Figueroa
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I. Introducción
En un artículo publicado en 1978, cuando se avizoraba el eclipse de las dictaduras
militares latinoamericanas, Guillermo O’Donnell describió las tensiones de lo que él llamó
el Estado burocrático autoritario. Dado que éste no escapaba a la condición general de
todo Estado (expresión de relaciones de dominación, y por tanto expresión
institucionalizada de la coerción), necesitaba de las mediaciones necesarias para velar la
coerción: los mecanismos del consenso. En una democracia, afirmaba esperanzado, casi
siempre era posible apelar a la nación (que apelaba a su vez a una homogenización de las
diferencias sociales y políticas a través del “nosotros”), a la ciudadanía (que apelaba a la
homogeneización de las mismas diferencias a través de la igualdad jurídica y política y la
posibilidad de defensa jurídica frente al poder del Estado), y finalmente, a lo popular, que
convertía a los menos favorecidos en interlocutores del Estado a través de su demanda de
“justicia sustantiva”, de la cual derivaban obligaciones estatales. En tanto que estas tres
mediaciones eran posibles en la democracia y muy poco posibles en las dictaduras, el
Estado burocrático autoritario era una “forma subóptima de la dominación burguesa”
(1997:72, 88).
En las dos últimas décadas del siglo XX, las dictaduras militares se desvanecieron.
En buena parte de la región surgieron sistemas de democracia representativa, en los cuales
pudieron verse algunas novedades: la disminución sustancial de la cuota de poder de las
fuerzas armadas, las elecciones no fraudulentas, la desaparición parcial del terrorismo de
Estado, las posibilidades de la rotación electoral, la gradual sustitución de la cultura del
terror por la cultura democrática.
La visión elitista y reformista de la transición a la democracia se vio favorecida,
pues la forma más generalizada del tránsito del autoritarismo a la democracia política fue a
través del pacto y la reforma. Las características de dicha transición hicieron perdurar los
atavismos autoritarios encarnados en hábitos represivos y la pervivencia de protagonistas
1
Sociólogo. Profesor Investigador en el Posgrado de Sociología del Instituto de Ciencias Sociales y
Humanidades de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.
2
3
En este tema el autor simplemente suscribe lo expresado por el economista Andrés Barreda en las extensas
conferencias que sobre el Plan Puebla Panamá ha impartido durante el primer y segundo semestre de 2001, en
el Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades de la Benemérita Universidad de Puebla.
4
Se trata del “triángulo radical”, como es llamado por Petras (2001, p. 159), y que estaría constituidao por la
Venezuela gobernada por Hugo Chávez, la Colombia con una poderosa fuerza insurgente y el Ecuador con un
palpitante movimiento indígena. El cuadro se completaría con la inestabilidad política en Perú, la creciente
movilización social en Bolivia y la emergente protesta social en la Argentina, que tendría a final de 2001 su
expresión climática.
5
5
Esta parece ser una coincidencia básica en los ensayos de Estrada, Sarmiento, Libreros, Petras, Caycedo y
Vargas Velásquez incluidos en e el volumen compilado por Jairo Estrada Álvarez (Estrada, 2001). Otro
ensayo del analista colombiano Alejo Vargas Velásquez (2001a) reitera la misma aseveración.
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(porque no está presente o porque carece de legitimidad), sino también porque familia y
escuela se han visto desmantelados en las áreas de pobreza (Briceño, s/f, p. 125). La
mayoría de los Estados latinoamericanos parecen combinar sus vacíos estatales o
“aestatalidades” en la gestión de la seguridad y la justicia social, con sus presencias
punitivas a través de policías corruptas y asociadas al crimen organizado. En el lado de la
sociedad civil, la creciente marginalidad adopta una forma perversa de rebelión, de tal
manera que no resulta extraño que la violencia urbana sea calificada ya como “el devenir
siniestro y policiaco de la lucha de clases” (Ciriza, 2001, p. 1).
América Latina se convirtió en los años ochenta y noventa en la segunda región con
más violencia delincuencial en el mundo: en 1994 su tasa de homicidios alcanzó a ser de
28.4 por cada 100 mil habitantes, después de la África subsahariana, que en 1990 tenía una
tasa superior a 40 por cada 100 mil habitantes. Las tasas de homicidios por cada 100 mil
habitantes subieron en los años ochenta de manera espectacular en Perú y Colombia, en 379
y 337% respectivamente, lo cual puede explicarse por las guerras internas que observaron
estos países. En términos absolutos, a fines de los ochenta y principios de los noventa,
Colombia tenía una tasa de 89.5 (más del doble que la región más violenta del mundo),
seguida de lejos por Brasil (19.7), Perú (11.5) y Ecuador (10.3). Es importante resaltar que
a principios de los noventa del siglo XX, en Brasil y Uruguay la tasa de homicidios había
subido en alrededor de 70%, en Ecuador el 60%, en Argentina y Venezuela entre 23 y 30%
(Dammert, 2001, pp.3-4). En Guatemala, según datos del PNUD, en un lapso bianual la
violencia delincuencial aumentó en la capital del país en un 14% (Palma, s/f, p. 4). En este
momento sólo podemos señalar la coincidencia en el tiempo entre el comienzo del proceso
neoliberal en la región con un aumento significativo de la violencia delincuencial.
Es cierto que la pobreza no necesariamente genera delincuencia y el riesgo de una
afirmación en sentido contrario supone la criminalización de la pobreza. En Venezuela y
Brasil los índices más bajos de homicidios se encuentran en los estados más pobres
(Briceño, 1997, p. 55). Sin embargo, es importante decir que la pobreza unida a otros
factores siempre es un excelente caldo de cultivo para la criminalidad. El crimen
organizado recluta a sus infanterías entre los jóvenes que viven en la pobreza. En el
contexto de una sociedad con poco espacio de movilidad social, por las escasas e inestables
oportunidades de trabajo, las bandas de narcotraficantes, secuestradores o sicarios, tienen
8
1”
9
Tavares (2001, p. 8) habla de movilizaciones de policías civiles y militares en 10diez estados brasileños en
los meses de junio y agosto de 1997, así como de huelgas de policías entre 1997 y 2001 en los estados de Río
Grande del Sur, Sao Paulo, Minas Gerais, Pernambuco, Río de Janeiro, Alagoas, Bahía y Tocantins. En años
recientes, también hemos visto movilizaciones y huelgas semejantes en la ciudad de México.
10
Es necesario resaltar el caso de Guatemala, en donde en medio del crecimiento rampante del crimen
organizado y la delincuencia común, el aparato de la guerra sucia no ha sido desmantelado. Más aúun, los
oficiales más connotados de la inteligencia contrainsurgente tienen una red de lealtades recíprocas que es
conocido como La Cofradía. La Cofradía (típica manifestación del poder invisible) era a principios del siglo
XXI uno de los grupos de poder invisible más influyentes en el país. Véase Vela, 2001.
10
ejército concentraba contra el zapatismo entre 50 y 60 mil efectivos (30% del total). En ese
mismo período, de un total de 319 acciones armadas registradas, el 42% la realizaron los
grupos paramilitares y/o civiles armados, mientras que 313 activistas sociales fueron
asesinados (Ameglio y Fracchia, 1999). Todo ello contrastaba con el hecho de que si en
1990 se consignaba el 14.3% de las averiguaciones, en 1996 sólo se hacía en un 6%, la
ineficiencia en la persecución del homicidio era de un 50% y en otros delitos de 80 y 90%
(Alvarado, 1999, p. 3).
Entre 1990 y 1997, en Argentina, la probabilidad de condena de los delincuentes 11
se redujo de 2.9 a 2.3, y en Buenos Aires tal caída fue de 5.9 a 3.9%. El 52% de la
población de las principales ciudades dijo que la policía hacía mal su trabajo (Dammert, p.
13, 16). En Caracas otra encuesta reveló que el 81% de la gente consideraba la actuación de
las policías entre regular y muy mala (Briceño et al, 1999, p. 340). Una encuesta más
realizada en Caracas en 1997 reveló que el 86% de la población consideraba la eficacia de
los juzgados entre regular, mala o muy mala. La desconfianza era tal que de manera
sorprendente sólo un 33% de los heridos con arma blanca y el 14% de quienes lo habían
sido con arma de fuego, presentaron su denuncia ante las autoridades respectivas (Briceño,
1997, p. 60). El resultado de todo esto se expresa en el hecho de que el 42% de los
encuestados estaban de acuerdo en que la gente tiene derecho a hacerse justicia por mano
propia. Es interesante notar que este porcentaje crecía en los barrios a 53% (Briceño et al,
1997, p. 209-210).
La ineficacia de la justicia genera que diversos sectores de la población se planteen
la posibilidad de hacer justicia por mano propia. Encuestas diversas indican que
aproximadamente dos tercios de la población manifestaba su derecho a matar para defender
a su familia en Caracas, Santiago de Chile, Bahía y San Salvador. El matar para defender la
propiedad era aceptado en un 60% en Caracas, en un 49% en Santiago de Chile, y en un
40% en Bahía y en San Salvador. La “limpieza social” (exterminio de delincuentes, que
implica el uso de los escuadrones de la muerte) era aceptada en un 20% en Caracas, y en un
16% en Bahía y en San Salvador (Briceño, et al, 1999, p.341).
Las ausencias estatales parecen ser resueltas de distinta manera según la clase o
sector social que las viven. Las clases medias y altas han acudido a las empresas de
11
Probabilidad de arresto multiplicado por la probabilidad de sentencia.
11
12
La palabra viene de guachman, versión castellanizada de la palabra inglesa watchman (vigilante).
13
El vacío estatal fue aludido por el Procurador de los Derechos Humanos en Guatemala como la causa
primordial de los linchamientos: “Yo creía que se debían (los linchamientos) a la guerra, por las masacres y el
genocidio, pero ahora estoy seguro que se deben a la justicia, que es inoperante y lenta” Al menos en el caso
guatemalteco, la explicación resulta incompleta si solamente se queda ahí. Como dice Carmen Aída Ibarra,
una analista guatemalteca, la cultura del terror y de la violencia también cumplen un papel: “Los códigos
éticos de los guatemaltecos son de autoritarismo y violencia... además la guerra de 36 años tocó la mente y el
corazón de los guatemaltecos. La violencia se convirtió en algo normal, la vida perdió valor”. Véase Figueroa
Ibarra (2000).
12
porque habiendo realizado una precaria guerra de guerrillas de doce días tuvo efectos
políticos de gran envergadura.
Como sucedió en Venezuela, el alzamiento zapatista desencadenó un ciclo de
protesta popular. Dos autores (Ameglio y Frachia, 1999, p.73-79) registraron -entre 1994 y
1999- más de 82 mil acciones de lucha social (cartas, plantones, denuncias, bloqueos,
boicots, marchas, enfrentamientos armados). Los datos de los autores permiten determinar
que el número de acciones de lucha social contra el gobierno mexicano se elevó a 6,742
hechos durante 1994. En 1995 y 1996, tales hechos ascenderían aproximadamente a 12,140
y 12,221, lo que implicaría un crecimiento de 100% en relación al año del levantamiento
zapatista. La efervescencia popular disminuiría en un 20% en 1997 (9,818) y seguiría
descendiendo hasta llegar en 1999 a los niveles de 1994 (6,345).
El tercer momento cumbre de las luchas sociales más recientes en América Latina
indudablemente es el Argentinazo, como coloquialmente se denominan los levantamientos
populares sucedidos en Argentina el 19 y 20 de diciembre de 2001. Es demasiado pronto
todavía para saber si este alzamiento generará un ciclo de protestas populares de mayor
envergadura. Pero sí se puede decir que dicho levantamiento es culminación de un ciclo
acumulativo de extraordinarias experiencias de luchas populares contra las medidas de
austeridad económica preconizadas por el neoliberalismo. Algunos autores (Laufer y
Spiguel, 1999; Iñigo y Cotarelo, 1999) consideran que un ciclo de protesta popular
comenzó a partir de la pueblada de Santiago del Estero el 16 de diciembre de 1993.14 Pero
otro autor (Federico Schuster) ha hecho un recuento de protestas que arrancan en 1989, en
coincidencia con el inicio de la implantación franca del neoliberalismo en el país (Scribano,
1999, p.50; Laufer y Spiguel, 1999, p. 15).
Entre 1989 y 1996 se registraron 1,734 protestas, de las cuales el 51% tenía una
matriz sindical (ibid.,). Entre 1989 y 1990 comenzaron a aparecer los saqueos; éstos
culminarían con el motín de Santiago del Estero, en 1993, y abrirían paso a un ascenso de
las manifestaciones de protesta callejera, que tendrían otros dos momentos climáticos en las
puebladas de Cutral Co, Plaza Hincul (Neuquen) y Libertador General San Martín (Jujuy).
Entre 1992 y 1999 se observaron nueve huelgas por rama a nivel nacional, generales a nivel
provincial y generales a nivel nacional. En 1996 comenzaron a cobrar relevancia los cortes
14
En Argentina se le llama pueblada a las rebeliones masivas de carácter urbano (Laufer y Spiguel, 1999,
pp.18, 30).
15
16
El autor del trabajo que consigna estos datos define a las campañas como luchas extensas contra una
política específica de austeridad y a la protesta como los sucesos individuales que se observan en una
campaña (marchas, cortes de ruta, huelgas etc.,).
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V. Conclusiones
Cabe iniciar la parte final de este trabajo planteando que las esperanzas puestas a
fines de los años setenta en la democracia representativa, como “forma óptima de la
dominación burguesa” en América Latina, no se vieron cumplidas. En un mundo
globalizado en el cual la soberanía es redefinida incluso en los países centrales, la
reivindicación de la nación, que las políticas económicas de las dictaduras militares habían
desvirtuado, no se observó. Más aún, al profundizar las políticas económicas neoliberales,
las democracias representativas surgidas en la región profundizaron su desmantelamiento.
El balance de la restauración de la ciudadanía en el contexto de los regímenes
posdictatoriales, también es magro. El surgimiento de nuevas formas de autoritarismo que
se visten de democracia, la persistencia de la represión política, sobre todo, en los
momentos de rebelión, la existencia de poderes invisibles (narcotráfico y resabios de la
guerra sucia), las institucionalidades informales que desvirtúan a las formales, la
intensificación de las ausencias estatales merced al neoliberalismo, el surgimiento de
poderes y actos de justicia informales en campos y ciudades, el crecimiento desenfrenado
20
guerrillero que nació recuperando las tradiciones y líneas ideológicas de las insurgencias de
los años sesenta y setenta (Tello, 2000). La eclosión del movimiento étnico en Guatemala a
partir de los noventa, resulta inexplicable sin la labor organizativa de las organizaciones
revolucionarias o insurgentes iniciada en la segunda mitad del siglo XX y sin la gran
rebelión campesina que dichas organizaciones encabezaron entre 1979 y 1981.
Concluimos pues que la continuidad en lo popular, en medio de sus novedades, es
un reflejo de la persistencia de los grandes conflictos políticos y sociales de la región que se
observan pese a los cambios políticos. La institucionalidad posdictatorial en América
Latina está en crisis, porque la democracia política que sucedió a las dictaduras no ha
podido resolver lo popular.
Y seguirá observando trances semejantes a los que estamos observando mientras
este hecho no tenga una resolución sustancial.
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