De Chile Dulce y Manteca - Mercedes Varela
De Chile Dulce y Manteca - Mercedes Varela
De Chile Dulce y Manteca - Mercedes Varela
ISBN: 978-607-8222-66-7
Menú literario
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de triunfar que si son negros. Por eso el pleito de las fa-
milias; mi familia tiene ojos verdes... la tuya no, ¿verdad?
“Aquí no”, es un relato que nos invita a decir la ver-
dad y qué mayor verdad que reconocer que no fuimos
amados. Una verdad dolorosa. La protagonista además
de decirlo lo escribe en su tumba: “Aquí no yacen dos
seres que se amaron”. Yo la cambiaría para que quede
más clara por “Aquí yacen dos seres que no se amaron”.
Podría yo seguir hablando de los cuentos, de los que
tienen como título nombres muy norteños como son
Rogelio Armenteros, Claudia García, Gertrudis Rosas,
Candelaria Escalante, pero prefiero que los lean y los
disfruten como los disfruté yo.
Reconozco en Mercedes Varela, a una escritora que
continuamente se sigue preparando, que asiste a todos
los eventos culturales de su localidad, que lee día y no-
che, que es maestra en diversas instituciones y sobre
todo, que es una escritora que nos sabe deleitar con sus
escritos. Sé que va a continuar con su labor por muchos
años con lo que enriquecerá a su ciudad, a su estado y
a todo el país.
Tomás Urtusástegui
Julio 2013
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De chile, dulce y manteca
Reciclamiento
(Budín de pan duro)
Budín
Ingredientes:
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Procedimiento:
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Cabrito en salsa
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Cabrito en salsa estilo norte
Ingredientes:
Preparación:
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Comida de cumpleaños
Mole poblano
Ingredientes:
Preparación:
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necesario para lograr que todo se muela perfectamente.
Vierte dentro de un recipiente grande.
Tuesta el ajonjolí y el anís. Reserva un poco de ajon-
jolí tostado para servir y licua el resto junto con el anís,
cebolla y ajo. Vierte dentro del mismo recipiente con la
salsa de chile y cacahuate. Agrega el chocolate de mesa
y el caldo restante y revuelve hasta que todo se disuelva
perfectamente.
Vierte el mole sobre las piezas de pollo y deja que
hierva a fuego lento hasta que el pollo se haya cocido
perfectamente.
Sirve, espolvorea con ajonjolí tostado y acompaña
con arroz rojo y frijoles refritos.
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Crepas con salsa de perejil
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Me sonrojé, no pude evitarlo y menos aún cuando
agregó:
—De manita sudada... madres. Sudábamos el cuer-
po. No amiga, no te imaginas las tardes orgiásticas que
celebrábamos. A él le encantaba que le cocinara crepas
con salsa de perejil.
La interrumpí.
—No me digas que lo metiste a tu casa.
—¿Cómo crees? Para respirar los mismos olores del
tedio y escuchar los mismos sonidos ordinarios de la ru-
tina de esta casa. ¡No! Nos escondíamos en un hotelito a
la salida de la ciudad. Yo le preparaba las crepas porque
después de disfrutarnos, una hambre atroz nos atacaba.
Comíamos para reponernos y seguir con el postre. Este
le tocaba a él. Le encantan las fresas con crema y más
cuando las untaba por todo mi cuerpo y juguetón las iba
comiendo una a una y lamía la crema. ¡Me enloquecía!
Jamás había disfrutado de esa inenarrable perversión
erótica-culinaria, pero con él aprendí a provocar, a oler,
a morder, a ver, a sentir, a tocar, a gozar y acariciar sin
inhibiciones. Cuando el mordía mi lengua yo le clavaba
las uñas en la espalda y el gemía retorciéndose de placer.
Sus gemidos me excitaban más y allá iba y venía; una,
dos y hasta tres veces.
—Yo estaba asustada por sus palabras, pero apa-
renté ser muy “open mind” para que continuara con los
pormenores.
—No sé qué voy a hacer sin Dante...
—¡Divórciate!
—¿Cómo crees? Mi condición de mujer decente me
lo impide. Hoy rompimos. Él tiene derecho a hacer su
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vida con una mujer libre. Yo no puedo dejar a mis hijos
sin padre. Amiga, gracias por escucharme. No pienses
mal de mí, sólo fui una mujer.
—No, para nada. ¿A todo esto, qué le pones a esas
crepas?
—Vamos a prepararlas y vas anotando la receta.
Sin querer vi mi vida reflejada en su historia. A lo
mejor ya también era portadora de una buena cornamen-
ta. Decidí que llegando a casa prepararía las mentadas
crepas, pero antes pasaría al súper por unas canastitas de
fresas y un bote de crema chantilly. Miré a Kitty y le dije:
—¡Hello Kitty! Qué bueno que ya te tengo de regre-
so, y siguiendo un impulso la abracé y le susurré al oído:
—¡Gracias, amiga!
—¡A ti!, me contestó.
Ya en la cocina, amenizadas con la voz de José Luis
Rodríguez, “El Puma”, que cantaba “Oliendo a ti”, fuimos
pesando los ingredientes para preparar las crepas. Kitty
siguió moqueando un rato más porque recordó que con
ese marco musical cocinaba para Dante, el maestro de
literatura, a quien intentaba olvidar... recordándolo por
última vez y preparando esa rica salsa de perejil como
homenaje póstumo.
Crepas
Ingredientes:
• Un huevo
• 75 gramos de harina
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• Un vaso de leche
• Una pizca de sal
• Dos cucharadas de mantequilla
Preparación:
Relleno:
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Donas glaseadas
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—¿Quieres ser mi novia? Te invito al cine el domin-
go y allí me contestas. ¿Si?
Cuando llegó el domingo, Isabel tuvo tanto miedo
y tantas dudas, ¿y si él no llega?, ¿y si la planta?, ¿y si
sólo se esta burlando de ella? De todos modos acude a
la cita, claro que a propósito llega dos horas después. Él
no estaba, nunca supo si fue. Jamás volvió a buscarla y
ella vivió con esa duda.
Ingredientes:
• Un kilo de harina
• 100 gramos de levadura fresca
• 200 gramos de azúcar
• 6 huevos
• 400 mililitros de leche (la necesaria)
• Media cucharadita de sal
• 160 gramos de mantequilla
• Un litro de aceite
Procedimiento:
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Glaseado de vainilla:
Ingredientes:
Procedimiento:
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Flan
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Sé que cada vez está más sola. Toda la familia que
la rodeaba ha ido muriendo. Una vez que visité el puer-
to por cuestiones de trabajo sólo la llamé.
—No te preocupes. Tú vienes a cumplir, no a pasear.
Ya será en la próxima.
La siguiente vez que le telefoneé me comentó del fa-
llecimiento de su hermano y que lo estaban velando cuan-
do yo estuve allá.
—¿Por qué no me lo dijiste, comadre?
—¿Para qué comadrita? Tú venías por trabajo, ade-
más te escuché contenta. No te iba yo a amargar el viaje.
Después murió su mamá, la señora Velia era quien
preparaba ese flan casero que mi comadre ha reinventa-
do agregándole leche condensada en lugar de leche eva-
porada y azúcar.
—Así es más fácil. No tienes que andar pesando y
queda con mejor sabor.
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Veinticinco huevos, de buen tamaño comadre. No
chiquitos como los de paloma. Tres litros de leche, de la
buena, no deslactosada. Para eso mejor agrégale agua.
Tres botes de leche condensada, así no tienes que estar
pesando el azúcar. Tres cuartos de taza de azúcar, si no,
te queda desabrido con la pura leche condensada, tú le
tanteas al gusto. Vainilla, esta también es al gusto y para
que no te amargue ve probándolo. Yo lo bato con un glo-
bo pero si tú tienes batidora hazlo así. Ah, en el fondo del
molde le pones azúcar quemada para que salga el flan con
colorcito. Este también ya lo venden hecho. Comadrita,
la vida moderna nos ha hecho más flojitas. No estoy de
acuerdo porque una buena ama de casa debe darse tiem-
po para todo. ¡Ah!, no se te olvide que hay que ponerlo
a baño María por tres horas o hasta que esté bien cuaja-
do porque lleva mucho huevo. ¡Ay!, comita, que tiempos
aquellos en que podíamos comer de todo. ¿Te acuerdas
que rico nos quedaba el flan con pan?
—¡Sí! Así le llamábamos flan con pan, no pastel im-
posible o choco flan.
—Nosotras no nos quebrábamos la cabeza para que-
dar bien con un gran postre.
—Así es comadrita. No sé que tienen las muchachas
de ahora que todo compran hecho.
—A mí, cómo me celebraba el señor cuando se lo
servía.
—Es muy fácil de preparar, lleva un tercio o la mitad
de la receta del flan y se le pone abajo unos cuadros de
panqué, del que venden con pasas o con nuez. Al verter el
flan sobre el panqué, los pedazos flotan. Al desmoldarlo
queda el flan en la parte superior y en la inferior el panqué.
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—Oye, coma, pero tú tenías otra receta de un bis-
cochuelo que quedaba muy rico.
—Muy rico y muy económico, lleva tres claras bati-
das a punto de turrón, hasta que lo voltees y no se caigan.
Se le añaden tres yemas y cuatro cucharadas colmadas
de azúcar, batiendo por seis minutos aproximadamente.
Después le agregas una cucharadita de vainilla o ralla-
dura de naranja o limón. Aparte, ya debes tener cernidas
cuatro cucharadas colmadas de harina con media cucha-
radita de polvo de hornear. Con las manos y de forma
envolvente agrega la harina al batido de las claras. Sua-
vemente hasta que quede bien integrado. Previamen-
te se recorta papel encerado para el fondo del molde y
después se engrasa cubriendo también las paredes del
molde. Se hornea a 180 grados por quince minutos, o
hasta que al tocarlo y sumir el dedo el pan regrese a su
posición. Cuando está cocido, todavía caliente se voltea
sobre un papel encerado y espolvoreado con azúcar. Se
cortan los aros para cubrir el fondo de un molde y des-
pués se vierte el flan. Sale pan para dos recetas de flan.
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Gelatina de zanahoria
Gelatina de zanahoria
Ingredientes:
• 5 zanahorias ralladas
• 1 lata de piña en trocitos
• 1/4 de crema
• 1 lata de leche condensada
• 1 lata de leche evaporada
• 2 gelatinas de naranja
• Trozos de nuez
• Un litro de agua
Preparación:
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Pastel de queso
Pastel de queso
Ingredientes:
• 75 gr. de galletas
• 30 gr. de mantequilla
• 350 gr. de crema ácida
• 350 gr. de queso crema
• 40 gr. de azúcar
• 5 gr. de gelatina en polvo
• Mermelada de chabacano o brillo de pastelería
• Fresas o la fruta que se prefiera (opcional)
Procedimiento:
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Salsa verde
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Cuando él me conoció, yo trabajaba en el banco. De
esto hace ya como veinte años. Yo lo hice gente. Le en-
señé a guardar su dinerito en una cuenta de ahorros, no
debajo del colchón como en su pueblo. Claro que en uno
de los pleitos, me lo gasté todo. Me compré un buen ca-
rro y le remodelé la casa a mamacita y papacito. Él no
tenía cara de reclamar, porque con esos trescientos mil
pesos no paga mis atenciones y toda la devoción que le
he brindado durante tantos años.
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—¿Y no enterarme? Entonces, ¿qué caso tiene que
busque entre sus cosas?
—Si una busca... encuentra.
—Por eso busco.
—No le veo el caso. ¿Vas a seguir con él?
Así es, y esta noche le guisaré un pollito asado, bien
condimentado con su ajito, su pimienta y su salsa ver-
de favorita.
—Todavía lo premias.
—No te creas. Padece úlcera. Y de que come... come,
para no hacerme enojar.
Salsa verde
Ingredientes:
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Preparación:
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Tortillas
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Ingredientes:
• Un kilo de harina
• Un cuarto de manteca vegetal
• Una cucharadita de polvo de hornear
• Agua bien caliente, casi hirviendo (la necesaria)
• Un poco de sal. Lo que se tome con la punta de los
dedos o al gusto.
Procedimiento:
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Por mí, por mi casa y
por lo que se me espera
Facebook
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Noche al atardecer
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Elvira salió confundida. Se arrepintió de haber ido.
Sin embargo, esa noche, a las nueve en punto, encendió
la vela roja. Nombró al joven carnicero de negros y que-
mantes ojos.
—Muerte blanca, muerte negra, muerte de los cuatro
vientos, Santa Marta, San Apolinar... Al evocar el olor a
carne fresca, recién destazada, un violento espasmo reco-
rrió su cuerpo. Cayó sobre la cama, sollozante, espantada.
Transpiraba copiosamente, la sal en sus labios la hizo
recordar el mar, sintiendo sus olas se quedó dormida.
Los días transcurrían lentos para Elvira. Emprendía
largos paseos buscando al aperlado o quizá se topase con
el güero. Caminaba hasta llegar a la estación del ferroca-
rril. Se sentaba dedicándose a escoger su compañero para
esa noche. El vendedor de dulces, el boticario, el telefo-
nista, uno a uno, en sus fantasías, la poseyeron superando
al carnicero. Su ritual se había hecho obsesivo. Espiaba
el tiempo, si pudiera pararlo en eternas nueve. Su carác-
ter cambió, esquivaba a sus amigas. Pretextando exceso
de trabajo, faltaba al rosario. Temerosa de que su cuer-
po la delatara, vistiéndolo de lunares, lo escondió entre
sus pecas. Se contemplaba en el espejo jugando a igno-
rar dónde terminaba la piel y empezaba el vestido. Ex-
perta en caricias, esperaba ansiosa sus nueve de la noche.
Una mañana de agosto, José, un burócrata retirado,
la saludó. Presentándose él mismo, se sentó a su lado e
inició una conversación que encantó a Elvira. Se despi-
dieron al cabo de una hora, sin decirlo, ambos sabían que
al día siguiente se encontrarían allí mismo. ¿Qué hizo
a José acercarse? La vio sola, expectante, con un brillo
en los ojos y algo se le removió dentro. Se sintió joven,
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dispuesto a la aventura o tal vez a algo más. Elvira olvi-
dó el reloj. Atrás quedó la noche. Corriendo las cortinas,
abrió las ventanas permitiendo entrar el sol. Su vida se
coloreó llenándose de rosas, amarillos, azules, atrevién-
dose a usar incluso el rojo. La luna de octubre los vio
comprometerse a unir sus soledades. El día de la boda,
al ver el albo vestido, se ruborizó. Esa noche, tembloro-
sa aguardaba a José.
Al amanecer una llorosa, dolorida y frustrada Elvi-
ra miraba a su esposo dormir, con tristeza constató que
era vigoroso sólo para roncar. Un perenne otoño de gri-
ses y negros la envolvió, deshojó sus ilusiones, salando
los ojos añorantes de sus nueve de la noche. Una tarde
que José salió a jugar dominó con sus amigos, lo deci-
dió. Se escondió entre sus pecas, despidió al sol cerrando
las cortinas. Giró adelantando las manecillas del reloj y
encendió la vela para empezar su ritual.
—Príncipe de los cuatro vientos, príncipe de las ti-
nieblas, que el amor que le tenga a otra me lo haga a mí.
Los olores a sangre fresca, a dulce, a medicina, a mar,
le pertenecieron nuevamente. Había burlado el tiempo.
Ese día creó su noche al atardecer.
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El amor que no juraste
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Lo que pasó después no lo planeamos. Yo no creo en
el destino, considero que simplemente fue la consecuen-
cia de redescubrirnos con otros ojos, desde luego tam-
bién la soledad es una mala consejera y por otra parte,
mi miedo a desaparecer, a sepultarme nuevamente entre
mis hijos, el trabajo y la casa. Fueron tiempos locos de
ires y venires, de encuentros y desencuentros, de dar y
tomar, sin promesas de mañanas, ni amaneceres. Me gus-
tó, lo amé por su compañía y por la nostalgia cuando se
alejaba y porque me enseñó a valorar el tiempo, el espa-
cio, las flores, las frutas, cada estación del año, el sonido
del viento, la ligereza del polvo y la fuerza de la lluvia,
y porque con él aprendí a ser atrevida, tierna, violenta
y exigente y también porque me hizo sentir grande y
deseada. Y aunque nunca me juró amor, me acostumbré
a su modo. Muchas veces me pregunté, ¿cómo había vi-
vido hasta ahora sin él? Aunque me preocupaba por lo
que opinarían mi madre y su familia, me tranquilizaba
pensando que aunque no nos dejaran, él y yo nos íba-
mos a querer toda la vida. Sí, así como canta “Chente”.
Un sábado que lo esperaba, ¡no llegó! Marqué a su
casa y... ¡Valentina me contestó! No dije nada y colgué. Me
refugié en mis hijos, la escuela, la escoba y el lavadero.
“How can you mend a broken heart?” (¿Cómo alivias a
un corazón roto?), cantaban los Bee Gees. ¿Cómo alivio
a mi corazón roto?, me preguntaba yo. “Staying Alive”
(Sobreviviendo) me respondían, lo comprendí y sobreviví.
Durante más de dos años no supe nada de él. Igual
que Alex Lora, ya estaba convencida de que él existió
sólo en un sueño. Entonces... nuevamente reapareció. Y
así sin más ni más me llamó y me dijo:
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—¿Cómo estás?
—Bien, estamos muy bien, ¿y tú?
—¿Paso por ti? ¿Sí?
Y pasó. Y volví a convertirme primero, en su paño
de lágrimas, porque Valentina se había vuelto a ir y des-
pués en la amada amante que quería hacerle compren-
der que ya lo pasado... pasado. Pero ni Roberto Carlos
ni José José lo consolaban a él y menos aún a mí, cuando
él se desaparecía por meses, yo amanecía sola abrazan-
do a mi almohada.
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Por lo que me espera
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Hoy me va a recibir más temprano. Debo darme pri-
sa para pasar al cajero y llegar a tiempo a la cita. Con
este pago ella me liberará de mi mala suerte en amores.
Por la tarde desconsolada escucha a Adriana, quien
le dice:
—No “mija”. Esto va pa’ largo. De veras que te sa-
laron. Necesitas cinco trabajitos más como éste. Tú di-
ces si empiezo a conseguir las cosas.
—¿Cinco más?
—¡Si, mija! Y un perfume como el que usas.
—Pero...
—¿Quieres novio o no?
—Sí, pero es mucho dinero.
—Pos entonces vivirás con tu salación.
Tina se estremece y se apresura a decir:
—¡No! ¡Por favor! ¡Ayúdeme!
—Tú veme trayendo un pago cada semana y ahora
córtame la baraja.
Tina parte la baraja en tres mazos, pone la mano
izquierda encima de ellos y esperanzada dice:
—Por mí, por mi casa y por lo que se me espera.
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Señoras y señores
Baby shower
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Las risas de sus amigas la regresaron a su presente
y a su panza de ocho meses de embarazo, y cuando una
de ellas la cuestionó acerca de qué color le gustaría que
fueran los ojos de su hija contestó:
—Claro que me encantaría que fueran verdes como
los de mi marido. Calló y pensó en Ramiro, se estreme-
ció al recordarlo y sonrojada agregó:
—No, no sé. No quiero contradecir a mis cuñadas
pero creo que mi hija tendrá los ojos negros.
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Aquí no
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Tampico los trató bien. Compraron un terreno de
los del relleno del Tamesí y construyeron su casa de ma-
dera, cerca del mercado, cerca del río Pánuco, cerca de la
plaza de Armas, y cerca de donde abrieron su negocio de
ultramarinos y licores al que llamaron “La Madre Patria”.
Fue allí en la casa de la calle Morena donde nacieron
sus hijos; Jerónimo, el mayor, era un niño extrovertido
que quería ser piloto aviador; Carmela y Juana Margari-
ta, dos mujercitas que desde pequeñas jugaban a inven-
tar a sus príncipes azules.
Entre jamones serranos, aceitunas y chistorra vie-
ron transcurrir su niñez. La adolescencia los sorprendió
con la segunda guerra mundial. La familia García Do-
mínguez se vio afectada cuando en el Golfo de México,
embarcaciones mexicanas que abastecían petróleo a los
Estados Unidos fueron atacadas y hundidas por subma-
rinos alemanes. El presidente Manuel Ávila Camacho,
formalizó el estado de guerra, se instituyó el servicio mi-
litar obligatorio, y se pactó con Estados Unidos el envío
de trabajadores mexicanos para compensar la falta de
mano de obra en los campos agrícolas y fábricas. A Je-
rónimo chico, desde luego que la idea de trabajar en Es-
tados Unidos no lo atrajo y a pesar de las lágrimas de su
madre, el aire de preocupación de su padre y las súplicas
de sus hermanas prefirió enrolarse como voluntario en
el Escuadrón 201. La unidad iba a recibir entrenamiento
en los campos aéreos de Greenville, Texas y Pocatello,
Idaho, y con el corazón en la boca y encomendado a todos
los santos hacia allá lo vieron partir. No se retiraron del
muelle hasta que la embarcación se perdió en el horizon-
te. El mar se lo llevó y el mar lo trajo de vuelta, mucho
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después de recibir la noticia de su muerte en acción. Fi-
nalmente él logró lo que ambicionaba de niño, surcó lo
cielos como miembro de la Fuerza Aérea Expedicionaria
Mexicana. No así sus hermanas que seguían aguardan-
do el amor entre chorizos, tocinos y aceite de oliva. No
es que no hubieran tenido pretendientes, pero es que así
como llegaban se iban. El noviazgo más largo de Carme-
la lo tuvo con un argentino llamado Manuel, las visitas
eran cortas y se despedían a la hora en que realmente
deberían estarse dando la bienvenida. Fue una de esas
tardes, Manuel se despidió jurándole amor eterno, pero
al siguiente segundo lo olvidó. Se dirigió a divertirse a
los antros del muelle con una mulata de abundantes pe-
chos, quien se dedicó a regar la noticia dándole un ca-
rácter de compromiso a una relación carnal furtiva. En
menos de dos semanas el chisme se había esparcido por
todo el puerto, y aunque Manuel se hincó frente a Car-
mela, sin importarle las miradas de todos los feligreses
que salían de misa, ella no lo perdonó y menos aún cuan-
do él alegaba que estaba borracho, que no sabía lo que
hacía. Carmela pensó si unas cuantas copas lo hicieron
olvidar sus juramentos, ¿qué sería de su amor con los
años? Ella cambió. Carmela ya no era más ella. Su risa
se apagó y por más que procuró disimularlo y trató de
no mentar al argentino, ni para echarle la viga, a leguas
se le notaba que sufría. Y empezó a ser más cautelosa
con su corazón, procuraba dejarlo encerrado en una ca-
jita de música que le había regalado su madre cuando
cumplió quince años.
Juana Margarita, no quiso esperar más por encon-
trar un alma como la suya, como dice la canción de Ma-
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ría Greever, y se fue así nomás con “el chaparro”, como
lo apodaban, quien a la larga resultó un borracho y no
fue bueno ni para hacerle un hijo a Juana Margarita.
Lo mejor del puerto es que, con cada barco llegan
marineros y algunos se quedan a probar suerte. Tal fue el
caso de Oswaldo, delgadito como el torero “Armillita”, y
de muy buen porte. “Armillita”, como dieron en llamarlo
se hizo un cliente frecuente de “La Madre Patria”, para
calmar la nostalgia por la tierra que lo vio nacer y por-
que disfrutaba mucho charlar con Carmela, quien no se
hacía ilusiones porque él era diez años menor que ella.
El joven era simpático y buen conversador, lo que le hizo
ganar amigos que lo recomendaron para que obtuviera
un puesto como celador de la aduana, ganando muy buen
dinero y teniendo acceso a mercancías provenientes de
lugares exóticos que invariablemente iban a parar a ma-
nos de Carmela. Pero lo que le ganó a la mujer no fueron
los obsequios, fue su sonrisa de dientes blancos y pareji-
tos bordeados por unos labios sensuales y promisorios.
De verdad que no se puede ser más encantador —pensó
Carmela— al verlo sonreír. Y se soltó en sus brazos y se
dejó tocar y también ella lo tocó con una pasión exacer-
bada por la larga espera. El día de la boda, no hubo novia
más feliz que Carmela García, ni novio más enamorado
que Oswaldo de la Peña. Y dio inicio una luna de miel
que parecía no empalagarlos. Ella agradecía a dios que le
hubiera mandado un ángel que la hacía conocer el cielo
cuando la besaba o el infierno cuando tardaba en llegar
y lo anhelaba como el arrepentido a dios y lo amaba en
la tormenta y en la calma, en los días claros o con nie-
bla, de noche o de día, en la primavera o en el invierno,
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en el mar o en tierra firme y se sentía capaz de pasarse
toda la vida abrazada a él.
Oswaldo deseaba un hijo, no era necesario que lo
dijera porque los ojos se le iban al ver a los niños jugan-
do en el parque, pero a Carmela, los meses y los días se
le fueron apilando, formando una pared de años que la
alejó de su posibilidad de ser madre. Sin embargo, vivie-
ron felices por más de veinte años, hasta que la muerte,
celosa quizás de esa felicidad, de un certero guadañazo
le arrancó la vida a Oswaldo. Fue una tarde de domingo,
Oswaldo se despidió de ella diciendo que iba a cubrir a
un compañero y la muerte lo sorprendió, pero no en la
aduana, sino en la cama de Alicia Serna. Carmela lo supo
inmediatamente porque como se sabe, las malas noticias
vuelan, pero aquí no fue el caso, sino que la propia Ali-
cia poseedora de unas caderas amplias y cimbreantes y
en cuya cama falleció Oswaldo, fue la portadora de éstas.
De más está decir que Carmela lloró su muerte, lloró el
engaño y lloró por su candidez, hasta que la tibieza de
sus lágrimas se congeló cuando supo que la mujer de su
marido le había dado todo hasta lo que ella más desea-
ba... un hijo. De esto se enteró dos semanas después del
entierro. No gritó. No lo maldijo, sólo de un escobazo
tiró el crespón negro, que en señal de luto se ostenta-
ba justo en medio del anuncio de “La Madre Patria”. Su
hermana le preguntó:
—¿Por qué?
—¿Quieres más? Por favor hermana te suplico que
no hablemos del tema.
Y nada se habló. Carmela se sumergió en el silen-
cio de la negación y aparentemente continuó orando
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por el descanso de su amado esposo. En el puerto todos
admiraban su condición de mujer digna porque ignora-
ban las lágrimas saladas y gruesas en las que flotaba su
corazón dañado y se arrepintió por haberlo liberado de
la cajita de música, mil veces hubiera estado mejor allí,
seco y entelarañado pero completo. Por más esfuerzos
que hacía no podía encontrar la manera de desquitarse.
Si tan sólo él hubiera resistido hasta que ella lo hubiera
despedido y mandado al infierno. Pero no, hasta suer-
te tuvo el desgraciado. Mira que tener sus quereres con
esa Alicia Serna por tantos años. Ella le calculaba unos
diecisiete, porque el muchachito tenía dieciséis y pues
ni modo de negar que era hijo de Oswaldo, lo que bien
se hereda no se hurta y el muchacho era larguirucho y
simpático como el padre. Largas se le hacían las noches
a Carmela García, y más largos sus pensamientos de in-
conformidad por su suerte hasta esa mañana de agosto
que uno de los trabajadores del cementerio llegó a com-
prar longaniza y le dijo:
—Hace días que no visita al difuntito.
—No he tenido tiempo y con esta canícula y yo de
luto...
—Pensé que estaba enferma. Es que quería pre-
guntarle...
—¿Sí?, dígame.
—La inscripción en la lápida. Es lo que falta para
terminar el trabajo.
A Carmela le brotó la tristeza por los ojos al recor-
dar lo que ella y Oswaldo deseaban que se leyera en su
epitafio.
—Discúlpeme, señora. No quise ser inoportuno.
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—No. Usted no tiene la culpa. Tiene razón, se me
había pasado ese detalle.
Carmela tomó el lápiz que estaba en medio de la li-
breta de los clientes que piden fiado. Arrancó un pedazo
de papel de estraza y escribió. Sonriente entregó el papel
al trabajador quien no creyó lo que leía.
—Disculpe señora, creo que se equivocó.
—¿Por qué?
Y el trabajador leyó en voz alta:
—“Aquí yacen dos seres que se amaron”.
—No —contestó Carmela—. La inscripción debe
decir: “Aquí no yacen dos seres que se amaron”.
Y esa noche, a pesar del calor de agosto, Carmela
García, pudo al fin dormir a pierna suelta.
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Rogelio Armenteros
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Claudia García
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En cambio, ella es distinta, es gruñona, le falla la co-
cina, la enfermería y la costura, mete la pata, se sobregira
en el presupuesto. Si atiende al hijo mayor se olvida un
poco del pequeño o viceversa. Ella sueña con indepen-
dizarse, tener un negocio propio para poder dedicarse a
escribir y ganar algún concurso literario. También está
preocupada porque descubrió sus primeras canas y por
comprar una buena crema para desaparecer sus patas de
gallo. Se siente un poco culpable por no parecerse a ese
ideal. Pero es que ha estado tan ocupada con su carrera,
ver crecer a sus hijos y amar a su marido, que no le ha
quedado tiempo para convertirse en el estereotipo de la
madre que se celebra cada diez de mayo.
—¿Qué tanto piensas tú, muchacha? Un centavo
por tus pensamientos.
Claudia García escuchó la voz de su marido y el
“muchacha” tuvo un efecto mil veces mejor que la mejor
crema antiarrugas. Volteó a verlo. En verdad lo seguía
viendo guapo a pesar de su camisa arrugada. Se sobre-
saltó. Era un día feriado. ¿Por qué había ido él a la ofi-
cina? Quizás fue sólo el pretexto para encontrarse con
alguna otra mujer. ¿Cómo luciría? ¿Joven o vieja? ¿In-
teligente o tonta? ¿Atractiva o fea? ¿Cómo saberlo? Él
vuelve a interrumpirla:
—Cinco centavos por tus pensamientos
Claudia no contestó. Se puso de pie y fue a sentar-
se frente a su marido. Estaban solos, los niños se habían
quedado en casa de la abuela y el “muchacha” la estimu-
ló. Levantó la pierna y con la punta del pie acarició la
entrepierna de su marido. La respuesta fue rápida. Allí
120
había algo para ella, así que se olvidó de las demás mu-
jeres mientras coqueta pregunta:
—¿Esto, en vez de los cinco centavos?
—Hecho —le contestó el marido.
—Estaba pensando que te amo y que soy muy feliz
de ser la madre de tus hijos.
121
Gertrudis Rosas
123
porque le había tocado a él y no a ella que al fin mujer
sólo servía para parir.
Si Gertrudis sufría, nadie lo supo, ella se convirtió en
una devota compañera, relegando a un segundo término
a sus hijos y viviendo sólo para leerle el pensamiento a
su marido. Sin que este se diera cuenta, se había atrevido
a contratar a una mujer que le ayudara con la crianza de
sus muchachos, que iban creciendo derechitos y espiga-
dos como milpa al amanecer.
Contrario a lo que pudiera suponerse, ella era feliz,
ese era su destino y la familia que Dios quiso regalarle.
Además que consideraba su deber de esposa el pasar los
días atendiendo al marido, aseándolo, leyéndole la pala-
bra de Dios aunque él refunfuñara, y dándole de comer.
Por las noches le velaba el sueño, atenta al menor movi-
miento, a acercarle la bacinica para que arrojara sus fle-
mas o el cómodo para que hiciera sus necesidades.
Quince años tardó su marido en secarse completa-
mente. La noche en que murió la sorprendió tranquila.
Ella como esposa había cumplido. Lo enterraron anun-
ciando el paso del cortejo fúnebre con cohetones, lo
acompañaban los ganaderos y agricultores de la región
y amenizando la caminata al panteón, un grupo de hua-
pangueros desafinados por la cruda, después de todo el
café con piquete bebido durante el velorio. En el campo-
santo esperaban otras tres viudas llorosas y cubriendo
su vergüenza con el rebozo. Si Gertrudis Rosas las vio,
nunca lo dijo. De su boca jamás salió una palabra para
compadecerse por el engaño.
Después del novenario, antes de sacar las pertenen-
cias del difunto, se reunió con sus hijos y les comunicó que
124
tenían que buscar a sus hermanos, no fuera el diablo que
se fueran a enredar con una muchacha que resultara ser
su media hermana. Sin mucho entusiasmo los hijos pro-
metieron que lo harían pero también la hicieron prome-
ter que ningún otro hombre ocuparía el lugar de su padre
en la casa. Gertrudis lo prometió y lo está cumpliendo.
Con treinta y ocho años, viuda y rica, Gertrudis Ro-
sas, empezó una nueva vida. Administra el rancho, esti-
mula a sus hijos para que continúen con sus estudios, el
mayor que salió bueno para los números le ayuda bastan-
te con las cuentas, por lo que ella una vez al mes puede
desafanarse e irse a tomar el sol en la playa.
Las malas lenguas murmuran, que a lo mejor por allá
encontró el amor y que por eso con cada viaje, parecie-
ra que la podan porque como las bugambilias y jazmines
de su jardín, se pone más bella, pero de esto nadie tiene
la certeza, porque si Gertrudis Rosas está enamorada, a
nadie se lo ha contado.
125
Candelaria Escalante
127
Alma Muriel o a Manoella Torres. A lo que ella enoja-
da respondía:
—No mamá, ¿qué no ves que así de plana parezco
hombre?
—Cómo no. Un hombre con unas caderas muy bien
formadas.
—Tenías que recordármelo. ¡Mamá, parezco cen-
tauro!
—Ay mijita. No sé que te pasa. Eres una mujercita
muy hermosa.
—Eso lo dices porque eres mi mamá.
129
Candelaria voltea a ver a la doctora con odio y le
pregunta:
—¿Por qué se burla de mí? ¿Por qué me llama Chiche?
—Porque eso es lo que tú te consideras. Yo veo fren-
te a mí a una mujer valiente. Una madre soltera que ha
trabajado para sacar adelante primero a su hija y ahora
también a su madre. El problema aquí es que tú no te
ves. No te conoces. Candelaria, tú no eres un seno, eres
todo. ¿Me comprendes?
Candelaria Escalante, siguió compadeciéndose y
llorando hasta que su hija la hizo sentir cuánto la nece-
sitaba, que con seno o sin seno ella era su madre, el ser
al que más amaba.
Hace dos años le extirparon los dos senos, no fue
fácil, pero con terapia física mejoró visiblemente la mo-
vilidad del brazo izquierdo que resultó dañado con la
cirugía. Ella continúa con su lucha y ayuda a dar apoyo
a mujeres que se enfrentan al mismo problema, a quie-
nes les comenta:
—No hay mal que por bien no venga. Estoy traba-
jando duro para comprarme unas prótesis y ahora sí que
tiemble la Sabrina, porque voy a ser su competencia.
130
La ventana
134
Fue culpa de Daniel Santos
141
que me duele no tenerte más. Mis sentimientos me hacían
perdonarte y procuraba olvidar tus verdades de borracho.
—¿Cómo no te iba a cantar? ¿Cómo pues, te iba a con-
vencer que me dieras la firma pa’ poder vender el rancho?
—¡Cállate, Gaspar! ¡Cállate, por favor! ¿Por qué has-
ta los buenos recuerdos me quieres quitar? ¡Yo te amaba!
¡Yo te amo! Mejor te hubieras callado.
142
Su patio colinda con un baldío así que nadie vio como
fue excavando para primero poner a Gaspar como abo-
no, luego cal y después todas las plantas.
Con los meses al perro de la vecina se le quitó la
tentación por escarbar en el jardín. Los crisantemos flo-
recieron y Anselmo se va al trabajo tranquilo porque
aunque Paulina sigue llorando, la escucha cantar mien-
tras riega las plantas:
—“Cuando me asalta el recuerdo de ti. Siento en mi
alma mortal soledad. Y aunque quiera sonreír, siempre aca-
bo por llorar”.
143
Prudencia Amaro
146
A la primera cita, Prudencia Amaro pudo escaparse
de su casa hasta las ocho de la noche. Vestida de negro
se confunde con las sombras de noviembre. Temblando
llega donde Gilberto, quien la espera ansioso y con me-
dio litro de “Presidente” entre pecho y espalda. El licor
lo hace hablar arrastrando las palabras.
—¡Peeensé que no vendrías! ¡Teengo cuatro horas
esperándote!
—Ya estoy aquí.
A esa primera cita siguieron otras y Prudencia Ama-
ro y Gilberto Aranda se entregaron sin temor al desaire,
y todo, desde el olor de ese cuarto de hotel, hasta la rosa
dibujada en los pequeños jaboncitos los hacía estreme-
cerse. Inconscientes disfrutaban del momento sin planear
mañanas. Nada los satisfacía, sus encuentros eran como
una enciclopedia sorprendente y enriquecedora. Hasta
que Gilberto exteriorizó los celos por los fines de sema-
na que ella compartía con la familia y Prudencia por las
muchachitas que revoloteaban alrededor de él. Fue ella
la que no pudo resistir la inseguridad y decidió terminar.
Los meses que siguieron fueron difíciles. Prudencia
Amaro, aparentaba ser feliz. Gilberto Aranda involucra-
do en amoríos.
Un viernes por la tarde, él se le acerca:
—Vente conmigo a Guanajuato. No dudes. ¡Te amo!
—¿Cuándo te vas?
—El domingo a las cinco de la tarde. ¡Piénsalo! Te
espero en la plaza, frente a la iglesia.
Prudencia no responde. Regresa a su casa, inquieta.
Esa noche los ronquidos de su esposo no logran acallar
147
la voz de Gilberto Aranda y vuelve a escucharlo una y
otra vez:
—Te espero en la plaza. Te espero en la plaza.
El domingo amanece espléndido. Antes de empe-
zar su rutina doméstica sale y se sienta en la terraza. El
aire fresco de noviembre la remonta a la primera cita, la
añora con la misma necesidad que a la piel de ese hom-
bre untándose en la suya. Esta es su realidad; su fami-
lia, sus plantas y el mismo canario solitario saltando en
el reducido espacio de su jaula. Prudencia Amaro, llora.
Su hijo mayor se acerca y le pregunta:
—¿Qué tienes, má?
—Tonterías. Me entristece ver al canario enjaulado.
—Fácil, má. Déjalo salir —y el muchacho se acerca
a la jaula con la intención de abrirla.
—¡No! —grita Prudencia—, está acostumbrado a
nosotros. No sabría qué hacer con su libertad.
Se limpia las lágrimas y entra a la casa. El perro
Bermúdez vuelve a informar los resultados del encuen-
tro entre el América y el Cruz Azul. Su hijo menor es-
cucha a “Café Tacuba”. Timbra el teléfono. Lo contesta.
A través de los ruidos reconoce su voz.
—Te estoy esperando.
—No puedo.
—Entonces... adiós.
—Prudencia Amaro se queda con el auricular pega-
do al oído, deseando que el bip, bip, bip, bip, prolongue
el adiós de Gilberto Aranda.
—¿Quién es, má?
—Nadie —contesta Prudencia Amaro—. Número
equivocado.
148
El abuelo
151
Ave nocturna
155
Esperando un día de luna eterna
159
Lucita
162
hombre, cuando entra a la iglesia un muchacho y me
apremia a que le diga en dónde se encuentra el padrecito.
—No, pos orita no se le puede molestar. Está to-
mando su siesta.
—Señorita. ¡Por favor!, avísele que aquí esta Zacarías
de Rancho Viejo y que mi mamacita se está muriendo.
De más está decir que, desde luego, acompañé al pa-
dre Juan. Llegamos dos horas después, todos traqueteados
y más empolvados que una semita de anís pero a tiempo,
gracias a la vieja camioneta que tosía peor que la cristia-
na que se estaba muriendo por una pulmonía cuata, que
afortunadamente no fue galopante sino, no hubiéramos
alcanzado a llegar para ayudarla a buen morir. El padre-
cito enseguida se salió. Yo me acomedí, junto con otras
dos mujeres, a vestirla y amortajarla. En eso estábamos
cuando llegó el doctor con el viudo, aunque él todavía
no sabía que lo era. Justino, que así se llamaba el suso-
dicho, era un hombre alto, de ojos borrados, grandes y
pestañudos. De buen ver como dicen ahora. Sin desear-
lo me sonrojé al recordar cómo había maltratado a San
Antonio, aunque enseguida me arrepentí por mis malos
pensamientos porque todavía no se enfriaba la difuntita
y yo ya estaba pensando en... consolar al viudo. Pruden-
temente salí al patio en donde ya empezaban a hervir los
peroles para cocer el borrego, que afanosas cortaban y
aderezaban varias mujeres, para tenerlo listo a la hora
que llegaran los amigos y familiares al velorio. El pa-
dre Juan consolaba a los deudos y yo, parada por aquí,
sentada más allá, poco a poco conocí la vida de la mujer
tilica y pálida, como pan de cera, que yacía en la cama.
163
—Que si de joven era muy guapa pero Justino se la
acabó de tanta cornada.
—No, pero que también ella era caranchita y tuvo
sus quereres con...
—¡No!
—¡Así como lo oye, comadrita!
— Que nunca faltaba a sus deberes cristianos.
—Fue una buena madre.
—Que ella era la del dinero. Por eso Justino la
aguantaba.
—Se adoraban. Era una esposa ejemplar.
¡Pobre mujer!, me dije, y me entró una tristeza tan
grande que no cupo más dentro de mí y empezó a escu-
rrirme por los ojos. Nadie sabía quién era yo, pero to-
dos me consolaban y decían acompañarme en mi dolor.
Ni supe a que hora se fue el padrecito. Yo, allí me quedé
llorando y rezando por el descanso de esa alma que tan-
to había padecido en este mundo.
Entre el viudo Justino y yo no cuajó nada. Él ya tenía
su compromiso con una chamaquita de quince años y pos
ni modo de competir, aunque nos hicimos amigos y des-
pués nos hicimos compadres porque le llevé a bendecir
a un San Martín Caballero. Pero como la esperanza es la
que muere al último, yo no quitaba el dedo del renglón.
Cuando el pueblo se modernizó, diariamente compraba
el periódico para revisar las esquelas y si había muertita,
inmediatamente la leía para ver si había dejado viudo y
de cuántos años, calculándole la edad, guiándome por la
de la difuntita. Y así fue como me dediqué a ayudar a bien
morir a todas las cristianas y cristianos, sin distinción,
para que no se sospechara mi interés por los viudos. Me
164
gané el respeto de toda la gente, me enorgullecía, cómo
me admiraban y alababan mi virtud.
—Usté si es de fiar. No como la Adela, que después
de muerta nos vinimos a percatar q’era una cusca.
—¿Cómo está eso, alguien se los dijo?
—Ni falta qi’ace. Uno solito se da cuenta.
—¿Cómo? —pregunté extrañada.
—Si será usté inocente. Que no ve que las siñori-
tas pa’luego, alueguito s’hinchan por lo mismo que no
tienen por donde desalojar las ventosidades del cuerpo.
En esos quehaceres andaba cuando conocí a Santia-
go, chaparrito, moreno, trompudo y para colmo de males
casado. En fin que no valía ni un tepalcate, pero tenía una
labia y una voz de macho, así como la de David Reynoso.
Cuando me miraba me ganaban los calores y no sé por
qué artes pero yo, me sentía toda desarropada, hagan de
cuenta que así como dios me trajo al mundo pero, en vez
de alejarme, más me le acercaba.
—Buenas tardes, Lucita. Pasaba por aquí.
—Pásele. Gusta agüita de limón o quiere un cafecito.
—Y entre el cafecito y la agüita fresca creo que tam-
bién nos comimos la torta. Aunque no estoy segura, yo
estaba como ida, como en un mundo en donde no existe
el tiempo, ni la luz, ni el sonido. Sólo un quemor como de
lava ardiente inundó mis entrañas e hizo hervir todo mi
cuerpo, hasta nublar mi entendimiento haciéndome creer
que todo lo soñaba. Cuando abrí los ojos ya era tarde. Le
supliqué a Santiago que se fuera, que olvidara el camino
a mi casa, pero por sobre todas las cosas que jamás ha-
blara de lo que había ocurrido aquella tarde.
165
Nunca volví a saber de él. Su recuerdo va y viene
de vez en cuando como en esta noche, en la que yo me
acuerdo de él mientras espero que dios se acuerde de mí
y ruego para que los que me conocen me olviden.
El dolor regresa, las tripas se le hacen bolas. Le falta
el aire pero haciendo un esfuerzo vuelve a insistir:
—¡Diosito! Si me muero a causa de estos torzones,
¡no me abandones! Haz que no me encuentren luego, lue-
go, porque... ¡Qué tal si no me hincho!
166
La duda
167
llamada. No debo permitirle que siga manipulando mi
vida. ¿Por qué le temo?
—¡Bueno! ¿Qué quieres? ¿Hablar con él? Ahora te
lo paso. ¡Fernando!, te hablan por teléfono.
—¿Por qué gritas? ¿Qué pasa? ¿Quién es?
—¡Contesta!, tú sabes quién es.
Fernando toma el teléfono.
—¡Bueno! —voltea a ver a Laura quien lo mira ira-
cunda.
—No es nadie.
Laura le arranca el auricular de la mano e increpa:
—¡Por qué te quedas callada! ¿Querías hablar con
él? ¡Contéstale!
El bip bip bip, la hace reaccionar y furiosa cuelga
el aparato. ¡Era ella!, su voz es inconfundible. Me llama
mañana, tarde y noche. Sabe qué comimos. Con ella te
quejas de las agruras por lo condimentado de mis guisos,
mientras que aquí aparentas que todo estuvo delicioso.
—No grites, vas a despertar al niño. Estás enojada
y lo comprendo. Sé que no estoy mucho en casa pero es
por mi trabajo. Esta posición de relaciones públicas es
muy demandante y nunca sabes por dónde va a brincar
la liebre.
—Y a ti te saltan muy seguido, pero no las liebres,
sino las mujeres.
—¿Estás celosa? Sabes que lo que más aborrezco
son las mujeres celosas. Trabajo hasta el cansancio. Me-
rezco estar tranquilo en mi casa, contigo y con mi hijo.
— ¡Acepta que andas con otra!
— ¡No ando con nadie!
168
—¡Mientes!, ella sabe hasta cuál perfume uso y tú
le dices que no lo soportas.
Fernando se alisa el cabello y sonríe tratando de
calmarse mientras contesta:
—Yo mismo te lo regalé.
—¡Lárgate! ¡Vete de la casa! ¡Sal de mi vida!
—Si salgo por esa puerta, ¡jamás regreso!
—¡Vete! ¡No quiero verte! Te odio.
—¡Cálmate! ¡No llores! Tenía que ser hoy que ten-
go una junta muy importante en una hora. No hagas que
me arrepienta de todo lo que hice por ti. ¡Escúchame por
favor! Por ti no me importó enfrentar al mundo. Menos
aún poner en riesgo mi posición en el trabajo. Perdí a mi
hijo, a algunos de los que se decían mis amigos y mi ma-
dre todavía no me perdona mi calentura. Me corrió di-
ciéndome: “ella te descosió, ella que te remiende. Aquí no
vuelves a poner un pie hasta que regreses con tu legítima
esposa”. No regresé. Te preferí a ti, Laura.
—¡No me culpes! No digas que por mí. Yo tenía die-
cisiete años cuando te conocí. Te amé desde el primer día
y desde entonces he vivido sólo para quererte y compla-
certe diciendo a todo que sí.
—¿Por qué te quejas ahora? Tú aceptaste mi situa-
ción de hombre casado. No niego que te quise con culpa
al principio. Con cinismo, después.
—¿Cinismo? Comodidad diría yo, porque jamás exigí
por miedo a que me abandonaras como lo hiciste con tu ex.
—¡Por Dios, Laura!, no soy un desalmado. ¡Soy fe-
liz a tu lado!
—Y diste por hecho que yo lo soy cuando jamás te
percataste que por ti, he comido aunque no tuviera ham-
169
bre. Bebido aunque no tuviera sed. He celebrado que gane
la selección mexicana de fútbol aunque me parezca es-
túpido que corran detrás de una pelotita. Muchas veces
fingí mis orgasmos para levantar tu ego.
Fernando intenta decir algo. La mira intensamen-
te y sale.
—¿Se le ofrece algo más? —la voz de la mesera la
regresa al presente. Niega con una sonrisa mientras su
vista se pierde en la blancura de esas canas. La recuer-
da joven cuando los atendía a ella y a su hijo. Era allí en
la nevería donde terminaban esos largos paseos por el
centro. ¡Éramos felices! Debí haberme callado. ¡No! ¡No
era digno! No sabía qué iba a pasar ¡Tenía miedo! A los
seis meses de nuestra separación, empecé a trabajar. No
quise vivir de una pensión igual que su ex. No quería ser
igual que ella. Los chismes aumentaron. Hasta mi familia
me dio la espalda. Yo me reía de lo que se decía. Lo peor
ya había pasado. Eso creí, cuando en realidad he vivido
con la duda. ¿Me habrá engañado? Por no haberme atre-
vido a enfrentar a esa gente les permití que siguieran
tijereteando mi relación. Tan sencillo que hubiera sido
ponerlos en su lugar y hablar con Fernando. Quizá no le
hubiera perdonado la traición. ¿Y si no era cierto? ¿Hu-
biera perdonado él la desconfianza? ¿Qué habría pasado?
Esa tarde cuando llegó Yolanda, no debí escuchar-
la pero las amigas siempre saben cómo hacer que una
muerda el anzuelo. Me dijo que ya sabía con quién anda-
ba Fernando. Un cóctel de celos, odio, amor y desilusión
emborrachó mi alma y lloré por Fernando y por su trai-
ción, pero no reclamé. La revelación me había sumido en
la depresión. Mostraba una cara al mundo. A solas me
170
desmoronaba. Empecé a abusar de los tranquilizantes.
Sólo quería dormir y no despertar. Un día casi lo logro.
Debí haber aclarado todo con Fernando. ¡Cuántos rum-
bos cambiaron por mi obstinación! Quizá todo se hubiera
arreglado. No nos dimos la oportunidad de hablar. ¿Nos
habríamos reconciliado?, hasta la fecha no lo sé. En ese
tiempo andaba y desandaba mi desorden sentimental sin
saber cómo ordenarlo. ¡Jamás lo busqué!, tenía miedo a su
rechazo. Pudo más el orgullo y he pasado la vida amán-
dolo sin tenerlo. ¿Por qué no lo llamé? ¿Qué me habría
contestado? Si hubiera logrado mantener a todos al mar-
gen del conflicto, le habría dicho a Fernando que si pla-
ticábamos nuestros problemas los dividiríamos en dos y
que aunque le había perdido la fe, lo seguía amando. Por
tonta no se lo dije. Si le hubiera reclamado lo que me
contó Yolanda, habría sabido la verdad y quizá estuviéra-
mos juntos. ¡Maldito teléfono! Repiquetear que se añora
en las esperas, endulza las ausencias pero que envenena
y acrecenta nuestras dudas. ¡Cómo lo odié! Todavía no
existía el identificador de llamadas así que había que con-
testarlas todas. ¿Por qué no lo di de baja? Hubiera sido
tan fácil desconectarme de esas voces. Cómo he llorado
su ausencia, primero con fuerza y después despacito. Me
dio temor que tanta sal me espantara los recuerdos. Los
primeros no eran malos, al contrario, pero por andarme
creyendo de todos, no confié en nosotros.
—¿Se le ofrece algo más, señora?
—Estoy bien, gracias.
Llevaba media vida sin regresar al puerto. Lo hice
en dos ocasiones para enterrar a mis muertos. El cen-
tro de la ciudad sigue igual. Las mismas tiendas. En la
171
nevería continúa sirviendo la mesera delgadita que me
atendía desde niña. Sólo el sabor de la nieve de elote no
es tan dulce. Quizá es por el momento y esta inquietan-
te espera. Recuerdo que después de mi separación me
entregué por completo a la oración. San Judas Tadeo
no atendió mis súplicas de regresármelo. La esperanza
de verlo aparecer dormía conmigo. Amanecer sola au-
mentaba mi tristeza. Renegué de mi fe. Me refugié en
las películas tristes para llorar a mis anchas. Yolanda me
regaló un disco de Lupita D’Alessio y se me acomodó
más la llorada. Oírla era tan doloroso como un suicidio.
Moría varias veces al día hasta que pensé en mi hijo. Du-
rante todos estos meses no había tomado en cuenta sus
sentimientos. Me sentí culpable. Había pasado a la eta-
pa de la devaluación por el abandono. Planeé vengarme
de Fernando y al mismo tiempo recobrar la confianza
en mí. Recordé la admiración en los ojos de Federico, el
secretario de mi marido y le marqué para invitarlo a la
casa a cenar para platicar. Fue lo que hicimos. Esa no-
che comprendí que el círculo en el que estaba metida se
estrechaba cada vez más amenazando con ahorcar mi
vida y preferí huir. Viajar lejos. Sin avisar, con mi hijo y
dos maletas. Cuando cerré la puerta de la casa juré que
jamás volvería. Preferí alejarme, obstinada como estaba
en olvidar, temí despertar un día sin recordarme pero
salí tan deprisa y distraída que no abandoné mis tercos
sentimientos y sigo cargándolos.
—Señorita, le encargo otra coca.
Ayer llamé a Federico. Es dueño de uno de los me-
jores restaurantes del puerto. Me dio gusto que se haya
superado. Se lo merece. Es muy trabajador. Por la tarde
172
fuimos a saludarlo y a recoger unos álbumes de fotogra-
fías nuestras que había conservado. Por la noche, contem-
plé toda mi historia plasmada en esos trozos de papel y
aunque he aceptado la parálisis en la que vivía, reconoz-
co que me veía feliz en ese otro tiempo. Lástima que no
pude quedarme cautiva en ese papel que me provocaba
toda clase de emociones. Al ver las fotos algo se me mo-
vió en el ombligo y respiré el mismo aire y anhelé volver
a subirme en esa montaña rusa para soñar con alcanzar
la luna y ser capaz de saltar de nube en nube.
—Aquí está su coca, ¿algo más?
—Años después de que se tomaron estas fotos, in-
tenté amar. Enterré a Fernando para que su recuerdo
no echara a perder mi presente y fingí ser feliz con un
nuevo amor sin escuchar esa voz que me advertía que
podría ser desfalcada. Pronto la actitud del nuevo me
hizo olvidar el deseo de desearlo e inconscientemente
volví a desear a Fernando, pero aún así, no lo busqué.
¿Qué tal si era cierto lo del engaño? En ese tiempo, mi
vanidad no hubiera podido soportar su mirada tratando
de reconocerme. Además, que los años de oraciones, ra-
zones y sinrazones me ayudaron a aceptar la lógica. Yo
desaparecí. Él me olvidó.
173
La llegada de Fernando y el hijo de ambos la re-
gresan a su realidad. Laura se pone de pie. Fernando se
aproxima y la abraza.
—¿Cómo estás?
—¡Excelente! El que se nos casa es nuestro hijo y
espero que pronto me haga abuela.
—Yo ya soy bisabuelo.
—¡Katia, ya es abuela! Increíble que pasara tanto
tiempo. Parece que fue hace poco que se casó con tu hijo.
—¡Que buena memoria tienes!, jamás olvidas nom-
bres ni fechas.
—Ayer estuve en la iglesia del padre Hernández y
me sorprendió que hubiera muerto.
—¿Por qué fueron a buscar al padre Hernández?
—Necesito mi fe de bautismo y de confirmación. Todo
eso lo dejó mamá en la casa.
—¿Cuándo te casas?
—En seis meses. Pero es mejor tener todos los pa-
peles.
La plática continuó. En media hora se pusieron al
tanto de veinticinco años de ausencia. Laura hubiera
querido preguntar, pero como siempre las preguntas se
quedaban atrapadas en el miedo a las respuestas y como
la buena educación se anteponía a los sentimientos, si-
muló una sonrisa en su rostro y fingió interesarse en
la plática que sostenían padre e hijo mientras pensaba:
—¿Cómo hubiera sido nuestra vida?
—¿Por qué no te llamé para aclarar todo? Quizá no
habría escuchado tu versión. Estaba tan herida. Y si lo
hubiéramos arreglado. ¿Dónde estaríamos hoy?
174
—No lo sé. ¡Ya no lo sé! El amor se gasta con los años
y si no me buscaste, ¿por qué tendría que haberlo hecho
yo? Y menos a estas alturas. La vida a veces nos lleva por
otros caminos. Ya estamos en ellos. Hay que seguir ade-
lante, además, cuando me fui, juré no volver y lo cumplí.
Fernando se despide. Laura fríamente le tiende la mano.
Cuando se quedan solos, su hijo le pregunta:
—¿Estás bien, mamá?
—Sí hijo. Ve a recoger los papeles. Ya deben estar
listos. Aquí te espero. Voy a ordenar otra nieve de elote.
175
Semanario
Domingo
180
Lunes
182
Martes
184
Miércoles
186
Jueves
190
Sábado
192
Día de pago
196
Índice
Prólogo .......................................................................... 11
Señoras y señores
Baby shower .................................................................. 101
Aquí no ........................................................................... 105
Rogelio Armenteros .................................................... 113
Claudia García .............................................................. 117
Gertrudis Rosas ........................................................... 123
Candelaria Escalante .................................................. 127
La ventana ..................................................................... 131
Fue culpa de Daniel Santos ....................................... 135
Prudencia Amaro ......................................................... 145
El abuelo ........................................................................ 149
Polvo ............................................................................... 151
Ave nocturna ................................................................ 153
Esperando un día de luna eterna ............................. 157
Lucita .............................................................................. 161
La duda ........................................................................... 167
Semanario
Domingo ........................................................................ 179
Lunes .............................................................................. 181
Martes ............................................................................ 183
Miércoles ....................................................................... 185
Jueves .............................................................................. 187
Viernes ........................................................................... 189
Sábado ............................................................................ 191
Día de pago ................................................................... 193
De chile, dulce y manteca
Mercedes Varela