Yeidis
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Yeidis
Kennedy
Fecha: 16/02/21
¿Qué es el VIH?
El Virus de Inmunodeficiencia Humana (VIH o HIV, por su siglas en inglés) es un virus
que afecta al sistema de defensas del organismo, llamado sistema inmunológico. Una
vez debilitado por el VIH, el sistema de defensas permite la aparición de enfermedades.
Esta etapa avanzada de la infección por VIH es la que se denomina Síndrome de Inmuno
Deficiencia Adquirida (sida). Esto quiere decir que el sida es un conjunto de síntomas
(síndrome) que aparece por una insuficiencia del sistema inmune (inmunodeficiencia)
causada por un virus que se transmite de persona a persona (adquirida).
Por eso, no toda persona con VIH tiene sida, pero sí toda persona que presenta un
cuadro de sida, tiene VIH. Una persona con VIH no necesariamente desarrolla síntomas
o enfermedades. Sin embargo, puede transmitirlo.
¿son cosas distintas el VIH y el SIDA?
VIH y sida son dos términos que tienen significados diferentes, aunque a menudo se
piense —equivocadamente— que señalan la misma cosa. Al analizar el origen de cada
término esto queda más claro.
Por otro lado, la palabra “sida” está formada por las primeras letras de “Síndrome
de Inmuno Deficiencia Adquirida”. El sida es el estado más severo de la infección
causada por el VIH, y puede aparecer pocos años después de la infección. Al ser un
síndrome, el sida tiene un conjunto de signos y síntomas que lo caracterizan.
Cuando alguien es diagnosticado con sida, quiere decir que presenta manifestaciones
clínicas, ciertos tipos de cáncer o algunas infecciones que surgen cuando las defensas
de las personas se encuentran bajas (de ahí que se les llame infecciones oportunistas).
Ya que el VIH debilita el sistema inmune, algunas bacterias, hongos, virus o protozoos
que normalmente no afectan a personas sanas, pueden aprovechar la baja en las
defensas para multiplicarse y causar enfermedades. Entre las infecciones oportunistas
más comunes se encuentran la toxoplasmosis (causada por Toxoplasma gondii ), la
tuberculosis (producida por Mycobacterium tuberculosis) , la aspergilosis (ocasionada
por el hongo Aspergillus spp.) y, la neumonía por Pneumocystis jiroveci , Por otro lado,
algunos tipos de cáncer que pueden presentarse en las personas con VIH que han
desarrollado sida son el Sarcoma de Kaposi y el Linfoma no Hodgkin.
Para saber si una persona tiene VIH se le realiza un análisis de sangre. Actualmente se
usan pruebas rápidas que ayudan a detectar la infección con una sola gota de sangre del
dedo. La confiabilidad de estas pruebas es muy alta; la mayoría de ellas detectan los
anticuerpos generados por el organismo ante la presencia del VIH. Para que el resultado
de la prueba sea confiable, debe haber pasado el periodo de ventana, es decir, el tiempo
que tarda el cuerpo en desarrollar anticuerpos contra el virus (y que son los detectados
por algunas pruebas). Si alguien resulta positivo se le realiza una serie de estudios
adicionales en corto tiempo para tener un diagnóstico confirmado de infección por VIH.
Las principales prácticas de riesgo para contraer son: tener relaciones sexuales vaginales
o anales sin condón y compartir agujas contaminadas.
A diferencia de lo que ocurría en los años ochenta, actualmente contamos con medicinas
especializadas para tratar el VIH llamadas antirretrovirales. Estos medicamentos evitan
la multiplicación del virus y disminuyen su cantidad en el cuerpo. De este modo el
sistema inmune se recupera poco a poco hasta que las defensas son lo suficientemente
fuertes para combatir por sí mismas a las enfermedades. Un tratamiento adecuado puede
llevar a la persona con VIH a la indetectabilidad. Esto quiere decir que prácticamente
desaparece la cantidad de virus en la sangre de la persona por lo que no transmite la
infección, aunque el virus sigue oculto en el cuerpo en sitios conocidos como
reservorios; de ahí que se afirme que el tratamiento antirretroviral también es una forma
de prevenir nuevas infecciones.
¿Qué es un virus?
Un virus es una partícula de código genético, ADN o ARN, encapsulada en una vesícula de
proteínas. Los virus no se pueden replicar por sí solos. Necesitan infectar células y usar los
componentes de la célula huésped para hacer copias de sí mismos. A menudo, el virus daña o
mata a la célula huésped en el proceso de multiplicación. Los virus se han encontrado en todos
los ecosistemas de la Tierra. Los científicos estiman que sobrepasan a las bacterias en razón
de 1 a 10. Puesto que los virus no tienen la misma biología que las bacterias, no pueden ser
combatidos con antibióticos. Tan sólo vacunas o medicaciones antivirales pueden eliminar o
reducir la severidad de las enfermedades virales, incluyendo SIDA, Covod-19, sarampión y
viruela.
Los virus son submicroscópicos, lo que significa que no se pueden ver en el microscopio. Lo
que es interesante acerca de los virus es que tienen dos o tres componentes. Comenzando
desde el interior, tienen un ácido nucleico, que puede ser ADN o ARN, y en ambos casos el
ácido nucleico puede ser tanto de cadena simple como de cadena doble. A continuación,
rodeando el ácido nucleico hay una cubierta proteica en forma cápside, o pequeñas unidades
que se ensamblan en una cierta manera. Éso es lo que tienen todos los virus. Ahora, algunos
virus también tienen una envoltura que obtienen cuando emergen de la célula. Los virus son
muy interesantes en cuanto que sólo pueden sobrevivir dentro de una célula viva. Necesitan
una célula viva para poder sobrevivir y replicarse. Los antibióticos no son eficaces contra los
virus, pero sí lo son las vacunas, así como algunos antivirales.
El VIH no puede vivir por mucho tiempo fuera del cuerpo humano.
¿Qué es la inmunodeficiencia?
Pronóstico de la enfermedad
Síntomas de la inmunodeficiencia
En su sentido más básico y literal, el término “principio” designa lo que está al comienzo de
una cosa, “aquello de lo que algo procede de algún modo”. Según qué sea lo que procede o
comienza es posible distinguir diversos tipos de principio. Así, por ejemplo, existen principios
lógicos, que son juicios a partir de los cuales es posible llegar a conocer algo, del modo en que
las premisas son principios de la conclusión, y principios reales, que son aquellos de los que
procede una cosa concreta en la realidad. En este último sentido, se dice, por ejemplo, que la
causa es un cierto principio, pues de ella proceden las determinaciones particulares de su
efecto. Como resulta evidente, se trata de un término análogo, que posee un sentido primario
o “focal” respecto de cada ámbito de la realidad al cual se aplica, pero que designa también
una serie de realidades diversas según su proporción con ese sentido primario. Es esto lo que
sucede con los principios propios de los saberes prácticos, relativos a las conductas libres de
los hombres, entre los que se cuenta, como parte de la teología moral, la doctrina social de la
Iglesia.
Los principios de la doctrina social de la Iglesia Los principios de la doctrina social de la Iglesia
son principios sociales. Esto significa que la Iglesia los reconoce como propios de toda
sociedad, y no solo de una sociedad “buena”, “justa” o “cristiana”. Los mismos textos
magisteriales los proponen, ciertamente, de modo prescriptivo, como ideales o modelos según
los cuales debería ordenarse la sociedad, pero también de modo simplemente analítico, como
elementos que de hecho son constitutivos de toda forma de vida política: como principios
“normativos”, pero antes como principios propiamente “constitutivos”. En el contexto de la
distinción de “los tres niveles de la enseñanza teológico-moral”, estos principios se ubican
propiamente en el “nivel fundante de las motivaciones”, en cuanto son “principios de
reflexión”.
[En efecto] la Iglesia los señala como el primer y fundamental parámetro de referencia para la
interpretación y la valoración de los fenómenos sociales, necesario porque de ellos se pueden
deducir los criterios de discernimiento y de guía para la acción social, en todos los ámbitos.
Dado que estos principios “constituyen la primera articulación de la verdad de la sociedad, que
interpela toda conciencia y la invita a interactuar libremente con las demás”, su valor
primigenio no reside en la autoridad de la Iglesia en cuanto depositaria de la revelación, sino
que surgen de una filosofía política asumida y elevada a un fin superior por la teología: “...la
doctrina social de la Iglesia argumenta desde la razón y el derecho natural, es decir, a partir de
lo que es conforme a la naturaleza de todo ser humano”, al punto de que “todo el contenido
de la doctrina social de la Iglesia es accesible a la recta razón: la fe solo añade un suplemento
de certeza, de coherencia y de incentivo”. El estatuto epistemológico de la doctrina social de la
Iglesia fue ocasión de cierta controversia, relativa en particular a su pertenencia a la ciencia
teológica. Diversos pronunciamientos magisteriales han definido de modo autoritativo que
este saber forma parte de la teología moral, atendiendo a la naturaleza del fin al cual se
ordena (que es, en extrema síntesis y haciendo abstracción de muchas precisiones necesarias,
la colaboración humana en la instauración del reino de Dios) y, en consecuencia, a la
perspectiva desde la cual aborda los problemas sociales. Su contenido “material”, sin embargo,
solo propone las verdades más básicas de la filosofía política y del derecho natural. Desde el
magisterio de Juan XXIII en adelante, las encíclicas sociales han sido dirigidas a los obispos y
fieles católicos, como siempre, pero también a “todos los hombres de buena voluntad”, en el
entendido de que todo lo que allí se dice o propone puede ser aceptado sin reservas en su
contenido rigurosamente práctico por cualquier persona que acepte la posibilidad de un
genuino saber humano en estas materias, aun si carece de fe. Si bien no posee el valor
magisterial de los documentos pontificios, el Compendio de la doctrina social de la Iglesia
recoge y sintetiza ese magisterio de un modo que ha sido, a su vez, asumido y sancionado por
documentos posteriores. Como es sabido, este documento identifica tres principios sociales
fundamentales: bien común, subsidiariedad y solidaridad, los cuales encuentran su raíz y
fundamento en un principio previo: la dignidad de la persona humana. El bien común es el fin
“al que debe referirse todo aspecto de la vida social para encontrar plenitud de sentido”, y
consiste genéricamente en la plena realización de la persona, “con” y “para” los demás. Este
bien “abarca a todo el hombre, es decir, tanto las exigencias del cuerpo como las del espíritu.
De ello se sigue que los gobernantes deben procurar dicho bien por las vías adecuadas y
escalonadamente, de forma que –con respeto al recto orden de los valores– ofrezcan al
ciudadano la prosperidad material y al mismo tiempo los bienes del espíritu”. Estos “valores” o
“elementos esenciales” que son condición del bien común son fundamentalmente tres: el
respeto a la persona humana; el bienestar social, que incluye a su vez la satisfacción de la
necesidad de “alimento, vestido, salud, trabajo, educación y cultura, información adecuada,
derecho de fundar una familia, etc.”; y, en tercer lugar, “la paz, es decir, la estabilidad y la
seguridad de un orden justo”. Considerado en sí mismo, “teniendo que ser el bien común de
naturaleza tal que los hombres, consiguiéndolo, se hagan mejores, debe colocarse
principalmente en la virtud”.
Éstos son los diez principios. Es algo maravilloso incluir estos principios de la doctrina social de
la Iglesia entre los puntos esenciales de la fe. Al hacerlo, afirmamos que nuestras creencias son
la base de la acción. Para el cristiano no hay sólo credenda sino también agenda. Nuestra
agenda, por lo tanto, descansa sobre estos diez bloques de construcción:
· La Vida Humana
· La Asociación
· La Solidaridad
· La Administración
· La Subsidiaridad
· La Igualdad
· El Bien Común
He aquí unos bloques fundamentales sobre los que descansa toda la doctrina social de la
Iglesia.
2. El principio del Respeto por la Vida Humana “Toda persona, desde el momento de su
concepción hasta su muerte natural, posee una inherente dignidad y el derecho a la vida, que
fluye inevitablemente de dicha dignidad”3. La vida humana en cualquier estadio de su
desarrollo o decadencia es preciosa y, por lo tanto, digna de protección y respeto. Es siempre
equivocado atacar directamente a una vida humana inocente. La tradición católica ve lo
sagrado de la vida humana como parte de cualquier visión moral en orden a una sociedad justa
y buena
6. El principio de solidaridad. “La enseñanza social católica proclama que todos somos
custodios de nuestros hermanos y hermanas, dondequiera que vivan. Somos una familia
humana... Aprender a practicar la virtud de la solidaridad significa aprender que ‘amar a
nuestro prójimo’ en un mundo interdependiente tiene unas dimensiones globales”. El principio
de solidaridad lleva a decisiones que promuevan y protejan el bien común. La solidaridad nos
llama a responder no implemente a las desgracias personales individuales; hay problemas
sociales que están pidiendo a gritos estructuras sociales más justas. Por esta razón la Iglesia
nos esta llamando hoy no sólo a comprometernos en las obras de caridad sino también a
trabajar por la justicia social.
10. El Principio del Bien Común. “Por bien común se entiende el conjunto de condiciones que
permite a las personas alcanzar el desarrollo pleno de sus capacidades humanas y llegar a la
realización de su dignidad humana”. Las condiciones sociales que la Iglesia tiene en mente
presuponen “el respeto por la persona”, “el bienestar social y el desarrollo del grupo” y el
mantenimiento, por parte de la autoridad pública, de la “paz y la seguridad”. Hoy, en una
época de interdependencia global, el principio del bien común apunta a la necesidad de
estructuras internacionales que puedan promover el justo desarrollo de las personas y familias
en el ámbito regional y nacional. Qué es lo que constituye el bien común va a ser siempre
objeto de debate. La ausencia de sensibilidad respecto al bien común es un signo seguro de
decadencia en la sociedad.
RERUM NOVARUM
Despertado el prurito revolucionario que desde hace ya tiempo agita a los pueblos, era
de esperar que el afán de cambiarlo todo llegara un día a derramarse desde el campo
de la política al terreno, con él colindante, de la economía. En efecto, los adelantos de
la industria y de las artes, que caminan por nuevos derroteros; el cambio operado en
las relaciones mutuas entre patronos y obreros; la acumulación de las riquezas en
manos de unos pocos y la pobreza de la inmensa mayoría; la mayor confianza de los
obreros en sí mismos y la más estrecha cohesión entre ellos, juntamente con la
relajación de la moral, han determinado el planteamiento de la contienda. Cuál y cuán
grande sea la importancia de las cosas que van en ello, se ve por la punzante ansiedad
en que viven todos los espíritus; esto mismo pone en actividad los ingenios de los
doctos, informa las reuniones de los sabios, las asambleas del pueblo, el juicio de los
legisladores, las decisiones de los gobernantes, hasta el punto que parece no haber
otro tema que pueda ocupar más hondamente los anhelos de los hombres.
Así, pues, debiendo Nos velar por la causa de la Iglesia y por la salvación común,
creemos oportuno, venerables hermanos, y por las mismas razones, hacer, respecto de
la situación de los obreros, lo que hemos acostumbrado, dirigiéndoos cartas sobre el
poder político, sobre la libertad humana, sobre la cristiana constitución de los Estados
y otras parecidas, que estimamos oportunas para refutar los sofismas de algunas
opiniones. Este tema ha sido tratado por Nos incidentalmente ya más de una vez; mas
la conciencia de nuestro oficio apostólico nos incita a tratar de intento en esta encíclica
la cuestión por entero, a fin de que resplandezcan los principios con que poder dirimir
la contienda conforme lo piden la verdad y la justicia. El asunto es difícil de tratar y no
exento de peligros. Es difícil realmente determinar los derechos y deberes dentro de
los cuales hayan de mantenerse los ricos y los proletarios, los que aportan el capital y
los que ponen el trabajo. Es discusión peligrosa, porque de ella se sirven con
frecuencia hombres turbulentos y astutos para torcer el juicio de la verdad y para
incitar sediciosamente a las turbas. Sea de ello, sin embargo, lo que quiera, vemos
claramente, cosa en que todos convienen, que es urgente proveer de la manera
oportuna al bien de las gentes de condición humilde, pues es mayoría la que se debate
indecorosamente en una situación miserable y calamitosa, ya que, disueltos en el
pasado siglo los antiguos gremios de artesanos, sin ningún apoyo que viniera a llenar
su vacío, desentendiéndose las instituciones públicas y las leyes de la religión de
nuestros antepasados, el tiempo fue insensiblemente entregando a los obreros,
aislados e indefensos, a la inhumanidad de los empresarios y a la desenfrenada codicia
de los competidores. Hizo aumentar el mal la voraz usura, que, reiteradamente
condenada por la autoridad de la Iglesia, es practicada, no obstante, por hombres
codiciosos y avaros bajo una apariencia distinta. Añádase a esto que no sólo la
contratación del trabajo, sino también las relaciones comerciales de toda índole, se
hallan sometidas al poder de unos pocos, hasta el punto de que un número
sumamente reducido de opulentos y adinerados ha impuesto poco menos que el yugo
de la esclavitud a una muchedumbre infinita de proletarios.
Para solucionar este mal, los socialistas, atizando el odio de los indigentes contra los
ricos, tratan de acabar con la propiedad privada de los bienes, estimando mejor que,
en su lugar, todos los bienes sean comunes y administrados por las personas que rigen
el municipio o gobiernan la nación. Creen que con este traslado de los bienes de los
particulares a la comunidad, distribuyendo por igual las riquezas y el bienestar entre
todos los ciudadanos, se podría curar el mal presente. Pero esta medida es tan
inadecuada para resolver la contienda, que incluso llega a perjudicar a las propias
clases obreras; y es, además, sumamente injusta, pues ejerce violencia contra los
legítimos poseedores, altera la misión de la república y agita fundamentalmente a las
naciones.
Sin duda alguna, como es fácil de ver, la razón misma del trabajo que aportan los que
se ocupan en algún oficio lucrativo y el fin primordial que busca el obrero es
procurarse algo para sí y poseer con propio derecho una cosa como suya. Si, por
consiguiente, presta sus fuerzas o su habilidad a otro, lo hará por esta razón: para
conseguir lo necesario para la comida y el vestido; y por ello, merced al trabajo
aportado, adquiere un verdadero y perfecto derecho no sólo a exigir el salario, sino
también para emplearlo a su gusto. Luego si, reduciendo sus gastos, ahorra algo e
invierte el fruto de sus ahorros en una finca, con lo que puede asegurarse más su
manutención, esta finca realmente no es otra cosa que el mismo salario revestido de
otra apariencia, y de ahí que la finca adquirida por el obrero de esta forma debe ser
tan de su dominio como el salario ganado con su trabajo. Ahora bien: es en esto
precisamente en lo que consiste, como fácilmente se colige, la propiedad de las cosas,
tanto muebles como inmuebles. Luego los socialistas empeoran la situación de los
obreros todos, en cuanto tratan de transferir los bienes de los particulares a la
comunidad, puesto que, privándolos de la libertad de colocar sus beneficios, con ello
mismo los despojan de la esperanza y de la facultad de aumentar los bienes familiares
y de procurarse utilidades.
Pero, lo que todavía es más grave, proponen un remedio en pugna abierta contra la
justicia, en cuanto que el poseer algo en privado como propio es un derecho dado al
hombre por la naturaleza. En efecto, también en esto es grande la diferencia entre el
hombre y el género animal. Las bestias, indudablemente, no se gobiernan a sí mismas,
sino que lo son por un doble instinto natural, que ya mantiene en ellas despierta la
facultad de obrar y desarrolla sus fuerzas oportunamente, ya provoca y determina, a
su vez, cada uno de sus movimientos. Uno de esos instintos las impulsa a la
conservación de sí mismas y a la defensa de su propia vida; el otro, a la conservación
de la especie. Ambas cosas se consiguen, sin embargo, fácilmente con el uso de las
cosas al alcance inmediato, y no podrían ciertamente ir más allá, puesto que son
movidas sólo por el sentido y por la percepción de las cosas singulares. Muy otra es,
en cambio, la naturaleza del hombre. Comprende simultáneamente la fuerza toda y
perfecta de la naturaleza animal, siéndole concedido por esta parte, y desde luego en
no menor grado que al resto de los animales, el disfrute de los bienes de las cosas
corporales. La naturaleza animal, sin embargo, por elevada que sea la medida en que
se la posea, dista tanto de contener y abarcar en sí la naturaleza humana, que es muy
inferior a ella y nacida para servirle y obedecerle. Lo que se acusa y sobresale en
nosotros, lo que da al hombre el que lo sea y se distinga de las bestias, es la razón o
inteligencia. Y por esta causa de que es el único animal dotado de razón, es de
necesidad conceder al hombre no sólo el uso de los bienes, cosa común a todos los
animales, sino también el poseerlos con derecho estable y permanente, y tanto los
bienes que se consumen con el uso cuanto los que, pese al uso que se hace de ellos,
perduran.
Esto resalta todavía más claro cuando se estudia en sí misma la naturaleza del
hombre. Pues el hombre, abarcando con su razón cosas innumerables, enlazando y
relacionando las cosas futuras con las presentes y siendo dueño de sus actos, se
gobierna a sí mismo con la previsión de su inteligencia, sometido además a la ley
eterna y bajo el poder de Dios; por lo cual tiene en su mano elegir las cosas que
estime más convenientes para su bienestar, no sólo en cuanto al presente, sino
también para el futuro. De donde se sigue la necesidad de que se halle en el hombre
el dominio no sólo de los frutos terrenales, sino también el de la tierra misma, pues ve
que de la fecundidad de la tierra le son proporcionadas las cosas necesarias para el
futuro.
Las necesidades de cada hombre se repiten de una manera constante; de modo que,
satisfechas hoy, exigen nuevas cosas para mañana. Por tanto, la naturaleza tiene que
haber dotado al hombre de algo estable y perpetuamente duradero, de que pueda
esperar la continuidad del socorro. Ahora bien: esta continuidad no puede garantizarla
más que la tierra con su fertilidad.
Con lo que de nuevo viene a demostrarse que las posesiones privadas son conforme a
la naturaleza. Pues la tierra produce con largueza las cosas que se precisan para la
conservación de la vida y aun para su perfeccionamiento, pero no podría producirlas
por sí sola sin el cultivo y el cuidado del hombre. Ahora bien: cuando el hombre aplica
su habilidad intelectual y sus fuerzas corporales a procurarse los bienes de la
naturaleza, por este mismo hecho se adjudica a sí aquella parte de la naturaleza
corpórea que él mismo cultivó, en la que su persona dejó impresa una a modo de
huella, de modo que sea absolutamente justo que use de esa parte como suya y que
de ningún modo sea lícito que venga nadie a violar ese derecho de él mismo.
Es tan clara la fuerza de estos argumentos, que sorprende ver disentir de ellos a
algunos restauradores de desusadas opiniones, los cuales conceden, es cierto, el uso
del suelo y los diversos productos del campo al individuo, pero le niegan de plano la
existencia del derecho a poseer como dueño el suelo sobre que ha edificado o el
campo que cultivó. No ven que, al negar esto, el hombre se vería privado de cosas
producidas con su trabajo. En efecto, el campo cultivado por la mano e industria del
agricultor cambia por completo su fisonomía: de silvestre, se hace fructífero; de
infecundo, feraz. Ahora bien: todas esas obras de mejora se adhieren de tal manera y
se funden con el suelo, que, por lo general, no hay modo de separarlas del mismo. ¿Y
va a admitir la justicia que venga nadie a apropiarse de lo que otro regó con sus
sudores? Igual que los efectos siguen a la causa que los produce, es justo que el fruto
del trabajo sea de aquellos que pusieron el trabajo. Con razón, por consiguiente, la
totalidad del género humano, sin preocuparse en absoluto de las opiniones de unos
pocos en desacuerdo, con la mirada firme en la naturaleza, encontró en la ley de la
misma naturaleza el fundamento de la división de los bienes y consagró, con la
práctica de los siglos, la propiedad privada como la más conforme con la naturaleza del
hombre y con la pacífica y tranquila convivencia. Y las leyes civiles, que, cuando son
justas, deducen su vigor de esa misma ley natural, confirman y amparan incluso con la
fuerza este derecho de que hablamos. Y lo mismo sancionó la autoridad de las leyes
divinas, que prohíben gravísimamente hasta el deseo de lo ajeno: «No desearás la
mujer de tu prójimo; ni la casa, ni el campo, ni la esclava, ni el buey, ni el asno, ni
nada de lo que es suyo».
Ahora bien: esos derechos de los individuos se estima que tienen más fuerza cuando
se hallan ligados y relacionados con los deberes del hombre en la sociedad doméstica.
Está fuera de duda que, en la elección del género de vida, está en la mano y en la
voluntad de cada cual preferir uno de estos dos: o seguir el consejo de Jesucristo
sobre la virginidad o ligarse con el vínculo matrimonial. No hay ley humana que pueda
quitar al hombre el derecho natural y primario de casarse, ni limitar, de cualquier modo
que sea, la finalidad principal del matrimonio, instituido en el principio por la autoridad
de Dios: «Creced y multiplicaos».
Es ley santísima de naturaleza que el padre de familia provea al sustento y a todas las
atenciones de los que engendró; e igualmente se deduce de la misma naturaleza que
quiera adquirir y disponer para sus hijos, que se refieren y en cierto modo prolongan la
personalidad del padre, algo con que puedan defenderse honestamente, en el mudable
curso de la vida, de los embates de la adversa fortuna. Y esto es lo que no puede
lograrse sino mediante la posesión de cosas productivas, transmisibles por herencia a
los hijos. Al igual que el Estado, según hemos dicho, la familia es una verdadera
sociedad, que se rige por una potestad propia, esto es, la paterna. Por lo cual,
guardados efectivamente los límites que su causa próxima ha determinado, tiene
ciertamente la familia derechos por lo menos iguales que la sociedad civil para elegir y
aplicar los medios necesarios en orden a su incolumidad y justa libertad. Y hemos
dicho «por lo menos» iguales, porque, siendo la familia lógica y realmente anterior a la
sociedad civil, se sigue que sus derechos y deberes son también anteriores y más
naturales. Pues si los ciudadanos, si las familias, hechos partícipes de la convivencia y
sociedad humanas, encontraran en los poderes públicos perjuicio en vez de ayuda, un
cercenamiento de sus derechos más bien que una tutela de los mismos, la sociedad
sería, más que deseable, digna de repulsa.
Querer, por consiguiente, que la potestad civil penetre a su arbitrio hasta la intimidad
de los hogares es un error grave y pernicioso. Cierto es que, si una familia se
encontrara eventualmente en una situación de extrema angustia y carente en absoluto
de medios para salir de por sí de tal agobio, es justo que los poderes públicos la
socorran con medios extraordinarios, porque cada familia es una parte de la sociedad.
Cierto también que, si dentro del hogar se produjera una alteración grave de los
derechos mutuos, la potestad civil deberá amparar el derecho de cada uno; esto no
sería apropiarse los derechos de los ciudadanos, sino protegerlos y afianzarlos con una
justa y debida tutela. Pero es necesario de todo punto que los gobernantes se
detengan ahí; la naturaleza no tolera que se exceda de estos límites. Es tal la patria
potestad, que no puede ser ni extinguida ni absorbida por el poder público, pues que
tiene idéntico y común principio con la vida misma de los hombres. Los hijos son algo
del padre y como una cierta ampliación de la persona paterna, y, si hemos de hablar
con propiedad, no entran a formar parte de la sociedad civil sino a través de la
comunidad doméstica en la que han nacido. Y por esta misma razón, porque los hijos
son «naturalmente algo del padre..., antes de que tengan el uso del libre albedrío se
hallan bajo la protección de dos padres». De ahí que cuando los socialistas, pretiriendo
en absoluto la providencia de los padres, hacen intervenir a los poderes públicos,
obran contra la justicia natural y destruyen la organización familiar.
Pero, además de la injusticia, se deja ver con demasiada claridad cuál sería la
perturbación y el trastorno de todos los órdenes, cuán dura y odiosa la opresión de los
ciudadanos que habría de seguirse. Se abriría de par en par la puerta a las mutuas
envidias, a la maledicencia y a las discordias; quitado el estímulo al ingenio y a la
habilidad de los individuos, necesariamente vendrían a secarse las mismas fuentes de
las riquezas, y esa igualdad con que sueñan no sería ciertamente otra cosa que una
general situación, por igual miserable y abyecta, de todos los hombres sin excepción
alguna. De todo lo cual se sigue claramente que debe rechazarse de plano esa fantasía
del socialismo de reducir a común la propiedad privada, pues que daña a esos mismos
a quienes se pretende socorrer, repugna a los derechos naturales de los individuos y
perturba las funciones del Estado y la tranquilidad común. Por lo tanto, cuando se
plantea el problema de mejorar la condición de las clases inferiores, se ha de tener
como fundamental el principio de que la propiedad privada ha de conservarse
inviolable. Sentado lo cual, explicaremos dónde debe buscarse el remedio que
conviene.
Confiadamente y con pleno derecho nuestro, atacamos la cuestión, por cuanto se trata
de un problema cuya solución aceptable sería verdaderamente nula si no se buscara
bajo los auspicios de la religión y de la Iglesia. Y, estando principalmente en nuestras
manos la defensa de la religión y la administración de aquellas cosas que están bajo la
potestad de la Iglesia, Nos estimaríamos que, permaneciendo en silencio, faltábamos a
nuestro deber. Sin duda que esta grave cuestión pide también la contribución y el
esfuerzo de los demás; queremos decir de los gobernantes, de los señores y ricos, y,
finalmente, de los mismos por quienes se lucha, de los proletarios; pero afirmamos, sin
temor a equivocarnos, que serán inútiles y vanos los intentos de los hombres si se da
de lado a la Iglesia. En efecto, es la Iglesia la que saca del Evangelio las enseñanzas
en virtud de las cuales se puede resolver por completo el conflicto, o, limando sus
asperezas, hacerlo más soportable; ella es la que trata no sólo de instruir la
inteligencia, sino también de encauzar la vida y las costumbres de cada uno con sus
preceptos; ella la que mejora la situación de los proletarios con muchas utilísimas
instituciones; ella la que quiere y desea ardientemente que los pensamientos y las
fuerzas de todos los órdenes sociales se alíen con la finalidad de mirar por el bien de la
causa obrera de la mejor manera posible, y estima que a tal fin deben orientarse, si
bien con justicia y moderación, las mismas leyes y la autoridad del Estado.
Establézcase, por tanto, en primer lugar, que debe ser respetada la condición humana,
que no se puede igualar en la sociedad civil lo alto con lo bajo. Los socialistas lo
pretenden, es verdad, pero todo es vana tentativa contra la naturaleza de las cosas. Y
hay por naturaleza entre los hombres muchas y grandes diferencias; no son iguales los
talentos de todos, no la habilidad, ni la salud, ni lo son las fuerzas; y de la inevitable
diferencia de estas cosas brota espontáneamente la diferencia de fortuna. Todo esto
en correlación perfecta con los usos y necesidades tanto de los particulares cuanto de
la comunidad, pues que la vida en común precisa de aptitudes varias, de oficios
diversos, al desempeño de los cuales se sienten impelidos los hombres, más que nada,
por la diferente posición social de cada uno. Y por lo que hace al trabajo corporal, aun
en el mismo estado de inocencia, jamás el hombre hubiera permanecido totalmente
inactivo; mas lo que entonces hubiera deseado libremente la voluntad para deleite del
espíritu, tuvo que soportarlo después necesariamente, y no sin molestias, para
expiación de su pecado: «Maldita la tierra en tu trabajo; comerás de ellas entre fatigas
todos los días de tu vida». Y de igual modo, el fin de las demás adversidades no se
dará en la tierra, porque los males consiguientes al pecado son ásperos, duros y
difíciles de soportar y es preciso que acompañen al hombre hasta el último instante de
su vida. Así, pues, sufrir y padecer es cosa humana, y para los hombres que lo
experimenten todo y lo intenten todo, no habrá fuerza ni ingenio capaz de desterrar
por completo estas incomodidades de la sociedad humana. Si algunos alardean de que
pueden lograrlo, si prometen a las clases humildes una vida exenta de dolor y de
calamidades, llena de constantes placeres, ésos engañan indudablemente al pueblo y
cometen un fraude que tarde o temprano acabará produciendo males mayores que los
presentes. Lo mejor que puede hacerse es ver las cosas humanas como son y buscar
al mismo tiempo por otros medios, según hemos dicho, el oportuno alivio de los males.
Es mal capital, en la cuestión que estamos tratando, suponer que una clase social sea
espontáneamente enemiga de la otra, como si la naturaleza hubiera dispuesto a los
ricos y a los pobres para combatirse mutuamente en un perpetuo duelo. Es esto tan
ajeno a la razón y a la verdad, que, por el contrario, es lo más cierto que como en el
cuerpo se ensamblan entre sí miembros diversos, de donde surge aquella
proporcionada disposición que justamente podríase llamar armonía, así ha dispuesto la
naturaleza que, en la sociedad humana, dichas clases gemelas concuerden
armónicamente y se ajusten para lograr el equilibrio. Ambas se necesitan en absoluto:
ni el capital puede subsistir sin el trabajo, ni el trabajo sin el capital. El acuerdo
engendra la belleza y el orden de las cosas; por el contrario, de la persistencia de la
lucha tiene que derivarse necesariamente la confusión juntamente con un bárbaro
salvajismo.
Ahora bien: para acabar con la lucha y cortar hasta sus mismas raíces, es admirable y
varia la fuerza de las doctrinas cristianas. En primer lugar, toda la doctrina de la
religión cristiana, de la cual es intérprete y custodio la Iglesia, puede grandemente
arreglar entre sí y unir a los ricos con los proletarios, es decir, llamando a ambas clases
al cumplimiento de sus deberes respectivos y, ante todo, a los deberes de justicia. De
esos deberes, los que corresponden a los proletarios y obreros son: cumplir íntegra y
fielmente lo que por propia libertad y con arreglo a justicia se haya estipulado sobre el
trabajo; no dañar en modo alguno al capital; no ofender a la persona de los patronos;
abstenerse de toda violencia al defender sus derechos y no promover sediciones; no
mezclarse con hombres depravados, que alientan pretensiones inmoderadas y se
prometen artificiosamente grandes cosas, lo que lleva consigo arrepentimientos
estériles y las consiguientes pérdidas de fortuna.
Y éstos, los deberes de los ricos y patronos: no considerar a los obreros como
esclavos; respetar en ellos, como es justo, la dignidad de la persona, sobre todo
ennoblecida por lo que se llama el carácter cristiano. Que los trabajos remunerados, si
se atiende a la naturaleza y a la filosofa cristiana, no son vergonzosos para el hombre,
sino de mucha honra, en cuanto dan honesta posibilidad de ganarse la vida. Que lo
realmente vergonzoso e inhumano es abusar de los hombres como de cosas de lucro y
no estimarlos en más que cuanto sus nervios y músculos pueden dar de sí. E
igualmente se manda que se tengan en cuenta las exigencias de la religión y los bienes
de las almas de los proletarios. Por lo cual es obligación de los patronos disponer que
el obrero tenga un espacio de tiempo idóneo para atender a la piedad, no exponer al
hombre a los halagos de la corrupción y a las ocasiones de pecar y no apartarlo en
modo alguno de sus atenciones domésticas y de la afición al ahorro. Tampoco debe
imponérseles más trabajo del que puedan soportar sus fuerzas, ni de una clase que no
esté conforme con su edad y su sexo. Pero entre los primordiales deberes de los
patronos se destaca el de dar a cada uno lo que sea justo.
Cierto es que para establecer la medida del salario con justicia hay que considerar
muchas razones; pero, generalmente, tengan presente los ricos y los patronos que
oprimir para su lucro a los necesitados y a los desvalidos y buscar su ganancia en la
pobreza ajena no lo permiten ni las leyes divinas ni las humanas. Y defraudar a alguien
en el salario debido es un gran crimen, que llama a voces las iras vengadoras del cielo.
«He aquí que el salario de los obreros... que fue defraudado por vosotras, clama; y el
clamor de ellos ha llegado a los oídos del Dios de los ejércitos».
Por último, han de evitar cuidadosamente los ricos perjudicar en lo más mínimo los
intereses de los proletarios ni con violencias, ni con engaños, ni con artilugios
usurarios; tanto más cuanto que no están suficientemente preparados contra la
injusticia y el atropello, y, por eso mismo, mientras más débil sea su economía, tanto
más debe considerarse sagrada.
¿No bastaría por sí solo el sometimiento a estas leyes para atenuar la violencia y los
motivos de discordia? Pero la Iglesia, con Cristo por maestro y guía, persigue una meta
más alta: o sea, preceptuando algo más perfecto, trata de unir una clase con la otra
por la aproximación y la amistad. No podemos, indudablemente, comprender y estimar
en su valor las cosas caducas si no es fijando el alma sus ojos en la vida inmortal de
ultratumba, quitada la cual se vendría inmediatamente abajo toda especie y verdadera
noción de lo honesto; más aún, todo este universo de cosas se convertiría en un
misterio impenetrable a toda investigación humana. Pues lo que nos enseña de por sí
la naturaleza, que sólo habremos de vivir la verdadera vida cuando hayamos salido de
este mundo, eso mismo es dogma cristiano y fundamento de la razón y de todo el ser
de la religión. Pues que Dios no creó al hombre para estas cosas frágiles y
perecederas, sino para las celestiales y eternas, dándonos la tierra como lugar de exilio
y no de residencia permanente. Y, ya nades en la abundancia, ya carezcas de riquezas
y de todo lo demás que llamamos bienes, nada importa eso para la felicidad eterna; lo
verdaderamente importante es el modo como se usa de ellos.
Jesucristo no suprimió en modo alguno con su copiosa redención las tribulaciones
diversas de que está tejida casi por completo la vida mortal, sino que hizo de ellas
estímulo de virtudes y materia de merecimientos, hasta el punto de que ningún mortal
podrá alcanzar los premios eternos si no sigue las huellas ensangrentadas de Cristo. Si
«sufrimos, también reinaremos con El». Tomando El libremente sobre sí los trabajos y
sufrimientos, mitigó notablemente la rudeza de los trabajos y sufrimientos nuestros; y
no sólo hizo más llevaderos los sufrimientos con su ejemplo, sino también con su
gracia y con la esperanza del eterno galardón: «Porque lo que hay al presente de
momentánea y leve tribulación nuestra, produce en nosotros una cantidad de gloria
eterna de inconmensurable sublimidad».
Así, pues, quedan avisados los ricos de que las riquezas no aportan consigo la
exención del dolor, ni aprovechan nada para la felicidad eterna, sino que más bien la
obstaculizan; de que deben imponer temor a los ricos las tremendas amenazas de
Jesucristo y de que pronto o tarde se habrá de dar cuenta severísima al divino juez del
uso de las riquezas.
Sobre el uso de las riquezas hay una doctrina excelente y de gran importancia, que, si
bien fue iniciada por la filosofía, la Iglesia la ha enseñado también perfeccionada por
completo y ha hecho que no se quede en puro conocimiento, sino que informe de
hecho las costumbres. El fundamento de dicha doctrina consiste en distinguir entre la
recta posesión del dinero y el recto uso del mismo. Poseer bienes en privado, según
hemos dicho poco antes, es derecho natural del hombre, y usar de este derecho, sobre
todo en la sociedad de la vida, no sólo es lícito, sino incluso necesario en absoluto. «Es
lícito que el hombre posea cosas propias. Y es necesario también para la vida
humana». Y si se pregunta cuál es necesario que sea el uso de los bienes, la Iglesia
responderá sin vacilación alguna: «En cuanto a esto, el hombre no debe considerar las
cosas externas como propias, sino como comunes; es decir, de modo que las comparta
fácilmente con otros en sus necesidades. De donde el Apóstol dice: "Manda a los ricos
de este siglo... que den, que compartan con facilidad"».
A nadie se manda socorrer a los demás con lo necesario para sus usos personales o de
los suyos; ni siquiera a dar a otro lo que él mismo necesita para conservar lo que
convenga a la persona, a su decoro: «Nadie debe vivir de una manera inconveniente».
Pero cuando se ha atendido suficientemente a la necesidad y al decoro, es un deber
socorrer a los indigentes con lo que sobra. «Lo que sobra, dadlo de limosna». No son
éstos, sin embargo, deberes de justicia, salvo en los casos de necesidad extrema, sino
de caridad cristiana, la cual, ciertamente, no hay derecho de exigirla por la ley. Pero
antes que la ley y el juicio de los hombres están la ley y el juicio de Cristo Dios, que de
modos diversos y suavemente aconseja la práctica de dar: «Es mejor dar que recibir»,
y que juzgará la caridad hecha o negada a los pobres como hecha o negada a El en
persona: «Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo
hicisteis». Todo lo cual se resume en que todo el que ha recibido abundancia de
bienes, sean éstos del cuerpo y externos, sean del espíritu, los ha recibido para
perfeccionamiento propio, y, al mismo tiempo, para que, como ministro de la
Providencia divina, los emplee en beneficio de los demás. «Por lo tanto, el que tenga
talento, que cuide mucho de no estarse callado; el que tenga abundancia de bienes,
que no se deje entorpecer para la largueza de la misericordia; el que tenga un oficio
con que se desenvuelve, que se afane en compartir su uso y su utilidad con el
prójimo».
Los que, por el contrario, carezcan de bienes de fortuna, aprendan de la Iglesia que la
pobreza no es considerada como una deshonra ante el juicio de Dios y que no han de
avergonzarse por el hecho de ganarse el sustento con su trabajo. Y esto lo confirmó
realmente y de hecho Cristo, Señor nuestro, que por la salvación de los hombres se
hizo pobre siendo rico; y, siendo Hijo de Dios y Dios él mismo, quiso, con todo,
aparecer y ser tenido por hijo de un artesano, ni rehusó pasar la mayor parte de su
vida en el trabajo manual. «¿No es acaso éste el artesano, el hijo de María?».
Para los cuales, sin embargo, si siguen los preceptos de Cristo, resultará poco la
amistad y se unirán por el amor fraterno. Pues verán y comprenderán que todos los
hombres han sido creados por el mismo Dios, Padre común; que todos tienden al
mismo fin, que es el mismo Dios, el único que puede dar la felicidad perfecta y
absoluta a los hombres y a los ángeles; que, además, todos han sido igualmente
redimidos por el beneficio de Jesucristo y elevados a la dignidad de hijos de Dios, de
modo que se sientan unidos, por parentesco fraternal, tanto entre sí como con Cristo,
primogénito entre muchos hermanos. De igual manera que los bienes naturales, los
dones de la gracia divina pertenecen en común y generalmente a todo el linaje
humano, y nadie, a no ser que se haga indigno, será desheredado de los bienes
celestiales: «Si hijos, pues, también herederos; herederos ciertamente de Dios y
coherederos de Cristo».
Tales son los deberes y derechos que la filosofía cristiana profesa. ¿No parece que
acabaría por extinguirse bien pronto toda lucha allí donde ella entrara en vigor en la
sociedad civil?
Bastará en este orden con recordar brevemente los ejemplos de los antiguos.
Recordamos cosas y hechos que no ofrecen duda alguna: que la sociedad humana fue
renovada desde sus cimientos por las costumbres cristianas; que, en virtud de esta
renovación, fue impulsado el género humano a cosas mejores; más aún, fue sacado de
la muerte a la vida y colmado de una tan elevada perfección, que ni existió otra igual
en tiempos anteriores ni podrá haberla mayor en el futuro. Finalmente, que Jesucristo
es el principio y el fin mismo de estos beneficios y que, como de El han procedido, a El
tendrán todos que referirse. Recibida la luz del Evangelio, habiendo conocido el orbe
entero el gran misterio de la encarnación del Verbo y de la redención de los hombres,
la vida de Jesucristo, Dios y hombre, penetró todas las naciones y las imbuyó a todas
en su fe, en sus preceptos y en sus leyes. Por lo cual, si hay que curar a la sociedad
humana, sólo podrá curarla el retorno a la vida y a las costumbres cristianas, ya que,
cuando se trata de restaurar la sociedades decadentes, hay que hacerlas volver a sus
principios. Porque la perfección de toda sociedad está en buscar y conseguir aquello
para que fue instituida, de modo que sea causa de los movimientos y actos sociales la
misma causa que originó la sociedad. Por lo cual, apartarse de lo estatuido es
corrupción, tornar a ello es curación. Y con toda verdad, lo mismo que respecto de
todo el cuerpo de la sociedad humana, lo decimos de igual modo de esa clase de
ciudadanos que se gana el sustento con el trabajo, que son la inmensa mayoría.
No se ha de pensar, sin embargo, que todos los desvelos de la Iglesia estén tan fijos
en el cuidado de las almas, que se olvide de lo que atañe a la vida mortal y terrena. En
relación con los proletarios concretamente, quiere y se esfuerza en que salgan de su
misérrimo estado y logren una mejor situación. Y a ello contribuye con su aportación,
no pequeña, llamando y guiando a los hombres hacia la virtud. Dado que, dondequiera
que se observen íntegramente, las virtudes cristianas aportan una parte de la
prosperidad a las cosas externas, en cuanto que aproximan a Dios, principio y fuente
de todos los bienes; reprime esas dos plagas de la vida que hacen sumamente
miserable al hombre incluso cuando nada en la abundancia, como son el exceso de
ambición y la sed de placeres; en fin, contentos con un atuendo y una mesa frugal,
suplen la renta con el ahorro, lejos de los vicios, que arruinan no sólo las pequeñas,
sino aun las grandes fortunas, y disipan los más cuantiosos patrimonios. Pero, además,
provee directamente al bienestar de los proletarios, creando y fomentando lo que
estima conducente a remediar su indigencia, habiéndose distinguido tanto en esta
clase de beneficios, que se ha merecido las alabanzas de sus propios enemigos.
Tal era el vigor de la mutua caridad entre los cristianos primitivos, que frecuentemente
los más ricos se desprendían de sus bienes para socorrer, «y no... había ningún
necesitado entre ellos». A los diáconos, orden precisamente instituido para esto, fue
encomendado por los apóstoles el cometido de llevar a cabo la misión de la
beneficencia diaria; y Pablo Apóstol, aunque sobrecargado por la solicitud de todas las
Iglesias, no dudó, sin embargo, en acometer penosos viajes para llevar en persona la
colecta a los cristianos más pobres. A dichas colectas, realizadas espontáneamente por
los cristianos en cada reunión, la llama Tertuliano «depósitos de piedad», porque se
invertían «en alimentar y enterrar a los pobres, a los niños y niñas carentes de bienes
y de padres, entre los sirvientes ancianos y entre los náufragos». De aquí fue poco a
poco formándose aquel patrimonio que la Iglesia guardó con religioso cuidado, como
herencia de los pobres. Más aún, proveyó de socorros a una muchedumbre de
indigentes, librándolos de la vergüenza de pedir limosna. Pues como madre común de
ricos y pobres, excitada la caridad por todas partes hasta un grado sumo, fundó
congregaciones religiosas y otras muchas instituciones benéficas, con cuyas atenciones
apenas hubo género de miseria que careciera de consuelo. Hoy, ciertamente, son
muchos los que, como en otro tiempo hicieran los gentiles, se propasan a censurar a la
Iglesia esta tan eximia caridad, en cuyo lugar se ha pretendido poner la beneficencia
establecida por las leyes civiles. Pero no se encontrarán recursos humanos capaces de
suplir la caridad cristiana, que se entrega toda entera a sí misma para utilidad de los
demás. Tal virtud es exclusiva de la Iglesia, porque, si no brotara del sacratísimo
corazón de Jesucristo, jamás hubiera existido, pues anda errante lejos de Cristo el que
se separa de la Iglesia.
Mas no puede caber duda que para lo propuesto se requieren también las ayudas que
están en manos de los hombres. Absolutamente es necesario que todos aquellos a
quienes interesa la cuestión tiendan a lo mismo y trabajen por ello en la parte que les
corresponda. Lo cual tiene cierta semejanza con la providencia que gobierna al mundo,
pues vemos que el éxito de las cosas proviene de la coordinación de las causas de que
dependen.
Queda ahora por investigar qué parte de ayuda puede esperarse del Estado.
Entendemos aquí por Estado no el que de hecho tiene tal o cual pueblo, sino el que
pide la recta razón de conformidad con la naturaleza, por un lado, y aprueban, por
otro, las enseñanzas de la sabiduría divina, que Nos mismo hemos expuesto
concretamente en la encíclica sobre la constitución cristiana de las naciones. Así, pues,
los que gobiernan deber cooperar, primeramente y en términos generales, con toda la
fuerza de las leyes e instituciones, esto es, haciendo que de la ordenación y
administración misma del Estado brote espontáneamente la prosperidad tanto de la
sociedad como de los individuos, ya que éste es el cometido de la política y el deber
inexcusable de los gobernantes. Ahora bien: lo que más contribuye a la prosperidad de
las naciones es la probidad de las costumbres, la recta y ordenada constitución de las
familias, la observancia de la religión y de la justicia, las moderadas cargas públicas y
su equitativa distribución, los progresos de la industria y del comercio, la floreciente
agricultura y otros factores de esta índole, si quedan, los cuales, cuanto con mayor
afán son impulsados, tanto mejor y más felizmente permitirán vivir a los ciudadanos. A
través de estas cosas queda al alcance de los gobernantes beneficiar a los demás
órdenes sociales y aliviar grandemente la situación de los proletarios, y esto en virtud
del mejor derecho y sin la más leve sospecha de injerencia, ya que el Estado debe
velar por el bien común como propia misión suya. Y cuanto mayor fuere la abundancia
de medios procedentes de esta general providencia, tanto menor será la necesidad de
probar caminos nuevos para el bienestar de los obreros.
Mas, aunque todos los ciudadanos, sin excepción alguna, deban contribuir
necesariamente a la totalidad del bien común, del cual deriva una parte no pequeña a
los individuos, no todos, sin embargo, pueden aportar lo mismo ni en igual cantidad.
Cualesquiera que sean las vicisitudes en las distintas formas de gobierno, siempre
existirá en el estado de los ciudadanos aquella diferencia sin la cual no puede existir ni
concebirse sociedad alguna. Es necesario en absoluto que haya quienes se dediquen a
las funciones de gobierno, quienes legislen, quienes juzguen y, finalmente, quienes con
su dictamen y autoridad administren los asuntos civiles y militares. Aportaciones de
tales hombres que nadie dejará de ver que son principales y que ellos deben ser
considerados como superiores en toda sociedad por el hecho de que contribuyen al
bien común más de cerca y con más altas razones. Los que ejercen algún oficio, por el
contrario, no aprovechan a la sociedad en el mismo grado y con las mismas funciones
que aquéllos, mas también ellos concurren al bien común de modo notable, aunque
menos directamente. Y, teniendo que ser el bien común de naturaleza tal que los
hombres, consiguiéndolo, se hagan mejores, debe colocarse principalmente en la
virtud. De todos modos, para la buena constitución de una nación es necesaria
también la abundancia de los bienes del cuerpo y externos, «cuyo uso es necesario
para que se actualice el acto de virtud». Y para la obtención de estos bienes es
sumamente eficaz y necesario el trabajo de los proletarios, ya ejerzan sus habilidades y
destreza en el cultivo del campo, ya en los talleres e industrias. Más aún: llega a tanto
la eficacia y poder de los mismos en este orden de cosas, que es verdad incuestionable
que la riqueza nacional proviene no de otra cosa que del trabajo de los obreros. La
equidad exige, por consiguiente, que las autoridades públicas prodiguen sus cuidados
al proletario para que éste reciba algo de lo que aporta al bien común, como la casa, el
vestido y el poder sobrellevar la vida con mayor facilidad. De donde se desprende que
se habrán de fomentar todas aquellas cosas que de cualquier modo resulten favorables
para los obreros. Cuidado que dista mucho de perjudicar a nadie, antes bien
aprovechará a todos, ya que interesa mucho al Estado que no vivan en la miseria
aquellos de quienes provienen unos bienes tan necesarios.
No es justo, según hemos dicho, que ni el individuo ni la familia sean absorbidos por el
Estado; lo justo es dejar a cada uno la facultad de obrar con libertad hasta donde sea
posible, sin daño del bien común y sin injuria de nadie. No obstante, los que gobiernan
deberán atender a la defensa de la comunidad y de sus miembros. De la comunidad,
porque la naturaleza confió su conservación a la suma potestad, hasta el punto que la
custodia de la salud pública no es sólo la suprema ley, sino la razón total del poder; de
los miembros, porque la administración del Estado debe tender por naturaleza no a la
utilidad de aquellos a quienes se ha confiado, sino de los que se le confían, como
unánimemente afirman la filosofía y la fe cristiana. Y, puesto que el poder proviene de
Dios y es una cierta participación del poder infinito, deberá aplicarse a la manera de la
potestad divina, que vela con solicitud paternal no menos de los individuos que de la
totalidad de las cosas. Si, por tanto, se ha producido o amenaza algún daño al bien
común o a los intereses de cada una de las clases que no pueda subsanarse de otro
modo, necesariamente deberá afrontarlo el poder público.
Ahora bien: interesa tanto a la salud pública cuanto a la privada que las cosas estén en
paz y en orden; e igualmente que la totalidad del orden doméstico se rija conforme a
los mandatos de Dios y a los preceptos de la naturaleza; que se respete y practique la
religión; que florezca la integridad de las costumbres privadas y públicas; que se
mantenga inviolada la justicia y que no atenten impunemente unos contra otros; que
los ciudadanos crezcan robustos y aptos, si fuera preciso, para ayudar y defender a la
patria. Por consiguiente, si alguna vez ocurre que algo amenaza entre el pueblo por
tumultos de obreros o por huelgas; que se relajan entre los proletarios los lazos
naturales de la familia; que se quebranta entre ellos la religión por no contar con la
suficiente holgura para los deberes religiosos; si se plantea en los talleres el peligro
para la pureza de las costumbres por la promiscuidad o por otros incentivos de
pecado; si la clase patronal oprime a los obreros con cargas injustas o los veja
imponiéndoles condiciones ofensivas para la persona y dignidad humanas; si daña la
salud con trabajo excesivo, impropio del sexo o de la edad, en todos estos casos
deberá intervenir de lleno, dentro de ciertos límites, el vigor y la autoridad de las leyes.
Límites determinados por la misma causa que reclama el auxilio de la ley, o sea, que
las leyes no deberán abarcar ni ir más allá de lo que requieren el remedio de los males
o la evitación del peligro.
Los derechos, sean de quien fueren, habrán de respetarse inviolablemente; y para que
cada uno disfrute del suyo deberá proveer el poder civil, impidiendo o castigando las
injurias. Sólo que en la protección de los derechos individuales se habrá de mirar
principalmente por los débiles y los pobres. La gente rica, protegida por sus propios
recursos, necesita menos de la tutela pública; la clase humilde, por el contrario,
carente de todo recurso, se confía principalmente al patrocinio del Estado. Este deberá,
por consiguiente, rodear de singulares cuidados y providencia a los asalariados, que se
cuentan entre la muchedumbre desvalida.
Pero quedan por tratar todavía detalladamente algunos puntos de mayor importancia.
El principal es que debe asegurar las posesiones privadas con el imperio y fuerza de las
leyes. Y principalísimamente deberá mantenerse a la plebe dentro de los límites del
deber, en medio de un ya tal desenfreno de ambiciones; porque, si bien se concede la
aspiración a mejorar, sin que oponga reparos la justicia, sí veda ésta, y tampoco
autoriza la propia razón del bien común, quitar a otro lo que es suyo o, bajo capa de
una pretendida igualdad, caer sobre las fortunas ajenas. Ciertamente, la mayor parte
de los obreros prefieren mejorar mediante el trabajo honrado sin perjuicio de nadie; se
cuenta, sin embargo, no pocos, imbuidos de perversas doctrinas y deseosos de
revolución, que pretenden por todos los medíos concitar a las turbas y lanzar a los
demás a la violencia. Intervenga, por tanto, la autoridad del Estado y, frenando a los
agitadores, aleje la corrupción de las costumbres de los obreros y el peligro de las
rapiñas de los legítimos dueños.
El trabajo demasiado largo o pesado y la opinión de que el salario es poco dan pie con
frecuencia a los obreros para entregarse a la huelga y al ocio voluntario. A este mal
frecuente y grave se ha de poner remedio públicamente, pues esta clase de huelga
perjudica no sólo a los patronos y a los mismos obreros, sino también al comercio y a
los intereses públicos; y como no escasean la violencia y los tumultos, con frecuencia
ponen en peligro la tranquilidad pública. En lo cual, lo más eficaz y saludable es
anticiparse con la autoridad de las leyes e impedir que pueda brotar el mal,
removiendo a tiempo las causas de donde parezca que habría de surgir el conflicto
entre patronos y obreros.
De igual manera hay muchas cosas en el obrero que se han de tutelar con la
protección del Estado, y, en primer lugar, los bienes del alma, puesto que la vida
mortal, aunque buena y deseable, no es, con todo, el fin último para que hemos sido
creados, sino tan sólo el camino y el instrumento para perfeccionarla vida del alma con
el conocimiento de la verdad y el amor del bien. El alma es la que lleva impresa la
imagen y semejanza de Dios, en la que reside aquel poder mediante el cual se mandó
al hombre que dominara sobre las criaturas inferiores y sometiera a su beneficio a las
tierras todas y los mares. «Llenad la tierra y sometedla, y dominad a los peces del mar
y a las aves del cielo y a todos los animales que se mueven sobre la tierra». En esto
son todos los hombres iguales, y nada hay que determine diferencias entre los ricos y
los pobres, entre los señores y los operarios, entre los gobernantes y los particulares,
«pues uno mismo es el Señor todos». A nadie le está permitido violar impunemente la
dignidad humana, de la que Dios mismo dispone con gran reverencia; ni ponerle
trabas en la marcha hacia su perfeccionamiento, que lleva a la sempiterna vida de los
cielos. Más aún, ni siquiera por voluntad propia puede el hombre ser tratado, en este
orden, de una manera inconveniente o someterse a una esclavitud de alma pues no se
trata de derechos de que el hombre tenga pleno dominio, sino de deberes para con
Dios, y que deben ser guardados puntualmente. De aquí se deduce la necesidad de
interrumpir las obras y trabajos durante los días festivos. Nadie, sin embargo, deberá
entenderlo como el disfrute de una más larga holganza inoperante, ni menos aún como
una ociosidad, como muchos desean, engendradora de vicios y fomentadora de
derroches de dinero, sino justamente del descanso consagrado por la religión. Unido
con la religión, el descanso aparta al hombre de los trabajos y de los problemas de la
vida diaria, para atraerlo al pensamiento de las cosas celestiales y a rendir a la
suprema divinidad el culto justo y debido. Este es, principalmente, el carácter y ésta la
causa del descanso de los días festivos, que Dios sancionó ya en el Viejo Testamento
con una ley especial: «Acuérdate de santificar el sábado», enseñándolo, además, con
el ejemplo de aquel arcano descanso después de haber creado al hombre: «Descansó
el séptimo día de toda la obra que había realizado».
Por lo que respecta a la tutela de los bienes del cuerpo y externos, lo primero que se
ha de hacer es librar a los pobres obreros de la crueldad de los ambiciosos, que
abusan de las personas sin moderación, como si fueran cosas para su medro personal.
O sea, que ni la justicia ni la humanidad toleran la exigencia de un rendimiento tal, que
el espíritu se embote por el exceso de trabajo y al mismo tiempo el cuerpo se rinda a
la fatiga. Como todo en la naturaleza del hombre, su eficiencia se halla circunscrita a
determinados límites, más allá de los cuales no se puede pasar. Cierto que se agudiza
con el ejercicio y la práctica, pero siempre a condición de que el trabajo se interrumpa
de cuando en cuando y se dé lugar al descanso.
Hay que tener en cuenta igualmente las épocas del año, pues ocurre con frecuencia
que un trabajo fácilmente soportable en una estación es insufrible en otra o no puede
realizarse sino con grandes dificultades. Finalmente, lo que puede hacer y soportar un
hombre adulto y robusto no se le puede exigir a una mujer o a un niño. Y, en cuanto a
los niños, se ha de evitar cuidadosamente y sobre todo que entren en talleres antes de
que la edad haya dado el suficiente desarrollo a su cuerpo, a su inteligencia y a su
alma. Puesto que la actividad precoz agosta, como a las hierbas tiernas, las fuerzas
que brotan de la infancia, con lo que la constitución de la niñez vendría a destruirse
por completo. Igualmente, hay oficios menos aptos para la mujer, nacida para las
labores domésticas; labores estas que no sólo protegen sobremanera el decoro
femenino, sino que responden por naturaleza a la educación de los hijos y a la
prosperidad de la familia. Establézcase en general que se dé a los obreros todo el
reposo necesario para que recuperen las energías consumidas en el trabajo, puesto
que el descanso debe restaurar las fuerzas gastadas por el uso. En todo contrato
concluido entre patronos y obreros debe contenerse siempre esta condición expresa o
tácita: que se provea a uno y otro tipo de descanso, pues no sería honesto pactar lo
contrario, ya que a nadie es lícito exigir ni prometer el abandono de las obligaciones
que el hombre tiene para con Dios o para consigo mismo.
Trabajar es ocuparse en hacer algo con el objeto de adquirir las cosas necesarias para
los usos diversos de la vida y, sobre todo, para la propia conservación: «Te ganarás el
pan con el sudor de tu frente». Luego el trabajo implica por naturaleza estas dos a
modo de notas: que sea personal, en cuanto la energía que opera es inherente a la
persona y propia en absoluto del que la ejerce y para cuya utilidad le ha sido dada, y
que sea necesario, por cuanto el fruto de su trabajo le es necesario al hombre para la
defensa de su vida, defensa a que le obliga la naturaleza misma de las cosas, a que
hay que plegarse por encima de todo. Pues bien: si se mira el trabajo exclusivamente
en su aspecto personal, es indudable que el obrero es libre para pactar por toda
retribución una cantidad corta; trabaja voluntariamente, y puede, por tanto,
contentarse voluntariamente con una retribución exigua o nula. Mas hay que pensar de
una manera muy distinta cuando, juntamente con el aspecto personal, se considera el
necesario, separable sólo conceptualmente del primero, pero no en la realidad. En
efecto, conservarse en la vida es obligación común de todo individuo, y es criminoso
incumplirla. De aquí la necesaria consecuencia del derecho a buscarse cuanto sirve al
sustento de la vida, y la posibilidad de lograr esto se la da a cualquier pobre nada más
que el sueldo ganado con su trabajo. Pase, pues, que obrero y patrono estén
libremente de acuerdo sobre lo mismo, y concretamente sobre la cuantía del salario;
queda, sin embargo, latente siempre algo de justicia natural superior y anterior a la
libre voluntad de las partes contratantes, a saber: que el salario no debe ser en
manera alguna insuficiente para alimentar a un obrero frugal y morigerado. Por tanto,
si el obrero, obligado por la necesidad o acosado por el miedo de un mal mayor,
acepta, aun no queriéndola, una condición más dura, porque la imponen el patrono o
el empresario, esto es ciertamente soportar una violencia, contra la cual reclama la
justicia. Sin embargo, en estas y otras cuestiones semejantes, como el número de
horas de la jornada laboral en cada tipo de industria, así como las precauciones con
que se haya de velar por la salud, especialmente en los lugares de trabajo, para evitar
injerencias de la magistratura, sobre todo siendo tan diversas las circunstancias de
cosas, tiempos y lugares, será mejor reservarlas al criterio de las asociaciones de que
hablaremos después, o se buscará otro medio que salvaguarde, como es justo, los
derechos de los obreros, interviniendo, si las circunstancias lo pidieren, la autoridad
pública.
Si el obrero percibe un salario lo suficientemente amplio para sustentarse a sí mismo, a
su mujer y a sus hijos, dado que sea prudente, se inclinará fácilmente al ahorro y hará
lo que parece aconsejar la misma naturaleza: reducir gastos, al objeto de que quede
algo con que ir constituyendo un pequeño patrimonio. Pues ya vimos que la cuestión
que tratamos no puede tener una solución eficaz si no es dando por sentado y
aceptado que el derecho de propiedad debe considerarse inviolable. Por ello, las leyes
deben favorecer este derecho y proveer, en la medida de lo posible, a que la mayor
parte de la masa obrera tenga algo en propiedad. Con ello se obtendrían notables
ventajas, y en primer lugar, sin duda alguna, una más equitativa distribución de las
riquezas.
Finalmente, los mismos patronos y obreros pueden hacer mucho en esta cuestión, esto
es, con esas instituciones mediante las cuales atender convenientemente a los
necesitados y acercar más una clase a la otra. Entre las de su género deben citarse las
sociedades de socorros mutuos; entidades diversas instituidas por la previsión de los
particulares para proteger a los obreros, amparar a sus viudas e hijos en los
imprevistos, enfermedades y cualquier accidente propio de las cosas humanas; los
patronatos fundados para cuidar de los niños, niñas, jóvenes y ancianos. Pero el lugar
preferente lo ocupan las sociedades de obreros, que comprenden en sí todas las
demás. Los gremios de artesanos reportaron durante mucho tiempo grandes beneficios
a nuestros antepasados. En efecto, no sólo trajeron grandes ventajas para los obreros,
sino también a las artes mismas un desarrollo y esplendor atestiguado por numerosos
monumentos. Es preciso que los gremios se adapten a las condiciones actuales de
edad más culta, con costumbres nuevas y con más exigencias de vida cotidiana. Es
grato encontrarse con que constantemente se están constituyendo asociaciones de
este género, de obreros solamente o mixtas de las dos clases; es de desear que
crezcan en número y eficiencia. Y, aunque hemos hablado más de una vez de ellas,
Nos sentimos agrado en manifestar aquí que son muy convenientes y que las asiste
pleno derecho, así como hablar sobre su reglamentación y cometido.
Ahora bien: aunque las sociedades privadas se den dentro de la sociedad civil y sean
como otras tantas partes suyas, hablando en términos generales y de por sí, no está
en poder del Estado impedir su existencia, ya que el constituir sociedades privadas es
derecho concedido al hombre por la ley natural, y la sociedad civil ha sido instituida
para garantizar el derecho natural y no para conculcarlo; y, si prohibiera a los
ciudadanos la constitución de sociedades, obraría en abierta pugna consigo misma,
puesto que tanto ella como las sociedades privadas nacen del mismo principio: que los
hombres son sociables por naturaleza. Pero concurren a veces circunstancias en que es
justo que las leyes se opongan a asociaciones de ese tipo; por ejemplo, si se
pretendiera como finalidad algo que esté en clara oposición con la honradez, con la
justicia o abiertamente dañe a la salud pública. En tales casos, el poder del Estado
prohíbe, con justa razón, que se formen, y con igual derecho las disuelve cuando se
han formado; pero habrá de proceder con toda cautela, no sea que viole los derechos
de los ciudadanos o establezca, bajo apariencia de utilidad pública, algo que la razón
no apruebe, ya que las leyes han de ser obedecidas sólo en cuanto estén conformes
con la recta razón y con la ley eterna de Dios.
Por los eventos pasados prevemos sin temeridad los futuros. Las edades se suceden
unas a otras, pero la semejanza de sus hechos es admirable, ya que se rigen por la
providencia de Dios, que gobierna y encauza la continuidad y sucesión de las cosas a
la finalidad que se propuso al crear el humano linaje. Sabemos que se consideraba
ominoso para los cristianos de la Iglesia naciente el que la mayor parte viviera de
limosnas o del trabajo. Pero, desprovistos de riquezas y de poder, lograron, no
obstante, ganarse plenamente la simpatía de los ricos y se atrajeron el valimiento de
los poderosos. Podía vérseles diligentes, laboriosos, pacíficos, firmes en el ejemplo de
la caridad. Ante un espectáculo tal de vida y costumbres, se desvaneció todo prejuicio,
se calló la maledicencia de los malvados y las ficciones de la antigua idolatría cedieron
poco a poco ante la doctrina cristiana.
León XIII
Rerum Novarum (1891)
Pío XI
Quadragesimo Anno (1931)
Non abbiamo bisogno (1931)
Divini Redemptoris (1937)
Mit Brennender Sorge (1937)
Pío XII
Juan XXIII
Mater et Magistra (1961)
Pacem in Terris (1963)
Concilio Vaticano II
Gaudium_et_Spes (1965)
Dignitatis humanae (1965)
Pablo VI
Populorum Progressio (1967)
Humanae Vitae (1968)
Octogesima adveniens (1971)
Juan Pablo II
Laborem Exercens (1981)
Sollicitudo Rei Socialis (1987)
Centesimus Annus (1991)
Veritatis splendor (1993)
Evangelium Vitae (1995)
Fides et Ratio (1998)
Benedicto XVI
Francisco
Laudato si' (2015)
Fratelli tutti (2020)
Ayer hablamos de la gran luz que es Jesucristo, y nos mostró parte de lo que
es ser un “Convertido”, salir a la Galilea que todos tenemos, servir y atender, y
hoy sigue enseñándonos acerca de la conversión, no sólo atenderles en sus
necesidades físicas, fisiológicas, sino también enseñándoles como crecer
intelectualmente, socialmente, como familia, como persona, a crecer
espiritualmente como lo vemos al pedir alimento al Dios Padre. ¿Sigo el
ejemplo y la humildad del maestro Jesucristo y enseño y ayudó a aquel que
necesita crecer en cualquier aspecto de la vida?, ¿Me interesó por dejar que
Jesucristo me enseña a través de su Palabra, de su mensaje diario?, ¿Enseño
y doy gracias por lo que Dios Padre nos provee?
Los discípulos querían que se hiciera algo; Jesús les mostró qué podían hacer. Oro
para que me fortalezca en el espíritu de Jesús y sea capaz de ver y responder a las
necesidades que hay alrededor mío.