Matias Sandorf
Matias Sandorf
Matias Sandorf
Julio Verne
textos.info
Biblioteca digital abierta
1
Texto núm. 2509
Edita textos.info
Maison Carrée
c/ Ramal, 48
07730 Alayor - Menorca
Islas Baleares
España
2
A ALEJANDRO DUMAS
JULIO VERNE
***
RESPUESTA DE M. A. DUMAS
QUERIDO AMIGO:
A. DUMAS
3
Primera parte
4
I. La paloma mensajera
Trieste, la capital de la Iliria, se divide en dos ciudades diferentes: la una
nueva y rica, Theresienstadt, correctamente edificada en la orilla del
pequeño golfo sobre el cual el hombre ha conquistado su suelo; la otra
vieja y pobre, irregularmente construida, encerrada entre el Corso, que la
separa de la primera, y las pendientes de la colina del Karst, cuya cima
está coronada por una ciudadela de aspecto pintoresco.
El puerto de Trieste está cubierto por el muelle de San Carlo, cerca del
cual anclan con preferencia los buques mercantes. Allí se forman
espontáneamente, y a veces en número alarmante, grupos de esos
bohemios, sin fuego ni hogar, cuyos pantalones, chalecos y chaquetas
podrían muy bien pasarse sin bolsillos, porque sus propietarios no han
tenido nunca, y verosímilmente no tendrán jamás, nada que guardar.
Sarcany no respondió.
5
—¡Qué necio soy! —exclamó el siciliano—. Es la hora a que se suele tener
hambre, cuando se ha olvidado tomar el desayuno.
Nadie, al verle, hubiera podido sospechar lo que era ni lo que había sido.
No provocaba aquella irresistible aversión que excitan los bribones y los
trapaceros, siendo, por lo tanto, más peligroso.
¿Cómo y por quién fue educado? ¿En qué agujero de Trípoli anidó durante
los años de su primera edad? ¿Qué cuidados le permitieron escapar a las
múltiples causas de destrucción bajo aquellos climas terribles?
6
Nacido por casualidad, empujado por la casualidad, destinado a vivir de la
casualidad. Sin embargo, durante su adolescencia se había dado, o más
bien había recibido cierta instrucción practica, debida probablemente a que
había pasado su vida recorriendo el mundo, frecuentando el trato de toda
clase de gentes, imaginando expedientes sobre expedientes, aun cuando
sólo fuese para asegurar su cotidiana existencia.
Este día, sin embargo, Zirone no hablaba sino con cierta moderación.
Visiblemente le inquietaba la cuestión de la comida. Su última partida de
juego en un garito de baja esfera, en que la fortuna se había portado como
madrastra, había agotado la víspera los recursos de Sarcany; así es que
no sabía qué hacer. Sólo podían contar con la casualidad, y como esta
Providencia de los holgazanes no se apresuraba a venir a su encuentro a
lo largo del muelle de San Carlo, resolvieron ir en su busca a través de las
calles de la ciudad nueva.
Allí, sobre las plazas, sobre los malecones, sobre los paseos, de una y
7
otra parte del puerto, en las cercanías del gran canal abierto a través de
Trieste, va, viene, se aprieta, se apresura, se mueve en el furor de los
negocios una población de sesenta mil habitantes de origen italiano, cuyo
idioma, que es el de Venecia, se pierde en medio del concierto
cosmopolita de todos aquellos marinos, comerciantes, empleados y
funcionarios, de lenguaje compuesto de alemán, francés, inglés y slavo.
Sin embargo, si esta ciudad nueva es rica, no hay que deducir por ello que
los que frecuenten sus calles sean afortunados mortales. No; los más
acomodados no podrían rivalizar con los negociantes ingleses, armenios,
griegos y judíos que levantan el gallo en Trieste, y cuyos suntuosos trenes
serían dignos de la capital del reino austrohúngaro. Pero, sin contarlos,
¡cuántos pobres diablos, errando día y noche a través de las avenidas
comerciales, rodeadas de altas construcciones, cerradas como arcas de
hierro en que se interponen las mercancías de todas clases que atrae este
puerto franco, tan ventajosamente situado en el fondo del Adriático!
Sarcany y Zirone, después de echar una mirada a través del golfo, hasta el
8
faro levantado en la punta de Santa Teresa, abandonaron el muelle,
pasaron por entre el teatro Comunal y el Square, llegaron a la Piazza
Grande, donde se pasearon durante un cuarto de hora, cerca de la fuente
construida con las piedras del Karst vecino, al pie de la estatua de Carlos
VI.
Una ancha calle, pero sin elegancia; almacenes bien provistos, pero sin
gusto, más bien la Regent Street de Londres o el Broadway de Nueva
York, que el boulevard de los Italianos de París. Gran número de
paseantes. Una cifra considerable de carruajes, yendo de la Piazza Grande
a la Piazza della Legna, nombres que indican cuánto se resiente esta
ciudad de su origen italiano.
—Hace aún más hambre y más sed en este Corso, —observó el siciliano,
cuya lengua chasqueó como la castañuela de un malandrín, entre sus
9
desecados labios.
10
minutos más tarde, sedientos y con más hambre que nunca, llegaban a la
azotea.
—¡Que todos los santos de Italia te oigan, y bien sabe Dios que allí se
cuentan por centenares!
11
—Ven de todos modos —respondió Sarcany.
Los dos siguieron una calle semicircular entre una doble fila de urnas, y
vinieron a sentarse sobre un gran rosetón romano, tendido al ras del suelo.
Sarcany no respondió.
—¿Estás seguro?
—¡Sí! Todo el crédito que podía tener en su casa está agotado, y a mis
12
últimas demandas ha contestado con una terminante negativa.
—¡Eso es malo!
—Eso es cuenta mía. Conozco el país y me sería fácil reunir una banda de
malteses, atrevidos camaradas, sin ninguna aprensión, de los que podría
sacarse algún partido. ¡Eh! ¡Mil diablos! Si por aquí no hay nada que
intentar, partamos y obliguemos a ese condenado banquero a pagarnos
los gastos del viaje. Por poco que sepas de él, bastará para que prefiera
verte en cualquiera otra parte más que en Trieste.
13
—¡Vamos, esto no puede durar más tiempo! ¡Estamos en el último
extremo! —añadió Zirone.
14
Precipitarse de un salto, alargar el brazo, agarrar el ave con su mano, fue
negocio de un momento para el siciliano. Y, naturalmente, iba a ahogar al
pobre volátil, cuando se contuvo, arrojó un grito de sorpresa, y volvió
apresuradamente al lado de Sarcany.
—Sin duda —replicó Zirone—, y tanto peor para aquéllos a quienes está
destinado el billete atado bajo su ala.
15
manos que en las del destinatario. No emplear para corresponder ni el
correo ni el telégrafo, sino el extraordinario instinto de una paloma
mensajera, indicaba que se trataba de un asunto que reclamaba un
secreto absoluto.
—Tal vez en estas líneas se encierra un misterio que podría hacer nuestra
fortuna —dijo Sarcany.
—No te apresures, Zirone —replicó Sarcany—, que aún por esta vez salvó
la vida del pájaro. Tal vez por esta paloma tengamos el medio de conocer
quién es el destinatario del billete, a condición, sin embargo, de que habite
en Trieste.
—¿Y después? Eso no te permitirá leer lo que hay escrito en ese billete,
Sarcany.
—No, Zirone.
—Con el billete, del cual voy a sacar una copia exacta, que guardaré hasta
el momento en que convenga hacer uso de ella.
16
Zirone le miraba sin participar gran cosa de las esperanzas de fortuna
fundadas sobre este incidente.
Zirone buscó y encontró por el suelo algunos granos, que el pájaro comió
con avidez; por fin le desalteró con cinco o seis gotas de agua que la
última lluvia había dejado en el fondo de un pedazo de cacharro antiguo.
Al cabo de media hora, el ave, ya restaurada, se encontró en disposición
de volver a emprender su interrumpido viaje.
—Si aún debe ir lejos —observó Sarcany—, si su destino está más allá de
Trieste, poco nos importa que caiga en el camino, puesto que pronto la
habremos perdido de visto, y nos será imposible seguirla. Si por el
contrario, es aguardada en una de las casas de Trieste, no la faltarán las
fuerzas para llegar a ella, porque sólo tiene que volar uno o dos minutos.
17
Desde este punto elevado se perciben fácilmente todos los techos de sus
casas, desde las primeras pendientes del talud hasta el litoral del golfo.
La tentativa podía salir bien; por lo menos debía ensayarse. No había más
que dar libertad al pájaro.
Dos o tres minutos necesitaron para llegar a la planta, bajo el techo mismo
que cubre el edificio, al que falta una galería exterior; pero en defecto de
ésta se abren dos ventanas sobre cada fachada de la torre, que permiten a
la mirada dirigirse sucesivamente a todos los puntos del doble horizonte de
colinas y de mar.
Las cuatro daban entonces en el reloj del castillo construido en el siglo XVI
sobre la cima del Karst, detrás de la catedral.
Era aún muy de día. En medio de una atmósfera muy pura, el sol
descendía lentamente hacia las aguas del Adriático, y la mayor parte de
las casas de la ciudad recibían normalmente sus rayos sobre las fachadas
que dan frente a la torre.
El pájaro batió las alas; pero descendió con una rapidez tal, que hizo temer
18
que su carrera de mensajero aéreo iba a terminar por una caída brutal.
No sucedió así.
—Lo que sobre todo hay que ver es el punto en que va a detenerse, y
determinar su situación exacta.
19
las pendientes del Karst, siguieron una serie de callejuelas que
desembocan en la Piazza della Legna. Allí tuvieron que orientarse a fin de
buscar el grupo de casas de que se compone el cuartel Este de la ciudad.
No había error posible. Allí era donde el pájaro había venido a encerrarse.
Sarcany tomó informes en las tiendas vecinas y supo desde luego lo que
quería saber.
20
— Sí… es la hora de comer para los que tienen el derecho de sentarse a
la mesa —observó irónicamente Zirone.
«Éste es el último dinero que recibís de mí; os bastará para volver a Sicilia.
Partid, y que no vuelva a oír hablar de vos.
Silas Toronthal».
—¿De modo que este dinero nos va a servir para abandonar a Trieste?
21
II. El Conde Matías Sandorf
Los húngaros son aquellos magiares que vinieron a habitar el país hacia el
noveno siglo de la Era cristiana. Actualmente forman la tercera parte de la
población total de Hungría, más de cinco millones de almas. Que sean de
origen español, egipcio o tártaro, que desciendan de los hunos de Atila o
de los fineses del Norte, cuestión muy debatida, poco importa.
Lo que hay que hacer notar es que no son slavos ni alemanes, y que
verosímilmente no quieren serlo.
Los húngaros tuvieron que ceder ante la fuerza; pero ciento cincuenta
años más tarde aún había muchos, de todas clases y condiciones, que no
querían ni la pragmática sanción ni el tratado de Carlowitz.
22
nacimiento, cuya vida entera se resumía en estos dos sentimientos: el odio
a todo lo que era germano, la esperanza de devolver a su país su
autonomía de otro tiempo. Joven aún, había conocido a Kossut, y aunque
su nacimiento y su educación debiesen separarle de él en importantes
cuestiones políticas, no había podido menos de admirar el gran corazón de
este patriota.
Era un hombre cuya estatura, un poco más que mediana, acusaba una
gran fuerza muscular.
23
carácter magiar. El conde Sandorf era una prueba viva.
Conviene decir aquí que Matías Sandorf había recibido una instrucción
muy seria. En lugar de entregarse a los placeres que le aseguraba su
fortuna, había seguido sus gustos, que le inclinaban hacia las ciencias
físicas y al estudio de la medicina. Hubiera sido un médico de gran talento,
si las necesidades de la vida le hubiesen obligado a cuidar enfermos. Se
contentó con ser un químico muy apreciado de los sabios. La Universidad
de Pesth, la Academia de Ciencias de Presbourg, la Escuela Real de
Minas de Schemnitz, la Escuela Normal de Temeswar, le habían contado
entre sus más asiduos discípulos.
El conde Sandorf fue cruelmente herido por este golpe, del que jamás
debía consolarse. El castillo se tornó desierto, silencioso. Desde este día,
bajo el imperio de un dolor profundo, el dueño vivió como en un claustro.
24
Toda su vida se reconcentró en su hija, que fue confiada a los cuidados de
Rosena Lendeck, esposa del intendente del conde. Esta excelente
criatura, joven todavía, se dedicó por completo a la única heredera de los
Sandorf, y sus cuidados fueron para ella los de una segunda madre.
A este golpe siguió, siete años después, en 1866, otro más terrible aún, el
de Sadowa. Ya no era Bolamente al Austria, privada de sus posesiones
Italianas, a quien la Hungría se sentía sometida; era al Austria vencida y
subordinada a la Alemania. Los húngaros, y éste es un sentimiento que no
razona, puesto que está en la sangre, se sintieron humillados en su orgullo.
25
En Trieste habitaban dos de los más íntimos amigos de Matías Sandorf.
Animados del mismo espíritu, estaban decididos a seguirle hasta el fin en
esta empresa. El conde Ladislao Zathmar y Esteban Bathory eran
magiares, y de alto nacimiento. Ambos, de unos diez años más de edad
que Matías Sandorf, se encontraban casi sin fortuna.
El otro explicaba las ciencias físicas en Trieste y sólo vivía del producto de
sus lecciones.
26
le obligaron a presentar su dimisión, y entonces vino a instalarse en
Trieste como profesor libre, con su esposa, que le había sostenido
valerosamente en estas pruebas.
Desde la llegada del conde Sandorf, los tres amigos se reunían en casa de
Ladislao Zathmar, aun cuando aquél habitase, ostensiblemente, un
departamento del Palazzo Modelio, actualmente el hotel Delorme, sobre la
Piazza Grande. La policía estaba lejos de sospechar que aquella casa de
Acquedotto fuese el centro de una conspiración que contaba con
numerosos partidarios en las principales ciudades del reino.
Ladislao Zathmar y Esteban Bathory se habían hecho, sin vacilar, los más
decididos auxiliares de Matías Sandorf. Habían reconocido como él, que
las circunstancias se prestaban a un movimiento que podía colocar a la
Hungría en el rango que ambicionaba en Europa.
27
Después de la partida del conde Sandorf, se habían cambiado otras
correspondencias entre Trieste y Buda, y traído por las palomas varios
billetes cifrados.
28
absoluto, o más bien la obligación de no dejar nunca caer en manos
extrañas los aparatos o libros que sirven para formarlos. En efecto; si
nadie puede lograr leer estos despachos sin la plantilla o el diccionario,
todo el mundo los leerá cuando hayan sido sustraídos el diccionario o la
plantilla.
—Ha tenido buen éxito, respondió el conde Sandorf. No podía dudar de los
sentimientos de mis amigos de la Transilvania, y podemos estar seguros
de su concurso.
29
—¿Y la Dieta? —preguntó Bathory.
Y Matías Sandorf pronunció estas palabras con el acento del más puro
patriotismo.
30
idea de fundar en Pola, en la extremidad meridional de Istria, inmensos
arsenales y un puerto de guerra para dominar todo este fondo del
Adriático. A pesar de las protestas de Trieste, cuya importancia marítima
disminuía este proyecto, se prosiguieron los trabajos con febril ardor.
Matías Sandorf y sus amigos tenían, pues, motivos para pensar que los
habitantes de Trieste estarían dispuestos a seguirles en el caso de que el
movimiento separatista se propagase hasta ellos.
Así, pues, parecía que todo estaba previsto para asegurar el éxito de la
empresa, y sólo faltaba aguardar el momento preciso para obrar.
Pero era preciso que esta suma estuviese siempre a su disposición y que
31
pudiese disponer de ella de un día para otro, por lo cual la depositó a su
nombre en una casa de banca de Trieste, cuya honradez era proverbial y
de una solidez a toda prueba.
Esta fortuita circunstancia iba a tener las más graves consecuencias, como
veremos en la continuación de esta historia.
32
III. La Casa Toronthal
En Trieste, la sociedad es casi nula. Entre razas diferentes, como entre
castas diversas, la gente se ve poco. Los funcionarios austríacos tienen la
pretensión de ocupar el primer rango, sea cualquiera el grado de la
jerarquía administrativa a que pertenezcan.
El jefe de esta casa, cuyo crédito se extendía más allá del reino austro
húngaro, tenía entonces treinta y siete años. Ocupaba con su esposa,
algunos años más joven que él, un hotel de la avenida del Acquedotto.
Silas Toronthal pasaba por ser hombre muy rico, y debía serlo. Atrevidas y
felices especulaciones de Bolsa, gran número de negocios con la
Sociedad del Lloyd austríaco y otras casas considerables, importantes
empréstitos cuya emisión le había sido confiada, no habían podido menos
de aportar a su caja mucho dinero.
Sin embargo, como había dicho Sarcany a Ziro, no era posible que los
negocios de Silas Toronthal estuviesen por entonces algo embrollados por
lo menos momentáneamente. Verdad es que siete años antes había
experimentado de rechazo la confusión producida en la Bolsa y en la
Banca por la guerra franco-italiana, y más recientemente, por la
desgraciada campaña que terminó con el desastre de Sadowa; que la baja
33
de los fondos públicos por aquella época en las principales plazas de
Europa, y más particularmente en las del reino austro húngaro, Viena,
Pesth, Trieste, debían haberle afectado seriamente; que la obligación de
reembolsar las sumas depositadas en su casa en cuenta corriente, le
habrían creado graves dificultades; pero con seguridad se había repuesto
después de aquella crisis, y si lo que había dicho Sarcany era cierto, sería
preciso que nuevas especulaciones bastante aventuradas hubiesen
comprometido recientemente la solidez de su casa.
Pero hay que confesar que si algún golpe funesto amenazaba su casa de
banca, Silas Toronthal debía esperar muy poco de la simpatía pública;
podía tener numerosos clientes en la ciudad, en el país, pero en realidad
contaba con muy pocos amigos.
Tal era entonces la situación de la casa Toronthal. Sin embargo, por más
que Sarcany abrigase ciertas sospechas sobre este punto, nada permitía
aún confirmar el rumor de que los negocios del rico banquero estuvieran
seriamente comprometidos. Su crédito no había sufrido ningún ataque, al
menos ostensiblemente. Así es que el conde Matías Sandorf, después de
haber realizado sus fondos, no vaciló en confiarle una suma tan
considerable, suma que debía estar siempre a su disposición, y quedar
reintegrado de ella a las veinticuatro horas de haber dado el aviso.
Tal vez causará extrañeza el que una casa de esta importancia, señalada
34
entre las más honra das, hubiese podido establecer relaciones con un
hombre como Sarcany. Así era, sin embargo, y estas relaciones se
remontaban ya a dos o tres años.
En aquella época, Silas Toronthal había tenido que tratar asuntos bastante
importantes con la regencia de Trípoli. Sarcany, especie de corredor o
agente universal, muy entendido en cuestiones de cifras, llegó a
entremeterse en aquellas operaciones, que, preciso es decirlo, era de una
naturaleza bastante sospechosa. Cuestiones de verdaderos alboroques,
de comisiones dudosas, de primas poco decentes, en las cuales el
banquero de Trieste no había querido dar la cara. En estas circunstancias,
Sarcany llegó a ser el agente de estas combinaciones de mal género, y
prestó además algunos otros servicios de esta clase a Silas Toronthal.
35
provincias del Este y del Centro.
Acababa de acercar una silla, sin que nadie le hubiese invitado a sentarse;
después aguardó para responderle, a que el mal humor del banquero se
desahogase en ruidosas recriminaciones.
36
—¡Que esté tranquilo o no, poco importa! Por última vez, ¿qué queréis?
—No quiero hablar de negocios con vos, ni quiero tratar ninguno, —replicó
el banquero—; nada hay de común entre vos y yo, y espero que
abandonaréis a Trieste hoy mismo, al instante, para no volver jamás.
37
—Si lo que voy a proponeros no os conviene, no hablaremos más, y me
marcharé.
—¿Mañana?
—Esta noche.
—Hablad, pues.
Silas Toronthal, por toda respuesta, se contentó con decir en tono burlón:
—¿Y cómo?
—Denunciándola.
—Veamos, explicáos.
38
—Escuchad, pues, replicó Sarcany.
—A un señor húngaro.
39
—Dos, principalmente; ambas de origen húngaro.
—¿Y el otro?
—¿Y esto?
— Pues bien —dijo por último—; mi opinión es que todo esto es cada vez
más vago.
40
—¿Habéis podido descifrar ese billete?
—¿Y cómo?
—Evidentemente.
41
provechoso ponernos del lado de los conspiradores, en lugar de tomar
partido contra ellos!
Sabía de lo que era capaz Sarcany, tan perverso como inteligente. Pero si
este hombre no vacilaba en hablar así ante el banquero de Trieste, es
porque sabía a su vez que a Silas Toronthal podía proponérsele todo,
porque su elástica conciencia se acomodaba a toda clase de negocios,
cualesquiera que fuesen.
42
Sarcany se levantó, y respondió con voz un poco más baja, fijando su
mirada en los ojos del banquero:
—Lo que quiero, o insistió sobre esta palabra, helo aquí: quiero tener
acceso, lo antes posible, en la casa del conde Zathmar, bajo un pretexto
cualquiera, y ganar después su confianza. Una vez en la plaza, donde
nadie me conoce, yo sabré apoderarme de la plantilla y descifrar este
despacho, del cual haré el mejor uso para nuestros intereses.
—Explicaos, pues.
43
permanecer en la sombra… Por lo tanto, vaciló. Bueno: en último
resultado, ¿qué arriesgaba? Él no aparecería complicado en este odioso
asunto, y recogería los beneficios, beneficios considerables, enormes, que
podían restablecer la situación de su casa de banca…
—¡Pues bien, no! —respondió Silas Toronthal asustado sobre todo por
tener tal asociado, o coa más propiedad, tal cómplice.
—¿Rehusáis?
—¡Cuidado! ¿Y de qué?
—¡Salid!
Después se retiró.
—¿Y qué viene a hacer aquí el conde Sandorf? —preguntó Sarcany con
tono irónico—. ¿Tenéis relaciones con los conspiradores de la casa
44
Zathmar? ¿Me habré por casualidad dirigido a uno de ellos?
—¿Saldréis al fin?
—No saldré, Silas Toronthal, y sabré por qué el conde Sandorf se presenta
en vuestra casa de banca.
—No, murmuró; vale más que Sarcany oiga cuanto se va a decir aquí.
45
público, y es de temer que otras se repitan…
Por más que el conde de Sandorf hizo esta pregunta sin parecer darle
gran importancia, Silas Toronthal le observó con un poco más de atención.
Aquella pregunta podía, en efecto, relacionarse con lo que Sarcany
acababa de descubrirle.
46
—¿Pero sin duda volveréis a Trieste?
—Entendido.
—Ese trabajo es cuestión de unos diez días, y una vez arregladas mis
cuentas, partiré para el castillo de Artenak. Os ruego tengáis disponibles
para entonces los fondos que he entregado en vuestra casa.
—¿A qué fecha queréis que se os remitan esos fondos, señor conde?
preguntó.
47
que se limitó a decir:
48
IV. El billete cifrado
Dos días después, Sarcany quedaba instalado en la casa de Ladislao
Zathmar. Había sido presentado por Silas Toronthal, y aceptado por el
conde Sandorf.
No hay para qué decir que un tratado estipulado entre Silas Toronthal y
Sarcany, dividía el beneficio previsto en dos porciones iguales. Además,
Sarcany debía tener a su disposición todo el dinero necesario para vivir
convenientemente con su amigo Zirone y subvenir a los gastos que
ocasionasen sus pasos y diligencias. En cambio, y como garantía, tuvo
que entregar al banquero el facsímile del billete que contenía, a no
dudarlo, el secreto de la conspiración.
49
Sarcany y Zirone. ¿Tendría la policía de Trieste fijas sus miradas en sus
actos y en los de sus amigos? El conde Sandorf podía creerlo y debía
temerlo. Si parecía sospechoso el sitio de reunión de los conspiradores,
hasta entonces obstinadamente cerrado a todo el mundo, ¿qué mejor
medio de desviar las sospechas que abrirle y admitir un dependiente que
sólo se ocuparía de contabilidad? La presencia de este dependiente,
¿podría ser un peligro para él y sus amigos? De ninguna manera. Ya no
había cambio de correspondencias cifradas entre Trieste y otras ciudades
del reino húngaro. Todos los papeles relativos al movimiento proyectado
habían sido destruidos. No quedaba ninguna huella escrita de la
conspiración. Se habían tomado todas las medidas; nada quedaba por
hacer. El conde Sandorf sólo tenía que dar la señal cuando llegase el
momento. Luego la introducción de un empleado en aquella casa, en el
caso de que el Gobierno estuviese alerta, era más bien un motivo para
alejar toda sospecha.
50
Al paso que trabajaba en arreglar las cuentas de Matías Sandorf, miraba,
observaba, espiaba.
Muchas veces hasta trabajaba él solo. Entonces sus ojos y sus dedos se
ocupaban en otra cosa que en hacer cálculos o alinear cantidades.
Huroneaba en los papeles, abría los cajones, con ayuda de un juego de
ganzúas que Zirone, muy hábil en el oficio, había fabricado. Pero se
cuidaba mucho de no ser visto por Borik, al cual no parecía inspirar la
menor simpatía.
—Pero antes que perder el beneficio de una denuncia, aun sin pruebas en
su apoyo —le decía Zirone—, valdría más prevenir a la policía y remitirla
copia del billete.
No hay que decir que tenía a Silas Toronthal al corriente de todo cuanto
pasaba, y que no sin trabajo conseguía calmar las impaciencias del
banquero.
Eran las cuatro de la tarde del último día del mes de Mayo, y Sarcany,
según su costumbre, iba a dejar a las cinco la casa del conde Zathmar.
51
En aquel momento, Ladislao Zathmar y sus dos compañeros habían
salido. No había en la casa más que Borik, ocupado entonces en una
habitación de la planta baja. Sarcany, viéndose en completa libertad para
poder obrar, resolvió introducirse en el cuarto del conde Zathmar, lo que
hasta entonces no había podido hacer, y entregarse a las más minuciosas
pesquisas.
Entre las dos ventanas que daban a la calle, se veía un buró secreter,
cuya antigua forma hubiera encantado a un aficionado a muebles viejos.
Al cuarto cajón que visitó Sarcany, debajo de una porción de papeles que
nada le interesaban, se encontró una especie de tarjeta, agujereada
irregularmente. Esta tarjeta atrajo desde luego su atención.
52
Lo que importaba a Sarcany tener, era:
(En el facsímile, todos los cuadrados blancos están cortados; los otros,
llenos).
Por medio de esta plantilla, que le sería fácil reproducir con un pedazo de
cartón cortado, no dudaba poder descifrar el facsímile del billete que había
dejado en manos de Silas Toronthal. Colocó la plantilla en el cajón debajo
de los papeles que la cubrían, abandonó la habitación de Ladislao
Zathmar, salió de la casa, y se dirigió apresuradamente a su hotel.
—¿Qué hay, camarada? ¡Cuidado! Eres más hábil en disimular tus penas
que tus alegrías, y lo mismo se descubre uno dejándose llevar de…
53
obra y sin perder un instante.
—¿Antes de comer…?
—Antes.
Zirone, sentado enfrente de él, le miraba con los ojos abiertos por la
codicia. Este trabajo le interesaba tanto más, cuanto que había
comprendido perfectamente el sistema criptográfico empleado en aquella
correspondencia.
—¡Ojo a su caja!
—Se entregará.
—Podemos.
—¡Pues comamos!
54
Y Zirone, siempre con apetito, hizo honor a una excelente comida que
había encargado, según su costumbre.
—Ensayemos.
55
Sarcany se decidió, naturalmente, por operar desde luego con las Seis
primeras palabras del billete, aplicándolas sucesivamente las cuatro
posiciones de la plantilla.
Contaba en seguida con repetir esta operación con las seis palabras
siguientes, y por tercera, vez con las seis últimas; en suma, las dieciocho
palabras de que se componía el criptógrama.
No hay para qué decir que los razonamientos expresados habían sido
presentados por Sarcany a Silas Toronthal, y que éste no había podido
menos de apreciar su perfecta precisión.
¿La práctica iba a confirmar la teoría? Éste era el interés del experimento.
He aquí las dieciocho palabras del billete, que conviene volver a presentar
a los ojos del lector:
n h c a i s
n a n l r u
r e x h d o
a a p n i l
a e e s d r
p a e g d i
56
Después aplicó la plantilla sobre este conjunto, de suerte que el lado
marcado con una cruz se encontrase colocado en la parte superior. Y
entonces los nueve huecos dejaron aparecer las nueve letras siguientes,
mientras las veintisiete restantes quedaban ocultas por los llenos del
cartón.
En la tercera aplicación las letras visibles fueron éstas, cuyo resumen fue
anotado con cuidado:
h a z x r a i r g
n u h a l e d a i
c n e d n e p e dn i a l r o p a s
—Tal vez no sea ésa la plantilla que los conspiradores han empleado para
su correspondencia.
57
—¡Continuaremos! —exclamó.
a m n e n a r a t
n a v e l e s s o
d o t e t s e i r
t e i s i e i v n
—¡Al diablo las plantillas y los que se sirven de ellas! gritó Sarcany
levantándose.
—¿Volverme a sentar…?
ee uq l a f i e s
a r e m i r p a l
a o t s e u p s i
d a t s e o d o t
58
Lo mismo que las otras, las últimas palabras no presentaban significación
alguna.
Sarcany, irritado hasta más no poder, había cogido la hoja en que estaba
trazadas las extrañas palabras que la plantilla había hecho sucesivamente
aparecer, e iba a desgarrarla.
—¡Para ver!
hazrxairgnubaledaicnednepednialropasamanenaratnavelessodotetseirtedsiéivneeuqlaf
—¿Leer…?
—¡Qué! ¿No veis que antes de componer estas palabras por medio de la
plantilla, los corresponsales del conde Sandorf habían previamente escrito
al revés la frase que forman?
59
Todo está dispuesto. A la primera señal que enviéis de Trieste todos se
levantarán en masa por la independencia de Hungría.
Xrzah.
Y hablando así, por su tono y por su gesto, este miserable dejaba traslucir
el sentimiento de ironía que le dictaba semejantes palabras.
—¿Cuándo?
—Cuando hayan rodado tres cabezas que nos valdrán más de un millón
cada una.
60
El conde Sandorf, al darle gracias por el celo que había mostrado, le dijo
que al cabo de ocho días no tendría ya necesidad de sus servicios.
Sarcany continuó, pues, observando con el mayor cuidado, pero sin dar
motivos de sospecha, todo lo que pasaba en casa del conde Zathmar. Y
hasta se mostró tan inteligente, parecía tan afecto a las ideas liberales,
ocultaba tan poco la invencible repulsión que decía experimentar por la
raza alemana, en fin, representó tan perfectamente su papel, que el conde
Sandorf contaba atraerle a su servicio más tarde, cuando la insurrección
hubiera hecho de la Hungría un país libre. Solamente Borik no modificaba
la prevención que desde luego le había inspirado Sarcany.
61
V. Antes, mientras y después del juicio
La Istria, a quien los tratados de 1815 han hecho formar parte del reino
austro húngaro, es una península triangular, cuyo istmo forma la base
sobre la mayor anchura del triángulo.
Muchas ciudades importantes del litoral o del interior dan vida a esta
comarca, que bañan las aguas del Adriático septentrional. Tales son Cabo
de Istria y Pirano, cuya población trabaja casi exclusivamente en las
grandes salinas de la embocadura del Bisano y de la Corna Lunga;
Parenzo, cabeza de partido de la Dieta de Istria y residencia del obispo;
Rovigno, rico por el producto de sus olivares; Pola, cuyos soberbios
monumentos de origen romano atraen a los turistas, y que está destinada
a ser el puerto de guerra más importante de todo el Adriático.
Pisino, situada casi en el centro del triángulo, es la que lleva este título, y a
ella fueron conducidos, sin saberlo, los prisioneros, después de su
detención.
62
durante el viaje, cambiar la menor palabra que hubiera podido
comprometerlos, ni establecer la menor inteligencia antes de comparecer
ante sus jueces.
63
por la del Cabo de Istria.
A cosa de las dos de la mañana se cambió de tiro por segunda vez. Como
en la primera parada, el descanso no duró más de cinco minutos.
Hacia las tres y media empezó a despuntar el día. Una hora más tarde, los
prisioneros hubieran podido, por la posición del sol, darse cuenta de la
dirección seguida hasta entonces, o por lo menos determinar si marchaban
hacia el Norte o hacia el Sur. Pero en aquel momento los gendarmes
bajaron las cortinillas de las ventanas, y el interior del carruaje quedó
sumido en la más profunda oscuridad.
64
resignarse y aguardar.
A partir de este momento, todo lo que pudo observarse fue que el camino
se hacía más transitable.
Debían ser las nueve de la mañana, cuando la silla de posta tomó una
marcha completa, mente distinta. No podían engañarse; entonces bajaba
rápidamente, después de haber salvado el máximum de altura del camino.
Su velocidad era muy grande, y muchas veces fue preciso apretar el torno
para mantenerse, no sin peligro.
65
carácter aparece sobre todo en su fuerte castillo, que domina algunos
establecimientos militares más modernos, donde están instalados los
servicios administrativos del Gobierno austríaco.
66
más para llevar al conde Sandorf y sus amigos ante una jurisdicción
especial, un tribunal militar que iba a proceder militarmente.
67
encerrado en la fortaleza de Pisino, si no quería que se trascendiese este
asunto antes de que tocase a su desenlace, era con la esperanza de que
alguna circunstancia viniera a dar a conocer a los autores del billete
cifrado, dirigido a la capital de Istria, pero venido no se sabía de dónde.
68
que creyera conveniente decir a sus jueces, estaría bien dicho.
69
separación de la Hungría y del Austria, y después la reconstitución
autonómica del reino de los antiguos magiares.
70
Los condenados debían ser pasados por las armas en el patio mismo de la
fortaleza.
En cuanto al conde Sandorf y sus dos amigos, durante las pocas horas
que les quedaban de vida, iban a ocupar una vasta celda, situada en el
mismo piso, precisamente en la extremidad del eje mayor de la elipse que
describía el corredor.
Fue un consuelo, hasta una alegría para ellos, cuando quedaron solos,
cuando les fue permitido entregarse a la emoción que se desbordaba de
su pecho. Si ante sus jueces habían sabido contenerse, ahora que se
hallaban sin testigos de la reacción que en ellos se operaba, abrieron sus
brazos y se estrecharon fuertemente.
71
Zathmar.
Estaba amueblada con tres camas de hierro, algunas sillas, una mesa y
vasares fijos en las paredes, sobre los cuales se veían diversos utensilios.
¡Qué porvenir para aquella mujer sin fortuna con un hijo apenas de ocho
años! Y aun cuando Esteban Bathory hubiera poseído algunos bienes,
¿qué les hubiera quedado después de una sentencia que pronunciaba
contra los condenados la confiscación al mismo tiempo que la muerte?
—¡No… no… he hecho mi deber! repetía. La patria antes que todo y sobre
todo.
72
Matías Sandorf hubiera deseado conocer el lugar donde se hallaba, cuál
era la fortaleza en que los habían encerrado. Pero el presidente del
consejo no había creído deber contestar a esta pregunta, y seguramente el
guardián, en virtud de una severa consigna, tampoco habría contestado.
—Sí, sin duda, Ladislao —respondió el conde Sandorf—; pero ese billete,
uno de los últimos que hemos recibido, ¿en qué manos ha caído primero y
por quién ha podido ser copiado?
—Sería preciso que nos la hubiesen robado, aun cuando sólo fuese por un
momento, —dijo el conde Sandorf.
73
—¡Importa mucho, por el contrario! —exclamó el conde Sandorf—. Tal vez
hayamos sido vendidos. Y si ha habido un traidor… No saber…
Matías Sandorf y sus dos amigos continuaron hablando así de todo cuanto
había de inexplicable en aquel asunto, hasta muy entrada la noche.
El llavero contestó que sobre aquel punto no tenía orden alguna; pero no
era probable que el Gobierno consintiese en dar a los condenados aquel
último consuelo, puesto que había conducido el asunto con el mayor sigilo,
sin siquiera pronunciar el nombre de la fortaleza que servía de prisión a los
condenados.
Pero por muy absortos que estuviesen en sus reflexiones, ¡cuántas veces
prestaron atención, procurando percibir si algún ruido lejano se producía
74
en los corredores de la torre! ¡Cuántas veces les pareció que iba a abrirse
la puerta de la celda, dando paso a aquellos seres queridos, y que les
seria permitido estrechar, en un último abrazo, a una esposo, a un hijo, a
una hija! ¡Hubiera sido un consuelo tan grande…! Pero en realidad, tal vez
valía más que una implacable consigna, privándoles de este supremo
adiós, les ahorrase esta escena desgarradora.
Así transcurrieron las primeras horas de aquel día. A veces Matías Sandorf
y sus dos amigos se dirigían algunas palabras. A veces, durante un largo
silencio, se reconcentraban en sí mismos. En estos momentos, toda la
vida pasada se presenta a la memoria, con una intensidad de impresión
sobrenatural. No es que la imaginación se remonte hacia el pasado; todo
lo que el recuerdo atrae, reviste la forma del presente. Es como una
presciencia de la eternidad que va a entreabrirse, del incomprensible e
inconmensurable estado de cosas que se llama infinito. Sin embargo, si
Esteban Bathory, si Ladislao Zathmar se abandonaban sin reserva a sus
recuerdos, Matías Sandorf estaba invenciblemente dominado por un
pensamiento que no se apartaba de su mente. No dudaba que en aquel
misterioso asunto había habido traición. Ahora bien; para un hombre de su
carácter, morir sin haber hecho justicia del traidor, fuese quien fuese, sin
saber siquiera quién le había vendido, era morir dos veces. El billete al que
la policía debía el descubrimiento de la conspiración y el arresto de los
conspiradores, ¿quién le había sorprendido? ¿Quién se había procurado
los medios de leerle? ¿Quién le había entregado, tal vez vendido…?
75
la acústica, iba por fin, a descubrirle el secreto que parecía no debía
conocer jamás. Varias veces ya el conde Sandorf se había detenido al
pasar cerca del ángulo que el muro divisorio formaba con la pared exterior
del corredor, en el que se abrían las diversas celdas de este piso de la
torre. En este ángulo, en la juntura de la puerta, había creído oír como un
murmullo de voces lejanas, aunque poco perceptible. Al principio no prestó
atención; pero un nombre pronunciado claramente, el suyo, le hizo aplicar
más cuidadosamente el oído.
Un gesto de éste hizo que sus dos compañeros se le reunieran. Los tres,
aplicando el oído, se pusieron a escuchar.
……
……
76
……
……
……
……
……
……
……
……
77
—¡Ellos…! ¡Miserables…! ¡Ellos…! —repetía con una especie de rugido.
Por fin se levantó, miró en tomo suyo, y recorrió la celda con precipitados
pasos.
78
VI. La torre de Pisino
La fortaleza de Pisino es una de las muestras más curiosas de aquellas
formidables construcciones que se levantaron en la Edad Media. Su
aspecto feudal la da muy buena traza. Sólo faltan los antiguos caballeros
en sus anchos salones embovedados, castellanas vestidas con largas
faldas rameadas y adornadas con puntiagudos bonetes, asomadas a sus
ventanas ojivales, arqueros o arbalatreros en las buhardas de sus
almenadas galerías, en las saeteras de sus torreones, en los rastrillos de
sus puentes levadizos. La obra de piedra está aún intacta; pero el
gobernador con su uniforme austríaco, los soldados con sus modernos
trajes, los guardianes y llaveros sin los vestidos mitad amarillos y mitad
rojos del tiempo viejo, falseaban el carácter de aquellos restos magníficos
de otra época.
Tentativa sin duda insensata, puesto que los prisioneros ni aun sabían cuál
era la torre que les servía de cárcel, ni conocían el país o través del que
tendrían que atravesar después de su fuga.
¡Tal vez era una suerte que su ignorancia fuese completa en este punto!
Mejor instruidos, hubieran sin duda retrocedido ante las dificultades, por no
decir las imposibilidades de semejante empresa.
79
Véase, en efecto, cuál es la situación y la disposición exterior de la torre de
la fortaleza de Pisino.
80
Tal era aquel Buco, del que el conde Sandorf no conocía ni aun la
existencia. Ahora bien; como la evasión no podía verificarse sino por la
única ventana de su celda, que se abría por encima del Buco, era marchar
por él tan seguramente a la muerte como si se encontrase enfrente del
pelotón que había de fusilarle.
Empezaba la noche, una noche que debía ser muy oscura. Espesas
nubes, casi inmóviles, se desarrollaban pesadamente a través del espacio.
81
podría darles paso.
Esta ventana medía unos tres pies y medio de alto, por dos de ancho; se
extendía a través de la muralla, cuyo espesor, en este punto, podía
estimarse en cuatro pies. Una fuerte reja de hierro la condenaba. Estaba
encastrada en las paredes, casi a los haces del interior. No tenía esas
pantallas de madera que no permiten que llegue la luz sino de la parte
superior. Hubiera sido inútil, puesto que la disposición de la abertura se
oponía a que la mirada pudiese penetrar en el abismo del Buco. Si se
lograba arrancar la reja, sería fácil deslizarse a través de esta ventana,
que se parecía bastante a una tronera abierta en la muralla de una
fortaleza.
Pero una vez libre el paso, ¿cómo se operaría la bajada a lo largo de aquel
muro cortado a pico? ¿Con una escala? Ni los prisioneros la tenían, ni
hubieran podido fabricarla. ¿Emplear las ropas del lecho? Sólo tenían
algunas gruesas mantas de lana arrojadas sobre un colchón colocado
sobre una cadena de hierro emplomada en la pared de la celda. Hubiera
habido absoluta imposibilidad de escapar por aquella ventana, si el conde
Sandorf no hubiese reparado que una cadena, mejor dicho, un cable de
hierro que colgaba exteriormente, podía facilitar la evasión.
Este cable era el conductor del pararrayos, fijado en la cresta del techo,
por encima de la parte lateral de la torre, cuya muralla se elevaba a plomo
del Buco.
—¿Veis ese cable? —dijo el conde Sandorf a sus dos amigos—; hay que
tener el valor de servirnos de él para evadimos.
82
de que estará sujeto a la muralla por escarpias de hierro. Estas escarpias
serán otros tantos puntos fijos sobre los que nuestros pies podrán
encontrar un apoyo. No hay que temer los balanceos, puesto que el cable
está fijado al muro. No hay que temer el vértigo, puesto que es de noche y
no podremos ver nada en el vacío. Luego que esta ventana nos dé paso,
con valor y sangre fría no tardaremos mucho en vemos libres. ¡Que
arriesgamos la vida! Es posible. Pero aun cuando sólo hubiese diez
probabilidades por ciento, ¿qué importa, puesto que mañana serán ciento
por ciento las que tendremos de morir?
—En algún pozo, sin duda —respondió el conde Sandorf—; pero con
seguridad fuera de la torre, y no necesitamos más. Yo no sé, no quiero ver
más que una cosa: que al extremo de esta cadena se encuentra… tal vez
la libertad.
Pero lo que ellos ignoraban era que, a partir de la cima de la meseta sobre
la que se levantaba la muralla de la torre, el cable de hierro estaba libre,
flotante, abandonado en el vacío; y que su extremidad inferior se sumergía
en las mismas aguas del Foiba, crecidas entonces por las recientes lluvias.
Allí, donde debían contar que encontrarían un suelo firme, en el fondo de
aquella garganta no había más que un torrente que se precipitaba
impetuosamente a través de la caverna del Buco.
83
¿Era esto posible sin unas tenazas, sin una palanca, sin una herramienta
cualquiera? Los prisioneros no poseían ni aun un cuchillo.
—El resto sólo será difícil, dijo Matías Sandorf; pero esto es tal vez
imposible. ¡A la obra! Dicho esto, el conde Sandorf se izó hasta la ventana,
agarró vigorosamente la reja con una mano, y sintió que tal vez no sería
preciso un gran esfuerzo para arrancarla.
84
Esto era, en efecto, necesario. Por muy débil que estuviese la pared junto
a los alveolos, se romperían las uñas, se ensangrentarían los dedos
intentando reducirla a polvo, pero no se lograría sin emplear aunque sólo
fuese un clavo.
Palpaba los muros con sus manos, por si encontraba en ellos algún clavo.
No encontró nada. Entonces tuvo la idea de que no sería imposible
desmontar una de las patas del lecho de hierro recibidas en la pared. Los
tres se pusieron a la obra, y bien pronto Esteban Bathory interrumpió el
trabajo de sus dos compañeros, llamándolos en voz baja.
Esto no podía hacerse sin algún ruido. Felizmente el zumbido del trueno
debía cubrirle. Durante los intervalos de la tormenta el conde Sandorf se
detenía, y volvía inmediatamente a su trabajo, que marchaba rápidamente.
85
He aquí los pedazos de frases que pudieron coger en cortos intervalos:
……
……
……
……
Sin la corbata de seda que la rodeaba, hubiera sido alcanzado por el fluido.
86
De los cuatro alveolos, tres estaban ya desgastados, hasta el punto que el
extremo de los barrotes podía salir libremente.
—La torre debe estar construida sobre alguna roca que domine el valle,
hizo observar Esteban Bathory.
Por fin, una vez libre la ventana, había llegado el momento de huir.
87
para ti solo la parte mayor de los peligros.
La punta del pararrayos brillaba con una luz blanquecina que el fluido
acumulaba en forma de penacho, y la varilla oscilaba a impulsos de la
ráfaga.
88
Bajaba lenta, prudentemente, en medio de los efluvios eléctricos que le
bañaban todo entero. Sil pie buscaba, a lo largo del muro, cada garfio de
enlace y se reposaba un instante.
Cuando Matías Sandorf hubo descendido así como unos sesenta pies de
la ventana de la celda, sintió un pronto de apoyo más seguro. Era una
especie de banqueta de unas cuantas pulgadas de ancho que sobresalía
del basamento de la muralla. El conductor del pararrayos no terminaba en
aquel punto; bajaba más aún, y a partir de este punto flotaba, ya siguiendo
la pared de roca, ya balanceándose en el vacío, chocando contra las
salidas de las peñas que colgaban sobre el abismo.
89
mientras su compañero continuase descendiendo.
Cuando cesaron los últimos ruidos del trueno, pudieron oírse y hablarse.
—Nada.
—Convenido.
—¡Salvaos! ¡Salvaos!
90
Era la voz de Ladislao Zathmar.
Que fuese esto una señal de los guardas, o que se hubiera dirigido una
bala a los fugitivos, lo cierto era que la evasión estaba descubierta.
Tal vez, también, podían ser heridos o muertos por los disparos hechos de
una y otra parte de la torre.
91
Entonces se apercibieron de que el cable flotaba en el vacío, por debajo
de la banqueta. Tampoco había escarpias de enlace que les sirviesen de
punto de apoyo para reposar un instante y tomar aliento; hallábanse
abandonados al balancee de aquella oscilante cadena que les desgarraba
las manos, y bajaban con las rodillas apretadas sin poderse detener,
mientras que las balas silbaban a sus oídos. Durante un minuto bajaron de
esta manera más de ochenta pies, peguntándose si aquel abismo en que
se hundían no tenía fondo. Los mugidos de un agua furiosa se
escuchaban debajo de ellos. Entonces comprendieron que el conductor del
pararrayos terminaba en un torrente. Pero ¿qué hacer? Aun cuando
hubiesen querido remontar, izándose a lo largo del cable, no habrían
tenido fuerzas para llegar a la base de la torre. Por otra parte, muerte por
muerte, valía más la que les esperaba en aquellas profundidades.
Matías Sandorf le vio pasar junto a él, casi tocándole, con los brazos
extendidos.
A su vez tuvo que soltar el cable, que le abrasaba las manos, y cayó
desde más de cuarenta pies de altura en el torrente del Foiba, en el fondo
del desconocido abismo del Buco.
92
VII. El torrente del Foiba
Serían las once de la noche. Las nubes tempestuosas empezaban a
resolverse en violentos aguaceros. A la lluvia se mezclaban enormes
granizos que ametrallaban las aguas del Foiba y saltaban sobre las rocas
vecinas.
Los disparos hechos desde las ventanas de la torre habían cesado. ¿Para
qué gastar tantas balas contra los fugitivos? ¡El Foiba no podía devolver
más que cadáveres, y eso si los devolvía!
—¡A mí…! se oyó. Era Esteban Bathory quien había arrojado este grito. La
frialdad del agua acababa de volverle a la vida; pero no podía sostenerse
en la superficie, y se hubiese ahogado si un brazo vigoroso no le hubiera
agarrado en el momento en que iba a desaparecer.
93
Aun cuando hubiera sabido que aquel río era el Foiba, su situación no
hubiera sido menos desesperada, puesto que se ignora dónde vierten sus
aguas impetuosas. Botellas lacradas arrojadas a la entrada de la caverna
no habían vuelto a aparecer en ningún tributario de la península istriana,
sea que se hubiesen roto en su curso a través de esta sombría
substracción, sea que sus masas líquidas las hubieran arrastrado hacia
alguna sima de la corteza terrestre.
Entretanto los viajeros eran empujados con extremada violencia, lo que les
hacía más fácil sostenerse en la superficie del agua.
A los peligros de ser golpeados por las agudas puntas de las rocas, en los
flancos de la caverna o en los colgantes de la roca, se unía uno aún
mayor: el de ser cogidos por uno de los torbellinos que formaban los
numerosos remolinos en una brusca vuelta de la pared donde se rompía y
modificaba el curso regular de la corriente. Veinte veces Matías Sandorf se
sintió absorbido con su compañero por uno de esos chupaderos líquidos
que atraen irresistiblemente con el efecto de un maëlstrom. Enlazados
entonces en un movimiento giratorio, arrojados después a la periferia del
torbellino, como la piedra lanzada de una onda, no lograban salir sino en el
momento en que el remolino se rompía.
94
compañero, cuya cabeza se sumergía en el acto; pero siempre lograba
recogerle, y esto en medio de la impulsión de las aguas, que, hinchadas
en ciertos puntos apretados del canal, se rompían con espantoso ruido.
95
Matías Sandorf había recobrado toda su sangre fría. Procuró reanimar a
su compañero, cuya cabeza reposaba sobre sus rodillas. Se aseguró de
que su corazón latía, aunque apenas respiraba. Se inclinó sobre su boca
para introducir un poco de aire en sus pulmones. Tal vez los primeros
ataques de la asfixia no habían producido todavía en su organismo
irreparables desórdenes. En efecto, Esteban Bathory hizo un ligero
movimiento, aspiraciones más acentuadas entreabrieron sus labios,
escapándose por fin algunas palabras de su boca.
—Matías, ¿y la torre…?
96
dispuesto a todo, basta a abandonar el árbol, si llegaba a romperse contra
uno de los muchos obstáculos que era imposible evitar en medio de tan
profundas tinieblas.
97
Matías Sandorf, a pesar de su energía, sentía su corazón oprimido por la
angustia. Comprendía que el momento supremo se acercaba. Las raíces
del tronco frotaban más duramente las rocas de la bóveda, y por
momentos su parte superior se sumergía tan profundamente, que la capa
de agua le recubría por entero.
98
de vida o muerte.
Matías Sandorf dirigió sus miradas a derecha e izquierda, no sin una viva
ansiedad.
Entonces pudo ver que el río corría entre dos altos contrafuertes, y
siempre con extremada velocidad.
Era, pues, una rápida pendiente la que arrastraba a los fugitivos en medio
de sus ollas y remolinos.
99
Su mano había buscado la mano de Matías Sandorf. Éste se inclinó hacia
él, y le dijo:
—¡Salvados!
El país que se ocultaba detrás de las altas orillas, no podía atraer ningún
ser humano.
Por otra parte, no era de temer que el tronco del árbol fuese arrojado
contra las rocas. Las evitaba por sí mismo con sólo seguir el hilo de la
corriente que le rodeaba. Pero también hubiera sido imposible hacerle salir
de ella, ni disminuir su velocidad para abordar a un punto cualquiera de las
orillas, en el caso de que hubiera sido practicable el desembarco.
Una hora más se pasó en estas condiciones, sin que tuviesen que
preocuparse por ningún peligro inmediato.
100
El día se acentuaba y blanqueaba el azul del cielo, purificado por las
ráfagas de la noche.
—¡Tres cañonazos! se dijo el conde Sandorf, ¿No será más bien una señal
para impedir la salida de los buques que vayan a tomar la mar? ¿Tendrá
esto alguna relación con nuestra fuga?
Podía temerse. Era seguro que las autoridades sabrían tomado toda clase
de medidas para impedir la huida de los fugitivos introduciéndose en algún
barco del litoral.
101
mañana de Junio era bastante fresca. Los fugitivos tiritaban bajo sus
empapados vestidos. Ya era tiempo de que encontrasen un abrigo donde
el sol les permitiese secar sus ropas y calentar sus ateridos miembros.
El mar no estaba lejos, y debían procurar llegar a él. Pero no hubiera sido
prudente pedir refugio a aquellos Pescaderes. Fiarse de ellos, en el caso
de que tuviesen conocimiento de la evasión, era correr el riesgo de ser
entregados a los gendarmes austríacos que debían estar batiendo la
campiña.
Por muy lejos que dirigió sus miradas, no vio ni un Pescader, ni ningún
otro habitante en aquella parte de la laguna.
102
En realidad, aquella extensión de agua que servía de embocadura al
Foiba, no era una laguna ni un lago, sino un estuario.
Y ambos abandonaron la choza, más debilita dos por el hambre que por la
fatiga.
La intención del conde Sandorf era seguir la orilla meridional del canal de
Léme, hasta llegar a la orilla del mar. Pero si la comarca estaba desierta,
103
en cambio la surcaban numerosos arroyos que se dirigían hacia el
estuario. Bajo esta húmeda red, toda la parte que confinaba con las orillas
formaba un vasto pantano, cuyo fango no ofrecía ningún sólido punto de
apoyo. Fue, pues, preciso rodearle, oblicuando hacia el Sur, dirección que
era fácil reconocer por la marcha ascendente del sol.
Durante dos horas los fugitivos marcharon de este modo, sin encontrar un
solo ser humano, pero también sin haber podido apaciguar el hambre que
los devoraba.
104
pendientes, cruces, pectorales y arracadas que adornan el traje ordinario
en ambos sexos. En cuanto a los salineros, vestidos con más sencillez, el
saco a la espalda y el palo en la mano, se dirigían a las salinas próximas y
aun tal vez a las importantes explotaciones de Stagnon o de Pirano al
Oeste de la provincia.
Nada dijeron sobre este punto, debiendo, por tanto, atenerse sólo a
simples conjeturas.
—Puesto que las gentes del país nada dicen de nuestra evasión
—observó Matías Sandorf—, puede deducirse que aún no tienen
conocimiento de ella.
Sin embargo, varios salineros que pasaron sin detenerse por delante de la
granja, unas dos horas después, hablaron de una brigada de gendarmes
que habían encontrado en la puerta de la ciudad.
105
Lo cierto era que la policía estaba en campaña y buscaba a los fugitivos.
Resolvieron, pues, permanecer ocultos hasta la noche en la granja. El
hambre les torturaba; pero no se atrevieron a abandonar su refugio, e
hicieron bien.
Hicieron alto en aquel sitio. El cabo y dos gendarmes echaron pie a tierra,
mientras los otros cuatro continuaron a caballo.
Éstos recibieron la orden de recorrer el país por los alrededores del canal
de Léme, y después replegarse sobre la granja, donde les aguardarían
hasta las siete de la tarde.
106
—¿No es de temer —observó el segundo gendarme—, que mientras
nosotros buscamos por aquí, los fugitivos se hayan dirigido al canal de
Quarnero?
—¿Y quién dice que no está todo concluido? —replicó el cabo—. El Foiba
se habrá encargado de la ejecución, y los condenados no podían escoger,
en el momento de las crecidas, peor camino para huir de la fortaleza de
Pisino.
El Foiba era el nombre del río que había transportado al conde Sandorf y
su compañero. La fortaleza de Pisino, adonde habían sido conducidos,
encerrados, juzgados y condenados. ¡Allí debían haberles pasado por las
armas! Acababan de escaparse de su torre. El conde Sandorf conocía bien
la ciudad de Pisino. Por fin sabía este punto tan importante para él, y ya no
se dirigiría al azar a través de la península, si la fuga era posible todavía.
107
Cesó la conversación de los gendarmes; pero en aquellas pocas palabras,
los fugitivos habían sorprendido todo cuanto les importaba saber, salvo
cuál era la ciudad más próxima del canal de Léme, sobre el litoral del
Adriático.
Como les dijese que había recorrido el país comprendido entre la ciudad y
las salinas, resolvieron conducirle ante el cabo para que le interrogase.
Una vez en presencia del jefe, éste le preguntó si había notado en las
salinas la presencia de dos extranjeros.
108
—No —respondió aquel hombre—; pero esta mañana, una hora después
de haber abandonado la ciudad, he visto dos hombres que acababan de
desembarcar en la punta del canal de Léme.
—Sí; pero como en el país se creía que la ejecución había tenido lugar
esta mañana en la fortaleza de Pisino, y aún no se había extendido la
noticia de la evasión, no he prestado gran atención a aquellos dos
hombres. Ahora que ya sé a qué atenerme, no me admiraría que fuesen
los fugitivos.
Desde el fondo del lagar, el conde Sandorf y Esteban Bathory oían esta
conversación, de tanta gravedad para ellos.
—¿Reconocerías a los dos hombres que dices has visto esta mañana en
la orilla del canal Léme?
—A vuestras órdenes.
—¿Sabes que hay una recompensa de cinco mil florines para el que
descubra a los fugitivos?
—No lo sabía.
109
El cabo ordenó a sus hombres que montasen a caballo, y aun cuando era
ya de noche, partió, a fin de registrar más cuidadosamente las orillas del
canal de Léme. En cuanto a Carpena, tomó inmediatamente el camino de
la ciudad, diciéndose que con un poco de suerte, la captura de los fugitivos
podría muy bien valerle una buena prima, que pagarían los bienes del con
le Sandorf.
A cosa de las ocho y media, cuando la noche era bastante oscura, Matías
Sandorf y su compañero, después de haber abandonado la granja ruinosa,
se dirigieron hacia el Oeste, para ganar la costa del Adriático, viéndose
obligados a tomar la carretera para no hundirse en los pantanos del Léme.
Sin embargo, seguir esta ruta desconocida, ¿no era llegar a la ciudad que
ponía en comunicación con el corazón de la Istria? ¿No era salir al
encuentro de los mayores peligros? Sin duda; pero ¿qué medio había para
obrar de otra manera?
110
Matías Sandorf estaba resuelto a no entrar en aquella ciudad, donde la
presencia de dos extranjeros hubiera sido señalada bien pronto.
Tratábase, pues, de rodear los muros, si era posible, a fin de llegar a una
de las puntas del litoral.
Pero esto no se hizo sin que los dos fugitivos, sin notarlo, fueran seguidos
de lejos por el mismo hombre que les había ya descubierto sobre la playa
del canal de Léme, aquel Carpena de quien habían oído la declaración
hecha al cabo de la gendarmería.
Casi en aquel momento, una sección de policía, que salía por una de las
puertas de la ciudad, estuvo a punto de cortarles el camino. Sólo tuvieron
tiempo para apartarse a un lado; después se dirigieron a toda prisa hacia
la playa, siguiendo los muros del puerto.
Allí había una modesta casa de Pescader, con sus ventanas iluminadas y
su puerta entreabierta.
—Rovigno.
111
—El Pescader Andrés Ferrato, ¿consentiría en darnos hospitalidad por
una noche?
—Entrad —dijo.
—Lo sé.
—Hay el presidio —añadió el conde Sandorf—, para aquel que les dé asilo.
—Lo sé.
—Podéis entregarnos…
112
Segunda parte
113
I. La casa del Pescader Ferrato
Andrés Ferrato era corso, natural de Santa Manza, pequeño puerto del
partido de Sartene, situado detrás de una vuelta de la punta meridional de
la isla. Este puerto, el de Bastía y el de Porto-Vecchio, son los únicos que
se abren sobre esta costa oriental, tan caprichosamente cortada hace
unos mil años, y hoy uniformada por el roimiento continuo de los torrentes,
que poco a poco han destruido sus cabos, cegado sus golfos, borrado sus
ensenadas, devorado sus caletas.
Veinte años antes habíase casado con una joven de Sartene; dos años
después tuvo una hija que se llamó María. El oficio de Pescader es
bastante rudo, sobre todo cuando se une a la pesca de los peces la del
coral, cuyos bancos submarinos hay que ir a buscar al fondo de los peores
pasos del estrecho.
Pero Andrés Ferrato era valiente, robusto, infatigable, hábil, tanto para
servirse de las redes como de la draga. Sus negocios prosperaban. Su
mujer, activa e inteligente, gobernaba a pedir de boca su casita de Santa
Mansa. Ambos, sabiendo leer, escribir y contar, eran relativamente
instruidos, comparados con los ciento cincuenta mil ignorantes, de los
doscientos sesenta mil habitantes de la isla, que acusa aún hoy la
estadística.
Además, giradas tal vez a esta instrucción, Andrés Ferrato era muy
francés en ideas y en corazón, aunque fuese de origen italiano, como lo
son la mayor parte de los corsos. Y esto, en aquella época, le había valido
alguna animosidad en el cantón.
114
estado de cosas cuyo fin no puede esperarse sino de la educación de las
nuevas generaciones.
115
Hacía ya diecisiete años que había vuelto a ejercer su oficio de Pescader,
lo que le permitió reconquistar su primitivo bienestar. Nueve años después
de su llegada, tuvo un hijo, cuyo nacimiento costó la vida a su madre.
116
Esta casa estaba construida, no en la ciudad, sino a quinientos pasos de
las murallas, más allá del puerto, sobre una hilada de rocas que dominaba
la playa. Más lejos, a menos de un cable, el mar, estrellándose sobre los
escollos del litoral, no tenía otros límites que el lejano horizonte del cielo.
Hacia el Sudoeste se proyectaba el promontorio cuya curvatura cierra la
pequeña rada de Rovigno, sobre el Adriático.
117
Pescade frito, pan, un frasco de vino del país, y pasas, con dos platos, dos
vasos y blancas servilletas. Un velón, especie de lámpara de tres mechas,
alimentadas con aceite, alumbraba la sala.
Andrés Ferrato podía tener entonces unos cuarenta y dos años. Era un
hombre de fisonomía severa, casi un poco triste, con facciones expresivas,
a pesar de lo tostado de su rostro, de ojos negros y mirada viva. Llevaba el
traje de Pescader del Adriático, bajo el cual se adivinaban unas robustas y
poderosas formas.
María, cuya talla y rostro recordaban a los de su esposa, era alta, bien
formada, más bien bella que bonita, con ardientes ojos negros, cabellera
oscura, piel fuertemente coloreada por la vivacidad de la sangro corsa.
Seria, en razón de los deberes que había tenido que llenar desde su más
tierna edad, presentando en su actitud y en sus movimientos la calma que
imprime una naturaleza reflexiva: todo denotaba en aquella joven una
energía que jamás debía abandonarla, fuesen cuales fuesen las
circunstancias en que la suerte la colocase.
118
cabeza al viento y a la lluvia. Prometía ser más tarde un hombre vigoroso,
bien constituido, más que atrevido, audaz, acostumbrado a todas las
intemperies, sin preocuparse de ningún peligro. Amaba a su padre y
adoraba a su hermana.
—Lo quiero.
119
frase.
120
el conde Sandorf y su compañero hubiesen sido vistos por los alrededores,
ni aun que se sospechase su presencia en la provincia. Sin embargo, a
cosa de las diez de la mañana, cuando el cabo la gendarmería y sus
hombres entraron en Rovigno después de su ronda de la noche, se
extendió el rumor de que se habían apercibido dos extranjeros,
veinticuatro horas antes, en las orillas del canal de Léme. Se había batido
toda la región hasta el mar para encontrar sus huellas, pero sin resultado
alguno.
—Un dinero que podrá emplearse mejor que en pagar odiosas delaciones.
Así es que no descuidaban nada para descubrir a los fugitivos. Todas las
secciones de policía, y las brigadas de gendarmería estaban en
movimiento desde la víspera, y había un cambio incesante de despachos
entre Rovigno, Pisino y Trieste.
121
habitación donde habían pasado la noche, concluían de desayunarse en
aquel momento. Algunas horas de sueño, aquella buena comida, aquellos
tiernos cuidados, les habían completamente repuesto de sus fatigas.
—Se habla de dos extranjeros que han sido vistos ayer mañana, en el
momento en que desembarcaban sobre las playas del canal de Léme… y
se trata de vosotros, señores.
122
—¡Plegue a Dios que así sea! —exclamó María, que había unido sus
manos como para pronunciar una oración.
—¡Y con la mía, señor conde! —replicó Andrés Ferrato—. Ahora me voy a
mis ocupaciones, como de ordinario. Están acostumbrados a verme con
Luigi componiendo nuestras redes sobre la playa, o bien limpiando nuestro
barco, y no hay que cambiar nada de nuestras costumbres. Además, tengo
necesidad de reconocer el estado del cielo, antes de decidirme. Quedaos
en casa, no la abandonéis bajo ningún pretexto. En caso necesario, y a fin
de despertar menos sospechas, abrid la ventana que da sobre el cercado,
pero permaneced en el fondo de la habitación, procurando no ser vistos.
Yo volveré dentro de una o dos horas.
Dicho esto, Andrés Ferrato salió de la casa con su hijo, dejando a María
entregada a sus acostumbrados trabajos ante la puerta.
—¡Hum! —añadió otro—: la brisa puede muy bien refrescar con la noche,
y cambiarse en racha si el bora se mezcla.
—¡Bueno! Siempre será un viento de tierra, y la mar no será dura entre las
rocas.
—Pero… ¿y el embargo?
123
—El embargo reza sólo con los buques grandes, no con las barcas que no
se alejan del litoral.
—Tanto mejor, porque se han señalado bancas de toninas que vienen del
Sur, y hay que darse prisa en disponer nuestras almadrabas.
—Te digo que no, y si salgo esta noche, iré a la pesca de bonitos por la
parte de Orsera o de Parenzo.
—¡Como queráis!
124
—Ganaremos el largo —respondió el Pescader—, atravesaremos el
Adriático y os desembarcaré en la costa de Rímini o en la embocadura del
Pó.
—¿Vuestro deber…?
—Sí.
Después añadió:
125
Ferrato era evidentemente el mejor y de fácil ejecución, puesto que su
barco, a lo menos así lo esperaba, nada tendría que temer del estado del
mar. Sólo había que tomar precauciones en el momento del embarque;
pero la noche sería sombría, sin luna, y probablemente con la tarde se
levantaría sobre la costa una de esas espesas brumas que no se
extienden al largo. A aquella hora no se encontraría a nadie a lo largo de la
desierta playa, salvo uno o dos aduaneros recorriendo su demarcación.
—Con buen viento podemos atravesarla en doce horas. ¡Pero estáis sin
dinero, y os hará falta! Tomad este cinturón, en el que hay trescientos
florines, y rodeáosle al cuerpo.
Dispuestas así las cosas, Andrés Ferrato se retiró y fue a ocuparse de sus
faenas habituales, unas veces trabajando sobre la playa y otras dentro de
su casa.
Luigi, sin haber sido observado, pudo transportar provisiones para algunos
días a bordo de la balancella y después de haberlas previamente envuelto
en una vela de repuesto. Ninguna sospecha hubiese sido posible que
contrariase los proyectos de Andrés Ferrato. Llevó su precaución hasta el
extremo de no volver a ver a sus huéspedes en todo el resto del día.
126
Matías Sandorf y Esteban Bathory permanecieron ocultos en el fondo de
su pequeña habitación, cuya ventana continuó siempre abierta. Cuando
llegase la hora de abandonar la casa, el Pescader se encargaría de
prevenirlos.
Todo iba bien. Que el litoral estaría vigilado con más cuidado que de
ordinario, bien por los agentes de policía o los gendarmes, era cierto; pero
aquella vigilancia no sería difícil de burlar, una vez llegada la noche.
Sin embargo, Andrés Ferrato no había contado con una visita que recibió a
cosa de las seis de la tarde. Aquella visita, si no le inquietó del todo, no
dejó de sorprenderle. No debía comprender su amenazadora significación
hasta después de la partida del visitante.
127
Era un hombre vigoroso, joven aún, teniendo apenas veinticinco años,
corto de talla, pero ancho de hombros, con una gruesa cabeza, cubierta de
cabello crespos y negros, y una de esas caras de perro dogo que no
tranquilizan más en la cabeza de un hombre que en la de un perro.
Carpena, poco sociable, rencoroso, vengativo, y además bastante
cobarde, no era muy estimado en el país. No se sabía por qué había
tenido que expatriarse. Muchas querellas con sus camaradas de las
salinas, amenazas al uno y al otro, riñas que habían sido la consecuencia,
todo, en fin, contribuía para que no gozase de buena reputación.
128
—Sí… es preciso que os hable… particularmente —añadió el español,
bajando un poco la vos.
—Venid, pues —respondió el Pescader, que aquel día tenía sus razones
para no rehusar a nadie la entrada en su casa.
129
El rostro del español se contrajo violentamente. Sus labios se
entreabrieron, dejando ver sus dientes. Sus ojos lanzaron una mirada
feroz. Pero la poca luz que había en la habitación no permitió a Andrés
Ferrato observar aquella malvada fisonomía.
—Es mi última palabra, si por última vez me hacéis esa demanda; pero si
la renováis, tendréis la misma respuesta.
—Sus sentimientos podrán cambiar después que haya tenido con ella una
entrevista —respondió Carpena.
—¿Una entrevista?
—¿Y cuándo?
—Me vengaré.
Tal vez iba a entregarse a alguna violencia pon el Pescader; pero logró
130
dominarse, y después de empujar violentamente la puerta, se lanzó a la
sala, y de allí fuera de la casa, sin haber pronunciado una palabra.
131
II. Últimos esfuerzos en la última lucha
Andrés Ferrato se quedó silencioso. No encontraba nada que responder al
conde Sandorf. Su sangre de corso hervía. Había olvidado a los dos
fugitivos por quienes hasta entonces se arriesgó tanto. No pensaba más
que en el español, no veía más que a Carpena.
—Señor conde —dijo por fin Andrés Ferrato—; la policía puede invadir mi
casa de un momento a otro. Sí: ese malvado debe saber, o por lo menos
suponer que os encontráis aquí, y ha venido a proponerme un trato. ¡Mi
hija, por precio de su silencio! ¡Para vengarse de mí no vacilará en
perderos! Ahora bien: si los agentes vienen, no es posible que escapéis, y
seréis descubiertos. ¡Es preciso huir al instante!
—Lo que yo quería hacer… ¡Lo que quiero hacer todavía! —dijo con
gravedad Andrés Ferrato.
132
—¿Y a dónde iríais? —le dijo—. El país entero está vigilado por las
autoridades. Los agentes de policía y los gendarmes recorren día y noche
la campiña. No hay un punto del litoral donde podáis embarcaros, ni un
sendero libre que os pueda conducir a la frontera. Partir sin mí, es marchar
a la muerte.
—Ven —dijo Matías Sandorf a Esteban Bathory—. Una vez fuera de esta
casa, sólo tendremos que temer por nosotros.
133
El Pescader había sido cogido y agarrotado. En un instante los agentes
ocuparon y visitaron todas las habitaciones de la casa. La ventana, abierta
sobre el cercado, les indicó el camino que acababan de tomar los fugitivos,
lanzándose por ella en su persecución.
Esteban Bathory acababa de ser herido por una bala, que no hizo más que
rozarle el hombro, es verdad, pero su brazo quedó paralizado, y le fue
imposible prestarse al esfuerzo de su compañero.
Las últimas palabras de Esteban Bathory fueron como una orden para el
conde Sandorf. A él incumbía ahora la obra de los tres; a él solo.
Los agentes hicieron cinco o seis disparos en aquella dirección; pero las
balas no tocaron al fugitivo, que, arrojándose a un lado, corrió rápidamente
hacia el mar.
134
Los agentes, sin embargo, estaban a sus alcances. No pudiendo
distinguirle en la sombra, no pensaron en perseguirle directamente, sino
que se dispersaron con el objeto de cortarle toda retirada, tanto hacia el
interior del país como del lado de la ciudad y del promontorio que cierra la
bahía al Norte de Rovigno.
Más allá de la playa, como sucede en todo el litoral de Istria, apuntaba acá
y allá un semillero de escollos formado de rocas aisladas.
Numerosos charcos de agua llenaban los huecos entre estas rocas, los
unos de muchos pies de profundidad; los otros tan someros, que apenas
hubiesen mojado los tobillos.
Éste era el último camino abierto ante Matías Sandorf. Aunque no dudaba
que allí le aguardaba la muerte, no titubeó en seguirle.
135
volvía a la orilla, no devolvería más que un cadáver.
En efecto, llegó a una de las últimas rocas del arrecife. Dos o tres agentes
estaban sólo a diez pasos de él, los otros a una veintena más.
Nueva descarga que hizo saltar el agua alrededor de Matías Sandorf. Y sin
duda debieron tocarle una o muchas balas, porque se hundió bajo las olas,
para no volver a reaparecer.
Pero como el viento soplaba de tierra, con la corriente que se dirigía hacia
el Sudoeste, no era dudoso que el cadáver del fugitivo hubiese sido
arrastrado hacia alta mar.
¡El conde Sandorf, el señor magiar, había tenido por sepulcro las ondas
del Adriático! Después de una minuciosa sumaria, ésta fue la versión que
adoptó el Gobierno austriaco, la más natural después de todo.
136
durante la noche y con buena escolta a la torre de Pisino, y reunido, por
sólo algunas horas, a Ladislao Zathmar.
Pero Mad. Bathory y su hijo, como también Borik, que había salido de la
prisión, habían abandonado a Trieste.
El otro traidor, el español Carpena, tampoco parecía tener nada que temer,
habiendo cobrado la prima de cinco mil florines acordada al delator.
137
Pero si el banquero y su cómplice podían permanecer en Trieste con la
cabeza erguida, puesto que el secreto de su traición había quedado
guardado, Carpena, por el contrario, tuvo que abandonar a Rovigno, bajo
el peso de la reprobación general, para ir a vivir no se sabe dónde. ¿Pero
qué le importaba? Nada tenía que temer, ni aun la venganza de Andrés
Ferrato.
Así, pues, tres miserables, con un interés puramente de codicia, sin que un
solo sentimiento de odio les animase contra sus víctimas, excepto tal vez
Carpena, el uno para restablecer sus negocios comprometidos, los otros
dos para procurarse la riqueza, no habían retrocedido ante aquella odiosa
maquinación.
El porvenir responderá.
138
III. Pescade y Matifou
Quince años después de los últimos acontecimientos que terminan el
prólogo de esta historia, el 24 de Mayo de 1882, era día de fiesta en
Ragusa, una de las principales ciudades de las provincias dálmatas.
Los dálmatas son una hermosa raza, sobrios en medio de aquel país
árido, en que el humus es raro, fiera en medio de las vicisitudes políticas
que ha sufrido, altiva para con el Austria, a la cual está anexionada desde
1815, por el tratado de Campo Formio; en fin, honrada entre todas, puesto
que se ha podido llamar a este país, según una hermosa frase de Mr.
Iriarte, «el país de las puertas sin cerraduras».
Los tiempos han cambiado mucho desde el siglo XVI, durante el cual, los
Uscocos, turcos fugitivos, en guerra abierta con los musulmanes como con
los cristianos, con el Sultán como con la República de Venecia, eran el
terror de aquellos mares. Pero los Uscocos han desaparecido, y sólo se
encuentran sus huellas en la Carniola.
El Adriático es hoy tan seguro como cualquiera otra parte del soberbio y
poético Mediterráneo.
139
republicano, aún antes que Venecia, es decir, desde el siglo IX.
Allí hay bastante agua hasta para los buques de guerra; allí no falta
emplazamiento, ni para las calas de carena, ni para los astilleros de
construcción; allí, en fin, pueden hacer escala los grandes paquebots con
que los adelantos modernos han dotado a todos los mares del globo.
140
puertas de la ciudad, había una fiesta local, con juegos diversos, barracas,
música y baile al aire libre, charlatanes, acróbatas y cantantes, cuyos
gritos, instrumentos y canciones hacían gran ruido en las calles y hasta en
los muelles del puerto.
Para un extranjero era una buena ocasión de estudiar los diferentes tipos
de la raza slava, mezclada a los bohemios de todas clases.
Pero entre todos aquellos trajes ragusinos que llevan con gracia, hasta los
marinos del puerto, resaltan los de los comisionarios, corporación
privilegiada, a propósito para llamar más particularmente la atención. Estos
demandaderos, verdaderos orientales, con turbante, chaqueta, chaleco,
cinturón, ancho pantalón turco y babuchas, no hubieran estado fuera de
carácter en los muelles de Gálata o en la plaza de Top’hané, en
Constantinopla.
141
Había además una attration suplementaria a propósito para atraer cierto
número de curiosos.
La botadura debía tener lugar a las seis de la tarde, y el casco del trabacolo
, desembarazado ya de mis puntales, sólo esperaba la separación del
contrete para deslizarse al mar.
Hasta entonces, los músicos eran los que atraían mayor número de
espectadores.
142
y su mirada
al cielo se dirige
dulce y velada,
puedes su canto
escuchar sin peligro
ni sobresalto.
Cuando vibra la canción,
cuando canta la gitana,
pon a su canto atención;
guárdate
de la gitana.
Iba, pues, a abandonar su sitio sin haberle pagado, cuando una joven que
le acompañaba, le detuvo diciendo:
143
—Padre mío, no traigo dinero. Oí; ruego deis algo a esa pobre gente.
Bajo el punto de vista físico, y sin duda bajo el punto de vista moral, estos
dos hombres eran tan diferentes el uno del otro, como pueden serlo dos
criaturas humanas.
144
¿De dónde les venían aquellos extraños nombres, que tal vez tenían
alguna fama en su lejano país? ¿Eran el de dos puntos geográficos entre
los cuales se abre la bahía de Argel, el cabo Matifou y la punta Pescade?
Sí; y en realidad aquellos nombres les sentaban perfectamente, como el
de Atlas a cualquier gigante de combates de feria.
Este atleta (preciso es verlo para creerlo, se diría de él) tenía cerca de seis
pies de altura, cabeza voluminosa, espaldas en proporción, el pecho como
un fuelle de fragua, las piernas como troncos de doce años, los brazos
como las bielas de una máquina, las manos como tenazas.
145
mono, pero sin maldad, e indisolublemente ligado por la suerte al honrado
paquidermo que conducía a través de todos los azares de una vida de
saltimbanquis.
146
torceduras, verdaderos prodigios de dislocación, ni el juego de su peluca
de grama, cuya cola de salsifí barría la tela roja de su justillo, ni sus
ocurrencias dignas del Pulcinello de Roma, o del Stentarello de Florencia,
no tenían acción sobre el público.
Ahora ¡bien lo veían! el viaje, que nunca había sido muy bueno,
amenazaba volverse muy malo. Así es que los pobres diablos sólo tenían
un deseo que no sabían cómo realizar: el de repatriarse, volver a ver la
Provenza, no volver a aventurarse tan lejos de su país natal. Pero
arrastraban un peso, el peso de la miseria, y hacer algunos cientos de
leguas con aquel peso a los pies, era muy duro.
¡En vano se afanaba moviéndose sin cesar sobre el tablado! ¡En vano
lanzaba desesperada! llamadas a través del espacio! ¡En vano Cap
Matifon exhibía bíceps, cuyas venas sobresalían como las ramificaciones
de la yedra alrededor de un tronco nudoso! Ningún espectador
manifestaba el pensamiento de entrar en el recinto de tela.
147
—Decididamente, creo que nos costará algún trabajo estrenamos hoy. No
va a haber más remedio que levantar el campo.
—¿Para ir adónde?
—¡Ah! Está lejos, bien lejos, muy lejos… y aún más lejos que muy lejos.
—Caería sobre el sol en menos tiempo que me hace falta para escamotear
un conejo.
—¿Y entonces?
148
absolutamente nada. Se absorbía en la más ininteligente asociación de
ideas. Todo se confundía en su gruesa cabeza, sintiendo como abrirse un
abismo en lo más profundo de su ser. Entonces le pareció que subía alto,
muy alto… más alto que muy alto; aquella expresión de Pointe Pescade,
aplicada al alejamiento de las cosas, la había impresionado vivamente.
Después, de repente, le soltaban y caía… en su propio estómago, es
decir, en el vacío.
—¡Sí… tú!
149
IV. La botadura al mar del «Trabacolo»
—Esto no marcha —dijo Cap Matifou.
—Los negocios.
—¡Pescade!
—¡Matifou!
—Sí.
—¿Y grande?
—Sí.
—Pues por grande y gordo que seas, no comprendo cómo has podido
contener la majadería que acabas de decir.
150
—¿Y por qué, Pointe Pescade?
—Porque es aún mucho más grande y más gorda que tú, Cap Matifou.
¡Abandonarte yo, bestia de mi corazón! Si yo no estuviese a tu lado, te
pregunto: ¿con quién trabajarías?
—¿Con quién…?
—Yo no digo…
—Tú siempre tienes hambre, Cap Matifou; ¡luego ahora tienes hambre!
—respondió Pointe Pescade, entreabriendo con las dos manos la enorme
mandíbula de su compañero, que no había tenido necesidad de la muela
del juicio para tener sus treinta y dos dientes. Bien lo veo en tus caninos,
largos como los colmillos de un perro dogo. Tienes hambre, te digo, y aun
cuando no debiéramos ganar más que medio florín, un cuarto de florín, ¡tú
comerás!
151
—¡Fenómeno… sí…!
—¡Yo, por el contrario, cuanto menos como más adelgazo, y cuanto más
adelgace más fenómeno a mi vez! ¿No es cierto?
—Es cierto —respondió Cap Matifou con la mayor candidez—. Luego por
interés mío, Pointe Pescade, es necesario que coma.
—¡Para ti todavía! ¡Qué diablo, Cap Matifou, tú bien vales dos hombres!
Pero Cap Matifou estaba allí. Dio un salto hada el tirante, ya fuera de
plomo, y en el momento en que la armadura cedía, él la sostuvo con sus
robustas espaldas durante el tiempo necesario para la evacuación de la
sala. Después, de otro salto, se precipitó fuera en el momento en que el
techo se desplomaba detrás de él.
152
cercado donde estaba encerrado; persiguió o hirió a varias personas, y
hubiera causado mayores desgracias sin la intervención de Cap Matifou,
que corriendo hacia el animal le aguardó a pié firme, y agarrándole por os
cuernos en el momento en que se precipitaba sobre él con la cabeza baja,
le derribó y mantuvo con los cascos al aire hasta dominarle y ponerle fuera
de estado de hacer daño.
Sin embargo, aquella noche la cena ni aun para uno aparecía todavía en el
horizonte.
Pero para salir era necesario entrar primero, y de las cinco o seis personas
detenidas ante las telas pintarrajeadas, ninguna se decidió a penetrar en el
pequeño circo.
Entonces Pointe Pescade mostraba los anima les feroces pintados sobre
153
las telas. No porque tuviese para ofrecer al público una colección de fieras,
sino porque aquellas bestias terribles existían en algunos rincones del
África o de las Indias; y si Cap Matifou las llegaba a encontrar alguna vez
en su camino, Cap Matifou daría cuenta de ellas de un solo bocado.
— ¡Mirad, señores, mirad! ¡El terrible león del Atlas! ¡Habita el interior del
Sahara, en las arenas ardientes del Desierto! ¡En el momento del calor
tropical se refugia en las cavernas! Si encuentra algunas gotas de agua, se
precipita y sale de allí chorreando. ¡Por eso le han llamado león númida!
154
—¡Un justillo de algodón, en premio a quien le venza! ¿Estáis, señores?
—añadió Pointe Pescada dirigiéndose o tres sólidos mocetones que le
miraban embobados.
Tendría, a lo más, veintidós años, y era de estatura más que mediana. Sus
regulares facciones, un poco fatigadas por el trabajo; su fisonomía,
marcada con cierta severidad, denotaban una naturaleza pensativa,
educada tal vez en la escuela del sufrimiento. Sus grandes ojos negros, su
barba cerrada y corta, su boca poco acostumbrada a sonreír, pero
limpiamente dibujada bajo un fino bigote, indicaban, sin temor de
engañarse, su origen húngaro, en el cual dominaba la sangre magiar.
—¡Son dos franceses! —se dijo—. ¡Pobres diablos! No recogen nada hoy.
155
pagase. Esto sería una limosna, pero una limosna disfrazada, y era
probable que llegase muy a propósito. Avanzó, pues, hacia la puerta, es
decir, hacia el pedazo de tela que, al levantarse, daba acceso al pequeño
recinto.
Pero sin duda aquel encuentro no le bastaba, porque desde que apercibió
a la joven olvidó su cualidad de espectador, el precio que había pagado
por su localidad, y se lanzó hacia el lado en que ella se perdía entre la
muchedumbre.
156
dinero…! No le hemos ganado, ¡qué diantre! Pero ¿dónde está…? ¡Ha
desaparecido…! ¡Eh! ¡Caballero…!
Era efectivamente la hora en que debía ser botado el pequeño buque. Este
espectáculo, siempre atractivo, era de naturaleza capaz de excitar la
curiosidad pública.
Así es que la multitud que llenaba la plaza y los muelles los abandonó bien
pronto para dirigirse al arsenal de construcción, donde debía tener lugar la
operación de botarle al agua.
157
Gravosa, sobre un terreno en declive que la resaca orlaba con una ligera
espuma. Pointe Pescade y su compañero, después de haberse abierto
camino con sus codos, lograron colocarse en la primera fila de
espectadores.
Aun cuando el Trabacolo sólo medía unas cincuenta toneladas, era una
masa bastante considerable para que no se hubiese omitido ninguna de
las precauciones necesarias para llevar a cabo la operación.
Dos obreros del arsenal se mantenían sobre el puente, cerca del palo de
popa, en la extremidad del cual ondeaba el pabellón dálmata, y otros dos
en la proa, preparados para la maniobra del ancla.
158
de tomar la boca del puerto. Como la brisa venía del Noroeste, ceñía el
viento las amuras a babor, para no tener más que dejarse ir y alcanzar su
sitio de anclaje. Antes de diez minutos habría llegado a él, y aumentaba
rápidamente a los ojos de los espectadores, como si la hubieran mirado
con un anteojo cuyo tubo se fuese alargando por un movimiento continuo.
Los obreros cesaron de atacar las cufias con sus mazos, y el encargado
de levantar el contrete o llave, recibió orden de esperar. Sólo era cuestión
de algunos minutos.
Todas las miradas se dirigían hacia aquel gracioso buque, cuyas blancas
velas se presentaban como doradas por los oblicuos rayos del sol.
Bien pronto la goleta, a la que precisamente sólo faltaba una bordada para
doblar la última punta del puerto, se encontró de través al astillero.
159
de estribor.
A los gritos de los espectadores, había respondido otro grito lanzado por la
tripulación de la goleta.
160
como él abrazaba.
Cap Matifou estaba avergonzado con tanto honor por tan poca cosa.
—Sí… está bien… es soberbio Cap Matifou —replicó Pointe Pescade, con
toda la redundancia de su jerga provenzal.
161
—¿Sois franceses? preguntó el extranjero.
Por esta vez fue escuchado y seguido de un público tal, cual nunca había
visto.
162
En cuanto al extranjero, apenas había dado algunos pasos en dirección al
muelle, cuando se encontró en presencia de la joven y su padre, que
habían asistido a toda aquella escena.
163
V. El doctor Antekirtt
Hay en este mundo gentes que dan bastante que hacer a la fama, esa
mujer-orquesta de cien bocas, cuyas trompetas llevan su nombre a los
cuatro puntos cardinales.
Éste era el caso de aquel célebre doctor Antekirtt que acababa de llegar al
puerto de Gravosa. Hasta su llegada había sido señalada por un incidente,
bastante para atraer la atención pública sobre cualquier viajero sin
antecedentes; pero él no pertenecía a este número.
En los tiempos del lenguaje bíblico, hubiera sido llamado Epifanes. En las
comarcas del Éufrates se le habría reverenciado como a un descendiente
de los antiguos magos.
Todo lo que tendía a hacer de este mago un mágico; todo lo que le atribuía
un poder sobrenatural.
En efecto; en una de las provincias centrales del Asia Menor había podido
salvar a toda una población de una epidemia terrible, considerada hasta
entonces como contagiosa, y de la cual había encontrado el específico. De
aquí un renombre sin igual.
164
Lo que principalmente contribuía a darle tanta celebridad era el misterio
impenetrable que rodeaba su persona. ¿De dónde venía? Se ignoraba.
¿Cuál era su pasado? Tampoco se sabía. ¿Dónde y en qué condiciones
había vivido? Nadie hubiera podido decirlo. Se afirmaba solamente que el
doctor Antekirtt era adorado por las poblaciones de las comarcas del Asia
Menor y del África oriental, que pasaba por ser un médico sin rival, que el
ruido de sus extraordinarias curaciones había llegado hasta los grandes
centros científicos de Europa, que lo mismo prestaba sus cuidados a los
pobres que a los ricos señores y pachás de aquellas provincias. Pero
jamás se le había visto en los países de Occidente, y hasta después de
algunos años, se ignoraba el lugar de su residencia.
Aunque había llegado a Ragusa como un simple viajero, un rico turista que
se paseaba en su yacht y visitaba los diversos puntos del Mediterráneo, su
nombre corrió bien pronto por toda la ciudad; y aguardando poder ver al
doctor mismo, la goleta tuvo el privilegio de atraer todas las miradas. El
accidente prevenido por el valor de Cap Matifou hubiera bastado, por otra
parte, para provocar la atención pública.
En verdad, aquel yacht hubiera hecho honor a los más ricos, más
fastuosos gentleman de los sports náuticos de América, de Inglaterra y de
Francia.
Sus dos mástiles, rectos y muy próximos al centro, lo que daba un gran
desarrollo al trinquete y a la vela mayor, la longitud de su bauprés,
aparejado de dos foques, el cruzamen de las velas cuadradas que llevaba
en el mástil de mesana, el atrevimiento de sus espigas de mastelero de
juanete, todo aquel aparato velero debía comunicarle una maravillosa
velocidad en todo tiempo. La goleta medía trescientas cincuenta
toneladas. Larga y afilada, con gran inclinación de codaste y de roda, pero
bastante ancha de bao, bastante profunda de cala para asegurarse una
extremada estabilidad; era lo que se llama un barco marino, pudiendo, en
manos del timonero, cerrarse con el viento en los cuatro cuartos y hacer
165
sus trece nudos y medio por hora, tanto en alta mar como costeando.
Las Boadicea, las Gaetana, las Mordon del Reino Unido no hubieran
podido competir con ella en un match internacional.
Importa conocer este yacht, tanto interior como exteriormente, puesto que
al fin y al cabo constituía la habitación flotante del misterioso personaje
que va a ser el héroe de esta historia. Sin embargo, no era permitido
visitarle; pero el narrador posee una especie de segunda vista que le
permite describir aun lo que no le es dado ver.
166
Pero ¿a qué puerto, a qué matrícula pertenecía aquel buque? ¿En qué
país limítrofe del Mediterráneo tenía sus cuarteles de invierno? En fin,
¿cuál era su nacionalidad? No se conocía, como tampoco la del doctor.
167
Y estas palabras, especie de interjecciones admirativas, decían en la boca
de aquellos pobres acróbatas mucho más que frases enteras.
Aquella noche el doctor Antekirtt se contentó con dar un ligero paseo por
los alrededores de Gravosa.
Hay que advertir que si el público no conocía nada del pasado de aquel
personaje, sus oficiales y gentes de a bordo no sabían mucho más; pero
no por eso dejaban de pertenecerle en cuerpo y alma. Si el doctor Antekirtt
no toleraba o bordo la menor infracción de la disciplina, era bueno para
todos, prodigando sin cuento sus cuidados y su dinero. Así es que no
había marinero que no desease figurar en el rol de la Savarena.
168
Nunca hubo necesidad de dirigir una reprimenda, ni aplicar un castigo, ni
verificar una expulsión. Los que formaban la tripulación de la goleta eran
como los miembros de una misma familia.
El capitán Narsos se acercó al doctor para recibir sus órdenes, que le dio
en pocas palabras, después de saludarle.
169
centenares de leguas de aquella Provenza, que tanto deseaban volver a
ver.
—¡Oh, Pescade!
Cap Matifou abría unos ojos enormes y atormentaba su sombrero con aire
embarazado.
170
la canoa, sobre el tapiz negro con franja roja qué recubría el banco,
mientras el patrón se mantenía detrás de ellos.
Hay que confesarlo, puesto que es cierto: los dos pobres diablos se
sentían algo conmovidos, por no decir un poco avergonzados. ¡Tantos
honores para dos saltimbanquis! Cap Matifou no se atrevía a moverse.
Pointe Pescade no podía disimular, bajo su confusión, una alegre sonrisa
con que se animaba su cara fina e inteligente.
El doctor les miró durante unos instantes sin hablar. Su rostro frío y bello
les imponía. Sin embargo, podía asegurarse que si la sonrisa no salía a los
labios, estaba en el corazón.
171
arriba a abajo.
—¿Enorme?
—¿Y cuánto?
172
Cap Matifou se inclinó políticamente haciendo ondular sus anchas
espaldas, «que jamás habían mordido el polvo» como decía el programa
por boca de Pointe Pescade.
—¿Y vos?
—¿Y… de parientes?
173
—Así lo quiere el oficio. ¡Figuraos, señor doctor, un clown, un cola roja, un
payaso que tuviera el humor triste! ¡Recibiría en una hora más patatas que
pudiera comer durante su vida! ¡Sí, soy muy alegre, extremadamente
alegre! Es cosa convenida.
El doctor Antekirtt escuchaba con interés aquel pequeño ser, para quien el
destino había sido tan duro hasta entonces, sin que le recriminase.
Adivinaba en él, por lo menos, tanto corazón como inteligencia, y pensaba
en lo que hubiera llegado a ser si los medios materiales no le hubiesen
falcado en el principio de su vida.
174
—Eso sería famoso —respondió Pointe Pescade—. Cap Matifou —dijo
dirigiéndose a su compañero—: ¿querrías volver por allá?
175
dejarnos sin hacer nada? Eso no podría satisfacernos.
—Tal vez una sola. Aquí tenéis a Cap Matifou y a mí. Somos del mismo
país, y sin duda seríamos de la misma familia, si tuviésemos una. Dos
hermanos del corazón. Cap Matifou no podría vivir sin Pointe Pescade, ni
Pointe Pescade sin Cap Matifou. Imaginaos los dos hermanos Siameses.
No se ha podido nunca separarlos, porque una separación les hubiera
costado la vida. Pues bien, nosotros somos como esos Siameses. Nos
amamos, señor doctor.
—Si…
176
comedor el amigo Cap, y no querréis que pierda sus fuerzas en vuestro
servicio, por poco que sea.
—Entonces va a arruinaros.
—¡Eh, amigo Cap! —exclamó Pointe Pescade con alegría— ¡Vas a poder
comer a tu gusto!
—Con frecuencia, amigo mío. Voy a tener ahora un negocio en los cuatro
extremos del Mediterráneo. Mi clientela estará repartida por el litoral.
¡Cuento con ejercer la medicina de una manera internacional! Si un
enfermo me llama a Tánger o las Baleares, estando yo en Suez, ¿no será
forzoso acudir a su lado? Lo que un médico hace en una gran ciudad, de
un cuartel a otro, yo lo haré desde el Estrecho de Gibraltar al Archipiélago,
desde el Adriático hasta el golfo de Lyon, desde el mar Jónico a la bahía
de Gabes. Tengo otros buques diez veces más rápidos que esta goleta, y
muy a menudo me acompañaréis en mis visitas.
177
tendrían necesidad durante las travesías de llevar las narices metidas en
las cubetas! ¡Entrad! ¡Entrad, caballeros y señoras, adelante!
178
La operación no fue larga ni difícil, y no les hizo mucho peso la cantidad
que por aquel negocio se embolsaron.
—Ya ves, Cap Matifou, repetía Pointe Pescade, vaciando un vaso de buen
vino de Asti: con conducta se llega siempre a todo. ¡Pero hay que tener
conducta!
Cap Matifou sólo pudo responder con un movimiento de cabeza, por tener
en aquel momento la boca llena con un enorme pedazo de jamón asado,
que desapareció con dos huevos fritos en las profundidades de su
estómago.
—¡Qué entrada se haría, querido Cap, dijo Pointe Pescade, sólo por verte
comer!
179
VI. La viuda de Esteban Bathory
La llegada del doctor Antekirtt había hecho gran ruido, no sólo en Ragusa,
sino también en toda la provincia dálmata. Los periódicos, después de
haber anunciado la llegada de la goleta al puerto de Gravosa, se habían
arrojado sobre aquella presa que les prometía una serie de crónicas
apetitosas. El propietario de la Savarena no podía, pues, escapar a los
honores y al mismo tiempo a los inconvenientes de la celebridad.
—A donde le conviene.
180
—Pero ¿quién es?
—Nadie lo sabe, y aun es probable que no sepa él más que los que le
preguntan.
El doctor Antekirtt llegó a ser todo cuanto se quiso. Había sido lo que les
plugo inventar a los cronistas. Para los uno era un jefe de piratas. Para los
otros, rey de un vasto imperio africano, que viajaba de incógnito con el fin
de instruirse. Éstos afirmaban que era un desterrado político; aquéllos que,
habiéndole arrojado una revolución de sus Estados, recorría el mundo
como filósofo. Se podía escoger. En cuanto al título de doctor con que se
adornaba, los que quisieron admitirle se dividieron. En la opinión de unos
era un gran médico, que había hecho curas admirables en casos
desesperados; en la de otros era el rey de los charlatanes, y se habría
visto muy apurado para presentar sus títulos o diplomas.
Pero cierto día no se dirigió a Ragusa; Pointe Pescade fue por él.
Encargado de alguna misión de confianza, tal vez de recoger ciertos
informes, el bravo muchacho respondió como signe a las preguntas que le
fueron hechas a su vuelta:
181
de los antiguos duces; un hotel magnífico, con criados, carruajes. ¡Un
verdadero tren de millonario!
—¿Y el otro?
—El otro, o más bien los otros —respondió Pointe Pescade—, habitan el
mismo cuartel; pero su casa está perdida en el fondo de calles empinadas,
estrechas, tortuosas; a decir verdad, verdaderas escaleras que conducen
a habitaciones más que modestas.
—¿Y su vivienda?
—La señora…
—¿Y su hijo?
182
provocarla yendo a Ragusa, donde debía ser conocida la noticia de la
llegada de la Savarena. Permaneció, pues, a bordo, y lo que aguardaba
llegó.
Después añadió:
183
visto, es imposible que no la conozcáis, siendo el doctor Antekirtt.
Después añadió:
—Por razones que debéis comprender, desearía tener con vos una
entrevista, señor doctor.
—Iré a verla.
—¿Por qué?
—Sí puede ser, si consentís en ir mañana; Pedro Bathory debe partir esta
noche para Zara, y no estará de vuelta antes de veinticuatro horas.
184
cuenta con recursos…?
—Señor doctor —dijo por fin—, nada más puedo deciros. En la entrevista
que solicita, madame Bathory os dirá todo cuanto tenéis derecho a saber.
Preciso era que el doctor fuese muy dueño de sí mismo para no dejar que
se manifestase su emoción.
185
combates de atletas, sería faltar a la verdad. Pero ambos se acordaron de
que tenían el honor do pertenecer al personal de la Savarena.
Permanecieron, pues, siendo simples espectadores, y no regatearon los
bravos cuando los juzgaron merecidos.
La avenida no estaba aún tan animada como debía estarlo algunas horas
más tarde por el vaivén de los equipajes, por la multitud de los paseantes
a pie y a caballo.
186
Este personaje era el que tres días antes había abordado al doctor
Antekirtt en el muelle de Gravosa: era el antiguo banquero Silas Toronthal.
De esta manera suben hasta la cresta de una de las dos colinas, cuyos
vértices están coronados por los fuertes de Minoetto y San Lorenzo.
Ningún carruaje podría circular por ellas. Si el torrente falta, excepto los
días de gran lluvia, la calle no por eso deja de ser un barranco, y todas
estas pendientes, todos estos desniveles ha sido necesario ganarlos a
fuerza de escalones y mesetas. Vivo contraste entre estas modestas
viviendas y los espléndidos hoteles de la Stradone.
187
—Yo soy, señora, respondió el doctor levantándose.
188
es debido el interés que por mi vida os habéis tomado?
—¡Ese interés es el que todo hombre de corazón debe tener por la viuda
del magiar que no ha vacilado en arriesgar su existencia por la
independencia de su patria!
El 8 de Junio de 1867, la víspera del día en que iba a darse la señal del
levantamiento, que debía extenderse por todo el país húngaro y hasta en
la Transilvania, la casa del conde Zathmar, en Trieste, en la cual se
encontraban los jefes de la conspiración, fue invadida por la policía
austríaca. El conde Sandorf y sus compañeros fueron detenidos,
189
conducidos, aprisionados la misma noche en la torre de Pisino, y algunas
semanas después eran condenados a muerte.
Al día siguiente, Esteban Bathory y Ladislao Zathmar eran pasados por las
armas en la fortaleza de Pisino. El Pescader Andrés Ferrato, condenado a
cadena perpetua por haberles dado asilo, era conducido al presidio de
Stein.
—Si, como vos los habréis sabido, por los periódicos sin duda.
190
—Sí, señora, por los periódicos —respondió el doctor—. Pero lo que los
periódicos no han podido decir al público, puesto que aquel asunto había
sido instruido con el mayor secreto, lo he sabido yo gracias a la
indiscreción de un carcelero de la fortaleza, y voy a manifestároslo.
—No, señora —respondió el doctor—. Pero tal vez los tres condenados les
conocían y hubieran dicho sus nombres si hubiesen podido ver por última
vez a su familia antes de morir.
191
Vos habíais quedado viuda con un hijo de ocho años, casi sin recursos.
Borik, el servidor del conde Zathmar, no quiso abandonaros después de la
muerte de su amo; pero era pobre, y no podía aportaros más que su
abnegación.
—En efecto, caballero —respondió madame Bathory—; ¿no tenía que dar
gracias al doctor Antekirtt?
—¿Y por qué, señora? ¿Porque hace cinco o seis años, en recuerdo de la
amistad que le ligaba al conde Sandorf y a sus dos compañeros, y para
ayudaros en vuestra obra, el doctor Antekirtt os ha dirigido una suma de
cien mil florines? ¿No era él bastante dichoso con poder poner aquella
cantidad a vuestra disposición? No, señora; yo soy, por el contrario, quien
debo daros las gracias por haber aceptado aquel don, si ha podido ayudar
en algo a la viuda y al hijo de Esteban Bathory.
192
La viuda se había inclinado, y respondió:
—¿Cuál, señora?
—Está intacta.
193
—Pero si Pedro Bathory hiciese uso…
—Rehusará.
—Sí, señora.
—¿Quién…?
—¡Dios!
194
que ella misma no se daba exacta cuenta, se sentía irresistiblemente
atraída hacia aquel misterioso personaje, tan ligado a los más íntimos
acontecimientos de su vida. Después de ésta visita, úrico objeto que
parecía haberle conducido a Ragusa, ¿volvería a verle jamás?
195
VII. Incidentes diversos
Sin embargo, el doctor, contra lo que creía madame Bathory, no debía
apresurarse para abandonar a Gravosa. Después de haber intentado
inútilmente venir en ayuda de la madre, se había prometido ayudar al hijo.
Si hasta entonces Pedro Bathory no había podido encontrar la colocación
a que debían conducirle sus brillantes estudios, no rehusaría sin duda las
ofertas que contaba hacerle el doctor. Crearle una posición digna de su
talento, digna del nombre que llevaba, no sería ya una limosna. ¡Sería la
justa recompensa debida al joven!
Pero, según había dicho Borik, Pedro Bathory había ido a Zara para
negocios.
196
bordo, con gran placer del doctor. Si Cap Matifou se mantenía serio como
un cabrestante, del cual tenía la fuerza, Pointe Pescade reía y cantaba
siempre, vivo como el gallardete de un buque de guerra, cuya ligereza
tenía. Cuando no corría por los mástiles, con gran alegría de la tripulación,
a la que daba lecciones de volatines, diestro como un marinero, ágil como
un grumete, la divertía con sus inagotables chistes. ¡Ah! ¡El doctor Antekirtt
le había recomendado conservase su buen humor! Y él le conservaba,
haciendo participar de él a los demás.
—¡Un médico famoso! Cura toda clase de enfermedades, hasta las que
acaban por llevaros al otro mundo.
—¿Es rico?
—Todo lo que puedo deciros es que está limitado al Norte por poca cosa,
y al Sud por nada.
Imposible sacar otros datos del alegre compañero de Cap Matifou, que se
mantenía mudo como un bloque de granito.
197
afinidad química, una cohesión que de día en día les unía más.
—¡Hará ruido!
En efecto; de todos los rincones de aquel mar admirable, cuyas olas bañan
198
las playas de tantos países diferentes, tanto del litoral francés o español
como del marroquí, de la Argelia y de Trípoli, llegaban sin cesar cartas y
despachos. ¿Quién los enviaba? Evidentemente, corresponsales
ocupados de ciertos asuntos cuya gravedad no podía ser desconocida, a
menos que fuesen clientes que pedían consulta escrita al célebre doctor,
lo que parecía poco probable. Además, hasta en las oficinas del telégrafo
de Ragusa hubiera sido difícil comprender el sentido de aquellos
despachos, porque estaban escritos en una lengua desconocida, cuyo
secreto poseía únicamente el doctor.
Y aun cuando hubiera sido inteligible aquel lenguaje, ¿qué hubiera podido
deducirse de frases como las siguientes?
Y este otro telegrama, con una mención especial por medio de un número
convenido:
199
El doctor no estaba, pues, tan desocupado como quería aparentar. Sin
embargo, a despecho del secreto profesional, era difícil que el cambio de
tales despachos no fuese conocido del público. De aquí un aumento de
curiosidad con respecto a aquel enigmático personaje.
A decir verdad, la presencia del doctor había hecho en Silas Toronthal una
singular impresión, que él mismo no hubiera podido definir.
Con este objeto se había dirigido varias veces a Gravosa. Allí, inmóvil
sobre el muelle, contemplaba la goleta, ardiendo en deseos de pasar a
bordo. Un día hasta se hizo conducir a ella, sin haber podido obtener otra
contestación que la inevitable, dada por el timonel:
200
—¿Quién es este hombre? —se preguntó.
—Pero ¿quién era aquel hombre? —se repetía—: ¿qué ha venido a hacer
en Ragusa, a casa de madame Bathory? ¿Habrá sido llamado como
médico…? ¿Qué puede haber de común entre ella y él…?
201
penetrarla.
Silas Toronthal escribió, pues, una carta, que hizo llevar a bordo de la
Savarena por uno de sus criados, en la que decía «se consideraría
dichoso obteniendo la opinión de un médico de tan incontestable mérito».
Después, excusándose del trastorno que esto podría producir en una
existencia tan retirada como la suya, rogaba al doctor Antekirtt «le Indicase
el día en que debería esperarle en el hotel de la Stradone».
Pero entrar en aquella casa, aun a título de médico, ¿no era hacerlo en
condiciones que de ningún modo podían convenirle?
Nada más.
202
rehusaba entrar en relaciones con él.
Un nuevo incidente iba aún a darle, aquella misma mañana, otro motivo de
alarma no menos serio.
Madame Bathory miró a su hijo, sin preguntarle por qué eran inaceptables
aquellas condiciones.
Pedro Bathory dio la carta a su madre. Aquella oferta hecha por el doctor
no podía sorprenderla.
203
—Me lo esperaba, dijo.
—No, hijo mío; pero el doctor Antekirtt conocía a tu padre, ha sido amigo
del conde Sandorf y del conde Zathmar, y con ese título se ha presentado
en mi casa.
—¿Y si fuese algún intrigante, algún espía, algún agente del Austria?
—replicó Pedro Bathory.
—Tal vez piense en crearlos, respondió madame Bathory. Pasa por ser
extremadamente rico, y es posible que quiera ofrecerte una colocación
digna de ti.
—Ve, pues, desde luego, hijo mío, y devuélvele al mismo tiempo la visita
que no puedo devolverle yo misma.
204
Pedro Bathory abrazó a su madre, estrechándola largo tiempo contra su
pecho. Hubiérase dicho que algún secreto le ahogaba, secreto que sin
duda no se atrevía a confesar. ¿Qué había, pues, en su corazón de tan
doloroso, de tan grave, que no osase confiarlo a su madre?
Al pasar por delante del hotel Toronthal, se detuvo un instante, nada más
que un instante. Sus miradas se dirigieron a uno de los pabellones cuyas
ventanas se abrían sobre la calle. Las persianas estaban corridas. Si la
casa hubiera estada deshabitada, no estaría más cerrada.
Pedro Bathory prosiguió su marcha, que más bien había acortado que
interrumpido. Pero esto no podía haberse escapado a la mirada de una
mujer que iba y venía por la acera opuesta de la Stradone.
Era una criatura de elevada talla. ¿Su edad…? Entre cuarenta y cincuenta
años. ¿Su modo de andar…? Mesurado, casi mecánico, como si estuviese
formada de una sola pieza. Era extranjera; su nacionalidad se reconocía
fácilmente en su cabellera, aún negra y rizada, en su oscura tez de
marroquí: estaba envuelta en una capa de color sombrío, cuyo capuchón
cubría su tocado, adornado con cequíes. ¿Era una bohemia, una gitana,
una egipcia, una romanichelle, como dice el argot parisién, un ser de
origen egipcio o indiano? No hubiera podido decirse; tanto se confunden
estos tipos. De todos modos, no pedía limosna, y sin duda no la habría
recibido tampoco. Estaba allí por su propia cuenta, o por cuenta de otro,
vigilando, espiando más bien lo que pasaba en el hotel Toronthal y en la
casa de la calle Marinella.
205
poterna siguieron por el camino de Gravosa, y a veinte pasos de él, bajó la
avenida por el contrapaseo plantado de árboles.
Al verlos a los dos, la marroquí se detuvo un instante. Tal vez pensó que el
uno iba a abordar al otro. Entonces su mirada brilló y procuró esconderse
tras un corpulento árbol. Pero si aquellos dos hombres se hablaban,
¿cómo podría oírles?
No sucedió así. Silas Toronthal había visto a Pedro una veintena de pasos
antes de encontrarse frente a él. Aquella vez no le respondió ni aun con el
altivo saludo de que no había podido dispensarse sobre el muelle de
Gravosa cuando su hija le acompañaba. Volvió la cabeza en el momento
en que el joven levantaba su sombrero, y su carruaje pasó rápido,
conduciéndole a Ragusa.
—¿De dónde vendrá este doctor Antekirtt? —se preguntaba—. ¡He ahí un
pabellón que me es desconocido!
206
El piloto no le conocía. Todo cuanto podía decir de la goleta era que su
patente declaraba venir de Bríndisi, y que sus papeles, visados por el
capitán del puerto, se encontraban en regla. Y como se trataba de un yacht
de placer, la autoridad había respetado su incógnito.
Y en efecto, Pedro Bathory era el vivo retrato de su padre, tal cual el noble
húngaro había sido a la edad de veintidós años: la misma energía en sus
ojos, la misma nobleza en su actitud, la misma mirada, pronto a
entusiasmarse por todo lo bueno, lo grande, lo bello.
207
—M. Bathory —dijo el doctor levantándose—, me habéis proporcionado el
mayor placer con acceder a la invitación que contenía la carta que os dirigí.
El doctor, al hablar, se había servido del idioma húngaro, que sabía era el
del joven.
¿No veía que acaso el doctor Antekirtt estaba más conmovido que él, y
que si no respondía era por no dejar ver lo que pasaba en su alma?
—Señor Bathory —dijo por fin—, no tengo por qué perdonaros un dolor tan
natural. Además, sois de sangre húngara: ¿y qué hijo de la Hungría sería
bastante desnaturalizado para no sentir oprimido su corazón con tales
recuerdos? En aquella época, hace quince años, sí ¡quince años! erais
muy joven. Apenas si podéis decir que habéis conocido a vuestro padre y
los acontecimientos en que tomó parte.
208
de Un mártir!
Pedro sólo pudo dar gracias al doctor por los sentimientos que de tal modo
expresaba. Se oían los latidos de su corazón y ni aun observó que hablaba
siempre con una especie de frialdad, natural o fingida, que parecía ser el
fondo de su carácter.
—Si fue el más audaz —respondió el doctor—, creed que sus dos amigos
no le fueron inferiores ni en abnegación, ni en sacrificios, ni en valor. ¡Los
tres tienen derecho al mismo respeto! ¡Los tres tienen el mismo derecho a
ser vengados…!
209
los jefes de la conspiración, si habría pronunciado ante él la palabra
traición… Pero el joven no lo dio a entender.
En realidad, madame Bathory se había callado sobre este punto. Sin duda
no había querido introducir el odio en la vida de su hijo y lanzarle tal vez
sobre una falsa pista, puesto que nadie conocía el nombre de los traidores.
Lo que no vaciló en decir fue que, sin el odioso acto del español Carpena,
que había entregado a los fugitivos ocultos en la casa del Pescader
Andrés Ferrato, probablemente el conde Matías Sandorf y Esteban
Bathory habrían escapado a la persecución de los agentes de Rovigno. Y
una vez al otro lado de las fronteras austríacas, en cualquiera comarca
que hubiera sido, todas las puertas se habrían abierto para recibirlos.
—Señor Bathory, nuestros recuerdos nos han llevado bien lejos del
presente. ¿Queréis que hablemos ahora de éste, o, más bien, del porvenir
que entreveo para vos?
210
que no ha podido todavía bastarse a sí mismo, ni devolver a su madre lo
que ésta ha hecho por él!
—Sí, señor. He salido de la Escuela con ese título, pero como ingeniero
libre, sin ningún lazo con el Estado. He debido, pues, procurar colocarme
en alguna sociedad industrial, y hasta ahora no he encontrado nada que
pudiera convenirme, a lo menos en Ragusa.
—¿Y fuera?
—Sí… ¿No habéis estado en Zara, hace algunos días, para tratar de un
negocio de esa naturaleza?
—Y esa plaza…
211
encuentro, tengo serias razones para no abandonar a Ragusa.
—Lo creo, Mr. Pedro, y tal vez lo sienta yo más que vos. ¡Hubiera sido tan
dichoso al poder depositar en vos toda la afección que tenía a vuestro
padre…!
212
tiempo, me volvería loco… ¡Ah, señor…! comprendedme y perdonadme…
—¡Ah, señor! ¿Hubiera pensado nunca en dar a mi madre una hija que no
fuera digna de ella?
—Pues bien, Pedro —replicó el doctor—, no hay abismo que no pueda ser
franqueado.
—¡Irrealizable!
213
aquel nombre detestado, fue el de un hombre a cuyos pies hubiese caído
un rayo, sin estremecerse siquiera. Por un instante, algunos segundos
solamente, se queda mudo e inmóvil.
Pedro Bathory sentía dentro de sí como una tranquilidad inefable. ¡Por fin,
su corazón se había desahogado! Había podido confiarse a un amigo…
más que a un amigo tal vez.
¿Y cómo hubiera podido dudarlo, cuando al pasar por delante del hotel de
la Stradone vio levantarse, de una de las ventanas del pabellón, una punta
de las cortinillas, volviendo a caer en seguida?
—¡Ven!
214
«Sarcany, lista. —Siracusa (Sicilia)».
215
VIII. Las Bocas de Cattaro
La fatalidad, que desempeña un papel predominante en todos los
acontecimientos de este mundo, había reunido en la ciudad de Ragusa la
familia Bathory y la familia Toronthal.
¿Era el doctor hombre capaz de emprender una lucha sin tregua contra
aquella fatalidad? ¿Se sentía con el poder de disponer a su capricho de
las cosas humanas? Aquella fuerza, aquella energía moral que es
necesaria para dominar al destino, ¿llegarían a faltarle?
216
Se sabe también que madame Bathory, por razones especiales, no había
dicho nada de esta traición a su hijo. Por otra parte, no conocía a los
autores. Ella ignoraba que uno de ellos, rico y considerado, vivía en
Ragusa a algunos pasos de distancia, en la misma Stradone. El doctor no
los había nombrado. ¿Por qué? Sin duda porque no había llegado la hora
de desenmascararlos. Pero él los conocía. Sabía que Silas Toronthal era
uno de ellos, y Sarcany el otro. Y si no había ido más lejos en sus
confidencias, era porque contaba con el concurso de Pedro Bathory,
porque quería asociar al hijo a la obra de justicia que debía castigar a los
asesinos de su padre, y vengar con él a sus dos compañeros Ladislao
Zathmar y el conde Sandorf.
Pero los acontecimientos debían tomar un giro distinto del que imaginaba.
217
lejos, que nadie pudiese encontrar sus huellas. Cuando le tuviera en su
poder, le diría todo cuanto sabía de Silas Toronthal y de su cómplice
Sarcany, asociándole a su obra. Pero no tenía un solo día que perder. Con
este objeto, un despacho del doctor hizo venir de su puerto de residencia a
la bocas de Cattaro, al Sur de Ragusa, sobre el Adriático, uno de los más
rápidos ingenios de locomoción. Era uno de aquellos prodigiosos
thornijcrofts que han servido de modelo a los torpederos modernos. Aquel
largo huso de acero, de cuarenta y un metros de longitud, de setenta
toneladas, sin mástil ni chimenea, llevando simplemente una plataforma
exterior y una caja metálica con tragaluces, destinada al timonel,
herméticamente cerrada cuando el estado del mar lo exigía, podía
deslizarse entre las aguas sin perder tiempo ni marcha en seguir las
ondulaciones de la ola. De un andar superior al de todos los torpederos del
Antiguo y del Nuevo Mundo, hacía cómodamente sus cincuenta kilómetros
por hora. Gracias a esa excesiva velocidad, en más de una ocasión el
doctor había podido llevar a cabo travesías extraordinarias. El don de
ubicuidad que se le había atribuido cuando con muy cortos intervalos de
tiempo se transportaba desde el fondo del archipiélago a los últimos límites
del mar de las Sirtes.
Había, sin embargo, una notable diferencia entre los thornijcrofts y los
aparatos del doctor; y era que, en lugar del vapor, empleaba la electricidad
como motor, por medio de poderosos acumuladores, inventados por él, y
en los cuales podía almacenar este fluido con una tensión, por decirlo así
suficiente. Por eso aquellos rápidos ingenios llevaban el nombre de
Eléctricos, con un simple número de orden. Tal era el Eléctrico número 2
que acababa de ser pedido para las bocas de Cattaro.
Inútil es decir si los dos amigos recibirían con placer aquel aviso.
Una nube, una sola, arrojó alguna sombra sobre la alegría con que le
acogieron.
218
habían vivido sin separarse. De aquí una tierna inquietud por parte de
Matifou al pensar que no tendría a su lado a su pequeño Pointe Pescade.
—¡Como en las farsas, si! Te estoy viendo en ese papel, amigo Cap. En el
momento en que menos lo espera el traidor, apareces con tus anchas
manos abiertas, y no tienes más que cerrarlas para producir el desenlace.
Si el papel no es largo, es simpático, y no han de faltarte los bravos, y el
dinero por añadidura…
219
no perder de vista a Pedro Bathory, de vigilar el hotel Toronthal y estar al
tanto de todo cuanto pudiera ocurrir.
Durante las largas horas que Pointe Pescade iba a pasar en el barrio de la
Stradone hubiera tenido que encontrarse con la extranjera, que
seguramente estaba encargada de la misma misión que él, si la marroquí,
después de enviar el parte de que hemos hablado, no hubiese
abandonado a Ragusa para dirigirse a un sitio convenido de antemano,
donde debía reunirse con Sarcany. Pointe Pescade no fue, pues,
molestado en sus operaciones, y pudo llenar su cometido con su
inteligencia habitual.
Le dijo quién era la joven a quien amaba, y que por ella había rehusado
abandonar a Ragusa. ¡Poco le importaba su situación! ¿No le había dicho
el doctor Antekirtt que esperase?
—¡Por eso sufrirás tanto, hijo mío! —respondió madame Bathory—. ¡Que
Dios te ayude y vierta sobre ti la felicidad que hasta ahora nos ha faltado!
220
Fue preciso que Pedro se la pintase moral y físicamente; que la dijese
dónde la había visto por primera vez, y que tenía la certidumbre de que su
amor era correspondido.
Madame Bathory no se sorprendió del ardor con que la dio todos estos
detalles; conocía el alma tierna y apasionada de su hijo.
221
La palabra no llegó. Madame Bathory no logró sin trabajo calmar las
impaciencias de su hijo. Éste se desesperaba y tuvo que infundirle un poco
de esperanza, por más que ella no se viese libre de inquietud.
Sucedió, pues, que Pedro, después de haber contado los días y las horas,
no tuvo fuerzas para resistir. Tenía necesidad a cualquier precio de volver
a ver al doctor Antekirtt. Una invencible fuerza le empujaba hacia Gravosa.
Una vez a bordo de la goleta, se comprendería su impaciencia y se
excusaría su acción por prematura que fuese.
Pedro miró por todas partes por si había cambiado de sitio… No pudo
encontrarla.
222
detenido ante las bocas sin penetrar por ellas.
No hay paraje más curioso en Europa, y aun tal vez en todo el antiguo
continente, por su disposición orográfica a la vez que hidrográfica, que el
conocido bajo el nombre de Bocas de Cattaro.
223
oscuridad, hacia la derecha del puerto, en el fondo de una pequeña
ensenada, donde debía permanecer invisible.
Los paquebots, especialmente los del Lloyd, y los grandes cabotajeros del
Adriático, vienen a anclar a la punta de este embudo, de riente aspecto,
con sus hermosos árboles y sus lontananzas de verdura.
224
planta baja de una casa suficiente para él y su compañero. Desde luego se
convino en que la manutención de Cap Matifou estaría a cargo del
propietario; y aunque éste exigió un precio excesivo, justificado por la
enormidad de su nuevo huésped, el asunto quedó bien pronto arreglado a
satisfacción de ambos partes contratantes.
Tal era el plan, de una ejecución muy sencilla. Dos o tres días más, última
prórroga que se había fijado el doctor, y la obra terminaría. Pedro quedaría
para siempre separado de Sava Toronthal.
225
Al siguiente día, 9 de Junio, llegó una carta da Pointe Pescade. En ella
manifestaba que nada absolutamente había ocurrido de nuevo en el hotel
de la Stradone. Respecto a Pedro Bathory, Pointe Pescade no le había
vuelto a ver desde el día en que se había dirigido a Gravosa, doce horas
antes de aparejar la goleta.
226
visto vagar por las calles de Trieste al principio de nuestra historia. Llevaba
un elegante traje de viaje, bajo un guardapolvo, hecho a la última moda, y
sus maletas, con cantoneras de resplandeciente cobre, indicaban que el
antiguo agente de Trípoli había adquirido la costumbre del confort.
En efecto, desde hacía quince años Sarcany había llevado una existencia
de placeres y de lujo, gracias a la enorme parte que le había
correspondido en la mitad de la fortuna del conde Sandorf. ¿Qué le
quedaba? Sus mejores amigos, si acaso los tenía, no hubieran podido
decirlo.
Esta ciudad era, en efecto, el sitio donde debía aguardarle aquella mujer
cuya misión parecía ya terminada en Ragusa.
227
—Cap Matifou —le dijo mostrándole a Sarcany que se alejaba—. ¿Ves
aquel hombre?
—Sí.
—Sí.
—Sí.
—¡Sí!
Cap Matifou no hacía frases, pero tenía el mérito de hablar con la mayor
claridad. El doctor podía cantar con él. La orden que había recibido
quedaría cumplida.
228
Aquel día era precisamente un martes. Algunos grupos, cuyas operaciones
habían concluido muy tarde, se habían quedado en el bazar para pasar allí
la noche. Había una treintena de montañeses, hablando, discutiendo, los
unos tirados ya por el suelo para dormir, los otros asando un corderillo.
229
con Zirone.
—Es forzoso que mañana estés en Ragusa, Sarcany, y te veas con Silas
Toronthal.
—¡La hija del banquero! —repitió Sarcany con un tono tan singular, que el
doctor no pudo menos de estremecerse.
—Eso te sorprende, Sarcany; sin embargo, nada más cierto. Pero aún
quedarás más sorprendido cuando te diga quién es el que desea casar, se
con Sava Toronthal.
—Pedro Bathory.
230
—¡Él… ignorarlo…! —preguntó Sarcany.
—La hija de Silas Toronthal no será de nadie, más que mía, ¿me
entiendes, Namir? y con ella volveré a rehacer mi fortuna.
—¡Que los bribones se alíen entre sí y no formen más que una familia! se
dijo el doctor. ¡Después veremos! Vámonos, añadió en voz baja.
Cap Matifou, que no había preguntado por qué quería el doctor Antekirtt
apoderarse del pasajero del Saxonia, no preguntó tampoco por qué
renunciaba a apoderarse de él.
—Mr. Sarcany.
231
232
Tercera parte
233
I. Complicaciones
Hacía ya catorce años que Silas Toronthal había abandonado a Trieste
para ir a establecerse en Ragusa en el magnífico hotel de la Stradone.
Las dos cuartas partes entregadas a los denunciadores habían valido más
de millón y medio de florines, de los que quedaban en libertad de hacer el
uso que tuvieran por conveniente.
234
ningún modo continuar sus relaciones con su antiguo agente. Sarcany,
pues, abandonó a Trieste, seguido de Zirone, que no habiéndose
separado de él en la mala fortuna, no era hombre capaz de abandonarle
en la próspera. Ambos desaparecieron, y el banquero no volvió a oír
hablar más de ellos. ¿Adónde habían ido? Sin duda a alguna gran ciudad
de Europa, donde nadie piensa en inquietarse por el origen de las gentes,
con tal que sean ricas, ni de la procedencia de su fortuna, con tal que
sepan gastarla con esplendidez.
La sociedad ragusina hizo una buena acogida al hombre rico que llegaba
en tales condiciones. Sólo sabía de él una cosa: que había tenido una gran
235
posición en Trieste. El banquero buscó y adquirió un hotel en el barrio más
aristocrático de la ciudad. Tuvo un gran tren de casa, con un personal de
criados que fue enteramente renovado en Ragusa. Recibió, y fue recibido.
Puesto que nada se sabía de su pasado, ¿no era uno de aquellos
privilegiados que se llaman los felices de este mundo?
236
banquero, madame Toronthal encontró en ella un nuevo motivo de dolor.
Cuando Silas Toronthal cerraba los ojos, parecía que aquello bastaba para
que no viese nada dentro de sí mismo.
No obstante, lo que para el banquero era sólo una contrariedad, llegó a ser
para madame Toronthal una incesante causa de dolor y de remordimientos.
237
situación más insoportable todavía, hasta más terrible por las
complicaciones que debía traer consigo.
Heredera de una fortuna que decían ser enorme, y que algún día debía
pertenecería por completo, Sava debía ser muy solicitada. Pero, aunque
se habían presentado varios partidos, en los que se encontraban reunidas
todas las conveniencias sociales, la joven, consultada por su madre, había
siempre renunciado, sin manifestar nunca el motivo dé su negativa.
Silas Toronthal, por otra parte, no la había apremiado nunca sobre este
punto. Sin duda el yerno que le hacía falta no se había aún presentado.
238
Esto, como ya se habrá presentido, explica la simpática aproximación que
había tenido lugar entre Pedro Bathory y Sava Toronthal.
Después, ambos habían crecido. Sava pensaba en Pedro aun antes que
éste hubiera reparado en ella.
¡Veíale tan grave, tan pensativo! Pero si era pobre, por lo menos trabajaba
para ser digno del nombre de su padre, y ella conocía toda la historia. Ya
sabemos el resto; ya sabemos cómo Pedro Bathory quedó a su vez
seducido y encantado a la vista de Sava, cuya naturaleza debía simpatizar
con la suya; cómo, cuando la joven ignoraba aún el sentimiento que nacía
en ella, el joven la amaba ya con un amor profundo, que bien pronto debía
Sava compartir.
Jamás la más pequeña efusión por parte del banquero, jamás una caricia
por parte de su hija.
Sava tenía para Silas Toronthal el respeto que una hija debe a su padre,
nada más.
239
casi la repulsión.
Y se preguntará: ¿por qué tanta irritación por parte del banquero? ¿Tenía
formados secretos designios sobre Sava, sobre su porvenir, para que tanto
240
le contrariasen los sentimientos de su esposa? En el caso en que su
indigna delación fuese descubierta un día, ¿no debía tener interés, o
interés grande, en que las consecuencias estuviesen previamente
reparadas en lo posible? ¿Qué hubiera podido decir Pedro Bathory siendo
ya el marido de Sava Toronthal? ¿Qué hubiera podido hacer entonces
madame Bathory? Ciertamente que hubiera sido una horrible situación ¡el
hijo de la víctima casado con la hija del asesino! pero horrible sobre todo
para ellos, no para él, Silas Toronthal.
No hay para qué decir que Silas Toronthal no dejaba de estar preocupado
por lo que hubiera podido ser de su antiguo agente de Trípoli. Ninguna
noticia suya desde su separación después del asunto de Trieste, y esto
duraba ya quince años. Hasta en Sicilia, donde sabía que Sarcany tenía
relaciones por conducto de su camarada Zirone, las indagaciones hechas
habían sido infructuosas. Pero Sarcany podía reaparecer un día a otro.
241
ferrocarril de Cattaro a Ragusa. Descendió en uno de los principales
hoteles de la ciudad, vistió un elegante traje, y sin perder una hora se
presentó en casa de su antiguo cómplice.
Silas Toronthal le recibió y dio orden para que nadie les molestase. ¿Cómo
tomó la visita de Sarcany? ¿Fue lo bastante dueño de sus impresiones
para no dejar traslucir nada de lo que experimentaba al volver a verle?
¿Transigió con él? ¿Sarcany, por su parte, se mostró imperioso y exigente
como otras veces? ¿Recordó al banquero promesas que tal vez le habían
sido hechas, convenciones habidas entre ellos desde larga fecha? En fin,
¿hablaron del pasado, del presente y del porvenir?
Esto es lo que no podría decirse, toda vez que la entrevista fue secreta.
No hay que decir que Zirone no había cesado de ser su segundo durante
todo este período. Después, cuando no tuvieron más que algunos millares
242
de florines, se volvieron a aquel país tan querido para el siciliano, a la
porción oriental de la Sicilia.
243
pasaban tales cosas? ¡Ah! ¡Pedro hubiera hecho mucho mejor en
abandonar a Ragusa, en aceptar las colocaciones que se le habían
ofrecido fuera de ella, en haberse alejado de Sava, que entregaban a
aquel extranjero, a aquel Sarcany!
¡La desesperación había vuelto a entrar en aquella casa, donde por unos
días había brillado un rayo de felicidad!
Por otra parte, ¿cómo era posible modificar los proyectos de Silas
Toronthal? ¿No era evidente, dada la prisa con que se había fijado y
declarado, que este enlace estaba resuelto desde hacía ya mucho tiempo;
que Sarcany y el banquero se conocían desde larga fecha; que este
rico tripolitano debía tener sobre el padre de Sava una influencia particular?
244
Pero si Pedro Bathory no pudo volver a ver a Sava ni a su padre, varias
veces en la Stradone se encontró frente a frente con Sarcany. A la mirada
de odio del joven, Sarcany contestó con el más insolente desdén.
Pero ¿bajo qué pretexto y por qué Sarcany habla de aceptar un encuentro
que su interés le mandaba evitar, en vísperas de ser el esposo de Sava
Toronthal?
245
consecuencia de una considerable hemorragia, y su respiración, apenas
sensible, amenazaba extinguirse en un último suspiro.
Madame Bathory iba a lanzarse hacia él, pero la retuvo con un gesto.
246
II. Un encuentro en la «Stradone»
Aquella muerte había causado gran sensación en la ciudad; pero nadie
pudo sospechar la verdadera causa del suicidio de Pedro Bathory, ni sobre
todo que Sarcany y Silas Toronthal tuviesen una parte en aquella
desgracia.
247
En cuanto al doctor, al llegar a Ragusa había hecho primero su aparición
en la casa de la calle Marinella: después se había retirado a un modesto
hotel del arrabal de Plocce, donde aguardaba la celebración del
casamiento de Sarcany con Saya Toronthal para continuar con la
ejecución de sus proyectos.
Nada impedía a Pointe Pescade conversar mientras era todo ojos y oídos.
—¡Te encuentro más gordo, querido Cap! —decía levantándose para tocar
el pecho del Hércules.
—¿Complicada?
—El traidor triunfa en este momento, como sucede siempre en una pieza
bien combinada. ¡Pero, paciencia…! Aguardemos el desenlace.
248
—En Cattaro, —dijo Gap Matifou—, he creído que iba…
249
desesperación había conducido al suicidio, y el sacerdote le aguardaba en
la capilla de los Franciscanos para conducirle al cementerio.
Madame Bathory marchaba detrás del féretro con los ojos secos. No tenía
ni aun fuerzas para llorar. Su mirada, casi feroz, tan pronto se dirigía
alrededor, como parecía penetrar por debajo del paño mortuorio que
recubría el cuerpo de su hijo.
Pointe Pescade sintió que las lágrimas brotaban de sus ojos. ¡Oh! Si no
hubiese tenido la obligación de mantenerse en su puesto, el bravo
muchacho no habría vacilado en unirse a aquellos pocos amigos que
seguían el entierro de Pedro Bathory.
El mismo aparato para aquel casamiento que para aquel entierro. En los
dos lados la misma tristeza horrorosa.
250
Pedro Bathory había muerto, muerto por ella y para ella, y era su entierro
el que pasaba, en el momento en que la conducían en su carruaje de
desposada.
—¿Habré ido más allá de mi derecho? —se dijo—. ¡No…! ¿He herido a
una inocente…? ¡Sí, sin duda! ¡Pero esta inocente es la hija de Silas
Toronthal!
251
—Frente al hotel de la Stradone.
—A las nueve.
Pointe Pescade partió para reunirse con Cap Matifou, que no había
abandonado su puesto.
—Todos.
—¿Y el Eléctrico?
252
pequeña caleta.
El doctor Antekirtt permaneció algún tiempo aún sobre la playa. Sin duda,
esperaba que la noche se hiciese más oscura. Por instantes se paseaba a
largos pasos; después se detenía.
Apenas una ligera brisa de tierra, de esas que se levantan con la noche y
no duran más que algunas horas, se dejaba sentir. Algunas nubes
elevadas, pero bastante espesas, cubrían todo el cielo hasta el horizonte
del Oeste, en que la última barra de vapores, hecha de un rasgo más
claro, acababa de borrarse.
253
La última luz acababa de apagarse en la habitación del guarda. Nadie
debía entrar allí antes del siguiente día.
—Pasemos —dijo.
Allí, la oscuridad era más profunda, bajo los grandes árboles que
abrigaban las sepulturas.
Sin embargo, el doctor, sin titubear, siguió una calle que conducía a la
parte superior del cementerio. Algunas aves nocturnas, asustadas a su
paso, revoloteaban de acá para allá. Pero fuera de los búhos y lechuzas,
no había un solo ser viviente alrededor de los monolitos esparcidos sobre
las hierbas.
254
Sobre una de estas lápidas, la del centro, se leía:
ESTEBAN BATHORY
1867
Gap Matifou la retiró, sin que Pointe Pescade tuviese necesidad de venir
en su ayuda, a pesar de su peso, y después de haber salido de la capilla,
la depositó sobre la hierba.
255
El doctor interrumpió la corriente de su linterna eléctrica, y todo quedó
sumido en la más profunda oscuridad.
Éste levantó en sus robustos brazos el cuerpo del joven, como lo hubiera
hecho con el de un niño, y precedido por el doctor y seguido por Pointe
Pescade, se dirigió al contrapaseo que conducía directamente a la grieta
del cementerio.
A una señal, Cap Matifou bajó por las rocas, disponiéndose a poner el pie
en el bote.
—¿Quiénes sois?
256
—Embarquémonos —dijo el doctor.
El doctor, solo junto aquel cuerpo inanimado, se inclinó sobre él, y sus
labios se posaron sobre aquella frente descolorida.
—¡Yo, Pedro!
—¿Un muerto?
257
III. ¡Mediterráneo!
«El Mediterráneo es hermoso, sobre todo por dos de sus caracteres: su
cuadro tan armónico y la vivacidad, la transparencia del aire y de la luz. Tal
cual es, templa admirablemente al hombre. Le da la fuerza seca, la más
resistente; forma los más fuertes razas».
258
otras islas; el mar Tirreno, al Oeste de Italia; el mar Eloico, alrededor de
las islas de Lipari; el golfo de Lyon, escotadura de la Provenga; el golfo de
Génova, escotadura de las dos Ligurias; el golfo de Gabes, escotadura de
las costas tunecinas; las dos Sirtes, tan profundamente abiertas entre la
Cirenaica y la Tripolitana, en el continente africano.
¿Qué lugar secreto de este mar, del que aún son desconocidas ciertas
recaladas, había elegido el doctor para establecerse? Hay en el itinerario
de este inmenso depósito islas por centenas, islotes a millares. En vano se
intentaría contar sus puntas y caletas. ¡Qué de pueblos tan diferentes de
raza, de costumbres, de estado político, se aprietan en este litoral, en que
la historia de la humanidad ha plantado su huella desde hace más de
veinte siglos! Franceses, italianos, españoles, austríacos, otomanos,
griegos, árabes, egipcios, tripolitanos, tunecinos, marroquíes, argelinos y
hasta ingleses, en Gibraltar, en Malta y en Chipre. Tres vastos continentes
le encierran en BUS playas: Europa, Asia y África. ¿Dónde, pues, el conde
Matías Sandorf, transformado en el doctor Antekirtt, nombre que era tan
querido en los países orientales, había buscado la lejana residencia en la
que iba a elaborar el programa de su nueva vida? Esto es lo que iba a
saber bien pronto Pedro Bathory.
Pedro, después de abrir por un instante los ojos, había vuelto a caer en
una postración completa, tan insensible como en el momento en que el
doctor Antekirtt, le había dejado por muerto en la casa de Ragusa. En
aquel momento el doctor acababa de producir uno de aquellos efectos
fisiológicos, en los cuales la voluntad juega tan gran papel, y cuyos
fenómenos ya no se ponen en duda. Dotado de una singular potencia de
sugestión, había podido, sin la ayuda de la luz del magnesio, ni aun de un
punto metálico brillante, nada más que por la penetración de su mirada,
provocar en el joven moribundo un estado hipnótico, y sustituir su voluntad
a la suya. Pedro, muy débil por la pérdida de sangre, sin apariencia alguna
de vida, no estaba más que dormido, y acababa de despertarse por la
voluntad del doctor. Pero ahora se trataba de conservar aquella vida,
pronta a escaparse. Tarea difícil, por exigir cuidados minuciosos y todos
los recursos del arte médico.
—¡Vivirá…! ¡Yo quiero que viva! —se repetía el doctor—. ¡Ah! ¿Por qué en
Cattaro no habré puesto en ejecución mi primer proyecto? Porque la
llegada de Sarcany a Ragusa me ha impedido arrancarle de aquella
ciudad maldita… ¡Pero yo le salvaré…! En lo porvenir, Pedro Bathory debe
259
ser el brazo derecho de Matías Sandorf.
Pues bien: del hijo de Esteban Bathory quería y sabría hacer lo que había
hecho consigo mismo.
Además, desde hacía ya mucho tiempo el doctor Antekirtt era el único que
quedaba de la gran familia de los Sandorf. No se habrá olvidado que había
tenido una hija, que, después de su prisión, había sido confiada a la mujer
de Lendeck, el intendente del castillo de Artenak.
Aquella niña, entonces de dos años de edad, era la única heredera del
conde. A ella correspondía, cuando llegase a los dieciocho años, la mitad
de los bienes de su padre, reservada por la sentencia que dictaba la
confiscación al propio tiempo que la muerte. Habiendo quedado el
intendente Lendeck en calidad de administrador de aquella confiscada
porción del dominio de la Transilvania, su esposa y él permanecieron en el
castillo con aquella niña, a la que querían consagrar toda su vida. Pero
parecía que una fatalidad pesaba sobre la familia Sandorf, entonces
260
reducida a aquel pequeño ser. Algunos meses después de la condena de
los conspiradores de Trieste y de los acontecimientos que fueron su
consecuencia, aquella niña desapareció, sin que fuese posible descubrir
su paradero.
Tal fue el último golpe que sufrió la raza de los Sandorf, amenazada de
extinguirse con la desaparición del único vástago de aquella noble y
poderosa familia. El tiempo cumplió después paulatinamente su obra, y se
olvidó este acontecimiento, como todos los demás hechos que tenían
relación con la conspiración ocurrida en Trieste.
261
como sagrado.
262
El doctor no había nunca perdido de vista a madame Bathory, establecida
en Ragusa con su hijo Pedro, y Borik, el antiguo servidor del conde
Ladislao Zathmar, y ya sabemos cómo hizo llegar a sus manos una suma
considerable, que no fue aceptada por aquella noble y valerosa mujer.
Había llegado por fin la hora en que el doctor iba a poder comenzar su
difícil campaña. Entonces marchó a Ragusa, seguro de no ser reconocido,
después de quince años de ausencia, él, a quien todos creían muerto. Y
llegó justamente para encontrar al hijo de Esteban Bathory y a la hija de
Silas Toronthal, unidos en un amor que era forzoso romper a cualquier
precio.
Ahora era necesario curarle, era preciso hacerle saber todo lo que
ignoraba todavía, es decir, que una odiosa traición había entregado, con
su padre, a los dos compañeros de Esteban Bathory; era indispensable
decirle quiénes eran los traidores, era, por fin, forzoso asociarle a aquel
papel de implacable justiciero, que el doctor pretendía ejercer a despecho
de la justicia humana, de la que él mismo había sido víctima.
263
delirio pronunciar el nombre de Sava Toronthal. Comprendió cuán
profundo era su amor, y la tortura que sufría por el casamiento de aquélla
a quien amaba.
Llegó a preguntarse si aquel amor resistiría a todo, hasta saber que Sava
era la hija del hombre que había vendido, entregado, muerto a su padre.
Sin embargo, el doctor se lo diría. Estaba resuelto. Era su deber.
Veinte veces pudose creer que Pedro iba a sucumbir. Herido doblemente
en su moral como en su físico, estuvo tan cerca de la muerte, que no
reconocía ya al conde Matías Sandorf, siempre a la cabecera de su lecho,
ni tenía fuerzas para pronunciar el nombre de Sava.
Aquel día el joven le reconoció; con voz muy débil todavía, pudo llamarle
por su verdadero nombro.
—Para ti, hijo mío soy Matías Sandorf —le respondió—; pero para ti solo.
Y como Pedro con su mirada parecía pedir explicaciones que debía estar
impaciente por obtener:
Era este Pointe Pescade, tan adicto a Pedro Bathory como al mismo
doctor. No hay que decir que Cap Matifou y él habían guardado el más
264
absoluto secreto sobre todo lo que había pasado en el cementerio de
Ragusa, y que no debían revelar jamás a nadie que el joven había sido
retirado vivo de su tumba.
Síguese de aquí que Pointe Pescade aceptó con avidez la tarea de cuidar
al enfermo. Al mismo tiempo se le recomendó distraerle cuanto fuese
posible con su alegre humor. No dejó de hacerlo. Además de que, desde
la fiesta de Gravosa, consideraba a Pedro Bathory como a su acreedor, y
se había prometido pagar su deuda de una manera o de otra.
—¿A mí?
265
—A vos, Mr. Bathory, a vos, que aquel día estuvisteis a punto de ser
nuestro único público, es decir, una cantidad de dos florines que no hemos
ganado, puesto que nos faltó el espectador, por más que hubiese pagado
su asiento por adelantado.
—Tengo motivos para creer que estamos en una isla, puesto que el mar
nos rodea por todas partes.
266
—Sin duda; pero ¿en qué sitio del Mediterráneo?
267
No menos evidentemente continuaba pensando en Sava Toronthal, tan
lejos de él ahora, puesto que toda comunicación parecía interrumpida
entre Antekirtta y el resto del continente europeo.
¡Sí, oírlo todo! Y aquel día el doctor, como el cirujano que opera, sería
insensible a los gritos del paciente.
268
—¿Quieres conocer mi historia, Pedro? Escúchame, pues.
269
IV. El pasado y el presente
Y comenzó la historia del doctor Antekirtt, que principia en el momento en
que el conde Matías Sandorf se precipitó en las aguas del Adriático.
Para escapar a los últimos disparos me sumergí varias veces en las olas.
Después, cuando adquirí la seguridad de no ser visto, me mantuve en la
superficie del mar, dirigiéndome hacia el largo. Mis vestidos me
estorbaban poco, por ser muy ligeros y ajustados al cuerpo.
270
Debían ser las nueve y media de la noche. Según mi parecer nadé durante
más de una hora en dirección opuesta a la costa, alejándome del puerto
de Rovigno, cuyas últimas luces vi desaparecer poco a poco.
La brisa aflojaba con la noche. Las olas caían con el viento. Ya no era
levantado, sino por anchas ondas de fondo que me arrastraban hacia alta
mar.
Durante una segunda hora me sostuve así. Aquella porción del Adriático
271
estaba absolutamente desierta. Las últimas aves la habían abandonado
para ganar sus agujeros en las rocas.
Sólo pasaban por encima de mi cabeza algunas gaviotas que volaban por
parejas, lanzando gritos agudos.
¡Sin embargo, por más que no quisiera sentir la fatiga, mis brazos se
volvían tardos, mis piernas pesadas! Mis dedos se entreabrían, y no
conseguía mantener cerradas las manos sino con gran dificultad. Mi
cabeza pesaba sobre mis hombros como si hubiese sido una bomba, y
comenzaba a no poder sostenerla fuera del agua.
Te doy todos estos detalles, Pedro, porque es preciso que los conozcas
para, por ellos, conocerme.
El ruido que había oído era producido por un buque que venía del Este y
se dirigía a la costa italiana. La luz era su fuego blanco, suspendido al
estay de mesana, lo que indicaba un steamer.
272
rojo a babor, el verde a estribor; y como los veía simultáneamente, deduje
que el buque se dirigía hacia mí.
Ahora bien: ¡pedirle asilo valía tanto como ponerse entre las manos de los
gendarmes de Rovigno!
Por fin el steamer llegó sobre mí, dominando el mar con su roda a más de
veinte pies de altura. Me vi envuelto por la espuma de la proa, pero no
empujado. El largo casco de hierro me rozó, y me separó vigorosamente
con la mano. Esto duró apenas algunos segundos. Después, cuando vi
dibujarse las formas levantadas de la popa, me agarró al timón, con riesgo
de ser deshecho por la hélice.
273
como pude cerca del codaste.
Verdad es que podía ser visto y señalado por algún buque que se cruzase
con el nuestro; pero los pocos que se vieron pasaron lo bastante lejos para
no poder distinguir a un hombre colgado de las cadenas del timón.
Un sol ardiente secó bien pronto mis vestidos, de los que me había
despojado. Tenía en mi cinturón los trescientos florines de Andrés Ferrato
que debían asegurar mi subsistencia cuando estuviese en tierra. Allí nada
tendría que temer. En país extranjero, el conde Matías Sandorf estaba
seguro de los agentes de Austria. No hay extradición para los refugiados
políticos. Pero no me bastaba haber salvado la vida; quería que se
creyese en mi muerte. Nadie debía saber que él último fugitivo de la torre
de Pisino había tomado pié en tierra italiana.
Pero entonces, antes que el piloto viniese a su sitio a unas dos millas de
tierra, después de haber hecho con mis vestidos un paquete que colgué de
mi cuello, abandonó las cadenas del timón y me deslicé silenciosamente
en el agua.
Media hora más tarde, con una mar tranquila, sobre una playa sin resaca,
desembarqué al abrigo de toda mirada, refugiándome en las rocas, volví a
vestirme, y pudiendo más la fatiga que el hambre, me dormí en el fondo de
una anfractuosidad guarnecida de fucos y de ovas secas.
274
Al apuntar el día entraba en Bríndisi, e instalándome en uno de los más
modestos hoteles de la ciudad, aguardé los acontecimientos antes de
trazar el plan de toda una nueva vida.
Se me contaba por muerto, tan muerto como si hubiese caído con mis dos
compañeros, Ladislao Zathmar y tu padre Esteban Bathory, en la plaza de
armas de la torre de Pisino.
¡Muerto yo…! No, Pedro; pronto verán que estoy vivo. Pedro Bathory
había escuchado ávidamente el relato del doctor. Estaba tan vivamente
impresionado, como si aquella narración le hubiese sido hecha desde el
fondo de una tumba. ¡Sí!
Quien así hablaba era el conde Matías Sandorf. Frente a él, vivo retrato de
su padre, había perdido su frialdad habitual, le había abierto enteramente
su alma, acababa de mostrársela tal cual era, después de haberla ocultado
a todos por espacio de tantos años. Pero aún no le había dicho nada de lo
que Pedro ardía en deseos de conocer, nada de lo que esperaba de su
concurso.
Así era como había llegado sano y salvo a Bríndisi, mientras que Matías
Sandorf iba a quedar muerto para todos.
275
Sobre esto reflexionaba el doctor, al día siguiente de su llegada a Bríndisi,
paseándose al pie de la azotea que domina la columna de Cleopatra, en el
punto mismo en que comienza la vía Appia.
En hora y media el tren llegó a esta villa, situada casi al final del talón de la
bota italiana, sobre el canal que forma la estrecha entrada del Adriático.
Allí, en aquel puerto casi abandonado, el doctor pudo ajustarse con el
patrón de un jabeque, dispuesto a salir para Smirma, adonde reexportaba
un cargamento de pequeños caballos albaneses que no habían
encontrado comprador en Otranto.
276
Fui bastante afortunado para lograrlo, y aun mucho antes de lo que podía
esperar, primero en Smirna, donde durante siete u ocho años adquirí una
gran reputación como médico.
Pero esto no era suficiente. Necesitaba adquirir un poder sin límites, tal
cual le hubiera podido tener uno de los más opulentos rajhas de la India,
cuya ciencia hubiese igualado a la riqueza. Aquella ocasión se presentó.
277
Cuando quiso pagarme, sólo consentí en recibir el precio que me pareció
debido. Después salí de Homs.
Allí, en efecto, al Norte del grupo de las islas Sírticas, yace la isla
Antekirtta.
278
palabra, la antigua Pentápolis, en otro tiempo griega, macedónica, romana,
persa, sarracena, etc., hoy árabe y dependiente del bajalato de Trípoli.
Aquél era el dominio que convenía al doctor Antekirtt; aquél fue el que
adquirió por una suma, considerable, en plena propiedad, sin obligación
feudal de ninguna clase. Acto de cesión que fue ratificado plenamente por
el Sultán, e hizo del posesor de Antekirtta un propietario soberano.
279
almas.
¿Tenía Antekirtta algún enemigo que temer en aquellos parajes del golfo
de la Sidra? Sí; una secta terrible, a decir verdad, una asociación de
piratas, no había visto sin envidia y sin odio a un extranjero fundar aquella
colonia en la vecindad del litoral líbico.
A Antekirtta, pues, era a donde había sido transportado, al fondo del mar
de las Sirtés, como uno de los rincones más ignorados del Antiguo Mundo,
280
a algunos cientos de leguas de Ragusa, en donde había dejado dos seres
cuyo recuerdo no debía abandonarle nunca: su madre y Sava Toronthal.
—¡Tú, hijo mío! —añadió—; ¡sí, tú, que, perdida la cabeza, no has
retrocedido ante el suicidio…!
281
largo de las murallas de Ragusa. ¡Tal vez aquel hombre creyó que iba a
lanzarme sobre él y a provocarle…! ¡Pero se adelantó… y me hirió…! Ese
hombre es Sarcany, es…
—¡Sarcany…! ¡Sarcany…!
—Sí, Pedro.
—Hablad.
—¡Sea! —dijo el doctor—. Vale más concluir de una vez con estos
secretos que tienes el derecho de conocer, con todo lo que aquel pasado
contiene de terrible, para no volver a hablar de ello. ¡Pedro, has debido
creer que te había abandonado al ausentarme de Gravosa…!
¡Escúchame, pues…! Luego me juzgarás.
Ya sabes, Pedro, que la víspera del día fijado para nuestra ejecución mis
compañeros y yo intentamos escaparnos de la fortaleza de Pisino.
282
Después de haber escapado milagrosamente a los remolinos del Foiba,
cuando hicimos pie en el canal de Léme, fuimos observados por un
miserable, que no vaciló en vender nuestras cabezas, que el Gobierno
acababa de poner a precio. Descubiertos en la casa de un Pescader de
Rovigno en el momento en que se disponía a transportarnos a la opuesta
costa del Adriático, tu padre fue detenido y vuelto a Pisino. ¡Más
afortunado yo, logré escaparme! Esto es lo que tú sabes; lo que no sabes,
helo aquí:
—¿Quiénes son?
283
¡Sí, ese crimen que ha entregado a una desgraciada joven a ese Sarcany!
—¡Ella…! ¡Ella…!
Esto no duró más que algunos segundos, durante los cuales el doctor se
preguntó con espanto si el paciente iría a sucumbir después de la
operación que le había hecho sufrir.
Pero Pedro Bathory era también una naturaleza enérgica. Logró dominar
todos los impulsos de su alma. ¡Algunas lágrimas corrieron de sus ojos…!
Después, cayendo sobre su sillón, abandonó su mano a la del doctor.
— ¡Pedro —dijo éste con voz tierna y grave—: para el mundo entero tú y
yo pasamos por muertos! ¡Ahora estoy solo sobre la tierra, no tengo
amigos, no tengo hija…! ¿Quieres ser mi hijo?
284
Y el sentimiento paternal, unido al sentimiento filial, hizo que se arrojasen
el uno en brazos del otro.
285
V. Lo que pasaba en Ragusa
Mientras estos hechos se realizaban en Antekirtta, veamos los últimos
acontecimientos de que Ragusa era teatro.
286
Durante diez días, es decir, hasta el 16 de Julio, Sava estuvo en un estado
muy alarmante. Su madre no la abandonó un momento. Eran los últimos
cuidados que madame Toronthal debía prodigarla, pues ella a su vez iba a
caer enferma mortalmente.
Aquello no era más que un retardo, sin duda, pero un retardo que si se
prolongaba podía echar por tierra todo el sistema en que fundaba su
porvenir. Por otra parte, no ignoraba que Sava no podía tener para él más
que una invencible repulsión.
287
alma cerrada a todo sentimiento humano.
—Es una feliz circunstancia, dijo un día a Silas Toronthal, que ese
muchacho haya tenido la idea de matarse. Cuanto menos quede de la raza
de los Bathory, mejor para nosotros. Verdaderamente el cielo nos protege.
Sava pudo devolverla entonces todos los cuidados que de ella había
recibido, y no abandonó la cabecera de su lecho ni de noche ni de día.
288
pareció recobrar algunas fuerzas, prestadas sin duda por una fiebre
ardiente, cuya violencia debía dar fin de ella en las siguientes cuarenta y
ocho horas.
289
Madame Toronthal se levantó entonces, y aquella enferma, a la que se
creía privada del más ligero movimiento, a causa de su debilidad, tuvo la
fuerza, después de haberse vestido, de ir a sentarse ante un pequeño
escritorio, cogió de él una hoja de papel de escribir, y con temblorosa
mano escribió algunas líneas, bajo las cuales estampó su firma, y
metiéndola en un sobre, escribió en él esta dirección:
Pero agotadas las fuerzas que había encontrado para cumplir este último
acto de su voluntad, cayó sin movimiento sobre el umbral de la puerta
cochera.
Allí se la encontró una hora después, y recogida por Silas Toronthal y por
Sava, que la transportaron a su habitación sin que hubiese recobrado el
conocimiento.
290
Toronthal no tenía ninguna súplica que hacer, ningún perdón que pedir.
—¿Hablarme?
—¡Madre…! ¡Madre!
—Más bajo… —murmuró madame Toronthal—, más bajo… que nadie nos
oiga.
—Sava, tengo que pedirte perdón del mal que te he hecho… del mal que
no he tenido el valor de impedir.
—¡Dame el último beso, Sava…! ¡Sí… el último…! Esto querrá decir que
me perdonas.
291
Levantándose entonces, y mirándola con una fijeza espantosa, dijo:
A los tres días se hicieron los funerales con toda ostentación. La multitud
de amigos con que cuenta todo hombre rico, rodeó al banquero.
292
—Nada puedo hacer, y por otra parte, con tal que el casamiento tenga
lugar antes de cinco meses, no tenéis motivo alguno para inquietaros.
—Si esa carta nos amenazase —le hizo observar Silas Toronthal—, la
amenaza hubiera producido su efecto algunos días después, y hasta ahora
nada ha cambiado en nuestra situación.
293
Más de una vez Sarcany había censurado duramente a Silas Toronthal el
que aceptase semejante situación. A consecuencia de la costumbre
adoptada, no tenía ninguna ocasión para encontrar a la joven. Esto no
podía convenir a sus ulteriores proyectos. Así es que se explicó
claramente con el banquero. Aun cuando no fuese cuestión de celebrar el
matrimonio durante los primeros meses del duelo, no quería que Sava se
acostumbrase a la idea de que su padre y él habían renunciado a aquella
unión.
Por fin Sarcany se mostró tan imperioso, tan exigente con Silas Toronthal,
que éste, el 16 de Agosto, hizo prevenir a Sava que quería hablarla
aquella misma noche. Esperaba una negativa, pues la prevenía que
Sarcany deseaba estar presente a la entrevista; pero no sucedió así. Sava
contestó que estaba a sus órdenes.
294
discutir más tiempo. No pretendo nada de la herencia de que me habláis.
Sarcany hizo un movimiento que podía indicar por su parte una viva
contrariedad, pero también una sorpresa mezclada con alguna inquietud.
295
—¡Sí, un negocio! —respondió Sava con tono de desprecio.
—El proyecto de unión que finges olvidar, y que debe hacer mi yerno de Mr
. Sarcany.
—¿Estáis bien seguro que ese matrimonio hará de Mr. Sarcany vuestro
yerno?
La insinuación era tan directa esta vez, que Silas Toronthal se levantó para
salir: ¡tal necesidad tenía de ocultar su turbación! Pero Sarcany le retuvo
con un gesto. Quería llegar hasta el fin, quería absolutamente saber a qué
atenerse.
—Escuchadme, padre mío, porque ésta es la última vez que os doy este
nombre —dijo entonces la joven—. No es por mí por quien Mr. Sarcany
pretende casarse conmigo; es por esa fortuna que rechazo. Sea
cualquiera su impudencia, no osará desmentirme. Sin embargo, puesto
que me recuerda que yo había consentido en ese casamiento, mi
respuesta será fácil. Si; he debido sacrificarme, cuando he podido creer
que el honor de mi padre estaba en juego en esta cuestión; pero mi padre,
bien lo sabéis, no puede estar mezclado en este odioso compromiso. Si
queréis enriquecer a Mr. Sarcany, dadle vuestra fortuna… Es todo cuanto
pide.
296
tu madre…
—¡Loca!
—¡Jamás!
297
—No hay que contar con que Sava consienta jamás, por lo menos
voluntariamente, en este enlace —dijo—. Pero por los motivos que
sabemos, es más que nunca necesario que el enlace se verifique. ¿Qué
sabe ella de nuestro pasado? Nada, porque lo hubiese dicho. Sabe que no
es vuestra hija, nada más. ¿Conoce a su padre? Tampoco. Su nombre
hubiera sido lo primero que nos habría echado a la cara. ¿Hace mucho
tiempo que está al corriente de su posición respecto a nosotros? No, y
hasta es probable que madame Toronthal no haya hablado hasta el
momento de morir.
—Resulta, pues, que, por poco que Sava sepa de lo que la concierne, y
por más que ignore lo que nos atañe en el pasado, ambos estamos
amenazados: vos, en la honrosa posición que os habéis creado en
Ragusa; yo, en los intereses considerables que debe asegurarme este
matrimonio, a los cuales pretendo no renunciar. Luego lo que hay que
hacer, y eso lo más pronto posible, es: abandonar a Ragusa vos y yo,
llevarnos a Sava, sin darla tiempo a ver ni hablar con nadie, antes hoy que
mañana, no volver a esta ciudad hasta después de verificado el enlace,
pues siendo ya mi esposa, Sava tendrá interés en callarse. Una vez en el
extranjero, quedará tan sustraída a toda influencia, que ya nada tendremos
que temer de ella. En cuanto a hacerla consentir en nuestro enlace
voluntariamente y en los plazos que me convenga, corre de mi cuenta, y
¡Dios me condene si no me salgo con la mía!
298
Convinieron, pues, en que el proyecto se pondría en planta antes de que
Sava pudiera abandonar el hotel. Después se separaron, dándose gran
prisa en su ejecución, no sin motivo, como vamos a ver.
Cuando Borik abrió la puerta, encontró una carta que había sido
depositada en el buzón de la casa.
¡Qué súbita asociación del nombre de Sava y del nombre de Pedro tuvo
lugar en la mente de madame Bathory!
Y sin añadir una palabra (no hubiera podido, ni responder al viejo servidor
a quien rechazó en el momento en que quería detenerla), se precipitó
fuera de la casa, descendió la calle Marinella, atravesó la Stradone y se
detuvo ante la puerta del hotel Toronthal.
—¡Sálvala…! ¡Sálvala…!
299
La puerta se abrió. Un criado se presentó, preguntándola qué deseaba.
Madame Bathory, quebrantada por este último golpe, vaciló y cayó en los
brazos de Borik, que acababa de reunirse a ella.
300
VI. En las aguas de Malta
Mientras tenían lugar estos últimos acontecimientos que tan de cerca le
afectaban, Pedro Bathory veía mejorar su estado de día en día. Bien
pronto no tuvo ya que inquietarse de su herida, cuya curación estaba casi
concluida.
¡Su madre…! Era imposible dejarla bajo el peso del dolor producido por la
falsa muerte de su hijo.
Pero aun cuando debiese pensar que ahora era la esposa de Sarcany,
¿cómo hubiera podido olvidarla? ¿Había acaso cesado de amarla, aunque
para él fuese la hija de Silas Toronthal? No; después de todo, ¿era Sava
responsable del crimen de su padre? Y sin embargo, aquel crimen había
conducido a la muerte a Esteban Bathory. De aquí el combate que se
libraba en su interior, del que sólo Pedro hubiera podido decir cuáles eran
las fases terribles o incesantes.
El doctor adivinaba todo esto. Así es que, para dar distinto curso a las
ideas del joven, no cesaba de recordarle el acto de justicia a que juntos
debían concurrir. Era preciso que los traidores fuesen castigados, y lo
serían.
¿Cómo llegarían hasta ellos? Nada tenía aún decidido, pero llegaría.
301
—¡Mil caminos, un fin! —repetía el doctor.
Sin embargo, como la hulla era indispensable a las máquinas de vapor que
servían para la producción de la electricidad, había siempre una provisión
considerable de carbón en los almacenes de Antekirtt, y esta provisión era
incesantemente renovada por medio de un buque que iba a abastecerse
directamente a Inglaterra.
302
era de formación natural, pero se había mejorado a fuerza de grandes
trabajos. Dos escolleras, un muelle y un rompeolas, le hacían muy seguro,
fuese cual fuese la dirección del viento. De aquí la seguridad absoluta para
la flotilla de Antekirtt. Esta flotilla ce componía de la goleta Savarena, el
carbonero de vapor destinado a proveer de hullas traídas de Swansea y de
Cardiff, un steam-yacht de setecientas a ochocientas toneladas, llamado
Ferrato, y tres Eléctricos, de los cuales dos, dispuestos en torpederos,
podían contribuir muy útilmente a la defensa de la isla.
Bajo la impulsión dada por el doctor Antekirtt veía crecer de día en día sus
medios de resistencia. Bien lo sabían los piratas de Trípoli y la Cirenaica.
No obstante, su mayor deseo hubiera sido apoderarse de ella, pues su
posesión habría servido a los proyectos del actual gran maestre de la
cofradía del Senousismo, Sidi Mohammed El Mahedi. Pero conociendo las
dificultades de semejante empresa, aguardaba la ocasión de obrar con
aquella paciencia que es una de las principales facultades del árabe. El
doctor no lo ignoraba, y empujaba activamente los trabajos de defensa.
Para reducirlos, cuando estuviesen concluidos, sería necesario emplear
esos modernos ingenios de destrucción de que los Senousistas no
disponían todavía. Además, desde los dieciocho a los cuarenta años, los
habitantes de la isla formaban compañías de milicianos provistos de armas
de precisión, de tiro rápido, ejercitados en las maniobras de artillería,
mandados por jefes elegidos entre los mejores, constituyendo una fuerza
de quinientos a seiscientos hombres, con la que se podía contar
seguramente.
303
¡Felices, sí, felices eran los indígenas de Antekirtt! Ubi bene, ibi patria (La
patria está donde te encuentra la dicha), es sin duda una divisa poco
patriótica; pero bien podría dispensársela a aquellas honradas gentes que
habían acudido al llamamiento del doctor, y que, miserables en su país,
encontraban la dicha y la abundancia en aquella isla hospitalaria.
304
—¡Demasiado bien! —respondía Pointe Pescade—. ¡Muy por encima de
nuestra condición! Oye, Cap Matifou: es necesario instruimos, ir a la
escuela, ganar los premios de gramática, obtener nuestros certificados de
capacidad.
Más de una vez Pointe Pescade tuvo que hacer si relato de aquellos
dolorosos acontecimientos, en los cuales había tomado una parte
indirecta, y de los que Pedro sólo podría hablar con él cuando no lograba
contener las expansiones de su corazón. De aquí un lazo más estrecho, a
propósito para unir al uno con el otro.
305
saberlo, nadie pudo decirlo. Era éste un motivo de profunda aflicción para
el doctor. Pero no renunciaba a encontrar a los hijos del hombre que se
había sacrificado por 61, y por orden suya, las indagaciones continuaron
sin descanso.
306
¿Dónde buscar…?
—Ignoro si no hay que ver más que una simple coincidencia entre estos
dos hechos. Silas Toronthal y Sarcany, ¿tendrán algo que ver en la
desaparición de madame Bathory? ¡Ya lo sabremos! Pero a esos dos
miserables es o los que hay que buscar primero.
—¿Dónde encontrarles…?
Y a Cap Matifou:
—¿Pronto?
307
tomar la mar, hecha su provisión de víveres, llenos sus pañoles,
arregladas sus agujas, aparejó a cosa de las ocho.
No hay para qué decir que el Ferrato estaba dispuesto con un confort que
aseguraba a sus pasajeros toda clase de comodidades. Llevaba además
cuatro cañones de acero que se cargaban por la culata, y dispuestos en
batería, dos cañones revólveres Hotchkis y dos ametralladoras Gattins;
además en la proa una larga pieza de caza que podía lanzar a seis
kilómetros un proyectil cónico de trece centímetros.
Durante las primeras horas se llevó a efecto la salida del golfo de la Sidra
en bastante buenas condiciones. Aun cuando el viento era contrario, una
brisa del Noroeste bastante fresca, el capitán pudo imprimir al Ferrato una
notable velocidad; pero le fue imposible utilizar el velamen foques,
trinquetes, velas cuadradas del mástil de mesana, velas áuricas del palo
308
mayor y del artimón.
Pointe Pescade y Cap Matifou dieron los buenos días al doctor y a Pedro
Bathory.
—Sí, señor doctor, una taza de café negro con dos kilos de galleta.
309
con el doctor, se preguntaba si no sería conveniente arribar a Malta, cuyos
fuegos podrían distinguirse a cosa de las ocho de la noche.
310
Antes de una hora, a pesar de la violencia del mar, el Ferrato debía
hallarse bajo el radio de aquel fuego. Después de marcarle con cuidado,
sin aproximarse demasiado a tierra, podrían acercarse lo suficiente para
encontrar un abrigo durante algunas horas.
Esto fue lo que hizo el capitán Kostrik, no sin haber tomado antes la
precaución de moderar su velocidad, a fin de evitar todo accidente, tanto
en el casco como en la máquina del Ferrato.
Una lluvia caliente caía por chubascos. La masa de vapores del horizonte,
desgarrada por el viento, pasaba a través del espacio con extrema
velocidad. Entre sus desgarraduras brillaban súbitamente algunas estrellas
que se extinguían de repente, y el extremo de aquellos harapos,
arrastrando basta el mar, la barría como inmensas colas. Triples
relámpagos, azotando las olas en tres puntos, envolvían a veces al steam-
yacht por completo, y los estallidos del trueno no cesaban de conmover el
aire.
311
estas condiciones debía ser horriblemente sacudido; pero por lo menos no
corría el riesgo de arrojarse contra la costa.
312
arrastrados por las ráfagas, el steam-yacht podía estar sobre la costa.
Tales fueron las órdenes dadas por el capitán Kostrik, que no podía ya
disponer más que de su velamen para salvarse, órdenes que la tripulación
se apresuró A obedecer, maniobrando con una precisión admirable. No
hay para qué decir si Pointe Pescade con su maravillosa agilidad, y Cap
Matifou con su fuerza prodigiosa, vinieron su ayuda.
Las drizas se hubieran roto más bien que no ceder a los esfuerzos de Cap
Matifou.
313
De pronto apareció en las bramas un punto negro que venía de tierra. Una
embarcación avanzaba hacia el Ferrato. Era sin duda un Pescader a quien
la tormenta había obligado a refugiarse en el fondo de la pequeña
ensenada de Melleah. Ahí, en un bote, al abrigo de las rocas, refugiado en
la admirable gruta de Calipso, que podría ser comparada a la gruta de
Fingal, en las Hébridas, había oído los silbidos y el cañonazo de socorro.
A cosa de las cuatro de la mañana, cuando los primeros albores del día
comenzaban a blanquear el horizonte del largo, seguía el canal de La
Valette y anclaba en el muelle de la Sanglea, a la entrada del puerto militar.
314
—¿Sois piloto?
—¿Y os llamáis…?
—Luigi Ferrato.
315
VII. Malta
¡Luigi Ferrato…! ¡Era, pues, el hijo del Pescader de Rovigno el que
acababa de dar su nombre al doctor Antekirtt! ¡Era Luigi Ferrato, quien, por
una casualidad providencial, acababa con su valor y agilidad de salvar al
steam-yacht, a sus pasajeros y a toda su tripulación, de una pérdida
segura!
El doctor estuvo a punto de lanzarse sobre Luigi para estrecharle entre sus
brazos, pero se contuvo. Hubiera sido el conde Sandorf quien se hubiese
abandonado a aquel impulso de reconocimiento, y el conde Sandorf debía
continuar muerto para todos, hasta para el hijo de Andrés.
316
—Luigi —le dijo—; mis amigos me han dado el encargo de pagar la deuda
de agradecimiento que habían contraído con vuestro padre. Desde hace
muchos años os estoy buscando, sin saber lo que había sido de vosotros,
pues desde vuestra partida de Rovigno se habían perdido vuestras
huellas. ¡Loado sea Dios, que os ha enviado a nuestro socorro! El buque
que habéis salvado lleva el nombre de Ferrato, en recuerdo de Andrés…
Dejadme abrazaros, hijo mío…
—¿Vos, señor?
Luigi fue entonces instruido de todo, y supo más particularmente el fin que
perseguía el doctor Antekirtt. Sólo se le ocultó una cosa: el joven Pescader
no debía saber que se hallara en presencia del conde Sandorf.
317
—Es mi madre y mi hermana a la vez —respondió Luigi.
318
pero también se encuentran italianos, que querrían estar en su casa;
además una población flotante cosmopolita, como en Gibraltar, y sobre
todo malteses.
Los mal teses son africanos. En los puertos conducen sus embarcaciones
de vivos colores, en las Calles lanzan sus carruajes por pendientes
vertiginosas, en los mercados venden frutas, legumbres, carnes y
Pescades bajo la lámpara de algún santo pintarrajeado, en medio de un
atronador alboroto.
Diríase que todos los hombres se parecen: tez morena, cabellos negros,
algo crespos, ojos ardientes, talla mediana, pero robusta. Juraríase que las
mujeres son de la misma familia: grandes ojos con largas pestañas,
cabello oscuro, manos preciosas, piernas finas, cuerpo flexible, con cierta
morbidez, y la piel de una blancura que no puede empañar el sol, bajo la
falzetta, especie de manto de seda negra a la moda tunecina, común a
todas las clases, y que sirve a la vez de tocado, de mantilla y hasta de
abanico.
En aquella isla era donde Luigi ejercía su oficio con tanta audacia como si
hubiese sido maltés, y allí habitaba desde hacía quince años con su
hermana María Ferrato.
319
Los dos hermanos habitaban en La Vallette. Más propio sería decir bajo La
Vallette, porque vivían en una especie de cuartel subterráneo, llamado el
Manderaggio, cuya entrada se encuentra sobre la Strada San Marco. Allí
habían podido encontrar un alojamiento en relación con sus escasos
recursos, y hacia aquel hipogeo Luigi condujo al doctor y a Pedro cuando
quedó anclado el steam-yacht.
320
ramificaciones confinan con los respiraderos enrejados abiertos en el
espesor de los muros, al nivel del malecón de la Cuarentena, inundado por
el sol y por la brisa del mar.
María y Luigi Ferrato vivían en el piso más alto de una de las casas de
aquel cuartel. La habitación constaba sólo de dos piezas. El doctor quedó
admirado de la indigencia que revelaba aquel alojamiento, pero también de
su aseo. Se veía allí la mano de la mujer cuidadosa que regía en otro
tiempo la casa del Pescader de Rovigno.
Mientras habló, María le miraba con tanta atención, y al mismo tiempo, con
una emoción tan grande, que el doctor temió por un instante que hubiese
adivinado en él al conde Matías Sandorf.
La hija de Andrés Ferrato tenía entonces treinta y tres años. Era siempre
bella por la pureza de las líneas y el ardor de sus grandes ojos. Algunos
cabellos blancos, mezclados a su negra cabellera, indicaban que había
sufrido más por las contrariedades de la vida, que por su duración. La
edad no entraba para nada en aquella blancura precoz, debida a las
fatigas, a los tormentos, a los dolores experimentados desde la muerte del
Pescader de Rovigno.
321
—Señores —respondió María—, no ha hecho más que lo que debía esta
noche al prestaros socorro y yo doy gracias al cielo por haberle inspirado
ese pensamiento. Es el hijo de un hombre que jamás ha conocido sino una
cosa: su deber.
Pero Luigi rivalizó bien pronto en audacia y habilidad con los malteses,
cuya reputación está bien sentada. Nadador maravilloso como ellos, pudo
bien pronto medirse con el famoso Nicolo Pescei, un hijo de La Vallette
que, según dicen, llevó unos despachos desde Nápoles a Palermo,
atravesando a nado el mar Eólico. Así pudo con toda facilidad dedicarse a
la caza de chorlitos y pichones salvajes, cuyos nidos es preciso ir a buscar
hasta el fondo de inabordables grutas que la resaca del mar hace tan
peligrosas. Pescader audaz, jamás su barca había retrocedido ante una
racha cuando se trataba de tender sus redes y sedales. Y en estas
condiciones se encontraba la noche anterior, de estadía en la ensenada de
Melleah, cuando oyó las señales de socorro del steam-yacht.
Pero en Malta los pájaros de mar, los Pescades, los moluscos son tan
abundantes, que lo módico de su precio hace la pesca poco lucrativa. A
322
pesar de todo su celo, Luigi podía apenas subvenir a las necesidades de
su pequeño menaje, aunque María, por su parte, trabajaba en algunas
obras de costura. Así es que para no comprometer sus reducidos
recursos, había sido preciso aceptar aquel alojamiento en el Manderaggio.
Mientras que María contaba esta historia, Luigi, que había entrado en su
habitación, volvía con una carta en la mano. Eran unas cuantas líneas que
Andrés Ferrato había escrito antes de morir.
¡Lo que he hecho, volvería a hacerlo otra vez! No olvidéis jamás a vuestro
padre, que muere enviándoos su último abrazo.
—Andrés Ferrato».
—Era ya muy vieja, señor doctor —respondió Luigi—, y para otro que no
fuese yo, la pérdida no sería muy grande.
— Sea, Luigi; pero me permitiréis sin duda que la reemplace por otra, por
el mismo buque que habéis salvado.
—¿Qué…?
323
—¿Pero… y mi hermana…?
— Vuestra hermana formará parte de esa gran familia que habita mi isla
de Antekirtta —respondió el doctor—. Vuestra existencia me pertenece de
ahora en adelante, y la haré tan feliz, que nada tendréis que sentir de
vuestro pasado, si no es el haber perdido a vuestro padre.
Luigi había cogido las manos del doctor, y las apretaba, las besaba,
mientras que María no podía demostrar su reconocimiento sino con sus
lágrimas.
—¡Ah! —le dijo—: ¡cuán bueno es, hijo mío… qué bueno tener que
recompensar!
324
Antekirtta, dando orden al Eléctrico 2 de ir a cruzar inmediatamente por la
costa de Sicilia en las aguas de Portio di Palo.
Sólo con mirar a Luigi podía asegurarse, sin temor de equivocarse, que
era un marino. En cuanto a su valor y a su audacia, ya se vio cómo se
había conducido treinta y seis horas antes en la bahía de Melleah. Fue,
por lo tanto, aclamado. Después su amigo Pedro y el capitán le hicieron
los honores del buque, que él deseaba conocer en todos sus detalles.
—Lo que tengo que deciros, añadió, he creído deberlo ocultar hasta ahora
325
a mi hermano. No hubiera podido contenerse, y sin duda nos hubieran
sobrevenido nuevas desgracias.
—¿En Malta?
—¿En La Vallette?
—¿Luigi lo ignora?
—Jamás.
326
—¿Y sabéis, María, para qué ha venido a La Vallette y en qué se ocupa
desde su llegada?
—¿Aquí?
—¡Yo lo sabré!
—Me alegro de que os guste, Luigi, puesto que le habéis de mandar como
segundo mientras las circunstancias hagan de vos su capitán.
—¡Oh, señor…!
—Mi querido Luigi —replicó Pedro—; con el doctor Antekirtt no olvides que
todo llega.
—Sí, Pedro, todo llega; pero di más bien con la ayuda de Dios.
327
hombre siempre dispuesto a recibir una orden, siempre pronto a ejecutarla.
—Entendido.
—Me han dicho que ese hombre se ocupa en alistar los más detestables
bribones del Manderaggio a fuerza de dinero. Ignoro por cuenta de quién
se hace ese alistamiento, y eso es lo que quiero que descubras lo antes
posible.
—Lo descubriré.
—¡Oh! ¡Eso no será difícil! Tú eres inteligente, amigo mío, y cuento con tu
inteligencia.
328
Al oír este nombre, Pedro exclamó:
Verdaderamente que ningún punto hubiera sido tan a propósito para reunir
una banda de bribones, tan naturalmente dispuestos al asesinato y al
pillaje, como aquel Cafarnaum de la villa subterránea. Había allí gentes de
todos los países, sin duda vagabundos del Poniente y del Levante,
fugitivos de los barcos mercantes o desertores de los buques de guerra,
pero sobre todo malteses de la más ínfima clase, temibles asesinos de
profesión, conservando aún en sus venas la sangre de piratas que hizo a
sus antecesores tan terribles en la época de las razzias berberiscas.
Evidentemente aquel dinero no podía ser suyo. Hacía mucho tiempo que
la prima de cinco mil florines recibida por el asunto de Rovigno se había
comido.
329
Carpena, arrojado de Istria por la reprobación pública, rechazado de todas
las salinas del litoral, se había puesto a recorrer todo el mundo. Disipado
rápidamente su dinero, de miserable que antes era, se había hecho más
miserable después.
Hay que notar aquí que Carpena quedó muy sorprendido al encontrar a
María en las calles del Manderaggio. Después de una ausencia de quince
años, la había reconocido tan perfectamente como él había sido
reconocido por ella, quedando muy contrariado de que estuviese al
corriente de lo que había venido a hacer en La Vallette.
Pointe Pescade debía, pues, obrar con astucia si quería saber lo que el
doctor tenía tanto interés en conocer, y lo que el español guardaba tan
secretamente. Sin embargo, Carpena se vio bien pronto sitiado por él.
¡Cómo no había de reparar en aquel joven bandido tan precoz, que se
ligaba a su persona, se insinuaba en su intimidad, que se rodeaba de la
escoria del Manderaggio, se vanagloriaba de contar en su activo un
catálogo de crímenes cuya página más insignificante le hubiera valido la
cuerda en Malta, la guillotina en Italia, el garrote en España; que afectaba
el más profundo desprecio para todas aquellos gallinas del barrio, a
quienes la vista de un policemen hacía palidecer! En fin, un hermoso tipo
que Carpena, muy inteligente en el género, no podía menos de apreciar en
todo su valor.
De aquel juego tan diestramente conducido, resultó, sin duda, que Pointe
Pescade consiguió su objeto, porque él 26 de Agosto por la mañana el
330
doctor Antekirtt recibió una esquelita en que le daba cita para aquella
noche en la extremidad de la Senglea.
—He aquí lo que acabo de robar a vuestra excelencia. Otra vez tenga más
cuidado con sus bolsillos.
—¿Para quién?
331
entré aquellos miserables y Carpena?
— ¿Y por qué?
332
—¡Bravo muchacho!
El Hércules movió la cabeza, abrió y cerró por tres veces sus anchas
manos, y hubiérasele podido oír repetirse a sí mismo:
Estas últimas palabras decían más que todo lo que hubiera podido decir
Cap Matifou, si hubiese tenido el talento de hacer largas oraciones.
333
VIII. En las inmediaciones de Catania
Si el hombre hubiese recibido el encargo de fabricar el globo terrestre, lo
habría sin duda colocado en un torno, lo habría construido
mecánicamente, como una bola de billar, sin dejarle ni una aspereza, ni
una arruga; pero la obra ha sido hecha por el Creador; así es que en la
costa de Sicilia, entre Acireale y Catania, los cabos, los arrecifes, las
grutas, las rocas y las montañas abundan en este incomparable litoral.
334
hombres poco sensibles al encanto de los recuerdos históricos hablaban
de ciertas cosas que los gendarmes sicilianos Se hubiesen alegrado de oír.
Uno de estos hombres, que estaba a la mira de la llegada del otro desde
largo rato, era Zirone. El que acababa de llegar por el camino de Catania,
era Carpena.
—Por fin, has venido —dijo Zirone—. Mucho has tardado. Creí, en verdad,
que Malta había desaparecido como la isla Julia, su antigua vecina, y que
habías ido para servir de pasto a las toninas y demás de su especie del
fondo del Mediterráneo.
—¿Tú y tu gente?
—Sí.
—¿Cuántos tienes?
—Una docena.
—¿Tan solo?
—No son malos, pero tal vez insuficientes —contestó Zirone—, pues
desde hace algunos meses la faena es difícil y costosa. Los gendarmes
pululan ahora en Sicilia, y pronto los encontraremos hasta en la sopa. En
fin, si tu mercancía es de buena calidad…
335
—Así lo creo, Zirone, y juzgarás por ti mismo. Además, traigo conmigo un
guapo chico, un antiguo acróbata de ferias, ágil como un tigre, y que nos
podrá ser muy útil.
—¿Y se llama?
—Pointe Pescade.
—Desde mañana…
—No, desde esta noche, contestó Zirone, en cuanto haya recibido nuevas
instrucciones. Espero aquí, cuando pase el tren de Messina, una esquela
que me será arrojada por la portezuela del vagón que vaya a la cola.
Zirone, que miraba por todos lados con profunda atención, se acercó al
tren. Al pararse éste, abrióse el vidrio de la portezuela del último coche y
se asomó una mujer que, en cuanto vio al siciliano, arrojó una naranja que
336
fue rodando por la vía hasta pocos pasos de donde se colocó éste.
Zirone fue a recoger la naranja, o más bien los dos pedazos de la cáscara
que aparecían unidos por medio de una cuerdita. El español y él fueron a
ocultarse detrás de una alta roca. Una vez allí, Zirone encendió una
linterna, separó los dos pedazos de la cáscara y sacó un papelito en que
se hallaban escritas estas palabras:
Era evidente que Sarcany había sabido en Ragusa que ese misterioso
personaje, de quien tanto se había ocupado la opinión pública, había sido
recibido dos veces en casa de madame Bathory.
337
Hace unos dieciocho años que existía en Sicilia, principalmente en
Palermo, su capital, una temible asociación de malhechores, ligados entre
sí por una especie de rito francmasónico; contaban con varios miles de
adeptos. El robo y el fraude por todos los medios posibles, tal era el
objetivo de esa Sociedad de la Maffia, a la cual gran número de
comerciantes y de industriales pagaban un tributo anual para que les fuese
permitido ejercer, sin demasiadas contrariedades, su industria o su
comercio.
Sin embargo, con el progreso inherente a todas las cosas, con una mejor
administración de las ciudades, si no de los campos, esta asociación
empezó a encontrar dificultades en sus negocios. Los tributos y censos
disminuían. Así es que la mayor parte de los socios se separaron y fueron
a pedir al brigandaje un medio de existencia más lucrativo.
338
encierra cordilleras como los Pélores y los Nébrodes, un grupo volcánico
independiente, del Etna, manantiales como Giarella, Cántara y Platani,
torrentes, valles, planicies, ciudades que comunican difícilmente entre sí,
aldeas cuyos accesos son muy estrechos, pueblos perdidos sobre rocas
casi inaccesibles, conventos aislados en las gargantas o en los
contrafuertes, en fin, multitud de refugios en los cuales la soledad es
posible, y una infinidad de caletas, en donde el mar ofrece miles de
ocasiones para huir. Es, en pequeño, el resumen del globo; este pedazo
de tierra siciliana, en donde se encuentra todo lo que constituye el dominio
terrestre, montes, volcanes, valles, prados, ríos, lagos, torrentes, ciudades,
aldeas, caseríos, puertos, caletas, promontorios, cabos, escollos,
rompientes, todo a disposición de una población de cerca de dos millones
de habitantes, repartida en una superficie de veintiséis mil kilómetros
cuadrados.
¿Qué teatro podría estar mejor dispuesto para las operaciones del
bandolerismo? Así es que, a pesar de que el brigante siciliano, lo mismo
que el brigante calabrés, parece como que ya no son de esta época, como
si estuviesen proscriptos, al menos de la literatura moderna; en fin, a pesar
de que ya se empieza a considerar el trabajo como más remunerador que
el robo, es conveniente, sin embargo, que los viajeros no se aventuren sin
tomar antes sus precauciones en ese país querido de Caco y bendecido
por Mercurio.
339
combinar los planes y ejercer el cargo de posadero en esa vivienda de
Santa Grotta, horrorosa caverna perdida en las primeras rampas del
volcán.
Zirone y Carpena, durante ese trayecto de ocho millas italianas desde las
rocas de Polifemo hasta Nicolossi, no tuvieron ningún mal encuentro, por
cuanto que ningún gendarme se presentó en su camino. Iban por senderos
bastante ásperos, entre viñas, olivares, naranjos, cidros, en medio de
encinas e higueras de la India. El siciliano y el español atravesaron las
aldeas de San Giovanni y de Tramestieri, a una altura bastante respetable
del nivel mediterráneo.
Hacia las diez y media llegaron a Nicolossi, que es usa aldea situada en la
parte central de un ancho circo, que flanquean al Norte y al Oeste los
conos eruptivos de Mompilieri, de los MonteRossi y de la Serra Pizzutta.
340
de Zirone.
Era una amenaza ridícula, puesto que Cassona está muy distante de
Santa Grotta; pero los nuevos bandoleros se imaginaron que sus gritos
podían ser oídos de los carabineros, que son los gendarmes del país.
Bajaron, pues, un tanto el diapasón, sin dejar por eso de seguir empinando
ese vinillo del Etna que Benito les servía en persona, para festejar su
llegada. En suma, estaban todos ellos más o menos borrachos, cuando se
abrió la puerta de la caverna.
341
Carpena, y que se presentaba con tal descaro. Sin duda encontró que su
fisonomía era inteligente y atrevida, pues hizo una señal de aprobación, y
dirigiéndose luego a Pointe Pescade, le dijo:
—¡Lástima fuera!
—Oye, pequeño, añadió Zirone; Carpena me ha dicho que podrías tal vez
decirme algo que me interesa.
—¿Gratis…?
—Toma.
—¿Has viajado?
342
—Y nada más. Dime, Pointe Pescade, en tus numerosos viajes, ¿has oído
hablar alguna vea de cierto doctor Antekirtt?
—¡Jamás!
—Un pobre diablo cien veces millonario, según dicen, que no sale jamás
sin un millón en cada bolsillo de su gabán de viaje, que tiene por lo menos
seis. Un desgraciado que se ve reducido a ejercer la medicina por
pasatiempo, tan pronto en su goleta, tan pronto en un yacht, y que tiene
específicos para las veintidós mil enfermedades con que la naturaleza ha
gratificado al género humano.
343
Y pensando que había llegado el momento de inspirar a Zirone la idea de
ese proyecto cuya ejecución estudiaba, añadió:
—¿Y cuándo?
—¿Para dónde?
Esta coincidencia entre la marcha del doctor Antekirtt y el aviso que había
recibido de desconfiar de él, no podía menos de aumentar las sospechas
del compañero de Sarcany.
—¿Qué tendrá que hacer en Sicilia ese doctor del diablo, y precisamente
en Catania?
344
—¡Eh! ¡Por Santa Ágata! ¡Viene para visitar la ciudad! ¡Viene para hacer la
ascensión del Etna! ¡Viene para viajar, como rico que es!
—¿Con qué?
345
Al llegar a Sicilia, el doctor esperaba encontrar a Sarcany, y caso de que
estuviesen juntos, a Silas Toronthal, lo que era muy posible, puesto que
ambos habían abandonado Ragusa. A falta de Sarcany, contaba con la
ayuda de su compañero para apoderarse de Zirone, y luego, por
recompensa o por amenaza, conseguir que le dijera dónde se encontraban
Sarcany y Silas Toronthal. Tal era su plan. He aquí cómo trataba de
ejecutarlo.
Véase ahora qué lazo iba a tenderse a Zirone, y en el cual había mil
probabilidades de que fuese cogido.
La víspera del día en que el doctor debía efectuar la ascensión del volcán,
doce hombres del Ferrato, bien armados, se dirigirían secretamente a la
Casa Inglesa. Al día siguiente, acompañado de Luigi, de Pedro y de un
guía, el doctor abandonaría a Catania y seguiría el camino habitual, de
modo de poder llegar a la Casa Inglesa a las ocho, con el objeto de pasar
la noche. Esto es lo que hacen los turistas que quieren presenciar la salida
del sol desde lo alto del Etna, en las montañas de la Calabria.
346
Conociendo Pointe Pescade este plan, se había aprovechado de las
circunstancias para inculcar en el ánimo de Zirone la idea de apoderarse
del doctor Antekirtt, rica presa a quien podría sin escrúpulo imponer un
fuerte rescate. Además, puesto que debía desconfiarse de este personaje,
¿no era mejor apoderarse de él aunque tuviera que perder el precio de su
rescate? Zirone se decidió por esto, aguardando nuevas instrucciones de
Sarcany. Pero para tener mayores seguridades de acierto, y no pudiendo
disponer de su partida, que además se hallaba incompleta, contaba llevar
a cabo la expedición con los malteses de Carpena, lo que después de todo
no podía inquietar a Pointe Pescade, por cuanto que esta docena de
malhechores saldría mal librada en su encuentro con la gente del Ferrato.
Pero Zirone tenía por costumbre no fiar nada al azar; puesto que, según
aseguraba Pointe Pescade, el yacht debía llegar al día siguiente,
abandonó desde muy temprano la vivienda de Santa Grotta y se encaminó
a Catania. No siendo conocido, podía ir sin temor alguno.
Hacia las seis de la tarde, una ballenera trajo al muelle a dos pasajeros del
yacht. Eran el doctor y Pedro Bathory, que se dirigieron por la Vía
Stesicoro y la Strada Etna, hacia la villa Bellini, admirable jardín público,
uno de los más hermosos de Europa tal vez, con sus espesos bosquecillos
de flores, sus parterres, sus terrazas llenas de sombra, sus grandes
árboles, sus aguas corrientes y su soberbio volcán empenachado de
vapores que se ostenta en su horizonte.
Zirone siguió a los dos pasajeros, no dudando que uno de ellos fuese
precisamente el doctor Antekirtt. Se arregló de modo de poder acercarse a
347
ellos, en medio de aquel gentío atraído por la música a la villa de Bellini.
Pero no pudo conseguirlo sin que el doctor y Pedro notasen aquel
espionaje y se fijasen en el semblante sospechoso de Zirone. Si era él,
pensaban aquéllos, la ocasión no podía ser más propicia para seguirle,
tendiendo el lazo que proyectaban.
Así es que, hacia las once de la noche, a tiempo en que los dos iban a
abandonar el jardín para volver a bordo, el doctor, contestando a Pedro,
decía en alta voz:
Sin duda el espía supo lo que deseaba saber, puesto que momentos
después desapareció.
348
Cuarta parte
349
I. La Casa inglesa
Al día siguiente, hacia la una de la tarde, el doctor y Pedro Bathory se
preparaban a dejar el yacht.
Era la primera de las tres zonas que forman os diversos tramos del volcán,
350
ese «monte del horno,» traducción del vocablo Etna por los fenicios; ese
«clavo de la tierra» y esa «columna del cielo,» para los geólogos de una
época en que no existía aún la ciencia geológica.
351
lobos, ni en vena dos. Había aún veinte kilómetros que recorrer antes de
llegar a la Casa Inglesa.
—Lo menos posible —contestó el doctor—, pues quiero llegar esta noche
a las nueve.
Tiempo suficiente para hacer una buena comida en uno de los dos
paradores de la ciudad, que ponen una vez más de manifiesto la
reputación culinaria de las viviendas de Sicilia. Dicho sea esto en honor de
los tres mil habitantes de Nicolossi, incluso los mendigos que por allí
pululan. Un pedazo de cabrito, frutas, uvas, naranjas y granadas, vino de
San Plácido, cosechado en las inmediaciones de Catania; hay muchas
ciudades en Italia en las cuales un posadero se vería muy comprometido
para ofrecer otro tanto.
Ésta es la región de las lavas negras, de las cenizas, de las escorias, que
se extienden más allá de una inmensa grieta; el vasto circo elíptico del
352
Valle del Bove.
353
protegido de la nieve, a unos cincuenta pasos hacia la izquierda, o sea a
cuatrocientos veintiocho metros debajo de la cima del cono central. Era la
casa construida en 1811 por unos oficiales ingleses sobre una meseta
llamada Piano del Lago.
—Ninguno —contestó Luigi—. Temo tan sólo que nuestra presencia aquí
no sea tan secreta como hubiéramos deseado.
354
que ha desaparecido un poco antes que hubiésemos llegado a la base del
cono.
Las órdenes del doctor fueron ejecutadas, y cuando hubo tomado aliento
delante dé la lumbre, su gente se acostó sobre la paja en torno suyo.
—¡No hay temor! —añadió Pedro, que quiso tranquilizar a Cap Matifou
sobre la suerte de su joven compañero.
Transcurrió una hora sin que nada hubiese venido a turbar la profunda
soledad alrededor del cono central. Ninguna sombra había aparecido en la
escarpa blanca, más allá del Piano del Lago. De aquí una impaciencia y
hasta una inquietud que el doctor y Pedro no podían dominar. Si por
desgracia Zirone había sabido la presencia del pequeño destacamento,
jamás se expondría a atacar la Casa Inglesa. Hubiera sido un golpe en
vago. Y sin embargo, era preciso apoderarse de ése cómplice de Sarcany,
ya que no de éste, y arrancarle sus secretos.
355
—Tal vez algún cazador de águilas o de venados que estaba en acecho
en la montaña —contestó Luigi.
Un hombre, que corría como una cabra, trepaba por las antiguas layas que
conducen a la meseta; se hallaba solo, y después de dar algunos brincos,
caía en los brazos que se habían abierto para recibirle: los brazos de Cap
Matifou.
—Mejor.
356
—Sin duda por ese montañés que nos ha espiado —dijo Luigi.
—Ya viene, señor Bathory. Pero es el caso que a esa docena de malteses
se ha incorporado el resto de la partida que ha llegado esta mañana a
Santa Grotta.
Pero ante todo, el doctor quiso oír de labios de Pointe Pescade todo lo que
había ocurrido, y he aquí lo que supo:
357
doctor con tan inciertas probabilidades, si su partida no hubiese venido a
su encuentro a las tres de la tarde. Entonces, teniendo unos cincuenta
hombres a sus órdenes, ya no titubeó, y toda la gente, abandonando las
viviendas de Santa Grotta, se dirigió a la Casa Inglesa.
358
la ventaja que debía procurarle el conocimiento del terreno, ponía grandes
probabilidades de su parte.
La lucha fue entonces terrible. Con sus picas y sus hachas los sitiadores
consiguieron destruir la puerta y una de las ventanas. Era necesario
efectuar una salida para rechazarlos, en medio de una fusilería espantosa
de uno y otro lado; a Luigi le atravesaron el sombrero de un balazo, y
Pedro, sin la intervención de Cap Matifou, habría muerto a manos de uno
de los bandidos.
359
Durante esta salida, Cap Matifou se mostró terrible. Más de veinte veces le
apuntaron, y otras tantas salió ileso. Si Zirone salía vencedor, la suerte de
Pointe Pescade era conocida, y esta idea le daba nueva fuerza y valor.
Faltaban cuatro horas para que amaneciera. Era necesario escasear las
municiones, a fin de proteger la retirada en los primeros albores de la
mañana.
Pero ¿cómo impedir una nueva intentona, si Zirone y su gente daban otra
vez un asalto a la Casa Inglesa?
Tal fue su denuedo esta vez, que echaron abajo la puerta y la ventana, y
360
hubieran tomado la casa por asalto, si una nueva descarga a quemarropa
no hubiera matado a cinco o seis. Tuvieron que retroceder de nuevo al pió
de la meseta, no sin que dos de los marineros hubiesen sido heridos de
bastante gravedad.
Cuatro o cinco cartuchos era todo lo que les quedaba a los defensores de
la Casa Inglesa. En estas condiciones, la retirada, aun en pleno día, se
hacía casi imposible. Conocían que estaban perdidos si no les llegaba
algún socorro; pero ¿de dónde habría de venir ese socorro?
Cap Matifou acababa de arrojar rocas de basalto desde la cresta del Piano
del Lago. Pero este medio de defensa no era suficiente. Era, pues, preciso
sucumbir o hacer todo lo posible porque viniese algún socorro de fuerza.
Pointe Pescade tuvo entonces una idea que no quiso comunicar al doctor,
porque tal vez no le habría dado su consentimiento para llevarla a cabo,
pero que comunicó a Cap Matifou.
—No importa.
361
Oponerse a una determinación de Pointe Pescade, ya sabía Cap Matifou
que era inútil.
Diez minutos después, mientras la lucha continuaba por ambos lados, Cap
Matifou reapareció, empujando por delante una inmensa bola de nieve que
lanzó hacia donde estaban los invasores.
—¿Adónde?
—A buscar auxilios.
—¿Y cómo?
362
que cayó en poder de Zirone. Veinte de sus compañeros habían muerto, y
sin embargo, aventajaba en número a sus contrarios. Así es que éstos no
pudieron efectuar su retirada sino trepando por las faldas del cono central,
ese montón de lava, escorias y cenizas cuya cúspide era un cráter, es
decir, un abismo de fuego.
Zirone oyó estas palabras, y con la mano que aún le quedaba libre,
disparó su revólver sobre el muchacho.
363
Una escena espantosa tuvo lugar entonces. Cap Matifou se había
apoderado de Zirone y le arrastraba por el cuello, sin que este miserable, a
medio estrangular, pudiera defenderse.
En vano el doctor, que quería que se lo entregaran vivo, gritaba para que
no lo matase. En vano Pedro y Luigi trataron de oponerse al furor de
Matifou, que pensando tan sólo en que Zirone había herido tal vez
mortalmente a Pointe Pescade, no era dueño de sí, no oía, no veía nada,
ni siquiera miraba aquellos restos de hombre que arrastraba por el suelo.
Por fin, lleno de furor, se dirigió hacia el cráter de una solfatara y arrojó a
Zirone en aquel pozo de fuego.
Cap Matifou le cogió en brazos como a un niño, y todos le siguieron por las
faldas del cono, mientras los gendarmes acababan de perseguir a los
últimos fugitivos de la partida de Zirone.
364
había tenido intención de reunirse con Zirone en Sicilia, sus proyectos
hubieron de modificarse cuando supo lo acontecida en la Casa Inglesa.
Allí, el doctor, Pedro y Luigi iban a seguir discutiendo los proyectos en los
cuales se concentraba su vida toda entera. Tratábase ahora de encontrar
a Carpena, que debía saber lo que se habían hecho Sarcany y Silas
Toronthal.
365
II. El presidio de Ceuta
El 21 de Setiembre, tres semanas después de los últimos acontecimientos
de que fue teatro la provincia de Catania, un rápido steam-yacht y el
Ferrato, navegaba con una hermosa brisa de Nordeste entre la punta de
Europa, que es inglesa en tierra de España, y la punta de la Almina, que
es española en tierra marroquí. Las cuatro leguas de distancia que
separan a ambas puntas, si hay que creer en la Mitología, fue Hércules (un
predecesor de M. Lesseps) quien las abrió a la corriente del Atlántico,
partiendo con una clava esa porción del periplo mediterráneo.
El doctor y Pedro Bathory estaban solos a bordo del Ferrato, cuyo primer
capitán era Kostrik, y el segundo Luigi.
Ahora bien: como el español había sido confinado al presidio de Ceuta, allí
era donde debía encontrársele; allí solamente donde podrían ponerse en
relaciones con él.
366
Ceuta es una ciudad fuerte, una especie de Gibraltar, establecida en las
faldas orientales del monte Hacho, y a la vista de su puerto el steam-yacht
maniobraba aquel día, sobre las nueve de la mañana, a menos de tres
millas del litoral.
No hay nada más animado que ese célebre Estrecho, que es como la boca
del Mediterráneo. Por allí es por donde se empapa de las aguas del
Océano Atlántico. Por allí es por donde recibe esos miles de buques que
vienen de la Europa Septentrional y de las dos Américas, y que llenan los
centenares de puertos de su inmenso perímetro. Por allí es por donde
entran y salen esos poderosos buques y esas terribles fragatas, a las
cuales el genio de un francés ha abierto un puerto en el Océano Indio y en
los mares del Sur. Nada más pintoresco que ese estrecho canal cerrado
por montañas de tan diverso aspecto. Al Norte se divisan las tierras de
Andalucía. Al Sur, sobre esa costa admirablemente accidentada, desde el
cabo Espartel hasta la punta de Almina, aparecen escalonadas las negras
cimas de los Bullones, el monte de los Monos y las cumbres da los
Septem fratres. A derecha e izquierda aparecen pintorescas ciudades
medio escondidas, como Tarifa, Algeciras, Tánger y Ceuta. Luego, entre
las dos riberas, ante la roda rápida de los steamers, que no paran ni el mar
ni el viento, se extiende una superficie de aguas móviles y variables aquí,
grises y verduzcas allá, azules y tranquilas, surcadas de pequeñas crestas
que marcan la línea de las contracorrientes con su ziszás festoneado.
Nadie podría mostrarse insensible al encanto de estas sublimes bellezas
que dos continentes, Europa y África, colocan trente a frente en ese doble
panorama del Estrecho de Gibraltar.
367
cables del muelle de desembarco. No hay allí sino una rada abierta,
expuesta a la resaca del oleaje del Mediterráneo. Felizmente, cuando los
buques no pueden anclar en el Oeste de Ceuta, encuentran refugio al otro
lado de la roca, la que les pone al abrigo de los vientos de arriba.
Hacia las tres, el doctor dio orden de que le condujeran a casa del
gobernador de Ceuta, a quien deseaba hacer una visita; acto de cortesía
muy natural de parte de un extranjero tan distinguido.
Inútil es decir que ese gobernador no puede ser un funcionario civil. Ceuta
es ante todo una colonia militar, que cuenta próximamente unas diez mil
almas, oficiales y soldados, comerciantes, Pescaderes y marineros,
esparcidos tanto por la ciudad como por la lengua de terreno cuya
prolongación hacia el Este completa el dominio español.
368
Ceuta estaba entonces administrada por el coronel Guyarre. Este jefe
tenía bajo sus órdenes tres batallones de infantería, procedentes del
ejército continental, un regimiento disciplinario constantemente fijo en la
pequeña colonia, dos baterías de artillería, una compañía de pontoneros y
otra de moros, cuyas familias habitan barrio especial. En cuanto a los
presidiarios, son próximamente dos mil.
—Oye Pedro —dijo el doctor—; como hace poco que Carpena se halla
aquí, es probable que no goce aún de las ventajas concedidas a los
presidiarios antiguos que se han conducido bien.
—Su evasión será más difícil —contestó el doctor—; pero hay que
conseguirlo… ¡y lo conseguiré!
369
más allá de las fortificaciones, unos cuantos presidiarios, bajo la vigilancia
de los capataces trabajaban en la reconstrucción del camino.
Había allí como unos cincuenta hombres, los unos partiendo piedras, los
otros colocándolas en su sitio, etcétera, etc. Al pasar por cerca de aquel
grupo, el doctor exclamó súbitamente:
—¡Él es!
Era Carpena.
370
Sin embargo, el doctor, haciendo parar su coche, seguía mirándole con
penetrante fijeza. El punto brillante de sus ojos producía en el cerebro de
Carpena un extraño e irresistible efecto. Los sentidos del español se
extinguieron poco a poco por embotamiento. Sus pupilas se contraían, se
cerraban, no conservando más que una vibración espantosa. Luego,
cuando la anestesia fue completa, cayó en medio de la calle, sin que sus
compañeros hubieran notado nada. Estaba sumergido en un sueño
magnético, del cual ninguno de ellos hubiera podido despertarle.
Esta escena había durado tan sólo como medio minuto. Nadie había
reparado en lo que acababa de suceder entre el español y él; nadie, como
no fuese Pedro Bathory.
—¿Y conseguir que nos diga todo lo que sabe? —preguntó Pedro.
371
Para ello sería preciso que los vigilantes lo permitiesen. Vuestra influencia
sobre él no puede llegar hasta hacerle romper sus cadenas, ni echar abajo
las puertas del presidio, ni siquiera saltar un muro.
372
Ante todo, se puso a su disposición para visitar el territorio esa «reducida
porción de España,» tan felizmente recortada en el territorio marroquí.
373
querido a mi vez haceros los honores de mi yacht.
—Ciertamente, así lo haría, señor gobernador, si una cita que tengo para
mañana no me obligase a marchar esta misma noche.
374
—Nada más fácil, efectivamente —contestó el gobernador—, y nada más
agradable para mí. Reconozco que hay de mi parte mucho amor propio;
pero ¿quién no tiene en este mundo su cachito de vanidad? Así, pues,
queda convenido, doctor Antekirtt; hasta el domingo.
375
apenas si sabe guardarla;» en fin, si se mostró muy irritado contra esos
tenaces ingleses, que no pueden poner el pie en ninguna parte sin que ese
pie adquiera inmediatamente raíces, esto no tenía nada de extraño de
parte de un español.
376
—Han ido a buscarle, mi coronel; pero no estaba en casa, y mientras llega,
no sabemos qué hacer con ese hombre.
Incorporándose entonces:
377
abanico, y poco a poco su postración se fue disipando. Por fin se levantó,
y luego, sin darse cuenta de lo que había sucedido, fue a colocarse en
medio de sus compañeros.
—No puedo contestar a esta pregunta, señor gobernador. Tal vez ese
hombre es propenso a semejantes accesos; pero ahora ya está en pie, y
no hay cuidado.
—He ahí el Ferrato —dijo el doctor señalando el steam-yacht, que las olas
columpiaban graciosamente. No olvidaréis, señor gobernador, que os
habéis dignado venir a almorzar a bordo el domingo próximo.
378
A las ocho, el steam-yacht levó anclas, tomando la dirección del Norte; y el
monte Hacho, que domina esta porción de la costa marroquí, desapareció
bien pronto entre las tinieblas de la noche.
379
III. Una experiencia del doctor
El pasajero a quien no se le dijera nada sobre el destino del buque que lo
lleva, no podría adivinar en qué punto del globo pone el pie cuando
desembarca en Gibraltar.
380
cañones, los Dientes de la vieja, como dicen los españoles, más de
setecientas piezas de artillería, cuyas bocas avanzan por las innumerables
cañoneras de las casamatas. Veinte mil habitantes y seis mil hombres de
guarnición están agrupados sobre las primeras estribaciones de la
montaña que bañan las aguas del golfo, sin contar los cuadrumanos, esos
famosos monos sin cola, esos descendientes de las familias más antiguas
del lugar, de que en realidad son verdaderos propietarios, ocupando aún
las alturas de la antigua Calpe. Desde la cumbre de este monte se domina
el Estrecho, se observa toda la costa marroquí, se descubre el
Mediterráneo de un lado, el Atlántico de otro, y los anteojos ingleses de
larga vista tienen un horizonte de doscientos kilómetros, que es fácil de
escudriñar hasta en sus más recónditos parajes.
Si por una feliz circunstancia el Ferrato hubiera llegado dos días antes a la
rada de Gibraltar; si entre la salida y la puesta del sol el doctor Antekirtt y
Pedro Bathory hubieran des embarcado en el pequeño puerto,
atravesando la Puerta del Mar, seguido la Main Street, pasando la Puerta
de la Alameda para entrar en los bonitos jardines que se elevan hasta
media colina, sobre la izquierda, puede ser que los acontecimientos
enumerados en esta relación hubieran tenido un curso más rápido, y sin
duda muy distinto.
No hay que olvidar que Sarcany debía volverse a juntar con Namir en
Sicilia, cuando se efectuó la expedición de la Casa Inglesa, que terminó
por la muerte de Zirone. Avisado con tiempo, Sarcany cambió su plan de
campaña, de donde resultó que el doctor le esperó inútilmente durante los
ocho días que pasó en el fondeadero de Catania. Por su parte, con las
órdenes que recibió, Namir abandonó inmediatamente a Sicilia para
volverse a Tetuán, donde entonces habitaba, y desde Tetuán regresó a
Gibraltar, donde Sarcany la citara, había llegado la víspera, y contaba
marcharse al día siguiente.
381
en el tiempo en que ejercía la profesión de corredor en la Regencia, donde
le unían vínculos terribles con los sectarios del Senousismo, cuyos
proyectos amenazaban a Antekirtta, como ya se ha dicho más arriba.
Namir, ligada con Sarcany por una especie de amor maternal, era mayor el
apego que tenía hacia él, que el que pudiera tenerle Zirone, su compañero
de placeres y de desdichas. Con sólo una mirada de él, hubiera cometido
un crimen; con una mirada hubiera marchado a la muerte sin vacilar.
Sarcany podía tener, por lo tanto, confianza absoluta en Namir, y si la hizo
venir a Gibraltar, era porque quería hablarle de Carpena, de quien tenía
ahora no poco que temer.
Ante todo, Sarcany empezó por una pregunta y recibió una contestación
que ambos consideraban, sin duda, como de las más importantes, puesto
que de ella dependía su porvenir.
—Está segura en Tetuán —contestó Namir—, y por ese lado puedes estar
tranquilo.
—No tendrás necesidad de él, Sarcany, para volver a ser más rico que lo
fuiste jamás.
382
—Ya lo sé, Namir; pero el último plazo en que mi casamiento con Sava
debe efectuarse, se aproxima ya. Necesito un consentimiento voluntario de
su parte, y si rehúsa…
—Y ahora, Sarcany —dijo Namir—, dime: ¿por qué me has hecho venir A
Gibraltar?
— Porque tengo que hablarte de ciertas cosas que son mejor para
habladas que para escritas.
383
sabe una parte de mi pasado, y el otro parece que se quiere mezclar en mi
presente más de lo que me conviene.
—Y siempre que sea posible, será preciso saber lo que hace, y sobre todo
dónde está.
—Carpena sabe cuáles han sido mis relaciones con Zirone. Desde hace
muchos años estaba mezclado en diversas expediciones en las cuales
intervenía yo, y puede hablar.
384
—De acuerdo; pero Carpena está ahora en el presidio de Ceuta
condenado a cadena perpetua.
—¿Por qué —exclamó Sarcany—, por qué no fue él, más bien que Zirone,
quien desapareciese allá?
385
interesado en conocer sus secretos.
Precisamente al salir del puerto ese vapor, se cruzó con un yacht que
estaba recorriendo la bahía de Gibraltar, antes de ir a fondear en aguas
inglesas.
—¡El doctor Antekirtt aquí! —dijo para sus adentro—. Sarcany tiene razón;
existe un peligro, y ese peligro está próximo.
386
hospital del penitenciario iba a favorecer, y mucho, los proyectos del
doctor, y quizá a coronarlos con un éxito completo.
La tercera, en fin, dirigida o Luigi, era de María. Más que la carta de una
hermana, era la de una madre.
Todo el día se empleó en llenar los pañoles del Ferrato, con la ayuda de
gabarras que iban a tomar el carbón de los almacenes flotantes anclados
en la rada. Se renovó de igual modo la provisión de agua dulce, que sirve
tanto para las calderas como para las cajas y almacenes del steam-yacht.
Todo estaba, pues, dispuesto cuando el doctor y Pedro, que habían
comido en el hotel Commercial Square, volvieron a bordo, en el momento
en que el cañón, el first gun fire anunciaba el cierre de las puertas de la
ciudad, guardada con la misma disciplina que en el penitenciario de
Norfolk o de Cayena.
387
darle con sus proyectiles en medio del casco, se dirigió a todo vapor hacia
Ceuta.
A las nueve y media se encontraba al pie del monte Hacho; pero como la
brisa soplaba del Noroeste, no hubiera sido conveniente permanecer en el
mismo sitio que ocupaba en la rada tres días antes.
388
la colonia.
—¿Pues dónde está? —preguntó el doctor con cierta inquietud, que sólo
Pedro pudo observar.
389
revancha del almuerzo.
No hay que decir que durante este paseo intra et extra muros, Namir había
seguido al doctor, quien no esperaba ciertamente ser objeto de un
espionaje tan minucioso.
—Porque han de procurar evadirse; porque es cosa sabida que todo preso
debe pensar en fugarse, mucho más que sus guardianes en impedírselo;
de donde se deduce que la ventaja la tiene el preso, y por esto no me
extrañaría nada que alguna vez faltase alguno al recuento de la noche.
—¿Por qué razón? —preguntó uno de los convidados, que estaba tanto
más interesado en la conversación, cuanto que era director del
penitenciario.
390
nuda menos que de sustituir una personalidad con otra.
—En ese caso creo yo que si no está de más vigilar a los presos, será
también muy oportuno vigilar a los guardianes. Durante mis viajes, señor
gobernador, he sido testigo de sucesos tan extraordinarios, que creo todo
posible en esa clase de fenómenos. Así, pues, por vuestro interés, no
olvidéis que si un preso puede evadirse inconscientemente bajo la
influencia de una voluntad extraña, un guardián, sometido a esa misma
influencia, puede dejarle escapar no menos inconscientemente.
—¿Luego pretendéis…?
—¿Estando despierto…?
—¡Completamente despierto!
391
A esta afirmación del doctor, un movimiento de incredulidad poco
disimulado se notó entre todos los asistentes.
—¡Y todavía…! —añadió uno de los presentes, que creyó deber hacer
esta restricción.
—¿Al instante?
392
—Recordaréis que fui yo quien lo despertó, puesto que ninguno de los
vigilantes había podido conseguirlo.
—Justamente.
—Carpena.
Y hay que confesar que su risa fue tan comunicativa, que todos los
presentes se rieron.
—Pues, por ejemplo, una vez fuera del presidio, puedo mandarle tomar el
camino de vuestra casa, señor gobernador.
393
—¿A mí?
—¿Su indulto?
Una nueva y general explosión de risa acompañó las últimas palabras del
doctor Antekirtt.
—¿Y ese hombre estará despierto cuando haga todo eso? —añadió el
director del penitenciario.
394
El gobernador, cuya incredulidad en estos fenómenos era manifiesta,
dirigió un oficio en el que mandaba al jefe del presidio que dejase a
Carpena en libertad de obrar, siguiéndole a cierta distancia.
395
Casi en el acto un criado entró en el salón, y participaba al gobernador que
un individuo, vestido como un presidiario, solicitaba hablarle.
Daban las nueve cuando Carpena se presentó en la puerta del salón. Sin
que pareciera que veía a ninguno de los presentes, aunque tenía los ojos
perfectamente abiertos, se dirigió hacia el gobernador, y arrodillándose
delante de él, le dijo:
—Te la concedo.
396
algunas personas más, tomaron el mismo camino que Carpena, que ya se
dirigía hacia la ciudad. Namir, después de haberle espiado desde su salida
del penitenciario, deslizándose entre las sombras, no dejaba de observarle.
Sin embargo, Carpena se había parado sobre una de las peñas, como
atraído por un poder irresistible. Hubiera querido levantar los pies, mover
las piernas, mas no podía. La voluntad que el doctor ejercía sobre él, le
retenía inmóvil en aquel sitio.
—Sí; plenamente convencido de que hay que creer como una bestia en
ciertas cosas. Ahora, doctor Antekirtt, sugerid a ese hombre la idea de
397
volver inmediatamente al presidio: ¡Alfonso XII os lo manda!
Todos corrieron presurosos hacia las rocas, mientras que los agentes
bajaban a una pequeña playa que costea el mar por aquel sitio… No
quedaba rastro alguno de Carpena. Algunas lanchas se acercaron
precipitadamente, así como las del steam-yacht… Todo fue inútil. Ni
siquiera fue hallado el cadáver del presidiario, arrastrado sin duda por la
corriente…
398
obteniendo la promesa de que volvería a visitarle.
Tal vez haya quien crea que el doctor abusó demasiado de la buena fe del
gobernador de Ceuta. Que se critique y se desapruebe su conducta en
esta ocasión, en hora buena; pero no hay que olvidar el objeto a que el
conde Matías Sandorf había consagrado su vida, ni lo que había dicho un
día: «¡Mil caminos… un fin!».
Algunos instantes después, una de las lanchas del Ferrato llevó a bordo al
doctor y a Pedro Bathory. Luigi salió al encuentro a recibirlos.
399
IV. Diecisiete veces
—¿Diecisiete veces…?
—¡Diecisiete veces!
—¡Es posible…!
400
Hubieran aclamado de buena gana a la encarnada del propio modo que a
un caballo que hubiese ganado el gran premio en las carreras de Long
champs o de Epsom. En verdad que para la población de costumbres
algún tanto sospechosas que el Antiguo y el Nuevo Mundo llevan cada día
al pequeño principado de Mónaco, esa «serie de diecisiete» tenía la
importancia de un acontecimiento político digno de modificar las leyes del
equilibrio europeo.
Entre todos, dos extranjeros eran los que más habían contribuido a lo que
los caballeros del tapete verde llaman la contraria. El uno, muy frío y
sereno, aunque la emoción que había experimentado estaba todavía
impresa en su pálido rostro; el otro, descompuesto, los cabellos
desordenados, con la mirada de un loco o de un desesperado, acababan
de bajar los escalones del peristilo, y se perdieron entre la sombra, del
lado de la azotea del tiro de pichón.
—¡Sí…! ¡Solamente…! ¡De cerca de dos millones que aún tenía cuando
me habéis obligado a seguiros!
401
—¡Sarcany! —exclamó el de más edad, a quien la sangre fría de su
compañero no le exasperaba menos que la precisión irónica con que
rectificaba sus cifras.
Hay que advertir que del antiguo banquero del especulador temerario
como ninguno que había arriesgado más de una vez su situación en
operaciones financieras, sin más guía que el azar, no le fue difícil a
Sarcany formar un jugador asiduo de casinos y hasta de garitos.
402
se lanzase a los azares del juego, aunque él mismo había devorado su
propia fortuna. En Francia, Italia y Alemania, en los grandes centros en
que el azar tiene su morada bajo todas las formas, en la Bolsa, en las
carreras, en los círculos de las grandes capitales, en los balnearios como
en las estaciones de baños de mar, Silas Toronthal cedió a las
sugestiones de Sarcany, y quedó bien pronto reducido su capital a algunos
miles de francos. Mientras que el banquero arriesgaba su propio dinero,
Sarcany arriesgaba el del banquero, y con esta doble pérdida ambos
marchaban a la ruina dos veces más deprisa. Además, lo que los
jugadores llaman la contraria (palabra que les sirve para tapar su
incalificable estupidez) se pronunciaba muy claramente contra ellos, y no
fue por no haber ensayado todas las probabilidades. En resumidas
cuentas, el tallar constantemente el bacarrat fue la causa de la total
desaparición de los millones procedentes de los bienes del conde Matías
Sandorf, y fue necesario poner en venta el hotel de la Stradone, en
Ragusa.
En resumen: después de esa tarde, que llegará a ser célebre en los fastos
de Monte Carlo, a causa de su obstinación en luchar contra una serie de
403
diecisiete encarnadas al treinta y cuarenta, sólo quedaba a los dos socios
una suma inferior a doscientos mil francos. Era la miseria al poco tiempo.
404
—¡Nos quedará todavía Sava Toronthal! —contestó Sarcany con viveza—.
Es un triunfo maestro en nuestro juego, y no es posible que nos le corten.
Del otro lado del puerto, Monte Carlo hace frente a la pequeña capital, con
su curiosa aglomeración de habitaciones construidas sobre las cumbres,
sus calles estrechas y en cuesta, que suben hasta la carretera de la
cornisa, su tablero de jardines en perpetua florescencia, su panorama de
casas de campo de todas formas y de villas de todos estilos, de las cuales
algunas se encuentran casi rectas sobre las aguas tan límpidas de la
ensenada mediterránea.
Entre Mónaco y Monte Carlo, a lo último del puerto, desde la playa hasta la
abertura del sinuoso valle que separa el grupo de las montañas, se
descubre una tercera ciudad: es la Condamina.
405
De la Condamina a Monte Carlo, los coches pueden salir por una rampa
soberbia. En su parte superior se levantan habitaciones particulares y
suntuosos hoteles: uno de ellos era precisamente el que ocupaban
Sarcany y Silas Toronthal. Desde las ventanas de su cuarto, la vista se
extiende desde la Condamina hasta más arriba de Mónaco, y se suspende
tan sólo en la Cabeza de Perro, esa cara de dogo que parece interrogar al
Mediterráneo como una esfinge del desierto líbico.
406
solamente para el porvenir, sino para el presente! ¡Los Senousistas serán
pronto los dueños de toda la Cirenaica, y no habrá que atravesar sino un
brazo de mar para apoderarse de Antekirtta…! Si es preciso ayudarlos…
ya sabré…
407
En cuanto a los dos hombres, después de atravesar la pequeña playa,
siguieron los linderos de las peñas, dirigiéndose hacia la estación del
camino de hierro, y subieron la Avenida de los Spelugos que rodea los
jardines de Monte Carlo.
—¡Silas dueño mío…! —se decía a sí mismo—. ¡Silas pudiendo con una
palabra impedirme llegar al fin que me he propuesto…! ¡Jamás…! ¡Si
mañana el juego no nos ha devuelto lo que nos ha cogido, ya sabré
obligarle a que me siga…! Sí… a que me siga hasta Tetuán; y allá, sobre
aquella costa de Marruecos, ¿quién se inquietará de Silas Toronthal, si
llega a desaparecer?
Es cosa sabida que Sarcany no era hombre que retrocedía ante un crimen
más o menos, sobre todo cuando las circunstancias, el alejamiento del
país, el salvajismo de sus habitantes, la imposibilidad de buscar y de
encontrar al culpable, hacía tan fácil su realización.
Tal fue aquella noche para los dos socios. Si permitió al uno descansar
durante algunas horas, dejó al otro entregado a todas las angustias del
insomnio.
408
Al día siguiente, hacia las diez, Sarcany se reunió con Silas Toronthal. El
banquero, sentado delante de una mesa, se empeñaba en llenar de cifras
y de fórmulas las hojas de su cuaderno de apuntes.
—¡Tanto peor, Silas, tanto peor! Hay que tener hoy mucha sangre fría, y,
creedme, algún descanso os hubiera sido muy necesario. ¡Vedme a mí!
Toda la noche en un sueño, y así estoy en buenas condiciones para luchar
contra la fortuna. Es una mujer, después de todo, y ama a las gentes que
son capaces de dominarla.
—¡Bah…! ¡Un simple capricho… y una vez pasado, ella volverá a nosotros!
—¡Todo…!
409
—¡Sí, todo, Silas! ¡Pero no hay que desanimarse! ¡Al contrario, osadía y
sangre fría!
—¡Mi querido Silas, no nos enfademos! ¿Para qué? ¡Eso excita los
nervios, y no hay que estar nerviosos hoy! ¡Tened confianza, y no os
desesperéis más que yo…! ¡Si la desgracia se cebase todavía en contra
nuestra, no olvidéis que me esperan otros millones, y que tendréis vuestra
parte!
—¿Para dónde?
410
—¡Para Tetuán, donde tenemos que jugar la última partida, que será la
definitiva, sí, la definitiva!
411
V. La última apuesta
Los salones del Círculo de los Extranjeros, vulgarmente llamado el Casino,
estaban abiertos desde las once. Aun cuando el número de jugadores era
entonces reducido, algunas mesas de ruleta empezaban a funcionar.
Sobre cada una de las seis mesas de ruleta había colocados sesenta mil
francos en oro, en plata y en billetes; sobre cada una de las dos mesas de
treinta y cuarenta, ciento cincuenta mil. Es la puesta de costumbre de la
banca hasta la apertura de la gran estación, y es muy raro que la
administración se vea obligada a renovar esa primera cantidad, pues sólo
con las tablas y el cero, cuyo producto le pertenece, debe ganar siempre.
Si el juego es, pues, por sí mismo inmoral, es además estúpido, puesto
que se opera en tales condiciones de desigualdad.
Una hora después, los salones estaban llenos. Se charlaba mucho de ese
pase extraordinario, pero generalmente en voz baja.
412
Nada más lúgubre, por cierto, que esos inmensos salones, a pesar de la
prodigalidad de los dorados, la fantasía de la ornamentación, el lujo del
mobiliario, la profusión de las arañas que esparcen raudales de luz, sin
hablar de esas largas cadenas para las lámparas de aceite, con sus
pantallas verdosas, que alumbran especialmente las mesas de juego. Lo
que domina, a pesar de la afluencia del público, no es el ruido de las
conversaciones, es el ruido de las monedas de oro y plata contadas o
lanzadas sobre los tapetes; es el manoseo de los billetes de Banco; es el
incesante: «¡Encarnada gana y color!» o «¡Diecisiete, negra impar y falta!»
pronunciados con voz indiferente por los jefes de las partidas.
Sin embargo, dos de entre los que habían perdido la víspera, y que
figuraban en primera línea, no habían aparecido todavía en los salones.
Algunos jugadores trataban ya de seguir las diferentes alternativas de la
suerte, los unos a la ruleta, los otros al treinta y cuarenta. Pero las
alternativas de ganancia y de pérdida se compensaban, y no era de
esperar que el «fenómeno» de la noche anterior se reprodujese.
Entre las personas que les observaban con esa compasión que despierta
un condenado a muerte, se encontraba un forastero que parecía decidido
a no abandonarles un momento.
413
vestir; quizás no se encontrase a su gusto con el traje correctamente
ajustado.
No extrañará esto a nadie cuando sepa que ese joven no era otro que
Pointe Pescade.
El barco que los había dejado la víspera en la roca de Monte Carlo era el
Eléctrico 2, de la flotilla de Antekirtta.
A Silas Toronthal, no, a Sarcany, sí; pero no le había visto sino muy raras
veces.
Sí, puesto que Sarcany era esperado en Sicilia, y hubiera ido ciertamente
si su desgraciada expedición no hubiera terminado con la muerte de
Zirone.
414
¿Dónde estaba ahora?
Es inútil decir que el español ignoraba qué interés había tenido el doctor
en hacerle evadir de Ceuta para apoderarse de su persona, y que su
traición con respecto a Andrés Ferrato era conocida por su interrogador.
Además, ni supo siquiera que Luigi era el hijo del Pescader de Rovigno.
En el fondo de esa casamata el preso iba a estar mejor guardado que en
el penitenciario de Ceuta, sin poder comunicar con nadie, hasta el día en
que se decidiese sobre su suerte.
Así es que, de los tres traidores que habían sido la causa del sangriento
desenlace de la conspiración de Trieste, uno estaba ya en manos del
doctor. Faltaba apoderarse de los otros dos, y Carpena acababa de decir
en qué sitio se podría encontrarlos.
He aquí por qué Pointe Pescade, con el propósito de seguirles por todas
partes, y Cap Matifou para prestar ayuda en caso necesario a Pointe
Pescade, fueron enviados a Mónaco, adonde el doctor, Pedro y Luigi
debían ir con el Ferrato cuando llegase el momento oportuno.
415
inverosímil que había causado numerosas víctimas, entre les cuales
citaban principalmente a Sarcany y a Silas Toronthal Dedujo de aquí que
su conversación debía girar en primer término sobre tan extraordinaria
mala suerte. Además, como supo también que estos dos jugadores habían
tenido pérdidas muy grandes desde algún tiempo a esta parte, dedujo muy
atinadamente que debían haber agotado sus últimos recursos, y que se
aproximaba el momento en que el doctor podría intervenir útilmente.
Daban las cuatro cuando Sarcany y Silas Toronthal juzgaron que había
llegado el momento oportuno de probar la suerte. Bastantes sitios estaban
vacíos en una de las mesas de ruleta. Se sentaron ambos enfrente el uno
del otro, y el jefe de la partida no tardó en verse rodeado, no sólo de los
jugadores, sino de los espectadores, ávidos de asistir a la revancha de los
dos célebres desplumados de la víspera.
En la primera hora, la suerte fue igual de los dos lados. Para dividirla
mejor, Silas Toronthal y Sarcany no habían formado compañía en el juego.
Apuntaban por separado sumas bastante crecidas, ya sobre
416
combinaciones sencillas, ora sobre las combinaciones múltiples que
presenta la ruleta, ya, en fin, sobre varias combinaciones a la vez. La
suerte no se pronunciaba en pro ni en contra.
Pointe Pescade, aunque un tanto mareado por ese ir y venir del oro y de
los billetes, no dejaba de observar a ambos. Se preguntaba si esa fortuna
que se rehacía entre sus manos, tendrían bastante prudencia para
conservarla, si sabrían pararse a tiempo.
Sean cuales fuesen las ideas y las esperanzas de Pointe Pescade en este
punto, la suerte no abandonó a los dos socios. En realidad, y por tres
veces distintas, hubieran hecho saltar la banca si el jefe de la partida no
hubiese añadido cada vez veinte mil francos.
417
En suma, a las seis y media, cuando cesaron de jugar, Silas Toronthal y
Sarcany habían ganado más de veinte mil luises. Se levantaron y
abandonaron la mesa de la ruleta. Silas Toronthal andaba con paso
incierto, como si hubiera estado un poco borracho; borracho de emoción y
de cansancio cerebral. Su compañero, impasible, le vigilaba, temiendo
sobre todo que le viniese la idea de escaparse con los miles de francos
ganados de nuevo con tanto trabajo, y quisiera evadirse de su poder.
Al salir vio, cerca de uno de los kioscos del jardín, a Cap Matifou sentado
en un banco.
—¿Qué momento?
—De… de…
Era tiempo, y en media hora, como decía él, hizo subir su estómago al sitio
habitual que debe ocupar este órgano en la máquina humana.
418
delante del hotel.
Ahora bien, he aquí lo que Sarcany decía, con ese tono que no admite
réplica, al banquero, cuya resistencia iba cediendo poco a poco.
419
—¡Yo…! ¡Jugar solo…! ¡No! ¡Jugar con Silas…! ¡Sí…! ¡Y si fuese preciso
escoger entre nosotros dos, sería a vos a quien cedería el puesto…! La
suerte es personal, y está demostrado que ha vuelto a seros propicia.
¡Jugad, pues, y ganaréis…! ¡Yo lo quiero!
420
—¡No…! ¡Al treinta y cuarenta! respondió Silas Toronthal entrando en el
hall.
—¡Tenéis razón, Silas! ¡No hagáis caso de nadie! ¡La ruleta acaba de
daros una fortuna! ¡Al treinta y cuarenta le toca hacer lo que falta!
En efecto, allí se pueden dar golpes de más audacia. Allí, si las suertes del
juego son sencillas, si sólo hay que luchar contra las tablas, el máximum,
en cambio, es de doce mil francos, y algunos pases pueden producir
diferencias colosales de ganancia o pérdida. Ése es, pues, el teatro
predilecto de los que se llaman los grandes jugadores. Allí, en fin, se han
realizado con una rapidez vertiginosa fortunas y ruinas de que las Bolsas
de París, de Nueva York o de Londres podían mostrarse envidiosas.
Hubo golpes terribles. Todas las ganancias realizadas por Silas Toronthal
durante toda la tarde, desaparecieron poco a poco. El banquero, a quien
causaba horror mirar, todo congestionado, los ojos inyectados en sangre,
421
se agarraba a la mesa, a las sillas, a los paquetes de billetes, a los
montones de oro que sus manos no podían soltar, con los movimientos,
los sobresaltos, las convulsiones de un hombre que se ahoga. ¡Y nadie le
detuvo en el borde del precipicio! ¡Ni un brazo se alargó para arrancarle de
allí! Sarcany no intentó siquiera llevárselo antes de que su pérdida fuera
completa, antes de que su cabeza hubiera desaparecido bajo la oleada de
la ruina.
A las diez, Silas Toronthal había arriesgado sus últimos luises, su último
máximum. Lo había ganado y en seguida perdido. Y cuando se levantó
desencajado, preso de un deseo feroz de que se desplomasen los salones
del Casino para perecer con toda aquella gente que allí había, ya no le
quedaba nada, nada de los millones que le había dejado su casa de
banca, reconstituida con la fortuna del conde Sandorf.
Pointe Pescade también los seguía; pero al pasar había encontrado a Cap
Matifou, lo levantó del banco en que el Hércules estaba medio dormido, y
le gritó:
Y Cap Matifou se lanzó con él sobre una pista que no había ya que perder.
422
Mónaco! ¡Nos queda una cantidad suficiente para ir a Tetuán, y allí
acabaremos nuestra obra!
423
Sin embargo, Sarcany quiso por última vez detener a su cómplice e
intentar llevárselo a Monte Carlo.
Con una mano, a la que la cólera daba más vigor, Silas Toronthal rechazó
a Sarcany, y corrió hacia el último recodo del sendero, bajando algunos
escalones groseramente tallados en la roca, en medio de jardinillos
colocados en tramos. Muy pronto llegó a la calle principal de la Turbia,
sobre el estrecho paso que separa la Cabeza de Perro del bosquecillo del
Monte Agel, antigua frontera de Italia y Francia.
—¡Anda, pues, Silas! —gritó por última vez Sarcany—. ¡Anda, pues, pero
no irás muy lejos!
Pointe Pescade y Cap Matifou, si nada habían podido oír de esa escena,
habían visto, sin embargo, al banquero rechazar con violencia a Sarcany, y
a Sarcany desaparecer entre la sombra.
—¡Eh! ¡El diablo se mezcla! —gritó Pointe Pescade—. ¡Es tal vez el mejor
que se nos escapa…! ¡Sólo faltaría que el otro hiciera otro tanto…! ¡En
todo caso, Silas Toronthal es buena presa…! ¡Además, no podemos
escoger…! ¡Adelante, mi Cap, adelante!
424
Pointe Pescade y Cap Matifou le seguían a cincuenta pasos de distancia,
poco más o menos.
El insensato lo siguió durante algún tiempo sin aflojar el paso, sin volver
jamás la cabeza; de repente tomó hacia la izquierda por un estrecho
sendero que síguela escarpa de la montaña bajo la cual la vía férrea y la
carretera pasan al través de un túnel.
Cien pasos más allá, Silas Toronthal se paró por fin. Acababa de lanzarse
sobre una roca suspendida en un precipicio cuyo fondo estaba bañado por
el mar.
425
¿Qué iba a hacer Silas Toronthal?
Era Sarcany.
426
Silas Toronthal, que no tenía conciencia de lo que pasaba, no hubiera
podido oponer la menor resistencia. Así es que Pointe Pescade tomó un
sendero bastante pendiente que conducía a la playa, costeando el
precipicio, seguido por Cap Matifou, que medio arrastrando llevaba el
cuerpo inerte de Silas Toronthal.
427
Después de este diálogo, Cap Matifou se sentó sobre una roca para no
perder de vista a su prisionero. En cuanto a Pointe Pescade, tomó el
camino más corto para acercarse a Mónaco.
En breve tiempo, Silas Toronthal y Cap Matifou estaban a bordo, y sin ser
vistos por los carabineros y Pescaderes de la costa, el Eléctrico, lanzado
con toda velocidad, tomaba de nuevo la dirección de Antekirtta.
428
VI. Al amparo de Dios
Y ahora séanos permitido describir en su conjunto, la colonia de Antekirtta.
—No podrá serlo —contestaba Luigi—, sino el día en que haya encontrado
a su madre. Pero no he perdido toda esperanza, María. Con los medios de
que dispone el doctor, es seguro que se descubrirá a qué sitio ha sido
llevada madame Bathory por Borik, después de haber abandonado a
Ragusa.
—No, María, puesto que no es posible que Sava Toronthal sea nunca su
429
mujer.
Cuando Pedro había dicho a Luigi que los dos serían hermanos, no
conocía todavía a María Ferrato, no sabía qué hermana tan tierna y llena
de abnegación iba a encontrar en ella. Así es que cuando pudo apreciarla,
no titubeó en confiarla todas sus penas. ¡Se quedaba tan tranquilo cuando
acababan de conversar juntos! Lo que no quería decir al doctor, se lo
confiaba a María. Encontraba en ella un corazón amante, abierto a todas
las compasiones; un corazón que le comprendía, que le consolaba, un
alma que tenía confianza en Dios y que no desesperaba nunca. Cuando
Pedro sufría demasiado, cuando su dolor podía más que él, se apresuraba
a ir en su busca: ¡y cuántas veces María consiguió inspirarle un poco de
confianza en el porvenir!
Así es que, como decía María Ferrato, no había más que Dios que pudiese
desenlazar esta situación. El estado actual de la pequeña colonia no sería
del todo conocido si se nos olvidase mencionar a Pointe Pescade y Cap
Matifou.
430
doctor estaba satisfecho, los dos amigos hubieran hecho mal en no estarlo
también. Habían, pues, ocupado su bonita habitación, mientras no se
utilizasen de nuevo sus servicios, y esperaban, con razón, que podrían
aún ayudar al doctor en sus planes.
—Pero yo estoy tan flaco, que váyase lo uno por lo otro, exclamaba Pointe
Pescade.
431
El doctor aguardaba, pues, con gran impaciencia que el banquero
estuviera en estado de responder, para intentar ese medio.
432
—Uno hay, señor doctor —contestó Luigi—. Silas Toronthal puede pensar
que está en su propio interés no decir nada que pueda perjudicar a
Sarcany.
433
el poderoso personaje que había tenido interés en apoderarse de él. No
sabía qué pensar, y debía estar temeroso de todo.
Cuando vio entrar a Luigi Ferrato, se levantó; pero como éste le indicase
que tomara asiento, volvió a hacerlo en seguida. Respecto al cortísimo
interrogatorio que sufrió en esta visita, helo aquí:
—No tengo para qué contestar a esa pregunta. Los que me tienen preso
deben saber quién soy.
—Y lo saben.
—¿De quién?
—¡Bien está! Estabais en Monte Carlo con un hombre a quien hace tiempo
conocéis, y que no os ha abandonado desde vuestra salida de Ragusa;
ese hombre, de origen tripolitano, se llama Sarcany. Se escapó en los
momentos en que fuisteis preso en el camino de Niza. Por tanto, he aquí lo
que tengo encargo de preguntaros: ¿sabéis dónde se halla actualmente
ese hombre? Y sabiéndolo, ¿queréis decirlo?
434
comunes de su pasado, y más especialmente por las asechanzas relativas
a la conspiración de Trieste? Pero ¿cómo esos hechos, eran conocidos, y
qué hombre podía tener interés en vengar al conde Matías Sandorf y sus
dos amigos, muertos hacía más de quince años? He aquí lo que ante todo
se preguntaba el banquero. De todos modos tenía motivos para creer que
no se hallaba bajo el golpe de una justicia regular, cuya acción amenazase
ejercerse sobre su cómplice y sobre él, y esto es lo que más le inquietaba.
Así es que, aunque él no ponía en duda que Sarcany se hubiese refugiado
en Tetuán en casa de Namir, donde debía ventilarse su última partida, y
aun en un plazo muy breve, resolvió no decir nada sobre el particular. Si
más tarde su interés le aconsejaba hablar, hablaría. Hasta entonces
importaba mantenerse en una gran reserva.
Con lo cual Luigi se retiró y fue a dar cuenta al doctor de su entrevista con
Silas Toronthal; como la respuesta del banquero, después de todo, no
tenía nada de inadmisible, preciso fue contentarse con ella.
435
entre los diversos zanyias del África septentrional. Multitud de armas,
procedentes del extranjero, habían sido remitidas y entregadas por cuenta
de la asociación. Por último, una concentración de fuerzas se operaba en
el villorrio de Ben-Ghazi, y por consiguiente próximo a Antekirtta.
436
flotilla enemiga viniese o atacar a Antekirtta, solamente por su situación
constituía un verdadero peligro. En efecto, no había más que desembarcar
para hacer de aquel islote una sólida base de operaciones. Con toda
facilidad se podían llevar municiones y víveres y establecer una batería;
así es que podía ofrecer a los sitiadores un excelente punto de apoyo, por
lo cual hubiera valido más que no existiese, puesto que faltaba tiempo
para ponerle en estado de defensa.
437
Este agente fue introducido bajo la forma de numerosas fogatas en el
suelo del islote. Por medio del hilo submarino de Antekirtta, que
introduciría la chispa en las cazoletas de fulminante de que cada fogata se
hallaba provista, la explosión se produciría instantáneamente. Sin
embargo, como podía suceder que este hilo se inutilizase, se convino, por
exceso de precaución, enterrar cierto número de aparatos en el
bosquecillo del islote, y unirlos entre sí por otros hilos subterráneos.
Bastaba entonces que el pie, por casualidad, viniese a rozar, en la
superficie del suelo, las laminillas de uno de aquellos aparatos que
formaban el circuito, para establecer la corriente y provocar la explosión.
Era, pues, difícil que si numerosos sitiadores desembarcaban en el islote
Kencraf, escapasen a una destrucción absoluta.
El doctor tomo aquella carta, en cuyo sobra se veían los sellos de correo
de Malta, Catania, Ragusa, Ceuta, Otranto, Málaga y Gibraltar; los mismos
puntos que había recorrido.
Al doctor Antekirtt
Al amparo de Dios.
«Señor doctor:
»¡Que Dios haga que esta carta llegue a vuestras manos…! ¡Soy muy
viejo…! ¡Puedo morirme…! ¡Se quedará sola en el mundo…! ¡Por los
438
últimos días de una vida que ha sido tan dolorosa, tened piedad de
madame Bathory…! ¡Venid a ampararla…! ¡Venid!
En uno de los ángulos del papel se leía este nombre: Cartago; y debajo:
Regencia de Túnez.
—Luigi —dijo el doctor—, avisa al capitán Kostrik que tenga todo dispuesto
para que el Ferrato pueda salir dentro de dos horas.
—Sí.
—¿Marcháis solo?
—No: ocúpate en buscar a Pedro, y dile que esté listo para acompañarme.
—Pedro está ausente; pero antes de una hora habrá regresado de las
obras del islote Kencraf.
—Al instante.
439
Una hora después, Pedro llegaba al Stadthaus.
440
Quinta parte
441
I. La aparición
El steam-yacht aparejó un poco antes de las doce del día, al mando del
capitán Kostrik y del segando, Luigi Ferrato. No llevaba más pasajeros que
el doctor, Pedro y María Ferrato, encargada de prestar sus cuidados a
madame Bathory en caso de que fuera imposible trasladarla
inmediatamente de Cartago a Antekirtta.
No hay necesidad de insistir para hacer comprender cuáles debían ser las
angustias de Pedro Bathory. Sabía dónde estaba su madre, iba a verla…
Pero ¿por qué Borik la había conducido tan precipitadamente desde
Ragusa a una costa tan apartada como es la de Túnez? ¿En qué grado de
miseria debía esperar encontrar a ambos?
El mar estaba tranquilo fuera del golfo, pero el viento soplaba del
Noroeste, sin indicar, no obstante, tendencia a decrecer. El capitán Kostrik
le dirigió un poco más abajo del cabo Bon, a fin de encontrar más pronto el
abrigo de tierra, en el caso de que la brisa viniese a aumentar la fuerza del
viento.
442
A la salida del golfo de la Sidra, la costa ensancha hacia el Oeste y forma
una curva de gran extensión. Allí se desarrolla más especialmente el litoral
de la regencia de Túnez, y se extiende hasta el golfo de Gabes, entre la
isla Dscherba y la ciudad de Sfax; después la costa se acerca un poco al
Este, en dirección al cabo Dinias, para formar el golfo de Hammamet, y se
desarrolla entonces, entre Sur y Norte, hasta el cabo Bon.
Sin embargo, aquel sitio no estaba desierto. Al abrigo de las rocas, varios
buques levantinos, jabeques y polacras estaban anclados a cinco o seis
brazas próximamente de la costa; pero es tal la transparencia de aquellas
verdes aguas, que se veía claramente el fondo cubierto de piedras negras
y de arena ligeramente estriada, en la cual se aferraban las anclas, a las
que la refracción daba formas fantásticas.
443
A lo largo de la playa, al pie de pequeñas dunas sembradas de lentiscos y
de tamarindos, un aduar, compuesto de unas veinte gourbis, mostraba sus
tiendas de tela rayada de amarillo desteñido. Parecía un gran capote
árabe extendido sobre la ribera. Por los pliegues del capote pasaban
corderos y cabras que parecían de lejos grandes cuervos negros, a
quienes fácilmente se espantaría con un solo tiro de escopeta. Una
docena de camellos, unos tendidos sobre la arena y otros inmóviles, como
si estuvieran petrificados, rumiaban cerca de un estrecho lindero de rocas
que podía servir de muelle y de desembarcadero.
—En Túnez no se sabe lo que pasa a este lado del cabo Bon —contestó el
doctor—; y cuando los franceses sean dueños de la Regencia, es de temer
que todo el lado oriental de los Djébels se sustraiga o su dominio por largo
tiempo todavía. Sea como quiera, ese desembarco es muy sospechoso; y
si no fuera porque nuestra velocidad coloca al Ferrato en una situación
especial, creo que esa flotilla no habría vacilado en atacarnos.
Si era ésta la intención de los árabes, como suponía el doctor, nada había
444
que temer. El steam-yacht, en menos de media hora, habría traspasado la
pequeña rada de Sidi-Yusuf, y después de haber llegado a la extremidad
del cabo Bon, tan poderosamente recortado en el bosquecillo tunecino,
dobló rápidamente el faro que ilumina su punta, toda erizada de rocas
soberbiamente amontonadas.
A una distancia de dos o tres millas del puerto estaba anclada una
escuadra de buques franceses; luego, más próximos, se columpiaban
sobre sus cadenas algunos buques mercantes, cuyos diversos pabellones
daban a aquella rada grande animación.
Era la una cuando el Ferrato dejó caer el ancla a tres cables del puerto de
la Goleta. Después que se llenaron las formalidades de la Sanidad, los
pasajeros del steam-yacht estuvieron en libertad de saltar a tierra. El
doctor Antekirtt, Pedro, Luigi y su hermana tomaron asiento en la lancha
que los desembarcó sin pérdida de tiempo.
445
cochero de marchar rápidamente hacia Cartago, todo fue obra de un
instante. El coche, después de seguir la calle principal de la Goleta, pasó
por delante de esas villas suntuosas que los ricos tunecinos habitan
durante la estación de los grandes calores, y de esos palacios de Keredina
y de Mustafá que se alzan sobre el litoral en los alrededores de los
antiguos puertos de la ciudad cartaginesa.
Hace más de dos mil años la rival de Roma ocupaba toda esta playa,
desde la punta de la Goleta hasta el cabo que ha conservado su nombre.
Algunos de esos refugios están poco menos que al aire libre. Parecen
ruinas de marahne que han permanecido blancas bajo el clima abrasador
de esa ribera.
El doctor y sus compañeros iban visitando esos refugios uno por uno,
446
buscando el de madame Bathory, no pudiendo creer que estuviese
reducida a ese grado de miseria.
Una mujer anciana, cubierta con un manto oscuro, estaba sentada delante
de esa puerta.
Era Borik.
Madame Bathory se levantó, y sin ver nada, sin pronunciar una palabra,
entró en la choza, adonde María la siguió a una señal del doctor.
—Sí —contestó Pedro—: ¡sí… vivo…! ¡Cuánto más valiera que estuviese
447
muerto!
Leída esta carta, como si su lectura hubiera causado una fuerte sacudida a
su razón, madame Bathory lanzó un grito, se lanzó a la calle, se dirigió
corriendo hacia la Stradone, la atravesó y fue a llamar a la puerta del hotel
Toronthal, que se abrió en el acto.
—Quería sin duda, hablar con el señor Toronthal, contestó Borik, y hacía
dos días que el señor Toronthal había abandonado el hotel con su hija, sin
que se supiera adónde había marchado.
448
—No he podido encontrarla, señor Bathory, contestó el anciano, y ya sea
que madame Bathory la haya perdido o roto, ya que se la hayan robado,
jamás he sabido lo que decía.
Había allí un misterio. El doctor, que había oído esa relación sin pronunciar
una palabra, no sabía cómo explicar el paso que dio madame Bathory.
¿Qué imperioso motivo pudo llevarla a ese hotel de la Stradone, de donde
todo debía alejarla, y por qué, al saber que Silas Toronthal había
desaparecido, había experimentado una sacudida tan violenta que se
volvió loca?
449
Una hora después todos se embarcaban a bordo del steam-yacht;
levantóse el ancla y desde que dobló el cabo Bon, el Ferrato se dirigió
hacia los fuegos de Pantelaria. Dos días después, a los primeros albores
de la mañana, anclaba en el puerto de Antekirtta.
¡Qué nuevo motivo de dolor para Pedro Bathory! ¡Su madre privada de la
razón en circunstancias que iban a permanecer, sin duda, inexplicables! Y
todavía si la causa de esa locura hubiese sido conocida, tal vez hubiera
sido posible provocar alguna saludable reacción. Pero no se sabía nada;
no podía saberse nada.
Muy difícil era, sin embargo, conseguir esto, pues madame Bathory
permanecía en una completa inconsciencia de sus actos, y jamás un
recuerdo del pasado se manifestaba en ella.
Y sin embargo, esa potencia de sugestión que el doctor poseía en tan alto
grado, y de la que había dado pruebas tan inequívocas, ¿no era el
momento de emplearla para modificar el estado mental de madame
Bathory? ¿No se podía, por influencia magnética, devolverla la razón y
mantenérsela hasta que la reacción se hubiese producido?
Pedro Bathory rogaba al doctor que intentase hasta lo imposible para curar
a su madre.
—¡Sí… que cree muerto! —contestó el doctor—. Pero… puede ser que si
te creyese vivo… o bien, conduciéndola a tu sepulcro, te viese aparecer…
450
El doctor se interrumpió a sí mismo preocupado con aquella idea. ¿Por
qué semejante sacudida moral, provocada en condiciones favorables, no
produciría su efecto en madame Bathory?
—¡Probaremos! exclamó.
A contar desde aquel día, todo lo que podía contribuir al éxito de aquella
tentativa fue objeto de especiales cuidados. Se trataba, nada menos, que
de reanimar en madame Bathory los efectos del recuerdo, destruidos por
su estado actual, y esto en circunstancias tan sorprendentes, que parecía
imposible que pudiera efectuarse una reacción en su inteligencia.
451
, y con ella todos los que de cerca o de lejos la habían seguido en esta
primera visita.
Era la primera vez, desde hacía mucho tiempo, que los labios de madame
Bathory se entreabrían para hablar.
452
de esas agitaciones nerviosas a que no estaba ya acostumbrada. Esa
calma, que hasta entonces había sido el signo característico de su estado
mental, cedió el puesto a una exaltación singular. En aquel cerebro se
operaba evidentemente un trabajo de vitalidad que no podía menos de dar
grandes esperanzas.
Así es que el doctor resolvió hacer desde el día siguiente una nueva
tentativa, rodeándola de mayor aparato todavía.
Durante toda la tarde del 18, madame Bathory no cesó de estar bajo el
imperio de una violenta sobrexcitación intelectual. María quedó
favorablemente impresionada, y Pedro, que pasó casi todo el tiempo junto
a su madre, tuvo un presentimiento que llenó su corazón de júbilo.
Toda la colonia esperaba ansiosa el efecto que iba tal vez a producirse.
Algunas antorchas que ardían bajo los árboles, proyectaban una claridad
fulgurosa a los contornos de la capilla. A lo lejos, a intervalos regulares, la
campana de la iglesia de Artenak dejaba oír el toque de difuntos.
453
En medio de un profundo silencio, interrumpido solamente por el toque de
la campana, madame Bathory se paró y permaneció inmóvil. Entonces,
después de haberse arrodillado sobre el primer escalón, se la oyó llorar…
—¡Mi hijo…! ¡Mi hijo…! —exclamó madame Bathory—, que extendió los
brazos y cayó sin conocimiento.
—¿A ella?
—¡Ella…! ¡Sava…!
Y madame Bathory, sacando del bolsillo una carta muy arrugada, que
contenía las últimas líneas escritas de puño y letra de madame Toronthal,
estando moribunda, se la entregó al doctor.
454
455
II. Un apretón de manos de Cap Matifou
Si el conde Matías Sandorf, como es sabido, había querido continuar
siendo el doctor, si no para Pedro, al menos para todo el personal de la
colonia, es que entraba en sus designios seguir siéndolo hasta la completa
terminación de su obra. Así es que, cuando inesperadamente fue
pronunciado por madame Bathory él nombre de su hija, tuvo suficiente
imperio sobre sí mismo para dominar su emoción. Sin embargo, su
corazón había cesado de latir un instante, y a ser menos dueño de sí,
hubiera caído sobre el dintel de la puerta de la capilla como herido por un
rayo.
¡Todo se sabía ya! Aquella niña, que era la única heredera de los bienes
del conde Matías Sandorf; aquella niña, cuyo fallecimiento no había
constado nunca de una manera cierta, había sido arrebatada y luego
confiada a Silas Toronthal; poco tiempo después, cuando el banquero fue
a fijar su residencia en Ragusa, madame Toronthal educó a Sava Sandorf
como si fuera su hija.
¿Había fracasado hasta entonces su odioso plan? Sí; sin ningún género
de duda. Si se hubiese celebrado el matrimonio, Sarcany se habría
apresurado a aprovecharse de todas sus ventajas.
456
¡Y qué pesaroso debía estar el doctor Antekirtt! ¿No era él quien había
provocado aquel deplorable encadenamiento de hechos, primero negando
su apoyo a Pedro, luego dejando a Sarcany realizar sus proyectos, siendo
así que hubiera podido, cuando su encuentro con él en Cattaro, impedir
que los llevara a cabo, y, por último, no devolviendo a madame Bathory su
hijo, que arrancó a la muerte? En efecto: ¡cuántas desgracias se habrían
evitado si Pedro se hubiera encontrado al lado de su madre cuando la
carta de madame Toronthal llegó a la casa de la calle Marinella! Sabiendo
que Sava era la hija del conde Sandorf, ¿no hubiera sabido, por ventura,
sustraerla a las violencias de Sarcany y Silas Toronthal?
En un instante toda esta serie de hechos había pasado por la mente del
doctor Antekirtt. Después de haberse reconstituido el pasado, como
madame Bathory y Pedro acababan de hacerlo, temía los reproches, no
merecidos sin duda, que la esposa y el hijo de Esteban Bathory podrían tal
vez dirigirle. Y sin embargo, siendo las cosas tal como él las había creído,
¿hubiera podido aceptar semejante situación entre Pedro y la que, para
todos y para él mismo, se llamaba Sava Toronthal?
Ahora era necesario, a toda costa, encontrar a Sava, su hija, cuyo nombre,
unido al de la condesa Rena, su esposa, se había dado a la goleta
Savarena, como el de Ferrato al steam-yacht. Pero no había que perder un
día.
457
salón del Stadthaus.
Refirió lo que habían hecho Sarcany y Silas Toronthal para delatar a los
conspiradores de Trieste; después la traición de Carpena, de la que fueron
víctimas Ladislao Zathmar y su padre; por último, cómo el doctor le había
arrancado vivo del cementerio de Ragusa para asociarle a la obra de
justicia que quería llevar a cabo. Terminó su relación diciendo que dos de
esos miserables, el banquero Silas Toronthal y el español Carpena,
estaban ya en su poder, pero que el tercero, Sarcany, faltaba aún, ese
Sarcany, que pretendía hacer su mujer de Sava Sandorf.
Se convino, ante todo, que madame Bathory y Pedro serían los únicos que
sabrían que el conde Matías Sandorf se ocultaba bajo el nombre del doctor
458
Antekirtt. Revelar ese secreto hubiera sido declarar que Sava era su hija, y
en interés de las nuevas investigaciones que iban a practicarse, importaba
que fuese rigurosamente guardado.
—¡Al instante!
—¡Al instante!
Luigi, que estaba con Pointe Pescade y Cap Matifou en el gran salón del
Stadthaus, en donde María los encontró, fue llamado inmediatamente.
Recibió orden de hacerse acompañar por Cap Matifou hasta la casamata
donde estaba encerrado Silas Toronthal y traerle al salón.
459
—¡Vos…! ¡Vos! —exclamó.
—¿A mí…? Vais a saberlo todo —contestó el doctor—. Pero ante todo,
Silas Toronthal preguntad lo que habéis hecho a esta desgraciada mujer.
¿Conque es decir que Pedro Bathory, a quien creía muerto; Pedro, cuyo
entierro había visto pasar; Pedro, que había recibido sepultura en el
camposanto de Ragusa, Pedro estaba delante de él como un espectro
salido de su tumba? Ante su presencia, Silas Toronthal quedó aterrado.
Empezaba a comprender que no podía escapar al castigo de sus
crímenes. Se sintió perdido.
—¿Mi hija?
460
Ante aquella acusación tan formal, el banquero quedó anonadado. No sólo
el doctor Antekirtt sabía que Sava no era su hija, sino que sabía que era la
hija del conde Matías Sandorf. Sabía cómo y por quién habían sido
traicionados los conspiradores de Trieste. Todo este odioso pasado se
alzaba contra Silas Toronthal.
Por más imponente que fuera la actitud del doctor, por más amenazadora
que fuese su palabra, Silas Toronthal no contestó. Había comprendido que
la situación actual de la joven podía servirle de salvaguardia. Sentía que
su vida sería respetada en tanto que no hubiese descubierto el secreto.
461
—¡Perdón…! ¡Perdón…! —exclamaba.
—¿Hablaréis?
462
Desde el fondo de las Sirtes a la frontera marroquí hay próximamente dos
mil quinientos kilómetros, o sean cerca de mil trescientas cincuenta millas
marinas. Ahora bien: a toda velocidad, el Eléctrico 2 podría andar cerca de
veintisiete millas por hora. ¡Cuántos trenes de ferrocarril no tienen esta
velocidad!
En aquella parte del Riff los europeos no tienen nada que temer de la
población indígena, ni aun de los nómadas que recorren el país. Región
escasamente habitada y casi sin cultura. Extendíase el camino en medio
de una llanura sembrada de pequeños arbustos, camino más bien trazado
por las herraduras de las caballerías que por las manos del hombre. De un
lado el río, no exento de inmundicias, poblado de ranas, en el que se ven
algunas lanchas de Pescaderes medio abandonadas; del otro lado, hacia
la derecha, una serie de colinas desnudas, que van a juntarse con los
montecillos del Sur.
463
Hacía una noche magnífica. La luna inundaba de luz todo el campo. A lo
lejos blanqueaba la ciudad de Tetuán.
—¡Tal vez hubiera sido preferible que la mula montase sobre Cap
Matifou…!
Serían las nueve y medía cuando el guía hizo alto delante de un muro
blanco, coronado de torres y de almenas, que defiende por ese lado a la
ciudad. En ese muro había una puerta baja, adornada con arabescos, a la
moda marroquí. Encima, a través de numerosas troneras, veíanse bocas
de cañón parecidas a gruesos caimanes, perezosamente dormidos a la
claridad de la luna.
La puerta estaba cerrada. Era preciso parlamentar para hacerla abrir, con
el dinero en la mano. Luego todos se internaron a través de calles
sinuosas, estrechas, la mayor parte abovedadas, con otras puertas que
fueron sucesivamente abiertas por los mismos medios.
464
hallaba la casa de Namir para hacerse conducir al instante, supo
contenerse. Importaba mucho obrar con excesiva prudencia. Un rapto
podía presentar serias dificultades en las condiciones en que debía
encontrarse Sava. Todas las razones en pro y en contra habían sido
seriamente examinadas. ¿Habría quizás algún medio de redimir a la joven,
cualquiera que fuese su precio? Pero era preciso que el doctor y Pedro se
guardasen bien de darse a conocer, sobre todo de Sarcany, que estaría tal
vez en Tetuán. Entre sus manos, Sava era para el porvenir una garantía,
de la que no se desprendería tan fácilmente, y además no se estaba allí en
uno de esos países civilizados de Europa, en los que la justicia y la policía
podían intervenir útilmente. En esa región de esclavos, ¿cómo probar que
Sava no era la legítima propiedad de la marroquí? ¿Cómo probar que era
la hija del conde Sandorf, fuera de la carta de madame Toronthal y de la
declaración del banquero? Están cuidadosamente cerradas estas casas de
las ciudades árabes. No se penetra en ellas fácilmente. La intervención de
un cadí sería ineficaz, aun suponiendo que se obtuviera.
Aquella noche, cuyas horas fueron tan largas para el doctor y para Pedro
Bathory, se pasó así en la fonda. En cuanto a Pointe Pescade y Cap
Matifou, si habían tenido alguna vez el capricho de acostarse en camas
detestables, debieron quedar satisfechos.
465
El principal bazar de Tetuán es un conjunto de tinglados colgados entre
casuchas bajas y estrechas y avenidas húmedas y malsanas. Algunas
telas, de colores diversos, tendidas sobre cuerdas, le protegen de los
ardores del sol. Por todas partes pequeñas tiendas sombrías donde se
venden telas de seda bordadas, pasamane rías de vivos colores,
babuchas, escarcelas, albornoces, cristalería, collares, brazaletes, sortijas,
arañas, sahumerios, linternas; en una palabra, lo que se encuentra
comúnmente en los almacenes especiales de las grandes ciudades de
Europa.
Aceptada la oferta, los tres se dirigieron por las tortuosas calles que
desembocan en las fortificaciones de la ciudad.
466
eran conocidos de Sarcany y de la marroquí, y hubiera sido exponerse a
un fracaso tontamente. Permanecieron, pues, llenos de inquietud hasta las
nueve de la noche, en que Luigi y Pointe Pescade volvieron a la fonda.
Sus semblantes tristes decían por demás que traían malas nuevas.
La joven que había traído la marroquí debía casarse con Sarcany. Estaba
esto decidido hace tiempo, y muy probablemente el casamiento se hubiera
efectuado ya en Tetuán, a no haber ocurrido esa marcha precipitada. Esa
467
joven desde su llegada, es decir, desde hacía tres meses, no había salido
de casa una sola vez. Decíase que era de origen árabe, pero la judía creía
que debía ser europea, si bien es verdad que no la había visto apenas, y
no podía decir más.
Ignoraba la judía adónde habían ido; lo único que podía decir es que se
marcharon hacía cinco semanas próximamente con una caravana que se
dirigía hacia el Este. Desde ese día la casa había quedado bajo su
vigilancia, y debería guardarla hasta que Sarcany hubiera conseguido
venderla, lo que indicaba su intención de no volver a Tetuán.
Pronto llegaron al cuarto que había ocupado Sava, una verdadera celda de
cárcel. ¡Qué de horas la desgraciada joven había pasado allí, llena de
desesperación, no pudiendo contar con ningún socorro! El doctor y Pedro
miraron por todas partes, sin pronunciar una palabra, tratando de
encontrar algún indicio que les indicara lo que deseaban.
468
en un rincón del cuarto, y en el fondo de aquel brasero vio algunos
pedazos de papel, destruidos por las llamas, pero cuya incineración no
había sido completa.
Pedro había seguido las miradas del doctor, que no se apartaban del
brasero. ¿Qué sucedía?
Y sin embargo, había aún una palabra que podía dar mucha luz, una
palabra que el doctor logró encontrar casi intacta…
— ¡Trípolitana! —exclamó.
469
tardar en encontrarse en la capital de la Regencia, ellos esperaban llegar
pocos días después que él.
470
III. La Fiesta de las cigüeñas
El 23 de Noviembre, la llamada Soung Ettelate, que se extiende fuera de
las murallas de Trípoli, ofrecía un curioso aspecto. Si aquella llanura es
árida o fértil, ¿quién hubiera podido decirlo aquel día? En su superficie,
tiendas multicolores, adornadas con flecos y borlas, empavesadas con
banderas y gallardetes de colores chillones; gourbis de miserable aspecto,
cuyas telas viejas y agujereadas no debían proteger sino de un modo muy
insuficiente a los que se albergaban dentro contra el gibly, un viento seco
que soplaba del Sur; aquí y allí, grupos de caballos con sus arreos a la
oriental, meharis alargando sobre la arena sus cabezas aplastadas,
semejantes a una bota de cuero a medio vaciar, pequeños asnos del
tamaño de perros grandes, perros grandes del tamaño de pequeños
asnos, mulas con sus enormes sillas árabes; luego los jinetes con el fusil a
la espalda, las rodillas a la altura del pecho, los pies metidos en los
estribos en forma de babuchas, el encorvado sable a la cintura, galopando
en medio de una multitud de hombres, mujeres y niños, sin inquietarse de
los que pudieran atropellar a su paso; por último, los indígenas, casi
uniformemente vestidos del haouly berberisco, bajo el cual no sería posible
distinguir un hombre de una mujer, si los hombres no prendiesen los
pliegues del manto a su pecho por medio de un clavo de cobre, mientras
que las mujeres dejan caer el paño superior sobre su cara, de modo que
no puedan ver más que con el ojo izquierdo, costumbre que varía según
las clases; para los pobres el simple manto de lana, bajo el cual están
desnudos; para las gentes acomodadas, el turbante y el calzón ancho de
los árabes, y para los ricos, espléndidos trajes ajustados, de seda color
azul y blanco y adornados con guarniciones de oro.
¿Eran tripolitanos los únicos que se veían en aquella llanura? No. En los
contornos de la capital había vendedores de Ghadames y de Sokna, con la
escolta de sus esclavos negros; había también judíos y judías de la
provincia; éstas, con la faz descubierta, gruesas, y llevando una especie
de calzones que hacen feo; vense también negros, procedentes de una
aldea vecina, que han abandonado sus miserables chozas de juncos y
palmas, para asistir a aquel regocijo público; menos ricos en lienzos que
en alhajas, llevan toscos brazaletes de cobre, collares de conchas y
471
caracoles, etc., etc.; veíanse también Benoulíes y Awaguizes, originarios
de la gran Sirte, a quienes las palmeras de su país producen el vino, las
frutas, el pan y los confites. Por último, en medio de aquella aglomeración
de moros, turcos, beduinos y hasta de musafiros, que son los europeos, se
pavoneaban los bajás, los jeques, los cadís y los caídes, todos señores del
lugar, que se abrían paso entre la muchedumbre, la cual se inclinaba
humildemente ante el sable desnudo de los soldados o el bastón de policía
de los zaptíes, cuando pasaba, con su augusta indiferencia, el gobernador
general de aquella aldea africana de la provincia turca, cuya
administración depende del Sultán.
472
mar;» océano al que no faltan ni aun brumas de un polvo impalpable.
473
Sava estaba enteramente a mercad de sus secuestradores; pero no por
eso su resolución era menos firme. Ni las amenazas de Namir ni la cólera
de Sarcany hicieron efecto en su firme voluntad.
Así, pues, en los momentos en qué iba a celebrarse con gran solemnidad
la fiesta de las Cigüeñas, Sarcany y Namir eran, hacía tres días, los
huéspedes del moqaddem Sidi Hazam, cuya morada servía entonces de
prisión a Sava Sandorf.
Esta habitación, dominada por un esbelto alminar, con sus muros blancos,
taladrados por algunas aspilleras, sus terrazas almenadas, sin ventanas al
exterior y su puerta baja y estrecha, tenía cierto aspecto de fortaleza. Era
en realidad una verdadera zaouya, situada fuera de la ciudad, a la orilla de
la llanura de arena y de las planicies de la Menchie, cuyos jardines,
474
defendidos por alto muro, avanzaban sobre el dominio del oasis.
Una sola puerta daba acceso a esta zaouya; pero esa puerta, muy maciza
y muy sólida bajo sus herrajes, era difícil de descerrajar, y aún más difícil
de abrir.
475
El día en que iba a celebrarse la fiesta de las Cigüeñas en la Tripolitana,
tres extranjeros se paseaban en medio del gentío en la llanura de Soung
Ettelate.
La travesía había sido tan rápida a la vuelta como a la ida. Tres horas de
estancia en Filipeville, en la pequeña ensenada de Filfila, nada más el
tiempo que fue necesario para procurarse trajes árabes, y el Eléctrico 2
partió inmediatamente, sin que su presencia fuese señalada siquiera en el
golfo de Numidia.
476
modestas, simples mercaderes tunecinos que querían aprovechar su paso
por Trípoli para disfrutar de la fiesta de las Cigüeñas. Como el doctor
hablaba tan correctamente el árabe como los demás idiomas del
Mediterráneo, no era su lenguaje el que podía hacerle traición.
El posadero recibió con gran cortesía a los cinco viajeros que le hacían el
honor de apearse en su posada. Era un hombre obeso y muy hablador; así
es que el doctor no tardó en enterarse de ciertas cosas que le interesaban
directamente. Por de pronto, supo que una caravana había llegado
recientemente desde Marruecos a Trípoli; luego supo que Sarcany, muy
conocido en la Regencia, formaba parte de esa caravana, y que había
recibido hospitalidad en casa de Sidi Hazam.
He aquí por qué aquella misma noche el doctor, Pedro y Luigi, después de
tomar ciertas precauciones para no ser reconocidos, se habían confundido
entre el gentío de los nómadas que acampaban en la llanura de Soung
Ettelate. Al propio tiempo que paseaban, observaban la casa del
moqaddem, en la orilla del oasis Menchie.
¡Allí era donde estaba encerrada Saya Sandorf! Desde la estancia del
doctor en Ragusa, jamás el padre y la hija habían estado tan próximos el
uno y el otro. Pero en aquel momento un muro insuperable los separaba.
Para arrebatarle su víctima, Pedro habría consentido en todo, aun en
transigir con Sarcany. El conde Matías Sandorf y él estaban dispuestos a
abandonarle esa fortuna que el miserable tanto apetecía. Y sin embargo,
no olvidaban que debían también hacer justicia con el infame delator de
Esteban Bathory y Ladislao Zathmar.
Precisamente para la ejecución del plan adoptado fue para lo que al día
siguiente, hacia las tres de la tarde, el doctor Antekirtt, Pedro y Luigi se
477
hallaban en observación en la llanura de Soung Ettelate, mientras que
Pointe Pescade y Cap Matifou se preparaban para los papeles que debían
representar en lo mejor de la fiesta.
Hasta aquella hora, no había aún nada que pudiera hacer presumir el ruido
y el movimiento que se advertía en la llanura, a la luz de innumerables
antorchas, cuando llegase la noche. Apenas si hubiera sido posible, en
medio de aquel gentío compacto, observar las idas y venidas de los
partidarios senousistas, vestidos con trajes muy sencillos, que se
comunicaban sólo mediante un signo masónico, las órdenes de sus jefes.
Aconteció cierto día que el profeta Suleymán intentó, no atacar a los Djins,
si no convertirlos, y con este objeto les envió a uno de sus apóstoles para
que les predicase el amor al bien y el odio al mal. ¡Tiempo perdido! Esas
hordas salvajes se apoderaron del misionero y le hicieron morir.
478
los Djins, se reunieron un día en asamblea deliberante, y decidieron
despachar una de ellas al profeta Suleymán, con el fin de señalar a su
justa venganza los asesinos del misionero.
Tal es esa fábula que iba a ser puesta en escena en la fiesta de ese día.
Varios centenares de cigüeñas habían sido reunidas bajo inmen sas
hileras tendidas en la superficie de la llanura de Soung Ettelate. Allí, la
mayor parte de ellas de pie sobre una pata, aguardaban la hora de la
libertad, y el castañeteo de sus mandíbulas producía con frecuencia, a
través del aire, un redoble comparable al del tambor. A una señal dada,
debían volar a través del espacio y dejar caer inofensivas piedras de tierra
blanda sobre el gentío de fieles, en medio de aullidos de los espectadores,
del estrépito de los instrumentos, de las detonaciones de las espingardas,
al reflejo de las antorchas de llamas multicolores.
479
En el instante en que se oyó el cañonazo, la muchedumbre de nómadas
estaba aún ocupada en la comida de la noche. Aquí el cordero asado, el
potaje de pollos para los que eran turcos y querían parecerlo; allá el
alcuzcuz para los árabes acomodados (pues es un plato caro); más allá
una simple bazina, especie de gachas o de papilla de harina de cebada
con aceite para la multitud de pobres gentes, cuyos bolsillos contenían
más mahboubs de cobre que mictales de oro; y en todas partes y en gran
cantidad, el lagby, ese jugo del dátil que, si se abusa de él, conduce al
hombre a los últimos excesos de la embriaguez.
Aquí y allí saltaban los jinetes descargando sus espingardas y sus pistolas,
mientras que piezas de artificio, cajas atronadoras, estallaban como bocas
de fuego en medio de un tumulto que sería difícil describir.
Dos hombres había allí, el uno enorme, el otro flaco; dos acróbatas cuyos
curiosos ejercicios de fuerza y de agilidad en medio de una cuádruple fila
de espectadores, provocaban los más entusiastas ¡hurras! que pudieran
pronunciarse por una boca tripolitana.
480
Eran Pointe Pescade y Cap Matifou, que habían escogido por teatro de
sus proezas algunos metros de terreno delante de la casa de Sidi Hazam.
Ambos, con tan plausible motivo, habían vuelto a su antiguo oficio de
volatineros. Vestidos como tales, estaban ansiosos de recoger aplausos
de aquella muchedumbre.
—No… ¡Crudas!
—¿Crudas?
—¡Y vivas!
Cap Matifou hizo un gesto; pero si era necesario, estaba decidido a tragar
serpientes, como simple aissassoua.
Luego los juegos de manos de los acróbatas dejaron atónitos a los árabes,
sobre todo cuando veían lanzar antorchas inflamadas de las manos de
Pointe Pescade a las de Cap Matifou, formando como un cinturón de fuego.
Y sin embargo, ese público tenía derecho para mostrarse exigente. Había
481
allí gran número de esos admiradores de los tuaregs medio salvajes,
«cuya agilidad es igual a la de los animales más temibles de esas
latitudes,» como lo anunciaba el extraño programa de la célebre compañía
de Bacco. Esos espectadores habían aplaudido ya al intrépido Mustafá, el
Sansón del Desierto, el hombre callón, a quien la reina de Inglaterra había
hecho decir por su ayuda de cámara no volviera a ejecutar su experimento
por temor de un accidente. Pero Cap Matifou era incomparable en los
ejercicios de fuerza, y podía desafiar a todos sus rivales.
Pero Cap Matifou permanecía inmóvil para no perder el equilibrio. Iba, sin
embargo, ganando terreno, y cuando se halló cerca del muro de la casa de
Sidi Hazam, tuvo fuerzas para izar la percha levantando todo el brazo,
mientras que Pointe Pescade, tomando la actitud de un angelito, enviaba
besos al público.
Ése fue el paroxismo de la fiesta. Hubiérase dicho que todas las casas de
locos del antiguo continente acababan de juntarse en el Soung Ettelate de
482
la Trípolitana.
483
IV. La casa de Sidi Hazam
Eran próximamente las nueve de la noche: la fiesta de pólvora, música,
gritos, todo había cesado súbitamente. La muchedumbre comenzaba a
disiparse poco a poco, los unos volviéndose a Trípoli, los otros
dirigiéndose al oasis de Menchie y a las ciudades vecinas de la provincia.
Antes de una hora la llanura de Soung Ettelate estaba silenciosa y
desierta. Tiendas replegadas, campamentos desmontados, negros y
berberiscos habían ya tomado el camino de las diversas regiones de la
Tripolitana, mientras que los senousistas se dirigían hacia la Cirenaica y
más principal monte hacia la ciudad de Ben-Ghazi, con el fin de
reconcentrar todas las fuerzas del califa.
—Ante todo, por la fuerza o por la astucia, es preciso que llegue hasta
Sava Sandorf. Si no puede seguirme inmediatamente, si no puedo
484
conseguir sustraerla esta misma noche, es preciso, al menos, que sepa
que Pedro Bathory está vivo, que está ahí, al pié de los muros; que el
doctor Antekirtt y sus compañeros están dispuestos a prestarla auxilio; en
fin, que si su evasión experimenta algún retraso, no debe ceder a ninguna
amenaza… Verdad es que puedo ser sorprendido antes de llegar hasta
ella… Pero entonces ya pensaremos lo que debe hacerse.
La puerta estaba cerrada por dentro, no con llave, sino con un cerrojo que
hubiera sido imposible descorrer desde fuera, a menos de abrir un agujero
en la hoja. Pointe Pescade hubiera podido efectuar esta obra, pues tenía
los instrumentos necesarios, regalados por el doctor; pero hubiera sido
una operación larga y que habría metido algún ruido.
485
en el alminar.
—¡He aquí lo que Cap Matifou no hubiera podido hacer nunca! —exclamó
con sobrada razón.
Era la voz de Sarcany, voz que Pointe Pescade había oído varias veces en
Ragusa; pero a pesar de que aplicó el oído a la puerta, no pudo
comprender bien lo que decían.
486
Hazam —y era efectivamente el moqaddem quien hablaba con Sarcany—
y la de Antekirtta, que repitieron varias veces en su conversación.
Después se retiraron por una de las puertas del ángulo del patio que ponía
esta galería en comunicación con las demás dependencias de la casa.
Alguna luz penetraba por aquel sitio, y no hubiera sido prudente recorrerle.
Oíase además el murmullo de diferentes voces detrás de la puerta de
aquella sala.
487
descubrirlo.
De pronto percibió claridad en el otro extremo del patio. Una mujer que
llevaba una linterna árabe acababa de salir de un cuarto situado en el
ángulo opuesto, y se adelantaba por la galería sobre la cual se abría la
puerta de la skifa.
Namir pasó por debajo de la arcada sin verle, y tomó el lado opuesto de la
galería.
—No hay duda de, que es Namir quien acaba de entrar en esa sala. Era,
pues, evidente, que no se dirigía al cuarto de Sava Sandorf. Pero tal vez
saldría de allí, y en ese caso, su cuarto era el que estaba en el ángulo del
patio… ¡Vamos a verlo!
488
Pointe Pescade aguardó algunos momentos antes de abandonar su sitio.
La claridad, en el interior de la skifa, parecía disminuir poco a poco en
intensidad, mientras que el ruido de las voces se reducía a un simple
murmullo. Sin duda había llegado la hora en que todo el personal de Sidi
Hazam iba a tomar algún descanso. Las circunstancias serían entonces
más favorables para maniobrar, puesto que aquella parte de la casa
quedaría sumida en el silencio. Así sucedió, en efecto.
Pointe Pescade abrió aquella puerta, que no estaba cerrada con llave, y
entonces, a la claridad de una lámpara árabe, dispuesta como una
lamparilla pudo rápidamente examinar el cuarto.
Una mujer adormecida, más bien que dormida, estaba echada en el diván,
medio cubierta con uno de esos albornoces con que los árabes se
envuelven ordinariamente desde la cabeza hasta los pies.
489
Tal vez la marroquí la guardaba día y noche. Además, aunque la joven
hubiera podido abandonar su cuarto, ¿cómo huir sin un auxilio venido de
fuera? ¿La casa de Sidi Hazam no parecía una cárcel?
Al ver a un extraño que estaba de pie delante de ella, el dedo en los labios,
la mirada suplicante, con aquel extraño traje de clown, se quedó más bien
atónita que asustada, y si se incorporó, tuvo bastante sangre fría para no
gritar; pero estaba prevenida por si trataba de engañarla.
—¡Silencio! —dijo Pointe Pescade—. ¡No tenéis nada que temer de mí…!
¡He venido aquí para salvaros…! ¡Detrás de ese muro os aguardan
buenos amigos, que se dejarían matar para arrancaros de manos de
Sarcany…! ¡Pedro Bathory vive…!
—¡Leed!
«Sava, fiaos del que ha expuesto su vida por llegar hasta vos… ¡Estoy
vivo…! ¡Estoy aquí!…
Pedro Bathory».
490
—No —contestó Sava.
—¡Sí!
—¿Luego va a volver?
—¡Sí…! ¡Huyamos!
Una vez allí, con la cuerda que pendía exteriormente hasta el suelo, la
evasiva podría verificarse fácilmente.
Sava había vuelto a sentarse en el diván. ¿Por qué Sarcany venía a verla
a aquella hora? ¿Era con alguna nueva instancia para vencer su
desagrado…? ¡Pero Sava se mantendría más fuerte ahora! Sabía que
491
Pedro vivía, que la esperaba fuera; y con su indomable voluntad
rechazaría toda proposición, aun a costa de su vida.
—Sava —dijo Sarcany—, mañana por la mañana dejaremos esta casa por
otra; pero no quiero marchar de aquí sin que hayáis consentido en nuestro
casamiento, sin que se haya efectuado. Todo está listo, y es preciso que al
instante…
—¡Ni ahora ni nunca! —contestó la joven con una voz tan serena como
resuelta.
—¡Y que os negaré mientras tenga fuerzas para hacerlo! —replicó Sava.
492
de sí.
—¡Jamás!
Esta respuesta fue para Sarcany un golpe fon inesperado, que la aparición
misma de su víctima no le habría causado un espanto mayor. Pero no
tardó en serenarse. ¡Pedro Bathory vivo…! ¡Pedro, a quien había herido
con su propia mano y cuyo cuerpo había visto trasladar al cementerio de
Ragusa…! En verdad, no podía ser sino la ocurrencia de una loca, y
posible era que Sava, bajo el exceso de la desesperación, hubiese perdido
la razón.
493
Como la cerradura de la puerta estaba por, dentro, no le fue difícil al
mañoso joven destornillarla con la ayuda de su cuchillo: fue la obra de dos
segundos.
Debían ser, poco más o menos, las once y media de la noche. Alguna
claridad se filtraba todavía a través de las rendijas de la skifa. Por esto
Pointe Pescade evitó pasar por delante de esa sala para ir a tomar, en el
ángulo opuesto, el corredor que debía conducirle al primer patio de la casa.
Tres hombres iban y venían en este primer patio, alrededor del estanque.
Uno de ellos era Sidi Hazam, que venía de dar una orden a los otros dos.
Casi inmediatamente desaparecieron éstos por la escalera del alminar,
mientras que el moqaddem entraba en uno de los cuartos laterales.
De pronto se oyó un grito lanzado desde lo alto del alminar por uno de los
hombres que estaban de guardia. En el mismo instante, el otro se
abalanzaba a Pointe Pescade, mientras que Namir se dirigía a la terraza y
494
todo el personal de Sidi Hazam invadía atropelladamente los patios
interiores de la casa.
495
Sava, sola con el doctor y Pedro, acababa de volver en sí, y supo que era
la hija del conde Matías Sandorf. ¡Estaba, pues, en los brazos de su padre!
496
V. Antekirtta
Quince horas después de haber dejado el litoral de la Tripolitana, el
Eléctrico 2 era señalado por los vigías de Antekirtta, y por la tarde fondeó
en el puerto.
497
—¡Veamos…! ¡Veamos! —respondía Cap Matifou—; vas un poco lejos, y
la idea de que sólo yo he contribuido a…
Además, hay que añadir que desde quince años a esta parte un cambio
político muy favorable a la cuestión húngara había modificado la situación,
sobre todo en lo concerniente al recuerdo que pudo dejar en algunos
hombres de Estado la tentativa, tan pronta y enérgicamente sofocada, del
conde Matías Sandorf y sus compañeros.
Pero al mismo tiempo que el doctor combinaba los medios para realizar su
pensamiento, era indispensable que atendiese a la seguridad de la
colonia. Sus agentes de la Cirenaica y de la Tripolitana le anunciaban que
el movimiento senousista tomaba cada día mayor importancia,
principalmente en la ciudad de Ben Ghazi, que es la más próxima de la
isla. Correos especiales ponían continuamente a Jerhboub, «ese nuevo
polo del mundo islámico», como le ha llamado M. Duveyrier, esa especie
de Meca metropolitana, en donde residía entonces Sidi-Mahomed-El-
498
Mahedi, gran maestre actual de la Orden, en comunicación con los jefes
secundarios de toda la provincia. Como los senousistas no son en realidad
más que los dignos descendientes de los antiguos piratas berberiscos, que
tienen un odio mortal a todo lo que es europeo, el doctor obraba
cuerdamente al prepararse para resistir el ataque de tanto enemigo
dispuesto a tomar la isla a todo trance.
En efecto. ¿No hay que atribuir a los senousistas, desde hace veinte años,
las matanzas inscritas en la necrología africana? Si se ha visto perecer a
Beurman en el Kanen en 1883, a Vander-Decken y sus compañeros sobre
el río Djouba en 1865, a la señorita Alexina Tinné y los suyos en el Ouádi
Abedjouch en 1865, Bournaux-Duperré y Joubert cerca de los pozos de In-
Azhar en 1874, a los padres Paulmier, Bouchard y Menoret, más allá de In-
Calah en 1876, a los padres Richard, Morat y Pouplard, de la misión de
Ghadames, en el Norte del Azdjer, al coronel Flatters, a los capitanes
Masson y de Dianons, al doctor Goiard, a los ingenieros Beringer y Roche
en el camino de Wargla, en 1881, es que esos sanguinarios afiliados se
vieron obligados a poner en práctica las doctrinas senousanas contra
arriesgados exploradores.
499
En cuanto a los otros medios de defensa de la isla, he aquí lo que se había
hecho. Las baterías de la costa puestas en estado de defensa, sólo
esperaban a los individuos de la milicia designados para ocupar sus
puestos. El fortín del cono central tenía sus piezas de gran alcance
dispuestas para hacer fuego.
Ahí estaba el peligro, y tal vez era demasiado tarde para emprender
suficientes obras de defensa.
500
tratará de conseguirlo aquí, y en mejores condiciones.
Tenía razón en cuanto decía. Que Sarcany ignorara todavía que el doctor
fuera el conde Matías Sandorf, era cierto; pero sabía lo bastante pan
quererle arrancar la heredera de Artenak. Nadie se extrañará que, para
conseguir sus propósitos, hubiera excitado al califa a preparar una
expedición contra la colonia antekirttana.
—¡Casarme!
501
—Sí; con una mujer bonita y pequeña.
—Es verdad. ¡Una grande, una enorme mujer! ¿Eh? ¡Madame Cap
Matifou! Iremos a buscártela entre los patagones.
502
hora después, cuando llegaron al puerto todos, se pararon en la
extremidad del gran muelle sobre el cual brillaba el fuego del faro.
Desde aquel punto, poco elevado sobre el nivel del mar, hubiera sido
imposible distinguir la flotilla que los observadores, apostados sobre el
cono central, habían podido divisar. Pero alumbrando vivamente el
horizonte del Sudeste, sería sin duda fácil conocer el número de las
embarcaciones y en qué condiciones trataban de abordar.
Sin embargo, por orden del doctor, todos los individuos de la milicia fueron
a colocarse en sus puestos.
503
Tenían que estar preparados para dar los primeros ataques, de los cuales
tal vez dependía la victoria.
Durante las últimas horas de la noche se vigiló con el mayor cuidado toda
la costa. A intervalos se iluminó el horizonte, con objeto de conocer con
más exactitud la posición de la flotilla.
Por fin amaneció, y los primeros rayos del sol disiparon las nieblas del
horizonte.
Todas las miradas se dirigieron a alta mar hacia el Este y hacia el Sur de
Antekirtta.
504
enemiga inclinóse más largamente hacia el Sur, dejando el islote a la
derecha. Entonces resultó evidente que Antekirtta sería directamente
atacada, o mejor dicho, invadida antes de una hora.
—Ya no nos queda más que defendernos, dijo el doctor a los jefes de la
milicia.
Por orden del doctor, Pedro Bathory tomó el mando de la parte Sur de las
fortificaciones, Luigi de la parte Este. Los defensores de la isla, quinientos
milicianos a lo sumo, fueron distribuidos de manera a hacer frente al
enemigo por cualquier parte en que tratase de apoderarse del recinto de la
ciudad. En cuanto al doctor, se reservaba estar en todos los puntos en que
juzgara necesaria su presencia.
505
En cuanto el doctor se dio cuenta de ello, adoptó las medidas que exigían
las circunstancias. Los capitanes Kostrik y Narsos tomaron cada cual uno
de los torpederos, montados por algunos marineros, y se lanzaron fuera
del puerto.
506
El jefe de ellos, siempre sereno en medio de los que caían a su lado;
dirigía la acción. Sarcany, cerca de él, mandando unos cien hombres, le
excitaba a dar el ataque sobre la brecha.
La lucha cuerpo a cuerpo fue, pues, terrible por ese lado. Bajo las órdenes
del doctor, impasible en el peligro y como invulnerable en medio de las
balas, Pedro Bathory y sus compañeros hacían prodigios de valor. Pointe
Pescade y Cap Matifou les secundaban con una audacia sólo comparable
con la suerte que tenían para evitar ser heridos o muertos.
507
Fue un golpe terrible e inesperado para los senousistas. No sólo estaban
cogidos por detrás, sino que les quitaban todo medio de huir, en el caso de
que las embarcaciones fueran destrozadas por los proyectiles del Ferrato.
Pero había que dar a aquellos piratas una lección terrible, cuyo recuerdo
no debían olvidar jamás.
508
En aquel momento, Cap Matifou vio una pieza de campaña sobre la arena,
desmontada de su cureña.
Pointe Pescade oyó el grito de Cap Matifou, vio lo que había hecho, lo
comprendió, y fue corriendo, y después de apuntar el cañón contra la
polacra que huía, disparó.
509
VI. Justicia
El conde Matías Sandorf había pagado a María y a Luigi Ferrato su deuda
de reconocimiento. Madame Bathory, Pedro y Sava estaban por fin
reunidos. Después de haber recompensado, sólo faltaba ya castigar.
510
doctor Antekirtt.
Allí fue donde los prisioneros se vieron por primera vez ante el tribunal de
Artenak, que lo componían los primeros magistrados de la isla, bajo la
vigilancia de un destacamento de milicianos.
Y dirigiéndose a Sarcany:
—¡Yo soy Pedro Bathory, a quien habéis intentado asesinar en las calles
511
de Ragusa! ¡Yo soy el prometido de Sava, hija del conde Matías Sandorf,
a quien habéis sacado hace quince años del castillo de Artenak!
Esta vez fue tal el efecto, que las rodillas de Silas Toronthal se doblaron
hasta el suelo, mientras que Sarcany se encorvaba, como si hubiera
querido penetrar en sí mismo.
Entonces los tres acusados fueron interrogados uno tras otro. No podían
negar sus crímenes, ni había perdón posible para ellos. El jefe de los
magistrados recordó a Sarcany que el ataque de la isla, emprendido en su
interés general, había causado un gran número de víctimas, cuya sangre
gritaba venganza. Y después de dejar a los acusados amplia libertad para
defenderse, si querían hacerlo, aplicó la ley conforme al derecho que le
daba esa jurisdicción regular.
512
Silas Toronthal no tenía fuerzas para hablar.
¿De qué manera debían morir esos miserables? ¿Se les fusilaría en un
rincón de la isla? ¡Hubiera sido manchar Antekirtta con la sangre de los
traidores!
Aquella misma tarde, uno de los Eléctricos, montado por diez hombres, al
mando de Luigi Ferrato, tomó a los tres sentenciados a su bordo y los
trasladó al islote, donde debían esperar hasta la salida del sol el pelotón
encargado de la ejecución.
Sarcany, Silas Toronthal y Carpena debieron creer que había llegado para
ellos la hora de la muerte.
513
Un pelotón de milicianos esperaba en el patio del Stadthaus que se le
diera orden de embarcarse para el islote Kencraf.
—¡Que la justicia se haga, y que Dios les perdone, ya que los hombres no
pueden perdonarlos!
514
—¡Dios ha querido evitamos el horror de la ejecución! —dijo el conde
Matías Sandorf.
***
515
El conde Matías Sandorf había cumplido lo que se había propuesto, y a no
ser por el triste recuerdo de sus dos compañeros, Esteban Bathory y
Ladislao Zathmar, hubiera sido tan feliz como lo puede ser un hombre
generoso en este mundo cuando reparte la felicidad a su alrededor.
516
Julio Verne
517
abogado, pero muy joven decidió abandonar ese camino para dedicarse a
escribir. Su colaboración con el editor Pierre-Jules Hetzel dio como fruto la
creación de Viajes extraordinarios, una popular serie de novelas de
aventuras escrupulosamente documentadas y visionarias entre las que se
incluían las famosas Viaje al centro de la Tierra (1864), Veinte mil leguas
de viaje submarino (1870) y La vuelta al mundo en ochenta días (1873).
518