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De Chile Dulce y Manteca - Mercedes Varela

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De chile, dulce y manteca

De chile, dulce y manteca


Mercedes Varela
De chile, dulce y manteca
© Mercedes Varela
Primera Edición 2014

ISBN: 978-607-8222-66-7

Gobierno del Estado de Tamaulipas

Ing. Egidio Torre Cantú


Gobernador Constitucional del Estado de Tamaulipas

Mtra. Libertad García Cabriales


Directora General del
Instituto Tamaulipeco para la Cultura y las Artes

Derechos exclusivos de la presente edición


reservados para todo el mundo.

Instituto Tamaulipeco para la Cultura y las Artes (ITCA)


Calle Francisco I. Madero N° 225, Zona Centro
Ciudad Victoria, Tamaulipas (C.P. 87000)
Teléfono ITCA: (01-834) 1534312 Ext. 101
Teléfonos Dirección de Publicaciones: (01-834) 3181005 al 09

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la portada,


viñetas e iconografías, puede ser reproducida, almacenada o transmi-
tida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, quími-
co, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin consentimiento
por escrito del editor.
Para mis padres
Felipe Varela y
Juana García

Para mis hijos


Leonel, Lorena,
Fausto, César
y Andrés

Con especial agradecimiento:


A mis amigos y amigas,
por permitir que los
convirtiera en
hombres y
mujeres de
tinta.
Prólogo

Menú literario

L o primero que me llamó la atención en los escritos de


Mercedes Varela, fue que me ofreciera para empezar
un menú, un menú de restaurante, que lógicamente me
abrió el apetito, el apetito para leer. ¿Qué platillo esco-
ger para empezar la lectura? ¿Un cabrito en su salsa,
unos tamales de chile, dulce o manteca, unas crepas en
salsa de perejil?, o bien, algo de postre: ¿un flan, unas
donas glaseadas, una gelatina de zanahoria o un pastel
de queso? Por supuesto en la mesa no podía faltar una
salsa verde picosita y unas tortillas de maíz y otras de
harina. Como buen descendiente de familia tamaulipeca,
como soy, empecé con el cabrito; ya se me hacía agua la
boca nomás de pensar en su sabor, en su consistencia, en
su olor. Y no me defraudé sino que al terminar el platillo
pedí repetirlo. Un platillo con todos los ingredientes
necesarios; una mujer hecha para servir al hombre sin
tener derecho a nada, sin saber nada de él. Lo importante
es darle hijos y darle de comer. Un hombre ausente, que
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hasta que lo matan nos enteramos quién es y qué hace.
Otro ingrediente es todo lo norteño, desde el cabrito, el
machacado, hasta el lenguaje y las costumbres. Y como
dice el dicho: “el muerto al pozo y el vivo al gozo”, aquí
muy bien empleado, ya que la mujer en lugar de llorar
al muertito nos ofrece la receta completa del cabrito y
nos dice cómo prepararlo: “...vamos colocando las piezas
del cabrito seguidas de la cebolla entera y la cabeza de
ajo. Salamos un poco y agregamos los chiles serranos
enteros. Colocamos también en la olla el machito a co-
cer...” No sé si a todos los que lean los cuentos les venga
la gana de ir al mercado a comprar todo lo necesario, a
mí sí me dieron ganas, nomás que no sé en el Distrito
Federal dónde se compra un cabrito. Voy a averiguarlo.
Por lo pronto me pongo a leer todos los cuentos sobre
comida que trae el libro, todos atractivos, con humor,
con diferentes historias interesantes.
Una segunda serie son los cuentos incluidos en Se-
manario, donde el lunes sucede una cosa, el martes otra
y así se continúa hasta terminar la semana. Me encantan
los escritores que rompen con la falsa idea que los auto-
res deben ser serios y escribir sólo cosas graves. Mer-
cedes juega con todo y con todos. Me la imagino riendo
mientras escribe. Estos siete días nos informan sobre los
intereses de la autora que no son otros que los de su co-
munidad, de su región, de su entorno familiar y social.
Nos habla de las mujeres que se van de compras al otro
lado para aprovechar la barata del Mall, de la violencia
en las calles de la ciudad, de los trabajadores, que son la
mayoría de ese sitio, que dependen del petróleo; de los
niños llamados “halcones” que son los que avisan a las
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bandas de lo que sucede en cualquier lado, como es el
paso de una patrulla, la visita de gente extraña, la pre-
sencia del ejército o la marina. Al describirnos lo suyo
nos describe al ser humano de cualquier sitio, con sus
miedos, sus proyectos, sus realizaciones y frustraciones.
Me encanta la historia de la mujer que nunca puede ir
a la playa en Semana Santa y que cuando ya está vieja lo
logra, mueve sus aletas y se hunde en el mar.
Tengo una obra de teatro titulada La Duda, por lo
que me interesó “La Duda”, el cuento de Mercedes. En
mi obra la duda es la de una joven que no está segura
que el que se hace pasar como su padre lo sea en rea-
lidad. En el cuento ella nos platica de una duda que es
común a todas las mujeres del mundo. ¿Mi marido anda
con otra, quiere a otra, ya no me ama? Duda, que la ma-
yor parte de las veces no tiene aclaración.
Confieso que a mí nunca se me hubiera ocurrido
describir a una mujer como “dulce como capirotada en
cuaresma”. Puede que hubiera yo llegado a dulce como
capirotada pero nunca continuar “en cuaresma”. Y sí, ese
dulce sabe distinto en esa época de ayunos. Angélica, la
dulce, aparece en el cuento titulado “Baby Shower”. Y
aquí voy al título y la influencia de todo lo extranjero en
nuestra cultura. De esto está más que consciente la auto-
ra. Por muy mexicano que trate uno de ser todo nos obli-
ga a ser extranjero: Palabras, frases, comida, costumbres,
canciones, películas, libros, revistas, marcas, aparatos...
Sólo la muerte sigue siendo mexicana. No es raro que en
este cuento el color de los ojos sea fundamental. Si son
azules o verdes tendrá el futuro niño más posibilidades

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de triunfar que si son negros. Por eso el pleito de las fa-
milias; mi familia tiene ojos verdes... la tuya no, ¿verdad?
“Aquí no”, es un relato que nos invita a decir la ver-
dad y qué mayor verdad que reconocer que no fuimos
amados. Una verdad dolorosa. La protagonista además
de decirlo lo escribe en su tumba: “Aquí no yacen dos
seres que se amaron”. Yo la cambiaría para que quede
más clara por “Aquí yacen dos seres que no se amaron”.
Podría yo seguir hablando de los cuentos, de los que
tienen como título nombres muy norteños como son
Rogelio Armenteros, Claudia García, Gertrudis Rosas,
Candelaria Escalante, pero prefiero que los lean y los
disfruten como los disfruté yo.
Reconozco en Mercedes Varela, a una escritora que
continuamente se sigue preparando, que asiste a todos
los eventos culturales de su localidad, que lee día y no-
che, que es maestra en diversas instituciones y sobre
todo, que es una escritora que nos sabe deleitar con sus
escritos. Sé que va a continuar con su labor por muchos
años con lo que enriquecerá a su ciudad, a su estado y
a todo el país.

Tomás Urtusástegui
Julio 2013

14
De chile, dulce y manteca
Reciclamiento
(Budín de pan duro)

A noche me soñé, y fue tan real que mi sueño se ha


prolongado hasta este amanecer en que el zum-
bido de la secadora de pelo burla paredes y puertas e,
impertinente penetra mis oídos. Imagino el cabello albo-
rotado por el aire tibio del aparato. Otro ruido, potente
destructor y contaminante ahoga el de la secadora. Es
la licuadora que frenética destroza, sigo imaginando, los
plátanos, estos se resisten pero finalmente se convierten
en un espumoso licuado de plátano con leche. Después
sólo murmullos, pasos que se alejan y yo aquí, tendida,
desnuda e irresucitable, como en mi sueño.
Lo bueno de los sueños es que se puede soñar que
se sueñan, así de simple, sin meternos en todos esos ro-
llos del subconsciente liberado o de los deseos reprimi-
dos, como decía Emilita ayer, mientras saboreábamos
nuestras tazas de Nescafé descafeinado y endulzado con
Canderel. Yo no me sentía con ánimo suficiente para re-
batir el punto, así que cambié de tema y le pregunté. Ella
abrió la boca y no fue precisamente para recibir la cu-
chara copeteada de crema del pastel de queso con fresas,
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ya que al escucharme apenas sí llevaba ésta a la altura
de sus senos. Me respondió con terminajos que no en-
tendí; al percatarse de mi ignorancia, cambió su actitud
de abogada por el de amiga y me aconsejó al respecto
con una amplia sonrisa dibujada en su cara de querubín
mofletudo, enmarcada en ese halo virginal que no pier-
de a pesar de sus cuarenta y tantos años. Nunca se lo he
preguntado, pero intuyo que es virgen. Contrariamen-
te a lo que propone Almodóvar en una de sus películas,
eso de que todas las vírgenes tienen un gesto adusto, yo
creo que todas ellas deben ser como Emilita, quien, al
despedirse, me dijo:
¡Silvia, todo lo que has vivido, quién fuera tú!
Estas palabras dieron vueltas y vueltas en mi cabe-
za y quizá sean las causantes de este sueño disparatado.
Imagínenme, yo irresucitable y capaz de mantener este
parloteo interior.
¿Qué es todo lo que he vivido? ¿Exactamente a qué
se refería ella?
Siempre he considerado que el tiempo es mi enemi-
go. Sí, mi enemigo. Me tiende trampas y llego antes, o
después. Un verdadero desastre. Por ejemplo: el tabaco,
cuando el mundo humeaba a todo lo que da, yo no con-
sentía ni olerlo; hoy lo disfruto, y ¿qué pasa? Por todas
partes me topo con el cartelito que tiene el cigarro con
un tache rojo, o el otro más dramático, en el que a una
calavera le sale humo hasta por las orejas y remata con
la clásica leyenda: “Como te veo me vi, como me ves te
verás si sigues fumando”. ¡No lo soporto, me siento pros-
crita! Definitivamente llegué después, pero es que cuan-
do todavía no se difundía el daño que el cigarro le hace
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a nuestros pulmones, yo estaba lavando pañales. A esta
cita llegué antes, como que me brinqué una etapa y es que
el inter de hija a madre fue tan rápido. Tan de pasadita,
que en lugar de madurar y sentirme mujer, pasé a ser
“propiedad privada de”, “la vieja de”, o “mi señora espo-
sa”, como me llama el señor cuando quiere impresionar
a alguien. Total que soy un verdadero caos, amiga de lo
absurdo e inconstante. ¿Será por eso que me identifico
tanto con los gatos? Estos no aman, se dejan amar. Yo
aprendí a amar y después a huir. Le temo al sufrimiento
que crea la dependencia; y aunque he rozado toda mal-
dad, cuando la pasión me abrasa la ahogo, la entierro
viva entre mis visitas al súper, las tardes de damas o el
trabajo en la oficina.
El tiempo me ha obligado a ocultarme en diversas
pieles. Todas las guardo en mi clóset. Un día perdida en
las profundidades misteriosas y abismales de unas pu-
pilas recordé una. Al sacarla me percaté de que estaba
ajada y la limpié, deseando que la tibieza de esas manos
pudieran desarrugarla. Fue en vano. Bocas envidiosas
la salpicaron y allí quedó, olvidada y remojada en la sa-
liva de la realidad.
Emilita no sabe nada esto. Ella me conoce vestida
de señora, de madre, de ejecutiva o abuela cariñosa. Pero
este día que no amanecí, porque ya lo dije antes, yago
desnuda, todas mis pieles cuelgan en el clóset. Si pudie-
ra reciclarlas. ¡Sí, reciclarlas! Así como el aluminio, o el
pan duro que remojo en leche y después de horneado se
convierte en un delicioso budín, o como los pantalones
de mezclilla que se rompen de las rodillas y con un tije-
retazo reciben el verano como shorts. Sería fantástico,
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no tendría que engordar para llenar la piel de abuela, me
queda tan grande; y la de madre me aprieta, limita mis
movimientos, me anula. Algunas veces quisiera rasgarla
con mis uñas y gritar: ¡Mírenme, aquí estoy! La de seño-
ra es tan gruesa. Apenas abrocho el último botón y que-
do exhausta; hasta mi estómago protesta al recordar las
reuniones donde los señores platican de béisbol y beben
cerveza mientras asan la carne. Yo, como toda señora
bien portada, intercambio la receta del budín (me sale
tan sabroso) con otras señoras que al igual que yo se en-
gañan endulzando sus bostezos con coca de dieta. La de
ejecutiva me lastima. La picaron las hormigas, le inyec-
taron tanto ácido que pensé que estaba inoculada, pero
no fue así, duele un poco, aunque todavía se puede usar.
En fin, que continúo en mi cama soñando que ya no
soy y que estoy cansada de decidir quién ser. Esta vez de-
jaré que el teléfono lo haga por mí. Las determinaciones
más importantes y que han marcado el inicio de un nue-
vo ciclo en mi vida las he tomado por teléfono, así que
hoy me jugaré la piel al primer ring y después del “bue-
no” sabré quién ganó. Puede que Emilita me llame para
recordarme el baby shower de la nuera de Edna; tal vez
el señor, o los hijos, para decirme qué desean para la co-
mida, o quizás reciba el anuncio de que mis nietos vienen
a pasar el fin de semana conmigo. Aunque también es po-
sible que la llamada sea de la Coalición Pro Justicia para
los trabajadores y resucite con un discurso pro derechos
humanos cuando en realidad desearía tener un orgasmo.
Y aquí sigo desnuda e irresucitable y soñando que
sueño. Existe la posibilidad de que en unas horas des-
pierte con el coraje suficiente para tomar las tijeras y
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cortar trocitos de una piel y de otra, para luego crear
con ellas una que me siente de maravilla. Sólo a la olvi-
dada la dejaré completa. Secaré su realidad asoleándola,
y cuando esté totalmente deshidratada la reciclaré inci-
nerándola con mis recuerdos; después guardaré el polvo
en frasquitos, para usarlo como sombra en los párpa-
dos una que otra tarde, cuando el aroma de la primera
lluvia de octubre humedezca mi memoria. Mientras,
seguiré soñando que me sueño desnuda e irresucita-
ble y que espero que timbre el teléfono para resucitar.

Budín

Ingredientes:

• Pan sobrante 600 g


• Leche 1 litro
• Pasitas 100 g
• Licor de naranja (opcional)
• Ralladura de una naranja
• Huevos 6
• Azúcar 1 taza
• Esencia de vainilla
• Nueces 100 g
• Caramelo o mermelada para barnizar
• Adornar con nueces y crema Chantilly (opcional)

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Procedimiento:

Remojar el pan en la leche.


Colocar en un recipiente las pasitas junto con el li-
cor y la ralladura de naranja, dejar hidratar.
Aparte, batir los huevos con el azúcar, la esencia de
vainilla y las nueces picadas. Incorporar la miga de pan
con la leche y mezclar muy bien para integrar los ingre-
dientes. Por último, agregar las pasas de uva previamente
hidratadas en licor de naranja y la ralladura de naranja.
Caramelo para preparar el molde, colocar sobre una
hornilla una budinera redonda con la taza de azúcar, hu-
medecer ligeramente con agua y realizar un caramelo
claro. Esparcir por todo el molde y dejar enfriar. (El ca-
ramelo es opcional. Se puede verter la mezcla en el mol-
de engrasado previamente).
Hornear a fuego moderado durante una hora, aproxi-
madamente.
Desmoldar cuando este tibio y barnizar con merme-
lada, en el caso de que no haya puesto caramelo y deco-
rar con nueces picadas o acompañar con crema chantilly.

22
Cabrito en salsa

M e llamo Nidia tengo treinta y cinco años. La


semana pasada chocaron mi coche y rompí el
parabrisas con mi rostro. Terminé hospitalizada con un
fuerte golpe en la cabeza, desviación del tabique nasal y
cortaduras leves por toda la frente. Aprendí que aunque
me disguste debo usar el cinturón de seguridad, pero
no es eso lo que quiero relatar. En fin, decidí operarme
la nariz y aprovechando lo del golpe darle un cariñito
a mi vanidad, levantándola un poquito. Fue después de
la cirugía. Desperté porque sentía que algo fluía de mis
fosas nasales. Me tranquilicé. Me había operado el mejor
cirujano plástico de la localidad. Me enderecé un poco.
Un silencio total me envolvía. Por debajo de la puerta
se filtraba una luz opaca. No pedí ayuda, en vez de esto
alcancé mi celular. Me tomé una foto y unos segundos
después tuve la certeza de que nunca estaré sola...
Terminé la prepa y me casé. Todas mis compañeras
me envidiaban. Abel era un tipazo; guapo, simpático con
buen porte y dueño de unos ranchos heredados en vida
por sus padres. Bueno eso es lo que él me dijo. Que más
podía desear una joven como yo que había sido educada
23
para ser una buena esposa y para la cual su realización
en la vida era formar una familia. Nos graduamos de la
preparatoria y al mes nos casamos. Yo no necesitaba más.
Para atender una casa no se necesita título universita-
rio, con saber palotear las tortillas de harina, hacer una
buena machaca y marcarle bien las rayas al pantalón, se
está lista, y si además sabes cocinar un buen cabrito te
puedes considerar una diplomada de los quehaceres del
hogar. A mí me tocó la época de los pañales y las mami-
las desechables, así que pude desempeñar fácilmente mi
papel de madre primeriza.

El principio transcurrió como en un cuento de ha-


das, salir de la iglesia con el vaporoso vestido blanco del
brazo de Abel, parecía un “Japy end” de película “holi-
budesca”, aunque mi final se alargó un poco más. Yo no
viví, el se casaron, tuvieron muchos hijos y fueron fe-
lices por siempre. Sólo llegué al se casaron y vivieron
felices un año cuando los síntomas de mi embarazo es-
tropearon la fiesta y pasé a convertirme de su reina, en
su vieja, a pesar de mis pocos años. Aunque no siempre
era así. Me aclimaté a los altibajos de nuestra relación
y cuando el frío me calaba el alma, la masajeaba con un
linimiento tibio compuesto de resquicios del ardor tem-
prano, un tanto de prudencia y otros más de resignación.
Jamás se me ocurrió abandonarlo.
—Así es esto —aseguraba mi madre con la expe-
riencia adquirida durante la vida con mi padre.
Yo evitaba conjeturarme acerca de la felicidad. De-
cidí que cada mañana inmediatamente después de salir
de la ducha me untaría ese linimiento, pero por si acaso
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lo reforzaría con unas gotas de miel para endulzar mis
lágrimas que se negaron a seguir atrapadas en esa red
tejida de desilusión. Mi hija se convirtió en mi todo. Re-
legué a Abel a segundo término, más por tener la fiesta
en paz que por convicción. Mi padre lo disculpaba por
su juventud, pero acaso, ¿no éramos de la misma edad?

Mi marido entre otras cosas me enseñó a ser ca-
llada, nada de preguntas incómodas. Mientras él cum-
pliera con sus obligaciones y no nos faltara qué comer
tenía que darme por bien servida. Nunca me maltrató,
sólo que él era el único que ponía los límites en nuestra
relación. Durante la semana casi no convivíamos, llega-
ba muy tarde y se levantaba al alba. Ah, pero los fines
de semana eran otra cosa, nos reuníamos en uno de los
ranchos, los hombres asaban la carne al aire libre mien-
tras tomaban cerveza y escuchaban música. Las mujeres
en la cocina paloteando las tortillas de harina, preparan-
do el guacamole y condimentando los frijoles a la cha-
rra. Invariablemente las pláticas giraban acerca de los
logros de los niños.
—Está tan alto que ya le compró ropita del seis.
—Ya le está saliendo otro dientito, por eso anda
muy molón.
—Ponlo a que vea “Madagascar”, Danielito se la pasa
viéndola todo el día. Ya le compré otra por que la prime-
ra la rayó toda y por poco me echa a perder el “devede”.
—Películas yo no. Mejor le compré el “Inglés de
Disney”, porque quiero que mi hijo sea bilingüe.
—¡Ay tú! ¿Para qué? Ni modo que vaya a comprar
ganado gringo para que practique.
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—Si serás. No es para eso, es por que yo quiero que
el junior estudie.
—¿Para qué?, finalmente heredará estas tierras.
—Una nunca sabe.
Qué razón tenía la concuña, una nunca sabe. Empe-
zando porque yo ni enterada estaba de los negocios de
mi marido. Me acostumbré a verlo con diferentes teléfo-
nos celulares. Lo más que me atrevía a suponer era que
los usaba para hablarles a sus amiguitas. Pero no crean
que los traía a la vista. ¡No! Se los encontré por casuali-
dad una vez que me puso a lavarle la camioneta. No dije
nada. Decidí espiarlo y me hice adicta a consultar a toda
clase de pitonisas. Una amiga me llevó con una señora
que me dijo:
—Tú nunca vas a estar sola. Tu marido nunca te
va a dejar. Pase lo que pase él siempre va a estar contigo.
—¡Que se muera! Eso es lo que quiero —y solté el
llanto. Ella me miró y agregó:
—Te comprendo Nidia, pero no olvides mi consejo,
cada mañana despídelo con un beso.
La última noche que pasamos juntos, le cociné ca-
brito en salsa. A él le encantaba. La mañana siguiente
almorzó más cabrito. Se le veía contento. Inexplicable-
mente yo también lo estaba. Nos despedimos con un
beso. Me pidió que le guardara el cabrito sobrante para
la cena. No había transcurrido media hora cuando me
comunicaron que Abel había sido abatido por las balas
en una gasolinera.
Temblando, lo reconocí; ensangrentado, sin vida y
con uno de los malditos celulares en la mano. Compren-
dí su trabajo cuando las autoridades me dijeron que traía
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consigo una fuerte cantidad de dinero, dos radios y siete
celulares. Me interrogaron, yo contestaba en automático
como disco rayado.
—¡No! No sé. Desconozco. Él tiene un rancho. De
todo eso que preguntan, ¡no sé nada!
Mi cerebro se negó a procesar tanta información, y
como mala computadora se cicló hasta que se restauró
cruelmente cuando escuché el pregonar de los voceado-
res del periódico vespertino:
—¡Acribillan a cabritero!
Tres largos años han transcurrido, lentos, espesos y
pegajosos. Pareciera que todas las calamidades del mun-
do hubieran sido atraídas por mi pequeña humanidad y
corrí nuevamente con mi consejera y le reclamé:
—¡Usted me dijo que nunca iba a estar sola! ¡Estoy
sola! ¡No sé qué hacer!
—Ponte a estudiar. Eres joven.
—¡No sé hacer nada! ¡Tego miedo! ¡Mucho miedo!
Ella sonrió y me dijo mirándome fijamente:
¡Bienvenida a la vida! Esta es la vida. La tienes, eres
libre. Era lo que deseabas. Te toca buscar tu felicidad y
ganarte tu pan.
—¡Si esta es la vida, no la quiero!
Saliendo de allí, me accidenté y llegué hasta esta
madrugada en que contemplo mi foto, luzco hinchada y
deformada por la cirugía, y a mi lado, Abel mirándome
con una sonrisa y con los ojos llenos de amor.

27
Cabrito en salsa estilo norte

Ingredientes:

• 1 cabrito de leche, cortado en trozos generosos (no


muy chicos, no muy grandes)
• La asadura del cabrito, o en su defecto unos dos
machitos chicos o uno grande, ya armados. Si con-
siguen la asadura completa ustedes la pican y ar-
man los machitos
• 4 a 5 jitomates grandes
• 10 chiles serranos enteros sin cabito
• 1 litro de aceite
• Sal
• Pimienta negra recién molida
• Orégano recién molido
• Cominos recién molidos
• 1 cabeza de ajo entera
• 1 cebolla entera
• 6 a 7 hojas de laurel redondo

Preparación:

Ponemos al fuego una olla amplia y honda con su-


ficiente agua que tape el cabrito ya troceado. Dejamos
que hierva el agua y entonces vamos colocando las pie-
zas del cabrito seguidas de la cebolla entera y la cabeza
de ajo. Salamos un poco y agregamos los chiles serra-
nos enteros. Colocamos también en la olla el machito
a cocer. El chiste es blanquear las piezas y que hier-
van muy poco. O sea, que esté cocido, pero firmes las
28
piezas. Nos ayudamos con unas pinzas panaderas para
irlas sacando una a una y ponerlas aparte a escurrir en
un platón. Al final sacamos el machito y lo reservamos
aparte bien picadito.
Retiramos la olla, sacamos los chiles serranos y los
reservamos junto con el caldo del cabrito.
Ponemos a cocer los tomates en agua. Los blanquea-
mos y les retiramos el pellejo. Los ponemos en la licua-
dora con sal, unos seis o siete ajos pelados y un poco
de consomé de pollo en polvo. Molemos muy bien los
tomates.
En una sartén amplia donde quepan todas las piezas
(deben quedar como del tamaño de pechuguitas peque-
ñas) ponemos un poco de aceite, y con las pinzas vamos
salteando una por una las piezas del cabrito y reservamos.
Cuando terminemos de dorar todo el cabrito en ese
aceite que quedó, freímos los machitos picados, bien fri-
tos, mas no quemados.
Enseguida le dejamos caer la salsa de tomate que
hicimos y lo dejamos guisar. Rectificamos la sal. Ahora
sí, incorporamos todas las piezas del cabrito ya fritas a
este guiso. Agregamos las hojas de laurel, los chiles se-
rranos ya cocidos, así enteros. Si se ve muy seco agre-
gamos unas dos tazas del caldo donde se coció. En este
punto empezamos con las especias.
Al tanteo, vamos agregando pizcas de comino, oré-
gano y pimienta negra (todos molidos por separado en el
molcajete) al guiso, que deberá verse caldoso y un poco
rojo por los tomates. Aquí es donde hay que tener cui-
dado de no excederse en los condimentos. Pero tampoco
tan poquito, porque debe tener fuerza. Dejaremos hervir
29
a fuego bajito hasta que la carne casi se deshaga. Este es
el punto de servir acompañado de arroz y un poco del
caldito y unos chilitos por un lado.

30
Comida de cumpleaños

L a cocina es un caos. Sobre la mesa, los chiles secos


y las especias para condimentar su comida de cum-
pleaños. En el fregadero, el pollo. Piernas y muslos son-
rosados, carnosos y llenos de hormonas, se descongelan.
Desconfiando de su memoria, consulta la receta de
familia que ha pasado de generación en generación, en-
riqueciéndose y transformándola según la conveniencia
o el gusto de quien cocina. Ella sólo cambia el guajolo-
te por pollo americano. A pesar de lo laborioso, prefiere
desvenar los chiles en lugar de abrir un frasco de mole
doña María. Paciente, inicia su tarea. Recuerda otros
cumpleaños allá en su puerto, su baile de quince años,
su vestido de tafeta, sus labios pintados con carmín rosa
pálido y su cuerpo delgado oloroso a jabón Palmolive.
Ahora se viste para nada, aunque cuidadosa escoge del
clóset repleto de trajes coleccionados durante los largos
días de espera.
La licuadora furiosa mezcla los chiles secos, el cho-
colate, el ajo y la pimienta.
Sus pensamientos la hacen esbozar una sonrisa
breve, relampagueante que desaparece al despertar a su
31
presente, sin mañana alguno y sin motivación. Él no la
provoca porque no la desea, porque ella sabe que el deseo
existe en quien lo provoca. Así que se reprime, aunque
todavía sienta el amor en el cuerpo y la pasión siempre
haya estado en sus sueños y en su piel apenas marchita.
Las semillas de ajonjolí y anís brincan jubilosas so-
bre el comal caliente.
Mira sus manos resecas y enrojecidas adornadas
con la argolla matrimonial y el anillo de compromiso.
¿Por qué él se empeñaba en seguir allí? ¿Por qué con-
tinuar con esas reuniones tan forzadas? ¿Por qué en su
mirada veía un no sé qué que la hacía pensar que él no
era solamente suyo?
Él la observaba con su mirada opaca, como la luna
a mediodía.
Sobre la hornilla, los primeros hervores del mole ini-
cian su danza de burbujas que estallan, pretendiendo ilu-
samente, convertidas en vapor esparcirse por toda la casa.
El monótono sonido del extractor y las burbujas al reven-
tarse, le recuerdan sus fantasías atrapadas por la realidad.
Él, despatarrado sobre el sofá, lee.
Sobre la pared, abandonada y muda cuelga una gui-
tarra.

Mole poblano

Ingredientes:

• 2 pollos, cortados en piezas


• Aceite vegetal, el necesario
32
• 4 jitomates
• 3 chiles chipotles adobados, sin semillas
• 3 litros de caldo de pollo, o al gusto
• Sal, al gusto
• 225 gramos de chile mulato, sin semillas
• 200 gramos de chile ancho, sin semillas
• 115 gramos de chile pasilla, sin semillas
• 100 gramos de almendras
• 85 gramos de cacahuates sin cáscara
• 85 gramos de pasas
• 200 gramos de chocolate de mesa, pulverizado

Preparación:

Fríe perfectamente las piezas de pollo en una cazuela


grande con aceite caliente a fuego medio-alto.
Coloca los jitomates en un comal y ásalos a fuego me-
dio, volteando de vez en cuando, hasta que la piel se haya
quemado y el pollo ablandado. Pela los jitomates y muéle-
los en la licuadora junto con el chile chipotle. Vierte sobre
las piezas de pollo ya fritas, reduce el fuego a bajo y cocina
durante unos minutos hasta que la salsa se haya reducido
un poco. Agrega un litro de caldo de pollo, sazona con sal
y sigue cocinando sin que deje de hervir.
Fríe los chiles mulato, ancho y pasilla en manteca
caliente hasta que se doren ligeramente. Retíralos de la
sartén.
Fríe en la misma sartén las almendras, cacahuates,
pasas, pan, tortilla, pimientas, clavos y canela. Luego
licualos junto con los chiles fritos, agregando el caldo

33
necesario para lograr que todo se muela perfectamente.
Vierte dentro de un recipiente grande.
Tuesta el ajonjolí y el anís. Reserva un poco de ajon-
jolí tostado para servir y licua el resto junto con el anís,
cebolla y ajo. Vierte dentro del mismo recipiente con la
salsa de chile y cacahuate. Agrega el chocolate de mesa
y el caldo restante y revuelve hasta que todo se disuelva
perfectamente.
Vierte el mole sobre las piezas de pollo y deja que
hierva a fuego lento hasta que el pollo se haya cocido
perfectamente.
Sirve, espolvorea con ajonjolí tostado y acompaña
con arroz rojo y frijoles refritos.

34
Crepas con salsa de perejil

C uando abrió la puerta mi sonrisa se ensombreció con


los barruntes de tormenta reflejados en su rostro.
Me abstuve de saludar con nuestro chiste tan personal
de ¡Hello Kitty! Y sólo atiné a decir:
—¿Qué pasa?, me asustas.
Ella prácticamente se echó en mis brazos y la anun-
ciada tormenta rompió el dique de su cordura y le brotó
a borbotones por los sorprendidos ojos. Desconectada
totalmente de la razón se sumergía sin recato en la sin
razón. Relámpagos de furia por la impotencia alumbra-
ban las nubes de su decencia. Luchó unos segundos has-
ta que desvalida, se entregó a una tristeza total y como
niña que recién descubre el mar, primero con miedo y
después disfrutando, nadó en las olas de esa desespera-
ción contenida por los valores que toda señora bien por-
tada debe observar.
Yo la abrazaba en silencio sin saber a qué atribuir sus
lágrimas aunque algo intuí cuando me llamó esa tarde:
—Amiguis te invito a merendar.
—¿Qué día es hoy?, ¿martes o miércoles?
—¡Qué más da! ¿Estás ocupada?
35
—No sé, por eso pregunto. Últimamente ando bien
desconectada.
—¿Desconectada? No será que ya estás teniendo
tus primeras citas con el alemán.
—Ja, ja, ja, reí. Para nada, es que ando bien carre-
reada con los niños. Martes y jueves tienen clases de na-
tación en el club y los lunes, miércoles y viernes el Tae
Kwon Do. Por eso es mi pregunta.
—Entonces, ya me fregué con mi meriendita. Tengo
muchas cosas que contarte de tú sabes quién.
Cuando dijo esto último como que se le quebró la
voz. Eché una ojeada a mi Blackberry y constaté la fecha
martes veinti...
—¡Martes! No te salvaste de cocinar. Te caigo como
a las seis. La natación termina a las cinco. Ciao. Un besito.

Kitty, estaba hundida en un pozo cavado con la coti-


dianidad de un desamor crecido durante sus veinte años
de matrimonio, y aunque se arriesgó a tener un hijo a sus
casi cuarenta para revivir la ilusión de la espera y el cari-
ño de los primeros años, todo fue inútil. Su marido ni en
cuenta. Kitty se había convertido en algo así como una
hermana-madre-consejera-amiga para su marido. Este
se olvidó de la mujer y hasta platicaba jocoso que lo del
embarazo había sido un chiripazo. La situación empeoró
cuando ella se enteró que durante cinco años adornó su
cabeza una cornamenta de aquellas, fue cuando su mari-
dito entre lágrimas le confesó que lo iban a embargar por
una pensión alimenticia, porque se enredó en amores con
la intendente de su oficina y procrearon una niña. Cuan-
do Kitty lo supo se sintió devastada. No lo asimilaba, aun
36
así, lo ayudó demandando también por pensión para ella,
su hija y el bebé recién nacido. Empequeñecida, vulnera-
ble y pendeja, así se sentía durante el primer encuentro
con el maestro de literatura de su hija. Acudió a la prepa
atendiendo el reporte por unas inasistencias a dicha cla-
se. Le gustó el maestro, mejor dicho, se gustaron. Inter-
cambiaron teléfonos para estar pendientes de la conducta
de la jovencita, quien estaba afectada por la situación que
prevalecía entre sus progenitores.
Empezaron a encontrarse como por casualidad. Pri-
mero en el parque cercano a la escuela, después en un
café. Estas citas la reconfortaban, además su autoestima
se resarció y empezó a detallar más su apariencia. To-
dos le decíamos que le había sentado el embarazo. Ella
callaba.
Cuando me contó del maestro, me dio gusto. Siem-
pre es bueno tener a alguien que nos escuche. Además,
según ella, no pasaban de ser unos encuentros inocentes
como escapadas de pubertos. Así que no me preocupé de
que ella se atreviera a manchar su “inmaculado matrimo-
nio”, como la “otra” le gritó y además agregó:
—“Por eso no te piden el divorcio, sólo por guardar
las apariencias”.
Permití que se desahogara ocultando mi impacien-
cia. Quizá el marido quería el divorcio. ¿Estará embara-
zada la otra?, o ¿ella? Mil conjeturas ametrallaban mi
cabeza disparando una y otra vez. Lo que no me espe-
raba fue lo que mi amiga empezó a narrar, primero des-
pacio y después ansiosa, temiendo que los recuerdos no
formaran las palabras exactas que serían dichas sólo por
esta única vez. Después debían borrarse para siempre.
37
Sería una historia inédita que quedaría en un borrador
escondido entre los pliegues de su piel.
—¡Ay!, amiga. Qué bueno que viniste.
—Me necesitas y aquí estoy —le acerqué la caja de
kleenex para que volviera a sonarse la nariz.
—Amiga, no sabes, estoy enamorada.
—Lo sé, siempre lo he sabido. Tony es un gran hom-
bre. Excepto por el detallito con la intendente.
—No estoy hablando de él. Me refiero al maestro.
—¡Te enamoraste! Sabías que es lo prohibido.
—No seas cursi. En estos tiempos todo se puede.
Tony pudo.
—Sí, pero él es hombre.
—¿Acaso porque soy mujer no tengo las mismas
necesidades?
—¿Necesidades? ¿Te refieres a lo que estoy pensando?
—No sé que estarás pensando. Hablo de necesida-
des afectivas.
—¡Ah! —la interrumpí—, ya me habías asustado.
—¿Por qué? El sexo también es una necesidad.
—No para nosotras amiga, estamos casadas.
—Precisamente. No sabes. Ni tantito así te puedes
imaginar de lo que nos hemos estado perdiendo.
—¿Tú sí? —no contestó, los sollozos se lo impidie-
ron. Me acerqué a la cocina y le traje un vaso con agua.
—¿Agua? —dijo con sarcasmo—. Las señoras bien
todo lo arreglamos con un vasito de agua o un té de tila,
cuando en realidad quisiéramos ponernos una guarapeta
de antología e ir corriendo a buscar al susodicho y gritar-
le a la ventana: Te amo, te amo. Olvida lo dicho. ¡Regresa!

38
Me sonrojé, no pude evitarlo y menos aún cuando
agregó:
—De manita sudada... madres. Sudábamos el cuer-
po. No amiga, no te imaginas las tardes orgiásticas que
celebrábamos. A él le encantaba que le cocinara crepas
con salsa de perejil.
La interrumpí.
—No me digas que lo metiste a tu casa.
—¿Cómo crees? Para respirar los mismos olores del
tedio y escuchar los mismos sonidos ordinarios de la ru-
tina de esta casa. ¡No! Nos escondíamos en un hotelito a
la salida de la ciudad. Yo le preparaba las crepas porque
después de disfrutarnos, una hambre atroz nos atacaba.
Comíamos para reponernos y seguir con el postre. Este
le tocaba a él. Le encantan las fresas con crema y más
cuando las untaba por todo mi cuerpo y juguetón las iba
comiendo una a una y lamía la crema. ¡Me enloquecía!
Jamás había disfrutado de esa inenarrable perversión
erótica-culinaria, pero con él aprendí a provocar, a oler,
a morder, a ver, a sentir, a tocar, a gozar y acariciar sin
inhibiciones. Cuando el mordía mi lengua yo le clavaba
las uñas en la espalda y el gemía retorciéndose de placer.
Sus gemidos me excitaban más y allá iba y venía; una,
dos y hasta tres veces.
—Yo estaba asustada por sus palabras, pero apa-
renté ser muy “open mind” para que continuara con los
pormenores.
—No sé qué voy a hacer sin Dante...
—¡Divórciate!
—¿Cómo crees? Mi condición de mujer decente me
lo impide. Hoy rompimos. Él tiene derecho a hacer su
39
vida con una mujer libre. Yo no puedo dejar a mis hijos
sin padre. Amiga, gracias por escucharme. No pienses
mal de mí, sólo fui una mujer.
—No, para nada. ¿A todo esto, qué le pones a esas
crepas?
—Vamos a prepararlas y vas anotando la receta.
Sin querer vi mi vida reflejada en su historia. A lo
mejor ya también era portadora de una buena cornamen-
ta. Decidí que llegando a casa prepararía las mentadas
crepas, pero antes pasaría al súper por unas canastitas de
fresas y un bote de crema chantilly. Miré a Kitty y le dije:
—¡Hello Kitty! Qué bueno que ya te tengo de regre-
so, y siguiendo un impulso la abracé y le susurré al oído:
—¡Gracias, amiga!
—¡A ti!, me contestó.
Ya en la cocina, amenizadas con la voz de José Luis
Rodríguez, “El Puma”, que cantaba “Oliendo a ti”, fuimos
pesando los ingredientes para preparar las crepas. Kitty
siguió moqueando un rato más porque recordó que con
ese marco musical cocinaba para Dante, el maestro de
literatura, a quien intentaba olvidar... recordándolo por
última vez y preparando esa rica salsa de perejil como
homenaje póstumo.

Crepas

Ingredientes:

• Un huevo
• 75 gramos de harina
40
• Un vaso de leche
• Una pizca de sal
• Dos cucharadas de mantequilla

Preparación:

Se licuan todos los ingredientes, teniendo cuidado


que no se formen grumos.
Se engrasa una sartén, (de preferencia del tamaño
que se deseen las crepas) con una servilleta humedeci-
da de mantequilla derretida, procurando que no quede
exceso de grasa. Se prende la hornilla a fuego medio.
Se vierte la preparación con una cuchara grande
para formar una tortilla.
Cuando la superficie de la crepa está seca se voltea
con cuidado y se espera a que se termine de cocer, sin que
se dore. Así se continúa hasta terminar la preparación.

Relleno:

• 400 gramos de tomate verde sin cáscara y bien lava-


dos
• Un manojo de perejil
• Un diente de ajo
• Cuatro chiles verdes (según su gusto del picante)
• Media cebolla
• Una taza de crema agria
• 150 gramos de queso chihuahua, cheddar, oaxaca
o manchego
• Medio kilo de jamón de pierna cortado en cuadros
de un cm.
41
Preparación:

Pon a hervir los tomates y los chiles en medio litro


de agua hasta que estén suaves (15 min. aprox.).
Lícualos con la cebolla, el diente de ajo, el perejil y
la crema.
Debe formarse un atole cremoso.
Sal pimienta al gusto.
Aparte dora el jamón. Rellena la crepa con el que-
so y el jamón
Las cierras, doblando los extremos tipo abanico (usa
tu creatividad).
Para finalizar, vierte la salsa sobre las crepas.
Son riquísimas y puedes cambiar el jamón por po-
llo deshebrado y como postre te aconsejo las fresas con
crema. Tú decides si sigues la receta de Kitty fielmen-
te. ¡Suerte!

42
Donas glaseadas

I sabel, sentada en una banca de la plaza escucha la


banda municipal, come una dona de vainilla y disfruta
del tranquilo atardecer que contradice toda la violencia
publicada en los noticieros. Javier Galván camina de
prisa. Al verla se detiene y como si se hubieran visto el
día anterior la saluda con un:
—¡Hola!, ¿me invitas?
Se habían conocido en ese tiempo loco de amor y
paz cuando las tardes se gastaban en las bibliotecas,
conversando en los cafés o bailando en las tardeadas
dominicales. Y así como en esta tarde de abril, con un
—¡hola!— Javier Galván la saludó treinta y cinco años
antes y la invitó a bailar. Guapo, guapo no era, eso sí, te-
nía un aire triste como de intelectual incomprendido, usa-
ba gafas de carey y el pelo lacio y rebelde le caía sobre la
frente, aunque él lo urgiera, alisándolo con la mano para
que se mantuviera quieto en su cabeza. Ellos siguieron
encontrándose cada domingo. Una tarde, él la espera a
la salida de la universidad y la invita al café. Iban por la
tercera ronda de café con donas cuando se lo propuso:

43
—¿Quieres ser mi novia? Te invito al cine el domin-
go y allí me contestas. ¿Si?
Cuando llegó el domingo, Isabel tuvo tanto miedo
y tantas dudas, ¿y si él no llega?, ¿y si la planta?, ¿y si
sólo se esta burlando de ella? De todos modos acude a
la cita, claro que a propósito llega dos horas después. Él
no estaba, nunca supo si fue. Jamás volvió a buscarla y
ella vivió con esa duda.

Dos años después Isabel Rodríguez se casó. Tenía


ocho meses de embarazo cuando se topó con Javier Gal-
ván, le dio pena que la viera redonda como luna llena y
agachó la cabeza ignorándolo. Tiempo después vio la
foto de Javier en el periódico, con el mechón rebelde so-
bre su frente el cual ni en el día de su boda pudo mante-
ner peinado.
Con el tiempo, Isabel se convierte en periodista. Se
divorcia y se promete a sí misma no volverse a enamorar,
se dedica por completo a su vida profesional y se esme-
ra en la educación de sus hijos, ambas cosas le reditúan
grandes satisfacciones, ya que su revista editada para
guiar a las mujeres con artículos sobre: ¿Cómo lidiar con
un divorcio?, ¿cómo mantener una buena relación con
tu ex?, o ¿casada y feliz?, se agotaba quincenalmente y
se había convertido en una bandera que enarbolaban to-
das las féminas casi un icono de la liberación femenina y
sus dos hijos; Luis, arquitecto y Adrián, abogado, eran
su orgullo, guapos, jóvenes y triunfadores, que además
le habían dado tres nietos maravillosos, ¿qué más podía
desear? Se sentía una mujer plena, aunque acallaba las
inquietudes de su cuerpo entre las encuestas de mercado
44
o lo que estaba preocupando a las mujeres; que la deva-
luación del peso frente al dólar, el gasolinazo o el alza del
precio del huevo. Así las cosas hasta esta tarde de abril
en que ella y Javier Galván se saludaron con un tierno
abrazo y se sentaron a conversar. Se dijeron todo lo que
no se habían dicho en treinta y cinco años sin verse. Isa-
bel García, empezó a llorar. Se disculpó por las lágrimas
achacándolas a que se estaba volviendo vieja.
—¡No digas eso! ¡Estás bellísima!
—Desapareciste de mi vida en serio.
—Al contrario siempre he estado allí.
—Mentiroso, ¿por qué no me buscaste?
—Estabas casada.
—¿Y... después?
—Yo estaba casado.
—¿Estabas? ¿Ya no lo estás?
—Viudo.
—¡No, pobre de...!
—Ni lo digas. Creo haberla hecho feliz.
—¿Entonces?
—Sigo esperando tu respuesta.
—Primero dime, ¿ese domingo acudiste a la cita?
—¡Sí! Y este domingo te espero donde mismo para
que me contestes.
Ella levantó su mano para acomodar el mechón de
canas, que terco seguía cayendo sobre la frente de Ja-
vier y dijo:
—¡No, no quiero esperar más! Mi respuesta es sí.
Isabel García y Javier Galván, se abrazaron. Ya ha-
bría tiempo para reconocerse. De momento esto era todo,
él, ella, música y donas glaseadas.
45
Donas glaseadas

Ingredientes:

• Un kilo de harina
• 100 gramos de levadura fresca
• 200 gramos de azúcar
• 6 huevos
• 400 mililitros de leche (la necesaria)
• Media cucharadita de sal
• 160 gramos de mantequilla
• Un litro de aceite

Procedimiento:

Hacer una fuente con la harina, azúcar, sal y leva-


dura. Agregar los ingredientes líquidos.
Amasar hasta obtener una masa tersa.
Agregar la mantequilla atemperada en partes. Tra-
bajar hasta que se integre.
Separar en dos porciones. Una refrigerarla, la otra
dejarla reposar a que fermente. Después de que duplique
su tamaño se juntan las dos masas.
Extender sobre superficie enharinada. Dejar dos
centímetros de grosor aproximadamente.
Cortar con ayuda de moldes circulares.
Dejar fermentar a que duplique su tamaño.
Calentar el aceite en un cazo.
Freír las donas por los dos lados.
Enfriar y cubrir con el glaseado.

46
Glaseado de vainilla:

Ingredientes:

• 200 gramos de azúcar glass


• Una cucharadita de vainilla
• 4 gramos de polvo de merengue
• Agua (la necesaria para formar una pasta que se
pueda extender sobre la dona)

Procedimiento:

Mezclar azúcar glass, polvo de merengue y la vainilla.


Agregar poco a poco el agua checando consistencia.

47
Flan

H oy, después de muchos intentos fallidos por fin me


contestó. Su voz clara, con ese sonido peculiar que
sólo emite quien sonríe al hablar, inundó mis oídos de
optimismo. Me alegré, porque creí que había perdido el
último contacto que me queda con mi puerto. Por meses
intenté investigar si habían cambiado los números y tam-
bién pensé en buscar por Internet, por si tenía Facebook,
cosa que no hice. Me di por vencida antes de intentarlo,
porque ella no es muy dada a las modernidades. Sí, mi
comadre Pili dice que ya está vieja para andar en eso de
los correos electrónicos. Para ella es más significativo
recibir un telegrama por su cumpleaños o un telefonazo.
Ahorrativa como es, ya que subsiste con una pensión,
no se da el lujo de malgastar en una larga distancia o en
contratar un paquete telefónico.

—¿Para qué? No tengo mucha gente fuera a quien


llamarle y sería hacer más rico a Carlos Slim. Yo nece-
sito cuidar mi dinero.

49
Sé que cada vez está más sola. Toda la familia que
la rodeaba ha ido muriendo. Una vez que visité el puer-
to por cuestiones de trabajo sólo la llamé.
—No te preocupes. Tú vienes a cumplir, no a pasear.
Ya será en la próxima.
La siguiente vez que le telefoneé me comentó del fa-
llecimiento de su hermano y que lo estaban velando cuan-
do yo estuve allá.
—¿Por qué no me lo dijiste, comadre?
—¿Para qué comadrita? Tú venías por trabajo, ade-
más te escuché contenta. No te iba yo a amargar el viaje.
Después murió su mamá, la señora Velia era quien
preparaba ese flan casero que mi comadre ha reinventa-
do agregándole leche condensada en lugar de leche eva-
porada y azúcar.
—Así es más fácil. No tienes que andar pesando y
queda con mejor sabor.

Siempre que platico con ella, los recuerdos de esas


tardes compartidas escuchando a Julio Iglesias o senta-
das platicando en las tertulias del Imperial, humedecen
mis recuerdos y gota a gota hidratan mi piel que despier-
ta de su aletargamiento condicionado. La displicencia de
la juventud me atrapa y busco un álbum de los Beatles.
Descuido mis oídos atropellándolos con los decibeles
con que el cuarteto de Liverpool ruega porque quiere
estrechar mi mano, y mientras busco en la alacena los
ingredientes que me darán tres litros de flan, me pare-
ce escuchar la voz cantarina de mi comadrita dándome
las instrucciones:

50
Veinticinco huevos, de buen tamaño comadre. No
chiquitos como los de paloma. Tres litros de leche, de la
buena, no deslactosada. Para eso mejor agrégale agua.
Tres botes de leche condensada, así no tienes que estar
pesando el azúcar. Tres cuartos de taza de azúcar, si no,
te queda desabrido con la pura leche condensada, tú le
tanteas al gusto. Vainilla, esta también es al gusto y para
que no te amargue ve probándolo. Yo lo bato con un glo-
bo pero si tú tienes batidora hazlo así. Ah, en el fondo del
molde le pones azúcar quemada para que salga el flan con
colorcito. Este también ya lo venden hecho. Comadrita,
la vida moderna nos ha hecho más flojitas. No estoy de
acuerdo porque una buena ama de casa debe darse tiem-
po para todo. ¡Ah!, no se te olvide que hay que ponerlo
a baño María por tres horas o hasta que esté bien cuaja-
do porque lleva mucho huevo. ¡Ay!, comita, que tiempos
aquellos en que podíamos comer de todo. ¿Te acuerdas
que rico nos quedaba el flan con pan?
—¡Sí! Así le llamábamos flan con pan, no pastel im-
posible o choco flan.
—Nosotras no nos quebrábamos la cabeza para que-
dar bien con un gran postre.
—Así es comadrita. No sé que tienen las muchachas
de ahora que todo compran hecho.
—A mí, cómo me celebraba el señor cuando se lo
servía.
—Es muy fácil de preparar, lleva un tercio o la mitad
de la receta del flan y se le pone abajo unos cuadros de
panqué, del que venden con pasas o con nuez. Al verter el
flan sobre el panqué, los pedazos flotan. Al desmoldarlo
queda el flan en la parte superior y en la inferior el panqué.
51
—Oye, coma, pero tú tenías otra receta de un bis-
cochuelo que quedaba muy rico.
—Muy rico y muy económico, lleva tres claras bati-
das a punto de turrón, hasta que lo voltees y no se caigan.
Se le añaden tres yemas y cuatro cucharadas colmadas
de azúcar, batiendo por seis minutos aproximadamente.
Después le agregas una cucharadita de vainilla o ralla-
dura de naranja o limón. Aparte, ya debes tener cernidas
cuatro cucharadas colmadas de harina con media cucha-
radita de polvo de hornear. Con las manos y de forma
envolvente agrega la harina al batido de las claras. Sua-
vemente hasta que quede bien integrado. Previamen-
te se recorta papel encerado para el fondo del molde y
después se engrasa cubriendo también las paredes del
molde. Se hornea a 180 grados por quince minutos, o
hasta que al tocarlo y sumir el dedo el pan regrese a su
posición. Cuando está cocido, todavía caliente se voltea
sobre un papel encerado y espolvoreado con azúcar. Se
cortan los aros para cubrir el fondo de un molde y des-
pués se vierte el flan. Sale pan para dos recetas de flan.

52
Gelatina de zanahoria

E s que nadie sabe. Ni así tantito se pueden imaginar


lo que yo deseaba ser madre. Cuando el doctor me
lo dijo, no le creí. Tantos años de desesperanza quedaron
atrás y grité:
—¿Entonces? ¿Por eso estoy gorda?
—¿Ya en el tercer mes?
—¿Cómo fue?
Recuerdo que lloraba y reía. El doctor debe haber
pensado que estaba loca porque todavía no me contes-
taba, cuando ya le estaba haciendo otra pregunta. Des-
de luego que no estaba gorda por el embarazo, era por
los atracones que me daba cada noche en la taquería de
doña Mary. Ella se concretaba a servirme. Una vez que
me comí dos órdenes de taquitos blanditos y de postre,
dos plátanos fritos con crema y azúcar, me sirvió gela-
tina y dijo:
—Es muy llenadora. Pruébala, tiene trocitos de piña.
Claro que me la comí y quise más. Ella me dio la re-
ceta y me aconsejó que la comiera a media tarde para que
no cenara mucho.
—¿Cómo me estaría poniendo? Y yo, ni en cuenta.
53
Despuecito de eso fue que empecé con mis achaques.
Yo pensaba que era gastritis pero no, salí con mi panza.
Cuando lo supe seguí el consejo de doña Mary de me-
rendar sólo gelatina. Con decirte que después del cuarto
mes era lo único que le caía bien a mi estómago. Ahora
que lo pienso, Emilianito se alimentó de pura gelatina de
zanahoria mientras estuvo en mi vientre. ¿Sería por eso
que le gustaba tanto?
—Cuando nació, su padre y yo nos derretíamos de
amor por nuestro chamaco y disfrutábamos cada una de
sus gracias. Tengo tan presente su imagen de chiquito,
que algunas veces se me figura que lo veo enmedio de
todos esas criaturitas que van al jardín de niños, de la
mano de su mamá, vestidos con su camisita de cuadritos
y su pelito relamido. Cuando pasó a la primaria, acepté
ser parte de la mesa directiva, más por estar cerca de él
que por ayudar a la escuela. Emiliano estaba orgulloso
de mí, lo veía en sus ojitos y es que todos alababan mi
gelatina de zanahoria. Tú sabes que soy muy basta, así
que me lucía con la gelatina. Una verdadera delicia com-
parada con los “furris” pastelitos que llevaban otras se-
ñoras a las celebraciones de la escuela.
—Fíjate que siempre tuve miedo de perderlo y no
porque fuera mi único hijo sino porque era él. Mira, no
sé si me expliqué bien porque a veces ni yo misma me
entiendo, lo que quiero decir es que lo amaba tanto que
cuando creció no me importaba que anduviera de novio
o que se casara. Esa ausencia la podía comprender pero...
ésta. ¿Y el miedo? Sí, tengo miedo a que este amor que
le tengo con los días sea menos grande, a que mi fantasía
de lo que pudo haber sido se acabe, a que la nostalgia se
54
difume, a que mis lágrimas se agoten y a que la costum-
bre de su ausencia lo entierre en mi memoria.
—Ese día amaneció caluroso. Días antes él y sus
amigos habían planeado esa ida a la playa. Siempre me
inquietó que fuera al mar pero ya era un jovencito, no
podía tenerlo pegado a mis faldas. Se fue contento y no
volvió. ¡El mar se lo tragó! ¡Por eso comadre! ¡Por eso
es que preparo esta gelatina de zanahoria diariamente!
Él va a regresar. Él tiene que regresar porque sólo fue
a darse un chapuzón a la playa. ¡Pinche playa!

Gelatina de zanahoria

Ingredientes:

• 5 zanahorias ralladas
• 1 lata de piña en trocitos
• 1/4 de crema
• 1 lata de leche condensada
• 1 lata de leche evaporada
• 2 gelatinas de naranja
• Trozos de nuez
• Un litro de agua

Preparación:

Se diluyen las dos gelatinas en un litro de agua ca-


liente. Se le agregan los demás ingredientes. Se engra-
sa un molde, se vacía la mezcla y se pone a refrigerar.

55
Pastel de queso

C uando leyó la convocatoria en “El Matutino”, su


corazón se aceleró.
—¿Por qué no? —se dijo y ese mismo día se dedicó
a hacer una recopilación de todos sus textos. Por la tar-
de llamó al número indicado y le dieron una cita para el
día siguiente. Llegó puntual y optimista. A las dos ho-
ras le entregaron un formato para solicitar el apoyo del
fondo cultural.
—Que dice la licenciada que la disculpe pero que
mañana se comunica con usted.
Ya en casa continúa con su labor de corregir los
textos. Antes de dormirse llena la solicitud. Tiene du-
das, aun así la firma.

Decide no llevar la propuesta. Tiene tanto traba-


jo que no podría perderlo buscando cotizaciones. Ellos
quieren números específicos del apoyo solicitado. Días
después el timbre del teléfono la despierta. Lo descuel-
ga y una voz risueña la saluda.
—Buenos días, señora Siordia.
—Buenos días —contesta.
57
—Llamo de parte de la licenciada Ríos, que si ya
llenó su solicitud de apoyo.
Le explica lo de las cotizaciones pero la recepcio-
nista la anima a que las pida.
—No diga nada, pero escuché que dijeron que ya la
conocían y que era bueno su trabajo.
Días después la vuelve a llamar.
—Llamo de parte de la licenciada Ríos, que si ya
está lista su solicitud de apoyo.
—Sí, aunque tengo algunas dudas.
—No importa señora Siordia, la licenciada Ríos la
espera en una hora para discutir sus dudas.
Salta de la cama. De prisa se baña y se viste. A la
hora en punto está sentada en la sala de espera, observa
a la gente que paciente espera, los segundos en complici-
dad con los minutos se burlan de las horas y se deslizan...
Lentamente acarreando bostezos humedecidos con
saliva y sudor. El calor canicular y la falta de alimento la
amodorra. Cada vez escucha más lejano el repiquetear
de los teléfonos y la voz de la recepcionista:
Ring... ring...
—No, la licenciada no lo puede atender en estos
momentos.
—¿Gusta dejar recado?
—No, no sé a qué hora llegará.
—Para servirle.
—¿De parte de quién?
—Ella le regresará la llamada.
Ring... ring... ring...
Poco a poco se sumerge en esa lentitud monocroma
y deja que la blancura pinte su tiempo, dejándose seducir
58
por las miradas de esperanza que intuye, a pesar del can-
sancio, en quienes la rodean.
Cuatro horas después, está sentada frente a la licen-
ciada Ríos, quien consuela a su hijita por teléfono. Ta-
pando la bocina le informa:
—Enseguida la atiendo —y continúa—, Chiquita te
quiero, no llores. Por qué usaste la estufa. Te he dicho
mil veces que uses el micro. Ya, ya...
Un hombre alto, canoso, con el rostro y la camisa
empapado con sudor, se para en la puerta de la oficina.
La licenciada vuelve a tapar la bocina y le indica:
—Atiende a la señora. Yo estoy muy ocupada —y
continúa—. Sí mi reina, sé que te duele.
Sentados uno frente al otro mientras él revisa el pro-
yecto. Ella le explica entusiasmada lo de la presentación
del libro. Lo del quinteto clásico que la acompañará en
la lectura de textos y los lugares donde tentativamente
se llevarán a cabo. Él la interrumpe abruptamente.
—No, nada de eso sirve. Además el municipio de
Valleverde no cuenta con los recursos necesarios.
—Pero —tímidamente te atreves a decir—, ¿cómo
entonces podemos fomentar la lectura?
—Así es esto mi querida señora...
—Siordia, Elena Siordia —agregas.
—¿A qué se dedica aparte de escribir?
—Horneo pasteles y repostería fina.
—¡No me diga!, una pastelera que escribe.
—¿Y por qué no? —contestas desconcertada.
—Por... —titubea— nada. ¿Ya ha publicado?
—Sí, en revistas y periódicos locales, estatales y
nacionales. Todo está en mi currículum. Si gusta puede
59
leerlo, está adjunto a la solicitud igual que los textos.
También anexo copia de los diplomas y menciones ho-
noríficas que he recibido y algunos recortes de periódi-
cos. Él los hojea y te pregunta al mismo tiempo:
—¿Por qué contestó a la convocatoria? ¿Ya había
concursado antes?
—No, nunca. Ahora me animé porque con el cambio
ya no ganarán los mismos autores. Usted mejor que yo,
sabe todo esto. Hasta la cultura tiene que ver con la polí-
tica y no sé pero, como que los blancos son más vanguar-
distas, hasta ya convocaron al pueblo para que vote por
el cambio de nombre de nuestra ciudad, aunque hones-
tamente yo, nunca he visto un valle blanco. Como le iba
diciendo quiero creer que no caerán en lo mismo de sólo
publicar libros didácticos o crónicas de nuestro querido
Valleverde. Lea mis textos —le invito— son divertidos.
Algo de sátira política... como ya estamos cambiando.
—No. Yo no me considero ninguna autoridad para
juzgarlos. Ya lo hará el consejo cultural. Aunque yo ten-
go muchas publicaciones, he publicado en latín, griego
y castellano antiguo.
Ella no hace ningún comentario, aunque piensa,
¿quién leerá esos textos? Y su mirada se pierde en la blan-
cura de la camisa, sólo manchada por el logotipo del mu-
nicipio de Valleverde, mientras se cuestiona, ¿así piensan
fomentar la lectura?
Él deja de interrogarla. Se dedica a escribir llenan-
do los espacios en blanco que ella dejó. Sin consultarla,
cambia todo el proyecto. Cuando deja de escribir la in-
forma: nada de música, presentaciones en escuelas, or-
felinatos y casas hogares. Los libros se regalarán. Quizá
60
sólo la ayuden con parte de los gastos de la publicación.
Usted deberá pagar la propaganda y las invitaciones; y
todos los derechos del libro le corresponderán a la ciu-
dad de Valleverde.
Sale desilusionada. Decide no regresar. Si tuviera
los recursos publicaría, no andaría pidiendo apoyos. Lle-
ga a su casa cansada y dispuesta a no volver a intentar-
lo porque realmente, ¿cuál es el apoyo?, ¿regalarles su
trabajo? ¡No! Perdió varios días buscando cotizaciones
en las imprentas, corrigiendo textos y esperando que la
recibieran. Es sábado, tiene que entregar cinco pasteles
de queso, así que se olvida de la convocatoria, se viste
cómoda y se dirige a la cocina para empezar a batir la
mantequilla, el azúcar y los huevos.
Entre harina, merengue y duyas, transcurren sus
días de horas dulces y acaloradas. No ha contestado nin-
guno de los telefonazos de la licenciada, le gustaría saber
quién inventó el identificador de llamadas para agrade-
cérselo. No ha vuelto a escribir. ¿Para qué?, nadie la lee-
rá. Con lo de los pasteles apenas sobrevive. Cada vez hay
más competencia y como hacerlos de harina preparada
sale más barato, ya casi nadie aprecia el sabor de un buen
pastel casero. Sus pensamientos son interrumpidos por
unos fuertes toquidos. Antes de abrir, pregunta:
—¿Quién?
—El licenciado Urquiza.
Abre la puerta.
—¿Dígame?
—¡Felicidades señora Siordia! Su propuesta cultural
fue aprobada. Se le entregará el ochenta por ciento de
los gastos para la publicación de sus textos. Los libros
61
serán regalados en cada una de las quince presentacio-
nes que programó.
—¿Programé? —pregunta.
—Sí —contesta el licenciado Urquiza y le muestra la
última hoja de su propuesta cultural y sonriente agrega:
—Aquí está su firma. ¡Felicidades! —repite.
Ella no dice nada, prefiere perderse en la blancura
de esa camisa sólo manchada por el logotipo del muni-
cipio de Valleverde.

Pastel de queso

Ingredientes:

• 75 gr. de galletas
• 30 gr. de mantequilla
• 350 gr. de crema ácida
• 350 gr. de queso crema
• 40 gr. de azúcar
• 5 gr. de gelatina en polvo
• Mermelada de chabacano o brillo de pastelería
• Fresas o la fruta que se prefiera (opcional)

Procedimiento:

Desmenuza las galletas. Añade la mantequilla de-


rretida y trabaja la mezcla. Colócalo en el molde y déja-
lo enfriar diez minutos en el refrigerador.
Por otro lado, pon a hervir la crema, el azúcar y el
queso crema. Fuera del fuego añade la gelatina.
62
Introduce la mezcla en el molde y guárdalo seis ho-
ras en la nevera antes de servirlo.
Después cubre la tarta con la mermelada y decóra-
la con frutas.

63
Salsa verde

–T e digo que es un sinvergüenza. Esto lo constaté


desde el veintinueve de diciembre del dos mil
cinco cuando le encontré un celular escondido en la guan-
tera del coche. Él argumentó que era de un amigo y no
se inmutó porque lo tiré. Claro que me dijo que mi chiste
le iba a salir caro porque tendría que reponer ese celular.
Desde el quince de septiembre ya lo notaba rarito por eso
empecé a buscar. El veintitrés de enero del dos mil seis, lo
caché en otra mentira. Sospechaba que algo traía. Siempre
lucía como cansado y temprano empezaba a bostezar. Esa
vez salí de la casa y me estacioné en la gasolinera. No pasó
ni media hora cuando lo vi. Claro que lo seguí y llegó
a un barrio paupérrimo. Hasta las luces estaban opacas
por el polvo. Los perros flacos y hambrientos ni fuerza
tenían para ladrarme. Se acercaban al carro sólo para
ver si les aventaba algo comestible. Tú sabes como son
esos barrios. Pues para allá enfiló mi Zacarías. Imagina
mi sorpresa cuando di con su carro estacionado afuera
de una casucha. Me acerqué. A patadas traté de abrir
la puerta. Fallé y grité que abriera. Abrió y al fondo
pude ver a la vieja, con los dientes podridos, sucia, flaca
65
con unas enormes ojeras que le llegaban hasta la boca
olanuda. Jamás imaginé que mi Zacarías pudiera tener
algo que ver con semejante esperpento. Lástima que no
llevaba un arma. Si no te juro que la mato.
—Al contrario, qué bueno que no llevabas el arma.
—Todavía cuando platico de esto me tiembla esta
vena —señala el dedo pulgar de su mano derecha. Es
que no sabes. ¡Quisiera haberla matado!
—¡Qué bueno que no lo hiciste!
—De que se lo merecía, ¡se lo merecía! Nada, que
sólo eran amigos, porque para el treinta de abril del dos
mil siete, lo escuché hablando con ella. Eran como las sie-
te y media de la noche, estábamos en casa de su hermana
cuando esa güila lo llamó. Me di cuenta porque él pali-
deció y se apresuró a contestar. Su hermana, otra jodida
que nunca me ha querido porque a una se le nota la bue-
na cuna, se empezó a reír y dijo que no me enojara, que
por qué mejor no lo dejaba, y que yo ya estaba tan mayor
que ni familia le podía dar a su hermano. Bueno, pues a
ésta todo se le volteó, porque para el quince de mayo del
dos mil ocho empezó con dolores en el bajo vientre. Se la
llevaron a Oaxaca, de por allá es su marido, visitaron mu-
chos brujos. No le calmaban los dolores. Consultaron al
doctor y después de unos análisis le diagnosticaron cán-
cer en la matriz y se la quitaron. A mí me dio gusto, no
pienses que soy una mala persona. Soy cristiana y asisto
a misa los domingos. Me alegré porque Dios puso las co-
sas en su lugar, y a ella por desear que yo no tuviera hijos
la castigó con un cáncer. Así es mi relación con toda su
familia. Me ven diferente porque tengo estudios.

66
Cuando él me conoció, yo trabajaba en el banco. De
esto hace ya como veinte años. Yo lo hice gente. Le en-
señé a guardar su dinerito en una cuenta de ahorros, no
debajo del colchón como en su pueblo. Claro que en uno
de los pleitos, me lo gasté todo. Me compré un buen ca-
rro y le remodelé la casa a mamacita y papacito. Él no
tenía cara de reclamar, porque con esos trescientos mil
pesos no paga mis atenciones y toda la devoción que le
he brindado durante tantos años.

—Si siempre te engaña, ¿por qué no lo dejas?


—¡Dejarlo! ¡No! No estoy loca. En unos días cumplo
cincuenta. ¿En dónde voy a encontrar pareja a estas altu-
ras? Él tiene que cumplirme y aguantarse. Si lo cuido es
por su bien porque luego se mete con cada peladita. Yo
siempre le digo: Zacarías, no sé en qué estaba pensando
cuando me hice tu novia. Él sabe que primero lo mato a
que me deje. Anoche peleamos porque le encontré otro
chip. Tengo que ir a comprar un teléfono barato para ver
la agenda y saber a quién le habla. Nos casamos en dos
meses. No puedo permitir que me siga viendo la cara.
—¿Por qué mejor no lo dejas así?
—¿Así, cómo?
—El que no sabe es como el que no siente.
—Claro que no. Yo tengo que saber.
—¿Para qué? Si te enteras que te traiciona, ¿lo pien-
sas dejar?
¡Nunca! ¡Primero muerta! Pero así le demuestro que
tonta no soy.
—¿Tú crees? Yo en tu lugar tiraba ese chip.

67
—¿Y no enterarme? Entonces, ¿qué caso tiene que
busque entre sus cosas?
—Si una busca... encuentra.
—Por eso busco.
—No le veo el caso. ¿Vas a seguir con él?
Así es, y esta noche le guisaré un pollito asado, bien
condimentado con su ajito, su pimienta y su salsa ver-
de favorita.
—Todavía lo premias.
—No te creas. Padece úlcera. Y de que come... come,
para no hacerme enojar.

Salsa verde

Ingredientes:

• 400 gramos de tomate verde cocido o asado (seis


tomates).
• Media cebolla asada (chica).
• Seis chiles serranos asados (yo le pongo quince o
más según el coraje).
• Dos dientes de ajo asados.
• Una y media cucharaditas de consomé de pollo
en polvo.
• Diez gramos de cilantro (un manojo, sólo las hojas).
• Un cuarto de cucharadita de bicarbonato.
• Aguacate.

68
Preparación:

Se muele todo en la licuadora con un poco de agua


a excepción del cilantro y el aguacate picados, que se
agregan al final a la salsa.

69
Tortillas

C on lluvia, sol o fuego y aún bajo el hielo de enero la


veo pasar frente a mi casa. Grandota, güera, posee-
dora de curvas generosas y unas mejillas arreboladas que
exigen un poco de la tibieza de mayo. Jamás cruzamos
palabra, aun así, tengo una cita con ella cada tarde para
verla cruzar la cuadra. A cada paso, su juventud explo-
ta, haciendo que los vecinos se embelesen con su andar
sinuoso y con cada músculo de su cuerpo, que parece
seguir el compás de una sinfonía inaudible dirigida por
el viento que descaradamente acaricia sus cabellos y se
regodea hurgando entre su falda.

Más de alguna ocasión tramé salir y provocar un en-


cuentro con ella. Además de su belleza tan genuina hay
algo inexplicable que me hace desear descorrer el telón
que se cierra después de su fugaz aparición cada tarde.
Si pasa por la mañana, no lo sé. ¿A dónde va?, tampoco.
Pero supongo que regresa de laborar en alguna de las
fábricas que abundan por la periferia, aunque nunca la
he visto usando bata, mandil o camiseta con el logo de
alguna compañía.
71
Una tarde que regresaba de la reunión de pensiona-
dos, coincidimos en el portón de mi casa, amable me saludó:
—Buenas tardes.
—Buenas tardes —contesté lacónicamente, desper-
diciando así la oportunidad de entablar una conversación.
Me estremeció su mirada amielada pincelada de tristeza
y cuando se alejaba, creí descubrir cansancio en su andar.
¿Será casada? ¿Habrá tenido un día pesado en su trabajo?
¿Cuántos hijos? En mi soledad su imagen es el sol que
calienta esas largas noches de invierno, así que se me ocu-
rrió llamar su atención con algún pretexto. Sin embargo
mi creatividad estaba seca y cuando lo inventé, ella había
desaparecido y el motivo recién concebido murió nonato.

Los meses se amontonaron en mi cuerpo, endurecie-
ron mis articulaciones y oxidaron mis neuronas, pero ella
sigue vigente enrojeciendo el sol agónico del atardecer
y acallando con su taconeo el gorjear de los pájaros, que
se acomodan sobre los cables de electricidad. Verla pa-
sar se me ha hecho imprescindible. He tejido y destejido
mil historias en donde es la heroína. Las mismas veces
teñí sus cabellos de rubios a rojo fuego o negro azaba-
che. Ella es la protagonista consentida de mis historias
líquidas creadas en la obscuridad templada de mi cuarto.
Una tarde faltó a la cita. La desolación me invadió.
¿Se habrá cambiado de casa? ¿Estará enferma? ¿La ha-
brán despedido del trabajo? Mil preguntas correteaban
en mi mente pero el miedo a las respuestas me obligaba
a no indagar. Decidí entonces adormecerlas, arrullándo-
las entre la espuma de una cerveza. Me dirigí al refri-
gerador y descubrí que sólo tenía un litro de leche y un
72
yogurt enlamado. Busqué las llaves de mi auto, conduje
a la primera tienda de conveniencia para comprarme un
six. Ahí escuché a dos mujeres hablando de la causa de
mis insomnios, refiriéndose a ella como una vulgar tor-
tillera y que lo hacía porque le gustaba, mentira que era
porque su marido le ponía los cuernos con una mujer
que parecía su abuela no su amante, y que aunque él no
trabajaba, jamás la había obligado a tortear en ese bar
disfrazado de fonda. Según ellas, él era un buen hombre
pero el desamor de la pervertida tortillera lo instaba a
emborracharse.
Pagué las cervezas y huí, mientras maldecía a ese par
que en unos segundos y con sólo palabras habían destrui-
do el mito alrededor de mi rubia dulcinea. Llegué a mi
casa y bebí. Con una sed inacabable me tomé dos cerve-
zas de un hilo y creí desvariar cuando escuché el conocido
taconeo. Me sentí audaz y corrí hacia el portón. Cuando
se acercó le espeté a boca de jarro.
—Supe que hace usted muy buenas tortillas.
Ella me miró con su mirada amielada, pincelada de
tristeza y circundada con la sombra del cansancio, son-
rió y contestó:
—Así es, son de la mejor harina, hechas a mano y
doy a treinta pesos el kilo.
Sonreí sin saber qué decir y agregué titubeante:
—Bueno yo... creía que... me gustaría mejor que me
vendieras la receta.
Y me la vendió.

73
Ingredientes:

• Un kilo de harina
• Un cuarto de manteca vegetal
• Una cucharadita de polvo de hornear
• Agua bien caliente, casi hirviendo (la necesaria)
• Un poco de sal. Lo que se tome con la punta de los
dedos o al gusto.

Procedimiento:

Se revuelven los ingredientes secos y se le va des-


haciendo la manteca poco a poco. Después se le agre-
ga el agua con cuidado de no quemarse. Puede hacerse
con una espátula. Cuando todo está bien incorporado se
amasa hasta que esté tersa. Se tapa y se deja reposar a
temperatura ambiente. Se hacen los testales (bolitas) y
se extienden con un rodillo del tamaño deseado. Se co-
cinan por ambos lados.

74
Por mí, por mi casa y
por lo que se me espera
Facebook

M arla, quisiera tener la capacidad de una compu-


tadora y con un simple “delete” borrar todos
sus recuerdos y empezar de nuevo. Alguien le dijo que
olvidar es un arte, pero para ella es más arte vivir con
los recuerdos, aunque está consciente que viven mejor
quienes mejor olvidan. Ella debió olvidar pero quedó
atrapada en el recuerdo. ¿Será por eso que no perdona?
Y sólo calla por aparentar porque en medio de los hechos
que lastiman recuerda los buenos momentos. Aunque
sobrevivió a la ausencia, los recuerdos siguen vivos y
ella no quiere distraerse a su espanto. ¿Será por eso que
vuelve a recordar la historia? Le cuesta contarla. ¿Qué
la atrajo de él? ¿Lo inalcanzable de su alma? ¿Su sonrisa
relampagueante?, o ¿el brillo fugaz de su mirada? Jamás
comprendió sus cambios de humor. Cuando reaccionó ya
estaba involucrada con la sabiduría de esas manos, que
despertaban su piel con el contacto y le aturdían la ra-
zón, que la advertía de no perderse en el laberinto de sus
caprichosos devaneos. No escuchó y ahí quedó atrapada
e inerme a sus caricias, olvidando el ayer y sin planear el
mañana. Sólo ellos dos en esas escapadas del mundo real
77
hacía ese otro que Marla creía haber construido. Siempre
disculpaba su tardanza, dándole libertad para que no la
extrañara. ¡Ilusa! Lo que él deseaba era un amor posesivo
y demandante que no le procurara sosiego y persiguién-
dolo, él voló una mañana. Fue una despedida definitiva,
aunque en ese momento Marla no lo sabía. Si lo hubiera
sospechado habría atrapado en su memoria cada uno de
los últimos momentos compartidos. Después silencio. Y
dio inicio su duelo, rodeada de amigas, canciones y rezos.
—Qué bueno que se separaron. No te convenía.
—Ya llegará el bueno.
—Así le pasó a Lupita.
—Cuando gustes te llevo con una señora que echa
las cartas.
Y allá fue a dar en donde la hicieron gastar en men-
jurjes, amuletos, veladoras, oraciones y baños para alejar
el desamor. Ella aceptaba los consejos aunque no con-
fiara en los rituales mágicos. Prefería refugiarse en su
hijo y en sacar, exprimiendo todo el sentimiento y de-
jándolo fluir por los ojos. Hasta que la realidad la golpeó
y logró sacudirse la depresión. ¡No debía continuar ahí!
Así que, empieza a buscar, planea y logra establecerse
un poco más al norte de su ciudad natal. Sus padres se
mudan junto a ella.
Pasaron días, meses, años en los que Marla fue la-
brando poco a poco una buena posición. Su empresa Con-
sultores Asociados, era reconocida y constantemente viajaba
impartiendo conferencias. No se podía quejar, tenía todo
lo que se puede desear para ser feliz. Jamás vuelve a inten-
tar poner en juego sus sentimientos y menos a centrar su
felicidad en otra persona. Su tacañería emocional llega al
78
grado de ocasionarle constipación intestinal, pero prefie-
re eso, a sentir las traicioneras mariposas revolotear por
su estómago, y a todo el galán que se atrevió a insinuar-
se lo hizo desistir tratándolo con una camaradería casi
fraternal. Lo que le funcionó con Damián. Ella fingía no
percatarse de las miradas insistentes de su socio y amigo
aunque algunas veces inconscientemente la hicieran cru-
zar las piernas. Poco sabía de él. Lo importante era que
no le sacaba la vuelta al trabajo y que podía contar con él
a cualquier hora. ¿Se habrá casado? Cuando formaron la
sociedad su estado civil era soltero pero de eso hacía casi
veinte años. Se apena al darse cuenta que a pesar de estar
asociados y convivir casi doce horas diarias poco sabe de
él. Lo observa, no es feo, embarneció y luce más varonil.
Él despega la mirada de la computadora y le pregunta:
—¿Dime?
Marla se sonroja. Se siente descubierta y tartamudea.
—Nada. Es decir, olvidé decirte que te llamaron esta
tarde de la maquiladora.
—Ya hablé con ellos. Gracias. ¿Te vas?
—Sí, nos vemos mañana.
Camino a su casa la asaltan los recuerdos. Caras co-
nocidas desfilan asociadas a una parte de su vida.
—¿Qué habrá sido de Lala, de la incorregible Lupita
y de Marina? Fui una ingrata, jamás me comuniqué con
ellas, sobre todo con Aurora, quien vivió mi duelo como
propio. ¿Qué habría sido de mí sin su compañía en esas
largas tardes perfumadas con café y sabor a mar? Lle-
gando, las voy a buscar en el Facebook.
Los ladridos emocionados de sus mascotas le dan la
bienvenida. Ella los acaricia. Por su mente cruza la idea
79
de mudarse a un departamento. La casa es enorme para
ella sola. Sus padres fallecieron y su hijo ya había forma-
do su familia, sin embargo aquí, entre estas paredes se
había escrito la segunda parte de su historia y no desea-
ba seguir huyendo de sus recuerdos, éstos le gustan y la
hacen sentir orgullosa de todo lo que ha logrado. Se en-
camina a la cocina. Abre el refrigerador. Toma la ensala-
da, el frasco de aderezo y se sienta a cenar. Escucha los
gritos de Mely, quien riega el patio trasero.
—¿Señora, quiere que le haga un té?
—Gracias, Mely. Ya me serví agua.
—¿Cómo le fue?
—Bien. Muy bien. Gracias a Dios, con mucho trabajo.
—Qué bueno, señora Marla. ¿Quiere algo más? Hice
gelatina de dieta.
—No, Mely, gracias. Termino y me voy a mi cuar-
to. Buenas noches.
—Buenas noches señora, que descanse.
Al llegar a su cuarto lo primero que hace es descal-
zarse los altos tacones. Se quita el traje sastre y suelta su
larga melena. Este último movimiento la hizo despojarse
de su aire de ejecutiva, dejando al descubierto a una mu-
jer madura y atractiva.
Se acomoda en la cama. Toma su Ipod y entra al Fa-
cebook decidida a buscar a sus amigas. Intenta con Lu-
pita, y nada. A Marina no la encontró y a Lala, tampoco.
Sólo falta buscar a Aurora. Una inquietud la invade cuan-
do escribe el nombre en el buscador y sí, con ella sí tuvo
suerte. Antes de enviar la solicitud de amistad empieza
a ver las fotos y descubre a todas sus amigas disfrutando
de sus tardes de lotería. El tiempo no las había tratado
80
bien, quizás porque lo desperdiciaban en esas tardeadas.
Ellas otra vez tejiendo guantes. La sorprendió un co-
mentario de Aurora en donde cita: Regálale tu ausencia
a quien no valore tu presencia y después comenta, si yo
hubiera leído esto antes lo haría, pero hoy ya con veinte
años de casada... no. Extraño —piensa Marla—, ella era
viuda. Más fotos de loterías y damas con expresión de
tedio. Hasta que encuentra una que la deja helada. Sus
amigas de la juventud y su ex a un lado.
Una vacuedad extraña invade su ser. Veinticinco años
de sentir tirados a la basura. Cómo se habrá burlado ella.
Cuánto se habrán reído sus amigas. Extrañamente ni una
lágrima asoma a sus ojos. Por el contrario una placidez
la invade y la imagen de Damián la sostiene a pesar de
todos los pensamientos que pisotean su autoestima.
Cierra la sesión de Facebook. Busca su celular y con
mano temblorosa marca el número de Damián.
—Marla, ¿estás bien?
—¿Soy inoportuna?
—Nunca lo eres, sabes que siempre estoy para ti.
—¿Estás solo?
—No, ya estábamos a punto de acostarnos.
—Discúlpame. No quise interrumpirlos. Nos ve-
mos en la oficina.
—No cuelgues. No nos interrumpes, ¿verdad Gol?
—¿Hablas con tu perro? ¿Te acuestas con tu perro?
—Juntos pero no revueltos. Él duerme a un lado
de mi cama.
—Ja, ja, ja. Ya sé.
—Me encantas cuando te ríes. Me sigues encan-
tando.
81
—Ya duérmete. Mañana seguimos platicando.
—No. En este momento salgo para tu casa. Tienes
qué decirme qué te pasa.
—Nada. Ya nada, pero aquí te espero.

82
Noche al atardecer

E n la penumbra del lugar, la vieja Cuca se esforzaba


por distinguir el rostro de la mujer que salía sigi-
losa, pegándose a la puerta; al despedirla, dijo:
—Espero noticias, güerita. No olvides hacerlo con
mucha fe. Tu suerte va a cambiar.
Elvira asintió con un movimiento de cabeza. Rápi-
damente, casi huyendo, se alejó.
Llegó a su casa sudorosa, cansada y con el sol atra-
pado entre sus pecas. A pesar del cansancio fue hasta el
cuarto de costura. Desempacó las telas, los tules y enca-
jes comprados. Frente a ella una hilera de niños dioses de
mirada dulce, con los brazos extendidos —como pidien-
do ser cargados— esperaban ser vestidos. Elvira sonrió.
Se acercaba el día de la Candelaria. Tenía mucho trabajo
y más que le llegaría. Se felicitó por insertar el anuncio
en la revista ofreciendo sus servicios. Eran tiempos difí-
ciles. Cada vez batallaba más para vender los secadores
bordados a mano y los manteles laboriosamente deshi-
lados. La gente prefería usar Magitel o comprar piezas
baratas trabajadas a máquina. Pensó en su vida frente
al bastidor, deshilando su pasado y bordando su futuro,
83
odió al tiempo que desde la pared la hostilizaba con su
tictacteante voz, gozándose en marcar su piel con minu-
tos, horas, meses, años... sola. Ahora todo iba a cambiar,
doña Cuca lo leyó en sus cartas. Abrió su bolso, sacó la
vela, los cerillos y las oraciones que leyó y repitió has-
ta memorizar.
A las nueve de la noche en punto, encendió la vela
roja. Cerrando los ojos con expresión dramática empe-
zó el ritual:
—Santa Marta del Amor, por el amor que puse en
ti, dile a los doce diablos más profundos del amor que
no lo dejen tranquilo —abrió los ojos, continuó—. Que
no lo dejen tranquilo.
Pero, ¿a quién?, doña Cuca había dicho:
—Te piensan un güero, un moreno y un aperlado.
¿Quiénes serán? Debió preguntar más datos. Aun-
que el moreno podría ser nuevo empleado de la carni-
cería.
—No, es muy joven. Ni modo, esperará a consul-
tarlo con Cuca.
Pasó la semana inquieta, malhumorada, cosiendo
las diminutas prendas y tratando de olvidar a su trío de
enamorados. El viernes visitó a Cuca.
—Tú observa, güerita —le aconsejó—, puede ser
cualquiera. No se acercan porque te hicieron un traba-
jo para salarte. Tú pela el ojo y el diente, alguno caerá.
Recuerda que es necesario que te concentres imaginan-
do las caricias.
—¿Cómo? —tímidamente preguntó Elvira.
—Tú sólo siente, la piel te enseñará cómo.

84
Elvira salió confundida. Se arrepintió de haber ido.
Sin embargo, esa noche, a las nueve en punto, encendió
la vela roja. Nombró al joven carnicero de negros y que-
mantes ojos.
—Muerte blanca, muerte negra, muerte de los cuatro
vientos, Santa Marta, San Apolinar... Al evocar el olor a
carne fresca, recién destazada, un violento espasmo reco-
rrió su cuerpo. Cayó sobre la cama, sollozante, espantada.
Transpiraba copiosamente, la sal en sus labios la hizo
recordar el mar, sintiendo sus olas se quedó dormida.
Los días transcurrían lentos para Elvira. Emprendía
largos paseos buscando al aperlado o quizá se topase con
el güero. Caminaba hasta llegar a la estación del ferroca-
rril. Se sentaba dedicándose a escoger su compañero para
esa noche. El vendedor de dulces, el boticario, el telefo-
nista, uno a uno, en sus fantasías, la poseyeron superando
al carnicero. Su ritual se había hecho obsesivo. Espiaba
el tiempo, si pudiera pararlo en eternas nueve. Su carác-
ter cambió, esquivaba a sus amigas. Pretextando exceso
de trabajo, faltaba al rosario. Temerosa de que su cuer-
po la delatara, vistiéndolo de lunares, lo escondió entre
sus pecas. Se contemplaba en el espejo jugando a igno-
rar dónde terminaba la piel y empezaba el vestido. Ex-
perta en caricias, esperaba ansiosa sus nueve de la noche.
Una mañana de agosto, José, un burócrata retirado,
la saludó. Presentándose él mismo, se sentó a su lado e
inició una conversación que encantó a Elvira. Se despi-
dieron al cabo de una hora, sin decirlo, ambos sabían que
al día siguiente se encontrarían allí mismo. ¿Qué hizo
a José acercarse? La vio sola, expectante, con un brillo
en los ojos y algo se le removió dentro. Se sintió joven,
85
dispuesto a la aventura o tal vez a algo más. Elvira olvi-
dó el reloj. Atrás quedó la noche. Corriendo las cortinas,
abrió las ventanas permitiendo entrar el sol. Su vida se
coloreó llenándose de rosas, amarillos, azules, atrevién-
dose a usar incluso el rojo. La luna de octubre los vio
comprometerse a unir sus soledades. El día de la boda,
al ver el albo vestido, se ruborizó. Esa noche, tembloro-
sa aguardaba a José.
Al amanecer una llorosa, dolorida y frustrada Elvi-
ra miraba a su esposo dormir, con tristeza constató que
era vigoroso sólo para roncar. Un perenne otoño de gri-
ses y negros la envolvió, deshojó sus ilusiones, salando
los ojos añorantes de sus nueve de la noche. Una tarde
que José salió a jugar dominó con sus amigos, lo deci-
dió. Se escondió entre sus pecas, despidió al sol cerrando
las cortinas. Giró adelantando las manecillas del reloj y
encendió la vela para empezar su ritual.
—Príncipe de los cuatro vientos, príncipe de las ti-
nieblas, que el amor que le tenga a otra me lo haga a mí.
Los olores a sangre fresca, a dulce, a medicina, a mar,
le pertenecieron nuevamente. Había burlado el tiempo.
Ese día creó su noche al atardecer.

86
El amor que no juraste

M e enamoré comiendo tamarindo con chile y limón


y escuchando a Miguel Aceves Mejía cantar:
“Quiero saber de tu amor y que Dios me lo permita
que el mal de amores que tengo...”
Y lo amé porque él sabía cómo me gustaba gastar
esas tardes airadas y tibias de abril, lo que me molestaba
el vestido blanco humedecido por mis cabellos recién la-
vados, mientras caminaba hacia el altar para ofrecer flo-
res en mayo, lo que me encantaba los mangos cocoyos
de junio y mi gusto por la huapilla que me refrescaba
del calor de la canícula. Lo que él ignoró fue, que lo que
más me gustaba era su voz cuando decía:
—¡Te vas a enfermar!
Pero ni las guayabas asoleadas, los membrillos con
chile o los limones con sal, hacían mella en mi intestino.
Crecimos tan unidos que hasta los cumpleaños nos los
celebraban juntos. Una fiesta pero, ¡qué fiesta!
Nuestras madres eran maestras, habían sido amigas
de siempre y la coincidencia de su viudez las hermanó
más aún. Nosotros asistíamos a la misma primaria donde
trabajaban ellas. Cuando ingresamos a la secundaria, él
87
me fastidiaba la vida, ¡cuidándome! Cualquier cosa que
veía y en la que no estaba de acuerdo, inmediatamente
iba con el chisme a la casa, consecuentemente... ¡Me re-
gañaban! ¡Cuánto lo odiaba por esto! También lo odiaba
por mi desasosiego cuando no lo veía, por mis estreme-
cimientos cuando me miraba, por los calores de mis sue-
ños adolescentes y porque él conociendo todo de mí no
se inmutaba por mis rubores. Así que muy a mi pesar,
procuraba encontrarme con él, sólo cuando era absolu-
tamente necesario.
Crecí pensando en él e intenté olvidarlo bailando “Rock
Around the Clock”(Al compás del reloj), al ritmo de Billy
Halley y sus Cometas o “La Plaga”, con los Teen Tops.
Él prefería la música de tríos. Los Tres Ases y Los
Dandys eran sus favoritos. Le gustaba tocar guitarra.
Hasta mi ventana llegaban las desafinadas notas de la
guitarra, que más que sonidos, parecía emitir quejidos
en protesta por la osadía de esos torpes dedos que se
empeñaban en hacerla sonar bien.
Una de esas noches, cuando a la menor insinuación
del viento, los limoneros dejan escapar su aroma perfu-
mando a azahar las notas destempladas, veo mucho mo-
vimiento en la casa de la esquina. Esta casa tenía como
dos años sola sin remodelación o limpieza previa. De
una desvencijada camioneta empiezan a bajar muebles.
¿Quiénes serían? Rogué porque fuera un adolescente
joven, escuálido y guapo como César Costa o Enrique
Guzmán, pero ¡oh desilusión! Llegó Valentina; pelirroja,
delgadita como Twiggy y con el rostro lleno de pecas,
las cuales se empeña en ocultar debajo de capas y capas
de polvo “Maja” y sobre una base de crema “Teatrical”,
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le rinde culto a Jim Morrison, Jimy Hendrix y Janis Jo-
plin. Odia usar reloj, alega haber nacido con un espíritu
libre y está segura de que así va a morir.
Ellos empiezan a salir juntos y a pesar de las dife-
rencias musicales e ideológicas, ya que él cree fielmente
en el destino, el amor y la unidad familiar, la convierte
en su musa. Ambos cumplen años el catorce de febrero,
así que él, decide que Valentina es su alma gemela. Se
hacen novios. Él es un romántico, le gusta llevarle sere-
nata la cual, invariablemente inicia cantándole:
—“Tú eres mi destino, bendito destino”.
Para cuando él sacó con su guitarra “Yesterday”
(Ayer) y “All you Need is Love” (Todo lo que necesitas
es amor) de los Beatles, yo me gradué en la Normal Bá-
sica y más por olvidarlo que por necesidad, me mudé al
norte a ejercer como maestra. Él y Valentina se van a
la Ciudad de México. Viven en unión libre y estudian
en la Facultad de Filosofía y Letras. Él la mantiene con
lo que le pagan por tocar en los cafés cantantes, que por
esa época estaban muy de moda, desgraciadamente con
el movimiento del sesenta y ocho los cierran. Valenti-
na estaba embarazada y por el temor a ser perseguidos,
por la simple razón de ser y lucir como estudiantes, de-
ciden regresar a la provincia. Él ingresa a estudiar por
las noches al Tecnológico y a trabajar en la construcción
durante el día. Ella contribuye confeccionando ropa de
manta, que pinta a mano y vende entre sus amistades.
Tomaron así un camino diametralmente opuesto al que
habían planeado cuando iniciaron su vida en pareja.
Yo me dedico a trabajar. Mi mamá se vino a vivir
conmigo.
89
En uno de mis viajes él y yo nos encontramos en el
barrio. Pasamos toda la mañana platicando y acordándo-
nos de nuestras travesuras, comimos juntos y en mi vieja
consola estrenó un disco de 45 r. p. m., que recién había
comprado. Era una balada interpretada por Mario Pin-
tor y cuyo título “Nomás Contigo”, me pareció profético.
Valentina acaba de parir a su tercera hija. Por la tar-
de fui a saludarla y a conocer a la pequeña, recordamos
las tardeadas. Valentina nos anima para que asistamos
al baile del año. Lo ameniza “Los Joao”. Fuimos y nos
divertimos en grande, bailando “Tristeza”, “Brasil”, “Mi
amigo Charlie Brown” y tantas otras melodías. De regre-
so a casa atravesamos la plaza coloreada con los belenes,
rosales y limonarias. Un viento suave acaricia las hojas
de las ramas de los zapotes, mangos y almendros. A lo
lejos se escucha el pregonar del voceador de periódicos
invitando a comprar a los madrugadores y a los desve-
lados. Al llegar a la esquina, un señor nos ofrece jugo de
naranja fresco. La felicidad me sacia. No comprendo por
qué la cotidianidad del momento me hace no desear nada
más, sólo él y yo y nuestras pisadas resonando en las bal-
dosas de la acera y contradictoriamente deseo odiarlo.
Antes de despedirme le comento que me caso en julio.
—¿Aquí?
—Sí, mi mamá se queda a arreglar todo. Mi novio y
yo llegaremos tres días antes y como el padre Sosa nos
conoce de toda la vida pues, no hay problema.
—¿Y quién es el afortunado?
—Un compañero, es buena persona y me comprende.
—¿Te comprende? ¿No debería amarte?
—Lógico. ¿No?
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Como si le interesara. Yo ya no podía esperar más,
además, no quería que la humedad de mis recuerdos y el
polvo de su olvido me convirtieran en piedra. Por otra
parte, ya había terminado la carrera, tenía mi base de
maestra, así que el siguiente paso era casarme y formar
mi propia familia como él lo había hecho. Cuando pensé
esto último deseé creer en el destino y...

El día de mi boda bailaba “Feelings” (Sentimientos)


con mi esposo, cuando él se acerca y haciendo una reve-
rencia pide permiso para bailar conmigo. Mi esposo son-
ríe y me entrega. Mientras bailábamos, discretamente
desliza una tarjeta en mi mano y me dice:
—Es mi número de teléfono, cualquier cosa, a
cualquier hora cuando algo se te ofrezca, llámame.
Continuamos bailando y sin desearlo, recordé que
una noche, meses antes de que apareciera Valentina en
nuestras vidas, me había estado burlando de lo mal que
tocaba. Él, molesto, soltó la guitarra. Me acerqué. Le
pedí que continuara y agregué a manera de disculpa que
yo, sólo estaba jugando. Él me miró, acercó su rostro al
mío y me plantó un beso en plena boca. Me quedé atra-
pada en ese sentimiento. Él tomó su guitarra y se alejó
sin voltear a verme.

Después de mi boda me perdí varios años, me con-


centré en mi trabajo, en cambiar pañales y preparar bi-
berones y papillas. Me hice una experta en la cocina y
en barrer mis sueños con la escoba, mientras ahogaba
mi desilusión en el lavadero. Mi esposo resultó todo un
macho. Mi matrimonio fracasó.
91
Durante los trámites de mi divorcio, me aficioné a
la voz suave del “Pirulí” y a llorar con Lupita D’Alessio,
mientras cantaba “Mudanzas”.
El día que firmé mi divorcio recibí la grata sorpresa
de que él me llamó. ¡No podía creerlo!
—¡Me separé de Valentina! —me dijo con voz ron-
ca y agregó:
—¡No lo voy a superar! ¡Ella es mi todo!
Recuerdo que esa vez hasta me molesté un poco y
me atreví a preguntarle:
—¿Por qué siempre dices que ella es tu destino?
Date otra oportunidad. ¡Conoce más mujeres!
—Conozco muchas pero estoy convencido que si no
es con Vale, no será con otra.
—¿Por qué dices eso? Habla con ella entonces. Arre-
gla las cosas.
—No es posible. ¡Ella se fue con otro!
Cuando me dijo esto, me quedé helada, además, ¿qué
podía aconsejarle?
—A todo esto, ¿tú cómo estás? —me preguntó.
—Bien. Recién divorciada.
—¿Cómo dices? ¿Cómo nos pudo pasar esto al mis-
mo tiempo?
—Estoy bien, quiero decir todos estamos bien. Me-
jor. Mucho mejor ahora.
—Mira, yo he estado viajando al norte a comprar
refacciones, no te he visitado porque, tú sabes, no cono-
cía bien a tu marido. Precisamente hoy en la noche salgo
para allá. ¿Qué te parece si mañana te echo un fonazo,
almorzamos juntos y seguimos platicando?

92
Lo que pasó después no lo planeamos. Yo no creo en
el destino, considero que simplemente fue la consecuen-
cia de redescubrirnos con otros ojos, desde luego tam-
bién la soledad es una mala consejera y por otra parte,
mi miedo a desaparecer, a sepultarme nuevamente entre
mis hijos, el trabajo y la casa. Fueron tiempos locos de
ires y venires, de encuentros y desencuentros, de dar y
tomar, sin promesas de mañanas, ni amaneceres. Me gus-
tó, lo amé por su compañía y por la nostalgia cuando se
alejaba y porque me enseñó a valorar el tiempo, el espa-
cio, las flores, las frutas, cada estación del año, el sonido
del viento, la ligereza del polvo y la fuerza de la lluvia,
y porque con él aprendí a ser atrevida, tierna, violenta
y exigente y también porque me hizo sentir grande y
deseada. Y aunque nunca me juró amor, me acostumbré
a su modo. Muchas veces me pregunté, ¿cómo había vi-
vido hasta ahora sin él? Aunque me preocupaba por lo
que opinarían mi madre y su familia, me tranquilizaba
pensando que aunque no nos dejaran, él y yo nos íba-
mos a querer toda la vida. Sí, así como canta “Chente”.
Un sábado que lo esperaba, ¡no llegó! Marqué a su
casa y... ¡Valentina me contestó! No dije nada y colgué. Me
refugié en mis hijos, la escuela, la escoba y el lavadero.
“How can you mend a broken heart?” (¿Cómo alivias a
un corazón roto?), cantaban los Bee Gees. ¿Cómo alivio
a mi corazón roto?, me preguntaba yo. “Staying Alive”
(Sobreviviendo) me respondían, lo comprendí y sobreviví.
Durante más de dos años no supe nada de él. Igual
que Alex Lora, ya estaba convencida de que él existió
sólo en un sueño. Entonces... nuevamente reapareció. Y
así sin más ni más me llamó y me dijo:
93
—¿Cómo estás?
—Bien, estamos muy bien, ¿y tú?
—¿Paso por ti? ¿Sí?
Y pasó. Y volví a convertirme primero, en su paño
de lágrimas, porque Valentina se había vuelto a ir y des-
pués en la amada amante que quería hacerle compren-
der que ya lo pasado... pasado. Pero ni Roberto Carlos
ni José José lo consolaban a él y menos aún a mí, cuando
él se desaparecía por meses, yo amanecía sola abrazan-
do a mi almohada.

Por enésima vez él regresó con Valentina y yo, final-


mente pude mantener una relación estable con José Luis.
No me revolotean mariposas en el estómago cuando lo
veo, ni explotan fuegos artificiales cuando me besa pero,
está a mi lado y ha sido una buena influencia para mis
hijos. Compartimos el gusto por la música y podemos
pasar toda una tarde escuchándola y remontándonos a
esos otros tiempos. Desde luego que hay muchas cosas
que son sólo mías. José Luis las presiente pero no pare-
cen molestarle, al contrario creo que ese misterio es lo
que nos mantiene unidos. Sé que él también debe tener
sus recuerdos. Allí debo dejarlos, no es conveniente para
ninguno de los dos hablar del pasado, así que a partir de
“nosotros”, hemos construido nuestro ayer.
Entre “Me cuesta tanto olvidarte” de Mecano y “Tú
de qué vas”, de Franco de Vita, he regresado a mi tierra
natal varias veces, las más con alegría, sólo dos llenas de
tristeza; una cuando murió la mamá de él y la otra para
llevar a enterrar a mi madre, siempre quiso regresar a
su tierra y finalmente se le cumplió.
94
Lo he visto, a veces solo, a veces con Valentina y no
sé por qué pero todavía algo se remueve muy dentro de
mí cuando lo veo e invariablemente viene a mi mente la
letra de ese bolero que, tan bien interpreta Luis Miguel:
“En la vida hay amores que nunca pueden olvidarse”.
Él siempre fue muy terco con respecto a su desti-
no. Recuerdo que una de las últimas veces que estuvi-
mos juntos me comentó que había ido a consultar a una
numeróloga y que ésta le había dicho que su karma era
encontrar pareja, al escucharlo, me reí.
—¡No te rías!
—¡Cómo puedes creer eso!
—Sí creo, por eso no dejo a Valentina. Esta señora
me dijo que ya llevo muchas vidas así. Quizá por eso ella
y yo nos enojamos y nos reconciliamos.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—¿Qué cosa?
—Lo de los pleitos.
—No entiendes nada. No te das cuenta de que si no
lo logramos en esta vida, en la próxima reencarnación
se volverá a repetir todo.
—¿Cómo sabes que es Valentina? ¿Por qué ella?
— Porque Valentina nació el catorce de febrero
igual que yo.
No agregué más, ¿para qué? Siempre sospeché que
él, aparte de ser terco, está sordo. Quizá por eso no me
escuchó cuando le dije que yo también cumplo años el
catorce de febrero.

95
Por lo que me espera

H abía tenido una semana cargada de trabajo. Se sen-


tía como perra apaleada y sin ganas de devolver la
llamada a sus amigas.
—¿Para qué?, para reflejarnos una en otra y ver du-
plicada la soledad.
Silvia y Dulce le han estado marcando. No desea
contestarles. Está cansada de las tertulias en barecitos
de solteros, en donde los amantes, cobijados por la pe-
numbra, intercambian caricias impregnadas de humo de
cigarro y licor.
—Ni cantar se puede de tanto humo. Me pongo ron-
ca cuando acompaño al trovador:
—“Yo que fui mariposa de mil flores”.
Estoy harta. Gastos, desveladas e intoxicaciones.
Prefiero visitar a Adriana. Ella me barre con hierbas
para alejar las malas vibras y ya me dijo que me va a lle-
gar el amor antes de tres meses. ¡Qué emoción! Miles de
mariposas vuelan en mi vientre cuando parto la baraja
y pregunto:
—Por mí, por mi casa y por lo que me espera.

97
Hoy me va a recibir más temprano. Debo darme pri-
sa para pasar al cajero y llegar a tiempo a la cita. Con
este pago ella me liberará de mi mala suerte en amores.
Por la tarde desconsolada escucha a Adriana, quien
le dice:
—No “mija”. Esto va pa’ largo. De veras que te sa-
laron. Necesitas cinco trabajitos más como éste. Tú di-
ces si empiezo a conseguir las cosas.
—¿Cinco más?
—¡Si, mija! Y un perfume como el que usas.
—Pero...
—¿Quieres novio o no?
—Sí, pero es mucho dinero.
—Pos entonces vivirás con tu salación.
Tina se estremece y se apresura a decir:
—¡No! ¡Por favor! ¡Ayúdeme!
—Tú veme trayendo un pago cada semana y ahora
córtame la baraja.
Tina parte la baraja en tres mazos, pone la mano
izquierda encima de ellos y esperanzada dice:
—Por mí, por mi casa y por lo que se me espera.

98
Señoras y señores
Baby shower

E l salón resplandecía. Las tonalidades de color rosa


predominaban coloreando el ambiente. “It’s a girl”,
se leía en todos y cada uno de los globos que llenos de
helio flotaban en el centro de cada mesa. Los juegos
iniciaron adivinando el nombre con el cual bautizarían
a la primogénita del matrimonio formado por Angélica
y Armando, después midieron el vientre de la embara-
zada y terminaron jugando la lotería del bebé antes de
degustar un riquísimo almuerzo. Entre taza y taza de café
o vasos de jugo de naranja, las asistentes apostaban si la
bebé tendría los ojos negros de Angélica o los ojos verdes
de Armando. Las hermanas del futuro padre alegaban
que verdes. Todos los hermanos los habían sacado así,
herencia directa de la madre, quien no participaba en las
predicciones y menos aun opinaba.
Angélica dulce como capirotada en cuaresma, repar-
tía sonrisas y se paseaba entre las invitadas. Tratando
de no perder el porte, disimulaba los caminados de pato,
clásicos de una embarazada.
Atrás habían quedado los días que acumulando me-
ses construyeron años de una vida conyugal, al principio
101
llena de sorpresas pero poco a poco más por cumplir y
por lograr el tan ansiado embarazo. A ella desde peque-
ña le inculcaron que el uso y costumbre de lo que se ca-
lifica como un matrimonio bien logrado es la llegada de
los hijos. Eso era lo que le habían inculcado, aunque no
siempre son lo que deberían ser las costumbres y el uso.
Así que ni se percató cuando la pasión de sus horas ín-
timas fue remplazada por la obsesión de convertirse en
madre, y su esposo, el amante complaciente con el que
vivió su amor entre los aires despeinadores de marzo o
entre la sombra de los mezquites en julio y con el que
muchas tardes se fue de pinta, se convirtió solamente
en el proveedor de la semilla. ¡Pero ésta no germinaba!
La sonrisa clara de Angélica se oscureció y un amar-
gor recubría su alma con la desilusión que cada mes es-
curría entre sus piernas. Su reloj biológico le avisaba que
debía darse prisa y empezaron las visitas a doctores y
clínicas especializadas en “dar vida”.
El amor pasó a segundo término e inició una etapa
de “horario del amor”, cosa que molestaba sobremane-
ra a Armando, a quien no le cabía en la cabeza que un
hijo se pueda engendrar tan fríamente con un “mónta-
te”, es la hora de hacerlo. El matrimonio estuvo a punto
de encallar una tarde que al salir del trabajo, un torren-
cial aguacero lo dejó cautivo entre el intenso tráfico y
las desesperantes llamadas de Angélica, quien lo llamó
de todo porque no hacía el esfuerzo de llegar a casa a la
hora en que debía hacerle el amor. Entró a su casa, más
por no tener a donde dirigirse que por llegar sabiendo
que ella, lo esperaba para reprocharle su irresponsabi-
lidad para cumplirle como marido y darle un hijo. Se
102
sorprendió del silencio reinante y de que una Angélica,
cubierta sólo con una toalla, con un termómetro en la
boca lo recibiera, apremiándolo a desvestirse porque to-
davía estaban a tiempo. De más está decir que no pudo
y ella terminó llamándolo impotente.
La situación tensaba mucho a Armando, quien mu-
chas tardes se preguntó en qué momento había perdi-
do a su novia de siempre. Sin embargo, el recuerdo de
las películas vistas juntos, las tardes de interminables
conversaciones y los planes para el futuro que deseaban
compartir, lo mantenían cerca de ella y lo hacían perdo-
narle sus exabruptos.
Todo esto se lo había contado a su madre a quien
también le confesó que su conteo de esperma había salido
muy bajo y que temía no poder hacerle un hijo a Angéli-
ca, por lo que iban a recurrir a la inseminación artificial.
—¿Pero entonces? ¿Sería tu hijo? —preguntó an-
gustiada su madre.
—Claro, madre. Primero se intentaría conmigo
como donante.
En una de sus tantas visitas a clínicas recomendadas,
Angélica viajó a Houston, Texas. Allá conoció a Ramiro,
un doctor latino de inspirados ojos negros, especializa-
do en fertilización in vitro. Y los exámenes médicos co-
menzaron. Angélica y Armando hicieron el primer viaje
juntos. Los siguientes ella viajó sola. Al principio vola-
ba en la mañana y regresaba ya tarde en la noche, pero
después decidió viajar por carretera, manejando desde
un día antes de la fecha convenida y regresándose tres
días después para poder reposar el tratamiento.

103
Las risas de sus amigas la regresaron a su presente
y a su panza de ocho meses de embarazo, y cuando una
de ellas la cuestionó acerca de qué color le gustaría que
fueran los ojos de su hija contestó:
—Claro que me encantaría que fueran verdes como
los de mi marido. Calló y pensó en Ramiro, se estreme-
ció al recordarlo y sonrojada agregó:
—No, no sé. No quiero contradecir a mis cuñadas
pero creo que mi hija tendrá los ojos negros.

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Aquí no

C armela nació en Tampico. Jamás había viajado fuera


del puerto y ni falta que le hacía. Se sentía regia
rodeada del verdor de sus limoneros, mangos y aguacates
y qué experiencia más grata sentir las olas, que acari-
ciando sus pies la llevaban suavemente hacia dentro del
mar refrescando sus muslos blancos y ardientes como
grava bajo el sol de agosto.
Hija mayor de Juana Domínguez y Jerónimo Gar-
cía, pareja oriunda de España, que al igual que muchos
otros compatriotas buscando fortuna viajaron a Amé-
rica y una mañana airosa del mes de enero les dio una
fría bienvenida. Se hospedaron en una pensión cerca del
muelle y descansaron en tierra firme, olvidándose del
norte que los sorprendió casi para arribar a Veracruz y
los dejó anclados por varias horas en altamar.
Fue allí en la pensión donde escucharon hablar por
primera vez del puerto de Tampico y de su auge petro-
lero, y hacia allá viajaron. Escondieron muy bien entre
la ropa de su maleta unas monedas de oro y junto con
ellas sus sueños.

105
Tampico los trató bien. Compraron un terreno de
los del relleno del Tamesí y construyeron su casa de ma-
dera, cerca del mercado, cerca del río Pánuco, cerca de la
plaza de Armas, y cerca de donde abrieron su negocio de
ultramarinos y licores al que llamaron “La Madre Patria”.
Fue allí en la casa de la calle Morena donde nacieron
sus hijos; Jerónimo, el mayor, era un niño extrovertido
que quería ser piloto aviador; Carmela y Juana Margari-
ta, dos mujercitas que desde pequeñas jugaban a inven-
tar a sus príncipes azules.
Entre jamones serranos, aceitunas y chistorra vie-
ron transcurrir su niñez. La adolescencia los sorprendió
con la segunda guerra mundial. La familia García Do-
mínguez se vio afectada cuando en el Golfo de México,
embarcaciones mexicanas que abastecían petróleo a los
Estados Unidos fueron atacadas y hundidas por subma-
rinos alemanes. El presidente Manuel Ávila Camacho,
formalizó el estado de guerra, se instituyó el servicio mi-
litar obligatorio, y se pactó con Estados Unidos el envío
de trabajadores mexicanos para compensar la falta de
mano de obra en los campos agrícolas y fábricas. A Je-
rónimo chico, desde luego que la idea de trabajar en Es-
tados Unidos no lo atrajo y a pesar de las lágrimas de su
madre, el aire de preocupación de su padre y las súplicas
de sus hermanas prefirió enrolarse como voluntario en
el Escuadrón 201. La unidad iba a recibir entrenamiento
en los campos aéreos de Greenville, Texas y Pocatello,
Idaho, y con el corazón en la boca y encomendado a todos
los santos hacia allá lo vieron partir. No se retiraron del
muelle hasta que la embarcación se perdió en el horizon-
te. El mar se lo llevó y el mar lo trajo de vuelta, mucho
106
después de recibir la noticia de su muerte en acción. Fi-
nalmente él logró lo que ambicionaba de niño, surcó lo
cielos como miembro de la Fuerza Aérea Expedicionaria
Mexicana. No así sus hermanas que seguían aguardan-
do el amor entre chorizos, tocinos y aceite de oliva. No
es que no hubieran tenido pretendientes, pero es que así
como llegaban se iban. El noviazgo más largo de Carme-
la lo tuvo con un argentino llamado Manuel, las visitas
eran cortas y se despedían a la hora en que realmente
deberían estarse dando la bienvenida. Fue una de esas
tardes, Manuel se despidió jurándole amor eterno, pero
al siguiente segundo lo olvidó. Se dirigió a divertirse a
los antros del muelle con una mulata de abundantes pe-
chos, quien se dedicó a regar la noticia dándole un ca-
rácter de compromiso a una relación carnal furtiva. En
menos de dos semanas el chisme se había esparcido por
todo el puerto, y aunque Manuel se hincó frente a Car-
mela, sin importarle las miradas de todos los feligreses
que salían de misa, ella no lo perdonó y menos aún cuan-
do él alegaba que estaba borracho, que no sabía lo que
hacía. Carmela pensó si unas cuantas copas lo hicieron
olvidar sus juramentos, ¿qué sería de su amor con los
años? Ella cambió. Carmela ya no era más ella. Su risa
se apagó y por más que procuró disimularlo y trató de
no mentar al argentino, ni para echarle la viga, a leguas
se le notaba que sufría. Y empezó a ser más cautelosa
con su corazón, procuraba dejarlo encerrado en una ca-
jita de música que le había regalado su madre cuando
cumplió quince años.
Juana Margarita, no quiso esperar más por encon-
trar un alma como la suya, como dice la canción de Ma-
107
ría Greever, y se fue así nomás con “el chaparro”, como
lo apodaban, quien a la larga resultó un borracho y no
fue bueno ni para hacerle un hijo a Juana Margarita.
Lo mejor del puerto es que, con cada barco llegan
marineros y algunos se quedan a probar suerte. Tal fue el
caso de Oswaldo, delgadito como el torero “Armillita”, y
de muy buen porte. “Armillita”, como dieron en llamarlo
se hizo un cliente frecuente de “La Madre Patria”, para
calmar la nostalgia por la tierra que lo vio nacer y por-
que disfrutaba mucho charlar con Carmela, quien no se
hacía ilusiones porque él era diez años menor que ella.
El joven era simpático y buen conversador, lo que le hizo
ganar amigos que lo recomendaron para que obtuviera
un puesto como celador de la aduana, ganando muy buen
dinero y teniendo acceso a mercancías provenientes de
lugares exóticos que invariablemente iban a parar a ma-
nos de Carmela. Pero lo que le ganó a la mujer no fueron
los obsequios, fue su sonrisa de dientes blancos y pareji-
tos bordeados por unos labios sensuales y promisorios.
De verdad que no se puede ser más encantador —pensó
Carmela— al verlo sonreír. Y se soltó en sus brazos y se
dejó tocar y también ella lo tocó con una pasión exacer-
bada por la larga espera. El día de la boda, no hubo novia
más feliz que Carmela García, ni novio más enamorado
que Oswaldo de la Peña. Y dio inicio una luna de miel
que parecía no empalagarlos. Ella agradecía a dios que le
hubiera mandado un ángel que la hacía conocer el cielo
cuando la besaba o el infierno cuando tardaba en llegar
y lo anhelaba como el arrepentido a dios y lo amaba en
la tormenta y en la calma, en los días claros o con nie-
bla, de noche o de día, en la primavera o en el invierno,
108
en el mar o en tierra firme y se sentía capaz de pasarse
toda la vida abrazada a él.
Oswaldo deseaba un hijo, no era necesario que lo
dijera porque los ojos se le iban al ver a los niños jugan-
do en el parque, pero a Carmela, los meses y los días se
le fueron apilando, formando una pared de años que la
alejó de su posibilidad de ser madre. Sin embargo, vivie-
ron felices por más de veinte años, hasta que la muerte,
celosa quizás de esa felicidad, de un certero guadañazo
le arrancó la vida a Oswaldo. Fue una tarde de domingo,
Oswaldo se despidió de ella diciendo que iba a cubrir a
un compañero y la muerte lo sorprendió, pero no en la
aduana, sino en la cama de Alicia Serna. Carmela lo supo
inmediatamente porque como se sabe, las malas noticias
vuelan, pero aquí no fue el caso, sino que la propia Ali-
cia poseedora de unas caderas amplias y cimbreantes y
en cuya cama falleció Oswaldo, fue la portadora de éstas.
De más está decir que Carmela lloró su muerte, lloró el
engaño y lloró por su candidez, hasta que la tibieza de
sus lágrimas se congeló cuando supo que la mujer de su
marido le había dado todo hasta lo que ella más desea-
ba... un hijo. De esto se enteró dos semanas después del
entierro. No gritó. No lo maldijo, sólo de un escobazo
tiró el crespón negro, que en señal de luto se ostenta-
ba justo en medio del anuncio de “La Madre Patria”. Su
hermana le preguntó:
—¿Por qué?
—¿Quieres más? Por favor hermana te suplico que
no hablemos del tema.
Y nada se habló. Carmela se sumergió en el silen-
cio de la negación y aparentemente continuó orando
109
por el descanso de su amado esposo. En el puerto todos
admiraban su condición de mujer digna porque ignora-
ban las lágrimas saladas y gruesas en las que flotaba su
corazón dañado y se arrepintió por haberlo liberado de
la cajita de música, mil veces hubiera estado mejor allí,
seco y entelarañado pero completo. Por más esfuerzos
que hacía no podía encontrar la manera de desquitarse.
Si tan sólo él hubiera resistido hasta que ella lo hubiera
despedido y mandado al infierno. Pero no, hasta suer-
te tuvo el desgraciado. Mira que tener sus quereres con
esa Alicia Serna por tantos años. Ella le calculaba unos
diecisiete, porque el muchachito tenía dieciséis y pues
ni modo de negar que era hijo de Oswaldo, lo que bien
se hereda no se hurta y el muchacho era larguirucho y
simpático como el padre. Largas se le hacían las noches
a Carmela García, y más largos sus pensamientos de in-
conformidad por su suerte hasta esa mañana de agosto
que uno de los trabajadores del cementerio llegó a com-
prar longaniza y le dijo:
—Hace días que no visita al difuntito.
—No he tenido tiempo y con esta canícula y yo de
luto...
—Pensé que estaba enferma. Es que quería pre-
guntarle...
—¿Sí?, dígame.
—La inscripción en la lápida. Es lo que falta para
terminar el trabajo.
A Carmela le brotó la tristeza por los ojos al recor-
dar lo que ella y Oswaldo deseaban que se leyera en su
epitafio.
—Discúlpeme, señora. No quise ser inoportuno.
110
—No. Usted no tiene la culpa. Tiene razón, se me
había pasado ese detalle.
Carmela tomó el lápiz que estaba en medio de la li-
breta de los clientes que piden fiado. Arrancó un pedazo
de papel de estraza y escribió. Sonriente entregó el papel
al trabajador quien no creyó lo que leía.
—Disculpe señora, creo que se equivocó.
—¿Por qué?
Y el trabajador leyó en voz alta:
—“Aquí yacen dos seres que se amaron”.
—No —contestó Carmela—. La inscripción debe
decir: “Aquí no yacen dos seres que se amaron”.
Y esa noche, a pesar del calor de agosto, Carmela
García, pudo al fin dormir a pierna suelta.

111
Rogelio Armenteros

T enía el pelo negro, lacio y grueso, y unos ojos ex-


presivos de mirada tranquila y clara como cielo de
diciembre, los modales finos y la voz dulce como miel de
maíz, además de poseer una figura frágil como la de un
ángel. Sí, Sanjuana Galaviz viuda de Armenteros, estaba
segura de que si hubiera ángeles morenos, su hijo Rogelio
sería parte de esa corte celestial. Sus besos, rebanadas de
luna, le iluminaban el día. Era una lástima que los fotó-
grafos prefirieran los ángeles rubios, porque su Rogelio
estaba como para un cromo. Por eso le perdonaba que no
saliera a jugar al fut con los muchachos de la cuadra y en
cambio se la pasara jugando a diseñar vestidos, con los
pedazos sobrantes de las telas que, siguiendo meticulo-
samente los patrones de papel periódico, ella recortaba.
Sanjuana pedaleaba en su vieja Singer y contestaba a
su hijo cosas como: ¿A dónde se va el sol cuando es de
noche? ¿Qué es el pecado? ¿Por qué tengo que ser niño?
Sanjuana vio a su hijo crecer y su aire de ángel se
perdió y ella por perdido lo dio cuando descubrió la pa-
ciencia con que depilaba su barba. Así que, corrió a com-
prarle un rastrillo y varios paquetes de navajitas para
113
rasurar, que discreta cambió por las pincitas para sacar
las cejas. No tenía queja del muchacho, realmente era una
madre afortunada y se dolía por no haberle encontrado
un padre substituto, por lo que creció sin una imagen
paterna, que era a lo que ella atribuía su amaneramiento.
Sin embargo, como ella padeció a fondo las dificultades
para encontrar un esposo perfecto, consideraba al mu-
chacho todo un hombre, protector y acarreador y que a
todas luces podría llegar a ser un buen marido. Por su-
puesto que Rogelio Armenteros no podía estar más en
desacuerdo con su madre y estaba seguro que ninguna
mujer querría amarlo y prefería esconderse entre los re-
cuerdos de una infancia feliz y de los de su primer amor
a los once años. El recuerdo de esa mirada se quedó un-
tado a su memoria y lo alimentaba y lo saboreaba. Cuan-
do lo perdía entre las horas de su vida simple y rutinaria
o cuando empezaba a olvidarlo, buscaba algo parecido
a un amor imposible, cualquier cosa antes que sacar su
corazón del clóset.
La llegada de Mariana Saldívar al barrio, alentó a
Sanjuana, sobre todo al ver que la morena espigada, de
andar airoso y de sonrisa fácil, miraba a su hijo de un
modo como sólo ella, que era su madre, lo hacía. Sería un
desacato dejar escapar tanta belleza y se dedicó a acon-
sejarla, como toda suegra lo hace, cuando desea lo mejor
para sus hijos y lo consiguió. Rogelio Armenteros olvidó,
y las dudas acerca de su hombría se disiparon. Así que,
si a alguien le cruzaba un mal pensamiento lo desechó
al ver a la pareja de esposos tan felices.
Mariana sabía quererlo porque Rogelio, sobre todo
al principio, la llenó con una ternura de sobra que la
114
nutría en las noches cuando él pasaba de largo. Siempre
se le veía feliz y con una sonrisa resplandeciente como
de niño en vísperas de Nochebuena.
Les nacieron dos hijas, a las que bautizaron con los
nombres de Adriana y Patricia, quienes al crecer cambia-
ron las muñecas y los juegos de té por el estetoscopio y
la administración de empresas. Rogelio Armenteros era
prudentemente feliz en medio de la sensatez de su mu-
jer que lo alejaba de tentaciones y de lo que él creyó ser
a los once años. Atrás quedó el tiempo en el que hacía
espacio para la nostalgia pero extrañaba el corretear de
sus pequeñas y lo comparaba con el taconeo con el que
displicentemente salían a encontrarse con el amor, de-
jándolos a él y a Mariana enmedio de su guerra de si-
lencios compartidos. Rogelio no era de los hombres que
se emborrachan, ni su mujer una de esas esposas que se
deprimen. No se alegraban de más o se entristecían por
todo, ni se inventaban problemas o soñaban con amores
absolutos para sobrellevar su vida, que no era tan emo-
cionante como una telenovela, pero a pesar de todo, vi-
vían bien aunque disfrutaran menos.
Sanjuana Galaviz, conoció nietas y bisnietos y estu-
vo presente la tarde en que la muerte pasó dejándolos en
silencio, llevándose la estabilidad de la familia Armente-
ros y cargando con los sueños inconclusos de Mariana
Saldívar. Rogelio la lloró y la extrañó hasta que no pudo
más y prefirió aliviarse con el recuerdo de su infancia, del
amor a sus once años de edad, y una paz imperceptible
como el aleteo de un colibrí se acurrucó en su alma. Su-
cedió entonces, sacó su corazón del clóset y arrebatado
e impulsado por una fiebre repentina, buscó y rebuscó
115
entre los vestidos de Mariana. Escogió uno rojo que iba
muy bien con el tono de su piel, se maquilló y arregló
su cabello, como tantas mañanas había visto, primero a
su madre y después a su mujer hacerlo, se calzó unas za-
patillas negras de charol y empezó a caminar titubeante
como niño al dar sus primeros pasos. Se acercó al espe-
jo. Aprobó la imagen que este le reflejó y se sonrió, y así
sonriendo lo encontró Sanjuana Galaviz cuando abrió la
puerta de la que fuera la alcoba conyugal. No se dijeron
mucho pero era todo lo que se debían decir.
—¿No habías encontrado la felicidad?
—Madre, la felicidad no se encuentra. ¡Se busca!
—¿Por qué? ¿Por qué hijo, esta desviación?
—¿Por qué?, pues porque nunca se me quitó.

116
Claudia García

E sa tarde Claudia estaba cansada del día de descanso.


Primer día de mayo, en el televisor un programa
de chismes del medio del espectáculo. Ella lo veía con la
mente en otra parte. Un dolor de cabeza temprano la hizo
antojarse de un silencio absoluto y de estar acostada en
su lecho abandonada entre los brazos de su marido. Lo
observó aflojarse el nudo de la corbata y después despa-
rramarse relajadamente en el sillón, dispuesto a “echarse
un coyotito”. En el televisor, Anel seguía contando sus
correrías, buena estaba ella para escuchar hablar sobre la
vida de los demás si ya con la suya tenía. Definitivamente
el mes de mayo no era para nada su mes favorito, a pesar
del día diez y de sus serenatas, versos, flores, promociones
comerciales con la voz insistente del locutor invitando a
la compra, a celebrar con un pastel de la pastelería “X”
a regalar de... y no ha habido año desde que tuvo uso de
razón que, previo al festejo, no sufriera dolores de cabeza.
De pequeña, su madre acostumbraba llevarla a ofrecer
flores. Y allá iba caminando por el pasillo de la iglesia con
su vestido blanco, su ramo de flores de laurel de la india
recién cortadas, su cabello estirado, mojado y recogido,
117
hasta hacerle daño, en una cola de caballo que humedecía
su espalda y esto se repetía durante todo el mes.
Ella era la hija menor de seis hermanos. Había una
diferencia de diecisiete años entre ella y el hermano que
le seguía. Así que casi recibía el trato de hija única.
Antes del día diez, le ayudaba a su madre a pensar
en el menú para la ocasión, a hacer la lista de las com-
pras, a cocinar y a arreglar la casa para recibir al ejército
familiar que llega dispuesto a pasarla muy bien degus-
tando los platillos que sólo las manos de una madre sa-
ben preparar, así decían sus hermanos, para enojo de las
cuñadas que graciosamente fruncen la nariz cuando los
escuchan. Por la noche, Claudia y su madre exhaustas,
contemplaban los cerros y cerros de trastes sucios, las
envolturas de los regalos que los niños hicieron confeti;
en resumidas cuentas, tenían que volver a hacer el aseo
cuando lo que más deseaban era estar en la cama, sobre
todo, con la desvelada que les habían puesto con la sere-
nata llevada por su hermano y los amigos de éste, que
sólo entraron dieron un abrazo y se retiraron dejándo-
las, a la mamá más preocupada que antes que llegaran y
a Claudia calmándola:
—No te apures. Ya va a regresar. Sólo les faltaban
dos “mañanitas”.
Afortunadamente para Claudia García, sus hijos to-
davía están en la primaria y lo más que le puede pasar es
que ande recorriendo la tiendas del centro o que cruce
desesperadamente el puente y sus interminables “colas”
para pasar al “otro lado” a buscar calcetas púrpura con
adornos amarillos y holanes rosas, o maldecir por no
encontrar una buena costurera que le confeccione los
118
vestuarios de su hijos para el festival de las madres. No
es que le disguste esta celebración. Claro que disfruta la
atención del regalo, el abrazo y el beso cariñoso y que se
le salen las lágrimas en el momento en que ve a sus hi-
jos bailando: “Ella me levantó” o cantando “Mamá”, de
la banda Timbiriche o declamando “El brindis del bo-
hemio”, y entonces olvida que la celebración del día de
las madres no es tan espontánea como celebrar su cum-
pleaños, y aunque aparentemente sea mimada por todos,
ella colabora en un noventa y nueve por ciento para el
éxito del festejo.
Claudia piensa:
—Pareciera que hijos, maestros y esposos se con-
fabulan induciéndonos sutilmente a prepararnos para
ser festejadas; cocinando, limpiando, atendiéndolos y si
se da el caso, que salgamos a comer a un restaurante,
muchas veces tenemos que pagar la cuenta de nuestro
presupuesto para el gasto. Me siento ajena a esta fecha
dedicada a celebrar la idea o ideas que tenemos de lo
que es una madre; con su cabecita blanca, siempre com-
prensiva como la que personificaba Prudencia Griffel,
en la radionovela “Corona de lágrimas”. Mi mamá me
la contó mil veces y siempre lloró. Esa era una clase
de madre en la que no existe maldad o egoísmo, ni sus
arrugas o canas la afean, al contrario la embellecen,
ejemplo del amor incondicional y transmisora de los
valores humanos y que soporta todo, acepta y perdo-
na. Siempre entregada a la familia y toda su vida gira
en torno a ella. Silenciosa, discreta, sonriente, sabia y
de belleza serena.

119
En cambio, ella es distinta, es gruñona, le falla la co-
cina, la enfermería y la costura, mete la pata, se sobregira
en el presupuesto. Si atiende al hijo mayor se olvida un
poco del pequeño o viceversa. Ella sueña con indepen-
dizarse, tener un negocio propio para poder dedicarse a
escribir y ganar algún concurso literario. También está
preocupada porque descubrió sus primeras canas y por
comprar una buena crema para desaparecer sus patas de
gallo. Se siente un poco culpable por no parecerse a ese
ideal. Pero es que ha estado tan ocupada con su carrera,
ver crecer a sus hijos y amar a su marido, que no le ha
quedado tiempo para convertirse en el estereotipo de la
madre que se celebra cada diez de mayo.
—¿Qué tanto piensas tú, muchacha? Un centavo
por tus pensamientos.
Claudia García escuchó la voz de su marido y el
“muchacha” tuvo un efecto mil veces mejor que la mejor
crema antiarrugas. Volteó a verlo. En verdad lo seguía
viendo guapo a pesar de su camisa arrugada. Se sobre-
saltó. Era un día feriado. ¿Por qué había ido él a la ofi-
cina? Quizás fue sólo el pretexto para encontrarse con
alguna otra mujer. ¿Cómo luciría? ¿Joven o vieja? ¿In-
teligente o tonta? ¿Atractiva o fea? ¿Cómo saberlo? Él
vuelve a interrumpirla:
—Cinco centavos por tus pensamientos
Claudia no contestó. Se puso de pie y fue a sentar-
se frente a su marido. Estaban solos, los niños se habían
quedado en casa de la abuela y el “muchacha” la estimu-
ló. Levantó la pierna y con la punta del pie acarició la
entrepierna de su marido. La respuesta fue rápida. Allí

120
había algo para ella, así que se olvidó de las demás mu-
jeres mientras coqueta pregunta:
—¿Esto, en vez de los cinco centavos?
—Hecho —le contestó el marido.
—Estaba pensando que te amo y que soy muy feliz
de ser la madre de tus hijos.

121
Gertrudis Rosas

G ertrudis Rosas, parecía sacada de otros tiempos,


modales finos, voz suave, oídos dispuestos a las
confidencias y poseedora de una boca sonriente cual re-
banada de sandía de donde siempre salían palabras dulces
y refrescantes como ese fruto.
Si se cansaba, nadie lo sabía. Ella siempre se veía
fresca como recién salida del baño. Sus sentimientos ja-
más fueron sorprendidos por los calores y sus mejillas
carnosas y sonrosadas delataban una vida sana.
Madre de cinco varones, engendrados con el que fue
el único hombre en su vida, su marido Raymundo, con
quién, por disposición de sus padres se casó a los dieciséis
años. Raymundo, hombre moreno, alto, rudo y de pocas
palabras, arrastró a su mundo a la joven Gertrudis Rosas,
quien apenas sí tuvo tiempo de imaginar siquiera soñar
con el amor cuando ya estaba pariendo a su primer mu-
chacho, y así cada año, con los primeros brotes de la pri-
mavera, le nacía otro hasta contar cinco, que fue cuando
Raymundo sufrió la caída del caballo que lo dejó postrado
en la cama con las piernas secas, y empezó a maldecirla

123
porque le había tocado a él y no a ella que al fin mujer
sólo servía para parir.
Si Gertrudis sufría, nadie lo supo, ella se convirtió en
una devota compañera, relegando a un segundo término
a sus hijos y viviendo sólo para leerle el pensamiento a
su marido. Sin que este se diera cuenta, se había atrevido
a contratar a una mujer que le ayudara con la crianza de
sus muchachos, que iban creciendo derechitos y espiga-
dos como milpa al amanecer.
Contrario a lo que pudiera suponerse, ella era feliz,
ese era su destino y la familia que Dios quiso regalarle.
Además que consideraba su deber de esposa el pasar los
días atendiendo al marido, aseándolo, leyéndole la pala-
bra de Dios aunque él refunfuñara, y dándole de comer.
Por las noches le velaba el sueño, atenta al menor movi-
miento, a acercarle la bacinica para que arrojara sus fle-
mas o el cómodo para que hiciera sus necesidades.
Quince años tardó su marido en secarse completa-
mente. La noche en que murió la sorprendió tranquila.
Ella como esposa había cumplido. Lo enterraron anun-
ciando el paso del cortejo fúnebre con cohetones, lo
acompañaban los ganaderos y agricultores de la región
y amenizando la caminata al panteón, un grupo de hua-
pangueros desafinados por la cruda, después de todo el
café con piquete bebido durante el velorio. En el campo-
santo esperaban otras tres viudas llorosas y cubriendo
su vergüenza con el rebozo. Si Gertrudis Rosas las vio,
nunca lo dijo. De su boca jamás salió una palabra para
compadecerse por el engaño.
Después del novenario, antes de sacar las pertenen-
cias del difunto, se reunió con sus hijos y les comunicó que
124
tenían que buscar a sus hermanos, no fuera el diablo que
se fueran a enredar con una muchacha que resultara ser
su media hermana. Sin mucho entusiasmo los hijos pro-
metieron que lo harían pero también la hicieron prome-
ter que ningún otro hombre ocuparía el lugar de su padre
en la casa. Gertrudis lo prometió y lo está cumpliendo.
Con treinta y ocho años, viuda y rica, Gertrudis Ro-
sas, empezó una nueva vida. Administra el rancho, esti-
mula a sus hijos para que continúen con sus estudios, el
mayor que salió bueno para los números le ayuda bastan-
te con las cuentas, por lo que ella una vez al mes puede
desafanarse e irse a tomar el sol en la playa.
Las malas lenguas murmuran, que a lo mejor por allá
encontró el amor y que por eso con cada viaje, parecie-
ra que la podan porque como las bugambilias y jazmines
de su jardín, se pone más bella, pero de esto nadie tiene
la certeza, porque si Gertrudis Rosas está enamorada, a
nadie se lo ha contado.

125
Candelaria Escalante

S iempre odió sus chiches de gata, sin chiste, como de


púber, botones de rosa que nunca acabaron de abrir-
se. Cuando cumplió los quince recurrió a los rellenos y
a los bras de esponja, que lejos de ayudarlas las hacían
lucir antiestéticas y rígidas. Jamás pudo llenar la copa
A. Los brasieres, que se usaban antes, en lugar de copa
parecían tener un pico, circundado por costuras, el cual
si se rellenaba con algodón, se erguía amenazador. Creció
acomplejada por sus pechos bizcos, como ella les llamaba,
ya que un pezón miraba hacia la izquierda y el otro a la
derecha. Soñaba con perfumarse entre los senos. Pero
dadas las circunstancias tendría que hacerlo en todo el
pecho, porque si quería hacerlo en el sensual pliegue que
se forma entre teta y teta, buscándolo, llegaba su mano
hasta el ombligo.
Sus estrellas favoritas eran Marylin Monroe, Eli-
zabeth Taylor y Jayne Mansfield. Compararse con ellas
la hacía sentir más desgraciada. Su mamá la consola-
ba diciéndole que apenas se estaba desarrollando y que
así se veía bonita y que por qué mejor no admiraba a

127
Alma Muriel o a Manoella Torres. A lo que ella enoja-
da respondía:
—No mamá, ¿qué no ves que así de plana parezco
hombre?
—Cómo no. Un hombre con unas caderas muy bien
formadas.
—Tenías que recordármelo. ¡Mamá, parezco cen-
tauro!
—Ay mijita. No sé que te pasa. Eres una mujercita
muy hermosa.
—Eso lo dices porque eres mi mamá.

Tenía dieciocho años cuando se hizo de un novio.


Sus amores con él fueron ardientes pero efímeros como
un flamazo. Él desapareció de su vida como llegó, pero
logró el milagro de que a Candelaria se le redondearan
los pechos y se llenaran de una dulzura blanca y espesa
con la que amamantó a su bebita. Candelaria no se frustró
por el abandono, al contrario, jamás fue más feliz que en
ese tiempo y orgullosa agrandó el escote de sus blusas.
La pequeña la hizo olvidarse de la obsesión por el
tamaño de sus senos y se dedicó a trabajar, cerrándole
puertas y ventanas al amor. No porque la experiencia
hubiera sido mala. Se consideraba afortunada de haber
sentido el amor tan intensamente porque, hay mujeres
que ni lo vislumbran siquiera.
Su hija creció y se convirtió en una esplendorosa jo-
vencita de generosos y turgentes senos. De cuando en
cuando, una palabra, el color o el aroma del atardecer le
traían el recuerdo de ese amor que nunca pudo dejar ir y
continuaba amarrado a su memoria a pesar de la amnesia
128
de él. De ese tiempo lo único que le disgustó fueron las
visitas al doctor. Aborreció las revisiones ginecológicas,
la postura en la mesa de exploración y la frialdad del es-
pejo, que sin consideración se abría dentro de ella y quedó
convidada a no volverse a hacer un examen y aunque lee
los anuncios en donde exhortan a las mujeres a hacerse
chequeos periódicamente para prevenir el cáncer uteri-
no o el de mama, ella piensa que eso no le puede suceder
porque considera que todo se decide de antemano y si la
naturaleza la había provisto de senos tan pequeños, ¿por
qué además deberían estar enfermos?
—Ten cuidado —le decía Teresa, una compañera de
trabajo cuya hermana y madre habían padecido cáncer,
lo que le confería autoridad.
Pero como nadie oye consejos cuando cree estar
sana, pronto Candelaria se arrepintió por su ignorancia
y aunque reconoció que el tiempo es vital en esos casos,
durante semanas lloró y se quejó impotente, segura de
que para lo andado ya no había reparo y ante la única
solución que era que le extirparan el seno, deseó mo-
rirse completa, con las chiches de gata que tanto había
despreciado.
Esa tarde, en el consultorio, ella piensa: ¡Qué sabe la
psicóloga! Ella tiene sus dos tetas muy bien puestas. ¿Por
qué se empeña en llamarme Chiche en vez de Candelaria?
—¡No lo soporto! —grita—. ¡No lo voy a soportar!
¡Mil veces la muerte! ¡Pero ya! ¿Por qué me pasa esto a
mí? ¿Por qué?
La psicóloga la interrumpe:
—¿Por qué gritas, Chiche?

129
Candelaria voltea a ver a la doctora con odio y le
pregunta:
—¿Por qué se burla de mí? ¿Por qué me llama Chiche?
—Porque eso es lo que tú te consideras. Yo veo fren-
te a mí a una mujer valiente. Una madre soltera que ha
trabajado para sacar adelante primero a su hija y ahora
también a su madre. El problema aquí es que tú no te
ves. No te conoces. Candelaria, tú no eres un seno, eres
todo. ¿Me comprendes?
Candelaria Escalante, siguió compadeciéndose y
llorando hasta que su hija la hizo sentir cuánto la nece-
sitaba, que con seno o sin seno ella era su madre, el ser
al que más amaba.
Hace dos años le extirparon los dos senos, no fue
fácil, pero con terapia física mejoró visiblemente la mo-
vilidad del brazo izquierdo que resultó dañado con la
cirugía. Ella continúa con su lucha y ayuda a dar apoyo
a mujeres que se enfrentan al mismo problema, a quie-
nes les comenta:
—No hay mal que por bien no venga. Estoy traba-
jando duro para comprarme unas prótesis y ahora sí que
tiemble la Sabrina, porque voy a ser su competencia.

130
La ventana

M i madre era una mujer inquieta quien despreciaba


la languidez de abandonarse a una buena siesta, y
cada tercer día, invertía su tiempo cambiando los muebles
de lugar. Estos cambios los hacía constantemente. Un
plano mental de cómo era la casa familiar, de mis pri-
meros años, no lo tengo, ya que este cambiaba de un día
para otro, sin previo aviso y eso que entonces no se sabía
mucho del “fenchú”. Lo único que recuerdo es la ventana.
Desde allí contemplaba el paso del tren. Me alegraba el
anuncio de su llegada con su inconfundible silbido. Al
escucharlo aventaba lo que estuviera haciendo para salir
a saludar y despedir a los pasajeros, agitando mi mano
vigorosamente. Cuando partía, una tristeza se atoraba en
mi garganta, era un sentimiento muy parecido al que me
embargaba al despertar, después de haber dormido una
siesta. Una sensación de haber perdido algo... sin saber
qué. Hoy, mirando a través de esta ventana del hospital,
vuelvo a sentir ese desasosiego.
Nací en el puerto y crecí entre las vías. Mi abuelo
trabajó en las cuadrillas del ferrocarril. Él nos heredó
los dos vagones. En la temporada de la zafra, se ponía
131
bueno. Pasaban todos los vagones cargados de caña. Los
muchachos esperaban al cambio de vía para subirse al va-
gón y empezar a descargar la caña. Abajo otros chamacos
se encargaban de recoger lo substraído y después todos
corrían con su cargamento. Normalmente en el tren no
se percataban del hurto. Era tal la práctica que el robo
lo hacían en minutos y todos escapaban por un aguje-
ro en la barda que escondido entre los matorrales no se
visualizaba a simple vista. La caña se repartía entre to-
dos los vecinos y hasta a nosotros nos tocaba. Disfruta-
ba masticarla hasta extraerle la última gota de dulzura.
Eran buenos tiempos, aunque mi madre siempre estaba
disgustada. Escuchaba cómo discutía con mi padre re-
clamándole la vida que le había prometido y repetía que
ya estaba cansada de vivir en un vagón de ferrocarril.
Por necesidad tuvimos que dejarlos. Ferrocarriles Na-
cionales los reclamó y nos movimos para el norte. Por
primera vez supe lo que era vivir en una casa verdadera.
Rentamos en el centro de la ciudad, en un barrio aleda-
ño a la estación de ferrocarril. No extrañé mis trenes.
Mi madre me contaba que yo había nacido en el va-
gón y que ahí afuerita, habían enterrado mi ombligo, por
eso mi apego a las vías. Ella por el contrario aborrecía
todo lo referente a trenes. Y aunque ya no estábamos
tan cerca como para decirle adiós a los pasajeros, se po-
día escuchar el anuncio del paso del tren que majestuoso
partía la ciudad en dos. Fue un gran cambio. Me gustó.
Mi padre se colocó en una maquiladora, no nos iba mal.
Pronto nos acostumbramos a vivir cerca del “otro lado”.
En la universidad conocí al hombre con el que me
casé. Quince años después, murió mi padre, de cáncer en
132
el pulmón, lo más raro es que ni siquiera fumaba. Y así
fue como mi mamá se vino a vivir con nosotros. No te-
nía caso que viviera sola. Además el centro de la ciudad
se estaba quedando vacío. Los nuevos fraccionamientos
estaban construyéndose hacia el sur. La primera noche
que mi madre pasó en mi casa me dijo:
—¡Qué bueno que ya no vivo en el centro!
—¿Por qué? Era una casa bonita. ¿Extrañabas a
mi papá?
—Claro que lo extraño pero no es por eso.
—¿Entonces? ¿Por qué?
—¿No lo adivinas?
—No, para nada.
—Por el maldito tren. Me volvía loca y luego la pi-
tadera de carros.
—¡Mamá! Pero si ya tiene años que suspendieron
las corridas de pasajeros.
—Pues con la de carga tenía. Era una verdadera lata
y eso que nadamás cruzaba la ciudad una vez al día, pero
la convertía en un caos.
—No entiendo. ¿Por qué tu aversión por los trenes?
—No lo sé hija. No lo sé. Yo también nací entre tre-
nes. Al igual que tú, fue su paso el primer sonido que
aprendí a distinguir y no sé...
—¿Qué, mamá?
—Presiento que lo último que voy a escuchar es su
silbido, su peculiar sonido al correr por las vías.
—¡Mamá! Tú y tus cosas.
La llegada de la enfermera me hace abandonar mis
recuerdos. Volteo a ver a mi madre; pálida, con los ojos
cerrados y hundidos y con una tranquilidad inducida. La
133
chica de blanco toma sus signos vitales. Revisa el goteo
de la solución salina mezclada con otro frasco con una
solución lechosa. Anota y sale.
Los días se me han confundido con las noches. Ha
sido largo este sueño de mi madre. Quisiera verla cam-
biando todo de lugar como lo hacía en el puerto. Me
vuelvo a asomar a la ventana. Veo carros que cruzan la
avenida velozmente, gente caminando con prisa, un elo-
tero y el “jatdogero” que empieza a picar el tomate y la
cebolla. Imagino el olor de la carne y el pollo, que más
allá asa un taquero; microbuses llenos, gente, gente y más
gente. ¿Se percatarán de mi presencia? ¿Sabrán que desde
esta ventana del hospital los mira una mujer envidiosa
de su cotidianidad? Un fuerte estertor me hace voltear a
ver a mi madre. Un hilillo de sangre escurre por su boca.
Vuelve el estertor. Siento que se está ahogando. Trato de
levantarle la cabeza. Un vómito de sangre amenaza con
ahogarla. Salgo corriendo pidiendo ayuda. Apresurados
se acercan el doctor y la enfermera de guardia.
—Por favor. ¡Sálgase!
Orando por la vida de mi madre me acerco a la ven-
tana del pasillo. Distingo las vías del ferrocarril. Me con-
fortan pero a lo lejos escucho el silbido del tren.
—¡Que calle! ¡Que pare! ¡No, que no lo escuche mi
madre!
Momentos después, el doctor y la enfermera salen.
Muy serios me informan. Yo no los escucho. Regreso a
la ventana y triste veo cómo se aleja el tren.

134
Fue culpa de Daniel Santos

T u madrina vino muy temprano. Todos estos días


ha sido una entradera y salidera de gente. Tu papá
ni en sueños hubiera imaginado que alguien además de
nosotros dos pudiera preocuparse por él, pero ya ves.
Con decirte que hasta la vecina me visitó y aproveché
para decirle que amarre a su perro porque no deja de
andar escarbando en mi jardín y saca las matitas que
acabo de sembrar.
Anselmo, la escuchaba entre cucharada y cuchara-
da de sopa y una que otra ojeada al reloj. Tenía escasos
veinte minutos para terminar de comer y correr hasta la
parada del transporte de personal. No quería dejar a su
madre sola pero si no trabajaba él, ¿quién le ayudaba? El
irresponsable de su padre siempre se inventó enferme-
dades para quedarse echado en la cama todo el día, pero
apenas anochecía, como vampiro, se llenaba de energía
y empezaban los gritos exigiendo su caguama, ya cali-
brado se bañaba y salía. Desde niño vivió esas ausencias
de dos o tres días. Esta vez había transcurrido más de
un mes y aunque le dolía pensaba que lo mejor que pudo
haber hecho su padre, fue dejarlos solos.
135
—¿Te sirvo más sopa?
La voz de su madre lo sobresaltó. Se puso de pie,
tomó su mochila y con un:
—¡Cuídate! Enciérrate bien. Nos vemos mañana
—se dirigió a la puerta.
Paulina salió detrás de él y no se metió a la casa hasta
que vio que el adolescente escuálido y de zancas largas
se confundió entre las sombras tempranas que presagia-
ban una fría y húmeda noche. Realmente era bueno An-
selmo, a pesar del mal ejemplo de su padre. Ella estaba
orgullosa de su muchacho y se le llenaba la boca cuando
se refería a él y al esfuerzo que hacía por estudiar. Era
cansado. Salía de la maquiladora en la mañana y se iba
directo a la prepa. Lo bueno fue que le salió estudioso,
nunca había repetido año y siempre estuvo en la escolta.
Lo recuerdo flaquito, flaquito, ya se me hacía que se
tronchaba con senda banderota. Yo, con mil pretextos
procuraba acompañarlo los lunes a la escuela y ahí me
quedaba parada detrás de las rejas viendo los honores.
Cómo me palpitaba el corazón, pum, pum, pum, pum.
Algunas veces se me figuraba que se acompasaba con el
ritmo de los tambores: Tan, ta, ra, ran, ta, ra, ran, tan.
En ese tiempo todavía estaba de director el profe Juan
de Dios, él sí que se ponía a ensayar con la banda, nada
de “cidis” como lo hacen hoy. Ya después cuando llega-
ba a la casa, era otro el cantar, con los gritos de Gaspar,
llamándome inútil, güevona y una buena para nada, que
no sabía ni ser mujer para complacerlo. Pero a mí ni me
importaba yo sofocaba sus insultos llenándome del pum,
pum, pum, tan, tara, ran, tara, ran, de los tambores y en-
tonces me tupía.
136
—¿De que te ríes, pendeja?
—De seguro ya alguien te puso. No pongas esa cara
de “yo no fui”, porque bien que te gusta la verga, nomás
conmigo te amarras tu calzón, pero a mí no me vuelves
a engañar. Ay sí, cómo no, Paulina la virgencita. Quién
sabe cuántas “riatas” te habrán metido...
—¡Por favor, Gaspar! Deja ya de estar elucubrando.
—¡Elu!, ¿qué? A mí no me salgas con tus domingue-
ras. Tú y el joto de tu hijo ya me tienen hasta la madre.
Muy estudiados serán los cabrones. Buena fueras tú pa’
tenerme contento.
—Gaspar, yo hago todo lo que me dices. Lo que pasa
es que tienes mala tomada y la cruda es peor.
—Cállate, ora ya me saliste doctora. Traime de tra-
gar y déjame dormir. No estoy pa’ nadie. Si alguien me
busca, tú no sabes nada.
—No me digas que volviste a apostar.
—Shhh, sírveme o ¿ya ni pa’ eso sirves? Pinche gata
eso es lo que eres, aunque te sientas de angora, no eres
mas que una callejera.
Yo le servía y lo veía tragar. ¡Sí! Él, tragaba no co-
mía. Dudo hasta que saboreara. Parecía un animal y al
igual que ellos sólo satisfacía sus necesidades. Lo mismo
sucedía en la cama: pum, pum, pum y ya... era todo, sol-
taba el corpachón encima de mí impidiéndome hasta res-
pirar. Ah, y todavía se enojaba que porque yo no gritaba
como las otras viejas que él tenía y que según las dejaba
hasta con los ojitos en blanco. Igual y a lo mejor las es-
taba apachurrando como a mí y él sintiéndose muy gallo.
¡Ay, Gaspar! No sé ni por qué te hablo y te sigo pen-
sando. Si lo mejor que pasó, fue exactamente eso, lo que
137
pasó. ¿En qué se nos fue la vida? Cuando te conocí no eras
así. Me enamoré a primera vista, aunque guapo que diga-
mos guapo, no eras. Llamabas la atención, eso sí. Siempre
arregladito y atento. Me regalabas rosas. Tengo algunas
secas entre los “elepes” que me regaló mi abuelo. Me en-
cantaba escucharlos. Daniel Santos era mi preferido. Tú
dijiste que a ti también te gustaba, ¿te acuerdas? Lo po-
níamos y nos quedábamos viendo la vuelta y vuelta del
disco que reproducía la voz del boricua: “Amor, cuando
tú sientas amor. Verás color rosa los colores. Habrá miel
en todos los sabores”. Y así me sentía no había nadie más
que tú. Nunca hubo nadie antes que tú. No sabes y qui-
zá nunca hayas comprendido cómo yo te amé y te sigo
amando, pero no al hombre en el que te convertiste; sino
al Gaspar de los primeros años. Tus padres fueron honra-
dos y trabajadores, así que no creo que haya sido por ahí.
Nos dejaron el rancho y esta casa que afortunadamen-
te no pudiste vender porque se la heredaron a Anselmo.
Benditos suegros, como que ya presentían que algo así
podía pasar. ¿Qué hubiéramos hecho? No me salgas con
que tú hubieras trabajado, ¿en qué? No te gustó el estu-
dio y trabajar menos aún. A tu padre le ayudabas en el
rancho, porque no había de otra. Tu mamá me contó que
era una lloradera cada vez que ibas a la escuela y como en
ese tiempo estaban viviendo en el rancho así te dejaron
que crecieras, solito como los mezquites y los huizaches
que nadie les pone atención y derechitos se van dando. A
éstos ni el agua les hace falta. En invierno parece que se
secan pero con cada primavera reverdecen y nomás ama-
rillean las brechas con las flores. Así se veía el campo el
mediodía que nos casamos, hasta en el aire había olor a
138
boda, los limoneros cuajados de azahares esparcían sus
aromas a la primera insinuación del viento y se mezcla-
ban con el de las hojarascas recién horneadas. Fue el día
más feliz de mi vida. Tú lloraste cuando nos declararon
marido y mujer y aunque todavía no se usaba eso de que
el padrecito dijera:
—Puede besar a la novia —tú, te me quedaste mi-
rando y yo diluí mi alma en esa cálida y acuosa transpa-
rencia, después cuando me besaste, olvidé mis pudores y
correspondí a la caricia y me sentí tan tuya que ahí en el
altar y frente a todos hubiera querido que se consuma-
ra nuestro matrimonio. Fueron los acordes de la marcha
nupcial y la madrina de ramo quienes nos regresaron a
la realidad. ¿A dónde se va el amor? ¿Será que se queda
oculto como la luna cuando es de día?
—¡Ya cállate, Paulina!
—Así me gritabas y desbaratabas mis sueños.
—Tú y tus cursilerías. Ya se me quemaban las habas.
Estabas bien buenota. Me traías loco con tus nalguitas
redonditas y esas pechugotas y los pezoncitos que sen-
tía bien duritos cada vez que te abrazaba. ¡Niégamelo,
niégamelo! ¿A poco no te mojabas con los apachurrones
que te daba?
—¡No! ¡Así no, así no! Por qué te empeñas en ensu-
ciar todos mis recuerdos. ¿A dónde? ¿Dónde te fuiste?

Ayer que vino la comadre, me aconsejó:


—Comadrita, déjese ya de lloradera. Usted aquí aca-
bándose y el Gaspar debe de estar bien encamado con la
güera.
—¿Cuál güera, comadre?
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—La que le ayudaba al taquero de la otra esquina.
—No, comadre, últimamente andaba con una que
tenía un puesto en el tianguis.
—¿Usted los vio? ¿Cómo supo?
—Él mismo me lo decía. Según que eran sus amigas
por si alguien me venía con el chisme.
—A mí el compadre ni me saludaba. Como seguido
me lo encontraba y usted sabe que yo siempre fui muy
discreta. Hasta hoy, que creo que sí la abandonó, me
atreví a contarle.
—Gracias, comadre.
—Y no crea, a veces me entra la duda de si no esta-
remos juzgándolo mal. Ya ve, con estos tiempos en que
los mañosos secuestran y matan a medio mundo, jamás
aparecen los cuerpos y las autoridades y los periódicos
no dicen nada.
—Yo también lo he pensado. A Gaspar le gustaba
apostar en los gallos.
—Sí, comadrita. Oiga y a propósito, ¿cómo le hizo
con los que le querían quitar la casa?
—Se arregló, comadre. Bendito Dios, se arregló. Yo
tenía mi guardadito de la venta de empanadas y de pas-
teles, y ya ve que últimamente me fue mejor con lo de la
salsa casera pero como Gaspar huyó, estos hombres no
volvieron a molestarnos.
—Ahora que lo menciona comadre, el patrón del
restaurante donde trabajo me pidió que le llevara vein-
te frascos.

Increíblemente apenas desapareció mi marido y todo


el mundo se acercó a ayudarnos. Cómo se acomoda la
140
vida, de algo me sirvió el encierro. Viendo la tele aprendí
a hornear pasteles y empanadas. Es buen negocio. Gas-
par ni cuenta se daba, se la pasaba todo el día dormido.
Anselmo, me ayudaba con la cernidera y a engrasar los
moldes. Cuando su padre lo vio con el mandil, empezó
a llamarlo joto. Él no se confundió y siguió ayudándo-
me. Con los centavitos que me sobraban lo mandé con
el “ticher” de aquí a la vuelta y aprendió a hablar inglés.
Gaspar me golpeó por desperdiciar el dinero, pero no
cedí y hoy en la maquiladora le pagan bien y hasta lo
tienen becado.
—Ay, Gaspar, pudimos ser tan felices los tres. Tú
me amabas, aunque no quieras dar tu brazo a torcer
aceptándolo, si no, ¿por qué la primera vez que nos pe-
leamos me trajiste serenata? Eras bien detallista. Sabías
cómo ganarme y qué mejor que con una canción de las
que interpretaba Daniel Santos:
“Por alto esté el cielo en el mundo, por hondo que sea
el mar profundo. No habrá una barrera en el mundo que mi
amor profundo no rompa por ti”.
—Cuando te escuché cantar me dio una risa. Des-
pués imaginé que Daniel me cantaba y llegué a la conclu-
sión de que él, ¡sí, Daniel Santos!, era el culpable de que
yo guardara este amor en un lugar en donde la simpleza
de la cotidianeidad no lo pudiera desgastar. Te extraño
tanto, desde esa noche, tu presencia se agigantó en tu au-
sencia. Cada sombra, cada nube, cada paso, cada sonido,
cada olor y cada instante me hacen recordarte. Estos días
grises, me deprimen más y a pesar de que me conviene
este frío, añoro al sol y su calor con la misma intensidad

141
que me duele no tenerte más. Mis sentimientos me hacían
perdonarte y procuraba olvidar tus verdades de borracho.
—¿Cómo no te iba a cantar? ¿Cómo pues, te iba a con-
vencer que me dieras la firma pa’ poder vender el rancho?
—¡Cállate, Gaspar! ¡Cállate, por favor! ¿Por qué has-
ta los buenos recuerdos me quieres quitar? ¡Yo te amaba!
¡Yo te amo! Mejor te hubieras callado.

Esa última noche llegaste más bebido que de cos-


tumbre y me reclamaste que no te quisiera ayudar. Pare-
cías un niño. Te veías tan desvalido. Me pediste perdón
por la mala vida que me habías dado. Me preguntaste si
todavía te quería.
—Claro que sí —contesté.
—¿Sí?, ¿entonces por qué me jodes? Que te cuesta
convencer al jotito de tu hijo para que me ceda los de-
rechos de la casa.
Entonces sí me ganó el coraje y grité:
—Con mi hijo no te metas desgraciado. Él es lo úni-
co bueno que me queda de ti.
Y corrió a la cocina y regresó armada con la mano
del metate y empezó a golpear y a golpear la cabeza de
Gaspar, quien en su borrachera no atinó a defenderse.
Después lo arrastró hasta el patio y con trabajos lo escon-
dió abajo del lavadero. Los días siguientes se concentró
en el jardín y aunque Anselmo le aconsejó que esperara
hasta la primavera, ella, terca insistió:
—Mañana, antes de que te despiertes me voy a “jom-
dipot” a comprar matitas.

142
Su patio colinda con un baldío así que nadie vio como
fue excavando para primero poner a Gaspar como abo-
no, luego cal y después todas las plantas.
Con los meses al perro de la vecina se le quitó la
tentación por escarbar en el jardín. Los crisantemos flo-
recieron y Anselmo se va al trabajo tranquilo porque
aunque Paulina sigue llorando, la escucha cantar mien-
tras riega las plantas:
—“Cuando me asalta el recuerdo de ti. Siento en mi
alma mortal soledad. Y aunque quiera sonreír, siempre aca-
bo por llorar”.

143
Prudencia Amaro

H abía llegado a esa edad en que mirarse a un espejo


era un desencanto. Sonrió, se alisó el cabello con la
mano. Descubrió, ¡más canas! Titubeó entre arrancarlas
o insistir en pintarlas. Optó por olvidarlas y se dirigió
a regar su jardín. El canario trinó alegremente al verla
pasar y ella le pidió prestadas las alas para volar por los
recuerdos de ese ayer, en el que se portó como una loca
y por primera vez no hizo honor a su nombre.
¿Cuándo lo conoció? Debió ser en el transcurso
de la contratación. No lo recuerda, quizás su presencia
se perdió entre tantos otros que llenaban solicitud de
empleo. Es curioso —piensa—, cómo alguien que va a
trascender en nuestra vida llega así en silencio y paso a
paso logra penetrar hasta diluirse dentro de uno. Pero
por más que busca en su memoria no puede recuperar
esa imagen. ¿Cómo vestiría? Quisiera haber tomado una
foto de ese instante, pero quizás el momento no fue tan
significativo como para provocarla. Esta tarde, es como
aquella en que él se fue y los recuerdos se aglutinan en
su mente y salta de uno a otro, aunque no logra acomo-
darlos en una secuencia concordante con las fechas. Ni
145
siquiera puede culpar a la primavera. Sucedió en el mes
de junio cuando el calor comienza a ser más asfixiante y
a medida que la temperatura sube, crece el sentimiento
sin que se percaten ni Prudencia ni él.
¿Qué la hizo ceder? Tiene un buen marido que nun-
ca le falla con el gasto y que como todo hombre que se
precie de ser hogareño, pasa el domingo tumbado en la
cama viendo el fútbol a mediodía, “Acción” en la tarde
y remata su día de descanso entre los tiroteos de una
película de guerra. Dos hijos de los que se percató que
habían crecido, porque los clásicos acetatos que giraban
reproduciendo la voces de “Timbiriche”, fueron subs-
tituidos por los CD’s de “Kabah”, “Caifanes” y “Fobia”.
Prudencia disfruta el domingo a su manera. Coci-
nando y tratando de darle gusto a todos, arregla la ropa
para la semana siguiente, riega sus plantas y limpia la
jaula, antes llena de canarios y en la que hoy, sólo queda
uno, al que ella llena de mimos.
Prudencia se esfuerza por integrarse con sus hi-
jos y con el marido aunque ellos no la escuchen por su
música, y él, no despegue la vista del televisor ni para
agradecer lo bocadillos que le prepara.
¿Y... con él? ¿Cómo pasó? ¿Cuándo empezó a acom-
pañarla a comer?, quién sabe. Fueron meses en los que la
amistad se estrechó, hasta que, en una reunión en don-
de las velas, el vino tinto y la voz acariciante de Carlos
Cuevas, la hicieron olvidar los domingos de fútbol y rock
and roll. Los brazos de él la convencen de que el desti-
no existe y los ha llevado a conocerse.

146
A la primera cita, Prudencia Amaro pudo escaparse
de su casa hasta las ocho de la noche. Vestida de negro
se confunde con las sombras de noviembre. Temblando
llega donde Gilberto, quien la espera ansioso y con me-
dio litro de “Presidente” entre pecho y espalda. El licor
lo hace hablar arrastrando las palabras.
—¡Peeensé que no vendrías! ¡Teengo cuatro horas
esperándote!
—Ya estoy aquí.
A esa primera cita siguieron otras y Prudencia Ama-
ro y Gilberto Aranda se entregaron sin temor al desaire,
y todo, desde el olor de ese cuarto de hotel, hasta la rosa
dibujada en los pequeños jaboncitos los hacía estreme-
cerse. Inconscientes disfrutaban del momento sin planear
mañanas. Nada los satisfacía, sus encuentros eran como
una enciclopedia sorprendente y enriquecedora. Hasta
que Gilberto exteriorizó los celos por los fines de sema-
na que ella compartía con la familia y Prudencia por las
muchachitas que revoloteaban alrededor de él. Fue ella
la que no pudo resistir la inseguridad y decidió terminar.
Los meses que siguieron fueron difíciles. Prudencia
Amaro, aparentaba ser feliz. Gilberto Aranda involucra-
do en amoríos.
Un viernes por la tarde, él se le acerca:
—Vente conmigo a Guanajuato. No dudes. ¡Te amo!
—¿Cuándo te vas?
—El domingo a las cinco de la tarde. ¡Piénsalo! Te
espero en la plaza, frente a la iglesia.
Prudencia no responde. Regresa a su casa, inquieta.
Esa noche los ronquidos de su esposo no logran acallar

147
la voz de Gilberto Aranda y vuelve a escucharlo una y
otra vez:
—Te espero en la plaza. Te espero en la plaza.
El domingo amanece espléndido. Antes de empe-
zar su rutina doméstica sale y se sienta en la terraza. El
aire fresco de noviembre la remonta a la primera cita, la
añora con la misma necesidad que a la piel de ese hom-
bre untándose en la suya. Esta es su realidad; su fami-
lia, sus plantas y el mismo canario solitario saltando en
el reducido espacio de su jaula. Prudencia Amaro, llora.
Su hijo mayor se acerca y le pregunta:
—¿Qué tienes, má?
—Tonterías. Me entristece ver al canario enjaulado.
—Fácil, má. Déjalo salir —y el muchacho se acerca
a la jaula con la intención de abrirla.
—¡No! —grita Prudencia—, está acostumbrado a
nosotros. No sabría qué hacer con su libertad.
Se limpia las lágrimas y entra a la casa. El perro
Bermúdez vuelve a informar los resultados del encuen-
tro entre el América y el Cruz Azul. Su hijo menor es-
cucha a “Café Tacuba”. Timbra el teléfono. Lo contesta.
A través de los ruidos reconoce su voz.
—Te estoy esperando.
—No puedo.
—Entonces... adiós.
—Prudencia Amaro se queda con el auricular pega-
do al oído, deseando que el bip, bip, bip, bip, prolongue
el adiós de Gilberto Aranda.
—¿Quién es, má?
—Nadie —contesta Prudencia Amaro—. Número
equivocado.
148
El abuelo

E l viejo Luis era dueño de una sonrisa franca que


iluminaba su rostro y hacía que le salieran chispitas
de sus ojos azules. Era conocido como “El abuelo”. Los
pequeños gastaban sus horas al lado del viejecito quien
era un cuenta-cuentos natural. De sus labios siempre
brotaban las historias apropiadas. Cuando se acercaba la
fecha de día de muertos les contaba historias de terror
que les ponía los pelos de punta a los muchachitos. Nadie
recuerda cuándo llegó. Los años lo convirtieron en una
extensión de la vetusta casa que habita. ¿De dónde pro-
venía su dinero?, lo ignoraban. Él, gustoso lo compartía.
Jamás negaba un préstamo, ni a los niños las golosinas.
Estos se disputaban el ser el consentido, porque les iba
bien. Les regalaba ropa y juguetes, les daba dinero y ayu-
daba a los padres con los gastos del niño en la escuela. Un
día, el abuelo no salió. Al siguiente, tampoco. Los vecinos
empezaron a preocuparse. Llamaron a las autoridades
que acudieron veinticuatro horas después. Tumbaron la
puerta y al entrar se horrorizaron al encontrar al abuelo
tirado en el piso, con el rostro desfigurado por los golpes
y sobre el cuerpo ensangrentado y desnudo, las fotos
pornográficas de sus nietos consentidos.
149
Polvo

A través de la ventana observo el árido paisaje. El


viento sopla amenazando arrancar de raíz el árbol
flaco y deshojado que solitario, enmedio del terreno,
sobresale entre el zacatal seco.
El fino polvo que se levanta en oleadas, impruden-
te entra por el ventanal abierto para aminorar un poco
el infernal calor, y aunque el otoño ya inició, el verano
terco se resiste a irse a calentar otras tierras.

—¡Cómo he odiado este polvo bronco! Él lo sabe.


Me acosa. Se escurre por debajo de las puertas. Por las
ventanas y por el grifo del agua. Su impertinencia es tal
que ha llegado a cubrir mi cuerpo. Yo lo sacudo. Lo ba-
rro. Mojo el piso para atraparlo.

—Hoy amanecí tan cansada. Sin ánimos de seguir


luchando. El polvo lo sabe. Lo siento suave y fino reco-
rrer mi cuerpo. Poco a poco seduce mi piel. Empieza a
gustarme. Está dentro de mí. Una extraña emoción me
abraza, lloro y a cada lágrima me convierto en piedra.

151
Ave nocturna

L legó buscando un sitio donde anidar y lo encontró.


Confundiéndose entre las sombras, salta al pretil
del tinaco y llena de plumas su abandono. Más que volar,
flota. Con sus alas blancas de plumaje suave y blando se
remonta gracilmente hacia el mezquite para después
planear y confundirse con la lila. Cuando los ruidos se
apagan, los extraños silbidos causan sobresalto a quienes
las creen compañeras de las brujas y aves de mal agüero.
—Pobre lechuza, tan hermosa, incomprendida, con
tan mala reputación y es inofensiva —piensa Laura,
mientras termina su maquillaje.
El claxon del taxi que llega por ella la hace apre-
surarse. Da un último vistazo al espejo. Silbando va ha-
cia el patio. En un hombro cuelga su bolso; en el otro,
la toalla húmeda. Al abrir la puerta la ve. El pecho cre-
ma pálido y el rostro blanco de aspecto fantasmal la ha-
cen detenerse. Sus miradas se cruzan. El claxon suena
rompiendo el hechizo. La lechuza lanza un silbido y se
pierde en las nubes. Muy a su pesar Laura se estremece.
Tiende la toalla, después atraviesa deprisa el corredor.
Sube al carro saludando al taxista, quien murmura algo
153
entre dientes. Laura acepta el gruñido como saludo y se
cubre con silencio.
Está inconforme con su suerte. Su juventud, cual
agua se le escurre por la piel dejándole sólo el recuerdo.
Claro, no es una vieja, pero... si pudiera ser como ella,
señora de la noche, libre, con la edad escondida en las
plumas. “Cómo la envidio”.
—¿A la esquina de siempre, mi Lauris?
Ella asiente con un movimiento de cabeza. El calor
la asfixia. Abre la ventanilla que lenta y quejumbrosa
baja dejando entrar el aire tibio de agosto.
El coche se detiene. Laura paga, y decidida, sale a
enfrentar su noche.
A media mañana despierta. Desconoce el lugar.
Asustada se incorpora. Jamás le había pasado dormir
tan tarde. Él ya no está. Lo recuerda; todo un caballero,
atento y tierno. Se imaginó amada. Salta de la cama, se
viste y después de coger su paga, sale.
Al llegar a casa voltea hacia el tinaco y los ve su-
biendo sigilosos. No comprende qué hacen, hasta que ja-
lan el extremo de la cuerda. Arrancan así a la lechuza de
su reino para introducirla en otro de cegadora brillan-
tez. Los pájaros, volando en derredor, parecen burlarse
de la que aletea desesperada. Otro chico se acerca. Há-
bilmente inmoviliza sus alas y de violento tirón la deja
caer. Laura se lleva las manos a la boca para ahogar un
grito. Un sentimiento de culpabilidad la invade. Entra a
la casa pero no puede apartar de su mente a la lechuza.
Finalmente se acuesta y un sueño plagado de silbidos y
plumas la envuelve. Extiende sus brazos. Vuela libre, sin
edad, sin piel, sin paredes. Sólo viento y nubes.
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Unos fuertes toquidos se escuchan en la puerta. Ella
no contesta. La sensación de libertad fue tan real, toda-
vía siente al viento acariciar sus plumas.
“Me estoy volviendo loca. ¿Yo, una lechuza?”
—Lauris, Lauris, ¿estás allí?
No responde. Asombrada, mira cómo su piel empie-
za a cubrirse de blancas y suaves plumas.

155
Esperando un día de luna eterna

P or enésima vez Lorena abrió los ojos. Dio varias


vueltas en la cama buscando una posición más có-
moda. Finalmente se decidió a prender la lámpara. El
reloj marcaba las cuatro de la mañana. Él, sin llegar. Se
levantó, fue a la ventana. Miró al cielo, estrellas cintilan-
tes, luna llena, la noche y su silencio. Desdeñosamente
frunció la boca. Todo eso le importaba un cuerno. Sólo
anhelaba verlo aparecer. Los ojos le ardían. Regresó a la
cama. El cansancio la venció y se quedó dormida.
Riiiiiiing... riiiiing... riiiing... El reloj impertinente
penetró en sus oídos. Se enderezó con desgano. De un
manotazo lo hizo callar. Encendió un cigarrillo y fumó
con deleite. Por su mente cruzó la idea de faltar al traba-
jo. ¡Cuánto tiempo desde su primera entrevista!... Vein-
te años.
Recordó a Miguel. Se enamoró. Desde el primer mo-
mento y para siempre quedó atrapada en sus felinos ojos
verdes que la incitaron a ardientes fantasías y humede-
cieron sus solitarias noches. Devotamente le perteneció,
hasta que apareció él. Sacudió la cabeza como ahuyen-
tando sus pensamientos. Con rabia aplastó el cigarrillo
157
en el cenicero. Resignada a empezar con su diaria rutina,
se dirigió al baño.
La jornada transcurrió entre papeles, telefonemas y
pacientes quejándose de sus dolencias. Miguel se retiró
temprano para atender el llamado de una parturienta. El
consultorio quedó solo. Lorena se sintió reducida a voz.
—No, el doctor no consultará esta tarde.
—Confirmada su cita para mañana a las catorce horas.
—Consultorio del doctor Miguel Conde.
Estaba agotada. Más que físicamente era algo aními-
co. Con desgano caminó las pocas cuadras que la separa-
ban de su casa. Giró la llave, casi segura que únicamente
la aguardaba la soledad.
La casa, heredada de sus padres, era confortable,
aunque demasiado grande. Jamás pensó en venderla. Era
parte de sí misma, o ¿era ella parte de la casa? Obser-
vó las gruesas paredes de concreto, las vigas de madera
que atravesaban el techo. Se imaginó convertida en pa-
red, de espaldas al sol, con puerta y ventanas cerradas,
esperando un día de luna eterna.
Recorriendo la casa llegó a la cocina; el plato de le-
che intacto; la ventana entreabierta en discreta invita-
ción. Él no regresó. Recordó aquellas tardes cuando lo
compartieron todo, hasta la alcoba. Un año juntos, dis-
frutándolo, acariciando su sedoso pelo negro, mientras
él seductoramente la contemplaba con sus ojos verdes,
que le hacían recordar aquellos otros.
Le gustaba verlo caminar despacio y silenciosamen-
te. ¡Cuántas madrugadas la despertó, pegando dulcemen-
te su cuerpo a ella, buscando y ofreciendo calor...!
Un ruido en el patio la sobresaltó.
158
—¡Quizás sea él! —dijo en voz alta y rápidamente
abrió la puerta. Vio que se alejaba.
—¡Silver... Silver! —llamó. Él maulló.
Sus verdes ojos resplandecían salvajemente. Se veía
descuidado. Su pecho no lucía tan blanco como antes. Es-
taba lastimado. En una oreja y en el cuello tenía sangre,
señal inequívoca de que había participado en una riña.
Lo desconoció. Sin embargo, volvió a llamarlo.
—¡Silver, Silver; ven, chiquito!
Él se detuvo a mitad del patio.
Lorena, en el quicio de la puerta, permanecía ex-
pectante.
El reclamo amoroso de una gata en celo escuchó.
Él se volvió hacia la barda.
Lorena insistió llamándolo dulcemente.
—Silver, pequeño mío, ven.
Él titubeaba.
La voz de Lorena; leche tibia, cama suave, piel, ma-
nos, puertas y luna encristalada.
El maullido de la gata; brincar tejados, hurgar entre
los botes de basura, disfrutar el sobresalto de ganarle la
carrera a un perro, saltar tratando de alcanzar la luna,
uñas, dientes y aventuras.
El reclamo de la gata se hizo urgente. La voz de
Lorena más dulce. Silver se decidió. Ágilmente alcan-
zó la barda. Enarcó el elástico cuerpo y miró a Lorena
en el instante último, antes de huir a reencontrarse con
su noche.

159
Lucita

E sta es la cuarta vez que me encierro a piedra y lodo.


Por la mañana me despedí de todos los vecinos.
También del padre Manuel. Nadie sospecha nada. ¡Qué
bueno que me inventé esos parientes! Si no, pos pa’ donde
jalaba. Las otras veces tuve que regresar, pero... ¡Qué
caray! Espero que esta vez, sea la buena. Es rete duro
que uno desconozca la hora de su muerte porque no hay
como morirse a tiempo. Así, solitos, sin tener que darle
guerra a nadie y sin que nos contemplen atiriciados y
respirando despacito, despacito y que se impacienten
porque nos tardamos para inhalar la última bocanada
de aire.
—¡Ay, diosito! Este dolor cada vez es más fuerte pero,
prefiero aguantármelo antes de dejar que ese malhadado
doctorcito me meta cuchillo. No que, pos que iba a dejar
que me anduviera tentaleando...
—Desvístase y póngase esta bata que la voy a exa-
minar.
Cómo no —pensé yo—, que se desvista su abuela
y sin más lo dejé con un palmo de narices. Muy oronda
abandoné el consultorio. Pos éste. A mí nadie me toca.
161
Ya después... si quiere que me destace para que sepa de
qué morí, pero así en mis cinco sentidos ni loca.
Siempre fui muy rejega, si hasta parece que me veo
con mi pelo largo, negro, ondulado y recién lavado. Ese
sí era cabello, no las tres mechas esmirriadas y descolo-
ridas como pelo de gato callejero que me cargo ahora.
Mi cintura chiquita, chiquita y unas caderotas de po-
tranca fina. Caminaba yo con garbo, sintiéndome la rei-
na Xóchitl e ignorando los requiebros de los lugareños.
Recuerdo que más de algún muchacho le echó bravas
a los fuereños para impedir que se me acercaran. Y les
funcionó. Nadie se me acercó. Los del pueblo porque no
se atrevieron, y los de fuera por que no los dejaron. Y
me olvidaron. Se comprometieron y no volvieron a mi-
rarme a menos que quisieran ganarse un pellizco de sus
esposas o novias. Y yo allí me quedé con mi pelo ondu-
lado, mi cintura chiquita y mis caderotas... pero sola. Y
al no haber más, me entregué por completo a dios y a
la obra piadosa. Nadamás clareaba y allá iba yo a misa
de seis y por la tarde al rosario. Por esos años estaba a
cargo de la parroquia el padre Juan. Yo me convertí en
su brazo derecho, le llevaba de comer, le limpiaba, le la-
vaba la ropa y daba catecismo los sábados por la tarde.
Los domingos, después de comulgar, caminaba despaci-
to con la cabeza gacha como si me doliera cargar sobre
mis hombros el peso de mi virtud... forzada.
Fue por ese tiempo en que, como que entreví una
esperanza. Estaba yo terminando de sacudir a San An-
tonio y entre trapazo y trapazo le reprochaba que nun-
ca hubiera escuchado mi súplica de enviarme a un buen

162
hombre, cuando entra a la iglesia un muchacho y me
apremia a que le diga en dónde se encuentra el padrecito.
—No, pos orita no se le puede molestar. Está to-
mando su siesta.
—Señorita. ¡Por favor!, avísele que aquí esta Zacarías
de Rancho Viejo y que mi mamacita se está muriendo.
De más está decir que, desde luego, acompañé al pa-
dre Juan. Llegamos dos horas después, todos traqueteados
y más empolvados que una semita de anís pero a tiempo,
gracias a la vieja camioneta que tosía peor que la cristia-
na que se estaba muriendo por una pulmonía cuata, que
afortunadamente no fue galopante sino, no hubiéramos
alcanzado a llegar para ayudarla a buen morir. El padre-
cito enseguida se salió. Yo me acomedí, junto con otras
dos mujeres, a vestirla y amortajarla. En eso estábamos
cuando llegó el doctor con el viudo, aunque él todavía
no sabía que lo era. Justino, que así se llamaba el suso-
dicho, era un hombre alto, de ojos borrados, grandes y
pestañudos. De buen ver como dicen ahora. Sin desear-
lo me sonrojé al recordar cómo había maltratado a San
Antonio, aunque enseguida me arrepentí por mis malos
pensamientos porque todavía no se enfriaba la difuntita
y yo ya estaba pensando en... consolar al viudo. Pruden-
temente salí al patio en donde ya empezaban a hervir los
peroles para cocer el borrego, que afanosas cortaban y
aderezaban varias mujeres, para tenerlo listo a la hora
que llegaran los amigos y familiares al velorio. El pa-
dre Juan consolaba a los deudos y yo, parada por aquí,
sentada más allá, poco a poco conocí la vida de la mujer
tilica y pálida, como pan de cera, que yacía en la cama.

163
—Que si de joven era muy guapa pero Justino se la
acabó de tanta cornada.
—No, pero que también ella era caranchita y tuvo
sus quereres con...
—¡No!
—¡Así como lo oye, comadrita!
— Que nunca faltaba a sus deberes cristianos.
—Fue una buena madre.
—Que ella era la del dinero. Por eso Justino la
aguantaba.
—Se adoraban. Era una esposa ejemplar.
¡Pobre mujer!, me dije, y me entró una tristeza tan
grande que no cupo más dentro de mí y empezó a escu-
rrirme por los ojos. Nadie sabía quién era yo, pero to-
dos me consolaban y decían acompañarme en mi dolor.
Ni supe a que hora se fue el padrecito. Yo, allí me quedé
llorando y rezando por el descanso de esa alma que tan-
to había padecido en este mundo.
Entre el viudo Justino y yo no cuajó nada. Él ya tenía
su compromiso con una chamaquita de quince años y pos
ni modo de competir, aunque nos hicimos amigos y des-
pués nos hicimos compadres porque le llevé a bendecir
a un San Martín Caballero. Pero como la esperanza es la
que muere al último, yo no quitaba el dedo del renglón.
Cuando el pueblo se modernizó, diariamente compraba
el periódico para revisar las esquelas y si había muertita,
inmediatamente la leía para ver si había dejado viudo y
de cuántos años, calculándole la edad, guiándome por la
de la difuntita. Y así fue como me dediqué a ayudar a bien
morir a todas las cristianas y cristianos, sin distinción,
para que no se sospechara mi interés por los viudos. Me
164
gané el respeto de toda la gente, me enorgullecía, cómo
me admiraban y alababan mi virtud.
—Usté si es de fiar. No como la Adela, que después
de muerta nos vinimos a percatar q’era una cusca.
—¿Cómo está eso, alguien se los dijo?
—Ni falta qi’ace. Uno solito se da cuenta.
—¿Cómo? —pregunté extrañada.
—Si será usté inocente. Que no ve que las siñori-
tas pa’luego, alueguito s’hinchan por lo mismo que no
tienen por donde desalojar las ventosidades del cuerpo.
En esos quehaceres andaba cuando conocí a Santia-
go, chaparrito, moreno, trompudo y para colmo de males
casado. En fin que no valía ni un tepalcate, pero tenía una
labia y una voz de macho, así como la de David Reynoso.
Cuando me miraba me ganaban los calores y no sé por
qué artes pero yo, me sentía toda desarropada, hagan de
cuenta que así como dios me trajo al mundo pero, en vez
de alejarme, más me le acercaba.
—Buenas tardes, Lucita. Pasaba por aquí.
—Pásele. Gusta agüita de limón o quiere un cafecito.
—Y entre el cafecito y la agüita fresca creo que tam-
bién nos comimos la torta. Aunque no estoy segura, yo
estaba como ida, como en un mundo en donde no existe
el tiempo, ni la luz, ni el sonido. Sólo un quemor como de
lava ardiente inundó mis entrañas e hizo hervir todo mi
cuerpo, hasta nublar mi entendimiento haciéndome creer
que todo lo soñaba. Cuando abrí los ojos ya era tarde. Le
supliqué a Santiago que se fuera, que olvidara el camino
a mi casa, pero por sobre todas las cosas que jamás ha-
blara de lo que había ocurrido aquella tarde.

165
Nunca volví a saber de él. Su recuerdo va y viene
de vez en cuando como en esta noche, en la que yo me
acuerdo de él mientras espero que dios se acuerde de mí
y ruego para que los que me conocen me olviden.
El dolor regresa, las tripas se le hacen bolas. Le falta
el aire pero haciendo un esfuerzo vuelve a insistir:
—¡Diosito! Si me muero a causa de estos torzones,
¡no me abandones! Haz que no me encuentren luego, lue-
go, porque... ¡Qué tal si no me hincho!

166
La duda

L a cremosidad del helado se disolvía en su boca.


Laura lo saboreaba lentamente concentrándose en
la dulzura de los granos de elote. Intentaba evadirse, no
pensar en el temido encuentro y menos aún en el pasado,
pero todo; la diligencia de la mesera, el chisporretear
del agua sobre los trastes, el sonido de las bocinas de
los autos y el olor peculiar del puerto, se empeñaban en
regresarla hasta esa mañana tan definitiva en su vida.
Había amanecido fresco para ser junio. En su áni-
mo una tranquilidad quebradiza que la hizo desear no
haber despertado, aún así, igual que otros días, maqui-
lló de alegría su rostro y se levantó. Escogió la ropa y
el calzado para su marido y bajó a preparar el desayuno.
Cuando terminaron de desayunar lo acompañó hasta la
puerta pidiéndole cariñosamente:
—Me avisas si vienes a comer.
—Claro, mi amor, ¡cuídate! Cualquier cambio te llamo.
Timbra el teléfono. El semblante de Laura cam-
bia. Se apresura a tomar el auricular mientras piensa:
¡No falla! ¿Desde dónde me observará? Hoy adelantó su

167
llamada. No debo permitirle que siga manipulando mi
vida. ¿Por qué le temo?
—¡Bueno! ¿Qué quieres? ¿Hablar con él? Ahora te
lo paso. ¡Fernando!, te hablan por teléfono.
—¿Por qué gritas? ¿Qué pasa? ¿Quién es?
—¡Contesta!, tú sabes quién es.
Fernando toma el teléfono.
—¡Bueno! —voltea a ver a Laura quien lo mira ira-
cunda.
—No es nadie.
Laura le arranca el auricular de la mano e increpa:
—¡Por qué te quedas callada! ¿Querías hablar con
él? ¡Contéstale!
El bip bip bip, la hace reaccionar y furiosa cuelga
el aparato. ¡Era ella!, su voz es inconfundible. Me llama
mañana, tarde y noche. Sabe qué comimos. Con ella te
quejas de las agruras por lo condimentado de mis guisos,
mientras que aquí aparentas que todo estuvo delicioso.
—No grites, vas a despertar al niño. Estás enojada
y lo comprendo. Sé que no estoy mucho en casa pero es
por mi trabajo. Esta posición de relaciones públicas es
muy demandante y nunca sabes por dónde va a brincar
la liebre.
—Y a ti te saltan muy seguido, pero no las liebres,
sino las mujeres.
—¿Estás celosa? Sabes que lo que más aborrezco
son las mujeres celosas. Trabajo hasta el cansancio. Me-
rezco estar tranquilo en mi casa, contigo y con mi hijo.
— ¡Acepta que andas con otra!
— ¡No ando con nadie!

168
—¡Mientes!, ella sabe hasta cuál perfume uso y tú
le dices que no lo soportas.
Fernando se alisa el cabello y sonríe tratando de
calmarse mientras contesta:
—Yo mismo te lo regalé.
—¡Lárgate! ¡Vete de la casa! ¡Sal de mi vida!
—Si salgo por esa puerta, ¡jamás regreso!
—¡Vete! ¡No quiero verte! Te odio.
—¡Cálmate! ¡No llores! Tenía que ser hoy que ten-
go una junta muy importante en una hora. No hagas que
me arrepienta de todo lo que hice por ti. ¡Escúchame por
favor! Por ti no me importó enfrentar al mundo. Menos
aún poner en riesgo mi posición en el trabajo. Perdí a mi
hijo, a algunos de los que se decían mis amigos y mi ma-
dre todavía no me perdona mi calentura. Me corrió di-
ciéndome: “ella te descosió, ella que te remiende. Aquí no
vuelves a poner un pie hasta que regreses con tu legítima
esposa”. No regresé. Te preferí a ti, Laura.
—¡No me culpes! No digas que por mí. Yo tenía die-
cisiete años cuando te conocí. Te amé desde el primer día
y desde entonces he vivido sólo para quererte y compla-
certe diciendo a todo que sí.
—¿Por qué te quejas ahora? Tú aceptaste mi situa-
ción de hombre casado. No niego que te quise con culpa
al principio. Con cinismo, después.
—¿Cinismo? Comodidad diría yo, porque jamás exigí
por miedo a que me abandonaras como lo hiciste con tu ex.
—¡Por Dios, Laura!, no soy un desalmado. ¡Soy fe-
liz a tu lado!
—Y diste por hecho que yo lo soy cuando jamás te
percataste que por ti, he comido aunque no tuviera ham-
169
bre. Bebido aunque no tuviera sed. He celebrado que gane
la selección mexicana de fútbol aunque me parezca es-
túpido que corran detrás de una pelotita. Muchas veces
fingí mis orgasmos para levantar tu ego.
Fernando intenta decir algo. La mira intensamen-
te y sale.
—¿Se le ofrece algo más? —la voz de la mesera la
regresa al presente. Niega con una sonrisa mientras su
vista se pierde en la blancura de esas canas. La recuer-
da joven cuando los atendía a ella y a su hijo. Era allí en
la nevería donde terminaban esos largos paseos por el
centro. ¡Éramos felices! Debí haberme callado. ¡No! ¡No
era digno! No sabía qué iba a pasar ¡Tenía miedo! A los
seis meses de nuestra separación, empecé a trabajar. No
quise vivir de una pensión igual que su ex. No quería ser
igual que ella. Los chismes aumentaron. Hasta mi familia
me dio la espalda. Yo me reía de lo que se decía. Lo peor
ya había pasado. Eso creí, cuando en realidad he vivido
con la duda. ¿Me habrá engañado? Por no haberme atre-
vido a enfrentar a esa gente les permití que siguieran
tijereteando mi relación. Tan sencillo que hubiera sido
ponerlos en su lugar y hablar con Fernando. Quizá no le
hubiera perdonado la traición. ¿Y si no era cierto? ¿Hu-
biera perdonado él la desconfianza? ¿Qué habría pasado?
Esa tarde cuando llegó Yolanda, no debí escuchar-
la pero las amigas siempre saben cómo hacer que una
muerda el anzuelo. Me dijo que ya sabía con quién anda-
ba Fernando. Un cóctel de celos, odio, amor y desilusión
emborrachó mi alma y lloré por Fernando y por su trai-
ción, pero no reclamé. La revelación me había sumido en
la depresión. Mostraba una cara al mundo. A solas me
170
desmoronaba. Empecé a abusar de los tranquilizantes.
Sólo quería dormir y no despertar. Un día casi lo logro.
Debí haber aclarado todo con Fernando. ¡Cuántos rum-
bos cambiaron por mi obstinación! Quizá todo se hubiera
arreglado. No nos dimos la oportunidad de hablar. ¿Nos
habríamos reconciliado?, hasta la fecha no lo sé. En ese
tiempo andaba y desandaba mi desorden sentimental sin
saber cómo ordenarlo. ¡Jamás lo busqué!, tenía miedo a su
rechazo. Pudo más el orgullo y he pasado la vida amán-
dolo sin tenerlo. ¿Por qué no lo llamé? ¿Qué me habría
contestado? Si hubiera logrado mantener a todos al mar-
gen del conflicto, le habría dicho a Fernando que si pla-
ticábamos nuestros problemas los dividiríamos en dos y
que aunque le había perdido la fe, lo seguía amando. Por
tonta no se lo dije. Si le hubiera reclamado lo que me
contó Yolanda, habría sabido la verdad y quizá estuviéra-
mos juntos. ¡Maldito teléfono! Repiquetear que se añora
en las esperas, endulza las ausencias pero que envenena
y acrecenta nuestras dudas. ¡Cómo lo odié! Todavía no
existía el identificador de llamadas así que había que con-
testarlas todas. ¿Por qué no lo di de baja? Hubiera sido
tan fácil desconectarme de esas voces. Cómo he llorado
su ausencia, primero con fuerza y después despacito. Me
dio temor que tanta sal me espantara los recuerdos. Los
primeros no eran malos, al contrario, pero por andarme
creyendo de todos, no confié en nosotros.
—¿Se le ofrece algo más, señora?
—Estoy bien, gracias.
Llevaba media vida sin regresar al puerto. Lo hice
en dos ocasiones para enterrar a mis muertos. El cen-
tro de la ciudad sigue igual. Las mismas tiendas. En la
171
nevería continúa sirviendo la mesera delgadita que me
atendía desde niña. Sólo el sabor de la nieve de elote no
es tan dulce. Quizá es por el momento y esta inquietan-
te espera. Recuerdo que después de mi separación me
entregué por completo a la oración. San Judas Tadeo
no atendió mis súplicas de regresármelo. La esperanza
de verlo aparecer dormía conmigo. Amanecer sola au-
mentaba mi tristeza. Renegué de mi fe. Me refugié en
las películas tristes para llorar a mis anchas. Yolanda me
regaló un disco de Lupita D’Alessio y se me acomodó
más la llorada. Oírla era tan doloroso como un suicidio.
Moría varias veces al día hasta que pensé en mi hijo. Du-
rante todos estos meses no había tomado en cuenta sus
sentimientos. Me sentí culpable. Había pasado a la eta-
pa de la devaluación por el abandono. Planeé vengarme
de Fernando y al mismo tiempo recobrar la confianza
en mí. Recordé la admiración en los ojos de Federico, el
secretario de mi marido y le marqué para invitarlo a la
casa a cenar para platicar. Fue lo que hicimos. Esa no-
che comprendí que el círculo en el que estaba metida se
estrechaba cada vez más amenazando con ahorcar mi
vida y preferí huir. Viajar lejos. Sin avisar, con mi hijo y
dos maletas. Cuando cerré la puerta de la casa juré que
jamás volvería. Preferí alejarme, obstinada como estaba
en olvidar, temí despertar un día sin recordarme pero
salí tan deprisa y distraída que no abandoné mis tercos
sentimientos y sigo cargándolos.
—Señorita, le encargo otra coca.
Ayer llamé a Federico. Es dueño de uno de los me-
jores restaurantes del puerto. Me dio gusto que se haya
superado. Se lo merece. Es muy trabajador. Por la tarde
172
fuimos a saludarlo y a recoger unos álbumes de fotogra-
fías nuestras que había conservado. Por la noche, contem-
plé toda mi historia plasmada en esos trozos de papel y
aunque he aceptado la parálisis en la que vivía, reconoz-
co que me veía feliz en ese otro tiempo. Lástima que no
pude quedarme cautiva en ese papel que me provocaba
toda clase de emociones. Al ver las fotos algo se me mo-
vió en el ombligo y respiré el mismo aire y anhelé volver
a subirme en esa montaña rusa para soñar con alcanzar
la luna y ser capaz de saltar de nube en nube.
—Aquí está su coca, ¿algo más?
—Años después de que se tomaron estas fotos, in-
tenté amar. Enterré a Fernando para que su recuerdo
no echara a perder mi presente y fingí ser feliz con un
nuevo amor sin escuchar esa voz que me advertía que
podría ser desfalcada. Pronto la actitud del nuevo me
hizo olvidar el deseo de desearlo e inconscientemente
volví a desear a Fernando, pero aún así, no lo busqué.
¿Qué tal si era cierto lo del engaño? En ese tiempo, mi
vanidad no hubiera podido soportar su mirada tratando
de reconocerme. Además, que los años de oraciones, ra-
zones y sinrazones me ayudaron a aceptar la lógica. Yo
desaparecí. Él me olvidó.

—¡Qué bueno que le gusta nuestra nieve, señora!


Lo que más me gustaría preguntarle es, ¿qué hicis-
te con los recuerdos? Quizá yo haya olvidado tu trai-
ción pero la amnesia jamás, que no me buscaras, que no
preguntaras por mí, que no te preguntaras, ¿podrá ella
vivir sin mí?

173
La llegada de Fernando y el hijo de ambos la re-
gresan a su realidad. Laura se pone de pie. Fernando se
aproxima y la abraza.
—¿Cómo estás?
—¡Excelente! El que se nos casa es nuestro hijo y
espero que pronto me haga abuela.
—Yo ya soy bisabuelo.
—¡Katia, ya es abuela! Increíble que pasara tanto
tiempo. Parece que fue hace poco que se casó con tu hijo.
—¡Que buena memoria tienes!, jamás olvidas nom-
bres ni fechas.
—Ayer estuve en la iglesia del padre Hernández y
me sorprendió que hubiera muerto.
—¿Por qué fueron a buscar al padre Hernández?
—Necesito mi fe de bautismo y de confirmación. Todo
eso lo dejó mamá en la casa.
—¿Cuándo te casas?
—En seis meses. Pero es mejor tener todos los pa-
peles.
La plática continuó. En media hora se pusieron al
tanto de veinticinco años de ausencia. Laura hubiera
querido preguntar, pero como siempre las preguntas se
quedaban atrapadas en el miedo a las respuestas y como
la buena educación se anteponía a los sentimientos, si-
muló una sonrisa en su rostro y fingió interesarse en
la plática que sostenían padre e hijo mientras pensaba:
—¿Cómo hubiera sido nuestra vida?
—¿Por qué no te llamé para aclarar todo? Quizá no
habría escuchado tu versión. Estaba tan herida. Y si lo
hubiéramos arreglado. ¿Dónde estaríamos hoy?

174
—No lo sé. ¡Ya no lo sé! El amor se gasta con los años
y si no me buscaste, ¿por qué tendría que haberlo hecho
yo? Y menos a estas alturas. La vida a veces nos lleva por
otros caminos. Ya estamos en ellos. Hay que seguir ade-
lante, además, cuando me fui, juré no volver y lo cumplí.
Fernando se despide. Laura fríamente le tiende la mano.
Cuando se quedan solos, su hijo le pregunta:
—¿Estás bien, mamá?
—Sí hijo. Ve a recoger los papeles. Ya deben estar
listos. Aquí te espero. Voy a ordenar otra nieve de elote.

175
Semanario
Domingo

A manecía. Se estiró, le dolían los brazos y un can-


sancio tal lo hacía desear abandonarse en la cama
y volver a dormir.
—¡Chingao, es domingo! ¡Estoy harto de este rancho!
Se levanta. Se dirige a la cocina. Prepara la cafete-
ra. Saca cuatro huevos y los dispone a un lado de la es-
tufa. El aroma del café que empieza a filtrarse inunda
la cocina. Regresa a la recámara. Escoge su ropa. Tarda
varios minutos decidiéndose qué calzar, ¿tenis o botas?
Va al baño. Templa el agua de la regadera la deja correr
sobre su cuerpo. Se siente revitalizado. Con el zacate em-
pezó a fregarse hasta que su cuerpo enrojeció. Después
de rasurarse sale del baño. Se viste lentamente. Se per-
fuma y canturreado va a la cocina a terminar de prepa-
rar su desayuno.
—Listo, ahora sí, a chingarle.
Sale al patio y ve a los seis hombres desnudos, ama-
rrados y amordazados que lo miran con terror. Instinti-
vamente busca su pistola. No la trae y es que no anda de
humor de andar limpie y limpie la sangre, sólo porque
le gana la compasión. Trabajosamente arrastra a uno de
179
los hombres hasta una jaula, en donde dos leones ham-
brientos esperan su comida.
Alaridos de dolor rasgan la tranquilidad de esa ma-
ñana de domingo. Él moviendo la cabeza y con un gesto
de disgusto, se queja:
—Chingao es domingo y yo trabaje y trabaje, sin
nadie que me ayude o cuando menos que me traiga unos
pinches audífonos pa’ no oír la chilladera.

180
Lunes

S é que mucha gente odia los lunes. Yo considero que


no hay como descansar el fin de semana e iniciar otra
levantándote temprano, sabiendo cómo vas a gastar tu
día. Soy maestra de primaria por vocación. Desde niña
supe que terminaría con mis manos resecas y cuarteadas
por el gis. Mucha gente opina que esta es una tarea muy
rutinaria pero cada sexenio cambia, según el método de
enseñanza que implemente quien esté en la Dirección de
Educación. Yo soy reacia a los cambios. A mí me gusta la
disciplina. Ver a los niños sentados, bien peinados, unifor-
mados, puntuales y con sus cuadernos y libros forrados.
No hay cosa que me emocione más que enseñar a un niño
de primer grado a descubrir el alfabeto. Los compañeros
se molestan conmigo porque soy muy matada, pero qué
mayor satisfacción que dedicarle mi tiempo a mis alum-
nos. Estoy consciente de que los tiempos modernos me
están rebasando. Aprender computación se me ha hecho
difícil. Se me olvida cerrar los marcadores para pintarrón
y se me secan. Me gustaba más usar gis. Actualmente el
mayor problema son los padres. Hace seis meses habló
conmigo el supervisor escolar y me aconsejó:
181
—Maestra Chelito, ya debería considerar jubilarse.
—Maestro, la escuela es mi vida.
—Ya son demasiadas quejas.
—Es que los niños no quieren trabajar.
—¿Qué podemos hacer? Es decisión de sus padres.
—Ya sé. Me dio tanta vergüenza salir en la televisión.
—Por eso mismo maestra Chelito. Considérelo.
Tomé la decisión e inicié mi papeleo. Estoy en ple-
no prejubilatorio, muy deprimida y empiezo a odiar los
lunes. ¡Extraño mi escuela!

182
Martes

E l Mall estaba abarrotado. Se acerca la Navidad y


en todas las tiendas se lee: “Christmas Sale”, “50%
Off ”, “Pay one take second half ”. Entro deslumbrada por
el 40% Off en el total de la compra. Entonces la veo. Al
principio, no la reconocí dentro de esa redondez, pero
su voz me hizo retroceder en el tiempo y ¡sí!, dentro de
ese cuerpo obeso se escondía Areli Vázquez.
La conocí cuando yo cursaba el kínder. Ella estaba
estudiando comercio. Era una muchacha hermosa, bien
formada y con unos rizos rebeldes que le daban un aire
de libertad a su apariencia. Nunca cruzamos palabra.
Ella era una de las grandes, una señorita como a la que
me gustaría parecerme cuando yo creciera, era la estre-
lla en todas las festividades, desde el día de las madres
hasta Navidad. Poseía una soltura y una gracia innata
para el baile. Llenaba todo el escenario con su vestido
rojo de bolitas blancas, su clavel en la boca y su cuerpo
moviéndose al ritmo de las castañuelas. La observo. Luce
tan diferente, sólo su sonrisa permanece. Siguiendo un
impulso me acerco.
—¡Hola!, ¿eres Areli Vázquez?
183
—Servidora... ¿Y tú?
—No me conoces. Yo iba unos grados antes que tú
en el colegio Rafael Tejeda.
—¡Ah!, con razón no te recuerdo.
—Nunca te lo dije pero siempre te admiré. Eras muy
popular y bailabas flamenco muy bien.
—¿Lo recuerdas?
—Sí, de niña yo quería ser como tú.
Se acercan dos mujeres y la apresuran.
—Apúrate que nos faltan muchos regalos y estamos
preocupadas por los niños. ¡Mejor te hubieras quedado!
—Ustedes fueron las que insistieron que viniera para
aprovechar los descuentos del martes a los seniors. Ya
voy —pero antes— voltea a mirarme:
—Por favor diles lo que me dijiste para que vean que
no siempre fui así —señala su cuerpo—, y que no sólo
sirvo para cuidar a mis nietos.

184
Miércoles

L a reunión era un caos. Las voces se elevaban ame-


nazantes y por momentos parecía que iban a llegar
a los golpes.
—Dije que me des la factura o voy a dejar esos gas-
tos sin comprobar.
—Pero Dorita, la cantidad no es tan grande. Se pue-
de meter la nota.
—¡No y no!, para que luego me vayan a salir con
que yo me robé el dinero.
—¿Quién? Mujer, aquí estamos todas las socias.
—Pues háganle como quieran pero sin factura yo
no le doy salida al dinero.
—Dora, estamos entre amigas.
—Precisamente por eso. Una nunca sabe. ¿Recuer-
dan cómo hablaban mal de Marlen?
—Está bien. No te preocupes. Yo lo pago de mi bolsa.
Bety, gritó muy enojada:
—¡No es justo para Luisa! Después que compró
todo, gastó su gasolina y su tiempo y ahora tú no quie-
res pagarle las notas.
—¡Págaselas tú!
185
Bety se levanta furiosa pero el ruido de la puerta al
abrirse la detiene. Acalorada entra Viviana, la reporte-
ra de sociales.
—Tengo dos eventos más. Tomo la foto rapidito y
me despido.
Todas las socias del club se ponen de pie y posan
sonrientes para la foto que saldrá en el periódico del do-
mingo, donde reseñarán el éxito del bingo cuyas ganan-
cias serán destinadas a fines de beneficencia y también
harán mención de la rica merienda que disfrutaron de
manera armoniosa en su junta del miércoles.

186
Jueves

E n Semana Santa, todos los vecinos se confundían con


los turistas para irse a asolear a la playa. Por la tarde
regresaban con la piel enrojecida, cansados y molestos
porque les habían cobrado la entrada. Cada año era lo
mismo. A mí no me llevaban a la playa porque mis padres
decían que eran días de guardar y que por pecadores nos
podíamos convertir en peces. Así que me conformaba
con asistir a las celebraciones religiosas y a la salida de
la iglesia veía de reojo todos los cuerpos dorados por el
sol que festivos daban vueltas y vueltas a la plaza. Han
pasado muchos años desde entonces. No vivo más en el
puerto. Esta Semana Santa no fui a la iglesia. Me la pasé
recostada frente a la alberca viendo jugar a mis sobrinos.
Hoy, jueves santo, me levanté temprano, hay que
aprovechar las vacaciones, me dije y me dirigí al mar con
mis “chorts” morados y mi playera blanca. Apenas mis
pies sienten el agua del mar y se vuelven más ágiles. Las
olas me abrazan, me invitan a seguir adentrándome. Yo
me dejo llevar. Grácil me sumerjo para luego emerger y
dar giros. Allá a lo lejos veo la costa pero yo, no quiero
regresar. Muevo mis aletas y me hundo en el mar.
187
Viernes

E l director del periódico vespertino, paciente escucha


a la mujer que a ratos se convulsiona por el llanto
—Yo se lo decía. No te compres esa ropa, te pueden
confundir con pandillero, pero él terco a que le gustaba
esa moda. Yo no se la quise comprar por más que él me
estuviera friegue y friegue. Con decirle que a escondi-
das se metió a trabajar como empacador. Esta ropa era
una obsesión para él. De verdad señor, él se compró esa
gorra y esa camiseta. Él no era “mañoso”, siempre fue
muy estudioso, así que no me extrañó cuando me pidió
permiso para irse a estudiar con su amigo René. Por qué
había de dudar. Cuando yo llegaba del trabajo él ya había
regresado. Antier no llegó. Primero yo misma traté de
calmarme porque era viernes, todo mundo sale y a ve-
ces los micros van tan llenos que no nos levantan. Pero
cuando vi que ya era muy tarde, lo busqué con todos sus
amigos, recorrí los hospitales y nada. Al forense me ne-
gué a ir. ¿Por qué habría de estar mi muchachito muer-
to? Ayer en el periódico de la tarde salió su foto. Estaba
allí tiradito, ensangrentado y vestido con una camiseta
llena de brillitos. A un lado su mochila donde traía esta
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bolsa de la tienda donde trabajaba, con su camisa y una
nota de compra por una camiseta y una gorra. ¡Por fa-
vor, señor! Mi niño no era un “halcón”. Sé que a usted
no le importa quién era pero, ¡por favor aclare en su pe-
riódico que en el enfrentamiento mataron a un jovencito
inocente, que lo confundieron porque vestía una cami-
seta de brillitos!

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Sábado

P or más argumentos que usaba David, no encontraba


la forma de tranquilizar a su esposa.
—¡Ana, cálmate! Llegué tarde porque tenemos un
problema en el pozo.
—Con el pozo... ¿De quién?, ¿y en viernes?
—Ya te lo expliqué, no hemos podido controlar la
presión y no quieren parar las operaciones. Es muy pe-
ligroso. Vine a descansar un rato y me regreso.
—¡Sí!, ¿cómo no? Apenas me contaste de la secre
nueva y empezó el problema. El viernes para tu amante,
el sábado para mí y el domingo familiar, ¡típico!
—Mira, esta quincena he metido mucho tiempo ex-
tra. ¿Por qué no vas con tu mamá?
—¿Y tú? China libre para divertirte a tus anchas.
—Ana, vamos a dormir que vengo cansadísimo.

La mañana siguiente David se levantó temprano. Ana


dormía. Se fue sin despedirse. Llegó a la planta e inició
su día. El problema se estaba controlando, habían abier-
to algunas válvulas y la presión del pozo estaba cedien-
do. A media mañana saca el celular. No tiene llamadas
191
perdidas. Imaginó a Ana con su mohín de enojo y son-
rió. De verdad la amaba. Era sábado. La invitaría a cenar
y le compraría flores. Le marcó. Ana vio que era David.
Ignorando el repiquetear del teléfono se dirige al baño.
—Ana, ya no estés enojada. Hoy llegaré...
David calla al escuchar los rugidos de la fiera entu-
bada. Va a agregar algo pero un fuerte estallido segui-
do de un fogonazo apaga su luz. En el baño, Ana canta
debajo de la regadera y piensa:
—Que siga llamando. Lo voy a hacer sufrir por güilo.

192
Día de pago

A cabó su turno, se despoja de la bata, los lentes y


los zapatos de seguridad. Recuperada su identidad
camina entre los obreros que hacen fila para marcar la
tarjeta. Llega a la caseta de salida y no pierde su sonrisa
a pesar de que ve las largas líneas en la parada de los mi-
crobuses. Finalmente lo aborda. Es viernes, día de pago.
Esta semana la tiene libre de abonos. Observa sus dedos
forrados con cinta dedal y sus uñas maltratadas —tengo
que pintármelas—, piensa. Retira la cinta de sus dedos
adoloridos. El micro se detiene. Las notas del reggaeton
inundan el espacio y le hacen cosquillas en el cuerpo.
Mira al jovencito vestido de overol que desvía la mira-
da de las nalgas de una mujer que intenta mantener el
equilibrio para voltear a ver a las “Tecateras”, que afuera
de un “Seven”, se menean al ritmo de Daddy Yankee. Se
respira un ambiente festivo. Más adelante se topan con
un convoy de soldados y en la esquina el inconfundible
“halcón” informando del paso de los uniformados. El
terror de los primeros días cesó. Es increíble cómo se
ha ido acostumbrando a estos hechos. ¡Es viernes! No le
importan los militares ni los mañosos, siente ganas de
193
bailar, de perderse entre los brazos de su amor y olvidarse
de los pagos de la luz, la renta, los pasajes y del dinero
que le gira a su mamá. Siguiendo un impulso grita:
—¡Bajan!
Se abre paso entre los cuerpos que atiborran el
transporte y logra bajar antes de que el chofer arranque
nuevamente la unidad. Cruza con seguridad sorteando
los autos desde donde le gritan:
—¡Te va a dar el mal de llanta!
—Te llevo. ¡Pero de encuentro!
Corre. Le divierte torear la muerte, cualquier cosa
antes que subirse al peatonal. Entra al tianguis y empie-
za a curiosear. Llega a un puesto conocido.
—¡Pásale, mi güeris! Tenemos muchas novedades.
—¿Qué tiene de nuevo?
—¡Uh!, pos cosas como a las que a ti te llenan el ojo.
—No me diga. A ver, a ver, ¿qué me separó?
—Tengo pantalones “Ges” y “Tru Religion”, la úl-
tima moda de los “iunaited” y casi nuevos.
—¿Serán de mi talla?
—¿Con quién crees que tratas?, ¡claro mi güeris!
Yo nomás los vi, y luego luego te me viniste a la mente.
Pérame aquí, te los estaba guardando —la vendedora
entra al puesto.
—Tómese su tiempo mientras veo por aquí.
Se acerca a una pila de zapatos. Busca entre el montón.
Encuentra una zapatilla de pulsera y sigue revolviendo
para encontrar la otra. La voz de la mujer la hace voltear.
—Mira, mi güeris. ¿A poco no se ven finos?
Los toma, verifica la talla y dice:
—Sí, me quedan. ¿En cuánto?
194
—Baratos. Ya sabes que yo todo lo doy muy barato.
—Por eso, ¿en cuánto?
—Doscientos cincuenta por los dos.
—¿Doscientos cincuenta?, no traigo tanto.
—A que mi güeris, tú sabes que conmigo no hay fijón.
Ya te conozco. Eres buena paga. Tres pagos... ¿Te parecen?
—Sí doñita, gracias. ¿Oiga, tendrá el otro zapato?
—Orita te lo busco. Están bonitos. A mi güerca tam-
bién le gustan así de altos, pero mi viejo dice que son
zapatos de puta, ¿cómo ves?
La vendedora se agacha y empieza a buscar dentro
de la montaña de zapatos. Le muestra otros pero al fin
encuentra el zapato y se lo entrega.
—Si los quieres te los dejo en cuarenta pesos.
—Envuélvame todo. Le abono cien.
—Gracias, mi güeris. Aquí te espero la otra semana
y a ver que te tengo.
—Gracias a usted doñita. Nos vemos.
Taconeando sigue su camino. Ignora las miradas
suspicaces y las risitas malintencionadas. Llega a la es-
tética. Se detiene en la puerta. Está llena. Duda un poco
pero alentada por el saludo de quien hábilmente pasa la
navaja rapando a un muchacho, entra.
—¡Tienes mucho trabajo! Mejor regreso más tarde
para ponernos de acuerdo.
—No tanto. Sólo un corte, un tinte y después unas
luces.
—¿Entonces, qué con nuestros planes?
—Adelante. Tú encárgate de la salsa y si no hay más
compramos botanitas y cerveza. Es viernes, hay que ce-
lebrar, ¡estamos jóvenes!
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—¿Ya te habló?
—¡Sí! ¡Me encanta! Espero que sea sincero y no quie-
ra sacarme dinero. ¿Y a ti?
Asiente y se acerca. Habla en susurros.
—Me preguntó qué pensaba de su situación.
—¿Qué le dijiste, güera?
—Que hoy en la noche lo hablamos.
—¿Y qué?, le vas a pedir que deje a su esposa.
—No sé. Me gusta, creo que me estoy enamoran-
do. A ver qué pasa. Llego por ti a las diez. Nos vemos.
El estilista sigue con su tarea. Los tacones lo están
matando. Sin embargo, una sonrisa juguetona disimula
el cansancio y el espeso maquillaje la sombra de la barba.

Mientras tanto, la güera espera el microbús en la es-


quina e ilusionada aprieta la bolsa con sus pantalones y
zapatos nuevos contra sus pechos rellenos de hormonas.

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Índice

Prólogo .......................................................................... 11

De chile, dulce y manteca


Reciclamiento (Budín de pan duro) ......................... 17
Cabrito en salsa ............................................................ 23
Comida de cumpleaños ............................................... 31
Crepas con salsa de perejil ......................................... 35
Donas glaseadas ........................................................... 43
Flan ................................................................................. 49
Gelatina de zanahoria ................................................. 53
Pastel de queso ............................................................. 57
Salsa verde ..................................................................... 65
Tortillas ......................................................................... 71

Por mí, por mi casa y por lo que se me espera


Facebook ........................................................................ 77
Noche al atardecer ....................................................... 83
El amor que no juraste ............................................... 87
Por lo que me espera ................................................... 97

Señoras y señores
Baby shower .................................................................. 101
Aquí no ........................................................................... 105
Rogelio Armenteros .................................................... 113
Claudia García .............................................................. 117
Gertrudis Rosas ........................................................... 123
Candelaria Escalante .................................................. 127
La ventana ..................................................................... 131
Fue culpa de Daniel Santos ....................................... 135
Prudencia Amaro ......................................................... 145
El abuelo ........................................................................ 149
Polvo ............................................................................... 151
Ave nocturna ................................................................ 153
Esperando un día de luna eterna ............................. 157
Lucita .............................................................................. 161
La duda ........................................................................... 167

Semanario
Domingo ........................................................................ 179
Lunes .............................................................................. 181
Martes ............................................................................ 183
Miércoles ....................................................................... 185
Jueves .............................................................................. 187
Viernes ........................................................................... 189
Sábado ............................................................................ 191
Día de pago ................................................................... 193
De chile, dulce y manteca
Mercedes Varela

Este libro se terminó de imprimir el 15 de marzo


de 2014, se utilizó la fuente Bell MT.
Se imprimió en papel cultural.
Su tiraje fue de 1000 ejemplares.

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