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EN LETRA: DERECHO PENAL

Año VI, número 11 (2021), pp. 38-48.

RESPUESTA A MATÍAS DÍAZ


Gabriel PÉREZ BARBERÁ **

I.

Quiero expresar ante todo mi profunda gratitud a Matías Díaz por haberse tomado el trabajo
de escribir un comentario crítico tan atractivo y estimulante a la columna de mi autoría que se
publica en esta sección inaugural de los “Debates en Derecho Penal” (en dicha columna —que
aparece aquí mismo, más arriba— están citadas las referencias completas de mis publicaciones
anteriores que le dieron base). Mi agradecimiento entonces también, como codirector de esa
sección, tanto a la Escuela de Derecho de la Universidad Torcuato Di Tella como a la revista En
Letra. Derecho Penal por apoyar con tanto entusiasmo esta iniciativa, que espero cuente con muchos
más debates en el futuro.

Que mis trabajos despierten interés en lo mejor de la nueva generación de académicos


dedicados al derecho penal y procesal penal genera en mí —además de la gratitud expresada—
especial satisfacción, porque me permite creer que lo que escribo todavía no desentona demasiado
con los desarrollos más contemporáneos de nuestra disciplina. La tesis doctoral de Matías sobre
presunción de inocencia (ya entregada) marcará sin dudas un antes y un después en esa materia. Por
eso me produce genuino entusiasmo poder debatir sobre este tema con él, uno de sus más finos
exponentes. Aclaro que nos tratamos adrede invocando nuestros nombres de pila porque la idea es
que esta publicación refleje lo que aquí sucede: dos amigos discutiendo sobre temáticas comunes
que nos apasionan.

II.

Matías, sin perjuicio de criticar mi posición sobre el tema que nos convoca, ha sido muy elogioso
respecto de la supuesta calidad de mi argumentación. No sé si merezco eso, pero sí creo importante
señalar que, a mi juicio, lo central del argumento que, con generosidad, él ha enaltecido, no está

**
Doctor en derecho. Profesor titular, por concurso, de derecho penal, parte general, en la Facultad de Derecho de la
Universidad Nacional de Córdoba. Profesor ordinario en la Escuela de Derecho de la Universidad Torcuato Di Tella (Buenos
Aires). Ex becario de la Fundación Alexander von Humboldt, de la Sociedad Max Planck y del Servicio Alemán de
Intercambio Académico. Fiscal General ante la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Penal Económico (Buenos Aires).

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reflejado en su texto. Sus críticas se centran, antes bien, en fundamentos laterales —que
ciertamente también he brindado— en torno a lo que considero lo principal de mi punto. Me veo
obligado entonces a recordar cuál es ese argumento central, porque, si eso no es tenido en cuenta,
la probabilidad de que mi posición sea vista como poco razonable es demasiado alta.

El punto en cuestión es muy sencillo, y expresa algo sobre lo que existe mucho consenso entre
los procesalistas: el juicio es la etapa del proceso penal que está en mejores condiciones epistémicas
para descubrir la verdad. Por tanto, la sentencia (no en vano llamada “definitiva”) dictada tras su
realización es la mejor posicionada para no errar en el marco de una forma de proceder en la que,
no obstante, la posibilidad de error nunca podrá ser eliminada. Por eso sostengo que es esa
sentencia, y no la de un tribunal revisor, la que debería ser tenida como la más idónea para desactivar
la presunción de inocencia.

Por supuesto que una revisión de la sentencia de condena dictada tras el juicio puede disminuir
aún más la posibilidad de error: en eso consiste, precisamente, la función epistémica de los recursos.
Pero creo que el problema que aquí se plantea no reside tanto en cuándo es menos probable, sin
más, que la desactivación de la presunción de inocencia sea errónea, sino, antes bien, en cuándo esa
desactivación se produce, porque ha sido establecida la culpabilidad del acusado aun cuando ello,
todavía, pueda ser erróneo. Eso es al menos lo que se exige —y todo lo que se exige— desde los
textos de nuestro “bloque de constitucionalidad”.

Las convenciones internacionales con jerarquía constitucional, en efecto, exigen, para que
quede desactivada la presunción de inocencia, que se establezca (CADH, 8.2) o se pruebe (PIDCP,
14.2), conforme a ley, nada menos que la culpabilidad del acusado. Pues bien, no por casualidad
tan trascendente cometido, según nuestras leyes, queda en manos de la sentencia que,
epistémicamente, está mejor posicionada para eso, que como dije no es otra que la dictada tras el
juicio oral. Según esas mismas leyes, la sentencia de revisión que ratifica una declaración de
culpabilidad no la establece, ni la prueba (es muy raro que se produzca prueba en esa instancia
revisora); simplemente la confirma.

Por eso, a mi modo de ver, no puede ser correcta la afirmación de Matías en el sentido de que
“el establecimiento de la culpabilidad… es un acto complejo que involucra: 1) la constatación de la
culpabilidad en la instancia de juicio oral y público y 2) la conformidad de este resultado en la
instancia de control posterior”. Me pregunto, en efecto: ¿Por qué considerar al establecimiento o
la prueba de la culpabilidad como un acto complejo? ¿Por qué incluir lo que Matías señala en “2)”?
A mi juicio es claro que se trata, en rigor, de un acto simple que se agota en “1)”. Desde luego que

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“1)” puede ser revisado, pero lo que hará tal revisión será o bien confirmar “1)”, o bien no
confirmarlo, pero de ninguna manera lo establecerá. Que “2)” cuente para establecer la culpabilidad
del acusado, entonces, no es algo que pueda ser inferido ni de nuestras normas procesales ni de los
citados textos constitucionales.

Para no obstante inferirlo sería necesaria, entonces, alguna clase de interpretación sistemática,
teleológica o de otro modo más sofisticada. Visto en su mejor luz, el argumento de Matías intenta
esto, tratando, al modo tradicional, de mantener muy vinculado lo que yo me he empeñado en
desacoplar, a saber: el alcance de la presunción de inocencia con el de la garantía a recurrir la
condena ante un tribunal superior (CADH, 8.2.h). Sigo pensando, sin embargo, que es necesario
insistir en dicha separación entre el alcance de ambas garantías. Intentaré justificar esa terquedad a
continuación.

III.

El argumento de Matías es el siguiente: dado que considerar culpable a una persona es algo que
trae muy graves consecuencias a su dignidad, entonces tal consideración debería concretarse sólo
después de que ocurra algo que disminuya su posibilidad de error, que es lo que sucedería sólo tras
una confirmación de la condena por parte de un tribunal superior. Esto, entonces, justificaría que
“2)” sea un paso conceptualmente necesario incluso para el establecimiento de la culpabilidad del
acusado.

Ahora bien, si ello fuese así, entonces el hecho de que la revisión de la condena por parte de un
tribunal superior no sea obligatoria en nuestros procedimientos penales —y no lo es— debería
conducir a que tales sistemas procesales sean tenidos como inconstitucionales. Esto, claramente,
sería ir demasiado lejos, y no creo, de hecho, que Matías esté dispuesto a suscribir algo así. Pero es
una consecuencia lógica de lo que él entiende por establecimiento —o prueba— de la culpabilidad.

No parece admisible, entonces, el punto central de Matías para vincular fuertemente a la


garantía de inocencia con la del derecho al recurso. Según ese punto de vista, la idea de pena fundada
en “juicio previo”, expresada en la CN, 18, significaría “fundada en proceso previo con todas las
garantías vigentes”. De allí que, dentro de “juicio previo”, vendría incluida, en términos de
condición necesaria, la revisión de la condena dictada después de ese juicio, en tanto es una de esas
garantías. Esto, sin embargo, por lo que ya dije no parece ser acertado de lege lata. Y a mi juicio
tampoco resulta plausible de lege ferenda, precisamente por lo ya afirmado en torno a las virtudes
epistémicas del juicio oral.

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Es a partir de esas virtudes del juicio, en efecto, que puede afirmarse que una condena
consentida (que las hay, y no sólo tras juicios abreviados) no tiene nada de objetable no sólo desde
lo conceptual, sino tampoco en términos constitucionales e institucionales. Por eso la necesidad de
tener siempre muy presente ese punto de mi razonamiento. Es esa fortaleza epistémica del juicio la
que permite asignar a las condenas dictadas tras su realización fuerza suficiente para predicar verdad,
aunque –como no podría ser de otro modo– siempre quede pendiente la posibilidad de error. Por
eso tales sentencias, si no son recurridas, resultan constitucionalmente válidas en tanto declaraciones
de culpabilidad.

Por su parte, ya pensado el problema en términos institucionales, es esa fortaleza epistémica lo


que fundamenta que sea suficiente contentarse con una única revisión de la condena ante un tribunal
superior para que quede satisfecha la garantía del derecho al recurso: de no confiarse en el juicio,
debería exigirse un “triple” conforme, o incluso más. Centrar la mayor parte del peso de una
argumentación sobre este problema en la inevitable posibilidad de error de una sentencia, como
hace Matías, debería conducirlo a admitir, en efecto, que el estado de inocencia sólo se pierde tras
una segunda revisión, o una tercera, o nunca, porque siempre queda pendiente la posibilidad de
error y, por ello, la de un futuro recurso de revisión incluso contra condenas “firmes”. Pero no creo
equivocarme si arriesgo que Matías no pretende —tampoco en esto— llegar tan lejos.

IV.

Mucho más sencillo, me parece, y sobre todo mucho menos forzado con la letra constitucional,
es ver las cosas como he intentado describirlas: la sentencia condenatoria dictada tras el juicio es la
que establece la culpabilidad, declarándola probada, y por tanto desactiva la presunción de
inocencia; la sentencia revisora simplemente confirma o revoca esa declaración, pero de ninguna
manera la “establece”. Dicho de otro modo, la garantía del derecho al recurso establece, desde
luego, un derecho a que la condena inicial sea revisada, pero de ninguna manera suspende —hasta
que el tribunal revisor se pronuncie— ni la declaración de culpabilidad ocurrida allí ni la ejecución
de la pena impuesta como consecuencia de ello. En esto reside lo central de la tesis —que
defiendo— de la no conexión o de la separación entre el derecho al recurso y la presunción de
inocencia.

Esta tesis evita que sean incluidas en nuestros argumentos sobre este problema ciertas premisas
—a saber: las que incluye Matías— que irremediablemente conducen a consecuencias muy
implausibles, como aquella de la supuesta inconstitucionalidad de las condenas consentidas. Creo
que antes que acudir a la poco elegante salida de una solución ad hoc para evitar tener que aceptar

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tales consecuencias es preferible deshacerse, sin más, de las premisas problemáticas. Así,
simplemente asumimos lo más intuitivo: el condenado tras el juicio pierde en ese momento su
condición jurídica de inocente, que en todo caso recobrará —con las reparaciones pertinentes, si
corresponden— si luego el recurso es exitoso. Y esto, como luego se verá, con total independencia
de que esa persona sea, o no, inocente.

Otra vez: no pretendo negar que, tras una primera revisión de la condena, habrá menos
posibilidades de error, y que sería sumamente injusto, por error, condenar a un inocente. Pero el
punto es: ¿debemos asegurarnos tanto de que no haya error, pese a la innegable fortaleza epistémica
del juicio, e incluso a costa del desaire que implica para la víctima y para la sociedad la no ejecución
de una pena que ha sido tenida como merecida más allá de toda duda razonable? Esto también
produce injusticia, en tanto implica el no castigo efectivo de quien, con todas las garantías y con las
mejores condiciones epistémicas disponibles, ha sido hallado culpable.

Tampoco pretendo desconocer que es más cruenta la injusticia que produce el castigo del
inocente que la que genera la absolución del culpable, porque el mal de la pena injusta es claramente
mayor al mal que ocasiona la impunidad injusta. Pero esto último —hay que recalcarlo— también
es un mal, y los Estados de derecho, por tanto, tienen que lidiar con sus efectos nocivos, los que,
como he mostrado en mis trabajos previos, son muchos y son serios. Es necesaria, entonces, una
ponderación, que permita un tratamiento equilibrado de los intereses en juego.

Creo que ese equilibrio es lo que logra la posición que defiendo: conforme a ésta, el condenado,
ante la posibilidad escasa de error que genera un juicio (otra vez: por sus virtudes epistémicas),
puede no obstante recurrir esa sentencia; pero sin que esto implique, precisamente por la muy
probable verdad de tal declaración de culpabilidad, que mientras se produce dicha revisión el
condenado siga siendo tenido, jurídicamente, como inocente, y siga teniendo derecho, por tanto, a
que no se le ejecute la pena.

La baja probabilidad de condenas erróneas resulta de cómo están diseñados nuestros


procedimientos penales, es decir, es de índole teórica. Pero no deja de ser interesante que los datos
empíricos de los que disponemos corroboren, hasta ahora, esa predicción. Si no fuera así, de hecho,
no tendríamos tales procedimientos, o tendríamos que modificarlos de inmediato. Esa —que no es
poca— es toda la importancia que he dado a los datos empíricos observados por Matías. Pero incluso
hay más para predecir: supongamos que, como todo lo indica, terminan generalizándose los juicios
por jurados en Argentina: ¿a qué argumento podrá apelarse en tal caso para negar que es el veredicto

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de culpabilidad del jurado lo que desactiva la presunción de inocencia? La praxis que objeto,
entonces, no sólo deteriora nuestro presente; además, no encaja en nuestro futuro.

Pero volvamos al presente: según datos fehacientes de los que dispongo, y que aún es necesario
procesar, en no pocas ocasiones tanto fiscales como jueces de ejecución están pidiendo y ordenando
detenciones de personas que fueron condenadas hace años, para que comiencen a cumplir su pena.
Y en muchos casos, por el transcurso de tanto tiempo, ya no existen razones preventivas para
justificar sus encierros. Parece injustificado, entonces, obligarlos a cumplir un castigo ahora por lo
que fueron condenados lustros atrás. Ahora bien, ¿es justo liberarlos del mal propio de la pena (hard
treatment) pese a que han sido confirmadas las razones retributivas que demuestran que resulta
merecido?

Dilemas innecesarios en los que se coloca a nuestros funcionarios sólo por insistirse con una
práctica que de ninguna manera tiene fundamentos constitucionales. Y francamente no creo —
como sí cree Matías— que ciertos retoques para acelerar o transparentar la fase recursiva puedan
dar una solución adecuada a este problema. ¿Cuál sería la propuesta? ¿Prohibir el recurso de la
acusación contra sentencias absolutorias? Ello generaría otro sinnúmero de problemas tanto de
justicia como de legitimidad (sobre esto he escrito largamente en otro lugar y no puedo reproducirlo
aquí). ¿O, tal vez, restringir con más fuerza el acceso a la Corte Suprema? Nuestra experiencia
judicial no permite ver como demasiado prometedora esa clase de soluciones; al final, siempre
termina recurriéndose todo. Por lo demás, salvo que la revisión consista en otro juicio oral y público
completo, nunca podrá tener sus mismas virtudes epistémicas.

Por supuesto que sería una tragedia que una sola vez se corrobore la condena de un inocente.
Pero mientras tanto, con la praxis que hoy tenemos, el exceso de benignidad —por ausencia de
ejecución de penas— respecto de demasiadas personas ya declaradas culpables está haciendo
estragos normativos en nuestra sociedad.

V.

Como sea, si estoy advirtiendo que en mis publicaciones previas había desarrollado —ante todo
y por sobre todo— una tesis general acerca de la relación entre la presunción de inocencia y el
derecho al recurso (y no únicamente un análisis particular acerca de la ejecutabilidad inmediata de
las sentencias condenatorias), es gracias a esta discusión con Matías. Por otra parte, también le debo
a él haber detectado que, en mis textos, no había prestado atención a lo que podríamos denominar
“la ¿objeción? de la pena de muerte”.

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Matías, en efecto, en una nota a pie de su crítica, cita una de esas clásicas provocaciones de Julio
Maier cuando ejercía (con habilidad insuperable) su rol de polemista. Reformulo la provocación de
Julio con estas palabras: si no hubiese una vinculación entre presunción de inocencia y derecho al
recurso —la vinculación que yo objeto, precisamente—, entonces, si estuviese vigente la pena de
muerte, habría que matar primero al condenado y después resucitarlo de algún modo en caso de
que el recurso fuese exitoso.

Está claro que eso, más allá de su impacto emotivo, no es un argumento genuino. Por eso, con
razón, mereció apenas una consideración marginal por parte de Matías. Pero hay un punto ahí, y es
pertinente, por tanto, decir algo al respecto. Mi respuesta es esta: también en los sistemas que
prevén la pena de muerte con juicios orales como los nuestros (o incluso mejores, epistémicamente
hablando) es la sentencia de condena dictada tras el debate oral la que debería derrotar a la
presunción de inocencia. Sólo que, en esos casos, el retraso de la ejecución del culpable hasta que
haya sido emitido el último fallo revisor posible se justifica por la irreparabilidad absoluta de esa
clase de pena.

No niego que un solo día de prisión genera daños gravísimos en quien lo sufre. Pero esa pena,
con todo lo cruenta que es, no es absolutamente irreparable como sí lo es la de muerte. Dicho de
un modo simple: no es lo mismo una pena que la otra. La pena de prisión, en caso de revocación de
la condena, puede ser interrumpida (la multa puede ser devuelta, etc.); y, en su caso, habrá de
otorgarse al mal condenado una reparación moral y material para —por cierto que en forma
inevitablemente insuficiente— repararle el daño infringido.

No me parece una buena objeción, entonces, generalizar a partir no tanto de la pena de muerte
en sí, sino, antes bien, de uno de sus principales problemas, que es precisamente la inviabilidad —
en un Estado de derecho— de su ejecución inmediata. Porque eso conduce a desentenderse, sin
justificación seria, de todas las graves dificultades institucionales, señaladas en mis trabajos previos,
que genera la demora en la ejecución de la pena de prisión y de otras más leves. La inviabilidad de
su ejecución inmediata es, en efecto, una de las buenas razones para abolir la pena de muerte,
precisamente porque ello neutraliza muy considerablemente su función expresiva, y hasta sus
efectos retributivos y preventivos, sin perjuicio de las demás objeciones —más importantes—
vinculadas con su extrema crueldad. Toda pena, en efecto, por todo lo que he explicado en esos
trabajos previos, requiere de ejecución inmediata para poder cumplir adecuadamente con las
finalidades que le son propias.

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No obstante, se podría ir más allá en la crítica a mi posición, y plantearse lo siguiente: aceptemos


que la condena tras el juicio derrota la presunción de inocencia, y que a partir de allí el otrora
imputado es un “penado” (para decirlo con el lenguaje de la Constitución). De todos modos: ¿por
qué no diferir la ejecución de esa pena hasta que la condena sea revisada? ¿Por qué el culpable tendría
ese derecho sólo frente a la pena de muerte y no frente a la de prisión, que aunque no sea
absolutamente irreparable es de todas maneras muy cruenta?

En verdad, ya he dado una respuesta posible a esto: porque, llegados a este punto, no queda
más que ponderar si no se quiere perder el necesario equilibrio que este problema tan delicado nos
interpela a conservar. Así, partimos de la tesis de que toda pena sólo puede cumplir acabadamente
con sus fines si es ejecutada de inmediato. No hacerlo genera, de hecho, males muy serios en una
sociedad (los he detallado en mis publicaciones previas, citadas más arriba). Pues bien, frente a ello,
claramente estará justificado admitir tales males si con eso se previene uno mayor —por su absoluta
irreparabilidad—, que es la ejecución de quien es mal condenado a morir. Pero si el mal que genera
la pena no es absolutamente irreparable, y se trata de un mal que en un juicio epistémicamente
robusto ha sido considerado merecido y que ha de producir, asimismo, utilidades extrínsecas de
peso (preventivas, básicamente), entonces debe —siquiera por regla— imponerse de inmediato.
En aras, precisamente, de evitar la seria erosión normativa que producen las repetidas dilaciones en
su ejecución.

VI.

Antes de finalizar, un comentario acerca de una afirmación de Matías que me generó alguna
inquietud: “La injusticia de la condena no solo se define por un error material, sino también por el
incumplimiento de las reglas a las que el propio ciudadano imputado ha supeditado su declaración
de culpabilidad… A ello se refiere la idea de inocencia jurídica que, según entiendo, es la que debe
primar en el proceso penal”. Para analizar esto quisiera partir de algo que, supongo, debería ser un
lugar común: nadie es inocente hasta que se demuestre lo contrario; alguien o es inocente (si no
cometió el delito por el que se lo acusa) o es culpable (si lo cometió), con total independencia de lo
que haya sido probado en un proceso.

Matías, sin embargo, se opondría sutilmente a esto, introduciendo la idea de “inocencia


jurídica”. Ésta, a mi juicio, sería correcta —aunque trivial— si simplemente hiciese referencia a la
presunción jurídica de que alguien es inocente (aunque no lo sea) hasta tanto se pruebe su
culpabilidad, es decir, si fuese otra forma de designar a la presunción de inocencia tradicional. Pero
si con dicha expresión pretende abarcarse algo más, en particular la supuesta concreción de una

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injusticia si se incumplen las reglas del debido proceso —y esto parece indicar Matías—, entonces
ya nos encontramos ante una afirmación muy problemática.

Por supuesto que hay distintas clases de errores posibles en un proceso penal: para decirlo con
las palabras de Matías, están por un lado los errores materiales (v.gr., se dice de alguien que es
culpable cuando en verdad es inocente, o viceversa) y también, por otro lado, los errores formales
(v.gr., se tiene por probada la culpabilidad de un culpable, pero en violación a las reglas del debido
proceso). Sin embargo, sólo un error de la primera clase provocará injusticia; los errores de la
segunda clase generan problemas de legitimidad, que es algo muy diferente. A mi modo de ver, no
tener en cuenta esta distinción entre justicia y legitimidad causa serios inconvenientes no sólo en la
comprensión de la presunción de inocencia, sino también —casi como en una suerte de “efecto
dominó”— en la del funcionamiento de otros institutos procesales muy importantes, como los
recursos y la nulidad, por sólo mencionar dos ejemplos.

Lo que yo le preguntaría a Matías es: ¿para qué forzar las cosas? La presunción de inocencia no
pierde un ápice de su señorío si se la limita al ámbito que le es propio, que es el de la legitimidad
—no la justicia— de las decisiones judiciales en un proceso penal. Si se absuelve a un culpable por
respetarse la presunción de inocencia, esa decisión será irremediablemente injusta, pero también
indiscutiblemente legítima, lo cual es razón suficiente, en un Estado de derecho, para decidir de
conformidad con la Constitución. Del mismo modo, aunque una condena esté apoyada en un
respeto estricto de la presunción de inocencia (porque, por ejemplo, se alcanzó sobradamente el
estándar de prueba correspondiente), de todas maneras será injusta si el condenado es inocente. No
necesitamos ennoblecer a la presunción de inocencia con el prestigio del vocablo “justicia” para que
aquella cumpla acabadamente con su función de garantía.

De hecho, estoy bastante seguro de que la argumentación de Matías no gana nada por sostener
esto de la “inocencia jurídica” o de la “injusticia formal”, por denominarlo de algún modo. Pero lo
que sí sucede si se procede como él lo hace es que, en algún sentido y en algún momento, se acabará
minimizando el problema que emerge cuando no tenemos a un inocente condenado, pero sí a
cientos de declarados culpables que no están cumpliendo la pena que, según esa declaración,
merecen. Sobre lo primero, desde el Iluminismo hasta hoy, se ha llamado mucho la atención, y
habrá que seguir haciéndolo; pero es necesario, además, comenzar a mostrar que tampoco es viable,
en un Estado de derecho, un sistema procesal que provoca, tan asiduamente, lo segundo.

Puedo explicarlo, quizá, un poco mejor: si se sostiene que es debido a la presunción de


inocencia que, continuamente, un número importante de personas declaradas culpables no está

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cumpliendo la pena que les fue impuesta, y si se considera que eso no sólo es legítimo, sino también
justo, entonces, ciertamente, no podrá advertirse que haya en ello alguna clase de problema. Pero
las cosas no tienen por qué ser así: podemos contar con una presunción de inocencia robusta, que
proteja enérgicamente a todo acusado de delito para tender a que no haya ningún inocente
condenado, sin que, a la vez, ello implique la continua persistencia de cientos de personas ya
declaradas culpables a las que, no obstante, no se les ejecuta su pena.

Sé que Matías no quiere esto último, sé que le preocupa –también– lo mismo que a mí; pero
otra vez: estas son las consecuencias necesarias de lo que él sí quiere. Por mi parte, también me
preocupa lo mismo que a él: no admitiría jamás un sistema procesal que genere chances relevantes
de condenar a inocentes. Pero tampoco me parece admisible uno que conduzca a lo que hoy tenemos
en Argentina.

Gracias a la praxis actual, los tribunales de juicio pierden gravitación —y por tanto
responsabilidad— en el marco de un diseño institucional que, paradójicamente, por razones
constitucionales les concede el papel central. Pero la realidad que nos embarga no puede ser
diferente si ese diseño constitucional es tergiversado por prácticas o leyes que, en los hechos,
desplazan dicho protagonismo a los tribunales de casación, que ostentan una condición epistémica
irreductiblemente inferior a la de los de juicio.

Rawls —a quien Matías ha leído muy bien— lo decía muy claramente: un sistema de
distribución de bienes (o de males) procedimentalmente irreprochable acabará siendo incluso
procedimentalmente inaceptable si conduce muy asiduamente a resultados sustantivamente injustos.
No hay, por tanto, justicia procedimental pura; o con más precisión: no hay justicia procedimental
si ésta conduce a resultados sustantivamente injustos. Por eso Rawls, en ese mismo texto (Reply to
Habermas), distingue con claridad entre dos clases de problemas. Por un lado, están los problemas
de legitimidad, vinculados a los procedimientos que tenemos para resolver nuestras disputas, que
se detectan y resuelven en función del incumplimiento y el cumplimiento —respectivamente— de
las mismas reglas que los conforman. Y, por el otro, están los problemas de justicia, vinculados a
los resultados de esos procedimientos, cuya detección y resolución depende de parámetros morales
externos a tales reglas, desde los cuales puede reprobarse, por tanto, incluso su cumplimiento.

VII.

No es necesaria esta aclaración, pero quiero decir lo siguiente: si me he ocupado con tanto
detenimiento de los comentarios de Matías no es, únicamente, por tratar de escapar a las malas

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costumbres señaladas por Nino (entre otros), recordadas en la presentación de estos “Debates en
Derecho Penal”. La razón principal, naturalmente, reside en la la profundidad de las críticas que
Matías me ha dirigido. El tema sobre el que hemos debatido se presta especialmente a ser abordado
en forma superficial, con base en meros eslóganes y lugares comunes. No es lo que hizo Matías, ni
lo que haría, pues estamos ante un académico de dotes singulares que no solo conoce perfectamente
las reglas de este juego del “bien debatir”, sino que, además, domina su materia como pocos. Por
eso ha sido un placer para mí haber tenido esta oportunidad de discutir con él.

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