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4 Misterio de la Iglesia

Dr. Alejandro Ramos

Parte I: La Iglesia como obra de la Trinidad

Unidad 1: El plan de salvación del Padre


Versión 1 /septiembre 2011

José miguel ravasi editor


Nada obsta a la Fe y Moral católicas para su publicación.
Puede imprimirse
S.E.R. Mons. Héctor Aguer, Arzobispo de La Plata La Plata, 26 de junio de 2008.
Ramos
04 – Misterio de la Iglesia – Parte I. Unidad 1 El plan de salvación del Padre 2

Índice
Introducción ........................................................................................................................................... 1

El origen del misterio de la Iglesia ......................................................................................................... 1

El plan de salvación del Padre ........................................................................................................... 2

La Providencia divina ........................................................................................................................ 2

La Predestinación divina .................................................................................................................... 4

La Ciudad de Dios en la historia ............................................................................................................ 7

La Ciudad de Dios en San Agustín .................................................................................................... 7


Origen del término “ciudad” ............................................................................................................................8
Los dos amores ..............................................................................................................................................8
Ciudadanos de cada ciudad: los ángeles y los hombres .............................................................................10
Las ciudades en la historia ...........................................................................................................................10
El amor como fruto de la gracia ....................................................................................................................11

La Ciudad de Dios en Santo Tomás ................................................................................................ 13


La participación de los ángeles ....................................................................................................................15

La Iglesia en la historia..................................................................................................................... 16

Bibliografía completa ........................................................................................................................... 20


Documentos eclesiales .................................................................................................................................22

Copyright © Universidad FASTA 2011. Se concede permiso para copiar y distribuir sin fines comerciales este documento con la
única condición de mención de autoría / responsabilidad intelectual del contenido original.
Introducción
El misterio de la Iglesia se comprende, en primer lugar, a la luz del misterio de la
Trinidad divina; de Ella nace, Ella es su causa ejemplar y hacia Ella se dirige, es decir,
que la Iglesia, ante todo, existe por y para las Personas Divinas.

Por este motivo, hemos asumido este hecho como punto de partida para estas re-
flexiones sobre la naturaleza de la Iglesia; consideramos que no se puede dejar para
más adelante lo que constituye el origen y la razón de ser de la Iglesia en el mundo.

Asumir este punto de partida implica reconocer que no seguimos el desarrollo de


la mayoría de los manuales de eclesiología, los cuales comienzan por el proceso histó-
rico que recorre la autoconciencia de la Iglesia, desde la Sagrada Escritura hasta la
teología contemporánea. En nuestra opinión, antes de ver cómo la Iglesia se pensó a
sí misma en la historia, es mejor descubrir por qué y cómo Dios la pensó en la eter-
nidad.

El origen del misterio de la Iglesia


Para comprender el misterio de la Iglesia, como primera instancia, es necesario:

ƒ comprender que es fruto del Amor de Dios, Amor absolutamente gratuito,


fundado en la Bondad divina y anterior a cualquier respuesta de los hom-
bres;

ƒ darle prioridad a la visión sobrenatural de la Iglesia, entendiendo de qué


manera el plan divino ingresa y se desarrolla en la historia, porque la institu-
ción eclesial es la parte peregrina de la Ciudad de Dios, que se edifica se-
gún la Predestinación divina (que le da sentido al tiempo) y se realiza en la
eternidad.

La Lumen Gentium (Constitución sobre la Iglesia) señala este camino: para em- Lumen Gen-
pezar a hablar de la Iglesia, se refiere a la obra de las Personas divinas. Resulta una tium aparecerá
elección original, puesto que, por primera vez en la historia de la eclesiología, un do- como LG.
cumento magisterial establece los principios doctrinales que manifiestan el origen trini-
tario de la comunidad cristian (Alonso 1966: 143).

La Constitución sobre la Iglesia comienza así:

El Padre Eterno creó el mundo universo por un libérrimo y misterioso designio de su


sabiduría y de su bondad; decretó elevar a los hombres a la participación de su vida di-
vina y, caídos por el pecado de Adán, no los abandonó, antes bien les brindó siempre
su ayuda, en atención a Cristo Redentor, “que es la imagen de Dios invisible, primogé-
nito de toda criatura” (Col 1, 15). A todos los elegidos desde toda la eternidad el Padre
“los conoció de antemano y los predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo,
para que éste sea el primogénito entre muchos hermanos” (Rom 8, 29). Determinó
convocar a los creyentes en Cristo en la Santa Iglesia, que prefigurada ya desde el ori-
gen del mundo, preparada admirablemente en la historia del pueblo de Israel y en el
Antiguo Testamento, constituida en los últimos tiempos, fue manifestada por la efusión
del Espíritu Santo, y que se perfeccionará gloriosamente al fin de los siglos. Entonces,
como se lee en los Santos Padres, todos los justos descendientes de Adán, “desde
Abel el justo hasta el último elegido”, se congregarán junto al Padre en una Iglesia Uni-
versal (LG, 2).
Ramos
04 – Misterio de la Iglesia – Parte I. Unidad 1 El plan de salvación del Padre 2

Este texto sitúa el origen de la Iglesia no en un hecho histórico, sino en la exis-


tencia de un plan divino, de un decreto de salvación, que se realiza mediante la
Predestinación.

A continuación, vamos a explicar en qué consiste ese plan, cuál es la relación entre
la Predestinación y la Iglesia y cuál es el sentido de su presencia en la historia.

El plan de salvación del Padre


El plan de salvación del cual habla el texto de la Constitución sobre la Iglesia es el
de la Predestinación divina, por eso, tenemos que referirnos a este tema de la teolo-
gía que, en pocas oportunidades, aparece vinculado a la eclesiología.

San Agustín fue unos de los primeros en vincular la Predestinación con el misterio
de la Iglesia. En su obra sobre la Ciudad de Dios, el obispo de Hipona sostiene que la
Ciudad de Dios se edifica en el tiempo según los designios divinos.

Su discípulo Santo Tomás asume esta perspectiva eclesial incorporando la teolo-


gía agustiniana a su visión de la Iglesia; por eso, enseña que la Predestinación es la
explicación de la causa de la gracia.

A nuestro juicio, tal como dijimos antes, no se trata de un tema más de la eclesiolo-
gía, sino del punto de partida de toda reflexión teológica sobre el misterio de la
Iglesia, puesto que esta última es esencialmente la comunión de los hombres con
Dios y entre sí; pero el Amor de Dios es el que tiene prioridad sobre la respuesta del
hombre y es la causa de la aceptación libre del hombre a formar parte de esta comu-
nidad de salvación.

Si el hombre no fuera elevado por la gracia a participar de esta Vida divina, no po-
dría realizar actos sobrenaturales. Ahora bien, ese acto de amor de Dios es, a su vez,
precedido por un plan de acciones por el que Dios obra, directamente y a través de
diversos intermediarios, en los hombres.

La Providencia divina
La Providencia es el plan eterno de Dios para conducir todas las cosas al Fin
último, que es Él mismo.

El término griego “pro uoeo” significa `proveer´, `tener cuidado de las cosas´; su
traducción latina, “pro videre”, se refiere a la acción de ver de lejos una cosa. Así,
siguiendo esta etimología, el término “Providencia” se aplica en teología para mencio-
nar la razón preexistente en la mente divina del orden de las cosas a su Fin:

ƒ Comprende un acto del entendimiento divino: tanto el conocimiento del Fin El Concilio Vati-
y de los medios para su consecución como el gobierno de las criaturas. cano I definió solem-
nemente la existencia
de la Providencia divi-
ƒ Comprende también un acto de la voluntad: la intención del Fin y la elección na con la cual Dios
de los medios para alcanzarlo. conserva y gobierna
todas las cosas, opo-
niéndose a las tesis del
Esta definición dogmática se funda en la enseñanza de la Sagrada Escritura que, fatalismo pagano, el
en numerosas ocasiones, se refiere a este gobierno divino: “Se extiende poderosa del deísmo y el materia-
uno al otro extremo y lo gobierna todo con suavidad” (Sab. 8, 1); “Todo lo dispusiste lismo (Cf. Denz-Hun nº
con medida, número y peso” (Sab. 11, 21). 3003).
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04 – Misterio de la Iglesia – Parte I. Unidad 1 El plan de salvación del Padre 3

La revelación de este misterio de la Providencia divina debería generar en el hom-


bre un sentimiento de confianza al saberse protegido por un Dios que cuida de él:

Por eso os digo: No andéis preocupados por vuestra vida, qué comeréis ni por vues-
tro cuerpo, con qué os vestiréis. ¿No vale más la vida que el alimento y el cuerpo más
que el vestido? Mirad las aves del cielo no siembran ni cosechan, ni recogen en grane-
ros; y vuestro Padre celestial las alimenta ¿No valéis vosotros más que ellas?” (Mt, 6,
26-27).

La explicación teológica de la Providencia divina se funda en las nociones de bien y


de orden, puesto que, de las cosas creadas por Dios, cada una posee:

ƒ un bien en el orden de la naturaleza y


ƒ un bien en orden al fin último, al cual todos los seres tienden, porque se rea-
lizan en la medida en que lo alcanzan.

Por lo tanto,

La Providencia es la preexistencia en la Mente divina de los seres creados por


Dios, su bien natural y el bien que consiguen en virtud de su ordenación al fin
último.

Es la razón de orden de los seres a su Fin y existe en Dios, aunque Él no esté or- La Suma Teológica
denado a un fin, ya que Él mismo es el Fin (Santo Tomás, Suma Teológica: I, 22, a.1, c). será citada en delante
de la siguiente forma:
STh y números co-
En la Providencia divina, se pueden distinguir: rrespondientes.

ƒ el orden de las cosas a su fin, es decir, el “plan” que es eterno, y


ƒ la ejecución de ese plan que tiene lugar en el tiempo mediante un acto del
gobierno divino del mundo.

De este modo, todas las cosas existentes, incluso los seres más insignificantes, en Así lo enseña el
conjunto y cada una en particular, están sometidas a la divina Providencia. mismo Jesús cuando
afirma que Dios Padre
se ocupa del alimento
Por eso, decimos que el alcance de la Providencia es universal, puesto que la cau- de las aves del cielo y
salidad divina es universal. En efecto, la existencia de todo cuanto existe depende de del crecimiento de los
la Causa Primera, cuyo efecto es la ordenación al fin. Además, también el conocimien- lirios del campo (Mt. 6,
to divino, razón formal de la Providencia, comprende todos los entes. 26-28) y asegura que
los cabellos de la ca-
beza de cada hombre
Para entender mejor la Providencia divina, es preciso también tener presente que el están contados (Mt.10,
modo de actuar de esta Causa Primera no es el mismo de las causas segundas, en 30).
las que se producen efectos que escapan a ellas. En cambio, en el orden de la Causa
universal (en el que todas las causas segundas están incluidas), no existe lo fortuito o
casual (STh. I, 22, a.1, ad.1.).

Aquí se halla, además, la explicación de la existencia del mal en el mundo, pues-


to que Dios mira, ante todo, la realización del universo en su conjunto, que está com-
puesto de diversos seres cuyas deficiencias no impiden el bien de todos; de modo que
lo que resulta un mal para alguno en particular es un bien para el conjunto. Por lo tan-
to, Dios permite el mal porque puede sacar de un mal un bien de orden superior.

Por otra parte, la acción de la Causa Primera no se realiza siempre de manera dire-
cta, sino que Dios, en su Bondad, ha querido hacer partícipe a las causas segundas
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de su obra, y por ello, la Providencia divina cuenta con la intervención de las criatu-
ras, especialmente del hombre, en la ejecución de su plan. Esto se concretiza también
en el orden sobrenatural, puesto que Dios prevé la intervención de intermediaciones
humanas.

La razón de ser más profunda de la Iglesia se halla en esta decisión divina de


hacer partícipe, y no sólo receptora pasiva de la obra de la salvación, a la natura-
leza humana.

Por eso, si se contempla el mundo, se puede ver cómo Dios gobierna todas las co-
sas valiéndose de los seres superiores para dirigir a los inferiores, lo cual es una
manifestación de la infinitud de su Bondad que ha querido comunicar a las mismas
criaturas la dignidad de ser causas reales. Dicha intervención, en el caso de las criatu-
ras inteligentes, implica la acción libre y, en el caso de las otras criaturas, la acción
infalible y necesaria (STh. A.3, c.). Respecto de las primeras, la existencia de la Provi-
dencia divina no significa que la libertad humana se halle predeterminada y, por ende,
anulada, sino que el plan de Dios es lo que posibilita la existencia de esa libertad, en la
medida en que es Causa tanto del ente que actúa como de su modo de actuar. (Cf.
Garrigou-Lagrange 1980: 148-150).

La Predestinación divina
El término “predes-
Este plan de Dios adquiere un nombre particular cuando se refiere a la salvación tinación” proviene del
del hombre: Predestinación. latín “praedestinatio” y
significa la orientación
de un ser hacia un fin
San Agustín la define así: “es la presciencia y preparación de los beneficios de
antes de que alcance
Dios con los que ciertamente se salvan todos los que se salvan” (De dono perseveran- ese fin.
tiae, c.14, n.35). Así, forma parte de la Providencia divina, porque ésta afecta a todos
los seres en general y la Predestinación, en cambio, se refiere sólo a las personas
humanas y a su orientación a Dios.

Santo Tomás, por su parte, la define como el plan que preexiste en la mente de
Dios para llevar a las criaturas racionales al fin de la Vida eterna (STh. I, 23, a.1, c).

De este modo, se trata de un plan que consiste:

ƒ en la ordenación racional de los hombres a su Fin sobrenatural y


ƒ en la correspondiente administración de los medios necesarios para alcan-
zar dicho Fin.

El objetivo de la Predestinación es la gloria de Dios y el Señorío de Cristo Resuci-


tado, ya que, como afirma San Pablo: “todo es de ustedes, pero ustedes son de Cristo,
y Cristo de Dios” (1 Cor. 3,23).

Las Sagradas Escrituras enseñan que Dios ha predestinado desde toda la eterni-
dad a todos los que han de salvarse; así lo expresan las palabras de Jesús: “Vengan
benditos de mi Padre, tomen posesión del reino preparado para ustedes desde la
creación del mundo” (Mt. 25,34).

San Pablo enseña la existencia de la Predestinación así: “Pues a los que de ante-
mano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fue-
ra Él el primogénito entre muchos hermanos, y a los que predestinó a esos también los
justificó: a los que justificó, a ésos los glorificó” (Rom. 8, 29-30).
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Por lo tanto, la existencia de la Predestinación responde a la necesidad que tiene


el hombre de ser elevado al orden sobrenatural, puesto que, con las energías de sus Esto no significa,
de ninguna manera,
capacidades naturales, no puede alcanzar un fin sobrenatural que lo supera absoluta- que hay algunos que
mente. Así, el hombre tiene que ser elevado a participar de la vida divina y movido están predestinados a
por la fuerza de la gracia para que sus potencias naturales sean capaces de realizar salvarse y otros, a
acciones sobrenaturales. La forma de realizar esto es lo que preexiste en la mente condenarse; Dios no
predestina a nadie
divina, que es la que destina y envía los dones y conduce hacia la vida eterna. para el infierno, sino
que respeta la liber-
En conclusión, tad de los hombres
que pueden negarse a
la Predestinación consiste en un plan de Dios para conducir a los hombres al recibir los auxilios
Cielo y en la ejecución de dicho plan en el hombre; plan en virtud del cual luego divinos y a tener parte
en el Reino de los
distribuye las gracias. cielos.

La salvación del hombre implica naturalmente una aceptación libre de esta volun-
tad divina, pero aún esa respuesta es fruto de la elevación al orden sobrenatural. Sin
Dios, el hombre no podría dar ni siquiera un primer paso hacia la salvación; es preciso,
entonces, que Dios desee salvarlo, lo elija y lo ame. Por lo tanto, de modo distinto a
nosotros, la elección en Dios es anterior al amor, porque su voluntad es la que de-
cide crear al hombre y luego elevarlo, causando en él el bien sobrenatural (STh I, 23, 4,
c). Dios quiere que todos los hombres se salven, aunque respeta la libre elección de
cada uno.

Para comprender el misterio de la Iglesia, hay que entender que toda la salvación
se origina en la Bondad divina que es difusiva por sí misma y que, en este sentido, se
puede decir que la Iglesia nace “de arriba”, es decir, de un Amor que es anterior al
amor de los creyentes.

Afirmar que Dios tiene un “plan” de salvación en el cual se inserta la Iglesia como
mediadora es reconocer, ante todo, la prioridad e independencia del Amor divino que
ha creado este instrumento salvífico. Dios no ama y no nos elige para formar parte de
este sacramento de salvación en virtud del bien (decisión, dones, talentos) que ve en
nosotros, sino según un pensamiento y elección absolutamente gratuitos.

Tal como enseñan San Agustín y Santo Tomás,

la Iglesia existe en el mundo como fruto y como instrumento de la Predestina-


ción, puesto que, es el medio por el cual Dios otorga a los hombres las gracias
de la salvación.

Y esta capacidad que tiene la Iglesia de ser instrumento de la salvación se funda en


Cristo, como explicaremos más adelante.

De este modo, podemos decir que la Iglesia es un misterio porque es fruto de ese
“plan” divino que sólo conoce Él y porque su desarrollo en la historia depende no de
los planes de los hombres, sino de la Predestinación.

Los efectos propios de la Predestinación son:

ƒ la vocación,
ƒ la justificación,
ƒ el buen uso de la gracia,
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04 – Misterio de la Iglesia – Parte I. Unidad 1 El plan de salvación del Padre 6

ƒ la perseverancia y
ƒ la glorificación.
Tal es así que los cristianos, si bien no pueden tener certeza absoluta de su salva-
ción, pueden confiar en este plan amoroso del Padre y en los signos que indican una
pertenencia al número de los predestinados: la vida de la gracia, el espíritu de oración,
la humildad verdadera, la paciencia cristiana para soportar las adversidades, el ejerci-
cio de la caridad y de obras de misericordia, amor a Cristo y la devoción a la Virgen
María y un sincero amor por la Iglesia como espacio de salvación (Cf. Royo Marín
1973: 216-226).

Dios Causa primera

Inteligencia Voluntad
divina divina

Ordenamiento de las
cosas a su Fin último

Respecto al Respecto a las criaturas


Universo racionales

PROVIDENCIA PREDESTINACIÓN

Plan de salvación

Origen de la Iglesia:
el Amor trinitario
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La Ciudad de Dios en la historia

La Ciudad de Dios en San Agustín


Para comprender mejor el sentido que tiene la presencia de la Iglesia en el mundo
y, en consecuencia, su dimensión histórica, podemos recurrir a la teología de la his-
toria que presenta San Agustín en su obra La Ciudad de Dios.

En efecto, el obispo de Hipona ofrece una visión cristiana de la historia en el marco


de una reflexión teológica sobre el sentido de la historia universal, al considerar que
existen dos ciudades en disputa permanente basadas en el objeto del amor de sus
miembros.

ƒ La Ciudad de Dios está compuesta por quienes aman a Dios por sobre todas
las cosas;

ƒ la otra, por por aquellos que construyen su vida sobre el amor propio.
Sin embargo, si bien podemos estar tentados de identificar a la Ciudad de Dios con
la Iglesia, San Agustín aclara justamente que la identificación no es total, aún cuando
ambas realidades están íntimamente imbricadas. Esta Ciudad es una realidad mística,
no institucional, cuyo fundamento es el amor de Dios.

Teniendo en cuenta que el tiempo dura lo que Dios tiene previsto en su infinita Pro- Dios tiene previsto
en su infinita Providen-
videncia, la Iglesia es, entonces, la parte peregrina de la Ciudad de Dios, cuya misión cia que el tiempo dure
consiste en edificar en el tiempo la Ciudad de Dios celestial, de manera tal que la per- hasta que se complete
tenencia a la Iglesia y sus acciones temporales se aclaran a la luz de la realización de el número de los pre-
este objetivo final. destinados a formar
parte de la Ciudad
Celestial.
Ahora bien, el primer motor de la obra de San Agustín, La Ciudad de Dios, es res-
ponder a las acusaciones de los paganos que culpaban a los cristianos de la ruina de
Roma, realizando una apología de la vida cristiana.

Sin embargo, ese objetivo se ve desbordado y la obra que compone, a lo largo de


trece años, resulta ser una síntesis de su reflexión sobre el sentido del mal y del
desorden en la historia. En el libro XIV, del De civitate Dei, sintetiza así su pensa-
miento:

Dos amores han dado origen a dos ciudades: el amor de sí mismo hasta el despre-
cio de Dios, la terrena; y el amor de Dios hasta el desprecio de sí, la celestial. La prime-
ra, se gloría en sí misma; la segunda, se gloría en el Señor. Aquella solicita de los
hombres la gloria; la mayor gloria de ésta se cifra en tener a Dios como testigo de su
conciencia. Aquella se engríe en su gloria; ésta dice a su Dios: Gloria mía, tú mantienes
alta mi cabeza. La primera está dominada por la ambición de dominio en sus príncipes
o en las naciones que somete; la segunda se sirve mutuamente en la caridad, los supe-
riores mandando y los súbditos obedeciendo. Aquella ama su propia fuerza en los po-
tentados; ésta le dice a su Dios: Yo te amo, Señor, Tú eres mi fortaleza (XIV, 28; P. L.
41, 456.).

De este modo, San Agustín establece como explicación de la historia la confronta-


ción entre estas dos ciudades, porque encuentra en ellas las dos grandes motivacio-
nes que mueven realmente a los hombres: buscar a Dios o buscarse a sí mismos.
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04 – Misterio de la Iglesia – Parte I. Unidad 1 El plan de salvación del Padre 8

Origen del término “ciudad”

Este doctor de la Iglesia toma la idea de “ciudad” de la Sagrada Escritura, particu-


larmente de los Salmos (86, 47, 45). La Biblia menciona a Jerusalén y a Babilonia, tal
como aparecen en el Libro del Apocalipsis, como dos comunidades de hombres en-
frentadas. La idea, por otra parte, de las dos ciudades era un tema que ya estaba, de
alguna manera, incorporado por algunos autores a la tradición patrística, pues algu-
nos de ellos (Orígenes, Ambrosio, entre otros) habían aludido, en sus obras, a este
tema bíblico (Cf. Trapé 1978: LXVI). Pero San Agustín acude también a una fuente de
origen distinto, puesto que la idea de ciudad está necesariamente vinculada con la
doctrina romana clásica y sus aplicaciones a la filosofía política.
Más aún, podría-
mos decir que, en la
La “civitas romana” se refiere a un cuerpo de orden social que tiene connotacio- concepción antigua, la
nes jurídicas (es decir, la ley es su fundamento) y también, implicaciones religiosas. noción de estado es
inseparable de los
La ciudad, en sentido clásico, crea su propia divinidad ante la necesidad de pro- dioses protectores, por
lo tanto, la religión está
tección divina; son los hombres los que fundan tanto la religión como los dio- vinculada necesaria-
ses. mente a la política.

Por eso, en primer lugar, está la ciudad, que es la que da origen a la divinidad, y
luego, el culto a los dioses. Es lo opuesto a la idea de Ciudad de Dios en sentido agus-
tiniano. La religión, en el sentido romano, es consecuencia de la virtud de la piedad,
pero no se trata de una relación interpersonal de amistad con Dios, por lo tanto, no se
puede usar la palabra “religión” en el mismo sentido en que lo hace el cristianismo.

Frente a esto, la noción de “Ciudad de Dios” en San Agustín asume como punto
de partida el hecho histórico de la entrada de Dios en el mundo y, por lo tanto, de un
nuevo tipo de relación que Él establece con los hombres.

Sin embargo, hay un elemento común a las dos perspectivas que definen lo que
es una ciudad: la idea de que los hombres se reúnen en comunidad porque persiguen
un mismo fin, porque aman lo mismo.

Los dos amores

San Agustín se concentra precisamente en la noción de amor, como acabamos de


ver, puesto que la existencia de las dos ciudades se explica a partir del conflicto surgi-
do entre estos dos tipos de amores. La genialidad del Obispo de Hipona consiste en
haber señalado el amor como aquello que explica la vida de un hombre y la vida de
todos los hombres en su conjunto, como aquello que lo impulsa y, por lo tanto, da ra-
zón de los distintos movimientos de la historia.

Quizá a partir de su experiencia existencial, San Agustín sostiene que el amor es un


pondus (peso) que dirige la vida del hombre y de los hombres, puesto que estos se
inclinan por aquello que aman, de forma tal que la historia no se comprende si se ana-
lizan sólo los hechos externos y no se tiene en cuenta qué es lo que cada uno busca.

Si se logra comprender lo que un hombre ama, se puede entender lo que es y lo


que vale. (Ramos 1997: 70). Se trata de una profunda reflexión antropológica por la
cual este doctor de la Iglesia reduce todas las pasiones humanas al amor y presenta la
virtud como el orden del amor.

De este modo, advierte que no todo lo que el hombre ama es necesariamente bue-
no, por eso, es preciso que exista un orden racional que gobierne el impulso de la
voluntad en dirección a un bien verdadero. Los amores humanos que no se encuadran
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04 – Misterio de la Iglesia – Parte I. Unidad 1 El plan de salvación del Padre 9

dentro este orden no logran un bien real para la persona; aún cuando los hombres
tengan la capacidad de engañarse amando aquello que no les hace bien.

De acuerdo a esto y considerando los dos amores que distinguen cada una de las
ciudades, San Agustín enseña que el amor de sí mismo es la síntesis del desorden
espiritual, puesto que todas las formas de este desorden tienen su raíz en esta clase
de amor. Por lo tanto, el orgullo es aquello que:

ƒ destruye el verdadero amor;


ƒ enfrenta a un hombre con los otros y con Dios;
ƒ genera divisiones;
ƒ produce el deseo desordenado y la avaricia;
ƒ quebranta la comunión;
ƒ impulsa al hombre a buscarse a sí mismo, oponiéndose al bien común.
Por eso, es que San Agustín lo llama “privado”. Este amor está directamente vincu-
lado con la soberbia, es decir, con la sobrevaloración de uno mismo y el menosprecio
de los demás, y se manifiesta cuando un hombre se pone a sí mismo en el centro de
su existencia y no busca un bien superior. Este amor es necesariamente contrapues-
to al amor de Dios, en el hecho de que, por él, el hombre busca ocupar el lugar de
Dios y termina despreciando las cosas divinas. De allí que, en el texto que hemos cita-
do, San Agustín insista en las notas propias de este amor:

ƒ buscar la propia gloria,


ƒ apegarse y gozarse en ella,
ƒ sentir placer en dominar la vida de los otros hombres y
ƒ experimentar confianza en la propia fuerza.
El amor de Dios, por el contrario, da un sentido completamente distinto a la exis-
tencia humana, puesto que le presenta al hombre un fin que no es él mismo y al que
sólo puede llegar una vez concluida su existencia terrena.

Por el amor de Dios, el hombre descubre que no puede amar el mundo como fin úl-
timo, que la construcción de una ciudad o de un estado no es lo que puede darle un
significado trascendente a su existencia, que todo proyecto político tiene un límite y
que no puede vivir para conquistar un poder humano o realizar una obra temporal,
puesto que nada de esto basta para llenar el deseo de felicidad que tiene en su alma.

El amor a Dios se expresa en el deseo de la Ciudad Celestial como único y ver- La humildad es la
verdad de las cosas y
dadero fin de la existencia humana; por eso, exige de parte del hombre un profundo la gran verdad de lo
acto de humildad. que el hombre es: que
no es Dios y que no
Sólo cuando el hombre descubre a Dios como fin, renuncia al amor de sí mismo puede vivir para sí
mismo.
que tiene gran peso en su alma.

Por eso, el Obispo de Hipona describe este amor diciendo que:


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04 – Misterio de la Iglesia – Parte I. Unidad 1 El plan de salvación del Padre 10

• busca a Dios por encima de todas las cosas,


• se alegra en que Dios sea el fin último y
• mantiene un orden en la medida en que le obedece.

De esta manera, San Agustín ha señalado que, en definitiva, hay dos grandes
amores: el amor de sí mismo y el amor de Dios; que son ellos la fuente de todas las
otras cosas que el hombre ama y la explicación última de los criterios y acciones con
los cuales se conduce a lo largo de su vida. El descubrimiento de estos dos grandes
amores aporta una gran profundidad a la comprensión del hombre y de la historia,
puesto que va al origen mismo de lo que el hombre es y hace.

Estas dos ciudades de las que habla San Agustín no se identifican con institu-
ciones temporales, como ya dijimos, puesto que son comunidades que se inician
antes del tiempo y tienen su fin en la eternidad.

Ciudadanos de cada ciudad: los ángeles y los hombres

Por otra parte, estas dos ciudades están compuestas no solamente de hombres, si-
no también de ángeles.

Según San Agustín, son algunos de ellos, los ángeles malos, quienes decidieron
libremente negarse a servir a Dios, apartándose para siempre de la Visión divina, y
con esta decisión, no sólo dejaron de ser parte de la Ciudad de Dios, sino que funda-
ron una ciudad opuesta que tiene por jefe al demonio (La Ciudad de Dios: XII, 1; P.L.
41, 347-350).

Los ángeles buenos, en cambio, pertenecen a la Ciudad de Dios, junto a los hom-
bres que tienen una relación de amistad con Dios. Todos juntos conforman una so-
ciedad fundada en el amor a Él:

Es preciso, al fin, reconocer, como obligada alabanza al Creador, que no solamente


se refiere a los hombres santos, sino también a los santos ángeles, se puede decir que
el amor de Dios los inunda por el Espíritu Santo que les ha sido dado. Tampoco es so-
lamente de los hombres, sino primaria y principalmente de los ángeles, aquel bien del
que está escrito: Para mí lo bueno es estar junto a Dios; los que participan de este bien
común constituyen entre sí y con Aquél a quien están unidos en una santa sociedad,
son la única Ciudad de Dios; son su sacrificio viviente y su templo (XII, 9; P.L. 41, 358).

Las ciudades en la historia

Entonces, se trata de dos ciudades que no están encerradas en los límites de la


historia; pero, sin embargo, se desarrollan a lo largo de ésta, puesto que es el tiempo
que ambas tienen para conquistar a sus ciudadanos.

El inicio histórico de la ciudad terrenal se halla, para San Agustín, en la desobe-


diencia de Adán y Eva, pecado de soberbia que produce el desorden en el mundo y
en el interior del hombre. Así comienza la historia de enfrentamientos entre los hom-
bres, enfrentamientos que tienen como prototipo a Caín y a Abel.

En cambio, la Ciudad de Dios es aquella a la que pertenecen los seres humanos


que creen en Dios y lo aman por sobre todas las cosas.

Son el Pueblo de Dios, que se origina con Abraham y que, con la venida de Cristo,
se hace presente en la historia ya no sólo espiritual, sino socialmente.
Ramos
04 – Misterio de la Iglesia – Parte I. Unidad 1 El plan de salvación del Padre 11

Esta Ciudad es universal y se enfrenta con la ciudad terrenal que la somete conti-
nuamente a persecuciones y aflicciones. La Ciudad de Dios tiene como centro de
toda su existencia a Dios mismo, puesto que los hombres que a ella pertenecen saben
que esta Ciudad proviene de Dios, va hacia Dios y camina en virtud de la fuerza espiri-
tual infundida por Él en el corazón de los hombres. Es la Ciudad de los hombres que le
pertenecen al Creador (La Ciudad de Dios: XV, 2; P.L. 41, 439).

La Ciudad de Dios en San Agustín


opuesta a….
CIUDAD DE DIOS CIUDAD DE LOS HOMBRES

• Amor a Dios. • Amor a sí mismo.


• Se gloría en el Señor. • Se gloría en sí misma.
• Tiene a Dios como testigo de su • Solicita gloria de los hombres.
conciencia.
• Se sirve mutuamente en la caridad. • Ambición de dominio.
• Los superiores mandan, los • Somete a los súbditos.
súbditos obedecen.
• Dios es su fortaleza. • Ama su propia fuerza.
• Impulso del orden racional hacia un • Desorden espiritual Æ orgullo
bien verdadero Æ humildad.

Hombres y ángeles buenos Hombres y ángeles malos

Inicio histórico: Alianza entre Inicio histórico: desobediencia de


Dios y Abraham Adán y Eva
Universalizada: por Cristo

El amor como fruto de la gracia

Por lo tanto, el amor de Dios, que es el fundamento de esta Ciudad, es de origen


divino; se trata de una participación de la vida divina, infundida por Dios en el alma y
por la cual los hombres desean un bien de orden divino; es decir, este amor es fruto
de la gracia.

Ahora bien, para San Agustín, las gracias son distribuidas por Dios según el plan
con el cual la Sabiduría divina conduce a los hombres hasta la Ciudad Celestial, es
decir, la Predestinación.

Tal como decíamos anteriormente, la Predestinación es este mismo amor que fun-
da la Ciudad de Dios por el que Dios elige, llama y concede las gracias necesarias
para que el hombre responda a esta vocación sobrenatural. Si no fuera así, el hom-
bre no podría responder al llamado divino que lo convoca a formar parte de la Ciudad
de Dios que peregrina en la historia.

Por lo tanto,

la Predestinación divina es la primera manifestación de que la iniciativa en orden Cf. Grabowsky


a la salvación es de Dios y no de los hombres. 1965: 592-636.

Para San Agustín, la pertenencia a la Ciudad de Dios será de acuerdo a esta Pre-
destinación, la cual cuenta con la intervención del libre albedrío de los hombres, que
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04 – Misterio de la Iglesia – Parte I. Unidad 1 El plan de salvación del Padre 12

es un elemento fundamental, pues no tendría sentido que Dios impusiera a los hom-
bres la obligación de amarlo de una manera forzada y no voluntaria.

De este modo, la Predestinación no implica contraposición con la libre decisión de


los hombres a pertenecer o no a esta Ciudad de Dios. Lo que Él sí conoce son las
elecciones humanas en el tiempo, porque es eterno, y por eso, la Sabiduría divina
sabe ya el número de los predestinados a formar parte de la Ciudad de Dios:

No ocurrió así con el Dios omnipotente… No le faltó a Él el plan para completar, sa-
cándolos del género humano condenado de su ciudad, el número de los ciudadanos
que tenía predestinados en su Sabiduría. Así como también los separó precisamente
por gracia, no por sus méritos (La Ciudad de Dios, XIV, 26; P.L. 41, 435).

Al fundar la Ciudad de Dios en el amor a Dios, lo que San Agustín destaca es que
es fruto de la elección divina, que nace de la Caridad divina y que es anterior a cual-
quier acción o decisión de los hombres. Esta prioridad del Amor divino por sobre lo
humano es fundamental para comprender la naturaleza teológica de este misterio y
el sentido de que el centro de la Ciudad esté puesto en Cristo. Cf. Sa Agustín, La
Ciudad de Dios: La
Ciudad de Dios, XV,
Se trata de un conjunto de ciudadanos que peregrinan en este mundo, buscan- 18; P. L. 41, 461.
do la Ciudad de Dios celestial, movidos por la gracia divina y sostenidos en la es-
peranza de que esta Ciudad se sustenta y construye en el amor de Dios y no en el
amor humano; más precisamente, en lo que ha conquistado el amor de Dios para los
hombres, es decir, la Resurrección de Cristo.
Durante la peregri-
Por eso, San Agustín define a esta Ciudad como la Ciudad de la paz, puesto que nación temporal, la
el orden, ya no sólo externo sino también interno, sólo se logra cuando los hombres Ciudad de Dios no
tienen a Dios como principio y fin de su existencia: puede definir, con
certeza absoluta, quié-
La paz de una ciudad es la concordia bien ordenada en el gobierno y en la obedien- nes son los que a ella
cia de sus ciudadanos. La paz de la Ciudad celeste es la sociedad perfectamente orde- pertenecen, ya que la
incorporación y per-
nada, perfectamente armoniosa en el gozar de Dios y en el mutuo gozo de Dios. La paz
manencia en ella es un
de todas las cosas es la tranquilidad en el orden (La Ciudad de Dios: XIX, 13; P.L. 41, acto de comunión
640). espiritual y no una
pertenencia institucio-
Para el Doctor de Hipona, no hay identificación absoluta entre la Ciudad de Dios y nal. San Agustín ense-
la Iglesia, puesto que aquella no se identifica con la realidad institucional; sin embargo, ña que ambas ciuda-
des están “entrelaza-
esta teología de la historia tiene la virtud de señalar con claridad el sentido de la Igle- das” y “mezcladas”
sia y su existencia temporal, esto es, completar el número de los predestinados a hasta que sean sepa-
formar parte de la Ciudad celestial (Cf. Ramos 1997: 75-80). radas en el Juicio Final
(Cf. La Ciudad de
De esta manera, la pertenencia a la institución eclesial no es garantía absoluta de Dios, I, 35; P.L. 41,
46).
conseguir el verdadero fin de la Iglesia, si no se alcanza esta comunión con Dios. Por
lo tanto, en ella, están presentes algunos que no participan de esta comunión porque
buscan otro fin.

Así, San Agustín señala

la realidad escatológica de la Iglesia como la “verdad” de su ser, puesto que es


la consecución de este fin eterno según el cual se puede juzgar el valor de las
diferentes acciones en la Iglesia.

Por otra parte, la doctrina de San Agustín tiene el valor de presentar la visión de la
Iglesia en una perspectiva dinámica, progresiva y ascendente, es decir, como una
comunidad de hombres reunidos en el amor de Dios, en busca de la Ciudad definitiva,
hasta alcanzar la realización del “Cristo total” (Gilson 1987: 239).
Ramos
04 – Misterio de la Iglesia – Parte I. Unidad 1 El plan de salvación del Padre 13

La Ciudad de Dios en Santo Tomás


Santo Tomás sigue a su maestro San Agustín en su visión de la Iglesia, porque in- A pesar de que el
corpora muchas de estas tesis agustinianas. Aquinate no tiene un
tratado sobre la Iglesia
(puesto que no existía
Santo Tomás asume la definición medieval de la Iglesia como “congregación de aún en su época), sí
fieles” y la idea de “corpus” como estructura constitutiva de la realidad eclesial. La es posible encontrar
Iglesia era, en su época, esencialmente el Cuerpo que tiene como Cabeza a Cristo y entre sus obras una
que se funda en la vida sacramental. reflexión teológica
sobre el misterio de la
Iglesia.
No obstante ello y siguiendo a su maestro San Agustín, el Doctor Angélico utiliza
también la metáfora de la Ciudad de Dios, aunque con algunos matices diferentes.
Para Santo Tomás, se puede comprender el misterio de la Iglesia a la luz de la doctri-
na agustiniana; y así sostiene que la Ciudad de Dios se construye en la historia según
la Predestinación divina, puesto que los miembros de la Iglesia triunfante están deter-
minados en “el Libro de la Vida” (expresión que se usaba en el medioevo para referir-
se a la Predestinación). La incorporación a esta Ciudad Celestial se realiza según
este plan divino, y por lo tanto, es esencialmente obra de Dios:

La multitud que es gobernada de modo más conveniente es la asociación de la Igle-


sia triunfante, que es llamada Ciudad de Dios en las Escrituras, y por esto la incorpora-
ción de aquellos que son admitidos a esta sociedad o la representación de ésta se lla-
ma Libro de la Vida (De veritate, 7, a.1, c).

El Aquinate cita, en esta cuestión, a San Agustín y su obra, La Ciudad de Dios, co-
mo autoridad teológica, con lo cual señala la fuente de su pensamiento; pero él rela-
ciona también la edificación de la Ciudad de Dios con la Predestinación, puesto que
considera la Iglesia como una comunión teologal con Dios y con los cristianos.

Santo Tomás coincide, además, con San Agustín en que se puede determinar el
sentido de la historia en función de este fin sobrenatural, es decir, en función de la
construcción de la Ciudad de Dios celestial.

Por eso, para él, el sentido del tiempo radica en producir la multiplicación de las
almas racionales, que se produce según un número de elegidos predeterminado por
Dios, de forma tal que, una vez conseguido este número, la historia se detiene; es de-
cir, el sentido del tiempo está en función de la conquista de ciudadanos que debe
realizar la Iglesia (De potentia, 5, a.5, c). De este modo, es posible observar que,
Al afirmar esto si
para Santo Tomás, la Iglesia, que es la Ciudad de Dios terrenal, es una “madre”,
bien Santo Tomás se
puesto que por ella somos engendrados para la Iglesia triunfante (In Galatas, c. inspira sólo en la doc-
4, l. 8 [258]). trina agustiniana, tam-
bién lo hace en las
Sagradas Escrituras;
La Ciudad es el lugar donde se conoce a Dios; así el conocimiento de la fe alcanza por eso, apela al Sal-
su realización en la Visión beatífica (In psalmo, 47, n. 2). mo 47 para hablar de
la Ciudad de Dios, y su
vez, en el comentario a
Otro de los puntos en los que Santo Tomás sigue a su maestro es al marcar la pro-
dicho Salmo, explica la
funda vinculación entre la Iglesia terrenal y la Iglesia triunfante. Sin embargo, realiza unión que existe entre
una interpretación más precisa de la idea de pertenencia a la ciudad terrenal: conside- los diversos estados
ra que esta última no es una ciudad opuesta a la Ciudad de Dios, sino el ámbito de de esta Ciudad.
realización temporal de los hombres.

El hombre no sólo es ciudadano de la ciudad terrenal sino que también es partícipe


de la Jerusalén celestial, cuyo rector es el Señor, y cuyos ciudadanos son los ángeles y
todos los santos, sea que reinen en la Gloria y descansen en la Patria o sea que pere-
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04 – Misterio de la Iglesia – Parte I. Unidad 1 El plan de salvación del Padre 14

grinen en la tierra, según aquello del Apóstol, Efesios 2, 19: “Ciudadanos de los santos
y familiares de Dios”.

Para esto, para que el hombre sea partícipe de esta Ciudad, no basta su naturaleza,
sino que para esto es elevado por la gracia de Dios. Pues es manifiesto que las virtu-
des que corresponden al hombre en cuanto participa de esta Ciudad, no puede adqui-
rirlas por sus fuerzas naturales (De vertutibus in communis, a. 9, c).

Por eso, para Santo Tomás, no existe rivalidad entre la ciudad terrenal y la Ciudad
de Dios, o mejor dicho, no debería existir, puesto que la ciudad temporal debería estar
ordenada al fin último sobrenatural, si es que busca la realización verdadera de sus
ciudadanos. En cambio, para San Agustín, la ciudad terrenal tiene una connotación
negativa, ya que lucha contra la Ciudad de Dios.

De esta manera, Santo Tomás expresa la armonía fundamental que debe existir
entre el orden natural y el sobrenatural. Esta armonía se funda en la noción de bien
común que asume de la filosofía política de Aristóteles y de la preponderancia de la
causa final.

La consecuencia de esta visión de la Iglesia es valorar su dimensión institucio-


nal sólo como instrumento, puesto que ella es esencialmente una comunión con
la Vida de Dios.

Otro de los puntos en el Doctor Angélico coincide con su maestro es contemplar la


Iglesia como un edificio que tiene su fundamento en el Cielo, porque, también para
él, los primeros ciudadanos de esta Ciudad de Dios son los ángeles, que viven en la
Ciudad Celestial, junto a Cristo, su Cabeza, y los apóstoles.
Ver In Hebraeos,
Advierte, entonces, que es desde allí que la Iglesia desciende hacia la tierra y se cap. XI, L. 3, 586-587.
construye en el tiempo en la medida en que consigue nuevos ciudadanos, según el También capítulo XIII,
plan divino y a través de las gracias que Cristo resucitado envía desde el Cielo para L. 2 (750)
conducir a los hombres hacia la Ciudad Celestial.

Esta ciudad se regocija por las gracias del Espíritu Santo que descienden en ella…
El segundo efecto es la santidad, por esto dice que santificó su tabernáculo altísimo.
Este tabernáculo, de alguna manera, es la misma ciudad (In psalmo 45, n. 3.9).

Santo Tomás, además, aplicando los principios de la filosofía política de Aristóte-


les, profundiza en la idea agustiniana del amor a Dios como fundamento de la Ciudad
de Dios y precisa cómo debe ser este amor, puesto que el Bien común de la Iglesia no
puede ser amado de cualquier manera:

De dos maneras se puede amar el bien de una ciudad: un modo para poseerlo, y
otro modo para conservarlo. Amar el bien de una ciudad para poseerlo y tenerlo, no
hace al bien político, porque así también ama un tirano un bien de una ciudad, para
dominarla, lo cual es amarse más a sí mismo que a la ciudad. Pero amar el bien de la
ciudad para conservarlo y defenderlo, esto es, amar verdaderamente a la ciudad… Así
pues amar el bien que es participado por los santos como tenido o poseído, no dispone
al hombre a la bienaventuranza, porque así también los malos desean aquel bien, pero
amar aquel bien en sí mismo, para que se conserve y se difunda, y no se haga nada
contra ese bien, esto dispone bien al hombre para aquella sociedad de santos. Y ésta
es la caridad, que ama a Dios por sí mismo, y a los prójimos que son capaces de la
Bienaventuranza como a sí mismos (De caritate, a. 2, c).

La observación de Santo Tomás es muy profunda, puesto que no basta con estar
en la Iglesia y buscar su bien;
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04 – Misterio de la Iglesia – Parte I. Unidad 1 El plan de salvación del Padre 15

el amor por la Iglesia debe ser el amor a Dios, amado por Sí mismo y no por los
bienes espirituales o materiales que esa pertenencia pueda conllevar.

De este modo, aquel que pertenece a la Ciudad de Dios, sobre todo si tiene que
ejercer el servicio ministerial de conducir a la comunidad, no debe buscar el bien pro-
pio. Porque de acuerdo a la afirmación agustiniana sobre la existencia de dos grandes
amores, identificar el bien propio con el bien de la Iglesia, equivale a decir que la Igle-
sia es una obra humana y no divina; por lo tanto, es una de las manifestaciones del
amor al poder, es decir, del amor de sí mismo.

A nuestro juicio, esta observación del Aquinate es fundamental, porque amar a la


Iglesia en un sentido egoísta es desvirtuar su naturaleza.
La visión directa de
Dios es una visión del
Para Santo Tomás, el fin que la Iglesia debe buscar es la comunión de los cris- entendimiento y un
tianos aquí en la tierra, comunión de orden sobrenatural y también humana, sin per- deleite perfecto de la
der de vista que su verdadero objetivo es la comunión plena de los cristianos en la voluntad, contemplado
Ciudad de la paz, donde la visión directa de Dios sacia todas las expectativas de feli- y poseído en común
por los miembros de la
cidad de los hombres y donde no hay nada que perturbe esa comunión con Dios y Ciudad celestial.
entre los ciudadanos, porque ya no hay más que desear fuera de ella (In Haebreos,
Cap. XII, L. 4 [706]).

La participación de los ángeles

En esta visión de la Iglesia de San Agustín y Santo Tomás, hay un aspecto que po-
cas veces se tiene en cuenta en la eclesiología: la participación de los ángeles,
puesto que el Aquinate, siguiendo las enseñanzas de su maestro, sostiene que el
Cuerpo Místico de Cristo está compuesto por una multitud sobrenatural de ángeles y
de hombres que están ordenados a la gracia y a la fruición de la Gloria divina.

Tanto los ángeles como los hombres constituyen un verdadero Cuerpo, porque se
trata de una multitud ordenada a un mismo fin por acciones y funciones diversas (STh,
III, 8, a.4, c). Para Santo Tomás, Cristo es la Cabeza del Cuerpo, que es la Iglesia, y
por lo tanto, la Cabeza no sólo de los hombres, sino también de los ángeles. Por eso,
está en comunicación permanente con ellos, que ya participan de su Gloria.

Los ángeles forman parte de la Iglesia por la solidaridad que los une con los hom-
bres y porque cumplen una función interviniendo según los planes de Dios. De este
modo, una vez más, afirmamos que

la Iglesia desciende del Cielo, porque allí tiene no sólo su Cabeza, Cristo glorifi-
cado, quien la edifica con sus gracias y con el envío del Espíritu Santo, y sus
columnas, los apóstoles, sino también a los ángeles, que siguen actuando como
mensajeros divinos en la Iglesia temporal (Journet 1969: 188-195).

Los ángeles están en la presencia de Dios, quien los hace partícipes de la edifi-
cación de la Iglesia, revelándoles el espectáculo de su desarrollo en el tiempo. Esto
enseña Journet al momento de interpretar las siguientes palabras de la Iglesia:

para que los Principados y las Potestades celestiales, conozcan la infinita variedad
de la sabiduría de Dios por medio de la Iglesia (Ef. 3, 10).

Más aún, otro testimonio bíblico da cuenta de la participación de los ángeles en la


Iglesia:
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04 – Misterio de la Iglesia – Parte I. Unidad 1 El plan de salvación del Padre 16

Y ahora ustedes han recibido anuncio de este mensaje por obra de quienes, bajo la
acción del Espíritu Santo enviado del Cielo, les transmitieron la Buena Noticia que los
ángeles ansían contemplar (1 Pe. 1, 12).

Estas enseñanzas se apoyan en las mismas enseñanzas de Cristo, quien afirma-


ba que los ángeles se alegran en el Cielo por un solo pecador que se arrepiente (Lc.
15, 7).

El misterio de Cristo, como dice San Pablo, es también participado a los ángeles:
“Él se manifestó en la carne, fue justificado en el Espíritu, contemplado por los ánge-
les, proclamado a los paganos, creído en el mundo y elevado a la Gloria” (1 Tim. 3,
16).

El misterio del Reino de Dios, que ha inaugurado Cristo en la historia y que continúa
en la Iglesia, es revelado a los ángeles, como enseña también Santo Tomás (STh,
LXIV, a. 1, ad. 4).

A pesar de que Cristo muere por los hombres y no por los ángeles, a partir de la
Encarnación, la humanidad de Cristo se convierte en instrumento universal de salva-
ción, de forma tal que la gracia y la gloria de los ángeles se puede llamar también “de
Cristo”, en cuanto Él es el único Salvador (STh: III, 8, a. 4, ad. 3).

Por este motivo,

los ángeles actúan como ministros y mensajeros en el cumplimiento de la obra


redentora de Cristo que se realiza a través de la Iglesia.

Así como aparecen sirviendo a Cristo a lo largo de su vida, también asisten a la


Iglesia cumpliendo la voluntad de Él; reciben misiones destinadas a socorrer a los
hombres (Journet 1969: 211-215).

La Iglesia terrenal, por lo tanto, no debería olvidar que es asistida por estos seres
espirituales en la edificación temporal de la Ciudad de Dios.

Hemos considerado oportuno referirnos a la eclesiología de San Agustín y de Santo


Tomás, puesto que sus enseñanzas siguen siendo válidas, si se pretende abordar el
misterio de la Iglesia destacando su perspectiva sobrenatural, es decir, lo esencial,
aquello que permanece y le da sentido a la institución y a su misión temporal.

La Iglesia en la historia
La teoría agustiniana de las dos ciudades aporta una visión teológica de la historia
que sirve de marco a la presentación del misterio de la Iglesia, puesto que permite
destacar algunos elementos teológicos constitutivos de la naturaleza eclesial.

En la actualidad, se ha dado, y con justicia, un importante valor a la historia de la


teología y, en muchos de los manuales sobre eclesiología, se desarrolla la teología de
la Iglesia en una perspectiva histórica, exponiendo la opinión de los teólogos más
importantes de las distintas épocas y señalando el proceso de maduración de determi-
nadas ideas eclesiológicas. Esta perspectiva ha permitido visualizar mejor la formación
de la autoconciencia eclesial.

Sin embargo, hay otra relación que la eclesiología debería tener con la historia: el
aporte que la Iglesia hace al sentido teológico de la historia, o mejor dicho, la reflexión
sobre la Iglesia en el contexto de una teología de la historia.
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04 – Misterio de la Iglesia – Parte I. Unidad 1 El plan de salvación del Padre 17

En la eclesiología posconciliar, se redescubrió la necesidad de pensar la realidad


eclesial a partir de las comunidades locales, como una forma de rescatar los valores
que aportan las iglesias locales a la Iglesia universal, valores que marcan un estilo
de vivir la fe y que manifiestan la riqueza de esta diversidad de expresiones de vida
cristiana. Además, esta perspectiva ha asumido una importancia vital en el contexto de
la reacción de las diferentes culturas ante el fenómeno de la globalización, por eso, la
inculturación del Evangelio se ha convertido en un verdadero desafío para la Iglesia
contemporánea.

De hecho, esto ha dado numerosos frutos apostólicos en la medida en que las


comunidades han tomado conciencia de su protagonismo en la construcción de la
Iglesia.

Sin embargo, hay otro aspecto que también debería ser tenido en cuenta a la hora
de pensar la Iglesia y éste es el significado de su presencia en la historia: no en un
momento determinado, ni en una cultura, sino en el contexto de la totalidad de la histo-
ria, porque para entender el misterio de la Iglesia, uno no se debe detener solamente
en las características particulares de una Iglesia local o en los modos propios de una
institución eclesial, sino en la dimensión universal de la Iglesia.

Podríamos aquí tener en cuenta el criterio de un conocido historiador francés, Henri


Iréné Marrou (1978), quien en su comentario a la teología agustiniana de la historia,
sostiene que, para comprender el misterio de la historia, es preciso dejar de lado la
tentación del individualismo que sólo considera la historia personal o de un grupo de-
terminado y pierde de vista la visión de la totalidad de la historia. Sostiene que si el
hombre desea entender el sentido del tiempo, tiene que tomar conciencia de que
está ligado, en virtud de su ser, a una comunidad histórica concreta y, a la vez, a
la comunidad universal (38-41).

La relación que la Iglesia debe tener con la historia es mucho más profunda que la
vinculación directa con circunstancias de un período determinado; tiene que ver con:

ƒ el sentido de la totalidad de la historia y


ƒ con su finalidad, más allá de sí misma.
La historia tiene sentido si se dirige hacia un estado de felicidad que sólo
puede lograrse fuera del tiempo, en la Ciudad de Dios celestial y que, como ense-
ñan San Agustín y Santo Tomás, consiste en completar el número de los predesti-
nados a formar parte de la Ciudad de la Paz.

En consecuencia, el desarrollo de la historia va a ser siempre, para el hombre, una


realidad inabarcable; nadie puede conocer la historia en su totalidad, sino sólo Dios.
Todo intento por una explicación absoluta del misterio de la historia termina siendo una
desacralización de la historia de la salvación y de la misión de la Iglesia en el tiempo.
Marrou señala que uno de los errores que se ha cometido respecto de esto consiste
en confundir una realización histórica determinada con la Ciudad de Dios, así por
ejemplo, la cristiandad:

El error concreto… es el de identificar, o poco menos, la construcción de la ciudad


cristiana, y más concretamente en el interior de ésta el desarrollo de la sociedad espiri-
tual que es la Iglesia visible, con la edificación y el progreso, normalmente invisible a
nuestra mirada, de la Ciudad de Dios (51).
Ramos
04 – Misterio de la Iglesia – Parte I. Unidad 1 El plan de salvación del Padre 18

Esta desvirtuación consiste en poner el fin de la historia, de alguna manera, dentro


de la misma historia, lo cual es una tentación que se presenta de distintas maneras a
lo largo de la historia de la Iglesia. La Iglesia está en el tiempo pero su fin principal no
es temporal, sino escatológico, y luego sí es temporal en cuanto la comunión con Dios
se inicia ya en la historia.

Marrou habla de “el tiempo de la Iglesia”, puesto que sostiene que, en el período
que transcurre hasta la segunda venida de Cristo, la Iglesia debe cumplir, como ins-
trumento salvífico, su misión; y puesto que lo que le da sentido a la historia es el logro
de ese estado definitivo, la eternidad, hay que reconocer que

la Iglesia no cumple un rol accidental, sino más bien esencial en la historia, por
lo cual la razón de ser del tiempo tiene que ver con la tarea que tiene que cumplir
la Iglesia:

El progreso del cristianismo no es lineal ni horizontal, es vertical. Mira a la eternidad,


no a la longitud del tiempo. La razón de ser del tiempo es la de sacar de él alma por
alma. Cuando el número de almas previsto por el Creador sea alcanzado, el tiempo
terminará, cualquiera que sea el estado de la humanidad en esa hora (74).

En esta perspectiva, sostiene Marrou, el verdadero sujeto de la historia es el


Cuerpo Místico de Cristo, que le da sentido al transcurso del tiempo, pues su creci-
miento es la razón de ser y la medida del tiempo que falta hasta el final (74).

Sin embargo, a pesar de la importancia de la presencia de la Iglesia en el tiempo, la


historia conserva un sentido ambivalente, puesto que no se puede determinar con
precisión el crecimiento de la Ciudad de Dios en la historia, o mejor dicho, no se puede
establecer con certeza el fracaso o el éxito de una obra determinada en la historia:
sólo al final será posible evaluar cuánto aportó una obra determinada o un hombre a la
edificación real de la Iglesia.

Además, los hombres no pueden conocer el desarrollo de todo el plan de Dios a lo


largo de la historia, de forma tal que tampoco se puede medir con exactitud el valor de
una realización temporal de la Iglesia. Sólo Dios sabe hacia dónde va la historia y
sólo Él puede ver la intervención libre de los hombres en ella. La Iglesia, por lo tanto,
se halla dentro de esta paradoja histórica: a pesar de ser conciente de que es la que
le da sentido teológico al tiempo, no puede medir el valor concreto de un determinado
momento de la historia.

En consecuencia, hay una “ambivalencia radical” de las conquistas aparentes del


hombre, por lo cual podemos decir que la historia es un misterio. Como enseñaba
San Agustín, uno se puede referir al curso de la historia concibiéndolo como un “canto
maravilloso” (De Civitate Dei, X, 18), como una música que tiene a Dios por Autor.
Dios crea el universo, lo ordena y gobierna el desarrollo de los tiempos, de manera tal
que la historia puede compararse con un gran concierto que dirige su Mano todopode-
rosa; sólo Él conoce la partitura y cómo continúa la melodía en el tiempo, es decir, el
Orden divino.

En definitiva, podemos decir que si advertimos el sentido sobrenatural de la historia


y de la misión que la Iglesia cumple en ella, los cristianos deberíamos asumir nuestra
participación en la edificación temporal de la Ciudad de Dios, desde una profunda
espiritualidad. De este modo, el tiempo de la Iglesia se convierte en un tiempo de
oración, puesto que es en la liturgia donde la Iglesia realiza, de manera más plena, su
misión salvífica y cumple una de sus misiones principales: ofrecer sacrificios en nom-
bre de todos los hombres (Marrou 1978: 173).
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04 – Misterio de la Iglesia – Parte I. Unidad 1 El plan de salvación del Padre 19

Los cristianos, por lo tanto:

ƒ no debemos olvidar la necesidad de la oración y de la participación en la


oración de la Iglesia.

ƒ tenemos la responsabilidad de trabajar, con todas nuestras energías, en pos


de la tarea que tiene la Iglesia: el crecimiento sobrenatural del Cuerpo Mís-
tico de Cristo, puesto que lo esencial de la temporalidad humana, es decir,
el sentido teológico de la historia, es la construcción de la Ciudad Celestial.

ƒ Y debemos tomar conciencia de que cada uno de nosotros ha sido puesto


por Dios en un determinado momento de la historia para responder a los
desafíos que el tiempo le presenta.

A nuestro juicio, esta teología de la historia es fundamental para no perder de vista


la naturaleza del misterio de la Iglesia, puesto que existe en los hombres una tenden-
cia natural a considerar el valor o el éxito de las obras de la Iglesia en función de con-
creciones temporales, siendo ésta una de las formas en las cuales se pierde de vista a
la Iglesia como obra del “plan de Dios”, que se desarrolla a lo largo de la historia, se-
gún la Providencia divina y no según la voluntad de los hombres. Todos los cristianos,
especialmente aquellos que ejercen el servicio de dirigir una comunidad eclesial, debe-
ríamos tener la humildad suficiente para reconocer la prioridad del plan y de la ac-
ción divina en la Iglesia, y por lo tanto, conservar un profundo respeto por el misterio
divino.

La Iglesia es, ante todo, obra de la Trinidad, obra del Plan de salvación de Dios
Padre que se realiza mediante la predestinación y que le da sentido a la historia,
aunque su fin está fuera del tiempo en la Ciudad Celestial.
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04 – Misterio de la Iglesia – Parte I. Unidad 1 El plan de salvación del Padre 20

Bibliografía completa
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