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AL AMOR
Historias de vida de familiares
de personas desaparecidas
en el norte de Sinaloa
INSTITUTO DE INVESTIGACIONES JURÍDICAS
Serie Doctrina Jurídica, núm. 903
COORDINACIÓN EDITORIAL
Astrolabio Editorial
Elaboración de portada
NADIE DETIENE
AL AMOR
Historias de vida de familiares
de personas desaparecidas
en el norte de Sinaloa
Testimonios
Felicitas Hernández Astorga · Hilda Leticia Rodríguez
Berthila Beltrán Cabanillas · Liliana Bernal Cervantes
Guadalupe Grajeda Esquer · Sorayma Pacheco
Estela Ibarra Cruz · Irma Lizbeth Ortega Higuera
María Cleofas Lugo Torres · Rosario Triguero Salmerón
Ofelia Florez Moreno · Paz Quiroz Cota
Rosario López · Amelia Esther Preciado López
Amanda Osuna Bobadilla · Mirna Nereida Medina Quiñonez
Adela Rodríguez · Lusana Noemí Urias Armenta
Oralia Vega Gaxiola · Reynalda Isabel Rodríguez Peñuelas
Editoras
R. Aída Hernández Castillo
Carolina Robledo Silvestre
UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO
INSTITUTO DE INVESTIGACIONES JURÍDICAS
GIASF - CIESAS - HERMANAS EN LA SOMBRA - BUSCADORAS DE EL FUERTE
RASTREADORAS FE Y ESPERANZA - FUNDAR
ISBN 978-607-30-3493-7
CONTENIDO
Agradecimientos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . XI
Introducción. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . XIII
R. Aída Hernández Castillo
Carolina Robledo Silvestre
AGRADECIMIENTOS
XII AGRADECIMIENTOS
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INTRODUCCIÓN
XIII
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XIV INTRODUCCIÓN
1
Registro Nacional de Datos de Personas Extraviadas o Desaparecidas (RNPED), Se-
cretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, México, 2019, disponible en:
https://www.gob.mx/sesnsp/acciones-y-programas/registro-nacional-de-datos-de-personas-extraviadas-o-desa
parecidas-rnped/.
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INTRODUCCIÓN XV
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XVI INTRODUCCIÓN
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INTRODUCCIÓN XVII
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XVIII INTRODUCCIÓN
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INTRODUCCIÓN XIX
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XX INTRODUCCIÓN
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INTRODUCCIÓN XXI
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XXII INTRODUCCIÓN
3
Para un análisis detallado del caso Ayotzinapa desde la antropología jurídica véase Her-
nández Castillo y Mora (2015) (https://lasa.international.pitt.edu/forum/files/vol46-issue1/Debates-
11.pdf). Un análisis sobre las afectaciones de este evento en los familiares se puede encontrar en
http://ayotzinapa.fundar.org.mx/wp-content/documentos/DocAyotziFINAL.pdf/.
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INTRODUCCIÓN XXIII
4
Este autor analiza cómo los procesos de exhumación que se dieron en Perú bajo supervi-
sión del Estado fueron una forma de ejercer el control sobre los cuerpos y territorios por parte
del gobierno. El autor nombra a estas formas de control como “necro-gubernamentalidad del
Estado”, que “mediante la localización, examinación, individualización y eventual retorno de
los cuerpos a sus familias para que sean enterradas propiamente, restablece la distinción entre
familia y comunidad, que es crucial para la política moderna del Estado” (2017: 87).
5
En el caso concreto de Las Buscadoras, una de sus compañeras de la organización de
familiares de Culiacán, Sandra Luz Hernández, la madre de Édgar García, fue asesinada el
11 de mayo de 2014 cuando realizaba las investigaciones para encontrar a su hijo. Su asesino
confesó, entregó el arma con la que la mató y la ropa ensangrentada que usó. Un año después,
el juez Sergio Valdez Meza lo liberó por falta de pruebas.
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XXIV INTRODUCCIÓN
6
Durante el tiempo en que realizamos la investigación de campo, el grupo de Las Ras-
treadoras se dividió y se formaron dos organizaciones más: Rastreadoras por la Paz y el Grupo
Rastreadoras Fe y Esperanza.
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INTRODUCCIÓN XXV
hablar frente a mucha gente, en programas de radio. Les conté lo que hacemos,
los problemas que enfrentamos y también compartí mi propia historia… Fue un
viaje muy importante para mí, porque nos encontramos con gente muy buena,
muy solidaria, también nos enteramos que allá en Estados Unidos también hay
personas que tienen hijos desaparecidos, no porque cruzan la frontera ya no
existe este problema (ver la Historia de Guadalupe y Christian Omar, pp. 51-59).
Las historias aquí documentadas muestran que las vidas de los hombres
y mujeres desaparecidos y de sus familias han estado marcadas por un
continuum de violencias que precedió al evento de la desaparición y que
posteriormente ha continuado, ya sea en el contexto de la recuperación
de los cuerpos, en cinco de los casos que aquí se incluyen, o en la con-
tinuidad de la búsqueda, en los otros.
La violencia del crimen organizado, en complicidad con las fuerzas
de seguridad, ha tenido un efecto diferenciado en los distintos sectores
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XXVI INTRODUCCIÓN
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INTRODUCCIÓN XXVII
7
Se trata de una actualización de un mecanismo de control de población que tiene sus
orígenes en estrategias antisubversivas militares que se han globalizado mediante entrenamiento
militar, manuales antisubversivos y acuerdos de colaboración contrainsurgente. Algunos autores
ubican el origen de las prácticas de desaparición forzada en el decreto Nacht und Nebel (Noche
y Niebla), emitido en la Alemania nazi, que creó el marco legal para desaparecer a los enemigos
del régimen usando el terror y la incertidumbre que la desaparición produce, como forma de
control de la población. Sin embargo, esta práctica se teorizó como estrategia contrainsurgente
en los manuales militares franceses de la guerra antisubversiva en Indochina, y en los de la Es-
cuela de las Américas (United States Army School of the Americas) para la lucha anticomunista
en América Latina (véase Robledo y Hernández, 2019).
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XXVIII INTRODUCCIÓN
Hace como diez años las cosas se empezaron a descomponer, cuando entró
la coca y luego el crack, entonces empezaron a meter las drogas en las escue-
las, drogas que nos dejan a los muchachos ciegos, sordos, locos. Empezaron
a trabajar con el mismo gobierno y a levantar a los muchachos, muchos ya no
regresaban y algunos regresaban locos. Los vuelven adictos para que les traba-
jen, y cuando ya no les sirven los matan (ver la Historia de Don Paz y su nieto
Kalucha, pp. 137-146).
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INTRODUCCIÓN XXIX
9
Durante el trabajo de campo entrevistamos a la licenciada Mayra Peñuelas, delegada de
la Comisión para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI) para el municipio de Ahome,
quien argumentó que la violencia no era un problema para los mayo-yoremes, que nadie había
mencionado el tema en los diagnósticos realizados. Ni siquiera mencionó a las setenta familias
de la sierra norte de Sinaloa que desde 2012 fueron desplazadas por la violencia, y que viven
en pobreza extrema en el municipio de Choix. Sobre este tema véase: https://www.jornada.com.
mx/2018/03/08/opinion/021a1pol/.
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XXX INTRODUCCIÓN
10
El 30 de junio de 2019 los pescadores mayo-yoremes organizaron una protesta contra
la planta durante una visita del presidente Andrés Manuel López Obrador. Véase ttps://oaxaca.
eluniversal.com.mx/estados/30-06-2019/aqui-no-amlo-indigenas-van-contra-planta-de-amoniaco/.
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INTRODUCCIÓN XXXI
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XXXII INTRODUCCIÓN
11
Sobre los silenciamientos en torno a la población indígena desaparecida véase https://adon
devanlosdesaparecidos.org/2019/04/25/las-multiples-ausencias-de-los-indigenas-desaparecidos-en-mexico/.
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INTRODUCCIÓN XXXIII
12
Para un análisis del papel que juega la construcción de masculinidades violentas en la
reproducción del aparato desaparecedor véase el artículo de Carolina Robledo (2019) en el por-
tal A dónde van los desaparecidos, disponible en: https://adondevanlosdesaparecidos.org/2019/05/09/
desaparecidos-y-desaparecedores-entre-masculinidades-violentas/.
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XXXIV INTRODUCCIÓN
Las Buscadoras nos cuentan que su decisión de salir a las calles a buscar
a sus familiares es una respuesta a la falta de voluntad de las autoridades
para realizar la búsqueda correspondiente. Sus historias están cargadas
no sólo de esta decepción original, sino que además se llenan de múlti-
ples sucesos en los que el Estado ha lesionado su dignidad a través de
prácticas de estigmatización, descalificación e incluso amenazas, como
le sucedió a Berthila cuando fue a levantar la denuncia por la desapari-
ción de su hija Alejandra: “La primera vez que fuimos a poner la denun-
cia sólo quisieron tomar las declaraciones de la mamá de Carla, porque
no tenían tiempo de atenderme... Después, cuando por fin pude hablar
con ellos, me dijeron que me guardara mis hipótesis por mi propia segu-
ridad” (ver la Historia de Berthila y su hija Alejandra, pp. 27-33).
Algunas madres, como Manqui, tuvieron que esperar 72 horas para
poder poner la denuncia ante las autoridades; otras fueron sujeto de in-
vestigación por parte de las autoridades a las que acudieron a levantar
la denuncia, como relata Guadalupe en su historia: “Mandaron a un
comando de como siete camionetas de la policía a Bachoco, fueron a la
casa de otro muchacho e hicieron un revolvedero, les robaron cosas y se
llevaron una camioneta que tenían. También se metieron a la casa de mi
hija. Nos hicieron sentir peor, y por supuesto no resolvieron nada” (ver
la Historia de Guadalupe y Christian Omar, pp. 51-59).
A Hilda, una de las madres que más insistió en visitar la Procura-
duría para obtener información sobre el paradero de su hijo, le extravia-
ron el expediente un año después de ir consecutivamente cada semana
a preguntar por el avance de la investigación. A Berthila, madre de Ale-
jandra, le pidieron que esperara un poco, que muy posiblemente su hija
se había ido con el novio y volvería pronto.
Estas prácticas cotidianas del ámbito burocrático, que María José
Sarrabayrouse (2003) denomina “crímenes de oficina”, se extienden
también al campo de la exhumación de fosas clandestinas y, en este
entorno, al tratamiento de los cuerpos de los difuntos. Aunque existe
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INTRODUCCIÓN XXXV
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XXXVI INTRODUCCIÓN
cerca del ejido Zacatecas, fuimos testigos de una de las prácticas más
comunes de los funcionarios de la fiscalía en el campo de las exhuma-
ciones. En ese lugar, hacía poco tiempo se habían hallado dos cuerpos
separados por una distancia aproximada de 40 metros. Mientras explo-
rábamos este terreno lleno de escombros, escuchamos la voz de Ma-
ría, estudiante de antropología física que acompañó esta investigación
mientras hacía su tesis de licenciatura. Siguiendo su voz encontramos a
un pequeño grupo de madres que rodeaban algo que parecía una tumba,
un pequeño montículo de tierra con una cruz enterrada y un par de ve-
ladoras gastadas. De la tierra sobresalían algunos restos óseos que Ma-
ría identificó como partes de un pie humano. Las madres, indignadas,
empezaron a renegar del mal trabajo hecho por los funcionarios de la
Procuraduría, que comúnmente no recuperan la totalidad de los restos
de las fosas clandestinas, dejando rastros del terror. Según Las Buscado-
ras, muy seguramente la cruz y las velas habían sido puestas allí por la
familia del muchacho que se había recuperado en este predio. Algunas
de ellas, bastante contrariadas, propusieron recoger los restos y llevar-
los a la Procuraduría para demostrar el mal trabajo que hacen. Al final,
después de una reflexión colectiva, decidieron respetar el espacio ritual
creado en torno a este entierro y dejar los restos del difunto en paz.
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INTRODUCCIÓN XXXVII
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XXXVIII INTRODUCCIÓN
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INTRODUCCIÓN XXXIX
historias resultaron novedosas para quienes las leían por primera vez,
pues a pesar de llevar años caminando juntas, pocos eran los espacios
en los que se detenían a compartir mucho más sobre sus vidas. Este
ejercicio removió muchas emociones y permitió fortalecer los vínculos
de solidaridad al reconocerse en los dolores y las esperanzas ajenas. Pos-
terior a este ejercicio, se discutió en plenaria, de manera más amplia, el
objetivo del libro y se acordaron entre las participantes y las académicas
las estrategias de distribución de esta publicación.
Además de las entrevistas y los dos talleres mencionados, desde el
inicio de nuestra colaboración con Las Rastreadoras promovimos espa-
cios plurales para el encuentro narrativo y testimonial que contribuye-
ran al esclarecimiento de los hechos relacionados a la desaparición de
personas y a la dignificación de las memorias de quienes han sufrido
este crimen. En estos talleres trabajamos con memorias individuales y
colectivas como fuentes dinámicas y medios para documentar e interro-
gar el pasado, así como herramientas potentes para articular lo común y
consolidar la organización.
El primer taller, realizado en febrero de 2017, nos permitió elabo-
rar un análisis de contexto sobre la desaparición en esta región del país,
haciendo énfasis en las relaciones de poder entre los actores que parti-
cipan del campo, especialmente perpetradores, víctimas, autoridades y
sociedad civil. Este espacio sirvió para transitar hacia la comprensión
colectiva de los agravios y el carácter sistémico del crimen.
Un segundo taller, que tuvo lugar en octubre 2017, sirvió para ini-
ciar un proceso de documentación de las experiencias de búsqueda y ha-
llazgo de fosas clandestinas llevadas a cabo por el colectivo desde 2014.
Como resultado de este segundo taller se desarrolló una base de datos
que registra los hallazgos de restos humanos en esta región, entre 2014 y
2017.13 Este ejercicio de intercambio de saberes y experiencias en torno
a la búsqueda, aparte de contribuir al análisis de la geografía política de
la desaparición, fue una herramienta poderosa para reflexionar sobre los
13
Este proyecto es parte de una colaboración más amplia que incluye el apoyo en la siste-
matización de sus bases de datos sobre desaparecidos, una base de datos sobre los hallazgos de
fosas clandestinas y el acompañamiento de integrantes del GIASF en diferentes momentos entre
2016 y 2020.
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XL INTRODUCCIÓN
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INTRODUCCIÓN XLI
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XLII INTRODUCCIÓN
15
José Luis Pescador ilustró Fosas clandestinas de Tetelcingo. Informe preliminar, en el que parti-
ciparon integrantes de nuestro equipo de investigación (véase http://www.giasf.org/publicaciones.
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INTRODUCCIÓN XLIII
que ilustran este libro son una forma más de honrar sus vidas, denunciar
sus muertes y aportar a la lucha incansable de quienes los buscan.
Esperamos que este libro, escrito desde el amor, contribuya a cons-
truir puentes entre las luchas por la justicia en distintos espacios geográ-
ficos, y sea un pequeño aporte a la dignificación de la memoria de todas
las personas desaparecidas en México.
VIII. Bibliografía
html) y el número especial de la revista universitaria La Voz de la Tribu, dedicada a los hallazgos
de cuerpos inhumados ilegalmente en fosas bajo custodia del estado en Tetelcingo, Morelos (El
Horror, núm. 9, agosto-octubre de 2016). Colaboró con nosotras ilustrando también un artículo
publicado en la revista Portal de la Universidad de Texas, en Austin (https://llilasbensonmagazine.
org/2017/08/29/mexico-en-tiempos-de-violencia-e-impunidad-la-antropologia-juridica-y-la-antropologia-
forense-en-apoyo-a-los-derechos-humanos). También estuvo a cargo de la ilustración de nuestra Guía de
búsqueda para familiares con enfoque de verdad y justicia. Recientemente ilustró el informe Ni perdón.
Ni olvido, en torno al caso Narvarte (véase https://casonarvarte.articulo19.org/).
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XLIV INTRODUCCIÓN
Revista sobre Acesso à Justiça e Direitos nas Américas, vol. 2, núm. 2, disponible en:
https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=7050404/.
Hernández Castillo, Rosalva Aída (2019b), “Las múltiples ausencias de los
indígenas desaparecidos en México”, A dónde van los desaparecidos, 25 de abril,
disponible en: https://adondevanlosdesaparecidos.org/2019/04/25/las-multiples-
ausencias-de-los-indigenas-desaparecidos-en-mexico/.
Hernández Castillo, Rosalva Aída (2019c), “Madres en búsqueda, remue-
ven conciencias”, La Jornada, México, 9 de mayo, disponible en: https://www.
jornada.com.mx/2019/05/09/opinion/016a2pol/.
Hernández Castillo, Rosalva Aída y Mora Bayo, Mariana (2015), “Ayotzi-
napa: ¿fue el Estado? Reflexiones desde la antropología política en Guerre-
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Jimeno, Miryam (2010), “Emociones y política. La ‘víctima’ y la construcción
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Loza, Oscar (2004), Tiempo de espera, 2a. ed., México, Universidad Autónoma
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Proceso (2013), “En video, escolta de Malova lo acusa de tener nexos con el
‘Chapo’ y ‘El Mayo Zambada’”, Proceso, México, 23 de junio, disponible en:
https://www.proceso.com.mx/345664/escolta-del-gobernador-de-sinaloa-lo-acusa-de-
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INTRODUCCIÓN XLV
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XLVI INTRODUCCIÓN
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Nota
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Carta a Felícitas
desde Atlacholoaya, Morelos
Señora Felícitas:
No encuentro las palabras de consuelo ante la gran pérdida.
¿Cómo alivio su dolor si yo también soy madre?
Yo tuve que dejar en el abandono a dos niños; uno de ocho años y otro de once
meses, y todos los días le pido al universo que me los cuide.
Por un momento me puse de su lado y no, no quiero imaginar todo ese sufri-
miento que vive de manera injusta, desgraciadamente vivimos en un país con mucha
violencia, donde no tenemos el derecho ni a la información y no la dan, no, por igno-
rancia. No. Es la gran corrupción de los policías, ya no se sabe a quién temerle…
pero sin duda es a la policía. Ellos, que deberían de protegernos, son los que desa-
parecen, matan, torturan y violan a gente inocente. Se lo digo yo, que estuve cuatro
días a su merced, que fui torturada y violada por ellos, y gracias a la vida lo estoy
contando.
Hoy tengo fe en que este nuevo gobierno le ayude y aporte pruebas para encon-
trar la justicia que espera, deberá tener paciencia, se encontrará a sabandijas disfra-
zadas de corderos, como lo son la fiscalía y muchos más.
Le pido a la vida que pronto encuentre consuelo a su gran dolor y espero se le
haga justicia y que esa gran pérdida no quede impune.
Empecemos por nosotras. Su gran lucha pronto tendrá recompensa.
El dolor se queda, pero también el amor y la esperanza.
Desde Atlacholoaya, Morelos,
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3
“Levantar” o “levantón” es un localismo empleado para referirse a los secuestros y desa-
pariciones forzadas [N. de las E.].
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4
Localismo para referirse a las y los jóvenes [N. de las E.].
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tuve opciones, me tuve que quedar con él porque los abuelos se sentían
ofendidos y uno no podía volver como si nada a la casa, por eso me que-
dé con él. Yo tenía mucho miedo de que se enojaran y me pegaran, así
que no me quedó otra que ir a presentarlo con ellos, y así me convertí
en su esposa.
A los cinco meses ya estaba embarazada de Alfonso. Los primeros
años de mi niño fueron muy difíciles, porque su papá era muy violento y
me pegaba mucho. Nos vinimos a vivir al ejido, a un solar que me dieron
los abuelos aquí mismo donde está esta casa; construimos una casita de
madera muy sencilla. Él compraba mandado y cuando regresaba de su
trabajo quería que la comida estuviera ahí, sin tocarse, y si habíamos co-
mido algo me golpeaba. Al niño no le pegaba, pero mi hijo miraba todo,
presenciaba, y me abrazaba llorando, asustado. Con el tiempo decidí que
no quería que mi hijo creciera así, y tomé la decisión de separarme.
Para entonces mi abuelo ya había muerto y mi abuela tomó muy
mal lo de la separación. Me decía que iba a andar de un marido a otro,
teniendo plebes con varios hombres. Ella lo defendía a él porque yo no
le había contado lo que vivía en casa. Entonces tuve que confesarle lo
que estaba pasando, que me golpeaba, y le enseñé los golpes. Le mostré
las bolas que tenía en la cabeza, porque me jalaba mucho los cabellos.
Ni siquiera me dejó llorar tranquila la muerte del abuelo; él me pegaba
y me regañaba porque yo lloraba. Me puse muy mal, pues fue el único
padre que tuve, lo quise muchísimo, yo era su consentida. Con su muer-
te se acabó un poco de mi vida. Pero tenía a Alfonso, que fue el que me
impulsó a seguir adelante.
Me convertí en madre soltera, porque el papá de mi hijo no me
ayudaba en nada. Yo entonces no sabía que era una obligación para él
y que lo podía demandar. Así que salí adelante sola, me puse a trabajar
haciendo tortillas de harina para unas señoras que tenían un restaurante
en Los Mochis. Aquí en la casa me ponía a tejer vestiditos para niña,
sombreros, calcetas, y los fines de semana hacía comida para vender en
el ejido. Luché mucho para ganar cada peso, para darle de comer a mi
hijo. No tenía apoyo ni de mi padre ni de mi madre, y aún no tenía de-
rechos ejidales. Años después murió un tío mío y me heredó su parcela,
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Almas errantes
Mamás que lloran
migajas de ellos
piden a Dios orando
pedazos de ellas
los saben ausentes
No hay nada de ellos.
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madrugada para entrar a las cinco y era muy miedosa, no le gustaba sa-
lir a oscuras rumbo al aeropuerto; “en el turno de la noche me asustan
mami, hay fantasmas”, me decía. Así que finalmente decidió renunciar
y con lo de la liquidación compró ropa para vender; no le gustaba tener
patrón, y como era muy amiguera pronto tuvo una red de clientes y le
iba bien en su negocio.
Aunque no vivía con nosotros, venía mucho a la casa a comer y yo
la consentía y le hacía la comida que más le gustaba. En la época en la
que desapareció estábamos llevándonos muy bien, habíamos superado
muchos problemas y yo pensaba que ella estaba encontrando también
su camino. Soy una madre de mente muy abierta y en estos tiempos ya
nada me asusta, si hubiera estado embarazada o si en vez de novio tenía
novia, la hubiera aceptado igual. No soy de las que dicen “sólo por esa
línea”; no, la línea puede tener muchos bracitos y yo trato de entender a
mis hijas y las acompaño en todo.
Fue en esa etapa, en la que ella estaba buscando su autonomía y
regresaba a estudiar la prepa abierta, cuando alguien, por alguna razón
que nunca entenderé, decidió acabar con todos los sueños de mi hija. La
pesadilla inició cuando la señora que le rentaba un cuarto me habló muy
preocupada para decirme que mi hija no aparecía. Me contó que estaban
jugando a la lotería con Carla, una amiga de ella, cuando alguien le habló
por teléfono a mi hija, era una voz de hombre y al parecer discutieron
porque ella tenía el rostro desencajado. Alejandra les dijo que tenía que
salir, pero que regresaba rápido, iba a poner saldo a su teléfono en un
Oxxo; su amiga insistió en acompañarla. Eran como las once de la no-
che y salieron en chanclas, no iban vestidas como para salir de fiesta ni
para hacer ningún viaje, por eso es que la casera se preocupó cuando no
regresaron. En cuanto recibí la llamada me comuniqué con la mamá de
Carla, y después de intentar llamarles a sus celulares, sin encontrar res-
puesta, decidimos presentar la denuncia. Ellas desaparecieron la noche
del 6 de julio de 2013, y al día siguiente ya estábamos las dos madres en
el Ministerio Público. Como pasa cuando son mujeres jóvenes las que
desaparecen, nos dijeron que nos esperáramos, que tal vez se habían
ido con el novio. Hay muchos prejuicios contra las mujeres; cuando
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han buscado para nada más. No espero nada de ellos; no pido justicia
porque la justicia sólo la da el de arriba, y Él va a poner las cosas en su
lugar, Él va a poner los medios para que llegue la paz y la tranquilidad a
mi alma. Para mí, la verdadera justicia es que se acabe todo esto, que no
haya más jóvenes desaparecidos y que ya no haya madres como Man-
qui, como Mirna y como yo. Para mí esa sería la justicia.
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Carta a Berthila
Cada día es un nuevo comienzo, no importa lo que haya pasado el día anterior, im-
porta lo que quieras vivir hoy. Leí un poco de lo que viviste en unas hojas, en unas
pocas líneas comprendo el dolor que pasaste al perder a tu hija.
Te escribo desde mi propia experiencia como alguien que le ha tocado vivir
múltiples violencias sólo por tener preferencias sexuales diferentes. La gente, y en
ocasiones hasta tu familia, te rechaza. A veces por miedo al qué dirán, no puedes
vivir una vida plena, lo único que nos toca hacer a personas como yo es aceptarnos
como somos y enfrentarnos día a día a las críticas y al rechazo. No se puede vivir
con libertad porque no tienes decisión propia, cuando peleas tus derechos recibes con
frecuencia negativas, las circunstancias del rechazo de la gente te vuelven agresiva y
con facilidad eres grosera y te defiendes a tu manera, a veces con palabras, otras veces
a golpes. La vida, el tiempo, las circunstancias te hacen dura y te defiendes como sea,
hay lugares donde no aceptan a las homosexuales y en ocasiones llegan a matarlas,
y cuando una persona de nuestra comunidad muere es como si hubiese muerto un
perro, a nadie parece importarle. Nuestras vidas parecen no tener ningún valor, es
más, “una menos”, dicen algunos. Lo que no saben o no quieren ver es que tres de
cada diez personas nacen con una preferencia sexual diferente y que los homofóbicos
son gente cerrada, llena de odio. Nosotras no pedimos nacer así, en una familia pue-
des ser tú, o tu hija, tu hermana, tu sobrina o hasta tu pareja, una pareja que no
sabe cómo empezar a vivir en ese mundo que tiene miedo de descubrir, aunque tenga
deseo de vivirlo.
Yo soy bisexual, me gustan las mujeres y también los hombres; en el transcurso
de mi vida fue difícil aceptarme y, por consiguiente, que fuese aceptada; durante mi
matrimonio con un hombre tuve tres hijos varones. Desde que mi segundo hijo cum-
plió cuatro años descubrí que él actuaba diferente, que no era como los demás niños
de su edad, ahora que ya creció y que me encuentro en la cárcel me he destapado y
hablé con mis hijos de mis preferencias y mis gustos, les hablé de la importancia de
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aceptarse uno mismo, como un primer paso para que los demás te acepten. Mi hijo,
poco a poco, se ha abierto a mí, se ha atrevido a contarme a medias lo que él es y yo
lo acepto; cuando él quiera aquí estoy, porque antes de ser su madre soy su amiga.
Leo tu historia y me doy cuenta que tú también luchaste por ser amiga de tu hija y
aceptarla como ella era, me duele tu dolor y me duele su muerte. Con esta carta quie-
ro decirte que, aunque no la conocí, es una muerte que sí importa, es una vida que sí
importó y ahora recordamos a Alejandra a través de su historia.
Imagino tu dolor y pienso en mi propia relación con mis hijos. Quiero decirles,
ahora que puedo, que cuentan conmigo; para cuando salga ya no esconderé lo que
soy, que mucho me ha costado, y cuidaré de mis hijos como siempre lo he hecho, los
defenderé aunque sea con mi propia vida, pues todos tenemos la misma oportunidad
a vivir una vida digna.
Una amiga que te comprende y entiende tu dolor,
Ana Yancy
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37
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El cristal es un tipo de estimulante poderoso y sumamente adictivo que afecta el sistema
nervioso central. La metanfetamina de cristal es una forma de la droga con aspecto de fragmen-
tos de vidrio o piedras blancoazuladas brillantes. Es una droga de uso común entre los jóvenes
del norte de Sinaloa enganchados en el consumo, dado su bajo costo y alta potencia.
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a los empleados de una cremería. Ahí trabajé por dos años. Los papeles
se invirtieron y él se quedaba en la casa y yo salía a trabajar. Aguante así
un tiempo, pero tomé la decisión de separarme porque una vez, bajo el
efecto de las drogas, se puso violento y golpeó a Elvis, uno de los geme-
los. Cuando se drogaba se ponía irreconocible; por una tontería empezó
a golpear a mi hijo de 8 años, Elvis lo defendió y le dijo que mientras
él viviera nunca más iba a tocarme a mí ni a sus hermanos. Fue un día
horrible, el niño pequeño terminó en el hospital. Yo le llamé a la policía
y se lo llevaron preso. Mi suegra, en vez de apoyarme, tomó partido por
su hijo y se enojó conmigo por haber dado parte a la policía. Ese día
tomé la decisión de separarme, no iba a seguir arriesgando a mis hijos.
Tuve la suerte de que una hermana de mi suegra me apoyó y duran-
te dos años me prestó una casa amueblada y me ayudó con el manteni-
miento de mis hijos. Para empeorar las cosas yo me enfermé gravemente,
estuve a punto de morir por un mioma que me salió en la matriz. Perdí
mucha sangre y me dio anemia. Cuando estaba hospitalizada vinieron
mi suegra y mi marido y me pidieron perdón. Él lloró mucho y quería
que regresáramos, pero yo le dije que mi decisión era irreversible, que lo
perdonaba pero que no volvería nunca con él. Yo me recuperé; la her-
mana de mi suegra pagó todos los gastos de mi hospitalización y fue un
apoyo muy importante en esa época tan difícil de mi vida. Con mi sue-
gra restablecimos relaciones y a la fecha somos muy cercanas.
Pero ella no tuvo la fuerza para internar a su hijo en un centro de
rehabilitación, tal vez se hubiera salvado si ella hubiera tomado la deci-
sión. Mientras tanto, mi hijo Osvil trabajaba en un taller mecánico y se
movía entre las dos casas. A todos nos había afectado mucho la adicción
de su papá, pero salimos adelante como familia. Elvis y Osvil entraron
a trabajar en un restaurante de mariscos de unos amigos de la familia,
y entre los dos me ayudaban a sacar adelante a sus hermanos. Con el
tiempo, Jesús Benjamín y yo también entramos a trabajar al mismo res-
taurante. Como la niña aún estaba chiquita, mi mamá me ofreció hacer-
se cargo de ella y se la llevó a vivir a Cerro Cabezón; a la fecha, ella sólo
viene a verme los fines de semana.
Las cosas se empezaron a estabilizar de nuevo; me salí de la casa
de la tía de mi esposo y rentamos una casita. Ella me regaló todos los
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su mirada vi que era un niño, haz de cuenta que estaba viendo a mi hijo.
Yo le decía a su padre: “rescátelo, aún es tiempo”. Poco a poco me fue
tomando confianza y un día se puso a llorar, me contó que tenía una
niña chiquita a la que no podía ver, que lo obligaban a trabajar para ellos
y lo tableaban8 cuando no los obedecía. Si él los denunciaba sabía que
su familia corría peligro.
Es un camino sin salida, un infierno. Un día encontraron su cuer-
po tirado en una obra de compuertas. Y eso se repite acá todos los días,
sólo del 4 al 10 de marzo se llevaron a unos 20 muchachitos. El licen-
ciado Miguel del Ministerio Público me dice que tal vez a mi hijo lo tie-
nen trabajando por la sierra. Son tantos a los que se han llevado que no
pierdo la esperanza de que un día mi Osvil regrese. El otro día mi niña
más pequeña, Marianita, vio a un indigente y le quiso dar un yogur que
acababa de comprarle. “Pobrecito, me dijo, tal vez mi hermano anda así
en algún lado”.
Todos hemos sufrido mucho por la desaparición de Osvil y de su
papá, pero sobre todo mi niña pequeña, Mariana, y mi hijo de 15 años,
Mauri Alberto Guadalupe, fueron los que reaccionaron más fuerte ante
la desaparición. La niña se puso rebelde, ya no quería estudiar, se alejó
de todos sus amigos y se pasaba escribiendo el nombre de su papá y de
su hermano en el cuaderno. El niño de plano dejó de estudiar, no se
concentraba y se la pasaba llorando. Sus compañeros lo molestaban y
le decían niña porque lloraba todo el día. En el Face escribía: “Osvil, te
quiero hermano, te extraño hermano”; “Los amo papá y hermano Os-
vil”; “Te extraño mucho carnal”; “Padre, cuídame mucho a mi carnal
en donde estén”. A los dos los tuve en terapia como seis meses. Poco a
poco han ido saliendo.
Ahora mis cuatro hijos trabajan en una carreta de tacos al pastor,
tienen muy buena sazón y el dueño de la carreta está muy contento con
ellos porque son muy trabajadores.
Para mí la mejor terapia fue haber encontrado a Las Buscadoras.
Moralmente estaba deshecha, no sabía cómo seguir adelante. Me la pa-
8
Se trata de una técnica de tortura utilizada con frecuencia por ejércitos estatales, paraesta-
tales y privados, en ésta y otras regiones de México. Implica el uso de una tabla de madera para
apalear a la persona torturada directamente sobre la piel [N. de las E.].
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saba encerrada, sin ganas de hacer nada, comiéndome las uñas y arran-
cándome los pellejitos, sólo pensando y pensando dónde los puedo en-
contrar, dónde están. Ahora no estoy sola, las tengo a ellas; llego a la
oficina y todo cambia, porque lloramos, nos reímos, gritamos, nos des-
ahogamos. Esa ha sido la mejor terapia para mí, estar en el grupo. Más
cuando voy a búsqueda. Cada día de búsqueda mi vida adquiere sentido.
Una noche antes me pongo en oración y digo: “Señor, ponme a mi hijo
en el camino, quiero encontrarlo, que esta búsqueda sea positiva, y si no
es el mío que sea el de mi compañera, para que descanse”. Somos una
comunidad, nos apoyamos las unas a las otras, esto hace más llevadero
el sufrimiento que todas tenemos. También hemos ido formándonos,
nos rotamos para poder tomar los cursos que se ofrecen y aprender
sobre derechos, sobre genética, sobre el geo-radar, sobre protocolos de
búsqueda.
Yo soy de las más participativas, quiero aprender todo lo que pue-
da ayudar a encontrar a nuestros hijos. Por eso dice Mirna que soy
“muy metiche”, porque quiero estar en todo, pero es una manera de
ir aprendiendo y poder contribuir al grupo. Estoy muy agradecida con
ellas, con el apoyo que me han dado, yo me debo a Las Buscadoras de
El Fuerte, a mis compañeras, con ellas seguimos en la lucha. Le hice
una promesa a mi hijo: que si lo encuentro, de todas maneras voy a se-
guir buscando a los de mis compañeras, voy a seguir apoyándolas y es
algo que le pido mucho a mi Diosito, que me lo entregue, que me lo
ponga en el camino y que me dé más fortaleza para seguir buscando a
los demás. Todos son nuestros hijos y los buscamos a todos.
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llevaron junto con dos jóvenes más que estaban en otra mesa. A los
pocos días apareció su cuerpo cerca del rancho. Esa desgracia afectó
mucho a mi familia, empezamos a vivir con miedo, a tener muchas pre-
cauciones cuando los hijos andaban en carretera.
Nosotros nos movíamos mucho entre Los Mochis y el Ejido 2 de
Abril, donde trabajaba mi hijo, y andábamos siempre con miedo. Nos
tocó ver encobijados a la orilla de la carretera. Fue por esta época que se
llevaron a los hijos de varias de las compañeras del grupo.
Por su trabajo, Christian Omar tenía que manejar como una hora
entre el ejido donde estaba su escuela y su casa. Pasaba también que te-
nía que regar los cultivos de su papá, y esto había que hacerlo cuando
llegaba el agua, y muchas veces era de madrugada. Así que yo vivía con
miedo cuando él o su papá salían de madrugada a regar.
La realidad me dio la razón, mis miedos no eran infundados, por-
que el domingo 11 de marzo de 2012 nuestra vida y la de nuestro hijo
cambió para siempre. A las 7:30 de la tarde salió de su turno y me ha-
bló desde la escuela para decirme que venía para el rancho porque iba a
regar, andaba con un muchacho que se llama Tirso Álvarez, con el que
se apoyaba para los riegos. Dieron las 9, las 10, las 11 de la noche y no
llegaba. Entonces empecé a marcarle a su Nextel y a su celular y los dos
sonaban apagados. Nos empezamos a preocupar, él nunca se desconec-
taba así. Su papá salió a buscarlo, recorrió el camino que él hacía cuando
salía del trabajo y fue al Oxxo donde a veces se juntan los jóvenes a to-
mar, pero no lo encontró. Entonces mi corazón de madre me dijo que
algo grave estaba sucediendo. Sentí que el miedo me recorría el cuerpo
y me solté a llorar.
Todo el lunes nos dedicamos a buscarlo, fuimos a la escuela, a casa
de sus amigos, a hospitales, funerarias, fuimos a ver si no lo tenían de-
tenido. No había noticias de él por ningún lado. Hasta por los canales
fuimos a caminar. Entonces decidimos poner la denuncia. Fuimos con
la mamá de Tirso, y nos pidieron un montón de papeles. Así que mi ma-
rido se fue con la señora a Bachoco a buscar los papeles y yo me quedé
en el Ministerio Público. Cuando llegaron al pueblo se encontraron con
que había retenes y estaba lleno de ministeriales. Mandaron a un co-
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rían que se enteraran, pero aquí todo se sabe. La niña en especial, que
entonces tenía trece años, se deprimió mucho. Aunque no vivían con su
papá, eran muy apegados a él, han sufrido mucho con su desaparición.
Yo también siento a veces que no puedo más con tanta tristeza,
pero la urgencia de buscarlo me mantiene de pie. Antes de encontrar a
Las Buscadoras, todos los lunes al salir de la escuela íbamos al Minis-
terio Público a ver si había noticias. Nunca había novedades, éramos
nosotros los que teníamos que informarles a ellos, pues nosotros sí bus-
cábamos y ellos nunca han hecho nada. Fue en una de estas vueltas al
Ministerio Público, en enero de 2015, que conocí a Mirna Medina. Me
invitó a una de las marchas y me pidió que le diera la información de mi
hijo, porque estaba pidiendo una cita con el gobernador y quería juntar
la información de todos los desaparecidos.
Así me fui integrando al grupo, empecé a ir a reuniones, a infor-
marme. Después llegó gente de la PGR a tomarnos pruebas de ADN
y nos pidieron documentos de nuestros hijos. En mi caso me pidieron
su cartilla, y querían que fueran originales; se llevaron todo lo que les
dimos y nunca nos lo regresaron. Hasta la fecha no han hecho nada, so-
mos las madres las que hemos seguido buscando y hemos encontrado
a varios de los jóvenes desaparecidos. Nunca imaginé que andaría con
palas y picos buscando a mi hijo por el monte… Nunca.
Me llevó tiempo decidirme a ir a las búsquedas; asistía a las juntas,
a las marchas, pero no iba al monte con el grupo. Mi marido y mis hijos
no querían que fuera porque tengo un problema de salud que se llama
osteopenia, que me afecta la columna, y tenían miedo de que me pudiera
caer y lastimar. Pero la desesperación por encontrar a mi hijo me hizo
tomar la decisión de unirme a las búsquedas; me ha tocado encontrar a
cuatro jóvenes, a quienes se les pudo dar santa sepultura.
También participo en un colectivo que se llama Grupo Recupe-
ración Culiacán-Bachoco, A. C., en donde hemos trabajado el tema de
las enfermedades emocionales y las pérdidas. Este trabajo emocional
también me ha ayudado a salir adelante. Con Las Buscadoras me siento
menos sola y me he vuelto más independiente, antes no hacía nada si no
iba con mi marido. Hasta me reclama que lo dejo solo, porque él no va a
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Expresión empleada para referirse a Dios [N. de las E.].
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A todas las madres que tienen hijos e hijas desaparecidos les digo
que no pierdan la fe, que hay que seguir buscando. Así se nos vaya la
vida en ello. Mientras Dios nos lo permita, seguir buscando hasta en-
contrarlos. Y en el camino, si no encontramos a los nuestros, de perdida
ayudamos a otras madres a encontrar a sus hijos.
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Te abrazo con mucho cariño como si esta noche nos tomáramos un café que llegó al
alma y tú me contaras en instantes toda tu vida, donde existe el dolor al igual que
en la mía.
Mi nombre es María Elena Basave Simbra, estoy privada de mi libertad
desde hace 15 años, tengo tres hijos, a los cuales dejé de 9, 13 y 17 años. Cuando
Aída Hernández, la antropóloga, nos comentó de ustedes, nos sugirió que escribié-
ramos algo sobre sus historias; al principio dudé, lo pensé mucho porque se me cae
la cara de vergüenza de escribir desde este lugar en el que me encuentro. Pero leyendo
su historia me doy cuenta que ambas somos víctimas de la violencia y la impunidad.
Los verdaderos delincuentes andan libres en las calles, ignorando lo que realmente
vivimos en este lugar, siguen destruyendo familias, detienen gente inocente para ha-
cerle creer a la sociedad que trabajan, cuando la realidad es otra. Soy inocente de un
homicidio que no cometí, así también hay muchas de mis compañeras. Por azares de
la vida me tocó leer tu historia, “qué coincidencia”, justo el día que Christian Omar,
tu hijo, cumplió 7 años de desaparecido; llega tu historia a mis manos el lunes 11
de marzo de 2019. No creo en las coincidencias, yo tenía que conocer esta historia y
tenía que escribir esta carta.
Imagino tu rostro con facciones duras, dispuesta a seguir luchando; tus ojos
como de vidrio, llenos de amor. Si ese amor y fortaleza que Dios te dio y lo traes
de corona y que en las noches te obliga a perseguir a la luna cuestionándola si sabe
ella algo. Se fue a mitad de la noche, llevándose tu pasión y tus deseos… Pero no es
verdad, porque sigues de pie, tus ilusiones, tus sueños, todo sigue en ti ¡mujer! Tienes
una familia, un esposo, unos hijos, nietos, por lo cual tienes que seguir luchando.
La vida en ocasiones es muy dura, desafortunadamente; a ti, a mí y a otras
mujeres nos ha tocado vivir una situación diferente, pero esto no es obstáculo para
detenerse, hay que seguir adelante. Estoy muy conmocionada de escribirte y te puedo
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decir que siento tu dolor y te entiendo, puesto que yo también soy madre y he tenido
que renunciar a mis hijos, dejándolos solos a la deriva. Te agradezco la bondad de
compartir con una sociedad muy dura y conmigo tu historia. La leí lentamente, ima-
ginando cada momento que viviste, cada imagen que describes, tratando de masticar
la noche porque en este infierno lo más terrible son sus noches, donde entra la zozo-
bra de preguntarnos ¿dónde estarán nuestros hijos?, ¿qué estarán haciendo?... El
sueño en ocasiones no visita la cama de piedra, con esos pensamientos desagradables
me levanto a pedirle a Dios o a escribir. ¿Sabes?, escribir es una terapia buena para
calmar un poco el dolor interno, pero existe Dios, él sana todo, aquí fue que le conocí.
Ten fe, síguele pidiendo mucho a Dios, deseo que te siga dando fuerza para que
sigas adelante. Ten la certeza de que sí existe la justicia divina (Romanos 12:19).
Que la paz de Cristo Jesús more en tu corazón y en el de toda tu familia, cuídalos,
que ellos también te necesitan.
Atentamente, una mujer escribiendo a otra mujer.
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M e llamo Estela Ibarra Cruz, soy integrante del grupo Las Bus-
cadoras de El Fuerte. Ellas me dicen la Hermana Estela, por
mi religión. En estos últimos diez años he perdido a tres hi-
jos: dos se suicidaron y el tercero, Raúl Andrés García Ibarra, a quien le
decíamos Rulo, está desaparecido. Nunca pensé que pudiera sobrevivir
a tanto dolor. Quiero compartirles mi historia y la de mis hijos, que han
sido víctimas de la violencia, la pobreza y la inseguridad que se vive en
esta región de Sinaloa.
Nací en un pueblo de Durango, que se llama Antonio Amaro, el
7 de septiembre de 1964. Mis papás eran campesinos, sembraban maíz
y frijol, siembras de temporal. Pero cuando no llovía no se cosechaba
nada y no teníamos ni para comer. Yo era la mayor de ocho hermanos
y éramos muy pobres, pero no había la violencia que hay ahora, así que
mis recuerdos de niñez son felices, aunque en medio de la pobreza.
Cuando tenía 14 años me fui con una tía a Ciudad Acuña, Coahuila, a
trabajar. Sólo cursé hasta primero de secundaria porque no había dine-
ro; estudiar era un lujo y yo tenía que ayudar a mi familia. Ahí empecé a
trabajar en una maquiladora de ropa. Aguanté un año y medio y luego
me regresé pa’l rancho. Cuando regresé conocí a mi marido, él tenía 17
años y nos escapamos juntos. Estuvimos como un mes y medio así no-
más juntados, pero luego nos casamos por el civil.
Mi esposo y su familia se enganchaban como jornaleros en tempo-
rada de cosecha, se venían para Nayarit y Sinaloa y luego se regresaban
al terminar la cosecha al rancho, en Durango. Así le hicimos cuando nos
casamos, nos enganchamos para trabajar en Nayarit. Pero luego el her-
mano de mi marido consiguió un pedazo de tierra aquí en este ejido que
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se llama Juan José Ríos, y a principios de los ochenta nos vinimos para
acá. A mí me gustaba mucho este lugar porque había mucho trabajo,
mucho más que ahorita. Había muchas siembras: tomate, ajonjolí, uno
que se llamaba frijol de soya, mucha cebolla. Eran buenos tiempos y la
gente vivía de la tierra. Así que decidimos dejar definitivamente Duran-
go y aquí nos quedamos.
Al principio llegamos a la casa de su hermano, pero duramos poco
tiempo ahí porque nos regalaron este pedazo de tierra para construir
nuestra casa. Se lo regalaron a mi suegro, era un terreno grande como de
40 por 40, él lo repartió con nosotros y otro hijo que también se trajo.
En el pedacito que nos tocó empezamos a hacer nuestra casita con puro
cartón, con puro cartón empezamos. Durante los primeros seis años
no teníamos ni agua ni luz. Pedíamos agua con algún vecino y le ayudá-
bamos a pagar la cuenta. Para aluzarnos mi suegra hacía unas lámparas
de petróleo con una mechita de trapo, que se llamaban “cachimbas”.
Sufrimos bastante.
Para ayudar con los gastos de la casa yo bordaba unas servilletas
que vendía con los vecinos. Pero me daba mucha pena ofrecerlas, así que
no me iba muy bien, sólo se las vendía a la gente que conocía. En 1981,
cuando tenía 17 años, tuve a mi primer hijo y ya no pude trabajar. Le
pusimos de nombre Gregorio García Ibarra. Inmediatamente después,
cuando Goyito aún no tenía el año, nació Juan, y en 1984 llegó mi única
niña, Brenda Berenice. Luego tuve un aborto casi a los nueve meses y
después, en 1993, nació Raúl Andrés.
Todos estudiaron la secundaria, y algunos ya de grandes sacaron la
prepa abierta. La niña se me casó muy joven y ya no siguió estudiando,
pero ahora con sus niños sacó la prepa abierta. Cuando los muchachos
estaban creciendo se empezaron a formar aquí en el ejido pandillas de
cholos13 y comenzaron algunos robos. Pero nada que ver con la violen-
cia que hay ahora, no había muertos ni nada y todavía confiábamos en
la policía. Si había algún problema llamábamos a la Comandancia y se
13
En el contexto sinaloense, este término refiere a jóvenes de la localidad, de barrios peri-
féricos o zonas marginales organizados en pandillas, cuya estética se caracteriza por usar panta-
lones flojos y ropa holgada. Generalmente se usa con carácter despectivo.
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so y soñaba con ser ingeniero y ganar dinero para construirme una casa.
Dos días antes de que lo levantaran me dijo: “Yo quiero estudiar ma’,
yo quiero ser alguien en la vida, lo primero que voy a hacer es hacerle su
casa, una casa linda, una casa grande”.
Pero todos sus planes se interrumpieron el 31 de octubre de 2013.
Él tenía apenas unos doce días de que había conseguido un trabajo de
ayudante de carrocero, era de medio tiempo y le iba a permitir seguir es-
tudiando. Regresando del trabajo se bañó para ir a ver a su novia Wendy.
Le dije que cenara primero, pero no quiso. Me dijo que regresaría a las
diez de la noche. Él nunca llegaba a la casa después de las once.
Cuando él salía de noche me quedaba muy nerviosa, porque sabía-
mos que había redadas, se llevaban a jóvenes inocentes para ponerlos
a trabajar. Eran hombres armados que pasaban con sus carros y se lle-
vaban a quien querían. Sólo en la esquina de la casa se había llevado ya
a dos muchachos inocentes, Angelito y Carlitos, que no andaban mal.
Eran dos primos, buenos muchachos; se los llevaron a la fuerza y des-
pués sus cuerpos aparecieron torturados. Todo el ejido fue a su velorio,
nos pesó mucho porque todos sabíamos que no andaban en nada malo.
No entendemos por qué pasa esto, por qué los matan y los torturan, de
dónde viene tanta maldad.
La gente tiene miedo de denunciar porque no confía en las auto-
ridades, sabe que no los buscarán, muchas veces trabajan juntos. Las
patrullas detienen a los muchachos y los entregan a los criminales. Tam-
bién pasa que si denuncian, terminan investigando a la familia y me-
tiéndola en problemas. A una hermana de mi iglesia le desaparecieron
a un hijo. La patrulla lo detuvo y hubo testigos que vieron cuando lo
subieron al carro. Ella fue a la Comandancia para pedir que liberaran a
su hijo, pero le dijeron que no lo tenían. Cuando ella les dijo que hubo
testigos que vieron a la patrulla, en la Comandancia le dijeron: “traiga a
los testigos para ver si es cierto”. Pero sabían que la gente tiene miedo
y que nadie iría a atestiguar contra los policías. Hay muchos casos así,
también el de una señora que tenía un hijo adicto que le causaba pro-
blemas, y su mayor error fue confiar en la policía. Les llamó para que lo
encerraran unos días, para ver si se calmaba. Se lo llevaron y al cuarto
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Después supe por unas vecinas que cuando iba saliendo de la casa
pasaron dos muchachos de aquí del ejido en una moto y les pidió aven-
tón porque ya iba tarde. Lo subieron y eso fue lo último que supimos
de él. Cuando dieron las once y no llegaba empecé a marcarle, pero me
mandaba a buzón; también le marqué a Wendy, pero no me respondió.
No quise insistir porque pensé que tal vez los muchachos habían deci-
dido escaparse juntos. Esa idea me tranquilizó un poco, pero cuando
amaneció y no tuve noticias de él, mi corazón me dijo que algo grave
había pasado.
En la mañana me habló el tío del joven que era dueño de la moto,
me preguntó por Raúl y me dijo que los tres que andaban juntos en la
moto no aparecían. Fue ahí que la vecina me contó que escuchó cuando
Raúl les pedía aventón. Ese mismo día aparecieron tres jóvenes muertos
cerca del ejido, pero no eran ellos. Eran tres jovencitos que también iban
en la preparatoria de mi hijo. Yo salí a buscarlo esa mañana, iba llorando,
tenía mucho miedo, presentía que algo malo le había pasado. Mi hija me
acompañó a la Comandancia a preguntar si habían detenido a alguien
la noche anterior, pero no sabían nada. Fuimos a casa de sus amigos, el
31 hubo una fiesta de Halloween y todos andaban en eso, pero mi Raúl
no iba a esas fiestas, así que desde que salió de la escuela nadie lo había
visto.
Los hermanos de mi Iglesia vinieron a la casa en cuanto supie-
ron que mi hijo había desaparecido. Estaba desesperada, me puse como
loca. Entonces vi que mi hija estaba en un rincón, sin hablar, “hecha
bolita”, y le pregunté si sabía algo. Entonces me contó que unos pa-
rientes de su esposo, que vivían como a 500 metros de la casa, habían
visto cuando una camioneta con hombres armados y encapuchados los
subieron a la fuerza. Como su casa está cerca de la calle, pudieron escu-
char que mi hijo los reconoció y se resistió, les dijo: “Pero yo ¿por qué?
Ustedes me conocen, saben que no me meto con ustedes, ni siquiera
consumo”. Pero igual se lo llevaron.
Cuando mi esposo y mi yerno fueron a poner la denuncia en la Co-
mandancia de Juan José Ríos, el policía que les tomó la denuncia les dijo:
“No se preocupen, se los han de haber reclutado para trabajar, como
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les han dado muchas bajas y les han matado a muchos, por eso se andan
llevando a los jóvenes”. Nos decía eso según para tranquilizarnos. Pero
yo sabía que mi hijo sería incapaz de usar un arma, y con su problema de
epilepsia y sin su medicina no aguantaría mucho. En todo eso pensaba
mientras lo seguía buscando. La gente de mi Iglesia me apoyó mucho;
los primeros días me trajeron comida, porque yo no tenía cabeza ni para
cocinar. La casa estaba llena de hermanos que venían a ayudarnos. El
siguiente año toda mi vida giró en torno a encontrarlo. Cada vez que
escuchaba que habían encontrado un cuerpo, iba para ver si se trataba
de mi hijo. Por todas partes andaba: en Los Mochis, Ahome, Mocorito,
hasta a Culiacán fui.
Yo iba casi todos los días al Ministerio Público para ver si había no-
ticias, pero nadie lo estaba buscando. Hasta que un día la secretaria me
dijo: deje de molestar, nosotros les avisamos si sabemos algo. Me sentía
impotente al ver que no hacían nada.
Durante año y medio lo seguí buscando sola, seguía todas las pistas
que me daban. Un día, una vecina me habló de Las Rastreadoras, me
dijo que había leído en el periódico El Debate que eran madres como yo
que buscaban a sus hijos. Primero hablé al periódico, pero no me dieron
razón. Ahorré dinero para comprar un celular y conseguí el número de
Mirna. Duré meses hablándole, sin que me respondiera. Finalmente, un
día la contacté y le conté de mi caso. Pasaron semanas hasta que fui a la
primera búsqueda. No sabía bien qué hacían, sólo que tenía que llegar
muy temprano a su oficina a Los Mochis y llevar una pala. Recuerdo
bien ese día, a la primera que vi fue a Lili. La vi de espaldas y tenía una
camiseta que decía: “Te buscaré hasta encontrarte”. Yo soy muy tímida,
pero en ese momento sentí como que me encontraba a una amiga, corrí
a abrazarla y me solté llorando. Ella había vivido lo mismo que yo y me
entendía. Fue como encontrar una familia.
Cuando me integré al grupo mi vida cambió totalmente. Ya no
estoy sola en mi búsqueda y tengo mucha esperanza de encontrarlo.
Siento que mi hijo está muerto, por su problema de salud y su carácter,
no creo que haya podido aguantar mucho con esos tipos. La mamá de
uno de los jóvenes con los que desapareció se enoja cuando le digo que
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yo pienso que ya están muertos. Ella se aferra a la idea de que los tienen
trabajando en algún lado. Ojalá yo me equivoque y estén vivos, pero
como madre siento que mi hijo ya no está en este mundo.
Nunca he dejado de buscarlo; ahora con Las Buscadoras he apren-
dido muchas cosas, sobre todo que debemos tener esperanzas. Creo que
no fue casualidad que Dios nos dio la oportunidad de conocernos, por
algo hicimos este grupo, para que no estuviéramos solas, porque pos’ ya
las llegué a querer, pos’ ni las conocía a ni una de ellas y ahora las quiero
mucho a todas. Siento que estamos en la misma sintonía.
Desde que me integré al grupo me ha tocado encontrar como a
diez jóvenes. El primero que encontré fue el hermano de una de Las
Rastreadoras, que se llama Jessie. Fue bien duro, yo oraba a Dios que me
diera fuerza para no quebrarme, porque sentía que si me ponía a llorar
me iban a rechazar. Entendí que así podría encontrar algún día a mi hijo
y eso me dolía mucho. Cada cuerpo que hallamos me da sentimientos
encontrados porque me siento satisfecha por la mamá que va a tener,
de perdida, los restos de su hijo para enterrar, pero me siento dolida de
pensar que así esté mi hijo. Cuando encontramos también estamos de-
seando: “ojalá que ese cuerpo sea el de mi hijo”; sin embargo, cuando se
identifica y no es el nuestro, decimos “qué bueno que no fue mi hijo”,
porque sigue quedando la esperanza; mientras no encuentre su cuerpo y
lo identifiquen, la esperanza de que esté vivo sigue ahí.
Voy a seguir con Las Rastreadoras aunque encuentre el cuerpo de
mi hijo, o si Dios me hace el milagro de que regrese vivo. Porque ya so-
mos como una familia y los buscamos a todos. No las voy a dejar solas.
He aprendido con mis compañeras que para una madre no hay un hijo
malo; aunque haya sido el peor de los delincuentes, para una mamá es
un hijo nada más, eso lo he ido reconociendo en el tiempo que llevo con
ellas, que el mío es igual que el peor de los hijos de Las Buscadoras; para
mí, ahora, todos son iguales, todos son mis hijos.
Si algún día me encontrara de frente con el que se llevó a mi hijo,
quisiera antes que nada que reconociera lo que hizo, que reconociera
que se lo llevó injustamente. Después le diría “que Dios lo bendiga” y le
desearía que un día saliera de ese camino para que no le diera ese dolor
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A veces siento que no puedo, que mis fuerzas no pueden más, y cuando leí que
existían Las Buscadoras, que con el corazón en pedazos y el alma destrozada no des-
mayan por encontrar a un pedazo de su vida, mi corazón se conectó con ellas y con su
lucha. Como madre pensé: cómo no los van a buscar, si desde el primer momento en
que nos dicen que hay una personita dentro de nosotras ya estamos contando los me-
ses para conocerlos; no nos importa si es él o ella, sólo que esté sano, y se hacen eternos
esos últimos días, el dolor es insoportable, pero todo se alivia cuando ves su carita.
Qué dolor hermana, de corazón a corazón le voy a hablar del gran amor de mi
vida, el que me ha dado la fuerza para seguir adelante: “Antes de que yo te formara
en el vientre de tu madre ya te conocía, antes de que tú nacieras, ya te había elegido,
para que fueras un profeta para las naciones” (Jeremías 1,5). “No temas, estoy con-
tigo, yo soy tu Dios, no tengas miedo, te fortaleceré, sí, yo te ayudaré, te salvaré con
mi mano victoriosa” (Isaías 41,10).
Me despido, ahora Las Buscadoras estarán siempre en mis oraciones; que
Dios la guarde y le dé entendimiento y sabiduría y, sobre todo, paz en su corazón.
Tiene por quién vivir, su familia la necesita. Entréguele su carga a Dios y Él
le hará descansar, Él conoce su dolor y está esperando con los brazos abiertos que
lo haga.
Dios la guarde, besos.
Emelia,
una mujer que ora por usted desde la prisión
femenil de Atlacholoaya
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Tenía que trabajar para mantener a mis suegros, que están muy mal de
salud, y a mis dos hijos, que aún están estudiando.
Trabajaba medio tiempo, y el resto recorría funerarias y hospitales,
una vez fui hasta Culiacán porque me dijeron que habían encontrado un
cuerpo. Había muchos rumores, unos chamacos me comentaron que
habían tirado unos cuerpos por Las Presitas y hasta allá fuimos con
Las Buscadoras, pero no encontramos nada. En la Subprocuraduría me
tomaron las muestras, pero nunca más se comunicaron con nosotros.
Los ministeriales sí duraron alrededor de dos semanas que iban para la
casa y me preguntaban muchas cosas, me hablaban por teléfono: que si
él usaba armas, que si alguna vez traía cosas a la casa, navajas, pistolas.
“No”, le decía yo, nada. O que si recibía llamadas extrañas. “No, pues
no”. “¿Y usted cómo sabe?”. “No pues yo sé porque yo aquí me llevo
con él”. “Pero en algún momento que usted no esté —me decían—. A
lo mejor usted sabe algo y no nos quiere decir”. En vez de investigar era
como si quisieran culparnos de lo que había pasado. Yo les respondía:
“No, al contrario, si yo supiera les digo. Yo les tengo que decir, si yo
quiero que ustedes me ayuden tengo que decirles todo lo que yo sé, si
no ¿cómo me van a ayudar?”. Me quedó claro que a través de ellos no
encontraría nada.
Mis suegros ya están muy grandes, y a raíz de la desaparición de
Guillermo se pusieron peor de salud y yo no quería preocuparlos. Con
mi cuñado Miguel no cuento para nada. Sólo con mis compañeras de
Las Buscadoras podía hablar de lo que me estaba pasando, porque ellas
estaban viviendo lo mismo que yo.
El día que lo encontraron no fui a la búsqueda, porque el día an-
terior, que era un sábado, había estado en un taller con ellas y no podía
tomarme dos días en el trabajo. Así que el domingo 5 de febrero de 2017,
cuando lo encontraron, estaba trabajando. Fue Lizbeth, una de mis com-
pañeras, la que me marcó y me dijo que habían encontrado un cuerpo
que tenía la licencia de manejar de Guillermo. En cuanto colgué salí a
dejar a mi niña a casa con los abuelos y me fui para el lugar del hallazgo,
pero para mi mala suerte el carro en el que iba se calentó y nos queda-
mos tirados.
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Con valor,
enfrentando a todos,
van unidas,
nadie detiene al amor.
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nos siguió cocinando a los dos hasta que fui aprendiendo. Mi mamá me
dejó de hablar, ella no quería a Miguel y pasó mucho tiempo antes de
que lo aceptara.
A los pocos meses de vivir con Miguel salí embarazada de Zumiko.
Nos habíamos cambiado de casa por unos pleitos que mi suegro tenía
con sus hermanos. Así que nos fuimos a un fraccionamiento y rentamos
una casa donde vivíamos con mi suegro y sus dos hijos con sus espo-
sas. El embarazo fue de alto riesgo, y Miguel me cuidó mucho, estaba
siempre pendiente de mí. Ya había cambiado de trabajo y les daba man-
tenimiento a maquinitas de juegos, así que nos empezó a ir mejor. Deci-
dimos casarnos y celebramos con su familia en una comida muy sencilla
en nuestra casa, yo tenía ocho meses de embarazo. El 10 de junio de
1994 la vida nos bendijo con una hermosa niña que se convirtió en la
alegría de mi vida: Zumiko Lizbeth. Los dos estábamos encantados con
nuestra hija, su nacimiento nos unió más y yo entonces sí me enamo-
ré de Miguel, al ver lo buen padre que era y cómo le dedicaba tiempo
a su hija. Zumiko fue una niña muy tranquila, siempre sonriendo, y se
convirtió en el centro de nuestra vida. Los fines de semana nos íbamos
al parque a pasearla, queríamos mostrarle el mundo, fueron años muy
felices para nosotros.
Cuando Zumiko tenía tres años nos fuimos a vivir al Ejido Santa
Alicia, a las afueras de Los Mochis. Miguel compró un solar y con ayuda
de su papá construyeron la casa. En esos tiempos este fraccionamiento
estaba muy aislado, no tenía agua ni luz eléctrica y uno tenía que pasar
por las siembras cañeras para llegar. Yo al principio lloraba de pensar
que nos íbamos a venir a vivir a un rancho, sin carro, sin teléfono, me
quería morir. Esos fueron años difíciles, porque Miguel perdió su tra-
bajo y se dedicó un tiempo a la albañilería, así que si salía alguna cons-
trucción había dinero y si no, pues no. Pero lo más duro para mí fue que
una mujer que andaba detrás de él nos hizo brujería a todos. Nos puso
unos muñequitos amarrados con cordón rojo debajo de las camas, y a él
le revolvió su sangre menstrual con la comida. Fueron años bien duros,
casi me separé de Miguel por su culpa. Pero cuando me di cuenta de lo
que estaba pasando, fuimos a hacernos una limpia y las cosas empeza-
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Tal vez cometí el error de taparle muchas cosas para evitar problemas
con su papá. Terminó primero de preparatoria y no quiso seguir estu-
diando, y no pudimos obligarla. Se metió a trabajar en un quiosco de
un centro comercial donde vendían muñecos de peluche, pero tampoco
tenía mucho entusiasmo por el trabajo. Ella soñaba con irse a vivir a
Tijuana y encontrar a mi papá. Creo que le hablé tanto de mi vida en la
frontera que ella se imaginaba viviendo allá. Como yo me había arrepen-
tido de haber roto con mi padre, ella también quería encontrarlo y que
pudiera reconciliarme con él. Ella sólo quería darme gusto, era la alegría
de mi vida, con ella cerca se me olvidaban todos los problemas. Era pura
risa, puro chiste, pura felicidad.
El novio de Topolobampo le quedó chiquito, ella aspiraba a algo
mejor. Cuando tenía 16 años la invitaron a hacer un video de promoción
para un grupo musical, era una canción que se llamaba “La Barquita” y
salió en televisión, aún se puede ver en YouTube. Ella estaba encantada,
se sentía soñada. Pero el novio se molestó por lo del video y a raíz de
eso terminaron. Ella me lo contaba todo, éramos amigas. Empezó a salir
mucho a fiestas, yo sólo le aconsejaba que no tomara y que si tomaba
viera bien cuando abrían las botellas para que no le fueran a dar alguna
droga.
Pero las cosas se me fueron de control y algunas noches ya no ve-
nía a dormir. Cerrábamos la puerta con llave para que no se saliera y ella
se robaba las llaves y se iba. Liliana, su hermanita, se preocupaba mucho
y lloraba cuando ella no llegaba. Miguel me dejaba a mí toda la respon-
sabilidad; él no la confrontaba, sólo discutía conmigo y me exigía que
le pusiera límites. Ya tenía 20 años y era muy difícil controlar su vida,
llegaba a dormir cuando quería y empezó a tener malas amistades. Yo
trataba de seguir siendo su amiga, pero no escuchaba mis consejos. Le
decía que estaba siendo un mal ejemplo para su hermana, que la admira-
ba y la tenía en un pedestal; ella nos compraba regalos y consentía a su
hermana, pero seguía haciendo lo que quería.
Entonces también empezó a viajar mucho a Tijuana, Monterrey,
su carácter empezó a cambiar, estaba desvelada, cansada, de mal hu-
mor. Tenía mucho miedo de que algo le fuera a pasar, pero más miedo
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Maricruz Uribe
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se lo inculqué yo: “el amigo es como tu hermano, siempre hay que dar
la cara por ellos cuando ves que tienen la razón, cuando no, hazte a un
lado”. Sé que él era incapaz de hacerle daño a nadie y tal vez por eso lo
mataron, porque no quiso trabajar para ellos.
Cuando me avisaron que lo habían levantado fui con su esposa a
poner la denuncia, pero nos dijeron que teníamos que esperar 72 horas.
Para mí esos tres días fueron eternos, esperar 72 horas, cuando en cinco
minutos se te puede ir la vida. Estaba desesperada y no sabía qué hacer,
y tuve poco apoyo de mi marido.
Las primeras semanas fueron terribles, no sabía ni por dónde em-
pezar a buscar. Regresamos el lunes a poner la denuncia, pero ahí quedó
el expediente. Dijeron que llamarían a los compañeros de trabajo que
estaban con él para que declararan, pero luego supe que nunca los lla-
maron. No hicieron absolutamente nada. Cada ocho días regresaba a
la Procuraduría para ver si habían averiguado algo, hasta que un día el
licenciado que estaba en el turno me dijo: “Si usted averigua algo venga
para apuntarlo en el expediente”, y yo le respondí: “¿Cómo voy a ave-
riguar?, si por mí fuera, pues dónde no anduviera buscando, pero no sé
dónde pueda estar”. Ahí me quedó claro que ellos nunca buscarían a mi
hijo.
Entonces fui a buscar a las funerarias. Ahí conocí a un señor que
trabaja en una funeraria, que se llama Camil, y que ha sido un gran alia-
do de todas nosotras, nos apoya mucho cuando llegan cuerpos que no
han sido reconocidos. Ellos los guardan ahí en las funerarias porque
no hay una morgue en Los Mochis, y muchas veces nos pasan informa-
ción. Esa vez había llegado un joven asesinado que llevaba tenis negros.
Me dejó ver la ropa que llevaba. No pude ver el cadáver, pero la ropa no
era de mi hijo. Le dejé mis datos por si le llevaban otros cuerpos que
no hubieran sido reconocidos.
Estaba desesperada y fui varias veces a buscar a sus compañeros
de trabajo a las oficinas del Sindicato, pero ellos se me ocultaban, tal
vez tenían miedo de que les fuera a pasar algo. El Sindicato me dio un
pequeño apoyo económico que me sirvió para poder seguir buscando.
Me contacté con un familiar que trabajaba para la policía y que también
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tristeza ver cómo los encontramos, pero también hay una satisfacción
de pensar que le regresaremos a una familia a sus hijos. Un día me tocó
encontrar nueve cuerpos en una fosa, y luego con las pruebas de ADN
pudimos encontrar a sus familias. Pero a mí aún no me toca encontrar a
mi hijo, seguimos buscándolo.
Creo que por todo lo que ha pasado es que se afectó mi salud y
tuve la embolia. Soy diabética y la verdad no me cuidaba, no seguía dieta
ni nada. Fue muy difícil porque pensé que ya no podría salir a buscar.
Cuando estuve hospitalizada ellas fueron a verme y todo, ya son mi fa-
milia. Ahora me he puesto mejor, ya aprendí la lección y me tomo el
medicamento y me cuido, no puedo darme el lujo de enfermar y dejar
de ir a las búsquedas. Mi familia no quiere que vaya, sobre todo mis
hermanas; me dicen que me pongo en peligro, que no sé lo que vaya
a encontrar, que mejor lo deje en las manos de Dios, pero yo les res-
pondo: “Dios dijo, ayúdate que yo te ayudaré”. Así que hay que seguir
buscándolos con la ayuda de Dios, porque con la ayuda del gobierno no
los vamos a encontrar nunca. Hace más de un año que me tomaron la
muestra de ADN y ahora dicen que hay que tomarla de nuevo, no en-
tiendo por qué. Mi marido ya me dijo que él no vuelve a ir, ya no quiere
apoyar en nada.
Me preocupa también mucho mi nietecito, su mamá se lo llevó a
Tijuana un tiempo, pero ya regresaron. A él le dijeron que su papá se ha-
bía ido de viaje, pero ya está más grandecito y como que empieza a en-
tender qué fue lo que pasó. El otro día me dijo: “Nana, ¿qué quiere decir
levantón?”. “Pues que se llevan a la gente para otra parte y no saben pa’
dónde se lo llevaron”. “¿Y a mi papi lo levantaron?”. “No sé”. “Dice mi
tío que lo levantaron”. “Creo que sí, no sé”, le digo. “¿Pero va a regresar
algún día, nana?”. “Pues no te sabría decir, igual un día, Dios sabe lo que
hace”. No puedo mentirle, sólo Dios sabe dónde está mi hijo.
Lo único que quiero es encontrarlo. No quiero venganzas, como
otras, contra los que se lo llevaron. A Dios le toca juzgarlos, no a mí;
no soy como Claudia, que no perdona y que desea que a los que se
llevaron a su hijo les pase lo mismo. Yo no, yo no les deseo a las ma-
dres o a los hijos de estas personas lo que nosotros estamos viviendo,
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qué culpa tienen otros inocentes, por ejemplo los hijos de los malos.
¿Qué culpa tienen ellos que su padre sea un sicario? No tienen, y si su
hijo era malo, ¿qué culpa tiene la madre? Yo no quiero venganza, por-
que pienso en toda esa gente inocente que sufriría. Ni la madre tiene la
culpa, porque uno nomás tiene los hijos y hace uno lo mejor que puede
por educarlos, nadie sabe en qué se van a convertir. La verdad no creo
ya en la justicia del Estado. Mi hijo desapareció y para ellos fue como si
un papel se lo volara el viento.
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Interrogantes.
Manqui, con agradecimiento por todo
lo compartido
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R. Aída Hernández
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M
de mi hijo.
i nombre es Rosario Trigueros y busco a mi hijo Jasiel, quien
desapareció el 14 de abril de 2016; soy parte del grupo de Las
Rastreadoras de El Fuerte y quiero compartir mi historia y la
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ractivo y nos dio unas pastillas para controlarlo. Pero las pastillas lo po-
nían medio dormido y no podía participar en clase igual. Entonces una
maestra que lo quiso mucho nos dijo que ya no lo medicáramos, que ella
iba a trabajar con él para que pudiera avanzar sin medicina. Y así lo hizo,
logró terminar la primaria con muy buenas notas.
Conforme Jasiel se hizo adolescente, creció muchísimo, medía un
metro ochenta. A los quince años tuvo una noviecita a la que quiso
mucho y fue a raíz de que terminó con ella que se empezó a descompo-
ner. Empezó a tomar mucho y a salirse de clases, a juntarse con estos
vecinos que no andan nada bien. Pero me consta que no se metía dro-
gas, sólo se emborrachaba. Tal vez mi error fue que era muy permisiva;
como su padre era tan duro, pues yo no quería estar todo el tiempo
peleando con él. El carro que compramos para distribuir las tortillas,
un Jetta 2003 estándar, solo él lo manejaba y yo le pagaba para que me
apoyara a repartirlas. Pero luego no me quería dejar el carro ni apoyarme
a hacer mandados, era como si el carro fuera suyo.
Yo le echo la culpa a este entorno de los cambios que tuvo Jasiel y
de su desaparición. El hijo de la señora de enseguida fue el que enredó
a mi hijo en cosas que nomás no. Desde el momento en que se llevaron
a mi hijo jamás les he vuelto a hablar a esos vecinos. Antes de que me
lo desaparecieran ya lo habían detenido una vez, lo agarraron el 4 de
noviembre de 2015. Lo pararon en un retén de la policía municipal y
le encontraron una pistola en el carro. Para suerte de él, una prima vio
cuando lo detenían, si no tal vez ahí me lo hubieran desaparecido. Por-
que después de que la prima me aviso de la detención, yo fui a la policía
municipal y no sabían nada de él, fui tres veces a la Fiscalía y ninguna
noticia. Lo detuvieron a las 12 del día y lo presentaron al Ministerio Pú-
blico hasta las 8 de la noche. Después supe que los municipales lo en-
tregaron a los policías ministeriales y que todo ese tiempo lo estuvieron
torturando. Pero lo de la tortura lo supe mucho después, esa vez no qui-
so preocuparme y no me contó nada. Cuando me lo contó me dijo que
junto con los ministeriales que lo torturaban pudo reconocer a algunos
de los sicarios; entre policías y sicarios lo torturaron.
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guna pista para dar con mi hijo. No sé si lo levantaron por lo que dijo o
no dijo durante la tortura, porque en algún tiempo anduvo enamorando
a la novia de un sicario, o sólo porque podían hacerlo sin que pasara
nada. Nunca lo sabré. Ahora lo único que quiero es recuperar a mi hijo.
La primera noche después de que se lo llevaron escuché sus gritos,
pensé que estaba soñando pero no, estaba despierta, era como si pudiera
sentir y escuchar lo que él estaba viviendo. La noche siguiente ni Fer-
nando ni yo dormimos, y esta vez los dos los escuchamos. Estábamos
desesperados de pensar que lo pudieran estar lastimando.
A Jasiel se lo llevaron un jueves, para el lunes ya me había integra-
do a Las Rastreadoras. No es que yo pensara que estaba muerto, sino
que necesitaba hacer algo y no sabía por dónde empezar, y yo las había
estado siguiendo en Face y sabía que en ellas encontraría un apoyo. Ese
lunes que fuimos había una psicóloga que nos atendió, nos escuchó y
nos ayudó a enfrentar la angustia que teníamos. Después Paty me es-
cuchó como por dos horas, ella sabía lo que yo estaba pasando porque
también había perdido a su hijo. Poco a poco me fui haciendo a la idea
de que estaba muerto, y una noche él vino a confirmármelo en sueños,
me habló y me dijo: “ya estate tranquila mamá, yo ya estoy muerto”,
entonces le pregunté dónde podía encontrarlo, pero me desperté antes
de que me respondiera. Pero sueño mucho con un dren, pienso que pu-
dieron haber tirado su cuerpo a los canales.
He pasado por distintas etapas; primero nos salimos de la casa
por un mes, pensando en proteger a mi hijo pequeño, y la tortillería la
atendía mi hermana. Luego entendimos que teníamos que regresar a
nuestras rutinas, volvimos a la casa y el niño regresó a la escuela. Yo
no quería hacer nada, me la pasaba acostada en su cuarto. Hasta la fe-
cha todo está como él lo dejó, su ropa en el clóset, sus fotos, sus libros.
Hasta me cambié a su cuarto y no quería saber del mundo. Luego tuve
un accidente y me lastimé un pie, entonces regresé a mi cuarto porque
tiene el baño cerca de la cama y no podía moverme mucho. Después me
iba muy seguido a las búsquedas con Las Rastreadoras, y descuidaba a
mi niño y a la tortillería. Con el tiempo he ido entendiendo que tengo
a Fernando y a Luis Ángel, que aún me necesitan, y no puedo abando-
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Dos ángeles
salieron de tu regazo
relumbrantes, brillantes
Un día la luz apagó
a uno de tus dos ángeles
al otro herido dejó.
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Cortaron tu retoño
mas no tu esperanza.
Sana la herida
que la flecha dejó.
No te olvides que de ti
emana el amor para el pequeño Luis Ángel,
tienes una familia
llena tu hogar de amor.
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mida para eventos, con la que ya llevaba un par de años. Así que no nos
iba mal.
Como a mí, a Candelario le encantaba la naturaleza. Su pedazo
preferido de la casa era el jardín, donde pasaba horas sembrando y cui-
dando las plantas. Otra de sus aficiones era la mecánica, tenía un cuar-
tito lleno de herramientas para arreglar carros o cualquier cosa que se
dañara. Justamente ese domingo 29 de octubre de 2017, que lo vi por
última vez, Candelario salió hacia la casa de un conocido con quien
hacía algunos meses había empezado a arreglar un carro. Subió en su
camioneta las herramientas que iba a ocupar para trabajar y pasaron las
horas sin que regresara.
Ya se me hacía raro, porque era domingo como para que se tardara,
y ahí andaba yo en la sala de un lado a otro, pensativa, marcándole a su
celular con las niñas, pero no contestaba. Tenía un mal presentimiento
desde la mañana. Nunca me había fiado del hombre con el que mi ma-
rido iba a arreglar ese carro.
A las seis de la mañana, después de pasar la noche en vela y acom-
pañar el sueño intermitente de mis hijas, las desperté y las monté en el
carro. “Vamos a buscar a su papá”, les dije, y arranqué. Nunca había ido
a la casa de ese hombre, pero sabía más o menos por dónde quedaba,
así que empecé a buscar entre las casitas de la colonia Urbi Villa del Rey,
todas iguales, y reconocí el carro que andaban arreglando. Toqué a la
puerta de la casa en donde estaba estacionado, pero nadie atendió, así
que decidí llevar a mis hijas a la escuela y me fui a trabajar imaginando que
en algún momento iba a llamar.
La preocupación empezó a aumentar cuando el reloj avanzaba sin
saber nada de él, así que inventé algo para salir del trabajo y me llevé a
mi hija menor de un lado a otro mientras rastreaba algunas pistas que
me permitieran saber sobre su paradero.
Yendo de un lado a otro logré dar con el paradero de la mamá del
joven con quien estaba Candelario ese domingo, y supe que ella también
lo estaba buscando desde el mismo día. Juntas indagamos entre los ve-
cinos si alguien había visto algo raro y supimos por uno de ellos que esa
noche un convoy de militares andaba haciendo rondines cerca de las 11
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y luego por el otro, revisando bien las orillas de la carretera y los lotes
baldíos.
Llamaba a diario a la Fiscalía a ver si me decían algo y la respues-
ta siempre era la misma: “hasta ahorita ninguna noticia”. El viernes,
cuando ya habían pasado cinco días, fui personalmente para que me
informaran sobre sus investigaciones y me dijeron: “lo único que he-
mos investigado es que su esposo tomaba mucho y echaba balas cada
vez que se emborrachaba”. Muy bien, les dije, entonces yo ya no tengo
ni una esperanza con ustedes de que lo busquen. Y así fueron pasando
los días, sin información, y yo buscando por todos lados, preguntado a
mil gentes.
Ya habían pasado tres semanas y no dejaba de trabajar porque sa-
bía que ahora más que nunca necesitábamos ese dinero. Como se acer-
caba la navidad había muchos eventos, así que me llevaba a mis niñas
para que me ayudaran y todas trabajábamos. Una noche después de salir
de uno de esos eventos muy grandes empecé a conversar con mis hijas
porque ellas decían que su papá estaba bien, que iba a regresar. Y yo
les decía: “su papá no está bien”, para que tuvieran un piso de realidad.
Esa noche lloramos juntas y nos acostamos a dormir. Y fue al domingo
siguiente, el 19 de noviembre, que Las Buscadoras encontraron a Can-
delario en unas fosas clandestinas en Los Virreyes.
Cuando escuché la noticia salí corriendo para allá con mi hija más
chica, siguiendo las pistas por lo que decían en la radio, porque mi celu-
lar se había caído a un vaso con agua y había perdido los contactos de
Las Buscadoras. La fosa no estaba muy lejos de la colonia donde desa-
parecieron a Candelario.
Cuando llegué había muchas camionetas de policía y carros funera-
rios, pero Las Buscadoras no estaban porque ese día encontraron varias
fosas cercanas a ese punto. Andaban por el otro lado. Candelario estaba
enterrado junto a otros siete cuerpos alrededor de un árbol. Yo todavía
no sabía que era él, pero algo muy fuerte me lo indicaba.
Ahí estaba el señor de la funeraria que ya me conocía porque iba
diario a preguntar si sabía algo y le había dejado los datos de mi espo-
so, su ropa, su descripción física. Me dijo que fuera en tres horas a la
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funeraria, y para mí eso fue una señal de que sabía algo. Ese mismo día
presencié mi primera exhumación cuando me acerqué a acompañar a
Las Buscadoras, que todavía seguían trabajando en el rastreo muy cerca
de donde habían exhumado los siete cuerpos. Encontraron dos más y
yo estuve allí cuando los descubrieron. No me quería ir porque yo sabía
que ahí estaba, que entre todos esos cuerpos estaba Candelario.
Cuando llegué a la funeraria tuve que esperar afuera, como todas
las familias, hasta que me llamaron y me enseñaron la foto de un cuerpo
que tenía un trabajo dental que podía coincidir con el de él. Cuando vi
la foto dije: “sí, es él”. Sus dientes eran inconfundibles, no tenía ninguna
duda: el cuerpo B era el de mi esposo.
Como a las dos de la mañana el muchacho de la funeraria me hizo
el favor de dejármelo ver, y sí, confirmé que era él y me fui para la casa
con las niñas porque al día siguiente debíamos empezar los trámites para
recuperar su cuerpo.
Me pedían acta de nacimiento, de matrimonio y otros documentos,
y después me dijeron que sin una prueba de ADN no podían liberarlo,
así que debíamos esperar. Ese fue un momento muy difícil porque la
funeraria donde lo tenían quedaba frente a la escuela de mis hijas y yo
pasaba todos los días por ahí; sabía que ahí estaba y no podía hacer nada
por él. Pasaron ocho días hasta que la fiscalía me notificó, a través de
una llamada telefónica, que la prueba era positiva.
Después de recuperar su cuerpo lo cremamos, porque Candelario
odiaba los panteones. “Cuando yo me muera, no tienten un panteón
conmigo”, decía. Él hubiese querido estar cerca de su familia, así que
en cuanto nos entregaron las cenizas me fui con mis niñas a Culiacán
para dejarlas allí, en donde todavía están. Como no tenemos un lugar
cercano para ir a hablarle, a veces voy al sitio en donde lo encontraron,
le rezo o le llevo flores. Nunca voy a estar bien porque él no está, pero
sigo adelante por mí y por mis hijas, y ahora también por mi nueva fa-
milia: Las Buscadoras.
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Ofelia, leí su historia y aprendí mucho de su fuerza. Usted desde pequeña ha lucha-
do para salir adelante, lo que pasó con su esposo fue muy triste y doloroso, no hay
palabras que puedan reparar su pérdida.
Usted es una gran mujer, siga luchando junto con sus hijas que la necesitan,
ustedes pueden. Recuerde que todos algún día vamos a morir, el tiempo es el que nos
ayuda a curar el dolor.
Le agradezco por compartir su historia, es usted una mujer guerrera, un ejem-
plo para sus hijas, leer su vida desde el lugar en el que estoy me hizo darme cuenta
de que somos muchas las que vivimos las injusticias, pero que denunciarlas con la
escritura es una forma de luchar.
Estoy segura de que con su fuerza va a superar todas las pruebas tan difíciles
que ha tenido en la vida, las cosas pasan por algo y seguimos esperando en la justicia,
ya que en esta vida no todo es eterno.
Desde una prisión en el centro de México,
Rosa Llanos
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dieron unos cien mil pesos a cada uno, “fue una piñata”. Pero a mí no
me tocó nada, porque no soy ejidatario, y mi sobrino no me dio nada,
aunque lo apoyé con todo el trámite para que le dieran los derechos eji-
dales de su papá. Ahora dicen que van a vender todo el monte a unos
japoneses que van a generar energía eléctrica, no sé bien, pero van a po-
ner unas cosas para producir corriente. Van a comprar las tierras de seis
ejidos, y dicen que van a pagar cinco mil pesos por hectárea. Mi sobrino
tiene 44 hectáreas, así que le darán por lo menos un millón de pesos.
Ojalá se le ablande el corazón y me tire por lo menos con unos cinco mil
pesos. Pero no espero nada, las nuevas generaciones ya se fueron de esta
tierra, ya no se acuerdan de sus raíces y ahora están vendiendo el ejido.
Pero aquí seguimos nosotros, que somos los hijos de los meros
troncales que formaron estos pueblos. Yo nací y crecí aquí en Tetam-
boca con mis abuelos, porque mi mamá nos abandonó a mí y a mis
hermanitos. Éramos tres hermanos: Sixto, el mayor, yo el segundo y mi
hermanita Manuela la más pequeña. Nuestro padre era un borracho, que
abandonó a mi mamá. Así que desde que nacimos vivimos en casa de mi
abuelo, con mis tres tíos. Pero un día llegó un enfermo del norte del es-
tado a que lo tratara el abuelo de la rabia. Los tratamientos duraban diez
días, y los enfermos se quedaban en casa bajo el cuidado de los abuelos.
Durante esos diez días el fulano enamoró a mi madre y ella se huyó con
él y nos abandonó. Pero mis abuelos nos criaron como si fuéramos sus
hijos, nunca nos pegaron y nos enseñaron a trabajar. A mí fue al único
al que le enseñó a hacer el remedio, me llevaba al monte a recoger las
hierbas y me enseñaba cómo identificarlas. Un día me dijo: “mira mi’jo,
cuando yo me muera tú te vas a quedar con la herencia, a esto le vamos
a echar tanto así, y a esto tanto así”, y me enseñaba las cantidades que
había que usar de cada hierba. A mí no se me olvida, fueron doce ingre-
dientes que le echaron al remedio, y todos están aquí en el monte. Pero
esa herencia ya no me sirve, porque con la vacuna se ha ido terminando
la rabia.
De los abuelos aprendí también el idioma yoreme, todos los tron-
cales que fundaron esta comunidad lo hablaban; al principio a mí me
daba pena hablarlo, porque en San Blas y en El Fuerte la gente se reía de
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uno si hablaba como los indios. Pero todos aquí somos indios y no tiene
por qué darnos vergüenza, no hay por qué renegar de nuestras raíces.
Cuando era niño y mi abuelo me mandaba a la tienda, yo no entendía
todo lo que me decían los señores mayores, me di cuenta que tenía que
perder la vergüenza y aprender a hablarlo. También aprendí a bailar de
judío,15 y durante siete años participé en los bailes en el Centro Ceremo-
nial de Sibirijoa, en Semana Santa; el 15 de mayo, que es la fiesta de San
Isidro y el 24 de junio, que es la fiesta de San Juan. Era joven y lo hacía
por puro gusto, otros lo hacían por manda para pagar a los santos por
algún milagro. Si querías bailar de judío, el pascola,16 que era el mandón
del baile, casi siempre un señor mayor que ya había participado por
muchos años, era el que te entrenaba y el que enseñaba las reglas. Los
músicos enseñaban a los jóvenes a tocar el arpa, el violín, las sonajas, y
nos entrenaban para los bailes de los judíos y del venado. Cuando está-
bamos listos salíamos a correr de judíos por los distintos pueblos, y ahí
nos daban hospedaje para dormir. Bailábamos en los distintos centros
ceremoniales: Tehueco, Sibirijoa, Jahuara, Charay, Mochicahui.
Fue en una ocasión que bailaba como judío que conocí a mi es-
posa. Ella se llama Florencia Luna Montoya y vivía también aquí en la
comunidad. Nos enamoramos y yo me la robé, aunque ella dice que
fue ella la que me robó a mí. El caso es que me la llevé a vivir a casa de
los abuelos aquí en Tetamboca, pero ellos ya habían muerto, murieron
cuando yo tenía 20 años, y tuvimos que vivir con un tío que era muy
enojón. Trabajábamos cortando leña y nos pagaban a ocho pesos la car-
ga. Teníamos una vida muy humilde, pero yo nunca le tuve miedo al tra-
bajo. Aun así, el papá de ella no me podía ni ver, decía: “no quiero que
mi hija quede con un indio huevón”, y cuando me veía me enfrentaba.
No sé por qué pensaba así, si él también era indio, hablaba la lengua,
15
Danzante que participa en uno de los bailes tradicionales del pueblo yoreme [N. de las
E.].
16
La pascola se refiere a un conjunto de artes y manifestaciones rituales del pueblo yoreme
que incluye música, oratoria, narrativa oral, comedia, textiles y trabajo de madera. Además de los
yoremes, también comparten esta tradición los pueblos pápagos, tarahumaras, pimas, tepehua-
nos del norte, seris, juarijíos, mayos y yaquis. En sus danzas, los pascolas imitan los movimientos
de los animales y usan máscaras para representarlos [N. de las E.].
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se acabó y tuvieron que cerrar, así que liquidaron a todos los trabajado-
res. Con la liquidación hice un cuarto de material. Al principio esta casa
era sólo una ramadita, tejida de latas embarradas con lodo, y sólo tenía-
mos una pared de adobe. Pero como estaba bien enjarrada se veía bien y
me decían que parecía de ladrillo. Poco a poco fuimos construyendo la
cocina, los cuartos de material, y los hijos propios y adoptados siempre
tuvieron un techo dónde dormir.
Mis cinco hijos crecieron aquí en Tetamboca, pero antes las cosas
eran muy tranquilas, no había tantos problemas de drogas ni muertos
ni desaparecidos. Sólo se escuchaba de la marihuana, pero si algún mu-
chacho la fumaba, nunca lo hacía enfrente de sus mayores ni en la calle.
Fue con Caro Quintero que empezaron a venir por los muchachos para
llevárselos a trabajar a Búfalo, Chihuahua. Pero era un trato respetuoso,
se los llevaban y los regresaban después de la cosecha. Se llevaban trenes
llenos de trabajadores, en la estación El Sufragio los recogían a todos.
A algunos se los llevaban también en avioneta desde Guasave. Pero no
había miedo, era un trabajo más del campo, pagaban bien y regresaban
a sus casas sin problema. Pero hace como diez años las cosas se empe-
zaron a descomponer, cuando entró la coca y luego el crack. Entonces
empezaron a meter las drogas en las escuelas, drogas que nos dejan a los
muchachos ciegos, sordos, locos. Empezaron a trabajar con el mismo
gobierno y a levantar a los muchachos, muchos ya no regresaban y algu-
nos regresaban locos. Los vuelven adictos para que les trabajen y cuando
ya no les sirven, los matan.
Nosotros teníamos mucho miedo por nuestros plebes, pero gra-
cias a Dios ninguno se nos hizo adicto; no pudieron estudiar mucho,
unos sólo primaria y otras la secundaria, pero todos son muy honestos
y trabajadores. Las chamacas se me enamoraron pronto y se fueron de
casa. Rosalía, la tercera, es la mamá de Kalucha, ella se me fue a los 17
años con un muchacho de aquí del pueblo que se llama José Manuel
Luna. Se la llevó a vivir a Los Mochis y tuvieron dos niños, José Ma-
nuel y Fanny. Yo estaba muy enojado porque se fue sin mi permiso, y
por un tiempo no supe nada de ella. Pero algo en mi corazón me decía
que no estaba bien; me llegaron rumores de que la tenía pasando ham-
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bres, pidiendo comida en las casas y viviendo en una casucha cerca del
ferrocarril. Un día, un patrón que tenía me llevó a trabajar a Los Mochis
en una construcción y entonces decidí buscarla. Anduve preguntando
por el rumbo, en las tiendas, con los vendedores en la calle, hasta que di
con ella. Una familia que le daba de comer me dijo dónde vivía, se me
rompió el corazón cuando la vi a ella y a sus hijos. Los niños estaban
llenos de llagas en todo el cuerpo, la casa no tenía piso y era un lodazal,
así que se llenaba de mosquitos que se comían a los niños. Le dije que
arreglara sus cosas y que vendría por ella y sus niños el fin de semana, y
que no se fuera a llevar nada de las cosas del fulano, para no tener pro-
blemas; con nosotros ella no necesitaría nada.
Así fue como Kalucha y su hermana Fanny se convirtieron en
otros hijos más para nosotros. Durante diez años vivieron en esta casa,
hasta que su madre se volvió a enamorar y se casó, ahora sí con boda
y todo, y se los llevó a vivir a Los Mochis. Pero los niños ya estaban
acostumbrados con nosotros y cada que podían se venían a Tetamboca.
Estudiaron hasta la preparatoria; la niña la terminó, pero Kalucha quiso
empezar a trabajar para ayudar en la casa. Primero le ayudó a su mamá
vendiendo donas, porque su padrastro era panadero. También estuvo de
cargador en el mercado, ahí le daban verduras y se las llevaba a su mamá
para ayudar en la casa. Mi Kalucha era muy luchón, siempre le buscaba
por todos lados. Era muy de sangre liviana. Tuve ganas de verlo eno-
jado, pero nunca se enojaba por nada. Era pura risa. Cuando yo estaba
con él siempre me hacía reír. Nunca fue violento con nadie. Todos los
recuerdos que tengo de mi nieto son recuerdos alegres.
Aunque tenía bronquitis asmática, y las crisis de salud a veces lo
ponían mal, eso no le afecto el carácter y nunca dejó de trabajar. Cuan-
do desapareció estaba trabajando aquí en la empresa de empaque de
arándanos, le pagaban bien. Se vino a vivir aquí a una casita que tenía su
mamá, pero se la pasaba todo el tiempo con nosotros.
Kalucha empezó a bailar con los judíos. Fue aprendiendo mucho
de nuestras tradiciones y pronto bailaba como venado. Tendrían que
verlo; levantaba las cosas con la boca y se movía como si fuera un vena-
do en guardia. Todavía tengo aquí todas sus cosas con las que bailaba:
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de los maleantes. Llegó hasta el río que separa Tetamboca de las tierras
del arándano. Ahí tomó una canoa y fue lo último que supimos de él.
Cuando me enteré de que lo estaban siguiendo me fui para el río y lo em-
pecé a buscar, pero sólo encontré la canoa volteada, ningún rastro de él.
De inmediato contacté a doña Mirna, sabía que ellas me ayudarían
a encontrarlo. Al día siguiente en la mañana ya estaban aquí Las Ras-
treadoras y habían traído a un buzo de la Fiscalía para que nos ayudara
a buscar. Por ocho días estuvimos rastreando toda la orilla del río, sin
encontrar nada. Mi hija estaba desesperada, quería ir a buscar al tipo que
se rumoraba que lo había amenazado, pero yo la tranquilicé. No quería
que nadie más en la familia se arriesgara. Yo sólo quería encontrar a mi
nieto, vivo o muerto.
Durante cuatro meses lo estuve buscando por todos lados: en el
monte, a la orilla del río, por otros ejidos. El 11 de julio de 2017 me van
diciendo que ahí en la bocatoma está un ahogado, y mi corazón me dijo
que era mi nieto. Entré a sacarlo ese día, el 11, como a la una de la tarde,
pero me lo arrebataron a balazos. Coincidió con que había una balace-
ra entre dos grupos, ahí mismo en la zona donde estaba el cuerpo. Salí
corriendo, totalmente mojado, muy asustado, y me fui a refugiar a casa
de un amigo que estaba cerca. Después supe que habían quedado dos
muertos de ese enfrentamiento.
Esa misma noche me comuniqué con Mirna; al día siguiente, a las
9 de la mañana, ya estaban Las Rastreadoras aquí. Fuimos a donde esta-
ba el cuerpo y lo alcanzábamos a ver desde la orilla del río. Sin pensarlo
mucho, una de ellas —medio atrabancada—, de aquí de San Blas, Ro-
sario López, se lanzó al agua, eso me dio valor para lanzarme yo. Entre
los dos rescatamos el cuerpo; otro de los compañeros, don Alfonso, me
lanzó una sábana y lo envolví con ella. Con mis propias manos lo saque
del río. De inmediato supe que era mi Kalucha, por la ropa que llevaba,
porque al abrazarlo y sentirlo cerca de mi cuerpo mi corazón lo supo de
inmediato. Pero ya estando afuera llegaron los ministeriales, luego los
militares, las cámaras de televisión y la policía. Yo estaba todo confun-
dido, no terminaba de entender lo que pasaba. Me lo arrebataron de los
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Acunaste en tu seno
sangre mártir,
lobos rapaces
cortaron súbitamente
el aliento de tu nieto.
El carmesí brotó
en tus órbitas,
cálida mezcla
hielo fundido
en abrazo filial,
la discordia no exime
la nobleza.
Su sombra
consuela tu soledad
hasta el nuevo
reencuentro.
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20
La danza de los pascolas y el venado es un ritual de origen prehispánico; es una de las tradi-
ciones más arraigadas de las comunidades de yaquis y yoremes del norte de México [N. de las E.].
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gado. Pensé que tal vez había tenido algún contratiempo con el camión
y que llegaría más tarde. Le pedí a mi cuñado que aún no reportaran su
falta, que no tardaría en llegar. Pero un poco más tarde me volvió a ha-
blar mi cuñado y me dijo que hubo una balacera en San Blas y que creían
que se habían llevado a Rosario. A mí se me paró el corazón, todos mis
temores se hacían realidad.
Salí corriendo a la casa de mi tío y le pedí que me acompañara a
buscarlo. Sabía que había testigos, porque hubo una llamada a la policía
reportando lo ocurrido, así que pensé que tal vez habían visto hacia qué
rumbo habían tomado los malandros. La gente tuvo el valor de notificar
a la policía; le dijeron que era un grupo armado de encapuchados, y que
después de que se lo llevaron se escucharon detonaciones. Llegamos
con mi tío al lugar en donde lo levantaron y estaba acordonada el área.
Había soldados, ministeriales, policías, un montón de gente custodiando
un lugar en donde no había absolutamente nada. Entonces la angustia
se convirtió en coraje al ver a todos esos inútiles sin hacer nada. Me subí
al carro con mi tío y me fui a buscarlo, iba preguntándole a la gente si al-
guien había visto por dónde se lo habían llevado. Me avisaron entonces
que en otro lugar, ahí mismo en San Blas, habían encontrado un gorro
y un anillo.
Cuando lo estaba buscando vino por mí una patrulla y me llevó al
lugar de los hallazgos. Iba también un periodista de El Debate, que me
hostigaba con sus preguntas: que si habíamos peleado, que si tenía otra
mujer. Yo me había aguantado hasta entonces las lágrimas, pero no pude
más y empecé a llorar, no había ningún respeto por el dolor y la angustia
que estaba viviendo. Cuando llegamos al lugar pude ver la gorra y de
inmediato supe que era de mi marido, yo la había lavado un día antes y
la conocía perfectamente. A un lado estaba un anillo que mi hija le había
regalado, que tal vez no tenía mucho valor pero que era muy especial
para él. De inmediato supe que él quiso dejarnos un mensaje tirando el
anillo. Mi marido fue muy inteligente para decirnos con estas señales:
“Mira, aquí me levantaron”. Quise quedarme con las cosas, pero no
me dejaron; que eran pruebas, que las iban a analizar y no sé qué más.
Nunca hicieron nada. Lo que más me dolió fue ver en el piso rastros de
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sangre y las huellas que deja una persona cuando la arrastran; me pude
imaginar la manera en que se lo llevaron a la fuerza.
Yo hervía de coraje al ver a todos parados perdiendo el tiempo,
con ganas de haber tirado una bomba y que volaran todos. ¡¿Qué cus-
todiaban?!, no había ni un cuerpo. ¿Las evidencias? ¡¿Qué evidencias?!
Eran puras estupideces para justificar que no hacían nada. Cada minuto
era valioso y tendrían que haber ido a buscarlo en vez de quedase ahí,
indiferentes, inmóviles. Yo hubiera querido darles órdenes, pedirles que
cerraran las salidas a El Fuerte, que pusieran retenes. Pero yo no era
nadie para dar órdenes, no pude hacer otra cosa que ir al Ministerio Pú-
blico a poner la denuncia.
Mi cuñado Luciano, que también es policía, sufrió un ataque y fue
a dar al hospital. Yo no podía darme el lujo de quebrarme, era el pilar de
mi familia y mis hijas sólo contaban conmigo para encontrar a su papá.
Durante la primera semana recorrí los alrededores de San Blas, por los
canales, por la bocatoma. Anduve preguntando en los ejidos. Quien me
acompañó en estos momentos tan difíciles fue mi tío Genaro; a pesar de
que tenía una discapacidad y le costaba caminar, me acompañó en mis
búsquedas. Pero para mi desgracia, a la semana de que desapareció Rosa-
rio lo mataron a él. Estaba sola y tenía que proteger a mi familia, así que
traté que las niñas siguieran con sus vidas, que no se dieran cuenta de todo
lo que estaba pasando y siguieran con sus rutinas, lo más normal que me
fue posible. A los pocos días de la muerte de mi tío recibí una llamada de
un hombre que me dijo que acababan de enterrar a mi marido, aún vivo,
por la zona del Pochotal, que si iba de inmediato aún lo podría salvar.
En ese momento di parte al jefe de seguridad pública, y este tipo,
con todo el cinismo, me dijo que fuera a buscar y que si encontraba algo
regresara a avisarle. Me fui al lugar que me indicaron y había un olor te-
rrible a animal muerto, busqué por toda la zona pero no encontré nada.
Poco después llegaron la policía y el ejército, e inmediatamente después
un grupo armado que los enfrentó. Se armó una balacera y tuvimos que
salir corriendo de la zona.
El jefe de la policía me dijo que no siguiera buscando porque me
pondría en riesgo, pero no había nada que me pudiera detener. Estaba
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Esperanza
Palabra de colores
vives en la copa de los árboles
esperanza de sabores
eres día, eres noche
lluvia de estrellas
Esperanza caótica
del hambre y dolor
Esperanza de justicia
luminiscencia peregrina
Esperanza.
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22
Se refiere a un delincuente común, que se dedica sobre todo a delitos menores [N. de
las E.].
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las contrataban para cocinar, y se pagaba bien, diez mil o quince mil al
mes. Pero eran otros tiempos, no había peligros en ese trabajo y todo el
que se iba regresaba después de la cosecha, no había muertos ni desa-
parecidos.
Pero igual era mucha incertidumbre, porque se iba y me dejaba sin
dinero, yo tenía que ver cómo sobrevivía. La segunda vez que se fue
habló con una señora que tenía unos abarrotes, aquí cerca de la casa, y
le dijo que me fiara lo que yo fuera necesitando y que a su regreso él le
pagaría. Pero a veces, si se tardaba mucho y no pagábamos, me cerraban
el crédito, y entonces mi papá era el que me sacaba de apuros. Así estu-
vimos el primer año, pero cuando mi niña cumplió un año decidí irme
con él para la sierra. Nos fuimos para El Tablón, municipio de Morelos,
en el estado de Chihuahua. Anduve por allá casi cinco meses y fue toda
una aventura, pero sufrí mucho porque es una vida dura.
Primero llegamos al pueblo de El Tablón, y ahí estuvimos viviendo
con los dueños de la siembra. Yo sufría porque no nos trataban bien,
teníamos un cuartito que era como una alacena donde guardaban su
comida, pero no podíamos tocar nada. A veces comían delante de no-
sotros, sin invitarnos. Luego nos tuvimos que ir hasta una zona alejada
de la sierra, en donde están los cultivos, y tuve que caminar un montón
con mi bebé en brazos. Era una plebe de 15 años y la caminata fue dura,
llevábamos una mula cargada de alimentos, pañales, leche y otras cosas
que necesitábamos para vivir, era un camino muy difícil, unas brechas que
subían por la montaña y de los dos lados había voladeros. Era todo un
día para llegar al campamento, pero cuando íbamos a medio camino
tuvimos un accidente y se nos vino la silla de la mula con toda la carga
encima y lastimó a mi niña. Debimos quedarnos una semana en el case-
río más cercano en donde había una clínica.
Después bajamos al campamento y ahí me quedé por cinco meses.
Tuve que aprender la vida de rancho, si querías algo lo tenías que ha-
cer o sembrar: si quería queso tenía que ordeñar la vaca y aprender a
hacer queso; si quería pan lo tenía que hornear; si quería dulce lo tenía
que preparar. Así que aprendí a hacer muchas cosas y a sembrar nues-
tras propias verduras. Estábamos como medieros, lo que sembráramos
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y las ganancias irían a medias con los dueños del terreno. A Rosendo le
gustaba mucho esa vida de campo, pues no había gastos y a uno no se le
antojaba nada porque no había nada qué comprar.
A mí no me compensaba el sacrificio que implicaba por lo poco
que lográbamos ahorrar. Vivir en medio de la sierra con el ejército siem-
pre acechando era vivir con miedo. Pero de las peores memorias que
tengo de esa época fue una vez que tuvimos un susto muy feo, porque
los hombres habían salido a hacer unos mandados y nos quedamos
solas la esposa del muchacho con el que trabajaba Rosendo y yo, con
los hijos de las dos. Ella tenía dos niños, uno como de dos años y una
bebé de meses. El campamento estaba aislado y no había más gente
cerca. Entonces, como a eso de las doce de la noche miramos que venía
bajando una luz del cerro. Sabíamos bien que no eran ellos porque nos
habían dicho que regresarían hasta el otro día. Se nos hacía muy raro
que viniera esa luz porque poca gente bajaba hasta ese llano. Agarramos
los rifles de caza y nos metimos las dos, con los niños, a un solo cuarto
y nos quedamos esperando, en la oscuridad, temblando de miedo. Era
un solo hombre, pero nosotras adentro, escondidas debajo de la cama,
no lo sabíamos. Escuchamos disparos, porque el perro lo quiso atacar
y él le soltó una ráfaga de balas. Después supimos que era un tipo loco
al que le decían “El Mafias” y que había matado a su mujer y la había
incinerado. El hombre vivía solo, aislado, en uno de los barrancos; la
gente decía que estaba loco y también estaba armado. Cuando amaneció
el loco ya se había ido y nosotras estábamos asustadas y desveladas. Ese
día decidí que no me quedaría a vivir en la sierra.
Cuando regresó Rosendo le dije que quería volver a San Blas para
que mi hijo naciera cerca de la familia y que cuando creciera pudiera ir a
la escuela, pues en la sierra no había dónde estudiar. Así que me regresé
a San Blas y aquí nació mi segundo hijo, Rosendo Alberto. Él siguió su-
biendo a la sierra a trabajar, pasando temporadas en Chihuahua y otras
acá en Sinaloa. Con el tiempo decidió quedarse en San Blas y empezar a
trabajar como albañil. Para mí nunca hubo gran diferencia entre lo que
ganaba yéndose a la sierra y lo que ganaba en la construcción, ninguno
de los dos trabajos dio nunca para comprarnos un carro, sólo nos per-
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mitía comer y pagar los gastos del diario. En aquellos tiempos nadie se
hacía rico sembrando marihuana, a menos que tuvieras mucha tierra y
mucho dinero; era igual que sembrar tomates, te daba para salir adelante
y no más.
Estuvimos tranquilos un tiempo, viviendo aquí en San Blas, pero
luego Rosendo empezó a tomar mucho y a ponerse violento conmigo
con cualquier pretexto. Una vez me atacó con un picahielos, aún tengo
las cicatrices de ese ataque. Dos veces se puso así y le propuse entonces
que cada uno tomara su camino, pero él no quiso y dejó de consumir
un tiempo. Me convenció de nuevo de acompañarlo a las siembras y
esta vez nos fuimos a la sierra de Durango, donde tenía unos familiares
que cultivaban. Dejé a mis niños con mis papás y sólo me llevé al más
pequeño, pero no aguanté más que dos meses y me regresé a San Blas,
donde había dejado a mis hijos mayores.
Después él se fue a trabajar a los Estados Unidos y yo me quedé
otra vez sola con mis niños. Esta vez me fui a trabajar a Los Mochis;
estuve en una tortería, vendiendo tacos, trabajando en un lugar de cóm-
puto, por todos lados me busqué la vida porque él no me mandaba para
el gasto. En esa época tuve dos accidentes con los niños: el más peque-
ño se comió una esfera de Navidad y la niña se encajó una varilla en la
boca; en los dos casos fuimos a dar al hospital. Estos sustos me hicieron
decidirme a dejar a los niños con mis papás en San Blas y yo seguir tra-
bajando en Los Mochis. Como siempre andaba corriendo de un traba-
jo a otro, no los atendía bien y por eso pasaban los accidentes, así que
preferí tenerlos lejos y seguros, que a mi lado y en riesgo. Poco después
regresó Rosendo de los Estados Unidos y me convenció de irme con él
a Phoenix, así que dejamos a los niños con sus abuelos y nos fuimos los
dos de mojados.
El viaje fue otra aventura. Él conocía bien el camino para cruzar
por Nogales, así que no tuvimos que pagar ningún “coyote”; una amiga
mía que trabajaba en la escuela de cómputo se fue con nosotros. Lle-
vamos comida en lata, cuatro galones de agua, salchichas, tortillas de
harina y pollo asado. Caminamos durante cinco días por el monte, él
nos iba guiando. Era verano y hacía un calor terrible en el día y mucho
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llegar a un país nuevo. Sin embargo hubo un accidente que cambió por
completo la relación con mi familia. Un día Vladimir estaba manejando
una camioneta, que estaba cargada porque íbamos a mover unos mue-
bles, le dio de reversa y no vio que mi papá estaba atrás y lo atropelló.
No fue nada grave, pero sí lo dejó sin caminar muchos meses y lo tuvi-
mos que hospitalizar. En un principio me eché la culpa para evitar los
problemas entre ellos, pero después Vladimir prefirió decir la verdad y
esto causó mucho resentimiento con toda la familia. Hasta que un día
mi hermana, enojada, nos corrió de la casa. Con el tiempo mi papá lo
perdonó, y poco a poco retomamos las relaciones, pero ese resentimien-
to siempre estuvo ahí.
A partir de ese incidente decidimos irnos a vivir al rancho de La
Angostura con Rosario, mi hija mayor, y Rosa Alexandra, la pequeña.
Ahí sembramos ejotes y pepinos y tuvimos aves de corral; llegamos a
tener más de cien guajolotes y otras tantas gallinas. Fue una época muy
buena en nuestras vidas, porque él adoraba a su hija y se llevaba muy bien
con los míos. Después de tanto tiempo de estar separados, estábamos
felices de poder estar juntos finalmente. Los niños venían a pasar los fi-
nes de semana con nosotros y se ponían a vender ejotes en la carretera.
Vladimir les daba una parte de la venta y ellos se ponían felices de poder
ganar algo de dinero.
Yo empecé a hacer tamales y me iba a vender a los campos, y a
veces mis hijos me ayudaban en la venta. Pero luego las cosas se pusie-
ron mal en toda la zona, empezaron a darse los levantones y a aparecer
muertos encobijados. Ya no era seguro andar vendiendo sola en los
campos y el negocio empezó a ponerse difícil. Entonces decidimos de-
jar La Angostura y compramos un terrenito en Juan José Ríos, para estar
más cerca de mis papás en San Blas. Compramos una casita que tenía
un terreno para sembrar y seguimos trabajando en la venta de comida.
Ahí sí me llevé a todos mis hijos, y entre todos preparábamos tamales,
burritos, avena; desde las dos de la mañana yo empezaba a cocinar y a
las 4:30 Vladimir salía en la moto a vender a los campos. Los jornaleros
del sur eran nuestros principales clientes; tuvimos que empezar de cero,
pero poco a poco nos fue yendo mejor. Era un gran contraste con la
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Querida Esther,
¿Cómo estás? Es una pregunta incontestable, ya que la situación que estás
viviendo es muy dolorosa para ti. ¿Sabes? Puedo expresarte que te entiendo y se me
arruga el corazón porque al igual que tú soy madre y esposa de un gran ser humano
como lo es Vladimir.
Llegué a la cárcel hace dos años, y durante todo este tiempo he vivido sin lo que
más amo: mis hijos. Al igual que tú, vivo sufriendo por la ausencia de un ser querido.
Hoy duermo en una cama de concreto, entre cuatro paredes, con la incertidumbre de
no saber cómo están mis hijos. ¿Sabes?, somos dos guerreras que están luchando por
lo que amamos y yo sé que lo vamos a lograr, agarradas de la mano de Dios, porque
él nos ha hecho fuertes y como hermanas del mismo dolor te dedico estas líneas como
una forma de agradecerte lo que me compartes en tu historia. A través de tus luchas
y de tu voluntad para no rendirte, me transmites el mismo valor y confianza, me das
fuerzas para no rendirme yo tampoco.
A ti, admirable mujer, gracias porque en este transitar de tu vida, leo tu histo-
ria y aprendo del sendero que has recorrido, en el que has experimentado una y mil
formas de luchar, tu historia de resistencia es para mí un llamado a no darme por
vencida. Has escrito en mi vida, hoy, tú Esther, un capítulo inolvidable, el cual está
lleno de fe, fortaleza, fuerza y mucho amor, y eso dice mucho de ti, que eres un gran
ser humano muy especial. Tu historia llegó a mis manos por algo, eres un ángel en
mi camino y me has enseñado que yo también poseo esas bendiciones. Gracias Esther
por compartir tú búsqueda.
Desde Atlacholoaya, Morelos,
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abuelos para terminar la primaria, pero luego nos fuimos todos a vivir
al Ejido Ruiz Cortines, en el municipio de Guasave.
Éramos muy pobres, vivíamos en unas chocitas de lámina negra
de cartón que mi papá armaba cerca del campo. No teníamos ni puer-
tas ni ventanas, durante el día los catres servían de puerta. No había luz
eléctrica y nos iluminábamos con lámparas de diésel, de esas que les
llaman cachimbas. Mi papá tenía otra mujer y muchas noches no llegaba
a dormir, entonces teníamos mucho miedo porque nos quedábamos so-
los en medio del campo. Por andar de mujeriego no le daba a mi mamá
suficiente para mantenernos a todos, por lo que tuvo que empezar a
trabajar dándole de comer a los jornaleros; entre mi hermanita y yo la
ayudábamos a preparar la comida todos los días. La escuela nos queda-
ba muy lejos, en un lugar que se llama Campo Estrada, en Paredones.
Teníamos que caminar cinco kilómetros todos los días para poder ir a la
primaria. Mi papá no quería que terminara la primaria porque decía que
las mujeres no debemos de estudiar, porque es pérdida de tiempo, pues
nos vamos a casar y no se necesita estudio para eso. Yo le lloré, pataleé
y al final convencí a mi mamá de que me apoyara para terminar la pri-
maria. Entonces ella llegó a un acuerdo con mi papá: como yo era la
más grande, era importante que fuera a la escuela para que llevara a mis
hermanos chiquitos. Entonces eran otros dos los que ya iban a la escue-
la; después entró otro, y así. Así pude terminar la primaria, caminando
cinco kilómetros por la orilla de la caña para llegar a la escuela, pura
caña de un lado y pura caña del otro lado, pasábamos muchos miedos
en el camino.
Finalmente, al terminar la primaria, a los 12 años, tuve que dejar la
escuela y me dediqué a ayudarle a mi mamá con su puesto de comida.
La verdad es que me tocó vivir una niñez muy difícil, mi papá tomaba
mucho y le pegaba a mi mamá; cuando era chiquita no me daba cuenta
de nada, pero conforme crecíamos tomamos conciencia de todo lo que
pasaba y tuvimos que defender varias veces a mi mamá de la violencia
de mi padre. Una vez, estando borracho, provocó un accidente en el
que quemó a uno de mis hermanitos pequeños que tenía entonces 9
años, fue un gran susto en el que casi se quema toda la casa de lámina
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partir el pan que hacía su abuela. Mis hermanos gritaban: “Ya viene el
panadero”, y a mí me daba mucha pena, porque era muy ranchera; éra-
mos plebes y nos escondíamos cuando llegaban los niños. Él fue hijo
de madre soltera y creció con sus abuelos, así que también le hizo falta
mucho cariño. La casualidad quiso que nos encontráramos otra vez en la
colonia Ruiz Cortines. Al principio mi mamá no lo quería porque decía
que en el Rancho Rincón Agua Caliente todos éramos parientes, y que
no podía juntarme con un primo. Nuestros abuelos eran primos, pero el
parentesco era muy lejano y a nosotros no nos importó.
En contra de la voluntad de mi madre nos juntamos en 1982 y nos
fuimos a vivir con los abuelos de Nacho, porque éramos unos plebes y
no teníamos nada. Al principio fue muy difícil porque su abuela no me
quería; cuando mi esposo no estaba, me decía que mejor me buscara un
marido que tuviera dinero, que su nieto no tenía nada que darme. Yo le
explicaba que no quería dinero, sólo lo quería a él. Lloraba mucho por
las cosas que me decía la abuela, y luego ella me decía que no me quería
porque era una chillona. Soñaba con tener mi propia casita, así que em-
pecé a comprar trastes con el dinero que ganábamos con Nacho e iba
poniendo todo en una cajita debajo de la cama, con la esperanza de que
llegara el día en que nos pudiéramos independizar y ya tuviéramos nues-
tras cositas para la casa. Pero cuando ese día llegó, la abuela me quitó
una de las cajas y no quise pelear con ella, yo respetaba a mis mayores,
sólo le dije: “Que le aproveche”.
El 19 de septiembre de 1983 tuvimos a nuestro primer hijo, Igna-
cio Neftalí, a quien siempre le hemos dicho Tacho para diferenciarlo de
su papá, a quien le decimos Nacho. Mi Tacho nació en el Seguro Social,
porque en aquel entonces los jornaleros teníamos seguro. Pero fue muy
duro porque nació con un problema en las vías respiratorias que no lo
dejaba respirar. Pasamos quince días en el hospital y Nacho andaba tra-
bajando, o eso me dijo, así que me tocó enfrentar todo esto sola. A veces
pienso que a mi Tacho, desde que nació, le tocó enfrentar problemas,
vino a este mundo a sufrir mucho.
Al año siguiente llegó mi segunda hija, Jazmín Guadalupe; después
Jesús Adriana, y en 1993 nos llegó la chiquita, María Guadalupe. Para
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porque tenía que dejar preparada la cena de Navidad, así que llegué muy
temprano y me apuré a dejar todo listo. Los jóvenes habían llegado de
vacaciones, así que tuve que echar varias lavadoras y también lavar ropa
a mano. Cuando ya iba a ser la una le dije a la señora: “Ya me voy, dejé
puesta la última lavadora, nomás que ya no alcanzo a tenderla”. “¿Cómo
que te vas? Todavía no es hora”, me dijo ella, muy enojada. Ya le había
lavado las ventanas, los pisos, la ropa, había hecho la comida, la casa
estaba súper limpia. “Yo ya había hablado con ustedes, me dieron per-
miso, si hubiera sabido mejor no vengo”, le respondí. Entonces se puso
enfrente de la puerta y me dijo “No, no te puedes ir”. “Mire, ¿sabe qué?
Primero es la salud de mi hija y luego mi trabajo. ¿Cómo la ve?”, le dije
yo. Me dio mucho sentimiento porque ellos me habían dicho muchas
veces que eran “como mi familia”, pero sólo eran palabras. Cuando la
patrona se dio cuenta de que estaba decidida a irme, me amenazó con
llamar al periódico El Debate y acusarme de robo, y me dijo que se encar-
garía de que ni yo ni mi familia consiguiéramos trabajo. Este fue el pago
que me dieron después de ocho años de cuidar a sus hijos y limpiar su
casa. Me fui llorando al hospital, no podía creer que fueran tan ingratos.
Como yo fui la que renuncié, no querían pagarme la indemnización ni
nada, pero no me dejé, así que terminé poniendo una denuncia en la
Procuraduría de la Defensa del Trabajo y tuvieron que pagarme.
Conseguí otro trabajo limpiando casas y Nacho siguió con la alba-
ñilería, pero Tacho se empezó a juntar con malas amistades y comenzó
primero a consumir marihuana y luego cristal, que fue lo que acabó con
su salud. Por esas fechas su papá había pensado llevárselo a Los Cabos,
en Baja California Sur, a trabajar, pero yo veía que mi hijo no estaba
bien, había que hacer algo urgentemente. Mi hijo era muy tranquilo,
aunque se drogaba nunca me faltó al respeto ni se puso violento. Pero
cuando decidí que lo internaran fue porque se puso muy mal, creo que
fue una droga nueva que salió que los enloquecía. Recuerdo que ese
día no fue a trabajar, amaneció bien deprimido. El caso es que llegó
un plebe y le habló, él salió y algo le dio, no supe qué era, pero fue la
droga que lo enloqueció. Al ratito se puso agresivo, pero no conmigo,
sino que quebró un espejo grande que tenía, y andaba así como loco.
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24
Localismo para referirse a los narcomenudistas [N. de las E.].
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Tejedoras de sororidad.
Para las mujeres que viven pérdidas y ausencias
Me sumerjo en el dolor de un
diálogo que atraviesa muros,
perfora la distancia para instalarse
muy cerca del núcleo
que nos hermana instintivamente.
Entonamos cantos
para arropar a la otra,
aun a la intemperie
desprotegidas nos protegemos.
En el reino de la desesperación
invocamos el consuelo, el alivio,
nombramos lo que no se ve, pero se sabe.
Sólo una mujer que ha enhebrado el infierno
sabe cómo guiar a otras para renacer.
Elena de Hoyos
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27
Persona hábil o con capacidades excepcionales para alguna actividad u oficio [N. de las
E.].
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con todas las mujeres para que nos hicieran las pruebas genéticas al día
siguiente. Llegamos a la cita a las 10 de la mañana, pero ocurrió un ac-
cidente en la carretera y murió nuestra compañera Lucy. Fue un inicio
muy triste.
Ese día nos tomaron las muestras de ADN, pero era pura simula-
ción porque no se las estaban haciendo a los cadáveres que encontraban
y por eso nunca había resultados. Además, el estado no tenía su labora-
torio de genética y mandaba todo a la Ciudad de México, lo que hacía
mucho menos eficiente el proceso.
El 17 de septiembre nos reunimos por primera vez con el procura-
dor general del estado en sus oficinas, no quería que lleváramos prensa,
pero nosotras insistimos y metimos a los periodistas con nosotras. Pre-
sentamos una a una los casos y algunas madres empezaron a señalar al
comandante Amarillas, que estaba en la reunión, diciendo que él sabía
dónde estaban sus hijos porque él era responsable de esas desaparicio-
nes. Éramos como treinta mujeres, y saliendo de la reunión decidí hacer
un grupo de WhatsApp para comunicarnos, le puse “Desaparecidos de
El Fuerte”. También creé un grupo de Facebook en el que empecé a re-
cibir muchas fotos y mensajes de gente de todo el país buscando a sus
desaparecidos y, por supuesto, también mensajes de gente que se apro-
vecha del dolor ajeno, extorsionándonos o dándonos información falsa.
Fui varias veces a buscar a Roberto a otros estados porque me decían
que andaba por allá, y gastamos mucho dinero con gente que supuesta-
mente nos quería ayudar.
El 17 de noviembre de 2014 nos volvimos a juntar para hacer una
manifestación en apoyo a la maestra Rosa Elia Vázquez, que ya cumplía
un año buscando a su hijo. Un mes después, justo el 17 de diciembre,
conocí al periodista Javier Valdés, que asesinarían tres años después.
Esa vez Javier y yo nos encontramos en un café a conversar; me dio
consejos sobre cómo tratar con los periodistas y con el gobierno. Era
mi “Pepe Grillo”, mi conciencia. Fue él quien nos bautizó como “Las
Rastreadoras”.
Nosotras sabíamos que gran parte de las desapariciones ocurridas
en el norte de Sinaloa eran cometidas por policías, por lo que exigimos
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Rastreadora, has sobrevivido con todo tu ser a lo que no creíste que sería,
talentosa has encontrado el camino
siendo instrumento para que otras hallemos a hijos, hijas,
esposos y familiares levantados en esta absurda guerra
que sólo ha tenido por objetivo desmembrar nuestro país,
vender armas, sembrar cuerpos como si no importaran,
pero sí importan.
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Marina Ruiz
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dos palos y un hule negro alrededor para hacer una especie de cuartito.
Y así empecé a construir de a poco, pidiendo fiado material aquí y allá.
Reemplacé el hule por fibracel y más adelante fui comprando ladrillos
para fincar el cuarto. Me iba muy bien en mi trabajo, pero sentía que me
estaba haciendo vieja y no tenía ningún tipo de seguridad social, así que
cuando me ofrecieron un trabajo de limpieza en un banco le renuncié a
mis patrones. Me regalaron otros 2 mil pesos al momento de irme.
Fue entonces cuando empezó a buscarme el que ahora es mi mari-
do, Natividad Jocobí. Estaba casado y yo no quería destruir su matrimo-
nio, pero me explicó que su mujer trabajaba en las cantinas, que se iba
semanas o meses y que le había dejado a sus hijos para que los viera. Es-
taba complicada la cosa para él, pero yo le puse mis condiciones porque
no quería fracasar de nuevo. Si quería juntarse conmigo teníamos que
casarnos, y así le hicimos. Un día él organizó los papeles y nos casamos
ante un juez, después nos fuimos a celebrar con unos amigos, un par de
caguamas y una comida sencilla.
Yo no quería irme a vivir a su casa porque allá paraba en ocasio-
nes su ex mujer y vivían sus hijos y sus papás, así que me lo traje para la
mía, muy segura de que aquí podíamos estar, y mi madre no lo aceptó.
No lo quería ni poquito, decía que era un borracho y lo llamaba “indio”:
“Nosotros somos gente de razón y ellos no”, repetía. Tirados en la calle,
sin dónde dormir, lo que se nos ocurrió fue armar un catre debajo de la
mata de limón del solar de la casa de mi mamá y dormir protegiéndonos
en la ramada en pleno invierno, hasta que él paró el primer cuarto aquí
mismo en el solar para vivir juntos.
Natividad tenía una fábrica de ladrillos, así que muy rápidamen-
te construyó un cuarto para que viviéramos juntos con mis hijos, que
mientras tanto se habían quedado en casa de mi mamá. Después del
cuarto terminó de construir la casa e incluso el altar que está a la entra-
da, donde le rezo a mi hijo.
A través de Natividad empecé a conocer de cerca el pueblo yo-
reme, sus tradiciones y, sobre todo, sus bailes. Él aprendió todo de su
papá, un hombre sabio que conocí cuando ya estaba muy viejo y enfer-
mo. Natividad lo trajo a la casa cuando no podía ni pararse de la cama
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29
Se refiere al idioma español, llamado “castilla” por las poblaciones yoremes [N. de las E.].
30
Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas [N. de las E.].
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Permítame llamarla Ade, porque a pesar de no conocerle, usted, igual que yo,
llevamos una astilla clavada en el corazón. Las dos hemos sido separadas de nuestros
hijos por la violencia policial. Ser madre ha sido la tarea más difícil de realizar, pero
también la más maravillosa.
A la distancia sólo puedo animarla a que siga insistiendo, que siga buscando,
sé que el corazón de una madre nunca falla, que tal vez la llevará por senderos peli-
grosos y difíciles de escalar, pero no desista, no detenga su marcha, un paso le llevará
a otro y cuando el cansancio le agobie sólo respire un poco y continúe, pero no deje
que su mirada se desvíe demasiado, siga vigilando a los que van delante de usted, sus
nietos, porque ellos son su fuerza, son la parte del corazón de su hijo; ellos, al igual
que usted, también desean saber dónde está su padre.
Sé que tiene fuerzas para continuar porque Dios, cuando formó a la mujer,
nos hizo muy sensibles pero fuertes como roble, con ramas frondosas para poder res-
guardar bajo el regazo a nuestros seres queridos, y cuando las fuerzas le abandonen
sólo recuerde que no tiene tiempo para lamentarse, porque Dios la tiene tomada de
su mano y él le cobija con todo su amor. A pesar de no conocerla la siento muy cerca
de mí, porque, al igual que yo, hay algo que sí nos une, una fuerza que nos hermana:
las dos cargamos con el mismo dolor, la ausencia de nuestros hijos.
Desde el Cereso Femenil de Atlacholoaya,
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Se refiere a cruzar la bahía para llegar al pueblo de pescadores de Topolobampo. [N. de
las E.].
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rentaba mi propia casa en Juan José Ríos. Le di tiempo para que él or-
ganizara sus cosas y pensara bien qué quería hacer, porque yo ya había
decidido tener a mi bebé, aunque fuera sola. Fue hasta 1997, cuando
Wilber tenía dos años, que Rigo llegó a mi casa con sus cositas y se que-
dó a vivir con nosotros.
En ese momento yo ganaba más que él y le ayudé mucho para que
su negocio creciera. Empezó a sacar camarón para Chihuahua y para el
otro lado, y después decidió que quería sembrar y empezó con el toma-
tillo. Le fue muy bien y me dijo: “¿Cómo ves chapita?, hay que comprar
una tierra para seguir sembrando”; y así fue, la compró en Bachoco
y luego compró otras que ponía a trabajar o rentaba. Más adelante le
dieron crédito para una máquina trilladora y empezó a maquilar; luego
vinieron los tractores. Todas las decisiones las tomábamos juntos, lo
platicábamos bastante antes de empezar un nuevo negocio. Siempre fue
muy buen patrón Rigo, le gustaba ayudar a la gente y a sus trabajadores
los trataba muy bien.
Para 2002 Rigo se trajo a sus hijos a vivir con nosotros. Yo ya tenía
a mi segundo hijo, Christian Guadalupe, que tenía dos añitos, y me había
salido de trabajar de la Federación porque con dos hijos era muy com-
plicado. Sus hijos ya estaban grandecitos: el mayor, Jesús, tenía como 16
años; Alma, 13 y el menor, Rodrigo, 10. En ese momento la casa en la
que vivíamos era bien chiquita, habíamos empezado a construirla unos
años antes, de a poquito, pero ya éramos siete personas durmiendo en
el mismo colchón que estaba tirado en el piso. Era un niñerío tremendo
de arriba para abajo. Los fines de semana nos íbamos todos a plantar
tomate, a cortarlo, a sembrar, a enchorizar32 los frijoles, a limpiar cana-
les, a lo que fuera, pero todos juntos. Era parte de la formación de los
muchachos, para que le agarraran el gusto al trabajo.
Aunque los niños estuvieran chiquitos todo lo hablábamos y to-
mábamos las decisiones juntos. Nuestro plan era trabajar hasta los cin-
cuenta años, entregarle a cada quien lo que le correspondía y retirarnos
a vivir los dos tranquilos.
32
Juntar las plantas secas por rollos y acomodarlas en las hileras sobre el suelo, formando
lo que se conoce como chorizos [N. de las E.].
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Rigo tenía su carácter y era duro con los niños, quizá repetía el
mismo patrón que vivió con su papá. Por ejemplo, con mi muchacho
mayor, Wilber, tuvo muchos problemas porque él decidió estudiar ra-
diología y Rigo no estaba de acuerdo, decía que no era posible que no
estudiara algo que tuviera que ver con los negocios de la familia, pero
yo apoyaba a mi hijo en todas sus decisiones, aunque Rigo no estuviera
de acuerdo. Al final Wilber resultó ser muy aplicado y se graduó de su
escuela con honores. Después de mucho batallar encontró trabajo en
lo que le gustaba, así que su papá tuvo que pedirle perdón por haberlo
maltratado tanto. Lo curioso es que después de todo Wilber no pudo
agarrar ese trabajo que se había ganado con mucho esfuerzo porque fue
cuando su papá desapareció y tuvo que hacerse cargo de sus negocios.
Cuando Rigo desapareció estaba por cumplir 50 años, a casi nada
de lograr nuestro sueño de casarnos y retirarnos para descansar por fin.
Pero ese momento no llegó.
Creo que todo empezó cuando a Rigo le ofrecieron la Presidencia
del módulo de riego más grande que hay aquí en Sinaloa. Un módulo
de riego es donde llevan todo el control del pago de agua y de permisos
para la siembra, y está a cargo de un presidente, un secretario y un teso-
rero. A Rigo la gente lo quería mucho y fue elegido popularmente para
ocupar ese cargo. Yo no quería que aceptara porque las personas que
entran ahí y trabajan, como ganan bien, compran un camión, arreglan su
casa, se les empieza a notar el dinero, y entonces ya cuando salen dicen
que se hizo casa robando al módulo; no importa lo que hagan, siempre
salen mal parados. Además, también había mucha mafia detrás de las
tierras y eso era peligroso.
Delante de mis hijos me pidió que lo dejara cumplir ese sueño, que
eran tres años nomás y luego se jubilaría, nos iríamos a un crucero y nos
olvidaríamos de estar trabajando tanto. Entonces le dije que le pidiera
a Dios toda la noche que si ese trabajo era para bien, le pusiera los me-
dios para ganar las votaciones; si era para mal, que le pusiera los medios
también para que no sucediera. Así quedamos, y él andaba bien a gusto
haciendo reuniones con la gente para explicarles el plan de trabajo que
tenía.
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octubre, día de San Juditas, llegó con unas rosas a la casa, y en cuanto
me las entregó me fui a ponérselas al santito, pero me dijo que no, que
esas eran para mí, que a él le traía las suyas; empezó a preguntarme si
todavía lo quería porque hacía mucho que no se lo decía. Esa noche
velamos a San Juditas y nos quedamos conversando como hasta las tres
de la mañana. No sé qué pasó, pero al día siguiente me entró una me-
lancolía muy profunda. No paraba de llorar y me sentía muy triste, hasta
que tuve que ir a un doctor, que me mandó medicamento para lograr
tenerme en pie.
Rigo ya no era el mismo y hasta mis hijos me preguntaban si le pa-
saba algo, porque lo notaban extraño. Wilber me dijo que un día le había
pedido perdón por todo y le había dicho que lo quería mucho, pero a mi
hijo eso le pareció fuera de lo normal.
Hasta que llegó el domingo 6 de noviembre de 2016, el último día
que escuché la voz de Rigo. Él estaba en Lázaro Cárdenas, en la casita de
la playa, trabajando; me habló temprano para pedirme que lo esperara
para ir a misa juntos y luego a comer. De allá para acá son 45 minutos,
pasaron las horas y nada que llegaba, empecé a sentirme muy mal, no
podía respirar y para calmarme lo único que se me ocurrió fue ponerme
a rezar.
Un rato después llamó su hijo Rodrigo y me dijo que a Rigo se lo
habían llevado y que él andaba en friega buscándolo por el monte y no
daba con él. Alguien le avisó que había visto cómo se lo llevaban. La
gente empezó a organizarse para buscarlo hasta que recibieron una lla-
mada de los maleantes para exigir que pararan todo inmediatamente o
lo iban a matar.
Amenazaron a mi cuñado por teléfono, así que nos quedamos
quietos ese día y no fuimos a poner la denuncia para evitar perjudicarlo.
Pero yo no podía seguir así, y entonces empecé a buscarlo por mi cuen-
ta. Al día siguiente me fui con sus hermanos y con mis hijos a buscar al
monte y encontramos su camioneta quemada. Olía a animal y yo sufría
pensando que podría haber sido él, pero me acordé que traía mucho
pescado y que más bien era eso.
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de Rigo. Que sabían que era él porque la prueba de ADN había dado
positiva con la de sus hermanos y su hijo.
Sus hijos mayores recibieron los restos y se encargaron de todos
los trámites oficiales y del sepelio. Ese día lo trajeron a mi casa diez mi-
nutos para que me despidiera y después se lo llevaron a Lázaro Cárdenas
a sepultarlo, porque así lo había pedido él. Me acuerdo que me decía:
“Cuando sea mi funeral me entierras allá en Lázaro y vas a ver cómo se
va a llenar eso de mujeres llorando y van a estar llorando a gritos”, nos
reíamos cuando lo platicábamos.
No tuve acceso ni a los documentos que les entregaron a sus hi-
jos ni a los restos. Pero una vez mi hijo me enseñó una foto del cráneo
que le habían pasado sus hermanos y en cuanto la vi supe que no era
Rigo, porque él tenía todas sus amalgamas de porcelana y el cráneo tenía
amalgamas negras. Yo estaba en lo cierto porque lo confirmé después
con su dentista de toda la vida, pero como no tuve acceso al cráneo
cuando lo entregaron no pude decir nada y así se quedaron las cosas.
Si lo hubiera visto, si lo hubiera tocado cuando lo encontraron, para mí
hubiera sido suficiente para saber si era Rigo; cómo no iba a saberlo si
le tocaba todos los días la cabeza en la mañana, en la tarde, en la noche.
Yo seguía con dudas y un día me fui para el lugar donde supues-
tamente lo habían encontrado; hablando con la gente supe que cuando
llegaron los peritos de la fiscalía hicieron nomás un cuadrito chiquito y
recogieron lo que había ahí.
Para eso yo ya andaba con Las Buscadoras y había aprendido de
las búsquedas. Así que rastreé todo el lugar, encontré unas costillas y
me las llevé para la fiscalía de Guasave para que les hicieran la prueba
de ADN. Me querían meter a la cárcel por haberlas llevado, pero para
mí era importante que estuviera completo si es que era Rigo y que me
confirmaran la identificación.
Además de todo esto, la situación económica se complicó bastante
porque Rigo no dejó testamento, y aunque no todo en la vida es dinero,
sí me preocupa el futuro de mis hijos y me entristece haber trabajado
tanto para quedarnos sin nada. Al final lo que más me preocupa es pro-
tegerlos a ellos, porque siento que detrás de lo que le hicieron a Rigo
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había odio, y me da miedo que quieran hacerle algo a mis hijos. Tuve esa
sensación cuando encontré la camioneta quemada, supe que lo habían
hecho con odio, con mala vibra, así que tampoco me interesa buscar a
los responsables; al contrario, me da miedo que le vayan a hacer algo
a mis hijos por venganza.
Por ahora quisiera darle algo de tranquilidad a mis hijos, quizá bus-
car asilo en Estados Unidos para estar más cerca de mi familia y cambiar
de vida, pero me da tristeza irme de la casa y dejar de buscarlo. Él me
habría buscado hasta el final y lo mismo haré yo, porque no creo que ya
lo hayamos encontrado.
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Mimi,
la que domina el lenguaje del tiempo
y de los pájaros.
La que camina con el cielo en llamas,
con la memoria ardiendo entre los días
aunque todo se derrumbe por la ausencia.
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Mimi,
la que de noche recuerda
a un muchacho con el pantano hasta las rodillas,
desafiando el tiempo y sus animales costumbres.
La que no se rinde,
la de los brazos monocordes,
de vocación peregrina,
la que tiene una certeza:
el futuro es una palabra rota,
y aún así, ella vuela
Denise Buendía
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SABEMOS QUE ES ENORME EL TAMAÑO DEL MONSTRUO QUE ESTAMOS ENFRENTANDO 239
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SABEMOS QUE ES ENORME EL TAMAÑO DEL MONSTRUO QUE ESTAMOS ENFRENTANDO 241
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SABEMOS QUE ES ENORME EL TAMAÑO DEL MONSTRUO QUE ESTAMOS ENFRENTANDO 243
Cuando leí tu historia sentí muchas emociones, coraje, rabia, desesperación, ira, pero
sobre todo sentí un dolor inmenso.
El monstruo del que usted habla sigue aquí, aun con más fuerza, lo más sor-
prendente es que no se haga justicia y que el mismo gobierno esté con toda esa gente
que nos lastima y nos hace tanto daño.
Admiro el valor y la fuerza que usted ha tenido para salir adelante y sobrelle-
var el dolor por la ausencia de sus seres queridos.
Siga así, nunca se rinda, todas ustedes son unas guerreras valientes, nunca
pierdan la fe, la esperanza, Dios mismo se encargará de hacer justicia. Ustedes son
un ejemplo a seguir, recuerden que todo en esta vida se paga y las personas que a
usted le hicieron daño recibirán su castigo.
Oralia, es una mujer admirable, llena de muchas cualidades y virtudes, ese
amor de madre la hace aún más fuerte, deseo que pronto acabe todo el sufrimiento y
que la comunidad en donde vive avance, prospere, haya más oportunidades de trabajo
para todos y que sus nietos tengan en un futuro una vida con paz y dignidad.
Una amiga, desde el Cereso Morelos,
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Jean Paul se fue a vivir a casa de una vieja amiga en Guasave por-
que mi casa estaba muy vigilada y tenía miedo de que lo levantaran.
Cuando supe dónde se estaba quedando me fui a visitarlo con mi nieta.
Me acuerdo que andábamos en su carro y nos paramos en un
Oxxo a comprar cualquier cosa y me compró una promoción de Tecate
porque quería que hiciéramos carnes en su jugo y nos tomáramos unas
chelas. A su niña le compró una pizza, él adoraba a esa niña. Esa fue la
última vez que lo vi.
Su desaparición ocurrió el martes 9 de febrero de 2016. Ese día
me desperté temprano a preparar flautas para llevarle a Jorge a la cárcel
porque era su cumpleaños. Cuando regresaba del penal, parada en la
estación del camión, me habló Gerardo para contarme lo que había pa-
sado: Jean Paul había salido en un carro con su amiga Zumiko y detrás
de ellos iban dos amigos más, en otro carro. Una patrulla alcanzó a los
muchachos que iban atrás, y Jean Paul y Zumiko lograron acelerar para
escaparse. Después mi hijo dejó tirado el carro y me imagino que corrió
para el monte, porque Zumiko todavía alcanzó a llamar a su mamá para
decirle que la policía los estaba siguiendo. Dice Lizbeth, su mamá, que
se escuchaban agitados y que mi gordo le decía “corre”.
Ese día en la mañana había visto una foto que mi gordo subió a
su Face donde se veía como enojado y le pregunté si le pasaba algo. Me
dijo que andaba muy agüitado porque no tenía un cinco, así que le dije
que le iba a enviar 200 pesos, aunque fuera para que se echara un desa-
yuno. Era lo único que tenía en ese momento y había pensado usarlo
para comprarle un pastel a Jorge, pero se los mandé a mi gordo a través
del Oxxo.
En la noche, una amiga de Jean Paul me habló y me informó de
la persecución. Hasta muy tarde en la noche estuve mandándoles men-
sajes; al otro día en la mañana empecé a llamar también a Zumiko para
ver si sabía algo, pero ninguno de los dos me contestaba. Me acuerdo
haber estado tirada en la banqueta echa bolita, llorando, sin saber qué
hacer. Mi hermano me echó la mano y en la tarde me llevó a todas las
corporaciones a buscarlo. No me atrevía a poner la denuncia porque
podía perjudicarlo.
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de sus hijos, de sus esposos, puedo decir que uno empieza a quererlos
como si fueran nuestros.
Estar con ellas me ha hecho fuerte y me ha enseñado a defenderme
y a defender a mis hijos, a no dejarme humillar. También he aprendido a
sacar lo que traigo y a valorar a las personas que me han echado la mano.
Ojalá nunca nos hubiéramos tenido que conocer en estas circunstancias,
pero así nos pasó y de todos modos es bonito.
Para nosotras lo más importante es saber dónde están nuestros
hijos, a estas alturas ya no hay mucho que podamos hacer para salvarlos
vivos y para castigar a los responsables. A veces cuando miro la foto de
mi gordo digo que no es posible, no creo que esté muerto, pero ya han
pasado tres años. De perdida lo que quiero es un lugar para llorar, para
poner una veladora y unas flores, el resto se lo dejo a Dios, porque ni
siquiera venganza quiero, eso no me va a regresar a mi hijo. Además,
tengo familia y no quiero arriesgarla, mientras seamos madres y estemos
en este mundo estamos expuestas a todo.
Sé que me voy a encontrar con él cuando Dios disponga, porque
fue Dios quien nos eligió para ser Buscadoras y asimismo pondrá el mo-
mento para encontrar a nuestros tesoros. Quizá muera sin encontrarlo,
pero voy a morir feliz porque estaré satisfecha de haberlo buscado hasta
el último día.
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Nadie detiene al amor. Historias de vida de familiares de personas
desaparecidas en el norte de Sinaloa, editado por el Institu-
to de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, se publicó
en versión digital el 9 de noviembre de 2020. En su
composición tipográfica se utilizaron tipos Garamond y
Optima en 9, 10 y 12 puntos.