me antoje
pudiera ser un dispositivo de escucha. Nada que parezca alienígena, nada irreal.
Pero yo ya no sé lo que es real.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Solo ha salido Bata; las otras lunas no han asomado. El firmamento está despejado y lleno de
estrellas, el aire es fresco. Meto la bicicleta dentro de la casa y trato de recordar todo lo que
necesito.
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Sea cual sea la clase de cristal del que está fabricado el ataúd de Ona, es muy duro. Tengo
que descargar tres golpes con mi pala de jardín, cada uno con todas mis fuerzas, para conseguir
romperlo. Con el tercero, el cristal se resquebraja, luego se parte despacio en grandes pedazos
que rebotan ligeramente al chocar contra el suelo. Una cascada de sustancias químicas se
precipita desde la cama, una cascada de líquido transparente con tan solo un ligero olor acre.
Ataviada con mis botas altas, me acerco chapoteando hasta la cama y arrojo recipientes de
agua sobre Ona para limpiarla de los restos de compuestos químicos. Los recipientes esperan
en una ordenada fila junto a la pared; los hay de todo tipo: desde mi jofaina más grande hasta
cuencos de cocina. Ona sonríe dulcemente.
Alargo los brazos hacia la cama empapada y levanto a mi hermana.
En la cocina deposito su cuerpo —flácido, las extremidades blandas— en el suelo y la
despojo de las ropas empapadas de sustancias químicas. La seco, la traslado a la manta que
tengo preparada y, tras mirarla por última vez, la envuelvo ciñendo bien la frazada. El bulto que
forman ella y la pala se balancea sobre el manillar de la bici. Me quito las botas y abro la
puerta.
La noche huele a las extrañas flores de mi vecina. Ona parece ingrávida. Tengo la
sensación de que podría pedalear durante horas. Y así lo hago.
La entierro, lastrada con piedras, en un terreno pantanoso a bastante distancia de una
carretera abandonada. La tierra mojada acelerará el proceso de descomposición, y cubrir la
tumba con juncos y ramas de toglif me resulta fácil. Cuando termino entierro asimismo mi ropa
y me visto con otra limpia que saco de la bolsa. Unas pocas horas más de bicicleta y tal vez
encuentre una posada donde dormir. O un campo, llegado el caso.
La mañana amanece nacarada, con tres lunas en el cielo. Mientras pedaleo veo flores por
todas partes, al principio silvestres y luego cultivadas. Aunque estoy exhausta, voy cantando en
voz baja a las curvilíneas flores, al cielo, a la carretera iluminada por la pálida luz de las lunas.
Ona es real y libre.
Ve en paz, mi querida hermana, a reunirte con nuestros antepasados, que te están
esperando.
Dos días después llego a Rafkit Haddon.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Rafkit Haddon es una ciudad antigua, que desciende por la ladera de una montaña hasta el mar.
Los hogares de los ricos o bien se ubican en la costa o bien están encaramados en el monte,
pero en ambos casos se asemejan a enormes y redondeados pájaros blancos. Por la zona
intermedia se extiende una mezcolanza de casas, mercados al aire libre, edificios oficiales,
posadas, bodegas de pel, barriadas y parques, estos últimos con magníficos árboles centenarios
y destartalados altares ancestrales. Talleres y almacenes se hallan al norte, igual que el puerto.
Tengo experiencia localizando personas. Empiezo por Rituales y Procesiones. La
empleada tras el mostrador, una seminarista todavía no iniciada, es joven y tiene ganas de
ayudar.
—¿Sí? —dice.
—Soy Ajma Pek Goranalit, vinculada a la familia Menanlin. Me han enviado para
informarme sobre las prácticas rituales de un ciudadano: Maldon Pek Brifjis. ¿Podría
ayudarme?
—No faltaría más —responde con una sonrisa.
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Las averiguaciones sobre las prácticas rituales nunca se realizan por escrito; la discreción
es necesaria cuando una casa importante se está planteando la posibilidad de hacerle el honor a
un ciudadano de concederle el privilegio de honrar a sus antepasados. La persona escogida
gana un gran prestigio, amén de importantes riquezas materiales. Elegí el apellido Menanlin
tras una hora escuchando con prudencia en una pelería atestada de gente. Es una familia de
abolengo, numerosa y discreta.
—A ver, un momento —dice ella rebuscando en el archivo oficial—. Brifjis… Brifjis…
es un apellido bastante corriente, claro… ¿qué ciudadano, Pek?
—Maldon.
—Ah, sí… aquí está. El año pasado pagó dos homenajes musicales a sus propios
antepasados, entregó una donación a la Casa Sacerdotal de Rafkit Haddon… ¡Vaya! Y fue
escogido para honrar a los antepasados ¡de la familia Choulalait! —Suena impresionada.
—Eso ya lo sabíamos, desde luego —digo asintiendo con la cabeza—. ¿Pero hay algo
más?
—No, creo que no… espere. Costeó un homenaje benéfico a los antepasados de su
mercader de clu, Lam Pek Flanoe, que es pobre. Y encima un homenaje bastante fastuoso:
música y tres sacerdotes.
—Qué bondad…
—¡Y tanto! ¡Tres sacerdotes! —Sus jóvenes ojos brillan—. ¿No es maravilloso la gran
cantidad de gente verdaderamente buena que hay compartiendo la realidad?
—Sí, lo es.
Localizo al comerciante de clu por el sencillo método de preguntar por él en varios
mercados. Las ventas de combustibles bajan en verano, como es lógico; los jóvenes parientes
que ha dejado al frente de los puestos de clu están encantados de charlar con desconocidos.
Lam Pek Flanoe vive en un barrio venido a menos justo a espaldas de los caserones a orillas
del mar. Un barrio donde residen criados y mercaderes al servicio de los ricos. Cuatro vasos
más de pel en tres tabernas más y ya sé que en la actualidad Maldon Pek Brifjis vive como
invitado en el hogar de una viuda rica. Conozco la dirección de la viuda. Y sé que Pek Brifjis
es sanador.
Sanador.
«Cerebro enfermo hablar a sí mismo. Tú no matar tu hermana».
Tras cuatro vasos de pel la cabeza me da vueltas. Suficiente. Busco una posada, de esas en
las que nadie hace preguntas, y duermo sin la realidad compartida de los sueños.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Tardo un día, disfrazada de barrendera, en decidir cuál de los hombres que entran y salen de la
casa de la viuda adinerada es Pek Brifjis. Y entonces paso tres días siguiéndolo, camuflada de
distintas maneras. Va a un montón de sitios y habla con montones de gente, pero no hay nada
que parezca inusual para un sanador rico cuya afición personal es coleccionar jarras antiguas.
El cuarto día busco una oportunidad adecuada para abordarle, pero resulta que no llega a ser
necesaria.
«Pek», me dice un hombre cuando ando merodeando vestida de vendedora callejera de
tortitas dulces por el exterior de los baños de la calle Elindal. He robado las tortas antes del
amanecer en una panadería que tenía la cocina abierta. Al momento sé que el hombre que se
me acerca es un guardaespaldas, y uno excelente. Es por su manera de andar, de mirarme, de
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apoyar la mano en mi brazo. Además es francamente bien parecido, aunque en eso apenas
reparo. Los hombres bien parecidos nunca son para las mujeres como yo. Son para Ona.
Eran para Ona.
«Acompáñame, por favor», dice el guardaespaldas, y yo obedezco sin rechistar. Me
conduce a la parte de atrás de los baños, franqueamos una entrada particular y llegamos a una
salita que da la impresión de servir como estancia donde poder asearse, o algo por el estilo, en
privado. El mobiliario consiste tan solo en dos mesitas de piedra. Me cachea, experta pero
amablemente, buscando armas, e incluso mira dentro de mi boca. Una vez satisfecho me indica
dónde debo colocarme y abre una segunda puerta.
Maldon Pek Brifjis entra en la habitación envuelto en un albornoz de lujosa tela
importada. Más joven que Carryl Walters, es un hombre vigoroso en el apogeo asimismo
vigoroso de su vida. Tiene unos ojos llamativos, violeta oscuro y con largas líneas radiadas de
color dorado.
—¿Por qué llevas tres días siguiéndome? —me pregunta de inmediato.
—Alguien me dijo que te siguiera —respondo.
No tengo nada que perder con una realidad compartida sincera, aunque todavía no me creo
del todo que tenga nada que ganar.
—¿Quién? Puedes hablar con total libertad delante de mi guardaespaldas.
—Carryl Pek Walters.
Sus ojos violetas se oscurecen todavía más.
—Pek Walters está muerto.
—Sí. A perpetuidad. Yo estaba con él cuando pasó a la segunda etapa de la muerte.
—¿Y dónde fue eso? —Me está poniendo a prueba.
—En la prisión de Aulit. Sus últimas palabras fueron para decirme que tenía que buscarle.
Para… hacerle una pregunta.
—¿Qué es lo que deseas preguntarme?
—No lo que pensaba que iba a preguntarle —respondo, y me doy cuenta de que he
decidido contarle todo.
Hasta que lo vi de cerca no estaba por completo segura de qué es lo que iba a hacer. Ya no
puedo compartir la realidad con Mundo, ni siquiera aunque acuda a Frablit Pek Brimmidin con
exactamente la información que él desea sobre los experimentos científicos con niños. Eso no
expiaría la liberación de Ona antes de que la Sección hubiera accedido a ello. Y, en cualquier
caso, Pek Brimmidin no es más que un mensajero. No, menos que un mensajero: una mera
herramienta, como una pala de jardín o una bicicleta. Él no comparte la realidad de quienes lo
manejan. Solo cree compartirla.
Como yo creía compartirla.
—Quiero saber si asesiné a mi hermana. Pek Walters dijo que no. Que «cerebro enfermo
hablar a sí mismo», y que yo no había matado a Ona. Y que le preguntara a usted. ¿Asesiné a
mi hermana?
Pek Brifjis se sienta en una de las mesas de piedra.
—No lo sé —responde, y noto un temblor en su pelaje del cuello—. A lo mejor sí. A lo
mejor no.
—¿Cómo puedo averiguar cuál de las dos cosas fue?
—No puedes.
—¿No podré nunca?
—Nunca. —Y luego añade—: Lo siento.
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Me sobreviene un mareo. La «presión arterial baja». Cuando recupero el conocimiento,
estoy tumbada en el suelo de una habitación pequeña, con los dedos de Pek Brifjis en mi pulso
del codo. Trato de incorporarme.
—No, espera —me dice—. Espera un momento. ¿Has comido algo hoy?
—Sí.
—Da igual, espera un momento de todos modos. Tengo que pensar.
Y piensa, con los ojos violeta bizqueando, sus dedos apretando distraídamente en el
pliegue de mi codo.
—Eres una confidente —dice al cabo—. Por eso fuiste liberada de la prisión de Aulit tras
la muerte de Pek Walters. Pasas información al gobierno.
No respondo. Eso ya carece de importancia.
—Pero ya no, por lo que Pek Walters te dijo. Porque te dijo que los experimentos sobre la
es-quis-oh-fri-nia podrían haber… No. No puede ser.
Él también ha empleado una palabra que desconozco. Suena terrana. De nuevo trato de
incorporarme, con la intención de irme. Aquí ya no tengo nada que hacer. Este sanador no tiene
nada que decirme.
Me empuja hacia atrás de vuelta al suelo y me pregunta rápidamente:
—¿Cuándo murió tu hermana? —Sus ojos han vuelto a cambiar: las largas hebras doradas
ahora brillan con más fuerza, cual refulgentes radios—. Por favor, Pek, esto es tremendamente
importante. Para ambos.
—Hace dos años y ciento cincuenta y dos días.
—¿Dónde?, ¿en qué ciudad?
—Pueblo. En nuestro pueblo. Gofkit Ilo.
—Sí. ¡Sí! Cuéntame todo lo que recuerdes de su muerte. Todo.
Esta vez yo lo empujo a él y me levanto. La sangre escapa de mi cabeza, pero la ira se
impone al mareo.
—No le contaré nada. ¿Quiénes se creen que son?, ¿antepasados? Primero me dicen que
asesiné a Ona, luego que no, luego que no saben… destruyen la esperanza que tenía en la
expiación cuando era confidente, luego me dicen que no hay otra esperanza… no, que podría
haberla… no, que no la hay… ¿es que no les da vergüenza? ¿Cómo pueden embrollar a la
gente hasta apartarla de la realidad compartida sin ofrecer nada de nada a cambio? —Estoy
chillando. El guardaespaldas mira hacia la puerta, pero me trae sin cuidado, continúo a voces
—: Están experimentando con niños, destrozando su realidad ¡igual que han destrozado la mía!
Es usted un asesino… —Pero no llego gritar todo eso. A lo mejor no he gritado nada de lo
anterior. Porque una aguja se introduce en el pliegue de mi codo, allí donde Maldon Brifjis
había estado tomándome el pulso, y la habitación se aleja deslizándose tan suavemente como
Ona en su tumba.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Una cama, mullida y sedosa, debajo de mí. Tapices lujosos colgados en las paredes. Una
habitación muy cálida. Una fragante brisa corre susurrante sobre mi estómago desnudo.
¿Desnudo? Me siento y descubro que estoy ataviada con la falda de gasa, la escueta banda de
tela en el pecho y el velo de la seducción de una prostituta.
En cuanto me muevo, Pek Brifjis se acerca a mi cama desde la chimenea.
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—Pek, esta habitación no permite escapar los sonidos, así que no vuelvas a ponerte a
gritar. ¿Lo entiendes?
Asiento con la cabeza. Su guardaespaldas está plantado en el otro lado del cuarto. Me
aparto el velo de la cara.
—Siento lo de la ropa —dice Pek Brifjis—. Para no despertar sospechas, teníamos que
vestirte de algún modo que justificara que un guardaespaldas llevase a una mujer drogada a una
casa particular.
Una casa particular. Supongo que esta es la vivienda junto al mar de la viuda rica. Una
habitación que no permite escapar los sonidos. Una aguja diferente a las nuestras: fina y
certera. Experimentos sobre el cerebro. «Es-quis-oh-fri-nia».
—Usted trabaja con los terranos —digo.
—No. No es así.
—Pero Pek Walters… —Da igual—. ¿Qué va a hacer conmigo?
—Te voy a ofrecer un trato.
—¿Qué clase de trato?
—Información a cambio de tu libertad.
Y dice que no trabaja con los terranos…
—¿Y de qué me sirve a mí la libertad? —pregunto, aunque, naturalmente, no espero que
lo entienda. Yo nunca podré ser libre.
—No esa clase de libertad. No me limitaré a dejarte marchar de esta habitación. Te
permitiré reunirte con tus antepasados, y con Ona.
Lo miro boquiabierta.
—Sí, Pek —continúa él—. Yo mismo te mataré y enterraré, donde tu cuerpo pueda
descomponerse.
—¿Violaría hasta ese extremo la realidad compartida?, ¿por mí?
Sus ojos violeta vuelven a oscurecerse. Durante un instante hay algo en ellos que los hace
asemejarse a los ojos azules de Pek Walters.
—A ver si lo entiendes, por favor. Creo que hay muchas probabilidades de que tú no
matases a Ona. Tu pueblo fue uno en los que… se utilizaron personas para experimentar con
ellas. Creo que esa es la realidad compartida a la que nos enfrentamos aquí. —No digo nada.
Una pequeña parte de su seguridad se esfuma—. Al menos eso es lo que creo. ¿Aceptas el
trato?
—A lo mejor.
¿Cumplirá realmente lo que me está prometiendo? No puedo estar segura, pero no tengo
otra elección. No puedo esconderme del gobierno durante el resto de mi vida. Soy demasiado
joven. Y cuando me encuentren, me mandarán de vuelta a Aulit, y cuando muera allí me
meterán en un ataúd lleno de conservantes químicos…
Jamás volvería a ver a Ona.
El sanador me observa atentamente. De nuevo veo la mirada de Pek Walters en sus ojos:
tristeza y compasión.
—A lo mejor acepto el trato —digo, y espero a que él vuelva a hablar de la noche de la
muerte de Ona.
Pero en lugar de eso dice:
—Quiero enseñarte algo.
Dirige un gesto con la cabeza al guardaespaldas, que abandona la habitación y regresa
instantes después llevando de la mano a una niña, limpia y bien vestida. Una ojeada me basta
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para que se me erice el pelaje del cuello. La niña tiene la mirada perdida, carente de toda
expresión, y musita para sí. Ruego apresuradamente a mis antepasados que me protejan. La
niña es irreal, carece de la capacidad de percibir la realidad compartida aunque ya ha dejado
muy atrás la edad en la que se alcanza la luz de la razón. No es humana. Debería haber sido
eliminada.
—Esta es Ori —dice Pek Brifjis.
La niña rompe a reír de repente, con carcajadas salvajes y dementes, y observa algo que
solo ella ve.
—¿Por qué está aquí? —Noto la dureza en mi propia voz.
—Ori nació real. Acabó así por culpa de los experimentos del gobierno sobre el cerebro.
—¡Del gobierno! ¡Eso es mentira!
—¿Ah, sí? ¿Tanta confianza sigues teniendo en tu gobierno?
—No, pero…
Obligarme a seguir trabajando para ganar la libertad de Ona, incluso cuando yo ya había
cumplido sus condiciones… mentir a Pek Brimmidin… esas infracciones contra la realidad
compartida son una cosa. Destruir el cuerpo físico de una persona real, que es lo que yo había
hecho con el de Ona (¿o no?) es otra, muchísimo peor. Destruir una mente, el instrumento que
permite percibir la realidad compartida… Pek Brifjis está mintiendo.
—Pek, háblame de la noche en que Ona murió —dice él.
—No, hábleme usted de… ¡ese engendro!
—De acuerdo.
Pek Brifjis se sienta en una silla junto a mi lujosa cama. El engendro deambula por el
cuarto, mascullando. Parece incapaz de quedarse quieta.
—Cuando nació, en un pueblecito muy al norte, ella era Ori Malfisit.
—¿En qué pueblo? —Necesito desesperadamente comprobar si titubea en los detalles.
—Gofkit Ramloe —responde sin titubeo alguno—. De padres reales, gente normal, una
familia de buena reputación y que llevaba tiempo asentada allí. A los seis años, Ori desapareció
cuando estaba jugando en el bosque con otros niños. Los demás críos dijeron que habían oído
cómo algo se iba abriendo camino violentamente en dirección a las marismas. La familia
decidió que a Ori se la había llevado un kilfreit salvaje (muy al norte todavía quedan algunos) y
celebró una procesión en honor del reencuentro de Ori con sus antepasados.
»Pero eso no es lo que le había pasado a Ori. Había sido robada por dos hombres,
prisioneros irreales a los que se les había prometido la expiación y la restauración plena de la
realidad, igual que a ti. Ori fue llevada a Rafkit Sarloe junto con otros ocho niños de distintos
puntos de Mundo. Fueron entregados a los terranos, a los que les dijeron que eran huérfanos
que podían ser utilizados en los experimentos. Experimentos que no iban a dañar ni perjudicar
a los niños en modo alguno.
Miro a Ori, que ahora está destrozando un tapete de mesa y hablando entre dientes. Sus
inexpresivos ojos se vuelven hacia mí y me veo obligada a apartar la mirada.
—Lo que viene ahora es difícil —continúa Pek Brifjis—. Escucha con atención, Pek. Los
terranos no lastimaron a los niños, de verdad. Les pusieron hel-ec-truo-dos en la cabeza… tú
no sabes qué es eso. Descubrieron maneras de ver qué partes de su cerebro funcionaban igual
que las de los cerebros terranos, y cuáles no. Utilizaron diversos tests, máquinas y fármacos.
Todo ello perfectamente inocuo para los pequeños, que vivían en el complejo científico terrano
y eran atendidos por cuidadores de Mundo. Los niños echaron de menos a sus padres al
principio, pero eran muy pequeños y no tardaron en recuperar la alegría.
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Miro de nuevo a Ori. Al no compartir la realidad común, los irreales están aislados y, por
lo tanto, son peligrosos. Una persona sin un mundo en común con otros violentará a esos otros
con la misma facilidad con que se corta una flor. En esas condiciones, el placer es posible, pero
no la felicidad.
Pek Brifjis se pasa la mano por el pelaje del cuello y continúa:
—Los terranos trabajaban en colaboración con sanadores de Mundo, naturalmente,
enseñándoles. Era el intercambio habitual, solo que esta vez nosotros recibíamos la
información y ellos la realidad física: niños y cuidadores. De otro modo, Mundo no hubiese
podido permitir que los terranos experimentaran con nuestros niños. Nuestros sanadores
también estaban presentes en todo momento.
Me mira.
—Sí —digo yo, pero solo porque tenía que decir algo.
—¿Sabes lo que se siente, Pek, al darte cuenta de que has vivido toda tu vida conforme a
creencias que no son verdaderas?
—¡No! —respondo tan fuerte que Ori levanta su mirada demente e irreal. La niña sonríe.
No sé por qué he hablado tan alto. Lo que Pek Brifjis ha dicho no tiene nada que ver conmigo.
Nada de nada.
—Bueno, Pek Walters lo descubrió. Se dio cuenta de que los experimentos en los que
había participado, inofensivos para los sujetos y con vistas a contribuir a la comprensión de las
diferencias biológicas entre especies, estaban siendo utilizados para algo distinto. La raíz de la
es-quis-oh-fri-nia, los sir-qui-tos cerebrales que fallan…
Se lanza a una extensa explicación que para mí carece de sentido. Demasiadas palabras
terranas, demasiados conceptos extraños. Pek Brifjis ya no está hablando conmigo. Está
hablando consigo mismo, sumido en una especie de pesar que yo no comprendo.
De pronto, los ojos violeta se clavan de nuevo en los míos.
—Lo que todo eso significa, Pek, es que un puñado de sanadores, de nuestros propios
sanadores, de Mundo, descubrieron cómo manipular la ciencia terrana. Se apropiaron de ella y
la utilizaron para implantar en las memorias recuerdos de sucesos que no habían ocurrido.
—¡No es posible!
—Sí es posible. Se utilizan instrumentos terranos para excitar en grado extremo el cerebro
mientras se recita sin parar el falso recuerdo. Luego se obliga a las distintas partes del cerebro
a… hacer circular recuerdos y emociones, una y otra vez. Como el agua que circula repetidas
veces por el caz de un molino. E igual que ese agua termina por mezclarse toda… No, míralo
de esta manera: las distintas partes del cerebro intercambian señales entre ellas. Estas señales
son obligadas a circular juntas por unos bucles internos, y cada vez que recorren uno de estos
bucles los recuerdos irreales van ganando fuerza. Por lo visto es un sistema que se utiliza de
manera habitual en Terra, aunque de manera estrictamente controlada.
«Cerebro enfermo hablar a sí mismo».
—Pero…
—No hay objeción posible, Pek. Es real. Sucedió. Le sucedió a Ori. Los científicos
mundanos obligaron a su cerebro a recordar cosas que no habían sucedido. Pequeñas cosas, al
principio. Y eso funcionó. Cuando probaron con recuerdos de mayor calado, algo fue mal. Y la
dejó así. Todavía estaban aprendiendo; eso fue hace cinco años. Luego mejoraron, muchísimo.
Lo bastante como para experimentar con sujetos adultos que a continuación podían ser
devueltos a la realidad compartida.
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—¡No se pueden plantar recuerdos como si fueran flores!, ¡ni arrancarlos como si fueran
hierbajos!
—Esta gente podía. Y lo hicieron.
—Pero… ¡¿por qué?!
—Porque los sanadores de Mundo que hicieron eso (que solo eran unos pocos) veían una
realidad distinta.
—Yo no…
—Les parecía que los terranos eran capaces de hacer cualquier cosa. Fabricar máquinas
mejores que las nuestras, desde molinos hasta bicicletas. Volar a las estrellas. Curar
enfermedades. Controlar la naturaleza. En Mundo son muchos los que temen a los terranos,
Pek. Y a los cayentes y jajajais. Porque su realidad es superior a la nuestra.
—Hay una única realidad común. Lo que ocurre es que… ¡lo terranos saben más que
nosotros sobre ella!
—Puede ser, pero el conocimiento de los terranos hace que la gente se sienta intranquila.
Y asustada. Y celosa.
Celosa. Ona diciéndome en la cocina, con Baya y Capa brillando al otro lado de la
ventana, «¡Yo también saldré esta noche a verle! ¡No puedes impedírmelo! Lo que pasa es que
estás celosa, eres una arpía celosa llena de arrugas a la que ni siquiera su amante desea, por eso
no quieres que yo los tenga…». Y una riada roja anegándome el cerebro, el cuchillo de cocina,
la sangre…
—Pek… —dice el sanador—. ¡Pek!
—Estoy… bien. Los sanadores celosos… ellos hacen daño a los suyos, a la mundanos,
para vengarse de los terranos… ¡no tiene sentido!
—Los sanadores actuaron de ese modo muy a su pesar. Sabían lo que le estaban haciendo
a la gente, pero necesitaban perfeccionar la técnica que les permitiría inducir es-quis-oh-fri-nia
de manera controlada… ¡lo necesitaban! Para que la gente se enfadara con los terranos; se
enfadase lo bastante como para olvidar los atractivos trueques de artículos y alzarse contra los
alienígenas. Para provocar una guerra. Esos sanadores están equivocados, Pek. En Mundo no
hemos tenido una guerra desde hace mil años; nuestro pueblo no es capaz de imaginar la
dureza con la que contraatacarían los terranos. Pero tienes que comprender que esos científicos
criminales creían estar haciendo lo correcto. Creían que acrecentando esa ira conseguirían
salvar Mundo.
»Y otra cosa más: con la ayuda del gobierno procuraron evitar que por su culpa algún
hombre o mujer de Mundo pudiera acabar condenado a ser irreal para siempre. A todos los
adultos a los que habían inducido a creer que eran asesinos se les ofreció la expiación si se
convertían en confidentes. Se ocuparon de todos los niños. A los errores, como Ori, se les
permitirá descomponerse llegado el día, reunirse con sus antepasados. Yo mismo me encargaré
de eso.
Ori destroza los últimos restos de tapete, con una sonrisa espantosa y su mirada vacua e
inexpresiva. ¿Qué recuerdos irreales atestarán su cabeza?
—Que estaban haciendo lo correcto… —digo con amargura—, ¡dejándome creer que
asesiné a mi hermana!
—Cuando te reúnas con tus antepasados descubrirás que no es así. Y se te proporcionaron
los medios para que esa reunión pudiese tener lugar: expiación si cumplías como informante.
Pero ahora nunca alcanzaré la expiación. Robé a Ona y la enterré sin el consentimiento de
la Sección. Maldon Brifjis no lo sabe, por supuesto.
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—¿Y qué me dice de usted, Pek Brifjis? —le espeto en medio de mi dolor e ira—. Trabaja
con estos sanadores criminales, les ayuda a vaciar de realidad a niños como Ori…
—Yo no trabajo con ellos. Te creía más lista, Pek. Trabajo en contra de ellos. Igual que
Carryl Walters. Por eso murió en la prisión de Aulit.
—¿En contra de ellos?
—Somos muchos. Carryl Walters era uno. Era un infiltrado. Y mi amigo.
Ninguno de los dos dice nada. Pek Brifjis clava la mirada en el fuego; yo, en Ori, que ha
empezado a hacer unas muecas horribles. La niña se pone en cuclillas encima de una alfombra
curvada de intrincado diseño, con aspecto de ser muy antigua. Un repentino hedor inunda la
habitación. Ori no comparte con el resto de nosotros la realidad de los meatorios. Echa la
cabeza hacia atrás y ríe, un sonido horrible, como el del metal desgajándose.
—Llévatela —dice Pek Brifjis cansinamente al guardaespaldas, que no parece contento—.
Yo lo limpiaré. —Y añade dirigiéndose a mí—: Contigo aquí no podemos permitir entrar a
ningún criado.
El guardaespaldas se lleva a la gesticulante niña. Pek Brifjis se arrodilla y restriega la
alfombra con algunos trapos para la chimenea mojados en el agua de mi jarra. Me acuerdo de
que colecciona jarras antiguas. Su hobby le tiene que parecer casi un sueño comparado con Ori,
tener que limpiar mierda, y Carryl Walters tosiendo hasta echar los pulmones por la boca en la
prisión de Aulit, entre alienígenas.
—Pek Brifjis… ¿asesiné a mi hermana?
Él levanta la mirada. Tiene las manos manchadas de excrementos.
—No hay manera de estar por completo seguros. Es posible que fueses una de las
personas de tu pueblo con las que se experimentó. De ser así, habrías sido drogada en tu casa y
al despertar te hubieras encontrado con tu hermana asesinada y la mente manipulada.
En voz más queda que cualquier otra cosa que haya dicho en esta habitación, pregunto:
—¿De veras me matará?, ¿me permitirá descomponerme y me posibilitará el reencuentro
con mis antepasados?
Pek Brifjis se pone de pie y se limpia la mierda de las manos.
—Sí.
—Pero ¿qué hará si rechazo su oferta?, si en lugar de eso le pido regresar a casa.
—En ese caso, el gobierno te arrestará y de nuevo te prometerá la expiación… si delatas a
aquellos de nosotros que estamos trabajando en contra suya.
—No si primero acudo a algún departamento del gobierno que realmente esté tratando de
poner punto final a los experimentos. No puede estar diciéndome que todo el gobierno está
metido en… eso.
—Claro que no, pero ¿cómo tienes la certeza de qué secciones y qué funcionarios en esas
secciones desean la guerra con los terranos y cuáles no? Si nosotros mismos no podemos estar
seguros, ¿cómo vas a poder estarlo tú?
Me digo que Frablit Pek Brimmidin es inocente. No obstante, saber eso no me sirve de
nada. Pek Brimmidin es inocente, pero carece de poder.
Siento que mi alma se desgarra cuando pienso que tal vez ambas cosas sean equivalentes.
Pek Brifjis frota la alfombra húmeda con la punta de la bota. Mete los trapos en un tarro
con tapa y se lava las manos en el lavabo. En el aire aún flota un ligero hedor. Luego se acerca
y se queda de pie junto a mi cama.
—¿Es eso lo que quieres, Uli Pek Bengarin?, ¿que te permita abandonar esta casa sin
saber lo que vas a hacer, a quién vas a delatar?, ¿que ponga en peligro todo lo que hemos hecho
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para que tú te convenzas de su verdad?
—O también puede asesinarme y dejar que me reúna con mis antepasados, que cree que es
lo que voy a elegir, ¿verdad? Esa opción le permitiría no solo mantenerse leal a la realidad que
ha decidido que es la verdadera sino también que los criminales sigan sin conocer su identidad.
Matarme sería lo más sencillo para usted, pero solo si accedo a mi asesinato. De otro modo
violará incluso la realidad que ha decidido percibir.
Él se me queda mirando fijamente, un hombre musculoso de hermosos ojos violeta. Un
sanador que asesinaría. Un patriota que desafía a su gobierno para impedir una sangrienta
guerra. Un pecador que hace todo lo que está en sus manos para minimizar su pecado y evitar
que le malogre la oportunidad de reencontrarse con sus propios antepasados. Un creyente en la
realidad compartida que está tratando de deformar la realidad sin quebrantar su creencia en
ella.
Me quedo callada. El silencio se prolonga. A la postre es Pek Brifjis quien lo rompe.
—Ojalá Carryl Walters nunca te hubiera enviado a mí.
—Pero me envió, y elijo regresar a mi pueblo. ¿Permitirá que me marche, me mantendrá
prisionera aquí o me asesinará sin mi consentimiento?
—¡Joder! —dice, y reconozco la palabra que Carryl Walters había utilizado cuando
estábamos hablando de los irreales de la prisión de Aulit.
—Sí, ¿qué hará, Pek? ¿Cuál de sus supuestas múltiples realidades elegirá ahora?
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se cagaba encima de una alfombra lujosa, lo que está claro es que esa pobrecilla no había
empezado su mísera vida en Gofkit Ramloe.
Cuando Maldon Brifjis me liberó de la casa con vistas al mar de la viuda rica, ¿sabía que
lo descubriría? Tenía que saberlo. O a lo mejor, pese a que yo trabajaba como confidente y él lo
sabía, no cayó en que iría a Gofkit Ramloe en persona para asegurarme. Es imposible caer en
todo.
A veces, en las horas más oscuras de la noche, deseo haber aceptado su oferta para
enviarme junto a mis antepasados.
Trabajo en los montículos de piedras durante el día, entre mineros que levantan mazos y
hacen añicos las rocas. Hablan, maldicen y vilipendian a los terranos, aunque son muy pocos
los que han visto uno siquiera. Después del trabajo se sientan en el campamento y beben pel,
alzando jarras enormes con sus manos sucias, y ríen los chistes obscenos. Todos comparten la
misma realidad, que los une a todos, en su fuerza sencilla y feliz.
Yo también tengo fuerza. Tengo fuerza para blandir mi mazo con las otras mujeres,
muchas de las cuales tienen mi mismo aspecto vulgar y poco agraciado, y están encantadas de
aceptarme como una de ellas. Tuve fuerza para hacer añicos el ataúd de Ona y enterrarla
incluso cuando creía que el precio que tendría que pagar era la muerte perpetua. Tuve fuerza
para hacer caso a las palabras de Carryl Walters acerca de experimentos sobre el
funcionamiento del cerebro y buscar a Maldon Brifjis. Tuve fuerza para embrollar la mente
dividida de Pek Brifjis y obligarlo a dejarme marchar.
Ahora bien, ¿tengo fuerza para ir hacia donde todo eso me lleva? ¿Tengo fuerza para
observar la realidad de Frablit Pek Brimmidin y la de Carryl Walters y la de Ona y la de
Maldon Brifjis y la de Ori… y tratar de encontrar los lugares que encajan y los que no? ¿Tengo
fuerza para seguir viviendo sin contar en ningún momento con la certeza de si maté o no maté a
mi hermana? ¿Tengo fuerza para dudar de todo y vivir sin dudas, y revolver por entre los
millones de realidades independientes de Mundo en busca de las piezas verdaderas de cada
una?, suponiendo que sea capaz de reconocerlas siquiera.
¿Es justo que alguien tenga que vivir así?, en la incertidumbre, en la duda, en la soledad.
Solo en su propia mente, en una realidad aislada y no compartida.
Me gustaría regresar a la época en la que Ona estaba viva. O incluso a mi época como
confidente. A la época en la que yo participaba de la realidad de Mundo, con la certeza de
tenerla bajo mis pies, sólida como el propio suelo. A la época en la que, como sabía qué pensar,
no necesitaba hacerlo.
A la época anterior a que me volviese, a mi pesar, tan aterradoramente real como lo soy
ahora.
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Tiro a la cabeza
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Presentación
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Tiro a la cabeza
Julian Mortimer Smith
@JMitcherCNN: Cabo, en primer lugar permítame agradecerle que haya accedido a
concedernos esta entrevista. A estas alturas, todo Estados Unidos ha visto las imágenes de
su increíble disparo de la semana pasada. ¿Nos podría contar la historia con sus propias
palabras?
@CaboPetersMarines: Por supuesto. Tal como ya sabe, las cosas se han desmadrado un poco
después de cobrarme esa pieza. Voy camino de los 12K seguidores. Hasta entonces, jamás
había llegado a tener conectados más de… ¿a lo mejor un par de docenas? El hecho es que
cuando pasó solo tenía a dos personas conmigo: @MotínPatriótico2000 y
@Fantasmamigo. Fue la noche del asalto en Peshawar, ¿se acuerda? Así que la mitad del
país estaba siguiendo a los chicos de la Primera División Aerotransportada. Nadie quería
perderse un salto así. Yo estoy muy agradecido a todos los seguidores que han estado a mi
lado desde el principio, pero al César lo que es del César: esa noche tan solo estábamos
Motín, Fantasma y yo.
@JMitcherCNN: Qué interesante. ¿Así que ni siquiera tenía quorum para entablar combate?
@CaboPetersMarines: No, al principio no. Pero esa noche el quorum no era algo que me
preocupase. Solo era una patrulla rutinaria y no esperábamos ningún problema. Yo estaba
charlando tranquilamente con Fantasma y Motín. Esos dos siempre me han ayudado con
la navegación, los informes de situación y toda la pesca, pero también han estado ahí
cuando simplemente he necesitado alguien con quien charlar, que a veces es incluso más
importante. Cuando estás en plena zona de guerra, resulta agradable oír en tus cascos la
voz de algún chaval de las afueras de Detroit.
@JMitcherCNN: ¿Y cuántos soldados más había en esta patrulla?
@CaboPetersMarines: Era un pelotón de seis hombres, pero los tipos de tácticas nos habían
dividido para cubrir más terreno. Tanto Fantasma como Motín pensaban que eso era una
gilipollez, pero habían perdido la votación en el centro de operaciones. Cuando el número
de votos es pequeño, es más fácil que las malas ideas salgan adelante. De ahí lo del
quorum. Reconozco que los pusimos a parir un rato. Ellos me contaron que entre los tíos
de tácticas del centro de operaciones online había muchos que en realidad ni siquiera
habían seguido nunca de verdad a un soldado. Se limitan a pasar el tiempo mirando
imágenes generales del terreno y transmisiones vía satélite, moviéndonos de aquí para allá
como piezas de ajedrez. No estoy diciendo que eso esté mal, pero puede ser peligroso.
Nadie que haya dedicado tiempo a seguir a un soldado de patrulla hubiese tomado ese tipo
de decisión.
@JMitcherCNN: Así que únicamente estaba usted, solo en un callejón y sin respaldo.
@CaboPetersMarines: Así es. Y entonces Motín se fija en un gran coche negro aparcado en
el callejón, que estaba oscuro como la boca de un lobo. Todas las farolas estaban
apagadas, así que yo no lo había visto. Pero Motín es un verdadero friki de la tecnología y
está siguiendo mi transmisión en versión infrarroja, térmica y de visión nocturna por láser,
cada una en una ventana distinta. No se le escapa casi nada. Y este era un Lincoln y él es
de Detroit, que es donde los fabricaban, así que lo reconoce. Aquí la mayoría de los
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coches son modelos soviéticos mierdosos de los años setenta. ¿A que es el colmo de la
ironía? A los tipos de la lista de los más buscados se los reconoce porque todos conducen
coches estadounidenses.
@JMitcherCNN: Así que supo que por allí cerca andaba alguien importante.
@CaboPetersMarines: Bueno, lo sospechamos. Fantasma está mirando los mapas térmicos
del satélite, consultando planos de los edificios, comprobando la ubicación de las
ventanas. Yo sabía que no podía irrumpir alegremente yo solo, pero Fantasma y Motín no
se fiaban de los tipos del centro de operaciones, así que querían esperar antes de llamar a
la caballería. Lo más probable era que esos fantoches de tácticas se limitasen a ordenar al
pelotón que entrase, escupiendo balas, por pura diversión. Así que Fantasma me guía
hasta el interior de un bloque de oficinas bombardeado situado al otro lado de la calle.
Subo a patita los cinco pisos hasta donde puedo ver bien el edificio de enfrente. En efecto,
hay una luz encendida y puedo atisbar el interior de la habitación. Hay seis o siete fulanos
con barba y Kalashnikovs al hombro. Parecen estar discutiendo y durante un rato creo que
se van a disparar entre ellos y ahorrarme el trabajo, pero entonces entra otro tío. Solo con
verlo ya se sabe que es algún baranda: el dueño del coche. Yo no lo reconocí. No soy
racista, pero con esas barbas como que todos me parecen más o menos iguales. Pero
Motín arranca un programa de reconocimiento facial y lo identifica en menos de lo que
canta un gallo: Jaques al-Adil.
@JMitcherCNN: La jota de tréboles.
@CaboPetersMarines: Exacto. Este tipo es una de las figuras de la baraja. Uno de los diez
terroristas más buscados del mundo, y yo estoy junto a una ventana al otro lado de la calle,
perfectamente alineado para dispararle a la cabeza.
@JMitcherCNN: Pero…
@CaboPetersMarines: Pero, tal como ya he dicho, no tenía quorum, así que no podía
disparar. Legalmente. De modo que Fantasma y Motín se lanzan a sus redes sociales y
tratan de que se corra la voz. Cualquier patriota votaría a favor de un tiro así, pero no
teníamos suficientes mendas en la sala. Ni que decir tiene que todos sus amigos están
mirando el asalto en Peshawar en lugar de estar comprobando si tienen algún mensaje. Así
que ¿sabe qué hacen? Fantasma coge y despierta a sus padres y Motín va a buscar a su
hermana pequeña y al novio de esta. Pero los padres de Fantasma son verdaderos
tradicionalistas que jamás han seguido a un soldado en la vida. Fantasma siempre se está
quejando de ellos, dale que te dale con que están incumpliendo sus obligaciones cívicas.
Es que son un par de fósiles. La democracia directa se la trae al fresco.
@JMitcherCNN: ¿Estaban registrados para poder votar?
@CaboPetersMarines: ¡No! Ese es el tema. Creo que habían pasado algún tipo de examen
previo para el carnet de conducir o yo qué sé, pero que no estaban registrados para este
escenario, eso seguro. Así que oigo a Fantasma ayudándolos con el proceso de registro,
intentando convencerlos de lo importante que es esto, y ellos están tratando de
tranquilizarlo a él, y se equivocan al teclear sus direcciones de correo y tienen que
empezar otra vez desde el principio, exactamente igual que todos los viejos. Cuando lo
pienso ahora me da la risa.
@JMitcherCNN: Supongo que en aquel momento no fue tan divertido.
@CaboPetersMarines: No lo fue. Pero escuche esto: la situación en casa de Motín es incluso
peor. Su hermana es una hippie. Una auténtica pacifista. No quiere tener nada que ver con
guerras. Así que oigo a Fantasma soltándole un rollo filosófico, tratando de convencerla
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de que haga lo más conveniente para la libertad y la democracia solo por esta vez. Y
entretanto yo estoy esperando con mi rifle amartillado y la cabeza de Jaques al-Adil en el
centro de la mira. Tengo que reconocerlo, Jim: estuve pero que muy tentado de apretar el
gatillo y ya viviría luego con las consecuencias. Pero me dije, si disparo ahora, no soy
mejor que él. Estoy aquí en representación de mi país. Si disparo sin un quorum de
ciudadanos a favor, tal como exigen las reglas, entonces ya no estoy defendiendo la
libertad y la democracia. No soy más que otro terrorista.
@JMitcherCNN: Esas palabras son muy fuertes, cabo.
@CaboPetersMarines: Bueno, si no las creyera, jamás me habría alistado.
@JMitcherCNN: ¿Y qué pasó a continuación?
@CaboPetersMarines: Bien, entonces oigo disparos que llegan de una calle más allá. Luego
me enteré de que tan solo eran Samuels y Gonzales dándose el pisto delante de unos críos,
pero a esas alturas Fantasma y Motín estaban demasiado ocupados para mantenerme
informado, así que me llevé un susto de un par de narices. Y al-Adil y el resto de tipos
alrededor de la mesa también se asustaron. Apagaron las luces y se tiraron al suelo. Un
minuto más tarde veo abrirse la puerta principal del edificio y cuatro figuras corriendo a
toda leche hacia el Lincoln. Una es al-Adil, que entra y se sienta en el asiento posterior. El
visor de datos de mi casco me continuaba mostrando que Fantasma y Motín eran los
únicos conectados, pero justo cuando estaban arrancando se iluminaron tres seguidores
más. Ya tenía quorum. Ahora solo tenían que votar a favor de entablar combate. El
automóvil ya estaba doblando la esquina de la calle cuando llegaron los votos: cinco votos
a favor de cinco. Motín había convencido al novio de su hermana de que se conectase y
votara. Para entonces yo ya no veía a al-Adil, solo alcanzaba a ver el coche, pero lo había
visto subir al asiento derecho trasero, así que apunté a donde creí que estaría su cabeza.
@JMitcherCNN: Y el resto es historia.
@CaboPetersMarines: Y el resto es historia. Aunque nunca se habría viralizado de tal modo
si Samuels no hubiera estado a la vuelta de la esquina. Fue él quien vio toda la sangre y
demás. Es su grabación en primera persona la que está arrasando. Más de diez millones,
creo.
@JMitcherCNN: Pero es la de usted, cabo, la que consigue que el disparo resulte todavía más
asombroso. Me gustaría animar a todos nuestros seguidores a que miren la grabación en
primera persona del cabo Peters. Un segundo más tarde y…
@CaboPetersMarines: Fantasma y Motín también han subido la grabación de lo que se vio en
sus pantallas. Que no se les pase echarles un ojo. Sin ellos no lo habría logrado.
@JMitcherCNN: ¿Y cómo cree que va a cambiar su trabajo ahora que tiene miles de
seguidores?
@CaboPetersMarines: Bueno, está claro que se acabaron mis problemas para alcanzar el
quorum… LOL. Por otra parte, aunque me siento genial contando con el respaldo de
tantos ciudadanos patrióticos, ahora me resultará más difícil mantener charlas privadas
con mis seguidores. Haré lo que pueda para no perder la relación personal. Ya he dado de
alta un canal privado para Fantasma y Motín, para que siempre puedan hablar conmigo
directamente por mucha cháchara que haya. ¿Que cómo va a cambiar mi trabajo?
Supongo que habrá que esperar y ver qué pasa.
@JMitcherCNN: Solo otra pregunta, cabo, y ya no lo molesto más. El reciente consejo de
guerra al sargento Pearson ha sido el detonante de una campaña popular a favor de que se
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elimine totalmente el quorum. ¿Le hubiese gustado contar con más margen de acción?,
¿con más libertad para actuar de acuerdo con su propia iniciativa?
@CaboPetersMarines: Vaya, esa es una pregunta muy interesante. Muchos veteranos de la
unidad no hacen más que quejarse de todo este asunto de la democracia directa, pero yo
creo que a mí me gustan las cosas tal como están. A lo mejor si hubiera fallado el tiro
pensaría de manera distinta, pero me parece que sacar a tus viejos de la cama para que
voten y debatir filosóficamente con tu hermana antes de permitir que un soldado dispare…
así es como debería ser. Eso es la democracia.
@JMitcherCNN: Bien dicho, cabo. Y gracias por defender nuestro país.
“Headshot”. © Julian Smith 2021. From the collection The World of Dew and Other
Stories. Reprinted with permission of Indiana University Press. / Incluido en la colección The
World of Dew and Other Stories. Publicado con la autorización de Indiana University Press.
De la ilustración, Copyleft Pedro Belushi
Traducido del inglés por Marcheto
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Volver a cruzar la Estigia
Ian R. MacLeod
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Presentación
Ian R. MacLeod es un escritor inglés ya conocido por todos vosotros, dado que en 2018
publicamos su estupenda historia La chica picadillo. Este cuento no solo ganó en su momento
el premio Mundial de Fantasía, sino que también se impuso en la categoría de relato favorito de
la 6ª encuesta anual de Cuentos para Algernon, de ahí que Ian nos vuelva a visitar con un
nuevo relato bajo el brazo.
Volver a cruzar la Estigia (Recrossing the Styx) se publicó por primera vez en 2010 en la
revista The Magazine of Fantasy & Science Fiction. Posteriormente fue incluido en varias de
las antologías de lo mejor de ese año, y también se ha recogido en un par de colecciones de
relatos del propio autor (Frost on Glass y Nowhere). Tanto en tono como en argumento es una
historia muy distinta a La chica picadillo, algo que he buscado premeditadamente para que
comprobéis que estamos ante un escritor de muy variados registros. En esta ocasión vais a
poder leer una historia de ciencia ficción con elementos de literatura negra y toques de humor
también un tanto negro, que a la postre resulta bastante sombría —lo que tampoco es
sorprendente habida cuenta de que, al fin y al cabo, nos habla de la vejez y la muerte— y que
seguro que os trae a la memoria algún clásico de la literatura o el cine.
Confío en que disfrutéis con este segundo relato de Ian tanto como yo he disfrutado
traduciéndolo. Y a él tan solo me queda expresarle por segunda vez mi enorme agradecimiento
por su amabilidad y paciencia en todo momento. Thanks a million, Ian!
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Volver a cruzar la Estigia
Ian R. MacLeod
Bienvenidos a bordo de El Grandioso Trotamundos, propulsado íntegramente con energía
atómica, cada una de sus 450 000 toneladas. Se trata de un pequeño país, en sentido literal y
con todas las de la ley, con sus propias fuerzas armadas, legislación y moneda. No obstante, a
pesar de toda su modernidad, a bordo se sigue viviendo a la antigua usanza. Cuenta con los
tradicionales locales de comida rápida, restaurantes temáticos, fuentes iluminadas, artistas
callejeros e incluso una entrañable barbería improvisada atendida por un cuarteto de
espontáneos. Y también con cualificadas legiones de chefs, basureros, recogedores de cacas de
perros y técnicos de mantenimiento. Todas las noches, si el tiempo acompaña, hay espectáculos
de fuegos artificiales en la cubierta superior, sobre el casino El Multimillonario Feliz. Es fácil
comprender por qué quienes se pueden permitir sus tarifas continúan navegando hasta la
muerte, y luego hasta mucho después.
Cuando paseaba por cubierta ataviado con su blazer a rayas lilas que lo identificaba como
miembro de la tripulación, Frank Onions, guía oficial del crucero, nunca prestaba demasiada
atención a las noticias que veía en las coloridas revistas abandonadas sobre los brazos de las
tumbonas. No obstante, sabía que morir ya no era el terrible problema de antaño. La muerte
había resultado ser la respuesta a numerosos problemas de la tercera edad. Una vez que tu débil
corazón se había detenido y tu deteriorado cuerpo había sido eviscerado, tu memoria
transferida y tus órganos sustituidos, eras libre de arrastrarte de aquí para allá con tu cadera de
titanio durante unas cuantas décadas más. Transcurridas las cuales podías solicitar que el
procedimiento se llevara a cabo otra vez. Y otra. Es cierto que algunos quisquillosos
cuestionaban que, estrictamente hablando, los posvivos continuasen siendo las mismas
personas de antes, pero, en el caso de Frank, que trabaja en un sector que dependía tanto de los
poscentenarios, hubiera sido una grosería poner algún reparo.
Cuando acompañó a ese grupo a la excursión matutina a las ruinas de Cnossos, en Creta,
con El Grandioso Trotamundos fondeado frente a lo que quedaba de la ciudad de Heraclión,
Frank tuvo la sensación de que ese día había más cadáveres que nunca. Al menos catorce de las
cuarenta y dos cabezas que contó en el autobús del tour parecían estar muertas. Multiplicadas
por dos, si incluías a sus cuidadores. La manera más sencilla de distinguir a muertos de vivos
era una ojeada a sus pelucas y peluquines. No era que esos aderezos no gozasen también de
popularidad entre los vejestorios vivos, pero no había ni un solo muerto que no estuviera calvo
—los científicos no parecían acabar de coger el tranquillo a la sustitución del cabello, e igual
pasaba con la piel—, y todos tenían un gusto de lo más nauseabundo en lo relativo a prótesis
capilares. De las filas de asientos del autobús que Frank tenía frente a él brotaban copetes
dignos de Elvis Presley, crestas punkis teñidas y moños cardados estilo Motown. A los muertos
también les encantaba lucir gafas de sol enormes. Evitaban la luz, como los vampiros a los que
en cierto modo se asemejaban, y preferían la ropa holgada en insólitas combinaciones de fibras
artificiales. Incluso los hombres se maquillaban en exceso para disimular su tez pálida.
Mientras el vehículo trepaba camino del destino cultural del día, Frank cogió el micrófono y,
cuando estaba soltando su perorata sobre Perseo y el minotauro, le llegó un efluvio mezcla de
olor a carne putrefacta, crema facial y formaldehído o algo así.
100
El sol de septiembre no pegaba con excesiva fuerza mientras Frank, con la mano derecha
alzada enarbolando la insignia redonda de El Grandioso Trotamundos, guiaba a su grupo, que
se desplazaba arrastrando los pies por los lugares de interés, salvaescaleras y pasillos rodantes.
Este es el fresco del rey-sacerdote y esta es la sala del trono y este el primer retrete con
depósito de agua del mundo. El único grupo que había además del suyo era de El Trovador
Feliz, otro gran barco de cruceros atracado en la vieja base naval estadounidense de la bahía de
Suda. Cuando las dos lentas corrientes se juntaron y mezclaron en sus débiles esfuerzos por
llegar a la tienda de souvenirs primero, Frank no pudo evitar preocuparse al pensar que iba a
terminar con algunos cruceristas equivocados. Luego, tras contemplarlos un rato más —tan
frágiles, con ese entusiasmo tan rematadamente absurdo por gastar el dinero que habían ganado
en sus pasadas vidas como contables en Idaho, abogados en Estocolmo o comerciales de
empresas de alquiler de maquinaria en Wolverhampton— se preguntó si eso tendría alguna
importancia.
Frank acorraló a los que parecían sus propios especímenes y los llevó de vuelta al autobús
sin más incidentes, y se dirigieron hacia lo que el itinerario del día describía como «una típica
villa pesquera cretense». El aspecto de todo el pueblo era bastante convincente si pasabas por
alto los malecones de hormigón erigidos como protección ante el avance del mar, y los
aldeanos del lugar hacían de aldeanos del lugar tan bien como cabía esperar de cualquiera que
tuviese que representar el mismo papel día tras día.
Más tarde, Frank se sentó bajo un olivo en el establecimiento que representaba el papel de
taberna del puerto, sacó una pantalla del bolsillo trasero y fingió leer. El camarero le trajo unas
aceitunas rellenas, un solo descafeinado bastante decente y un plato de pan de pita caliente. A
veces era difícil poder quejarse.
—¿Te importa si nos sentamos?
Frank reprimió un gesto de disgusto y guardó la pantalla. Entonces, cuando levantó la
vista, su sonrisa de compromiso se convirtió en genuina.
—Para nada. Por mí encantado.
Ella llevaba un vestido de tirantes de un tejido que centelleaba y metamorfoseaba bajo la
titilante luz. Y lo mismo ocurría con sus hombros dorados al aire. Y con su cabello dorado.
—Soy Frank Onions.
—Sí… —Lo miró con una peculiar intensidad, con unos ojos asimismo dorados—. Lo
sabemos. —Arrastró hacia atrás una silla. Luego otra. E hizo un ademán llamando a alguien.
Mierda. No estaba sola. Aunque Frank suponía que era de esperar; aparte de la tripulación,
los únicos jóvenes que encontrabas a bordo de barcos como El Grandioso Trotamundos eran
cuidadores. El muerto que se acercó con andar pesado tenía un aspecto de lo más lamentable.
Su peluquín era una especie de tupé plateado a lo James Dean, pero lo llevaba totalmente
torcido; igual que las gafas de sol. Y la lengua que asomó entre los labios pintados de un modo
ridículo mientras se concentraba en el acto de sentarse parecía un trozo de hígado echado a
perder.
—Soy Dottie Hastings, por cierto. Él es Warren.
Mientras esa visión de ensueño llamada Dottie se inclinaba para colocarle bien peluquín y
gafas, el muerto masculló algo que Frank interpretó como un saludo.
—Bueno… —dijo ella mirando de nuevo a Frank—. Hemos disfrutado de lo lindo con la
excursión y tus explicaciones de esta mañana. ¿Podemos invitarte a algo?, ¿a una botella de
retsina?, ¿a un ouzo?
101
Aunque le hubiera encantado aceptar cualquier sugerencia que viniese de Dottie, Frank
movió la cabeza negativamente.
—Nunca pruebo ese tipo de bebidas… No porque tenga ningún problema con ellas… —se
sintió obligado a añadir—. Tan solo me gusta cuidarme, nada más.
—Sí, claro. —Frank sintió cómo la mirada de Dottie lo recorría de arriba abajo (lo sintió
literalmente, ¡joder!)—. Ya lo veo. ¿Vas al gimnasio?
—Bueno, a veces. Cuando eres parte de la tripulación no tienes muchas otras cosas que
hacer durante tu tiempo libre.
—Ya, volviendo a lo de la invitación —dijo sonriendo irónicamente—. ¿A lo mejor otro
café? Descafeinado, supongo…
Frank observó que Dottie se conformaba con un ouzo pequeño, mientras que el tal Warren
se limitaba a tomar un zumo de naranja; luego, ella tuvo que limpiarle las arrugas del cuello,
donde había terminado gran parte del zumo. Los gestos de Dottie traslucían una ternura extraña
y poco habitual en los cuidadores, que casi resultaba enternecedora. A pesar de todo el encanto
de la mujer, a Frank le resultó duro mirarlos.
—¿Te das cuenta —dijo ella mientras estrujaba servilletas de papel— de que la mayoría
de las historias que nos has contado sobre Cnossos no son más que mitos sin ningún
fundamento histórico?
A Frank se le atragantó el café, pero Dottie le estaba sonriendo con la boca ligeramente
torcida, lo que le daba un aire travieso. Esa sonrisa cómplice se convirtió a continuación en una
carcajada a la que él se vio forzado a unirse. Al fin y al cabo, gran parte de lo que acababan de
estar examinando religiosamente (los pilares, los frescos, los cuernos de toro) era obra de
Arthur Evans, el resultado de su insensato intento de tan solo un par de cientos de años atrás
por recrear Cnossos tal como a él le parecía que tenía que haber sido. Pero Evans se había
equivocado en casi todo. Se había equivocado hasta en el nombre del lugar. Por lo general,
Frank nunca se molestaba en estropear sus narraciones de mitos y minotauros con nada que se
asemejara a la verdad, pero, mientras Warren babeaba y Dottie y él charlaban, regresaron a él
algunas vagas memorias del entusiasmo que en el pasado lo había empujado a estudiar historia
clásica.
Dottie no solo era increíblemente bella, sino también increíblemente inteligente. Hasta
había oído hablar de Wunderlich, cuya teoría de que todo Cnossos era en realidad un inmenso
mausoleo se contaba entre las favoritas de Frank. Para cuando tuvieron que regresar al autobús
para ir a ver la famosa estatuilla de la mujer de pechos al descubierto con serpientes en las
manos —y que ahora también se sabía que era una falsificación moderna—, Frank ya estaba
bastante cerca de sentir algo semejante al amor. O, al menos, a un profundo apego. Dottie tenía
algo especial. En concreto, esa mirada dorada suya tenía algo especial. En ella coexistían una
oscuridad juguetona y una inocencia serena que él no sabía cómo interpretar. Era como
contemplar dos monedas que te lanzaban destellos desde el fondo de un río frío y profundo.
Dottie no solo era inteligente y bella. Era única.
—Bueno… —Frank se puso en pie, mareado como si hubiera sido él quien hubiese estado
bebiendo ouzo—. Habrá que ir a echar un ojo a esos tesoros…
—Sí, claro. —Ese espectáculo de carne bronceada y vestido aleteante que era ella también
se levantó. Luego se inclinó para ayudar al tal Warren y, a pesar de cuánto le repugnaba lo que
Dottie estaba haciendo, Frank no pudo evitar admirar la manera en que la punta de sus pechos
se movía bajo el vestido—. Lo de esta tarde me apetece un montón. Bueno, me refiero a que…
—Tras un pequeño esfuerzo, Warren ya estaba también de pie, aunque ladeado y apoyándose
102
en ella. Tenía la boca abierta. Su peluquín estaba torcido de nuevo y la piel que había quedado
al descubierto debajo parecía un globo gris medio desinflado—. A los dos, nos apetece un
montón a los dos. —Dottie le dirigió otra encantadora sonrisa traviesa—. A mí y a Warren, mi
marido.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
A Frank los cuidadores siempre le habían parecido unas personas peculiares, incluso aunque la
mayor parte de sus conquistas a bordo perteneciesen a esa categoría. Sin embargo, Dottie era
distinta. Dottie era otra cosa. Dottie rebosaba una vitalidad diferente a esos pobres diablos a los
que simplemente les pagaban por hacer lo que hacían. Ahora bien, ¿casados? Es cierto que a
veces encontrabas parejas que habían cruzado juntos el llamado «umbral del tránsito». Y luego
estaban las cazafortunas: rubias neumáticas que no exhibían sonrisas demasiado misteriosas
mientras empujaban de aquí para allá a alguno de esos carcamales en una silla de ruedas
chapada en oro. No obstante, el típico magnate petrolífero multimillonario ahora ya se limitaba
a aceptar lo inevitable, morir y hacer que lo resucitasen. Luego seguía más o menos como
antes. Que era de lo que se trataba.
Esa noche, Frank Onions estaba tumbado en su cápsula-dormitorio con una molesta
sensación de descolocación. ¿Adónde exactamente pensaba llegar con esa vida que llevaba ahí
abajo, en las cubiertas para tripulantes, muy, muy por debajo de la línea de flotación de El
Grandioso Trotamundos, donde el único espacio que podías considerar propio era tan reducido
que apenas te alcanzaba para moverte? Arriba, en los parques y centros comerciales, tal vez no
se notase, pero ahí abajo jamás tenías la más mínima duda de que te hallabas en el mar. El
fuerte hedor a combustible y agua de sentina competía con otros penetrantes olores más
inherentes a los humanos: a comida echada a perder, calcetines y vómito. En realidad resultaba
cómico —aunque no era una comicidad que te hiciese sentir ganas de echarte a reír— que todo
ese progreso de la tecnología moderna hubiera terminado desembocando en eso: una estructura
con pinta de colmena en la que te encerrabas como si fueses una crisálida preparándose para
eclosionar. No era casualidad que Frank matara los ratos libres en el gimnasio de la tripulación,
ejercitando el cuerpo hasta alcanzar algo cercano al agotamiento, u ocupase el poco tiempo que
le quedaba cazando el siguiente polvo fácil. No era casualidad que ninguna de las numerosas
atracciones del barco despertase el más mínimo interés en él. No era casualidad que no lograse
pegar ojo.
No dejaba de pensar en Dottie. Dottie de pie. Dottie sentada. Dottie esbozando esa sonrisa
torcida suya. La oscilación de sus pechos contra ese tejido centelleante. Entonces Frank pensó,
aunque para nada deseaba pensar en ello, en lo que Dottie podía estar haciendo justo en esos
momentos con ese zombi que tenía por marido. El simple sexo entre ambos no parecía algo
demasiado probable, pero limpiarle cuando se manchaba al comer y ayudar a sus extremidades
atrofiadas a sentarse en el salvaescaleras y luego a levantarse eran tan solo la punta del iceberg
de las tareas de las que los cuidadores tenían que encargarse. El problema de estar muerto era
que la sangre, las células nerviosas y los tejidos, incluso recién clonados, eran susceptibles de
volverse a corromper, de ahí que necesitaran renovarse y ser remplazados continuamente. Para
ganarse el sueldo, los cuidadores no se limitaban a renunciar a unos pocos años de su vida: tras
ser atiborrados con inmunodepresores, tenían que donar regularmente sus tejidos y fluidos
corporales a sus empleadores. Muchos de ellos incluso desarrollaban esas excrecencias
semejantes a las del bocio donde crecían los nuevos órganos sustitutos.
103
Frank se revolvió en la cama. Frank se dio media vuelta. Frank vio tubos palpitantes,
medio de carne, medio de goma, saliendo de orificios inimaginables. Luego sintió el
movimiento del mar bajo el enorme casco de El Grandioso Trotamundos mientras la nave
surcaba el Mediterráneo. Y vio a Dottie emergiendo de sus aguas, resplandeciente e intacta
como una nueva diosa marina.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
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ganaba a la que suponía podría denominarse «la pareja Hastings». Durante sus animadísimas
conversaciones, con Warren lanzando miradas de adoración a Dottie desde detrás de esas gafas
insectiles apoyadas en su nariz estilo Michael Jackson totalmente echada a perder, Frank no
podía evitar preguntarse una y otra vez cómo era posible que la belleza de Dottie no dejara de
sorprenderlo, y cómo diablos había consentido ella en convertirse en eso que era ahora. De
acuerdo con la experiencia de Frank, la mayoría de los cuidadores estaban casi tan muertos
como los zombis a los que se les pagaba por atender. Habían dejado su vida en suspenso hasta
que esa cuita terminara. Salvo el dinero, odiaban todo lo que conllevaba el trabajo. Incluso en
el clímax de la pasión, siempre te parecía que su cuerpo pertenecía a otra persona.
Sin embargo, Dottie no parecía odiar su vida, decidió Frank una vez más mientras la veía
secar con su habitual ternura la baba de la barbilla de su marido, que le respondió con un
mugido igualmente cariñoso. La idea de que formaban la pareja perfecta llegó a pasársele por
la cabeza. No obstante, continuaba sin tragárselo. Cuando Dottie se giró para contemplar por la
ventana panorámica el inmenso y azul Mediterráneo, Frank percibió algo más en su encantador
y orgulloso perfil. Una especie de desesperación. Si sus ojos dorados no hubieran estado
concentrados con tanta fijeza en el horizonte, a Frank casi le habría parecido que estaba
llorando.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
A Frank por fin se le presentó su oportunidad tras una excursión de un día a la diminuta isla de
Delos. Aunque los Hastings habían elegido unirse a esa visita en concreto, se rezagaron
mientras Frank soltaba su perorata de siempre sobre el pueblo jónico y sus monumentos
fálicos, como si Dottie estuviera tratando de evitarle. Luego, justo cuando llegaba la lancha
para llevarlos de vuelta a El Grandioso Trotamundos, se organizó cierto barullo en torno a la
pareja. Frank deseó que se tratara de una pelea de enamorados, pero el motivo resultó ser algún
tipo de disfunción orgánica que requirió medidas urgentes en cuanto estuvieron de vuelta a
bordo.
Cuando más tarde esa noche Dottie apareció sola en el bar Waikiki, todavía continuaba
ataviada con la misma camiseta blanca que había llevado todo el día, aunque ahora lucía lo que
parecía ser (aunque probablemente no fuese) una manchita de comida en el pecho izquierdo. Su
cabello tampoco era ya la habitual maravilla de hilo de oro, y una pequeña arruga descendente
le enmarcaba la comisura izquierda de la boca. Parecía preocupada y cansada. Sin embargo, los
demás —ninguno de todos esos agentes inmobiliarios y consultores informáticos muertos—
apenas se fijaron en ella cuando se sentó. Ni siquiera se molestaron en preguntar si Warren se
encontraba bien. Los muertos reaccionaban ante las insuficiencias orgánicas igual que los
conductores de los vehículos de gasolina de antaño ante el pinchazo de un neumático: un
pequeño incordio, pero nada demasiado preocupante siempre que te hubieses asegurado de
contar con uno de repuesto. La balbuceante conversación sobre rentas vitalicias no se
interrumpió, y las líneas de tensión se acentuaron más alrededor de los ojos de Dottie mientras
se dedicaba a entrelazar y desentrelazar los dedos en el regazo. Incluso cuando se puso de pie y
abrió paso camino de la cubierta por entre el círculo de extremidades flacas como palillos,
Frank fue el único que le prestó atención.
Frank la siguió al exterior. Era una noche agradable y oscura, y las estrellas parecían flotar
alrededor de ella cual luciérnagas. Un mechón de cabello golpeó el rostro de Frank cuando se
apoyó en el pasamano junto a Dottie.
105
—¿Se encuentra bien Warren?
—Lo estoy cuidando. Por supuesto que se encuentra bien.
—¿Y qué me dices de ti?
—¿Yo? Yo estoy bien. No fue a mí a quien…
—No me refería a eso, Dottie. Me refería a…
—Sé a lo que te referías. —Se encogió de hombros y suspiró—. La gente, cuando nos ve
juntos, ve que Frank siente un gran cariño por mí…
—Pero se preguntan por lo que sientes tú…
—Supongo. —Volvió a encogerse de hombros—. Yo solo era una chica cualquiera que
quería una vida mejor. Los deportes se me daban bien (era buena nadadora) y soñaba con ir a
los Juegos Olímpicos y ganar una medalla. Pero, para cuando tuve la edad, los competidores de
las Olimpiadas ya no utilizaban sus propias extremidades y por sus venas no corría nada
semejante a sangre humana normal. Así que terminé descubriendo que el mejor lugar para
conseguir trabajo fijo era en barcos como este. Hacía exhibiciones de saltos de trampolín.
Vigilaba piscinas embutida en un salvavidas. Enseñaba a muertos y vivos a nadar, o al menos a
mantenerse a flote. Tú ya sabes cómo es esto. No es una vida tan terrible siempre que seas
capaz de soportar las minúsculas cápsulas-dormitorio y todas esas copas servidas con
sombrillas de papel.
—¿En qué barcos estuviste?
—A ver… —dijo bajando la mirada hacia las aguas turbulentas—, la mayor parte del
tiempo trabajé en el Alegre Alice.
—¿No fue en ese donde la mitad de la tripulación murió cuando el reactor se incendió?
—No, eso fue en su buque gemelo. Y entonces, un día, apareció Warren. Por entonces su
aspecto era mucho mejor. Siempre dicen que la tecnología va a avanzar, pero la muerte no le ha
sentado demasiado bien.
—¿Quieres decir que de veras lo encontrabas atractivo?
—No exactamente, no. Yo era más… —Se interrumpió. Un pequeño dispositivo en su
muñeca había empezado a pitar—. Tengo que ir a ver a Warren. ¿Alguna vez has estado en una
suite como la nuestra? ¿Quieres bajar conmigo?
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
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de manchas azules, el vientre con cicatrices y marcas, y esos frutos marchitados por el invierno
que eran sus cojones y polla. Más que haber muerto parecía haber sido succionado hasta quedar
seco. No obstante, lo que aún resultaba más alarmante, era el espacio vacío en la repisa
contigua, que a todas luces estaba diseñado para acomodar otro cuerpo.
—Se encuentra bien —murmuró ella, con una vez más esa extraña ternura en la voz.
Dottie toquiteó una o dos cosas, goteros y vías, a juzgar por su aspecto. Brotaron destellos
y pitidos. Luego se oyó un ruido, como de algo viscoso, que obligó a Frank a apartar la vista
incluso aunque no había visto con exactitud cuál era su origen. Por fin se oyó el golpe de la
puerta al cerrarse.
—Por la mañana estará como nuevo.
—No te meterás ahí dentro con él, ¿verdad?
—Soy su esposa.
—Pero… joder, Dottie. Tú eres una auténtica preciosidad. —Ahora o nunca: Frank
avanzó hacia ella—. No puedes desperdiciar tu vida así… No cuando podrías…
Por un instante, esa táctica tan directa pareció estar funcionando. Ella no se apartó de él, y
la mirada de sus ojos dorados no traslució frialdad alguna. Pero entonces, cuando Frank alargó
la mano hacia su mejilla, Dottie dejó escapar un gritito y retrocedió por la mullida alfombra,
frotándose allí donde sus dedos ni siquiera habían llegado a tocarla. Fue como si le hubiera
picado una abeja.
—Lo siento, Dottie. No quería…
—No, no. No eres tú, Frank. Soy yo. Me gustas. Te deseo. Decir que me gustas es
quedarme muy corta. Pero… ¿sabes lo que es la impronta?
—Es algo que nos pasa a todos, cuando algo te deja huella, ¿no?
—Me refiero en el sentido estrictamente biológico. Se trata de lo que le sucede al cerebro
de un pollito cuando, tras salir del cascarón, ve por primera vez a su madre. Es un instinto, algo
innato, conocido desde hace siglos. En mayor o menor grado, esto mismo sucede incluso en las
especies más avanzadas. Así es como puedes conseguir que un patito siga a la primera cosa que
ve, incluso si resulta ser un par de chanclos.
Frank asintió con un cabeceo. Creyó entender lo que ella estaba explicándole, aunque no
tenía ni la más remota idea de adónde quería ir a parar.
—Los humanos tenemos ese mismo instinto, aunque en nuestro caso no sea tan fuerte ni
simple. Al menos no lo es hasta que se hace algo para reforzarlo.
—¿Qué estás diciendo?, ¿que puedes forzar improntas en un ser humano para que se
sienta unido a otras personas? Eso no puede ser legal.
—Hoy en día, ¿cuándo importa si algo es legal o no? Siempre hay algún lugar en el
mundo donde puedes hacer cualquier cosa que desees, y Warren ya sabía que estaba
muriéndose cuando lo conocí. Y era encantador. Y rico hasta más no poder. Me dijo que podía
ofrecerme el tipo de vida que de otro modo nunca llegaría a tener, por mucho que trabajara o
viviese. Y tenía razón. Todo esto… —señaló la suite— no es nada, Frank. Esto es algo de lo
más normal. Este barco es una prisión con restaurantes temáticos y un campo de golf virtual.
Me di cuenta de que con Warren tenía la oportunidad de escapar de este tipo de sitios. Por
entonces no me pareció tan duro, el trato que había hecho…
—¿Me estás diciendo que aceptaste que Warren te impusiera una impronta?
Ella asintió con la cabeza. Y sí, sí que parecía haber lágrimas en sus ojos.
—Era un pequeño artilugio fabricado por Warren. Se podría decir que fue una especie de
regalo de boda. Parecía un insecto de plata. De hecho, era bastante bonito. Me lo colocó en el
107
cuello y el bicho echó a andar… —Se tocó la oreja—. Entró por aquí. Me dolió un poco, pero
tampoco demasiado. Y Warren me obligó a mirarlo mientras el chisme se abría paso hasta
encontrar la zona apropiada de mi cerebro. —Se encogió de hombros—. Así de sencillo.
—¡Joder!, Dottie… —De nuevo avanzó hacia ella, esta vez de manera más impulsiva. De
nuevo ella retrocedió a trompicones.
—No. ¡No puedo! —gimió—. ¿Es que no lo entiendes? Justo esto es lo que conlleva la
impronta. —La mancha en su pecho izquierdo subía y bajaba—. Me encantaría escapar y estar
contigo, pero estoy atrapada. Entonces me pareció que era un precio razonable. Y es cierto que
he visitado lugares increíbles, que he disfrutado de las experiencias más alucinantes… Vivir en
un barco de cruceros como este, admirando las ruinas del mundo antiguo porque no podemos
aguantar ver el desastre que hemos organizado en el nuestro… No tiene sentido. Frank, ahí
fuera se puede vivir de otra manera, en montañas altas, en el cielo o en las profundidades de los
océanos. Al menos quienes se lo pueden permitir. Y Warren podía. Nosotros podíamos. Es
como una maldición en un cuento de hadas. Yo soy como aquel rey que deseaba un mundo
hecho de oro, y que luego descubrió que para conseguirlo estaba destruyendo todo lo que le
importaba. Ojalá pudiera estar contigo, Frank, pero Warren aguantará tiempo y tiempo en su
actual estado y yo no puedo entregarme a nadie más; ni siquiera tolero que me toquen. Ojalá
existiese una escapatoria. Ojalá pudiera borrar lo que pasó, pero estoy atada para siempre. —
Alargó la mano hacia él. Incluso bañada en lágrimas era increíblemente hermosa. Entonces
todo su cuerpo pareció paralizarse. Era como si un muro de cristal se interpusiera entre ambos
—. A veces deseo que estuviéramos muertos.
—No puedes decir eso, Dottie. Lo que hay entre tú y yo… lo que podría haber. Lo nuestro
acaba…
—No, no me refiero a ti, no deseo que tú estuvieses muerto. O ni siquiera yo misma. Me
refiero a esta situación… —alzó sus ojos dorados y parpadeó más despacio— y a Warren.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Las aguas se arremolinaban mientras El Grandioso Trotamundos embestía las cada vez más
altas olas otoñales. Frank se encontró impartiendo una charla sobre el concepto griego de la
transmigración de las almas, y cómo los muertos eran asignados a uno de los tres reinos: los
Campos Elíseos, para los bienaventurados; el Tártaro, para los condenados, y los Prados
Asfódelos —un territorio aburrido y neutro— para los demás. Para llegar a ellos primero tenías
que cruzar la laguna Estigia y pagar a Caronte, el barquero, una monedita de oro llamada
obŏlus, que los apenados familiares colocaban en la lengua del fallecido. «Para alcanzar
nuestros deseos —concluyó, mirando las máscaras de cartón piedra de esos malparados rostros
antaño humanos que tenía expuestas ante él en la sala de conferencias del Starbucks— tenemos
que estar dispuestos a pagar».
¿Veneno? La idea no carecía de atractivo, y a bordo había montones de sustancias tóxicas
que Frank podría apañárselas para conseguir, pero ni Dottie ni él eran expertos en bioquímica,
y no tenían ninguna garantía de que Warren no pudiese volver a ser resucitado. Así que tal vez
un terrible accidente de algún tipo, sobre todo con esas tormentas… A lo mejor algo tan
sencillo como inutilizar el magneto de una de esas enormes puertas de mamparo cuando
Warren la atravesara dando tumbos… Pero sería complicado lograr que la avería se produjera
en el momento exacto, y seguiría existiendo una posibilidad, leve pero frustrante, de que de un
modo u otro Warren lograra recuperarse y, entonces, ¿qué pasaría con ellos?
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Las opciones que durante los siguientes días Frank y Dottie sopesaron durante sus
encuentros en la cubierta salpicada de espuma parecían innumerables, amén de confusas.
Incluso si una de ellas pudiera llegar a funcionar como la seda, quedaban otros problemas.
Pronto se les iba a presentar la oportunidad de abandonar la nave juntos, cuando fondearan
frente a las costas de la ancestral Tierra Santa para una excursión voluntaria en trajes
antirradiación, pero todo el mundo esperaría que Dottie se comportase como una viuda doliente
y, si Frank dejaba el trabajo y más adelante alguien los veía juntos, se suscitarían sospechas.
Por muchas fronteras que atravesaran, continuarían siendo vulnerables no solo ante la
persecución de la ley sino también ante el chantaje. Pero uno de los rasgos de Dottie, que a
Frank no solo le gustaba sino que cada vez admiraba más, era su agilidad mental.
—¿Y si pareciese que eras tú quien había muerto, Frank? —le susurró a voces mientras se
aferraban al pasamano de la nave—. Podrías… no sé… Podrías fingir suicidarte, orquestar tu
suicidio. Y entonces… —miró hacia las ondulantes luces, con esos inteligentes ojos dorados—
nos libraríamos de Warren.
Un plan tan perfecto y magnífico como ella; Frank deseó besarla, abrazarla y hacer todas
las demás cosas que se acababan de estar prometiendo en esa cubierta resbaladiza. Disfrazarse
de Warren durante unos meses, oculto bajo ese peluquín, detrás de esas gafas de sol y de todo
ese maquillaje, no sería tan difícil. Solo había que dejar pasar un tiempo y podría empezar a
tener un aspecto mejor sin ayuda de nadie. Al fin y al cabo, la tecnología progresaba
continuamente. Bastaría con que dijeran que había muerto de nuevo y lo habían resucitado más
a fondo. Solo necesitarían un poco de paciencia, lo que sin duda era un precio razonable
teniendo en cuenta las recompensas que les esperaban: Dottie libre de su maldición y ambos
ricos para siempre.
Un ahogamiento había sido siempre la opción más obvia. Ya habían barajado la idea
varias veces, pero ahora encajaba a la perfección. Si arrojaban a Warren por la borda, con todas
esas prótesis metálicas que llevaba encima se hundiría como una piedra. Y si lo tiraban cerca
de la popa —lo lanzaban a la bullente e impetuosa estela fosforescente de los dieciocho
propulsores azimutales de El Grandioso Trotamundos— sería triturado y pasaría por picadillo
de tiburón; y no quedaría ningún cuerpo merecedor de ser encontrado. Por supuesto que se
dispararían alarmas y alguna de las cámaras del casco podría filmar su caída, pero incluso la
tecnología más sofisticada lo iba a tener complicado para discernir lo que había sucedido en
medio del vendaval de fuerza ocho que se esperaba. Sobre todo si aguardaban a que
oscureciese, y el cuerpo de Warren llevaba encima una de las placas identificativas con
transmisor obligatoria para todos los miembros de la tripulación e iba vestido con un blazer a
rayas lilas.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Al día siguiente ya se estaba gestando una tormenta del estilo de la que había hecho naufragar a
Odiseo, y las zonas públicas de El Grandioso Trotamundos no tardaron en quedar desiertas
cuando los pasajeros se retiraron a sus suites. La barbería cerró temprano. Las distintas piscinas
fueron cubiertas. Se vació el lago ornamental de la franquicia Parque del Placer. El aire se llenó
de crujidos y gruñidos, de lejanos golpes y bramidos de lo más extraño, y de un penetrante olor
a vómito.
Mientras se dirigía por los bamboleantes pasillos hacia el lugar donde habían acordado
reunirse, Frank ya se sentía curiosamente convencido por los detalles de su propio suicido. La
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última charla que había impartido a bordo había versado sobre el intento de Orfeo por rescatar
del Inframundo a Eurídice, su esposa muerta, y, al mirar a esos zombis de rostro lívido, no le
había costado ningún esfuerzo dejar de lado su habitual sonrisa indiscriminada y adoptar un
aire hosco y abatido. Ídem de ídem durante las últimas frases que había intercambiado con sus
compañeros. De hecho, cayó en la cuenta, llevaba años comportándose así con ellos. En todo,
incluso en la ferocidad de esa tormenta, notaba esa misma sensación de inevitabilidad. De
vuelta en su cápsula-dormitorio de las cubiertas inferiores, redactar un mensaje final le resultó
incluso mucho más sencillo de lo que había esperado. Fue capaz de escribir con sorprendente
pasión sobre lo vacía que estaba su vida: la terrible monotonía de charlas, excursiones,
cápsulas-dormitorio y embarques; y también las largas sesiones de gimnasio, y las seducciones
rituales con esa falsa resistencia que había que vencer, los polvos inevitables y las
consiguientes rupturas todavía más inevitables con sus muestras de pesar igualmente falsas.
¿Pero qué mierda de sentido —se encontró preguntándose— había tenido su vida antes de
conocer a Dottie? Analizada con objetividad, la perspectiva de su propia e inminente muerte
tenía todo el sentido del mundo.
Frank llegó al cruce de pasillos entre la bolera Contrincantes y la más pequeña de las
cinco franquicias de hamburguesas con solo un par de minutos de antelación, y se tranquilizó al
comprobar que toda la zona estaba desierta y sin vigilancia. Dottie llegó puntual, tal como él
esperaba, e, incluso ataviada con un largo impermeable gris y llevando medio a rastras a su
marido muerto por el oscilante pasillo, de algún modo conseguía seguir teniendo un aspecto
maravilloso. Warren llevaba su habitual camisola de terciopelo suave, unos arrugados
pantalones informales de nailon y unas zapatillas de deporte abrochadas con velcro; sin
embargo, gafas de sol y peluquín estaban de lo más desbaratados.
—Hola, Frank —dijo Dottie aferrándose a un asidero y sujetando a Warren por un
fruncido que tenía en la nuca—. Ya sé que hace una noche terrible, pero he convencido a
Warren de que igual nos despejábamos si dábamos un paseo. —Frank asintió con la cabeza.
Tenía la boca seca—. A lo mejor me podrías ayudar con él —añadió, y plantificó a Warren
entre los brazos de un tanto sorprendido Frank.
—Allá vamos, chaval —se oyó mascullar Frank mientras apoyaba a la amojamada
criatura contra el mamparo—. ¿Por qué no nos quitamos esto…?
Frank despojó apresuradamente a Warren de su camisola negra, y la prenda se deslizó
dejando entre sus dedos la calidez de las prendas usadas, además de cierto tacto grasoso. Sin
embargo, lo que le dio auténtico repelús fue ver y tocar al Warren de debajo. El muerto musitó
algo y volvió la cabeza para mirar a Dottie con su devoción de costumbre, como un cachorrillo,
pero no hizo ningún esfuerzo apreciable por resistirse.
—A lo mejor esto también… —continuó Frank. El tacto del peluquín era todavía más
cálido y grasiento—. Y esto…
Fuera las gafas, que desenganchó de lo que pasaba por orejas y nariz. Es cierto que el
subir y bajar de las olas obstaculizaba los movimientos de Frank, pero, ¡joder!, el hombre
estaba hecho una piltrafa.
—Tiene pinta de tener un poco de frío, señor Hastings… —Frank se despojó de su propio
blazer—, así que ¿por qué no nos ponemos esto?
Unas cuantas maniobras más y Warren ya lucía el blazer de tripulante. Frank no se acordó
de la placa identificativa hasta que Dottie se lo recordó con un apresurado susurro. Incluso
entonces, con su nuevo atuendo, Warren no parecía más que un espantapájaros anémico y
pelón. Frank empezó a preguntarse cómo ese cambiazo podía llegar a engañar a nadie, pero
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solo hasta que abrió la pesada escotilla y se enfrentó a la tormenta en toda su fuerza y
magnitud.
La cubierta estaba bañada por el agua. Dottie se quedó atrás. El aire quemaba a causa de
las salpicaduras salinas. En realidad era un milagro que ella hubiese sido capaz de hacer todo lo
que había hecho para ayudarle, teniendo en cuenta el acuerdo que ese guiñapo muerto la había
obligado a aceptar. Lo único que ella tenía que hacer ahora era mantener bien agarrados el
peluquín, la camisola y las gafas de sol. El cielo estalló en grises y púrpuras. A pesar de todos
sus resbalones y forcejeos mientras llevaba a Warren Hastings hacia la popa, Frank Onions se
sintió como Odiseo cuando zarpó de la isla de Circe, o como Jasón, a la búsqueda del vellocino
de oro con sus Argonautas. Pronto arribaría a esas costas cálidas y acogedoras que Dottie le
había venido prometiendo.
Unos cuantos tumbos más y ya estaba agarrándose al último pasamano y, aunque a duras
penas, todavía mantenía sujeto a Warren, a pesar de que ambos estaban empapados por igual y
ahí fuera costaba distinguir mar y cielo. Entonces notó cómo la pared de ese acantilado de
acero que era la popa de El Grandioso Trotamundos se levantaba trabajosamente hasta que las
hélices estuvieron girando por encima de las olas, y durante un prolongado momento pareció
que toda la nave continuaría subiendo hasta que el océano la arrastrase de vuelta. Frank resbaló
y, cuando agarró los brazos de Warren y trató de arrojarlo por encima del pasamano, a punto
estuvo de caer.
«Deja de retorcerte, ¡hijo de puta!», gritó Frank al viento aunque Warren no se estaba
retorciendo en absoluto. Cuando el barco osciló y comenzó a descender de nuevo, trató de
volverlo a levantar, y esta vez consiguió agarrarlo algo mejor. Mientras ambos se balanceaban
como bailarines sobre el abismo de la popa, Frank pensó que estaba mucho más cerca de un
muerto de lo que jamás hubiera deseado estar; no obstante, a pesar de esa piel grisácea mojada,
esas mejillas hundidas y ese pecho esquelético, bajo esa luz trémula percibió en Warren
Hastings algo que no parecía por completo muerto. Algo en los ojos, quizás, ahora que habían
sido despojados de sus aparatosas gafas de sol, o en el gesto de la boca, ahora que maquillaje y
colorete se habían corrido. Aunque el tipo tenía que haberse dado cuenta de lo que estaba
sucediendo, todavía no había señal alguna de resistencia, ni tampoco de miedo. En todo caso,
pensó Frank cuando por fin se las arregló para pasar una mano por debajo del sobaco mojado y
descarnado de Warren y la otra por debajo de su todavía más descarnada entrepierna y dar el
último empujón que lo arrojó por encima del pasamano, esa última mirada traslucía algo
parecido al alivio, tal vez incluso una cierta lástima…
—¿Lo has logrado? ¿Te encuentras bien?
Dottie ya se las había apañado para arrastrarse cubierta arriba. La maldición de la
impronta ya se había roto y no tardó en rodearlo con sus brazos. Se fundieron en un beso
brusco y mojado.
—Te amo, Frank —dijo ella, y sus brazos eran fuertes y en el barco los reflectores
brillaban y las sirenas atronaban cuando lo arrastró hasta detrás de un bote salvavidas al abrigo
de la tormenta y del bolsillo de su impermeable sacó algo plateado que se retorció y desenroscó
como una joya viviente.
—Te amo —repitió ella.
Y lo besó con más fuerza mientras él notaba arrastrarse por su cuello algo punzante.
—Te amo.
Ella lo abrazó con más fuerza que nunca mientras el dolor estallaba en el interior del oído
de Frank.
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—Te amo.
Ella lo repitió una y otra y otra y otra vez.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
¿Dónde no ha estado? ¿Qué es lo que no ha visto? Frank ha contemplado desde lo alto una
Tierra tan pequeña que podía taparla con el pulgar, ha surcado los cielos camino de la cumbre
del monte Everest. Si hubiera un precio que pagar por todas esas maravillas, Frank Onions lo
hubiese pagado de buen grado. Sin embargo, lo más maravilloso para él, eclipsando cualquier
puesta de sol y salida de luna, era la felicidad permanente que le proporcionaba la compañía de
Dottie. El dinero —incluso todas las cosas increíbles que permite comprar: techos de cristal,
jardines submarinos, palacios birmanos restaurados— es solo la laguna, la moneda, el obŏlus.
Estar con ella y compartir su propia carne y sangre con ella es una experiencia frente a la que
incluso los momentos cumbre de éxtasis sexual palidecen.
Los tiempos cambian. Los vivos mueren y los muertos viven, pero el amor de Frank hacia
Dottie no cambia. En una o dos ocasiones, igual que podríamos mirar extasiados las huellas
que en tiempos ancestrales unos pies desnudos dejaron en el suelo, Frank se ha vuelto a mirar
el camino que los reunió. Ahora sabe que el auténtico Warren Hastings se casó con su hermosa
sexta esposa justo unos meses antes de morir, o tal vez simplemente de desaparecer, en
circunstancias que en otros tiempos y culturas podrían haberse considerado misteriosas. Desde
entonces, y como antes, Dottie ha seguido igual de despampanante y eternamente bella. Y
siempre tiene un acompañante a quien gusta de llamar marido. A veces, en los momentos
apropiados, incluso lo llama Warren. Frank no necesita preguntar a Dottie por qué optó por la
muerte en lugar de la vida. Ya lo entiende perfectamente. Al fin y al cabo, ¿por qué alguien con
el dinero y la posibilidad de elegir esperaría la llegada de la vejez y decrepitud antes de hacerse
resucitar? ¿Y a qué sacrificios y esfuerzos no iba a estar dispuesta a someterse para conservar
eternamente su belleza?
Para Frank, Dottie es su mundo, el eje alrededor del que gira su vida. Vive con y dentro de
ella, y sacrificaría de mil amores cualquier órgano, apéndice o fluido corporal. En cuanto a sí
mismo, sabe que ya no es aquel pulcro ejemplar de hombre que era cuando por primera vez
cayó rendido ante ella. Mismamente, una semana atrás, en las vítreas llanuras radioactivas de
los alrededores de París, le entregó una buena porción de su médula y un tercer riñón
regenerado. Estas y otras donaciones, junto con todos los inmunodepresores que debe tomar
continuamente, lo dejan flaco, débil y mareado. Hace tiempo que perdió el cabello, tiene que
llevar gafas de sol para proteger sus ojos vidriosos y camina arrastrando los pies, encorvado y
medio de lado. Se da cuenta de que ya ha empezado a asemejarse a la criatura que arrojó por la
popa de El Grandioso Trotamundos, y que esa vida maravillosa que disfruta ahora no puede
durar por siempre.
Los miembros de los círculos en los que se mueven —bien alejados de El Grandioso
Trotamundos y sus rebaños de ejecutivos medios que tras fallecer dulcemente se dedican a
visitar ruinas—, no consideran la relación de Frank y Dottie algo fuera de lo común. Tal como
ella le dijo en lo que ahora parece otra existencia, hoy en día, ¿quién sabe lo que es legal?, ¿y a
quién le importa? A veces, cuando los débiles guiñapos que los acompañan, como él mismo, se
acercan al deterioro definitivo, Dottie y sus conocidos regresan para vivir un poco menos a lo
grande durante unas semanas y disfrutar de la emoción de encontrar un sustituto voluntario
fresco y lozano. A eso lo llaman «volver a cruzar la Estigia». Es un nuevo tipo de simbiosis,
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esa impronta, y a Frank se le antoja una relación cuasiperfecta. Tan solo en esos momentos en
los que se siente superado por el dolor y la debilidad de sus huesos cada vez más frágiles y
mira a esas esplendorosas criaturas que lo rodean, se pregunta quiénes son los que en realidad
están muertos y quiénes los que están vivos.
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Los mascarones del último imperio
Mark Valentine
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Presentación
Mark Valentine es un autor y editor inglés. A lo largo de sus más de treinta años de carrera
profesional ha publicado varias colecciones de relatos, numerosos artículos y ensayos, una
biografía de Arthur Machen y un estudio sobre el escritor Sarban. En su segunda faceta
profesional, ha editado obras de clásicos como Saki, Walter de la Mare o Robert Louis
Stevenson, además de diversas antologías de temática sobrenatural o fantástica. En la
actualidad es el editor de la revista Wormwood, centrada en la literatura fantástica, sobrenatural
y decadente. A pesar de que son varias docenas los relatos que ha publicado, creo que tan solo
uno de ellos ha sido traducido al español: «Loco laudista», incluido en la antología Sombra del
árbol de la noche (Elefanta Editorial, México, 2015).
Los mascarones del último imperio (The Mascarons of the Late Empire) apareció en 2010
en una de sus colecciones, The Mascarons of the Late Empire & Other Studies (Ex Occident
Press), y posteriormente se ha incluido en otras dos: Selected Stories (The Swan River Press) y
la reciente The Nightfarers (Tartarus Press). Se trata de una historia sosegada, nostálgica y
melancólica, escrita con una cuidadísima prosa, que, al igual que bastantes cuentos de este
escritor, transcurre durante el período de entreguerras en algún territorio que hasta esos
momentos había pertenecido al Imperio austrohúngaro. Es cierto que es un relato un tanto
distinto a la mayoría de los que podéis leer en Cuentos para Algernon, pero espero que por
eso mismo lo disfrutéis tanto o incluso más.
Por último quiero expresar mi enorme agradecimiento a Mark, por permitirme tener aquí
hoy esta maravillosa historia y por su amabilidad en todo momento. Thanks a million, Mark!
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Los mascarones del último imperio
Mark Valentine
El sueño del doctor Julius Barusch era fundar la primera ciudad neolatinista del mundo, un
lugar donde todos los que hablaran su propuesta de idioma paneuropeo pudieran congregarse y
emplear el neolatín como lengua del día a día, en calles, mercados, negocios y en cafés y
tabernas. En cuanto el mundo viera, pensaba el doctor Barusch, la libertad y simplicidad con la
que hombres y mujeres de cualquier nacionalidad —o de ninguna—, de cualquier filiación y
credo, podían hablarlo, el ímpetu del movimiento por la adopción más plena posible del
neolatín se convertiría en algo imparable.
Además, como él sabía por sus numerosas amistades y corresponsales, los hablantes de
neolatín acostumbraban a ser personas de muy diversas afinidades y mentalidad moderna, que
era de esperar se contasen entre la vanguardia que reconstruiría la civilización europea a partir
de los escombros de la Gran Guerra. La adopción de esta nueva lengua neutral basada en una
herencia clásica común solo podía contribuir a fomentar la concordia internacional. Así era
como el doctor Barusch pensaba y se expresaba con frecuencia, con frases grandilocuentes que
suscitaban en su corpachón una extraña excitación casi física. Porque no solo eran grandes sus
ideales: también lo era su figura, a pesar de los esfuerzos de sus chalecos gris plata por
contenerla, como si también ella deseara envolver en un enorme abrazo a cuanta humanidad
abarcara.
Al doctor Barusch le había llevado tiempo dar con la ciudad adecuada para su campaña,
pero esa ciudad era ahora un elemento fijo de su plan y él mismo se había establecido en ella.
El plan en cuestión se basaba en dos estrategias: convertir a la población ya residente —
empezando al menos por el sector más culto— al neolatín; y atraer a los hablantes de todo el
mundo para que se reunieran con él allí y ayudasen a difundir el mensaje. La ciudad escogida
tenía —ah, ahí estaba la gracia del asunto— al menos cuatro nombres distintos dependiendo de
a cuál de sus múltiples minorías (no existía una mayoría) se preguntase.
Al doctor Barusch no le amilanaba lo más mínimo que la población ya contase con al
menos esas cuatro lenguas de uso común y un dialecto propio que tomaba indiscriminadamente
los elementos más extremos, potentes y cáusticos de cada una de ellas; ni que tuviera varias
hablas menos conocidas de uso local; ni que asimismo existiera otro idioma oficial —o
diplomático, por así decir—, que no era ninguno de los anteriores. Mucho mejor así, mantenía,
para fomentar la utilización de una lengua única, sencilla y sin filiaciones, y dar la bienvenida a
quienes quisieran acudir allí y hablarla.
La variedad de la ciudad no se percibía tan solo en su Babel diario, dado que también
poseía recintos sacros de al menos cinco fes, y algunos aseguraban que de seis o siete,
dependiendo de lo que se contabilizara. En casi cualquier pendiente de las cuestas adoquinadas
que subían desde el turbio río; en la mayoría de los recodos de los pequeños callejones
cubiertos que serpenteaban por la ciudad cual agujeros de lombrices, o en el sereno interior de
los hayales y sotos de abedules de los jardines públicos, se alzaba una torre, una bóveda, un
grupo de cúpulas, un dentado frente de almenas, un chapitel o un fantástico pastiche de varios
de los elementos anteriores que, cuando el aire arrastraba el polvo del este o el leve aroma a
resina de pino de los bosques de las distantes montañas al oeste, a veces parecían fluctuar,
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como reflejos en un lago oscuro. Y en esta ciudad en ocasiones tan curiosamente irreal, el
doctor Julius Barusch creyó poder fundar la primera sociedad dedicada a difundir y
perfeccionar la lengua europea y todos los ideales humanitarios que la misma entrañaba.
La ciudad no era la primera que el doctor Barusch había tomado en consideración para
materializar su sueño. De Ancona y Aarhus a Zúrich y Zaragoza había explorado otras muchas;
pero solo fue en esta, entre su población inquieta, ingeniosa, híbrida y fuerte, que dio en pensar
había encontrado terreno fértil. Instaló su base en el Café de l’Europe, donde acostumbraba a
ocupar un sitio cercano a la ventana rodeado por los detalles ornamentales de escayola en tonos
crema y chocolate de las paredes, los anchos festones de terciopelo carmesí de las cortinas y las
pesadas sillas roble oscuro. En ese lugar entretenía largas horas tomando una sucesión de cafés
negros aromatizados con cardamomo, servidos con el acompañamiento de un puñado de esas
galletas espolvoreadas de azúcar llamadas lenguas de gato (a las que, habida cuenta de que en
esta ciudad las hacían a modo de rombos beis, ya no se asemejaban ni en color ni en forma: un
ejemplo excelente de la falta de lógica de los idiomas ancestrales). Con gran discreción,
colocaba sobre la mesa una banderita de escritorio, que lucía el símbolo del neolatín: el sol
radiante, para indicar que estaba abierto a interlocuciones en la novedosa lengua. Incluso los
camareros, ataviados con largos delantales, le llevaban la corriente con cierta ironía,
murmurando los nombres neolatinos cuando le servían la oscura y empalagosa bebida bien
caliente y los dulces que la acompañaban, o cuando en su lugar pedía un agua mineral.
Con frecuencia se le unía uno de sus «descubrimientos» en la ciudad: M. Aurelian Zothe,
arribado desde Constantinopla con uno de esos pasaportes Nansen que se concedían a
refugiados apátridas, como parte de una cuota que el diplomático noruego, el propio Nansen,
había negociado pacientemente con las autoridades que, por el momento, estaban al frente de la
ciudad. Ahora bien, cuáles fueran las raíces de Aurelian antes de que se hiciese con la
protección ingeniosa, si bien provisoria, de ese plan de la Sociedad de Naciones para exiliados
y desposeídos, nadie lo sabía con certeza. Su semblante proporcionaba escasas pistas: tenía las
facciones afiladas y el rostro casi triangular, y sus atentos ojos azul pálido eran un tanto
almendrados. Lo que quiera pudiese haberle acontecido en su ruta hacia y desde el Cuerno de
Oro no había deslucido ni su traje de elegante confección ni el fulgor de las corbatas en tonos
granate y pistacho que lucía, ni el brillo de sus puntiagudos zapatos.
No obstante, Aurelian se dedicaba a un oficio que en aquel momento contaba con
demanda garantizada. Tras el fin de la guerra, ciudades y calles estaban adoptando formas y
nombres distintos, fronteras y límites se estaban desplazando, y todo eso requería los servicios
de un cartógrafo hábil y perspicaz. Esa era la destreza de Aurelian Zothe: imponer orden en
laberintos y líneas imaginarias. Incluso se rumoreaba que otrora había llegado a dominar el
casco histórico de Venecia y los enrevesados batiburrillos de Nápoles, célebres por no haberse
dejado cartografiar antes, aunque estas historias jamás se oían de su propia boca. Sin embargo,
sí que podía simplificarle la vida a visitantes y recién llegados, y a esto se le sumaba el que
ilustrase sus planos con agradables detalles: caligrafía elegante, ilustraciones heráldicas, toques
de color… Y los confeccionaba en las múltiples lenguas tanto de residentes como de visitantes,
de suerte que existiera un elemento familiar al que pudieran agarrarse incluso mientras
bregaban por aprender la extraña topografía serpenteante de la ciudad. De manera que, en esta
población y en la mayoría de las cercanas, pronto se corrió la voz de que un callejero de Zothe
era lo primero que había que adquirir en alguno de los pequeños quioscos de madera que
despachaban periódicos o tabaco.
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No se podía afirmar que Aurelian estuviese convencido de que el lenguaje pudiera ser
simplificado con la misma facilidad con la que él lidiaba con las calles; y con frecuencia,
cuando su ovoide y bombástico amigo peroraba sobre su visión neolatinista, se atisbaba una
leve sonrisa cínica tirando de sus delgados labios. Su opinión personal era que incluso si se
pudiera utilizar un idioma para unir a los hombres, estos no tardarían en dar con otros
elementos de división: emblemas y símbolos, por ejemplo, parecían excitar siempre a quienes
deseaban poner de relieve su diferencia. A un apátrida como él le resultaba chocante que una
determinada combinación de formas y colores pudiese ejercer ese efecto sobre la gente. Ni
siquiera los neolatinistas, con su soberbio sol radiante, eran inmunes a esta peculiar fiebre. Pero
aun así, su afecto (y gratitud por la ayuda que el doctor Barusch le había prestado la primera
vez que él había aparecido por allí) se imponía a sus dudas, e incluso había llegado a dibujarle
un atlas en neolatín para cuando el gran proyecto cristalizase.
Ese día, el doctor Barusch había ido bamboleándose por los albergues de todas las
nacionalidades, que se hallaban desperdigados por el perímetro de la ciudad, dejando sus
folletos neolatinistas para que los huéspedes los cogieran, deseoso (y no solo por su comodidad
personal) de que hubiese existido un único gran albergue internacional; y luego había
regresado, por entre el fragor del repiqueteo de los tranvías rojiblancos, los gritos de los
cocheros, el vertiginoso trinar de los gorriones, la incomprensible habla de los niños de la calle
y el espectacular redoble de tambor de los barriles que estaban siendo descargados, hasta los
ondulados picaportes plateados y cristaleras pintadas con dorados de su café favorito, en el que
entró con un suspiro de compasión hacia sí mismo, para hundirse en el asiento de grueso
acolchado de su silla de roble. Aurelian ya se encontraba allí, sorbiendo con fruición un amargo
y dando caladas a un delgado cigarrillo negro. Ambos disfrutaron de un silencio cordial durante
unos instantes. A pesar de estar bastante lleno, el café era un remanso de sosiego frente al
estrépito de la ciudad: en ese lugar se conversaba en murmullos, las consumiciones se servían
con destreza y mínimo ruido, e incluso se distinguía el suave golpeteo de las piezas de ajedrez,
que llegaba desde los reservados delimitados de los jugadores. En uno de estos, cómo no, y
perdido en sus propios pensamientos, ambos vieron a un cliente habitual al que saludaron con
la cabeza, que contemplaba un inusual tablero circular sobre el que las piezas se distribuían
siguiendo líneas radiales. Con una gorra redonda negra y envuelto en un amorfo cúmulo de
capas y mantones, era imposible no reparar en el jugador; pero en su caso también, como en el
de tantísimos otros, tanto pasado como futuro eran inciertos.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Fue justamente sumidos en ese grato silencio como los encontró el joven estudioso Michael
Vay cuando se aventuró a franquear las puertas del viejo café dorado. El largo y pesado camino
desde la estación en el confín norte de la ciudad lo había agotado, y también el lento trayecto
en tren que lo había precedido, por kilómetros de marismas, llanuras insípidas, campos
salpicados de cráteres de obuses, y granjas abandonadas cuyas paredes todavía mostraban
rastros de llamas o tatuajes de orificios de balas. Y tal vez su visita a esta ciudad resultaría
baldía. Michael estaba en las últimas postrimerías de una monografía iniciada cuando era un
estudiante prometedor, en esos días perdidos del preludio de la guerra. Su trabajo había
quedado inconcluso al estallar el conflicto, y durante su servicio como ingeniero en el frente de
Galitzia rara vez había tenido tiempo para estudiar las poblaciones locales con ojos que no
fueran los de un militar. Pero ahora, si bien dudaba de que llegase a ser publicado o leído, una
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obstinación arraigada en la estructura ósea de su cabeza con forma de hacha, las facciones
acentuadas y empalidecidas por las privaciones de la guerra, lo había hecho porfiar en sacar
adelante su tratado.
En esta ciudad confiaba terminar por fin ese catálogo anotado de determinadas esculturas
arquitectónicas presentes en los grandes edificios del imperio, o mejor dicho ―puesto que casi
seguro ya era ese el caso―, del fenecido imperio. Porque a esa inmensa alfombra mágica que
era el mundo en el que él había crecido, llena de dibujos extraños e intensos colores, aunque tal
vez un tanto deshilachada por los bordes, la habían ido reduciendo al final de la guerra hasta
dejarla convertida en una alfombra de chimenea chamuscada y desgastada.
Esta ciudad había sido en el pasado —y a lo mejor en teoría aún lo era, pero pronto podría
dejar de serlo, una vez que los tratadistas internacionales hubieran concluido—, el baluarte más
oriental del extinto imperio: una espléndida borla de la alfombra mágica. Pero a pesar de que a
las amistades metropolitanas de Michael les parecía remota y casi mítica, él opinaba que la
ciudad no debía ser omitida de su estudio; así que aquí estaba, por fin; demasiado tarde, quizás.
Al joven estudioso, entre otras destrezas, se le daban bien los idiomas, y cuando había
estado documentando Klagenfurt había mantenido un complicado noviazgo con una joven
llamada Helena, una ferviente entusiasta del neolatín que decoraba sus cuadernos y cartas con
el sol radiante de esa lengua. Así que Michael reconoció el símbolo y recordó lo que ella le
había enseñado del idioma. Mientras continuaba plantado vacilante junto a las gruesas puertas
de vidrio del café, se percató de pronto de cuánto le apetecía el solaz de una compañía bien
dispuesta tras su agotador viaje, de modo que avanzó hacia los dos desconocidos. «Ave»,
saludó, y preguntó si podía sentarse con ellos. El doctor Barusch se puso en pie con esfuerzo y
le dio la bienvenida, luego indicó al camarero con una seña que les sirviese bebidas y preguntó
entusiasmado a Michael si había llegado hasta allí en respuesta a los llamamientos por él
lanzados a los neolatinistas.
Ambos lo habían visto en cuanto entró. Habían observado a un joven cansado e inseguro,
cuya complexión, a la luz mortecina del café, era de un verde oliváceo extraño y mudable.
Mientras se pasaba la mano por el cabello azabache que contrastaba con fuerza contra la tez
macilenta, Michael les explicó afablemente su misión:
—He venido para completar mi monografía sobre los mascarones del imperio; del postrer
imperio, es decir, de las últimas cuatro décadas; aunque tal vez ahora lo que corresponda decir
sea el fenecido imperio. —No fue capaz de dar con la palabra adecuada para «mascarones» en
el idioma reinventado (que no era rico en términos artísticos recientes), así que este término lo
pronunció tal cual.
El doctor Barusch no estaba seguro de su significado. Al principio se preguntó si podría
referirse a alguna exquisitez que hasta ese momento se le hubiera pasado por alto, pero el joven
no parecía un gourmet. El rechoncho rostro del doctor lucía una expresión de desconcierto, y
las oscuras cejas de Aurelian Zothe se habían reunido para consultarse entre ellas. Michael se
percató de su perplejidad.
—Rostros de piedra. Se encuentran en muchos de nuestros edificios públicos importantes.
En cornisas o en claves de arcos sobre puertas y ventanas.
—Ya —dijo el doctor, procediendo a tomar una nota escueta en su libreta—. Es posible
que se le haya agotado la suerte, joven. Nunca he observado ese tipo de detalles en este lugar.
Y eso que me pateo la ciudad dando a conocer nuestro idioma. Camino despacio, como se
imaginará… —señaló su amplio contorno—, así que he tenido tiempo de sobra para mirar en
derredor. Ahora bien, ¿qué tipo de imágenes representarían?
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El joven sintió la fatiga del viaje penetrando incluso más profundamente en sus miembros.
¿Habría llegado hasta tan lejos para no encontrar nada? No obstante, sabía que los no instruidos
con frecuencia no veían lo que bien podían tener ante sus ojos. Él los tenía grises, como
rescoldos, pero de tanto en tanto en ellos aún chispeaban destellos de un fuego moribundo.
—Bueno, por ejemplo, en un banco podría tratarse de un dios de los cereales o una diosa
de la agricultura; Mercurio, con su casco alado, en la oficina de correos; o las musas de la
comedia y la tragedia, en el teatro; cabezas de león, en los parlamentos, y así. Miren…
El joven rebuscó en el interior de su maleta marrón cubierta de polvo y rozaduras, sacó un
álbum encuadernado primorosamente en un intenso azul y empezó a pasar las páginas a toda
velocidad. La figura que jugaba la solitaria partida de ajedrez circular levantó la mirada desde
su rincón, como si el trashojar de las gruesas páginas le hubiera arrancado de sus reflexiones,
de sus maquinaciones sobre las piezas blancas y negras.
—Estos son algunos bastantes buenos que hay en Presburgo; estos, bastante inusuales, en
Lemberg; y estos, de un estilo inconfundible, en Trieste.
Frentes altivas, ojos ciegos de órbitas pétreas, orejas puntiagudas y labios curvados
parecían saltar de las páginas gracias a sus diestras interpretaciones trazadas a lápiz.
Aurelian las observó con detenimiento y luego apagó su pitillo.
—Yo tracé el primer mapa de la ciudad (o al menos el mejor) al poco de llegar aquí —dijo
con un encogimiento de hombros—. Así que tuve que estudiar calles y edificios con bastante
atención. Aquí no hay nada por el estilo. Ahora bien… —levantó un instante la mano para
pedir más bebidas—, de todos modos quédese una temporada. La ciudad sigue teniendo mucho
que descubrir.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Para cuando Michael Vay dejó a sus amigos en el café, el sol había ganado más fuerza y
parecía estar haciendo aflorar todos los penetrantes efluvios de la ciudad: el fétido hedor de las
boñigas de caballo; las espesas ráfagas de olor a pan frito de los puestos callejeros; las oleadas
esporádicas de fragancia a fruta demasiado madura de los montones apilados sobre mantas por
los campesinos; el tufo almizcleño de los numerosos gatos que merodeaban por las calles con
la cola levantada; la miasma espesa y limosa que subía desde el río; y rara vez una corriente de
aire fresco llegada de los lejanos pinos, o una ráfaga con aroma a canela o clavos, desde algún
soportal. Todo esto ejerció su efecto sobre él, despertando, de manera sucesiva, sensaciones de
repugnancia y de profunda nostalgia, de suerte que cuando llegó a la desnuda habitación del
albergue y por fin pudo soltar su equipaje y arrojar con alivio el sombrero sobre la estrecha
cama con su raída colcha de estilo rústico, sintió que sabía más de la ciudad de lo que cualquier
guía de viaje Baedeker podía explicarle.
Cerró sus pálidos párpados, semejantes a láminas de delicada porcelana, y por fin concilió
el sueño; para cuando despertó, la oscuridad había caído. Se incorporó y durante unos instantes
se preguntó dónde estaba. Entonces fue arrollado por una repentina tromba de recuerdos y se
acordó de su llegada, la conversación con los neolatinistas en el café y la convicción de ambos
de que en esta ciudad no encontraría mascarones. Sintiéndose embargado por la determinación,
decidió salir por la mañana temprano y comprobarlo por sí mismo. Cepilló su ropa sin
demasiadas ganas y recompuso la forma de su sombrero, para que estuviesen preparados
cuando se levantase; luego, con una súbita chispa de rebeldía, buscó y sacó su cuaderno de
dibujo. Aún no había conocido ninguna ciudad importante del último imperio que no poseyera
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al menos unos cuantos mascarones; encontraría los que hubiese en esta, dijeran lo que dijeran.
Hojeó su cuaderno una vez más; los mascarones en él dibujados parecían escapar de las
páginas: el cabello trenzado de una doncella, las hojas de parra de un semidiós, el rugido de un
león y la nariz de un centauro resollando, la corona de laurel y la lira de una musa de la poesía,
el cuello fuerte y los pómulos altos de un olímpico, la mirada tranquila y fría de la diosa de la
sabiduría. Mientras las crujientes hojas blancas pasaban rápidamente bajo sus dedos, entrevió
el único bosquejo del cuaderno que no correspondía a un mascarón de piedra y retrocedió para
mirarlo. Se trataba de un retrato que había dibujado de Helena, la muchacha carintia, solo su
cabeza y hombros; de suerte que durante un instante se la podía tomar por otra representación
de una deidad o musa. La contempló brevemente. Su lápiz había capturado los refinados rasgos
de pómulos y cejas, el gesto un tanto terco de la boca, el cabello rubio platino cayéndole
alrededor de la nuca; pero en absoluto había conseguido transmitir su mirada, y Michael Vay
rebuscó en su memoria para rememorar el negro azabache de sus melancólicos ojos.
Sin embargo, no fue eso de lo que se acordó, sino del día en que había dibujado el retrato.
Habían discutido porque el padre de ella no les permitía verse con frecuencia: recelaba de la
ascendencia parcialmente extranjera de Michael. Este le había dicho a Helena que lo que ella
tenía que hacer era marcharse de allí y acompañarlo en sus viajes a las remotas ciudades del
imperio, idea que la había escandalizado. Porque ella tenía sus propios planes, su propio
trabajo: sus ideales internacionalistas. A lo mejor había algo que pudiese hacer en la Sociedad
de Naciones o en la sede central de la Cruz Roja. En aquel soto de abedules, en medio del
brillante verdor primaveral y junto al límpido riachuelo, le había permitido un único y casto
abrazo. La siguiente vez que tuvo noticias suyas fue a través de la hermana de ella. Helena no
estaba en Suiza, sino en un sanatorio de la antigua isla imperial de Zara, en el Adriático, por
sus temperaturas cálidas y agradables y hierbas ancestrales. Era mejor, le informó, que no
escribiera: no convenía alterarla. Él se hallaba lejos, en Galitzia, en el confín más distante del
imperio, cuando la carta dio con él; a esta nunca le siguió ninguna otra, aunque había
desobedecido la instrucción de no escribir. Desde todos los lugares a los que iba solía enviar
una postal; pero si alguna de ellas alcanzó a su destinataria, él jamás lo supo. Solo en una
ocasión, con precisa eficiencia, la maquinaria del servicio postal del imperio había funcionado
a la perfección y le había devuelto una misiva a la oficina postal de campaña desde la que él la
había remitido. En ella habían escrito un lacónico mensaje con el reglamentario lápiz azul:
«Desconocido». No logró averiguar más: al principio, sus obligaciones militares lo habían
retenido, y abandonar en aquellos atribulados y desesperados días era algo impensable. Y
después de la guerra sintió la insistente llamada de su monografía, que no podía interrumpir
hasta haber visto y plasmado en ese papel blanco de primera calidad la imagen de todos los
mascarones que en el imperio había habido.
La página escapó del ligerísimo agarre de sus dedos y cayó. Cerró el cuaderno con un
suspiro. A esas horas de la noche las puertas del albergue estarían ya cerradas a cal y canto,
pese a lo cual se sintió inquieto y con ganas de salir. Sabía que tenía que mantener ocupada la
mente para evitar pensamientos morbosos, y trató de discurrir qué más podía hacer para
preparar la búsqueda del día siguiente. Al sacar una libreta para tomar notas vio una colorida
hoja de papel que él mismo había metido allí.
A la luz de la lámpara de la mesa examinó el mapa que Aurelian Zothe le había entregado.
Al sur se hallaban los barracones de la caballería, el jardín botánico y el hospital; al este, el
fuerte de artillería y los cementerios de las diversas fes; al norte, un brezal abierto y la estación
ferroviaria, con todos sus apartaderos; y al oeste, los terrenos del palacio metropolitano y el
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parque real. Desde estos lindes enfilaba un puñado de avenidas totalmente rectas, con un tesón
en mantener su rumbo que apuntaba hacia un origen militar o ceremonial. Sin embargo, en lo
más recóndito de su corazón, la ciudad, observó, no era ni por asomo rectilínea. Cuando inclinó
el mapa hacia el resplandor de la luz vio que el lugar tal vez se comprendiera mejor tomando
como punto de partida sus plazas, cada una conectada por una quimera de calles que incluso la
destreza de Aurelian en ocasiones pasaba apuros para capturar. La más central de todas era la
Ring-Platz, a la que conducían las amplias calles radiales, y en la que estaba ubicado el Café de
l’Europe; mayor pero más austera era la National-Platz (qué nación en concreto era algo que
diplomáticamente ahora se evitaba especificar); una plaza que como cuadrado era un tanto
deforme —más era un rombo contrahecho— era la Rudolf-Platz; y aquí, tintada de verde,
estaba la Frans-Joseph-Platz. Sonrió para sí mismo: ¿cuántas otras ciudades había visitado con
justo esos mismos nombres? Al día siguiente empezaría desde la Ring-Platz e iría avanzando
hacia el exterior, de una manera muy semejante, dio en pensar, a como se movían las piezas en
aquel peculiar tablero de ajedrez circular.
Cuando el sueño por fin se apoderó de él esa noche, vio cernerse ante sus ojos los
mascarones que había dibujado, fundiéndose unos con otros, hasta que todos se combinaron en
uno: Helena.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Antes de marcharse para todo el día echó un vistazo a las octavillas impresas expuestas en una
mesa del vestíbulo de entrada. Sonrió al comprobar que el doctor Barusch había conseguido
colar su panfleto neolatinista entre ellas y echó una distraída ojeada a los anuncios de
conciertos, obras de teatro, conferencias, una velada dedicada a Schiller (en la que también se
leerían fragmentos de la obra del nuevo joven poeta Rilke), fiestas con bailes folklóricos,
servicios religiosos y una asamblea de un grupo que se autodenominaba la Nueva Fuerza y
cuyo emblema era una lanza de hoja barbada. Se encogió de hombros y, dejando todo tal cual
estaba, salió a la calidez anaranjada de la mañana.
Hacia el final del día sintió que ya había cubierto tanta superficie del círculo central de la
ciudad como sus pies alcanzaban a resistir, y admitió para sí que sus conocidos del café estaban
en lo cierto. No había mascarones por ninguna parte. Con la ayuda del mapa de Aurelian había
localizado los principales bancos, el museo, la ópera, la Asamblea Legislativa, correos… todos
ellos bastante impresionantes y a todas luces edificados en las últimas décadas del siglo
anterior, cuando la región se convirtió en «territorio de la corona», con nuevos privilegios. Sin
embargo, todos carecían de ornamentación y en su álbum de dibujo no había nuevas
incorporaciones. Volvió a sentir la necesidad de compañía amigable y se planteó regresar al
café de la Ring-Platz. En varias ocasiones en el transcurso del día, mientras se hallaba
entregado a sus solitarias búsquedas, le había parecido atisbar en algún transeúnte un rostro o,
mejor dicho, una facción conocida; y unas cuantas veces a punto había estado de saludar antes
de caer de golpe en la cuenta de que en ese lugar no conocía a nadie, salvo a los dos con los
que había coincidido en su primer día. Esto había sucedido con tanta frecuencia que al pensar
ahora en ello empezó a inquietarle, así que se sentó en un banco bajo un castaño y trató de
ordenar sus ideas. De manera inconsciente, sus dedos fueron pasando las páginas del cuaderno.
Miró distraídamente aquella con la que habían dado. Luego la observó con más atención,
frunciendo el ceño. Ese dibujo ejecutado, creía, en Presburgo años atrás, lucía la frente y la
forma de los ojos de la mujer que había visto de pie ante la Facultad de Bellas Artes estudiando
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el programa. Mientras iba pasando las páginas rápidamente fue examinando más dibujos. Ahí
nada, ni ahí, bueno… sí, un momento; el anciano que hacía cola en el exterior del Instituto de
Veteranos, ahí estaban su nariz fiera y espléndidos bigotes, en el mascarón de un león que había
bosquejado una vez en Galitzia. Y allí, más avanzado el álbum, la mirada soñadora de un
Pierrot en piedra blanca de un teatro de Linz, que había vislumbrado en los ojos de un
muchacho pálido que vagaba por las inmediaciones de las fuentes de la Rudolf-Platz.
Michael Vay cerró pausadamente el cuaderno y sacudió la cabeza. En la ciudad reinaba un
calor agobiante y él se había agotado en exceso. Al no haber encontrado nada de interés para su
estudio, sus ojos lo habían traicionado y superpuesto los mascarones que deseaba ver a los
rostros ordinarios de la gente de la calle. Eso no podía continuar así. Lo que necesitaba eran
hechos, no esas fantasías. Se le ocurrió consultar alguna obra de referencia sobre la ciudad,
pero a esa hora la abovedada biblioteca ya había cerrado. Empezó a deambular sin rumbo por
callejas poco frecuentadas de las inmediaciones de la universidad; un oscilante cartel blanco
con el símbolo de un libro abierto llamó su atención.
Las letras pintadas en un azul desvaído le informaron de que aquel era el establecimiento
de Isidore Barleon, y de que este era un tratante de libros, de acuerdo con el pintoresco nombre
que su profesión recibía en la lengua oficial. Empujó la puerta de paneles verdes y entró.
Hileras de volúmenes se extendían frente a él, cual estatuas de papel en un museo inmenso. A
diferencia de la mayoría de establecimientos del ramo en los que había entrado en el pasado, en
este reinaba el orden. Los libros estaban alineados con esmero en las estanterías sin que ningún
ejemplar yaciera sobre el nudoso suelo de madera y, en lugar del habitual olor a moho y
cerrado, se percibía un ligero aroma a cedro, tal vez de algún abrillantador o tal vez porque se
habían quemado resinas.
Tampoco era el dueño, como Michael se había esperado, un anciano de cabello blanco. El
hombre no era mucho mayor que él mismo, y tenía un rostro redondo y benévolo, y una mirada
inquisitiva que las frágiles gafas de fina montura metálica parecían resaltar. Llevaba un
guardapolvo azul. Michael le preguntó si tenía algún libro sobre la historia o arquitectura de la
ciudad, y le explicó lo que en concreto le interesaba.
—Entiendo. No, no tengo nada sobre ese tema. Pero ¿podría examinar con más
detenimiento su cuaderno? —preguntó señalando el álbum de bocetos que Michael llevaba en
la mano.
Michael Vay le entregó la libreta al joven librero, quien primero inspeccionó la
encuadernación atentamente y luego fue pasando las páginas. Se acercó con el cuaderno a la
puerta, que abrió de par en par para permitir entrar la claridad del día. Entonces puso una
página a contraluz, y luego otra.
—Este es un ejemplar exquisito. ¿Supongo que no estará dispuesto a venderlo?
Michael negó con la cabeza.
—Son mis dibujos. —Y había otras razones.
Isidore le indicó con un gesto que comprendía.
—Es posible que algunos signifiquen mucho para usted… ―Como el joven estudioso no
respondió, el librero siguió aferrado al cuaderno, como reacio a desprenderse de él―. ¿Dónde
lo consiguió?, si me permite preguntarle.
Michael lo miró sorprendido, pero en la amable calidez del hombre había algo que lo
predispuso a contarle más.
—Me lo regaló mi madre cuando comencé mis estudios.
Isidore asintió con un cabeceo.
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—Le voy a decir dónde lo compró ella, o dónde fue fabricado.
Michael nunca se había detenido a pensar en ello. Se trataba de un sólido volumen de
buena manufactura, con papel de excelente calidad muy apropiado para sus dibujos, eso era
todo lo que sabía.
—En Firenze. Mire, está encuadernado en la piel azul árabe que tan bien curan allí, siendo
ellos (y solo ellos) los conocedores del secreto de su preparación. Estas guardas… el diseño
dorado y escarlata con plumas… eso también es típico de su trabajo. Pero sobre todo, las
marcas de agua florentinas en el papel, ¿las ve?
Sin moverse de la puerta abierta, Isidore levantó otra página, una aún sin utilizar, y ayudó
a Michael a vislumbrar una floritura impresa en el papel, una retorcida filigrana dorado pálido.
—Su madre eligió bien su bloc. Dígale que así lo afirma Isidore Barleon, el mejor librero
de la ciudad, el más exigente.
Michael arrastró nervioso sus agrietados zapatos negros.
—No va a ser posible. Murió durante la epidemia de influenza.
—Vaya.
A Michael le llamó la atención que Isidore no le expresara ninguna falsa condolencia; en
lugar de eso cerró el cuaderno, volvió a empujar la puerta de vuelta a su lugar y, tomándolo
amablemente del codo, lo acompañó hasta su mesa al fondo de la tienda. Se hizo el silencio
mientras el librero lo observaba. Estaba claro que curiosidad y sensibilidad estaban pugnando
en su fuero interno. La primera fue la que a la postre tomó las riendas.
—¿Sabe si su madre estuvo alguna vez en Florencia? Estos cuadernos no se pueden
adquirir fuera de esa ciudad.
—Estoy convencido de que sí —respondió Michael con un suspiro—. Ella era medio
griega, me decía siempre, medio triestina. Viajó con frecuencia más allá de las fronteras del
imperio, a Salónica, por ejemplo, a Rávena en una ocasión, que yo sepa. Le encantaba el arte…
bueno, los maestros clásicos, no las obras modernas. Digo yo que no se le pasaría ir allí. Me
tomaba un poco el pelo por dibujar cosas tan grotescas. Supongo que se preguntaba por qué me
molestaba con monstruosidades tan barrocas.
—Y es que usted las ha plasmado todas extraordinariamente bien, amigo mío —dijo
Isidore asintiendo con la cabeza—. Estos mascarones parecen criaturas auténticas, no solo
curvas y líneas de piedra.
Michael dio un respingo ante la aguda observación, pero no puso fingidos reparos al
cumplido a su arte. Se dio cuenta de que ahí tenía a alguien a quien podía confiar las extrañas
experiencias que había vivido recientemente.
—Sí, lo sé, incluso a veces se me antoja que las veo por las calles.
El librero exhaló lentamente, luego se quitó sus endebles anteojos y los limpió con un
trapo.
—¿Por las calles?, ¿aquí?, ¿en esta ciudad?
Michael hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
—Son solo imaginaciones. A lo mejor me he pasado demasiado tiempo mirando los
bocetos.
Una nueva pausa.
—¿Alguna vez las ha visto en alguna otra ciudad?
Michael Vay reconoció a media voz que no.
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Aurelian Zothe recogió en la imprenta un surtido de sus mapas en múltiples idiomas y
emprendió su ronda por los quioscos dorados y negros de tabaco, para reponer existencias y
recoger el dinero de las ventas. Sin embargo, en el primero, regentado por un jubilado que
había sido jefe de una oficina de correos del extinto imperio y que todavía lucía con orgullo sus
medallas por los servicios prestados y se dirigía a los clientes utilizando las partículas de
cortesía correctas, la exposición de mercancía de Aurelian fue recibida con un pesaroso
cabeceo negativo.
«Hemos recibido órdenes de que a partir de ahora solo los podemos vender en el nuevo
idioma oficial —dijo el quiosquero—. En el resto de quioscos se va a encontrar con lo mismo.
Puedo quedarme con esos, pero no con los demás. Lo siento; todos se vendían bastante bien, y
la verdad es que cuando la gente compra un mapa con frecuencia también se acuerda de
adquirir otros artículos, así que le venían bien al negocio. Pero ahora, no. Me despedirían».
Aurelian sabía que sería inútil discutir con un oficial veterano educado en la obediencia
ciega a la autoridad, incluso en esta ciudad remota, e incluso aunque ya no fuera el imperio
quien dictaba las normas (e incluso aunque el imperio jamás hubiera dictado una norma así).
Tal vez algunos vendedores aceptaran a hurtadillas unos pocos mapas no oficiales; tal vez, sí,
porque a la ciudad se le daba de maravilla todo tipo de comercio heterodoxo, con mercados que
brotaban como champiñones donde menos se esperaba. No obstante, su negocio se vería
gravemente mermado. Pidió con desánimo un paquete de sus cigarrillos negros y una caja de
cerillas Edelweiss, y completó una desalentadora ronda por sus otros agentes, que le sirvió para
descubrir que el jefe de correos tenía razón: los quiosqueros solo aceptaron los mapas en el
nuevo idioma oficial.
El exiliado se encaminó a uno de sus bancos favoritos, bajo un haya en la Rudolf-Platz, y
fumó pensativamente. De la fuente le llegaba un relajante tamborileo líquido. Las grajillas
alzaron sus voces entrecortadas en los tejados, en su extraño idioma secreto semejante al
castañeteo de un rosario aéreo. Los jamelgos de los coches de caballos pasaban ante él,
caminando lenta y solemnemente, con los cocheros encorvados como dormidos; y algunos sin
duda lo estaban, porque sus rocines se conocían hasta el último adoquín de la ciudad.
Sacerdotes barbados enfundados en sotanas negras, estudiantes del Talmud con casquete y
tirabuzones aferrados a libros sagrados, jóvenes con los atildados uniformes de las
fraternidades de esgrima, montañesas de rasgos prominentes con chalecos bordados,
silenciosos boyeros fornidos trayendo carretadas de madera a la ciudad, y harapientos niños de
ojos castaños correteando entre el sol y la sombra, todos pasaron ante su mirada contemplativa.
Aurelian pensó que jamás antes había visto un popurrí tal de humanidad, ni siquiera durante
sus días en las ciudades de la costa del mar Caspio, ni en Constantinopla, donde mareas de
refugiados desbordaban la antigua capital bizantina. Pero si ahora solo se iba a permitir un
idioma, y no se trataba de la lengua europea sencilla y neutral que el viejo doctor Barusch
amaba, la ciudad iba a cambiar, comprendió Aurelian. Ya era hora, pensó con un suspiro, de ir
considerando su próximo movimiento.
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oraciones tibetano con olor a moho; un medallón armenio; un colgante con un cabello de la
reina Tamar de Georgia; una uña del Profeta Velado; una tintura supuestamente fortalecida por
la semilla de Tamerlán. Incluso lo más sagrado tiene un precio y los vendedores estaban
dispuestos a regatear duramente antes de separarse de sus tesoros. Rara vez cometían el error
de vender un mismo artículo insólito una segunda ocasión en una misma jornada, pero otras
noches podías descubrir que ese mismo objeto se había multiplicado de manera milagrosa.
En una esquina de la plaza había criaturas maniatadas, encadenadas o enjauladas, y sus
rugidos y gritos añadían a la aguda cacofonía del mercado un sonido tan penetrante como una
cimitarra afilada, que se imponía, a intervalos, a los berridos de los vendedores nocturnos, las
balbuceantes canciones de los borrachos y los lamentos del violín de un músico callejero. En
apestosos callejones y portales, y en patios fríos y tenebrosos, se ejercía el oficio más antiguo,
que iba asimismo acompañado por gritos y gruñidos, que competían con los chillidos de las
bestias cautivas.
En otro sector había recipientes angulares de vidrio y barriles de contrabando llenos de
licores difíciles de conseguir en los cafés, arcones con tabaco que los quioscos dorados y
negros monopolio del estado jamás vendían, y narcóticos y resinas que garantizaban el olvido o
visiones desenfrenadas a cambio de un precio y durante un tiempo. Michael sintió repugnancia
ante gran parte de lo que vio, pero se descubrió incapaz de escapar a su fascinación. Un
tambaleante borracho que tropezó con él y a punto estuvo de derribarlo murmuró una
contrición sincera y aturdida. Insistió en que el joven compartiese un trago de la boca corroída
de su petaca. Michael tomó un sorbo para librarse de él. El ardiente alcohol puro le quemó la
garganta y le subió por la nariz, y a duras penas consiguió no atragantarse. El borracho le dio
una fuerte palmada en la espalda que lo lanzó al camino de un predicador itinerante que
exhortaba a los juerguistas a abandonar el pecado y prepararse para el inminente apocalipsis. El
hombre agarró a Michael por las solapas y le preguntó si había visto las nubes rojas que
surcaban el cielo. Parecía tratarse de una cuestión de suma importancia y urgencia, y el
predicador clavó una intensa mirada en sus ojos, como si en ellos pudiera leer la respuesta.
Michael se liberó tan suavemente como pudo, pero el efecto de la petaca del borracho le
estaba subiendo a la cabeza y sintió una desesperada necesidad de beber más. Se abrió camino
a empujones hasta uno de los puestos de contrabando, agarró un frasco al azar y arrojó un
puñado de monedas al tendero de alargado rostro. Durante un breve instante recuperó su
precaución innata y, tras quitar el tapón, olisqueó el amargo y pálido líquido rosa del interior.
Lo asaltó una agobiante fragancia a rosas marchitas, como si se hubiera desvanecido en un
jardín persa en ruinas, y deseó ser poseído por ese destilado singular de aroma intenso, sentirlo
correr por las venas. Inclinó hacia atrás su pálido cuello verde viridiana, volcó el elixir sobre su
lengua y luego trasegó con gula. Se sintió estremecer, como si una rosa escarlata le hubiera
bajado garganta abajo, o la brillante hoja de un tragasables; pero las crueles espinas de bronce
verde se habían enganchado y hundido en lo profundo de su carne en su descenso por su
interior. Placer embriagador y dolor agudo se combinaron en una única sensación; pidió otro
frasco y disfrutó de nuevo del perfumado efluvio y la ardiente aspereza mientras el licor rosa se
apoderaba de él desde sus entrañas.
Miró con ojos brillantes el hormiguero de gente en derredor de él, los hombres y mujeres
de la noche. Vio antiguos soldados que todavía lucían uniformes destrozados de distintos
ejércitos, mendigando huraños o ejecutando lastimosos trucos con las extremidades o los
sentidos que les restaban; vio niños de la calle medio desnudos empujándose entre ellos para
recoger cualquier pieza brillante que caía en los pringosos adoquines o las sucias calles; vio
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cómo unas mujeres desaliñadas de miembros morenos que hacían señas a los transeúntes se
reían de él desde las sombras; había leprosos mostrando sus llagas supurantes para infundir
lástima; y hombres de barba cana que vendían tierra de tumbas de santos y profetas pregonando
con solemnidad su sagrada mercancía envuelta en papel azul, en el que había escritas una letras
sobrias y extrañas. Y entonces le pareció atisbar, entre todos los demás rostros, otro que
conocía de su cuaderno; el único que no era de piedra; la vio al borde de la multitud, vacilante,
como una vela blanca; tan solo la vislumbró fugazmente, pero incluso presa del abrazo de la
rosa destilada supo que era ella. La razón y la esperanza se apoderaron de nuevo de él, y se dijo
que seguro que había acudido a la ciudad en respuesta a la campaña de doctor Barusch y (como
él mismo) se había perdido y había sido atraída por el horrible tumulto del mercado nocturno.
El creciente lamento agudo del violín callejero, los gañidos de los animales enjaulados, las
exhortaciones de los vendedores y los bastos gritos de la multitud se estrellaban sobre la plaza
empedrada como oscuras olas levantadas por una feroz tormenta, y Michael se obligó a sí
mismo con ardiente urgencia a abrirse paso, apartando a empellones toda esa marea de cuerpos.
Él mismo fue empujado contra rostros furiosos, que pasaban raudos ante él. Ahí estaba la
mirada descaradamente lujuriosa de un sátiro, y ahí la taimada sonrisa de un fauno, las mejillas
regordetas y los ojos saltones de un sileno, un rostro con el terrible atractivo de una lamia y un
anciano con la mirada ciega y aterradora de un dios muerto. Y ya no eran mudos: risas
estridentes, un siseo siniestro, un apagado gemido semejante al ruido de un gong, un susurro
obsceno salido de sus labios. Y le asaltó un hedor a corrupción profunda, que desterró la
perfumada esencia del destilado de rosa y penetró todos sus sentidos e incluso su carne con su
miasma gusanienta.
No obstante, en las profundidades de su mente, su razón se sublevó y Michael sacudió la
cabeza. Controló el pánico que continuaba asaltándolo desde todas las direcciones, se dijo que
esos no podían ser los rostros de los visitantes del mercado nocturno, por muy brutales que
pudieran ser algunos. Estaban haciéndole ver una escena distinta, un lupanar demente de todos
los instintos míticos más oscuros de los bajos fondos del imperio. Pero seguro que también
existían otros impulsos a los que podía apelar. Rememoró la circunspecta grave sabiduría
tallada en los ojos y cejas del rostro de Atenea en el gran museo de la capital; ella también
estaba preservada en su cuaderno. Se acordó del Apolo en el edificio del Almirantazgo frente al
Adriático, en Trieste, con sus ojos clarividentes y el cabello dorado que el escultor había
reproducido a la perfección. Visualizó la imagen de esos mascarones enarbolados ante él a
modo de escudos, y se los imaginó clavando los ojos en la muchedumbre tumultuosa, que
pareció amilanarse bajo su mirada. Entonces cristalizó en él una sencilla certeza y supo cómo
abrirse camino, y buscó torpemente en su cuaderno el dibujo que había hecho del rostro tallado
en la dovela sobre la puerta de las caballerizas imperiales de la ciudadela de Praga. Encontró el
mascarón del joven con alas en el casco y una sonrisa enigmática en sus labios pétreos, y dijo
en voz alta, aunque no sabía cómo habían llegado a él esas palabras: «Gran Hermes, guía de las
almas»; y otra vez, mucho más alto; y otra, como el eco de una llamada reverberando por un
valle montañoso. Todos los groseros ruidos del mercado se acallaron durante una fracción de
instante, y la multitud que lo rodeaba, tanto si a sus ojos eran humanos como semihumanos, se
apartó de él como si estuviese poseído.
Sin dejar de aferrarse con fuerza al cuaderno de los mascarones, Michael corrió por el
pasillo que se había abierto, hasta que por fin emergió dando tumbos en los márgenes del
mercado, allí donde ella había estado. Había tratado de no perder de vista la pálida forma, pero
los otros rostros, esas figuras burdas que trataban de agarrarlo, se lo habían impedido y ahora
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no se la veía por ninguna parte. Corrió repetidas veces alrededor del perímetro del mercado, se
adentró en callejuelas y patios, probó a llamarla por su nombre, una y otra vez. Pero todo fue
en vano. A la postre, cuando las cicatrices rojas del alba se dejaron ver, se descubrió demasiado
exhausto para continuar buscando y se durmió apoyado contra un banco bajo una farola de luz
mortecina y titilante.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
El sol del mediodía encontró a Michael Vay abriendo de nuevo la puerta de la librería de
Isidore Barleon, para a continuación retroceder, horrorizado. El plácido orden que tanto lo
había impresionado en su anterior visita había sido arrasado. Las estanterías estaban torcidas,
inclinadas formando ángulos desquiciados. Habían rociado pilas de libros con agua o gasolina;
algunos tenían las hojas curvadas y ennegrecidas allí donde las llamas las habían lamido sin
llegar a prender. El librero lo saludó con un sombrío gesto de la cabeza mientras iba de un lado
para otro en silencio, colocando las cosas, tomando pausada y pacientemente cada uno de los
volúmenes y curando sus heridas. Michael hizo lo que pudo por ayudar.
—Tuve visitantes —explicó Isidore—. Les gustaban tanto los libros que gozaban
arrojándolos por el aire. Luego quisieron encender una hoguera para demostrar su ardor. Pero
quemar un libro es más difícil de lo que nos creemos. Bueno, basta por ahora. Me alegro de
verle. ¿Ha encontrado ya algún mascarón? ¿O le han encontrado ellos a usted?
El visitante narró lo que había visto en el mercado nocturno. Isidore se ajustó los anteojos
y asintió con la cabeza. No trató de convencerlo de que todas esas escenas habían sido una
ilusión, sino que aceptó con calma lo que Michael le describió entrecortadamente.
—Quería saber —dijo este a media voz—, qué más puede contarme sobre este cuaderno
que me regaló mi madre.
—Muy poco —respondió el librero con un suspiro—. Por la marca de agua yo diría que
fue fabricado por un maestro del gremio de los artesanos del papel de Firenze, una fraternidad
cuyos miembros se dedicaban a muchas otras actividades aparte de a la fabricación de papel.
Se dice que el gremio data de la época de Cosimo Vecchi, aunque sin duda algunas de sus
destrezas siguen siendo respetadas (y secretas) hoy en día. Es posible que aprendieran alguna
de sus artes de los sarracenos, o de los sefardíes o bizantinos. Al menos Cosimo carecía de
prejuicios cuando se trataba de buscar la sabiduría.
Isidore se quedó pensativo. En la tienda se oía el susurro de los libros reacomodándose en
sus lugares, como si se estuvieran ayudando entre ellos. Las páginas de un cuadernillo
arrancado de un ejemplar aún sin restaurar se agitaron donde yacían tiradas.
—Sí, ellos sabían cómo fabricar libros con poder, eso es cierto —continuó—. Ahora bien,
¿por qué supone que lo que ha visto es obra del cuaderno? Es usted quien conjuró a la
perfección en las páginas todos esos espíritus de piedra, de todos los rincones del último
imperio. A lo mejor lo único que pasa es que los ha liberado en esta ciudad.
Una expresión preocupada apareció en el rostro aceitunado de Michael mientras se
esforzaba por asimilar la extraña idea de su amigo.
—¿Y Helena? —preguntó al cabo—. ¿También ella es solo un espíritu?
Isidore apoyó la mano en su hombro, pero no respondió.
Al salir, el joven estudioso vio un símbolo grabado toscamente en la pared: una lanza de
hoja barbada.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
130
Durante los días subsiguientes, Michael Vay buscó a la muchacha carintia por toda la ciudad,
pateándose todas las amplias avenidas, todos los callejones angostos y tortuosos; las plazas
solitarias con sus cerezos de corteza brillante; las firmes hileras de viviendas color mostaza de
los mercaderes; las barriadas atestadas; las calles remotas donde aún quedaban algunas casas
perdidas que no parecían estar seguras de si pertenecían o no a la ciudad, con su huerto, sus
cabras bigotudas, sus viejos pozos y bombas de agua y sus rejillas con hierbas aromáticas
secándose. Aunque ahora ya no rastreaba mascarones, ni en los edificios ni en los lugareños de
carne y hueso, a veces, cuando un rostro se giraba de repente, aún le parecía atisbar indicios de
las facciones de alguno de los de su cuaderno. Pero incluso obsesionado con la acuciante
búsqueda de la joven pálida que había vislumbrado al borde del mercado nocturno, no pudo
evitar percatarse de otros cambios que se estaban produciendo en la ciudad. Determinadas
tiendas y negocios lucían una enorme estrella negra allá donde las ventanas habían sido hechas
añicos, antiestéticas manchas de pintura roja o el desnudo símbolo de una lanza barbada. En las
calles se podían encontrar pilas de libros, revistas y partituras rasgados, y en una ocasión vio un
candelabro de siete brazos abollado y torcido clavado boca abajo en un terreno en barbecho. En
su visita al barrio oriental, donde se hallaban los cementerios, a la búsqueda de la muchacha o
de su espíritu, también encontró lápidas destrozadas y arrancadas, y los guijarros dejados a
modo de ofrenda desperdigados entre los hierbajos. En las calles presenció cada vez con mayor
frecuencia desfiles de hombres con el rostro severo, el cuello tieso, las mejillas rígidas, la boca
adusta y la mirada de Medusa de los mascarones de Marte que había visto en alguna ocasión.
Transcurrió cierto tiempo antes de que Michael se aventurara a entrar de nuevo en el Café
de l’Europe, al que acudió acompañado por Isidore Barleon. Las puertas ornamentadas y los
aromas tentadores; el orden estable de los clientes en sus lugares de costumbre; y la figura
encapada, inclinada y concentrada sobre su tablero de ajedrez circular, estudiando las piezas en
sus segmentos no habían cambiado. Sin embargo, parecía haber menos gente, y el murmullo
tranquilo que anteriormente imperaba en el lugar ahora sonaba más nervioso, salpicado por
voces alzadas y palmadas sobre los tableros de las mesas enfatizando irreprimiblemente las
palabras dichas. Se sentaron juntos en silencio, apercibiéndose del extraño ambiente del café.
El librero pidió un vaso de zumo de caqui; con cierta reticencia, Michael tan solo un agua
mineral, agua suaba de manantial de la marca Castalia, en su botella azul cubista. El camarero
sirvió la pequeña cascada cristalina en un vaso de vidrio verde y, durante un breve instante,
Michael se acordó del cristalino manantial y el verde bosquecillo donde Helena y él se habían
reunido por última vez, como si aquel momento hubiera sido recreado en miniatura. El
murmullo del café se silenció y la vio con claridad, su figura blanca, su bello rostro
preocupado, el fruncimiento de ceño que él adoraba. Pero fue solo un instante y el tintineo de
una cucharita interrumpió su breve ensueño. Y de pronto supo con amarga certeza que esa era
la única Helena a la que volvería a ver o frecuentar, la muchacha rememorada en esas visiones
fugaces, durante el resto de años por venir.
Cuando alzó la mirada se encontró al doctor Julius Barusch asentando su amplia figura en
su mesa habitual, e indicándoles con gestos que se le unieran. El doctor sacó su pequeña
bandera de escritorio con el sol radiante y la colocó con un golpe sobre el tablero de mármol.
En respuesta a las descorazonadas preguntas de Michael dijo que no, que no había reclutado a
una joven llamada Helena para su proyecto neolatinista en esta ciudad, ni tampoco en
Klagenfurt ni en Zara ni en Génova. La verdad era que su campaña se tambaleaba. A él mismo
le habían prohibido repartir sus folletos y dar conferencias en la universidad en el idioma
131
paneuropeo, y la insignia no podía ondear en ningún edificio público. La banderita de escritorio
era un pequeño acto de desafío, pero no tenía duda alguna de que muy pronto le dirían que
también eso tenía que acabar. La Nueva Fuerza andaba por toda la ciudad y no miraba con
buenos ojos sus ideas internacionalistas. Sacudió su enorme cabeza y, a pesar de que el
bamboleo de sus mejillas le confería un aspecto cómico, Michael vio pesar en sus ojos.
Aurelian Zothe no tardó en franquear las puertas; ocupó su lugar y encendió otro cigarrillo
negro. En su rostro anguloso se dibujaba una sonrisa sarcástica, y su vistosa corbata estaba
sujeta por un reluciente ópalo amarillo. Había creado un nuevo y satírico mapa de la ciudad,
que extendió ante ellos. En su centro se hallaba una empalizada circular hecha de lanzas, en
cuyo interior había un espacio vacío, en blanco. Por encima de las calles, unas grandes y
recargadas flechas partían de la ciudad en todas las direcciones, con su destino escrito junto a
cada una: Zúrich, Londres, París, Nueva York, Jerusalén, Salónica, Alejandría. Todas las
flechas estaban ornamentadas, y en su majestuoso vuelo se llevaban consigo libros estilizados,
claves musicales, máscaras de teatro, retortas de laboratorio, un caduceo, grajillas, piezas de
ajedrez, cartas de baraja, una tambaleante pila de cilindros dulces y, con las oscuras alas
desplegadas, el águila bicéfala del viejo imperio.
—Van a ir a por ti por esto, Aurelian —dijo con ternura el doctor Barusch.
Aurelian movió la cabeza negativamente y clavó el dedo índice, que todavía sujetaba un
lado del pitillo, sobre una pequeña figura del mapa. Se inclinaron para mirarla. Incluso en
miniatura, el rostro triangular y el canutillo negro colgando de la boca resultaban
inconfundibles. Aurelian estaba sobre la flecha rumbo a Alejandría.
—¿Os gustaría acompañarme? —preguntó el cartógrafo a sus amigos mirándolos
inquisitivamente—. Dicen que allí tienen buenos cafés, y que el gobierno es tan inepto que a
duras penas consigue decidir a quién perseguir, e incluso entonces no lo hace como Dios
manda.
A pesar de la aparente despreocupación, sus compañeros de mesa sabían que el cartógrafo
de rostro delgado sentiría abandonar la ciudad que había llegado a conocer tan bien, cuyas
calles más angostas y plazas más solitarias había descubierto y dibujado. Sus ojos azul pálido
se veían más apagados: el agotamiento del exilio perpetuo. Trató de disimular frente a sus
amigos volviendo a encender con gran aparato su chisporroteante cigarrillo negro y exhalando
con fuerza el humo azul plateado.
–El tabaco también será mejor allí —añadió.
El doctor Barusch, tras una pausa, dio una palmada a su amigo en la espalda.
—Lo siento, Aurelian, lo siento de veras, pero no estoy seguro de que el clima alejandrino
le fuese a sentar demasiado bien a mi salud. Y dudo de que allí estén preparados para el
neolatín, a pesar de todo su pasado clásico. No, a mí me toca volver al centro de Europa. —
Tomó prestada una pluma de su amigo y dibujó un sol radiante montado en un zepelín (él
mismo) rumbo a Zúrich. La minúscula caricatura despertó algunas risas amables, que no
mitigaron el silencioso pesar que los había embargado—. Ahora bien —añadió con cierta
malicia porque conocía y toleraba la falta de entusiasmo de su amigo hacia su idolatrado
idioma—, podremos practicar nuestro neolatín cuando nos carteemos, ¿verdad? Seguro que los
monumentos y lugares de interés ampliarán tu vocabulario, ¿eh?
El librero negó con un cabeceo llegado su turno. Conocía los riesgos, aseguró, y no
culpaba a sus amigos por marcharse mientras podían. Era posible que llegara un día en que él
ni siquiera contase con esa opción. Sin embargo… con sus frágiles gafas brillando, dibujó su
librería en el mapa, donde estaba entonces y donde había estado durante largos años. Y donde
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seguiría estando. Ni que decir tiene, continuó, que aceptaría de buen grado cualquier ayuda.
Por lo visto, en los tiempos que corrían había mucho trabajo en el campo de la restauración de
libros. Tantos volúmenes tenían la costumbre de arrancarse de su lomo, saltar a piras, terminar
en medio de montones de desperdicios, ensuciarse con lacónicos mensajes groseros… Era
como tener hijos rebeldes, que tras cada una de sus escapadas necesitaban atenciones
especiales.
Michael Vay dejó que las páginas de su álbum de dibujo florentino fueran pasando por sus
dedos. El aliento del papel onduló el flamante mapa, haciéndolo parecer una alfombra árabe a
punto de alzar el vuelo, como si los espíritus de todos los mascarones que había dibujado, de
todas las ciudades remotas del fenecido imperio, hubiesen soplado al unísono para ayudarla a
flotar en su camino.
Y entonces supo que su trabajo estaba terminado.
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Amor de pago único
Aliya Whiteley
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Presentación
Aliya Whiteley es una escritora británica autora de cuatro novelas y más de un centenar de
relatos, parte de los cuales se han recopilados en dos colecciones, tras haber aparecido en
diversas antologías y publicaciones punteras del género (Interzone, Beneath Ceaseless Skies,
The Dark…), e incluso de fuera de él (The Guardian). Sus obras han sido finalistas de premios
tan destacados como el Arthur C. Clarke, el Shirley Jackson o el British Science Fiction.
Aunque creo que ninguna de sus obras se ha publicado en español, la editorial Dilatando
Mentes ha anunciado que Aliya se incorporará a su catálogo en 2021 con la novela corta The
Beauty.
Amor de pago único (Lump Sum Love) se publicó en julio de 2020 en Daily Science
Fiction (revista online centrada en los ultracortos de género). Esta romántica despedida no solo
resume una relación sentimental sino que nos permite atisbar el terrible marco en el que se ha
desarrollado. Y todo ello con menos de 500 palabras.
Y, para no extenderme más que el cuento, ya tan solo quiero darle las gracias a Aliya por
compartir su inquietante historia de amor con todos nosotros. Thanks a million, Aliya!
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Amor de pago único
Aliya Whiteley
Tú decías que yo siempre complico las cosas demasiado, pero esta vez no va a ser así.
Te perdono, te amo y deseo que seas feliz. Espero que te entreguen esta carta postrera y
confío que recibirla te haga sentir mejor.
Cuando firmaste el impreso, tus dedos trémulos sobre la pantalla cuadrada que su agente
llevaba colgando de uno de sus varios cuellos, vi que estabas pensando en el coste en
culpabilidad que esto te iba a suponer. Esa culpa, pesada y abrasadora, sobre tus hombros, sus
garras clavadas en tu espalda… ¿te resulta ahora agobiante su peso?, ¿sientes su respiración en
la nuca?
Yo hubiera hecho esa misma elección, mi amor.
De haberme encontrado en tu lugar: yo joven, con un montón de años buenos aún por
delante, y tú con mucha más edad y experiencia a tus espaldas, te hubiera vendido en un abrir y
cerrar de ojos. Cuando su agente en nuestra región vino a casa y preguntó desde el otro lado de
la contrapuerta de malla, «¿Nos la llevamos ahora o más tarde?, y tú dijiste, «Ahora, por
favor», aaah, ese por favor… me hace amarte incluso más. Tus deseos y miedos se
entremezclan. Quieres vivir una buena vida, signifique eso lo que signifique. Quieres
olvidarme, pero también quieres recordar que tomaste la decisión adecuada. Así que déjame
ayudarte con un último consejo.
Busca a alguien joven con quien compartir tu vida. A alguien más joven que tú, que
todavía no cargue con culpa alguna. Un amor que te proporcione pasión y energía; que te ayude
a olvidar la invasión y los terribles hechos que no se pueden cambiar, porque a alguien tan
joven no se le ocurrirá intentarlo; que convierta tus días y noches en algo muy intenso y
delicado, como un sueño febril que sabes se hará añicos.
Están encendiendo la trituradora. Ya no falta mucho.
Me pregunto si con ese pago único habrás comprado la motora que deseabas. Ojalá. Me
gusta pensar que, cuando me hayan procesado, pueda convertirme en carburante del que
utilizas para alimentar el depósito y que, cuando navegues alrededor del cabo, a lo mejor estaré
allí, propulsándote. Vive la vida, mi amor. Disfruta hasta el último segundo.
Y cuando llegue el momento y otra de esas criaturas se presente en vuestra puerta y
pregunte a tu nuevo amor si quiere firmar el contrato para entregarte a cambio de una
sustancial cantidad abonada en un pago único, observa cómo pone sus dedos trémulos sobre
esa pantalla y no te enojes. Demuéstrale que lo entiendes. En esta nueva normalidad no hay
lugar para el arrepentimiento, y yo no me arrepiento ni de un solo instante de los que pasé
contigo. Llena el depósito de combustible y viaja lejos, amor mío. Viaja tan lejos como puedas
antes de que te des cuenta de que has agotado tu activo más valioso: tu juventud.
¿Verdad que no te ha parecido demasiado complicado?
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Un planteamiento programático de la conquista de la
felicidad perfecta
Tim Pratt
138
Presentación
Tim Pratt (@timpratt) fue el tercer autor publicado en Cuentos para Algernon, cuando
era casi un desconocido entre los lectores hispanos. Sin embargo, ocho años después de aquel
Otro final del imperio, puede presumir de tener publicadas en español dos colecciones (Hic
sunt dracones: Cuentos imposibles, ed. Fata Libelli, y Pequeños dioses y otros cuentos
blancos, ed. La máquina que hace ping!) y una novela, Motores de sangre (ed. La máquina que
hace ping!), la primera de su serie protagonizada por la hechicera urbana Marla Mason (que ya
hizo su presentación en sociedad entre nosotros con el relato Aciago encuentro en Ulthar);
además de los ya siete cuentos (y una poesía) disponibles de manera gratuita en Cuentos para
Algernon.
Un planteamiento programático de la conquista de la felicidad perfecta (A Programmatic
Approach to Perfect Happiness) apareció en 2009 en el sitio web Futurismic; unos meses más
tarde, en Escape Pod, revista-podcast que publica en formato audio relatos de ciencia ficción; y
en 2013, en una de las colecciones de Tim, Antiquities and Tangibles & Other Stories. Se trata
de una divertida historia de ciencia ficción, que a medida que avanza va tornándose más
inquietante e incluso terrorífica, sobre todo leída a día de hoy.
Una vez más quiero recordaros a todos los que leéis en inglés que podéis haceros mecenas
de Tim en Patreon. Con una aportación de tan solo un dólar al mes podéis contribuir a que siga
escribiendo ficción breve, y a cambio cada mes recibiréis un nuevo cuento suyo inédito.
Como os podéis imaginar, tras los ocho regalos de Tim a Cuentos para Algernon, mi
agradecimiento hacia él es tremendo, de ahí que cierre esta presentación aprovechando una vez
más para decirle, thanks a million, Tim!
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Un planteamiento programático de la conquista de la
felicidad perfecta
Tim Pratt
Wynter, mi hijastra, que por desgracia alberga prejuicios contra los robots y las personas que
nos aman, franquea la puerta flotando en una metafórica nube refulgente en lugar de en su
figurativa nube lóbrega habitual. Cruza la cocina pisando con sus botas negras de tacón de
aguja, se pone de puntillas, me rodea el cuello con sus brazos ceñidos por pulseras de cuero y
me plantifica un beso en la mejilla, dejando en pos de ella una mancha de lápiz de labios negro
en mi piel artificial y un olorcillo a polvos de maquillaje blanco en mi nariz asimismo artificial.
—Hola, Kirby —dice con voz dulce y efervescente cuando normalmente jamás tendría a
bien pronunciar mi apelativo personal—. ¿Está mamá en casa? Llevo siglos sin hablar con ella.
Al instante comprendo que Wynter se ha contagiado. Dejo con cuidado la espátula a un
lado.
—Tu madre está… indispuesta.
—Si así sois felices, adelante —dice poniendo los ojos en blanco.
Enfila con paso ligero hacia su cuarto, esa zona prohibida de nuestro hogar pintada de
negro y sumida en la penumbra, a la que April, mi esposa, denomina «el tumor».
Me acerco a la puerta de nuestro dormitorio, la abro suavemente y digo:
—Cariño, tu brunch postcoital ya está preparado, y creo que Wynter se ha contagiado con
la cepa H7P4.
De la pila de mantas, correas y almohadones de ángulos extraños que constituye nuestra
cama emerge un gruñido:
—¡Dios!, recuérdame cuál era esa.
—La que te hace sentir feliz —digo, y cierro la puerta entre las risas sarcásticas de April.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
141
habitación con tan solo una fugaz ojeada, pero, por deferencia hacia los deseos de Wynter,
siempre borro de la memoria lo que veo.
También lo borro esta vez, aunque a Wynter no parece preocuparle. Sé que no es ella
misma, que este contagio seguirá su curso y a la larga su antigua personalidad regresará.
Todavía recuerdo el día en que empezó a vestirse de negro, dos años atrás, a los trece. Su
madre confiaba en que todo aquello no fuera más que un síntoma de algún contagio, pero las
alteraciones de su personalidad han resultado ser intrínsecamente constitutivas de ella.
April ya está sentada a la mesa, vestida con ropa de deporte y sonriendo con ese aire
sereno y placentero que siempre tiene después, dando sorbos a un café.
—Hola, mami.
Wynter se deja caer en la silla junto a la de su madre.
—Melanie. —April se niega a llamarla por el apelativo predilecto de su hija (a mí no me
importa, dado que considero que toda criatura sentiente tiene derecho a elegir su propia
identidad), pero por una vez Wynter no refunfuña ni le espeta una réplica sarcástica—. No
esperaba verte de vuelta esta mañana. —Los fines de semana, Wynter acostumbra a marcharse
temprano y regresar tarde.
—No me gusta pasarme todo el fin de semana oyendo vuestros jueguecitos sexuales, pero
hoy no me molesta tanto —explica con un encogimiento de hombros.
En su voz no hay rastro de rencor, pero a pesar de ello April se pone en tensión, al no
haber interiorizado por completo el hecho de que la personalidad de Wynter está alterada
temporalmente.
—Hemos insonorizado el dormitorio —intervengo, colocando ante ellas sendos platos
rebosantes de revuelto de salchichas y queso veganos—. Por deferencia hacia tu preferencia
expresa por el silencio.
—Sí, lo sé —dice Wynter, masticando—, pero incluso aunque oíros, lo que se dice oíros,
no os oiga, sigo sabiéndolo, así que es exactamente igual que si os estuviera oyendo.
—La intimidad física es una parte importante de una relación conyugal sana. —La voz de
April es profesional y tranquilizadora. Ella era terapeuta sexual antes de convertirse en
portavoz y miembro de la junta de la Sociedad Pro Amor Robots-Humanos (cuyo acrónimo,
por desgracia, se pronuncia igual que el nombre de una cadena de supermercados).
—Sí —conviene Wynter, sin que siquiera dé la impresión de estar mordiéndose la lengua
para no añadir algún comentario mordaz y sarcástico.
April, cuyas interacciones con su hija se limitan principalmente a hostilidades, no parece
saber demasiado bien cómo encauzar la conversación, de modo que me siento y contribuyo a
ella:
—Wynter, ¿eres consciente de que te has contagiado con la cepa H7P4 del virus de la
felicidad?
—No sabía el nombre exacto, pero sí. Esta no es una de las cepas eufóricas que te ponen
el cerebro patas arriba; soy consciente de lo que está pasando. Pero bueno, no he pillado ni la
cepa llorona ni la gritona violenta; me he contagiado de la jijijaja, así que no está tan mal. Es
un cambio agradable frente a cómo me suelo sentir normalmente.
—Es una cepa que siempre he pensado que podía resultar útil en un contexto clínico, para
usos terapéuticos —dice April—. Estoy convencida de que la podríamos aislar y utilizar de
manera responsable. Pero el movimiento antimodificación del comportamiento no es capaz de
enfrentarse al hecho de que las emociones son tan solo el producto de la química cerebral y la
estructura orgánica, se empeñan en creer que por debajo subyace una especie de alma
142
metafísica mística a la que se está manipulando y… —April se interrumpe—. Pero hablemos
de asuntos más agradables. —Respira hondo, con los ojos cerrados, inhalando profundamente.
—April, ¡no llevas los filtros! —digo.
—No me importaría pillar un poco de lo que ha cogido Melanie. Últimamente he estado
muy estresada en el trabajo.
Asiento con la cabeza. En realidad no estoy escandalizado; solo estoy tratando de
manifestar un abanico más amplio de emociones. Al ser un androide no tengo reparos en alterar
mi propia percepción y reacciones. Lo único que pasa es que me siento consternado al ver los
métodos tan primitivos a los que los humanos recurren para modificar su conducta, y la caótica
complejidad de sus sistemas bioquímicos representa todo un reto para mí. Ellos se tienen que
limitar a alterar burdamente su cerebro mediante drogas, meditación o actividades repetitivas
diseñadas para establecer nuevas conexiones neurales, aparte de los contagios esporádicos con
alguno de los virus emocionales infecciosos que aparecieron el siglo pasado (cuyo origen sus
científicos todavía están tratando infructuosamente de descubrir). Existen clubes clandestinos
que cobran a los no infectados una entrada que les da derecho a inhalar los efluvios de
empleados contagiados con la cepa E5P8 —la de la euforia de corta duración— y luego bailar
y follar toda la noche en una orgía de fisicidad, dicha y absoluta despreocupación. De tarde en
tarde, en estas fiestas se produce alguna muerte por hipertermia consecuencia de una liberación
excesiva de dopamina, y esta práctica continúa estando prohibida por motivos de seguridad.
Sin embargo, a mí, cuando quiero sentirme dichoso me basta con alterar mi propia
programación. Nosotros, los robots, somos muy afortunados.
Madre e hija conversan, charlando de trivialidades mientras comen.
—Me voy al gimnasio, cielo, ¿te apetece venir? —dice April cuando terminan—. A hacer
circular esas endorfinas… —Y mueve las cejas arriba y abajo en un cómico gesto.
Wynter se ríe tontamente. Nunca antes la había oído reír así, y me digo que debo hacer
una copia de respaldo extra del archivo sonoro, dado que me agrada.
—Claro, ¿por qué no?
April sale de la cocina para ir a por su bolsa de deporte y Wynter me mira.
—Oye, Kirby. Sé que me porto contigo como una cabrona, y sé que una vez se me pase lo
de este virus probablemente volveré a portarme contigo como una cabrona, pero quería decirte
que… no eres un mal tipo. A ver, en mi opinión, los robots sentientes deberían tener derecho a
votar, casarse y toda la pesca. Pero es que… es porque es mi madre. Y porque toda su vida gira
alrededor de convencer a la gente de que enrollarse con robots no es algo vergonzoso. A veces
me supera. Y en el colegio no hacen más que darme el coñazo con eso.
—Lo comprendo. —Así es. Al igual que la mayoría de los nuestros, soy
extraordinariamente bueno simulando modelos teóricos de experiencias personales humanas y
elaborando teorías cognitivas coherentes—. Ten la seguridad de que lo único que yo te profeso
es cariño.
Wynter me sonríe y luego se va a su cuarto a por sus cosas, y yo me pongo a recoger la
mesa. April sale de nuestro dormitorio. Se coloca a mi espalda y me susurra al oído:
—Vuelvo dentro de unas horas. Ten preparados las cosas del tercer cajón de la izquierda
para esta noche. Hoy me siento mandona.
Me da una palmada en el culo, fuerte, y doy un respingo, dado que ya había activado
previamente mis receptores de dolor de cara a esta circunstancia, nada inesperada. Realizo un
inventario mental: la mayoría de los artículos que April va a requerir están listos para ser
utilizados, aunque debería lavar y secar el delantal, que está sucio de la última vez.
143
Los detractores de mi esposa a veces se burlan de ella acusándola de defender «la
perversión de la robotofilia». El mero hecho de amar a un robot ya es percibido como algo
suficientemente pervertido, por supuesto, pero ellos ni de lejos se imaginan… Si April no
hubiera optado por un amante androide, si hubiese dado rienda suelta a sus preferencias
sexuales naturales podría haber causado lesiones irreparables a algún desafortunado humano.
Ni que decir tiene que a mí me encanta lo que ella hace, al haberme programado a mí mismo
para disfrutar sometiéndome a sus castigos tanto como ella disfruta administrándolos. Me
pregunto cómo se las apañan los matrimonios humano/humano; alcanzar una genuina
compatibilidad tiene que ser muchísimo más difícil para ellos.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Cuando estoy recogiendo muestras del aire en la habitación de Wynter suena el timbre de la
puerta. Abro y me encuentro al exmarido de April, Raymond, plantado en la entrada, con un
maltratado portátil en la mano.
—Vaya, eres tú. —Su expresión es más de fastidio que de hostilidad, tal y como cabe
esperar.
—Así es.
Me entrega el aparato; lo reconozco: es el terminal escolar de Wynter, un ordenador
protegido con programas de DRM y filtrado de contenidos tan ávidos de potencia de
procesamiento que llegan a incapacitarlo. Siento una corriente de empatía hacia mi primo
mecánico impedido, víctima de todas esas crueles restricciones.
—Melanie se lo olvidó cuando estuvo en mi casa —explica Raymond.
—Me encargaré de devolvérselo.
Raymond da unos pasos alejándose, pero luego se detiene y me mira desde debajo de su
enmarañada mata de cabello.
—¿Cómo está April?
Su interés es preocupante.
—Está bien.
—¿Está en casa?
—Se ha ido al gimnasio.
—Sí, claro. Sé que se mantiene en forma. A veces la veo en la tele, con un aspecto
formidable, diciendo que no es cierto que los únicos que quieran follar con robots sean los
perdedores gordos y feos, que es una opción abierta a todo el mundo. —Raymond escupe sobre
la acera. Verlo escupir a él no me resulta para nada erótico. Me mira inquisitivamente—. ¿Es
feliz?
—No ha expresado queja alguna.
Raymond sacude la cabeza y detecto indicios amenazadores en su postura; la posición de
los hombros y los microtics faciales revelan su estado interior. Vuelve a subir los escalones,
acerca su cara a la mía y muestra los dientes en un gesto agresivo típico de primates.
—Terminará por recuperar la cordura, por darse cuenta de que necesita un hombre de
verdad. Vamos a ver, a mí nunca me molestó cuando ella utilizaba un vibrador, pero ¿de verdad
tenía que coger y nada menos que casarse con uno? Conozco a un tipo al que le ponen los
zapatos, sobre todo los rojos de tacón alto, y eso no tiene nada de malo; pero si de buenas a
primeras declarasen ciudadanos a los zapatos rojos de tacón alto y él se casara con uno, eso no
sería una gilipollez mayor que esta.
144
Me encojo de hombros. Es un argumento que ya he oído antes: que para los hombres y
mujeres que nos aman, nosotros, los robots, somos en esencia meros objetos fetichistas. No
obstante, si un objeto fetichista es capaz de apreciar y corresponder al amor devorador que le
prodigan, ¿acaso ese hecho no es merecedor, como poco, de ser celebrado?, algo así no puede
ser sino la base de una relación maravillosa.
—Esto no está bien —continúa Raymond—. Un día de estos se dará cuenta de que tú no
eres más que un montón de silicona y chatarra…
Ahora sí que es indudable que se está enfadando. El período medio de eficacia se está
acortando a todas luces. Resulta alarmante. Tomo nota de que tengo que transmitir esta
información a la UCC, la Unión de Científicos Concienciados, la más secreta (por necesidad)
de todas las organizaciones robóticas. En el ínterin, una dosis no programada puede servir
como solución temporal. Mis pupilas se dilatan y expulso por los ojos una pulverización
invisible de gotitas de A5R1, que alcanza su cara y todas sus membranas mucosas. Él
parpadea, retrocede y lanza un profundo suspiro.
—Aunque al menos tú tienes aspecto humano. A algunos follarrobots les ponen cacharros
que ni siquiera parecen personas —dice con un estremecimiento.
No le informo de que estoy equipado con toda una gama de dispositivos no humanos —si
bien es cierto que por lo general los mantengo ocultos—, y me complace comprobar que su
furor se disipa. Al menos el período de activación continúa siendo bastante corto; la cepa no ha
perdido toda su potencia.
—Me esfuerzo por integrarme —aseguro—. El futuro de los humanos y el de los robots
están ligados, y todos tenemos que hacer concesiones.
—Sí, lo que tú digas. Al menos April y yo tuvimos a Melanie, así que de nuestro
matrimonio sí que salió algo bueno. Todavía se necesita un hombre de verdad para tener hijos.
Eso es algo que las follarrobots como April olvidan.
Me abstengo de informarlo de que April y yo estamos planteándonos tener un hijo
recurriendo a esperma donado por un científico ganador del Nobel y una adaptación recreativa
con vistas a la fecundación que he instalado recientemente. Aunque ahora parece tranquilo, no
veo motivo para desencadenar su ira y la consiguiente ola de adrenalina, sustancia que merma
la eficacia de algunas cepas. En lugar de eso, digo:
—Tienes una hija estupenda.
—Vete a la mierda —masculla antes de alejarse arrastrando los pies.
Me relajo. La cepa A5R1 es un poderoso cóctel de resignación y apatía, y siempre tengo
unos cuantos mililitros en mis depósitos oculares cara a eventualidades como esta. Raymond es
el marido de April de una época en la que ella era más joven y alocada, y tiene un peligroso
problema a la hora de controlar su ira, que en el pasado ha llegado a aflorar de manera violenta.
No obstante, eso no supone mayor problema siempre y cuando yo me encargue de que
reciba las dosis adecuadas.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
April y Wynter regresan a tiempo para la cena, excitadas tras un día de gimnasio, compras y
propagar su virus de la felicidad a los transeúntes; aunque bueno, los humanos que no llevan
filtros nasales en público no tienen derecho a quejarse si se contagian con cualquier cepa que
resulte andar flotando por ahí (de hecho, la UCC está trabajando ahora mismo, y con cierto
éxito, en sistemas para lograr sortear los filtros nasales).
145
Preparo la cena ataviado con ropa normal, no con el disfraz de cocinera que a April tanto
le gusta, optando por la discreción por deferencia hacia Wynter, a quien incomodan nuestros
juegos psicosexuales —aunque en su actual estado de felicidad incluso podría no molestarle—.
Mientras cocino los espaguetis redacto un mensaje protegido con un cifrado de alta seguridad
para la UCC, explicándoles mis inquietudes en relación con la A5R1 y felicitándolos por la
eficacia de la nueva cepa de felicidad, y lo acompaño con datos de mis propias observaciones y
una nota informando de que yo mismo he cultivado la cepa infecciosa para mi futuro uso
personal a partir de restos recogidos en la habitación de mi hijastra. No deseo alterar la
personalidad de Wynter de manera permanente —los estudios apuntan a que lo más probable es
que supere su obsesión por la ropa negra, las velas y sus actuales subgéneros musicales
favoritos—, en ocasiones, empero, su inquebrantable pesimismo afecta de manera negativa al
estado mental de su madre, y un chorrito de felicidad aquí y allá podría proporcionarnos un
respiro y contribuir a la armonía de nuestro hogar.
La cena resulta una velada de lo más agradable. Tantas risas, tanta alegría, ningún rastro
de la tensión subyacente que por lo general estropea nuestras escasas comidas juntos. Al
acabar, Wynter dice que se va a ver a unos amigos y besa a su madre en la mejilla.
—Adiós, mami —se despide. Y luego, de camino hacia la puerta—. Adiós, robopapi. —
Yo me siento exultante.
April viene hasta mi silla y se sienta en mi regazo, me rodea el cuello con los brazos y me
da un prolongado beso francés.
—Dame unos minutos para prepararme; en un cuarto de hora te quiero de rodillas en la
habitación. ¿Entendido?
—Sí, ama —digo.
—Así me gusta.
Se aleja a buen paso, tarareando para sí misma.
Reajusto el nivel mi libido, incrementándolo —a ella le gusta verme excitado, ver que la
deseo más de lo que ella me desea a mí—. La convivencia con April conlleva un cierto
desgaste superfluo de mis componentes más sensibles, pero es un módico precio a cambio de
nuestra felicidad común.
A estas alturas ya ni me acuerdo de si a April ya le ponían los robots desde un principio o
de si utilicé una de las escasas cepas ultraduraderas para alterar su personalidad de manera
permanente. No sé si fui yo quien la deseé a ella primero o si fue ella quien me deseó a mí. He
borrado a propósito mis memorias de los inicios de nuestra relación, para mantener esas
preguntas sin respuesta. Creo que a cualquier matrimonio le viene bien un poco de misterio.
Ese misterio no es sino una de las numerosas llaves de la felicidad, y tengo la plena
confianza de que, con el tiempo, nosotros perfeccionaremos y aislaremos todas ella.
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Hablar con los muertos
Sarah Pinsker
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Presentación
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Hablar con los muertos
Sarah Pinsker
Sí, fue a mí a quien se le ocurrió el nombre «La Casa de los Hachazos», sí, como en la rima:
«Lizzie Borden un hacha empuñó, y cuarenta hachazos a su madre le dio». Como si yo fuese
quién para bromear sobre esa clase de asuntos. Y sí, es cierto que Elizabeth Mint me propuso
ser socias en el negocio y yo decliné la oferta. Por entonces compartíamos habitación en la
universidad, y no me importa reconocer que mi olfato comercial era nulo por completo. Si
hubiera visto todas las posibilidades que ella sí le vio a la idea, si hubiese aceptado su oferta, si
no hubiera dejado de trabajar con Elizabeth, ahora sería millonaria.
Por aquel entonces se hacía llamar Eliza. Y se aseguraba de que te enterases de que se
pronunciaba «i-lai-sa» y no de otra manera. Mantenía una extraña relación de amor-odio con
todo el famoso asunto de Lizzie Borden, la presunta asesina acusada de cargarse a sus padres a
hachazos. De pequeña había vivido al sur del estado de Nueva Jersey, y allí era simplemente
Lizzie sin que nadie montase ningún revuelo por ello. Luego su familia se mudó al norte del
estado, a Teaneck, a una hora en coche de donde vivían, justo cuando ella iba a empezar el
instituto, justo cuando se estrenó aquella famosa película sobre Lizzie Borden. Y, como al sur
de Teaneck había un municipio llamado Bordentown, al poco se encontró convertida en
«Lizzie, la de Bordentown», y todo el mundo se dedicaba a preguntarle cómo seguían sus
padres. Tras cuatro años aguantando tomaduras de pelo, estuvo encantada de poder hacer
borrón y cuenta nueva en la universidad.
A pesar de todo eso, o tal vez a causa de todo eso, la historia ejercía una fascinación
especial sobre ella. Yo no lo entendía, pero estaba acostumbrada a convivir con personas que
no eran capaces de dejar atrás el pasado. En más de una ocasión prácticamente me obligó a
acompañarla en los viajes que hacía de Rochester a Fall River (Massachusetts), la ciudad donde
había vivido la familia Borden. También me llevó casi a rastras a otros lugares siniestros:
sanatorios abandonados, escenarios de crímenes, hogares de asesinos en serie. Yo no tenía ni
idea de cuantísima gente peregrinaba a esos sitios. Al menos, el interés de Eliza era
pragmático; aunque al principio yo no lo supiese.
Yo la acompañaba porque ella pagaba la gasolina y porque nunca me había alejado de
casa más de ciento cincuenta kilómetros. Además, que a alguien le apeteciese viajar conmigo
era toda una novedad, aunque, con la perspectiva que da el tiempo, ahora pienso que tal vez yo
estaba asumiendo como mío su propio interés.
Cuando regresábamos de alguno de esos lugares en mi viejo Ford Fiesta —ella era la
única persona adinerada que yo había conocido que no conducía—, siempre se mantenía en
silencio mientras yo buscaba en mi móvil las canciones más animadas que se me ocurrían.
Entonces, de manera inevitable, llegaban las preguntas:
—Oye, Gwennie, ¿por qué crees que no había agua en la piscina?
—¿Porque es octubre?
—No me refiero a ahora, sino a entonces. Lo encontraron en pleno julio en la piscina, y
estaba vacía.
—¿Se sabe si fue vaciada antes o después de que él fuese a parar ahí? —pregunté yo tras
reflexionar sobre el asunto.
150
—Ni se ahogó ni se cayó dentro. Ya estaba muerto. ¿Es que no estabas prestando
atención?
La respuesta a esto era siempre: «No». Para entonces ya había tenido suficientes
asesinatos y personas desaparecidas. Yo me dedicaba a vagar por esos lugares tratando de
enterarme de lo mínimo posible sobre el misterio en cuestión. Todo el asunto me parecía
voyeurista, morboso; en mi opinión, lo que sucedía detrás de la puerta cerrada de una morada
no era algo destinado a ser visto por ojos ajenos, y mucho menos a ser esclarecido. En lugar de
prestar atención a las pistas me concentraba en la arquitectura, el diseño interior, la jardinería,
las obras artísticas… Examinaba los libros en las estanterías, el mobiliario, la cubertería…
Imaginaba cómo lo reproduciría en miniatura si fuese a incorporar esa casa a las maquetas
ferroviarias que solía construir en el sótano de mis padres.
Al rato, ella respondía su propia pregunta:
—Estoy segura de que la piscina estaba vacía porque alguien había convencido al anciano
señor Haygood de que había alguna costosa reparación que se tenía que acometer mientras el
resto de la familia estaba de vacaciones. A lo mejor lo había persuadido de que había un
montón de cosas que arreglar, se tenía que vaciar la piscina y él tenía que pagar por adelantado.
Entonces la familia regresó y descubrió que lo habían engañado y…
—¿Me estás diciendo que eso fue lo que acabó con la carrera del político estadounidense
más popular del siglo xxi?, ¿una estafa? Tenían dinero. ¿Cómo explica tu teoría lo de su hijo en
la piscina o la desaparición del senador Haygood durante tres semanas? —No me hacía falta
haber prestado atención durante la visita para estar al tanto de todo eso.
—Si no lo ves, no pienso explicártelo de cabo a rabo.
Entonces yo saltaba a una canción que pudiera cantar y, al poco rato, ella se disculpaba y
cambiaba de tema para que lo dejase. Ella contó todo esto en su autobiografía: los viajes por
carretera y los interrogantes que se planteaba a sí misma después, aunque a mí me dejó fuera de
esa parte. Más introspección, menos preguntas.
En el libro, yo tengo derecho a poco más de una escena. De acuerdo con su versión,
estábamos en Massachusetts, circulando por la autopista Mass Pike, tras la primera de las seis
horas de viaje que nos iba a llevar de regreso a la universidad desde Fall River, cuando se
volvió hacia mí y me dijo:
—¿Y si les pudiésemos hacer preguntas?
En la vida real, yo dije:
—¿A quién?
Y ella dijo:
—A ellos. Ya sabes.
Y yo dije:
—No tengo ni idea de qué estás hablando.
Y entonces jugamos un rato a ver quién se exasperaba más. En Hablar con los muertos,
ella sintetizó la conversación en aras de la claridad.
De acuerdo con su versión, ella dijo:
—¿Y si les pudiésemos hacer preguntas?
Mi versión ficcional pilló al vuelo su idea y respondió.
—Sería genial.
Desde luego que lo que ella quería decir era: «¿Y si les proporcionáramos voz?». Esa fue
su idea. Plantear preguntas a asesinos, monstruos y personas injustamente acusadas.
151
—¿Como una sesión de espiritismo? —dije cuando comprendí lo que estaba sugiriendo,
tras un lapso de tiempo que en su libro también es mucho más breve de lo que lo fue en la vida
real.
—Una sesión de espiritismo, pero mejor. Vas a Fall River, le planteas a Lizzie Borden
preguntas concretas y obtienes respuestas concretas.
—«La Casa de los Hachazos» sería un buen nombre, ¿lo pillas? —dije por seguirle la
corriente.
—Es la mejor idea que has tenido en la vida.
Noté que tras sus palabras se ocultaba una sonrisa. Durante el resto del camino tratamos
de dar con algún nombre mejor, pero ese tuvo todas las papeletas desde el principio.
El nombre también ayudó a centrar el proyecto. Creo que su idea original habían sido
bustos robóticos animados de los asesinos, lo que a ella le parecía molón y a mí un cruce entre
el Salón de los Presidentes (esa atracción de Disney World con muñecos animatrónicos de
mandatarios estadounidenses) y las cabezas de quita y pon de la bruja de Oz. De lo más
inquietante y siniestro.
A lo mejor se hubiera atenido a ese plan de no ser porque no conocíamos a nadie que
fabricase el tipo de escultura que necesitábamos para que esos bustos cobrasen vida. A Eliza
siempre se le dio bien adaptarse a lo que tenía a mano, y lo que tenía a mano era yo.
Hacer maquetas siempre había sido lo mío. Primero, dioramas con árboles de brócoli y
ríos de mahonesa teñida de azul. Luego, pueblos enteros para mis trenes en miniatura en el
sótano de mis padres, antes de que Tristan, mi hermano, desapareciese; después, todos los
talleres y asignaturas de diseño que mi instituto ofrecía. Fabricar casas donde se habían
cometido asesinatos no era tan distinto; si incluso las maquetas arquitectónicas que construyo
hoy en día en realidad tampoco son tan diferentes… La gente pregunta: «¿Por qué casas? ¿Por
qué no los propios protagonistas?». La respuesta es que tuvimos que elegir entre modelos de
personas que parecían de mentira y modelos de casas que parecían de verdad.
Construí la primera en el taller de decorados del teatro del campus, donde ese año tenía un
curro a tiempo parcial que me ayudaba a pagar los estudios. Era un buen puesto; me gustaba
fabricar cosas y me gustaba tener que trabajar solo de manera esporádica, incluso aunque eso
quisiera decir que nunca andaba sobrada de dinero. Algo que no era una novedad para mí.
Huelga decir que el prototipo fue la vivienda de Lizzie Borden. No la mansión
Maplecroft, su último hogar, sino la situada en el número 92 de Second Street. En todas
nuestras visitas, Eliza había reservado habitación en la pensión que ahora ocupa la casa; y con
la suficiente antelación como para pedir el cuarto donde encontraron asesinada a la madrastra
de Lizzie. Yo siempre me había dedicado a recorrer los pasillos con la cabeza más puesta en la
propia casa que en los asesinatos, pero, una vez me hubo explicado mi papel en su plan,
todavía me fijé más. La anchura de las escaleras, la orientación de las ventanas para aprovechar
la cambiante luz del sol… Encontrar en internet fotos y planos de la vivienda fue bastante
sencillo, pero mi propio conocimiento de habitaciones y pasillos impregnaba todo el proyecto.
—¡Joder, Gwen! —exclamó Eliza cuando le mostré el modelo que me había encargado.
Unas bisagras permitían abrir la pared de poniente. Todos los cuartos estaban ahí, en
perfecta proporción. Réplicas diminutas del sofá del asesinato, de los espejos, de las
barandillas… Ventanas y puertas que se abrían y cerraban. Tenía treinta centímetros de alto, sin
contar la base, que le añadía unos diez más. La casa de los Borden carecía de electricidad, así
que instalé diminutas lámparas de gas de mentira en mesas y paredes.
—Es lo que me pediste, ¿no?
152
—Bueno, sí, pero ¿cuánto te ha llevado?
Sumé días y horas mentalmente y luego me encogí de hombros. Ella había estado ocupada
con la programación y los componentes electrónicos durante exactamente el mismo tiempo que
yo había dedicado a construir el modelo. También se había encargado de adquirir todo el
material que me había hecho falta mientras había estado trabajando en la casa, de modo que ya
tenía que saberlo.
Le dio la vuelta y miró por las ventanas.
—Ha hecho todos los muebles —musitó para sí misma, como si yo no la estuviese
escuchando—. Alucinante.
Yo había dejado la base hueca, tal como me había pedido, y ella faltó a clase al día
siguiente para montar los componentes electrónicos que había preparado. Cuando volví a la
habitación después de la cena, estaba tumbada en su cama, leyendo.
—Enciéndela —me dijo, girándose para colocarse frente a mí.
En su mesa siempre reinaba el desbarajuste, en agudo contraste con la mía; el modelo
estaba colocado en el centro, con diversas herramientas esparcidas a su alrededor. Al ver que
faltaba un postigo sentí una punzada de ansiedad. Fui palpando la base hasta localizar un
interruptor. No sucedió nada.
—¿Y ahora qué?
—Pregúntale algo.
No se me ocurrió nada y, tras un momento, Eliza gruñó y preguntó en mi lugar:
—Abby, ¿hacia dónde estabas mirando cuando fuiste atacada?
Escudriñé el interior de la casa, casi esperando ver figuras dentro.
—Espera, ¿por qué Abby? Creía que era a Lizzie a quien ibas a interrogar.
—Cuando abandonamos la idea de los bustos y optamos por las casas, caí en la cuenta de
que ahí dentro podíamos poner a todo el mundo.
Repitió la pregunta. Por los altavoces se oyó la voz de una mujer. Reconocí a Angie, una
amiga de Eliza.
—Estaba de cara a mi atacante.
—Abby, ¿dónde recibiste el primer golpe?
—Me golpearon en la habitación de invitados.
Solté una risita y Eliza me lanzó una mirada cortante. A la vista de esa respuesta estaba
claro que había un error en la programación.
—Abby —lo intentó de nuevo—, ¿en qué parte de tu cuerpo recibiste el primer golpe?
—Me golpearon en un lado de la cabeza.
Eliza sonrió con expresión triunfante y continuó:
—Andrew, ¿adónde fuiste cuando saliste de casa la mañana de tu muerte?
Una voz masculina ahora, que no reconocí. ¿Tal vez un profesor? Sonaba a alguien de más
edad que nuestros amigos:
—Fui a dar mi paseo matinal.
—¿Quién te atacó? —pregunté. No obtuve respuesta.
—Tienes que anteponer un nombre —explicó Eliza.
—Esto… señor Borden —dije sintiendo una repentina timidez y ceremoniosidad—,
¿quién le atacó?
—Estaba dormido.
Ladeé la cabeza mirando a Eliza.
153
—¿Qué pasa si le pregunto eso mismo a la señora Borden? —inquirí—. O directamente a
Lizzie.
—Prueba a ver.
—Lizzie Borden, ¿mataste a las personas de cuyo asesinato fuiste acusada?
—Fui absuelta de esos crímenes —respondió Lizzie Borden con la voz de Eliza imitando
penosamente el acento de Massachusetts.
—¿A que mola? —dijo la misma voz desde la otra cama.
Algo chocó contra la ventana que había detrás de mi cama: una abeja atrapada entre el
mosquitero y el cristal. Crucé la habitación para liberarla. El insecto rebotó contra el vidrio un
par de veces más antes de alejarse titubeante edificio abajo. Me dejé caer sobre la cama.
—Sigo sin entenderlo —dije—. No sabe nada que no se sepa ya. Solo puede decir lo que
la has programado para que diga. Si tú no sabes quién lo hizo, la casa tampoco lo sabrá.
—Esto es un prototipo —dijo ella lanzando un suspiro—. Solo puede responder preguntas
que he programado, pero estoy casi segura de que si proporciono a la inteligencia artificial
información suficiente, si introduzco hasta el último detalle conocido sobre todas las víctimas y
todos los sospechosos, puedo conseguir que llegue a ser capaz de responder preguntas cuya
respuesta yo desconozco; que establezca relaciones que a mí se me han escapado, basándose en
los datos que haya recibido. E incluso si eso no llega a ocurrir, la comprarán de todas maneras.
—¿Para qué?
—A la gente le encantan los asesinatos sin resolver —dijo, una frase que repetía y sobre la
que se explayaba en su autobiografía—. Y le encantan los escenarios de crímenes. Yo, quiero
decir, nosotras, vamos a fabricarlas y se las vamos a vender a las propias casas, ahora
convertidas en museos. Esta tiene la calidad suficiente para ser exhibida. Y también vamos a
producir otras más pequeñas y baratas, sin mobiliario ni postigos que se abren y cierran y se
caen cuando estoy soldando.
El comentario me hirió más de lo que dejé traslucir. De mis modelos no se caía nada si se
los manipulaba como era debido. Tristan, mi hermano pequeño, destrozó bastantes más de la
cuenta hasta que ya no pudo seguir destrozándolos simplemente porque ya no estaba, pero la
culpa nunca fue de la factura de mi trabajo.
—¿Cómo que nosotras?
—Nosotras.
Me puse de pie y hurgué por el amasijo de objetos que había en la mesa de Eliza hasta dar
con el postigo que se había caído. Luego rebusqué entre el material que yo utilizaba para
fabricar los modelos hasta localizar una clavija minúscula que me permitiese volverlo a sujetar
en su lugar.
—Las otras voces están bien, pero tu Lizzie suena falsa.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Dos semanas más tarde, Eliza actualizó la base de la casa y las respuestas pasaron a ser más
variadas. También sustituyó su propia voz por la de alguien cuyo acento se parecía más a los
que oíamos en Fall River. Durante las vacaciones de Semana Santa, cuando yo estaba en mi
casa, ella cogió un autobús y fue a Massachusetts con la casa en el regazo, y se la vendió a una
tienda de la ciudad por mil dólares.
El día que regresé a la universidad tras las vacaciones, ella arrojó el dinero sobre mi cama.
El pago había sido realizado a través de internet, pero Eliza había sacado la suma del banco en
154
billetes de veinte.
—Gwennie, necesito saber si somos socias en esto.
—Creía que ya lo éramos…
—Podemos serlo. Te necesito para construir los modelos, pero se me ocurren un par de
maneras de funcionar. O bien somos socias, ambas invertimos el dinero para que el negocio
salga adelante, ambas tomamos decisiones y nos repartimos todo al cincuenta por ciento; o bien
dejas que te pague los modelos y el negocio es mío.
—¿Cuánto me pagarías?, por los modelos.
—Esa primera era una obra de arte. Necesitaremos unas cuantas más así (tengo una lista
de casas) y aparte algunas versiones más pequeñas sin florituras. Sin mobiliario. Sin postigos
que se abran y cierren. Por cada una de las grandes cobrarías seiscientos dólares, material
aparte. Por las pequeñas, esto… cincuenta. Te pagaría todas y cada una de ellas,
independientemente de que consiga venderlas o no.
»En la cama hay novecientos dólares, por todo lo que trabajaste en la primera. Nada de
esto podría estar sucediendo si no hubiera logrado venderla. Puedes quedarte los novecientos
dólares por ella si quieres limitarte a trabajar bajo contrato. En caso contrario, cogeré de nuevo
el dinero y lo invertiré en el siguiente paso, y seremos socias al cincuenta por ciento. Éxito o
fracaso, repartido por igual.
Miré los billetes que se amontonaban sobre la cama. En mi vida había visto tanto dinero y
ella lo sabía. Mis padres nunca habían gozado de una posición económica demasiado holgada,
y cuando la policía dejó de buscar a Tristan se gastaron hasta el último penique en
investigadores privados. Novecientos dólares me permitirían comprar neumáticos nuevos y un
silenciador para el coche. Con más pagos así, yo misma podría costearme las cuotas del
siguiente semestre sin necesidad de pedir a mis padres un dinero que no tenían. O bien podía
convertirme en su socia. Pero si a la postre nadie quería comprar esas casitas de muñecas que
hablaban con vocecitas de asesinos, me tocaría apechugar con las casitas en cuestión. Dinero a
cambio de mi trabajo, sin responsabilidades, o dinero por una parte del negocio, jugándome lo
que no estaba segura de poder darme el lujo de no embolsarme.
—Trabajaré para ti.
—Entonces vamos a hacerlo oficial —dijo metiendo la mano en el bolso y sacando un
contrato.
Nunca llegué a saber si había un segundo contrato por si hubiera respondido lo contrario.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
«A la gente le encanta resolver misterios. Les hace sentirse inteligentes», escribió en su libro.
Ella tenía un montón de ideas sobre lo que le gustaba y no le gustaba a la gente, tal vez
porque veía a todo el mundo como meros apéndices de sí misma. Esto no sale en su libro, por
supuesto. Es mi propia teoría.
Convertimos nuestra habitación en una fábrica. Cuando empezamos a recibir pedidos,
alquiló parte de un almacén y trasladamos todo allí. El lugar era una sauna en verano y una
nevera en invierno, pero nadie se quejaba. Contrató a varios amigos para ocuparse de diversos
aspectos del negocio, incluidos un reparto de actores de voz y un par de expertos en
electrónica. Mo Bara pintaba mis modelos. Samia Gilman se encargó de montarnos un sitio
web y de la presencia de la empresa en las redes sociales.
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Eliza tenía razón: por el motivo que fuera, la gente sí que quería las macabras casas. Al
principio solo unas pocas, pero entonces alguien utilizó nuestro modelo para resolver el
asesinato de Haygood de 2021; consiguió que el caso se reabriese, dio con la manera de
demostrar su hipótesis basándose en pruebas reales y logró que la familia fuese eximida de toda
culpa. El senador Haygood incluso nos escribió para dar las gracias.
A partir de ese momento nos llegaron tantos pedidos que no dábamos abasto. La lista de
espera solo servía para aumentar el atractivo de las casitas. Ofrecíamos una gama que
podíamos montar al por mayor y otra más cara para trabajos hechos especialmente por encargo.
Hicimos una de Charles Lindbergh y otra de JonBenét Ramsey, la reina de belleza infantil
hallada muerta en su hogar en 1996. Ahorré el dinero suficiente para pagarme yo misma la
matrícula del siguiente semestre, dado que, sin contar a Eliza, yo era quien más dinero estaba
ganando.
De tanto en tanto me preguntaba si habría cometido un error al no aceptar ser su socia. Y
me lo sigo preguntando. Creo que hubiera disfrutado con las casas que fabricó para institutos
de criminología y para el FBI, esos rompecabezas que le encargaban para utilizar como
supuestos prácticos —al estilo de aquellas casas de muñecas construidas por Frances Glessner
Lee, los «Estudios en miniatura de muertes inexplicables», que recreaban escenarios reales de
crímenes y que en la actualidad se hallan en Maryland y siguen siendo utilizadas en seminarios
forenses— pero con voces y una inteligencia artificial que podía seguir una línea de
interrogación. Asimismo me hubieran parecido bien los encargos de los dueños de las casas de
verdad que pagaban a Eliza a cambio de una IA que, conectada a intercomunicadores o
teléfonos inteligentes, les permitía cobrar la entrada a la gente que deambulaba por las
habitaciones originales.
Incluso de no haber tenido la desavenencia que tuvimos, es probable que hubiésemos
terminado enfrentándonos por algunos de los otros encargos que aceptó, que yo me hubiera
negado a realizar. Programas de televisión sensacionalistas que adquirían nuestras casas para
provocar y hostigar a personas absueltas largo tiempo atrás. Dictadores, casos abiertos,
situaciones que estaban demasiado en carne viva como para andar hurgando en ellas. En
aquella época, mis motivos para desear continuar como una mera contratada eran más
sencillos: veía cuánto tiempo dedicaba Eliza a todos esos otros aspectos que no tenían que ver
con la construcción en sí de las casas; yo estaba más que satisfecha fabricando mis modelos y
sin preocuparme por la parte comercial del negocio.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Tal vez hubiéramos podido continuar así de manera indefinida de no haber hecho ella lo que
hizo, que fue lo que terminó con nuestra amistad. Anécdota que tampoco incluyó en Hablar
con los muertos… El libro salta del gélido almacén al momento en que ella abandona la
universidad antes del empezar el último curso.
Lo que omitió fue lo del regalo con el que me obsequió por mi vigésimo cumpleaños.
Como ambas cumplíamos años en fechas bastante próximas, todos los tres de diciembre que
compartimos habitación organizamos una fiesta conjunta, justo antes del comienzo de los
exámenes de Navidad; fiesta íntima aunque atestada, con todos nuestros amigos y compañeros
de negocio, más o menos siempre la misma gente. Ese día ella le pegó a la cerveza light y yo a
la sidra. Este detalle lo recuerdo sobre todo porque esa noche, más tarde, estuve vomitando, y
desde entonces no he vuelto a tocar la sidra.
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En cualquier caso, cuando ya habíamos bebido un tanto, ella se subió encima de mi mesa
y reclamó nuestra atención. Alguien —creo que Mo Bara, aunque esa parte no la recuerdo con
claridad—, alguien le entregó una bolsa de compra de lona. Ella enchufó un cable que colgaba
de la misma antes de entregármela. De eso también me acuerdo, así que yo ya sabía de qué
clase de regalo se trataba, aunque desconociera los detalles concretos.
Lo saqué de la bolsa. Con la base de contrachapado de sesenta centímetros por treinta y el
edificio del tamaño de una máquina de coser, era mucho mayor que cualquiera de mis modelos,
incluso los de gama alta. Los detalles eran bastante burdos, y me llevó un minuto reconocer la
casa de mi propia infancia; sin embargo, en cuanto la identifiqué, tuve una idea bastante clara
de lo que Eliza había hecho.
—¿Cómo te llamas? —pregunté a la maqueta con voz temblorosa, aunque todavía no
había empezado a arrastrar las palabras.
Una voz (no la mía, puesto que yo no había grabado nada para esta sorpresa tan particular)
respondió desde el interior:
—Gwen. —No la reconocí. Probablemente sería alguna de esas alumnas de escuelas de
interpretación a las que a veces pagábamos para hacer ese trabajo.
Entonces miré a Eliza. No sé por qué ella contaba con que a mí me entusiasmase el que
hubiera programado la versión que conocía de los detalles de mi vida en una IA encerrada en
una casa. Supongo que a lo mejor a ella no le hubiese importado contar con una equivalente de
sí misma, para interrogarla y recibir sus propias respuestas, de manera que ni se le pasó por la
cabeza que yo no fuese a sentir eso mismo. No obstante, miré a Eliza y en ese momento creo
que cayó en la cuenta de que a lo mejor había sido un error. La fulminé con la mirada hasta que
la sonrisa se le borró del rostro.
Sin embargo, ya era demasiado tarde. La gente ya estaba abriéndose paso para plantear
preguntas a esa otra yo de mentira. ¿Me había acostado con Caz Mendelson el año anterior? ¿Y
con Samia? ¿De verdad me habían cateado en Ética de la Ingeniería? Las respuestas fueron
inquietantemente correctas. No. Sí. No, conseguí una prórroga para poder terminar de
prepararla durante el verano, porque había estado demasiado ocupada construyendo modelos
de casas de asesinatos, y el profesor me dijo que podía entregar un trabajo sobre la ética de
construir modelos de casas de asesinatos, que fue lo que hice. Todo esto eran cosas que Eliza
sabía sobre mí gracias a dos años y medio de intimidad. La voz, aunque no era la mía, se
ajustaba a mi manera de hablar, a mi entonación.
Las preguntas derivaron hacia otros derroteros. Esperé a que la voz se equivocase, para
demostrar que no era yo, pero conocía la dirección de la casa de mi infancia y los nombres de
mis padres y el de mi profesora favorita del instituto. Me imaginé a Eliza poniéndose en
contacto en secreto con mi familia, con mis amigos de internet, preguntándoles si querían
formar parte de una sorpresa de cumpleaños. Seguro que si hubo alguien que le señaló que no
creía que a mí me gustasen las sorpresas, ella se limitó a proporcionar esa información a la IA,
como un dato más.
—¿Cuántos hermanos tienes? —preguntó alguien, y creo que se me cortó la respiración.
«Tan solo están haciendo preguntas al azar», me dije.
—Ninguno —respondió la IA y, tras una pausa—: Ya no tengo ninguno.
Agarré la mochila de debajo de la cama, me aseguré de tener las llaves, la cartera y el
ordenador, y me largué. Podía haberme quedado y haber puesto a todos los demás de patitas en
la calle, pero los dejé allí, interrogándome. Solo sabía que tenía que marcharme antes de oír las
preguntas que vendrían a continuación o, todavía peor, las respuestas.
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Probé a llamar a algunas puertas para encontrar un lugar donde dormir, pero todo el
mundo o estaba en nuestra fiesta o ya se había marchado del campus. Cuando me encaminé a
mi coche caía una lluvia gélida, pero el frío tampoco era insoportable. Mi padre me hacía llevar
una manta en el maletero para emergencias, y encogí brazos y piernas para introducirlos dentro
de mi propia ropa. Me desperté una vez en plena noche y vomité junto al neumático trasero,
resbalé en el hielo que se había acumulado y poco me faltó para aterrizar en mi propia
vomitona.
Durante el resto del período de exámenes me alojé en habitaciones ajenas y aproveché las
vacaciones de Navidad para solicitar cambio de cuarto. La universidad me asignó otra
habitación que compartiría con otra estudiante de tercero cuya compañera estaba estudiando en
Roma durante la primavera.
Yo sabía que estaba dejando a la empresa en la estacada en cuanto a la fabricación de los
modelos, pero en aquel momento me traía sin cuidado. Había terminado con esas macabras
casas de muñecas. Había terminado con las voces de IA que sabían demasiado. En mi trabajo
para la asignatura de Ética había justificado lo que estábamos haciendo: «En algunos casos,
estamos dando voz a quienes no la tienen —escribí—. La inteligencia artificial puede
representar a todos los implicados en el caso. Y no especula. «No lo sé» o «No me acuerdo»,
dice si no conoce la respuesta. Y a veces realiza saltos intuitivos que alguna de las personas
que investigaban el caso debería haber hecho, pero que nadie hizo. Está por ver si alguna de
esas deducciones se pueden demostrar, pero la posibilidad de ayudar a la justicia resulta
excitante y puede pesar más que cualquier escrúpulo ético o moral».
Durante las Navidades, cuando sabía que ella no iba a estar, conduje durante dos horas
hasta Rochester para recoger todos mis bártulos. Habíamos entregado todos los pedidos
navideños antes de la fiesta —sí, la gente regala casitas de estas para Navidad— y todo el
mundo había sido recompensado con dos semanas enteras de vacaciones. Yo estaba casi segura
de que ella estaría en Barbados con su familia.
La habitación estaba exactamente igual que cuando me había largado, salvo por la
ausencia de gente. Vasos de plástico rojo y botellas de cerveza por doquier, junto con olor a
levadura, señal de que se habían quedado tirados tal cual sin que nadie los lavase.
Mi regalo, por llamarlo de alguna forma, seguía en la mesa donde yo lo había dejado.
Todavía enchufado. No debería haber preguntado nada, pero yo era la única persona en todo el
edificio y tenía que saberlo.
—¿Qué le sucedió a tu hermano, Gwen?
—No lo sé —respondió aquella Casa de los Hachazos.
—Pero ¿no lo estabas vigilando tú ese día?
—Sí.
—¿Y qué sucedió?
—Él estaba jugando en el jardín, y yo, a un juego en mi móvil. Entonces subí al piso de
arriba, y él desapareció. —Mis palabras en el informe policial, textuales.
—Pero seguro que oíste algo, ¿a que sí?
—No se lo dije a la policía.
—Repite esa respuesta, por favor —pedí.
—No. Se lo dije a la policía.
No sabía si me había imaginado la diferente inflexión de la primera respuesta. Resultaba
espeluznante hasta qué punto ese matiz cambiaba el significado de mis palabras. De las suyas,
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en realidad. ¿A qué línea de código era achacable la diferencia entre ambas? Me quedaba otra
pregunta.
—¿A qué estabas jugando en el móvil?
La casa se quedó callada. Esa información nunca se había publicado en ningún artículo.
—No me acuerdo —dijo por fin.
Ese «No me acuerdo» fue lo que evitó que destrozase el cacharro, aunque probablemente
hubiese debido hacerlo añicos. Yo estaba jugando a Guerrero kármico. En el nivel más alto al
que jamás había llegado. Al que jamás he llegado, debería decir, puesto que nunca he vuelto a
jugar. Ese artilugio no era yo. Eliza no me había recreado. Solo era una aproximación.
La casa no sabía que Tristan me había rogado que le enseñase a jugar a Guerrero kármico.
Sabía que él llevaba su camiseta del Tyrannosaurus, vaqueros con un roto en la rodilla derecha
y deportivas que estaban empezando a apretarle los dedos —justo esa mañana se había quejado
de eso—, porque yo le describí a la policía exactamente la ropa que llevaba. Sabía que en la
coronilla tenía una minúscula zona con el pelo blanco, donde el año anterior se había ganado
ocho puntos con la esquina de la mesita del café, porque eso caía en la categoría de «marcas
distintivas».
No sabía que Tristan resoplaba al reír. No sabía que corría como si fuese un borrachín en
miniatura, inclinado hacia un lado y dando tumbos. Nadie le había contado lo de la extraña
fascinación que sentía por las abejas —a las que capturaba con gran cuidado, pero que a veces
se le escapaban sin querer dentro de la casa—, ni que había conseguido que a todos nos picasen
tantas veces que ya habíamos perdido la cuenta. No sabía que yo había estaba enfrascada en
conseguir mi puntuación récord en Guerrero kármico y que lo mandé a paseo. Esas fueron mis
palabras exactas: «Vete a paseo», y jamás lo volví a ver.
Antes de atravesar por última vez el campus con mi última caja, desenchufé la IA Gwen.
Estaba a mitad de pasillo cuando cambié de opinión y regresé. En el cajón superior de la mesa
había un destornillador; puse el modelo boca abajo y desatornillé la base. Quité el chip y me lo
guardé en el bolsillo. Hice una parada en la cocina de la planta baja, lo metí en el microondas y
puse en marcha el aparato. No me quedé a ver los fuegos artificiales.
Esa fiesta fue la última vez que hablé con Eliza. Ella trató de ponerse en contacto conmigo
por teléfono varias veces, pero yo no respondí y terminó por dejarlo. Por lo que me contaron
Samia y un par de compañeros, que seguían en la plantilla de La Casa de los Hachazos, ella no
entendía qué es lo que me había ofendido, un signo claro de que yo había tomado la decisión
correcta. Para Eliza no existía diferencia entre Lizzie Borden, el escándalo Haygood y la
desaparición de Tristan. Todos nosotros no éramos más que misterios esperando a ser resueltos
por ella.
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Empatía bizantina
Ken Liu
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Presentación
Ken Liu es el único autor que tiene dos relatos en este volumen, aunque, eso sí, por
completo distintos, tanto en tono como en extensión, en una nueva muestra de la versatilidad de
este escritor.
Empatía bizantina (Byzantine Empathy) se publicó por primera vez en 2018 dentro de la
antología Twelve Tomorrows, y fue seleccionado por Neil Clarke para su volumen con los
mejores cuentos de ciencia ficción de ese año. Asimismo se pudo leer en la revista Breaker y
en la antología italiana Solarpunk. También fue uno de los elegidos por el propio Ken para
incluirlo en su segunda colección, La chica oculta y otras historias (The Hidden Girl and
Other Stories), publicada en inglés en 2019 y que aparecerá en español en abril de 2021 dentro
de la colección Runas, de Alianza Editorial. En esta ocasión os vais a encontrar con una
sofisticada historia de ciencia ficción cercana en la que, jugando con el punto de vista de dos
personajes contrapuestos, se nos plantea cómo el negocio de la filantropía y la caridad podría
verse afectado por las nuevas tecnologías.
Con esta ya son ocho las veces en las que le he dado las gracias a Ken desde que se
inauguró Cuentos para Algernon, pero sin duda se las merece, dado que a lo largo de estos
ocho años en todo momento se ha mostrado totalmente receptivo ante mis peticiones y ha
hecho gala de una amabilidad extrema. Thanks a million, Ken!
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Empatía bizantina
Ken Liu
Caminas a buen paso por un camino embarrado, junto con una muchedumbre que avanza en
tropel. El tumulto a tu alrededor te obliga a bregar para no quedar rezagada. Mientras tus ojos
se adaptan a la luz mortecina del principio del alba, observas que todo el mundo va cargado
con sus posesiones: un bebé firmemente fajado contra el pecho de su madre; una abombada
sábana rebosante de ropa a la espalda de un hombre de mediana edad; una palangana llena de
lichis y frutipanes que una niña de ocho años sostiene entre los brazos, contra el pecho; un
enorme smartphone Xiaomi que una anciana ataviada con un pantalón de chándal y una blusa
arrugada utiliza en modo linterna; una maleta de Mickey Mouse a la que le falta una rueda,
arrastrada por el barro por una joven con una camiseta estampada con una frase en inglés:
«Happy Girl Lucky»[1]; una funda de almohada atestada de libros, o tal vez de fajos de
billetes, que cuelga de la mano de un anciano con una gorra de béisbol de propaganda de una
marca de cigarrillos chinos…
La mayor parte de las personas del gentío parecen más altas que tú, y así es como sabes
que eres una niña. Al bajar la mirada ves que calzas chanclas con una imagen de Bella, de
Disney. La gruesa capa de barro amenaza con arrancártelas a cada paso, y te preguntas si a lo
mejor representan algo especial para ti —el hogar, la seguridad, una vida donde fantasear
tranquila—, de ahí que no quieras desprenderte de ellas.
En la mano derecha aferras una muñeca de trapo con un vestido rojo bordado con letras
redondeadas pertenecientes a un alfabeto que no reconoces. Estrujas la muñeca, y por el tacto
sabes que está rellena de algo ligero que cruje, a lo mejor semillas. Una mujer, con un bebé a la
espalda y un fardo de mantas en una mano, te lleva cogida con la otra de tu mano izquierda. Tu
hermanita, piensas, demasiado pequeña para estar asustada. Ella te mira con sus ojos oscuros y
adorables y tú le diriges una sonrisa reconfortante. Aprietas la mano de tu madre y ella
responde con otro apretón cálido y tranquilizador.
A ambos lados del camino ves tiendas desperdigadas, algunas naranjas y otras azules, que
llegan hasta la linde de la jungla, a medio kilómetro. No estás segura de si una de esas tiendas
era antes tu hogar o si tan solo estáis de paso.
No hay música de fondo, ni graznidos de exóticas aves del sureste asiático. En lugar de
eso, en tus oídos resuenan los gritos y el parloteo inquieto. No entiendes ni el idioma ni el
topolecto, pero por la tensión en las voces sabes que son gritos exhortando a los familiares a
mantener el paso, a los amigos a tener cuidado, a los parientes ancianos a no tropezar.
Un fuerte zumbido pasa por encima de tu cabeza y, delante de ti y a tu izquierda, el campo
estalla en una abrasadora explosión más brillante que un amanecer. El suelo tiembla; caes al
barro viscoso.
Más zumbidos pasando a toda velocidad por encima y más proyectiles estallando a tu
alrededor, sacudiendo tus huesos. Te pitan los oídos. Tu madre se arrastra hacia ti y te cubre
con su cuerpo. Una clemente oscuridad te aísla del caos. Gritos fuertes y penetrantes. Chillidos
aterrorizados. Algunos gemidos de dolor incoherentes.
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Tratas de sentarte, pero el cuerpo inerte de tu madre te empuja contra el suelo. Te
esfuerzas por quitarte su peso de encima y logras salir de debajo arrastrándote.
La parte posterior de la cabeza de tu madre es una masa sanguinolenta. Tu hermanita está
llorando en el suelo junto a su cuerpo. A tu alrededor, la gente corre de aquí para allá, algunos
todavía tratando de aferrarse a sus posesiones, pero bultos y maletas yacen abandonados en el
camino y en los campos, al lado de cuerpos inmóviles. Del campamento llega un estruendo de
motores y, por entre el vaivén de la vegetación exuberante, ves aproximarse una columna de
soldados con traje de camuflaje, las armas listas.
Una mujer señala hacia ellos y grita. Algunas personas dejan de correr y levantan las
manos.
Se oye un disparo, seguido de otro.
Cual hojas arrastradas por una ráfaga de viento, la muchedumbre se dispersa. El barro te
salpica la cara cuando por tu lado pasan pies corriendo.
Tu hermana pequeña llora más fuerte. «¡Calla! ¡Calla!», gritas en tu idioma. Tratas de
gatear hacia ella, pero alguien tropieza contigo y te derriba. Intentas protegerte la cabeza de los
pisotones con los brazos y hacerte un ovillo. Alguien salta por encima de ti; otros lo intentan,
pero no lo consiguen, te caen encima y te propinan fuertes patadas cuando vuelven a ponerse
en pie.
Más disparos. Atisbas por entre los dedos. Unas cuantas figuras se desploman. En medio
de la estampida apenas queda espacio para maniobrar y, en cuanto alguien besa el suelo, un
montón de gente cae encima. Todos empujan y atropellan para poner a alguien, a quien sea,
entre las balas y ellos.
Un pie en una zapatilla embarrada se abate sobre la figura envuelta de tu hermanita, y
oyes un crujido escalofriante cuando sus gritos son silenciados de sopetón. El dueño de la
zapatilla vacila un segundo antes de desaparecer de tu vista empujado hacia delante por la
creciente multitud.
Gritas, y algo te golpea con fuerza en el estómago y te deja sin aliento.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Tang Jianwen se arrancó el casco RV, jadeando. Las manos le temblaban mientras se bajaba la
cremallera del traje de inmersión, que logró quitarse a medias antes de quedarse sin fuerza.
Cuando se acurrucó en la plataforma RV omnidireccional, los moratones púrpuras que tenía en
su cuerpo bañado de sudor brillaron iluminados por el débil resplandor blanquecino de la
pantalla del ordenador, la única luz en el sombrío apartamento-estudio. Tras reprimir varias
arcadas, estalló en sollozos.
Aunque tenía los ojos cerrados, todavía continuaba viendo las expresiones adustas de los
rostros de los soldados; la masa sanguinolenta que había sido la cabeza de su madre; el
cuerpecillo destrozado del bebé, su vida truncada por un pisotón.
Jianwen había inutilizado los controles de seguridad del traje de inmersión y quitado los
filtros de amplitud de los circuitos álgicos. No le parecía correcto experimentar la terrible
experiencia de los refugiados muertien con los filtros para el dolor instalados.
Un equipo RV era la máquina de la empatía definitiva. ¿Cómo podía decir con sinceridad
que se había puesto en su lugar sin haber sufrido como ellos sufrían?
Las luces de neón de la bulliciosa noche de Shanghái se filtraban por las rendijas de las
cortinas y dibujaban deslavazados arcoíris chillones en el suelo. Riqueza virtual y avaricia real
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se mezclaban ahí fuera: un mundo indiferente a las muertes y el dolor en las junglas del sureste
asiático.
Dio gracias por no haberse podido permitir el accesorio olfativo. El olor metálico de la
sangre mezclado con la fragancia de la pólvora hubiera sido demasiado para ella y le hubiese
impedido llegar al final. Los olores penetraban hasta la zona más recóndita de nuestro cerebro
y hacían aflorar las emociones más intensas, como si fueran la hoja de una azada deshaciendo
los entumecidos terrones de modernidad y dejando al descubierto la rosada carne de las
lombrices de tierra que se retorcían heridas.
Al cabo se levantó, se despojó del resto del traje y entró a trompicones en el cuarto de
baño. Dio un respingo cuando el agua retumbó por las cañerías —el ruido de los motores
acercándose por la jungla— y se estremeció bajo el chorro caliente de la ducha.
—Hay que hacer algo —dijo entre dientes—. No podemos permitir que esté sucediendo
esto. Yo no puedo permitirlo.
Pero ¿qué podía hacer? La guerra entre el gobierno central de Birmania y los rebeldes de
la minoría étnica han que vivían en la zona del país cercana a la frontera con China estaba
pasando prácticamente desapercibida para el resto del mundo. Estados Unidos, la policía
internacional, no decía ni mu porque deseaba un gobierno leal y pro-Estados Unidos en
Naipydó, para utilizarlo a modo de pieza de ajedrez contra la creciente influencia china en la
región. Por su parte, China quería ganarse al gobierno de Naipydó con negocios e inversiones,
y en esa Gran Partida no le convenía montar un drama porque los civiles de la etnia china han
estuviesen siendo masacrados por los soldados birmanos. El gobierno chino, asustado ante la
posibilidad de que la simpatía hacia los refugiados pudiera transformarse en una ola de
nacionalismo incontrolable, incluso censuraba las noticias de lo que estaba ocurriendo en
Muertien. Tampoco se mostraban imágenes de los campos de refugiados a ambos lados de la
frontera, como si fuesen un secreto vergonzoso. Los testimonios de primera mano, vídeos y
archivos RV como ese tenían que ser colados a escondidas por minúsculos agujeros encriptados
perforados en el Gran Cortafuegos. En Occidente, por el contrario, la apatía popular funcionaba
con mayor eficacia que cualquier censura oficial.
Ella no podía organizar marchas ni recoger firmas para peticiones; no podía fundar una
ONG cuyo objetivo fuese el bienestar de los refugiados, ni unirse a una —aunque tampoco es
que en China se fiasen de las organizaciones benéficas, todas ellas unos fraudes—; no podía
pedir a todos sus conocidos que llamasen a sus representantes políticos y les instasen a hacer
algo en relación con el problema de Muertien. Tras haber estudiado en Estados Unidos,
Jianwen no era tan inocente como para creer que esas vías con las que contaban los ciudadanos
de una democracia fueran demasiado efectivas —con frecuencia, tan solo se utilizaban como
meros gestos simbólicos que no influían lo más mínimo ni en las ideas ni en los actos de
quienes en realidad establecían las líneas de la política exterior—. No obstante, esas acciones al
menos le hubieran permitido sentir que gracias a ella algo podía cambiar.
¿Y no eran justo los sentimientos la esencia de lo que es ser humano?
Los viejos políticos de Pekín, a los que les aterrorizaba cualquier desafío a su autoridad y
la posibilidad de desestabilización, habían hecho que todas esas opciones resultaran imposibles.
Ser ciudadano chino consistía en ser recordado continuamente la cruda realidad de la
impotencia absoluta del individuo en un estado moderno, centralizado y tecnocrático.
El agua extremadamente caliente estaba empezando a molestarle. Se frotó con fuerza,
como si eliminando el sudor y las células epiteliales se fuera a poder librar de los perturbadores
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recuerdos de los refugiados muriendo, como si el gel con aroma a melón pudiese absolverla de
la culpa.
Salió de la ducha, todavía aturdida, con los sentimientos aún a flor de piel, pero al menos
ya en condiciones de funcionar. El aire filtrado del apartamento olía un poco a pegamento
caliente, la consecuencia del exceso de aparatos electrónicos en un espacio reducido. Se
envolvió en una toalla, entró en la habitación caminando suavemente y se sentó frente a la
pantalla del ordenador. Tecleó, tratando de distraerse con las últimas novedades del progreso de
su minado.
La pantalla era enorme y con una resolución espectacular, pero por sí sola no era más que
un insignificante aparato tonto, nada más que la punta visible del potente iceberg informático
que Jianwen controlaba.
El clúster de runruneantes equipos ASIC fabricados a medida que ocupaba la estantería de
la pared estaba dedicado a una única misión: resolver rompecabezas criptográficos. Ella y los
demás mineros repartidos por el mundo utilizaban sus equipos especializados para descubrir las
pepitas compuestas por números especiales que mantenían la integridad de diversas
criptomonedas. Aunque trabajaba como programadora de servicios financieros, era con esta
segunda tarea con la que se sentía auténticamente viva.
Este trabajo le proporcionaba la sensación de tener un cierto grado de poder, de ser parte
de una comunidad global en estado de rebelión contra la autoridad en todas sus formas:
gobiernos autoritarios, estatismo apoyado por hordas democráticas, bancos centrales que
manipulaban la inflación y el valor del dinero a golpe de decreto… Era lo más cerca que podía
llegar a estar de ser la activista que realmente ansiaba ser. Para esto solo importaban las
matemáticas, y la lógica de la teoría de números y la programación elegante conformaban un
código de confianza inquebrantable.
Afinó algunos parámetros de su clúster minero, se unió a un nuevo fondo de minería y se
pasó por unos cuantos canales en los que otros entusiastas de ideas afines a las suyas chateaban
sobre el futuro; mientras leía el texto que se desplazaba por la pantalla se fue sintiendo más
tranquila, incluso sin participar activamente en la conversación.
Al igual que muchos otros, Jianwen se había lanzado de cabeza a la moda de la realidad
virtual. Por fin la resolución de los equipos era lo bastante alta como para no marearse, e
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incluso un smartphone tenía la suficiente capacidad de procesamiento para manejar un casco
RV básico, aunque no de los que proporcionaban inmersión total.
Jianwen había coronado el monte Everest; había realizado un salto BASE desde lo alto del
rascacielos Burj Khalifa; había «salido de copas» a bares RV con amigos de todo el mundo,
cada uno encerrado en su respectivo apartamento bebiendo chupitos de erguotou o vodka de
verdad; había besado a sus actores favoritos y se había acostado con unos cuantos que le
gustaban pero que muy mucho; había visto películas RV (que eran exactamente lo que su
nombre indicaba, y tampoco eran demasiado allá); había participado en partidas de juegos de
rol en vivo RV; había revoloteado por la habitación encarnada en una mosca diminuta mientras
doce mujeres sin piedad ficticias discutían sobre el destino de una joven ficticia, e influido
sutilmente en sus argumentos al posarse en las pruebas en las que quería que se fijasen.
No obstante, todas esas experiencias le habían suscitado una vaga insatisfacción que no
era capaz de expresar con palabras. La RV, ese medio emergente, era como arcilla amorfa, llena
de potencial y posibilidades, movida por la esperanza y la avaricia, prometiendo todo y nada,
una solución tecnológica a la búsqueda de un problema, y todavía no estaba claro qué clase de
placeres, narrativos o lúdicos, terminarían predominando a la larga.
Sin embargo, esta última experiencia RV, un breve vídeo de la vida de una refugiada
muertien anónima, le había provocado una sensación distinta.
Yo podría haber sido esa niña, de no ser por las casualidades de la vida. Su madre incluso
tenía los mismos ojos que la mía.
Por primera vez en años, desde que, tras la universidad, la indiferencia del mundo había
pulido su idealismo juvenil, se sintió obligada a hacer realmente algo.
Contempló la pantalla. Los balances parpadeantes de sus cuentas en criptomonedas se
basaban en un consenso sobre cadenas criptográficas, un vínculo de confianza forjado a partir
de la desconfianza. En un mundo en el que la avaricia se erigía como un muro que lo aislaba
del dolor, ¿podía esa confianza ser asimismo una manera de perforar un agujero en esa barrera,
de permitir que la esperanza la atravesara? ¿Podía realmente el mundo transformarse en una
aldea virtual en la que la empatía fuese el vínculo de unión entre unos y otros?
Abrió una nueva sesión en la pantalla y se lanzó a teclear frenéticamente.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
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que algunas de las mayores ONG estadounidenses con oficinas en el extranjero funcionaban
como brazos ejecutivos extraoficiales a la hora de poner en práctica las políticas exteriores
norteamericanas, y ser la directora ejecutiva de Refugiados Sin Fronteras no era un mal
trampolín cara a volver a la administración cuando el siguiente gobierno tomara el relevo. La
clave era hacer algo por los refugiados, fomentar los valores estadounidenses y estabilizar el
mundo incluso aunque el gabinete actual pareciese empeñado en malgastar el poder
norteamericano.
… vio un vídeo grabado con un móvil y me preguntó si íbamos a hacer algo sobre…
Muertien, creo que era.
Sophia se arrancó de su ensueño.
—Ese no es un asunto en el que nos convenga involucrarnos. Es como la situación en
Yemen —dijo.
El miembro de la junta asintió con la cabeza y cambió de tema.
Un par de meses atrás, Jianwen, una antigua compañera de cuarto de su época
universitaria, le había mandado un correo electrónico hablándole de Muertien. Sophia le había
contestado con un mensaje amable y considerado, excusándose. Somos una organización con
recursos limitados. Resulta imposible hacer frente adecuadamente a todas las crisis
humanitarias. Lo siento.
Era la verdad. Más o menos.
Quienes entendían cómo funcionaban las cosas estaban de acuerdo en que intervenir en lo
que estaba sucediendo en Muertien no beneficiaría ni los intereses de Estados Unidos ni los de
Refugiados Sin Fronteras. El realismo tenía que atemperar y guiar el deseo de hacer del mundo
un lugar mejor, que era lo que en un principio había llevado a Sophia a trabajar en el ámbito de
la diplomacia y las ONG. A pesar de sus diferencias con la presente administración —o quizás
debido a ellas—, creía que la preservación del poder estadounidense era un objetivo importante
y merecedor del esfuerzo. Poner de relieve la crisis de Muertien colocaría en una tesitura
embarazosa a un nuevo aliado clave de Estados Unidos en la región, algo que debía ser evitado.
Nuestro complicado mundo exigía dar prioridad a los intereses norteamericanos (y a los de sus
aliados) por delante de los de algunas personas que estaban sufriendo, para así poder proteger a
más indefensos.
Estados Unidos no era perfecto, pero, tras sopesar todos los candidatos a tomar las
riendas, era la mejor opción.
—… el número de pequeñas donaciones de menores de treinta años ha caído un setenta y
cinco por ciento durante el último mes —dijo uno de los miembros de la junta. La reunión
había comenzado mientras Sophia había estado elucubrando.
El hombre que estaba hablando era el marido de una importante parlamentaria británica,
que participaba desde Londres mediante un robot de telepresencia. Sophia sospechaba que
estaba más enamorado de su propia voz que de su esposa. La pantalla que se cernía en el
extremo del cuello telescópico hacía que su rostro pareciese severo y dominante, y las manos
del robot gesticulaban para dar más énfasis, es de suponer que imitando las de carne y hueso
del hombre.
—¿Me están diciendo que no tienen ningún plan para tratar de reconducir esta pérdida de
vinculación?
¿Ha sido alguien del gabinete de tu esposa quien te ha preparado la pregunta?, pensó
Sophia. Dudaba que él en persona hubiese prestado la suficiente atención a la trayectoria
financiera como para percatarse de algo así.
168
—La mayor parte de nuestra financiación no depende de los pequeños donativos directos
de ese grupo demográfico… —empezó a responder Sophia, pero fue interrumpida por otro
miembro de la junta.
—No se trata de eso, sino del futuro de la presencia de nuestra organización, de la
publicidad. Sin un gran número de donaciones pequeñas de ese grupo demográfico clave, los
medios de comunicación dejarán de hablar de Refugiados Sin Fronteras. Lo que a la larga
afectará a las subvenciones importantes.
La mujer que la había interrumpido era la directora general de una empresa de
dispositivos móviles. Sophia la había tenido que disuadir en más de una ocasión de que forzase
a invertir donaciones de Refugiados Sin Fronteras en la adquisición de teléfonos baratos de su
compañía para refugiados de Europa, lo que hubiera incrementado la cuota oficial de mercado
de su empresa (y violado las normas sobre conflictos de intereses).
—Recientemente se han producido algunos cambios inesperados en el panorama de las
donaciones, que todo el mundo aún está tratando de asimilar… —dijo Sophia, pero de nuevo
no pudo terminar la frase.
—Se refiere a Empathium, ¿verdad? —preguntó el marido de la parlamentaria—. Bien,
¿tiene un plan?
Lo de sacar a colación este asunto está claro que ha sido idea del gabinete de tu mujer. A
Sophia le parecía que los fanáticos de las criptomonedas siempre ponían más nerviosos a los
europeos que a los norteamericanos. Pero como en la diplomacia, a los fanáticos es mejor
llevarlos por donde a ti te interesa que enfrentarte a ellos.
—¿Qué es Empathium? —preguntó otro miembro de la junta, un juez federal jubilado que
todavía creía que el fax era el mayor invento tecnológico de la historia.
—Me refiero a Empathium, en efecto —respondió Sophia, tratando de que su voz sonase
tranquilizadora. Luego se volvió hacia la directora general de tecnología—. ¿Quiere explicarlo
usted?
Si Sophia hubiera tratado de contar lo que era Empathium, seguro que la mujer la hubiese
interrumpido. No aguantaba que alguien demostrase saber más que ella sobre ningún asunto
tecnológico. A Sophia le convenía tratar de guardar las formas.
La mujer movió la cabeza afirmativamente.
—Es sencillo. Empathium es otra nueva aplicación blockchain de desintermediación
basada en la utilización de contratos inteligentes; pero en este caso nos encontramos con la
particularidad de que distorsiona el mercado de la filantropía al afectar a las labores para las
que tradicionalmente se contrataba a las organizaciones benéficas.
Los rostros en derredor de la mesa la miraron perplejos. Al cabo, el juez se volvió hacia
Sophia.
—¿Por qué no prueba usted?
Sophia se había hecho con el control de la reunión simplemente permitiendo que los
demás se extralimitaran, una jugada diplomática clásica.
—Permítanme que vaya parte por parte. Empezaré con los contratos inteligentes.
Supongamos que usted y yo firmamos un contrato en el que se especifica que, si mañana
llueve, tengo que pagarle cinco dólares, y que, si no llueve, usted tiene que pagarme un dólar.
—Suena como una mala póliza de seguros —comentó el juez jubilado.
—Con esa oferta en Londres no le iba a ir demasiado bien —dijo el esposo de la
parlamentaria.
Débiles risitas en torno a la mesa.
169
—Con un contrato ordinario —continuó Sophia con soltura—, incluso si mañana hubiese
una tormenta eléctrica, a lo mejor usted no cobraba su dinero. Yo podría incumplir mi parte y
negarme a pagar, o discutirle lo que significa la palabra «llover». Y usted se vería obligado a
llevarme a juicio.
—Bueno, conmigo de juez, a usted no le iba a ir demasiado bien en un juicio sobre el
significado de «llover».
—Claro, pero tal como Su Señoría sabe, la gente discute sobre los asuntos más ridículos.
—Sophia había aprendido que era mejor permitir al juez irse por las ramas antes de guiarlo de
nuevo hacia la senda—. Y litigar sale caro.
—Ambos podemos poner nuestro dinero en manos de un amigo del que nos fiemos, y
dejar que pasado mañana él decida a quién pagar. Ya sabe, lo que se llama depositar en
garantía.
—Desde luego. Es una sugerencia estupenda —convino Sophia—. No obstante, requiere
que nos pongamos de acuerdo en una tercera persona de la que ambos nos fiamos, a la que
tendremos que pagar una tarifa por sus molestias. En resumidas cuentas: un contrato tradicional
conlleva un montón de costes operativos.
—¿Y qué pasaría si tuviésemos un contrato inteligente?
—Los fondos le serían transferidos a usted en cuanto lloviera. No hay nada que yo pueda
hacer para impedirlo porque todo el proceso de ejecución del contrato está codificado en
programas informáticos.
—De modo que me está diciendo que un contrato y un contrato inteligente son en esencia
lo mismo; salvo que uno está escrito en jerigonza legal y requiere de personas que lo lean y lo
interpreten, mientras que el otro está escrito en código informático y solo necesita una máquina
que lo ejecute. Sin juez, sin jurado, sin depósito en garantía, sin vuelta atrás.
Sophia estaba impresionada. El juez no entendía demasiado de tecnología, pero de tonto
no tenía un pelo.
—Así es. Las máquinas son mucho más transparentes y predecibles que el sistema legal,
incluso que un sistema legal que funcione sobre ruedas.
—No estoy seguro de que me guste la idea —dijo el juez.
—Pero seguro que entiende por qué resulta atractiva, sobre todo cuando uno no se fía…
—Los contratos inteligentes reducen los costes operacionales al eliminar intermediarios
—intervino la directora general de tecnología con impaciencia—. Podía haberse limitado a
decir eso en lugar de contar ese ejemplo prolijo y ridículo.
—Cierto —reconoció Sophia. También había aprendido que fingir estar de acuerdo con la
mujer reducía costes operacionales.
—¿Y qué tiene que ver eso con las organizaciones benéficas? —preguntó el marido de la
parlamentaria.
—Hay quien las considera intermediarias innecesarias que se aprovechan de que la gente
se fía de ellas para sacarle más dinero —explicó la directora general—. ¿Es que no es evidente?
Una vez más, miradas de perplejidad alrededor de la mesa.
—Algunos entusiastas de los contratos inteligentes pueden ser un pelín extremistas —
admitió Sophia—. En su opinión, las organizaciones como Refugiados Sin Fronteras gastamos
la mayor parte de nuestro dinero en el alquiler de oficinas, los sueldos de empleados, la
organización de costosos actos para recaudar fondos en los que los ricos alternan y se divierten,
y la malversación de las donaciones para que nuestros círculos cercanos se enriquezcan…
170
—Que es una opinión de lo más absurda mantenida por idiotas con teclados vocingleros y
ningún sentido común… —apostilló la directora general con el rostro arrebolado por la ira.
—Y ni idea de cómo funciona la política —interrumpió el esposo de la parlamentaria
como si su matrimonio lo convirtiese automáticamente en una autoridad en el asunto—.
También coordinamos operaciones humanitarias sobre el terreno, aportamos la experiencia de
expertos internacionales, concienciamos a la población occidental, tranquilizamos a los
funcionarios locales con tendencia a ponerse nerviosos y nos aseguramos de que el dinero
acabe en manos merecedoras de ello.
—Esa es la garantía que ponemos sobre la mesa —dijo Sophia—. Pero la generación de
WikiLeaks da por hecho que toda atribución de autoridad o aptitud es sospechosa. En su
opinión, incluso la manera en que utilizamos los fondos de nuestros programas es ineficaz.
¿Cómo podemos saber nosotros mejor que los propios necesitados de qué modo conviene
gastar el dinero? ¿Cómo podemos desestimar la opción de que los refugiados compren armas
para defenderse? ¿Cómo podemos decidir colaborar con funcionarios locales corruptos que se
llenan sus propios bolsillos antes de pasar alguna migaja a las víctimas? Es mejor enviar el
dinero directamente a los niños del barrio que no pueden costearse el comedor escolar. Los
muy publicitados fracasos de las operaciones humanitarias en lugares como Haití o la antigua
Corea del Norte refuerzan sus argumentos.
—¿Y cuál es la alternativa? —preguntó el juez.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Jianwen miraba las notificaciones que se iban desplazando pantalla arriba, cada una
anunciando la formalización de un contrato inteligente formalizado en alguna criptomoneda
totalmente anónima. Eran ya muchos los negocios que se llevaban a cabo así, sobre todo en los
países en vías de desarrollo, en los que abundaban los gobiernos que trataban de aumentar su
control mediante la prohibición del dinero en efectivo. Ella había leído en algún sitio que más
del veinte por ciento de las transacciones financieras mundiales se realizaban ya utilizando
alguna de las diversas criptomonedas.
Sin embargo, las transacciones que estaba mirando en la pantalla eran diferentes. Las
ofertas eran peticiones de ayuda y promesas de suministrar fondos; lo único que importaba era
la necesidad de hacer algo realmente. La plataforma blockchain Empathium cruzaba y
agrupaba las ofertas en contratos inteligentes con múltiples participantes y, cuando las
condiciones estipuladas se satisfacían, los formalizaba.
Vio que se pedían libros infantiles; verdura fresca; herramientas de jardinería;
anticonceptivos; un médico que estuviese dispuesto a ir a un cierto sitio y abrir una consulta
permanente, en lugar de los voluntarios a los que soltaban allí durante treinta días y que luego
se largaban aprisa y corriendo, dejando todo inacabado y sin medios para que se pudiese
acabar…
Rezó para que las ofertas fuesen aceptadas, para que fuesen satisfechas por el sistema, a
pesar de que ni creía en Dios ni en ningún dios. Aunque ella había creado Empathium, no podía
hacer nada para influir en su funcionamiento. Eso era lo bueno del sistema. Nadie podía tomar
el mando.
Cuando estaba en Norteamérica estudiando en la universidad, Jianwen regresó a China
durante el verano del año del gran terremoto de Sichuan para ayudar a las víctimas de aquella
171
catástrofe. El gobierno chino había dedicado una enorme cantidad de recursos a las tareas de
rescate, llegando incluso a movilizar al ejército.
Algunos soldados del Ejército Popular de Liberación, de su misma edad e incluso más
jóvenes, le enseñaron las feas cicatrices que tenían en las manos, de cuando habían excavado
en busca de supervivientes y cadáveres entre los escombros llenos de barro de los edificios que
se habían desplomado.
«Tuve que dejarlo porque las manos me dolían muchísimo —le contó uno de los
muchachos con voz avergonzada—. Dijeron que si seguía perdería los dedos».
A Jianwen se le nubló la vista de la rabia. ¿Por qué el gobierno no les ha proporcionado a
los soldados palas y material de rescate en condiciones? Se imaginó las manos ensangrentadas
de los soldados, la carne de los dedos despegándose de los huesos, mientras continuaban
sacando puñados de tierra con la esperanza de encontrar a alguien todavía vivo. No tienes nada
de lo que avergonzarte.
Más adelante había relatado sus experiencias a su compañera de habitación, Sophia, que
había compartido su ira por la actuación del gobierno chino, pero su rostro no se había
inmutado lo más mínimo cuando Jianwen le describió al joven soldado.
—Él no era más que una herramienta para una autocracia —había dicho su compañera
como si fuese totalmente incapaz de imaginar aquellas manos ensangrentadas.
Jianwen no había acudido a la zona del desastre con una organización oficial, sino que
había sido tan solo una de los miles de voluntarios que habían llegado a Sichuan por su cuenta,
confiando en poder aportar algo. Tanto ella como los demás habían llevado comida y prendas
de vestir, creyendo que eso era lo que se necesitaba. Sin embargo, las madres le pedían libros
para colorear y juegos con los que tranquilizar a los niños que gimoteaban; los granjeros le
preguntaban cuánto se tardaría en restablecer el servicio de telefonía móvil; los vecinos
deseaban averiguar si podían conseguir herramientas y materiales para poner manos a la obra
en la reconstrucción; una niña que había perdido a toda su familia quería saber cómo iba a
poder terminar el instituto. Jianwen carecía de la información y de los suministros que
necesitaban y, al parecer, lo mismo les pasaba a todos los demás. A los responsables
gubernamentales al frente de las labores de rescate no les gustaba tener voluntarios como ella
por la zona porque no estaban a las órdenes de nadie, así que no les informaban de nada.
«Eso demuestra por qué necesitas expertos —había dicho Sophia luego—. No basta con
que llegue una marabunta desorientada con ganas de ayudar. Al frente de las operaciones de
rescate tienen que estar los que saben qué se traen entre manos».
Jianwen no estaba segura de estar de acuerdo, no había visto demasiadas pruebas de que
ningún experto pudiese prever todo lo que se necesitaba en una catástrofe.
El texto se desplazaba todavía más deprisa en otra ventana de la pantalla, en la que se
mostraban más ofertas que se estaban recibiendo para nuevos contratos: peticiones de
profesores de griego; de fondos para construir una nueva torre de telefonía móvil; de
medicamentos; de personas que pudieran enseñar a los refugiados a no perderse en el laberinto
de trámites necesarios para la obtención de visados y permisos de trabajo; de armas; de
camioneros dispuestos a transportar hasta los compradores obras artísticas realizadas por
refugiados…
En algunas de estas peticiones se solicitaba el tipo de cosas que ninguna ONG ni gobierno
iba a entregar jamás a los refugiados. A Jianwen le repugnaba la idea de que hubiese una
autoridad que dictaba lo que necesitaba y no necesitaba la gente que estaba luchando por
sobrevivir.
172
Quienes se hallaban en la zona de la catástrofe eran quienes mejor sabían lo que
necesitaban. Lo mejor era entregarles el dinero a ellos para que pudiesen comprar lo que les
hiciese falta —montones de temerarios vendedores e ingeniosos aventureros estarían
dispuestos a proporcionar a los refugiados cualquier mercancía o servicio que solicitasen si ello
les reportaba beneficios—. Poderoso caballero es don dinero, lo que tampoco tiene por qué ser
algo malo.
Sin las criptomonedas, nada de lo que Empathium había logrado hasta ese momento
hubiera resultado posible. Las transferencias de dinero internacionales eran caras y estaban
sometidas a un minucioso escrutinio por parte de sospechosos organismos estatales. Hacer
llegar los fondos a manos de los necesitados era casi imposible a menos que contases con la
colaboración de algún sistema de pagos centralizado, al que múltiples instituciones podían
fácilmente llegar a controlar.
Sin embargo, con las criptomonedas y Empathium, te bastaba con un smartphone para
comunicar al mundo tus necesidades y recibir ayuda. Podías pagar a cualquiera de manera
segura y anónima. Podías unirte a otros que necesitasen lo mismo que tú y presentar una
solicitud de grupo, o ir por libre. Nadie podía interferir e impedir que los contratos inteligentes
se formalizaran.
Era excitante ver cómo algo desarrollado por ella empezaba a funcionar tal como lo había
imaginado.
No obstante, en Empathium muchísimas peticiones de ayuda no quedaban satisfechas. No
había suficiente dinero, no había suficientes donantes.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
173
Sophia suspiró para sus adentros. No se esperaba tener que llegar a ese grado de detalle.
Todavía no había terminado siquiera de explicar los fundamentos básicos de Empathium, y
habría que ver cuánto tardarían aún en llegar a un consenso sobre lo que Refugiados Sin
Fronteras debía hacer al respecto…
Igual que las criptomonedas aspiraban a arrebatarle el control del suministro de dinero a
los arbitrarios decretos gubernamentales, Empathium aspiraba a arrebatar el control del
suministro de compasión a los expertos de las organizaciones benéficas.
Empathium era una iniciativa idealista, pero impulsada por la fuerza de la emoción, no por
la razón ni la experiencia. Hacía que el mundo fuese más impredecible para Norteamérica y,
por lo tanto, más peligroso. Sophia ya no estaba en el Departamento de Estado, pero aún
anhelaba convertir el mundo en un lugar más ordenado, en el que las decisiones se tomaran
sobre la base de análisis racionales y tras sopesar pros y contras.
Era complicado lograr que una habitación llena de egos comprendiese un mismo
problema, y ni que decir tiene que se pusiera de acuerdo en una solución. Deseó tener ese don
de algunos líderes carismáticos que les permitía convencer a todo el mundo de que adoptase
una línea de acción aunque no la entendiera.
—A veces creo que lo único que quieres es que la gente esté de acuerdo contigo —le
había dicho Jianwen en una ocasión tras una discusión especialmente acalorada.
—¿Y qué tiene eso de malo? —había preguntado ella—. No es culpa mía que yo haya
reflexionado más que ellos sobre todos estos asuntos. Yo tengo una visión general.
—En realidad tú no quieres ser la más razonable. Quieres ser quien más razón tenga.
Quieres ser un oráculo.
Ella se había sentido insultada. Jianwen podía ser muy testaruda.
Espera un momento, Sophia se quedó dando vueltas a la idea del oráculo. A lo mejor es
así como podemos conseguir poner a Empathium a nuestro servicio.
—El problema de los generales bizantinos es una metáfora —explicó Sophia. Trató de que
su nuevo entusiasmo no se trasluciera en la voz. Se alegraba de que su obsesiva necesidad de
comprender los detalles (junto con, si era sincera, el deseo de quedar por encima de la directora
general de tecnología), la hubiese empujado a estudiar ese asunto en profundidad—. Imagine
que un grupo de generales, cada uno al frente de una división del ejército bizantino, está
sitiando una ciudad. Si todos los generales pueden coordinarse para atacarla, entonces la ciudad
caerá. Y si todos son capaces de ponerse de acuerdo para replegarse, nadie correrá peligro. Sin
embargo, con que tan solo alguno ataque mientras los demás se retiran, el resultado será
catastrófico.
—Tienen que llegar a un consenso sobre qué hacer —dijo el juez.
—Sí. Los generales se comunican a través de mensajeros; pero el problema es que los
mensajeros que se despachan no llegan a su destino al instante, y que además puede haber
generales traidores que, durante las negociaciones, envíen mensajes falsos sobre el incipiente
consenso para de ese modo sembrar la confusión y viciar el resultado.
—Este incipiente consenso, tal como usted lo llama, es como el libro de contabilidad,
¿verdad? —preguntó el juez—. Es el registro del voto de todos los generales.
—¡Exacto! Así que, simplificándolo un poco, las blockchains resuelven este problema
aplicando métodos de criptografía (acertijos de teoría de números dificilísimos de resolver) a la
cadena de mensajes que representa el incipiente consenso. Mediante técnicas criptográficas, a
cada general le resulta sencillo verificar que una cadena de mensajes que refleja la situación del
voto no ha sido alterada, pero le resulta trabajoso añadir a la cadena un nuevo voto codificado
174
criptográficamente. Para poder engañar al resto, un general traidor no solo tendría que falsear
su propio voto sino también el resumen criptográfico de todos los demás que preceden al suyo
en esa cadena creciente. Algo que, a medida que esta se va haciendo más larga, resulta cada vez
más difícil.
—No estoy seguro de estar siguiéndolo del todo —refunfuñó el juez.
—La clave es que las blockchains utilizan la complejidad de ir añadiendo a la cadena un
bloque de transacciones codificado criptográficamente (eso se llama proof of work, es decir,
«prueba de trabajo») para garantizar que, mientras la mayoría de los ordenadores de la red no
sean traidores, dispondremos de un libro de contabilidad distribuido más fiable que cualquier
autoridad centralizada.
—¿Y eso es… confiar en las matemáticas?
—Sí. Un libro de contabilidad distribuido e incorruptible no solo posibilita la existencia
de una criptomoneda, sino que también es una manera de contar con un marco de voto seguro
que no está administrado centralizadamente, y una manera de garantizar que los contratos
inteligentes no puedan ser manipulados.
—Todo esto es muy interesante, ¿pero qué tiene que ver con Empathium o con Refugiados
Sin Fronteras? —pregunto impaciente el marido de la parlamentaria.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Jianwen se había esforzado sobremanera para conseguir que la interfaz de Empathium fuese
sencilla de utilizar, algo que no era una prioridad para gran parte de los incondicionales de las
cadenas de bloques. De hecho, numerosas aplicaciones basadas en blockchains parecían estar
diseñadas a propósito para que resultase complicado utilizarlas, como si el requisito para
separar a quienes eran realmente libres de los aborregados fuese poseer profundos
conocimientos técnicos.
Jianwen despreciaba el elitismo en todas sus manifestaciones —y era muy consciente de
la ironía del asunto, siendo como era una tecnóloga del sector de los servicios financieros
educada en una universidad de élite y con una habitación atestada de aparatos RV de gama alta
—. Había sido un grupo de miembros de la élite el que había decidido que la democracia no era
«adecuada» para China, su país, y otro grupo también de miembros de la élite el que había
resuelto que ellos eran los que mejor sabían quién merecía nuestra compasión y quién no. La
élite desconfiaba de los sentimientos, desconfiaba de aquello que hacía a la gente humana.
La razón de ser de Empathium era ayudar a quienes les traía sin cuidado las complejidades
del problema de los generales bizantinos y las implicaciones del tamaño de bloque en la
seguridad de las blockchains. Hasta un niño tenía que ser capaz de utilizarlo. Jianwen se acordó
de la frustración y desesperación de los habitantes de Sichuan que tan solo querían
herramientas básicas para ayudarse a sí mismos. El manejo de Empathium tenía que ser lo más
sencillo posible, tanto para quienes querían donar como para quienes necesitaban la ayuda.
Ella estaba desarrollando la aplicación para quienes estaban hartos y cansados de que les
dijeran qué les tenía que importar y cómo, no para quienes se lo decían.
—¿Qué te hace pensar que siempre conoces la respuesta correcta? —había preguntado
Jianwen a Sophia una vez, en la época en la que hablaban de absolutamente todo y las
discusiones entre ellas eran conversaciones desapasionadas, en las que se embarcaban por el
mero placer intelectual—. ¿Nunca dudas y piensas que a lo mejor podrías estar equivocada?
175
—Cuando alguien señala un fallo en mi razonamiento, sí. Siempre estoy abierta a otras
ideas.
—¿Pero nunca… sientes que podrías estar equivocada?
—Permitir que los sentimientos dicten su manera de pensar es la razón de que tanta gente
nunca llegue a dar con las respuestas correctas.
Si lo pensaba de manera racional, el trabajo que estaba haciendo no tenía futuro. Había
empleado todos sus días de vacaciones y baja por enfermedad en escribir Empathium. Había
publicado un artículo explicando sus principios básicos con tremendo detalle. Había embarcado
a otros para que le revisaran el código. Ahora bien, ¿cómo podía realmente esperar cambiar el
sistema establecido de grandes ONG y comités de expertos en política exterior mediante una
desconocida plataforma que usaba criptomonedas y que no valía nada?
No obstante, ella sentía que estaba haciendo lo correcto trabajando en Empathium. Y eso
pesaba más que cualquier contrargumento que pudiera ocurrírsele.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
—¡Pero sigo sin comprender cómo se satisfacen estas «condiciones estipuladas»! —insistió el
juez—. No entiendo cómo Empathium decide que una solicitud de ayuda merece ser financiada
y le asigna dinero. Es imposible que quienes proporcionan los fondos puedan revisar
personalmente miles de peticiones y decidir a cuáles donar.
—Hay un aspecto de los contratos inteligentes que todavía no he explicado —dijo Sophia
—. Para que funcionen, tiene que haber una manera de importar la realidad al software. A
veces, los requisitos para que las condiciones estipuladas hayan sido satisfechas no son algo tan
sencillo como si llovió un día concreto (aunque tal vez incluso eso pueda estar abierto a debate
en casos extremos), y requieren una valoración humana compleja: si un contratista ha instalado
las cañerías como es debido, si la vista prometida es realmente pintoresca o si alguien merece
ser ayudado.
—Se refiere a que se necesita un consenso.
—Exacto. De manera que Empathium solventa este problema repartiendo a algunos
miembros de la plataforma un determinado número de vales electrónicos, llamados emps.
Entonces, los titulares de emps tienen la tarea de evaluar los proyectos que buscan financiación
y votar sí o no durante una franja de tiempo fijada de antemano. Solo los proyectos que reciben
el número de votos favorables necesario (y el número de votos que puedes emitir viene
determinado por tu balance de emps) son financiados por la bolsa de donantes disponibles, y el
mínimo de votos a favor requerido es mayor cuanto mayor sea la cantidad solicitada. Para
evitar el voto útil, los resultados del recuento solo se hacen públicos una vez finaliza el período
de evaluación.
—Pero ¿cómo deciden los titulares de emps el sentido de su voto?
—Cada uno es libre de hacerlo como quiera. Pueden limitarse a evaluar los materiales
aportados por los solicitantes: sus historias, fotografías, vídeos, documentación… lo que sea. O
pueden ir e investigar a los candidatos in situ. Pueden valerse de cualquier medio de que
dispongan dentro del período de evaluación fijado.
—Estupendo, de modo que el dinero que debería ser para los pobres y desesperados será
adjudicado por una panda de individuos a los que a duras penas se los podría convencer para
que respondiesen a una encuesta de satisfacción del cliente entre sesión y sesión de
videojuegos —se mofó el marido de la parlamentaria.
176
—Ahora es cuando llega lo ingenioso del sistema. A los titulares de emps se los incentiva
entregándoles una pequeña cantidad de dinero de la plataforma, proporcional a su cuenta de
emps. Cuando se cierra un período de evaluación de proyectos, a quienes han votado por el
bando «perdedor» se les castiga transfiriendo una parte de sus emps a quienes se alinearon con
el bando «ganador». Los balances individuales de emps son una especie de marcador de
reputación y, con el tiempo, aquellos cuyos juicios (o medidores de empatía, de ahí el nombre
de la plataforma) están más en sintonía con el criterio de consenso se hacen con la mayor parte
de los emps y se convierten en los oráculos infalibles que son la base del funcionamiento del
sistema.
—Entonces, ¿qué impide…?
—No es un sistema perfecto —dijo Sophia—. Incluso sus diseñadores (que en realidad no
sabemos quiénes son) lo reconocen. No obstante, al igual que sucede con otras muchas cosas
en la red, funciona incluso aunque parezca que no debería. Cuando empezó, tampoco nadie
creyó que Wikipedia fuese a funcionar. En sus dos meses de existencia, Empathium ha
demostrado ser sorprendentemente eficaz y resistente a ataques, y es cierto que está atrayendo a
infinidad de donantes jóvenes desilusionados con los modelos de donación tradicionales.
A la junta le llevó un rato asimilar esta información.
—Suena a que vamos a tener un duro competidor —dijo por fin el esposo de la
parlamentaria.
Sophia respiró hondo. Aquí está, el momento en que empiezo a crear consenso.
—Empathium es popular, pero ni de lejos ha sido capaz de atraer tantos fondos como las
organizaciones benéficas más consolidadas, en gran parte porque las donaciones a Empathium
no son desgravables, como es lógico. Algunos de los proyectos más importantes de la
plataforma, sobre todo los relacionados con refugiados, no han sido financiados. Si el objetivo
es que Refugiados Sin Fronteras se convierta en uno de los actores de este nuevo escenario,
deberíamos presentar una oferta de financiación importante.
—Pero creía que no íbamos a poder elegir a qué proyecto de ayuda a refugiados de los que
existen en la plataforma irá a parar el dinero —dijo el esposo de la parlamentaria—. Que eso va
a quedar en manos de los titulares de emps.
—Tengo que confesar algo. Desde hace un tiempo yo misma soy usuaria de Empathium y
cuento con algunos emps. Podemos hacer de mi cuenta la cuenta corporativa y empezar a
evaluar esos proyectos. En algunos casos, solo con la documentación basta para identificar y
descartar las peticiones fraudulentas, pero para saber de verdad si alguien merece nuestra ayuda
no hay nada que sustituya a la investigación in situ de toda la vida. Con nuestra experiencia
sobre el terreno y el personal que tenemos en el extranjero estoy convencida de que seremos
capaces de decidir qué proyectos financiar más certeramente que nadie, y ganaremos emps
deprisa.
—Pero ¿por qué no podemos invertir directamente el dinero en los proyectos que
queramos y listo? ¿Por qué añadir un intermediario como Empathium? —preguntó la directora
general.
—Se trata de conseguir influencia. Una vez nos hagamos con los emps suficientes,
convertiremos Refugiados Sin Fronteras en el oráculo supremo de la empatía mundial, en el
árbitro de quién es merecedor de ella —explicó Sophia, luego inspiró hondo y asestó el golpe
de gracia—: Habrá otras ONG importantes que seguirán nuestro ejemplo. Y si a eso añadimos
todos los fondos de países como China e India, donde los donantes filantrópicos cuentan con
escasas organizaciones benéficas nacionales de confianza pero tal vez estén dispuestos a
177
subirse al carro de una aplicación blockchain descentralizada, resulta que Empathium puede
convertirse a no mucho tardar en la mayor plataforma benéfica mundial. Si nos hacemos con la
mayoría de los emps, entonces estaremos realmente en condiciones de encauzar la utilización
de la mayor parte de las donaciones mundiales.
Los miembros de la junta se quedaron clavados en sus asientos, anonadados. Incluso las
manos del robot de telepresencia se paralizaron.
—Caray… piensa darle la vuelta a una plataforma pensada para eliminar nuestra
intermediación y convertirla en la escalera por la que subamos al trono —dijo la directora
general con genuina admiración—. Toda una llave de jiu-jitsu: aprovechando la fuerza del
adversario en beneficio propio.
Sophia le sonrió brevemente antes de volverse de nuevo hacia la mesa.
—Bien, ¿cuento con su beneplácito?
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
NoMiniver>: Esto es una estratagema de las grandes ONG. Van a jugar a acumular
emps para así obligar a la plataforma a financiar sus proyectos preferidos.
N T>: ¿Qué te hace pensar que pueden lograrlo? El sistema del oráculo solo premia
resultados. Si tal como creemos las ONG tradicionales no saben lo que están
haciendo, entonces no dispondrán de medios mejores que los nuestros para identificar
los buenos proyectos dignos de nuestro apoyo. Empathium los obligará a financiar
aquellos que el conjunto de titulares de emps considere lo merecen.
Anónim >: Las ONG tradicionales tienen acceso a canales de publicidad que
quedan fuera del alcance de la mayoría de las organizaciones. El resto de titulares de
emps no dejan de ser personas. Influirán sobre ellos.
N T>: No todo el mundo está tan influido por los medios de comunicación
tradicionales como tú te crees, sobre todo cuando sales de la burbuja en la que vivís
vosotros, los yanquis. Creo que competimos en igualdad de condiciones.
Jianwen siguió el debate pero no participó. Como creadora de Empathium comprendía que
la reputación invisible asociada a su alias implicaba que cualquier cosa que dijese podía influir
de manera desproporcionada en la discusión y desvirtuarla. Así es como funcionaban los
178
humanos, incluso cuando estaban hablando mediante textos que se desplazaban por la pantalla
atribuidos a identidades electrónicas bajo pseudónimo.
No obstante, lo que le interesaba no era el debate. Lo que le interesaba era la acción. La
participación de las ONG tradicionales en Empathium era lo que había deseado y planeado
desde un principio, y ahora había llegado el momento de dar el segundo paso.
Abrió una consola de comandos y arrancó un nuevo envío a la red de Empathium. El
fichero RV de Muertien era demasiado grande para que cupiese tal cual en un bloque, de
manera que tendría que ser distribuido en redes P2P. Sin embargo, la firma que lo autentificaba
e impedía su manipulación se incorporaría a la cadena de bloques y se distribuiría a todos los
usuarios de Empathium y a todos los titulares de emps.
A lo mejor incluso a la pragmática Sophia.
El hecho de que el remitente del fichero fuese Jianwen (o, con más precisión, el alias del
creador de Empathium, que nadie sabía que era ella en la vida real) haría que se suscitase un
desmedido interés inicial, pero todo lo que sucediese después ya escapaba a su control.
Ella no creía en conspiraciones. Confiaba en los ángeles de naturaleza humana.
Pulsó ENVIAR, se recostó y esperó.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
179
Gracias al generalizado uso del cifrado en Empathium, la mayoría de las técnicas de
censura resultaban inútiles, de suerte que los titulares de emps se enfrentaron a historias que
hasta ese momento les habían sido ocultadas. Ellos votaban por los proyectos asociados a las
mismas, con el corazón palpitándoles, la respiración agitada y la visión nublada por la rabia y
el dolor.
Activistas y propagandistas no tardaron en darse cuenta de que la mejor manera de
conseguir que sus causas recibiesen financiación era participar en la carrera de armas de
realidad virtual. De forma que gobiernos y rebeldes competían por crear experiencias RV
persuasivas que forzaran a los que se sumergían en ellas a evaluar la coyuntura desde su punto
de vista, que los obligaran a empatizar con su bando.
Fosas comunes repletas de refugiados muertos por inanición en Yemen. Muchachas que
tomaban parte en una marcha de apoyo a Rusia abatidas a tiros por soldados ucranianos.
Niños de minorías étnicas corriendo desnudos por las calles mientras sus casas eran
quemadas por soldados del gobierno de Birmania…
Los fondos comenzaron a fluir hacia colectivos que las noticias habían olvidado o
presentado como la facción no merecedora de ser compadecida. En una experiencia RV, un
minuto de su angustia tenía mayor peso que diez mil palabras en un artículo de opinión de
cualquier periódico respetado.
«¡Esto es la mercantilización del dolor!», escribían blogueros educados en universidades
de élite en sesudos artículos de opinión. «¿Acaso no es otra manera más de que los
privilegiados exploten el sufrimiento de los oprimidos para así conseguir sentirse mejor?».
«Exactamente igual que una fotografía puede ser manipulada y retocada para que mienta,
también puede serlo la realidad virtual», escribía la expertocracia de los medios de
comunicación y los estudios culturales[2]. «La realidad virtual es un medio tan profundamente
artificial que todavía no hemos alcanzado un consenso sobre cuál es el significado de
“realidad” en él».
«Es una amenaza para la seguridad nacional», aseguraban los senadores que, preocupados,
exigían el cierre de Empathium. «Podrían estar desviando fondos hacia grupos hostiles a los
intereses de nuestro país».
«Lo único que sucede es que estáis asustados porque estáis perdiendo esa autoridad que
detentabais de manera inmerecida», se burlaban los usuarios de Empathium ocultos tras sus
cuentas anónimas y encriptadas. «Esta es una verdadera democracia de la empatía. A
aguantarse toca».
El consenso sobre los hechos había sido sustituido por el consenso sobre los sentimientos.
El ímprobo esfuerzo emocional de sentir las experiencias ajenas a través de la realidad virtual
había sustituido al trabajo mental y físico de investigar, de evaluar costes y beneficios, de
juzgar de manera racional. Una vez más, para garantizar la autenticidad se utilizaba el proof of
work, la «prueba de trabajo», lo único es que ahora se trataba de un tipo de trabajo distinto.
¿Y no podríamos los periodistas, los senadores, los diplomáticos y yo desarrollar nuestras
propias experiencias RV?, se preguntó Sophia cuando las sacudidas la despertaron en la parte
de atrás del todoterreno. Una pena que haya que hacer atractivo el nada glamuroso pero
necesario trabajo de entender a fondo una situación compleja…
Miró por la ventanilla. Estaban atravesando un campo de refugiados de Muertien.
Hombres, mujeres y niños, la mayoría de ellos con rasgos chinos, devolvían la mirada a los
pasajeros del todoterreno con una expresión aturdida que a Sophia le resultaba familiar: el
mismo desaliento que había visto en rostros de refugiados por todo el mundo.
180
Que el proyecto de Muertien hubiera logrado financiación había sido un golpe tremendo
para Sophia y Refugiados Sin Fronteras. Ella había votado en contra, pero el resto de titulares
de emps la habían arrollado y, de la noche a la mañana, había perdido el diez por ciento de sus
emps. Otros proyectos que también tenían la RV como principal puntal siguieron sus pasos y
consiguieron fondos a pesar de la oposición de Sophia, lo que había mermado incluso más su
cuenta de emps.
Sabiendo que tenía que enfrentarse a una indignada junta, Sophia había viajado a
Muertien para dar con la manera de desacreditar el proyecto, de demostrar que tenía razón.
De camino desde Rangún, Sophia había hablado con la persona que Refugiados Sin
Fronteras tenía desplazada en la zona y con varios corresponsales destacados en el país, que le
habían confirmado la opinión prevalente en Washington. Ella sabía que la tesitura de los
refugiados estaba en gran parte creada por los rebeldes. La población de Muertien, en su
mayoría de etnia china han, no se llevaba bien con la mayoría de etnia bamar del gobierno
central. Los insurgentes habían atacado a las fuerzas gubernamentales y luego habían tratado
de camuflarse entre la población civil. El gobierno prácticamente se había visto obligado a
recurrir a la violencia para evitar que la joven democracia del país sufriese un revés y la
influencia china se extendiera por el corazón del sureste asiático. Es cierto que se habían
producido algunos incidentes lamentables, pero la mayor parte de la culpa era achacable al
bando de los rebeldes. Financiarlos solo serviría para enconar el conflicto.
Sin embargo, los titulares de emps detestaban este tipo de opiniones, las opiniones con
conocimiento de causa; y esta manera de explicar la geopolítica. No querían sermones; lo que
los convencía era la inmediatez del sufrimiento.
El todoterreno se detuvo. Sophia se apeó junto con su intérprete. Se ajustó el collarín que
llevaba —un prototipo que la directora general de tecnología le había conseguido de Canon
Virtual—. El aire era húmedo y cálido, y estaba saturado de hedor a aguas residuales y
podredumbre. Supuso que era lo que se tenía que haber esperado, pero, por lo que fuese, en su
despacho de Washington no se había parado a pensar en cómo olerían las cosas en el
campamento de refugiados.
Cuando Sophie estaba a punto de abordar a una joven de mirada recelosa vestida con una
blusa estampada con flores, un hombre gritó enfadado. Ella se volvió para mirarlo. Estaba
señalándola y chillando. La multitud en torno a él se detuvo para observar a Sophia. La tensión
se palpaba en el ambiente.
En la otra mano, el hombre tenía una pistola.
Uno de los objetivos del proyecto de Muertien había sido financiar grupos dispuestos a
pasar armas de contrabando a través de la frontera china y hacérselas llegar a los refugiados. Y
Sophia lo sabía. A que acabo lamentando haber venido sin escolta armada…
Ruido de vehículos acercándose por la jungla. Un estruendoso zumbido en el cielo
seguido por una explosión. Un tableteo de disparos tan cercanos que tenían que proceder de
dentro del campamento.
Sophia fue empujada y cayó al suelo cuando en derredor de ella el caos se desató entre el
gentío, que gritaba y corría en todas las direcciones. Se protegió el cuello con los brazos,
tapando las cámaras y micrófonos, pero los pies de los refugiados que huían presas del pánico
pisotearon su torso, impidiéndole respirar y obligándola a aflojar los brazos. El collarín con
cámaras incrustadas se le desprendió del cuello y rodó por el suelo, y ella alargó la mano hacia
él, sin preocuparse por su propia seguridad. Justo antes de que sus dedos consiguieran
181
alcanzarlo y aferrarlo, un pie calzado con una bota lo aplastó con un horrible crujido. Ella soltó
un taco; alguien que pasaba corriendo le dio una patada en la cabeza.
Sophia se desvaneció.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Un dolor de cabeza espantoso. Encima de mí, el cielo, naranja y sin una nube, me queda al
alcance de la mano.
La superficie que tengo debajo es dura y arenosa.
Estoy dentro de una experiencia RV, ¿verdad? ¿Soy Gulliver contemplando el cielo
liliputiense?
El cielo gira y oscila y, aunque estoy tumbada, tengo la sensación de estar cayendo.
Tengo ganas de vomitar.
—Cierra los ojos hasta que se te pase la sensación de vértigo —dice una voz.
El timbre y el fraseo me resultan familiares, pero no logro caer en de quién se trata. Solo
sé que llevo bastante sin oírla. Espero hasta que el mareo remite. Solo entonces noto el bulto
rígido de la grabadora de datos que se me está clavando en la espalda, donde está sujeta con
cinta adhesiva. El alivio me invade. Las cámaras pueden haberse perdido, pero la pieza
fundamental del equipo ha sobrevivido a la odisea.
—Toma, bebe —dice la voz.
Abro los ojos. Me esfuerzo por sentarme y una mano se acerca y se apoya entre mis
omoplatos para ayudarme. Es menuda, fuerte, la mano de una mujer. Ante mi rostro surge una
cantimplora, un claroscuro bajo esa luz mortecina. Bebo un trago. No me había dado cuenta de
lo sedienta que estaba.
Alzo la mirada hacia el rostro que hay detrás de la cantimplora: Jianwen.
—¿Qué haces aquí? —pregunto.
Todo parece aún totalmente irreal, pero comienzo a reparar en que estoy dentro de una
tienda, es probable que de una de las que he visto antes, en el campamento.
—A las dos nos ha traído aquí lo mismo —responde Jianwen.
Tras todos esos años, Jianwen no ha cambiado demasiado: la misma actitud dura y
sensata; el mismo pelo muy corto; el mismo gesto de determinación, como desafiando a todo y
a todos. Tan solo se la ve más enjuta, más seca, como si los años le hubiesen arrebatado parte
de su dulzura.
—Empathium. Yo lo creé y tú quieres destruirlo.
Claro, tenía que habérmelo imaginado. A Jianwen siempre le desagradaron las
instituciones, siempre creyó que había que poner todo patas arriba.
No obstante, me alegro de verla.
Durante nuestro primer curso en la facultad, yo escribí un reportaje para el periódico
universitario sobre una agresión sexual ocurrida en una fiesta de una fraternidad de Harvard. La
víctima no era una estudiante y su versión fue desacreditada posteriormente. Todo el mundo
atacó mi artículo y me acusaron de negligencia, afirmando que había permitido que las ansias
por publicar una buena historia interfiriesen con los hechos y al análisis. Tan solo yo sabía que
tenía razón: la víctima se había retractado meramente porque la habían presionado, pero yo
carecía de pruebas. Jianwen fue la única persona que me apoyó en todo momento y me
defendió a la menor ocasión.
—¿Por qué me crees? —le pregunté.
182
—No es por algo que pueda explicar —respondió—. Es una… sensación. Yo percibí el
dolor en su voz… y sé que tú también.
Así fue como nos hicimos buenas amigas. Ella era alguien con quien podía contar en una
pelea.
—¿Qué ha pasado ahí fuera? —pregunto.
—Depende de con quién hables. En los noticiarios chinos no saldrá nada de esto. En caso
de que en Estados Unidos sí que se vea, será otra pequeña escaramuza entre gobierno y
rebeldes, cuyos guerrilleros se hacen pasar por refugiados, lo que obliga al gobierno a tomar
represalias.
Jianwen siempre ha sido así. Ve falseamientos de la verdad por doquier, pero nunca te dirá
cuál cree ella que es la verdad. Supongo que es algo a lo que se acostumbró durante el tiempo
que vivió en Estados Unidos, para así evitar discusiones.
—¿Y qué pensarán los usuarios de Empathium? —pregunto.
—Verán más niños a los que las bombas hacen saltar por los aires y mujeres corriendo que
son abatidas a tiros por los soldados.
—¿Quién disparó el primer tiro, los rebeldes o el ejército?
—¿Qué más da? El consenso en Occidente siempre será que el primer tiro lo dispararon
los rebeldes, como si eso lo condicionara todo. Ya habéis tomado vuestra decisión sobre este
asunto, y cualquier otra cosa solo sirve para reforzarla.
—Lo entiendo. Comprendo lo que estás tratando de hacer. Consideras que no se está
prestando la necesaria atención a los refugiados de Muertien, así que estás utilizando
Empathium para dar a conocer su terrible situación. Sientes un vínculo emocional hacia ellos
porque os parecéis físicamente…
—¿De veras es eso lo que piensas? ¿Crees que estoy haciendo esto porque son de etnia
china han? —Me mira decepcionada.
Puede mirarme como quiera, pero la intensidad de sus emociones la traiciona. La recuerdo
afanándose para recaudar fondos para el terremoto de China, al principio de la carrera, cuando
todavía estábamos tratando de decidir qué especialidad cursar; la recuerdo en una vigilia con
velas en memoria tanto de los uigurs como de los han que habían muerto en Ürümqi, el
siguiente verano, cuando nos quedamos en el campus juntas para editar la guía en la que se
recopilaba información y opiniones de estudiantes sobre todas las asignaturas; la recuerdo
cuando en una ocasión, en clase, se había negado a ceder ante un hombre blanco del doble de
su tamaño que se plantó frente a ella y le exigió que reconociese que la participación de China
en la guerra de Corea había sido un error.
«Pégame si quieres —le había desafiado ella con voz firme—. No voy a mancillar la
memoria de los hombres y mujeres que murieron para que yo pudiese nacer. MacArthur iba a
arrojar bombas atómicas sobre Pekín. ¿De veras es esa la clase de imperio que quieres
defender?».
Algunos de nuestros amigos de la universidad creían que Jianwen era nacionalista china,
pero eso no era del todo cierto. Le desagradan todos los imperios porque, para ella, son las
instituciones supremas, con una concentración de poder mortífera. No considera que el imperio
norteamericano sea más digno de apoyo que el ruso o el chino. Tal como ella dice: «Estados
Unidos solo es una democracia para quienes tienen la suerte de ser estadounidenses. Para todos
los demás es solo el dictador con las bombas y misiles más gordos».
Ella prefiere la perfección del caos sin intermediarios a la estabilidad imperfecta, aunque
perfeccionable, de las instituciones falibles.
183
—Estás permitiendo que tus emociones se impongan a la razón —digo. Sé que tratar de
persuadirla es inútil, pero no puedo evitar intentarlo. Si no me aferro a la fe en la razón, ya no
me queda nada—. A la paz mundial no le conviene una China poderosa con influencia sobre
Birmania. La preeminencia estadounidense debe…
—Así que tú crees que está bien que se lleve a cabo una limpieza étnica entre los
habitantes de Muertien para así preservar la estabilidad del régimen de Naipydó, reforzar la Pax
Norteamericana y cementar con su sangre las murallas del imperio estadounidense.
Se me crispa el rostro. Ella nunca ha medido las palabras.
—No exageres. Si este conflicto étnico no se controla, el resultado será más influencia y
correrías chinas. He hablado con mucha gente en Rangún. En Birmania no se quiere a los
chinos.
—¿Y te crees que sí que quieren a los estadounidenses mangoneándoles? —pregunta ella,
con la voz enardecida por el desprecio.
—Se trata de elegir el mal menor —reconozco—. Pero una mayor implicación china
pondrá más nervioso a Estados Unidos, y eso solo servirá para agudizar el conflicto geopolítico
que tanto te disgusta.
—Aquí la gente necesita el dinero chino para la construcción de embalses. Sin desarrollo
no pueden resolver ninguno de sus problemas…
—A lo mejor los empresarios que los van a construir sí que quieren eso, pero no la gente
corriente.
—Y esa gente corriente de tu imaginación ¿quién es? He hablado con muchas personas en
Muertien. Dicen que los birmanos no quieren los embalses donde ellos viven, pero que estarán
encantados de que se construyan aquí. Por eso luchan los rebeldes, para conservar su
autonomía y el derecho a controlar su tierra. ¿O es que tú no valoras la autodeterminación?,
¿no te parece importante? ¿Cómo es posible que permitir que los soldados asesinen niños vaya
a hacer de este mundo un lugar mejor?
Podríamos seguir así eternamente. Su dolor es tan grande que le impide ver la verdad.
—El dolor de esta gente te ha cegado —digo—. Y ahora quieres que el resto del mundo
sufra tu mismo destino. Mediante Empathium te has saltado los filtros tradicionales de las
ONG y medios de comunicación institucionales y has llegado a los individuos. Pero, para la
mayoría, la experiencia de enfrentarse a niños y madres muriendo a un paso de ellos es tan
sobrecogedora que les impide considerar las complicadas implicaciones de los sucesos que han
conducido a estas tragedias. Las experiencias RV son propaganda.
—Sabes tan bien como yo que la RV de Muertien no es fraudulenta.
Sé que lo que dice es cierto. He visto morir gente en derredor mío e, incluso si esa RV
estaba amañada o sacada de contexto, había en ella la suficiente verdad para que lo demás no
importe. La mejor propaganda muchas veces es cierta.
No obstante, hay una verdad superior que ella no ve. El mero hecho de que algo haya
sucedido no basta para convertirlo en algo decisivo; el mero hecho de que haya sufrimiento no
significa que siempre exista una opción mejor; el mero hecho de que la gente muera no implica
que debamos dejar de lado principios más importantes. El mundo no es siempre blanco o
negro.
—La empatía no es siempre algo bueno —digo—. La empatía irresponsable desestabiliza
el mundo. En todos los conflictos siempre hay múltiples llamadas a la empatía, lo que lleva a la
implicación emocional de personas ajenas al mismo y a su ampliación. Para abrirte paso por la
maraña, tienes que razonar hasta encontrar el camino que conduce a la respuesta menos
184
perniciosa, a la respuesta correcta. Por eso a algunos de nosotros se nos encomienda la tarea de
estudiar y comprender las complejidades de este mundo y decidir, en nombre de los demás,
cómo ejercitar la empatía de manera responsable.
—No puedo desconectarla y listo. No puedo olvidar a los muertos. Su dolor y terror…
ahora forman parte de la cadena de bloques de mi experiencia, son imborrables. Si ser
responsable significa aprender cómo no sentir el dolor de los demás, entonces no estás al
servicio de la humanidad, sino del mal.
La miro. Lo siento por ella. De verdad. Es tristísimo ver a una amiga sufriendo y saber
que no hay nada que puedas hacer para ayudarla; saber que, de hecho, tienes que hacerle más
daño. En ocasiones, el dolor —y la admisión del dolor— sí que es egoísta.
Me levanto la blusa para mostrarle la grabadora RV que llevo pegada en la zona baja de la
espalda.
—Esto ha estado grabando hasta el instante en que empezaron los disparos (que
empezaron dentro del campamento) y me tiraron al suelo de un empujón.
Ella clava la mirada en la grabadora RV y en su rostro se suceden la sorpresa, la
comprensión, la ira, la negación, una sonrisa irónica y, luego, nada.
Cuando la grabación RV basada en mi experiencia se suba a la red —no necesita
demasiado trabajo de edición—, Estados Unidos se indignará. Una americana indefensa, la jefa
de una ONG volcada en ayudar a refugiados tratada brutalmente por rebeldes de etnia china
han que esgrimían armas compradas con dinero de Empathium —cuesta imaginar una manera
mejor de desacreditar el proyecto de Muertien—. La mejor propaganda muchas veces es cierta.
—Lo siento —digo, y lo digo de verdad.
Ella me mira, y no sé decir si lo que veo en sus ojos es odio o desesperación.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
185
en este mundo.
La primera vez que fui a Norteamérica me pareció el lugar más maravilloso del mundo.
Todas las causas humanitarias contaban con defensores fervorosos entre los estudiantes, y yo
traté de apoyarlas todas. Recogí dinero para las víctimas de los ciclones de Bangladés y las
inundaciones en la India; empaqueté mantas, tiendas de campaña y sacos de dormir tras el
terremoto de Perú; participé en las vigilias en recuerdo de las víctimas del 11-S y sollocé frente
a la Memorial Church de Harvard mientras trataba de impedir que la brisa vespertina de finales
de verano apagase las velas.
Entonces se produjo el gran terremoto de China y, mientras el número de víctimas
aumentaba camino de las cien mil, el campus estaba extrañamente tranquilo. Quienes yo creía
que eran mis amigos se distanciaron de mí, y todos los voluntarios de la mesa para donaciones
que instalamos delante de la Facultad de Ciencias eran estudiantes chinos, como yo. Ni siquiera
fuimos capaces de recaudar la décima parte del dinero que habíamos recogido para catástrofes
con muchos menos muertos.
Cualquier conversación sobre el asunto se centraba en cómo la campaña china en pro del
desarrollo había llevado a la construcción de edificios poco seguros, como si enumerar los
contras del gobierno chino fuese una reacción apropiada ante los niños muertos, como si
reafirmar los pros de la democracia estadounidense fuera una buena justificación para
abstenerse de ayudar.
En los grupos de noticias se publicaron chistes de chinos y perros. «A la gente no le gusta
demasiado China», reflexionaba el autor de un artículo de opinión. «Les está bien empleado,
por lo que les hicieron a los elefantes», dijo una actriz en la televisión.
¿Pero qué os pasa?, quería gritar yo. En sus ojos no había empatía cuando, estando yo de
pie junto a la mesa de donaciones, mis compañeros de clase pasaban por mi lado a toda prisa,
desviando la mirada.
Pero Sophia sí donó. Entregó más dinero que nadie.
—¿Por qué? —le pregunté—. ¿Por qué te importan las víctimas cuando a nadie más
parecen importarle?
—No voy a permitir que regreses a China con la irracional impresión de que a los
estadounidenses no nos caen bien los chinos. Trata de acordarte de mí en los momentos de
desesperación como este.
Así fue como supe que nuestra relación nunca sería tan estrecha como a mí me hubiese
gustado. Su donativo era un medio de persuasión, no respondía a que compartiese mis
sentimientos.
—Me acusas de manipulación —digo a Sophia. En la tienda, la humedad del ambiente
resulta agobiante: siento como si en el interior de mi cráneo alguien estuviese presionándome
los ojos—. ¿Pero acaso tú no estás haciendo exactamente lo mismo con esa grabación?
—Existe una diferencia. —Ella siempre tiene una respuesta—. La mía será utilizada para,
mediante la emoción, persuadir a la gente de que haga lo que racionalmente es lo correcto,
como parte de un plan bien meditado. La emoción es una herramienta tosca que debe ponerse
al servicio de la razón.
—Así que tu plan es cortar todas las ayudas para los refugiados y sentarte a mirar cómo el
gobierno birmano los expulsa de sus tierras obligándolos a irse a China. ¿O algo peor?
—Tú conseguiste que el dinero llegase a los refugiados arrastrado por una marea de rabia
y compasión, pero ¿cómo los ayuda realmente eso? En última instancia, su destino siempre lo
va a decidir la rivalidad geopolítica entre China y Estados Unidos. Todo lo demás no es sino
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ruido de fondo. Es imposible ayudarles. Armar a los refugiados solo servirá para proporcionar
al gobierno más excusas para recurrir a la violencia.
Sophia no se equivoca. No del todo. Sin embargo, existe un principio superior que a ella
se le escapa. El mundo no siempre avanza conforme a los pronósticos de las teorías
económicas y las relaciones internacionales. Si todas las decisiones se tomasen de una manera
tan calculadora como las toma ella, el orden, la estabilidad y el imperio siempre se impondrían.
Nunca habría cambios, independencia, justicia. Pero lo que a nosotros nos mueve, o así debería
ser, son los sentimientos.
—La mayor manipulación es engañarse a uno mismo y convencerse de que siempre es
posible encontrar el camino hacia lo correcto solo mediante la razón —digo.
—Sin la razón es por completo imposible llegar a lo correcto.
—Las emociones siempre han sido una parte esencial de lo que significa hacer lo correcto,
no son solo una herramienta de persuasión. ¿Te opones a la esclavitud porque has analizado de
manera racional los costes y beneficios del sistema? No, te opones porque te repugna. Sientes
empatía hacia las víctimas. Sientes de verdad, de corazón, que está mal.
—El razonamiento moral no es lo mismo…
—Con frecuencia, el razonamiento moral no es más que un método para domar nuestra
empatía, uncirla y ponerla al servicio de los intereses de las instituciones que nos han
corrompido. Nadie es demasiado reacio a la manipulación cuando favorece una causa que
encaja bien en su ideología.
—Llamándome hipócrita no vas a conseguir gran cosa…
—Pero es que sí que eres una hipócrita. No protestaste cuando aquellas imágenes de bebés
fueron el desencadenante del lanzamiento de Tomahawks ni cuando las de playas con
cadáveres de niños ahogados llevaron a una revisión de las políticas sobre refugiados.
Apoyaste el trabajo de corresponsales que, para suscitar sentimientos de empatía hacia quienes
estaban atrapados en el mayor campo de refugiados de Kenia, relataban a los occidentales
ñoñas historias de amor tipo Romeo y Julieta sobre jóvenes refugiados y hacían hincapié en
cómo las Naciones Unidas los habían educado de acuerdo con ideales occidentales…
—Esos casos eran distintos…
—Por supuesto que eran distintos. Para ti, la empatía es tan solo un arma más que blandir,
en lugar de un valor fundamental del ser humano. A algunos los premias con tu empatía y a
otros los castigas negándosela. Siempre es posible encontrar razones.
—¿Y qué es lo que te diferencia a ti? ¿Por qué el sufrimiento de unos te afecta más que el
de otros? ¿Por qué la gente de Muertien te importa más que la de cualquier otro lugar? ¿No es
porque se parecen físicamente a ti?
Ella todavía cree que ese es un argumento concluyente. La entiendo, de verdad que sí.
Resulta de lo más reconfortante saber que estás en lo correcto; que has triunfado sobre las
emociones gracias a la razón; que eres un agente del imperio de la ecuanimidad, inmune a la
traición de la empatía.
Pero yo no puedo vivir así.
Lo intento una última vez:
—Yo confiaba en que al despojar del contexto y las circunstancias, al exponer los
sentimientos a la crudeza de los suplicios y el dolor, la realidad virtual podría impedir que
utilizásemos la razón para dejar de lado nuestra empatía. En el sufrimiento no hay ni raza ni
credo ni ninguna de las barreras que nos dividen y subdividen. Cuando se está inmerso en las
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experiencias de las víctimas, todos nos hallamos en Muertien, en Yemen, en el corazón de las
tinieblas del que los Grandes Poderes se alimentan.
Ella no responde. Veo en sus ojos que ya me da por un caso perdido. Razonar conmigo es
inútil.
Yo confiaba en poder utilizar Empathium para crear un consenso sobre la empatía, un
libro de contabilidad incorruptible del corazón que ha vencido a la traidora racionalización.
Pero a lo mejor aún soy demasiado ingenua. A lo mejor tengo en excesiva estima la
empatía.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Nota del autor: El término «álgico» y algunas de las ideas sobre el potencial de la
realidad virtual como tecnología social se los debo al siguiente artículo, a cuyos autores estoy
muy agradecido:
LEMLEY, Mark A. y VOLOKH, Eugene, «Law, Virtual Reality, and Augmented Reality»
(Legislación, realidad virtual y realidad aumentada), Stanford Public Law Working Paper No.
188
2933867; UCLA School of Law, Public Law Research Paper No. 17-13, que puede leerse en
https://ssrn.com/abstract=2933867 o http://dx.doi.org/10.2139/ssrn.2933867.
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Notas a la traducción de Empatía bizantina
[1] «Chica feliz afortunada».
[2] El término «cultural studies» se refiere a una disciplina que a través de todo tipo de
manifestaciones culturales analiza la cultura y su interacción con la política y su contexto
histórico.
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Un módico precio por el trino de un pájaro cantor
K. J. Parker
191
Presentación
K. J. Parker (pseudónimo bajo el que se oculta el escritor inglés Tom Holt) es ya bien
conocido por todos los seguidores de Cuentos para Algernon, dado que anteriormente ya
hemos podido disfrutar de dos de sus obras: El matadragones de Merebarton y Amor Vincit
Omnia (incluidas en las antologías de los años 2 y 6, respectivamente).
K. J. Parker cuenta en su haber con nada menos que dos World Fantasy Awards, es decir,
dos premios Mundiales de Fantasía, ambos en la categoría digamos que de «relato muy
largo/novela corta». A pesar de esto, es un autor del que se habla muy poco por aquí, y sus dos
únicas novelas traducidas (Sombra, 2003, y Volcán, 2004, ambas en Minotauro) están
descatalogadas. Sin embargo, él continúa demostrando día tras día que es uno de los escritores
más en forma dentro del género fantástico, destacando en particular en las distancias medias,
ya que sus últimas novelas cortas son todas ellas estupendas.
Un módico precio por el trino de un pájaro cantor (A Small Price to Pay for Birdsong) se
publicó originalmente en 2011 en la revista oline Subterranean, y meses después ganó el World
Fantasy Award. Asimismo fue seleccionado tanto por Jonathan Strahan como por Rich Horton
para sus antologías de lo mejor del año. Posteriormente también se incluyó en Academic
Exercises, primera colección del propio K. J. Parker, y en la antología que reunió los mejores
relatos aparecidos en Subterranean. Se trata de nuevo de una historia ambientada en ese mundo
alternativo de aire medieval en el que también se desarrollaba Amor Vincit Omnia. No obstante,
y al igual que pasaba entonces, estamos ante un relato independiente que se puede leer y
disfrutar plenamente sin conocer nada de la obra de este autor (aunque, por supuesto, tampoco
viene mal estar al tanto de detalles como que los «optimate» son una de las principales
facciones políticas de ese mundo y no una alusión directa a la República romana).
En Un módico precio por el trino de un pájaro cantor nos encontramos con uno de esos
narradores no muy de fiar y bastante poco ejemplar por los que tanto cariño siente K. J. Parker,
que nos va a relatar una apasionante historia en torno al arte, el éxito y el fracaso, la envidia y
la creatividad; con plagios, venganzas y asesinatos incluidos. Un cuento muy inteligente y
ameno que demuestra que de vez en cuando los premios se conceden con la cabeza y no con
los pies.
Un último comentario: con sus más de 16 000 palabras, esta obra pasa a colocarse a la
cabeza del ranking de cuentos más extensos de Cuentos para Algernon. Pero (al igual que
señalaba páginas atrás en relación con el de Nancy Kress), considero que su calidad justificaba
el esfuerzo extra. Espero que disfrutéis con su lectura tanto como yo he disfrutado
traduciéndolo.
Y no puedo acabar esta presentación sin agradecer ya por tercera vez a K. J. Parker su
tremenda amabilidad y generosidad gracias a las cuales podéis disfrutar de todo un
merecidísimo ganador del premio Mundial de Fantasía. Thanks a million, K. J!
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Un módico precio por el trino de un pájaro cantor
K. J. Parker
—Mi décimo sexto concierto —dijo sonriéndome. Yo lo vislumbraba a duras penas—. Dadas
las circunstancias, estaba pensando en llamarlo el Inconcluso.
Claro, cómo no. Nunca antes había estado en una celda del corredor de la muerte, que era
más o menos como me la imaginaba. Debajo de un ventanuco minúsculo había un banco de
piedra. Aparte de eso estaba vacía, tan libre de artefactos humanos como un páramo. Al fin y al
cabo, ¿qué necesita un hombre que va a morir dentro de seis horas?
Yo estaba teniendo problemas para elegir mis palabras:
—¿No lo habrás…?
—No. —Movió la cabeza negativamente—. Llevo dos tercios del tercer movimiento, de
modo que en una tesitura normal contaría con terminarlo para… bueno, para cuando fuera.
Pero no me dejan tener una vela, y en la oscuridad no puedo escribir. —Fue dejando escapar el
aliento despacio. Estaba saboreando el gusto del aire, como un experto catando un buen vino
—. Pero todo estará aquí —continuó, mientras se golpeaba en la sien con un dedo—. Así que,
al menos, yo sabré cómo acaba.
De verdad que no quería preguntar, pero el tiempo se estaba agotando.
—¿Tienes el tema principal…?
—Sí, claro. Lo tengo bien amarrado, esperando tan solo a que lo libere.
Yo apenas podía hablar.
—Yo podría terminarlo por ti —dije, la voz baja y ronca, como un hombre haciendo
proposiciones deshonestas a la esposa de su mejor amigo—. Podrías tararearme el tema y…
Estalló en risas. Unas risas que ni eran amables ni dejaban de serlo.
—Mi querido y viejo amigo. No podría permitírselo. Bueno —añadió endureciendo un
tanto la voz—, como es lógico, no voy a estar en posición de impedir que lo intente. Pero
tendrá que inventar su propio tema.
—Pero si está casi terminado…
Apenas conseguí dirigirle un ligero y falso encogimiento de hombros.
—Así es como tendrá que quedarse —dijo—. No se ofenda, mi queridísimo y buen
amigo, pero no da la talla. No tiene el… —Hizo una pausa mientras buscaba la palabra, pero se
dio por vencido—. No se lo tome a mal. Nos conocemos desde… ¿hace cuánto?, ¿diez años?
¿Cómo es posible que haga tanto?
—Tenías quince cuando llegaste al Studium.
—Diez —me corrigió con un suspiro—. Y no podía haber deseado un profesor mejor.
Pero usted… bueno, digámoslo así: nadie sabe más que usted sobre estructura y técnica, pero
carece de… alas. Tan solo es capaz de correr a toda velocidad sacudiendo los brazos arriba y
abajo. —Y añadió en tono amable—: Algo que hace extraordinariamente bien.
—No quieres que te ayude.
—Lo he ofendido. —No era la primera vez que decía eso, en absoluto. Y en el pasado
siempre lo había perdonado ipso facto—. Se ha tomado la molestia de venir a verme y yo lo he
insultado. Lo siento de veras. Supongo que este lugar ejerce una mala influencia sobre mí.
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—Piénsalo —dije avergonzándome de mí mismo, como si estuviera robando a un
moribundo—. Tu última obra. Posiblemente la mejor.
Él se carcajeó.
—Todavía no la ha visto. No sabe nada de ella, podría ser una auténtica porquería.
Podría, pero yo sabía que no lo era.
—Deja que la termine por ti. Por favor. No permitas que muera contigo. Se lo debes a la
raza humana.
Había metido la pata.
—Voy a ser brutalmente franco —dijo con voz suave pero ligeramente crispada—. La
raza humana me importa una mierda pinchada en un palo. Son ellos quienes me han encerrado
aquí y quienes dentro de seis horas van a darle un tirón a mi cuello igual que si yo fuese un
pollo. Que les den por culo a todos.
Culpa mía. Había dicho lo que no debía y, como consecuencia, la música que tenía en la
cabeza se quedaría allí, atrapada, hasta que la soga aplastara su tráquea y su cerebro se enfriase.
De modo que, naturalmente, le eché la culpa a él.
—Bien —dije—, si adoptas esa actitud creo que no queda nada más por decir.
—Así es. —Suspiró. Creo que quería que me marchase—. Ahora ya todo es un tanto
inútil, ¿no? Tome —añadió, y sentí que me plantificaba un fajo de papeles contra el pecho—.
Será mejor que se lleve el manuscrito. Si se queda aquí hay muchas probabilidades de que los
carceleros lo usen para limpiarse el culo.
—¿Y eso te molestaría?
Se echó a reír.
—Creo que no, si le soy sincero —dijo—. Pero vale dinero —continuó, y yo deseé poder
verle la cara—. Incluso inacabado —añadió—. Tiene que haber alguien para quien valga cien
ángeles, y me parece recordar que le debo ciento cincuenta, de la última vez.
Sentí cómo mis dedos ceñían las páginas. No quería llevármelas, pero las aferré con tanta
fuerza que noté arrugarse el papel. De hecho, ya había entablado negociaciones con el maestro
de capilla.
—Adiós —dije poniéndome en pie—. Lo siento.
—Eh, no se culpe de nada. —Para él era muy sencillo impartir la absolución; igual que un
duque lanzando monedas a la muchedumbre desde un balcón. Aunque, bueno, el antiguo duque
solía encargarse de que antes las calentasen en un brasero. Todavía tengo unas pequeñas
cicatrices blancas en la yema de los dedos—. Yo he sido siempre el único culpable de mis
desgracias. Usted siempre ha hecho todo lo que ha podido por mí.
Y había fracasado, cómo no.
—Incluso así, lo siento. Qué pérdida tan tremenda…
Esto lo hizo reír.
—Ojalá la música hubiera podido ser lo más importante de mi vida, como tenía que
haberlo sido —dijo—, pero no fue más que una manera de conseguir un poco de dinero.
A eso no pude responder. La verdad, que yo conocía desde la primera vez que lo vi, era
que, si la música le hubiese importado, no hubiera sido capaz de componer así de bien. Eso sí
que es una ironía.
—De todas maneras, lo va a terminar.
Me detuve más o menos a un paso de la puerta.
—No, si tú no quieres.
—No estaré para impedírselo.
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—No puedo terminarlo. No sin el tema.
—Gilipolleces. —Chasqueó la lengua, ese irritante sonido que siempre asociaré con él—.
Lo intentará, sé que sí. Y en el futuro todo el mundo notará la costura.
—Adiós —dije sin volverme.
—Siempre podría hacerlo pasar por propio.
Cerré el puño y golpeé la puerta. Lo único que deseaba era largarme lo antes posible,
porque mientras estaba allí, con él en la celda, lo odiaba, por lo que acababa de decir. Porque
yo merecía que me tratase mejor, tras todos esos años. Y porque así era, porque esa posibilidad
sí que me había pasado por la cabeza.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Esperé a estar de vuelta en mis aposentos para desdoblar el fajo de papeles y echarles un
vistazo.
Por aquel entonces llevaba veintisiete años como catedrático de música de la Academia
del Sol Invicto. Fui el titular más joven de la historia, y estoy totalmente decidido a morir en
estas habitaciones, aunque dentro de muchos años. Había enseñado a la crème de la crème. Mi
propia música era respetada por todo el mundo, y todos los años recibía al menos cinco
encargos importantes para celebraciones oficiales y ducales. Había escrito seis libros sobre
teoría musical, y todos se habían convertido en textos de referencia sobre el aspecto del asunto
que trataban. Los estudiantes acudían a la academia desde todos los puntos del imperio —miles
de kilómetros en barcos atestados y carruajes con la suspensión destrozada— para escucharme
disertar sobre armonía y el empleo de las formas musicales. El año anterior habían bautizado
con mi nombre a uno de los cinco modos.
Una vez lo hube leído me quedé contemplando el fuego, que el sirviente había encendido
en mi ausencia. Sería tan fácil, pensé. Veinte hojas de papel no tardan demasiado en quemarse.
Pero, como creo que he mencionado antes, yo ya le había comentado el asunto al maestro de
capilla, que me había ofrecido quinientos ángeles, sin siquiera verlo. Inacabado y todo. Yo
sabía que podía conseguir que subiera a ochocientos. No me hago ilusiones sobre mí mismo.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
No traté de terminar la pieza; no porque hubiera prometido no hacerlo, sino porque él escapó.
Hasta hoy se sigue sin tener ni la más remotísima idea de cómo lo logró. Lo único que sabemos
es que cuando el capitán de la Guardia abrió su celda para llevarlo al patíbulo, se encontró a un
carcelero sentado en el banco con la garganta rebanada y ni rastro del prisionero.
Se abrió una investigación, ni que decir tiene. Yo pasé una mañana muy incómoda en el
cuartel general de la Guardia, donde estuve sentado durante tres horas en un banco en un
corredor antes de conocer a un tal capitán Monomachus, del cuerpo de investigadores. Él me
hizo notar que mi relación con el prisionero era bien conocida, y que yo había sido la última
persona que había estado a solas con él antes de su fuga. Respondí que había sido sometido a
un registro exhaustivo y bastante humillante antes de entrar a verlo, y que era imposible que le
hubiera podido llevar cualquier tipo de arma.
—En realidad no estamos buscando un arma —respondió él—. Creemos que rompió el
tintero y utilizó un trozo de cristal. Lo que nos interesa es cómo consiguió franquear la
barbacana. Sospechamos que contó con ayuda.
Miré al capitán a los ojos. Me lo podía permitir.
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—Siempre ha tenido montones de amigos —dije.
Por algún motivo, el capitán sonrió al oír esto.
—Tras dejarlo, ¿adónde fue usted?
—Directo a mis aposentos en la universidad. El portero puede dar fe de ello, supongo. Y
mi sirviente, que me trajo una cena ligera poco después de mi llegada.
Tras lo cual, el capitán Monomachus continuó atosigándome un rato, pero como no tenía
nada de nada contra mí tuvo que dejarme marchar. Cuando estaba a punto de salir, me detuvo y
me dijo:
—Tengo entendido que hay una última pieza.
—Así es —dije asintiendo con la cabeza—. Eso fue lo que estuve leyendo, el resto de la
noche.
—¿Es buena?
—Ya lo creo. —Hice una pausa y luego añadí—: Posiblemente su mejor obra. Inconclusa,
por supuesto.
En la siguiente pregunta percibí un asomo de timidez:
—¿Está previsto su estreno?
Le informé de la fecha y el lugar. Tomó nota en un trozo de papel que dobló y guardó en
el bolsillo.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
De hecho, el buen capitán fue el menor de mis problemas. Esa misma tarde fui llamado a los
aposentos del director.
—Tu protegido —dijo el director sirviéndome una copita diminuta del brandi de la
universidad.
—Mi estudiante —lo corregí.
De hecho, es un brandi excelente, pero que siempre se desaprovecha, porque solo tengo
oportunidad de beberlo cuando me llama a su presencia, ocasiones en las que siempre estoy tan
paralizado por el miedo que ni siquiera un brandi de calidad produce en mí el más mínimo
efecto.
Suspiró, olió su copa y se sentó; o, más bien, se limitó a apoyarse en el borde del escaño
de madera. Siempre le gusta estar más alto que sus invitados. Así le resulta más fácil abatirse
sobre sus presas, me imagino.
—Un hombre con un talento increíble —dijo—. Podríamos incluso llegar a calificarlo de
genio, aunque, por desgracia, hoy en día se abusa de ese término, me parece a mí. —Esperé y,
un momento y un trago de brandi después, continuó—: Pero con una personalidad
profundamente inestable. Supongo que deberíamos haber reparado en las señales de alerta.
Ese «deberíamos» en realidad quería decir «deberías»; porque el director no había sido
nombrado hasta un año después de que expulsaran al pobre de mi estudiante.
—Sabe —dije tratando de sonar como si esa conversación fuera una simple charla y no un
interrogatorio—. A veces me pregunto si en su caso ambas eran inseparables; me refiero a la
inestabilidad y la brillantez.
Él asintió con un cabeceo.
—Las mismas características esenciales que hicieron de él un genio también lo
convirtieron en asesino. Es una hipótesis plausible, cómo no. En cuyo caso, sin duda se nos
plantea la siguiente cuestión: ¿puede la una justificar a la otra alguna vez? La música más
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sublime frente a la vida de un hombre. —Se encogió de hombros, un gesto para el que sus
hombros anchos y caídos resultaban de lo más adecuado—. Lo tendré presente, para mis
tutorías de Ética. Se podría argumentar perfectamente a favor de ambas posturas, desde luego.
Al fin y al cabo, su música vivirá para siempre y, a decir de todos, el hombre al que asesinó era
un tipo horrible, un ladronzuelo y un borracho. —Hizo una pausa para darme tiempo a expresar
mi acuerdo. Hasta yo sabía que eso hubiese sido un error. Una vez quedó claro que me había
negado a morder el anzuelo, dijo—: Lo importante, creo, es tratar de aprender algo de este
trágico caso.
—En efecto —dije, y le di un traguito a mi brandi para ganar tiempo.
Yo nunca he practicado la esgrima, pero creo que eso es lo que hacen los tiradores: ganar
tiempo controlando la distancia. De modo que alcé mi copa de brandi y me escondí detrás
como mejor pude.
—Señales de alerta —continuó—, a eso es a lo que tenemos que estar atentos. Estos
jóvenes que vienen a la academia han sido confiados a nuestro cuidado en una etapa
especialmente difícil de su desarrollo. Nuestro deber no se limita a llenarles la cabeza de
conocimientos. Tenemos que adoptar un enfoque más en la línea de una dirección espiritual
integral. ¿No estás de acuerdo?
En la época del antiguo duque solían castigar a los traidores encerrándolos en una jaula
con un león. En un gesto de maldad de refinamiento exquisito, antes atiborraban al animal
hasta arriba. De esa manera, no volvía a tener hambre durante la mayor parte del día. Siempre
me ha parecido una costumbre bastante perturbadora. Si voy a ser desgarrado, quiero que todo
acabe deprisa. Por cierto, el director y el antiguo duque estudiaron juntos. Creo que se llevaban
la mar de bien.
—Claro —dije—. Sin duda el Senado nos permitirá establecer directrices a su debido
tiempo.
Al final salí de allí sano y salvo. Curiosamente, no empecé a temblar hasta estar ya a
mitad del patio interior, camino de mis aposentos. No sabría decir por qué ese tipo de
encuentros me alteraba tanto. Al fin y al cabo, lo peor que podía hacer el director era
despedirme, lo que acabaría sucediendo tarde o temprano porque la titularidad de mi puesto
estaba condicionada y sabía que él creía que yo era un optimate encubierto. Algo que era
totalmente cierto, por supuesto. ¿Pero y qué? Por desgracia, la idea de perder mi empleo me
aterra sobremanera. Sé que soy demasiado viejo para conseguir un puesto ni de lejos tan bueno
como este, y cualquier talento que haya podido poseer se disipó hace tiempo por exceso de uso.
Tengo los bastantes doctorados y doctorados honorarios en música para llenar una pared, pero
en realidad no sé tocar ningún instrumento. Ahora mismo cuento con algo de dinero ahorrado,
pero ni por asomo lo bastante. Nunca he experimentado la pobreza en mis propias carnes, pero
en la ciudad se la ve por doquier. Mi imaginación no es especialmente desbordante —
cualquiera que esté familiarizado con mi música puede dar fe de ello—, pero no tengo ningún
problema para imaginarme hambriento, aterido y sin techo en Perimadeia. Es algo a lo que no
dejo de dar vueltas. En consecuencia, la amenaza de mi despido inevitable en algún momento
indeterminado del futuro flota sobre mi presente como una nube de cenizas volcánicas, tapando
el sol; y a mí me resulta imposible disfrutar de nada.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
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Él siempre será conocido por su nombre religioso: Subtilius de Bohec; pero cuando nació era
Aimeric de Beguilhan, el tercer hijo de un hacendado norteño de segunda fila, y se crió en los
corrales y establos, destinado a una carrera tranquila en el Ministerio. Cuando llegó aquí tenía
plaza para cursar estudios de Lógica, Literatura y Retórica y, según contaba él mismo, no había
compuesto ni un compás en su vida. En Bohec (ni idea de por dónde cae), la música consistía
en canciones de taberna y danzas de un refinamiento estomagante del siglo pasado; y ocupaba
en su vida un lugar tan relevante como el mar, a no menos de trescientos kilómetros de
distancia a la redonda. Su primer encuentro con la auténtica música tuvo lugar en la capilla del
Studium, lo que es de suponer sea la explicación de por qué casi todas sus obras tempranas
fueron corales y religiosas. Cuando consiguió el traslado a la Facultad de Música, yo lo
introduje a la tradición instrumental secular; supongo que cuando a la postre yo comparezca
ante la corte del Sol Invicto y quien sea que me interrogue inquiera si por algo que yo haya
hecho el mundo es ahora un lugar mejor, será eso. Sin mí, Subtilius nunca hubiera escrito para
cuerdas, ni compuesto ni los cinco conciertos para violín ni las tres sinfonías polifónicas.
Aunque, para cuando yo lo conocí, él ya había escrito la primera de las misas.
Lo del asesinato había sido una supina estupidez; aunque, cuando lo pienso ahora,
supongo que era más o menos inevitable que tarde o temprano terminase sucediendo algo por
el estilo. Siempre tuvo el genio muy vivo, y esto se combinaba funestamente con una lengua
afilada, unos modales lamentables y la suficiente destreza con las armas como para que no le
tuviera miedo a casi nada. También estaba su querencia por el dinero —durante su infancia, su
familia siempre había andado escasa, y sé que siempre fue de lo más susceptible con este tema
— y esa clase de amoralidad que con frecuencia parece ir de la mano con una inteligencia
sagaz y una educación deficiente. Era lo bastante inteligente para no dejarse engañar por las
razones que por lo general se aducen en favor de la obediencia a las normas y la ley, pero
carecía de cualquier código moral propio que ocupara su lugar. Si a eso se le suma la juventud
y un exceso de confianza producto de los halagos a los que se había acostumbrado en cuanto
empezó a componer, tenemos la receta para el desastre.
Ni siquiera ahora sabría decir demasiado sobre el hombre al que asesinó. Dependiendo de
la versión a la que uno se atenga, o bien era un cómplice o un rival. En cualquier caso, se
trataba de un ratero profesional de poca monta, un individuo absolutamente despreciable que
casi con toda seguridad hubiese terminado en la horca si Subtilius no lo hubiese apuñalado en
el cuello en el patio de caballerizas del Integridad y Honor, en Foregate. Creo que las muertes
violentas no son algo inusual en ese lugar, y lo más probable es que se hubiera ido de rositas de
no ser porque un palafrenero era un admirador fervoroso de su música religiosa, de ahí que lo
reconociese y pudiera identificarlo ante la guardia; una consecuencia de lo más desafortunada,
supongo, del hecho de que la música de Subtilius resulte atractiva para un público
excepcionalmente amplio. Si yo hubiera apuñalado a un hombre en un patio de caballerizas, las
probabilidades de que un admirador fervoroso me hubiese reconocido habrían sido demasiado
inapreciables para ser cuantificadas, a menos que el palafrenero hubiese sido algún académico
venido a menos.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Regresé a mis aposentos, me peleé con las llaves, se me cayeron —cualquiera que pasase me
habría creído borracho, aunque, ni que decir tiene que por entonces apenas bebía ni gota; no me
lo podía permitir, con el impuesto especial por las nubes— y por fin me las apañé para abrir la
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puerta y precipitarme al interior de la habitación. Estaba oscuro, lógico, y me pasé un buen rato
localizando a tientas la caja de yesca y la vela, y luego se me cayó al suelo el musgo seco de la
caja y también tuve que tantear en su búsqueda. Al cabo conseguí prender una llama y utilicé la
vela para encender el quinqué. Entonces, cuando la luz invadió la habitación, vi que no estaba
solo.
—Hola, profesor —dijo Subtilius.
Mi primer pensamiento —la rapidez y el sentido práctico con que reaccioné me
sorprendieron a mí mismo— fue para los postigos. Gracias a Dios estaban cerrados. De donde
se deducía que no había podido entrar por la ventana…
Se echó a reír.
—Tranquilo, no me ha visto nadie. He sido extremadamente cuidadoso.
Es fácil decirlo, es fácil creerlo, es fácil que sea un error.
—¿Hace cuánto que estás aquí?
—Entré en cuanto se marchó. No echó la llave.
Cierto; me había olvidado.
—Tomé la precaución de cerrar con llave con la copia que todavía guarda en ese bote
horrendo de la repisa de la chimenea —continuó—. Oiga, ¿por qué no se sienta antes de que se
desplome? Tiene un aspecto espantoso.
Fui directo a la puerta y eché la llave. No es que reciba muchas visitas, pero no estaba
como para andar dependiendo de las leyes de la probabilidad.
—¿Qué demonios haces aquí?
Suspiró y estiró las piernas. Supongo que era lo que su padre acostumbraba a hacer tras
una larga jornada en la granja o en pos de los sabuesos.
—Esconderme. ¿Qué creía?
—No puedes esconderte aquí.
—Yo también me alegro muchísimo de verle.
Era un reproche plenamente justificado, así que lo pasé por alto.
—Aimeric, no estás siendo nada razonable. No puedes pretender que esconda a un
fugitivo de la justicia…
—Aimeric —repitió la palabra como si tuviera algún poder de encantamiento—. Sabe,
profesor, es usted la única persona que me ha llamado así desde que mi viejo murió. No puedo
decir que el nombre me haya gustado nunca, pero resulta extraño volverlo a oír tras todos estos
años. Escuche —dijo antes de que yo pudiese meter baza—, si le he pegado un susto de
muerte, lo siento, pero necesito su ayuda.
Siempre lo encontré irresistiblemente encantador y, al mismo tiempo, totalmente
exasperante. Para empezar, su voz. Supongo que será por mi oído musical, pero puedo saber
más de un hombre —de dónde es oriundo y cuánto dinero tiene— tras oírle decir un par de
palabras que a partir de cualquier pista meramente visual. Subtilius tenía una voz perfecta:
consonantes nítidas y afiladas como un cuchillo, vocales diferenciadas a la perfección y
articuladas de manera inmaculada. Es imposible aprender a hablar así a partir de los tres años.
Por mucho que lo intentes, si empiezas con erres fuertes y pueblerinas —como yo— siempre te
acabas delatando, tarde o temprano. Solo puedes lograr esa claridad tintineante y esas labiales y
dentales en extremo hermosas si has empezado a aprenderlas antes de saber andar. Ahí es
donde los actores se equivocan, por supuesto. Tras años de estudio pueden conseguir sonar cual
aristócratas, pero siempre que se restrinjan a los tonos conversacionales corrientes; ahora bien,
si se les ocurre gritar, cualquier oído educado puede percibir el gañido septentrional o el balido
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sureño, nítidos como una mancha en una sábana blanca. Subtilius tenía una voz que cualquiera
pagaría por escuchar, incluso si lo único que estuviera haciendo fuese indicar el camino para
llegar a la puerta Sur o insultar a un mozo porque los posos se habían mezclado con el vino.
Huelga decir que ese tipo de perfección resulta de lo más irritante, salvo para quienes son de
auténtica cuna aristocrática. Mi padre era cardador y jabonero en Ap’Escatoy. Mi primer
trabajo fue acompañarle de madrugada en el carro recogiendo por las posadas el contenido de
los orinales. He pasado cuarenta años tratando de sonar como un caballero, y hoy en día puedo
engañar a cualquiera salvo a mí mismo. Subtilius nació perfecto y nunca tuvo que esforzarse.
—¿Dónde demonios has estado? —le pregunté—. La guardia ha puesto la ciudad patas
arriba buscándote. ¿Cómo saliste de la barbacana? Todas las puertas estaban vigiladas.
—Fácil —dijo riéndose—. No salí. He estado aquí todo el tiempo, instalado en el
campanario.
Claro. El Studium, como estoy seguro que sabéis, está incrustado en el muro oeste de la
barbacana. Lo registraron, lógicamente, el mismo día que escapó, tras lo cual llegaron a la
conclusión de que de alguna manera debía de haber conseguido salir por la puerta y llegar a la
Ciudad Baja. Nunca se les hubiese ocurrido mirar en el campanario. Hace veinte años, un
prisionero fugado se escondió allí y cuando lo encontraron estaba requetemuerto. Nada puede
sobrevivir en la cámara de la campana cuando el reloj da las horas; la mera presión del sonido
te haría papilla el cerebro. Bueno, supongo que un par de hombres de la Guardia asomarían la
cabeza en la cámara en algún momento, cuando sabían que no corrían peligro, pero no la
registrarían de manera exhaustiva, porque todo el mundo conoce la historia. Pero en ese caso…
—¿Por qué no estás muerto?
Me sonrió de oreja a oreja.
—Porque ese viejo cuento no es más que una milonga de tomo y lomo. Siempre había
tenido mis dudas al respecto, así que me tomé la molestia de comprobar los archivos. El
prisionero que se escondió allí arriba murió de septicemia, causada por un arañazo que se hizo
al salir por una ventana rota. Todo eso de que las campanas lo mataron era pura mitología. Ya
sabe cómo le gusta a la gente creerse ese tipo de historias. —Me dedicó una encantadora
sonrisa—. De modo que me han estado buscando en la Ciudad Baja, ¿eh? Así me gusta.
Curiosidad, supongo; el instinto de un verdadero estudioso, algo que él siempre había
poseído. Aunque combinado, me atrevo a decir, con el pensamiento latente de que un día le
resultaría útil contar con un escondrijo seguro y garantizado. Me pregunté cuándo habría estado
rebuscando en los archivos, ¿a los quince años?, ¿a los diecisiete?, ¿a los veintiuno?
—Tampoco estoy diciendo que fuera lo que se dice agradable —continuó—, no en el
momento exacto en que las campanas daban las horas. La torre entera tiembla, ¿lo sabía? Es un
milagro que no se haya desplomado. Pero descubrí que si me metía telarañas en las orejas
(aplastándolas y empujándolas bien adentro hasta que ya no cabía ni una más), el sonido se
amortiguaba un tanto, hasta el punto de resultar tolerable. Y si hay algo de lo que no hay
escasez allí arriba es de telarañas.
Las arañas siempre me han dado pánico. Estoy seguro de que él lo sabía.
—Bien —dije con brusquedad; me sentía avergonzado de mí mismo porque mi primera
reacción había sido admirativa—. De modo que asesinaste a un hombre y te las has apañado
para seguir en libertad durante tres semanas. ¡Impresionante! Pero, por el amor de Dios, ¿de
qué te has estado alimentando? Deberías de estar en los huesos.
—No estuve allí todo el tiempo —respondió con un encogimiento de hombros—. Sin
entrar en detalles, hacía mis excursiones alrededor del mediodía y de la media noche. —
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Cuando las campanas tañen doce veces; hay un límite, me imagino, a la capacidad protectora
de las telarañas—. Es alucinante cuánta comida en perfecto estado se tira a la basura en las
cocinas. Usted está en el comité encargado de los víveres, de verdad que tendrían que hacer
algo al respecto.
Forma parte de su genialidad, supongo, el hacer que su fuga desesperada y sus tres
semanas de tormento en el campanario sonasen igual que una travesura estudiantil; igual que
cuando consiguió dar la impresión de que escribir la Séptima Misa había sido pan comido,
como si fabricase misas cual salchichas, en cualquier momento de ocio entre resaca y resaca. A
lo mejor el secreto de los logros sublimes es que en realidad no hay que tratar de conseguirlos.
Aunque, primero, tienes que comprobar los archivos, aprender las doce modulaciones mayores
del modo vesani o nacer en una familia que pueda trazar su pedigrí hasta llegar a Boamond.
—Bien —dije poniéndome en pie—. Lo siento, pero has sufrido todo eso para nada. Voy a
tener que entregarte. Y eres consciente.
Se limitó a reírse de mí. Me conocía demasiado bien. Sabía que si de veras esa hubiera
sido mi intención lo habría hecho en el primer momento, habría gritado a pleno pulmón
llamando a la guardia en lugar de alarmarme pensando en los postigos. Él lo sabía; yo no, no
hasta que lo oí carcajearse. Hasta ese momento yo había creído haber hablado totalmente en
serio. Pero él tenía razón, por descontado.
—Claro —dijo—. Adelante.
Volví a sentarme. En ese momento lo odié con toda mi alma.
—¿Qué tal va el concierto? —preguntó.
Durante unos instantes no supe de qué estaba hablando. Entonces me acordé: su último
concierto, o al menos eso es lo que hubiera debido ser. El manuscrito que me entregó en la
celda del corredor de la muerte.
—Dijiste que no lo terminase.
—¡Dios bendito! —Le había hecho gracia—. Di por sentado que no haría ni caso. Bueno,
esto me ha llegado al alma. Gracias.
—¿Por qué estás aquí?
—Necesito dinero —respondió, y en cierta manera su voz se las arregló para perder un
punto de su encanto meloso—. Y ropa y zapatos, cosas así. Y alguien que deje una puerta
abierta por la noche. Ese tipo de detalles.
—No puedo.
—Sí que puede, lo sabe —dijo con un suspiro—. Lo que quiere decir es no quiero.
—No tengo nada de dinero.
Me miró con tristeza.
—No estamos hablando de grandes sumas, concepto que depende por completo de la
situación. Lo bastante para permitirme salir de la ciudad y coger un barco, nada más. Esa es
una fortuna que supera los sueños de la avaricia. —Tras hacer una pausa (yo diría que por
cuestión de efecto), añadió—. No le estoy pidiendo que me lo regale sin más. Tengo algo que
vender.
Durante un instante, toda la piel de mi cuerpo se quedó fría. Me imaginaba lo que era.
¿Qué otra cosa podría tener para vender aparte de…?
—Tres semanas en ese jodido campanario —continuó, y ahora sonaba exactamente como
el Subtilius de antes—. Sin nada que hacer en todo el día. Por suerte, en mi segunda excursión
a los cubos de basura pasé por delante de una puerta abierta, de algún estudiante de primero,
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supongo, que todavía no había aprendido que hay que mantenerla cerrada. Se había comprado
tinta, plumas y media resma de papel del bueno. No creo que vuelva a cometer ese error.
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204
La pregunta más estúpida que había oído en mi vida y que, desde luego, no contesté.
Estaba demasiado enfadado, desconsolado, avergonzado.
—Estoy bastante satisfecho con la cadencia —prosiguió—. Tomé la idea de aquel motivo
recurrente en su Segunda, pero le di una especie de lavado de cara y lo adorné con unas cuantas
plumas.
Nunca he estado casado, naturalmente, pero me imagino cómo tiene que ser llegar a casa
sin avisar y encontrarte a tu esposa en la cama con otro hombre. Sería el amor lo que te
inflamaría de odio. Ay, ¡cómo odié a Subtilius en ese momento! E imaginaos cómo os sentiríais
si en vuestro matrimonio nunca hubieseis logrado tener hijos y ahora descubrieseis que ella
estaba embarazada de otro hombre.
—Tiene que valer dinero —lo oí decir—. Justo el tipo de obra que le gustaría al duque.
Siempre había tenido ese don, Subtilius. La habilidad para quitar las palabras de la boca a
la peor parte de mí, esa parte que yo de mil amores extirparía a sangre fría con un cuchillo si
supiese dónde en mi cuerpo está localizada.
—¿Y bien?
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206
—Voy a dejar la música. Esta es definitiva y categóricamente mi ultimísima composición.
Tiene toda la razón: en cuanto escribiese algo, me delataría. Hay un puñado de lugares con los
que el imperio no tiene tratados de extradición, pero antes muerto que vivir en ellos. Así que es
bien sencillo: ya no volveré a componer. Al fin y al cabo —añadió tapándose la boca con la
mano como le habían enseñado de niño—, hay montones de otras cosas que podría hacer. Con
la música lo único que he conseguido ha sido meterme en líos.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Cuando apartas a un lado las paparruchadas de siempre y te quedas a solas contigo mismo en tu
cabeza, ¿en qué es en lo que, a fin de cuentas, crees de verdad? Esa es una pregunta que ha
ocupado un porcentaje sorprendentemente pequeño de mi atención a lo largo de los años.
Extraño, dado que dedico una considerable proporción de mi jornada laboral a componer odas,
misas e himnos al Sol Invicto. ¿Creo en Él? A decir verdad, no estoy seguro. Creo en el gran
disco blanco del cielo, porque está ahí y todo el mundo lo ve. Creo que existe algún tipo de
autoridad suprema —algo en la línea de Su Majestad el Emperador, solo que más poderoso e
incluso más remoto—, que en teoría controla el universo. Aunque, en qué consista este control
exactamente, me temo que no sabría decirlo. Es de suponer que regule los asuntos de las
grandes naciones, que entronice y destrone a emperadores y reyes —y a lo mejor a príncipes y
duques, pero es bastante más plausible que delegue este tipo de trabajos en una especie de
cuerpo de funcionarios del Sol Divino—, y que intervenga en los juicios por injusticia y
blasfemia importantes, siempre que se necesite sentar precedente o aclarar algún punto de una
ley. ¿Se encarga en persona de mis asuntos?, ¿es siquiera consciente de mi existencia?
Pensándolo bien, lo más probable es que no. No le alcanzaría el tiempo.
En cuyo caso, si es que siquiera tengo un expediente, supongo que estará en la mesa de
algún auxiliar, junto con otros cientos, miles, millones de expedientes. No puedo decir que la
idea me moleste en exceso. Prefiero con mucho que se me deje en paz y tranquilo. Que yo
sepa, mis plegarias —en su mayoría pidiendo dinero; alguna que otra, por la vida o
restablecimiento de algún familiar o amigo— nunca han sido escuchadas, así que yo creo que
la autoridad divina funciona siguiendo más o menos los mismos criterios que su equivalente
civil; si no esperas nada bueno de ella, no te llevarás un chasco. No obstante, muy de tarde en
tarde, sucede algo que solo puede achacarse a la intervención divina y que pone patas arriba y
reconfigura mi visión del mundo y mi interpretación de la naturaleza de las cosas. Para mí, la
explicación es que en realidad se trata de algo que le está sucediendo sobre todo a otra persona
—una persona importante, cuyo expediente está en manos de un funcionario de alto rango o
incluso de alguien situado todavía más arriba— y yo solo estoy implicado tangencialmente y,
por lo tanto, afectado de manera indirecta.
Un buen ejemplo es la fuga de Subtilius de la barbacana. Entonces pensé que qué buena
suerte la mía. Pero, tras reflexionar con más detenimiento, me he dado cuenta de que en
realidad lo que intervino fue su buena suerte, que a mí se me permitió compartir, del mismo
modo que el sirviente que sujeta el paraguas del emperador tampoco se moja cuando llueve.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Más fácil no pudo ser. Yo salí primero, para ir abriendo puertas y asegurarme de que no había
nadie vigilando. Él me siguió, envuelto en la ostentosa túnica con capucha de los maestros
coristas —púrpura, con ribetes de armiño, suntuosamente bordada con hebras doradas y
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aljófares—; en cualquier otro lugar hubiese dado la nota, pero en la barbacana los coristas son
algo tan normal que casi resultan invisibles. La buena fortuna jugó a nuestro favor haciendo
que se pusiera a llover, de suerte que era de lo más natural que mi acompañante llevase la
capucha puesta y se ciñese bien los pliegues alrededor de rostro y cuello. Él llevaba mis cien
ángeles en los bolsillos, dentro de un par de calcetines, para evitar que las monedas tintineasen.
El portillo en el muro de la barbacana, que da a una tortuosa escalera —el camino más
corto para llegar a la Ciudad Baja—, se cierra al anochecer, pero todos los funcionarios de la
facultad tenemos las llaves. Abrí la puerta y me aparté a un lado para dejarlo pasar.
—Deshazte de la túnica en cuanto puedas —dije—. Denunciaré su robo a primera hora de
la mañana, así que andarán buscándola.
—De acuerdo —dijo asintiendo con la cabeza—, gracias por todo, profesor. Solo quisiera
decirle…
—Lárgate de aquí antes de que te vea alguien.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Pocas sensaciones hay en la vida tan excitantes como la de salirte con la tuya. A mí me parece
que, cuando eres alguien como yo, se debe mayormente a que en realidad no contabas en
absoluto con ello. Al alivio natural le añades, por ende, el desacostumbrado placer del triunfo.
Además, habida cuenta de que el triunfo no es posible sin la derrota de alguien, está el
exquisito sentimiento de superioridad, que yo disfruto por el mismo motivo por el que los
gourmets aprecian esas pequeñas trufas grises que crecen en los troncos de los abedules
muertos: no porque sean nutritivas ni sabrosas, sino tan solo porque son muy escasas. Por
supuesto, quedaba por ver si definitivamente salía impune tras encubrir a un asesino y ayudar a
un fugitivo. Todavía existían bastantes probabilidades de que Subtilius fuera pillado por la
guardia antes de que pudiese abandonar la ciudad, y en ese caso perfectamente podría revelar la
identidad de su cómplice, aunque solo fuese para que dejaran de golpearlo. Pero, me dije a mi
mismo, no pasaría nada. Me limitaría a decirles que se había colado en mis aposentos y había
robado el dinero y la túnica, y ellos no tendrían manera de demostrar lo contrario. Eso fue lo
que me dije; desde luego que sabía muy bien que, si me interrogaban, lo más probable es que
mi temple demostrase ser tan frágil como una cáscara de huevo, y que lo único que pudiese
impedirme confesar hasta el último detalle fuera que el terror me impidiese articular ni una
frase coherente. Creo que hay que ser la mar de valeroso para ser un delincuente habitual;
mucho más valeroso que los soldados que encabezan las cargas o que no retroceden ante la
caballería. Yo consigo a duras penas imaginarme a mí mismo haciendo algo así, por miedo al
brigada; pero ante la idea de cometer cualquier acto ilegal, el pavor me paraliza literalmente. Y
sin embargo, el valor, tan esencial para el criminal como su palanqueta y su cachiporra, se
considera una virtud.
Lo primero que hice cuando regresé a mis aposentos fue encender la lámpara y abrir los
postigos, porque nunca los cierro salvo cuando nieva y, si los veían atrancados, mis conocidos
podrían haberse preguntado qué sucedía. Luego me serví un vasito de brandi —hubiese sido
uno grande, pero la botella estaba casi vacía—, me senté con la lámpara tan cerca que notaba la
quemazón en la cara, abrí la partitura manuscrita y la leí.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
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Cuentan que la primera vez que enviamos barcos para comerciar con los salvajes de Rhoezen
llenamos las bodegas de todo tipo de fruslerías que creímos gustarían a un pueblo primitivo:
abalorios, broches de hojalata baratos, bufandas, camisas, hebillas con un chapado tan fino que
el plateado casi se desprendía al tocarlas… y demás cosas así. Y espejos. Pensamos que los
espejos les encantarían. De hecho, contábamos con comprar el terreno suficiente para cultivar
el maíz suficiente para alimentar la Ciudad con solo una caja de espejos de mano, a diez
céntimos de ángel la docena en el almacén de los hermanos Scharnel.
Nos equivocamos por completo. El capitán del primer barco que trató con los nativos les
entregó una selección de sus mercancías a modo de muestras gratuitas. Todo parecía estar
yendo sobre ruedas hasta que descubrieron los espejos. No les gustaron. Los arrojaron al suelo
y los pisotearon, y luego atacaron a los nuestros con lanzas y hondas, hasta que el capitán tuvo
que disparar un cañón para que sus hombres pudiesen retroceder hasta la playa sanos y salvos.
Más adelante, cuando consiguió capturar a un par de nativos y los interrogó mediante un
intérprete, descubrió el problema. Los espejos, explicaron los prisioneros, eran objetos
malignos. Te succionaban el alma por los ojos y la encerraban bajo la superficie del «agua dura
y seca». Robar el alma a una tribu inofensiva que solo había tratado de mostrarse hospitalaria
con los extranjeros no era, en su opinión, un comportamiento propio de personas civilizadas.
De ahí que nosotros no fuésemos bienvenidos en su tierra.
Cuando oí la historia por primera vez, pensé que los salvajes habían reaccionado de
manera un tanto exagerada. Cuando terminé de leer la sinfonía de Subtilius, escrita con mi
estilo, me vi obligado a reconsiderar mi opinión. Robar el alma de un hombre es una de las
peores cosas que puedes hacerle, y poco importa que la encierres en un espejo o en treinta
páginas manuscritas. No es algo que se pueda llegar a perdonar jamás.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Y entonces, tras un rato sentado inmóvil y en silencio, hasta que el aceite de la lámpara se
consumió y me quedé solo y en completa oscuridad, me encontré pensando: sí, pero nadie lo
sabrá nunca. Lo único que tenía que hacer era sentarme, copiarla de mi puño y letra y luego
quemar el original, y no habría ninguna prueba, ningún testigo. Los filósofos y reverendos
padres no hacen más que hablar de la verdad, de cómo siempre termina imponiéndose, de cómo
siempre acabará saliendo a la luz, como los pimpollos que crecen en las grietas de los muros
hasta que las raíces hacen añicos la piedra. No es verdad. Subtilius jamás se lo contaría a nadie
(y además, que lo atraparan y colgasen solo era cuestión de tiempo, lo que lo silenciaría para
siempre). Y yo ni loco iba a soltar prenda. Si hay una verdad que nadie conoce, ¿sigue siendo
verdad?, ¿o es como una luz brillando en una casa cerrada con llave y con los postigos
atrancados que nadie llegará a ver jamás?
Yo sí la conocería, naturalmente. Le di unas cuantas vueltas a esto. Pero luego pensé en el
dinero.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
El estreno de mi Sinfonía n.º 12 tuvo lugar en la colegiata el Día de la Ascensión, 775 AUC,
con la presencia de su alteza el duque Sighvat ii, la duquesa y la duquesa viuda, el
archimandrita del Studium y una distinguida audiencia compuesta por miembros de la
universidad, la corte y la flor y la nata de la buena sociedad. Tengo que decir que fue un éxito.
Al duque le entusiasmó hasta tal punto que pidió una gala especial en palacio. Menos
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prestigiosa, pero bastante más lucrativa, fue la licencia que negocié con el maestro de capilla:
una docena de representaciones en el Salón Imperial a mil ángeles cada una, tras las cuales yo
recuperaría los derechos. Más adelante llegué a acuerdos similares con maestros de capilla,
músicos de corte y directores de orquesta de todo el imperio, llevando buen cuidado de
conservar los derechos de la venta de partituras, que licencié a los dueños de la papelería de la
corte por un pago inicial de cinco mil más un cinco por ciento de regalías. Mi titularidad en la
universidad pasó a ser definitiva, lo que quería decir que solo se podían librar de mí con un
decreto de pérdida de derechos civiles aprobado por ambas cámaras legislativas y ratificado por
el duque, y únicamente por corrupción o inmoralidad flagrante; mi estipendio se incrementó de
trescientos a mil al año, garantizado de por vida, con pluses en el caso de que en algún
momento tuviese a bien impartir clases de verdad. Seis meses después de la primera
representación, mientras estaba sentado en mi cuarto desplazando cuentas en el ábaco, me
percaté de que ya no necesitaba volver a trabajar. Casi de sopetón, todos mis problemas se
habían acabado.
En eso, y en lo que sucedió después, baso mi opinión de que no hay justicia; de que al Sol
Invicto —si acaso Él es algo además de una bola de fuego en el cielo—, el destino y la vida de
los mortales vulgares le traen sin cuidado y, por lo tanto, no interfiere en ellos; y de que la
moralidad es tan solo una estafa con la que el Estado y sus funcionarios nos engañan para así
impedir que fastidiemos demasiado. A cambio de una vida de dedicación a la música, fui
recompensado con preocupaciones, sufrimiento e incertidumbre. A cambio de dos crímenes,
uno contra el Estado y otro contra mí mismo, fui recompensado con todo lo que siempre había
deseado. Que quien pueda me lo explique.
¿Con todo? Vaya que sí. Al principio, yo estaba aterrorizado ante los encargos que
empezaron a lloverme del duque, de otros duques y príncipes, e incluso de la corte imperial;
porque sabía que era un farsante, que nunca sería capaz de escribir nada ni de lejos tan bueno
como la sinfonía, y que solo era cuestión de tiempo que alguien comprendiese lo que realmente
había ocurrido y los soldados se presentaran en mi puerta para arrestarme. Pero me senté, con
una lámpara y un grueso taco de papel; y caí en la cuenta de que, al no necesitar ya el dinero, lo
único que tenía que hacer era rechazar los encargos —educadamente, ni que decir tiene— y
nadie podría hacerme nada. No tenía que escribir ni una sola nota si no quería. Podía hacer lo
que se me antojase.
Cuando lo comprendí empecé a escribir. Y, sabiendo que en realidad no importaba, apenas
me esforcé. Cuanto menos me esforzaba, más fácil me era dar con una melodía (conseguir
extraer de mí una melodía había sido siempre algo parecido a arrancarme un diente). Una vez
la tenía, me limitaba a dejarla sonar un rato en mi cabeza y transcribía el resultado. Cuando ya
había llenado el número requerido de páginas, firmaba con mi nombre en la parte de arriba y
las enviaba. Sin preocuparme demasiado. Si no les gustaban, ya sabían lo que podían hacer.
De tarde en tarde, al menos al principio, me preguntaba: «¿Algo de lo que escribo es
bueno?». Pero eso nos lleva a plantearnos la siguiente cuestión: ¿y qué leches sabe nadie? Si el
criterio es la reacción de la audiencia o la suma de dinero ofrecida por el siguiente encargo, yo
no dejaba de mejorar. Por supuesto que eso era absurdo. Hasta yo me daba cuenta. Pero no;
público y críticos insistían en que cada una de mis nuevas piezas era mejor que sus
predecesoras (aunque la Sinfonía n.º 12 era la que se mantenía en los repertorios, mientras que
las obras maestras más recientes entraban y salían de ellos; aunque a mí me importaba un
bledo). Un cínico argumentaría que, como yo había triunfado por todo lo alto, ya nadie se
atrevía a criticar mi obra por miedo a quedar como un tonto; la única reacción permitida era
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una adulación siempre creciente. Al ser yo mismo un cínico, sustenté esta opinión una
temporada. Sin embargo, al ver cómo se sucedían los éxitos, el dinero continuaba fluyendo y
yo me las apañaba para seguir componiendo más y más música, empecé a albergar mis dudas.
Todos esos miles de personas, pensé, no pueden estar engañándose a sí mismas. Llega un
momento en el que se alcanza una masa crítica, y a partir de entonces la gente cree
sinceramente. Así es como nacen las religiones y como cambian los criterios. Con mi éxito, yo
había redefinido el concepto de belleza en la música. Si algo sonaba parecido al tipo de
composiciones que yo escribía, la gente estaba dispuesta a creer que era sublime. Al fin y al
cabo, la belleza es tan solo algo que se aprende: el grosor de una ceja, diferencias mínimas en
la proporción entre la longitud y anchura de una nariz, o un pórtico o una columnata. Los
gustos evolucionan. A la gente le gusta lo que se le da.
Además, acabé por comprender, la Sinfonía n.º 12 sí era mía; al menos hasta cierto punto.
Después de todo, el estilo que Subtilius había tomado prestado era mi estilo, que yo había
pasado toda una vida desarrollando. Y de acuerdo en que él ya poseía el talento en bruto, las
alas, pero yo había sido su profesor; sin mí, ¿quién podía asegurar que hubiera llegado a dejar
atrás las obras corales y religiosas para abrazar las orquestales? Como mínimo era una
colaboración, en la que yo tenía argumentos convincentes para exigir ser considerado el socio
mayoritario. Y si las puertas están cerradas con llave y los postigos atrancados, ¿a quién le
importa que en el interior brille una luz? Para descubrirla habría que allanar la casa, lo que es
un delito.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Aun así, empecé a realizar algunas averiguaciones con total discreción. Podía permitirme lujos,
de suerte que no escatimé gastos. Contraté informantes en todas las ciudades y poblaciones
importantes del imperio para que me mantuviesen al corriente sobre cualquier nueva
composición destacada y compositor prometedor —traté de pagarlo de mi propio bolsillo, pero
la universidad decidió que constituía una investigación académica justificada e insistió en
correr con los gastos—. Siempre que recibía un informe que parecía apuntar a la posibilidad de
la presencia de Subtilius, enviaba a algún estudiante a agenciarse una partitura o a asistir a un
concierto y transcribir las notas. También contraté a otros agentes menos respetables para que
repasaran los informes de las actividades criminales, se relacionasen con capitanes de la
Guardia y pasaran el tiempo en tabernas poco recomendables, academias de esgrima, casas de
locos y caballerizas. Tenía que andarme con pies de plomo, desde luego. Lo último que
deseaba era que la Guardia reabriese el caso o se acordase de nombres como Subtilius o
Aimeric de Beguilhan, así que no podía hacer circular descripciones ni retratos. No obstante,
tampoco me parecía que esto fuese un gran inconveniente. Estaba convencido de que, tarde o
temprano, si seguía vivo, la música terminaría por escapar y él se delataría. Lo que acabaría
con Subtilius no sería el impulso creativo; esa sierva de la reina de las Musas, la necesidad
apremiante y desesperada de dinero, sería la que lo empujaría a componer de nuevo. Sin duda
haría todo lo que pudiera para camuflarse. Trataría de escribir baladas callejeras o ballets
pantomima, convencido de que los músicos académicos no se rebajaban a prestar atención a
ese tipo de obras. Pero solo podía ser cuestión de tiempo. Al fin y al cabo, yo conocía su obra
hasta extremos que posiblemente nadie pudiese llegar a conocer jamás. Era capaz de detectar
su mano en una secuencia de intervalos, una modulación o un cambio de clave, el amago de un
adorno, el eco de una disonancia… En cuanto se pusiera a escribir ya sería mío, estaba seguro.
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∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
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la garganta. «Yo he escrito eso», pensé, y mentalmente tomé nota de esa fracción de segundo,
igual que cuando aplastas una flor entre las páginas de un libro, para el futuro.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Terminado el concierto, cuando el director estaba saludando al público, fue cuando lo vi. Al
principio no estuve seguro. Tan solo alcancé a atisbar un instante una cabeza vuelta para otro
lado y, cuando miré de nuevo, lo había perdido en el océano de rostros. Me dije que me estaba
imaginando cosas, y entonces lo volví a ver. Me estaba mirando.
Estaba previsto que se celebrase otra recepción, pero les dije que me encontraba mal, lo
que tampoco es que fuese exactamente una mentira. Regresé a la suite de invitados. La puerta
no tenía ni cerrojo ni pestillo, de modo que encajé el respaldo de una silla debajo del picaporte.
Mientras estaba en el recital, me habían traído una barbaridad de obsequios a la
habitación. La gente me regala cosas ahora, cuando puedo permitirme comprar todo lo que se
me antoja. Es cierto que los regalos que suelo recibir acostumbran a ser cosas que yo nunca me
compraría, porque no las necesito para nada, y porque no carezco por completo de gusto. En
esa ocasión, el marqués me había enviado un servicio de cena de oro macizo (para un hombre
que, la mayor parte de las noches, cena solo en sus aposentos en una bandeja apoyada en las
rodillas); una edición completa de las obras de Aurelianus con una recargada encuadernación
en cuero dorado y tan pesada que no había quien la sujetara en la mano; y un traje de gran gala
completo. Este último artículo se componía de una levita rojo brillante, bombachos de seda
blanca por la rodilla, medias asimismo de seda blanca, relucientes zapatos negros con hebillas
enjoyadas y una espada ropera.
Yo ya sé todo lo que quiero saber sobre armas, que es nada de nada. Cuando llegué a la
universidad, mi mejor amigo desafió a un duelo a otro amigo nuestro. Por alguna cantinera.
Los duelos estaban por entonces en pleno auge de popularidad y me dolió profundamente no
ser escogido como padrino (más adelante me enteré de que fue porque habían elegido una hora
que sabían coincidía con mi tutoría de Teoría y no querían que me la tuviese que perder). Se
enfrentaron con espadas cortas en la pradera alargada a espaldas de la Facultad de Lógica. Mi
mejor amigo murió allí mismo; su oponente aguantó algo así como un día y falleció entre
alaridos, de septicemia. Si la violencia era eso, pensé, toda vuestra.
De modo que no sé nada sobre espadas, salvo que a los caballeros se les permite llevarlas
por la calle; así que daba por hecho que una espada ropera de caballero debía de ser una
especie de bonito juguete. A pesar de lo cual, cogí el obsequio del marqués, me puse mis gafas
de leer y la examiné a la luz de la lámpara.
Era bastante bonita, tengo que reconocerlo, si te gusta ese tipo de cosas. El mango —no
conozco los términos técnicos— era de plata, con algunos dorados y un esmalte de una escena
pastoral en la cara interior de la pieza esa de chapa que supongo está diseñada con la intención
de que te proteja la mano. Sin embargo, la hoja estaba en una clave totalmente distinta. Como
siempre está escondida en la funda, yo me imaginaba que sería una barra plana y roma. Pues
no. De unos tres palmos de larga, afilada, de sección triangular, tan delgada que el extremo era
prácticamente un alambre, aunque extraordinariamente flexible y sorprendentemente rígida al
mismo tiempo, afilada como una aguja, flamante, como recién salida de su envoltorio. Apoyé
la punta en un cojín y apreté con suavidad. Lo atravesó y apareció por el otro lado, igual que si
la tela no hubiera estado allí.
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Me imaginé a mí mismo dando explicaciones a la guardia, no a la ordinaria, sino a la
palatina; no pondrían a la Guardia normal a investigar una muerte ocurrida en el palacio. Era
un criminal en busca y captura, ¿no lo sabían? Lo era, un asesino convicto. Mató a un hombre,
y luego, cuando se fugó de la prisión, a un guardia. Fue alumno mío, hace años, antes de
echarse a perder. No sé cómo entró aquí, pero quería dinero. Cuando me negué, dijo que
tendría que matarme. Nos enzarzamos en un forcejeo. No recuerdo bien cómo acabó en mi
mano la espada, supongo que debí de agarrarla en algún momento. Lo único que recuerdo es
verlo a él tumbado ahí, muerto. Y entonces el capitán de la Guardia me miraría, con expresión
seria pero tranquilizadora, y me aseguraría que sonaba como un caso evidente de defensa
propia y que, de todos modos, no parecía que su muerte fuera una gran pérdida. No me costaba
imaginármelo más preocupado por la brecha en las medidas de seguridad —un intruso
desesperado colándose en el ala de invitados— que por la posibilidad de que el doctor
honorario en Música, compositor favorito del marqués, hubiera asesinado a alguien de manera
deliberada.
Sí, lo pensé. Después de todo, nadie lo sabría jamás. De nuevo no habría testigos. ¿Quién
se iba a molestar en allanar una casa cerrada por si se daba la remota casualidad de que hubiera
una vela ardiendo detrás de los postigos atrancados?
Esperé, con la espada sobre las rodillas, toda la noche. No se presentó.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
En lugar de eso, me alcanzó en una posada en las montañas durante mi camino de regreso a
casa: un movimiento mucho más sensato, y el que debería haberme esperado.
Yo estaba durmiendo como un tronco cuando algo me despertó. Al abrir los ojos me
encontré la lámpara encendida y a Subtilius sentado en una silla junto a la cama, mirándome.
Al verlo, cualquiera hubiera pensado que yo había estado gravemente enfermo y él se negaba a
abandonar mi cabecera.
—Hola, profesor —dijo.
La espada estaba en mi baúl, que estaba apoyado contra la pared que yo tenía enfrente.
—Hola Aimeric. No deberías estar aquí.
—No debería estar en ninguna parte —dijo con una sonrisa—. Pero qué demonios…
No vi ningún arma; ni cuchillo ni espada.
—Tienes buen aspecto —comenté.
Era cierto. Había ganado peso desde la última vez que lo había visto. Él había sido un
muchacho flaco y de rostro afilado, que siempre me recordaba a una navaja abierta en un
bolsillo. Ahora era ancho de hombros y tenía la cara rellena, y el pelo le estaba empezando a
clarear un poco en la coronilla. Estaba bronceado por el sol y tenía las uñas sucias.
—Ha engordado —dijo—. El éxito le sienta bien, es evidente.
—Qué bien volver a verte.
—De bien nada —dijo, todavía sonriendo—. Bueno, al menos no para usted. Pero se me
ocurrió pasar a saludar. Quería decirle cuánto me ha gustado el recital.
Pensé a qué podía estar refiriéndose exactamente.
—Claro —dije—. Nunca habías oído a una orquesta interpretándola.
Me miró como si no me hubiera entendido, durante un instante. Luego estalló en risas.
—Ah, está hablando de la sinfonía. En absoluto. Aquí la tocan cada dos por tres. —Su
sonrisa se acentuó. Había perdido una paleta desde la última vez que lo había visto—. Le
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interesaría hacer algo al respecto. Está claro que se le están escapando regalías.
—En cuanto al dinero —dije, pero él me dirigió un ligero fruncimiento de ceño de
reproche, como si hubiera hecho un comentario de mal gusto habiendo damas presentes.
—Olvídelo. Además, hoy en día no necesito dinero. Me estoy ganando la vida bastante
bien, de una manera modesta.
—¿Con la música? —tuve que preguntar.
—Dios, no. No he escrito una nota desde la última vez que lo vi. Para eso casi mejor
encargo afiches de «se busca» y los clavo en las puertas de los templos. No, me dedico al
negocio del aceite. Gané una vieja almazara destartalada en una partida de ajedrez, al poco de
llegar aquí, y ahora tengo siete molinos funcionando a tiempo completo durante la temporada y
acabo de comprar dieciséis hectáreas de olivos maduros en el valle Santespe. Si todo va
conforme a mis planes, dentro de cinco años hasta la última frasca de aceite de oliva que se
compre y venda en este país me habrá hecho ganar seis peniques. Este es un lugar maravilloso,
puedes hacer cualquier cosa que te venga en gana. A su lado, Perimadeia parece una morgue. Y
lo mejor es —continuó, recostándose un poco en la silla— que soy extranjero, que hablo raro.
Con lo que nadie me encasilla en cuanto abro la boca, como sí que ocurría allá. Puedo ser quien
se me pase por las mismísimas narices ser. Es estupendo.
Fruncí el ceño. Me estaba forzando a hacerle la pregunta.
—¿Y tú quién quieres ser, Aimeric?
—Quien soy ahora —respondió con vehemencia—, no tengo ni la más mínima duda.
Naturalmente que no voy a decirle mi nuevo nombre, no le interesa. Pero heme aquí, sin hacer
mal a nadie, creando prosperidad y empleo para cientos de ciudadanos honrados, y disfrutando
a lo grande por primera vez en mi vida.
—¿Y la música? —pregunté.
—¡Que le den a la música! —Me dirigió una sonrisa radiante—. Apenas pienso ya en ella.
Esa minucia llamada sentido de la perspectiva… Hasta que no llegué a este país y empecé a
rehacer mi vida no comprendí la verdad. La música solo me había hecho desgraciado. ¿Sabe
qué? Desde que estoy aquí no me he metido en ninguna pelea. Apenas bebo, he dejado de
jugar. Y sí, estoy comprometido y voy a casarme con una chica la mar de encantadora y
respetable cuyo padre es el dueño de una importante compañía de transportes. Y todo eso
gracias al aceite de oliva. Lo único que saqué de la música fue una soga alrededor del cuello.
Lo miré.
—Bien. Te creo. Y me alegro de corazón de que las cosas te hayan ido así de bien. Pero
entonces, ¿qué estás haciendo en mi habitación en plena noche?
La sonrisa no se borró, pero se congeló.
—Bueno, la música como oyente es un asunto por completo distinto, todavía me gusta. He
venido para decirle que he disfrutado sobremanera con el recital. Nada más.
—Te refieres a la sinfonía…
—No —dijo negando con la cabeza—, al resto del programa. A las obras que ha escrito
por sí mismo. Al menos —añadió enarcando ligeramente una ceja— eso es lo que he dado por
sentado. ¿O acaso ha reclutado a otro colaborador?
Lo miré con cara de pocos amigos. No me merecía eso.
—En ese caso, de verdad debo felicitarle. Ha madurado. —Hizo una pausa y me miró a
los ojos—. Le han brotado alas. —La sonrisa regresó de sopetón, burlona, condescendiente—.
¿O es que no se había dado cuenta? Antes escribía una bazofia terrible.
—Sí.
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—Pero ya no. —Se puso de pie y, durante una fracción de segundo, me asusté
terriblemente. Pero tan solo se dirigió a la mesa y sirvió vino en un vaso—. No sé qué es lo que
le ha pasado, pero la diferencia es extraordinaria. —Señaló un segundo vaso. Asentí con un
cabeceo y él también sirvió vino en él—. Escribe como si la música ya no le diera miedo. De
hecho, suena como si no tuviese miedo de nada. Sabe, ese es el secreto.
—Siempre tuve pavor al fracaso.
—Algo bastante razonable —dijo, y acercó los vasos. Cogí el mío y lo dejé junto a la
cama—. Buen vino, este.
—Me puedo permitir lo mejor.
Él movió la cabeza afirmativamente y preguntó:
—¿Le gusta?
—No demasiado.
Mi respuesta lo hizo sonreír. Se bebió su vaso de un trago.
—Mi padre tenía un gusto excelente en cuestión de vinos —dijo—. Si la añada no era de
al menos veinte años atrás y no había sido embotellado en una bodega desde la que se divisara
el monte Bezar, solo valía para encurtir cebollas. Se bebió la granja y el terreno que teníamos
con árboles madereros; y seis manzanas con buenas propiedades en la Ciudad que reportaban
más que todo lo demás junto, y luego se murió y dejó que mi hermano mayor tuviese que
apechugar con el desastre. La última vez que supe de él era un pobre viejecito con un sombrero
de paja, que trabajaba las veinticuatro horas que Dios le dio al día y, a pesar de ello, el banco
había ejecutado la hipoteca; me lleva tres años, ¡por el amor de Dios! Y mi otro hermano tuvo
que incorporarse al ejército. Murió en Settingen. «Gloria eterna», lo llamaron en el templo,
pero yo sé a ciencia cierta que lo de ser soldado lo aterrorizaba. Cuando llegó el carromato que
lo iba a llevar a la academia trató de esconderse en el granero, pero mi madre lo sacó
arrastrándolo del pelo. Lo que me ha llevado a ser de la opinión de que, a veces, el precio de
una vida elegante y refinada es demasiado alto. —Me miró por encima del borde del vaso y
sonrió—. Pero supongo que usted no estará de acuerdo.
—Continúo viviendo en los mismos aposentos de la universidad —respondí
encogiéndome de hombros—. Y cinco días a la semana, mi cena sigue siendo pan con queso,
en una bandeja frente al fuego. No fue porque avariciase los lujos. Era porque temía lo otro. —
Mi turno de sonreír—. Nunca cometas el error de achacar a la avaricia lo que el miedo puede
explicar. Yo debería saberlo. He vivido con miedo todos los días de mi vida.
Suspiró.
—No ha bebido —dijo.
—Creo que tengo un inicio de úlcera.
Él sacudió la cabeza con tristeza.
—De verdad que me alegro mucho. De lo de su música. ¿Sabe qué? Yo siempre lo
desprecié; todos esos conocimientos, toda esa habilidad y técnica, y ni rastro de alas. Era
incapaz de remontar el vuelo, así que pasó la vida tratando de inventar una máquina voladora.
Yo aprendí a volar saltando desde los acantilados. —Bostezó y se rascó la nuca—. Por
supuesto que la mayor parte de la gente que lo intenta así termina despanzurrada, pero a mí me
funcionó bien.
—Yo no salté. Me empujaron.
Una enorme sonrisa se extendió poco a poco por su rostro, como el aceite sobre el agua.
—Y ahora quiere decirme cuán agradecido me está.
—No, en realidad, no.
216
—Vamos… —No estaba en absoluto enfadado, sino que se estaba divirtiendo.
Probablemente fuese una suerte que la espada estuviera en el baúl—. Pero, ¡demonios!, ¿acaso
le he hecho yo algo malo alguna vez? Mire todo lo que le he proporcionado a lo largo de los
años. El prestigio de ser mi profesor y la fama que le reportó de rebote la mía. La sinfonía. Y
ahora es capaz de escribir música casi tan buena, y por sus propios medios. ¿Y qué recibo yo a
cambio? Cien ángeles.
—Doscientos —dije con frialdad—. Se te ha olvidado el préstamo anterior.
Se echó a reír y metió una mano en el bolsillo.
—En realidad, no. El otro motivo por el que estoy aquí. —Sacó un abultado monedero del
tamaño de un puño y lo depositó en la mesa—. Ciento diez ángeles. Los intereses los he
calculado a ojo de buen cubero, dado que no acordamos un tipo concreto en su momento.
Ninguno de los dos dijo nada durante un buen rato. Luego yo me puse de pie, me incliné
sobre la mesa y cogí el monedero.
—¿No va a contarlo?
—Eres un caballero. Me fío de ti.
Asintió, como un tirador de esgrima reconociendo la validez de un tocado.
—Creo que con eso ya quedamos en paz, ¿verdad? Al menos que haya algo más que se
me haya olvidado —dijo.
—En paz, salvo por una cosa.
Esto lo pilló por sorpresa.
—¿El qué?
—No debías haber renunciado a la música.
—No sea ridículo —me espetó—. Me hubiesen arrestado y colgado.
—Un módico precio que merecía la pena pagarse —dije, que era lo mismo que él había
dicho cuando me confesó que había asesinado a un hombre: un módico precio que merecía la
pena pagarse a cambio de la genialidad. Y lo que había dicho yo, tras escuchar todos los
detalles—. No me mires con esa cara de enfado. Tú eras un genio. Escribías música que se
seguirá interpretando cuando Perimadeia ya no sea más que un cerro cubierto de hierba. La
Misa Mayor, la Sinfonía n.º 3, eso es probablemente todo lo que habrá sobrevivido al imperio
dentro de mil años. ¿Qué eran la vida de un haragán y la de un carcelero frente a eso? Nada.
—Hace tiempo hubiera estado de acuerdo. Ahora, no estoy tan seguro.
—Vale, pero yo sí. Estoy totalmente convencido. Y si el sacrificio de sus vidas merecía la
pena, también lo merecería el de la vida de un oleicultor, solo a cambio de que hubiese un
concierto más. Tal como están las cosas… —Me encogí de hombros—. No es algo que
dependa de mí, naturalmente, yo solo fui tu profesor. Eso es lo único que seré, dentro de mil
años. Supongo que debería sentirme afortunado por ello.
Me miró durante un buen rato.
—Sandeces —dijo por fin—. Usted y yo siempre hemos compuesto por dinero. Y en
realidad no se cree ni una sola palabra de lo que acaba de decir. —Se puso de pie—. Me alegro
de haberlo vuelto a ver. No lo deje. A este paso, algún día acabará escribiendo algo merecedor
de ser escuchado.
Se marchó y yo cerré la puerta con llave; aunque a esas alturas ya era demasiado tarde,
desde luego. Sin duda típico de mí: siempre dejo las cosas para demasiado tarde, para cuando
ya no importan.
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217
Cuando regresé a la universidad fui a ver a un compañero del departamento de Filosofía
Natural. Llevé conmigo una botellita en la que había guardado el contenido de cierto vaso de
vino. Unos días más tarde pasó a verme.
—Tenías razón —me dijo.
Asentí con la cabeza.
—Me lo imaginaba.
—Raíz de arquero. La suficiente para matar a una docena de hombres. ¿De dónde cuernos
la has sacado?
—Es una larga historia. Gracias. Por favor, si no te importa, no se lo comentes a nadie.
Él se encogió de hombros y me devolvió la botella. Yo la saqué fuera y derramé el
contenido sobre un arriate de flores. Ese mismo día, más tarde, entregué un donativo —ciento
diez ángeles— a los Hermanos de los Pobres, para su orfelinato en la Ciudad Baja; el primero,
último y único donativo de toda mi vida. El padre superior me reconoció, por descontado, y me
preguntó si quería que la donación fuese anónima.
—¡Ni hablar! Quiero que pongan mi nombre en letras bien grandes, donde la gente lo vea.
Si no, ¿qué sentido tiene?
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Creo que ya he mencionado a mi hermano mayor, Segibert, el que rescaté cuando lo del carro
en la ladera de la montaña, junto con mi padre. Lo recuerdo con cariño, aunque ya a una edad
relativamente temprana me di cuenta de que era un estúpido, un vago redomado y un cobarde.
Mi padre también lo sabía, y mi madre, así que a los diecinueve años Segibert se fue de casa. A
nadie le dolió verlo marchar. Más o menos se fue ganando la vida como mejor pudo, pero ni
siquiera su «mejor» era nunca gran cosa. A los treinta y cinco su deriva lo llevó a Perimadeia,
donde se casó con una prostituta retirada (retiro que no le duró demasiado, por lo visto) e hizo
un valeroso intento por ponerse al frente de una taberna, que duró nada menos que ocho muy
meritorios meses. Para cuando llegaron los agentes judiciales, su esposa estaba embarazada, el
dinero se había acabado largo tiempo atrás y la mejor manera de describir a Segibert sería
como una serie de breves intervalos entre tragos. Yo acababa de ser elegido para mi puesto: el
catedrático de música más joven de la historia; lo último que deseaba era relacionarme de
cualquier modo con ese desastre que tenía por hermano. Al final le entregué treinta ángeles,
todo el dinero que tenía, con la condición de que se marchara de la ciudad y jamás lo volviese a
ver. Cumplió la segunda parte del trato muriendo pocos meses más tarde. Sin embargo, para
entonces, ya pudo dejar un huérfano amén de una viuda. Ella contaba con una profesión para
poder salir adelante, lo que sin duda tuvo que resultarle muy tranquilizador. Al alcanzar la
mayoría de edad, o tal vez un poco antes, mi sobrino siguió los pasos profesionales de su padre.
Cuando el muchacho tenía diecinueve años recibí una nota escrita a toda prisa en la que me
pedía pagase una fianza, que se me pasó contestar, y ya no volví a tener ningún contacto con él.
No llegué a conocerlo. Murió joven.
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Mi segunda visita a una celda del corredor de la muerte. En esencia, lo mismo que en la
primera: paredes, techo, suelo, un ventanuco con barrotes y una repisa de piedra para sentarse y
dormir. Una puerta de acero con una pequeña trampilla deslizante en la parte de arriba.
218
—Creía que no había tratado de extradición entre Baudoin y nosotros —dije.
Él levantó la cabeza de entre las manos.
—No lo hay. Así que me agarraron en la calle y me metieron a empellones en un carruaje
cerrado en el que cruzamos la frontera. Tres días antes de mi boda. Syrisca tiene que estar
medio muerta de preocupación por mí.
—Seguro que eso fue ilegal.
—Sí —dijo moviendo la cabeza afirmativamente—. Creo que ha habido un animado
intercambio de notas entre las embajadas, y el marqués ha presentado una queja oficial. Pero,
por raro que parezca, sigo aquí.
Lo miré. La celda estaba oscura, por lo que yo no veía gran cosa.
—Te has dejado barba —comenté—. Eso es nuevo.
—Syrisca pensaba que la barba me sentaría bien.
Me contuve, aplazando el momento.
—Supongo que te sientes tratado injustamente.
—Pues sí. —Subió las piernas a la repisa y se encogió, abrazando las rodillas contra la
barbilla—. Vale, cometí algunas estupideces de crío, pero también hice algunas cosas que no
estaban nada mal. Y luego renuncié tanto a las unas como a las otras, senté la cabeza y me
convertí en un ciudadano corriente. Ha pasado muchísimo tiempo. De veras que creía que ya
no me quedaban cuentas pendientes.
Eché una ojeada furtiva a la celda. Lo que buscaba no parecía encontrarse allí, pero estaba
bastante oscuro.
—¿Cómo dieron contigo? —pregunté.
Se encogió de hombros.
—Ni idea. Solo me cabe suponer que alguien del pasado debió de reconocerme, pero no
me imagino quién pudo ser. Renuncié a la música —añadió con amargura—. Digo yo que eso
tenía que haberme valido para algo.
Había tenido buen cuidado de no decirme su nuevo nombre, aquella noche, en la posada,
pero en Baudoin no costaba demasiado dar con una joven estrella en ascenso en el mundo de la
oleicultura. A lo mejor no tenía que haberme proporcionado tanta información, pero no contaba
con que viviese lo suficiente para utilizarla.
—Trataste de envenenarme —dije.
Me miró, y me pareció como si sus ojos fuesen de cristal.
—Sí, lo siento. Y por si le sirve de algo: me alegro de que sobreviviese.
—¿Por qué?
—¿Que por qué lo hice? —Me miró desconcertado—. Pero si es obvio. Me había
reconocido. Supe que se había dado cuenta de quién era en cuanto nuestras miradas se cruzaron
en el recital. Fue una soberana estupidez por mi parte —continuó, apartando la mirada—.
Debería de haberme imaginado que usted jamás me delataría.
—Así que por poco no fueron tres asesinatos. Lo que socava un tanto tu afirmación de que
has hecho borrón y cuenta nueva.
—Sí. Y mi teoría de que mi anterior comportamiento estaba de algún modo relacionado
con el hecho de componer música, dado que cuando intenté matarle ya lo había dejado. Y, por
cierto, de verdad que lo siento mucho.
Le dirigí una débil sonrisa.
—Te perdono.
—Gracias.
219
—Otra cosa —continué—, he ido a ver al duque. Como sabes, es un gran admirador de mi
obra.
—No me diga…
—Oh, sí. Y pensar que una vez lo llamaste bárbaro…
—Él no es como su padre. Yo creo que el antiguo duque a lo mejor me hubiese
perdonado. Ya sabe, por mi gran contribución a la música.
—Sighvat no lo planteó así. Fue más como un favor personal hacia mí.
Nos sumimos en un prolongado silencio; exactamente igual que —lo siento, pero de
verdad que no soy capaz de resistirme a la comparación— una pausa en un momento clave de
una composición musical.
—¿Me va a poner en libertad?
—No exactamente —dije con toda la amabilidad que pude—. Le parece que tiene que
tomar en consideración los sentimientos de la familia de la víctima. Quince años. Con suerte y
buen comportamiento saldrás en diez.
Lo asimiló en dos fases bien diferenciadas; primero, el estremecimiento, el comprensible
horror ante la idea de una temporada extremadamente larga en el infierno; luego, al pensar en
la alternativa, la lucha lenta pero exitosa contra la desesperación.
—Me parece aceptable —dijo.
—Me temo que te lo parezca o no lo vas a tener que aceptar. Lo siento. No pude hacer
nada más.
—Yo soy quien debería disculparse —dijo moviendo la cabeza negativamente—. Traté de
matarle, y usted acaba de salvarme la vida. —Levantó la mirada, e incluso bajo esa luz
mortecina vislumbré en su rostro una expresión que no creo haber visto antes—. Usted siempre
ha sido mejor que yo. No me lo merecía.
—Entonces estamos en paz —dije con un encogimiento de hombros—. Por la sinfonía.
Pero hay una condición.
Esbozó un gesto vago de capitulación.
—Lo que sea.
—Tienes que volver a componer.
Creo que durante un instante el desconcierto le impidió hablar. Luego estalló en
carcajadas.
—Eso es ridículo. Hace ya tanto tiempo… ni se me había pasado por la cabeza.
—Le volverás a coger el tranquillo. Por cierto, la condición no la he impuesto yo —añadí,
mintiendo—, sino el duque. Así que, salvo que te apetezca dar un paseo corto seguido de una
caída aún más corta, te sugiero que lo pienses. A propósito, ¿te entregaron el papel que envié?
—Ah, ¿de modo que fue usted? —Me miró ligeramente de soslayo—. Sí, gracias, me
limpié el culo con él.
—En el futuro, utiliza la mano izquierda, que para eso está. Va en serio, Aimeric, lo de la
condición. Así es como cree Sighvat que tu crimen quedará reparado. Y a mí se me antoja una
buena idea.
Otro momento de silencio.
—¿Se lo dijo?
—¿El qué?
—Que la sinfonía la escribí yo. ¿Fue eso lo que lo decidió?
—No se lo dije, no, aunque se me pasó por la cabeza decírselo. Por suerte, no hizo falta.
220
—Entonces vale —dijo asintiendo con un cabeceo. Suspiró, como si se alegrara de que
una tarea larga y tediosa hubiera concluido—. Supongo que es como esa gente que coloca la
jaula con los pájaros en el alféizar de la ventana, al sol. Los encierra y tortura para obligarlos a
cantar. Siempre he estado en contra. Yo a eso lo llamo crueldad.
—Un módico precio por el trino de un pájaro cantor —dije.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
La mayor parte de lo que le conté era cierto. Sí que fui a ver al duque Sighvat para interceder
por él. Sighvat se sorprendió un tanto, dado que había sido yo quien lo había delatado. Al
duque no le conté lo del intento de envenenamiento. Lo de la condición se me ocurrió a mí,
pero a Sighvat le pareció bien. Tiene unas ideas bastante peculiares sobre la justicia poética, la
cual, en mi opinión, es una contradicción de términos flagrante.
Sí que forcé un tanto la verdad. Al principio, Sighvat estaba decidido a conceder a
Subtilius el perdón incondicional. Fui yo quien dijo que no, que en lugar de eso debía ir a la
cárcel; y, cuando le expliqué por qué quería que fuese así, accedió, de manera que yo estaba
diciendo la verdad cuando le conté a Subtilius que era porque así lo deseaba la familia de la
víctima.
Exactamente. El joven cascaciruelas al que había asesinado Subtilius era mi sobrino, el
hijo de Segibert. No lo descubrí hasta después de ayudarle a escapar y, cuando lo pienso ahora,
me pregunto qué habría hecho de haberlo sabido en su momento. No estoy seguro del todo —lo
que probablemente sea mejor, puesto que tengo la desgracia de estar obligado a vivir conmigo
mismo, y saber cuál hubiese sido mi decisión de haber tenido pleno conocimiento de los
hechos es muy posible que convirtiera esa relación en insoportable—. Por suerte, la cuestión no
es más que una mera elucubración mental.
Subtilius es bastante prolífico, en su celda, que en realidad no está nada mal. Me encargué
de que lo trasladaran del castillo viejo a la torre de la barbacana, un lugar bastante cómodo. De
hecho, en lo que respecta a mobiliario y comodidades, su celda es más o menos idéntica a mis
aposentos universitarios; y pago a los guardias para que le lleven comida decente, y una botella
de vino de vez en cuando. Tampoco tiene que preocuparse por el dinero. Por desgracia, la
cantidad de su producción no se corresponde con la calidad últimamente. Son obras buenas,
redondas, excelentes técnicamente y muy agradables de escuchar, pero sin chispa de
genialidad. Ni rastro. A lo mejor Subtilius todavía conserva sus alas, pero en su jaula, en el
alféizar de la ventana donde lo he colocado, no puede sacarles demasiado partido.
221
222
Índice
Índice 3
Presentación 4
Concierto a dos voces, Melanie Tem y Steve Rasnic Tem 5
Presentación 6
Concierto a dos voces Melanie Tem y Steve Rasnic Tem 8
Notas a la traducción de Concierto a dos voces 31
Monos, Ken Liu 32
Presentación 33
Monos Ken Liu 35
Recetas a tutiplén, Naomi Kritzer 38
Presentación 39
Recetas a tutiplén Naomi Kritzer 41
Las flores de la prisión de Aulit, Nancy Kress 59
Presentación 60
Las flores de la prisión de Aulit Nancy Kress 62
Tiro a la cabeza, Julian Mortimer Smith 90
Presentación 91
Tiro a la cabeza Julian Mortimer Smith 93
Volver a cruzar la Estigia, Ian R. MacLeod 97
Presentación 98
Volver a cruzar la Estigia Ian R. MacLeod 100
Los mascarones del último imperio, Mark Valentine 114
Presentación 115
Los mascarones del último imperio Mark Valentine 117
Amor de pago único, Aliya Whiteley 134
Presentación 135
Amor de pago único Aliya Whiteley 137
Un planteamiento programático de la conquista de la felicidad perfecta, 138
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Tim Pratt
Presentación 139
Un planteamiento programático de la conquista de la felicidad perfecta Tim Pratt 141
Hablar con los muertos, Sarah Pinsker 147
Presentación 148
Hablar con los muertos Sarah Pinsker 150
Empatía bizantina, Ken Liu 160
Presentación 161
Empatía Bizantina Ken Liu 163
Notas a la traducción de Empatía bizantina 190
Un módico precio por el trino de un pájaro cantor, K. J. Parker 191
Presentación 192
Un módico precio por el trino de un pájaro cantor K. J. Parker 194
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