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SEGUNDA PARTE
DEL INGENIOSO CABALLERO
DON QUIJOTE DE LA MANCHA (1615)
DIRECTION DE TRAVAIL
Teresa Rodriguez
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El candidato se habrá dado cuenta a la lectura de la obra y de nuestro envío que las
nociones y temáticas del programa de CAPES se entrecruzan constantemente en las
páginas del segundo Quijote. Ofrecer un análisis de fragmentos orientados
exclusivamente hacia una única noción supondría guiar al candidato hacia una única
lectura “posible”, algo que podría desconcertar en el momento de las oposiciones si
se encuentra, por ejemplo, con un pasaje de la obra bajo una noción diferente a la
vista en las clases. Fuera de estos aspectos metodológicos, lo cierto es que una
lectura centrada en nociones aisladas parece contradictoria para una obra como el
Quijote: novela polisémica, construida sobre un constante juego de perspectivas que
invitan a interpretaciones distintas bajo focos y análisis múltiples.
Así, hemos juzgado más oportuno acompañar al candidato en la lectura lineal de la
obra, intentando adentrarnos en el sentido/los sentidos del texto y en los mecanismos
de su construcción. Hemos construido estas clases en torno a tres capítulos: el
primero está dedicado al juego de autores ficticios, el segundo al papel de la sangre
en las relaciones entre personajes y las representaciones sociales que surgen en el
texto, el tercero sigue la progresión textual de la obra en su estructura interna. Al
final de estos apuntes, y a la luz de lo presentado anteriormente, hacemos un breve
balance recapitulativo donde, a titulo puramente orientativo, enlazamos episodios y
nociones.
INTRODUCCIÓN
En el prólogo a la Primera Parte (prólogo que es el comienzo de la obra, y no un elemento
ajeno, recordémoslo) había quedado expresado el propósito del libro por vía del pretendido
“amigo”: “[…] esta vuestra escritura no mira a más que a deshacer la autoridad y cabida que
en el mundo y en el vulgo tienen los libros de caballerías”; “[…] llevad la mira puesta a
derribar la máquina mal fundada destos caballerescos libros, aborrecidos de tantos y alabados
de muchos más; que, si esto alcanzásedes, no habríades alcanzado poco”. El Quijote es, como
aquí se afirma, una invectiva contra los libros de caballerías. Pero no solo. Por las páginas del
libro discurren debates y juicios sobre poética, sobre libros y sobre lectores; lecciones sobre
formas de escribir y formas de leer que asoman bajo la forma de diálogos pero también como
sustancia del relato pues las historias de los personajes con los que se cruza don Quijote son
retazos de formas de ficción literaria de aquel entonces: picaresca, literatura pastoril, relatos
moriscos, novela bizantina, etc.
El éxito editorial, la enorme popularidad alcanzada por los personajes, una continuación
apócrifa y, sobre todo, diez años de experiencias vitales y literarias que perfeccionan el arte
cervantino median entre las dos Partes del Quijote. No podrá extrañarnos que en el segundo
Quijote Cervantes reanude con la Parte Primera pero que introduzca a la vez cambios
importantes en la narración: juegos de voces narrativas, personajes, espacios, situaciones.
Empecemos nuestro recorrido por la obra careando los dos textos.
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1
Los tres Quijotes
Con el título Segunda parte del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha sale en 1615
de la imprenta madrileña de Juan de la Cuesta el segundo volumen de las aventuras de don
Quijote. Figura en la portada, junto al nombre de Cervantes, una breve frase en apariencia
banal, pero mucho más significativa de lo que a primera vista podría pensarse: “por Miguel de
Cervantes Saavedra, autor de su primera parte”. Desde el pórtico de la obra, pues, y como de
pasada, se le anuncia al lector potencial que el libro que ahora se pone en sus manos es obra
de ese mismo autor que había escrito diez años atrás el ya popular primer Quijote, impreso en
enero de 1605 y también en los talleres de Juan de la Cuesta.
Tan sencillo recordatorio debe leerse como un hábil reclamo editorial; al engarzarse
explícitamente en la Primera Parte, este segundo libro sale a la luz avalado por el éxito que ya
había obtenido el primero. Baste recordar que a altura de 1615 circulan más de diez ediciones
–autorizadas unas, ilegales otras- del Quijote de 16051, signo inequívoco del favor que se
había ganado entre el público: la simple relación con tan exitosa obra constituye,
indudablemente, un formidable acicate comercial para ganar lectores. Si podemos establecer
una correlación entre autor y obra, diremos que Cervantes, al dedicar su segunda entrega al
poderoso conde de Lemos, busca refugiarse bajo el amparo de un importante mecenas2; y que,
en cierto modo, el libro mismo quedaba también amparado, no solo bajo el prestigio
nobiliario de su protector el conde de Lemos, sino también bajo la sombra protectora de otro
libro ya famoso (el primer Quijote) y bajo la autoridad de un autor –Cervantes- cuyo fama
había quedado corroborada definitivamente en 1613 con la excelente acogida entre el público
español de sus Novelas Ejemplares.
Con este breve pero eficaz encabezamiento de la portada ambos volúmenes (el Quijote de
1605, el Quijote de 1615) quedan enlazados en una historia única y lineal, la del viejo hidalgo
manchego que pierde el juicio con la lectura de los libros de caballerías y de quien se promete
ahora, diez años más tarde, la feliz continuación de sus aventuras.
Entraba también en juego otro factor singular que justificaba sobradamente la evocación a la
autoría cervantina y la referencia al primer Quijote. En el verano de 1614 salía con pie de
imprenta de Tarragona3 el Segundo tomo del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha de
1
María Stoopen, Los autores, el texto, los lectores en el Quijote de 1605, 2002, México, UNAM / Universidad
de Guanajuato/Gobierno del Estado de Guanajuato, p. 304, n. 9.
2
Siguiendo práctica común en escritores de la época, Cervantes le dedica el libro a un personaje poderoso, con la
esperanza de alcanzar la protección de un mecenazgo. Nuestro autor le había dedicado su primer Quijote (1605)
al duque de Béjar, noble de quien nuestro autor no habría alcanzado supuestamente (así lo cree la crítica) el
apoyo esperado. Cambiará de destinatario en su segundo Quijote, que dirige esta vez al poderoso conde de
Lemos, a quien dedicará también, en un conmovedor prefacio la última de sus obras, Los trabajos de Persiles y
Sigismunda, novela bizantina que Cervantes estimaba como su mejor obra
3
“En Tarragona, en casa de Felipe Roberto, año 1614”. Alonso Fernández de Avellaneda, Don Quijote de la
Mancha, ed., intr. y notas de Martín de Riquer, Espasa-Calpe, Clásicos Castellanos (174), Madrid, 1972, p. 1)
2
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un tal Alonso Fernández de Avellaneda (seudónimo bajo el que se esconde un autor cuya
identidad verdadera es aún objeto de debate en nuestros días4). El título completo del libro de
Avellaneda, tal y como figura en la portada de 1614, es el siguiente: Segundo tomo del
ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, que contiene su tercera salida: y es la quinta
parte de sus aventuras. El libro se presenta, pues, en continuidad fidelísima con el primer
Quijote cervantino, libro este que se estructuraba en cuatro partes5 y contenía las dos primeras
salidas de don Quijote. Ninguno de estos pormenores figura en la portada del auténtico
segundo Quijote, encabezado por un escueto “Segunda Parte del ingenioso caballero don
Quijote de la Mancha” (nunca antes se había tratado el primer Quijote como “Primera Parte”)
sin duda para diferenciarse, editorialmente hablando, de la continuación apócrifa.
Las continuaciones, a la vez que aprovechan el “gancho” editorial de la obra primigenia,
suponen un homenaje al arte del autor primero, quien sigue guiando la escritura del
continuador en personajes, intrigas y situaciones. Algo similar le había ocurrido a Mateo
Alemán con la continuación apócrifa de su Guzmán de Alfarache. De hecho, que una historia
exitosa, como lo era la de don Quijote, contara con una continuación era moneda frecuente en
las prácticas de la época6. Toda obra considerada importante se prestaba a imitación (¿no
había sido la imitatio convención de escritura en el Renacimiento?) y continuaciones: La
Celestina de Rojas, el anónimo Lazarillo de Tormes, la Diana de Montemayor, y libros de
caballerías como el Amadís de Gaula habían sido objeto de continuaciones –fueran estas
anónimas, apócrifas o aparecieran firmadas por el autor real-, hasta llegar a convertirse, y el
caso de La Celestina es sin duda el más evidente, en cabeza de auténticos “ciclos” literarios.
Así lo recuerda el propio Avellaneda en su prólogo, y en tales prácticas se escuda para
4
El elenco es largo y variopinto. Se ha señalado, entre los autores posibles, a los dramaturgos Tirso de Molina,
Guillén de Castro, o a otros autores pertenecientes, como ellos, al círculo de Lope de Vega –Cervantes había
lanzado algunas críticas contra este en su primer Quijote, lo cual habría provocado la reacción airada de algunos
de sus partidarios- e incluso al propio Lope. Se han barajado también los nombres de Juan Ruiz de Alarcón, de
Quevedo, de Salas Barbadillo, e incluso del propio Cervantes, así como de algunos religiosos importantes de la
época (por ejemplo, fray Luis de Aliaga, confesor de Felipe III), caso este que explicaría la mesura con la cual
responde Cervantes en su propio prólogo al mordaz e insultante prólogo de Avellaneda. Otros, como Riquer,
apuntan al aragonés Gerónimo de Passamonte, militar y autor de una autobiografía en la cual se habría atribuido
a sí mismo acciones y peripecias que en realidad habría vivido Cervantes durante su valiente pasado militar.
Según Riquer, Cervantes se habría vengado de Passamonte presentándolo como personaje en su Quijote de 1605,
el galeote Ginés de Passamonte, príncipe de pícaro y delincuentes, que escribe el relato de su vida. El verdadero
Passamonte, a juicio de Riquer, se habría vengado más delante de Cervantes escribiendo el Quijote apócrifo, esta
vez utilizando el pseudónimo de Avellaneda.
5 a
I parte: capítulos 1-8; IIa parte: caps. 9-14; IIIa parte: caps. 15-27 y IVa parte, la más extensa, con los caps. 28-
52. Como sabemos, este tipo de estructura ya no se sigue en el Quijote de 1615. Por convención, y para no
confundir las “partes” del primer libro con los dos libros que componen la novela de Cervantes, se suelen utilizar
las mayúsculas para referirse a estas últimas: Primera Parte (el Quijote de 1605), Segunda Parte (el Quijote de
1615).
6
No olvidemos que también Cervantes se sitúa a medio camino entre la imitación y la continuación –ambas en
clave de parodia, eso sí- cuando construye su Quijote sobre el hipotexto de la caballeresca, y que don Quijote se
presenta a sí mismo como caballero andante de los tiempos modernos.
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3
justificar la continuación que él les presenta a los lectores: “[…] que nadie se espante de que
salga de diferente autor esta segunda parte, pues no es nuevo el proseguir una historia
diferentes sujetos [=autores]. ¿Quántos han hablado de los amores de Angélica y de sus
sucesos? Las Arcadias, diferentes las han escrito; la Diana no es toda de una mano […]”.
Recordemos que Cervantes había terminado su Quijote de 1605 con un explicit sacado del
admirado Orlando furioso (“forsi altro canterà con miglior plectio”, “quizás otro cantará con
mejor plectro”), tópico de humildad que deja la puerta abierta, al menos teóricamente, a una
continuación. Poco se esperaba sin duda nuestro autor que un embozado Avellaneda tomara
su invitación al pie de la letra y fuera a convertirse en padrastro de su don Quijote.
No hay acuerdo en la crítica sobre el estado en que se encontraba la redacción del segundo
Quijote cervantino cuando salió a luz el de Avellaneda. Sabemos con seguridad que en 1613
Cervantes estaba trabajando ya en su Segunda Parte del Quijote, pues la menciona como de
próxima publicación en el “prólogo al lector” de sus Novelas Ejemplares, editadas ese mismo
año:
Tras ellas [las Novelas Ejemplares], si la vida no me deja, te ofrezco los Trabajos de
Persiles, libro que se atreve a competir con Heliodoro, si ya por atrevido no sale con las
manos en la cabeza; y primero verás, y con brevedad dilatadas7, las hazañas de don
Quijote y donaires de Sancho Panza, y luego las Semanas del jardín […]
Es fácil imaginar el resentimiento que debió de sufrir el anciano escritor (67 años en 1614) al
descubrir que otro autor se le había adelantado y le había hurtado así la novedad de una
continuación que quizás él tendría ya bien avanzada. Un resentimiento atizado a la lectura del
prólogo apócrifo, desde el cual lanza Avellaneda un ataque despiadado y burlón contra el
anciano autor tachándolo de viejo decrépito, envidioso, murmurador y desabrido, sin amigos,
y del que ridiculiza incluso la herida sufrida en Lepanto. No falta tampoco en este prefacio el
reproche a Cervantes por haberse atrevido a criticar “a quien tan justamente celebran las
naciones más estrangeras, y la nuestra debe tanto, por aver entretenido honestíssima y
fecundamente tantos años los teatros de España con estupendas e inumerables comedias, con
el rigor del arte que de un ministro del Santo Oficio se deve esperar8”; la alusión a Lope de
Vega no podía ser más clara9.
7
Es decir, “verás muy pronto continuadas (=la continuación de) las hazañas”, etc.
8
Alonso Fernández de Avellaneda, Don Quijote …, ed. de M. Riquer, op. cit., pp. 8-9.
9
A Lope se le debe la llamada “comedia nueva”, una síntesis lograda entre los aportes de autores del Quinientos
y el aliento teatral, original, de Lope. Su éxito es tal que la fórmula teatral de la “comedia nueva” (ruptura de las
tres unidades y mezcla de estilos, enredos, polimetría, juegos escénicos continuos, etc.) seguirá vigente en
España hasta muy avanzado el XVIII.
Cervantes había reconocido en su primer Quijote la valía de Lope como dramaturgo, si bien le había reprochado
el haber enfeudado su arte al gusto del público en lugar de atender a las reglas del arte, es decir, el haber optado
por escribir obras fáciles, de gran éxito popular, pero muy inferiores a las que el celebrado dramaturgo era capaz
de escribir. Hay que decir que con los teatros comerciales la práctica del teatro entró a formar parte de un
[…/…]
4
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Cervantes responderá a tales ataques en el prólogo de su Segunda Parte, eso sí, con mayor
mesura y elegancia que su continuador Avellaneda, y haciendo gala de una fina ironía bien
característica. Véanse, sino, las alusiones cervantinas a la “ocupación continua virtuosa” de
Lope –todo el mundo estaba al corriente de la debilidad de Lope por las mujeres y de la
escasa virtud de su vida - y los dos cuentos de locos con que se retrata alegóricamente la
empresa literaria de Avellaneda10. No será el único espacio textual que Cervantes dedique a
saldar cuentas con su continuador: también en el cuerpo de la novela veremos mordaces
alusiones al Quijote apócrifo y a la escasa habilidad literaria de su autor. Tendremos ocasión
de referirnos a ellas.
Por desviarse de Avellaneda Cervantes llegará incluso a traicionar algunas bases de su
proyecto inicial. El más evidente de los cambios concierne el espacio de las aventuras: en el
primer Quijote (I, 52) se anunciaba que la tercera salida del hidalgo sería a Zaragoza, para
participar en unas justas11; al llevar Avellaneda a su protagonista por tierras zaragozanas,
Cervantes cambia radicalmente el itinerario del héroe en esta Segunda Parte y, en un vuelco
de espacios, remplaza el escenario aragonés de justas a lo medieval por la industriosa
Barcelona. Avellaneda, apoyándose en el texto de 1605 (los jocosos poemas de los
académicos que cierran la obra) había hecho de Argamasilla ese “lugar de la Mancha” donde
circuito económico, donde el gusto del público se hace determinante: es el espectador quien paga la entrada al
espectáculo y determina, acudiendo o dejando de acudir a los corrales, el éxito o el fracaso comercial de una
obra. Lope, que era consciente de la importancia del público en la empresa comercial del teatro, conocía también
el gusto del vulgo y era perfectamente capaz de ofrecerle al público lo que el público quería. Tampoco
Cervantes, al escribir sus obras en prosa, ignoraba que los libros eran un mercado, y también al escribir tenía en
cuenta–sin renunciar a una elevada exigencia personal, eso sí- el gusto de los lectores. Valor estético, dimensión
ejemplar y realidad mercantil de la obra literaria; lecturas y lectores, etc. son cuestiones que se barajan
constantemente en el primer Quijote y en algunos pasajes del segundo, como veremos.
10
Recordemos que en la continuación de Avellaneda don Quijote, loco rematado, acaba encerrado en un
manicomio. La locura del autor apócrifo, viene a decirnos Cervantes en estos dos cuentos del prólogo, corre
parejas con la de su personaje. No podemos saber hasta qué grado la versión de Avellaneda pudo influir en los
cambios que Cervantes introduce en su protagonista de 1615; lo cierto es que, frente al loco divertido pero
simplista de Avellaneda, Cervantes traza ahora un don Quijote mucho más reflexivo y complejo que el apócrifo
(y más, también, que su don Quijote de 1605), y que lo hace morir –al menos así lo parece- cuerdo.
11
En Zaragoza se celebraban realmente justas caballerescas (J. M. Cacho Blecua, “El mundo caballeresco en el
Quijote”, Destiempos, nº. 23, 2010), y hasta Zaragoza habría llevado Cervantes a su don Quijote (I, 52) si
Avellaneda no se le hubiera adelantado con su Quijote apócrifo. Son los personajes cervantinos quienes dan
cuenta de tal cambio en el capítulo 59 de la Segunda Parte, consagrada en gran medida al libro de Avellaneda.
Recordemos que en este capítulo amo y escudero se encuentran en una venta con dos nobles, don Jerónimo y
don Luis, que están leyendo y comentando el Quijote apócrifo. Don Quijote y Sancho se suman a la
conversación, ojean rápidamente el libro y dan una opinión negativa sobre el mismo: ” Díjole don Juan que
aquella nueva historia contaba como don Quijote, sea quien se quisiere, se había hallado en ella en una sortija
falta de invención, pobre de letras, pobrísima de libreas, aunque rica de simplicidades. —Por el mismo caso —
respondió don Quijote— no pondré los pies en Zaragoza y así sacaré a la plaza del mundo la mentira dese
historiador moderno, y echarán de ver las gentes como yo no soy el don Quijote que él dice. —Hará muy bien
—dijo don Jerónimo—, y otras justas hay en Barcelona donde podrá el señor don Quijote mostrar su valor.” (II,
59, pp. 1003-1004). Con el cambio de espacio geográfico marca simbólicamente Cervantes la disconformidad
entre otros dos espacios, el espacio textual de Avellaneda y el espacio del texto cervantino, y marca de forma
explícita la distancia que separa ambas escrituras.
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5
naciera don Quijote12; quizás por eso Cervantes al final decide mantener oculto el nombre de
la cuna de su don Quijote (II, cap. 74)13. Además, Cervantes censurará en su propio texto el
apócrifo de Avellaneda y se apoyará en la continuación apócrifa para algunos pasajes de su
Quijote de 1615: los dos viajeros que leen en la venta el libro de Avellaneda, los juicios
negativos que la versión apócrifa despierta en unos y otros, el propio don Quijote comentando
los errores del Quijote espurio… Hace incluso intervenir en su novela a uno de los
protagonistas del libro de Avellaneda, el morisco don Álvaro Tarfe. Y también por la versión
apócrifa podría entenderse el desenlace del Quijote cervantino, puesto que “matando” a don
Quijote, Cervantes aleja el peligro de otras continuaciones que no saldrían de su pluma:
advertirte que consideres que esta segunda parte de Don Quijote que te ofrezco es cortada
del mismo artífice y del mesmo paño que la primera, y que en ella te doy a don Quijote
dilatado, y finalmente muerto y sepultado, porque ninguno se atreva a levantarle nuevos
testimonios, pues bastan los pasados y basta también que un hombre honrado haya dado
noticia destas discretas locuras, sin querer de nuevo entrarse en ellas: que la abundancia
de las cosas, aunque sean buenas, hace que no se estimen, y la carestía, aun de las malas,
se estima en algo
Los factores que acabamos de exponer son más que simples circunstancias contextuales. Si
nos hemos detenido un tanto en ellos es porque jugaron un papel evidente en la escritura
misma del Quijote de 1615, es decir, en la construcción del relato. Cervantes, cuando
construye su primer Quijote, solo tiene que atenerse a su propio proyecto autoral, singular y,
por así decirlo, libre. En cambio, cuando emprende y elabora la segunda parte de su obra no
puede hacer abstracción ni de la Primera Parte auténtica -la que salió de su pluma-, ni de la
Segunda Parte falsa, la apócrifa de Avellaneda14.
Seguirá nuestro autor personajes, caracteres, situaciones ya expuestas en el Quijote de 1605,
como exige la noción misma de “continuación” de una obra y porque eso es lo que esperan
los lectores. Eso sí, introducirá algunas novedades y cambios con respecto a su primer Quijote
12
Así en la portada del libro de Avellaneda: “Al alcalde, regidores, y hidalgos, de la noble villa de Argamesilla
[Argamasilla], patria feliz del hidalgo Cauallero Don Quixote de la Mancha”, Don Quijote …, ed. de M. Riquer,
op. cit., p. 1.
13
“Este fin tuvo el ingenioso hidalgo de la Mancha, cuyo lugar no quiso poner Cide Hamete puntualmente, por
dejar que todas las villas y lugares de la Mancha contendiesen entre sí por ahijársele y tenérsele por suyo, como
contendieron las siete ciudades de Grecia por Homero ».
14
Volvemos al juicio de Menéndez Pidal sobre las consecuencias de la obra de Avellaneda en la escritura de
Cervantes para esta Segunda Parte. Según el crítico, el texto de Avellaneda, donde figuran los resortes de la
acción y las grades líneas del relato de 1605, funcionó como una suerte de espejo negativo donde Cervantes
contempló la necesidad de desviarse, en algunos aspectos, no solo de Avellaneda, sino de su primer Quijote:
"[Cervantes] vio más claros que nunca los peligros de trivialidad y grosería que la fábula entrañaba y se esforzó
más en eliminarlos al redactar la segunda parte del Quijote", Ramón Menéndez Pidal, «Un aspecto de la
elaboración del Quijote», Biblioteca Cervantes Virtual [otra ed. en De Cervantes y Lope de Vega, Buenos Aires-
Madrid: Espasa-Calpe, 1948, 4.ª ed.; 1964 (1920), pp. 9-60].
6
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para mantener viva la atención del lector, pues “continuar” no significa simplemente repetir.
Así, como veremos a lo largo de estas páginas, los espacios son diferentes, la relación entre
realidad y ficción (también entre sociedad y texto), se hace más compleja. Incluso en el perfil
de nuestros protagonistas, don Quijote y Sancho, advertimos una notable evolución: ¿no
hablaba Madariaga de una quijotización de Sancho y de una sanchificación de don Quijote?15.
El lapso temporal que separa las dos grandes partes de la obra le permite también a Cervantes
calibrar la recepción y, en general, la opinión de los lectores sobre su Primera Parte antes de
escribir la Segunda. Lo sorprendente no es que Cervantes haya tomado en cuenta la opinión
de los lectores, sino el haber dado entrada a tales opiniones desde la ventana de la novela y el
haberlas incorporado a la sustancia del relato.
Del éxito del primer Quijote da cuenta el capítulo 3 (II, 3) el bachiller Sansón Carrasco con un
discurso donde se entrecruzan ficción (referencias a Cide Hamete, al traductor… todas ellas
voces ficcionales del texto), datos de la realidad (libros impresos, ediciones, resonancia del
libro) y elogio autoral16. Para completar esta reseña sobre la recepción de la Primera Parte que
se nos da a nosotros, lectores de la Segunda, desde y a través de la ficción, los personajes
incluyen también en el diálogo algunas de las críticas o reparos que se le hicieron al Quijote
de 1605, y responden a algunas de ellas.
Así, situaciones en la intriga de la Primera Parte de las que se reconocen sombras e
incoherencias (el episodio del robo del asno de Sancho o la suerte de los ducados encontrados
en Sierra Morena, por ejemplo) quedarán aclaradas por Sancho, al menos parcialmente, al
principio del capítulo 4 (pp. 575-576). Con tales analepsis (=vueltas al pasado de la historia)
de los personajes, Cervantes cierra el relato que había quedado incompleto, ataja las críticas17
y enlaza, en estos capítulos primeros, la Primera y la Segunda Parte en un círculo estrecho.
Ahora bien, como afirma el bachiller Carrasco todos estos son meros detalles, “lunares” de la
historia; equivocaciones del “historiador” (entiéndase, el autor) o descuidos del impresor, (II,
4, p. 576); en definitiva, simples olvidos puntuales. Mayor importancia merece la cuestión de
15
“mientras el espíritu de Sancho asciende de la realidad a la ilusión, declina el de don Quijote de la ilusión a la
realidad. Y el cruce de las dos curvas tiene lugar en aquella tristísima aventura, una de las más crueles del libro,
en que Sancho encanta a Dulcinea”, Salvador de Madariaga, Guía del lector del Quijote, ed. Sudamericana,
Buenos Aires, 1947, p. 175.
16
“es tan clara [la historia] que no hay cosa que dificultar en ella […] la tal historia es del más gustoso y menos
perjudicial entretenimiento que hasta agora se haya visto, porque en toda ella no se descubre ni por semejas una
palabra deshonesta ni un pensamiento menos que católico” (II, 3, p.372)
17
Él mismo se permite, a su vez, deslizar una crítica contra las lecturas demasiado puntillosas; véase, sino, la
intervención de Sansón Carrasco (II, 3, p. 573): “quisiera yo que los tales censuradores fueran más
misericordiosos y menos escrupulosos, sin atenerse a los átomos [=los detalles nimios] del sol clarísimo de la
obra de que murmuran: que si «aliquando bonus dormitat Homerus», consideren lo mucho que estuvo despierto
por dar la luz de su obra con la menos sombra que pudiese, y quizá podría ser que lo que a ellos les parece mal
fuesen lunares, que a las veces acrecientan la hermosura del rostro que los tiene; y, así, digo que es grandísimo el
riesgo a que se pone el que imprime un libro, siendo de toda imposibilidad imposible componerle tal que
satisfaga y contente a todos los que le leyeren”.
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los relatos insertos de la Primera Parte, que muchos lectores juzgaron excesivos en número y
sobre todo, desconectados de la historia principal de don Quijote.
En la Segunda Parte encontramos al menos dos referencias explícitas al respecto. La primera
referencia surge en ese mismo capítulo 3, y concierne una novelilla a la italiana, la Novela del
Curioso Impertinente (I, caps. 35-36-37), novelilla olvidada por un misterioso viajero en la
venta de Juan Palomeque y que el Cura había leído en voz alta para divertir a los personajes
de la venta18.
El portavoz primero de las críticas es, una vez más, Sansón Carrasco. Por su parte, Sancho, en
su sociolecto campesino, enjuicia negativamente la variedad de historias autónomas (“ha
mezclado el hideperro berzas con capachos”, p. 571); don Quijote, lo achaca a la irreflexión
de un autor incapaz de respetar las reglas del arte, de un mero “contador de historias”, y no
propiamente de un poeta19. Tanto don Quijote como Sancho enjuician negativamente esa
“desviación” en el hilo de la historia principal mucho más severamente de lo que recoge
Sansón Carrasco: la novelilla –dice este- se ha criticado por estar fuera de lugar, pero “no por
mala ni por mal razonada”. Curioso papel el que Cervantes le hace jugar al bachiller Carrasco
en este capítulo, haciéndolo oscilar constantemente entre dos polos: vehicular críticas de los
lectores y transmitir justificaciones autorales.
La segunda referencia vendrá mucho más lejos en la obra, ya en el capítulo 44. El fragmento
es un poco largo, pero suficientemente interesante, por su forma y contenido, como para que
lo leamos con detalle:
Dicen que en el propio original desta historia se lee que llegando Cide Hamete a escribir
este capítulo no le tradujo su intérprete como él le había escrito, que fue un modo de
queja que tuvo el moro de sí mismo por haber tomado entre manos una historia tan seca y
tan limitada como esta de don Quijote, por parecerle que siempre había de hablar dél y de
Sancho, sin osar estenderse a otras digresiones y episodios más graves y más
entretenidos; y decía que el ir siempre atenido el entendimiento, la mano y la pluma a
escribir de un solo sujeto y hablar por las bocas de pocas personas era un trabajo
incomportable, cuyo fruto no redundaba en el de su autor, y que por huir deste
18
La novelilla se inserta así en la diégesis según el viejo tópico del “alivio de caminantes” que encontramos en
obras como el Decamerón de Boccaccio: se trata de entretener el tiempo contando –aquí, leyendo- historias. La
historia en cuestión se ambienta en Italia, y cuenta la tragedia de una curiosidad obsesiva: deseoso de probar la
fidelidad de su joven y bella esposa, Anselmo le pide a su mejor amigo, Lotario, que finja estar enamorado de
ella para probar la reacción de la muchacha. La insistencia de Anselmo terminará empujando a la esposa en
brazos de Lotario. Todo termina con la muerte de Anselmo, ya desengañado, la de Lotario, y con la muerte
ejemplar de la esposa Camila, que había entrado en un convento.
19
En esa misma página 571, en boca de don Quijote: “no ha sido sabio el autor de mi historia, sino algún
ignorante hablador, que a tiento y sin algún discurso se puso a escribirla, salga lo que saliere […]”. Lo compara
con Orbaneja, el pésimo pintor de Úbeda. La comparación no es anodina: Cervantes le da un vuelco burlón a la
máxima horaciana ut pictura poesis (“la poesía como la pintura”), donde las dos artes quedaban relacionadas
pues ambas imitan la realidad. El “mal escritor” encuentra su correlato en el “mal pintor”. Encontraremos esa
misma referencia a Orbaneja hacia el final de la novela, y lo que estará entonces en juego será la crítica a la obra
de Avellaneda.
8
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inconveniente había usado en la primera parte del artificio de algunas novelas, como
fueron la del Curioso impertinente y la del Capitán cautivo, que están como separadas de
la historia, puesto que las demás que allí se cuentan son casos sucedidos al mismo don
Quijote, que no podían dejar de escribirse. También pensó, como él dice, que muchos,
llevados de la atención que piden las hazañas de don Quijote, no la darían a las novelas, y
pasarían por ellas o con priesa o con enfado, sin advertir la gala y artificio que en sí
contienen, el cual se mostrara bien al descubierto, cuando por sí solas, sin arrimarse a las
locuras de don Quijote ni a las sandeces de Sancho, salieran a luz. Y, así, en esta segunda
parte no quiso ingerir novelas sueltas ni pegadizas, sino algunos episodios que lo
pareciesen, nacidos de los mesmos sucesos que la verdad ofrece, y aun estos
limitadamente y con solas las palabras que bastan a declararlos; y pues se contiene y
cierra en los estrechos límites de la narración, teniendo habilidad, suficiencia y
entendimiento para tratar del universo todo, pide no se desprecie su trabajo, y se le den
alabanzas, no por lo que escribe, sino por lo que ha dejado de escribir […]
Esta vez es el narrador primero, el “historiador” Cide Hamete, también llamado “autor
arábigo” y cronista de las aventuras de don Quijote, quien vuelve retrospectivamente sobre la
escritura de 1605. En su pretendida “queja de sí mismo” (entiéndase, de su labor como
escritor “cronista”), Cide Hamete se justifica por haber insertado dos relatos tan ajenos a la
historia principal (el ya mentado Curioso Impertinente y el relato del Capitán Cautivo20), y
termina declarando que ha preferido renunciar a tal práctica en su continuación de la historia.
A primera vista, el texto arriba citado ofrece una retractación autoral: a través de la voz
ficcional de Cide Hamete, Cervantes parece manifestarnos que ha tomado en cuenta las quejas
de los lectores sobre los relatos interpolados y que, en consecuencia, a la hora de escribir esta
Segunda Parte ha preferido renunciar a la dispersión narrativa de la Primera. En la práctica,
esta retractación es solo aparente. Es más, en un vuelco de ironía cómica, el pretendido mea
culpa de Cide Hamete no solo no obedece a las críticas, sino que se convierte en una auténtica
reivindicación de la escritura cervantina.
De hecho, ¿qué se reprocha Cide Hamete? reconoce haber adornado el relato de don Quijote,
historia “seca” y “limitada”, con dos (solo dos) historias independientes; y, acto seguido,
aprovecha la ocasión para precisar que la miríada de historias contadas por los personajes en
la primera parte (Marcela y Grisóstomo, las de los galeotes, Dorotea y don Fernando,
Luscinda y Cardenio, Clara y don Luis, la pastora Leandra y el cabrero Eugenio) sí son
20
Ambos relatos insertos, la novelilla del Curioso Impertinente y la del Cautivo se presentan en el espacio de la
venta como historias contadas: la primera sacada de los libros; la segunda, sacada de la vida de los personajes.
La historia del capitán Cautivo ocupa los capítulos 38 (aparición del personaje), 39, 40, 41 y 42 del primer
Quijote. Veamos rápidamente su asunto.
Tras largos años de cautiverio en Argel, el capitán Ruy Pérez de Viedma llega a la venta de Juan Palomeque con
una bella mora –Zoraida/Marién-, y cuenta sus aventuras a los presentes: la participación en Lepanto y la prisión
en manos de los turcos, el encuentro casual con la rica Zoraida y la huída de ambos hacia tierras cristianas y su
llegada a España, patria de Ruy Pérez. En la azarosa historia del heroico capitán Cervantes entremezclan
elementos autobiográficos y componentes de novela morisca y cuentos populares, en un vaivén constante entre
lo referencial y lo fabuloso.
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plenamente necesarias a la construcción del relato (“puesto que las demás [historias] que allí
se cuentan son casos sucedidos al mismo don Quijote, que no podían dejar de escribirse”).
Convierte también en admirable y perfecto lo que algunos lectores denunciaron como un error
de escritura: ha renunciado a los relatos intercalados por ser estos demasiado logrados como
para figurar junto a las “locuras” de don Quijote y las “sandeces” de Sancho, y para no correr
el riesgo de que tan excelentes narraciones, merecedoras del mayor interés por su “gala y
artificio”, pudieran pasarle desapercibidas a un lector demasiado atento a la historia
quijotesca.
Vemos cómo Cervantes, burlonamente, le da la vuelta a las cosas: recibió críticas por los
relatos independientes, esas narraciones accesorias que rompen el hilo de la acción principal.
Pues bien, para Cide Hamete esos relatos periféricos son más importantes que la “seca”
historia quijotesca. Y los elimina del segundo relato de don Quijote pero no porque merezcan
esconderse, sino por temer que, inmersos en la diégesis principal, los relatos no le resulten al
lector suficientemente visibles. Historias tan artísticas que merecen una publicación aparte
(¿se trata de una mención de Cervantes a sus Novelas Ejemplares de 1613?)
Cervantes acoge en capítulos distantes (el 3, el 44) dos voces, la del lector y la del primer
cronista, en un sabroso contraste de pareceres en el que cada uno campea sobre sus posiciones
respectivas. Las “quejas” de Cide Hamete trasladan (con toda la distancia que imponen la
comicidad y la ironía) la posible respuesta cervantina a las críticas sobre su primer Quijote, y
en particular a la tibia acogida que tuvieron las historias insertas, historias que, sin embargo,
daban prueba de la extraordinaria capacidad inventiva del autor (la inventio) y respondían
perfectamente al canon renacentista del arte de la variedad (la varietas), tan importante en la
alabada novela bizantina como en la denostada caballeresca. En todo caso, bajo una aparente
“retractación” lo que le lector se encuentra es la afirmación sin ambages de un sujeto escritor
(ficticio, naturalmente, pues Cide Hamete es voz inventada), de su responsabilidad y libertad
absoluta a la hora de escribir el relato. Todo esto termina como un guiño malicioso por parte
de Cervantes: ¿se le ha reprochado haber insertado demasiadas historias diferentes? Pues Cide
Hamete lleva tal crítica hasta el absurdo de pedirles a los lectores que alaben su crónica, no
por lo que en ella ha escrito, sino por lo que él se ha dejado en el tintero. Disparatada,
carnavalesca situación la de un escritor (ficticio) que pide alabanzas por la página que ha
dejado en blanco, y no por la página escrita.
Con todo, Cervantes no podrá o no querrá renunciar totalmente en la Segunda Parte a seguir
amenizando la “seca” historia de don Quijote con algunos relatos insertos: las dos historias
catalanas –Roque Guinart, Claudia Jerónima- y la historia de la morisca Ana Félix lo prueban.
Pero los relatos son menos, y la narración se ata a la historia de don Quijote de modo más
estrecho que en la Primera Parte. La inventio de Cervantes, es decir, su capacidad de inventar
y dar cuerpo a mundos de ficción de lo más diverso había quedado ya definitivamente
ratificada dos años antes de la publicación del segundo Quijote, esta vez con una miríada de
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historias (las Novelas Ejemplares de 1613) completamente independizadas ya de un relato-
marco, como decíamos más arriba. Y ya a las puertas de la muerte, en 1616, Cervantes
volverá a la “escritura desatada” de 1605, con mucha mayor sobreabundancia de intrigas y
personajes, en su última novela -Los Trabajos de Persiles y Sigismunda21- . Con ella
Cervantes mostrará a sus lectores cómo su inventiva de creador de ficciones ha sido capaz de
alcanzar extremos hiperbólicos.
21
El Persiles sale a luz en 1617. Cervantes había construido esta última obra según el modelo de la llamada
“novela bizantina” o “novela griega”, de raíces en la Antigüedad tardía y cuyos autores más admirados desde el
Renacimiento eran Heliodoro (las Etiópicas, por otro título Teágenes y Cariclea) y Aquiles Tacio (siglo II) con
su Leucipa y Clitofonte. De “libros de aventuras peregrinas” califica López Estrada este tipo de obras (“Siglos de
Oro: Renacimiento”, en Francisco Rico, Historia y Crítica de la literatura española (II), Barcelona, Crítica,
1980, pp. 271-336), y, en efecto, en ellas encontramos el peregrinar de dos amantes separados por accidente,
cuya existencia suele discurrir en espacios diferentes, con multitud de aventuras y en medio de personajes
diversos, hasta que se llega al esperado reencuentro final. Cultivaron el género autores tan importantes como
Lope de Vega (El peregrino en su patria, 1604) y Baltasar Gracián (El Criticón, ya a mediados del siglo XVII).
El propio Cervantes, antes del Persiles, había introducido ya ingredientes de novela bizantina en algunas de sus
Novelas Ejemplares de 1613 (en El amante liberal, por ejemplo). Es muy posible que, como apuntara Avalle-
Arce, Cervantes hubiera escrito los dos primeros libros del Persiles entre 1599 y 1605, es decir, al mismo tiempo
que parte de la redacción de su primer Quijote, y que el ideal estético que defienden algunos personajes del
Quijote de 1605 (el arte de componer una “tela de varios y hermosos lazos” tejida, la “escritura desatada” donde
ejercer el arte de la prosa) retrate el ideal de variedad y elegancia propios de la novela griega, ideal que
Cervantes intentó imponer, con su Persiles, como modelo artístico para la nueva prosa de ficción. Pero la novela
griega fue sobre todo un género admirado por humanistas y eruditos, no por el vulgo. Y, contrariamente a lo que
suponía Cervantes, la obra que forjó una nueva forma de narrar la ficción no fue el Persiles, reactivación de un
modelo prestigioso y erudito, sino el Quijote, una epopeya burlesca que parodia un género de gran éxito popular,
la novela de caballerías.
Sobre la influencia de la novela bizantina se puede consultar, entre otros, Ana L. Baquero Escudero, “La novela
griega: proyección de un género en la narrativa española”, RILCE, VI, 1, 1990, pp. 19-45.
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un héroe literario, el protagonista de su propio libro, y buen número de los personajes que se
cruzan en su camino se inspiran en ese “libro de su vida” para inventar burlas y farsas en las
que intervendrá nuestro protagonista. Es más, don Quijote se hace lector ficcional de su
propia biografía apócrifa (la obra de Avellaneda) que llega por casualidad a sus manos, como
también la tuvo quizás en sus manos ese lector real que está leyendo ahora la Segunda Parte
cervantina. Así que el lector real se ve atrapado en una galería de espejos: contempla a un
personaje de ficción que está haciendo lo mismo que él, es decir, leyendo un libro que él
también conoce. El resultado de tan barrocas metalepsis y abismaciones (¿cómo no pensar en
Velázquez?) es un ensanchamiento constante de perspectivas dentro del texto, y el
sentimiento (el espejismo) para el lector que de que la barrera que separa la realidad de la
ficción no es fija, sino maleable.
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I- Las voces narrativas del texto. Voces en juego
En las páginas que siguen damos un breve recapitulativo sobre las voces narrativas que surgen
en los dos planos del texto: (1) en la diégesis, es decir, en el mundo ficcional –la historia de
don Quijote- que se va desarrollando a lo largo de la páginas de la novela, y ya fuera de la
diégesis, en el plano de la narración (2) con lo que se suele llamar el “sistema autoral” o el
juego de autores ficticios, que en ningún momento deben confundirse con el autor empírico,
real (Cervantes)22. No es lugar aquí de detenerse en un estudio pormenorizado de todo este
enmarañado sistema de voces y estratos; nos limitaremos a dar algunas pautas de lectura para
facilitar la comprensión literal de ciertos fragmentos de la obra que el candidato podría
encontrar en las oposiciones.
Voces y personajes
Cervantes deja en esta Segunda Parte un amplísimo espacio al diálogo. El entrecruzamiento
constante de voces de personajes, presentadas a menudo por un narrador que se hace casi
mudo ante ellas23, lleva la mímesis – la imitación identitaria de la escritura teatral- al centro
mismo del texto. Como resultado, se despierta en el lector un efecto de cercanía con el mundo
ficcional representado (¿no parecemos testigos de los debates y conversaciones de unos y
otros?). Además, y sobre todo, el cambio constante de voces sustenta un continuo juego de
perspectivas, pues cada personaje da su propia versión, su percepción particular de las cosas.
Buena parte del perspectivismo de la novela se apoya, de hecho, en la pluralidad de voces que
le van ofreciendo al lector una visión poliédrica de la “verdad”. Contrastando lo que dicen
unos y otros en el relato, llegamos a la conclusión de que la verdad no es única, sino que
ofrece múltiples caras; algunas incluso contradictorias -lo cual suele generar tensiones entre
los personajes y sorpresas en el lector-, pero todas ellas complementarias: baciyelmo, cuerdo-
loco, sueño o visión en Montesinos, etc. Ya en el siglo XX, un gran lector del Quijote, Ortega
22
Un error grave al respecto sería la confusión entre “narrador” y “autor [real]”. El narrador es una voz ficticia,
creada por el autor real, tan ficticia como lo son los personajes del relato, el espacio, el tiempo, etc. Cuando
encontramos en el texto de Cervantes referencias al “autor”, al “cronista”, etc. el candidato tendrá que tomarlo en
cuenta. Todas estas voces pertenecen al plano de ficción de la obra, mientras que el autor empírico se sitúa en el
plano de la realidad.
De manera general, todo lo que pasa por el pórtico de la ficción, incluso elementos sacados de la realidad, se
ficcionaliza, es decir, todos ellos se convierten en elementos que construyen una ficción: espacios, hechos y
personajes históricos, etc. Como el lector sigue viendo en ellos reflejos de realidad, se instauran juegos fecundos
en la relación realidad/ficción, verdad/mentira. Así, por ejemplo, la historia del morisco Ricote –con su
referencia a personajes y contextos históricos- nos parece más “real” que el escenario caballeresco que se
imagina don Quijote. Pero tan ficcionales son el uno como el otro.
23
A menudo las intervenciones del narrador para dar cuenta del diálogo semejan a brevísimas acotaciones
teatrales (“dijo don Quijote”, “respondió Sancho”, etc.).
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y Gasset, teorizará el perspectivismo y lo llevará al centro de su filosofía: cada uno capta la
realidad desde las circunstancias en las que se encuentra, y las circunstancias influyen en la
percepción. Es decir, que la visión depende de la posición, del punto de vista, y de quién la
observa. El autor del Quijote nos había dejado un logrado ejemplo en su novela.
Cervantes renuncia muchas veces a “guiar” al lector hacia una comprensión unívoca del texto,
y al dejar abiertas las puertas de la interpretación, hace que ese mismo perspectivismo de los
personajes pase a los lectores: cada uno entenderá a su manera la novela y deberá escoger
entre las diversas versiones posibles que le ofrece un texto polisémico. Prueba de ello son las
lecturas divergentes que se han hecho del Quijote hasta nuestros días: de obra
fundamentalmente cómica en el XVII, pronto pasó a ser considerada por los lectores
extranjeros (XVII-XVIII) como una aguda crítica de la sociedad española de la época; en
pleno movimiento Romántico se vio en ella el emblema de la lucha entre el Ideal y la realidad
prosaica (don Quijote pasó de ser personaje grotesco a héroe sublime); para los autores del
Grupo o Generación del 98, bajo la crisis de fin de siglo (1898), el Quijote representaba la
esencia de España; en fechas más recientes las perspectivas de estudio se ensancharon:
interpretaciones ideológicas, fuentes, etc., prestándose especial atención ahora al aspecto
literario del texto, estimado como modelo de prosa y pilar de una nueva poética de la ficción.
Volvamos a las voces narrativas. Entre los personajes del Quijote que intervienen con
discursos directos hay personajes contadores, narradores intradiégeticos (Genette, Figures III)
o, para decirlo con otras palabras, personajes que intervienen como narradores dentro de la
ficción primera o ficción de primer grado. Algunos cuentan su propia historia (narrador
homodiegético; según otras escuelas, “autodiegéticos”) como Roque –muy parco en detalles-,
Claudia Eugenia, Ana Félix, Ricote y Tosilos, por ejemplo. Otros narran historias ajenas
(narradores heterodiegéticos), como los personajes que les cuentan a don Quijote y Sancho la
vida y amores de Quiteria y Basilio a las puertas de las bodas de Camacho. En un sistema de
cajas chinas, también hay personajes que actúan dentro de la ficción como “autores”
intradiegéticos constructores de una ficción de segundo grado, es decir, una ficción dentro de
la ficción: los duques, Altisidora, Sansón Carrasco, Sancho y, naturalmente, don Quijote.
Veremos que la frontera entre los diversos planos de ficción no es impermeable, como
tampoco se presenta en el texto como fija y hermética la frontera entre ficción y realidad
(tendremos ocasión de verlo con más detalle). El candidato tendrá que tomarlo en cuenta para
la temática “espaces et échanges”, entre otras.
Autores ficticios
Este juego de voces y perspectivas no se limita al plano de la diégesis, sino que se extiende
también al plano de voces o narradores situados fuera del relato, esto es, a los narradores
extradiegéticos. El candidato habrá observado a lo largo de la Segunda Parte las referencias
14
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reiteradas a Cide Hamete Benengeli como “autor” o “cronista” de la “verdadera historia” de
don Quijote. Habrá prestado atención también a las alusiones a una segunda voz, la del
traductor, y a la presencia de una tercera voz impersonal en tercera persona que a veces
“comenta” lo que han escrito estas dos voces primeras. Los ejemplos son múltiples; más
adelante nos referiremos a dos particularmente representativos24.
Para entender las bases de este castillo de voces tenemos que remontarnos a la Primera Parte,
al final del capítulo 8 y comienzos del 9. Estamos en medio de un combate singular entre don
Quijote y el vizcaíno; en el momento más emocionante de la lucha –espadas en alto,
expectación y temor general- Cervantes remeda paródicamente una técnica frecuente en las
novelas de caballerías: el narrador interrumpe el relato de la batalla y lo deja (nos deja) en
suspenso. Tal narrador –nos enteramos entonces- es un “segundo autor”: es lector de la
“crónica” de un primer autor (por el momento desconocido) y presumiblemente “editor” de la
misma, pues parece que es él quien la saca a la luz25. Si interrumpe el relato es, sencillamente,
porque la crónica de las aventuras que está leyendo se termina ahí. Entre la interrupción y la
vuelta a la narración del combate, Cervantes nos ofrece otro tipo de relato con otros
personajes y en otro nivel narrativo, fuera ya de la diégesis de don Quijote y los suyos
(vizcaíno, etc.) : el narrador, convertido ahora en narrador-protagonista, cuenta en primera
persona su propia “gesta” por encontrar el texto perdido de la crónica. Una barrera figurada
separa el plano de la narración donde se sitúa el autor ficticio y el plano de la diégesis donde
interviene don Quijote. Sin embargo, narrador y personaje quedan enlazados por similitudes
evidentes. Y es que todos los esfuerzos febriles por dar con la crónica –por reanudar la lectura
interrumpida- hacen de este “autor curioso” una suerte de doble de don Quijote: como el viejo
hidalgo, también nuestro narrador queda absorto y guiado por la pasión de la lectura. Vemos
hasta qué punto lectura y creación, pilares del personaje de don Quijote, también se funden y
confunden en esa autoría ficticia que se nos pone delante de los ojos.
Cervantes pone en marcha un proceso de abismación y trampantojo a medio camino entre los
juegos especulares de Velázquez y los trabalenguas populares: el autor-editor es el lector de
un texto que cuenta la historia de un lector (don Quijote) y que él da a leer a otros lectores. A
partir de aquí, el relato se asienta sobre el sistema autoral de voces múltiples que
encontraremos a lo largo de toda la novela. Al comienzo del capítulo 9 de la Primera Parte el
narrador nos cuenta en primera persona cómo encontró la continuación de la crónica por pura
24
Ver también, entre otros, el comienzo del cap. 53, 44. Mención aparte merece el comienzo del cap. 24 con un
escolio (nota sobre el texto escrita al margen del mismo) referido por el traductor en el que el propio Cide
Hamete pone en tela de juicio la verdad de lo que está contando y la versión de su protagonista don Quijote.
25
Algunos críticos hacen de este narrador el penúltimo de los autores ficticios, no el último, y por encima de él
sitúan otro, un “autor-editor” que recoge el material y lo saca a la luz. No sería, pues, el narrador-editor, sino un
narrador “buscador” o indagador, lector apasionado pero no el divulgador de la historia de don Quijote.
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casualidad, entre unos cartapacios, cuando pasaba por el Alcaná de Toledo (el barrio de
tiendas toledano, cruce de idiomas y de culturas). Dado que la crónica está en árabe, idioma
que él no entiende, nuestro narrador recurre a un morisco aljamiado para que se la traduzca.
El detalle del idioma tiene su importancia: al no poder acceder por él mismo al sentido del
texto original, nuestro autor ficticio depende de la traducción del morisco; en otras palabras,
su propia lectura (que no será directa) de la crónica queda subordinada a una lectura previa (la
del traductor) que viene a añadirse al conjunto. A su vez, la lectura del traductor da lugar a un
texto –la traducción- que se presenta como la translación fidelísima del texto en árabe, pero de
la que nunca se sabrá con certeza si es totalmente fiable o no.
En esta ficción de autores y voces superpuestas, Cervantes hace socarronamente de la crónica
primera, la más importante, (la de Cide Hamete) un texto alejado e inaccesible, que solo nos
llega filtrado por las versiones progresivas del traductor y del autor-editor. Esta estratificación
de textos y planos de la narración parodia hasta la hipérbole las convenciones narrativas de
los libros de caballerías (Las Serglas de Esplandián, entre otros) y de algunas crónicas
falsamente históricas (la Crónica Sarracina, por ejemplo). Al mismo tiempo, Cervantes nos
pone delante de un espejismo: asistir, como testigos, al proceso de construcción del texto. El
Quijote, recuerda la crítica, no solo narra una historia, sino que también cuenta cómo se va
haciendo el relato, en una narración que se mira a sí misma como acto de narrar26. Es otras
palabras, el Quijote es, a la vez, novela y metanovela27
En la Segunda Parte Cervantes da mayor consistencia, mayor presencia textual a lo que dicen
estas voces. Así, la voz que supondríamos transparente y discreta, la voz asalariada del
traductor, empieza a reivindicar su derecho a hablar, a dar su lectura/lección reflexiva del
texto original. Estamos al principio del capítulo 27, donde se nos revelará quién es Maese
Pedro y en qué consiste el “poder mágico” de su mono adivino:
Entra Cide Hamete, coronista desta grande historia, con estas palabras en este capítulo:
«Juro como católico cristiano...». A lo que su traductor dice que el jurar Cide Hamete como
católico cristiano, siendo él moro, como sin duda lo era, no quiso decir otra cosa sino que así
como el católico cristiano, cuando jura, jura o debe jurar verdad y decirla en lo que dijere, así
él la decía como si jurara como cristiano católico en lo que quería escribir de don Quijote
[…]
26
María Luisa Domínguez, “Realidad de discurso en Cervantes. Historia del ingenioso lector don Quijote”, en
Pedro Manuel Piñero Ramírez (coord.), Dejar Hablar a los Textos. Homenaje a Francisco Márquez Villanueva.
Secretariado de Publicaciones de la Universidad de Sevilla, 2005 (pp. 1063-1092).
27
“Una novela que refiere a un mundo representado (fingido o imaginado en palabras) es una novela. Una
novela que no refiere solo a un mundo representado, sino, en gran proporción o principalmente, a sí misma,
ostentando su condición de artificio, es una metanovela, de manera semejante a como el lenguaje que no remite a
un mundo de objetos o contexto, sino a otro lenguaje o código, se llama «metalenguaje»” Gonzalo Sobejano,
“Novela y metanovela en España”, Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2009 (ed. original en
Ínsula: revista de letras y ciencias humanas, núms. 512-513 (1989), pp. 4-6.
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Texto y glosa son naturalmente burlescos; todo intento de racionalizar o dar coherencia al
conjunto se ve condenado por lo absurdo del enunciado de Cide Hamete. Por mucho que se
esfuerce el traductor en buscarle un sentido lógico, la frase del “cronista”, anfibológica y
enigmática, nos lleva al callejón sin salida de una aporía: “juro como católico cristiano”. ¿Es
Cide Hamete cristiano o, como afirma el traductor, imita a los cristianos? De retener la
primera posibilidad, la identidad de Cide Hamete que se nos ha dado hasta ahora en el texto
resulta falsa (si es ‘”católico cristiano”, no es “moro”). De inclinarnos por la segunda, nada se
nos asegura de la “verdad” de su crónica: ¿por qué un musulmán avalaría la verdad de lo que
cuenta con la “jura” de un cristiano que no es, para él, más que un infiel –es decir, alguien que
jura por un dios falso?
Veamos otro ejemplo, un poco más tortuoso. El pasaje se sitúa esta vez al comienzo del
capítulo 10:
Llegando el autor desta grande historia a contar lo que en este capítulo cuenta, dice que
quisiera pasarle en silencio, temeroso de que no había de ser creído, porque las locuras de
don Quijote llegaron aquí al término y raya de las mayores que pueden imaginarse, y aun
pasaron dos tiros de ballesta más allá de las mayores. Finalmente, aunque con este miedo y
recelo, las escribió de la misma manera que él las hizo, sin añadir ni quitar a la historia un
átomo de la verdad […]
Leámoslo según la lógica de estas voces autorales ficticias. Según el “pacto de lectura”
(entiéndase, el contrato implícito entre el lector y el libro), con el término “autor” se haría
referencia aquí a Cide Hamete, el “autor primero”, como ya sabemos, cronista/fabulador de la
historia de don Quijote. Menos segura es la atribución de toda esta apostilla o escolio, nota
marginal pero que significativamente Cervantes incorpora al cuerpo del texto. Este
comentario se debe –según parece- al traductor de la crónica árabe de Cide Hamete, traductor
que en lugar de traducir textualmente el “original” se toma la libertad de sintetizarlo en estilo
indirecto. Con lo cual se nos invita a pensar que dicha traducción no es tan exacta como
podría creerse o, al menos, que el traductor no traduce literalmente. ¿Se debe al autor-editor,
que parte de un texto traducido del que hace resumen y comentario como si fuera el texto
original confiado –quizás erróneamente- de que la traducción es fiel transposición del texto en
árabe? Y sobre todo, ¿quién enuncia el juicio del final sobre la “verdad” del relato de Cide
Hamete, puesto que ni el traductor ni el autor-editor conocen otra cosa que las escribió de la
misma manera…”, etc.) elíptico? Puede suponerse, pero lo importante es de don Quijote que
lo que aparece en la “crónica” de Cide Hamete? ¿Cómo saber si lo que este escribe sobre el
personaje es verdad o mentira? ¿Hay que suponer un “dice que” (dice que ese “dice que” no
aparece en la frase del final.
En las dos citas que figuran más arriba la tensión verdad/mentira, Historia/patraña, versión
auténtica/versión apócrifa son pilares del fragmento, y veremos esas mismas tensiones a lo
largo de la obra. Así se pone en juego la verdad o mentira de un texto, la “crónica de don
Quijote”, que se presenta con visos de verdad histórica (la “verdadera historia”, “verdadero
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autor”, etc. jalonan la novela, como ocurre también en los libros de caballerías) pero que es
pura y sencillamente ficción, es decir, mentira.
La autoría ficticia del texto, además de ser plural, es escurridiza. El concepto mismo de
autoría se resuelve en una multiplicidad de voces –directas o indirectas- que se van
disgregando y tomando cuerpo alternativamente. La narración se convierte en un auténtico
palimpsesto: la crónica de Cide Hamete (nivel 1) y, por encima de ella, la traducción del
morisco aljamiado (nivel 2), la narración del “segundo autor” (nivel 3) e incluso, para algunos
críticos, la labor de un autor final (nivel 4), todos ellos ficticios. Esta construcción es
eminentemente jocosa, y alimenta un juego continuo entre el autor real y el lector: el lector
queda encerrado en un sistema laberíntico de voces, sin poderle atribuir a ninguna de ellas la
autoría última de lo narrado. Así que la responsabilidad de la historia queda diluida en una
auténtica polifonía: todos los autores fingidos contribuyen, en el plano de la ficción, a
componer esta historia, pero cada uno de ellos depende de las anteriores, por lo que a ninguno
de ellos en particular se le puede achacar si miente o no. Con el juego de autores ficticios
estamos ante un laborioso y frágil castillo de naipes, que Cervantes derrumba burlonamente
socavando los pilares el mismo, es decir, la crónica de Cide Hamete: la sinceridad de este
“autor principal” y “fidedigno” se pone en tela de juicio desde el primer capítulo de la
Segunda Parte, cuando se le tacha de mentiroso (II, 1). También será tachada de poco crédito
la traducción del morisco aljamiado (II, 44) y además en una intervención completamente
inverosímil, cuando se afirma (“Dicen…” -¿Quién lo dice?) que en el original de la historia
hay quejas sobre la traducción28. No hay que buscar en todo ello ni lógica ni coherencia, sino
una burla cómplice y divertida. Del otro lado de la ficción, el autor real –Cervantes- juega al
escondite con nosotros, lectores: oímos voces, pero no sabemos de quién; algunas insisten en
la “verdad” de la crónica, otras en su falsedad. Mientras, el texto mismo se va reivindicando
ante nosotros como una hábil, artística y entretenida mentira.
28
“Dicen que en el propio original de esta historia se lee que llegando Cide Hamete a escribir este capítulo no le
tradujo su intérprete como él le había escrito, que fue un modo de queja que tuvo el moro de sí mismo […]”
18
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II- De linajes de sangre a la sangre vertida: don Quijote, Ricote, Claudia Jerónima y Roque
Guinart
29
Un sector de la crítica ha insistido en las escasas posibilidades, no solo de aventura sino incluso de
ocupaciones, que se le ofrecían a un hidalgo de mediana hacienda en plena aldea de la Mancha. El ocio forzado
lo lleva a la lectura, de la misma manera que la lectura lo llevará a la locura. Para Mercedes Blanco, lectura y
locura son consecuencias dictadas por el estatus social de este “hijo del ocio”: “[…] No vemos qué posibilidades
concretas fuera de volverse loco con los libros tiene en su situación el ocioso hidalgo; demasiado viejo para ser
soldado o estudiante, demasiado pobre para viajar por curiosidad o ir a la corte o integrarse en la oligarquía local,
demasiado viejo y pobre para enamorarse o casarse, de hábitos demasiado puros y frugales para convertirse en
un jugador, un pícaro o un borracho, demasiado hidalgo para dedicarse a las faenas del campo, de complexión
demasiado «recia», apasionada y enérgica, para que le baste con matar el tiempo en compañía del barbero y del
cura, por mucho que éste sea ‘hombre docto, graduado en Sigüenza’. Su retrato, más tarde confirmado por toda
su historia, muestra que el hidalgo es todo salvo flojo o haragán por temperamento. Su ocio es pues de índole
claramente, diríamos hoy, estructural”, Mercedes Blanco, “El Quijote y Guzmán: dos políticas para la ficción”,
Criticón, 101, (2007), pp. 127-149 (p. 139).
30
En la Primera Parte, don Quijote defenderá fogosamente la “verdad” histórica de las aventuras caballerescas y
de sus personajes fabulosos (Amadís, Lanzarote, Ginebra, etc.) ante los interlocutores que intentan sacarlo de su
error, como el Cura y el Canónigo (ver cap. 1 y, sobre todo, el cap. 49 del primer Quijote). Es este un tema
recurrente que Cervantes retoma también con cierta extensión en el primer capítulo de la Segunda Parte (pp.
552-550), a modo de enlace o recordatorio de la Primera. Con todo, podemos adelantar ya que el juego
cervantino no se resume a oponer la Historia –auténtica- y las historias –las patrañas- de la caballeresca, ni la
reflexión cabal de los personajes cuerdos frente a los desvaríos de don Quijote, sino más bien a la exploración de
la distancia (el espacio) variable que media entre ambas..
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19
de caballerías y hacerse él mismo caballero andante para emular a los protagonistas de sus
libros:
Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamientos como de
pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles; y
asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas
invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo […] En efecto,
rematado ya su juicio, vino a dar en el más extraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo, y
fue que le pareció conveniente y necesario, así para el aumento de su honra como para el servicio
de su república, hacerse caballero andante […]
El oscuro Quijana, Quijada o Quesada (tan oscuro que el narrador-cronista ignora su nombre
exacto) se crea a sí mismo como encarnación de las ficciones caballerescas. Así que el verbo
de las ficciones caballerescas se hace en don Quijote verbo creador, imagen del poder creador
de la palabra en el poeta y, naturalmente, del Verbo divino del Génesis. Procede enseguida
nuestro personaje a un bautismo (paródico) que pone nombre propio a la identidad recién
cobrada de unos y otros: el viejo hidalgo se otorga el nombre pomposo y grotesco de don
Quijote de la Mancha31, transforma su viejo y flaco rocín en Rocinante, y decide que una
muchacha villana –Aldonza Lorenzo- será Dulcinea del Toboso, la dama de sus
pensamientos. Caballero, caballo, dama, los tres ingredientes clave de las historias
caballerescas, están ya reunidos. Con ellos, nuestro oscuro personaje se coloca bajo el imperio
del ideal, de la aventura errante y del sino amoroso.
El imaginario de la novela de caballerías se ha [con]fundido con el mundo del viejo hidalgo.
Pero Cervantes no se limita a presentarnos a un personaje disparatado que la barrera de la
locura separa de los demás personajes (y, naturalmente, del lector, poco proclive a
identificarse con tan estrafalario protagonista). En la diégesis del relato, la locura del viejo
hidalgo actúa como detonador de toda una serie de transformaciones en unos y otros (¿no se
habla en la obra de una “locura contagiosa”?), transformaciones que dan cuenta de una
exploración constante, por parte del autor, de las relaciones variables entre realidad e
imaginario, entre verdad, verosimilitud y maravilla. No solo don Quijote, también los
personajes “cuerdos” modelan en sus propias casas y espacios las historias y los usos de la
“andante caballería” (don Diego Moreno y los Duques). Otros interpretan un falso papel
31
El nuevo nombre, “Quijote”, parece formado sobre el de Lanzarote (personaje emblemático de la caballería),
pero remeda también al mismo tiempo el de personajes burlescos como el ridículo caballero Camilote en la
Tragedia de Don Duardos, de Gil Vicente (Dámaso Alonso, «El hidalgo Camilote y el hidalgo Don Quijote», en
Del Siglo de Oro a este siglo de siglas (1968], pp. 20-28). Un cierto cariz burlón y ridículo viene del sufijo –ote,
generalmente de valor despectivo en español. Por otra parte, si el nombre de Lanzarote remite claramente a la
“lanza”, el de Quijote alude a una pieza menor de la armadura, el “quijote” (la parte que protegía el muslo),
alejados de la cabeza, el corazón y el brazo defensor del caballero. Siempre imitando a sus héroes (Amadís,
Belianís, etc.), nuestro personaje añade a su nombre el de su patria; pero la tierra del hidalgo no es el espacio
fabuloso o exótico de las novelas de caballerías, sino un marco geográfico que los lectores reconocen como
“real” (referencial), y poco proclive a las aventuras andantes (véase sino la descripción de la primera salida).
20
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sacado de los libros: Sansón Carrasco hace de Caballero de los Espejos; Altisidora, de
doncella enamorada; el mayordomo de los Duques, de Merlín, etc.). Según la fórmula
acuñada por Casalduero, la literatura se hace vida, y la vida se hace literatura: la descabellada
ficción caballeresca entra en la ficción verosímil de los personajes que rodean a don Quijote,
pero también se insertan en el relato retazos de realidad, que al pasar por el pórtico de la
ficción quedan ficcionalizados: Lepanto y el nombre de Cervantes entran en el Quijote de
1605; la Primera Parte impresa, la continuación apócrifa y Avellaneda, entran a su vez en la
Segunda Parte.
Hay un juego constante entre los espacios ficcionales y extraficcionales. Cervantes actúa
como un hábil prestidigitador, creador de ilusiones y espejismos que pueden ejercer en un
lector poco atento el mismo embrujo embaucador que los libros de caballerías han ejercido
sobre don Quijote32. Las fábulas de los relatos caballerescos que don Quijote intenta llevar a
la vida son extravagantes e imposibles. Su incongruencia contrasta con el universo prosaico y
familiar de cura, ama, sobrina, también con la pequeña corte de los Duques, la élite urbana de
don Diego Moreno y los caminos infestados de bandoleros en las afueras de Barcelona, por
ejemplo. Como consecuencia de esta diferencia entre dos mundos literarios, el lector corre el
peligro de tomar por falsas solo las historias caballerescas que se imagina don Quijote, y de
juzgar por verdadero el universo cotidiano de los personajes cuerdos (impresión reforzada
gracias a esos “retazos” de realidad histórica a los que nos referíamos más arriba). Ambos
mundos son, naturalmente, igual de ficcionales, igual de falsos: la única diferencia entre ellos
es que este último, el de curas, barberos, hidalgos urbanos y moriscos expulsos, es mucho más
verosímil que el otro.
Acabamos de ver cómo la literatura caballeresca le sirve a nuestro protagonista de urdimbre
(le canevas) sobre el que construir su “creación”, su obra. De idéntica forma, pero fuera ya de
la ficción, la caballeresca le sirve a Cervantes de hipotexto para su propia creación,
entiéndase, para la escritura de su novela. Hipotexto que el escritor voltea y parodia en burlas
que no podían pasarle desapercibidas al lector de la época, familiarizado con ese mundo de
caballerías que a nosotros, lectores del XXI, nos resulta mucho más desconocido y opaco. A
ese lector “ilustre o plebeyo” (Prólogo, p. 543), decíamos, no se le escapa que todo lo que está
leyendo es una versión burlesca que deforma el paradigma caballeresco hasta lo grotesco.
Veamos brevemente en qué.
32
El candidato podrá ver fácilmente cómo nociones y temáticas del programa asoman en el proceso de
construcción de nuestro protagonista: el papel de lo imaginario, espacios e intercambios entre literatura y vida
dentro del universo de ficción (la diégesis) del viejo hidalgo manchego, relaciones, también, entre don Quijote y
los héroes legendarios (Amadís, Orlando y tantos otros) de quienes el anciano hidalgo que se imagina caballero
andante es una suerte de grotesco avatar. Con todo ello, Cervantes construye una buena parte de la relación,
marcadamente lúdica, entre texto y lector real.
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21
En primer lugar, por los silencios del relato. Sorprende ya en las primeras líneas la escasez de
informaciones sobre algo tan esencial en la construcción de un personaje como la nominación
(nombre de pila, patronímico y nombre del solar al que se pertenece33). El silencio sobre el
nombre, la prosapia y el espacio (la aldea) del héroe instauran la primera desviación –habrá
muchas otras- del modelo de caballerías, donde tanto menudean los detalles sobre la estirpe y
el nacimiento del protagonista34. La cuestión, lo veremos más adelante, tiene su importancia a
la hora de calibrar la relación con el modelo parodiado.
La omisión es significativa. Pero también son significativas las breves informaciones que el
texto arroja sobre el protagonista. En las primeras páginas del relato se va creando, de manera
cada vez más marcada, el desfase entre la condición del viejo hidalgo y el ideal que se ha
propuesto encarnar, entre su “realidad” y su imaginación, entre el ser del personaje y el
personaje que él mismo se inventa35. El “ingenioso” protagonista, un anciano de la pequeña
nobleza, de hacienda modesta y vida insípida, está en las antípodas de los paladines de las
aventuras caballerescas: jóvenes, aristócratas e intrépidos. Este desfase primigenio, auténtica
piedra angular en la comicidad de la novela, será explotado a lo largo de toda la Primera Parte
para llegar a su culminación, como veremos, en el Quijote de 1615. Igual de inadecuada
resulta la misión que se ha impuesto: el ideal social que late bajo tanta aventura hiperbólica de
caballeros heroicos y finos amantes es el ideario medieval y renacentista de una aristocracia
guerrera, no el de la nobleza palaciega de Felipe III36. Al crearse y creerse él mismo como
“caballero andante”, el viejo hidalgo se transforma en contrafactum burlesco del héroe de
caballerías, un héroe de Carnaval animado por una aspiración anacrónica y fabulosa, en
definitiva, absurda. Así lo sintieron los primeros lectores, quienes vieron en la novela de
Cervantes un mundo cómico de farsa, carnaval y parodias, una obra escrita para provocar la
risa. Recordemos la muy conocida anécdota que Baltasar Porreño (1628) le atribuye a Felipe
III: viendo cómo un estudiante se reía a carcajadas, el monarca habría comentado: “aquel
estudiante, o está fuera de sí, o lee la historia de don Quijote”.
33
Son los tres elementos del sistema de nominación español, heredero del sistema romano (tria nomina
nobiliarium), Aurora Egido, “Linajes de burlas en el Siglo de Oro”, en, Ignacio Arellano Ayuso, Carmen
Pinillos, Marc Vitse, Frédéric Serralta (coords.), Studia aurea: actas del III Congreso de la AISO (Toulouse,
1993), Vol. 1, 1996, págs. 19-50 (p. 29).
34
Diremos, de pasada, que ese mismo detallismo por los orígenes –pero en unos orígenes esta vez deshonrosos-
era lo propio de la joven picaresca, reverso “degradado” de la novela de caballerías.
35
La noción de « avatar », como comentábamos más arriba, es fundamental para entender el paso de Alonso
Quijano a don Quijote.
36
Ya desde el siglo XVI moralistas y autores de ficción recalcan la pérdida de ideales en una aristocracia que ha
abandonado la milicia por el palacio, esto es, el ideal de las armas y del valor personal –la virtud- por la
hipocresía de los usos palaciegos.
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El papel de la literatura
En la ficción de la obra, la locura de las novelas de caballerías ha pasado del libro al lector; el
mundo imaginario del libro, a la “vida” de un viejo hidalgo de aldea. Jugando con la
posibilidades semánticas del lexema, Cervantes ha hecho de una lectura errada (entiéndase,
un modo de leer desatinado) un caballero errante tan disparatado como las fábulas librescas
que devora en la soledad de su biblioteca. Porque lo que ha llevado al hidalgo hasta la locura
no viene solo de las locuras de los libros, sino de una lectura equivocada de los mismos: ha
leído demasiado y ha creído en la verdad de la letra impresa, confundiendo la Historia con las
historias, la realidad con la imaginación. No le ocurre lo mismo a otros personajes que se
cruzan en su camino (Cura, licenciado, Duques, y tantos otros), todos ellos lectores más o
menos asiduos de literatura caballeresca, pero lectores “discretos”, no descarriados.
De manera totalmente original, Cervantes lleva al centro mismo del relato la cuestión de la
responsabilidad lectora y pasa revista en las dos Partes de su novela a la paleta de relaciones
que se crean entre lector y texto durante el proceso de lectura. De libros y lectores, en efecto,
se tratará a lo largo de toda la novela, desde el comienzo, cuando Alonso Quijano se re-crea
como don Quijote, hasta el final, cuando el viejo hidalgo reniega de las novelas de caballerías.
Pasando por la proeza cervantina de hacer “entrar” el libro del primer Quijote (1605) y la
continuación apócrifa de Avellaneda en el relato de 1615 de la mano de personajes lectores.
El juego de planos llega a su punto culminante cuando don Quijote se hace lector crítico del
texto apócrifo, es decir, cuando el libro de Avellaneda queda descalificado desde el interior
mismo de la ficción y por su propio protagonista. Se produce así un juego de reverberaciones,
la ilusión de que los límites que separan ficción y realidad, literatura y vida, se esfuman, y que
ambos órdenes se influyen recíprocamente: “¿Por qué nos inquieta que don Quijote sea lector
del Quijote, y Hamlet, espectador de Hamlet?”, se preguntaba un ilustre y agudo lector del
Quijote,- “Creo haber dado con la causa: tales inversiones sugieren que si los caracteres de
una ficción pueden ser lectores o espectadores, nosotros, sus lectores o espectadores, podemos
ser ficticios”37.
La “locura lectora” es el acto fundacional que sella la conversión del viejo hidalgo en “héroe”.
Por ella –gracias a ella-, nuestro protagonista pasa de ser uno de tantos “hidalgos” con armas
arrinconadas (la lanza está en “astillero”, guardada), un viejo caballo y un galgo para salir de
caza38 a convertirse en protagonista de una epopeya (epopeya burlesca, pero epopeya al fin).
37
Jorge Luis Borges, «Magias parciales del Quijote», Otras inquisiciones, Alianza Editorial, Madrid, 1985, p. 55
38
Recuérdese las conocidísimas líneas que abren el capítulo 1: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no
quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín
flaco y galgo corredor […]”. Al comienzo se menciona, pues, a un hidalgo de aldea entre tantos otros “un[o] …
de los de …”) y con las ocupaciones propias de los de su condición, que vive modestamente a la vez que respeta
[…/…]
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Y así, ataviado (disfrazado, podríamos pensar) con armas oxidadas de sus antepasados39 tan
desfasadas como su ideal, don Quijote abandona la casa en la nocturnidad de una calurosa
noche de julio, sin ruido y por la puerta trasera del corral como si de un ladrón se tratara, para
salir al campo, es decir, a la aventura.
En el lector queda la duda de saber si don Quijote se ha vuelto pura y simplemente loco, o si
se trata de un farsante que se hace pasar por loco, ambigüedad que se mantiene viva durante
toda la Segunda Parte de la novela. En todo caso, la alienación mental le permite a don
Quijote liberarse de una alienación social, la de un viejo hidalgo, hasta ese momento
encerrado en el estrecho espacio rutinario de una aldea manchega, con una vida ritmada por
mínimas ocupaciones, en la que nunca pasa nada. La aldea representa el mundo del
conformismo, de las certezas y verdades absolutas. La lectura escapista de los relatos de
caballerías le brinda la posibilidad de escaparse de tan tedioso espacio, primero con la
imaginación, luego también en la práctica y de acceder con el delirio a un nuevo ser y a otra
“realidad”. La alienación mental, en definitiva, abre la puerta a la alteridad, a ser otro: en
lugar de simple espectador o lector, transformarse a la vez en protagonista y en creador de
aventuras. Pero, aun en medio de la locura, don Quijote no renuncia totalmente a su condición
primera, la del hidalgo amigo de la conversación, amable y tranquilo40. Lo vemos así
haciendo gala de entendimiento y prudencia en medio de su obsesión caballeresca: como
prueba, ahí están el discurso de las armas y las letras en la Primera Parte y los consejos de
gobierno que le da a Sancho Panza en la Segunda. Esta mezcla contradictoria de juicio y
sinrazón hace a don Quijote doblemente admirable: todos aquellos que se cruzan en su
camino manifiestan asombro tanto por su extraño desvarío de creerse caballero andante, como
por la discreción y el elevado entendimiento que prueba en los asuntos ajenos a la
caballeresca: “cuerdo loco y un loco que traba a cuerdo”. Su condición de “loco atreguado”,
como llamaban a esta enfermedad los médicos de la época41, queda perfectamente
determinada bien entrada la obra, en el capítulo 18 de la Segunda Parte, en palabras de ese
joven aprendiz de poeta que es don Lorenzo de Miranda: “un entreverado loco, lleno de
el decoro de los de su estamento (vestimenta y comida frugal, pero digna; vive de sus rentas y no hace trabajo
manual, etc.).
39
Las piezas que formaban su armadura no eran tan antiguas como algunos críticos han pensado sino de
principios o mediados del siglo XVI. (ver Carmen Bernis, El traje y los tipos sociales en el Quijote, Madrid,
Visor, 2001.
40
Así en el capítulo que cierra la Segunda Parte: “[soy] Alonso Quijano, a quien mis costumbres me dieron
renombre de ‘bueno’” (p. 1100) y, más adelante, “verdaderamente, como alguna vez se ha dicho, en tanto que
don Quijote fue Alonso Quijano el Bueno a secas, y en tanto que fue don Quijote de la Mancha, fue siempre de
apacible condición y de agradable trato, y por esto no solo era bien querido de los de su casa, sino de todos
cuantos le conocían” (p. 1102).
41
Este género de locura era, en efecto, enfermedad consignada en los tratados médicos de entonces. Ver Antonio
Vilanova, “Don Quijote, loco entreverado con lúcidos intervalos”, en Joseph Pérez (ed.), España y América en
una perspectiva humanista: homenaje a Marcel Bataillon, Madrid, Casa de Velázquez, 1998, pp. 45-68.
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lúcidos intervalos”. La de don Quijote es además una locura festiva, inofensiva. Muchos son
los personajes que participarán en ese mundo lúdico de Carnaval que irrumpe con don
Quijote, que alimentarán el espectáculo y el guión trazado por el viejo hidalgo.
42
Así en la primera de las tres entradas “mancha” que recoge Covarrubias en su diccionario: “Latine macula,
cualquiera que cae sobre la ropa o superficie, la qual muda y estraga su propia color. Por alusión significa todo
aquello que estraga y desdora lo que de suyo era bueno, como mancha en un linaje. Manchar, ensuciar dexando
señal, etc. “. Sebastián de Covarrubias, Tesoro de la lengua castellana, o española [Madrid, 1611], ed. de Martín
de Riquer, Barcelona, 1943 (1ª ed.), p. 784.
43
José Manuel Lucía Megías, “Don Quijote de la Mancha y el caballero medieval”, Actas del primer Coloquio
Internacional de la Sociedad de Cervantistas, Barcelona, Anthropos, 1990, pp. 193-2003 (p. 197). El opúsculo
de Llull fue muy conocido durante la Edad Media y el Renacimiento, nos recuerda el autor del artículo, y lo
siguieron autores peninsulares de historias de caballerías. Es fundamental, por ejemplo, su impronta en el Tirant
lo Blanch (Tirante el Blanco) del valenciano Joanot Martorell, publicada en 1490 con traducción en castellano de
[…/…]
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No es, en absoluto, el único sentido que se desprende de la polisémica “Mancha”. Hay otro
sentido, todavía más evidente para el lector del XVII en la España de los estatutos de limpieza
de sangre, los libelos delatores contra poderosos de origen converso y la exaltación de la
“sangre de los godos” en los personajes nobles o plebeyos de teatro44:
Notemos que la evocación de este sobrenombre “Mancha” junto con otras voces como
“linaje” y “honrar”45, no sólo sirve para designar la “patria chica” del héroe, sino que
también alude a los prejuicios relativos a la impureza de sangre, a la “negra mancha” que se
achacaba a los descendientes de judíos y moros.46
La “mancha” por antonomasia era la de tener orígenes conversos, herencia deshonrosa que se
transmitía de generación en generación y que vedaba a quienes la sufrían el acceso a
dignidades en el campo de la política, la administración y las órdenes militares o religiosas.
Recordemos además que entre finales del XVI y 1600 la Inquisición descubre focos
judaizantes en la Mancha y condena a un centenar de personas47. Acontecimiento
suficientemente sonado como para dejar su huella en las mentalidades colectivas y darle
resonancia particular al título de la obra en la imaginación de los lectores: la Mancha era, ya
de por sí, una comarca manchada.
1511. A notar que el Tirant es una de las obras alabadas por el Cura en el capítulo 6 del primer Quijote, y una de
las pocas que se escapan de la hoguera.
Entre los signos de falta de “discreción y entendimiento” contaba Ramón Llull la creencia en “agüeros y
adivinaciones”. Volviendo a la novela, recordemos que mientras don Quijote se comporta como un loco
rematado no hace caso de augurios o presagios. Así, por ejemplo, en II, 58, p. 988, con su diatriba contra la
superstición y la lección que cierra su crítica: “El discreto y cristiano no ha de andar en puntillos con lo que
quiere hacer el cielo”. Paradójicamente, es en pleno proceso de vuelta a la cordura cuando cae en ese revés que
él mismo había criticado. Véase, sino, en el epígrafe y comienzo del penúltimo capítulo del a obra (II, 73), los
temores supersticiosos de don Quijote y la respuesta de Sancho quien, decididamente, ha traspasado las lindes de
la simpleza y muestra mayor discreción que su señor: “He aquí, señor, rompidos y desbaratados estos agüeros,
que no tienen que ver más con nuestros sucesos, según que yo imagino, aunque tonto, que con las nubes de
antaño. Y, si no me acuerdo mal, he oído decir al cura de nuestro pueblo que no es de personas cristianas ni
discretas mirar en estas niñerías, y aun vuesa merced mismo me lo dijo los días pasados, dándome a entender que
eran tontos todos aquellos cristianos que miraban en agüeros.” Este cambio en don Quijote, junto a otros leves
signos del texto, proyectan una cierta ambigüedad sobre la “cordura” final del personaje antes de morir.
44
Figura frecuente en los dramas de honor es la del “villano con honor”, cuya “sangre pura” venía avalada por el
origen montañés de sus ancestros (de la montaña de Santander, refugio de los cristianos, arrancó la Reconquista).
Así reactiva Lope de Vega el topos en boca del orgulloso Peribáñez, en unos versos de sobra conocidos: “Yo soy
un hombre,/ aunque de villana casta, /limpio de sangre, y jamás/de hebrea o mora manchada” (Lope de Vega,
Peribáñez y el Comendador de Ocaña, -circa 1614- vv. 3032-3035).
45
“Así quiso [don Quijote], como buen caballero, añadir al suyo el nombre de la suya [patria], y llamarse don
Quijote de la Mancha, con que a su parecer declaraba muy al vivo su linaje y su patria, y la honraba con tomar el
sobrenombre della.” [el Quijote I, 1] .
46
Dominique Reyre, “Los nombres de los personajes de la novela de Miguel de Cervantes, Don Quijote de la
Mancha” en Leyendo el Quijote. IV Centenario de la publicación de Don Quijote de la Mancha, Príncipe de
Viana, Año nº 66, Nº 236, 2005 pp. . 727-742 (pp. 732-733).
47
C. Amiel, “El criptojudaísmo castellano en la Mancha a finales del siglo XVI”, en A. Alcalá (ed.), Judíos.
Sefarditas. Conversos. La expulsión de 1492 y sus consecuencias, Valladolid, 1995, pp. 503-512.
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La obsesión por la pureza de la sangre, a la que se une la obsesión nobiliaria, explica que no
pocas familias influyentes se procuraran genealogías falsificadas48 atestando raíces nobles y
una cristiandad añeja (el ser “cristiano viejo”) que en ocasiones estaban muy lejos de poseer.
Tanto árbol genealógico y tanta heráldica inventada encontraron pronta respuesta en impresos
o manuscritos cuyos autores, con o sin fundamento, dejaban al descubierto las raíces
“impuras” de muchos linajes nobiliarios, incluso de los más encumbrados49. Encontraron
también respuesta burlona en el campo de la literatura paródica y satírica50, con genealogías
burlescas de animales y, sobre todo, de delincuentes y prostitutas que exhiben descaradamente
su casta infame como otros presumían de blasones nobiliarios. El héroe de la picaresca es, sin
duda, el exponente más logrado de este orgullo genealógico al revés. También nuestro don
Quijote es capaz de inventarse una prosapia de fábula, (“y podría ser que el sabio que
escribiese mi historia deslindase de tal manera mi parentela y decendencia, que me hallase
quinto o sesto nieto de rey”, I, 21), no más extravagante que las invenciones genealógicas
(crónicas, heráldicas, árboles familiares) que tanto abundaron en la España real del XVII.
La transformación de don Alonso Quijano en don Quijote es, como puede advertirse, también
una transformación social. Nuestro personaje, lo hemos visto, es hidalgo modesto. Pertenece,
pues, a la nobleza, pero al escalón más bajo de la misma. Se arroga la condición de “caballero
andante” tras una paródica ceremonia de investidura realizada en una venta a cargo de un
ventero con pasado de pícaro y secundado por prostitutas (cap. 3 de la Primera parte). Todo
en la ceremonia es falso: se trata de una investidura de farsa, como las que veremos
reiteradamente en el palacio de los Duques. Así se resquebraja la base misma del sueño
quijotesco: don Quijote está loco y ha recibido la investidura “por burlas” o escarnio. Con lo
cual la ceremonia queda invalidada; es más, al haberse hecho burla de la orden de caballería,
el infeliz pretendiente jamás podrá ser armado caballero51.
48
Práctica que remite a las frecuentes falsificaciones de la Historia tan parodiadas en la novela de Cervantes,
sobre todo en la Primera Parte.
49
Entre los más sonados, el conocido como Libro Verde de Aragón (manuscrito de 1507 donde se delataban –
con o sin fundamento- los orígenes conversos de las más importantes dinastías aragonesas de la época, y que
circuló sorteando prohibiciones hasta entrado el XVII); o el llamado Tizón de la nobleza de España o máculas y
sambenitos de sus linajes, Memorial que Francisco Mendoza y Bovadilla, obispo de Burgos, le entrega a Felipe
II en 1560, pasando revista a los orígenes bajos, bastardías y sangre manchada de las casas nobiliarias.
50
Sobre las variadas manifestaciones de esta literatura burlesca se puede consultar el artículo de Aurora Egido,
“Linajes de burlas en el Siglo de Oro”, art. cit. .
51
En la Segunda Partida se legisla lo siguiente: “E non debe ser caballero el que una vegada oviesse recebido
caballería por escarnio. E esto podría ser de tres maneras: la primera, quando el que fiziesse caballero non
oviesse poderío de lo fazer [el ventero no tiene la facultad de hacerlo]; la segunda, quando el que la recibiesse
non fuesse ome para ello [don Quijote está loco] […]; la tercera, quando alguno que oviesse derecho de ser
caballero la recibiesse a sabiendas por escarnio [aunque don Quijote no es consciente de ello, sí la recibe por
escarnio]… E por ende fue establescido antiguamente por derecho que el que quisiera escarnecer tan noble
cosa como la caballería, que fincase escarnecido della, de modo que non la pudiese aver”, (ley XII, título XXI,
[…/…]
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La trayectoria de don Quijote y todas sus aventuras, desde la “ayuda” prestada al mozo
Andrés –su primera aventura- hasta el rechazo a los requiebros de Altisidora, emanan así de
un acto fundador (la investidura) que son falacia, mascarada, el resultado de la mise en abyme
de ficciones urdidas dentro de la ficción principal. Una ficción preparada por don Quijote a la
que contribuyen también los personajes cuerdos. En la lógica poética del relato, el “ingenioso
hidalgo” no es caballero andante, pues tales caballeros –si realmente los hubo, como pondrá
en duda el capellán del palacio ducal - pertenecen a tiempos lejanos. Para los personajes
cuerdos, es la marca de locura del personaje
Ni siquiera es caballero, y menos aún digno de hacer figurar en su nombre de batalla el
tratamiento de “don”, por aquel entonces exclusivo de los miembros de la alta nobleza. La
cuestión no es anodina. Cervantes la desarrolla en el segundo Quijote, con ramificaciones en
todo el relato.
La identidad social de un “don Quijote caballero” parece ser, para los personajes de la
Primera Parte, la señal de una locura (¿quién es su sano juicio se lanza al camino persuadido
de ser un caballero andante?); el sueño disparatado de un viejo extravagante que sale de su
aldea disfrazado con armas oxidadas de sus abuelos (a ellas añade, para colmo de los
disparates, una bacía de barbero en guisa de yelmo). El “Don” de don Quijote es un título de
Carnaval para un “héroe caballeresco” al revés. Pero por debajo de la lectura festiva
Cervantes dejaba latente una lectura social, mucho más mordaz, del nombre de su personaje:
cuando don Quijote se hace armar caballero andante, y lo hace, además, de manera harto
satírica y burlesca […] está planteando un grave problema de jerarquía nobiliaria, y más para
los caballeros auténticos, que pudieron sentirse expresamente aludidos, y no para bien, a
causa del contexto ridículo de la disparatada ceremonia52.
Esta lectura se explota en la Segunda Parte. Ya desde los primeros capítulos se le ofrece al
lector real la interpretación que despierta en unos y otros ese nombre y, sobre todo, el título
usurpado.
Teresa Panza, por ejemplo, acusa el embuste de Alonso Quijano y se muestra sardónica ante
la flamante grandeza (el “Don” que precede al nombre) del viejo hidalgo. La aldea es sin duda
pequeña; todos se conocen y nadie ignora los orígenes de las familias. Teresa es capaz de
remontarse hasta la tercera generación53, sabe que el título de caballero es postizo: “yo no sé,
por cierto, quién le puso a él don que no tuvieron sus padres ni sus abuelos” (II, 5, p. 585). En
este capítulo 5 “que el traductor […] tiene por apócrifo”, Teresa representa la voz sensata de
de la Segunda de las Partidas. En Martín de Riquer, Aproximación al Quijote, Salvat Editores, Navarra, 1971,
pp. 52-53 (el subrayado es nuestro).
52
Antonio Rey Hazas, «El Quijote y la picaresca: la figura del hidalgo en el nacimiento de la novela moderna»,
en Edad de Oro, XV (1996), pp. 141-160 (p. 143).
53
Los Estatutos de Limpieza de sangre exigen remontarse a la cuarta; quizás don Quijote no hubiera pasado las
pruebas de limpieza.
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quien se sabe villano y quiere labrar para sí y los suyos, una felicidad “a lo villano”. Veamos
cómo responde a las pretensiones nobiliarias de su esposo Sancho, quien a su vez se hace
portavoz de ilusiones de medro no menos que quijotescas –hacerse gobernador de estados,
llegar quizás a conde-:
Siempre, hermano, fui amiga de la igualdad, y no puedo ver entonos sin fundamentos.
«Teresa» me pusieron en el bautismo, nombre mondo y escueto, sin añadiduras ni cortapisas,
ni arrequives de dones ni donas; «Cascajo» se llamó mi padre; y a mí, por ser vuestra mujer,
me llaman «Teresa Panza» (que a buena razón me habían de llamar «Teresa Cascajo», pero
allá van reyes do quieren leyes), y con este nombre me contento, sin que me le pongan un
don encima que pese tanto, que no le pueda llevar, y no quiero dar que decir a los que me
vieren andar vestida a lo condesil o a lo de gobernadora, que luego dirán: «¡Mirad qué
entonada va la pazpuerca! Ayer no se hartaba de estirar de un copo de estopa, y iba a misa
cubierta la cabeza con la falda de la saya, en lugar de manto, y ya hoy va con verdugado, con
broches y con entono, como si no la conociésemos». Si Dios me guarda mis siete, o mis
cinco sentidos, o los que tengo, no pienso dar ocasión de verme en tal aprieto. (II, 5, p. 585)
Frente a las esperanzas de Sancho por encumbrarse gracias a la aventura, Teresa Panza
ostenta, con arrogancia paródica, sus orígenes plebeyos. El personaje entona una oda al buen
contentamiento y al respeto de la rígida pirámide estamental. Teresa se sabe plebeya. Ha
nacido villana, y lleva su condición impresa en el nombre: sin marcas de títulos y honores (un
sencillo “Teresa”), un apellido de connotaciones villanas –Cascajo-. Plebeya quiere seguir. De
buen grado aceptaría dinero (“traed vos dineros”, p. 583) con que labrar el futuro de sus hijos:
de Sanchico, la escuela para entrar en la iglesia; de Mari Sancha, la boda con otro villano del
pueblo de nombre tan rústico como el de Sancha (Lope Tocho, es decir, Lope Rústico, Tosco),
no con un noble que pudiera echarle en cara sus orígenes humildes. El dinero, piensa, les
permitiría mejorar de condición, pero no cambiar de estado. Para esta villana, la nobleza
social es otra cosa, una condición hereditaria cuyo fundamento es la sangre y que no se puede
comprar: “Medíos, Sancho, con vuestro estado […] No os queráis alzad a mayores”;
conténtate, Sancho, con ser lo que eres. No quieras subir por encima de tu estamento. Tan
recia defensora del inmovilismo estamental, sin embargo, acabará sucumbiendo como Sancho
a las voces de sirena de las glorias mundanas: en el capítulo 50, al recibir el homenaje del paje
de los duques y la carta con los corales que le envía la duquesa, Teresa se ve ya mujer
principal en la corte, condesa incluso, y con coche54.
54
El candidato notará la insistencia de Teresa y Mari Sancha por “el coche” (II, 50, p. 931). Tener coche de
caballos o carruaje suponía unos gastos de compra y mantenimiento que solo podía permitirse la élite adinerada.
La legislación impedía, además, prestar el carruajes o los caballos del coche, con lo cual solo podía usarlo el
propietario o su familia. En la sociedad barroca, donde tanta importancia se le daba a los signos externos, el
coche de caballos era un inequívoco –y codiciado- indicador de riqueza. La crítica burlona sobre la “fiebre de los
coches” en el XVII aparece con frecuencia en los autores de la época. Sobre ella insistirá Zabaleta en sus Días de
fiesta.
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Pero antes de tal metamorfosis –sino social, al menos soñada- del capítulo 50 el buen sentido
común de Teresa Cascajo/Panza había traído a la palestra asuntos que volveremos a encontrar
conforme avanza el relato: la diferencia entre blasones heredados y blasones adquiridos, el
papel del dinero como desestabilizador del orden estamental y de los valores (y las virtudes) a
la antigua. En otros términos, la añeja nobleza de sangre frente al linaje de advenedizos que se
han hecho nobles por dinero o por alianza.
Lo cierto es que Cervantes insiste machaconamente sobre el asunto en los primeros capítulos
de esta Segunda Parte. El propio Sancho se había hecho portavoz de críticas parecidas a las de
Teresa sobre el “ascenso” del viejo hidalgo manchego a un título de caballero principal
(“Don”). El pasaje figura en el capítulo 2 de la Segunda Parte. En él, Cervantes juega
burlonamente con las reacciones que el “don” carnavalesco de don Quijote habría suscitado
entre los lectores. Así se lo refiere el criado a su amo:
[…] el vulgo tiene a vuestra merced por grandísimo loco, y a mí por no menos
mentecato. Los hidalgos dicen que, no conteniéndose vuestra merced en los límites de la
hidalguía, se ha puesto don y se ha arremetido a caballero con cuatro cepas y dos yugadas
de tierra, y con un trapo atrás y otro adelante. Dicen los caballeros que no querrían que
los hidalgos se opusiesen a ellos, especialmente aquellos hidalgos escuderiles que dan
humo a los zapatos y toman los puntos de las medias negras con seda verde55 (II, 2)
Los “lectores” a los que alude Sancho son, naturalmente, lectores ficcionales, y no los lectores
“reales” del primer Quijote. Aun con eso, entre las líneas de la reseña que hace el escudero
parece advertirse la ironía burlona con que Cervantes contempla el tejido de la sociedad y en
particular la escala social marcada por el linaje. En un juego especular en torno a la mirada, se
invita al lector real a observar cómo los lectores internos de la obra contemplan, a su vez, a
don Quijote. El eje del espectáculo se desplaza: ya no se trata de la pareja amo y escudero,
sino del espectáculo no menos caricatural del pundonor nobiliario de los lectores. Frente a la
transgresión del loco que ha saltado de hidalgo de medio pelo a caballero, los nobles -grandes
y pequeños- defienden sus puestos respectivos en la sociedad amparados en el inmovilismo
estamental que la cimenta y estructura. La libertad linajuda que se ha tomado el viejo hidalgo
ha reactivado otros miedos, otras ficciones sociales. Leemos en primer lugar el resentimiento
de los hidalgos hacia aquellos que, siendo hidalgos como ellos, menosprecian la hidalguía (el
escalafón más bajo de la nobleza) y aparentan pertenecer a la alta nobleza. Leemos también la
postura defensiva de la aristocracia (‘los caballeros”) por defender sus privilegios y conservar
su superioridad sobre tanto hidalgo pobre que intenta camuflar su pobreza56 y amenaza con
55
Sobre las posibles críticas hacia ciertos personajes del XVII que podrían encerrarse en la alusión a las medias
zurcidas, ver M. Joly (1996). Recordemos que don Quijote también necesitará zurcirse las medias durante su
estancia en casa de los duques.
56
Evocación del hidalgo pobre al servicio de un poderoso (hidalgo “escuderil”) y que, sin dinero suficiente para
comprar zapatos o medias nuevas, debe contentarse con betunes y zurcidos. El candidato advertirá la concisión
[…/…]
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confundirse con ellos, los aristócratas. Y, en medio de todo ello, el guiño cómplice y la ironía
mordaz de Cervantes que vuelve sobre la relación entre la literatura y la vida, entre libros y
lectores, entre cordura y locura, en fin, entre disparates librescos y figuraciones sociales: en el
primer Quijote, el personaje de Alonso Quijano había dejado que los libros influyeran en su
existencia hasta transformarla por completo; en el segundo Quijote, son los lectores de la
Primera Parte quienes temen a su vez que la aventura de un personaje de libro (ese hidalgo
que se hace pasar por caballero) influya en sus vidas. Nuevamente, el papel del imaginario. Y,
sobre todo, los márgenes movedizos entre ficción y vida. Frente a ellos, los espacios a primera
vista estancos, espacios sociales de la pirámide estamental.
Algunos capítulos más adelante, la sobrina de don Quijote añade un elemento más a este
mapa de ejecutorias y heráldicas que mencionábamos más arriba. La ceguera mayor de su tío,
afirma, no afecta al cuerpo, sino a su ser social:
ceguera tan grande y en una sandez tan conocida, que se dé a entender que es valiente,
siendo viejo; que tiene fuerzas, estando enfermo, y que endereza tuertos, estando por la edad
agobiado, y, sobre todo, que es caballero, no lo siendo, porque aunque lo puedan ser los
hidalgos, no lo son los pobres […] (II, 6, p. 591)
“Dos linajes solos hay en el mundo […], que son el tener y el no tener”57, sentenciará también
Sancho, portavoz del desengaño popular, para justificar la preeminencia del opulento
Camacho frente al gallardo pero pobre Basilio; “el día de hoy, mi señor don Quijote, antes se
toma el pulso al haber que al saber: un asno cubierto de oro parece mejor que un caballo
enalbardado”.
¿En qué atañe todo esto a la transformación de Alonso Quijano en don Quijote? Alonso
Quijano pertenece a la nobleza. Es uno de tantos “hidalgos” (I, 1) que pueblan las tierras
castellanas, y él mismo se declara ante Sancho “hijodalgo de solar conocido, de posesión y
propiedad” (I, 21); hidalguía no tan notoria, pues ha tenido que probarla en tribunales, sin
duda para eximirse de pagar impuestos58. En todo caso, como arguye la sobrina, la modestia
narrativa de Cervantes: solo tres rasgos le bastan a nuestro autor para trazar un retrato acabado de este tipo social
y literario de la España clásica: un personaje arruinado pero esclavo de unas apariencias (el “decoro”) que su
condición de noble, y sin duda su orgullo estamental, le imponen guardar. Bajo el texto cervantino laten sin duda
las páginas inolvidables que el anónimo autor del Lazarillo de Tormes le dedicara al personaje del Escudero,
tercer amo de Lázaro, y la mirada irónica de Quevedo en su Buscón.
57
II, 20. Es de notar que don Quijote no ha podido, o no ha querido, contradecir esa máxima popular tan
contraria a su ideal. Sancho pone fin al asunto por la tristeza que tales consideraciones parecen producirle a su
amo.
58
“Hidalgo de ejecutoria” es el que ha probado su hidalguía”, pero lo mejor es que no tenga siquiera que
probarla, por caso notorio y admitido de todos. Ver Francisco Rico, Tiempos del Quijote, Acantilado, Barcelona,
2012, p. 54. Las pruebas de hidalguía y las ejecutorias les permitían a los hidalgos, en efecto, demostrar la
condición nobiliaria y, reconocidos como nobles, no pagar impuestos. La necesidad de probar hidalguía venía a
veces, explica Rico, de la hostilidad de los pecheros contra los hidalgos exentos y de los intentos de alcaldes, etc.
por hacerles pagar unos impuestos de los que, si la persona era hidalgo, estaba exento. El caso es que muchos
hidalgos pobres no contaban con los medios económicos para tramitar el proceso legal, con lo cual acababa
[…/…]
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de su caudal -ya casi extinguido por la fiebre de la lectura59- le cierra el paso a todo ascenso
social dentro de su estamento. Su conversión en caballero andante es una versión disparatada
de la carrera de armas, una de las tres vías de promoción social (iglesia, Mar o casa Real) que
se le ofrecían al español de esa sociedad barroca en crisis para la obtención del ansiado medro:
“Dos caminos hay, hijas, por donde pueden ir los hombres a llegar a ser ricos y honrados: el
uno es el de las letras; otro, el de las armas. Yo tengo más armas que letras, y nací, según me
inclino a las armas, debajo de la influencia del planeta Marte, así que casi me es forzoso
seguir por su camino, y por él tengo de ir a pesar de todo el mundo” (II, 6, 592). Milicia y
leyes (letras humanas, no divinas); la tercera vía posible, la del servicio en la Corte, había
quedado rechazada desdeñosamente en páginas anteriores60. Y en verdad que el viejo hidalgo
más tiene de letrado y poeta que de cortesano: “[…] yo no soy bueno para palacio, porque
tengo vergüenza y no sé lisonjear”, dice el licenciado Vidriera, uno de los personajes de las
Novelas Ejemplares. Idéntico juicio se podría aplicar a don Quijote.
Nuestro personaje se encierra en el ideal humanista del Renacimiento que conciliaba nobleza,
virtud y obras. Era el ideal que alentaba los “nuevos hombres” (los homines novi) elevados
por sus méritos, y que parodia en su prologo el anónimo autor del Lazarillo de Tormes: “ […]
consideren los que heredaron nobles estados cuán poco se les debe, pues Fortuna fue con ellos
parcial, y cuánto más hicieron los que, siéndoles contraria, con fuerza y maña remando
salieron a buen puerto”. Al abrigo en el puerto seguro de la riqueza y la honradez, por hechos
de letras (letrados cortesanos) o por las armas.
Se encierra sobre todo nuestro protagonista en el ideal gótico de la caballería a la antigua,
canto a la nobleza de los orígenes: don Quijote –también Sancho- justifican sus pretensiones
con la auctoritas del universo novelesco cuyos héroes alcanzaban al final de la historia la
corona de rey o emperador por la fuerza de su brazo, como justa recompensa a sus valores y
obras meritorias. Este universo, a su vez, ensalzaba con tintes de leyenda la nobleza guerrera
de los orígenes, aquella que durante la Edad media había ganado títulos y heredades por los
servicios prestados a su rey y a la religión en el campo de batalla. Pero el lector sabía, y
perdiendo oficialmente su hidalguía. A notar que la mayoría de los hidalgos de Castilla la Nueva eran “de
ejecutoria”, y no “de sangre” o solar conocido.
59
“[…] llegó a tanto su curiosidad y desatino […] que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura para
comprar libros de caballerías en que leer, y, así, llevó a su casa todos cuantos pudo haber dellos” (I, 1)
60
“no todos los caballeros pueden ser cortesanos, ni todos los cortesanos pueden ni deben ser caballeros
andantes: de todos ha de haber en el mundo, y aunque todos seamos caballeros, va mucha diferencia de los unos
a los otros; porque los cortesanos, sin salir de sus aposentos ni de los umbrales de la corte, se pasean por todo el
mundo mirando un mapa, sin costarles blanca, ni padecer calor ni frío, hambre ni sed; pero nosotros, los
caballeros andantes verdaderos, al sol, al frío, al aire, a las inclemencias del cielo, de noche y de día, a pie y a
caballo, medimos toda la tierra con nuestros mismos pies […] y sería razón que no hubiese príncipe que no
estimase en más esta segunda, o, por mejor decir, primera especie de caballeros andantes, que, según leemos en
sus historias, tal ha habido entre ellos, que ha sido la salud no solo de un reino, sino de muchos”. (II, 6, pp. 589-
90)
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Cervantes lo había sufrido en sus propias carnes, que la gloria por la milicia ya no tenía
cabida en el ideario post-renacentista. En las páginas de los libros o en los escenarios de los
corrales de comedias no le faltaban tampoco a ese mismo lector ejemplos literarios que
servían de contrapunto a tanta gloria, que condenaban por ridículas las pretensiones de
“medro” o ascenso social de personajes humildes, sobre todo si se trataba de villanos:
entremeses, comedias y, sobre todo, la picaresca (recuérdense los grotescos y estrepitosos
fracasos de Lázaro de Tormes, Guzmán de Alfarache y el Buscón Pablos). También en la
novela de Cervantes el lector puede reírse con la ambición de los personajes plebeyos: los
sueños nobiliarios ya mencionados de Sancho (II, 5) y Teresa Panza (II, 50), el grotesco afán
de gloria de los regidores rebuznadores (el cuento del capítulo 25), la empresa casamentera de
la dueña doña Rodríguez61.
El lema de don Quijote (“cada uno es hijo de sus obras”) será motor de tensiones constantes a
lo largo de la novela. Hay, dice don Quijote, “Hombres bajos hay que revientan por parecer
caballeros, y caballeros altos hay que parece que aposta mueren por parecer hombres bajos:
aquellos se levantan o con la ambición o con la virtud, estos se abajan o con la flojedad o con
el vicio” (II, 6, p. 590). La empresa de la “andante caballería” era camino para los primeros,
aquellos que conciliaban ambición de superación y virtud personal. Naturalmente, la empresa
resulta anacrónica en la España del XVII, y el viejo don Quijote no es sino un falso caballero
andante. Pero, ¿no hay también caballeros ficticios en la sociedad de los cuerdos? “ni todos
los que se llaman caballeros lo son de todo en todo, que unos son de oro, otros de alquimia, y
todos parecen caballeros, pero no todos pueden estar al toque de la piedra de la verdad”
(ibídem). Entre los caballeros nombrados, los hay verdaderos y los hay falsos. No es oro todo
lo que reluce.
Consciente del funcionamiento de las redes sociales del mundo que le rodea, don Quijote
aparta de ellas sus ojos y se aferra, pues, a un motivo desfasado: no tiene dinero para comprar
el título de caballero, pero lo merece –y se lo atribuye él mismo- por su virtud personal y las
hazañas. Esta creencia fundamental da coherencia al sueño quijotesco, como nutre también las
esperanzas de Sancho. El ejemplo (la auctoritas) se encuentra, naturalmente, en los libros de
caballerías, pero también en la Historia:
Haz gala, Sancho, de la humildad de tu linaje, y no te desprecies de decir que vienes de
labradores […] Inumerables son aquellos que de baja estirpe nacidos, han subido a la suma
dignidad pontificia e imperatoria; y desta verdad te pudiera traer tantos ejemplos, que te
cansaran […] si tomas por medio a la virtud y te precias de hacer hechos virtuosos, no hay
61
La pretensión de “medro” por alianza matrimonial aparece también frustrada en la novela. Historias a primera
vista tan dispares como la de la “malandante” hija de doña Rodríguez –historia divertida y bastante ambigua- la
de Quiteria y la de Ana Félix coinciden todas ellas en presentar proyectos malogrados de unión con personajes
socialmente superiores (el acaudalado labrador amigo de los Duques, el rico y ostentoso Camacho, el noble don
Gregorio).
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para qué tener envidia a los que padres y agüelos tienen príncipes y señores, porque la
sangre se hereda y la virtud se aquista, y la virtud vale por sí sola lo que la sangre no vale.
(II, 42, p. 868)
La virtud vale por sí sola lo que la sangre no vale. En medio de la “confusión” de linajes, de
nobles meritorios y nobles reprobables, de caballeros de oro y caballeros de oropel, el norte
sigue estando para don Quijote en la virtud62.
Al determinismo de la sangre, sobre el que reposa teóricamente la pirámide social de Antiguo
Régimen, y al dinero como criterio único, en la práctica, de movilidad social, opone don
Quijote el ideal de la virtud y de la acción. Con el pilar de la virtud avalará ante los Duques el
linaje nobiliario de su Dulcinea del Toboso. El pasaje es largo, pero importante. Lo citamos
en su integridad:
—No hay más que decir —dijo la duquesa—. Pero si, con todo eso, hemos de dar crédito a la
historia que del señor don Quijote de pocos días a esta parte ha salido a la luz del mundo,
con general aplauso de las gentes, della se colige, si mal no me acuerdo, que nunca vuesa
merced ha visto a la señora Dulcinea, y que esta tal señora no es en el mundo, sino que es
dama fantástica, que vuesa merced la engendró y parió en su entendimiento, y la pintó con
todas aquellas gracias y perfeciones que quiso.
—En eso hay mucho que decir —respondió don Quijote—. Dios sabe si hay Dulcinea o no
en el mundo, o si es fantástica o no es fantástica; y estas no son de las cosas cuya
averiguación se ha de llevar hasta el cabo. Ni yo engendré ni parí a mi señora, puesto que la
contemplo como conviene que sea una dama que contenga en sí las partes que puedan
hacerla famosa en todas las del mundo, como son hermosa sin tacha, grave sin soberbia,
amorosa con honestidad, agradecida por cortés, cortés por bien criada, y, finalmente, alta por
linaje, a causa que sobre la buena sangre resplandece y campea la hermosura con más
grados de perfeción que en las hermosas humildemente nacidas.
—Así es —dijo el duque—, pero hame de dar licencia el señor don Quijote para que diga lo
que me fuerza a decir la historia que de sus hazañas he leído, de donde se infiere que, puesto
que se conceda que hay Dulcinea en el Toboso, o fuera dél, y que sea hermosa en el sumo
grado que vuesa merced nos la pinta, en lo de la alteza del linaje no corre parejas con las
Orianas, con las Alastrajareas, con las Madasimas, ni con otras deste jaez, de quien están
llenas las historias que vuesa merced bien sabe.
—A eso puedo decir —respondió don Quijote— que Dulcinea es hija de sus obras, y que las
virtudes adoban la sangre, y que en más se ha de estimar y tener un humilde virtuoso que un
vicioso levantado, cuanto más que Dulcinea tiene un jirón que la puede llevar a ser reina de
corona y ceptro; que el merecimiento de una mujer hermosa y virtuosa a hacer mayores
milagros se estiende, y, aunque no formalmente, virtualmente tiene en sí encerradas mayores
venturas.
—Digo, señor don Quijote —dijo la duquesa—, que en todo cuanto vuestra merced dice va
con pie de plomo y, como suele decirse, con la sonda en la mano; y que yo desde aquí
62
No será diferente la actitud que manifiesta Alonso Quijano ya moribundo, después de haber renegado de sus
lecturas caballerescas, cuando hace digno a Sancho no del gobierno de una ínsula, sino de reinar en un país: “si,
como estando yo loco fui parte para darle el gobierno de la ínsula, pudiera agora, estando cuerdo, darle el de un
reino, se le diera, porque la sencillez de su condición y fidelidad de su trato lo merece”, II, 74, p. 1102.
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adelante creeré y haré creer a todos los de mi casa, y aun al duque mi señor, si fuere
menester, que hay Dulcinea en el Toboso, y que vive hoy día, y es hermosa, y
principalmente nacida, y merecedora que un tal caballero como es el señor don Quijote la
sirva, que es lo más que puedo ni sé encarecer (II, 32, pp. 800-801).
Con el propósito de reírse de su invitado, los Duques proceden a una socarrona averiguación
sobre el ser y la condición de Dulcinea. Y desde la altivez de su condición de aristócratas
inquieren burlonamente las cartas de nobleza de la dama. Don Quijote responde a la burla con
astucia y finos toques de ironía. Sin decantarse por la “verdad” corpórea o quimérica de su
dama, don Quijote pinta a Dulcinea como un dechado de cualidades, un retrato tal que la
dama soñada aventaja a todos los personajes presentes. La belleza (“carta de recomendación”,
cap. 63, p. 103), tan extrema que acredita por sí sola el alto linaje de la joven, muy superior a
los Duques presentes, pues el jirón (es decir, el atributo heráldico) de su escudo es la virtud.
Poco importa que en la práctica social, “formalmente”, Dulcinea no sea reina: lo que
realmente importa es que merece serlo, y que quizás un día lo sea. La misma lección que don
Quijote le dará después al escudero en trances de gobernador resuena ahora dirigida a los
Duques gobernantes de facto y representantes en buena forma –y no solo virtualmente- de la
aristocracia: “en más se ha de estimar y tener un humilde virtuoso que un vicioso levantado”.
No demuestran demasiada virtud los Duques. No nos extrañe que la Duquesa dé por
concluido el asunto y cambie apresuradamente de tema.
En conclusión, la fama de héroe, las cartas de nobleza, don Quijote pretende conseguirlas por
sus obras. Las obtendrá sobre todo como personaje literario. A la vez que defiende su
singularidad de caballero andante en una época sin paladines, su creencia de nobleza virtuosa
en medio de la fiebre linajuda del dinero y las apariencias, don Quijote defiende también su
“veracidad” y singularidad como protagonista de libro. En el trance de la muerte, convertido
don Quijote en Alonso Quijano, aún el ideal de la virtud resonará en la reivindicación de la
identidad social, del linaje, de la fama: “[soy] Alonso Quijano, a quienes mis costumbres me
dieron renombre de ‘bueno’ ” (II, 74, 1100). Don Quijote de la Mancha, El “caballero de la
Triste Figura”, luego “El caballero de los leones” se transforma en “Alonso Quijano el
Bueno”. No sabremos si ha alumbrado este nombre desde una nueva locura, o si desvela su
identidad desde la cordura que preludia la muerte. Poco importa. En el sobrenombre del
hidalgo moribundo convergen los dos ideales que han ido guiando su trayectoria: la virtud y
la autenticidad literaria. Alonso Quijano el Bueno es el buen Alonso Quijano, no el falso de
Avellaneda.
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pero “significativo” nombre de su protagonista manchego/manchado (I, 1). En su segundo
Quijote, el lector se encuentra con otras historias vinculadas, de diversas maneras, a la sangre.
Veamos algunas de ellas.
Ejemplo acabado de la mezcla de sangres (cristiana, musulmana) aparecía en el primer
Quijote con la historia del capitán cautivo y la bella Zoraida/María (I, 38-42). Era esta una
historia teñida de referentes biográficos de Cervantes63: el valeroso capitán Ruy Pérez regresa
a España liberado por fin de su prisión en tierras musulmanas. Vuelve ayudado y acompañado
por una joven mora, Zoraida, una muchacha noble que deja patria y familia para recibir
bautismo en tierras cristianas. La historia de amor y fe entre los dos personajes termina con un
futuro que se promete feliz: el bautismo de Zoraida, su matrimonio con el heroico capitán, el
establecimiento de la pareja bajo la protección de los dos opulentos hermanos del soldado. La
integración, en suma, de una extranjera que no es “cristiana vieja”, aunque sí cristiana sincera
“por la fe” y por las obras (por la virtud), y que acaba emparentada con una familia cuya
antigüedad y pureza de linaje vienen implícitas, o al menos así lo parece, al decirse en el
comienzo del relato que procede “de las Montañas de León” 64.
También de religión, sangre y amores trata en el segundo Quijote la historia de Ana Félix y
don Gregorio. Como el de Zoraida y el capitán cautivo, es un relato de cautiverio y, sobre
todo, un relato de moriscos. La diferencia, entre otras, es que el ser morisco funciona en la
primera historia como desenlace: Zoraida, al bautizarse, se convierte en morisca (cristiana
conversa descendiente de musulmanes); en la historia de Ana Félix, la condición de morisca
es a la vez el punto de arranque de la historia y el obstáculo contra el que deberán luchar los
dos amantes (Ana Félix, don Gregorio). Cervantes nada nos dice claramente sobre el
resultado final: nunca sabremos si los dos valientes enamorados lograron sortear o no las
63
El relato autobiográfico del Cautivo (narrador homodiegético) guarda semejanzas evidentes con la experiencia
vital de Cervantes: participación heroica en la batalla de Lepanto, cautiverio en Argel, intentos repetidos para
escaparse y vuelta final a España, completamente pobre; elementos estos que se poetizan y se vinculan con otros
mucho más idealizadores, algunos de raigambre folclórica (amor de la bellísima Zoraida, huída y accidentes
aventureros, etc.). Una marca de la pseudoidentificación entre el capitán ficticio y el Cervantes soldado
aparecería en el nombre del protagonista, Viedma, que Dominique Reyre entiende como anagrama de “mi vida”.
Pero, una vez más, Cervantes sorprende al lector: cuando este interpreta la autobiografía del capitán como una
autobiografía más o menos velada del novelista, el escritor se escabulle y rompe la identificación
Viedma/Cervantes. En efecto, el propio Capitán se desvincula de Cervantes cuando menciona a un tal
“Saavedra” como personaje de una historia bien diferente a la suya:” Sólo libró bien con él un soldado español
llamado tal de Saavedra, el cual, con haber hecho cosas que quedarán en la memoria de aquellas gentes por
muchos años, y todas por alcanzar libertad, jamás le dio palo, ni se lo mandó dar, ni le dijo mala palabra; y por la
menor cosa de muchas que hizo temíamos todos que había de ser empalado, y así lo temió él más de una vez; y
si no fuera porque el tiempo no da lugar, yo dijera ahora algo de lo que este soldado hizo, que fuera parte para
entreteneros y admiraros harto mejor que con el cuento de mi historia” (I, 39).
64
“En un lugar de las Montañas de León tuvo principio mi linaje […]” Así comienza el Cautivo el relato de su
vida ante los personajes de la venta (I, 39). León era tierra de reyes y de guerreros cristianos. De la montaña de
León procedían dos casas nobles que participaron activamente en la Reconquista, a decir de Fernando del Pulgar,
el cronista de los Reyes Católicos: la Casa Guzmán (Duques de Medina Sidonia) y la casa de los Ponce de León.
36
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barreras sociales (política, religión) que los separan con mayor fuerza de lo que la barrera del
mar había separado sus cuerpos.
En ambos relatos encontramos una poética donde se combinan hábilmente rasgos
idealizadores y elementos referenciales. Idealizadora es la belleza admirable de las jóvenes, su
heroicidad y la constancia en el amor y la fe religiosa. En cambio, la tela de fondo que les
sirve de marco impone diferencias notables entre las dos historias. En la historia del Cautivo
la integración del otro, aquí una musulmana conversa, es todavía posible65. No así en la
historia de Ana Félix: en el paso del primero al segundo Quijote, la identidad y presencia de la
minoría morisca en el seno del cuerpo social cristiano ha cambiado de signo. El contexto de
España en la década en que Cervantes está ultimando su segundo Quijote es, en efecto, bien
distinto: ya no hay integración para Ricote y su familia, sino segregación y expulsión. Entre
las dos historias, Cervantes ha jugado con la reversibilidad de los espacios: el cristiano es
prisionero o perseguido como enemigo e infiel en tierras musulmanas; el morisco, en la
Segunda Parte, es proscrito en la muy cristiana España; la diferencia es que ese suelo español
había sido durante siglos para los llamados “conversos de moros” la tierra de los ancestros.
Detengámonos, pues, en el contexto de la segunda década del XVII que Cervantes
ficcionaliza y con el que entreteje su relato. Es este uno de los más imbricados en las
problemáticas sociales de la España del XVII, que todo lector de la época reconocía como
propias. Imaginamos la sonrisa cómplice de este mismo lector ante el epígrafe socarrón con
que Cervantes introduce el capítulo (cap. 54):“Que trata de cosas tocantes a esta historia y no
a otra alguna”.
Recapitulemos, pues, lo que ocurre en esa otra historia. En septiembre de 1609, el mismo año
en que se firma la tregua con Holanda, se hace público el primer bando de expulsión de los
moriscos, punto de partida de una largo y doloroso proceso que se prolongará hasta 1614.
Felipe III sellaba así el destino de unos 300.000 cristianos de origen musulmán (“conversos
65
También se integraba felizmente entre los cristianos la joven pareja de la Historia de Ozmín y Daraja, el relato
morisco que Mateo Alemán incluye en la Primera Parte de su Guzmán de Alfarache (1599). El relato de Mateo
Alemán se fragua con tintes de morofilia literaria, la idealización del musulmán manifestada ya tempranamente
en algunos exempla de don Juan Manuel o en textos de romances, y que encontrará su expresión más acabada a
mediados del XVI, con la Historia del Abencerraje y de la hermosa Jarifa, ambientada en los primeros años del
XV. Tomar como punto de partida la Historia del Abencerraje nos permite trazar ya con una lectura rápida de
los textos los cambios que van modulando la construcción ideológica del musulmán en su perfil literario. En el
Abencerraje, el joven protagonista – un aristócrata musulmán: pertenece al linaje noble de los Abencerrajes- cae
en manos del cristiano Rodrigo de Narváez, pero obtiene finalmente la libertad como recompensa de su virtud y
puede regresar a su tierra acompañado de su joven esposa sin renunciar a la fe musulmana. En la historia de
Mateo Alemán y en el relato cervantino del cautivo, los personajes moros quedan en tierras españolas al precio
de renunciar a su identidad musulmana –renuncia, claro está, voluntaria: no hay espacio aquí para las
conversiones forzosas que tanto abundaron en la realidad-. En el relato de Ricote, último jalón de la serie, la
convivencia ya no es posible: solo la fuerza de dinero y las relaciones de influencias podrían, en último caso, dar
tratamiento de excepción a la bella Ana Félix y “cegar” la vigilancia de quienes expulsan metódicamente los
últimos vástagos de una minoría cuya presencia antes se admitía o, cuanto menos, se soportaba en suelo español.
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de moros”), descendientes en su mayor parte de los antiguos invasores del siglo VIII, y ponía
fin a una convivencia que, aunque con altibajos, se había mantenido en la península desde
1502 (año en que se les impone a los musulmanes elegir entre la conversión forzosa al
catolicismo o el destierro: a partir de este año ya no hay musulmanes en España sino
moriscos, es decir, cristianos nuevos o conversos descendientes de musulmán). En la práctica,
con la expulsión de 1609 se reconocía el fracaso religioso, social y político de un proceso
secular de “asimilación” de los moriscos: fracaso en los intentos de conversión al cristianismo
y fracasos en los intentos de aculturación, es decir, de hacer desaparecer todos aquellos rasgos
que conformaban una identidad propia (trajes, costumbres, fiestas y bailes, etc.). A lo largo
del proceso, y hasta llegar al decreto final, las medidas se hacen cada vez más
segregacionistas, traicionando en el espíritu y la letra la tolerancia de las Capitulaciones de
Granada (1491). Los moriscos protagonizan varios levantamientos de protesta en el siglo
XVI, algunos desesperados. Se va fraguando la idea de expulsar a la minoría morisca del
territorio. El terrible paso no lo dará Felipe II, ardiente defensor de la fe cristiana, sino el
pacífico Felipe III, quizás animado por su valido y el “celo católico” de su esposa.
Entre las razones que sirvieron de detonador a la expulsión se encontraba el miedo: sobre la
población morisca, en incremento demográfico, y particularmente sobre la que residía en las
zonas costeras del Mediterráneo pesaba la sospecha de constituir una “quinta columna”, un
enemigo interno aliado –o susceptible de aliarse- con otomanos o franceses y que acabaría
abriendo las puertas de España al invasor. A todo ello se suma un recelo general sobre la
sinceridad de su conversión a la fe cristiana, prejuicio asentado en una realidad social (un
siglo antes, la conversión había sido para los mudéjares condición obligada para quedarse en
España) bien útil a la hora de barrer los escrúpulos que algunos manifestaron ante el éxodo de
gente bautizada, muchos de ellos abandonados a su suerte en tierras “de infieles” ( lo que
entonces se conocía como “ Berbería”: las costas de Marruecos, Argelia y Túnez), pues el
paso a Francia pronto fue cerrado ante la gran afluencia de deportados66. Entraría también en
la balanza la necesidad de crear en España una empresa de cohesión nacional – política, social
y religiosa- en un período en que España, agotada militar y económicamente, debe renunciar
en el tablero europeo a las gloriosas – y costosas- guerras del pasado, las de los Austrias
mayores.
En la realidad social de principios del XVII, la decisión de Felipe III de deportar a los
moriscos despertará en el reino posturas encontradas, que irán de la adhesión sin reservas
hasta la incomprensión, la protesta incluso. Uno de los casos más notables fue, sin duda, el de
66
Cavillac, op. cit., p. 145. En mayor o menor medida, las causas que alentaron los miedos de la población
cristiana aparecen en el discurso de Ricote no como quimeras, sino como un peligro que el morisco Ricote da
como verídico. Cervantes hace del personaje el delator de su propio grupo.
38
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los moriscos del reino de Murcia, y en particular el de los moriscos del valle de Ricote, unos
2500 de los seis o siete mil moriscos murcianos. Contra ellos firma Felipe III el decreto de
expulsión el 8 octubre de 1611, aunque su aplicación se pospone dos años. Integraban la zona
de Ricote seis villas situadas en la cuenca del río Segura (Villanueva, Ulea, Abarán, Ricote,
Ojós y Blanca) pertenecientes a una encomienda de la orden de Santiago y sobre las que
gobernaba en ese momento el comendador don Luis Fajardo, marqués de los Vélez. A los
reparos que manifestó este influyente personaje – reparos probablemente animados por
razones económicas67- sobre la expulsión de sus sujetos pronto se unieron otras voces. Se
logró con ello la suspensión momentánea del decreto y la apertura de una investigación sobre
la observancia de la fe entre los moriscos de Murcia. El encargo de la investigación recayó en
fray Juan Pereda, fraile dominico del convento de Santo Tomás de Ávila, según designio del
confesor del rey, el influyente padre Aliaga. Tras casi dos meses de examen y consultas,
Pereda termina su informe a finales de abril de 1612 acreditando la fe cristiana y la obediencia
política de los moriscos del reino de Murcia (“a mi parecer hay bastantissimo testimonio
para darlos por suficientemente aprobados en razon de buenos cristianos y fieles vasallos a
su magestad”). El informe del dominico, en palabras de Domínguez Ortiz, contenía:
una relación clara y completa de más diversas clases de moriscos que quedaban en aquel
reino e insistía en la cristiandad de los de Ricote, manifestada en actos públicos que había
presenciado y de cuya sinceridad no le cabía duda; al conocer el edicto de expulsión
habían hecho procesiones, penitencias, oraciones públicas y otras manifestaciones de
piedad cristiana. Además, de mucho tiempo atrás bebían vino y comían tocino68. Los
menores de cuarenta años no hablaban ni entendían el arábigo, por lo que se estimaba
69
improcedente su expulsión.
En la práctica, la insistencia con que Pereda afirma la cristiandad de los moriscos de Ricote
podría deberse a los prejuicios que la población cristiana albergaba contra ellos: las seis villas
del valle de Ricote, en efecto, estaban entre las que peor fama tenían y su conversión
despertaba no pocas sospechas70: la de Blancas, en particular, se consideraba una de las más
67
Los grandes señores y propietarios de la costa valenciana veían en los moriscos mano de obra barata y
laboriosa. Nada hay de extraño que muchos intentaran oponerse a la decisión regia de expulsar a tales sujetos.
Con la expulsión de los moriscos, de hecho, desapareció una destreza agrícola y artesana (la industria sedera, por
ejemplo) que había contribuido en gran medida a la riqueza de pueblos y ciudades.
68
Como la religión musulmana prohíbe la ingesta de alcohol y carne de cerdo, consumir alguno de estos
productos se consideraba en la época como prueba de catolicismo sincero. Lo mismo se aplicaba a los
judeoconversos, pues el judaísmo prohíbe también ingerir cerdo, por animal impuro, y todo vino que haya sido
elaborado o simplemente tocado por quien no profese la religión judía. Ni que decir tiene que alguien que
rechazara alguno de estos productos, o que declinara la invitación a comer en casa de cristianos, levantaba
inmediatamente sospechas y era frecuentemente denunciado a la Inquisición.
69
Antonio Domínguez Ortíz, Bernard Vincent, Historia de los moriscos. Vida y tragedia de una minoría,
Alianza Editorial, Madrid, 1993 (1ª ed.: 1979), p. 199.
70
Ver la transcripción del informe realizada por Juan González Castaño (El informe de fray Juan de Pereda
sobre los mudéjares murcianos en vísperas de la expulsión, año 1612, en Áreas. Revista Internacional de
Ciencias Sociales, n. 14, 1992, pp. 219-235), p. 221..
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islamizadas del territorio. En todo caso, el informe de Pereda no fue tenido en cuenta. En
1613 se ordenaba la expulsión definitiva de todos los moriscos del reino de Murcia. Sin duda
un buen número de ellos pasó a engrosar las listas de aquellos deportados que, desde el
decreto de 1609, intentaban volver clandestinamente a España. Nuestro morisco Ricote refleja
en el campo de la literatura una realidad social. La suerte de los moriscos murcianos y su
expulsión tardía, ya pasada la fiebre de las primeras expulsiones, debió de despertar un vivo
interés en la nación, interés que quizás compartió Cervantes o que, en todo caso, no le habría
pasado desapercibido.
Hemos ido intuyendo la evidente filiación entre la comunidad morisca del valle del Segura y
el personaje del morisco Ricote. La crítica ha insistido sobradamente en ello, aunque las
interpretaciones sobre la lectura del episodio y del personaje son muy diferentes, a veces
incluso antitéticas. Para Márquez Villanueva, por ejemplo, el hecho de que Cervantes hubiera
dado el nombre de “Ricote” a su personaje significa la denuncia de nuestro autor hacia la
intolerancia de aquellos que decidieron y ejecutaron la expulsión de los moriscos:
el topónimo se transforma en onomástico por la decisiva razón de que el morisco manchego
es, a su vez, un paradigma de víctima inocente. Cervantes quiso que su noble personaje fuera
un recuerdo vivo del último y tristísimo capítulo de aquella expulsión que veía ensalzar a su
alrededor como una gloriosa hazaña71
Hacer de Ricote la voz panegírica que celebra una decisión de la que él mismo ha sido víctima
sería la marca de la ironía cervantina. Roland Labarre, más atento a la literalidad de los textos
cervantinos y al contexto personal del autor, pone en relación la postura menos hostil hacia el
morisco que manifiesta Cervantes en el Quijote frente a la que había expresado en sus
Novelas Ejemplares -en el Coloquio de los perros la crítica es virulenta-. La diferencia de
tratamiento reside en que la expulsión del valle de Ricote, muy tardía, había despertado cierta
compasión entre los españoles que no veían ya al morisco como un peligro para la patria. Y
explica que el panegírico al conde de Salazar podría deberse, sencillamente, a que familiares y
próximos del conde habían socorrido a Cervantes72. Bajo una óptica distinta, Michel Moner
llama la atención sobre la red de ecos internos que se crean a partir del nombre del personaje:
Ricote < rico + sufijo aumentativo -ote, potenciándose así “el semantismo de la riqueza, que
es precisamente el que el texto amplifica y ejemplifica, a través de todo un juego de
resonancias (limosna, tesoro enterrado, monedas en las esclavinas de los peregrinos”. Así que
el texto cervantino devuelve prejuicios y tópicos que formaban parte del discurso antimorisco,
como la afición avara a las riquezas: “la figura de Ricote, por más que no resulte desprovista
de rasgos positivos, viene a coincidir a pesar de todo con el estereotipo del morisco
71
Márquez Villanueva, Personajes y temas del Quijote, Madrid, 1975, pp. 256-257.
72
“Tres antiparadojas sobre Cervantes”, Criticón 54, 1992, pp. 113-121 (p. 120).
40
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acumulador de riquezas que es precisamente el que denunciaban los apologistas en sus
requisitorios”73. Hemos visto ya cómo el papel del dinero vertebra una buena parte de la obra.
Ricote parece modelado sobre la realidad de un pasado reciente74, pero limitarse a rastrear lo
que de “histórico” puede tener la figura sería reductor. Ricote parece más bien el resultado de
una amalgama donde se enlazan hechos de la Historia, motivos folclóricos –el tesoro
guardado- junto con las quimeras y miedos tanto de los cristianos viejos como de los moriscos
deportados.
Es sobre todo un personaje de luces y sombras y un discurso a dos voces: hace camino con
romeros alemanes que visitan los santuarios para ganarse limosnas, proscrito en su tierra y
llorando el amor a la patria perdida75, pero regresa a su tierra-santuario no por motivos
afectivos, sino económicos: desenterrar un tesoro76 para llevárselo consigo y vivir rico (acto
prohibido: a los moriscos expulsos no les estaba permitido sacar oro o plata de España).
¿Cómo no asociar su retorno con el falso peregrinar de los romeros alemanes con los que se
ha juntado? Comparte el vino y la carne de cerdo con su antiguo vecino Sancho (quien se tilda
73
Michel Moner, « El problema morisco en los textos cervantinos”, pp. 85-100 (p. 94) en Irene Andres-Suárez
(coord.), Los judeoconversos y los moriscos: actas del Grand séminaire de Neuchâtel, Neuchâtel, 26 a 27 de
mayo de 1994, Paris, Les Belles Lettres, 1995.
74
Podemos ver también en el relato homodiegético de Ricote la realidad de muchos moriscos que tras
contemplar la suerte que estaban corriendo otros grupos moriscos (los de Granada) se adelantaron a una decisión
regia que, intuían, iba a llegarles tarde o temprano y que los obligaría a salir del país en pésimas condiciones.
Ver Martínez Ortiz, op. cit., p. 191.
75
“Finalmente, con justa razón fuimos castigados con la pena del destierro, blanda y suave, al parecer de
algunos; pero al nuestro, la más terrible que se nos podía dar. Doquiera que estamos lloramos por España; que,
en fin, nacimos en ella y es nuestra patria natural; en ninguna parte hallamos el acogimiento que nuestra
desventura desea; y en Berbería, y en todas las partes de África donde esperábamos ser recebidos, acogidos y
regalados, allí es donde más nos ofenden y maltratan. No hemos conocido el bien hasta que le hemos perdido; y
es el deseo tan grande que casi todos tenemos de volver a España, que los más de aquellos (y son muchos) que
saben la lengua como yo, se vuelven a ella, y dejan allá sus mujeres y sus hijos desamparados: tanto es el amor
que la tienen; y agora conozco y experimento lo que suele decirse: que es dulce el amor de la patria” (II, 54).
76
Tópicos entre los prejuicios contra los moriscos es la acusación de atesorar, revender, sustraer, en definitiva, el
dinero de los cristianos viejos. Así, en el El coloquio de los perros, con el discurso del perro Berganza: “¡Oh
cuántas y cuáles cosas te pudiera decir, Cipión amigo, desta morisca canalla, si no temiera no poderlas dar fin en
dos semanas! […] Por maravilla se hallará entre tantos uno que crea derechamente en la sagrada ley cristiana;
todo su intento es acuñar y guardar dinero acuñado, y para conseguirle, trabajan y no comen; en entrando un real
en su poder, como no sea sencillo, le condenan a cárcel perpetua y a oscuridad eterna; de modo que ganando
siempre y gastando nunca, llegan y amontonan la mayor cantidad de dinero que hay en España. Ellos son su
hucha, su polilla, sus picazas y sus comadrejas; todo lo llegan, todo lo esconden y todo lo tragan […] Entre ellos
no hay castidad ni entran en religión ellos y ellas; todos se casan, todos multiplican […] No los consume la
guerra, róbannos a pie quedo, y con los frutos de nuestras heredades, que nos revenden, se hacen ricos […] no
gastan con sus hijos en los estudios, porque su ciencia no es otra que la de robarnos […]” Alegato al que
responde el perro Cipión: “celadores prudentes tiene nuestra república, que considerando que España cría en su
seno tantas víboras como moriscos, ayudados de Dios hallarán a tanto daño cierta, presta y segura salida […]”.
Novelas ejemplares, ed. de Harry Sieber, vol II, Cátedra, Madrid, 1991, pp. 349-350. A notar que Márquez
Villanueva insiste en que sería un error identificar las palabras del personaje con el discurso personal de
Cervantes (Vázquez Villanueva, Moros, moriscos y turcos de Cervantes. Ensayos críticos. Barcelona, Bellaterra,
2010). En todo caso, nada aparece en el texto para contradecir la tesis de Berganza, y nada permite aventurar
tampoco que Cervantes la pone en boca de sus personajes de manera irónica para denunciarla.
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de ser cristiano viejo) pero no parece animado por un celo especialmente católico. Es un
proscrito en la tierra donde ha vivido. Ni es admitido socialmente como cristiano, ni él se
identifica con la mayoría de los moriscos desterrados que habían permanecido fieles a la
religión musulmana. Es el producto de una ausencia de intercambios entre espacios y culturas;
Ricote está en la zona nebulosa, imprecisa, entre ambas: ni la Berbería musulmana, ni la
España católica. Transita a partir de Alemania, la tierra de la libertad de conciencia (expresión
que no tendría para los lectores el sentido positivo que tiene para el lector actual), es decir, el
espacio sin confesión obligada, la tierra de todos y de nadie. Presta su voz, según el momento,
a los desterrados y a los que imponen destierro.
Su actitud presenta indudables rasgos negativos para un lector de la época, rasgos que se
hacen todavía más evidentes al contraste con la que manifiesta Sancho: la lealtad del escudero
hacia su vecino desterrado hace resaltar todavía más la denuncia que hace Ricote de sus
compatriotas moriscos; Ricote es codicioso, se enfrenta a la prisión e incluso a la muerte
volviendo a España por dinero; Sancho rehúsa la parte del botín que le ofrece su antiguo
vecino por no traicionar la ley de su monarca: “no soy nada codicioso; que, a serlo, un oficio
dejé yo esta mañana de las manos, donde pudiera hacer las paredes de mi casa de oro, y comer
antes de seis meses en platos de plata; y así por esto como por parecerme haría traición a mi
rey en dar favor a sus enemigos, no fuera contigo, si como me prometes docientos escudos,
me dieras aquí de contado cuatrocientos.” (II, 54). Ricote, o la variabilidad del discurso: al
mismo tiempo que añora la patria perdida, lanza una arenga apasionada en defensa de la
expulsión ordenada por el rey y del rigor extremo del conde de Salazar, encargado de llevarla
a cabo -arenga tan sospechosamente hiperbólica, que podría dejar atisbos de duda sobre la
sinceridad del discurso-, y comparte los mismos miedos y prejuicios que alentaron la decisión
regia. Ana Félix, como veremos, es personaje de una pieza, con una coherencia poética firme
–quizás demasiado: es una heroína novelesca-. Ricote, en cambio, es personaje dúctil y
maleable, lleno de ambigüedades y contradicciones. Quizás por eso nos resulta mucho más
cercano que su admirable hija.
Pasemos justamente a la hija. Ana Félix –nombre antifrástico- padece el estigma de la sangre:
“sangre impura” por la ascendencia “mora”, como se decía en la España clásica. Como
Zoraida parte también de su tierra natal hacia tierra extranjera, pero en su viaje e nuestras
heroínas siguen caminos inversos, como queda dicho. Ana Félix es hija de Ricote, y las
coordenadas sociales condenan la relación con don Gregorio a la tragedia sentimental. En el
desenlace que se nos presenta en el relato –desenlace abierto- se proyecta una luz trágica
sobre el porvenir de los amantes: “Hubo lágrimas, hubo suspiros, desmayos y sollozos al
despedirse don Gregorio de Ana Félix”. Está también el escepticismo del propio Ricote: nada
podrá cegar la celosa vigilancia del monstruoso Argos que es el conde de Salazar. Don
Gregorio marcha para la corte madrileña, Ana Félix queda momentáneamente en casa el
visorrey, en Barcelona, todavía en tierra española pero ignorando hasta cuándo.
42
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La consabida metáfora del cuerpo social y de los miembros podridos (la misma que se utilizó
en la realidad histórica para el decreto de expulsión de la minoría judía en 1492) atañe a los
moriscos desterrados y al cristiano renegado. Este lavó su falta cuando ayudó a liberar a don
Gregorio y volvió al seno de la Iglesia (se reconcilió): “Reincorporóse y redujóse el renegado
con la Iglesia, y de miembro podrido, volvió limpio y sano con la penitencia y el
arrepentimiento” (II, 65, p. 1052). El lavamiento y el perdón parecen prohibirse a los Ricote,
“[…] él vee que todo el cuerpo de nuestra nación está contaminado y podrido, usa con él antes
del cauterio que abrasa que del ungüento que molifica […] que contino tiene alerta, porque no
se le quede ni encubra ninguno de los nuestros, que como raíz escondida, que con el tiempo
venga después a brotar, y a echar frutos venenosos en España, ya limpia, ya desembarazada
de los temores en que nuestra muchedumbre la tenía”. Simbólico árbol genealógico cuyos
vástagos, tarde o temprano, revertirán el veneno de los ancestros. Ninguna redención parece
permitida para los moriscos. La sangre, no la fe (Ana Félix es cristiana firme) es la que
segrega.
Es cierto que subsisten ciertas dudas sobre la sinceridad religiosa de Ricote: Sancho, por
ejemplo, prefiere no entrar en testimonios –ni buenos ni malos- sobre la fe y motivos de su
vecino, un terreno resbaladizo: “Bien conozco a Ricote, y sé que es verdad lo que dice en
cuanto a ser Ana Félix su hija; que en esotras zarandajas de ir y venir, tener buena o mala
intención, no me entremeto”. No hay dudas, en cambio, sobre su hija:
De aquella nación más desdichada que prudente sobre quien ha llovido estos días un mar de
desgracias, nací yo, de moriscos padres engendrada. En la corriente de su desventura fui yo
por dos tíos míos llevada a Berbería, sin que me aprovechase decir que era cristiana, como,
en efecto, lo soy, y no de las fingidas ni aparentes, sino de las verdaderas y católicas. No me
valió con los que tenían a cargo nuestro miserable destierro decir esta verdad, ni mis tíos
quisieron creerla; antes la tuvieron por mentira y por invención para quedarme en la tierra
donde había nacido, y así, por fuerza, más que por grado, me trujeron consigo. Tuve una
madre cristiana, y un padre discreto y cristiano ni más ni menos: mamé la Fe católica en la
leche; criéme con buenas costumbres; ni en la lengua ni en ellas jamás, a mi parecer, di
señales de ser morisca. (II, 63).
A la luz del texto, la víctima expiatoria no es Ricote “el rico”, sino la muchacha que ha
engendrado, ese segundo tesoro que, contrariamente al primero, el enterrado, no puede
quedarse en España.
En vez de darnos una visión unívoca del asunto, Cervantes opta por una doble verdad que
refleja las contradicciones y la profunda complejidad de la expulsión, con la imbricación de
razones político-religiosas y la tragedia humana que supuso la medida. Si el drama de Ana
Félix ilustra lo segundo, también tienen cabida en el texto los argumentos de los que apoyaron
el decreto, prejuicios de los que se hace portavoz el propio Ricote. La postura ambigua del
novelista presentó no pocas dificultades a los exegetas del Quijote: ¿cómo conciliar el
humanismo de Cervantes con los prejuicios anti-moriscos puestos en boca de Ricote, y con su
apología de la expulsión y de quienes la llevaron a cabo?
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Cervantes crea un texto abierto, lleno de ambigüedades y espacios en blanco. En el tendero
Ricote, con sus vicios y sus virtudes, se concentran los prejuicios de la población española
hacia la minoría morisca; su hija, morisca también, es por su parte la gallarda heroína de una
aventura digna de novela bizantina. Maurofobia y maurofilia se imbrican en dos personajes
unidos por la filiación de la sangre, esa misma sangre que ha apartado social, política y
espacialmente a toda una comunidad del cuerpo metafórico de España. En el contexto
sociocultural del texto, la mancha de la sangre aparece como la falta de los orígenes que ha
condenado a todo un grupo; una suerte de pecado original imposible de lavar a pesar del
fervor católico, de la virtud y de las obras de algunos de sus miembros. Podríamos pensar que,
más allá de corroborar el acuerdo o la disconformidad de Cervantes con el decreto de
expulsión, la revelación que se nos ofrece a través del texto es que esa minoría desterrada
encierra un grupo más heterogéneo de lo que podríamos pensar, y que en él puede haber
tantos Ricotes avariciosos como esforzadas cristianas. Unos capítulos más adelante, ya en el
67, cuando amo y criado afinen su proyecto pastoril, don Quijote le recordará a Sancho que el
vocablo albogues viene del árabe, y que son muchos “los nombres moriscos” en “nuestra
lengua castellana”. Si no han quedado en el suelo, sí en el idioma.
La esperanza de una sangre mezclada77 –la “sangre manchada” de Ana Félix y la “pura” de
don Gregorio- parece comprometida de antemano: la unión de los jóvenes enamorados –
victoria del amor contra los imperativos sociales que los separan- parece encaminarse hacia
una derrota, como profetiza el escéptico Ricote, y como deja ver también la sombra de otra
derrota que ha tenido lugar en paralelo, la de don Quijote ante el caballero de la “Blanca
Luna”: revancha paradójica de un fingido caballero (el bachiller Sansón Carrasco) que adopta
como distintivo la luna, identitaria del imperio otomano y, por extensión, de lo musulmán.
77
Cavillac recuerda que el matrimonio mixto, en particular de cristiano viejo con morisca (eran a menudo las
mujeres, garantes de las tradiciones familiares, las que perpetuaban ritos y costumbres mosaicas) fue una de las
vías preconizadas a finales del XVI para promover la asimilación de la minoría morisca. Cédulas reales
alentaban tales uniones con favores como la no confiscación de los bienes de las dotes de las esposas en caso de
delito, por ejemplo. Reproducimos parte de la carta que fray Alonso Chacón dirige en 1598 al rey por su
parecido con las palabras de Ana Félix: “pero como al presente maman en la leche del error y secta de la madre y
el exemplo del padre, con gran dificultad se podrán reducir al buen camino” (en Louis Cavillac, Morisques et
Chrétiens. Un affrontement polémique, Klincksieck, Paris, 1977, p. 39). Naturalmente, por “buen camino” se
entendía la conversión sincera al cristianismo. La medida, huelga decirlo, no tuvo demasiado éxito en la práctica.
Las dos comunidades se resistían a entrar en esta política de asimilación. Sobre los matrimonios mixtos, María
Antonia Bel Bravo, “Matrimonio versus estatutos de limpieza de sangre”, Hispania Sacra, LXI 123, enero-junio
2009, pp. 105-124.
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La historia de Ana Félix y don Gregorio tiene como escenario la industriosa Barcelona: el mar
(aventura de la galera), la urbe. También en los alrededores de Barcelona, pero en el espacio
de los caminos –espacio de las aventuras caballerescas “de encrucijada”- había tenido lugar
una curiosa tragedia de amor y sangre, la historia de Claudia Jerónima, inserta en el episodio
dedicado a Roque Guinard (cap. 60).
Con la entrada de amo y criado en tierras catalanas, entra la muerte en la obra. En la boscosa
Sierra Morena se habían urdido en el primer Quijote historias de amor de comienzo
desgraciado y final feliz (es lo propio de los amores de comedia), con separación de amantes
que parecía eterna pero que se resolvía rápidamente en reencuentros y bodas; joviales farsas
carnavalescas también, como la penitencia de amor de don Quijote o el engaño de
Dorotea/Micomicona. Pero las “espesas encinas o alcornoques” del bosque en el que se
internan ahora don Quijote y Sancho encierran otras aventuras bien diferentes. El cambio
queda marcado también por la inversión en la actitud de nuestros dos protagonistas, pues el
personaje presa de alucinación no es aquí don Quijote, sino Sancho:
Levantóse Sancho, y desvióse de aquel lugar un buen espacio; y yendo a arrimarse a otro
árbol, sintió que le tocaban en la cabeza, y, alzando las manos, topó con dos pies de persona,
con zapatos y calzas. Tembló de miedo; acudió a otro árbol, y sucedióle lo mesmo. Dio
voces llamando a don Quijote, que le favoreciese. Hízolo así don Quijote, y preguntándole
qué le había sucedido, y de qué tenía miedo, le respondió Sancho que todos aquellos árboles
estaban llenos de pies y de piernas humanas. Tentólos don Quijote, y cayó luego en la
cuenta de lo que podía ser; y díjole a Sancho:
-No tienes de qué tener miedo, porque estos pies y piernas que tientas y no vees sin duda son
de algunos forajidos y bandoleros que en estos árboles están ahorcados; que por aquí los
suele ahorcar la justicia cuando los coge, de veinte en veinte y de treinta en treinta; por
donde me doy a entender que debo de estar cerca de Barcelona. (II, 60, 1006-1007)
Con el calco de una “realidad social” bien conocida del público -el bandolerismo catalán-, la
quimera caballeresca parece haberse borrado, al menos momentáneamente. Lo referencial ha
desplazado a la maravilla. Paradójicamente, el calco de “realidad” produce una escena de
pesadilla (“Al parecer el alba, alzaron los ojos, y vieron los racimos de aquellos árboles, que
eran cuerpos de bandoleros”, p. 1007) tan inverosímil a primera vista como los brazos de los
gigantes que son aspas de molinos, o los cuerpos que son cueros de vino. Más inquietante
también.
La entrada en este espacio marcado por la culpa, la represión terrible, en fin, por la muerte
sirve de preámbulo a los sucesos de Barcelona: la historia de los Ricote, padre e hija o el
llanto o duelo por España perdida, la derrota de don Quijote y con ella muerte simbólica de su
sueño caballeresco.
La sangre modela el enfrentamiento fratricida en Cataluña, del cual el bandolero Roque
Guinart y la bella Claudia Jerónima son a la vez agentes y víctimas. Se trata de historias
marcadas por notas pesimistas, que paradójicamente Cervantes introduce al comienzo del
capítulo con una escena carnavalesca, la riña entre amo y criado, a primera vista lúdica y
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jovial. Claro que en un momento de la misma resuenan los conocidísimos versos del romance
de la venganza de Mudarra que entona Sancho (II, 60, p. 1006): “aquí morirás traidor /
enemigo de doña Sancha”; versos de sobra conocidos que pertenecen a una de las leyendas
más sangrientas del romancero hispánico, la de los Siete Infantes de Salas: una historia de
celos, venganzas y muertes entre los dos clanes de una misma familia. A partir de ese preludio
de romance irán tejiéndose y destejiéndose las historias de Claudia Jerónima y Roque Guinart,
personajes envueltos, como los del romance, en la espiral del odio familiar, de clanes
irreconciliables, de agravios y venganzas. El sentimiento del honor ha colocado a Guinart al
margen, fugitivo y con la cabeza puesta a precio; Claudia Jerónima, por su parte, se convierte
en viuda y asesina de su prometido.
La sangre ha determinado la pertenencia de ambos jóvenes a un bando y les ha impuesto la
obligación de odiar al bando enemigo. Alianzas y hostilidades vienen fijadas de antemano,
como una suerte de herencia biológico-social, de una verdad natural e indiscutible:
En tu busca venía ¡oh valeroso Roque! para hallar en ti, si no remedio, a lo menos, alivio en
mi desdicha; y por no tenerte suspenso, porque sé que no me has conocido, quiero decirte
quién soy: yo soy Claudia Jerónima, hija de Simón Forte, tu singular amigo y enemigo
particular de Clauquel Torrellas, que asimismo lo es tuyo, por ser uno de los de tu contrario
bando (II, 60, p. 1009)
En este discurso de la muchacha se advierte hasta qué punto la identidad y las obras de unos y
otros son tributarias de la pertenencia a una de las dos grandes familias o facciones
enfrentadas. Claudia Jerónima recurre al bandolero confiada en la solidaridad hacia los
miembros de su clan, entre los cuales se cuentan los Forte; la misma ley, ahora en su vertiente
negativa, actúa sobre Roque y le dicta oponerse a un Clauquel Torrellas, a quien quizás
Roque ni siquiera conoce personalmente (como tampoco parece conocer a la hermosa
Claudia), por el simple hecho de que pertenece al bando contrario. El sistema reivindicado por
Claudia Jerónima se presenta como una maquinaria regida por la lógica implacable del
silogismo; no por ello deja de desvelar sus fallas, la principal de ellas la de cimentarse en una
causalidad descarriada y cerrada sobre sí misma. Un círculo vicioso inmutable donde la
enemistad personal de Roque Guinart hacia los Torrellas se justifica y alimenta en la
enemistad que sienten por los Torrellas Simón Forte y el resto del bando: “[…] enemigo
particular de Clauquel Torrellas, que asimismo lo es tuyo, por ser uno de los de tu contrario
bando”. Los afectos personales se confunden con el laberíntico sistema de clanes hasta
solaparse, silenciados por amistades y odios colectivos. Una espesa telaraña que provoca
escisión social y cuyas sangrientas consecuencias se muestran en el episodio.
Los prejuicios de grupo pesarán en los amores de Claudia Jerónima, y los ojos de la engañada
joven modificarán los contornos de la pretendida culpa del amante-enemigo, Vicente
Torrellas, produciendo engaño. La historia es sencilla, una historia a la italiana como los
breves relatos (les novelle) de Bandello: los dos jóvenes se aman en secreto, sus familias se
odian. El amante da palabra de esposo a la muchacha. Alguien, inocente o malévolamente (el
46
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texto nada nos dice al respecto) hace saber a Claudia que Vicente se casa con una rica del
lugar, una tal Leonora Balvastro. Los celos y el agravio han sido el detonador que ha hecho
resurgir en Claudia el sentimiento familiar de venganza, hasta entonces reprimido por el
sentimiento del amor que sentía hacia Vicente. La hija de los Forte no tiene hermano que
vengue su honra y su padre está fuera; ella misma asumirá la función de la figura masculina
ausente. Se viste de hombre, sale al encuentro de su prometido y le dispara en medio del
camino dejándolo medio muerto. Justo antes de expirar, el novio moribundo se descubrirá
ante Claudia Jerónima libre de toda culpa y cumplirá su palabra desposándose con ella.
Claudia toma conciencia, demasiado tarde ya, de su error trágico y resuelve encerrarse en un
convento.
Contrariamente al Romeo y Julieta de Bandello –más delante teatralizado por Shakespeare-, el
trágico final de esta historia de Eros y Thanatos (“del tálamo a la sepultura”, dice Claudia) no
desemboca en la paz de las familias enfrentadas. Las abundantes lágrimas que, nos dice el
narrador, vierten los personajes no son suficientes para borrar odios. La quietud, en las
páginas de Cervantes, es solo momentánea, el tiempo de enterrar al fiel amante. Es más, la
muerte injusta de Vicente augura venganza y nuevas muertes, fomentando aún más la
interminable serie de represalias recíprocas:
Finalmente, Roque Guinart ordenó a los criados de don Vicente que llevasen su cuerpo al
lugar de su padre, que estaba allí cerca, para que le diesen sepultura. Claudia dijo a Roque
que querría irse a un monasterio donde era abadesa una tía suya, en el cual pensaba
acabar la vida, de otro mejor esposo y más eterno acompañada. Alabóle Roque su buen
propósito, ofreciósele de acompañarla hasta donde quisiese, y de defender a su padre de
los parientes de don Vicente, y de todo el mundo, si ofenderle quisiese. No quiso su
compañía Claudia, en ninguna manera, y agradeciendo sus ofrecimientos con las mejores
razones que supo, se despedió dél llorando. Los criados de don Vicente llevaron su
cuerpo, y Roque se volvió a los suyos, y este fin tuvieron los amores de Claudia Jerónima
[…]
Solo la hermosa viuda, que ha pagado tan caro sus celos propios y los odios ajenos, parece
haberse desvinculado de bandos y facciones. Al principio de la historia, recordémoslo,
Claudia exigía de Roque la protección de su compañía por pertenecer ambos al mismo clan, y
reforzaba la alianza declarando orgullosamente, sin asomo de pena, haber matado a un
enemigo común, el desleal Vicente Torrellas. Al final del episodio, rechaza la escolta que le
promete Roque y abandona la sociedad encerrándose en un convento. En realidad, tampoco
ahí queda inmune a la influencia familiar, que aplasta a los personajes como un fatum de
tragedia: el convento en el que se recluye Claudia Jerónima tiene como abadesa a una tía
suya. Para los demás personajes, nada ha cambiado: el cuerpo inerte de Vicente Torrellas
vuelve a la casa paterna, y Guinart vuelve con los suyos. El episodio de la joven homicida
queda inserto en la historia-marco de Roque Guinart como un exemplum elocuente de las
consecuencias, tan absurdas como trágicas, a las que puede llevar la ceguera de un odio
fratricida. Sin decantarse por uno u otro bando y sin trazar las razones primeras de la
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enemistad secular, Cervantes insufla humanidad a los personajes y los hace a la vez heroicos
y culpables: el enemigo muerto era fino amante; la heroica muchacha, culpable de una
imprudencia trágica.
Las cosas hubieran podido ser distintas, el desenlace, afortunado. En lugar de acabar vertida
trágicamente, la sangre del heredero Torrellas hubiera podido unirse a la sangre de los Forte.
Pero ambas familias alimentan, voluntaria o involuntariamente, la fatalidad de un conflicto
que los sobrepasa, el fatum, decíamos, de una enemistad heredada, para los lectores más
verosímil e históricamente cercano que los designios a veces arbitrarios de los dioses de las
tragedias de la Antigüedad, pero igualmente sangrientos.
En este conflicto que ha asolado a la muchacha con nombre de patricia queda también
encerrado Roque Guinart, aunque solo en parte. El “capitán bandolero” pertenece al bando de
los Niarros (nyarros), al que pertenecen también los Forte, y que cuenta entre sus filas con
miembros de la élite barcelonesa, como don Antonio Moreno.
En el personaje del capitán bandolero, Roque Guinart, Cervantes traza un hábil tejido de luces
y sombras que le dan toda complejidad al personaje y al conflicto sangriento de la guerra de
bandos catalana. Parte de un personaje histórico aureolado en 1615 con notas legendarias:
Perot Rocaguinarda (o Roca Guinarda), famoso bandolero, finalmente indultado y que en
1611 era ya capitán de infantería en Nápoles78.
El Guinart cervantino queda hábilmente imbricado en la ficción mediante una relación
especular: Cervantes presenta al bandolero bajo las trazas un “caballero de los tiempos
modernos”. Hace de él un “doble” de don Quijote, eso sí, mucho más pragmático y
desencantado que nuestro protagonista; en suma, mucho más “verista” 79. No es extraño que,
tras las breves líneas dedicadas a su descripción física, Cervantes haya enmarcado la
construcción del personaje en dos escenas hiperbólicas de novela de caballerías: la fama (“oh,
valeroso Roque, cuya fama no hay límites en la tierra que la encierren”, p. 1008) y la fuerza
descomunal de su brazo en el combate (“No lo dijo tan paso el desventurado, que dejase de
oírlo Roque, el cual, echando mano a la espada, le abrió la cabeza casi en dos partes,
78
La relación entre el Guinart histórico y la versión novelesca de Cervantes aparece tratada en detalle, con
abundancia de fuentes, en Martín de Riquer, Cervantes en Barcelona (“Rocaguinarda, el Roque Guinart
cervantino”, pp. 59-89), Sirmio, Barcelona, 1989. Martín de Riquer advierte cómo Cervantes navega entre
fidelidad histórica y libertad novelística, distanciándose de la Historia en la descripción física del bandolero, por
ejemplo, y con la temporalidad: en la lógica del relato, y según carta de Sancho a su esposa, la acción se sitúa en
1614; por esas fechas, Rocaguinarda había dejado de ser bandolero.
79
El paralelismo entre ambos personajes viene recalcado en las palabras que le dirige don Quijote, tras haber
escuchado su plática: “Admirado quedó don Quijote de oír hablar a Roque tan buenas y concertadas razones”; se
trata, básicamente, de la misma reacción que manifuestan los personajes cuerdos hacia los discursos “razonados”
del hidalgo demente.
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diciéndole: ‘Desta manera castigo yo a los deslenguados y atrevidos’” 80). Acción esta
emblemática de batallas de la caballeresca; y no deja de resultar curiosa la alusión a la espada,
cuando en la descripción del comienzo Roque no se había presentado con espada, sino con
unos mucho más verosímiles “cuatro pistoletes”.
Claudia Jimena, lo hemos visto, hubiera podido ser digna esposa de Vicente. Roque, por su
parte, hubiera podido ser viva encarnación del caballero andante adaptado a los nuevos
tiempos. Si don Quijote es “modesto/hidalgo caballero”, el Roque cervantino queda definido
también con un oxímoron: es un delincuente honrado, un bandolero noble, un ladrón
magnánimo. No menos paradójicas son las demostraciones de admiración y gratitud que
despierta entre sus víctimas: “admirados de su nobleza, de su gallarda disposición y extraño
proceder, teniéndole más por un Alejandro Magno que por ladrón conocido”; “Infinitas y bien
dichas fueron las razones con que los capitanes agradecieron a Roque su cortesía y
liberalidad, que por tal la tuvieron, en dejarles su mismo dinero. La señora doña Guiomar de
Quiñones se quiso arrojar del coche para besar los pies y las manos del gran Roque; pero él no
lo consintió en ninguna manera; antes le pidió perdón del agravio que le había hecho, forzado
de cumplir con las obligaciones precisas de su mal oficio. Mandó la señora regenta a un
criado suyo diese luego los ochenta escudos que le habían repartido, y ya los capitanes habían
desembolsado los sesenta” (pp. 1016-17). Escena de cortesía hiperbólica cuyo encanto idílico
rompe maliciosamente el narrador al recordarle al lector que la pretendida “liberalidad” del
generoso Roque consiste, simplemente, en no haberles quitado todos sus bienes. Más allá de
la ambigua ironía que se desgaja del texto81, más allá de la escritura lúdica de un mundo al
revés con víctimas que se postran de agradecimiento a los pies del ladrón que les está
robando, entre líneas asoma la crueldad del bandolerismo catalán, atizado por la guerra de
clanes. El reconocimiento hacia el capitán bandido no hace sino dar voz a una realidad que
solo aparece de manera oblicua en el texto: si los viajeros dan gracias al cielo por haber caído
en manos de Roque, es porque el encuentro podía haber sido mucho peor. El contento de unos
y otros es un contento relativo, solo puede calibrarse a la luz de una situación de lo que no se
habla explícitamente, pero que se infiere: la crueldad de los demás bandoleros. Sin ser
forzosamente bueno, Roque Guinart es indudablemente mejor que sus correligionarios.
Roque se echó al campo sin duda para escapar de la justicia, quizás por haber muerto a un
agraviador (“el querer vengarme de un agravio que se me hizo”), como ha hecho, aunque
80
Continúa la voz del narrador: “Pasmáronse todos, y ninguno le osó decir palabra: tanta era la obediencia que le
tenían” (p. 1017). Estamos casi al final del capítulo, y la imagen que se ofrece del capitán bandolero es la de un
caudillo que castiga todo cuestionamiento, y al que todos temen y respetan. El lector advierte fácilmente que la
relación especular está plagada de inversiones entre don Quijote y Roque: recordemos que el capítulo comenzaba
con la descarada desobediencia de Sancho hacia don Quijote.
81
Alison Weber, “Don Quijote with Roque Guinart: The Case for an Ironic Reading”, en Cervantes: Bulletin of
the Cervantes Society of America 6.2 (1986), pp. 123-40.
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erróneamente, Claudia. Y, como la joven al irse al convento, él también se puso al margen de
la sociedad. Claro que la marginalidad de Roque no es contemplativa, pues ha pasado a
engrosar la nutrida lista des proscritos al servicio de la guerra de clanes. Vive una vida
contraria, según afirma, a su ser (“de mi natural, soy compasivo y bien intencionado”),
acumulando conscientemente pecados y sabiéndose instrumentalizado (de vengador de su
agravio ha pasado a ser ejecutor de las venganzas de otros), pero incapaz de poner fin a su
caída: “persevero en este estado, a despecho y pesar de lo que entiendo; y como un abismo
llama a otro y un pecado a otro pecado, hanse eslabonado las venganzas de manera, que no
sólo las mías, pero las ajenas tomo a mi cargo” (p. 1014). El autor, con todo, deja entrever
prolépticamente el desenlace feliz de tan azarosa vida, desenlace que no ignora el lector de
1615 que sí ha oído hablar del Roque histórico: “no pierdo la esperanza de salir dél a puerto
seguro”. El Guinard histórico, como sabemos, saldrá a puerto seguro en el sentido propio y
figurado: capitán en Nápoles, indultado.
Cervantes inserta trazos veristas que abren brechas en la idealización novelesca del bandolero,
insistiendo particularmente en el desajuste entre lo que su “natural” prometía y su triste
realidad: capitán de mercenarios y asesinos cuya fidelidad compra con dinero o se gana por
medio del terror, en constante huída para escapar de la ley y de la traición de sus propios
hombres82. A la luz de esa vida que él mismo reconoce como miserable y tan contraria a su
ser cobra todo su sentido la grotesca invitación que le hace don Quijote: “si vuesa merced
quiere ahorrar camino y ponerse con facilidad en el de su salvación, véngase conmigo; que yo
le enseñaré a ser caballero andante […]” (II, 60, p. 1014). Absurda es la creencia de don
Quijote en el mejoramiento que procura la orden de caballerías83. No menos absurdo el
empeoramiento vital de Roque, quien malogra sus cualidades naturales viviendo como
bandolero y asesino.
Sin romper totalmente la idealización del “bandolero de alma noble”, figura novelesca que se
había construido en el imaginario colectivo (teatro, folclore), Cervantes, muestra también la
cara oculta más prosaica de una vida en la que no todo es legendario: la sangre, las amenazas
de traición, las venganzas interminables y un clima de guerra civil cobrándose víctimas tanto
82
“Roque pasaba las noches apartado de los suyos, en partes y lugares donde ellos no pudiesen saber dónde
estaba; porque los muchos bandos que el virrey de Barcelona había echado sobre su vida le traían inquieto y
temeroso, y no se osaba fiar de ninguno, temiendo que los mismos suyos, o le habían de matar, o entregar a la
justicia: vida, por cierto, miserable y enfadosa.” (II, 61, p. 1018)
83
“[…] yo, inclinado de mi estrella, voy por la angosta senda de la caballería andante, por cuyo ejercicio
desprecio la hacienda, pero no la honra. Yo he satisfecho agravios, enderezado tuertos, castigado insolencias,
vencido gigantes y atropellado vestiglos; yo soy enamorado, no más de porque es forzoso que los caballeros
andantes lo sean, y, siéndolo, no soy de los enamorados viciosos, sino de los platónicos continentes. Mis
intenciones siempre las enderezo a buenos fines, que son de hacer bien a todos y mal a ninguno […] (II, 32, p.
793). En I, 50 (pp. 511-512): “De mí sé decir que después que soy caballero andante soy valiente, comedido,
liberal, bien criado, generoso, cortés, atrevido, blando, paciente, sufridor de trabajos, de prisiones, de encantos
[…]”
50
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con muertos como con vivos, sacrificados también estos a vivir en una insatisfacción y en
duelos constantes. La guerra de clanes de Barcelona es un mal endémico, sin atisbo de
solución. Cervantes no es aleccionador. Pero apunta que el deleite de la risa y una ficción
entretenida son capaces de romper, aunque solo sea de manera momentánea, la terrible
división entre los bandos:
Apartóse Roque a una parte y escribió una carta a un su amigo, a Barcelona, dándole aviso
como estaba consigo el famoso don Quijote de la Mancha, aquel caballero andante de quien
tantas cosas se decían, y que le hacía saber que era el más gracioso y el más entendido
hombre del mundo, y que de allí a cuatro días, que era el de San Juan Bautista, se le pondría
en mitad de la playa de la ciudad, armado de todas sus armas, sobre Rocinante su caballo, y a
su escudero Sancho sobre un asno, y que diese noticia desto a sus amigos los Niarros, para
que con él se solazasen; que él quisiera que carecieran deste gusto los Cadells sus
contrarios; pero que esto era imposible, a causa que las locuras y discreciones de don
Quijote y los donaires de su escudero Sancho Panza no podían dejar de dar gusto general a
todo el mundo. (II, 60, p. 2017)
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51
III- ESTRUCTURA. EL CAMINO EN LA CONSTRUCCIÓN DEL PERSONAJE Y DEL RELATO
84
El candidato habrá observado cómo los epígrafes que encabezan los capítulos de los dos Quijotes (I, II) dan
cuenta de la progresión lineal de las aventuras: expresiones como “donde se cuenta la continuación”, “donde se
sigue la aventura de ..;”, etc. son frecuentes en ambos textos; se trata, en realidad, de una convención editorial
que encontramos en muchas otras obras. Pero Cervantes, una vez más, juega con tales convenciones, y es capaz
de convertir el espacio informativo del epígrafe en terreno de burla. Así, por ejemplo, en la frase de introducción
al capítulo 70 de la Segunda Parte (“Que sigue al de sesenta y nueve y trata de cosas no escusadas para la
claridad desta historia”), donde la razón de ser del epígrafe se limita a recordar el orden lineal seguido por los
capítulos: no solamente el epígrafe informativo no nos informa de nada, sino que, además, la obviedad convierte
la frase introductoria en una perogrullada cargada de humor. De hecho, en el espacio paratextual de estos títulos
y subtítulos capean frecuentes guiños cómplices, irónicos y cómicos de Cervantes a su lector: muchos de los
epígrafes parodian los epígrafes ampulosos de los libros de caballerías (“de la extraordinaria aventura”, “de la
brava y descomunal batalla”, etc.), adoptando incluso la forma arcaica de ciertos términos (“felice”, por
ejemplo), otros prometen aventuras que no serán tales, etc. Sobre el efecto cómico de algunos epígrafes
volveremos puntualmente. Un recapitulativo acerca de los paratextos del Quijote en José María Paz Gago,
“Texto y paratexto en el Quijote", Estado actual de los estudios sobre el Siglo de Oro: actas del II Congreso
Internacional de Hispanistas del Siglo de Oro, coord. por Manuel García Martín, Vol. 2, 1993, pp. 761-768.
52
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A lo largo de este periplo –periplo que dura poco más de dos meses- alternan el espacio
abierto del campo y el espacio cerrado (en ocasiones percibido como espacio-prisión) de la
casa, el palacio y la venta. Alternan también espacios referenciales y espacios maravillosos,
como el mágico subterráneo de la cueva de Montesinos –espacio cerrado dentro del espacio
abierto del campo, prolongación onírica del espacio referencial de Ruidera- , o el espacio
aéreo por el que semeja cabalgar el quimérico Clavileño, otro espacio soñado que funciona
como prolongación imaginaria y liberadora a la “casa de placer” de los ociosos duques.
Alternan asimismo espacios sociales: la modesta –que no pobre- casa de Alonso Quijano, la
mansión rica y a la vez sencilla del hospitalario don Diego de Miranda, la suntuosa casa de los
duques y el espacio fastuoso de las bodas de Camacho, la casa “grande y principal”
dominando la plaza de Barcelona del rico e importante don Antonio Moreno, la pobreza de un
mesón de encrucijada y el campo disfórico, único refugio de Roque Guinart, son todos ellos
marcadores de las posiciones que ocupan los personajes respectivos en la cuerpo social
representado en el relato: aristocracia, caballeros, pequeña nobleza (hidalgos), campesinos
adinerados, villanos pobres, proscritos. Añadamos a estos un espacio referido: el espacio de la
rebelde Alemania y el espacio de ultramar de las costas de Berbería –espacio extraño y
disfórico, el espacio del otro, del enemigo- donde acuden los moriscos desterrados por el
decreto de expulsión de Felipe III. Dos espacios –Alemania, Berbería- simplemente aludidos,
que no cobran cuerpo en el texto; espacios lejanos de una minoría que, en el espacio real de la
España del XVII, los españoles también ven (o quisieran ver) como lejana y sin presencia
física en el cuerpo social de la nación.
El periplo es también viaje de la locura a la cordura, travesía vital del caballero andante don
Quijote convertido al final en el plácido Alonso Quijano el Bueno. Es un viaje asimismo por
los libros: hemos visto ya cómo el texto nos hace pasar del Quijote de 1605 al de 1615, y del
falso Quijote de Avellaneda al “auténtico” Quijote de Cervantes, es decir, al “bueno”.
Finalmente, es un viaje por la literatura (los libros de caballerías, la novela pastoril, los
romances, etc.) y por las letras: de la ficción caballeresca que impulsa la salida de don Quijote
hacia el camino llegaremos a las letras testamentarias que preparan la muerte del personaje.
Un capítulo había bastado en el primer Quijote para narrar los orígenes de Alonso Quijano, su
locura y su transformación en “don Quijote”. Al principio del capítulo dos, ya lo tenemos de
camino por los campos de Montiel. Cuando vuelve a la aldea (cap. 5), apaleado y medio
inconsciente, solo transcurren dos capítulos antes de que emprenda otra vez la ruta: en el
capítulo 7, don Quijote, acompañado ya por Sancho (cap. 7), vuelve en efecto al camino para
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53
un segundo viaje que terminará, ya al final del relato, con el retorno de amo y criado a la aldea
(I, 52).
La salida de nuestros dos protagonistas en la Segunda Parte arranca también en el capítulo 7.
A pesar de este paralelismo, lo cierto es que los inicios del relato presentan diferencias
importantes entre ambas Partes, condicionadas en gran medida por el contexto de recepción
de este segundo libro.
Los siete primeros capítulos del segundo Quijote constituyen una doble preparación. En el
plano de la diégesis (relato) nos ofrecen los preparativos de amo y escudero, aquí más
dilatados y meticulosos que en la Primera Parte: la decisión de volver al sueño caballeresco, la
despedida del espacio doméstico, pero también la discusión entre don Quijote y Sancho sobre
las condiciones de servicio del criado (el dinero se infiltra desde el comienzo en la obra, e
incluso en la aventura compartida y en la relación amo-criado que creíamos indisoluble). En
el plano de la escritura y afectando la relación autor/lector, estos siete capítulos iniciales dan
cabida a un cierto número de estrategias narrativas que enlazan el nuevo Quijote de 1615 con
el Quijote primero de 1605, ayudando al lector a retomar el hilo de una ficción que había
quedado interrumpida durante un largo paréntesis temporal de diez años. Cervantes abre
puentes entre sus dos textos, a veces mediante simples alusiones a las aventuras más señeras
de la Primera Parte (la aventura de los molinos, de los batanes, del cuerpo muerto, de los
rebaños; el manteo de Sancho en la venta, etc.). Utiliza también páginas de su nuevo Quijote
para completar los vacíos del primer relato o corregir algunos de sus errores, como ocurre en
el capítulo cuatro, cuando Sancho vuelve sobre el robo del asno o sobre el empleo de los cien
escudos hallados en Sierra Morena. Lo que se baraja en estas breves reminiscencias y
analepsis es reactivar pactos de lectura con el lector presentándole el nuevo relato en
continuación directa con el primer volumen de la obra. Empeño tanto más necesario por
cuanto una segunda parte apócrifa, la de Avellaneda, se había adelantado a la publicación de
este segundo Quijote cervantino y se había interpuesto, como un cuerpo extraño, entre los dos
libros “auténticos” de Cervantes85.
El autor no se limita a reanudar con la historia quijotesca de 1605. Es el libro entero, en su
doble calidad de texto y de objeto material, el que se inserta en la sustancia del segundo
relato. En estos primeros capítulos no se habla todavía del apócrifo de Avellaneda, pero sí se
habla, y mucho, del primer Quijote cervantino. La entrada del libro en el libro viene de la
85
Hemos mencionado en el apartado anterior que desconocemos en qué punto se encontraba la redacción del
segundo Quijote cuando Cervantes se encontró con el apócrifo de Avellaneda. Está claro que Cervantes dedica
los últimos capítulos de su obra a una crítica mordaz de su rival, y que hasta bien entrada la obra guarda silencio
sobre el asunto. Ignoramos si tal silencio se debe sencillamente a que los capítulos estaban ya terminados cuando
salió la edición de Avellaneda, o si se trata de una estrategia de Cervantes por ignorar desdeñosamente el libro
espurio.
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mano del bachiller Sansón Carrasco, el futuro “Caballero de los Espejos”: él informa a don
Quijote y a Sancho de que circula un ejemplar impreso con la historia de sus aventuras,
narradas puntillosamente por un cronista arábigo. Comenta también aspectos relacionados
con la recepción del texto: el éxito editorial –ratificado por el elevado número de ediciones- y
las críticas de algunos lectores. Siguiendo con el juego de cajas chinas, don Quijote –ser de
ficción- teme que el que ha escrito y dado a publicar la crónica de sus hazañas sea un mal
poeta, trasunto literario del pésimo pintor Orbaneja. El lector del primer Quijote sabe que no
son como Orbaneja ni el autor ficticio (Cide Hamete) ni el autor real (Cervantes). El Orbaneja
de las letras, se nos dirá mucho más adelante en la obra, es el autor falso, el otro, es decir,
Avellaneda (II, 71)
Primera y Segunda Parte quedan fuertemente enlazadas en un todo indisoluble gracias a ese
proceso de abismación (la Segunda “contiene” la Primera). Cervantes se entrega aquí a un
juego de volatinero: el libro real, del que habla Sansón Carrasco, entra (se “literaturiza”) en la
ficción de los personajes, y desde la ficción se promete una segunda parte de las aventuras
que es la misma que el lector real tiene en sus manos y está leyendo en ese mismo momento.
Al ser llevado al relato, el Quijote de 1605 parece transitar del plano de la realidad de los
lectores al plano de ficción de los personajes, y de los personajes al lector. Esta metalepsis
narrativa produce el espejismo de que realidad y ficción comunican sin barreras, “acercando”
lectores empíricos y personajes lectores en torno a una actividad y un objeto común: la
lectura, el libro de 1605. En otras palabras, Cervantes ficcionaliza una realidad editorial y
lectora, y su artificio tiene efectos evidentes a la hora de captar la atención y el interés de sus
receptores. Y es que el lector real se hace cómplice del mundo ficcional de don Quijote y –si
acepta lo que le propone Cervantes- mantiene con el universo de ficción una relación activa,
la de ser una pieza más dentro de un juego de espejos.
Pero volvamos al inicio del relato (1615). Encontramos en él una copia solapada de la
transformación primera de nuestro protagonista (I, 1) de cuerdo a loco.
Mientras ama y sobrina, Cura y Barbero permanecen a la expectativa con una vigilancia
estrecha sobre don Quijote, este se recupera poco a poco de las palizas recibidas y de su “mal
lector” (entiéndase, de su locura). De hecho, el viejo hidalgo da signos de haber recobrado el
juicio al dialogar con el cura y el barbero como un arbitrista sensato86. Apenas dos páginas le
86
Los arbitristas -a veces pertenecientes al círculo de la corte y las letras- reflexionaban sobre los problemas de
España y proponían al rey soluciones destinadas a mejorar la situación hacendística y social de la España
imperial. El fenómeno se incrementó a partir de la segunda mitad del XVI, con las reiteradas crisis y bancarrotas
de la nación, hasta el punto de que la “fiebre arbitrista” y sus propuestas a veces descabelladas dieron pie a
sátiras literarias, como la de Quevedo en su Buscón y el propio Cervantes en su Coloquio de los perros. La ironía
burlona de Cervantes se plasma en esta construcción de don Quijote como “arbitrista”. Primero porque los
prejuicios y burlas sobre los arbitristas en la época hacían del sintagma “arbitrista prudente” una suerte de
oxímoron. Y líneas más adelante, cuando don Quijote aclare su “arbitrio” disparatado para vencer a los turcos
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bastan al lector para reconocer en el protagonista al loco de la Primera Parte, es decir, a un
“loco entreverado”, agudo y sensato en todo excepto en lo que concierne a la épica
caballeresca. A punto ya de pasar con éxito el “examen de ingenios” al que lo someten cura y
barbero, don Quijote revela su demencia cuando “arbitra” enviar a unos cuantos caballeros
andantes para frenar al imperio otomano que amenaza la cristiandad. Y sella su locura con un
acto de fe: “Caballero andante he de morir” (II, 1, p. 552). Por su parte, el barbero echa mano
de una parábola (la historia de un loco de Sevilla que se creía Neptuno) para describir por
analogía la locura de su amigo el hidalgo. Una diferencia mayor separa sin embargo al
licenciado loco de Sevilla y a don Quijote: al primero, la locura lo conduce al encierro en el
manicomio; a don Quijote, la “locura” lo lleva al camino. Es más, don Quijote puede
escaparse del encierro de la aldea (encierro doméstico y social)87 porque está loco.
El texto parece confirmar sin ambages la demencia de don Quijote. Pero cuando más
convencidos estábamos de su locura, el viejo hidalgo da muestras evidentes de raciocinio:
comprende y censura el carácter insultante del cuento del barbero, reconoce que en su tiempo
no existen caballeros andantes sino cortesanos, y se lanza a un discurso censor sobre la
pérdida de valores no muy diferente de los discursos al uso de moralistas y predicadores. Su
locura, que tan incuestionable nos parecía, se hace controvertible, al menos por algunos
instantes.
Dos personajes parecen coexistir dentro de nuestro protagonista: el manso Alonso Quijano, el
activo don Quijote. Toda mención a la caballería hace que el segundo venza al primero y lo
borre momentáneamente; o que Alonso Quijano adopte el disfraz de loco y deje actuar a su
personaje inventado de caballero andante. No lo sabemos. Pero no deja de sorprendernos que
el viejo hidalgo reaccione violentamente cuando su amigo el barbero lo tacha implícitamente
de loco, y en cambio no diga nada cuando Sansón Carrasco le hace saber que todos los que
han leído la Primera Parte de sus aventuras lo toman por un loco rematado. Y justo entonces,
cuando Sansón Carrasco se haga el exégeta del libro, el lector se encontrará con una frase a
primera vista anodina, pronunciada por don Quijote: “Decir gracias y escribir donaires es de
(nótese que lo hace con toda seriedad, y que incluso se resiste a enunciarlo para que otro no lo escuche, se lo
proponga a los ministros reales y le robe la gloria), todos reconocen la antigua locura de don Quijote. Pero el
lector del XVII, por su parte, reconoce en la solución delirante de don Quijote esa misma actitud no más
descabellada que se les atribuía a algunos arbitristas.
87
“De esta forma, se ahonda la oposición, planteada aquí de forma irreductible, entre la placidez y el
sedentarismo domésticos frente a la acción y el reto inherentes a las aventuras en el mundo: Ítaca y Troya de
nueva cuenta; la Ilíada, como relato centrífugo - el abandono de la domesticidad por parte del varón hacia la
acción heroica en el mundo-, y la Odisea, como relato centrípeto – el hogar y la mujer como centro de atracción
del héroe. Tal paradigma literario, repetido innumerables ocasiones en múltiples relatos de la literatura
occidental, se renueva ahora paródicamente y sin aquella grandiosidad de los antiguos héroes y heroínas épicos”
María Stoopen, "Don Quijote en casa (1615), en Alicia Parodi, Julia D' Onofrio, Juan Diego Vila (coords.), El
Quijote en Buenos Aires: lecturas cervantinas en el cuarto centenario, 2006, págs. 219-226 (p. 220).
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grandes ingenios: la más discreta88 figura de la comedia es la del bobo, porque no lo ha de ser
el que quiere dar a entender que es simple” (II, 3, p. 572). Mucho ingenio se precisa, y no
puede ser bobo quien es capaz de crear (¿o representar?) el personaje del bobo. Y,
podríamos añadir nosotros, no puede ser loco tampoco quien es capaz de crear la figura del
loco. Si en el plano de la realidad es prueba indiscutible del ingenio de Cervantes, aplicar en
el plano de la ficción la máxima al personaje de don Quijote refuerza el halo de ambigüedad
que adquiere el protagonista: el llamado –y no es gratuito- “ingenioso hidalgo” ¿no estará
dando pruebas de su agudeza y habilidad al ser capaz de crearse el personaje del loco y
hacerle creer a los demás personajes, al lector incluso, que lo es?89
Desde estos primerísimos capítulos, la ambigüedad se extenderá a todo el relato. Cervantes
jugará constantemente con la inferencia del lector; un lector activo, en alerta continua si no
quiere que se le pille desprevenido, y que deberá ir modulando sus juicios y conclusiones
sobre los personajes conforme avanza en el texto.
Variación e inflexiones se aprecian también en la relación amo y escudero, particularmente en
la jerarquía a primera vista inamovible que estructura la posición del uno frente al otro. Se
advierte desde el principio el protagonismo creciente de Sancho, quien terminará
convirtiéndose más adelante en héroe de su propia “gesta” y adoptará un papel cada vez más
activo frente a su amo. Lo vemos ya en el capítulo 5, con el espacio textual que Cervantes le
dedica al entorno doméstico del criado (espacio y acción en paralelo al espacio y acción de
don Quijote), y en el debate –la “discreta y graciosa plática”- entre Sancho y Teresa Panza,
con un Sancho remedo de don Quijote, tan “discreto” que el traductor de la crónica juzga el
capítulo por apócrifo90. Lo vemos sobre todo en el relato de la salida, con el grotesco augurio
que vaticina el papel principal que Sancho desempeñará en esta nueva historia:
Solos quedaron don Quijote y Sancho, y apenas se hubo apartado Sansón, cuando comenzó a
relinchar Rocinante y a sospirar el rucio, que de entrambos, caballero y escudero, fue tenido
a buena señal y por felicísimo agüero; aunque, si se ha de contar la verdad, más fueron los
sospiros y rebuznos del rucio que los relinchos del rocín, de donde coligió Sancho que su
88
La “discreción” es cualidad mayor en el Siglo de Oro. Discreto es « el hombre cuerdo y de buen seso, que
sabe ponderar las cosas y dar a cada una su lugar », Covarrubias, op. cit., p. 475. En la frase, el sentido vendría a
ser: la más elaborada figura.
89
“Don Quijote, opinaba Julio Torres, no es un loco en el sentido estricto, sino un farsante que decide vivir una
existencia de tipo literario y lleva su deseo a la práctica de una manera mantenida y exagerada”, Julio Torres,
“Dulcinea del Toboso. El personaje elíptico”, RFH, 14, vol. II (1997), pp. 441-455 (p. 441). Recordemos el «yo
soy quien soy y sé que puedo ser no solo los que he dicho, sino todos” lanzado por don Quijote al vecino, que lo
recoge maltrecho al final de su primera salida en el primer Quijote.
90
Así lo expone burlonamente Cervantes al comienzo del capítulo 5: “Llegando a escribir el traductor desta
historia este quinto capítulo, dice que le tiene por apócrifo, porque en él habla Sancho Panza con otro estilo del
que se podía prometer de su corto ingenio y dice cosas tan sutiles, que no tiene por posible que él las supiese,
pero que no quiso dejar de traducirlo, por cumplir con lo que a su oficio debía […]”. Es una prueba más de la
presencia que empieza a cobrar la voz del traductor, como ya habíamos avanzado en el capítulo precedente.
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ventura había de sobrepujar y ponerse encima de la de su señor, fundándose no sé si en
astrología judiciaria que él se sabía, puesto que la historia no lo declara […] (II, 8, 601)
La aventura, como vemos, se abre burlonamente con rebuznos. Serán los primeros de toda
una larga serie.
En el capítulo 8 amo y escudero emprenden el camino. Se abre así un bloque de aventuras con
que se pone fin a la tranquila vida doméstica, al encierro/entierro en el abrigo de la casa.
Estamos ante la resurrección de don Quijote como “caballero andante” (¿no sale al campo tras
haber esperado tres días91?) para emular a sus héroes de literatura caballeresca en las
aventuras “de encrucijada” y encantamiento. Que un nuevo ciclo de aventuras toma inicio en
este capítulo nos lo indica hiperbólicamente el “arábigo cronista” Cide Hamete:
«¡Bendito sea el poderoso Alá!», dice Hamete Benengeli al comienzo deste octavo capítulo.
«¡Bendito sea Alá!», repite tres veces, y dice que da estas bendiciones por ver que tiene ya
en campaña a don Quijote y a Sancho, y que los letores de su agradable historia pueden
hacer cuenta que desde este punto comienzan las hazañas y donaires de don Quijote y de su
escudero; persuádeles que se les olviden las pasadas caballerías del ingenioso hidalgo y
pongan los ojos en las que están por venir, que desde agora en el camino del Toboso
comienzan, como las otras comenzaron en los campos de Montiel [=camino de la primera
salida], y no es mucho lo que pide para tanto como él promete […] (II, 8, p. 601)
El camino es el espacio de la aventura de los personajes y por ello está asociado oblicuamente
también al espacio del texto por el que va avanzando el relato (el discurso narrativo de Cide
Hamete), relato que se anuncia diferente al primero de 1605, como diferente será también la
ruta de don Quijote.
Fiel al topos del homo viator de la literatura caballeresca, amo y criado se lanzan, pues, a un
camino que es a la vez espacial y vital, concreto y simbólico: lugares, aventuras, fama. Al
azar del camino Amadís, Esplandián, Florisel y tantos otros héroes forjan aventuras de
magia/maravilla, de guerra y de amor. Encontraremos estos tres géneros en las andanzas de
don Quijote tratados, eso sí, en clave de parodia92: aventuras de magia y encantamientos con
91
Según la exégesis bíblica, tres días yació sepultado Cristo antes de resucitar (tres días prefigurados ya por los
tres días que Jonás había pasado en el vientre de la ballena). Es el tiempo que don Quijote permanece
encerrado/enterrado en la casa-sepulcro, paralizado por la monotonía y la vigilancia de unos y otros, antes de
“resucitar” como personaje y salir al camino.
92
Atendiendo una vez más a la composición de los epígrafes, diremos que la relación estrecha entre el modelo
caballeresco y la parodia cervantina viene acentuada por el tono épico y ampuloso de algunos epígrafes de
capítulo, que a veces contrastan cómicamente con lo que en los capítulos se relata:” De la estraña aventura que le
sucedió al valeroso don Quijote con el bravo Caballero de los Espejos” (cap. 12), “De donde se declaró el último
[…/…]
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la farsa de Dulcinea y la Dueña Dolorida (caps. 36-41), de la cencerrada gatuna (cap. 46), del
barco encantado (cap. 29) y en la cueva de Montesinos (caps. 22-23); lances de amor
(requiebros y muerte de Altisidora por los desdenes de don Quijote, caps. 46, 69); combates
singulares con caballeros enamorados por la gloria de la dama (farsa del caballero de los
Espejos, cap. 12-15 y Caballero de la Blanca Luna, cap. 64) y por la honra de damas y
doncellas (aquí, por la hija un tanto casquivana de una dueña, cap. 52 y 56). No faltan
tampoco los enfrentamientos contra leones (cap. 17, aventura que da lugar al nuevo mote o
empresa de don Quijote, en adelante “Caballero de los leones”). Ni el descanso en palacios y
castillos, pero prescindiendo de los sangrientos combates novelescos (la pausa en la casa del
pacífico Diego de Miranda y los debates domésticos sobre poesía, cap. 18; la larga estancia en
el palacete de los duques, caps. 30-57; en casa de don Antonio Moreno, como héroe de
carnaval, caps. 61-65).
Cide Hamete había prometido una historia nueva, diferente de la historia contada en la
Primera Parte. Nos encontraremos, en efecto, con nuevos personajes, nuevos espacios, y con
una nueva configuración en la relación ser/parecer: las ventas ya no se confunden con
castillos y las casas son simplemente lo que parecen, es decir, casas. Pero en la verdad poética
de la obra habrá también auténticos palacetes ducales regidos por auténticos duques que
engendran engaños, bosques catalanes con árboles cuyos frutos son cadáveres y un histórico
Roque Guinart bandolero con trazas de caballero andante. Estará también la populosa
Barcelona con la playa que abriga la idealizada aventura de Ana Félix, una página de la
Historia de España en la aventura de su padre, Ricote, y el final del sueño caballeresco de don
Quijote.
Se marcan también diferencias en la relación que mantenían en la Primera Parte amo y
caballero: Sancho es menos “simple”, se revelará discreto hasta el punto de hacer dudar al
traductor de la “autenticidad” de ciertas conversaciones transcritas por Cide Hamete, lo hemos
punto y estremo adonde llegó y pudo llegar el inaudito ánimo de don Quijote con la felicemente acabada
aventura de los leones” (cap. 17). El candidato apreciará la antífrasis con que se presenta el capítulo 13: el
“discreto, nuevo y suave coloquio que pasó entre los dos escuderos” consistirá en un diálogo de rústicos (teatro
del XVI) que se quejan de las incomodidades, pasan revista a los defectos de sus amos, reniegan de las
aventuras, beben como saludadores y se querellan por el uso que uno y otro hacen del término “puta”. Idéntico
juego con las expectativas de los lectores en el capítulo 9: el encabezamiento “Donde se cuenta lo que en él se
verá” se aplica a un capítulo donde se cuentan las dificultades, en plena noche, de nuestros personajes porque no
ven nada. También jocosa es la anfibología del epígrafe que introduce el capítulo 46: “De la descomunal y nunca
vista batalla de don Quijote de la Mancha y el lacayo Tosilos […]”; el lector descubrirá cómo la nunca vista
batalla, que metafóricamente se anuncia como extraordinaria o jamás superada, es en un sentido propio “nunca
vista”, sencillamente porque no tendrá lugar. Alguna ocasión hay en la que el “autor” de los epígrafes hace suyos
errores frecuentes en don Quijote, que no está cometiendo en ese momento el personaje; es lo que ocurre, por
ejemplo, con el epígrafe del capítulo 18, que reza “De lo que sucedió a don Quijote en el castillo o casa del
Caballero del Verde Gabán, con otras cosas extravagantes” (p. 679): en ningún momento don Quijote confunde
la casa de don Diego con un castillo.
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visto, y de causar la admiración de su amo93. Pronto lo veremos metamorfoseado en
gobernador y filósofo. Pero, antes de todo ello, aparece como creador de ficciones.
Dulcinea encantada, o la ficción mudable de Sancho. De Dulcinea a aldeana, de aldeana
a Dulcinea (caps. 9-10)
El ciclo de aventuras de camino se abre con una falsificación de la “realidad” (siempre dentro
de la ficción de la obra, naturalmente) con la que se quiere engañar a don Quijote. Es, como
veremos, el preludio de una larga serie. Se trata esta vez de la farsa del encantamiento de
Dulcinea que se inventa el escudero. La ficción caballeresca (el homenaje de caballero a la
dama antes de emprender la aventura) sirve, una vez más, de motor a un episodio prosaico y
carnavalesco.
El engaño de Sancho, contrariamente a los de otros personajes de la novela, no viene
motivado por el afán de diversión o de curar a don Quijote de su locura, sino por motivos que
solo atañen al escudero. Sancho, en efecto, se encuentra aquí prisionero de una red de
mentiras que él mismo había trazado. Para entenderlas, el lector debe retroceder a la Primera
Parte del relato, con don Quijote haciendo –falsa- penitencia de amor en Sierra Morena (caps.
25 y ss.). Es una prueba más de cómo Cervantes enlaza los dos Quijotes en una arquitectura
sólidamente trabada.
Penitente de amor sin causa, don Quijote le había entregado a Sancho una carta para Dulcinea
y una “libranza” de tres pollinos con que compensar al criado por el robo del rucio (I, 25).
Como Sancho ignora cómo encontrar a la alta dama del Toboso para entregarle la embajada,
don Quijote se ve en la necesidad de desvelarle al escudero la identidad y prosapia de su
Dulcinea del Toboso: su dama es la hija de dos campesinos, Lorenzo Corchuelo y Aldonza
Nogales. Una joven más cercana al universo campesino de Sancho que a las veleidades
caballerescas de su señor, pero cuya idealización poética don Quijote defiende con uñas y
dientes. Sancho, de hecho, sí conoce a la muchacha –es él quien menciona el nombre de
“Aldonza Lorenzo”- y nos ofrece una descripción de la misma admirativa, pero degradada
(joven de voz y brío masculinos, sobre la que pesa la sospecha de ser “cortesana”, es decir,
prostituta). Huelga decir que el lector nunca encontrará al personaje de Aldonza Lorenzo
93
Ya desde el capítulo 11, lo cual origina una autojustificación de Sancho: “algo se me ha de pegar de la
discreción de vuestra merced —respondió Sancho—, que las tierras que de suyo son estériles y secas,
estercolándolas y cultivándolas vienen a dar buenos frutos. Quiero decir que la conversación de vuestra merced
ha sido el estiércol que sobre la estéril tierra de mi seco ingenio ha caído; la cultivación, el tiempo que ha que le
sirvo y comunico; y con esto espero de dar frutos de mí que sean de bendición, tales que no desdigan ni deslicen
de los senderos de la buena crianza que vuesa merced ha hecho en el agostado entendimiento mío”. El candidato
se habrá dado cuenta de que esta justificación parece destinada a consagrar la ley del decoro poético, pero su
retórica ampulosa y artificial no concuerda en absoluto con la condición villana e ignorante de Sancho. Una vez
más, Cervantes nos sorprende y voltea las convenciones. Prueba mayor del ingenio de Sancho la había tenido el
lector con su invención de una Dulcinea encantada para engañar a su amo.
60
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interviniendo directamente en la diégesis, sino de forma oblicua, a través de la visión
contradictoria que de ella nos ofrecen amo y escudero.
Sancho olvida la carta en Sierra Morena, y en el camino hacia el Toboso se encuentra con el
cura y el barbero que trazan un engaño –la bella Dorotea metamorfoseada en princesa en
apuros- con que atraer a don Quijote a la aldea. No habrá, pues, viaje al Toboso, ni embajada
ni encuentro. Sin embargo, Sancho le oculta a su señor que no ha cumplido el encargo, y se
inventa (I, cap. 31) una entrevista con la joven Aldonza/Dulcinea que nunca ha tenido lugar.
El cómico choque de perspectivas entre amo y escudero surge una vez más, haz y envés de
una quimera que cada uno construye a su manera, según sus propios anhelos y sus propias
ficciones: a la visión de la dama angélica y perfumada bordando con perlas y con hilo de oro
empresas para su caballero (ficción de don Quijote) se adosa una Aldonza Lorenzo hombruna
oliendo a sudor y entregada a groseras tareas agrícolas (ficción degradada de Sancho).
Ninguna de las percepciones que nos ofrecen amo y criado tiene su punto de anclaje en la
diégesis de los personajes, pues uno y otro recrean verbalmente situaciones igualmente
fantaseadas: ni don Quijote ha visto a Dulcinea, ni Sancho ha visto a Aldonza. El resultado es,
pues, una multiplicación de parodias y espejismos que parecen alimentarse recíprocamente.
En los capítulos citados, Sancho había demostrado su capacidad de convertirse en inventor de
ficciones. Él mismo se ve atrapado en su propia ficción –algo parecido le ocurrirá en casa de
los Duques- cuando don Quijote le pida, ya en el capítulo 9 de esta Segunda Parte, que lo guíe
hasta el palacio de la dama. La acción tiene lugar por la noche, como los episodios eróticos de
los libros de caballerías. Salvo que aquí no se trata del espacio sensual de dos amantes, sino
más bien de la nocturnidad de engaños y burlas propia de las farsas. Una noche que repercute
de forma puramente prosaica en la acción: los personajes no ven nada. Sancho encuentra en la
oscuridad pretexto para no encontrar la casa. Le preguntan a un campesino: él nunca ha oído
hablar de la tal “Dulcinea”, claro que es un forastero, con lo cual la esperanza de don Quijote
no queda totalmente negada. La situación, cada vez más embarazosa, lleva a Sancho a
confesar tímidamente al menos parte de la verdad. Su amo se ha enamorado de la dama “de
oídas” –es decir, por la fama de su hermosura, situación que no es rara en los libros de
caballerías-. A esa versión se atiene también el taimado escudero para afirmar que él no ha
visto tampoco a Dulcinea sino “de oídas”:
—Ahora lo oigo —respondió Sancho—; y digo que pues vuestra merced no la ha visto, ni yo
tampoco.
—Eso no puede ser —replicó don Quijote—, que por lo menos ya me has dicho tú que la
viste ahechando trigo, cuando me trujiste la respuesta de la carta que le envié contigo (II, 9,
p. 611)
El amo se aferra al relato de la entrevista que le había dado Sancho, testigo de primera mano
de lo que no es sino una quimera. “Por lo menos ya me has dicho tú que la viste ahechando
trigo”: la necesidad de darle una base histórica y verídica a Dulcinea lleva a don Quijote a
aceptar la imagen de una joven campesina cribando trigo y de renunciar a la de la dama
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ensartando perlas. “Sancho, Sancho —respondió don Quijote—, tiempos hay de burlar y
tiempos donde caen y parecen mal las burlas. No porque yo diga que ni he visto ni hablado a
la señora de mi alma has tú de decir también que ni la has hablado ni visto, siendo tan al revés
como sabes” (II, 9, p. 611). Don Quijote es a la vez víctima y motor de la ficción de Sancho.
En lugar de aceptar la “verdad”, anima a la mentira.
Y Sancho, empujado a proseguir con el engaño, busca una estratagema con la que salir airoso
de la situación. Gana tiempo: propone ir él solo a encontrarse con Dulcinea (como en la
Primera Parte) y encuentra su remedio cuando ve pasar a tres aldeanas sobre tres pollinos.
Vuelve al lado de su amo, le indica que la dama sale a su encuentro y cuando las tres
labradoras están a la vista, se las presenta a su señor como la bella Dulcinea asistida de dos
hermosas doncellas lujosamente ataviadas, amazonas sobre tres briosas jacas de piel moteada,
es decir, “manchada” (el candidato advertirá el juego burlón de Cervantes). Don Quijote no ve
en el trío más que groseras y poco agraciadas villanas. Es Sancho quien se apoya ahora en la
locura caballeresca y en las transformaciones maravillosas de los magos para jurar ante su
señor que él ve hermosísimas damas, a las que describe según los códigos poéticos –joyas,
ricas telas, gracia y hermosura- que tantas veces le ha oído a su amo: estamos, en un sentido
propio, ante una creación “de oídas”, pues Sancho, que es analfabeto, saca toda esta invención
de lo que le ha contado don Quijote. En definitiva, el hábil escudero ha dado la vuelta a su
ficción anterior: en la Primera Parte, Sancho había creado sobre la idealizada Dulcinea a una
Aldonza hombruna con olor a sudor. En esta segunda Parte, se ha mostrado capaz de idealizar
a una aldeana fea, grosera y con olor a ajo (alimento villano por excelencia) en “reina y
princesa y duquesa de la hermosura” (II, 9, p. 619).
62
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en el epígrafe del capítulo 11, la “extraña aventura que le sucedió al valeroso don Quijote con
el carro o carreta de ‘Las Cortes de la Muerte’”. Detengámonos en ella.
El episodio comienza como aventura de magia, se transforma rápidamente en “aventura de
encrucijada”94 o combate y termina, simplemente, con un final abortado, una “no-aventura”.
Aventura de magia preludian, en efecto, los extraños personajes de la carreta: un “feo
demonio”, “la misma muerte con rostro humano”, un ángel, un emperador, el dios Cupido,
etc. Cierto es que el narrador fisura con algunas pinceladas de prosaísmo el carácter
fantasmagórico del cuadro: las grandes alas del ángel son pintadas, la dorada corona del
emperador semeja ser de oro, no se asegura que lo sea; Cupido va sin venda en los ojos y en
el atuendo de combate del caballero “armado de punta en blanco” se ha trocado la celada por
un vistoso –e impropio, aunque quizás no del todo inocente- sombrero de plumas
multicolores95.
Todo lector familiarizado con la Primera Parte presiente y espera el consabido enfrentamiento
de don Quijote contra tan fabulosos personajes; de hecho, la andanza se parece a la de los
disciplinantes, la última recogida en el primer libro, que había rematado con una burlesca
batalla campal (I, 52). A la confianza que tiene el lector de disfrutar con una graciosa aventura
corre parejas la confianza que tiene don Quijote de protagonizar una hazaña heroica:
Todo lo cual visto de improviso, en alguna manera alborotó a don Quijote y puso miedo en
el corazón de Sancho; mas luego se alegró don Quijote, creyendo que se le ofrecía alguna
nueva y peligrosa aventura, y con este pensamiento, y con ánimo dispuesto de acometer
cualquier peligro, se puso delante de la carreta y con voz alta y amenazadora dijo […]
Ambas expectativas quedarán igualmente frustradas. Para don Quijote, no habrá aventura: el
carro “que parece la barca de Carón” es una simple carreta con comediantes de compañía
nombrada que acuden a representar un auto sacramental para la octava del Corpus Christi.
Para el espectador, no habrá tampoco lectura de lance disparatado. Con cierta sorpresa nos
percatamos de que don Quijote, en lugar de persistir en su error inicial, acepta la explicación
del actor y reconoce el haberse dejado llevar al principio, solo durante unos instantes, por el
engaño de las apariencias:
-Por la fe de caballero andante —respondió don Quijote— que así como vi este carro
imaginé que alguna grande aventura se me ofrecía, y ahora digo que es menester tocar las
apariencias con la mano para dar lugar al desengaño […]
94
“-Advertid, hermano Sancho, que esta aventura y las a ésta semejantes no son aventuras de ínsulas, sino de
encrucijadas, en las cuales no se gana otra cosa que sacar rota la cabeza o una oreja menos.” (I, 10)
95
Los sombreros de plumas eran parte del atuendo del caballero galán, y el elevado precio que podían alcanzar
algunos de estos sombreros indicaba el estatus de quien lo llevaba. En este cuadro alegórico donde desfilan los
estados de la sociedad, el lujoso sombrero (riqueza, vestimenta cortesana, parecer) es indicador emblemático de
la condición de “caballero” tanto o más que las armas (función primera –defensora- del caballero).
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Cierto es que en la aventura precedente, con la falsa Dulcinea, don Quijote había sufrido ante
sus propios ojos el engaño de las apariencias. La doble visión del mundo y de las cosas le
habían enseñado la posibilidad de una visión bifronte. Quizás escarmentado, ahora los libros
de caballerías no son para él –al menos no lo son durante unos instantes- la única clave
hermenéutica para entender el mundo. La imaginación no es ya motor de interpretación para
nuestro personaje, sino una fuerza que puede entrar en colisión con el mundo sensible, y es la
razón la que vence y desenmascara el engaño. Desenmascaramiento o desengaño barrocos: la
apariencia no corresponde forzosamente con la esencia de las cosas, y como las imágenes que
contemplamos solo son formas ilusorias, toda interpretación basada únicamente en las
apariencias conduce al engaño. Basta “tocar las apariencias con la mano” para percatarse de
que la corona dorada no es de oro, que las alas del dios Amor son de papel, y que la identidad
maravillosa de los personajes se desvanece como burbuja. Como el Cupido de la carreta,
nuestro Quijote se ha quitado por unos instantes la venda de las lecturas caballerescas (las
“sombras caliginosas” que velan su entendimiento, dirá en el capítulo 74) y admite la
“realidad” prosaica de las cosas y los seres. La “fe de caballero andante” de su juramento no
es ahora una fe ciega, y don Quijote pasa a engrosar al menos momentáneamente la lista de
todos aquellos que, como santo Tomás, necesitan tocar para creer. En la fugacidad de solo
unas breves líneas, el desengaño de don Quijote en esta primera aventura anticipa el
desengaño final que sufrirá el viejo hidalgo ya en el umbral de la muerte (cap. 74).
En definitiva, el lector esperaba encontrarse con un don Quijote crédulo e insensato, pero se
encuentra con un personaje desengañado, reflexivo y prudente. Algo taimado incluso, pues
evita astutamente la batalla con el pretexto de aceptar los consejos de Sancho. De esta
“aventura de encrucijada” no habrá rastro de golpe ni de sangre. Don Quijote no se ha labrado
fama con este episodio al final sin combate, pero ha “tocado con la mano” el engaño de las
apariencias, es decir, ha aprendido (o ha accedido) a imponer la “realidad” sobre la
imaginación, y el prosaísmo sobre la caballeresca.
Entre líneas, naturalmente, surge el viejo topos del mundo como teatro: la vida humana es
como una efímera representación teatral en la que cada uno interpreta el papel que se le ha
asignado, y donde lo que parece real no es más que sombra y simulacro de una Verdad
escondida con la que cada actor humano tendrá que enfrentarse cuando se termine la función,
es decir, cuando llegue la muerte. Topos este tan trillado que cuando don Quijote lo mencione
en el capítulo siguiente el propio Sancho Panza le replicará que ya la ha oído muchas y
diversas veces (II, 12, p. 631). Cervantes es consciente, en efecto, del desgaste de esta imagen
alegórica, utilizada hasta la saciedad en las artes y la oratoria sagrada. Él es capaz de
reactivarla a su manera, arrimándola a lo cotidiano, a lo humilde. Así que en lugar de trazar,
como tantos otros autores, el auto adoctrinador de unas Cortes de la Muerte sublimes y
grandilocuentes, la ilustra acudiendo a la cara oculta del teatro, a una escena prosaica entre
64
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bambalinas: la “realidad” verosímil, miserable incluso, de una farándula recorriendo los
pueblos de España para ganarse la vida vendiendo simulacros y juegos de sombras.
Ahora bien, Cervantes no parece contentarse con el lugar común de la vida como teatro de
sombras engañosas. Don Quijote, amante de teatro, funciona como la bisagra que permite
presentar, en una reversibilidad típicamente cervantina, la cara opuesta de la medalla: “es la
comedia espejo de la vida”, recuerda nuestro personaje con una frase (frase atribuida a
Cicerón) no menos tópica que la alegoría antes descrita.
A la vida como teatro se une, pues, la máxima latina que hace del teatro imagen de la
realidad: el teatro nos pinta a nosotros mismos y nos permite contemplar la vida humana
puesta en escena, aprender y, finalmente, conocernos. Dos interpretaciones contradictorias,
que Cervantes transforma en complementarias para arrojar nueva luz sobre la relación entre
ficción y realidad: la vida que nos parece realidad es solo una representación de teatro, y la
ficción teatral que admitimos como mentira refleja la realidad y la verdad sobre nosotros
mismos. Algo de todo esto veremos en algunas farsas organizadas por los duques.
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modo de actuar de los caballeros novelescos: seguir a don Quijote para retarlo una vez más,
vengarse de la derrota y lavar la afrenta. También los cuerdos, como Sansón Carrasco,
cometen locuras: “Don Quijote loco, nosotros cuerdos, él se va sano y riendo; vuesa merced
queda molido y triste. Sepamos, pues, cuál es más loco, el que lo es por no poder menos [=por
no poder evitarlo] o el que lo es por su voluntad”, concluye Tomé Cecial al final del episodio
(II, 15, p. 658). Desde los primeros capítulos, el texto cervantino explica que las fronteras
entre la locura y la cordura, la imaginación y la “realidad” (en la ficción de la obra,
naturalmente) son movedizas. No hay oposición, sino una simple gradación que va de la una a
la otra. La novela ilustrará en numerosas ocasiones este principio.
Otro carro de espectáculo y otro doble especular: la aventura de los leones (cap. 17)
El tema del doble aparecerá como una constante en la novela, un hilo conductor que abarcará
hacia el final autor, personaje y texto al abordar la problemática de un rival autoral
(Avellaneda), del falso alter ego apócrifo de don Quijote y de una falseada novela. Nos lo
encontramos también en uno de los escasos episodios quijotescos que nos recuerdan a primera
vista las acciones insensatas de la Primera Parte: el enfrentamiento de don Quijote con los
leones (II, 17).
Como la del carro de las Cortes de la Muerte, la empresa del carro de los leones no termina,
propiamente, como aventura. De hecho, muestra con su final abortado la nueva situación de
don Quijote: cuando nuestro protagonista pretende acometer libremente aventuras, estas
parecen volverle la espalda, como hacen los “fieros” leones, embotados y perezosos, que no
se dignan a atacarlo y que en vez de enseñarle los dientes le enseñan las “traseras partes” (II,
17, p. 675). Acción disparatada la de don Quijote, más que valiente, y él mismo la reconocerá
como temeraria96. Pero ¿cómo impresionar a su compañero de viaje, el prudente Caballero del
Verde Gabán, si no hay otras aventuras por el camino? ¿Cómo hacer para diferenciarse de ese
“discreto caballero”, tan parecido a lo que era él mismo, hidalgo enterrado en una aldea, antes
96
Así al final del episodio, cuando don Quijote vuelve sobre su enfrentamiento contra los leones. La dificultad
en la que se encuentra entonces el ingenioso hidalgo no se sitúa en el plano de la acción, sino en el de la
reflexión: justificar y enclavar su imprudencia en el ideario del perfecto caballero andante, aun sabiendo que las
acciones extremas, como la que acaba de acometer, no son muestra de cualidades humanas, pues la virtud –
reconoce- va ligada a la moderación o templanza. Para convencer a su interlocutor de lo bien fundado de su
extravagancia, nuestro protagonista hará un auténtico despliegue de habilidad retórica, rozando a veces el
sofismo. He aquí un breve ejemplo de su larga argumentación: “ conocí ser temeridad esorbitante, porque bien sé
lo que es valentía, que es una virtud que está puesta entre dos estremos viciosos, como son la cobardía y la
temeridad: pero menos mal será que el que es valiente toque y suba al punto de temerario que no que baje y
toque en el punto de cobarde, que así como es más fácil venir el pródigo a ser liberal que el avaro, así es más
fácil dar el temerario en verdadero valiente que no el cobarde subir a la verdadera valentía; y en esto de acometer
aventuras, créame vuesa merced, señor don Diego, que antes se ha de perder por carta de más que de menos,
porque mejor suena en las orejas de los que lo oyen ‘el tal caballero es temerario y atrevido’ que no ‘el tal
caballero es tímido y cobarde’” (II, 17, p. 679).
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de haber contraído la enfermedad caballeresca? ¿Cómo mostrarle a ese “doble sensato”, don
Diego de Miranda, que al abrazar la caballería ha dejado atrás definitivamente la placidez
doméstica de la que el otro tanto blasona? La semejanza entre don Diego de Miranda “santo”
(II, 16, p. 665) y Alonso Quijano “el Bueno” es tal que don Quijote, piensa el lector, se ve
obligado a marcar hiperbólicamente una distancia separadora. Lo hará con una acción sonada
o, en su defecto, con una sonada locura, enfrentándose como un nuevo Cid Campeador, él
solo, a los dos enormes leones. “Váyase vuesa merced, señor hidalgo [le dice don Quijote a
Diego Miranda], a entender con su perdigón manso y con su hurón atrevido, y deje a cada uno
hacer su oficio. Este es el mío, y yo sé si vienen a mí o no estos señores leones”.
El texto es cómico (“señores leones”, “A mí leoncitos y a estas horas”), y ridículo el lance de
don Quijote. Pero en tono de humor la locura aparece, una vez más, como vía liberadora, la
posibilidad de cambiar el inmovilismo del universo doméstico y rutinario por la estrella de
una vida errante regida por el azar y la aventura. El precio a pagar es el ser o el parecer loco,
un personaje de sesos derretidos. Es justamente esta imagen carnavalesca, la de una figura con
sesos derretidos, la que se impone ya desde la preparación del episodio, cuando don Quijote
se pone el yelmo donde su escudero había guardado los requesones y el suero del queso va
corriéndole por la cabeza97; impronta visible de la locura del personaje, que no podrá borrarse
aun después de lavarse generosamente en casa de don Diego. Y en medio de tanta locura
manifiesta, Cervantes inserta una vez más la ambigüedad y la duda:
—¿Quién duda, señor don Diego de Miranda, que vuestra merced no me tenga en su opinión
por un hombre disparatado y loco? Y no sería mucho que así fuese, porque mis obras no
pueden dar testimonio de otra cosa. Pues, con todo esto, quiero que vuestra merced advierta
que no soy tan loco ni tan menguado como debo de haberle parecido […]
Los signos visibles declaran la demencia de don Quijote. Pero ese mismo don Quijote vuelve
sobre el carácter engañoso de las apariencias y brinda con ello una posibilidad de interpretar
diferentemente lo que aparece ante nuestros ojos. Las certezas se derrumban frente a una
verdad oscilante. La incertidumbre sobre la cordura o locura de don Quijote surge para el
sensato Diego de Miranda como un enigma imposible de resolver, pues ninguna respuesta
tajante se adapta a la variabilidad del viejo hidalgo. Tampoco su hijo poeta podrá resolverlo:
97
“[…] como los requesones se apretaron y exprimieron, comenzó a correr el suero por todo el rostro y barbas
de don Quijote, de lo que recibió tal susto, que dijo a Sancho: —¿Qué será esto, Sancho, que parece que se me
ablandan los cascos o se me derriten los sesos, o que sudo de los pies a la cabeza? Y si es que sudo, en verdad
que no es de miedo: sin duda creo que es terrible la aventura que agora quiere sucederme. Dame, si tienes, con
que me limpie, que el copioso sudor me ciega los ojos”. (II, 17, p. 670). Más adelante, don Diego –espectador de
la empresa de don Quijote- retomará la misma asociación requesón/sesos: “—¡Ta, ta! —dijo a esta sazón entre sí
el hidalgo—. Dado ha señal de quién es nuestro buen caballero: los requesones sin duda le han ablandado los
cascos y madurado los sesos” (p. 672). La imagen en cuestión recuerda la descripción de la primera salida de don
Quijote, una calurosa mañana de julio: “[…] caminaba tan despacio, y el sol entraba tan apriesa y con tanto
ardor, que fuera bastante a derretirle los sesos, si algunos tuviera” (I, 1, p. 36).
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67
“él es un entreverado loco, lleno de lúcidos intervalos” (18, p. 684), entre disparatado y
discreto. Don Quijote es la versión andante, en definitiva, de un baciyelmo.
98
Así lo recordará maliciosamente Sancho: “bien boba fuera Quiteria en desechar las galas y las joyas que le
debe de haber dado y le puede dar Camacho, por escoger el tirar de la barra y el jugar de la negra de Basilio.
Sobre un buen tiro de barra o sobre una gentil treta de espada no dan un cuartillo de vino en la taberna.
Habilidades y gracias que no son vendibles, mas que las tenga el conde Dirlos; pero cuando las tales gracias caen
sobre quien tiene buen dinero, tal sea mi vida como ellas parecen” (II, 20, p. 698). Al candidato no debe pasarle
[…/…]
68
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inocentes amores juveniles de la pareja eran leyenda en el pueblo. En fin, la historia se
entreteje ya desde el comienzo con hilos de tragedia: la identificación de Quiteria y Basilio
con Píramo y Tisbe, la amenaza de la reacción del despechado amante, convertido en un loco
de amor que espera de boca de Quiteria su sentencia de muerte (pp. 692-93). Quizás en el
recuerdo del lector resuena también un eco del primer Quijote con la historia del desgraciado
Grisóstomo, muerto de amor por los desdenes de otra bella pastora, la orgullosa Marcela (I,
13-14). Todo parece presagiar que las bodas estarán teñidas de sangre, y que el triunfo del
dinero se sellará con la muerte de Basilio. Una historia más de Eros y Thanatos en el espacio
apacible –arcádico- del campo manchego.
Hiperbólica es también, y sobre todo, la fiesta de las bodas. Fiesta de Camacho organizada
por Camacho y para él mismo, una auténtica puesta en escena de la opulencia, una
teatralización del poder del dinero. Hay quien murmura, dice el estudiante, que el linaje de
Quiteria es superior al del novio: poco importa, “las riquezas son poderosas de soldar muchas
quiebras” (p. 690). El nombre propio es antífrasis: el rey no es Basilio/Basíleios, sino su
poderoso rival. Camacho aparece como una suerte de rey Asuero pueblerino, y hará de sus
bodas la engreída exhibición de su triunfo y de su aplastante superioridad económica, sobre
Basilio y sobre todos los del pueblo: comida pantagruélica, vino a raudales, un auténtico
ejército de cocineros (más de cincuenta); todo ello hace, evidentemente, las delicias de
Sancho. Hay también música y danzas “muchas y diferentes” ejecutadas por escogidos
bailarines, muchos de ellos profesionales. El espacio sereno y puro de la Arcadia se ha
convertido en un reino de Jauja fastuoso y rebuscado. Y como canto de Camacho a su propio
triunfo y a su aliado, el dinero, un cuadro alegórico con ninfas, dioses y salvajes, tan parecido
a los divertimentos cortesanos que se representaban en los jardines de palacio. Un cuadro
fatuo que retrata en mise en abyme su propia historia sentimental: al castillo del Buen
Recaudo que guarda a la doncella acuden dos ejércitos, el primero capitaneado por Cupido, el
segundo por Interés. Poesía, Discreción, Buen linaje y Valentía componen el primero;
Liberalidad, Dádiva, Tesoro, Posesión Pacífica integran el segundo. No son los ataques del
dios Amor y sus partidarios los que derrumban el castillo, sino las fuerzas de Interés, que
acaban haciendo esclava a la doncella, encadenándola con una cadena de oro al cuello. “Bien
ha encajado en la danza las habilidades de Basilio y las riquezas de Camacho!” exclama don
Quijote al final del espectáculo (II, 20, p. 705); es la comedia espejo de la vida (II, 11). En
esta pugna entre Amor e Interés, trasunto del combate entre Vicios y Virtudes (la
Psicomaquia medieval), vence el dinero, como Camacho el rico ha vencido sobre Basilio el
pobre. Cuando, en el capítulo 21 Sancho nos describa a la bella Quiteria vestida de novia, el
desapercibido el cambio radical de Sancho: al oír la historia, su preferencia cae en Basilio, pero en cuanto huele
la comida que ha ordenado preparar Camacho, toma el partido de este último.
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69
lector verá en la imaginación un cuadro “al natural” de la alegórica esclava comprada: vestida
(¿disfrazada?) de palaciega, cargada de joyas, hasta el punto de que su grácil cuerpo (cuerpo
de palmera, como la Esposa del Cantar de los Cantares) parece desaparecer bajo el peso de los
adornos. Chapada moza, concluirá Sancho, “que puede pasar por los bancos de Flandes”:
carne transformada en mercadería, moneda o letra de cambio. El padre ha hecho de su
hermosa hija un objeto de compra-venta.
El endiosado Camacho, villano con veleidades de cortesano, ha instaurado el desequilibrio en
el espacio de una Arcadia campesina. Comprando el sentimiento, ha cambiado el curso
natural de las cosas, la afición natural del amor; ha domado la naturaleza, a imagen de ese
toldo de ramas que ha ordenado poner sobre toda la campiña para desafiar y vencer los rayos
del sol: “hásele antojado de enramar y cubrir todo el prado por arriba, de tal suerte, que el sol
se ha de ver en trabajar si quiere entrar a visitar las yerbas verdes de que está cubierto el
suelo”, dice el estudiante (p. 690). “Hásele antojado”; el lector se pregunta si Quiteria no será
también un antojo, un capricho suplementario que ha podido comprar; una joya adquirida
como las que engalanan con profusión (demasiado profusamente) el cuerpo y vestido de la
novia. En las hiperbólicas bodas todo es rebuscado, nada natural; hasta la música y los bailes
campesinos, en la que solo intervienen los mejores bailarines del pueblo y los profesionales
(danzas mercenarias, pagadas). La alegría de los asistentes surge del asombro y del placer de
los sentidos ante un conjunto acabado y perfecto, ordenado con precisión de orfebre, pero no
espontáneo. En su arrogancia, Camacho no ha querido hacer del pueblo partícipe de su
alegría, sino espectador pasivo de su opulencia.
Al artificio aparatoso de las bodas se enfrentará el artificio/engaño de Basilio. Camacho había
convertido la fiesta en teatro de su superioridad, Basilio hará del teatro (de la ilusión teatral)
el medio de vencer a su oponente. Nada se nos dice de la treta del joven enamorado: como los
personajes, asistimos a su suicidio y a la expresión de su deseo último, casarse con Quiteria
justo antes de expirar. Cierto es que Sancho –sentido común obliga- rompe un tanto el
encanto de esta escena de tragedia sentimental al señalar que el joven habla demasiado para
estar tan moribundo. Entre desmayos y lágrimas Basilio obtiene de Quiteria la mano de
esposa, y nada más conseguida se pone en pie ágilmente y “vuelve a la ida”. No hay milagro
de amor, sino, como dice el propio Basilio, “industria”.
El alegórico cuadro del castillo tomado por el Interés ha quedado contrarrestado por otro
cuadro teatral de tono entremesil en el que han resultado vencedores el ingenio y el amor.
Ambos cuadros han sido trazados y representados con habilidad de artista. El soberbio
Camacho ha quedado humillado y don Quijote, hasta entonces espectador pasivo, interviene
para evitar que la boda no termine en derramamiento de sangre, si bien con sangre bien
diferente de la que temía el lector al comienzo del episodio. “Camacho es rico y podrá
comprar su gusto cuando, donde y como quisiere. Basilio no tiene más que una oveja, y no se
le ha de quitar alguno, por poderoso que sea”, dice don Quijote para calmar los ánimos. Y, en
70
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efecto, nadie pierde, o muy poco, con el desenlace. Sobre todo, ese triunfo final del amor no
socava las estructuras sociales del micro-universo aldeano: Basilio, vencedor en la lid
amorosa contra Camacho, seguirá pobre; Camacho conserva su riqueza y, con ella, el poder
de seguir comprando a su antojo99. El desenlace podría quedar ahí, pero Cervantes deja un
final abierto, muy diferente al de la prosa idealizadora, e instaura prosaísmo e imperfección,
es decir, humanidad, en el centro de los personajes y de sus historias. La alegría de la bella
Quiteria y el hábil Camacho queda empañada por la pobreza que acompaña su tálamo nupcial:
El pobre honrado (si es que puede ser honrado el pobre) tiene prenda en tener mujer
hermosa, que cuando se la quitan, le quitan la honra y se la matan. La mujer hermosa y
honrada cuyo marido es pobre merece ser coronada con laureles y palmas de vencimiento y
triunfo. La hermosura por sí sola atrae las voluntades de cuantos la miran y conocen, y como
a señuelo gustoso se le abaten las águilas reales y los pájaros altaneros; pero si a la tal
hermosura se le junta la necesidad y estrecheza, también la embisten los cuervos, los milanos
y las otras aves de rapiña […]
En este mundo arcádico de jóvenes, don Quijote aparece como el garante de la mesura y la
gravedad. El discurso del sesudo hidalgo desvela un pragmatismo y un sentido común muy
superior al de los demás personajes de la historia. Protector de la joven pareja, don Quijote
adopta la figura tutelar de padre, incitando suavemente a Basilio a entrenarse en otras
habilidades más productivas que juegos y danzas, tan poco útiles para el sustento de una
familia; es él, pues, quien conduce al joven pastor del estado de enamorado ocioso al de
esposo prudente. Cambiando de mano, la bella Quiteria, por su parte, ha dejado de ser carne
comprada. Pero la pobreza puede hacer de ella cebo codiciado. El dinero de Camacho había
derrumbado el muro del castillo alegórico, y se había interpuesto también como un muro (una
suerte de tabique de Píramo y Tisbe) entre Basilio y Quiteria. El peligro sigue latente, y la
pobreza de Basilio expone a su esposa –la fortaleza de su castidad, la fortaleza de su honra- a
los ataques de otros muchos Camachos.
Nunca don Quijote había gozado antes, y nunca gozará después, de tanta admiración por su
valentía y su discreción: “Grandes fueron y muchos los regalos que los desposados hicieron a
don Quijote, obligados de las muestras que había dado defendiendo su causa, y al par de la
valentía le graduaron la discreción, teniéndole por un Cid en las armas y por un Cicerón en la
elocuencia”, II, 22, pp. 714-15). Feliz conjunción en nuestro héroe de las armas y las letras, de
la valentía de soldado y la sensatez del sabio. Cervantes vuelve a jugar con las expectativas
del lector al hacer de este defensor encarnizado de la mesura y la sensatez protagonista de una
de las aventuras más extrañas y disparatadas de la novela, la de la cueva de Montesinos. Tan
99
La humillación sufrida borra inmediatamente el amor en el corazón de Camacho. Cervantes contrasta
burlonamente el fácil desamor del novio con el doloroso sentir –auténtico duelo- de Sancho cuando tiene que
apartarse de la comida de las bodas (II, 21, 714).
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71
disparatada que Cide Hamete, el “puntilloso cronista de la verdadera historia de don Quijote”
pone en tela de juicio la exactitud de lo que cuenta100.
100
«No me puedo dar a entender ni me puedo persuadir que al valeroso don Quijote le pasase puntualmente todo
lo que en el antecedente capítulo queda escrito. La razón es que todas las aventuras hasta aquí sucedidas han sido
contingibles y verisímiles, pero esta desta cueva no le hallo entrada alguna para tenerla por verdadera, por ir tan
fuera de los términos razonables. Pues pensar yo que don Quijote mintiese, siendo el más verdadero hidalgo y el
más noble caballero de sus tiempos, no es posible, que no dijera él una mentira si le asaetearan. Por otra parte,
considero que él la contó y la dijo con todas las circunstancias dichas, y que no pudo fabricar en tan breve
espacio tan gran máquina de disparates; y si esta aventura parece apócrifa, yo no tengo la culpa, y, así, sin
afirmarla por falsa o verdadera, la escribo. Tú, letor, pues eres prudente, juzga lo que te pareciere, que yo no
debo ni puedo más, puesto que [=aunque] se tiene por cierto que al tiempo de su fin y muerte dicen que se
retrató della y dijo que él la había inventado, por parecerle que convenía y cuadraba bien con las aventuras que
había leído en sus historias.» (II, 24, p. 734)
72
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Carnaval: el sabio Merlín pasa de “hijo del diablo” a pícaro (sabe “un punto más que el
diablo”, como Lazarillo); Durandarte alterna la voz de los romances con la jerga de los juegos
de cartas; la hermosa Belerma es fea y está ajada; también está ajado el corazón momificado
de Durandarte corazón que Belerma lleva ceremoniosamente en un amago de procesión, como
los héroes artúricos llevaban el santo grial. Montesinos no tiene ya nada de caballero animoso,
sino de ermitaño apocado. Don Quijote y él por poco llegan a las manos, si el viejo
Montesinos no se hubiera desdicho de sus palabras, bastante cobardemente, por cierto. No
falta tampoco el trasfondo de fábulas mitológicas (¿no había aludido el estudiante a la
Metamorfosis de Ovidio?) en la cómica transformación del escudero Guadiana, la dueña
Ruidera y sus hijas en ríos y lagunas. En fin, los personajes permanecen encantados, en un
infierno o en un purgatorio perpetuo de carnaval hasta que no llegue la liberación esperada de
la mano de don Quijote.
En el plano de la escritura, el candidato apreciará la dimensión metaficcional del episodio,
que viene a ser una especia de compendio del arte desplegado por Cervantes en la
construcción de toda la novela. Tendrá en cuenta, por ejemplo, el juego entre los “efectos de
realidad” conseguidos con las alusiones a un espacio referencial (Ruidera, la cueva) y la
incongruencia de una ficción a todas luces inverosímil (el palacio subterráneo, los personajes
de fábula, etc.), incluso para los propios personajes. Y sobre todo que el texto se vuelve a
presentar aquí como un palimpsesto, es decir, como el resultado de toda una serie de textos
ajenos que se van superponiendo y acaban mezclándose en una confusión de voces bulliciosa
y festiva.
Muchos son, en efecto, los hilos que se van trenzando en el relato de don Quijote en
relaciones intertextuales con otros textos101. Cuevas y simas en tierra o en mar, eran enclaves
fantásticos que aparecían frecuentemente en los libros de caballerías: en el palacio del fondo
de un lago –una Atlántida sumergida de cristal- vive Lanzarote hasta los dieciocho años. En
Las Sergas de Esplandián, relato de caballerías cuyo protagonista es el hijo de Amadís, se
habla de una oscura cueva guardada por el gigante Bramato donde permanecen encerrados
dueñas y doncellas, caballeros y escuderos. La bajada de don Quijote se enlazaría sobre todo
con otras aventuras de viajes, tópicas en la épica según el ejemplo de la Eneida (la catábasis
de Eneas) y del viaje órfico (Orfeo bajando al Hades para liberar a Eurídice). Lida de
Malkiel102 la relacionó con una odisea subterránea –una especie de descenso a los infiernos-
en la que se pone en escena el propio autor de Las Sergas, Montalvo; la caída de autor a una
101
Consultar, entre otros, Carlos Alvar, “El viaje al más allá y la literatura artúrica”, en Juan Paredes, Literatura
y fantasía en la Edad Media, Granada, Universidad de Granada, 1989, pp.15-26
102
María Rosa Lida de Malkiel, "Dos hechos del Esplandián el Quijote y el Persiles", Romance Philology, 9
(1955), pp. 156-160.
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sima103, la boca de la cueva guardada por Urganda, el camino guiado por la maga a través de
pasillos subterráneos que conducen a palacios maravillosos, y la cámara donde permanecen,
en una especie de limbo donde se ha detenido el tiempo, personajes de las dos obras de
Montalvo: Amadís y Oriana, Esplandián y su dama Leonorina, Galaor, la doncella Carmela,
etc. Los parecidos entre ambas aventuras son, como puede verse, evidentes. La cueva de
Montalvo es un espacio literario, el mismo que se inventará o soñará don Quijote en
Montesinos. También los personajes que pueblan la cámara de las Sergas estaban encantados,
y solo saldrán de su hechizo para acompañar al rey Arturo y recuperar los territorios. Los
personajes de la cueva quijotesca, por su parte, esperan también la llegada del nuevo paladín,
don Quijote, que los libere de su encantamiento.
Otras fuentes literarias podrían encontrarse en la base de este viaje paródico y grotesco de don
Quijote. La cueva de Montesinos, espacio de sueño, se relaciona también con los lugares
donde se producen sueños-revelaciones que permiten acceder a una sabiduría oculta,
imposible de alcanzar durante el estado de vigilia (recordemos que también el extravagante
estudiante que acompaña a don Quijote hasta el borde de la sima espera que con el viaje le
comunique las respuestas que le faltan para completar su ridículo Suplemento de Virgilio
Polidoro). Y, naturalmente, se enlaza también con los viajes de ultratumba. El lector puede
pensar en el Canto del Infierno y del Purgatorio de Dante, con el viaje del yo poético guiado
por el poeta Virgilio (“infierno” llaman a la cueva los dos compañeros de don Quijote). Y
pensemos que si el hipotexto de la Divina Comedia queda implícito en el relato que hace don
Quijote, algo resuena de la Comedia cuando el estudiante que acompaña a don Quijote hasta
la cueva alude a un Virgilio, si bien –nuevos tiempos obligan- no se trata del Virgilio latino
sino de un Virgilio renacentista, el docto y admirado Polidoro. ¿No son los guías de don
Quijote, en algunos aspectos, versiones degradadas de los dos personajes de la Comedia? Así,
del “divino” humanista florentino nos queda un estudiante humanista extravagante y crédulo;
del divino Virgilio, un Montesinos decadente y apocado transformado en viejo ermitaño.
Dejando de lado muchas otras relaciones intertextuales posibles, limitémonos a recordar que
en el viaje quijotesco a las entrañas de la tierra surge también como posible un lazo literario
mucho más ilustre que los anteriores, pues atañe al Libro por excelencia, es decir, a la Biblia.
En la imaginación febril de don Quijote, que ha adoptado el Libro de Caballerías como Libro
de Fe, nada hay de extraño que el limbo cristiano –espacio frontera con el infierno de los
condenados- haya quedado remplazado por un espacio encantado poblado de figuras de la
caballería, figuras antiguas de un romancero viejo, a las que solo él podrá liberar, como el
103
También se trataba aquí de un espacio referencial, una sima cerca de medina del campo, “vn pozo que allí se
muestra de grande fondura y de inmemorial tiempo hecho”.
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Mesías liberó a los patriarcas, bajando a los infiernos. Naturalmente, el limbo visitado por don
Quijote es un limbo ridículo y extravagante.
Cervantes no se contenta con dejar que en el texto resuenen voces de textos ilustres
deformados por la parodia burlesca. En esta mise en abyme hace figurar también, una vez
más, las reacciones de los lectores, esta vez lectores “de oídas”, ante el relato de la aventura:
la fe ciega del estudiante insensato con veleidades de humanista, la desconfianza maliciosa de
Sancho. Hacia el final de su cuento de viajes, don Quijote introduce en el fresco carnavalesco
a una Dulcinea encantada tal y como se la había inventado Sancho al comienzo de la tercera
salida. Es la prueba, para Sancho, de que su señor está mintiendo, pero no puede
desenmascarar a don Quijote sin desenmascararse él mismo como mentiroso, es decir, como
autor también él de una farsa con seres encantados (Dulcinea transformada en vulgar
campesina). No sabemos si don Quijote alude a Dulcinea para apuntalar la “verdad” de su
relato (caso de que hubiese creído la invención de su escudero) o para condenar a Sancho al
silencio (caso de que se hubiera dado cuenta de que Sancho le había engañado). De manera
que, según se mire, el relato de don Quijote es tremendamente necio o tremendamente cínico.
En todo caso, el viejo hidalgo sí ha logrado, aunque solo sea a través de un engaño, una
alucinación o de un sueño, reunirse como paladín con sus héroes caballerescos.
En varios aspectos, la aventura de la cueva sirve de punto de arranque para otros episodios de
la novela: prefigura el retablo de Maese Pedro, con su espacio ilusionista y las continuas
observaciones sobre la verdad, los detalles históricos y la verosimilitud/inverosimilitud de lo
contado. Más adelante, ya en el capítulo 55, la diégesis nos ofrecerá un eco del viaje
quijotesco a las profundidades, y un rescate mucho más verosímil que el que esperan las
figuras encantadas de la cueva: Sancho cae en una sima con su asno1, y sale a la superficie
gracias a la ayuda de don Quijote, que reconoce el rebuzno del rucio. Prepara también,
finalmente, la catábasis fabulosa y fabulada de una heroína, la “desenvuelta” Altisidora.
Pero la bajada a la cueva de Montesinos, espacio literario donde se conjugan realidad y
maravilla, épica y burla, como en el nombre se unen espacio referencial y personaje
legendario, resulta sobre todo indisociable de otro viaje esta vez ascendente, soñado también
como maravilloso: el ilusorio viaje por los aires de Clavileño. Bajada a la sima/infierno y
ascenso hacia el sol funcionan como las dos caras de un díptico, y cada una de ellas
desemboca en un cómico relato de viajes gobernado por la imaginación y la relación
lectura/acción: don Quijote, lo hemos visto, es protagonista y autor de la primera aventura;
Sancho se hará protagonista y autor de la segunda, describiendo un recorrido por las regiones
celestes en un tiempo maravillosamente detenido, como el de la cueva. Cada uno de estos
contadores inventa a su manera, conforme a su saber y a sus gustos: don Quijote arrima el
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relato a la caballeresca; Sancho se dejará guiar por su experiencia vital de personaje rústico, y
dirá haber jugado con las siete cabrillas, resemantizando el nombre popular de la constelación
de las Pléyades104. “O Sancho miente o Sancho sueña”, dirá don Quijote ante la narración
incongruente y onírica de Sancho. Pero él se sabe también fabulador de una historia
incongruente y onírica en Montesinos. Así que sobre la base de una incredulidad recíproca,
don Quijote invita cínicamente a su escudero a sellar con él un pacto de silencio: “—Sancho,
pues vos queréis que se os crea lo que habéis visto en el cielo, yo quiero que vos me creáis a
mí lo que vi en la cueva de Montesinos. Y no os digo más » (II, 41, p. 865).
Este limbo o purgatorio onírico de la cueva de Montesinos, recuerda maliciosamente
Cervantes, no había quedado inmune a la ley del oro. Las figuras encantadas, dice don Quijote
“No comen […] ni tienen excrementos mayores, aunque es opinión que les crecen las uñas,
las barbas y los cabellos” (p. 729). Son, pues, como cuerpos muertos y sepultados. Pero si no
tienen necesidades biológicas, sí sufren la necesidad económica. El dinero ha penetrado
incluso en el universo mágicos de seres de imaginación, como deja ver la grotesca petición de
Dulcinea y las palabras de Montesinos: «Créame vuestra merced, señor don Quijote de la
Mancha, que esta que llaman necesidad adondequiera se usa y por todo se estiende y a todos
alcanza, y aun hasta los encantados no perdona […]». La necesidad/pobreza servirá para
engarzar en el relato la breve historia de otro personaje, un joven anónimo, en un viaje mucho
más prosaico: dejar la servidumbre con señores pobres y tacaños y embarcarse para la guerra
(cap. 24, pp. 737-740). También la necesidad hace mella en la noble carrera de las armas,
cuando los soldados a su patria viejos y lisiados105; así lo afirma don Quijote, y así lo vivió en
su propia carne el Manco de Lepanto.
104
“ […] sucedió que íbamos por parte donde están las siete cabrillas, y en Dios y en mi ánima que como yo en
mi niñez fui en mi tierra cabrerizo, que así como las vi, me dio una gana de entretenerme con ellas un rato, que si
no la cumpliera me parece que reventara. Vengo, pues, y tomo ¿y qué hago? Sin decir nada a nadie, ni a mi señor
tampoco, bonita y pasitamente me apeé de Clavileño y me entretuve con las cabrillas, que son como unos
alhelíes y como unas flores, casi tres cuartos de hora, y Clavileño no se movió de un lugar ni pasó adelante”. (II,
41, p. 863).
105
Recordemos que le valeroso capitán cautivo de la Primera Parte vuelve pobre.
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25, es una absurda disputa local, una batalla grotesca con tintes de carnaval, un doble
degradado (¿e irónico?) de empresas nacionales. El relato del personaje (“el cuento de mis
maravillas”, como él mismo lo presenta) parece chiste o chascarrillo folclórico, una de las
muchas fábulas populares sobre antiguas rivalidades entre pueblos cercanos, aun conservadas
en proverbios y refranes. La historia es simple, sin nombres propios que pudieran
individualizar a los personajes, como en los cuentos; y como en los cuentos, el relato es de
transmisión oral106: un regidor pierde un asno y acude con otro regidor del pueblo a buscarlo
por el monte. Al no encontrarlo, los dos regidores se ponen a rebuznar tan bien que cada vez
que uno rebuzna, el otro cree estar oyendo al asno perdido. Al final encuentran al animal
muerto en el bosque, devorado por los lobos. Poco importa: vuelven triunfalmente al pueblo
orgullosos de su habilidad, y cuentan la aventura a unos y a otros encareciendo con cortesía
“la gracia del otro en el rebuznar” (p. 743). La fama de tal “gracia” trajo la burla, no la gloria,
y enconó las relaciones con los pueblos circundantes hasta llegar al reto y a la batalla: en el
momento de la acción, el pueblo de los rebuznadores se apresta a vengar el agravio
enfrentándose contra uno de los pueblos burlones.
Cervantes interrumpe lo que será la lid paródica, carnavalesca de los dos ejércitos villanos
para hacer entrar a otro personaje contador, también él, de maravillas: el titiritero, su tablado
de marionetas y su mozo adivino. Interrumpamos también nosotros el relato de la batalla para
entrar en el retablo de Maese Pedro.
Entre la preparación al combate de los pueblos enemigos y el comienzo de la guerra, habrá
también un combate no menos grotesco que la “rebuznadora” epopeya troyana entre dos
aldeas, el combate de don Quijote contra las figurillas del retablo.
El episodio del retablo ha sido considerado tradicionalmente como uno de los más logrados de
la obra. Como la aventura de la cueva de Montesinos, y más adelante la aventura de Clavileño
tiene un carácter metaliterario evidente, pues la invención y la recepción de la ficción están en
el centro mismo del relato. Así pueden entenderse las divertidas censuras literarias de Maese
Pedro ante el estilo grandilocuente que adopta a veces el recitante (“Llaneza, muchacho, no te
encumbres, que toda afectación es mala” (II, 26, p. 754), y las de don Quijote ante las
digresiones amplificadoras (“Niño, niño […] seguid vuestra historia línea recta y no os metáis
en las curvas o transversales […]”, p. 752) o ante la falta de rigor histórico (de verosimilitud),
cuando el muchacho hace tañer campanas en las mezquitas (p. 754), como dardos lanzados
por Cervantes hacia la escritura negligente de algunas comedias al uso. Todo ello inserta en el
texto un conjunto de normas sobre el buen escribir, un “ideal de escritura”, es decir, una
poética metaliteraria que, bajo formas diversas, jalonaba ya la Primera Parte del Quijote. El
106
“Con estas circunstancias todas, y de la mesma manera que yo lo voy contando, lo cuentan todos aquellos que
están enterados en la verdad deste caso.” (p. 742).
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retablo es una ficción sobre la ficción, y la importancia de la literatura se deja ver ya en las
propias figuras de Maese Pedro: figurillas hechas de pasta de papel, de escritos. En su sentido
literal, cuerpos hechos de letras.
Desde la humildad de un pobre tablado de marionetas, el lector adivina un homenaje a la
ilusión teatral por parte de ese dramaturgo, amante de entremeses, tragedias y buena “comedia
nueva” que fue Cervantes. La labor de los artífices del teatro (el dramaturgo y el “autor de
comedias107”), también el encanto de la ficción teatral quedan, de hecho, plasmadas en las
palabras de Maese Pedro justo antes de empezar la función: “ tenemos mucho que hacer, y
que decir, y que mostrar” (p. 750). Acción, discurso, signos visuales; los tres ingredientes del
hecho teatral están ahí.
Maese Pedro viene rodeado de maravilla: un mono adivino que adivina cada viernes (más
adelante, en los episodios de Barcelona –cap. 62- tendremos la maravilla de la “cabeza
encantada” mucho más respetuosa con la ortodoxia, pues adivina todos los días excepto el
viernes108), la fantasía de un tablado de títeres con reyes, damas y caballeros de romance, no
muy diferentes de las apariciones que habría encontrado don Quijote en la cueva. No son las
únicas: en los preparativos a la función, Cervantes pone irónicamente en boca de don Quijote
otras fantasías menos literarias, pero tan ilusorias: convencido de que el mono tiene un pacto
con el diablo, nuestro personaje se maravilla (es la palabra empleada) de que el Santo Oficio
no haya interrogado al animal para saber el origen de su don (por cierto, que la imagen de los
inquisidores, como propone don Quijote, examinando al mono y sacándole “de cuajo” la
confesión de su ciencia resulta tan grotesca como la locura del viejo hidalgo); la fantasía
también de los horóscopos y predicciones, en los que tanta gente confía. No solo don Quijote
es crédulo.
Su credulidad, además, cuenta con circunstancias atenuantes. La venta está en penumbra –es
de noche-. La atención de los espectadores se concentra en el tablado, iluminado por múltiples
candelillas. El muchacho del tablado –el “trujamán” – conduce a unos y otros hacia el mundo
de ficción que se despliega en el pequeño escenario. La historia tiene fondo de romance, todos
la conocen por formar parte ya de un patrimonio común. Contiene además todos los
ingredientes para mantener en vilo el interés del público: amantes separados, muchacha
prisionera en manos de los musulmanes, liberación final; erotismo, aventura, guerra de
religión.
107
Es decir, el director de la compañía que compraba la comedia al dramaturgo y se encargaba de todo lo
relacionado con la representación. Una vez comprada, el “autor de comedias” podía cambiar a su antojo el texto
original.
108
Según el rito católico, los viernes son día de penitencia (ayuno), en recuerdo del Viernes de la Pasión, día de
la muerte de Cristo.
78
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Llevado por la ilusión del espectáculo, don Quijote confunde realidad y ficción: salta al
tablado y arremete contra las figurillas. Poco valen los intentos de Maese Pedro por
restablecer la frontera entre su “realidad” (marionetista, figurillas, espectadores) y la ficción
representada (Carlomagno y Roldan, ejércitos musulmanes, Gaiferos y Melisendra):
—Deténgase vuesa merced, señor don Quijote, y advierta que estos que derriba, destroza y
mata no son verdaderos moros, sino unas figurillas de pasta. Mire, ¡pecador de mí!, que me
destruye y echa a perder toda mi hacienda. (p. 755).
La confusión dura el tiempo de destrozar las figuras, apenas unos instantes. Cierto es que el
ladino Maese Pedro intenta hacer durar la confusión para sacarle más dinero por tan insigne
destrozo, aunque deba él mismo convertirse en voz de romance, en un rey Rodrigo
lamentando la pérdida de España :” No ha media hora, ni aun un mediano momento, que me
vi señor de reyes y de emperadores, llenas mis caballerizas y mis cofres y sacos de infinitos
caballos y de innumerables galas, y agora me veo desolado y abatido, pobre y mendigo […]
(26, p. 756). Al juego se presta también graciosamente el narrador cuando cuenta el regateo
entre don Quijote, Sancho y Maese Pedro en la tasa de las marionetas: “Maese Pedro alzó del
suelo con la cabeza menos al rey Marsilio de Zaragoza” (p. 758). Pero el encanto ya ha
desaparecido. Hasta el mismo don Quijote sabe que ha sido momentáneo. Es cierto que para
justificar su confusión reprocha una vez más a magos y encantadores haber truncado seres por
apariencias,
—Ahora acabo de creer —dijo a este punto don Quijote— lo que otras muchas veces he
creído: que estos encantadores que me persiguen no hacen sino ponerme las figuras como
ellas son delante de los ojos, y luego me las mudan y truecan en las que ellos quieren.
Pero un cambio importante se ha producido en el viejo hidalgo con relación a las aventuras de
la Primera Parte: en vez de creer como verdad la maravilla y estimar lo prosaico como engaño
y apariencia (como en el episodio de los molinos, por ejemplo), reconoce ahora la
autenticidad prosaica de las marionetas, y el engaño de haber visto en ellas, por un momento,
la encarnación de personajes literarios. Se muestra, en fin, capaz de ver en las figurillas nada
más que eso, figurillas, y de confesar su error. Estamos ante una situación muy parecida a la
del episodio de las Cortes de la Muerte al comienzo de las aventuras:
[…] Real y verdaderamente os digo, señores que me oís, que a mí me pareció todo lo que
aquí ha pasado que pasaba al pie de la letra: que Melisendra era Melisendra, don Gaiferos
don Gaiferos, Marsilio Marsilio, y Carlomagno Carlomagno. Por eso se me alteró la cólera, y
por cumplir con mi profesión de caballero andante quise dar ayuda y favor a los que huían, y
con este buen propósito hice lo que habéis visto: si me ha salido al revés, no es culpa mía,
sino de los malos que me persiguen; y, con todo esto, deste mi yerro, aunque no ha
procedido de malicia, quiero yo mismo condenarme en costas […].
Alternancia de locura y cordura. Nuestro don Quijote es incluso capaz de utilizar de forma
irónica su engaño para sortear los fraudes (otros engaños, de signo distinto) de Maese Pedro:
cuando este le pide un precio demasiado alto por una figurilla irreconocible, con pretexto de
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que se trata de la protagonista, Melisendra, don Quijote le responde cínicamente que
Melisendra, como iba en un caballo que parecía volar más que correr, debía de estar ya
lindando con Francia cuando él había atacado el tablado, con lo cual, ni la figurilla en
cuestión es Melisendra, ni él tiene que pagar el precio que le exige el titiritero. “Vender gato
por liebre”, “caminar con intención sana” son algunas de las “prosaicas” expresiones que
emplea don Quijote, y que muestran hasta qué punto no se deja embaucar ya por el embuste.
El engaño de don Quijote ha durado poco. Un capítulo después, el lector real se dará cuenta
de que él también se ha dejado engañar unos instantes por el disfraz de Maese Pedro, y lo
sabrá cuando el narrador revele que bajo Maese Pedro se oculta Ginés de Pasamonte, el
príncipe de los galeotes liberado por don Quijote en la Primera Parte. Recordemos que Ginés
de Pasamonte se jactaba de haber escrito una autobiografía mucho mejor que la de Lazarillo
de Tormes; en esta Segunda Parte, el orgulloso autor ha quedado degradado a simple
ejecutante de un mísero tablado de marionetas. Quizás, como opina Martín de Riquer, tras el
Pasamonte ficticio se oculta el Passamonte verdadero y auténtico autor del Quijote apócrifo.
Si es el caso, el lector se habrá dado cuenta de la venganza literaria que sobre él se ha cobrado
Cervantes, cuyo protagonista –el verdadero don Quijote- destroza con su espada toda la obra
de Pasamonte y a punto queda de matar también a su dueño.
Retomemos, para terminar, el discurso de Maese Pedro. Esas “figurillas” que “no son
verdaderos moros” alcanzarán otras resonancias en la diégesis del Quijote: no es verdadera
mora tampoco Ana Félix, la morisca cristiana, que sin embargo se ve forzada a abandonar su
tierra tras el terrible decreto de expulsión que condena a los moriscos. Serán también
marionetas don Quijote y Sancho cuando, capítulos más adelante, se transformen en actores
de farsas inventadas por otros. Son marionetas, en fin, todos y cada uno de los personajes de
la novela, todas las voces y autores ficticios (Cide Hamete, traductor, editor) que parecen
cobrar existencia en la imaginación de la lectura gracias al hábil juego ilusionista de
Cervantes, escondido creador que mueve todos los hilos, que gobierna desde la sombra todos
los planos de la ficción. El libro entero es, en este sentido, un logrado retablo de marionetas.
Una vez terminado el episodio del retablo, Cervantes reanuda la historia interrumpida de los
regidores rebuznadores. En esta parecen resonar aún los ecos de la aventura del retablo, como
los efectos sonoros de tambores y ruidos de armas que anuncian la inminencia del combate.
Mismos sonidos, e idéntica interpretación: ambas batallas son igualmente ridículas.
En el capítulo 27 (pp. 761-762) el narrador describe por los ojos de don Quijote la
carnavalesca mesnada del pueblo del rebuzno: una masa de hombres armados (“a su parecer,
más de doscientos”), con banderas y empresas, como en los relatos heroicos de la
caballeresca, y las guerras de la realidad; en uno de los pendones se enarbola triunfalmente el
asno de la historia, pintado “muy al vivo” (al natural) en pleno rebuzno; es el estandarte
identitario del pueblo que se lanza al combate: el asno los representa, son, pues, un pueblo de
80
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asnos que sigue ciegamente a dos gobernantes propiamente rebuznadores. Don Quijote
interviene, pacifica a los del pueblo deshonrado recordándoles las reglas que rigen el duelo y
la venganza de agravios. Su discurso surte efecto, pero Sancho, con el pretexto de apoyar el
propósito de su amo exhibe con orgullo su habilidad para rebuznar. Para los del pueblo, se
trata de una burla más: arremeten contra él y lo dejan inconsciente. El primer impulso de don
Quijote es vengarlo, pero incapaz de retar a todo el pueblo (y no por respetar las leyes del
duelo que él mismo había expuesto a los villanos, sino por el temor de enfrentarse él solo a
tanta gente) da la espalda a Sancho y sale corriendo. Si la ceguera caballeresca había llevado a
don Quijote a batallar contra figurillas de pasta, la cordura ante la “realidad” le ha despertado
el miedo. Y en esta historia de asnos, es el rucio de Sancho el que tiene, si se nos permite la
imagen, la última palabra: Sancho está inconsciente y no puede dirigir su montura; don
Quijote ha huido descaradamente traicionando el ideal caballeresco y la amistad, dejando a su
escudero en manos enemigas; el rucio, por su parte, guía mansamente al criado fuera de las
huestes (de “sus” huestes, las del rebuzno) y lo conduce hasta donde se encuentra el amo.
La diégesis de primer grado nos ofrece una parodia literaria de la épica caballeresca, una burla
de batallas sangrientas (la batalla, aquí, no tendrá lugar) al estilo de la Batracomiomaquia, la
guerra entre ranas y ratones que no es sino versión burlesca de la Ilíada (¿no termina el
episodio del rebuzno, de hecho, con una referencia a las victorias de los griegos?). Con la risa
liberadora del carnaval se entretejen, quizás, aspectos satíricos: el orgullo estúpido de los
gobernantes, un pueblo armado y dispuesto a sacrificarse por la “negra honrilla” de sus
representantes. El personaje que lleva las armas al pueblo retador coincide en el espacio
textual con el pobre muchacho que acude “por necesidad” (por hambre) a Cartagena para
enrolarse en el ejército del rey, recordémoslo. Al comparar ambos episodios, el lector podrá
inferir la distancia que separa empresas grotescas y empresas ilustres, guerras injustas y
guerras justas. O considerar que ambas son igualmente absurdas.
Los capítulos 28 y 29, ya pasado el encuentro con los del pueblo del rebuzno, sirven de
transición y preparan uno de los bloques narrativos más densos el libro, la estancia en la “casa
de placer” (la casa de recreo) de los Duques.
El capítulo 28 supone una pausa en las aventuras, y está ocupado casi íntegramente por el
diálogo entre amo y escudero: don Quijote se justifica ante Sancho por haberlo abandonado,
Sancho le pide que le pague salario, mintiendo descaradamente sobre el tiempo que ha pasado
a su servicio. La aventura del asno sigue presente de varias maneras en el texto: con la alusión
inicial a la huída de don Quijote, de interpretación ambigua (miedo/prudencia) y con los
insultos que el amo le dirige al criado al final del capítulo (“Asno eres, asno has de ser y en
asno has de parar cuando se te acabe el curso de la vida”, p. 770; y Sancho: “señor mío, yo
confieso que para ser del todo asno no me falta más que la cola”, p. 771). La pugna entre
prosaísmo e ilusión caballeresca se mantiene con fuerza, si bien de tal manera que el texto es
evidentemente desidealizador, y ofrece un don Quijote más pendiente de su persona que de su
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sueño literario. Por mucho que don Quijote argumente por la prudencia, su huida ha sido
cobarde. Y en el regateo entre amo y criado sobre el salario a asignar, el lector descubre que
don Quijote ha llevado la cuenta de los días y meses pasados en el camino (veinticinco días en
esa tercera salida, p. 769, “dos meses apenas” para las dos salidas, p. 770) y no cae en la
trampa de Sancho cuando este alude a “veinte años” de salario por sus servicios de escudero.
En sistema de vasos comunicantes, Sancho arrima a su propio interés la cronología imprecisa
y subjetiva de la caballeresca, y es don Quijote quien restablece la temporalidad física y
cuantificable de la aventura. Inversamente, don Quijote vuelve a escudarse en una
recompensa imaginaria (la ínsula) para evitar pagarle a su criado; y Sancho, a quien su amo
acaba de amenazar con expulsarlo de su lado, vuelve mansamente sobre su petición para
poder seguir abrazando el sueño caballeresco, para él un sueño que no es heroico, sino de
grandeza, es decir, de medro: ser gobernador de la ínsula, hacerse rico, encumbrar a los suyos.
La aventura simbólica del barco encantado. El río como frontera espacial y narrativa
(cap. 29)
La llegada a orillas del Ebro (cap. 29) introduce a los personajes en otro espacio: a la seca
llanura de la Mancha sustituyen prados verdes y la ribera de un río caudaloso; al silencio del
paisaje castellano, el rumor de las aguas.
El Ebro marca simbólicamente la frontera entre los dos espacios, el manchego y el aragonés.
Marca también una frontera narrativa entre las aventuras errantes “de encrucijada” y las
aventuras sedentarias de palacio que tendrán lugar en los dominios de los Duques, en la “casa
de placer”- y en una de sus aldeas (la ínsula Barataria). Cambio de espacio, de aventura, y
cambio también en la construcción del personaje: en casa de los Duques, lo habíamos
adelantado ya, don Quijote será actor o bufón de un divertimento cortesano.
El Ebro adquiere también un sentido alegórico como imagen de los “ríos de la vida” que,
retomando los célebres versos de Manrique, “van a dar a la mar, / que es el morir”. Don
Quijote no morirá simbólicamente al lado del mar, sino en su cama, en la árida aldea
manchega; pero del Ebro nuestro protagonista pasará a Barcelona, y en la playa, junto al mar,
llegará el final de su sueño caballeresco, vencido por el vigor del falso caballero de la Blanca
Luna. Con la derrota de don Quijote junto al mar de Barcelona comenzará la agonía de su ya
moribundo personaje caballeresco.
Entremos en el texto. En la breve descripción del narrador, el espacio aragonés surge como un
locus amoenus: lugar del recogimiento, de la ensoñación amorosa (aun cuando don Quijote no
piense ahora en Dulcinea sino en otro “sueño” y en un viaje, el de la cueva de Montesinos).
En ese espacio tan distinto a los que conoce don Quijote, el personaje se inventa la aventura,
una aventura de hechizos y caballeros en peligro, bajo la forma de un barco sin tripulantes,
que él imagina encantado, y que lo conducirá hasta el espacio del combate contra magos, el
lugar de la prueba. De manera que el río se carga con una nueva dimensión simbólica, la de
82
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un espacio de transición (“espaces et échanges”) entre el prosaísmo y la maravilla, entre la
“realidad” y la imaginación. Dentro del conjunto de la novela, el episodio del barco es una
aventura de viaje, a poner en relación con otras que se han presentado ya o se presentarán a lo
largo de la Segunda Parte, aventuras ligadas todas ellas a los cuatro elementos: la tierra (cueva
de Montesinos), el fuego (el retablo de marionetas con las velas, luego la resurrección de
Altisidora rodeada de luces), el aire (la aventura futura de Clavileño). Con esta, don Quijote
acomete una aventura o prueba ligada al agua.
La actitud de don Quijote recobra el optimismo y la fe ciega que había caracterizado al
personaje en la Primera Parte de la novela. De hecho, la aventura del barco encantado sigue la
estructura narrativa de las aventuras de 1605:
1.- aparición de un objeto anodino (un barco) que presenta mínimos parecidos con
algún motivo o ingrediente de relato maravilloso (el barco no tiene tripulación, como
ocurre con barcos mágicos de romances y caballeresca);
2.- descontextualización de don Quijote, quien prescinde de todos los elementos
verosímiles que rodean al objeto para darle una interpretación puramente
extraordinaria a la luz de sus lecturas (el barco está encantado);
3.- acción del héroe para resolver lo que él imagina un conflicto (cruzar el río para
liberar a un caballero hechizado);
4.- fracaso final (solución abortada: Sancho y don Quijote caen del barco);
5.- doble interpretación del episodio: lógica en boca de Sancho y los demás
personajes, mágica para don Quijote (los encantadores le han impedido la
culminación gloriosa de la aventura).
Como en otros tantos episodios, el vuelco de situación hace de don Quijote un personaje de
farsa: habiendo pretendido salvar con gloria a un caballero en dificultad, él mismo se ha
puesto en peligro y ha tenido que ser auxiliado por otros personajes. Estos salvadores,
además, no son ilustres caballeros, sino molineros (tradicionalmente tenidos por ladrones,
como el padre de Lazarillo, en las facecias de la época) que salen a su encuentro como los
molineros de farsas y entremeses, cubiertos de harina. Accidente que, por otra parte, provoca
un pánico ridículo en Sancho y acentúa la confusión de don Quijote, quien los toma por
fantasmas o espíritus. Una vez más, el dinero a desembolsar por la destrucción del barco pone
punto final al encanto y enclava definitivamente la aventura bajo el signo de la verosimilitud
prosaica, y no de la maravilla.
El episodio, en suma, viene a ser una especie de intermedio de farsa, un recuerdo del primer
libro, cosa que no deja de sorprender un tanto al lector: nunca, en esta Segunda Parte, don
Quijote se había mostrado tan cegado por la aventura caballeresca como para no dejar siquiera
un asomo de duda, un resquicio de sensatez. Cierto es que algunos críticos establecen una
diferencia sutil entre las aventuras primeras y el episodio del barco. Carrizo Rueda, por
ejemplo, hace de esta aventura el segmento de un viaje sapiencial que había comenzado
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capítulos antes, ya con las bodas de Camacho, y que desemboca en una suerte de
reconciliación de don Quijote con el mundo que lo rodea: “A mi juicio, las bodas de Camacho
y la aventura del rebuzno, a pesar de sus diferentes desenlaces, coinciden en mostrar un
personaje que está aprendiendo a relacionarse de una manera más conveniente con los demás,
a partir de su propia personalidad y no de la máscara caballeresca109”.
El conocimiento que alcanza don Quijote nos lleva en todo caso a la omnipresente aventura
de la carreta de comediantes de las Cortes de la Muerte, imagen emblemática de lo que es el
mundo para el hombre barroco, y de lo que es la ficción para un poeta. “Todo este mundo es
máquinas y trazas, contrarias unas de otras”, reconoce aquí don Quijote. El mundo como
espacio de apariencias, de engaños y trampantojos. La empresa del barco encantado que, en la
imaginación de don Quijote, lo hubiera llevado al puerto de la fama, es decir, a ser conocido
por los otros, se transforma en jalón de una aventura introspectiva que lo lleva a tomar
conciencia de sí mismo, a conocerse o re-conocerse. A verse como anciano tras la máscara del
aguerrido caballero andante, de la misma manera que ya había sido capaz de entrever la
amenaza de la pobreza bajo el triunfo del amor en las bodas de Camacho, y las figurillas de
pasta una vez curado del espejismo teatral que las había “transformado” en personas. La
pugna entre maravilla y prosaísmo continúa al final del episodio: don Quijote no puede
“perder la cara” como caballero andante, y les grita esperanza a los imaginarios caballeros
que, a pesar de su intento por salvarlos, seguirán encantados. No puede tampoco “perder la
cara” como hidalgo honrado, y paga escrupulosamente el precio que marineros y molineros le
piden por el barco destrozado (cincuenta reales, cantidad muy similar a la que había pagado
por las figurillas del retablo: también han sido muy parecidos los dos espejismos). Importa
resaltar que don Quijote cobra conciencia de su impotencia, de su finitud, conciencia
plasmada en una frase que colora de amargura lo que, a primera vista, no es más que una
jovial aventura carnavalesca: “Yo no puedo más”.
II.2) La llegada al Ebro. Estancia en la “casa de placer” de los Duques (caps. 30-58)
Don Quijote y Sancho, protagonistas de un carnaval cortesano. El teatro como espejo de
vida
Hemos visto cómo el bloque narrativo precedente (caps. 8-29) mantiene la estructura narrativa
de los episodios en sarta -una de las más sencillas- con acumulación de aventuras
yuxtapuestas al azar del camino. Es el tipo de estructura del primer Quijote y, naturalmente,
de los libros de caballería, estructura que el lector del XVI y del XVII encontraba también en
109
Sofía M. Carrizo Rueda, “La aventura del barco encantado y nuevas notas sobre las escrituras del viaje en el
Quijote”, Biblioteca digital de la Universidad Católica Argentina.
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la picaresca (en muchos aspectos, como afirma tradicionalmente la crítica, la picaresca es
parodia de la literatura caballeresca).
El encuentro con los duques inicia un nuevo bloque en la narración que supone una inversión
del esquema: en vez de recorrer el mundo en busca de aventuras, don Quijote se sedentariza y
son las aventuras las que desfilan ante él y reclaman a veces su participación: farsa de Merlín
(desencantamiento de Dulcinea), farsa de la Dueña Dolorida (la condesa Trifaldi) y Clavileño,
farsa de amor y celos -aventuras de aposento con Altisidora- y farsa de batalla por la honra
contra el falso agraviador (y verdadero enamorado) de la hija de la dueña doña Rodríguez.
Sancho tendrá papel de protagonista en algunas de ellas, como en la farsa de gobierno
(inventada expresamente para él), la del desencantamiento de Dulcinea y la de la resurrección
de Altisidora.
Se produce también aquí otro cambio fundamental con respecto al resto de la novela, y es que
amo y criado se separan durante cierto tiempo (en II, 53, p. 958 sabremos que diez días), con
los cambios consiguientes en el hilo de la diégesis principal. Así, durante diez capítulos, del
44 al 54, la historia bifurca en dos historias paralelas y simultáneas, cada una con su
protagonista y en un espacio propio: la epopeya de don Quijote en la casa de los duques y la
epopeya de Sancho Panza en la ínsula Barataria. Separación, dualidad de lugar y de acción
eran moneda corriente en la novela bizantina (historia de viajes y separación accidental de dos
amantes) que el propio Cervantes estaba escribiendo (Los trabajos de Persiles y Sigismunda)
en plena redacción de este segundo Quijote. La complejidad narrativa de este nuevo núcleo de
aventuras se hace todavía mayor con la inclusión del género epistolar (cartas entre Sancho
Panza y Teresa, entre Teresa y la Duquesa) que relaciona personajes y situaciones
pertenecientes a lugares físicos y sociales muy distintos: la dama poderosa de una casa ducal,
la campesina de una humilde casa de aldea, el valido/bufón convertido en gobernador de una
ínsula de fábula. También el sentido de las aventuras será más complejo, más denso y
profundo, con mayores implicaciones ideológicas y con un enclave crítico en la realidad de
los lectores más fuerte (escritura lúdico-irónica). El candidato no podrá pasar por alto
tampoco la comicidad constante de los episodios: de la tensión entre el decorado caballeresco
y personajes que no son sino versiones grotescas de los protagonistas de los libros de
caballería (tanto amo y escudero como los estrafalarios magos, emisarios, condesas
encantadas o caballos voladores) surge constantemente la parodia burlesca y la risa.
Hasta el momento hemos advertido cómo Cervantes juega constantemente con las
expectativas de su lector, derrumba prejuicios, lo lleva a replantearse conclusiones. Todo ello
se verifica en el capítulo que sirve de transición entre las aventuras del camino y las aventuras
del palacio ducal.
El bloque de episodios en la casa de los duques sigue al episodio del barco encantado, una
falsa aventura de magia en la que don Quijote, lo hemos visto, tras haber revestido la máscara
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del loco parece haber rendido las armas (“Yo no puedo más”). Al final de esta aventura
fracasada, el comienzo del capítulo 30 nos presenta a los personajes “melancólicos”, “de mal
talante”, silenciosos, refugiados en sus sueños respectivos: de amor para don Quijote, de
medro para Sancho. Solo la imaginación parece paliar los efectos de una “realidad” que los
contraría: no ha habido gloria para don Quijote con el barco, tampoco acrecentamiento para
Sancho, que ha debido además gastar dinero con el pago de los desperfectos. El fracaso hace
peligrar incluso la relación entre amo y criado, pues Sancho planea abandonar secretamente a
su señor. Pero la alusión a la rueda de la Fortuna preludia el cambio de suerte que pronto van
a sufrir los personajes. Funciona, sobre todo, como indicio proléptico de lo que será la historia
de Sancho en Barataria: la subida a lo alto de la rueda como “privado encumbrado” y su
posterior caída al vacío, sin gobierno ni honores.
Así que el sentimiento de derrota se borra inmediatamente a la vista de lo que constituye,
tanto para nuestros protagonistas como para el lector real, un motivo de admiración: en medio
de un prado avanza una graciosa comitiva de nobles y sirvientes, cazadores de cetrería
(ocupación exclusiva de cortesanos y grandes nobles). Entre todos destaca una dama cazadora
que parece sacada de miniaturas góticas o descripciones literarias: blanquísimo el caballo, rica
la silla (sillón de plata), el azor en la mano, sin duda con lujoso traje de caza (el llamado
vaquero)110. Traje de moda: la dama gótica es en realidad una coqueta dama de los tiempos
modernos.
La tensión constante entre lo antiguo y lo nuevo (tensión entre tiempos) le da una impronta
cómica al texto. El encuentro y saludo entre personajes sigue las pautas de una ceremonia ya
trasnochada: Sancho actúa como emisario de don Quijote ante la bella dama, una duquesa. La
duquesa y su esposo han leído el libro de las aventuras de don Quijote y se han divertido con
sus graciosas locuras y las no menos graciosas simplezas de Sancho. Están en su casa de
campo, ociosos: ¿qué mejor ocasión para matar el tiempo y recrearse que llevarse a casa la
pareja y organizar un momo111 cortesano, con sus bromas y mojigangas? ¿No será mucho más
divertido verla al natural que leer sus acciones en un libro? Además, ellos mismos, duque y
duquesa, podrán escribir el guión (superioridad absoluta: convertirse en autores de la vida de
otros, como dioses en tierra) en lugar de ser meros lectores pasivos de argumentos trazados
por otros. La grotesca y estrepitosa caída de amo y escudero (p. 781) preludia el cariz
110
Ver Carmen Bernis, «El traje de la duquesa cazadora tal como lo vio don Quijote», en Revista de
Dialectología y Tradiciones Populares, XLIII (1988), pp. 59-66.
111
Momo era el dios de la burla. En el teatro español se llamaba momo a una “pieza de breve duración, que
antiguamente (siglos XV y XVI) solía representarse en los festejos de la nobleza, con ocasión de la Navidad y la
Pascua de Resurrección” (Manuel Gómez García, Diccionario de teatro, Akal, Madrid, 1998, p. 562). Estas
pequeñas piezas, algunas serias y otras claramente burlescas (como la Tragicomedia de don Duardos, de Gil
Vicente) se representaban en palacio y en ellas intervenían como actores miembros de la nobleza, y aun de la
Casa Real.
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carnavalesco que adoptará la historia: el homenaje caballeresco del heroico héroe postrado a
los pies de sus anfitriones se transforma en el paso renqueante de un anciano maltrecho y
humillado. En un sentido bien diferente, la caída es también simbólica, y se suma a los signos
precedentes de derrota: en el momento preciso en que puede “tocar con la mano” la maravilla,
ver por fin su sueño hecho realidad, el malparado don Quijote muestra hasta qué punto está
cerca de su ocaso.
La farsa se pone en marcha. Todos los preparativos se encadenan a un ritmo vertiginoso. Don
Quijote hace una entrada “triunfal” en el palacete, y recibe el mismo tratamiento que en los
libros de caballerías se le dispensa a los héroes en los castillos que visitan: el rico manto
escarlata, el agua perfumada, la habituación suntuosa; hermosas doncellas que desarman y
desvisten al caballero.
En casa de los duques, don Quijote no tendrá que imaginarse la “realidad”, es la “realidad”
aparente del mundo que lo rodea la que lo engaña. El juego consiste en tratar a don Quijote
“para que imaginase y viese que le trataban como caballero andante”. La “realidad” visible no
es más que un trampantojo: la casa de recreo y la aldea (la falsa ínsula) serán escenario “real”
de acciones fingidas, un teatro al natural. La habitación en penumbra donde una linterna
mágica proyecta figuras que aparecen, actúan y desaparecen delante de amo y escudero. O la
gruta platónica de un juego de sombras. La rica casa ducal, en suma, se hará espacio
metaficcional: tablado de un espectáculo ficcional dentro de la ficción, literatura.
Prueba de la dimensión teatral que adopta el episodio (y el candidato recordará que el término
teatro deriva etimológicamente del verbo “mirar”) es que la vista se hace piedra angular en la
construcción del engaño, y en la construcción, también, del texto. Por un doble juego de
perspectivas, los personajes son a la vez observadores y observados: viéndose tratado como
caballero andante, don Quijote se siente plenamente y “por vez primera” (¿quiere esto decir
que no se sentía como tal las veces anteriores?) “caballero andante verdadero, y no fantástico”
(II, 31, p. 784). Claro que una cosa es cómo se ve él, y otra muy distinta cómo lo ven los
demás personajes. El contraste de miradas se hace contraste de escrituras (idealización
caballeresca/ farsa) y sirve de línea divisoria entre burladores y burlados; si el viejo hidalgo se
cree paladín, las doncellas que lo desarman no ven en él más que un viejo descarnado
pobremente vestido, un esperpéntico objeto de risa:
Quedó don Quijote, después de desarmado, en sus estrechos greguescos y en su jubón de
camuza, seco, alto, tendido, con las quijadas que por de dentro se besaba la una con la otra:
figura, que a no tener cuenta las doncellas que le servían con disimular la risa (que fue una
de las precisas órdenes que sus señores les habían dado) reventaran riendo (31, pp. 786-787).
La farsa carnavalesca de los duques nos hace retroceder a otras farsas cómicas de la Primera
Parte, como la ceremonia de la investidura carnavalesca de don Quijote en la primera venta, la
empresa de la princesa Micomicona o el falso encantamiento en la venta de Juan Palomeque.
La diferencia es que los Duques juegan con ventaja: son ricos y pueden construir una ficción
todavía más verosímil (es decir, más engañadora) que la de un ventero socarrón o una
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doncella villana que se improvisa princesa. Así que pondrán los medios materiales para
representar “al vivo” la fantasía caballeresca: attrezzo, actores, fasto escenográfico digno de
un espectáculo cortesano en los jardines del rey.
Los duques han implantado un reflejo –reflejo provinciano- de la corte en su “casa de placer”;
tendrán también ellos un divertimento cortesano. Para ello crearán un espacio de farsa, un
baile de disfraces. Pero al instaurar ellos mismos y en su propia casa un mundo de Carnaval,
han llevado a su espacio el desorden que socava, al menos durante el tiempo de la fiesta, las
estructuras jerárquicas y las normas que imperan el resto del año. La figura autoral de los
duques pronto muestra su impotencia para regir al resto de los actores: los criados toman la
delantera y tejen sus propias burlas, sin permiso de sus superiores; se independizan de sus
amos, pasar a ocupar el puesto de director escénico. Los duques se convierten a menudo en
meros espectadores o en comparsas dirigidas por sus criados (si la comedia es “espejo de la
vida”, como había recordado don Quijote en el episodio de la carreta de actores, ¿no puede
reflejar la “farsa” del palacio la situación política de España, con un privado –el duque de
Lerma- que gobierna en lugar del rey?). A este vuelco de funciones y jerarquías se presta
imprudentemente el Duque al comienzo de los episodios, cuando los criados enjabonan las
barbas de don Quijote y él, temeroso de que su huésped se marche ante el ultraje –pues en la
época era ultraje para un hombre que alguien pusiera las manos en su rostro- pide que también
a él le laven, haciendo pasar la afrenta por costumbre local. Para el lector, es el preludio de un
núcleo narrativo que consistirá, en gran medida, en burlescas historias “de barbas”.
Algunos personajes de la casa ducal, como la dueña Rodríguez y Tosilos, intentarán llevar
este ambiente de carnaval, es decir, la farsa a sus propias vidas, de la misma manera que don
Quijote había llevado la literatura caballeresca al centro de su nueva existencia. La dueña
doña Rodríguez recurre a don Quijote para que salve la honra de su hija luchando contra el
rico hacendado que la ha burlado y obligándolo a casarse con la muchacha. El duque hace
pasar a Tosilos, su lacayo, por el burlador y lo obliga a entrar en lid con don Quijote. Pero
Tosilos se salta su papel e intenta también él tomar las burlas por veras arrimando la farsa a la
vida: como se ha enamorado de la muchacha deshonrada se niega a combatir y, dándole la
victoria a don Quijote, reparará la deshonra casándose con la joven. Es decir, en lugar de
hacerse pasar por el escurridizo hacendado para hacer reír a unos y otros a expensas de don
Quijote, lleva el falso papel a la “realidad” e intenta cambiarla a expensas del duque. Mucho
más adelante en la obra, cuando don Quijote ya derrotado retorne a la aldea, el enamorado
Tosilos le contará el desenlace de la historia (final cap. 66): al abandonar don Quijote la casa
ducal, las estructuras y ordenanzas que imperan en el mundo de los cuerdos recobraron su
puesto habitual. El duque, tan permisivo a la hora de inventar engaños, no soportó que la
insurrección de sus actores tuviera consecuencias en la “realidad”, y afianzó su superioridad
estamental castigando a los tres implicados en la historia -cien azotes a Tosilos, convento para
la muchacha, retiro a Castilla para doña Rodríguez-. La participación fraterna en un
88
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espectáculo común dura lo que dura el carnaval. Al final de la fiesta, las estructuras sociales
han quedado incólumes: “Tan lacayo Tosilos entré en la estacada como Tosilos lacayo salí de
ella” (II, 66, p. 1058).
Pero mientras hay diversión en casa de los duques, las prácticas festivas de un carnaval
constante siguen volcando las jerarquías. Este vuelco afecta también a los actores principales
de la farsa, es decir, la pareja amo-criado. No es el caballero, sino el escudero simple, Sancho,
quien se hace protagonista activo de las acciones, héroe de cuya diligencia depende el éxito o
el fracaso de las maravillosas aventuras de damas hechizadas. A Sancho le corresponde, en
efecto, el desencantar a Dulcinea, la dama de su señor, con lo cual el pobre don Quijote,
impotente, tendrá que subordinarse a su criado y rogarle que acceda a romper el hechizo de su
dama (ruegos encarecidos, todo hay que decirlo, con la prosaica promesa de 825 reales, -II,
71, 1084-). Depende también de Sancho la “resurrección” de Altisidora. Pero la marca más
significativa de este mundo al revés carnavalesco es ver al criado, que no al amo, acceder al
ansiado medro, rompiéndose con ello los esquemas arquetípicos de la novela de caballerías
donde es el caballero quien se eleva socialmente por el valor de su brazo y premia luego a su
fiel escudero. Sinrazón que don Quijote denuncia con insistencia –demasiada insistencia
como para que nos pase desapercibido- en el momento de darle consejos a Sancho para su
nuevo papel de gobernante:
—Infinitas gracias doy al cielo, Sancho amigo, de que antes y primero que yo haya
encontrado con alguna buena dicha te haya salido a ti a recebir y a encontrar la buena
ventura. Yo, que en mi buena suerte te tenía librada la paga de tus servicios, me veo en los
principios de aventajarme, y tú, antes de tiempo, contra la ley del razonable discurso, te
vees premiado de tus deseos. Otros cohechan, importunan, solicitan, madrugan, ruegan,
porfían, y no alcanzan lo que pretenden, y llega otro y, sin saber cómo ni cómo no, se halla
con el cargo y oficio que otros muchos pretendieron; y aquí entra y encaja bien el decir que
hay buena y mala fortuna en las pretensiones. Tú, que para mí sin duda alguna eres un
porro, sin madrugar ni trasnochar y sin hacer diligencia alguna, con solo el aliento que te
ha tocado de la andante caballería, sin más ni más te vees gobernador de una ínsula,
como quien no dice nada. Todo esto digo, ¡oh Sancho!, para que no atribuyas a tus
merecimientos la merced recebida, sino que des gracias al cielo, que dispone suavemente
las cosas, y después las darás a la grandeza que en sí encierra la profesión de la caballería
andante. Dispuesto, pues, el corazón a creer lo que te he dicho, está, ¡oh hijo!, atento a este
tu Catón, que quiere aconsejarte y ser norte y guía que te encamine y saque a seguro puerto
deste mar proceloso donde vas a engolfarte, que los oficios y grandes cargos no son otra cosa
sino un golfo profundo de confusiones. (42, p. 867)
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sitúa al margen de la hermosa utopía que traza aquí don Quijote y que Sancho lleva a la
práctica.
Propias de la fiesta de Carnaval son también las jocosas inversiones sexuales que jalonan
estos capítulos: la desenvuelta Altisidora juega un papel tradicionalmente masculino, pues es
ella la que adopta una función activa y “enamora” o intenta enamorar a don Quijote dándole
una serenata de laúd; mientras, en las aventuras de aposento, don Quijote, como doncella
temerosa de que le roben la virginidad, se protege como puede de las irrupciones continuas en
su habitación y en su lecho. Sancho Panza cabalgará sobre Clavileño como las mujeres (“a
mujeriegas”), conformando amo y criado una versión paródica de la pareja de enamorados
Pierres de Provenza y la linda Magalona112; la Dueña Dolorida hablará con voz ronca y
masculina, e incluso se equivocará en el género de los términos (“este su criado, digo, a esta
su criada”, cap. 38, p. 839).
El caso más evidente de este carnaval de géneros es, justamente, el de la condesa Trifaldi y su
séquito de dueñas (doce dueñas, como doce eran los dioses olímpicos y los apóstoles de
Cristo), todas ellas condenadas a llevar barba por encantamiento del vengativo gigante
Malambruno. Pero incluso en tal estrafalaria historia, Cervantes nos sitúa al filo de la ficción
maravillosa y de la ficción desidealizadora, prosaica, y nos deja ver desde la ficción cómo la
comedia –una farsa- puede convertirse en “espejo de la vida”.
La dueña fingida entra en el relato como la versión extravagante de un argumento
caballeresco con sus consabidos caballeros, princesas, y magos vengativos. Claro que, si
dejamos de lado los adornos fabulosos, dicho argumento se resume a un fait divers: ayudado
por la dueña de la joven, un galán de condición inferior consigue enamorar a una dama
superior (aquí, fantasía caballeresca obliga, se trata de una princesa) y se casa en secreto con
ella. Con razón la princesa se llama “Antonomasia”: su historia es característica, engloba
tantas otras historias de tantas otras mujeres engañadas por criadas y por la inexperiencia de la
juventud, deshonradas, casadas sin el consentimiento de los padres, por capricho y no con
prudencia. Es versión legendaria de la historia familiar y prosaica de otra dueña, doña
Rodríguez: su hija ha quedado deshonrada por un adinerado aldeano, económicamente
superior, pero que no quiere cumplir su palabra de casamiento y desposarse con la muchacha.
La crítica tiende a considerar a dueña e hija como víctimas inocentes de los poderosos. En
realidad, nunca sabremos con certeza cuál de los dos amantes, la hija de doña Rodríguez o el
rico deshonrador, ocupa el papel de la cándida Antonomasia y cuál el del amante Clavijo: es
tan plausible la idea de que la hija de doña Rodríguez ha sido engañada por un burlador como
112
A esta pareja aluden los personajes como dueños de Clavileño. En realidad, el hipotexto es La historia del
caballero Clamades y de la linda Clarmonda (Burgos, 1521), también una historia fantasiosa de amantes
separados que superan pruebas hasta poder al fin reencontrarse.
90
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la idea de que la muchacha ha puesto en juego su virginidad como parte de un cínico plan
para casarse con el rico galán, para medrar gracias a una alianza ventajosa para ella.
En este juego festivo de burlas y veras no se sabe a ciencia cierta si el disfraz encubre
verdades o las destapa. Todo parece confluir en esas barbas carnavalescas de la –falsa-
condesa Trifaldi, tan ridículas como significativas. Barbas que dejan asomar partes de
“realidad”, pues no olvidemos que quien interpreta el papel de condesa-dueña dolorida es el
mayordomo de los duques. Barbas, entonces, a la vez falsas y verdaderas, según el nivel en el
que se sitúe el personaje: en la ficción marco (la diégesis de primer grado), tenemos a un
mayordomo barbudo disfrazado grotescamente de dueña; en la diégesis de segundo grado, a
una dueña encantada grotesca y maravillosamente barbuda. La capacidad reveladora o
“significativa” del disfraz se amplía cuando observamos el papel que ha jugado la
dueña/condesa en la farsa de Antonomasia, y que es, esencialmente, un papel de tercería.
Sabiendo que la tercera por antonomasia es la Celestina de Rojas, nombrada varias veces en
la tragicomedia como “vieja barbuda”, el atributo infamante que exhibe la Dueña Dolorida no
es más que un vergonzoso sambenito, la marca reveladora de su ser: la dueña es, simple y
llanamente, una celestina.
Teatro y carnaval, tan estrechamente unidos en su naturaleza, quedan plasmados en la perfecta
escenografía de ese espectáculo de jardines palaciegos que es la farsa de Clavileño. El engaño
no viene aquí de la vista, pues amo y criado suben al caballo con los ojos vendados, sino de
otros sentidos. El oído, sobre todo: las voces de los presentes despidiéndose de amo y criado
como si emprendiesen el maravilloso viaje actúan como la voz del trujamán en el retablo de
marionetas, esto es, hacen entrar en la ficción; los cohetes que hacen saltar al caballo en un
ruido atronador que parece mágico. El tacto, con el aire de los fuelles y las estopas ardiendo
para dar ilusión de que vuelan por el aire y atraviesan las cuatro regiones celestes sublunares
(aire, hielo, agua, fuego). Buena parte de la comicidad de la escena reside, justamente, en la
pugna interna de don Quijote y Sancho entre las apariencias que les imponen los duques y lo
que imponen los sentidos y la sensatez, es decir, de su duda entre la fe y la razón: “no parece
sino que no nos movemos de un lugar.”, “por este lado me da un viento tan recio, que parece
que con mil fuelles me están soplando”, “Señor, ¿cómo dicen estos que vamos tan altos, si
alcanzan acá sus voces y no parecen sino que están aquí hablando junto a nosotros?”. En un
vuelco típicamente cervantino, lo que “parece” es, esta vez, la “verdad”: amo y criado no se
mueven del suelo pues no hay tal vuelo, les soplan encima con fuelles, duques y criados están
hablándoles a su lado. En un momento dado, Sancho amenaza con quitarse la venda de los
ojos; don Quijote se lo prohíbe y alude al viaje maravilloso de un personaje real del siglo
anterior, el licenciado Torralba, acusado y quemado por brujería; en otras palabras, aporta una
fuente histórica para apuntalar la “realidad” de su propia aventura. Y es que, aunque la farsa
de los duques es lograda, algunos accidentes de la misma han hecho dudar de la “verdad” de
lo vivido. Quitar la venda de los ojos, es decir, ver la “realidad” tal y como es, “tocar las
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apariencias con la mano” para cerciorarse de su existencia habría desmantelado el encanto;
habría estropeado la fiesta, y roto la ilusión. Por el momento, don Quijote escoge abrazar la
fe, no el desengaño.
Al éxito de la farsa contribuye grandemente la actuación de los actores-espectadores, el
Duque y los suyos, con un fingimiento tan perfecto que parece sacado del natural (“casi se
podían dar a entender haberles acontecido de veras lo que tan bien sabían fingir de burlas”, p.
862). Perfecto es, en suma, ese “entremés de apariencias”, urdido y puesto en escena con
minuciosidad de de orfebre: “tan bien trazada estaba la tal aventura por el duque y la duquesa
y su mayordomo, que no le faltó requisito que la dejara de hacer perfecta” (p. 860), nos dice
el narrador. Al final, cuando ya todo esté terminado, llegará la prueba empírica, visual y
tangible, de la aventura bajo la forma de un pergamino con letras doradas, testimonio escrito
de que don Quijote ha superado la prueba: prueba caballeresca, para él; prueba de candidez y
locura de un viejo estrafalario, para los de la casa ducal. Mucho más adelante en la obra, don
Quijote pasará por otra prueba, esta vez de autenticidad literaria, y obtendrá también un
documento escrito, el certificado de don Álvaro Tarfe acreditando que el anciano hidalgo es el
único y verdadero don Quijote de la Mancha.
“Es la comedia espejo de la vida”. Redes internas van enlazando episodios diferentes, hilando
los dos planos ficcionales, el de la diégesis principal y el de la farsa caballeresca. Así ocurre
con el paralelismo entre las historias de las dos “dueñas”, la fingida Dueña Dolorida y la
dueña doña Rodríguez; ninguna de las dos ha sabido velar por la doncella que estaba a su
cuidado: la condesa Trifaldi ha hecho labor de tercería y ha puesto a la princesa Antonomasia
en brazos de Clavijo, bien inferior en linaje; la criada del palacio ducal no ha sabido tampoco
proteger a su propia hija y ha dejado que un rico hacendado le robase la honra. La falsa
Trifaldi acude a don Quijote para que rescate a los esposos: es la aventura de Clavileño, en la
que no habrá batalla pero sí “final feliz”. Doña Rodríguez acude también a don Quijote para
que este exija al burlador el cumplimiento de su promesa: es el combate con Tosilos; no habrá
tampoco batalla, pero el final será desgraciado.
La farsa capta, pues, retazos de “realidad” y los devuelve un tanto deformados por el efecto de
una lente deformante –el carnaval, lo grotesco-, pero no tanto como para que el lector no
acierte a reconocerlos. En ocasiones, la farsa devuelve un reflejo mejorado y es la imagen que
le ha servido de modelo la que aparece ante nuestros como una figura deformada, incluso
grotesca: el gobierno justo y la probidad de Sancho en la utópica Barataria –nuevo elogio de
la locura y la simpleza- no se encuentran ya en el gobierno ocioso y la justicia interesada que
imparte el duque. No se encuentran tampoco en la dirección corrupta del duque de Lerma que
rige en nombre de Felipe III el destino de los españoles.
La reversibilidad entre ficciones y personajes afecta también a los duques. Personajes a
primera vista tan dispares como don Quijote y el duque quedan encerrados en una red
especular: don Quijote había sacrificado su hacienda para poder recrearse con los libros; al
92
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principio de las aventuras, el duque accede a dejarse manosear la cara para poder recrearse
con ese libro viviente que es don Quijote. Ambos personajes, cada uno a su manera, son
consumidores febriles de diversión.
Sobre todo, poniéndose en escena, el duque y la duquesa se han convertido también en objeto
de espectáculo. Ellos han construido una farsa para divertirse: en muchas ocasiones, el lector
tiene la impresión de que don Quijote, superada ya la primera visión cegadora del esplendor
caballeresco del palacio, actúa en la farsa para aleccionarlos. El ocio, las blandas plumas de
estos gobernantes son motivo de censura en el discurso del viejo hidalgo. Entre burlas y veras,
incluso resulta aleccionador el propio Sancho al adelantar que cuando él se convierta en
gobernador, no cazará: “la caza y los pasatiempos más han de ser para los holgazanes que
para los gobernadores” (34, p. 817). Cierto es que deshecha la caza por miedo al animal, y sí
piensa en cambio jugar a los naipes y a los bolos, más acordes con su gusto y su conciencia,
como él afirma (más acordes, sobre todo, con su condición de villano). Implícita, quizás, la
lectura crítica: “La caza es una imagen de la guerra”, había dicho el duque. Pero solo eso, una
imagen: un simulacro, no el original. Nuestro duque no es un guerrero.
En el breve espacio de seis días (cap. 36, p. 835), don Quijote ha recibido ya la visita de un
diablo desmemoriado (pp. 818-19), de Montesinos y de la bella Dulcinea-Tosilos encantada,
amén de un Merlín desencantador; mientras, Sancho Panza sella hábilmente con la duquesa la
donación de la ínsula haciéndole leer una carta que él le ha hecho escribir a su esposa Teresa
y en la que ya da por oficial su nombramiento como gobernador. Otro personaje de historia
maravillosa aparece entonces en escena. Se trata de Trifaldín el de la Barba Blanca, escudero
de la condesa Trifaldi –la Dueña Dolorida-, que acude del imaginario reino de Candaya a la
“fortaleza o ca sa de campo” de los duques a solicitar que don Quijote escuche la cuita de la
dueña y la favorezca. El personaje –“espantajo prodigioso”, p. 834- viene disfrazado con una
barba monstruosa adelantando así el asunto de una historia que será, en gran medida, como ya
sabemos, una historia “de barbas”. Naturalmente, don Quijote accede, pero en su respuesta
ofrece, voluntaria o involuntariamente, una lección de conducta en la que no parece reparar
ninguno de los personajes burladores, demasiado pendientes del espectáculo de amo y criado
como para mirar hacia sí mismos, incapaces de ver en la comedia ese “espejo” de sus propias
vidas:
—Quisiera yo, señor duque —respondió don Quijote—, que estuviera aquí presente aquel
bendito religioso que a la mesa, el otro día, mostró tener tan mal talante y tan mala ojeriza
contra los caballeros andantes [se trata del capellán de los duques, que lo había tachado de
loco], para que viera por vista de ojos si los tales caballeros son necesarios en el mundo:
tocara por lo menos con la mano que los extraordinariamente afligidos y desconsolados, en
casos grandes y en desdichas inormes no van a buscar su remedio a las casas de los
letrados, ni a la de los sacristanes de las aldeas, ni al caballero que nunca ha acertado a
salir de los términos de su lugar, ni al perezoso cortesano que antes busca nuevas para
referirlas y contarlas que procura hacer obras y hazañas para que otros las cuenten y las
escriban: el remedio de las cuitas, el socorro de las necesidades, el amparo de las
doncellas, el consuelo de las viudas, en ninguna suerte de personas se halla mejor que en los
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caballeros andantes, y de serlo yo doy infinitas gracias al cielo, y doy por muy bien
empleado cualquier desmán y trabajo que en este tan honroso ejercicio pueda sucederme.
En efecto, el duque se contenta con servir de comparsa en una historia burlesca en la que los
protagonistas son otros, en lugar de hacer él mismo su propio “libro de la vida”, heroico y
ejemplar, con el que labrarse la fama y, conforme al ideal de honra del Renacimiento, vivir
eternamente en la memoria de las gentes. Don Quijote, al menos, sí ha encontrado quien
cuente su historia, aunque se trate de una historia burlesca. Y cuando una dueña de “casa
principal”, doña Rodríguez, exponga a don Quijote la deshonra de su hija, explicará que el
duque había hecho oídos sordos a su súplica de casarla con el deshonrador por ser este
acreedor y amigo del duque. Don Quijote, desde la locura caballeresca, será el único en
prestarse a volver sobre la honra de la muchacha. Eso sí puede “tocarse con la mano”. El resto
es un tejido de apariencias, de simulacros.
Ofrece también una lección don Quijote en la aventura de Clavileño: “[…] quien de tan
lueñes tierras envía por nosotros no será para engañarnos, por la poca gloria que le puede
redundar de engañar a quien dél se fía; y puesto que [aunque] todo sucediese al revés de lo
que imagino, la gloria de haber emprendido esta hazaña no la podrá escurecer malicia
alguna.” (41, p. 857). En un juego de espejos reflectantes, la burla del inocente devuelve una
imagen deformada del autor de la burla. O los somete a su vez a la burla de los burlados. Así
parece confirmarlo, una vez más, la aventura de Clavileño, esta vez de la mano del escudero.
Al final del falso viaje, Sancho dirá haberse apartado en pleno vuelo la venda de los ojos y
haber contemplado la tierra desde arriba: “no mayor que un grano de mostaza, y los hombres
que andaban sobre ella, poco mayores que avellanas: porque se vea cuán altos debíamos de ir
entonces” (41, p. 863). Discurso con tintes ascéticos sobre la vanagloria del mundo que, bajo
el tono de la parodia, prepara el papel de Sancho en la ínsula, cuando abandone glorias y
honores para encontrarse a sí mismo y volver a su ser de criado y escudero. Pero por el
momento, Cervantes escribe con lúdica ironía, entre las líneas del texto, el encumbramiento y
la superioridad de amo y criado sobre la pequeñez, entiéndase, la mezquindad de los
habitantes de esa tierra en miniatura que es la casa ducal. Duques, mayordomos, criados,
todos ellos conscientes de ser superiores a un loco y a un campesino simple, no tienen más
grandeza que unas simples avellanas. El relato fantasioso de Sancho sobre su “visión” desde
las regiones del aire rezuma, además, una ambigüedad socarrona, y encierra a los presentes en
el mismo pacto de silencio que él mismo había tenido que sellar con su amo en la cueva de
Montesinos. Los duques no sabrán si el ladino criado se ha quitado la venda y ha descubierto
el tinglado, o si ha permanecido ciego durante toda la aventura y se inventa con sus pocas
luces una fábula ridícula. No sabrán, pues, si Sancho se está burlando de ellos o si son ellos
quienes pueden burlarse de la simpleza del escudero. Saben, eso sí, que miente
descaradamente, pero no pueden desenmascararlo sin desenmascarase ellos mismos. Sin
saberlo, los Duques han hecho de Clavileño un caballo de Troya, como temía acertadamente
94
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don Quijote (41, p. 858): trayéndolo a sus puertas para festejar su superioridad sobre un loco y
un simple, Clavileño ha desvelado la locura y la simpleza de sus aristócratas dueños.
De la ínsula quimérica a la Barataria utópica
La reversibilidad entre burlador y burlado, farsa y “realidad” es asunto ilustrado con las
aventuras de la ínsula Barataria. “Cada día se ven cosas nuevas en el mundo: las burlas se
vuelven en veras y los burladores se hallan burlados”, le dice el mayordomo a nuestro Sancho
convertido ya en gobernador (49, p. 919). Duques y criados pensaban divertirse a costa de
Sancho, el rústico simple y sin letras, haciéndolo gobernador de una ínsula sin agua (poco
importa la ausencia del mar: Sancho ignora sin duda qué significa exactamente ese vocablo
arcaico de ínsula que solo le había oído antes a su señor). Pero Sancho va venciendo una a
una todas las pruebas que se le presentan en el gobierno: descubrimiento de la superchería del
campesino que pide seiscientos reales, juicio salomónico frente a la prostituta timadora,
castigo a los jugadores y reparto justo del dinero, actuación discreta frente a la doncella
aventurera disfrazada de hombre (una suerte de doble femenino de don Quijote que, como el
hidalgo, abandona el encierro de la casa para ver mundo). El gobierno de Sancho no es
ridículo, sino ejemplar; una breve utopía desde la simpleza cargada de sentido común de su
gobernante. El Elogio de la locura (o Elogio de la estulticia) de Erasmo no anda lejos, y la
ironía mordaz de Cervantes lleva también la impronta del sarcástico humanista de Rotterdam.
La ínsula de fábula se convierte en un microestado con un gobierno discreto, justo y clemente,
utopía lúdica y diferente, como la Utopía de Tomas Moro, gran amigo de Erasmo. Una
república ideal donde el trabajo se impone como necesidad social y donde se expulsa del
cuerpo social a todos aquellos que no producen: vagabundos, holgazanes, tahúres. En el
enclave de la isla falsa Sancho crea un reflejo inverso de la casa de recreo ducal: la primera es
espacio de trabajo, la segunda espacio de ocio. La utopía de Sancho el simple frente a la nave
de los locos que es la casa de los Duques.
El fin de este espacio social preservado adopta la forma de una invasión burlesca trazada por
la mano del Duque. Se trata de ataque armado fingido, como fingido es el cargo que ocupa
Sancho y fingida es también Barataria113, en realidad una simple aldea del ducado. La farsa
representada ahora es versión carnavalesca de combates épicos; es, en particular, la parodia
ridícula del combate del rey Rodrigo –el último rey godo- contra la invasión musulmana y de
la pérdida de España: el fragor de la batalla, la invasión enemiga, Sancho atado a dos paveses,
caído y sin poderse mover, hecho tortuga. Los burladores lo golpean y pasan sobre él; bajo el
113
II, 45: “Diéronle a entender que se llamaba «la ínsula Barataria», o ya porque el lugar se llamaba «Baratario»
o ya por el barato con que se le había dado el gobierno. Sobre los sentidos del nombre, ver Antonio Santos,
Barataria, la imaginada: el ideal utópico de don Quijote y Sancho, Centro de Estudios Cervantinos-Universidad
de Cantabria, Alcalá de Henares-Santander, 2008, pp. 104-105.
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peso de unos y otros, Sancho queda como sepultado en vida. Como el legendario Rodrigo, él
también perderá el reino, pero lo perderá por voluntad propia.
La farsa de la batalla está llena de comicidad, esa comicidad un tanto burda de los pasos
teatrales del XVI y de las mojigangas, con degradación animalizadora y profusión de golpes.
El lector percibe entre las líneas de la escritura lúdica una cierta ironía: han sido los
poderosos, los del otro gobierno –el de los cuerdos, el que sí “existe”- quienes han irrumpido
en la utopía y la han destrozado. Barataria la justa queda convertida en una Barataria
desbaratada. Los villanos que la pueblan –no la ínsula ilusoria, sino la aldea- volverán a los
gravámenes, injusticias y desafueros que son moneda corriente en muchas aldeas de señorío –
las que pertenecen a un gran señor, como aquella–. También para ellos, los humildes, como
para Tosilos, la posibilidad de cambiar de vida ha durado solo el tiempo de un carnaval.
Para Sancho la burla ha ido demasiado lejos y él se niega a seguir actuando en la farsa. “El
enemigo que yo hubiere vencido quiero que me le claven en la frente” (53, p. 956): todo ha
sido mentira, y él lo sabe. Cuando el doctor le promete una suerte de bálsamo de Fierabrás de
botica con que curarse las costillas y le autoriza a comer todo lo que desee, el gobernador le
responde significativamente “No son estas burlas para dos veces” (p. 957). La burla no
merece ni risas ni aplausos; Sancho, objeto de escarnio, se hace, una vez más, ejemplo de
dignidad humana y discreción ante los presentes: va en silencio a las caballerizas, da la
espalda a los burladores y se reúne con su asno. En el teatro del mundo lo han disfrazado de
cortesano; en una muerte simbólica, devuelve sus vestidos y sus honores. No ha robado nada,
se va sin dinero, tan pobre como había entrado. No puede decirse lo mismo del valido real que
gobierna en España, el poderoso Duque de Lerma, y de la corrupción de su gobierno que sirve
los intereses privados. Claro que el poderoso duque de Lerma también terminará cayendo
(Cervantes no vivirá lo bastante para verlo).
La farsa de Sancho ha sido una versión festiva de los dramas barrocos de privado:
encumbramiento y caída. Versión cómica, pero no exenta de enseñanza y de sarcasmo.
Sancho ha aprendido en carne propia el movimiento incesante de la rueda de la Fortuna que
encumbra a sus elegidos para enseguida hacerlos caer estrepitosamente al vacío. Por el
momento, lo único de la burla que ha causado admiración en los “insulares” habitantes de
Barataria ha sido la actuación de su nuevo gobernador, que se ha salido del guión para escribir
él mismo su propio papel: “Abrazáronle todos, y él, llorando, abrazó a todos, y los dejó
admirados, así de sus razones como de su determinación tan resoluta y tan discreta.” (53, p.
959). La conclusión del episodio es que Sancho se marcha molido a palos sobre el rucio. El
desenlace nos hace retroceder al final del capítulo 28, con la paliza que los susceptibles
aldeanos en guerra le habían propinado al escudero. Idéntico desenlace y también, podemos
pensar, idéntica causa: en ambos episodios, Sancho paga en sus propias carnes el haber
imitado a los gobernantes del lugar, es decir, el haberse puesto a imitar sus rebuznos.
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El fin de la estancia en la casa ducal y en la ínsula supone la vuelta al camino y la vuelta a la
antigua libertad de amo y criado (53, p. 957). “La libertad, Sancho, es uno de los más
preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros
que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad así como por la honra se puede y debe
aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los
hombres114” (58, pp. 984-85). Para don Quijote, supone la vuelta a la aventura, liberado ya de
la dependencia con respecto a sus poderosos anfitriones y de la jaula dorada de una vida
cortesana y ociosa. La vida que ha tenido en la casa de los Duques no es la que le corresponde
a un caballero andante, sino una copia -lujosa, eso sí- del encierro doméstico que sufría en la
aldea antes de lanzarse al camino. Lo que había empezado como fiesta de locos se transformó
poco a poco en un encierro de oropeles y brocados, en la versión fastuosa del manicomio de
Sevilla donde se había quedado encerrado el ingenioso y demente licenciado del cuento del
barbero (II, 1).
Antes de que amo y criado emprendan el camino hacia Zaragoza, alejados ya –al menos por el
momento- de las burlas de los duques, en el relato se desgranan otros episodios: el encuentro
de Sancho con el morisco Ricote, vecino de la aldea (cap. 54) y la caída del escudero en la
sima (cap. 55). En otro capítulo de estas clases tratamos con detalle la historia de Ricote y
Ana Félix, y a ellas remitimos para la lectura del episodio. De la caída en el espacio de la sima
solo recordaremos aquí su sentido simbólico, por lo demás evidente: es la marca física del
vuelco de Fortuna de Sancho, precipitado de la gloria al vacío. Mientras permanece en las
entrañas de la tierra, su discurso se entreteje con los topoi al uso sobre los engaños del mundo,
el ubi sunt?, la vida y glorias mundanas como las frágiles y efímeras pompas de jabón que
aparecen representadas en las vanitates. Atrapado en las entrañas de la tierra, Sancho, una vez
más, se hace la versión villana y grotesca del legendario rey Rodrigo, tal y como se cuenta en
crónicas y se canta en romances: “¿Quién dijera que el que ayer se vio entronizado
gobernador de una ínsula, mandando a sus sirvientes y a sus vasallos, hoy se había de ver
sepultado en una sima, sin haber persona alguna que le remedie, ni criado ni vasallo que
acuda a su socorro? Aquí habremos de perecer de hambre yo y mi jumento, si ya no nos
morimos antes, él de molido y quebrantado, y yo de pesaroso […]¡Desdichado de mí, y en
qué han parado mis locuras y fantasías! De aquí sacarán mis huesos, cuando el cielo sea
servido que me descubran, mondos, blancos y raídos […]” (55, p. 969). Sancho se hace
también aquí reflejo especular de su amo cuando había bajado a la cueva de Montesinos, él
mismo insiste en ello, lamentando que mientras su amo asistió en la gruta a la maravilla, él
encuentra bajo tierra lo que normalmente uno puede encontrarse bajo tierra: oscuridad,
114
Canto a la libertad de Cervantes, que había quedado privado él mismo de libertad en tierras musulmanas y en
su cristiana España.
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alimañas, peligro y miedo. Una vez más, Cervantes hace del mismo motivo dos aventuras con
dos escrituras radicalmente distintas, la mítica de don Quijote, con el sueño (en su sentido
propio) de la caballeresca, y la prosaica, mucho más verosímil, con Sancho. El hilo conductor
entre ambas es el relativismo, la perspectiva variable que produce imágenes distintas, pues la
misma “verdad” depende del ojo de quien la mira. Así, lo que para Sancho es un accidente en
el espacio disfórico de la gruta, para don Quijote sería una aventura prodigiosa en el espacio
eufórico de un espacio gótico de maravilla:
Esta que para mí es desventura, mejor fuera para aventura de mi amo don Quijote. Él sí que
tuviera estas profundidades y mazmorras por jardines floridos y por palacios de Galiana, y
esperara salir de esta escuridad y estrecheza a algún florido prado; pero yo sin ventura, falto
de consejo y menoscabado de ánimo, a cada paso pienso que debajo de los pies de improviso
se ha de abrir otra sima más profunda que la otra, que acabe de tragarme […]
El desenlace de la aventura depende, una vez más, del asno: don Quijote se acerca por
causalidad a la sima, se produce un tira y afloja entre amo y escudero y el viejo hidalgo
reconoce la “realidad” de Sancho gracias al rebuzno del rucio: “¡Famoso testigo! —dijo don
Quijote—. El rebuzno conozco como si le pariera, y tu voz oigo, Sancho mío115”.
Naturalmente, subyace en el texto la traída y llevada cuestión de los gobernantes-asnos. Hasta
tan lejos en el texto resuenan aún los ecos de la aventura, a primera vista anodina, de los
regidores/alcaldes rebuznadores.
Con la vuelta al palacio de Sancho y don Quijote (cap. 56) se reanuda el episodio de la
imprudente hija de doña Rodríguez, ahora con el enfrentamiento entre don Quijote –defensor
de la honra de la joven- y el lacayo Tosilos haciéndose pasar por el escurridizo burlador. El
escenario, como en el resto de la farsa de los duques, es réplica de los suntuosos torneos de la
caballeresca, y de las justas –en aquel momento, un mero divertimento cortesano- que
celebraban aún los nobles en algunas ciudades. El duque orquesta un simulacro de combate:
las lanzas no tienen punta de hierro, Tosilos debe evitar el primer contacto corporal para no
hacerle daño a don Quijote. El Duque no tiene la menor duda de que su criado, con el vigor de
la juventud y montado en un sólido caballo, vencerá al viejo hidalgo en su flaco rocín. Pero,
una vez más, se invierten los términos, y el que todos dan ya por vencedor resulta vencido por
otras armas, las de Cupido (p. 977). Tosilos contempla a la joven burlada, se enamora
perdidamente de ella y renuncia a la batalla para ganar su mano: “digo que yo me doy por
vencido y que quiero casarme luego con aquella señora” (p. 977). Al descubrir su rostro –
escena emblemática en los libros de caballerías- , la muchacha descubre el engaño y reclama
115
El candidato advertirá la anfibología del texto, debida sobre todo a la ambigüedad de la conjunción “y”: se
puede entender que don Quijote ha oído el rebuzno y reconocido también la voz de Sancho, o que el rebuzno y la
voz del escudero son exactamente la misma (“el rebuzno conozco […] y tu voz oigo”=al oír el rebuzno, oigo tu
voz). La pareja hombre y montura se hacen uno solo, y Sancho aparece como un centauro de carnaval, un doble
degradado de esta figura mítica.
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justicia. Una vez más, don Quijote interviene y justifica la pretendida metamorfosis de su
contendiente aludiendo a la acción malévola de los encantadores (“no ha sido la causa del
duque, sino los malos encantadores que me persiguen”, p. 978). Explicación descabellada y
ridícula, pero a la que sigue un discurso a todas luces ambiguo, que restablece –no sabemos si
involuntaria o cínicamente- la verdad de la situación: “a pesar de la malicia de mis enemigos,
casaos con él, que sin duda es el mismo que vos deseáis alcanzar por esposo”. Don Quijote le
ofrece, pues, al Duque la posibilidad de no desenmascararse públicamente (que el duque no
“pierda la cara”), de ocultar a los presentes que todo ha sido un engaño urdido para reírse y
dejar tranquilo al auténtico burlador. Le ofrece, además, la posibilidad de hacer felices a los
dos muchachos: Tosilos es bello y enamorado, la muchacha está deshonrada, pero podrá
reparar el deshonor con un matrimonio entre iguales. Sancho, al corriente de todos los
detalles, toma el partido de su señor y recurre hábilmente al pacto de silencio para hacer
presión: durante esta tercera salida, él mismo ha visto otros personajes metamorfoseados; los
Duques son testigos, sin ir más lejos, de la transformación de Dulcinea (¿cómo no iban a ser
testigos, si ellos mismos apuntalaron el engaño, como bien sabe el escudero?). El duque está
colérico: Tosilos ha desobedecido. Poco importa la felicidad o no de la pareja, menos aún la
honra o deshonra de una criada. Pide tiempo, dilatar las bodas para saber quién es quién.
“imagino que este lacayo ha de morir y vivir lacayo todos los días de su vida”, replica Sancho
quizás intuyendo que hay que aprovechar el carnaval del momento, que luego, cuando las
cosas vuelvan a su ser y ya fuera de la farsa caballeresca, el pobre Tosilos dejará el disfraz y
volverá a estar bajo la autoridad de su amo. Toda la acción, recordémoslo, se produce en el
escenario de un “teatro” abarrotado de público116 , situación de lo más embarazosa para el
noble: había querido ser espectador privilegiado de una farsa, su propio criado lo ha
convertido en actor principal; de juez de torneo carnavalesco, ha pasado a juez de bodas
“verdaderas”. Ante tanto público, es la joven deshonrada quien promulga la sentencia que
ensalza al lacayo y humilla al rico: “más quiero ser mujer legítima de un lacayo que no amiga
y burlada de un caballero, puesto que [= aunque] el que a mí me burló no lo es.” (p. 979).
Capítulos atrás, la madre había presentado al burlador como hijo de un labrador riquísimo, y
también el duque hablará de un “rústico” (p. 948) personaje. ¿A qué caballero se refiere la
joven? ¿a su burlador, rico hacendado prepotente, que se cree superior siendo, como ella,
villano? ¿habría comprado el burlador villano títulos nobiliarios sin poseer en cambio esa
nobleza de sangre –linaje y virtudes- que se supone tienen las viejas casas nobiliarias? ¿O se
116
« había acudido de todos los lugares y aldeas circunvecinas infinita gente a ver la novedad de aquella batalla,
que nunca otra tal no habían visto ni oído decir en aquella tierra los que vivían ni los que habían muerto” (56, p.
975).
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refiere la muchacha al propio Duque, que al traicionar el papel de juez y defensor de sus
sujetos traiciona también su sangre noble y no es “caballero” en sus acciones?
El desenlace de la aventura parece feliz: don Quijote –contra todo pronóstico- quedó vencedor
de la batalla, y los tres criados, madre, hija y lacayo, confiados en el casamiento seguro. Diez
capítulos más adelante (cap. 66), el joven Tosilos dirá un final completamente diferente. En el
espacio del campo, Camacho había conseguido la mano de su amada gracias a la industria. En
el espacio cortesano de los duques, la industria es desacato, y la historia de amor de los
jóvenes criados termina, como sabemos, en tragicomedia.
II.3) El espacio de Cataluña. Barcelona y la ruptura del sueño caballeresco (caps. 59-65)
100
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jóvenes disfrazadas de pastoras, el segundo. Fácil es reconocer la versión cervantina del
célebre tema de Hércules ante la encrucijada obligado a escoger entre Minerva (la guerra y la
virtud) y Venus (el placer del amor). Don Quijote, todo hay que decirlo, se siente al comienzo
atraído por el primero, el de los soldados virtuosos de las milicias de Cristo:
estos santos y caballeros profesaron lo que yo profeso, que es el ejercicio de las armas, sino
que la diferencia que hay entre mí y ellos es que ellos fueron santos y pelearon a lo divino y
yo soy pecador y peleo a lo humano. Ellos conquistaron el cielo a fuerza de brazos, porque el
cielo padece fuerza, y yo hasta agora no sé lo que conquisto a fuerza de mis trabajos; pero si
mi Dulcinea del Toboso saliese de los que padece, mejorándose mi ventura y adobándoseme
el juicio, podría ser que encaminase mis pasos por mejor camino del que llevo. (58, p. 987)
El lector puede preguntarse cuál es ese “mejor camino” al que aspira don Quijote una vez
desencantada su dama. ¿El de un caballero andante con más suerte en sus empresas y un
final de héroe de caballeresca (el reino, la princesa), o el de un caballero de Cristo, un
santo? Mejorando de ventura y si su cordura mejora: ¿confía acabar como un don Quijote
heroico, o como Alonso Quijano el santo? En nuestro virtuoso caballero ahora con
aspiración a santo, Cervantes va preparando la metamorfosis/conversión final de su
protagonista en “Alonso Quijano el Bueno”, doble de San Pablo: “caballero andante por la
vida y santo a pie quedó por la muerte” (987). Las dos caras de nuestro protagonista, el
loco y el cuerdo futuro, el batallador y el devoto, asoman en este final por el momento
abierto, posible pero todavía inseguro.
Claro que falta todavía por aparecer la segunda opción, la del placer sensual (sentidos,
belleza, amor) en la que caerá don Quijote a pesar de sus virtuosas expectativas al
comienzo del capítulo. Esta segunda vía adopta la forma de una arcadia fingida, descrita
por Cervantes en el más puro estilo de los maestros de la pastoril: Sannazaro, Montemayor,
y sobre todo el Garcilaso de las Églogas (una de ellas, la II, sirve de hipotexto en este
capítulo a la escena de las caza de los pájaros). Don Quijote queda grotescamente cogido
en las redes del placer de los sentidos ante el espectáculo de bellísimas zagalas en un locus
amoenus; grotescamente, decimos, porque la imagen que representa alegóricamente la
prisión sensitiva y corporal en la que cae el viejo hidalgo son las redes con que las
muchachas atrapan incautos e indefensos pajarillos.
La encrucijada que se le ofrece a don Quijote es también cruce de escrituras: hagiografía y
Biblia en la primera, literatura pastoril en la segunda. Cervantes describe con las pastoras
un escenario idílico, marcado por la belleza simple y pura de una Edad de Oro. Todo
parece oponerse al recién abandonado espacio de los duques: la caza es sencilla, sin aves
de cetrería ni caballos; la actitud de las muchachas ante don Quijote, admirativa; la
hospitalidad, sincera. Ningún artificio parece romper el encanto de ese paraíso en tierra.
Pero, en la práctica, todo es artificial: las zagalas no son pastoras, “juegan” a ser pastoras.
Se trata también de una farsa, como la farsa caballeresca; menos cruel que la de los duques,
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101
pero también puro divertimento. Cervantes, que cultivó él mismo la bucólica (La Galatea,
1585), parece no encontrar ya en las Arcadias refinadas y artificiosas la verosimilitud que
exige para la nueva prosa de ficción que él está construyendo con sus últimas novelas. En
lugar de arrimar el Quijote a la bucólica, arrima la bucólica al mundo representado en el
Quijote: traza una bucólica diferente, atravesada por elementos desidealizadores; introduce
rasgos que hacen poéticamente verosímil lo pastoril allí donde la convenciones de la
bucólica trazaban hiperbólica idealización. Así, en el texto cervantino las muchachas se
expresan como damas porque son damas, y no pastoras a lo cortesano, como en la pastoral;
son bellas porque viven habitualmente con los cuidados de las jóvenes ricas, no expuestas
al sol y al frío como las pobres aldeanas.
Poco importa para don Quijote que se trate de un nuevo simulacro: ante tal espectáculo
siente revivir su ya vacilante fe de caballero andante (p. 994). El último elemento
desidealizador, el más importante del capítulo, dará en tierra –en el sentido propio y en el
figurado- con el caballero, bajo la forma de una manada de toros y cabestros que lo
atropellan salvajemente. La naturaleza idealizada resulta, como don Quijote, coceada por
los “pies de animales inmundos y soeces” (59, p. 996), es decir, por una copia mucho más
“verista” de la realidad del campo.
102
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auténtico cervantino y el apócrifo de Avellaneda), la que separa a los personaje del libro
(amo y escudero) y a los lectores internos (don Juan y don Jerónimo), la que separa ficción
(la diégesis de don Quijote) y realidad (el libro publicado por Avellaneda). Don Quijote
oye a los dos caballeros, se enfurece cuando estos, sin saber quién se encuentra tan cerca,
van describiendo los defectos que les encuentran a los protagonistas de Avellaneda. La
mención a un don Quijote desenamorado hace estallar la reacción airada del don Quijote
cervantino. La triple barrera desaparece cuando los caballeros entran en la habitación de
don Quijote: los lectores entran en el libro y el falso Quijote (el libro de Avellaneda) en la
ficción del relato. En un vuelco burlón representativo del arte de cervantes, don Quijote, el
personaje, se hace lector y crítico del libro de Avellaneda.
Cervantes hubiera podido alargar la crítica hacia su rival; le dedica poco espacio textual, y
su don Quijote, el verdadero protagonista, apenas se detiene a ojear rápidamente algún que
otro pasaje. Actitud desdeñosa mucho más insultante para Avellaneda que una reprobación
detallada: con ella se afirma que su libro no merece que se le dedique ni tiempo, ni pluma.
El libro apócrifo, con todo, cambiará el rumbo del don Quijote cervantino: a las puertas ya
de Zaragoza, en vez de entrar en la ciudad, como hacía su doble, el auténtico don Quijote
irá a Barcelona para diferenciarse del otro.
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Carnaval, se acostumbraba a representar en Barcelona las llamadas “comedias burlescas”,
obrillas en las que se parodiaban géneros y personajes serios. Lo que inventa don Antonio
para reírse no es otra cosa que eso, una comedia burlesca cuyo protagonista es don Quijote.
En su lógica disparatada, don Quijote interpreta que las ceremonias festivas organizadas en la
playa en honor a san Juan están hechas para él, y concluye su llegada con una estrepitosa
caída digna del grotesco Buscón quevediano117 (también se había caído del caballo, no lo
olvidemos, en su encuentro primero con los duques). Cervantes prolonga la construcción de
este mundo al revés páginas más adelante, ya en el capítulo 62, haciendo del paseo triunfal del
héroe por las calles de la urbe un pasacalles burlesco, mojiganga o desfile de carnaval:
abrigado con un amplio y pesado balandrán de paño, incongruente bajo el calor barcelonés de
un atardecer de estío, don Quijote se hace figura grotesca. Nuestro personaje ignora además
que lleva colgado a la espalda un rótulo con su nombre para que todos lo reconozcan, como
llevan rótulo algunas máscaras de carnaval, y llevaban también rótulo las estrambóticas
figuras pintadas por el pintor Orbaneja: como ellas, don Quijote es un contrafactum burlesco,
y no la copia fiel de un modelo sublime. Y el pobre don Quijote se admira de ser conocido por
todos. Solo un castellano, animado por la compasión y el sentido común, se niega a participar
en el escarnio público y le aconseja a don Quijote que vuelva a casa y ponga fin a su locura
contagiosa118. En la respuesta que don Antonio le da al sesudo castellano queda ratificada la
dimensión carnavalesca de este cortejo:
—Hermano —dijo don Antonio—, seguid vuestro camino y no deis consejos a quien no
os los pide. El señor don Quijote de la Mancha es muy cuerdo, y nosotros, que le
acompañamos, no somos necios; la virtud se ha de honrar dondequiera que se hallare, y
andad enhoramala y no os metáis donde no os llaman.
Mundo al revés donde la locura es cordura, el extravío es virtud y el escarnio, honra. Ahora
bien, la mirada irónica de Cervantes no excluye tampoco de la burla al personaje “tracista”,
don Antonio, y a sus colaboradores: también sobre ellos se proyecta la sospecha de que su
117
Atribuido tradicionalmente a Quevedo y considerado como el epígono de la novela picaresca, el Buscón
presenta un héroe picaresco –Pablos- con pretensiones nobiliarias ridiculizado desde el comienzo hasta el final
de sus aventuras. Una de las primeras –y de las más conocidas- es la del paseo en pleno Carnaval por las calles
de la ciudad como “rey de gallos”: el jactancioso muchacho, que pasea orgulloso viéndose ya noble, es
derribado, como don Quijote, del caballo y termina dando con sus huesos en un lodazal. El Buscón sale editado
en Zaragoza en 1626 pero, como tantas obras clásicas, habría circulado ya en copias manuscritas, sin duda a
partir de 1606. En todo caso, el modelo de la farsa y la picaresca alientan esta esperpéntica “entrada” de don
Quijote.
118
“Acaeció, pues, que yendo don Quijote con el aplauso que se ha dicho, un castellano que leyó el rétulo de las
espaldas alzó la voz, diciendo: —¡Válgate el diablo por don Quijote de la Mancha! ¿Cómo que hasta aquí has
llegado sin haberte muerto los infinitos palos que tienes a cuestas? Tú eres loco, y si lo fueras a solas y dentro de
las puertas de tu locura, fuera menos mal, pero tienes propiedad de volver locos y mentecatos a cuantos te tratan
y comunican; si no, mírenlo por estos señores que te acompañan. Vuélvete, mentecato, a tu casa, y mira por tu
hacienda, por tu mujer y tus hijos, y déjate destas vaciedades que te carcomen el seso y te desnatan el
entendimiento” (62, pp. 1024-1025).
104
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afirmación de sensatez –ese “no somos necios”- puede, como las demás afirmaciones,
entenderse al revés. Algo parecido aparece unos capítulos más adelante en las palabras con
que Cide Hamete juzga a los Duques burladores: “tiene
para
sí
ser
tan
locos
los
burladores
como
los
burlados,
y
que
no
estaban
los
duques
dos
dedos
de
parecer
tontos,
pues
tanto
ahínco
ponían
en
burlarse
de
dos
tontos”
(II,
70,
p.
1077).
Los
tracistas
socarrones
(Duques,
Antonio
Moreno)
actúan
impunemente
y
se
consideran
bien
superiores
al
loco
hidalgo
y
a
su
crédulo
criado,
a
los
que
convierten
en
objeto
de
sus
chanzas,
en
bufones
de
una
distracción
palaciega
o
callejera.
Pero
los
organizadores
de
la
burla
no
salen
tampoco
completamente
airosos.
Por
encima
de
la
malicia
de
estos
personajes
se
sitúa
la
mirada
maliciosa
que
les
va
arrojando
su
autor a medida que los construye.
En los episodios de Barcelona se aprecia hasta qué punto a don Quijote se le va cerrando la
puerta a la aventura. Roque Guinart, “bandolero caballeresco”, se había negado ya a que el
anciano hidalgo socorriera a Claudia Jerónima119. También don Antonio Moreno y el virrey
rechazan la ayuda de don Quijote quien, para socorrer a don Gregorio, desearía poner en
práctica el arbitrio trazado en el primer capítulo: acudir él, caballero andante, a Berbería con
todas sus armas y libertar al joven. Pero el libertador de don Gregorio será un renegado,
gracias a la industria (el engaño), y no a la fuerza de las armas.
Don Quijote va quedando encerrado poco a poco en una pasividad impuesta. La inacción que
invade progresivamente al viejo hidalgo queda de hecho reflejada en los signos proxémicos y
gestuales del cuerpo, un cuerpo inerte, inválido casi, a la merced de los otros, como el cuerpo
de un pelele, una marioneta. Recordemos, por ejemplo, el episodio del sarao que organiza la
esposa del adinerado don Antonio: don Quijote termina extenuado y molido (quebrantado por
“el bailador ejercicio”, 62, p. 1026, no de batallar), sentado en medio de la sala sin poder
moverse, hasta el punto que los criados de don Antonio deben levantarlo y llevarlo en
volandas para acostarlo en su lecho. Todo anuncia y encamina a la pasividad obligada, la que
le impone el Caballero de la Blanca Luna cuando lo vence en singular combate (II, 64, p.
1047), dejando a don Quijote medio muerto, voz de cadáver encerrado en el ataúd de la
armadura120.
Don Quijote pasa por las aventuras de Barcelona como una mera sombra, una apariencia
extravagante, eficaz a la hora de divertir, no de resolver conflictos. En Barcelona toca a su fin
119
“-No tiene nadie para qué tomar trabajo en defender a esta señora; que lo tomo yo a mi cargo: denme mi
caballo y mis armas, y espérenme aquí; que yo iré a buscar a ese caballero, y, muerto o vivo, le haré cumplir la
palabra prometida a tanta belleza […] Roque, que atendía más a pensar en el suceso de la hermosa Claudia que
en las razones de amo y mozo, no las entendió; y mandando a sus escuderos que volviesen a Sancho todo cuanto
le habían quitado del rucio, mandándoles asimesmo que se retirasen a la parte donde aquella noche habían estado
alojados, y luego se partió con Claudia a toda priesa, a buscar al herido, o muerto, don Vicente.” (II, 60, p. 1010)
120
“Don Quijote, molido y aturdido, sin alzarse la visera, como si hablara dentro de una tumba, con voz
debilitada y enferma, dijo […]”, (64, p. 1047).
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la quimera heroica de don Quijote, vencido por un falso caballero andante, de nombre, como
el suyo –don Quijote- significativo: el Caballero de la Blanca Luna, luna que vence al “sol de
la caballería”, que produce su eclipse.
La violencia del enfrentamiento entre los dos –falsos- caballeros provoca una conmoción que
no es solo física. Produce en don Quijote una violenta toma de conciencia de los límites y la
finitud del ser, el despertar del sueño caballeresco, cuyas últimas brumas no tardarán en
desvanecerse por completo. Paradójicamente, este trance con que se inicia el retorno del
anciano hidalgo loco a la aldea, a la cordura y a la “realidad” es interpretado por Sancho, el
prosaico campesino, como un inventado teatro de sombras:
También Sancho, “quijotizado” tanto o más que su amo, ha abrazado la quimera caballeresca
hasta desplazar ávidamente los límites que separan el sueño de la razón.
Con la salida, derrotado ya, de Barcelona (capítulo 66), emprende don Quijote el viaje de
vuelta a la aldea. En un nuevo vuelco de personajes y situaciones, el viejo hidalgo no es ya
maestro de Sancho. El escudero –que ha afianzado resueltamente su protagonismo en la obra-
es quien da lecciones ascéticas sobre la caprichosa Fortuna desde la autoridad de su propia
experiencia: él sí se ha visto encumbrado, gobernador de un estado, y luego caído en una
sima. Don Quijote ha visitado una sima también, pero no alcanzó el “medro” de Sancho. El
criado es el sabio que incita a la vanagloria del mundo; su amo, el discípulo: “Muy filósofo
estás, Sancho […] Muy a lo discreto hablas. No sé quién te lo enseña” (66, p. 1054). Todo
este pasaje podría dar un debate serio y adoctrinador. Cervantes lo envuelve en una forma
burlesca: al tiempo de dar mensajes sobre la vanidad del mundo, Sancho parece sobre todo
preocupado por aligerar al rucio de las armas de don Quijote, abandonarlas en algún sitio, y
poder montar en el asno en lugar de hacer el camino a pie.
Con todo, la discreción del criado sale nuevamente a relucir en este mismo capítulo, cuando
Sancho se convierte en la versión villana del prudente Salomón. Es Sancho quien da la
sentencia en el pleito entre campesinos (el candidato tomará en cuenta que, trasplantados al
universo del campo, los terribles duelos caballerescos se transforman en un pacífico desafío
entre villanos para mostrar quién es más veloz corriendo). Don Quijote, con la tristeza de la
derrota, le había dejado el papel de juez a su criado: “Responde en buen hora, Sancho amigo,
que yo no estoy para dar migas a un gato, según traigo alborotado y trastornado el juicio”
(cap. 1056). La voz y el ingenio de don Quijote se han perdido, al menos momentáneamente.
106
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Las gentes no pueden admirarse ya con la figura de un loco discreto; don Quijote sigue
teniendo cierto aspecto de máscara de carnaval, pero ahora quien manifiesta discreción es el
criado (p. 1057). Además, un nuevo golpe se le asesta a don Quijote: el encuentro con
Tosilos, que le desvela la burla del combate y el desenlace infausto, tan contrario al que don
Quijote había pensado haber obtenido, de la historia de doña Rodríguez. Don Quijote persiste
en el engaño maravilloso: el Tosilos que está con ellos no es el verdadero, sino el fruto de un
encantamiento. Pero es esta una versión que don Quijote presenta tímidamente, casi con
desgana, y difícilmente creíble, incluso para él, pues el lacayo come y bebe con Sancho como
un personaje bien corpóreo. Quizás por eso, para mantener aún la posibilidad de no quitarse la
venda de los ojos, don Quijote se aparta al camino y no acepta la invitación al convite que le
hace el joven. Quizás también para no quitarse tampoco totalmente la venda, Sancho se niega
a darle a Tosilos los accidentes de la derrota de su amo y vuelve, él también, al camino.
La corporeidad de las cosas y de los personajes supone un envite más contra el ideal
caballeresco. También el ideal de Dulcinea, ligado desde el inicio a la identidad de caballero
andante, parece peligrar ante el empuje de un recuerdo más palpable, el de la doncella
Altisidora. Lo único que parece ligar aún el viejo hidalgo a la dama soñada es la “realidad”
del desengaño, es decir, los azotes de Sancho. La egolatría de don Quijote, resquebrajada tras
la derrota contra el caballero de la Blanca Luna y la revelación de Tosilos, encuentra cierto
alivio en el recuerdo de Altisidora; todos los signos que ella ha dado, en detrimento incluso
del decoro, apuntan a un encendido amor: “señales todas que me adoraba, que las iras de los
amantes suelen parar en maldiciones” (67, p. 1060). Frente a lo que él considera pruebas
tangibles de la pasión empieza a esfumarse el sueño caballeresco: “los tesoros de los
caballeros andantes son como los de los duendes, aparentes y falsos” (ib.) Para el pudibundo
hidalgo, el ideal platónico de la bella Dulcinea es una excusa para poder preservarse del sexo,
del amor anclado en la carne que le produce, manifiestamente, auténtico pánico. La memoria
de una Altisiodora ausente es sin duda también mucho más mansa y apacible que encontrarse
cara a cara con la desenvuelta –atrevida- doncella. Sobre todo, lo que para don Quijote son
pruebas certeras de amor, para el lector no ha sido más que fingimiento. Tan fantasiosa
resulta, pues, la fábula sobre Dulcinea como la pasión amorosa que ha fingido por don Quijote
la doncella de los Duques. Aunque sin duda el amor propio de la altiva muchacha se vio
herido por la firmeza y desdenes de don Quijote: quizás las maldiciones que le había echado
antes al viejo escudero no eran tan fingidas como ella pretendía.
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que habían sacado de los libros y que, para divertirse, habían llevado a la vida. Es,
básicamente, lo que había hecho el viejo hidalgo al vestirse con las armas oxidadas y
presentarse a unos y a otros como caballero andante. La diferencia estriba, naturalmente, en el
tipo de escritura: don Quijote se había inspirado en el mundo épico de la caballeresca -
batallas, encantamientos, amores- de prosas y romances, mientras que las bellas doncellas
encuentran el modelo en el mundo refinado e idílico del género bucólico (églogas, relatos en
prosa). Cuando vuelve al lugar donde habían surgido las doncellas disfrazadas de pastoras,
don Quijote abraza sin reservas la vida pastoril para su nuevo personaje. Esta vez no saldrá
solo: los caballeros andantes son solitarios, solo precisan caballo, dama y escudero; en
cambio, los relatos pastoriles ponen en escena una sociedad arcádica con muchos más
personajes e historias cruzadas de amores, desdenes y celos. Al bautismo paródico del
comienzo (I, 1) sigue otro bautismo paródico, esta vez a lo pastoril, en el que entran todos los
allegados del viejo hidalgo: “Este es el prado donde topamos a las bizarras pastoras y
gallardos pastores que en él querían renovar e imitar a la pastoral Arcadia, pensamiento tan
nuevo como discreto, a cuya imitación, si es que a ti te parece bien, querría, ¡oh Sancho!, que
nos convirtiésemos en pastores, siquiera el tiempo que tengo de estar recogido. Yo compraré
algunas ovejas y todas las demás cosas que al pastoral ejercicio son necesarias, y llamándome
yo «el pastor Quijótiz» y tú «el pastor Pancino», nos andaremos por los montes, por las selvas
y por los prados, cantando aquí, endechando allí, bebiendo de los líquidos cristales de las
fuentes, o ya de los limpios arroyuelos o de los caudalosos ríos […]” (67, p. 1061).
“Imitar”. La de don Quijote es una imitación de segundo grado: las pastoras imitan la bucólica
Arcadia de Sannazaro y sus seguidores, don Quijote imita a su vez a las pastoras imitadoras.
El candidato observará el papel activo de Sancho en la creación de este nuevo escenario
donde piensan participar como actores de teatro: el mundo pastoril, si bien muy estilizado,
resulta mucho más familiar a la experiencia vital del criado campesino que el mundo
aristócrata y guerrero de la caballeresca. Es un signo suplementario también de la evolución
del personaje de Sancho, de lo que Madariaga denominaba la “quijotización” de Sancho,
como si Cervantes hubiera pasado las características que tenía su don Quijote al criado:
“puesto que no me granjeen fama de discreto, no dejarán de granjearme la de ingenioso”, dirá
Sancho viéndose ya en una Arcadia creada por ellos. “Ingenioso” es, como sabemos, el título
aplicado en la obra a don Quijote. Mientras, don Quijote (“sanchificación”) ensarta refranes,
como su escudero. El trasvase de funciones y competencias entre amo y criado se refleja en la
frase de don Quijote: “Nunca te he oído hablar, Sancho, tan elegantemente como ahora; por
donde vengo a conocer ser verdad el refrán que tú algunas veces sueles decir: ‘No con quien
naces, sino con quien paces’” (68, p. 1066).
El sueño bucólico, que nunca desertará de la imaginación de Sancho, termina violenta y
cómicamente como la vez anterior, más degradante incluso, con los dos personajes arrollados
por una manada de cerdos, “animales inmundos”, que recuerdan a los personajes la “realidad”
108
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prosaica del campo, y a los lectores, el artificio inverosímil de Arcadias de fábula. No por ello
nuestros personajes renuncian al ideal de pastores poéticos.
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versión figurada del vergonzoso sambenito de los castigados por la Inquisición, marca de
infamia y deshonra por cuatro generaciones. Claro que Sancho ya no tiene las aspiraciones a
conde o gobernador que sí tenía antes; no le importa la “negra honrilla”, y no pretende
tampoco ni oficio real ni entrada en Universidades (desde finales del XV, los Estatutos de
Sangre se lo prohibían a los infamados). En lugar de ofuscarse con la “mancha” que se exhibe
en ese remedo de sambenito, Sancho, con simpleza y discreción a la vez, se muestra capaz de
separar la representación plástica y la representación metafórica (y representación social):
llamas y diablos son pintados, no verdaderos, “[…] ni ellas me abrasan ni ellos me llevan”, p.
1071). Aun más, Sancho llevará a la aldea el grotesco sambenito y lo presentará con jactancia,
cuando tantos otros, en la España real, intentaban a todo precio que los sambenitos de la
familia quedaran ocultos para siempre.
La aventura de Altisidora es una aventura de viaje, una nueva visita al inframundo calcada
sobre el sueño/visión/invención de don Quijote en la cueva de Montesinos. Viaje que no tiene
héroe, sino heroína. Como en Montesinos, en su sueño/muerte fingida de Altisidora hay
bajada a los infiernos, pero la descarada muchacha no necesita guía que la acompañe, como sí
habían necesitado don Quijote, Montalvo y Dante.
En el relato de Altisidora asoma toda la mordacidad de Cervantes, aquí muy parecida a la
sátira corrosiva mostrada por Quevedo en sus Sueños: tenemos en este episodio unas puertas
del infierno inundadas de libros malos -muchos libros malos hay en el mundo, nos deja ver
Cervantes; muchas necedades se escriben en los nuevos tiempos, dirá el poeta cantor del falso
túmulo de Altisiodora- que los demonios destrozan salvajemente (así aparecían en imágenes
medievales los terribles diablos con las almas de los condenados) lanzándoselos por juego los
unos a los otros. En esta reminiscencia textual del escrutinio de la biblioteca (I, 6) solo
aparece un título, el Quijote apócrifo de Avellaneda. Cervantes hace de Altisidora la voz
mordaz que asesta uno de los golpes más humillantes y sardónicos a su rival: los demonios
destripan la obra apócrifa de Avellaneda, obra que ni siquiera se estima en los infiernos. Claro
que el golpe definitivo contra el autor apócrifo vendrá solo un poco más adelante, en la venta,
de la mano de Álvaro Tarfe.
El episodio del túmulo de Altisidora tiene, pues, una función enfática y metaliteraria. Se
construye con la reiteración de pasajes anteriores sometidos a variantes y cambios,
configurando una poética de la unidad en la variación, mecanismo perfectamente dominado
por Cervantes. Al mismo tiempo, puesto que vemos progresivamente a don Quijote ante
situaciones bastante parecidas, podemos calibrar las modificaciones que se van produciendo
en el comportamiento del protagonista y en su forma de aprehender el mundo que lo rodea; en
otras palabras, advertimos la evolución de don Quijote.
Este actúa en las múltiples farsas de los duques con asomos cada vez más evidentes de
cordura. En esta última aventura con los Duques, Cervantes le ofrece al lector una situación
ya tópica: Altisidora requiere una vez más a don Quijote, y don Quijote, una vez más, la
110
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rechaza. Ahora, nuestro prudente hidalgo, ya poco inclinado a tales intrigas, ofrece un consejo
de censor tan válido para la muchacha como para los duques: “todo el mal de esta doncella
nace de la ociosidad, cuyo remedio es la ocupación honesta y continua” (70, 1081). Altisidora
y los duques son lectores poco discretos, consumidores de diversión, impermeables a la
enseñanza: la doncella, reconoce ella misma, no dejará su vida de ocio. Todo parece apuntar
que los ciegos Duques tampoco.
Autenticidad del don Quijote cervantino. El tránsito de don Alvaro Tarfe, de las páginas
de Avellaneda a la historia de Cervantes (cap. 71)
El libro de Avellaneda, cuerpo central en la pesadilla de Altisidora, seguirá proyectándose en
el relato cervantino, y de manera casi obsesiva en estos últimos capítulos. En el 71, tras un
comienzo burlesco en torno al desencanto de Dulcinea (la falsa penitencia de Sancho, el
precio de los azotes y, en suma, Sancho convertido en la versión carnavalesca de un penitente
“de sangre” en Semana Santa), amo y criado llegan a un mesón. Cervantes sigue apuntalando
la cordura cada vez más manifiesta del protagonista: “Apeáronse en un mesón, que por tal le
reconoció don Quijote, y no por castillo de cava honda, torres, rastrillos y puente levadiza,
que después que le vencieron con más juicio en todas las cosas discurría, como agora se
dirá” (71, p. 1087) y separándose, con ello, del apócrifo de Avellaneda. Este había hecho de
Sancho un villano cómico y risible: Cervantes construirá un personaje discreto; Avellaneda
había terminado su obra con un don Quijote completamente loco encerrado en un manicomio;
Cervantes lleva al suyo, al menos en apariencia, a la cordura final.
En la venta Cervantes reactiva irónicamente el tópico horaciano ut pictura, poesis, la pintura
como la poesía (“pintor o escritor, que todo es uno”, parafrasea don Quijote -p. 1087-):
acercamiento de las dos artes, ideal reactivado hasta la saciedad en el Renacimiento. En la
venta donde paran amo y criado hay bastas telas de lienzo pésimamente pintadas: son la
versión humilde, grotesca de los ricos tapices y cueros decorados (los guadameciles) que
adornan las casas de villanos adinerados, cortesanos y reyes. Los motivos representados son
los mismos: el robo de Helena –comienzo de la Ilíada-, el abandono de Dido –la Eneida-.
Homero y Virgilio, los maestros de la literatura Antigua han dado modelos literarios que los
lienzos del mesón copian sin arte, desvirtuando los originales: Helena aparece como una
pícara buscona, Dido esperpéntica con un enorme pañuelo y unas hiperbólicas lágrimas
grandes como nueces. Las malísimas pinturas, tan poco respetuosas de la perfección de sus
modelos, traen por segunda vez a la memoria de don Quijote la historia de Orbaneja, un pintor
tan pésimo que debía poner letrero en sus figuras para mostrar qué representaban. Ut pictura,
poesis: en el campo de las letras, el doble exacto de Orbaneja y del anónimo pintor de las telas
es, naturalmente, Avellaneda.
El golpe de gracia contra Avellaneda llegará en el capítulo siguiente, en ese mismo mesón. A
él llega don Álvaro Tarfe, uno de los personajes principales del apócrifo de Avellaneda. Hasta
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el momento don Quijote se había encontrado con el libro apócrifo, ahora lo hará con uno de
los personajes espurios, que salta del universo ficcional del “falso” Quijote y entra en el del
Quijote “verdadero”, el cervantino. Se trata de un viaje, uno de los muchos que hemos
encontrado a lo largo de la novela, y, una vez más, de un viaje entre textos.
El paso de un libro al otro se acompaña de cambios fundamentales en el personaje. En el
Quijote apócrifo, Tarfe, morisco adinerado, llega acompañado de un séquito a todas luces
exagerado (demasiados lacayos, demasiada riqueza) para participar en unas justas; al Tarfe
cervantino lo acompañan solo tres o cuatro criados y queda vestido con simplicidad, con un
sencillo traje de verano121. En Avellaneda, don Álvaro, aunque en ocasiones ayuda a don
Quijote, es quien organiza las burlas a su costa; en Cervantes, el personaje se asemeja más al
discreto caballero del Verde Gabán que a los ociosos Duques tracistas. Apenas el nombre –
connotado por romances y leyendas-, la referencia a Granada como patria – idénticos orígenes
musulmanes del personaje- y algunas notas del relato dadas por el propio Tarfe hacen
coincidir en algunos puntos las dos versiones de este personaje, lo suficiente como para que el
lector reconozca el guiño de Cervantes. En todo caso, Cervantes hace del imitador
Avellaneda, el imitado; claro que marcando a la vez sólidamente, lo hemos visto, la diferencia
entre su propia versión de Tarfe y el Tarfe primero de Avellaneda. Otro vuelco burlón se
produce, y con él la humillación terrible para el autor apócrifo: la pluma de Cervantes hace de
don Álvaro Tarfe el testigo de primera mano que deshecha el libro de Avellaneda y otorga los
laureles de la fama y el certificado de autenticidad al Quijote cervantino.
Notemos de pasada que don Quijote ha demostrado ser “el bueno”, y no “el malo” de
Avellaneda y que ha descubierto a ojos del mundo el engaño recurriendo a las letras (a un
documento oficial, el certificado de un jurista), y no a las armas. Notemos también que al
ampuloso discurso de Sancho a la vista de la aldea responde don Quijote con un seco “Déjate
de sandeces”, y que la esperanza de una vuelta a la caballeresca ha quedado totalmente
borrada por una fantasía pastoril122.
121
Ma Soledad Carrasco Urgoiti, “Don Álvaro Tarfe: el personaje morisco de Avellaneda y su variante
cervantina”, Revista de Filología Española, vol. LXXIII, n.º 3/4 (1993). El interesante artículo de Carrasco
insiste en las connotaciones negativas que para un lector del XVII tendría del apellido Tarfe con que Avellaneda
bautiza a su personaje. Tarfe era el nombre del arrogante moro que había retado al ejército de los Reyes
Católicos ante los muros de Santa Fe y que insultó a los cristianos al llevar arrastrando de la cola de su caballo
un cartel con la divisa “Ave María”, antes de resultar vencido por un joven cristiano. El personaje era bien
conocido de los lectores, pues aparecía en pliegos de cordel y comedias del momento. De acuerdo con esto, el
Tarfe de Avellaneda no solo tiene orígenes musulmanes, sino que su nombre aparece también manchado por esa
ascendencia manifiestamente anti-cristiana. El candidato se dará cuenta de que a ojos de los lectores de
Avellaneda, que acaban de asistir a la expulsión de los moriscos como “enemigos de la fe y del reino”, el perfil
negativo del Tarfe morisco de Avellaneda no podía ser más acusado. La versión de Cervantes, en cambio, es
mucho más amable y positiva.
122
“Déjate desas sandeces —dijo don Quijote—, y vamos con pie derecho a entrar en nuestro lugar, donde
daremos vado a nuestras imaginaciones, y la traza que en la pastoral vida pensamos ejercitar” (72, p. 1093)
112
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La llegada a la aldea (cap. 72)
Paradójicamente, nuestro don Quijote cada vez más cuerdo adolece en los últimos capítulos
de una credulidad que antes no mostraba y que incluso él mismo había atacado, a saber, la
confianza en los agüeros. La fe en los signos naturales aparece tímidamente a final del cap. 72
bajo la forma de una frase proverbial, “vamos con pie derecho a entrar en nuestro lugar”:
“entrar con pie derecho” en la aldea, con el buen pie para conjurar la buena suerte. Surge con
fuerza en el comienzo del capítulo siguiente, en el espacio de los campos que rodean la aldea
natal: las voces de los chiquillos, la liebre perseguida; malum signum, mal agüero. Sancho le
reprocha tales creencias, le recuerda incluso que pocos días antes don Quijote se reía de los
agoreros. En el plano del personaje, don Quijote se muestra cada vez más debilitado, más
consciente de su fragilidad y finitud, y parece recurrir temerosamente a un fatum, a un destino
escrito de antemano, para explicar un vencimiento físico y anímico que preludia su muerte.
En vez de labrar él mismo su destino, el destino parece pesar sobre él, modelar su trayectoria.
Signos, fatum, base del género trágico: Cervantes envuelve el retorno de su héroe a la aldea
con un halo de tragedia. No la tragedia ampulosa y solemne a la antigua, naturalmente, sino
una tragedia humilde, la de lo cotidiano, escrita con tintes burlescos y en tonos menores: los
signos agoreros son una jaula de grillos que se disputan unos muchachos, una liebre
perseguida por cazadores; y el héroe trágico, un anciano achacoso que vuelve a casa para
morir cristiana y mansamente en su cama rodeado de los suyos. Cervantes, que había sido
también autor de tragedia (su hermosa Numancia) evita aquí la sangre y el sacrificio que son
las marcas de fábrica de la escritura trágica: su Quijote no es épica seria, sino burlesca. Eso sí,
atravesada de humanidad. No habrá catarsis, pero sí hèugtr-d(‘s w”xaxemotividad. La
maestría del arte cervantino se revela con la proeza de despertar en nosotros, entre risa y risa,
la emoción, de arrimarla a lo cotidiano y acercárnosla a pesar de que el carácter grotesco del
protagonista instaura continuamente el distanciamiento entre don Quijote y nosotros, lectores.
Se va trazando así la agonía y muerte de don Quijote. La llegada a la aldea como vuelta al
hogar, a la familia. Teresa Panza corre a recibir a su marido, conmovedora bajo su aspecto
grotesco: llega sin peinar, medio vestida aún, en la urgencia de encontrarse con su esposo.
Pero no hay idealización tampoco en el reencuentro: Teresa contempla con recelo el aspecto
de Sancho, tan poco apropiado para un gobernador; sin duda no lo es ya. Pero Sancho llega
con dinero (el dinero, otra vez), y se calman los ánimos.
Mientras, don Quijote comunica a sus amigos una nueva quimera: convertirse en pastor
fingido de una fingida Arcadia. Es la “nueva locura de don Quijote”, que vuelve a
maravillarlos a todos (“Pasmáronse”, cap. 73, p. 1097). El viejo hidalgo, como un autor de
comedias, asigna a unos y otros los papeles a interpretar y se ocupa de la puesta en escena (la
compra de ganado, la elección del espacio, etc.). Y los personajes cuerdos, que aceptan el
fingirse pastores con el pretexto de retener en la aldea a don Quijote, se entregan con fruición
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113
al falso papel: Sansón Carrasco –tan amigo de abrazar ficciones como don Quijote- y el cura
participan en la construcción de esa nueva comedia que finalmente se ponen a escribir los tres
juntos. Nosotros, lectores, asistimos a la gestación de ese nuevo teatro de la locura, ahora
compartida; pero nunca veremos esa Arcadia terminada, don Quijote morirá sin llevarla a la
práctica. Quizás bajo esa ficción apresurada y que no llega a acabar el viejo hidalgo asoma
quizás el miedo del anciano Cervantes a no ver acabado su Persiles, del que tan orgulloso se
muestra.
El candidato recordará que en todas las Arcadias quijotescas la sublimación bucólica viene
acompañada de su reverso “verista”, mucho más prosaico, cuando no brutal. Las notas
desidealizadoras vienen ahora de la mano del ama, quien le presenta a don Quijote la crudeza
de la vida en el campo, esa crudeza ausente de los edénicos locus amoenus y de los refinados
pastores amorosos de la literatura pastoril insensibles a las contingencias del tiempo: “¿Y
podrá vuestra merced pasar en el campo las siestas del verano, los serenos del invierno, el
aullido de los lobos? No, por cierto, que este es ejercicio y oficio de hombres robustos,
curtidos y criados para tal ministerio casi desde las fajas y mantillas” (73, p. 1098). La utopía
que cura y bachiller se apresuraron a abrazar y que caracterizaron, aun fingidamente, como
“invención discreta”, es calificada por el buen sentido del ama de disparate, de locura todavía
más extravagante que la caballeresca: “Aun, mal por mal, mejor es ser caballero andante que
pastor”.
Don Quijote ha vuelto envejecido y maltrecho, y la conciencia de su finitud se impone,
incluso ante él mismo (“Llevadme al lecho, que me parece que no estoy muy bueno”, p.
1098). Sin dejar de servir a la construcción de la diégesis, las palabras del ama, como la carga
arrolladora de la manadas de toros y puercos en capítulos anteriores, cumplen una función
metaliteraria: revelan las limitaciones de ese hermoso artificio que es la literatura pastoril,
inapropiada, como también lo es la caballeresca renacentista, a la hora construir la ficción
verosímil que podría renovar la prosa de ficción; y eso es, esencialmente, lo que se propone
hacer Cervantes: una prosa de ficción innovadora, original, escrita con arte y verosímil. La
pastoral al estilo de Garcilaso o Montemayor es una ficción cerrada sobre sí misma, donde no
tienen cabida retazos de verosimilitud ni personajes distintos a los delicados pastores
eternamente enamorados en un eterno presente y en un espacio edénico. Salvo, sin duda, en el
caso de una escritura paródica. La continuación de don Quijote hubiera podido ser eso: una
parodia de la pastoral.
Conforme va avanzando el texto la tensión entre locos y cuerdos, sueño y “realidad” alcanza
su grado máximo: don Quijote está muriéndose y escucha serenamente la sentencia del
doctor; sus amigos, por su parte, mantienen con machacona insistencia el sueño pastoril. En
realidad, cura, bachiller y Sancho se han apropiado del sueño de don Quijote –quizás
excesivamente, don Quijote apenas tiene voz en la composición- y lo han hecho con los
mismos signos de locura que había manifestado antes nuestro protagonista. El pobre hidalgo
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gastará sus últimas fuerzas en intentar mostrarles que ya no está loco y que ese mismo sueño
pastoral que intentan ponerle ante los ojos –intento desesperado por mantener con vida a don
Quijote, quizás también diversión vital para ellos mismos- no es más que engaño y
fingimiento. Para nosotros, lectores, ficción dentro de la ficción.
En la lógica de la ficción primera, a don Quijote lo mata la percepción aguda de su propia
vulnerabilidad, su incapacidad recién adquirida no tanto a soñar, sino a vivir su sueño; en
otras palabras, su cordura. Al anciano moribundo, ya sin fuerzas, el camino de los hechos de
armas y el de los campos le queda definitivamente vedado. “Melancolías y desabrimientos le
acababan”. Así que volverá los ojos tras seis horas de sueño (¿de gestación?) hacia el único
modelo que puede todavía asumir, el único papel que puede aún representar: el de honesto y
virtuoso hidalgo con visos de santo, es decir, el de Alonso Quijano el Bueno. Su palinodia,
confesión pública de sus errores y errancias del pasado, adopta la forma de una conversión: ha
vivido loco, muere cuerdo; ha sido caballero andante de carnaval, pasará ahora a engrosar las
listas de la “milicia cristiana” de Cristo (¿cómo no recordar el comienzo del capítulo 58, el
discurso de don Quijote ante las imágenes santas?). Al lector le queda, eso sí, la duda sobre el
sentido en la obra de esta doble “conversión”, de loco a cuerdo, de guerrero a beato: ¿se trata
de un retorno al principio, a las primerísimas líneas del primer Quijote, antes de irrumpir en el
texto la manía caballeresca? ¿O se trata de una nueva locura, ahora locura de santidad123?
Al final del primer Quijote, un topos epilogal124 había abierto involuntariamente el paso hacia
una continuación. Cervantes, que ha sufrido las consecuencias de la misma, se preocupa de
cerrar su obra de manera a que ningún otro autor se atreva a “cantar” continuando la partitura
que él había escrito. Lo mismo dice el cronista Cide Hamete al final, cuando exige que nadie
se atreva a profanar la pluma para continuar la ya acabada historia de don Quijote, y cuando la
pluma misma exija que nadie rompa el vínculo que la une al personaje: “Para mí sola nació
don Quijote, y yo para él: él supo obrar y yo escribir, solos los dos somos para en uno, a
despecho y pesar del escritor fingido y tordesillesco que se atrevió o se ha de atrever a escribir
con pluma de avestruz grosera y mal deliñada”. El autor, pues, se ve en la necesidad de
“matar” a su personaje125. Lo hará alejándose lo mejor posible del loco don Quijote espurio,
123
En uno de sus ensayos, Margit Frenk se preguntaba –con ella, otros críticos- si don Quijote muere cuerdo: ese
nombre nunca antes aparecido que parece sacarse de la manga (Alonso Quijano “el Bueno”), los extremos con
que se refiere a la denostada caballeresca, las cláusulas ridículas del testamento de lo que concierne a su
sobrina… estos y otros signos hacen dudar al lector de la pretendida cordura final del viejo hidalgo. Ver Margit
Frenk, “Don Quijote muere cuerdo? en Cuatro ensayos sobre el Quijote, Fondo de Cultura Económica, México,
2013, pp. 49-58.
124
Forse altro canterà con miglior plectro, «Quizá otro cantará con mejor plectro», cita que Cervantes toma del
Orlando Furioso.
125
« Viendo lo cual el cura, pidió al escribano le diese por testimonio como Alonso Quijano el Bueno, llamado
comúnmente «don Quijote de la Mancha», había pasado desta presente vida y muerto naturalmente; y que el tal
testimonio pedía para quitar la ocasión de que algún otro autor que Cide Hamete Benengeli le resucitase
falsamente y hiciese inacabables historias de sus hazañas.” (74, p. 1104)
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115
trayendo el suyo, el cervantino, a la cordura, pero manteniendo a la vez la duda y el
perspectivismo que caracterizan toda la novela (¿loco o cuerdo? ¿o un cuerdo-loco?). No
renunciará tampoco a la mezcla de burlas y veras, y a la humanidad que parecen rezumar sus
personajes, no renunciará a la verosimilitud de lo humano, es decir, a las imperfecciones y al
prosaísmo que son lo propio de la humanidad y con los que adorna a sus criaturas: “Andaba la
casa alborotada, pero, con todo, comía la sobrina, brindaba el ama y se regocijaba Sancho
Panza, que esto del heredar algo borra o templa en el heredero la memoria de la pena que es
razón que deje el muerto”. Mientras don Quijote se muere, entre lágrimas o suspiros de unos y
otros, ama, criada y fiel escudero comen, beben y ríen. Melpómene y Thalía. Todo es una
cuestión de perspectiva y todo tiene su reverso: junto a la santidad estoica de don Quijote late
el jovial canto a la vida de un carpe diem.
116
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Conclusión.
L’imaginaire. Espaces et échanges. Mythes et héros. Le personnage : ses figures et ses
avatars.
Cualquier lector del Quijote se da cuenta enseguida del papel que juega la imaginación en la
construcción de la historia. Lo imaginario está particularmente presente en la construcción del
personaje protagonista: Alonso Quijano “salta” del mundo que lo rodea para creerse o
fabricarse un personaje, don Quijote de la Mancha, que ha gestado en su imaginación a partir
de la lectura febril de los libros de caballerías. Los libros y novelas de caballerías, que habían
tenido una función aleccionadora en la Edad Media (ofrecían a la nobleza una especie de
“espejo del noble”, de ideal guerrero y cortesano) eran, en el Barroco, simple literatura de
evasión, literatura “escapista”. Don Quijote toma estos calificativos al pie de la letra y los
lleva a la vida: la literatura le permitirá escapar, literalmente, del mundo que le rodea. Nuestro
protagonista se exilia de la aldea, espacio de una existencia gris, inactiva y anónima, y se
lanza a la aventura: en lugar de sufrir pasivamente el tipo de existencia rutinaria que le exige
su condición de hidalgo de medio pelo, sale al campo para forjarse él mismo su propia
existencia bajo el signo de la imprevisible Fortuna.
Sobre el escenario de personajes, objetos y acciones prosaicas, don Quijote proyectará
imágenes y alucinaciones sacadas de sus libros en una aventura en la que él es a la vez autor,
director escénico y protagonista, si bien en este segundo Quijote son a menudo otros
personajes los que crean el engaño en el que él, don Quijote, campea con papel principal:
Sansón Carrasco/Caballero de los Espejos, los Duques, don Antonio, etc. En todo caso,
derribando los márgenes que separan vida y literatura, don Quijote instaura dentro de la
ficción de la obra relaciones constantes entre estos dos universos. Así juega Cervantes con los
espacios difusos entre realidad y ficción, nociones en principio antitéticas y de las que
examina todas las combinaciones posibles: ficciones que parecen realidad, realidades que
parecen ficciones; mentiras que llevan a la verdad y verdades que tejen mentiras; la cordura
del loco y la locura del cuerdo, amén de muchas otras variantes posibles. Lo que importa,
parece decirnos el autor, no es el espacio que ocupan verdad/realidad y ficción/mentira, sino
los intercambios entre ellas. Don Quijote, a medio camino entre el espejismo y la mirada
escrutadora, entre la alienación y la sensatez, es un buen ejemplo de cómo, en la obra
cervantina, pueden coexistir los contrarios.
Alonso Quijano se crea a sí mismo avatar de sus admirados paladines; un avatar que
Cervantes nos presenta como reflejo grotesco y deformado de los héroes de la caballeresca
pero, al mismo tiempo, más carnal en su cuerpo descarnado de anciano decrépito que los
intrépidos Roldanes y Amadises encerrados en un joven cuerpo vigoroso hacedor de
prodigios. El hidalgo manchego, mucho más cercano a nosotros que sus modelos, resulta más
verosímil y mucho más humanizado. Despierta a veces la risa, otras la compasión pero muy a
menudo la sorpresa: sorprendidos (“maravillados”, “suspensos”) quedan los personajes a la
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vista de esa figura estrafalaria de carnaval que se dice remedo de los caballeros andantes;
sorprendido queda también el lector a la vista de tan diversas aventuras y desenlaces, frente a
los mundos previsibles a los que nos tienen acostumbrados los relatos caballerescos: idénticas
hazañas, lugares comunes, personajes arquetípicos.
La novela de Cervantes parodia los libros de caballerías. En ellos, el héroe alcanza la meta, es
decir, fama, encumbramiento social y amor superando las pruebas que se van presentando
ante él a lo largo del camino, venciendo caballeros enemigos y la magia de encantadores.
Cervantes, que le concede una importancia mayor a Sancho –quizás para diferenciarlo de ese
grotesco pastor de farsa que es el Sancho de Avellaneda- incluye junto a las pruebas de don
Quijote las del escudero. Así, por el espacio de las páginas y jalonando su aprendizaje,
Sancho sabrá mostrarse, aunque sin renunciar a los grandes rasgos que lo caracterizaban en la
Primera Parte, gobernador, discreto, desencantador y filósofo. También él, Sancho, va
mudando a lo largo del camino.
¿Cuáles son las pruebas a las que, como todo héroe de caballerías, se enfrenta don Quijote?
Además de las que le ofrecen sus múltiples aventuras, hay cuatro pruebas mayores que
Cervantes, en imitación burlona de relatos míticos, vincula a los cuatro elementos: prueba de
fuego con el tablado de Maese Pedro (recordemos las múltiples candelillas que lo iluminan),
prueba de agua en la aventura del barco encantado, prueba de tierra con la sima de
Montesinos, y prueba de aire con la de Clavileño. En todas ellas hace Cervantes un encuentro
con la literatura, un intercambio de textos, de mundos de ficción: el romancero con la pareja
de Gaiferos y Melisendra, el viaje órfico al inframundo invadido por toda la galería de
personajes caballerescos y romanceriles en Montesinos; el viaje por mares o ríos misteriosos,
es decir, las odiseas de los mitos y la caballeresca, en el barco a orillas del Ebro; relatos de
tono bizantino y peripecias de brujo con Clavileño. Don Quijote, contrariamente a los
caballeros andantes, no alcanza la fama por estas pruebas o aventuras. Su fama, la obtiene
como personaje de un libro –el primer Quijote- que, a decir de los personajes, con tanto gusto
leen tantísimos lectores. La historia, hasta el fin de la novela, es la de un don Quijote
fabricado por un desvaído Alonso Quijano a partir de los libros; la historia que cuenta (la que
importa) y la que se cuenta es la don Quijote, no la de Alonso Quijano. El “autor” (autor
ficcional, naturalmente, aquí el viejo hidalgo manchego) queda entre sombras, y lo que
importa es su personaje (don Quijote de la Mancha).
El intercambio es, pues, de letras, pero también de libros en toda su materialidad de objeto: el
primer Quijote y sobre todo el Quijote apócrifo entran en el segundo Quijote cervantino. Con
lo cual, además de las consabidas “pruebas” caballerescas, don Quijote tendrá que afrontar
otra prueba a la que nunca tuvieron que enfrentarse sus admirados héroes caballerescos:
demostrar su “autenticidad” frente a la versión de un novelista imitador; en otras palabras,
acreditar que él es “el bueno”. Una prueba que también afecta –y sobre todo- a Cervantes:
118
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nuestro autor tendrá que dejar bien patente que su Segunda Parte, la cervantina, es la única
válida, y la mejor; es decir, “la buena”.
Si Alonso Quijano hace pasar los libros a su “vida”, es también un intercambio lo que un
Cervantes trujamán nos propone a nosotros, lectores: un “paso a la otra orilla”, desde el texto
quijotesco a otros textos literarios. La obra entera, en fin, es el enclave mediador de un
intercambio de espacios, pero también de tiempos y de formas de ficción: en la lógica del
relato, don Quijote recoge el relevo de una caballería ya anacrónica que él intenta resucitar. Y
la parodia le permite a Cervantes tomar el relevo de formas anteriores para proponer algo
diferente, como queda dicho: romper con los esquemas repetitivos de la novela caballeresca
para escribir un nuevo tipo de ficción ocurrente, divertida y aleccionadora: inventio, delectare,
prodesse.
Por debajo de la prosa cervantina late, naturalmente, el hipotexto de la caballeresca (para que
la parodia tenga éxito, el lector tiene que conocer el modelo parodiado), como late también el
romancero, la novela bizantina o de viajes (pensemos en la historia de Ana Félix), la pastoril,
la tragedia sentimental (con Claudia Jerónima) y tantas otras. La intertextualidad, es decir, la
relación del texto cervantino con otros textos de la literatura, es constante. “No hay libro tan
bibliófilo ni más bibliólatra que el Quijote”, había escrito un crítico126.
Pero el Quijote no es solo una enciclopedia de formas. Todas estas formas, Cervantes las
remodela y adapta: remodela la pastoril, la lírica, los relatos sentimentales y la tragedia según
su propia manera de entender cómo debe escribirse la ficción, las arrima a su Quijote. El
lector del XVII, que conoce todos estos modelos, es capaz de crear en su lectura un vaivén
constante entre los textos “canónicos” de estas formas de ficción y lo que le ofrece en sus
páginas Cervantes. Cuando todas estas formas preexistentes pasan por el pórtico de la ficción
cervantina, quedan transformadas, más verosímiles, algunas completamente desidealizadas,
como queda dicho más arriba. Nuestro autor ha dado cita en sus páginas a todas ellas y las ha
transformado desde sus cimientos, al hacer de la verosimilitud poética la piedra de toque de
una nueva forma de hacer ficción que, sin que él mismo lo sepa, será el germen de la novela
moderna.
Porque la novela moderna, ese “género de géneros”, recordémoslo, nace con el Quijote.
Ficción y realidad, modelos literarios y ficción cervantina se entremezclan constantemente, lo
hemos visto, en este segundo Quijote. El libro se hace telar, lugar donde se teje el texto
126
Carlos Brito Díaz, “Cervantes al pie de la letra”, Cervantes: Bulletin of the Cervantes Society of America, vol.
19, Nº. 2, 1999, págs. 37-54 (p. 37).
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119
(etimológicamente, el tejido). El propio Cervantes, citando a Ariosto, había definido en la
Primera Parte la escritura cervantina con la imagen simbólica de una tela “de varios lazos
tejida”. En el plano de la narración, el juego de autores ficticios genera también intercambios:
el autor-editor comenta la traducción, el traductor somete a juicio el original en árabe… El
sistema de cajas chinas, tan característico en el relato (mise en abyme, metaficción) llega al
plano narrativo bajo la forma burlona de un castillo de naipes de bases poco seguras: Cide
Hamete, el “verdadero” cronista –se nos dice-, es un mentiroso. La relación del texto con el
lector, y del lector con el texto, es la de un juego permanente.
Al hacer entrar la Primera Parte del Quijote en la Segunda Parte de la novela, el novelista
inicia ya desde los primerísimos capítulos de el juego entre realidad y ficción, juego que, más
aun que en la Primera Parte, será ahora piedra angular del texto. “Es la comedia espejo de la
vida” (II, 11), dice don Quijote ante el carro de comediantes con el que se encuentra a la
salida del Toboso. Esta cita atribuida a Cicerón y que tantas veces encontramos en los textos
renacentistas y barrocos alcanza con Cervantes un sentido particular. Nuestro autor, en efecto,
construye con el texto una galería de espejos ofreciendo en la ficción reflejos de la realidad, y
enseñando también cómo la ficción puede influir en la vida. Prueba de esto último es don
Quijote, que modela su existencia según la literatura caballeresca, la pastoril y, al final, con la
hagiografía –las vidas de santos-. Lo prueban también los duques ociosos, voraces
consumidores de farsa cortesana, organizadores de un juego teatral que rige durante semanas
la vida de unos y otros en su pequeña corte de provincia. Pero también Cervantes trata en el
plano de la ficción (es decir, en la ficción y a través de la ficción) el contexto social de su
época: la nobleza ociosa tan alejada del ideal primitivo de virtud, por ejemplo. Y sobre todo,
conjugado con la noción de virtud y herencia, asoma en el texto de ficción el terrible
problema social de la sangre: la “sangre manchada” por ascendencia musulmana o judía –los
conversos excluidos de honores y puestos importantes por los Estatutos de Limpieza de
Sangre desde la cuarta generación-; la sangre mezclada en alianzas matrimoniales entre
iguales o desiguales, pocas veces logradas, las más de de las veces fallidas, pues de todas las
parejas del relato solo Basilio y Quiteria llegan a casarse. Otro retazo de realidad que asoma
en la farsa: en medio de un mundo de carnaval, los consejos de don Quijote y el gobierno de
Sancho se revelan ejemplares, y encuentran su reverso en las historias burlescas de
gobernantes rebuznadores, en las que todo lector malicioso podría vislumbrar referencias
veladas a la gestión del valido de Felipe III, el poderoso Duque de Lerma. Las problemáticas
ligadas a la exclusión social, el exilio y las formas y manifestaciones del poder se entrecruzan
en la historia familiar del morisco Ricote y su hija, Ana Félix. Más adelante en la obra,
también la realidad se ficcionaliza con Roque Guinart y las terribles luchas fratricidas de
Barcelona. En resumen, la ficción nos ofrece, efectivamente, reflejos de realidad. Y la locura
de don Quijote le sirve de pretexto al autor para mostrarnos otras locuras, algunas tanto o más
120
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absurdas que la obsesión de nuestro protagonista por la caballeresca. En todo caso, mucho
más graves: no hay sangre vertida en las aventuras o desventuras de amo y criado –lazzi de
commedia, finales de farsa y entremés-, pero sí en las tres aventuras catalanas que tienen
como tela de fondo una realidad social.
La aventura de don Quijote es también la aventura del lector. Un lector que puede dejarse
atrapar por los trampantojos del texto (creer, por ejemplo, que el viejo hidalgo loco es más
“real” que el don Quijote inventado) o mantenerse distanciado para admirar con deleite el
trabajado artificio de un artista de la palabra. Detrás del ingenioso hidalgo está un ingenioso
autor. Pero la densidad del texto cervantino, tantas veces ambiguo, deja también espacios
abiertos que debe llenar el lector. A la escritura desatada (variedad de historias y personajes,
de motivos y de hipotextos) le corresponde una lectura desatada y plural. Así se explica, sin
duda, que nuestro protagonista se haya interpretado como figura ridícula que mueve a risa
(lectura del XVII), como desvelador de los males de un Imperio llegado a su ocaso (siglo
XVIII) o como el héroe sublime en búsqueda perpetua de un ideal enfrentado con la sociedad
mezquina que obstaculiza su conquista (lectura del XIX). Así que un vuelco irónico en la
historia de la recepción, -un vuelco que hubiera hecho las delicias de Cervantes- ha hecho
pasar a nuestro protagonista en espacio de dos siglos de marioneta grotesca de farsa o
carnaval a un Sísifo animado por una hermosa utopía; el siglo XIX, en efecto –siglo del
Romanticismo- convierte al que antes era sentido como simple reflejo degradado de los
héroes legendarios en un mito más insigne aún que sus propios modelos caballerescos.
Cervantes hace convivir la lectura jocosa de la farsa y la locura aleccionadora de Erasmo.
Hace también coexistir en don Quijote sensatez y demencia, ingenio y candidez, como en
Sancho la simpleza y la filosofía, el amor al dinero o a la comida y el ascetismo. Don Quijote
puede ser un cuerdo que se finge loco, o un loco con brotes de cordura. Según que el lector
escoja una u otra perspectiva, don Quijote será el marginal del que todos se ríen y a veces
compadecen, o el filósofo cínico que revela la locura del mundo y contempla burlonamente la
estupidez de los otros. Cabe también como posibilidad, quizás más plausible, el que sea
ambas cosas a la vez.
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