Liturgia Conceptos Fundamentales
Liturgia Conceptos Fundamentales
Liturgia Conceptos Fundamentales
Intentamos responder a esta pregunta desde los dos grandes misterios del cristianismo,
que a la vez son las dos principales fiestas cristianas: la Pascua y la Navidad. No es
casualidad que estas dos fiestas sean los dos ejes en torno a los cuales gira todo el año
litúrgico de la Iglesia.
La encarnación
como lo presenta una parábola del mismo Jesús. Al hacerlo, "diviniza" todo lo creado;
"Dios se hizo hombre para que el hombre pudiera hacerse dios"; queda tendido el
puente definitivo entre Dios y el hombre; todo lo creado, y especialmente todo lo
humano, puede ser transparencia de Dios y de su voluntad salvífica.
La liturgia es así una acción que se sirve de lo creado y de las criaturas para revelar y
hacer presente a Dios, y trasmitir su gracia a su pueblo y a cada uno de sus fieles. Dios
actúa por medio de signos y ritos humanos, histórica y culturalmente condicionados,
para dialogar con sus criaturas y trasmitirles su amor incondicional, su misericordia y su
fuerza.
El primer fruto del Concilio Vaticano II, la Constitución sobre la Sagrada Liturgia
"Sacrosanctum Concilium" (SC), contiene en su primer capítulo una rica
fundamentación teológica de la liturgia que sigue siendo actual. Este documento es, en
cierto sentido, el punto de llegada del largo camino del Movimiento litúrgico 1, que
desde inicios del siglo XX pensó la liturgia desde nuevas perspectivas y con nuevos
conocimientos, llegando a ofrecer aquella visión renovada que terminó por allanar el
camino a la reforma querida por el Concilio.
Desde la intuición del canto gregoriano de Prosper Guéranger, pasando por el Motu
proprio sobre la música sagrada "Tra le sollecitudini" de Pío X, en el que se habla por
primera vez de la "participatio actuosa" en la liturgia, y llegando a los grandes nombres
de la primera mitad del siglo XX: Lambert Beauduin, Odo Casel, Romano Guardini,
Pius Parsch y otros, el Movimiento litúrgico sentó las bases de la profunda renovación
de la liturgia que se plasma en Mediator Dei, primer encíclica dedicada al tema litúrgico
en la historia, del Papa Pío XII, y sobre todo en la constitución Sacrosanctum
Concilium.
Este documento fue aprobado el 4 de diciembre de 1963 por 2147 votos a favor y 4 en
contra, quedando así de manifiesto la amplísima mayoría de padres conciliares que
deseaban una reforma de la liturgia.
La definición de Liturgia de SC
La liturgia es ejercicio del sacerdocio de Cristo. Hay que entender: de Cristo total,
resucitado y glorioso; la liturgia es acción del Cuerpo místico de Cristo, Cabeza y
miembros, según la expresiva teología de san Pablo. La asamblea litúrgica es signo
sacramental de Cristo total; en ella el ministro ordenado representa a Cristo Cabeza ("in
persona Christi capitis") y los demás fieles representan al Cuerpo. El sujeto de la liturgia
es el Cuerpo místico de Jesucristo, es decir Cristo Cabeza, resucitado y glorioso, y
Cristo Cuerpo, que es la Iglesia, la comunidad de los creyentes.
Al final del párrafo 7 se habla de "culto público íntegro": se refiere al carácter eclesial y
comunitario de la liturgia, que no es la oración individual o devocional de cada
cristiano, sino la oración pública y oficial de la Iglesia.
Ninguna otra acción de la Iglesia la iguala, "con el mismo título y en el mismo grado".
Esta afirmación, que podría resultar exagerada o polémica si se la interpreta
erróneamente, hay que comprenderla en función del valor soteriológico de la liturgia:
ella hace presente y actual, y por eso realiza, la salvación. El eminente teólogo de la
liturgia Salvatore Marsili osb, afirma en esta línea que la liturgia es un "momento de la
historia de la salvación".
Esto no pretende decir que la liturgia sea la única acción de la Iglesia. Lo desmiente
expresamente SC 9: "La sagrada liturgia no agota toda la actividad de la Iglesia", y SC
12: "La participación en la sagrada liturgia no abarca toda la vida espiritual".
SC 10 tiene la frase tal vez más conocida de este documento: "La Liturgia es la cumbre
a la cual tiende la actividad de la Iglesia y al mismo tiempo la fuente de donde mana
toda su fuerza". Bien leída, esta afirmación expresa la importancia de la liturgia para la
vida de los cristianos. Ellos llegan, de tanto en tanto en el camino de su vida, a esa cima
que les permite reposar y recuperar fuerzas en la fuente de sentido de su existencia
creyente, para continuar luego su peregrinación fortalecidos. Llegan a esa cumbre
cargados de sus alegrías, dolores y esperanzas, y en ella hallan descanso y alimento para
continuar la misión a la que su fe los llama en el mundo.
Desde la mención del Papa Pío X en Tra le sollecitudini, pasando por Lambert
Beauduin en su alocución del Congreso de Malinas, hasta el Vaticano II, el "ardiente
deseo" de la Iglesia de que los fieles participen en la acción litúrgica ("participatio
actuosa", SC 14) recorrió medio siglo de reflexión y experimentación hasta plasmarse
en el documento conciliar como un programa de la reforma litúrgica: "La santa madre
Iglesia desea ardientemente que se lleve a todos los fieles a aquella participación plena,
consciente y activa en las celebraciones litúrgicas que exige la naturaleza de la Liturgia
misma y a la cual tiene derecho y obligación, en virtud del bautismo, el pueblo
cristiano".
Este dinamismo dialogal, en el que la asamblea "glorifica" (ora, alaba, proclama su fe,
se ofrece, canta a Dios, lo invoca y le pide perdón) y Dios "santifica" (derrama su
gracia, perdona, fortalece, sana y libera), es propio de la naturaleza de la liturgia; por
eso supone ese involucramiento profundo de los fieles que es la participación plena,
consciente y activa de la que más arriba se ha hablado.
Distinguimos en la liturgia entre una parte mutable y una inmutable. SC 21 afirma que
"la Liturgia consta de una parte que es inmutable por ser la institución divina, y de otras
partes sujetas a cambio, que en el decurso del tiempo pueden y aun deben variar, si es
que en ellas se han introducido elementos que no responden bien a la naturaleza íntima
de la misma Liturgia o han llegado a ser menos apropiados."
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La parte inmutable hay que asimilarla sobre todo al contenido teológico de la acción
litúrgica y a aquellas formas que son de tal modo inherentes a dicho contenido, que si se
cambiasen, cambiaría también el sentido de la liturgia. Así por ejemplo, es inmutable el
sentido sacrificial de la eucaristía, expresado en la correspondencia entre los signos del
pan partido y comido, y el vino derramado y bebido en la cena, con la entrega de
Jesucristo en la cruz; pero también son inmutables las palabras del relato de la
institución que Jesús pronunció en la última cena y se repiten "en memoria suya" en
cada celebración eucarística.
En cambio, no es una parte inmutable la lengua de la liturgia, que transitó del arameo, al
griego común, al latín y luego a muchas otras lenguas a lo largo de la historia. Tampoco
son inmutables las formas que han ido adoptando en los diversos ritos, épocas y
culturas, el edificio litúrgico, la vestimenta y sus colores, los vasos sagrados, los cantos,
etc. Todo ello puede cambiar y ha cambiado mucho a lo largo de los siglos de
cristianismo.
El rito romano expresa la comunión por medio de la editio typica de su Misal y sus
Rituales. Ellos, cuidadosamente preparados para todas las iglesias de rito romano,
representan la forma común propia del rito. De su fiel celebración depende la calidad de
la comunión litúrgica de la Iglesia.
Odo Casel fue el teólogo a quien la liturgia debe la recuperación de la rica expresión
"misterio pascual", que luego de ser acuñada en la época patrística se había perdido en
la Iglesia, cediendo el lugar a otra terminología cultual. Para Casel, el misterio pascual
de Cristo no es sólo el centro de la liturgia, sino de la vida de la Iglesia. Su teología fue
un esfuerzo por llevar a un centro toda la vida cristiana, incluida la liturgia, y ese centro
es el misterio de Cristo.
Según Casel el misterio pascual es, como decimos más arriba, en primer lugar la muerte
y resurrección de Cristo, pero desde ese núcleo es también la totalidad de la obra
salvífica de Dios, desde la creación hasta la parusía, en consonancia con la teología de
san Pablo.
Los sacramentos son acciones en las que, a lo largo de toda la vida del creyente, se hace
presente y actual la vida y la gracia que Dios quiere permanentemente regalar a sus
fieles. Afirma Sacrosanctum Concilium: “(Cristo) está presente en el sacrificio de la
Misa, sea en la persona del ministro, «ofreciéndose ahora por ministerio de los
sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz», sea sobre todo bajo las
especies eucarísticas. Está presente con su fuerza en los Sacramentos, de modo que,
cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su palabra, pues
cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es El quien habla. Está presente, por
último, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, el mismo que prometió: «Donde están
dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos» [Mt 18, 20] (SC
7).
Los sacramentos son ante todo signos. Un signo es una forma que remite a un
significado. En el caso de nuestros sacramentos, son acciones que implican personas,
gestos, objetos y palabras, por medio de los cuales Dios trasmite su gracia a los seres
humanos. Son signos eficaces, porque Dios actúa por medio de ellos para alimentar,
sanar y salvar a sus fieles.
Los sacramentos trasmiten la gracia de Dios. Si bien la gracia es una sola, en cada
sacramento adquiere una especificidad propia, ligada a la naturaleza del signo, que se
manifiesta en el efecto de cada sacramento.
Los sacramentos son siete, y son los principales signos de la gracia divina; pero la
acción de Dios no está limitada a ellos. Su gracia se derrama también por medio de los
sacramentales y todas las demás celebraciones de la liturgia de la Iglesia. La gracia de
Dios es soberana, y puede ser donada también fuera de todo signo humano.
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La rúbrica (rubrum) hace referencia a las indicaciones en rojo de los libros litúrgicos,
que explican el modo de realizar los distintos ritos, e introducen el nigrum, es decir, los
diversos textos eucológicos, que están impresos en color negro. Más allá de un puro
elemento externo -a modo de guion teatral-, en las rúbricas subyace y se custodia
fielmente el espíritu de cada celebración litúrgica.
El que celebra la liturgia, sobre todo quien preside, está expuesto siempre a celebrar
entre dos riesgos extremos: el mimetismo y el relativismo.
Por mimetismo entendemos aquel modo de celebrar obsesionado por seguir las rúbricas
como un autómata, sin percatarse del sentido y profundidad de los signos y los textos de
la celebración. En este modo de celebrar faltaría vida y sentimiento en lo que se hace y
ora. Se cumpliría con todo el ceremonial litúrgico, pero el corazón y la mente no
estarían armonizados con la voz, es decir, con lo que se recita vocalmente y se realiza
gestualmente. En este caso, no se cumpliría la recomendación expresada en el conocido
adagio de San Benito referido a la oración litúrgica: mens concordet vocis (que la mente
concuerde con la voz, que las palabras estén en sintonía con nuestro pensamiento). A
veces, motivado por la propia comodidad, se celebra de forma cansina, rutinaria,
limitándose a lo puramente exigido, y cerrado a toda novedad, como por ejemplo, la
selección de elementos variables propuestos por los diferentes libros litúrgicos.
Por relativismo litúrgico se entiende aquella forma de celebrar en la que predomina tal
libertad creativa que no hay referencias fijas ni estables en la celebración de la liturgia.
Lo primero a señalar en este modo de proceder es la falta de fidelidad y obediencia a la
normativa litúrgica expuesta en los libros litúrgicos. No se tiene en consideración el
valor de las normas litúrgicas. Y lo segundo es que se tergiversa la sana creatividad
litúrgica transformándola en recreación constante de la liturgia. Este relativismo
litúrgico, generado en ocasiones por el propio presidente y muy extendido en algunas
comunidades eclesiales, genera tal desconcierto y confusión en los fieles, que
contribuye a perder la referencia católica de la liturgia, a desconocer la lex orandi
eclesial y a infravalorar el sentido de la normativa litúrgica.
Jesús anuncia y comunica su mensaje de salvación por medio de palabras y gestos. Los
relatos evangélicos que describen sus milagros no olvidan nunca describir este doble
aspecto cargado de fuerza salvadora. De tal forma que estos dos elementos – la palabra
y el gesto- definen la naturaleza sacramental de los signos salvadores de Jesucristo,
prolongados por la Iglesia, por mandato del mismo Señor. La naturaleza sacramental de
la liturgia requiere la doble realidad del texto y del gesto.
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En este rico patrimonio de la fe de una tradición eclesial hay aspectos sustanciales que
han de permanecer inalterados por respeto a la voluntad del Señor, tal como fue
transmitido por la primigenia tradición apostólica. Sin embargo, hay otros aspectos que
podríamos denominar secundarios, en el sentido de que han sido enriquecidos
posteriormente por la Iglesia dependiendo del tiempo, la cultura o las circunstancias
históricas. Así lo expone la Constitución Sacrosanctum Concilium cuando al regular las
normas para adaptar la liturgia a la mentalidad y tradición de los pueblos invita a la
revisión de los libros litúrgicos "salvada la unidad sustancial del rito romano" (SC 37).
Es decir, se admiten las variaciones y adaptaciones legítimas a diversos grupos,
regiones, pueblos y culturas siempre que no se altere la sana tradición de la fe
apostólica, transmitida también por los ritos litúrgicos.
Este principio teórico tiene su aplicación práctica al conjunto rubrical de la liturgia. Hay
disposiciones rubricales esenciales para la naturaleza de un rito litúrgico. Por ejemplo,
en algunos lugares, todavía se sigue cuestionando la materia del pan y del vino para las
especies eucarísticas. Sin embargo, la Iglesia, consciente de que no tiene poder para
alterar la voluntad del mismo Señor, sigue manteniendo la materia del pan y del vino
como esenciales para la celebración de la eucaristía. Porque al celebrar la eucaristía se
cumple el mandato de hacer y actualizar lo mismo que hizo el Señor; y el Señor utilizó
las especies del pan y del vino. ¡Claro que podía haber utilizado otros signos y otros
elementos! Pero, lo cierto es que utilizó pan y vino; y la Iglesia lo único que puede
hacer es celebrar y transmitir lo que recibió del Señor por tradición apostólica. La
Iglesia no tiene poder para alterar la eucaristía. Porque la eucaristía no ha sido instituida
por la Iglesia, sino por Cristo.
Entre los elementos secundarios podríamos poner, como ejemplo, el color litúrgico. No
hay disposiciones normativas referentes a los colores de la liturgia hasta después del
Concilio de Trento. Hasta entonces, cada tradición eclesial desarrollaba una praxis
diferente. En la tradición romana se usa el negro (o posteriormente el morado) para las
celebraciones exequiales; mientras que en la tradición bizantina es el rojo.
Es importante advertir que tras algunas de las rúbricas actuales hay disposiciones
conciliares de los numerosos concilios de la Iglesia. Y todas ellas tratan de
salvaguardar, a veces en signos y palabras minúsculos, algún aspecto o verdad de la fe.
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Todo esto nos ayuda a valorar las diversas formas de lenguaje en la liturgia: palabra y
canto, gestos y silencios, movimiento del cuerpo y colores litúrgicos, etc. Esta variada
comunicación de la liturgia está dirigida a la totalidad del ser humano y atiende a sus
cinco sentidos para comunicar el misterio con todas sus posibilidades. El código
rubrical trata de preservar la recta celebración de la liturgia y la atención a todas sus
particularidades; de modo que la desobediencia a este aspecto ritual puede alterar
también la fe de una comunidad concreta. Porque la celebración de la liturgia forma o
deforma la vida de una comunidad cristiana. La recta celebración litúrgica educa a una
asamblea; mientras que la mala celebración de la liturgia confunde, no sólo en el
aspecto externo del ritual, sino que probablemente también en la recta comprensión del
misterio de fe que se celebra.
Es importante esta última apreciación. La liturgia es un don que nos ofrece la Iglesia
para actualizar el misterio redentor de Jesucristo y comunicar la salvación a todos los
que participan en ella. La actitud de los ministros y fieles ante este don debería ser la
acogida con gratitud y docilidad: Gratitud por el don inefable que la Iglesia pone en
nuestras manos; y docilidad como actitud del que es humilde, fiel y se reconoce
pequeño ante la grandeza del Misterio que celebra.