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Matias Sandorf

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Matías Sandorf

Julio Verne

textos.info
Biblioteca digital abierta

1
Texto núm. 2509

Título: Matías Sandorf


Autor: Julio Verne
Etiquetas: Novela

Editor: Edu Robsy


Fecha de creación: 14 de marzo de 2017

Edita textos.info

Maison Carrée
c/ Ramal, 48
07730 Alayor - Menorca
Islas Baleares
España

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2
A ALEJANDRO DUMAS

Os dedico este libro, dedicándole también a la memoria del narrador del


mismo Alejandro Damas, vuestro padre. En esta obra he intentado hacer
de Matías Sandorf el Montecristo de los Viajes extraordinarios. Os ruego
aceptéis la dedicatoria como un testimonio de mi profunda amistad.

JULIO VERNE

***

RESPUESTA DE M. A. DUMAS

QUERIDO AMIGO:

Estoy muy conmovido por el buen pensamiento que habéis tenido al


dedicarme MATÍAS SANDORF, cuya lectura comenzaré a mi vuelta, el
viernes o sábado. Tenéis razón al asociar en vuestra dedicatoria la
memoria del padre a la amistad del hijo. Nadie se hubiera encantado tanto
como el autor del MONTECRISTO con la lectura de vuestras creaciones
luminosas, originales, seductoras. Hay entre vos y él un parentesco
literario tan evidente, que vos, más bien que yo, sois hijo suyo. Os amo
desde hace tanto tiempo, y con el mayor placer me considero vuestro
hermano.

Os doy gramas por vuestro perseverante afecto, y os aseguro una vez


más, y con el mayor cariño, mi fina amistad.

A. DUMAS

3
Primera parte

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I. La paloma mensajera
Trieste, la capital de la Iliria, se divide en dos ciudades diferentes: la una
nueva y rica, Theresienstadt, correctamente edificada en la orilla del
pequeño golfo sobre el cual el hombre ha conquistado su suelo; la otra
vieja y pobre, irregularmente construida, encerrada entre el Corso, que la
separa de la primera, y las pendientes de la colina del Karst, cuya cima
está coronada por una ciudadela de aspecto pintoresco.

El puerto de Trieste está cubierto por el muelle de San Carlo, cerca del
cual anclan con preferencia los buques mercantes. Allí se forman
espontáneamente, y a veces en número alarmante, grupos de esos
bohemios, sin fuego ni hogar, cuyos pantalones, chalecos y chaquetas
podrían muy bien pasarse sin bolsillos, porque sus propietarios no han
tenido nunca, y verosímilmente no tendrán jamás, nada que guardar.

Sin embargo, en este día, 18 de Mayo de 1867, hubiérase podido notar, en


medio de estos nómadas, dos personajes un poco mejor vestidos.

Que poseyesen gran cantidad de florines o kreuzers, era poco probable, a


menos que la suerte viniese en su ayuda; y en verdad que eran gentes
capaces de todo para imprimirla un giro favorable.

El uno se llamaba Sarcany, y decía ser tripolitano; el otro, siciliano, se


nombraba Zirone.

Ambos, después de haberle recorrido una docena de veces, acababan de


detenerse en la extremidad del muelle. Desde allí miraban el horizonte del
mar, al Oeste del golfo de Trieste, como si hubiera de aparecer al largo
algún buque que condujese su fortuna.

—¿Qué hora es? —preguntó Zirone en lengua italiana, que su compañero


hablaba tan correctamente como todos los demás idiomas del
Mediterráneo.

Sarcany no respondió.

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—¡Qué necio soy! —exclamó el siciliano—. Es la hora a que se suele tener
hambre, cuando se ha olvidado tomar el desayuno.

Los elementos austríacos, italianos, eslavos, están tan mezclados en esta


porción del reino austro húngaro, que la reunión de estos dos personajes,
evidentemente extranjeros, no llamaba a nadie la atención.

Además, si sus bolsillos estaban vacíos, nadie hubiera podido adivinarlo;


tanto se pavoneaban bajo la oscura capa que les caía hasta las botas.

Sarcany, el más joven de los dos, de mediana talla, pero bien


proporcionado, de aire y maneras elegantes, tenía veinticinco años.
Sarcany a secas. Sin nombre de bautismo; y en realidad no había sido
bautizado, siendo probablemente de origen africano, de Trípoli o de Túnez;
pero aun cuando su tez era del color del hollín, sus correctas facciones le
acercaban más al blanco que al negro.

No ha existido jamás fisonomía tan falaz y engañosa como era la de


Sarcany. Hubiera sido preciso ser muy observador para echar de ver en
aquella cara de facciones regulares, de negros y hermosos ojos, de nariz
fina, boca bien dibujada, que sombreaba un ligero bigote, la astucia
profunda de aquel joven. Ninguna mirada hubiera podido descubrir sobre
su rostro, casi impasible, los estigmas del desprecio, del disgusto que
engendra un estado perpetuo de rebelión contra la sociedad. Si los
fisonomistas pretenden, y con razón en la mayoría de los casos, que todo
embustero atestigua contra sí, a despecho de su habilidad, Sarcany habría
dado un formal mentís a esta proposición.

Nadie, al verle, hubiera podido sospechar lo que era ni lo que había sido.
No provocaba aquella irresistible aversión que excitan los bribones y los
trapaceros, siendo, por lo tanto, más peligroso.

¿Cuál había sido la infancia de Sarcany? Se ignoraba. Sin duda la de un


ser abandonado.

¿Cómo y por quién fue educado? ¿En qué agujero de Trípoli anidó durante
los años de su primera edad? ¿Qué cuidados le permitieron escapar a las
múltiples causas de destrucción bajo aquellos climas terribles?

Nadie hubiera podido decirlo. Ni aun él, de seguro.

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Nacido por casualidad, empujado por la casualidad, destinado a vivir de la
casualidad. Sin embargo, durante su adolescencia se había dado, o más
bien había recibido cierta instrucción practica, debida probablemente a que
había pasado su vida recorriendo el mundo, frecuentando el trato de toda
clase de gentes, imaginando expedientes sobre expedientes, aun cuando
sólo fuese para asegurar su cotidiana existencia.

Así es que, a consecuencia de diversas circunstancias, se encontraba,


después de algunos años, en relación con una de las más ricas casas de
Trieste, la casa del banquero Silas Toronthal, cuyo nombre está
íntimamente ligado a esta historia.

En cuanto al compañero de Sarcany, el italiano Zirone, sólo se veía en él a


uno de esos hombres sin fe ni ley, aventurero de oficio, a la disposición del
primero que le pagase bien, o del segundo que le pagase mejor, sea cual
fuere la clase de trabajo. Siciliano de nacimiento, de unos treinta años de
edad, era ten capaz de dar malos consejos, como de aceptar y sobre todo
de asegurar su ejecución. ¿Dónde había nacido? Tal vez lo hubiera dicho,
si lo supiese; pero se guardaba muy bien de decir dónde vivía, si es que
habitaba en alguna parte.

Los azares de una vida de bohemio le habían puesto, en Sicilia, en


relaciones con Sarcany. Y de este modo marchaban, a través del mundo,
procurando por fas o por nefas hacer una buena fortuna de sus dos malas.
Pero a Zirone, mocetón barbudo, muy moreno, de pelo muy negro, le
hubiera costado mucho trabajo disimular la falsedad que revelaban sus
ojos, siempre medio cerrados, y el continuo balanceo de su cabeza, a
pesar de que procuraba ocultar su astucia bajo una excesiva verbosidad.
Por otra parte, era más bien de carácter alegre que triste, explayándose
por lo menos tanto cuanto contenía su joven compañero.

Este día, sin embargo, Zirone no hablaba sino con cierta moderación.
Visiblemente le inquietaba la cuestión de la comida. Su última partida de
juego en un garito de baja esfera, en que la fortuna se había portado como
madrastra, había agotado la víspera los recursos de Sarcany; así es que
no sabía qué hacer. Sólo podían contar con la casualidad, y como esta
Providencia de los holgazanes no se apresuraba a venir a su encuentro a
lo largo del muelle de San Carlo, resolvieron ir en su busca a través de las
calles de la ciudad nueva.

Allí, sobre las plazas, sobre los malecones, sobre los paseos, de una y

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otra parte del puerto, en las cercanías del gran canal abierto a través de
Trieste, va, viene, se aprieta, se apresura, se mueve en el furor de los
negocios una población de sesenta mil habitantes de origen italiano, cuyo
idioma, que es el de Venecia, se pierde en medio del concierto
cosmopolita de todos aquellos marinos, comerciantes, empleados y
funcionarios, de lenguaje compuesto de alemán, francés, inglés y slavo.

Sin embargo, si esta ciudad nueva es rica, no hay que deducir por ello que
los que frecuenten sus calles sean afortunados mortales. No; los más
acomodados no podrían rivalizar con los negociantes ingleses, armenios,
griegos y judíos que levantan el gallo en Trieste, y cuyos suntuosos trenes
serían dignos de la capital del reino austrohúngaro. Pero, sin contarlos,
¡cuántos pobres diablos, errando día y noche a través de las avenidas
comerciales, rodeadas de altas construcciones, cerradas como arcas de
hierro en que se interponen las mercancías de todas clases que atrae este
puerto franco, tan ventajosamente situado en el fondo del Adriático!

¡Qué de gentes que no se han desayunado, y que tal vez no comerán,


paradas en los muelles, en que los navíos de la más poderosa Sociedad
marítima de Europa, el Lloyd austríaco, desembarcan tantas riquezas
venidas de todos los rincones del mundo!

¡Qué de miserables, en fin, como a centenares se encuentran en Londres,


Liverpool, Marsella, el Havre, Amberes, mezclados a los opulentos
armadores en las cercanías de estos arsenales, cuya entrada les está
prohibida, en la plaza de la Bolsa, que jamás les abrirá sus puertas, en los
primeros escalones de aquel Tergesteum, donde el Lloyd ha instalado sus
oficinas, sus salones de lectura, y en el cual vive en perfecto acuerdo con
la Cámara de Comercio!

Es incontestable que en todas las grandes ciudades marítimas del antiguo


y del nuevo mundo hormiguea una clase de desgraciados, peculiares a
esos grandes centros. ¿De dónde vienen? No se sabe.

¿De dónde han caído? Se ignora. ¿Dónde concluirán? No puede decirse.


Entre ellos, el número de los incalificables es inmenso. Muchos,
extranjeros. Los caminos de hierro y los buques mercantes les han
arrojado como fardos de desecho y obstruyen la vía pública, de donde la
policía procura en vano desalojarlos.

Sarcany y Zirone, después de echar una mirada a través del golfo, hasta el

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faro levantado en la punta de Santa Teresa, abandonaron el muelle,
pasaron por entre el teatro Comunal y el Square, llegaron a la Piazza
Grande, donde se pasearon durante un cuarto de hora, cerca de la fuente
construida con las piedras del Karst vecino, al pie de la estatua de Carlos
VI.

Ambos volvieron hacia la izquierda. Zirone miraba a los transeúntes como


si estuviese acometido del irresistible deseo de desvalijarlos; Después
dieron vuelta al enorme cuadrado del Tergesteum, precisamente a la hora
en que concluía la Bolsa.

—¡Hela ahí vacía… como la nuestra…! —dijo él siciliano riendo de mala


gana.

Pero el indiferente Sarcany ni aun dio señales de oír la chanzoneta de su


compañero, que estiraba sus miembros con un bostezo de famélico.

Entonces atravesaron la plaza triangular en lo que se levanta la estatua de


bronce del emperador Leopoldo I.

Un silbido de Zirone, silbido de pillete desocupado, hizo levantar un grupo


de palomas azules que se arrullaban bajo el pórtico de la antigua Bolsa,
como las palomas grises en la plaza de San Marcos de Venecia. No lejos
se desarrollaba el Corso que separa la nueva de la antigua Trieste.

Una ancha calle, pero sin elegancia; almacenes bien provistos, pero sin
gusto, más bien la Regent Street de Londres o el Broadway de Nueva
York, que el boulevard de los Italianos de París. Gran número de
paseantes. Una cifra considerable de carruajes, yendo de la Piazza Grande
a la Piazza della Legna, nombres que indican cuánto se resiente esta
ciudad de su origen italiano.

Si Sarcany afectaba ser inaccesible a toda tentación, Zirone no pasaba por


delante de las tiendas sin arrojar esa envidiosa mirada propia de los que
no tienen medios de entrar en ellas; pues habría encontrado allí cosas que
le hubieran convenido mucho, principalmente en las tiendas de
comestibles, y en las birreries donde la cerveza corre a torrentes, más que
en ninguna otra parte del reino austrohúngaro.

—Hace aún más hambre y más sed en este Corso, —observó el siciliano,
cuya lengua chasqueó como la castañuela de un malandrín, entre sus

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desecados labios.

Observación a que no respondió Sarcany sino por un movimiento de


hombros.

Ambos tomaron entonces por la primera calle de la izquierda; y llegados a


la orilla del canal, al punto en que el Ponto Bosso, puente giratorio, le
atraviesa, remontaron aquellos muelles a los que pueden acercarse hasta
buques de gran calado. Allí debían encontrarse infinitamente menos
solicitados por la atracción de las tiendas ambulantes. A la altura de la
iglesia de San Antonio, Sarcany tomó bruscamente a la derecha. Su
compañero le siguió 3in hacer ninguna observación.

Volvieron a atravesar el Corso, y se aventuraron a través de la ciudad


vieja, cuyos estrechas calles, impracticables a los carruajes cuando suben
por las primeras pendientes del Karst, están orientadas de manera que no
puedan ser enfiladas por el terrible viento de la bora, violenta y helada
brisa del Nordeste.

En esta parte de la ciudad de Trieste, Zirone y Sarcany, ambos sin un


cuarto, debían encontrarse más en su elemento que en medio de los ricos
cuarteles de la ciudad nueva.

En efecto, desde su llegada a la capital de la Siria habitaban en el fondo


de un modesto hotel, no lejos de la iglesia de Santa María Maggiore.

Pero como el hostelero, no pagado hasta entonces, se iba haciendo


molesto a propósito de una cuenta que aumentaba cada día, evitaron este
cabo peligroso, atravesaron la plaza, y se pasearon algunos instantes
alrededor del Arco di Riccardo.

El estudio de estos restos de la arquitectura romana no podía serles de


gran provecho, y en vista de que la casualidad tardaba visiblemente en
aparecer por aquellas calles mal frecuentadas, comenzaron a subir, el uno
en pos del otro, los rudos senderos que conducen casi a la cima del Karst,
a la azotea de la catedral.

—¡Singular idea la de trepar hasta allá arriba! —murmuró Zirone sujetando


su capa a la cintura. Pero no abandonó a su joven compañero, y desde
abajo hubiérase podido verles ascendiendo por aquellas escaleras
impropiamente llamadas calles, abiertas en los taludes del Karst. Diez

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minutos más tarde, sedientos y con más hambre que nunca, llegaban a la
azotea.

Desde este punto elevado, la vista se extiende magníficamente a través


del golfo de Trieste hasta alta mar, sobre el puerto animado por el vaivén
de los barcos Pescaderes, y la entrada y salida de los vapores y buques
mercantes; la mirada abarca la ciudad entera, sus arrabales, las últimas
casas edificadas sobre la colina, las villas esparcidas sobre las alturas;
pero todo esto no llamaba la atención de los dos aventureros. Otras cosas
habían visto, sin contar con que varias vetees ya habían venido a este
mismo sitio a pasear su tedio y su miseria. Zirone, sobre todo, hubiera
preferido rondar delante de las ricas tiendas del Corso; pero puesto que lo
que iban a buscar tan alto era la casualidad y sus fortuitas generosidades,
forzoso era aguardar sin demasiada impaciencia.

Había allí, a la extremidad de la escalera que conduce a la azotea, cerca


de la catedral bizantina de San Justo, un cercado, en otro tiempo
cementerio, convertido en museo de antigüedades.

No se veían ya sepulcros, sino fragmentos de piedras funerarias,


apoyadas sobre las ramas bajas de hermosos árboles, obeliscos romanos,
cipos de la Edad Media, pedazos de tríglifos y de metopas de diversas
épocas del Renacimiento, cubos vitrificados en que se veían aún huellas
de cenizas, todo mezclado, confundido sobre la hierba.

La puerta del cercado estaba abierta. Sarcany sólo tuvo el trabajo de


empujarla y entró seguido de Zirone, que se contentó con hacer esta
melancólica reflexión:

—¡Si tuviésemos intención de concluir con la vida, difícilmente hallaríamos


un lugar más apropósito!

—¿Y si te lo propusiesen…? —preguntó irónicamente Sarcany.

—¡Rehusaría, camarada! ¡Que me den solamente un día bueno por diez


malos, y no pido más!

—Ya te le darán, y más.

—¡Que todos los santos de Italia te oigan, y bien sabe Dios que allí se
cuentan por centenares!

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—Ven de todos modos —respondió Sarcany.

Los dos siguieron una calle semicircular entre una doble fila de urnas, y
vinieron a sentarse sobre un gran rosetón romano, tendido al ras del suelo.

Al pronto se quedaron silenciosos, lo que podía convenir a Sarcany, pero


no a su compañero, que después de uno o dos bostezos mal comprimidos,
se apresuró a decir:

—¡Sangre de Dios! ¡No se apresura a venir el azar con el que teníamos la


necedad de contar!

Sarcany no respondió.

—¡Qué idea la de venir a buscarle en medio de estas ruinas! —añadió


Zirone—. Me temo que no vamos por buen camino, camarada. ¿Qué
diablos le ha de obligar a bajar al fondo de este viejo cementerio? Las
almas no tienen ya necesidad de él, cuando se han despojado de su
envoltura mortal, y cuando yo pertenezca al número, poco me importará
una comida retrasada o una cena que no llegue. ¡Vámonos!

Sarcany, sumido en sus reflexiones, la mirada perdida en el espacio, no se


movió.

Zirone permaneció algunos instantes sin hablar; pero dominado por su


locuacidad habitual:

—Sarcany —dijo—: ¿sabes bajo qué forma me gustaría ver aparecer a


ese azar que olvida hoy a unos viejos parroquianos como nosotros? Bajo
la forma de uno de los dependientes de caja de la casa Toronthal, que
llegase aquí, con la cartera llena de billetes de Banco, y que nos entregase
dicha cartera de parte del susodicho banquero, con mil excusas por
habernos hecho esperar tanto.

—Escúchame, Zirone, respondió Sarcany, cuyas cejas se fruncieron


violentamente. Por última vez, te repito que no hay que esperar ya nada de
Silas Toronthal.

—¿Estás seguro?

—¡Sí! Todo el crédito que podía tener en su casa está agotado, y a mis

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últimas demandas ha contestado con una terminante negativa.

—¡Eso es malo!

—Muy malo, pero así es.

—Bueno, si tu crédito se ha agotado, es señal de que lo has tenido. ¿En


qué se basaba? De seguro en que habías puesto varias veces tu
inteligencia y tu celo al servicio de su casa de banca para cierta clase de
negocios… delicados, por cuyo motivo, durante los primeros meses de
nuestra estancia en Trieste, Toronthal no se ha mostrado demasiado
recalcitrante en cuestión de dinero. Pero es imposible que no le tengas
sujeto de alguna manera, y amenazándole…

—Si eso fuera posible, ya estaría hecho —respondió Sarcany—, y tú no


tendrías que correr tras de una comida. ¡No, por Dios! No tengo sujeto a
Toronthal; pero si hoy no, tal vez lo esté algún día, y entonces me pagará
capital e interés de intereses de lo que me rehúsa hoy. Por otra parte, me
imagino que los negocios de su casa están por el momento algo
embarazados, y sus fondos comprometidos en empresas arriesgadas. El
rechazo de varias quiebras en Alemania, Berlín y Múnich se ha dejado
sentir hasta en Trieste, y diga lo que quiera, Silas Toronthal me ha
parecido inquieto cuando nuestra última entrevista. Dejemos enturbiarse el
agua… y cuando esté turbia…

—Sea —exclamó Zirone—; pero, entretanto, no tenemos ni aun agua para


beber. Mira, Sarcany: creo que debemos intentar el último esfuerzo con
Toronthal. Es preciso llamar aún por última vez a su caja y obtener, por lo
menos, la suma necesaria para volvernos a Sicilia, pasando por Malta…

—¿Y qué vamos a hacer en Sicilia?

—Eso es cuenta mía. Conozco el país y me sería fácil reunir una banda de
malteses, atrevidos camaradas, sin ninguna aprensión, de los que podría
sacarse algún partido. ¡Eh! ¡Mil diablos! Si por aquí no hay nada que
intentar, partamos y obliguemos a ese condenado banquero a pagarnos
los gastos del viaje. Por poco que sepas de él, bastará para que prefiera
verte en cualquiera otra parte más que en Trieste.

Sarcany movió la cabeza.

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—¡Vamos, esto no puede durar más tiempo! ¡Estamos en el último
extremo! —añadió Zirone.

Se había levantado y con el pie golpeaba la tierra, como si ésta hubiese


sido una madrastra incapaz de alimentarle.

En este momento, su mirada se fijó en un pájaro qué revoloteaba


penosamente fuera del cercado. Era una paloma cuyas fatigadas alas se
movían apenas, y que poco a poco descendía hacia el suelo.

Zirone, sin preguntarse a cuál de las ciento setenta y siete especies de


palomas, clasificadas ahora en la nomenclatura ornitológica, pertenecía
aquel volátil, no vio más que una cosa; que debía ser de una especie
comestible. Así es que después de haberla mostrado a su compañero, la
devoraba con la vista. El pájaro estaba visiblemente exhausto de fuerzas.
Acababa de agarrarse a los salientes de la catedral, cuya fachada está
flanqueada por una alta torre cuadrada de origen más antiguo. No
pudiendo más, a punto de caer, vino a posarse sobre el techo de un
pequeño nicho, bajo el cual se abrigaba la estatua de San Justo; pero sus
debilitadas patas no pudieron sostenerla, y se dejó resbalar hasta el capitel
de una columna antigua engastada en el ángulo que forma la torre con la
fachada del monumento.

Si Sarcany, siempre inmóvil y silencioso, no se ocupaba en seguir esta


paloma en su vuelo, Zirone, en cambio, no la perdía de vista. El pájaro
venía del Norte. Una larga carrera la había reducido a este estado de
aniquilamiento. Evidentemente, su instinto le empujaba hacia un punto
más lejano, y volvió a tomar vuelo casi inmediatamente, describiendo una
trayectoria curva, que le obligó a hacer una nueva parada, precisamente
sobre las ramas bajas de uno de los árboles del viejo cementerio.

Zirone resolvió, pues, apoderarse de ella y silenciosamente se dirigió


arrastrándose hacia el árbol. Bien pronto llegó a la base del nudoso tronco,
por el cual le era fácil llegar hasta la horca.

Allí permaneció inmóvil, mudo, en la actitud de un perro que acecha


alguna pieza posada encima de su cabeza.

La paloma, sin haberle apercibido, quiso emprender de nuevo su carrera;


pero de nuevo le faltaron las fuerzas y volvió a caer al suelo, a algunos
pasos del árbol.

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Precipitarse de un salto, alargar el brazo, agarrar el ave con su mano, fue
negocio de un momento para el siciliano. Y, naturalmente, iba a ahogar al
pobre volátil, cuando se contuvo, arrojó un grito de sorpresa, y volvió
apresuradamente al lado de Sarcany.

—¡Una paloma mensajera! —dijo.

—Pues he aquí un mensajero que ha hecho ya su último mensaje,


respondió Sarcany.

—Sin duda —replicó Zirone—, y tanto peor para aquéllos a quienes está
destinado el billete atado bajo su ala.

—¿Un billete? —exclamó Sarcany—. Aguarda, Zirone, aguarda; eso


merece una tregua.

Y detuvo la mano de su compañero, que iba a cerrarse sobre el cuello del


ave. Después, tomando el saquito que acababa de desatar. Zirone, le
abrió y retiró un billete escrito en lengua cifrada.

El billete sólo contenía dieciocho palabras, dispuestas en tres columnas


verticales en esta forma:

nhcais tadmen deaeau


nanlru odnsea otasqr
rexhdo itnvee etleso
aapnil eaitrl madeni
aeesdr vsensa ourtpe
paegdi esitro passil

Del lugar de partida y de destino, nada. En cuanto a las dieciocho


palabras, compuesta, cada una de un número igual de letras, ¿sería
posible comprender el sentido sin conocer la cifra? Era poco probable, a
menos de ser un hábil descifrador, y aun era preciso que el billete no fuera
indescifrable.

Ante este criptograma, que no le enseñaba nada, Sarcany, muy


contrariado, se quedó perplejo.

¿Contenía el billete algún aviso importante, y sobre todo de naturaleza


comprometedora? Se podía, se debía creer con sólo reparar en las
precauciones tomadas para que no pudiese ser leído si caía en otras

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manos que en las del destinatario. No emplear para corresponder ni el
correo ni el telégrafo, sino el extraordinario instinto de una paloma
mensajera, indicaba que se trataba de un asunto que reclamaba un
secreto absoluto.

—Tal vez en estas líneas se encierra un misterio que podría hacer nuestra
fortuna —dijo Sarcany.

—Y entonces —respondió Zirone—, esta paloma sería el representante de


la casualidad, tras el cual hemos corrido tanto desde esta mañana.
¡Sangre de Dios, y yo que iba a estrangularla…! Después de todo, lo
importante es tener el mensaje, y nada impedirá cocer al mensajero…

—No te apresures, Zirone —replicó Sarcany—, que aún por esta vez salvó
la vida del pájaro. Tal vez por esta paloma tengamos el medio de conocer
quién es el destinatario del billete, a condición, sin embargo, de que habite
en Trieste.

—¿Y después? Eso no te permitirá leer lo que hay escrito en ese billete,
Sarcany.

—No, Zirone.

—Ni saber de dónde viene.

—Sin duda. Pero si llego a conocer a uno de los dos corresponsales,


imagino que tengo mucho adelantado para conocer al otro. Luego, en
lugar de matar a esta ave, es preciso, por el contrarío, devolverle las
fuerzas, a fin de que pueda llegar a su destino.

—¿Con el billete? —preguntó Zirone.

—Con el billete, del cual voy a sacar una copia exacta, que guardaré hasta
el momento en que convenga hacer uso de ella.

Sarcany sacó entonces un cuaderno de su bolsillo, y con lápiz hizo un


facsímile del billete. Sabiendo que en la mayor parte de los criptogramas
no hay que descuidar nada de su coordinación material, tuvo gran cuidado
en conservar la exacta disposición de las palabras, la una con relación a la
otra. Hecho esto, guardó el facsímile en su cartera, el billete en el saquito y
el saquito bajo el ala de la paloma.

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Zirone le miraba sin participar gran cosa de las esperanzas de fortuna
fundadas sobre este incidente.

—¿Y ahora? —dijo.

—Ahora —respondió Sarcany—, ocúpate en prestar tus cuidados al


mensajero.

En realidad, la paloma estaba más extenuada de hambre que de fatiga.


Sus alas intactas, sin lesión ni rotura, probaban que su momentánea
debilidad no era debida ni al plomo de un cazador ni a la pedrada de algún
pilluelo. Tenía hambre, tenía sed sobre todo.

Zirone buscó y encontró por el suelo algunos granos, que el pájaro comió
con avidez; por fin le desalteró con cinco o seis gotas de agua que la
última lluvia había dejado en el fondo de un pedazo de cacharro antiguo.
Al cabo de media hora, el ave, ya restaurada, se encontró en disposición
de volver a emprender su interrumpido viaje.

—Si aún debe ir lejos —observó Sarcany—, si su destino está más allá de
Trieste, poco nos importa que caiga en el camino, puesto que pronto la
habremos perdido de visto, y nos será imposible seguirla. Si por el
contrario, es aguardada en una de las casas de Trieste, no la faltarán las
fuerzas para llegar a ella, porque sólo tiene que volar uno o dos minutos.

—Tienes razón —respondió el siciliano—. ¿Pero podremos percibirla


hasta llegar al punto en que tiene la costumbre de detenerse, aun cuando
no vaya más allá de Trieste?

—Por lo menos, haremos todo lo posible para ello —replicó Sarcany.

Y he aquí lo que hizo.

La catedral, compuesta de dos antiguas iglesias romanas, consagrada la


una a la Virgen y la otra a San Justo patrón de Trieste, tiene por
contrafuerte una alta torre que se eleva en el ángulo de esta fachada,
horadada por un gran rosetón bajo el cual se abre la puerta principal del
edificio.

Esta torre domina el platillo de la colina de Karst, y la ciudad se extiende


por debajo como un plano de relieve.

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Desde este punto elevado se perciben fácilmente todos los techos de sus
casas, desde las primeras pendientes del talud hasta el litoral del golfo.

No sería, pues, imposible seguir el vuelo de la paloma, soltándola desde lo


más alto de la torre, y reconocer la casa en que se refugiase, siempre que
fuese Trieste el lugar de su destino, y no cualquiera otra ciudad de la
península Ilírica.

La tentativa podía salir bien; por lo menos debía ensayarse. No había más
que dar libertad al pájaro.

Sarcany y Zirone abandonaron, pues, el antiguo cementerio, atravesaron


la plazuela trazada delante de la iglesia, y se dirigieron hacia la torre. Una
de sus puertas ojivales, precisamente la que se abre bajo el alero antiguo,
a plomo del nicho de San Justo, estaba abierta.

Ambos la franquearon y empezaron a subir los agrios escalones de la


escalera de caracol que comunica con el piso superior.

Dos o tres minutos necesitaron para llegar a la planta, bajo el techo mismo
que cubre el edificio, al que falta una galería exterior; pero en defecto de
ésta se abren dos ventanas sobre cada fachada de la torre, que permiten a
la mirada dirigirse sucesivamente a todos los puntos del doble horizonte de
colinas y de mar.

Sarcany y Zirone se apostaron en la ventana que da directamente sobre


Trieste, en dirección del Noroeste.

Las cuatro daban entonces en el reloj del castillo construido en el siglo XVI
sobre la cima del Karst, detrás de la catedral.

Era aún muy de día. En medio de una atmósfera muy pura, el sol
descendía lentamente hacia las aguas del Adriático, y la mayor parte de
las casas de la ciudad recibían normalmente sus rayos sobre las fachadas
que dan frente a la torre.

Las circunstancias eran, pues, favorables.

Sarcany tomó la paloma entre sus manos, la alentó generosamente con


una caricia, y la echó a volar.

El pájaro batió las alas; pero descendió con una rapidez tal, que hizo temer

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que su carrera de mensajero aéreo iba a terminar por una caída brutal.

El siciliano, muy emocionado, no pudo contener un grito de despecho.

—¡No! ¡Se levanta! —dijo Sarcany.

Y, en efecto, la paloma, recobrando su equilibrio en las capas inferiores del


aire, trazó un rápido zigzags, y se dirigió oblicuamente hacia el cuartel
Noroeste de la ciudad.

Sarcany y Zirone la seguían con la vista.

En el vuelo de este pájaro, guiado por un instinto maravilloso, no había


vacilación. Se veía bien que marchaba derecho hacia donde debía ir. Allí,
donde hubiera estado ya hacía una hora, sin su forzosa parada bajo los
árboles del viejo cementerio.

Sarcany y su compañero le observaban con ansiosa atención. Se


preguntaban si no iba a traspasar los muros de la ciudad, lo que hubiera
destruido sus proyectos.

No sucedió así.

—¡La veo… la veo…! —exclamaba Zirone, cuya vista era en extremo


penetrante.

—Lo que sobre todo hay que ver es el punto en que va a detenerse, y
determinar su situación exacta.

Algunos minutos después de su partida, la paloma se detenía en una casa


cuya aguda almena dominaba las demás en medio de un macizo de
árboles, en la parte de la ciudad situada al lado del hospital y del jardín
público. Allí desapareció a través de la ventana de una buhardilla, muy
visible entonces, y que terminaba en una veleta de hierro, agujereada, que
hubiérase creído obra de Quentin Metsys, si se hubiese encontrado en
país flamenco.

Una vez fijada la orientación general, no debía ser difícil, refiriéndose a


dicha veleta, encontrar la torre en que se abría la ventana, y, por
consecuencia, la casa habitada por el destinatario del mensaje.

Sarcany y Zirone bajaron inmediatamente, y después de haber descendido

19
las pendientes del Karst, siguieron una serie de callejuelas que
desembocan en la Piazza della Legna. Allí tuvieron que orientarse a fin de
buscar el grupo de casas de que se compone el cuartel Este de la ciudad.

Llegados a la confluencia de dos grandes arterias, la Corsa Stadion, que


conduce al jardín público, y el Acquedotto, hermosa calle de árboles que
se dirige a la gran cervecería de Boschetto, los dos aventureros tuvieron
alguna duda sobre la verdadera dirección. ¿Habría que tomar a la derecha
o a la izquierda? Instintivamente eligieron la derecha, con intención de
observar todas las casas de la avenida, por encima de la cual habían
notado que la veleta dominaba las copas de los árboles.

Marchaban, pues, inspeccionando los diversos tejados del Acquedotto, sin


haber encontrado lo que buscaban, cuando al llegar a su extremidad:

—¡Allí está! —gritó Zirone.

Y mostraba una veleta que el viento hacia rechinar sobre su montante de


hierro, por cima de una buhardilla, alrededor de la que volaban
precisamente algunas palomas.

No había error posible. Allí era donde el pájaro había venido a encerrarse.

La casa, de modesta apariencia, se perdía en la manzana que forma el


atractivo del Acquedotto.

Sarcany tomó informes en las tiendas vecinas y supo desde luego lo que
quería saber.

La casa, desde muchos años, pertenecía y servía de habitación al conde


Ladislao Zathmar.

—¿Quién es el conde Zathmar? —preguntó Zirone, a quien este nombre


no enseñaba nada.

—¡El conde Zathmar! —respondió Sarcany.

—¿Tal vez podríamos interrogar…?

—Más tarde, Zirone, no nos precipitemos. Reflexión, calma, y ahora a la


posada.

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— Sí… es la hora de comer para los que tienen el derecho de sentarse a
la mesa —observó irónicamente Zirone.

—Si no comemos hoy —respondió Sarcany—, es probable que comamos


mañana.

—¿En casa de quién…?

—¡Quién sabe, Zirone…! ¡Tal vez en casa del conde Zathmar…!

Y marchando con paso moderado —¿para qué darse prisa?—, llegaron


bien pronto a su modesto hotel, aún demasiado rico para ellos, puesto que
no podían pagar su albergue.

¡Qué sorpresa les aguardaba…! Acababa de llegar una carta dirigida a


Sarcany.

Esta carta contenía un billete de doscientos florines, con estas palabras


tan solo:

«Éste es el último dinero que recibís de mí; os bastará para volver a Sicilia.
Partid, y que no vuelva a oír hablar de vos.

Silas Toronthal».

—¡Vive Dios! —exclamó Zirone—. ¡El banquero se ha acordado a tiempo!


Decididamente no hay que desesperar de estas gentes de negocios.

—Ésa es mi opinión —respondió Sarcany.

—¿De modo que este dinero nos va a servir para abandonar a Trieste?

—¡No, para quedarnos!

21
II. El Conde Matías Sandorf
Los húngaros son aquellos magiares que vinieron a habitar el país hacia el
noveno siglo de la Era cristiana. Actualmente forman la tercera parte de la
población total de Hungría, más de cinco millones de almas. Que sean de
origen español, egipcio o tártaro, que desciendan de los hunos de Atila o
de los fineses del Norte, cuestión muy debatida, poco importa.

Lo que hay que hacer notar es que no son slavos ni alemanes, y que
verosímilmente no quieren serlo.

Los húngaros han conservado la religión y se han mostrado católicos


fervientes desde el siglo XI, época en que aceptaron la nueva fe.

Hablan todavía su antiguo idioma, lengua madre, dulce, armoniosa, que se


presta a todo el encanto de la poesía, menos rica que el alemán, pero más
concisa, más enérgica; una lengua que desde el siglo XIV al XVI
reemplazó al latín en las leyes y ordenanzas.

El 21 de Febrero de 1609, el tratado de Carlowitz aseguró al Austria la


posesión de la Hungría y de la Transilvania.

Veinte años después, la pragmática sanción declaraba solemnemente que


los Estados del Austria-Hungría serían siempre indivisibles.

A falta de hijo, la hija podría suceder en la corona, según el orden de


primogenitura.

Y gracias a este nuevo Estatuto, en 1749, María Teresa subió al trono de


su padre Carlos VI, último vástago de la línea masculina de la casa de
Austria.

Los húngaros tuvieron que ceder ante la fuerza; pero ciento cincuenta
años más tarde aún había muchos, de todas clases y condiciones, que no
querían ni la pragmática sanción ni el tratado de Carlowitz.

En la época en que empieza esta narración, había un magiar de elevado

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nacimiento, cuya vida entera se resumía en estos dos sentimientos: el odio
a todo lo que era germano, la esperanza de devolver a su país su
autonomía de otro tiempo. Joven aún, había conocido a Kossut, y aunque
su nacimiento y su educación debiesen separarle de él en importantes
cuestiones políticas, no había podido menos de admirar el gran corazón de
este patriota.

El conde Matías Sandorf habitaba en uno de los landgraviatos de la


Transilvania del distrito de Fagaras, viejo castillo de origen feudal,
construido sobre uno de los contrafuertes septentrionales de los Cárpatos
orientales, que separan la Transilvania de la Valaquia. Este castillo se
levantaba, sobre esta abrupta cadena, con toda su fiereza salvaje, como
uno de esos supremos refugios en que los conjurados pueden resistir
hasta la última hora.

Minas vecinas, ricas en mineral de hierro y cobre, cuidadosamente


explotadas, constituían al propietario del castillo de Artenak una fortuna
muy considerable. Este dominio comprendía una parte del distrito de
Fagaras, cuya población no se eleva a menos de setenta y dos mil
habitantes. Estos ciudadanos y campesinos no se ocultaban de profesar al
conde Sandorf un cariño o toda prueba, un reconocimiento sin límites, en
recuerdo del bien que hacía en el país. Por lo cual, este castillo ora el
objeto de una vigilancia particular, organizada por la Cancillería de Hungría
en Viena, que es enteramente independiente de los demás ministerios del
imperio. Conocíanse en las algunas regiones las ideas del señor de
Artenak, y se estaba en guardia, aunque sin inquietarse.

Matías Sandorf tenía entonces treinta y cinco años.

Era un hombre cuya estatura, un poco más que mediana, acusaba una
gran fuerza muscular.

Sobre sus anchas espaldas reposaba su cabeza de aire noble y fiero. Su


cara, de tez morena, un poco cuadrada, reproducía el tipo magiar en toda
su pureza. La vivacidad de sus movimientos, la precisión de su palabra, la
mirada de sus ojos, firme y tranquila, la activa circulación de su sangre,
que comunicaba a su nariz y o los pliegues de su boca un ligero temblor, la
sonrisa habitual de sus labios, signo innegable de bondad, todo indicaba
una naturaleza franca y generosa.

Se ha notado que existen grandes analogías entre el carácter francés y el

23
carácter magiar. El conde Sandorf era una prueba viva.

Uno de los rasgos más salientes de este carácter: el conde Sandorf,


bastante indiferente a todo lo que afectaba a él solo, capaz de dispensar
los daños que no perjudicaban más que a él, jamás había perdonado,
nunca perdonaría un ofensa de que hubieran sido víctimas sus amigos.
Poseía en el más alto grado el espíritu de justicia, el odio de todo lo que es
perfidia. De aquí una especie de implacabilidad impersonal. No era de los
que dejan a Dios solo el cuidado de castigar en este mundo.

Conviene decir aquí que Matías Sandorf había recibido una instrucción
muy seria. En lugar de entregarse a los placeres que le aseguraba su
fortuna, había seguido sus gustos, que le inclinaban hacia las ciencias
físicas y al estudio de la medicina. Hubiera sido un médico de gran talento,
si las necesidades de la vida le hubiesen obligado a cuidar enfermos. Se
contentó con ser un químico muy apreciado de los sabios. La Universidad
de Pesth, la Academia de Ciencias de Presbourg, la Escuela Real de
Minas de Schemnitz, la Escuela Normal de Temeswar, le habían contado
entre sus más asiduos discípulos.

Esta vida estudiosa completó y afirmó sus cualidades naturales, haciendo


de él un hombre, en toda la acepción de la palabra; siendo considerado
como tal por todos cuantos le conocían, y particularmente por sus
profesores, que después fueron amigos en las diversas escuelas y
universidades del reino.

En otro tiempo, había alegría, ruido, movimiento en el castillo de Artenak.


Sobre aquel áspero grupo de los Cárpatos se daban cita los cazadores
transilvanos. Se hacían grandes y peligrosas batidas, en las cuales el
conde Sandorf buscaba un derivativo a sus instintos de lucha que no podía
practicar en el campo de la política. Se mantenía apartado, observando
desde muy cerca el curso de los acontecimientos. Sólo parecía ocupado
en vivir entregado a sus estudios y a la cómoda existencia que le permitía
su fortuna. En esta época vivía aún la condesa René de Sandorf. Era el
alma de las reuniones del castillo de Artenak. Quince meses antes del
principio de nuestra historia murió en plena juventud, en plena belleza,
quedando de ella sólo una niña que tenía entonces dos años.

El conde Sandorf fue cruelmente herido por este golpe, del que jamás
debía consolarse. El castillo se tornó desierto, silencioso. Desde este día,
bajo el imperio de un dolor profundo, el dueño vivió como en un claustro.

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Toda su vida se reconcentró en su hija, que fue confiada a los cuidados de
Rosena Lendeck, esposa del intendente del conde. Esta excelente
criatura, joven todavía, se dedicó por completo a la única heredera de los
Sandorf, y sus cuidados fueron para ella los de una segunda madre.

Durante los primeros meses de su viudez, Matías Sandorf no abandonó el


castillo de Artenak.

Se recogió y vivió con los recuerdos del pasado. Después se apoderó de


su espíritu la idea de la patria, relegada a un estado de inferioridad en
Europa.

En efecto, la guerra franco italiana de 1859 había dado un golpe terrible al


poder del Austria.

A este golpe siguió, siete años después, en 1866, otro más terrible aún, el
de Sadowa. Ya no era Bolamente al Austria, privada de sus posesiones
Italianas, a quien la Hungría se sentía sometida; era al Austria vencida y
subordinada a la Alemania. Los húngaros, y éste es un sentimiento que no
razona, puesto que está en la sangre, se sintieron humillados en su orgullo.

Para ellos, las victorias de Custozza y de Lissa no habían podido


compensar la derrota de Sadowa.

El conde Sandorf, durante el año siguiente, había estudiado


cuidadosamente el terreno político y reconocido que podía tener éxito un
movimiento separatista.

El momento de obrar había llegado. El 3 de Mayo de l867, después de


haber abrazado a su hija, que dejaba confiada a los cuidados de Rosena
Lendeck, el conde Sandorf abandonó el castillo de Artenak, partió para
Pesth, donde se puso en relación con sus amigos y partidarios, tomaba
algunas disposiciones preliminares, y unos días después venía a Trieste a
esperar los acontecimientos.

Allí debía estar el centro principal de la conspiración; de allí debían partir


todos los hilos, reunidos en la mano del conde Sandorf. En esta villa, los
jefes de la conspiración, tal vez menos vigilados, podrían obrar con más
seguridad, sobre todo con más libertad, para llevar a buen fin esta obra de
patriotismo.

25
En Trieste habitaban dos de los más íntimos amigos de Matías Sandorf.
Animados del mismo espíritu, estaban decididos a seguirle hasta el fin en
esta empresa. El conde Ladislao Zathmar y Esteban Bathory eran
magiares, y de alto nacimiento. Ambos, de unos diez años más de edad
que Matías Sandorf, se encontraban casi sin fortuna.

El uno sacaba una escasa renta de un pequeño dominio situado en el


landgraviato de Lipto, perteneciente al círculo de la parte de acá del
Danubio.

El otro explicaba las ciencias físicas en Trieste y sólo vivía del producto de
sus lecciones.

Ladislao Zathmar habitaba la casa recientemente reconocida en el


Acquedotto por Sarcany y Zirone, modesta vivienda que había puesto a la
disposición de Matías Sandorf durante todo el tiempo que éste debía pasar
fuera de su castillo de Artenak, es decir, hasta que estallase el movimiento
proyectado, fuese cuando fuese.

Borik, un húngaro de cincuenta y cinco años de edad, representaba, él


solo, todo el personal de la casa.

Era un hombre tan consagrado a su amo, como el intendente Lendeck lo


era al suyo.

Esteban Bathory ocupaba una no menos modesta casa de la Corsia


Stadion, casi en el mismo cuartel que el conde Zathmar. En ella se
concentraba toda su vida entre su mujer y su hijo Pedro, entonces de edad
de diez años.

Esteban Bathory pertenecía, aunque en grado lejano, pero


auténticamente, a la raza de aquellos príncipes magiares que en el siglo
XVI ocuparon el trono de Transilvania.

La familia se había dividido y perdido en numerosas ramificaciones desde


aquella época, y hubiérase admirado, sin duda, de encontrar uno de sus
últimos descendientes convertido en simple profesor de la Academia de
Presburgo. Fuese como fuese, Esteban Bathory era un sabio de primer
orden, de aquellos que viven retirados, pero a quienes sus trabajos hacen
célebres. Inclusum labor illustrat esta divisa del gusano de seda hubiera
podido ser la suya. Un día, sus ideas políticas, que no cuidaba de ocultar,

26
le obligaron a presentar su dimisión, y entonces vino a instalarse en
Trieste como profesor libre, con su esposa, que le había sostenido
valerosamente en estas pruebas.

Desde la llegada del conde Sandorf, los tres amigos se reunían en casa de
Ladislao Zathmar, aun cuando aquél habitase, ostensiblemente, un
departamento del Palazzo Modelio, actualmente el hotel Delorme, sobre la
Piazza Grande. La policía estaba lejos de sospechar que aquella casa de
Acquedotto fuese el centro de una conspiración que contaba con
numerosos partidarios en las principales ciudades del reino.

Ladislao Zathmar y Esteban Bathory se habían hecho, sin vacilar, los más
decididos auxiliares de Matías Sandorf. Habían reconocido como él, que
las circunstancias se prestaban a un movimiento que podía colocar a la
Hungría en el rango que ambicionaba en Europa.

En esto arriesgaban su vida, lo sabían, pero no se detenían por ello. La


casa del Acquedotto se convirtió, pues, en el punto de cita de los
principales jefes de la conspiración. Gran número de partidarios,
procedentes de diversos puntos del reino, vinieron a tomar instrucciones y
recibir órdenes Un servicio de palomas mensajeras, portadoras de billetes,
establecía una comunicación rápida y segura entre Trieste, las principales
ciudades del país húngaro y la Transilvania, cuando se trataba de
instrucciones que no podían ser confiadas al correo o al telégrafo. En
resumen, se habían tomado tales precauciones, que los conspiradores
habían podido ponerse hasta entonces al abrigo de la más ligera sospecha.

Sabemos, además, que la correspondencia no se hacía sino en lenguaje


cifrado, y por un método que, si exigía el secreto, al menos daba una
seguridad absoluta.

Tres días después de la llegada de la paloma mensajera cuyo billete había


sido interceptado por Sarcany, el 21 de Mayo, a cosa de las ocho de la
noche, Ladislao Zathmar y Esteban Bathory se encontraban en el
despacho del primero esperando la vuelta de Matías Sandorf. Asuntos
personales habían recientemente obligado al conde a volver a
Transilvania, a su castillo de Artenak; pero aprovechó su viaje para
conferenciar con sus amigos de Klausenburgo, capital de la provincia, y
debía volver aquel mismo día, después de haberles comunicado el
contenido del despacho de que Sarcany había conservado el duplicado.

27
Después de la partida del conde Sandorf, se habían cambiado otras
correspondencias entre Trieste y Buda, y traído por las palomas varios
billetes cifrados.

En aquel momento, Ladislao Zathmar se ocupaba en restablecer su texto


criptogramático en texto claro, por medio del aparato conocido con el
nombre de rejilla.

En efecto, estos despachos estaban combinados según un método muy


sencillo, el de la transposición de letras. En este sistema, cada letra
conserva su valor alfabético, es decir, que una b significa b, que una o
significa o. Pero las letras se trasponen sucesivamente, siguiendo los
llenos o los huecos de una plantilla que, aplicada sobre el despacho, no
deja aparecer las letras sino en el orden en que hay que leerlas, ocultando
las demás.

Estas plantillas, de un uso tan antiguo, ahora perfeccionadas según el


sistema del coronel Fléisnne, parecían ser el procedimiento mejor y más
seguro cuando se trata de obtener un criptógramo indescifrable. En todos
los métodos por interversión, sea en sistemas de base invariable o de
clave sencilla, en los cuales cada letra del alfabeto está siempre
representada por una misma letra o un mismo signo, sea en sistemas de
base variable o de doble clave, en los cuales se cambia de alfabeto a cada
letra, la seguridad no es completa.

Ciertos descifradores ejercitados son capaces de hacer prodigios en este


género de indagaciones, operando, o por el cálculo de probabilidades, o
por un trabajo de tanteos. Sólo con basar sobre las letras que su empleo
más frecuente hace repetir mayor número de veces en el criptógrama, e
en las lenguas francesa, inglesa y alemana, o en español, a en ruso; e e i
en italiano, consiguen restituir a las letras del texto criptografiado la
significación que tienen en el texto claro. Así es que hay pocos despachos
formulados según estos métodos, que puedan resistir a sus sagaces
deducciones.

Parece, pues, que las plantillas o diccionarios, es decir, aquéllos en los


que ciertas palabras usuales representando frases completas están
indicadas por números, deben dar las más perfectas garantías de
indescifrabilidad.

Pero estos dos sistemas tienen un grave inconveniente: exigen un secreto

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absoluto, o más bien la obligación de no dejar nunca caer en manos
extrañas los aparatos o libros que sirven para formarlos. En efecto; si
nadie puede lograr leer estos despachos sin la plantilla o el diccionario,
todo el mundo los leerá cuando hayan sido sustraídos el diccionario o la
plantilla.

La correspondencia del conde Sandorf y sus partidarios estaba compuesta


por medio de una rejilla, es decir, por un cartón agujereado en ciertos
sitios; pero por exceso de precaución, y para el caso en que se perdiesen
o fuesen robadas las plantillas de que se servían él y sus amigos, se había
convenido por una y otra parte en destruir todos los despachos
inmediatamente después de leídos. Luego jamás debía quedar huella del
complot en el cual iban a jugar su cabeza los más nobles señores, los
magnates de la Hungría, unidos a los representantes de la burguesía y del
pueblo.

Ladislao Zathmar acababa precisamente de quemar los últimos


despachos, cuando llamaron discretamente a la puerta de la habitación.

Era Borik, que introducía al conde Matías Sandorf, llegado a pié de la


estación vecina.

Ladislao Zathmar se dirigió hacia él inmediatamente:

—¿Vuestro viaje, Matías…? preguntó con la prisa de un hombre que


desea ser tranquilizado prontamente.

—Ha tenido buen éxito, respondió el conde Sandorf. No podía dudar de los
sentimientos de mis amigos de la Transilvania, y podemos estar seguros
de su concurso.

—¿Les has comunicado el despacho recibido de Pesth hace tres días?


—replicó Esteban Bathory, cuya intimidad con el conde Sandorf llegaba
hasta tutearle.

—Sí, Esteban, —respondió Matías Sandorf—; sí, están prevenidos. Ellos


también están dispuestos. Se levantarán a la primera señal. En dos horas
seremos dueños de Buda y de Pesth, en medio día de los principales
landgraviatos del Theiss, en un día de la Transilvania y del gobierno de los
límites militares. Y entonces… ¡ocho millones de húngaros habrán
reconquistado su independencia!

29
—¿Y la Dieta? —preguntó Bathory.

—Nuestros partidarios están en mayoría, —respondió Matías Sandorf—.


Inmediatamente formarán el nuevo gobierno que ha de tomar la dirección
de los negocios. Todo marchará regular y fácilmente, puesto que los
landgraviatos, en lo que concierne a su administración, apenas dependen
de la Corona, y sus jefes tienen una policía propia.

—Pero el consejo de la Lugartenencia del reino que el palatino preside en


Buda… —replicó Ladislao Zathmar.

—El palatino y el consejo de Buda quedarán bien pronto en la


imposibilidad de obrar…

—¿Y en la imposibilidad de corresponder con la Cancillería de Hungría en


Viena?

—Sí; están tomadas todas las medidas para que la simultaneidad de


nuestros movimientos asegure el éxito.

—¡El éxito! —replicó Esteban Bathory.

—¡El éxito! —respondió el conde Sandorf—. En la armada, todo lo que es


de nuestra sangre, es de nosotros y para nosotros. ¿Cuál es el
descendiente de los antiguos magiares cuyo corazón no late a la vista de
los estandartes de los Rodolfos y de los Corvin…?

Y Matías Sandorf pronunció estas palabras con el acento del más puro
patriotismo.

—Pero hasta entonces, —repitió—, no descuidemos nada para separar


toda sospecha. Seamos prudentes, y seremos los más fuertes. ¿No habéis
oído decir nada sospechoso en Trieste?

—No, —respondió Ladislao Zathmar.

—Todos se preocupan de los trabajos que el Estado hace ejecutar en


Pola, y para los cuales se ha dispuesto de la mayor parte de los obreros.

En efecto, unos quince años antes, el Gobierna austríaco, en previsión de


la pérdida posible del Véneto, pérdida que se ha realizado, había tenido la

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idea de fundar en Pola, en la extremidad meridional de Istria, inmensos
arsenales y un puerto de guerra para dominar todo este fondo del
Adriático. A pesar de las protestas de Trieste, cuya importancia marítima
disminuía este proyecto, se prosiguieron los trabajos con febril ardor.
Matías Sandorf y sus amigos tenían, pues, motivos para pensar que los
habitantes de Trieste estarían dispuestos a seguirles en el caso de que el
movimiento separatista se propagase hasta ellos.

De todos modos, el secreto de esta conspiración en favor de la autonomía


húngara, había sido muy bien guardado.

Nada hizo sospechar a la policía que los principales conjurados se reunían


en la modesta casa de la avenida del Acquedotto.

Así, pues, parecía que todo estaba previsto para asegurar el éxito de la
empresa, y sólo faltaba aguardar el momento preciso para obrar.

La correspondencia cifrada, cambiada entre Trieste y las principales


ciudades de la Hungría y de la Transilvania, iba a ser casi nula, a menos
que ocurrieran acontecimientos improbables. Las aves mensajeras no
tendrían que llevar en lo sucesivo ningún despacho, puesto que se habían
tomado las últimas medidas, y por un exceso de precaución, se tomó el
partido de cerrarlas el refugio de la casa de Ladislao Zathmar.

Hay que añadir, además, que si el dinero es el nervio de la guerra, lo es


también de las conspiraciones. Importa mucho que no falte a los
conjurados en el momento del levantamiento.

En esta ocasión no debía faltarles.

Si Ladislao Zathmar y Esteban Bathory podían sacrificar su existencia por


la independencia de su país, no podían sacrificarle su fortuna, puesto que
no tenían recursos personales.

Pero el conde Sandorf era inmensamente rico, y, con su vida, estaba


pronto a poner en juego toda su fortuna para atender a las necesidades de
su causa. Así es que en algunos meses, hipotecando sus tierras por medio
de su intendente Lendeck, pudo realizar una suma considerable, más de
dos millones de florines.

Pero era preciso que esta suma estuviese siempre a su disposición y que

31
pudiese disponer de ella de un día para otro, por lo cual la depositó a su
nombre en una casa de banca de Trieste, cuya honradez era proverbial y
de una solidez a toda prueba.

Era ésta la casa Toronthal, de la cual Sarcany y Zirone habían


precisamente hablado durante su estancia en el cementerio de la ciudad
alta.

Esta fortuita circunstancia iba a tener las más graves consecuencias, como
veremos en la continuación de esta historia.

A propósito de este dinero, de que se habló en el curso de su última


conversación, Matías Sandorf dijo al conde Zathmar y a Esteban Bathory
que su intención era hacer muy pronto una visita al banquero Silas
Toronthal, a fin de prevenirle que tuviese sus fondos a su disposición en el
más breve plazo.

En efecto, los acontecimientos debían obligar al conde Sandorf a dar la


señal esperada de Trieste; tanto más, cuanto que aquella misma noche
creyó observar que la casa de Ladislao Zathmar era objeto de una
vigilancia o propósito para inquietarle.

A cosa de las ocho, cuando el conde Sandorf y Estaban Bathory salieron


el uno para dirigirse a su casa de la Corsia Stadion y el otro para volver al
hotel Delorme, creyeron distinguir dos hombres que les espiaban en la
sombra, les seguían a alguna distancia y maniobraban hábilmente para no
ser descubiertos.

Matías Sandorf y su compañero, queriendo saber a qué atenerse, no


vacilaron en dirigirse hacia aquellos personajes, con razón sospechosos;
pero éstos se apercibieron y desaparecieron por el rincón de la iglesia de
San Antonio, en la extremidad del gran canal, antes que les hubiera sido
posible alcanzarlos.

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III. La Casa Toronthal
En Trieste, la sociedad es casi nula. Entre razas diferentes, como entre
castas diversas, la gente se ve poco. Los funcionarios austríacos tienen la
pretensión de ocupar el primer rango, sea cualquiera el grado de la
jerarquía administrativa a que pertenezcan.

En general son hombres distinguidos, ilustrados, benévolos; pero su trato


es pobre, inferior a su situación, y no pueden luchar con los negociantes o
gentes de dinero. Éstos, puesto que las recepciones son raras entre las
familias ricas, y que las reuniones oficiales faltan casi siempre, se ven
obligados a entregarse al lujo exterior; en las calles de la ciudad, por la
suntuosidad de sus equipajes; en el teatro, por la opulencia de los tocados
y la profusión de los diamantes que sus mujeres exhiben en los palcos del
teatro Comunal o de la Armonía.

Entre todas estas opulentas familias se citaba en aquella época la del


banquero Silas Toronthal.

El jefe de esta casa, cuyo crédito se extendía más allá del reino austro
húngaro, tenía entonces treinta y siete años. Ocupaba con su esposa,
algunos años más joven que él, un hotel de la avenida del Acquedotto.

Silas Toronthal pasaba por ser hombre muy rico, y debía serlo. Atrevidas y
felices especulaciones de Bolsa, gran número de negocios con la
Sociedad del Lloyd austríaco y otras casas considerables, importantes
empréstitos cuya emisión le había sido confiada, no habían podido menos
de aportar a su caja mucho dinero.

De aquí un gran tren de casa que le ponía muy en evidencia.

Sin embargo, como había dicho Sarcany a Ziro, no era posible que los
negocios de Silas Toronthal estuviesen por entonces algo embrollados por
lo menos momentáneamente. Verdad es que siete años antes había
experimentado de rechazo la confusión producida en la Bolsa y en la
Banca por la guerra franco-italiana, y más recientemente, por la
desgraciada campaña que terminó con el desastre de Sadowa; que la baja

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de los fondos públicos por aquella época en las principales plazas de
Europa, y más particularmente en las del reino austro húngaro, Viena,
Pesth, Trieste, debían haberle afectado seriamente; que la obligación de
reembolsar las sumas depositadas en su casa en cuenta corriente, le
habrían creado graves dificultades; pero con seguridad se había repuesto
después de aquella crisis, y si lo que había dicho Sarcany era cierto, sería
preciso que nuevas especulaciones bastante aventuradas hubiesen
comprometido recientemente la solidez de su casa.

Y, en efecto, desde hacía algunos meses, Silas Toronthal, moralmente por


lo menos, había cambiado mucho. Por muy dueño que fuese de sí mismo,
su fisonomía se había modificado a pesar suyo. Un hábil observador
hubiera notado que no osaba mirar a las gentes a la cara, como tenía la
costumbre de hacerlo, sino con mirada oblicua y medio entornada. Estos
síntomas no habían podido escapar a la penetración de Mad. Toronthal,
mujer enfermiza, sin gran energía, absolutamente sometida a la voluntad
de su marido, y que no conocía sino muy superficialmente sus negocios.

Pero hay que confesar que si algún golpe funesto amenazaba su casa de
banca, Silas Toronthal debía esperar muy poco de la simpatía pública;
podía tener numerosos clientes en la ciudad, en el país, pero en realidad
contaba con muy pocos amigos.

El alto sentimiento que tenía de su posición, su natural vanidad, el aire de


superioridad que tomaba con todos y afectaba en todas sus cosas, no eran
a propósito para crearle relaciones fuera del círculo de sus negocios. Por
otra parte, se le consideraba en Trieste como a un extranjero, puesto que
era originario de Ragusa, es decir, dálmata de nacimiento. Ningún lazo de
familia le ligaba, pues, a aquella ciudad, a la cual había venido hacía unos
quince años, para fundar los cimientos de su fortuna.

Tal era entonces la situación de la casa Toronthal. Sin embargo, por más
que Sarcany abrigase ciertas sospechas sobre este punto, nada permitía
aún confirmar el rumor de que los negocios del rico banquero estuvieran
seriamente comprometidos. Su crédito no había sufrido ningún ataque, al
menos ostensiblemente. Así es que el conde Matías Sandorf, después de
haber realizado sus fondos, no vaciló en confiarle una suma tan
considerable, suma que debía estar siempre a su disposición, y quedar
reintegrado de ella a las veinticuatro horas de haber dado el aviso.

Tal vez causará extrañeza el que una casa de esta importancia, señalada

34
entre las más honra das, hubiese podido establecer relaciones con un
hombre como Sarcany. Así era, sin embargo, y estas relaciones se
remontaban ya a dos o tres años.

En aquella época, Silas Toronthal había tenido que tratar asuntos bastante
importantes con la regencia de Trípoli. Sarcany, especie de corredor o
agente universal, muy entendido en cuestiones de cifras, llegó a
entremeterse en aquellas operaciones, que, preciso es decirlo, era de una
naturaleza bastante sospechosa. Cuestiones de verdaderos alboroques,
de comisiones dudosas, de primas poco decentes, en las cuales el
banquero de Trieste no había querido dar la cara. En estas circunstancias,
Sarcany llegó a ser el agente de estas combinaciones de mal género, y
prestó además algunos otros servicios de esta clase a Silas Toronthal.

De aquí una ocasión muy natural de introducir un pié en la casa de banca,


mejor dicho aún, de introducir la mano. Y, en efecto, Sarcany, después de
haber abandonado a Trípoli, no cesó de practicar una especie de amenaza
con respecto al banquero de Trieste. No porque Silas Toronthal se
encontrase a merced suya, puesto que de aquellas operaciones
comprometedoras no existía ninguna prueba material. Pero la situación de
un banquero es delicada. Una sola palabra puede hacerle mucho mal, y
Sarcany sabía demasiado para no tener que contar con él.

Silas Toronthal contó, pues, costándole sumas de bastante importancia,


que fueron en seguida disipadas, particularmente en los garitos, con la
poca aprensión de un aventurero que no se preocupa del porvenir.
Sarcany, después de haberle hostigado hasta en Trieste, no tardó en
hacerse tan importuno, tan exigente, que el banquero concluyó por
cansarse y cerrarle todo crédito. Sarcany amenazó; Silas Toronthal se
sostuvo. Y en esto tuvo razón, pues el «maestro cantor» (delator) tuvo que
convencerse de que, falto de pruebas directas, estaba desarmado o poco
menos.

He aquí por qué, desde hacía algún tiempo, Sarcany y su honrado


compañero Zirone se encontraban exhaustos de recursos, no teniendo ni
aun para abandonar la ciudad e ir a buscar fortuna en otra parte. Pero
también sabemos que con el objeto de desembarazarse de él
definitivamente, Silas Toronthal acababa de enviarle el último socorro.

Esta suma podría permitirle abandonar a Trieste para volver a Sicilia, en


donde Zirone estaba afiliado a una asociación temible que explotaba las

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provincias del Este y del Centro.

El banquero esperaba de este modo no volver a ver jamás a su corredor


de Trípoli, ni aun oír hablar de él. En esto, como en otras muchas cosas se
engañaba.

En la noche del 18 de Mayo habían sido remitidos al hotel en que vivían


los dos aventureros, los doscientos florines enviados por Silas Toronthal,
con las cuatro palabras que acompañaban a aquella suma.

Seis días después, el 24 del mismo mes, Sarcany se presentaba en la


casa de banca, solicitando hablar a Silas Toronthal; y fue tal su insistencia,
que éste se vio obligado a recibirle.

El banquero se hallaba en su despacho, del cual Sarcany cerró


cuidadosamente las puertas, después que se hubo introducido.

—¡Todavía vos! —gritó Silas Toronthal—. ¿Qué venís a hacer aquí? Os he


enviado, y por última vez, una suma que debe bastaros para abandonar
Trieste. ¡Jamás obtendréis nada de mí, digáis lo que digáis y hagáis lo que
gustéis! ¿Por qué no habéis partido? ¡Os prevengo que en lo sucesivo
tomaré mis medidas para librarme de vuestras obsesiones! ¿Qué me
queréis?

Sarcany había recibido fríamente esta andanada, a la cual estaba


preparado. Su actitud no era la que tomaba de ordinario, insolente y
procaz, en sus últimas visitas al banquero.

No solamente se mostraba perfectamente dueño de sí mismo, sino


también muy serio.

Acababa de acercar una silla, sin que nadie le hubiese invitado a sentarse;
después aguardó para responderle, a que el mal humor del banquero se
desahogase en ruidosas recriminaciones.

—¿Hablaréis, por fin? —replicó Silas Toronthal que, después de algunas


idas y venidas por el gabinete, acababa de sentarse a su vez, pero sin
lograr dominarse.

—Aguardo a que estéis más tranquilo, respondió sosegadamente Sarcany,


y esperaré todo tiempo que sea necesario.

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—¡Que esté tranquilo o no, poco importa! Por última vez, ¿qué queréis?

—Silas Toronthal, se trata de un negocio que vengo a proponeros.

—No quiero hablar de negocios con vos, ni quiero tratar ninguno, —replicó
el banquero—; nada hay de común entre vos y yo, y espero que
abandonaréis a Trieste hoy mismo, al instante, para no volver jamás.

—Cuento con salir de Trieste, —respondió Sarcany—; pero no quiero


partir antes de desempeñarme con vuestra casa.

—¿Desempeñaros? ¿Vos? ¿Reembolsándome?

—Reembolsándoos interés y capital, sin contar con una parte en los


beneficios de…

Silas Toronthal se encogió de hombros ante esta proposición tan


inesperada, viniendo de Sarcany.

—Las sumas que os he entregado están saldadas; han pasado al capítulo


de ganancias y pérdidas. Doy por cancelados mis créditos contra vos, y no
reclamo nada; estoy muy por encima de semejantes miserias.

—¿Y si yo no quiero continuar siendo vuestro deudor?

—¿Y si yo no quiero continuar siendo acreedor vuestro?

Dicho esto, Silas Toronthal y Sarcany se miraron de frente. Este último,


encogiéndose de hombros, a su vez dijo:

—¡Frases, todo eso no son más que frases! Os lo repito; vengo a


proponeros un negocio muy serio.

—Tan vergonzoso como serio, ¿no es verdad?

—¡Eh! No sería la primera vez que habrías recurrido a mí para tratar…

—¡Palabras, todo eso no son más que palabras! —respondió el banquero,


enviando una respuesta a la insolente observación de Sarcany.

—Escuchadme, dijo éste; seré breve.

—Y haréis muy bien.

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—Si lo que voy a proponeros no os conviene, no hablaremos más, y me
marcharé.

—¿De aquí o de Trieste?

—¡De aquí, y de Trieste!

—¿Mañana?

—Esta noche.

—Hablad, pues.

—He aquí de lo que se trata, —dijo Sarcany—; pero, —añadió


volviéndose—: ¿estáis seguro de que nadie puede escucharnos?

—¿Tenéis mucho interés en que nuestra conversación sea secreta?


—preguntó irónicamente el banquero.

—Sí, Silas Toronthal, porque vos y yo vamos a tener en nuestras manos la


vida de elevados personajes.

—Vos, tal vez. ¡Yo, no!

—¡Juzgad! Estoy en la pista de una conspiración. Cuál es su objeto, no lo


sé todavía. Pero, después de la partida que se ha jugado en el centro de
las llanuras de la Lombardía, después del asunto de Sadowa, todo lo que
no es austríaco puede volverse contra el Austria. Ahora bien; tengo
algunos motivos para pensar que se prepara un movimiento, sin duda, en
favor de la Hungría, y del cual podríamos aprovecharnos.

Silas Toronthal, por toda respuesta, se contentó con decir en tono burlón:

—Nada tengo que sacar de una conspiración…

—Tal vez sí.

—¿Y cómo?

—Denunciándola.

—Veamos, explicáos.

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—Escuchad, pues, replicó Sarcany.

E hizo al banquero una relación de lo que había pasado en el antiguo


cementerio de Trieste, de cómo se había apoderado de una paloma
mensajera, cayendo en su poder un billete cifrado, cuyo facsímile había
guardado, y del medio que se había valido para reconocer la casa del
destinatario del billete. Añadió que hacía cinco días Zirone y él habían
espiado todo lo que pasaba, si no en el interior, a lo menos en el exterior
de aquella casa. Que algunas personas, siempre las mismas, se reunían
por la noche, y que no entraban sin grandes precauciones. Que habían
partido varias palomas dirigiéndose hacia el Norte, y llegado otras
procedentes del mismo punto. Que la puerta de esta habitación estaba
guardada por un antiguo criado que vigilaba cuidadosamente las
cercanías. Que él y su compañero habían tenido que obrar con cierta
circunspección para no llamar la atención de aquel hombre, y que a pesar
de esto temían haber provocado sus sospechas desde hacía algunos días.

Silas Toronthal empezaba a escuchar más atentamente la relación que le


hacía Sarcany. Se preguntaba lo que podía haber de cierto en todo
aquello, dada la poca confianza que podía tenerse en su antiguo agente, y
por último, de qué modo pensaba éste que pudiera él interesarse en este
asunto para poder sacar un beneficio cualquiera.

Cuando terminó la narración; cuando Sarcany hubo por última vez


afirmado que se trataba de una conspiración contra el Estado, cuyo
secreto sería ventajoso utilizar, el banquero se contentó con plantear las
siguientes preguntas:

—¿Dónde está esa casa?

—En el núm. 80 de la avenida del Acquedotto.

—¿A quién pertenece?

—A un señor húngaro.

—¿Cómo se llama ese señor?

—El conde Ladislao Zathmar.

—¿Y quiénes son las personas que le visitan?

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—Dos, principalmente; ambas de origen húngaro.

—¿La una es…?

—Un profesor de esta ciudad, que se llama Esteban Bathory.

—¿Y el otro?

—El conde Matías Sandorf.

A este nombre, Silas Toronthal hizo un ligero movimiento de sorpresa, que


no escapó a Sarcany. En cuanto a los tres nombres que acababa de
pronunciar, le había sido fácil conocerlos siguiendo a Esteban Bathory
cuando se retiraba a su casa de la Corsia Stadion, y al conde Sandorf
cuando volvía al hotel Delorme.

—Ya lo veis, Silas Toronthal; no he titubeado en comunicaros estos


nombres, por lo que no pretendo hacerme con vos el reservado.

—Todo eso es muy vago, respondió el banquero, que evidentemente


quería saber más antes de comprometerse.

—¿Vago? —dijo Sarcany.

—¡Sin duda! No tenéis ni aun el principio de prueba material.

—¿Y esto?

Y entregó a Silas Toronthal la copia del billete. El banquero le examinaba,


no sin curiosidad; pero aquellas palabras criptografiadas no podían
presentarle ningún sentido y nada probaba que tuviesen la importancia
que Sarcany pretendía atribuirlas. Si aquel asunto le interesaba, era sobre
todo por la relación que tenía con el conde Sandorf, su cliente, cuya
situación con respecto a él no dejaba de inquietarle, porque podía exigirle
un reembolso inmediato de los fondos depositados en su casa.

— Pues bien —dijo por último—; mi opinión es que todo esto es cada vez
más vago.

—Y a mí, por el contrario, nada me parece más claro —respondió


Sarcany, a quien causaba muy poca impresión la actitud del banquero.

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—¿Habéis podido descifrar ese billete?

—No, Silas Toronthal; pero sabré descifrarle cuando llegue la ocasión.

—¿Y cómo?

—Ya me he visto mezclado en asuntos de este género, como en otros


muchos, —respondió Sarcany—, he tenido entre mis manos un buen
número de despachos cifrados. Ahora, del profundo examen que he hecho
de éste, resulta para mí evidente que su clave no reposa ni sobre un
número ni sobre un alfabeto convencional que atribuye a cada una de las
letras una significación distinta de su significación real. Sí, en este billete
una S es una 5, y una P es una P; pero estas letras han sido dispuestas en
un orden que no pueden reconstituirse sino por medio de una plantilla.

Ya sabemos que Sarcany no se engañaba. Éste era el sistema que se


había empleado para aquella correspondencia. Sabemos también que no
era indescifrable.

—Sea —dijo el banquero—, no lo niego, podéis tenor razón; pero sin la


plantilla, es imposible leer el billete.

—Evidentemente.

—¿Y cómo os procuraréis esa plantilla?

—No lo sé aún, pero estad seguro de que me la procuraré.

—¡Verdaderamente! Pues bien; en lugar vuestro Sarcany, no me tomaría


tanto trabajo.

—Me tomaré todo el trabajo que sea necesario.

—¿Y para qué? Yo me contentaría con ir a contar a la policía de Trieste lo


que sospechase, entregándole ese billete.

— Eso haré, Silas Toronthal, pero no apoyado en simples presunciones,


respondió fríamente Sarcany. Lo que yo quiero, antes de hablar, son
pruebas materiales, y por consecuencia indiscutibles. Quiero hacerme
dueño de esa conspiración, sí, pero dueño absoluto, para sacar todas las
ventajas que os ofrezco compartir. ¡Eh! ¡Quién sabe si nos será más

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provechoso ponernos del lado de los conspiradores, en lugar de tomar
partido contra ellos!

Semejante lenguaje no podía admirar a Silas Toronthal.

Sabía de lo que era capaz Sarcany, tan perverso como inteligente. Pero si
este hombre no vacilaba en hablar así ante el banquero de Trieste, es
porque sabía a su vez que a Silas Toronthal podía proponérsele todo,
porque su elástica conciencia se acomodaba a toda clase de negocios,
cualesquiera que fuesen.

Además, Sarcany le conocía de larga fecha, y tenía razones para creer


que la situación de la casa de banca no era muy desahogada desde hacía
algún tiempo. Ahora bien; sorprendido, delatado, utilizado el secreto de
esta conspiración, ¿no le permitiría levantar sus negocios? Sobre esto se
apoyaba Sarcany.

Por su parte, Silas Toronthal procuraba jugar en firme con su antiguo


agente de Trípoli. No estaba lejos de admitir que existiese en germen
alguna conspiración contra el Gobierno austríaco, a cual Sarcany hubiese
descubierto los autores. Aquella casa de Ladislao Zathmar, en la cual se
verificaban secretos conciliábulos; aquella correspondencia, la enorme
suma depositada en su casa por el conde Sandorf, que debía estar
siempre a su disposición, todo aquello empezaba a parecerle muy
sospechoso. Probablemente Sarcany había visto bien en estas
circunstancias. Pero el banquero, deseoso de saber más aún, de conocer
el fondo de su juego, no quería aún entregarse. Así es que se contentó
con responder con aire indiferente:

—¿Y si cuando logréis descifrar ese billete, si es que lo conseguís, veis


que sólo se trata de asuntos puramente privados, sin ninguna importancia,
y por consiguiente, de los cuales no habrá provecho que sacar, ni para
vos, ni para mí…?

—No, —exclamó Sarcany con el acento de la más profunda convicción—;


no. Estoy sobre la pista de una conspiración de las más graves, conducida
por hombres de elevado rango; y añado, Silas Toronthal, que a pesar de
cuanto digáis, tenéis la misma convicción que yo.

—En fin, ¿qué es lo que queréis?

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Sarcany se levantó, y respondió con voz un poco más baja, fijando su
mirada en los ojos del banquero:

—Lo que quiero, o insistió sobre esta palabra, helo aquí: quiero tener
acceso, lo antes posible, en la casa del conde Zathmar, bajo un pretexto
cualquiera, y ganar después su confianza. Una vez en la plaza, donde
nadie me conoce, yo sabré apoderarme de la plantilla y descifrar este
despacho, del cual haré el mejor uso para nuestros intereses.

—¿De nuestros intereses? ¿Por qué os empeñáis en mezclarme en este


asunto?

—Porque vale la pena, y sacaréis de él un gran beneficio.

—¿Y por qué no le hacéis solo?

—Porque tengo necesidad de vuestro concurso.

—Explicaos, pues.

—Para llegar a mi objeto necesito tiempo, y para aguardar me hace falta


dinero, y yo no le tengo.

—Ya sabéis que vuestro crédito está agotado.

—Sea; pero cuento con que me abriréis otro.

—¿Y qué ganaré en ello?

—Esto: de los tres hombres que os he nombrado, dos no tienen fortuna, el


conde Zathmar y el profesor Bathory; pero el tercero es inmensamente
rico. Los bienes que posee en Transilvania son considerables, y vos no
ignoráis que, si es detenido y condenado como conspirador, la parte mayor
de su riqueza confiscada pasará al poder de los que hayan descubierto y
denunciado la conspiración… Vos y yo, Silas Toronthal, partiremos.

Sarcany se calló. El banquero no respondía, reflexionaba; no era hombre


que se comprometiese personalmente en negocio de esta naturaleza; pero
sentía que su agente era hombre de hacerlo por los dos.

Si se decidía a tomar parte en esta maquinación, sabría muy bien ligarle


por un tratado que le pusiese a merced suya, aun cuando le permitiese

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permanecer en la sombra… Por lo tanto, vaciló. Bueno: en último
resultado, ¿qué arriesgaba? Él no aparecería complicado en este odioso
asunto, y recogería los beneficios, beneficios considerables, enormes, que
podían restablecer la situación de su casa de banca…

—¿Y bien…? —preguntó Sarcany.

—¡Pues bien, no! —respondió Silas Toronthal asustado sobre todo por
tener tal asociado, o coa más propiedad, tal cómplice.

—¿Rehusáis?

—¡Sí…! Rehusó… No creo en el éxito de vuestras combinaciones.

—¡Tened cuidado, Silas Toronthal! —gritó Sarcany con tono amenazador,


sin contenerse esta vez.

—¡Cuidado! ¿Y de qué?

—De lo que sé en ciertos asuntos…

—¡Salid, Sarcany! respondió Silas Toronthal.

—Yo sabré obligaros…

—¡Salid!

En este momento sonó un ligero golpe dado en la puerta del despacho.


Mientras que Sarcany se colocaba vivamente al lado de la ventana, se
abría la puerta, y un ujier decía en alta voz:

—El señor conde de Sandorf ruega a M. Toronthal se digne recibirle.

Después se retiró.

—¡El conde de Sandorf! —exclamó Sarcany.

El banquero quedó, por una parte, muy contrariado al ver a Sarcany


instruido de esta visita. Por la otra, presintió los grandes embarazos que
para él iban a resultar de la inesperada llegada del conde.

—¿Y qué viene a hacer aquí el conde Sandorf? —preguntó Sarcany con
tono irónico—. ¿Tenéis relaciones con los conspiradores de la casa

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Zathmar? ¿Me habré por casualidad dirigido a uno de ellos?

—¿Saldréis al fin?

—No saldré, Silas Toronthal, y sabré por qué el conde Sandorf se presenta
en vuestra casa de banca.

Pronunciadas estas palabras, Sarcany se introdujo en un gabinete


contiguo al despacho, cuya puerta cerró tras él.

Silas Toronthal estuvo a punto de llamar para expulsarle, pero se contuvo.

—No, murmuró; vale más que Sarcany oiga cuanto se va a decir aquí.

El banquero llamó al ujier y dio la orden de introducir inmediatamente al


conde Sandorf.

Matías Sandorf entró en el gabinete, respondiendo fríamente, con arreglo


a su carácter, a las solicitudes de Silas Toronthal, y se sentó en el sillón
que el ujier acababa de presentarle.

—Señor conde, —dijo el banquero—, no esperaba vuestra visita, no


sabiendo os hallaseis en Trieste; pero la casa Toronthal se considera
honrada al recibiros.

—Caballero —respondió Matías Sandorf—, soy uno de vuestros clientes


más insignificantes, y no me dedico a los negocios, ya lo sabéis. Sin
embargo, siempre tendré que agradeceros el haber querido recibir los
fondos que por el momento tenía disponibles.

—Señor conde, —repuso Silas Toronthal—, debo recordaros que esos


fondos están en cuenta corriente en mi casa, y os ruego tengáis presente
que os producen un interés.

—Lo sé —respondió el conde Sandorf—; pero, os lo repito, no es una


colocación, sino un depósito el que he hecho en vuestra casa.

—Sea, señor conde —respondió Silas Toronthal—. Sin embargo, el dinero


está caro en este momento, y no sería justo que el vuestro quedase
improductivo. Una crisis financiera amenaza extenderse por todo el país.
La situación es muy difícil en el interior. Los negocios están paralizados.
Algunas quiebras de casas importantes han quebrantado el crédito

45
público, y es de temer que otras se repitan…

—Pero vuestra casa es sólida, caballero —dijo Matías Sandorf—, y sé de


buena tinta que ha sufrido muy poco por el rechazo de esas quiebras.

—¡Oh, muy poco! —respondió Silas Toronthal con la mayor calma—. El


comercio del Adriático nos asegura una corriente de negocios marítimos
que no tienen las casas de Pesth o de Viena, y la crisis nos han afectado
muy ligeramente. No tenemos por qué quejarnos, señor conde, y no nos
quejamos.

—Os felicito, caballero —dijo Matías Sandorf—; sin embargo, a propósito


de estas crisis, ¿no habéis oído hablar de algunas complicaciones en el
interior?

Por más que el conde de Sandorf hizo esta pregunta sin parecer darle
gran importancia, Silas Toronthal le observó con un poco más de atención.
Aquella pregunta podía, en efecto, relacionarse con lo que Sarcany
acababa de descubrirle.

—No sé nada —respondió el banquero—, ni he oído decir que el Gobierno


austríaco tuviese ningún indicio bajo ese punto de vista. Acaso vos, señor
conde, tendréis motivo para pensar en la realización de algún
acontecimiento próximo…

—Absolutamente —replicó Matías Sandorf—; pero en la alta banca se


tienen noticias de cosas que el público no conoce sino más tarde. He aquí
por qué os he dirigido esta pregunta, dejando a vuestra discreción el
responder o no.

—Nada he oído decir en ese sentido —replicó Silas Toronthal—, y con un


cliente como vos, señor conde, no me creería con derecho a guardar una
reserva que podría ser perjudicial a sus intereses.

—Os doy gracias, caballero —respondió el conde Sandorf—, y pienso,


como vos, que no hay nada que temer ni en el interior ni en el exterior. Así
es que espero muy en breve abandonar a Trieste para volver a
Transilvania, a donde me llaman negocios urgentes.

—¿Vais a partir, señor conde? —pregunto vivamente Silas Toronthal.

—Sí, dentro de unos quince días lo más tarde.

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—¿Pero sin duda volveréis a Trieste?

—No lo pienso, caballero —respondió el conde Sandorf—. Pero antes de


partir, quisiera arreglar toda la contabilidad del castillo de Artenak, que
está muy descuidada. He recibido de mi intendente gran número de notas,
arrendamientos, rentas de bosques, que no tengo tiempo de comprobar.
¿No podríais disponer de alguno de vuestros empleados que me prestase
ese servicio?

—Nada más fácil, señor conde.

—Os lo agradeceré mucho.

—¿Y cuándo tendréis necesidad de ese empleado?

—Lo antes posible.

—¿Dónde deberá presentarse?

—En casa de mi amigo el conde Zathmar, que vive en el número 80 de la


avenida del Acquedotto.

—Entendido.

—Ese trabajo es cuestión de unos diez días, y una vez arregladas mis
cuentas, partiré para el castillo de Artenak. Os ruego tengáis disponibles
para entonces los fondos que he entregado en vuestra casa.

A esta demanda, Silas Toronthal no pudo contener un movimiento que no


vio el conde Sandorf.

—¿A qué fecha queréis que se os remitan esos fondos, señor conde?
preguntó.

—El 8 del próximo mes.

—Estarán a vuestra disposición.

Dicho esto, el conde Sandorf se levantó, acompañándole el banquero


hasta la puerta de la antecámara.

Cuando Silas Toronthal volvió a entrar en el gabinete, encontró a Sarcany,

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que se limitó a decir:

—Antes de dos días es preciso que me haya introducido en casa del


conde Zathmar, en calidad de contable.

—Es preciso, en efecto, respondió Silas Toronthal.

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IV. El billete cifrado
Dos días después, Sarcany quedaba instalado en la casa de Ladislao
Zathmar. Había sido presentado por Silas Toronthal, y aceptado por el
conde Sandorf.

Resultaba, pues, bien establecida la complicidad del banquero y su agente


en la maquinación que habían urdido… Objeto: el descubrimiento de un
secreto que podía costar la vida a los jefes de la conspiración. Resultado:
como premio de su delación, una fortuna, ingresando una parte en el
bolsillo de un aventurero dispuesto a todo por llenarle, y la otra en la caja
de un banquero llegado al extremo de no poder hacer honor a sus
compromisos.

No hay para qué decir que un tratado estipulado entre Silas Toronthal y
Sarcany, dividía el beneficio previsto en dos porciones iguales. Además,
Sarcany debía tener a su disposición todo el dinero necesario para vivir
convenientemente con su amigo Zirone y subvenir a los gastos que
ocasionasen sus pasos y diligencias. En cambio, y como garantía, tuvo
que entregar al banquero el facsímile del billete que contenía, a no
dudarlo, el secreto de la conspiración.

Tal vez podría acusarse de imprudencia a Matías Sandorf. Introducir en


tales circunstancias a un extraño encuna casa donde se agitaban intereses
tan graves, la víspera de un complot cuya señal iba a darse de un
momento a otro, podría parecer un acto de rara imprudencia. Pero no sin
necesidad había obrado el conde de aquella manera.

Tenía además un interés apremiante en poner en orden sus negocios


personales en el momento en que iba a lanzarse a una peligrosa aventura,
en la cual arriesgaba su vida, o por lo menos el destierro, si se veía
obligado a huir, en el caso que abortasen sus planes.

Por otra parte, la introducción de un extraño en la casa del conde Zathmar


le parecía conveniente para alejar las sospechas. Había creído ver desde
hacía algunos días, y ya sabemos que no se engañaba, rondar ciertos
espías en la avenida del Acquedotto, espías que no eran otros que

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Sarcany y Zirone. ¿Tendría la policía de Trieste fijas sus miradas en sus
actos y en los de sus amigos? El conde Sandorf podía creerlo y debía
temerlo. Si parecía sospechoso el sitio de reunión de los conspiradores,
hasta entonces obstinadamente cerrado a todo el mundo, ¿qué mejor
medio de desviar las sospechas que abrirle y admitir un dependiente que
sólo se ocuparía de contabilidad? La presencia de este dependiente,
¿podría ser un peligro para él y sus amigos? De ninguna manera. Ya no
había cambio de correspondencias cifradas entre Trieste y otras ciudades
del reino húngaro. Todos los papeles relativos al movimiento proyectado
habían sido destruidos. No quedaba ninguna huella escrita de la
conspiración. Se habían tomado todas las medidas; nada quedaba por
hacer. El conde Sandorf sólo tenía que dar la señal cuando llegase el
momento. Luego la introducción de un empleado en aquella casa, en el
caso de que el Gobierno estuviese alerta, era más bien un motivo para
alejar toda sospecha.

Sí; sin duda el razonamiento era justo, la precaución buena, si aquel


empleado no hubiera sido Sarcany, y su fiador Silas Toronthal.

Además, Sarcany, maestro en astucia y duplicidad, debía beneficiar las


cualidades exteriores que poseía, fisonomía franca, aspecto honrado y
sencillo en toda su persona. El conde Sandorf y sus dos amigos no podían
menos de caer en el lazo, y cayeron. El joven dependiente se mostró
celoso, servicial y muy entendido en las cuestiones numéricas qué se
trataba de resolver. Por otra parte, nada hubiera podido hacerle
sospechar, si no lo hubiese sabido, que estaba en presencia de los jefes
de una conspiración dispuesta a levantar la raza húngara contra la raza ale
mana. Matías Sandorf, Esteban Bathory, Ladislao Zathmar, durante sus
reuniones, sólo parecían ocuparse de cuestiones de artes o de ciencias.

Nada de correspondencia secreta: nada de idas y venidas misteriosas


alrededor de la casa. Pero Sarcany sabía a qué atenerse. La ocasión que
buscaba no podía menos de presentarse, y la aguardaba.

Al entrar en la casa de Ladislao Zathmar, no había tenido más que un


objeto: apoderarse de la plantilla que servía para descifrar los
criptogramas, y ahora que no llegaba o Trieste ningún despacho cifrado,
se preguntaba sr por prudencia no habrían destruido la plantilla. Esto no
dejaba de inquietarle, porque todo el aparato de su maquinación reposaba
sobre esto; leer el billete traído por la paloma mensajera, y del cual se
había quedado con una copia.

50
Al paso que trabajaba en arreglar las cuentas de Matías Sandorf, miraba,
observaba, espiaba.

Tenía entrada franca en el despacho en que se reunían Ladislao Zathmar


y sus compañeros.

Muchas veces hasta trabajaba él solo. Entonces sus ojos y sus dedos se
ocupaban en otra cosa que en hacer cálculos o alinear cantidades.
Huroneaba en los papeles, abría los cajones, con ayuda de un juego de
ganzúas que Zirone, muy hábil en el oficio, había fabricado. Pero se
cuidaba mucho de no ser visto por Borik, al cual no parecía inspirar la
menor simpatía.

Durante los cinco primeros días, las pesquisas de Sarcany fueron


infructuosas. Llegaba cada mañana con la esperanza de conseguir su
objeto, y volvía cada noche a su hotel sin haber alcanzado nada. Era de
temer que naufragase en su criminal empresa. En efecto, la conspiración,
si se trataba de una conspiración, y en esto no le cabía la menor duda,
podía estallar de un día para otro; es decir, antes de que la hubiese él
descubierto, y por consiguiente denunciado.

—Pero antes que perder el beneficio de una denuncia, aun sin pruebas en
su apoyo —le decía Zirone—, valdría más prevenir a la policía y remitirla
copia del billete.

—Sí —respondió Sarcany—; yo lo haré, si es preciso.

No hay que decir que tenía a Silas Toronthal al corriente de todo cuanto
pasaba, y que no sin trabajo conseguía calmar las impaciencias del
banquero.

La casualidad debía venir en su ayuda. Por primera vez le había servido


haciendo caer en sus manos el billete cifrado; por segunda vez iba a
servirle poniéndole en condiciones de comprenderle.

Eran las cuatro de la tarde del último día del mes de Mayo, y Sarcany,
según su costumbre, iba a dejar a las cinco la casa del conde Zathmar.

El trabajo encargado por el conde Sandorf tocaba a su fin, y, una vez


terminado, sería despedido, y, aunque bien remunerado, no tendría ya
razón alguna para volver a aquella casa.

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En aquel momento, Ladislao Zathmar y sus dos compañeros habían
salido. No había en la casa más que Borik, ocupado entonces en una
habitación de la planta baja. Sarcany, viéndose en completa libertad para
poder obrar, resolvió introducirse en el cuarto del conde Zathmar, lo que
hasta entonces no había podido hacer, y entregarse a las más minuciosas
pesquisas.

La puerta estaba cerrada con llave. Sarcany, con su ganzúa, consiguió


abrirla, y entró.

Entre las dos ventanas que daban a la calle, se veía un buró secreter,
cuya antigua forma hubiera encantado a un aficionado a muebles viejos.

El batiente rebajado no permitía ver la disposición interior.

Era la primera vez que se ofrecía a Sarcany la ocasión de visitar aquel


mueble, y no era hombre que la desperdiciase. Para registrar los diversos
cajones, sólo tenía que forzar el batiente, le que hizo con ayuda de la
ganzúa, sin que en la cerradura quedase la menor señal de la operación.

Al cuarto cajón que visitó Sarcany, debajo de una porción de papeles que
nada le interesaban, se encontró una especie de tarjeta, agujereada
irregularmente. Esta tarjeta atrajo desde luego su atención.

—«La plantilla» —dijo.

Su primera idea fue apoderarse de ella; pero reflexionando, se dijo que la


desaparición de la plantilla podría producir sospechas, si el conde,
Zathmar llegaba a notarlo.

—Bueno —se dijo—; así como he copiado el billete, tomaré un calco de la


plantilla, y Toronthal y yo podremos leer el billete con toda facilidad.

La plantilla era sencillamente un cuadrado de cartón, de seis centímetros


de lado, y dividido en treinta y seis cuadrados iguales, de un centímetro
cada uno. De estos treinta y seis cuadrados, dispuestos sobre seis líneas
horizontales y verticales, como los de una tabla pitagórica establecida
sobre seis cifras, veintisiete estaban llenos, y los otros nueve vacíos, es
decir, que en el sitio de estos nueve cuadrados, la tarjeta estaba cortada y
agujereada.

52
Lo que importaba a Sarcany tener, era:

1.º La dimensión exacta de la plantilla.

2.º La disposición de los nueve cuadrados recortados.

La dimensión la tomó trazando con un lápiz, sobre una hoja de papel


blanco, el contorno, teniendo cuidado de colocar, en el sitio en que estaba
marcada, una pequeña cruz hecha con tinta, la cual parecía indicar el lado
superior de la plantilla.

La disposición la fijó señalando los cuadrados vacíos, que dejaban ver el


papel sobre el cual acababa de trazar el contorno, de este modo: en la
primera línea, tres huecos ocupando los lugares 2, 4 y 6. En la segunda
línea, un hueco ocupando el lugar 5; en la tercera, un hueco en el lugar 3;
en la cuarta, dos huecos correspondientes a los lugares 2 y 5; en la quinta,
un hueco en el lugar 6, y en la sexta línea, un hueco que ocupaba el lugar
4.

He aquí la plantilla, en tamaño natural, de que Sarcany iba en breve a


hacer un uso tan criminal, en complicidad con el banquero Silas Toronthal.

Algunos minutos bastaron a Sarcany para tomar el siguiente calco:

(En el facsímile, todos los cuadrados blancos están cortados; los otros,
llenos).

Por medio de esta plantilla, que le sería fácil reproducir con un pedazo de
cartón cortado, no dudaba poder descifrar el facsímile del billete que había
dejado en manos de Silas Toronthal. Colocó la plantilla en el cajón debajo
de los papeles que la cubrían, abandonó la habitación de Ladislao
Zathmar, salió de la casa, y se dirigió apresuradamente a su hotel.

Un cuarto de hora después, Zirone le veía entrar en su cuarto con un aire


tan triunfante, que no pudo menos de exclamar en alta voz:

—¿Qué hay, camarada? ¡Cuidado! Eres más hábil en disimular tus penas
que tus alegrías, y lo mismo se descubre uno dejándose llevar de…

—Basta de observaciones, Zirone —respondió Sarcany—; manos a la

53
obra y sin perder un instante.

—¿Antes de comer…?

—Antes.

Dicho esto, Sarcany cogió un pedazo de cartón delgado. Le cortó a la


medida de su calco, obteniendo un cuadrado que tenía exactamente las
dimensiones de la plantilla, sin olvidarse de colocar la cruz sobre su lado
superior. Tomando después una regla le dividió en treinta y seis
cuadrados, todos de igual magnitud, de los cuales señaló los nueve
vacíos, cortándolos con la ayuda de un cortaplumas, de manera que
dejasen aparecer bajo su hueco, las palabras, letras o signos cualesquiera
del billete sobre el que se aplicase la plantilla.

Zirone, sentado enfrente de él, le miraba con los ojos abiertos por la
codicia. Este trabajo le interesaba tanto más, cuanto que había
comprendido perfectamente el sistema criptográfico empleado en aquella
correspondencia.

—Es ingenioso, decía, en extremo ingenioso, y eso podrá servirme.


¡Cuando pienso que cada uno de esos agujeros puede valer un millón…!

—¡Y más! respondió Sarcany.

Terminado el trabajo, éste se levantó, después de haber guardado en su


cartera el cartón preparado.

—Mañana a primera hora iré a casa de Toronthal, dijo.

—¡Ojo a su caja!

—¡Si él tiene el billete, yo tengo la plantilla!

—¡Esta vez no tiene más remedio que entregarse!

—Se entregará.

—Entonces, ¿podemos comer?

—Podemos.

—¡Pues comamos!

54
Y Zirone, siempre con apetito, hizo honor a una excelente comida que
había encargado, según su costumbre.

Al día siguiente, 1.º de Junio, a las ocho de la mañana, Sarcany se


presentaba en la casa de banca, y Silas Toronthal daba la orden de
introducirle inmediatamente en su despacho.

—Aquí está la plantilla, se contentó con decir Sarcany, entregando el


cartón que había cortado el día anterior.

El banquero le tomó, le volvió, le examinó moviendo la cabeza, como si no


participase de la confianza de su asociado.

—Ensayemos, dijo Sarcany.

—Ensayemos.

Silas Toronthal tomó el facsímile que estaba guardado en uno de los


cajones de su mesa de despacho, y le colocó sobre ella.

Se recordará que el billete se componía de dieciocho palabras de seis


letras cada una, palabras perfectamente ininteligibles. Era evidente, ante
todo, que cada letra de estas palabras debía corresponder a los seis
cuadrados, llenos o vacíos, que formaban cada línea de la plantilla. Por
consiguiente, podía establecerse desde luego que las seis primeras
palabras del billete, compuestas de treinta y seis letras, se habían obtenido
sucesivamente por medio de los treinta y seis cuadrados.

En efecto, y esto fue fácil de comprobar, la disposición de los cuadrados


vacíos había sido tan ingeniosamente combinada en la formación de la
plantilla, que haciéndola describir cuatro veces un cuarto de vuelta, los
cuadrados vacíos venían sucesivamente a ocupar el lugar de los
cuadrados llenos, sin repetirse jamás en ningún punto.

A primera vista, se ve que debe suceder así. Por ejemplo, en la primera


aplicación de la plantilla sobre un papel blanco, si se inscriben las cifras
del 1 al 9 en cada cuadrado vacío, después de un cuarto de vuelta las del
18 al 27, y por último, después de un tercer cuarto de vuelta las del 28 al
36, se encontrarán marcados sobre el papel los números del 1 al 36,
ocupando los treinta y seis cuadrados que forman las divisiones de la
plantilla.

55
Sarcany se decidió, naturalmente, por operar desde luego con las Seis
primeras palabras del billete, aplicándolas sucesivamente las cuatro
posiciones de la plantilla.

Contaba en seguida con repetir esta operación con las seis palabras
siguientes, y por tercera, vez con las seis últimas; en suma, las dieciocho
palabras de que se componía el criptógrama.

No hay para qué decir que los razonamientos expresados habían sido
presentados por Sarcany a Silas Toronthal, y que éste no había podido
menos de apreciar su perfecta precisión.

¿La práctica iba a confirmar la teoría? Éste era el interés del experimento.

He aquí las dieciocho palabras del billete, que conviene volver a presentar
a los ojos del lector:

Después aplicó la plantilla sobre este conjunto, de suerte que el lado


marcado con una cruz se encontrase colocado en la parte superior. Y
entonces los nueve huecos dejaron aparecer las nueve letras siguientes,
mientras las veintisiete restantes quedaban ocultas por los llenos del
cartón.

nhcais tadmen deaeau


nanlru odnsea otasqr
rexhdo itnvee etleso
aapnil eaitrl madeni
aeesdr vsensa ourtpepaegdi esitro passil

Tratábase primero de descifrar las seis primeras palabras. Para


conseguirlo, Sarcany las escribió sobre una hoja de papel blanco, teniendo
cuidado de separar las letras y las líneas, de manera que cada letra
correspondiese a uno de los cuadrados de la plantilla; lo que dio la
disposición siguiente:

n h c a i s
n a n l r u
r e x h d o
a a p n i l
a e e s d r
p a e g d i

56
Después aplicó la plantilla sobre este conjunto, de suerte que el lado
marcado con una cruz se encontrase colocado en la parte superior. Y
entonces los nueve huecos dejaron aparecer las nueve letras siguientes,
mientras las veintisiete restantes quedaban ocultas por los llenos del
cartón.

Sarcany hizo girar la plantilla un cuarto de vuelta, de izquierda o derecha,


de modo que el lado superior coincidiese con el lateral derecho. En esta
segunda aplicación aparecieron a través de los huecos las letras
siguientes:

En la tercera aplicación las letras visibles fueron éstas, cuyo resumen fue
anotado con cuidado:

Lo que admiraba singularmente a Silas Toronthal y a Sarcany, era que las


palabras que se iban formando no tenían ningún sentido. Esperaban
leerlas de corrido por las aplicaciones sucesivas de la plantilla, y sin
embargo, aquellas palabras no ofrecían más significación que las del
billete cifrado. ¿Quedaría éste indescifrable?

La cuarta aplicación de la plantilla dio el siguiente resultado:

El mismo resultado nulo, la misma oscuridad. En efecto, las cuatro


palabras obtenidas por tas cuatro aplicaciones, eran éstas:

h a z x r a i r g
n u h a l e d a i
c n e d n e p e dn i a l r o p a s

Lo que no significaba absolutamente nada.

Sarcany no pudo ocultar la cólera que le causaba semejante desencanto.


El banquero, por su parte, se contentaba con menear la cabeza, diciendo,
no sin alguna ironía:

—Tal vez no sea ésa la plantilla que los conspiradores han empleado para
su correspondencia.

Esta observación hizo dar un salto a Sarcany.

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—¡Continuaremos! —exclamó.

—¡Continuemos! —repitió Silas Toronthal.

Sarcany, después de haber logrado dominar el temblor nervioso que le


agitaba, volvió a empezar la experiencia sobre las seis palabras que
formaban la segunda columna del billete.

Cuatro veces aplicó la plantilla sobre estas palabras haciéndolas girar un


cuarto de vuelta, y obtuvo este conjunto de letras, absolutamente desnudo
de sentido:

a m n e n a r a t
n a v e l e s s o
d o t e t s e i r
t e i s i e i v n

Ésta vea Sarcany arrojó la plantilla, jurando como un marinero.

Por un contraste singular, Silas Toronthal conservaba toda su sangre fría.

Estudiaba las palabras obtenidas desde el principio del experimento, y


permanecía pensativo.

—¡Al diablo las plantillas y los que se sirven de ellas! gritó Sarcany
levantándose.

—¡Si os volviérais a sentar…!

—¿Volverme a sentar…?

—¡Si quisiérais continuar…!

Sarcany miró a Silas Toronthal. Después volvió a sentarse, recogió la


plantilla y la aplicó sobre las seis últimas palabras del billete
maquinalmente, sin darse cuenta de lo que bacía.

He aquí las palabras que dieron las cuatro últimas aplicaciones de la


plantilla:

ee uq l a f i e s
a r e m i r p a l
a o t s e u p s i
d a t s e o d o t

58
Lo mismo que las otras, las últimas palabras no presentaban significación
alguna.

Sarcany, irritado hasta más no poder, había cogido la hoja en que estaba
trazadas las extrañas palabras que la plantilla había hecho sucesivamente
aparecer, e iba a desgarrarla.

Silas Toronthal le detuvo.

—Calma —le dijo.

—¡Eh! exclamó Sarcany. ¿Qué vamos a hacer con este indescifrable


logogrifo?

—Escribid todas esas palabras unas a continuación de otras, respondió el


banquero.

—¿Y para qué?

—¡Para ver!

Sarcany obedeció, y obtuvo la siguiente sucesión de letras:

hazrxairgnubaledaicnednepednialropasamanenaratnavelessodotetseirtedsiéivneeuqlaf

Apenas estuvieron escritas aquellas letras, cuando Silas Toronthal arrancó


el papel de las manos de Sarcany, y arrojó un grito al leerle. Él era ahora
quien perdía la calma. Sarcany se preguntaba si el banquero se había
vuelto repentinamente loco.

—¡Pero, leed! —gritó Silas Toronthal, tendiendo el papel a Sarcany—,


¡leed!

—¿Leer…?

—¡Qué! ¿No veis que antes de componer estas palabras por medio de la
plantilla, los corresponsales del conde Sandorf habían previamente escrito
al revés la frase que forman?

Sarcany cogió el papel, y he aquí lo que leyó, marchando de la última letra


a la primera:

59
Todo está dispuesto. A la primera señal que enviéis de Trieste todos se
levantarán en masa por la independencia de Hungría.

Xrzah.

—¿Y esas cinco últimas letras? dijo.

—Una firma convenida, respondió Silas Toronthal.

—¡Por fin les tenemos…!

— Pero aún no los tiene la policía.

—Eso es cuenta mía.

—¿Obraréis con el mayor secreto?

—Descuidad, respondió Sarcany. Sólo el gobernador de Trieste conocerá


los nombres de los dos honrados patriotas que habrán cortado en su
principio una conspiración contra el reino de Austria…

Y hablando así, por su tono y por su gesto, este miserable dejaba traslucir
el sentimiento de ironía que le dictaba semejantes palabras.

—¿Entonces no tendré que ocuparme de nada? preguntó fríamente el


banquero.

—De nada, contestó Sarcany, sino de recoger vuestra parte de beneficio


en el asunto.

—¿Cuándo?

—Cuando hayan rodado tres cabezas que nos valdrán más de un millón
cada una.

Silas Toronthal y Sarcany se separaron. Si querían sacar partido del


secreto que la casualidad les había entregado, denunciando a los
conspiradores antes que la conspiración estallase, debían ser diligentes.

Entretanto, Sarcany, como de ordinario, había vuelto a casa de Ladislao


Zathmar, ocupándose de su trabajo de contabilidad, que estaba a punto de
terminarse.

60
El conde Sandorf, al darle gracias por el celo que había mostrado, le dijo
que al cabo de ocho días no tendría ya necesidad de sus servicios.

En el pensamiento de Sarcany, esto significaba evidentemente que hacia


esta época la señal esperada de Trieste sería enviada a las principales
ciudades de la Hungría.

Sarcany continuó, pues, observando con el mayor cuidado, pero sin dar
motivos de sospecha, todo lo que pasaba en casa del conde Zathmar. Y
hasta se mostró tan inteligente, parecía tan afecto a las ideas liberales,
ocultaba tan poco la invencible repulsión que decía experimentar por la
raza alemana, en fin, representó tan perfectamente su papel, que el conde
Sandorf contaba atraerle a su servicio más tarde, cuando la insurrección
hubiera hecho de la Hungría un país libre. Solamente Borik no modificaba
la prevención que desde luego le había inspirado Sarcany.

Éste se hallaba a punto de conseguir su objeto.

El conde Sandorf, de acuerdo con sus dos compañeros, había decidido


dar la señal del levantamiento el día 8 de Junio, y ese día había llegado.

Pero ya se había cumplido la obra de delación.

Aquella noche, a las ocho, la policía de Trieste invadió súbitamente la casa


de Ladislao Zathmar.

Toda resistencia era imposible. El conde Sandorf, el profesor Bathory,


Sarcany, que no protestó del acto, y Borik, fueron detenidos, sin que nadie
se hubiera enterado de su prisión.

61
V. Antes, mientras y después del juicio
La Istria, a quien los tratados de 1815 han hecho formar parte del reino
austro húngaro, es una península triangular, cuyo istmo forma la base
sobre la mayor anchura del triángulo.

Esta península se extiende desde el golfo de Trieste hasta el golfo de


Quarnero, a lo largo de los cuales se abren puertos bastante numerosos,
entre otros, casi en su punto Sur, el de Pola, del que el Gobierno se
ocupaba entonces en hacer un arsenal marítimo de primer orden.

La provincia de Istria, particularmente en sus playas occidentales, continúa


aún siendo italiana, tanto por sus costumbres como por su lenguaje. Que
el elemento slavo luche todavía contra el elemento italiano, sea; pero lo
cierto es que la influencia alemana se mantiene a duras penas entre los
dos.

Muchas ciudades importantes del litoral o del interior dan vida a esta
comarca, que bañan las aguas del Adriático septentrional. Tales son Cabo
de Istria y Pirano, cuya población trabaja casi exclusivamente en las
grandes salinas de la embocadura del Bisano y de la Corna Lunga;
Parenzo, cabeza de partido de la Dieta de Istria y residencia del obispo;
Rovigno, rico por el producto de sus olivares; Pola, cuyos soberbios
monumentos de origen romano atraen a los turistas, y que está destinada
a ser el puerto de guerra más importante de todo el Adriático.

Pero ninguna de estas ciudades tiene el derecho de llamarse capital de


Istria.

Pisino, situada casi en el centro del triángulo, es la que lleva este título, y a
ella fueron conducidos, sin saberlo, los prisioneros, después de su
detención.

A la puerta de la casa de Ladislao Zathmar aguardaba una silla de posta.


Los cuatro subieron a ella, seguidos de dos gendarmes austríacos, de los
que cuidan de la seguridad de los viajeros a través de las campiñas de
Istria, que tomaron asiento junto a ellos. Esta circunstancia les impedía,

62
durante el viaje, cambiar la menor palabra que hubiera podido
comprometerlos, ni establecer la menor inteligencia antes de comparecer
ante sus jueces.

Una escolta de doce gendarmes a caballo, mandada por un subteniente,


se escalonó delante, y detrás y a los costados de la silla de posta, que diez
minutos después había salido de la ciudad.

En cuanto a Borik, conducido directamente a la cárcel de Trieste, había


sido incomunicado.

¿A dónde conducían a los prisioneros? ¿En qué fortaleza del Gobierno


iban a encerrarlos, puesto que el castillo de Trieste no bastaba? Esto es lo
que el conde Sandorf y sus tres compañeros procuraron averiguar, pero en
vano.

La noche era sombría; apenas si los faroles de la silla de posta iluminaban


el camino hasta la primera fila de los soldados de la escolta. Marchaban
rápidamente.

Matías Sandorf, Esteban Bathory, Ladislao Zathmar se mantenían


inmóviles y mudos, cada uno en su rincón. Sarcany no intentaba romper el
silencio ni aun para protestar contra su detención, ni preguntar por qué se
le había detenido.

Después de haber salido de Trieste, la silla de posta hizo un zigzag que la


condujo oblicuamente hacia la costa. El conde Sandorf, en medio del ruido
producido por la marcha de los caballos y el choque de los sables, pudo
distinguir el ruido producido por la resaca contra las rocas del litoral.
Durante un momento brillaron en la noche algunas luces, que se
extinguieron casi instantáneamente.

Era la aldea de Muggia, que la silla de posta acababa de atravesar, pero


sin detenerse.

Después el conde Sandorf creyó notar que el camino volvía a conducirlos


hacia la campiña.

A las once de la noche el carruaje se detuvo para cambiar de tiro.

Sólo había una quinta, donde los caballos aguardaban dispuestos a


enganchar. No era una parada de posta. Habíase querido evitar el paso

63
por la del Cabo de Istria.

La escolta volvió a ponerse en marcha. El carruaje seguía un camino


trazado entre viñedos, cuyos sarmientos se entrelazaban a las ramas de
las moreras, y era tan llano, que permitía marchar rápidamente.

La oscuridad era tanto más profunda, cuanto que gruesas nubes,


empujadas por un violento siroco del Sudeste, llenaban todo el espacio.

Aun cuando los cristales de las portezuelas se bajaban de cuando en


cuando, para dar entrada al aire exterior, porque las noches son muy
calurosas en Istria, era imposible distinguir nada, ni aun en un corto radio.
Por mucha atención que el conde Sandorf, Ladislao Zathmar y Esteban
Bathory pusiesen en observar los menores incidentes del camino, tales
como la orientación del viento, el tiempo transcurrido desde su partida, no
podían reconocer en qué dirección corría la silla de posta. Se quería, sin
duda, que la instrucción del proceso se hiciese con el mayor secreto y en
un lugar que quedase ignorado del público.

A cosa de las dos de la mañana se cambió de tiro por segunda vez. Como
en la primera parada, el descanso no duró más de cinco minutos.

El conde Sandorf creyó descubrir en la sombra algunas casas agrupadas a


la extremidad del camino, y que debían formar el límite de un arrabal.

Era Buja, cabeza de partido de un distrito situado a unas veinte millas al


Sur de Muggia.

Cuando los caballos estuvieron enganchados, el subteniente cambió


algunas palabras en voz baja con el postillón, y la silla de posta volvió a
partir al galope.

Hacia las tres y media empezó a despuntar el día. Una hora más tarde, los
prisioneros hubieran podido, por la posición del sol, darse cuenta de la
dirección seguida hasta entonces, o por lo menos determinar si marchaban
hacia el Norte o hacia el Sur. Pero en aquel momento los gendarmes
bajaron las cortinillas de las ventanas, y el interior del carruaje quedó
sumido en la más profunda oscuridad.

Ni el conde Sandorf ni sus dos amigos hicieron la más pequeña


observación. Verdad es que tampoco les hubieran contestado. Más valía

64
resignarse y aguardar.

Una o dos horas después, hubiera sido difícil estimar el tiempo


transcurrido, la silla de posta se detuvo por tercera vez, y mudó
rápidamente de tiro en la villa de Visinada.

A partir de este momento, todo lo que pudo observarse fue que el camino
se hacía más transitable.

Los gritos del postillón y el chasquido del látigo no cesaban de estimular


los caballos, cuyos cascos herían el suelo rudo y pedregoso de esta región
montañosa.

Algunas colinas cubiertas de grises bosquecillos habían estrechado los


límites del horizonte. Dos o tres veces los prisioneros pudieron escuchar
los sonidos de una flauta. Eran pastores que tocaban aires caprichosos,
guardando sus rebaños de cabras negras; pero aquello era una indicación
demasiado insuficiente para reconocer la comarca que atravesaban, y era
forzoso resolverse a no ver nada.

Debían ser las nueve de la mañana, cuando la silla de posta tomó una
marcha completa, mente distinta. No podían engañarse; entonces bajaba
rápidamente, después de haber salvado el máximum de altura del camino.
Su velocidad era muy grande, y muchas veces fue preciso apretar el torno
para mantenerse, no sin peligro.

En efecto, después de haberse elevado en una región muy accidentada,


dominada por el Monte Mayor, el camino desciende oblicuamente
acercándose a Pisino. Aunque esta ciudad está aún muy elevada sobre el
nivel del mar, parece escondida en el fondo de un valle, con relación a las
alturas que la rodean. Antes de llegar a ella puede ya distinguirse el
campanario que domina el grupo de sus casas, pintorescamente
dispuestas en gradería.

Pisino es cabeza de partido de un distrito que comprende unos veinticinco


mil habitantes. Situado casi en el centro de este triángulo peninsular, los
morlacos, loe slavos de diversas tribus y hasta los biganos afluyen a esta
villa, sobre todo en la época de las ferias, durante las cuales se hace un
comercio bastante importante.

Ciudad antigua, la capital de Istria ha conservado su carácter feudal. Este

65
carácter aparece sobre todo en su fuerte castillo, que domina algunos
establecimientos militares más modernos, donde están instalados los
servicios administrativos del Gobierno austríaco.

La silla de posta se detuvo en el patio de este castillo el 9 de Junio, a cosa


de las diez de la mañana, después de un viaje de quince horas. El conde
Sandorf, sus dos compañeros y Sarcany bajaron del carruaje.

Algunos momentos después quedaron encarcelados separadamente en


celdas embovedadas, a las cuales no llegaron sino después de haber
subido unos cincuenta escalones.

Era la incomunicación en todo su rigor.

Aun cuando no tuviesen entre sí ninguna comunicación, ni pudiesen


cambiar sus pensamientos, Matías Sandorf, Ladislao Zathmar y Esteban
Bathory no tenían entonces más que una sola preocupación: ¿cómo se
había descubierto el secreto de la conspiración? ¿Era la casualidad quien
había puesto a la policía sobre la pista del complot?

Sin embargo, nada habían transpirado; ninguna correspondencia se


cambiaba ya hacía tiempo entre Trieste y las principales ciudades de la
Hungría y de la Transilvania. ¿Era, pues, una traición? Jamás se había
hecho una confidencia a nadie; nunca un papel podía haber caído entre
las manos de un espía. Todos los documentos estaban destruidos.
Hubiérase podido registrar hasta en los más ocultos rincones de la casa
del Acquedotto, sin encontrar la más pequeña nota sospechosa. Y esto
mismo era lo que había sucedido. Los agentes de policía no habían
descubierto nada, si no es la plantilla que el conde Zathmar no había
destruido, porque era posible tuviese necesidad de volverse a servir de
ella.

Y por desgracia, aquella plantilla iba a convertirse en pieza de convicción,


cuyo empleo sería difícil de explicar, a no ser por la necesidad de una
correspondencia cifrada.

En suma, todo reposaba, lo que los prisioneros ignoraban todavía, en la


copia del billete que Sarcany, en connivencia con Silas Toronthal, había
entregado al gobernador de Trieste, después de haber restablecido el
sentido en texto claro. Pero desgraciadamente, esto bastaba para plantear
una acusación de complot contra la seguridad del Estado. No hizo falta

66
más para llevar al conde Sandorf y sus amigos ante una jurisdicción
especial, un tribunal militar que iba a proceder militarmente.

Había habido un traidor, sin embargo, y no estaba lejos. Al dejarse detener


sin decir una palabra, al dejarse juzgar, al dejarse condenar, a reserva de
ser indultado más tarde, aquel traidor contaba con disipar toda sospecha.
Éste era el juego de Sarcany, y debía emplearle con todo el aplomo que
ponía en todas sus posas.

Además, el conde Sandorf, engañado por aquel malvado, ¿y quién no lo


hubiera sido en su lugar?, estaba decidido a intentarlo todo para librarlo de
toda responsabilidad. Pensaba que no le sería difícil demostrar que
Sarcany no había tomado parte alguna en el complot, que era un simple
dependiente, introducido hacía poco tiempo en la casa de Ladislao
Zathmar y encargado únicamente de los asuntos personales del conde
que ninguna relación tenían con la conspiración. En caso necesario,
invocaría el testimonio de Silas Toronthal. No dudaba, pues, que Sarcany
sería absuelto, tanto en concepto de conspirador como de cómplice, en el
caso que se lograsen reunir pruebas para formularse una acusación, lo
que no le parecía aún demostrado.

En resumen, el Gobierno austríaco no debía saber nada de la


conspiración; fuera de los conjurados de Trieste, sus partidarios en
Hungría y en Transilvania le eran absolutamente desconocidos. No existía
ninguna prueba de su complicidad. Matías Sandorf, Esteban Bathory,
Ladislao Zathmar no podía tener la menor inquietud sobre este punto. En
cuanto a ellos, estaban decididos a negarlo todo, a menos que no se les
presentase una prueba material del complot. En ese caso sabrían hacer el
sacrificio de su vida. Otros volverían a emprender algún día el movimiento
abortado. La causa de la independencia encontraría más tarde nuevos
jefes. Ellos, si eran convictos, confesarían cuáles habían sido sus
esperanzas. Mostearían el fin a que se dirigían, fin que se alcanzaría un
día u otro. No se tomarían ni aun el trabajo de defenderse; y perdida por
ellos la partida, la pagarían noblemente.

No sin razón pensaban el conde Sandorf y sus amigos que la acción de la


policía había sido muy restringida en este asunto. En Buda, en Pesth, en
Klausenburgo, en todas las ciudades en que el movimiento debía
producirse a la señal dada en Trieste, los agentes habían buscado las
huellas del complot, pero en vano. Por eso el Gobierno había procedido
tan secretamente a la detención de los tres jefes de Trieste. Si los había

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encerrado en la fortaleza de Pisino, si no quería que se trascendiese este
asunto antes de que tocase a su desenlace, era con la esperanza de que
alguna circunstancia viniera a dar a conocer a los autores del billete
cifrado, dirigido a la capital de Istria, pero venido no se sabía de dónde.

Esta esperanza no tuvo realización. La señal esperada no se dio, no podía


darse. El movimiento estaba contenido, momentáneamente al menos.

El Gobierno tuvo, pues, que limitarse a juzgar al conde Sandorf y sus


cómplices como reos de alta traición para con el Estado.

En estas investigaciones se habían invertido algunos días; así es que


hasta el 20 de Junio no empezó a instruirse el proceso, procediendo en
primer lugar al interrogatorio de los acusados, que no fueron careados
entre sí, y sólo se volvieron a ver en presencia de sus jueces.

El Gobierno había dado la orden de juzgar a los jefes de la conspiración de


Trieste, a un consejo de guerra. Ya se sabe lo sumaria que es la
instrucción de los procesos que están sometidos a esta jurisdicción
excepcional, cuán rápidos los debates y la ejecución de sus juicios.

El 25 de Junio, el consejo de guerra se reunió en una de las salas bajas de


la fortaleza de Pisino, y en el mismo día los acusados comparecieron ante
el tribunal militar.

Los debates no iban a ser ni largos ni agitados; ningún incidente debía


producirse.

El consejo de guerra dio principio a la sesión a las nueve de la mañana. El


conde Sandorf, el conde Zathmar y Esteban Bathory por una parte, y
Sarcany por otra, volvieron a verse por primera vez después de su
encarcelación.

El apretón de manos que Matías Sandorf y sus dos amigos se dieron en el


banco de los acusados, fue como un nuevo testimonio, un nuevo acuerdo
de los sentimientos que los unían.

Un gesto de Ladislao Zathmar y de Esteban Bathory hizo comprender al


conde Sandorf que ambos le encomendaban el cuidado de hablar ante el
consejo. Ni él ni los otros habían querido aceptar defensor de oficio. Lo
que el conde Sandorf había hecho hasta entonces, bien hecho estaba; lo

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que creyera conveniente decir a sus jueces, estaría bien dicho.

La audiencia era pública, en el sentido de que las puertas de la sala del


consejo estaban abiertas.

Sin embargo, asistían muy pocas personas, porque el asunto no había


traspirado al exterior; a lo sumo asistían unos veinte espectadores,
pertenecientes al personal del castillo.

Comprobada la identidad de los acusados, el conde Sandorf preguntó al


presidente del consejo a qué lugar habían sido conducidos para ser
juzgados; pero esta pregunta quedó sin contestación.

Habiéndose establecido igualmente la identidad de Sarcany, nada dijo éste


para separar su causa de la de sus compañeros.

Después se presentó a los acusados el facsímile del billete traidoramente


entregado a la policía.

Cuando el relator les hizo preguntar si reconocían haber recibido el original


del billete cuya copia se les presentaba, respondieron que a la acusación
correspondía presentar la prueba.

A esta respuesta, les presentaron la plantilla que se había encontrado en


la habitación de Ladislao Zathmar.

El conde Sandorf y sus dos compañeros no pudieron menos de confesar


que aquella plantilla les había pertenecido; ni aun pretendieron negarlo. En
efecto, contra aquella prueba material nada había que responder. Puesto
que la aplicación de aquella plantilla permitía leer el billete criptografiado,
no podía dudarse de que aquel billete había sido recibido por ellos.

Entonces supieron cómo se había descubierto el secreto de la


conspiración, y sobre qué base reposaba la acusación.

A partir de este momento, las preguntas y respuestas fueron claras y


precisas por una y otra parte.

El conde Sandorf no podía negar ya. Habló, pues, en su nombre y en el de


sus compañeros.

Habían preparado un movimiento que debía producir: primero, la

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separación de la Hungría y del Austria, y después la reconstitución
autonómica del reino de los antiguos magiares.

Sin su prisión hubiera estallado el levantamiento, y reconquistado la


Hungría su independencia.

Matías Sandorf, declarándose jefe de la conjuración, no quería dejar a sus


coacusados sino un papel secundario. Pero éstos protestaron de las
palabras del conde, y reivindicaron, con el honor de ser sus cómplices, el
honor de compartir su suerte.

El debate no podía ser largo: cuando el presidente del consejo les


interrogó sobre sus relaciones con los demás miembros de la conjuración,
rehusaron contestar; no se pronunció ningún nombre, no debía
pronunciarse.

—Tenéis nuestras tres cabezas —respondió el conde Sandorf—; ellas


deben bastaros.

Tres cabezas solamente, porque Matías se propuso entonces disculpar a


Sarcany, presentándole como un joven empleado en la casa de Ladislao
Zathmar por recomendación del banquero Silas Toronthal.

Sarcany confirmó lo dicho por el conde Sandorf.

Nada sabía de la conspiración. Había sido el primero en sorprenderse al


saber que en la pacífica vivienda del Acquedotto se tramaba un complot
contra la seguridad del Estado. Si no había protestado en el momento de
su detención, fue porque ni aun sabía de lo que se trataba.

Ni el conde Sandorf ni él tuvieron dificultad en establecer esta situación, y


es probable que el consejo de guerra tuviese ya su opinión formada sobre
este punto. Así es que, por dictamen del fiscal, la acusación entablada
contra Sarcany fue casi inmediatamente abandonada.

Los debates quedaron terminados a cosa de las dos de la tarde, y acto


continuo se pronunció la sentencia.

El conde Matías Sandorf, el conde Ladislao Zathmar y el profesor Esteban


Bathory, convictos de alta traición contra el Estado, fueron condenados a
la pena de muerte.

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Los condenados debían ser pasados por las armas en el patio mismo de la
fortaleza.

La ejecución tendría lugar dentro de las cuarenta y ocho horas siguientes.

Sarcany quedaba absuelto de la acusación, pero debía volver a su prisión


hasta que se sobreseyese el proceso, lo que no tendría lugar hasta
después de ejecutada la sentencia.

En ésta se pronunciaba también la confiscación de bienes de los tres


condenados.

Se dio orden de volver a conducir a su prisión al conde Sandorf, a Ladislao


Zathmar y a Esteban Bathory.

Sarcany volvió a la celda que ocupaba en el fondo de un corredor elíptico


del segundo piso de la torre.

En cuanto al conde Sandorf y sus dos amigos, durante las pocas horas
que les quedaban de vida, iban a ocupar una vasta celda, situada en el
mismo piso, precisamente en la extremidad del eje mayor de la elipse que
describía el corredor.

Levantada la incomunicación, los condenados estarían reunidos hasta el


momento de morir.

Fue un consuelo, hasta una alegría para ellos, cuando quedaron solos,
cuando les fue permitido entregarse a la emoción que se desbordaba de
su pecho. Si ante sus jueces habían sabido contenerse, ahora que se
hallaban sin testigos de la reacción que en ellos se operaba, abrieron sus
brazos y se estrecharon fuertemente.

—¡Amigos míos —dijo el conde Sandorf—, yo soy quien ha causado


vuestra muerte! Pero no he de pediros que me perdonéis. Se trataba de la
independencia de Hungría; nuestra causa era justa, teníamos el deber de
defenderla, y será una felicidad morir por ella.

—Matías —respondió Esteban Bathory—: lejos de acriminarte, te damos,


por el contrario, gracias por habernos asociado a esta obra patriótica, a la
que has dedicado toda tu vida…

—¡Como estaremos asociados en la muerte! —añadió fríamente el conde

71
Zathmar.

Durante un momento de silencio, los tres miraron la sombría celda en que


debían pasar sus últimas horas, apenas alumbrada por una estrecha
ventana abierta en el espeso muro de la torre, a cuatro o cinco pies de
altura.

Estaba amueblada con tres camas de hierro, algunas sillas, una mesa y
vasares fijos en las paredes, sobre los cuales se veían diversos utensilios.

Mientras que Ladislao Zathmar y Esteban Bathory se hallaban absortos en


sus reflexiones, el conde Sandorf iba y venía por la celda.

Ladislao Zathmar, sólo en el mundo, sin lazo alguno de familia, no tenía a


quien volver los ojos. Sólo existía su viejo servidor Borik para llorarle.

No sucedía lo mismo a Esteban Bathory. Su muerte no hería a él solo.


Tenía una esposa y un hijo a quienes iba a alcanzar aquel golpe.

Y si le sobrevivían, ¡qué existencia les aguardaba!

¡Qué porvenir para aquella mujer sin fortuna con un hijo apenas de ocho
años! Y aun cuando Esteban Bathory hubiera poseído algunos bienes,
¿qué les hubiera quedado después de una sentencia que pronunciaba
contra los condenados la confiscación al mismo tiempo que la muerte?

En cuanto al conde Sandorf, recordaba su pasado.

Su esposa, siempre presente a su imaginación; su hija, niña de dos años,


abandonada a los cuidados del intendente que tendría la carga de
educarla. ¡Sus amigos, a quienes había arrastrado a su pérdida! Se
preguntaba si había obrado bien, si no había ido más lejos de lo que exigía
el deber para con su país, puesto que el castigo iba más allá de sí mismo,
puesto que alcanzaba a inocentes.

—¡No… no… he hecho mi deber! repetía. La patria antes que todo y sobre
todo.

A cosa de las cinco de la tarde entró en la celda un carcelero, puso encima


de la mesa la comida de los condenados, y salió sin pronunciar una
palabra.

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Matías Sandorf hubiera deseado conocer el lugar donde se hallaba, cuál
era la fortaleza en que los habían encerrado. Pero el presidente del
consejo no había creído deber contestar a esta pregunta, y seguramente el
guardián, en virtud de una severa consigna, tampoco habría contestado.

Los condenados tocaron apenas a la comida que les habían servido.


Pasaron el resto del día en hablar de cosas diversas, de la esperanza de
que el movimiento abortado se repetiría algún día, y volviendo a considerar
los incidentes ocurridos.

—Ya sabemos ahora —dijo Ladislao Zathmar—, el porqué de nuestra


prisión, y cómo la policía lo ha sabido todo por medio del billete de que ha
tenido conocimiento…

—Sí, sin duda, Ladislao —respondió el conde Sandorf—; pero ese billete,
uno de los últimos que hemos recibido, ¿en qué manos ha caído primero y
por quién ha podido ser copiado?

—Y aun habiéndose apoderado de él, ¿cómo han logrado descifrarle sin la


plantilla?

—Sería preciso que nos la hubiesen robado, aun cuando sólo fuese por un
momento, —dijo el conde Sandorf.

—¡Robada! ¿Y por quién? —preguntó Ladislao Zathmar.

—El día de nuestra prisión estaba aún en el cajón de la mesa de mi


habitación, puesto que allí es donde la han encontrado los agentes.

Aquello era, en efecto, inexplicable. Que el billete hubiese sido encontrado


en el cuello de la paloma que le llevaba, que hubiese sido copiado antes
de llegar al destinatario a quien iba dirigido, que se hubiese descubierto la
casa de este destinatario, todo esto podía admitirse. Pero que la frase
criptografiada se hubiese reconstituido sin el instrumento que había
servido para formarla, era incomprensible.

—Y sin embargo —replicó el conde Sandorf—, el billete ha sido leído,


tenemos la certeza, y esto no ha podido hacerse sin la plantilla. Ese billete
es el que ha puesto a la policía sobre la pista del complot; ha sido la base
que ha servido para la acusación.

—Después de todo, poco importa —respondió Esteban Bathory.

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—¡Importa mucho, por el contrario! —exclamó el conde Sandorf—. Tal vez
hayamos sido vendidos. Y si ha habido un traidor… No saber…

El conde Sandorf se detuvo. El nombre de Sarcany acababa de ofrecerse


a su imaginación, pero rechazó esta idea, lejos, muy lejos, sin querer
siquiera comunicársela a sus compañeros.

Matías Sandorf y sus dos amigos continuaron hablando así de todo cuanto
había de inexplicable en aquel asunto, hasta muy entrada la noche.

A la mañana siguiente fueron despertados de un profundo sueño, por la


llegada del carcelero.

Era la mañana de su penúltimo día. La ejecución debía tener lugar


veinticuatro horas después.

Esteban Bathory preguntó si le seria permitido recibir a su familia.

El llavero contestó que sobre aquel punto no tenía orden alguna; pero no
era probable que el Gobierno consintiese en dar a los condenados aquel
último consuelo, puesto que había conducido el asunto con el mayor sigilo,
sin siquiera pronunciar el nombre de la fortaleza que servía de prisión a los
condenados.

—¿Podremos por lo menos escribir, en la seguridad de que nuestras


cartas han de llegar a su destino? —preguntó el conde Sandorf.

—Voy a poner a vuestra disposición papel, plumas y tintero —respondió el


llavero—, y os prometo entregar vuestras cartas en manos del gobernador.

En efecto, no tardó en traer todo lo necesario para escribir. Los


condenados pasaron una gran parte del día en tomar sus últimas
disposiciones. Por parte del conde Sandorf, en dedicar a su hija, que iba a
quedar huérfana, todo su cariño y cuantos consejos podía dar el corazón
de un padre. Por parte de Esteban Bathory, en atestiguar en su última
despedida a su esposa y a su hijo, todo el amor que les profesaba un
esposo y un padre; por parte de Ladislao Zathmar, todo lo que puede
experimentar un amo cariñoso por un viejo servidor, su último amigo.

Pero por muy absortos que estuviesen en sus reflexiones, ¡cuántas veces
prestaron atención, procurando percibir si algún ruido lejano se producía

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en los corredores de la torre! ¡Cuántas veces les pareció que iba a abrirse
la puerta de la celda, dando paso a aquellos seres queridos, y que les
seria permitido estrechar, en un último abrazo, a una esposo, a un hijo, a
una hija! ¡Hubiera sido un consuelo tan grande…! Pero en realidad, tal vez
valía más que una implacable consigna, privándoles de este supremo
adiós, les ahorrase esta escena desgarradora.

La puerta no se abrió. Sin duda ni Mad. Bathory ni su hijo, ni el intendente


Leudek, al cual estaba confiada la hija del conde Sandorf, sabían dónde
habían sido conducidos los prisioneros después de su arresto, ni tampoco
Borik, siempre detenido en la prisión de Trieste. Sin duda ignoraban
también la sentencia que se había dictado contra los jefes de la
conspiración. Los condenados no debían volver a verlos antes de la
ejecución de la sentencia.

Así transcurrieron las primeras horas de aquel día. A veces Matías Sandorf
y sus dos amigos se dirigían algunas palabras. A veces, durante un largo
silencio, se reconcentraban en sí mismos. En estos momentos, toda la
vida pasada se presenta a la memoria, con una intensidad de impresión
sobrenatural. No es que la imaginación se remonte hacia el pasado; todo
lo que el recuerdo atrae, reviste la forma del presente. Es como una
presciencia de la eternidad que va a entreabrirse, del incomprensible e
inconmensurable estado de cosas que se llama infinito. Sin embargo, si
Esteban Bathory, si Ladislao Zathmar se abandonaban sin reserva a sus
recuerdos, Matías Sandorf estaba invenciblemente dominado por un
pensamiento que no se apartaba de su mente. No dudaba que en aquel
misterioso asunto había habido traición. Ahora bien; para un hombre de su
carácter, morir sin haber hecho justicia del traidor, fuese quien fuese, sin
saber siquiera quién le había vendido, era morir dos veces. El billete al que
la policía debía el descubrimiento de la conspiración y el arresto de los
conspiradores, ¿quién le había sorprendido? ¿Quién se había procurado
los medios de leerle? ¿Quién le había entregado, tal vez vendido…?

Frente a este insoluble problema, el cerebro sobrexcitado del conde


Sandorf era presa de una especie de fiebre.

Mientras sus amigos escribían o permanecían mudos e inmóviles, él


marchaba inquieto, agitado, rozando los muro de la celda como una fiera
encerrada en su jaula.

Un fenómeno singular, pero perfectamente explicable por sólo las leyes de

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la acústica, iba por fin, a descubrirle el secreto que parecía no debía
conocer jamás. Varias veces ya el conde Sandorf se había detenido al
pasar cerca del ángulo que el muro divisorio formaba con la pared exterior
del corredor, en el que se abrían las diversas celdas de este piso de la
torre. En este ángulo, en la juntura de la puerta, había creído oír como un
murmullo de voces lejanas, aunque poco perceptible. Al principio no prestó
atención; pero un nombre pronunciado claramente, el suyo, le hizo aplicar
más cuidadosamente el oído.

Allí se producía evidentemente un fenómeno de acústica, semejante a los


que se observan en el interior de las galerías de una catedral, o bajo las
bóvedas de forma elipsoidal. La voz, partiendo de uno de los lados de la
elipse, después de haber seguido el contorno de los muros, se hace oír en
el otro foco sin haber sido perceptible en ningún punto intermedio. Tal es el
fenómeno que se produce en las criptas del Panteón de París, en el
interior de la cúpula de San Pedro, en Roma, en la Whisperinhg gallery
galería sonora de San Pablo en Londres.

En estas condiciones, la menor palabra articulada, aun en voz baja, en uno


de los focos de estas curvas, se oye distintamente en el foco opuesto.

No había duda posible: dos o más personas hablaban, bien en el corredor,


bien en una celda situada en la extremidad de su diámetro, y el punto focal
se encontraba cerca de la puerta ocupada por Matías Sandorf.

Un gesto de éste hizo que sus dos compañeros se le reunieran. Los tres,
aplicando el oído, se pusieron a escuchar.

Trozos de frases llegaban a ellos con bastante claridad; frases


interrumpidas cuando los que hablaban se retiraban del foco, por poco que
fuera, es decir, del punto cuya situación determinaba la producción del
fenómeno.

Y he aquí las palabras que sorprendieron en diferentes intervalos:

……

—Mañana, después de la ejecución, quedaréis libre.

……

—Y entonces dividiremos por mitad los bienes del conde Sandorf.

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……

—Sin mí, tal vez no hubierais podido descifrar el billete.

……

—Y sin mí, que le he cogido del cuello de la paloma, no le hubierais tenido


jamás entre las manos.

……

—En fin, nadie podrá sospechar que a nosotros debe la policía…

……

—Y aun cuando ahora tengan los condenados alguna sospecha…

……

—Ni parientes, ni amigos, nadie llegará ya hasta ellos…

……

—Hasta mañana, Sarcany.

……

—Hasta mañana, Silas Toronthal.

……

Después se extinguieron las voces y se oyó el ruido de una puerta que se


cerraba.

—¡Sarcany…! ¡Silas Toronthal…! —exclamó el conde Sandorf—. ¡Ellos…!


¡Son ellos…!

Miraba a sus dos amigos; su corazón había cesado de latir por un


momento bajo la presión de un verdadero espasmo. Sus pupilas,
espantosamente dilatadas, su cuello rígido, su cabeza como retirada entre
los hombros, todo indicaba en esta enérgica naturaleza una cólera terrible,
llevada al último extremo.

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—¡Ellos…! ¡Miserables…! ¡Ellos…! —repetía con una especie de rugido.

Por fin se levantó, miró en tomo suyo, y recorrió la celda con precipitados
pasos.

—¡Huir…! ¡Huir! —gritó—. ¡Es preciso huir!

Y este hombre que iba a marchar valerosamente a la muerte algunas


horas más tarde, este hombre, que no había pensado en disputar su vida,
este hombre no tuvo entonces más que un solo pensamiento: vivir, y vivir
para castigar a los dos traidores, Toronthal y Sarcany.

—¡Sí, vengarse! gritaron Esteban Bathory y Ladislao Zathmar.

—¿Vengarse? ¡No…! ¡Hacer justicia…!

El conde Sandorf se retrataba en aquellas palabras.

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VI. La torre de Pisino
La fortaleza de Pisino es una de las muestras más curiosas de aquellas
formidables construcciones que se levantaron en la Edad Media. Su
aspecto feudal la da muy buena traza. Sólo faltan los antiguos caballeros
en sus anchos salones embovedados, castellanas vestidas con largas
faldas rameadas y adornadas con puntiagudos bonetes, asomadas a sus
ventanas ojivales, arqueros o arbalatreros en las buhardas de sus
almenadas galerías, en las saeteras de sus torreones, en los rastrillos de
sus puentes levadizos. La obra de piedra está aún intacta; pero el
gobernador con su uniforme austríaco, los soldados con sus modernos
trajes, los guardianes y llaveros sin los vestidos mitad amarillos y mitad
rojos del tiempo viejo, falseaban el carácter de aquellos restos magníficos
de otra época.

De la torre de aquella fortaleza pretendía el conde Sandorf evadirse


durante las últimas horas que iban a preceder a su ejecución.

Tentativa sin duda insensata, puesto que los prisioneros ni aun sabían cuál
era la torre que les servía de cárcel, ni conocían el país o través del que
tendrían que atravesar después de su fuga.

¡Tal vez era una suerte que su ignorancia fuese completa en este punto!
Mejor instruidos, hubieran sin duda retrocedido ante las dificultades, por no
decir las imposibilidades de semejante empresa.

Y no es porque la provincia de Istria no presente condiciones favorables


para una evasión, pues sea cualquiera la dirección que tomasen los
fugitivos, podían alcanzar la costa en pocas horas.

No es tampoco porque las calles de la ciudad de Pisino estén tan


severamente guardadas que se corra el riesgo de ser detenido a los
primeros pasos.

Pero escaparse de su fortaleza, y más particularmente de la torre ocupada


por los prisioneros, había sido hasta entonces considerado como
absolutamente imposible. A nadie podía ocurrirse semejante idea.

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Véase, en efecto, cuál es la situación y la disposición exterior de la torre de
la fortaleza de Pisino.

Esta torre ocupa el costado de una explanada que termina bruscamente la


ciudad por aquel sitio. Al apoyarse sobre el parapeto de esta explanada, la
mirada se pierde en un abismo ancho y profundo, cuyas paredes abruptas,
tapizadas de largas plantas trepadoras, están cortadas a pico. Nada
sobresale en estas murallas, ni un escalón para subir o bajar, ni una
meseta para detenerse. Ningún punto de apoyo en ninguna parte; tan sólo
las estrías caprichosas, lisas, estériles, inciertas, que marcan la exfoliación
oblicua de las rocas. En una palabra, un abismo que atrae, que fascina y
que no devolvería nada de lo que en él se hubiese precipitado.

Por encima de este abismo se levanta uno de los muros laterales de la


torre, perforado por algunas raras ventanas que alumbran las celdas de los
diversos pisos. Si un prisionero se hubiese inclinado fuera de una de
aquellas aberturas, hubiera retrocedido lleno de espanto, a menos que el
vértigo le hubiera arrastrado hacia el vacío. Y si llegara a caer, ¿qué
sucedería? O su cuerpo se haría pedazos contra las rocas del fondo, o
sería arrastrado por un torrente cuya corriente es irresistible en la época
de las grandes lluvias.

Este abismo es el Buco, como dicen en el país. Sirve de recipiente a las


crecidas de un río que se llama el Foiba. Este río no tiene otra salida que
una caverna que ha abierto poco a poco o través de las rocas, y en la cual
se sepulta con la impetuosidad de un remolino o del rápido reflujo de la
barra de un río. ¿Hacia dónde se dirige, pasando por debajo de la ciudad?
Se ignora. ¿En dónde reaparece? No se sabe. De esta caverna, mejor
dicho, de este canal abierto en el esquisto y la arcilla, no se conoce ni la
longitud, ni la altura, ni la dirección.

¿Quién podrá decir si las aguas no se chocan, en su curso, con algún


bosque de pilares que sostienen con la enorme construcción la fortaleza y
la ciudad entera? Atrevidos exploradores habían intentado ya, cuando el
estiaje no era ni demasiado alto ni demasiado bajo, descender el curso del
Foiba a través de este sombrío tubo; pero el rebajamiento de las bóvedas
les opuso bien pronto un obstáculo infranqueable. En realidad, hada se
sabía respecto a este río subterráneo. Tal vez se abismaba en algún
orificio abierto por debajo del nivel del Adriático.

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Tal era aquel Buco, del que el conde Sandorf no conocía ni aun la
existencia. Ahora bien; como la evasión no podía verificarse sino por la
única ventana de su celda, que se abría por encima del Buco, era marchar
por él tan seguramente a la muerte como si se encontrase enfrente del
pelotón que había de fusilarle.

Ladislao Zathmar y Esteban Bathory sólo aguardaban el momento de


obrar, dispuestos a quedarse si era preciso, y a sacrificarse por ayudar al
conde Sandorf, prontos a seguirle si su fuga no había de comprometer la
suya.

—Huiremos los tres —dijo Matías Sandorf—, a reserva de separamos


cuando estemos fuera.

Las ocho de la noche daban entonces en el reloj de la ciudad. No


quedaban a los condenados más que doce horas de vida.

Empezaba la noche, una noche que debía ser muy oscura. Espesas
nubes, casi inmóviles, se desarrollaban pesadamente a través del espacio.

La atmósfera sofocante, casi irrespirable, estaba saturada de electricidad.


Amenazaba una tempestad violenta. Aún no rasgaba el relámpago
aquellas masas de vapores, dispuestos como otros tantos acumuladores
del fluido; pero ya sordos bramidos corrían a lo largo de la cadena de
montañas que rodea a Pisino.

Una evasión emprendida en estas circunstancias, hubiera podido


presentar algunas probabilidades, si un abismo desconocido no se hubiese
abierto a los pies de los fugitivos. Negra noche, a propósito para no ser
vistos. Noche estrepitosa, capaz de dominar todos los ruidos.

Como había reconocido inmediatamente el conde Sandorf, la fuga no era


posible sino por la ventana de la celda. No había que pensar en forzar la
puerta, ni romper sus tableros de encina reforzados con hierro. Además,
se escuchaba el paso de un centinela sobre las losas del corredor; y aun
cuando se franquease la puerta, ¿cómo dirigirse a través del laberinto de
la fortaleza? ¿Cómo pasar el rastrillo del puente levadizo? A lo menos, por
la parte del Buco no había guardas; pero el Buco defendía mejor esta cara
de la torre que lo hubiera hecho un cordón de centinelas.

El conde Sandorf se ocupó, pues, únicamente en reconocer si la ventana

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podría darles paso.

Esta ventana medía unos tres pies y medio de alto, por dos de ancho; se
extendía a través de la muralla, cuyo espesor, en este punto, podía
estimarse en cuatro pies. Una fuerte reja de hierro la condenaba. Estaba
encastrada en las paredes, casi a los haces del interior. No tenía esas
pantallas de madera que no permiten que llegue la luz sino de la parte
superior. Hubiera sido inútil, puesto que la disposición de la abertura se
oponía a que la mirada pudiese penetrar en el abismo del Buco. Si se
lograba arrancar la reja, sería fácil deslizarse a través de esta ventana,
que se parecía bastante a una tronera abierta en la muralla de una
fortaleza.

Pero una vez libre el paso, ¿cómo se operaría la bajada a lo largo de aquel
muro cortado a pico? ¿Con una escala? Ni los prisioneros la tenían, ni
hubieran podido fabricarla. ¿Emplear las ropas del lecho? Sólo tenían
algunas gruesas mantas de lana arrojadas sobre un colchón colocado
sobre una cadena de hierro emplomada en la pared de la celda. Hubiera
habido absoluta imposibilidad de escapar por aquella ventana, si el conde
Sandorf no hubiese reparado que una cadena, mejor dicho, un cable de
hierro que colgaba exteriormente, podía facilitar la evasión.

Este cable era el conductor del pararrayos, fijado en la cresta del techo,
por encima de la parte lateral de la torre, cuya muralla se elevaba a plomo
del Buco.

—¿Veis ese cable? —dijo el conde Sandorf a sus dos amigos—; hay que
tener el valor de servirnos de él para evadimos.

—El valor le tenemos —respondió Ladislao Zathmar—; pero ¿tendremos


la fuerza?

—¡Qué importa! —dijo Esteban Bathory—: si la fuerza nos falta, todo se


reduce a morir algunas horas antes.

—No se trata de morir, Esteban —respondió el conde Sandorf—.


Escúchame, y vos también, Ladislao; no perdáis ninguna de mis palabras.
Si poseyéramos una cuerda, ¿vacilaríamos en suspenderla por fuera de la
ventana para deslizamos hasta el suelo? No. Pues bien, este cable vale
más que una cuerda, por razón de su rigidez, y debe hacer la bajada
mucho más fácil. Como todos los conductores de pararrayos, no hay duda

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de que estará sujeto a la muralla por escarpias de hierro. Estas escarpias
serán otros tantos puntos fijos sobre los que nuestros pies podrán
encontrar un apoyo. No hay que temer los balanceos, puesto que el cable
está fijado al muro. No hay que temer el vértigo, puesto que es de noche y
no podremos ver nada en el vacío. Luego que esta ventana nos dé paso,
con valor y sangre fría no tardaremos mucho en vemos libres. ¡Que
arriesgamos la vida! Es posible. Pero aun cuando sólo hubiese diez
probabilidades por ciento, ¿qué importa, puesto que mañana serán ciento
por ciento las que tendremos de morir?

—¡Sea! —respondió Ladislao Zathmar.

—¿Dónde terminará la cadena? —preguntó Esteban Bathory.

—En algún pozo, sin duda —respondió el conde Sandorf—; pero con
seguridad fuera de la torre, y no necesitamos más. Yo no sé, no quiero ver
más que una cosa: que al extremo de esta cadena se encuentra… tal vez
la libertad.

El conde Sandorf no se engañaba al decir que el conductor del pararrayo


debía estar sujeto al muro por medio de escarpias recibidas de trecho en
trecho. De allí una gran facilidad para bajar, puesto que los fugitivos
tendrían otros tantos escalones que les garantizarían de un resbalamiento
demasiado rápido.

Pero lo que ellos ignoraban era que, a partir de la cima de la meseta sobre
la que se levantaba la muralla de la torre, el cable de hierro estaba libre,
flotante, abandonado en el vacío; y que su extremidad inferior se sumergía
en las mismas aguas del Foiba, crecidas entonces por las recientes lluvias.
Allí, donde debían contar que encontrarían un suelo firme, en el fondo de
aquella garganta no había más que un torrente que se precipitaba
impetuosamente a través de la caverna del Buco.

Pero si lo hubiesen sabido, ¿habrían retrocedido en su tentativa de


evasión? No.

—Morir por morir, hubiera dicho Matías Sandorf, muramos después de


haber intentado todo para escapar a la muerte.

Desde luego era necesario abrir un paso a través de la ventana. Era


preciso arrancar la reja que la obstruía.

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¿Era esto posible sin unas tenazas, sin una palanca, sin una herramienta
cualquiera? Los prisioneros no poseían ni aun un cuchillo.

—El resto sólo será difícil, dijo Matías Sandorf; pero esto es tal vez
imposible. ¡A la obra! Dicho esto, el conde Sandorf se izó hasta la ventana,
agarró vigorosamente la reja con una mano, y sintió que tal vez no sería
preciso un gran esfuerzo para arrancarla.

En efecto, los barrotes de hierro que la formaban se movían algo en sus


alveolos; la piedra, saltada en los ángulos, sólo ofrecía una mediana
resistencia. Probablemente la cadena del pararrayos, antes de que se
hubiesen hecho algunas reparaciones, debía haber estado en malas
condiciones de conductibilidad. Era probable que las chispas del fluido,
atraídas por el hierro de la reja, hubiesen atacado el mismo muro, y ya se
sabe que su poder, por decirlo así, no tiene límites.

De allí aquellas roturas de los alveolos, en los cuales se introducían los


extremos de los barrotes, y la descomposición de la piedra, reducida a un
estado esponjoso, como si hubiera sido agujereada por millones de puntas
eléctricas.

Esteban Bathory, después de examinarle a su vez, dio en algunas


palabras la explicación de aquel fenómeno.

Pero no se trataba de explicar; se trataba de ponerse a la obra, sin perder


un instante.

Si se lograba desengastar la extremidad de los barrotes, después de haber


hecho saltar los ángulos de sus alveolos, tal vez sería luego fácil empujar
la reja hacia el exterior, puesto que la abertura se ensanchaba de adentro
afuera, haciéndola caer en el vacío.

En medio de los largos redobles del trueno que se propagaban ya sin


interrupción en las zonas bajas del cielo, el ruido de su caída pasaría
desapercibido.

—¡Pero no podemos desgarrar esta piedra con nuestras manos! —dijo


Ladislao Zathmar.

—No —respondió el conde Sandorf—, necesitamos un pedazo de hierro,


una hoja cualquiera…

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Esto era, en efecto, necesario. Por muy débil que estuviese la pared junto
a los alveolos, se romperían las uñas, se ensangrentarían los dedos
intentando reducirla a polvo, pero no se lograría sin emplear aunque sólo
fuese un clavo.

El conde Sandorf miraba a su alrededor a la vaga luz que el corredor,


débilmente iluminado, enviaba a la celda por la imposta de la puerta.

Palpaba los muros con sus manos, por si encontraba en ellos algún clavo.
No encontró nada. Entonces tuvo la idea de que no sería imposible
desmontar una de las patas del lecho de hierro recibidas en la pared. Los
tres se pusieron a la obra, y bien pronto Esteban Bathory interrumpió el
trabajo de sus dos compañeros, llamándolos en voz baja.

El pasador de una de las hojas metálicas, cuyo cruzamiento formaba el


fondo de su lecho, había cedido. Bastaba, pues, coger aquella hoja por su
extremidad libre y doblarla varias veces en uno y otro sentido para
separarla de su armadura.

Esto se hizo en un momento, y el conde Sandorf pudo disponer de una


herramienta de hierro de cinco pulgadas de larga y una de ancha, la que
envolvió por un extremo con su corbata; después se dirigió a la ventana y
comenzó a desgastar el borde exterior de los cuatro alveolos.

Esto no podía hacerse sin algún ruido. Felizmente el zumbido del trueno
debía cubrirle. Durante los intervalos de la tormenta el conde Sandorf se
detenía, y volvía inmediatamente a su trabajo, que marchaba rápidamente.

Esteban Bathory y Ladislao Zathmar, apostados junto a la puerta,


escuchaban, con el objeto de interrumpirle cuando el centinela se
acercaba a la celda.

Un repentino ¡chist! escapado de los labios da Ladislao Zathmar, hizo


cesar el trabajo.

—¿Qué hay? —preguntó Esteban Bathory.

—Escuchad —respondió Ladislao Zathmar. Tenía colocado su oído


precisamente en el foco de la curva elipsoidal, y de nuevo se producía el
fenómeno de acústica que había descubierto a los prisioneros el secreto
de la traición.

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He aquí los pedazos de frases que pudieron coger en cortos intervalos:

—Mañana… puesto… libertad…

……

—Sí… arresto… levantado… y…

……

—… Después de la ejecución… luego… reuniré con mi camarada Zirone,


que debe aguardarme en Sicilia…

……

—No habréis hecho una larga estancia en la torre de…

……

Eran evidentemente Sarcany y un carcelero quienes hablaban. Además,


Sarcany acababa de pronunciar el nombre de un tal Zirone, que debía
estar mezclado en todo este asunto; nombre que Matías Sandorf retuvo
con gran cuidado.

Desgraciadamente, la última palabra, que tan útil hubiera sido a los


prisioneros conocer, no llegó hasta ellos. Al fin de la última frase había
estallado un violento trueno, y mientras la corriente eléctrica seguía el
conductor del pararrayos, chispas luminosas se escaparon de la hoja que
el conde Sandorf tenía en la mano.

Sin la corbata de seda que la rodeaba, hubiera sido alcanzado por el fluido.

Así, la última palabra, el nombre de aquella torre, se había perdido en el


intenso estrépito del trueno.

Los prisioneros no habían podido oiría.

¡Cuánto se hubieran aumentado las probabilidades de una evasión


practicada en condiciones tan difíciles, sabiendo la fortaleza en que
estaban encerrados y el país a través del cual tendrían que huir!

El conde Sandorf volvió a ponerse a la obra.

86
De los cuatro alveolos, tres estaban ya desgastados, hasta el punto que el
extremo de los barrotes podía salir libremente.

El cuarto fue atacado a la luz de los relámpagos, que iluminaba


incesantemente el espacio.

A las diez y media el trabajo estaba completamente terminado. La reja,


separada de las paredes, podía resbalar a través de la abertura; sólo
faltaba empujarla para que cayese al exterior, lo que fue hecho en el
momento que Ladislao Zathmar oyó alejarse al centinela hacia el fondo del
corredor.

Era en un momento de tregua de la tormenta.

El conde Sandorf prestó atención, a fin de escuchar el ruido que debía


hacer el pesado aparato al caer sobre el suelo; pero no oyó nada.

—La torre debe estar construida sobre alguna roca que domine el valle,
hizo observar Esteban Bathory.

—Poco importa la altura, respondió el conde Sandorf. No es dudoso que el


cable del pararrayos llegue hasta el suelo, puesto que esto es necesario
para que funcione: luego podremos llegar a él sin arriesgar una caída.

Razonamiento justo en general, pero falso en este caso, puesto que la


extremidad del conductos se sumergía en las aguas del Foiba.

Por fin, una vez libre la ventana, había llegado el momento de huir.

—Amigos míos —dijo Matías Sandorf—, he aquí cómo vamos a proceder.


Yo soy el más joven, y creo que el más vigoroso. Luego a mí me
corresponde ensayar el primero la bajada a lo largo del cable de hierro. En
el caso en que un obstáculo insuperable, imposible de prever, me impida
tocar el suelo, tal vez tendré fuerzas para volver a subir hasta la ventana.
Dos minutos después que yo, tú, Esteban, te deslizarás por el cable y te
reunirás conmigo. Dos minutos después que él, Ladislao, tomaréis el
mismo camino. Cuando los tres estemos reunidos al pie de la torre,
obraremos según las circunstancias.

—Te obedeceremos, Matías —respondió Esteban Bathory—. Sí; haremos


lo que nos digas, iremos donde nos mandes. Pero no queremos que tomes

87
para ti solo la parte mayor de los peligros.

—Nuestras existencias no valen la vuestra —añadió Ladislao Zathmar.

—Valen lo mismo frente a un acto de justicia —respondió el conde


Sandorf—; y si uno solo de nosotros sobrevive, aquél será el justiciero.
¡Abrazadme, amigos míos!

Y aquellos tres hombres se estrecharon con efusión, pareciendo cobrar


nuevo aliento con aquel abrazo.

Entonces, mientras que Ladislao Zathmar vigilaba por la puerta de la


celda, el conde Sandorf se introdujo por el hueco de la ventana. Un
momento después estaba suspendido en el vacío; mientras que sus
rodillas apretaban el cable de hierro, se dejó deslizar, con ayuda de sus
manos, buscando con sus pies las escarpias de enlace para apoyarse un
instante.

La tempestad estalló entonces con extraordinaria violencia; no llovía, pero


el viento era espantoso. Los relámpagos se sucedían sin interrupción. Sus
zigzags se cruzaban por encima de la torre, que los atraía por su posición
aislada y gran altura.

La punta del pararrayos brillaba con una luz blanquecina que el fluido
acumulaba en forma de penacho, y la varilla oscilaba a impulsos de la
ráfaga.

Fácil es concebir el peligro que había en suspenderse de aquel conductor


que seguía incesantemente la corriente eléctrica para ir a perderse en las
aguas del Buco. Si el aparato estaba en buen estado, no había ningún
riesgo de ser herido, porque la extremada conductibilidad del metal,
comparada con la del cuerpo humano, que es infinitamente menor, debía
preservar al atrevido suspendido de este cable. Pero por poco embotada
que estuviese la punta del pararrayos, que hubiese alguna solución de
continuidad en el alambre, o que existiese alguna rotura en la parte
inferior, era posible una muerte fulminante por la reunión de las dos
corrientes, positiva y negativa, aun sin que estallase el rayo, es decir, sin
más que por la tensión del fluido acumulado en el aparato defectuoso.

El conde Sandorf no ignoraba el peligro a que se exponía; pero un


sentimiento más poderoso, el instinto de conservación, le hacía desafiarle.

88
Bajaba lenta, prudentemente, en medio de los efluvios eléctricos que le
bañaban todo entero. Sil pie buscaba, a lo largo del muro, cada garfio de
enlace y se reposaba un instante.

A cada relámpago que iluminaba el abisme intentaba, aunque en vano,


reconocer su profundidad.

Cuando Matías Sandorf hubo descendido así como unos sesenta pies de
la ventana de la celda, sintió un pronto de apoyo más seguro. Era una
especie de banqueta de unas cuantas pulgadas de ancho que sobresalía
del basamento de la muralla. El conductor del pararrayos no terminaba en
aquel punto; bajaba más aún, y a partir de este punto flotaba, ya siguiendo
la pared de roca, ya balanceándose en el vacío, chocando contra las
salidas de las peñas que colgaban sobre el abismo.

El conde Sandorf se detuvo para tomar aliento.

Sus dos pies descansaban entonces sobre el reborde de la banqueta; sus


manos sujetaban el cable de hierro.

Comprendió que había alcanzado la base de la primera hilada de la torre.

Pero lo que no podía estimar todavía, era la altura en que aquélla


dominaba al valle inferior.

—¡Debe ser profundo! pensó.

En efecto, grandes pájaros, asustados, cegados por la deslumbradora


iluminación de los relámpagos, volaban a su alrededor con bruscos
aletazos, y en lugar de elevar su vuelo, se hundían en el vacío.

De aquí la consecuencia de que un precipicio o un abismo se abría debajo


de él.

En aquel momento se dejó oír un ruido en la parte superior del cable de


hierro. A través de la rápida luz de un relámpago, el conde Sandorf vio
confusamente destacarse una masa de la muralla.

Era Esteban Bathory, que se deslizaba fuera de la ventana. Acababa de


agarrar el conducto metálico, y descendía lentamente para reunirse a
Matías Sandorf. Éste le aguardaba con los pies sólidamente apoyados
sobre el reborde de piedra. Allí debía detenerse a su vez Esteban Bathory,

89
mientras su compañero continuase descendiendo.

En algunos instantes estuvieron uno al lado del otro, sostenidos por la


banqueta.

Cuando cesaron los últimos ruidos del trueno, pudieron oírse y hablarse.

—¿Y Ladislao? —preguntó el conde Sandorf.

—Estará aquí dentro de un minuto.

—¿Hay algo que temer arriba?

—Nada.

—¡Bien! Voy a hacer sitio a Ladislao, y tú, Esteban, esperarás que se


reúna a ti en este sitio.

—Convenido.

Un inmenso relámpago les envolvió en aquel momento.

Como si el fluido, corriendo a través del cable, hubiese penetrado hasta


sus nervios, se creyeron heridos por el rayo.

—¡Matías…! ¡Matías…! —exclamó Esteban Bathory, bajo una impresión


de terror que no pudo dominar.

—¡Ten sangre fría…! ¡Ya bajo…! ¡Tú me seguirás…! —respondió el conde


Sandorf.

Y ya se había agarrado a la cadena con la intención de dejarse deslizar


hasta la primera escarpia inferior, sobre la que contaba detenerse para
aguardar a su compañero.

De repente se oyeron gritos en lo alto de la torre.

Parecían proceder de la ventana de la celda.

Después resonaron estas palabras:

—¡Salvaos! ¡Salvaos!

90
Era la voz de Ladislao Zathmar.

Casi en el mismo instante, una luz viva se extendió a lo largo de la muralla,


seguida de una detonación seca y sin eco.

Esta vez no era la línea quebrada de un relámpago que rasgaba la


sombra, no era el estallido del rayo que acababa de rodar en el espacio.
Se había disparado un tiro desde una de las ventanas de la torre.

Que fuese esto una señal de los guardas, o que se hubiera dirigido una
bala a los fugitivos, lo cierto era que la evasión estaba descubierta.

En efecto, el centinela, creyendo oír algún ruido, había llamado, y cinco o


seis soldados se habían precipitado en la celda. Se reconoció
inmediatamente la ausencia de dos de los prisioneros. El estado de la
ventana probaba que no habían podido huir sino por su abertura. Entonces
Ladislao Zathmar, antes que hubieran podido impedirlo, lanzándose hacia
ella e inclinándose al exterior, dio a sus compañeros la voz de alarma.

—¡Desgraciado! —exclamó Esteban Bathory—. ¡Abandonarle…!


¡Matías…! ¡Abandonarle!

Dejóse oír un segundo disparo, y esta vez la detonación se confundió con


el rugido del trueno.

—¡Dios tenga piedad de él! —respondió el conde Sandorf—. Pero es


forzoso huir… aunque sólo sea para vengarle… ¡Ven, Esteban, ven!

Ya era tiempo. Acababan de abrirse otras ventanas situadas en los pisos


inferiores de la torre.

Nuevas descargas las iluminaban: oíase también un gran ruido de voces.


Tal vez los soldados siguiendo la banqueta que rodeaba el pie del muro
iban a cortar la retirada a los fugitivos.

Tal vez, también, podían ser heridos o muertos por los disparos hechos de
una y otra parte de la torre.

—¡Ven! —gritó por última vez el conde Sandorf.

Y se dejó resbalar a lo largo del cable de hierro, que Esteban Bathory


agarró en seguida.

91
Entonces se apercibieron de que el cable flotaba en el vacío, por debajo
de la banqueta. Tampoco había escarpias de enlace que les sirviesen de
punto de apoyo para reposar un instante y tomar aliento; hallábanse
abandonados al balancee de aquella oscilante cadena que les desgarraba
las manos, y bajaban con las rodillas apretadas sin poderse detener,
mientras que las balas silbaban a sus oídos. Durante un minuto bajaron de
esta manera más de ochenta pies, peguntándose si aquel abismo en que
se hundían no tenía fondo. Los mugidos de un agua furiosa se
escuchaban debajo de ellos. Entonces comprendieron que el conductor del
pararrayos terminaba en un torrente. Pero ¿qué hacer? Aun cuando
hubiesen querido remontar, izándose a lo largo del cable, no habrían
tenido fuerzas para llegar a la base de la torre. Por otra parte, muerte por
muerte, valía más la que les esperaba en aquellas profundidades.

En aquel momento, un trueno espantoso estalló en medio de una intensa


luz eléctrica. Aun cuando la varilla del pararrayos no sufrió directamente el
choque en el vértice de la torre, la tensión del fluido fue esta vez tal, que el
conductor se enrojeció al blanco a su paso, como un hilo de platino bajo la
descarga de una batería eléctrica o de una pila.

Esteban Bathory soltó el cable, arrojando un grito de dolor.

Matías Sandorf le vio pasar junto a él, casi tocándole, con los brazos
extendidos.

A su vez tuvo que soltar el cable, que le abrasaba las manos, y cayó
desde más de cuarenta pies de altura en el torrente del Foiba, en el fondo
del desconocido abismo del Buco.

92
VII. El torrente del Foiba
Serían las once de la noche. Las nubes tempestuosas empezaban a
resolverse en violentos aguaceros. A la lluvia se mezclaban enormes
granizos que ametrallaban las aguas del Foiba y saltaban sobre las rocas
vecinas.

Los disparos hechos desde las ventanas de la torre habían cesado. ¿Para
qué gastar tantas balas contra los fugitivos? ¡El Foiba no podía devolver
más que cadáveres, y eso si los devolvía!

Apenas el conde Sandorf se vio sumergido en el torrente, cuando se sintió


arrastrado a través del Buco. En algunos instantes pasó de la intensa luz
con que la electricidad iluminaba el fondo del abismo, a la más profunda
oscuridad. Los mugidos de las aguas habían reemplazado a los estallidos
del rayo La impenetrable caverna no dejaba pasar ninguno de los ruidos ni
de los resplandores exteriores.

—¡A mí…! se oyó. Era Esteban Bathory quien había arrojado este grito. La
frialdad del agua acababa de volverle a la vida; pero no podía sostenerse
en la superficie, y se hubiese ahogado si un brazo vigoroso no le hubiera
agarrado en el momento en que iba a desaparecer.

—¡Aquí estoy, Esteban…! ¡Nada temas!

El conde Sandorf, al lado de su compañero, le levantaba con una mano,


mientras nadaba con la otra.

La situación era crítica en extremo. Esteban Bathory apenas podía


ayudarse con sus miembros medio paralizados por el paso del fluido
eléctrico. Si la quemadura de sus manos se había aliviado sensiblemente
al contacto del agua fría, el estado de inercia en que se encontraba no le
permitía hacer uso de ellas. Si el conde Sandorf le hubiera abandonado un
solo instante, se hubiera en el acto hundido bajo las aguas. Además de la
lucha que tenía aquel que sostener, agradaba su situación la incertidumbre
completa en que se hallaba sobre la dirección que seguía aquel torrente,
en qué punto del país terminaba, en qué río o en qué mar iba a perderse.

93
Aun cuando hubiera sabido que aquel río era el Foiba, su situación no
hubiera sido menos desesperada, puesto que se ignora dónde vierten sus
aguas impetuosas. Botellas lacradas arrojadas a la entrada de la caverna
no habían vuelto a aparecer en ningún tributario de la península istriana,
sea que se hubiesen roto en su curso a través de esta sombría
substracción, sea que sus masas líquidas las hubieran arrastrado hacia
alguna sima de la corteza terrestre.

Entretanto los viajeros eran empujados con extremada violencia, lo que les
hacía más fácil sostenerse en la superficie del agua.

Esteban Bathory no tenía conciencia de su estado. Era como un cuerpo


inerte entre las manos del conde Sandorf. Éste luchaba por los dos, pero
sentía que concluiría por rendirse.

A los peligros de ser golpeados por las agudas puntas de las rocas, en los
flancos de la caverna o en los colgantes de la roca, se unía uno aún
mayor: el de ser cogidos por uno de los torbellinos que formaban los
numerosos remolinos en una brusca vuelta de la pared donde se rompía y
modificaba el curso regular de la corriente. Veinte veces Matías Sandorf se
sintió absorbido con su compañero por uno de esos chupaderos líquidos
que atraen irresistiblemente con el efecto de un maëlstrom. Enlazados
entonces en un movimiento giratorio, arrojados después a la periferia del
torbellino, como la piedra lanzada de una onda, no lograban salir sino en el
momento en que el remolino se rompía.

Media hora transcurrió en estas condiciones, con la muerte probable a


cada minuto, a cada segundo.

Matías Sandorf, dotado de una energía sobrehumana, no había


desmayado todavía. Era una suerte que su compañero estuviese casi
privado de sentido. Si hubiese tenido el instinto de conservación, se
hubiera movido, y habría tenido necesidad de luchar para reducirlo a la
impotencia; entonces el conde Sandorf se hubiera visto en la necesidad de
abandonarle, o ambos se habrían hundido bajo las aguas.

Aquella situación no podía prolongarse. Las fuerzas de Matías Sandorf


comenzaban a agotarse sensiblemente. En ciertos momentos, mientras
levantaba la cabeza de Esteban Bathory, la suya se sumergía bajo la capa
líquida; la respiración le faltaba súbitamente. Jadeaba, se sofocaba, se
agitaba en un principio de asfixia. Muchas veces tuvo que soltar a su

94
compañero, cuya cabeza se sumergía en el acto; pero siempre lograba
recogerle, y esto en medio de la impulsión de las aguas, que, hinchadas
en ciertos puntos apretados del canal, se rompían con espantoso ruido.

Bien pronto el conde Sandorf se sintió perdido. El cuerpo de Esteban


Bathory se le escapó definitivamente. Por último esfuerzo intentó
recogerle… No le encontró, y él mismo se vio arrastrado a las capas
inferiores del torrente.

De repente, un choque violento le desgarró la espalda. Tendió


instintivamente la mano, y agarró un manojo de raíces que pendían en las
aguas.

Aquellas raíces eran las de un árbol arrastrado por el torrente. Matías


Sandorf se agarró sólidamente a él y volvió a la superficie del Foiba,
buscando con una mano a su compañero, mientras que con la otra se
aferraba al tronco.

Un instante después, Esteban Bathory era cogido por el brazo, y, después


de violentos esfuerzos, subido sobre el árbol en que Matías Sandorf se
colocó a su vez. Ambos se hallaban momentáneamente fuera del peligro
inmediato de perecer ahogados, pero ligados a la suerte del tronco,
entregado a los caprichos de la rapidez del Buco.

El conde Sandorf había, durante un instante, perdido el conocimiento. Su


primer cuidado al volver en sí, fue asegurarse de que Esteban Bathory no
podía resbalar del tronco del árbol. Por un exceso de precaución, se
colocó detrás de él, en disposición de poderle sostener. Hecho esto, dirigió
su vista hacia adelante, para el caso en que penetrase alguna luz en la
caverna, estar en disposición de percibirla, y observar el estado de las
aguas a su salida. Pero nada indicaba que ésta estuviese cerca en este
interminable canal.

Sin embargo, la situación de los fugitivos se había mejorado un tanto. El


tronco de aquel árbol inedia unos diez pies de longitud, y sus raíces,
apoyándose sobre las aguas, presentaban un obstáculo para que no
girase rápidamente. Su estabilidad parecía asegurada, a pesar de los
desniveles de la masa líquida, a menos de ocurrir choques violentos. En
cuanto a su velocidad, no podía ser estimada en menos de tres leguas por
hora, siendo igual a la del torrente que le arrastraba.

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Matías Sandorf había recobrado toda su sangre fría. Procuró reanimar a
su compañero, cuya cabeza reposaba sobre sus rodillas. Se aseguró de
que su corazón latía, aunque apenas respiraba. Se inclinó sobre su boca
para introducir un poco de aire en sus pulmones. Tal vez los primeros
ataques de la asfixia no habían producido todavía en su organismo
irreparables desórdenes. En efecto, Esteban Bathory hizo un ligero
movimiento, aspiraciones más acentuadas entreabrieron sus labios,
escapándose por fin algunas palabras de su boca.

—¡Esposa mía…! ¡Hijo mío…! ¡Matías…!

Toda su vida se concentraba en estas palabras.

—Esteban, ¿me oyes…?, ¿me oyes? —preguntó el conde Sandorf,


teniendo que gritar para hacerse oír en medio de los mugidos con que el
torrente llenaba las bóvedas del Buco.

—¡Sí…!, ¡sí…! ¡Te oigo…! ¡Habla…! ¡Habla…! ¡Tu mano en la mía!

—Esteban, ya no corremos mi peligro inmediato —respondió el conde


Sandorf—. Un tronco nos conduce… ¿A dónde…? No puedo decirlo; pero
a lo menos contamos con esta seguridad relativa.

—Matías, ¿y la torre…?

—¡Estamos ya lejos de ella! Deben creer que hemos encontrado la muerte


en las aguas de este abismo, y seguramente no piensan en perseguirnos.
Sea cualquiera el sitio en que desagüe este torrente, mar o río,
llegaremos, y aun puedo asegurarte que llegaremos vivos. Ten valor,
Esteban, yo velo por ti. Descansa todavía y toma fuerzas, que pronto
tendrás necesidad de ellas. ¡Dentro de algunas horas estaremos salvados,
seremos libres!

—¿Y Ladislao? —murmuró Esteban Bathory.

Matías Sandorf no contestó. ¿Qué hubiera podido responder? Ladislao


Zathmar, después de haber dado el grito de alarma a través de la ventana
de la celda, debía haber sido puesto en la imposibilidad de huir, siendo
imposible a sus compañeros hacer nada por él.

Esteban Bathory dejó caer hacia atrás su cabeza. Le faltaba la energía


física para vencer su entorpecimiento. Pero Matías Sandorf velaba por él,

96
dispuesto a todo, basta a abandonar el árbol, si llegaba a romperse contra
uno de los muchos obstáculos que era imposible evitar en medio de tan
profundas tinieblas.

Debían ser las tres de la mañana, cuando la velocidad de la corriente, y


por consiguiente la del tronco del árbol, pareció disminuir muy
sensiblemente.

Sin duda el canal comenzaba a ensancharse, y las aguas, hallando entre


sus paredes un paso más libre, tomaban una marcha más moderada.
Hasta podría pensarse que no se hallaban muy lejos de la extremidad de
aquel agujero subterráneo.

Pero al mismo tiempo que las paredes se separaban, la bóveda tendía a


descender.

El conde Sandorf, al levantar su mano, pudo rozar los esquistos irregulares


que sobresalían por encima de su cabeza. Otras veces oía como un ruido
de rozamiento: era alguna raíz del árbol, levantada verticalmente, cuya
extremidad frotaba con la bóveda. De aquí las violentas sacudidas
impresas al tronco, que oscilaba y modificaba su dirección. Cogido de
través, giraba sobre sí mismo, hasta el punto, que más de una vez los
fugitivos temieron verse arrancados de él.

Evitando este peligro, después de haberse reproducido varias veces,


quedaba aún otro, cuyas consecuencias calculaba fríamente el conde
Sandorf: era el que podía resultar del rebajamiento continuo de la bóveda
del Buco. Ya no había podido escapar de él varias veces sino arrojándose
bruscamente hacia atrás, en el momento en que su mano encontraba el
saliente de una roca.

¿Sería preciso volverse a sumergir en la corriente?

Él podría intentarlo todavía; pero su compañero, ¿cómo lograría


sostenerse entre dos aguas?

Y si el canal subterráneo se rebajaba así durante un largo trayecto, ¿sería


posible salir vivo?

No: aquello sería la muerte definitiva, después de tantas muertes evitadas


hasta entonces.

97
Matías Sandorf, a pesar de su energía, sentía su corazón oprimido por la
angustia. Comprendía que el momento supremo se acercaba. Las raíces
del tronco frotaban más duramente las rocas de la bóveda, y por
momentos su parte superior se sumergía tan profundamente, que la capa
de agua le recubría por entero.

—¡Sin embargo, se decía el conde Sandorf, la salida de esta caverna no


puede estar ya muy lejos!

Y entonces procuraba ver si entre la sombra se filtraba alguna vaga luz,


pensando que tal vez la noche estuviese bastante avanzada para que la
oscuridad no fuese completa al exterior, o que los relámpagos iluminasen
todavía el espacio situado más allá del Buco. En este caso penetraría
algún destello a través de aquel canal que amenazaba irse estrechando
hasta el extremo de no poder contener la comente del Foiba.

Pero nada, siempre tinieblas absolutas, y el mugido de las aguas, cuya


misma espuma parecía negra.

De repente se sintió un choque de extremada violencia. El tronco del árbol


acababa de tropezar, por su extremidad anterior, con una enorme
pendiente de la roca, volcándose por completo con la sacudida. Pero el
conde Sandorf no le soltó. Agarrado desesperadamente a las raíces,
mantuvo con la otra a su compañero en el momento en que iba a ser
arrastrado. Después se dejó hundir con él en la masa de las aguas que se
estrellaban entonces contra la bóveda.

Esto duró cerca de un minuto. Matías Sandorf tuvo la convicción de que


estaba perdido. Instintivamente retuvo la respiración, o fin de conservar el
poco aire que encerraba aún en su pecho.

De pronto, a través de la masa líquida, aun cuando sus párpados estaban


cerrados, recibió la impresión de una luz bastante viva. Acababa de brillar
un relámpago, que fue inmediatamente seguido del estrépito del trueno.

Por fin, era la luz.

En efecto, el Foiba, saliendo de aquel sombrío canal, seguía su curso a


cielo abierto. Pero ¿hacia qué punto del litoral se dirigía? ¿Sobre qué mar
se abría su embocadura? Ésta era siempre la insoluble cuestión, cuestión

98
de vida o muerte.

El tronco del árbol había vuelto a subir a la superficie. Esteban Bathory


estaba siempre retenido por Matías Sandorf, que por un vigoroso es fuerzo
logró volverse a izar sobre el árbol y colocarse en su sitio, en la parte
posterior.

Después miró delante, alrededor y detrás de él.

Una masa sombría comenzaba a perderse en la sombra. Era la enorme


roca del Buco, en la cual se abría el tubo subterráneo que daba paso a las
aguas del Foiba. El día se manifestaba ya por ligeros destellos esparcidos
en el cénit, vagos como esas nebulosas que la vista puede percibir apenas
en las serenas noches de invierno.

De cuando en cuando, algunos blanquecinos relámpagos iluminaban los


últimos planos del horizonte, en medio de los continuos, pero sordos
redobles del trueno. La tempestad se alejaba o se extinguía poco a poco,
después de haber gastado toda la materia eléctrica acumulada en el
espacio.

Matías Sandorf dirigió sus miradas a derecha e izquierda, no sin una viva
ansiedad.

Entonces pudo ver que el río corría entre dos altos contrafuertes, y
siempre con extremada velocidad.

Era, pues, una rápida pendiente la que arrastraba a los fugitivos en medio
de sus ollas y remolinos.

Pero al cabo, el infinito se extendía por encima de su cabeza, y no aquella


bóveda rebajada, cuyos salientes amenazaban a cada instante
destrozarles el cráneo. No se distinguía ni un ribazo sobre el cual pudiesen
hacer pie; ni un talud en que fuera posible el desembarco.

Dos altas murallas acantiladas encajonaban el Foiba. En resumen, sólo se


veía el canal repretado, con sus paredes verticales alisadas por las aguas,
como en el interior del tubo que acababan de atravesar, menos su techo
de piedra.

La última inmersión acababa de reanimar a Esteban Bathory.

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Su mano había buscado la mano de Matías Sandorf. Éste se inclinó hacia
él, y le dijo:

—¡Salvados!

Pero ¿tenía aún el derecho de pronunciar aquella palabra? ¡Salvados


cuando ni aún sabía dónde iba a parar aquel río, ni qué comarca
atravesaba, ni cuándo podría abandonar aquella embarcación
improvisada! Sin embargo, tal era su energía, que levantándose sobre el
árbol, repitió por tres veces, y con voz poderosa, esta palabra:

—¡Salvados! ¡Salvados! ¡Salvados!

¿Quién hubiera podido oírle? Nadie sobre aquellos acantilados de rocas, a


los cuales falta el humus; formados de guijarros y esquistos estratificados,
en los que no hay ni aun la tierra vegetal necesaria para alimentar abrojos.

El país que se ocultaba detrás de las altas orillas, no podía atraer ningún
ser humano.

Era una comarca desolada la que atravesaba el Foiba, aprisionado como


lo está un canal de derivación en sus muros de granito. Ningún arroyo le
alimentaba en su curso; ningún pájaro rasaba su superficie, ningún
Pescade podía aventurarse en sus aguas, demasiado rápidas.

Acá y allá surgían grandes rocas cuya cresta, absolutamente seca,


indicaban que las violencias de aquella corriente de agua no eran debidas
más que a una crecida momentánea, producida por las últimas lluvias.
Ordinariamente, el lecho del Foiba no debía ser más que un barranco.

Por otra parte, no era de temer que el tronco del árbol fuese arrojado
contra las rocas. Las evitaba por sí mismo con sólo seguir el hilo de la
corriente que le rodeaba. Pero también hubiera sido imposible hacerle salir
de ella, ni disminuir su velocidad para abordar a un punto cualquiera de las
orillas, en el caso de que hubiera sido practicable el desembarco.

Una hora más se pasó en estas condiciones, sin que tuviesen que
preocuparse por ningún peligro inmediato.

Los últimos relámpagos acababan de extinguirse en el espacio. A lo lejos,


el meteoro tempestuoso sólo se manifestaba por sordas detonaciones que
repercutían las altas nubes, cuyos largos estratos rayaban el horizonte.

100
El día se acentuaba y blanqueaba el azul del cielo, purificado por las
ráfagas de la noche.

Debían ser próximamente las cuatro de la mañana.

Esteban Bathory, medio despierto, reposaba en los brazos del conde


Sandorf, que velaba por los dos.

En aquel momento se dejó, oír una detonación lejana en la dirección del


Sudoeste.

—¿Qué es eso? se preguntó Matías Sandorf. ¿Es un cañonazo que


anuncia la apertura de un puerto? En ese caso, no estamos lejos del
litoral. ¿Qué puerto podrá ser? ¿Trieste? No, puesto que tenemos ahí el
Oriente, hacia aquel lado, por donde va a mostrarse el sol. ¿Será Pola, a
la extremidad de Istria…? Pero entonces… Se oyó una segunda
detonación, seguida casi inmediatamente de una tercera.

—¡Tres cañonazos! se dijo el conde Sandorf, ¿No será más bien una señal
para impedir la salida de los buques que vayan a tomar la mar? ¿Tendrá
esto alguna relación con nuestra fuga?

Podía temerse. Era seguro que las autoridades sabrían tomado toda clase
de medidas para impedir la huida de los fugitivos introduciéndose en algún
barco del litoral.

—¡Que Dios nos ayude ahora! —murmuró el conde Sandorf—. Él sólo


puede hacerla.

Entretanto, los altos acantilados que estrechaban el Foiba empezaban a


rebajarse, separándose el uno del otro; pero aún no podía reconocerse
nada del país circunvecino.

Bruscos recodos ocultaban el horizonte y limitaban el radio visual a


algunos centenares de pies.

No había medio de orientarse.

El ensanchado lecho del río, siempre desierto y silencioso, permitía a la


corriente desarrollarse con menos rapidez. Algunos troncos de árboles
arrancados de raíz descendían con una velocidad más moderada. Aquella

101
mañana de Junio era bastante fresca. Los fugitivos tiritaban bajo sus
empapados vestidos. Ya era tiempo de que encontrasen un abrigo donde
el sol les permitiese secar sus ropas y calentar sus ateridos miembros.

A cosa de las cinco, los últimos contrafuertes desaparecieron, ocupando


su lugar largas y poco elevadas orillas, desarrollándose a través de un
paisaje plano y desnudo. El Foiba se extendía entonces en un lecho de
una media milla de ancho, en una vasta extensión de agua estancada que
hubiera merecido el nombre de laguna, ya que no el de lago.

En el fondo, hacia el Oeste, algunas barcas, las unas aún ancladas y


aparejando las otras a los primeros soplos de la brisa, parecían indicar que
aquella laguna era una dársena o estanque ampliamente escotado en el
litoral.

El mar no estaba lejos, y debían procurar llegar a él. Pero no hubiera sido
prudente pedir refugio a aquellos Pescaderes. Fiarse de ellos, en el caso
de que tuviesen conocimiento de la evasión, era correr el riesgo de ser
entregados a los gendarmes austríacos que debían estar batiendo la
campiña.

Matías Sandorf no sabía qué partido tomar, cuando el tronco de árbol,


chocando con una cepa a flor de agua, en la orilla izquierda de la laguna,
se detuvo por completo. Sus raíces se embazaron tan sólidamente con un
macizo de malezas que vino a colocarse a lo largo de la orilla, como una
canoa retenida por su amarra.

El conde Sandorf desembarcó, no sin precaución, sobre la playa. Quería


desde luego asegurarse de que nadie podía descubrirlos.

Por muy lejos que dirigió sus miradas, no vio ni un Pescader, ni ningún
otro habitante en aquella parte de la laguna.

Y sin embargo, a menos de doscientos pasos había un hombre tendido


sobre la arena, que podía descubrir a los fugitivos.

El conde Sandorf, creyéndose en seguridad, volvió a bajar hasta el tronco


de árbol, levantó entre sus brazos a su compañero y fue a depositarle
sobre la playa, sin saber nada del punto en que se encontraba ni de la
dirección que le convendría seguir.

102
En realidad, aquella extensión de agua que servía de embocadura al
Foiba, no era una laguna ni un lago, sino un estuario.

En el país le dan el nombre de canal de Léme, y comunica con el Adriático


por una estrecha cortadura entre Orsera y Rovigno, sobre la costa
occidental de la península istriana. Pero entonces se ignoraba que fuesen
las aguas del Foiba las que, arrastradas a través del abismo del Buco en la
época de las grandes lluvias, venían a verterse en este canal.

A algunos pasos de distancia de la orilla se veía la choza de un cazador.


El conde Sandorf y Esteban Bathory, después de haber recuperado
algunas fuerzas, se refugiaron en ella. Allí se despojaron de sus vestidos,
que los rayos de un sol ardiente iban a secar en poco tiempo, y
aguardaron.

Las barcas de pesca acababan de abandonar el canal de Léme, y tan lejos


como la vista podía alcanzar, la playa parecía desierta.

En este momento, el hombre que había sido testigo de la escena que


acabamos de describir se levantó, se acercó a la choza, como para
reconocer bien su situación, y desapareció hacia el Sur, rodeando un
derrumbadero poco elevado.

Tres horas después, Matías Sandorf y su compañero volvieron a ponerse


sus vestidos, húmedos todavía; pero era forzoso partir.

—No podemos permanecer más tiempo en esta choza, —dijo Esteban


Bathory.

—¿Te sientes bastante fuerte para emprender la marcha? —le preguntó


Matías Sandorf.

—¡Estoy extenuado por el hambre!

—Intentemos llegar al litoral. Tal vez allí encontremos ocasión de


procurarnos algún alimento, y aun de embarcarnos. Vamos, Esteban.

Y ambos abandonaron la choza, más debilita dos por el hambre que por la
fatiga.

La intención del conde Sandorf era seguir la orilla meridional del canal de
Léme, hasta llegar a la orilla del mar. Pero si la comarca estaba desierta,

103
en cambio la surcaban numerosos arroyos que se dirigían hacia el
estuario. Bajo esta húmeda red, toda la parte que confinaba con las orillas
formaba un vasto pantano, cuyo fango no ofrecía ningún sólido punto de
apoyo. Fue, pues, preciso rodearle, oblicuando hacia el Sur, dirección que
era fácil reconocer por la marcha ascendente del sol.

Durante dos horas los fugitivos marcharon de este modo, sin encontrar un
solo ser humano, pero también sin haber podido apaciguar el hambre que
los devoraba.

Al cabo de este tiempo, el país se hizo menos árido. Se presentó un


camino dirigiéndose del Este al Oeste, con un coto miliario que nada
enseñó de aquella región a través de la cual el conde Sandorf y Esteban
Bathory se aventuraban ciegamente.

Algunos setos de zarzamoras, y más lejos un campo de sorgo, les


permitieron, si no satisfacer su hambre, por lo menos engañar las
necesidades de sus estómagos. Aquel sorgo, comido en crudo, y aquellas
moras refrescantes bastarían tal vez para impedirles caer de inanición
antes de haber llegado al litoral.

Pero aunque el país parecía más habitable, aunque algunos campos


probaban la existencia de la mano del hombre, aún no se habían
encontrado con ningún habitante.

Esto tuvo lugar al medio día.

Cinco o seis peatones aparecieron en el camino. Por prudencia, Matías


Sandorf no quiso dejarse ver.

Afortunadamente, percibió un cercado que rodeaba una granja medio


ruinosa a unos cincuenta pasos a la izquierda. Allí se refugiaron su
compañero y él, en el fondo de un oscuro lagar, antes de haber sido
descubiertos. En el caso de que algún pasajero se detuviese en la granja,
en aquel sitio podrían permanecer sin ser vistos, aun cuando tuviesen que
esperar hasta la noche.

Aquellos peatones eran campesinos y salineros. Los unos conducían


manadas de ocas, sin duda al mercado de una ciudad o de una aldea, que
no debía hallarse muy lejos del canal de Léme. Hombres y mujeres
estaban vestidos a la moda de Istria, con las alhajas, medallas,

104
pendientes, cruces, pectorales y arracadas que adornan el traje ordinario
en ambos sexos. En cuanto a los salineros, vestidos con más sencillez, el
saco a la espalda y el palo en la mano, se dirigían a las salinas próximas y
aun tal vez a las importantes explotaciones de Stagnon o de Pirano al
Oeste de la provincia.

Al llegar a la granja abandonada, algunos se detuvieron un instante, y aun


se sentaron en el batiente de la puerta. Hablaban en alta voz, no sin cierta
animación, pero únicamente de cosas relacionadas con su comercio.

Los dos fugitivos escuchaban escondidos en un rincón.

¿Tendrían aquellas gentes conocimiento de su evasión e irían a hablar de


ella? ¿Pronunciarían por casualidad algunas palabras, por las cuáles el
conde Sandorf y su compañero vendrían en conocimiento del lugar en que
se encontraban?

Nada dijeron sobre este punto, debiendo, por tanto, atenerse sólo a
simples conjeturas.

—Puesto que las gentes del país nada dicen de nuestra evasión
—observó Matías Sandorf—, puede deducirse que aún no tienen
conocimiento de ella.

—Eso probaría también que estamos a bastante distancia de la fortaleza,


lo que no me sorprendería, dada la rapidez del torrente que nos ha
arrastrado bajo tierra por espacio de seis horas.

—¡Si, eso debe ser! —dijo el conde Sandorf.

Sin embargo, varios salineros que pasaron sin detenerse por delante de la
granja, unas dos horas después, hablaron de una brigada de gendarmes
que habían encontrado en la puerta de la ciudad.

¿Qué ciudad…? No la nombraron.

—Y sin embargo —dijo Esteban Bathory—, en las condiciones con que


nos hemos escapado, deberían creernos muertos y no perseguimos…

—No nos creerán muertos hasta haber encontrado nuestros cadáveres


—respondió Matías Sandorf.

105
Lo cierto era que la policía estaba en campaña y buscaba a los fugitivos.
Resolvieron, pues, permanecer ocultos hasta la noche en la granja. El
hambre les torturaba; pero no se atrevieron a abandonar su refugio, e
hicieron bien.

A cosa de las cinco de la tarde, resonaron en el camino los pasos de una


partida de caballería.

El conde Sandorf, que se había adelantado, arrastrándose, hasta la puerta


del cercado, se reunió precipitadamente a su compañero, y le arrastró
hasta el rincón más oscuro del lagar.

Allí, escondidos bajo un montón de hojarasca, se mantuvieron en la más


completa inmovilidad.

Media docena de gendarmes, mandados por un cabo, subían por la


carretera, dirigiéndose hacia el Este. ¿Se detendrían en la granja? El
conde Sandorf se hizo esta pregunta, no sin una viva ansiedad. Si los
gendarmes registraban aquella casa ruinosa, no podían menos de
descubrir a los que estaban ocultos.

Hicieron alto en aquel sitio. El cabo y dos gendarmes echaron pie a tierra,
mientras los otros cuatro continuaron a caballo.

Éstos recibieron la orden de recorrer el país por los alrededores del canal
de Léme, y después replegarse sobre la granja, donde les aguardarían
hasta las siete de la tarde.

Los cuatro gendarmes se alejaron inmediatamente, subiendo la carretera.


El cabo y los otros dos ataron sus caballos a los piquetes de la trinchera
que rodeaba el cercado, y después de haberse sentado a la parte exterior,
se pusieron a hablar. Los fugitivos podían escuchar cuanto decían, desde
el fondo del lagar.

—Sí; esta tarde volveremos a la ciudad, donde nos darán nuevas


instrucciones para el servicio de noche, respondió el cabo a una pregunta
que acababa de hacerle uno de los gendarmes. El telégrafo habrá traído
ya nuevas órdenes de Trieste.

La ciudad en cuestión no era, pues, Trieste: éste fue un punto en que se


fijó el conde Sandorf.

106
—¿No es de temer —observó el segundo gendarme—, que mientras
nosotros buscamos por aquí, los fugitivos se hayan dirigido al canal de
Quarnero?

—Sí, es posible —respondió el segundo gendarme—, porque pueden


creerse más seguros que aquí.

—Si lo han hecho —replicó el cabo—, no arriesgan menos el ser


descubiertos, puesto que toda la costa está vigilada de un extremo a otro
de la provincia.

Segundo punto: el conde Sandorf y su compañero, se encontraban en el


litoral Oeste de Istria, es decir, cerca de las playas del Adriático, no en las
orillas del canal opuesto que penetra, y muy profundamente en las tierras,
hasta Fiume.

—Yo pienso que también se harán registros en las salinas de Pirano y de


Cabo de Istria, añadió el cabo. Allí pueden ocultarse más fácilmente,
apoderarse de una barca y atravesar el Adriático dirigiéndose a Rimini o a
Venecia.

—¡Bah! Mejor hubieran hecho en esperar tranquilamente en su celda,


—dijo filosóficamente uno de los gendarmes.

—Sí —añadió el otro—, puesto que tarde o temprano han de caer en


nuestro poder, si no se les pesca en el Buco… Todo estaría ya concluido,
y nosotros no tendríamos que andar batiendo el país, lo que no es
agradable con el calor que hace.

—¿Y quién dice que no está todo concluido? —replicó el cabo—. El Foiba
se habrá encargado de la ejecución, y los condenados no podían escoger,
en el momento de las crecidas, peor camino para huir de la fortaleza de
Pisino.

El Foiba era el nombre del río que había transportado al conde Sandorf y
su compañero. La fortaleza de Pisino, adonde habían sido conducidos,
encerrados, juzgados y condenados. ¡Allí debían haberles pasado por las
armas! Acababan de escaparse de su torre. El conde Sandorf conocía bien
la ciudad de Pisino. Por fin sabía este punto tan importante para él, y ya no
se dirigiría al azar a través de la península, si la fuga era posible todavía.

107
Cesó la conversación de los gendarmes; pero en aquellas pocas palabras,
los fugitivos habían sorprendido todo cuanto les importaba saber, salvo
cuál era la ciudad más próxima del canal de Léme, sobre el litoral del
Adriático.

Entretanto, el cabo se había levantado. Iba y venía a lo largo de la


talanquera del cercado, mirando si venían sus hombres, que debían
reunirse a él en la granja. Dos o tres veces entró en la desmantelada casa,
visitó las habitaciones, más bien por costumbre del oficio que por
sospecha. Llegó hasta la puerta del lagar, donde con seguridad hubieran
sido descubiertos los fugitivos, si no hubiese reinado una profunda
oscuridad.

Entró, y hasta rozó el montón de hojarasca con la extremidad de su sable


y pero sin tocar a los que estaban escondidos debajo. En aquel momento,
Matías Sandorf y Esteban Bathory pasaron por toda una serie de agonías
difíciles de describir.

Por lo demás, estaban resueltos A vender caras sus vidas, si llegaban a


dar con ellos. Precipitarse sobre el cabo, aprovecharse de su sorpresa
para arrancarle las armas, atacarle a él y sus dos hombres, matarles o
hacerse matar, a todo esto estaban decididos.

En aquel momento llamaron al cabo desde afuera, y abandonó el lagar sin


haber visto nada sospechoso. Los cuatro gendarmes enviados a la
descubierta estaban de vuelta en la granja. A pesar de toda su diligencia,
no habían podido encontrar la huella de los fugitivos en toda la región
comprendida entre la carretera, el litoral y el canal de Léme. Pero no
volvían solos. Un hombre les acompañaba.

Era un español que trabajaba habitualmente en las salinas de las


cercanías. Volvía hacia la ciudad cuando le encontraron los gendarmes.

Como les dijese que había recorrido el país comprendido entre la ciudad y
las salinas, resolvieron conducirle ante el cabo para que le interrogase.

Este hombre no se resistió a seguirlos.

Una vez en presencia del jefe, éste le preguntó si había notado en las
salinas la presencia de dos extranjeros.

108
—No —respondió aquel hombre—; pero esta mañana, una hora después
de haber abandonado la ciudad, he visto dos hombres que acababan de
desembarcar en la punta del canal de Léme.

—¿Dos hombres, dices? —preguntó el cabo.

—Sí; pero como en el país se creía que la ejecución había tenido lugar
esta mañana en la fortaleza de Pisino, y aún no se había extendido la
noticia de la evasión, no he prestado gran atención a aquellos dos
hombres. Ahora que ya sé a qué atenerme, no me admiraría que fuesen
los fugitivos.

Desde el fondo del lagar, el conde Sandorf y Esteban Bathory oían esta
conversación, de tanta gravedad para ellos.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó el cabo.

—Carpena, y soy salinero en las salinas de este país.

—¿Reconocerías a los dos hombres que dices has visto esta mañana en
la orilla del canal Léme?

—Creo que sí.

—Pues bien; vas a ir a hacer tu declaración a la ciudad, y a ponerte a


disposición de la policía.

—A vuestras órdenes.

—¿Sabes que hay una recompensa de cinco mil florines para el que
descubra a los fugitivos?

—¡Cinco mil florines!

—¡Y el presidio para quien los oculte o dé asilo!

—No lo sabía.

—Ve, pues —dijo el cabo.

La comunicación hecha por el español tuvo por efecto inmediato alejar a


los gendarmes.

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El cabo ordenó a sus hombres que montasen a caballo, y aun cuando era
ya de noche, partió, a fin de registrar más cuidadosamente las orillas del
canal de Léme. En cuanto a Carpena, tomó inmediatamente el camino de
la ciudad, diciéndose que con un poco de suerte, la captura de los fugitivos
podría muy bien valerle una buena prima, que pagarían los bienes del con
le Sandorf.

Matías Sandorf y Esteban Bathory permanecieron ocultos aún por algún


tiempo, antes de abandonar el oscuro lagar que les servía de refugio.

Reflexionaban en que la gendarmería estaba a sus alcances, que habían


sido vistos y podían sor reconocidos, que las provincias istrianas no les
ofrecían ninguna seguridad. Luego era forzoso abandonar aquel país en el
más breve plazo para pasar, bien a Italia, al otro lado del Adriático, bien a
través de la Dalmacia y los confines militares, más allá de la frontera
austríaca.

El primer partido ofrecía más probabilidades de éxito, a condición, sin


embargo, de que los fugitivos pudiesen apoderarse de una embarcación, o
decidir a cualquier Pescader del litoral a conducirles a la orilla italiana; así
es que se decidieron por él.

A cosa de las ocho y media, cuando la noche era bastante oscura, Matías
Sandorf y su compañero, después de haber abandonado la granja ruinosa,
se dirigieron hacia el Oeste, para ganar la costa del Adriático, viéndose
obligados a tomar la carretera para no hundirse en los pantanos del Léme.

Sin embargo, seguir esta ruta desconocida, ¿no era llegar a la ciudad que
ponía en comunicación con el corazón de la Istria? ¿No era salir al
encuentro de los mayores peligros? Sin duda; pero ¿qué medio había para
obrar de otra manera?

Hacia las nueve y media, la silueta de una villa se dibujó vagamente en la


sombra, a un cuarto de milla de distancia.

Era un amontonamiento de casas, pesadamente dispuestas sobre un


enorme macizo rocoso, dominando el mar, por encima de un puerto que se
abría en un entrante de costa; aquella enorme masa terminaba en una alta
cúpula elevada como un gigantesco estilo, al cual la oscuridad daba
exageradas proporciones.

110
Matías Sandorf estaba resuelto a no entrar en aquella ciudad, donde la
presencia de dos extranjeros hubiera sido señalada bien pronto.
Tratábase, pues, de rodear los muros, si era posible, a fin de llegar a una
de las puntas del litoral.

Pero esto no se hizo sin que los dos fugitivos, sin notarlo, fueran seguidos
de lejos por el mismo hombre que les había ya descubierto sobre la playa
del canal de Léme, aquel Carpena de quien habían oído la declaración
hecha al cabo de la gendarmería.

En efecto, al volver a su vivienda, engolosinado con la prima ofrecida, el


español se había apartado para observar mejor la carretera, y la suerte,
buena para él, mala para ellos, volvía a ponerle sobre la pista de los
fugitivas.

Casi en aquel momento, una sección de policía, que salía por una de las
puertas de la ciudad, estuvo a punto de cortarles el camino. Sólo tuvieron
tiempo para apartarse a un lado; después se dirigieron a toda prisa hacia
la playa, siguiendo los muros del puerto.

Allí había una modesta casa de Pescader, con sus ventanas iluminadas y
su puerta entreabierta.

Si Matías Sandorf y Esteban Bathory no encontraban allí un asilo; si


rehusaban recibirlos, estaban perdidos. Buscar un refugio, era
evidentemente jugar el todo por el todo; pero no había que titubear.

El conde Sandorf y su compañero corrieron hacia la puerta de la casa y se


detuvieron en el umbral.

Un hombre se ocupaba, en el interior, de recomponer unas redes, a la luz


de un farol de a bordo.

—Amigo mío —preguntó el conde Sandorf—: ¿queréis decirme qué ciudad


es aquélla?

—Rovigno.

—¿En casa de quién nos encontramos?

—En casa del Pescader Andrés Ferrato.

111
—El Pescader Andrés Ferrato, ¿consentiría en darnos hospitalidad por
una noche?

Andrés Ferrato los miró por espacio de un momento, avanzó hacia la


puerta, vio la sección de policía a la vuelta de los muros del puerto,
adivinó, sin duda alguna, quiénes eran los que venían a pedir hospitalidad,
y comprendió que estaban perdidos si vacilaba en responder.

—Entrad —dijo.

Sin embargo, los fugitivos no se apresuraban a franquear la puerta de la


casa.

—Amigo mío —dijo el conde Sandorf—, hay cinco mil florines de


recompensa para aquel que entregue a los condenados que se ha
escapado de la torre de Pisino.

—Lo sé.

—Hay el presidio —añadió el conde Sandorf—, para aquel que les dé asilo.

—Lo sé.

—Podéis entregarnos…

—Os he dicho que entréis: ¡entrad, pues! —respondió el Pescader.

Y Andrés Ferrato cerró la puerta en el momento en que la sección de


policía iba a pasar por delante de su casa.

FIN DE LA PRIMERA PARTE

112
Segunda parte

113
I. La casa del Pescader Ferrato
Andrés Ferrato era corso, natural de Santa Manza, pequeño puerto del
partido de Sartene, situado detrás de una vuelta de la punta meridional de
la isla. Este puerto, el de Bastía y el de Porto-Vecchio, son los únicos que
se abren sobre esta costa oriental, tan caprichosamente cortada hace
unos mil años, y hoy uniformada por el roimiento continuo de los torrentes,
que poco a poco han destruido sus cabos, cegado sus golfos, borrado sus
ensenadas, devorado sus caletas.

Andrés Ferrato ejercía su oficio de Pescader en Santa Manza, sobre


aquella estrecha porción de mar abierta entre la Córcega y la tierra
italiana, y a veces hasta en medio de las rocas del estrecho de Bonifacio y
de la Cerdefía.

Veinte años antes habíase casado con una joven de Sartene; dos años
después tuvo una hija que se llamó María. El oficio de Pescader es
bastante rudo, sobre todo cuando se une a la pesca de los peces la del
coral, cuyos bancos submarinos hay que ir a buscar al fondo de los peores
pasos del estrecho.

Pero Andrés Ferrato era valiente, robusto, infatigable, hábil, tanto para
servirse de las redes como de la draga. Sus negocios prosperaban. Su
mujer, activa e inteligente, gobernaba a pedir de boca su casita de Santa
Mansa. Ambos, sabiendo leer, escribir y contar, eran relativamente
instruidos, comparados con los ciento cincuenta mil ignorantes, de los
doscientos sesenta mil habitantes de la isla, que acusa aún hoy la
estadística.

Además, giradas tal vez a esta instrucción, Andrés Ferrato era muy
francés en ideas y en corazón, aunque fuese de origen italiano, como lo
son la mayor parte de los corsos. Y esto, en aquella época, le había valido
alguna animosidad en el cantón.

Este cantón, en efecto, situado en la extremidad Sur de la isla, lejos de


Bastia, de Ajaccio y de los principales centros administrativos y judiciales,
es en el fondo refractario a todo lo que no es italiano o sardo; lastimoso

114
estado de cosas cuyo fin no puede esperarse sino de la educación de las
nuevas generaciones.

De aquí, según hemos dicho, animosidad más o menos latente contra la


familia Ferrato. Ahora bien, en Córcega, de la animosidad al odio no hay
gran distancia: del odio a la violencia menos todavía. Algunas
circunstancias envenenaron bien pronto estas disposiciones. Un día
Andrés Ferrato, agotada su paciencia, en un momento de cólera, dio un
mal golpe: mató a un mal sujeto del país, que le había amenazado, y tuvo
que apelar a la fuga.

Pero Andrés Ferrato no era hombre a propósito para refugiarse en la


montaña, para llevar una vida de lucha cotidiana, tanto contra la policía
como contra los amigos o parientes del muerto, para perpetuar una serie
de venganzas que hubieran concluido por alcanzar a los suyos.

Resolvió, pues, expatriarse, y consiguió abandonar secretamente la


Córcega y refugiarse en la costa de Cerdeña. Su mujer, cuando logró
haber realizado su pequeño patrimonio, cedido la casa de Santa Manza,
vendido los muebles, la barca y las redes, fue a reunirse a él con su hija.
Había renunciado para siempre volver a su país natal.

Aquel asesinato, aunque cometido en legítima defensa, pesaba sobre la


conciencia de Andrés Ferrato. Con las ideas supersticiosas propias de su
origen, creía que la muerte de aquel hombre no le sería perdonada hasta
el día en que hubiera salvado la vida de otro hombre, a riesgo de la suya, y
estaba dispuesto a hacerlo en cuanto se le presentara una ocasión.

Andrés Ferrato, después de haber abandonado la Córcega, no permaneció


mucho tiempo en Cerdeña, donde fácilmente podía ser reconocido y
descubierto. Si no temblaba por él, siendo como era enérgico y bravo,
temblaba por los suyos, a quienes podían alcanzar las represalias de
familia a familia. Aguardó el momento de alejarse, sin excitar la
desconfianza, y pasó a Italia.

Allí, en Ancona, se le ofreció una ocasión de atravesar el Adriático, y la


aprovechó dirigiéndose a la costa de Istria.

He aquí por qué, y a consecuencia de qué circunstancias, este corso se


hallaba establecido en el pequeño puerto de Rovigno.

115
Hacía ya diecisiete años que había vuelto a ejercer su oficio de Pescader,
lo que le permitió reconquistar su primitivo bienestar. Nueve años después
de su llegada, tuvo un hijo, cuyo nacimiento costó la vida a su madre.

Después de su viudez, Andrea Ferrato vivía únicamente para su hija y su


hijo. María, de dieciocho años de edad, servía de madre al niño que sólo
tenía ocho años.

Y sin el pesar, siempre punzante, de haber perdido su valiente compañera,


el Pescader de Rovigno hubiera Bido tan feliz como puede serlo el que
funda su felicidad en el trabajo y en el cumplimiento del deber.

Era amado de todos en el país, por su carácter servicial y por su buen


consejo; pasaba, con justicia, por ser hábil en su profesión.

En medio de aquellos largos regueros de rocas que cubren las costas de


Istria, no tuvo que echar de menos sus pescas del golfo de Santa Manza y
del estrecho de Bonifacio.

Además, había llegado a ser un buen práctico de aquellos parajes, en que


se hablaba el mismo idioma que él había hablado en Córcega.

El provecho que le producía el pilotaje de los buques desde Pola hasta


Trieste, se unía a los que le procuraba la explotación de aquellas aguas
abundantes en pesca. Así es que en su casa estaba siempre dispuesta la
parte de los pobres, y María le ayudaba con sumo gusto en estas obras de
caridad.

Pero el Pescader de Santa Manza no había olvidado la promesa que se


había hecho: ¡vida por vida! Había tomado la vida de un hombre, debía
salvar la vida de otro.

He aquí por qué, cuando los dos fugitivos se presentaron a la puerta de su


casa, adivinando quiénes eran, sabiendo el castigo a que se exponía, no
había vacilado en decirles:

—¡Entrad! —añadiendo para sí—. Y que Dios nos proteja a todos.

La sección de policía había pasado por delante de la puerta de Andrés


Ferrato sin detenerse. El conde Sandorf y Esteban Bathory podían, pues,
creerse en seguridad, a lo menos por algunas horas de la noche, en la
casa del Pescader corso.

116
Esta casa estaba construida, no en la ciudad, sino a quinientos pasos de
las murallas, más allá del puerto, sobre una hilada de rocas que dominaba
la playa. Más lejos, a menos de un cable, el mar, estrellándose sobre los
escollos del litoral, no tenía otros límites que el lejano horizonte del cielo.
Hacia el Sudoeste se proyectaba el promontorio cuya curvatura cierra la
pequeña rada de Rovigno, sobre el Adriático.

Una planta baja, compuesta de cuatro habitaciones, dos a la fachada y dos


al testero, un cobertizo de tablas de chilla, en el que se depositaban los
útiles de pesca, formaban toda la vivienda de Andrés Ferrato.

Su embarcación era un simple barco latino de popa cuadrada, de treinta


pies de longitud, que aparejaba una gran entena con un foque, género de
barco muy a propósito para las pescas a la draga.

Cuando no se servía de él, estaba anclado al abrigo de las rocas, y un


pequeño bote, en seco sobre la playa, permitía llegar a él.

Detrás de la casa se extendía un cercado de una media fanega de


superficie, en el cual crecían algunas legumbres en medio de moreras,
olivos y cepas. Un seto le separaba de un arroyo de unos cinco o seis pies
de ancho, que formaba el límite con la campiña.

Tal era aquella humilde, pero hospitalaria vivienda, donde la Providencia


había conducido a los fugitivos, y tal era el huésped que arriesgaba su
libertad por darles un asilo.

Desde que se cerró la puerta detrás de ellos, el conde Sandorf y Esteban


Bathory examinaron la habitación en la que el Pescader les había recibido.

Era la sala principal de la casa, provista de algunos muebles muy limpios,


que indicaban el gusto y la asiduidad de una cuidadosa ama de casa.

—Ante todo, es preciso comer —dijo Andrés Ferrato.

—Sí, morimos de hambre —respondió el conde Sandorf—; hace doce


horas que no hemos tomado ningún alimento.

—¿Oyes, María? —repuso el Pescader.

En un instante, María colocó sobre la mesa un pedazo de puerco salado,

117
Pescade frito, pan, un frasco de vino del país, y pasas, con dos platos, dos
vasos y blancas servilletas. Un velón, especie de lámpara de tres mechas,
alimentadas con aceite, alumbraba la sala.

El conde Sandorf y Esteban Bathory se pusieron inmediatamente a la


mesa.

—Pero ¿y vos? —dijeron al Pescader.

—Ya hemos cenado —respondió Andrés Ferrato.

Aquellos dos hambrientos devoraron (ésta es la palabra) las provisiones


que les habían sido ofrecidas con tanta sencillez y de tan buena gana.

Pero mientras comían no cesaban de observar al Pescader, su hija y su


hijo que, sentados en un rincón de la sala, les miraban sin pronunciar una
sola palabra.

Andrés Ferrato podía tener entonces unos cuarenta y dos años. Era un
hombre de fisonomía severa, casi un poco triste, con facciones expresivas,
a pesar de lo tostado de su rostro, de ojos negros y mirada viva. Llevaba el
traje de Pescader del Adriático, bajo el cual se adivinaban unas robustas y
poderosas formas.

María, cuya talla y rostro recordaban a los de su esposa, era alta, bien
formada, más bien bella que bonita, con ardientes ojos negros, cabellera
oscura, piel fuertemente coloreada por la vivacidad de la sangro corsa.
Seria, en razón de los deberes que había tenido que llenar desde su más
tierna edad, presentando en su actitud y en sus movimientos la calma que
imprime una naturaleza reflexiva: todo denotaba en aquella joven una
energía que jamás debía abandonarla, fuesen cuales fuesen las
circunstancias en que la suerte la colocase.

Varias veces había sido requerida por jóvenes Pescaderes de la comarca,


sin querer oír, y menos Contestar, a sus declaraciones. ¿No pertenecía su
vida, por entero, a su padre y a aquel niño que parecía haber nacido de su
corazón?

En cuanto a Luigi, era un muchacho determinado, valiente, trabajador,


habituado ya a la existencia del marino.

Acompañaba a Andrés Ferrato en sus pescas y pilotajes, desnuda la

118
cabeza al viento y a la lluvia. Prometía ser más tarde un hombre vigoroso,
bien constituido, más que atrevido, audaz, acostumbrado a todas las
intemperies, sin preocuparse de ningún peligro. Amaba a su padre y
adoraba a su hermana.

El conde Sandorf había observado minuciosamente aquellos tres seres,


unidos en una tan conmovedora afección. No le cabía la menor duda de
que se encontraban entre gentes honradas, de los cuales se podían fiar.

Cuando terminó la comida, Andrés Ferrato se levantó, y acercándose a


Matías Sandorf, dijo sencillamente.

—Id a dormir, señores. Nadie os cree aquí. Mañana veremos lo que se ha


de hacer.

—No, Andrés Ferrato, no —respondió el conde Sandorf—. Ya hemos


apaciguado nuestra hambre, recuperado nuestras fuerzas. Dejadnos
abandonar esta casa; nuestra presencia en ella es un verdadero peligro
para vos y para los vuestros.

—Sí, partamos —añadió Esteban Bathory—, y que Dios os recompense lo


que por nosotros habéis hecho.

—Id a dormir, es preciso —replicó el Pescader—. La costa está vigilada


esta noche. Han declarado el «embargo» sobre todos los puertos del
litoral; nada hay que intentar por hoy.

—Sea, puesto que así lo queréis —respondió el conde Sandorf.

—Lo quiero.

—Una palabra aún. ¿Desde cuándo es conocida nuestra evasión?

—Desde esta mañana —respondió Andrés Ferrato—. Pero erais cuatro


prisioneros en la torre de Pisino. Sólo estáis dos aquí. El tercero ya a ser
puesto en libertad, dicen…

—¡Sarcany! —exclamó Matías Sandorf, reprimiendo en el acto el


movimiento de cólera que irresistiblemente se había apoderado de él,
cuando oyó aquel nombre execrado.

— ¿Y el cuarto…? —preguntó Esteban Bathory, sin atreverse a terminar la

119
frase.

—El cuarto vive aún —respondió Andrés Ferrato—. Ha habido una


prórroga para la ejecución.

—¡Vivo! —exclamó Esteban Bathory.

—Sí —respondió irónicamente el conde Sandorf—. Esperan haberse


apoderado de nosotros, para darnos la alegría de morir juntos.

—María —dijo Andrés Ferrato—, conduce a nuestros huéspedes a la


cámara, detrás de la casa, sobre el cercado, pero sin luz. Es preciso que
esta noche no se vea iluminada desde afuera. Enseguida podrás
acostarte; Luigi y yo velaremos.

—Sí, padre —respondió el muchacho.

—Venid, señores —dijo la joven.

Un momento después, el conde Sandorf y su compañero cambiaban un


cordial apretón de manos con el Pescader. Después pasaron a la
habitación donde les aguardaban dos buenos colchones de maíz, sobre
los cuales iban a poderse reponer de tantas fatigas.

Pero ya Andrés Ferrato, con Luigi, había abandonado la casa.

Quería asegurarse de que nadie rondaba por los alrededores, ni por la


playa, ni al otro lado del arroyuelo. Los fugitivos podían, pues, descansar
apaciblemente hasta el amanecer.

La noche se pasó sin ningún accidente. El Pescader salió otras varías


veces sin descubrir nada sospechoso.

Al día siguiente, 18 de Junio, mientras que sus huéspedes dormían


todavía, Andrés Ferrato fue a tomar informes hasta el centro de la ciudad,
y sobre los muelles del puerto. En varios puntos había corrillos de
habladores y curiosos.

El bando publicado la víspera, anunciando la evasión, las penas en que se


incurría, la recompensa prometida, eran el motivo de todas las
conversaciones. Se charlaba, se comunicaban noticias, se repetían los se
dice en términos vagos, que no enseñaban gran cosa. Nada indicaba que

120
el conde Sandorf y su compañero hubiesen sido vistos por los alrededores,
ni aun que se sospechase su presencia en la provincia. Sin embargo, a
cosa de las diez de la mañana, cuando el cabo la gendarmería y sus
hombres entraron en Rovigno después de su ronda de la noche, se
extendió el rumor de que se habían apercibido dos extranjeros,
veinticuatro horas antes, en las orillas del canal de Léme. Se había batido
toda la región hasta el mar para encontrar sus huellas, pero sin resultado
alguno.

No había ningún vestigio de su paso.

¿Habrían podido alcanzar el litoral, apoderarse de una embarcación, ganar


otro punto de Istria, y hasta huir al otro lado de la frontera austríaca? Todo
inducía a creerlo.

—Bueno, decían; siempre serán cinco mil florines ahorrados al tesoro.

—Un dinero que podrá emplearse mejor que en pagar odiosas delaciones.

—¡Ojalá puedan escaparse!

— ¡Escaparse…! ¡Ya lo han hecho…! Ya deben estar en seguridad al otro


lado del Adriático.

Según estas frases que se pronunciaban en la mayoría de los grupos de


paisanos, de obreros y de burgueses, detenidos ante los edictos, la
opinión pública, como se ve, se declaraba más bien en favor de los
condenados, a lo menos entre los ciudadanos de Istria, slavos o italianos
de origen.

Los funcionarios austríacos no podían, pues, contar con ninguna denuncia


por parte de ellos.

Así es que no descuidaban nada para descubrir a los fugitivos. Todas las
secciones de policía, y las brigadas de gendarmería estaban en
movimiento desde la víspera, y había un cambio incesante de despachos
entre Rovigno, Pisino y Trieste.

Andrés Ferrato volvió a su casa a cosa de las once, llevando aquellas


noticias, más bien buenas que malas.

El conde Sandorf y Esteban Bathory, servidos por María en la misma

121
habitación donde habían pasado la noche, concluían de desayunarse en
aquel momento. Algunas horas de sueño, aquella buena comida, aquellos
tiernos cuidados, les habían completamente repuesto de sus fatigas.

—¿Y bien, amigo mío? —preguntó el conde Sandorf, después que se


cerró la puerta detrás de Andrés Ferrato.

— Señores —respondió el Pescader—, pienso que por el momento no


tenéis nada que temer.

—¿Pero qué se dice en la ciudad? —preguntó Esteban Bathory.

—Se habla de dos extranjeros que han sido vistos ayer mañana, en el
momento en que desembarcaban sobre las playas del canal de Léme… y
se trata de vosotros, señores.

—En efecto, se trata de nosotros —respondió Esteban Bathory—. Un


hombre, un salinero de las cercanías, nos ha descubierto y denunciado.

Y Andrés Ferrato fue puesto al corriente de lo ocurrido en la granja


ruinosa, mientras los fugitivos estaban ocultos.

—¿Y no sabéis quién es el denunciador? —preguntó el Pescader


insistiendo.

— No le hemos visto —respondió el conde Sandorf—: sólo hemos oído lo


que decía.

—Es una enfadosa circunstancia —añadió Andrés Ferrato—; pero lo


importante es que haya perdido vuestras huellas, y por otra parte, aun
cuando sospeche que os habéis refugiado en mi casa, pienso que no hay
que temer ninguna delación. Los votos de todos los habitantes de Rovigno
están en vuestro favor.

—Sí —respondió el conde Sandorf—, y no me sorprende. La población de


estas provincias es honrada. Sin embargo, hay que contar con que las
autoridades austríacas no retrocederán ante nada, con tal de apoderarse
de nosotros.

—Lo que os debe tranquilizar, señores —añadió el Pescader—, es la


opinión, casi general, en que están de que habéis pasado ya a la otra orilla
del Adriático.

122
—¡Plegue a Dios que así sea! —exclamó María, que había unido sus
manos como para pronunciar una oración.

—Así será, mi querida niña —respondió el conde Sandorf con el acento de


la más entera confianza—; así será, con la ayuda del cielo…

—¡Y con la mía, señor conde! —replicó Andrés Ferrato—. Ahora me voy a
mis ocupaciones, como de ordinario. Están acostumbrados a verme con
Luigi componiendo nuestras redes sobre la playa, o bien limpiando nuestro
barco, y no hay que cambiar nada de nuestras costumbres. Además, tengo
necesidad de reconocer el estado del cielo, antes de decidirme. Quedaos
en casa, no la abandonéis bajo ningún pretexto. En caso necesario, y a fin
de despertar menos sospechas, abrid la ventana que da sobre el cercado,
pero permaneced en el fondo de la habitación, procurando no ser vistos.
Yo volveré dentro de una o dos horas.

Dicho esto, Andrés Ferrato salió de la casa con su hijo, dejando a María
entregada a sus acostumbrados trabajos ante la puerta.

Algunos Pescaderes iban y venían a lo largo de la playa. Andrés Ferrato


quiso, por precaución, cambiar con ellos algunas palabras, antes de
extender sus redes sobre la arena.

—Un viento del Este bien fijo —dijo uno de ellos.

—Sí —respondió Andrés Ferrato—, la tempestad de anteayer ha barrido


bien el horizonte.

—¡Hum! —añadió otro—: la brisa puede muy bien refrescar con la noche,
y cambiarse en racha si el bora se mezcla.

—¡Bueno! Siempre será un viento de tierra, y la mar no será dura entre las
rocas.

—¡Habrá que verlo!

—¿Vas a pescar esta noche, Andrés?

—Sin duda, si el tiempo lo permite.

—Pero… ¿y el embargo?

123
—El embargo reza sólo con los buques grandes, no con las barcas que no
se alejan del litoral.

—Tanto mejor, porque se han señalado bancas de toninas que vienen del
Sur, y hay que darse prisa en disponer nuestras almadrabas.

—¡Bueno! —respondió Andrés Ferrato—: no hay tiempo perdido.

—¡Eh! ¡Quién sabe!

—Te digo que no, y si salgo esta noche, iré a la pesca de bonitos por la
parte de Orsera o de Parenzo.

—A tu gusto. En cuanto a nosotros, trabajaremos en instalar nuestras


almadrabas al pie de las rocas.

—¡Como queráis!

Andrés Ferrato y Luigi fueron entonces a buscar sus redes depositadas


bajo el cobertizo y las extendieron sobre la arena, a fin de secarlas al sol.

Dos horas después, el Pescader volvió a entrar en su casa, después de


recomendar a su hijo que preparase los garfios que sirven para rematar los
bonitos, clase de Pescades de carne de un rojo oscuro, pertenecientes al
género de los atunes, orden de los acantopterigios.

Diez minutos después Andrés Ferrato se reunía con sus huéspedes en la


habitación, mientras que María continuaba trabajando delante de la casa.

—Señor conde —dijo el Pescader—; el viento viene de tierra, y no creo


que el mar esté agitado esta noche. Ahora bien: el medio más sencillo, y
por consecuencia el mejor para huir sin dejar ninguna huella, es el de
embarcaros conmigo. Si os decidís, lo mejor será partir esta noche a las
diez. En aquel momento os deslizaréis entre las rocas hasta el límite de la
resaca. Nadie os verá; mi bote os conducirá al barco, e inmediatamente
nos haremos a la mar sin llamar la atención, pues saben que voy a salir
esta noche. Si la brisa refresca demasiado, costearé el litoral, de modo
que pueda desembarcaros más allá de la frontera austríaca, fuera de las
bocas de Cattaro.

—Y si no refresca —preguntó el conde Sandorf—, ¿qué pensáis hacer?

124
—Ganaremos el largo —respondió el Pescader—, atravesaremos el
Adriático y os desembarcaré en la costa de Rímini o en la embocadura del
Pó.

—¿Podrá vuestra embarcación aguantar esa travesía? —preguntó


Esteban Bathory.

—Sí: es un buen barco de medio puente, que mi hijo y yo hemos probado


ya con muy mal tiempo. Además, hay que correr algún riesgo…

—Que nosotros corramos esos riesgos —dijo el conde Sandorf—;


nosotros, cuya existencia está en juego, nada más natural; pero ¡vos,
amigo mío, que arriesgáis vuestra vida…!

—Eso es cuenta mía, señor conde —respondió Andrés Ferrato—, y no


hago más que mi deber al querer salvaros.

—¿Vuestro deber…?

—Sí.

Y Andrés Ferrato contó el episodio de su vida, a consecuencia del cual


tuvo que abandonar a Santa Manza, en Córcega, y cómo la buena acción
que iba a ejecutar no era más que una justa compensación del mal que
había hecho.

—¡Honrado corazón! —exclamó el conde Sandorf, conmovido por aquel


relato.

Después añadió:

—Pero que vayamos a las bocas de Cattaro o a la costa italiana, será


necesaria una larga ausencia, que podrá admirar a las gentes de Rovigno.
No sea que después de habernos puesto en seguridad vayáis a ser
detenido a vuestra vuelta…

—No temáis, señor conde —respondió Andrés Ferrato—. En la época de


las grandes pescas me paso cinco o seis días en el mar. Además, os lo
repito, es cuenta mía. Eso es lo que hay que hacer, y así lo haremos.

No había que discutir la resolución del Pescader. El proyecto de Andrés

125
Ferrato era evidentemente el mejor y de fácil ejecución, puesto que su
barco, a lo menos así lo esperaba, nada tendría que temer del estado del
mar. Sólo había que tomar precauciones en el momento del embarque;
pero la noche sería sombría, sin luna, y probablemente con la tarde se
levantaría sobre la costa una de esas espesas brumas que no se
extienden al largo. A aquella hora no se encontraría a nadie a lo largo de la
desierta playa, salvo uno o dos aduaneros recorriendo su demarcación.

En cuanto a los otros Pescaderes vecinos de Andrés Ferrato, según


habían dicho, estaban ocupados en tender sus almadrabas fuera de los
semilleros de rocas, es decir, a dos o tres millas más abajo del puerto de
Rovigno.

Cuando apercibiesen la balancella, si es que la percibían, estaría ya lejos


en el mar con los dos fugitivos ocultos bajo su puente.

—¿Y cuál es la distancia, en línea recta, que separa el puerto de Rovigno


del punto más cercano de la costa italiana? —preguntó Esteban Bathory.

—Cincuenta millas, próximamente.

—¿Cuánto tiempo es necesario para franquearla?

—Con buen viento podemos atravesarla en doce horas. ¡Pero estáis sin
dinero, y os hará falta! Tomad este cinturón, en el que hay trescientos
florines, y rodeáosle al cuerpo.

—¡Amigo mío…! —dijo Matías Sandorf.

—Ya me lo devolveréis más tarde, replicó el Pescader, cuando estéis en


seguridad. Y ahora, aguardadme.

Dispuestas así las cosas, Andrés Ferrato se retiró y fue a ocuparse de sus
faenas habituales, unas veces trabajando sobre la playa y otras dentro de
su casa.

Luigi, sin haber sido observado, pudo transportar provisiones para algunos
días a bordo de la balancella y después de haberlas previamente envuelto
en una vela de repuesto. Ninguna sospecha hubiese sido posible que
contrariase los proyectos de Andrés Ferrato. Llevó su precaución hasta el
extremo de no volver a ver a sus huéspedes en todo el resto del día.

126
Matías Sandorf y Esteban Bathory permanecieron ocultos en el fondo de
su pequeña habitación, cuya ventana continuó siempre abierta. Cuando
llegase la hora de abandonar la casa, el Pescader se encargaría de
prevenirlos.

Muchos vecinos vinieron a hablar familiarmente con él durante toda la


tarde a propósito de pesca y de la aparición de las toninas en las aguas de
Istria. Andrés Ferrato les recibió en la sala común, ofreciéndoles de beber,
según costumbre.

Así pasó la mayor parte del día, en idas, venidas y conversaciones.


Algunas veces se trató de los fugitivos. Por un momento circuló el rumor
de que habían sido detenidos junto al canal de Quarnero, en la costa
opuesta de Istria, rumor que fue desmentido poco después.

Todo iba bien. Que el litoral estaría vigilado con más cuidado que de
ordinario, bien por los agentes de policía o los gendarmes, era cierto; pero
aquella vigilancia no sería difícil de burlar, una vez llegada la noche.

La prohibición de salir al mar había sido decretada únicamente para los


buques de gran porte, o los barcos de cabotaje del Mediterráneo, no para
los de pesca que andaban por el litoral. La marcha, pues, de la balancella
podría llevarse a cabo sin despertar ninguna sospecha.

Sin embargo, Andrés Ferrato no había contado con una visita que recibió a
cosa de las seis de la tarde. Aquella visita, si no le inquietó del todo, no
dejó de sorprenderle. No debía comprender su amenazadora significación
hasta después de la partida del visitante.

Acababan de dar las ocho. María se ocupaba de los preparativos de la


cena, cuando sonaron dos golpes en la puerta de la casa.

Andrés Ferrato no vaciló en ir a abrir. Con gran sorpresa se encontró en


presencia del español Carpena.

Era éste natural de Almayate, pequeña villa de la provincia de Málaga. Así


como Andrés Ferrato había abandonado la Córcega, él había abandonado
a España, sin duda a causa de algún mal negocio, para venir a
establecerse en Istria. Allí ejercía el oficio de salinero, transportando al
interior los productos de las salinas de la costa occidental, oficio ingrato
con el cual ganaba lo estrictamente necesario para vivir.

127
Era un hombre vigoroso, joven aún, teniendo apenas veinticinco años,
corto de talla, pero ancho de hombros, con una gruesa cabeza, cubierta de
cabello crespos y negros, y una de esas caras de perro dogo que no
tranquilizan más en la cabeza de un hombre que en la de un perro.
Carpena, poco sociable, rencoroso, vengativo, y además bastante
cobarde, no era muy estimado en el país. No se sabía por qué había
tenido que expatriarse. Muchas querellas con sus camaradas de las
salinas, amenazas al uno y al otro, riñas que habían sido la consecuencia,
todo, en fin, contribuía para que no gozase de buena reputación.

Sin embargo, Carpena no tenía tan mala opinión de sí mismo ni de su


persona. Lejos de ello. Esto explica, y ya veremos con qué motivo, por qué
había querido entrar en relaciones con Andrés Ferrato. El Pescader,
preciso es confesarlo, le había recibido bastante mal desde el principio, y
se comprenderá muy bien cuando sepamos, por la conversación que va a
seguir, cuáles eran las pretensiones de aquel hombre.

Apenas había Carpena dado un paso en la sala, cuando Andrés Ferrato le


detuvo diciéndole:

—¿Qué venís a hacer aquí?

—Pasaba por ahí, y al ver luz en vuestra casa, he entrado.

—¿Y para qué?

—Para haceros una visita.

—Ya sabéis que vuestras visitas no me agradan.

—Ordinariamente —respondió el español—; pero hoy tal vez no sea así.

Andrés Ferrato no comprendió, ni podía adivinar lo que aquellas


enigmáticas palabras significaban en boca de Carpena. Y sin embargo, no
pudo contener un rápido estremecimiento, que no escapó a su visitador.

Éste había cerrado la puerta.

—Tengo que hablaros —repitió.

—No… nada tenéis que decirme.

128
—Sí… es preciso que os hable… particularmente —añadió el español,
bajando un poco la vos.

—Venid, pues —respondió el Pescader, que aquel día tenía sus razones
para no rehusar a nadie la entrada en su casa.

Carpena, a una señal de Andrés Ferrato, atravesó la sala y le siguió a su


habitación.

Esta habitación sólo estaba separada por un tabique sencillo de la que


ocupaban el conde Sandorf y su compañero. La una se abría sobre la
fachada, la otra sobre el cercado. Cuando estuvieron solos:

—¿Qué me queréis? —preguntó el Pescader.

—Vecino, respondió Carpena, vengo a apelar otra vez a vuestra buena


amistad.

—¿Y a propósito de qué?

—A propósito de vuestra hija.

—¡Ni una palabra más!

—¡Escuchadme…! Sabéis que amo a María, y que mi más vivo deseo es


tenerla por esposa.

Ésta era la pretensión de Carpena.

En efecto, hacía varios meses que perseguía a la joven con sus


asiduidades. Más que el amor, le impulsaba el interés. Andrés Ferrato,
para ser un simple Pescader, estaba desahogado, y relativamente al
español, que no poseía nada, era rico. Nada más natural que Carpena
hubiese pensado en ser su yerno; pero nada más natural también que el
Pescader le hubiese despachado, puesto que no podía convenirle bajo
ningún concepto.

—Carpena —respondió fríamente Andrés Ferrato—, ya os habéis dirigido


a mi hija y os ha dicho que no: ya os habéis dirigido a mí, y os he dicho no.
Hoy volvéis a insistir, y os repito no, por la última vez.

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El rostro del español se contrajo violentamente. Sus labios se
entreabrieron, dejando ver sus dientes. Sus ojos lanzaron una mirada
feroz. Pero la poca luz que había en la habitación no permitió a Andrés
Ferrato observar aquella malvada fisonomía.

—¿Es vuestra última palabra? —preguntó Carpena.

—Es mi última palabra, si por última vez me hacéis esa demanda; pero si
la renováis, tendréis la misma respuesta.

—¡La renovaré… sí! La renovaré —repitió Carpena—, si María me dice


que lo haga.

—¡Ella —exclamó Andrés Ferrato—, ella…! Bien sabéis que mi hija no


tiene para vos ni amistad ni estimación.

—Sus sentimientos podrán cambiar después que haya tenido con ella una
entrevista —respondió Carpena.

—¿Una entrevista?

—Sí, Ferrato; deseo hablarla.

—¿Y cuándo?

—En seguida… ¿Lo oís? Es preciso que la hable. Es preciso… ¡esta


misma noche!

—Yo rehusó por ella.

—¡Cuidado con lo que hacéis —dijo Carpena levantando la voz—, cuidado!

—Cuidado… ¿Y por qué?

—Me vengaré.

—¡Véngate si puedes o te atreves, Carpena! —respondió Andrés Ferrato,


que a su vez se iba acalorando—. Tus amenazas no me causan miedo, ya
lo sabes. Y ahora sal, o te arrojo fuera de aquí.

La sangre inyectó los ojos del español.

Tal vez iba a entregarse a alguna violencia pon el Pescader; pero logró

130
dominarse, y después de empujar violentamente la puerta, se lanzó a la
sala, y de allí fuera de la casa, sin haber pronunciado una palabra.

Apenas salió, cuando se abrió la puerta de la habitación vecina, ocupada


por los fugitivos.

El conde Sandorf, que no había perdido una sílaba de aquella


conversación, apareció en el umbral, y avanzando hacia Andrés Ferrato, le
dijo en voz baja:

—Ese hombre es el que nos ha denunciado al cabo de la gendarmería;


nos conoce, nos ha visto cuando hemos desembarcado, sobre el canal de
Léme. Nos ha seguido hasta Rovigno. Sabe evidentemente que nos
habéis dado hospitalidad en vuestra casa. Luego dejadnos huir al instante,
o estamos perdidos… y vos también.

131
II. Últimos esfuerzos en la última lucha
Andrés Ferrato se quedó silencioso. No encontraba nada que responder al
conde Sandorf. Su sangre de corso hervía. Había olvidado a los dos
fugitivos por quienes hasta entonces se arriesgó tanto. No pensaba más
que en el español, no veía más que a Carpena.

— ¡Miserable, miserable! —murmuró por fin—. ¡Sí! ¡Todo lo sabe; estamos


a su merced! ¡He debido comprenderlo!

Matías Sandorf y Esteban Bathory miraban ansiosamente al Pescader.


Esperaban lo que iba a decir, lo que iba a hacer. No había un momento
que perder para decidirse a tomar un partido. Tal vez se había cumplido ya
la obra de delación.

—Señor conde —dijo por fin Andrés Ferrato—; la policía puede invadir mi
casa de un momento a otro. Sí: ese malvado debe saber, o por lo menos
suponer que os encontráis aquí, y ha venido a proponerme un trato. ¡Mi
hija, por precio de su silencio! ¡Para vengarse de mí no vacilará en
perderos! Ahora bien: si los agentes vienen, no es posible que escapéis, y
seréis descubiertos. ¡Es preciso huir al instante!

—Tenéis razón, Ferrato —respondió el conde Sandorf—; pero antes de


separamos dejadme daros gracias por todo lo que habéis hecho por
nosotros, y por lo que aún queríais hacer.

—Lo que yo quería hacer… ¡Lo que quiero hacer todavía! —dijo con
gravedad Andrés Ferrato.

—Nosotros rehusamos —respondió Esteban Bathory.

—Sí, rehusamos —añadió el conde Sandorf—. Ya os habéis


comprometido demasiado. Si nos encuentran en vuestra casa os espera el
presidio. ¡Ven, Esteban, abandonemos esta vivienda antes de atraer a ella
la mina y la desgracia! ¡Huyamos; pero huyamos solos…!

Andrés Ferrato detuvo con la mano al conde Sandorf.

132
—¿Y a dónde iríais? —le dijo—. El país entero está vigilado por las
autoridades. Los agentes de policía y los gendarmes recorren día y noche
la campiña. No hay un punto del litoral donde podáis embarcaros, ni un
sendero libre que os pueda conducir a la frontera. Partir sin mí, es marchar
a la muerte.

—Seguid a mi padre, señores —añadió María—. Suceda lo que quiera, no


hace más que su deber intentando salvaros.

—¡Bien, hija mía —respondió Andrés Ferrato—, no hago más que mi


deber! Tu hermano debe aguardamos en el bote. La noche es muy oscura.
Antes de que puedan apercibirse estaremos en el mar. ¡Abrázame, María,
abrázame y partamos!

Sin embargo, el conde Sandorf y su compañero no querían rendirse.


Rehusaban aceptar tal abnegación.

Abandonar aquella casa al instante, para no comprometer al Pescader, sí.


Embarcarse con él cuando arriesgaba el presidio, no.

—Ven —dijo Matías Sandorf a Esteban Bathory—. Una vez fuera de esta
casa, sólo tendremos que temer por nosotros.

Y por la ventana abierta de su habitación iban a precipitarse a través del


pequeño cercado, para ganar, o el litoral, o el interior de la provincia,
cuando Luigi entró precipitadamente.

—¡Los agentes! —dijo.

—¡Adiós! —gritó el conde Sandorf.

Y, seguido de su compañero, saltó por la ventana.

En aquel momento una sección de agentes de policía hacía irrupción en la


sala baja.

Carpena los conducía.

—¡Miserable! —dijo Andrés Ferrato.

—¡Ésta es mi respuesta a tu negativa! —respondió el español.

133
El Pescader había sido cogido y agarrotado. En un instante los agentes
ocuparon y visitaron todas las habitaciones de la casa. La ventana, abierta
sobre el cercado, les indicó el camino que acababan de tomar los fugitivos,
lanzándose por ella en su persecución.

Los dos llegaban entonces al seto que limitaba al fondo el arroyuelo. El


conde Sandorf, después de haberle salvado de un salto, ayudaba a
Esteban Bathory a franquearle a su vez, cuando resonó un disparo a
cincuenta pasos de él.

Esteban Bathory acababa de ser herido por una bala, que no hizo más que
rozarle el hombro, es verdad, pero su brazo quedó paralizado, y le fue
imposible prestarse al esfuerzo de su compañero.

—¡Huye, gritó, huye, Matías!

—¡No, Esteban, no! ¡Moriremos juntos! —respondió el conde Sandorf,


después de haber intentado por última vez levantar en sus brazos a su
compañero herido.

—¡Huye, Matías —repitió Esteban Bathory—, y vive para castigar a los


traidores!

Las últimas palabras de Esteban Bathory fueron como una orden para el
conde Sandorf. A él incumbía ahora la obra de los tres; a él solo.

¡El magnate de la Transilvania, el conspirador de Trieste, el compañero de


Esteban Bathory y de Ladislao Zathmar, debía hacer lugar al justiciero!

En aquel momento los agentes, que habían llegado a la extremidad del


cercado, se arrojaron sobre el herido. El conde Sandorf iba a caer entre
sus manos si vacilaba, aun cuando sólo fuese un momento.

—¡Adiós, Esteban, adiós! —gritó.

Y de un salto prodigioso franqueó el arroyo, y desapareció.

Los agentes hicieron cinco o seis disparos en aquella dirección; pero las
balas no tocaron al fugitivo, que, arrojándose a un lado, corrió rápidamente
hacia el mar.

134
Los agentes, sin embargo, estaban a sus alcances. No pudiendo
distinguirle en la sombra, no pensaron en perseguirle directamente, sino
que se dispersaron con el objeto de cortarle toda retirada, tanto hacia el
interior del país como del lado de la ciudad y del promontorio que cierra la
bahía al Norte de Rovigno.

Una brigada de gendarmes había venido en su ayuda, y maniobraba de


manera que el conde Sandorf no tuviese acceso más que hacia el litoral.
¿Pero qué haría al llegar al límite de los arrecifes? ¿Lograría apoderarse
de una canoa para lanzarse en pleno Adriático? No tendría tiempo para
ello, y aun antes de haber podido desamarrarla, habría caído herido o
muerto de un balazo. Comprendió que iba a serle cortada la retirada en
dirección al Este. El ruido de los disparos, los gritos de los agentes y
gendarmes que se aproximaban, le indicaban que había sido cercado por
la parte de la playa. No podía, pues, huir sino hacía el mar y por el mar.
Era, sin duda, correr a una muerte segura; pero valía más encontrarla en
las olas que esperarla ante el pelotón que debía ejecutarle en la plaza de
armas de la fortaleza de Pisino.

El conde Sandorf se lanzó, pues, hacia la orilla; en algunos saltos alcanzó


las primeras olas que la resaca paseaba sobre la arena.

Sentía ya detrás de él a los agentes, y las balas, tiradas a bulto, le rozaban


a veces la cabeza.

Más allá de la playa, como sucede en todo el litoral de Istria, apuntaba acá
y allá un semillero de escollos formado de rocas aisladas.

Numerosos charcos de agua llenaban los huecos entre estas rocas, los
unos de muchos pies de profundidad; los otros tan someros, que apenas
hubiesen mojado los tobillos.

Éste era el último camino abierto ante Matías Sandorf. Aunque no dudaba
que allí le aguardaba la muerte, no titubeó en seguirle.

Púsose, pues, a franquear los charcos de agua, saltando de roca en roca;


pero entonces su silueta se destacó más visiblemente sobre el fondo
menos oscuro del horizonte; los gritos le señalaron, y los agentes se
lanzaron en su persecución.

El conde Sandorf estaba resuelto a no dejarse coger vivo. Si la mar le

135
volvía a la orilla, no devolvería más que un cadáver.

Esta difícil persecución sobre aquellas rocas resbaladizas o conmovidas


sobre aquellos fucos y ovas viscosas, a través de charcos de agua en que
cada paso podía producir una caída, duró más de un cuarto de hora. El
fugitivo había logrado conservar su delantera; pero el terreno sólido iba a
faltarle bien pronto.

En efecto, llegó a una de las últimas rocas del arrecife. Dos o tres agentes
estaban sólo a diez pasos de él, los otros a una veintena más.

El conde Sandorf se levantó entonces. Lanzó un último grito, grito de adiós


dirigido al cielo, y en el momento en que una descarga le envolvió en una
granizada de balas, se precipitó en el mar.

Los agentes, llegados al límite mismo de las rocas, no distinguieron más


que la cabeza del fugitivo, como un punto negro dirigiéndose mar adentro.

Nueva descarga que hizo saltar el agua alrededor de Matías Sandorf. Y sin
duda debieron tocarle una o muchas balas, porque se hundió bajo las olas,
para no volver a reaparecer.

Durante el día, los gendarmes y agentes de policía estuvieron observando


los escollos y las arenas de la playa, desde el promontorio del Norte de la
bahía hasta el otro lado del fuerte de Rovigno; pero inútilmente. Nada vino
a indicar que el conde Sandorf hubiese podido tomar pie sobre el litoral.
Quedaron, pues, convencidos de que si no había muerto por una bala,
habría perecido ahogado.

Sin embargo, a pesar de todas las pesquisas hechas con el mayor


cuidado, no se encontró ningún cuerpo ni en las rompientes ni en un límite
de más de dos leguas.

Pero como el viento soplaba de tierra, con la corriente que se dirigía hacia
el Sudoeste, no era dudoso que el cadáver del fugitivo hubiese sido
arrastrado hacia alta mar.

¡El conde Sandorf, el señor magiar, había tenido por sepulcro las ondas
del Adriático! Después de una minuciosa sumaria, ésta fue la versión que
adoptó el Gobierno austriaco, la más natural después de todo.

Esteban Bathory, cogido en las condiciones que sabemos, fue reconducido

136
durante la noche y con buena escolta a la torre de Pisino, y reunido, por
sólo algunas horas, a Ladislao Zathmar.

La ejecución se fijó para el día siguiente, 30 de Junio.

En aquel momento supremo, Esteban Bathory hubiera podido ver, sin


duda, por última vez, a su esposa y a su hijo.

Ladislao Zathmar hubiera podido recibir el último abrazo de su servidor,


pues se había dado la autorización para permitirles la entrada en la torre
de Pisino.

Pero Mad. Bathory y su hijo, como también Borik, que había salido de la
prisión, habían abandonado a Trieste.

No sabiendo dónde habían sido conducidos los prisioneros, puesto que la


detención había sido secreta, les habían buscado hasta en Hungría, hasta
en Austria; y después de pronunciada la sentencia, no pudo
encontrárseles a tiempo.

Esteban Bathory no tuvo, pues, el último consuelo de volver a ver a su


esposa y a su hijo. No pudo decirles el nombre de aquellos traidores a
quienes no podía ya alcanzar la justicia de Matías Sandorf.

Esteban Bathory y Ladislao Zathmar, a las cinco de la tarde, fueron


pasados por las armas en la plaza de la fortaleza. Murieron como hombres
que habían hecho el sacrificio de su vida por la independencia de su país.

Silas Toronthal y Sarcany podían en lo sucesivo creerse al abrigo de toda


represalia, puesto que el secreto de su traición sólo era conocido de ellos y
del gobernador de Trieste, traición que fue pagada con la mitad de los
bienes de Matías Sandorf, habiéndose, por gracia especial, reservado la
otra mitad a la heredera del conde, para cuando llegase a la edad de
dieciocho años.

Silas Toronthal y Sarcany, insensibles a toda clase de remordimientos,


podían, pues, gozar en paz de aquellas riquezas obtenidas por la más
abominable traición.

El otro traidor, el español Carpena, tampoco parecía tener nada que temer,
habiendo cobrado la prima de cinco mil florines acordada al delator.

137
Pero si el banquero y su cómplice podían permanecer en Trieste con la
cabeza erguida, puesto que el secreto de su traición había quedado
guardado, Carpena, por el contrario, tuvo que abandonar a Rovigno, bajo
el peso de la reprobación general, para ir a vivir no se sabe dónde. ¿Pero
qué le importaba? Nada tenía que temer, ni aun la venganza de Andrés
Ferrato.

En efecto, el Pescader había sido preso y condenado a cadena perpetua


por haber dado asilo a los fugitivos. Sólo quedaban en la casa del honrado
Andrés, de donde había sido arrancado para no volver jamás, María con
su pequeño hermano Luigi, amenazados por la miseria, que no tardaría
mucho en alcanzarles.

Así, pues, tres miserables, con un interés puramente de codicia, sin que un
solo sentimiento de odio les animase contra sus víctimas, excepto tal vez
Carpena, el uno para restablecer sus negocios comprometidos, los otros
dos para procurarse la riqueza, no habían retrocedido ante aquella odiosa
maquinación.

Semejante infamia, ¿quedaría impune en este mundo, donde no siempre


se ejerce la justicia de Dios? El conde Sandorf, el conde Ladislao Zathmar,
Esteban Bathory, aquellos tres patriotas; Andrés Ferrato, aquel humilde
hombre de bien, ¿no serían vengados?

El porvenir responderá.

138
III. Pescade y Matifou
Quince años después de los últimos acontecimientos que terminan el
prólogo de esta historia, el 24 de Mayo de 1882, era día de fiesta en
Ragusa, una de las principales ciudades de las provincias dálmatas.

La Dalmacia no es sino una estrecha lengua de tierra situada entre la parte


septentrional de los Alpes Dináricos, la Herzegovina y el mar Adriático.

Tiene justamente la extensión necesaria para contener una población de


cuatrocientas a quinientas mil almas, apretándose un poco.

Los dálmatas son una hermosa raza, sobrios en medio de aquel país
árido, en que el humus es raro, fiera en medio de las vicisitudes políticas
que ha sufrido, altiva para con el Austria, a la cual está anexionada desde
1815, por el tratado de Campo Formio; en fin, honrada entre todas, puesto
que se ha podido llamar a este país, según una hermosa frase de Mr.
Iriarte, «el país de las puertas sin cerraduras».

Cuatro círculos dividen la Dalmacia, y se subdividen a su vez en distritos.


El círculo de Zara, el de Spalatro, el de Cattaro y el de Ragusa.

En Zara, capital de la provincia, reside el gobernador general.

En Zara se reúne la Dieta, cuyos miembros forman parte de la alta Cámara


de Viena.

Los tiempos han cambiado mucho desde el siglo XVI, durante el cual, los
Uscocos, turcos fugitivos, en guerra abierta con los musulmanes como con
los cristianos, con el Sultán como con la República de Venecia, eran el
terror de aquellos mares. Pero los Uscocos han desaparecido, y sólo se
encuentran sus huellas en la Carniola.

El Adriático es hoy tan seguro como cualquiera otra parte del soberbio y
poético Mediterráneo.

Ragusa, o más bien el pequeño estado de Ragusa, ha sido largo tiempo

139
republicano, aún antes que Venecia, es decir, desde el siglo IX.

En 1808, un decreto de Napoleón I le reunió al año siguiente al reino de


Iliria, e hizo de él un ducado para el mariscal Marmont. Ya en el noveno
siglo, los navíos ragusinos, que cruzaban todos los mares de Levante,
tenían el monopolio del comercio con los infieles, monopolio acordado por
la Santa Sede, lo que daba a Ragusa una gran importancia en medio de
aquellas pequeñas repúblicas de la Europa meridional.

Pero Ragusa se distinguía aún por más nobles cualidades, y la reputación


de sus sabios, el renombre de sus literatos, el gusto de sus artistas, la
habían valido el nombre de Atenas slavona.

Sin embargo, para las necesidades del comercio marítimo es necesario un


puerto de buen anclaje, de agua profunda, capaz de recibir los buques de
gran porte, y un puerto semejante falta a Ragusa.

El suyo es estrecho, sembrado de rocas a flor de agua, y no puede dar


acceso sino a pequeños barcos de cabotaje o a simples botes Pescaderes.

Felizmente, a una media legua al Norte, en el fondo de una de las


cortaduras de la bahía de Ombla Fumera, un capricho de la naturaleza ha
formado uno de esos excelentes puertos que pueden prestarse a todas las
necesidades de la más extensa navegación.

Este puerto es Gravosa, el mejor tal vez de la costa dálmata.

Allí hay bastante agua hasta para los buques de guerra; allí no falta
emplazamiento, ni para las calas de carena, ni para los astilleros de
construcción; allí, en fin, pueden hacer escala los grandes paquebots con
que los adelantos modernos han dotado a todos los mares del globo.

Síguese de aquí que en aquella época, el camino de Ragusa a Gravosa se


había convertido en un verdadero boulevard, plantado con hermosos
árboles, rodeado de villas encantadoras, frecuentado por la población de la
ciudad, que contaba entonces de dieciséis a diecisiete mil habitantes.

Aquel día, a cosa de las cuatro de una hermosa tarde de primavera,


hubiérase podido observar que los ragusinos se dirigían en gran número
hacia Gravosa.

En aquel arrabal, que así puede llamarse Gravosa, construido a las

140
puertas de la ciudad, había una fiesta local, con juegos diversos, barracas,
música y baile al aire libre, charlatanes, acróbatas y cantantes, cuyos
gritos, instrumentos y canciones hacían gran ruido en las calles y hasta en
los muelles del puerto.

Para un extranjero era una buena ocasión de estudiar los diferentes tipos
de la raza slava, mezclada a los bohemios de todas clases.

No solamente habían concurrido a la fiesta aquellos nómadas para


explotar la curiosidad de los visitantes, sino que también los campesinos y
montañeses habían querido tomar parte en aquellos regocijos públicos.

Las mujeres se mostraban en gran número; damas de la ciudad,


campesinas de los alrededores, Pescaderas del litoral. Las unas con trajes
que revelaban la tendencia a conformarse con las últimas modas de la
Europa occidental. Las otras con vestidos que variaban en cada distrito, a
lo menos en algunos detalles; camisas blancas bordadas en las mangas y
en el pecho, hopalandas de dibujos multicolores, cinturones con mil clavos
de plata, verdadero mosaico en que los colores se casan como en un tapiz
de Persia, bonete blanco sobre los cabellos trenzados con cintas de
colores, el okronga, de cuya parte superior pende un velo que cae hacia
atrás, como el puskul del turbante oriental, polainas y zapatos retenidos al
pie por cordones de paja.

Y, para completar todo este adorno, alhajas que bajo la forma de


brazaletes y collares de piececitas de plata, colocan de mil maneras para
adornar el cuello, los brazos, el pecho y la cintura. Estas joyas hubieran
podido verse hasta en el adorno de las gentes de la campiña, que tampoco
desdeñan el vivo de bordados con que realzan el contorno de sus telas.

Pero entre todos aquellos trajes ragusinos que llevan con gracia, hasta los
marinos del puerto, resaltan los de los comisionarios, corporación
privilegiada, a propósito para llamar más particularmente la atención. Estos
demandaderos, verdaderos orientales, con turbante, chaqueta, chaleco,
cinturón, ancho pantalón turco y babuchas, no hubieran estado fuera de
carácter en los muelles de Gálata o en la plaza de Top’hané, en
Constantinopla.

La fiesta estaba entonces en todo su auge; las barracas no se


desocupaban ni en la plaza ni en los muelles.

141
Había además una attration suplementaria a propósito para atraer cierto
número de curiosos.

Era el acto de botar al agua un trabacolo, especie de barco particular al


Adriático, que lleva dos mástiles y dos velas de trinquete, envergadas por
su alta y baja relinga.

La botadura debía tener lugar a las seis de la tarde, y el casco del trabacolo
, desembarazado ya de mis puntales, sólo esperaba la separación del
contrete para deslizarse al mar.

Pero hasta entonces, los saltimbanquis, los músicos ambulantes, los


acróbatas iban a rivalizar en talento y destreza para la mayor satisfacción
del público.

Hasta entonces, los músicos eran los que atraían mayor número de
espectadores.

Entre ellos, los guzlares o tañedores de guzla realizaban los mejores


ingresos.

Acompañándose con sus bizarros instrumentos, entonaban con voz


gutural los cantos de su país, y bien valía la pena de detenerse a
escucharlos.

La guzla de que se sirven aquellos artistas callejeros tiene varias cuerdas


tendidas sobre un mango desmesurado, que raspan únicamente con una
simple cuerda de vihuela.

En cuanto a la voz de los cantantes, no hay peligro de que falte, pues


cuando no la encuentran en el pecho, se van a buscarla a la cabeza.

Uno de los cantantes, gran mocetón de amarilla piel y oscuro pelo,


teniendo entre las rodillas su instrumento, semejante a un violoncello
enflaquecido, entonaba, acompañándose, de actitudes y gestos, una
canzonetta cuya traducción casi literal es la siguiente:

Cuando vibra la canción,


cuando canta la gitana,
pon a su canto atención,
guárdate de la gitana.
Si te hallas lejos de ella,

142
y su mirada
al cielo se dirige
dulce y velada,
puedes su canto
escuchar sin peligro
ni sobresalto.
Cuando vibra la canción,
cuando canta la gitana,
pon a su canto atención;
guárdate
de la gitana.

Después de esta primera copla, el cantor, con su platillo en la mano, vino a


solicitar de los asistentes el donativo de algunas monedas de cobre. Pero
el ingreso debió ser muy exiguo, y volvió a su sitio para procurar
enternecer a su auditorio con la segunda copla de su canzonetta:

Mas, si una vez cantando,


sus ojos negros
hacia ti se dirigen
llenos de fuego,
la paz del alma
te roba en un instante
con su mirada.
Cuando vibra la canción,
cuando canta la gitana,
pon a su canto atención,
guárdate
de la gitana.

Un hombre de unos cincuenta a cincuenta y cinco años escuchaba


tranquilamente el canto de los bohemios; pero poco sensible a tan
poéticas seducciones, su bolsa había permanecido cerrada hasta
entonces.

Verdad es que no era la gitana la que acababa de cantar mirándole con


sus «grandes ojos negros,» sino sencillamente aquel zángano que la
servía de intérprete.

Iba, pues, a abandonar su sitio sin haberle pagado, cuando una joven que
le acompañaba, le detuvo diciendo:

143
—Padre mío, no traigo dinero. Oí; ruego deis algo a esa pobre gente.

Y he aquí de qué manera el guzlar recibió cuatro o cinco kreutzers, que no


hubiera tenido sin la intervención de la joven. No porque su padre, que era
muy rico, fuese avaro hasta el punto de rehusar una limosna a un pobre,
sino porque no era de los que se conmueven con las miserias humanas.

Después, ambos se dirigieron, a través de la muchedumbre, hacia otras


barracas no menos animadas, mientras los guzlares se dispersaron en las
más próximas para «liquidar» los ingresos, no rehusándose los frascos de
slivovitza, violento aguardiente obtenido por la destilación de la ciruela, y
que pasaba como un simple jarabe por el gaznate de aquellos bohemios.

Sin embargo, todos estos artistas al aire libre, cantores o saltimbanquis, no


gozaban igualmente del favor del público. Entre los más olvidados, podía
notarse a dos acróbatas, que en vano se movían sobre un tablado sin
espectadores. Por encima de este tablado colgaban telas pintarrajeadas,
en bastante mal estado, representando animales feroces, pintados al
temple, con los contornes más fantásticos, leones, chacales, hienas,
tigres, boas, etc., saltando o desarrollándose en medio de paisajes
inverosímiles.

En la parte posterior se veía un pequeño circo, rodeado de viejas telas


cribadas de agujeros, a los que los curiosos aplicaban miradas indiscretas,
lo que debía perjudicar notablemente la entrada.

En la parte anterior, sobre uno de los piquetes, reposaba una mala


plancha, cartel rudimentario, que mostraba estas cinco palabras,
groseramente trazadas con carbón:

Pescade y Matifou, acróbatas franceses.

Bajo el punto de vista físico, y sin duda bajo el punto de vista moral, estos
dos hombres eran tan diferentes el uno del otro, como pueden serlo dos
criaturas humanas.

Sólo su común origen había podido acercarlos para correr el mundo y


sostener el combate de la vida.

Los dos eran provenzales.

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¿De dónde les venían aquellos extraños nombres, que tal vez tenían
alguna fama en su lejano país? ¿Eran el de dos puntos geográficos entre
los cuales se abre la bahía de Argel, el cabo Matifou y la punta Pescade?
Sí; y en realidad aquellos nombres les sentaban perfectamente, como el
de Atlas a cualquier gigante de combates de feria.

El cabo Matifou es una protuberancia enorme, poderosa, inmoble, que se


levanta en la extremidad Nordeste de la vasta rada de Argel, como para
desafiar los elementos desencadenados, y merecer el célebre verso:

«Su masa indestructible ha fatigado al tiempo».

Tal era el atleta Matifou, un Alcides, un Porthos, un rival afortunado de los


Ompdrailles, de los Nicolás Creste, y otros célebres luchadores que
ilustran los Circos del Mediodía.

Este atleta (preciso es verlo para creerlo, se diría de él) tenía cerca de seis
pies de altura, cabeza voluminosa, espaldas en proporción, el pecho como
un fuelle de fragua, las piernas como troncos de doce años, los brazos
como las bielas de una máquina, las manos como tenazas.

Era el vigor humano en todo su esplendor tanto más de admirar, cuanto


que no contaba aún veintidós años.

En este ser de inteligencia mediana, sin duda, el corazón era bueno, el


carácter dulce y sencillo. No tenía ni odio ni cólera; incapaz de hacer daño
a nadie, apenas se atrevía a apretar la mano que le tendían, por temor de
aplastarla entre la suya. En el fondo de su tan poderosa naturaleza, nada
del tigre, del cual tenía la fuerza; así es que obedecía a una palabra, a un
gesto de su compañero, como si algún capricho del Creador hubiese
hecho del gigante él hijo del enano.

Por contraste, en la extremidad Oeste de la bahía de Argel, la punta


Pescade, opuesta al cabo Matifou, es baja, afilada: una lengua de rocas
que se interna en el mar.

De aquí el nombre de Pescade dado a aquel muchacho de veinte años,


pequeño, delgado, consumido, no pesando en libras la cuarta parte de lo
que su compañero pesaba en kilos; pero listo, ágil de cuerpo, de espíritu
inteligente, de un buen humor inalterable, tanto en la buena como en la
mala fortuna, filósofo a su manera, inventivo y práctico, un verdadero

145
mono, pero sin maldad, e indisolublemente ligado por la suerte al honrado
paquidermo que conducía a través de todos los azares de una vida de
saltimbanquis.

Ambos eran acróbatas de oficio, y recorrían las ferias ejerciendo su


profesión. Matifou, o Cabo Matifou, como generalmente le llamaban,
luchaba en los Circos, ejecutaba toda clase de ejercicios de fuerza,
doblaba las barras de hierro con su cúbito, levantaba con los brazos
extendidos a los más pesados de la sociedad, y manejaba a su joven
compañero como si hubiese sido una bola de billar.

Pescade, o Punta Pescade, llamado así comúnmente, declamaba,


cantaba, bufoneaba y divertía al público con graciosas ocurrencias, que
nunca le faltaban, y le admiraba con sus lances de equilibrista, que
ejecutaba con la mayor destreza, cuando no le maravillaba con sus juegos
de cartas, en los cuales excedía a los más hábiles prestidigitadores,
encargándose de ganar a los más expertos en cualquier juego de cálculo o
de azar.

Pero «¿por qué, me diréis?» (locución familiar de Punta Pescade), ¿por


qué aquel día, sobre el muelle de Gravosa, aquellos dos pobres diablos se
veían abandonados de los espectadores en provecho de otras barracas?
¿Por qué la escasa entrada, de que tanta necesidad tenían, amenazaba
faltarles? Aquello era verdaderamente inexplicable.

Sin embargo, su lenguaje, agradable mezcla de provenzal y de italiano,


era más que suficiente para hacerse comprender de un público dálmata.
Desde su partida de Provenza, sin parientes que nunca habían conocido,
verdaderos productos de una generación espontánea, habían logrado salir
del paso buscando los mercados y las ferias, viviendo más bien mal que
bien; y si no se desayunaban todos los días, cenaban por lo regular todas
las noches; lo que era suficiente, porque, según decía Punta Pescade, «no
hay que pedir imposibles».

Y no obstante, aquel día, si el buen muchacho no los pedía, por lo menos


lo intentaba, ensayando atraer algunas docenas de espectadores ante su
tablado, con la esperanza de decidirlos a visitar su miserable circo.

Pero ni sus arengas ni sus despropósitos, que hubieran hecho la fortuna


de un vodevilista, ni sus gestos, que hubieran desarrugado la cara de un
santo de piedra en el nicho de una catedral, ni sus contorsiones y

146
torceduras, verdaderos prodigios de dislocación, ni el juego de su peluca
de grama, cuya cola de salsifí barría la tela roja de su justillo, ni sus
ocurrencias dignas del Pulcinello de Roma, o del Stentarello de Florencia,
no tenían acción sobre el público.

Y sin embargo, su compañero y él eran bien conocidos, desde hacía


algunos meses, de aquel público slavo.

Después de haber abandonado la Provenza, los dos amigos se habían


lanzado a través de los Alpes marítimos, el Milanesado, la Lombardía, el
Véneto, montados, así puede decirse, el uno sobre el otro. Cap Matifou,
célebre por su fuerza; Pointe Pescade, célebre por su agilidad.

Su renombre les había empujado hasta Trieste, en plena Iliria. Desde


Trieste, siguiendo la Istria, habían bajado por la costa dálmata, a Zara, a
Salone, a Ragusa, hallando más provecho siempre en ir hacia adelante,
que en volver hacia atrás. Atrás ya estaban gastados. Adelante llevaban
un repertorio nuevo, del que sacarían acaso algún beneficio.

Ahora ¡bien lo veían! el viaje, que nunca había sido muy bueno,
amenazaba volverse muy malo. Así es que los pobres diablos sólo tenían
un deseo que no sabían cómo realizar: el de repatriarse, volver a ver la
Provenza, no volver a aventurarse tan lejos de su país natal. Pero
arrastraban un peso, el peso de la miseria, y hacer algunos cientos de
leguas con aquel peso a los pies, era muy duro.

Sin embargo, después de haber pensado en el porvenir, era necesario


pensar en el presente, es decir, en la cena de aquella noche, por cierto
muy comprometida. No había un solo kreutzer en la caja, si puede darse
este nombre pretencioso a la punta del pañuelo en que Pescade
encerraba habitualmente la fortuna de los dos asociados.

¡En vano se afanaba moviéndose sin cesar sobre el tablado! ¡En vano
lanzaba desesperada! llamadas a través del espacio! ¡En vano Cap
Matifon exhibía bíceps, cuyas venas sobresalían como las ramificaciones
de la yedra alrededor de un tronco nudoso! Ningún espectador
manifestaba el pensamiento de entrar en el recinto de tela.

—¡Duros al cebo son estos dálmatas! —decía Pescade.

—¡Como peñas! —repetía Matifou.

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—Decididamente, creo que nos costará algún trabajo estrenamos hoy. No
va a haber más remedio que levantar el campo.

—¿Para ir adónde?

—Eres muy curioso —respondió Pescade.

—No importa, dilo.

—Pues bien: ¿qué pensarías de un país donde se tuviese la casi


seguridad de comer una vez al día?

—¿Y que país es ése?

—¡Ah! Está lejos, bien lejos, muy lejos… y aún más lejos que muy lejos.

—¿Al fin de la tierra?

La tierra no tiene fin, respondió sentenciosamente Pointe Pescade. Si


tuviese fin, no sería redonda. Si no fuese redonda, no daría vueltas.

Si no diese vueltas, estaría inmóvil, y si estuviese inmóvil…

—¿Y bien? —preguntó Cap Matifou.

—Caería sobre el sol en menos tiempo que me hace falta para escamotear
un conejo.

—¿Y entonces?

—Entonces sucedería lo que sucede a un juglar poco diestro, cuando dos


de sus bolas se encuentran en el aire. ¡Crac! Se rompen, se caen el
público silba, pide que le devuelvan el dinero, hay que devolvédselo, y
aquella noche no cena.

—¿De modo —preguntó Cap Matifou—, que si la tierra cayese sobre el


sol, no cenaríamos?

Y se quedó abismado en aquellas perspectivas infinitas.

Sentado en un rincón del estrado, cruzados los brazos sobre su pecho,


movía la cabeza como un chino de porcelana, sin decir, ver, ni oír

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absolutamente nada. Se absorbía en la más ininteligente asociación de
ideas. Todo se confundía en su gruesa cabeza, sintiendo como abrirse un
abismo en lo más profundo de su ser. Entonces le pareció que subía alto,
muy alto… más alto que muy alto; aquella expresión de Pointe Pescade,
aplicada al alejamiento de las cosas, la había impresionado vivamente.
Después, de repente, le soltaban y caía… en su propio estómago, es
decir, en el vacío.

Fue una verdadera pesadilla. Levantóse de su sitial con las manos


extendidas, como un ciego, y a poco más se precipita de lo alto del tablado.

—¿Qué es eso? Cap Matifou, ¿qué te pasa? —exclamó Pointe Pescade,


que agarró a su compañero por el brazo y logró, aunque no sin trabajo,
hacerle retroceder.

—¿Yo… lo que tengo…?

—¡Sí… tú!

—Tengo… —dijo Cap Matifou coordinando poco a poco sus ideas


(operación difícil, aunque su número no fuese considerable)— tengo, que
es preciso que te hable, Pointe Pescade.

—Habla, pues, amigo Cap, y no temas que te escuchen; el público se ha


evaporado.

Cap Matifou se sentó sobre su escabel, y con su vigoroso brazo, pero


dulcemente, como si hubiera temido romperle, atrajo hacia si a su pequeño
compañero.

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IV. La botadura al mar del «Trabacolo»
—Esto no marcha —dijo Cap Matifou.

—¿Qué es lo que no marcha? —preguntó Pointe Pescade.

—Los negocios.

—Mejor podían ir, esto es incontestable; pero también podían ir peor.

—¡Pescade!

—¡Matifou!

—No me guardes rencor por lo que voy a decirte.

—Te le guardaré, por el contrario, si es que lo mereces.

—Pues bien… deberías abandonarme.

—¿Qué entiendes tú por abandonarte? ¿Separarme de ti? —preguntó


Pointe Pescade.

—Sí.

—¡Continúa, Hércules de mis sueños! ¡Me interesas!

—Sí, estoy seguro que estando solo, no pasarías tantos apuros… Yo te


estorbo, y sin mí encontrarías medios de…

—Dime, Cap Matifou —respondió gravemente Pointe Pescade—: ¿tú eres


gordo, no es verdad?

—¿Y grande?

—Sí.

—Pues por grande y gordo que seas, no comprendo cómo has podido
contener la majadería que acabas de decir.

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—¿Y por qué, Pointe Pescade?

—Porque es aún mucho más grande y más gorda que tú, Cap Matifou.
¡Abandonarte yo, bestia de mi corazón! Si yo no estuviese a tu lado, te
pregunto: ¿con quién trabajarías?

—¿Con quién…?

—¿Quién daría el salto mortal sobre tu occipucio?

—Yo no digo…

—¿O el salto de costado entre tus manos?

—¡Diantre! —respondió Matifou embarazado ante preguntas tan


apremiantes.

—Sí… en presencia de un público en delirio… ¡Cuando por casualidad hay


un público!

—¡Un público! —murmuró Matifou.

—Luego —replicó Pescade—, cállate y no pensemos más que en ganar lo


necesario para cenar esta noche.

—¡No tengo hambre!

—Tú siempre tienes hambre, Cap Matifou; ¡luego ahora tienes hambre!
—respondió Pointe Pescade, entreabriendo con las dos manos la enorme
mandíbula de su compañero, que no había tenido necesidad de la muela
del juicio para tener sus treinta y dos dientes. Bien lo veo en tus caninos,
largos como los colmillos de un perro dogo. Tienes hambre, te digo, y aun
cuando no debiéramos ganar más que medio florín, un cuarto de florín, ¡tú
comerás!

—Pero ¿y tú, Pescade?

—¿Yo…? ¡Un grano de mijo me basta! Yo no tengo necesidad de ser


fuerte, mientras que tú, hijo mío… ¡Sigue bien mi razonamiento! ¡Cuanto
más comes, más engordas! ¡Cuanto más engordes, más fenómeno te
vuelves…!

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—¡Fenómeno… sí…!

—¡Yo, por el contrario, cuanto menos como más adelgazo, y cuanto más
adelgace más fenómeno a mi vez! ¿No es cierto?

—Es cierto —respondió Cap Matifou con la mayor candidez—. Luego por
interés mío, Pointe Pescade, es necesario que coma.

—Como lo dices: en cambio, en el mío está el comer lo menos posible.

—¿De suerte que si no hubiese más que para uno…?

—¡Sería para ti!

—Pero si hubiese para dos…

—¡Para ti todavía! ¡Qué diablo, Cap Matifou, tú bien vales dos hombres!

—¡Y cuatro… y seis… y diez…! —exclamó el Hércules, del que con


dificultad hubieran dado cuenta diez hombres.

Y dejando aparte la enfática exageración común a los atletas del mundo


antiguo y moderno, la verdad es que Cap Matifou había triunfado de todos
los luchadores que se habían medido con él.

Citábanse dos hechos que probaban su fuerza prodigiosa.

Una noche, en Nimes, en un circo construido de madera, cedió uno de los


tirantes que sostenían las formas de la armadura. El crujido que produjo la
rotura sembró el espanto entre los espectadores, amenazados de quedar
aplastados por la caída del techo, o de reventarse ellos mismos
procurando salir por los corredores.

Pero Cap Matifou estaba allí. Dio un salto hada el tirante, ya fuera de
plomo, y en el momento en que la armadura cedía, él la sostuvo con sus
robustas espaldas durante el tiempo necesario para la evacuación de la
sala. Después, de otro salto, se precipitó fuera en el momento en que el
techo se desplomaba detrás de él.

Esto para su fuerza de espaldas. Veamos para la de brazos.

Un día, en las llanuras de Camargue, un toro picado se escapó del

152
cercado donde estaba encerrado; persiguió o hirió a varias personas, y
hubiera causado mayores desgracias sin la intervención de Cap Matifou,
que corriendo hacia el animal le aguardó a pié firme, y agarrándole por os
cuernos en el momento en que se precipitaba sobre él con la cabeza baja,
le derribó y mantuvo con los cascos al aire hasta dominarle y ponerle fuera
de estado de hacer daño.

Hubiéronle podido presentar otras muchas pruebas de su fuerza


sobrehumana; pero estas bastan paro hacer comprender, no solamente el
vigor de Cap Matifou, sino también su valor y su abnegación, pues no
vacilaba jamás en arriesgar su vida cuando se trotaba de acudir en auxilio
de sus semejantes.

Era, pues, un ser tan bueno como fuerte.

No obstante, para no perder nada de aquellas fuerzas, como decía Pointe


Pescade, ero preciso que comiese, y su compañero le obligaba a comer,
privándose él cuando no había más que para uno y aún hasta para dos.

Sin embargo, aquella noche la cena ni aun para uno aparecía todavía en el
horizonte.

—Hay brumas —repetía Pointe Pescade.

Y para disiparlas, aquel bravo corazón reanudó alegremente sus discursos


y sus gestos.

Paseaba por el tablado, se movía, se dislocaba, marchaba sobre las


manos cuando no sobre los pies, habiendo observado que poniéndose
cabeza abajo tenía menos hambre. Repetía en una jerga mitad provenzal,
mitad slava, los eternos chistes de las farsas burlescas, que estarán en
uso mientras haya un solo payaso para lanzarlas a la muchedumbre y
tontos para escucharlas.

—¡Entrad, señores, entrad! —gritaba Pointe Pescade—. ¡Sólo se paga al


salir… la bagatela de un kreutzer!

Pero para salir era necesario entrar primero, y de las cinco o seis personas
detenidas ante las telas pintarrajeadas, ninguna se decidió a penetrar en el
pequeño circo.

Entonces Pointe Pescade mostraba los anima les feroces pintados sobre

153
las telas. No porque tuviese para ofrecer al público una colección de fieras,
sino porque aquellas bestias terribles existían en algunos rincones del
África o de las Indias; y si Cap Matifou las llegaba a encontrar alguna vez
en su camino, Cap Matifou daría cuenta de ellas de un solo bocado.

Y continuaba pronunciando sus arengas, que el Hércules interrumpía de


cuando en cuando con fuertes golpes de bombo, que estallaban come
cañonazos.

—¡La hiena, señores, la hiena, originaria da Cabo de Buena Esperanza,


animal ágil y sanguinario que franquea los muros de los cementerios en
los que hace su presa!

Al otro lado de la tela, en un agua amarilla en medio de hierbas azules:

—¡Ved, señores, vez el joven e interesante rinoceronte de edad de quince


meses! ¡Fue criado en Sumatra, y durante la travesía estuve a punto de
hacer zozobrar el buque con su terrible cuerno…!

Después, en primer término, en medio de un montón verdoso de huesos


de sus víctimas:

— ¡Mirad, señores, mirad! ¡El terrible león del Atlas! ¡Habita el interior del
Sahara, en las arenas ardientes del Desierto! ¡En el momento del calor
tropical se refugia en las cavernas! Si encuentra algunas gotas de agua, se
precipita y sale de allí chorreando. ¡Por eso le han llamado león númida!

Pero tantas atracciones corrían el riesgo de ser perdidas. Pointe Pescade


comprometía en vano sus pulmones. En vano también Cap Matifou
golpeaba el bombo, a riesgo de romperle. ¡Era desesperante!

Sin embargo, algunos dálmatas, vigorosos montañeses, acababan por fin


de detenerse ante el atleta Matifou, a quien examinaban como
conocedores.

Pointe Pescade aprovechó la ocasión, provocando a aquellas honradas


gentes a medirse con él.

—¡Entrad, señores, entrad! ¡Es la ocasión! ¡Gran lucha de hombre! Lucha


a armas corteses. ¡Las espaldas deben tocar al suelo! Cap Matifou se
compromete a derribar a los aficionados que quieran honrarle con su
confianza.

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—¡Un justillo de algodón, en premio a quien le venza! ¿Estáis, señores?
—añadió Pointe Pescada dirigiéndose o tres sólidos mocetones que le
miraban embobados.

Pero éstos no juzgaron a propósito comprometer su solidez en aquella


lucha, por honrosa que pudiera ser para los dos adversarios.

Pointe Pescade se vio reducido o anunciar que, a falta de aficionados, el


combate tendría lugar entre él y Cap Matifou. ¡Sí, la destreza midiéndose
con la fuerza!

—¡Entrad, señores, entrad! ¡Seguid a la gente! repetía desgastándose el


pobre Pescade. ¡Veréis lo que no habéis visto jamás! ¡Pointe Pescade y
Cap Matifou a la greña! ¡Los dos gemelos de la Provenza! ¡Sí…! Dos
gemelos… aunque de distinta edad… y de diferente madre. ¡Eh! ¡Cómo
nos parecemos! ¡Yo, sobre todo…!

Un joven se detuvo delante del tablado. Escuchaba gravemente aquellos


chistes, gastados hasta la saciedad.

Tendría, a lo más, veintidós años, y era de estatura más que mediana. Sus
regulares facciones, un poco fatigadas por el trabajo; su fisonomía,
marcada con cierta severidad, denotaban una naturaleza pensativa,
educada tal vez en la escuela del sufrimiento. Sus grandes ojos negros, su
barba cerrada y corta, su boca poco acostumbrada a sonreír, pero
limpiamente dibujada bajo un fino bigote, indicaban, sin temor de
engañarse, su origen húngaro, en el cual dominaba la sangre magiar.

Estaba sencillamente vestido con un traje moderno, sin pretensiones de


última moda.

Su actitud no podía engañar: en aquel joven había ya un hombre.

Escuchaba, hemos dicho, los inútiles discursos de Pointe Pescade. Le


miraba, no sin cierto enternecimiento, revolverse en su tablado. Habiendo
sufrido él mismo, sin duda, no podía ser indiferente a los sufrimientos de
los demás.

—¡Son dos franceses! —se dijo—. ¡Pobres diablos! No recogen nada hoy.

Y entonces concibió la idea de constituir él solo su público, un público que

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pagase. Esto sería una limosna, pero una limosna disfrazada, y era
probable que llegase muy a propósito. Avanzó, pues, hacia la puerta, es
decir, hacia el pedazo de tela que, al levantarse, daba acceso al pequeño
recinto.

—¡Entrad, caballero, entrad! —gritó Pointe Pescade—. Empezaremos al


instante.

—Pero… estoy yo solo… —observó el joven con bondadoso tono.

—¡Caballero! —respondió Pointe Pescade con cierta altivez algo


burlesca—: los verdaderos artistas se atienen más a la calidad que a la
cantidad de su público.

—Entretanto, si me permitís… —replicó el joven sacando su bolsillo.

Y tomó dos florines, que depositó en el plato de estaño colocado en un


rincón del tablado.

—Un buen corazón —se dijo Pointe Pescade.

Después, volviéndose hacia su compañero, dijo:

—¡Al combate, Cap Matifou, al combate! Demos a este caballero un


espectáculo digno de su dinero.

Pero en el momento de entrar el único espectador del circo francés y


provenzal, retrocedió precipitadamente.

Acaba de apercibir a la joven que, acompañada de su padre, se había


detenido un cuarto de hora antes a escuchar la orquesta de los guzlares.

Ambos jóvenes, sin saberlo, habían tenido el mismo pensamiento para


cumplir un acto caritativo. La una había dado limosna a los bohemios: el
otro acababa de darla a los acróbatas.

Pero sin duda aquel encuentro no le bastaba, porque desde que apercibió
a la joven olvidó su cualidad de espectador, el precio que había pagado
por su localidad, y se lanzó hacia el lado en que ella se perdía entre la
muchedumbre.

—¡Eh! ¡Caballero…! ¡Caballero…! —gritó Pointe Pescade—: ¡vuestro

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dinero…! No le hemos ganado, ¡qué diantre! Pero ¿dónde está…? ¡Ha
desaparecido…! ¡Eh! ¡Caballero…!

Pero en vano buscaba a «su público» que se había eclipsado. Después


miró a Cap Matifou, que no menos aturdido que él, estaba con la boca
desmesuradamente abierta.

—¡En el momento en que íbamos a empezar! —dijo por fin el gigante—.


Decididamente no estamos de vena.

—Comencemos de todos modos —respondió Pointe Pescade—, bajando


la escalerilla que conducía a la arena.

De esta manera, a lo menos, trabajando ante las banquetas, si las hubiera


habido, habrían ganado su dinero.

Pero en aquel momento un inmenso rumor se elevó de los muelles del


puerto.

La multitud pareció agitarse en un movimiento de conjunto muy


pronunciado, que la conducía hacia el mar, y se dejaron oír, repetidas por
centenares de voces, estas palabras:

—¡El Trabacolo…! ¡El Trabacolo!

Era efectivamente la hora en que debía ser botado el pequeño buque. Este
espectáculo, siempre atractivo, era de naturaleza capaz de excitar la
curiosidad pública.

Así es que la multitud que llenaba la plaza y los muelles los abandonó bien
pronto para dirigirse al arsenal de construcción, donde debía tener lugar la
operación de botarle al agua.

Pointe Pescade y Cap Matifou comprendieron que ya no podían contar con


público alguno, por lo menos en aquel momento.

Así es que, deseosos de encontrar al único espectador que había estado a


punto de llenar su circo, le abandonaron, sin tomarse siquiera el trabajo de
cerrar la puerta ¿y para qué habían de cerrarla? dirigiéndose después
hacia el arsenal.

Éste estaba situado en la extremidad de una punta, fuera del puerto de

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Gravosa, sobre un terreno en declive que la resaca orlaba con una ligera
espuma. Pointe Pescade y su compañero, después de haberse abierto
camino con sus codos, lograron colocarse en la primera fila de
espectadores.

Jamás, ni aun en las noches de beneficio, habían visto iguales apreturas


ante su tablado.

¡Oh degeneración del arte!

Libre ya el Trabacolo de los puntales que sostenían sus flancos, estaba en


disposición de ser lanzado al agua. El ancla ocupaba su sitio; bastaría
dejarla caer, cuando el casco entrase en el mar, para detener su impulso,
que hubiera podido llevarle demasiado lejos en el canal.

Aun cuando el Trabacolo sólo medía unas cincuenta toneladas, era una
masa bastante considerable para que no se hubiese omitido ninguna de
las precauciones necesarias para llevar a cabo la operación.

Dos obreros del arsenal se mantenían sobre el puente, cerca del palo de
popa, en la extremidad del cual ondeaba el pabellón dálmata, y otros dos
en la proa, preparados para la maniobra del ancla.

El Trabacolo debía ser botado por la popa, según se hace en operaciones


de este género. Su talón, reposando sobre la enjabonada corredera, sólo
estaba retenido por la cufia, bastando levantar ésta para producir el
resbalamiento; después, creciendo la velocidad por la masa puesta en
movimiento, el buque marcharía por sí mismo hasta encontrarse en su
elemento natural.

Ya media docena de carpinteros, armados de mazas de hierro, golpeaban


sobre las cufias introducidas en la proa, bajo la quilla del Trabacolo, a fin
de levantarle un poco y determinar el movimiento que había de conducirle
hacia el mar.

Todos seguían esta operación con el más vivo interés, en medio de un


silencio general.

En aquel momento, a la vuelta de la punta que cubre hacia el Sur el puerto


de Gravosa, apareció un yacht de recreo. Era una goleta de unas
trescientas cincuenta toneladas. Intentaba doblar la punta del arsenal, a fin

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de tomar la boca del puerto. Como la brisa venía del Noroeste, ceñía el
viento las amuras a babor, para no tener más que dejarse ir y alcanzar su
sitio de anclaje. Antes de diez minutos habría llegado a él, y aumentaba
rápidamente a los ojos de los espectadores, como si la hubieran mirado
con un anteojo cuyo tubo se fuese alargando por un movimiento continuo.

Precisamente, para entrar en el puerto, la goleta tenía que pasar por


delante del arsenal donde se preparaba la botadura del Trabacolo; así es
que, en cuanto fue señalada, pareció prudente, a fin de evitar todo peligro,
suspender la operación, que volvería a emprenderse después de su paso
por el canal.

Un abordaje entre los dos buques, presentando el uno su costado y


abordándole el otro con gran velocidad, habría causado, con seguridad,
alguna grave catástrofe a bordo del yacht.

Los obreros cesaron de atacar las cufias con sus mazos, y el encargado
de levantar el contrete o llave, recibió orden de esperar. Sólo era cuestión
de algunos minutos.

Entretanto la goleta llegaba rápidamente.

Hasta se podía observar que comenzaba sus preparativos para anclar; se


había recogido el punto de amura de su vela mayor, al mismo tiempo que
se cargaba la vela de mesana.

Pero la rapidez que la animaba era grande todavía bajo la acción de su


trinquete y su segundo foque, en virtud de la velocidad adquirida.

Todas las miradas se dirigían hacia aquel gracioso buque, cuyas blancas
velas se presentaban como doradas por los oblicuos rayos del sol.

Sus marineros, de uniforme levantino, con el fez rojo sobre la cabeza,


corrían a las maniobras, mientras el capitán, situado en la popa al lado del
timonel, daba sus órdenes con voz tranquila.

Bien pronto la goleta, a la que precisamente sólo faltaba una bordada para
doblar la última punta del puerto, se encontró de través al astillero.

De repente se elevó un grito de terror. El Trabacolo acababa de


conmoverse. El contrete había fallado, y el buque se ponía en movimiento
en el momento mismo en que el yacht empezaba a presentarle su cachete

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de estribor.

Iba, pues, a producirse la colisión entre los dos barcos.

No había ni tiempo ni medio de impedirlo.

Ninguna maniobra que intentar.

A los gritos de los espectadores, había respondido otro grito lanzado por la
tripulación de la goleta.

El capitán, conservando su sangre fría, quiso hacer virar al buque; pero


era imposible que éste se separase de su dirección con la premura que el
caso requería, o que pasase al canal con la rapidez necesaria para evitar
el choque.

En efecto, el Trabacolo había resbalado sobre su corredera. Un humo


blanco, desarrollado por el rozamiento, remolineaba hacia la proa,
mientras la popa se hundía ya en las aguas de la bahía.

De repente, un hombre se lanza hacia el Trabacolo y coge una amarra que


pende de la proa; pero en vano procura retenerla apuntalándose contra el
suelo, a riesgo de ser arrastrado. Un cañón de hierro, fijo en la tierra, está
allí para amarrar las embarcaciones. En un momento, la amarra queda
arrollada y se extiende poco a poco, mientras el hombre, con riesgo de ser
cogido y triturado, la retiene y resiste con una fuerza sobrehumana,
durante diez segundos.

Entonces, la amarra se rompe. Pero aquellos diez segundos han bastado.

El Trabacolo se ha sumergido en las aguas de la bahía y vuelve a


levantarse cabeceando; se dirige hacia el canal, rasando a menos de un
pie la popa de la goleta, y corre hasta el momento en que sil ancla,
cayendo al fondo, le detiene por la tensión de su cadena.

La goleta estaba salvada.

En cuanto a aquel hombre, a quien nadie había tenido tiempo de ayudar


(tan inesperada y rápida había sido la maniobra), era Cap Matifou.

—¡Bien… muy bien! —gritó Pointe Pescade corriendo hacia su camarada,


que le levantó en sus brazos, no para hacer volatines, sino para abrazarle

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como él abrazaba.

Entonces, los aplausos estallaron de todas partes.

La muchedumbre se apretó alrededor de aquel Hércules, no menos


modesto que el famoso autor de los doce trabajos de la fábula, y que no
comprendía la razón de aquel entusiasmo del público.

Cinco minutos después, la goleta había anclado en medio del puerto, y


una elegante ballenera de seis remos depositaba sobre el muelle al
propietario del yacht.

Era un hombre de elevada estatura, de unos cincuenta años de edad,


cabellos casi blancos, y barba gris cortada a la oriental. De grandes ojos
negros, interrogadores, de una vivacidad singular, que animaban su rostro
algo tostado, de facciones regulares y bello todavía.

Lo que sobre todo impresionaba, a primera vista, era el aire de nobleza, de


grandeza más bien, que emanaba de toda su persona.

Su traje de abordo consistía en un pantalón azul oscuro, un chaquetón del


mismo color con botones metálicos, un cinturón negro que apretaba su
talle bajo el chaquetón, y un ligero sombrero de tela oscura, dejando
adivinar bajo estas prendas un cuerpo vigoroso, de soberbia estructura, al
que la edad no había alterado todavía.

Desde que este personaje, en el cual se adivinaba un hombre enérgico y


poderoso, puso el pie en tierra, se dirigió hacia los dos acróbatas a
quienes la multitud cercaba y aplaudía.

Todo el mundo se separó a su paso.

Apenas llegó junto a Cap Matifou, su primer movimiento no fue buscar su


bolsa y hacerle una cuantiosa limosna. No: tendió la mano al atleta y le dijo
en italiano:

—Amigo mío, gracias por lo que acabáis de hacer.

Cap Matifou estaba avergonzado con tanto honor por tan poca cosa.

—Sí… está bien… es soberbio Cap Matifou —replicó Pointe Pescade, con
toda la redundancia de su jerga provenzal.

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—¿Sois franceses? preguntó el extranjero.

—¡Hasta más no poder! —respondió Pointe Pescade, no sin orgullo—;


franceses del Mediodía de Francia.

El extranjero les miraba con verdadera simpatía, mezclada de cierta


emoción. Su miseria era demasiado manifiesta para que pudiera
engañarse. Tenía ante él a dos pobres saltimbanquis, de los que el uno, a
riesgo de su vida, acababa de prestarle un gran servicio, pues una colisión
entre el Trabacolo y la goleta hubiera podido hacer numerosas víctimas.

—Venid a verme a bordo, les dijo.

—¿Y cuándo, príncipe mío? —preguntó Pointe Pescade ejecutando su


más gracioso saludo.

—Mañana, a primera hora.

—¡A primera hora! —respondió Pointe Pescade, mientras Cap Matifou


prestaba su tácita aquiescencia, moviendo de arriba abajo su enorme
cabeza.

Entretanto la muchedumbre no cesaba de rodear al héroe de esta


aventura. Sin duda le hubiera llevado en triunfo si su peso no hubiese
espantado a los más resueltos y más sólidos. Pero Pointe Pescade,
siempre a la mira, creyó que debía utilizarse de las buenas disposiciones
de semejante público, y mientras que el extranjero, después de una
amistosa despedida, se dirigía hacia el muelle, gritó con voz alegre y
persuasiva:

—¡La lucha, señores, la lucha entre el Cabo Matifou y la Punta Pescade!


¡Entrad, señores, entrad! ¡Se paga a la salida… o a la entrada, como
queráis!

Por esta vez fue escuchado y seguido de un público tal, cual nunca había
visto.

Aquel día el recinto fue demasiado pequeño.

Hubo que despedir gente y devolver dinero.

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En cuanto al extranjero, apenas había dado algunos pasos en dirección al
muelle, cuando se encontró en presencia de la joven y su padre, que
habían asistido a toda aquella escena.

A algunos pasos de distancia se hallaba el joven que les había seguido y a


cuyo saludo contestó el padre con ademán altivo, de lo cual tuvo el
extranjero tiempo de apercibirse.

Éste, en presencia de aquel hombre, apenas pudo contener un brusco


movimiento de repulsión en toda su persona, mientras por sus ojos
cruzaba un siniestro relámpago.

Entretanto el padre de la joven se acercó a él con extremada política, y le


dijo:

—¡Acabáis de escapar de un gran peligro, gracias al valor de ese acróbata!

—En efecto, caballero —respondió el extranjero, cuya voz,


voluntariamente o no, se alteró por una emoción invencible.

Después, dirigiéndose a su interlocutor:

—¿Me permitís preguntaros a quién tengo el honor de hablar?

—Al señor Silas Toronthal, de Ragusa, respondió el antiguo banquero de


Trieste. Y a mi vez, ¿puedo saber quién es el propietario de ese yacht de
recreo?

—El doctor Antekirtt —respondió el extranjero; y saludándose


nuevamente, se separaron, mientras los hurras y los aplausos resonaban
en el circo de los acróbatas franceses.

Aquella noche Cap Matifou comió a su satisfacción, es decir, por cuatro, y


aún quedó para uno.

Lo que fue bastante para la cena de su bravo compañero el pequeño


Pointe Pescade.

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V. El doctor Antekirtt
Hay en este mundo gentes que dan bastante que hacer a la fama, esa
mujer-orquesta de cien bocas, cuyas trompetas llevan su nombre a los
cuatro puntos cardinales.

Éste era el caso de aquel célebre doctor Antekirtt que acababa de llegar al
puerto de Gravosa. Hasta su llegada había sido señalada por un incidente,
bastante para atraer la atención pública sobre cualquier viajero sin
antecedentes; pero él no pertenecía a este número.

En efecto, desde hacía algunos años, alrededor del doctor Antekirtt se


había hecho una especie de leyenda en todos los países legendarios del
extremo Oriente. El Asia, desde los Dardanelos hasta el canal de Suez; el
África, desde Suez hasta los confines de Túnez; el Mar Rojo, en todo el
litoral arábigo, no cesaban de repetir su nombre como el de un hombre
extraordinario en las ciencias naturales, una especie de gnóstico, de taleb,
que poseía los últimos secretos del universo.

En los tiempos del lenguaje bíblico, hubiera sido llamado Epifanes. En las
comarcas del Éufrates se le habría reverenciado como a un descendiente
de los antiguos magos.

¿Qué ponderación había en esta reputación?

Todo lo que tendía a hacer de este mago un mágico; todo lo que le atribuía
un poder sobrenatural.

La verdad es que el doctor Antekirtt no era más que un hombre, pero un


hombre muy instruido, de un espíritu recto y sólido, de un criterio seguro,
de una penetración extremada, de una perspicacia maravillosa, y a quien
las circunstancias habían servido notablemente.

En efecto; en una de las provincias centrales del Asia Menor había podido
salvar a toda una población de una epidemia terrible, considerada hasta
entonces como contagiosa, y de la cual había encontrado el específico. De
aquí un renombre sin igual.

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Lo que principalmente contribuía a darle tanta celebridad era el misterio
impenetrable que rodeaba su persona. ¿De dónde venía? Se ignoraba.
¿Cuál era su pasado? Tampoco se sabía. ¿Dónde y en qué condiciones
había vivido? Nadie hubiera podido decirlo. Se afirmaba solamente que el
doctor Antekirtt era adorado por las poblaciones de las comarcas del Asia
Menor y del África oriental, que pasaba por ser un médico sin rival, que el
ruido de sus extraordinarias curaciones había llegado hasta los grandes
centros científicos de Europa, que lo mismo prestaba sus cuidados a los
pobres que a los ricos señores y pachás de aquellas provincias. Pero
jamás se le había visto en los países de Occidente, y hasta después de
algunos años, se ignoraba el lugar de su residencia.

De aquí la tendencia a hacerle salir de algún misterioso avalar, de alguna


encarnación increada, y hacer de él un ser sobrenatural, curando por
medios sobrenaturales.

Pero si el doctor Antekirtt no había ejercido todavía su arte en los


principales Estados de Europa, su renombre le había ya precedido.

Aunque había llegado a Ragusa como un simple viajero, un rico turista que
se paseaba en su yacht y visitaba los diversos puntos del Mediterráneo, su
nombre corrió bien pronto por toda la ciudad; y aguardando poder ver al
doctor mismo, la goleta tuvo el privilegio de atraer todas las miradas. El
accidente prevenido por el valor de Cap Matifou hubiera bastado, por otra
parte, para provocar la atención pública.

En verdad, aquel yacht hubiera hecho honor a los más ricos, más
fastuosos gentleman de los sports náuticos de América, de Inglaterra y de
Francia.

Sus dos mástiles, rectos y muy próximos al centro, lo que daba un gran
desarrollo al trinquete y a la vela mayor, la longitud de su bauprés,
aparejado de dos foques, el cruzamen de las velas cuadradas que llevaba
en el mástil de mesana, el atrevimiento de sus espigas de mastelero de
juanete, todo aquel aparato velero debía comunicarle una maravillosa
velocidad en todo tiempo. La goleta medía trescientas cincuenta
toneladas. Larga y afilada, con gran inclinación de codaste y de roda, pero
bastante ancha de bao, bastante profunda de cala para asegurarse una
extremada estabilidad; era lo que se llama un barco marino, pudiendo, en
manos del timonero, cerrarse con el viento en los cuatro cuartos y hacer

165
sus trece nudos y medio por hora, tanto en alta mar como costeando.

Las Boadicea, las Gaetana, las Mordon del Reino Unido no hubieran
podido competir con ella en un match internacional.

En cuanto a la belleza interior y exterior del yacht, el más severo yachtman


no hubiera podido imaginarla superior. La blancura del puente, de pino del
Canadá, sin un solo nudo; el interior delicadamente trabajado, las
chupetas, carrozas de escala y claraboyas de teck, cuyos adornos de
cobre brillaban como el oro, la ornamentación de la rueda del timón, la
disposición de sus maderas de respeto bajo sus estuches
resplandecientes de blancura, la finura del poleaje, las drizas y escotas
contrastando por su color con el hierro galvanizado de los obenques,
estáys y brandales, el corte de sus embarcaciones barnizadas,
graciosamente suspendidas de sus pescantes, el negro brillante de su
casco, realzado por una sencilla banda de oro de proa a popa, la
sobriedad de sus adornos en su alcázar, todo constituía un buque de
exquisito gusto y de elegancia extrema.

Importa conocer este yacht, tanto interior como exteriormente, puesto que
al fin y al cabo constituía la habitación flotante del misterioso personaje
que va a ser el héroe de esta historia. Sin embargo, no era permitido
visitarle; pero el narrador posee una especie de segunda vista que le
permite describir aun lo que no le es dado ver.

En el interior de la goleta, el lujo se disputaba con el confort. Las cámaras


y camarotes, los salones, el comedor, estaban pintados y decorados a
todo coste. Las colgaduras y tapices, todo lo que constituía el mueblaje
estaba ingeniosamente adaptado a las necesidades de una navegación de
recreo.

Esta disposición tan bien entendida se encontraba, no solamente en las


cámaras del capitán y de los oficiales, sino en la repostería, en que las
vajillas de plata y porcelana estaban protegidas contra las rudezas de los
cabeceos y balances; en la cocina, conservada con una limpieza
puramente holandesa, y en el rancho de los marineros, en el que las
hamacas de la tripulación podían balancearse libremente. Los hombres, en
número de veinte, llevaban el elegante traje de los marinos malteses:
calzón corto, botas de mar, camisa rayada, cinturón oscuro, bonete rojo y
blusa, sobre la cual se destacaban en blanco las iniciales del nombre de la
goleta y de su propietario.

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Pero ¿a qué puerto, a qué matrícula pertenecía aquel buque? ¿En qué
país limítrofe del Mediterráneo tenía sus cuarteles de invierno? En fin,
¿cuál era su nacionalidad? No se conocía, como tampoco la del doctor.

Un pabellón verde, con una cruz roja en el ángulo superior, ondeaba en su


asta.

Y en vano se hubiera buscado en la serie tan numerosa de los diversos


pabellones que surcan todos los mares del globo.

De todos modos, antes de haber desembarcado el doctor Antekirtt, fueron


remitidos sus papeles al oficial del puerto, quien sin duda los encontró
perfectamente en regla, puesto que fue admitido a libre plática después de
girada la visita de la sanidad.

En cuanto al nombre de la goleta, se veía en la popa escrito con pequeñas


mayúsculas de oro: la Savarena.

Tal era el admirable barco de recreo que acababa de anclar en el puerto


de Gravosa.

Pointe Pescade y Cap Matifou, que a la mañana siguiente debían ser


recibidos a bordo por el doctor Antekirtt, le contemplaban con no menos
curiosidad, pero también con un poco más de emoción que los marinos del
puerto.

En su calidad de naturales de las playas de Provenza, eran


extremadamente sensibles a todo lo que se relacionaba con el mar. Pointe
Pescade sobre todo, que podía mirar como conocedor aquella maravilla de
la construcción naval.

En esto se ocupaban ambos la misma noche después de su


representación.

—¡Ah! —suspiraba Cap Matifou.

—¡Oh! —respondía Pointe Pescade.

—¡Caramba, Pointe Pescade!

—¡No digo lo contrario, Cap Matifou!

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Y estas palabras, especie de interjecciones admirativas, decían en la boca
de aquellos pobres acróbatas mucho más que frases enteras.

En aquel momento terminaban todas las maniobras que siguen a la


operación del anclaje, las velas aferradas a las vergas, el aparejo tendido
con cuidado, la tienda levantada en la popa. La goleta había sido
amarrada en un ángulo del puerto, lo que indicaba que contaba
permanecer allí algún tiempo.

Aquella noche el doctor Antekirtt se contentó con dar un ligero paseo por
los alrededores de Gravosa.

Mientras que Silas Toronthal y su hija volvían a Ragusa en su carruaje,


que les había aguardado sobre el muelle; mientras que el joven de que
hemos hecho mención entraba a pie por la larga avenida, sin aguardar al
fin de la fiesta, entonces en toda su animación, el doctor se limitaba a
visitar el puerto.

Éste es uno de los mejores de la costa, y se reían en él gran número de


buques de diferentes nacionalidades. Después, de haber salido de la
ciudad y seguido las orillas de la bahía de Ombra Fiumera, que se
extiende en una longitud de doce leguas hasta la embocadura del río
Ombra, corriente de agua bastante profunda para, que hasta los buques
de gran calado puedan subir por él casi hasta el pié de los montes Vlasti
za, a cosa de las nueve volvió al muelle y asistió a la llegada de un gran
paquebot del Lloyd, que venía del mar de las Indias; por último, volvióse a
bordo, descendió a su cámara, alumbrada por dos lámparas, y se quedó
solo hasta la mañana siguiente.

Tal era su costumbre, y el capitán de la Savarena, marino de unos


cuarenta años, llamado Narsos, tenía orden de no distraer jamás al doctor
durante aquellas horas de soledad.

Hay que advertir que si el público no conocía nada del pasado de aquel
personaje, sus oficiales y gentes de a bordo no sabían mucho más; pero
no por eso dejaban de pertenecerle en cuerpo y alma. Si el doctor Antekirtt
no toleraba o bordo la menor infracción de la disciplina, era bueno para
todos, prodigando sin cuento sus cuidados y su dinero. Así es que no
había marinero que no desease figurar en el rol de la Savarena.

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Nunca hubo necesidad de dirigir una reprimenda, ni aplicar un castigo, ni
verificar una expulsión. Los que formaban la tripulación de la goleta eran
como los miembros de una misma familia.

Después de la entrada del doctor se tomaron todas las disposiciones para


pasar la noche. Una vez colocados los fanales de popa y proa, y en su
puesto los hombres del cuarto correspondiente, reinó a bordo el silencio
más completo.

El doctor Antekirtt se había sentado sobre un ancho diván, dispuesto en el


ángulo de su cámara. Sobre la mesa había algunos periódicos que su
criado había ido a comprar a Gravosa. El doctor los recorrió con mirada
distraída, leyendo más bien las noticias que los artículos de fondo,
buscando las entradas y salidas de los buques, las expediciones y
veraneos de las notabilidades de la provincia. Después dejó los diarios, le
acometió el sueño, y a cosa de las once se acostó sin reclamar el auxilio
de su ayuda de cámara, pero aún tardó en dormirse largo tiempo.

Y si hubiera podido leerse el pensamiento que le preocupaba más


particularmente tal vez, admiraría el verle resumido en esta frase:

«¿Quién es ese joven que saludaba a Silas Toronthal en los muelles de


Gravosa?».

A la mañana siguiente, a cosa de las ocho, el doctor Antekirtt subió al


puente.

El día prometía ser magnífico; el sol alumbraba ya la cima de las montañas


que forman el último plano en el fondo de la bahía. La sombra comenzaba
a retirarse del puerto, deslizándose por la superficie de las aguas. La
Savarena se encontró bien pronto en plena luz.

El capitán Narsos se acercó al doctor para recibir sus órdenes, que le dio
en pocas palabras, después de saludarle.

Un momento después se destacó de a bordo una canoa con cuatro


hombres y un patrón; después se dirigió hacia el muelle, donde debían
aguardarla, según estaba convenido, Pointe Pescade y Matifou.

Un gran día, una gran ceremonia que la nómada existencia de aquellos


dos honrados muchachos, arrastrados tan lejos de su país, a algunos

169
centenares de leguas de aquella Provenza, que tanto deseaban volver a
ver.

Los dos estaban en el muelle. Se habían quitado el traje de su profesión y


ostentaban vestidos usados, pero limpios; miraban el yacht, admirándole
como la víspera. Se hallaban en una feliz disposición de espíritu.

No solamente Cap Matifou y Pointe Pescade habían cenado la víspera,


sino que se habían desayunado aquella mañana. Una verdadera locura,
un despilfarro que se explicaba por el ingreso extraordinario de cuarenta y
dos florines. ¡Pero no se vaya a creer que habían consumido todo aquel
capital! ¡No! Pointe Pescade era prudente, arreglado, previsor, y su vida
estaba asegurada para una decena de días, por lo menos.

—¡A ti debemos todo esto, Cap Matifou!

—¡Oh, Pescade!

—¡Sí, a ti, mi grande hombre!

—¡Pues bien, sí… a mí… ya que te empeñas! —respondió Cap Matifou.

En aquel momento la canoa de la Savarena atracó al muelle. El patrón,


levantándose con el sombrero en la mano, se apresuró a decir que estaba
a las órdenes de «aquellos señores».

—¿Señores? —exclamó Pointe Pescade—. ¿Qué señores?

—Vosotros —respondió el patrón—, a quienes el doctor Antekirtt aguarda


a bordo.

—¡Bien! ¡Hétenos ya hechos unos señores! —dijo Pointe Pescade.

Cap Matifou abría unos ojos enormes y atormentaba su sombrero con aire
embarazado.

—¡Cuando los señores gusten! —añadió el patrón.

—¡Pues ya estamos queriendo! —respondió Pointe Pescade con su gesto


más amable.

Y un instante después, los dos amigos estaban cómodamente sentados en

170
la canoa, sobre el tapiz negro con franja roja qué recubría el banco,
mientras el patrón se mantenía detrás de ellos.

Bajo el peso del Hércules la embarcación se hundió cuatro o cinco


pulgadas por encima de su línea de flotación. Hasta fue preciso levantar
las puntas del tapiz para que no se arrastrasen por el agua.

A un toque de silbato, los remos se sumergieron a un tiempo, y la canoa


marchó rápidamente hacia la Savarena.

Hay que confesarlo, puesto que es cierto: los dos pobres diablos se
sentían algo conmovidos, por no decir un poco avergonzados. ¡Tantos
honores para dos saltimbanquis! Cap Matifou no se atrevía a moverse.
Pointe Pescade no podía disimular, bajo su confusión, una alegre sonrisa
con que se animaba su cara fina e inteligente.

La canoa pasó por la popa de la goleta y vino a colocarse a la banda de


estribor, costado de honor.

Por la escalera volante, cuyos peldaños cedieron bajo el peso de Cap


Matifón, los dos amigos subieron al puente y fueron conducidos ante el
doctor Antekirtt, que les aguardaba en la popa.

Después de un amistoso saludo, aún hubo algunas formalidades y


ceremonias antes que Ponte Pescade y Cap Matifou consintiesen en
sentarse. Pero por fin lo hicieron.

El doctor les miró durante unos instantes sin hablar. Su rostro frío y bello
les imponía. Sin embargo, podía asegurarse que si la sonrisa no salía a los
labios, estaba en el corazón.

—Amigos míos —dijo—, ayer habéis salvado de un gran peligro a mi


tripulación y a mí. Yo he querido daros gracias una vez más; por eso os he
rogado vengáis a bordo.

—Señor doctor, respondió Pointe Pescade, que empezaba a recobrar un


poco de su aplomo, sois muy bueno; lo hecho no vale la pena. Mi
camarada se ha conducido como cualquier otro que se hubiese
encontrado en su lugar, habiendo contado con su fuerza. ¿No es esto, Cap
Matifou?

Éste hizo un signo afirmativo, que consistía en mover su gruesa cabeza de

171
arriba a abajo.

—Sea, respondió el doctor; pero no ha sido otro sino vuestro compañero


quien ha arriesgado su vida, por lo que me considero como su deudor.

—¡Oh, señor doctor! —respondió Pointe Pescade—, vais a hacer que se


sonroje mi viejo Cap, y siendo tan sanguíneo, hay que evitar que la sangre
se le suba a la cabeza…

—Bien, amigos míos —añadió el doctor Antekirtt—; veo que no os gustan


los cumplimientos; así es que no insistiré. Sin embargo, puesto que todo
servicio merece…

—Señor doctor, perdonad si os interrumpo; pero toda buena acción lleva


consigo su recompensa, según pretenden los libros de moral, y por lo
tanto, ya estamos recompensados.

—¡Ya! ¿Y cómo? —preguntó el doctor, que temió que alguien se le


hubiese adelantado.

—Sin duda —replicó Pointe Pescade—. Después de la extraordinaria


prueba de fuerza dada por nuestro Hércules en todos géneros, el público
ha querido juzgarle por sí mismo en condiciones más artísticas, y se ha
dirigido en masa a nuestras arenas provenzales. Cap Matifou ha derribado
una media docena de los más robustos montafleses y más sólidos
cargadores de Gravosa, y hemos tenido un ingreso enorme.

—¿Enorme?

—¡Sí…! ¡Sin precedente en nuestros torneos acrobáticos!

—¿Y cuánto?

—¡Cuarenta y dos florines!

—¿De veras…? Pero yo ignoraba… —respondió el doctor Antekirtt con


tono de buen humor—. Si yo hubiese sabido que dabais una
representación, me hubiera considerado obligado y tenido un placer en
asistir a ella. Me permitiréis, pues, pagar mi sitio…

—Esta noche, señor doctor, esta noche —respondió Pointe Pescade—, si


queréis honrar nuestras luchas con vuestra presencia.

172
Cap Matifou se inclinó políticamente haciendo ondular sus anchas
espaldas, «que jamás habían mordido el polvo» como decía el programa
por boca de Pointe Pescade.

El doctor Antekirtt vio que no podría hacer aceptar ninguna recompensa a


los dos acróbatas, a lo menos bajo la forma pecuniaria. Resolvió, pues,
proceder de otra manera. Además, su plan respecto a ellos estaba
formado desde la víspera. Había hecho tomar algunas referencias, y de
ellas resultaba que los dos saltimbanquis eran gentes honradas, dignas de
toda confianza.

—¿Cómo os llamáis? —les preguntó.

—El único nombre que me conozco, señor doctor, es el de Pointe Pescade.

—¿Y vos?

—Matifou, respondió el Hércules.

—Es decir, Cap Matifou —añadió Pointe Pescade, no sin experimentar


algún orgullo al pronunciar aquel nombre famoso en todas las arenas del
Mediodía de la Francia.

—Pero ésos son apodos… —observó el doctor.

—No tenemos otros, respondió Pointe Pescade; o si los hemos tenido,


como nuestros bolsillos están en mal estado, los habremos perdido en el
camino.

—¿Y… de parientes?

—¡Parientes, señor doctor! ¡Nuestros recursos jamás nos han permitido


semejante lujo! Pero si llegamos a ser ricos algún día, ya se encontrarán
para heredarnos.

—¿Sois franceses? ¿De qué parte de la Francia?

—¡De la Provenza! —dijo orgullosamente Pointe Pescade—; es decir, dos


veces franceses.

—No os falta buen humor, Pointe Pescade.

173
—Así lo quiere el oficio. ¡Figuraos, señor doctor, un clown, un cola roja, un
payaso que tuviera el humor triste! ¡Recibiría en una hora más patatas que
pudiera comer durante su vida! ¡Sí, soy muy alegre, extremadamente
alegre! Es cosa convenida.

—¿Y Cap Matifou?

—¡Oh! Cap Matifou es más grave, más reflexivo, más reconcentrado


—respondió Pointe Pescade, dando a su compañero una palmada
amistosa, como se da en el cuello de un caballo a quien se acaricia—.
¡También lo requiere el oficio! Cuando se trabaja en pesos de cincuenta
hay que ponerse muy serio. Cuando se lucha, no es solamente con los
brazos, sino también con la cabeza. Y Cap Matifou ha luchado siempre…
hasta con la miseria. Y ni aun ésta ha conseguido derribarle.

El doctor Antekirtt escuchaba con interés aquel pequeño ser, para quien el
destino había sido tan duro hasta entonces, sin que le recriminase.
Adivinaba en él, por lo menos, tanto corazón como inteligencia, y pensaba
en lo que hubiera llegado a ser si los medios materiales no le hubiesen
falcado en el principio de su vida.

—¿Y a dónde vais ahora? —le preguntó.

—Adelante, al azar —respondió Pointe Pescade—; no siempre el azar es


un mal guía y, en general, conoce los caminos. Sólo me temo que por esta
vez nos haya llevado demasiado lejos de nuestro país. Después de todo,
nuestra es la culpa. Antes hubiéramos debido preguntarle a dónde iba.

El doctor Antekirtt les observó durante un momento. Después añadió,


insistiendo:

—¿Qué podría hacer por vosotros?

—Pues nada, señor doctor —respondió Pointe Pescade—; nada… os lo


aseguro…

—¿No tenéis gran deseo de volver a vuestra Provenza?

Los ojos de los dos acróbatas brillaron a estas palabras.

—Yo podría conduciros —añadió el doctor.

174
—Eso sería famoso —respondió Pointe Pescade—. Cap Matifou —dijo
dirigiéndose a su compañero—: ¿querrías volver por allá?

—Sí… si tú vienes conmigo, Pointe Pescade.

—Pero ¿qué haremos allí? ¿Cómo viviremos…?

Cap Matifou se rascó la frente, como hacía siempre en los casos


embarazosos.

—Haremos… haremos… murmuró.

—¡No lo sabes…! Ni yo tampoco… Pero, en fin, es el país. ¿No es cosa


singular, señor doctor, que unos pobres diablos como nosotros tengan un
país; que miserables que ni aun tienen parientes, hayan nacido en alguna
parte? ¡Esto siempre me ha parecido inexplicable!

—¿Tendríais gusto en quedaros los dos conmigo? —preguntó el doctor


Antekirtt.

A esta proposición inesperada, Pointe Pescade se levantó vivamente,


mientras el Hércules le miraba, no sabiendo si debía levantarse como él.

—¡Quedarnos a vuestro lado, señor doctor! —respondió por fin Pointe


Pescade—. Pero ¿de qué os serviríamos? Ejercicios de fuerza, de
agilidad, es lo único que hemos hecho en nuestra vida. Y a menos que no
sea para distraeros durante vuestra navegación o en vuestro país…

—Escuchadme —respondió el doctor Antekirtt—; tengo necesidad de


hombres valerosos, diestros, inteligentes, que puedan servir para el
cumplimiento de mis proyectos. No tenéis nada que os retenga aquí, nada
que os llame allá abajo. ¿Queréis ser de esos hombres?

—Pero realizados esos proyectos… dijo Pointe Pescade.

—No os separaréis de mí si no queréis, respondió el doctor sonriendo; os


quedaréis a bordo conmigo. Y a propósito, daréis lecciones de volteo a mi
tripulación. Si, por el contrario, os conviene volver a vuestro país, podréis
hacerlo; tanto más, cuanto que vuestro porvenir estará asegurado.

—¡Oh, señor doctor! exclamó Pointe Pescade. ¿Pero no pensaréis en

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dejarnos sin hacer nada? Eso no podría satisfacernos.

—Yo os prometo que tendréis el trabajo suficiente para que quedéis


plenamente satisfechos.

—¡Decididamente —respondió Pointe Pescade—, la oferta es bien


tentadora!

—¿Qué objeción hacéis?

—Tal vez una sola. Aquí tenéis a Cap Matifou y a mí. Somos del mismo
país, y sin duda seríamos de la misma familia, si tuviésemos una. Dos
hermanos del corazón. Cap Matifou no podría vivir sin Pointe Pescade, ni
Pointe Pescade sin Cap Matifou. Imaginaos los dos hermanos Siameses.
No se ha podido nunca separarlos, porque una separación les hubiera
costado la vida. Pues bien, nosotros somos como esos Siameses. Nos
amamos, señor doctor.

Y Pointe Pescade tendió la mano a Matifou, que le atrajo hacia sí,


estrechándole contra su pecho como a un niño.

—Amigos míos —dijo el doctor Antekirtt—, no es cuestión de separaros, y


espero que no me abandonaréis jamás.

—Entonces todo puede arreglarse, señor doctor, si…

—Si…

—Si Cap Matifou da su consentimiento.

—Di que sí, Pointe Pescade —respondió el Hércules—, y lo habrás dicho


por los dos.

—Bien —respondió el doctor—; está convenido, y no tendréis por qué


arrepentiros. A contar de este día, no os preocupéis ya de nada.

—¡Oh, señor doctor! ¡Tened cuidado! —exclamó Pointe Pescade—; os


comprometéis tal vez a más de lo que pencáis.

—¿Y por qué?

—Porque os costaremos caro. Cap Matifou, sobre todo. Es un gran

176
comedor el amigo Cap, y no querréis que pierda sus fuerzas en vuestro
servicio, por poco que sea.

—Por el contrario, pretendo que las doble.

—Entonces va a arruinaros.

—Difícil es, Pointe Pescade.

—Sin embargo, dos comidas… tres comidas diarias.

—Cinco, seis, diez, si quiere —respondió sonriendo el doctor Antekirtt—.


Tendrá mesa abierta para él.

—¡Eh, amigo Cap! —exclamó Pointe Pescade con alegría— ¡Vas a poder
comer a tu gusto!

—Y vos también, Pointe Pescade.

—¡Oh…! yo… un pájaro. Pero ¿podré preguntaros, señor doctor, si


navegaremos?

—Con frecuencia, amigo mío. Voy a tener ahora un negocio en los cuatro
extremos del Mediterráneo. Mi clientela estará repartida por el litoral.
¡Cuento con ejercer la medicina de una manera internacional! Si un
enfermo me llama a Tánger o las Baleares, estando yo en Suez, ¿no será
forzoso acudir a su lado? Lo que un médico hace en una gran ciudad, de
un cuartel a otro, yo lo haré desde el Estrecho de Gibraltar al Archipiélago,
desde el Adriático hasta el golfo de Lyon, desde el mar Jónico a la bahía
de Gabes. Tengo otros buques diez veces más rápidos que esta goleta, y
muy a menudo me acompañaréis en mis visitas.

—Nos conviene, señor doctor —respondió Pointe Pescade frotándose las


manos.

—¿No teméis al mar? —preguntó el doctor Antekirtt.

—¡Nosotros —exclamó Pointe Pescade—, nosotros! ¡Hijos de la Provenza!


¡Siendo niños rodábamos ya entre los botes de la costa! ¡No! ¡No
tememos al mar ni al pretendido mareo que produce, por la costumbre de
marchar cabeza abajo y los pies al alto. Si antes de embarcarse los
señores y señoras hiciesen solamente dos meses de ese ejercicio, no

177
tendrían necesidad durante las travesías de llevar las narices metidas en
las cubetas! ¡Entrad! ¡Entrad, caballeros y señoras, adelante!

Y el alegre Pointe Pescade se entregó a sus arengas habituales, como si


hubiese estado sobre el tablado de su barraca.

—Bien, Pointe Pescade —replicó el doctor—. Vamos a entendemos a


maravilla, y sobre todo os recomiendo que no perdáis vuestro buen humor.
¡Reíd, amigo mío, reíd y cantad cuanto queráis! Tal vez el porvenir nos
reserva cosas bastante tristes para que vuestra alegría no sea de
desdeñar en nuestro camino.

Al hablar así, el doctor Antekirtt había recobrado su seriedad. Pointe


Pescade, que le observaba, presintió que en el pasado de aquel hombre
debían haber existido grandes dolores, que tal vez algún día le sería dado
conocer.

—¡Señor doctor —dijo entonces—; a partir de hoy, os pertenecemos en


cuerpo y alma!

—Y desde hoy —respondió el doctor—, podéis instalaros definitivamente


en vuestro camarote. Probablemente me detendré algunos días en
Gravosa y Ragusa; pero bueno es que desde ahora os acostumbréis a
vivir a bordo de la Savarena.

—¡Hasta el momento en que nos hayáis conducido a vuestro país!


—añadió Pointe Pescade.

—¡Yo no tengo país —respondió el doctor—, o, mejor dicho, tengo un país


que me he creado, un país mío, y que, si lo queréis, será también el
vuestro!

—¡Vamos, Cap Matifou! —gritó Pointe Pescade—: ¡vamos a liquidar


nuestra casa de comercio! ¡Está tranquilo, no debemos nada a nadie, no
hay que temer una quiebra!

Y después de haberse despedido del doctor, Antekirtt, los dos amigos se


embarcaron en la canoa que les aguardaba y fueron conducidos al muelle
de Gravosa.

En dos horas terminaron su inventario, cediendo a un compañero los


tablados, telas pintadas, bombo y tambor, que formaban todo su haber.

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La operación no fue larga ni difícil, y no les hizo mucho peso la cantidad
que por aquel negocio se embolsaron.

Sin embargo, Pointe Pescade se empeñó en conservar su traje de


acróbata y su cornetín de pistón, y Cap Matifou su trombón y su vestido de
Hércules.

Hubieran tenido gran pesar en separarse de aquellos instrumentos y


atavíos que les recordaban tantos éxitos y triunfos, y los ocultaran en el
fondo de la única maleta que contenía su mobiliario, su guardarropa, en
una palabra, todo su material.

A cosa de la una de la tarde Pointe Pescade y Cap Matifou estaban de


vuelta a bordo de la Savarena.

Se había puesto a su disposición un gran camarote, provisto «de todo lo


necesario para escribir», según decía el alegre muchacho.

La tripulación hizo la mejor acogida a sus nuevos compañeros, a los


cuales debía el haber escapado a una terrible catástrofe.

Desde su llegada, Pointe Pescade y Cap Matifou pudieron comprobar que


la comida de a bordo no les permitiría echar de menos la cocina de su
circo provenzal.

—Ya ves, Cap Matifou, repetía Pointe Pescade, vaciando un vaso de buen
vino de Asti: con conducta se llega siempre a todo. ¡Pero hay que tener
conducta!

Cap Matifou sólo pudo responder con un movimiento de cabeza, por tener
en aquel momento la boca llena con un enorme pedazo de jamón asado,
que desapareció con dos huevos fritos en las profundidades de su
estómago.

—¡Qué entrada se haría, querido Cap, dijo Pointe Pescade, sólo por verte
comer!

179
VI. La viuda de Esteban Bathory
La llegada del doctor Antekirtt había hecho gran ruido, no sólo en Ragusa,
sino también en toda la provincia dálmata. Los periódicos, después de
haber anunciado la llegada de la goleta al puerto de Gravosa, se habían
arrojado sobre aquella presa que les prometía una serie de crónicas
apetitosas. El propietario de la Savarena no podía, pues, escapar a los
honores y al mismo tiempo a los inconvenientes de la celebridad.

Su personalidad se puso a la orden del día.

La leyenda se apoderó de ella.

Se ignoraba quién era, de dónde venía, a dónde iba. Esto contribuía a


excitar más y más la curiosidad pública. Y naturalmente, cuando no se
sabe nada, el campo es más vasto, la imaginación se aprovecha, y se
inventa por aparecer mejor informado.

Los reporteros deseosos de satisfacer a sus lectores, se habían


apresurado a dirigirse a Gravosa, algunos hasta a bordo de la misma
goleta.

Pero no pudieron ver al personaje de quién se ocupaba la opinión con


tanta insistencia.

Las órdenes eran formales.

El doctor no recibía. Las respuestas a todas las preguntas de los


visitadores las daba el capitán Narsos, y eran invariablemente las mismas.

—Pero ¿de dónde viene el doctor?

—De donde le agrada.

—¿Y a dónde va?

—A donde le conviene.

180
—Pero ¿quién es?

—Nadie lo sabe, y aun es probable que no sepa él más que los que le
preguntan.

—¡Buen medio de ilustrar a los lectores con tan lacónicas respuestas!

Siguióse de aquí que las imaginaciones, teniendo completa libertad, no


hallaron obstáculo para vagar en plena fantasía.

El doctor Antekirtt llegó a ser todo cuanto se quiso. Había sido lo que les
plugo inventar a los cronistas. Para los uno era un jefe de piratas. Para los
otros, rey de un vasto imperio africano, que viajaba de incógnito con el fin
de instruirse. Éstos afirmaban que era un desterrado político; aquéllos que,
habiéndole arrojado una revolución de sus Estados, recorría el mundo
como filósofo. Se podía escoger. En cuanto al título de doctor con que se
adornaba, los que quisieron admitirle se dividieron. En la opinión de unos
era un gran médico, que había hecho curas admirables en casos
desesperados; en la de otros era el rey de los charlatanes, y se habría
visto muy apurado para presentar sus títulos o diplomas.

De todos modos, los médicos de Gravosa y de Ragusa no tuvieron que


perseguirle por ejercicio ilegal de la medicina. El doctor Antekirtt se
mantuvo constantemente en una extremada reserva, excusándose cuando
se quiso hacerle el honor de consultarle.

Por otra parte, el propietario de la Savarena no tomó alojamiento en tierra.


Ni aun bajó a uno de los hoteles de la ciudad. Durante los dos primeros
días de su llegada a Gravosa, todo lo más que hizo fue llegar hasta
Ragusa. Se limitó a dar algunos paseos por los alrededores, llevando
consigo a Pointe Pescade, cuya inteligencia natural apreciaba.

Pero cierto día no se dirigió a Ragusa; Pointe Pescade fue por él.
Encargado de alguna misión de confianza, tal vez de recoger ciertos
informes, el bravo muchacho respondió como signe a las preguntas que le
fueron hechas a su vuelta:

—¿De manera que vive en la Stradone?

—Sí, señor doctor; es decir, en la calle más hermosa de la ciudad. Ocupa


un hotel no lejos de la plaza, donde se enseña a los extranjeros el palacio

181
de los antiguos duces; un hotel magnífico, con criados, carruajes. ¡Un
verdadero tren de millonario!

—¿Y el otro?

—El otro, o más bien los otros —respondió Pointe Pescade—, habitan el
mismo cuartel; pero su casa está perdida en el fondo de calles empinadas,
estrechas, tortuosas; a decir verdad, verdaderas escaleras que conducen
a habitaciones más que modestas.

—¿Y su vivienda?

—Su vivienda es humilde, pequeña, triste de aspecto, si bien imagino que


en su interior debe ser limpia, aunque modesta. Se adivina que está
habitada por gentes pobres, pero dignas.

—La señora…

—No la he visto, y me han dicho que no salía casi nunca de la calle


Marinella.

—¿Y su hijo?

—Le he visto en el momento en que entraba en casa de su madre.

—¿Y qué te ha parecido?

—Me ha parecido preocupado, hasta inquieto. Diríase que ese joven ha


pasado ya por los sufrimientos… Eso se ve.

—Pero tú también, Pointe Pescade, has sufrido, y sin embargo no se ve.

—Sufrimientos físicos no son sufrimientos morales, señor doctor. He ahí


por qué he podido siempre ocultar los míos, y hasta reír.

El doctor tuteaba ya a Pointe Pescade, lo que éste había reclamado como


un favor, del que Matifou debía aprovecharse pronto. En verdad, el
Hércules era demasiado imponente para permitirse tutearle tan deprisa.

El doctor, después de haber hecho sus preguntas y recibido las


respuestas, dejó de dar sus paseos alrededor de Gravosa. Parecía
aguardar alguna cosa que debía producirse, y no hubiera querido

182
provocarla yendo a Ragusa, donde debía ser conocida la noticia de la
llegada de la Savarena. Permaneció, pues, a bordo, y lo que aguardaba
llegó.

El 29 de Mayo, a cosa de las once de la mañana, después de haber


observado con su anteojo los malecones de Gravosa, el doctor dio orden
de armar su ballenera, y bajó, desembarcando en el muelle, donde se
hallaba un hombre que parecía observarle.

—¡Es él! —se dijo el doctor—; ¡Es él…! Le reconozco, a pesar de lo


cambiado que está.

Aquel hombre era un anciano quebrantado por la edad, a pesar de no


contar más de setenta años. Sus blancos cabellos recubrían una cabeza
inclinada hacia el suelo. Su rostro era grave, triste, apenas animado por
una misada medio extinguida, que las lágrimas debían haber anegado a
menudo.

Manteníase inmóvil sobre el malecón, sin haber perdido de vista la


ballenera desde el momento en que se había destacado de la goleta.

El doctor aparentó no ver al anciano, y menos aún reconocerle. Pero


apenas había dado algunos pasos, cuando el anciano se dirigió a él, y
descubriéndose humildemente, preguntó:

—¿El doctor Antekirtt?

—Yo soy —respondió el doctor—, mirando a aquel pobre hombre, cuyos


párpados no tuvieron el menor estremecimiento cuando sus ojos se fijaron
en él.

Después añadió:

—¿Quién sois, amigo mío, y qué me queréis?

—Me llamo Borik, —respondió el anciano—; estoy al servicio de madame


Bathory, y vengo de su parte a pediros una entrevista…

—¿Madame Bathory? —repitió el doctor—. ¿Será acaso la viuda de aquel


húngaro que pagó con su vida su patriotismo…?

—La misma —respondió el anciano—. Y aun cuando nunca la hayáis

183
visto, es imposible que no la conozcáis, siendo el doctor Antekirtt.

Éste escuchaba atentamente al viejo servidor, cuyos ojos continuaban


siempre bajos.

Parecía se preguntaba si bajo aquellas palabras no se ocultaba algún


secreto pensamiento.

Después añadió:

—¿Qué me quiere madame Bathory?

—Por razones que debéis comprender, desearía tener con vos una
entrevista, señor doctor.

—Iré a verla.

—Ella preferiría pasar a borda.

—¿Por qué?

—Importa que esa conversación sea secreta.

—¿Secreta…? ¿Para quién?

—Para su hijo. No hay necesidad de que el señorito Pedro sepa que


madame Bathory ha recibido vuestra visita.

Esta respuesta pareció sorprender al doctor, pero no dejó a Borik


adivinarlo.

—Prefiero ir yo a casa de madame Bathory —replicó—. ¿No podría


hacerlo en ausencia de su hijo?

—Sí puede ser, si consentís en ir mañana; Pedro Bathory debe partir esta
noche para Zara, y no estará de vuelta antes de veinticuatro horas.

—¿Y qué hace Pedro Bathory?

—Es ingeniero; pero hasta ahora no ha podido encontrar una colocación.


¡Ah! ¡La vida ha sido dura para la madre y para el hijo!

—¡Dura…! —respondió el doctor Antekirtt—. ¿Acaso madame Bathory no

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cuenta con recursos…?

Se detuvo. El anciano había doblado la cabeza, mientras su pecho


exhalaba hondos suspiros.

—Señor doctor —dijo por fin—, nada más puedo deciros. En la entrevista
que solicita, madame Bathory os dirá todo cuanto tenéis derecho a saber.

Preciso era que el doctor fuese muy dueño de sí mismo para no dejar que
se manifestase su emoción.

—¿Dónde vive adama Bathory? —preguntó.

—En Ragusa, cuartel del Stradone, núm. 17, calle Marinella.

—¿Estará visible mañana entre la una y las dos de la tarde?

—Estará, señor doctor, y yo os introduciré junto a ella.

—Decid a madame Bathory que puede contar conmigo el día y hora


convenidos.

—Os doy gracias en su nombre —respondió el anciano, y después de


alguna vacilación, añadió—. Tal vez creáis que se trata de pediros algún
servicio…

—Y aun cuando así fuese… —dijo vivamente el doctor.

—No hay nada de eso —respondió Borik.

Y después de haberse inclinado humildemente, tomó el camino de


Gravosa a Ragusa.

Evidentemente, las últimas palabras del viejo servidor habían sorprendido


algo al doctor Antekirtt. Habíase quedado inmóvil sobre el muelle viendo o
Borik alejarse. A su vuelta a borde dio permiso a Pointe Pescade y Cap
Matifou, y encerrándose en su cámara, quiso estar solo durante las últimas
horas de aquel día. Pointe Pescade y Cap Matifou se aprovecharon, pues,
del permiso, como verdaderos rentistas que ya eran, y hasta se dieron el
placer de entrar en algunas de las barracas de la feria. Decir que el ágil
clown no estuvo a pique de protestar de algún torpe equilibrista; que al
poderoso luchador no se le pasaron ganas de tomar parte en aquellos

185
combates de atletas, sería faltar a la verdad. Pero ambos se acordaron de
que tenían el honor do pertenecer al personal de la Savarena.
Permanecieron, pues, siendo simples espectadores, y no regatearon los
bravos cuando los juzgaron merecidos.

A la mañana siguiente el doctor se hizo llevar a tierra mi poco antes del


medio día. Después de haber despedido a la ballenera, se dirigió al
camino que une el puerto de Gravosa con Ragusa, hermosa calle de dos
kilómetros de larga, rodeada de villas y sombreada por árboles.

La avenida no estaba aún tan animada como debía estarlo algunas horas
más tarde por el vaivén de los equipajes, por la multitud de los paseantes
a pie y a caballo.

El doctor, pensando siempre en su entrevista con madame Bathory,


seguía uno de los contrapaseos, y bien pronto llegó al Borgo Pille, especie
de banco de piedra que se extiende fuera del triple recinto de las
fortificaciones de Ragusa. La poterna estaba abierta, y a través de los tres
recintos daba acceso al interior de la ciudad.

La Stradone es una magnífica artéria enlosada que desde el Borgo Pille se


prolonga hasta el arrabal de Ploca, después de haber atravesado la
ciudad. Se desarrolla al pie de una colina sobre la cual se asienta todo un
anfiteatro de casas.

A su extremidad se eleva el palacio de los antiguos Doces, hermoso


monumento del siglo XV, con patio interior, pórtico del Renacimiento,
ventanas de medio punto, y cuyas esbeltas columnatas recuerdan la mejor
época de la arquitectura toscana.

El doctor no tuvo necesidad de llegar a aquella plaza. La calle Marinella,


que Borik le había indicado la víspera, desemboca a la izquierda hacia el
centro de la Stradone. Su paso se acortó un poco en el momento de pasar
frente a un hotel construido con piedra de granito, cuya rica fachada y sus
anejas en escuadra se elevaban hacia la derecha. La puerta del palacio,
entonces abierta, dejaba ver un carruaje con un soberbio tronco y cochero
en el pescante, mientras un lacayo aguardaba ante la escalera, abrigada
con una elegante marquesina.

Casi en el mismo instante un hombre subía en aquel carruaje, los caballos


franqueaban rápidamente el patio, y la puerta se cerraba detrás de ellos.

186
Este personaje era el que tres días antes había abordado al doctor
Antekirtt en el muelle de Gravosa: era el antiguo banquero Silas Toronthal.

El doctor, deseoso de evitar este encuentro, había retrocedido


precipitadamente, y no volvió a ponerse en marcha hasta el momento en
que el rápido carruaje desapareció a la extremidad de la Stradone.

—¡Los dos en esta misma ciudad! —murmuró—. ¡Ésta es la obra de la


casualidad, no la mía…!

Estrechas, pendientes, mal empedradas, de pobre apariencia son las


calles que desembocan en la Stradone.

Imagínese un ancho río no teniendo por tributario más que torrentes en


una de sus orillas. A fin de encontrar un poco de aire, las casas se
encaraman las unas sobre las otras, hasta tocarse ojos sobre ojos, si nos
es permitido nombrar así las ventanas o respiraderos que se abren sobre
su fachada.

De esta manera suben hasta la cresta de una de las dos colinas, cuyos
vértices están coronados por los fuertes de Minoetto y San Lorenzo.

Ningún carruaje podría circular por ellas. Si el torrente falta, excepto los
días de gran lluvia, la calle no por eso deja de ser un barranco, y todas
estas pendientes, todos estos desniveles ha sido necesario ganarlos a
fuerza de escalones y mesetas. Vivo contraste entre estas modestas
viviendas y los espléndidos hoteles de la Stradone.

El doctor llegó a la entrada de la calle Marinella, y comenzó a subir la


interminable escalera. Debió franquear más de sesenta escalones antes
de detenerse en el núm. 17.

Se abrió una puerta; el viejo Borik aguardaba al doctor. Le introdujo sin


decir una palabra en una sala decente, pero pobremente amueblada.

El doctor se sentó. Nada indicaba que experimentase la más ligera


emoción al encontrarse en aquella morada, ni aun cuando entró madame
Bathory, y dijo:

—¿El señor doctor Antekirtt?

187
—Yo soy, señora, respondió el doctor levantándose.

—Hubiera querido evitaros el trabajo de venir tan lejos y tan alto.

—Deseaba visitaros, señora, y os ruego creáis que estoy a vuestra entera


disposición.

—Caballero —respondió madame Bathory—, desde ayer he sabido


vuestra llegada a Gravosa, e inmediatamente he enviado a Borik para
pediros una entrevista.

—Señora, estoy dispuesto a escucharos.

—¿Me retiro? —dijo el anciano.

—¡No, quedaos, Borik! —respondió madame Bathory—. Único amigo de


nuestra familia, no ignoráis nada de lo que tengo que decir al doctor
Antekirtt.

Madame Bathory se sentó; el doctor se situó frente a ella, mientras el


anciano permanecía de pie junto a la ventana.

La viuda del profesor Esteban Bathory tenía entonces sesenta años.


Aunque su talle se conservaba derecho todavía, sin embargo del peso de
la edad, su cabeza blanca, las arrugas que surcaban su rostro, indicaban
cuánto había tenido que luchar contra el dolor y la miseria. Pero se la veía
todavía enérgica, como lo había sido en el pasado. En ella se encontraba
la valiente compañera, la confidente íntima del hombre que había
sacrificado su posición a lo que creyó ser su deber; su cómplice, en fin,
cuando entró en la conspiración con Matías Sandorf y Ladislao Zathmar.

—Caballero, dijo con voz en que en vano hubiera intentado disimular la


emoción; puesto que sois el doctor Antekirtt, soy deudora vuestra; os debo
la narración de los acontecimientos que ocurrieron en Trieste hace quince
años…

—Señora, puesto que soy el doctor Antekirtt, evitaos una narración


demasiado dolorosa para vos. La conozco; y añado, puesto que soy el
doctor Antekirtt, que conozco también toda vuestra existencia, desde la
inolvidable fecha del 30 de Junio de 1867.

—¿Me diréis entonces, caballero, replicó madame Bathory, a qué motivo

188
es debido el interés que por mi vida os habéis tomado?

—¡Ese interés es el que todo hombre de corazón debe tener por la viuda
del magiar que no ha vacilado en arriesgar su existencia por la
independencia de su patria!

—¿Habéis conocido al profesor Esteban Bathory? preguntó la viuda con


voz temblorosa.

—Le he conocido, señora, le he amado, y venero a todos los que llevan su


nombre.

—¿Sois acaso del país por el cual ha dado su sangre?

—Yo no soy de ningún país, señora.

—¿Quién sois entonces?

—¡Un muerto que ni aun tiene tumba! —respondió fríamente el doctor


Antekirtt.

Madame Bathory y Borik se estremecieron a tan inesperada respuesta;


pero el doctor se apresuró a añadir:

—Sin embargo, señora, es preciso que esa narración que os he rogado no


me hagáis, os la haga yo; porque, si bien hay cosas que conocéis, hay
otras que os son desconocidas, y no debéis ignorarlas por más tiempo.

—Sea, caballero, os escucho —dijo madame Bathory.

—Señora —replicó el doctor Antekirtt—, hace quince años tres nobles


húngaros se erigieron en jefes de una conspiración que tenía por objeto
devolver a la Hungría su antigua independencia. Estos hombres eran el
conde Matías Sandorf, el profesor Esteban Bathory y el conde Ladislao
Zathmar, tres amigos confundidos hacía largo tiempo en la misma
esperanza; tres seres viviendo en un mismo corazón.

El 8 de Junio de 1867, la víspera del día en que iba a darse la señal del
levantamiento, que debía extenderse por todo el país húngaro y hasta en
la Transilvania, la casa del conde Zathmar, en Trieste, en la cual se
encontraban los jefes de la conspiración, fue invadida por la policía
austríaca. El conde Sandorf y sus compañeros fueron detenidos,

189
conducidos, aprisionados la misma noche en la torre de Pisino, y algunas
semanas después eran condenados a muerte.

Un joven contable llamado Sarcany, detenido al mismo tiempo que ellos en


la casa del conde Zathmar, perfectamente extraño al complot, no tardó en
verse absuelto y libre después del desenlace de aquel drama.

La víspera del día en que iba a ejecutarse la sentencia, los prisioneros,


reunidos en un mismo calabozo, intentaron evadirse. El conde Sandorf y
Esteban Bathory, ayudándose con la cadena de un pararrayos, llegaron a
huir de la torre del Pisino y cayeron en el torrente del Foiba, en el
momento en que Ladislao Zathmar, descubierto por los guardias, era
puesto en la imposibilidad de seguirles.

Por más que los fugitivos tuviesen pocas probabilidades de escapar a la


muerte, puesto que un río subterráneo les arrastraba por medio de un país
que ni siquiera conocían, pudieron, sin embargo, ganar las orillas del canal
de Léme, y después la ciudad de Rovigno, donde encontraron asilo en la
casa del Pescader Andrés Ferrato.

Este Pescader ¡un hombre de corazón! tenía preparado todo para


conducirles al otro lado del Adriático, cuando, por venganza personal, un
español llamado Carpena, que había sorprendido el secreto de su retiro,
denunció a los fugitivos a la policía de Rovigno. Por segunda vez trataron
de escaparse; pero Esteban Bathory, herido, fue recogido en el acto por
los agentes. En cuanto a Matías Sandorf prosiguió su fuga hasta la playa,
donde cayó bajo una granizada de balas, sin que el Adriático devolviese ni
aun su cadáver.

Al día siguiente, Esteban Bathory y Ladislao Zathmar eran pasados por las
armas en la fortaleza de Pisino. El Pescader Andrés Ferrato, condenado a
cadena perpetua por haberles dado asilo, era conducido al presidio de
Stein.

Madame Bathory bajaba la cabeza; con el corazón oprimido había


escuchado, sin interrumpirle, el relato del doctor.

—¿Conocéis estos detalles, señora? —la preguntó.

—Si, como vos los habréis sabido, por los periódicos sin duda.

190
—Sí, señora, por los periódicos —respondió el doctor—. Pero lo que los
periódicos no han podido decir al público, puesto que aquel asunto había
sido instruido con el mayor secreto, lo he sabido yo gracias a la
indiscreción de un carcelero de la fortaleza, y voy a manifestároslo.

—¡Hablad! —exclamó madame Bathory.

—Si el conde Matías Sandorf y Esteban Bathory fueron encontrados en la


casa del Pescader Andrés Ferrato, fue por la denuncia del español
Carpena. Pero si habían sido detenidos tres semanas antes en la case de
Trieste, fue porque unos traidores les habían denunciado a la policía
austríaca.

—¡Traidores…! dijo madame Bathory.

—Sí, señora; y la prueba de aquella traición resultó de los debates mismos


del asunto.

Primeramente, los traidores sorprendieron en el cuello de una paloma


mensajera un billete cifrado, dirigido al conde Sandorf, y del que tomaron
un facsímile. Después, en la misma casa del conde Zathmar, lograron
obtener un calco de la plantilla que servía para leer aquellos despachos;
una vez obtenida y descifrado el billete, le entregaron al gobernador de
Trieste, y sin duda una parte de los bienes confiscados al conde Sandorf
sirvió para pagar su delación.

—¿Se conoce a esos miserables…? —preguntó madame Bathory, cuya


voz temblaba de emoción.

—No, señora —respondió el doctor—. Pero tal vez los tres condenados les
conocían y hubieran dicho sus nombres si hubiesen podido ver por última
vez a su familia antes de morir.

En efecto, ni madame Bathory, entonces ausente con su hijo, ni Borik,


detenido en la prisión de Trieste, habían podido asistir a los condenados
en sus últimos momentos.

—¿Jamás se podrá saber el nombre de esos miserables? —preguntó


madame Bathory.

—¡Señora, los traidores concluyen siempre por hacerse traición! Ahora, he


aquí lo que debo añadir para completar mi narración.

191
Vos habíais quedado viuda con un hijo de ocho años, casi sin recursos.
Borik, el servidor del conde Zathmar, no quiso abandonaros después de la
muerte de su amo; pero era pobre, y no podía aportaros más que su
abnegación.

Entonces, señora, abandonasteis a Trieste para venir a ocupar esta


modesta morada en Ragusa. Habéis trabajado, trabajado con vuestras
manos, a fin de subvenir a las necesidades de la vida material, como a las
de la vida moral. Queríais, en efecto, que vuestro hijo siguiese, en la
ciencia, el camino que había ilustrado su padre. Pero ¡qué de luchas
sufridas incesantemente, qué de miserias valerosamente soportadas! ¡Y
con qué respeto me inclino ante la noble mujer que ha mostrado tanta
energía, ante la madre cuyos cuidados han hecho de su hijo un hombre!

Al hablar así el doctor, se había levantado, y un indicio de emoción


aparecía bajo su frialdad habitual.

Madame Bathory no había respondido nada; esperaba, no sabiendo si el


doctor había terminado su relato o iba a continuarle, relacionando los
hechos que le eran absolutamente personales, y a propósito de los que le
había pedido aquella entrevista.

—Sin embargo, señora —añadió el doctor, que comprendió su


pensamiento—; sin duda las fuerzas humanas tienen sus límites, y ya
enferma, quebrantada por tantas pruebas, hubierais tal vez sucumbido si
un desconocido, no, un amigo del profesor Bathory no hubiese venido en
vuestra ayuda. Jamás os hubiera hablado de esto si vuestro servidor no
me hubiese hecho conocer el deseo que teníais de verme…

—En efecto, caballero —respondió madame Bathory—; ¿no tenía que dar
gracias al doctor Antekirtt?

—¿Y por qué, señora? ¿Porque hace cinco o seis años, en recuerdo de la
amistad que le ligaba al conde Sandorf y a sus dos compañeros, y para
ayudaros en vuestra obra, el doctor Antekirtt os ha dirigido una suma de
cien mil florines? ¿No era él bastante dichoso con poder poner aquella
cantidad a vuestra disposición? No, señora; yo soy, por el contrario, quien
debo daros las gracias por haber aceptado aquel don, si ha podido ayudar
en algo a la viuda y al hijo de Esteban Bathory.

192
La viuda se había inclinado, y respondió:

—Sea como quiera, caballero, yo tenía empeño en demostraros mi


reconocimiento. Éste era el primer motivo de la visita que quería haceros.
Pero había otro además…

—¿Cuál, señora?

—Era… restituiros esa suma…

—¿Qué… señora…? —dijo vivamente el doctor—. ¿No habéis querido


aceptar…?

—Señor, no me he creído con derecho de disponer de ese dinero. Yo no


conocía al doctor Antekirtt. Jamás había oído pronunciar su nombre. Esa
suma podía ser una especie de limosna procedente de aquéllos a quienes
mi marido había combatido, y cuya piedad me era odiosa. Así es que no
he querido emplear ese dinero, ni aun para el uso a que el doctor Antekirtt
le destinaba.

—De modo que… esa cantidad…

—Está intacta.

—¿Y vuestro hijo…?

—Mi hijo no deberá nada a nadie, más que a sí mismo…

—¡Y a su madre! —añadió el doctor, en quien tanta grandeza de alma,


tanta energía de carácter sólo podían excitar la admiración y el respeto.

Entretanto madame Bathory se había levantado, y de un mueble cerrado


con llave sacó un paquete de billetes, que tendió al doctor.

—Caballero —le dijo—, recobrad este dinero, porque es vuestro, y recibid


las gracias de una madre como si se hubiera servido de él para educar a
su hijo.

—¡Ese dinero no me pertenece ya, señora! —respondió el doctor


rehusando con un ademán.

—Yo os repito que jamás ha debido pertenecerme.

193
—Pero si Pedro Bathory hiciese uso…

—Mi hijo concluirá por encontrar la colocación de que es digno, y yo podré


contar con él, como él ha podido conmigo.

—Él no rehusará que un amigo de su padre insista en hacerle aceptar…

—Rehusará.

—Por lo menos, señora, permitidme intentarlo…

—Yo os rogaría que no lo hicierais, señor doctor, respondió madame


Bathory. Mi hijo no sabe que he recibido ese dinero, y yo deseo que lo
ignore siempre.

—Sea, señora… Comprendo los sentimientos que os hacen obrar así,


puesto que no era y no soy para vos más que un desconocido… Sí: los
comprendo y los admiro… pero, os lo repito, si ese dinero no es vuestro,
tampoco es mío…

El doctor Antekirtt se levantó. En la negativa de madame Bathory no había


nada que pudiese humillarle personalmente. Aquella delicadeza no
provocó, pues, en él más que el sentimiento del más profundo respeto.
Saludó a la viuda, o iba a retirarse, cuando le detuvo una última pregunta.

—Caballero —dijo madame Bathory—; habéis hablado de maniobras


indignas que han enviado a la muerte a Ladislao Zathmar, a Esteban
Bathory y al conde Sandorf.

—He dicho la verdad, señora.

—¿Pero a esos traidores no los conoce nadie?

—Sí, señora.

—¿Quién…?

—¡Dios!

A esta última palabra, el doctor Antekirtt se inclinó ante la viuda, y salió.

Madame Bathory había quedado pensativa. Por una simpatía secreta, de

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que ella misma no se daba exacta cuenta, se sentía irresistiblemente
atraída hacia aquel misterioso personaje, tan ligado a los más íntimos
acontecimientos de su vida. Después de ésta visita, úrico objeto que
parecía haberle conducido a Ragusa, ¿volvería a verle jamás?

A la mañana siguiente, los periódicos daban cuenta de un donativo de cien


mil florines que acababa de hacerse a los hospitales de la villa.

Era la limosna del doctor Antekirtt; ¿pero no era también la limosna de la


viuda, que la había rehusado para sí y para su hijo?

195
VII. Incidentes diversos
Sin embargo, el doctor, contra lo que creía madame Bathory, no debía
apresurarse para abandonar a Gravosa. Después de haber intentado
inútilmente venir en ayuda de la madre, se había prometido ayudar al hijo.
Si hasta entonces Pedro Bathory no había podido encontrar la colocación
a que debían conducirle sus brillantes estudios, no rehusaría sin duda las
ofertas que contaba hacerle el doctor. Crearle una posición digna de su
talento, digna del nombre que llevaba, no sería ya una limosna. ¡Sería la
justa recompensa debida al joven!

Pero, según había dicho Borik, Pedro Bathory había ido a Zara para
negocios.

No obstante, el doctor no quiso retardarse en escribirle. Lo hizo aquel


mismo día. Su carta se limitó a indicar que tendría un placer en recibir a
Pedro Bathory a bordo de la Savarena, teniendo que hacerle una
proposición que podría interesarle.

Esta carta fue depositada en el correo de Gravosa, y sólo hubo que


esperar la vuelta del joven ingeniero.

Entretanto el doctor continuó viviendo más retirado que nunca a bordo de


la goleta. La Savarena, anclada en medio del puerto, sin que su tripulación
bajase nunca a tierra, estaba tan aislada como hubiera podido estarlo en
medio del Mediterráneo o del Atlántico.

Originalidad a propósito para dar en qué pensar a los curiosos reportero u


otros que no habían renunciado a querer entrever aquel personaje
legendario, por más que no fuesen admitidos a bordo de su yacht, no
menos legendario que él.

Y como Pointe Pescade y su compañero Cap Matifou tenían «libertad de


maniobra,» a ellos se dirigieron los reporters para ver de obtener algunas
noticias.

Ya se sabe que Pointe Pescade era un elemento de alegría introducido a

196
bordo, con gran placer del doctor. Si Cap Matifou se mantenía serio como
un cabrestante, del cual tenía la fuerza, Pointe Pescade reía y cantaba
siempre, vivo como el gallardete de un buque de guerra, cuya ligereza
tenía. Cuando no corría por los mástiles, con gran alegría de la tripulación,
a la que daba lecciones de volatines, diestro como un marinero, ágil como
un grumete, la divertía con sus inagotables chistes. ¡Ah! ¡El doctor Antekirtt
le había recomendado conservase su buen humor! Y él le conservaba,
haciendo participar de él a los demás.

Se ha dicho más arriba que Cap Matifou y él tenían «libertad de


maniobra». Esto significaba que eran libres de ir y venir. Si la tripulación se
quedaba a bordo, ellos bajaban a tierra cuando les convenía. De aquí la
propensión de los curiosos a seguirlos, a rodearlos, a interrogarlos. Pero
no se hacía hablar así como así a Pointe Pescade cuando él quería
callarse, o si hablaba, era absolutamente para no decir nada.

—¿Quién es el doctor Antekirtt? —le preguntaban.

—¡Un médico famoso! Cura toda clase de enfermedades, hasta las que
acaban por llevaros al otro mundo.

—¿Es rico?

—¡No tiene un cuarto…! Yo soy quien le paga el salario todos los


domingos.

—¿Pero de dónde viene?

—De un país cuyo nombre no sabe nadie.

—¿Y dónde está situado ese país?

—Todo lo que puedo deciros es que está limitado al Norte por poca cosa,
y al Sud por nada.

Imposible sacar otros datos del alegre compañero de Cap Matifou, que se
mantenía mudo como un bloque de granito.

Pero si ellos no respondían a las indiscretas preguntas de los reporteros,


los dos amigos no dejaban de hablar entre sí, y a menudo, a propósito de
su nuevo amo. Lo amaban ya, y le amaban mucho. Sólo deseaban
sacrificarse por él. Entre ellos y el doctor existía como una especie de

197
afinidad química, una cohesión que de día en día les unía más.

Y cada mañana esperaban ser llamados a su camarote para oírle decir:

—Amigos míos, tengo necesidad de vosotros.

Pero esto no tenía lugar, con gran disgusto suyo.

—¿Durará esto mucho tiempo? —dijo un día Pointe Pescade—; es duro


estar así sin hacer nada, sobre todo cuando no se está acostumbrado,
querido Cap.

—Sí: los brazos se enmohecen —respondió el Hércules mirando sus


enormes bíceps, desocupados como las bielas de Vina máquina en reposo.

—Dime, Cap Matifou.

—¿Qué quieres que te diga, Pointe Pescade?

—¿Sabes lo que pienso del doctor Antekirtt?

—No; pero dime lo que piensas, Pointe Pescade. Eso me ayudará a


responderte.

—Pues bien; pienso que en su pasado hay cosas… cosas… Eso se ve en


sus ojos, que lanzan a veces relámpagos capaces de cegar a uno… Y el
día en que estalle el trueno…

—¡Hará ruido!

—Sí, Cap Matifou, ruido… Y ocupación; imagino que no seremos inútiles


cuando se empiece.

No sin razón Pointe Pescade hablaba de esta suerte. Aunque reinase a


bordo la calma más completa, el inteligente muchacho no había dejado de
observar ciertas cosas que le daban en qué pensar.

Nada más evidente que el doctor no era un simple turista viajando en su


yacht de recreo a través del Mediterráneo. La Savarena debía ser un
centro adonde iban a parar muchos hilos reunidos en la mano de su
misterioso propietario.

En efecto; de todos los rincones de aquel mar admirable, cuyas olas bañan

198
las playas de tantos países diferentes, tanto del litoral francés o español
como del marroquí, de la Argelia y de Trípoli, llegaban sin cesar cartas y
despachos. ¿Quién los enviaba? Evidentemente, corresponsales
ocupados de ciertos asuntos cuya gravedad no podía ser desconocida, a
menos que fuesen clientes que pedían consulta escrita al célebre doctor,
lo que parecía poco probable. Además, hasta en las oficinas del telégrafo
de Ragusa hubiera sido difícil comprender el sentido de aquellos
despachos, porque estaban escritos en una lengua desconocida, cuyo
secreto poseía únicamente el doctor.

Y aun cuando hubiera sido inteligible aquel lenguaje, ¿qué hubiera podido
deducirse de frases como las siguientes?

Almeira: se creía estar sobre las huellas de Z. B. Falsa pista, ahora


abandonada.

Encontrado el corresponsal de M. V. 5. — Ligado con la compañía de K. 3


entre Catania y Siracusa. Se continuará.

En el Mauderaggio, La Vallete, Malta, he comprobado el paso de T.K.7.

Cyreno… Aguardamos nuevas órdenes… Flotilla de Antek… dispuesta.


Eléctrico 3 en presión día y noche.

B. O. 3. — Después muerto en presidio. — Ambos desaparecidos.

Y este otro telegrama, con una mención especial por medio de un número
convenido:

2117. Sarc. Antes agente de negocios… Servicio Toronth. — Cesado


relaciones con Trípoli de África.

A la mayor parte de estos despachos se enviaba de la Savarena esta


invariable respuesta:

Que continúen las investigaciones. No perdonéis dinero ni trabajo. Dirigid


nuevos documentos.

Existía un cambio de correspondencias incomprensibles, que parecían


poner en vigilancia todo el derrotero del Mediterráneo.

199
El doctor no estaba, pues, tan desocupado como quería aparentar. Sin
embargo, a despecho del secreto profesional, era difícil que el cambio de
tales despachos no fuese conocido del público. De aquí un aumento de
curiosidad con respecto a aquel enigmático personaje.

Uno de los más excitados de la alta sociedad ragusina era el antiguo


banquero de Trieste, Silas Toronthal, que, según hemos visto, había
encontrado en el muelle de Gravosa al doctor Antekirtt momentos después
de la llegada de la Savarena. En este encuentro, si bien había existido un
vivo sentimiento de repulsión por una parte, por la otra se había producido
un sentimiento no menos vivo de curiosidad; pero hasta aquí las
circunstancias no habían permitido al banquero satisfacerla.

A decir verdad, la presencia del doctor había hecho en Silas Toronthal una
singular impresión, que él mismo no hubiera podido definir.

Lo que en Ragusa se repetía, el incógnito en que parecía querer


encerrarse, la dificultad de poder ser admitido a su presencia, todo aquello
era a propósito para despertar en el banquero un violento deseo de
volverle a ver.

Con este objeto se había dirigido varias veces a Gravosa. Allí, inmóvil
sobre el muelle, contemplaba la goleta, ardiendo en deseos de pasar a
bordo. Un día hasta se hizo conducir a ella, sin haber podido obtener otra
contestación que la inevitable, dada por el timonel:

—El doctor Antekirtt no está visible.

De aquí se produjo en Silas Toronthal una especie de irritación crónica en


presencia de un obstáculo que no podía franquear.

El banquero concibió entonces la idea de hacer espiar al doctor por su


propia cuenta.

Dio orden a un agente de su confianza de observar todos los pasos del


misterioso extranjero, contentándose él con visitar a Gravosa y sus
alrededores.

Júzguese, pues, de la inquietud que debió experimentar Silas Toronthal


cuando supo que el viejo Borik había tenido una entrevista con el doctor, y
que éste, a la mañana siguiente, había pasado a visitar a madame Bathory.

200
—¿Quién es este hombre? —se preguntó.

Y a pesar de todo, ¿qué podía temer el banquero en su situación


presente? Después de quince años, nada se había traspirado de sus
antiguas maquinaciones. Pero todo lo que se relacionaba con la familia de
aquéllos a quienes había vendido y hecho traición, no podía menos de
inquietarle.

Si el remordimiento no había tenido entrada en su conciencia, el temor se


deslizaba a menudo, y las acciones de aquel doctor desconocido,
poderoso por su fama, potente por su fortuna, no eran a propósito para
tranquilizarle.

—Pero ¿quién era aquel hombre? —se repetía—: ¿qué ha venido a hacer
en Ragusa, a casa de madame Bathory? ¿Habrá sido llamado como
médico…? ¿Qué puede haber de común entre ella y él…?

A nada de esto había respuesta posible.

Lo que tranquilizó un poco a Silas Toronthal después de una minuciosa


vigilancia, fue la seguridad de que la visita hecha a madame Bathory no se
había repetido.

Sin embargo, la resolución que había tomado el banquero de entrar a


cualquier precio en relaciones con el doctor, se hizo aún más tenaz. Este
pensamiento le dominaba día y noche. Era necesario poner un término a
aquella obsesión. Por una especie de alucinación que sufren los cerebros
sobrexcitados, se figuraba que renacería en él la calma si podía volver a
ver al doctor Antekirtt, hablarle y conocer los motivos que le habían
conducido a Gravosa, por lo cual no cejaba de procurarse una ocasión de
encontrarle.

Creyó haberla hallado; he aquí con qué motivo.

Hacía algunos años que madame Toronthal padecía de una enfermedad


de languidez, que los médicos de Ragusa eran impotentes para combatir.

A pesar de todos sus cuidados, a pesar de los que le rodeaba su hija,


madame Toronthal, aun cuando aún no se veía obligada a guardar cama,
se desmejoraba y languidecía visiblemente. ¿Producía este estado una
causa puramente moral? Bien podía ser; pero nadie había podido

201
penetrarla.

Únicamente el banquero se hubiera encontrada en el caso de decir si su


esposa, conociendo todo su pasado, no tenía un invencible disgusto por
una existencia que sólo podía causarla horror.

Sea como quiera, el estado de salud de madame Toronthal, desahuciada


de los médicos de la ciudad, pareció al banquero ser el motivo que
buscaba para presentarse al doctor. Una consulta solicitada, una visita a la
que el doctor no podría negarse sin duda, siquiera por humanidad.

Silas Toronthal escribió, pues, una carta, que hizo llevar a bordo de la
Savarena por uno de sus criados, en la que decía «se consideraría
dichoso obteniendo la opinión de un médico de tan incontestable mérito».
Después, excusándose del trastorno que esto podría producir en una
existencia tan retirada como la suya, rogaba al doctor Antekirtt «le Indicase
el día en que debería esperarle en el hotel de la Stradone».

A la mañana siguiente, cuando el doctor recibió aquella carta, cuya firma


miró ante todo, ni un músculo de su rostro se estremeció. La leyó hasta su
última línea, sin que nada descubriese la naturaleza de las reflexiones que
debía sugerirle.

¿Qué respuesta iba a dar? ¿Se aprovecharía de aquella ocasión que se le


presentaba para introducirse en el hotel Toronthal, de ponerse en relación
con la familia del banquero?

Pero entrar en aquella casa, aun a título de médico, ¿no era hacerlo en
condiciones que de ningún modo podían convenirle?

El doctor no vaciló. Respondió con un simple billete, que fue entregado al


criado del banquero.

Aquel billete sólo contenía estas palabras:

«El doctor Antekirtt siente infinito no poder prestar su asistencia a madame


Toronthal. No es médico en Europa».

Nada más.

Cuando el banquero recibió tan lacónica respuesta, estrujó el billete con un


vivo movimiento de despecho. Era demasiado evidente que el doctor

202
rehusaba entrar en relaciones con él.

Era una negativa apenas embozada, que indicaba claramente la


determinación tomada por aquel singular personaje.

—Y si no es médico en Europa —se dijo—, ¿por qué ha aceptado serlo


para madame Bathory…? A menos que no se haya presentado en su casa
con otros títulos… ¿Qué iba a hacer allí entonces…? ¿Qué había entre
ellos…?

Esta incertidumbre martirizaba a Silas Toronthal, cuya vida estaba


absolutamente perturbada por la presencia del doctor en Gravosa, y lo
estaría mientras la Savarena no hubiese vuelto a la mar.

Nada dijo a su esposa ni a su hija de la inútil pretensión que había dirigido


al doctor, guardando para sí el secreto de sus reales inquietudes.

Pero no cesó de vigilar al doctor para estar al corriente de todas sus


acciones, tanto en Gravosa como en Ragusa.

Un nuevo incidente iba aún a darle, aquella misma mañana, otro motivo de
alarma no menos serio.

Pedro Bathory había vuelto de Zara desanimado. No había podido


entenderse respecto a la colocación que se le había ofrecido: la dirección
de una importante fábrica metalúrgica en la Herzegovina.

Se contentó con decir a su madre que «las condiciones no eran


aceptables».

Madame Bathory miró a su hijo, sin preguntarle por qué eran inaceptables
aquellas condiciones.

Después le entregó una carta dirigida a él durante su ausencia.

Era la carta en la que el doctor Antekirtt rogaba a Pedro Bathory tuviese a


bien pasar a bordo de la Savarena para hablar de un asunto que tal vez
tendría interés en conocer.

Pedro Bathory dio la carta a su madre. Aquella oferta hecha por el doctor
no podía sorprenderla.

203
—Me lo esperaba, dijo.

—¿Esperabais esta proposición, madre mía? —preguntó el joven bastante


admirado por aquella respuesta.

—¡Sí… Pedro…! El doctor Antekirtt ha venido a verme durante tu ausencia.

—¿Sabéis, pues, quién es ese hombre de quien todos se ocupan en


Ragusa?

—No, hijo mío; pero el doctor Antekirtt conocía a tu padre, ha sido amigo
del conde Sandorf y del conde Zathmar, y con ese título se ha presentado
en mi casa.

—Madre —preguntó Pedro Bathory—: ¿qué pruebas os ha dado ese


doctor de haber sido el amigo de mi padre?

—¡Ninguna! —respondió madame Bathory, que no quería hablar del envío


de los cien mil florines, de lo que el doctor debía también guardar el
secreto respecto al joven.

—¿Y si fuese algún intrigante, algún espía, algún agente del Austria?
—replicó Pedro Bathory.

—Tú le juzgarás, hijo mío.

—¿Luego me aconsejáis que vaya a verle?

—Sí, te lo aconsejo; no hay que despreciar a un hombre que quiere


dedicarte a ti la amistad que profesaba a tu difunto padre.

—Pero ¿qué ha venido a hacer en Ragusa? —añadió Pedro Bathory—.


¿Acaso tiene intereses en este país?

—Tal vez piense en crearlos, respondió madame Bathory. Pasa por ser
extremadamente rico, y es posible que quiera ofrecerte una colocación
digna de ti.

— Iré a verle, madre mía, y así sabremos le que me quiere.

—Ve, pues, desde luego, hijo mío, y devuélvele al mismo tiempo la visita
que no puedo devolverle yo misma.

204
Pedro Bathory abrazó a su madre, estrechándola largo tiempo contra su
pecho. Hubiérase dicho que algún secreto le ahogaba, secreto que sin
duda no se atrevía a confesar. ¿Qué había, pues, en su corazón de tan
doloroso, de tan grave, que no osase confiarlo a su madre?

—¡Pobre hijo mío! —murmuró madame Bathory.

Era la una de la tarde cuando Pedro se dirigió a la Stradone para bajar al


puerto de Gravosa.

Al pasar por delante del hotel Toronthal, se detuvo un instante, nada más
que un instante. Sus miradas se dirigieron a uno de los pabellones cuyas
ventanas se abrían sobre la calle. Las persianas estaban corridas. Si la
casa hubiera estada deshabitada, no estaría más cerrada.

Pedro Bathory prosiguió su marcha, que más bien había acortado que
interrumpido. Pero esto no podía haberse escapado a la mirada de una
mujer que iba y venía por la acera opuesta de la Stradone.

Era una criatura de elevada talla. ¿Su edad…? Entre cuarenta y cincuenta
años. ¿Su modo de andar…? Mesurado, casi mecánico, como si estuviese
formada de una sola pieza. Era extranjera; su nacionalidad se reconocía
fácilmente en su cabellera, aún negra y rizada, en su oscura tez de
marroquí: estaba envuelta en una capa de color sombrío, cuyo capuchón
cubría su tocado, adornado con cequíes. ¿Era una bohemia, una gitana,
una egipcia, una romanichelle, como dice el argot parisién, un ser de
origen egipcio o indiano? No hubiera podido decirse; tanto se confunden
estos tipos. De todos modos, no pedía limosna, y sin duda no la habría
recibido tampoco. Estaba allí por su propia cuenta, o por cuenta de otro,
vigilando, espiando más bien lo que pasaba en el hotel Toronthal y en la
casa de la calle Marinella.

En efecto, desde que divisó al joven, que bajaba la Stradone dirigiéndose


hacia Gravosa, le siguió procurando no perderle de vista, pero con la
destreza suficiente para no poder infundir sospechas. Pedro Bathory
estaba demasiado absorto para reparar lo que pasaba detrás de él.
Cuando acortó su paso delante del hotel Toronthal, la mujer acortó el suyo.
Cuando prosiguió su camino, ella le siguió, arreglando su marcha a la del
joven. Llegado al primer recinto de Ragusa, Pedro Bathory le franqueó con
bastante rapidez, pero no hizo perder distancia a la extranjera. Fuera de la

205
poterna siguieron por el camino de Gravosa, y a veinte pasos de él, bajó la
avenida por el contrapaseo plantado de árboles.

En aquel momento Silas Toronthal, en carruaje descubierto, volvía a


Ragusa. Tenía necesariamente que cruzarse con Pedro Bathory.

Al verlos a los dos, la marroquí se detuvo un instante. Tal vez pensó que el
uno iba a abordar al otro. Entonces su mirada brilló y procuró esconderse
tras un corpulento árbol. Pero si aquellos dos hombres se hablaban,
¿cómo podría oírles?

No sucedió así. Silas Toronthal había visto a Pedro una veintena de pasos
antes de encontrarse frente a él. Aquella vez no le respondió ni aun con el
altivo saludo de que no había podido dispensarse sobre el muelle de
Gravosa cuando su hija le acompañaba. Volvió la cabeza en el momento
en que el joven levantaba su sombrero, y su carruaje pasó rápido,
conduciéndole a Ragusa.

La extranjera no había perdido nada de esta escena; una especie de


sonrisa animó su rostro impasible.

En cuanto a Pedro Bathory, evidentemente más entristecido que irritado


por la manera de obrar de Silas Toronthal, continuó su camino con paso
menos rápido, sin volverse.

La marroquí le siguió a lo lejos, y se la oyó murmurar estas palabras en


lengua árabe: «¡Ya es tiempo de que venga!».

Un cuarto de hora después Pedro llegaba a los malecones del puerto de


Gravosa.

Detúvose unos instantes para contemplar la elegante goleta, cuyo pabellón


se desplegaba a impulsos de la brisa del mar en lo más alto del palo
mayor.

—¿De dónde vendrá este doctor Antekirtt? —se preguntaba—. ¡He ahí un
pabellón que me es desconocido!

Después, dirigiéndose a un piloto q ue se paseaba a lo largo del muelle:

— Amigo mío —le preguntó—, ¿conocéis ese pabellón?

206
El piloto no le conocía. Todo cuanto podía decir de la goleta era que su
patente declaraba venir de Bríndisi, y que sus papeles, visados por el
capitán del puerto, se encontraban en regla. Y como se trataba de un yacht
de placer, la autoridad había respetado su incógnito.

Pedro Bathory llamó entonces a una embarcación y se hizo conducir a


bordo de la Savarena, mientras que la marroquí, en extremo sorprendida,
le miraba alejarse.

Un momento después el joven se encontraba sobre el puente de la goleta


y preguntaba si el doctor Antekirtt se hallaba a bordo.

Sin duda la consigna que prohibía a todo extranjero el acceso a la


Savarena no estaba dada para él, pues el contramaestre le respondió que
el doctor se hallaba en su camarote.

Pedro Bathory presentó su tarjeta, preguntando si el doctor podía recibirle.

Un timonel tomó la tarjeta y bajó por la escalera que conducía al salón de


popa.

Un minuto después volvía a subir diciendo que el doctor aguardaba a M.


Pedro Bathory.

El joven fue inmediatamente introducido en un salón en que sólo


penetraba una media luz tamizada por las ligeras cortinillas de la
claraboya. Pero cuando llegó a la puerta, cuyas dos hojas estaban
abiertas, la luz que reflejaban las lunas del muro del fondo se iluminó
vivamente.

En la penumbra se hallaba el doctor Antekirtt, sentado sobre un diván. Al


aparecer el hijo da Esteban Bathory experimentó una especie de
estremecimiento que Pedro no pudo notar, escapándose, por decirlo así,
de sus labios estas palabras:

—¡Es él…! ¡Es todo él…!

Y en efecto, Pedro Bathory era el vivo retrato de su padre, tal cual el noble
húngaro había sido a la edad de veintidós años: la misma energía en sus
ojos, la misma nobleza en su actitud, la misma mirada, pronto a
entusiasmarse por todo lo bueno, lo grande, lo bello.

207
—M. Bathory —dijo el doctor levantándose—, me habéis proporcionado el
mayor placer con acceder a la invitación que contenía la carta que os dirigí.

Y con un ademán invitó a Pedro Bathory a tomar asiento.

El doctor, al hablar, se había servido del idioma húngaro, que sabía era el
del joven.

—Caballero —dijo Pedro Bathory—, yo hubiera venido a devolveros la


visita que habéis hecho a mi madre, aun cuando no me hubieseis invitado
a venir a bordo. Sé que sois uno de esos amigos desconocidos a quienes
es querida la memoria de mi padre y de los dos compatriotas que
perecieron con él… Yo os doy gracias por haberle conservado un lugar en
vuestro recuerdo.

Al evocar aquel pasado, tan lejano ya, al hablar de su padre y de sus


amigos el conde Sandorf y Ladislao Zathmar, Pedro no pudo ocultar su
emoción.

—Perdonad, caballero —dijo—. Al recordar lo que hicieron no puedo


menos…

¿No veía que acaso el doctor Antekirtt estaba más conmovido que él, y
que si no respondía era por no dejar ver lo que pasaba en su alma?

—Señor Bathory —dijo por fin—, no tengo por qué perdonaros un dolor tan
natural. Además, sois de sangre húngara: ¿y qué hijo de la Hungría sería
bastante desnaturalizado para no sentir oprimido su corazón con tales
recuerdos? En aquella época, hace quince años, sí ¡quince años! erais
muy joven. Apenas si podéis decir que habéis conocido a vuestro padre y
los acontecimientos en que tomó parte.

—¡Mi madre —respondió Pedro Bathory, me ha educado en el culto de


aquél a quien no ha cesado de llorar! ¡Todo lo que ha hecho, todo lo que
ha intentado, toda su vida de abnegación para con los suyos, de
patriotismo para con su país, lo he sabido por ella! ¡Sólo tenía ocho años
cuando murió mi padre, pero me parece que aún está vivo, puesto que
revive en mi madre!

—¡Amáis a vuestra madre como merece ser amada, Pedro Bathory,


—respondió el doctor Antekirtt—, y nosotros la veneramos como la viuda

208
de Un mártir!

Pedro sólo pudo dar gracias al doctor por los sentimientos que de tal modo
expresaba. Se oían los latidos de su corazón y ni aun observó que hablaba
siempre con una especie de frialdad, natural o fingida, que parecía ser el
fondo de su carácter.

—¿Puedo preguntaros, replicó, si habéis conocido personalmente a mi


padre?

—Sí, M. Bathory —respondió el doctor, no sin cierta vacilación—; pero


sólo como un estudiante puede conocer a un profesor de los más
distinguidos de las Universidades húngaras. He hecho mis estudios de
ciencias médicas y físicas en vuestro país. He sido discípulo de vuestro
padre, que sólo tenía unos diez años más que yo. He aprendido a
estimarle, a amarle, porque sentía vibrar en sus explicaciones todo lo que
más tarde hizo de él un ardiente patriota, y no le abandoné sino en el
momento en que tuve que ir a concluir en el extranjero mis estudios
comenzados en Hungría. Pero poco tiempo después, el profesor Esteban
Bathory sacrificaba su posición a las ideas que él creía nobles y justas, sin
que ningún interés privado pudiera detenerle en la vía del deber. En
aquella época abandonó a Presburgo para ir a establecerse en Trieste.
Vuestra madre le había sostenido con sus consejos, rodeado con sus
cuidados durante aquel tiempo de pruebas. Poseía todas las virtudes de la
mujer, como vuestro padre ha tenido todas las virtudes del hombre. Me
perdonaréis, M. Pedro, si traigo a vuestra memoria tan dolorosos
recuerdos, pero al hacerlo es porque no creo que seáis de los que pueden
olvidar.

—¡No, señor, no! —respondió el joven con el entusiasmo exuberante de su


edad—. ¡Como la Hungría no olvidará jamás a los tres hombres que se
han sacrificado por ella: Ladislao Zathmar, Esteban Bathory y el más
audaz de todos ellos, el conde Matías Sandorf!

—Si fue el más audaz —respondió el doctor—, creed que sus dos amigos
no le fueron inferiores ni en abnegación, ni en sacrificios, ni en valor. ¡Los
tres tienen derecho al mismo respeto! ¡Los tres tienen el mismo derecho a
ser vengados…!

El doctor se detuvo. Se preguntaba si madame Bathory había hecho


conocer a Pedro las circunstancias en las cuales habían sido entregados

209
los jefes de la conspiración, si habría pronunciado ante él la palabra
traición… Pero el joven no lo dio a entender.

En realidad, madame Bathory se había callado sobre este punto. Sin duda
no había querido introducir el odio en la vida de su hijo y lanzarle tal vez
sobre una falsa pista, puesto que nadie conocía el nombre de los traidores.

El doctor se creyó, pues, siquiera por el momento, obligado a la misma


reserva, y no insistió.

Lo que no vaciló en decir fue que, sin el odioso acto del español Carpena,
que había entregado a los fugitivos ocultos en la casa del Pescader
Andrés Ferrato, probablemente el conde Matías Sandorf y Esteban
Bathory habrían escapado a la persecución de los agentes de Rovigno. Y
una vez al otro lado de las fronteras austríacas, en cualquiera comarca
que hubiera sido, todas las puertas se habrían abierto para recibirlos.

—En mi casa —añadió—, hubieran encontrado un refugio, con seguridad.

—¿En qué país, señor? —preguntó Pedro Bathory.

—En Cefalonia, donde habitaba en aquella época.

—Sí, en las islas Jónicas, bajo la protección del pabellón griego, se


hubieran salvado, y mi padre viviría aún.

Durante algunos instantes, la conversación fue interrumpida por esta


vuelta hacia el pasado. Pero el doctor volvió a reanudarla diciendo:

—Señor Bathory, nuestros recuerdos nos han llevado bien lejos del
presente. ¿Queréis que hablemos ahora de éste, o, más bien, del porvenir
que entreveo para vos?

—Os escucho, caballero, respondió Pedro. En vuestra carta me habéis


dado a entender que se trataba de mis intereses…

—En efecto, Mr. Bathory; y si no ignoro cuál ha sido la abnegación de


vuestra madre durante la juventud de su hijo, sé también que os habéis
mostrado digno de ella, y que después de sufrir tan rudas pruebas, habéis
llegado a ser un hombre…

—¡Un hombre! respondió Pedro Bathory, no sin amargura. ¡Un hombre

210
que no ha podido todavía bastarse a sí mismo, ni devolver a su madre lo
que ésta ha hecho por él!

—Sin duda, dijo el doctor; pero la culpa no es vuestra. No ignoro cuán


difícil es hacerse una posición en medio de una concurrencia que pone
frente a frente tantos rivales para disputarse tan pocas plazas. ¿Sois
ingeniero?

—Sí, señor. He salido de la Escuela con ese título, pero como ingeniero
libre, sin ningún lazo con el Estado. He debido, pues, procurar colocarme
en alguna sociedad industrial, y hasta ahora no he encontrado nada que
pudiera convenirme, a lo menos en Ragusa.

—¿Y fuera?

—¿Fuera…? —respondió Pedro titubeando un poco ante la pregunta.

—Sí… ¿No habéis estado en Zara, hace algunos días, para tratar de un
negocio de esa naturaleza?

—Me habían hablado, en efecto, de una colocación que podía ofrecerme


una Sociedad metalúrgica.

—Y esa plaza…

—Me la han ofrecido.

—¿Y no la habéis aceptado…?

—He tenido que rehusar, porque se trataba de ir a establecerse


definitivamente a la Herzegovina.

—¿En la Herzegovina? ¿A dónde tal vez madame Bathory no hubiera


podido acompañaros…?

—Mi madre, caballero, me habría seguido a cualquier punto a que mi


interés me hubiera obligado a ir.

— Y bien, ¿por qué no habéis aceptado esa colocación? —replicó el


doctor insistiendo.

—Caballero —respondió el joven—, en las circunstancias en que me

211
encuentro, tengo serias razones para no abandonar a Ragusa.

El doctor había notado cierto embarazo en la actitud de Pedro Bathory


mientras le duba aquella respuesta. Su voz temblaba al expresar el deseo,
mejor dicho, la resolución de no abandonar a Ragusa. ¿Cuál era, pues, el
tan grave motivo por el cual rehusaba las proposiciones que le habían
hecho?

—He aquí por qué será inaceptable —replicó el doctor—, el negocio de


que quería hablaros…

—¿Se trataba de partir…?

—Sí… para un país donde quiero ejecutar trabajos considerables, que


hubiera sido feliz en poner bajo vuestra dirección.

—Lo siento, caballero; pero creed que si he tomado esta resolución…

—Lo creo, Mr. Pedro, y tal vez lo sienta yo más que vos. ¡Hubiera sido tan
dichoso al poder depositar en vos toda la afección que tenía a vuestro
padre…!

Pedro Bathory no contestó. Era visible que sufría, y mucho. El doctor


adivinaba que hubiera deseado hablar, pero que no se atrevía a hacerlo.
Por fin, un irresistible impulso atrajo a Pedro Bathory hacia aquel hombre
que mostraba tanta simpatía para su madre y para él.

—¡Señor… señor…! —dijo con una emoción que no procuró disimular—.


No: no creáis que un capricho, una terquedad, me hacen responderos con
una negativa… Me habéis hablado como un amigo de Esteban Bathory…
¿Queréis conservar para mí toda la amistad que le habéis profesado…?
Yo también, aunque sólo os conozco desde hace algunos instantes,
experimento por vos todo el cariño que hubiera tenido para mi padre…

— ¡Pedro… hijo mío! —exclamó el doctor estrechando la mano del joven.

—¡Sí, señor…! —replicó Pedro Bathory—, os lo diré todo… Amo a una


joven de esta ciudad… Entre ambos existe el abismo que separa la
pobreza de la riqueza… Pero yo no he querido ver ese abismo, y tal vez
ella tampoco le ha visto. Por raras que sean las veces en que puedo verla,
sea en la calle, sea en sus ventanas, es una felicidad a la cual no tendría
fuerza para renunciar… La idea de que tendría que partir, y partir por largo

212
tiempo, me volvería loco… ¡Ah, señor…! comprendedme y perdonadme…

—Sí, Pedro —respondió el doctor Antekirtt—; os comprendo, y nada tengo


que perdonaros. Habéis hecho bien en hablarme con toda franqueza, y he
aquí una circunstancia que cambia mucho las cosas… ¿Sabe vuestra
madre lo que acabáis de decirme?

—Nada la he dicho todavía, señor. No me he atrevido, porque, en nuestra


modesta posición, tal vez tendría el buen juicio de quitarme toda
esperanza… ¡Pero acaso ha adivinado y comprendido lo que yo sufría… lo
que debía sufrir!

— Pedro —dijo el doctor—, habéis puesto en mí vuestra confianza, y


habéis tenido razón. ¿Es rica esa joven?

—¡Muy rica…! ¡Demasiado rica…! —respondió el joven—. ¡Sí, demasiado


rica para mí!

—¿Es digna de vos?

—¡Ah, señor! ¿Hubiera pensado nunca en dar a mi madre una hija que no
fuera digna de ella?

—Pues bien, Pedro —replicó el doctor—, no hay abismo que no pueda ser
franqueado.

—¡Señor! —exclamó el joven—. No me deis una esperanza irrealizable.

—¡Irrealizable!

Y en el acento con que el doctor Antekirtt pronunció esta palabra, indicaba


tal confianza en sí mismo, que Pedro Bathory quedó como transformado, y
se creyó dueño del presente y del porvenir.

—Sí, Pedro —replicó el doctor. ¡Tened confianza en mí…! Cuando lo


juzguéis conveniente, y para que yo pueda obrar, me diréis el nombre de
ese joven…

—Señor —respondió Pedro Bathory—, ¿por qué os le había de ocultar…?


¡Es la señorita de Toronthal!

El esfuerzo que hubo de hacer el doctor para permanecer tranquilo al oír

213
aquel nombre detestado, fue el de un hombre a cuyos pies hubiese caído
un rayo, sin estremecerse siquiera. Por un instante, algunos segundos
solamente, se queda mudo e inmóvil.

Después, sin que su voz expresase la menor emoción:

—¡Bien, Pedro, bien! —dijo—. Dejadme pensar en todo esto. ¡Dejadme


ver…!

—Me retiro, señor —respondió el joven estrechando la mano que le tendía


el doctor—, y permitidme manifestaros mi gratitud, como lo haría con mi
padre.

Pedro Bathory abandonó el salón, en el cual quedó solo el doctor, y subió


al puente, se embarcó en la canoa que le aguardaba, hizo que le
condujeran al muelle; y tomó el camino de Ragusa.

La extranjera que le había aguardado durante toda su visita a bordo de la


Savarena, se puso nuevamente a seguirle.

Pedro Bathory sentía dentro de sí como una tranquilidad inefable. ¡Por fin,
su corazón se había desahogado! Había podido confiarse a un amigo…
más que a un amigo tal vez.

Se hallaba en uno de esos días felices, de que tan avara se muestra en


este mundo la fortuna.

¿Y cómo hubiera podido dudarlo, cuando al pasar por delante del hotel de
la Stradone vio levantarse, de una de las ventanas del pabellón, una punta
de las cortinillas, volviendo a caer en seguida?

Pero también la extranjera había reparado este movimiento, y hasta el


instante en que Pedro Bathory hubo desaparecido al volver la calle
Maiinella, permaneció inmóvil delante del hotel. Después se dirigió a la
estación de telégrafos y expidió un despacho que sólo contenía esta
palabra:

—¡Ven!

La dirección de aquel despacho era la siguiente:

214
«Sarcany, lista. —Siracusa (Sicilia)».

215
VIII. Las Bocas de Cattaro
La fatalidad, que desempeña un papel predominante en todos los
acontecimientos de este mundo, había reunido en la ciudad de Ragusa la
familia Bathory y la familia Toronthal.

No tan sólo las había reunido, sino aproximado la una a la otra,


haciéndolas habitar el mismo barrio de la Stradone. Sava Toronthal y
Pedro Bathory se habían encontrado, visto, amado. Pedro, el hijo del
hombre a quien una delación había enviado a la muerte; Sava, la hija del
hombre que había sido el delator.

He aquí lo que se decía el doctor Antekirtt después que se marchó el joven


ingeniero.

—¡Y Pedro se va lleno de esperanza, y esa esperanza, la que no se


atrevía a esperar, soy yo quien se la ha hecho concebir!

¿Era el doctor hombre capaz de emprender una lucha sin tregua contra
aquella fatalidad? ¿Se sentía con el poder de disponer a su capricho de
las cosas humanas? Aquella fuerza, aquella energía moral que es
necesaria para dominar al destino, ¿llegarían a faltarle?

—¡No! lucharé —exclamó—. Semejante amor es odioso, criminal. Que


Pedro Bathory, esposo ya de Sava Toronthal, sepa un día la verdad, y se
verá impotente para vengar a su padre. No tendrá más recurso que morir
de desesperación. Se lo diré todo, es preciso… Le diré lo que esa familia
ha hecho con la suya… Yo mataré ese amor, no importa cómo.

En efecto, semejante unión hubiera sido monstruosa.

No se habrá olvidado que en su conversación con madame Bathory, el


doctor Antekirtt había contado que los tres jefes de la conspiración de
Trieste habían sido víctimas de una maquinación abominable, que se
había descubierto en el curso de los debates, y que una indiscreción de
uno de los guardianes de la torre de Pisino le había hecho conocer.

216
Se sabe también que madame Bathory, por razones especiales, no había
dicho nada de esta traición a su hijo. Por otra parte, no conocía a los
autores. Ella ignoraba que uno de ellos, rico y considerado, vivía en
Ragusa a algunos pasos de distancia, en la misma Stradone. El doctor no
los había nombrado. ¿Por qué? Sin duda porque no había llegado la hora
de desenmascararlos. Pero él los conocía. Sabía que Silas Toronthal era
uno de ellos, y Sarcany el otro. Y si no había ido más lejos en sus
confidencias, era porque contaba con el concurso de Pedro Bathory,
porque quería asociar al hijo a la obra de justicia que debía castigar a los
asesinos de su padre, y vengar con él a sus dos compañeros Ladislao
Zathmar y el conde Sandorf.

Y he aquí lo que no podía decir al hijo de Esteban Bathory sin herirle en el


corazón.

—Poco importa —repitió—. Si ese corazón ha de romperse, yo le romperé.

¿Cómo obraría el doctor, una vez afirmado en aquella resolución?

¿Revelar a madame Bathory y a su hijo el pasado del banquero de


Trieste? ¿Pero acaso poseía las pruebas materiales de la traición? No,
puesto que Matías Sandorf, Esteban Bathory y Ladislao Zathmar, los
únicos que habían poseído aquellas pruebas, habían muerto. ¿Extender
por la ciudad el ruido de aquel acto abominable, sin prevenir a la familia
Bathory? Sí; eso hubiera bastado, sin duda, para abrir un nuevo abismo
entre Pedro y la joven, abismo infranqueable esta vez. Pero divulgado este
secreto, ¿no era de temer que Silos Toronthal llegase a abandonar a
Ragusa?

Ahora bien, el doctor no quería que el banquero desapareciese. Era


necesario que el traidor quedase a la disposición del justiciero para cuando
llegase la hora de la justicia.

Pero los acontecimientos debían tomar un giro distinto del que imaginaba.

Después de haber pesado el pro y el contra de la cuestión, el doctor, no


hallándose en disposición de obrar directamente contra Silas Toronthal,
resolvió dedicarse a lo más apremiante.

Ante todo era necesario arrancar a Pedro Bathory de aquella ciudad en


que el honor de su nombre estaba en peligro. Sí; él sabría arrastrarle tan

217
lejos, que nadie pudiese encontrar sus huellas. Cuando le tuviera en su
poder, le diría todo cuanto sabía de Silas Toronthal y de su cómplice
Sarcany, asociándole a su obra. Pero no tenía un solo día que perder. Con
este objeto, un despacho del doctor hizo venir de su puerto de residencia a
la bocas de Cattaro, al Sur de Ragusa, sobre el Adriático, uno de los más
rápidos ingenios de locomoción. Era uno de aquellos prodigiosos
thornijcrofts que han servido de modelo a los torpederos modernos. Aquel
largo huso de acero, de cuarenta y un metros de longitud, de setenta
toneladas, sin mástil ni chimenea, llevando simplemente una plataforma
exterior y una caja metálica con tragaluces, destinada al timonel,
herméticamente cerrada cuando el estado del mar lo exigía, podía
deslizarse entre las aguas sin perder tiempo ni marcha en seguir las
ondulaciones de la ola. De un andar superior al de todos los torpederos del
Antiguo y del Nuevo Mundo, hacía cómodamente sus cincuenta kilómetros
por hora. Gracias a esa excesiva velocidad, en más de una ocasión el
doctor había podido llevar a cabo travesías extraordinarias. El don de
ubicuidad que se le había atribuido cuando con muy cortos intervalos de
tiempo se transportaba desde el fondo del archipiélago a los últimos límites
del mar de las Sirtes.

Había, sin embargo, una notable diferencia entre los thornijcrofts y los
aparatos del doctor; y era que, en lugar del vapor, empleaba la electricidad
como motor, por medio de poderosos acumuladores, inventados por él, y
en los cuales podía almacenar este fluido con una tensión, por decirlo así
suficiente. Por eso aquellos rápidos ingenios llevaban el nombre de
Eléctricos, con un simple número de orden. Tal era el Eléctrico número 2
que acababa de ser pedido para las bocas de Cattaro.

Una vez dadas aquellas órdenes, el doctor aguardó el momento de obrar.


Al mismo tiempo previno a Pointe Pescade y Cap Matifou que muy pronto
tendría necesidad de sus servicios.

Inútil es decir si los dos amigos recibirían con placer aquel aviso.

Una nube, una sola, arrojó alguna sombra sobre la alegría con que le
acogieron.

Pointe Pescade debía quedarse en Ragusa, a fin de vigilar el hotel de la


Stradone y la casa de la calle Marinella, mientras Cap Matifou
acompañaría al doctor Antekirtt a Cattaro. Esto era una separación, la
primera después de tantos años que aquellos dos compañeros de miseria

218
habían vivido sin separarse. De aquí una tierna inquietud por parte de
Matifou al pensar que no tendría a su lado a su pequeño Pointe Pescade.

—¡Paciencia, Cap, paciencia! —le dijo Pointe Pescade—; esto durará


poco. El tiempo necesario para representar la comedia, y todo quedará
concluido. Porque, si no me engaño, se prepara una famosa pieza con un
no menos famoso director, que nos reserva a cada uno un famoso papel.
Créeme: no tendrás por qué quejarte del tuyo.

—¿Lo crees así?

—Estoy seguro. ¡Ah! Nada de amoríos. Eso no está en tu naturaleza, por


más que seas sentimental como un diablo. Nada de traiciones, tampoco.
Tienes una cara demasiado honrada para ese papel. No; tú serás el buen
genio que se presenta al desenlace para castigar el vicio y recompensar la
virtud.

—¿Como en las farsas? —dijo Matifou.

—¡Como en las farsas, si! Te estoy viendo en ese papel, amigo Cap. En el
momento en que menos lo espera el traidor, apareces con tus anchas
manos abiertas, y no tienes más que cerrarlas para producir el desenlace.
Si el papel no es largo, es simpático, y no han de faltarte los bravos, y el
dinero por añadidura…

— Sí, sin duda; pero entretanto va a ser preciso separarnos.

—¡Oh, por algunos días! Solamente me has de prometer no dejar de


cuidarte durante mi ausencia. Haz exactamente tus seis comidas diarias, y
engorda, Cap. Y ahora estréchame en tus brazos, o más bien hoz que me
abrazas como en el teatro, no sea que me ahogues. ¡Qué diantre, hay que
acostumbrarse a las farsas de este mundo…! Abrázame otra vez más, y
no olvides a tu pequeño Pointe Pescade, que no olvidará jamás a su gran
Cap Matifou.

Tal fue la conmovedora despedida de aquellos dos amigos cuando


tuvieron que separarse el uno del otro.

Realmente Cap Matifou tenía el corazón oprimido en su enorme pecho


cuando se vio solo a bordo de la Savarena. Aquel mismo día, por orden
del doctor, su compañero se había instalado en Ragusa con la misión de

219
no perder de vista a Pedro Bathory, de vigilar el hotel Toronthal y estar al
tanto de todo cuanto pudiera ocurrir.

Durante las largas horas que Pointe Pescade iba a pasar en el barrio de la
Stradone hubiera tenido que encontrarse con la extranjera, que
seguramente estaba encargada de la misma misión que él, si la marroquí,
después de enviar el parte de que hemos hablado, no hubiese
abandonado a Ragusa para dirigirse a un sitio convenido de antemano,
donde debía reunirse con Sarcany. Pointe Pescade no fue, pues,
molestado en sus operaciones, y pudo llenar su cometido con su
inteligencia habitual.

Jamás se hubiera imaginado Pedro Bathory que estaba vigilado tan de


cerca, ni adivina lo que a los ojos de aquélla espía se hubiesen sustituido
los de Pointe Pescade. Después de su conversación con el doctor,
después de la confesión que le había hecho, se sentía más confiado. ¿Por
qué, pues, había de ocultar a su madre ningún detalle de la entrevista que
acababa de tener a bordo de la Savarena?

¿No hubiera ella leído en su mirada y hasta en el fondo de su alma? ¿No


hubiera comprendido que acababa de verificarse en él un cambio, que a la
desesperación y al dolor habían sucedido la esperanza y la felicidad?

Pedro Bathory confesó, pues, todo a su madre.

Le dijo quién era la joven a quien amaba, y que por ella había rehusado
abandonar a Ragusa. ¡Poco le importaba su situación! ¿No le había dicho
el doctor Antekirtt que esperase?

—¡Por eso sufrirás tanto, hijo mío! —respondió madame Bathory—. ¡Que
Dios te ayude y vierta sobre ti la felicidad que hasta ahora nos ha faltado!

Madame Bathory vivía muy retirada en su casa de la calle Marinella. Sólo


salía para ir a misa con su viejo servidor, cumpliendo sus deberes
religiosos con la piedad austera de las húngaras católicas. Jamás había
oído hablar de la familia Toronthal. Nunca su mirada se había levantado
hacia aquel hotel, ante el que pasaba siempre que se dirigía a la iglesia del
Redentor, que depende del convento de franciscanos situado casi a la
entrada del Stradone. Ella no conocía, pues, a la hija del antiguo banquero
de Trieste.

220
Fue preciso que Pedro se la pintase moral y físicamente; que la dijese
dónde la había visto por primera vez, y que tenía la certidumbre de que su
amor era correspondido.

Madame Bathory no se sorprendió del ardor con que la dio todos estos
detalles; conocía el alma tierna y apasionada de su hijo.

Pero cuando Pedro la dijo cuál era la posición de la familia Toronthal,


cuando supo que aquella joven era una de las más ricas herederas de
Ragusa, no pudo disimular su inquietud. ¿Consentiría nunca el banquero
en dar por esposa su única hija a un joven sin fortuna, aunque no sin
porvenir?

Pero Pedro no creyó necesario insistir sobre la frialdad, sobre el desdén


con que Silas Toronthal le había acogido hasta entonces. Se contentó con
repetir las palabras del doctor. Éste le había afirmado que podía, que
debía tener confianza en el amigo de su padre, que sentía hacia él una
afección casi paternal, cosa que madame Bathory no podía dudar
sabiendo lo que había querido hacer por ella y por los suyos. En fin, como
su hijo, como Borik, que se creyó obligado a dar su opinión, no se negó a
esperar, y de este modo la humilde casa de la calle Marinella se iluminó
con un rayo de felicidad.

Pedro tuvo la alegría de volver a ver a Sava Toronthal el siguiente


domingo, en la iglesia de los Franciscanos. La fisonomía de la joven,
siempre un poco triste, se animó cuando apercibió a Pedro, que estaba
como transfigurado. Ambos se hablaron con la mirada y se comprendieron.
Y cuando Sava volvió al hotel vivamente impresionada, llevaba una parte
de la felicidad que tan visiblemente había leído en el rostro de la joven.

Sin embargo. Pedro no había vuelto a ver al doctor. Aguardaba una


invitación para visitar de nuevo la goleta. Transcurrieron algunos días sin
que ninguna carta viniese a darle una nueva cita.

—¡Sin duda, pensó, el doctor habrá querido informarse…! ¡Habrá venido o


habrá enviado a Ragusa para tomar algunas referencias sobre la familia
Toronthal…! ¡Tal vez ha querido conocer a Sava…! ¡Sí! ¡Es posible que
haya visto ya a su padre, que haya hablado con él del asunto! ¡No
obstante, una línea, una palabra tan sólo que me hubiera dirigido, me
habría dado tanto placer, sobre todo si esa palabra hubiera sido: venid!

221
La palabra no llegó. Madame Bathory no logró sin trabajo calmar las
impaciencias de su hijo. Éste se desesperaba y tuvo que infundirle un poco
de esperanza, por más que ella no se viese libre de inquietud.

La casa de la calle Marinella estaba abierta al doctor; éste no podía


ignorarlo, y aun sin el nuevo interés que manifestaba hacia Pedro, ¿no
hubiera bastado para atraerle el que le inspiraba aquella familia, hacia la
cual había manifestado ya tanta simpatía?

Sucedió, pues, que Pedro, después de haber contado los días y las horas,
no tuvo fuerzas para resistir. Tenía necesidad a cualquier precio de volver
a ver al doctor Antekirtt. Una invencible fuerza le empujaba hacia Gravosa.
Una vez a bordo de la goleta, se comprendería su impaciencia y se
excusaría su acción por prematura que fuese.

El 7 de Junio, a cosa de las ocho de la mañana, Pedro Bathory abandonó


a su madre sin decirle nada de sus proyectos. Salió de Ragusa y llegó a
Gravosa con tan rápido paso, que Pointe Pescade no hubiera podido
seguirle, a no ser tan listo. Llegado al muelle, frente al surgidero que
ocupaba la Savarena en su última visita, se detuvo.

La Savarena no se encontraba en el puerto.

Pedro miró por todas partes por si había cambiado de sitio… No pudo
encontrarla.

Preguntó a un marinero que se paseaba por el muelle qué había sido de la


goleta del doctor Antekirtt.

La Savarena había aparejado la noche anterior, y de la misma manera que


se ignoraba de dónde había venido, no se sabía tampoco el rumbo que
había tomado.

¡Partido la goleta! ¡El doctor Antekirtt tan misteriosamente desaparecido!


¿Qué sucede?

Pedro Bathory volvió a tomar el camino de Ragusa, esta vez más


desesperado que nunca.

Si una indiscreción cualquiera hubiese revelado al joven que la goleta se


había dirigido hacia Cattaro, con seguridad no hubiera vacilado en reunirse
a ella. Pero en realidad aquel viaje habría sido inútil. La Savarena se había

222
detenido ante las bocas sin penetrar por ellas.

El doctor, acompañado de Cap Matifou, se había hecho conducir a tierra


por una de las embarcaciones de a bordo, y el yacht, acto continuo, había
vuelto a tomar la mar con destino desconocido.

No hay paraje más curioso en Europa, y aun tal vez en todo el antiguo
continente, por su disposición orográfica a la vez que hidrográfica, que el
conocido bajo el nombre de Bocas de Cattaro.

Cattaro no es un río, como pudiera creerse; es una ciudad, sede de un


obispado de la cual han hecho la capital de una circunscripción.

En cuanto a las Bocas, comprenden seis bahías, dispuestas a


continuación una de otra, comunicando entre sí por estrechos canales, y
que pueden atravesarse en seis horas. De este rosario de pequeños lagos
que se desgrana a través de las montañas del litoral, la última cuenta,
situada al pié del monte Norri, indica el límite del imperia de Austria. Al otro
lado empieza el imperio otomano.

El doctor se había hecho desembarcar a la entrada de estas Bocas,


después de una rápida travesía. Allí le esperaba un ligero bote de motor
eléctrico para conducirle a la extremidad de la bahía. Después de haber
doblado la punta de Ostro, pasado por delante de Castel-Nuovo, entra dos
panoramas de villas y oratorios, de Stolivo, de Perasto, célebre punto de
peregrinación, da Risano, donde los trajes dálmatas se mezclan ya con los
turcos y albaneses, llegó de lago en lago al último anfiteatro en cuyo fondo
está construido Cattaro.

El Eléctrico 2 estaba anclado a algunos cables de la ciudad sobre aquellas


aguas dormidas y sombrías, sin que una arruga alterase su superficie en
aquella hermosa noche de Junio.

Pero el doctor no volvió a instalarse a bordo.

Sin duda para el desarrollo de sus proyectos ulteriores no quería se


supiese que aquel rápido aparato de locomoción le pertenecía. Por lo
tanto, desembarcó en el mismo Cattaro, con intención de alojarse en uno
de los hoteles de la ciudad, adonde Cap Matifou debía acompasarle.

En cuanto a la canoa que les había conducido, se perdió en medio de la

223
oscuridad, hacia la derecha del puerto, en el fondo de una pequeña
ensenada, donde debía permanecer invisible.

Allí, en Cattaro, el doctor iba a pasar tan desapercibido como si se hubiese


refugiado en el lugar más recóndito del mundo. Apenas si los habitantes
de este rico distrito de la Dalmacia, que son slavos de origen, debían notar
la presencia de un extranjero entre ellos.

Al verla desde la bahía, diríase que la villa de Cattaro está construida en


hueco en el espesor del monte Norri. Sus primeras casas rodean un
muelle, robado al mar sin duda, en el fondo del ángulo agudo del pequeño
lago, cuyo vértice se hunde en el macizo de la montaña.

Los paquebots, especialmente los del Lloyd, y los grandes cabotajeros del
Adriático, vienen a anclar a la punta de este embudo, de riente aspecto,
con sus hermosos árboles y sus lontananzas de verdura.

Aquella misma noche el doctor se ocupó en buscar un alojamiento. Cap


Matifou le había seguido sin preguntar siquiera dónde acababa de
desembarcar. Poco le importaba que fuese en Dalmacia o en China. Como
un perro fiel, iba a donde iba su amo. No era más que un instrumento, una
máquina obediente, máquina de rodear, de horadar, de taladrar, que el
doctor se reservaba poner en movimiento en el momento que lo creyera
necesario.

Ambos, después de haber atravesado las hileras de árboles del puerto,


franquearon el recinto fortificado de Cattaro, después se internaron a
través de una serie de calles estrechas y pendientes, en las cuales
hormiguea una población de cuatro a cinco mil habitantes. Era el momento
en que se cerraba la Puerta del Mar; puerta que sólo está abierta hasta las
ocho de la noche, excepto el día en que llegan los paquebots.

El doctor reconoció bien pronto que no había un solo hotel en la ciudad.

Era preciso buscar quien consintiese en alquilarles una habitación, cosa a


que se prestan voluntariamente, no sin provecho, los propietarios de
Cattaro.

El alquilador se encontró; la habitación también.

El doctor quedó bien pronto instalado en una calle bastante limpia, en la

224
planta baja de una casa suficiente para él y su compañero. Desde luego se
convino en que la manutención de Cap Matifou estaría a cargo del
propietario; y aunque éste exigió un precio excesivo, justificado por la
enormidad de su nuevo huésped, el asunto quedó bien pronto arreglado a
satisfacción de ambos partes contratantes.

En cuanto al doctor Antekirtt, se reservaba el derecho de comer donde


tuviera por conveniente.

A la mañana siguiente, después de haber dejado a Cap Matifou libre de


emplear su tiempo como quisiera, el doctor comenzó su paseo yendo al
correo, a donde debían dirigírsele las cartas y despachos bajo iniciales
convenidas. Nada había aún para él. Entonces salió de la ciudad, cuyos
alrededores quería reconocer. No tardó en encontrar un restaurant
pasadero, en el cual se reúne ordinariamente la sociedad cattarina,
oficiales y funcionarios austríacos que se consideran allí como en un
destierro, por no decir en una prisión.

El doctor sólo esperaba el momento de obrar. He aquí cuál era su plan:

Se había decidido a apoderarse de Pedro Bathory. Pero este rapto a bordo


de la goleta, durante su permanencia en Ragusa, hubiera sido difícil. El
joven ingeniero era conocido en Gravosa, y como la atención pública
estaba fija en la Savarena, como también en su propietario, el asunto, aun
admitiendo que tuviese satisfactorio éxito, se hubiera descubierto y
propalado rápidamente. Ahora bien: el yacht no era más que un buque de
vela, y si cualquier steamer del puerto hubiera salido a perseguirle, le
habría alcanzado con facilidad.

En Cattaro, por el contrario, el rapto podría verificarse en condiciones


infinitamente mejores. Nada más fácil que atraer a Pedro Bathory. Era
seguro que a una sola palabra del doctor acudíría inmediatamente.

Allí era tan desconocido como el doctor mismo, y en cuanto estuviera a


bordo, el Eléctrico se haría a la mar, Pedro Bathory sabría entonces todo
lo que ignoraba de Silas Toronthal, y la imagen de Sava se borraría ante el
recuerdo de su padre.

Tal era el plan, de una ejecución muy sencilla. Dos o tres días más, última
prórroga que se había fijado el doctor, y la obra terminaría. Pedro quedaría
para siempre separado de Sava Toronthal.

225
Al siguiente día, 9 de Junio, llegó una carta da Pointe Pescade. En ella
manifestaba que nada absolutamente había ocurrido de nuevo en el hotel
de la Stradone. Respecto a Pedro Bathory, Pointe Pescade no le había
vuelto a ver desde el día en que se había dirigido a Gravosa, doce horas
antes de aparejar la goleta.

Sin embargo, Pedro no podía haber abandonado a Ragusa, y


seguramente estaría encerrado en casa de su madre. Pointe Pescade
suponía que la partida de la Savarena debía haber introducido aquella
modificación en las costumbres del joven ingeniero; tanto más, cuanto que,
después de aquella partida, había entrado en su casa desesperado.

El doctor resolvió empezar a obrar desde el día siguiente, escribiendo una


carta dirigida a Pedro Bathory, carta en que le invitaría a venir a reunirse
con él inmediatamente en Cattaro.

Un acontecimiento por demás inesperado iba a cambiar sus proyectos, y


permitir a la casualidad intervenir para llegar al mismo fin.

Aquella noche, a cosa de las ocho, el doctor se encontraba en el muelle de


Cattaro, cuando se señaló la llegada del vapor Saxonia.

El Saxonia venía de Bríndisi, donde, después de haber hecho escala,


había tomado pasajeros. De allí se dirigía a Trieste, tocando en Cattaro,
Ragusa, Zara y otros puertos del Adriático.

El doctor estaba junto al puente volante que sirve para el embarque y


desembarque de los viajeros, cuando a los últimos resplandores del día su
mirada quedó como inmovilizada a la vista de un viajero cuyo equipaje
transportaban por el muelle.

Aquel hombre, de unos cuarenta años próximamente, de aire altivo, casi


impudente, daba sus órdenes en alta voz. Era uno de esos personajes en
quienes se adivina la mala educación hasta cuando quieren aparecer
políticos.

—¡Él aquí…! ¡En Cattaro!

Aquel pasajero era Sarcany. Quince años habían transcurrido desde la


época en que llenaba las funciones de contable en casa del conde
Zathmar. Ya no era, a lo menos por su vestido, el aventurero que hemos

226
visto vagar por las calles de Trieste al principio de nuestra historia. Llevaba
un elegante traje de viaje, bajo un guardapolvo, hecho a la última moda, y
sus maletas, con cantoneras de resplandeciente cobre, indicaban que el
antiguo agente de Trípoli había adquirido la costumbre del confort.

En efecto, desde hacía quince años Sarcany había llevado una existencia
de placeres y de lujo, gracias a la enorme parte que le había
correspondido en la mitad de la fortuna del conde Sandorf. ¿Qué le
quedaba? Sus mejores amigos, si acaso los tenía, no hubieran podido
decirlo.

—¿De dónde viene…? ¿Adónde va…? —se preguntaba el doctor, que no


le perdía de vista.

De dónde venía, fácil era averiguarlo, preguntando al comisario del Saxonia


. Aquel pasajero había tomado el paquebot en Bríndisi. Pero ¿llegaba de la
Alta o de la Baja Italia? No lo sabían. En realidad, venía de Siracusa.

Al recibir el despacho de la marroquí, había abandonado inmediatamente


la Sicilia para dirigirse a Cattaro.

Esta ciudad era, en efecto, el sitio donde debía aguardarle aquella mujer
cuya misión parecía ya terminada en Ragusa.

La extranjera estaba allí en el muelle, aguardando la llegada del paquebot.


El doctor la apercibió, vio a Sarcany dirigirse a ella, y hasta pudo oír estas
palabras, que le dijo en árabe:

—Ya era tiempo.

Sarcany sólo respondió por un movimiento de cabeza; después de haber


vigilado la consignación de sus equipajes en la aduana, condujo a la
marroquí hacia la derecha, con objeto de rodear los muros de la ciudad,
sin entrar por la Puerta del Mar.

El doctor vaciló por un momento. ¿Iba a escapársele Sarcany? ¿Debería


seguirle?

Al volverse, distinguió a Cap Matifou que, como un buen desocupado,


miraba el desembarque y embarque de los pasajeros del Saxonia. A un
gesto suyo, el Hércules llegó inmediatamente.

227
—Cap Matifou —le dijo mostrándole a Sarcany que se alejaba—. ¿Ves
aquel hombre?

—Sí.

—Si te digo que te apoderes de él, ¿lo harás?

—Sí.

—¿Y le pondrás en la imposibilidad de huir si resiste?

—Sí.

—Ten en cuenta que quiero tenerle vivo.

—¡Sí!

Cap Matifou no hacía frases, pero tenía el mérito de hablar con la mayor
claridad. El doctor podía cantar con él. La orden que había recibido
quedaría cumplida.

En cuanto a la marroquí, bastaría sujetarla, amordazarla y arrojarla en


algún rincón. Antes que pudiese dar la voz de alarma, Sarcany estaría a
bordo del Eléctrico.

La oscuridad, aun cuando no profunda todavía, debía facilitar la ejecución


de este proyecto.

Entretanto, Sarcany y la extranjera seguían rodeando las murallas de la


ciudad, sin notar que eran espiados y seguidos. No hablaban aún; sin
duda no pensaban cambiar una palabra hasta verse en lugar donde sabían
encontrar seguro abrigo. De este modo llegaron cerca de la Puerta del
Mediodía, abierta sobre el camino que conduce desde Cattaro a las
montañas de la frontera austríaca.

Allí hay establecido un mercado importante, un bazar muy conocido de los


montenegrinos, en el cual trafican, porque no se les deja penetral en la
ciudad sino en número muy restringido, después de haberles obligado a
deponer sus armas. Los martes, jueves y sábados de cada semana,
aquellos montañeses llegan de Nieguns o de Cettinge, después de haber
hecho cinco o seis horas de marcha, para traer huevos, patatas, volatería
y hasta haces de leña, cuyo consumo es considerable.

228
Aquel día era precisamente un martes. Algunos grupos, cuyas operaciones
habían concluido muy tarde, se habían quedado en el bazar para pasar allí
la noche. Había una treintena de montañeses, hablando, discutiendo, los
unos tirados ya por el suelo para dormir, los otros asando un corderillo.

Allí fueron a refugiarse Sarcany y su compañera, como a un lugar


conocido. Allí, en efecto, les sería fácil hablar con toda libertad, y aun
permanecer toda la noche. Además, la extranjera no había tenido otro
domicilio desde su llegada a Cattaro.

El doctor y Cap Matifou entraron uno después de otro en aquel oscuro


bazar. En el fondo chispeaban, acá y allá, algunas hogueras sin llama, y
por consiguiente sin claridad. En estas condiciones, el rapto de Sarcany se
hacía muy difícil, a menos que no saliese de allí antes del día. El doctor
sintió no haber obrado antes, durante el trayecto de la Puerta del Mar a la
Puerta del Mediodía.

A todo evento, la canoa estaba amarrada detrás de las rocas, a menos de


doscientos pasos del bazar, y no muy lejos, a dos cables, podía percibirse
confusamente la masa del Eléctrico, cuya posición indicaba un pequeño
fanal izado en la proa.

Sarcany y la marroquí habían venido a colocarse en el rincón más oscuro,


cerca de un grupo de montañeses ya dormidos.

Hubieran podido ocuparse de sus asuntos sin riesgo de ser oídos, si el


doctor, envuelto en su capa de viaje, no hubiera logrado mezclarse al
grupo, en el cual no fue advertida su presencia. Cap Matifou disimuló su
enorme masa de la mejor manera que pudo, colocándose en disposición
de poder acudir a la primera señal.

Sarcany y la extranjera, en el mero hecho de servirse del idioma árabe,


debían creerse seguros de que nadie, en aquel sitio, podía comprenderlos.

Pero se engañaban, puesto que el doctor estaba allí, y familiarizado con


todos los idiomas del Oriente y del África, no iba a perder una sola palabra
de su conversación.

—¿Has recibido en Siracusa mi despacho? —dijo la marroquí.

—Sí, Namir —respondió Sarcany—, y al día siguiente me puse en marcha

229
con Zirone.

—¿Dónde está Zirone?

—En los alrededores de Catania, donde organiza su nueva banda.

—Es forzoso que mañana estés en Ragusa, Sarcany, y te veas con Silas
Toronthal.

—¡Estaré y le veré! ¿De modo que no te has engañado, Namir? ¿Era


tiempo de llegar…?

—Sí. La hija del banquero…

—¡La hija del banquero! —repitió Sarcany con un tono tan singular, que el
doctor no pudo menos de estremecerse.

—Sí… su hija —respondió Namir.

—¿Cómo? ¿Se permite dejar hablar a su corazón —replicó irónicamente


Sarcany—, y sin contar con mi autorización?

—Eso te sorprende, Sarcany; sin embargo, nada más cierto. Pero aún
quedarás más sorprendido cuando te diga quién es el que desea casar, se
con Sava Toronthal.

—Algún gentilhombre arruinado, deseoso de rehacerse con los millones


del padre.

—En efecto —replicó Namir—, un joven de alto nacimiento, pero sin


fortuna…

—¿Y ese impertinente se llama…?

—Pedro Bathory.

—¡Pedro Bathory! —exclamó Sarcany—. ¡Pedro Bathory casarse con la


hija de Silas Toronthal!

—Cálmate, Sarcany —dijo Namir conteniendo a su compañero—. Que la


hija de Silas Toronthal y el hijo de Esteban Bathory se aman, no es para
mí un secreto. Pero acaso Silas Toronthal lo ignora todavía.

230
—¡Él… ignorarlo…! —preguntó Sarcany.

—Sí, y además, jamás consentiría…

—¡Qué sé yo…! —respondió Sarcany—. Silas Toronthal es capaz de


todo… hasta consentir en ese matrimonio, aun cuando sólo fuese por
tranquilizar su conciencia, si es que después de quince años ha logrado
rehacer una. Felizmente, heme aquí dispuesto a descomponer su juego, y
mañana estaré en Ragusa.

—¡Bien! —respondió Namir, que parecía tener cierto ascendiente sobre


Sarcany.

—La hija de Silas Toronthal no será de nadie, más que mía, ¿me
entiendes, Namir? y con ella volveré a rehacer mi fortuna.

El doctor había escuchado todo cuanto le era útil oír.

¡Un miserable reclamando la hija de otro miserable, teniendo el derecho de


imponerse a él! Era que Dios intervenía en una obra de justicia humana.
En adelante, nada tendría que temer por Pedro Bathory, a quien este rival
iba a reducir a la impotencia. Luego era inútil atraerle a Cattaro, e inútil,
sobre todo, apoderarse del hombre que pretendía el honor de convertirse
en yerno de Silas Toronthal.

—¡Que los bribones se alíen entre sí y no formen más que una familia! se
dijo el doctor. ¡Después veremos! Vámonos, añadió en voz baja.

Cap Matifou, que no había preguntado por qué quería el doctor Antekirtt
apoderarse del pasajero del Saxonia, no preguntó tampoco por qué
renunciaba a apoderarse de él.

Al día siguiente, 10 de Junio, en Ragusa, a las ocho y media de la noche,


se abrían las puertas del gran salón del hotel de la Stradone, y un criado
anunciaba en alta voz:

—Mr. Sarcany.

FIN DE LA SEGUNDA PARTE

231
232
Tercera parte

233
I. Complicaciones
Hacía ya catorce años que Silas Toronthal había abandonado a Trieste
para ir a establecerse en Ragusa en el magnífico hotel de la Stradone.

Dálmata de origen, nada más natural que pensase en volver a su país


natal después de haberse retirado de los negocios.

El secreto de los traidores había sido bien guardado. El precio de su


traición había sido religiosamente pagado. Por este hecho tomaron
posesión de una fortuna el banquero de Trieste y su antiguo agente de
Trípoli.

Después de la ejecución de los dos condenados en la fortaleza de Pisino,


después de la fuga del conde Matías Sandorf, que había encontrado la
muerte en las olas del Adriático, la sentencia se había completado con el
embargo de sus bienes.

De la casa y una pequeña tierra perteneciente a Ladislao Zathmar, no


había quedado nada, ni aun con que asegurar la existencia de su viejo
servidor. De lo que poseía Esteban Bathory, nada tampoco, puesto que no
teniendo fortuna, sólo vivía del producto de sus lecciones. Pero el castillo
de Artenak y sus ricas dependencias las minas de los alrededores, los
bosques de la falda septentrional de los Cárpatos, todo aquel dominio
constituía una fortuna considerable al conde Matías Sandorf. De todos
estos bienes se formaron dos lotes: el uno, sacado a pública subasta,
sirvió para pagar a los delatores; el otro, secuestrado, debía ser restituido
a la heredera del conde cuando llegase a la edad de dieciocho años. Si
aquella niña moría antes de llegar a dicha edad, la parte reservada
revertería al Estado.

Las dos cuartas partes entregadas a los denunciadores habían valido más
de millón y medio de florines, de los que quedaban en libertad de hacer el
uso que tuvieran por conveniente.

Desde luego los dos cómplices pensaron en separarse. Sarcany no tenía


interés alguno en seguir al lado de Silas Toronthal. Éste no quería de

234
ningún modo continuar sus relaciones con su antiguo agente. Sarcany,
pues, abandonó a Trieste, seguido de Zirone, que no habiéndose
separado de él en la mala fortuna, no era hombre capaz de abandonarle
en la próspera. Ambos desaparecieron, y el banquero no volvió a oír
hablar más de ellos. ¿Adónde habían ido? Sin duda a alguna gran ciudad
de Europa, donde nadie piensa en inquietarse por el origen de las gentes,
con tal que sean ricas, ni de la procedencia de su fortuna, con tal que
sepan gastarla con esplendidez.

En resumen, no volvió a hablarse de aquellos aventureros en Trieste,


donde sólo eran conocidos de Silas Toronthal.

Cuando se marcharon, el banquero respiró. Pensaba que ya no tendría


nada que temer del hombre que le tenía sujeto por varios motivos, y podía
siempre explotar aquella situación. Sin embargo, aunque Sarcany era rico,
nunca puede contarse para nada con los pródigos de su especie; y si
devoraba su fortuna, ¿no le quedaría siempre el recurso de acudir a su
antiguo cómplice?

Seis meses más tarde Silas Toronthal, después de haber restablecido el


crédito de su casa, gravemente comprometido, liquidó sus negocios y
abandonó definitivamente a Trieste para venir a habitar en Ragusa. Por
más que nada tuviese que temer de la indiscreción del gobernador, único
que sabía el papel representado por él en el descubrimiento de la
conspiración, era todavía bastante para un hombre que no quería perder
nada de su consideración, y a quien su fortuna aseguraba una gran
existencia donde quiera que se dirigiese.

Tal vez también la resolución de abandonar a Trieste le fue dictada por


una circunstancia particular, que se revelará más tarde, circunstancia de
que sólo él y madame Toronthal tenían conocimiento, y que por una sola
vez le puso en relación con aquella Namir, cuyo trato íntimo con Sarcany
conocemos.

El banquero eligió a Ragusa para su nueva residencia. Había salido de ella


siendo muy joven; tenía parientes ni familia. Le habían ya olvidado, y
volvió como un extraño a aquella ciudad, de donde faltaba hacía cuarenta
años.

La sociedad ragusina hizo una buena acogida al hombre rico que llegaba
en tales condiciones. Sólo sabía de él una cosa: que había tenido una gran

235
posición en Trieste. El banquero buscó y adquirió un hotel en el barrio más
aristocrático de la ciudad. Tuvo un gran tren de casa, con un personal de
criados que fue enteramente renovado en Ragusa. Recibió, y fue recibido.
Puesto que nada se sabía de su pasado, ¿no era uno de aquellos
privilegiados que se llaman los felices de este mundo?

Realmente Silas Toronthal no era accesible a los remordimientos. A no ser


por el temor de que el secreto de su abominable delación fuera
descubierto algún día, nada parecía turbar la tranquilidad y el bienestar de
su existencia.

No obstante, frente a él, y como un reproche mudo, pero vivo, se


encontraba madame Toronthal.

La desgraciada mujer, honrada y de recta conciencia, conocía el odioso


complot que había enviado a la muerte a los tres patriotas.

Una palabra escapada a su marido en un momento en que sus negocios


peligraban, una esperanza imprudentemente formulada, de que una
porción de la fortuna del conde Matías Sandorf le permitiría reponerse, las
firmas que había tenido que pedir a madame Toronthal, arrancaron la
confesión de su complicidad en el descubrimiento de la conspiración de
Trieste.

El sentimiento que experimentó madame Toronthal fue una invencible


repulsión hacia el hombre con quien estaba unida; sentimiento tanto más
vivo, cuanto que era de origen húngaro. Pero, ya lo hemos dicho, era una
mujer sin energía moral. Abatida por aquel golpe, no había podido
levantarse. Desde aquella época, en cuanto la fue posible, en Trieste
primero, en Ragusa después, vivió retraída a lo menos todo lo que la
permitía la posición que ocupaba. No hay duda que aparecía en las
recepciones del hotel de la Stradone: era forzoso; su marido la hubiera
obligado; pero terminado su papel de mujer de mundo, se relegaba al
fondo de sus habitaciones. Allí, consagrándose por entero a la educación
de su hija, en la que había concentrado todas sus afecciones, procuraba
olvidar. ¡Olvidar, cuando el hombre comprometido en aquel asunto vivía
bajo el mismo techo que ella!

Sucedió, además, que precisamente dos años después de su instalación


en Ragusa, aquel estado de cosas vino a complicarse todavía más. Si
aquella complicación vino a crear un nuevo motivo de disgusto para el

236
banquero, madame Toronthal encontró en ella un nuevo motivo de dolor.

Madame Bathory, su hijo y Borik habían también abandonado a Trieste


para establecerse en Ragusa, donde les quedaban aún algunos parientes.

La viuda de Esteban Bathory no conocía a Silas Toronthal; hasta ignoraba


que hubiesen existido nunca relaciones entre el banquero y el conde
Matías Sandorf. En cuanto a sospechar que aquel hombre hubiese tenido
participación en el acto criminal que había costado la vida o los tres nobles
húngaros, ¿cómo lo había de hacer, puesto que su marido no pudo
revelarla antes de morir el nombre de los miserables que le habían
vendido a la policía austríaca?

Sin embargo, si madame Bathory no conocía al banquero de Trieste, éste,


en cambio, bien la conocía, y no dejaba de serle desagradable hallarla en
la misma ciudad, encontrarla algunas veces a su paso, pobre, desvalida,
trabajando para educar y mantener a su hijo. De seguro que hubiera
renunciado a la idea de establecerse en Ragusa si madame Bathory
hubiese vivido allí cuando pensó en hacerlo. Pero antes de que la viuda
viniese a ocupar su modesta habitación de la calle Marinella, había ya
comprado su hotel y hecho su instalación, habiendo sido su posición
aceptada y reconocida. No pudo, pues, decidirse a cambiar por tercera vez
de residencia.

—¡A todo se acostumbra uno! —se dijo.

Y volvió a cerrar los ojos ante este testimonio permanente de su traición.

Cuando Silas Toronthal cerraba los ojos, parecía que aquello bastaba para
que no viese nada dentro de sí mismo.

No obstante, lo que para el banquero era sólo una contrariedad, llegó a ser
para madame Toronthal una incesante causa de dolor y de remordimientos.

Con gran secreto, en varias ocasiones intentó hacer llegar algunos


socorros a aquella viuda que no tenía otros recursos que su trabajo; pero
aquellos socorros fueron siempre rechazados, como tantos otros que
amigos desconocidos procuraban hacerla aceptar. La enérgica mujer no
pedía nada, y nada quería aceptar.

Una circunstancia imprevista, improbable también, iba a hacer aquella

237
situación más insoportable todavía, hasta más terrible por las
complicaciones que debía traer consigo.

Madame Toronthal había concentrado todas sus afecciones en su hija, que


apenas contaba dos años y medio cuando, a fines del año 1867, su marido
y ella vinieron a establecerse en Ragusa. Sava tenía ahora cerca de
diecisiete años. Era una encantadora joven que se acercaba más al tipo
húngaro que al dálmata. De negros y abundantes cabellos, ojos ardientes,
rasgados con nobleza bajo una frente alta, de forma psíquica, si se nos
permite esta palabra, que los quironomistas aplican más bien a la mano,
boca bien dibujada, tez animada y talla elegante, un poco más que
mediana. Este conjunto de cualidades físicas no podía ser indiferente a
ninguna mirada.

Pero lo que sobre todo llamaba la atención en su persona, lo que debía


impresionar más vivamente a las almas sensibles, era el aire grave de
aquella joven, su fisonomía pensativa, como si estuviese siempre en busca
de recuerdos desvanecidos: era ése no sé qué, que atrae y entristece. De
aquí la extremada reserva que imponía a todos cuantos visitaban los
salones de su padre, o que la encontraban algunas veces en la Stradone.

Heredera de una fortuna que decían ser enorme, y que algún día debía
pertenecería por completo, Sava debía ser muy solicitada. Pero, aunque
se habían presentado varios partidos, en los que se encontraban reunidas
todas las conveniencias sociales, la joven, consultada por su madre, había
siempre renunciado, sin manifestar nunca el motivo dé su negativa.

Silas Toronthal, por otra parte, no la había apremiado nunca sobre este
punto. Sin duda el yerno que le hacía falta no se había aún presentado.

Para acabar de hacer el retrato de Sava Toronthal, conviene hacer notar la


marcada tendencia que tenía para admirar los actos de virtud o de valor
que puede engendrar el patriotismo. No porque se ocupase de política,
sino porque todo lo que se refería a la patria, a los sacrificios hechos por
ella, a los recientes ejemplos con que se honra la historia de su país, la
penetraban profundamente.

No era en la casualidad de su nacimiento donde había podido adquirir


tales sentimientos, que de seguro no los heredara de su padre; era que,
noble y generosa, los había encontrado naturalmente en su corazón.

238
Esto, como ya se habrá presentido, explica la simpática aproximación que
había tenido lugar entre Pedro Bathory y Sava Toronthal.

Sí: una especie de fatalidad, interviniendo en el juego del banquero, se


había complacido en poner aquellos dos jóvenes en presencia el uno del
otro. Sava tenía apenas doce años, cuando un día dijeron delante de ella,
mostrando a Pedro:

—¡Ése es el hijo de un hombre que ha muerto por la Hungría!

Aquellas palabras no debían borrarse jamás de su memoria.

Después, ambos habían crecido. Sava pensaba en Pedro aun antes que
éste hubiera reparado en ella.

¡Veíale tan grave, tan pensativo! Pero si era pobre, por lo menos trabajaba
para ser digno del nombre de su padre, y ella conocía toda la historia. Ya
sabemos el resto; ya sabemos cómo Pedro Bathory quedó a su vez
seducido y encantado a la vista de Sava, cuya naturaleza debía simpatizar
con la suya; cómo, cuando la joven ignoraba aún el sentimiento que nacía
en ella, el joven la amaba ya con un amor profundo, que bien pronto debía
Sava compartir.

Todo lo que concierne a Sava Toronthal quedará dicho al manifestar cuál


era su situación en su familia.

Con respecto a su padre, Sava se había mantenido siempre en la más


absoluta reserva.

Jamás la más pequeña efusión por parte del banquero, jamás una caricia
por parte de su hija.

Sequedad de alma en el uno, en la otra alejamiento procedente de un


desacuerdo manifiesto en todo.

Sava tenía para Silas Toronthal el respeto que una hija debe a su padre,
nada más.

Éste la dejaba en libertad de acción, y no la contrariaba lo más mínimo en


sus gustos; tampoco limitaba sus obras de caridad, a las que se
acomodaba voluntariamente su ostentación natural. En resumen, en él
predominaba la indiferencia. En ella, preciso es confesarlo, la antipatía,

239
casi la repulsión.

Hacia madame Toronthal, Sava experimentaba un sentimiento distinto. Si


la mujer del banquero sufría la dominación de su marido, que la mostraba
bien poca deferencia, por lo menos era buena; valía mil veces más que él
por la honradez de su vida, por el cuidado de su dignidad personal.

Madame Toronthal amaba profundamente a Sava. Bajo la reserva de la


joven, había sabido descubrir las más serias cualidades.

Pero aquella afección que experimentaba se hallaba mezclada a una


especie de admiración, de respeto, y aun de algo de temor.

La elevación del carácter de Sava, su rectitud, y en ciertos momentos su


inflexibilidad, podían explicar aquella extraña forma del amor maternal. Sin
embargo, la joven la devolvía afección por afección. Aun sin el lazo de la
sangre, ambas se hubieran unido estrechamente.

Madame Toronthal había sido la primera en adivinar lo que pasaba en el


espíritu, y después en el corazón de Sava. La joven había hablado a
menudo de Pedro Bathory y de su familia, sin notar la impresión dolorosa
que aquel nombre producía en su madre.

No obstante, si madame Toronthal, cuya alma era piadosa y creyente,


podía creer que aquella unión entraba en los designios de la Providencia,
habría sido preciso que su marido consintiese en la aproximación de las
dos familias. Y sin decir nada a Sava, resolvió prepararle con este objeto.

A las primeras palabras que le dijo su esposa, Silas Toronthal, en un


movimiento de cólera que no intentó reprimir, se arrebató de tal modo, que
madame Toronthal, quebrantada por aquel esfuerzo, hubo de retirarse a
su habitación bajo el peso de esta amenaza.

—¡Cuidado, señora…! ¡Si osáis otra vez hablarme de semejante proyecto,


os aseguro que habréis de arrepentiros!

Así, pues, lo que Silas Toronthal llamaba la fatalidad, había, no solamente


llevado a la familia Bathory a aquella dudad, sino que Sava y Pedro,
aproximados uno a otro, no habían tardado en conocerse y amarse.

Y se preguntará: ¿por qué tanta irritación por parte del banquero? ¿Tenía
formados secretos designios sobre Sava, sobre su porvenir, para que tanto

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le contrariasen los sentimientos de su esposa? En el caso en que su
indigna delación fuese descubierta un día, ¿no debía tener interés, o
interés grande, en que las consecuencias estuviesen previamente
reparadas en lo posible? ¿Qué hubiera podido decir Pedro Bathory siendo
ya el marido de Sava Toronthal? ¿Qué hubiera podido hacer entonces
madame Bathory? Ciertamente que hubiera sido una horrible situación ¡el
hijo de la víctima casado con la hija del asesino! pero horrible sobre todo
para ellos, no para él, Silas Toronthal.

Sí, sin duda; pero existía Sarcany, de quien no se tenían noticias; su


vuelta, siempre posible, y probablemente compromisos eventuales entre el
banquero y su cómplice, y éste no era hombre de olvidarlos si la fortuna se
volvía en contra suya.

No hay para qué decir que Silas Toronthal no dejaba de estar preocupado
por lo que hubiera podido ser de su antiguo agente de Trípoli. Ninguna
noticia suya desde su separación después del asunto de Trieste, y esto
duraba ya quince años. Hasta en Sicilia, donde sabía que Sarcany tenía
relaciones por conducto de su camarada Zirone, las indagaciones hechas
habían sido infructuosas. Pero Sarcany podía reaparecer un día a otro.

Terror permanente para el banquero, a menos que aquel aventurero


hubiese muerto, noticia que Silas Toronthal habría recibido con la más
evidente satisfacción. Tal vez entonces hubiera visto bajo otro aspecto la
posibilidad de una unión entre la familia Bathory y la suya; pero por el
momento sólo había que pensar en el presente.

Silas Toronthal no quiso, pues, modificar la acogida que había hecho a su


esposa cuando se aventuró a hablarle de Pedro Bathory, ni quiso darla
ninguna explicación sobre este punto. Adoptó el partido de vigilar más
severamente a Sava, hasta hacerla espiar; y respecto al joven ingeniero,
conducirse con él de una manera altiva, volver a otro lado la cabeza
cuando le encontrase; obrar, en fin, de un modo capaz de quitarle toda
esperanza, logrando hacerle comprender que todo cuanto hiciese sería
absolutamente inútil.

En estas circunstancias, en la noche del 10 de Junio fue cuando el nombre


de Sarcany resonó a través de los salones del hotel de la Stradone,
después de abrirse las puertas ante aquel impudente.

Aquella misma mañana Sarcany, acompañado de Namir, había tomado el

241
ferrocarril de Cattaro a Ragusa. Descendió en uno de los principales
hoteles de la ciudad, vistió un elegante traje, y sin perder una hora se
presentó en casa de su antiguo cómplice.

Silas Toronthal le recibió y dio orden para que nadie les molestase. ¿Cómo
tomó la visita de Sarcany? ¿Fue lo bastante dueño de sus impresiones
para no dejar traslucir nada de lo que experimentaba al volver a verle?
¿Transigió con él? ¿Sarcany, por su parte, se mostró imperioso y exigente
como otras veces? ¿Recordó al banquero promesas que tal vez le habían
sido hechas, convenciones habidas entre ellos desde larga fecha? En fin,
¿hablaron del pasado, del presente y del porvenir?

Esto es lo que no podría decirse, toda vez que la entrevista fue secreta.

Pero he aquí lo que resultó.

Veinticuatro horas después corría por la ciudad la noticia del casamiento


de un rico personaje de Trípoli, llamado Sarcany, con la señorita Sava
Toronthal.

Evidentemente el banquero había tenido que ceder a las amenazas del


hombre que podía perderle con una sola palabra. Así es que ni las
súplicas de su esposa, ni el horror manifestado por Sava, cuyo padre
pretendía disponer de ella a su antojo, nada debía conmoverle.

Una palabra explicará el interés que Sarcany tenía en hacer este


casamiento, interés que no había disimulado a Silas Toronthal: Sarcany
estaba arruinado. La parte de fortuna que había servido al banquero para
reponer su crédito, apenas si había bastado al aventurero durante aquel
período de quince años. Desde su partida de Trieste, Sarcany había
corrido la Europa, viviendo a lo pródigo, para quien los hoteles de París,
Londres, Viena, Roma, no tenían bastantes ventanas por donde él pudiese
arrojar el oro a su capricho.

Después de los placeres de todo género, encomendó al azar el cuidado de


completar su ruina, tanto en las ciudades en que el juego funcionaba
todavía, en Suiza y en España, como sobre los tapetes del Principado de
Mónaco, encerrado en un perímetro de fronteras francesas.

No hay que decir que Zirone no había cesado de ser su segundo durante
todo este período. Después, cuando no tuvieron más que algunos millares

242
de florines, se volvieron a aquel país tan querido para el siciliano, a la
porción oriental de la Sicilia.

Allí no permanecieron ociosos aguardando los acontecimientos, es decir,


que llegase el tiempo en que Sarcany reanudase sus relaciones con el
banquero de Trieste. En efecto: ¿qué cosa más sencilla que rehacer su
fortuna casándose con Sava Toronthal, única heredera del rico Silas, que
no podía rehusar nada a Sarcany?

En efecto, no era posible ninguna negativa, ni se había intentado la más


mínima repulsa. Tal vez había aún entre estos dos hombres, y en el
problema cuya solución perseguían, una incógnita que despejaría el
porvenir.

Sin embargo, Sava pidió a su padre una explicación clara y precisa.

¿Por qué se disponía de ella de aquel modo?

—¡Mi honor depende de ese casamiento —respondió Silas Toronthal—, y


ese casamiento se hará!

Cuando Sava comunicó a su madre aquella respuesta, ésta cayó casi


desmayada en los brazos de su hija, vertiendo lágrimas de desesperación.

¡Luego Silas Toronthal había dicho la verdad! El casamiento se fijó para el


6 de Julio.

Durante aquellas tres semanas imagínese cuál debió ser la existencia de


Pedro Bathory. Su agitación era espantosa. Presa de impotentes accesos
de rabia, tan pronto permanecía encerrado en la casa de la calle de la
Marinella, como huía de aquella ciudad maldita, dejando a madame
Bathory con el temor de no volverle a ver más.

¿Qué palabras de consuelo hubiera podido hacerle oír? Mientras no se


había tratado de casamiento, Pedro Bathory, aunque rechazado por el
padre de Sava, podía conservar alguna esperanza. ¡Pero Sava casada era
un nuevo abismo, abismo infranqueable esta vez! ¡A pesar de lo que había
dicho el doctor Antekirtt, él también, sin tener en cuenta sus promesas, le
había abandonado! Y sin embargo, se preguntaba cómo la joven que le
amaba, cuya enérgica naturaleza conocía, había podido consentir en
aquella unión. ¿Qué misterio existía en el hotel de la Stradone, donde

243
pasaban tales cosas? ¡Ah! ¡Pedro hubiera hecho mucho mejor en
abandonar a Ragusa, en aceptar las colocaciones que se le habían
ofrecido fuera de ella, en haberse alejado de Sava, que entregaban a
aquel extranjero, a aquel Sarcany!

— ¡No! repetía. ¡Esto es imposible…! ¡Yo la amo…!

¡La desesperación había vuelto a entrar en aquella casa, donde por unos
días había brillado un rayo de felicidad!

Pointe Pescade, siempre en observación, muy al corriente de los rumores


que corrían por la ciudad, fue uno de los que primero se enteraron de lo
que se preparaba. En el momento que tuvo conocimiento de la noticia del
casamiento de Sava Toronthal y de Sarcany, escribió a Cattaro. En el
momento en que pudo saber el lamentable estado a que aquella noticia
había reducido al joven ingeniero, por el que se interesaba vivamente, dio
parte al doctor Antekirtt.

Por toda respuesta recibió orden de continuar observando lo que pasase


en Ragusa y de tenerle al corriente de todo.

A medida que se acercaba la fecha nefasta del 6 de Julio, empeoraba el


estado de Pedro Bathory. Su madre no podía tranquilizarle.

Por otra parte, ¿cómo era posible modificar los proyectos de Silas
Toronthal? ¿No era evidente, dada la prisa con que se había fijado y
declarado, que este enlace estaba resuelto desde hacía ya mucho tiempo;
que Sarcany y el banquero se conocían desde larga fecha; que este
rico tripolitano debía tener sobre el padre de Sava una influencia particular?

Arrastrado por estas importunas ideas, Pedro Bathory tuvo el pensamiento


de escribir a Silas Toronthal ocho días antes de la época fijada para la
celebración del matrimonio. La carta quedó sin respuesta.

Pedro procuró entonces encontrar al banquero en la calle… No pudo


conseguirlo.

Pedro quiso buscarle en su mismo hotel… No pudo franquear las puertas.

En cuanto a Sava y su madre, eran invisibles; no había medio de llegar


hasta ellas.

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Pero si Pedro Bathory no pudo volver a ver a Sava ni a su padre, varias
veces en la Stradone se encontró frente a frente con Sarcany. A la mirada
de odio del joven, Sarcany contestó con el más insolente desdén.

Pedro Bathory tuvo entonces la idea de provocarle, a fin de obligarle a


batirse…

Pero ¿bajo qué pretexto y por qué Sarcany habla de aceptar un encuentro
que su interés le mandaba evitar, en vísperas de ser el esposo de Sava
Toronthal?

Seis días transcurrieron. Pedro, a pesar de las súplicas de su madre, a


pesar de los ruegos de Borik, abandonó la casa de la calle Marinella en la
noche del 4 de Julio. El viejo servidor intentó seguirle, pero bien pronto
perdió sus huellas. Pedro marchaba a la ventura, como si estuviese loco, a
través de las calles más desiertas de la ciudad, a lo largo de las murallas
de Ragusa.

Una hora después le transportaban moribundo a casa de madame


Bathory. Una puñalada le había atravesado la parte superior del pulmón
izquierdo.

No había duda posible: Pedro, en el paroxismo de la desesperación, se


había herido él mismo.

Pointe Pescade, en el momento en que supo la desgracia, se dirigió


corriendo a las oficinas de telégrafos.

Una hora después el doctor Antekirtt recibía en Cattaro la noticia del


suicidio del joven.

Difícil sería pintar el dolor de madame Bathory cuando se vio delante de su


hijo, a quien sólo quedaban algunas horas de vida. Pero la energía de la
madre se levantó ante la debilidad de la mujer. Ante todo, cuidados. Las
lágrimas más tarde.

Se llamó a un módico. Llegó inmediatamente, reconoció al herido, escuchó


el soplo débil e intermitente de su pecho, sondeó su herida, le colocó el
primer apósito y le prestó todos los socorros del arte, pero no conservaba
ninguna esperanza.

Quince horas después el estado del joven se había agravado a

245
consecuencia de una considerable hemorragia, y su respiración, apenas
sensible, amenazaba extinguirse en un último suspiro.

Madame Bathory había caído de rodillas, rogando a Dios que le


conservara a su hijo.

En aquel momento la puerta de la habitación se abrió… El doctor Antekirtt


apareció, avanzando hacia el lecho del moribundo.

Madame Bathory iba a lanzarse hacia él, pero la retuvo con un gesto.

Entonces el doctor se inclinó sobre Pedro y le examinó con atención, sin


pronunciar una sola palabra.

Después le miró con irresistible fijeza. Como si de sus ojos se hubiera


desprendido una corriente magnética, pareció hacer penetrar en aquel
cerebro, cuyo pensamiento iba a extinguirse, su propia vida con su propia
voluntad.

De pronto Pedro se incorporó a medias. Sus párpados se levantaron, miró


al doctor, y cayó exánime.

Madame Bathory se precipitó sobre su hijo, arrojó un grito, y cayó


desvanecida en los brazos del viejo Borik.

En aquel momento el doctor cerró los ojos del cadáver; después se


levantó, abandonó la estancia, y hubiérasele podido oír murmurar esta
sentencia, tomada de las leyendas indias:

«La muerte no destruye; sólo nos hace invisibles».

246
II. Un encuentro en la «Stradone»
Aquella muerte había causado gran sensación en la ciudad; pero nadie
pudo sospechar la verdadera causa del suicidio de Pedro Bathory, ni sobre
todo que Sarcany y Silas Toronthal tuviesen una parte en aquella
desgracia.

En la mañana del día siguiente, 6 de Julio, debía celebrarse el casamiento


de Sava Toronthal y Sarcany.

La noticia de aquel suicidio, llevado a cabo en circunstancias tan


conmovedoras, no había llegado a conocimiento de madame Toronthal, ni
al de su hija. Silas, de acuerdo con Sarcany, había tomado todo género de
precauciones para impedirlo.

Habíase convenido igualmente en que la ceremonia se haría con gran


sencillez. Se pretextaría un duelo en la familia de Sarcany. Esto no estaba
de acuerdo con las fastuosas costumbres de Silas Toronthal; pero en
aquellas circunstancias creyó que valía más hacer las cosas sin ruido.

Los recién casados sólo debían permanecer algunos días en Ragusa;


después partirían para Trípoli, donde Sarcany residía habitualmente,
según decían. No habría, pues, recepción en el hotel de la Stradone, ni
para la lectura del contrato, que aseguraba a la joven una dote
considerable, ni después de la ceremonia religiosa en la iglesia de los
Franciscanos, que seguiría inmediatamente a la ceremonia civil.

Aquel día, mientras se disponían en el hotel Toronthal los últimos


preparativos para el enlace, dos hombres conversaban paseándose por la
otra parte de la Stradone.

Aquellos dos hombres eran Cap Matifou y Pointe Pescade.

Al volver a Ragusa, el doctor Antekirtt había llevado consigo a Cap


Matifou. Su presencia no era ya necesaria en Cattaro: ¿y quién podría
dudar si los dos amigos, los «dos gemelos,» como decía Pointe Pescade,
fueron absolutamente felices?

247
En cuanto al doctor, al llegar a Ragusa había hecho primero su aparición
en la casa de la calle Marinella: después se había retirado a un modesto
hotel del arrabal de Plocce, donde aguardaba la celebración del
casamiento de Sarcany con Saya Toronthal para continuar con la
ejecución de sus proyectos.

A la mañana siguiente, durante una segunda visita a madame Bathory,


había él mismo ayudado a colocar a Pedro en su ataúd, y había vuelto a
entrar en su hotel después de mandar a Pointe Pescade y Cap Matifou a
vigilar la Stradone.

Nada impedía a Pointe Pescade conversar mientras era todo ojos y oídos.

—¡Te encuentro más gordo, querido Cap! —decía levantándose para tocar
el pecho del Hércules.

—Sí… ¡Y siempre sólido!

—Ya lo he notado en tu abrazo.

—Pero ¿la pieza de que me hablabas…? —preguntó Cap Matifou que


había cobrado afición a su papel.

—Marcha… marcha… ¡Pero la acción es muy complicada!

—¿Complicada?

—¡Sí…! No es una comedia, es un drama, y hasta el principio es intrincado.

Pointe Pescade se calló; un cupé acababa de detenerse ante el hotel de la


Stradone.

La puerta se abrió inmediatamente, y se volvió a cerrar tras el cupé, dentro


del cual Pointe Pescade había reconocido a Sarcany.

—Sí… muy intrincado —replicó—, y esto mismo responde de su éxito.

—¿Y el traidor…? —preguntó Cap Matifou, a quien aquel personaje


parecía interesar más directamente.

—El traidor triunfa en este momento, como sucede siempre en una pieza
bien combinada. ¡Pero, paciencia…! Aguardemos el desenlace.

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—En Cattaro, —dijo Gap Matifou—, he creído que iba…

—¿A entrar en escena?

—¡Sí, Pointe Pescade, sí!

Y Cap Matifou contó lo que había ocurrido en el bazar de Cattaro; es decir,


cómo sus dos brazos habían sido requeridos para un rapto que por último
no se había verificado.

—Bueno. ¡Era demasiado pronto! —replicó Pointe Pescade, que, hablando


por hablar, como vulgarmente se dice, no cesaba de mirar a derecha e
izquierda—. Tú no debes funcionar sino del cuarto al quinto acto, querido
Cap… Tal vez no tengas que aparecer sino en la última escena. Pero no
tengas cuidado, que liarás un rudo efecto… Puedes contar con ello.

En aquel momento, se dejó oír un lejano murmullo en la Stradone, a la


vuelta de la calle Marinella.

Pointe Pescade, interrumpiendo la conversación, avanzó algunos pasos


hacia la derecha del hotel Toronthal.

Un entierro que salía de la calle Marinella, acababa de entrar por la


Stradone, dirigiéndose hacia la iglesia de los Franciscanos, donde iba a
decirse el oficio de difuntos.

Pocas personas acompañaban a este entierro, cuya sencillez no debía


atraer gran cosa la atención pública; un modesto féretro llevado en
hombros bajo un paño negro.

El entierro avanzaba lentamente, cuando de repente, Pointe Pescade,


ahogando un grito, agarró el brazo de Cap Matifou.

—¿Qué te pasa? —preguntó éste.

— ¡Nada… sería muy largo de explicar!

Acababa de reconocer a madame Bathory, que había querido seguir el


entierro de su hijo.

La Iglesia no había rehusado sus preces a aquel cadáver a quien la

249
desesperación había conducido al suicidio, y el sacerdote le aguardaba en
la capilla de los Franciscanos para conducirle al cementerio.

Madame Bathory marchaba detrás del féretro con los ojos secos. No tenía
ni aun fuerzas para llorar. Su mirada, casi feroz, tan pronto se dirigía
alrededor, como parecía penetrar por debajo del paño mortuorio que
recubría el cuerpo de su hijo.

El viejo Borik se arrastraba junto a ella en un estado lamentable.

Pointe Pescade sintió que las lágrimas brotaban de sus ojos. ¡Oh! Si no
hubiese tenido la obligación de mantenerse en su puesto, el bravo
muchacho no habría vacilado en unirse a aquellos pocos amigos que
seguían el entierro de Pedro Bathory.

De pronto, en el momento en que aquel fúnebre cortejo iba a pasar por


delante del hotel Toronthal, abrióse la gran puerta. En el patio, al pie de la
escalera, estaban dos carruajes dispuestos para salir.

El primero franqueó la puerta, dando vuelta para bajar por la Stradone.

En él, Pointe Pescade apercibió a Silas Toronthal, a su esposa y a su hija.

Madame Toronthal, quebrantada por el dolor, estaba sentada junto a Sava,


más pálida que su velo nupcial.

Sarcany, acompañado de algunos parientes o amigos, ocupaba el


segundo carruaje.

El mismo aparato para aquel casamiento que para aquel entierro. En los
dos lados la misma tristeza horrorosa.

De repente, en el momento en que el primer carruaje salía por la puerta,


se oyó un grito desgarrador.

Madame Bathory se había detenido, y con la mano extendida hacia Sava,


maldecía a la joven.

Sava era quien había arrojado aquel grito.

¡Había visto a la madre en el duelo! ¡Había comprendido todo cuanto la


habían ocultado…!

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Pedro Bathory había muerto, muerto por ella y para ella, y era su entierro
el que pasaba, en el momento en que la conducían en su carruaje de
desposada.

Sava cayó desvanecida; madame Toronthal, desolada, quiso reanimarla…


¡pero en vano…! apenas respiraba.

Silas Toronthal no pudo contener un movimiento de cólera. Pero Sarcany,


que había acudido, supo contenerse.

En aquellas condiciones era imposible presentarse ante el oficial del


registro civil, y fue preciso ordenar la vuelta de los carruajes al hotel, cuya
puerta volvió a cerrarse ruidosamente.

Sava, transportada a su habitación, fue depositada sobre su lecho, sin


haber hecho un movimiento.

Su madre se arrodilló junto a ella, y se buscó un médico a toda prisa.


Entretanto, el entierro de Pedro Bathory continuaba avanzando hacia la
iglesia de los Franciscanos. Después del oficio de difuntos, se encaminó al
cementerio de Ragusa.

Pointe Pescade había comprendido que el doctor Antekirtt debía ser


informado inmediatamente de aquel incidente que no había podido prever.

Dijo, pues, a Cap Matifou:

—Quédate aquí, y vigila.

Después, a todo correr, se dirigió hacia el arrabal de Plocce.

El doctor, durante la narración que le hizo rápidamente Pointe Pescade,


permaneció mudo.

—¿Habré ido más allá de mi derecho? —se dijo—. ¡No…! ¿He herido a
una inocente…? ¡Sí, sin duda! ¡Pero esta inocente es la hija de Silas
Toronthal!

Entonces, dirigiéndose a Pointe Pescade:

—¿Dónde está Cap Matifou?

251
—Frente al hotel de la Stradone.

—Esta noche tendré necesidad de vosotros.

—¿A qué hora?

—A las nueve.

—¿Dónde habremos de aguardaros?

—En la puerta del cementerio.

Pointe Pescade partió para reunirse con Cap Matifou, que no había
abandonado su puesto.

A cosa de las ocho de la noche, el doctor, envuelto en una ancha capa, se


dirigió hacia el puerto de Ragusa. En el ángulo de la muralla, hacia la
izquierda, llegó a una pequeña ensenada perdida entre las rocas, que
cortaba el litoral un poco más arriba del puerto.

El sitio estaba absolutamente desierto. Ni casas, ni barcos. Las barcas de


los Pescaderes no se aventuraban jamás en ella, por temor a los
numerosos arrecifes que cierran la entrada.

El doctor se detuvo, miró a su alrededor e hizo oír un grito, convenido sin


duda.

Casi en el momento, un marino se aproximó diciendo:

—A vuestras órdenes, maestro.

—¿Está allí la canoa, Pazzer?

—Sí, detrás de esta roca.

—¿Con todos tus hombres?

—Todos.

—¿Y el Eléctrico?

—Más lejos, hacia el Norte, a tres cables próximamente fuera de la

252
pequeña caleta.

Y el marino mostraba una especie de huso que se alargaba en la sombra,


del que ningún fuego revelaba la presencia.

—¿Cuándo ha llegado de Cattaro? —preguntó el doctor.

—Apenas hace una hora.

—¿Ha pasado desapercibido?

—Absolutamente, deslizándose a lo largo de los arrecifes.

—Pazzer, que nadie abandone su puesto, y que aguarden aquí toda la


noche, si es preciso.

El marino se volvió a la embarcación, que se confundía con las últimas


rocas de la costa.

El doctor Antekirtt permaneció algún tiempo aún sobre la playa. Sin duda,
esperaba que la noche se hiciese más oscura. Por instantes se paseaba a
largos pasos; después se detenía.

Y entonces, con los brazos cruzados, mudo e inmóvil, su mirada se perdía


sobre aquel mar Adriático, como si le hubiese confiado sus secretos.

La noche estaba sin luna y sin estrellas.

Apenas una ligera brisa de tierra, de esas que se levantan con la noche y
no duran más que algunas horas, se dejaba sentir. Algunas nubes
elevadas, pero bastante espesas, cubrían todo el cielo hasta el horizonte
del Oeste, en que la última barra de vapores, hecha de un rasgo más
claro, acababa de borrarse.

—¡Vamos! —dijo por fin el doctor.

Y volviendo hacia la ciudad, cuyo contorno siguió, se dirigió al cementerio.

Allí, delante de la puerta, aguardaban Pointe Pescade y Cap Matifou,


ocultos detrás de un árbol, procurando no ser vistos.

El cementerio estaba cerrado a aquella hora.

253
La última luz acababa de apagarse en la habitación del guarda. Nadie
debía entrar allí antes del siguiente día.

Indudablemente, el doctor tenía un conocimiento exacto del plano del


cementerio. Sin duda también, su intención no era entrar por la puerta. Lo
que venía a hacer, debía verificarse secretamente.

—Seguidme —dijo a Pointe Pescade y a su compañero, que habían


avanzado hacia él.

Y los tres comenzaron a rodear el muro exterior, que la ondulación del


terreno levantaba por una pendiente bastante sensible.

Después de diez minutos de marcha, el doctor se detuvo, y señalando una


brecha que provenía de un hundimiento reciente del muro:

—Pasemos —dijo.

Y se deslizó por la brecha. Pointe Pescade y Cap Matifou se deslizaron


detrás de él.

Allí, la oscuridad era más profunda, bajo los grandes árboles que
abrigaban las sepulturas.

Sin embargo, el doctor, sin titubear, siguió una calle que conducía a la
parte superior del cementerio. Algunas aves nocturnas, asustadas a su
paso, revoloteaban de acá para allá. Pero fuera de los búhos y lechuzas,
no había un solo ser viviente alrededor de los monolitos esparcidos sobre
las hierbas.

No tardaron mucho en detenerse ante un modesto monumento, especie de


capilla pequeña, cuya verja no estaba cerrada con llave.

El doctor empujó la verja, y apretando el botón de una pequeña linterna


eléctrica, hizo brotar la luz, pero ocultándola de manera que no pudiese
distinguirse desde afuera.

—Entra, —dijo a Gap Matifou.

Éste entró en la capilla y se encontró enfrente de un muro, en el cual


estaban incrustadas tres lápidas de mármol.

254
Sobre una de estas lápidas, la del centro, se leía:

ESTEBAN BATHORY
1867

La de la izquierda no tenía inscripción alguna. La de la derecha iba bien


pronto a tener una.

—Levanta esta lápida, dijo el doctor.

Cap Matifou separó fácilmente la plancha de mármol, que aún no estaba


recibida, la colocó en tierra, y en el fondo de la cavidad hecha en el muro,
apareció un féretro.

Era la caja que contenía el cuerpo de Pedro Bathory.

—Retira esa caja, dijo el doctor.

Gap Matifou la retiró, sin que Pointe Pescade tuviese necesidad de venir
en su ayuda, a pesar de su peso, y después de haber salido de la capilla,
la depositó sobre la hierba.

—Toma esa herramienta, dijo el doctor, dando un destornillador a Pointe


Pescade, y levanta la tapa de la caja.

La operación quedó hecha en algunos minutos.

El doctor Antekirtt levantó el paño blanco que recubría el cuerpo, y apoyó


la cabeza sobre su pecho, como para escuchar los latidos del corazón.
Después se levantó, diciendo a Cap Matifou:

Cap Matifou obedeció, sin que él ni Pointe Pescade hiciesen la menor


objeción, por más que se tratase de una exhumación prohibida.

Cuando el cuerpo de Pedro Bathory fue depositado sobre la hierba, Cap


Matifou volvió a cubrirle con su sudario, sobre el cual el doctor arrojó su
capa.

La tapa volvió a ser atornillada, el ataúd colocado en la cavidad del muro y


la lápida vuelta a poner sobre el orificio, que quedó recubierto como antes.

255
El doctor interrumpió la corriente de su linterna eléctrica, y todo quedó
sumido en la más profunda oscuridad.

—Toma ese cuerpo, dijo a Cap Matifou.

Éste levantó en sus robustos brazos el cuerpo del joven, como lo hubiera
hecho con el de un niño, y precedido por el doctor y seguido por Pointe
Pescade, se dirigió al contrapaseo que conducía directamente a la grieta
del cementerio.

Cinco minutos más tarde, la brecha fue franqueada, y el doctor, Pointe


Pescade y Cap Matifou, después de haber rodeado los muros de la dudad,
se dirigían hacia el litoral.

Ni una sola palabra se había cambiado; pero si el obediente Matifou no


pensaba más que una máquina, en cambio, ¡qué sucesión de ideas se
desarrollaban en el cerebro de Pointe Pescade!

En el trayecto del cementerio al litoral, el doctor Antekirtt y sus dos


compañeros no encontraron a nadie en su camino. Pero al acercarse a la
pequeña caleta donde debía aguardarles el bote del Eléctrico,
descubrieron un aduanero paseándose sobre las primeras rocas de la
playa.

Continuaron, sin embargo, su camino, sin inquietarse por su presencia.

Un nuevo grito arrojado por el doctor, hizo aparecer al patrón de la invisible


embarcación.

A una señal, Cap Matifou bajó por las rocas, disponiéndose a poner el pie
en el bote.

En este momento el aduanero se acercó, y como el embarque iba a


efectuarse, preguntó:

—¿Quiénes sois?

—Gentes que os dan a escoger entre veinte florines al contado o un


puñetazo del señor… también al contado —respondió Pointe Pescade,
mostrando a Cap Matifou.

El aduanero no vaciló, y tomó los veinte florines.

256
—Embarquémonos —dijo el doctor.

Un instante después, el bote había desaparecido en la sombra. Cinco


minutos más tarde atracaba al largo huso, que era imposible distinguir
desde el litoral.

La embarcación fue viada a bordo, y el Eléctrico, movido por su silenciosa


máquina, ganó bien pronto la alta mar.

En cuanto a Cap Matifou, había depositado el cuerpo de Pedro Bathory


sobre un diván en una estrecha cámara, en la que ninguna abertura
dejaba pasar la luz al exterior.

El doctor, solo junto aquel cuerpo inanimado, se inclinó sobre él, y sus
labios se posaron sobre aquella frente descolorida.

—¡Ahora, Pedro, despiértate! —dijo—. ¡Yo lo quiero!

En el momento, como si sólo hubiese estado dormido con aquel sueño


magnético tan semejante a la muerte, Pedro entreabrió los ojos.

Una especie de repulsión se imprimió desde luego en sus facciones


cuando distinguió al doctor Antekirtt.

—¡Vos…! —murmuró—. ¡Vos, que me habéis abandonado!

—¡Yo, Pedro!

—Pero ¿quién sois?

—¡Un muerto… como tú!

—¿Un muerto?

—¡Soy el conde Matías Sandorf!

257
III. ¡Mediterráneo!
«El Mediterráneo es hermoso, sobre todo por dos de sus caracteres: su
cuadro tan armónico y la vivacidad, la transparencia del aire y de la luz. Tal
cual es, templa admirablemente al hombre. Le da la fuerza seca, la más
resistente; forma los más fuertes razas».

Michelet ha dicho esto, y ha dicho bien.

Pero ha sido una suerte para la humanidad que la naturaleza, a falta de


Hércules, haya separado la roca de Calpe de la roca de Abila para formar
el estrecho de Gibraltar. Hay que admitir, a despecho de las aserciones de
varios geólogos, que este Estrecho ha existido siempre. Sin él, no habría
Mediterráneo. En efecto, la evaporación roba a este mar tres veces más
agua de la que le suministran sus ríos, y falto de la corriente del Atlántico
que le regenera propagándose a través del Estrecho, hace muchos siglos
que no sería más que una especie de Mar Muerto, en lugar de ser por
excelencia el Mar Vivo.

En uno de los más profundos rincones, en el más desconocido de este


vasto lago Mediterráneo, el conde Matías Sandorf, que debía continuar
siendo el doctor Antekirtt hasta el cumplimiento de su obra, había ocultado
su vida para sacar partido de todas las ventajas que le proporcionaba su
falsa muerte.

Existen dos Mediterráneos en el globo terrestre: el uno en el Antiguo


Mundo, el otro en el Nuevo.

El Mediterráneo americano es el golfo de México; no cubre menos de


cuatro millones y medie de kilómetros. Si el Mediterráneo latino sólo tiene
de superficie dos millones ochocientos noventa y cinco mil quinientos
veintidós kilómetros cuadrados, o sea la mitad que el otro, es mucho más
variado en su dibujo general, más rico en golfos, en anchas subdivisiones
hidrográficas que han recibido el nombre de mares. Tales son el
Archipiélago griego, el mar de Creta, por encima de la isla de este nombre,
el mar Líbico, por su parte inferior, el mar Adriático, entre Italia, Austria,
Turquía y Grecia, el mar Jónico, que baña a Corfú, Zante, Cefalonia y

258
otras islas; el mar Tirreno, al Oeste de Italia; el mar Eloico, alrededor de
las islas de Lipari; el golfo de Lyon, escotadura de la Provenga; el golfo de
Génova, escotadura de las dos Ligurias; el golfo de Gabes, escotadura de
las costas tunecinas; las dos Sirtes, tan profundamente abiertas entre la
Cirenaica y la Tripolitana, en el continente africano.

¿Qué lugar secreto de este mar, del que aún son desconocidas ciertas
recaladas, había elegido el doctor para establecerse? Hay en el itinerario
de este inmenso depósito islas por centenas, islotes a millares. En vano se
intentaría contar sus puntas y caletas. ¡Qué de pueblos tan diferentes de
raza, de costumbres, de estado político, se aprietan en este litoral, en que
la historia de la humanidad ha plantado su huella desde hace más de
veinte siglos! Franceses, italianos, españoles, austríacos, otomanos,
griegos, árabes, egipcios, tripolitanos, tunecinos, marroquíes, argelinos y
hasta ingleses, en Gibraltar, en Malta y en Chipre. Tres vastos continentes
le encierran en BUS playas: Europa, Asia y África. ¿Dónde, pues, el conde
Matías Sandorf, transformado en el doctor Antekirtt, nombre que era tan
querido en los países orientales, había buscado la lejana residencia en la
que iba a elaborar el programa de su nueva vida? Esto es lo que iba a
saber bien pronto Pedro Bathory.

Pedro, después de abrir por un instante los ojos, había vuelto a caer en
una postración completa, tan insensible como en el momento en que el
doctor Antekirtt, le había dejado por muerto en la casa de Ragusa. En
aquel momento el doctor acababa de producir uno de aquellos efectos
fisiológicos, en los cuales la voluntad juega tan gran papel, y cuyos
fenómenos ya no se ponen en duda. Dotado de una singular potencia de
sugestión, había podido, sin la ayuda de la luz del magnesio, ni aun de un
punto metálico brillante, nada más que por la penetración de su mirada,
provocar en el joven moribundo un estado hipnótico, y sustituir su voluntad
a la suya. Pedro, muy débil por la pérdida de sangre, sin apariencia alguna
de vida, no estaba más que dormido, y acababa de despertarse por la
voluntad del doctor. Pero ahora se trataba de conservar aquella vida,
pronta a escaparse. Tarea difícil, por exigir cuidados minuciosos y todos
los recursos del arte médico.

—¡Vivirá…! ¡Yo quiero que viva! —se repetía el doctor—. ¡Ah! ¿Por qué en
Cattaro no habré puesto en ejecución mi primer proyecto? Porque la
llegada de Sarcany a Ragusa me ha impedido arrancarle de aquella
ciudad maldita… ¡Pero yo le salvaré…! En lo porvenir, Pedro Bathory debe

259
ser el brazo derecho de Matías Sandorf.

En efecto, desde hacía quince años el pensamiento constante del doctor


Antekirtt había sido castigar y recompensar.

No había olvidado lo que, aún más que a sí mismo, debía a Esteban


Bathory y a Ladislao Zathmar.

Ahora había llegado la hora de obrar, y por eso la Savarena le había


transportado a Ragusa.

El doctor, durante aquel largo período, había cambiado físicamente de tal


modo, que hubiera sido imposible reconocerle. Sus cabellos, que llevaba
cortados a punta de tijera, se habían vuelto blancos, su tez había tomado
una palidez mate. Era uno de esos hombres de cincuenta años que han
conservado la fuerza de la juventud al adquirir la frialdad y la calma de la
edad madura.

La cabellera encrespada, el colorado cutis, la barba de un rojo de Venecia


del joven conde Sandorf, nada de esto podía presentarse a la imaginación
de los que se encontraban en presencia del severo y frío doctor Antekirtt.
Pero aunque más templado, había seguido siendo una de esas
naturalezas de hierro, de las que puede decirse que perturbarían la aguja
imantada con sólo aproximarse.

Pues bien: del hijo de Esteban Bathory quería y sabría hacer lo que había
hecho consigo mismo.

Además, desde hacía ya mucho tiempo el doctor Antekirtt era el único que
quedaba de la gran familia de los Sandorf. No se habrá olvidado que había
tenido una hija, que, después de su prisión, había sido confiada a la mujer
de Lendeck, el intendente del castillo de Artenak.

Aquella niña, entonces de dos años de edad, era la única heredera del
conde. A ella correspondía, cuando llegase a los dieciocho años, la mitad
de los bienes de su padre, reservada por la sentencia que dictaba la
confiscación al propio tiempo que la muerte. Habiendo quedado el
intendente Lendeck en calidad de administrador de aquella confiscada
porción del dominio de la Transilvania, su esposa y él permanecieron en el
castillo con aquella niña, a la que querían consagrar toda su vida. Pero
parecía que una fatalidad pesaba sobre la familia Sandorf, entonces

260
reducida a aquel pequeño ser. Algunos meses después de la condena de
los conspiradores de Trieste y de los acontecimientos que fueron su
consecuencia, aquella niña desapareció, sin que fuese posible descubrir
su paradero.

Sólo se recogió su sombrero a la orilla de una de las numerosas corrientes


que los contrafuertes vecinos vertían en el parque.

Era, pues, desgraciadamente cierto que había sido arrastrada al fondo de


uno de los abismos en que se precipitan los torrentes de los Cárpatos, sin
que se pudiera obtener ningún otro vestigio. Rosena Lendeck, la mujer del
intendente, herida mortalmente por semejante catástrofe, murió algunas
semanas después.

Sin embargo, el gobernador no quiso cambiar nada de las disposiciones


tomadas en la época da la sentencia.

Se mantuvo el secuestro sobre la parte reservada del dominio, y los bienes


del conde Sandorf no debían pasar a poder del Estado sino en el caso en
que su heredera, cuya muerte no había podido comprobarse legalmente,
no reapareciese en el tiempo fijado para que pudiese recoger la herencia.

Tal fue el último golpe que sufrió la raza de los Sandorf, amenazada de
extinguirse con la desaparición del único vástago de aquella noble y
poderosa familia. El tiempo cumplió después paulatinamente su obra, y se
olvidó este acontecimiento, como todos los demás hechos que tenían
relación con la conspiración ocurrida en Trieste.

Matías Sandorf supo la muerte de su hija en Otranto, donde vivía entonces


bajo el más riguroso incógnito. Con aquella niña desaparecía todo lo que
le había quedado de la condesa Rena, por tan poco tiempo su esposa, y a
quien había amado tanto. Después, de la noche a la mañana, abandonó a
Otranto, tan desconocido como había llegado, y nadie hubiera podido decir
adónde había ido a comenzar su nueva vida.

Quince años más tarde, en el momento en que Matías Sandorf reaparecía


en la escena, nadie hubiera podido sospechar que se ocultaba bajo el
nombre y representaba el papel del doctor Antekirtt.

Desde entonces, Matías Sandorf se entregó por completo a su obra.


Estaba solo en el mundo con un deber que cumplir, deber que miraba

261
como sagrado.

Algunos años después de haber abandonado a Otranto, poderoso, con el


poder que da una inmensa fortuna adquirida en circunstancias que pronto
conoceremos, olvidado y cubierto por su incógnito, volvió a ponerse sobre
la pista de aquéllos a quienes había jurado castigar.

En su concepto, Pedro Bathory debía ser su asociado en aquella obra de


justicia.

Estableció agentes seguros en diversas ciudades del litoral del


Mediterráneo. Largamente retribuidos, obligados a guardar el secreto más
absoluto en sus funciones, sólo se comunicaban con el doctor, ya por los
rápidos ingenios que conocemos, ya por el hilo submarino que unía la isla
Antekirtta con los cables eléctricos de Malta, y por Malta con Europa.

De este modo, haciendo comprobar los datos de sus agentes, el doctor


logró encontrar las huellas de todos los que directa o indirectamente se
habían mezclado en la conspiración del conde Sandorf. Pudo, pues,
vigilarlos de lejos, estar al corriente de sus actos y, por decirlo así,
seguirlos paso a paso, sobre todo después de cuatro o cinco años.

Supo que Silas Toronthal había salido de Trieste para ir a establecerse en


Ragusa con su esposa y su hija en el hotel de la Stradone.

Siguió la pista de Sarcany a través de las principales ciudades de Europa,


donde devoraba su fortuna; después en Sicilia, en medio de las provincias
del Este, en las que su compañero Zirone y él meditaban algún golpe que
pudiese volverlos a poner a flote. Supo que Carpena había abandonado a
Rovigno y a Istria, para vivir sin hacer nada en Italia o en Austria, mientras
le duraban los florines precio de su delación. Después tuvo noticia de
Andrés Ferrato, a quien hubiera hecho evadir del presidio de Stein, en el
Tirol, donde expiaba su generosa conducta para con los fugitivos de
Pisino, si la muerte no hubiese venido, algunos meses después, a librar al
honrrado Pescader de los hierros del galeote.

En cuanto a sus hijos, María y Luigi, habían también abandonado a


Rovigno, y sin duda luchaban contra las miserias de una vida dos veces
destrozada. Pero estaban tan bien ocultos, que no había sido posible
descubrir sus huellas.

262
El doctor no había nunca perdido de vista a madame Bathory, establecida
en Ragusa con su hijo Pedro, y Borik, el antiguo servidor del conde
Ladislao Zathmar, y ya sabemos cómo hizo llegar a sus manos una suma
considerable, que no fue aceptada por aquella noble y valerosa mujer.

Había llegado por fin la hora en que el doctor iba a poder comenzar su
difícil campaña. Entonces marchó a Ragusa, seguro de no ser reconocido,
después de quince años de ausencia, él, a quien todos creían muerto. Y
llegó justamente para encontrar al hijo de Esteban Bathory y a la hija de
Silas Toronthal, unidos en un amor que era forzoso romper a cualquier
precio.

No se habrá olvidado lo que sucedió entonces; la intervención de Sarcany


en aquel asunto, las consecuencias que tuvo para una y otra parte, el
estado en que Pedro Bathory fue conducido a casa de su madre, lo que
hizo el doctor Antekirtt en el momento en que el joven iba a morir, cómo y
en qué condiciones le volvió a la vida, para revelarse a él bajo su
verdadero nombre de Matías Sandorf.

Ahora era necesario curarle, era preciso hacerle saber todo lo que
ignoraba todavía, es decir, que una odiosa traición había entregado, con
su padre, a los dos compañeros de Esteban Bathory; era indispensable
decirle quiénes eran los traidores, era, por fin, forzoso asociarle a aquel
papel de implacable justiciero, que el doctor pretendía ejercer a despecho
de la justicia humana, de la que él mismo había sido víctima.

Pero ante todo, la curación de Pedro Bathory, a la que importaba


dedicarse por entero.

Durante los primeros ocho días de su transporte a la isla, Pedro estuvo


verdaderamente entre la vida y la muerte. No solamente su herida
presentaba un carácter más grave, sino que su parte moral se hallaba más
enferma todavía.

El recuerdo de Sava, a quien creía casada ya con Sarcany; el


pensamiento de su madre que le lloraba; la resurrección del conde
Sandorf, viviendo bajo el nombre de doctor Antekirtt, Matías Sandorf, el
amigo más íntimo de su padre, todo aquello era más que suficiente para
perturbar un alma ya tan dolorida.

El doctor no quiso separarse de Pedro ni de día ni de noche. Oyóle en su

263
delirio pronunciar el nombre de Sava Toronthal. Comprendió cuán
profundo era su amor, y la tortura que sufría por el casamiento de aquélla
a quien amaba.

Llegó a preguntarse si aquel amor resistiría a todo, hasta saber que Sava
era la hija del hombre que había vendido, entregado, muerto a su padre.
Sin embargo, el doctor se lo diría. Estaba resuelto. Era su deber.

Veinte veces pudose creer que Pedro iba a sucumbir. Herido doblemente
en su moral como en su físico, estuvo tan cerca de la muerte, que no
reconocía ya al conde Matías Sandorf, siempre a la cabecera de su lecho,
ni tenía fuerzas para pronunciar el nombre de Sava.

Sin embargo, los cuidados pudieron más que el mal, y se produjo la


reacción. La juventud recobró sus ventajas. El enfermo iba a sanar de
cuerpo mucho antes que de alma.

Su herida comenzó a cicatrizarse, sus pulmones funcionaron


normalmente, y hacia el 17 de Julio el doctor tuvo la seguridad de que
Pedro se salvaría.

Aquel día el joven le reconoció; con voz muy débil todavía, pudo llamarle
por su verdadero nombro.

—Para ti, hijo mío soy Matías Sandorf —le respondió—; pero para ti solo.

Y como Pedro con su mirada parecía pedir explicaciones que debía estar
impaciente por obtener:

—Más tarde —añadió el doctor—, más tarde.

La convalecencia de Pedro iba a operarse rápida y seguramente en una


bonita habitación, ampliamente expuesta a la sana brisa del mar, cuyas
ventanas se abrían al Norte y al Este, bajo la sombra de hermosos árboles
a los cuales vivas y corrientes aguas conservaban un verdor eterno. El
doctor no cesó de prodigarle sus cuidados; a cada instante corría a su
lado; pero nadie extrañará que, después que tuvo asegurada la curación
del herido, se procurase un ayudante, cuya inteligencia y bondad le
inspiraban la más absoluta confianza.

Era este Pointe Pescade, tan adicto a Pedro Bathory como al mismo
doctor. No hay que decir que Cap Matifou y él habían guardado el más

264
absoluto secreto sobre todo lo que había pasado en el cementerio de
Ragusa, y que no debían revelar jamás a nadie que el joven había sido
retirado vivo de su tumba.

Pointe Pescade había estado íntimamente mezclado a todos los hechos


que acababan de producirse durante el período de algunos meses. Por
consiguiente, se había tomado un vivo interés por su enfermo. Aquel
querido Pedro Bathory, desbancado por la intervención do Sarcany, un
impudente que le inspiraba antipatías bien justificadas, el encuentro del
entierro y los carruajes de la boda delante del hotel de la Stradone, la
exhumación practicada en el cementerio de Ragusa, todo aquello le había
profundamente conmovido, y tanto más se había sentido asociado, sin
comprender aún el objeto, a los designios del doctor Antekirtt.

Síguese de aquí que Pointe Pescade aceptó con avidez la tarea de cuidar
al enfermo. Al mismo tiempo se le recomendó distraerle cuanto fuese
posible con su alegre humor. No dejó de hacerlo. Además de que, desde
la fiesta de Gravosa, consideraba a Pedro Bathory como a su acreedor, y
se había prometido pagar su deuda de una manera o de otra.

He aquí por qué Pointe Pescade, instalado cerca del convaleciente,


procuraba distraer el curso de sus ideas, hablando, charlando, no
dejándole tiempo de reflexionar.

En estas condiciones, un día, a una pregunta directa de Pedro, se vio


obligado a decir cómo había hecho conocimiento con el doctor Antekirtt.

—El asunto del Trabacolo, M. Pedro —respondió—. Debéis acordaros… El


asunto del Trabacolo, que sin saber cómo ha hecho un héroe de Cap
Matifou.

Pedro no había olvidado el grave acontecimiento que señaló la fiesta de


Gravosa, a la llegada del yacht de recreo; pero ignoraba que, a propuesta
del doctor, los dos acróbatas hubiesen abandonado su profesión para
pasar a su servicio.

—Sí, M. Bathory —respondió Pointe Pescade—. Sí; la abnegación de Cap


Matifou ha sido para nosotros una verdadera fortuna. Pero lo que debemos
al doctor, no debe hacernos olvidar lo que debemos a vos mismo.

—¿A mí?

265
—A vos, Mr. Bathory, a vos, que aquel día estuvisteis a punto de ser
nuestro único público, es decir, una cantidad de dos florines que no hemos
ganado, puesto que nos faltó el espectador, por más que hubiese pagado
su asiento por adelantado.

Y Pointe Pescade recordó a Pedro Bathory cómo en el momento de entrar


en la arena provenzal, después de entregarles la suma de dos florines,
había desaparecido de repente.

El joven había perdido el recuerdo de aquel incidente, pero respondió


sonriendo a Pointe Pescade. Triste sonrisa, pues recordó también que se
había unido a la muchedumbre para encontrar a Sava.

Sus ojos se cerraron entonces. Reflexionaba en todo lo ocurrido desde


aquel día. Al pensar en Sava, que creía, que debía estar casada, le
oprimía una dolorosa angustia, y estaba tentado de maldecir a los que le
habían arrancado a la muerte.

Pointe Pescade vio que la fiesta de Gravosa despertaba en Pedro tristes


recuerdos, por lo qué no insistió en hablar de ella, diciendo para sí:

—Hacer tomar al enfermo, cada cinco minutos, una media cucharada de


buen humor. Sí, ésta es la prescripción del doctor; pero no es fácil de
seguir.

Algunos instantes después, Pedro entreabrió los ojos y continuó diciendo:

—¿Conque es decir, Pointe Pescade, que antes del acontecimiento del


Trabacolo no conocíais al doctor Antekirtt?

—Nunca le habíamos visto —respondió Pointe Pescade—, o ignorábamos


hasta su nombre.

—¿Y desde aquel día no le habéis abandonado?

—Jamás, salvo en algunas comisiones que ha tenido a bien confiarme.

—¿Y en qué país nos encontramos? ¿Podríais decírmelo, Pointe Pescade?

—Tengo motivos para creer que estamos en una isla, puesto que el mar
nos rodea por todas partes.

266
—Sin duda; pero ¿en qué sitio del Mediterráneo?

—¡Ah! Ignoro absolutamente si es al Norte, al Sur, al Este o al Oeste


—respondió Pointe Pescade—. Pero poco importa. Lo cierto es que nos
hallamos en casa del doctor Antekirtt, bien alimentados, bien vestidos, con
buena cama, sin contar con las consideraciones…

—¿Pero al menos sabréis el nombre de esta isla, cuya situación


desconocéis? —preguntó Pedro.

—¿Cómo se llama? ¡Oh! perfectamente —respondió Pointe Pescade—.


Se llama Antekirtta.

Pedro Bathory miró a Pointe Pescade, procurando recordar si alguna isla


del Mediterráneo llevaba aquel nombre.

—¡Sí, Mr. Bathory, sí! —continuó el bravo muchacho—. Antekirtta, pero


absolutamente nada de su longitud, y menos aún de su latitud.
Mediterránea, éstas son las señas con que debería escribirme mi tío, si le
tuviese; pero hasta ahora, el cielo me ha negado esa alegría. Después de
todo, nada tiene de extraño que esta isla se llame Antekirtta, puesto que
pertenece al doctor Antekirtt. En cuanto a deciros si el doctor ha tomado su
nombre de la isla, o si la isla le ha tomado del doctor, me sería imposible,
aun cuando fuese secretario general de la Sociedad de Geografía.

Entretanto, la convalecencia de Pedro seguía su curso regular. No se


produjo ninguna de las complicaciones que se podían temer.

Con un alimento más sustancial, pero prudentemente administrado, el


enfermo recuperaba visiblemente sus fuerzas de día en día.

El doctor le visitaba a menudo, y conversaba con él de todo, excepto de


aquello que más directamente debía interesarle. Y Pedro, no queriendo
provocar prematuras confidencias, aguardaba a que aquél tuviese por
conveniente hacerlas.

Pointe Pescade transmitía fielmente al doctor todas las conversaciones


cambiadas entre él y su enfermo. Evidentemente, el incógnito que cubría,
no solamente al conde Matías Sandorf, sino también la isla de que había
hecho su residencia, preocupaba a Pedro Bathory.

267
No menos evidentemente continuaba pensando en Sava Toronthal, tan
lejos de él ahora, puesto que toda comunicación parecía interrumpida
entre Antekirtta y el resto del continente europeo.

Pero se acercaba el momento en que estaría bastante fuerte para oírlo


todo.

¡Sí, oírlo todo! Y aquel día el doctor, como el cirujano que opera, sería
insensible a los gritos del paciente.

Transcurrieron algunos días. La herida del joven estaba completamente


cicatrizada. Hasta podía levantarse y sentarse cerca de la ventana de su
habitación. Un hermoso sol del Mediterráneo venía a acariciarle; una
vivificante brisa de mar henchía sus pulmones, devolviéndole la salud y el
vigor. Como a pesar suyo se sentía renacer. Entonces sus ojos se fijaban
obstinadamente sobre aquel horizonte sin límites, más allá del cual hubiera
querido hundir su mirada. Aquella vasta extensión de agua alrededor de la
isla desconocida estaba casi siempre desierta. Apenas algunos
cabotajeros, jabeques o tartanas, polacras o speronares, aparecían a lo
lejos, pero sin jamás hacer rumbo para acostar. Nunca un buque grande
de comercio, jamás un paquebot, cuyas líneas surcan en todos sentidos el
gran lago europeo. Hubiérase dicho, en verdad, que Antekirtta estaba
relegada a los confines del mundo.

El 24 de Julio el doctor anunció a Pedro Bathory que podía salir al día


siguiente después del medio día, y se ofreció a acompañarle durante su
primer paseo.

—Doctor —respondió Pedro—, si tengo fuerzas para salir, debo tenerlas


para escucharos.

—¡Escucharme, Pedro…! ¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que sabéis toda mi historia, y que yo no sé la vuestra.

El doctor le miró atentamente, no ya como amigo, sino como médico que


va a decidir si aplicará el hierro o el fuego en las carnes vivas del enfermo.
Después, sentándose junto a él:

268
—¿Quieres conocer mi historia, Pedro? Escúchame, pues.

269
IV. El pasado y el presente
Y comenzó la historia del doctor Antekirtt, que principia en el momento en
que el conde Matías Sandorf se precipitó en las aguas del Adriático.

—Pasé sano y salvo a través de aquella granizada de balas con que me


cubrió la última descarga de los agentes de policía. La noche era muy
oscura. No podían verme. La corriente marchaba hacia alta mar, y aun
cuando hubiera querido, no hubiera podido volver a tierra. Pero no quería.
Valía más morir que caer en manos de mis perseguidores para ser
conducido y fusilado en la torre de Pisino. Si yo sucumbía, todo habría
concluido. Si llegaba a salvarme, podría a lo menos pasar por muerto.
Nada me estorbaría entonces en la obra de justicia que había jurado
cumplir al conde Zathmar, a tu padre y a mí mismo… y que cumpliré.

—¿Una obra de justicia? —preguntó Pedro—, cuya mirada se animó a


esta palabra, tan inesperada para él.

—¡Sí, Pedro; y esa obra tú la conocerás, porque para asociarte a ella te he


arrancado, muerto como yo, pero como yo vivo, al cementerio de Ragusa!

A estas palabras, Pedro Bathory se sintió transportado quince años atrás,


a la época en que su padre caía sobre la plaza de armas de la fortaleza de
Pisano.

—Ante mí —continuó el doctor—, se abría todo un mar hasta el litoral


italiano. Por buen nadador que fuese, no podía pretender atravesarle.
Estaba destinado a perecer, a menos que encontrase algún pecio, o que
algún buque extranjero me recogiese a su bordo. Pero cuando se ha
hecho el sacrificio de la vida, se siente uno fuerte para defenderla, si la
defensa es posible.

Para escapar a los últimos disparos me sumergí varias veces en las olas.
Después, cuando adquirí la seguridad de no ser visto, me mantuve en la
superficie del mar, dirigiéndome hacia el largo. Mis vestidos me
estorbaban poco, por ser muy ligeros y ajustados al cuerpo.

270
Debían ser las nueve y media de la noche. Según mi parecer nadé durante
más de una hora en dirección opuesta a la costa, alejándome del puerto
de Rovigno, cuyas últimas luces vi desaparecer poco a poco.

¿Adónde iba de este modo, y cuál era mi esperanza? No tenía ninguna,


Pedro; pero sentía en mí una fuerza de resistencia, una tenacidad, una
voluntad sobrehumanas que me sostenían. No era la vida lo que buscaba
al salvarme, era mi obra del porvenir. Y si en aquel momento hubiera
aparecido una barca junto a mí, me hubiese sumergido para evitarla.
¡Cuántos traidores hubiera podido aún encontrar en aquel territorio
austriaco, dispuestos a entregarme para cobrar una prima! ¡Cuántos
Carpenas, para un Andrea Ferrato!

Esto fue lo que ocurrió al final de la primera hora. Una embarcación


apareció en la sombra casi súbitamente. Venía del largo y corría hacia
tierra. Como estaba ya fatigado, acababa de tenderme de espaldas, pero
instintivamente me volví, dispuesto a desaparecer. Una barca de pesca
que se dirigía a uno de los puertos de Istria, no podía menos de serme
sospechosa. Pronto me convencí de que no me engañaba. Uno de los
marineros mandó, en lengua dálmata, cambiar de bordo. Me sumergí de
repente, y la embarcación antes de que los que la montaban hubiesen
podido descubrirme, viró por encima de mi cabeza.

Falto de respiración, volví a la superficie a tomar aire, y continué


dirigiéndome hacia el Oeste.

La brisa aflojaba con la noche. Las olas caían con el viento. Ya no era
levantado, sino por anchas ondas de fondo que me arrastraban hacia alta
mar.

De esta manera, tan pronto nadando como descansando, me alejé de la


costa durante otra hora. Sólo veía el objetivo que quería alcanzar, no el
camino que tenía que recorrer.

¡Cincuenta millas para atravesar el Adriático! ¡Sí, yo quería franquearlas,


sí! ¡Yo las franquearía! ¡Ah, Pedro! ¡Es preciso haber pasado por
semejantes pruebas para saber de lo que el hombre es capaz, qué
resultante de la fuerza moral, unida a la fuerza física, puede salir de la
máquina humana!

Durante una segunda hora me sostuve así. Aquella porción del Adriático

271
estaba absolutamente desierta. Las últimas aves la habían abandonado
para ganar sus agujeros en las rocas.

Sólo pasaban por encima de mi cabeza algunas gaviotas que volaban por
parejas, lanzando gritos agudos.

¡Sin embargo, por más que no quisiera sentir la fatiga, mis brazos se
volvían tardos, mis piernas pesadas! Mis dedos se entreabrían, y no
conseguía mantener cerradas las manos sino con gran dificultad. Mi
cabeza pesaba sobre mis hombros como si hubiese sido una bomba, y
comenzaba a no poder sostenerla fuera del agua.

Se apoderó de mí una especie de alucinación Se me escapaba la


dirección de mis pensamientos. En mi conturbado cerebro se formaban
extrañas asociaciones de ideas. Sentí que no iba a poder ver ni oír sino
imperfectamente, ya un ruido que se produjese a alguna distancia de mí, vi
una luz, si me encontraba de repente a su alcance.

Esto fue precisamente lo que sucedió.

Debía ser próximamente la media noche cuando hacia el Este se oyó un


ruido sordo y lejano ruido cuya naturaleza no pude reconocer.

Un relámpago atravesó mis párpados, que se cerraban a pesar mío.


Procuré levantar la cabeza y no pude lograrlo sino sumergiéndome a
medias. Después miré.

Te doy todos estos detalles, Pedro, porque es preciso que los conozcas
para, por ellos, conocerme.

—¡No ignoro nada de vos, doctor, nada! —respondió el joven—. ¿Pensáis


acaso que mi madre no me ha enseñado quién era el conde Sandorf?

—Que haya conocido a Matías Sandorf, sea, Pedro; pero al doctor


Antekirtt, no. ¡Y a éste es a quien es preciso que conozcas! ¡Escúchale,
pues! ¡Escúchame!

El ruido que había oído era producido por un buque que venía del Este y
se dirigía a la costa italiana. La luz era su fuego blanco, suspendido al
estay de mesana, lo que indicaba un steamer.

En cuanto a sus fuegos de posición, no tardé mucho en distinguirlos, el

272
rojo a babor, el verde a estribor; y como los veía simultáneamente, deduje
que el buque se dirigía hacia mí.

El instante iba a ser decisivo. En efecto, todas las probabilidades estaban


porque el buque fuese austríaco, puesto que venía de la costa de Trieste.

Ahora bien: ¡pedirle asilo valía tanto como ponerse entre las manos de los
gendarmes de Rovigno!

Estaba decidido a no hacerlo, pero no menos decidido a aprovecharme del


medio de salvación que se me presentaba.

Aquel steamer era un buque de gran velocidad. Aumentaba


desmesuradamente, aproximándose a mí, y veía blanquear la mar bajo su
roda. En menos de dos minutos debía cortar el sitio en que me mantenía
inmóvil.

No dudaba de que el steamer fuese austríaco; pero tampoco era imposible


que marchase con destino a Bríndisi u Otranto, o que por lo menos hiciese
escala en dichos puertos. Ahora bien; si esto era cierto, debería llegar en
menos de veinticuatro horas.

Mi partido quedó tomado: esperé. Seguro de no ser descubierto en medio


de la oscuridad, me mantuve en la dirección seguida por aquella enorme
masa, cuya marcha era entonces muy moderada, y que apenas
balanceaba el movimiento de la onda.

Por fin el steamer llegó sobre mí, dominando el mar con su roda a más de
veinte pies de altura. Me vi envuelto por la espuma de la proa, pero no
empujado. El largo casco de hierro me rozó, y me separó vigorosamente
con la mano. Esto duró apenas algunos segundos. Después, cuando vi
dibujarse las formas levantadas de la popa, me agarró al timón, con riesgo
de ser deshecho por la hélice.

Afortunadamente, el steamer estaba en plena carga, y su hélice,


profundamente sumergida, no batía el agua en la superficie; de otro modo
no hubiera podido desembarazarme del remolino ni retener el punto de
apoyo a que me había agarrado. Pero, como sucede en todos los buques
de vapor, dos cadenas pendían de la popa, viniendo a reunirse en el
timón. Agarré una de aquellas cadenas, me icé hasta su garfio de unión
con el casco, un poco más alto que la superficie del agua, y me instalé

273
como pude cerca del codaste.

Relativamente me encontraba en seguridad.

Tres horas después amaneció. Yo calculaba que me sería preciso


permanecer en aquella situación durante veinticuatro horas todavía, si el
steamer hacía escala en Bríndisi o en Otranto.

De lo que más tendría que sufrir, sería de la sed y del hambre. Lo


importante era que no pudiese ser apercibido desde el puente ni aun
desde la ballenera suspendida a popa de sus pescantes.

Verdad es que podía ser visto y señalado por algún buque que se cruzase
con el nuestro; pero los pocos que se vieron pasaron lo bastante lejos para
no poder distinguir a un hombre colgado de las cadenas del timón.

Un sol ardiente secó bien pronto mis vestidos, de los que me había
despojado. Tenía en mi cinturón los trescientos florines de Andrés Ferrato
que debían asegurar mi subsistencia cuando estuviese en tierra. Allí nada
tendría que temer. En país extranjero, el conde Matías Sandorf estaba
seguro de los agentes de Austria. No hay extradición para los refugiados
políticos. Pero no me bastaba haber salvado la vida; quería que se
creyese en mi muerte. Nadie debía saber que él último fugitivo de la torre
de Pisino había tomado pié en tierra italiana.

Lo que deseaba se realizó. El día se pasó sin incidentes. Vino la noche. A


cosa de las diez brilló una luz a intervalos regulares hacia el Oeste. Era el
faro de Bríndisi. Dos horas después el steamer entraba en los pasos.

Pero entonces, antes que el piloto viniese a su sitio a unas dos millas de
tierra, después de haber hecho con mis vestidos un paquete que colgué de
mi cuello, abandonó las cadenas del timón y me deslicé silenciosamente
en el agua.

Un minuto después, había perdido de vista el steamer, que arrojaba al aire


los agudos sonidos de su silbato de vapor.

Media hora más tarde, con una mar tranquila, sobre una playa sin resaca,
desembarqué al abrigo de toda mirada, refugiándome en las rocas, volví a
vestirme, y pudiendo más la fatiga que el hambre, me dormí en el fondo de
una anfractuosidad guarnecida de fucos y de ovas secas.

274
Al apuntar el día entraba en Bríndisi, e instalándome en uno de los más
modestos hoteles de la ciudad, aguardé los acontecimientos antes de
trazar el plan de toda una nueva vida.

Dos días después, los periódicos me anunciaban que la conspiración de


Trieste había tenido su desenlace; decían también las infructuosas
pesquisas que se habían hecho para encontrar el cuerpo del conde
Sandorf.

Se me contaba por muerto, tan muerto como si hubiese caído con mis dos
compañeros, Ladislao Zathmar y tu padre Esteban Bathory, en la plaza de
armas de la torre de Pisino.

¡Muerto yo…! No, Pedro; pronto verán que estoy vivo. Pedro Bathory
había escuchado ávidamente el relato del doctor. Estaba tan vivamente
impresionado, como si aquella narración le hubiese sido hecha desde el
fondo de una tumba. ¡Sí!

Quien así hablaba era el conde Matías Sandorf. Frente a él, vivo retrato de
su padre, había perdido su frialdad habitual, le había abierto enteramente
su alma, acababa de mostrársela tal cual era, después de haberla ocultado
a todos por espacio de tantos años. Pero aún no le había dicho nada de lo
que Pedro ardía en deseos de conocer, nada de lo que esperaba de su
concurso.

Lo que el doctor acababa de contar de su audaz travesía del Adriático, era


verdad hasta en sus menores detalles.

Así era como había llegado sano y salvo a Bríndisi, mientras que Matías
Sandorf iba a quedar muerto para todos.

Pero era preciso abandonar a Bríndisi sin tardanza.

Aquella ciudad es sólo un puerto de paso. Allí se va a embarcarse para las


Indias, o desembarcar para Europa. Por lo general está desierto, a
excepción de uno o dos días por semana, a la llegada de los correos y
más particularmente los de la «Peninsular and Oriental Company». Esto
bastaba para que el fugitivo de Pisino pudiese ser reconocido, y, lo
repetimos, si nada tenía que temer por su vida, le importaba mucho que se
creyese en su muerte.

275
Sobre esto reflexionaba el doctor, al día siguiente de su llegada a Bríndisi,
paseándose al pie de la azotea que domina la columna de Cleopatra, en el
punto mismo en que comienza la vía Appia.

Ya tenía formado el plan de su nueva vida. Quería ir al Oriente a


conquistar la riqueza, y con ella el poder. Pero no le convenía embarcarse
entre una multitud de pasajeros, en uno de los paquebots que hacen el
servicio de la costa del Asia Menor.

Necesitaba un medio de transporte más secreto, que no podía encontrar


en Bríndisi, decidiéndose a partir aquella misma noche para Otranto por el
camino de hierro.

En hora y media el tren llegó a esta villa, situada casi al final del talón de la
bota italiana, sobre el canal que forma la estrecha entrada del Adriático.
Allí, en aquel puerto casi abandonado, el doctor pudo ajustarse con el
patrón de un jabeque, dispuesto a salir para Smirma, adonde reexportaba
un cargamento de pequeños caballos albaneses que no habían
encontrado comprador en Otranto.

Al siguiente día, el jabeque tomaba la mar, y el doctor veía esconderse


bajo el horizonte el faro de Punta di Luca, en el extremo de Italia, mientras
que en la costa opuesta los montes Acrocerámicos se borraban entre las
brumas.

Algunos días más tarde, después de una travesía sin incidentes, se


doblaba el cabo Matapán, la extremidad de la Grecia meridional, y el
jabeque llegaba a Smirna.

El doctor había contado sucintamente a Pedro esta parte de su viaje, y


también cómo había sabido por los periódicos la muerte imprevista de su
hija, que le dejaba solo en el mundo.

—Por fin —continuó—, me encontraba en el Asia Menor, donde por


espacio de tantos años iba a vivir desconocido. Me dediqué a la práctica
de los estudios de medicina, química y ciencias naturales a que me había
dedicado durante mi juventud en las Escuelas y Universidades de Hungría,
donde tu padre era profesor de gran renombre, con objeto de poder
atender a mi subsistencia.

276
Fui bastante afortunado para lograrlo, y aun mucho antes de lo que podía
esperar, primero en Smirna, donde durante siete u ocho años adquirí una
gran reputación como médico.

Algunas curas inesperadas me pusieron en relación con los más ricos


personajes de aquellas comarcas, en las cuales la medicina está aún en el
estado rudimentario. Entonces resolví abandonar aquella ciudad, y, como
los profesores de otro tiempo, curando al propio tiempo que enseñando el
arte de curar, iniciándome en la terapéutica desconocida de los talebs del
Asia Menor y de los pandits de la India, recorrí todas aquellas provincias,
deteniéndome aquí algunas semanas, allá algunos meses, llamado,
buscado, solicitado en Karahissar, en Binder, en Adana, en Haleb, en
Trípoli, en Damasco, precedido siempre de una fama que crecía sin cesar,
y recogiendo una fortuna que aumentaba con mi renombre.

Pero esto no era suficiente. Necesitaba adquirir un poder sin límites, tal
cual le hubiera podido tener uno de los más opulentos rajhas de la India,
cuya ciencia hubiese igualado a la riqueza. Aquella ocasión se presentó.

Habitaba en Homs, en la Siria septentrional, un hombre que se moría de


una enfermedad lenta. Ningún médico hasta entonces había podido
reconocer la naturaleza del mal. De aquí la imposibilidad de aplicarle un
tratamiento conveniente. Aquel personaje, llamado Faz-Rhát, había
ocupado altas posiciones en el imperio otomano. Sólo tenía entonces
cuarenta y cinco años, y amaba la vida; tanto más, cuanto que una
inmensa fortuna le permitía disfrutar de todos sus goces.

Faz-Rhát había oído hablar de mí, porque en aquella época mi reputación


era ya grande. Me rogó pasara a visitarle a Homs, y accedí a su invitación.

—Doctor —me dijo—, la mitad de mi fortuna es tuya, si me devuelves a la


vida.

—Guarda la mitad de tu fortuna —le respondí—. Yo te cuidaré y te curaré,


si Dios lo permite.

Estudiaba atentamente la enfermedad que los médicos habían


abandonado, dando sólo algunos meses de vida al enfermo. Pero fui lo
bastante afortunado para obtener un diagnóstico seguro. Durante tres
semanas permanecí al lado de Faz-Rhát, con objeto de seguir los efectos
del tratamiento a que le había sometido. Su curación fue completa.

277
Cuando quiso pagarme, sólo consentí en recibir el precio que me pareció
debido. Después salí de Homs.

Tres años más tarde, a consecuencia de un accidente de caza, Faz-Rhát


perdía la vida.

Sin parientes, sin descendientes directos, en su testamento me instituía


único heredero de todos sus bienes, cuyo valor efectivo no podía ser
estimado en menos de cincuenta millones de florines.

Hacía entonces trece años que el fugitivo de Pisino se había refugiado en


aquellas provincias del Asia Menor. El nombre del doctor Antekirtt, y a algo
legendario, corría a través de toda la Europa. Había, pues, obtenido el
resultado que apetecía. Quedaba ahora el llegar al único objeto de mi vida.

Resolví volver a Europa, o por lo menos a algún punto del Mediterráneo,


hacia su extremo límite. Visité el litoral africano, y pagándola a un alto
precio, me hice dueño de una isla importante, rica y fértil, que podía
subvenir materialmente a las necesidades de una pequeña colonia, la isla
Antekirtta. Aquí, Pedro, soy soberano, dueño absoluto, rey sin súbditos,
pero con un personal que me es adicto en cuerpo y alma, con medios de
defensa que serán temibles cuando estén terminados, con máquinas de
comunicación que me unen a diversos puntos del derrotero mediterráneo,
con una flotilla de una velocidad tal, que de este mar, por decirlo así, he
hecho mi dominio.

—¿Dónde está situada la isla Antekirtta? —preguntó Pedro Bathory.

—En los parajes de la gran Sirte, cuya reputación es detestable desde la


más remota antigüedad, en la extremidad de aquel mar que los vientos del
Norte hacen tan peligroso hasta para los buques modernos, en el fondo
del Golfo de la Sidra, que corta la costa africana entre la Regencia de
Trípoli y la Cirenaica.

Allí, en efecto, al Norte del grupo de las islas Sírticas, yace la isla
Antekirtta.

Muchos años antes, el doctor recorría las costas de la Cirenaica, Souza, el


antiguo puerto de Cireno, el país de Barcah, todas las ciudades que han
reemplazado las antiguas Ptolomeas, Berenice, Adrianópolis, en una

278
palabra, la antigua Pentápolis, en otro tiempo griega, macedónica, romana,
persa, sarracena, etc., hoy árabe y dependiente del bajalato de Trípoli.

Los azares de su viaje, pues iba a todas partes donde le llamaban, le


llevaron hasta los numerosos archipiélagos de que está sembrado el litoral
Líbico, Pharos y Anthiroda, las gemelas de Plinthino, Enesipta, las rocas
Tyndáricas, Pyrgos, Platea, Ros, las Pónticas, las islas Blancas, y por
último las Sírticas.

Allí, en el Golfo de la Sidra, a treinta millas al Sudoeste de Ben Ghazi, el


punto más próximo de la costa, la isla Antekirtta llamó más particularmente
su atención. Llamábanla así por estar situada delante de los otros grupos
Sírticos o Kírticos. El doctor, desde aquel momento, abrigó la idea de que
algún día haría de ella su dominio, y como un acto de toma de posesión
anticipada, se dio el nombre de Antekirtt, cuya fama no tardó en
extenderse por todo el Antiguo Mundo.

Dos graves razones le habían dictado aquella elección: desde luego


Antekirtta era suficientemente vasta (dieciocho millas de circunferencia)
para contener el personal que contaba reunir; suficientemente elevada,
puesto que el cono que la domina en ochocientos pies, permitía vigilar el
golfo hasta el litoral de la Cirenaica; suficientemente variada en sus
producciones y regada por sus ríos, para subvenir a las necesidades de
algunos millares de habitantes.

Además, estaba situada en el fondo de aquel mar, terrible en sus


tempestades, que en los tiempos prehistóricos fue fatal a los Argonautas,
da las que Apolonio de Rodas, Horacio, Virgilio, Propercio, Séneca, Valerio
Flacco, Lucano y tantos otros, más geógrafos que poetas, Polibio,
Salustio, Strabon, Mela, Plinio, Procopio, señalaron los espantosos
peligros, cantando o describiendo aquellas Sirtes, aquellas arrastrantes,
verdadera sentido de su nombre.

Aquél era el dominio que convenía al doctor Antekirtt; aquél fue el que
adquirió por una suma, considerable, en plena propiedad, sin obligación
feudal de ninguna clase. Acto de cesión que fue ratificado plenamente por
el Sultán, e hizo del posesor de Antekirtta un propietario soberano.

El doctor residía ya en esta isla, después de tres años. Unas trescientas


familias de europeos y de árabes, atraídas por sus ofertas y la garantía de
una vida feliz, formaban una pequeña colonia que contaba casi dos mil

279
almas.

No eran esclavos, ni aun súbditos, sino compañeros adictos a su jefe, no


menos que a aquel rincón del globo terrestre convertido en su nueva patria.

Poco a poco se organizó una administración regular, con una milicia


destinada a la defensa de la isla, una magistratura escogida entre los
notables, que aún no había tenido ocasión de ejercer su ministerio.
Después, con arreglo a los planos enviados por el doctor a los mejores
astilleros de Inglaterra, de Francia y América, se había construido aquella
maravillosa flotilla, steamers, steam-yachts, goletas o Eléctrica, destinada
a las rápidas excursiones en el Mediterráneo. Al mismo tiempo empezaron
a levantarse fortificaciones en Antekirtta; pero aún no estaban concluidas,
por más que el doctor apresurase aquellos trabajos, no sin serias razones.

¿Tenía Antekirtta algún enemigo que temer en aquellos parajes del golfo
de la Sidra? Sí; una secta terrible, a decir verdad, una asociación de
piratas, no había visto sin envidia y sin odio a un extranjero fundar aquella
colonia en la vecindad del litoral líbico.

Aquella secta era la hermandad musulmana de Sidi Mohamed Ben-Ali-Es-


Senousi.

En aquel año (1300 de la Egira) se presentaba más amenazadora que


nunca, y su dominio geográfico contaba ya más de tres millones de
adeptos. Sus zaoniyas, sus vilagets, centros de acción extendidos en
Egipto, en el imperio otomano de Europa y de Asia, en el país de los Baelé
y de los Toubon, en la Nigricia oriental, en Túnez, en Argelia, en
Marruecos, en el Sahara independiente, y hasta en los confines de la
Nigricia occidental, existían en mayor número en Trípoli y en la Cirenaica.
De aquí un peligro permanente para los establecimientos europeos del
África septentrional, para la admirable Argelia, destinada a ser el país más
rico del mundo, y especialmente para la isla Antekirtta. Luego reunir todos
los modernos elementos de protección y de defensa no era sino un acto de
prudencia por parte del doctor.

He aquí lo que Pedro Bathory supo en aquella conversación que iba a


instruirle de tantas cosas todavía.

A Antekirtta, pues, era a donde había sido transportado, al fondo del mar
de las Sirtés, como uno de los rincones más ignorados del Antiguo Mundo,

280
a algunos cientos de leguas de Ragusa, en donde había dejado dos seres
cuyo recuerdo no debía abandonarle nunca: su madre y Sava Toronthal.

Con algunas palabras, el doctor completó los detalles que concernían a


aquella segunda mitad de su existencia. Mientras que él tomaba sus
disposiciones para asegurar la tranquilidad de la isla, mientras se ocupaba
de poner en productos la riqueza de su suelo, de preparada para las
necesidades materiales y morales de una pequeña colonia, estaba al
corriente de lo que ocurría a sus amigos de otro tiempo, de los que nunca
había perdido las huellas, entre otros, madame Bathory, su hijo y Borik,
que habían abandonado a Trieste para venir a establecerse en Ragusa.

Pedro supo por qué la goleta Savarena había llegado a Gravosa en


condiciones que habían excitado tanto la curiosidad pública; por qué el
doctor había visitado a madame Bathory; cómo, y sin que su hijo hubiese
sabido nada, había rehusado el dinero puesto a su disposición; cómo el
doctor había llegado a tiempo para arrancar a Pedro de su tumba, en la
cual no estaba sino dormido con un profundo sueño magnético.

—¡Tú, hijo mío! —añadió—; ¡sí, tú, que, perdida la cabeza, no has
retrocedido ante el suicidio…!

A esta palabra, Pedro tuvo la fuerza de levantarse con un movimiento de


indignación.

—¡Un suicidio…! —exclamó—. ¡Habréis podido creer que me he herido yo


mismo!

—¡Pedro… Un momento de desesperación…!

—Desesperado, sí, lo estaba… Me creía abandonado hasta de vos, el


amigo de mi padre, abandonado, después de las promesas que me
habíais hecho, y que yo no os pedía… Desesperado, sí, lo estoy todavía…
Pero al desesperado, Dios no le manda morir… Le manda vivir… ¡para
vengarse!

—No… ¡para castigar! —respondió el doctor—. Pero, Pedro, ¿quién ha


podido herirte?

—Un hombre a quien aborrezco, respondió Pedro; un hombre con quien


por casualidad me encontró aquella noche en un camino desierto, a lo

281
largo de las murallas de Ragusa. ¡Tal vez aquel hombre creyó que iba a
lanzarme sobre él y a provocarle…! ¡Pero se adelantó… y me hirió…! Ese
hombre es Sarcany, es…

Pedro no pudo acabar. A la idea de aquel miserable, en el que veía ahora


el marido de Sava, su cerebro se turbó, sus ojos se cerraron, y la vida
pareció retirarse de su ser, como si la herida se hubiese vuelto a abrir.

El doctor se apresuró a reanimarle, devolviéndole el conocimiento, y


mirándole fijamente murmuró:

—¡Sarcany…! ¡Sarcany…!

Hubiera sido necesario que Pedro tomase algún reposo después de la


sacudida que acababa de sufrir. Pero no quiso.

— ¡No! dijo. Me habéis dicho al empezar: primero la historia del doctor


Antekirtt, desde el momento en que el conde Matías Sandorf se precipitó
en las aguas del Adriático…

—Sí, Pedro.

—¡Os queda, pues, informarme de lo que aún no sé respecto del conde


Matías Sandorf!

—¿Tendrás la fuerza necesaria para oírme?

—Hablad.

—¡Sea! —dijo el doctor—. Vale más concluir de una vez con estos
secretos que tienes el derecho de conocer, con todo lo que aquel pasado
contiene de terrible, para no volver a hablar de ello. ¡Pedro, has debido
creer que te había abandonado al ausentarme de Gravosa…!
¡Escúchame, pues…! Luego me juzgarás.

Ya sabes, Pedro, que la víspera del día fijado para nuestra ejecución mis
compañeros y yo intentamos escaparnos de la fortaleza de Pisino.

Pero Ladislao Zathmar fue detenido por los guardias en el momento en


que iba a reunirse a nosotros al pié de la torre. Tu padre y yo, arrastrados
por el torrente del Buco, estábamos ya fuera de su alcance.

282
Después de haber escapado milagrosamente a los remolinos del Foiba,
cuando hicimos pie en el canal de Léme, fuimos observados por un
miserable, que no vaciló en vender nuestras cabezas, que el Gobierno
acababa de poner a precio. Descubiertos en la casa de un Pescader de
Rovigno en el momento en que se disponía a transportarnos a la opuesta
costa del Adriático, tu padre fue detenido y vuelto a Pisino. ¡Más
afortunado yo, logré escaparme! Esto es lo que tú sabes; lo que no sabes,
helo aquí:

Antes de la delación de aquel español llamado Carpena, delación que


costó al Pescader Andrés Ferrato la libertad, y la vida algunos meses
después, dos hombres habían vendido el secreto de los conspiradores de
Trieste…

—¡Sus nombres…! —gritó Pedro Bathory.

—¡Pregúntame primero cómo fue descubierta su traición! —respondió el


doctor.

E hizo rápidamente el relato de lo que había pasado en la celda de la torre,


y contó cómo un fenómeno de acústica le había descubierto el nombre de
los dos traidores.

—¡Sus nombres, doctor! —volvió a gritar Pedro Bathory—. ¡No os negaréis


a decírmelos!

—¡Te los diré!

—¿Quiénes son?

—¡Uno de ellos es el contable que se había introducido como espía en la


casa de Ladislao Zathmar! ¡Es el hombre que ha querido asesinarte! Es
Sarcany.

—¡Sarcany! —exclamó Pedro, que encontró bastantes fuerzas para


marchar hacia el doctor—. ¡Sarcany…! ¡Ese miserable…! ¡Y vos lo
sabíais…! ¡Y vos, el compañero de Esteban Bathory; vos, que ofrecíais a
su hijo vuestra protección; vos, a quien yo había confiado el secreto de mi
amor; vos, que le habéis alentado, habéis dejado a ese infame introducirse
en la casa de Silas Toronthal, cuando podíais habérsela cerrado con una
sola palabra…! ¡Y con vuestro silencio habéis autorizado ese crimen…!

283
¡Sí, ese crimen que ha entregado a una desgraciada joven a ese Sarcany!

—¡Sí, Pedro, todo eso he hecho!

—Pero ¿por qué?

—¡Porque ella no podía ser tu esposa!

—¡Ella…! ¡Ella…!

—¡Porque si Pedro Bathory se hubiese casado con la señorita Toronthal,


hubiese sido un crimen aún más abominable!

—Pero ¿por qué…? ¿Por qué…? —repetía Pedro en el paroxismo de la


angustia.

—¡Porque Sarcany tenía un cómplice…! ¡Sí! ¡Un cómplice en aquella


odiosa maquinación que ha enviado a tu padre a la muerte…! ¡Y ése
cómplice…! ¡preciso es que le conozcas por fin…!, ¡es el banquero de
Trieste Silas Toronthal!

Pedro había oído, había comprendido, pero no pudo responder. Un


espasmo contraía sus labios.

Se hubiera desplomado sin el horror que paralizaba, que envaraba todo su


cuerpo, manteniéndole con la rigidez de un cadáver. A través de su pupila
dilatada hubiérase dicho que su mirada se abismaba en insondables
tinieblas.

Esto no duró más que algunos segundos, durante los cuales el doctor se
preguntó con espanto si el paciente iría a sucumbir después de la
operación que le había hecho sufrir.

Pero Pedro Bathory era también una naturaleza enérgica. Logró dominar
todos los impulsos de su alma. ¡Algunas lágrimas corrieron de sus ojos…!
Después, cayendo sobre su sillón, abandonó su mano a la del doctor.

— ¡Pedro —dijo éste con voz tierna y grave—: para el mundo entero tú y
yo pasamos por muertos! ¡Ahora estoy solo sobre la tierra, no tengo
amigos, no tengo hija…! ¿Quieres ser mi hijo?

—¡Sí, padre…! —respondió Pedro Bathory.

284
Y el sentimiento paternal, unido al sentimiento filial, hizo que se arrojasen
el uno en brazos del otro.

285
V. Lo que pasaba en Ragusa
Mientras estos hechos se realizaban en Antekirtta, veamos los últimos
acontecimientos de que Ragusa era teatro.

Madame Bathory no se encontraba ya en la ciudad.

Después de la muerte de su hijo, Borik, ayudado por algunos vecinos,


pudo transportarla lejos de aquella casa de la calle Marinella.

Durante los primeros días hubo el temor de que la razón de la desgraciada


madre no pudiese resistir aquel último golpe.

Y en efecto, aquella mujer, a pesar de su energía, dio algunos signos de


enajenación mental, de la que se alarmaron realmente los médicos. En
aquellas condiciones, y por consejo de éstos, madame Bathory fue
conducida al pueblecillo de Vinticello, a casa de un amigo de su familia,
donde no habían de faltarla los cuidados que su estado requería. Pero
¿qué consuelos hubiera podido aceptar aquella madre, aquella esposa,
dos veces herida en su amor para con su marido y para con su hijo?

Su viejo servidor no había querido abandonarla; así es que después de


dejar bien cerrada la casa de la calle Marinella, la había seguido para
continuar siendo el humilde y asiduo confidente de tantos dolores.

En cuanto a Sava Toronthal, maldecida por la madre de Pedro Bathory, no


volvieron a hablar de ella. Hasta ignoraban que se hubiera aplazado su
casamiento para una época más lejana.

En efecto, el estado en que se encontraba la joven la obligó a guardar


cama.

Había recibido un golpe tan inesperado como terrible. ¡Aquél a quien


amaba había muerto, sin duda de desesperación…! ¡Y su cuerpo era el
que llevaban al cementerio en el momento en que ella salía del hotel para
llevar a cabo aquella odiosa unión…!

286
Durante diez días, es decir, hasta el 16 de Julio, Sava estuvo en un estado
muy alarmante. Su madre no la abandonó un momento. Eran los últimos
cuidados que madame Toronthal debía prodigarla, pues ella a su vez iba a
caer enferma mortalmente.

Durante aquellas largas horas, ¿qué pensamientos se cambiaron entre la


madre y la hija?

Fácilmente se adivina, sin necesidad de decirlo. Dos nombres salían sin


cesar de sus labios, en medio de suspiros y de lágrimas. El de Sarcany,
para maldecirle, el de Pedro, que ya no era más que un nombre grabado
sobre una tumba, para llorarle.

Silas Toronthal rehuía tomar parte en aquellas conversaciones: hasta


evitaba ver a su hija. Madame Toronthal intentó el último esfuerzo para
con su marido. Quería que éste consintiese en renunciar a aquel
casamiento, cuya sola idea era para Sava un motivo de espanto y de
horror.

El banquero permaneció inquebrantable en su resolución. Tal vez


entregado a sí mismo, extraño a toda presión, hubiese cedido a las
observaciones que se le hacían, y que hasta él mismo debía hacerse. Pero
dominado por su cómplice más aún de lo que creía, rehusó escuchar a
madame Toronthal. El casamiento de Sava y Sarcany estaba decidido, y
se haría en cuanto lo permitiese la salud de Sava.

Fácil es imaginarse la irritación de Sarcany cuando se produjo aquel


incidente imprevisto, con qué poco disimulada cólera vio el trastorno que
se producía en su juego, y con qué obsesiones asaltó a Silas Toronthal.

Aquello no era más que un retardo, sin duda, pero un retardo que si se
prolongaba podía echar por tierra todo el sistema en que fundaba su
porvenir. Por otra parte, no ignoraba que Sava no podía tener para él más
que una invencible repulsión.

¡Y qué hubiera sido esta repulsión si la joven hubiese sospechado que


Pedro Bathory había caído bajo el puñal del hombre que la imponían por
esposo!

En cuanto a él, no podía sino aplaudirse de haber tenido aquella ocasión


de hacer desaparecer a su rival. Ni un remordimiento penetró en aquella

287
alma cerrada a todo sentimiento humano.

—Es una feliz circunstancia, dijo un día a Silas Toronthal, que ese
muchacho haya tenido la idea de matarse. Cuanto menos quede de la raza
de los Bathory, mejor para nosotros. Verdaderamente el cielo nos protege.

Y en efecto, ¿qué quedaba ya de las tres familias, Sandorf, Zathmar y


Bathory? Una anciana cuyos días estaban contados. Sí: Dios parecía
proteger a aquellos miserables, y habría llevado su protección hasta el
último límite el día en que Sarcany fuese el marido de Sava Toronthal, el
dueño de su fortuna.

Sin embargo, parecía que Dios quería probar su paciencia, porque el


retardo amenazaba prolongarse.

Cuando la joven se hubo restablecido, físicamente por lo menos, de


aquella espantosa sacudida; cuando Sarcany creyó que era cuestión de
reanudar sus proyectos, madame Toronthal cayó enferma a su vez. Los
resortes de la vida estaban desgastados en aquella desgraciada mujer.

Y nadie se admirará después de saber cuál había sido su existencia desde


los acontecimientos de Trieste, considerando a qué hombre tan indigno se
hallaba unida. Después sobrevinieron, si no sus luchas, a lo menos sus
instancias a favor de Pedro para reparar en parte el daño hecho a la
familia Bathory, la inutilidad de sus ruegos ante la influencia de Sarcany,
tan inopinadamente llegado a Ragusa. Desde los primeros días fue
evidente que aquella vida iba a romperse. Algunos días más era todo lo
que los médicos podían conceder a madame Toronthal. Moría de
consunción. Ningún tratamiento hubiera podido salvarla, aun cuando
Pedro Bathory hubiera salido de su tumba para ser el marido de su hija.

Sava pudo devolverla entonces todos los cuidados que de ella había
recibido, y no abandonó la cabecera de su lecho ni de noche ni de día.

Se comprende lo que Sarcany debió experimentar ante este nuevo retraso.


De aquí incesantes apremios al banquero, que no se encontraba menos
que él reducido a la impotencia.

El desenlace de aquella situación no debía hacerse esperar.

Hacia el 20 de Julio, es decir, algunos días después, madame Toronthal

288
pareció recobrar algunas fuerzas, prestadas sin duda por una fiebre
ardiente, cuya violencia debía dar fin de ella en las siguientes cuarenta y
ocho horas.

De resultas de la fiebre se apoderó de ella el delirio, poniéndose o divagar


y dejando escapar frases incomprensibles.

Una palabra, un nombre que pronunciaba sin cesar, sorprendió a Sava.


Era el de Bathory; pero no refiriéndose al joven, sino a su madre, a quien
la enferma llamaba, suplicaba, repitiendo como si se viese asaltada por los
remordimientos:

—¡Perdonad, señora, perdonad…!

Y cuando madame Toronthal, en una tregua de la fiebre, fue interrogada


por la joven, exclamó con espanto:

—¡Cállate, Sava…! ¡Cállate…! ¡Nada he dicho!

Llegó la noche del 30 al 31 de Julio. Los médicos pudieron creer que la


enfermedad de madame Toronthal, después de haber llegado a su período
más agudo, comenzaba a decrecer.

Pasó el día mejor, sin perturbaciones cerebrales; había motivo para


sorprenderse de tan inesperado cambio en el estado de la enferma.

La noche prometía ser tan tranquila como lo había sido el día.

Pero si esto sucedía, era porque madame Toronthal, en el momento de


morir, acababa de sentir renacer en ella una energía de la que no se la
hubiera creído capaz. Era que, después de haberse puesto bien con Dios,
había tomado una resolución, y no aguardaba más que la ocasión de
ejecutarla.

Aquella noche exigió que la joven se fuese a descansar algunas horas.


Sava, a pesar de todo cuanto hubiera podido objetar, debió obedecer a Su
madre; tan decidida la vio sobre este punto.

Hacia las once de la noche, Sava entró en su habitación, dejando a


madame Toronthal sola en la suya. Todo dormía en el hotel, donde
reinaba aquel silencio que tan justamente se ha llamado un silencio de
muerte.

289
Madame Toronthal se levantó entonces, y aquella enferma, a la que se
creía privada del más ligero movimiento, a causa de su debilidad, tuvo la
fuerza, después de haberse vestido, de ir a sentarse ante un pequeño
escritorio, cogió de él una hoja de papel de escribir, y con temblorosa
mano escribió algunas líneas, bajo las cuales estampó su firma, y
metiéndola en un sobre, escribió en él esta dirección:

«Madame Bathory, calle Marinella, Stradone. — Ragusa».

Madame Toronthal, repuesta de la fatiga que la había causado aquel


trabajo, empujó la puerta de la habitación, bajó la escalera principal,
atravesó el patio del hotel, abrió, no sin trabajo, la puertecilla que daba a la
calle, y se encontró en la Stradone, sombría y desierta a aquella hora,
pues debía ser más de media noche.

Madame Toronthal, arrastrándose, con paso vacilante, subió la acera de la


izquierda durante unos cincuenta pasos, y, deteniéndose ante una
estafeta, arrojó en ella su carta, volviéndose en seguida hacia el hotel.

Pero agotadas las fuerzas que había encontrado para cumplir este último
acto de su voluntad, cayó sin movimiento sobre el umbral de la puerta
cochera.

Allí se la encontró una hora después, y recogida por Silas Toronthal y por
Sava, que la transportaron a su habitación sin que hubiese recobrado el
conocimiento.

A la mañana siguiente el banquero comunicó a Sarcany lo que acababa de


pasar. Ni el uno ni el otro hubieran podido sospechar que madame
Toronthal hubiese ido aquella noche a depositar una carta en el buzón de
la Stradone. Pero ¿por qué había abandonado el hotel? No pudieron
explicárselo, siendo esto para ellos un grave motivo de inquietud.

La enferma languideció aún durante veinticuatro horas. Su vida se


revelaba tan sólo por algunos sacudimientos convulsivos, últimos
esfuerzos de un alma que iba a escaparse. Sava se apoderó de su mano,
como para retenerla en este mundo, en el que iba a encontrarse tan
abandonada. Pero la boca de su madre permanecía muda ahora; el
nombre de Bathory no se escapaba ya de sus labios. Sin duda,
tranquilizada su conciencia, cumplida su última voluntad, madame

290
Toronthal no tenía ninguna súplica que hacer, ningún perdón que pedir.

En la siguiente noche, hacia las tres de la mañana, mientras que Sava


estaba sola junto a ella, la moribunda hizo un movimiento, y su mano vino
a tocar la mano de su hija. A aquel contacto, sus ojos se entreabrieron.

Su mirada se fijó en Sava, tan interrogadora, que no pudo menos de


entenderlo.

—¡Madre…! ¡Madre! —dijo—. ¿Quieres algo?

Madame Toronthal hizo un gesto afirmativo.

—¿Hablarme?

—Sí —dijo distintamente madame Toronthal.

E hizo a Sava, que estaba inclinada sobre su cabecera, un nuevo signo


para que se acercase más todavía.

Sava colocó su cabeza junto a la de su madre, que la dijo:

—Hija mía, voy a morir.

—¡Madre…! ¡Madre!

—Más bajo… —murmuró madame Toronthal—, más bajo… que nadie nos
oiga.

Y después de un nuevo esfuerzo, continuó:

—Sava, tengo que pedirte perdón del mal que te he hecho… del mal que
no he tenido el valor de impedir.

—¡Tú… madre…! ¡Tú haberme hecho mal…! ¡Tú pedirme perdón!

—¡Dame el último beso, Sava…! ¡Sí… el último…! Esto querrá decir que
me perdonas.

La joven colocó dulcemente sus labios sobre la pálida frente de la


moribunda.

Ésta tuvo fuerza para pasar sus brazos alrededor de su cuello.

291
Levantándose entonces, y mirándola con una fijeza espantosa, dijo:

—¡Sava! ¡Tú no eres hija de Silas Toronthal…! ¡No eres mi hija…! Tu


padre…

No pudo concluir; una convulsión la arrancó de los brazos de Sava, y su


alma se escapó con aquellas palabras.

La joven se inclinó sobre la muerta… Quería reanimarla… Todo fue inútil.

Entonces llamó. Acudieron de todas partes. Silas Toronthal llegó uno de


los primeros a la habitación de su esposa.

Al verle, Sava, presa de un irresistible movimiento de repulsión, retrocedió


ante aquel hombre a quien tenía ya derecho de despreciar y de aborrecer,
puesto que no era su padre. La moribunda lo había dicho, y no se muere
mintiendo.

Sava huyó espantada de lo que la había dicho la mujer que la había


amado como a su propia hija, y tal vez más espantada aún de lo que no
había tenido tiempo de decirla.

A los tres días se hicieron los funerales con toda ostentación. La multitud
de amigos con que cuenta todo hombre rico, rodeó al banquero.

Cerca de él marchaba Sarcany, afirmando de este modo, con su


presencia, que nada se había cambiado a los proyectos que debían
hacerle entrar en la familia Toronthal. Ésta era, en efecto, su esperanza,
que, si debía realizarse alguna vez, no sería sin que él tuviese que vencer
grandes obstáculos. Sarcany pensaba, por otra parte, que las
circunstancias contribuían al mejor éxito de sus planes, puesto que ponían
a Sava a su completa discreción.

Sin embargo, el retraso provocado por la enfermedad de madame


Toronthal iba a prolongarse con su muerte. Durante el duelo de la familia
no podía tratarse del matrimonio. Las conveniencias exigían, por lo menos,
el transcurso de algunos meses después del fallecimiento.

Esto, sin duda, debió contrariar vivamente a Sarcany, deseoso de


conseguir sus fines. A pesar de ello, tuvo que respetar la costumbre,
aunque no sin tener con Silas Toronthal vivas explicaciones, que
terminaban siempre por esta frase, que repetía el banquero:

292
—Nada puedo hacer, y por otra parte, con tal que el casamiento tenga
lugar antes de cinco meses, no tenéis motivo alguno para inquietaros.

Evidentemente, aquellos dos personajes se comprendían. No obstante


Sarcany, aunque rindiéndose a aquellas razones, no cesaba de manifestar
una irritación que a veces producía escenas de extremada violencia.

El paso incomprensible dado por madame Toronthal la víspera de su


muerte no había dejado de inquietarles a los dos, y hasta Sarcany llegó a
suponer si la moribunda habría querido depositar en el correo alguna carta
cuyo destino hubiera deseado ocultar. El banquero, a quien Sarcany
comunicó esta idea, no estaba lejos de pensar lo mismo.

—Si es así —repetía Sarcany—, esa carta nos amenaza directa y


gravemente. Vuestra esposa ha sostenido siempre a Sava contra mí;
hasta sostenía a mi rival, y ¡quién sabe si en el momento de morir no ha
hallado en sí misma una energía de la que no se la hubiera creído capaz
para hacer traición a nuestros secretos! En ese caso, ¿no deberíamos
tomar la delantera y abandonar una ciudad en la que vos y yo tenemos
mucho que perder y poco que ganar?

—Si esa carta nos amenazase —le hizo observar Silas Toronthal—, la
amenaza hubiera producido su efecto algunos días después, y hasta ahora
nada ha cambiado en nuestra situación.

A este argumento Sarcany no sabía qué responder. En efecto; si la carta


de madame Toronthal se refería a sus futuros proyectos, nada había
resultado todavía, y no parecía existir peligro alguno en quedarse. Cuando
éste se presentase, sería la ocasión de obrar.

Esto es lo que sucedió quince días después de la muerte de madame


Toronthal; pero de distinta manera de la que ambos debían suponer.

Desde el fallecimiento de su madre, Sava se había mantenido siempre


retraída, y hasta sin salir de su habitación. No se la veía más que a las
horas de las comidas. El banquero, mortificado con su presencia, ni aun
había intentado procurarse una explicación que sólo había de servir para
embarazarle más, por lo que la dejaba en completa libertad, viviendo él en
distinta parte del hotel.

293
Más de una vez Sarcany había censurado duramente a Silas Toronthal el
que aceptase semejante situación. A consecuencia de la costumbre
adoptada, no tenía ninguna ocasión para encontrar a la joven. Esto no
podía convenir a sus ulteriores proyectos. Así es que se explicó
claramente con el banquero. Aun cuando no fuese cuestión de celebrar el
matrimonio durante los primeros meses del duelo, no quería que Sava se
acostumbrase a la idea de que su padre y él habían renunciado a aquella
unión.

Por fin Sarcany se mostró tan imperioso, tan exigente con Silas Toronthal,
que éste, el 16 de Agosto, hizo prevenir a Sava que quería hablarla
aquella misma noche. Esperaba una negativa, pues la prevenía que
Sarcany deseaba estar presente a la entrevista; pero no sucedió así. Sava
contestó que estaba a sus órdenes.

Llegada la noche, Silas Toronthal y Sarcany aguardaban con impaciencia


a Sava en el gran salón del hotel. El primero estaba decidido a no dejarse
manejar, teniendo en favor suyo los derechos que da el dominio paternal.
El segundo, resuelto a contenerse, a escuchar más bien que a hablar,
quería ante todo descubrir cuáles eran los secretos pensamientos de la
joven.

Seguía temiendo que estuviese enterada de ciertas cosas, más de lo que


parecía.

Sava entró en el salón a la hora indicada. Sarcany se levantó en cuanto la


vio entrar; pero al saludo que hizo a la joven, ésta no contestó más que por
una simple inclinación de cabeza. Afectaba no haberle visto, o más bien no
haberle querido ver.

A una señal de Silas Toronthal, Sava tomó asiento. Después, fríamente,


con el rostro más pálido aún, con sus vestidos de duelo, aguardó a que se
la dirigiese una pregunta.

—Sava —dijo el banquero—; he respetado el dolor que te ha causado la


muerte de tu madre, no turbando tu soledad. Pero, a consecuencia de
estos tristes acontecimientos, nos vemos necesariamente obligados a
tratar ciertos asuntos de interés… Por más que aún no hayas llegado a la
mayor edad, es bueno sepas qué parte te corresponde en la herencia de…

—Si se trata de una cuestión de fortuna —respondió Sava—, es inútil

294
discutir más tiempo. No pretendo nada de la herencia de que me habláis.

Sarcany hizo un movimiento que podía indicar por su parte una viva
contrariedad, pero también una sorpresa mezclada con alguna inquietud.

—Yo pienso, Sava —replicó Silas Toronthal—, que no has comprendido


bien el alcance de tus palabras. Que quieras o no, tú eres la heredera de
madame Toronthal, tu madre, y la ley me obligará a rendirte cuentas,
cuando seas mayor…

—A menos que yo no renuncie a esa sucesión —respondió tranquilamente


la joven.

—¿Y por qué?

—Porque, sin duda, no tengo ningún derecho.

El banquero se irguió sobre su asiento. Jamás hubiera esperado tal


respuesta. En cuanto a Sarcany, nada dijo. Para él, Sava desenvolvía su
juego, y quería estudiarle en todos sus detalles.

—Yo no sé, Sava —continuó el banquero—, impacientado por las frías


respuestas de la joven, no sé lo que significan tus palabras, ni qué es lo
que te las ha podido dictar. Por otra parte, no vengo aquí a discutir
derecho y jurisprudencia. Estás bajo mi tutela, y no tienes representación
para rehusar o aceptar, por lo que espero tendrás a bien someterte a la
autoridad de tu padre, que no discutirás, según creo…

—¡Quién sabe! —respondió Sava.

—¿De veras? —exclamó Silas Toronthal—, que comenzaba a perder algo


de su sangre fría. ¿De veras? Pero hablas tres años demasiado pronto,
Sava. Cuando hayas llegado a tu mayor edad, harás de tu fortuna lo que te
convenga. Hasta entonces me están encomendados tus intereses, y los
defenderé según me parezca.

—Sea —respondió Sava—; esperaré.

—¿Y qué has de esperar? —replicó el banquero—. ¿Olvidas, sin duda,


que tu posición va a cambiar en el momento en que lo permitan las
conveniencias? Tienes tanto menos derecho a prescindir de tu fortuna,
cuanto que no eres ya la sola interesada en este negocio.

295
—¡Sí, un negocio! —respondió Sava con tono de desprecio.

—Creed, señorita… —quiso decir Sarcany, a quien aquella palabra,


pronunciada con el más ofensivo desdén, se dirigía directamente—; creed
que un sentimiento más honrado…

Sava ni aun se dio por entendida de estas palabras, y no cesó de mirar al


banquero, que la decía con voz irritada:

—¡No…! No eres sola, puesto que la muerte de tu madre no ha cambiado


en nada mis proyectos.

—¿Qué proyectos? —preguntó la joven.

—El proyecto de unión que finges olvidar, y que debe hacer mi yerno de Mr
. Sarcany.

—¿Estáis bien seguro que ese matrimonio hará de Mr. Sarcany vuestro
yerno?

La insinuación era tan directa esta vez, que Silas Toronthal se levantó para
salir: ¡tal necesidad tenía de ocultar su turbación! Pero Sarcany le retuvo
con un gesto. Quería llegar hasta el fin, quería absolutamente saber a qué
atenerse.

—Escuchadme, padre mío, porque ésta es la última vez que os doy este
nombre —dijo entonces la joven—. No es por mí por quien Mr. Sarcany
pretende casarse conmigo; es por esa fortuna que rechazo. Sea
cualquiera su impudencia, no osará desmentirme. Sin embargo, puesto
que me recuerda que yo había consentido en ese casamiento, mi
respuesta será fácil. Si; he debido sacrificarme, cuando he podido creer
que el honor de mi padre estaba en juego en esta cuestión; pero mi padre,
bien lo sabéis, no puede estar mezclado en este odioso compromiso. Si
queréis enriquecer a Mr. Sarcany, dadle vuestra fortuna… Es todo cuanto
pide.

La joven se había levantado a su vez, dirigiéndose hacia la puerta.

—¡Sava! —gritó entonces Silas Toronthal, que corrió a ponerse delante de


ella—; hay en tus palabras una incoherencia tal, que no las comprendo…
que sin duda no las comprendes tú misma… Me pregunto si la muerte de

296
tu madre…

—¡Mi madre…! ¡Sí, era mi madre, madre por el corazón! —murmuró la


joven.

—… Si el dolor no ha turbado tu razón —continuó Silas Toronthal, que no


oyó las palabras de la joven—. Sí, si no estás loca…

—¡Loca!

—Pero, a pesar de todo, lo que he resuelto se cumplirá, y antes de seis


meses serás la esposa de Sarcany.

—¡Jamás!

—¡Yo sabré obligarte!

—¿Y con qué derecho? —preguntó la joven con un movimiento de


indignación.

—Con el que me da mi autoridad paternal…

—¡Vos…! ¡Caballero…! Vos no sois mi padre ni yo me llamo Sava


Toronthal.

El banquero no encontró nada que responder a aquellas palabras, y


retrocedió, mientras que la joven, sin volver siquiera la cabeza, salió del
salón para dirigirse a sus habitaciones.

Sarcany, que había observado atentamente a Sava durante la entrevista,


no se sorprendió de la manera con que acababa de concluir. Había
adivinado bien. Lo que debía temer se había producido.

Sava sabía que ningún lazo la unía con la familia Toronthal.

En cuanto al banquero, quedó tanto más confundido con este golpe


imprevisto, cuanto menos dueño de sí mismo había sido para verle venir.

Sarcany tomó entonces la palabra, y con su claridad habitual resumió la


situación. Silas Toronthal se contentó con escuchar. Por otra parte no le
quedaba más remedio que aprobar las conclusiones de su antiguo
cómplice, dictadas por una indiscutible lógica.

297
—No hay que contar con que Sava consienta jamás, por lo menos
voluntariamente, en este enlace —dijo—. Pero por los motivos que
sabemos, es más que nunca necesario que el enlace se verifique. ¿Qué
sabe ella de nuestro pasado? Nada, porque lo hubiese dicho. Sabe que no
es vuestra hija, nada más. ¿Conoce a su padre? Tampoco. Su nombre
hubiera sido lo primero que nos habría echado a la cara. ¿Hace mucho
tiempo que está al corriente de su posición respecto a nosotros? No, y
hasta es probable que madame Toronthal no haya hablado hasta el
momento de morir.

Pero lo que me parece no menos cierto es que no ha debido decir a Sava


más que lo estrictamente necesario para que ésta tenga el derecho de
rehusar obedecer al hombre que no es su padre.

Silas Toronthal aprobó con un movimiento de cabeza las deducciones de


Sarcany, y ya vemos que éste no se engañaba, ni sobre la manera con
que la joven estaba instruida de todas aquellas cosas, ni sobre la época en
que las había sabido, ni, en fin, sobre lo que únicamente se le había
revelado respecto al secreto de su nacimiento.

—Resulta, pues, que, por poco que Sava sepa de lo que la concierne, y
por más que ignore lo que nos atañe en el pasado, ambos estamos
amenazados: vos, en la honrosa posición que os habéis creado en
Ragusa; yo, en los intereses considerables que debe asegurarme este
matrimonio, a los cuales pretendo no renunciar. Luego lo que hay que
hacer, y eso lo más pronto posible, es: abandonar a Ragusa vos y yo,
llevarnos a Sava, sin darla tiempo a ver ni hablar con nadie, antes hoy que
mañana, no volver a esta ciudad hasta después de verificado el enlace,
pues siendo ya mi esposa, Sava tendrá interés en callarse. Una vez en el
extranjero, quedará tan sustraída a toda influencia, que ya nada tendremos
que temer de ella. En cuanto a hacerla consentir en nuestro enlace
voluntariamente y en los plazos que me convenga, corre de mi cuenta, y
¡Dios me condene si no me salgo con la mía!

Silas Toronthal convino en todo; la situación era, en efecto, tal cual la


había pintado Sarcany. No pensó, pues, en resistir. Dominado cada vez
más por su cómplice, tampoco hubiera podido hacerlo. ¿Y para qué?
¿Qué le importaba aquella joven, a quien siempre había inspirado una
invencible repulsión, para la cual nunca se había abierto su corazón?

298
Convinieron, pues, en que el proyecto se pondría en planta antes de que
Sava pudiera abandonar el hotel. Después se separaron, dándose gran
prisa en su ejecución, no sin motivo, como vamos a ver.

En efecto, al cabo de dos días, madame Bathory, acompañada de Borik,


después de abandonar el pueblecillo de Vinticello, volvió por primera vez,
después de la muerte de su hijo, a la casa de la calle Marinella. Había
resuelto definitivamente alejarse de aquella ciudad, llena para ella de
desgarradores recuerdos, y acababa de hacer sus últimos preparativos de
partida.

Cuando Borik abrió la puerta, encontró una carta que había sido
depositada en el buzón de la casa.

Era la carta que madame Toronthal había echado al correo la víspera de


su muerte, en circunstancias que no se habrán olvidado.

Madame Bathory tomó aquella carta, la abrió mirando desde luego la


firma, después leyó de un golpe aquellas pocas líneas escritas por una
mano moribunda, y que encerraban el secreto del nacimiento de Sava.

¡Qué súbita asociación del nombre de Sava y del nombre de Pedro tuvo
lugar en la mente de madame Bathory!

—¡Ella…! ¡Él…! —exclamó.

Y sin añadir una palabra (no hubiera podido, ni responder al viejo servidor
a quien rechazó en el momento en que quería detenerla), se precipitó
fuera de la casa, descendió la calle Marinella, atravesó la Stradone y se
detuvo ante la puerta del hotel Toronthal.

¿Comprendía el alcance del paso que iba a dar? ¿Comprendía que


hubiera valido más obrar con menos precipitación, y por consiguiente con
más prudencia, en interés mismo de Sava? No.

Se veía arrastrada irresistiblemente hacia la joven, como si su marido


Esteban Bathory, como si su hijo Pedro, saliendo de su tumba, la hubiesen
gritado:

—¡Sálvala…! ¡Sálvala…!

Madame Bathory llamó a la puerta del hotel.

299
La puerta se abrió. Un criado se presentó, preguntándola qué deseaba.

Madame Bathory quería ver a Sava.

Madame Toronthal no estaba en el hotel.

El banquero había partido la víspera, sin decir adónde se dirigía, llevando


consigo a su hija.

Madame Bathory, quebrantada por este último golpe, vaciló y cayó en los
brazos de Borik, que acababa de reunirse a ella.

Después, cuando el viejo servidor logró transportarla a la casa de la calle


Marinella, le dijo:

—Borik, mañana iremos juntos al casamiento de Sava y de Pedro.

Madame Bathory había perdido la razón.

300
VI. En las aguas de Malta
Mientras tenían lugar estos últimos acontecimientos que tan de cerca le
afectaban, Pedro Bathory veía mejorar su estado de día en día. Bien
pronto no tuvo ya que inquietarse de su herida, cuya curación estaba casi
concluida.

Pero ¡cuánto debía Pedro sufrir pensando en su madre, pensando en


Sava, a quien creía perdida para él!

¡Su madre…! Era imposible dejarla bajo el peso del dolor producido por la
falsa muerte de su hijo.

Se había, pues, convenido en que se la iría preparando con prudencia


hasta el momento en que pudiera reunirse a él en Antekirtta.

Uno de los agentes del doctor en Ragusa tenía orden de no perderla de


vista, aguardando el completo restablecimiento de Pedro, lo que no podía
tardar.

En cuanto a Sava, Pedro estaba condenado a no hablar de ella jamás con


el doctor Antekirtt.

Pero aun cuando debiese pensar que ahora era la esposa de Sarcany,
¿cómo hubiera podido olvidarla? ¿Había acaso cesado de amarla, aunque
para él fuese la hija de Silas Toronthal? No; después de todo, ¿era Sava
responsable del crimen de su padre? Y sin embargo, aquel crimen había
conducido a la muerte a Esteban Bathory. De aquí el combate que se
libraba en su interior, del que sólo Pedro hubiera podido decir cuáles eran
las fases terribles o incesantes.

El doctor adivinaba todo esto. Así es que, para dar distinto curso a las
ideas del joven, no cesaba de recordarle el acto de justicia a que juntos
debían concurrir. Era preciso que los traidores fuesen castigados, y lo
serían.

¿Cómo llegarían hasta ellos? Nada tenía aún decidido, pero llegaría.

301
—¡Mil caminos, un fin! —repetía el doctor.

Y si era necesario, seguiría los mil caminos hasta llegar a él.

Durante los últimos días de su convalecencia, Pedro pudo pasearse por la


isla y visitarla, unas veces a pié, otras en carruaje. Verdaderamente,
¿quién no se hubiese admirado de lo que había llegado a ser aquella
pequeña colonia bajo la administración del doctor Antekirtt?

Además, se trabajaba sin descanso en las fortificaciones que debían poner


al abrigo de todo ataque a la villa, construida al pié del cono, al puerto y a
la misma isla. Cuando aquellos trabajos estuviesen concluidos, baterías
armadas de piezas de gran alcance podrían, cruzando sus fuegos, hacer
imposible la aproximación de todo buque enemigo.

La electricidad debía jugar un importante papel en aquel sistema de


defensa, ya para la inflamación de los torpedos, de que estaba armado el
canal, ya también para el servicio de las piezas de las baterías. El doctor
había sabido obtener los resultados más maravillosos de aquel agente a
quien pertenece el porvenir. Una estación central, provista de motores de
vapor con sus correspondientes calderas, poseía veinte máquinas
dinamos, de un sistema nuevo muy perfeccionado. Allí se producían
corrientes que acumuladores especiales de extraordinaria intensidad
ponían a disposición de todos los servicios de Antekirtt; la distribución de
las aguas, el alumbrado de la villa, el telégrafo, el teléfono, la traslación por
la vía férrea alrededor y en el interior de la isla. En una palabra, el doctor,
servido por los serios estudios de su juventud, había realizado uno de los
desiderátum de la ciencia moderna; el trabajo eléctrico para el transporte
de la fuerza a distancia. Después, gracias a este agente, de un empleo tan
práctico, había podido construir los botes de que ya se ha hablado, y
aquellos Eléctricos de velocidad excesiva que le permitían trasladarse, con
la velocidad de un express, de una extremidad del Mediterráneo a la otra.

Sin embargo, como la hulla era indispensable a las máquinas de vapor que
servían para la producción de la electricidad, había siempre una provisión
considerable de carbón en los almacenes de Antekirtt, y esta provisión era
incesantemente renovada por medio de un buque que iba a abastecerse
directamente a Inglaterra.

El puerto, en el fondo del cual se elevaba la ciudad en forma de anfiteatro,

302
era de formación natural, pero se había mejorado a fuerza de grandes
trabajos. Dos escolleras, un muelle y un rompeolas, le hacían muy seguro,
fuese cual fuese la dirección del viento. De aquí la seguridad absoluta para
la flotilla de Antekirtt. Esta flotilla ce componía de la goleta Savarena, el
carbonero de vapor destinado a proveer de hullas traídas de Swansea y de
Cardiff, un steam-yacht de setecientas a ochocientas toneladas, llamado
Ferrato, y tres Eléctricos, de los cuales dos, dispuestos en torpederos,
podían contribuir muy útilmente a la defensa de la isla.

Bajo la impulsión dada por el doctor Antekirtt veía crecer de día en día sus
medios de resistencia. Bien lo sabían los piratas de Trípoli y la Cirenaica.
No obstante, su mayor deseo hubiera sido apoderarse de ella, pues su
posesión habría servido a los proyectos del actual gran maestre de la
cofradía del Senousismo, Sidi Mohammed El Mahedi. Pero conociendo las
dificultades de semejante empresa, aguardaba la ocasión de obrar con
aquella paciencia que es una de las principales facultades del árabe. El
doctor no lo ignoraba, y empujaba activamente los trabajos de defensa.
Para reducirlos, cuando estuviesen concluidos, sería necesario emplear
esos modernos ingenios de destrucción de que los Senousistas no
disponían todavía. Además, desde los dieciocho a los cuarenta años, los
habitantes de la isla formaban compañías de milicianos provistos de armas
de precisión, de tiro rápido, ejercitados en las maniobras de artillería,
mandados por jefes elegidos entre los mejores, constituyendo una fuerza
de quinientos a seiscientos hombres, con la que se podía contar
seguramente.

Si algunos colonos ocupaban granjas establecidas en la campiña, el mayor


número habitaba la pequeña villa que había recibido el nombre transilvano
de Artenak, en recuerdo del dominio que el conde Sandorf poseía en los
Cárpatos. Artenak presentaba un aspecto pintoresco. Contaba, a lo sumo,
con algunos cientos de casas. En lugar de estar construidas sobre un
tablero de damas, a la americana, con calles y avenidas tiradas a cordel o
trazadas con tiralíneas, estaban dispuestas sin orden, dominando las
tumescencias del suelo, con su base sobre frescos jardines, sus torrados
bajo hermosas sombras, las unas de forma europea, las otras de forma
árabe, un poco de todo, a lo largo de corrientes de agua viva enviadas por
las máquinas elevadoras, todo ello fresco, amable, atractivo, tentador; una
ciudad en el sentido modesto de la palabra, en la cual los habitantes,
miembros de una misma familia, podían mezclarse en la vida común,
conservando la calma, la independencia de su propio hogar.

303
¡Felices, sí, felices eran los indígenas de Antekirtt! Ubi bene, ibi patria (La
patria está donde te encuentra la dicha), es sin duda una divisa poco
patriótica; pero bien podría dispensársela a aquellas honradas gentes que
habían acudido al llamamiento del doctor, y que, miserables en su país,
encontraban la dicha y la abundancia en aquella isla hospitalaria.

Los colonos llamaban a la casa del doctor el Stadthaus, es decir, la casa


de la ciudad. Allí vivía, no el señor, sino el primero de todos ellos. Era una
de esas adorables habitaciones moriscas, con miradores y ajimeces, patio
interior, galerías, pórticos, fuentes, salones y gabinetes decorados por
hábiles ornamentistas venidos de las provincias árabes. Para su
construcción se habían empleado los materiales más preciosos mármoles
y ónix extraídos de la rica montaña del Fifila, explotada sobre el golfo de
Numidia, a algunos kilómetros de Philippeville, por un ingeniero tan sabio
como artista. Aquellos carbonatos se habían prestado maravillosamente a
todas las fantasías del arquitecto, y bajo el poderoso clima del África
revestían ya aquel matiz dorado que el sol, como con un pincel, extiende
con el extremo de sus rayos sobre los países de Oriente.

Artenak estaba dominado por el elegante campanario de una pequeña


iglesia, para la cual la misma cantera había proporcionado sus mármoles
blancos y negros, que se apropian a todas las necesidades de la
estatuaria y de la arquitectura, sus azules turquíes, sus amarillos
arborizados, curiosos similares de los antiguos productos de Carrara y de
Paros.

Fuera de la ciudad (passim) sobre las eminencias vecinas, se veían otras


habitaciones de forma más independiente, algunas villas y un pequeño
hospital en una zona más elevada, donde el doctor, único médico de la
colonia, contaba enviar a sus enfermos, cuando los tuviese; después, a lo
largo de las pendientes que descendían al mar, otras bonitas casas que
formaban una estación balnearia. Entre ellas se veía una de las más
cómodas, rechoncha como un pequeño blokaus cerca de la puerta del
muelle, que hubiera podido llamarse villa Pescade y Matifou. Allí, en
efecto, estaban instalados los dos inseparables, con un sais afecto a su
servicio particular. ¡No! ¡Jamás se hubieran atrevido a soñar en semejante
fortuna!

— ¡Qué bien se está aquí! —repetía sin cesar Cap Matifou.

304
—¡Demasiado bien! —respondía Pointe Pescade—. ¡Muy por encima de
nuestra condición! Oye, Cap Matifou: es necesario instruimos, ir a la
escuela, ganar los premios de gramática, obtener nuestros certificados de
capacidad.

—Tú eres instruido, Pointe Pescade —replicaba el Hércules—. Tú sabes


leer, escribir, contar…

En efecto, comparado con su camarada, Pointe Pescade hubiera podido


pasar por un hombre de ciencia. En realidad, el pobre muchacho sólo
sabía que sabía muy poco: ¿y cómo hubiera podido aprender él, que sólo
había cursado, según decía, en el Liceo de las carpas de Fontainebleau?
Pero deseoso de instruirse, no abandonaba la biblioteca de Artenak,
donde leía y trabajaba mientras Cap Matifou, con el permiso del doctor,
removía las arenas y las rocas del litoral para formar un pequeño puerto de
pesca.

Pedro Bathory alentaba a Pointe Pescade, en quien había reconocido una


inteligencia poco común, a la cual sólo faltaba la cultura. Se había
constituido en su profesor y le dirigía de un modo a propósito para darle
una instrucción primaria muy completa, obteniendo de su discípulo
grandes progresos. Había además otras razones para que Pedro se
uniese a Pointe Pescade. ¿No se hallaba éste al corriente de su pasado?
¿No había tenido la misión de vigilar el hotel Toronthal? ¿No se
encontraba allí, en la Stradone, al pasar su entierro, cuando Sava había
sido transportada sin conocimiento?

Más de una vez Pointe Pescade tuvo que hacer si relato de aquellos
dolorosos acontecimientos, en los cuales había tomado una parte
indirecta, y de los que Pedro sólo podría hablar con él cuando no lograba
contener las expansiones de su corazón. De aquí un lazo más estrecho, a
propósito para unir al uno con el otro.

Entretanto se acercaba el momento en que el doctor iba a poner en


ejecución su doble plan: recompensar primero, castigar después. Lo que
no había podido hacer por Andrés Ferrato, muerto algunos meses después
de su condena en el presidio de Stein, hubiera querido hacerlo por sus
hijos. Desgraciadamente, a pesar de la eficacia de sus agentes, ignoraba
todavía lo que había sido de Luigi y de su hermana. Después de la muerte
de su padre, ambos habían abandonado a Rovigno y a Istria,
desterrándose por segunda vez. ¿Dónde habían ido? Nadie había podido

305
saberlo, nadie pudo decirlo. Era éste un motivo de profunda aflicción para
el doctor. Pero no renunciaba a encontrar a los hijos del hombre que se
había sacrificado por 61, y por orden suya, las indagaciones continuaron
sin descanso.

En cuanto a madame Bathory, Pedro no tenía más que un deseo: el de


hacerla venir a Antekirtt; pero el doctor, queriendo sacar partido de la
pretendida muerte de Pedro, como la sacaba de la suya, le hizo
comprenderla necesidad de obrar con extremada prudencia. Además,
quería aguardar, por una parte, a que su convaleciente hubiese
recuperado bastantes fuerzas para seguirle en la campaña que iba a
emprender, y, por otra, sabiendo que el matrimonio de Sava y de Sarcany
se había retrasado por la muerte de madame Toronthal, estaba resuelto a
no emprender nada hasta que se hubiese celebrado.

Uno de sus agentes en Ragusa le tenía al corriente de todo lo que pasaba,


y vigilaba la casa de madame Bathory con tanto cuidado como el hotel de
la Stradone.

Tal era entonces la situación. El doctor aguardaba impaciente que cesase


toda causa de retraso. Se ignoraba lo que había sido de Carpena, del que
había perdido la pista después de su salida de Rovigno; Silas Toronthal y
Sarcany, que seguían residiendo en Ragusa, no podían escapársele.

Pero ¡júzguese de lo que el doctor debía experimentar cuando el 20 de


Agosto recibió en el Stadthaus un despacho de su agente, transmitido por
el hilo de Malta a Antekirtt!

Aquel despacho comunicaba: primero, la partida de Silas Toronthal, de


Sava y de Sarcany; después, la desaparición de madame Bathory y de
Borik, que habían abandonado a Ragusa sin que hubiera sido posible
encontrar sus huellas.

El doctor no debía, pues, retardarse. Hizo venir a Pedro. No le ocultó nada


de los que acababa de saber. ¡Qué golpe para él! ¡Desaparecida su
madre; Sava arrastrada no se sabe adónde por Silas Toronthal, y, a no
dudarlo, siempre entre las garras de Sarcany!

—Mañana partiremos —dijo el doctor.

—¡Hoy mismo! —exclamó Pedro—. Pero ¿dónde buscar a mi madre?

306
¿Dónde buscar…?

No acabó su pensamiento. El doctor Antekirtt le había interrumpido,


diciéndole:

—Ignoro si no hay que ver más que una simple coincidencia entre estos
dos hechos. Silas Toronthal y Sarcany, ¿tendrán algo que ver en la
desaparición de madame Bathory? ¡Ya lo sabremos! Pero a esos dos
miserables es o los que hay que buscar primero.

—¿Dónde encontrarles…?

—En Sicilia, tal vez.

Se recordará que en la conversación habida entre Sarcany y Zirone,


sorprendida por el conde Sandorf en la torre de Pisino, Zirone había
hablado de Sicilia como del teatro habitual de sus altos hechos, teatro al
cual proponía a su compañero volver el día en que las circunstancias lo
exigiesen.

El doctor había retenido aquel detalle, al mismo tiempo que el nombre de


Zirone. Era un débil indicio, sin duda; pero a falta de otro, podía servir para
encontrar de nuevo la pista de Sarcany y de Silas Toronthal.

La partida quedó inmediatamente decidida.

Pointe Pescade y Cap Matifou, prevenidos de que acompañarían al doctor,


debían estar dispuestos a seguirle.

Pointe Pescade supo entonces quiénes eran Silas Toronthal, Sarcany y


Zirone.

—Tres bribones —dijo—: ¡me lo sospechaba!

Y a Cap Matifou:

—Prepárate, que vas a entrar en escena.

—¿Pronto?

—Sí; pero aguarda que te den la salida.

Aquella misma noche se efectuó la partida. El Ferrato, dispuesto siempre a

307
tomar la mar, hecha su provisión de víveres, llenos sus pañoles,
arregladas sus agujas, aparejó a cosa de las ocho.

Se cuentan próximamente novecientas cincuenta millas desde el fondo de


la Gran Sirte hasta la punta meridional de la Sicilia, a la boca del cabo
Portio di Palo. Al rápido steam-yacht, cuya velocidad media pasaba de
dieciocho millas por hora, no hacía falta más que día y medio para
franquear aquella distancia.

El Ferrato, aquel crucero de la marina antekirttiana, era un buque


maravilloso. Construido en Francia en los arsenales del Loire, podría
desarrollar cerca de mil quinientos caballos de fuerza efectiva. Sus
calderas, establecidas según el sistema de Belleville, sistema en el cual
los tubos contienen agua y no llama, tenían la ventaja de consumir poco
carbón, de producir una evaporación rápida, de elevar fácilmente la
tensión del vapor hasta catorce o quince kilogramos, sin ningún peligro de
explosión. Este vapor, recogido nuevamente por los hervidores, se
convertía de esta manera en un agente mecánico de una potencia
prodigiosa, y permitía al steam-yacht, aunque menos largo que los
grandes avisos de las escuadras europeas, igualarles en velocidad.

No hay para qué decir que el Ferrato estaba dispuesto con un confort que
aseguraba a sus pasajeros toda clase de comodidades. Llevaba además
cuatro cañones de acero que se cargaban por la culata, y dispuestos en
batería, dos cañones revólveres Hotchkis y dos ametralladoras Gattins;
además en la proa una larga pieza de caza que podía lanzar a seis
kilómetros un proyectil cónico de trece centímetros.

El estado mayor se componía de un capitán, dálmata de origen, llamado


Kostrik, un segundo y dos oficiales; para la máquina, un mecánico primero,
otro segundo, cuatro fogoneros y dos ayudantes; para tripulación, treinta
marineros, entre ellos un maestre y dos contramaestres; para el servicio
de las cámaras y de la cocina, dos jefes y tres sais que hacían el oficio de
criados; en total, cuatro oficiales y cuarenta y tres hombres; tal era el
personal de a bordo.

Durante las primeras horas se llevó a efecto la salida del golfo de la Sidra
en bastante buenas condiciones. Aun cuando el viento era contrario, una
brisa del Noroeste bastante fresca, el capitán pudo imprimir al Ferrato una
notable velocidad; pero le fue imposible utilizar el velamen foques,
trinquetes, velas cuadradas del mástil de mesana, velas áuricas del palo

308
mayor y del artimón.

Durante la noche, el doctor y Pedro, en las dos cámaras contiguas que


ocupaban a bordo, Pointe Pescade y Cap Matifou en sus camarotes de
proa, pudieron reposar sin inquietarse de los movimientos del steam-yacht
y que balanceaba regularmente, como todos los buenos veleros. Pero, a
decir verdad, si los dos amigos durmieron a su gusto, el doctor y Pedro,
presa de las más vivas inquietudes, apenas si pudieron gustar algunos
momentos de reposo.

Al día siguiente, cuando los pasajeros subieron sobre el puente, se habían


andado en doce horas ciento veinte millas desde la salida de Antekirtta.

La brisa soplaba en la misma dirección, con tendencia a refrescar. El sol


se había elevado sobre un horizonte tempestuoso, y la atmósfera, ya
pesada, dejaba presagiar una próxima lucha de los elementos.

Pointe Pescade y Cap Matifou dieron los buenos días al doctor y a Pedro
Bathory.

—¡Gracias, amigos míos! —respondió el doctor—. ¿Habéis dormido bien


en vuestras camillas?

—Como lirones que tuviesen tranquila la conciencia —repuso alegremente


Pointe Pescade.

—Y Cap Matifou, ¿ha hecho ya su primer desayuno?

—Sí, señor doctor, una taza de café negro con dos kilos de galleta.

—¡Hum…! La galleta estaría un poco dura.

—¡Bah! Para un hombre que en otro tiempo comía guijarros…

Cap Matifou movía dulcemente su gruesa cabeza, manera peculiar suya


de aprobar las respuestas de su camarada.

Entretanto, el Ferrato, por orden expresa del doctor, marchaba a toda


velocidad, haciendo saltar espumosas columnas de agua bajo el corte de
su roda.

Era prudente apresurarse. El capitán Kostrik, después de haber hablado

309
con el doctor, se preguntaba si no sería conveniente arribar a Malta, cuyos
fuegos podrían distinguirse a cosa de las ocho de la noche.

En efecto, el estado de la atmósfera era cada vez más amenazador. A


pesar de la brisa del Oeste, que refrescaba con la postura del sol, las
nubes subían siempre del Levante, y se extendían ya por las tres cuartas
partes del cielo. En el horizonte del mar se veía una banda de un gris
lívido, de un mate profundo, que se volvía de color de tinta cuando un rayo
solar se deslizaba a través de sus desgarraduras.

Ya algunos silenciosos relámpagos surcaban aquella ancha nube, preñada


de electricidad, cuyo borde superior se redondeaba en pesadas volutas
con los contornos duramente recortados. Al mismo tiempo, como si
existiese una lucha entre los vientos del Este y del Oeste, cuyo rechazo
experimentase el desequilibrado mar, las lomas de agua engrosaban al
chocar contra las olas del fondo y empezaban a reventar sobre el puente
del yacht. A cosa de las seis empezó a reinar profunda oscuridad bajo la
bóveda de espesas nubes que cubrían el espacio.

El trueno retumbó, y vivos relámpagos iluminaron aquellas pesadas


tinieblas.

—¡Libertad de maniobra! —dijo el doctor al capitán.

—Sí, es forzoso, señor doctor —respondió el capitán Kostrik—. En el


Mediterráneo hay que decidirse pronto a tomar un partido. El Este y el
Oeste luchan para ver cuál puede más, y con ayuda de la tormenta, temo
que la ventaja quede por el primero. La mar va a hacerse muy dura más
allá de Gozzo o de Malta, y es posible que nos veamos molestados, por lo
que no os propongo que arribemos a La Vallette, sino que busquemos un
abrigo hasta el día, bajo la costa occidental de una u otra isla.

—Haced lo que sea preciso, respondió el doctor.

El steam-yacht se encontraba entonces al Oeste de Malta, a distancia de


treinta millas, próximamente.

Sobre la isla de Gozzo, situada un poco al Noroeste de la de Malta, de la


que está separada por dos estrechos canales formados por un islote
central, hay un faro de primer orden, con un alcance de veintisiete millas.

310
Antes de una hora, a pesar de la violencia del mar, el Ferrato debía
hallarse bajo el radio de aquel fuego. Después de marcarle con cuidado,
sin aproximarse demasiado a tierra, podrían acercarse lo suficiente para
encontrar un abrigo durante algunas horas.

Esto fue lo que hizo el capitán Kostrik, no sin haber tomado antes la
precaución de moderar su velocidad, a fin de evitar todo accidente, tanto
en el casco como en la máquina del Ferrato.

Sin embargo, una hora después aún no se había apercibido el faro de


Gozzo. Era imposible distinguir la tierra, a pesar de la altura de sus
acantilados.

La tempestad rugía entonces con toda su violencia.

Una lluvia caliente caía por chubascos. La masa de vapores del horizonte,
desgarrada por el viento, pasaba a través del espacio con extrema
velocidad. Entre sus desgarraduras brillaban súbitamente algunas estrellas
que se extinguían de repente, y el extremo de aquellos harapos,
arrastrando basta el mar, la barría como inmensas colas. Triples
relámpagos, azotando las olas en tres puntos, envolvían a veces al steam-
yacht por completo, y los estallidos del trueno no cesaban de conmover el
aire.

Hasta entonces, la situación, que había sido difícil, iba a presentarse


rápidamente inquietante.

El capitán Kostrik, sabiendo que debía encontrarse a lo sumo a veinte


millas del faro de Gozzo, no osaba aproximarse a la isla. Hasta podía
temer que la altura de las tierras le impidiese distinguirle.

En aquel caso, debía estar extremadamente cerca, y un choque contra las


rocas que hormiguean al pie de los acantilados, podía producir su pérdida
inmediata.

A cosa de las nueve y media, el capitán tomó la resolución de poner al


pairo su pequeño vapor.

Si no se paró completamente, por lo menos redujo la máquina a algunas


vueltas de hélice solamente, lo que era necesario para que el buque no
quedase insensible al timón y presentase siempre el cachete a la onda. En

311
estas condiciones debía ser horriblemente sacudido; pero por lo menos no
corría el riesgo de arrojarse contra la costa.

Esto duró tres horas, hasta la media noche.

En aquel momento se agravó aún más la situación.

Como sucede frecuentemente en tiempos de tormenta, la lucha entre los


vientos opuestos del Este y del Oeste cesó de repente. La brisa volvió al
punto de compás que había tenido todo el día, con la violencia de una
ráfaga.

Su impetuosidad, rechazada durante algunas horas por las corrientes


contrarias, recobró la ventaja en medio de las aberturas de las nubes.

—¡Faro por estribor, a proa! —gritó uno de los hombres de cuarto, de


guardia al pie del bauprés.

—¡Vira! —gritó el capitán Kostrik, que quería alejarse de la costa.

Él también había visto el fuego señalado. Sus resplandores intermitentes


indicaban perfectamente que era el de Gozzo. Ya era tiempo de dirigirse
en dirección opuesta, porque los vientos contrarios se desencadenaban
con extraordinaria furia.

El Ferrato sólo estaba a diez millas de la punta por encima de la cual el


faro acababa de aparecer.

El maquinista recibió orden de aumentar la presión; pero de repente


empezó a detenerse, hasta que dejó de funcionar.

El doctor, Pedro Bathory, la tripulación, todos estaban sobre el puente,


presintiendo alguna grave complicación.

En efecto, acababa de ocurrir un accidente: el pistón de la bomba de aire


no actuaba; el condensador funcionaba mal, y después de algunas
ruidosas vueltas, como si se hubiesen producido detonaciones en la popa,
la hélice se detuvo de repente.

Semejante accidente era irreparable, a lo menos en las condiciones en


que se encontraban. Hubiera sido preciso desmontar la bomba, lo que
hubiera costado algunas horas, cuando en menos de veinte minutos,

312
arrastrados por las ráfagas, el steam-yacht podía estar sobre la costa.

—¡Iza el trinquete…! ¡Iza el foque mayor…! ¡Iza la brigantina…!

Tales fueron las órdenes dadas por el capitán Kostrik, que no podía ya
disponer más que de su velamen para salvarse, órdenes que la tripulación
se apresuró A obedecer, maniobrando con una precisión admirable. No
hay para qué decir si Pointe Pescade con su maravillosa agilidad, y Cap
Matifou con su fuerza prodigiosa, vinieron su ayuda.

Las drizas se hubieran roto más bien que no ceder a los esfuerzos de Cap
Matifou.

Pero la situación del Ferrato no era menos comprometida. Un barco de


vapor, con sus formas alargadas, su falta de anchura, su poco calado, su
velamen generalmente insuficiente, no está hecho para navegar contra el
viento o sesgar con él. Si hay que ceñirle, por poco dura que sea la mar,
se expone a marrar sus viradas y presentarse de lleno.

Esto es lo que amenazaba al Ferrato Además de las dificultades que


experimentaba en manejar sus velas, le hubiera sido impotable volver al
Oeste contra el viento. Empujado poco a poco contra los arrecifes, parecía
no tener más recurso que escoger el sitio donde embarrancar con las
menos malas condiciones posibles. ¡Desgraciadamente en medio de
aquella noche profunda, el capitán Kostrik no podía reconocer nada de la
disposición del litoral! Sabía que dos canales separan la isla de Gozzo de
la de Malta, de cada lado de un islote central, el uno el North Comino, el
otro el South Comino. Pero ¿era posible encontrar su abertura en medio
de aquellas tinieblas y lanzarse a través de aquella mar furiosa, para ir a
buscar el abrigo de la costa oriental de la isla, y tal vez llegar al puerto de
la Vallette?

Sólo un piloto, un práctico, hubiera podido intentar tan peligrosa maniobra.


Y en aquella atmósfera sombría, en aquella noche de lluvias y de brumas,
¿qué Pescader se hubiera aventurado a venir hasta aquel buque en
peligro?

Sin embargo, el silbato de alarma del steam-yacht arrojaba en medio del


ruido sordo del viento ensordecedoras llamaradas, haciéndose
sucesivamente tres disparos de cañón.

313
De pronto apareció en las bramas un punto negro que venía de tierra. Una
embarcación avanzaba hacia el Ferrato. Era sin duda un Pescader a quien
la tormenta había obligado a refugiarse en el fondo de la pequeña
ensenada de Melleah. Ahí, en un bote, al abrigo de las rocas, refugiado en
la admirable gruta de Calipso, que podría ser comparada a la gruta de
Fingal, en las Hébridas, había oído los silbidos y el cañonazo de socorro.

Inmediatamente, con riesgo de su vida, aquel hombre corrió a prestar


auxilio al steam-yacht, medio desmantelado. Si el Ferrato podía ser
salvado, sólo debía serlo por él.

La embarcación se aproximaba poco a poco.

Se preparó a bordo una amarra para poderla lanzar en el momento que


acostara. Transcurrieron algunos minutos, que parecieron interminables.
La distancia a los arrecifes no era más que de medio cable.

En aquel momento lanzóse la amarra; pero una ola, levantando la


embarcación, la precipitó contra los flancos del Ferrato.

Quedó hecha pedazos, y el Pescader que la montaba hubiera


seguramente perecido, si Cap Matifou no le hubiese agarrado, levantado a
pulso y depositado sobre el puente como si fuera un niño.

Entonces, sin pronunciar una palabra, el Pescader saltó sobre la pasarela,


agarró la rueda del timón, y en el momento en que, vuelta su proa hacia
las rocas, el Ferrato iba a estrellarse, tomó la vuelta y entró en el estrecho
paso del canal de North Comino, le atravesó viento en popa, y en menos
de veinte minutos se encontró sobre la costa Este de Malta en un mar más
tranquilo. Después, cazando sus velas, halando por sus escotas, costeó la
tierra a menos de media milla.

A cosa de las cuatro de la mañana, cuando los primeros albores del día
comenzaban a blanquear el horizonte del largo, seguía el canal de La
Valette y anclaba en el muelle de la Sanglea, a la entrada del puerto militar.

El doctor Antekirtt subió entonces sobre la pasarela, y dirigiéndose al joven


marinero, le dijo:

—¡Nos habéis salvado, amigo mío!

—He cumplido con mi deber.

314
—¿Sois piloto?

—No soy más que un Pescader.

—¿Y os llamáis…?

—Luigi Ferrato.

315
VII. Malta
¡Luigi Ferrato…! ¡Era, pues, el hijo del Pescader de Rovigno el que
acababa de dar su nombre al doctor Antekirtt! ¡Era Luigi Ferrato, quien, por
una casualidad providencial, acababa con su valor y agilidad de salvar al
steam-yacht, a sus pasajeros y a toda su tripulación, de una pérdida
segura!

El doctor estuvo a punto de lanzarse sobre Luigi para estrecharle entre sus
brazos, pero se contuvo. Hubiera sido el conde Sandorf quien se hubiese
abandonado a aquel impulso de reconocimiento, y el conde Sandorf debía
continuar muerto para todos, hasta para el hijo de Andrés.

Pero Pedro Bathory, obligado a la misma reserva y por las mismas


razones, iba a olvidarlo, cuando el doctor le contuvo con una mirada,
Después, ambos bajaron al salón, rogando a Luigi que los siguiera.

—Amigo mío —le preguntó el doctor cuando estuvieron solos—. ¿Sois el


hijo de un Pescader de Istria, que se llamaba Andrés Ferrato?

—Sí, señor —respondió Luigi.

—¿No tenéis una hermana?

—Sí, y juntos vivimos en La Vallette; pero —añadió con cierta vacilación—:


¿acaso habéis conocido a mi padre?

— ¡Vuestro padre! —respondió el doctor—. ¡Vuestro padre hace quince


años dio asilo a dos fugitivos en su casa de Rovigno! ¡Aquellos fugitivos a
quienes su sacrificio no pudo salvar, eran amigos míos! ¡Pero su
abnegación costó a Andrés Ferrato la libertad y la vida, pues fue enviado
al presidio de Stein, donde murió!

—¡Y murió sin arrepentirse de lo que había hecho! —respondió Luigi.

El doctor tomó la mano del joven Pescader.

316
—Luigi —le dijo—; mis amigos me han dado el encargo de pagar la deuda
de agradecimiento que habían contraído con vuestro padre. Desde hace
muchos años os estoy buscando, sin saber lo que había sido de vosotros,
pues desde vuestra partida de Rovigno se habían perdido vuestras
huellas. ¡Loado sea Dios, que os ha enviado a nuestro socorro! El buque
que habéis salvado lleva el nombre de Ferrato, en recuerdo de Andrés…
Dejadme abrazaros, hijo mío…

Mientras el doctor le estrechaba contra su pecho, Luigi sintió que las


lágrimas se agolpaban a sus ojos.

Ante aquella escena conmovedora, Pedro no pudo contenerse. Sintió


como una expansión de todo su ser, que le arrastraba hacia aquel joven, el
bravo hijo del Pescader de Rovigno, que tenía casi su misma edad.

—¡Y yo…! —gritó con los brazos abiertos.

—¿Vos, señor?

—¡Yo…! ¡El hijo de Esteban Bathory!

¿Podía sentir el doctor que aquella confesión se hubiese escapado de los


labios de Pedro Bathory? No. Luigi Ferrato sabría guardar su secreto,
como le guardaban Pointe Pescade y Cap Matifou.

Luigi fue entonces instruido de todo, y supo más particularmente el fin que
perseguía el doctor Antekirtt. Sólo se le ocultó una cosa: el joven Pescader
no debía saber que se hallara en presencia del conde Sandorf.

El doctor quiso hacerse conducir inmediata mente a presencia de María


Ferrato. Estaba impaciente por volverla a ver, sobre todo por conocer su
vida, una vida de trabajo y de miseria, sin duda, puesto que la muerte de
Andrés la había dejado sola para cuidar a su hermano.

—Sí, señor doctor, respondió Luigi; desembarquemos al momento, puesto


que así lo queréis. María debe estar muy inquieta por mí. Hace ya
cuarenta y ocho horas que me he separado de ella para ir a pescar en la
ensenada de Melleah, y durante la tempestad de esta noche ha debido
temer que me haya ocurrido una desgracia.

—¿Amáis mucho a vuestra hermana? —preguntó el doctor Antekirtt.

317
—Es mi madre y mi hermana a la vez —respondió Luigi.

La isla de Malta, situada a cien kilómetros de Sicilia, ¿pertenece más bien


al África que a Europa, por más que se halle a doscientos cincuenta de
aquélla? Es ésta una pregunta que ha apasionado vivamente a los
geógrafos.

Después de haber sido donada por Carlos V a los hermanos Hospitalarios,


arrojados de Rodas por Solimán, que se asociaron entonces bajo el
nombre de caballeros de Malta, hoy pertenece a los ingleses, y costaría
algún trabajo arrebatársela.

Malta es una isla de veintiocho kilómetros de larga, por dieciséis de ancha.


Tiene por capital a La Vallette y sus anejos, contando además con otras
villas y lugares, como la Ciudad Notable o Città Vecchia, especie de
ciudad santa, que fue la sede del obispado en tiempo de los caballeros, el
Bosquet, Dingbi, Zebug, Itard, Berkercara, Luca, Farrugi, etc. Bastante
fértil en su parte oriental y muy árida en la occidental, ofrece un vivo
contraste, que se traduce por la densidad de su población hacia el Este; en
suma, más de cien mil habitantes.

Lo que la naturaleza ha hecho por esta isla, abriendo en su litoral cuatro o


cinco puertos, los más bellos del mundo, sobrepuja a todo lo que se puede
imaginar. Agua por todas partes, por doquier puntas, cabos, alturas
dispuestas a recibir fortificaciones y baterías. Los caballeros habían hecho
de ella una plaza difícil de tomar, y los ingleses, que la han conservado a
pesar de la paz de Amiens, la han hecho inexpugnable.

Ningún acorazado podría forzar los pasos de la Grande Marse o Puerto


Grande, como tampoco los del puerto de la Cuarentena, o Marse Marcetto.
Por otra parte, sería preciso que pudieran aproximarse, y existen ahora,
por el lado del mar, dos cañones de cien toneladas, con sus aparatos
hidráulicos de carga y puntería, que envían un proyectil de novecientos
kilos a quince kilómetros de distancia. Aviso a las potencias que sienten
ver en poder de Inglaterra aquella admirable estación, que domina el
Mediterráneo central, y en la cual podrían anclar cómodamente todas las
flotas o escuadras del Reino Unido.

Ciertamente hay ingleses en Malta; existe un gobernador general, alojado


en el antiguo palacio del Gran Maestre de la Orden, un almirante, jefe de la
marina y de los puertos, y una guarnición de cuatro a cinco mil hombres;

318
pero también se encuentran italianos, que querrían estar en su casa;
además una población flotante cosmopolita, como en Gibraltar, y sobre
todo malteses.

Los mal teses son africanos. En los puertos conducen sus embarcaciones
de vivos colores, en las Calles lanzan sus carruajes por pendientes
vertiginosas, en los mercados venden frutas, legumbres, carnes y
Pescades bajo la lámpara de algún santo pintarrajeado, en medio de un
atronador alboroto.

Diríase que todos los hombres se parecen: tez morena, cabellos negros,
algo crespos, ojos ardientes, talla mediana, pero robusta. Juraríase que las
mujeres son de la misma familia: grandes ojos con largas pestañas,
cabello oscuro, manos preciosas, piernas finas, cuerpo flexible, con cierta
morbidez, y la piel de una blancura que no puede empañar el sol, bajo la
falzetta, especie de manto de seda negra a la moda tunecina, común a
todas las clases, y que sirve a la vez de tocado, de mantilla y hasta de
abanico.

Los malteses tienen el instinto mercantil. Se les encuentra en todas partes


donde pueden traficar. Trabajadores, económicos, industriosos, sobrios,
pero violentos, vengativos, celosos, sobre todo en el pueblo bajo, donde se
prestan más al estudio del observador. Hablan una especie de patois, cuyo
fondo es el árabe, resto de la conquista que siguió a la caída del Bajo
Imperio, dialecto vivo, animado, pintoresco, propio para las metáforas,
imágenes y poesía. Son buenos marinos, cuando se les puede sujetar, y
atrevidos Pescaderes, familiarizados con los peligros por las frecuentes
tempestades de aquellos mares.

En aquella isla era donde Luigi ejercía su oficio con tanta audacia como si
hubiese sido maltés, y allí habitaba desde hacía quince años con su
hermana María Ferrato.

La Vallette y sus anejos, hemos dicho; y es porque en realidad, hay seis


villas por lo menos sobre los dos puertos de la Grande Marse y de la
Cuarentena. Floriana, la Senglea, la Cospiqua, la Vittoriosa, la Sliema y la
Misida no son arrabales ni simples conjuntos de casas habitadas por la
clase pobre, sino verdaderas ciudades, con habitaciones suntuosas,
hoteles, iglesias dignas de la capital, que cuenta veinticinco mil habitantes,
y en la cual se pueden admirar aquellos caseríos que se llaman posadas
en Provenza, Castilla, Auvernia, Italia y Francia.

319
Los dos hermanos habitaban en La Vallette. Más propio sería decir bajo La
Vallette, porque vivían en una especie de cuartel subterráneo, llamado el
Manderaggio, cuya entrada se encuentra sobre la Strada San Marco. Allí
habían podido encontrar un alojamiento en relación con sus escasos
recursos, y hacia aquel hipogeo Luigi condujo al doctor y a Pedro cuando
quedó anclado el steam-yacht.

Los tres, después de haber rechazado centenares de embarcaciones que


les asaltaban ofreciéndoles sus servicios, desembarcaron en el muelle.
Franquearon la puerta de la Marina, aún aturdidos por los repiques de las
campanas, que hacen cernerse como una atmósfera sonora por cima de la
capital de Malta. Después de haber pasado por el fuerte de doble
casamata, subieron una rápida rampa y una estrecha calle en escalera.
Entre las altas casas con miradores verdosos y nichos con lámparas
encendidas, llegaron delante de la catedral de San Juan, en medio de la
población más alborotada del mundo.

Cuando hubieron llegado a la cima de la colina, casi a la altura de la


catedral, volvieron a bajar, dirigiéndose al puerto de la Cuarentena;
después, en la Strada San Marco, se detuvieron ante una escalera que se
hundía a la derecha, hacia las profundidades de la villa.

El Manderaggio es un cuartel que se prolonga hasta bajo los baluartes,


con calles estrechas, donde el sol no penetra jamás, altos muros
amarillentos, irregularmente perforados por mil agüeros que sirven de
ventanas, las unas libres, las otras enrejadas. Por todas partes revueltas
de escaleras, descendiendo a verdaderas cloacas, puertas bajas,
húmedas, mezquinas, como en las casas de una Kasbah, ramales de
barrancos, túneles sombríos, que ni aun merecen el nombre de callejuelas.
Y en todas las aberturas, en todos los respiradores, sobre las alabeadas
mesetas, sobre los escalones que se bambolean, una población
espantosa: viejas con caras de brujas, madres con el rostro exangüe,
anémicas por el aire viciado, jóvenes de todas edades, desharrapadas,
muchachos medio desnudos, enfermizos, revolcándose en el fango,
mendigos con toda su variedad de llagas o deformidades repugnantes,
hombres, cargadores o Pescaderes de fisonomía feroz, capaces de todo; a
través de aquel hervidero humano, algunos flemáticos policemen,
acostumbrados a aquel mundo inverosímil, no sólo familiarizados, sino
familiares con aquella turba. En fin, una verdadera corte de los Milagros,
pero transportada en medio de una construcción extraña, cuyas últimas

320
ramificaciones confinan con los respiraderos enrejados abiertos en el
espesor de los muros, al nivel del malecón de la Cuarentena, inundado por
el sol y por la brisa del mar.

María y Luigi Ferrato vivían en el piso más alto de una de las casas de
aquel cuartel. La habitación constaba sólo de dos piezas. El doctor quedó
admirado de la indigencia que revelaba aquel alojamiento, pero también de
su aseo. Se veía allí la mano de la mujer cuidadosa que regía en otro
tiempo la casa del Pescader de Rovigno.

A la entrada del doctor y de Pedro Bathory, María se levantó, y


dirigiéndose a su hermano, exclamó:

—¡Luigi…! ¡Hijo mío!

Se comprendía cuáles debieron ser sus angustias durante la noche última.

Luigi abrazó a su hermana y la presentó las personas que le acompasaban.

El doctor contó en pocas palabras en qué circunstancias Luigi acababa de


arriesgar su vida por salvar a un buque en peligro, y al mismo tiempo
presentó a Pedro como hijo de Esteban Bathory.

Mientras habló, María le miraba con tanta atención, y al mismo tiempo, con
una emoción tan grande, que el doctor temió por un instante que hubiese
adivinado en él al conde Matías Sandorf.

Pero fue sólo un relámpago que se extinguió inmediatamente en sus ojos.


Después de quince años, ¿cómo hubiera podido reconocerle, a él, que
sólo había permanecido algunas horas en casa de su padre?

La hija de Andrés Ferrato tenía entonces treinta y tres años. Era siempre
bella por la pureza de las líneas y el ardor de sus grandes ojos. Algunos
cabellos blancos, mezclados a su negra cabellera, indicaban que había
sufrido más por las contrariedades de la vida, que por su duración. La
edad no entraba para nada en aquella blancura precoz, debida a las
fatigas, a los tormentos, a los dolores experimentados desde la muerte del
Pescader de Rovigno.

—Vuestro porvenir y el de Luigi nos pertenecen ahora —dijo terminando


su narración el doctor Antekirtt—. ¿No eran mis amigos los deudores de
Andrés Ferrato? Permitid, María, que Luigi no se separe de nosotros.

321
—Señores —respondió María—, no ha hecho más que lo que debía esta
noche al prestaros socorro y yo doy gracias al cielo por haberle inspirado
ese pensamiento. Es el hijo de un hombre que jamás ha conocido sino una
cosa: su deber.

—Nosotros no conocemos tampoco más que una —respondió el doctor—:


nuestro derecho de pagar una deuda de reconocimiento a los hijos del
que…

Se detuvo. María le examinaba de nuevo, y su mirada le penetraba todo


entero. Temía haber dicho demasiado.

—María —añadió entonces Pedro Bathory—: ¿no querréis impedir que


Luigi sea mi hermano?

—¡Así como no rehusaréis ser mi hija! —replicó el doctor tendiéndola la


maño.

María se vio obligada a contar su vida desde la partida de Rovigno, cuán


insoportable se hacía su existencia con el continuo espionaje de los
agentes de Austria, por lo que había tenido la idea de venir a Malta, donde
Luigi debía perfeccionarse en la profesión de marino, continuando su oficio
de Pescader; después lo que habían sido aquellos largos años, durante los
cuales tuvieron ambos que luchar contra la miseria, porque sus débiles
recursos se habían agotado prontamente.

Pero Luigi rivalizó bien pronto en audacia y habilidad con los malteses,
cuya reputación está bien sentada. Nadador maravilloso como ellos, pudo
bien pronto medirse con el famoso Nicolo Pescei, un hijo de La Vallette
que, según dicen, llevó unos despachos desde Nápoles a Palermo,
atravesando a nado el mar Eólico. Así pudo con toda facilidad dedicarse a
la caza de chorlitos y pichones salvajes, cuyos nidos es preciso ir a buscar
hasta el fondo de inabordables grutas que la resaca del mar hace tan
peligrosas. Pescader audaz, jamás su barca había retrocedido ante una
racha cuando se trataba de tender sus redes y sedales. Y en estas
condiciones se encontraba la noche anterior, de estadía en la ensenada de
Melleah, cuando oyó las señales de socorro del steam-yacht.

Pero en Malta los pájaros de mar, los Pescades, los moluscos son tan
abundantes, que lo módico de su precio hace la pesca poco lucrativa. A

322
pesar de todo su celo, Luigi podía apenas subvenir a las necesidades de
su pequeño menaje, aunque María, por su parte, trabajaba en algunas
obras de costura. Así es que para no comprometer sus reducidos
recursos, había sido preciso aceptar aquel alojamiento en el Manderaggio.

Mientras que María contaba esta historia, Luigi, que había entrado en su
habitación, volvía con una carta en la mano. Eran unas cuantas líneas que
Andrés Ferrato había escrito antes de morir.

«María —decía en ellas—, te recomiendo a tu hermano. Dentro de poco


no tendrá a nadie más que a ti en el mundo.

No tengo remordimiento alguno por lo que he hecho; sólo siento no haber


podido salvar a los que se habían confiado a mí, aun sacrificando mi
libertad y mi vida.

¡Lo que he hecho, volvería a hacerlo otra vez! No olvidéis jamás a vuestro
padre, que muere enviándoos su último abrazo.

—Andrés Ferrato».

A esta lectura, Pedro Bathory no pudo ocultar su enternecimiento, mientras


que el doctor Antekirtt volvía la cabeza para sustraerse a las miradas de
María.

—Luigi —le dijo entonces con rudeza afectada—; vuestra embarcación se


ha hecho pedazos esta noche al abordar a mi yacht…

—Era ya muy vieja, señor doctor —respondió Luigi—, y para otro que no
fuese yo, la pérdida no sería muy grande.

— Sea, Luigi; pero me permitiréis sin duda que la reemplace por otra, por
el mismo buque que habéis salvado.

—¿Qué…?

—¿Queréis ser segundo a bordo del Ferrato? Tengo necesidad de un


hombre joven, activo, buen marino.

—¡Acepta, Luigi! —exclamó Pedro—; acepta.

323
—¿Pero… y mi hermana…?

— Vuestra hermana formará parte de esa gran familia que habita mi isla
de Antekirtta —respondió el doctor—. Vuestra existencia me pertenece de
ahora en adelante, y la haré tan feliz, que nada tendréis que sentir de
vuestro pasado, si no es el haber perdido a vuestro padre.

Luigi había cogido las manos del doctor, y las apretaba, las besaba,
mientras que María no podía demostrar su reconocimiento sino con sus
lágrimas.

—Mañana os aguardo a bordo —dijo el doctor.

Y como no pudiese ya dominar su emoción, salió rápidamente, haciendo a


Pedro una señal para que le siguiera.

—¡Ah! —le dijo—: ¡cuán bueno es, hijo mío… qué bueno tener que
recompensar!

—Sí… mejor que castigar —respondió Pedro.

—¡Pero hay que castigar! ¡Es preciso!

A la mañana siguiente, el doctor aguardaba a bordo a María y a Luigi


Ferrato.

Ya el capitán Kostrik había tomado las disposiciones para que la


reparación de la máquina del steam-yacht se hiciese sin ningún retraso.

Gracias al concurso de MM. Samuel Grech y compañía, agentes marítimos


de la Strada Levante, a los cuales el buque había sido consignado, los
trabajos iban a marchar rápidamente. Sin embargo, debían exigir cinco o
seis días, porque era necesario desmontar la bomba de aire y el
condensador, cuyos tubos funcionaban insuficientemente. Este retardo
contrariaba al doctor, muy impaciente por llegar a la costa siciliana.

Por un momento tuvo la idea de hacer venir a Malta su goleta Savarena,


pero renunció a ella. En efecto: valía más aguardar algunos días y marchar
a Sicilia en un buque rápido y bien armado.

Sin embargo, por precaución, y en vista de las eventualidades que podían


producirse, se transmitió un parte por el hilo que unía a Malta con

324
Antekirtta, dando orden al Eléctrico 2 de ir a cruzar inmediatamente por la
costa de Sicilia en las aguas de Portio di Palo.

Hacia las nueve de la mañana, una embarcación llevó a bordo a María


Ferrato y a su hermano. Los dos fueron recibidos por el doctor con
muestras del más vivo afecto. Luego fue presentado al capitán, a los
contramaestres y a la tripulación con el título de segundo; el oficial que
desempeñaba aquel cargo debía pasar a bordo del Eléctrico 2 en el
momento que llega se este buque a la costa meridional de Sicilia.

Sólo con mirar a Luigi podía asegurarse, sin temor de equivocarse, que
era un marino. En cuanto a su valor y a su audacia, ya se vio cómo se
había conducido treinta y seis horas antes en la bahía de Melleah. Fue,
por lo tanto, aclamado. Después su amigo Pedro y el capitán le hicieron
los honores del buque, que él deseaba conocer en todos sus detalles.

Entretanto el doctor conversaba con María y le hablaba de su hermano en


términos que debían conmoverla profundamente.

—¡Sí…! ¡Es todo su padre…! —decía ella.

A la proposición que el doctor la hizo, bien de permanecer a bordo hasta el


fin de la expedición proyectada, bien de dirigirse directamente a Antekirtta,
a donde se ofrecía a conducirla, María optó por acompañarle hasta Sicilia.
Quedó, pues, convenido que aprovecharía la estancia del Ferrato en La
Vallette para poner en orden sus asuntos, vender los pocos objetos que no
tenían para ella el valor de un recuerdo, y realizar, en fin, lo poco que
poseía, de manera que pudiese instalarse en su camarote la víspera de la
partida.

El doctor no había ocultado a María cuáles eran los proyectos cuya


ejecución iba a proseguir hasta su entero cumplimiento. Una parte de este
plan se encontraba ya realizada, puesto que los hijos de Andrés Ferrato
nada tenían que temer respecto a su porvenir. Pero encontrar a Silas
Toronthal y Sarcany, por una parte, y por la otra apoderarse de Carpena,
eso estaba por hacer y tenía que hacerse. Pensaba encontrar en Sicilia las
huellas de los dos primeros. Ya buscaría las del segundo.

Entonces María pidió al doctor hablarle particularmente.

—Lo que tengo que deciros, añadió, he creído deberlo ocultar hasta ahora

325
a mi hermano. No hubiera podido contenerse, y sin duda nos hubieran
sobrevenido nuevas desgracias.

—Luigi visita en este momento los camarotes de la tripulación. Bajemos al


salón, María, y allí podréis hablarme sin temor de ser oída.

Cuando la puerta del salón se cerró tras ellos, ambos se sentaron en un


diván, y María dijo:

—Carpena está aquí, señor doctor.

—¿En Malta?

—Sí, desde hace algunos días.

—¿En La Vallette?

—En el Manderaggio mismo, donde habitamos.

El doctor quedó a la vez sorprendido y satisfecho de lo que acababa de oír.

—¿No os engañáis, María? —preguntó.

—No, no me engaño. La cara de ese hombre ha quedado grabada en mi


memoria; hubieran pasado cien años y no hubiera vacilado en
reconocerle… Está aquí.

—¿Luigi lo ignora?

—Sí, señor doctor, y comprenderéis por qué he querido ocultárselo. Si


hubiera encontrado a Carpena, le hubiera provocado, y tal vez…

—Habéis hecho bien, María. A mí sólo pertenece ese hombre. Pero


¿creéis que os haya reconocido?

—No lo sé —respondió María—. Dos o tres veces le he encontrado en las


callejuelas de Manderaggio, y se ha vuelto para mirarme con cierta
atención recelosa. Sí me ha seguido y preguntado mi nombre, debe saber
quién soy.

—¿No os ha hablado nunca?

—Jamás.

326
—¿Y sabéis, María, para qué ha venido a La Vallette y en qué se ocupa
desde su llegada?

—Todo lo que puedo deciros es que vive entre la más detestable


población del Manderaggio. No abandona las tabernas más sospechosas,
y busca a los bribones de más renombre. Como parece que el dinero no le
falta, creo que se ocupa en reclutar los bandidos de peor especie para
intentar algún golpe de mano.

—¿Aquí?

—No he podido saberlo, señor doctor.

—¡Yo lo sabré!

En aquel momento entró Pedro en el salón, seguido del joven Pescader.

—Y bien, Luigi —preguntó el doctor Antekirtt—: ¿estáis satisfecho de lo


que habéis visto?

—¡El Ferrato es un buque admirable! —respondió Luigi.

—Me alegro de que os guste, Luigi, puesto que le habéis de mandar como
segundo mientras las circunstancias hagan de vos su capitán.

—¡Oh, señor…!

—Mi querido Luigi —replicó Pedro—; con el doctor Antekirtt no olvides que
todo llega.

—Sí, Pedro, todo llega; pero di más bien con la ayuda de Dios.

María y Luigi se despidieron entonces del doctor y de Pedro para volver a


su pequeño alojamiento. Se convino en que Luigi no empezaría su servicio
hasta que su hermana quedase instalada a bordo. Era preciso no quedase
sola en el Manderaggio, porque era posible que Carpena hubiera
reconocido en ella a la hija de Andrés Ferrato.

Cuando hubieron partido, el doctor hizo venir a Pointe Pescade, al cual


quería hablar en presencia de Pedro Bathory.

Pointe Pescade llegó inmediatamente, y se mantuvo en la actitud de un

327
hombre siempre dispuesto a recibir una orden, siempre pronto a ejecutarla.

—Pointe Pescade —le dijo el doctor—; tengo necesidad de ti.

—¿De mí y de Cap Matifou?

—De ti sólo por el momento.

—¿Qué debo hacer?

—Desembarcar en el acto, dirigirte al Manderaggio, uno de los barrios


subterráneos de La Vallette, tomar un alojamiento cualquiera, una pieza,
un chiribitil, aun cuando sea en la más ínfima posada de aquel sitio.

—Entendido.

—Allí tendrás que vigilar las acciones de un hombre que es muy


importante no perder de vista. ¡Pero es necesario que nadie pueda
sospechar que nos conocemos! Si es preciso, te disfrazarás de cualquier
modo.

—Eso corre de mi cuenta.

—Me han dicho que ese hombre se ocupa en alistar los más detestables
bribones del Manderaggio a fuerza de dinero. Ignoro por cuenta de quién
se hace ese alistamiento, y eso es lo que quiero que descubras lo antes
posible.

—Lo descubriré.

—Cuando sepas a qué atenerte, no vuelvas a bordo; podrían seguirte.


Conténtate con echar cuatro líneas al correo de La Vallette, dándome una
cita por la noche al otro extremo de la Senglea. Allí me encontrarás.

—Convenido —respondió Pointe Pescade—. Pero ¿cómo reconoceré a


ese hombre?

—¡Oh! ¡Eso no será difícil! Tú eres inteligente, amigo mío, y cuento con tu
inteligencia.

—¿Puedo a lo menos saber el nombre de ese individuo?

—¡Se llama Carpena!

328
Al oír este nombre, Pedro exclamó:

—¡Qué…! ¿Está aquí ese español?

—Sí —respondió el doctor Antekirtt—; habita en el mismo barrio en que


hemos encontrado a los hijos de Andrés Ferrato, a quien llevó a presidio y
a la muerte.

El doctor contó todo lo que María acababa de decirle. Pointe Pescade


comprendió entonces cuán urgente era ver claro en el juego del español,
que indudablemente trabajaba en alguna obra tenebrosa en aquellas
guaridas de La Vallette.

Una hora después, Pointe Pescade salió de a bordo.

Para mejor despistar todo espionaje, en el caso de que fuera seguido,


comenzó por pasearse por la larga Strada Reale que va del fuerte San
Tolmo basta Floriana, dirigiéndose hacia el Manderaggio cuando hubo
cerrado la noche.

Verdaderamente que ningún punto hubiera sido tan a propósito para reunir
una banda de bribones, tan naturalmente dispuestos al asesinato y al
pillaje, como aquel Cafarnaum de la villa subterránea. Había allí gentes de
todos los países, sin duda vagabundos del Poniente y del Levante,
fugitivos de los barcos mercantes o desertores de los buques de guerra,
pero sobre todo malteses de la más ínfima clase, temibles asesinos de
profesión, conservando aún en sus venas la sangre de piratas que hizo a
sus antecesores tan terribles en la época de las razzias berberiscas.

Carpena, encargado de reclutar una docena de gentes determinadas a


todo, no tenía allí más trabajo que el de la elección. Así es que desde su
llegada no abandonaba las tabernas de las calles más profundas del
Manderaggio, donde la clientela venía a encontrarle. Si bien Pointe
Pescade no tuvo dificultad ninguna para encontrarle, no sucedía lo mismo
respecto a averiguar por cuenta de quién trabajaba el español, dinero en
mano.

Evidentemente aquel dinero no podía ser suyo. Hacía mucho tiempo que
la prima de cinco mil florines recibida por el asunto de Rovigno se había
comido.

329
Carpena, arrojado de Istria por la reprobación pública, rechazado de todas
las salinas del litoral, se había puesto a recorrer todo el mundo. Disipado
rápidamente su dinero, de miserable que antes era, se había hecho más
miserable después.

Lo que no admirará a nadie era que al presente se encontrara al servicio


de una temible asociación de malhechores, para la cual reclutaba cierto
número de afiliados, a fin de reemplazar algunos ausentes, a quienes la
cuerda había hecho justicia.

Con este objeto se encontraba en Malta, y más especialmente en el


Manderaggio.

Carpena, muy desconfiado respecto a sus compañeros, se guardaba muy


bien de descubrirles el sitio donde debía conducir su banda. Ellos, por su
parte, con tal que se les pagase al contado, con tal que se les dejase
entrever un porvenir de robos y pillaje, hubieran ido a gusto al fin del
mundo con toda confianza.

Hay que notar aquí que Carpena quedó muy sorprendido al encontrar a
María en las calles del Manderaggio. Después de una ausencia de quince
años, la había reconocido tan perfectamente como él había sido
reconocido por ella, quedando muy contrariado de que estuviese al
corriente de lo que había venido a hacer en La Vallette.

Pointe Pescade debía, pues, obrar con astucia si quería saber lo que el
doctor tenía tanto interés en conocer, y lo que el español guardaba tan
secretamente. Sin embargo, Carpena se vio bien pronto sitiado por él.
¡Cómo no había de reparar en aquel joven bandido tan precoz, que se
ligaba a su persona, se insinuaba en su intimidad, que se rodeaba de la
escoria del Manderaggio, se vanagloriaba de contar en su activo un
catálogo de crímenes cuya página más insignificante le hubiera valido la
cuerda en Malta, la guillotina en Italia, el garrote en España; que afectaba
el más profundo desprecio para todas aquellos gallinas del barrio, a
quienes la vista de un policemen hacía palidecer! En fin, un hermoso tipo
que Carpena, muy inteligente en el género, no podía menos de apreciar en
todo su valor.

De aquel juego tan diestramente conducido, resultó, sin duda, que Pointe
Pescade consiguió su objeto, porque él 26 de Agosto por la mañana el

330
doctor Antekirtt recibió una esquelita en que le daba cita para aquella
noche en la extremidad de la Senglea.

Durante aquellos últimos días se había apresurado activamente el trabajo


a bordo del Ferrato. Dentro de tres días, a lo sumo, terminadas sus
reparaciones y hecha su provisión de carbón, podría darse a la mar.

Aquella misma noche, el doctor se dirigió al sitio indicado por Pointe


Pescade. Era una especie de plazuela cerca del camino de ronda, en la
extremidad del arrabal.

Eran las ocho. En la plaza había unas cincuenta personas en un mercado


que aún no se había cerrado.

El doctor Antekirtt se paseaba por medio de aquellas gentes; hombres y


mujeres, casi todos de origen maltés, cuando sintió que una mano se
apoyaba sobre su brazo.

Un horrible ganapán, miserablemente vestido cubierto con un sombrero sin


copa, le presentaba un pañuelo, diciéndole:

—He aquí lo que acabo de robar a vuestra excelencia. Otra vez tenga más
cuidado con sus bolsillos.

Era Pointe Pescade, absolutamente desconocido con su disfraz.

—¡Mala pieza! —dijo el doctor.

—Pieza, sí… Mala, no, señor doctor.

Éste acababa de reconocer a Pointe Pescade, y no pudo menos de


sonreírse.

—¿Y Carpena? —preguntó.

—Trabaja, en efecto, en reunir una docena de los más afamados bribones


del Manderaggio.

—¿Para quién?

—Por cuenta de un tal Zirone.

¡El siciliano Zirone, el compañero de Sarcany! ¿Qué relación podría existir

331
entré aquellos miserables y Carpena?

Después de reflexionar el doctor, se dio una explicación, en la que, según


veremos, no se engañaba.

La traición del español, después de haber producido el arresto de los


fugitivos de Pisino, no debía haber pasado desapercibida por Sarcany.
Éste, buscándole sin duda, le encontró en la más completa desnudez, y no
vaciló en hacer de él uno de los agentes que Zirone empleaba al servicio
de la asociación. Carpena iba, pues, a ser el primer jalón de una pista
sobre la cual el doctor no se lanzaría a ciegas.

—¿Sabes con qué objeto se hace ese enganche?

—Para una banda que opera en Sicilia.

—¿En Sicilia? ¡Sí… eso es…! ¿Y más particularmente…?

—En las provincias del Este, entre Siracusa y Catania.

Decididamente se había encontrado la pista.

—¿Cómo has obtenido esos datos?

—Del mismo Carpena, que es mi íntimo amigo y que recomiendo a vuestra


excelencia.

Un signo de cabeza fue la respuesta del doctor.

—Ya puedes volver a bordo —dijo—, y tomar un vestido más conveniente.

—No, porque éste es el que me conviene.

— ¿Y por qué?

—Porque tengo el honor de ser bandido en la partida del susodicho Zirone.

—¡Amigo mío, respondió el doctor, ten cuidado! En este juego arriesgas la


cabeza.

—Está a vuestro servicio, señor doctor —dijo Pointe Pescade—; bien os la


debo.

332
—¡Bravo muchacho!

—Además que, sin vanagloriarme, soy un poco maligno, y quiero encerrar


en mi saco a todos esos pobretones.

El doctor comprendió que, en aquellas condiciones, el concurro de Pointe


Pescade podía ser útil a sus proyectos. Representando aquel papel el
inteligente muchacho, había conquistado la confianza de Carpena, hasta el
punto de conocer todos sus secretos: era necesario dejarle hacer.

Después de cinco minutos de conversación, el doctor y Pointe Pescade no


quisieron que les sorprendieran juntos, y se separaron. Pointe Pescade
siguió los muelles de la Senglea, tomó una embarcación en su extremidad
sobre el Puerto Grande, y volvió al Manderaggio.

Antes que hubiese llegado, el doctor Antekirtt estaba ya de vuelta a bordo


del steam-yacht. Allí puso a Pedro al corriente de todo lo que acababa de
saber.

Al mismo tiempo, no creyó deber ocultar a Cap Matifou que Pointe


Pescade se había lanzado en una peligrosa empresa por el bien común.

El Hércules movió la cabeza, abrió y cerró por tres veces sus anchas
manos, y hubiérasele podido oír repetirse a sí mismo:

—Que a su vuelta no le falte ni un cabello, no, ni uno solo, porque de lo


contrario…

Estas últimas palabras decían más que todo lo que hubiera podido decir
Cap Matifou, si hubiese tenido el talento de hacer largas oraciones.

333
VIII. En las inmediaciones de Catania
Si el hombre hubiese recibido el encargo de fabricar el globo terrestre, lo
habría sin duda colocado en un torno, lo habría construido
mecánicamente, como una bola de billar, sin dejarle ni una aspereza, ni
una arruga; pero la obra ha sido hecha por el Creador; así es que en la
costa de Sicilia, entre Acireale y Catania, los cabos, los arrecifes, las
grutas, las rocas y las montañas abundan en este incomparable litoral.

Es esta parte del mar Tirreno que empieza en el estrecho de Messina,


cuya orilla opuesta está circundada por las cordilleras de la Calabria. Tales
como este estrecho, esta costa, esos montes que domina el Etna eran en
tiempo de Homero, lo son todavía hoy, soberbios. Si el bosque en el que
Eneas recogió a Aqueménides ha desaparecido, la gruta de Galatea, la de
Polifemo, los islotes de los Cíclopes, y un poco más al Norte, las rocas de
Caribdis y de Scila están siempre en su lugar histórico, y puede ponerse el
pie en el mismo sitio en que desembarcó el héroe troyano cuando vino a
fundar su nuevo reino.

Que el gigante Polifemo tenga en su activo proezas que el coloso Cap


Matifou no puede tener en el suyo, fuerza es reconocerlo. Pero Cap
Matifou tiene la ventaja de estar vivo, mientras que Polifemo está muerto
desde hace tres mil años, suponiendo que haya existido, como dice Ulises.
Elíseo Reclús observa, en efecto, que muy probablemente este célebre
cíclope fue simplemente el Etna, «cuyo cráter brilla durante las erupciones
como un ojo inmenso abierto en la cúspide de la montaña, desde donde
caen pedazos de rocas que se convierten en islotes y en escollos como los
Faraglioni».

Estos Faraglioni, situados a algunos centenares de metros de la ribera y


del camino de Catania, por donde va el ferrocarril de Siracusa a Messina,
son los antiguos islotes de los Cíclopes. La gruta de Polifemo no está
lejos, y a lo largo de toda esta costa se oye el atronador estrépito que
produce el mar bajo estos antros basálticos.

Precisamente en medio de estas rocas, en la tarde del 29 de Agosto, dos

334
hombres poco sensibles al encanto de los recuerdos históricos hablaban
de ciertas cosas que los gendarmes sicilianos Se hubiesen alegrado de oír.

Uno de estos hombres, que estaba a la mira de la llegada del otro desde
largo rato, era Zirone. El que acababa de llegar por el camino de Catania,
era Carpena.

—Por fin, has venido —dijo Zirone—. Mucho has tardado. Creí, en verdad,
que Malta había desaparecido como la isla Julia, su antigua vecina, y que
habías ido para servir de pasto a las toninas y demás de su especie del
fondo del Mediterráneo.

Como se ve, si habían pasado quince años sobre la cabeza del


compañero de Sarcany, su locuacidad no había disminuido a pesar de los
años, como tampoco su descaro natural. Con su sombrero sobre la oreja,
una capa parda sobre los hombros y sus calzones arremangados, tenía
perfectamente el aire de lo que era y de lo que había sido siempre, un
bandido.

—No he podido venir antes —contestó Carpena—; esta mañana hemos


desembarcado en Catania.

—¿Tú y tu gente?

—Sí.

—¿Cuántos tienes?

—Una docena.

—¿Tan solo?

—Sí, pero buenos.

—¿Gentes del Manderaggio?

—De todo un poco, pero principalmente gente de Malta.

—No son malos, pero tal vez insuficientes —contestó Zirone—, pues
desde hace algunos meses la faena es difícil y costosa. Los gendarmes
pululan ahora en Sicilia, y pronto los encontraremos hasta en la sopa. En
fin, si tu mercancía es de buena calidad…

335
—Así lo creo, Zirone, y juzgarás por ti mismo. Además, traigo conmigo un
guapo chico, un antiguo acróbata de ferias, ágil como un tigre, y que nos
podrá ser muy útil.

—¿Qué hacía en Malta?

—Tomar relojes, cuando se presentaba la ocasión; pañuelos, cuando no


podía atrapar relojes.

—¿Y se llama?

—Pointe Pescade.

—Bien —contestó Zirone—. Veremos de utilizar su agilidad y su


inteligencia. ¿Dónde has metido toda esa gente?

—En la posada de Santa Grotta, encima de Nicolossi.

—¿Y vas a volver a ejercer tus funciones de posadero?

—Desde mañana…

—No, desde esta noche, contestó Zirone, en cuanto haya recibido nuevas
instrucciones. Espero aquí, cuando pase el tren de Messina, una esquela
que me será arrojada por la portezuela del vagón que vaya a la cola.

—¿Una esquela de… él?

—¡Sí… de él…! Con su matrimonio, que siempre se desbarata —contestó


Zirone sonriéndose—, me obliga a trabajar para vivir. ¡No importa! ¿Qué
no haría uno por tan buen compañero?

En aquel momento empezó a oírse el ruido que hace un tren cuando se va


acercando. Era por el lado de Catania, y el tren que Zirone aguardaba.
Carpena y él se aproximaron a la vía.

Dos silbidos lanzados a la entrada de un pequeño túnel, anunciaron la


aproximación del tren, cuya velocidad no era muy grande.

Zirone, que miraba por todos lados con profunda atención, se acercó al
tren. Al pararse éste, abrióse el vidrio de la portezuela del último coche y
se asomó una mujer que, en cuanto vio al siciliano, arrojó una naranja que

336
fue rodando por la vía hasta pocos pasos de donde se colocó éste.

Esta mujer era Namir, la espía de Sarcany. Algunos segundos después


desapareció con el tren en dirección de Acireale.

Zirone fue a recoger la naranja, o más bien los dos pedazos de la cáscara
que aparecían unidos por medio de una cuerdita. El español y él fueron a
ocultarse detrás de una alta roca. Una vez allí, Zirone encendió una
linterna, separó los dos pedazos de la cáscara y sacó un papelito en que
se hallaban escritas estas palabras:

«Espera alcanzaros en Nicolossi dentro de cinco o seis días. Sobre todo,


no fiaros de un cierto doctor Antekirtt».

Era evidente que Sarcany había sabido en Ragusa que ese misterioso
personaje, de quien tanto se había ocupado la opinión pública, había sido
recibido dos veces en casa de madame Bathory.

De aquí cierta inquietud en ese hombre, acostumbrado a desconfiar de


todos y de todo. De aquí ese aviso que pasaba, sin emplear el correo y por
conducto de Namir, a su compañero Zirone.

Éste metió la esquela en su bolsillo, apagó la linterna, y dirigiéndose a


Carpena:

—¿Has oído hablar alguna vez de un doctor Antekirtt? —le preguntó.

—No, contestó el español; pero tal vez Pointe Pescade le conozca:


¡conoce a todo el mundo ese chico!

—Allá veremos —contestó Zirone—. Dime, Carpena: ¿no habrá cuidado


en viajar de noche?

—Mucho menos que en viajar de día, Zirone.

—Sí… de día hay gendarmes demasiado indiscretos. ¡Pues entonces, en


marcha! ¡Antes de tres horas es preciso que estemos en la posada de
Santa Grotta!

Y ambos, después de atravesar la vía férrea, se dirigieron por esos


senderos que Zirone conocía perfectamente, y que van a perderse a
través de los contrafuertes del Etna.

337
Hace unos dieciocho años que existía en Sicilia, principalmente en
Palermo, su capital, una temible asociación de malhechores, ligados entre
sí por una especie de rito francmasónico; contaban con varios miles de
adeptos. El robo y el fraude por todos los medios posibles, tal era el
objetivo de esa Sociedad de la Maffia, a la cual gran número de
comerciantes y de industriales pagaban un tributo anual para que les fuese
permitido ejercer, sin demasiadas contrariedades, su industria o su
comercio.

Por esta época, Sarcany y Zirone (era antes de la conspiración de Trieste)


figuraban entre los principales afiliados de la Maffia, y no de los menos
celosos.

Sin embargo, con el progreso inherente a todas las cosas, con una mejor
administración de las ciudades, si no de los campos, esta asociación
empezó a encontrar dificultades en sus negocios. Los tributos y censos
disminuían. Así es que la mayor parte de los socios se separaron y fueron
a pedir al brigandaje un medio de existencia más lucrativo.

En aquella época el régimen político de Italia acababa de cambiar, a causa


de su unificación Sicilia, como las demás provincias, debió sufrir la suerte
común; se sometió a las nuevas leyes, y muy especialmente al yugo de la
quinta. Surgieron de aquí rebeldes que no querían conformarse a las
leyes, y refractarios que se negaron a servir, toda ella gente sin aprensión
ni escrúpulos, maffissi y otros que por partidas empezaron a explotar las
aldeas.

Zirone estaba precisamente a la cabeza de una de esas partidas, y cuando


la porción de bienes de Matías Sandorf que fue adjudicada a Sarcany,
como precio de su denuncia, hubo desaparecido, ambos volvieron a su
antigua existencia, mientras tanto que una ocasión más propicia se les
presentase.

Esta ocasión se presentó con el casamiento de Sarcany con la hija de


Silas Toronthal.

Sicilia es un país singularmente favorable para las proezas del brigandaje,


aun en la época actual. La antigua Trinacria, en su periferia de setecientos
veinte kilómetros, entre las puntas de ese triángulo que forma, al Nordeste
el cabo Faro, al Oeste el cabo de Marsala y al Sudeste el cabo Péssaro,

338
encierra cordilleras como los Pélores y los Nébrodes, un grupo volcánico
independiente, del Etna, manantiales como Giarella, Cántara y Platani,
torrentes, valles, planicies, ciudades que comunican difícilmente entre sí,
aldeas cuyos accesos son muy estrechos, pueblos perdidos sobre rocas
casi inaccesibles, conventos aislados en las gargantas o en los
contrafuertes, en fin, multitud de refugios en los cuales la soledad es
posible, y una infinidad de caletas, en donde el mar ofrece miles de
ocasiones para huir. Es, en pequeño, el resumen del globo; este pedazo
de tierra siciliana, en donde se encuentra todo lo que constituye el dominio
terrestre, montes, volcanes, valles, prados, ríos, lagos, torrentes, ciudades,
aldeas, caseríos, puertos, caletas, promontorios, cabos, escollos,
rompientes, todo a disposición de una población de cerca de dos millones
de habitantes, repartida en una superficie de veintiséis mil kilómetros
cuadrados.

¿Qué teatro podría estar mejor dispuesto para las operaciones del
bandolerismo? Así es que, a pesar de que el brigante siciliano, lo mismo
que el brigante calabrés, parece como que ya no son de esta época, como
si estuviesen proscriptos, al menos de la literatura moderna; en fin, a pesar
de que ya se empieza a considerar el trabajo como más remunerador que
el robo, es conveniente, sin embargo, que los viajeros no se aventuren sin
tomar antes sus precauciones en ese país querido de Caco y bendecido
por Mercurio.

Con todo, en estos últimos años, la gendarmería siciliana, siempre alerta,


siempre recelosa, había efectuado algunos reconocimientos muy
afortunados a través de las provincias del Este. Varias partidas,
hábilmente copadas, fueron en parte destruidas, entre ellas la de Zirone,
que no contaba sino con unos treinta hombres. De aquí su propósito de
refrescar sus huestes con hombres de distintos países. Sabía
perfectamente que en las tabernas del Manderaggio, que había
frecuentado en otrosí tiempos, se hallaban multitud de bandidos sin
ocupación alguna. He aquí por qué Carpena había ido a La Vallette, y si no
había reclutado más que una docena de hombres, al menos eran de
primer orden.

No hay que maravillarse de ver al español tan lleno de abnegación para


Zirone. El oficio le convenía; pero como era por naturaleza cobarde,
procuraba ponerse lo menos posible delante en las expediciones en que
abundaban los tiros de fusil. Se contentaba con preparar las excursiones,

339
combinar los planes y ejercer el cargo de posadero en esa vivienda de
Santa Grotta, horrorosa caverna perdida en las primeras rampas del
volcán.

Por supuesto que si Sarcany y Zirone conocían de la vida de Carpena todo


lo que tenía relación con el asunto de Andrés Ferrato, Carpena no sabía
nada del asunto de Trieste. Creía simplemente haber entrado en
relaciones con honrados bandidos que ejercían desde hace tiempo «su
comercio» en las montañas de Sicilia.

Zirone y Carpena, durante ese trayecto de ocho millas italianas desde las
rocas de Polifemo hasta Nicolossi, no tuvieron ningún mal encuentro, por
cuanto que ningún gendarme se presentó en su camino. Iban por senderos
bastante ásperos, entre viñas, olivares, naranjos, cidros, en medio de
encinas e higueras de la India. El siciliano y el español atravesaron las
aldeas de San Giovanni y de Tramestieri, a una altura bastante respetable
del nivel mediterráneo.

Hacia las diez y media llegaron a Nicolossi, que es usa aldea situada en la
parte central de un ancho circo, que flanquean al Norte y al Oeste los
conos eruptivos de Mompilieri, de los MonteRossi y de la Serra Pizzutta.

Esta aldea posee seis iglesias, un convento, bajo la advocación de San


Nicolo de Arena, y dos posadas, lo que indica sobre todo su importancia.
Pero ni Zirone ni Carpena tenían nada que ver con estas posadas. Los
aguardaban en la de Santa Grotta, situada a una hora de allí, y a donde
llegaron antes de que sonaran las doce de la noche en Nicolossi.

No dormían en Santa Grotta. Estaban cenando con acompañamiento de


gritos y blasfemias. Allí estaban reunidos los nuevos bandidos de Carpena,
a quienes un individuo de la antigua partida, llamado Benito, hacía los
honores del festín. En cuanto al resto de la partida, como unos cuarenta
montañeses y refractarios, se hallaban en aquellos momentos a unas
veinte millas en el Oeste explotando el reverso opuesto del Etna, y debían
pronto juntarse. No quedaban, pues, en Santa Grotta más que la docena
de malteses reclutados por el español. De todos ellos, Pointe Pescade era
el que más se distinguía en aquel concierto de imprecaciones y de
amenazas. Todo lo observaba, todo lo oía atentamente, de todo tomaba
nota, de manera que no se le olvidase nada de aquello que podría serle
útil. De este modo retuvo una frase que Benito lanzó a sus compañeros
para que no alborotasen tanto, un poco antes de la llegada de Carpena y

340
de Zirone.

—¿Queréis callaros, malteses del demonio? ¡Se os oiría desde Cassona,


donde el comisario central, el amable cuestor de la provincia, ha enviado
un destacamento de carabineros!

Era una amenaza ridícula, puesto que Cassona está muy distante de
Santa Grotta; pero los nuevos bandoleros se imaginaron que sus gritos
podían ser oídos de los carabineros, que son los gendarmes del país.
Bajaron, pues, un tanto el diapasón, sin dejar por eso de seguir empinando
ese vinillo del Etna que Benito les servía en persona, para festejar su
llegada. En suma, estaban todos ellos más o menos borrachos, cuando se
abrió la puerta de la caverna.

—¡Buenos chicos! —exclamó Zirone al entrar—. Carpena ha tenido buena


mano, y veo que Benito ha estado muy acertado.

—Estas buenas gentes se morían de sed —respondió Benito.

—Y como es la más fea de todas las muertes —replicó Zirone


sonriéndose—, has querido evitársela. Me parece bien. Que duerman
ahora. Mañana me presentarás estos chicos.

—¿Por qué hemos de esperar hasta mañana? —preguntó uno de éstos.

—Porque estáis todos borrachos para comprender y obedecer, respondió


Zirone.

—¡Borrachos…! ¡Borrachos…! ¡Por haber vaciado algunas botellas de


vuestro vinillo inofensivo, cuando estamos acostumbrados al aguardiente y
al whisky de las tabernas del Manderaggio!

—¡Eh! ¿Quién es ése que habla? —preguntó Zirone.

—Ése —contestó Carpena.

—¡Eh! ¿Y quién es ése? —preguntó Pointe Pescade a su vez, señalando


al siciliano.

—¡Es Zirone! —contestó el español.

Zirone miró atentamente al joven bandido, cuyo elogio le había hecho

341
Carpena, y que se presentaba con tal descaro. Sin duda encontró que su
fisonomía era inteligente y atrevida, pues hizo una señal de aprobación, y
dirigiéndose luego a Pointe Pescade, le dijo:

—¿Entonces has bebido como los demás?

— Más que ninguno.

—¿Y has conservado tu cabal juicio?

—¡Lástima fuera!

—Oye, pequeño, añadió Zirone; Carpena me ha dicho que podrías tal vez
decirme algo que me interesa.

—¿Gratis…?

—Toma.

Y Zirone le arrojó una moneda, que Pointe Pescade se metió al momento


en el bolsillo de su chaqueta.

—¡Qué listo es! —dijo Zirone.

—¡Mucho! —contestó Pointe Pescade—. ¿Y de qué se trata?

—¿Conoces bien Malta?

—Malta, Italia, la Dalmacia y el Adriático —contestó Pointe Pescade.

—¿Has viajado?

—Mucho; pero siempre por mi cuenta.

—Te aconsejo que no viajes nunca de otro modo, porque cuando es el


Gobierno quien paga…

—Sale demasiado caro —concluyó Pointe Pescade.

—Dices muy bien —replicó Zirone, encantado de este nuevo compañero,


con quien al menos se podía conversar.

—¿Y qué más? —añadió el inteligente mozo.

342
—Y nada más. Dime, Pointe Pescade, en tus numerosos viajes, ¿has oído
hablar alguna vea de cierto doctor Antekirtt?

A pesar de toda su perspicacia, Pointe Pescada no aguardaba ciertamente


semejante pregunta: así es que no acertó a disimular su sorpresa.

¿Cómo era que Zirone, que no estaba en Ragusa durante la estancia de la


Savarena, ni tampoco en Malta durante la estancia del Ferrato, había
podido oír hablar del doctor, y hasta conocía su nombre?

Pero con su viveza natural comprendió inmediatamente que su respuesta


podía procurarle alguna utilidad, y no titubeó en contestar:

—¿El doctor Antekirtt? ¡Oh!, ¡perfectamente…! No se habla más que de él


en todo el Mediterráneo.

—¿Le has conocido?

—¡Jamás!

—¿Pero sabes al menos qué dase de pájaro es?

—Un pobre diablo cien veces millonario, según dicen, que no sale jamás
sin un millón en cada bolsillo de su gabán de viaje, que tiene por lo menos
seis. Un desgraciado que se ve reducido a ejercer la medicina por
pasatiempo, tan pronto en su goleta, tan pronto en un yacht, y que tiene
específicos para las veintidós mil enfermedades con que la naturaleza ha
gratificado al género humano.

Ni un charlatán de profesión podía hacerlo mejor que Pointe Pescade, y su


locuacidad tenía estupefactos a Zirone y a Carpena, quien parecía decir:

—¿Eh? ¡Qué descubrimiento he hecho!

Después de su retahíla, Pointe Pescade encendió un cigarrillo, cuyo humo


caprichoso parecía como que salía a la vez por la nariz, por los ojos y por
las orejas.

—¿Dices, pues, que ese doctor es rico?

—Rico para poder comprar la Sicilia —contestó Pointe Pescade.

343
Y pensando que había llegado el momento de inspirar a Zirone la idea de
ese proyecto cuya ejecución estudiaba, añadió:

—Y mirad —dijo—, capitán Zirone: si yo no he conocido a ese doctor


Antekirtt, he visto al menos uno de sus yachts, pues se cuenta que posee
toda una flotilla para sus excursiones por mar.

—¿Uno de sus yachts?

—Sí, su Ferrato. Un buque magnífico, que me convendría de lo lindo para


hacer excursiones en la bahía de Nápoles con una o dos muchachas
guapas.

—¿En dónde has visto ese yacht?

—En Malta —contestó Pointe Pescade.

—¿Y cuándo?

—Anteayer, en La Vallette. Cuando nos embarcábamos con nuestro


sargento Carpena, estaba aún anclado en el puerto militar. Pero se decía
que iba a partir veinticuatro horas después que nosotros.

—¿Para dónde?

—Pues precisamente para Sicilia, con destino a Catania.

—¿A Catania? —contestó Zirone.

Esta coincidencia entre la marcha del doctor Antekirtt y el aviso que había
recibido de desconfiar de él, no podía menos de aumentar las sospechas
del compañero de Sarcany.

Pointe Pescade comprendió que cierto secreto pensamiento se agitaba en


el cerebro de Zirone; pero ¿cuál podía ser? No pudiendo adivinarlo,
resolvió seguir indagando.

Así es que cuando Zirone dijo:

—¿Qué tendrá que hacer en Sicilia ese doctor del diablo, y precisamente
en Catania?

344
—¡Eh! ¡Por Santa Ágata! ¡Viene para visitar la ciudad! ¡Viene para hacer la
ascensión del Etna! ¡Viene para viajar, como rico que es!

—¡Pointe Pescade —dijo Zirone, a quien asaltaba cierta duda de vez en


cuando; tienes trazas de saber mucho respecto de la vida de ese
personaje!

—Creo que sé lo bastante…

—¿Qué quieres decir con eso?

—Que si el doctor Antekirtt, como es verosímil suponer, viene a pasearse


por nuestras tierras, será preciso que su excelencia nos pague un buen
derecho de pasaje.

— ¿De veras? —respondió Zirone.

—Y si no le cuesta más que un millón o dos, podrá darse por satisfecho.

—¡Muy ambicioso eres!

—¡Y si no, Zirone y sus amigos serán unos solemnes imbéciles!

—Bien —dijo Zirone sonriéndose—. Ahora puedes ir a descansar.

—Esto me acomoda, capitán —contestó Pointe Pescade—; pero desde


ahora os puedo decir con lo que voy a soñar.

—¿Con qué?

—¡Con los millones del doctor Antekirtt! ¡Sueños de oro!

Y sin más, después de haber apurado su cigarrillo, Pointe Pescade se


dirigió al lugar en que se hallaban sus compañeros, y Carpena se metió en
su cuarto.

El muchacho, en lugar de dormir, se puso a reflexionar acerca de lo que


acababa de hacer y de decir.

Desde el momento en que Zirone le hubo hablado, con gran sorpresa


suya, del doctor Antekirtt, ¿había él obrado en provecho de los intereses
que le estaban confiados? Júzguese.

345
Al llegar a Sicilia, el doctor esperaba encontrar a Sarcany, y caso de que
estuviesen juntos, a Silas Toronthal, lo que era muy posible, puesto que
ambos habían abandonado Ragusa. A falta de Sarcany, contaba con la
ayuda de su compañero para apoderarse de Zirone, y luego, por
recompensa o por amenaza, conseguir que le dijera dónde se encontraban
Sarcany y Silas Toronthal. Tal era su plan. He aquí cómo trataba de
ejecutarlo.

Durante su juventud, el doctor había visitado varias veces la Sicilia, y muy


particularmente la provincia del Etna. Conocía los diversos caminos que
toman los ascensionistas, de los cuales el más favorecido pasa al pié de
una casa edificada en el nacimiento del cono central, y que se llama la
casa de los ingleses, «Casa Inglesa».

Ahora bien; en aquellos momentos la partida de Zirone, reforzada con la


gente que Carpena trajo de Malta, recorría el campo en las pendientes del
Etna. Era: por lo tanto, seguro que la llegada de un personaje tan famoso
como el doctor Antekirtt produciría en Catania su natural efecto. Como era
también seguro que el doctor permitiría que se anunciase ostensiblemente
su intención de efectuar la ascensión del Etna, era no menos probable que
Zirone tendría conocimiento de esto, sobre todo ayudado por Pointe
Pescade. El lector ha visto que fue muy fácil abordar esta conversación,
puesto que fue Zirone quien interrogó o Pointe Pescade, respecto al citado
doctor.

Véase ahora qué lazo iba a tenderse a Zirone, y en el cual había mil
probabilidades de que fuese cogido.

La víspera del día en que el doctor debía efectuar la ascensión del volcán,
doce hombres del Ferrato, bien armados, se dirigirían secretamente a la
Casa Inglesa. Al día siguiente, acompañado de Luigi, de Pedro y de un
guía, el doctor abandonaría a Catania y seguiría el camino habitual, de
modo de poder llegar a la Casa Inglesa a las ocho, con el objeto de pasar
la noche. Esto es lo que hacen los turistas que quieren presenciar la salida
del sol desde lo alto del Etna, en las montañas de la Calabria.

Es indudable que Zirone, inducido por Pointe Pescade, trataría de


apoderarse del doctor Antekirtt, creyéndose que no tendría que vérselas
más que con él y con dos compañeros. Ahora bien; al llegar a la Casa
Inglesa, sería recibido por los marineros del Ferrato y no sería posible
resistencia alguna.

346
Conociendo Pointe Pescade este plan, se había aprovechado de las
circunstancias para inculcar en el ánimo de Zirone la idea de apoderarse
del doctor Antekirtt, rica presa a quien podría sin escrúpulo imponer un
fuerte rescate. Además, puesto que debía desconfiarse de este personaje,
¿no era mejor apoderarse de él aunque tuviera que perder el precio de su
rescate? Zirone se decidió por esto, aguardando nuevas instrucciones de
Sarcany. Pero para tener mayores seguridades de acierto, y no pudiendo
disponer de su partida, que además se hallaba incompleta, contaba llevar
a cabo la expedición con los malteses de Carpena, lo que después de todo
no podía inquietar a Pointe Pescade, por cuanto que esta docena de
malhechores saldría mal librada en su encuentro con la gente del Ferrato.

Pero Zirone tenía por costumbre no fiar nada al azar; puesto que, según
aseguraba Pointe Pescade, el yacht debía llegar al día siguiente,
abandonó desde muy temprano la vivienda de Santa Grotta y se encaminó
a Catania. No siendo conocido, podía ir sin temor alguno.

Hacía ya algunas horas que el yacht había llegado, habiéndose colocado,


no cerca de los mueles, siempre obstruidos con tantos buques, sino en el
fondo de una especie de antepuente entre el dique del Norte y un enorme
montón de lavas negruzcas que la erupción de 1669 arrojó hasta el mar.

Desde el amanecer, Cap Matifou y once hombres de la tripulación, al


mando de Luigi, habían desembarcado en Catania, y luego
separadamente: se habían dirigido hacia la Casa Inglesa.

Zirone no supo nada de este desembarco, y como el Ferrato estaba


anclado a un cable de tierra, no pudo ni aun observar lo que ocurría a
bordo.

Hacia las seis de la tarde, una ballenera trajo al muelle a dos pasajeros del
yacht. Eran el doctor y Pedro Bathory, que se dirigieron por la Vía
Stesicoro y la Strada Etna, hacia la villa Bellini, admirable jardín público,
uno de los más hermosos de Europa tal vez, con sus espesos bosquecillos
de flores, sus parterres, sus terrazas llenas de sombra, sus grandes
árboles, sus aguas corrientes y su soberbio volcán empenachado de
vapores que se ostenta en su horizonte.

Zirone siguió a los dos pasajeros, no dudando que uno de ellos fuese
precisamente el doctor Antekirtt. Se arregló de modo de poder acercarse a

347
ellos, en medio de aquel gentío atraído por la música a la villa de Bellini.
Pero no pudo conseguirlo sin que el doctor y Pedro notasen aquel
espionaje y se fijasen en el semblante sospechoso de Zirone. Si era él,
pensaban aquéllos, la ocasión no podía ser más propicia para seguirle,
tendiendo el lazo que proyectaban.

Así es que, hacia las once de la noche, a tiempo en que los dos iban a
abandonar el jardín para volver a bordo, el doctor, contestando a Pedro,
decía en alta voz:

—Sí, queda convenido. Marcharemos mañana, e iremos a dormir a la


Casa Inglesa.

Sin duda el espía supo lo que deseaba saber, puesto que momentos
después desapareció.

FIN DE LA TERCERA PARTE

348
Cuarta parte

349
I. La Casa inglesa
Al día siguiente, hacia la una de la tarde, el doctor y Pedro Bathory se
preparaban a dejar el yacht.

La ballenera recibió sus aparejos; pero antes de desembarcar, el doctor


recomendó al capitán Kostrik que estuviera a la mira de la llegada del
Eléctrico 2, que se aguardaba de un momento a otro, y dirigirlo hacia los
Farraglioni, por otro nombre las rocas de Polifemo. Si el plan no fracasaba;
si Sarcany, o por lo menos Zirone y Carpena, caían prisioneros, era
necesario que esa embarcación estuviese pronta para transportarlos a
Antekirtta, en donde el doctor quería tener en su poder a los traidores de
Trieste y de Rovigno.

La ballenera recorrió rápidamente el trayecto, llegando al pie de la


escalera de uno de los muelles de Catania. El doctor Antekirtt y Pedro iban
vestidos como convenía a unos ascensionistas, obligados a arrostrar una
temperatura que puede descender a siete u ocho grados bajo cero cuando
el nivel del mar se eleva a más de treinta grados. Un guía que tomaron en
la sección del Club Alpino (17, vía Lincoln), les aguardaba con caballos,
que después serán reemplazados en Nicolossi por excelentes mulas de
andar seguro, e infatigables.

La villa de Catania, cuya anchura es bastante mediana si se la compara


con su longitud, fue recorrida rápidamente. Nada indicó al doctor que fuera
espiado y seguido. Pedro y él, después de tomar el camino de Belvedere,
empezaron a subir las primeras pendientes del Etna, a las cuales los
sicilianos dan el nombre de Mongibello, y cuyo diámetro no mide menos de
veinticinco millas.

El camino era naturalmente accidentado y tortuoso. Se desviaba con


frecuencia, para evitar las corrientes de lava, las rocas basálticas, cuya
solidificación se remonta a millones de años, barrancos que la primavera
transforma en torrentes impetuosos; todo esto, en medio de una región
poblada de árboles, olivos, naranjos, algarrobos, fresnos y viñedos.

Era la primera de las tres zonas que forman os diversos tramos del volcán,

350
ese «monte del horno,» traducción del vocablo Etna por los fenicios; ese
«clavo de la tierra» y esa «columna del cielo,» para los geólogos de una
época en que no existía aún la ciencia geológica.

Después de las dos, durante una parada de algunos minutos, más


necesaria para las caballerías que para los jinetes, el doctor y Pedro
pudieron contemplar a sus pies toda la ciudad de Catania, esa soberbia
rival de Palermo que no cuenta con menos de ochenta y cinco mil almas.
Primeramente la línea de sus principales calles, abiertas paralelamente a
los muelles, las torres y los campanarios de sus cien iglesias, sus
numerosos y pintorescos conventos, sus casas de un estilo bastante
pretencioso del siglo XVII, todo ello encerrado en la más elegante cintura
de árboles frondosos que jamás ciudad alguna ha anudado alrededor de
su talle. Luego, más hacia adelante, el puerto, al cual el Etna se ha
encargado de construir diques naturales, después de haberle, en parte,
cegado en aquella espantosa erupción de 1669, que destruyó catorce
ciudades y aldeas y ocasionó dieciocho mil víctimas, arrojando sobre el
campo más de mil millones de metros cúbicos de lava.

Por lo demás, si el Etna está menos agitado en el siglo XIX, ha adquirido


con justicia algún derecho al reposo. Se cuentan efectivamente más de
treinta erupciones desde la Era cristiana. Cuando Sicilia no ha sucumbido
a ninguna de ellas, es una prueba de que su armazón es sólido. Es preciso
observar, además, que el volcán no tiene un cráter permanente. Cambia
de ellos a su antojo. La montaña revienta en el sitio en que le sale uno de
esos abscesos ignívomos, por los cuales se derrama toda la materia lávica
acumulada en sus flancos. De aquí esa gran cantidad de pequeños
volcanes, los Monte Rossi, doble montaña formada en tres meses, a ciento
treinta y siete metros de altura, por las arenas y escorias de 1669;
Frumento, Simoni, Stornello, Crisineo, semejantes a unas torrecillas
alrededor de una cúpula de catedral, sin contar esos cráteres de
1809,1811, 1829, 1838, 1852, 1865 y 1878, cuyos embudos agujerean los
flancos del cono central coma alvéolos de colmena.

Después de atravesar el caserío de Belvedere, el guía tomó una senda


más corta, con el objeto de llegar antes al camino de Tramestieri, cerca del
de Nicolossi. Era la primera zona cultivada que se extiende casi hasta esa
aldea, a dos mil veinte pies de altura. Serían las cuatro de la tarde cuando
se divisó a Nicolossi, sin que los excursionistas hubiesen tenido un mal
encuentro en los quince kilómetros que le separaban de Catania, ni en

351
lobos, ni en vena dos. Había aún veinte kilómetros que recorrer antes de
llegar a la Casa Inglesa.

—¿Cuánto tiempo quiere permanecer aquí vuestra excelencia? —preguntó


el guía.

—Lo menos posible —contestó el doctor—, pues quiero llegar esta noche
a las nueve.

—¿Entonces, cuarenta minutos?

—Bien, cuarenta minutos.

Tiempo suficiente para hacer una buena comida en uno de los dos
paradores de la ciudad, que ponen una vez más de manifiesto la
reputación culinaria de las viviendas de Sicilia. Dicho sea esto en honor de
los tres mil habitantes de Nicolossi, incluso los mendigos que por allí
pululan. Un pedazo de cabrito, frutas, uvas, naranjas y granadas, vino de
San Plácido, cosechado en las inmediaciones de Catania; hay muchas
ciudades en Italia en las cuales un posadero se vería muy comprometido
para ofrecer otro tanto.

Antes de las cinco, el doctor, Pedro y el guía, montados en sus mulas,


trepaban por el segundo tramo del bosquecillo de la zona forestal. No
quiere esto decir que los árboles sean muy numerosos, pues los leñadores
trabajan aquí, como en todas partes, para destruir los antiguos y
espléndidos bosques, que quedarán dentro de poco en estado de recuerdo
mitológico. Sin embargo, aquí y allí, por ramos o por grupos, a lo largo de
las costeras de lavas, en los bordes de los precipicios, brotan todavía
hayas, robles, higueras, y después, en una región un poco más elevada,
pinos y álamos blancos. Hasta las mismas cenizas, mezcladas con alguna
tierra vegetal, producen en abundancia helechos, fresnillos y malvas,
cubriéndose de una alfombra de musgo.

Hacia las ocho de la noche, el doctor y Pedro se hallaban ya a esa altura


de tres mil metros que forma próximamente el límite de las nieves eternas:
sobre los flancos del Etna son bastante abundantes para abastecer a Italia
y a Sicilia.

Ésta es la región de las lavas negras, de las cenizas, de las escorias, que
se extienden más allá de una inmensa grieta; el vasto circo elíptico del

352
Valle del Bove.

Delante se levantaba el cono propiamente llamado del volcán, en donde


algunos fanerógamos formaban aquí y allá hemisferios de verdura. Esta
gibosidad central, que es toda una montaña (Pelion sobre Ossa), redondea
su cima a una altura de tres mil trescientos dieciséis metros sobre el nivel
del mar.

Ya el suelo se estremecía bajo los pies. Vibraciones provocadas por ese


trabajo plutónico que fatiga incesantemente al volcán, se sentían bajo las
capas de nieve. Algunos vapores sulfurosos del penacho que el viento
encorvaba hasta el orificio del cráter, descendían hasta la base del cono, y
una granizada de escorias, parecidas al cok incandescente, caían sobre la
alfombra blanquecina, en donde se apagaban silbando.

La temperatura era entonces muy fría (algunos grados bajo cero), y la


dificultad de respirar muy sensible, a causa de la rarefacción del aire. Los
ascensionistas habían tenido que embozarse en sus capotes de viaje.

Una brisa templada que atravesaba la montaña, se impregnaba de copos


arrancados al suelo, que formaban remolinos en el espacio. Desde esta
altura se podía observar, debajo de la boca ígnea en donde se formaba un
conjunto de llamas, otros cráteres secundarios, estrechas solfataras o
pozos sombríos, en el fondo de los cuales bramaban las llamas
subterráneas. Oíase luego un rugido continuo, con crescendos de
huracán, como hubiera acontecido con una inmensa caldera cuyo vapor
recalentado hubiese levantado las válvulas. No se preveía, sin embargo,
ninguna erupción, y toda esta cólera interna no se traducía sino por los
rugidos del cráter superior y la eructación de las aberturas volcánicas que
agujereaban el cono.

Eran entonces las nueve de la noche. El cielo resplandecía con millares de


estrellas que la débil densidad de la atmósfera a aquella altura hacía brillar
aún más. El creciente de la luna se perdía al Oeste, en las aguas del mar
Eólico. Sobre una montaña que no hubiese sido up volcán en actividad, la
tranquilidad de esa noche habría sido sublime.

—Ya debemos haber llegado —dijo el doctor.

—Ésa es la Casa Inglesa —contestó el guía. Y señaló un trozo de muro


taladrado por dos ventanas y una puerta, que su orientación había

353
protegido de la nieve, a unos cincuenta pasos hacia la izquierda, o sea a
cuatrocientos veintiocho metros debajo de la cima del cono central. Era la
casa construida en 1811 por unos oficiales ingleses sobre una meseta
llamada Piano del Lago.

Esta casa, que llaman también la Casa Etnea, después de haberse


conservado largo tiempo a expensas de Mr. Gemellazo, hermano del sabio
geólogo de este apellido, acababa de ser restaurada bajo los auspicios del
Club Alpino. No lejos veíanse entre las tinieblas algunas ruinas de origen
romano, a las cuales se ha dado el nombre de Torre de los Filósofos.
Según la leyenda, desde allí Empédocles se precipitó en el cráter. En
verdad que se necesita una buena dosis de filosofía para soportar ocho
días de soledad en ese lugar, y se comprende el acto del célebre filósofo
de Agrigento.

Sin embargo, el doctor Antekirtt, Pedro Bathory y el guía se habían dirigido


hacia la Casa Inglesa. Una vez allí, llamaron a la puerta, que se abrió en
seguida.

Momentos después se encontraron rodeados de su gente. Esta Casa


Inglesa se compone tan sólo de tres cuartos, con mesa, sillas y utensilios
de cocina; pero es lo bastante para que los ascensionistas del Etna
puedan descansar después de haber llegado a una altura de dos mil
ochocientos ochenta y cinco metros.

Hasta entonces Luigi, temeroso que se pudiera sospechar de la presencia


de su pequeña partida, no había querido encender lumbre, a pesar de que
el frío era inmenso; pero ahora va no era preciso tomar semejante
precaución, puesto que Zirone sabía que el doctor debía pasar la noche en
la Casa Inglesa. No tardaron en quemar algunos leños, con lo cual pronto
quedó calentado el cuarto.

Sin embargo, el doctor, llamando aparte a Luigi, le preguntó si no había


ocurrido algún incidente desde su llegada.

—Ninguno —contestó Luigi—. Temo tan sólo que nuestra presencia aquí
no sea tan secreta como hubiéramos deseado.

—¿Y por qué?

—Porque desde Nicolossi, si no me engaño, nos ha seguido un hombre,

354
que ha desaparecido un poco antes que hubiésemos llegado a la base del
cono.

—¡Efectivamente sería deplorable, Luigi! Esto podría quitar a Zirone las


ganas de venir a sorprenderme. ¿Y desde la caída de la tarde nadie ha
rondado alrededor de la Casa Inglesa?

—Nadie, señor doctor —contestó Luigi—. He tenido hasta la precaución de


registrar las ruinas de la Torre de los Filósofos; están absolutamente
vacías.

—Esperemos, pues, Luigi; pero es preciso que un hombre esté


constantemente vigilando la puerta. Puede verse de lejos, puesto que la
noche es clara, e importa mucho que no seamos sorprendidos.

Las órdenes del doctor fueron ejecutadas, y cuando hubo tomado aliento
delante dé la lumbre, su gente se acostó sobre la paja en torno suyo.

No obstante, Cap Matifou se había aproximado al doctor y le miraba sin


atreverse a hablarle; pero era fácil comprender lo que le atormentaba.

—¿Tú quieres saber lo que se ha hecho de Pointe Pescade? ¡Paciencia…!


Pronto vendrá, a pesar de que está ahora muy expuesto a ser capturado…

—¡No hay temor! —añadió Pedro, que quiso tranquilizar a Cap Matifou
sobre la suerte de su joven compañero.

Transcurrió una hora sin que nada hubiese venido a turbar la profunda
soledad alrededor del cono central. Ninguna sombra había aparecido en la
escarpa blanca, más allá del Piano del Lago. De aquí una impaciencia y
hasta una inquietud que el doctor y Pedro no podían dominar. Si por
desgracia Zirone había sabido la presencia del pequeño destacamento,
jamás se expondría a atacar la Casa Inglesa. Hubiera sido un golpe en
vago. Y sin embargo, era preciso apoderarse de ése cómplice de Sarcany,
ya que no de éste, y arrancarle sus secretos.

Un poco antes de las diez la detonación de un arma de fuego se hizo oír a


una media milla debajo de la Casa Inglesa.

Todos salieron, miraron, pero no vieron nada sospechoso.

—¡Pues ha sido un tiro de fusil! —dijo Pedro.

355
—Tal vez algún cazador de águilas o de venados que estaba en acecho
en la montaña —contestó Luigi.

—Entremos —añadió el doctor—, y no nos expongamos a ser vistos.

Entraron en la Casa Inglesa.

Diez minutos después el marinero que vigilaba a la puerta entró


precipitadamente.

—¡Alerta! —gritó—. He creído descubrir…

—¿Varios hombres? —preguntó Pedro.

—¡No, uno solo!

El doctor, Pedro, Luigi y Cap Matifou se precipitaron a la puerta, teniendo


cuidado de permanecer en la sombra.

Un hombre, que corría como una cabra, trepaba por las antiguas layas que
conducen a la meseta; se hallaba solo, y después de dar algunos brincos,
caía en los brazos que se habían abierto para recibirle: los brazos de Cap
Matifou.

—¡Pronto…! ¡Pronto…! ¡Alerta, señor doctor! —exclamó el joven.

En un abrir y cerrar de ojos todos se precipitaron dentro de la Casa


Inglesa, cuya puerta se cerró en seguida.

—¿Y Zirone? —preguntó el doctor—. ¿Qué se ha hecho…? ¿Has podido


separarte de él?

—¡Sí…! ¡Para preveniros!

—¿No viene detrás?

—Dentro de veinte minutos estará aquí.

—Mejor.

—No, tanto peor… Yo no sé cómo ha sabido que os habíais hecho


preceder de una docena de hombres…

356
—Sin duda por ese montañés que nos ha espiado —dijo Luigi.

—Lo cierto es que lo sabe —contestó Pointe Pescade—, y ha


comprendido que le tendíais un lazo.

—Que venga, pues —contestó Pedro.

—Ya viene, señor Bathory. Pero es el caso que a esa docena de malteses
se ha incorporado el resto de la partida que ha llegado esta mañana a
Santa Grotta.

—En resumidas cuentas, ¿cuántos bandidos son en todo? —preguntó el


doctor.

—Unos cincuenta —contestó Pointe Pescade.

La situación del doctor y de su gente, compuesta tan sólo de once


marinos, de Luigi, Pedro, Cap Matifou y de Pointe Pescade ¡dieciséis
contra cincuenta! era muy comprometida. De todos modos, si había que
tomar alguna decisión, era preciso que fuese en seguida, pues era
inminente el peligro.

Pero ante todo, el doctor quiso oír de labios de Pointe Pescade todo lo que
había ocurrido, y he aquí lo que supo:

Aquella misma mañana, Zirone había regresado de Catania, donde hubo


pasado la tarde y la noche últimas, y, por supuesto, fue él a quien el doctor
vio rondar por los jardines de la villa Bellini. Cuando regresó al parador de
Santa Grotta, encontró un montañés que le informó que una docena de
hombres que venían de distintas direcciones, ocupaban la Casa Inglesa.

No se necesitó más para que Zirone comprendiese la situación. No era él


quien tendía un lazo al doctor Antekirtt, de quien le decían que
desconfiase; era el doctor, quien iba a tenderle a él el lazo. Pointe
Pescade insistió, sin embargo, para que Zirone se dirigiese a la Casa
Inglesa, asegurándole que sus malteses vencerían fácilmente a la gente
del doctor; pero Zirone permaneció indeciso acerca de lo que debía hacer,
y hasta la insistencia de Pointe Pescade le pareció tan singular, que dio
orden de que se le vigilase, lo cual el joven acróbata notó bien pronto.

En suma, que es probable que Zirone hubiera renunciado a apoderarse del

357
doctor con tan inciertas probabilidades, si su partida no hubiese venido a
su encuentro a las tres de la tarde. Entonces, teniendo unos cincuenta
hombres a sus órdenes, ya no titubeó, y toda la gente, abandonando las
viviendas de Santa Grotta, se dirigió a la Casa Inglesa.

Pointe Pescade comprendió que el doctor y los suyos estaban perdidos si


no les prevenía a tiempo para que pudiesen escaparse, o por lo menos
estar a la defensiva. Esperó, pues, a que la partida de Zirone estuviera
cerca de la Casa Inglesa, cuya posición ignoraba. La luz que distinguió por
fin le permitió conocer aquélla hacia las nueve, cuando se hallaba a menos
de dos millas, en las pendientes del cono. Pointe Pescade apretó el paso
en dirección a la casa. Un tiro de fusil que le disparó Zirone, el que se oyó
desde la Casa Inglesa, no le alcanzó. Con su agilidad de clown pudo
ponerse en salvo, y he aquí cómo llegó al término de su destino veinte
minutos, a lo sumo, antes que Zirone.

Terminada esta relación, el doctor dio un apretón de manos al arrojado e


inteligente muchacho, en agradecimiento de lo que acababa de hacer; en
seguida se discutió acerca del partido que convenía tomar.

Abandonar la Casa Inglesa, efectuar una retirada en medio de la noche en


aquel sitio, cuyos senderos y refugios conocían Zirone y su gente, era
exponerse a una completa derrota. Aguardar en aquella casa a que
amaneciera; parapetarse, defenderse como en un bloqueo, era cien veces
mejor. Cuando fuese de día, si era posible ponerse en marcha, al menos
se verificaría en plena luz, y no iría uno a ciegas por esas pendientes, a
través de los precipicios y de las solfataras. Así, pues, permanecer allí y
resistir, tal fue la decisión que se tomó. Los preparativos de defensa
comenzaron en seguida.

Primeramente, las dos ventanas con sus maderas de la Casa Inglesa,


quedaron herméticamente cerradas. Se improvisaron unas cañoneras, y
cada hombre, provisto de un fusil, tenía veinte cartuchos. El doctor, Pedro
y Luigi con sus revólveres podían, en un momento dado, prestarles ayuda.
Cap Matifou no tenía más armas que sus brazos, y Pointe Pescade sus
manos. Tal vez no eran los que peor armados estaban.

Transcurrieron cerca de cuarenta minutos sin que se hubiese hecho


ninguna tentativa de ataque. Sabiendo Zirone que el doctor, prevenido por
Pointe Pescade, no podía ser sorprendido, ¿habría renunciado a sus
proyectos de ataque? No obstante, cincuenta hombres a sus órdenes, con

358
la ventaja que debía procurarle el conocimiento del terreno, ponía grandes
probabilidades de su parte.

De pronto, a cosa de las once, el marinero de guardia entró


precipitadamente para anunciar que se acercaba una partida de hombres,
la cual se diseminaba para rodear la Casa Inglesa por tres puntos distintos.

Reconocida esta maniobra, se cerró la puerta, se construyó una barricada


delante de ella, y cada marinero se colocó en su puesto, con la
recomendación de no disparar sino a golpe certero.

Sin embargo, Zirone y los suyos avanzaban lentamente, con gran


prudencia, desfilando detrás de las rocas, con el propósito de apoderarse
de la cresta del Piano del Lago. En esta cresta se hallaba acumulada gran
cantidad de basalto, destinada sin duda a preservar la Casa Inglesa de la
invasión de las nieves durante las tormentas del invierno. Dueños de esta
meseta, los sitiadores podían más fácilmente lanzarse contra la casa,
echar la puerta abajo y las ventanas, y apoderarse del doctor y de toda la
gente.

De pronto se oyó una detonación: un hombre cayó mortalmente herido.


Los sitiadores dieron instantáneamente algunos pasos hacia atrás, y se
escondieron detrás de las rocas; pero poco a poco, y aprovechándose de
las irregularidades del terreno, Zirone los condujo al pie mismo del Piano
del Lago.

Esta operación no se efectuó sin que una docena de tiros hubiese


eliminado la techumbre de la Casa Inglesa, y sin que otros dos de los
sitiadores cayesen al suelo.

El grito de asalto fue entonces lanzado por Zirone. A costa de nuevos


heridos, toda la partida se precipitó sobre la Casa Inglesa. La puerta fue
acribillada a balazos, y dos marineros heridos, pero no gravemente,
tuvieron que echarse a un lado.

La lucha fue entonces terrible. Con sus picas y sus hachas los sitiadores
consiguieron destruir la puerta y una de las ventanas. Era necesario
efectuar una salida para rechazarlos, en medio de una fusilería espantosa
de uno y otro lado; a Luigi le atravesaron el sombrero de un balazo, y
Pedro, sin la intervención de Cap Matifou, habría muerto a manos de uno
de los bandidos.

359
Durante esta salida, Cap Matifou se mostró terrible. Más de veinte veces le
apuntaron, y otras tantas salió ileso. Si Zirone salía vencedor, la suerte de
Pointe Pescade era conocida, y esta idea le daba nueva fuerza y valor.

Ante tamaña resistencia, los sitiadores tuvieron que retroceder por


segunda vez. El doctor y los suyos pudieron entrar de nuevo en la Casa
Inglesa y darse cuenta de la situación.

—¿Cuántas municiones nos quedan? —preguntó.

—De diez a doce cartuchos por hombre —respondió Luigi.

—¿Y qué hora es?

—Las doce escasas.

Faltaban cuatro horas para que amaneciera. Era necesario escasear las
municiones, a fin de proteger la retirada en los primeros albores de la
mañana.

Pero ¿cómo impedir una nueva intentona, si Zirone y su gente daban otra
vez un asalto a la Casa Inglesa?

Y esto es lo que hicieron precisamente, después de un cuarto de hora de


respiro, durante el cual retiraron sus heridos.

Entonces los bandidos, rabiosos ante tan grande resistencia, ciegos de


furor al ver a cinco o seis de los suyos fuera de combate, treparon como
gamos hasta la cresta de la meseta.

No se les disparó ni un tiro de fusil durante esta segunda tentativa, lo que


justificaba para Zirone, y no le faltaba la razón, que las municiones
empezaban a escasear entre los sitiados.

Púsose al frente de la partida para dar un segundo asalto. La idea de


apoderarse de un personaje cien veces millonario era muy a propósito, hay
que convenir en ello, para excitar el apetito de semejantes malhechores.

Era Pointe Pescade.

Tal fue su denuedo esta vez, que echaron abajo la puerta y la ventana, y

360
hubieran tomado la casa por asalto, si una nueva descarga a quemarropa
no hubiera matado a cinco o seis. Tuvieron que retroceder de nuevo al pió
de la meseta, no sin que dos de los marineros hubiesen sido heridos de
bastante gravedad.

Cuatro o cinco cartuchos era todo lo que les quedaba a los defensores de
la Casa Inglesa. En estas condiciones, la retirada, aun en pleno día, se
hacía casi imposible. Conocían que estaban perdidos si no les llegaba
algún socorro; pero ¿de dónde habría de venir ese socorro?

Desgraciadamente no podía contarse con que Zirone y sus compañeros


renunciasen a su empresa. Eran cerca de cuarenta todavía, resueltos y
bien armados. Sabían que pronto los sitiados dejarían de contestar a su
tiroteo, y volvieron a la carga.

Pero de pronto cayeron unos enormes pedazos de piedra sobre los


invasores, matando a tres de éstos.

Cap Matifou acababa de arrojar rocas de basalto desde la cresta del Piano
del Lago. Pero este medio de defensa no era suficiente. Era, pues, preciso
sucumbir o hacer todo lo posible porque viniese algún socorro de fuerza.

Pointe Pescade tuvo entonces una idea que no quiso comunicar al doctor,
porque tal vez no le habría dado su consentimiento para llevarla a cabo,
pero que comunicó a Cap Matifou.

Sabía, por lo que había oído en la caverna de Santa Grotta, que en


Cassona había un destacamento de gendarmería. Para ir a aquel punto
sólo se necesitaba una hora, y otra para volver. ¿No sería posible ir a
prevenir a los gendarmes? Sí, pero a condición de atravesar por entre los
sitiadores hasta poderse dirigir hacia el Oeste.

—¡Pues es preciso que yo atraviese, y lo conseguiré! ¡Qué diablos! ¡Es


uno clown o no!

Puso en conocimiento de Cap Matifou el medio que se proponía emplear


para ir en busca de los gendarmes.

—Pero… —dijo Cap Matifou—; te expones…

—No importa.

361
Oponerse a una determinación de Pointe Pescade, ya sabía Cap Matifou
que era inútil.

Ambos se dirigieron, pues, hacia la derecha de la Casa Inglesa, a un sitio


en que la nieve se hallaba acumulada en gran cantidad.

Diez minutos después, mientras la lucha continuaba por ambos lados, Cap
Matifou reapareció, empujando por delante una inmensa bola de nieve que
lanzó hacia donde estaban los invasores.

La bola se abrió y salió de ella un ser viviente, despierto y bastante


audaz…

Era Pointe Pescade. Encerrado en ese promontorio de nieve endurecida,


había tenido el valor de dejarse lanzar por los espacios, exponiéndose a
ser arrojado en algún precipicio. Libre ya, se dirigió por el camino más
corto hacia Cassona.

En aquel momento, no viendo el doctor a Pointe Pescade, y temiendo que


estuviese hondo, le llamó.

—¡Se fue! —dijo Cap Matifou.

—¿Adónde?

—A buscar auxilios.

—¿Y cómo?

—¡Dentro de una bola!

Cap Matifou refirió lo que Pointe Pescade acababa de hacer.

—¡Ah! ¡Valiente chico! —exclamó el doctor—. ¡Valor, amigos, valor…!


¡Esos bandidos no se apoderarán de nosotros!

Y los pedazos enormes de rocas continuaban lloviendo sobre los


sitiadores; pero este nuevo medio de defensa no tardó en agotarse como
los demás.

Sobre las tres de la madrugada, el doctor, Pedro, Luigi y Cap Matifou,


seguidos de su gente y llevándose sus heridos, debieron evacuar la casa,

362
que cayó en poder de Zirone. Veinte de sus compañeros habían muerto, y
sin embargo, aventajaba en número a sus contrarios. Así es que éstos no
pudieron efectuar su retirada sino trepando por las faldas del cono central,
ese montón de lava, escorias y cenizas cuya cúspide era un cráter, es
decir, un abismo de fuego.

Todos se refugiaron en esas faldas, sin embargo, curándose sus heridas.


De trescientos metros que mide el cono, traspasaron doscientos cincuenta
en medio de esos vapores sulfurosos que el viento dirigía sobre ellos.

Empezaba a despuntar el día, y ya la cresta de las montañas de Calabria


se llenaba de medias tintas luminosas por encima de la cresta oriental del
Estrecho de Messina.

Pero en la situación en que se hallaban el doctor y los suyos, la aparición


del día no era ya una probabilidad más de salvación para ellos. Tenían que
seguir batiéndose en retirada, usar sus últimas balas y hasta los últimos
pedazos de rocas que Cap Matifou arrojaba con un vigor sobrehumano.
Debían pues, juzgarse perdidos, cuando se oyeron unos tiros de fusil en la
base del cono.

Hubo un momento de indecisión entre los bandidos, hasta que de pronto


todos huyeron a la desbandada.

Habían reconocido los gendarmes que llegaban de Cassona, con Pointe


Pescade a su cabeza.

El valeroso muchacho no tuvo ni aun necesidad de ir hasta aquel pueblo.


Como los gendarmes habían oído los tiros de fusil, se pusieron en marcha.
Pointe Pescade los condujo tan sólo hacia la Casa Inglesa.

Entonces el doctor y sus compañeros tomaron la ofensiva. Cap Matifou


hizo proezas hasta precipitarse sobre Zirone.

—¡Bravo, mi Cap, bravo! —exclamó Pointe Pescade al llegar—. ¡Duro con


él…! ¡La lucha, señores, la lucha entre Zirone y Cap Matifou!

Zirone oyó estas palabras, y con la mano que aún le quedaba libre,
disparó su revólver sobre el muchacho.

Pointe Pescade cayó al suelo.

363
Una escena espantosa tuvo lugar entonces. Cap Matifou se había
apoderado de Zirone y le arrastraba por el cuello, sin que este miserable, a
medio estrangular, pudiera defenderse.

En vano el doctor, que quería que se lo entregaran vivo, gritaba para que
no lo matase. En vano Pedro y Luigi trataron de oponerse al furor de
Matifou, que pensando tan sólo en que Zirone había herido tal vez
mortalmente a Pointe Pescade, no era dueño de sí, no oía, no veía nada,
ni siquiera miraba aquellos restos de hombre que arrastraba por el suelo.

Por fin, lleno de furor, se dirigió hacia el cráter de una solfatara y arrojó a
Zirone en aquel pozo de fuego.

Pointe Pescade, herido de alguna gravedad, se hallaba apoyado sobre la


rodilla del doctor, que examinaba y curaba su herida. Cuando llegó Cap
Matifou cerca del doctor, gruesas lágrimas corrían por sus mejillas.

—¡No tengas cuidado, mi Cap, no es nada! —le dijo Pointe Pescade.

Cap Matifou le cogió en brazos como a un niño, y todos le siguieron por las
faldas del cono, mientras los gendarmes acababan de perseguir a los
últimos fugitivos de la partida de Zirone.

Seis horas después, el doctor y los suyos, de regreso en Catania, se


hallaban a bordo del Ferrato.

Condujeron a Pointe Pescade a su camarote, y con el doctor Antekirtt por


médico y Cap Matifou por enfermero, ¿cómo no había de estar bien
cuidado? Además, su herida (un balazo en el hombro) no presentaba
ningún carácter grave. Su curación no era más que cuestión, de días.
Cuando tenía necesidad de dormir, Cap Matifou le contaba alguna historia,
y Pointe Pescade no tardaba en dormirse.

Sin embargo, el doctor había fracasado desde el principio de su empresa.


Después de haber estado muy expuesto a caer en manos de Zirone, no
había podido siquiera apoderarse del compañero de Sarcany, a quien
hubiera obligado ciertamente a revelarle sus secretos, y esto por culpa de
Cap Matifou. ¿Pero era posible guardarle rencor?

Además, aunque el doctor hubiera querido permanecer en Catania todavía


ocho días, no habría podido obtener noticia alguna de Sarcany. Si éste

364
había tenido intención de reunirse con Zirone en Sicilia, sus proyectos
hubieron de modificarse cuando supo lo acontecida en la Casa Inglesa.

El Ferrato se puso en marcha el 8 de Septiembre, y se dirigió a todo vapor


hacia Antekirtta, adonde llegó después de una rápida travesía.

Allí, el doctor, Pedro y Luigi iban a seguir discutiendo los proyectos en los
cuales se concentraba su vida toda entera. Tratábase ahora de encontrar
a Carpena, que debía saber lo que se habían hecho Sarcany y Silas
Toronthal.

Desgraciadamente para el español, si había escapado a la destrucción de


la partida de Zirone permaneciendo en la vivienda de Santa Grotta, su
buena suerte no le duró mucho.

Efectivamente, diez días después, uno de los agentes del doctor le


participó que Carpena sabía sido preso en Siracusa, no como cómplice de
Zirone, sino por un crimen ocurrido hacía más de quince años, un
asesinato cometido en Almayate, en la provincia de Málaga, después del
cual se había expatriado para establecerse en Rovigno.

Tres semanas más tarde Carpena, contra el que se había obtenido la


extradición, era condenado a cadena perpetua y conducido a la costa de
Marruecos, al presidio de Ceuta, uno de los principales penitenciarios de
España.

—Por fin —dijo Pedro—, he aquí uno de esos miserables en presidio, y


para toda la vida.

—¿Para toda la vida…? ¡No! —contestó el doctor—. Si Andrés Ferrato ha


muerto en presidio, no es en presidio donde Carpena debe morir.

365
II. El presidio de Ceuta
El 21 de Setiembre, tres semanas después de los últimos acontecimientos
de que fue teatro la provincia de Catania, un rápido steam-yacht y el
Ferrato, navegaba con una hermosa brisa de Nordeste entre la punta de
Europa, que es inglesa en tierra de España, y la punta de la Almina, que
es española en tierra marroquí. Las cuatro leguas de distancia que
separan a ambas puntas, si hay que creer en la Mitología, fue Hércules (un
predecesor de M. Lesseps) quien las abrió a la corriente del Atlántico,
partiendo con una clava esa porción del periplo mediterráneo.

He aquí lo que Pointe Pescade no habría dejado de enseñar a Cap


Matifou, mostrándole al Norte el Peñón de Gibraltar, y al Sur el monte
Hacho. En efecto, Calpe y Abila son precisamente las dos columnas que
llevan todavía el nombre de su ilustre antecesor. Sin duda Cap Matifou
habría apreciado como se merece ese «prodigio de fuerza», sin que la
envidia hubiese mordido su alma sencilla y noble. El Hércules provenzal se
habría inclinado ante el hijo de Júpiter y de Alcmena.

Pero Cap Matifou no se hallaba entre los pasajeros del steam-yacht, y


Pointe Pescade tampoco. Cuidando el uno al otro, ambos se habían
quedado en Antekirtta. Si más tarde su concurso se hacía necesario, los
llamarían por telégrafo y serían conducidos rápidamente en uno de los
Eléctricos de la isla.

El doctor y Pedro Bathory estaban solos a bordo del Ferrato, cuyo primer
capitán era Kostrik, y el segundo Luigi.

La última expedición a Sicilia, hecha con objeto de hallar el paradero de


Sarcany y de Silas Toronthal, no pudo dar ningún resultado, puesto que
terminó con la muerte de Zirone. Era, pues, necesario emprender una
nueva pista, obligando a Carpena a decir lo que debía saber respecto a
Sarcany y su cómplice.

Ahora bien: como el español había sido confinado al presidio de Ceuta, allí
era donde debía encontrársele; allí solamente donde podrían ponerse en
relaciones con él.

366
Ceuta es una ciudad fuerte, una especie de Gibraltar, establecida en las
faldas orientales del monte Hacho, y a la vista de su puerto el steam-yacht
maniobraba aquel día, sobre las nueve de la mañana, a menos de tres
millas del litoral.

No hay nada más animado que ese célebre Estrecho, que es como la boca
del Mediterráneo. Por allí es por donde se empapa de las aguas del
Océano Atlántico. Por allí es por donde recibe esos miles de buques que
vienen de la Europa Septentrional y de las dos Américas, y que llenan los
centenares de puertos de su inmenso perímetro. Por allí es por donde
entran y salen esos poderosos buques y esas terribles fragatas, a las
cuales el genio de un francés ha abierto un puerto en el Océano Indio y en
los mares del Sur. Nada más pintoresco que ese estrecho canal cerrado
por montañas de tan diverso aspecto. Al Norte se divisan las tierras de
Andalucía. Al Sur, sobre esa costa admirablemente accidentada, desde el
cabo Espartel hasta la punta de Almina, aparecen escalonadas las negras
cimas de los Bullones, el monte de los Monos y las cumbres da los
Septem fratres. A derecha e izquierda aparecen pintorescas ciudades
medio escondidas, como Tarifa, Algeciras, Tánger y Ceuta. Luego, entre
las dos riberas, ante la roda rápida de los steamers, que no paran ni el mar
ni el viento, se extiende una superficie de aguas móviles y variables aquí,
grises y verduzcas allá, azules y tranquilas, surcadas de pequeñas crestas
que marcan la línea de las contracorrientes con su ziszás festoneado.
Nadie podría mostrarse insensible al encanto de estas sublimes bellezas
que dos continentes, Europa y África, colocan trente a frente en ese doble
panorama del Estrecho de Gibraltar.

El Ferrato se aproximaba rápidamente a tierra africana. La bahía en cuyo


fondo se es conde Tánger comenzaba a cerrarse, mientras que Ceuta se
presentaba tanto más visible, cuanto que la costa, más allá de aquel
punto, ferma como un gancho hacia el Sur. Veíasela alejarse poco a poco,
como un gran islote su jeto al pie de un cabo retenido por el estrecho istmo
que le une al continente. Encima, hacia la cúspide del monte Hacho,
aparece un pequeño fuerte, construido en el terreno de una ciudadela, en
el cual velan constantemente los vigías encargados de observar el
Estrecho, y sobre todo el territorio marroquí. Éstas son, próximamente, las
disposiciones orográficas que presenta el pequeño principado monegasco
en el territorio francés.

A las diez de la mañana el Ferrato ancló en el puerto, o más bien a dos

367
cables del muelle de desembarco. No hay allí sino una rada abierta,
expuesta a la resaca del oleaje del Mediterráneo. Felizmente, cuando los
buques no pueden anclar en el Oeste de Ceuta, encuentran refugio al otro
lado de la roca, la que les pone al abrigo de los vientos de arriba.

Después que la Sanidad fue a bordo y concedió patente limpia a la


embarcación, el doctor, acompañado de Pedro, se hizo llevar a tierra, y
desembarcó en un pequeño muelle, al pie de las murallas de la ciudad.
Que llevaba el firme propósito de apoderarse de Carpena, no admite duda;
pero ¿cómo conseguirlo? Esto es lo que se decidiría después de haber
estudiado el terreno y según las circunstancias, ya sea haciendo que se
apoderasen del español a viva fuerza, ya sea facilitando su evasión del
presidio de Ceuta.

Esta vez el doctor no trató en manera alguna de guardar el incógnito: al


contrario. Los agentes que fueron a bordo ya habían propalado el rumor de
la llegada de tan famoso personaje. ¿Quién no conocía el reputado
nombre en todo aquel país, desde Suez hasta el cabo Espartel, del sabio
doctor, retirado en la actualidad a su isla de Antekirtta, en el fondo del mar
de las Sirtes? Así es que tanto los españoles como los marroquíes, le
hicieron un gran recibimiento. Además, a nadie se impidió visitar el Ferrato
y numerosas personas fueron a saludarle. Era indudable que entraba en
los planes del doctor el meter ruido. Su celebridad debía prestar ayuda a
sus proyectos. Pedro y él no intentaron sustraerse a la pública
expectación. Una carretela descubierta, alquilada en el principal hotel de
Ceuta, les condujo por toda la ciudad, visitando sus calles estrechas,
formadas por tristes casas de mal aspecto; aquí y allá pequeñas plazuelas
con árboles raquíticos y empolvados, uno o dos edificios públicos con
aspecto de cuartel, nada original; en una palabra, como si fuese tal vez el
barrio morisco, con cuyo aspecto tiene algún colorido.

Hacia las tres, el doctor dio orden de que le condujeran a casa del
gobernador de Ceuta, a quien deseaba hacer una visita; acto de cortesía
muy natural de parte de un extranjero tan distinguido.

Inútil es decir que ese gobernador no puede ser un funcionario civil. Ceuta
es ante todo una colonia militar, que cuenta próximamente unas diez mil
almas, oficiales y soldados, comerciantes, Pescaderes y marineros,
esparcidos tanto por la ciudad como por la lengua de terreno cuya
prolongación hacia el Este completa el dominio español.

368
Ceuta estaba entonces administrada por el coronel Guyarre. Este jefe
tenía bajo sus órdenes tres batallones de infantería, procedentes del
ejército continental, un regimiento disciplinario constantemente fijo en la
pequeña colonia, dos baterías de artillería, una compañía de pontoneros y
otra de moros, cuyas familias habitan barrio especial. En cuanto a los
presidiarios, son próximamente dos mil.

Para ir desde la ciudad a la residencia del gobernador, el coche tuvo que


tomar, fuera de las murallas, un camino empedrado, perfectamente
cuidado por los presidiarios.

En efecto, no sólo el Estado emplea a éstos en los talleres especiales y en


las fortificaciones, sino también en los caminos, cuya conservación
requiere continuos cuidados, y hasta en la policía urbana, cuando su
buena conducta permite hacer de ellos agentes que vigilan y son vigilados
a la vez. Estos individuos, enviados al presidio de Ceuta por condenas que
varían desde veinte años hasta perpetuidad, pueden desempeñar
encargos de los particulares en ciertas condiciones determinadas por el
Gobierno.

Durante su permanencia en Ceuta, el doctor había encontrado algunos


que iban libremente por las calles de la ciudad, y precisamente de aquellos
que prestaban servicio en las faenas domésticas; pero aún debía
encontrar muchos más fuera de las murallas, en los caminos y en el
campo.

¿A cuál de las categorías de ese personal del presidio pertenecía


Carpena? Muy necesario era saber esto. En efecto, el plan del doctor
debía modificarse según el español estuviera libre o encerrado, es decir,
según trabajase para los particulares o por cuenta del Estado.

—Oye Pedro —dijo el doctor—; como hace poco que Carpena se halla
aquí, es probable que no goce aún de las ventajas concedidas a los
presidiarios antiguos que se han conducido bien.

—¿Y si está encerrado? —preguntó Pedro.

—Su evasión será más difícil —contestó el doctor—; pero hay que
conseguirlo… ¡y lo conseguiré!

El coche que conducía al doctor andaba lentamente. A doscientos metros

369
más allá de las fortificaciones, unos cuantos presidiarios, bajo la vigilancia
de los capataces trabajaban en la reconstrucción del camino.

Había allí como unos cincuenta hombres, los unos partiendo piedras, los
otros colocándolas en su sitio, etcétera, etc. Al pasar por cerca de aquel
grupo, el doctor exclamó súbitamente:

—¡Él es!

Un hombre, apoyado en su azadón y algo separado de sus compañeros,


miraba pasar el coche atentamente.

Era Carpena.

Al cabo de quince años, el doctor acababa de reconocer al antiguo


salinero de Istria bajo su traje de presidiario, como María Ferrato lo había
reconocido bajo su traje maltés en las callejuelas de Manderaggio. Este
criminal, tan holgazán y tan rebelde para cualquier oficio, no servía más
que para esa ruda tarea de partir piedras en la vía pública.

Pero si el doctor le había reconocido, Carpena no podía reconocer en él al


conde Matías Sandorf. Apenas si había reparado en él en la casa del
Pescader Andrés Ferrato, cuando llevó a los agentes de policía. Sin
embargo, como todo el mundo, acababa de saber la llegada del doctor
Antekirtt a Ceuta. Ahora bien; ese doctor tan renombrado, Carpena no lo
ignoraba, ¿era el personaje de que le había hablado Zirone durante su
entrevista cerca de las grutas de Polifemo, en la costa de Sicilia? ¿Era el
hombre de quien Sarcany recomendaba tanto que se desconfiase? ¿Era el
millonario contra el cual la partida de Zirone había intentado ese inútil
golpe de mano a la Casa Inglesa?

¿Qué pasaba en el ánimo de Carpena al encontrarse inesperadamente en


presencia del doctor? ¿Cuál fue la impresión que asaltó el cerebro del
presidiario, con esa celeridad que caracteriza a ciertos procedimientos
fotográficos? Sería esto bastante difícil de decir; pero en realidad lo que el
español sintió de repente fue que el doctor se apoderaba de toda su
persona por una especie de ascendiente moral, que su personalidad se
anulaba ante la suya, que una voluntad extraña, más fuerte que su propia
voluntad, le invadía. En vano quiso resistir; no pudo menos de ceder a este
dominio.

370
Sin embargo, el doctor, haciendo parar su coche, seguía mirándole con
penetrante fijeza. El punto brillante de sus ojos producía en el cerebro de
Carpena un extraño e irresistible efecto. Los sentidos del español se
extinguieron poco a poco por embotamiento. Sus pupilas se contraían, se
cerraban, no conservando más que una vibración espantosa. Luego,
cuando la anestesia fue completa, cayó en medio de la calle, sin que sus
compañeros hubieran notado nada. Estaba sumergido en un sueño
magnético, del cual ninguno de ellos hubiera podido despertarle.

Entonces el doctor dio orden de seguir andando hacia la residencia del


gobernador.

Esta escena había durado tan sólo como medio minuto. Nadie había
reparado en lo que acababa de suceder entre el español y él; nadie, como
no fuese Pedro Bathory.

—Ahora este hombre es mío —le dijo el doctor—, y puedo dominarlo…

—¿Y conseguir que nos diga todo lo que sabe? —preguntó Pedro.

—No, pero sí lograr que haga todo lo que quiera, y esto


inconscientemente. A la primera mirada que eché sobre ese miserable
comprendí que llegaría a ser su amo. He sustituido su voluntad a la mía.

— Ese hombre, sin embargo, no está enfermo.

—Ciertamente que no; pero es una naturaleza dispuesta a soportar mi


influencia. Así es que va a permanecer dormido mientras no intervenga
para que cese el sueño.

—Convenido —contestó Pedro—; pero ¿qué adelantamos con esto si aun


en el estado en que se encuentra ahora es imposible hacerle hablar de lo
que tenemos interés en saber?

—Sin duda —contestó el doctor—, y es evidente que no puedo hacerle


decir una cosa que yo mismo ignoro; pero lo que está en mi poder es
obligarle a hacer, cuando así me convenga, lo que quiero que haga, sin
que su voluntad pueda oponerse a ello. Por ejemplo: mañana, pasado
mañana, dentro de ocho días, de seis meses, si quiero que abandone el
presidio, ¡lo abandonará…!

—¿Abandonar el presidio? —preguntó Pedro—. ¿Salir de él libremente…?

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Para ello sería preciso que los vigilantes lo permitiesen. Vuestra influencia
sobre él no puede llegar hasta hacerle romper sus cadenas, ni echar abajo
las puertas del presidio, ni siquiera saltar un muro.

—No, Pedro —contestó el doctor—; yo no puedo obligarle a hacer lo que


no podría ejecutar yo mismo, y éste es el motivo que tengo para ir a visitar
al gobernador de Ceuta.

El doctor Antekirtt no exageraba nada. Esos signos de sugestión en el


estado hipnótico están ahora reconocidos. Los experimentos, las
observaciones de Charcot, de Brown Séquard, de Richet, de
Dumontpallier, de Mandsley, de Bernheim, de Hack Tuke, de Rieger y de
tantos otros sabios, no dejan duda alguna sobre el particular. Durante sus
viajes por Oriente, el doctor tuvo ocasión de estudiar casos muy curiosos,
trayendo a este ramo de la fisiología un rico contingente de nuevas
observaciones. Estaba, pues, muy al corriente de esos fenómenos, y de
los resultados que pueden obtenerse. Dotado él mismo de una gran
potencia sugestivo, que había ejercido con frecuencia en el Asia Menor,
contaba con esta potencia para apoderarse de Carpena, puesto que la
casualidad había hecho que el español no fuese refractario a esta
influencia.

Pero si el doctor era ya dueño de Carpena, si podía conseguir que obrase


cómo y cuándo quisiera, sugiriéndole su propia libertad, aún faltaba que el
presidiario tuviese la libertad de sus movimientos cuando llegase la
ocasión de hacerle verificar tal o cual acto. Para esto la autorización del
gobernador era necesaria.

Ahora bien, esta autorización el doctor esperaba obtenerla del coronel


Guyarre, a fin de facilitar la evasión del español.

Diez minutos después, el coche llegaba a la entrada de los grandes


cuarteles que rodean la residencia del gobernador, apeándose los viajeros
allí.

El coronel Guyarre había sabido que el doctor Antekirtt se hallaba en


Ceuta. Este célebre personaje, gracias a la reputación que le daban su
talento y su fortuna, era como una especie de soberano en viaje. Así es
que, una vez introducido en el salón de la casa del gobernador, éste le
dispensó una acogida sumamente afectuosa, así como a su joven
compañero Pedro Bathory.

372
Ante todo, se puso a su disposición para visitar el territorio esa «reducida
porción de España,» tan felizmente recortada en el territorio marroquí.

— Quedamos reconocidos, señor gobernador, contestó el doctor en


español, idioma que Pedro comprendía y hablaba correctamente como él
Pero no sé si tendremos tiempo para aceptar vuestra amable oferta.

—¡Oh! La colonia no es grande, doctor Antekirtt —contestó el


gobernador—; en unas cuentas horas se puede dar la vuelta. ¿No pensáis
permanecer aquí algún tiempo?

—Cuatro o cinco horas, todo lo más —contestó el doctor—. Debo marchar


esta misma noche para Gibraltar, en donde me aguardan mañana
temprano.

—Pero ¿queréis marchar esta noche? —exclamó el gobernador—.


Permitidme que insista. Os aseguro, doctor Antekirtt, que nuestra colonia
militar es digna de ser estudiada a fondo. Sin duda habéis visto y
observado mucho durante vuestros viajes; pero aun cuando no sea más
que bajo el punto de vista de su sistema penitenciario, os aseguro que
Ceuta merece llamar la atención de los sabios, así como la de los
economistas.

Naturalmente, el gobernador ponía algo de su amor patrio en elogiar su


colonia. No exageraba nada, sin embargo, y el sistema administrativo del
presidio de Ceuta, idéntico al de los presidios de Sevilla, está considerado
como uno de los mejores del Antiguo y Nuevo Mundo, tanto por lo que
respecta al estado material de los presidiarios, como a su mejora moral.

El gobernador insistió, pues, para que un hombre tan eminente como el


doctor Antekirtt consintiese en aplazar su viaje, a fin de honrar con su
visita los diversos servicios del penitenciario.

—Esto me será imposible, señor gobernador; pero hoy os pertenezco, y si


queréis…

—Son ya las cuatro, replicó el coronel Guyarre, y, ya lo veis, nos queda


muy poco tiempo…

—En efecto —contestó el doctor—; y estoy tanto más contrariado, cuanto


que si os empeñáis en hacerme los honores de vuestra colonia, hubiera

373
querido a mi vez haceros los honores de mi yacht.

—¿No podríais, doctor Antekirtt, aplazar por un día vuestra marcha a


Gibraltar?

—Ciertamente, así lo haría, señor gobernador, si una cita que tengo para
mañana no me obligase a marchar esta misma noche.

—Pues lo siento de veras, contestó el gobernador, y difícilmente me


conformaré con haberos tenido tan poco tiempo. Pero ¡cuidado! Vuestro
yacht es prisionero de guerra de mis cañoneros, y sólo depende de mí.

—¿Y las represalias, señor gobernador? —contestó sonriéndose el


doctor—. ¿Os convendría declarar la guerra al poderoso reino de
Antekirtta?

—Ya comprendo a lo que me expondría —contestó el gobernador en el


mismo tono de broma—; pero ¿a qué no se expondría uno por teneros
veinticuatro horas más?

Sin haber tomado parte en esta conversación, Pedro se preguntaba si el


doctor había caminado o no hacia el objeto que se proponía conseguir.
Esta resolución de abandonar a Ceuta aquella misma tarde, no dejaba de
sorprenderle algo. ¿Cómo era posible, en tan corto espacio de tiempo,
combinar todo lo necesario para la evasión de Carpena? Dentro de pocas
horas los presidiarios se hallarían encerrados hasta la mañana siguiente.
En esas condiciones, obtener del español que pudiera evadirse, era más
que problemático.

Pero Bathory comprendió que el doctor seguía un plan maduramente


estudiado, cuando oyó que contestaba.

—Realmente, señor gobernador, estoy profundamente contrariado de no


poder complaceros, al menos hoy. Pero ¿no podría arreglarse todo?

—¡Hablad, doctor Antekirtt, hablad!

—Puesto que debo encontrarme mañana en Gibraltar, es indispensable


que marche esta noche; pero me figuro que mi permanencia en el Peñón
no debe durar arriba de dos o tres días. Ahora bien; hoy es jueves, y en
lugar de continuar mi viaje al Norte del Mediterráneo, nada me será más
fácil que volver el domingo por la mañana a Ceuta…

374
—Nada más fácil, efectivamente —contestó el gobernador—, y nada más
agradable para mí. Reconozco que hay de mi parte mucho amor propio;
pero ¿quién no tiene en este mundo su cachito de vanidad? Así, pues,
queda convenido, doctor Antekirtt; hasta el domingo.

—Sí, pero con una condición.

—Desde luego queda aceptada.

—Que vendréis a almorzar con vuestro ayudante a bordo del Ferrato.

—Convenido, doctor, convenido; pero yo también pongo una condición.

—Repito como vos; desde luego la acepto, señor gobernador.

—Pues bien, deseo que M. Bathory y vos, contestó el gobernador, vengáis


a comer conmigo.

—Aceptado —dijo el doctor—; de suerte que entre el almuerzo y la


comida…

—Abusaré de mi autoridad para que admiréis todos los esplendores de mi


reino —contestó el coronel Guyarre estrechando la mano del doctor.

Pedro Bathory aceptó igualmente el convite que acababa de hacérsele,


inclinándose ante el amable gobernador de Ceuta.

El doctor hada sus preparativos de despedida, y Pedro podía ya leer en su


mirada que había llegado a su objeto final. Pero el gobernador quiso
acompañar a sus futuros huéspedes hasta la dudad. Los tres tomaron
asiento en el coche y siguieron por el único camino que pone la residencia
en comunicación con Ceuta.

Si el gobernador aprovechó la ocasión para que admirasen las bellezas


más o menos incontestables de la pequeña colonia; si habló de les
mejoras que se proponía introducir bajo el punto de vista militar y civil; si
añadió que esta situación de la antigua Abila valía por lo menos tanto
como la de Calpe, al otro lado del Estrecho; si afirmó que sería posible
hacer de ella un nuevo Gibraltar, tan inexpugnable como su igual británico;
si protestó contra esas insolentes palabras de M. Ford: «Que Ceuta
debería pertenecer a Italia, porque España no sabe hacer nada de ella y

375
apenas si sabe guardarla;» en fin, si se mostró muy irritado contra esos
tenaces ingleses, que no pueden poner el pie en ninguna parte sin que ese
pie adquiera inmediatamente raíces, esto no tenía nada de extraño de
parte de un español.

—¡Sí —exclamaba—; antes de pensar en apoderarse de Ceuta, que


piensen en guardar a Gibraltar! ¡Hay allí un peñón que España podría muy
bien un día arrojárselo sobre la cabeza!

El doctor, sin preguntar cómo los españoles podrían provocar semejante


conmoción geológica, no quena poner en duda este aserto, lanzado con
toda la exaltación de un hidalgo. Además, la conversación quedó
interrumpida por una súbita parada del coche. El cochero tuvo que detener
los caballos ante un grupo como de cincuenta presidiarios que cerraban el
paso.

El gobernador hizo una seña a uno de los cabos de que se acercase a


hablarle. El agente se adelantó en seguida hacia el coche a paso
reglamentario, cuadrándose ante su jefe.

Todos los demás presidiarios hicieron lo propio al ver al gobernador.

—¿Qué sucede? —preguntó éste.

—Mi coronel —contestó el cabo—: es un presidiario que hemos


encontrado tendido en el suelo; parece que no está más que dormido, y
sin embargo, no es posible despertarle.

—¿Cuánto tiempo hace que está en ese estado?

—Una hora próximamente.

—¿Y duerme siempre?

—¡Siempre, mi coronel! ¡Se encuentra tan insensible como si estuviera


muerto! ¡Por más que se le ha meneado y se le ha pinchado, nada; hasta
se le ha disparado un tiro de fusil junto al oído; no siente nada, no oye
nada!

—¿Por qué no se ha llamado al médico del presidio? —preguntó el


gobernador.

376
—Han ido a buscarle, mi coronel; pero no estaba en casa, y mientras llega,
no sabemos qué hacer con ese hombre.

—¡Que le trasladen al hospital!

El cabo iba a hacer ejecutar la orden, cuando el doctor, interrumpiendo,


dijo:

—Señor gobernador, ¿queréis permitirme, en mi calidad de médico, que


examine a ese hombre? ¡Me alegraría verle más de cerca!

—Pues ahora que lo pienso, esto concierne al doctor… ¡Vaya, vaya, un


presidiario asistido por una de las eminencias de la ciencia! ¡No se podrá
quejar!

Los tres se apearon del coche, y el doctor se acercó al presidiario, que


estaba tendido junto a la acera. En aquel hombre perfectamente dormido,
la vida no se manifestaba sino por una respiración un tanto corta y lo
agitado del pulso.

El doctor hizo un signo para que se apartasen de él, e inclinándose sobre


aquel cuerpo inerte, le habló en voz baja y le miró largo rato, como si
hubiese querido hacer penetrar en su cerebro su enérgica voluntad.

Incorporándose entonces:

—No es nada, dijo. Este hombre ha caído sencillamente en un acceso de


sueño magnético.

—¿Qué decís? —exclamó el gobernador—. ¡Es muy curioso el hecho! ¿Y


podréis apartarle de ese sueño…?

—¡Nada más fácil! —contestó el doctor.

Y después de haber tocado la frente de Carpena, le levantó ligeramente


los párpados diciéndole:

—¡Despertaos…! ¡Lo quiero!

Carpena se agitó, abrió los ojos, continuando, sin embargo, en cierto


estado de somnolencia. El doctor pasó varias veces y transversalmente,
su mano delante de su frente, con objeto de hacer una especie de

377
abanico, y poco a poco su postración se fue disipando. Por fin se levantó,
y luego, sin darse cuenta de lo que había sucedido, fue a colocarse en
medio de sus compañeros.

El gobernador, el doctor y Pedro Bathory volvieron a subir al coche, que


continuó su marcha hacia la ciudad.

—En resumidas cuentas —preguntó el gobernador—: ¿ese tunante no


estaba algo bebido?

—No lo creo —contestó el doctor—. No había allí más que un simple


efecto de sonambulismo.

—Pero ¿cómo se produjo?

—No puedo contestar a esta pregunta, señor gobernador. Tal vez ese
hombre es propenso a semejantes accesos; pero ahora ya está en pie, y
no hay cuidado.

El coche llegó a las fortificaciones, entró en la ciudad, la atravesó


oblicuamente y vino a pararse a la pequeña plaza que domina los muelles
de embarco.

El doctor y el gobernador se despidieron muy cordialmente.

—He ahí el Ferrato —dijo el doctor señalando el steam-yacht, que las olas
columpiaban graciosamente. No olvidaréis, señor gobernador, que os
habéis dignado venir a almorzar a bordo el domingo próximo.

—Espero que tampoco olvidaréis, doctor Antekirtt, que debéis comer en el


gobierno el domingo por la noche.

—Os prometo no faltar.

Ambos personajes se separaron, y el gobernador no se apartó del muelle


hasta que vio alejarse la ballenera.

Y cuando se hallaron solos, el doctor dijo a Pedro, que le preguntaba si


todo había pasado como él deseaba.

—¡Sí…! El domingo por la noche, con permiso del gobernador de Ceuta,


Carpena se hallará a bordo del Ferrato.

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A las ocho, el steam-yacht levó anclas, tomando la dirección del Norte; y el
monte Hacho, que domina esta porción de la costa marroquí, desapareció
bien pronto entre las tinieblas de la noche.

379
III. Una experiencia del doctor
El pasajero a quien no se le dijera nada sobre el destino del buque que lo
lleva, no podría adivinar en qué punto del globo pone el pie cuando
desembarca en Gibraltar.

Lo primero que ve es un muelle formado por pequeñas dársenas para la


entrada de las embarcaciones; después el baluarte de un muro de circuito
que tiene una puerta sin carácter alguno, más allá una plaza irregular,
rodeada de altos cuarteles, construidos en tramos sobre la colina; y por fin,
una calle larga, estrecha y sinuosa que se llama Main Street.

Al desembocar en esta calle, cuyo suelo permanece húmedo en todo


tiempo, entre los mozos de cordel, contrabandistas, limpiabotas,
vendedores de cigarros y cerillas, carromatos, camiones, carros de
legumbres y frutas, van y vienen, en una mezcolanza cosmopolita,
malteses, marroquíes, españoles, italianos, árabes, franceses,
portugueses, alemanes, un poco de todo, en fin; hasta ciudadanos del
Reino Unido, que están representados más especialmente por los
soldados de infantería con chaqueta encamada, y por los artilleros con
chaqueta azulada, encasquetados sus chacós en tal forma, que sólo se
tienen sobre su cabeza por un milagro de equilibrio.

Sin embargo, se está en Gibraltar, y esta Main Street recorre toda la


ciudad, desde la Puerta del Mar hasta la Puerta de la Alameda. Desde ahí
se prolonga hacia la Punta de Europa, por medio de villas multicolores y
de jardinillos públicos que verdean, bajo la sombra de grandes árboles, en
medio de parterres de flores, de parques de artillería, de baterías de
cañones de todos modelos, de bosquecillos de plantas de todas las zonas,
sobre una longitud de cuatro mil trescientos metros.

Es poco más o menos también la del Peñón de Gibraltar, especie de


dromedario sin cabeza, asentado sobre las arenas de San Roque y cuya
cola se arrastra por el mar Mediterráneo.

Este enorme peñón se eleva perpendicularmente a cuatrocientos


veinticinco metros por el lado del continente, que amenaza con sus

380
cañones, los Dientes de la vieja, como dicen los españoles, más de
setecientas piezas de artillería, cuyas bocas avanzan por las innumerables
cañoneras de las casamatas. Veinte mil habitantes y seis mil hombres de
guarnición están agrupados sobre las primeras estribaciones de la
montaña que bañan las aguas del golfo, sin contar los cuadrumanos, esos
famosos monos sin cola, esos descendientes de las familias más antiguas
del lugar, de que en realidad son verdaderos propietarios, ocupando aún
las alturas de la antigua Calpe. Desde la cumbre de este monte se domina
el Estrecho, se observa toda la costa marroquí, se descubre el
Mediterráneo de un lado, el Atlántico de otro, y los anteojos ingleses de
larga vista tienen un horizonte de doscientos kilómetros, que es fácil de
escudriñar hasta en sus más recónditos parajes.

Si por una feliz circunstancia el Ferrato hubiera llegado dos días antes a la
rada de Gibraltar; si entre la salida y la puesta del sol el doctor Antekirtt y
Pedro Bathory hubieran des embarcado en el pequeño puerto,
atravesando la Puerta del Mar, seguido la Main Street, pasando la Puerta
de la Alameda para entrar en los bonitos jardines que se elevan hasta
media colina, sobre la izquierda, puede ser que los acontecimientos
enumerados en esta relación hubieran tenido un curso más rápido, y sin
duda muy distinto.

En efecto, el 19 de Setiembre, por la tarde, en uno de esos bancos de


madera que están colocados en los jardinillos públicos ingleses,
guarecidos bajo los grandes árboles, con la espalda vuelta a las baterías
rasantes de la rada, dos personas hablaban, teniendo cuidado de no ser
oídas por los transeúntes; eran Sarcany y Namir.

No hay que olvidar que Sarcany debía volverse a juntar con Namir en
Sicilia, cuando se efectuó la expedición de la Casa Inglesa, que terminó
por la muerte de Zirone. Avisado con tiempo, Sarcany cambió su plan de
campaña, de donde resultó que el doctor le esperó inútilmente durante los
ocho días que pasó en el fondeadero de Catania. Por su parte, con las
órdenes que recibió, Namir abandonó inmediatamente a Sicilia para
volverse a Tetuán, donde entonces habitaba, y desde Tetuán regresó a
Gibraltar, donde Sarcany la citara, había llegado la víspera, y contaba
marcharse al día siguiente.

Namir, la salvaje compañera de Sarcany, le había sacrificado cuerpo y


alma. Ella era quien le había educado en los aduares de la Tripolitana
como si hubiese sido su madre. Nunca se había apartado de él, ni siquiera

381
en el tiempo en que ejercía la profesión de corredor en la Regencia, donde
le unían vínculos terribles con los sectarios del Senousismo, cuyos
proyectos amenazaban a Antekirtta, como ya se ha dicho más arriba.

Namir, ligada con Sarcany por una especie de amor maternal, era mayor el
apego que tenía hacia él, que el que pudiera tenerle Zirone, su compañero
de placeres y de desdichas. Con sólo una mirada de él, hubiera cometido
un crimen; con una mirada hubiera marchado a la muerte sin vacilar.
Sarcany podía tener, por lo tanto, confianza absoluta en Namir, y si la hizo
venir a Gibraltar, era porque quería hablarle de Carpena, de quien tenía
ahora no poco que temer.

Esta conversación era la primera que habían tenido desde la llegada de


Sarcany a Gibraltar; debía ser la única, y la tuvieron en lengua árabe.

Ante todo, Sarcany empezó por una pregunta y recibió una contestación
que ambos consideraban, sin duda, como de las más importantes, puesto
que de ella dependía su porvenir.

—¿Y Sava…? —preguntó Sarcany.

—Está segura en Tetuán —contestó Namir—, y por ese lado puedes estar
tranquilo.

—Pero ¿y durante tu ausencia?

—Durante mi ausencia, la casa está confiada a una vieja judía, que no la


abandonará ni un instante. Es como una prisión en que nadie penetra ni
puede penetrar. Sava, ademán, no sabe que está en Tetuán, no sabe
quién soy yo, e ignora hasta que está en tu poder.

—¿Le hablas siempre de ese matrimonio?

—Sí, Sarcany —contestó Namir—. No la dejo en paz con la idea de que


debe ser tu mujer, y lo será.

—Es preciso, Namir, es preciso; tanto más, cuanto que de la fortuna de


Toronthal queda ya poca cosa… En verdad, el juego no favorece mucho a
ese pobre Silas.

—No tendrás necesidad de él, Sarcany, para volver a ser más rico que lo
fuiste jamás.

382
—Ya lo sé, Namir; pero el último plazo en que mi casamiento con Sava
debe efectuarse, se aproxima ya. Necesito un consentimiento voluntario de
su parte, y si rehúsa…

—¡La obligaré a que se someta! —contestó Namir—. ¡Sí! ¡Le arrancaré


ese consentimiento! ¡Puedes contar conmigo, Sarcany!

Y hubiera sido difícil imaginarse una fisonomía más resuelta y más


enérgica que la de la marroquí, mientras se expresaba de este modo.

—Bien, Namir —contestó Sarcany—. Continúa como hasta aquí, y no


tardaré en estar a tu lado.

—¿No entra acaso en tus proyectos que abandonemos pronto a Tetuán?


preguntó la marroquí.

—No, mientras no me vea obligado, puesto que nadie conoce ni puede


conocer o Sava. Si los acontecimientos me obligasen a que partió ses,
serías avisada con tiempo.

—Y ahora, Sarcany —dijo Namir—, dime: ¿por qué me has hecho venir A
Gibraltar?

— Porque tengo que hablarte de ciertas cosas que son mejor para
habladas que para escritas.

— Habla, pues, Sarcany; y si se trata de una orden, sea la que fuese, yo


me encargo de ejecutarla.

—He aquí cuál es mi situación en este momento —contestó Sarcany—.


Madame Bathory ha desaparecido, y su hijo ha muerto. De esta familia no
tengo, pues, nada que temer ya. Madame Toronthal ha muerto, y Sava
está en mi poder. Por este lado estoy tranquilo también. En cuanto a las
otras personas que conocen o han conocido mis secretos, la una, Silas
Toronthal, mi cómplice, está bajo mi dominio absoluto; la otra, Zirone, ha
perecido en su última expedición a Sicilia. Por consiguiente, de todos los
que acabo de nombrar, ninguno puede hablar, ninguno hablará.

—¿A quién temes entonces? preguntó Namir.

—Temo únicamente la intervención de dos individuos, uno de los cuales

383
sabe una parte de mi pasado, y el otro parece que se quiere mezclar en mi
presente más de lo que me conviene.

—¿El uno es Carpena…? —añadió Namir.

—Sí —contestó Sarcany—, y el otro es ese doctor Antekirtt, cuyas


relaciones con la familia Bathory en Ragusa me habían siempre parecido
muy sospechosas. Además de eso, he sabido por Benito, el hostelero de
Santa Grotta, que este personaje, hombre millonario, había armado una
asechanza a Zirone por medio de un cierto Pointe Pescade, que está a su
servicio. Por tanto, si ha hecho esto, era ciertamente por apoderarse de su
persona, a falta de la mía, y arrancarle sus secretos.

—Es evidente —contestó Namir—. Más que nunca debes desconfiar de


ese doctor Antekirtt…

—Y siempre que sea posible, será preciso saber lo que hace, y sobre todo
dónde está.

—Cosa difícil, Sarcany —contestó Namir—, pues según he oído decir en


Ragusa, un día está en una punta del Mediterráneo, y al día siguiente está
en la otra.

—¡Sí! ¡Ese hombre parece que tiene el don de la ubicuidad! exclamó


Sarcany. Pero no se dirá que lo dejé mezclarse en mis asuntos sin ponerle
obstáculos, y aun cuando tuviera que irle a buscar hasta su isla Antekirtta,
yo sabré…

—Hecho el casamiento —contestó Namir—, ya no tendrás nada que temer


ni de él ni de nadie.

— Sin duda, Namir… Pero ¿y hasta entonces?

—Hasta entonces viviremos prevenidos. Además, tendremos siempre una


ventaja: la de saber dónde está, sin que él pueda saber dónde estamos.
Hablemos ahora de Carpena. Sarcany, ¿qué tienes que temer de ese
hombre?

—Carpena sabe cuáles han sido mis relaciones con Zirone. Desde hace
muchos años estaba mezclado en diversas expediciones en las cuales
intervenía yo, y puede hablar.

384
—De acuerdo; pero Carpena está ahora en el presidio de Ceuta
condenado a cadena perpetua.

—Y esto es lo que me importa, Namir. ¡Sí! Carpena, para mejorar su


situación, para hacer menos dura su existencia, puede hacer revelaciones.
Si sabemos que se halla en Ceuta, otros lo saben también, otros le
conocen personalmente, aunque no sea más que ese Pointe Pescade, que
lo engañó tan hábilmente en Malta. Ahora bien, por ese hombre el doctor
Antekirtt debe tener medios de llegar hasta él. Puede que quiera comprarle
sus secretos a precio de oro. Hasta puede intentar su evasión del presidio.
En verdad, Namir, está esto tan indicado, que me pregunto: ¿por qué no lo
ha hecho ya?

Sarcany, muy inteligente, muy perspicaz, había adivinado precisamente


cuáles eran los proyectos del doctor respecto del español, y hasta qué
punto debía temerlos.

Namir convino en que Carpena podía llegar a ser muy peligroso en la


situación en que se hallaba actualmente.

—¿Por qué —exclamó Sarcany—, por qué no fue él, más bien que Zirone,
quien desapareciese allá?

—Pero lo que no se hizo en Sicilia, contestó Namir, ¿no puede hacerse en


Ceuta?

Era plantear la cuestión terminantemente. Namir explicó entonces a


Sarcany que nada le era más fácil que ir de Tetuán a Ceuta tan a menudo
como quisiera. Unas veinte millas, a lo sumo, separan esas dos ciudades,
encontrándose Tetuán al Sur de la costa marroquí. Además, puesto que
los presidiarios trabajan en las carreteras o circulan por la ciudad, le sería
muy fácil comunicarse con Carpena, puesto que se conocían, hacerle
suponer que Sarcany se estaba ocupando de su evasión, entregarle hasta
un poco de dinero o algún aditamento a su ración ordinaria de
penitenciario. Y si llegase a ocurrir que un pedazo de pan, una fruta,
estuviesen envenenados, ¿quién le inquietaría en la muerte de Carpena?
¿Quién indagaría las causas?

Un tunante de menos en el presidio no era motivo para inquietar


demasiado al gobernador de Ceuta. Entonces Sarcany no tendría ya nada
que temer, ni del español ni de las tentativas del doctor Antekirtt,

385
interesado en conocer sus secretos.

En suma, de esta conversación iba a resultar lo siguiente: mientras que los


unos se ocuparían en preparar la evasión de Carpena, los otros tratarían
de hacerla imposible, enviándole a uno de los presidios del otro mundo, de
los cuales toda evasión es imposible.

Estando todo convenido, Sarcany y Namir entraron en la ciudad y se


separaron. Aquella misma noche Sarcany se alejaba de España para
reunirse con Silas Toronthal, y al día siguiente Namir, después de haber
atravesado la bahía de Gibraltar, iba a embarcarse en Algeciras en el
vapor correo que hace con toda regularidad el servicio entre Europa y
África.

Precisamente al salir del puerto ese vapor, se cruzó con un yacht que
estaba recorriendo la bahía de Gibraltar, antes de ir a fondear en aguas
inglesas.

Era el Ferrato. Namir, que lo había visto durante su escala en Catania, lo


reconoció perfectamente.

—¡El doctor Antekirtt aquí! —dijo para sus adentro—. Sarcany tiene razón;
existe un peligro, y ese peligro está próximo.

Algunas horas después la marroquí desembarcaba en Ceuta. Pero antes


de volverse a Tetuán tomaba sus medidas con el objeto de entrar en
relaciones con el español. Su plan era sencillo y debía tener completo
éxito si no le faltaba tiempo para ejecutarlo.

Pero había sobrevenido una complicación, que Namir no podía esperar.


Carpena, inmediatamente después de la intervención del doctor en su
primera visita a Ceuta, se había dado como enfermo, y estaba en el
hospital del penitenciario por algunos días. Namir tuvo, pues, que
contentarse con rondar alrededor del hospital sin llegar hasta él. Sin
embargo, lo que la consolaba era que, si no podía ver a Carpena,
evidentemente el doctor Antekirtt y sus agentes tampoco le podrían ver;
por consiguiente, no había ningún peligro por el momento. En efecto, no
había que temer ninguna evasión mientras el presidiario no volviese a
trabajar en las carreteras de la colonia.

Namir se equivocaba en sus previsiones. La entrada de Carpena en el

386
hospital del penitenciario iba a favorecer, y mucho, los proyectos del
doctor, y quizá a coronarlos con un éxito completo.

El Ferrato fondeó en la tarde del 22 de Septiembre a lo último de esa


bahía de Gibraltar, donde reinan con demasiada frecuencia los vientos de
Este y de Suroeste. Pero el steam-yacht sólo debía permanecer allí el día
23, es decir, el sábado. El doctor y Pedro, después de desembarcar por la
mañana, se fueron inmediatamente a la estafeta de Main Street, en donde
tenían tres cartas en las listas de correos.

La una, dirigida al doctor por uno de sus agentes de Sicilia, le participaba


que desde la salida del Ferrato Sarcany no había vuelto a aparecer ni por
Catania, ni por Siracusa, ni por Messina.

La otra, dirigida a Pedro Bathory por Pointe Pescade, le informaba que


seguía mucho mejor, que no le quedaba ya señal alguna de su herida. El
doctor Antekirtt podría mandarle a prestar de nuevo sus servicios cuando
quisiera, en compañía de Matifou, el cual presentaba a ambos sus
respetuosos homenajes de Hércules en descanso.

La tercera, en fin, dirigida o Luigi, era de María. Más que la carta de una
hermana, era la de una madre.

Si el doctor y Pedro Bathory se hubieran paseado treinta y seis horas


antes por los jardines de Gibraltar, se hubieran encontrado con Sarcany y
Namir.

Todo el día se empleó en llenar los pañoles del Ferrato, con la ayuda de
gabarras que iban a tomar el carbón de los almacenes flotantes anclados
en la rada. Se renovó de igual modo la provisión de agua dulce, que sirve
tanto para las calderas como para las cajas y almacenes del steam-yacht.
Todo estaba, pues, dispuesto cuando el doctor y Pedro, que habían
comido en el hotel Commercial Square, volvieron a bordo, en el momento
en que el cañón, el first gun fire anunciaba el cierre de las puertas de la
ciudad, guardada con la misma disciplina que en el penitenciario de
Norfolk o de Cayena.

Sin embargo, el Ferrato no levó el ancla aquella misma noche. Como no


necesitaba más que dos horas escasas para atravesar el Estrecho, no
aparejó hasta el día siguiente a las ocho. Después de pasar bajo el fuego
de las baterías inglesas, las cuales rectificaron su tiro al blanco para no

387
darle con sus proyectiles en medio del casco, se dirigió a todo vapor hacia
Ceuta.

A las nueve y media se encontraba al pie del monte Hacho; pero como la
brisa soplaba del Noroeste, no hubiera sido conveniente permanecer en el
mismo sitio que ocupaba en la rada tres días antes.

Entonces el capitán fondeó del otro lado de la ciudad, en una pequeña


ensenada resguardada por su orientación de los vientos de agua arriba, y
el Ferrato ancló a doscientas cuarenta brazas de la costa.

Un cuarto de hora después, el doctor desembarcaba en un pequeño


muelle. A Namir, que estaba espiando, no se le había pasado ninguna de
las maniobras del steam-yacht. Si el doctor no pudo reconocer a la
marroquí, cuyas facciones apenas había podido vislumbrar en el bazar de
Cattaro, ésta, que le había encontrado a menudo en Gravosa y en
Ragusa, le reconoció en seguida. Por lo mismo resolvió estar más que
nunca en acecho todo el tiempo que permaneciera en Ceuta.

Al desembarcar el doctor, encontró al gobernador de la colonia y a uno de


sus ayudantes de campo, que le esperaban en el muelle.

—Buenos días, mi querido huésped, seáis bien venido —exclamó el


gobernador—. Sois hombre de palabra. Y puesto que me pertenecéis por
todo el día…

—No os perteneceré, señor gobernador, sino cuando seáis mi huésped.


No os olvidéis que el almuerzo nos espera a bordo del Ferrato.

—Pues bien: si espera el doctor Antekirtt, no sería de buen tono hacerle


esperar.

El bote condujo a bordo al doctor y a sus convidados. La mesa estaba


servida con lujo, y todos hicieron honor a la comida preparada en el
comedor del steam-yacht.

Durante el almuerzo la conversación giró principalmente sobre la


administración de la colonia, sobre los usos y costumbres de sus
habitantes, de las relaciones establecidas entre la población española y la
indígena. Incidentalmente habló el doctor del presidiario a quien había
despertado de un sueño magnético dos o tres días antes en la carretera de

388
la colonia.

—Sin duda no se acuerda de nada —dijo el doctor.

—De nada —contestó el gobernador—; pero ahora ya no está empleado


en las obras del empedrado.

—¿Pues dónde está? —preguntó el doctor con cierta inquietud, que sólo
Pedro pudo observar.

—Está en el hospital. Parece que esa sacudida ha comprometido su salud.

—¿Y qué clase de hombre es ése?

—Un español llamado Carpena; un vulgar asesino, nada digno de interés,


doctor Antekirtt; y si llegase a morir, os aseguro que no sería pérdida para
el presidio.

Después se habló de cosas indiferentes. Sin duda no le convenía al doctor


insistir sobre el presidiario, al que debían restablecer completamente unos
cuantos días de permanencia en el hospital.

Terminado el almuerzo, se sirvió el café sobre cubierta, y los tabacos y


cigarrillos se desvanecieron en humo bajo la tienda de campaña que había
a popa. El doctor ofreció enseguida al gobernador desembarcar; le
pertenecía ya, y estaba pronto a visitar la colonia detalladamente.

El ofrecimiento fue aceptado, y hasta la hora de comer el gobernador tenía


tiempo suficiente para hacer los honores de la colonia.

El doctor y Pedro Bathory visitaron concienzudamente todo el territorio,


ciudad y campiña. No se les hizo gracia de ningún detalle, así del
penitenciario como de los cuarteles. Aquel día, que era domingo, los
presidiarios no tenían que ocuparse en sus trabajos ordinarios, por lo que
el doctor pudo observarlos detenidamente. En cuanto a Carpena, sólo le
vio al pasar por una de las salas del hospital, y simuló no llamarle la
atención.

El doctor pensaba marcharse aquella misma noche a Antekirtta, pero no


sin haber consagrado la mayor parte de ella al gobernador. Por
consiguiente, hacia las seis, entró en la casa del gobernador, donde le
esperaba una espléndida comida, servida con elegancia, y que era la

389
revancha del almuerzo.

No hay que decir que durante este paseo intra et extra muros, Namir había
seguido al doctor, quien no esperaba ciertamente ser objeto de un
espionaje tan minucioso.

Comieron alegremente. Algunas personas importantes de la colonia, varios


oficiales con sus señoras, dos o tres ricos comerciantes habían sido
invitados, y no ocultaron el placer que experimentaban al ver y al oír hablar
al doctor Antekirtt. El doctor habló con gusto de sus viajes a Oriente a
través de Siria, Arabia, y el Norte del África, y trayendo de nuevo la
conversación sobre Ceuta, felicitó al gobernador que administraba con
tanto acierto aquella parte de territorio español.

—Pero —añadió Antekirtt—, la vigilancia de los presidiarios debe causaros


a menudo muchos desvelos.

—¿Y por qué, querido doctor?

—Porque han de procurar evadirse; porque es cosa sabida que todo preso
debe pensar en fugarse, mucho más que sus guardianes en impedírselo;
de donde se deduce que la ventaja la tiene el preso, y por esto no me
extrañaría nada que alguna vez faltase alguno al recuento de la noche.

—¡Jamás —contestó el gobernador—, jamás! ¿A dónde irían esos


fugados? Por mar, la evasión es imposible. Por tierra, en medio de esas
poblaciones salvajes de Marruecos, sería peligrosa. Así es que nuestros
presidiarios permanecen quietos, si no por gusto, al menos por prudencia.

—Sea, contestó el doctor, y hay que felicitaros, señor gobernador, pues es


de temer que la custodia de los presos llegue a ser en lo sucesivo cada
vez más difícil.

—¿Por qué razón? —preguntó uno de los convidados, que estaba tanto
más interesado en la conversación, cuanto que era director del
penitenciario.

—¡Ah, caballero! —contestó el doctor—. Porque el estudio de los


fenómenos magnéticos ha hecho grandes progresos; porque sus
procedimientos pueden ser empleados por todo el mundo; en una palabra,
porque los efectos de la sugestión son cada día más frecuentes y tratan

390
nuda menos que de sustituir una personalidad con otra.

—¿Y en ese caso? —preguntó el gobernador.

—En ese caso creo yo que si no está de más vigilar a los presos, será
también muy oportuno vigilar a los guardianes. Durante mis viajes, señor
gobernador, he sido testigo de sucesos tan extraordinarios, que creo todo
posible en esa clase de fenómenos. Así, pues, por vuestro interés, no
olvidéis que si un preso puede evadirse inconscientemente bajo la
influencia de una voluntad extraña, un guardián, sometido a esa misma
influencia, puede dejarle escapar no menos inconscientemente.

—¿Tenéis la bondad de explicarnos en qué consiste ese fenómeno?


—preguntó el director del penitenciario.

— Sí, señor, y un ejemplo os lo hará comprender muy fácilmente


—respondió el doctor—. Suponed que un guardián tenga una disposición
natural para recibir la influencia magnética, y admitamos que un preso
ejerza sobre él esa influencia… Pues bien, desde este instante el preso se
convierte en amo del guardián; le hará hacer lo que quiera, le hará ir
donde le plazca, le obligará a que le abra la puerta de su prisión cuando le
sugiera la idea.

—Sin duda —dijo el director—; pero con la condición de haberle


adormecido anticipadamente.

—Ésa es la equivocación, caballero, contestó el doctor. Todos esos actos


podrán verificarse aunque esté despierto y sin que el guardián tenga
conciencia de ellos.

—¿Luego pretendéis…?

—Pretendo y afirmo que bajo esta influencia un preso puede decir a su


guardián: «¡Tal día, a tal hora, harás tal cosa!». Y lo hará. «¡Tal día me
traerás las llaves de mi celda!». Y las traerá. «¡Tal día abrirás la puerta del
presidio!». Y la abrirá. «¡Tal día pasaré por delante de ti y no me verás
pasar!».

—¿Estando despierto…?

—¡Completamente despierto!

391
A esta afirmación del doctor, un movimiento de incredulidad poco
disimulado se notó entre todos los asistentes.

—Nada es más cierto, sin embargo —dijo entonces Pedro Bathory—; y yo


mismo he sido testigo de hechos parecidos.

—Entonces —dijo el gobernador—, ¿se puede sustraer la materialidad de


una persona a las miradas de otra?

—¡Completamente! —contestó el doctor. Lo mismo que se puede en


algunos sujetos provocar tales alteraciones en los sentidos, que tomarán la
sal por el azúcar, la leche por el vinagre, o el agua ordinaria por las aguas
purgantes, cuyos efectos probarán ellos mismos. No hay nada imposible
en materia de ilusiones o alucinaciones; el cerebro está sometido a esa
influencia.

—Doctor Antekirtt —dijo entonces el gobernador—: creo responder al


sentimiento general de mis convidados diciéndoos que esas cosas hay
que verlas para creerlas.

—¡Y todavía…! —añadió uno de los presentes, que creyó deber hacer
esta restricción.

—Siento —dijo el gobernador—, que el poco tiempo que nos podéis


consagrar en Ceuta no os permita convencernos por medio de algún
experimento…

—Nada más fácil —respondió el doctor.

—¿Al instante?

—¡Al instante, si queréis!

—¡Ya lo creo…! ¡No tenéis más que hablar!

—¿Supongo que no habréis olvidado, señor gobernador, que uno de los


presidiarios fue hallado en la carretera de la residencia hace tres días,
sumergido en un sueñe que, ya os lo he dicho, no es otro que el
magnético?

—En efecto —dijo el director del penitenciario—; y ahora está en el


hospital.

392
—Recordaréis que fui yo quien lo despertó, puesto que ninguno de los
vigilantes había podido conseguirlo.

—Justamente.

—Pues bien; eso ha bastado para crear entre mí y ese presidiario…


¿Cómo decís que se llama?

—Carpena.

—Entre mí y ese Carpena un lazo de sugestión que le coloca bajo mi


dominio absoluto.

—¿Cuándo está en vuestra presencia?

—¡Lo mismo que cuando estamos lejos el uno del otro!

—¿Estando vos aquí en la residencia y él allá en el hospital? —preguntó el


gobernador.

— Sí; y si queréis dar la orden de que le pongan en libertad, que le abran


las puertas del hospital y del penitenciario, ¿sabéis, señor coronel, lo que
hará?

—¡Toma! ¡Se escapará! —respondió riéndose el gobernador.

Y hay que confesar que su risa fue tan comunicativa, que todos los
presentes se rieron.

—No, señores —dijo con mucha seriedad el doctor Antekirtt—; no se


escapará si no quiero que se escape, y sólo hará lo que yo quiera que
haga.

—¿Y qué será ello?

—Pues, por ejemplo, una vez fuera del presidio, puedo mandarle tomar el
camino de vuestra casa, señor gobernador.

—¿Y venir aquí?

—Aquí mismo, y si quiero, insistirá en hablaros.

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—¿A mí?

—Sí, señor; y si no veis ningún inconveniente, puesto que obedece a mi


voluntad, le sugeriré la idea de que os tome por otro personaje… por
ejemplo… por el rey Alfonso XII.

—¿Por S. M. el rey de España?

—Sí, señor gobernador, y os pedirá…

—¿Su indulto?

—Su indulto, y, si no veis inconveniente, la cruz de Isabel la Católica


además.

Una nueva y general explosión de risa acompañó las últimas palabras del
doctor Antekirtt.

—¿Y ese hombre estará despierto cuando haga todo eso? —añadió el
director del penitenciario.

—Tan despierto como lo estamos nosotros.

—¡No…! ¡No! ¡No es creíble, es imposible! —exclamó el gobernador.

—¡Haced la experiencia…! ¡Mandad que dejen a Carpena en libertad


completa de obrar…! Para mayor seguridad, cuando ya se haya apartado
del penitenciario, recomendad que un vigilante o dos lo sigan de lejos…
Hará todo cuanto acabo de deciros.

—Está convenido, y cuando queráis…

—Las ocho darán pronto, respondió el doctor consultando su reloj. Pues


bien: ¿a las nueve?

—Convenido: ¿y después de la experiencia?

—Después de la experiencia, Carpena se volverá tranquilamente al


hospital, sin conservar siquiera el más leve recuerdo de lo que había
pasado. Os lo repito, y es la única explicación que se puede dar a ese
fenómeno. Carpena estará bajo una influencia sugestiva que vendrá de mi
parte, y en realidad no será él quien haga todas esas cosas, sino yo.

394
El gobernador, cuya incredulidad en estos fenómenos era manifiesta,
dirigió un oficio en el que mandaba al jefe del presidio que dejase a
Carpena en libertad de obrar, siguiéndole a cierta distancia.

Terminada la comida, el gobernador condujo a sus convidados al salón


grande.

Naturalmente, la conversación continuó girando sobre los distintos


fenómenos del magnetismo que dan lugar a tantas controversias, y que
cuentan tantos creyentes como incrédulos. El doctor Antekirtt, mientras
que las tazas de café circulaban entre el humo de los habanos y de los
cigarrillos, que algunas de las señoras no desdeñaban fumar, refirió veinte
hechos, de los cuales había sido testigo o actor, durante el ejercicio de su
profesión, todos probados, todos indiscutibles, pero que no parecían
convencer a nadie.

Añadió también que esta facultad de sugestión debía preocupar muy


seriamente a los legisladores, criminalistas y magistrados, porque podrían
ejecutarla con un fin criminal. Indudablemente, gracias a esos fenómenos,
podrían sobrevenir algunos casos en que se cometiesen crímenes cuyos
autores sería casi imposible descubrir.

De repente, a las nueve menos veintisiete minutos, el doctor,


interrumpiéndose, dijo:

—¡Carpena sale en este momento del hospital!

Y un minuto después añadió:

—Acaba de salir por la puerta del penitenciario.

El tono con que fueron pronunciadas estas palabras no dejó de


impresionar a los convidados. Sólo el gobernador continuaba meneando la
cabeza.

En seguida se reanudó la conversación en pro y en contra; todos hablando


casi a la vez, hasta el momento (eran las nueve menos cinco) en que el
doctor la interrumpió por última vez, diciendo:

—Carpena está en la puerta de la residencia.

395
Casi en el acto un criado entró en el salón, y participaba al gobernador que
un individuo, vestido como un presidiario, solicitaba hablarle.

—Dejadle pasar —respondió el gobernador—, cuya incredulidad


empezaba a desaparecer ante la evidencia de los hechos.

Daban las nueve cuando Carpena se presentó en la puerta del salón. Sin
que pareciera que veía a ninguno de los presentes, aunque tenía los ojos
perfectamente abiertos, se dirigió hacia el gobernador, y arrodillándose
delante de él, le dijo:

—¡Señor, os pido que me indultéis!

El gobernador, completamente conmovido, como si él mismo hubiera


estado bajo el imperio de una alucinación, no supo al principio qué
responder.

—Podéis indultarle —dijo el doctor sonriéndose—. ¡No ha de conservar


recuerdo alguno de todo ello!

—¡Te indulto! —contestó el gobernador con la dignidad del rey de todas


las Españas.

—Y a esta gracia, señor —dijo de nuevo Carpena, siempre arrodillado—,


si os dignaseis añadir la cruz de Isabel la Católica…

—Te la concedo.

Carpena hizo entonces el ademán de coger un objeto que le fue


presentado por el gobernador; prendió en su pecho la cruz imaginaria, se
levantó, y salió de la estancia.

Esta vez, todos los asistentes, subyugados, le siguieron hasta la puerta de


la casa.

—¡Quiero acompañarle, quiero verle entrar en el hospital! —exclamó el


gobernador, que luchaba consigo mismo, como si rehusara rendirse a la
evidencia.

—¡Venid, pues! —respondió el doctor.

Y el gobernador, Pedro Bathory y el doctor Antekirtt, acompañados de

396
algunas personas más, tomaron el mismo camino que Carpena, que ya se
dirigía hacia la ciudad. Namir, después de haberle espiado desde su salida
del penitenciario, deslizándose entre las sombras, no dejaba de observarle.

La noche era bastante oscura. El español andaba por la carretera con


paso regular y sin titubear. El Gobernador y las personas que le
acompañaban le seguían a unos a treinta pasos, así como los agentes del
presidio, que tenían orden de no perderle de vista.

La carretera, al acercarse a la ciudad, salvaba la ensenada que forma el


segundo puerto de este lado del peñón de Ceuta. Sobre el agua, inmóvil y
negra, reverberaban dos o tres fuegos. Eran los portaluces y el fanal del
Ferrato, cuyas formas se dibujaban vagamente, muy agrandadas por la
oscuridad.

Al llegar a este sitio, Carpena dejó la carretera y se dirigió por la derecha


hacia una aglomeración de peñones que dominan el mar a una altura de
doce pies. Sin duda, un gesto del doctor, que nadie había visto, tal vez
también una pura sugestión mental de su voluntad, había obligado al
español a modificar su dirección.

Los agentes entonces manifestaron la intención de acelerar el paso para


poder alcanzar a Carpena y hacerle volver al camino recto; pero el
gobernador, sabiendo que no era posible evadirse por ese lado, les ordenó
que le dejasen en libertad.

Sin embargo, Carpena se había parado sobre una de las peñas, como
atraído por un poder irresistible. Hubiera querido levantar los pies, mover
las piernas, mas no podía. La voluntad que el doctor ejercía sobre él, le
retenía inmóvil en aquel sitio.

El gobernador le observó durante algunos instantes; luego, dirigiéndose a


su huésped, dijo:

—Vamos, mi querido doctor, quiérase o no, es indispensable rendirse a la


evidencia.

—¿Estáis ahora convencido del todo, señor gobernador?

—Sí; plenamente convencido de que hay que creer como una bestia en
ciertas cosas. Ahora, doctor Antekirtt, sugerid a ese hombre la idea de

397
volver inmediatamente al presidio: ¡Alfonso XII os lo manda!

Apenas había terminado esta frase el gobernador, cuando Carpena,


instantáneamente y sin lanzar siquiera un grito, se precipitaba en las
aguas del puerto. ¿Sería un accidente, o un acto voluntario de su parte?
¿Se habría sustraído, por algún accidente fortuito, a la poderosa influencia
del doctor? Nadie podía decirlo.

Todos corrieron presurosos hacia las rocas, mientras que los agentes
bajaban a una pequeña playa que costea el mar por aquel sitio… No
quedaba rastro alguno de Carpena. Algunas lanchas se acercaron
precipitadamente, así como las del steam-yacht… Todo fue inútil. Ni
siquiera fue hallado el cadáver del presidiario, arrastrado sin duda por la
corriente…

—Señor gobernador, dijo el doctor Antekirtt, siento profundamente que


nuestros experimentos hayan tenido este desenlace tan trágico, que no
podíamos esperar.

—Pero ¿cómo os explicáis lo que acaba de suceder? —preguntó el


gobernador.

—Por la razón de que, en el ejercicio de esta potencia sugestiva cuyos


efectos ya no podéis negar, contestó el doctor, hay todavía intermitencias.
Ese hombre se ha sustraído a mi poder durante un instante, esto no
admite duda, y ya sea que le haya acometido un vértigo, ya sea otra
cualquier causa, lo cierto es que se ha arrojado al mar desde lo alto de
esas rocas. Es muy sensible, pues la verdad es que era un caso
sumamente curioso.

—Hemos perdido un tunante, ni más ni menos —añadió filosóficamente el


gobernador.

Y ésta fue toda la oración fúnebre dedicada a Carpena.

En aquel momento el doctor y Pedro Bathory se despidieron del


gobernador. Debían salir antes que fuera de día para Antekirtta, y se
apresuraron a darle las gracias por el amable recibimiento que hablan
tenido en la colonia española.

El gobernador estrechó la mano del doctor, y le deseó una feliz travesía,

398
obteniendo la promesa de que volvería a visitarle.

Tal vez haya quien crea que el doctor abusó demasiado de la buena fe del
gobernador de Ceuta. Que se critique y se desapruebe su conducta en
esta ocasión, en hora buena; pero no hay que olvidar el objeto a que el
conde Matías Sandorf había consagrado su vida, ni lo que había dicho un
día: «¡Mil caminos… un fin!».

Acababa de tomar uno de esos mil caminos.

Algunos instantes después, una de las lanchas del Ferrato llevó a bordo al
doctor y a Pedro Bathory. Luigi salió al encuentro a recibirlos.

—¿Ese hombre…? —preguntó el doctor.

—Cumpliendo vuestras órdenes —respondió Luigi, nuestro bote, que lo


espiaba al pie de los peñascos, lo ha recogido cuando cayó, y le he
encerrado en un camarote de proa.

—¿No ha dicho nada…? —preguntó el doctor Antekirtt.

—¡Cómo habría podido hablar! Está como dormido y no tiene conciencia


de sus actos.

—Bueno —respondió el doctor—. He querido que Carpena cayera de lo


alto de esas rocas, y ha caído… He querido que durmiera, y duerme…
Cuando quiera que se despierte, se despertará… Ahora, Luigi, levanta el
ancla, y en marcha.

La caldera estaba hirviendo, el aparejo se hizo rápidamente y algunos


minutos después el Ferrato, metiéndose en alta mar, tomó rumbo hacia
Antekirtta.

399
IV. Diecisiete veces
—¿Diecisiete veces…?

—¡Diecisiete veces!

—¡Sí…! ¡La encarnada ha salido diecisiete veces seguidas!

—¡Es posible…!

—Podrá ser imposible, pero ha sucedido.

—¡Y los jugadores se han cebado en contra de ella!

—¡Más de novecientos mil francos de ganancia para la banca!

—¡Diecisiete veces…! ¡Diecisiete veces…!

—¿A la ruleta o al treinta y cuarenta?

—¡Al treinta y cuarenta!

—¡Hace más de quince años que no se ha visto cosa igual!

—¡Quince años, tres meses y catorce días! —contestó fríamente un viejo


jugador, perteneciente a la honrosa clase de los desplumados—. Sí, señor;
y ¡detalle curioso! fue en pleno estío: el 16 de Junio de 1867… Algo sé de
ello.

Tales eran las palabras, o, mejor dicho, las exclamaciones que se


cambiaban en el vestíbulo y hasta en el peristilo del Círculo de los
Forasteros, en Monte Carlo, la tarde del 3 de Octubre, ocho días después
de la evasión de Carpena del penitenciario español.

Luego, en medio de aquella multitud de jugadores, hombres y mujeres de


todas las nacionalidades, de todas las edades y de todas las, clases, se
oyó un murmullo de entusiasmo.

400
Hubieran aclamado de buena gana a la encarnada del propio modo que a
un caballo que hubiese ganado el gran premio en las carreras de Long
champs o de Epsom. En verdad que para la población de costumbres
algún tanto sospechosas que el Antiguo y el Nuevo Mundo llevan cada día
al pequeño principado de Mónaco, esa «serie de diecisiete» tenía la
importancia de un acontecimiento político digno de modificar las leyes del
equilibrio europeo.

Fácilmente se comprenderá que la encarnada, en esa obstinación un poco


extraordinaria, no había dejado de hacer numerosas víctimas, puesto que
la ganancia de la banca ascendía a una suma considerable. Cerca de un
millón, se decía en los corrillos; lo cual consistía en que la casi totalidad de
los jugadores se había cebado en contra de esas salidas inverosímiles.

Entre todos, dos extranjeros eran los que más habían contribuido a lo que
los caballeros del tapete verde llaman la contraria. El uno, muy frío y
sereno, aunque la emoción que había experimentado estaba todavía
impresa en su pálido rostro; el otro, descompuesto, los cabellos
desordenados, con la mirada de un loco o de un desesperado, acababan
de bajar los escalones del peristilo, y se perdieron entre la sombra, del
lado de la azotea del tiro de pichón.

—¡Más de cuatrocientos mil francos nos cuesta esa maldita serie!


—exclamó el de más edad.

—¡Podéis decir cuatrocientos trece mil! —replicó el más joven, en el tono


de un cajero que hace exactamente su cuenta.

—Y ahora, ¡apenas si me quedan doscientos mil francos! —dijo de nuevo


el primer jugador.

—¡Ciento noventa y siete mil solamente! —contestó el segundo con su


calma inalterable.

—¡Sí…! ¡Solamente…! ¡De cerca de dos millones que aún tenía cuando
me habéis obligado a seguiros!

—¡Un millón setecientos setenta y cinco mil francos!

—Y esto en menos de dos meses.

—¡Un mes y dieciséis días!

401
—¡Sarcany! —exclamó el de más edad, a quien la sangre fría de su
compañero no le exasperaba menos que la precisión irónica con que
rectificaba sus cifras.

—¡Y bien, Silas!

Eran Silas Toronthal y Sarcany los que acababan de cambiar estas


palabras. Desde su marcha de Ragusa, en el corto espacio de tres meses,
habían llegado a la ruina o poco menos. Después de disipar toda la parte
que había cobrado en premio de la abominable delación, Sarcany había
ido a buscar a su cómplice hasta Ragusa. Ambos habían abandonado la
ciudad con Sava. Entonces, lanzado por Sarcany en esos tortuosos
caminos del juego y de toda clase de disipaciones, no había tardado en
comprometer su fortuna.

Hay que advertir que del antiguo banquero del especulador temerario
como ninguno que había arriesgado más de una vez su situación en
operaciones financieras, sin más guía que el azar, no le fue difícil a
Sarcany formar un jugador asiduo de casinos y hasta de garitos.

Además, ¿cómo hubiera podido resistirse Silas Toronthal? ¿No estaba


más que nunca bajo el dominio de su antiguo corredor de la Tripolitana?
Aunque a veces se resistía, Sarcany tenía sobre él un ascendiente
irresistible, y el miserable había caído en un abismo tan hondo, que le
faltaban fuerzas para levantarse. Así es que Sarcany ni siquiera se
preocupaba de las tentativas que hacía su cómplice para sustraerse a su
influencia. La brutalidad de sus respuestas y la implacabilidad de su lógica
habían colocado de nuevo a Silas Toronthal bajo su yugo.

Al abandonar Ragusa, en las condiciones que no habrán sido olvidadas, el


primer cuidado de los dos asociados fue poner a Sava en paraje seguro,
bajo la custodia de Namir. Así, en un sitio retirado de Tetuán, oculto en los
confines de la región marroquí, sería difícil, si no imposible, descubrirla. La
inseparable compañera de Sarcany se había encargado de quebrantar la
firme voluntad de la joven, a fin de, arrancarla el consentimiento para el
matrimonio. Firme en su negativa, fortificándose en el recuerdo de Pedro,
Sava había hasta entonces resistido obstinadamente. Pero ¿podría acaso
hacerlo siempre?

Entretanto, Sarcany no había dejado de excitar a su compañero para que

402
se lanzase a los azares del juego, aunque él mismo había devorado su
propia fortuna. En Francia, Italia y Alemania, en los grandes centros en
que el azar tiene su morada bajo todas las formas, en la Bolsa, en las
carreras, en los círculos de las grandes capitales, en los balnearios como
en las estaciones de baños de mar, Silas Toronthal cedió a las
sugestiones de Sarcany, y quedó bien pronto reducido su capital a algunos
miles de francos. Mientras que el banquero arriesgaba su propio dinero,
Sarcany arriesgaba el del banquero, y con esta doble pérdida ambos
marchaban a la ruina dos veces más deprisa. Además, lo que los
jugadores llaman la contraria (palabra que les sirve para tapar su
incalificable estupidez) se pronunciaba muy claramente contra ellos, y no
fue por no haber ensayado todas las probabilidades. En resumidas
cuentas, el tallar constantemente el bacarrat fue la causa de la total
desaparición de los millones procedentes de los bienes del conde Matías
Sandorf, y fue necesario poner en venta el hotel de la Stradone, en
Ragusa.

Por fin, cansados de esos círculos sospechosos, en donde el «nada anda


ya» de los banqueros debería ser pronunciado en la lengua peloponesa,
fueron, como último recurso, a buscar un poco más de honradez en los
azares de la ruleta y del treinta y cuarenta. Si llegaban entonces a ser
desplumados, no podrían echar la culpa a su mala suerte, sino a su propio
aferramiento por los juegos de azar.

Y he aquí por qué se encontraban ambos en Monte Carlo hacía tres


semanas, sin abandonar un momento las mesas del Casino, probando las
más infalibles martingalas, siguiendo una marcha contraria, estudiando la
rotación del cilindro de la ruleta, cuando la mano del banquero está ya
cansada en el último cuarto de hora de su oficio, apuntando en números
que se obstinaban en no salir, mezclando las combinaciones sencillas con
las múltiples, oyendo los consejos de los que habían sido desplumados,
empleando todos los talismanes que colocan al jugador entre el niño que
no tiene uso de razón y el idiota que la ha perdido para siempre. ¡Y si sólo
se arriesgase el dinero en el juego! Pero se pierde también la inteligencia,
imaginando combinaciones absurdas; se compromete la dignidad personal
con esa familiaridad que impone a todos el trato con gentes de tan diversa
clase.

En resumen: después de esa tarde, que llegará a ser célebre en los fastos
de Monte Carlo, a causa de su obstinación en luchar contra una serie de

403
diecisiete encarnadas al treinta y cuarenta, sólo quedaba a los dos socios
una suma inferior a doscientos mil francos. Era la miseria al poco tiempo.

Pero si estaban casi arruinados, todavía no habían perdido la razón, y


mientras que hablaban en la terraza, pudieron ver a un jugador con el
rostro descompuesto que corría por los jardines gritando; «¡Sigue siempre
dando vueltas…! ¡Sigue siempre dando vueltas!».

El infeliz se imaginaba que venía de apuntar al número destinado a salir, y


que el cilindro, en un movimiento de rotación fantástica, daba y debía dar
vueltas hasta el final de los siglos… ¡Estaba loco!

—¿Estáis ya más sosegado, Silas? —preguntó Sarcany a su


compañero—. ¡Que ese insensato os enseñe a no perder la cabeza…! No
hemos ganado, es verdad; pero la suerte se cambiará, porque es preciso
que nos llegue a nosotros, y sin que hagamos nada para atraerla.

»No tratemos de mejorarla. Sería peligroso, y además inútil. No se


consigue cambiar la suerte cuando es contraria, y nada puede hacerla
variar si es favorable. Esperemos, y cuando haya cambiado, tengamos
bastante audacia para apurarla.

¿Acaso escuchaba Silas Toronthal estos consejos, absurdos por demás,


como todos los argumentos cuando se trata de un juego de azar? No.
Estaba abrumado, y sólo tenía una idea fija: sustraerse al poder de
Sarcany; escaparse, y escaparse tan lejos, que su pasado no pudiera
volverse en contra de él. Pero tan viriles actos de voluntad no podían durar
en un alma tan pervertida y rebajada. Además, estaba vigilado de cerca
por su cómplice. Antes de abandonarle a sí mismo, Sarcany necesitaba
que su matrimonio con Sava fuera cosa hecha. Entonces se desharía de
Silas Toronthal, le olvidaría, y ni siquiera se acordaría de que existiera
semejante ser, ni que ambos se habían mezclado en negocios comunes.
Hasta entonces era preciso que el banquero estuviese bajo su férula.

—Silas —dijo nuevamente Sarcany—; hemos sido demasiado


desgraciados hoy para que la suerte no cambie pronto… ¡Mañana estará
con nosotros!

—¿Y si pierdo lo poco que me queda? —añadió Silas Toronthal, que


luchaba inútilmente contra aquellos deplorables consejos.

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—¡Nos quedará todavía Sava Toronthal! —contestó Sarcany con viveza—.
Es un triunfo maestro en nuestro juego, y no es posible que nos le corten.

—¡Sí…! ¡Mañana…! ¡Mañana! —contestó el banquero, que se encontraba


en esa disposición mental en que un jugador arriesgaría su propia cabeza.

Regresaron ambos al hotel, situado a mitad de camino de la carretera que


baja de Monte Carlo a la Condamina.

El puerto de Mónaco, desde la punta Focinana hasta el fuerte Antonio,


forma una ensenada bastante abierta, expuesta a los vientos de Nordeste
y de Sudeste. Se redondea entre la roca que sustenta la capital del Estado
monegasco y la meseta sobre la cual descansan los hoteles, villas y el
establecimiento de Monte Carlo, al pie de ese soberbio Monte Agel, cuya
cima se eleva mil cien metros y domina el pintoresco panorama de las
costas de Liguria. La ciudad, poblada de mil doscientos habitantes, se
asemeja a un sobretodo colocado en la meseta magnífica de la roca de
Mónaco, bailada en tres lados por el mar, y que desaparece bajo la eterna
verdura de las palmeras, granados, sicómoros, pimientos, naranjos,
limoneros y eucaliptos, de los matorrales arborizados de geranios, áloes,
mirtos, lentiscos y palmachristi, colocados aquí y allá en una mezcolanza
maravillosa.

Del otro lado del puerto, Monte Carlo hace frente a la pequeña capital, con
su curiosa aglomeración de habitaciones construidas sobre las cumbres,
sus calles estrechas y en cuesta, que suben hasta la carretera de la
cornisa, su tablero de jardines en perpetua florescencia, su panorama de
casas de campo de todas formas y de villas de todos estilos, de las cuales
algunas se encuentran casi rectas sobre las aguas tan límpidas de la
ensenada mediterránea.

Entre Mónaco y Monte Carlo, a lo último del puerto, desde la playa hasta la
abertura del sinuoso valle que separa el grupo de las montañas, se
descubre una tercera ciudad: es la Condamina.

Más arriba, hacia la derecha, se eleva un monte grandioso, al cual el perfil


que mira al mar ha hecho dar el nombre de Cabeza de Perro. Sobre esta
cabeza aparece ahora, a quinientos cuarenta y dos metros de altura, un
fuerte que tiene el derecho de creerse inexpugnable, y el honor de
llamarse francés. De este lado está el límite del territorio de Mónaco.

405
De la Condamina a Monte Carlo, los coches pueden salir por una rampa
soberbia. En su parte superior se levantan habitaciones particulares y
suntuosos hoteles: uno de ellos era precisamente el que ocupaban
Sarcany y Silas Toronthal. Desde las ventanas de su cuarto, la vista se
extiende desde la Condamina hasta más arriba de Mónaco, y se suspende
tan sólo en la Cabeza de Perro, esa cara de dogo que parece interrogar al
Mediterráneo como una esfinge del desierto líbico.

Sarcany y Silas Toronthal se habían retirado a sus cuartos. Allí, ambos


examinaban la situación, cada uno bajo su punto de vista. Las vicisitudes
de la fortuna, ¿llegarían acaso a quebrantar la comunidad de intereses que
los tenía ligados tan íntimamente desde hacía quince años?

Al entrar Sarcany en el hotel, había encontrado una carta procedente de


Tetuán, y cuyo sobre rompió en seguida.

En unas cuantas líneas, Namir le daba dos informes de interés palpitante


para él: primeramente, la muerte de Carpena, ahogado en el puerto de
Ceuta, con circunstancias bastante extraordinarias; en segundo lugar, la
aparición del doctor Antekirtt en aquel punto de la costa marroquí, las
relaciones que había tenido con el español, y después su desaparición
casi inmediata.

Cuando acabó de leer esta carta, Sarcany, abrió la ventana de su cuarto.


Apoyado en el alféizar y con la mirada distraída se puso a reflexionar.

—¡Carpena muerto…! ¡No podía ocurrir esto más a propósito…! ¡Ahora


sus secretos se han ahogado con él…! ¡Por ese lado estoy tranquilo…!
¡Ya no hay nada que temer!

Luego, al llegar a la segunda parte de la carta:

—En cuanto a la aparición del doctor Antekirtt en Ceuta, eso es más


grave… ¿Qué hombre es ése? Poco me importaría, después de todo, si
desde hace algún tiempo no me lo encontrase siempre mezclado en lo que
me concierne directamente… ¡En Ragusa, sus relaciones con la familia
Bathory…! ¡En Catania, el lazo que tendió a Zirone…! ¡En Ceuta, esa
intervención que, en suma, ha costado la vida a Carpena…! Allí estaba
muy cerca de Tetuán; pero no parece que haya estado, ni que tenga
conocimiento del retiro de Sava. ¡Eso hubiese sido el golpe más temible, y
todavía puede suceder…! ¡Veremos si hay necesidad de parar el golpe, no

406
solamente para el porvenir, sino para el presente! ¡Los Senousistas serán
pronto los dueños de toda la Cirenaica, y no habrá que atravesar sino un
brazo de mar para apoderarse de Antekirtta…! Si es preciso ayudarlos…
ya sabré…

Que todo esto no eran sino puntos negros en el horizonte de Sarcany,


nada más evidente. En la tenebrosa maquinación que seguía paso a paso,
el más pequeño tropiezo le hubiese hecho caer, y tal vez no hubiera
podido levantarse. Además, no solamente le inquietaba la intervención del
doctor Antekirtt, sino que también la situación de Silas Toronthal
comenzaba a ocasionarle verdaderos desvelos.

—¡Sí, se decía a él mismo; él y yo estamos arrinconados contra la


pared…! ¡Mañana vamos a jugar el todo por el todo…! ¡O la banca saltará,
o saltaremos nosotros…! ¡Que yo me arruine por su propia ruina, sabré
rehacerme! ¡Pero Silas es otra cosa! ¡Desde entonces se hace peligroso,
puede hablar, puede descubrir ese secreto sobre el cual descansa ahora
todo mi porvenir…! En una palabra, si hasta ahora he sido yo su amo, a su
vez lo será él mío.

La situación era exactamente tal como la veía Sarcany. No podía hacerse


ilusiones sobre el valor moral de su cómplice. Le había dado lecciones
antiguamente: Silas Toronthal no dudaría en aprovecharlas cuando no
tuviera nada que perder.

Sarcany se preguntaba, pues, qué sería conveniente hacer. Ocupada la


atención en estas reflexiones, no vio nada de lo que pasaba a la entrada
del puerto de Mónaco, a un centenar de pies más abajo que él.

A medio cable, en alta mar, un huso largo, sin mástil ni chimenea,


resbalaba al ras del mar, pues su casco no pasaba de la superficie más de
dos o tres pies. Después de haberse acercado un poco a la punta
Focinana, que está debajo del tiro de pichón de Monte Carlo, fue a buscar
aguas más tranquilas, al abrigo de la resaca. Entonces botaron un ligero
bote de hierro batido que estaba como incrustado en el costado de aquel
barco casi invisible. Tres hombres entraron en él. Al poco rato llegaron a
una pequeña playa, en donde dos desembarcaron, y el tercero se llevó el
bote a bordo. Unos instantes después, la misteriosa embarcación que no
había denunciado su presencia con ninguna luz ni con ningún ruido, se
había perdido entre la sombra, sin haber dejado huella de su paso.

407
En cuanto a los dos hombres, después de atravesar la pequeña playa,
siguieron los linderos de las peñas, dirigiéndose hacia la estación del
camino de hierro, y subieron la Avenida de los Spelugos que rodea los
jardines de Monte Carlo.

Sarcany no había visto nada. En aquel instante su pensamiento estaba


lejos de Mónaco, estaba del lado de Tetuán… Pero no iba solo; trataba de
hacerse acompañar por su cómplice.

—¡Silas dueño mío…! —se decía a sí mismo—. ¡Silas pudiendo con una
palabra impedirme llegar al fin que me he propuesto…! ¡Jamás…! ¡Si
mañana el juego no nos ha devuelto lo que nos ha cogido, ya sabré
obligarle a que me siga…! Sí… a que me siga hasta Tetuán; y allá, sobre
aquella costa de Marruecos, ¿quién se inquietará de Silas Toronthal, si
llega a desaparecer?

Es cosa sabida que Sarcany no era hombre que retrocedía ante un crimen
más o menos, sobre todo cuando las circunstancias, el alejamiento del
país, el salvajismo de sus habitantes, la imposibilidad de buscar y de
encontrar al culpable, hacía tan fácil su realización.

Habiendo combinado su plan de aquella manera, Sarcany cerró su


ventana, se acostó y no tardó en dormirse, sin que su conciencia
experimentase remordimiento alguno.

No le sucedió lo propio a Silas Toronthal. El banquero pasó una noche


horrible. De su antigua fortuna, ¿qué le quedaba? Escasamente
doscientos mil francos, perdonados por el juego, y ni aun era dueño de
ellos. ¡Eran la puesta de la última partida! ¡Así lo quería su cómplice, así él
mismo lo quería! Su cerebro debilitado, lleno de cálculos quiméricos, no le
dejaba razonar ni fríamente ni con fijeza. Era hasta incapaz, en aquel
momento al menos, de darse cuenta de su situación, como lo había hecho
Sarcany. Se diría que los papeles estaban cambiados; que tenía ahora en
su poder al que le había tenido tanto tiempo bajo el suyo. Sólo veía el
presente con su ruina inmediata, y sólo soñaba en el día de mañana, que
le volvería a poner a flote o le dejaría en el último grado de miseria.

Tal fue aquella noche para los dos socios. Si permitió al uno descansar
durante algunas horas, dejó al otro entregado a todas las angustias del
insomnio.

408
Al día siguiente, hacia las diez, Sarcany se reunió con Silas Toronthal. El
banquero, sentado delante de una mesa, se empeñaba en llenar de cifras
y de fórmulas las hojas de su cuaderno de apuntes.

—Y bien, Silas —le preguntó Sarcany en tono ligero, en el tono de un


hombre que no quiere dar a las miserias de este mundo más importancia
de la que se merecen; y bien, en vuestro sueño—, ¿habéis dado la
preferencia a la encarnada o a la negra?

—¡No he dormido ni siquiera un momento…! ¡No…! ¡Ni un momento!


—contestó el banquero.

—¡Tanto peor, Silas, tanto peor! Hay que tener hoy mucha sangre fría, y,
creedme, algún descanso os hubiera sido muy necesario. ¡Vedme a mí!
Toda la noche en un sueño, y así estoy en buenas condiciones para luchar
contra la fortuna. Es una mujer, después de todo, y ama a las gentes que
son capaces de dominarla.

—¡Nos ha hecho traición, sin embargo!

—¡Bah…! ¡Un simple capricho… y una vez pasado, ella volverá a nosotros!

Silas Toronthal no respondió nada. Ni siquiera escuchaba lo que le decía


Sarcany, mientras que sus ojos no se apartaban de la hoja del cuaderno
en que había trazado sus inútiles combinaciones.

—¿Qué hacíais ahí? —preguntó Sarcany—. Marchas, martingalas…


¡Diablo…! ¡Me parece que estáis muy enfermo, mi querido Silas…! No
existen cálculos para someter el azar, y solamente el azar se pronunciará
hoy en pro o en contra de nosotros.

—¡Sea! —contestó Silas Toronthal después de cerrar su cuaderno.

—¡Eh! No hay duda, Silas. No conozco más que un modo de dirigirlo


—añadió Sarcany irónicamente—; pero para esto es preciso haber hecho
estudios especiales… y nuestra educación es incompleta en ese punto.
Por consiguiente, atengámonos a la suerte… ¡Ha estado ayer del lado de
la banca! ¡Es posible que la abandone hoy…! ¡Y si es así, Silas, el juego
nos devolverá todo lo que nos ha quitado!

—¡Todo…!

409
—¡Sí, todo, Silas! ¡Pero no hay que desanimarse! ¡Al contrario, osadía y
sangre fría!

—¿Y esta noche, si estamos arruinados? —dijo el banquero mirando


fijamente a Sarcany.

—¡Pues bien, dejaremos a Mónaco!

—¿Para ir adónde…? —exclamó Silas Toronthal—. ¡Ah! ¡Maldito sea el


día que os conocí, Sarcany, el día que reclamé vuestros servicios…! ¡No
hubiera llegado a este estado!

—¡Es un poco tarde para recriminar, querido, contestó el impudente


personaje, y acaso demasiado cómodo renegar de las personas de que se
ha servido uno…!

—¡Tened cuidado! —gritó el banquero.

—¡Sí! ¡Tendré cuidado! —murmuró Sarcany.

Y esta amenaza de Silas Toronthal sirvió para persuadirle que era


indispensable desembarazarse de él; y dirigiéndose a su compañero, le
dijo:

—¡Mi querido Silas, no nos enfademos! ¿Para qué? ¡Eso excita los
nervios, y no hay que estar nerviosos hoy! ¡Tened confianza, y no os
desesperéis más que yo…! ¡Si la desgracia se cebase todavía en contra
nuestra, no olvidéis que me esperan otros millones, y que tendréis vuestra
parte!

—¡Sí…! ¡Sí…! ¡Necesito mi revancha! —exclamó Silas Toronthal, en quien


reapareció el instinto del jugador—. ¡Sí! La banca ha sido demasiado
afortunada ayer, y esta noche…

—¡Esta noche seremos ricos, muy ricos —exclamó Sarcany—, y os


prometo, Silas, que esta vez sólo volveremos a perder lo que hayamos
vuelto a ganar! ¡Suceda lo que suceda, mañana abandonaremos a Monte
Carlo…! ¡Saldremos…!

—¿Para dónde?

410
—¡Para Tetuán, donde tenemos que jugar la última partida, que será la
definitiva, sí, la definitiva!

411
V. La última apuesta
Los salones del Círculo de los Extranjeros, vulgarmente llamado el Casino,
estaban abiertos desde las once. Aun cuando el número de jugadores era
entonces reducido, algunas mesas de ruleta empezaban a funcionar.

La nivelación de estas mesas había sido rectificada anticipadamente, pues


es muy importante que su horizontalidad sea perfecta. En efecto, cualquier
desequilibrio que alterase el movimiento de la bola lanzada dentro del
cilindro que da vueltas, se notaría en seguida, y se utilizaría en perjuicio de
la banca.

Sobre cada una de las seis mesas de ruleta había colocados sesenta mil
francos en oro, en plata y en billetes; sobre cada una de las dos mesas de
treinta y cuarenta, ciento cincuenta mil. Es la puesta de costumbre de la
banca hasta la apertura de la gran estación, y es muy raro que la
administración se vea obligada a renovar esa primera cantidad, pues sólo
con las tablas y el cero, cuyo producto le pertenece, debe ganar siempre.
Si el juego es, pues, por sí mismo inmoral, es además estúpido, puesto
que se opera en tales condiciones de desigualdad.

Alrededor de cada mesa de ruleta, ocho banqueros, con el rastrillo en la


mano, ocupaban ya los sitios que les están reservados. A los lados,
sentados o de pie, estaban los jugadores y los espectadores. En los
salones, los inspectores se paseaban, observando del mismo modo a los
banqueros y a los puntos, mientras que los mozos y criados circulaban
para el servicio del público y de la administración, que no cuenta menos de
ciento cincuenta empleados en los juegos.

Hacia las doce y media, el tren de Niza trajo su contingente habitual de


jugadores. Ese día eran acaso más numerosos. La serie de diecisiete a la
encarnada había producido su efecto natural. Era un poderoso estímulo, y
todos los que viven del azar venían para seguir las peripecias con más
afán.

Una hora después, los salones estaban llenos. Se charlaba mucho de ese
pase extraordinario, pero generalmente en voz baja.

412
Nada más lúgubre, por cierto, que esos inmensos salones, a pesar de la
prodigalidad de los dorados, la fantasía de la ornamentación, el lujo del
mobiliario, la profusión de las arañas que esparcen raudales de luz, sin
hablar de esas largas cadenas para las lámparas de aceite, con sus
pantallas verdosas, que alumbran especialmente las mesas de juego. Lo
que domina, a pesar de la afluencia del público, no es el ruido de las
conversaciones, es el ruido de las monedas de oro y plata contadas o
lanzadas sobre los tapetes; es el manoseo de los billetes de Banco; es el
incesante: «¡Encarnada gana y color!» o «¡Diecisiete, negra impar y falta!»
pronunciados con voz indiferente por los jefes de las partidas.

Sin embargo, dos de entre los que habían perdido la víspera, y que
figuraban en primera línea, no habían aparecido todavía en los salones.
Algunos jugadores trataban ya de seguir las diferentes alternativas de la
suerte, los unos a la ruleta, los otros al treinta y cuarenta. Pero las
alternativas de ganancia y de pérdida se compensaban, y no era de
esperar que el «fenómeno» de la noche anterior se reprodujese.

Solamente hacia las tres, Sarcany y Silas Toronthal entraron en el Casino.


Antes de aparecer por los salones de juego, se pasearon por el hall, en
donde fueron objeto de la curiosidad pública. Los miraban, los espiaban,
se preguntaban todos si volverían a luchar contra ese azar que les había
costado tan caro. Algunos profesores habrían aprovechado con gusto la
ocasión de venderles martingalas infalibles, si no hubiese sido tan difícil
acercarse a ellos en aquel momento. El banquero, vaga la mirada, apenas
veía lo que pasaba a su alrededor. Sarcany estaba más frío, más
reservado que nunca. Ambos reflexionaban en el momento de intentar el
último golpe.

Entre las personas que les observaban con esa compasión que despierta
un condenado a muerte, se encontraba un forastero que parecía decidido
a no abandonarles un momento.

Era un joven de veintidós a veintitrés años, de fisonomía fina, aire vivo, de


nariz puntiaguda, una de esas narices que parecen como que miran. Sus
ojos, de una viveza singular, se ocultaban tras de unos lentes de cristales
naturales; como si tuviese azogue en las venas, guardaba sus manos en
los bolsillos de su gabán y mantenía sus pies unidos para estar seguro de
permanecer tranquilo. Decentemente vestido, sin sacrificarse a las últimas
exigencias de la moda, no mostraba pretensión alguna en su manera de

413
vestir; quizás no se encontrase a su gusto con el traje correctamente
ajustado.

No extrañará esto a nadie cuando sepa que ese joven no era otro que
Pointe Pescade.

Fuera, en los jardines, le esperaba Cap Matifou.

El personaje por cuenta de quien habían venido ambos a ese paraíso o


infierno monegasco, era el doctor Antekirtt.

El barco que los había dejado la víspera en la roca de Monte Carlo era el
Eléctrico 2, de la flotilla de Antekirtta.

¿Con qué objeto? Helo aquí:

Dos días después de su secuestro a bordo del Ferrato, Carpena había


sido desembarcado, y, a pesar de sus reclamaciones, encarcelado en una
de las casamatas de la isla. Allí, ese prófugo de los presidios españoles no
tardó en comprender que no había hecho más que cambiar de prisión.

En vez de pertenecer al personal penitenciario del gobernador, estaba, sin


saberlo, bajo el poder del doctor Antekirtt. ¿En qué sitio? No podía decirlo.
¿Había ganado en el cambio? Es lo que se preguntaba, no sin cierta
inquietud. Estaba decidido además a hacer todo lo que fuera preciso para
mejorar su situación.

Así es que, a la primera pregunta que le hizo el mismo doctor, no dudó en


contestar con la mayor franqueza.

¿Conocía a Silas Toronthal y a Sarcany?

A Silas Toronthal, no, a Sarcany, sí; pero no le había visto sino muy raras
veces.

¿Tenía Sarcany relaciones con Zirone y su cuadrilla desde que operaba en


las cercanías de Catania?

Sí, puesto que Sarcany era esperado en Sicilia, y hubiera ido ciertamente
si su desgraciada expedición no hubiera terminado con la muerte de
Zirone.

414
¿Dónde estaba ahora?

En Monte Carlo, a menos de que hubiera abandonado recientemente esa


ciudad, donde residía casi siempre en compañía de Silas Toronthal.

Carpena no sabía más; pero lo que acababa de saber bastaba al doctor


para entrar de nuevo en campaña.

Es inútil decir que el español ignoraba qué interés había tenido el doctor
en hacerle evadir de Ceuta para apoderarse de su persona, y que su
traición con respecto a Andrés Ferrato era conocida por su interrogador.
Además, ni supo siquiera que Luigi era el hijo del Pescader de Rovigno.
En el fondo de esa casamata el preso iba a estar mejor guardado que en
el penitenciario de Ceuta, sin poder comunicar con nadie, hasta el día en
que se decidiese sobre su suerte.

Así es que, de los tres traidores que habían sido la causa del sangriento
desenlace de la conspiración de Trieste, uno estaba ya en manos del
doctor. Faltaba apoderarse de los otros dos, y Carpena acababa de decir
en qué sitio se podría encontrarlos.

Sin embargo, como el doctor era conocido de Silas Toronthal, y Pedro de


este último y de Sarcany, les pareció conveniente no intervenir hasta el
momento en que podrían hacerlo con alguna probabilidad de éxito. Pero
ahora que se habían vuelto a encontrar las huellas de los dos cómplices,
importaba mucho no perderlos de vista, hasta que las circunstancias
permitieran obrar contra ellos.

He aquí por qué Pointe Pescade, con el propósito de seguirles por todas
partes, y Cap Matifou para prestar ayuda en caso necesario a Pointe
Pescade, fueron enviados a Mónaco, adonde el doctor, Pedro y Luigi
debían ir con el Ferrato cuando llegase el momento oportuno.

Llegados durante la noche los dos amigos, pusieron manos a la obra. No


les había costado mucho descubrir el hotel en que Silas Toronthal y
Sarcany se habían alojado. Mientras Cap Matifou se paseaba por los
alrededores esperando la noche, Pointe Pescade, que estaba en acecho,
vio salir a los dos socios hacia la una de la tarde. Le pareció que el
banquero, muy abatido, hablaba poco, aunque Sarcany conversaba con él
vivamente. Durante la mañana, Pointe Pescade había oído contar lo que
sucedió la víspera en los salones del Círculo; es decir, esa serie

415
inverosímil que había causado numerosas víctimas, entre les cuales
citaban principalmente a Sarcany y a Silas Toronthal Dedujo de aquí que
su conversación debía girar en primer término sobre tan extraordinaria
mala suerte. Además, como supo también que estos dos jugadores habían
tenido pérdidas muy grandes desde algún tiempo a esta parte, dedujo muy
atinadamente que debían haber agotado sus últimos recursos, y que se
aproximaba el momento en que el doctor podría intervenir útilmente.

Esas noticias fueron consignadas en un telegrama que Pointe Pescade,


sin nombrar a nadie, había enviado por la mañana a la estación de La
Vallette, en Malta; telegrama que el hilo particular transmitiría rápidamente
a Antekirtta.

Eran entonces las tres de la tarde. El juego comenzaba a animarse. El


banquero y su compañero dieron primero la vuelta a los salones. Durante
algunos instantes se pararon delante de varias mesas, observando los
diferentes golpes, pero sin tomar parte en el juego.

Pointe Pescade iba y venía como un curioso, sin perderlos de vista. Le


pareció conveniente, para no llamar la atención, arriesgar algunas
monedas de cinco francos sobre las columnas o las decenas de la ruleta,
y, como era de esperar, las perdió, con la mayor sangre fría, entre
paréntesis. Pero también porque no había seguido el excelente consejo
que acababa de darle confidencialmente un profesor de gran mérito:

—Para ganar en el juego, caballero, hay que consagrarse a perder los


golpes pequeños y a ganar los grandes. ¡Ése es todo el secreto!

Daban las cuatro cuando Sarcany y Silas Toronthal juzgaron que había
llegado el momento oportuno de probar la suerte. Bastantes sitios estaban
vacíos en una de las mesas de ruleta. Se sentaron ambos enfrente el uno
del otro, y el jefe de la partida no tardó en verse rodeado, no sólo de los
jugadores, sino de los espectadores, ávidos de asistir a la revancha de los
dos célebres desplumados de la víspera.

Naturalmente, Pointe Pescade se colocó en la primera fila de los curiosos,


y no era el menos interesado en seguir las alternativas de esa lucha.

En la primera hora, la suerte fue igual de los dos lados. Para dividirla
mejor, Silas Toronthal y Sarcany no habían formado compañía en el juego.
Apuntaban por separado sumas bastante crecidas, ya sobre

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combinaciones sencillas, ora sobre las combinaciones múltiples que
presenta la ruleta, ya, en fin, sobre varias combinaciones a la vez. La
suerte no se pronunciaba en pro ni en contra.

Pero entre cuatro y seis la suerte pareció favorecerles. El máximo de la


ruleta, que es de seis mil francos, lo ganaron bastantes veces sobre
números llenos.

Las manos de Silas Toronthal temblaban al alargarse sobre el tapete,


cuando colocaba su puesta o cuando cogía por debajo del rastrillo el oro y
los billetes de los banqueros.

Sarcany, siempre dueño de sí mismo, no dejaba traslucir en su rostro


ninguna de sus impresiones. Se contentaba con animar con la mirada a su
compañero, porque Silas Toronthal era quien tenía más suerte en este
momento.

Pointe Pescade, aunque un tanto mareado por ese ir y venir del oro y de
los billetes, no dejaba de observar a ambos. Se preguntaba si esa fortuna
que se rehacía entre sus manos, tendrían bastante prudencia para
conservarla, si sabrían pararse a tiempo.

Reflexionó que si Sarcany y Silas Toronthal llegaban a tener sobrado juicio


para ello, lo que dudaba todavía, podría ocurrírseles dejar a Monte Carlo y
huir a cualquier otro rincón de Europa adonde habría que seguirles. No
faltándoles el dinero, no estarían ya a merced del doctor Antekirtt.

—Decididamente —pensó—, bien reflexionado, vale más que se arruinen,


y mucho me equivocaré si ese bandido de Sarcany es hombre para
pararse estando de suerte.

Sean cuales fuesen las ideas y las esperanzas de Pointe Pescade en este
punto, la suerte no abandonó a los dos socios. En realidad, y por tres
veces distintas, hubieran hecho saltar la banca si el jefe de la partida no
hubiese añadido cada vez veinte mil francos.

Fue un acontecimiento para los espectadores de esa lucha, y la mayoría


parecía muy contenta de la suerte de los dos jugadores. ¿No era como
una revancha de esa insolente serie de la encamada, de la cual se había
aprovechado la víspera la administración con tanta largueza?

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En suma, a las seis y media, cuando cesaron de jugar, Silas Toronthal y
Sarcany habían ganado más de veinte mil luises. Se levantaron y
abandonaron la mesa de la ruleta. Silas Toronthal andaba con paso
incierto, como si hubiera estado un poco borracho; borracho de emoción y
de cansancio cerebral. Su compañero, impasible, le vigilaba, temiendo
sobre todo que le viniese la idea de escaparse con los miles de francos
ganados de nuevo con tanto trabajo, y quisiera evadirse de su poder.

Ambos, sin dirigirse la palabra, atravesaron el hall, bajaron el peristilo y se


dirigieron hacia el hotel.

Al salir vio, cerca de uno de los kioscos del jardín, a Cap Matifou sentado
en un banco.

Pointe Pescade se fue hacia él.

—¿Es el momento? —preguntó Cap Matifou.

—¿Qué momento?

—De… de…

—¿De entrar en escena? ¡No, mi Cap Matifou! Todavía no… Quédate


entre bastidores. ¿Has comido?

—Sí, Pointe Pescade.

—¡Sea enhorabuena! Yo tengo el estómago en los talones… ¡y no es


verdaderamente el sitio de un estómago! ¡Pero lo haré subir si tengo
tiempo…! ¡No te muevas de aquí antes de que te haya vuelto a ver!

Y Pointe Pescade se fue corriendo hacia la rampa que bajaban Sarcany y


Silas Toronthal.

Cuando se cercioró de que los dos socios se habían hecho servir la


comida en sus habitaciones, Pointe Pescade se permitió sentarse en la
mesa redonda.

Era tiempo, y en media hora, como decía él, hizo subir su estómago al sitio
habitual que debe ocupar este órgano en la máquina humana.

Luego salió, encendió un cigarro, y volvió a ponerse en observación

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delante del hotel.

—¡Decididamente —murmuró—, he nacido para ser centinela! ¡He errado


mi vocación!

El único problema que planteaba el muchacho era éste: esos gentlemen,


¿van o no van a volver esta noche al Casino?

Hacia las ocho, Silas Toronthal y Sarcany aparecieron a la puerta del


hotel. Pointe Pescade creyó oír y comprender que discutían con animación.

Aparentemente el banquero intentaba resistir por última vez a las


insistencias y órdenes de su cómplice, pues éste, con voz imperiosa,
acabó por decir:

—¡Es preciso, Silas…! ¡Lo quiero!

Subieron entonces la rampa para llegar a los jardines de Monte Carlo.


Pointe Pescade los siguió, sin que pudiese sorprender nada de la
conversación, con gran pesar suyo.

Ahora bien, he aquí lo que Sarcany decía, con ese tono que no admite
réplica, al banquero, cuya resistencia iba cediendo poco a poco.

—¡Dejar de jugar cuando la suerte nos favorece, sería una insensatez…!


¡Es preciso que hayáis perdido la cabeza…! ¡Cómo! ¿Cuándo estábamos
de malas hemos forzado el juego como unos insensatos, y ahora que nos
sonríe la suerte no le forzaríamos como unos sabios…? ¡Cómo! ¡Se nos
presenta una ocasión, única tal vez, una ocasión que puede no vuelva
jamás a presentarse, de ser dueños de la suerte, dueños de la fortuna, y la
dejaríamos escapar por nuestra culpa! Silas, ¿no tenéis el presentimiento
de que la suerte…?

—¡Caso de que no esté agotada! —exclamó Silas Toronthal.

—¡No! ¡Cien veces no! —contestó Sarcany—. ¡Eso no se puede explicar,


pardiez; pero se siente, penetra hasta los tuétanos…! ¡Un millón nos
aguarda esta noche sobre las mesas del Casino…! ¡Sí…! ¡Un millón, y no
le dejaré escapar…!

—¡Jugad vos, Sarcany!

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—¡Yo…! ¡Jugar solo…! ¡No! ¡Jugar con Silas…! ¡Sí…! ¡Y si fuese preciso
escoger entre nosotros dos, sería a vos a quien cedería el puesto…! La
suerte es personal, y está demostrado que ha vuelto a seros propicia.
¡Jugad, pues, y ganaréis…! ¡Yo lo quiero!

En suma, lo que quería Sarcany era que Silas Toronthal no se contentase


con algunos cientos de billetes de mil francos que le hubieran permitido
sustraerse a su dominio. Lo que quería era que su cómplice volviera a ser
el millonario que había sido, o que no tuviera nada. Rico, continuaría la
existencia que habían llevado hasta entonces. Arruinado, no tendría más
remedio que seguir a Sarcany adonde éste quisiera llevarle. En ambos
casos no tendría ya nada que temer de él.

Además, aunque intentaba resistir, Silas Toronthal sentía en aquel


momento agitarse en él todas las pasiones del jugador. En el estado
miserable en que había caído, experimentaba a la vez miedo y ganas de
volver a los salones del Casino. Las palabras de Sarcany le ponían fuego
en la sangre. Visiblemente la suerte se había declarado en su favor, y en
las últimas horas con tanta constancia, que hubiera sido imperdonable no
seguir jugando.

¡Loco…! Como todos los jugadores, sus semejantes, hablaba en presente


cuando sólo se puede hablar en pasado. En vez de decir: «He tenido
suerte», lo que era cierto, decía: «tengo suerte», lo cual era falso. Y sin
embargo, en el cerebro de todos los que cuentan con el azar no se
discurre de otro modo. Olvidan demasiado lo que ha dicho recientemente
uno de los más sabios matemáticos de Francia: «el azar tiene caprichos,
pero no tiene costumbres».

Entretanto, Sarcany y Silas Toronthal habían llegado al Casino, seguidos


siempre por Pointe Pescade. Se pararon un instante antes de entrar.

—¡Silas —dijo entonces Sarcany—; fuera vacilaciones…! Estáis decidido a


jugar, ¿no es así?

—¡Sí! ¡Decidido a arriesgar el todo por el todo! —respondió el banquero,


que dejó de vacilar al subir los primeros escalones del peristilo.

—No quiero ejercer influencia sobre vos —dijo de nuevo Sarcany—.


¡Obedecéis a vuestra inspiración y no a la mía! ¡No puede equivocarse!
¿Vais a la ruleta?

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—¡No…! ¡Al treinta y cuarenta! respondió Silas Toronthal entrando en el
hall.

—¡Tenéis razón, Silas! ¡No hagáis caso de nadie! ¡La ruleta acaba de
daros una fortuna! ¡Al treinta y cuarenta le toca hacer lo que falta!

Entraron ambos en los salones y se pasearon un rato. Diez minutos


después Pointe Pescade les vio tomar asiento en una de las mesas del
treinta y cuarenta.

En efecto, allí se pueden dar golpes de más audacia. Allí, si las suertes del
juego son sencillas, si sólo hay que luchar contra las tablas, el máximum,
en cambio, es de doce mil francos, y algunos pases pueden producir
diferencias colosales de ganancia o pérdida. Ése es, pues, el teatro
predilecto de los que se llaman los grandes jugadores. Allí, en fin, se han
realizado con una rapidez vertiginosa fortunas y ruinas de que las Bolsas
de París, de Nueva York o de Londres podían mostrarse envidiosas.

Delante de la mesa del treinta y cuarenta, Silas Toronthal había olvidado


todas sus aprensiones. Ahora no jugaba ya «con miedo», sino con rabia, o
lo que es más exacto, como un hombre que no tardaría en irse del seguro.
¿Acaso puede decirse que hay una manera de jugar, una manera de
«arriesgar su dinero»? No, ciertamente, aunque otra cosa digan los
jugadores, puesto que se está al capricho del azar. El banquero jugaba,
pues, bajo la vigilancia de Sarcany, cuyo interés era doble en esta
suprema partida, fuera cual fuese su desenlace.

Durante la primera hora, las alternativas de pérdida o de ganancia fueron


poco más o menos iguales. Sin embargo, la balanza acabó por inclinarse
del lado de Silas Toronthal.

Sarcany y él se creyeron entonces seguros del éxito. «Se excitaron»,


como se dice vulgarmente, y no dieron sino golpes de máximum. Pero
pronto tuvo ventaja la banca, cuya sangre fría era imperturbable, que no
conocía las locuras del desbordamiento, y cuyo máximum, impuesto a los
jugadores, protegía sus intereses en una medida tan considerable.

Hubo golpes terribles. Todas las ganancias realizadas por Silas Toronthal
durante toda la tarde, desaparecieron poco a poco. El banquero, a quien
causaba horror mirar, todo congestionado, los ojos inyectados en sangre,

421
se agarraba a la mesa, a las sillas, a los paquetes de billetes, a los
montones de oro que sus manos no podían soltar, con los movimientos,
los sobresaltos, las convulsiones de un hombre que se ahoga. ¡Y nadie le
detuvo en el borde del precipicio! ¡Ni un brazo se alargó para arrancarle de
allí! Sarcany no intentó siquiera llevárselo antes de que su pérdida fuera
completa, antes de que su cabeza hubiera desaparecido bajo la oleada de
la ruina.

A las diez, Silas Toronthal había arriesgado sus últimos luises, su último
máximum. Lo había ganado y en seguida perdido. Y cuando se levantó
desencajado, preso de un deseo feroz de que se desplomasen los salones
del Casino para perecer con toda aquella gente que allí había, ya no le
quedaba nada, nada de los millones que le había dejado su casa de
banca, reconstituida con la fortuna del conde Sandorf.

Silas Toronthal, acompañado por Sarcany, que parecía ser su carcelero,


abandonó las salas del juego, atravesó el hall y se precipitó fuera del
Casino. Se marcharon corriendo por en medio del square, hacia los
senderos que suben a la Turbia.

Pointe Pescade también los seguía; pero al pasar había encontrado a Cap
Matifou, lo levantó del banco en que el Hércules estaba medio dormido, y
le gritó:

—¡Alerta…! ¡Ojos y piernas…!

Y Cap Matifou se lanzó con él sobre una pista que no había ya que perder.

Sarcany y Silas Toronthal continuaban entre tanto andando el uno junto al


otro, y poco a poco subían aquellos senderos que serpentean a los lados
de la montaña, en medio de jardines cubiertos de olivares y de naranjos.

Aquellos zigzás caprichosos permitían a Pointe Pescade y a Cap Matifou


no perderles de vista, pero no podían oír.

—¡Volved al hotel, Silas! —no cesaba de decirle Sarcany con voz


imperiosa—. ¡Volved… y recobrad vuestra sangre fría…!

—¡No…! ¡Estamos arruinados…! ¡Separémonos…! ¡No quiero volveros a


ver! ¡No quiero…!

—¡Separarnos…! ¿Y por qué? ¡Me seguiréis, Silas! ¡Mañana dejaremos a

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Mónaco! ¡Nos queda una cantidad suficiente para ir a Tetuán, y allí
acabaremos nuestra obra!

—¡No…! ¡No…! ¡Dejadme, Sarcany, dejadme! —respondió Silas Toronthal.

Y le rechazaba con violencia, cuando el otro quería cogerle. Corría,


además, con tal rapidez, que Sarcany apenas podía seguirle. Sin
conciencia de sus actos, Silas Toronthal se exponía a cada paso a caer en
los barrancos profundos, encima de los cuales se desarrolla la trocha de
los senderos. Un solo pensamiento le dominaba: huir de Monte Carlo,
donde había acabado de arruinarse, huir de Sarcany, cuyos consejos le
habían llevado a la miseria, huir, en fin, a la ventura, sin saber dónde iría,
sin saber qué sería de él.

Sarcany comprendía muy bien que ya no conseguiría nada de su


cómplice, que éste se le escaparía. ¡Ah! Si el banquero no hubiera
conocido secretos que podían perderle, o por lo menos comprometer sin
remedio la última partida que aún quería jugar, ¡qué poco se hubiera
inquietado del hombre a quien había llevado al borde del abismo! ¡Pero
antes de caer en él, Silas Toronthal podía dar un último grito, y quería
ahogar aquel grito!

Entonces, de la idea del crimen, al cual estaba resuelto, a su ejecución


inmediata, solo, había un paso, y ese paso Sarcany no dudó en darlo. Lo
que quería hacer camino de Tetuán, en las soledades de la campiña
marroquí, ¿no podría acaso hacerlo aquella misma noche, en aquellos
lugares que pronto estarían desiertos?

Pero a aquella hora, entre Monte Carlo y la Turbia todavía pasaban


algunos rezagados que subían y bajaban las rampas. Un grito de Silas
Toronthal podría llevarles a su socorro, y el cobarde Sarcany quería que el
asesinato se hiciera en tales condiciones, que jamás diera lugar a
sospecha alguna. De aquí la necesidad de esperar.

Más arriba, más allá de la Turbia y de la frontera monegasca, en la


carretera de la Cornisa, situada a más de dos mil pies de altura en el
flanco de las primeras estribaciones de los Alpes marítimos, Sarcany
podría dar un golpe seguro. ¿Quién acudiría entonces en ayuda de su
víctima? ¿De qué modo encontrarían el cadáver de Silas Toronthal en el
fondo de aquellos precipicios que se extienden a le largo de la carretera?

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Sin embargo, Sarcany quiso por última vez detener a su cómplice e
intentar llevárselo a Monte Carlo.

—¡Ven, Silas, ven! —gritó cogiéndole por el brazo—. ¡Mañana volveremos


a empezar…! Todavía me queda algún dinero…

— ¡No…! ¡Dejadme…! ¡Dejadme…! —gritó Silas Toronthal en un último


movimiento de rabia.

Y si hubiese tenido fuerzas para luchar con Sarcany, si hubiese estado


armado, puede ser que no hubiera dudado en vengarse de todo el mal que
le había hecho su antiguo agente de la Tripolitana.

Con una mano, a la que la cólera daba más vigor, Silas Toronthal rechazó
a Sarcany, y corrió hacia el último recodo del sendero, bajando algunos
escalones groseramente tallados en la roca, en medio de jardinillos
colocados en tramos. Muy pronto llegó a la calle principal de la Turbia,
sobre el estrecho paso que separa la Cabeza de Perro del bosquecillo del
Monte Agel, antigua frontera de Italia y Francia.

—¡Anda, pues, Silas! —gritó por última vez Sarcany—. ¡Anda, pues, pero
no irás muy lejos!

Y torciendo a la derecha, trepó por un pequeño seto de piedras secas,


subió con ligereza por up jardín en forma de escalera y se dirigió más allá,
a fin de llegar a la carretera antes que Silas Toronthal.

Pointe Pescade y Cap Matifou, si nada habían podido oír de esa escena,
habían visto, sin embargo, al banquero rechazar con violencia a Sarcany, y
a Sarcany desaparecer entre la sombra.

—¡Eh! ¡El diablo se mezcla! —gritó Pointe Pescade—. ¡Es tal vez el mejor
que se nos escapa…! ¡Sólo faltaría que el otro hiciera otro tanto…! ¡En
todo caso, Silas Toronthal es buena presa…! ¡Además, no podemos
escoger…! ¡Adelante, mi Cap, adelante!

Y en unas cuantas zancadas se pusieron al alcance de Silas Toronthal.

Éste subía rápidamente la calle de la Turbia. Dejando a la izquierda el


pequeño cerro que domina la Torre de Augusto, pasó corriendo delante de
las casas ya cerradas, y se encontró, por fin, en la carretera de la Cornisa.

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Pointe Pescade y Cap Matifou le seguían a cincuenta pasos de distancia,
poco más o menos.

Pero a Sarcany ya no se le veía, sea porque hubiese seguido por la cima


de las escarpas de la derecha, o sea porque definitivamente hubiese
abandonado a su cómplice para bajar a Monte Carlo.

La carretera de la Cornisa, vestigio de una antigua Vía romana, a partir de


la Turbia, baja hacia Niza, a media montaña, en medio de rocas soberbias,
de conos aislados, de precipicios profundos que se prolongan hasta la
línea del camino de hierro trazado a lo largo del litoral. Más allá, en esa
noche estrellada, a la claridad de la luna que se levantaba hacia el Este,
aparecían confusamente seis golfos, la isla de Sainte-Hospice, la
embocadura del Var, la península de la Gazoupe, el cabo de Antibes, el
golfo Juan, las islas de Lerins, el golfo de la Napoule, el golfo de Cannes y
las montañas del Esterel en último término.

Aquí y allí brillaban los fuegos de los faros de algunos puertos, el de


Beaulieu, al pié de las vertientes del África Menor, el de Villafranca, que
domina el monte Lema, y además algunos faroles de barcos Pescaderes
que reflejaban en las tranquilas aguas del muelle.

Eran más de las doce de la noche. En aquel momento, Silas Toronthal,


casi al salir de la Turbia, abandonó el camino de la Cornisa y se lanzó por
un estrecho camino que va directamente a Eza, especie de nido de águila,
con una población medio bárbara, encaramado con altivez sobre su roca,
por encima de un bosque de pinos y de algarrobos.

El camino estaba completamente desierto.

El insensato lo siguió durante algún tiempo sin aflojar el paso, sin volver
jamás la cabeza; de repente tomó hacia la izquierda por un estrecho
sendero que síguela escarpa de la montaña bajo la cual la vía férrea y la
carretera pasan al través de un túnel.

Pointe Pescade y Cap Matifou le siguieron.

Cien pasos más allá, Silas Toronthal se paró por fin. Acababa de lanzarse
sobre una roca suspendida en un precipicio cuyo fondo estaba bañado por
el mar.

425
¿Qué iba a hacer Silas Toronthal?

¿Acaso una idea de suicidio había atravesado por su cerebro?, ¿o quería


terminar su miserable existencia precipitándose en el abismo?

—¡Mil diablos! —gritó Pointe Pescade—. ¡Lo queremos vivo…! ¡Agarra,


Cap Matifou, y no sueltes!

Pero no habían andado ambos veinte pasos, cuando vieron aparecer a un


hombre a la derecha del sendero, deslizarse a lo largo de la escarpa entre
los matorrales de lentiscos y mirtos, y arrastrarse para llegar a la roca
sobre la cual estaba Silas Toronthal.

Era Sarcany.

—¡Eh! ¡Pardiez! —gritó Pointe Pescade—. ¡Sin duda quiere ayudar a su


socio a trasladarse al otro mundo…! ¡Cap Matifou, a ti el uno,., a mí el otro!

Pero Sarcany se había parado… Temía ser reconocido.

Una maldición se escapó de su boca; lanzándose sobre la derecha antes


que Pointe Pescade pudiese alcanzarle, desapareció en medio de los
zarzales.

Un instante después, en el momento en que Silas Toronthal iba a


precipitarse, Cap Matifou le asió fuertemente.

—¡Dejadme! —gritó Silas—. ¡Dejadme…!

—¡Dejaros dar un mal paso, señor Toronthal! —respondió Pointe


Pescade—. ¡Jamás!

El inteligente muchacho no estaba preparado para este incidente, pues en


las instrucciones que había recibido no se había previsto este caso. Pero
si Sarcany se había escapado, Silas Toronthal estaba cogido, y ya sólo se
trataba de conducirle a Antekirtta, en donde sería recibido con todos los
honores que le eran debidos.

—¿Quieres encargarte del transporte de este caballero… a precio


reducido? —le preguntó Pointe Pescade a Cap Matifou.

—¡Con mucho gusto!

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Silas Toronthal, que no tenía conciencia de lo que pasaba, no hubiera
podido oponer la menor resistencia. Así es que Pointe Pescade tomó un
sendero bastante pendiente que conducía a la playa, costeando el
precipicio, seguido por Cap Matifou, que medio arrastrando llevaba el
cuerpo inerte de Silas Toronthal.

La bajada fue muy difícil, y sin la prodigiosa habilidad de Pointe Pescade,


sin la fuerza extraordinaria de su compañero, ambos hubieran podido dar
una caída mortal.

Sin embargo, después de haber arriesgado su vida veinte veces, llegaron


a las últimas rocas que están al nivel del mar. Por ese lado la costa está
formada por una sucesión de pequeñas caletas caprichosamente
recortadas en la masa arcillosa, cercadas de altos muros rojizos,
guarnecidos de arrecifes ferruginosos que dan a las pequeñas olas de la
resaca un tinte sanguíneo.

Empezaba a apuntar el día cuando Pointe Pescade encontró un albergue


en el fondo de una de esas cavidades producidas por los movimientos de
la roca en la época de las conmociones geológicas, y en la cual se podía
depositar a Silas Toronthal para dejarle bajo la vigilancia de Cap Matifou.

Éste le transportó, sin que el banquero lo notara, sin que se inquietara de


lo que sé hacía con él.

Pointe Pescade, dirigiéndose a Cap Matifou:

—Te vas a quedar ahí mi Cap —le dijo.

—Todo el tiempo que sea necesario.

—¿Aunque sea doce horas, si yo estuviese ausente todo ese tiempo?

—Doce horas, y más.

—¿Y sin probar bocado?

—Si no almuerzo ahora comeré esta noche… y por dos.

—Y si no comes por dos, comerás por cuatro.

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Después de este diálogo, Cap Matifou se sentó sobre una roca para no
perder de vista a su prisionero. En cuanto a Pointe Pescade, tomó el
camino más corto para acercarse a Mónaco.

Pointe Pescade no debía tardar tanto en volver como suponía. En menos


de dos horas encontró al Eléctrico fondeado en una de las ensenadas
desiertas, al abrigo del oleaje de alta mar.

Una hora después, la rápida embarcación llegaba ante la estrecha caleta


en que Cap Matifou, visto desde el mar, aparecía como el mitológico
Proteo, haciendo pastar los rebaños de Neptuno.

En breve tiempo, Silas Toronthal y Cap Matifou estaban a bordo, y sin ser
vistos por los carabineros y Pescaderes de la costa, el Eléctrico, lanzado
con toda velocidad, tomaba de nuevo la dirección de Antekirtta.

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VI. Al amparo de Dios
Y ahora séanos permitido describir en su conjunto, la colonia de Antekirtta.

Silas Toronthal y Carpena estaban en poder del doctor, y éste no


aguardaba más que la ocasión de ponerse de nuevo en busca de Sarcany.
En cuanto a los agentes encargados de descubrir el paradero de madame
Bathory, no cesaban en sus investigaciones, inútilmente hasta entonces.
Desde que su madre hubo desaparecido, no teniendo más apoyo que el
viejo Borik, era una desesperación continua para Pedro Bathory: ¿y qué
consuelo hubiera podido procurar el doctor a aquel corazón dos veces
destrozado? Cuando Pedro le hablaba de su madre, ¿no sentía él que
hablaba también de Sava Toronthal, cuyo nombre no era nunca
pronunciado entre ellos?

En esa pequeña ciudad, la capital do Antekirtta, no lejos del Stadthaus,


María Ferrato ocupaba una de las más bonitas habitaciones de Artenak. El
doctor quiso probar su agradecimiento procurándole todas las
comodidades de la vida. Su hermano vivía cerca de ella, cuando no estaba
en el mar ocupado en algún servicio de transporte o de vigilancia. No
transcurría un solo día sin que visitasen al doctor, o éste viniese a verlos.
Su afecto, conforme los iba conociendo mejor, iba siempre en aumento
hacia los hijos del Pescader de Rovigno.

—¡Qué felices seríamos —decía con frecuencia María—, si Pedro pudiera


serlo!

—No podrá serlo —contestaba Luigi—, sino el día en que haya encontrado
a su madre. Pero no he perdido toda esperanza, María. Con los medios de
que dispone el doctor, es seguro que se descubrirá a qué sitio ha sido
llevada madame Bathory por Borik, después de haber abandonado a
Ragusa.

—Yo también tengo esa esperanza, Luigi. Y sin embargo, aunque


pareciese su madre, ¿Pedro hallaría consuelo por fin?

—No, María, puesto que no es posible que Sava Toronthal sea nunca su

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mujer.

—Luigi —contestó María—. Lo que parece imposible al hombre, ¿es


imposible para Dios?

Cuando Pedro había dicho a Luigi que los dos serían hermanos, no
conocía todavía a María Ferrato, no sabía qué hermana tan tierna y llena
de abnegación iba a encontrar en ella. Así es que cuando pudo apreciarla,
no titubeó en confiarla todas sus penas. ¡Se quedaba tan tranquilo cuando
acababan de conversar juntos! Lo que no quería decir al doctor, se lo
confiaba a María. Encontraba en ella un corazón amante, abierto a todas
las compasiones; un corazón que le comprendía, que le consolaba, un
alma que tenía confianza en Dios y que no desesperaba nunca. Cuando
Pedro sufría demasiado, cuando su dolor podía más que él, se apresuraba
a ir en su busca: ¡y cuántas veces María consiguió inspirarle un poco de
confianza en el porvenir!

Sin embargo, un hombre había ahora en las casamatas de Antekirtta que


debía saber dónde se encontraba Sava y si se hallaba siempre en poder
de Sarcany. Este hombre era el que la había hecho pasar por hija suya,
era Silas Toronthal; poro por respeto a la memoria de su padre, Pedro no
hubiera querido interrogarle sobre esto.

Además, desde su arresto Silas Toronthal se halla en tal situación de


espíritu, en una postración física y moral tan grande, que no hubiera
podido decir nada, aun cuando por su interés hubiera debido hablar.
Realmente no había para qué inquirir acerca de lo que sabía de Sava,
puesto que por un lado ignoraba que era el doctor Antekirtt quien le tenía
preso, y por otro que Pedro Bathory estaba vivo en esa isla Antekirtta,
cuyo nombre le era desconocido.

Así es que, como decía María Ferrato, no había más que Dios que pudiese
desenlazar esta situación. El estado actual de la pequeña colonia no sería
del todo conocido si se nos olvidase mencionar a Pointe Pescade y Cap
Matifou.

Ya fuese que Sarcany hubiera conseguido escaparse, ya que se hubiese


perdido su pista, la captura de Silas Toronthal tenía tal importancia, que
fue grande el agradecimiento que se demostró al acróbata por ese hecho.
Entregado a su propia inspiración, ese valiente joven había hecho lo que
debía hacerse en semejantes casos. Ahora bien; desde el momento que el

430
doctor estaba satisfecho, los dos amigos hubieran hecho mal en no estarlo
también. Habían, pues, ocupado su bonita habitación, mientras no se
utilizasen de nuevo sus servicios, y esperaban, con razón, que podrían
aún ayudar al doctor en sus planes.

Así que llegaron a Antekirtta, Pointe Pescade y Matifou visitaron a María y


a Luigi Ferrato, y luego se presentaron en casa de algunas personas
conocidas de Artenak. Por todas partes les recibieron muy bien, pues eran
generalmente estimados. Era preciso ver a Matifou en esas ocasiones
solemnes, no sabiendo qué hacer de su inmensa persona, que ocupaba
casi un salón.

—Pero yo estoy tan flaco, que váyase lo uno por lo otro, exclamaba Pointe
Pescade.

En cuanto a éste, era la alegría de la colonia, a quien regocijaba con su


constante buen humor. Su inteligencia y su habilidad las ponía a
disposición de todo el mundo. ¡Ah! ¡Si las cosas pudieran arreglarse a
gusto de todos!, ¡qué fiestas organizaría, qué programas de placeres y
diversiones inventaría! ¡Oh! ¡Si fuese necesario, Matifou y Pointe Pescade
no tendrían inconveniente en volver a ser acróbatas para dejar atónitos a
los habitantes de Antekirtta!

Aguardando esos felices días, Pointe Pescade y Matifou se ocupaban en


embellecer su jardín, cuyos hermosos árboles prestaban una sombra
deliciosa, y su villa, que se perdía entre multitud de flores. Las obras del
estanque pequeño adelantaban bastante. Al verá Cap Matifou arrancar y
transportar enormes pedazos de roca, se notaba claramente que el
Hércules provenzal no había perdido nada de su fuerza prodigiosa.

Sin embargo, si los agentes del doctor, en lo concerniente a madame


Bathory, no habían conseguido nada, los que se habían lanzado en busca
de Sarcany no fueron más afortunados. Ninguno de ellos pudo descubrir
en qué sitio se había refugiado ese miserable, desde su marcha de Monte
Carlo.

¿Conocía Silas Toronthal el sitio en que aquél se había refugiado? Era al


menos dudoso, si se tienen en cuenta las circunstancias en que se
separaron en el camino de Niza. Además, aun suponiendo que lo supiera,
¿consentiría en decirlo?

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El doctor aguardaba, pues, con gran impaciencia que el banquero
estuviera en estado de responder, para intentar ese medio.

Era en una pequeña fortaleza establecida en el ángulo Noroeste de


Artenak, donde Silas Toronthal y Carpena habían sido incomunicados.
Ambos se conocían, pero solamente de nombre, pues el banquero no
había estado nunca directamente mezclado en los negocios de Sarcany en
Sicilia. Así es que se dieron las órdenes más severas para que ni
sospechasen siquiera que se hallaban ambos en la misma fortaleza.
Ocupaban dos casamatas muy distantes entre sí, y no salían sino para
tomar el aire en patios separados. Seguro de la fidelidad de los que
vigilaban —eran dos sargentos de la milicia de Antekirtta— el doctor podía
estar cierto de que ninguna relación se establecería entre los dos
prisioneros.

Tampoco había por qué temer ninguna indiscreción, pues cuantas


preguntas dirigían a Silas Toronthal y Carpena acerca del lugar de su
detención, no se había contestado ni se contestaría jamás. Por lo tanto,
nada podía hacer suponer ni al uno ni al otro que estuviesen en poder del
doctor Antekirtt, que el banquero conocía por haberle encontrado varias
veces en Ragusa.

Pero la constante preocupación del doctor era encontrar a Sarcany para


apoderarse de él, del mismo modo que se había apoderado de sus dos
cómplices. Así es que hacia el 16 de Octubre, después de haberse
cerciorado de que Silas Toronthal estaba ya en estado de responder a las
preguntas que se le hicieran, resolvió proceder a su interrogatorio.

Primeramente se celebró un consejo sobre este particular entre el doctor,


Pedro y Luigi, al que fue admitido Pointe Pescade, cuya opinión pesaba
mucho en la balanza.

El doctor les comunicó su plan.

—Pero —observó Luigi—, decir a Silas Toronthal que se trata de averiguar


el paradero de Sarcany, ¿no es hacerle sospechar que es con objeto de
apoderarse de su cómplice?

—Y bien —contestó el doctor—; ¿qué inconveniente hay que lo sepa Silas


Toronthal, ahora que no se nos puede escapar?

432
—Uno hay, señor doctor —contestó Luigi—. Silas Toronthal puede pensar
que está en su propio interés no decir nada que pueda perjudicar a
Sarcany.

—¿Y por qué?

—Porque sería perjudicarle a él.

—¿Puedo permitirme una observación? —preguntó Pointe Pescade, que


por discreción se hallaba algo apartado.

—Ciertamente, mi buen amigo —le contestó el doctor.

—Señores —dijo el joven—; en las circunstancias especiales en que esos


dos caballeros se han separado, tengo motivos para creer que no tienen
por qué guardarse recíprocamente ningún género de atenciones. El señor
Silas Toronthal debe detestar cordialmente al señor Sarcany, que le ha
conducido a la ruina. Así, pues, si el señor Toronthal sabe dónde se
encuentra actualmente el señor Sarcany, no vacilará en hablar; ésta es, al
menos, mi opinión. Si no dice nada, es porque no tiene nada que decir.

Este razonamiento no dejaba de ser sensato. Muy verosímilmente, caso


de que el banquero supiera dónde había ido a refugiarse Sarcany, no se
creería obligado a guardar silencio, cuando su propio interés sería
romperlo.

—Vamos a saber hoy mismo a qué atenernos —contestó el doctor—; y si


Toronthal no sabe nada, o nada quiere decir, deliberaremos lo que hay
que hacer. Pero como debe ignorar todavía que está en poder del doctor
Antekirtt, del mismo modo que debe ignorar también que Pedro Bathory
vive, será Luigi quien se encargue de interrogarle.

—Estoy enteramente a vuestra disposición, señor doctor —contestó el


joven.

Luigi se dirigió, por lo tanto, al fuerte, y fue introducido en la casamata que


servía de prisión a Silas Toronthal.

El banquero estaba sentado en un rincón cerca de una mesa. Acababa de


levantarse de la cama. Era indudable que su estado moral había mejorado
mucho. No pensaba ya en su ruina, ni aun en Sarcany. Lo que le
inquietaba ahora era saber por qué y en qué sitio se le detenía, y quién era

433
el poderoso personaje que había tenido interés en apoderarse de él. No
sabía qué pensar, y debía estar temeroso de todo.

Cuando vio entrar a Luigi Ferrato, se levantó; pero como éste le indicase
que tomara asiento, volvió a hacerlo en seguida. Respecto al cortísimo
interrogatorio que sufrió en esta visita, helo aquí:

—¿Sois Silas Toronthal, antiguamente banquero de Trieste, y últimamente


domiciliado en Ragusa?

—No tengo para qué contestar a esa pregunta. Los que me tienen preso
deben saber quién soy.

—Y lo saben.

—¿Quiénes son ellos?

—Lo sabréis más tarde.

—¿Y quién sois vos?

—Un hombre que tiene orden de interrogaros.

—¿De quién?

—De quienes tienen cuentas que pediros.

—Vuelvo a preguntaros: ¿quiénes son ellos?

—No tengo para qué decíroslo.

—En ese caso nada tengo que contestaros.

—¡Bien está! Estabais en Monte Carlo con un hombre a quien hace tiempo
conocéis, y que no os ha abandonado desde vuestra salida de Ragusa;
ese hombre, de origen tripolitano, se llama Sarcany. Se escapó en los
momentos en que fuisteis preso en el camino de Niza. Por tanto, he aquí lo
que tengo encargo de preguntaros: ¿sabéis dónde se halla actualmente
ese hombre? Y sabiéndolo, ¿queréis decirlo?

Silas Toronthal se guardó muy bien de responder. Si querían saber dónde


estaba Sarcany, era evidentemente para apoderarse de su persona, como
se habían apoderado de él. Ahora bien, ¿con qué objeto? ¿Era por hechos

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comunes de su pasado, y más especialmente por las asechanzas relativas
a la conspiración de Trieste? Pero ¿cómo esos hechos, eran conocidos, y
qué hombre podía tener interés en vengar al conde Matías Sandorf y sus
dos amigos, muertos hacía más de quince años? He aquí lo que ante todo
se preguntaba el banquero. De todos modos tenía motivos para creer que
no se hallaba bajo el golpe de una justicia regular, cuya acción amenazase
ejercerse sobre su cómplice y sobre él, y esto es lo que más le inquietaba.
Así es que, aunque él no ponía en duda que Sarcany se hubiese refugiado
en Tetuán en casa de Namir, donde debía ventilarse su última partida, y
aun en un plazo muy breve, resolvió no decir nada sobre el particular. Si
más tarde su interés le aconsejaba hablar, hablaría. Hasta entonces
importaba mantenerse en una gran reserva.

—¿Y bien? —preguntó Luigi—, después de haber dejado al banquero


tiempo para reflexionar.

—Señor mío —contestó Silas Toronthal—, podría responderos que sé


dónde se halla ese Sarcany de que me habláis, y que no quiero decirlo.
Pero en realidad lo ignoro.

—¿Es vuestra única respuesta?

—La única y la verdadera.

Con lo cual Luigi se retiró y fue a dar cuenta al doctor de su entrevista con
Silas Toronthal; como la respuesta del banquero, después de todo, no
tenía nada de inadmisible, preciso fue contentarse con ella.

Así, pues, para descubrir el paradero de Sarcany no había más que


multiplicar las pesquisas, no ahorrando tiempo ni dinero.

Pero entretanto que algún indicio le permitiera ponerse en campaña, el


doctor tuvo que ocuparse en asuntos que interesaban profundamente la
seguridad de Antekirtta.

Había recibido recientemente noticias secretas de la Cirenaica. Sus


agentes recomendaban, sobre todo, que se vigilase severamente los
pasajes del golfo de la Sidra. Según ellos, la temible asociación de los
senousistas parecía reunir sus fuerzas en la frontera de la Tripolitana. Un
movimiento general los conducía poco a poco hacia el litoral sírtico. Había
un continuo cambio de mensajes por los rápidos correos del gran maestre,

435
entre los diversos zanyias del África septentrional. Multitud de armas,
procedentes del extranjero, habían sido remitidas y entregadas por cuenta
de la asociación. Por último, una concentración de fuerzas se operaba en
el villorrio de Ben-Ghazi, y por consiguiente próximo a Antekirtta.

En previsión de un peligro que podía ser inminente, el doctor tuvo que


ocuparse en tomar todas las medidas dictadas por la prudencia. Durante
las tres últimas semanas de Octubre, Pedro y Luigi le secundaron
activamente en estos trabajos, y todos los colonos le prestaron su
concurso.

Varias veces fue enviado Pointe Pescade secretamente hasta el litoral de


la Cirenaica con objeto de ponerse en relación con los agentes, y quedó
de manifiesto que el peligro que amonaba a la isla no era imaginario. Los
piratas de Ben-Ghazi, reforzados por una verdadera movilización de los
afiliados de toda la provincia, preparaban una expedición cuyo objetivo
debía ser Antekirtta. ¿Estaba esta expedición próxima? Nada pudo
saberse sobre esto.

En todo caso, los jefes de los senousistas se encontraban aún en los


villorrios del Sur, y era probable que ninguna operación importante se
emprendiera sin que estuviesen allí para dirigirla. Por este motivo los
Eléctricos de Antekirtta recibieron orden de recorrer los parajes del mar de
las Sirtes, tanto para observar el litoral de la Cirenaica y de la Tripolitana,
como la costa de Túnez hasta el cabo Bon.

Todo lo necesario para la defensa de la isla no estaba aún terminado,


como es sabido; pero si no era posible terminarlo en tiempo oportuno, al
menos estaba bien provisto en todo género de municiones el arsenal de
Antekirtta.

Antekirtta, separada de las riberas de la Cirenaica por unas veinte millas,


estaría absolutamente aislada en el fondo del golfo, si un islote conocido
con el nombre de Kencraf, que media trescientos metros de circunferencia,
no emergiese a dos millas de su punta Sudeste. Tenía pensado el doctor
que este islote sirviese de lugar de deportación, si por desgracia alguno de
los colonos merecía ser deportado después de una sentencia dictada por
los tribunales regulares de la isla, lo que no había sucedido aún. Con este
objeto se habían construido algunas barracas en aquel islote.

Pero, en suma, el islote Kencraf no estaba fortificado, y caso de que una

436
flotilla enemiga viniese o atacar a Antekirtta, solamente por su situación
constituía un verdadero peligro. En efecto, no había más que desembarcar
para hacer de aquel islote una sólida base de operaciones. Con toda
facilidad se podían llevar municiones y víveres y establecer una batería;
así es que podía ofrecer a los sitiadores un excelente punto de apoyo, por
lo cual hubiera valido más que no existiese, puesto que faltaba tiempo
para ponerle en estado de defensa.

La situación de la isla de Kencraf, las ventajas de que podía aprovecharse


un enemigo contra Antekirtta, no dejaban de inquietar al doctor. Así es
que, todo bien pensado, resolvió destruirlo; pero al mismo tiempo
procurando que su destrucción sirviese para aniquilar por completo a
cuantos piratas se arriesgasen a tomar posesión de él.

Este proyecto fue inmediatamente puesto en ejecución. De resultas de las


obras practicadas en su suelo, el islote Kencraf se encontró muy pronto
convertido en un inmenso homo minero, que fue unido a la isla de
Antekirtta por un hilo submarino. Bastaría sólo una comente eléctrica
lanzada por medio de aquel hilo, para que no quedase ni siquiera rastro
del islote en la superficie del mar.

En efecto, no era a la pólvora, ni al fulmi-algodón, ni a la dinamita, a los


que el doctor había pedido aquel formidable medio de destrucción.
Conocía la composición de un agente explosivo recientemente
descubierto, cuya potencia destructora era tan grande, que podía decirse
que es a la dinamita lo que ésta a la pólvora ordinaria. Más manejable que
la nitroglicerina, más transportable, puesto que no exige el empleo sino de
dos líquidos cuya mezcla se opera tan sólo en el momento de servirse de
ellos; refractario a la congelación hasta veinte grados bajo cero, mientras
que la dinamita se hiela a cinco o seis, no pudiendo estallar sino por un
choque violento, tal como la explosión de una cápsula de fulminante, este
agente puede emplearse de un modo tan fácil como terrible.

¿Cómo se obtiene? Pues simplemente por la acción del protóxido de ázoe


puro y anhidro, en estado líquido, sobre diversos cuerpos carburados,
aceites minerales, vegetales, animales u otros derivados de los cuerpos
grasientos. Estos dos líquidos, inofensivos separadamente, solubles el uno
en el otro, se hacen uno solo en la proporción que se quiere, como se
haría una mezcla de agua y vino, sin ningún peligro de manipulación. Tal
es panclastita, palabra que significa «destrozándolo todo», y, en efecto,
todo lo destroza.

437
Este agente fue introducido bajo la forma de numerosas fogatas en el
suelo del islote. Por medio del hilo submarino de Antekirtta, que
introduciría la chispa en las cazoletas de fulminante de que cada fogata se
hallaba provista, la explosión se produciría instantáneamente. Sin
embargo, como podía suceder que este hilo se inutilizase, se convino, por
exceso de precaución, enterrar cierto número de aparatos en el
bosquecillo del islote, y unirlos entre sí por otros hilos subterráneos.
Bastaba entonces que el pie, por casualidad, viniese a rozar, en la
superficie del suelo, las laminillas de uno de aquellos aparatos que
formaban el circuito, para establecer la corriente y provocar la explosión.
Era, pues, difícil que si numerosos sitiadores desembarcaban en el islote
Kencraf, escapasen a una destrucción absoluta.

El 3 de Noviembre, por la mañana, el steamer destinado al transporte de


los carbones de Cardiff vino a anclar en el puerto de Antekirtta. Durante su
travesía, el mal tiempo le había obligado a hacer escala en Gibraltar. Allí,
en la lista de correos, el capitán encontró una carta dirigida al doctor, cuya
carta, después de andar de un lado para otro, no había llegado aún a su
destino.

El doctor tomo aquella carta, en cuyo sobra se veían los sellos de correo
de Malta, Catania, Ragusa, Ceuta, Otranto, Málaga y Gibraltar; los mismos
puntos que había recorrido.

La letra, de gruesos caracteres, trazados con temblorosa mano, indicaban


que la persona que la había escrito no tenía ya la costumbre, ni tal vez la
fuerza suficiente para ello. Además, el sobre no tenía más que un nombre,
el del doctor, con esta recomendación conmovedora:

Al doctor Antekirtt
Al amparo de Dios.

El doctor rompió el sobre, abrió la carta, una hoja de papel ya amarillenta,


y leyó lo que sigue:

«Señor doctor:

»¡Que Dios haga que esta carta llegue a vuestras manos…! ¡Soy muy
viejo…! ¡Puedo morirme…! ¡Se quedará sola en el mundo…! ¡Por los

438
últimos días de una vida que ha sido tan dolorosa, tened piedad de
madame Bathory…! ¡Venid a ampararla…! ¡Venid!

»Vuestro humilde servidor. —Borik».

En uno de los ángulos del papel se leía este nombre: Cartago; y debajo:
Regencia de Túnez.

El doctor estaba solo en el salón del Stadthaus, en el momento en que


acababa de enterarse de aquella carta. Fue un grito de alegría y de
desesperación al mismo tiempo el que lanzó; de alegría, porque
encontraba por fin las huellas de madame Bathory; de desesperación, o
más bien de terror, porque los distintos sellos de la carta indicaban que
ésta había sido escrita hacía lo menos un mes.

Inmediatamente mandó llamar a Luigi.

—Luigi —dijo el doctor—, avisa al capitán Kostrik que tenga todo dispuesto
para que el Ferrato pueda salir dentro de dos horas.

—Dentro de dos horas estará todo listo —contestó Luigi—. ¿Vais a


embarcaros, señor doctor?

—Sí.

—¿Se trata de una travesía larga?

—Tres o cuatro días solamente.

—¿Marcháis solo?

—No: ocúpate en buscar a Pedro, y dile que esté listo para acompañarme.

—Pedro está ausente; pero antes de una hora habrá regresado de las
obras del islote Kencraf.

— Deseo también que tu hermana se embarque con nosotros, Luigi; que


haga en seguida sus preparativos de marcha.

—Al instante.

Y Luigi salió en seguida para cumplimentar las órdenes del doctor.

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Una hora después, Pedro llegaba al Stadthaus.

—Lee —le dijo el doctor.

Y le dio la carta de Borik.

FIN DE LA CUARTA PARTE

440
Quinta parte

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I. La aparición
El steam-yacht aparejó un poco antes de las doce del día, al mando del
capitán Kostrik y del segando, Luigi Ferrato. No llevaba más pasajeros que
el doctor, Pedro y María Ferrato, encargada de prestar sus cuidados a
madame Bathory en caso de que fuera imposible trasladarla
inmediatamente de Cartago a Antekirtta.

No hay necesidad de insistir para hacer comprender cuáles debían ser las
angustias de Pedro Bathory. Sabía dónde estaba su madre, iba a verla…
Pero ¿por qué Borik la había conducido tan precipitadamente desde
Ragusa a una costa tan apartada como es la de Túnez? ¿En qué grado de
miseria debía esperar encontrar a ambos?

A estos temores que Pedro confiaba a María, ésta no cesaba de


responderle con palabras de consuelo y esperanza. Visiblemente
reconocía la intervención de la Providencia en el modo de llegar aquella
carta a manos del doctor.

Se había comunicado la orden de dar al Ferrato la mayor velocidad


posible, con la cual se podían andar quince millas por hora. Ahora bien, la
distancia que media entre el fondo del golfo de la Sidra y el cabo Bon,
situado en la extremidad Noroeste de la punta tunecina, no es más que de
mil kilómetros, a lo sumo; además, desde el cabo Bon hasta la Goleta, que
forma el puerto de Túnez, no hay sino hora y media de travesía para un
rápido steam-yacht. En treinta horas, a menos de impedirlo el temporal o
algún accidente, el Ferrato llegaría a su destino.

El mar estaba tranquilo fuera del golfo, pero el viento soplaba del
Noroeste, sin indicar, no obstante, tendencia a decrecer. El capitán Kostrik
le dirigió un poco más abajo del cabo Bon, a fin de encontrar más pronto el
abrigo de tierra, en el caso de que la brisa viniese a aumentar la fuerza del
viento.

Debía, pues, continuar hacia la isla Pantelaria, situada próximamente a


medio camino entre el cabo Bon y Malta, puesto que tenía intención de
aproximarse al cabo todo lo posible.

442
A la salida del golfo de la Sidra, la costa ensancha hacia el Oeste y forma
una curva de gran extensión. Allí se desarrolla más especialmente el litoral
de la regencia de Túnez, y se extiende hasta el golfo de Gabes, entre la
isla Dscherba y la ciudad de Sfax; después la costa se acerca un poco al
Este, en dirección al cabo Dinias, para formar el golfo de Hammamet, y se
desarrolla entonces, entre Sur y Norte, hasta el cabo Bon.

En efecto, el Ferrato tomó rumbo hacia el golfo de Hammamet. Allí es


donde debía, ante todo, acercarse a tierra, que ya no abandonarla basta la
Goleta.

Durante aquel día, 3 de Noviembre, y la noche siguiente, el oleaje de alta


mar creció sensiblemente. No es necesario que sople mucho el viento para
alborotar el mar de las Sirtes, a través del cual se propagan las más
temibles corrientes del Mediterráneo. Pero al siguiente día, sobre las ocho,
la tierra fue señalada precisamente a la altura del cabo Dinias, y al abrigo
de esta costa elevada, la navegación se hizo tranquila y rápida.

El Ferrato recorría la ribera a menos de dos millas por hora, y podían


observarse todos los detalles. Más allá del golfo de Hammamet, por la
latitud de Kelibia, costeaba más cerca todavía la pequeña ensenada de
Sidi-Yusuf, cubierta al Norte por una larga serie de rocas.

Formando recodo se entiende una magnífica playa de arena. Por detrás


descuellan una infinidad de montecillos cubiertos de arbustos raquíticos,
como brotados en un suelo más rico en piedras que en tierra vegetal. En el
fondo altas colinas se confunden con los Djébels que forman las montañas
del interior. Aquí y allá un marabú abandonado, a manera de mancha
blanca, se pierde en la verdura de las cumbres lejanas.

En primera línea aparece un fortín en estado ruinoso, y más arriba otro en


mejor estado, construido sobre el montecillo que cierra al Norte la
ensenada de Sidi Yusuf.

Sin embargo, aquel sitio no estaba desierto. Al abrigo de las rocas, varios
buques levantinos, jabeques y polacras estaban anclados a cinco o seis
brazas próximamente de la costa; pero es tal la transparencia de aquellas
verdes aguas, que se veía claramente el fondo cubierto de piedras negras
y de arena ligeramente estriada, en la cual se aferraban las anclas, a las
que la refracción daba formas fantásticas.

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A lo largo de la playa, al pie de pequeñas dunas sembradas de lentiscos y
de tamarindos, un aduar, compuesto de unas veinte gourbis, mostraba sus
tiendas de tela rayada de amarillo desteñido. Parecía un gran capote
árabe extendido sobre la ribera. Por los pliegues del capote pasaban
corderos y cabras que parecían de lejos grandes cuervos negros, a
quienes fácilmente se espantaría con un solo tiro de escopeta. Una
docena de camellos, unos tendidos sobre la arena y otros inmóviles, como
si estuvieran petrificados, rumiaban cerca de un estrecho lindero de rocas
que podía servir de muelle y de desembarcadero.

Al pasar por la ensenada de Sidi Yusuf, el doctor pudo observar que


desembarcaban municiones, armas y hasta algunas pequeñas piezas de
campaña. Por su situación apartada en los confines de la regencia de
Túnez, la ensenada de Sidi-Yusuf se prestaba admirablemente a este
género de contrabando.

Luigi hizo observar al doctor el desembarco que se efectuaba entonces en


aquella playa.

—Sí, Luigi —contestó—; y si no me engaño, son árabes que vienen en


busca de armas de guerra. ¿Esas armas están destinadas a los
montañeses para combatir a las tropas francesas que acaban de
desembarcar en Túnez? ¡No sé qué pensar! ¿No será más bien por cuenta
de esos numerosos afiliados del Senousismo, piratas de tierra o piratas de
mar, cuya concentración se opera actualmente en la Cirenaica? Me parece
reconocer entre esos árabes más bien tipos del interior del África que no
de la provincia tunecina.

—Pero —preguntó Luigi—, ¿cómo es que las autoridades de la regencia, o


por lo menos las autoridades francesas, no se oponen a ese desembarco
de armas y municiones?

—En Túnez no se sabe lo que pasa a este lado del cabo Bon —contestó el
doctor—; y cuando los franceses sean dueños de la Regencia, es de temer
que todo el lado oriental de los Djébels se sustraiga o su dominio por largo
tiempo todavía. Sea como quiera, ese desembarco es muy sospechoso; y
si no fuera porque nuestra velocidad coloca al Ferrato en una situación
especial, creo que esa flotilla no habría vacilado en atacarnos.

Si era ésta la intención de los árabes, como suponía el doctor, nada había

444
que temer. El steam-yacht, en menos de media hora, habría traspasado la
pequeña rada de Sidi-Yusuf, y después de haber llegado a la extremidad
del cabo Bon, tan poderosamente recortado en el bosquecillo tunecino,
dobló rápidamente el faro que ilumina su punta, toda erizada de rocas
soberbiamente amontonadas.

El Ferrato marchaba entonces con gran velocidad a través del golfo de


Túnez, comprendido entre el cabo Bon y el cabo Cartago. Hacia su
izquierda se desarrollaba la serie de las vertientes del djebel Bon-Karnin,
del djebel Rossas y del djebel Zaghuan, con algunas ciudades, ocultas
aquí y allí en el fondo de sus gargantas. A la derecha, en todo su
esplendor de Kasbah árabe, en plena luz, brillaba la ciudad santa de Sidi-
Bou-Said, que fue quizás uno de los barrios de la antigua Cartago. En
segundo término Túnez, bañada por el sol, se alzaba encima del lago de
Bahira, un poco detrás de ese brazo que la Goleta tiende a todos los que
desembarcan en sus costas.

A una distancia de dos o tres millas del puerto estaba anclada una
escuadra de buques franceses; luego, más próximos, se columpiaban
sobre sus cadenas algunos buques mercantes, cuyos diversos pabellones
daban a aquella rada grande animación.

Era la una cuando el Ferrato dejó caer el ancla a tres cables del puerto de
la Goleta. Después que se llenaron las formalidades de la Sanidad, los
pasajeros del steam-yacht estuvieron en libertad de saltar a tierra. El
doctor Antekirtt, Pedro, Luigi y su hermana tomaron asiento en la lancha
que los desembarcó sin pérdida de tiempo.

La carta de Borik estaba fechada en Cartago, y este nombre, con algunas


ruinas esparcidas en la superficie del suelo, es todo lo que queda de la
ciudad de Aníbal.

Para ir a la playa de Cartago no es necesario tomar el corto camino de


hierro italiano que hace el servicio de la Goleta y de Túnez, contorneando
el lago de Bahira. Sea por la playa, cuya arena dura y fina ofrece a los
peatones un excelente suelo para pasear, sea por un camino empolvado,
un poco más atrás, se llega fácilmente a la base de la colina donde están
la capilla de San Luis y el convento de los misioneros argelinos.

En el momento en que el doctor y sus compañeros desembarcaron, varios


coches esperaban en la plaza. Meterse en uno de ellos y dar la orden al

445
cochero de marchar rápidamente hacia Cartago, todo fue obra de un
instante. El coche, después de seguir la calle principal de la Goleta, pasó
por delante de esas villas suntuosas que los ricos tunecinos habitan
durante la estación de los grandes calores, y de esos palacios de Keredina
y de Mustafá que se alzan sobre el litoral en los alrededores de los
antiguos puertos de la ciudad cartaginesa.

Hace más de dos mil años la rival de Roma ocupaba toda esta playa,
desde la punta de la Goleta hasta el cabo que ha conservado su nombre.

La capilla de San Luis, construida sobre un montecillo de doscientos pies


de altura, se alza en el mismo sitio en que se supone que el rey de Francia
murió en 1270. Ocupa el centro de un pequeño cercado, que cuenta más
restos antiguos, fragmentos de arquitectura, pedazos de estatuas, vasos,
pilastras, columnas y capiteles que árboles y arbustos. Detrás se
encuentra el convento de los misioneros, del cual el padre Delattre, sabio
arqueólogo, es actualmente el prior. Desde estas alturas se domina toda la
playa de arenas desde el cabo Cartago hasta las primeras casas de la
Goleta.

Al pié del montecillo se ven algunos palacios de construcción árabe, con


elegantes empalizadas que llegan hasta el mar, y adonde pueden
acercarse los barcos de la rada. Más allá se admira ese soberbio golfo,
cuyos promontorios todos, todas sus puntas y todas sus montañas, a falta
de ruinas, están por lo menos dotados de un recuerdo histórico.

Pero si hay palacios y villas hasta en el lugar de los antiguos puertos de


guerra y de comercio, se encuentran también acá y allá, esparcidas en los
pliegues de la colina, en medio de piedras desmoronadas, sobre un suelo
gris y casi imposible de ser cultivado, algunas chozas donde viven los
miserables del lugar. La mayor parte de éstos no tienen otra ocupación
que la de buscar en la superficie o en la primera capa del suelo, restos
más o menos preciosos de la época cartaginesa, bronces, piedras,
medallas, monedas, que el convento se aviene a comprarles para su
museo arqueológico, más bien por compasión que por necesidad.

Algunos de esos refugios están poco menos que al aire libre. Parecen
ruinas de marahne que han permanecido blancas bajo el clima abrasador
de esa ribera.

El doctor y sus compañeros iban visitando esos refugios uno por uno,

446
buscando el de madame Bathory, no pudiendo creer que estuviese
reducida a ese grado de miseria.

De pronto el coche se paró delante de una construcción ruinosa, cuya


puerta no era sino una especie de agujero.

Una mujer anciana, cubierta con un manto oscuro, estaba sentada delante
de esa puerta.

Pedro la reconoció en seguida. Lanzó un grito… ¡Era su madre…! Corrió a


abrazarla, se arrodilló delante de ella, la cubrió de besos… Pero ella
permaneció insensible a sus cariños; no parecía reconocerle.

—¡Madre mía…! ¡Madre mía…! —exclamaba él, mientras que el doctor,


Luigi y su hermana la rodeaban.

En aquel instante, en el ángulo de la ruina, apareció un anciano.

Era Borik.

Al instante reconoció al doctor Antekirtt, y sus rodillas se doblaron;


después vio a Pedro… ¡Pedro, a quien había acompañado al cementerio
de Ragusa…! ¡Eran demasiadas emociones para él! Cayó desmayado,
mientras que de sus labios se escapaban estas palabras:

—¡No está en su cabal juicio!

Así es que en el momento en que ese hijo encontraba a su madre, lo que


quedaba de ella no era sino un cuerpo inerte. Y el ver a su hijo, a quien
debía creer muerto, que se le aparecía de pronto, no había bastado para
devolverla el recuerdo de lo pasado.

Madame Bathory se levantó, y sin ver nada, sin pronunciar una palabra,
entró en la choza, adonde María la siguió a una señal del doctor.

Pedro permaneció inmóvil delante de la puerta, sin atreverse a dar un paso.

Gracias a los cuidados del doctor, Borik volvió en sí y pudo exclamar:

—¡Vos, señor Bathory…! ¡Vos… vivo!

—Sí —contestó Pedro—: ¡sí… vivo…! ¡Cuánto más valiera que estuviese

447
muerto!

En pocas palabras, el doctor puso a Borik al corriente de lo que había


ocurrido en Ragusa, y a su vez, y no sin algún trabajo, el antiguo servidor
hizo el relato de estos dos meses de privaciones.

—Pero —se había apresurado a preguntar el doctor—, ¿es la muerte de


su hijo la que ha hecho perder la razón a madame Bathory?

—No, señor, no —dijo Borik.

Y he aquí lo que refirió:

Madame Bathory, que había quedado sola en el mundo, quiso abandonar


a Ragusa y fue a vivir a la aldea de Vinticello, en donde tenía aún algunos
parientes. Durante ese tiempo debían ocuparse en realizar lo poco que
poseía en su modesta casa, puesto que su intención era no volverla a
habitar.

Seis semanas después, acompañada de Borik, regresó a Ragusa para


terminar sus asuntos, y cuando llegó a la calle Marinella encontró una
carta que habían echado en el buzón de la casa.

Leída esta carta, como si su lectura hubiera causado una fuerte sacudida a
su razón, madame Bathory lanzó un grito, se lanzó a la calle, se dirigió
corriendo hacia la Stradone, la atravesó y fue a llamar a la puerta del hotel
Toronthal, que se abrió en el acto.

—¡El hotel Toronthal…! —exclamó Pedro.

—Sí —contesto Borik—, y cuando pude alcanzar a madame Bathory ya no


me reconoció. ¡Estaba ya…!

—Pero ¿a qué iba mi madre al hotel Toronthal…? Sí… ¿a qué? repetía


Pedro, que miraba al antiguo servidor como si éste no pudiese
comprenderle.

—Quería sin duda, hablar con el señor Toronthal, contestó Borik, y hacía
dos días que el señor Toronthal había abandonado el hotel con su hija, sin
que se supiera adónde había marchado.

—¿Y esa carta…? ¿Esa carta…?

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—No he podido encontrarla, señor Bathory, contestó el anciano, y ya sea
que madame Bathory la haya perdido o roto, ya que se la hayan robado,
jamás he sabido lo que decía.

Había allí un misterio. El doctor, que había oído esa relación sin pronunciar
una palabra, no sabía cómo explicar el paso que dio madame Bathory.
¿Qué imperioso motivo pudo llevarla a ese hotel de la Stradone, de donde
todo debía alejarla, y por qué, al saber que Silas Toronthal había
desaparecido, había experimentado una sacudida tan violenta que se
volvió loca?

La relación del antiguo servidor no duró mucho. Después de haber logrado


ocultar el estado de madame Bathory, se ocupó en realizar los últimos
recursos que le quedaban. La locura, dulce y tranquila, de la desgraciada
viuda, le permitió obrar sin excitar sospecha alguna. Abandonar a Ragusa,
refugiarse en cualquier parte, con tal de que fuese lejos de la ciudad
maldita, no apetecía más. Algunos días después consiguió embarcarse
con madame Bathory en uno de esos buques correos que hacen el
servicio del litoral Mediterráneo, y llegó a Túnez, o más bien a la Goleta.
Allí fue donde resolvió detenerse.

Y entonces, en el fondo de ese albergue abandonado, el anciano se


consagró enteramente a los cuidados que reclamaba el estado mental de
madame Bathory, que parecía haber perdido el habla al mismo tiempo que
la razón. Pero sus recursos eran tan escasos, que vio el momento muy
cercano en que ambos estarían reducidos a la última miseria.

En esas condiciones fue cuando el antiguo servidor se acordó del doctor


Antekirtt, y del interés que le había inspirado siempre la familia de Esteban
Bathory. Pero Borik no sabía cuál era su residencia habitual, y le escribió,
sin embargo, y esta carta, que contenía un llamamiento desesperado, la
confió al cuidado de la Providencia. Ahora bien; parece que la Providencia
cumple perfectamente su servicio de correos, puesto que la carta llegó a
su destino.

Lo que había que hacer ahora estaba perfectamente indicado. Madame


Bathory, sin oponer ninguna resistencia, fue conducida al carruaje, en el
que tomó asiento con su hijo, Borik y María, que no debían abandonarla
ya. Mientras que el carruaje tomaba el camino de la Goleta, el doctor y
Luigi regresaron a pie, siguiendo la orilla de la playa.

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Una hora después todos se embarcaban a bordo del steam-yacht;
levantóse el ancla y desde que dobló el cabo Bon, el Ferrato se dirigió
hacia los fuegos de Pantelaria. Dos días después, a los primeros albores
de la mañana, anclaba en el puerto de Antekirtta.

Madame Bathory fue inmediatamente desembarcada, conducida a


Artenak, instalada en uno de los cuartos del Stadtham, y María dejó su
casa para ir a vivir con ella.

¡Qué nuevo motivo de dolor para Pedro Bathory! ¡Su madre privada de la
razón en circunstancias que iban a permanecer, sin duda, inexplicables! Y
todavía si la causa de esa locura hubiese sido conocida, tal vez hubiera
sido posible provocar alguna saludable reacción. Pero no se sabía nada;
no podía saberse nada.

Muy difícil era, sin embargo, conseguir esto, pues madame Bathory
permanecía en una completa inconsciencia de sus actos, y jamás un
recuerdo del pasado se manifestaba en ella.

Y sin embargo, esa potencia de sugestión que el doctor poseía en tan alto
grado, y de la que había dado pruebas tan inequívocas, ¿no era el
momento de emplearla para modificar el estado mental de madame
Bathory? ¿No se podía, por influencia magnética, devolverla la razón y
mantenérsela hasta que la reacción se hubiese producido?

Pedro Bathory rogaba al doctor que intentase hasta lo imposible para curar
a su madre.

—¡No —contestó el doctor—, eso es imposible! Los dementes son


precisamente las personas más refractarias a ese género de sugestiones.
Para sentir esa influencia, Pedro, sería necesario que tu madre tuviese
aún una voluntad personal a la cual pudiese sustituir la mía. ¡Te lo vuelvo
a repetir, eso no le causaría ningún efecto!

—¡No…! Yo no puedo admitir eso —exclamaba Pedro, que no quería


darse por vencido—. Yo no puedo suponer que mi madre no llegue un día
a conocer a su hijo… a su hijo que cree muerto…

—¡Sí… que cree muerto! —contestó el doctor—. Pero… puede ser que si
te creyese vivo… o bien, conduciéndola a tu sepulcro, te viese aparecer…

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El doctor se interrumpió a sí mismo preocupado con aquella idea. ¿Por
qué semejante sacudida moral, provocada en condiciones favorables, no
produciría su efecto en madame Bathory?

—¡Probaremos! exclamó.

Y cuando manifestó sobre qué prueba basaba la esperanza de curar a su


madre, Pedro se arrojó en brazos del doctor.

A contar desde aquel día, todo lo que podía contribuir al éxito de aquella
tentativa fue objeto de especiales cuidados. Se trataba, nada menos, que
de reanimar en madame Bathory los efectos del recuerdo, destruidos por
su estado actual, y esto en circunstancias tan sorprendentes, que parecía
imposible que pudiera efectuarse una reacción en su inteligencia.

El doctor llamó a Borik y a Pointe Pescade, con el fin de reconstituir, con


toda exactitud, la disposición del cementerio de Ragusa y la forma del
monumento funerario que servía de tumba a la familia Bathory.

Ahora bien: en el cementerio de la isla, a una milla de Artenak, bajo un


grupo de árboles verdes, se veía una pequeña capilla, muy parecida a la
de Ragusa. No había más que disponerlo todo para hacer más completo el
parecido de los dos monumentos. Además, sobre el muro del fondo se
colocó una lápida de mármol negro, con el nombre de Esteban Bathory, y
la fecha de su muerto, 1867.

El 13 de Noviembre pareció que había llegado el momento de comenzar


los trabajos preliminares con el objeto de despertar la razón en madame
Bathory, y por una gradación casi insensible.

Hacia las siete de la tarde, María, acompañada de Borik, asió a la viuda


por el brazo, y después de hacerla salir del Stadthaus, la condujo por el
campo hasta el cementerio. Allí, en el dintel de la puerta de la pequeña
capilla, madame Bathory quedó inerte y muda, como le estaba siempre,
cual si a la luz de una lámpara que brillaba en el interior, hubiera leído el
nombre de Esteban Bathory grabado en la lápida de mármol. Solamente
cuando María y el anciano se pusieron de rodillas, hubo en su mirada
cierta brillantes, que se extinguió en seguida.

Una hora después, madame Bathory se hallaba de regreso en el Stadthaus

451
, y con ella todos los que de cerca o de lejos la habían seguido en esta
primera visita.

Al siguiente día y sucesivos se repitieron las mismas pruebas, y no dieron


ningún resultado. Pedro las había observado con una emoción
desgarradora, y se desesperaba ya de su ineficacia, aunque el doctor le
decía siempre que el tiempo debía ser su más útil auxiliar. Por esto no
quería intentar el último recurso sino cuando madame Bathory pareciese
estar suficientemente preparada para experimentar toda la violencia.

Sin embargo, a cada visita al cementerio, un notable cambio, que no podía


desconocerse, se producía en el estado moral de madame Bathory. Así,
una noche, cuando Borik y María se hubieron arrodillado, madame
Bathory, que se había quedado un poco atrás, se acercó lentamente, puso
sus manos en la verja de hierro, miró la pared del fondo, vivamente
iluminada por la lámpara, y se retiró precipitadamente.

María, que se aproximó a ella, la oyó pronunciar un nombre varías veces.

Era la primera vez, desde hacía mucho tiempo, que los labios de madame
Bathory se entreabrían para hablar.

Pero ¡cuál fue entonces la sorpresa, más que sorpresa, la estupefacción


de todos los que pudieron oírla…!

¡El nombre que articuló no fue el de su hijo, no fue el de Pedro…! Era el


nombre de Sava.

No es fácil comprender la emoción que debió sentir Pedro Bathory, ni


pintar lo que pasaba en el alma del doctor al oír aquella evocación, tan
inesperada, de Sava Toronthal. No hizo ninguna observación, sin
embargo, ni dejó entrever lo que acababa de sentir.

Otra noche se repitió el ensayo. Esta vez, madame Bathory, como si


hubiese sido conducida por una mano invisible, fue a arrodillarse ella
misma sobre el dintel de la capilla. Inclinó la cabeza, un suspiro dilató su
pecho, y una lágrima vertieron sus ojos. Pero en esa noche sus labios no
pronunciaron ningún nombre, y hubiera podido creerse que había olvidado
el de Sava.

Madame Bathory, conducida de nuevo al Stadthaus, se vio presa de una

452
de esas agitaciones nerviosas a que no estaba ya acostumbrada. Esa
calma, que hasta entonces había sido el signo característico de su estado
mental, cedió el puesto a una exaltación singular. En aquel cerebro se
operaba evidentemente un trabajo de vitalidad que no podía menos de dar
grandes esperanzas.

En efecto, pasó la noche con gran desasosiego e inquietud. Varias veces


pronunció algunas vagas palabras, que María no pudo oír bien; pero era
indudable que estaba soñando, y si soñaba, era que la razón volvía poco a
poco, que llegaría a curarse, si su razón se mantenía despierta.

Así es que el doctor resolvió hacer desde el día siguiente una nueva
tentativa, rodeándola de mayor aparato todavía.

Durante toda la tarde del 18, madame Bathory no cesó de estar bajo el
imperio de una violenta sobrexcitación intelectual. María quedó
favorablemente impresionada, y Pedro, que pasó casi todo el tiempo junto
a su madre, tuvo un presentimiento que llenó su corazón de júbilo.

Llegó la noche, una noche lóbrega, sin un soplo de viento, después de un


día caluroso en aquella baja latitud de Antekirtta.

Madame Bathory, acompañada de María y de Borik, salió del Stadthaus


hacia las ocho y media. El doctor la seguía, acompañado de Luigi y Pointe
Pescade.

Toda la colonia esperaba ansiosa el efecto que iba tal vez a producirse.
Algunas antorchas que ardían bajo los árboles, proyectaban una claridad
fulgurosa a los contornos de la capilla. A lo lejos, a intervalos regulares, la
campana de la iglesia de Artenak dejaba oír el toque de difuntos.

Solamente Pedro Bathory faltaba en aquel cortejo, que avanzaba


lentamente a través de los campos. Pedro venía detrás; pero no quería
aparecer sino al final de la prueba suprema.

Eran próximamente las nueve cuando madame Bathory llegó al


cementerio. De pronto abandonó el brazo de María Ferrato y se adelantó
hacia la capilla.

Se la dejó obrar libremente bajo el imperio del gran sentimiento que


parecía dominarla por completo.

453
En medio de un profundo silencio, interrumpido solamente por el toque de
la campana, madame Bathory se paró y permaneció inmóvil. Entonces,
después de haberse arrodillado sobre el primer escalón, se la oyó llorar…

En aquel momento la verja de la capilla se abrió lentamente. Cubierto con


un sudario blanco, como si hubiese salido de su tumba, apareció Pedro en
medio de aquella claridad…

—¡Mi hijo…! ¡Mi hijo…! —exclamó madame Bathory—, que extendió los
brazos y cayó sin conocimiento.

Poco importaba. El recuerdo y el pensamiento acababan de renacer en


ella. Se había revelado la madre. Había reconocido a su hijo.

Los cuidados del doctor la reanimaron prontamente, y cuando volvió en sí,


cuando sus ojos se encontraron con los de su hijo, exclamó:

—¡Vivo…! ¡Mi Pedro, vivo!

—¡Sí…! ¡Vivo para ti, madre mía, vivo para amarte…!

—¡Y para amar… también a ella!

—¿A ella?

—¡Ella…! ¡Sava…!

—¿Sava Toronthal…? —exclamó el doctor.

—¡No…! ¡Sava Sandorf!

Y madame Bathory, sacando del bolsillo una carta muy arrugada, que
contenía las últimas líneas escritas de puño y letra de madame Toronthal,
estando moribunda, se la entregó al doctor.

Aquellas líneas no podían dejar duda alguna sobre el nacimiento de


Sava… Sava era la niña que había sido secuestrada del castillo de
Artenak. ¡Sava era la hija del conde Matías Sandorf!

454
455
II. Un apretón de manos de Cap Matifou
Si el conde Matías Sandorf, como es sabido, había querido continuar
siendo el doctor, si no para Pedro, al menos para todo el personal de la
colonia, es que entraba en sus designios seguir siéndolo hasta la completa
terminación de su obra. Así es que, cuando inesperadamente fue
pronunciado por madame Bathory él nombre de su hija, tuvo suficiente
imperio sobre sí mismo para dominar su emoción. Sin embargo, su
corazón había cesado de latir un instante, y a ser menos dueño de sí,
hubiera caído sobre el dintel de la puerta de la capilla como herido por un
rayo.

¿Conque es decir que su hija vivía? ¿Conque es decir que amaba a


Pedro, y era amada a su vez? ¿Y era él, Matías Sandorf, quien había
hecho todo lo posible por impedir esa unión? ¡Y ese secreto que le
devolvía su hija no habría sido nunca descubierto, si madame Bathory no
hubiese recobrado la razón como por milagro!

Pero ¿qué había acontecido quince años antes en el castillo de Artenak?

¡Todo se sabía ya! Aquella niña, que era la única heredera de los bienes
del conde Matías Sandorf; aquella niña, cuyo fallecimiento no había
constado nunca de una manera cierta, había sido arrebatada y luego
confiada a Silas Toronthal; poco tiempo después, cuando el banquero fue
a fijar su residencia en Ragusa, madame Toronthal educó a Sava Sandorf
como si fuera su hija.

Tal fue la asechanza concebida por Sarcany y ejecutada por su cómplice


Namir. No ignoraba aquél que Sava debía tomar posesión de una
considerable fortuna a la edad de dieciocho años, y cuando fuera su mujer,
ya sabría hacerla reconocer por la heredera de los Sandorf. Sería la
coronación de su abominable existencia. Llegaría a ser el dueño de los
dominios de Artenak.

¿Había fracasado hasta entonces su odioso plan? Sí; sin ningún género
de duda. Si se hubiese celebrado el matrimonio, Sarcany se habría
apresurado a aprovecharse de todas sus ventajas.

456
¡Y qué pesaroso debía estar el doctor Antekirtt! ¿No era él quien había
provocado aquel deplorable encadenamiento de hechos, primero negando
su apoyo a Pedro, luego dejando a Sarcany realizar sus proyectos, siendo
así que hubiera podido, cuando su encuentro con él en Cattaro, impedir
que los llevara a cabo, y, por último, no devolviendo a madame Bathory su
hijo, que arrancó a la muerte? En efecto: ¡cuántas desgracias se habrían
evitado si Pedro se hubiera encontrado al lado de su madre cuando la
carta de madame Toronthal llegó a la casa de la calle Marinella! Sabiendo
que Sava era la hija del conde Sandorf, ¿no hubiera sabido, por ventura,
sustraerla a las violencias de Sarcany y Silas Toronthal?

¿Dónde se encontraría Sava Sandorf? En poder de Sarcany,


seguramente. Pero ¿en qué lugar la tenía oculta? ¿Qué hacer para
arrebatársela? Dentro de algunas semanas la hija del conde Sandorf
habría cumplido dieciocho años, término fijado para no perder el derecho
de heredera, y esta circunstancia impulsaría a Sarcany a cometer todo
género de violencias para obligarla a consentir en su odioso casamiento.

En un instante toda esta serie de hechos había pasado por la mente del
doctor Antekirtt. Después de haberse reconstituido el pasado, como
madame Bathory y Pedro acababan de hacerlo, temía los reproches, no
merecidos sin duda, que la esposa y el hijo de Esteban Bathory podrían tal
vez dirigirle. Y sin embargo, siendo las cosas tal como él las había creído,
¿hubiera podido aceptar semejante situación entre Pedro y la que, para
todos y para él mismo, se llamaba Sava Toronthal?

Ahora era necesario, a toda costa, encontrar a Sava, su hija, cuyo nombre,
unido al de la condesa Rena, su esposa, se había dado a la goleta
Savarena, como el de Ferrato al steam-yacht. Pero no había que perder un
día.

Madame Bathory había ya regresado al Stadthaus, cuando el doctor,


acompañado de Pedro, que se dejaba llevar de alternativas de alegría y de
desesperación, entró sin pronunciar ni una palabra.

Muy débil por la violenta reacción cuyos efectos se venían produciendo en


ella, pero curada, bien curada, madame Bathory estaba sentada en su
cuarto cuando el doctor y su hijo entraron a saludarla.

Comprendiendo María que era conveniente dejarlos solos, se retiró al gran

457
salón del Stadthaus.

El doctor Antekirtt se aproximó entonces, y apoyada la mano en el hombro


de Pedro:

—Madame Bathory —dijo—, ya había yo hecho de vuestro hijo el mío.


Pero lo que no era más que por la amistad, haré ahora para que sea por el
amor paterno, casándose con Sava… mi hija…

—¿Vuestra hija? —exclamó madame Bathory.

—¡Soy el conde Matías Sandorf!

Madame Bathory se levantó súbitamente, extendió las manos, y cayó en


los brazos de su hijo. Pero si no podía hablar, podía al menos oír. En
pocas palabras, Pedro le reveló todo lo que ella ignoraba; cómo el conde
Matías Sandorf pudo salvarse, gracias al Pescader Andrés Ferrato; por
qué, durante quince años, había querido pasar por muerto; cómo había
reaparecido en Ragusa bajo el nombre del doctor Antekirtt.

Refirió lo que habían hecho Sarcany y Silas Toronthal para delatar a los
conspiradores de Trieste; después la traición de Carpena, de la que fueron
víctimas Ladislao Zathmar y su padre; por último, cómo el doctor le había
arrancado vivo del cementerio de Ragusa para asociarle a la obra de
justicia que quería llevar a cabo. Terminó su relación diciendo que dos de
esos miserables, el banquero Silas Toronthal y el español Carpena,
estaban ya en su poder, pero que el tercero, Sarcany, faltaba aún, ese
Sarcany, que pretendía hacer su mujer de Sava Sandorf.

Durante una hora, el doctor, madame Bathory y su hijo, a quienes el


porvenir iba a estrechar ahora con tan tierno afecto, hablaron
detalladamente de los hechos relativos a la desgraciada joven.
Evidentemente Sarcany no retrocedería ante ningún obstáculo para obligar
a Sava a ese casamiento que debía asegurarle la fortuna del conde
Sandorf. Consideraron más particularmente esta situación; pero si sus
proyectos estaban ahora frustrados para lo pasado, no dejaban de ser más
temibles para el presente. Así es que ante todo era indispensable
encontrar a Sava, aunque fuera preciso revolver cielo y tierra.

Se convino, ante todo, que madame Bathory y Pedro serían los únicos que
sabrían que el conde Matías Sandorf se ocultaba bajo el nombre del doctor

458
Antekirtt. Revelar ese secreto hubiera sido declarar que Sava era su hija, y
en interés de las nuevas investigaciones que iban a practicarse, importaba
que fuese rigurosamente guardado.

—Pero ¿dónde está Sava…? ¿En dónde buscarla…? ¿Dónde se la podría


encontrar? —preguntaba madame Bathory.

—Ya lo sabremos —contestó Pedro, en quien la desesperación había


dejado lugar a una energía que debía conservar siempre.

—¡Sí…! ¡Ya lo sabremos! —dijo el doctor—; y admitiendo que Silas


Toronthal no sepa en qué lugar se ha refugiado Sarcany, al menos no
puede ignorar en qué sitio ese miserable tiene oculta a mi hija…

—¡Y si lo sabe, es preciso que lo diga! —exclamó Pedro.

—¡Sí! ¡Es preciso que hable! —añadió el doctor.

—¡Al instante!

—¡Al instante!

El doctor Antekirtt, madame Bathory y Pedro no hubieran podido


permanecer más tiempo en semejante incertidumbre.

Luigi, que estaba con Pointe Pescade y Cap Matifou en el gran salón del
Stadthaus, en donde María los encontró, fue llamado inmediatamente.
Recibió orden de hacerse acompañar por Cap Matifou hasta la casamata
donde estaba encerrado Silas Toronthal y traerle al salón.

Un cuarto de hora después, el banquero abandonaba la casamata,


oprimido el puño por la fornida mano de Cap Matifou, y seguía la gran calle
de Artenak. Luigi, a quien había preguntado adónde se le conducía, no
quiso responderle nada; de aquí una inquietud tanto más viva, cuanto que
el banquero ignoraba siempre en poder de qué poderoso personaje se
encontraba desde su arresto.

Silas Toronthal entró en el hall, precedido de Luigi y siempre sujeto por


Cap Matifou. Si distinguió en seguida a Pointe Pescade, no vio ni a
madame Bathory ni a su hijo, que se habían retirado a un lado. Se
encontró de pronto con el doctor, con quien había intentado en vano entrar
en relación cuando se vieron en Ragusa.

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—¡Vos…! ¡Vos! —exclamó.

Y procurando serenarse, no sin esfuerzo:

—¡Ah! —dijo—. ¿Es el doctor Antekirtt quien me ha hecho prender en


territorio francés…? ¿Él es quien me tiene preso contra todo derecho?

—Pero no contra toda justicia —contestó el doctor.

—¿Y qué os he hecho yo? —preguntó el banquero, a quien la presencia


del doctor acababa de dar evidentemente alguna confianza— ¡Sí…! ¿Qué
os he hecho yo?

—¿A mí…? Vais a saberlo todo —contestó el doctor—. Pero ante todo,
Silas Toronthal preguntad lo que habéis hecho a esta desgraciada mujer.

—¡Madame Bathory! —exclamó el banquero—, retrocediendo ante la


viada que avanzaba hacia él.

—¡Y a su hijo! —añadió el doctor.

—¡Pedro…! ¡Pedro Bathory! —balbuceó Silas Toronthal.

Y hubiera ciertamente caído redondo, si Cap Matifou no le hubiese


irresistiblemente mantenido de pie en aquel sitio.

¿Conque es decir que Pedro Bathory, a quien creía muerto; Pedro, cuyo
entierro había visto pasar; Pedro, que había recibido sepultura en el
camposanto de Ragusa, Pedro estaba delante de él como un espectro
salido de su tumba? Ante su presencia, Silas Toronthal quedó aterrado.
Empezaba a comprender que no podía escapar al castigo de sus
crímenes. Se sintió perdido.

—¿Dónde está Sava? —preguntó el doctor.

—¿Mi hija?

—Sava no es vuestra hija. Sava es la hija del conde Matías Sandorf, al


cual Sarcany y vos habéis mandado a la muerte después de haberle
cobardemente denunciado con sus dos compañeros Esteban Bathory y
Ladislao Zathmar.

460
Ante aquella acusación tan formal, el banquero quedó anonadado. No sólo
el doctor Antekirtt sabía que Sava no era su hija, sino que sabía que era la
hija del conde Matías Sandorf. Sabía cómo y por quién habían sido
traicionados los conspiradores de Trieste. Todo este odioso pasado se
alzaba contra Silas Toronthal.

—¿Dónde está Sava? —volvió a preguntar el doctor, quien ya no se


contenía sino por un esfuerzo violento de su voluntad—. ¿En dónde está
Sava, que Sarcany, vuestro cómplice en todos esos crímenes, ha hecho
secuestrar hace quince años del castillo de Artenak…? ¿En dónde está
Sava, que ese miserable esconde en un lugar que conocéis… que debéis
conocer, para arrancarla su consentimiento a una boda que le causa
horror? Por última vez, ¿dónde está Sava?

Por más imponente que fuera la actitud del doctor, por más amenazadora
que fuese su palabra, Silas Toronthal no contestó. Había comprendido que
la situación actual de la joven podía servirle de salvaguardia. Sentía que
su vida sería respetada en tanto que no hubiese descubierto el secreto.

—Escuchad —continuó diciendo el doctor, que consiguió recobrar su


sangre fría—; escuchadme, Silas Toronthal. ¡Tal vez creéis que estáis en
el deber de salvar a vuestro cómplice! ¡Tal vez hablando teméis
comprometerle! ¡Pues bien, sabed esto: Sarcany, con el fin de asegurar
vuestro silencio, después de haberos arruinado, Sarcany ha intentado
asesinaros, como trató de asesinar a Pedro Bathory en Ragusa…! ¡Sí…!
¡En el momento en que mis agentes os han prendido en el camino de
Niza, os iba a asestar un golpe…! Y ahora, ¿persistiréis en callaros?

Silas Toronthal, con la idea fija de que su silencio le sería altamente


favorable, no contestó.

—¿Dónde está Sava…? ¿Dónde está Sava…? —preguntó el doctor, a


quien la cólera volvía a dominar.

—¡No lo sé…! ¡No lo sé…! —contestó Silas Toronthal, resuelto a guardar


su secreto.

De pronto lanzó un grito, y retorciéndose dolorido, trató inútilmente de


sustraerse de Cap Matifou.

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—¡Perdón…! ¡Perdón…! —exclamaba.

Y era que Cap Matifou, inconscientemente tal vez, le trituraba la mano


entre las suyas.

—¡Perdón! —volvía a repetir.

—¿Hablaréis?

—¡Sí…! ¡Sí…! ¡Sava…! ¡Sava…! —dijo Silas Toronthal, que no podía ya


contestar sino con palabras entrecortadas—. ¡Sava… en casa de Namir…
la espía de Sarcany… en Tetuán!

Cap Matifou acababa de soltar el brazo de Silas Toronthal, y ese brazo


quedó inerte.

—¡Conducid al preso! ¡Ya sabemos lo que queríamos saber!

Y Luigi, cumpliendo la orden, condujo a Silas Toronthal a la casamata.

¡Sava en Tetuán! Así es que cuando el doctor Antekirtt y Pedro Bathory


llegaban hace apenas dos meses a Ceuta para arrancar al español del
presidio, algunas millas solamente les separaba del lugar en que la
marroquí guardaba a la joven.

—¡Esta misma noche, Pedro, saldremos para Tetuán! —dijo sencillamente


el doctor.

En aquella época el ferrocarril no iba directamente desde Túnez a la


frontera de Marruecos. Así es que para llegar a Tetuán en el menor tiempo
posible, lo mejor que podía hacerse era embarcarse en uno de los más
rápidos transportes de la flotilla de Antekirtta.

Antes de las doce de la noche, el Eléctrico 2 se había puesto a la vela y se


lanzaría a través del mar de las Sirtes.

Iban a bordo solamente el doctor, Pedro, Luigi, Pointe Pescade y Cap


Matifou. Pedro conocía a Sarcany. Los otros no. Al llegar a Tetuán se
resolvería lo que debía hacerse. ¿Convendría obrar más bien por la
astucia que por la fuerza? Todo dependería de la situación de Sarcany en
medio de esa ciudad, completamente marroquí, de su instalación en casa
de Namir y del personal de que disponía. Ante todo, llegar a Tetuán.

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Desde el fondo de las Sirtes a la frontera marroquí hay próximamente dos
mil quinientos kilómetros, o sean cerca de mil trescientas cincuenta millas
marinas. Ahora bien: a toda velocidad, el Eléctrico 2 podría andar cerca de
veintisiete millas por hora. ¡Cuántos trenes de ferrocarril no tienen esta
velocidad!

Al día siguiente, poco antes de amanecer, el Eléctrico 2 había doblado el


cabo Bon. Desde este punto, después de haber pasado el golfo de Túnez,
no se necesitaban más que unas cuantas horas para perder de vista la
punta de Bizerta, La Callo, Bona, el cabo de Hierro, cuya masa metálica,
según dicen, altera la aguja de las brújulas, la costa de la Argelia, Stoza,
Bongia, Dellys, Argel, Cherchell, Mostaganem, Orán, Nemours, y más
adelante las riberas del Riff, la punta de Melilla, que es española como
Ceuta, el cabo de Tres Forcas, desde el cual el continente se redondea
hasta el cabo Negro; todo ese panorama del amplísimo litoral africano se
desenvolvía durante los días 20 y 21 de Noviembre sin el menor accidente.
Si el Eléctrico 2 fue observado tan pronto a lo largo de las costas como a
lo ancho de los golfos, que cortaba de cabo a cabo, los telégrafos
marítimos debieron creer en la aparición de un buque fenomenal, o tal vez
de un cetáceo tan enorme que ningún steamer hubiera podido alcanzar en
la superficie de las aguas mediterráneas.

Hacia las ocho de la noche, el doctor Antekirtt, Pedro, Luigi, Pointe


Pescade y Cap Matifou desembarcaban en la embocadura de la pequeña
ribera de Tetuán, adonde fue a anclar su rápida embarcación. A cien
pasos de la ribera, en medio de un mezquino caravanserrallo, encontraron
mulas y un guía árabe que se ofreció a conducirlos a la ciudad, distante
unas cuatro millas todo lo más. Aceptado el precio sin regatear, pusiéronse
todos en marcha.

En aquella parte del Riff los europeos no tienen nada que temer de la
población indígena, ni aun de los nómadas que recorren el país. Región
escasamente habitada y casi sin cultura. Extendíase el camino en medio
de una llanura sembrada de pequeños arbustos, camino más bien trazado
por las herraduras de las caballerías que por las manos del hombre. De un
lado el río, no exento de inmundicias, poblado de ranas, en el que se ven
algunas lanchas de Pescaderes medio abandonadas; del otro lado, hacia
la derecha, una serie de colinas desnudas, que van a juntarse con los
montecillos del Sur.

463
Hacía una noche magnífica. La luna inundaba de luz todo el campo. A lo
lejos blanqueaba la ciudad de Tetuán.

El guía árabe conducía a su gente bien y de prisa. Dos o tres veces se


pararon en el camino para descansar breves instantes.

Ni el doctor ni sus compañeros decían una palabra. Absortos en sus


reflexiones, dejaban andar las mulas, acostumbradas a recorrer ese
camino lleno de asperezas. La más sólida de esas vigorosas bestias se
quedaba a veces atrás; no tenía nada de extraño, pues era en la que iba
montado Cap Matifou.

Por lo cual el joven Pointe Pescade se permitió esta reflexión:

—¡Tal vez hubiera sido preferible que la mula montase sobre Cap
Matifou…!

Serían las nueve y medía cuando el guía hizo alto delante de un muro
blanco, coronado de torres y de almenas, que defiende por ese lado a la
ciudad. En ese muro había una puerta baja, adornada con arabescos, a la
moda marroquí. Encima, a través de numerosas troneras, veíanse bocas
de cañón parecidas a gruesos caimanes, perezosamente dormidos a la
claridad de la luna.

La puerta estaba cerrada. Era preciso parlamentar para hacerla abrir, con
el dinero en la mano. Luego todos se internaron a través de calles
sinuosas, estrechas, la mayor parte abovedadas, con otras puertas que
fueron sucesivamente abiertas por los mismos medios.

Al fin, un cuarto de hora después, el doctor y sus compañeros llegaron a


una posada, la única de la ciudad, cuya dueña era una judía, y la criada
una tuerta.

La falta de comodidad y de bienestar de esa fonda, cuyos modestos


cuartos estaban dispuestos alrededor de un patio interior, puede explicarse
por la escasez de extranjeros que se aventuraban a ir hasta Tetuán. No
hay más que un representante de las potencias europeas, el cónsul de
España, perdido en medio de una población de algunos miles de
habitantes, entre los cuales domina el elemento indígena.

Por más deseos que tuviera el doctor Antekirtt de preguntar dónde se

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hallaba la casa de Namir para hacerse conducir al instante, supo
contenerse. Importaba mucho obrar con excesiva prudencia. Un rapto
podía presentar serias dificultades en las condiciones en que debía
encontrarse Sava. Todas las razones en pro y en contra habían sido
seriamente examinadas. ¿Habría quizás algún medio de redimir a la joven,
cualquiera que fuese su precio? Pero era preciso que el doctor y Pedro se
guardasen bien de darse a conocer, sobre todo de Sarcany, que estaría tal
vez en Tetuán. Entre sus manos, Sava era para el porvenir una garantía,
de la que no se desprendería tan fácilmente, y además no se estaba allí en
uno de esos países civilizados de Europa, en los que la justicia y la policía
podían intervenir útilmente. En esa región de esclavos, ¿cómo probar que
Sava no era la legítima propiedad de la marroquí? ¿Cómo probar que era
la hija del conde Sandorf, fuera de la carta de madame Toronthal y de la
declaración del banquero? Están cuidadosamente cerradas estas casas de
las ciudades árabes. No se penetra en ellas fácilmente. La intervención de
un cadí sería ineficaz, aun suponiendo que se obtuviera.

Habíase, pues, decidido que ante todo, y a fin de evitar la menor


sospecha, la casa de Namir sería objeto de la más minuciosa vigilancia.
Desde la mañana temprano, Pointe Pescade iría a tomar informes con
Luigi, el cual, durante su estancia en la isla cosmopolita de Malta, había
aprendido un poco de árabe. Ambos tratarían de indagar en qué barrio, en
qué calle vivía esa Namir, cuyo nombre debía ser conocido. Luego se
obraría según fuese preciso.

Entretanto el Eléctrico 2 se había ocultado en una de las estrechas caletas


del litoral, a la entrada de la ribera de Tetuán, y debía encontrarse pronto a
partir a la primera señal.

Aquella noche, cuyas horas fueron tan largas para el doctor y para Pedro
Bathory, se pasó así en la fonda. En cuanto a Pointe Pescade y Cap
Matifou, si habían tenido alguna vez el capricho de acostarse en camas
detestables, debieron quedar satisfechos.

Al día siguiente, Luigi y Pointe Pescade empezaron por ir al bazar en


donde se encontraba ya una parte de la población tetuanense. Pointe
Pescade conocía a Namir, a quien había encontrado varias veces en las
calles de Ragusa, cuando hacía el oficio de espía de Sarcany, por orden
del doctor. Podía, pues, suceder que la encontrase allí, y como ella no le
conocía, no habría ningún inconveniente en ello, y en ese caso no tendría
más que seguirla.

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El principal bazar de Tetuán es un conjunto de tinglados colgados entre
casuchas bajas y estrechas y avenidas húmedas y malsanas. Algunas
telas, de colores diversos, tendidas sobre cuerdas, le protegen de los
ardores del sol. Por todas partes pequeñas tiendas sombrías donde se
venden telas de seda bordadas, pasamane rías de vivos colores,
babuchas, escarcelas, albornoces, cristalería, collares, brazaletes, sortijas,
arañas, sahumerios, linternas; en una palabra, lo que se encuentra
comúnmente en los almacenes especiales de las grandes ciudades de
Europa.

Había ya un gentío inmenso disfrutando del fresco de la mañana. Moriscas


cubiertas hasta los ojos, judías con la cara descubierta, árabes, kabilas,
marroquíes, iban y venían en ese bazar, codeándose con cierto número de
extranjeros. La presencia de Luigi y de Pointe Pescade no debía, por lo
tanto, llamar la atención.

Durante una hora de paseo a través de ese mundo cosmopolita, ambos


trataban de ver si encontrarían a Namir. Todo fue en vano. La marroquí no
se dejó ver, y Sarcany tampoco.

Luigi quiso entonces interrogar a uno de esos muchachos medio


desnudos, producto híbrido de todas las razas africanas, cuya mezcolanza
se opera desde el Riff hasta el límite de Sahara, que pululan en los
bazares marroquíes.

Los primeros a quienes se dirigió no pudieron satisfacer sus preguntas.


Por fin, uno de ellos, un kabila de unos doce años, que parecía un pilluelo
de París, o más bien un granuja de Madrid, aseguraba conocer dónde
vivía la marroquí, y se ofreció, mediante algunas piezas de moneda
menuda, a conducir a los europeos.

Aceptada la oferta, los tres se dirigieron por las tortuosas calles que
desembocan en las fortificaciones de la ciudad.

En diez minutos se encontraron en un barrio casi desierto, cuyas casas,


todas bajas, presentaban la particularidad de no tener ninguna ventana.

Durante este tiempo, el doctor y Pedro Bathory aguardaban con


impaciencia febril el regreso de Luigi y de Pointe Pescade. Más de veinte
veces tuvieron intención de ir ellos mismos a tomar informes; pero ambos

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eran conocidos de Sarcany y de la marroquí, y hubiera sido exponerse a
un fracaso tontamente. Permanecieron, pues, llenos de inquietud hasta las
nueve de la noche, en que Luigi y Pointe Pescade volvieron a la fonda.

Sus semblantes tristes decían por demás que traían malas nuevas.

En efecto, Sarcany y Namir, acompañados de una joven que nadie


conocía, habían abandonado a Tetuán hacía cinco semanas, dejando la
casa al cuidado de una mujer anciana.

El doctor y Pedro no podían esperarse este último golpe, quedaron


aterrados.

—Y sin embargo, ese viaje está plenamente justificado —observó Luigi—.


¿Sarcany no debía temer que Silas Toronthal, por venganza o por otro
motivo cualquiera, revelase el lugar de su retiro?

Mientras no se había tratado más que de perseguir a traidores, el doctor


Antekirtt no desesperó jamás de llevar a cabo su obra; pero ahora era su
hija a quien había de arrancar de manos de Sarcany, y no sentía ya la
misma confianza.

Sin embargo, Pedro y él opinaron que debían ir inmediatamente a visitar la


casa de Namir. ¿Encontrarían en ella algo más que el recuerdo de Sava?
¿No habría algún indicio que les revelase dónde estaba? Tal vez la
anciana judía que cuidaba de la casa podría darles, o más bien revelarles,
alguna indicación útil a sus investigaciones.

Luigi los condujo en seguida. El doctor, que hablaba el árabe como si


hubiese nacido en el desierto, se fingió amigo de Sarcany. No hacía más
que pasar por Tetuán, decía, y se hubiera alegrado mucho verle, y pidió
visitar la habitación.

La vieja puso al principio algunas dificultades; pero algunos cequíes la


transformaron por completo, y con el mayor agrado fue contestando a
todas las preguntas que el doctor la dirigía, aparentando el más vivo
interés por su amo.

La joven que había traído la marroquí debía casarse con Sarcany. Estaba
esto decidido hace tiempo, y muy probablemente el casamiento se hubiera
efectuado ya en Tetuán, a no haber ocurrido esa marcha precipitada. Esa

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joven desde su llegada, es decir, desde hacía tres meses, no había salido
de casa una sola vez. Decíase que era de origen árabe, pero la judía creía
que debía ser europea, si bien es verdad que no la había visto apenas, y
no podía decir más.

Ignoraba la judía adónde habían ido; lo único que podía decir es que se
marcharon hacía cinco semanas próximamente con una caravana que se
dirigía hacia el Este. Desde ese día la casa había quedado bajo su
vigilancia, y debería guardarla hasta que Sarcany hubiera conseguido
venderla, lo que indicaba su intención de no volver a Tetuán.

El doctor escuchaba con frialdad estas contestaciones que iba traduciendo


paulatinamente a Pedro Bathory.

En suma, lo que era cierto es que Sarcany no había creído a propósito


embarcarse en uno de esos buques que hacen escala en Tánger, ni tomar
el ferrocarril cuya cabeza de línea se encuentra en la estación de Orán.
Así es que se había unido a una caravana que acababa de dejar a Tetuán
para ir… ¿a dónde? ¿Hacia algún oasis del desierto o más lejos, en medio
de esos territorios medio salvajes, en donde Sava estaría enteramente a
su merced? ¿Cómo averiguarlo? En los caminos del África septentrional
es tan difícil averiguar las huellas de una caravana como las de un simple
particular.

Así es que el doctor insistió, dando a comprender a la vieja que había


recibido noticias importantes que interesarían a Sarcany, y precisamente
relacionadas con la compra de la casa de que quería deshacerse. Pero por
más que hizo, no pudo obtener otros informes. Evidentemente aquella
mujer no sabía nada del nuevo paradero de Sarcany.

El doctor, Pedro y Luigi procedieron entonces a visitar la habitación,


dispuesta según la moda árabe, y cuyos diversos cuartos recibían la luz de
un patio, rodeado de una galería rectangular.

Pronto llegaron al cuarto que había ocupado Sava, una verdadera celda de
cárcel. ¡Qué de horas la desgraciada joven había pasado allí, llena de
desesperación, no pudiendo contar con ningún socorro! El doctor y Pedro
miraron por todas partes, sin pronunciar una palabra, tratando de
encontrar algún indicio que les indicara lo que deseaban.

De pronto, el doctor se acercó a un pequeño brasero de cobre que había

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en un rincón del cuarto, y en el fondo de aquel brasero vio algunos
pedazos de papel, destruidos por las llamas, pero cuya incineración no
había sido completa.

¿Sava había podido escribir? Y sorprendída por aquel precipitado viaje,


¿se había decidido a quemar aquella carta antes de abandonar a Tetuán?
¿O también (todo era posible) aquella carta, encontrada en alguno de los
bolsillos de Sava, había sido destruida por Sarcany o Namir?

Pedro había seguido las miradas del doctor, que no se apartaban del
brasero. ¿Qué sucedía?

Sobre aquellos restos de papel, que un soplo podía reducir a cenizas, se


destacaban algunas palabras, entre otras, las siguientes,
desgraciadamente incompletas. «Mad… Bath…».

Sava, no sabiendo, no pudiendo saber que madame Bathory hubiese


desaparecido de Ragusa, ¿había intentado escribirla como a la única
persona en este mundo cuya protección pudiera reclamar?

Además, a continuación del nombre de madame Bathory, podíase


descifrar otro nombre, el de su hijo…

Pedro, conteniendo la respiración, trataba de encontrar alguna palabra que


estuviese legible todavía… ¡Pero su mirada se había turbado…! ¡No veía
ya…!

Y sin embargo, había aún una palabra que podía dar mucha luz, una
palabra que el doctor logró encontrar casi intacta…

— ¡Trípolitana! —exclamó.

Era, pues, a la regencia de Trípoli, su país de origen, donde Sarcany había


ido. ¡Hacia aquella provincia se dirigía la caravana cuyo itinerario seguían
hacía cinco semanas…!

—¡A Trípoli! —dijo el doctor.

Aquella misma noche estaban todos embarcados. Si Sarcany no debía

469
tardar en encontrarse en la capital de la Regencia, ellos esperaban llegar
pocos días después que él.

470
III. La Fiesta de las cigüeñas
El 23 de Noviembre, la llamada Soung Ettelate, que se extiende fuera de
las murallas de Trípoli, ofrecía un curioso aspecto. Si aquella llanura es
árida o fértil, ¿quién hubiera podido decirlo aquel día? En su superficie,
tiendas multicolores, adornadas con flecos y borlas, empavesadas con
banderas y gallardetes de colores chillones; gourbis de miserable aspecto,
cuyas telas viejas y agujereadas no debían proteger sino de un modo muy
insuficiente a los que se albergaban dentro contra el gibly, un viento seco
que soplaba del Sur; aquí y allí, grupos de caballos con sus arreos a la
oriental, meharis alargando sobre la arena sus cabezas aplastadas,
semejantes a una bota de cuero a medio vaciar, pequeños asnos del
tamaño de perros grandes, perros grandes del tamaño de pequeños
asnos, mulas con sus enormes sillas árabes; luego los jinetes con el fusil a
la espalda, las rodillas a la altura del pecho, los pies metidos en los
estribos en forma de babuchas, el encorvado sable a la cintura, galopando
en medio de una multitud de hombres, mujeres y niños, sin inquietarse de
los que pudieran atropellar a su paso; por último, los indígenas, casi
uniformemente vestidos del haouly berberisco, bajo el cual no sería posible
distinguir un hombre de una mujer, si los hombres no prendiesen los
pliegues del manto a su pecho por medio de un clavo de cobre, mientras
que las mujeres dejan caer el paño superior sobre su cara, de modo que
no puedan ver más que con el ojo izquierdo, costumbre que varía según
las clases; para los pobres el simple manto de lana, bajo el cual están
desnudos; para las gentes acomodadas, el turbante y el calzón ancho de
los árabes, y para los ricos, espléndidos trajes ajustados, de seda color
azul y blanco y adornados con guarniciones de oro.

¿Eran tripolitanos los únicos que se veían en aquella llanura? No. En los
contornos de la capital había vendedores de Ghadames y de Sokna, con la
escolta de sus esclavos negros; había también judíos y judías de la
provincia; éstas, con la faz descubierta, gruesas, y llevando una especie
de calzones que hacen feo; vense también negros, procedentes de una
aldea vecina, que han abandonado sus miserables chozas de juncos y
palmas, para asistir a aquel regocijo público; menos ricos en lienzos que
en alhajas, llevan toscos brazaletes de cobre, collares de conchas y

471
caracoles, etc., etc.; veíanse también Benoulíes y Awaguizes, originarios
de la gran Sirte, a quienes las palmeras de su país producen el vino, las
frutas, el pan y los confites. Por último, en medio de aquella aglomeración
de moros, turcos, beduinos y hasta de musafiros, que son los europeos, se
pavoneaban los bajás, los jeques, los cadís y los caídes, todos señores del
lugar, que se abrían paso entre la muchedumbre, la cual se inclinaba
humildemente ante el sable desnudo de los soldados o el bastón de policía
de los zaptíes, cuando pasaba, con su augusta indiferencia, el gobernador
general de aquella aldea africana de la provincia turca, cuya
administración depende del Sultán.

Si hay más de un millón quinientos mil habitantes en la Tripolitana, con


seis mil hombres de guarnición (un millón en el Djebel y quinientos mil en
la Cirenaica), la ciudad de Trípoli no cuenta arriba de veinte a veinticinco
mil almas. Pero aquel día ya puede asegurarse que la población había por
lo menos doblado con el concurso de los curiosos llegados de todos los
puntos del territorio. Éstos, es cierto, no habían buscado refugio en la
capital de la regencia. Entre las murallas poco sólidas del recinto
fortificado, ni las casas, que la mala calidad de sus materiales convierte
muy pronto en ruinas, ni las calles estrechas, tortuosas, sin empedrar,
podríase casi decir sin cielo, ni el barrio vecino del muelle, donde están los
consulados, ni el barrio del Oeste, donde se apiña la tribu judía, ni lo que
queda de la ciudad para las necesidades de la raza musulmana, hubieran
podido albergar semejante invasión popular.

Pero la llanura de Soung Ettelate era bastante grande para el número de


espectadores que había acudido a la fiesta de las Cigüeñas, cuya leyenda
subsistirá siempre en los países orientales de África. Esta llanura, que es
un pedazo del Sahara, de arena amarilla, que el mar invade algunas veces
a causa de los vientos del Este, rodea la ciudad por tres lados, 7 mide
próximamente un kilómetro de anchura. Por un contraste verdaderamente
singular, en su límite meridional descuella el oasis de la Meuchie, con sus
habitaciones, cuyos muros resplandecen de puro blancos, sus jardines
regados por norias a las que da vueltas una escuálida vaca, sus árboles
de naranjos, limones y dátiles, sus montecillos llenos de arbustos y de
flores, sus antílopes, sus gacelas, bus flamencos; vasto territorio que no
cuenta menos de treinta mil habitantes. Luego, más allá, es el Desierto,
que en ningún punto de África está tan próximo al Mediterráneo, con sus
dunas movedizas, su inmenso tapiz de arena, del cual ha dicho el barón
de Kraflft: «El viento dibuja en sus arenas olas tan fácilmente como en el

472
mar;» océano al que no faltan ni aun brumas de un polvo impalpable.

La Tripolitana es un territorio casi tan grande como Francia, que se


extiende entre la regencia de Túnez, Egipto y Sahara, sobre trescientos
kilómetros del litoral mediterráneo.

En esta provincia, una de las menos conocidas del África Septentrional,


donde se puedo estar más tiempo al abrigo de todo género de pesquisas,
es donde se había refugiado Sarcany, después de abandonar a Tetuán.
Natural de la Tripolitana, teatro de sus primeras fechorías, no hacía sino
regresar a su país natal. Afiliado además, no hay que olvidarlo, a una de
las más temibles sectas del África del Sur, esperaba encontrar un
poderoso auxiliar en los senousistas de quienes jamás había cesado de
ser agente en el extranjero para la adquisición de armas y municiones. Así
es que, al llegar a Trípoli, había podido alojarse en casa del moqaddem
Sidi Hazam, jefe reconocido de los sectarios del distrito.

Después del rapto de Silas Toronthal en el camino de Niza, rapto todavía


inexplicable para Sarcany, éste abandonó a Monte Carlo. Algunos miles de
francos, fruto de sus últimas ganancias, y que tuvo la precaución de no
arriesgar, le habían permitido hacer frente a los gastos del viaje y a las
eventualidades propias de la vida. Tenía por qué temer, en efecto que
Silas Toronthal, reducido a la desesperación, se vengase de él, ya
hablando de su pasado, o revelando la situación de Sava. Ahora bien: el
banquero no ignoraba qué la joven estaba en Tetuán, en manos de Namir.
De aquí la resolución que tomó Sarcany de abandonar a Marruecos en el
más breve plazo posible.

En realidad, era obrar cuerdamente, puesto que Silas Toronthal no tardaría


en decir en qué país y ciudad estaba oculta la joven vigilada por la
marroquí.

Sarcany se decidió a refugiarse en la regencia de Trípoli, en donde no le


faltarían los medios de acción ni los medios de defenderse; pero viajar en
los buques del litoral o en los ferrocarriles de Argelia era, como ya lo había
comprendido perfectamente el doctor, exponerse demasiado. Así es que
prefirió unirse a una caravana de senousistas que emigraban hacia la
Cirenaica, reclutando nuevos afiliados en las principales ciudades de
Marruecos, de Argelia y de la región tunecina. Esta caravana, que debía
recorrer las quinientas leguas que hay entre Tetuán y Trípoli, siguiendo el
límite septentrional del Desierto, partió el 12 de Octubre.

473
Sava estaba enteramente a mercad de sus secuestradores; pero no por
eso su resolución era menos firme. Ni las amenazas de Namir ni la cólera
de Sarcany hicieron efecto en su firme voluntad.

Al marchar de Tetuán, la caravana contaba con unos cincuenta afiliados,


regimentados bajo la dirección de un imán, que la había organizado
militarmente. No se trataba de atravesar por las provincias sometidas a la
dominación francesa, pues esto pudiera dar margen a algunas dificultades.

El continente africano, por la configuración litoral de los territorios de


Argelia y de Túnez, forma un arco hasta la costa Oeste de la gran Sirte,
que desciende bruscamente al Sur. De donde se deduce que el camino
más directo para ir de Tetuán a Trípoli es el que forma la cuerda del citado
arco, que no llega hacia el Norte más arriba de Laghoat, una de las últimas
ciudades francesas en la frontera del desierto de Sahara.

La caravana, al salir del imperio marroquí, siguió a lo largo, primeramente,


el límite de las ricas provincias de Argelia, que han dado en llamar la
Nueva Francia, y que, en realidad, más bien es Francia, que Nueva-
Caledonia, Nueva Holanda y Nueva Escocia son la Escocia, la Holanda y
la Caledonia, puesto que treinta horas de mar la separan del territorio
francés.

En el Beni-Matán, Oulad-Nail, Charfat-El-Hamel, la caravana se aumentó


con un buen número de afiliados. Así es que su personal pasaba ya de
trescientos hombres cuando llegó al litoral tunecino, en el límite de la gran
Sirte. No tenía entonces más que seguir la costa, y, reclutando nuevos
khuanes en las diversas aldeas de la provincia, llegó el 20 de Noviembre a
la frontera de la Regencia, después de un viaje de seis semanas.

Así, pues, en los momentos en qué iba a celebrarse con gran solemnidad
la fiesta de las Cigüeñas, Sarcany y Namir eran, hacía tres días, los
huéspedes del moqaddem Sidi Hazam, cuya morada servía entonces de
prisión a Sava Sandorf.

Esta habitación, dominada por un esbelto alminar, con sus muros blancos,
taladrados por algunas aspilleras, sus terrazas almenadas, sin ventanas al
exterior y su puerta baja y estrecha, tenía cierto aspecto de fortaleza. Era
en realidad una verdadera zaouya, situada fuera de la ciudad, a la orilla de
la llanura de arena y de las planicies de la Menchie, cuyos jardines,

474
defendidos por alto muro, avanzaban sobre el dominio del oasis.

En el interior, la misma disposición que las habitaciones árabes, pero en


triple dibujo, es decir, que había tres patios. Alrededor de esos patios se
delineaba un cuadrilátero de galerías con columnitas y arcadas, sobre las
cuales se abrían diversas puertas de habitaciones, la mayor parte de ellas
ricamente amuebladas. En el fondo del segundo patio, las visitas o los
huéspedes del moqaddem encontraban un espacioso skifa, especie de
vestíbulo o de hall, en el que ya se habían celebrado algunas conferencias
bajo la dirección de Sidi Hazam.

Si esta habitación se defendía naturalmente por sus altas murallas,


contenía además un personal numeroso, que podía ayudar a su seguridad,
en caso de ataque de los berberiscos nómadas, o aun de la autoridad
tripolitana, cuyos esfuerzos tendían a contener a los senousistas de la
provincia. Había allí unos cincuenta afiliados bien armados, lo mismo para
la defensiva que para la ofensiva.

Una sola puerta daba acceso a esta zaouya; pero esa puerta, muy maciza
y muy sólida bajo sus herrajes, era difícil de descerrajar, y aún más difícil
de abrir.

Sarcany había, pues, encontrado en casa del moqaddem un asilo seguro.


Allí era donde esperaba lograr su objeto. Su casamiento con Sava debía
proporcionarle un caudal muy considerable todavía, y en todo caso podía
contar con la asistencia de la asociación, directamente interesada en su
triunfo.

En cuanto a los afiliados procedentes de Tetuán y de las demás ciudades,


se habían dispersado a través del oasis de Menchie, dispuestos a reunirse
a la primera señal. Esta fiesta de las Cigüeñas, sin que la policía tripolitana
pudiera sospecharlo, iba precisamente a servir la causa del senousismo.
Allí, en la llanura del Soung Ettelate, los khuanes del África septentrional
debían tomar órdenes de los muftis para operar su concentración en el
territorio de la Cirenaica y hacer un verdadero reino de piratas, bajo la
poderosa autoridad de un califa.

Ahora bien, las circunstancias eran favorables, puesto que precisamente


en la ciudad de Ben-Ghazi, en la Cirenaica, era donde la asociación
contaba ya con mayor número de partidarios.

475
El día en que iba a celebrarse la fiesta de las Cigüeñas en la Tripolitana,
tres extranjeros se paseaban en medio del gentío en la llanura de Soung
Ettelate.

Esos extranjeros, esos moucafirs, nadie hubiera podido tomarlos por


europeos bajo su traje árabe. Sobre todo el de más edad de los tres
llevaba el suyo con una distinción y un desembarazo que sólo se obtiene
con una larga costumbre.

Era el doctor Antekirtt, acompañado de Pedro Bathory y de Luigi Ferrato.


Pointe Pescade y Cap Matifou se habían quedado en la ciudad, donde se
ocupaban en ciertos preparativos, y probablemente no aparecerían en
escena hasta el momento de representar su papel.

Hacía veinticuatro horas solamente que, por la tarde, el Eléctrico 2 había


echado el ancla al abrigo de esas largas rocas que constituyen en el
puerto de Trípoli una especie de dique natural.

La travesía había sido tan rápida a la vuelta como a la ida. Tres horas de
estancia en Filipeville, en la pequeña ensenada de Filfila, nada más el
tiempo que fue necesario para procurarse trajes árabes, y el Eléctrico 2
partió inmediatamente, sin que su presencia fuese señalada siquiera en el
golfo de Numidia.

Así, pues, cuando el doctor y sus compañeros habían pasado, no ya los


muelles de Trípoli, sino las rocas fuera del puerto, no eran cinco europeos
que venían a poner el pié sobre el territorio de la Regencia, eran cinco
orientales cuyo traje no podía llamar la atención de nadie. Tal, por falta de
costumbre, Pedro y Luigi, disfrazados de ese modo, se habrían vendido a
los ojos de un observador minucioso; pero en cuanto a Pointe Pescade y
Cap Matifou, acostumbrados a los múltiples disfraces de los saltimbanquis,
se mostraban muy desembarazados con sus trajes.

Al llegar la noche, el Eléctrico 2 fue a esconderse al otro lado del puerto,


en una de las caletas de ese litoral mal guardado. Allí debía permanecer
dispuesto a tomar la mar a cualquier hora del día o de la noche. En cuanto
hubieron desembarcado, el doctor y sus compañeros siguieron la costa
hasta alcanzar el muelle que conduce a Bab el Bahr, la Puerta del Mar,
internándose por las estrechas calles de la ciudad. El primer hotel que
encontraron, no había que escoger, les pareció suficiente para algunos
días, mucho más para algunas horas. Se presentaron como gentes

476
modestas, simples mercaderes tunecinos que querían aprovechar su paso
por Trípoli para disfrutar de la fiesta de las Cigüeñas. Como el doctor
hablaba tan correctamente el árabe como los demás idiomas del
Mediterráneo, no era su lenguaje el que podía hacerle traición.

El posadero recibió con gran cortesía a los cinco viajeros que le hacían el
honor de apearse en su posada. Era un hombre obeso y muy hablador; así
es que el doctor no tardó en enterarse de ciertas cosas que le interesaban
directamente. Por de pronto, supo que una caravana había llegado
recientemente desde Marruecos a Trípoli; luego supo que Sarcany, muy
conocido en la Regencia, formaba parte de esa caravana, y que había
recibido hospitalidad en casa de Sidi Hazam.

He aquí por qué aquella misma noche el doctor, Pedro y Luigi, después de
tomar ciertas precauciones para no ser reconocidos, se habían confundido
entre el gentío de los nómadas que acampaban en la llanura de Soung
Ettelate. Al propio tiempo que paseaban, observaban la casa del
moqaddem, en la orilla del oasis Menchie.

¡Allí era donde estaba encerrada Saya Sandorf! Desde la estancia del
doctor en Ragusa, jamás el padre y la hija habían estado tan próximos el
uno y el otro. Pero en aquel momento un muro insuperable los separaba.
Para arrebatarle su víctima, Pedro habría consentido en todo, aun en
transigir con Sarcany. El conde Matías Sandorf y él estaban dispuestos a
abandonarle esa fortuna que el miserable tanto apetecía. Y sin embargo,
no olvidaban que debían también hacer justicia con el infame delator de
Esteban Bathory y Ladislao Zathmar.

De todos modos, en las condiciones que se encontraban entonces, de


tener que apoderarse de Sarcany, y de sustraer a Sava de casa de Sidi
Hazam, todo ello no dejaba de presentar dificultades casi insuperables. A
la fuerza que no podía triunfar, ¿sería necesario sustituirla por la astucia?
La fiesta del día siguiente, ¿permitiría emplearla? Sin duda que sí, y éste
fue el plan de que el doctor, Pedro y Luigi se ocuparon durante la noche,
plan que había sido sugerido por Pointe Pescade. Al ejecutarlo, el intrépido
joven iba a exponer su vida; pero si lograba penetrar en la habitación del
moqaddem, ¿conseguiría tal vez apoderarse de Sava Sandorf? Nada
parecía imposible a su valor y a su habilidad.

Precisamente para la ejecución del plan adoptado fue para lo que al día
siguiente, hacia las tres de la tarde, el doctor Antekirtt, Pedro y Luigi se

477
hallaban en observación en la llanura de Soung Ettelate, mientras que
Pointe Pescade y Cap Matifou se preparaban para los papeles que debían
representar en lo mejor de la fiesta.

Hasta aquella hora, no había aún nada que pudiera hacer presumir el ruido
y el movimiento que se advertía en la llanura, a la luz de innumerables
antorchas, cuando llegase la noche. Apenas si hubiera sido posible, en
medio de aquel gentío compacto, observar las idas y venidas de los
partidarios senousistas, vestidos con trajes muy sencillos, que se
comunicaban sólo mediante un signo masónico, las órdenes de sus jefes.

Pero es oportuno dar a conocer la leyenda oriental, o más bien africana,


cuyos principales incidentes iban a der reproducidos en esa fiesta de las
cigüeñas, que es de gran atractivo para las poblaciones musulmanas.

Había antiguamente en el continente africano una raza de Djins. Bajo el


nombre de Bon-Lhebrs, esos Djins ocupaban un vasto territorio, situado en
el límite del desierto de Hammada, entre la Tripolitana y el reino de
Fezzán. Era un pueblo muy poderoso, muy temible, muy temido también.
Era injusto, pérfido, agresivo e inhumano. Ningún soberano de África había
podido reducirle a la razón.

Aconteció cierto día que el profeta Suleymán intentó, no atacar a los Djins,
si no convertirlos, y con este objeto les envió a uno de sus apóstoles para
que les predicase el amor al bien y el odio al mal. ¡Tiempo perdido! Esas
hordas salvajes se apoderaron del misionero y le hicieron morir.

Si los Djins mostraban tanta audacia, era porque en su país, aislado y de


difícil acceso, sabían que ningún rey vecino habría osado aventurar sus
armas. Pensaban, además, que ningún mensajero podría ir a informar al
profeta Suleymán qué acogida habían hecho a su apóstol. Pero se
engañaban.

Había en el país un gran número de cigüeñas. Son éstas, como es sabido,


pájaros de buenas costumbres, de extraordinaria inteligencia y sobre todo
de gran sentido, puesto que afirma la leyenda que no habitan jamás una
región cuyo nombre figure en una moneda de plata, siendo la plata el
origen de todos los males y el móvil más poderoso para arrastrar al
hombre al abismo de sus malas pasiones.

Ahora bien; esas cigüeñas, viendo el estado de perversidad en que vivían

478
los Djins, se reunieron un día en asamblea deliberante, y decidieron
despachar una de ellas al profeta Suleymán, con el fin de señalar a su
justa venganza los asesinos del misionero.

Inmediatamente el profeta llamó a su abubilla, que es su correo favorito, y


le dio orden de conducir a las altas zonas del cielo africano todas las
cigüeñas de la tierra.

Así aconteció, en efecto, y cuando las innumerables falanges de esos


pájaros estuvieron reunidas ante el profeta Suleymán, dice textualmente la
leyenda: «formaban una nube que hubiera dado la sombra a todo el país
situado entre Mezda y el Morzouq».

Entonces cada una, después de tomar una piedra en su pico, se dirigió


hacia el territorio de los Djins, y cerniéndose sobre él, exterminaron esa
mala raza, cuyas almas están ahora encerradas por la eternidad en el
fondo del desierto de Hammada.

Tal es esa fábula que iba a ser puesta en escena en la fiesta de ese día.
Varios centenares de cigüeñas habían sido reunidas bajo inmen sas
hileras tendidas en la superficie de la llanura de Soung Ettelate. Allí, la
mayor parte de ellas de pie sobre una pata, aguardaban la hora de la
libertad, y el castañeteo de sus mandíbulas producía con frecuencia, a
través del aire, un redoble comparable al del tambor. A una señal dada,
debían volar a través del espacio y dejar caer inofensivas piedras de tierra
blanda sobre el gentío de fieles, en medio de aullidos de los espectadores,
del estrépito de los instrumentos, de las detonaciones de las espingardas,
al reflejo de las antorchas de llamas multicolores.

Pointe Pescade conocía el programa de esa fiesta, y ese programa le


había sugerido la idea de representar un papel en ella. En esas
condiciones, tal vez, podría penetrar en el interior de la casa de Sidi
Hazam.

En el momento en que acababa de ponerse el sol, un cañonazo tirado


desde la fortaleza de Trípoli dio la señal, tan impacientemente aguardada
por el público de Soung Ettelate.

El doctor, Pedro y Luigi, ensordecidos primeramente por el ruido


espantoso que se producía en todas partes, se vieron bien pronto
deslumbrados por los mil reflejos que brillaban en toda la llanura.

479
En el instante en que se oyó el cañonazo, la muchedumbre de nómadas
estaba aún ocupada en la comida de la noche. Aquí el cordero asado, el
potaje de pollos para los que eran turcos y querían parecerlo; allá el
alcuzcuz para los árabes acomodados (pues es un plato caro); más allá
una simple bazina, especie de gachas o de papilla de harina de cebada
con aceite para la multitud de pobres gentes, cuyos bolsillos contenían
más mahboubs de cobre que mictales de oro; y en todas partes y en gran
cantidad, el lagby, ese jugo del dátil que, si se abusa de él, conduce al
hombre a los últimos excesos de la embriaguez.

Algunos minutos después de oírse el cañonazo, hombres, mujeres, niños,


turcos, árabes, negros, no eran dueños de sí mismos. Preciso era que los
instrumentos de esas orquestas bárbaras tuviesen una espantosa
sonoridad, para hacerse oír en medio de semejante algarabía humana.

Aquí y allí saltaban los jinetes descargando sus espingardas y sus pistolas,
mientras que piezas de artificio, cajas atronadoras, estallaban como bocas
de fuego en medio de un tumulto que sería difícil describir.

Aquí, a la luz de las antorchas, al ruido de los tambores de madera, a la


melopea de un canto monótono, un jefe negro, fantásticamente vestido,
con el rostro oculto bajo una careta diabólica, excitaba a la danza a unos
treinta negros, que gesticulaban en el centro de un corro de mujeres que,
cual si estuviesen presas de convulsiones, palmoteaban con furor.

Más allá, salvajes aissassouas, en el último grado de la exaltación


religiosa y de la embriaguez alcohólica, la faz espumosa, los ojos fuera de
sus órbitas, triturando madera, mascando hierro, sajándose la piel,
jugando con carbones encendidos, se enroscaban con sus largas
serpientes, que les mordían en los puños, en los carrillos y en los labios, y
con las cuales hacían lo propio, devorando su cola sangrienta.

No tardó, sin embargo, la muchedumbre, en dirigirse con extraordinaria


precipitación hacia la casa de Sidi Hazam, como si algún nuevo
espectáculo le hubiese interesado por aquel sitio.

Dos hombres había allí, el uno enorme, el otro flaco; dos acróbatas cuyos
curiosos ejercicios de fuerza y de agilidad en medio de una cuádruple fila
de espectadores, provocaban los más entusiastas ¡hurras! que pudieran
pronunciarse por una boca tripolitana.

480
Eran Pointe Pescade y Cap Matifou, que habían escogido por teatro de
sus proezas algunos metros de terreno delante de la casa de Sidi Hazam.
Ambos, con tan plausible motivo, habían vuelto a su antiguo oficio de
volatineros. Vestidos como tales, estaban ansiosos de recoger aplausos
de aquella muchedumbre.

—¿No estarás ya demasiado panzudo? —le había preguntado Pointe


Pescade a Cap Matifou antes de empezar la función.

—No, Pointe Pescade.

—¿Y no retrocederás ante ningún ejercicio para entusiasmar a estos


imbéciles?

—¡Yo! ¿Has perdido el juicio?

—Aun cuando fuese preciso mascar piedras y tragar, serpientes.

—¿Cocidas? —preguntó Cap Matifou.

—No… ¡Crudas!

—¿Crudas?

—¡Y vivas!

Cap Matifou hizo un gesto; pero si era necesario, estaba decidido a tragar
serpientes, como simple aissassoua.

El doctor, Pedro y Luigi, confundidos entre la muchedumbre de


espectadores, no perdían de vista a sus dos compañeros.

¡No! Cap Matifou no había perdido nada de su antigua agilidad, ni de su


fuerza prodigiosa. Primeramente, las espaldas de cinco o seis de los más
robustos árabes que se habían atrevido a luchar con él, tocaron en el
suelo.

Luego los juegos de manos de los acróbatas dejaron atónitos a los árabes,
sobre todo cuando veían lanzar antorchas inflamadas de las manos de
Pointe Pescade a las de Cap Matifou, formando como un cinturón de fuego.

Y sin embargo, ese público tenía derecho para mostrarse exigente. Había

481
allí gran número de esos admiradores de los tuaregs medio salvajes,
«cuya agilidad es igual a la de los animales más temibles de esas
latitudes,» como lo anunciaba el extraño programa de la célebre compañía
de Bacco. Esos espectadores habían aplaudido ya al intrépido Mustafá, el
Sansón del Desierto, el hombre callón, a quien la reina de Inglaterra había
hecho decir por su ayuda de cámara no volviera a ejecutar su experimento
por temor de un accidente. Pero Cap Matifou era incomparable en los
ejercicios de fuerza, y podía desafiar a todos sus rivales.

Por último, un ejercicio vino a sacar de sus casillas el entusiasmo de la


multitud que rodeaba a los artistas europeos. Muy conocido en los circos
de Europa, por lo visto era desconocido entre los espectadores de la
Tripolitana.

Cap Matifou, después de elevar una percha de veinticinco a treinta pies de


largo, la tenía verticalmente con sus dos manos apoyada contra el pecho.
En la, extremidad de esta percha, Pointe Pescade, que acababa de
encaramarse con la agilidad de un mono, se columpiaba tomando posturas
de una pasmosa agilidad, e imprimiendo a la pértiga una curvatura que no
podía menos de inquietar a los espectadores.

Pero Cap Matifou permanecía inmóvil para no perder el equilibrio. Iba, sin
embargo, ganando terreno, y cuando se halló cerca del muro de la casa de
Sidi Hazam, tuvo fuerzas para izar la percha levantando todo el brazo,
mientras que Pointe Pescade, tomando la actitud de un angelito, enviaba
besos al público.

La muchedumbre de árabes y de negros, completamente entusiasmada,


gritaba desaforada, aplaudía con furor y pateaba llena de frenesí. ¡No!
¡Jamás el Sansón del Desierto, el intrépido Mustafá, el más intrépido de
los tuareg, se había elevado a semejante altura!

En aquel momento partió un cañonazo del terraplén de la fortaleza de


Trípoli. A esa señal, los centenares de cigüeñas, súbitamente
emancipadas de las inmensas redes que las retenían prisioneras, se
remontaron por el aire, y una nube de piedrecillas empezó a caer sobre la
llanura, en medio de un atronador concierto de gritos aéreos, al cual
respondía con no menos violencia el concierto terrestre.

Ése fue el paroxismo de la fiesta. Hubiérase dicho que todas las casas de
locos del antiguo continente acababan de juntarse en el Soung Ettelate de

482
la Trípolitana.

No obstante, como si estuviese deshabitada la habitación del moqaddem


había permanecido obstinadamente cerrada durante esas horas de
regocijo público, y ni uno solo de los habitantes de aquella casa se había
asomado a la puerta ni a las terrazas.

Pero ¡oh prodigio! en el momento en que acababan de apagarse las


antorchas, después de la rápida fuga de las cigüeñas, Pointe Pescade
desapareció de pronto, como si se hubiera remontado a las alturas del
cielo, con los fieles pájaros del profeta Suleymán.

¿Qué se había hecho?

En cuanto a Cap Matifou, no tenía trazas de inquietarse de esta


desaparición. Después de haber hecho saltar su percha en el aire, la
recibió mañosamente por la otra punta y la hizo girar como hubiera hecho
un tambor mayor con su gigantesco bastón. La desaparición de Pointe
Pescade le había parecido la cosa más natural del mundo.

Pe todos modos, la admiración de los espectadores llegó a su límite, y su


entusiasmo finalizó con un prolongado ¡hurra! que debió oírse más allá del
oasis. Ninguno de ellos puso en duda que el ágil acróbata había marchado
a través de los espacios para el reino de las cigüeñas.

Lo que más encanta a las muchedumbres es lo que no pueden explicarse.

483
IV. La casa de Sidi Hazam
Eran próximamente las nueve de la noche: la fiesta de pólvora, música,
gritos, todo había cesado súbitamente. La muchedumbre comenzaba a
disiparse poco a poco, los unos volviéndose a Trípoli, los otros
dirigiéndose al oasis de Menchie y a las ciudades vecinas de la provincia.
Antes de una hora la llanura de Soung Ettelate estaba silenciosa y
desierta. Tiendas replegadas, campamentos desmontados, negros y
berberiscos habían ya tomado el camino de las diversas regiones de la
Tripolitana, mientras que los senousistas se dirigían hacia la Cirenaica y
más principal monte hacia la ciudad de Ben-Ghazi, con el fin de
reconcentrar todas las fuerzas del califa.

El doctor Antekirtt, Pedro y Luigi no debían abandonar ese sitio en toda la


noche. Prontos a cualquier eventualidad, desde la desaparición de Pointe
Pescade cada uno de los tres había inmediatamente escogido su puesto
de vigilancia al pie de las murallas de la casa de Sidi Hazam.

Sin embargo, Pointe Pescade, después de haberse lanzado de un salto


prodigioso, en el momento en que Cap Matifou tenía la percha con el
brazo extendido había caído sobre el parapeto de una de las terrazas, al
pié del alminar que dominaba los diversos patios de la habitación.

En medio de aquella noche sombría nadie había podido verle, ni de fuera


ni de adentro, ni aun de la skifa, situada en el fondo del segundo patio, y
en el cual se encontraba cierto número de khouanes, los unos durmiendo,
los otros velando por orden del moqaddem.

Pointe Pescade, como se comprende muy bien, no había podido formar un


plan definitivo, puesto que tantas circunstancias imprevistas podían tal vez
modificarlo. No conocía la distribución interior de la casa de Sidi Hazam, e
ignoraba en qué sitio había sido encerrada la joven, si estaba sola o
vigilada, si la fuerza física no le faltaría para huir. De aquí la necesidad de
obrar un poco a la ventura. De todos modos, he aquí lo que él se decía:

—Ante todo, por la fuerza o por la astucia, es preciso que llegue hasta
Sava Sandorf. Si no puede seguirme inmediatamente, si no puedo

484
conseguir sustraerla esta misma noche, es preciso, al menos, que sepa
que Pedro Bathory está vivo, que está ahí, al pié de los muros; que el
doctor Antekirtt y sus compañeros están dispuestos a prestarla auxilio; en
fin, que si su evasión experimenta algún retraso, no debe ceder a ninguna
amenaza… Verdad es que puedo ser sorprendido antes de llegar hasta
ella… Pero entonces ya pensaremos lo que debe hacerse.

Después de haber saltado por encima del parapeto, el primer cuidado de


Pointe Pescade fue desarrollar una cuerda delgada con nudos que había
podido ocultar bajo su ligero traje de clown; luego la amarró a una de las
aspilleras, de modo que descendiese exteriormente hasta el suelo. No era
más que una medida eventual de precaución, pero bien tomada. Antes de
aventurarse a más, Pointe Pescade se echó todo lo largo que era en el
parapeto. En esta actitud, que le recomendaba la prudencia, esperó sin
menearse. Si le habían visto, la terraza sería pronto invadida por los
servidores de Sidi Hazam, y en ese caso, no tenía más que utilizar para sí
la cuerda con la cual esperaba ayudar a evadirse a Sava Sandorf.

Un silencio absoluto reinaba en la habitación del moqaddem. Como ni


éste, ni Sarcany, ni ninguno de sus servidores había tomado parte en la
fiesta de las Cigüeñas, la puerta de la zaouya no se había abierto desde el
amanecer.

Después de algunos minutos de espera, Pointe Pescade se dirigió


cautelosamente hacia el ángulo en donde se elevaba el alminar. La
escalera que conducía a la parte superior de dicho alminar debía,
evidentemente, continuar hasta el suelo del primer patio. En efecto, una
puerta que se abría sobre la terraza permitía bajar al nivel de los patios
interiores.

La puerta estaba cerrada por dentro, no con llave, sino con un cerrojo que
hubiera sido imposible descorrer desde fuera, a menos de abrir un agujero
en la hoja. Pointe Pescade hubiera podido efectuar esta obra, pues tenía
los instrumentos necesarios, regalados por el doctor; pero hubiera sido
una operación larga y que habría metido algún ruido.

No fue tampoco necesario. A unos tres pies de altura sobre la terraza se


divisaba una abertura en forma de aspillera en el muro del alminar. La
abertura era estrecha, pero Pointe Pescade no era gordo. ¿No tenía
además mucho del gato, que puede estrecharse y penetrar por donde
parece imposible? Probó, y, no sin algún trabajo, se encontró bien pronto

485
en el alminar.

—¡He aquí lo que Cap Matifou no hubiera podido hacer nunca! —exclamó
con sobrada razón.

Luego, con cuidado, se aproximó a la puerta, y descorrió el cerrojo, para


que quedase libre en el caso de que tuviera que tomar el mismo camino.

Al bajar por la escalera de caracol del alminar, Pointe Pescade se dejó


escurrir por la barandilla para no meter ruido con los pies pisando los
escalones de madera. Abajo se encontró con otra puerta cerrada, pero no
tuvo más que empujar suavemente para abrirla.

Aquella puerta daba a una galería de columnitas, dispuesta alrededor del


primer patio, y en cuya extensión había cierto número de habitaciones.
Después de la oscuridad completa de la escalera, aquel sitio aparecía
relativamente menos sombrío. Por lo demás, ni se distinguía luz en el
interior, ni se oía ruido alguno.

En el centro del patio había un estanque, alrededor del cual se veían


diversos jarrones de tierra que contenían distintos arbustos, pimenteros,
adelfas, cactus, etc.

Pointe Pescade dio la vuelta a la galería, parándose delante de cada


habitación. Parecía que no estaban habitadas. No todas, sin embargo,
pues detrás de una de las puertas se oía claramente murmullo de voces.

Era la voz de Sarcany, voz que Pointe Pescade había oído varias veces en
Ragusa; pero a pesar de que aplicó el oído a la puerta, no pudo
comprender bien lo que decían.

En aquel momento se oyó un ruido bastante fuerte, y Pointe Pescade no


tuvo tiempo más que para irse a esconder detrás de uno de los arbustos
del estanque.

Sarcany acababa de salir del cuarto. Un árabe de alta estatura le


acompañaba. Ambos siguieron su conversación, paseándose por la
galería del patio.

Desgraciadamente Pointe Pescade no podía comprender lo que decían


Sarcany y su compañero, pues hablaban en árabe, idioma que él no
conocía. Dos palabras llamaron, sin embargo, su atención: la de Sidi

486
Hazam —y era efectivamente el moqaddem quien hablaba con Sarcany—
y la de Antekirtta, que repitieron varias veces en su conversación.

—¡Es singular! —se decía Pointe Pescade—. ¿Por qué hablarán de


Antekirtta…? ¿Acaso Sidi Hazam, Sarcany y todos esos piratas de la
Tripolitana meditarán una campaña contra nuestra isla? ¡Mil diablos! ¡Y no
saber una palabra de esa jerga que están hablando esos bribones…!

Y Pointe Pescade siguió prestando atención al diálogo, por si podía oír


alguna otra palabra que le diera luz, mientras que Sarcany y Sidi Hazam
se aproximaban al estanque. Pero la noche era demasiado oscura para
que pudieran verle.

—Y si tan siquiera —se decía Pointe Pescade—, Sarcany estuviera solo


en el patio, tal vez podría arrojarme sobre él e imposibilitarle que nos
causara ningún daño; pero ni aun eso salvaría a Sava Sandorf, y por ella
es por quien he dado el salto peligroso… ¡Paciencia…! ¡Ya le llegará su
hora a Sarcany!

La conversación de Sidi Hazam y de Sarcany duró unos veinte minutos


próximamente. El nombre de Sava fue también pronunciado varias veces,
con el calificativo de arronée, y Pointe Pescade recordó haber oído ya
pronunciar aquella palabra, que significa en árabe prometida.
Evidentemente el moqaddem conocía los proyectos de Sarcany y ayudaba
a su ejecución.

Después se retiraron por una de las puertas del ángulo del patio que ponía
esta galería en comunicación con las demás dependencias de la casa.

En cuanto desaparecieron, Pointe Pescade se dejó escurrir por todo lo


largo de la galería, y se paró cerca de la puerta. No tuvo más que
empujarla para encontrarse delante de un estrecho corredor, cuyo muro
siguió con cuidado. En su extremidad había una doble arcada sostenida
por una pequeña columna central, que daba acceso al segundo patio.

Alguna luz penetraba por aquel sitio, y no hubiera sido prudente recorrerle.
Oíase además el murmullo de diferentes voces detrás de la puerta de
aquella sala.

Pointe Pescade dudó un momento. Lo que buscaba era el cuarto en que


Sava estaba encerrada, y no podía contar sino con la casualidad para

487
descubrirlo.

De pronto percibió claridad en el otro extremo del patio. Una mujer que
llevaba una linterna árabe acababa de salir de un cuarto situado en el
ángulo opuesto, y se adelantaba por la galería sobre la cual se abría la
puerta de la skifa.

Pointe Pescade reconoció a aquella mujer… Era Namir.

Como era posible que la marroquí se dirigiese al cuarto en donde se


encontraba la joven, era preciso discurrir el medio de seguirla, y para
seguirla, dejar libre el paso sin ser visto. Aquel momento iba, pues, a
decidir de la audaz tentativa de Pointe Pescade y de la suerte de Sava
Sandorf.

Namir se adelantó. Su linterna, casi al nivel del suelo, dejaba la parto


superior de la galería en una densa oscuridad, tanto más profunda, cuanto
que el piso de mosaicos estaba sumamente alumbrado. Ahora bien, como
era preciso que pasase por debajo de la arcada, Pointe Pescade no sabía
qué partida tomar, cuando un rayo de la linterna le hizo ver que la parte
superior de aquella arcada se componía de arabescos colocados según
costumbre morisca.

Saltar a la columna central, asirse a uno de aquellos arabescos,


acurrucarse en el óvalo central, y permanecer inmóvil como un santo en su
nicho, fue lo que Pointe Pescade hizo en un abrir y cerrar de ojos.

Namir pasó por debajo de la arcada sin verle, y tomó el lado opuesto de la
galería.

Al llegar a la puerta de la skifa, la abrió.

Una proyección luminosa resaltó al través del patio, que se extinguió


instantáneamente en cuanto se cerró la puerta.

Pointe Pescade reflexionó: ¿y dónde podía estar mejor, para entregarse a


sus reflexiones?

—No hay duda de, que es Namir quien acaba de entrar en esa sala. Era,
pues, evidente, que no se dirigía al cuarto de Sava Sandorf. Pero tal vez
saldría de allí, y en ese caso, su cuarto era el que estaba en el ángulo del
patio… ¡Vamos a verlo!

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Pointe Pescade aguardó algunos momentos antes de abandonar su sitio.
La claridad, en el interior de la skifa, parecía disminuir poco a poco en
intensidad, mientras que el ruido de las voces se reducía a un simple
murmullo. Sin duda había llegado la hora en que todo el personal de Sidi
Hazam iba a tomar algún descanso. Las circunstancias serían entonces
más favorables para maniobrar, puesto que aquella parte de la casa
quedaría sumida en el silencio. Así sucedió, en efecto.

Pointe Pescade se dejo resbalar a lo largo de la pequeña columna de la


arcada, anduvo a gatas sobre las losas de la galería, pasó por delante de
la puerta de la skifa, se dirigió al otro extremo del patio, y dio en el ángulo
opuesto con el cuarto del cual había salido Namir.

Pointe Pescade abrió aquella puerta, que no estaba cerrada con llave, y
entonces, a la claridad de una lámpara árabe, dispuesta como una
lamparilla pudo rápidamente examinar el cuarto.

Algunos tapices adornaban las paredes, unos cuantos escabeles de forma


morisca, almohadones en los ángulos del cuarto, un doble tapia extendido
sobre el mosaico del suelo, una mesa bajita, que conservaba aún los
restos de alguna comida, en el fondo un diván cubierto con una tela de
lana: he aquí lo que Pointe Pescade vio primeramente.

Entró y cerró la puerta.

Una mujer adormecida, más bien que dormida, estaba echada en el diván,
medio cubierta con uno de esos albornoces con que los árabes se
envuelven ordinariamente desde la cabeza hasta los pies.

Era Sava Sandorf.

Pointe Pescade no tuvo ninguna dificultad en reconocer a la joven, a quien


había varías veces encontrado en las calles de Ragusa. Pero ¡qué
cambiada se le apareció! Pálida como lo estaba en el momento en que su
carruaje de boda vino a encontrarse con el entierro de Pedro Bathory; su
actitud, su fisonomía triste, su abatimiento doloroso, todo demostraba lo
que había debido y debía estar sufriendo.

No había un instante que perder. En efecto, puesto que la puerta no había


sido cerrada con llave, es que Namir iba a volver sin duda cerca de Sava.

489
Tal vez la marroquí la guardaba día y noche. Además, aunque la joven
hubiera podido abandonar su cuarto, ¿cómo huir sin un auxilio venido de
fuera? ¿La casa de Sidi Hazam no parecía una cárcel?

Pointe Pescade se inclinó hacia el diván. ¡Cuál fue su sorpresa ante un


parecido que no había observado hasta aquel momento, el parecido de
Sava Sandorf y del doctor Antekirtt!

La joven abrió los ojos.

Al ver a un extraño que estaba de pie delante de ella, el dedo en los labios,
la mirada suplicante, con aquel extraño traje de clown, se quedó más bien
atónita que asustada, y si se incorporó, tuvo bastante sangre fría para no
gritar; pero estaba prevenida por si trataba de engañarla.

—¡Silencio! —dijo Pointe Pescade—. ¡No tenéis nada que temer de mí…!
¡He venido aquí para salvaros…! ¡Detrás de ese muro os aguardan
buenos amigos, que se dejarían matar para arrancaros de manos de
Sarcany…! ¡Pedro Bathory vive…!

—¿Pedro… vive? —exclamó Sava comprimiendo los latidos de su


corazón—. ¡No puede ser! Yo misma le vi muerto…

—¡Leed!

Y Pointe Pescade entregó a la joven una esquela que no contenía más


que estas palabras:

«Sava, fiaos del que ha expuesto su vida por llegar hasta vos… ¡Estoy
vivo…! ¡Estoy aquí!…

Pedro Bathory».

¡Pedro vivía…! ¡Estaba al pie de aquellas murallas! ¿Por qué milagro…?


¡Sava lo sabría después…! ¡Pero Pedro estaba allí!

—¡Huyamos! —exclamó ella.

—Sí, huyamos —contestó Pointe Pescade—, pero poniendo de nuestro


lado todas las probabilidades de éxito. Una sola pregunta: ¿Namir tiene la
costumbre de pasar las noches en este cuarto?

490
—No —contestó Sava.

—¿Toma la precaución de encerraros en él, como una prisionera, cuando


se ausenta por algún tiempo?

—¡Sí!

—¿Luego va a volver?

—¡Sí…! ¡Huyamos!

—¡Al instante! —contestó Pointe Pescade.

Primeramente era preciso ganar la escalera del alminar y penetrar en la


terraza que daba sobre la llanura.

Una vez allí, con la cuerda que pendía exteriormente hasta el suelo, la
evasiva podría verificarse fácilmente.

—¡Venid! —dijo Pointe Pescade cogiendo de la mano a Sava—; tened


valor, y acordáos que os aguarda Pedro Bathory.

Iba a abrir la puerta del cuarto, cuando se oyeron pasos en la galería. Al


mismo tiempo se pronunciaban algunas palabras con tono imperativo.
Pointe Pescade había recocido la voz de Sarcany: se paró en el dintel de
la puerta.

—¡Él es…! ¡Él es…! —murmuró la joven—. ¡Estáis perdido si os encuentra


aquí…!

—¡No me encontrará! —contestó Pointe Pescade.

El ágil muchacho acababa de tenderse en el suelo, y por uno de esos


movimientos que había ejecutado tantas veces cuando era clown, después
de haberse envuelto en uno de los tapices que se hallaban extendidos en
el suelo, se dejó rodar hasta uno de los rincones más oscuros de la sala.

En aquel momento se abría la puerta, entrando Sarcany y Namir.

Sava había vuelto a sentarse en el diván. ¿Por qué Sarcany venía a verla
a aquella hora? ¿Era con alguna nueva instancia para vencer su
desagrado…? ¡Pero Sava se mantendría más fuerte ahora! Sabía que

491
Pedro vivía, que la esperaba fuera; y con su indomable voluntad
rechazaría toda proposición, aun a costa de su vida.

Bajo el tapiz que le ocultaba, Pointe Pescade, si no podía ver nada, al


menos podía oírlo todo.

—Sava —dijo Sarcany—, mañana por la mañana dejaremos esta casa por
otra; pero no quiero marchar de aquí sin que hayáis consentido en nuestro
casamiento, sin que se haya efectuado. Todo está listo, y es preciso que al
instante…

—¡Ni ahora ni nunca! —contestó la joven con una voz tan serena como
resuelta.

—Sava —replicó Sarcany, como si no hubiese querido escuchar esa


respuesta—; en interés de ambos importa que vuestro consentimiento sea
libre: en interés de ambos, ¿comprendéis?

—¡No tenemos ni tendremos nunca intereses comunes!

—¡Cuidado con lo que decís…! Y me conviene recordaros que ese


consentimiento lo disteis en Ragusa…

—¡Por razones que ya no existen!

—Escuchadme, Sava —dijo Sarcany, cuya calma aparente ocultaba a


duras penas, una irritación de las más violentas—; es la última vez que
vengo a pediros vuestro consentimiento…

—¡Y que os negaré mientras tenga fuerzas para hacerlo! —replicó Sava.

—¡Pues bien, esas fuerzas se os quitarán! —exclamó Sarcany—. ¡Y no


abuséis de mí! ¡No me resistáis, Sava…! ¡El imán está ahí, dispuesto a
celebrar nuestro casamiento, según los usos de este país, que es el
mío…! ¡Seguidme, pues!

Sarcany se dirigió hacia la joven, quien después de haberse prontamente


levantado, se refugiaba en el fondo del cuarto.

—¡Miserable! —exclamó la joven, llena de ira—: ¡miserable! ¡Apartaos!

—¡Me seguiréis…! ¡Me seguiréis! —repetía Sarcany, que no era ya dueño

492
de sí.

—¡Jamás!

—¡Ah! ¡Tened cuidado!

Y cogiendo Sarcany el brazo de la joven, la violentaba para conducirla


hacia Namir, en la skifa, en donde Sidi Hazam y el imán aguardaban a
ambos.

—¡A mí…! ¡A mí! —exclamó Sava—. ¡A mí… Pedro Bathory!

—¡Pedro Bathory…! —exclamó Sarcany—. ¡Es a un muerto a quien llamas


en tu auxilio!

—¡No…! ¡Es a un vivo…! ¡A mí, Pedro! ¡Ampárame, defiéndeme de este


canalla!

Esta respuesta fue para Sarcany un golpe fon inesperado, que la aparición
misma de su víctima no le habría causado un espanto mayor. Pero no
tardó en serenarse. ¡Pedro Bathory vivo…! ¡Pedro, a quien había herido
con su propia mano y cuyo cuerpo había visto trasladar al cementerio de
Ragusa…! En verdad, no podía ser sino la ocurrencia de una loca, y
posible era que Sava, bajo el exceso de la desesperación, hubiese perdido
la razón.

Pointe Pescade había oído toda esta conversación. Al anunciar a Sarcany


que Pedro Bathory vivía, Sava acababa de jugar su vida; esto era
evidente. Así es que para el caso en que el miserable se hubiese
entregado a alguna violencia, estaba dispuesto a presentarse cuchillo en
mano. Quien hubiera podido creerle capaz de vacilar en asestarle un
golpe, de seguro no conocía a Pointe Pescade.

Pero no fue necesario llegar a ese extremo.

Sarcany y Namir salieron bruscamente del cuarto, cerrándose la puerta


tras de ellos. La joven quedó encerrada, pues echaron la llave al salir.

De un salto salió Pointe Pescade de su escondite.

—¡Venid! —dijo a Sava.

493
Como la cerradura de la puerta estaba por, dentro, no le fue difícil al
mañoso joven destornillarla con la ayuda de su cuchillo: fue la obra de dos
segundos.

En cuanto se abrió la puerta, Pointe Pescade, seguido de la joven, se


dirigió por lo largo de la galería, siguiendo el muro del patio.

Debían ser, poco más o menos, las once y media de la noche. Alguna
claridad se filtraba todavía a través de las rendijas de la skifa. Por esto
Pointe Pescade evitó pasar por delante de esa sala para ir a tomar, en el
ángulo opuesto, el corredor que debía conducirle al primer patio de la casa.

Después de llegar al extremo del corredor, le siguieron hasta el final. No


tenían entonces más que dar algunos pasos para alcanzar la escalera del
alminar, cuando Pointe Pescade se paró de pronto y detuvo a Sava, cuya
mano no había soltado ni un momento la de la joven.

Tres hombres iban y venían en este primer patio, alrededor del estanque.
Uno de ellos era Sidi Hazam, que venía de dar una orden a los otros dos.
Casi inmediatamente desaparecieron éstos por la escalera del alminar,
mientras que el moqaddem entraba en uno de los cuartos laterales.

Pointe Pescade comprendió que Sidi Hazam se ocupaba en hacer vigilar


los alrededores de la casa. Era, pues, de temer que en el momento en que
la joven y él aparecieran en la terraza, estaría ocupada y guardada.

—¡Hay que arriesgarlo todo! —dijo Pointe Pescade.

—¡Sí… todo! —contestó Sava, con una energía varonil.

Entonces, después de haber atravesado la galería, ambos se dirigieron


hacia la escalera, por la que subieron con extremada prudencia. Al llegar
Pointe Pescade a la meseta superior, se paró.

Ningún ruido en la terraza, ni tan siquiera las pisadas de ningún centinela.

Pointe Pescade abrió cuidadosamente la puerta, y seguido de Sava,


desapareció, tomando a lo largo de las almenas.

De pronto se oyó un grito lanzado desde lo alto del alminar por uno de los
hombres que estaban de guardia. En el mismo instante, el otro se
abalanzaba a Pointe Pescade, mientras que Namir se dirigía a la terraza y

494
todo el personal de Sidi Hazam invadía atropelladamente los patios
interiores de la casa.

¿Iba Sava a dejarse prender? ¡No…! En poder de Sarcany estaba perdida.


Prefería mejor cien veces la muerte.

Así es que, después de haber recomendado su alma a Dios, la intrépida


joven corrió hacia el parapeto, y sin vacilarse precipitó desde lo alto de la
terraza.

Pointe Pescade no había tenido ni aun tiempo para intervenir; pero


rechazando al hombre que luchaba con él, se apoderó de la cuerda, y en
un segundo se encontró al pie de la muralla.

—¡Sava…! ¡Sava…! —exclamó.

—¡He aquí la señorita! —le contestó una vos muy conocida—. ¡Y no se ha


roto nada! Yo me encontraba oportunamente para…

Un grito de furor, seguido de un ruido sordo, vino a cortar la palabra a Cap


Matifou.

Namir, en un momento de furor, no hable querido abandonar su presa, que


se le escapaba, y arrojándose tras de ella, acababa de estrellarse contra el
suelo, como se hubiera estrellado Saya Sandorf, si los brazos vigorosos de
Cap Matifou no la hubieran recibido en su caída.

El doctor Antekirtt, Pedro y Luigi habían alcanzado a Cap Matifou y a


Pointe Pescade, que huían en dirección al litoral. Sava, aunque
desmayada, no pesaba nada para los vigorosos brazos de su salvador,
que corría orgulloso con su carga.

Algunos minutos después, Sarcany, seguido de unos veinte hombres


armados, se lanzaba en pos de los fugitivos.

Cuando llegaron aquéllos a la pequeña ensenada en donde esperaba el


Eléctrico, el doctor y sus compañeros estaban ya embarcados, y pocos
minutos después estaban lejos para temer cualquiera asechanza.

495
Sava, sola con el doctor y Pedro, acababa de volver en sí, y supo que era
la hija del conde Matías Sandorf. ¡Estaba, pues, en los brazos de su padre!

496
V. Antekirtta
Quince horas después de haber dejado el litoral de la Tripolitana, el
Eléctrico 2 era señalado por los vigías de Antekirtta, y por la tarde fondeó
en el puerto.

Fácil es figurarse la acogida que hicieron al doctor y a sus valientes


compañeros, los fieles habitantes de la isla.

Sin embargo, aunque Sava se encontraba ahora fuera de peligro, se


decidió que se guardaría aún secreto absoluto sobre los lazos que la
ligaban al doctor Antekirtt.

El conde Matías Sandorf quería permanecer desconocido hasta la


completa terminación de su obra. Pero bastaba que Pedro, que era un hijo
para él, fuese el prometido de Sava Sandorf, para que la alegría se
manifestase en todos lados con cariñosas demostraciones, lo mismo en el
Stadthaus que en la pequeña ciudad de Artenak.

¡Júzguese también lo que debió experimentar madame Bathory cuando


Sava le fue devuelta después de tantos sufrimientos! La joven debía
reponerse pronto, y para ello bastarían algunos días de felicidad.

En cuanto a Pointe Pescade, había expuesto su vida, no cabe duda; pero


como lo encontraba muy natural, no fue posible demostrarle el mis mínimo
reconocimiento, ni siquiera con palabras. Pedro Bathory le había
estrechado de tal modo sobre su pecho, y el doctor Antekirtt lo había
mirado con tan buenos ojos, que ya no quería oír nada. Según su
costumbre, atribuía todo el mérito del peligro a Cap Matifou.

—¡A él es a quien hay que agradecérselo! —decía Pointe Pescade—. ¡Es


él quien lo ha hecho todo! Si mi Cap no hubiera dado pruebas de tanta
agilidad en el ejercicio de la percha, jamás hubiera podido de un salto
entrar en la casa de ese tunante de Sidi Hazam, y Sava Sandorf se
hubiera matado al caer, si Matifou no se hubiera hallado allí para recibirla
en sus brazos.

497
—¡Veamos…! ¡Veamos! —respondía Cap Matifou—; vas un poco lejos, y
la idea de que sólo yo he contribuido a…

—Cállate, mi Cap —decía Pointe Pescade—. ¡Qué diablos! No soy


bastante fuerte para recibir cumplimientos de ese calibre, mientras que
tú… ¡Vámonos a cuidar nuestro jardín!

Y Cap Matifou se callaba y se marchaba a su bonita villa, aceptando las


felicitaciones que se le dirigían para no disgustar a su pequeño Pointe
Pescade.

Se determinó que el matrimonio de Pedro Bathory con Sava Sandorf se


celebraría en un plazo muy breve, el día 9 de Noviembre. Pedro, siendo ya
el marido de Sava, se ocuparía entonces en hacer reconocer los derechos
de su mujer a la herencia del conde Matías Sandorf. La carta de madame
Toronthal no podía dejar duda alguna sobre el nacimiento ele la joven, y si
era preciso, obtendría del banquero una declaración explícita. No hay que
decir que esa contestación se haría en los plazos hábiles, pues Sava
Sandorf no tenía todavía la edad necesaria para el reconocimiento de sus
derechos.

En efecto, no cumpliría los dieciocho años hasta dentro de seis semanas.

Además, hay que añadir que desde quince años a esta parte un cambio
político muy favorable a la cuestión húngara había modificado la situación,
sobre todo en lo concerniente al recuerdo que pudo dejar en algunos
hombres de Estado la tentativa, tan pronta y enérgicamente sofocada, del
conde Matías Sandorf y sus compañeros.

En cuanto al español Carpena y al banquero Silas Toronthal, no se


decidiría acerca de su suerte hasta conseguir que el infame Sarcany se
reuniese con su cómplice en las casamatas de Antekirtta.

Pero al mismo tiempo que el doctor combinaba los medios para realizar su
pensamiento, era indispensable que atendiese a la seguridad de la
colonia. Sus agentes de la Cirenaica y de la Tripolitana le anunciaban que
el movimiento senousista tomaba cada día mayor importancia,
principalmente en la ciudad de Ben Ghazi, que es la más próxima de la
isla. Correos especiales ponían continuamente a Jerhboub, «ese nuevo
polo del mundo islámico», como le ha llamado M. Duveyrier, esa especie
de Meca metropolitana, en donde residía entonces Sidi-Mahomed-El-

498
Mahedi, gran maestre actual de la Orden, en comunicación con los jefes
secundarios de toda la provincia. Como los senousistas no son en realidad
más que los dignos descendientes de los antiguos piratas berberiscos, que
tienen un odio mortal a todo lo que es europeo, el doctor obraba
cuerdamente al prepararse para resistir el ataque de tanto enemigo
dispuesto a tomar la isla a todo trance.

En efecto. ¿No hay que atribuir a los senousistas, desde hace veinte años,
las matanzas inscritas en la necrología africana? Si se ha visto perecer a
Beurman en el Kanen en 1883, a Vander-Decken y sus compañeros sobre
el río Djouba en 1865, a la señorita Alexina Tinné y los suyos en el Ouádi
Abedjouch en 1865, Bournaux-Duperré y Joubert cerca de los pozos de In-
Azhar en 1874, a los padres Paulmier, Bouchard y Menoret, más allá de In-
Calah en 1876, a los padres Richard, Morat y Pouplard, de la misión de
Ghadames, en el Norte del Azdjer, al coronel Flatters, a los capitanes
Masson y de Dianons, al doctor Goiard, a los ingenieros Beringer y Roche
en el camino de Wargla, en 1881, es que esos sanguinarios afiliados se
vieron obligados a poner en práctica las doctrinas senousanas contra
arriesgados exploradores.

Sobre esto el doctor conversaba a menudo con Pedro Bathory, Luigi


Ferrato, los capitanes de su flotilla, los jefes de su milicia y los principales
personajes de la isla. ¿Podría Antekirtta resistir a un ataque de esos
piratas? Sí, indudablemente, aunque la disposición de sus fortificaciones
no estuviera aún acabada; pero con la condición de que los sitiadores no
fuesen muy numerosos. Por otra parte, ¿tenían interés los senousistas en
apoderarse de Antekirtta? Sí, puesto que dominaba todo el golfo de la
Sidra, que forman al redondearse las riberas de la Cirenaica y de la
Tripolitana.

No se habrá olvidado que al Sudoeste de Antekirtta, a una distancia de


dos millas, se encontraba el islote de Kencraf. Este islote, que no se pudo
fortificar por falta de tiempo, constituía un peligro para el caso probable en
que una flotilla viniese a hacer de él su base de operaciones. Por eso el
doctor había tomado la precaución de hacerlo minar. Y ahora un terrible
agente explosivo llenaba las fogatas depositadas en sus rocas.

Bastaba una chispa eléctrica transmitida por el hilo submarino que lo


reunía a Antekirtta, para que el islote Kencraf quedase destruido, con todo
lo que se encontrase en la superficie.

499
En cuanto a los otros medios de defensa de la isla, he aquí lo que se había
hecho. Las baterías de la costa puestas en estado de defensa, sólo
esperaban a los individuos de la milicia designados para ocupar sus
puestos. El fortín del cono central tenía sus piezas de gran alcance
dispuestas para hacer fuego.

Numerosos torpederos colocados en el canalizo, defendían la entrada del


pequeño puerto. El Ferrato y los tres Eléctricos estaban preparados a todo
evento, fuese para esperar el ataque, fuese para perseguir y procurar
echar a pique una flotilla de sitiadores.

La isla presentaba, sin embargo, un lado vulnerable en el Sudoeste de su


litoral. Se podría desembarcar muy fácilmente en esta parte de la costa,
que se encontraba resguardada del fuego de las baterías y del fortín.

Ahí estaba el peligro, y tal vez era demasiado tarde para emprender
suficientes obras de defensa.

Después de todo, ¿era seguro que los senousistas tuviesen la idea de


atacar a Antekirtta? Era una expedición sumamente peligrosa; una
empresa difícil, que exigía un material considerable. Luigi lo ponía aún en
duda. Así lo hizo observar un día durante una escrupulosa inspección que
el doctor, Pedro y él hacían a todas las fortificaciones de la isla.

—No es esa mi opinión —contestó el doctor—. Antekirtta es rica; domina


los parajes del mar de las Sirtes. Así es que, aunque no existieran más
que estas razones, tarde o temprano será atacada, pues los senousistas
tienen demasiado interés en apoderarse de ella.

—Es cierto —añadió Pedro—, y hay que estar preparados a cualquiera


eventualidad, venga de dónde venga.

—Pero lo que sobre todo me hace suponer un pronto ataque —dijo el


doctor—, es que Sarcany es uno de los afiliados a esos khouanes y hasta
sé que siempre ha estado a su servicio como agente en el extranjero.
Recordad, amigos míos, que Pointe Pescade ha sorprendido en casa del
moqaddem una conversación entre Sidi Hazam y él. En esa conversación
el nombre de Antekirtta fue pronunciado varias veces, y Sarcany no ignora
que esta isla pertenece al doctor Antekirtt, es decir, al hombre a quien
teme, al que hacia atacar por Zirone en las pendientes del Etna. Por
consiguiente, puesto que nada consiguió allá en Sicilia, no hay duda que

500
tratará de conseguirlo aquí, y en mejores condiciones.

—¿Abriga acaso odio personal contra vos, señor doctor —preguntó


Luigi—, y os conoce por ventura?

—Puede ser que me haya visto en Ragusa —respondió el doctor—. En


todo caso, no puede ignorar que he tenido relaciones en esa ciudad con la
familia Bathory. Además, la existencia de Pedro le ha sido revelada en el
momento en que Pointe Pescade iba a llevarse a Sava de casa de Sidi
Hazam. Todo ello ha debido juntarse en su imaginación, y le es imposible
dudar que Pedro y Sava han encontrado un refugio en Antekirtta. Es, pues,
más de lo necesario para concertar contra nosotros toda la horda
senousista, de la cual no podríamos esperar nada bueno si llegara a
apoderarse de nuestra isla.

Tenía razón en cuanto decía. Que Sarcany ignorara todavía que el doctor
fuera el conde Matías Sandorf, era cierto; pero sabía lo bastante pan
quererle arrancar la heredera de Artenak. Nadie se extrañará que, para
conseguir sus propósitos, hubiera excitado al califa a preparar una
expedición contra la colonia antekirttana.

Sin embargo, en ya el 3 de Diciembre, y nada hacía prever un próximo


ataque.

Además, el placer de encontrarse por fin reunidos ilusionaba a todos,


excepto al doctor. La idea del próximo casamiento de Pedro Bathory con
Sava Sandorf llenaba de alegría todos los corazones y todos los espíritus.
Cada cual trataba de persuadirse de que los malos tiempos habían pasado
ya, y no volverían más.

Pointe Pescade y Cap Matifou, forzoso es decirlo, compartían la seguridad


general Estaban tan contentos viendo la felicidad de los demás, que vivían
en un perpetuo goce de todo.

—¡Es cosa de no creerlo! —decía Pointe Pescade.

—¿Qué es lo que no hay que creer? —preguntaba Cap Matifou.

—Que te has vuelto un excelente rentista, mi Cap. Decididamente tengo


que pensar en casarte.

—¡Casarme!

501
—Sí; con una mujer bonita y pequeña.

—¿Por qué pequeña?

—Es verdad. ¡Una grande, una enorme mujer! ¿Eh? ¡Madame Cap
Matifou! Iremos a buscártela entre los patagones.

Pero mientras llegaba a efectuarse el casamiento de Cap Matifou, a quien


ciertamente se le encontraría una compañera digna de él, Pointe Pescade
se ocupaba del casamiento de Saya Sandorf. Con la autorización del
doctor pensaba organizar una fiesta pública, con juegos propios de las
ferias, cantos y bailes, descargas de artillería, gran banquete al aire libre,
serenata a los nuevos esposos, iluminación a la veneciana, retreta con
antorchas y fuegos artificiales. Se podía confiar en él. Era su elemento.
Sería cosa espléndida. Se hablaría de ella largo tiempo.

Todo aquel entusiasmo tuvo que permanecer en germen.

Durante la noche del 3 al 4 de Diciembre, noche tranquila, pero oscurecida


por espesas nubes, un timbre eléctrico sonó en el gabinete del doctor
Antekirtt, en el Stadthaus.

Eran las diez de la noche.

En seguida el doctor y Pedro abandonaron el salón en donde habían


pasado la velada con madame Bathory y Sava Sandorf. Al llegar al
gabinete conocieron que la llamada del timbre venía del puesto de
observación establecido sobre el cono central de Antekirtta.

Preguntas y respuestas se hicieron y obtuvieron en seguida por medio de


un aparato telefónico.

Los vigías señalaban hacia el Sudeste de la isla la aproximación de


muchas embarcaciones, que no se divisaban sino muy confusamente a
causa de las tinieblas.

—Hay que convocar al Consejo, dijo el doctor.

No habían transcurrido diez minutos, cuando el doctor, Pedro, Luigi, los


capitanes Narsos y Kostrik y los jefes de la milicia llegaban al Stadthaus.
Allí se les comunicó el aviso enviado por los vigías de la isla. Un cuarto de

502
hora después, cuando llegaron al puerto todos, se pararon en la
extremidad del gran muelle sobre el cual brillaba el fuego del faro.

Desde aquel punto, poco elevado sobre el nivel del mar, hubiera sido
imposible distinguir la flotilla que los observadores, apostados sobre el
cono central, habían podido divisar. Pero alumbrando vivamente el
horizonte del Sudeste, sería sin duda fácil conocer el número de las
embarcaciones y en qué condiciones trataban de abordar.

¿No sería un inconveniente el indicar de este modo la situación de la isla?


El doctor no lo creía así. Si era el enemigo esperado, no vendría, de
seguro, o ciegas; conocía el sitio que ocupaba Antekirtta, y nadie podría
impedirle llegar.

Hicieron, pues, inmediatamente uso de los aparatos, y gracias o la


potencia de dos focos eléctricos situados a lo largo, el horizonte se iluminó
de repente sobre un vasto sector.

Los vigías no se habían equivocado. Doscientas embarcaciones, por lo


menos, avanzaban en fila: jabeques, polacras, trabacolos, sarcolevas y
otras de menos importancia. No había duda de que era la flotilla de los
senousistas que los piratas habían reclutado en todos los puertos del
litoral. Como no soplaba la brisa, se dirigían hacia la isla a fuerza de remo.
Tara esta travesía, relativamente corta, entre Antekirtta y la Cirenaica,
habían podido pasarse sin el viento. La calma del mar debía ayudarles en
la ejecución de sus proyectos, pues les permitiría desembarcar en
condiciones más favorables.

En aquel instante la flotilla se encontraba todavía a cuatro o cinco millas


hacia el Sudeste. No podía, pues, abordar antes de la salida del sol.
Hubiera sido además una imprudencia hacerlo, tanto para forzar la entrada
del puerto como para desembarcar sobre la costa meridional de Antekirtta,
insuficientemente defendida, como ya se ha dicho, pero peligrosa para
hacer de noche un desembarco.

Después de practicado aquel primer reconocimiento, los focos eléctricos


se apagaron, y el espacio volvió a quedar sumido en la sombra. No había
más remedio que esperar el día.

Sin embargo, por orden del doctor, todos los individuos de la milicia fueron
a colocarse en sus puestos.

503
Tenían que estar preparados para dar los primeros ataques, de los cuales
tal vez dependía la victoria.

Los sitiadores no debían tener, por lo visto, intención de sorprender la isla,


puesto que la proyección de la luz había permitido reconocer su dirección
y su número.

Durante las últimas horas de la noche se vigiló con el mayor cuidado toda
la costa. A intervalos se iluminó el horizonte, con objeto de conocer con
más exactitud la posición de la flotilla.

Que los sitiadores eran numerosos, no cabe la menor duda. Que


dispusieran de un material suficiente para triunfar de las baterías de
Antekirtta, ya era distinto. Tal vez no tendrían ninguna artillería, o sería de
poco alcance; pero por el número de combatientes que el jefe de la
expedición podía mandar a la vez sobre puntos distintos de la isla, los
senousistas debían ser temibles.

Por fin amaneció, y los primeros rayos del sol disiparon las nieblas del
horizonte.

Todas las miradas se dirigieron a alta mar hacia el Este y hacia el Sur de
Antekirtta.

La flotilla desplegábase entonces en una línea en forma de círculo, que


trataba de encerrar a la isla. No había menos de doscientas
embarcaciones, y algunas medían veinte o treinta toneladas.

En conjunto, podían llevar de mil quinientos a dos mil hombres.

A las cinco, la flotilla se encontraba a la altura del islote Kencraf. ¿Lo


abordarían los sitiadores y tomarían posesión de él antes de atacar
directamente a la isla? Si lo hacían, sería una circunstancia feliz.

Las obras de mina, mandadas practicar por el doctor, tendrían por


resultado, si no resolver completamente la cuestión, al menos
comprometer desde un principio el ataque de los senousistas.

Media hora transcurrió en medio de la mayor ansiedad. Creyeron que las


embarcaciones que poco a poco se habían acercado al islote, iban a
desembarcar toda la gente. No fue así. Ninguna se paró, y la línea

504
enemiga inclinóse más largamente hacia el Sur, dejando el islote a la
derecha. Entonces resultó evidente que Antekirtta sería directamente
atacada, o mejor dicho, invadida antes de una hora.

—Ya no nos queda más que defendernos, dijo el doctor a los jefes de la
milicia.

Se hizo una señal, y todo el personal esparcido por la isla se apresuró a


concentrarse en la ciudad, y cada uno ocupó el puesto que le había sido
señalado de antemano.

Por orden del doctor, Pedro Bathory tomó el mando de la parte Sur de las
fortificaciones, Luigi de la parte Este. Los defensores de la isla, quinientos
milicianos a lo sumo, fueron distribuidos de manera a hacer frente al
enemigo por cualquier parte en que tratase de apoderarse del recinto de la
ciudad. En cuanto al doctor, se reservaba estar en todos los puntos en que
juzgara necesaria su presencia.

Madame Bathory, Sava Sandorf y María Ferrato se quedaron en el hall del


Stadthaus. En cuanto a las demás mujeres, en el caso en que la ciudad
fuera invadida, habíase decidido que se refugiarían con los niños en el
fondo de las casamatas, en donde nada tenían que temer aunque los
sitiadores tuvieran algunas piezas de desembarco.

Resuelta la cuestión del islote Kencraf, y desgraciadamente en desventaja


de la isla, quedaba la cuestión del puerto. Si la flotilla trataba de forzar la
entrada, los fortines de los muelles, cuyos fuegos podían cruzarse, los
cañones del Ferrato, Eléctricos, torpederos, y los torpedos sumergidos en
la bahía, lo impedirían fácilmente. Sería gran ventaja si el ataque se hacía
por ese lado.

Pero era demasiado evidente que el jefe de los senousistas conocía


perfectamente los medios de defensa de Antekirtta, y no ignoraba la
debilidad de sus obras de defensa en el Sur, adonde se dirigía la flotilla.
Intentar el ataque directo del puerto, era exponerse a una destrucción
inmediata y completa; mas el desembarco por la parte meridional de la
isla, que se prestaba mucho a esta operación, era el plan que había
adoptado. Así es que después de evitar acercarse al puerto, así como
había evitado tomar posición sobre el islote Kencraf, dirigió su flotilla, a
fuerza de remos, hacia los puntos flacos de Antekirtta.

505
En cuanto el doctor se dio cuenta de ello, adoptó las medidas que exigían
las circunstancias. Los capitanes Kostrik y Narsos tomaron cada cual uno
de los torpederos, montados por algunos marineros, y se lanzaron fuera
del puerto.

Un cuarto de hora después, los dos Eléctricos se precipitaban en medio de


la flotilla, rompían la línea, hacían saltar cinco o seis embarcaciones, y
hundían una docena. Sin embargo el número de los sitiadores era tan
considerable, que los dos capitanes, amenazados de ser cogidos al
abordaje, tuvieron que refugiarse en los muelles.

A todo esto el Ferrato había tomado posición y comenzaba a demoler a


cañonazos la flotilla; pero sus fuegos, juntos con los de las baterías que
podían funcionar útilmente, fueron insuficientes para impedir al grueso de
los piratas efectuar el desembarco. Aunque buen número de ellos pereció,
aunque unas veinte embarcaciones se hundieron, más de mil sitiadores
desembarcaron sobre las rocas del Sur, en donde una mar perfectamente
tranquila hacía más fácil el desembarco.

Entonces se vio que no carecían los senousistas de artillería. Los jabeques


de más porte llevaban algunas piezas de campaña, montadas sobre
afustes de rueda. Pudieron desembarcarlas en esta parte del litoral,
situada fuera del alcance de los cañones de la ciudad, y también de los
que había en el fortín del cono central.

El doctor, desde el puesto que ocupaba sobre el saliente más cercano,


había seguido el conjunto de esta operación. No hubiera podido oponerse
a ello, dado el número relativamente pequeño de su personal. Pero como
era él más fuerte al resguardo de sus murallas, la situación de los
sitiadores, por numerosos que fueran, sería de todos modos difícil.

Éstos, arrastrando la artillería ligera, se habían formado con mucha


regularidad en dos columnas. Avanzaban impávidos, con esa valentía
inconsciente del árabe, con esa audacia de fanáticos que alimenta en ellos
el desprecio a la muerte, la esperanza del pillaje y el odio al europeo.

Cuando se encontraron a conveniente distancia, las baterías vomitaron


sobre ellos balas, bombas y metralla. Más de ciento cayeron, pero los
demás no retrocedieron. Colocaron en sitio conveniente sus piezas de
campaña y empezaron a hacer brecha en el ángulo de la cortina, no
terminada, del Sur.

506
El jefe de ellos, siempre sereno en medio de los que caían a su lado;
dirigía la acción. Sarcany, cerca de él, mandando unos cien hombres, le
excitaba a dar el ataque sobre la brecha.

De lejos, el doctor Antekirtt y Pedro Bathory le reconocieron. Él también los


reconoció.

Sin embargo, la masa de los sitiadores empezaba a dirigirse con tenacidad


hacia la parte del muro, cuyo hundimiento podía ahora permitirles el paso.
Era evidente que si conseguían atravesar la brecha, si se esparcían por la
ciudad, los sitiados, demasiado débiles para resistir, tendrían que
abandonar la plaza.

Dado el carácter sanguinario de esos piratas, a la victoria sucedería una


degollina general.

La lucha cuerpo a cuerpo fue, pues, terrible por ese lado. Bajo las órdenes
del doctor, impasible en el peligro y como invulnerable en medio de las
balas, Pedro Bathory y sus compañeros hacían prodigios de valor. Pointe
Pescade y Cap Matifou les secundaban con una audacia sólo comparable
con la suerte que tenían para evitar ser heridos o muertos.

El Hércules, con un cuchillo en una mano y una hacha en la otra, hacía un


gran vacío alrededor suyo.

—¡Animo, mi Cap, ánimo…! ¡Extermínalos! —gritaba Pointe Pescade,


cuyo revólver, cargado y descargado sin descansar, estallaba como una
caja de metralla.

Pero el enemigo no cedía. Después de ser rechazado varias veces fuera


de la brecha, iba por fin a atravesarla, a invadir la ciudad, cuando se
produjo un incidente inesperado para ellos.

El Ferrato había venido a colocarse a poco menos de 400 brazas de la


costa, a pequeño vapor, y desde ese punto, con sus carroñadas, todas
apuntadas del mismo costado de la nave, su largo cañón de caza, sus
cañones revólver Hotchkis, sus ametralladoras Gatlings, que segaban a
los sitiadores como el trigo bajo la hoz, los atacaba por la espalda, los
cañoneaba sobre la playa, al mismo tiempo que destruía y hundía los
barcos fondeados o amarrados al pié de las rocas.

507
Fue un golpe terrible e inesperado para los senousistas. No sólo estaban
cogidos por detrás, sino que les quitaban todo medio de huir, en el caso de
que las embarcaciones fueran destrozadas por los proyectiles del Ferrato.

Los sitiadores se pararon de pronto, aterrados, ante la brecha que la


milicia defendía obstinadamente. Más de quinientos habían muerto ya
sobre la playa, mientras que el número de los sitiados no había disminuido
casi nada.

El jefe de la expedición comprendió que había que ganar la mar


inmediatamente, si no quería exponer a sus compañeros a una pérdida
cierta y completa. En vano Sarcany quiso lanzarlos sobre la ciudad, pues
se dio la orden de volver a la orilla, y los senousistas operaron el
movimiento de retirada, como se hubieran dejado matar hasta el último si
se les hubiera mandado morir.

Pero había que dar a aquellos piratas una lección terrible, cuyo recuerdo
no debían olvidar jamás.

—¡Adelante, amigos míos…! ¡Adelante! —gritó el doctor.

Y a las órdenes de Pedro y de Luigi, cien milicianos se echaron sobre los


fugitivos que se apresuraban a llegar a la costa. Cogidos entre los fuegos
del Ferrato y los de la ciudad, tuvieron pronto que ceder. Entonces se
produjo el desorden en las filas, y se les vio precipitarse sobre las siete u
ocho embarcaciones que los cañonazos de los buques habían dejado más
o menos servibles.

Pedro y Luigi, en medio de la refriega, trataban sobre todo de apoderarse


a todo trance de un hombre. Este hombre era Sarcany. Pero querían
apoderarse de él vivo, y sólo por milagro pudieron escapar a los tiros de
revólver que aquel miserable descargaba sobre ellos.

Sin embargo, parecía que la suerte le favorecía, pues iba a escapárseles.

Sarcany y el jefe de los senousistas seguidos por una docena de sus


compañeros, habían conseguido entrar en una pequeña embarcación,
cuya amarra habían largado y que ya maniobraba para ganar la alta mar.
El Ferrato estaba demasiado lejos para que se le pudiera señalar su
persecución, y por tanto iba a escaparse.

508
En aquel momento, Cap Matifou vio una pieza de campaña sobre la arena,
desmontada de su cureña.

Precipitarse sobre aquella pieza, que estaba todavía cargada, colocarla,


con una fuerza sobrehumana, encima de una de las rocas, aferrarse para
mantenerla en su sitio cogiéndola por los muñones, y con voz de trueno
gritar: ¡A mí, Pointe Pescade, a mí! fue cosa de un instante.

Pointe Pescade oyó el grito de Cap Matifou, vio lo que había hecho, lo
comprendió, y fue corriendo, y después de apuntar el cañón contra la
polacra que huía, disparó.

El proyectil alcanzó la embarcación en su casco, y la destrozó. El


Hércules, en cambio, no se movió.

El jefe de los senousistas y sus compañeros, precipitados al agua, se


ahogaron la mayor parte. En cuanto a Sarcany, luchaba con la resaca
cuando Luigi se echó al mar.

Un instante después, puso a Sarcany en manos de Cap Matifou, que le


apretó de veras.

La victoria era completa. De dos mil sitiadores que querían apoderarse de


la isla, unos ciento pudieron tan sólo escapar al desastre y volverse a la
Cirenaica.

Por largo tiempo, como era de esperar, Antekirtta no se vería amenazada


por otro desembarco de piratas.

509
VI. Justicia
El conde Matías Sandorf había pagado a María y a Luigi Ferrato su deuda
de reconocimiento. Madame Bathory, Pedro y Sava estaban por fin
reunidos. Después de haber recompensado, sólo faltaba ya castigar.

Durante algunos días después de la derrota de los senousistas, el


personal de la isla se ocupó con actividad en volverlo a colocarlo todo en
su primitivo estado. Aparte de algunas heridas sin gravedad, Pedro, Luigi,
Pointe Pescade y Cap Matifou, es decir, todos aquellos que tomaron parte
muy activa en los acontecimientos de aquel sangriento drama, estaban
sanos y salvos. Todos se habían batido bien y todos asimismo
experimentaron gran placer cuando se encontraron en el hall del Stadthaus
con Sava Sandorf, María Ferrato, madame Bathory y su antiguo sirviente
Borik. Después de rendir los últimos deberes a los que acababan de
sucumbir en la lucha, la colonia iba a recobrar su feliz existencia, que, sin
duda alguna, nada vendría ya a molestar. La derrota de los senousistas
había sido completa, y Sarcany, que era quien los había excitado a
emprender aquella campaña contra Antekirtta, no estaba ya con ellos para
sugerirles sus ideas de odio y de venganza. Además, el doctor iba a
ocuparse en completar, en plazo breve, un buen sistema de defensa. No
solamente Artenak no estaría expuesta a un golpe de fuerza, sino que la
isla no tendría ya ningún punto de su perímetro en condiciones de que se
pudiera efectuar un desembarco. Se ocuparía también en atraer nuevos
colonos, que tendrían como garantía de su bienestar, las riquezas de su
suelo.

Entretanto, nada se oponía al enlace de Pedro Bathory con Sava Sandorf.


Se había fijado la ceremonia para el 9 de Diciembre, y en aquella fecha se
efectuaría. Así es que Pointe Pescade volvió a reorganizar sus
preparativos de diversiones, que habían sido interrumpidos con la invasión
de los piratas de la Cirenaica.

Sin embargo, era necesario decidir en seguida sobre la suerte de Sarcany,


de Silas Toronthal y de Carpena. Separadamente encarcelados en las
casamatas del fortín, hasta ignoraban que estaban los tres en poder del

510
doctor Antekirtt.

El 6 de Diciembre, dos días después de la retirada de los senousistas, el


doctor les hizo comparecer en el hall del Stadthaus, en donde se
encontraba también Pedro y Luigi.

Allí fue donde los prisioneros se vieron por primera vez ante el tribunal de
Artenak, que lo componían los primeros magistrados de la isla, bajo la
vigilancia de un destacamento de milicianos.

Carpena parecía inquieto; pero como no había perdido nada de su


fisonomía solapada, echaba miradas furtivas a derecha e izquierda, y no
se atrevía a levantar los ojos ante sus jueces.

Silas Toronthal, muy abatido, inclinaba la cabeza, o instintivamente evitaba


el contacto de su antiguo cómplice.

Sarcany no tenía más que un sentimiento: la rabia de haber caído en


manos de aquel doctor Antekirtt.

Luigi, adelantándose hacia los jueces, tomó la palabra, y dirigiéndose al


español, le dijo:

—¡Carpena, yo soy Luigi Ferrato, el hijo del Pescador de Rovigno, que tu


delación envió al presidio de Stein, donde murió!

Carpena se irguió un momento. Un movimiento de ira por no poder


vengarse le hizo subir la sangre a los ojos. Era, en efecto, María la que
había creído reconocer en las callejuelas del Manderaggio, en Malta, y era
Luigi Ferrato, su hermano, quien le hacía aquella acusación.

Pedro se adelantó a su vez, y extendiendo el brazo hacia el banquero, le


dijo:

—¡Silas Toronthal, yo soy Pedro Bathory, el hijo de Esteban Bathory, el


patriota húngaro a quien, de acuerdo con Sarcany, vuestro cómplice,
denunciasteis vilmente a la policía austríaca de Trieste, y enviasteis a la
muerte!

Y dirigiéndose a Sarcany:

—¡Yo soy Pedro Bathory, a quien habéis intentado asesinar en las calles

511
de Ragusa! ¡Yo soy el prometido de Sava, hija del conde Matías Sandorf,
a quien habéis sacado hace quince años del castillo de Artenak!

Silas Toronthal recibió como un golpe de maza al reconocer a Pedro


Bathory, a quien creía muerto.

Sarcany se había cruzado de brazos, y, salvo un ligero temblor de


párpados, conservaba una inmovilidad insolente.

Ni Silas Toronthal ni Sarcany contestaron una sola palabra. ¡Y qué era lo


que habrían podido responder a su víctima, que parecía salir de la tumba
para acusarlos!

Y todavía fue peor cuando el doctor Antekirtt, levantándose a su vez, dijo


con voz grave:

—¡Y yo soy el compañero de Ladislao Zathmar y de Esteban Bathory, que


por vuestra traición fueron fusilados en la torre de Pisino! ¡Yo soy el padre
de Siva, a quien habéis robado para haceros dueños de su fortuna…! ¡Yo
soy el conde Matías Sandorf, el vengador de mis amigos, sacrificados por
vosotros!

Esta vez fue tal el efecto, que las rodillas de Silas Toronthal se doblaron
hasta el suelo, mientras que Sarcany se encorvaba, como si hubiera
querido penetrar en sí mismo.

Entonces los tres acusados fueron interrogados uno tras otro. No podían
negar sus crímenes, ni había perdón posible para ellos. El jefe de los
magistrados recordó a Sarcany que el ataque de la isla, emprendido en su
interés general, había causado un gran número de víctimas, cuya sangre
gritaba venganza. Y después de dejar a los acusados amplia libertad para
defenderse, si querían hacerlo, aplicó la ley conforme al derecho que le
daba esa jurisdicción regular.

—¡Silas Toronthal, Sarcany, Carpena —dijo el jefe—, habéis causado la


muerte de Esteban Bathory, de Ladislao Zathmar y de Andrés Ferrato!
¡Estáis sentenciados a muerte!

—¡Cuando queráis! —respondió Sarcany, que había recobrado su


insolencia habitual.

—¡Gracia! —gritó cobardemente Carpena.

512
Silas Toronthal no tenía fuerzas para hablar.

Se llevaron a los tres sentenciados a sus casamatas, en donde fueron


rigurosamente vigilados.

¿De qué manera debían morir esos miserables? ¿Se les fusilaría en un
rincón de la isla? ¡Hubiera sido manchar Antekirtta con la sangre de los
traidores!

Así es que se decidió que la ejecución se llevaría a cabo en el islote


Kencraf.

Aquella misma tarde, uno de los Eléctricos, montado por diez hombres, al
mando de Luigi Ferrato, tomó a los tres sentenciados a su bordo y los
trasladó al islote, donde debían esperar hasta la salida del sol el pelotón
encargado de la ejecución.

Sarcany, Silas Toronthal y Carpena debieron creer que había llegado para
ellos la hora de la muerte.

Cuando desembarcaron, Sarcany se dirigió hacia Luigi, y le preguntó:

—¿Es esta noche?

Luigi no contestó nada. Dejó solos a los tres sentenciados, y ya era de


noche cuando el Eléctrico volvió a Antekirtta.

La isla estaba ahora libre de la presencia de los traidores. En cuanto a


fugarse del islote Kencraf, separado del continente por veinte millas, era
imposible.

—¡Antes de que amanezca, se habrán devorado los unos a los otros!


—dijo Pointe Pescade.

—¡Puf! —dijo Cap Matifou con asco.

La noche se pasó en estas condiciones; pero en el Stadthaus púdose


observar que el conde Sandorf no se dio un solo instante de reposo,
encerrado en su cuarto, no salió hasta las cinco se la mañana para bajar al
hall, y mandó llamar en seguida a Pedro Bathory y a Luigi.

513
Un pelotón de milicianos esperaba en el patio del Stadthaus que se le
diera orden de embarcarse para el islote Kencraf.

—Pedro Bathory, Luigi Ferrato —dijo entonces el conde Sandorf—:


¿creéis con toda justicia que esos traidores merecen la muerte?

—¡Sí, la merecen! —respondió Pedro.

—¡Sí —respondió Luigi—, y no puede haber piedad para esos miserables!

—¡Que la justicia se haga, y que Dios les perdone, ya que los hombres no
pueden perdonarlos!

Apenas había acabado de decir estas palabras el conde Sandorf, cuando


una explosión espantosa sacudió el Stadthaus y toda la isla, como si
hubiera sido agitada por un temblor de tierra.

El conde Sandorf, Pedro y Luigi corrieron hacia el muelle, mientras que la


población, espantada, huía de las casas de Artenak.

Una inmensa manga de llama y de vapor, mezclada con pedruscos


enormes y con una gran rociada de piedras, se levantaba hacia el cielo a
una altura prodigiosa, y esas masas cayeron con estruendo alrededor de
la isla, levantando las aguas del mar, y una nube espesa oscureció el
espacio.

Ya no quedaba nada del islote Kencraf ni de los tres sentenciados que la


explosión acababa de aniquilar.

¿Qué es lo que había ocurrido?

No se habrá olvidado que el islote estaba mi nado, no solamente en


previsión de un desembarco de los senousistas, sino que también, para el
caso en que el hilo submarino que le unía a Antekirtta se inutilizara,
habíanse enterrado en el suelo unos aparatos eléctricos, y bastaba
solamente tocarlos con el pié para que todas las fogatas del pandastita
hicieran una terrible explosión a la vez.

Esto es lo que había sucedido. Por casualidad, uno de los sentenciados


había tocado uno de esos aparatos. De aquí esa completa e instantánea
destrucción del islote.

514
—¡Dios ha querido evitamos el horror de la ejecución! —dijo el conde
Matías Sandorf.

***

Tres días después se celebró el casamiento de Pedro Bathory con Sava


Sandorf en la iglesia de Artenak. En esa ceremonia, el doctor Antekirtt
firmó con su verdadero nombre de Matías Sandorf. Ya no debía
abandonarlo, ahora que se había hecho justicia.

Bastarán algunas palabras para acabar esta narración.

Tres semanas después, Sava Bathory fue reconocida como heredera de


los bienes reservados del conde Sandorf. La carta de madame Toronthal,
una declaración que se había obtenido del banquero Toronthal,
declaración que refería las circunstancias y el fin del robo de la joven,
habían bastado para justificar su identidad. Como Sava no tenía todavía
dieciocho años, se le reconoció lo que quedaba de la propiedad de los
Sandorf en la Transilvania.

Además, el conde Sandorf había podido recuperar sus propios bienes,


bajo el beneficio de una amnistía que se había dado en favor de los
sentenciados políticos. Pero si volvió a ser públicamente Matías Sandorf,
no quiso dejar de ser el jefe de la gran familia de Antekirtta. Allí debía
pasar su vida en medio de todos cuantos le amaban.

La pequeña colonia, gracias a nuevos esfuerzos, no tardó en agrandarse.


En menos de un año vio duplicar su población.

Sabios inventores, llamados por el conde Sandorf, vinieron a utilizar


descubrimientos que hubieran quedado estériles a no ser por sus consejos
y por la fortuna de que disponía. Así es que Antekirtta será pronto el punto
más importante de las Sirtes, y cuando se acabe su sistema de defensa
estará también en seguridad absoluta.

¿Qué se podrá decir de María y de Luigi Ferrato? ¿Qué se podrá decir de


Pedro y de Sava, que no se sienta mejor que se explique? ¿Qué se podrá
decir de Pointe Pescade y de Cap Matifou, que eran de los principales
colonos de Antekirtta? Si tenían algún pesar, era que no se les presentaba
ya ocasión de poder ser útiles al que les había proporcionado una
existencia tan feliz.

515
El conde Matías Sandorf había cumplido lo que se había propuesto, y a no
ser por el triste recuerdo de sus dos compañeros, Esteban Bathory y
Ladislao Zathmar, hubiera sido tan feliz como lo puede ser un hombre
generoso en este mundo cuando reparte la felicidad a su alrededor.

Que no se busque en todo el Mediterráneo, ni en ningún otro punto del


globo, ni en el mismo grupo de las Afortunadas, una isla cuya prosperidad
pueda rivalizar con la de Antekirtta… ¡Sería trabajo inútil!

Así es que cuando Cap Matifou, lleno de felicidad, se creía en el deber de


decir:

—En verdad, ¿merecemos ser tan dichosos?…

—¡No, mi Cap…! Pero ¿qué quieres…? ¡Hay que resignarse! —le


contestaba Pointe Pescade.

516
Julio Verne

Jules Gabriel Verne, conocido en los países hispanohablantes como Julio


Verne (Nantes, 8 de febrero de 1828 – Amiens, 24 de marzo de 1905), fue
un escritor, poeta y dramaturgo francés célebre por sus novelas de
aventuras y por su profunda influencia en el género literario de la ciencia
ficción.

Nacido en el seno de una familia burguesa en la ciudad portuaria de


Nantes, Verne estudió para continuar los pasos de su padre como

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abogado, pero muy joven decidió abandonar ese camino para dedicarse a
escribir. Su colaboración con el editor Pierre-Jules Hetzel dio como fruto la
creación de Viajes extraordinarios, una popular serie de novelas de
aventuras escrupulosamente documentadas y visionarias entre las que se
incluían las famosas Viaje al centro de la Tierra (1864), Veinte mil leguas
de viaje submarino (1870) y La vuelta al mundo en ochenta días (1873).

Julio Verne es uno de los escritores más importantes de Francia y de toda


Europa gracias a la evidente influencia de sus libros en la literatura
vanguardista y el surrealismo, y desde 1979 es el segundo autor más
traducido en el mundo, después de Agatha Christie. Es considerado, junto
con H. G. Wells, el «padre de la ciencia ficción». Fue condecorado con la
Legión de Honor por sus aportes a la educación y a la ciencia.

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