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Un Habitante de Carcosa (A6) - Bierce

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UN HABITANTE DE CARCOSA

Ambrose Bierce (1842-1914)

«Existen diversas clases de muerte. En algunas, el


cuerpo perdura, en otras se desvanece por completo
con el espíritu. Esto solamente sucede, por lo gene-
ral, en la soledad (tal es la voluntad de Dios), y, no
habiendo visto nadie ese final, decimos que el hom-
bre se ha perdido para siempre o que ha partido
para un largo viaje, lo que es de hecho verdad.
Pero, a veces, este hecho se produce en presencia de
muchos, cuyo testimonio es la prueba. En una clase
de muerte el espíritu muere también, y se ha com-
probado que puede suceder que el cuerpo continúe
vigoroso durante muchos años. Y a veces, como se
ha testificado de forma irrefutable, el espíritu mue-
re al mismo tiempo que el cuerpo, pero, según al-
gunos, resucita en el mismo lugar en que el cuerpo
se corrompió.»

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Meditando estas palabras de Hali (Dios le con-


ceda la paz eterna), y preguntándome cuál sería
su sentido pleno, como aquel que posee ciertos
indicios, pero duda si no habrá algo más detrás
de lo que él ha discernido, no presté atención al
lugar donde me había extraviado, hasta que sentí
en la cara un viento helado que revivió en mí la
conciencia del paraje en que me hallaba. Observé
con asombro que todo me resultaba ajeno. A mi
alrededor se extendía una desolada y yerma lla-
nura, cubierta de yerbas altas y marchitas que se
agitaban y silbaban bajo la brisa del otoño, porta-
dora de Dios sabe qué misterios e inquietudes. A
largos intervalos, se erigían unas rocas de formas
extrañas y sombríos colores que parecían tener
un mutuo entendimiento e intercambiar miradas
significativas, como si hubieran asomado la cabe-
za para observar la realización de un aconteci-
miento previsto. Aquí y allá, algunos árboles se-
cos parecían ser los jefes de esta malévola conspi-
ración de silenciosa expectativa.
A pesar de la ausencia del sol, me pareció que el
día debía estar muy avanzado, y aunque me di

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cuenta de que el aire era frío y húmedo, mi con-


ciencia del hecho era más mental que física; no
experimentaba ninguna sensación de molestia.
Por encima del lúgubre paisaje se cernía una bó-
veda de nubes bajas y plomizas, suspendidas
como una maldición visible. En todo había una
amenaza y un presagio, un destello de maldad, un
indicio de fatalidad. No había ni un pájaro, ni un
animal, ni un insecto. El viento suspiraba en las
ramas desnudas de los árboles muertos, y la yer-
ba gris se curvaba para susurrar a la tierra secre-
tos espantosos. Pero ningún otro ruido, ningún
otro movimiento rompía la calma terrible de
aquel funesto lugar.
Observé en la yerba cierto número de piedras
gastadas por la intemperie y evidentemente tra-
bajadas con herramientas. Estaban rotas, cubier-
tas de musgo, y medio hundidas en la tierra. Al-
gunas estaban derribadas, otras se inclinaban en
ángulos diversos, pero ninguna estaba vertical.
Sin duda alguna eran lápidas funerarias, aunque
las tumbas propiamente dichas no existían ya en
forma de túmulos ni depresiones en el suelo. Los

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años lo habían nivelado todo. Diseminados aquí y


allá, los bloques más grandes marcaban el sitio
donde algún sepulcro pomposo o soberbio había
lanzado su frágil desafío al olvido. Estas reliquias,
estos vestigios de la vanidad humana, estos mo-
numentos de piedad y afecto me parecían tan an-
tiguos, tan deteriorados, tan gastados, tan man-
chados, y el lugar tan descuidado y abandonado,
que no pude más que creerme el descubridor del
cementerio de una raza prehistórica de hombres
cuyo nombre se había extinguido hacía muchísi-
mos siglos.
Sumido en estas reflexiones, permanecí un
tiempo sin prestar atención al encadenamiento
de mis propias experiencias, pero después de
poco pensé: “¿Cómo llegué aquí?”. Un momento
de reflexión pareció proporcionarme la respuesta
y explicarme, aunque de forma inquietante, el ex-
traordinario carácter con que mi imaginación ha-
bía revertido todo cuanto veía y oía. Estaba en-
fermo. Recordaba ahora que un ataque de fiebre
repentina me había postrado en cama, que mi fa-
milia me había contado cómo, en mis crisis de de-

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lirio, había pedido aire y libertad, y cómo me ha-


bían mantenido a la fuerza en la cama para impe-
dir que huyese. Eludí vigilancia de mis cuidado-
res, y vagué hasta aquí para ir… ¿adónde? No te-
nía idea. Sin duda me encontraba a una distancia
considerable de la ciudad donde vivía, la antigua
y célebre ciudad de Carcosa.
En ninguna parte se oía ni se veía signo alguno
de vida humana. No se veía ascender ninguna co-
lumna de humo, ni se escuchaba el ladrido de
ningún perro guardián, ni el mugido de ningún
ganado, ni gritos de niños jugando; nada más que
ese cementerio lúgubre, con su atmósfera de mis-
terio y de terror debida a mi cerebro trastornado.
¿No estaría acaso delirando nuevamente, aquí, le-
jos de todo auxilio humano? ¿No sería todo eso
una ilusión engendrada por mi locura? Llamé a
mis mujeres y a mis hijos, tendí mis manos en
busca de las suyas, incluso caminé entre las pie-
dras ruinosas y la yerba marchita.
Un ruido detrás de mí me hizo volver la cabeza.
Un animal salvaje -un lince- se acercaba. Me vino

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un pensamiento: “Si caigo aquí, en el desierto, si


vuelve la fiebre y desfallezco, esta bestia me des-
trozará la garganta.” Salté hacia él, gritando. Pasó
a un palmo de mí, trotando tranquilamente, y
desapareció tras una roca.
Un instante después, la cabeza de un hombre
pareció brotar de la tierra un poco más lejos. As-
cendía por la pendiente más lejana de una colina
baja, cuya cresta apenas se distinguía de la llanu-
ra. Pronto vi toda su silueta recortada sobre el
fondo de nubes grises. Estaba medio desnudo,
medio vestido con pieles de animales; tenía los
cabellos en desorden y una larga y andrajosa bar-
ba. En una mano llevaba un arco y flechas; en la
otra, una antorcha llameante con un largo rastro
de humo. Caminaba lentamente y con precau-
ción, como si temiera caer en un sepulcro abierto,
oculto por la alta yerba.
Esta extraña aparición me sorprendió, pero no
me causó alarma. Me dirigí hacia él para inter-
ceptarlo hasta que lo tuve de frente; lo abordé
con el familiar saludo:

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-¡Que Dios te guarde!


No me prestó la menor atención, ni disminuyó
su ritmo.
-Buen extranjero -proseguí-, estoy enfermo y
perdido. Te ruego me indiques el camino a Carco-
sa.
El hombre entonó un bárbaro canto en una len-
gua desconocida, siguió caminando y desapare-
ció.
Sobre la rama de un árbol seco un búho lanzó
un siniestro aullido y otro le contestó a lo lejos.
Al levantar los ojos vi a través de una brusca fi-
sura en las nubes a Aldebarán y las Híadas. Todo
sugería la noche: el lince, el hombre portando la
antorcha, el búho. Y, sin embargo, yo veía… veía
incluso las estrellas en ausencia de la oscuridad.
Veía, pero evidentemente no podía ser visto ni
escuchado. ¿Qué espantoso sortilegio dominaba
mi existencia?
Me senté al pie de un gran árbol para reflexio-
nar seriamente sobre lo que más convendría ha-

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cer. Ya no tuve dudas de mi locura, pero aún


guardaba cierto resquemor acerca de esta convic-
ción. No tenía ya rastro alguno de fiebre. Más
aún, experimentaba una sensación de alegría y de
fuerza que me eran totalmente desconocidas, una
especie de exaltación física y mental. Todos mis
sentidos estaban alerta: el aire me parecía una
sustancia pesada, y podía oír el silencio.
La gruesa raíz del árbol gigante (contra el cual
yo me apoyaba) abrazaba y oprimía una losa de
piedra que emergía parcialmente por el hueco
que dejaba otra raíz. Así, la piedra se encontraba
al abrigo de las inclemencias del tiempo, aunque
estaba muy deteriorada. Sus aristas estaban des-
gastadas; sus ángulos, roídos; su superficie, com-
pletamente desconchada. En la tierra brillaban
partículas de mica, vestigios de su desintegra-
ción. Indudablemente, esta piedra señalaba una
sepultura de la cual el árbol había brotado varios
siglos antes. Las raíces hambrientas habían sa-
queado la tumba y aprisionado su lápida.

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Un brusco soplo de viento barrió las hojas secas


y las ramas acumuladas sobre la lápida. Distinguí
entonces las letras del bajorrelieve de su inscrip-
ción, y me incliné a leerlas. ¡Dios del cielo! ¡Mi
propio nombre…! ¡La fecha de mi nacimiento…!
¡y la fecha de mi muerte!
Un rayo de sol iluminó completamente el costa-
do del árbol, mientras me ponía en pie de un sal-
to, lleno de terror. El sol nacía en el rosado orien-
te. Yo estaba en pie, entre su enorme disco rojo y
el árbol, pero ¡no proyectaba sombra alguna so-
bre el tronco!
Un coro de lobos aulladores saludó al alba. Los
vi sentados sobre sus cuartos traseros, solos y en
grupos, en la cima de los montículos y de los tú-
mulos irregulares que llenaban a medias el de-
sierto panorama que se prolongaba hasta el hori-
zonte. Entonces me di cuenta de que eran las rui-
nas de la antigua y célebre ciudad de Carcosa.

***

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Tales son los hechos que comunicó el espíritu


de Hoseib Alar Robardin al médium Bayrolles.

Fin

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