El Criterio de La Verdad - Lectura
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EL CRITERIO DE LA VERDAD
1. El concepto de la verdad
Fáltanos por investigar una última cuestión: la del criterio de la verdad. No es bastante que
nuestros juicios sean verdaderos; necesitamos la certeza de que lo son. ¿Qué nos presta esta certeza?
¿En qué conocemos que un juicio es verdadero o falso? Ésta es la cuestión del criterio de la verdad.
Antes de poder responderla necesitamos tener un concepto claro de la verdad.
Hemos hablado ya con frecuencia de este concepto. En la descripción del fenómeno del
conocimiento encontramos que, para la conciencia natural, la verdad del conocimiento consiste en la
concordancia del contenido del pensamiento con el objeto. Designamos esta concepción como el
concepto trascendente de la verdad. Pero frente a éste hay otro que podemos designar como concepto
inmanente de la verdad. Según éste, la esencia de la verdad no radica en la relación del contenido del
pensamiento con algo que se halla frente a nuestro pensamiento, algo trascendente al pensamiento,
sino con algo que reside dentro del pensamiento mismo. La verdad es la concordancia del pensamiento
consigo mismo. Un juicio es verdadero cuando está formado con arreglo a las leyes y a las normas del
pensamiento. La verdad significa, según esto, algo puramente formal; coincide con la corrección lógica.
La decisión sobre cuál de ambos conceptos de la verdad sea el justo, se halla implícita en la
posición que hemos tomado en la discusión entre el idealismo y el realismo. Creímos deber decidir esta
discusión a favor del realismo. Esto significa rechazar el concepto inmanente de la verdad; pues este
concepto puede caracterizarse igualmente como concepto idealista de la verdad. Este concepto sólo
tiene sentido en el terreno del idealismo. Pues sólo si no hay objetos extra‐conscientes reales tiene
sentido concebir la verdad de puro modo inmanente. Esta concepción es entonces necesaria. Pues si no
hay objetos independientes del pensamiento sino que todo ser se halla dentro de la esfera de éste, la
verdad sólo puede residir en la concordancia mutua de los contenidos de aquél, en la corrección lógica.
El concepto inmanente de la verdad puede conciliarse también con aquella posición epistemológica
que Eduard von Hartmann llama el "idealismo inconsecuente" y que nosotros hemos estudiado bajo el
nombre de fenomenalismo. Según éste, hay objetos independientes del pensamiento, cosas en sí. Pero
son completamente incognoscibles. Por eso no tiene sentido, desde este punto de vista, considerar la
verdad como la concordancia del pensamiento con los objetos; sobre esta concordancia nada podemos
decir, porque no conocemos los objetos. La verdad del conocimiento sólo puede consistir, por ende, en
la producción correcta ‐conforme a las leyes‐ del objeto, esto es, en que el pensamiento concuerde con
sus propias leyes.
De este modo venimos a confirmar la concepción que la conciencia natural tiene del
conocimiento humano y que describimos al principio. Pero esta confirmación significa a la vez una
depuración crítica de aquella concepción. La idea básica, según la cual el conocimiento representa una
relación entre un sujeto y un objeto, ha resultado sostenible. Pero con este concepto del conocimiento
queda justificado también, en principio, el concepto de la verdad que tiene la conciencia natural. Para
ésta es esencial la relación del contenido del pensamiento con el objeto. Esta relación no significa,
empero, una reproducción, sino una coordinación regular, y aquí es donde la concepción natural sufre
una corrección.
El idealismo representa el intento de suprimir el dualismo del sujeto y el objeto en el problema
del conocimiento y de estatuir un monismo epistemológico. El idealismo hace este intento, porque cree
poder suprimir de este modo todas las dificultades inherentes al problema del conocimiento. Pues éstas
le parecen tener su causa más profunda en dicho dualismo. Pero esta interpretación monista del
fenómeno del conocimiento violenta la realidad. Se funda, en efecto, en hacer valer una sola de las tres
esferas a que toca el fenómeno del conocimiento. Esta esfera es la lógica. El aspecto psicológico y el
aspecto ontológico del fenómeno del conocimiento son escamoteados, por decirlo así, en favor del
lógico. Por eso pudimos designar esta posición con el nombre de logicismo.
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2. El criterio de la verdad
La cuestión del criterio de la verdad está en conexión estrechísima con la cuestión del concepto
de la verdad. Esto puede demostrarse fácilmente en el idealismo lógico. La verdad significa para él, como
hemos visto, la concordancia del pensamiento consigo mismo. ¿En qué podemos conocer esta
concordancia? La respuesta dice: en la ausencia de contradicción. Nuestro pensamiento concuerda
consigo mismo cuando está libre de contradicciones y sólo entonces. El concepto inmanente o idealista
trae consigo necesariamente el considerar la ausencia de contradicción como criterio de la verdad.
La ausencia de contradicción es, en efecto, un criterio de la verdad; pero no un criterio general,
válido para todo el conocimiento, sino un criterio válido solamente para una clase determinada de
conocimiento, para una esfera determinada de éste. Resulta palmario cuál es esta esfera: es la esfera de
tas ciencias formales o ideales. Piénsese en la lógica o en la matemática. El pensamiento no se encuentra
con objetos reales, sino con objetos mentales, ideales; permanece en cierto modo dentro de su propia
esfera. Es válido, por tanto, el concepto inmanente de la verdad, y, por consiguiente, también el criterio
de la misma, dado con él. Mi juicio es, en este caso, verdadero cuando está formado con arreglo a las
leyes y normas del pensamiento. Y conocemos que es así en la ausencia de contradicción.
Pero este criterio fracasa tan pronto como no se trata de objetos ideales sino de objetos reales o
de objetos de conciencia. Para este caso necesitamos buscar otros criterios de a verdad. Detengámonos
ante todo en los datos de la conciencia. Poseemos una certeza inmediata del rojo que vemos o del dolor
que sentimos. Aquí tenemos otro criterio de la verdad. Consiste en la presencia o realidad inmediata de
un objeto. Según esto, son verdaderos todos los juicios que descansan en una presencia o realidad
inmediata del objeto pensado. Se habla también de una "evidencia de la percepción interna" (Meinong).
Lo mismo quiere decir Volkelt cuando habla de una "autocerteza de la conciencia". Ésta es para él "un
principio de certeza absolutamente último" (Certeza y verdad, p. 69). Caracteriza esta certeza más
concretamente como una certeza prelógica. Esto significa que en esta certeza todavía no tiene parte el
trabajo del pensamiento. Volkelt incluye en esta clase de certeza, no sólo la percepción inmediata de
determinados contenidos de conciencia, sino también la de las relaciones existentes entre ellos. En el
círculo de la autocerteza de la conciencia no sólo entra el juicio "veo un negro y un blanco", sino también
el juicio "el negro es distinto del blanco". Esto se funda en que "simultáneamente con estos dos
contenidos de la sensación, que llamamos negro y blanco, con arreglo al lenguaje usual, nos es dada su
diversidad" (p. 99).
Ahora bien, cabe preguntar si el criterio de la evidencia inmediata es válido, no sólo para los
contenidos de la percepción, sino también para los contenidos del pensamiento. Esta cuestión equivale a
la de si además de la evidencia de la percepción hay una evidencia del pensamiento conceptual y si po‐
demos ver en ella un criterio de la verdad.
Muchos filósofos responden, desde luego, afirmativamente a esta cuestión. Esta afirmación puede tener
un doble sentido. Se puede entender por evidencia algo irracional y algo racional. En el primer caso, la
evidencia es sinónimo del sentimiento de evidencia, esto es, de una certeza emocional inmediata. Este
sentimiento se da en todo conocimiento intuitivo. Representa algo subjetivo y no puede pretender, por
tanto, validez universal. La peculiaridad de la certeza intuitiva consiste justamente en que no puede ser
probada de un modo lógicamente convincente, universalmente válido, sino que sólo puede ser vivida
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personalmente. Pero esto no significa en modo alguno renunciar a la objetividad. El juicio "una
personalidad moralmente pura encarna un valor moral más alto que un hombre entregado a bajos
goces", expresa un hecho ético objetivo y puede, por ende, pretender la objetividad, aunque no quepa
obtener por la fuerza de la lógica su reconocimiento y carezca, por lo tanto, de validez universal. Hay que
distinguir entre la objetividad y la validez universal. Muchas objeciones contra la intuición y el conocimiento
intuitivo descansan justamente en no saber distinguir entre la objetividad y la validez universal del
conocimiento.
Todo conocimiento científico posee validez universal. Cabe identificar el conocimiento científico
con el conocimiento universalmente válido. Por consiguiente, no puede tomarse en consideración la
evidencia en el sentido descrito, como criterio de la verdad, en la esfera teórica y científica. Si alguien
quisiera, por ejemplo, justificar las leyes supremas del pensamiento acudiendo al sentimiento de
evidencia que acompaña la comprensión de estas leyes, y dijese, verbigracia: "estos juicios son
verdaderos, porque me siento íntimamente compelido a tenerlos por verdaderos", ello significaría
renunciar a la validez universal y, por ende, poner fin a toda filosofía científica.
No obstante, muchos filósofos sostienen que la evidencia es un criterio de la verdad en la esfera
teórica. Pero entienden la evidencia en el segundo sentido antes indicado. La evidencia no es para ellos
algo emocional, irracional, sino algo intelectual, racional. Significa para ellos la visión inmediata de lo
dado objetivamente. Esta evidencia se presenta como una evidencia lógica u objetiva, en contraste con
la evidencia psicológica o subjetiva anteriormente tratada. Pero esta distinción no conduce al fin
buscado. Los filósofos que la hacen no pueden menos de distinguir dentro de la evidencia lógica u
objetiva entre evidencia verdadera y falsa, real y aparente, auténtica y apócrifa. Pero esto es abandonar
la evidencia como propio y último criterio de la verdad. Pues ahora necesitamos otro criterio que nos
diga cuándo y dónde se trata de una evidencia verdadera y auténtica; y cuándo y dónde, de una
evidencia meramente aparente y apócrifa.
No es verdadera solución de la dificultad la que ofrece Geyser en su opúsculo Sobre la verdad y
la evidencia. Geyser distingue entre la evidencia y la vivencia de la evidencia y entiende por la primera el
hecho objetivo a que se refiere el juicio. Esta solución parece a primera vista vencer la dificultad. Pues la
distinción entre evidencia auténtica y evidencia apócrifa no se referiría entonces a la evidencia misma,
sino a la vivencia de la evidencia. Pero no es lícito colocar la evidencia fuera de la conciencia, como lo
hace Geyser. Entiéndase por evidencia lo que se quiera, en todo caso no se puede prescindir en ella de la
relación con la conciencia cognoscente, ya se caracterice esta relación ‐desde el objeto o el hecho‐ como
un ver claramente, ya desde la conciencia, como un intuir o percibir. Como Geyser emplea, pues, la
palabra evidencia en un sentido contrario al uso filosófico, sólo escapa aparentemente a la dificultad que
existe en este punto.
Sin duda hay también una evidencia en la esfera del pensamiento. Juicios como "todos los
cuerpos son extensos" o "el todo es mayor que la parte" son juicios cuya verdad brilla inmediatamente
para nosotros. Pero no puede considerarse la evidencia como la verdadera base de la validez de estos
juicios. La evidencia sólo es la forma en que lo lógico se hace sentir en nuestra conciencia. "Lo único que
cabe decir es que la pura necesidad objetiva de lo lógico se presenta subjetivamente a nuestra
conciencia en la forma de una certeza inmediata [...] Por eso, cuando se trata de fundamentar
lógicamente un juicio, no puede responderse a la pregunta de en qué consiste el criterio de la rectitud de
la fundamentación, diciendo que consiste en la certeza inmediata con que el juicio se impone; sino que
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hay que decir que consiste sólo en que el fundamento aducido funde el juicio en cuestión de un modo ló‐
gicamente convincente" (Volkelt).
El fundamento lógico de los dos juicios citados no reside en la evidencia, sino en las leyes lógicas
del pensamiento. Si analizamos el concepto de cuerpo, encontramos en él la nota de la extensión;
asimismo encontramos, al analizar el concepto de "todo", que éste es necesariamente mayor que su
parte. En estos análisis de conceptos dirígennos las leyes lógicas del pensamiento, el principio de
identidad y el principio de contradicción En ellas radica últimamente la verdad de aquellos juicios. Quien
no reconoce aquellos juicios niega indirectamente las leyes lógicas del pensamiento. Estas constituyen,
por ende, el último fundamento de la validez de aquellos juicios.
Si preguntamos cuál es el fundamento de las mismas leyes supremas del pensamiento, es
evidente que estas leyes tienen que fundarse en sí mismas. Pero esta autofundamentación no reposa a
su vez en la evidencia, sino en el carácter de supuestos necesarios de todo pensamiento y conocimiento
que tienen esas leyes. En estas leyes se revela la estructura, la esencia del pensamiento. No son otra cosa
que formulaciones de las leyes esenciales del pensamiento. Su negación significa, por ende, la anulación
del pensamiento mismo. Todo pensamiento y conocimiento es imposible sin ellas. En esto reside su jus‐
tificación. Es ésta aquella fundamentación que Kant expuso por vez primera, designándola como
"deducción trascendental".
Pero hay principios del conocimiento que no pueden reducirse a las leyes lógicas del
pensamiento. Tal es, por ejemplo, el principio de causalidad. Como veremos más tarde, no es posible
fundamentar este principio por el camino del análisis de los conceptos. Sólo es posible también darle una
fundamentación trascendental. Reside ésta en el carácter que el principio de causalidad tiene de
supuesto necesario, no de todo conocimiento y pensamiento, pero sí de todo conocimiento científico
real, dirigido al ser y al devenir reales. En la esfera del ser y el devenir reales no podemos dar un solo
paso de conocimiento, si no partimos del supuesto de que todo cuanto sucede tiene lugar regularmente,
está dominado por el principio de causalidad. El fundamento tampoco en este caso reside, pues, en la
evidencia, sino en la significación de este principio destinado a servir de fundamento al conocimiento. En
general podemos decir con Switalski: "Lo que garantiza la validez de los principios no es la vivencia
matizada de la evidencia, sino la íntima intuición de la fecundidad sistemática de los mismos" (Problemas
del conocimiento, II, p. 13).
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