01-Mist Igl U1
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Índice
Introducción ........................................................................................................................................... 1
La Iglesia en la historia..................................................................................................................... 16
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Introducción
El misterio de la Iglesia se comprende, en primer lugar, a la luz del misterio de la
Trinidad divina; de Ella nace, Ella es su causa ejemplar y hacia Ella se dirige, es decir,
que la Iglesia, ante todo, existe por y para las Personas Divinas.
Por este motivo, hemos asumido este hecho como punto de partida para estas re-
flexiones sobre la naturaleza de la Iglesia; consideramos que no se puede dejar para
más adelante lo que constituye el origen y la razón de ser de la Iglesia en el mundo.
La Lumen Gentium (Constitución sobre la Iglesia) señala este camino: para em- Lumen Gen-
pezar a hablar de la Iglesia, se refiere a la obra de las Personas divinas. Resulta una tium aparecerá
elección original, puesto que, por primera vez en la historia de la eclesiología, un do- como LG.
cumento magisterial establece los principios doctrinales que manifiestan el origen trini-
tario de la comunidad cristian (Alonso 1966: 143).
A continuación, vamos a explicar en qué consiste ese plan, cuál es la relación entre
la Predestinación y la Iglesia y cuál es el sentido de su presencia en la historia.
San Agustín fue unos de los primeros en vincular la Predestinación con el misterio
de la Iglesia. En su obra sobre la Ciudad de Dios, el obispo de Hipona sostiene que la
Ciudad de Dios se edifica en el tiempo según los designios divinos.
A nuestro juicio, tal como dijimos antes, no se trata de un tema más de la eclesiolo-
gía, sino del punto de partida de toda reflexión teológica sobre el misterio de la
Iglesia, puesto que esta última es esencialmente la comunión de los hombres con
Dios y entre sí; pero el Amor de Dios es el que tiene prioridad sobre la respuesta del
hombre y es la causa de la aceptación libre del hombre a formar parte de esta comu-
nidad de salvación.
Si el hombre no fuera elevado por la gracia a participar de esta Vida divina, no po-
dría realizar actos sobrenaturales. Ahora bien, ese acto de amor de Dios es, a su vez,
precedido por un plan de acciones por el que Dios obra, directamente y a través de
diversos intermediarios, en los hombres.
La Providencia divina
La Providencia es el plan eterno de Dios para conducir todas las cosas al Fin
último, que es Él mismo.
El término griego “pro uoeo” significa `proveer´, `tener cuidado de las cosas´; su
traducción latina, “pro videre”, se refiere a la acción de ver de lejos una cosa. Así,
siguiendo esta etimología, el término “Providencia” se aplica en teología para mencio-
nar la razón preexistente en la mente divina del orden de las cosas a su Fin:
Comprende un acto del entendimiento divino: tanto el conocimiento del Fin El Concilio Vati-
y de los medios para su consecución como el gobierno de las criaturas. cano I definió solem-
nemente la existencia
de la Providencia divi-
Comprende también un acto de la voluntad: la intención del Fin y la elección na con la cual Dios
de los medios para alcanzarlo. conserva y gobierna
todas las cosas, opo-
niéndose a las tesis del
Esta definición dogmática se funda en la enseñanza de la Sagrada Escritura que, fatalismo pagano, el
en numerosas ocasiones, se refiere a este gobierno divino: “Se extiende poderosa del deísmo y el materia-
uno al otro extremo y lo gobierna todo con suavidad” (Sab. 8, 1); “Todo lo dispusiste lismo (Cf. Denz-Hun nº
con medida, número y peso” (Sab. 11, 21). 3003).
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Por eso os digo: No andéis preocupados por vuestra vida, qué comeréis ni por vues-
tro cuerpo, con qué os vestiréis. ¿No vale más la vida que el alimento y el cuerpo más
que el vestido? Mirad las aves del cielo no siembran ni cosechan, ni recogen en grane-
ros; y vuestro Padre celestial las alimenta ¿No valéis vosotros más que ellas?” (Mt, 6,
26-27).
Por lo tanto,
Es la razón de orden de los seres a su Fin y existe en Dios, aunque Él no esté or- La Suma Teológica
denado a un fin, ya que Él mismo es el Fin (Santo Tomás, Suma Teológica: I, 22, a.1, c). será citada en delante
de la siguiente forma:
STh y números co-
En la Providencia divina, se pueden distinguir: rrespondientes.
De este modo, todas las cosas existentes, incluso los seres más insignificantes, en Así lo enseña el
conjunto y cada una en particular, están sometidas a la divina Providencia. mismo Jesús cuando
afirma que Dios Padre
se ocupa del alimento
Por eso, decimos que el alcance de la Providencia es universal, puesto que la cau- de las aves del cielo y
salidad divina es universal. En efecto, la existencia de todo cuanto existe depende de del crecimiento de los
la Causa Primera, cuyo efecto es la ordenación al fin. Además, también el conocimien- lirios del campo (Mt. 6,
to divino, razón formal de la Providencia, comprende todos los entes. 26-28) y asegura que
los cabellos de la ca-
beza de cada hombre
Para entender mejor la Providencia divina, es preciso también tener presente que el están contados (Mt.10,
modo de actuar de esta Causa Primera no es el mismo de las causas segundas, en 30).
las que se producen efectos que escapan a ellas. En cambio, en el orden de la Causa
universal (en el que todas las causas segundas están incluidas), no existe lo fortuito o
casual (STh. I, 22, a.1, ad.1.).
Por otra parte, la acción de la Causa Primera no se realiza siempre de manera dire-
cta, sino que Dios, en su Bondad, ha querido hacer partícipe a las causas segundas
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de su obra, y por ello, la Providencia divina cuenta con la intervención de las criatu-
ras, especialmente del hombre, en la ejecución de su plan. Esto se concretiza también
en el orden sobrenatural, puesto que Dios prevé la intervención de intermediaciones
humanas.
Por eso, si se contempla el mundo, se puede ver cómo Dios gobierna todas las co-
sas valiéndose de los seres superiores para dirigir a los inferiores, lo cual es una
manifestación de la infinitud de su Bondad que ha querido comunicar a las mismas
criaturas la dignidad de ser causas reales. Dicha intervención, en el caso de las criatu-
ras inteligentes, implica la acción libre y, en el caso de las otras criaturas, la acción
infalible y necesaria (STh. A.3, c.). Respecto de las primeras, la existencia de la Provi-
dencia divina no significa que la libertad humana se halle predeterminada y, por ende,
anulada, sino que el plan de Dios es lo que posibilita la existencia de esa libertad, en la
medida en que es Causa tanto del ente que actúa como de su modo de actuar. (Cf.
Garrigou-Lagrange 1980: 148-150).
La Predestinación divina
El término “predes-
Este plan de Dios adquiere un nombre particular cuando se refiere a la salvación tinación” proviene del
del hombre: Predestinación. latín “praedestinatio” y
significa la orientación
de un ser hacia un fin
San Agustín la define así: “es la presciencia y preparación de los beneficios de
antes de que alcance
Dios con los que ciertamente se salvan todos los que se salvan” (De dono perseveran- ese fin.
tiae, c.14, n.35). Así, forma parte de la Providencia divina, porque ésta afecta a todos
los seres en general y la Predestinación, en cambio, se refiere sólo a las personas
humanas y a su orientación a Dios.
Santo Tomás, por su parte, la define como el plan que preexiste en la mente de
Dios para llevar a las criaturas racionales al fin de la Vida eterna (STh. I, 23, a.1, c).
Las Sagradas Escrituras enseñan que Dios ha predestinado desde toda la eterni-
dad a todos los que han de salvarse; así lo expresan las palabras de Jesús: “Vengan
benditos de mi Padre, tomen posesión del reino preparado para ustedes desde la
creación del mundo” (Mt. 25,34).
San Pablo enseña la existencia de la Predestinación así: “Pues a los que de ante-
mano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fue-
ra Él el primogénito entre muchos hermanos, y a los que predestinó a esos también los
justificó: a los que justificó, a ésos los glorificó” (Rom. 8, 29-30).
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La salvación del hombre implica naturalmente una aceptación libre de esta volun-
tad divina, pero aún esa respuesta es fruto de la elevación al orden sobrenatural. Sin
Dios, el hombre no podría dar ni siquiera un primer paso hacia la salvación; es preciso,
entonces, que Dios desee salvarlo, lo elija y lo ame. Por lo tanto, de modo distinto a
nosotros, la elección en Dios es anterior al amor, porque su voluntad es la que de-
cide crear al hombre y luego elevarlo, causando en él el bien sobrenatural (STh I, 23, 4,
c). Dios quiere que todos los hombres se salven, aunque respeta la libre elección de
cada uno.
Para comprender el misterio de la Iglesia, hay que entender que toda la salvación
se origina en la Bondad divina que es difusiva por sí misma y que, en este sentido, se
puede decir que la Iglesia nace “de arriba”, es decir, de un Amor que es anterior al
amor de los creyentes.
Afirmar que Dios tiene un “plan” de salvación en el cual se inserta la Iglesia como
mediadora es reconocer, ante todo, la prioridad e independencia del Amor divino que
ha creado este instrumento salvífico. Dios no ama y no nos elige para formar parte de
este sacramento de salvación en virtud del bien (decisión, dones, talentos) que ve en
nosotros, sino según un pensamiento y elección absolutamente gratuitos.
De este modo, podemos decir que la Iglesia es un misterio porque es fruto de ese
“plan” divino que sólo conoce Él y porque su desarrollo en la historia depende no de
los planes de los hombres, sino de la Predestinación.
la vocación,
la justificación,
el buen uso de la gracia,
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la perseverancia y
la glorificación.
Tal es así que los cristianos, si bien no pueden tener certeza absoluta de su salva-
ción, pueden confiar en este plan amoroso del Padre y en los signos que indican una
pertenencia al número de los predestinados: la vida de la gracia, el espíritu de oración,
la humildad verdadera, la paciencia cristiana para soportar las adversidades, el ejerci-
cio de la caridad y de obras de misericordia, amor a Cristo y la devoción a la Virgen
María y un sincero amor por la Iglesia como espacio de salvación (Cf. Royo Marín
1973: 216-226).
Inteligencia Voluntad
divina divina
Ordenamiento de las
cosas a su Fin último
PROVIDENCIA PREDESTINACIÓN
Plan de salvación
Origen de la Iglesia:
el Amor trinitario
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La Ciudad de Dios está compuesta por quienes aman a Dios por sobre todas
las cosas;
la otra, por por aquellos que construyen su vida sobre el amor propio.
Sin embargo, si bien podemos estar tentados de identificar a la Ciudad de Dios con
la Iglesia, San Agustín aclara justamente que la identificación no es total, aún cuando
ambas realidades están íntimamente imbricadas. Esta Ciudad es una realidad mística,
no institucional, cuyo fundamento es el amor de Dios.
Teniendo en cuenta que el tiempo dura lo que Dios tiene previsto en su infinita Pro- Dios tiene previsto
en su infinita Providen-
videncia, la Iglesia es, entonces, la parte peregrina de la Ciudad de Dios, cuya misión cia que el tiempo dure
consiste en edificar en el tiempo la Ciudad de Dios celestial, de manera tal que la per- hasta que se complete
tenencia a la Iglesia y sus acciones temporales se aclaran a la luz de la realización de el número de los pre-
este objetivo final. destinados a formar
parte de la Ciudad
Celestial.
Ahora bien, el primer motor de la obra de San Agustín, La Ciudad de Dios, es res-
ponder a las acusaciones de los paganos que culpaban a los cristianos de la ruina de
Roma, realizando una apología de la vida cristiana.
Dos amores han dado origen a dos ciudades: el amor de sí mismo hasta el despre-
cio de Dios, la terrena; y el amor de Dios hasta el desprecio de sí, la celestial. La prime-
ra, se gloría en sí misma; la segunda, se gloría en el Señor. Aquella solicita de los
hombres la gloria; la mayor gloria de ésta se cifra en tener a Dios como testigo de su
conciencia. Aquella se engríe en su gloria; ésta dice a su Dios: Gloria mía, tú mantienes
alta mi cabeza. La primera está dominada por la ambición de dominio en sus príncipes
o en las naciones que somete; la segunda se sirve mutuamente en la caridad, los supe-
riores mandando y los súbditos obedeciendo. Aquella ama su propia fuerza en los po-
tentados; ésta le dice a su Dios: Yo te amo, Señor, Tú eres mi fortaleza (XIV, 28; P. L.
41, 456.).
Por eso, en primer lugar, está la ciudad, que es la que da origen a la divinidad, y
luego, el culto a los dioses. Es lo opuesto a la idea de Ciudad de Dios en sentido agus-
tiniano. La religión, en el sentido romano, es consecuencia de la virtud de la piedad,
pero no se trata de una relación interpersonal de amistad con Dios, por lo tanto, no se
puede usar la palabra “religión” en el mismo sentido en que lo hace el cristianismo.
Frente a esto, la noción de “Ciudad de Dios” en San Agustín asume como punto
de partida el hecho histórico de la entrada de Dios en el mundo y, por lo tanto, de un
nuevo tipo de relación que Él establece con los hombres.
Sin embargo, hay un elemento común a las dos perspectivas que definen lo que
es una ciudad: la idea de que los hombres se reúnen en comunidad porque persiguen
un mismo fin, porque aman lo mismo.
De este modo, advierte que no todo lo que el hombre ama es necesariamente bue-
no, por eso, es preciso que exista un orden racional que gobierne el impulso de la
voluntad en dirección a un bien verdadero. Los amores humanos que no se encuadran
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dentro este orden no logran un bien real para la persona; aún cuando los hombres
tengan la capacidad de engañarse amando aquello que no les hace bien.
De acuerdo a esto y considerando los dos amores que distinguen cada una de las
ciudades, San Agustín enseña que el amor de sí mismo es la síntesis del desorden
espiritual, puesto que todas las formas de este desorden tienen su raíz en esta clase
de amor. Por lo tanto, el orgullo es aquello que:
Por el amor de Dios, el hombre descubre que no puede amar el mundo como fin úl-
timo, que la construcción de una ciudad o de un estado no es lo que puede darle un
significado trascendente a su existencia, que todo proyecto político tiene un límite y
que no puede vivir para conquistar un poder humano o realizar una obra temporal,
puesto que nada de esto basta para llenar el deseo de felicidad que tiene en su alma.
El amor a Dios se expresa en el deseo de la Ciudad Celestial como único y ver- La humildad es la
verdad de las cosas y
dadero fin de la existencia humana; por eso, exige de parte del hombre un profundo la gran verdad de lo
acto de humildad. que el hombre es: que
no es Dios y que no
Sólo cuando el hombre descubre a Dios como fin, renuncia al amor de sí mismo puede vivir para sí
mismo.
que tiene gran peso en su alma.
De esta manera, San Agustín ha señalado que, en definitiva, hay dos grandes
amores: el amor de sí mismo y el amor de Dios; que son ellos la fuente de todas las
otras cosas que el hombre ama y la explicación última de los criterios y acciones con
los cuales se conduce a lo largo de su vida. El descubrimiento de estos dos grandes
amores aporta una gran profundidad a la comprensión del hombre y de la historia,
puesto que va al origen mismo de lo que el hombre es y hace.
Estas dos ciudades de las que habla San Agustín no se identifican con institu-
ciones temporales, como ya dijimos, puesto que son comunidades que se inician
antes del tiempo y tienen su fin en la eternidad.
Por otra parte, estas dos ciudades están compuestas no solamente de hombres, si-
no también de ángeles.
Según San Agustín, son algunos de ellos, los ángeles malos, quienes decidieron
libremente negarse a servir a Dios, apartándose para siempre de la Visión divina, y
con esta decisión, no sólo dejaron de ser parte de la Ciudad de Dios, sino que funda-
ron una ciudad opuesta que tiene por jefe al demonio (La Ciudad de Dios: XII, 1; P.L.
41, 347-350).
Los ángeles buenos, en cambio, pertenecen a la Ciudad de Dios, junto a los hom-
bres que tienen una relación de amistad con Dios. Todos juntos conforman una so-
ciedad fundada en el amor a Él:
Son el Pueblo de Dios, que se origina con Abraham y que, con la venida de Cristo,
se hace presente en la historia ya no sólo espiritual, sino socialmente.
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Esta Ciudad es universal y se enfrenta con la ciudad terrenal que la somete conti-
nuamente a persecuciones y aflicciones. La Ciudad de Dios tiene como centro de
toda su existencia a Dios mismo, puesto que los hombres que a ella pertenecen saben
que esta Ciudad proviene de Dios, va hacia Dios y camina en virtud de la fuerza espiri-
tual infundida por Él en el corazón de los hombres. Es la Ciudad de los hombres que le
pertenecen al Creador (La Ciudad de Dios: XV, 2; P.L. 41, 439).
Ahora bien, para San Agustín, las gracias son distribuidas por Dios según el plan
con el cual la Sabiduría divina conduce a los hombres hasta la Ciudad Celestial, es
decir, la Predestinación.
Tal como decíamos anteriormente, la Predestinación es este mismo amor que fun-
da la Ciudad de Dios por el que Dios elige, llama y concede las gracias necesarias
para que el hombre responda a esta vocación sobrenatural. Si no fuera así, el hom-
bre no podría responder al llamado divino que lo convoca a formar parte de la Ciudad
de Dios que peregrina en la historia.
Por lo tanto,
Para San Agustín, la pertenencia a la Ciudad de Dios será de acuerdo a esta Pre-
destinación, la cual cuenta con la intervención del libre albedrío de los hombres, que
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es un elemento fundamental, pues no tendría sentido que Dios impusiera a los hom-
bres la obligación de amarlo de una manera forzada y no voluntaria.
No ocurrió así con el Dios omnipotente… No le faltó a Él el plan para completar, sa-
cándolos del género humano condenado de su ciudad, el número de los ciudadanos
que tenía predestinados en su Sabiduría. Así como también los separó precisamente
por gracia, no por sus méritos (La Ciudad de Dios, XIV, 26; P.L. 41, 435).
Al fundar la Ciudad de Dios en el amor a Dios, lo que San Agustín destaca es que
es fruto de la elección divina, que nace de la Caridad divina y que es anterior a cual-
quier acción o decisión de los hombres. Esta prioridad del Amor divino por sobre lo
humano es fundamental para comprender la naturaleza teológica de este misterio y
el sentido de que el centro de la Ciudad esté puesto en Cristo. Cf. Sa Agustín, La
Ciudad de Dios: La
Ciudad de Dios, XV,
Se trata de un conjunto de ciudadanos que peregrinan en este mundo, buscan- 18; P. L. 41, 461.
do la Ciudad de Dios celestial, movidos por la gracia divina y sostenidos en la es-
peranza de que esta Ciudad se sustenta y construye en el amor de Dios y no en el
amor humano; más precisamente, en lo que ha conquistado el amor de Dios para los
hombres, es decir, la Resurrección de Cristo.
Durante la peregri-
Por eso, San Agustín define a esta Ciudad como la Ciudad de la paz, puesto que nación temporal, la
el orden, ya no sólo externo sino también interno, sólo se logra cuando los hombres Ciudad de Dios no
tienen a Dios como principio y fin de su existencia: puede definir, con
certeza absoluta, quié-
La paz de una ciudad es la concordia bien ordenada en el gobierno y en la obedien- nes son los que a ella
cia de sus ciudadanos. La paz de la Ciudad celeste es la sociedad perfectamente orde- pertenecen, ya que la
incorporación y per-
nada, perfectamente armoniosa en el gozar de Dios y en el mutuo gozo de Dios. La paz
manencia en ella es un
de todas las cosas es la tranquilidad en el orden (La Ciudad de Dios: XIX, 13; P.L. 41, acto de comunión
640). espiritual y no una
pertenencia institucio-
Para el Doctor de Hipona, no hay identificación absoluta entre la Ciudad de Dios y nal. San Agustín ense-
la Iglesia, puesto que aquella no se identifica con la realidad institucional; sin embargo, ña que ambas ciuda-
des están “entrelaza-
esta teología de la historia tiene la virtud de señalar con claridad el sentido de la Igle- das” y “mezcladas”
sia y su existencia temporal, esto es, completar el número de los predestinados a hasta que sean sepa-
formar parte de la Ciudad celestial (Cf. Ramos 1997: 75-80). radas en el Juicio Final
(Cf. La Ciudad de
De esta manera, la pertenencia a la institución eclesial no es garantía absoluta de Dios, I, 35; P.L. 41,
46).
conseguir el verdadero fin de la Iglesia, si no se alcanza esta comunión con Dios. Por
lo tanto, en ella, están presentes algunos que no participan de esta comunión porque
buscan otro fin.
Por otra parte, la doctrina de San Agustín tiene el valor de presentar la visión de la
Iglesia en una perspectiva dinámica, progresiva y ascendente, es decir, como una
comunidad de hombres reunidos en el amor de Dios, en busca de la Ciudad definitiva,
hasta alcanzar la realización del “Cristo total” (Gilson 1987: 239).
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El Aquinate cita, en esta cuestión, a San Agustín y su obra, La Ciudad de Dios, co-
mo autoridad teológica, con lo cual señala la fuente de su pensamiento; pero él rela-
ciona también la edificación de la Ciudad de Dios con la Predestinación, puesto que
considera la Iglesia como una comunión teologal con Dios y con los cristianos.
Santo Tomás coincide, además, con San Agustín en que se puede determinar el
sentido de la historia en función de este fin sobrenatural, es decir, en función de la
construcción de la Ciudad de Dios celestial.
Por eso, para él, el sentido del tiempo radica en producir la multiplicación de las
almas racionales, que se produce según un número de elegidos predeterminado por
Dios, de forma tal que, una vez conseguido este número, la historia se detiene; es de-
cir, el sentido del tiempo está en función de la conquista de ciudadanos que debe
realizar la Iglesia (De potentia, 5, a.5, c). De este modo, es posible observar que,
Al afirmar esto si
para Santo Tomás, la Iglesia, que es la Ciudad de Dios terrenal, es una “madre”,
bien Santo Tomás se
puesto que por ella somos engendrados para la Iglesia triunfante (In Galatas, c. inspira sólo en la doc-
4, l. 8 [258]). trina agustiniana, tam-
bién lo hace en las
Sagradas Escrituras;
La Ciudad es el lugar donde se conoce a Dios; así el conocimiento de la fe alcanza por eso, apela al Sal-
su realización en la Visión beatífica (In psalmo, 47, n. 2). mo 47 para hablar de
la Ciudad de Dios, y su
vez, en el comentario a
Otro de los puntos en los que Santo Tomás sigue a su maestro es al marcar la pro-
dicho Salmo, explica la
funda vinculación entre la Iglesia terrenal y la Iglesia triunfante. Sin embargo, realiza unión que existe entre
una interpretación más precisa de la idea de pertenencia a la ciudad terrenal: conside- los diversos estados
ra que esta última no es una ciudad opuesta a la Ciudad de Dios, sino el ámbito de de esta Ciudad.
realización temporal de los hombres.
grinen en la tierra, según aquello del Apóstol, Efesios 2, 19: “Ciudadanos de los santos
y familiares de Dios”.
Para esto, para que el hombre sea partícipe de esta Ciudad, no basta su naturaleza,
sino que para esto es elevado por la gracia de Dios. Pues es manifiesto que las virtu-
des que corresponden al hombre en cuanto participa de esta Ciudad, no puede adqui-
rirlas por sus fuerzas naturales (De vertutibus in communis, a. 9, c).
Por eso, para Santo Tomás, no existe rivalidad entre la ciudad terrenal y la Ciudad
de Dios, o mejor dicho, no debería existir, puesto que la ciudad temporal debería estar
ordenada al fin último sobrenatural, si es que busca la realización verdadera de sus
ciudadanos. En cambio, para San Agustín, la ciudad terrenal tiene una connotación
negativa, ya que lucha contra la Ciudad de Dios.
De esta manera, Santo Tomás expresa la armonía fundamental que debe existir
entre el orden natural y el sobrenatural. Esta armonía se funda en la noción de bien
común que asume de la filosofía política de Aristóteles y de la preponderancia de la
causa final.
Esta ciudad se regocija por las gracias del Espíritu Santo que descienden en ella…
El segundo efecto es la santidad, por esto dice que santificó su tabernáculo altísimo.
Este tabernáculo, de alguna manera, es la misma ciudad (In psalmo 45, n. 3.9).
De dos maneras se puede amar el bien de una ciudad: un modo para poseerlo, y
otro modo para conservarlo. Amar el bien de una ciudad para poseerlo y tenerlo, no
hace al bien político, porque así también ama un tirano un bien de una ciudad, para
dominarla, lo cual es amarse más a sí mismo que a la ciudad. Pero amar el bien de la
ciudad para conservarlo y defenderlo, esto es, amar verdaderamente a la ciudad… Así
pues amar el bien que es participado por los santos como tenido o poseído, no dispone
al hombre a la bienaventuranza, porque así también los malos desean aquel bien, pero
amar aquel bien en sí mismo, para que se conserve y se difunda, y no se haga nada
contra ese bien, esto dispone bien al hombre para aquella sociedad de santos. Y ésta
es la caridad, que ama a Dios por sí mismo, y a los prójimos que son capaces de la
Bienaventuranza como a sí mismos (De caritate, a. 2, c).
La observación de Santo Tomás es muy profunda, puesto que no basta con estar
en la Iglesia y buscar su bien;
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el amor por la Iglesia debe ser el amor a Dios, amado por Sí mismo y no por los
bienes espirituales o materiales que esa pertenencia pueda conllevar.
De este modo, aquel que pertenece a la Ciudad de Dios, sobre todo si tiene que
ejercer el servicio ministerial de conducir a la comunidad, no debe buscar el bien pro-
pio. Porque de acuerdo a la afirmación agustiniana sobre la existencia de dos grandes
amores, identificar el bien propio con el bien de la Iglesia, equivale a decir que la Igle-
sia es una obra humana y no divina; por lo tanto, es una de las manifestaciones del
amor al poder, es decir, del amor de sí mismo.
En esta visión de la Iglesia de San Agustín y Santo Tomás, hay un aspecto que po-
cas veces se tiene en cuenta en la eclesiología: la participación de los ángeles,
puesto que el Aquinate, siguiendo las enseñanzas de su maestro, sostiene que el
Cuerpo Místico de Cristo está compuesto por una multitud sobrenatural de ángeles y
de hombres que están ordenados a la gracia y a la fruición de la Gloria divina.
Tanto los ángeles como los hombres constituyen un verdadero Cuerpo, porque se
trata de una multitud ordenada a un mismo fin por acciones y funciones diversas (STh,
III, 8, a.4, c). Para Santo Tomás, Cristo es la Cabeza del Cuerpo, que es la Iglesia, y
por lo tanto, la Cabeza no sólo de los hombres, sino también de los ángeles. Por eso,
está en comunicación permanente con ellos, que ya participan de su Gloria.
Los ángeles forman parte de la Iglesia por la solidaridad que los une con los hom-
bres y porque cumplen una función interviniendo según los planes de Dios. De este
modo, una vez más, afirmamos que
la Iglesia desciende del Cielo, porque allí tiene no sólo su Cabeza, Cristo glorifi-
cado, quien la edifica con sus gracias y con el envío del Espíritu Santo, y sus
columnas, los apóstoles, sino también a los ángeles, que siguen actuando como
mensajeros divinos en la Iglesia temporal (Journet 1969: 188-195).
Los ángeles están en la presencia de Dios, quien los hace partícipes de la edifi-
cación de la Iglesia, revelándoles el espectáculo de su desarrollo en el tiempo. Esto
enseña Journet al momento de interpretar las siguientes palabras de la Iglesia:
para que los Principados y las Potestades celestiales, conozcan la infinita variedad
de la sabiduría de Dios por medio de la Iglesia (Ef. 3, 10).
Y ahora ustedes han recibido anuncio de este mensaje por obra de quienes, bajo la
acción del Espíritu Santo enviado del Cielo, les transmitieron la Buena Noticia que los
ángeles ansían contemplar (1 Pe. 1, 12).
El misterio de Cristo, como dice San Pablo, es también participado a los ángeles:
“Él se manifestó en la carne, fue justificado en el Espíritu, contemplado por los ánge-
les, proclamado a los paganos, creído en el mundo y elevado a la Gloria” (1 Tim. 3,
16).
El misterio del Reino de Dios, que ha inaugurado Cristo en la historia y que continúa
en la Iglesia, es revelado a los ángeles, como enseña también Santo Tomás (STh,
LXIV, a. 1, ad. 4).
A pesar de que Cristo muere por los hombres y no por los ángeles, a partir de la
Encarnación, la humanidad de Cristo se convierte en instrumento universal de salva-
ción, de forma tal que la gracia y la gloria de los ángeles se puede llamar también “de
Cristo”, en cuanto Él es el único Salvador (STh: III, 8, a. 4, ad. 3).
La Iglesia terrenal, por lo tanto, no debería olvidar que es asistida por estos seres
espirituales en la edificación temporal de la Ciudad de Dios.
La Iglesia en la historia
La teoría agustiniana de las dos ciudades aporta una visión teológica de la historia
que sirve de marco a la presentación del misterio de la Iglesia, puesto que permite
destacar algunos elementos teológicos constitutivos de la naturaleza eclesial.
Sin embargo, hay otra relación que la eclesiología debería tener con la historia: el
aporte que la Iglesia hace al sentido teológico de la historia, o mejor dicho, la reflexión
sobre la Iglesia en el contexto de una teología de la historia.
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Sin embargo, hay otro aspecto que también debería ser tenido en cuenta a la hora
de pensar la Iglesia y éste es el significado de su presencia en la historia: no en un
momento determinado, ni en una cultura, sino en el contexto de la totalidad de la histo-
ria, porque para entender el misterio de la Iglesia, uno no se debe detener solamente
en las características particulares de una Iglesia local o en los modos propios de una
institución eclesial, sino en la dimensión universal de la Iglesia.
La relación que la Iglesia debe tener con la historia es mucho más profunda que la
vinculación directa con circunstancias de un período determinado; tiene que ver con:
Marrou habla de “el tiempo de la Iglesia”, puesto que sostiene que, en el período
que transcurre hasta la segunda venida de Cristo, la Iglesia debe cumplir, como ins-
trumento salvífico, su misión; y puesto que lo que le da sentido a la historia es el logro
de ese estado definitivo, la eternidad, hay que reconocer que
la Iglesia no cumple un rol accidental, sino más bien esencial en la historia, por
lo cual la razón de ser del tiempo tiene que ver con la tarea que tiene que cumplir
la Iglesia:
La Iglesia es, ante todo, obra de la Trinidad, obra del Plan de salvación de Dios
Padre que se realiza mediante la predestinación y que le da sentido a la historia,
aunque su fin está fuera del tiempo en la Ciudad Celestial.
Ramos
04 – Misterio de la Iglesia – Parte I. Unidad 1 El plan de salvación del Padre 20
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Corrección de estilo: Mg. María Clara Lucifora y Lic. María Verónica Riedel