Cubagua Ante La Critica
Cubagua Ante La Critica
Cubagua Ante La Critica
ANTE LA CRÍTICA
CUBAGUA
ANTE LA CRÍTICA
José Nucete Sardi / Ángel Mancera Galletti /
Fernando Paz Castillo / Guillermo Sucre /
Osvaldo Larrazábal Henríquez /
Elvira Macht de Vera / Orlando Araujo /
Domingo Miliani / Ángel Vilanova /
Violeta Urbina Tosta / Alexis Márquez Rodríguez /
Douglas Bohórquez / Gustavo Luis Carrera /
José Balza / Margoth Carrillo Pimentel /
Julio Miranda / Roberto Ferro /
Luis Britto García / Carlos Pacheco /
Alejandro Bruzual / Rosaura Sánchez Vega /
Cécile Bertin-Elisabeth /
Aura Marina Boadas / Luis Delgado Arria /
Luis Duno-Gottberg / Carlos Eduardo Morreo /
Juan Duchesne-Winter
COMPILADOR
Alejandro Bruzual
1ª edición en Monte Ávila Editores Latinoamericana, 2021
diseño de portada
Javier Véliz
VII
que finalmente se conociera en el país una obra que ya se había con-
vertido en una suerte de misterio literario, como había referido José
Nucete Sardi, en lo que se considera la primera crítica aparecida
sobre Cubagua, en 1933, hasta donde hemos podido comprobar
y como ratifica Gustavo Luis Carrera. Posteriormente, el autor pre-
paró dos nuevas ediciones, una para el Ministerio de Educación
Nacional, en 1947 y, la otra, para la Biblioteca Básica de Cultura
Venezolana, en 1959. Sin embargo, esta última fue desconocida
y desautorizada por el mismo autor, aduciendo que los editores no
habían respetado su deseo de publicar una nueva versión corregida,
que debía de ir acompañada de La galera de Tiberio (1938), su si-
guiente novela, cuyo texto también había revisado exhaustivamente.
En efecto, de seguro desmotivado por la escasa lectura que
había despertado Cubagua y el silencio crítico con que había sido
recibida, así como expresando insatisfacción con su escritura,
Núñez corrigió la breve obra con una insistencia que todavía resulta
sorprendente. Los materiales que se conservan en sus archivos per-
miten intuir que la trabajó desde antes de que llegara la primera
edición a sus manos, y que no detuvo la atención sobre ella hasta el
momento de su muerte. Es decir, fue un proceso de escritura y rees-
critura de más de treinta y cinco años. Si las cuatro ediciones en vida,
y algunos ejemplares sueltos con correcciones manuscritas, mues-
tran cambios menores y no siempre acumulativos, dejó al menos
una versión póstuma, que fue fuertemente intervenida.
Más allá de la complejidad conceptual y estética que pre-
senta la novela, e incluso la posible sombra que le hubieran po-
dido haber hecho las coetáneas Doña Bárbara (1929) y Las lanzas
coloradas (1931) —como afirmaron Domingo Miliani y Orlando
Araujo, y luego ha sido repetido por diversos críticos hasta el pre-
sente—, obras más afortunadas en términos de inscripción canó-
nica y experiencia editorial, nada explica el porqué se diluyó tan
radicalmente la sorpresa que tuvo que haber causado esta peculiar
y breve novela en el medio literario y cultural venezolano. Y de
haber sido un «deslumbramiento» (Miliani) ante esas otras dos
novelas, que estaban a los dos extremos del rango de expectativas
del lector de la época, tampoco se entiende el que las nuevas edi-
ciones no llamaran la atención posterior de la crítica (así fuera
VIII
como interrogante), tanto como la de los escritores más osados de
esos años. Sigue siendo un misterio que esa condición de «invi-
sibilidad» —como afirma Carlos Pacheco— persistiera hasta, al
menos, mediados de la década de 1960, una vez muerto el autor.
Como se verá en la selección que aquí ofrecemos, el mismo tema
del «silenciamiento» se ha vuelto un paradójico acicate para su lec-
tura, además de un indicador de las dinámicas internas de la crítica
y del medio literario en el país.
Así, en un esfuerzo por describir la desidia intelectual ante
una obra que abría nuevos caminos a la narrativa nacional —e in-
cluso continental—, Araujo afirmó que había sido recibida en su
momento como «un librito extraño, evocador y fabulante, que no
dejaba de ser historia sin llegar a ser novela». Con un dejo irónico
ante la actitud de los críticos, procedió a resumir la primera etapa
de recepción revisando los panoramas generales de la narrativa
venezolana de la época:
IX
con las que la alababa adversándola como una «prosa preciosa
y poética, pero castigada». Intuimos que esto contribuyó a que
Cubagua se convirtiera, precisamente y por mucho tiempo, en una
novela «castigada» en el mundo literario nacional. Se hubiera es-
perado, más bien, que estos críticos y escritores percibieran en esa
breve novela, al menos, su forma audaz de relacionarse con el mo-
mento y la historia de la nación latinoamericana; su atrevimiento
para expresar la más sutil y acuciosa crítica al proyecto neocolonial
petrolero del gomecismo, en su fase de instalación, que se hubiera
hecho desde la literatura, a la vez que ofrecía la contribución más
compleja —impura y contaminada en términos historiográficos—
de Venezuela a las vanguardias históricas, como se viene recono-
ciendo más recientemente.
No obstante, hay que señalar que en las primeras y breves
notas periodísticas publicadas durante esos primeros años se seña-
laban ya las nervaduras conceptuales que desarrollaría gran parte
de las lecturas y estudios posteriores, durante décadas, como el
peculiar lenguaje y estilo poético, el complejo manejo del tiempo
y el acertado cruce entre mito e historia. En efecto, Nucete Sardi,
en El Universal de Caracas, el 5 junio de 1933, enfatizó el doblez
de su trama como verdad problemática:
X
encontrarse «ante un gran libro venezolano», sin alcanzar respuesta
para lo que entiende ya como un silencio crítico:
XI
artística. Otros forzaron una explicación racional de lo que, pre-
cisamente, la novela llevaba al terreno de una ambigüedad multi-
plicadora de sentido. Se discutió —si bien no siempre de manera
abierta— su condición vanguardista. Mucho más tarde, el crí-
tico Javier Lasarte, si bien no ha estudiado en particular la obra
de Núñez, propuso con argumentos contundentes una revalori-
zación de la novela anterior, Después de Ayacucho (1920), por su
intención paródica, incluyendo al autor junto con otros escritores
destacados de esa década —Julio Garmendia, Teresa de la Parra,
el mismo Ramos Sucre— dentro de un período historiográfico
posmoderno venezolano, que habría cobrado en ellos características
y actividad profesional definidas y suficientes.
También, durante esta importante etapa de estudios —y en
alguna medida hasta el presente—, se hizo énfasis en el carácter
precursor de la novela, intentando incorporarla en una teleología
ordenadora de destrezas literarias, como prefiguración funda-
mental del «realismo mágico», así como también de aspectos atri-
buidos al boom o al posboom, la Nueva Novela Histórica, y de todo
lo que ha sido conocido como Nueva Narrativa Latinoamericana.
En esta dirección y a partir de entonces, se incrementaron las re-
ferencias y los paralelismos con otras obras continentales, y co-
menzaron a elaborarse estudios propiamente comparativos, si bien
centrados en la literatura venezolana.
Un breve texto de Guillermo Sucre, precisamente de 1964
y que sirvió de introducción dos años más tarde a una edición de
La ciudad de los techos rojos, dio un vuelco radical y definitivo en la
percepción del trabajo intelectual de Núñez. El crítico advirtió,
por primera vez, que el hecho fundamental de su escritura no ra-
dicaba en lo estético como tal, sino en ser producto de una «poesía
activa y actuante» —poiesis—, que expresaba un compromiso pro-
fundo con la realidad que pasaba por la palabra, pero que no se
quedaba en ella. Para Sucre, Cubagua era una «novela pura», pro-
ducto de una actitud ética ante la escritura. Advertía también la
coexistencia de lo real y lo irreal en el ámbito de lo maravilloso,
lo que resulta muy productivo para la interpretación de la obra,
así como señalaba la potencialidad conceptual de su ambigüedad,
que había desorientado a la crítica anterior. Encontraba, en fin, la
XII
voluntad y el pensamiento de un fundador (incluso en sentido
propiamente político) en la búsqueda de rasgos de pensamiento
y acción de donde pudiera surgir la nación pendiente. «Nunca un
solitario estuvo más cerca de la empresa común, más cerca del
alma esencial que nos pertenece».
Osvaldo Larrazábal Henríquez, por su parte, fue el pionero
de los estudios monográficos sobre la narrativa de Núñez, en 1969.
En el largo capítulo que le dedicó a Cubagua, pasó revista de la
crítica anterior, hasta entonces hemerográfica, reconsiderando
muchas de sus intuiciones, e introdujo la discusión sobre la cons-
titución de sus personajes y la propuesta formal. Las abundantes
relaciones con el resto de la obra de Núñez se muestran, desde
entonces, imprescindibles para su comprensión plena. Sin em-
bargo, este trabajo no pasó de ser fundamentalmente descriptivo.
En cambio, el breve texto de Elvira Macht de Vera introdujo la
inquietud de la denuncia y la advertencia presentes en la novela,
para señalar la descomposición social y los riesgos del proyecto
económico que comenzaba en Venezuela, alrededor de la explota-
ción intensiva del petróleo, así como fue ella quien primero ofreció
atisbos de una crítica comparativa.
Un trabajo importante fue el del novelista y también eco-
nomista Orlando Araujo, quien comenzó a desarrollar las ideas
fundamentales de su análisis sobre el autor en la presentación edi-
torial de Cacao, ensayo póstumo e incompleto de Núñez, publicado
en 1972. Dos años más tarde, el crítico le dedicó una larga sec-
ción de su libro sobre narrativa venezolana, para editar luego un
estudio monográfico, en 1980, en el que retomó sus escritos an-
teriores sobre el autor. Araujo, como Sucre, reafirmó la presencia
de un pensamiento propiamente ensayístico en esta narrativa, y
abordó la idea del tiempo circular en Cubagua. Rechazó el énfasis
sobre un mero poetizar la historia, aceptando más bien las ambi-
güedades del desarrollo de la trama como un aspecto central en la
concepción formal de la novela. De hecho, desplazó el eje de las
visiones esteticistas, para recalcar que lo perdurable de «esta pe-
queña obra maestra» no se centraba en los avances técnicos de su
escritura, sino en la producción de «una concepción del hombre
del Nuevo Mundo y un sentido del destino indoamericano».
XIII
Precisamente sobre este punto insistiría Domingo Miliani
—en el prólogo de la edición conjunta de Cubagua y La galera de Ti-
berio para Casa de las Américas, en La Habana, en 1978, que fue la
primera que se hizo fuera de Venezuela—, proponiendo que Núñez
había rebasado los límites de la literatura nacional para serlo, plena-
mente, de la América Latina. Buscó entender el sentido conceptual
del trabajo estético. La compleja elaboración del tiempo en la no-
vela era, así, una herramienta gracias a la cual lograba denunciar el
proyecto neocolonial modernizador. Miliani también discutió la
doble consistencia mítica e histórica de la trama, viendo en el uso
del mito una posible interpretación de la realidad abstraída del
tiempo histórico. Asimismo, fue el primero en introducir el con-
cepto de «intrahistoria» para señalar una visión «desde abajo», de
lo vivido en la conciencia del pueblo, lo que atiende a la propuesta
del mismo Núñez de la necesidad de escribir la historia de lo no
historiado, tema que desarrolló en su notable discurso de incorpo-
ración como Individuo de Número a la Academia Nacional de la
Historia, en 1948.
El siguiente artículo que aporta énfasis nuevos en la escena
crítica de la novela es el de Ángel Vilanova, quien argumenta un
sentido iniciático en el viaje del protagonista Ramón Leiziaga a la
isla de Cubagua, en particular en el capítulo de «El areyto», que
sería una suerte de bajada al Averno, en la perspectiva de Pedro
Páramo y Adán Buenosayres. Se dirigía, de este modo, al análisis
comparativo y latinoamericano.
Dentro de esta misma etapa intermedia, el ensayo de Violeta
Urbina Tosta profundizó en la utilización del mito como elemento
unificador de la estructura y el estilo. Al lado de esto, hay que con-
siderar el nuevo esfuerzo de Larrazábal Henríquez, en el prólogo
que escribió para la publicación conjunta de las dos novelas prin-
cipales y algunos ensayos en Biblioteca Ayacucho. Si bien retoma
la casi totalidad de los criterios expuestos en su libro monográfico
anterior, destaca el hecho de haber comentado por primera vez al-
gunas de las variantes que ofrecen las ediciones posteriores a la
muerte del autor (como parece ser la que allí mismo publicaba) con
respecto a las conocidas en vida de Núñez, si bien no replanteó las
conclusiones a las que había llegado en su primer ensayo.
XIV
Alexis Márquez Rodríguez, quien ya había escrito sobre la
novela en 1985, reelaboró cinco años más tarde algunas de sus
ideas sobre el carácter precursor de Cubagua en términos esti-
lísticos (en particular, referentes al «realismo mágico»), la con-
cepción del tiempo y la compleja utilización de la historia en la
novela, aventurando algunas críticas al autor.
Ese mismo año se publicó el estudio monográfico de Dou-
glas Bohórquez, Escritura, memoria y utopía en Enrique Bernardo
Núñez. Entre los principales aspectos que allí trata se encuentra
una nueva aproximación a la escritura poética del autor —«realismo
poético»—, que lleva elementos de lo lírico al terreno de la narra-
tiva, lo que sería responsable de la atmósfera enigmática en que se
desarrolla la trama y de sus «virtualidades significantes». Prosi-
guiendo la línea abierta por Vilanova, en el capítulo que incluimos
aquí, precisa la construcción de la novela por «desintegración y
fragmentación misma del mito», que es organizado en «escritura
poética», moviéndose en los «dominios» de la ficción y no de la
historia. La Cubagua-isla es presentada como omphalos, e insiste
en la presencia del tiempo circular —aunque no sagrado— que
apelaría al uso del arquetipo, y a la «pérdida del paraíso» instalado
en las relaciones de poder colonial.
El también novelista Gustavo Luis Carrera —quien en un
estudio de 1972 había incluido Cubagua entre las primeras novelas
del petróleo en Venezuela—, en 1994, trabajó su condición de
iniciadora de la «novela estéticamente contemporánea», ubicán-
dola en términos historiográficos. No obstante destacarla como
una «creación poderosa», fue el primer crítico (y prácticamente
el único) que haya expresado opiniones abiertamente negativas
sobre Cubagua, considerándola desigual «en materia de estilo»,
con «caídas expresivas y del recurso a insípidos o detestables lu-
gares comunes», así como advierte insuficiencias en el desarrollo
de los personajes. Esto pudiera justificarse al considerar las pro-
mesas temáticas incumplidas que se dan en el primer capítulo, y
que quedan en evidencia en la transformación genética de la novela.
De igual modo, el profesor y novelista José Balza sigue las intui-
ciones primeras de Sucre, destacando la «ficción del pensamiento»
como un acto de reflexión «nacional», que permite concebir la obra
XV
de Núñez como una suerte de «novela venezolana» que inscribe
y escribe sus propios mitos.
En 1995, Margoth Carrillo Pimentel —quien ya había es-
crito un artículo sobre La galera de Tiberio un año antes— publicó
un libro dedicado a «la modernidad en Cubagua». Ahí señala la
compleja y diversa conciencia del tiempo como problema prin-
cipal de la novela moderna, y define recursos de estratificación
discursiva —indeterminación y simultaneidad—, para llamar la
atención sobre la muy posible influencia de la filosofía de Henri
Bergson sobre Núñez.
La interpretación fílmica que realizó Michel New, en Mé-
rida, había ya irrumpido en este recorrido crítico, sufriendo nu-
merosos percances en su concepción, producción y distribución,
extrañamente equiparables a la suerte misma de la novela. Así, en
un doble ejercicio de reflexión, el texto del crítico literario y ci-
nematográfico cubano Julio Miranda, de 1995, toma como base
conceptos que ya había desarrollado sobre la obra de Núñez en
sus estudios sobre la narrativa venezolana, cuando destacó Cu-
bagua como la mayor renovación en términos formales, «de abso-
luta contemporaneidad», como ejemplo único en Venezuela de «lo
real-maravilloso», todavía en 1975, y primero absoluto en todo el
continente. En su ensayo sobre la película de New, que incluimos
aquí, Miranda revisa los logros alcanzados tanto por los guionistas
como por el director, señalando también los límites del esfuerzo,
apelando a las potencialidades creativas de la novela.
El siguiente crítico que se incluye en esta selección es el ar-
gentino Roberto Ferro, quien, en una ponencia de 1997, describe
la escritura de Núñez como una «cartografía de la memoria», pro-
poniendo una mayor complejidad a la hora de percibir el manejo
del tiempo en la novela. Advierte la coexistencia, al menos, de tres
niveles de percepción del tiempo: la historicidad (la visión teleo-
lógica), la intratemporalidad (la repetición y la circularidad) y la
temporalidad detenida (la permanencia en el cambio). Habla tam-
bién de una contraposición entre cultura y naturaleza, en cuanto
a que el tiempo de «las producciones humanas» está inscrito en «la
pura duración del tiempo abismal incesante de la abrumadora pre-
sencia del paisaje natural». Sobre este aspecto había reflexionado
XVI
ya el mismo Núñez en Una ojeada al mapa de Venezuela (1933-
1934), relacionándolo con el «secreto de la tierra», concepto usado
de manera tan diversa y flexible por sus críticos que se ha convertido
en una suerte de significante vacío.
Luis Britto García se interesó —novelista él mismo— en de
sentrañar el peculiar uso de los tiempos verbales y, de allí, en el ma-
nejo y la percepción de la historia, centrando su estudio en Cubagua,
pero cruzando reflexiones y citas tomadas de La galera de Tiberio,
El hombre de la levita gris y algunos de los ensayos más conocidos
de Núñez. No obstante, el elemento más relevante que aporta este
pensador al desenvolvimiento crítico de la novela es la relación que
encuentra allí entre persistencia picaresca (tema central de un cuento
anterior de Núñez, «Don Pablos en América») y tragedia nacional,
lo que impide la transformación tanto del protagonista Leiziaga-
Lampugnano como de la situación neocolonial que vive la nación.
En un nuevo trabajo, de 1999, luego de haber publicado
otro sobre la ensayística de Núñez, y anterior al que elaboraría
sobre Después de Ayacucho, Douglas Bohórquez estudia en para-
lelo Doña Bárbara y Cubagua, para concluir que en esta prima el
texto y su condición literaria. En cambio, Carlos Pacheco —quien
ya había publicado un artículo anterior que sirvió de base para el
que aquí incluimos— argumenta que esta «pequeña obra maestra»
es la fundadora de la nueva novela histórica hispanoamericana,
definiendo sus cualidades en referencia a trabajos posteriores,
ciertamente mejor conocidos, de la historia literaria nacional y
continental, mostrando una resistencia a la visión y a los métodos
de los historiadores de su época.
Se inicia, entonces, una tercera etapa en la crítica de la novela.
En ella, por un lado, se busca sustentar una posición subalterna,
poscolonial o decolonial en el texto de Núñez, que estaría anun-
ciada allí con notable precocidad. Por otro, se profundiza y se hace
a cabalidad el examen comparativo propiamente dicho, para en-
contrar conexiones con obras y autores continentales y caribeños,
que apoyan la ya insistente y constante propuesta de inscripción
canónica latinoamericana. Finalmente, se verifica una renovación
radical de las fuentes bibliográficas, las referencias teóricas y los
conceptos utilizados en estos estudios.
XVII
En la dirección de Miliani, nuestro texto (A. B.) revisa la
crítica que hace la novela al estamento hegemónico de la nación,
entendiéndola como un presagio del fracaso neocolonial del pro-
yecto petrolero en ciernes. Por otra parte, se vuelve al énfasis en
lo temporal, para entender la trama como la disputa de diversas
percepciones del tiempo, expresado en la constitución estético-
conceptual de los personajes, así como a la necesidad de aceptar
la coexistencia de múltiples puntos de vista sobre la realidad, para la
comprensión plena de la novela.
Por su parte, Rosaura Sánchez Vega se centra en el capítulo
dedicado a la Nueva Cádiz de Cubagua para argumentar que la
novela de Núñez es uno de los primeros intentos de «novelística
intrahistórica hispanoamericana», distinta tanto a la novela histó-
rica tradicional como a la que sería considerada la nueva narrativa
histórica, en cuanto realza la intervención de personajes subal-
ternos, parodia la historia oficial y privilegia la heteroglosia. Para
ello, además, aborda el cotejo con Las lanzas coloradas. En cambio,
si bien también centrada en dicho capítulo, pero revisando además
«Vocchi» (cap. V) y en parte «El areyto» (cap. VI), la crítico fran-
comartiniqueña Cécile Bertin-Elisabeth estudia la «reescritura»
de los mitos en esta novela. Resulta novedoso en su artículo el en-
foque a la cultura asiática, que hace en la interpretación de Nila
y Vocchi. Según ella (quien también ha reflexionado sobre la rees-
critura picaresca en Don Pablos en América), el uso parafrástico del
mito tiene la intención de suplir la historia no escrita, interpelando
la historia oficial, en una búsqueda identitaria que pone énfasis en
el aporte americano.
El trabajo de Aura Marina Boadas inscribe, por primera vez
de manera expresa, Cubagua dentro de una literatura y un marco
crítico insular-caribeños, y para ello, enriquece el marco compa-
rativo que se había utilizado para leer la novela, compartiendo
el análisis de otras dos novelas venezolanas bastante posteriores,
Ínsulas de Renato Rodríguez y La otra isla de Francisco Suniaga.
Retoma aquí el concepto de «intrahistoria», como una visión «desde
los márgenes del poder», distante de la historia académica. Dentro
de igual impulso comparativo, que se ha ido acentuando con el
XVIII
paso del tiempo, el crítico y poeta Luis Delgado Arria se centra
y profundiza en la relación de Cubagua con Pedro Páramo, la cono-
cida obra de Juan Rulfo, para leer los dos breves textos cruzando
sus respectivas aproximaciones críticas.
Luis Duno-Gottberg, quien había ya analizado Cubagua
junto a La galera de Tiberio en un artículo de 2010, apoyándose
en conceptos desarrollados sobre el pensamiento de Walter Ben-
jamin, vuelve sobre el filósofo alemán para tratar el tema de la
ruina, el coleccionista y la construcción de la «otra historia» como
gestos contra-(neo)coloniales, en ambas novelas, dentro del con-
texto caribeño. Suma, en este caso, referencias a Michel Foucault
(tanto a su La arqueología del saber como al Orden del discurso) y otros
teóricos, para una renovación del punto de vista de la crítica de la
novela. De manera frescamente innovadora y con una aproxima-
ción a los estudios culturales, trabaja también la novela valiéndose
de un grabado colonial de Johannes Stradanus y referencias a la
primera película sonora venezolana, La Venus de nácar, de 1932.
Apartándose un tanto de la dinámica hasta aquí resaltada,
el sociólogo y escritor Carlos Eduardo Morreo revela el potencial
decolonial del pensamiento de Núñez, elaborando el concepto de
«claros de sentido» (de influencia heideggeriana), con el que analiza
la obra como rechazo del «valor del capital y las formas de lo mo-
derno/colonial», buscando las contradicciones entre «el cuerpo polí
tico y el cuerpo material de la nación». Siguiendo los cruces entre
Walter Benjamin y Núñez, propone un «tiempo en constelación»
entre el pasado y el presente.
Para completar los ochenta años de crítica, comenzada en
1933, el crítico y teórico caribeñista puertorriqueño Juan Du-
chesne-Winter, en un texto escrito especialmente para este volumen,
en 2013, lee el corpus completo aquí presentado para proponer una
inscripción de la novela en una amplia concepción del «Caribe in-
terior excéntrico», que rebasa la reducción del campo de estudio
a las islas, en una «perspectiva cosmográfica». Ofrece, así, un aparato
conceptual notablemente productivo, que muestra la comprensión
del sentido profundo de las culturas amerindias, que cruza con aper-
turas del pensamiento occidental más reciente, basado en Gilles
XIX
Deleuze y Bruno Latour. El crítico sorprende al proponer la obra
como una «novela indigenista, mas no en el sentido convencional,
costumbrista o culturalista, sino en una dimensión cosmopolítica».
Finalmente, no obstante excedamos el marco cronológico
inicialmente planteado, pero aprovechando una nueva y peculiar
edición de la novela en 2014, se agrega parte del estudio introduc-
torio de la revisión crítico-genética que nosotros mismos llevamos
a cabo, por ofrecer desde los materiales pre-textuales una inter-
pretación del intenso trabajo de escritura, cambio y corrección que
ejerció el autor sobre su obra. De este estudio se desprenden ideas
que pueden ayudar a dilucidar dudas diversas planteadas por los
críticos hasta ahora, en cuanto a las peculiaridades estéticas y con-
ceptuales de sus personajes, así como contribuye a la comprensión
de su estructura formal definitiva. Este trabajo agrega a la discu-
sión algunos atisbos de los materiales de archivo, que permanecen
todavía inéditos.
Si en toda la primera y larga etapa de más de treinta años
de este panorama crítico los comentarios sobre Cubagua se redu-
jeron a breves notas de prensa, desde la muerte de Enrique Ber-
nardo Núñez, y a lo largo de medio siglo, la atención y la densidad
de los análisis han ido en aumento (no obstante, apenas haya su-
cedido algo similar con respecto al resto de su bibliografía), dedi-
cándosele artículos en revistas especializadas y unos pocos estudios
monográficos, acrecentándose, desde entonces, el número de tesis
de grado y posgrado dedicados al autor y a su obra. Sin embargo,
su principal novela sigue siendo un texto susceptible de nuevas re-
flexiones, quedando todavía numerosos aspectos que aún no han
sido tratados, entre otros y solo por nombrar tres de los más evi-
dentes: sus características y funcionamiento metatextuales, la pe-
culiar inmersión en la simbología indígena y, habrá que reconocer,
una verdadera y profunda valoración de género.
Así, el recorrido por los textos incluidos en este volumen,
que abarcan ocho décadas, invita a la percepción de un complejo
campo literario venezolano, en el cual se verifican discusiones pro-
pias, internas, con múltiples perspectivas de estudio, en una com-
pleja elaboración de ideas que han ido surgiendo y heredándose,
no siempre de manera inmediata o lineal, para conformar un
XX
complejo y atractivo panorama crítico. En un sentido más bien
generoso, este libro compensa, aunque solo parcialmente, el silencio
culpable que rodeó la novela y signó el esfuerzo literario del autor,
reforzando el carácter canónico de Cubagua y su lugar innovador
en todo el ámbito de la literatura en castellano, no solo continental.
Alejandro Bruzual
Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos (Celarg)
XXI
Consideraciones acerca de esta edición
XXIII
Sin embargo, se ha puesto especial atención en regularizar y, en
la medida de lo posible, precisar, completar y corregir, cuando
ha sido el caso, las fuentes de información y la bibliografía em-
pleadas, colocadas todas a pie de página (con el fin de unificarlos
con los textos provenientes de libros), facilitando la tarea del lector
y propiciando la producción de una nueva crítica sobre Cubagua.
Asimismo y sin hacerlo evidente, se han corregido los errores que
aparecían en las transcripciones de las citas textuales de la novela
y de otros textos de Núñez, siguiendo, en lo posible, las mismas
ediciones utilizadas por sus autores.
En todos los casos, los números de página de la respectiva
edición de Cubagua, utilizada por cada uno de los críticos, fueron
subidos al propio texto, entre paréntesis, lo que ha significado un
ahorro significativo de las notas al pie. El resto de las referencias
bibliográficas se dan al pie, con mayor detalle.
Se han incluido poquísimas notas editoriales, intentando
ajustar ciertos criterios o información inexacta, con la debida in-
dicación. Se han atendido algunos aspectos ortotipográficos, uni-
ficado el uso de mayúsculas, y resuelto poquísimos lapsus calami,
sin llamar la atención sobre ellos. Y cuando ha sido posible, se
ofrecen versiones revisadas por sus propios autores.
A. B.
Caracas, 2013-2019
XXIV
Cubagua de Enrique Bernardo Núñez
Libro de poesía y realidad*
José Nucete Sardi
1
Enrique Bernardo Núñez es de los escritores que conoce
bien el poder milagroso de las palabras, la taumaturgia del giro,
la aplicación de la frase desbordada de lirismo, aun cuando en su
estilo se note a veces algún desfallecimiento, alguna abulia, y en sus
obras se sorprenda un mal tan corriente entre nosotros: la premura.
Conocida es su labor anterior, su bi[bli]ografía es ya abun-
dante. Cinco o seis obras —dos de ellas publicadas en diarios y re-
vistas— el resto en volúmenes, y sus trabajos para la prensa diaria,
pero de ella, recordamos con especial placer sus estudios sobre es-
critores venezolanos y el volumen que bajo el título de Don Pablos
en América recoge tres bellos relatos llenos de poesía, de leyenda,
del ayer de nuestra tierra.
Cubagua es una bella novela que nos hace penetrar en el sor-
tilegio de las islas nuestras perdidas en orientes de perlas y largos
amaneceres de oro. Margarita, «Tierra bella, isla de perlas…». Es
una novela que se convierte en poema, que naufraga en un bello
poema, en el cual, el ayer y el hoy se confunden; la realidad de hoy
se pierde en la evocación del pasado y el pasado lejano se incorpora
al presente, envolviéndonos en un halo de cosas reales e irreales, de
vida y de sueño, dejándonos la inquietud de una vida que hemos
vivido a través de las páginas emocionadas y que soñamos después.
Quizás la novela no queda totalmente realizada, por su bello
naufragio en el poema: pero triunfa el relato poético y para nuestro
gusto, esto aumenta la belleza del libro.
La narración se va rodeando de ayer y de hoy hasta ha-
cernos confundir —intencionalmente lo hace el autor— lo que
pasó y lo que pasa, produciéndose una sensación de estatismo; lo
de ayer pasó hoy y lo de hoy ya había sucedido ayer. «Todo estaba
como hace cuatrocientos años…». Persiste en nosotros, a través
de nuestras taras o virtudes, la huella aborigen, absorbida por la
civilización conquistadora.
Los personajes van surgiendo un tanto a prisa, en la maraña
de la trama, ungidos por el ambiente de leyenda y de poesía en que
se mueven el negrero de ayer, leproso de hoy —Pedro Cálice—;
el conde milanés Luis de Lampugnano, buscador de oro y perlas
de antaño, paraleliza con Leiziaga, buscador de petróleo de hoy
y fiscal de perlas; fray Dionisio, inevitable misionero de siempre,
2
y los funcionarios de ambas épocas con sus líneas más o menos
iguales, pasan tras el encanto de Nila, símbolo eterno que triunfa
como una evocación de la mujer de siempre, bajo la caricia de los
astros en las noches de pasión y de misterio.
Ordaz, Cálice, Ocampo, Cedeño: nombres que fueron y
que son, traspasados del ayer al hoy, envueltos ahora en el recuerdo
de lo que fueron, aun cuando el Diego Ordaz de hoy, despojado de
aceros y armaduras conquistadoras, tenga un detal de licores en el
camino de Juan Griego a La Asunción. Estos nombres pasan en la
«Nueva Cádiz» de otrora —capítulo sobresaliente del libro, por su
fuerza e intensidad evocadoras— y se sumergen en el diario vivir
actual, entre cardones que inspiran «un respeto supersticioso».
La leyenda de Vocchi y los giros del areyto, despiertan al suave
fulgor de las thenocas, mientras El Faraute se desliza en las aguas
consteladas y «las islas sueñan con el azul profundo que las enlaza
y con sus orlas de nieve efímera» —en la realidad— como en este
bello relato poemático de Enrique Bernardo Núñez.
3
Cubagua *
Ángel Mancera Galletti
* Extracto del capítulo «Enrique Bernardo Núñez», del libro Quiénes narran
y cuentan en Venezuela. Fichero bibliográfico para una historia de la novela y
del cuento venezolanos, Caracas, Ed. Caribe, 1958, pp. 135-145.
1 Este texto no muestra referencias bibliográficas. Se utiliza, para preci-
sarlas, la edición de Cubagua, Caracas, Monte Ávila Editores Latinoame-
ricana, 2012.
5
Cubagua es un poema de la narrativa, con instancias en las
que se exalta la belleza de las costas margariteñas y en donde la
evocación es fiel a la reconstrucción de una época. Tiene el corte
excepcional de una de esas historias que arrancan del pasado, se
arremansa en los viejos infolios, y ante la influencia poderosa de un
autor, se desprende de esas páginas y las imágenes con las figuras
que representan, atraen e interesan apasionadamente.
6
La huella de la historia en el escudo de España. El abandono en la
impresión de las viviendas que se están cayendo; el castillo de Santa
Rosa, la grandeza de ese pasado que Cubagua va a desentrañar del
olvido en un poema admirable.
«Tierra bella, isla de perlas…», que es como la introducción
de Cubagua, sorprende por la pausa, el cuidado de fijar el perso-
naje, de captar el ambiente y de mezclar las impresiones en el aná-
lisis crítico de las circunstancias y las alusiones personales. Un juez
con sus flaquezas, una mulata despierta, altanera y bullanguera,
un secretario borracho y unos sistemas de gobierno feudales;
la burocracia gira en torno y la aventura se reserva en la novela
para las páginas de la sugerencia.
En la parte en que el escritor concretiza las figuras que ini-
cialmente parecían las predominantes en la trama de Cubagua, la
inclinación por el comentario que fijase el medio, con sus taras
y mezquindades, surge con lo tradicional en la angustia que la isla
padece por la carencia de los elementos esenciales para la vida. El
comentario es agudo en el concepto general. Capta un momento
real de la isla:
7
Así se le quiere juzgar porque en él se intuye como un hálito
que conduce a la fantasía.
***
8
la angustia del novelista maltratado por la crítica. Y la frase nace
como en el acto de la creación y adquiere forma e imagen, en el
sentido poético, que fluye con la espontaneidad impetuosa y se di-
buja en lo artístico de una obra excepcional como esa de Cubagua,
en cuya literatura se encuentra el acento de los grandes libros en
que se cifran las reputaciones de los mejores autores.
Ante la estructura que va levantándose penosamente en las
páginas del libro con pausa y parsimonia y casi con mansedumbre,
se escapa una figura legendaria, la de Nila, la extraña mujer en la
que el verso de la imagen va a estallar en el misterio que la nimba.
—Todo fraile guarda bajo el hábito el secreto de una linda moza (id.).
***
9
esclavos. Los indios descubrieron entonces entre las zarzas, junto
a una caverna, morada de adivinos, una figura resplandeciente.
Tenía un halo de estrellas y un pedestal de nubes. El monte es-
taba cubierto de infinitas estrellas blancas. Piadosamente lo con-
dujeron a un valle y de allí erigieron un santuario. Desde aquel
día las playas y laderas de la isla manan un olor suave y deleitoso.
Los piaches huyeron, se levantaron poblaciones, la tierra pasó
a otras manos. Ahora un denso silencio se desprende de las cimas.
Todo aquello ha pasado en un tiempo demasiado fugitivo, como
el que comienza ahora (17).
— […] porque hoy los años son días y aquí los días son años (11).
10
autor que alcanza la inspiración y la sigue alucinado a través del
panorama, región, hombres, razas, sucesos, historia y tiempo en
la época que reconstruye, para darnos la versión de esa Cubagua,
que es una historia, para contarla como un poema y una leyenda
para cantarla, en la frase que se asemeja a un verso. Imagen que
abandona la fantasía y se enreda en la realidad y se exterioriza en
figura, en movimiento y en el hálito apasionado en que respira
ansiosamente una vida ante un misterio y ante su enigma.
«El secreto de la tierra» encerraba la perspectiva del petróleo
en un rasgo pasajero, eventual y casi convencional de la descrip-
ción. El panorama se estremece; la tarde llega con la caída de las
velas del barco y con su tripulación que maniobra con la solem-
nidad del rito que se celebra con el nacimiento de las constela-
ciones. Ahí está expectante, mudo, asombrado, Leiziaga frente al
mar, con el infinito que le rodea. Detrás de él el autor vislumbra la
inmensidad y viene otra vez la frase admirable:
11
importancia a través de épocas pasadas. Soldados y señores, artistas
y poetas y simples aventureros pasearon por sus calles, sufrieron
sus prisiones y abarcaron la visión del vasto e inmenso poderío del
mar Caribe.
Del fondo de esa isla surgieron los tesoros y las perlas
se precipitaron en la codicia universal. El color y el oriente de ese
milagro que la naturaleza esconde en lo más profundo de su vida
submarina, fue motivo para que la ambición despertara en el acto
temerario; y el indio convertido en esclavo sufrió la afrenta ante
las pupilas deslumbradas en los reflejos de nácar, en el tumulto
de los placeres de la pesca. De esas perlas que recorrieron el mundo
con el aprecio de los tesoros más raros y valiosos, Cubagua em-
pezó a palpitar y a estremecerse con la planta del soldado que
dejaba la huella de la violencia en la sangre del nativo; de esa Cu-
bagua de Enrique Bernardo Núñez, el símbolo del cardón surge
como una nota poética admirable; de esa Cubagua, de la leyenda
y de la fantasía, la literatura venezolana alcanza exquisitez, buen
gusto y madurez artística, pronta a ser glorificada en su poesía en
la plasticidad del cine con una obra excepcional.
Nila y la belleza extraña y fascinante que representa, Ce-
deño y Ortega, el padre Dionisio, Clareta, la mujer que como una
imagen borrosa aparece y se dibuja en el lance callejero; los indios
con la angustia en la fuga de su raza; los cardones como expresión
bravía del paisaje; La Tirana con su quilla y la tripulación silen-
ciosa; Pedro Cálice, que ve sus carnes despedazarse mientras las
frutas le llegan de París, de sus propiedades europeas; el turco co-
dicioso y tracalero que incita a la explotación de las perlas; Vocchi
con la eufonía de su nombre y el sentido de la evocación.
La leyenda y la realidad se unen en este aspecto de Cubagua.
Viene del pasado, de la existencia de dicha ciudad en la que el mundo
se deslumbra por sus riquezas y llega al presente, al suceso que en-
laza la trama y la justifica, y tras la reja está Leiziaga, inquieto, alu-
cinado y expectante. Habla de la experiencia que viene de sufrir,
de los viajes, de las personas, de la maravillosa visión que desfilara
ante sí. Los hombres que le rodean, que le contemplan descreídos,
adquieren el aspecto de fantasmas, en vez de serlo él que vivió en
Cubagua, la de cuatrocientos años atrás.
12
***
13
vida, cuenta, sí, de acuerdo como se le exprese y tenga la facultad
de intuirse en el hallazgo. Esa leyenda de Cubagua, remota, mul-
tiforme por los sucesos que revela, es una manifestación literaria
admirable, un milagro que se realiza en la pluma de Enrique Ber-
nardo Núñez. El rasgo de lo novelesco y el aspecto de la realidad,
compaginados en un gran sentido poético y la belleza de un len-
guaje selecto, iba a asombrar a los lectores, a encantar a la literatura
venezolana, y a justificar, plenamente, la afirmación recientemente
estampada de que la novela venezolana es la mejor del continente
americano e incluso de la española contemporánea 2.
A lo interpretativo de excepcional calidad de Enrique Ber-
nardo Núñez en Cubagua, se iba a complementar con la poesía que
se diluye en sus páginas con una finura que llega en su musicalidad
a ennoblecer la expresión, a emocionarla como esa nota que arrebata
como algo que ha sido captado en la impresión que traduce la frase.
Con ese poder creativo, presenciamos y comprendemos las ideas que
nacen del mar, admiramos las regiones que surgen en la leyenda;
la realidad se personaliza en la imagen, la perla alucinada con sus
variados colores suaviza el tacto y el pasado es un sueño en la mente
delirante de Leiziaga que vivió la Cubagua de cuatrocientos años en
el presente, y bebió en la copa estilizada en los cráneos de hombres
que a ella pertenecieron.
La leyenda se graba y perdura:
Una tarde muy remota otra mujer cruzaba el mismo mar, ado-
rada de los hombres que le ofrecían perlas. Había tanta dulzura
en su mirada como el pensamiento que descendía del cielo. La
infinita esmeralda se oscurece y en ella caen gotas de aceite (78).
(…)
Una luz cruza como flecha encendida el horizonte.
Ya no son voces que se alzan del mar: murmullos, clamores
vagos, estremecedores, palpitantes, infinitos. Todo estaba como
hace cuatrocientos años (91).
2 Seguramente se refiera a palabras, demasiado optimistas, de Arturo Uslar
Pietri. Véase Letras y hombres de Venezuela, en Obras selectas, Caracas-
Madrid, Edime, 1953. (N. del C.)
14
Cubagua, leyenda de isla de perlas, evocación de la ciudad
sepultada en el fondo del mar. Obra extraordinaria de la litera-
tura venezolana, y con la cual un autor, Enrique Bernardo Núñez,
venía a mostrar en la novelística nacional la justificación de su vida
de escritor, en la limpieza y admirable actuación que arranca en el
tembloroso momento en que el muchacho se asoma tímidamente
a la publicidad y recibe la incomprensión de la crítica.
Así respondía el autor de Sol interior y Después de Ayacucho
a los que negaron al escritor adolescente, con la nobleza de esa
creación artística que tiene en el acento de la leyenda el significado
de un mundo extraordinario.
15
Cubagua
Una obra de gran significación
en la literatura venezolana*
Fernando Paz Castillo
17
Y no hay que olvidar la influencia persistente que ejerció en todos
los escritos de Ramos Sucre la hostilidad del paisaje de la costa
oriental, abatida bajo la luz candente de los cielos. Diríase que de
este contraste de luces nacieron sus mejores poemas, como también
de ese contraste surgen las más exquisitas páginas de la novela de
Enrique Bernardo Núñez.
No quiero con esto decir que haya influencia de Ramos
Sucre en Enrique Bernardo Núñez, escritor plenamente formado
para la fecha en que aparecieron los libros del autor de La torre
del timón. Si hago el paralelo es más bien para justificar, por un
lado la influencia del color, magia de la isla, tanto en uno como
en el otro, la rudeza que se advierte —con sobrada frecuencia en
ellos— al referirse al hombre desamparado entre el vigor de esa
naturaleza agria, pero hermosa. Parece que la humanidad de estos
pueblos estuviera formada por las sombras nostálgicas de seres que
alentaron en otros tiempos, y que ya viven sin alegrías, conde-
nados al fatalismo de una existencia lenta, en una época como
la nuestra, cuando todo tiene un ritmo acelerado, impresión que
traduce admirablemente bien Enrique Bernardo Núñez1 cuando
dice: «Deseo huir de esto, porque hoy los años son días y aquí los
días son años» (12).
Semejante eternidad de vida, de una vida que se repite sin
renovarse es, desde luego, el núcleo de la novela, o dicho de otro
modo: el elemento trágico, suerte de corriente subterránea que
anima y da unidad a los diferentes cuadros o cantos, pues Cubagua
está concebida y ejecutada más como un poema o sinfonía que
como una novela tradicional.
La vida cotidiana en Cubagua es una capa superficial colocada
sobre el esqueleto de una existencia pretérita, una mayor pujanza y
brío, que absorbe todos los actos de los hombres. «A la entrada de
La Asunción unos matapalos vierten sus copas maravillosas junto
a un convento franciscano convertido en casa de gobierno» (9).
18
Pero, no obstante el cambio, el espíritu de los franciscanos perdura,
como perdura en la fisonomía de los habitantes algo de los con-
quistadores, hasta el punto de que uno de los personajes pueda ha-
cerse esta reflexión al ver a Leiziaga contemplando el plano de la
isla que dibujó, en tiempos de la Conquista, el conde milanés Luis
de Lampugnano: «Por cierto —continuó en tono más familiar—
que este Lampugnano tiene semejanza con cierto Leiziaga. ¿No
andas como él en busca de fortuna? Todos buscan oro. Hay, sin
embargo, una cosa que todos olvidan: el secreto de la tierra» (23).
Y estas palabras adquieren mucho mayor sentido cuando el
mismo Leiziaga se siente dominado por ellas:
19
Hacemos esta observación por parecernos de suma impor-
tancia en la novela, inspirada por el contraste que sorprendió al
autor entre la naturaleza de esos pueblos ribereños al mar, siempre
creándose, como dijo Paul Valery, y la apagada de los hombres,
vestigios de una humanidad que en otros tiempos dio pruebas de
un entusiasmo y pujanza que llegó, y en veces traspasó, las lindes
del heroísmo.
En el libro hay dos personajes síntesis de la vida de la isla. La
vida en las islas es distinta a la de los otros lugares de la tierra. El
estar rodeadas del cielo y del mar les da algo hierático. Según el autor
de Cubagua son trozos de tierra predestinados. Y estos dos perso-
najes: Nila y Cálice, como las islas, están rodeados de cielo y mar.
Ya hemos dicho que lo más singular de este paisaje es la luz
roja que enciende los sueños de los hombres y pone un resplandor
milenario, de mundos distantes que se agotan, sobre el vigilante
candelabro de los cardones. Veamos la descripción que hace En-
rique Bernardo Núñez de Nila en uno de los cuadros más hermosos
de la novela:
20
bello, pero con la nostalgia de algo que le habla desde el fondo de
su conciencia de otras razas y de otra vida, tal vez más en armonía
con la aspereza de la tierra empenachada de recias palmas.
Y así como en Nila está simbolizada la belleza prístina de
la isla, cuyo paisaje ardoroso se refresca en las noches claras con
un rocío de mundos y un rumor de estrellas, la parte fosca, coti-
diana, recia, se encuentra representada en Cálice, en su semblante
abatido por la adversidad: «En el rostro de este hombre está toda
la fisonomía de la isla»2.
Como ya lo hemos dicho, la concepción de Cubagua es esen-
cialmente poemática, y los personajes principales, Fray Dionisio,
Nila, Cálice y Ortega, seres simbólicos, subyugados por la gran-
deza del paisaje de luz rojiza y de noches blancas, esplendorosas,
como si tuvieran el color mítico de las conchas, labradas en el
transcurso de los siglos, junto al sueño del agua, por la inquietud
de las olas que labran la eternidad.
Este soplo de eternidad es, sin duda alguna, lo más bello de la
novela: soplo que se advierte en todo lo que rodea a Nila. Así cuando
la sorprende Leiziaga entre las olas, como cuando la encuentra
Ortega en su hamaca, sumergida en el agua de la luna:
2 La cita exacta es: «Toda la fisonomía de la isla estaba en aquel rostro» (20).
(N. del C.)
21
apoya las manos en la arena, y en su escorzo, en su abandono,
hay serenidad y hay también la movilidad temblorosa del agua,
de la estrella (36).
22
Un escritor más allá de la letra*
Guillermo Sucre
23
¿Cómo no escribir ahora sobre él? ¿Sobre él, que tanto de-
terminó, aunque a distancia, de nuestras vidas? Este ser que tan
despojado anduvo por el mundo —despojado de todo, menos de
vida interior, de bondad— nos pertenece ya en ese ámbito amplio
y sincero en que dos generaciones se encuentran y reconocen.
Uno de los rasgos que más nos ha impresionado en Enrique
Bernardo Núñez, es su capacidad reflexiva, su manera de ver con
lucidez y sin complacencias lo que lo rodeaba. Pensó en los más va-
riados temas de la realidad venezolana y lo hizo con sencillez que
sabía que correspondía a nuestra situación cultural e histórica. Por
eso dedicó gran parte de su labor al periodismo; un periodismo lu-
minoso y lleno de resonancias espirituales, que algún día habremos
de rescatar de un mundo caracterizado por la penuria, la arrogancia
y la malevolencia de la prensa. Es así como sentía especial satis-
facción en recordar, con palabras del propio filósofo, que la obra
de Ortega y Gasset había brotado «en la plazuela del periódico»2.
La historia, la sociología, los estudios jurídicos y aun la simple
crónica no fueron para él pasatiempo de erudito, sino voluntad de
acción, de servicio. «Ser “intelectuales” —decía— no es nada. Es
preciso ser soldados, exploradores, obreros»3. Pero no fue un refor-
mista ni un moralizante. Fue, a su manera, un radical. Solo que su
radicalismo no se andaba por las ramas, como tampoco por las aco-
modaticias tácticas de los revolucionarios criollos, sino que apuntaba
a lo esencial. A la gran materia genética y creadora de Venezuela; a
esa fuente recóndita de donde emanaría no toda verdad, sino más
sencillamente un temple, una virtus de lo venezolano.
Por ello, entre sus grandes preocupaciones estuvo la de crear
un país que tuviese definición propia. Pero, sobre todo, una es-
pecial reciedumbre interior. Y nada en ello de localismos ni de
chovinismos. Nadie más lejos que él de esas pomposas y vacías
formulaciones de la nacionalidad. «Las costumbres solamente por
24
sí solas no forman un alma nacional»4, afirmaba. Este hombre,
que tan metido estuvo en archivos, legados, pergaminos, datos
y fechas y que tanto conoció lo más secreto y aún lo pintoresco
de la historia venezolana, sabía que en la modelación de un país
se requería una dimensión más profunda del espíritu, una fe, una
vocación de destino. Imbuido de culturas extranjeras, de grandes
mitos y leyendas, lo que tenía era nostalgia por una cultura similar
que irradiara en nuestro medio. Abrir a Venezuela hacia afuera
era, para él, un modo de hacerla más real, más auténtica. El único
nacionalismo que alimentó, en este sentido, fue el nacionalismo
económico. Fue celoso en rechazar lo extraño, cuando ello podía
deformarnos. La intervención excesiva de capitales extranjeros le
parecía, por ello, negativa. Y lo señalaba con valentía:
25
«Descubrir la tierra» ha sido en el pensamiento venezolano algo
más que una fórmula. Desde Andrés Bello hasta Rómulo Gallegos.
En Enrique Bernardo Núñez esta tentativa cobró también fuerza
de una honda pasión constructiva. La pasión por lo que siempre
es inédito y nutricio. Esa pasión lo conminaba, lo transfiguraba.
Le daba un arrebato y una exaltación de hombre adánico. No se
detenía en prolijidades ni menudencias históricas. Para los graves
señores que hacen la historia insípida de las academias, sus pala-
bras podían resultar más bien desvaríos. Sin embargo, apuntaba:
26
era un apostolado, pero nunca amó esas frases grandilocuentes.
Escribía porque debía expresar su verdad.
9 «La verdad», de «Mis cuadernos de notas, 1950», en Bajo el samán, ob. cit.,
p. 98.
10 «Pío Baroja», publicado en el diario El Nacional, Caracas, 16 de noviembre
de 1956, recogido en Bajo el samán, ob. cit., p. 53.
11 Enrique Bernardo Núñez, Cubagua, Caracas, Monte Ávila Editores Lati-
noamericana, 2012, p. 64.
12 No entendemos por qué el crítico afirma a continuación que fue la única
novela que escribió el autor, pues como se sabe esta era la tercera de cuatro
editadas en vida. (N. de C.)
27
explicativos, sin pasajes lógicos. Tal como una realidad mítica
pudiera encarnar de pronto en un hombre de nuestros días.
En Cubagua los personajes son dúplices; representan criaturas
contemporáneas y al mismo tiempo criaturas que ya se han hecho
fabulosas con la historia. El ingeniero Leiziaga recuerda al increíble
conde milanés Luis de Lampugnano, que hacia 1600 había visi-
tado en trance de fortuna el «jardín» descubierto por Colón13. Fray
Dionisio esconde en su alma la sabiduría milenaria de los frailes
que habían hecho la Conquista. Nila Cálice es además una suerte
de deidad indígena a cuyo costado parecía vivir el cosmos. En ello
reside la vida interior de estos seres: una vida mítica, legendaria, re-
mota, indescifrable que proyecta sobre ellos la historia. Y es una de
las virtudes novelescas, audaz para su tiempo, de Enrique Bernardo
Núñez. No «tipos», sino concentrar todo su relato en una atmósfera
de alucinación y realidad que por sí misma transfigura y comunica
vida a los seres ficticios que en ella penetran.
Pero además del tiempo mítico, de la creación de una atmós-
fera, hay en Cubagua dos temas que podrían servir de hilo con-
ductor en la novela. El tema del alma perdida de la raza y el del
secreto de la tierra. Son temas que se fusionan para dar sentido a
toda la novela y aun a toda la obra de su autor. Los buscadores de
perlas hoy, así como los conquistadores seducidos por las riquezas
de ayer, quedan al final alucinados por su propio descubrimiento
y lo pierden todo. Es que, en realidad, han perdido el sentido más
profundo de la vida: el secreto de la tierra. En un pasaje de la no-
vela, Fray Dionisio, evocando el pasado, dice a Leiziaga: «Por cierto
[…] que este Lampugnano tiene semejanza con cierto Leiziaga.
¿No andas como él en busca de fortuna? Todos buscan oro. Hay,
sin embargo, una cosa que todos olvidan: el secreto de la tierra»14.
Sin embargo, no es Cubagua una novela de tesis. Nada más
lejos de su espíritu. En 1959, su propio autor decía:
28
tuviesen puesto señalado, como lo tenían en la mayor parte de las
novelas venezolanas escritas hasta entonces, o no hubiese pesados
monólogos de sociología barata…15.
29
El «otro» novelista*
Osvaldo Larrazábal Henríquez
31
su producción. Algunos pasos son tímidos y de comienzo, otros
ya más establecidos perfeccionan sus técnicas y sus habilidades,
otros no mencionados laboran calladamente en busca de un sitio
equiparativo; pero todos están igualmente inspirados dentro de
una búsqueda que en algún momento culminó en un movimiento
que Uslar Pietri llegó a llamar el primero de la novelística hispa-
noamericana. En ese año de 1931 surgen dos nuevos nombres al
panorama ya crecido de autores: se publican Las lanzas coloradas,
de Arturo Uslar Pietri, y Odisea de tierra firme, de Mariano Picón
Salas, a la vez que dos novelistas ya establecidos insisten en su
labor divulgativa: Rufino Blanco Fombona, cargado de honores y
de renombre, da a conocer La bella y la tierra y Enrique Bernardo
Núñez, después de un prolongado silencio vuelve a novelar: Cu-
bagua es su nueva obra. Desde ese momento, casi olvidadas sus
anteriores producciones, el prestigio del autor crece en la misma
proporción, en que es admirado y reconocido el valor del libro.
Cubagua narra un cuento muy sencillo. Pocas palabras se-
rían necesarias para totalizar lo que el autor quiere contar. La
forma como lo hace, los elementos que utiliza en esa narración
y el tratamiento poético, unidos a la sutileza y a la habilidad exhi-
bida, son las circunstancias en que se basa la grandiosidad de esta
«pequeña obra».
Una visión retrospectiva, necesaria para comprender la tra-
yectoria del escritor —solo en cuanto a narrativa se refiere, que es
el interés exclusivo de este trabajo—, permite la singularidad de
hacernos concebir dos mundos completamente separados y casi
antagónicos —por lo menos en sus logros—, dentro de la obra
novelística de Núñez. En realidad, tomando como punto de re-
ferencia a Sol interior o a Después de Ayacucho y comparándolas,
o tratando de compararlas, con Cubagua se puede observar cómo
es de diferente el mundo conceptivo que animaba al autor para
las épocas en que se produjeron. Y esto, que aparentemente po-
dría parecer una observación simple, se convierte en aseveración
formal cuando se piensa que si bien cada obra tiene su propio ám-
bito y su propio universo, todas las de un autor están ligadas por
algo que las identifica y las hace particulares de él. Ha habido
una superación desde los años en que se editaron las dos primeras
32
novelas del autor, pero ha habido una superación extremadamente
positiva que lo hace otro escritor. Cubagua rompe con todas las
formas de narración, a veces amenas, a veces descoloridas, a veces
con logros apreciables; y al quebrantar esas normas se traslada
a un ambiente distinto donde la ficción y la realidad crean un
nuevo mundo expresivo. Adelanto a una forma poetizada de la
actual ciencia ficción, la nueva novela de Núñez determina otra
concepción dentro del modo de narrar venezolano, y sin temor
a caer en exageraciones se podría pretender que para la época en
que aparece no hay nada semejante en nuestra lengua.
Dice Gustavo Luis Carrera que la actitud del lector ante la
novela tiene mucho de vía intuitiva, de apreciación directa; y que
hay una especie de unidad anímica entre la expresión y la recep-
ción, que rompe todos los moldes racionales y persiste como una
propia convención de los valores1. El contacto con Cubagua se re-
suelve, casi a la perfección, de esta manera. Sin unidad esquemá-
tica que la defina, careciendo de una estructura organizada dentro
de los límites justificados o permisibles para una «novela» y con la
fuerza de su capacidad de penetración definitiva, esta obra es no-
vela, y es novela extraordinaria; lo es no solo porque su autor así
lo quiso —que don Enrique manifestó muchas veces sus dudas
al respecto—, sino porque se hace sentir como tal por la fuerza
de su penetración y por su mundo infinito, que aprehendiendo
a quien la lee, lo traslada hasta sus más remotos confines. Cubagua es
novela en la visión infinita que presenta de un mundo lejano y cer-
cano, lo es como coherencia entre el paso del tiempo y la repetición
implacable de los acontecimientos, lo es en la medida que convoca
horizontes perdidos para la recreación en el lector, y en las posibi-
lidades que le abre atrayéndolo a su intimidad. Lorenzo Batallán
escribió que la grandeza de Cubagua y de su autor había estado en
«hacer de la nada un libro, crear del amor a una tradición una novela
y encontrar el lenguaje de la evocación para el relato apasionado»2.
33
Suponemos, por cientos de datos, que la labor creativa al-
rededor de esta novela ha debido ser dilatada y lenta, producto,
quizás, de experiencias vivenciales que dejaron una honda huella
en la sensibilidad del escritor. En un artículo publicado en Bogotá,
titulado «Bajo la noche tropical y misteriosa. Desde la playa de
la isla encantada el pensador oye el infinito», que casi es una ma-
nifestación de algún acontecimiento que le dio pautas en la idea
narrativa, el autor hace un relato de hechos, paisajes y personajes
de Cubagua, bastante cercanos a los que presenta en la novela.
Dice que «descansaba yo cierta noche en una playa de Cubagua.
Aquella isla fue teatro de novelescas aventuras en los primeros días
de la Conquista», como dando entrada a un motivo que se con-
virtió en la obsesión que produjo la obra; y esto sucedía en 19283.
Con mucha posterioridad el mismo autor refirió que cuando es-
cribió el libro tuvo inspiración en «fúnebre islilla cubierta de nácar
[que] era un tema olvidado» y que en ese recuerdo salían a su en-
cuentro multitud de imágenes que él creyó necesario detener «o
agarrar por los cabellos». Para aquel entonces Núñez trabajaba en
el Heraldo de Margarita, periódico fundado bajo la administra-
ción que ejerció Manuel Díaz Rodríguez como presidente del es-
tado de Nueva Esparta, y que tenía como oficina de redacción la
capilla de la vieja iglesia franciscana. Diariamente la afanosa labor
se confundía con el deseo de hilvanar una narración que pudiera
compendiar tantos fantasmas y tantos recuerdos como los que re-
voloteaban alrededor de la mente creadora del paciente periodista,
y en el casi solitario convento donde trabajaba, leía
34
Ninguna duda hay sobre esto. La manera como combina el
autor los diferentes elementos, bien sean extraídos de su imaginación
o pertenezcan a una condición real, constituyó una de las bases del
éxito del libro. A la vez que se deleitaba, imbuido en el pasado y dando
rienda suelta a su ambición de historiador, se documentaba acerca
de las cosas verdaderas que sucedían en el ambiente, y como no puede
lograr un presente de Cubagua —porque la vida allí es muerte retar-
dada—, incluye la cercanía de la isla de Margarita como motivo de esa
actualidad y de existencia. La historia de ciertos hechos que aparecen
en la novela y a los cuales el autor ha dado una adecuación ambiental
para hacerlos funcionar dentro de un todo intencionado, está en la
veracidad de los acontecimientos de cada día; y cuando utiliza a Selim
Houbac, «un sirio comerciante en perlas» (89)5, lo está haciendo en
función de una realidad. En una nota periodística que publicó Pedro
M. Britto González en El Nuevo Diario del 28 de enero de 1921, ti-
tulado «La pesca de perlas en Margarita», dice que «puede afirmarse
que la compra de perlas al por mayor la ejerce hoy la colonia siria resi-
dente en Margarita, por sí o en sociedad con casas de comercio de
Caracas». Parecidas referencias pero llevadas más a la época de auge
de la isla de Cubagua, hace José Lira Sosa en una especie de cró-
nica que titula «De perlas…» y que se publica en la revista Oriente
Universitario en abril del año en curso. También Stakelun tiene an-
tecedentes de realidad; corresponde, según José Salazar Meneses,
a Henri Shoemaker, ingeniero de minas, norteamericano, quien aún
sin haber cumplido los veinte años llega a Venezuela, destinado para
trabajar en las minas margariteñas de Loma de Guerra y Aricagua, en
la explotación de la magnesita. Este hombre, de real existencia, que
al ser novelizado por el autor se le traslada en Mr. Stakelun, hacién-
dolo dueño6 de una compañía que tenía sus establecimientos cerca
de Paraguachí, es el mismo que sirvió para que «Tadeo Arreaza
Calatrava [escribiera “Canto al ingeniero de minas”] su más grande
poema inspirado en ese magnífico y legendario personaje»7.
35
Cubagua serviría para que el autor lograra muchas cosas.
Renovado desde su primitiva posición narrativa, fortalecido por
un ansia de conseguir trascendencia, consciente de que la labor
creativa precisa de esfuerzos y de vitalismos reformadores, se em-
peña en formar otro modo expresivo, quizás en la mejor autocrí-
tica para su obra anterior, y decide imponerse una nueva prosa,
suplantadora de aquella que él mismo llamó «privada de aire y de
sentido vital». Tenía que liberarse de pesados fardos que le impe-
dían progresar —fresco aún el recuerdo de sus anteriores experien-
cias—, y de ese intento de liberación surge un libro que sin mayores
presunciones alcanza una altura inusitada. Sin «pesados monólogos
de sociología barata» y sin un sitio designado para los reformistas,
elementos negativos que apuntaba en la mayoría de las novelas
venezolanas, logra estructurar una consecución narrativa llena
de evocación y de misticismo para el pasado.
En el artículo «Huellas en el agua», ya mencionado, publi-
cado el 13 de diciembre de 1959 en El Nacional, Enrique Bernardo
Núñez hace una relación de lo que sucedió con su novela Cubagua.
Refiere como debió publicarse en el año 30, «porque cada libro,
al menos los de esta clase tiene su año», pero que sin embargo no
se hizo hasta el 31, en una edición de la que apenas circularon 60
ejemplares en Venezuela, ya que «es posible que el resto de la edi-
ción fuese incinerada por aquel tiempo en la Aduana». Con poste-
rioridad el autor quiso que la edición que iba a publicar el segundo
Festival del Libro Venezolano (1959) fuese la que él había corre-
gido, y así lo convinieron los editores, pero «en carta fechada en
Lima el 1º de abril del presente año me comunicaron que ya es-
taba impresa, es decir, la hicieron tal como se hallaba en anteriores
ediciones»8. De gran interés hubiera sido esta nueva Cubagua re-
formada por el propio escritor. En varias oportunidades hemos
tenido ocasión de acercarnos al material de trabajo original que
Núñez guardaba con tanto celo y organización. Toda su obra está
llena de correcciones, que no se reducen a una sola vez, sino que
8 Este artículo fue titulado «Algo sobre Cubagua», y las citas que se vienen
haciendo desde el párrafo anterior, hasta el final de este, están incluidas
en Bajo el samán, ob. cit., pp. 105-107.
36
son continuas, como tratando de encontrar con ello una fórmula
de sintetismo que diga con las menos palabras toda la idea que ha
forjado el pensamiento. Cubagua participó también de este trabajo
de perfeccionamiento y hubiera sido de un valor inapreciable para
el escritor que una nueva publicación se hubiera hecho con las mo-
dificaciones en que había trabajado, ya que su deseo era «escribir
una nueva versión de Cubagua, de igual modo que a veces nos
viene el deseo de hacer una nueva versión de la vida».
Un autor puede tener sus predilecciones personales por al-
guna cosa y Enrique Bernardo Núñez las tenía por la historia;
cuando ese autor es capaz de trasladar ese interés particular hacia el
colectivo que representa la masa de lectores, ha obtenido un impor-
tante logro para su libro. Un autor puede trabajar hechos pequeños
en su literatura, hechos de significación inmediata o pasajera, pero
cuando ese autor engrandece a esos hechos y los proyecta hacia la
totalidad de la novela, ha conseguido una comunicación que supera
a la propiedad íntima para convertirse en mensaje.
Muy apegado a las cosas de la historia, el autor no vacila en
su utilización a todo lo largo de la novela. Si bien los materiales
que la realidad le proveía eran abundantes y lo suficientemente im-
portantes como para dar novedad al libro, no quiere desperdiciar
el inmenso venero que podían constituir los que tuvieran alguna
relación con el pasado de la isla. Hay todo un funcionamiento del
pasado histórico en Cubagua que no se queda en la simple enume-
ración y aprovechamiento de esos elementos; la historia pasa a ser
parte integral y dinámica de la trama de la obra.
En sus anteriores novelas, en una forma u otra, se había
dado comienzo a este rasgo tan característico del autor. Sol interior
incluye, aunque en forma indirecta y casi en función disquisitiva,
algunos hechos y personajes históricos que parecen dedicados
a entorpecer la marcha normal de la narración, tal es su ficticia
condición dentro del argumento. En Después de Ayacucho esos ele-
mentos son casi una parte esencial del desarrollo novelístico y su
condicionamiento con la realidad está en relación con la forma
interpretativa en que Núñez consideró a los sucesos y a los per-
sonajes que utiliza. En Cubagua hay un modo nuevo de inclu-
sión. Lo que va a ser una constante que influirá insistentemente en
37
esta obra y en las siguientes, comienza a desenvolverse como una
interrelación que el autor pretendía como imprescindible. Entre
los personajes, los hechos, los sitios y la historia, se tiene una co-
municación perenne e innegable. En un momento de la novela,
cuando están dialogando Leiziaga y el fraile, este señala el anillo
de aquel. Desde ese simple hecho el autor se traslada al pasado y
hace una relación histórica de la familia de Leiziaga, incluyén-
dola dentro del contexto de la obra en un aparente afán de evoca-
ción y eruditismo. Habla, entonces, de cuando esa familia llegó en
el siglo XVIII, de la «época feliz de la Compañía Guipuzcoana»,
y de algún integrante de la familia que «se halló en la batalla del
15 de marzo de 1567 librada por Losada contra Guaicaipuro» (39).
A la vez que suceden cosas como esta, que se repetirán con cierta
frecuencia, el autor utiliza el detallismo —que sobresale como im-
portante en su prosa—, y en una rápida descripción de la ciudad
de La Asunción incorpora el paisaje del momento a una visión
general de como había sido, mezclándolo, sin interrupción tem-
poral, con los sitios referenciales: «A la entrada de La Asunción
unos matapalos vierten sus copas maravillosas junto a un convento
franciscano convertido en casa de gobierno» (10), donde la actua-
lidad parece trasladarse al modo de las cosas pasadas y donde la
sensación del tiempo pretende pertenecer a un solo espacio: «Hace
un siglo la ciudad fue quemada, arrasada, y desde entonces quedó
tal como es hoy, señoreada por su castillo, un viejo caserón mi-
litar» (11-12). En otra ocasión, cuando el diálogo ya mencionado
se desarrolla, Leiziaga, algo hastiado de esa concentración de pa-
sado que parecía envolver al ambiente, se queja ante el fraile de
esa insistencia, y este se limita a señalar el anillo, que parece ser
el sello que marca la relación pasado-personaje y que tiene la sig-
nificación de un ancentrismo histórico del cual es difícil liberarse.
Todo, así, está señalado en forma que para el escritor facilita el
uso de algo que lo apasiona, y que parece ser la base central en la
cual se apoya la novela. Toda la isla de Cubagua está envuelta en
una tonalidad que quiere representar el misterio de lo pasado; de
cosa perdida, inexplicable en parte y, además, contundente, así no
se manifieste en todos los casos. Cuando Leiziaga ve a Nila entre
«hombres tatuados, con plumajes resplandecientes y mujeres con
38
los senos dorados», que es cuando ve, también, a Vocchi, con el
anillo que le pertenece a él, observa la danza ritual que se inter-
preta y viendo la melancolía reflejada en los rostros: impregnación
de nostalgia por algo que solo en sueños podía repetirse, piensa,
casi en boca del autor, si un poco del carácter de la historia no es
un poco esa «nostalgia de la propia alma perdida» (83).
La novela comienza con una ubicación espacio-temporal
que la sitúa en La Asunción en determinada fecha, que luego se
sabe que corresponde a los alrededores inmediatos de 1925. Un
grupo de habitantes de la ciudad, que intervienen como personajes,
están siendo presentados en sus rasgos y situaciones especiales que
precisa el libro. De inmediato, sin ningún salto aparente, y con
una fluidez donde parecer no existir el tiempo, se da un salto de
orientación mencionándose a Paraguachí «y más allá de la playa
del Tirano, un paisaje de rocas y alcatraces, así llamada por haber
desembarcado allí Lope de Aguirre con sus marañones» (13);
la historia entra, allí mismo, a ser parte integral del relato. Los pá-
rrafos siguientes contarán aquella aventura y los personajes de ella,
serán por el momento, los personajes que actúan, incluyendo al
mismo tiempo elementos de una muy adelantada época, una crónica
antigua reproducida en el Heraldo de Margarita.
Cuando fray Dionisio le está señalando la isla de Cubagua
a Leiziaga, se suceden utilizaciones históricas de mucha impor-
tancia. Entrelazando sitios —donde era casi imposible conseguir
libros de historia y que, sin embargo, permitía a la obra de Fran-
cisco Depons estar allí—, con situaciones de un perfecto presente
—estaban hablando de cosas presentes—, puede la novela desli-
zarse hasta la época en que sucedió la destrucción de Cubagua;
todo, tan solo, inducido por el recuerdo de las causas que determi-
naron el abandono de la vieja ciudad. Y en el capítulo tercero se
presencia como la historia de la isla pasa a ser elemento presente
dentro del relato. Sin que funcione el recuerdo, sin que se incluyan
motivos de aparente necesidad de traslado, el ambiente da un viraje
y desde la realidad concreta y presente de un personaje, surge, casi
como por encanto —valga la frase— toda la vida de la antigua
Cubagua. Entonces el autor está allí; la historia le ha permitido si-
tuarse en aquel mundo y presenciar el ambiente de funcionamiento
39
en una recreación que incorpora estos hechos a la novela. La forma
de vivir, los constantes sobresaltos, las invasiones indígenas desde
tierra firme; el mercado, las diversiones, los esclavos, la religión,
la tortura de los indios lanzados al desgarrador ataque de los perros,
todo está presentizado en este capítulo que la historia ha hecho po-
sible en algo más que una descripción. Aún hay espacio para la inter-
pretación; de todo ese ambiente se aprovecha el escritor para lanzar
un juicio que sirve para introducirlo en los hechos. La improvisa-
ción, la indolencia y la avaricia contribuyeron al estado de molicie
permanente que signó la desaparición de aquel efímero emporio.
Hay en todo esto una especie de compromiso del autor. La
raza, en sus dos derivaciones, es algo que interesaba mucho a En-
rique Bernardo Núñez. Si en Sol interior había dedicado algunos
largos párrafos al cacique Paramaconi, arrojado defensor de sus
tierras, y había hecho referencias a las huestes conquistadoras de
Garci-González, y en Después de Ayacucho había puesto a fun-
cionar una especie de pensamiento adecuado al hecho del deter-
minismo que el mestizaje podía producir —esto sin una concepción
teórica que lo sustentara como tesis—, ahora, en Cubagua, hay
campo propicio para el desarrollo de la idea del autor. Existía en
él una honda preocupación acerca del legado que había obtenido
del enfrentamiento de indios y conquistadores —América y Es-
paña salvajemente encontradas—, y a lo largo de la obra las mani
festaciones evocativas son definidoras de un estado de ánimo al
respecto. Desde ambos lados el autor reconoce méritos y a la vez
que describe con nostalgia y pesadumbre los sufrimientos del des-
pojado, pone de relieve el espíritu atractivo y decidido del recién
llegado. El recuerdo se hace historia en el pensar de Leiziaga y casi
ve como «en otros tiempos existía aquí una raza distinta. Sacaban
perlas, tendían sus redes, consultaban sus piaches, usaban en sus
embarcaciones velas de algodón. Nacían y morían libres, felices,
ignorados», en lo que se asemeja a una corta rememoración de lo
que era la vida primitiva. Pero «llegaron descubridores, piratas,
vendedores de esclavos» (24), y la paz natural se quebró en angus-
tias. El indio que se defendía de sus enemigos ambientales, pasó,
entonces, a conocer la defensa de la raza y así fue como, cuando
las tropas de Cedeño «entraban a saco en los bohíos, donde antes
40
les ofrecieran vino y frutas, vieron que Arimuy se adelantaba solo,
cubierto con su escudo de pieles y su recia macana» (59). La perso-
nalidad del aborigen cambió totalmente. Privado de su condición
original, acosado por enemigos cada vez más codiciosos y mejor
armados, se vio recluido dentro de sí mismo, viviendo de los re-
cuerdos del pasado y soportando con estoicismo todos los ambages
que trataban de doblegarlo. La nostalgia se convirtió en modo de
ser. La persona-indio se concentra tanto en la novela que los nom-
bres poco importan: puede ser Arimuy, pero pueden ser muchos
otros: la pena es la misma, el dolor que se soporta es el dolor de
la raza vejada y vencida, y todo intento de liberación estará con-
denado al fracaso que impone la evolución del mundo, por eso el
indio había perdido la noción del tiempo buscando la noción de
su propio encuentro en el sentimiento de raza. El conde Lampug-
nano conoce la historia de esa búsqueda, la ha oído en el sonido
perenne del cañuto del indio que ha musicalizado su tristeza. Las
notas cobran vida en la desesperada esperanza, y en una evoca-
ción poética el autor resuelve la historia del cautiverio. «¡Desen-
lázate de tus cadenas […]! ¡Huye! Por la noche estrellada, por la
tristeza y el delirio de nuestras noches, deja tus cadenas o mátate.
La muerte es buena, créelo. Siempre viene. Siempre viene» (57).
Pero la escapatoria es casi imposible y todo el esfuerzo se reduce
a ganar tiempo para retardar la muerte o la esclavitud, forma viva
de morir. Arimuy conquista temporalmente su libertad, se une
a una banda de piratas, invade y saquea como fue invadido y sa-
queado, lucha por su vida y la vida de los suyos, cobrando vida
entre quienes se las destruían; y llegado el momento, el novelista
tiene que concluir con tristeza: «¿Y todo aquel heroísmo? Todo
aquel heroísmo sirvió para ser vendido por doscientos ducados que
dio Antón de Jaén», y quien fue libre, con la libertad de todo el
horizonte para sí, está ahora convertido en una fiera recelosa, con
el aspecto de «una bestia de crin canosa», con la piel cuarteada y
cubierta de un légamo verdoso que lo confundía con el color del
mar donde «la víspera, durante la pesca, había echado sangre por
los oídos y la boca» (60).
Diferentes son los modos como Núñez honra al indio en
esta novela. La lucha existencial descrita en sus manifestaciones
41
más decisivas ha sido una de ellas; el recuento de su vida natural
llena de libertades y de primitivismo ha sido otra; Erocomay con
su historia es quizás una de las más representativas. Personaje que
penetra el mito con objeto de materializarlo para el uso de la narra-
ción, se mueve en un ambiente de consecución poética que eleva la
prosa hasta una tonalidad de intrínseca evocación. Erocomay per-
sonaje se convierte en un grito de vida para los indios ante el re-
cuerdo de que era bella y fuerte y reinaba entre las mujeres. Dada
esta manifestación en palabras que incorporan un sentimiento pal-
pable, Erocomay se transforma en símbolo de vida, y en deseo nos-
tálgico del autor que no se detiene en ella y que tomando el interés
que ha podido despertar, lo diluye, intencionalmente, dirigiéndolo
hacia la recia personalidad de Vocchi. Leiziaga lo vio allí, sur-
giendo de paredes cubiertas con planchas de oro, rodeado de ma-
canas y escudos del mismo metal; imponente, impertérrito como
cualquier dios de una mitología,
las ciudades se levantan sobre las selvas y estas cubren después las
ciudades, se elevan unas sobre otras constantemente o el mar
forma costas nuevas. Aparecen unas ruinas o unas rocas donde
42
se han tallado algunos signos y nadie supone cuándo fueron
escritos. Son historias, historias (76).
43
venir al Nuevo Mundo a ganar honra. Cada quien pedía diez
mil indios para remediarse (54).
***
44
lector. La dificultad podría estribar en el modo como el autor des-
pistó a los esquemas clásicos de hacer novela. Personajes, sitios, cir-
cunstancias y relaciones entre todos están de tal modo urdidos que
hay momentos —muy abundantes, por cierto— en que se pierde
la continuidad estructural que puede definir a una obra de narra-
tiva novelística. Sin embargo, al hacer el juicio final que se tiene del
libro, la conclusión parece muy clara, contraponiéndose a cualquier
discusión teórica que se pueda plantear al respecto.
Enrique Bernardo Núñez creía en la novela que salía de un
contacto directo con la realidad; en más de una ocasión así lo ex-
presó y en las «Palabras liminares» de Sol interior así como en el
«Prefacio» de Después de Ayacucho hay manifestaciones concretas
en este sentido. Con motivo de un artículo suyo, ya suficiente-
mente mencionado en este trabajo, no solo expresa la duda de que
su libro sea una novela, sino que va más allá y dice que «mucho
menos creo que pueda ser considerada una novela de Margarita»9
aduciendo en favor de esta aseveración el hecho de que había fal-
tado el contacto humano con los elementos que constituyen su
obra. Exageraciones del autor que vivió en los sitios que describe
y que conoció muy de cerca el material humano que utilizó en la
novela. El hecho por él anotado de que no tuvo contacto con los tra-
bajadores del mar no le impide poder captar sus modos de trabajo
y sus existencias mismas, que una sensibilidad como la suya apre-
hendería aun en el más mínimo y circunstancial encuentro. Bien
puede ser que el método no sea el más apropiado y que, como él
dice, una de las fallas de su obra esté en el hecho de que nunca pre-
senció una pesca de perlas, pero no lo es menos que si la experiencia
ha podido vivificar más el momento concreto de esta operación,
la totalidad de la novela oculta un poco esta supuesta falla.
De dificultad en dificultad, que la novela Cubagua es pro-
picia para ello, y un poco vencido el punto de su ubicación gené-
rica, que formalmente puede presentar objeciones que la intuición
destruye, se tiene que llegar a un campo de delimitación temática.
Si el mundo de la obra es vasto, las posibilidades de este tipo
también lo son. Averiguar si hay un tema, cuál es este y si quiso
45
hacer el autor una novela con tema, podrían ser tres de las inte-
rrogantes que se plantearían; y la multitud de respuestas quedaría
insatisfechas ante la magnitud del contenido. Sin embargo, podrían
pasar a considerarse algunos aspectos que si no coinciden con una
concepción estricta de la temática, servirían, en todo caso, para pre-
sentar algunos puntos de vista que pudieran ser válidos. Podría ser
que el interés principal del escritor hubiera sido relatar la vida de
un individuo —Leiziaga— y en este supuesto habría suficientes
elementos que abonarían a favor de ello, pero el autor sabe que
ese individuo no está solo y que pertenece a dos mundos que lo
conforman: su mundo particular, con las debidas conexiones so-
ciales, y la sociedad misma a que pertenece y la cual cobra vida
a medida que se interrelaciona con él. Al mismo tiempo que nos
relata las aventuras de ese personaje, con su presente y su pasado,
recorremos toda la historia de las islas: Margarita en forma más
parcial y Cubagua en una visión casi generalizante de su síntesis
histórica. Revivimos una Cubagua poblada por conquistadores
y esclavos en lucha constante contra la naturaleza y por la super-
vivencia. Revivimos, así mismo, los sueños y el ambiente de los
indios, pero siempre permanecemos centrados en el hoy y en el
ayer de la vida de un hombre que une todas las circunstancias de
la novela. Siempre con Leiziaga como base podría también pen-
sarse que el autor ha querido ejemplificar acerca de una idea que lo
preocupaba. Siendo un hombre de muchas condiciones este perso-
naje, Núñez posiblemente lo utilizó para leccionar sobre la pérdida
de vitalidad que sufre cuando la orientación personal no está con-
dicionada por lo lógico, lo productivo y por el pensamiento de la
realidad objetiva de la vida. La codicia de Leiziaga, simbolizando
un poco el gusto por la vida fácil, podría ser, en otro caso, una de
las ideas del tema de la novela. Esta codicia, además, parece ser
el lazo unitivo entre diferentes personajes. En otro sentido, cabría
pensar que parte del tema de la obra estaría representado en la lucha
constante que un individuo, mezcla indiscriminada de potencias
raciales, sostiene contra el ambiente, en busca de una solución a su
futuro, que implica el futuro de una sociedad. El alma de una nueva
raza está tratando de imponerse y de lograr toda la bonanza de una
tierra toda promesas; pero esta tierra —que simbolizaría idealmente
46
a todo un conjunto de nacionalidad— estaría presionada bajo el
peso de un pasado que la inmoviliza. En este sentido, las trasla-
ciones temporales, ubicativas y de personajes, serían parte de un
juego donde con la labilidad del tiempo se quieren explicar los
porqués del fracaso de una circunstancia en un tiempo y el porqué
del detenimiento del progreso en otro tiempo, que ahora es pre-
sente. Revivir el pasado histórico de la isla y de la época, sería, en
otro término, el interés principal dentro de lo tramático y desde
este punto de vista ese pasado histórico sería el elemento que per-
mitiría la unión de tiempos existenciales de Margarita y Cubagua
con todas sus implicaciones, permitiendo, además, jugar con el
sentido del tiempo en la forma como lo hace el escritor.
Hay, además de todo esto, una idea que circula en esta novela
y que da la impresión de ser una tesis que el autor quería expresar.
Viendo la acción final de Cubagua, y llevándola a comparación con la
de La galera de Tiberio, es fácil observar cómo en la mente de Núñez
hay una obsesión que expresa en forma contundente: la urgente ne-
cesidad de construir algo nuevo, algo distinto de las experiencias
fallidas, sufridas por los personajes de cada obra, objetivizados en
Leiziaga y Revilla. Ese algo nuevo tiene que tener las implicaciones
necesarias para que trascienda sobre ellos y se constituya en una con-
secución general que represente por sí misma el futuro de toda una
sociedad. La ubicación de esta novedad y de esa esperanza la sitúa,
en cada caso, en el territorio de Guayana; pues alojando allí a sus
personajes en la culminación de sus peregrinaciones por las novelas,
los provee de un final abierto, deducible para el lector, donde po-
drán desarrollar todo el potencial de que son capaces y que ha sido
vislumbrado a través de su paso por las acciones que han presidido.
El autor supone que parte del gran porvenir de esa tierra casi des
conocida e inexplorada, está en ella misma, y haciendo de su idea
un ciclo de unión entre dos mentalidades y casi una misma voluntad
de recuperación, los lleva hasta la Guayana; y por lo que respecta
a Leiziaga, embarcado en La Tirana, acostado sobre unos sacos,
viendo a las islas soñar y envueltas en orlas de nieve efímera, «Una
luz cruza como flecha encendida en el horizonte» (111).
Podría concluirse insistiendo en la dificultad que representa
hablar de un tema dentro de la novela Cubagua. Las preguntas que
47
supusimos, quedan un poco sin respuesta, a la vez que la habilidad
creativa del autor da margen para poder contestarlas de muy dife-
rentes formas. Lo que sí es posible, porque está allí, es hablar de
la inclusión de ciertas zonas temáticas que, como la histórica y la
social, han sido desarrolladas en la obra.
Las dificultades estéticas de esta novela están en todo lo
que tiene y no en lo que le falta. Un tema concreto se ve compli-
cado por la cantidad de circunstancias que el autor ha manifes-
tado en este libro. No es ya solo el historicismo, que la anacronizaría
en cierta manera al ocuparse de cosas pasadas y remotamente re-
cordadas en crónicas y eruditos, es la mezcla insurgente de esos
asuntos con los de la más palpitante actualidad, aún vigentes a
pesar del tiempo que tiene de publicada la novela. En realidad,
una parte muy importante de ella es la preocupación «presente» de
Enrique Bernardo Núñez por el momento que viven las islas que
describe y por su futuro, que casi puede ver, como consecuencia
de que ha sido y está siendo. Enjuiciador e intérprete de algunos
elementos que son tradicionales en esos medios, utiliza la novela
para demostrar el estado social que imperaba, y presentarla como
un bloque expresivo que trata de pintarlo y explicar el porqué de su
incidencia en la constitución definitiva de nuestro carácter.
Preocupa a Núñez el panorama de miseria que cubría todo
el ambiente descrito. Un párrafo de la novela, corto como todos,
sirva para dar una idea de aquello:
48
era favorable para individuos como el coronel Rojas, dominador
económico, para el cual la tierra parecía feudo. Todos, casi sin ex-
cepción, consideraban como irresoluble el estado de aquella gente
tan pobre «y en general los empleados públicos, en su mayoría fo-
rasteros, se lamentaban siempre de aquella pobreza irremediable»
(19). Múltiples problemas casi consuetudinarios, agravaban cada
vez más el estado de cosas y el autor los contempla en su novela
como una presentación que quiere insistir en su importancia y
en la calamidad que proporcionan. Casi tan seguro como la isla
misma es su problema de sed. El agua, escasa, tiene que ser bus-
cada en los pocos sitios donde la hay y desde allí, «tarde y mañana
las muchachas conducen el agua hasta los barrios más lejanos»
(12). La dificultad de la consecución es tal que el novelista apunta
cómo las mujeres «desandan los caminos» en su búsqueda, tra-
tando de escapar del monopolio que ejercía Stakelun, quien había
instalado «un alambique y hacía vender a diez centavos lata» (20),
aunque «a Rojas la cedía gratis» y «al doctor Almozas cobraba úni-
camente tres centavos» (20). Solución a casi todos los problemas, el
agua que falta impide la vida y el juez Figueiras lo sabe. Cuando
está obsequiando a sus huéspedes y hablando de los logros que el
progreso traerá para Margarita, se queja de la única falta que los
hacía desiguales, porque «si la isla tuviese agua no echaríamos
nada de menos» (27). Podía considerarse muy afortunado quien
la tuviera cerca y eso hacía que «Las Mayas», propiedad de los
Casas, fuera considerada como la estancia más rica. «Cerca corre
una cañada, verdadera fortuna en la isla» (19), cuyo caudal era
aprovechado para socorrer a toda la gente que la necesitaba. Los
Casas eran familia que «ejercía sobre aquellas tierras un dominio
secular» y ayudando a que la necesidad fuera menor se fueron em-
pobreciendo hasta caer en las maquinaciones económicas que con-
cluyeron cuando su hacienda fue a dar bajo el poder de Stakelun.
A lo largo del libro se van viendo escenas representativas de todas
estas dificultades. Cuando no son los niños desnudos que llegaban
en multitudes a solicitar el auxilio pretendido, son las largas filas
de mujeres que recorren los caminos en busca de trabajo y de pan;
porque el hambre es otro de los problemas que Núñez incluye en
esta novela. En una intervención directa que parece arrancada de
49
su propia personalidad, el autor al comentar un juicio del poeta
J. T. Padilla R. sobre la isla, incluye las palabras que este pronunció,
describiendo las bellezas naturales de Margarita y el valor incal-
culable de sus perlas, valor que es poesía y productividad, pero,
dice Enrique Bernardo Núñez, en lo que quizás constituya la in-
tervención más directa en los asuntos de la obra que «el poeta
nada dice de la miseria de los labriegos, ni de sus valles áridos. Por
eso Padilla y su isla se mueren de hambre» (22). Si esta conclusión
desmerece un poco el juego narrativo de la prosa, ayuda a la fun-
ción que el propio escritor ha querido dar a su producción. Los
problemas estaban tan a la vista que producir algo sobre aquella
tierra sin insistir en ellos sería una grave traición a su condición
de novelista. Hay una verdadera preocupación por lo social que lo
hace repetir, insistentemente, acerca de causas y efectos. Quiere
ver soluciones parciales en el deseo de supervivencia de la gente
sencilla y pone a tejer cestas y esteras a «mujeres ciegas por el tra-
coma [que] concentran su mirada en el mar. […buscando la vida]
en la orilla donde las conchas se abren como flores y los veleros
descansan de las travesías largas y temerarias» (99).
Leiziaga y Antonio Cedeño parecen ser los extremos de un
mismo anhelo. El primero quiere demostrar las ventajas de la li-
mitación de la estación de pesca, para asegurar un trabajo que
se puede extender por muchos años; el otro, renuente a aceptar
ideas que rompen con la tradición de un pueblo pescador, no cree
en las soluciones presentadas y solo piensa que el mal está en la
forma voraz como la lejana ciudad se lleva las riquezas que ellos
producen. No hay fuentes de trabajo y las pocas que pueden pre-
sentarse se van agotando con el paso del tiempo. Todo el capítulo
primero de la novela se aboca a presentar un aspecto del asunto y
parece resumirse al centrar la posible ocupación en la perla, que
«es la vida de todos». Agobiados en la larga espera, espera de pan
y de agua, de trabajo y de vida, «las labranzas quedaban abando-
nadas y los que podían emigraban a los campos de petróleo o al
Orinoco» (22). Todo un cuadro general se va conformando con los
diferentes elementos que son utilizados por el escritor. Conocedor
del medio donde se desenvuelven estas cosas, no duda en presen-
tarlas, abriéndolas en su angustiosa realidad para dar una idea más
50
exacta de lo que acontecía. Puede así llegar a problemas de fun-
cionamiento tan profundos como los de la «esclavitud heredada»
que parece ser ancestral en aquellas latitudes y que ha sido motivo
de variado tratamiento dentro de la novelística venezolana. Ya lo
había planteado Enrique Bernardo Núñez en esta su Cubagua,
cuando fue también considerado por Antonio Arráiz en Dámaso
Velásquez, presentando a todo un conjunto humano que dependía,
casi exclusivamente, del poderoso poder del personaje que da título
a la novela. Lucila Palacios noveliza en El corcel de las crines albas
a don Pablo como «llaman en la isla al hombre que alquila barcos
y alquila navegantes»10. Él tiene alquilada mucha gente en el
cumplimiento de la «deuda paterna». Es cosa corriente.
10 Lucila Palacios, El corcel de las crines albas, Caracas, Ávila Gráfica, 1941, p. 49.
11 Ibid., p. 50.
51
contrabandista. Una inveterada costumbre de solidaridad ha sido el
arma que los ha defendido de las vicisitudes de un negocio donde
nunca se puede saber cuál será el final. No ser nada, no esperar
nada, podría ser la respuesta conformista ante la situación plan-
teada. Siendo parte de un todo que se mueve en el misterio, para
no perder su condición de ilegalidad, el hombre cae en la vorá-
gine desde su desesperación por vivir; una vez allí es un elemento
importante que pierde toda su libertad de acción, el gran negocio
lo ha absorbido, y va a producir para un patrón las más de las
veces desconocido: pero es la única forma de vida que se puede
desarrollar entre tanta miseria. Así los ve Núñez. El conjunto hu-
mano que pinta se mueve entre dos corrientes que en un momento
pueden significar la vida o la muerte. Son «las almas cargadas de
amargura, de indiferencia, de dicha», porque en esa inseguridad
pasan la existencia, esclavos del ambiente y de su poca resolución,
para vivir de otra manera, se sienten libres, con toda la libertad
del mundo. Siendo esclavos, y sabiéndolo, se consideran tan libres
como el mar, y cualquier intento de someterlos sin darles una po-
sible vía de escapatoria a sus ansias íntimas es quitarles la libertad,
que el autor llama «su libertad en medio de su esclavitud» (89).
Incapacitados en muchas formas para la producción que los
ampare y les dé vida, pasan el tiempo tratando de conseguir lo que
les mantenga, sin pensar en la proyección de la vida. No hay ini-
ciativa y todo queda por hacer; más que seres humanos parecen
pedazos arrancados a la conformidad y al destino. El progreso les
debe llegar e imponérseles tras las muchas dificultades que desde
su misma condición le opondrán. La existencia seguirá desarro-
llándose igual que siempre y los problemas crecerán en relación al
paso de los días. Una especie de resistencia los canaliza a no es-
perar nada de sí y a consignar sus esperanzas en un posible mi-
lagro. Lo ancestral lucha contra la idea de progreso y Cedeño, el
mismo Antonio Cedeño que se opone a que Leiziaga establezca
períodos de pesca que la hagan más fructífera y más duradera,
representa la parte humana que anima a seres que la ignorancia ha
producido. El constante enfrentamiento de estos elementos, que
se hace presente en Cedeño y en Leiziaga, se sucede en la novela
como consecuencia de dos maneras de enfocar el momento que
52
se vive. Cedeño se conforma con recordar épocas mejores, como
«explica mascullando las palabras entre su gran cigarro, […] Aquí
en Cubagua —prosigue— hay petróleo» (33), y habla de la ciudad
que en otros tiempos hubo en la isla, pero Leiziaga, visión de pre-
sente y de futuro, ya no quiere escuchar más, nada importa del es-
plendor del tiempo, ni el valor histórico de la ciudad que capitalizó
el comercio y la actividad en los primeros días de la Conquista,
a él le sobra la palabra oída: «Aquí en Cubagua hay petróleo»,
para que toda su febricitante actividad mental se oriente hacia
la planificación de grandes empresas; comienza a recordar datos,
trae a colación el caso de un extraño suicidio que hubo en Londres
por asuntos de esta naturaleza, y mientras Cedeño muestra «la ca-
dena de discos aceitosos en torno de La Tirana» (34), Leiziaga re-
cuerda como era de apreciado el betún que desde aquí se enviaba
a España con fines medicinales. Ya se creía en posesión de la vieja e
inconmensurable fortuna. Dos actitudes ante el mismo problema
parecen sintetizarse en la reacción que cada uno de estos perso-
najes tiene ante el anuncio displicente de que en Cubagua hay pe-
tróleo. En este sentido el autor toma parte en la cuestión porque
está convencido de que la redención de la tierra solo puede venir
de los brazos de sus hijos. El progreso que erradique todo vestigio de
ignorancia y de molicie será el único responsable del avance que
puedan tener territorio y hombres. Por eso Nila Cálice fue a Europa
y a Norteamérica, porque solo la educación la podía hacer poseedora
auténtica del misterio de la tierra.
Si el panorama de miseria y de necesidad es presentado en
forma que fustiga, también lo es el mal uso que se hace de las ri-
quezas naturales. Dentro del concepto del escritor algo dice que
la gran culpa reside en un como determinismo que impide el es-
fuerzo y el decoro. El mismo Cedeño, tan apegado a un perma-
nente modo de ser, sabe que «el mar siempre da pan», aun para
«hombres casi desnudos [que] repetían gestos ancestrales» mien-
tras «las velas se hinchan lozanas» (23). No es ya solo el «secreto de
la tierra» al que alude con tanta modernidad fray Dionisio. Hay,
además, una fuente permanente de bienestar y de bonanza que
el autor sitúa en el mar. Las imágenes plásticas que se desarrollan
en este aspecto son una implicación de la idea esperanzadora que
53
tenía Núñez al respecto. Siempre que se hace una alusión a este
tema se complementa la descripción de una actividad que insufla
ánimo. Algunas veces son los hombres dispuestos a la conquista
del mismo mar, otras son las mujeres que ríen y manifiestan ale-
gría entre la proximidad de la llegada de los barcos provistos de
vida, y en otros casos la poesía del paisaje marino complementa la
estructura que ha construido el autor alrededor de lo que piensa
que es la salvación de Margarita, e inclusive en una intervención
directa del escritor se atreve a contradecir una frase histórica pro-
nunciada en alguna ocasión por Simón Bolívar, ante el aparente
fracaso de sus esfuerzos. Enrique Bernardo Núñez en tono in
vocativo, producto lógico de su deseo de bienestar, escribe en su
novela: «¿Quién ha dicho que es inútil arar en el mar? Los brazos
labran surcos donde la gema florece. Hincha de pan las manos
como las mazorcas. ¡Bendito sea el mar! El mar, como la tierra, da
oro y pan» (23).
Tratando de dar soluciones aplicables a cada caso, que en re-
sumidas cuentas es uno solo, caso de atraso y de ignorancia, el es-
critor permite adelantar algunas ideas de lo que él considera que
sería plausible en la resolución de los problemas. Transformar la
mentalidad de la gente por medio de la educación podría ser una de
ellas. La vieja idea del positivismo, tan usada por nuestros nove-
listas, tiene otra utilización en este sentido. El empuje de nuevas
mentalidades sería necesario para lograr la transformación y el
autor se pone a pensar a través de Leiziaga y ve «espacio para ciu-
dades colosales, para que una poesía inédita, un género de vida
nueva, escale las torres y gane el cielo azul entre el humo de los
navíos. Tarde o temprano, el mundo viejo iría desapareciendo, bo-
rrándose en América» (24), queriendo mezclar las razas distantes
con el hombre común de nuestra tierra, para traerle ambiciones y
nuevas modalidades que le den otro interés a su vida. Para que esta
visión sea verdadera es necesario que ocurra el cambio que solo
la educación y el deseo de progreso pueden dar. No hay sitio para
esperas ni para los desahuciados de vida. «Los hombres que se
mueven como dormidos desaparecerían» dando paso a otra actua-
lidad donde «la isleta estaría llena de gente arrastrada por la magia
del aceite» (34-35).
54
Lo estéril es como un símbolo de aquellas tierras. Ante Lei-
ziaga y fray Dionisio «los cardones forman un laberinto de co-
lumnas» (36). El paisaje de la tierra se adapta a la exclamación de
uno de esos personajes: «Este es el valle de las lágrimas» (36); sin
embargo, en esta misma tierra desolada y marchita por la indo-
lencia, está la única, la eterna, la constante riqueza; está una cosa
«que todos olvidan: el secreto de la tierra» (43).
***
55
no solo que ese es el sitio donde se va a desarrollar, sino que tam-
bién «el cuento» pertenece a una época determinada que lo sitúa
en 1925. Indiferentemente, la prosa se mueve entre el presente de
una ciudad a cuya entrada «unos matapalos vierten sus copas ma-
ravillosas» y el pasado de la misma donde «a pesar del enjalbegado
obligatorio dispuesto por la ordenanza municipal las viviendas
dan la impresión de que van cayéndose lentamente» (11). Desde
ese momento inicial ya no va a haber sosiego para el cambio estruc-
tural en la novela. Los planos de referencia se van a trastocar con
tanta frecuencia que no es posible seguir sin mucho sigilo el acom-
pasado vaivén de la narración. Rota la intimidad de un presente
dado, donde el juez Figueiras, Andrea, Jesús Quijada y el doctor
Gregorio Almozas, entre otros, se identifican con las actividades
de la ciudad, irrumpe la playa del Tirano para dar paso a una corta
historia donde Lope de Aguirre se adueña del centro del relato.
Retomando inmediatamente a lo que fue comienzo, la inclusión
del poeta Padilla corta otra vez el hilo y el autor lo acompaña in-
terviniendo en su contra. Con la tonalidad enjuiciativa, esta vez,
la acción ejercida por Núñez desequilibra la secuencia lógica que
ha llevado en el libro.
En el capítulo primero presenciamos varias cosas que son
parte constitutiva de esa manera de novelar que trató de imponer
Enrique Bernardo Núñez. Tal como se mueve la realidad de la
vida, así quiso él que se moviera su prosa en la consecución de un
logro. Para tal efecto se vale del juego del tiempo y de cada re-
curso que dentro de los personajes pueda significar una ayuda.
Actuando, pensando, hablando o recordando, estos son los res-
ponsables de los nuevos sucesos temporales que van apareciendo
en la novela. Cubagua, que debe ser el interés central de la obra
es solo introducida, por referencias, en el final de este primer ca-
pítulo. Llegado ese punto se borran casi todas las conexiones con
lo que se ha narrado y una nueva vida se abre ante las posibili-
dades del escritor. Personajes y sitios serán nuevos y el pequeño es-
labón quedará tan solo constituido por Leiziaga —existencia real
dentro de un contexto real—, y fray Dionisio, el peso de la historia
y del tiempo. Cubagua sirve, entonces para desarrollar otro plano
del relato. Los personajes son en ella casi tan intemporales como
56
la misma isla, y sus nombres concretos, pertenecientes a existen-
cias definidas, se confunden con los semejantes que existieron en
la distancia. Aun en Pedro Cálice parece haber una significación
múltiple. Pasan los capítulos, destinados a la historia de la isla,
y cuando la novela parece detenerse allí, retorna a lo que siendo
futuro —en comparación con la actualidad de lo narrado— vuelve
a ser el presente que le dio comienzo en la novela, pero es tam-
bién un presente falso, o más bien, otro presente, porque la en-
voltura original no ha vuelto a aparecer y solo a través de este
rodeo, donde se incluyen elementos legendarios, se va acercando.
Las ruinas de Cubagua, los misterios de la isla, la historia ence-
rrada en subterráneos, van a dar paso a «Vocchi», a «El Areyto» y
a «Thenocas» antes de regresar con El Faraute a la vista del castillo
de Santa Rosa, en La Asunción.
Los pequeños intereses se van sumando para dar una
imagen total, pero esta se ha complicado de tal suerte en su natu
raleza, que cada uno de ellos puede valer por sí solo. A no ser
por Leiziaga que los une con sus motivaciones en diferentes esta-
dios de tiempo, los episodios utilizados por la novela constituirían
cuadros novelísticos de intrínseco valor. Sumando evocaciones y
aprovechando cada uno de los elementos que puedan desprenderse
de ellas, el autor va compaginando una novela difícil, aun en este
aspecto estructural.
Los mismos nombres que le dieron principio la llevan a su
final; Leiziaga los ha unido con su aventura y ellos han partici-
pado, en su medida, al desenvolvimiento de una trama llena de
complejidades y de reconocido tenor literario.
***
57
escritor a su través. Legados a un mundo común donde existen, des-
tacan en ellos algunos rasgos definidores que en conjunto quieren
tipificar a cualquier comunidad de la época y de la circunstancia
de la obra.
El mayor peso de este libro está repartido entre la acción de
los personajes y el valor del juego del tiempo. Hay una relación es-
trecha entre ambos y de ella se desprende uno de los mejores valores
que esta Cubagua aporta a la novelística nacional.
En la novela hay que diferenciar dos categorías de perso-
najes. Todos son importantes, pero hay en ellos una jerarquiza-
ción que viene dada por la actuación que en un momento dado
realizan. Un personaje de muy escasa figuración puede, sin em-
bargo, tener una gran importancia en Cubagua, porque no está
preestablecida una tónica que exija interés en adecuación con pre-
sencia física. Una de las cosas que más destaca, a primera vista,
es la capacidad que tiene el autor para dar forma a sus elementos
humanos: el doctor Gregorio Almozas está retratado en el epi-
sodio del fórceps. Su descuidada personalidad, su abandono y su
negligencia profesional están captados en la respuesta que da a
Stakelun en relación a que si el instrumento de trabajo era usado
en la misma forma como ahora estaba depositado en el estuche
de madera. Un fórceps oxidado era casi la simbolización de un
hombre acabado. Andrea y un loro sirven para presentar y con-
formar el modo de ser del juez Figueiras, de cuya historia se vale
el escritor para dar una visión más completa del personaje. No
llega a decirnos que sea un viejo, aunque más adelante hay una
clara intención en ubicarlo. El autor habla de los gustos del juez
en asuntos de cocina, y se atreve a decir que «la castidad de un
viejo depende a veces de sus gustos culinarios», lo cual le per-
mite, a la vez, presentar a Andrea, «una mulatilla incitante y es-
pigada que había llevado del Tuy para servir en su cocina» (12).
El coronel Rojas aparece poco en esta obra. Las veces que lo hace
está descrito en función del ejercicio de la fuerza. Vive al lado del
juez y está acantonado en la isla, siempre refiriendo «sus proezas
de guerra en Apure» (13). A pesar de esta presentación tan in-
genua, el coronel Rojas desempeña ciertas actitudes que lo hacen
negativo dentro de la novela. Debe recordarse que no pagaba por
58
el servicio de agua que le servían en el alambique de Stakelun,
y en algún sitio de la obra el sentimiento del autor es contrario con
respecto a él. Cuando todos se quejaban de la mala situación que
se vivía, «el único que no decía nada era Rojas» (19). Hernando
Casas, de aparición muy fugaz, «se había dejado arruinar con una
especie de voluptuosidad» (19), contrastando abiertamente con
la entereza y el valor que representaba su mujer.
Algunos de estos personajes solo están dados en forma re-
ferencial y desde pequeños detalles, suficientes, sin embargo, para
caracterizarlos en forma definitiva. Benito Arias, secretario del
juzgado, no es conocido más que en función indirecta. Núñez está
hablando de cómo son encerrados los borrachos que escandalizan
por la noche, «con excepción del secretario Benito Arias» (12).
Ese modo indirecto agrupa, igualmente a Andrea, de la cual solo
se conoce un rasgo racial, pero quien es presentada por la constante
actitud de regaño que tiene ante el juez. Su voz recriminaba a Leó-
nidas y las prohibiciones llovían sobre el afligido Figueiras. Teófilo
Ortega nos viene dado por el contraste que representa frente a Nila
Cálice, a quien corteja. La fogosidad y la educación de esta no puede
permitir el acercamiento que intenta Ortega y de allí que en sus es-
casas apariciones siempre esté rechazado para un futuro después,
que nunca llega dentro de la novela. Antonio Cedeño, de quien se
hacen algunas consideraciones y a quien se sitúa en extremos contra-
rios con el valor de Leiziaga, está sintetizado en la descripción que
de él hace el autor. Remando lentamente se le ve como «un hombre
corpulento […cuyo] rostro recuerda el de los ídolos esculpidos en
piedra que yacen dispersos o enterrados» (22). Para quien se haya
compenetrado con el significado de la novela, esta relación que se
hace de Cedeño indica una manera habilidosa de transformar toda
la realidad de un personaje en una caracterización total.
Para el desarrollo de ciertos aspectos de la obra, Stakelun
es imprescindible. En muchas ocasiones es figura prominente y la
idea general es que está dentro de todas las cosas. Su actividad y su
propia personalidad lo hacen imponerse ante el común de la gente.
Su capacidad de absorción lo lleva a hacerse casi preponderante,
y más que un simple ser, dentro de la novela, trata de representar
todo el peso de una fuerza que se mueve con estudiados pasos.
59
La propiedad de la Compañía, la adquisición del alambique para
proveer agua, la adquisición de la estancia Las Mayas y su aparición
final en el asunto Leiziaga lo generalizan en la condición anotada.
Todo se rinde ante su vigor y todo va pasando a su poder desme-
dido. Las fuerzas bajas lo adulan y temen; los más poderosos, que
son muy pocos, le sirven, le agasajan y pretenden utilizarlo. Él los
aprovecha a todos. A los más bajos los explota, a los otros los ma-
neja. Etelvina Casas parece no cuadrar en ese esquema. Perdida
como está su propiedad, es la única voz que se alza en un signo de
protesta que queda truncado por la falta de voluntad de su marido.
Su oposición a esta fuerza, Stakelun le hace poseer una aureola
que la diferencia de los otros seres con quienes convive. Sus ma-
nifestaciones son tajantes y llenas de sinceridad. Odia a Stakelun
porque Stakelun significa despojo y rapiña. Etelvina es feliz en la
libertad y en la posesión de la tierra. Cuando habla con Leiziaga,
ya perdida la finca, dice lo insoportables que son los pueblos llenos
de rutina y de tedio. La finca le permite el contacto directo con
los elementos de la libertad: el cielo y el aire la llenan de dicha y
de ilusiones acerca del futuro. Palpa la tierra y la acaricia: «¡Será
mía a pesar de todo!» (20), concluye. «Los cabellos formaban lu-
cientes anillos en torno a su cuello y en sus ojos, también negros, se
encendió una alegría extraña y breve» (21).
De cierta especial condición son Pedro Cálice y Nila. La fi-
gura del primero cobra gran interés en la novela por la forma am-
bigua en que se desenvuelve. Nadie puede saber, a ciencia cierta,
qué es Cálice y qué representa en cada una de sus actuaciones.
Su misma enfermedad, la bíblica lepra parece ser un elemento de
integración en un personaje mitad legendario y mitad difumi-
nado por la oscuridad que el misterio de Cubagua impone en él.
Cuando Miguel Ocampo, capitán de La Osa le está entregando
cuentas, Cálice está sentado en un taburete, «a la luz de un farol
viejo y amarillento»; en una captación que le define se le presenta
con «la espesa cabellera [que] le sepultaba en su negrura. Toda la fi
sonomía de la isla estaba en aquel rostro» (37). Esta es quizás una
de las más geniales descripciones que hace Núñez en esta novela,
porque no solo nos da una personalidad enferma, llena de mis-
terio y lejanía, como la misma enfermedad, sino que además lo
60
traslada comparativamente a la isla que, como Cálice, padecía de
una muerte en vida. Siendo la lepra una negrura, la ambigüedad
está planteada en varias vertientes. La negrura puede ser de Pedro
Cálice, o puede ser de su cabellera, pero es más probable que haya
sido del estado en que se encontraba.
La muerte que representa Pedro se diluye en la vida de Nila.
Simbolización del paso de una raza vencida al surgimiento de una
raza viviente. La desesperanza del saberse acabado con la resolu-
ción de quererse dueño de la vida. Nila Cálice absorbe la novela
cuando interviene en ella. Los rasgos de su vitalidad son las pri-
meras cosas que sabemos de esta exquisita mujer que se pierde en
el confín insinuado de la poesía que la rodea. Su historia se va
dando por pequeñas partes, que se complementan con sus hechos
y con su participación activa dentro del cuadro de los otros ele-
mentos humanos de la novela. Ella representa no solo el vigor de
una mujer joven, individualidad que no tendría mucha cabida en una
obra de esta naturaleza; Nila quiere ser, por parte del autor, un afa-
noso homenaje al bizarrismo de la mujer de la isla, mujer sopor-
tadora de todas las circunstancias y que ha sobrevivido a las miles
de vicisitudes que el ambiente le ha opuesto. Nila es abierta y os-
cura como su mar. Su constante transfiguración la hace una perla
codiciada en una tierra de codicia, y al actuar como una fuerza
vital, es a veces expansiva, pero a veces, también, se profundiza en
un fondo evocativo y melancólico, en una especie de filosofía de re-
solución resignada, que la lleva hasta los límites de una neblinosa
sabiduría ancestral.
Núñez trata de revivir en Nila Cálice el alma de la raza
pura. La tutoría de fray Dionisio, la educación que adquiere, la
transculturización que representa y la insistencia de sus pasiones
y de su libertad existencial, así lo comprueban. La propia voz de
Nila colabora en su definición. Leiziaga interviene como dialo-
gante y entre ellos nace la palabra que quiere explicar búsquedas.
Significado de transformación y de propiedad destinista caracterizan
los modos de expresión. Él ha estado varios años fuera de la patria
«y al volver me ha parecido que no conocía a mi país, Nila. Se me
ha revelado de un modo distinto»; ella lo escucha y mide todo el
contenido de la declaración, su proceso ha sido distinto, viniendo
61
desde el fondo misterioso de la tierra, está adosada a su esencia.
«Yo también he salido; pero siempre queda algo tan arraigado en
nosotros que nada puede modificar» (25).
Leiziaga, como Nila Cálice, ha viajado para establecer con-
tactos con culturas diferentes. La educación recibida, aunada a su
voluntad de superación lo han hecho un hombre de acción. Con-
cibe grandes proyectos y todos ellos están dirigidos a la transfor-
mación del ambiente: «empresas ferroviarias, compañía navieras
o vastas colonizaciones en las márgenes de nuestros ríos» (17). Su
grado en Harvard parece haberlo dispuesto para una febril cons-
tancia en grandes consecuciones. En su pensamiento, donde re-
posan las ideas del autor, Leiziaga acomete el tema constante de la
suplantación de un mundo caduco por otro que sea pujante y pro-
misorio. Su lucha es una lucha contra el tiempo. Desea crear y dar
rapidez a esos proyectos. El afán de poseer lo condiciona y lo mo-
tiva. Quiere tener casi en un sentido egoísta, pero desde esa posi-
ción se derivan aspectos favorables a su personalidad. No quiere
establecerse en ninguna región que lo amordace; no quiere pare-
cerse a los funcionarios parásitos que vegetan toda la vida, por eso
repulsa a su jefe, el doctor Camilo Zaldarriaga. No quiere perma-
necer en Margarita más que el tiempo necesario para desarrollar
sus proyectos. Teme al tiempo estancado y agobiante. «Deseo huir
de todo esto, porque hoy los años son días y aquí los días son años»
(18). Leiziaga sabe que el ambiente consume con su placidez. Las
eternas charlas y el esperar constante no son para él. Stakelun
debe ser la llave que abra los caminos desconocidos e inconmensu-
rables de estas tierras; por eso siempre está con él; porque a pesar
de una aparente entrega, Stakelun está vigilante y su codicia lo ha
llevado a establecer planes definitivos para su vida. Poco a poco se
apoderará de todo, simboliza el mal que se va propagando callada-
mente, amparado en la rutina y abulia de sus semejantes. Leiziaga
sabe esto y quiere aprovechar la oportunidad. Su idea es, también,
la del enriquecimiento. Como ingeniero de minas al servicio del
Ministerio de Fomento, quiere utilizar su posición para el beneficio
personal. Su audacia, su vitalidad y su ambición lo conducen, direc-
tamente a tratar con Stakelun, a la vez que elabora planes de acción
individual que, amasados con esa inagotable fuente de optimismo
62
morboso que lo acompaña, tratan de concretizar grandes ganancias
con mínimos esfuerzos. La relación que hace entre la existencia
de petróleo en Cubagua y un mundo atropellante que surgiría de
ese descubrimiento, tiene como centro no el interés utópico de la
conquista de la tierra por la conquista misma, tiene como interés
inmediato el bienestar fabuloso que esa riqueza le concedería. Per-
sonaje complejo este Leiziaga, se mueve entre las ideas que ne-
gativizando éticamente a un hombre, lo hacen producto cierto
y tipificante de un mundo convulsionado por lo material.
Sus destacadas condiciones lo ponen al borde de esa fortuna,
no ya representada en el petróleo, sino en las riquezas naturales
que aún existen. Trocando su verdadera misión va a inspeccionar
los placeres de pesca de perla, con una intención clara y definida.
Aparentando una función oficial va a desarrollar una ambición
personal. El aventurero va a volver a aparecer y Leiziaga, por obra
y gracia de la traslación temporal de la historia, se va a convertir,
retrocediendo en el infinito, en el conde Lampugnano; con sus
mismas características, con sus mismas ambiciones, con su misma
actividad existencial. La historia que le va a suceder a Leiziaga va
a estar calcada de lo que sucedió al conde en los días del esplendor
de Cubagua. Ambos llegaron henchidos de grandes proyectos
y sobre ambos el ambiente abatió su fuerza inexorable. Poseídos
por una misma fuerza, son víctimas de las circunstancias que esa
fuerza ejerce sobre ellos.
Pueden más la avaricia y el deseo personal que la constitu-
ción ideal que Leiziaga llevaba escondida en algún rincón de su
espíritu, y al convertirse en contrabandista, deja atrás todo el im-
pulso renovador que tenía en sí mismo. Confundido dentro del
mismo pensamiento que mueve a todos los hombres que lo rodean,
no supo distinguir el final del camino hacia donde sería condu-
cido; perdida la perspectiva lógica de todo empeño, Leiziaga cae
dentro de su propia trampa y todo el cúmulo de sugestiones y de
proyectos se vuelcan encima de la codicia momentánea, arrastrán-
dola al fracaso. Otra vez, como el conde Lampugnano, fracasa
por no saber equilibrar el ímpetu con el desarrollo acompasado
de las empresas personales. Houbac, Ortega, Cedeño, nombres
que el contrabando ha regado por las costas orientales, se ven de
63
pronto invadidos por la presencia apremiante de un Leiziaga inex-
perto que quiere calzar los mismos puntos que aquellos que han pa-
sado la vida en la aventura. El secreto de las ventas clandestinas lo
tenía Houbac y todos rendían ante él la sumisión que precisaba.
Leiziaga era diferente y quiere demostrarlo. Va cayendo en pro-
fundas hondonadas que irremisiblemente lo llevan al fracaso total.
«Lo mandaron a inspeccionar las perlas y se puso a robarlas en
Cubagua», murmura uno de los oficiales que hacen guardia en la
explanada del castillo donde está detenido. «Lo ridículo es la tor-
peza. Para robar se requiere ante todo habilidad» (101), responde
su compañero. El final, muy aleccionante desde la mentalidad del
autor, que en una u otra forma aprovecha el episodio para hacerse
sentir, es la nada. Leiziaga, casi salido de la oscura posición de un
cargo público, recorre maravillosos caminos de futuro en una actitud
ideal respaldada por su innegable valor.
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cargado de fuerza histórica, ejerce sobre los elementos que lo forman.
En Leiziaga se ha cumplido un ciclo inexorable. La inmensa y mis-
teriosa lejanía del mar lo ha acogido en su seno; le ha probado que
no solo el vigor vence calamidades, y lo ha transportado en sus
brisas hasta otra lejanía tan misteriosa como el mismo mar.
Cubagua es misterio infinito y por eso la novela Cubagua
está envuelta en ese manto incorruptible de presencia evaporada.
Representativo de una nebulosidad que funcione en el tiempo
volcando direcciones en todos los sentidos imaginables, está fray
Dionisio, personaje de presente, de pasado y de futuro, que anda
indiferentemente por todos los tiempos, como voz de relación y de
explicación histórica:
65
su existencia, la ambigüedad narrativa que lo acompaña, crea una
atmósfera de ilusión. Cuando construye la torre de la iglesia, ayu-
dado por los vecinos del pueblo, tiene el hábito manchado de barro,
pero también tiene «los ojos llenos de polvo» (16).
Leiziaga conoce su verdadera historia. El personaje se en-
trega en confesión a quien ha de servir de lazo unitivo entre los
elementos constitutivos de la novela. Nadie más que aquel está en
conocimiento de las muchas vidas que ha recorrido este fraile in-
temporal. Los acontecimientos que le han sucedido tienen mucho
que ver con gente que puebla la ilusoria tierra de las legendarias
islas. Nila y Pedro Cálice le están unidos en amarras evocativas,
la selva los reunió en una comunidad casi fantasmal. Perdido en
sus confines salva la vida por la quietud de su presencia. Reme-
morando los tiempos pasados repasa el encuentro y da a la luz el
origen de Nila, la enfermedad de Pedro y el asesinato de Rima-
rima, «un cacique que murió […] hace algunos años» (28), y de
quien procede la hermosa muchacha. Tomada en auxilio, su pri-
mera acción es protegerla de los blancos. Nila por eso le pertenece,
pero nunca esa posesión se materializa en ningún aspecto. Traslación
personal de un hecho cierto de la Conquista, la relación fray
Dionisio-Nila Cálice parece hablar de pretendidos hechos.
Aun en presente, el fraile utiliza a Leiziaga para sus mani-
festaciones metafísicas. La novela está llena de ellas y por su in-
termedio el autor consigue un clima de elevación espiritual muy
acorde con la significación propia del sacerdote. A la vez que esto
sucede, en el plano de la estructura mental se va desarrollando,
paralelamente, una situación que agrava el planteamiento inicial.
Hasta ahora las presentaciones de fray Dionisio lo hacen ser muy
objetivo. Está trabajando en la iglesia, habla con Leiziaga, narra
los episodios de su vida o se pasea por el altozano del templo, ab-
sorto en su breviario. Pero en este mismo último momento parece
producirse una transfiguración que habrá de acompañarlo para
siempre dentro de la obra. «El sayal descubre las piernas descar-
nadas, oprimidas por gruesas botas. Parece más bien una de esas
figuras carcomidas que se ven en las fachadas de los templos muy
viejos» (28). La adecuación pretende ser definitiva. Quiere esta-
blecerse una sensación de relación entre la figura del fraile y su
66
misteriosa presencia. La edad física tiende a perderse en el infinito
y toda su humanidad da la impresión de quererse confundir con
la perennidad de lo histórico. Muchas de las cosas que se dicen de
él lo inmiscuyen en lo misterioso. «Se aseguraba haberle sorpren-
dido de rodillas ante una cabeza momificada que ocultaba cuida-
dosamente» (15), y se hablaba de una oscura afición a consumir
ciertas hierbas y a usar un diente de caimán que pendía en el ro-
sario. El mismo Leiziaga, quien ya no podía asombrarse de nada
que ocurriera a esa rara personalidad,
67
sonrisa traspasa la cara terrosa «y sus palabras forman círculos en
el silencio» (72).
Siempre desde el plano de Leiziaga —que es personaje de
real existencia—, se da el dato confuso de la existencia real del
fraile. En la antigua cuadra su «voz parecía afónica, lejana, sin ser
lo uno ni lo otro, como si viniese a través de una niebla» (40), luego
lo ve físicamente acabado, semejante a un montón de cenizas y con
una configuración que lo acercaba a lo fantasmal; la boca hun-
dida y volviéndose borroso en la penumbra. «A veces diríase que
ha muerto» (42), tornándose en una sensación de fondo, de cosa
inexistente que existe.
Como fray Dionisio, y él principalmente, todos los perso-
najes de esta novela parecen quedar flotando en el aire. Sus trazos,
aunque llenos de firmeza, permiten diluirlos en una atmósfera de
realidad y ficción —fantasía poética e histórica— que los carac-
teriza. Ningún nombre queda con exactitud en el presente, todos
participan de una dualidad que les permite transitar por diferentes
épocas con una aparente misma personalidad. Solo Leiziaga parece
librarse de esto y es el único que escapa hacia el futuro.
***
68
(…) tal vez no existe ya y la vemos. Tampoco ante una rosa se
piensa en las que han abierto desde hace miles de años. Cual-
quiera diría que es la misma. El mismo color, la misma fragancia.
Y en ese momento, ¿no es en efecto la misma? (65).
69
y permisible que se piense que dentro de la novela hay utiliza-
ción de un sistema estructural adecuado a esa paralelización del
tiempo-espacio. Cubagua comienza narrando un tiempo presente,
establecido por hechos constantes y objetivos. La inclusión de un
personaje-eje, Leiziaga, va a facilitar la movilidad que el novelista
desea para su libro. Cuando se va a realizar la inspección de las
perlas en la isla, hay un cambio en la acción del tiempo. Aun en
un acto de auténtico presente, Leiziaga comienza a convivir con
otros personajes cuya figuración de actualidad es muy compleja.
A ciencia cierta es difícil determinar si en Ocampo u Orteguilla,
por ejemplo, están presentizados seres actuales o proyecciones de
elementos cuya existencia finalizó en época remota. Estos per-
sonajes pueden, indiscretamente, estar representando cualquiera
de los dos papeles, porque han sido concebidos de esa manera
y porque la novela necesita que el comportamiento no sea muy di-
lucidado. Fray Dionisio al dar de beber el elixir a Leiziaga, per-
mite que se efectúe un claro y objetivo retroceso temporal donde
el presente es el de Nueva Cádiz en el siglo XVI. Entonces la fi-
gura del personaje se confunde con la del conde Lampugnano, en
presencia y actitudes. La historia del conde y sus experiencias en la
isla; el ambiente donde se desarrollaba la vida, el clima de lujuria,
la explotación de las riquezas, y las fuerzas naturales dominantes,
son aspectos que entran en la trama novelística al efectuarse la
transportación de Leiziaga y del conde. Envuelto en la confusión
el personaje está en Cubagua y está en Nueva Cádiz; conversa
con un presente fray Dionisio y contempla el fantasma del mismo;
recorre profundos corredores carcomidos por la ruina y es capaz
de presenciar fastuosos tesoros y deslumbrantes ceremonias indí-
genas. La parte legendaria de la novela cobra un interés inusitado
y todo el clima se concentra en la magnificencia de lo mítico, en
un aparente desprecio por lo que ha sido hilo central de la narra-
ción. El despertar de Leiziaga corresponde, igualmente, al des-
pertar del tiempo presente en la obra, y Nila Cálice acompaña
a Pedro cuando el elixir ha dejado de actuar en la mente del per-
sonaje principal. La novela regresa a una acción concreta y finaliza
cuando retoma a personajes y hechos que le habían dado origen.
El detenimiento del tiempo puede, así, funcionar a la misma vez
70
que su multiplicación; pero como cosa curiosa se debe observar que
en esa doble actitud hay una manifiesta preferencia hacia lo pri-
mero, hacia lo que tienda el retroceso, cuando la vida existía en la
isla y cuando el aspecto histórico la forjó y plenó de importancia.
Solo recordar un pasado no tendría todo el mérito del traerlo
a presente en un habilidoso juego de intereses. Cuando Leiziaga
declara que desea huir «porque hoy los años son días y aquí los
días son años» (18), está ejemplificando lo que permitió al escritor
funcionar con personajes de presencia indiscriminada en cual-
quiera de las épocas, con comportamientos tan «lógicos» como
el del fraile a quien el paso de cuatrocientos años parecen poco
tiempo, o con situaciones que vacilan entre lo real y lo soñado que
hacen posible que en un momento de conversación entre el inge-
niero y el sacerdote, en un ambiente de total soledad, salgan de
entre los cardones «mujeres desnudas» en cuyos cuerpos las ajorcas
brillan, «arracadas de oro» (73).
Todo es posible dentro de la gran dualidad de lugar y época
en que se desenvuelve la novela. Cedeño y Ocampo son pesca-
dores de perlas que acompañan a Leiziaga en su viaje a la isla,
pero referidos a la acción en Nueva Cádiz, «Antonio Cedeño tiene
de la mano un perro negro con movimientos de ferocidad impa-
ciente. [Y] Ocampo habla de la maestría y el coraje de algunos
perros en apresar salvajes» (52), por lo cual Pedro Cálice dice
que algunos de tanta casta como Becerrico hace que todos deseen
poseer hasta cien.
Dentro de un contexto de logicidad no sería permisible
pensar que alguien haya estado en otro tiempo y en otro sitio,
pero aun así Leiziaga vivió en Cubagua cuando se llamaba Nueva
Cádiz. En la visión física de la ciudad él logra verse de la misma
estatura actual, pero con una barba rubia y con los ojos azules. To-
mando el polvo que desde una concha de nácar le ofrecía Vocchi,
presenció cómo Nila también se encontraba allí, en medio de hom-
bres tatuados y mujeres de senos dorados. El viajero convertido en
dios, que había retrocedido desde su Lanka natal hasta los mismos
orígenes de un mundo, acompañaba ahora los que infinidad de
años después serían Leiziaga y Nila Cálice.
71
Tejiendo tiempos y deshaciendo realidades va pasando la
novela. Personajes y circunstancias se diluyen o se concretizan
con una pasmosa facilidad. De un hecho actual se pasa a la re-
ferencia de otro pasado. Los pescadores de ahora pescan igual
a los de hace cuatrocientos años; un accidente de pesquería hace
recordar la muerte de Fucho Malavé; el despacho del juez Fi-
gueiras rememora al antiguo convento franciscano; los indios van
terminando la danza ritual cuando el efecto del ñopo era menos
alucinante y la modorra de miles de años se va apoderando de
ellos. La vieja ciudad recupera su pasado esplendor en la sola men-
ción de sus fuentes de petróleo. El autor se complace trayendo si-
tuaciones de pasado y mezclándolas con una perfecta actualidad,
y fray Dionisio se identifica, a cada momento, con la idea del his-
toricismo, murmurando palabras confusas donde el suceso de la
isla parece agobiarlo todo.
Leiziaga ha estado en un subterráneo, el fraile le ha llevado
allí y el contacto con lo pasado se ha establecido de una manera
fehaciente. Dentro de las catacumbas de Cubagua, el misterio his-
tórico de la tierra ha cobrado vigencia. Leiziaga no comprende su
«sueño» ni el traslado de sus sensaciones. La relación que lo ha
llevado desde una realidad patente hasta las circunstancias de su
imaginación no está clarificada en su mente. Es parte de un en-
frentamiento y un elemento que cubre la parte de presencia transi-
cional entre un pasado y un porvenir. El fraile habla de la antigua
riqueza y el ingeniero se refiere a las posibilidades del futuro; sin
embargo, en su condición de actualidad no hay una definición que
pueda dar la pauta de lo acontecido. Instrumento de utilización
expresiva, sirve a los fines del autor.
***
72
Son muy diversas las opiniones que han centrado sus juicios en lo
que consideraban que ha sido el más importante aporte de Enrique
Bernardo Núñez a la novelística venezolana.
Haciendo un análisis justo de las partes constitutivas de la
novela, sería difícil precisar cuál de ellas se impone sobre las otras;
cada una tiene sus logros y el conjunto que, a nuestro juicio, es lo
más destacado, se enriquece en la participación de todos los ele-
mentos. Si es verdad que a lo largo de Cubagua la cuestión estilís-
tica parece hacerse más imponente a medida que el autor desarrolla
la prosa, no es menos cierto que esas manifestaciones expresivas
dependen de la contribución que el deslumbrante ambiente ejerció
sobre el novelista. Por intermedio de Stakelun se piensa que «el
color es la magia de la isla» (11), y que quien llegue a contem-
plarla caerá bajo una extraña fascinación. Julio Febres Cordero
dice que no solo eso es cierto sino que ese color es capaz de em-
borrachar con sus matices14. Las tonalidades, diversas, continuas,
esplendentes, son como un símbolo de Margarita y de Cubagua.
«El crepúsculo ve caer sus magníficos manojos» (48) y Nila será
llevada en procesión reinante donde «entre las orquídeas más be-
llas que el oro, su presencia sería igual a la de la luna» (50). A cada
momento y en cualquier circunstancia Núñez hace uso del paisaje
y del ambiente, razón por la cual su libro se llena de la plenitud
de los colores y de la magnificencia de una prosa sintetizada para
el estricto buen decir. El cromatismo que había aparecido tímido
y tenue en sus obras anteriores, encuentra campo propicio en esta
novela, y ya será una característica que lo acompañará siempre.
La fuerza que va cobrando le va dando un impulso que el mismo
autor tiene que dosificar para no caer en un extremado lirismo.
El color se le impone por la vigorosidad plástica, pero el deslin-
damiento con lo que adorne le provee de una apreciable persona-
lidad. La frase se va consiguiendo como brotada de la necesidad
de expresar lo que le rodea a los sentidos sensibles de la belleza.
Párrafos hay en que las descripciones son el producto directo de la
captación y, adecuadas las palabras a los hechos, son transmisoras
73
de emoción vivencial. «El estío continúa devorando las sierras, las
labranzas. Los valles se vuelven amarillos, de oro. La blancura de
las playas come los ojos» (108). La integración está siempre basada
en los elementos propios del medio. La constitución de una ma-
deja estilística —que aparenta contener a la novela—, se va agran-
dando en la medida de las posibilidades que el escritor le provee
y la poesía marcha paralela a la simple descripción elegante. La
gran totalidad plástica es uno de los efectos que logra Núñez con
sus apreciaciones sobre hechos ambientales. «El sol engendra los
pájaros de fuego que devoran los verdes y las aguas» (93), y en la
tarde, así manifestada, pone a caminar a sus hombres agobiados,
a sus hombres impasibles, a sus hombres taciturnos, a los hombres
que llama cardones en un afán de sombrearlos en una simbología
expresiva. Los planos argumentales reposan en pequeños espacios
donde la palabra cobra otro tipo de vida y resurge de la condición
narrativa para difuminarse en la manifestación de algún elemento
de impresión. Este caso se repite mucho y constituye uno de los
más característicos en la forma novelística que cubre a la obra.
El intercambio de intereses dentro de la novela se efectúa a me-
nudo y siempre bajo la estricta vigilancia del escritor. El equilibrio
es, entonces, un resultado lógico que impide la preponderancia de
cualquiera de los tres elementos ya antes mencionados. Tanto en
lo narrativo como en lo argumental y en la utilización histórica,
hay un subfondo que los ensambla como partes de una misma
unidad. Esa unidad es una Cubagua bien estricta, muy bien pen-
sada y mejor concebida; a la vez que es la base que permite al es-
critor manifestarse en sus gustos y predilecciones. Todo lo recubre
el color, desde el mito traído y deshojado de la leyenda, el cual se
presenta en una vida que lo saca del círculo del recuerdo, hasta
la insistente manera de designar las cosas, tiñéndolas para darles
existencia definida. Cálice parecía un farol amarillento, o su cabe-
llera lo sepultaba en la negrura; sus mejillas eran encarnadas y en
sus ojos había bordes rojizos. La precisión del detalle se comple-
menta con el tono del color y la expresión se aposenta en el giro
corto y totalitario.
El cromatismo que ha brotado de la necesidad de dar poten-
cialidad vital a la expresión, como lo dijo alguna vez el autor, se
74
ha asentado después de consecutivos ensayos. Ya la ampulosidad
de Sol interior no aparece en el modo de escribir, la fraseología
desnuda que se utiliza en Después de Ayacucho y en La ninfa del
Anauco, ha pasado como etapa transicional; se ha ganado en fun-
ción poética pura y en síntesis estilística; la vitalización de la prosa
ha venido surgiendo en pasos consistentes, el tiempo, el ejercicio
continuo y la sensibilidad han conseguido el propósito. Cubagua
es algo muy diferente a lo que Núñez había escrito, y es algo que
resume una compilación que no se deja notar.
Las nuevas formas, esas que se han instalado y que provienen
de muchas experiencias, consiguen una plenitud para lo que el es-
critor quería fuera su expresión. La frase muy corta, el adjetivo in-
dispensable y la depuración constante, reúnen párrafos donde la
expresividad se impone. Las goletas vienen de La Guaira, de Higue-
rote, de Cubagua, son «un rebaño en el mar» (38). Nila Cálice fus-
tiga a Benito Arias, el juez Figueiras se divierte con sus huéspedes,
el juez Figueiras es llamado para el arreglo judicial que el hecho ha
precisado; fray Dionisio reza por lo sucedido; Leiziaga, Stakelun
y Etelvina hablan de Nila cuando llega Teófilo Ortega. Multitud de
acciones que trafican a una velocidad igual a la que tienen en la rea-
lidad. Pocas palabras para relatar los hechos, ningún artificio en la
expresión. La vida transcurre en las circunstancias de los sucesos
y la prosa va tan aprisa y es tan sobria como el carácter de los acon-
tecimientos. De la misma manera puede ser tan envolvente como
cuando el auto de Stakelun se desliza por las calles de La Asunción
o cuando describe un misterioso rito indígena de los tiempos del
origen, puede regocijarse en los hechos del pasado o en seguir las
huellas de la historia, incluyéndola en la concepción del paisaje.
Ciertas cosas son símbolos estrictos y la expresión los ma-
neja como tal. Cardones y alcatraces confeccionan imágenes que
bien pueden funcionar en diversos planos expresivos. Casi siempre
lo estéril y la soledad se ven plasmados en ellos. Las ruinas están
cada vez más acompañadas por los sempiternos cardones. Cuando
los esclavos regresaban del mar que bañaba a Nueva Cádiz, los
cardones se alargaban y los alcatraces volaban inmóviles; cuando
Leiziaga había olvidado la aventura del petróleo, los alcatraces pa-
saban frente a él y el silencio se hacía más denso entre los cardones.
75
Los hombres pueden ser cardones o pueden ser alcatraces, según
como se comporten ante la realidad. El laberinto de la vida his-
tórica, pesado fardo ante un mundo casi irreal que se deslíe en el
tiempo estático, es como los enhiestos cardones de la isla olvidada;
como ellos «forman un laberinto de columnas», ocultan una vi-
vienda que acaso no existe, o «sobresale entre los muros, se alarga,
[y] recorta su forma como un ciprés» (36).
Siendo Cubagua una novela donde el interés por las mani-
festaciones de estilo se muestra con insistencia, no es de extrañar
que en la forma descriptiva que permitiera mostrarlo, el autor res-
ponsabilizó al paisaje. Margarita y Cubagua son eso: paisaje. En
diversos modos lo externo impresiona y la reacción más lógica
ante esa impresión es la captación sensible de su posibilidad. En
Cubagua todo está penetrado por el paisaje; no solo por los con-
trastes que este representa, sino, también, por la cantidad de color
que de él se deriva. A veces, por eso, la frase poetizada no está al
servicio de la obra misma, en cuanto a utilización directa; es, más
bien, un agregado emocional que ha desarrollado el autor ante la
contemplación de tanta esplendidez.
El poetismo lleno de sencillez de cuando las perlas derra-
maban en las trenzas del pelo de Nila todo el resplandor que pu-
diera tener la vida láctea, puede resumirse al mínimo y convertirse
en pequeña historia de cuando los indios descubrieron una figura
resplandeciente y tomándola con «un halo de estrellas y un pedestal
de nubes» (24) la llevaron a sus ocultas moradas.
La fraseología, conseguida después de un trabajo de destila-
ción conceptual, llega a extremos que impresionan por la sutileza
que puede contener. La frase elíptica es casi una solución y acom-
paña en forma de cortejo permanente a la disquisición poética de
alto contenido filosófico que con cierta frecuencia Núñez emplea
en esta novela. La palabra se ha recogido en su más íntimo conte-
nido. De cada una de ellas surgirá el elemento sugerente que le dé
contexto. La poesía ha dejado de tener la ampulosidad que recarga
su esencia. La tónica de ambigüedad contribuye al clima que su-
giere y la calidad e intención poética de la obra se ven favorecidas
por la participación de efectos escogidos, coincidentes con el
envolvente misterio del ambiente.
76
La fuerza de la prosa de Cubagua hizo notable el esfuerzo
de su autor. La vanguardia que abría a la novelística nacional, ro-
bustecida por la presencia expresionista de Las lanzas coloradas,
serviría para contemporaneizar un movimiento que estaba en bús-
quedas. El hombre era estilo y desde la mesurada posición vital
de Enrique Bernardo Núñez se abrían inmensos caminos para el
deseo expresivo.
***
77
venezolana de un modo que «en aquel tiempo no tuvo eco entre
nosotros, acaso porque todos estábamos como deslumbrados con
el cromatismo de Doña Bárbara»18. Muy diferente al criterio que
sustentamos a lo largo de nuestro trabajo, en lo referente al uso del
cromatismo y a la utilización del paisaje en Cubagua, anotamos
como interesante esta visión crítica que ha permitido el juicio de
Febres Cordero. Para alguien, esta novela es «un brote latinoame-
ricano autónomo de la novelística contemporánea»19, y es, para el
innominado crítico, una historia «de amor, de codicia y de vio-
lencia, que transcurre simultáneamente en dos épocas, entrete-
jidas y confundidas por sobre cuatrocientos años». Luis Guevara
la ve como «una interpretación poemática de la Nueva Cádiz»20,
y Juan E. Zaraza dice que «Cubagua restó como una isla miste-
riosa, fascinante, lujo del tiempo»21. Comentarios diversos, elogios
variados, cartas de congratulación y breves reseñas bibliográficas,
acompañan a la publicación de esta insigne novela. La Prensa de
Buenos Aires la comenta. Manoel Gahisto en Revue de L’Amérique
Latine, París, 1932, hace un apasionado artículo sobre el autor y la
novela. Luisa Luisi le escribe desde Montevideo en mayo de 1933
y lo anima a continuar un tan prodigioso camino de éxitos.
Cubagua ha sido todo lo que han dicho sus críticos. La per-
sonalidad de esta novela se desdobla en infinidad de brillantes
facetas que permiten apreciaciones constantes. Cada vez que el ca-
mino de las islas se abre ante los ojos ávidos del crítico o lector, el
mar sabrá llevarlos a sus misteriosas orillas. Desde Cubagua, fray
Dionisio estará simbolizando toda la historia de la tierra; Pedro
Cálice mostrará su carcomido rostro, marcaje permanente de la
destrucción irremediable. En Margarita, Nila Cálice se hará más
hermosa que su paisaje y cada perla significará nuevamente su valor.
Los restos del tiempo perdurarán en los recuerdos y en las consejas
18 Ob. cit.
19 Cubagua, cubierta posterior de la portada.
20 Luis Guevara y Enrique Grooscors, Poetas y prosadores carabobeños, Valencia,
Concejo Municipal, 1955, p. 395.
21 «Viaje final a Cubagua», publicado en el diario El Nacional, Caracas, 12 de
diciembre de 1967.
78
que los nuevos hombres se encargarán de esparcir. Desde Porlamar
o desde cualquier sitio La Tirana, La Osa y El Faraute, partirán
llevando al Orinoco la esperanza de la tierra nueva. Leiziaga será
portador y recipiendario.
79
Cubagua:
La perspectiva multifacética*
Elvira Macht de Vera
E sta novela ofrece una apertura del texto hacia diversos planos,
no siempre delimitados con claridad. La situación novelesca
admite una ampliación del campo perceptivo del lector y están sur-
giendo constantemente nuevas posibilidades. El plano histórico es-
tablece un paralelismo o correlato con el presente cuyo vínculo sería
el personaje Leiziaga. La imaginación de Enrique Bernardo Núñez
se ha nutrido en crónicas y Cubagua surge como la novela de un cro-
nista con visión de vanguardia. La reconstrucción de Nueva Cádiz,
mediante la utilización de la sugerencia, permite al autor enlazar,
por encima de la verdad histórica, el pasado y el presente y evocar en
lontananza un futuro de riesgos y espejismos codiciosos, tendido,
sin embargo, hacia un renacer de la raza ancestral.
La novela plantea ciertas dificultades al análisis en especial
cuando se intenta rastrear los contenidos referenciales en un contexto
de crítica social no explícita (a diferencia de Vidas oscuras y En este
país…!). Aquí el novelista no se somete de manera mecánica a los
presupuestos verosímiles de la realidad que describe. Al contrario:
se impone el lector por la fuerza mítica del trasfondo evocado. La
realidad intuida existe para el lector porque tiene significación1.
81
Cubagua establece diferencias básicas con respecto a las dos
novelas anteriores, tanto en los recursos expresivos y la técnica
como en la irrupción de nuevos temas. La indagación de la rea-
lidad se cumple a través de perforaciones lúcidas y sistemáticas en
los planos temporales y espaciales del contexto geográfico donde
se confirma la existencia de un pueblo a través de una perma-
nencia: «Todo estaba como hace cuatrocientos años» (111)2.
Cubagua (1931) presenta una perspectiva de la narrativa
vanguardista. Esta corriente, más propia de poetas que de nove-
listas, tuvo en Venezuela una época de expansión y dejó muestras
valiosas en el cuento. Algunas novelas también se benefician de
estas interinfluencias y aunque el autor, como en este caso, no ads-
cribiera de manera consciente a la tendencia, produce un valioso
ejemplo de tentativas experimentales.
La realidad contextual-referencial en el universo autónomo
que propone Cubagua al lector no siempre resulta abarcable a
simple vista. Novela de contenidos simbólicos, incluye como pro-
cedimiento la superposición de planos entre los cuales figuran no
solo la reconstrucción histórica sino el mito y la leyenda. El autor
se vale con frecuencia de imágenes oníricas y las metáforas su-
geridoras se cargan de proyecciones trascendentes. Este lenguaje
poético no es la sola vía de expresión: Cubagua presenta además,
descripciones realistas y vivos diálogos por donde se explicita la
realidad social. Esta funciona en distintos planos temporales al
compás de las épocas que la novela recoge. La crítica social de un
presente —contemporáneo al autor— se instala en el contorno
preciso de la isla de Margarita. En este contexto se establecen dis-
tintas [visiones] sociológicas: «En Porlamar viven los capitalistas,
mercaderes, propietarios de los trenes de pesca. En La Asunción,
los empleados públicos envanecidos y pobres» (12).
Entre el grupo de funcionarios destacados por el discurso
figura el juez Figueiras, de quien se predica que alimenta una
pasión senil por la mulatica Andrea: sirve su cocina y su lecho.
82
A través de la descripción de ambientes donde vive el personaje,
se percibe la escasez de viviendas en La Asunción: las pocas que
existen se encuentran a punto de desintegrarse. Otros personajes
permiten al narrador proporcionar aspectos realistas inscritos en
el contexto socioeconómico: el médico Almozas; el coronel Rojas,
de servicio en la isla; el archivero, bachiller Aguilar; el secretario de
Arias, calificado como intrigante y borracho; los Casas, dueños
seculares de la posesión Las Mayas. Por negligencia de Hernando
Casas, según proclama el personaje Etelvina con desesperación,
los Casas se encuentran ya arruinados.
Henry Stakelun es el personaje venido de fuera, gerente de
una oscura compañía explotadora de yacimientos de magnesita,
afectada por un litigio ruinoso. Con voluntad optimista, intenta
sacudir la modorra de los habitantes de la isla: su intención es ex-
plorar las posibilidades de su «hábitat» y en las tardes reúne en su
sala a sus invitados para ofrecerles, en la mejor casa del entorno,
«comodidades de que carecía el mismo presidente de Estado» (16).
«La amistad con jueces y funcionarios era siempre para Stakelun
una vislumbre de esperanza» (17).
La psicología codiciosa y oportunista del personaje foráneo
queda así representada. En esas mismas reuniones de personajes
relevantes, propiciadas por Stakelun en torno a una botella de
whisky, surge la realidad social de atraso y pobreza que agobia a la
isla, a partir de conversaciones de apariencia intrascendente: «¡Ah,
si la isla tuviese agua sería un paraíso! […] ¡Si hubiese iniciativa!
En nuestro país se puede hacer todo y todo está por hacer. Pero la
isla es tan fértil que no necesita agua» (id.).
Quien lleva la palabra en el diálogo es el doctor Almozas
y extiende el juicio que le merece la realidad de Margarita a Ve-
nezuela entera. Para Stakelun, América es un continente «joven».
Y Venezuela es tan joven que «está naciendo ahora». Una suave
ironía cuaja alrededor del discurso donde se involucran los perso-
najes. Almozas replica a Leiziaga: «Usted no me negará, joven, que
aquí están las reservas de la humanidad futura. La ciencia…» (18).
El recurso satírico se aprovecha de manera cabal cuando el
lector se entera después de que Almozas utiliza fórceps oxidados
en sus parturientas.
83
La superpoblación de la isla, la carencia de agua, la falta de
escrúpulos en los funcionarios y la sordidez espiritual de los pocos
dueños de alambiques: detalles significativos inscritos en una rea-
lidad social. Estos aspectos se determinan a partir de un perso-
naje femenino extraño y de escasa aparición en la novela: Etelvina.
Cuando esta mujer reacciona frente al medio, el narrador asume
con ella su punto de vista. Es la única que aparece adherida a la
tierra: «¡Serás mía a pesar de todo!» (31), dice, ya en trance de
ser despojada. Su amiga, Nila Cálice, es hija de Rimarima el ca-
cique y vive con su tutor, fray Dionisio. Nila es otro personaje de
seductor influjo en la novela. La presencia de Nila Cálice en Mar-
garita, acompañada del extraño fraile, se justificará después, entre
los cardones de Cubagua, cuando los elementos de la novela pola-
ricen hacia un propósito centrado en la reconstrucción histórica de
Nueva Cádiz, en el mito de Vocchi y en el trasfondo étnico dirigido
a la búsqueda de orígenes para establecer una identidad nacional.
Entre los personajes que iluminan, de manera al parecer ca-
sual, las páginas dedicadas a recoger la realidad del presente histó-
rico en la novela, se observa la opinión de un poeta, J. T. Padilla,
acerca de Margarita. Y el narrador interviene para precisar: «Pero
el poeta nada dice de la miseria de los labriegos, ni de sus valles
áridos. Por eso Padilla y su isla se mueren de hambre» (22). La ac-
titud del autor vendría a sugerir la posibilidad de asignarle función
social a la poesía: si el poeta Padilla se mostrara más interesado en
divulgar las verdades inscritas en un contexto ambiental depaupe-
rado y abandonado a su suerte, la situación en general mejoraría
por virtud de su denuncia.
Los diálogos entre los distintos funcionarios permiten al
lector adquirir la impresión de que tan solo sueñan, desde el fondo
de sus conciencias turbias, en la mejor manera de huirle a los pro-
blemas de la tierra y a la vida miserable en donde vegetan. Pero la
realidad los fija en su circunstancia y ninguno, ni siquiera el extran-
jero Stakelun, consigue evadirla en procura de un destino mejor.
Leiziaga llega, de Caracas, para inspeccionar la magnesita,
pero luego será destacado en Cubagua a fin de fiscalizar la pesca
de perlas. Graduado en Harvard, criollo de buena familia, cuyos
antepasados entroncan con los conquistadores, tiene repleta la
84
cabeza de proyectos personales sin posibilidades de efectiva realiza-
ción. Su mayor interés se cifra en conseguir una concesión petrolera.
De llegar a concretarse esta aspiración, expresa:
85
los pescadores Ortega, Cedeño, Malavé. Leiziaga se quedará con
las perlas para engarzarlas al collar de Nila, porque ya entregó
en prenda su anillo en las catacumbas de Cubagua en un rito su-
geridor de oscuros simbolismos. Leiziaga pagará su culpa con
prisión en la isla de Margarita. Y en los muros de la cárcel escribe
una fecha: 1925. Para esta época, los hombres del territorio venezo-
lano irían en busca de oro negro y lo entregarían a otro conquistador:
es un paralelismo establecido con antiguos dueños, empeñados en
descubrir El Dorado. En las lucubraciones alucinantes de Leiziaga
se perfila esta nueva realidad:
86
Uno de los valores más destacados de Cubagua residiría en
la posibilidad de abrir el texto narrativo hacia diversas lecturas.
Cubagua no es una novela de sátira social y política, como Vidas
oscuras, ni el mural de la vida venezolana en una época de ascenso
de nuevas clases sociales presente en la novela En este país…! La
conclusión tentativa que puede establecerse, a partir de la lectura
de fragmentos de discurso donde se perfila la crítica social sería, tal
vez, la «duda» de que el progreso necesario contribuya al bienestar
del país.
En este sentido, es decisiva la lección de historia escrita con
sangre de indios en las catacumbas de Cubagua y en los riesgos del
mar, defensor de sus perlas. La experiencia existencial, subjetiva,
en que se hunde Leiziaga, permite intuir una respuesta: que todo
permanezca como hace cuatrocientos años mientras la raza ances-
tral, sus restos míticos —al menos—, se salva en otro ámbito no
contaminado todavía.
Nila Cálice, misteriosa esfinge, inapresable figura que ca-
balga su propio sueño, resultará desconcertante en su lenguaje
de pitonisa y quedará fijada en la misma sustancia de los mitos,
cuando se transmute en Erocomay. Si en su rostro se revela «el
alma» de la nacionalidad, solo cabría recoger su poderosa fuerza,
su leyenda que se hunde en los orígenes, su visión enigmática. La
indeterminación del mensaje prevalece como signo de lectura en
la novela Cubagua. En la magia del relato y en su simbólica repre-
sentación, transmite al lector la visión de lo «real maravilloso» en
una reiteración intemporal de los eternos mitos americanos.
Cubagua, singular en sus procedimientos para el momento
en que aparece dentro del contexto literario de Venezuela, revela su
fuerte originalidad dentro de la tendencia vanguardista. La crítica
de la realidad anticipa ese peculiar clima onírico de la narrativa
latinoamericana con toques de «realismo mágico»: producto de
excepción para la época.
87
Cubagua *
Orlando Araujo
* Extracto del prólogo a Enrique Bernardo Núñez, Cacao, Caracas, Banco Cen-
tral de Venezuela, 1972, pp. 57-69. Reeditado en La obra literaria de Enrique
Bernardo Núñez, Caracas, Monte Ávila Editores Latinoamericana, 1980.
1 «Enrique Bernardo Núñez ha escrito, como un conjuro al pasado de Vene-
zuela […] sus coloreados libros Después de Ayacucho (1921), Ensayos biográficos
(1928 [en realidad, 1931, N. del C.]), Cubagua (1931)». Mariano Picón Salas,
Estudios de literatura venezolana, Caracas-Madrid, Edime, 1961, p. 171.
89
el siguiente juicio: «Para los escritores del 18 representa Cubagua,
por su gravedad y armonía, el más notable libro novelesco corres-
pondiente a nuestro ciclo literario»2. No hay referencia a ella en
ninguna de las dos series de los Estudios crítico-literarios [1945,
1953], del Padre Barnola; igual silencio hallamos en Orientaciones
y tendencias de la novela venezolana [1949] de Pedro Díaz Seijas y
en Novelas y novelistas de Venezuela [1955] de Pascual Venegas Fi-
lardo. Solo en Letras y hombres de Venezuela de Arturo Uslar Pietri
y en un artículo recogido en Candideces de Luis Beltrán Guerrero
se le trata con cierta esquiva comprensión de sus valores narra-
tivos, en una referencia de cinco líneas por Uslar y de diez lí-
neas por Guerrero3. Otra excepción es de Ángel Mancera Galletti
quien dedica a la interpretación de Cubagua un acertado capítulo
en su obra Quienes narran y cuentan en Venezuela [1958]; una jus-
ticia tardía para un autor que necesitaba, como todo escritor que
trabaja en un mundo hostil a las letras, el estímulo de la crítica.
Cómo no establecieron los lectores, y más aún los del oficio
literario, la increíble diferencia entre las primeras novelas de En-
rique Bernardo Núñez y esta Cubagua, novedosa, audaz y pro-
vocadora de un nuevo estilo. Tal vez esta nueva narrativa no se
desarrolló porque nadie supo leer a Cubagua; o dicho con más
justicia: la búsqueda consciente de nuevas fórmulas narrativas
que arranca del movimiento vanguardista se habría enriquecido si,
en la década de los años treinta, Cubagua hubiera circulado más y
hubiera sido leída y apreciada con mayor conciencia de sus valores
técnicos y estéticos. Sucedió lo contrario y, lejos del impacto
90
sin duda causado por Las lanzas coloradas (y dos años antes, por
Doña Bárbara), Cubagua fue tenido y gustado, entre los lectores
más avanzados de entonces, como un librito extraño, evocador
y fabulante, que no dejaba de ser historia sin llegar a ser novela.
El autor, que había trabajado en largos años la alquimia de su
tema esencial (el secreto de la tierra) y de una técnica narrativa que
respondiera adecuadamente a las exigencias del mito y la leyenda
más que de la historia y que, asimismo, permitiera el entrelaza-
miento de los tiempos y de las civilizaciones, en un estilo de impre-
siones objetivas, cuya subjetividad misteriosa o mágica se diera más
en la fatalidad circular de la juntura que en expresiones emotivas
y apreciaciones del propio autor, debió sentir ante la superficialidad
de las noticias de prensa —muy encomiables y «sensibles» como
siempre— que andaba solo y que iba a seguir solo. Esto le sucede
en tiempos de gran éxito para otros novelistas que han dado obras,
también novedosas, en esos últimos seis años (Teresa de la Parra,
Gallegos, Uslar Pietri). Había proyectado la aparición simultánea
de Cubagua y La galera de Tiberio, pero la editorial falló en su com-
promiso. Véanse, relatadas por el propio Enrique Bernardo Núñez,
las calamidades editoriales de que padeció:
91
Se acumula, de este modo, un conjunto de circunstancias
adversas —editoriales, de circulación y de crítica— que debieron
desanimar al autor. Añádase a esta incomodidad con la edición
que, por fin, resuelve hacer de La galera de Tiberio (Bélgica, 1938)
y la cual no llega a circular por impedirlo el propio autor quien,
en un rasgo de implacable autocrítica, habría lanzado la edición al
fondo del río Hudson5. Enrique Bernardo Núñez no volverá a ocu-
parse en editar esta novela, pero seguirá corrigiéndola indefinida-
mente6. Y solo la conocemos, en 1967, a los tres años de muerto su
autor. Trabajo interesante sería cotejar la versión de 1938 con la ver-
sión corregida pues, por las cuatro páginas corregidas, cuya copia
reproduce la edición de 1967, tenemos la impresión, de que las
correcciones fueron no solo de forma, sino de contenido también7.
El reconocimiento, ya lo hemos dicho, vino tardíamente,
cuando el autor había sellado con su muerte más de treinta años
92
de silencio como novelista. Tan eufórico el comienzo y tan difícil
y excelente la formación y conquista de un estilo (lenguaje, tema y es-
tructura) para no producir nada más, precisamente cuando puede
dar lo mejor y cuando más lo exige esa especie de ley interna que
parece regir la transformación cíclica de las novelísticas.
El breve pero acertado prólogo («Un escritor más allá de la
letra») que, en 1966, escribe Guillermo Sucre para la reedición de
La ciudad de los techos rojos; el artículo, bajo seudónimo forzoso,
que escribe Jesús Sanoja Hernández en 1967; la edición y prólogo
de La galera de Tiberio; los trabajos inéditos monográficos sobre
Cubagua de Mary Ferrero y de Julio Jáuregui en nuestro Seminario
de Literatura Venezolana de la Escuela de Letras (1968 y 1969 res-
pectivamente); las excelencias críticas de Domingo Miliani y la in-
vestigación prolija de Osvaldo Larrazábal obedecen, sin duda, a un
despertar de la conciencia crítica sobre la obra narrativa de Enrique
Bernardo Núñez, pero tales trabajos, incluido este mismo, tienen
el signo póstumo de la crítica e investigación elegíacas que nos ha
legado el silencio cortés de sus contemporáneos.
Pero basta Cubagua para la memoria siempre viva de su
autor. No caigamos en la trampa de cifrar los valores perdurables
de este libro simplemente en los adelantamientos técnicos que, con
anticipación de años y aun décadas, ostenta dentro de la narrativa
hispanoamericana. Tal la yuxtaposición y simbiosis de planos tem-
porales y espaciales, el descoyuntamiento de la sintaxis para provocar
en el lector relaciones insólitas, el uso de los tiempos verbales para la
conmutación realista (y al mismo tiempo maravillosa) de los signos
más distantes, de las civilizaciones más contrastantes, de los mitos re-
currentes, de los dioses que retornan y de los vértigos circulares
que arrebatan a los vivos y a los muertos con pasiones recíprocas
burladoras del tiempo, de la distancia y de la historia.
Tanto esta técnica (verdadera metodología de lo real maravi-
lloso), como la historia y la realidad frontal y cotidiana solo tienen,
o adquieren sentido, con referencia a una dimensión distinta, más
profunda y significativa y que, para encerrarla en un frasquito má-
gico, hemos denominado en capítulos anteriores como «el secreto
de la tierra». Tratemos de ilustrar de algún modo este asunto.
93
La novela comienza convencionalmente describiendo el pai-
saje de Margarita y mencionando algunos personajes corrientes, un
juez, un empleado público, un capitalista, un médico. Menciona
la Playa del Tirano y, por asociación, evoca la figura de Lope
de Aguirre, con todo y cita de una crónica antigua. De pronto
nos hallamos, sin sorpresa, pero sin aparente continuidad, en el
párrafo siguiente:
94
Y si bien es cierto que el nombre —Nila Cálice— aparece cargado
de resonancias, el autor nos quita preocupaciones con el prosaísmo de
la frase final. Sigamos.
En la isla hay gente enrutinada —los funcionarios, el mé-
dico, el juez, los pescadores— que hacen todos los días lo que
siempre han hecho. También llegan forasteros llenos de energía y
con diversos proyectos cuyo denominador común es la búsqueda
de la riqueza material (minas, petróleo, perlas). Dos de estos úl-
timos pasean en un bote, rema un pescador, Antonio Cedeño
quien dice, con hostilidad, a los viajeros: «—No importa. Pueden
venir todos. Nosotros siempre quedamos […] los remos no dejan
señal y ellos explotan el campo donde se borra siempre el surco,
igual que el viajero de hace muchos siglos cuyos pasos no dejaron
huellas» (23).
Diálogo e imágenes tan enigmáticos nos hacen fijar la aten-
ción en una frase, casi seguida: «Hombres casi desnudos repetían
gestos ancestrales» (id.). En ese momento, Leiziaga (empleado de
Minas) ve a Nila Cálice en la playa, traje blanco y rojo, sostienen un
breve diálogo sin mayor coherencia. En Nila hay «belleza, gracia,
juventud, fuerza, altivez, todo menos alegría» (26). Cincuenta pá-
ginas más adelante, de nuevo el color rojo en el manto de una reina
india, Erocomay, guerrera y cazadora, impera en los bosques y su
alma «es eterna y sus ojos permanecen abiertos en las selvas, en
las serranías» (84). Esto nos hace retroceder a los diálogos enig-
máticos de páginas anteriores. Aquel, por ejemplo, donde Teófilo
Ortega le pregunta: «—¡Erocomay! […] ¿En qué piensas?» (70)
y quien responde es Nila Cálice: «—No es hora de pensar en el
amor. Primero será preciso recuperar la vida» (71). Ortega quiere
besarla, siente que ella lo besa «como en otro tiempo», pero al
abrir los ojos: «La vio, envuelta en la luna, atravesar el valle de las
lágrimas», detenerse un instante y hacer un signo. «Una serpiente
salió de entre los cardones, la siguió y desapareció por una de las
ventanas (…)» (72).
Perseguimos, entonces, la identidad de Nila Cálice, viajera,
como Leiziaga, por el mundo civilizado (Europa, Norteamérica).
En la página 68 la encontramos hija de un cacique tamanaco (Ri-
marima) asesinado por unos explotadores de caucho. Nila combate
95
y se salva. Huyendo, río arriba, divisa un fraile que leía en su
breviario alumbrándose con un cocuyo. Era fray Dionisio.
96
Saltemos ahora a las páginas 72 y 73. Allí nos encontramos
con fray Dionisio, quien ríe «con risa mohosa» y sus palabras
«forman círculos en el silencio». Dice, sobre sí mismo, que un
indio «a quien llamaban Orteguilla dio muerte a fray Dionisio».
97
los nombres —Cedeño, Ocampo, Cálice, Ortega, Ortiz, Ordaz
y tantos otros— son los mismos de los conquistadores, que se
quedaron signando a indios y mestizos y transmitiéndoles, con la
magia del signo, un resplandor lejano y un fuego perpetuo de las
pasiones, ambiciones, virtudes y vicios que por siempre marcaron
el paso de aquellos hombres por las islas, las costas, los llanos y las
montañas de América.
El relato nos envuelve en círculos. Los círculos del tiempo: Lei-
ziaga se queja de que, en Cubagua, solo escucha hablar del pasado
y sugiere que hablen del petróleo. Fray Dionisio, por toda res-
puesta, señala el anillo que Leiziaga lleva en un dedo como re-
cuerdo de un antepasado y cuya historia se remonta hasta la colonia
y la Conquista: «Fray Dionisio comenzó a hablar confusamente del
pasado, de las cosas exteriores y de sus relaciones con lo que ha sido
y es hace trescientos, hace miles de años» (39).
Este anillo de Leiziaga llegará hasta las manos de los dioses,
que en una noche de ceremonias circulares inician su retorno hacia
los hombres. El anillo brilla en los dedos de Vocchi, es lo último
que Leiziaga percibe antes de caer rendido y, entonces, simultá-
neamente, «vio por última vez a fray Dionisio…» y, al amanecer,
llamó a Nila Cálice, «pero su voz volaba inútilmente» (85).
Los círculos del tiempo y los círculos del hombre, que
cambia no cambiando y avanza devolviéndose; y los círculos del
río devolviendo en un día, al punto de partida, los bergantines
de Alonso de Herrera que tardaron dos meses en remontar esa
misma distancia. Los huesos del capitán se quedan brillando en
las riberas del Meta, como quedan en el fondo del océano los de
Ordaz; pero más de cuatrocientos años después:
98
evocadora por algo así como poetizar semejante erudición. Esto es
no comprender ni leer siquiera dos veces, o, al menos, intentar la
fijación de una estructura en el sentido en que entendemos la es-
tructura novelística: como el centro o ángulo estilístico y temático
cuya geometría establece las leyes del conjunto.
Cubagua es un mito circular y reentrante, guardado por ani-
llos de silencio («Pero el silencio está de nuestra parte» dice Nila
Cálice [25]) y bañado por los anillos azules de un mar sobre el
cual «los hombres bronceados, describen arcos, parábolas y van
a sumergirse silenciosos» (92). Los cantos y el silencio:
9 Esta goleta es de Pedro Cálice, que le pone ese nombre haciendo referencia
a ella. Véase, en la misma edición de Cubagua que está utilizando el crítico,
la página 38. (N. del C.)
99
Enrique Bernardo Núñez pobló de fantasmas la soledad de
Cubagua y de Leiziaga, que es como decir la suya propia. Uti-
lizando un método realista puso a conversar a los vivos con los
muertos, hizo reversible el tiempo y metió a la historia en una
pesadilla circular. Veinticinco años más tarde, un novelista me-
jicano, Juan Rulfo, hará lo mismo consagrándose internacional-
mente con su novela Pedro Páramo. Es muy posible que Rulfo no
conociera Cubagua. Ya vimos que en Venezuela la conocieron muy
pocos. Pero Cubagua y Comala son dos realidades insólitas de
nuestra América, y Núñez y Rulfo, dos grandes escritores que su-
pieron hallar la dimensión maravillosa (literaria y metafísica) de
esa realidad.
100
De la novela a la historia.
Viaje con retorno*
Domingo Miliani
101
de la historicidad, hurgaba las entrañas de lo sustantivo cotidiano,
analizaba la recurrencia cíclica de nuestros mestizajes culturales.
Termina indagando en los orígenes donde se mezclan las conquistas
superpuestas con que nos han hecho y a través de cuyas interpreta-
ciones nos han inventado un complejo de minusvalía social y cul-
tural. En la cumbre de su madurez intelectual expresa lo que fue
una convicción y una constante de su visión histórica:
102
comienzo de nosotros antes de la historia. Dicotomía de dos mito-
logías la de los conquistadores españoles de ayer, los libertadores;
los conquistadores españoles de ayer, los yanquis de hoy; los li-
bertadores de ayer y los que se van formando e inmolando hoy.
Ambos sistemas, la «mitología de la dominación» y la «mi-
tología de la liberación» constituyen las redundancias históricas de
nuestra realidad. Fundir y poner a convivir en una sola escritura esas
dimensiones, rotas las cronologías inflexibles de la historia heroica
y de la novela naturalista del siglo XIX, fue el propósito y el gran
aporte de Enrique Bernardo Núñez a la narrativa hispanoame-
ricana de este siglo. El descubrimiento y la utilización ficcional
de estas dimensiones son constantes de su universo narrativo.
Al menos en Cubagua y La galera de Tiberio. Cambian los temas,
las argumentaciones, pero responden a un mismo sistema de
construcción novelística. En un ensayo resume esta concepción:
103
correspondencia que se actualiza en el texto mismo de la obra.
Estos buscan perlas y saben que hay petróleo en Cubagua3. La re-
ferencia a las torres y las máquinas es continua. Fundido con ese
plano coexiste otro: el de los aventureros que sentaron las bases
en aquella isla antes de ser hundida por el maremoto; el conde
Lampugnano logra «concesiones» del emperador para tecnificar la
explotación de perlas con una máquina de arrastre y termina fabri-
cando cápsulas de veneno para liquidar a Diego de Ordaz, hechos
históricos4. El negrero esclavista Pedro Cálice es cazador de in-
dios, pero se desdobla en personificación del mito de Amalivaca, el
dios viajero5. El cura Fray Dionisio es condenado por herejía. Allí
104
están igualmente los mitos lunares de Selene o los de la virginidad
venerada en una Diana clásica que se trasmuta en virgen prosti-
tuida en las universidades yanquis: Nila Cálice6, expresión de la
mitología indígena orinoquense, actualizada en los nuevos mitos
de la mujer cultivada en los estudios que ha realizado en la me-
trópoli de hoy7. Mitologías griegas y maquiritare vienen a ser rea-
lizaciones simbólicas de un mismo mitema. Un mismo personaje
funde varias categorías mito-históricas como síntesis narrativa.
Y es extraordinario que tales procedimientos, característicos de la
más reciente novelística latinoamericana, hubieran sido intentados
por Núñez en su novela de 1931: Cubagua.
105
De la historia al mito y otra vez a la novela
106
carne desalmada puesta al servicio de la mediocridad y de la sub
literatura de consumo, la creación mítica de Enrique Bernardo
Núñez en Cubagua es una construcción inversa: en lugar de carne
desalmada, «Alma nacional» entendida como manera de ser, des-
carnada de falsas coberturas. Es búsqueda de la sencillez original
y de su carga poemática. Ahí el secreto del lirismo en su escritura9.
No es distorsión de la historia con sentido clasista dominante, sino
intrahistoria, revelación poética de las verdades escamoteadas por
la historia grande, verdad subyacente, convertida: vertida con arte.
El periodista desde la adolescencia desembocó en la novela
por convicción artística para renovar el lenguaje narrativo. Eludió
el paisajismo pintoresco. Prefirió la esencia de los seres cotidianos,
cuyas conductas exprimió hasta encontrarles el misterio oculto
107
detrás de lo habitual. Es el mismo procedimiento que hoy se ha
generalizado bajo la designación de realismo mágico.
Hijo legítimo nacido de lo maravilloso primitivo, revalo-
rizado por el arte de vanguardia, reinterpretado por las ciencias
psicológicas, distorsionando por el irracionalismo prefascista,
reivindicado por la crítica como estructura del relato, el mito es el
absurdo remoto del cuento y de la novela. Por lo demás, la novela
mítica es historia descronologizada para imprimir permanencia
a los hechos más allá del tiempo en que se produjeron. Historia y
novela son dos versiones distintas de una misma realidad. Dos es-
crituras que extraen su homogeneidad de una misma sustancia
anterior a la historia grande, cuya función no era idéntica a la de
esta, sino la de conservar en la memoria colectiva los hechos sociales
a través del relato de los abuelos que lo repetían para iniciar a los
nietos de la tribu. Es así como el mito resulta historia recubierta
—o encubierta— de misterio primordial y termina sacralizada
cuando el hombre siente miedo ante lo que la ciencia, precaria to-
davía no ha revelado. Es cuando la religión ritualiza los mitos, los
vuelve mitología, bajo otra forma, con otro nombre; y la historia de
las clases dominantes utiliza el ritual para transferirlo a los héroes
y hacerlos piedra muerta en lugar de ejemplo vivo para la acción.
Como expresión de la sociedad de abajo, de la sometida, en
Hispanoamérica el mito se inscribe en lo mejor de la imaginación
popular10. Esta digresión anterior es para observar cómo Enrique
108
Bernardo Núñez concibe historia y novela como dos métodos
válidos para interpretar y escribir una realidad común.
[…] Habría que ver asimismo hasta donde historia y novela se con-
funden, hasta dónde la novela arrastra consigo material histórico.
Fuentes que pueden servir a la historia es la obra de grandes nove-
listas de todos los tiempos. De igual modo, en ninguna parte como
en la historia se halla aquello que apasiona en las novelas, y en más
vasta escala. Personajes y acontecimientos movidos por las fuerzas
misteriosas que incesantemente operan en la vida de los pueblos.
Hasta la magia y el color de las épocas pretéritas11.
109
y si los historiadores magnifican por simpatía o degradan por
conducta adversa a los personajes históricos, el mito puede com-
prenderse como una destemporalización de un acontecimiento
real ideologizado en los misterios iniciáticos que andan perdidos
en la memoria del hombre, en los orígenes buscados incesante-
mente. Núñez concibió la novela como historia atemporalizada
capaz de recoger hechos y personajes que, por su insignificancia,
no habían sido recogidos por la historia grande. El anónimo sol-
dadito moribundo que Pocaterra vio en la puerta de su casa valen-
ciana, tampoco habría existido de no haber sido registrado por el
narrador, heredero moderno del viejo contador de mitos. La historia
grande no lo iba a recoger: no era un héroe.
Mito e historia son, pues, dos niveles de narración que se
funden para generar una tercera realidad ficcional, no por eso
menos auténtica ni menos histórica. El novelista entendió hacia
dónde había que mover los ojos para hallar la raíz de nuestra ame-
ricaneidad y actualizarla en un rescate a partir de viejos infolios
que la veían y adulteraban desde una perspectiva colonial. Núñez
no deformó la imagen para occidentalizarla y volverla tiempo
irreal de historia grande, poblada de falacia. Asombra constatar
como, por vías distintas, y por supuesto en lenguaje diferente,
su cosmovisión de la realidad americana se emparenta con las rei-
teradas afirmaciones y proposiciones actuales de Alejo Carpentier,
explorador de «lo real maravilloso».
Para Enrique Bernardo Núñez:
110
Al remontarse en busca de esa imagen primigenia y ade-
lantarse a las modernas actitudes de rechazo contra el llamado
«eurocentrismo» de nuestra imagen histórica, Enrique Bernardo Nú
ñez, se despojó tanto de los esquemas fatalistas sobre el hombre
mestizo, muy bien vendidos por los positivistas que justificaron las
dictaduras de Gómez y de Porfirio Díaz. Y también se alejó de
los estereotipos de una novela reformista que inventaba historias
de redenciones sociales —como acusa Carpentier— sobre la cons-
trucción de héroes civilizadores mesiánicos enfrentados a una bar-
barie de la autenticidad americana. Por su doble distanciamiento
merece que lo consideremos como un adelantado de las nuevas
estéticas narrativas hispanoamericanas. Las analogías con Carpen-
tier no son fortuitas en ese aspecto. El gran novelista cubano, en
1930, desde París, intentaba abordar los contextos míticos de las
culturas africanas de Cuba, dentro de un diseño narrativo de
protesta social: Ecué-Yamba-O. Era la misma época en la cual
Enrique Bernardo Núñez, justamente en La Habana14, iniciaba la
redacción de Cubagua.
111
en la tierra adentro. El falucho de Cubagua quedó muy distante,
a la orilla del mar verde. Si quisiera regresar, tal vez no lo ha-
llaría. Desearía escribir una nueva versión de Cubagua, de igual
modo que a veces nos viene el deseo de hacer una nueva versión
de la vida15.
112
con ellos a capear tempestades, no vi nunca una pesca de perlas—
y esta es una de las fallas de Cubagua. La fúnebre islilla cubierta
de nácar era un tema olvidado. Al encuentro salían imágenes que
era necesario atajar, o agarrar por los cabellos. Hacía, por aque-
llos días el Heraldo de Margarita, periódico fundado bajo la ad-
ministración de Manuel Díaz Rodríguez, entonces presidente de
Nueva Esparta, del cual circularon pocos números. Una capilla
de la iglesia franciscana me servía de oficina. Un aire caliente
y mohoso se respiraba en esta capilla. La prensa donde se tiraba
el periódico estaba en el presbiterio del altar mayor. En la capilla
había un altar roto, de ladrillo, que hice refaccionar para poner
libros y papeles, y en el suelo, contra la pared, una lápida sepul-
cral, también rota. Allí leía la crónica de Fray Pedro de Aguado,
hallada por azar entre los pocos libros del colegio de La Asun-
ción, en la cual se narra la historia de Cubagua. Nombres, per-
sonas, cosas, ruinas, soledades, venían a ser como un eco del tiempo
pasado. Aquellas imágenes acudieron luego a mi memoria, y este
fue el origen de mi librito, simple relato donde sí hay, como en
La galera de Tiberio, elementos de ficción y realidad17.
17 Ibid., p. 106.
18 Esto es una confusión del crítico, pues Nila estudió en Princeton, mientras
que Leiziaga, en Harvard. (N. del C.)
113
de perlas y el ingeniero de minas «pitiyanquizado». La aventura
perlífera del siglo XVI y la petrolera de los años veinte se homo-
logan como signos, distantes en el tiempo cronológico, análogos
y coexistentes en el relato, como interpretantes de una misma
situación: el colonialismo.
114
Para una lectura crítica de Cubagua *
Ángel Vilanova
115
esta opinión importe olvidar la positiva contribución de trabajos
críticos como el casi pionero Osvaldo Larrazábal, o los más re-
cientes y específicos de Orlando Araujo y Domingo Miliani3, apa-
recidos todos, llamativamente, después de la muerte del escritor.
¿A qué causas debe atribuirse esta situación sucintamente
descrita? Sin pretender exhaustividad alguna, creo que en la bús-
queda de respuestas a tal interrogante habrá que tener en cuenta,
en primer lugar, la limitada difusión de la obra de Enrique Ber-
nardo Núñez (comprobable todavía hoy), subrayada por él mismo,
incluso. Cubagua, escribió, «debió publicarse en 1930 en la edi-
torial Le Livre Libre [en París], una edición de la cual apenas cir-
cularon sesenta ejemplares en Venezuela. Es posible que el resto de la
edición fuese incinerada por aquel tiempo en la Aduana»4. A esta casi
amarga observación debe también agregarse, creo, la no muy de-
cidida defensa que el propio Enrique Bernardo Núñez hizo de
su novela, a la que parecía considerar, según apunta Jesús Sanoja
Hernández, un «relato con elementos de ficción y realidad y nada
más, sin estimar en demasía esa revolución de tiempos y soledades, de
vigilias y sueños, nacida como una galaxia de la memoria…»5.
¿Explicarían estas comprobaciones la inexistencia de trabajos
críticos coetáneos o poco posteriores en el tiempo a la publicación
de Cubagua? En todo caso, una respuesta afirmativa solo sería po-
sible si ella se completa reparando en la causa a mi juicio sustan-
cial del vacío apuntado en torno de la novela: me refiero al carácter
profundamente innovador de Cubagua tanto por lo que respecta
116
a la noción de género predominante entonces no solo en Amé-
rica Latina, como por lo que se refiere por supuesto, a su práctica.
La novela de Enrique Bernardo Núñez superaba ampliamente lo
que hoy se denomina «horizonte de la expectativa», no solo del
lector contemporáneo, sino también el de los novelistas latino
americanos y el de los críticos en general, lo que me parece hasta el
propio autor experimentó si nos atenemos al comentario de Sanoja
Hernández ya citado. Piénsese, además, en que entre los loci com-
muni de la crítica literaria latinoamericana sobresale el de la repe-
tida afirmación que la novela contemporánea de América Latina
se funda en el trípode constituido por Doña Bárbara, Don Segundo
Sombra y La Vorágine, y podrá comprenderse el problema que im-
plicaba Cubagua con sus notables diferencias de concepción y rea-
lización, en otras palabras, con ese «nuevo método de narrar, de
mirar y expresar la realidad con arte y mensaje, […] sin moraleja
ni reformismo», que representaba la novela, según sostiene con
acierto Domingo Miliani6.
¿Cómo se gesta en Enrique Bernardo Núñez esa nueva forma
de narrar, la cual supone necesariamente una manera diferente de
escudriñar la realidad para luego revelarla en esa nueva práctica no-
velística? El centro nuclear en el cual es posible cifrar la génesis de
la nueva forma de «mirar y narrar», creo, es el de la noción de historia,
nacional y continental, preocupación casi obsesiva en Enrique Ber-
nardo Núñez, insistentemente presente en artículos, ensayos y na-
rraciones. Para él la verdadera historia de un pueblo no podía ser la
117
Cinco años8 antes refiriéndose a la novela como género,
Núñez había escrito:
118
Guillermo Sucre, deber a tal punto asumido por Núñez que «pa-
labra y verdad se hicieron tan sinónimas en él que ya no entendía
una sin la otra»12. Pero la verdad no es concebida como el pen
samiento y la literatura corrientes en la época lo hace: no se trata de
ordenar hechos mensurados, sopesados «reales», sino, para decirlo
con palabras de Onetti, del descubrimiento del «alma de los he-
chos», de lo que está detrás o por debajo de ellos y queda fuera de
la observación del historiador: «Debajo de esa historia está la otra, la
verdadera historia. Muy difícil de penetrar en sus arcanos, alcanzar
sus fuentes ocultas inaccesibles…»13, concepción claramente em-
parentada con la que Unamuno denominaba «intrahistoria» y
Pierre Barberis, con mayor rigor, considera como «lo histórico
no dominado». Pero, ¿cómo es posible llegar al conocimiento de
esa verdad? Por la vía, para el escritor sobre todo, de la imagina-
ción: «La gran biografía que está por escribirse es la biografía imagi-
naria de un pueblo creador»14. El carácter renovador de la narrativa
de Núñez, creo, se funda en esta concepción, compartida, por lo
demás, por Juan Vicente González, José Rafael Pocaterra, Ar-
turo Uslar Pietri, Ramón Díaz Sánchez, quienes, por vías dife-
renciadas, también coinciden en apreciar la riqueza de la historia
nacional como tema novelístico, según observa Mariano Picón
Salas, y circulan «en la frontera entre novela e historia»15 hasta
llegar (dentro, es cierto, de una tradición literaria latinoameri-
cana) a anticipar lo que en nuestros días se erige como una especie
de narrativa definitivamente lograda, la narrativa no ficcional, la
narrativa testimonial. Pero en el caso de Núñez hay que destacar,
además, un rasgo adicional que lo distingue: la mayor coherencia
entre teoría y práctica, de la cual resulta la fusión perfecta entre
sus ideas y la narración a la que ellas sirven como sustento.
12 «Un escritor más allá de la letra» en Zona Franca 4, Caracas, 2.a quincena
de octubre de 1964, p. 16. [Incluido en este volumen].
13 «La historia», 1963, en Bajo el Samán, ob. cit., p. 73. Cf. además, Pierre
Barberis, Roland Barthes, et al., Escribir... ¿por qué? ¿para quién?, Monte
Ávila Editores, Caracas, 1976, pp. 51-55.
14 «La historia de Venezuela», en Crónica de Caracas, ob. cit., p. 313.
15 Mariano Picón Salas, Literatura venezolana, México D. F., Diana, 1952.
pp. 171-172.
119
II
120
del tiempo, o del manejo del tiempo en la novela, un tiempo que
no es linealmente cronológico porque hay un permanente juego
entre el presente en que el narrador instala y desarrolla la acción
que, mínima y todo, exige desenvolvimiento (aunque este sea
circular) y dos momentos del pasado sobre todo, el pasado colo-
nial y el tiempo primordial, no fluyente, es cierto, pero ubicado
en los comienzos del devenir que lleva al relato a su culmina
ción, con lo cual se cumple la paradoja de buscar (y alcanzar,
a veces) una «meta que está adelante» tanto en el espacio como en
el tiempo, regresando19.
III
19 Cf. Befumo Boschi, «La quiebra del espacio y del tiempo en la novela lati-
noamericana», en Megafón, Buenos Aires, 7 de junio de 1978, pp. 37-52.
20 Ibid., pp. 37-38 y 51.
121
en Palimpsestes21, según la cual la «naturaleza» de la literatura es
estar constituida por una red de relaciones que ligan a los textos
(architextualidad, metatextualidad, paratextualidad, intertextua-
lidad, hipertextualidad), a cuya transformación a lo largo de los
siglos debe su existencia, la cual, por último, sea transformación
propiamente dicha o imitación, se hace posible por la implemen-
tación de un conjunto de operaciones (de las que me ocuparé más
adelante). El último tipo de relación mencionado, la hipertextua-
lidad, es el que he de retener aquí, por ser el más pertinente (los
otros son también, pero en escala menor, aplicables). La hipertex-
tualidad supone la relación existente entre un texto A mediante
cuya transformación da origen a un texto B, el primero de los
cuales sería hipotexto del segundo, hipertexto. Es, en términos
generales, la relación comprobable, por ejemplo, entre la Eneida,
de Virgilio, y la Divina Comedia, de Dante y, según la hipótesis
planteada con respecto a Cubagua, la que ligaría la novela de En-
rique Bernardo Núñez (hipertexto) con su probable hipotexto, el
motivo clásico del «Viaje al Averno»22.
Expuestas (un tanto esquemáticamente, es cierto) las líneas
generales de carácter teórico y metodológico que seguiré, el primer
paso a dar es reconocer la presencia efectiva de los elementos cons-
tituyentes del motivo «Viaje al Averno» en Cubagua, para luego
estudiar la función que ese relato desempeña en la novela y mediante
qué operaciones se efectúa su transformación.
Parece evidente que hubo un viaje previo, el que lleva a Lei-
ziaga a Margarita, pero no es el que interesa, como tampoco inte-
resó al narrador, que comienza el relato «convencionalmente», como
señala Orlando Araujo, aun cuando la atmósfera entremezclada de
«magia» (del color), de «fascinación» y de decadencia (de La Asun-
ción, sobre todo) predispone de inmediato al lector de tal manera
que la pronta incursión en el pasado colonial (referencia a «una
122
crónica antigua, reproducida en el Heraldo de Margarita», sobre
Lope de Aguirre) así como la casi inmediata aparición de fray
Dionisio de la Soledad ya con su notoria aura de misterio («… se
aseguraba haberlo sorprendido de rodillas ante una cabeza momifi-
cada»; «un diente de caimán pendiente de su camándula»), generan
una inmediata expectativa (sin olvidar, por supuesto, la incentiva-
ción del interés por la presentación de Nila Cálice, encarnación de
«los rasgos puros de una raza tal como debió ser antes de que el
pasado les cayese en el alma» (3-8)23. Presentación del espacio y de
los personajes, caracterizados económica pero suficientemente ní-
tidos en su valor representativo y entre los que, además de los ya
citados, debe destacarse, sin duda, a Ramón Leiziaga, el «viajero»,
quien pese a su carácter «pitiyanquizado», así lo define Miliani,
revela cierta especial condición que lo enfrenta con los «funciona-
rios», burócratas y profesionales diversos representados por el Dr.
Almozas, caricatura positivista, y lo habilita a ser, precisamente,
el «héroe» de la búsqueda (y simultáneamente portavoz del autor):
«—… a mí me parece que Sur América quiere ser ante todo una
señora muy vieja. Se ha puesto arrugas postizas y cabellos blancos.
Acaso sea coquetería de joven; pero mientras tanto es preferible
la selva, el silencio virgen» (10); «Tarde o temprano, el mundo viejo irá
desapareciendo, borrándose en América. […] Entonces no que-
daría el recuerdo más remoto del doctor Zaldarriaga ni del doctor
Almozas» (16); «—La humanidad quiere volver a la vida primi-
tiva. Siente necesidad de reposo y de un poco de silencio» (17), etc.
Expresiones, ideas que revelan un estado de conciencia en crisis
que, a pesar de sus desinteligencias con Cedeño (el «nativo» frente
al «extranjero»), lo muestran apto para la «iniciación» en una ex-
traña experiencia de la que al fin resultará «la revelación mara-
villosa en el hondo misterio de las costas y las serranías» (22). El
guía (constituyente del motivo clásico) e «iniciador» será el fraile
de «piernas descarnadas» que «parece más bien una de esas figuras
carcomidas que se ven en las fachadas de los templos muy viejos»
(20). La orden que recibe Leiziaga de ir a inspeccionar Cubagua es
123
el «disparador» del viaje, a una isla, lo que impone la existencia de
la barrera acuática (el mar) del motivo, es decir otro de sus cons-
tituyentes esenciales. Para realizar el viaje Stakelun recomienda
a Cedeño (¿otro guía?); «Leiziaga se arrepentía de no haber se-
guido las indicaciones de Cedeño: salir por la mañana a fin de
no pasar la noche en Cubagua» (24), quien junto con Cálice (bar-
quero) y de alguna manera también Ortega y Ocampo (¿argo-
nautas?), tripulantes de La Tirana que «maniobraban [la nave] con
la solemnidad de un rito» (id.), al comienzo del capítulo II com-
partirán la función de guías en la búsqueda de «El secreto de la
tierra», título, precisamente, de esa parte de la novela. Cubagua
es descrita de inmediato con el acento puesto en sus rasgos casi
ominosos: «isla decrépita de costas roídas y aplaceradas», bajo
«un cielo desfalleciente», donde alguna vez hubo una ciudad de
la que ahora solo quedan «escombros sumergidos». […] «Los pies
[de Leiziaga y sus acompañantes] se hunden en el río de nácar»,
mientras por «el mar se aproxima un coro de voces, ecos de las no-
ches primitivas» en tanto fray Dionisio de la Soledad, «más alto,
más flaco, próximo a convertirse en un montón de ceniza» alude al
«poco tiempo» (cuatrocientos años) que ha pasado desde el des-
cubrimiento y conquista de ese «valle de lágrimas» en que los car-
dones, como cipreses, «forman un laberinto de columnas» y entre
restos de antiguas construcciones de la Nueva Cádiz se ven los
«huecos de las ventanas […] como nichos vacíos» (24-27).
Leiziaga protesta por esa insistencia en el pasado, pero sigue a
fray Dionisio, cuya «cabeza de penitente» habla con voz que «parecía
afónica, lejana, sin ser lo uno ni lo otro, como si viniese a través de
una niebla» (31), para recalcar la tristeza imperante en la isla, que ni
Cálice puede amar, que «solo la codicia pudo hacer soportable» (id.)
(según se lee en el Viaje a la parte oriental de Tierra Firme, de Fran-
cisco Depons), y resultará finalmente abandonada. Así llega el
momento del relato en el que el segundo tramo del «Viaje» se con-
cretará, después del juego de tiempos («La casa [actual] de Cálice era
la misma de Pedro Barrionuevo, un hidalgo natural de Soria» (33).
«Los indios trocaban sus nombres. Había el cacique don Diego, el
Gil González […] Un indio a quien llamaban Orteguilla dio muerte
a fray Dionisio» (63), que se intensificará en Leiziaga tras apurar
124
otra copa del «Elíxir de Atabapo» y cuando fray Dionisio (que
«se vuelve borroso en la penumbra», en tanto «sus ojos se hunden
mientras hablan lentamente» hasta parecer «que ha muerto» [33])
le revela que el conde milanés Luis de [Lampugnano], aventu-
rero llegado al lugar en tiempos de Carlos V, «tiene semejanza con
cierto Leiziaga. ¿No andas como él —pregunta— en busca de for-
tuna? Todos buscan oro. Hay, sin embargo, una cosa que todos olvidan:
el secreto de la tierra» (34). Aquí se producirá de manera más notable
lo que generalmente la crítica ha señalado como un dislocamiento
temporal, una ruptura de la linealidad lógico-temporal, cuando,
en verdad parece más bien una apertura hacia una dimensión es-
pacio-temporal más allá de la realidad tangible, concluida la cual
(extraña excursión-incursión de la ensoñación) se constatará que
el tiempo cronológico ha seguido su curso «normal», lo que puede
comprobarse por ese nítido juego de indicios: del reloj de Leiziaga
que «marcaba las ocho» cuando el mundo «real» empieza a pare-
cerle «infinitamente distante» (id.) y la información del narrador en
el capítulo VII: «Todo esto ocurría el día anterior, en la ausencia
de Leiziaga» (80).
Esta segunda etapa del «Viaje» surge sin transición ni co-
mentario previo alguno del narrador como asunto del capítulo III,
«Nueva Cádiz», en donde aparece la «proyección» de Leiziaga
hacia el pasado, [Lampugnano] «Él tenía la misma estatura; pero
la barba rubia, los ojos azules» (35) […] «Vendía [Lampugnano]
el mismo óleo que ahora ambicionaba [Leiziaga]» (42), cuya bús-
queda de fortuna de El Dorado, fracasa como la de todos, porque
la codicia los había llevado a destruir lo que parecía «haber sido el
Paraíso» (44). Lampugnano, además, será el puente comunicador
con el pasado aborigen, mítico y legendario, a través de la hermosa
elegía de Arimuy que el conde escucha, y la historia de Cuciú
(luciérnaga) quemada en la hoguera quien, según se decía, «no
murió en la hoguera» y fue convertida «en garza, una garza roja»
por un adivino (42). La narración de los días postreros de Lam-
pugnano servirá además para conocer otro fracaso, el de los indí-
genas por recuperar su «paraíso perdido» y, por fin, para proponer
una imagen especular de la pareja Leiziaga-Nila, poseído él por la
fascinación de la representación simbólica de la Tierra, así como
125
Lampugnano se consuela de su fracaso porque su «Diana estaba
a salvo, volvía a ser libre en medio de los bosques llenos de arroyos»
(41), todo lo cual, creo, permitiría suponer una identificación más,
de tipo mitológico (cultural) Nila-Diana, como indica Miliani24.
Habría que recordar, por último, la recurrente mención
de la cabeza de fray Dionisio como uno de los indicios capitales
en la ilación de los diferentes momentos temporales que el relato
registra: tras la sublevación aborigen, en «una piragua dos manos
cortadas sangran. Una cabeza parece dormir aún en la dulzura
del aire. La cabeza es la de fray Dionisio, fraile menor de la ob-
servancia» (38), volverá a reaparecer mencionada al culminar el
capítulo IV. Antes, uniendo también tiempos cuya significación
quiere ser equiparada por este medio, para ilustrar el narrador
la situación crítica de los conquistadores en momentos previos a la
sublevación indígena, alude a «una tabla» en la que se lee: «aquí se
hacen féretros» (37), anuncio que se reiterará exactamente igual al
final del capítulo III en el que se narra el desastre final de Nueva
Cádiz. Tras la experiencia vivida por Leiziaga a través de Lam-
pugnano, fray Dionisio, otra vez en el presente inicial, pasándose
«el pañuelo por la frente, por aquella calvicie, remate de una ca-
beza que parecía desenterrada», pregunta: «—¿Has comprendido,
Leiziaga todo lo que ha pasado aquí? ¿Interpretas ahora el si-
lencio?» Leiziaga piensa en que todo volverá a comenzar: «Indios,
europeos, criollos vendedores de toda especie se hacinan en vi-
viendas estrechas: Traen un cine. Se elevan torres de acero. Depó-
sitos grises y bares con anuncios luminosos. También se lee en una
tabla: “Aquí se hacen féretros”» (54).
La acción del relato continúa instalada en el «valle de lá-
grimas listado de cardones» (55), formas supersticiosamente «ex-
trañas en la imaginación del aborigen —dice fray Dionisio—.
Son las viñas de las tierras áridas. Hoy se diría que parecen an-
tenas. Y en realidad esas antenas podrían entregarnos el secreto de
alguna teogonía…» (56). El narrador vuelve, además, sobre Nila,
y su papel de revelador de misterios, de iniciador de «secretos en
126
que Rimarima había comenzado a iniciarla. […] Fray Dionisio
comprendía sus lenguas, sus símbolos, sus conjuros [los de los
aborígenes]. Así conoció ella el misterio de los ríos y de las islas
cubiertas de palmas…» (59). Nila, también «viajera», completará
esa iniciación con un periplo euronorteamericano que le servirá
para aquilatar sus propias raíces, y saber que es «preciso recuperar
la vida», el alma. Ella sabe, «ya conozco», le dice a Ortega:
127
de los que se apodera Mendoza (91), en cuya existencia ya era posible
pensar desde el comienzo:
25 La edición de Cubagua que sigo en este trabajo es, como quedó consignado,
la de Casa de las Américas de 1978, la misma que, con la colaboración de
Carmen Elena Núñez de Stein, publicó como «Edición definitiva» Monte
Ávila Editores en 1972. El capítulo V, titulado «Vocchi», comienza con una
información acerca de la divinidad orinoquense que reza: «La siguiente
noticia acerca de Vocchi fue encontrada en el cuartel de policía de La
Asunción, en la antigua huerta de los frailes. Después de las mujeres y el
brandy, la gran afición del coronel Rojas eran los gallos. Siempre tenía al-
gunos atados a la pared de una galería llena de excrementos. Los papeles
pertenecían a la biblioteca del convento. Estaban revestidos de una capa
verdosa estriada de blanco, y así fue muy difícil salvar el texto. Además,
la escritura, antigua y deteriorada en gran parte, hizo casi imposible la
lectura» (p. 65). A continuación del párrafo citado, que me parece leve-
mente destacado del texto que sigue en la edición de Monte Ávila, se lee:
«Vocchi nació en Lanka…», lo mismo que en la de Casa de las Américas.
Pero, llamativamente (sobre todo por lo que más adelante expondrá acerca
del problema del narrador de la novela), en la edición de Cubagua de la
Colección Biblioteca de Cultura Venezolana, dirigida por Juan Liscano
(N.º 6, Segundo Festival del Libro Venezolano, Caracas, Ediciones Popu-
lares Venezolanas, presuntamente de 1959, pero sin indicación de fecha)
puede leerse un texto bastante diferente (y, a mi juicio, más pertinente,
que subrayo): «(Entre los papeles entregados por Leiziaga al coronel Juan de
la Cruz Rojas se hallaba la siguiente noticia acerca de Vocchi. Estos papeles
fueron encontrados en un rincón del cuartel de policía de La Asunción, en
la antigua huerta de los frailes. Después de las mujeres y el brandy, la gran
afición del coronel Rojas eran los gallos. Siempre tenía algunos atados a la
pared de una galería llena de excrementos. Los papeles estaban revestidos
de una capa verdosa estriada de blanco, y así fue muy difícil salvar el texto.
Además, la escritura, antigua y deteriorada en gran parte, hizo casi impo-
sible su lectura)». Cubagua, p. 62. (N. de A.V.) Lo que sucede, es que esa
«versión definitiva», que no lo era, correspondía a una póstuma, que di-
fiere, en muchos aspectos fuertemente, de la versión estabilizada y editada
128
No me ocuparé en este momento del interesante problema
planteado. Continuaré ahora el «Viaje» de Leiziaga, por lo que
vuelvo a lo que podría estimarse como una especie de «introduc-
ción» que el narrador creyó imprescindible para hacer más com-
prensible, menos insólita, la instancia de la revelación contenida en
«El areyto». Vocchi (también llamado Vochi o Vochu) era, según
la mitología de los pueblos orinoquenses, «un hermano de Ama-
livaca» con el cual habían dado «su forma actual a la tierra». Refi-
riéndose a «El mito de Amalivaca, el diluvio universal y la cultura
Chimó del Perú», Matilde Mármol dice que Amalivaca, padre de
los tamanaco, según la «versión de los indígenas recibida […] por
tradición oral de sus antepasados» y recogida por «todos los via-
jeros antiguos», habría sido quien grabó sobre «grandes piedras de
granito» (Tepumereme, «roca pintada») que podían encontrarse,
como lo consigna Humboldt a principios del siglo XIX, «desde las
llanuras del Casiquiare, entre las fuentes del Esequibo y del Río
Branco, a lo largo de Guayana», «unas figuras misteriosas que re-
presentaban la Luna, el Sol y algunos animales». De acuerdo con
«la versión transmitida al padre Gilli por el cacique Yacumare»,
Amalivaca habría también salvado del diluvio a una pareja en una
barca encallada finalmente en el monte Tamanacú, pareja a partir de
la cual se repobló la tierra mediante el sembrado de semillas de mo-
riche, «que se transformaban en hombres y mujeres según fueran
lanzadas por él o por ella». También Humboldt escuchó el relato
de boca de los propios indígenas: «Los pueblos de raza tamanaca
—escribe Matilde Mármol— hundidos entonces en el “embru-
tecimiento”, arrasado de su suelo todo rudimento de cultura, solo
tenían aquel mito para vincularse al pasado y no perder la memoria
de sí mismos». Lo más llamativo, sin embargo, parece el siguiente
registro textual que hace Matilde Mármol de otra observación de
Humboldt: «El nombre de Amalivaca está difundido sobre un es-
pacio de más de cinco mil leguas cuadradas: le atribuyen el sentido
129
de padre de los hombres, nuestro antepasado, hasta en los pueblos ca-
ribes […] Amalivaca era un extranjero, igual que Manco Capac».
Y luego de señalar la contradicción (padre-extranjero), la autora
termina: «Sin embargo, habrá que convenir en que [Amalivaca]
tuvo que promover la civilización por la fuerza [fractura las piernas
de sus hijas nómades] lo que significa un cierto grado de predo-
minio»26. No es posible asegurar que esta versión del mito es la
misma que conoció y manejó Núñez en Cubagua. Hay coinciden-
cias llamativas, sin embargo, que permitirían proponer esa idea,
por ejemplo, su encuentro con Amalivaca, quien tras el diluvio re-
conoció a Vocchi como su hermano (el texto que sigue es llamati-
vamente coincidente con «La leyenda del moriche», de Arístides
Rojas, que ni Núñez (ni Matilde Mármol) cita, pese a lo cual bien
podría ser considerada como «hipotexto» que ambos transforman
con propósitos diferentes: «Se arriesgaron juntos hasta encontrar
un gran río de muchas bocas e islas innumerables cubiertas de pal-
meras [… que] recordaban a Vocchi su país natal». Encontraron
después unos «hombres que huían […] y […] vieron que habían
perdido la razón», a los que:
130
observaban la noche sin atreverse a interrogar sus secretos
y escogían los dioses: la sombra, el río, el silencio. Amalivaca y Vocchi
engendraron hijos en las hijas de los hombres. Amalivaca se au-
sentó encargando a Vocchi les protegiese en tanto él volvía. Vocchi
era invocado a la orilla de los ríos y de los manantiales a la caída de
la tarde (68).
Cuando Vocchi regresó, ya era tarde. Los vio por primera vez a través
de un bosque. Vestían horribles armaduras. Eran sucios, groseros
y malvados. En vano los dueños de la tierra quisieron festejar
el encuentro de los hermanos perdidos tanto tiempo. En vano,
Vocchi, obligado a ocultarse, fue de asilo en asilo, entre cavernas y
arcabucos. Les perseguían, porque en virtud de su naturaleza pierden
todo poder al ser derribados sus altares, y los altares de Vocchi eran esas
palmeras y samanes en medio de bosques milenarios (69).
131
extrañas: ídolos, asientos, aves de oro». Toda la riqueza fabulosa
«de los reinos esfumados en la niebla de los ríos». Escuchará luego
«el rumor de una música sepultada, centenares de años, nunca oída
de los extranjeros» (¿Leiziaga ya no lo es?). Por fin, llegan hasta «un
vasto espacio circular, alumbrado apenas. Y he aquí lo que vio
Leiziaga: las paredes […] cubiertas con planchas de oro […] y al
fondo […] tan menudo que casi desaparecía en los pliegues de su ves-
tidura: Vocchi. Su rostro espectral se inclinaba agobiado de perlas.
Él se había apoderado del anillo de Leiziaga…» (71). Finalmente,
después de absorber el polvo que Vocchi le ofrecía, vio a Nila
(«—¡Thenoca! [perla]— ¡Ratana! [mata medicinal]— ¡Erocomay!
[Orocomay, princesa indígena]— (72) centro de «una danza reli-
giosa, de liturgias bárbaras» que se efectúan mientras «contaban
historias [nostálgicas] de sus pasados»). Beberá después, «vino de
palma» en el cráneo «de un hombre blanco» que le ofrece Vocchi,
quien «encendió después unas hojas retorcidas de tabaco», en
tiempo en que «pasaban hechos prodigiosos», mientras la danza se
hacía «vertiginosa. Comenzaban a tumbarse embriagados. En el
delirio los cráneos rodaban por el suelo con un chasquido. Su anillo
brillaba en los dedos de Vocchi como un punto de fuego. Sus ojos se
cerraban. Entonces vio por última vez a fray Dionisio, que arrodi-
llado en un rincón, muy apartado, rezaba el oficio matutino. Llamó
a Nila, pero su voz volaba inútilmente» (72-75).
Ha culminado el proceso de iniciación. Leiziaga «vuelve en
sí» de la ensoñación o fantasmagoría, cuya «verdad» (la motiva-
ción del «viaje») comprobará al día siguiente (capítulo VII, «The-
nocas»): «no era, pues, un sueño…» (78). Capaz ya de entender el
contenido de esa verdad: «No ser nada, no esperar nada. Ser ellos
[los Malavé, Cedeño, etc.] solos […] dejarlos en su inviolado si-
lencio [… no] quitarles lo único que tienen: su libertad. Su libertad
en medio de su esclavitud».
132
misma vida anterior y observa el jeroglífico que los cardones
van trazando. […] el silencio se hace más denso entre los car-
dones. Tres días, quinientos años, segundos acaso que se alejan
y vuelven dando tumbos en un sueño, en la luz de los días
inmemoriales… (77-85)
IV
133
podría haberse producido la transformación (transposición seria, en
la clasificación de Genette), la cual daría por resultado la novela.
Lo primero que cabe reiterar es el carácter de concisión (una de las
operaciones transformadoras que Gérard Genette incluye en sus
Palimpsestes) que asume Cubagua en relación con el hipotexto «Viaje
al Averno», concisión que es tanto temática como estilística y tra-
baja «sobre el hipotexto para imponerle un proceso de reducción
de la cual aquel sigue siendo la trama y el soporte constante». Hay
que tener en cuenta, además, que se trataría también de una forma
134
También innova muy tempranamente Enrique Bernardo
Núñez en la técnica novelística, en el modo de narrar (procedi-
miento u operación que Genette denomina transmodalización) no
solo ni principalmente respecto del hipotexto «Viaje al Averno»,
sino también con respecto a la novela de su tiempo en general. Es
notorio, y así ha sido subrayado por la crítica, el predominio de
un espléndido lirismo, sostenido por la predominante y apropiada
frase corta, que es una de las marcas más ostensibles del carácter
experimental de la novela, concretización de una ruptura funda-
mental en la tradición narrativa latinoamericana. Otros rasgos
distintivos de Cubagua ligados al anterior son: la muy sucinta ca-
racterización de los personajes, simbólicos en diversas medidas
todos ellos; la absoluta discreción del narrador, y la ambigüedad
consecuente que, además, deriva de una paralela exigencia de par-
ticipación del lector ya planteada, por otra parte, por la necesidad
de un «acercamiento [de aquel] a las fuentes de la historia de nues-
tros orígenes indígenas o de la primera colonización, en convi-
vencia con el segundo proceso colonizador material y mental que
llegó bajo la cobertura del progreso petrolero»30.
En el caso de Enrique Bernardo Núñez es posible, además,
como en otros, apelar a aclaraciones y ampliaciones paratextuales,
recurriendo para ello a los diversos artículos publicados en perió-
dicos y revistas, discursos, etc., reunidos en Bajo el samán, con el fin
de completar ese examen de la concepción y práctica de la novela.
Recordé ya la función que Núñez adjudicaba al escritor, de acuerdo
con la que coherentemente produce su obra, y el valor novelizable de
la historia nacional, de la leyenda y el mito, y ha sido posible verlos
puestos en práctica en el examen de Cubagua, apreciación que es
subrayada por el propio Enrique Bernardo Núñez al explicar en
1959 la génesis de la novela. Es verdad que manifiesta ciertas dudas
sobre la condición de «novela propiamente dicha» de Cubagua, pero
también es cierto que no parece dudar de que entre «las formas más
diversas» admitidas por el género, podía y debía intentarse la cons-
trucción de una nueva que respondiera adecuadamente al «intento
135
de liberación» que el nivel de evolución genérica reclamaba, con-
vicción que al ponerse en obra lo enfrentaba con unas opuestas
y generalizadas teoría y práctica de la novela:
136
Después de apoderarse de las perlas «arrimó una mesa, se caló las
gafas y encima de las cuartillas [de Leiziaga, sin duda], con su her-
mosa letra, puso el título: “Los fantasmas de Cubagua”». Pero hay más:
137
Más obviamente que en otras novelas (Adán Buenosayres,
Pedro Páramo, por ejemplo), es notorio que el rico juego de tiempos
que el relato practica redunda en una obligada serie de transdiege-
sizaciones (cambio en el universo espacio-temporal) definidas con
toda propiedad por Núñez: el tiempo primordial del mito reclama
y ostenta las señales propias y distintivas, un lenguaje mucho más
marcadamente lírico, personajes contestes con ese ámbito; la ver-
sión legendaria de la conquista y la colonización, además de los
debidos y convenientes indicios temporales, le permite al autor
enjuiciar tales acontecimientos desde una perspectiva que hoy se
define opuesta al etnocentrismo. Por fin, el tiempo presente del
relato está más que suficiente aunque (como es norma en el relato)
escuetamente definido: baste recordar, entre otros elocuentes in-
dicios (económicos, sociales, etc.), que Leiziaga «se puso a trazar
con la hebilla de su faja en la pátina de los muros aquel nombre:
Erocomay. Y abajo la fecha: 1925» (92).
En términos generales, en lo que a la motivación se refiere
(otro aspecto del proceso transformador que desde el hipotexto
conduce al hipertexto), no hay cambios sustanciales. El viaje tiene
una motivación inicial «exterior» a Leiziaga: la orden de realizar una
inspección. Pero, como creo haberlo puesto de manifiesto, desde
antes de concretarse, esa motivación externa va siendo desplazada
por la que puede considerarse común a este tipo de viaje, la bús-
queda y la adquisición de un conocimiento del que se carecía,
aun cuando en este caso también sería posible considerar que se
trata de un re-conocimiento de una verdad olvidada (es decir, una
verdadera anagnórisis).
Con respecto a la siguiente operación que puede tenerse en
cuenta, la transvalorización, cabría destacar el curioso paralelismo
que podría establecerse entre Leiziaga y una de sus más conspi-
cuos precedentes: Eneas. Si bien Leiziaga no actúa por asumir
un mandato divino, sí está claro, a mi juicio, que para llegar
a la «feliz» culminación del proceso que protagoniza debe, como
Eneas, ir adquiriendo las virtudes que la tarea requiere. Por otra
parte, en Cubagua es fácil advertir la mayor relevancia concedida
al guía-mentor, fray Dionisio, extraña conjunción de distintas
concepciones religiosas, y el trascendente papel desempeñado por
138
los personajes femeninos, como participantes de la acción y no
solo como «inspiraciones» que alienta y orientan al viajero. Al res-
pecto, cabe insistir en el poder simbólico de Nila Cálice, encarna-
ción de las potencias naturales solo alcanzables para Leiziaga, si
cumple con todas las exigencias que implica descubrir «el secreto
de la tierra».
139
El mito siempre.
Acerca de la novela Cubagua *
Violeta Urbina Tosta
141
comprender el entorno, de darle un sentido, impulsan al hombre
a buscar un hilo conductor que le asegure la continuidad, la his-
toria. Esto implica, además, la aceptación del contraste entre el
tiempo cronológico, pasado, y una estructura fija que le sirva de re-
ferencia, puesto que el mito está fundado, por una parte, en acon
tecimientos históricos y, por la otra, en las exigencias del momento
en que surge, de acuerdo con la realidad que quiere expresar.
Lo mítico se da siempre como una necesidad del ser humano por
resolver lo no explicado; lo que Ortega y Gasset llamaba creen-
cias. En determinado momento ese trasfondo mítico, que existe
siempre, se integra en un sistema de relaciones específicas de sus
diversos elementos y así cristaliza como una forma de organizar
y conocer la realidad, es decir como supuestos epistemológicos.
La mitología pretende ordenar y recomponer más siste
máticamente los mitos que aparecen dispersos a lo largo de la his-
toria. El conocimiento mitológico es una posibilidad de acceder
al mito a partir de las experiencias ya vividas por otras culturas:
si lo mítico corresponde a las repeticiones, a lo cíclico; lo mito-
lógico corresponderá más bien a lo histórico: culturas remotas a
través de las cuales nos acercamos al origen o al fin, o que nos
hablan de un illo tempore, de una edad de oro a la cual se espera
volver para que cese la Historia y nuevamente el tiempo dete-
nido permita al hombre conocerse y reconocerse como tal. De tal
modo, la mitología viene a ser como un mentís al tiempo, una
manera de anularlo. Las coincidencias y las recurrencias entre di-
versas concepciones míticas son el resultado de las continuas trans-
mutaciones y reelaboraciones de un reducido conjunto de mitos
fundamentales. A través de ellos pasamos del proceso de la inven-
ción al del descubrimiento; entramos en lo histórico, a partir de lo
cíclico, y llegamos a la noción del arquetipo, que sigue proyectán-
dose siempre, como para acercarnos a una realidad entendida como
totalidad sobreentendiéndose el paso de lo real a lo simbólico y de
ahí a lo imaginario1. La imitación de los arquetipos y la frecuente
142
repetición de hechos y gestos pretenden la abolición del tiempo
profano y del orden cronológico y la imposición del tiempo mítico.
143
aquí y allá. No se trata solamente de trastocar el tiempo, sino a veces
de intentar detenerlo, de impedir su transcurso. Se trata, también,
no solo de intrincar el espacio, sino de hacerlo irreductible, único,
indeterminado, ambivalente.
144
Esa atmósfera mítica se sustenta en arquetipos o más espe-
cíficamente en concepciones arquetípicas del tiempo y del espacio.
Lo imaginativo —en Cubagua— se apoya tanto en los mitos cos-
mogónicos, como en los cosmológicos: los cuatro elementos, en
la tradición mitológica que viene desde la antigüedad judeo/helé-
nica, como en la mitología cultivada por la literatura europea mo-
derna, y en los mitos, leyendas y supersticiones propios del Nuevo
Mundo, mitos de nuestras culturas indígenas. Y, apenas esboza
dos, algunos de los mitos sobre los cuales se funda la sociedad
venezolana contemporánea.
El énfasis en lo histórico y en lo mítico obedece en Enrique
Bernardo Núñez a una voluntad de convertir su experiencia en una
conciencia de la realidad; la cual, al valerse de lo literario, en-
cuentra un caudal de modalidades excepcionales, de gran fuerza
y eficacia. A propósito de esto, casi treinta años después de la publi
cación de Cubagua, su autor recuerda:
145
por las fuerzas misteriosas que incesantemente operan en la vida
de los pueblos. Hasta la magia y el color épocas pretéritas3.
146
incomprensibles por misteriosos o desconocidos. Tal vez esta haya
sido una respuesta intuitiva del autor a esa imposición de lo histó-
rico y de lo mítico que implicaría una novela de tesis, donde lo li-
terario podría quedar relegado y la creación supeditada. Si bien es
innegable el valor que le concede a lo histórico, como forma de co-
nocimiento y comprensión; también es indudable su interés por lo
formal, por lo estético y por lo imaginario. Cabría plantearse hasta
qué punto Enrique Bernardo Núñez elige el carácter mítico como
elemento unificador de la novela, al optar por una estructura que
implica una circularidad en la cual lo aparentemente suelto, inco-
nexo, está subyacentemente en íntima relación. Siendo esto solo
posible dentro de una perspectiva espacial y temporal dinámica y
fluyente, donde se admite que los diversos segmentos de la ficción
se funden y se confunden para crear la nueva realidad. Tiempo
e imaginación están aliados. No sorprende, entonces, cuando en
Una ojeada al mapa de Venezuela se replantea el problema de la his-
toria y del mito en relación con las búsquedas ideológicas, éticas
y estéticas en el arte:
147
Sin afán de reducir la novela a una superposición de ejemplos
de sustitución, condensación o identificación, concebimos lo mítico
dentro de un sistema de relaciones verbales, donde se combina el in-
terés por el mito, como tal, con su sentido estético; es decir, ya como
metáfora, ya como símbolo, y donde pueden integrarse la realidad,
la imaginación, la literatura para fundar nuevos sentidos.
Los rasgos míticos pueden aparecer en función del presente del
relato, como un elemento más dentro de la historia o argumento,
o como simple dato referencial. Pero, si bien es cierto que existe
una escritura, un lenguaje del mito, no es menos cierto que hay tam-
bién una lectura del mito. La lectura que descubre y revela mitos
que aunque no fueron considerados por el autor, no fueron desarro-
llados plenamente, están allí, sin embargo, indirecta, subrepticia,
inconscientemente.
148
y deteriorada en gran parte, hizo casi imposible su lectura» (91)8.
Es decir, en el presente del relato aparece un texto que al inser-
tarse en el eje de la narración adquiere y crea nuevos significados.
El capítulo en sí constituye una interpolación de secuencias mí-
ticas pertenecientes a un pasado remoto, que se aleja y se acerca al
origen, y que ha llegado a ser considerado como fábula.
Al ubicar esos «papeles» en la actualidad de la novela —en
el único párrafo del capítulo situado en el presente—, el autor crea
una estrecha relación con el pasado a partir de la transposición
o mejor aún de la recreación del mito tamanaco, incluido en el re-
lato casi como si se tratara de una transcripción. Por virtud de la
escritura, el tiempo queda atrapado —en ruinas, rocas o textos—
y paradójicamente puede abarcar una sucesión interminable, la
creación y la destrucción, el caos y el cosmos: «Aparecen unas
ruinas o unas rocas donde se han tallado algunos signos y nadie su-
pone cuándo fueron escritos. Son historias, historias» (92). Signos
que, seguramente, buscaban una correspondencia entre el entorno
y sus representaciones eidéticas capaces de traducir la armonía de
la naturaleza, o que tal vez se imponían el reto de nombrar el uni-
verso, de contener sus claves, de cifrar su infinitud, pero que sobre
todo intentaban ser mediadores entre los hombres y sus dioses,
entre los hombres y el tiempo. La imposibilidad de esos signos
—que es la misma de todos los signos— de apresar y fijar la rea-
lidad los hace cada vez más enigmáticos. Y es ese mismo sentido
de lo inefable, de lo inexpresable del universo y de la realidad, lo
que transforma esos «signos» en «historias»; en este caso, en his-
torias que se adecúan a las cambiantes modalidades que asume lo
real: el mito, la fábula, la alegoría. Así: «vestigios de estos relatos
se convirtieron después en fábulas, pues el mundo se hace y des-
hace de nuevo» (id.); evidentemente también aquí el tiempo mítico
y el tiempo profano tienden sus trampas y nos sumen en el vértigo
de lo incesante y en la conciencia de lo finito, simultáneamente.
El verdadero carácter mítico del quinto capítulo no reside
tanto en el contenido de la narración, ni en la recreación del mito
149
indígena, como en el deseo de reanimarlo, repetirlo, actualizarlo,
hacerlo cíclico; llegando incluso a desdibujar su primer sentido,
a darle nuevos significados: el desbordar los límites del tiempo pa-
sado-presente-futuro, la fábula se vuelve plenamente alegoría9. Se
nos habla de Vocchi, un dios extranjero, protector de navíos, que
había naufragado y que llega, accidentalmente, a «un país desco-
nocido», donde hay «ciudades opulentas, surcadas de canales», con
«palacios de rojos ladrillos, de piedra de mármol» y en las que «los
hombres se remontaban en máquinas y se comunicaban a grandes
distancias por medio de las señales de sus torres» (92); y a donde
venían naves de otros pueblos en «busca de metales y maderas pre-
ciosas». El anacronismo, entre la época en que los hombres y sus
dioses coexistían y la época de las máquinas voladoras, creemos
que podría resolverse en su sentido alegórico: los descubridores,
los conquistadores y los colonizadores de siempre. Se repite la ya
clásica historia de los naufragios y de los descubrimientos al azar,
que nos recuerdan la idea platónica de las grandes ciudades desa
parecidas, pues aquí también «un día el mar cubrió las ciudades
florecientes» (93), y así quedó «sembrado de islas y escollos, pero
habitado por las divinidades siempre jóvenes del mar»10, suerte
de Nereidas que huyen asustadas ante un signo de Vocchi, quien
al recibir ofrendas o tributos garantizaba el sentido ritual. En el
mito de los indios tamanacos no hay tales ciudades, solo hay pai-
sajes naturales, donde, después de la catástrofe, se da el inicio de
una nueva era, la fundación de un tiempo. Las referencias topo
nímicas, geográficas, son tan específicas que se circunscriben a
una noción espacial y temporal muy bien delimitada y sobre todo
tomada de lo real: la Sierra Encaramada, los ríos Cuchivero, Ori-
noco, Suapure, Caura, El Casiquiare, la Roca Tepumereme, las
150
llanuras de Maita. En Cubagua la aventura consiste en inventar un
nuevo tiempo, un nuevo espacio donde lo cosmogónico y lo histórico
se sincronicen, se unan, se disuelvan. La tensión de lo mítico está
dada por una síntesis que solo puede integrarse a partir de lo imagi-
nario. Pero, acaso también, ¿no es innegable el paralelismo con la
historia de la isla de Cubagua, transformada después de la Conquista
en la floreciente Nueva Cádiz, y luego, según algunas versiones,
destruida por terremotos y maremotos?
Y por otra parte, si nos apartáramos de esta lectura de lo
alegórico —admitiendo muchas otras posibilidades podríamos
encontrar significativas coincidencias con la Nueva Atlántida,
donde Bacon, en 1662, hablaba de una isla donde los hombres
podían volar. El vínculo con el génesis y el apocalipsis podría im-
plicar además el parentesco con la utopía. Un ejemplo sería la alu-
sión a la existencia de «fuentes con propiedades maravillosas» por
las cuales hubo «guerras implacables» (95). Por cierto que para al-
gunos historiadores este fue uno de los mitos que más atractivos
tuvo en el momento de la Conquista; ya hemos hablado del deseo
de muchos expedicionarios y conquistadores de confirmar en el
Nuevo Mundo algunas de sus viejas leyendas y mitos.
El mito de la creación como fuerza regeneradora repite, en
un sentido arquetípico, la fundación de una nueva estirpe. Después
de la catástrofe, la confusión es tal que Amalivaca, el Creador, le
dice a los sobrevivientes que él los ha «creado arrojando aquellos
frutos (moriche) por encima de los hombros, y a esa idea se mos-
traron felices, como si la palmera, símbolo de sus vidas, les diese
un alma nueva capaz de librarles del pasado» (94). Esta necesidad
del olvido es lo que Mircea Eliade define como «voluntad de des-
valorizar el tiempo»:
11 Mircea Eliade, El mito del eterno retorno, Alianza Editorial, Madrid, 1972,
p. 82.
151
Amalivaca, coincidiendo con el gesto de Deucalión12 logra
la anulación del tiempo, precisamente del tiempo de la historia,
ya que la necesidad de regenerarse periódicamente y la conciencia
de la caída, no permite al hombre deshacerse de la impronta del
tiempo anterior a la historia, el de la plenitud primordial. Tal vez
como consecuencia de esto, la repetición del acto cosmogónico en
Cubagua está planteada como una dualidad: mientras Amalivaca
enseña a los hombres artes y oficios, a Vocchi «la experiencia reci-
bida le parecía funesta» y por lo tanto había que abandonarlos para
que se encontraran «a sí mismos» (95).
«Los tiempos comenzaron de nuevo» y para conmemorarlo
los hombres «grabaron en unas rocas, en medio de las aguas, las fi-
guras del sol y de la luna, caimanes y escenas de cacería» (id.). Otra
vez la escritura —el dibujo como escritura— servirá para que otros
intuyan ese tiempo de la creación, el reinicio de la historia, en una
fusión del tiempo mítico y del tiempo histórico.
El lapso que transcurre entre la Creación y el Descubri-
miento está señalado por el regreso de Vocchi a su «país natal»:
«los templos», las viejas ciudades [ya] no existían o llevaban otros
nombres. Algunas estaban olvidadas. Pero ya, «se afirmaba que
ciertos navíos, buscando una ruta nueva para ir a las Indias, ha-
bían encontrado hacia Occidente unas tierras desconocidas» (96).
Este modo de adscribir los acontecimientos de un determinado
momento (el Descubrimiento) a categorías más amplias univer-
sales (la Creación), establece los puentes necesarios entre lo mítico
y lo histórico, aumenta sus misterios, y postula el deseo de insta-
larse tanto en un tiempo cronológico como en un tiempo indefi-
nido. Lo mántico, lo premonitorio, juega un papel importante en
ese control que el hombre quiere ejercer sobre el tiempo, sobre el
152
devenir que se le presenta siempre como misterio: «ya los piaches
lo anunciaban: vendrían barcos enormes, tal como no se habían
visto en muchos siglos, y hombres desconocidos» (95). El senti-
miento mítico, el tratamiento de lo histórico y el sentido de lo má-
gico convergen en un solo instante, creando además una relación
armónica con la naturaleza.
153
Cubagua *
Osvaldo Larrazábal Henríquez
155
historia de Cubagua. Nombres, personas, cosas, ruinas, soledades,
venían a ser como un eco del tiempo pasado. Aquellas imágenes
acudieron luego a mi memoria, y ese fue el origen de mi librito,
simple relato donde sí hay, como en La galera de Tiberio, elementos
de ficción y realidad 2
156
es la contentiva de los sumandos que habrán de conformar la suma
y darle posibilidad al acontecimiento que se estudia y que se ana-
liza como conjunto y como proyección. Enrique Bernardo Núñez
procedió, en sus dos grandes novelas, de manera particular, y en
el caso concreto de Cubagua el ejemplo es convincente. El para-
lelismo histórico entre seres de dos temporalidades le sirve de re-
ferencia, de marco de proyección, de ejemplo y definición de un
modo, personal, de juzgar el hecho histórico. Cubagua es, por eso,
el relato de unos sucesos diarios y comunes, pero totalizados en
una interpretación de historia íntima que trasciende y se convierte
en reflexión interpretativa tras la cual el novelista y el historiador
se unen y se manifiestan.
En diversas oportunidades y por una extrema delicadeza
de su parte, tuve ocasión de hablarle y acompañarle en presencia.
Cada vez hablamos de su novelística y cada vez se mostraba más
insatisfecho de no haber podido escribir «la novela eterna», la que
tocara la verdadera condición del hombre en sus más sencillas y
elementales, pero también esenciales, características. No estaba
conforme con lo que había escrito y deseaba proyectarse en un sen-
tido de compenetración con esencia del ser humano que siempre
persiguió en sus manifestaciones escritas: «También Cubagua fue
un intento de liberación. […] Desearía escribir una nueva versión
de Cubagua, de igual modo que a veces nos viene el deseo de hacer
una nueva versión de la vida»3.
En tal sentido, y siempre cuidadoso de perfeccionar lo expre-
sado, para tratar de darle nuevos alientos —acorde con la contem-
poraneidad de su pensamiento—, intentó reformar algunas partes
del texto original de su novela. En el artículo «Algo sobre Cu-
bagua», que publicara en el diario El Nacional el 13 de diciembre de
1959, relata algunas de las intimidades de la creación de Cubagua.
Refiere que originalmente debió publicarse durante el año 1930,
«porque cada libro, al menos los de esta clase, tiene su año», pero
que algunos inconveniente mayores lo impidieron, haciendo alu-
sión a que apenas circularon, en nuestro país, un pequeño número
3 Ibid., p. 107.
157
de ejemplares —sesenta en total—, siendo posible que el resto de la
edición «fuese incinerada por aquel tiempo en la Aduana»4.
Refiere, igualmente, que en ocasión de planificarse una nueva
edición de Cubagua para el segundo Festival del Libro Venezo-
lano, preparada en Lima durante el año 1959, él convino con los
editores que la versión debía ser la que había sido corregida y con-
siderada como definitiva, pero que en una carta, fechada en la
mencionada ciudad de Lima el 1º de abril del año señalado, se le
comunicaba que la novela ya estaba impresa, agregando, resignada-
mente, que «la hicieron tal como se hallaba en anteriores ediciones»5.
No obstante las apreciables diferencias que pueden consta-
tarse en los textos que existen sobre las correcciones efectuadas,
la obra permanece casi inmutable en su esencia y en su intención.
Cubagua participa de muchas concepciones y es producto de la
depuración de muchas ideas que le imprimen una contextura de
texto profundo que va mucho más allá de lo que expresa, para
llegar a los límites de la insinuación y del señalamiento casi tácito
que hace el autor en favor de hondas y definitivas reflexiones, en
temas que tratan de abarcar los más variados aspectos de las reali-
dades diarias del ámbito histórico y político y social que nos rodea
y dentro del cual nos desenvolvemos. Cubagua puede ser desde el
alerta permanente contra la imprevisión y el facilismo que per-
miten casos como el de Antón de Jaén «dueño en Cubagua de un
tonel de perlas, a quien se vio pedir limosna en Santo Domingo»,
que recoge el propio Núñez en su Discurso de Incorporación a
la Academia de la Historia pronunciado el 24 de junio de 1948,
hasta el señalamiento de la usurpación legendaria de la tierra por
fuerzas insaciables y de diferentes orígenes, representadas en perso-
najes que como Stakelun y Leiziaga son manifestaciones de poderes
y ambiciones irrefrenables.
En esa variedad de impresiones que se insinúan desde el
texto de esta novela, tienen cabida, también, aquellas que corres-
ponden a los propios personajes que la estructuran y que, en cierta
forma, son voceros de los pensamientos del autor. La primera visión
4 Ibid., p. 105.
5 Ibid., pp. 105-106.
158
personal que se da de la isla en la novela, la expresa fray Dio-
nisio, quien con una absoluta carencia de emociones y manifes-
tándose en un admirable sintetismo definitorio, la llama «islilla
triste», interpretando todo un contexto de añoranzas y de decep-
ciones que reflejan, en una opinión, el panorama íntimo substan-
cial de la tierra. El propio autor, en una descripción de la isla, que
es asimismo la primera que aparece en el texto, la define como
«una isla decrépita, de costas roídas y aplaceradas», como tratando
de integrar el paisaje natural a la tragedia de devastación y aban-
dono que signaron su desaparición. Pero al lado de esas manifesta-
ciones ominosas, portadoras casi del mensaje de desolación, auge,
desenfreno, caída y olvido de la tierra rodeada del mar generoso
y vengativo, se levanta la realidad histórica que significó y que En-
rique Bernardo Núñez supo captar con tanto acierto para transfe-
rirla a sus propias reflexiones e interpretaciones y lograrla como un
ejemplo evidente de la inexorabilidad de la historia. En este sentido
Cubagua novela se opone a Cubagua isla, porque si la última está
referida en sus más inhóspitas condiciones existenciales, la primera,
Cubagua novela
159
Cubagua novela y Cubagua isla se confunden en la intempo-
ralidad que les ha conferido la expresividad del escritor. No existe
un límite que las diferencie, pero es casi imposible imaginar el lí-
mite que la identifique, sin embargo son una sola y misma cosa en
la magia creadora del novelista. Cubagua isla ha pasado a ser una
irrealidad que aunque imposible de determinar, asir o fijar en un
tiempo y en un lugar, evidencia una constante permanencia insi-
nuada en su presencia mágica lúdica, misteriosa y distante. Cu-
bagua novela se interna en los laberintos de la irrealidad y hace de
la temporalidad un fenómeno inexistente que solo sirve para re-
petir las cosas, los hechos, las personas y la inescrutable esencia
del hombre de cualquier tiempo. Una y otra, indiferentemente que
se acerquen o se alejen, están inundadas de la intemporalidad que las
ilumina y les da consistencia de efecto mágico. La lejanía de Cu-
bagua isla, ahora solo existiendo en la realidad geográfica, no la
imposibilita para que su lejanía histórica se haga cada vez más
presente porque la Cubagua novela la ha hecho posible y factible
para que prosiga en la enseñanza de sus realidades eternas y se
confunda, siempre, con la realidad diaria y se repita y nos envuelva
en su misteriosa posesión evocativa.
Quizás sea el tratamiento intemporal que se le da al tiempo,
uno de los valores esenciales de esta novela. En efecto, los manejos
temporales e intemporales que se manifiestan a través del recorrido
textual, hacen de Cubagua un ejemplo de ambigüedad intencio-
nada donde es precisamente la indefinición lo que marca la pauta
del misterio y de la realidad. Cubagua isla está y no existe, Cubagua
novela se afirma en una irrealidad posible y factible. La confusión
parece ser el instrumento para resolver el enigma que la historia le
provee al autor para el planteamiento cíclico que pretende al para-
lelizar los tiempos, los sucesos, los personajes y las consecuencias.
El lógico desenvolvimiento del tiempo no funciona en su devenir
establecido y pasados son futuros, presentes son pasados, y fu-
turos se intercambian con temporalidades circunstanciales que se
deslizan en una sola y única esencia: el tiempo es el recipiente in-
finito donde el hombre actúa; y el tiempo puede confundirse y la-
bilizarse hasta la confusión, pero el hombre y sus acciones serán
siempre los mismos y actuarán dentro de los infinitos límites que el
160
tiempo le permite. Esta es la razón por la cual el novelista cambia
constantemente los presentes, que serían el elemento germinal de
su narración, y el tiempo pierde importancia como referencia para
adquirirla como continente del hombre en una dimensión infi-
nita. Cubagua novela establece, con certeza, algunos tiempos de
acción y así lo atestiguan los desarrollos de las acciones donde in-
tervienen determinados personajes en determinados sucesos y en
determinados y delimitados espacios temporales; pero cuando la
novela establece la relación existente entre las dos vertientes anec-
dóticas, todos esos determinados se difuminan en un juego mara-
villoso y a veces incomprensible y dan paso a una indeterminada
panorámica de recuerdos, de suposiciones, de situaciones ambi-
guas, de insinuaciones veladas y, sobre todo, de confusiones inten-
cionales que tienen por objeto la probatoria de la idea repetitiva de
la acción del ser humano en su contexto existencial.
En Cubagua el autor desarrolla un juego expresivo y anecdó-
tico donde se establece la conexión entre el tiempo y la realidad;
pero, también, el autor se deleita haciendo intervenir los elementos
necesarios para que esa relación, que aparentemente es establecida,
se entreteja sobre sí misma y se desdoble en facetas de nuevas in-
sinuativas posibilidades. Parecería que Enrique Bernardo Núñez
más que una novela sobre un espacio físico y un espacio temporal
y un espacio humano, hubiera querido escribir una novela sobre la
imposibilidad del tiempo, pero también sobre la posibilidad cierta
de la reiteración del ser humano. De esta manera es permisible
determinar, en su justo contenido, la idea que anima a la duplica-
ción de un personaje clave en la dilucidación del interés del autor:
fray Dionisio; eslabón, justificación, ejemplo y guía para entender
este complicado y mágico texto que es Cubagua, recreado en fabu-
losas suposiciones y construido para la divagación efectista. Fray
Dionisio es la explicación de la idea del autor. En un aparente
y maravilloso inmovilismo —aparente por lo que tiene de incom-
prensible—, este personaje se establece como la significación de la
dualidad tiempo/hombre y así recorre la obra, que es como reco-
rrer la idea del novelista, y se convierte en todas las significaciones
que el autor quiso connotar con su texto. Cubagua novela es, por
ello, la expresión de una idea del tiempo y del hombre, en función
161
proyectiva de una enseñanza y de un ejemplo del paralelismo de
algunos hechos históricos.
Según los datos proporcionados por el mismo autor al fe-
char su novela, Cubagua ha debido ser escrita en dos momentos
de creación expresiva del novelista: la primera en la ciudad de La
Habana, entre los meses de enero y abril de 1929, y la segunda
en Panamá, desde marzo hasta julio de 19307. La publicación, sin
embargo es en 1931, año muy significativo para la novelística na-
cional. En efecto, además de la aparición de la quinta novela del
ilustre polígrafo Rufino Blanco Fombona, titulada La bella y la
fiera, se produce la iniciación novelística de dos nombres que con
el tiempo adquirieron merecida y justificada importancia. Ma-
riano Picón Salas da a conocer su primera novela, Odisea de tierra
firme, que subtitula «Vida, años y pasión del trópico». Arturo Uslar
Pietri publica, también, su novela inicial, Las lanzas coloradas, que
es considerada, junto a Cubagua, como dos de las mejores contri-
buciones que la novelística venezolana ha aportado al contexto
narrativo hispanoamericano.
En una locura lineal, lo narrado en Cubagua es bastante
sencillo y carece de evidentes implicaciones temáticas. Visto desde
el punto de interpretación anecdótica, el autor ha querido referir
dos momentos temporales que, por dispersas circunstancias, em-
palman las actuaciones de dos grupos humanos. El paralelismo
histórico, el doble juego del tiempo y, a la vez la significación de
una intemporalidad que permite el mencionado empalme, y las
derivaciones interpretativas que se generan de lo planteado, son
los elementos que le dan valor trascendente a la novela y la hacen
interesante desde un modo interpretativo complejo y profundo.
Desde el punto de vista eminentemente literario, Cubagua
es, igualmente, un libro lleno de logros, de consecuencias y de
162
acertada conducción expresiva. El gigantesco paso dado entre las
primeras novelas del autor y lo conseguido en su luminoso libro
sobre la isla histórica, testimonia un arduo trabajo de confección
manifestativa, donde cada cosa está en su exacto lugar y donde la
participación del lector está dada, indiscutiblemente, por la cap-
tación emotiva que el asunto despierta y por las infinitas insinua-
ciones que el texto genera, nutriéndose de un inefable misterio y
de un tenue sabor de fantasmagoría que contribuye a presentar
y, también, a resolver la inasible ecuación que se plantea entre el
valor del tiempo y el valor del hombre.
Justa razón tuvo el ya citado crítico Lorenzo Batallán
cuando expresó «que la grandeza de Cubagua y de su autor había
estado en hacer de la nada un libro»; pero esa razón va más allá de
lo que en efecto propone. Cubagua está hecha de la nada, porque la
nada es un elemento fenomenológico desde donde pueden surgir las
más variadas y expectantes realidades; permitiendo la utilización de
los tiempos para construir un tiempo novelístico de muy especial
condición; facilitando que los hombres se dupliquen en los espacios
indeterminados del tiempo y se paralelicen en sus acciones existen-
ciales como probatoria de la eterna condición de ser; comprobando
que la palabra es la más fabulosa creación, porque encierra todos
los contextos y es capaz de hacer todas las designaciones y multi-
plicarse en sentidos y en fabulaciones de juegos que esconden rea-
lidades y de realidades que significan ejemplos consuetudinarios,
porque están germinadas por el ancestro y por la repetición del
hombre en el hombre. Y es, quizás, la palabra, el más eficaz ele-
mento en las explicaciones que conlleva Cubagua. Desde el primer
Enrique Bernardo Núñez novelista, autor en 1918 y en 1920 de
Sol interior y de Después de Ayacucho, hasta el que publica, en 1931,
la novela Cubagua, la palabra se ha engrandecido, no obstante ha-
berse recogido sobre sí misma para buscarse y encontrarse como
resplandeciente instrumento de comunicación. La prosa acompaña
a la idea creativa: es tajante y adecuada al subyacente misterio que
recorre la obra; y se hace esencialmente poética porque recibe la
carga emotiva del autor y porque es la respuesta a una interacción
entre lo que se ha pensado escribir y la emoción que se produce al
encontrar lo que se ha querido escribir; y porque el libro está escrito
163
de esa manera, es por lo que la constancia de los logros literarios
va aparejada a la de las consecuciones desde el punto de vista his-
tórico. En este sentido al capítulo III, «Nueva Cádiz», refleja una
armoniosa combinación de relato y descripción donde la historia
real y documentada se engalana con las mejores palabras y con los
mejores giros expresivos para equilibrar un conjunto sencillo, ele-
gante y profundo: engastado en la mejor tradición del cronista y en
la mejor posibilidad del narrador literario. El juego de sintetismo
expresivo y las variantes insinuativas, son los dos elementos claves
que sostienen el andamiaje estructural de esta magnífica novela.
A tal punto se equilibran las acciones manifestativas, que dentro de
un sobrio rigor anecdótico se entrelazan los arabescos de un len-
guaje puro, hermoso, pleno de profundidades connotativas y pode-
roso en la relación escueta de hechos y de circunstancias. Solo esta
forma de manejo lingüístico hace permisible y factible la capta-
ción de todos los juegos propuestos por el autor, donde mitos y le-
yendas y simbologías van y vienen entre la ficción de la irrealidad
y de la intemporalidad, y la certera realidad histórica de sucesos y
de personas cronológicamente existentes y actuantes. Es como si
una compleja concepción de lo histórico quisiera fundamentarse
en la presencia permanente del hombre, con su carga de situa-
ciones existenciales y su similitud a través del devenir existencial,
y la presencia lábil y difuminada del espacio temporal: continente y
proyectante del hombre que lo habita y que le da certidumbre de
haber sucedido.
En Cubagua se narran muy pocos hechos y un círculo con-
catenante limita esas circunstancias anecdóticas. Historias diarias y
particulares que están dentro del contexto inexorable de ese círculo
y que por atracción o por rechazo van a constituirse en un sedimen-
tado crisol de experiencias, de apetencias, de virtudes y defectos,
de angustias, de sueños y ensoñaciones, de apetencias y entregas,
para hacer una historia y hacerla repetir cuando el tiempo se haya
multiplicado y acaso no queden ni los recuerdos de lo sucedido ni
de quienes protagonizaron lo sucedido. Solo la historia, como un
poder eterno y repetitivo, posibilita que ese hombre y sus circuns-
tancias se repitan —idénticos— cuando el tiempo posibilite la re-
petición. Así, Cubagua novela es historia integral de la Cubagua
164
isla, poblada entonces y despoblada hoy, pero espacio para la
permanencia fugaz y para la analogía humana.
Como interpretación de acontecimientos, en Cubagua, la li-
teratura se plena de historia; y esta, severa, imperturbable, nece
sitada de testimonios y de probatorias, se ilumina en la concepción
literaria que la reviste y la recrea y la hace dócil y comprensible y la
traduce en palabras sencillas, pero cargadas de un profundo con
tenido reflexivo que permite el ejemplo y la interpretación para be-
neficio del conocimiento que debemos tener de la realidad eterna.
Por variadas razones puede considerarse que la novela Cu-
bagua representa la síntesis de una realidad. Extremando los re-
cursos narrativos y ampliándolos con injerencias históricas desde
donde derivan importantes planteamientos y cuestionamientos,
Enrique Bernardo Núñez se internó en un campo poco explorado
dentro de la novelística nacional, para estructurar una obra donde
por igual transcurre el interés literario puro como el interés his-
toricista y el interés didascálico: ejemplificación de sucesos que al
paralizarse, en el tiempo, constituyen un espejo reflejante de rea-
lidades específicas y concretas, pero que pueden transformarse en
ampliaciones proyectistas de circunstancias afines a la existencia
del hombre y de las constantes y eternas preocupaciones de este.
La importancia de la elaboración está en el hecho de que, con
muy buen aprovechamiento, el escritor escrutó los más íntimos
detalles de personalidades y hechos, traduciéndolos desde su inme
diatez o de su pasajera significación, hasta un punto donde por
la representación que adquieren, se convierten en hechos de his-
toria verdadera, de historia que se proyecta para enseñanza y alerta.
Núñez, en Cubagua, trastoca esa inmediatez sempiterna y rutinaria
en acontecimiento profundo y ejemplificador, superando la propia
consistencia de personajes y sucesos en mensaje aleccionador
y alertante. La base de esta acción está centrada en la actuación
de personajes que, por diversos y misteriosos motivos, se mueven
en infinitas temporalidades y sirven de respuesta a las múltiples
y casi angustiadas preguntas que a través del texto se va haciendo
el propio escritor. El trasunto de Leiziaga, como moderno re
presentante de un estrato que va surgiendo y se va adueñando del
secreto de la realidad inmediata; personaje complejo como la época
165
que lo produce y con una idea fija del aprovechamiento del pro-
greso, enfrentando a una sombra indefinida como la que repre-
senta fray Dionisio, especie de conciencia histórica que es voz de
represión, de reflexión y de ejemplo. Entronque con lejanía y con
la permanencia de la historia. Personaje de cada tiempo y signi-
ficación del valor de la temporalidad, a la vez que representante
de la fluidez de ese mismo tiempo. Repetición sintomática de
una actitud, y voz propia del autor para advertir y para señalar.
Ellos, acompañados por comparsas que vienen de los tiempos y se
pierden en los tiempos; enfermedades bíblicas, personajes am-
biciosos, jugadores, aventureros, timadores, indios defensores del
alma de la raza; conquistadores envilecidos, mujeres alegres, ca-
lamidades, sufrimientos, angustias al lado de la alegría repentina
—por inestable—, regocijo y preocupación infinita, parecen ser
algunos de los rumbos que delimitan las personalidades diversas
de esta novela que se pierde entre los vericuetos de la narración
y de la historificación y de la interpretación reflexiva. Nila Cálice,
bandera de todo el mestizaje que está constituido en la más absoluta
libertad: consecuencia positivista de teorías educacionales de me-
joramiento del espíritu; relación prelativa de la posterior Remota
Montiel que inspiró en Rómulo Gallegos el desarrollo, una vez
más, de las tesis deterministas que con tanto acierto manejó. Nila
Cálice, representación de una modernidad que viene del atavismo
y que, necesariamente, debe ser continuación, en una moder-
nidad adaptada y alienada. Personajes, casi todos, que funcionan
en bloques manifestativos, expresantes de ideas y de dinámicas
búsquedas conceptuales, para darle razón a su creador cuando se
planteaba la posibilidad de una nueva versión de esta novela, «de
igual modo que a veces nos viene el deseo de hacer una nueva ver-
sión de la vida», según señalábamos anteriormente en este mismo
estudio. Versiones de la vida como versiones de una novela: mo-
dificaciones, omisiones, añadidos; trabajo continuo de reestructu-
ración al que era tan afecto el escritor y que lo llevó a una visión
perfeccionista que quiso reflejar en sus opiniones y, más aún, en las
reflexiones que a diario exponía en sus artículos de prensa. Esta preo-
cupación por una nueva versión de su novela se refleja en la variación,
a veces sustancial, de los textos diferentes a la primera edición.
166
Cotejando el material expresivo es posible determinar cuatro tipos
de diferencias en los mencionados textos: el afán de añadir en co-
rrección formal para dar explicaciones de algunas actitudes in-
mediatas de los personajes: correcciones no significativas pero
referentes y modernizantes de lo expresado. Correcciones propia-
mente dichas donde se cambia la idea de lo expuesto, pero donde
se resguarda la tonalidad manifestativa que, en general, tiene la
novela. Así es posible señalar partes amplias donde el autor se per-
cata de defectos visibles en la construcción o en la manifestación
literaria, y corrige, eliminando actitudes narrativas que casi con-
llevan a lo dramático y a lo rebuscado. Diferenciación de textos
que en la primera edición no aparecen, pero que, en sentido es-
tricto, no cambian la panorámica del libro, sino que lo estilizan
y elegantizan y, como cosa inexplicable, omisión de texto de esen-
cial significación, no solo por lo que contienen, sino, principal-
mente, por lo que, en nueva versión, dejan de expresar. Quizás
una de las mejores consecuciones de esta novela sea el momento
final cuando Leiziaga se debe ir hacia las regiones del Orinoco;
escena que dentro de una síntesis expresiva magistral, el autor
concibió como premonitiva de la gran riqueza futura de la zona, y
que en versiones posteriores es eliminada, privándolas de la precoz
interpretación de una futura realidad8.
Si bien los asuntos temáticos no significan grandes implica-
ciones en la estructura de la novela Cubagua, aquellos que se re-
fieren a las preocupaciones generales del autor sí representan un
campo variado y de gran interés para el conocimiento, inclusive,
del modo de pensar misceláneo y universal de Enrique Bernardo
Núñez. Cubagua está llena de toda clase de implicaciones ideoló-
gicas y de toda clase de reflexiones sobre asuntos de diversa índole.
167
Podría decirse que sirvió al novelista para encajar muchas ideas
permisibles dentro del contexto intemporal que funciona en el
texto, densificando la intención expresiva y dándole un toque inu
sitado, dentro de la novelística nacional de la época. La novela que
insiste en el análisis de cuestiones generales de interés universal,
sin descuidar los asuntos inmediatos de la realidad del país, no se
estilaba en Venezuela, o al menos no con la intensidad y la intención
reflejada en Cubagua.
Estructurando un conjunto atractivo dentro de una con-
cepción moderna de la narración, Núñez va tejiendo ideas alre-
dedor de la trama que sirve de base a su novela. Preocupaciones
particulares que como hombre reflexivo proyecta a la universa-
lidad de las circunstancias, pasando, realmente, revista a toda una
gama de situaciones que permitidas dentro del conjunto armónico
de lo literario e histórico, significan un aporte efectivo y trascen-
dente no solo en el estudio del ideario del autor, sino, y con mucho
acierto, dentro del orden de ideas que por entonces representaban
algún interés acorde en el ámbito del pensamiento.
En diversas ocasiones, y siempre con vehemencia denun-
ciativa, Enrique Bernardo Núñez se manifestó preocupado por
el destino de la tierra, no considerándola como posesión esencial
para el asentamiento y beneficio del hombre, sino, más bien, como
símbolo de la permanencia y de la pertenencia que el hombre hace
del ambiente. La redención de la tierra, redención solo posibi-
litada por el trabajo, es tema consecuente en esta novela y en él
están implícitos los desenvolvimientos de personajes tan impor-
tantes como Leiziaga y como Stakelun, representativos de fuerzas
diferentes y antagónicas, pero identificadas en el interés final: la
posesión por posesión; tesis que naufraga porque la intención del
autor es ejemplificar a través de esa posesión de la tierra, y así lo
resuelve en la novela. Fray Dionisio, en conversación intencionada
con Leiziaga le recuerda la equivocación que comete al dejarse
deslumbrar por la riqueza fácil, advirtiéndole, en la parte final del
capítulo II, que «Todos buscan oro. [pero] Hay, sin embargo, una
cosa que todos olvidan: el secreto de la tierra», con lo cual se es-
tablece como intérprete de su creador, reflejando la importancia
capital de un regreso al pensamiento coherente de lo inmediato
168
y de lo seguramente productivo; oponiéndolo al constante aniqui-
lamiento que ejerce el hombre sobre la tierra, y al trabajo insistente
de los saqueadores, acusados en la relación que hace el escritor en
su Discurso de Incorporación a la Academia de la Historia, ya ci-
tado, cuando al relatar el caso de Antón de Jaén, también ya men-
cionado, concluye expresando que «Fue por lo común la suerte de
estos saqueadores de la tierra».
Enjuiciando diversos aspectos de economía social, Núñez es
una voz premonitiva, derivada de sus profundas reflexiones sobre la
realidad. La visión que se da en Cubagua de la región de Guayana
y de su potencial de riqueza, es ejemplo definitorio del pensamiento
que lo animaba. Leiziaga, derrotado en su afán de desmedida ambi-
ción por la riqueza fácil, es ubicado, al final de la novela, en la tierra
promisoria de Guayana9, que no solo le proveerá de sus infinitas po-
sibilidades sino que le permitirá desarrollar las que como hombre
de acción ha manifestado a su paso por la obra: «Desde Porlamar
o desde cualquier sitio La Tirana, La Osa y El Faraute, partirán
llevando al Orinoco la esperanza de la tierra nueva. Leiziaga será
portador y recipiendario»10.
En el mismo orden de cosas, las ideas que se expresan en
Cubagua constituyen fundamentadas apreciaciones del escritor
en diferentes direcciones, todas adaptadas al tratamiento anecdótico
que se hace, en ese momento, en el texto de la obra. De esa manera
es posible conocer opiniones autorizadas y reflexiones sobre las
relaciones América-Europa, reflejadas en la opinión —intencio-
nada por parte del autor— de Stakelun al hacerlo decir que «Eu-
ropa ha terminado» (9) y que nosotros estamos naciendo ahora;
o en las reflexiones que se hace Leiziaga cuando piensa que «Tarde
o temprano, el mundo viejo iría desapareciendo, borrándose en
América» (13), incluidas ambas a mitad del texto del capítulo I.
169
Igualmente podemos enterarnos de la idea que animaba al autor
con respecto al petróleo, interesante planteamiento porque aquí se
ve considerado en su relación histórica, enumerada en datos que
significan, sin embargo, la visión proyectiva que sobre el asunto
expresó el escritor. Estas ideas principales, de las muchas que fun-
cionan en la novela, se conjugan en una representativa de la ac-
titud visionaria de un novelista que entrelaza sus pensamientos
y sus interpretaciones con el devenir narrativo que le permite estas
conjeturas. América joven, petróleo como suceso histórico, au-
nados al interés y defensa del secreto de la tierra, confluyen en la
idea del progreso que Núñez practicaba como solución de acercarse
al mundo contemporáneo necesario para el país.
Al lado de esas preocupaciones proyectivas de asuntos de in-
terés vital para el desarrollo del país nacional, Enrique Bernardo
Núñez incluye, con justificada angustia, el problema de la raza,
en todas sus derivaciones. Para él la raza es la procedencia, lo au-
tóctono, lo propio, lo que originalmente sirvió de semilla para el
posterior mestizaje; pero también lo es la resultante de ese mismo
proceso que produjo al nuevo tipo de adaptación humana donde
realmente se basamenta nuestra identidad. Al lado del pasado, del
alma de la raza, que el autor resume en la primera descripción que
hace de Nila Cálice, en los mismos comienzos del libro, cuando
la llama «bella y altiva. Su cuerpo tenía la prístina oscuridad del
alba. Una emoción de fuerza, los rasgos puros de una raza tal
como debió ser antes de que el pasado les cayese en el alma» (8),
incluye la nostalgia de la propia alma perdida, como conclusión
pesimista de todo lo que pudo provenir desde las fuentes primige-
nias de un mundo humano amplio, sencillo, característico y pleno
de los mágicos poderes que la Naturaleza les confería. Leyendas
y certidumbres de Amalivaca; presencia concatenante de Vocchi
en explicación de proceso existencial de transferencia de cultura y
de renovación del espíritu; y nostalgia, también de todo el poder
maravilloso de Erocomay.
170
evocación. Erocomay personaje se convierte en un grito de vida
para los indios ante el recuerdo de que era bella y fuerte y reinaba
entre las mujeres. […] Erocomay se transforma en un símbolo de
vida, y en deseo nostálgico del autor11.
171
Cubagua *
Alexis Márquez Rodríguez
173
experimentos que en ese sentido iniciara Alejo Carpentier al co-
mienzo de los años cuarenta, con su cuento «Viaje a la semilla»
(1942). Sus antecedentes hay que buscarlos, pues, directamente en
los grandes narradores que en la década del veinte revolucionaron,
en Europa y en los Estados Unidos, el arte de novelar, de ma-
nera especial mediante un aprovechamiento original y novedoso
de la dimensión temporal; es decir, en Proust, Joyce, Faulkner, Virginia
Woolf, entre otros.
Esta manera de valerse del tiempo que trae como novedad
esta novela de Enrique Bernardo Núñez abarca, por lo demás,
como en aquellos grandes novelistas, y en los que han de aparecer
después, desde la dimensión técnica del tiempo, en tanto que recurso
narrativo, hasta su dimensión filosófica, en tanto que problema meta-
físico, que ha despertado el interés del hombre desde su más tem-
prana toma de conciencia acerca del misterio de lo que somos y de lo
que venimos a hacer en el mundo. Desde los primeros pasajes se
plantea, por ejemplo, el eterno asunto de la relatividad del tiempo,
puesta de manifiesto sobre todo por el desigual nivel de desa-
rrollo de las sociedades humanas, que determina, pongamos por
caso, que el tiempo transcurra a ritmos distintos, según las circuns-
tancias en que el hombre se encuentre. Leiziaga, uno de los perso-
najes protagónicos de Cubagua, confiesa en un momento dado, en
los comienzos casi de la novela: «Deseo huir de todo esto, porque
hoy los años son días y aquí los días son años» (13)3. Y un poco
más adelante, después de evocar la vida pasada de los indígenas
que habitaban en la isla de Cubagua, perturbada luego por la lle-
gada de «descubridores, piratas, vendedores de esclavos», agrega:
«Todo aquello ha pasado en un tiempo demasiado fugitivo, como
el que comienza ahora» (19). Y aún mucho después resume todo en
una reflexión inquietante, en que la simbolización del tiempo por
la espuma da idea de lo deleznable de aquel: «Tres días, quinientos
años, segundos acaso que se alejan y vuelven dando tumbos en un
sueño, en la luz de días inmemoriales. Espuma» (80). Incluso hay
174
un momento en que la inmersión del hombre y de la vida en el tiempo
se le revela a Leiziaga como inexorable, como una tiranía de la que
el hombre no puede librarse. En una conversación que sostiene
con otro personaje, fray Dionisio, hablan del antiguo esplendor
de Cubagua, cuando Nueva Cádiz, la ciudad allí fundada por los
conquistadores españoles, «se hallaba en su mayor riqueza», y en-
tonces Leiziaga exclama: «El pasado, siempre el pasado. Pero ¿es
que no se puede huir de él?» (31). Como dato particularmente sig-
nificativo podemos observar que Cubagua comienza con una ob-
servación donde el tiempo está presente de una manera dominante,
y concluye con otra del mismo orden. En efecto, en las primeras lí-
neas de la novela leemos: «En el centro de Margarita La Asunción
erige sus paredones de fábricas abandonadas hace mucho tiempo
y las tapias blancas de sus corrales ornamentados de plátanos» (7).
Y exactamente en su última frase se registra: «Todo estaba como
hace cuatrocientos años» (94).
Lo curioso es que, paralela a esta noción de lo vertiginoso,
fugaz y demoledor del tiempo, que a veces, sin embargo, marcha
a ritmos más lentos, se da también la impresión de que a lo largo
de los siglos no hubiese pasado nada, que las cosas no hubiesen cam-
biado, que todo siguiese igual. Contradicción muy frecuente, que
se presenta siempre como un desafío a los principios de la dia-
léctica, si bien pudiera ser que esté más bien imbuida en ellos
mismos. Leiziaga acaricia la idea de revivir el esplendor mercan-
tilista de Cubagua. Le manifiesta su entusiasmo a fray Dionisio,
y entre ellos se produce un breve y significativo diálogo:
175
Más tarde, cuando examinaba un mapa de Nueva Cádiz
que le había proporcionado fray Dionisio, y ante una observación
de este, el propio Leiziaga repara en que los nombres con que se
topa a cada paso son los mismos del pasado remoto. Y piensa en lo
curioso de esa repetición de nombres, que pudiera indicar que son
la misma gente, como en una fugaz referencia alusiva a la posi
bilidad de una reencarnación. Él mismo pudiera ser la repetición
de un antiguo buscador de riquezas de que le hablara el cura:
176
de que el hecho haya sido real —pese a que el mismo personaje
protagónico llega a manifestar su duda al respecto—, contribu-
yendo así a ese toque misterioso y esotérico de que ya hemos ha-
blado. Este episodio en algo nos recuerda el viaje subterráneo
que, muchos años después, aparecerá en la novela Adán Buenos
ayres, de Leopoldo Marechal, publicada en 1949. Es muy impro-
bable, sin embargo, que este haya conocido, cuando escribió la
suya, la novela de Enrique Bernardo Núñez. Este tema del «des-
censo», por lo demás, se inscribe dentro de una vieja tradición
dentro de literatura occidental, cuya representación más conspicua
es, sin duda, la Divina comedia, de Dante. Esta sí debió de ser
conocida por Núñez cuando escribió su novela.
Dentro de esta misma línea se sitúa también el manejo que
hace el novelista de una fabulosa tradición mítica, en especial de
estirpe indígena americana, en la que se entrecruzan referencias
a El Dorado y a las Amazonas; menciones indirectas de cultos
lunares; otras más concretas, de deidades y sacralizaciones del
mundo vegetal y animal; de ritos bárbaros y de prácticas de ani-
mismo muy anteriores a la llegada a nuestras tierras de los negros
africanos, con su riquísima mitología animista.
Desde luego, todo esto se enriquece, además, con los ele-
mentos mismos de la realidad ya no solo natural, sino también
histórica. La condición insular de Cubagua se presta, de por sí,
para las especulaciones esotéricas, pues es tradición de ámbito
universal la vinculación del mar con una mitología en especial
apta para la superstición y la credibilidad en lo esotérico. Pero a
ello se agrega el hecho concreto y tangible del destino trágico de
la ciudad allí fundada, Nueva Cádiz, hundida en el mar por efecto
de algún cataclismo. Su historia, por tanto, evoca la de otras ciu-
dades famosas por un análogo destino trágico, marcado por la des-
trucción violenta por efecto de los elementos, y casi siempre unida a
las ideas de maldición o castigo divino, como Sodoma y Gomorra,
Cartago y Pompeya… En tal sentido, también en Cubagua es po-
sible señalar la presencia de lo que años más tarde Alejo Carpentier
descubrirá y enunciará como lo real maravilloso.
Con todo, lo que más llama la atención en Cubagua es la
muy personal manera de su autor aprovechar el hecho histórico
177
como elemento literario. La vinculación entre el presente y el pa-
sado, por una parte, y por otra el cruce de lo indígena con lo europeo
en la raíz de nuestro mestizaje étnico y cultural, tienen en la no-
vela una importancia capital, al par que se presentan de un modo
también novedoso. En este sentido hay un personaje, Nila Cálice,
cuya fisonomía adquiere un gran valor simbólico. Ella se erige
como una especie de puente de doble canal, pues lo es al mismo
tiempo entre el presente y el pasado, en tanto que dimensiones tem-
porales, y entre el mundo indígena americano y la llamada cultura
occidental en la cual aquel fue insertado, si se quiere a la fuerza,
y a la que por ello mismo, querámoslo o no, pertenecemos inexo-
rablemente. Nila lleva el apellido de un blanco, que la crió y fue su
tutor. Pero ella era hija de Rimarima, un cacique tamanaco ase-
sinado, cuando todavía Nila era muy niña, por unos aventureros
de la selva, buscadores y comerciantes del caucho. Más tarde viajó
a Europa y los Estados Unidos donde incluso hizo estudios universi-
tarios. La historia de la muchacha fluye entre la realidad y la leyenda.
Tal vez de modo intencional, el narrador nos la presenta dentro de
una atmósfera de ambigüedad tal, que de momento el lector pierde
la noción de si se trata de un episodio del presente de la novela, o, por
el contrario, pertenece al pasado remoto de la Conquista.
En esa vida, además se entrecruzan lo mítico y lo tangible.
A poco de quedar huérfana, a los catorce años, Nila, que des-
pués de la muerte de su padre huye con cuatro indios que la pro-
tegen, se topa de pronto con uno de los asesinos, y la jovencita,
hábil en el manejo del arco, lo mata de un flechazo. «Enseguida,
ayudada de sus indios, ella misma le extrajo el corazón. Lo que-
maron y guardaron las cenizas en un saquito, talismán único que
preserva de la muerte, de la derrota y de las malas pasiones» (57).
Poco después de este episodio tan singular, el grupo se encuentra
con un misionero, «[…] que leía en su breviario alumbrándose con
un cocuyo» (id.). Era fray Dionisio, quien rescata a la muchacha
y la pone en manos de Pedro Cálice, que cuidará de ella y será su
tutor. Se trata, en fin, de una historia llena de signos peculiares, de
elementos disímiles que se entrecruzan, casi siempre con un valor
simbólico: la muerte del padre, víctima en su propia tierra del in-
vasor aventurero; la luz del cocuyo con que el fraile se ilumina
178
para leer su breviario; la extracción ritual del corazón del enemigo
muerto, y su reducción a cenizas para convertirlo en amuleto; el
viaje a Europa y los Estados Unidos, cumbres de la «civilización
occidental», y la sincrética relación de unos valores y realidades
que contrastan con los suyos… Todo, insistimos, colocado dentro
de una atmósfera de ambigüedad que nos lleva del presente al pa-
sado en un fascinante periplo entre lo real y lo fantasioso. Allí se
cuenta, por ejemplo —lo cuenta el propio fray Dionisio—, que si-
glos atrás, un indio había dado muerte a un misionero que llevaba
ese mismo nombre:
179
supuesto, en la tercera etapa evolutiva de la novela histórica, en que
lo histórico, después de estudiado y conocido de manera minuciosa,
es deformado intencionalmente por el novelista hasta límites ini-
maginables, que incluyen lo grotesco y lo totalmente fantasioso, todo
ello sin que los sucesos y los personajes pierdan su fisonomía en
un grado tal que no puedan ser reconocidos por el lector. Pero
en esta novela de Enrique Bernardo Núñez —tan lejos aún de
este último esquema, cuyo máximo exponente ha sido hasta hoy
Carlos Fuentes— hallamos un procedimiento que no corresponde
a ninguno de aquellos dos. Él, en efecto, altera esos modelos en
más de un sentido. En primer lugar, su novela no transcurre en el
pasado, sino en el presente del novelista. Sabemos que la acción nove-
lesca transcurre a mediados de la década del veinte, entre otras cosas
porque Leiziaga, preso en La Asunción por presunto contraban-
dista, graba en el muro del calabozo un nombre, Erocomay (es el
nombre indígena de Nila Cálice), y abajo el año: 1925. Hay, además,
otros datos que, si bien no precisan la fecha de los acontecimientos
en forma expresa, permiten deducirla.
Abundan, por otra parte, las referencias arqueológicas, que
imperceptiblemente van tendiendo un puente entre presente y pasado:
180
muy ligadas a la isla de Margarita no solo desde el punto de vista
histórico, sino también en relación con la mitología y el folclore,
hasta el punto de ser parte sustancial de su realidad vital. En este
pasaje, incluso, el narrador hace una inserción intertextual de una
antigua crónica sobre el famoso personaje (9-10). Esta misma téc-
nica de la intertextualidad fue utilizada en otros pasajes por En-
rique Bernardo Núñez, mucho antes, por supuesto, de que Julia
Kristeva, basada en ciertos señalamientos de Mijail Bajtin, for-
mulara sus teorías acerca de ella, después glosadas y ampliadas
por Severo Sarduy. Hay en Cubagua, en efecto, una cita textual,
pongamos por caso, del Viaje a la parte oriental de Tierra Firme en
la América Meridional, de Francisco Depons, y otras no textuales,
identificadas como del mismo autor. Por otra parte, a lo largo de
la novela va encontrando el lector alusiones y referencias directas
a la historia pretérita de Cubagua y de la Margarita, muchas de
las cuales recuerdan a más de uno de los cronistas de Indias. Una
atenta revisión de ellas permitiría detectar las fuentes concretas
de donde fueron tomadas. Son del tipo de las inserciones inter-
textuales que Sarduy llama reminiscencias. Pero hay que agregar
que el novelista incorpora estas referencias apelando a diversos re-
cursos, que contribuyen no poco a darle al texto la novedad de lo
moderno. Por ejemplo, casi todas las noticias sobre la historia de
Nueva Cádiz le son contadas a Leiziaga por fray Dionisio, quien
era un acucioso lector de las antiguas crónicas, e incluso escribía
sus propias anotaciones al margen de los libros que leía.
El empleo de tales recursos le permite al novelista esta-
blecer ciertas relaciones entre antiguos mitos universales y la mi-
tología americana. Todo el capítulo V, por ejemplo, está formado
por la inserción de un antiguo manuscrito presuntamente hallado
en la jefatura civil de La Asunción, perdido entre otros objetos
y bastante deteriorado. En él se narra la historia de Vocchi. Es
este otro de los pasajes en que con mayor maestría Núñez juega
con la ambigüedad. Vocchi es un curioso personaje semihumano
y semidivino, nacido en Lanka, la legendaria ciudad fundada por
el propio Visvakarman, quien según la mitología hindú reveló
a los hombres las ciencias de la arquitectura y la mecánica. Vocchi
fue además un espíritu aventurero que desde muy temprano viajó
181
mucho, atravesó la Mesopotamia, y llegó hasta Bactra y Samar-
canda, en Asia Central. Ansioso de conocer más, llegó muy lejos
en sus viajes, y en una ocasión fue apresado por los fenicios y re-
ducido a la esclavitud. Navegando por el mar, llevado como es-
clavo, una tormenta lo arrastró hasta un país desconocido, con
ciudades esplendorosas, grandes canales y máquinas asombrosas,
que incluso se remontaban por los aires. Allí es adorado como
un dios, y se le erigen templos y se le dedican rituales. Pero era un
mundo enloquecido por el comercio y la codicia. Había guerras.
De pronto aquel mundo corrompido recibe el castigo divino, en
la forma de una inundación universal. Todo es cubierto por las
aguas. Vocchi se salva en una isla. Cuando cesa el cataclismo
y las aguas comienzan su descenso, ve venir una extraña barca con
muchas velas, en la que iba otro hombre salvado del furor divino:
era Amalivaca, el taumaturgo de los indios que habitaban las ori-
llas del Orinoco. «En su inteligencia y en su poder reconocieron
que eran hermanos» (64). Navegando juntos, se adentraron por
una de las innumerables bocas de un gran río, donde encontraron
unos hombres que huían. Lo hicieron su pueblo. Desde entonces
estuvieron unidos mucho tiempo, y comenzaron de nuevo la vida
sobre la Tierra. Engendraron muchos hijos en las mujeres de aquel
pueblo. Hasta que Amalivaca decidió irse y encargó a Vocchi el
cuidado de aquella gente. Un día, Vocchi, nostálgico de su vida
primitiva, quiso retornar a su pueblo de origen. No encontró nada
de lo que buscaba. Supo entonces que, mientras tanto, «ciertos
navíos, buscando una ruta nueva para ir a las Indias, habían en-
contrado hacia Occidente unas tierras desconocidas» (65). Vocchi
decidió volver, pero ya era tarde. No solo porque los invasores ha-
bían logrado su propósito, sino también porque en su ausencia
había perdido sus poderes divinos:
Cuando Vocchi regresó, ya era tarde. Los vio por primera vez
a través de un bosque. Vestían horribles armaduras. Eran sucios,
groseros y malvados. En vano los dueños de la tierra quisieron
festejar el encuentro de los hermanos perdidos tanto tiempo. En
vano Vocchi, obligado a ocultarse, fue de asilo en asilo, entre
cavernas y arcabucos. Les perseguían, porque en virtud de su
182
naturaleza [los dioses] pierden todo poder al ser derribados de
sus altares, y los altares de Vocchi eran esas palmeras y samanes
en medio de bosques milenarios (66)4.
4 Este tema, del encuentro entre dos seres, uno americano y otro de remota
procedencia, que sobreviven a la gran inundación —el diluvio universal, en
la tradición hebreo-cristiana—, reaparecerá años después en un cuento de
Alejo Carpentier, «Los elegidos», en el que, en efecto, Amalivaca es vi-
sitado en sus reinos del Orinoco por Noé, el Hombre de Sin, Deucalión
y demás seres míticos que sobrevivieron a la destrucción universal de las
aguas salidas de madre, con el encargo de volver a poblar la tierra.
183
que, aunque inventados también por el novelista, corresponden
fielmente a un pasado histórico más o menos remoto.
A lo anterior es preciso agregar que la novela, en general,
está concebida en función de una conciencia histórica muy clara. Lo
cual no debe sorprender, si se recuerda que el autor, sin ser pro-
piamente un historiador, trabajó, no obstante, con especial interés
y perspicacia la temática histórica dentro de su labor de ensayista,
antes y después de Cubagua. Esta conciencia histórica, por lo demás,
permite al autor reivindicar con bastante fortuna el derecho del
novelista a la interpretación de hechos históricos, sin que para ello
deba apegarse servilmente a los criterios interpretativos de los his-
toriadores. Fray Dionisio, incluso, llega a disentir expresamente
de opiniones asentadas con criterio de autoridad por historiadores
y cronistas. En el pasaje antes citado, en que el sacerdote cita el
famoso libro de Depons, se registra lo siguiente:
184
Al final, será el propio Leiziaga quien demuestre haber asi-
milado el pensamiento de fray Dionisio, al referirse a Cubagua
con una diáfana conciencia histórica. Es en un pasaje en que Lei-
ziaga refuta una pedantesca opinión del doctor Tiberio Mendoza,
quien se erige en representante del criterio académico. Leiziaga le
cuenta la fascinante aventura que para él significó su viaje a Cu-
bagua. Su interlocutor le responde con sorna, y entonces Leiziaga
se lanza a fondo:
185
Cubagua:
En torno al mito y lo sagrado*
Douglas Bohórquez
187
escapa en Cubagua al mito y a su ámbito de lo sagrado: personajes,
sus funciones o acciones narrativas, el paisaje de la isla misma
a ratos transfigurado en ritos, danzas, celebraciones, en poesía,
encarnan significaciones míticas.
Vocchi, Erocomay, Arimuy, Amalivaca, Thenocas son al-
gunas nominaciones de esta presencia narrativa del mito y de lo
sagrado a partir de los que se describe poéticamente la fundación de
Cubagua, la llegada de los españoles y la guerra, el etnocidio2. Pero
también Leiziaga, Henry Stakelun o el Dr. Figueiras simbolizan en
forma enmascarada, en el reverso de sus actuaciones, esta figuración
reiterativa y circular del mito. De una sacralidad y una mitología
que se inscribe en cada trazo de la «escritura» de Cubagua.
Las cosechas, la guerra, el amor, las relaciones interperso-
najes, las fiestas y danzas, el día, la noche, la muerte, todo participa
en este texto de ese orden secreto, misterioso y ritual de lo sagrado.
188
de la Conquista a la asimilación religiosa y a la reducción bélica,
genocida y etnocida de las etnias indígenas3.
A la cosmovisión mítico-mágica indígena, sujeta a un orden
sagrado, Cubagua opone la concepción racionalista, dominadora
y pragmática del blanco que emerge a partir de la Conquista y de
cuyas relaciones de poder se deriva un orden de violencia y de des-
trucción, de saqueo institucionalizado. Pero el mito no está usado en
función de una denuncia directa sino que es explorado y utilizado
intertextualmente, por una ficción que busca nuevas posibilidades
dialógicas y formales a través de la interrelación de lenguajes y de
la puesta en escena de inéditos procedimientos técnicos como la
dislocación tempo-espacial y el juego y yuxtaposición de planos
narrativos y temporales.
Para Enrique Bernardo Núñez la «escritura» del mito es tam-
bién potens (en el sentido de Lezama: posibilidad infinita, poesía)
y diálogo de lenguajes, palabra ambigua en la que se duplica y relativiza
el universo. Cubagua explora este dialogismo y heterología, par-
tiendo precisamente de las posibilidades poéticas del mito, de sus
estructuras de significación afines a las de la poesía. Los personajes
viven y actúan ese desdoblamiento que les otorga el mito, una cierta
duplicidad de otra historia, arraigada en los tiempos de la fundación,
del origen, en la memoria colectiva, que corre paralela y/o yuxta-
puesta al discurso narrativo de la novela. Un trasfondo de otredad,
3 Cronistas e historiadores han señalado como, para los españoles que rea-
lizaron la Conquista, Cubagua significó la realización de ese sueño o mito
de un «paraíso» de riquezas, de un «dorado», de una «isla del tesoro». Así
Arístides Rojas, un escritor tan querido por Núñez (Cf. Enrique Bernardo
Núñez, «Arístides Rojas-Anticuario del Nuevo Mundo» en Escritores ve-
nezolanos, Mérida, Universidad de Los Andes, 1974, pp. 19-69) ha podido
indicar que «La primera isla que regala sus dones al Viejo Mundo es Cu-
bagua. Allí Ortal, Cedeño, Berrío, Benzoni, Raleigh y los exploradores
del Dorado…». (En A. Rojas, Humboldtianas, Caracas, Ministerio de
Educación-Ipasme, 1984, t. I, p. 82). Y Pardo ha escrito más tarde como
en Cubagua «Todo en verdad es estupendo, inverosímil, rayano en lo fa-
buloso... Se juega el dinero, se juegan las perlas, se juegan los esclavos.
En los esclavos mozos desahogan los cubagüenses sus apetitos…». Isaac J.
Pardo, «Imagen de Venezuela en el siglo XVI», en Esta Tierra de Gracia,
2.a ed., Caracas, Ministerio de Educación, 1965, pp. 70-71.
189
de miedos y angustias ancestrales, de vida fantasmal, parpadea en
la intrahistoria que los constituye, en la que se desenvuelven, desde la
que tanto se nos asemeja a los personajes también míticos de Rulfo4.
Cubagua nos comunica con ese «otro mundo» de miedos, de
terror sagrado, de muerte que corre por debajo de las crueldades,
posesiones, violencia, que instaura la Conquista y que genera la at-
mósfera, el clima de una suerte de escritura mítica del «otro». Ese
otro enigmático, misterioso, oscilante entre la vida y la muerte, en
una suerte de umbral de esta y que está detrás de cada personaje,
sostenido por un fondo de abyección, de ambigüedad y de sacra-
lidad5. La vida de Leiziaga como la de Cubagua, está marcada por
190
esta persecución de un pasado terrible, secreto, sombrío, habitado
de extrañas gravitaciones, de ecos y murmuraciones sagradas,
procedentes de «otro ámbito», de un otro lado u orilla del tiempo.
191
clima de lo ambiguo, de la sugerencia, de lo no-delimitado, propio
de esta «escritura mítica» de Cubagua. Leiziaga tiene su otra ver-
sión en Lampugnano6 así como Cedeño, Miguel Ocampo, Pedro
Cálice o el mismo fray Dionisio se emparentan y se contaminan
del tráfago, de la oscura genealogía de la Conquista.
De igual modo, tanto Nila Cálice como Leiziaga están atra-
vesados por esa extraña presencia del mito, imantados por una
tierra y por un tiempo sagrado, a cuya condenación no pueden es-
capar. A propósito de Leiziaga y su desdoblamiento en Lampu
gnano se nos dice, en una «escritura» que subraya la fantasmagoría
y la perversa singularidad del personaje.
192
Cubagua, la Isla, es así origen, confluencia y proyecto del «Paraíso»,
pero también su pérdida, su maldición. La «escritura mítica» de
Cubagua refleja esa imposibilidad y nostalgia de la perfección que
entraña el mito de la Isla como centro privilegiado, encantado,
como Paraíso.
Y es precisamente en virtud del mito, de una poetización
que penetra y recupera lo sagrado de un tiempo primordial como
Cubagua nos revela esta noción y sentido de otredad que es tam-
bién metáfora de un sueño y de una carencia de ser, y este sentido
de la otredad y de lo sagrado está también en el paisaje: «El color
es la magia de la isla» (3) nos dice Henry Stakelun, gerente de la
compañía que, a pesar de representar o significar la noción de «pro-
greso», los intereses económicos de compañías transnacionales,
percibe el encanto, la magia, la fascinación de una naturaleza que
pareciera perpetuar lo sagrado y atrapar en su ámbito.
El tiempo se marca, hace su proceso en un paisaje que deja
notar la tensión entre lo sagrado y lo profano, lo indígena y lo es-
pañol. El paisaje no solo es decorado, se integra y proyecta el espí-
ritu vital y mítico-sagrado indígena. Respira el aliento de los ritos,
danzas, ceremonias sagradas a la par que experimenta la presencia
envilecedora del español conquistador. La descripción poética pa-
rece subrayar la luminosidad, la pureza, el rasgo mágico o maravi-
lloso de la naturaleza. Tapias blancas de corrales ornamentados de
plátanos en La Asunción, sierras y labranzas, huertas, matapalos
de copas maravillosas, un cielo «siempre azul y brillante» (5).
Abandono y rutina del tiempo, de la vejez de las casas
y edificaciones coloniales contrastan con la belleza, verdor y es-
pontaneidad de las huertas, de la tierra de lo rural. En Cubagua
se escribe esta poesía, esta magia de la transparencia, de la pureza
del aire, un tanto contrastante con el proceso civilizatorio, degra-
dante, de estas cualidades naturales, iniciado por la Conquista.
A lo largo de la historia que cuenta Cubagua se manifiesta
esta oposición entre un pensamiento mítico que narra los orígenes,
193
regresivo, ahistórico y un pensamiento histórico, fundado en una
suerte de razón científica y tecnológica, derivado de la Conquista8
y que ve la Isla, Cubagua, en función de la explotación de sus
riquezas perlíferas mineras. Una conversación entre Leiziaga, el
coronel Rojas, el Dr. Figueiras, Stakelun, representantes del poder
y de la ciencia «occidentales» gira en torno a estas posibilidades de
progreso para la isla.
194
la leyenda, el sueño, la poesía, la crónica dicen en Cubagua lo que la
Historia ha silenciado9.
Para el mito en su proyección sagrada como misterio, como
otredad, Cubagua, la Isla es un universo en «revelación» con
lo cual se enfrenta al universo de la ratio, de la técnica, del progreso
omnipotente que se significa en personajes como Stakelun, Lei-
ziaga, Joseph Johnston, Camilo Zaldarriaga, y en instituciones,
y objetos del poder imperial como la compañía, las máquinas, los
buques modernos.
En Cubagua —insistimos— están en tensión, en conflicto,
estos diversos lenguajes, tiempos, ideologías, realidades, armán-
dose en una bella y extraña interrogación estética que indaga
desde el pasado nuestro futuro10. Suerte de cosmovisión, en Cu-
bagua lo sagrado es el eje en torno al cual giran o se yuxtaponen
los otros tiempos y lenguajes que la diégesis suscita. Tiempo de
la fundación de lo sagrado es el espacio de la cultura indígena,
195
de sus mitos y expresiones rituales, de sus ceremonias y celebra-
ciones dancísticas, religiosas. Es el tiempo y el espacio vitales de
Nila Cálice, Ratana11, Erocomay, Rimarima, Vocchi, Amalivaca,
es el hábitat de una flora, de una fauna marinas que a ratos ad-
quieren intensas tonalidades poéticas, oníricas, cuasi fantásticas.
La referencia a ese tiempo y espacio cosmogónicos, origi-
nales, es constante puesto que Cubagua tuvo su origen en lo sa-
grado, nombrada en ese auténtico sistema de interpretación de la
naturaleza y de la vida que es el mito. Es el tiempo de los piaches,
de una sabiduría anterior a la Historia, a la escritura12.
Un tiempo de lo sagrado cíclico, al que se ha superpuesto,
condenándolos, fracturando su armonía, otro tiempo de muertes,
de violencia y desesperados deseos de riquezas.
196
Descenso a los infiernos o mito del paraíso Cubagua es
siempre esta isla, este centro sagrado a partir del cual se elabora la
estructura mítica del «viaje». Leiziaga viaja a Cubagua por orden
del Ministerio de Fomento para «inspeccionar» la zona de perlas de
Cubagua (22). Acompañado de Teófilo Ortega, buzo, Leiziaga
parte a Cubagua, bajo un clima de ecos, leyendas, presagios, pensa-
mientos o insinuaciones interiores. Será «guiado» por fray Dionisio
de la Soledad, extraño personaje, en el que se alían lo sagrado y lo
profano, conocedor de secretos y misteriosos códigos de Cubagua.
197
oscura y profunda, marina y nocturna, onírica y diurna, luminosa,
que no había sido explotada en esta plural y compleja perspectiva
por la literatura venezolana.
El mito y su proyección poética13 en un espacio de lo sagrado
pasa por el proceso de una confrontación y diálogo de textos que
perfila en Cubagua nuestra especificidad y diferencia cultural. Son
estas voces, estos lenguajes secularmente rechazados porque ha-
blan el discurso de una violencia de poder, de unos fantasmas que
no hemos podido vencer, que nos doblegan desde la llegada del
famoso Almirante Colón, cuya extraviada visión aún perturba14.
Es el trasmundo de los mitos, de las leyendas, de los relatos
orales, de los sueños y quimeras de los viejos cronistas de Indias,
lo que le interesa a Núñez explorar y a través de la reescritura de
estos textos, reconstruir todo un imaginario, y una memoria mí-
tico-poética, social, del continente. Hay en Cubagua un proceso
de escritura, un sistema de transformaciones, de operaciones de
198
lenguajes que implica la reflexión, relectura, reelaboración escrita,
de toda una tradición cultural, histórica, literaria de viejos códices
y códigos de significación, de los que procede el tono o acento mágico
de su realismo.
15 Cubagua, p. 74.
16 La significación del mito —dice Barthes— «está construida por un tipo
de torniquete incesante que alterna el sentido del significante y su forma,
un lenguaje objeto y un metalenguaje, una conciencia puramente imagi-
nativa; esta alternancia es en cierta forma, recogida por el concepto que
se sirve de ella como un significante ambiguo, a la vez intelectivo e ima-
ginario, arbitrario y natural». Roland Barthes en R. Barthes y G. Sebag,
Del mito a la ciencia (Mythologies), Caracas, Faces-UCV, 1972, trad. Jean-
nete Abouhamad, p. 23. Por otra parte tal como lo ha indicado González
Echeverría a propósito del realismo mágico y de Carpentier: «Toda magia,
toda maravilla, supone una alteración del orden, una alteridad, supone al
otro, al mundo que nos mira desde la orilla opuesta», Roberto González
Echeverría, «Isla a su vuelo fugitiva», en Revista Iberoamericana XL (86),
Pittsburgh, enero-marzo, 1974, pp. 9-39.
199
Cubagua y la fundación de la
novela venezolana estéticamente
contemporánea*
Gustavo Luis Carrera
201
Antecedentes
202
Un punto de partida
203
común. A fin de cuentas, el procedimiento que consideramos más
productivo es comenzar en nuestros días y marchar hacia atrás en
el tiempo, para ver hasta dónde podemos llegar con el sentimiento
y la percepción de una unidad sistémica desde el punto de vista
estético, es decir como sensibilidad y como pensamiento. Y justa-
mente un recorrido que remonta el tiempo estético desde el mo-
mento actual, nos conduce a un punto de partida con respecto al
cual el presente constituye una unidad; y ese punto de partida en
lo tocante a la novela se sitúa en los años que van de 1929 a 1931.
Es el lapso en que se publica Doña Bárbara y se escriben y se pu-
blican Las lanzas coloradas, de Arturo Uslar Pietri y Cubagua, de
Enrique Bernardo Núñez.
Ahora bien, estos señalamientos generados en el proceso de
la novela estéticamente contemporánea necesitan ser destinados
en sus significaciones específicas. Y así lo haremos. Pero no sin
antes destacar que este impulso de contemporaneidad, de reno-
vación orientada por una decidida modernidad, ya había ofrecido
sus primeras luces y sus iniciales logros concretos en la poesía y
en el cuento. En lo tocante al nuevo, libre y sutil lenguaje poé-
tico, rico de símbolos y de esencias ideológicas, basta con nom-
brar a José Antonio Ramos Sucre. Y otro tanto corresponde, en
el cuento, a la exploración de las mejores posibilidades de la van-
guardia realizada por Arturo Uslar Pietri. Concretamente, la po-
derosa participación del revelador aporte poético de José Antonio
Ramos Sucre se consolida, después de libros anteriores, con la pu-
blicación de El cielo de esmalte y Las formas del fuego en 1929, y el
original modelo expresivo facturado para la narración por Arturo
Uslar Pietri, se hará patente con la aparición de su colección de
cuentos Barrabás, fechada en 1928.
Con respecto a las tres novelas mencionadas como línea de
iniciación de lo contemporáneo, precisaremos sus caracterizaciones
de esta manera: Doña Bárbara es la culminación del gran modelo
regional reformista, y como tal representa la expresión magistral
de un modo novelístico basado en características tradicionales,
pero todavía con señalado y activo futuro; Las lanzas coloradas sig-
nifica un verdadero impulso innovador, que puede identificarse,
con palpables elementos de composición cinematográfica, como
204
la estructura de los planos; Cubagua, de su parte, encarna el po-
deroso modelo contemporáneo de la ruptura del tiempo lineal
o cronológico, del recurso del paralelismo, de la simbología de la
reencarnación y del proceso cíclico de la eternidad, todo lo cual
podría definirse como la estructura mítica.
205
a partir del que parece ser el primer comentario publicado sobre esta
obra, donde su autor, José Nucete Sardi, en el diario El Universal, de
Caracas, del 5 de junio de 1933, destaca el valor poético del libro
y puntualiza que Enrique Bernardo Núñez «es de los escritores que
conoce bien el poder milagroso de las palabras», sobre una narra-
ción que interrelaciona el ayer y el hoy. Este enunciado esencial se
va a repetir reiteradamente, a veces con el beneficio de un desarrollo
analítico; pero sin variar de manera sustancial la tesis fundamental:
Cubagua es una novela destacada por sus valores expresivos por la
acertada conjugación de pasado y presente, concitados con hábil
mano de escritor venido de los dominios de la historia.
Ahora bien, si entramos directamente en la consideración
de lo que las páginas de esta novela encierran, podemos advertir
que si Cubagua abunda en muestras de aciertos expresivos y de au-
dacias metafóricas plenamente logradas, también es verdad que,
en última instancia, debemos reconocer que se trata de una no-
vela desigual en materia de estilo. Las descripciones son ricas, ex-
presivas por su color y su luminosidad. Y de su parte la evocación
histórica, así como de lo fantástico y de lo misterioso, dota al con-
junto de un aire de realidad no definida, de incierta significación
de los hechos y de los personajes, que resulta cautivador. Todo esto
es creación poderosa que nace del manejo de la palabra. Pero, no
podemos omitir el hecho de la presencia de verdaderas caídas ex-
presivas y del recurso a insípidos o detestables lugares comunes.
Al lado de imágenes gloriosas, novedosas y sugerentes («Las olas
llegaban en tumulto, lentas grabadoras de rocas, imprimiéndose
en las costas» (18); «Las palabras tenían en sus labios el brillo so-
noro de las armaduras» (50); «Sus mismos ojos eran dos largas son-
risas» (66); se aplanan lugares comunes tristemente tradicionales
(«El cielo tenía un resplandor de oro y al occidente caía una lluvia
de perlas y rosas» [21]; la boca del mar, «donde tiembla el beso
ardiente del trópico» [55]). Pero, más que un inventario de aciertos
y desaciertos expresivos, lo que nos interesa dejar sentada es la
perspectiva real de que, si bien Cubagua hace gala de grandes lo-
gros metafóricos, no puede vérsele como una obra de ejemplar
condición en dicho aspecto, menos aún cuando hay muestras de
acierto estilístico equiparables o superiores en su época.
206
Igualmente, si consideramos la significación específica de los
personajes, tanto como recreación histórica como representación
de una realidad presente, podemos indicar evidentes limitaciones
estéticas y estructurales. Cuando Ramón Leiziaga va apuntando
hacia la condición de personaje angular, su proyección se va des-
vaneciendo en los límites de la escasa acción novelesca. Inclusive
Leiziaga resulta insuficiente para introducir un planteamiento
sólido acerca de la situación social del momento, y apenas tiene
capacidad crítica y elocutiva para dar una visión superficial y pre-
juiciada de la vida de los pescadores sistemáticamente explotados,
donde no está ausente la absurda categoría conceptual del «alma
de la raza»2. Limitación semejante a la visible en Leiziaga, marca
a los dos personajes más atractivos de la novela: fray Dionisio
y Pedro Cálice. Son los contrapuntos de la realidad en la dimensión
del tiempo histórico. Son la otra cara de un claro oscuro que transita
el límite de lo temporal con una frontera familiar. Ellos, como otras
recreaciones históricas, permiten el fascinante juego del pasado-
presente y de lo real-irreal. Pero, no pasan de ser personajes esboza
dos. Fray Dionisio nos deja con la expectativa no satisfecha de sus
extraordinarias posibilidades, como protagonista de aventuras de ex-
plorador, como hombre permeable a las creencias indígenas, como
viviente comportamiento enigmático. Y, de su parte, Pedro Cálice,
quizás el más atractivo, ofrece apenas en trazos y pinceladas su
imagen de inquietante morador de Cubagua, de extraño leproso,
de figura cuya potencialidad es apuntada por el autor en esta señal:
«Toda la fisonomía de la isla estaba en aquel rostro» (28). De otra
parte, recreación histórica de personajes, hechos, ambientes y si-
tuaciones, era un campo transitado con gran tradición y con ma-
nifestaciones tan logradas, en tanto reedificación histórica, como
la novela de Enrique Bernardo Núñez.
Limitaciones del orden de las señaladas, al igual que otras
libertades e innovaciones perceptibles en Cubagua —la atmós-
fera de lo incierto, la libre coordinación de ideas y sugerencias, la
207
enunciación caótica— forman parte del ideario y de la práctica van-
guardistas. La estética de la vanguardia surgida en la poesía como
la fuerza de cambio más importante de la literatura hispanoame-
ricana de la época, como señala Pedro Henríquez Ureña3, comu-
nica prontamente su poder de cambio a la narrativa, con notables
resultados en la novela venezolana de la época; hecho nada
frecuente, por cierto, en otras latitudes. Pero, y es allí adonde
queremos llegar, estas características genéricas no pueden verse
como valores particularizados de Cubagua.
En este punto de las presentes reflexiones se impone la ne-
cesidad de reafirmar nuestra proposición crítica. Consideramos
que la originalidad auténtica, individualizada y trascendente de
Cubagua en la génesis de la novela venezolana estéticamente con-
temporánea, no está en los aspectos señalados, ni en otros seme-
jantes, que sin carecer de palpable importancia y sin dejar de ser
muestra de aciertos innovadores, no pueden tener esa condición
singularizada porque formaban parte de una estética colectiva
y teóricamente normada. Esa originalidad radica en la estratifi-
cación del orden temporal, en su proyección circular, en el parale-
lismo de la eternidad. Lo cual ofrece dos perspectivas centrales
para la libertad creativa de la novela contemporánea: la pluralidad
multívoca y la sinestesia conceptual. Todo ello como afirmación
integral de la concepción del tiempo como una estructura mítica.
De la integración tiempo-espacio-presente-pasado, tiene evi-
dente percepción Osvaldo Larrazábal Henríquez al afirmar que
Cubagua «puede regocijarse en los hechos del pasado o en seguir
las huellas de la historia incluyéndola en la concepción del pai-
saje» 4. Y de la superposición eficaz de planos no solo históricos
sino también legendarios y míticos, y de la naturaleza proteica
de la captación por parte del receptor que de ello se deriva, ad-
quiere conciencia Elvira Macht de Vera5 cuando asienta: «Uno de
208
los valores más destacados de Cubagua residiría en la posibilidad
de abrir el texto narrativo hacia diversas lecturas». En la suma de
estas aperturas estructurales e ideológicas, como sistema abierto
y revulsivo en el manejo del tiempo, con respecto a pautas lineales y
lógicas tradicionales, advertimos el verdadero y original carácter
contemporáneo de Cubagua.
Recapitulación
209
y del tiempo con respecto a su concepción tradicional de orden
armónico y lineal, respectivamente, para convertirlos en la «es-
tructura de los planos espaciales metonímicos» y en la «estructura
mítica de la intertemporalidad».
Justamente, en la eficaz y lograda composición de su estruc-
tura como reflejo mítico de la intertemporalidad radica un aspecto
concreto de la novela Cubagua, de Enrique Bernardo Núñez, que
hemos querido subrayar en esta oportunidad: su valor singular
como fecundo aporte a la fundación de la novela venezolana
estéticamente contemporánea.
210
Enrique Bernardo Núñez: El nombre
olvidado o las almas superpuestas*
José Balza
211
palabras, dar gritos, hablar vagamente de nuestros grandes hom-
bres. Cosas semejantes se pueden decir y se obtienen con ellas
seguridad y fama. Pero pensar en el verdadero sentido de la pa-
labra, nunca. Debemos, pues, resignarnos a llevar una vida sin
objeto. Triste sino3.
212
sus palabras circula una censura: en los discursos o en la prensa, lo
que hay es lugar común o vacío. Ya ha pasado el tiempo en que la
energía patriótica de la Independencia sustituyera al pensamiento;
también la ocasión de que nos sostuviera el amoroso cuidado filo-
lógico o gramático. Los nuevos hombres del siglo XX saben ha-
blar y discursear: lo que ignoran es el pensamiento. (¿No es este
acaso un problema vigente? ¿No se regodean hoy los columnistas
semanales en el narcicismo y la banalidad?).
Sin embargo, Núñez no está pidiendo la aparición de filósofos
profesionales. Simplemente ha intuido que el escritor es el filósofo
más abierto y por lo tanto más fiel a la vida. Ya lo había aceptado en
un excelente texto («La novela nacional») de 1921: «Precisamente
la fuente inagotable del arte consiste en esa constante variación
de la personalidad sobre unos sentimientos que son eternos en la
humanidad e idénticos bajo todos los cielos». Quiere que en ensayos,
poemas y novelas, además de la elaboración estética, aparezca otra
frontera existencial, inédita.
Pensar, como acto que da sentido a la existencia. Reflexionar
con tal nitidez que nos sea imposible confundir el hilo de lo analí-
tico con alardes verbales —o verborrea dominical. Reconocer que
las ideas van más allá de las palabras, aunque estas las encarnen
de manera primigenia; que las palabras no se nos deben confundir
con las ideas. Tales hábitos propiciarían la posibilidad de un espe-
rado pensamiento en el país. Y a la vez que sus emanaciones abs-
tractas (las ideas) corresponderían a un rango de la coherencia, en
ellas y con ellas el escritor también podría reconocer su dignidad.
Cuando no es así, entre nosotros, «el escritor concluye por desa-
parecer bajo el rigor de esos convencionalismos. Se ha convertido
en criado de personas ricas»5. O de la publicidad.
Dicho de otro modo: «En los últimos años, más de un es-
critor llamado a una gran labor y a un gran papel, prefirió conver-
tirse en simple empleado, a merced de favores, es decir, traicionó
su deber esencial»6.
213
II
214
Dicho artículo comienza por ironizar acerca de como ha
sido considerada «novela» nacional toda aquella que ofrezca el
aderezo de «plantas y aves más o menos tropicales». Esta discu-
sión continental incluye a quienes desean algo distinto, pero tan
«extraordinario» que sea diferente de cuanto parece novela.
Con suavidad, el autor aduce un problema de mayor «impor-
tancia»: la relación de esa novela con «la vida nuestra y lo que se ha
dado en llamar ambiente y carácter». Sorprendentemente parece
aceptar que la vida es semejante en cualquier lugar, «de manera
que los tipos de una novela netamente venezolana pueden parecer
en ocasiones desprendidos de otra cualquiera, inglesa, rusa o ale-
mana». De allí que para nuestras existencias, «monótonas en lo ex-
terior», se requiera en la novela la «sal del arte», belleza. «¿Es que
quiere significar el concepto de novela nacional vulgaridad y esto-
lidez únicamente? ¿O debe ella ser catálogo de cosas pueriles y de
chistes despojados de todo ingenio?», se pregunta.
Seguro de que los temas se multiplican y se repiten, de que la
anécdota amplía o hace irreconocible en grados infinitos un suceso
siempre mínimo y previsible; seguro asimismo de como la expresión
«sal del arte» guarda raíces en las que realmente reside el misterio
de su originalidad o de su recreación, Núñez vuelve a interrogarse:
215
española; como la rusa comienza a influir de una manera directa
en la novela moderna».
De allí que concluya esta exploración, a la vez sobre la novela
venezolana y acerca de sí mismo, con la frase que cité anteriormente:
«la fuente inagotable del arte consiste en esa constante variación de
la personalidad sobre unos sentimientos que son eternos en la hu-
manidad e idénticos bajo todos los cielos». Credo que destaca a la
percepción y a la creación como límites de la personalidad artística;
y a la incesante repetición anecdótica como desafío, que debe con-
vertirse en frontera siempre nueva de la experiencia bajo los mismos,
eternos cielos.
Este sentimiento, desde luego, se agudiza después de publicar
Cubagua. En su artículo de 1934, «Un pensamiento nacional», que
ya hemos recorrido, y en «Necesidad de crear», de 1939, reclama
atención contra el discurso vacuo, contra las palabras que parecen
ideas o imágenes opuestas a «la misma barbarie, la hermosa bar-
barie». Porque resulta más vital y fascinante lo primordial: «Preferible
en todo caso, si queréis, es la barbarie»8.
Por eso, en 1943, desea que la novela venezolana sea dis-
tinta, que ya no tenga solo como protagonistas a «los reformistas»,
que acoja las otras zonas, preteridas y enérgicas, de nuestra exis-
tencia profunda: «La novela en nuestro país necesita una renova-
ción. En otros términos necesitamos nuevos novelistas que nos
ofrezcan temas distintos de la vida venezolana»9.
Ese mismo año se preguntaba acerca de cuántos libros de
entonces se leerían dentro de cincuenta años. Es muy fácil respon-
derle: casi ninguno, y algunos exclusivamente porque los impone
la política o el Ministerio de Educación, que es decir lo mismo.
Pero de manera estrictamente literaria (o libre, vital), quizá
para sorpresa suya sigue leyéndose Cubagua.
216
III
217
que se sensibiliza hacia el pasado, hasta el punto de hacerlo revivir
o de rescatarlo, corren las secuencias cotidianas de chismes, deseos,
hurto, peleas domésticas y discusiones. Una línea mítica y hechi-
zante contrasta con la vulgaridad inmediata. El mismo hombre que
habla con el Dios, roba casi involuntariamente unas valiosas perlas.
Los diálogos son rápidos, espectrales; hallan fácil acogida
en un estilo que es casi ausencia de estilo: frases tensas, breves,
magníficas en su calculado poder de omisión. Y en esta manera de
narrar estriba el secreto vibrante de la prosa. Una leve inclinación
hacia la adjetivación exigente o a lo trágico, y muchos párrafos del
libro hubiesen parecido escritos por Ramos Sucre. No en vano,
Enrique Bernardo Núñez —agudo lector del poeta— escribe
estas líneas sobre Ramos Sucre, que bien pueden servir para de-
finirlo a sí mismo: «Era su prosa densa, estremecida por un soplo
de sabiduría y de misterio. Los pensamientos tienen la marmórea
movilidad de las olas. […] Emociones e imágenes remotas»11.
Para ilustrar este aspecto veamos el siguiente párrafo:
Era la hora en que los esclavos regresaban del mar, tropas de ar-
queros mutilados con la piel agrietada, escamosa, y las espaldas
cargadas de salitre. Las campanas de Nueva Cádiz, montadas
en parapetos, junto a las iglesias en fábrica, campanas que un
día cayeron silenciosas al mar, tocan el Avemaría. Los cardones se
alargan. Los alcatraces, en largas columnas, vuelan inmóviles a
ras del mar. Los hombres se santiguan, se miran unos a otros
sorprendidos de hallarse al otro extremo de la esfera. Más de
un suspiro vuela hasta los nichos de oro sumergidos en penum-
bras consteladas de cirios […]. Los ojos se van tras del horizonte.
Allá está España (42-43).
218
sequedad, sugerencia. Si esto contribuye a la atmósfera encantada
de la historia, también en ocasiones nos obliga a releer para vi-
talizar el curso anecdótico. (¿No es fallida, por ejemplo, la men-
ción a la estatua de Diana? Un párrafo más sobre ella, y hubiese
cobrado carácter).
Cardones, un telegrama, voces, la garza roja, una cabeza
momificada, las catacumbas y el anillo, los hombres cardones: con
ellos se construye la geología fantástica de Cubagua. Porque mien-
tras el cauce realista del libro muestra los actos y las dudas de sus
personajes, los cambios de tiempo, la aparición de fantasmas o
la reactivación de seres antiguos demuestran que «en la espuma
como en la niebla y el silencio hay imágenes fugitivas» (22); son los
que permiten esas «ideas que nacen del mar» (26), que despiertan
la juventud eterna o la repetición de «las divinidades siempre
jóvenes del mar» (62).
Cubagua es, entonces, un adelanto de aquello que Irlemar
Chiampi considerará como «realismo maravilloso»12; solo que en
lugar de entonar la consabida ruta de lo ingenuo, la novela se levanta
como un testimonio de «la esclavitud de los dioses condenados
a seguir siempre a los hombres» (61), lo que le permite ser, según
reconocía Guillermo Sucre en 1966, «una de nuestras más lo-
gradas tentativas por crear mitos propios» (prólogo a La ciudad
de los techos rojos). Son las divinidades quienes desatan el doble
tiempo y la doble personalidad, puesto que su acción se cumple
en el pensamiento: en las imágenes e ideas de un hombre que por
abrir su corazón a las fronteras de lo indecible sufre el vértigo de
las revelaciones.
Cubagua es una ficción del pensamiento. Y aunque con ella
Enrique Bernardo Núñez haya escrito su «novela precolombina»,
no se deja someter por política y folklorismos. Sabe que en su na-
rración se cumple el mito de Vocchi, expuesto en el capítulo V:
«Vestigios de esos relatos se convirtieron después en fábulas, pues
el mundo se hace y se deshace de nuevo» (62).
219
La novela que soñaba aquel joven autor de 1921 está reali-
zada. Con ella se establece en Venezuela que el deber de un per-
sonaje (de todo hombre) es pensar o por lo menos convertir la
espuma de los días en pensamiento. Lo que se deshace, nos hace:
nuestro nombre incluye aquello que hemos olvidado, pero que re-
surge al soñar, al pensar y amar, al leer: la nuestra y las otras son
almas superpuestas.
220
Cubagua:
El tiempo y la historia*
Margoth Carrillo Pimentel
Confesiones
San Agustín
Tiempo y modernidad
221
válido de interpretación de lo que sería la naturaleza, la dirección
y el orden de la temporalidad: «la sucesión». Para el pensamiento
aristotélico los conceptos de «ahora», «antes» y «después» serían la
expresión lineal, continua y uniforme de la noción del tiempo. Si-
guiendo esta interpretación, se diría que «el tiempo es una medida
del cambio: no existe sin este»2.
En líneas generales, el pensamiento occidental parece ha-
berse nutrido durante siglos de la explicación aristotélica del fenó-
meno. El tiempo como una relación, un orden o una propiedad; el
tiempo como continuidad ilimitada e isotrópica; pasado, presente
y futuro como expresiones acabadas del tiempo, son nociones que
han sido determinantes para la organización e interpretación de las
ciencias y el arte occidentales.
Los principios de heterogeneidad, pluralidad y ruptura que
caracterizan el pensamiento moderno, provocan un cambio, en lo
que a la conceptualización del tiempo se refiere. Como lo señala
Octavio Paz, para la modernidad: «El proceso (del tiempo) es un
“tejido de irregularidades” porque la variación y la excepción son
la regla»3. La uniformidad, la irreversibilidad y la continuidad del
tiempo son presuposiciones sobre lo temporal que sufrirán una
quiebra, para dar paso a otras maneras de pensarlo.
«¿Qué es, entonces, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo
sé; si quiero explicárselo a quien me lo pregunta, no lo sé»4. Con
esta actitud de incertidumbre frente al tema inicia San Agustín
sus reflexiones sobre el tiempo; reflexiones que, como veremos, se
distancian del determinismo temporal aristotélico. Para Agustín
no existe una división del «tiempo» en tiempos5; el presente sería
la expresión múltiple y a la vez desgarrada de «lo que ha sido,
222
es y será». Esta triple noción del presente, este «contraste mismo
entre dos tensiones»6, es lo que Agustín define como la «dis-
tentio animi», concepto de una profunda significación ontológica
—«distentio est vita mea»—, que pone en evidencia la angustia y
la imposibilidad del hombre de regresar al origen, de confundirse
con la divinidad creadora y que además separa definitivamente la
propuesta agustiniana de la interpretación aristotélica del tiempo.
Por su parte, Henri Bergson identifica al tiempo y al espacio
como elementos de una misma naturaleza7. La noción de duración
y, con ella, la del pasado son la expresión fundamental del tiempo.
Como «continuidad indivisible»8 la duración conserva y acumula
el pasado en el presente. Como lo señala Gilles Deleuze a propó-
sito de la teoría de Bergson, «el pasado y el presente no designan
dos momentos sucesivos, sino dos elementos que coexisten»9. Para
el bergsonismo, el hombre no es más que la condensación de su
historia, de su infancia y su nacimiento, de ese tiempo ancestral
extraviado en los intersticios de la memoria y el olvido10. La si-
multaneidad desplaza toda idea de sucesión; la circularidad une
los extremos de la línea que define lo continuo.
A partir de un razonamiento crítico de la teoría bergsoniana
del tiempo, Gastón Bachelard ofrece una interpretación de lo tem-
poral desde la perspectiva del «instante». Dice Bachelard: «el tiempo
es una realidad ceñida al instante y suspendida entre dos nadas»11.
Esto es, «el tiempo» no es la coexistencia dialéctica de los tiempos
en el presente (Agustín); tampoco la expresión condensada del pa-
sado en la simultaneidad de esos tiempos (Bergson); el tiempo es
223
una «serie de rupturas» en las cuales «el pasado está tan vacío como
el porvenir y el porvenir está tan muerto como el pasado»12.
La teoría de la relatividad de Einstein introduce nociones
que serán elementos de quiebra para el modelo mecanicista-deter-
minista que parte de las relaciones causa-efecto y antes-después.
Para el físico el tiempo no es un recorrido lineal y premeditado;
la noción tiempo-espacio no es continua y absoluta; esta es una
curvatura en la cual existen expresiones múltiples del tiempo13.
No existe una temporalidad única, sino la ilusión de una duración
que siempre será relativa. Con Einstein la ciencia ha descubierto
que las nociones «tiempo» y «espacio» no se corresponden con el
tiempo y espacio reales. El sentido absoluto de esta relación es
desplazado por la noción de curvatura y relatividad.
Las reflexiones sobre el tiempo parecen oscilar entre ex-
tremos que llaman a pensar el fenómeno desde dos perspectivas
distintas: la tradicional, del sentido común —que respondería a los
planteamientos deterministas del «antes» y el «después», de fuente
aristotélica—; o la perspectiva moderna, en la cual la simulta-
neidad, la heterogeneidad y la relatividad subvierten la legitimidad
de un orden que descansa en nociones tales como: determinismo,
ley y verdad. Citando a Jacques Monod, para los tiempos mo-
dernos: «La antigua alianza está rota; el hombre sabe al fin que
está solo en la inmensidad indiferente del Universo de donde ha
emergido por azar. Igual que su destino, su deber no está escrito en
ninguna parte. Puede escoger entre el reino y las tinieblas»14.
Para Paul Ricoeur: «El mundo desplegado por toda obra
narrativa es siempre un mundo temporal»15. Es decir, un texto na-
rrativo será necesariamente una experiencia ficticia del tiempo,
12 Gastón Bachelard, La intuición del instante, [en la 2.a ed., México, FCE,
p. 46].
13 «Para nosotros, físicos convencidos, la distinción entre pasado, presente
y futuro, es solo una ilusión, por persistente que sea». Einstein, citado por
Ilya Prigogine en ¿Tan solo una ilusión? [Sin otra referencia bibliográfica
(N. del C.)].
14 El azar y la necesidad. Ensayo sobre la filosofía natural de la biología
moderna, Caracas, Monte Ávila Editores, 1971, p. 211.
15 Ob. cit., p. 41.
224
la cual —agregamos— se organizará en atención a los criterios
que sobre la temporalidad se manejen en la obro16. En este sen-
tido, podríamos decir que la novela tradicional opera a partir
de una concepción del tiempo cronológico, lineal y homogéneo;
donde «presente», «pasado» y «futuro» son presuposiciones deter-
minantes y excluyentes. No así la novela moderna, la cual asiste al
proceso de desmoronamiento de las nociones de lo único e irrepe-
tible que sostienen al determinismo temporal y que, como mani-
festación artística de su momento reflexiona sobre el tema17.
225
Antes que un trastocamiento gratuito del tiempo, la novela
moderna investiga, experimenta, profundiza la temporalidad como
un acto de naturaleza ontológica y estética. La transfiguración de
los datos históricos y la superposición de relatos en forma estratifi-
cada, serían algunos de los procedimientos textuales utilizados por
la novela moderna en su relación con el tiempo y la historia.
La posibilidad de ser uno y otro; o uno, otro y otro, en un
antes y después que coexisten, provoca la presencia de anacronismos
que van «contra el tiempo» lineal, irreversible. La imposibilidad
de «ser al mismo tiempo» una y otra cosa, de asumir múltiples even-
tualidades que caracteriza al discurso histórico, adquiere en la no-
vela una capacidad multiplicadora que permite al discurso ficticio
la exploración de otras formas de ver y conocer al mundo.
En capítulos anteriores hemos insistido acerca de la organi-
zación estratificada de los discursos que confluyen en la novela Cu-
bagua. Así mismo hemos señalado a la indeterminación como uno
de los rasgos constitutivos de la obra. A propósito del manejo del
tiempo en el texto, podríamos decir que la simultaneidad temporal
y la confluencia de lo mítico y lo histórico se expresan mediante
estos procesos de indeterminación y de estratificación discursiva.
En Cubagua el pasado es una presencia que lo impregna
todo: personajes, acontecimientos, cosas. El presente y el futuro
son meras proyecciones de un tiempo anterior, desde el cual se
mira, se discierne. En el texto, la simultaneidad temporal ocurre
mediante la superposición de relatos de origen y tiempos distintos;
lo mítico, lo histórico y la actualidad se dan la mano, dibujan una
circularidad que es eternidad y es destino. Entre los personajes
se establecen vínculos, puntos de coincidencia o encuentros que
permiten que Ramón Leiziaga sea simultáneamente él y el conde
Luis Lampugnano; que Nila Cálice sea una hermosa y moderna
amazona, o una valiente y fugitiva princesa; o que Pedro Cálice,
Teófilo Ortega o Antonio Cedeño sean remeros, nativos de la isla
y a la vez extranjeros y feroces comerciantes de esclavos. En al-
gunos de los personajes estos vínculos permiten la metamorfosis
de uno en el otro —tal es el caso de Ramón Leiziaga, Cálice,
Ortega o Cedeño—; en Nila Cálice y, particularmente, en fray
Dionisio, la multiplicidad de personalidades ocurre de una manera
226
simultánea. Así observamos un procedimiento que imbrica los ele-
mentos constitutivos del texto: Tiempo, mito, historia, personajes,
espacios y discursos.
Ahora, ¿cuáles son en el texto esos vínculos, esos puentes
maravillosos que accionan la simultaneidad del tiempo? Veamos:
Entre Ramón Leiziaga y el conde Luis Lampugnano se es-
tablecen algunas conexiones importantes: ambos vienen a Cu-
bagua con el propósito de explorar la isla; cada uno de ellos posee
el recurso de la técnica en sus manos: Lampugnano, el rastreo
de perlas y Leiziaga, el conocimiento de la máquina y el vapor.
Mediante una experiencia de descenso, uno y otro personaje en-
cuentran en el pasado elementos que les permiten hacer una inter
pretación de su tiempo. La ambición es el motivo que los lleva
a actuar; el petróleo y las perlas, objeto de búsqueda y derrota:
«Vendía el mismo óleo que ahora ambicionaba» (52). Leiziaga y
Lampugnano, presente y pasado, son una misma persona, una
misma temporalidad. La presencia de rasgos o elementos comunes
a uno y otro actúa como una suerte de embrague que articula
distintos tiempos, espacios y personajes.
Al igual que ocurre con fray Dionisio, el personaje de Nila
Cálice es una mezcla ambigua de otras épocas y personas. A dife-
rencia de Ramón Leiziaga, la identidad heterogénea de Nila está
manifestándose constantemente, es decir, no existen en Nila ele-
mentos que distingan, aunque sea por momentos, una persona-
lidad de la otra, como sí ocurre con Leiziaga y Lampugnano; por
el contrario, la constitución múltiple del personaje es una realidad
siempre actualizada:
227
Referencia histórica en la novela
228
una referencialidad histórica verificable. Es el caso, por ejemplo,
de fray Dionisio. Según lo refiere Jules Humbert en Los orígenes
venezolanos, en 1521 durante el asalto de los caribes a la ciudad
de Nueva Toledo, asentamiento erigido por Gonzalo de Ocampo
en las cercanías del río Cumaná, los indígenas destruyeron la for
taleza levantada por fray Bartolomé de las Casas y dieron muerte
a un misionero de nombre «fray Dionisio»; en venganza por tal
hecho, el capitán Jácome Castellón llegó a las costas de Cumaná.
229
Asimismo, el conde Luis Lampugnano es un personaje his-
tórico que ciertamente visitó Cubagua, en la época pujante de la
isla. Benzoni en Historia del Mondo Nuovo, cuenta la historia de
un conde de nombre Luigi Lampugnano. Según el historiador,
este milanés pidió licencia para viajar a Cubagua con un invento,
que facilitaría la pesca de perlas, sin la intervención y el esfuerzo
del indígena; de acuerdo con la crónica, la licencia fue concedida
pero el instrumento tuvo menos suerte, al ser rechazado junto con
su creador por los comerciantes de Cubagua. Al respecto señala
Jules Gilbert, «Lampugnano vivió cinco años en Cubagua, pero
sin poder pescar en las aguas de la isla, y, por lo tanto, incapaz de
pagar los enormes gastos de su expedición. Murió, dicen, durante
un ataque de locura»23. Los datos del invento, así como la trágica
muerte del personaje son elementos con los cuales se juega en el
relato de Cubagua: «Sus menores actos iban a conocimiento del al-
calde, mientras que en la puerta principal del Ayuntamiento […]
se enseñaba cuidadosamente tapado el pérfido invento. Los vecinos
principales opinaban que fuese destruido» (48, cursivas nuestras).
Más adelante se relata la muerte del conde:
230
la región a partir del valor de este elemento y el conde pretendía
con él curas milagrosas; el sentido de aventura y de utopía los ase-
meja. En el caso del petróleo, Núñez, como acucioso historiador,
conoce sin duda sus más remotas referencias.
El Elíxir de Atabapo, bebida que en la novela parece trans-
portar a otras dimensiones a quien lo toma, podría tener su origen
en el Elíxir de Guayana, o lo que los ingleses llamaron el «Great
Cordial», compuesto al cual Núñez hace referencia en su ensayo
«Orinoco»24.
La novela Cubagua se nutre de una serie de referentes, cuyas
raíces están en lo que podríamos llamar la historiografía de la con-
quista del Oriente venezolano. El mundo narrado, espacio común
a la historia y la ficción, reinterpreta una realidad y se crea otro
mundo, cuyos principios de organización son distintos al ámbito
de la normalidad y del sentido común. La verdad, el conocimiento de
las cosas y el poder referencial del lenguaje son trastocados, redi-
mensionados, a favor de un discurso de lo imaginario.
Como formas narrativas, la historia y la ficción comparten
la naturaleza temporal de sus discursos25; cuestión que en la obra
objeto de nuestro estudio, acercaría los hechos y personajes de
la historia a las acciones y personajes de la novela. No obstante, la
condición de verdad, de autenticidad, a la cual queda atado en el
discurso histórico, se desvanece ante el juego de las múltiples po-
sibilidades que la imaginación despliega en este tipo de discurso26.
Por ejemplo, de fray Dionisio la historiografía puede decir que este
231
fue un misionero franciscano, a quien los caribes dieron muerte en
el salto de la fortaleza de Cumaná, en el año 1521. En Cubagua fray
Dionisio es un personaje que asume diversas virtualidades: a) es un
misionero de la época de la Conquista; b) es el guía de Ramón Lei-
ziaga, cuatrocientos años más tarde; c) es un personaje que parece
estar vivo; d) es un personaje que parece estar muerto: «Fray Dio-
nisio se vuelve borroso en la penumbra. Sus ojos se hunden mientras
habla lentamente. A veces diríase que ha muerto» (45).
Cubagua
232
lo impregna todo: el ambiente, el paisaje, los personajes, el pasado
como tiempo esclarecedor del presente o como premonición del
futuro, son nociones que pueden extraerse del texto, no obstante
el sentido de indeterminación que rige la composición de esta no-
vela: fray Dionisio «comenzó a hablar confusamente del pasado,
de las cosas exteriores y de sus relaciones con lo que ha sido y es
hace trescientos, hace miles de años» (43).
Mijaíl Bajtín señala la influencia que desde finales de la Edad
Media ha tenido lo que él llama el mundo vertical y su relación
con la noción del tiempo:
233
«El pasado, siempre el pasado. Pero, ¿es que no se puede
huir de él?» (43). Esta expresión en labios de Leiziaga pareciera un
reclamo al poder del pasado sobre la vida, las acciones, los per-
sonajes en la novela. Leiziaga, sujeto que de alguna manera es la
representación de la mentalidad moderna en el texto, trata de re-
velarse ante el destino, que parece marcarlo todo. Él es la expan-
sión de un pasado, la marca de un signo híbrido y contradictorio,
distinto al de una herencia indígena pura como la de Nila o la de
una hispanidad adecentada en una tradición criolla, como la que
representa el doctor Almozas. Si bien en el texto ocurre una in-
terpretación del tiempo en función del pasado —cuestión que su-
gerimos acerca de la novela al discurso bergsoniano—, ello no
implica que ese tiempo aparezca como una forma estática, petrifi-
cada; antes bien, el pasado es, como lo plantean los modernos, un
estado del tiempo activo creador, otra posibilidad de conocer e in-
terpretar el mundo accede a «esa fugaz conexión entre lo eterno y
lo actual», que según frase de Baudelaire explica la modernidad32.
Como lo hemos comentado, en esta novela se mencionan una
serie de acontecimientos y fechas que aluden a tiempos objetivos
y verificables:
234
pátina de los muros aquel nombre: Erocomay. Y abajo la fecha:
1925 (85).
235
Para una discusión de Cubagua *
Julio Miranda
237
y los convierte en literariamente verosímiles, en el mismo movi-
miento que desdibuja el presente y lo enrarece, lo difumina, des-
cubriéndonos tras la bruma la incólume solidez del pasado. Todo
es, efectivamente, «real maravilloso» en esas densas atmósferas
de la novela, mientras el protagonista cumple su periplo iniciá-
tico guiado por fray Dionisio, que con su relato cuasi hipnótico lo
orienta a través del tiempo para que coincida con su identidad, es
decir con su pasado pero también con su futuro, pues la recupera-
ción de la memoria —el individuo en la historia— no es aquí un
fin, una finalidad sino un nuevo comienzo, un punto de partida.
La Cubagua1 de Michael New —con guion del mismo, Ed-
nodio Quintero y el cubano Luis Rogelio Nogueras— es fiel al
espíritu y parcialmente a la letra de la novela, y está hecha —ate-
niéndonos al planteamiento de Truffaut— con «un grado igual de
ambición» que el original literario, al menos en el proyecto. Creo,
sin embargo, que la obra ha sufrido cierto «empequeñecimiento»
por los fallos de la realización.
La adaptación
238
en decenios: libros, films, desde luego hechos históricos, cambios
de mentalidad, evolución social, en fin, los diversos factores que
han producido otras tantas lecturas del texto en cuestión, siempre
cambiante. Esta paradoja de traicionar la riqueza de una obra
literaria, su potencial multiplicidad, su efectiva evolución en el in-
tercambio con las generaciones de lectores que, a lo Pierre Menard,
la han ido reescribiendo, respetando el cineasta precisa y exclu-
sivamente «la letra», reproduciendo el anecdotario, repitiendo los
diálogos, recreando con empeño vestuarios, decorados y utilería,
puede no ofrecer más que pálidos zombis, figuras de cera, dague-
rrotipos retocados de relativo interés. Son films, curiosamente,
«más viejos» que el original.
Cubagua, entonces —y sin que lo propongamos como fór-
mula—, parte conceptualmente con buen pie, agregándole un giro
a la espiral barroca de la novela. Por un lado, es un mayor respeto a la
intención del texto, ya que el presente de Enrique Bernardo Núñez
eran los años veinte: dejándolo en ese punto, el film lo hubiera
a su vez convertido en pasado, alejándolo, cosificándolo histórica-
mente. Por otro, prolonga la problemática del usufructo extranjero
de nuestras riquezas naturales: las perlas del XVI, los minerales y el
contrabando —así como el petróleo— mencionados de los veinte,
pasan a ser esas reservas estratégicas que se adivinan como verda-
dero objetivo de las empresas multinacionales que quieren explorar
—explotar— el territorio amazónico. Finalmente, la presencia de
un tercer plano temporal incrementa la complejidad estructural del
relato, da mayor perspectiva al ciclo de las repeticiones y equiva-
lencias, esos ecos que, a nivel individual, se traducen en las nuevas
y también actualizadas versiones de Lampugnano-Leiziaga (ahora
ingeniero al servicio de la multinacional), Nila (hecha periodista
que denuncia la penetración extranjera), fray Dionisio (más borro-
samente percibido ¿cómo antropólogo o como cura amistoso, sin
sotana ni prédica, viviendo entre los indios?), los explotadores (de
españoles de la Conquista, luego funcionarios corruptos o mineros
como Mr. Stakelun en los veinte, los encontramos en los ochenta
al frente de la multinacional).
El giro agregado de los ochenta parece tener como modelo
narrativo a Los pasos perdidos [1953] de Carpentier. Es otro acierto
239
porque si hay una novela que prolonga la de E.B.N., que se sitúa
respecto a ella en una sugestiva relación de intertextualidad, es
esa: el destino de Leiziaga, en la misma o en otra «reencarnación»
—tal la del musicólogo carpenteriano— era internarse en la selva
en pos de las raíces. Una vez más, «traición» a la letra es «fidelidad»
al espíritu del original, imaginativamente reencontrado en una cris-
talización literaria que significó un paso más adelante o arriba de
la misma espiral.
No sé, en realidad, si los guionistas pensaron en Los pasos
perdidos: lo infiero del mismo film. El periplo del protagonista
parte del presente y su «civilización» (toma una avioneta en La
Carlota) y remonta el tiempo siguiendo —siempre en el plano de
los ochenta— el curso de los ríos, mientras la narración inserta su
memoria personal en el cuerpo de la novela de E. B. N. —años
veinte y siglo XVI— para llegar, en la instancia del presente, a la
aldea indígena, a la danza ritual (que se conecta con el descenso al
«laberinto» o subterráneo del viejo convento, en los veinte, y con
el sermón antiesclavista de fray Dionisio, en el XVI) y al gesto
soberbio del joven indio que arroja a los pies del ingeniero «con-
temporáneo» una vieja coraza de los conquistadores: «le pertenece
a usted, se la devuelvo»2. Incrustados así los tiempos unos en otros,
hallada su identidad personal-colectiva, el protagonista vuelve
a Caracas y a los obvios signos de actualidad (aeropuerto, oficinas,
metro, bulevar de Sabana Grande) para actuar, gracias a lo aprendido
o, mejor, comprendido.
Un tercer acierto —por lo demás prácticamente obligatorio—
es la utilización de los mismos actores para encanar los personajes
en los tres tiempos. Con ello se subraya su carácter de emblemas,
disminuyendo y casi descartando la interpretación de tipo sicológico,
acentuando la histórica y colectiva en cuanto que los vemos reitera-
damente ejecutando sus funciones: el buscador, el guía, la mujer-
iniciadora, los enemigos. Nos acercamos así, potencialmente, a lo
arquetípico. De manera accesoria, esta repetición de actores puede
ayudar a orientarse a un público como el nuestro, profundamente
240
televiciado, que en general se niega a acompañar las dificultades de
lectura de cualquier film con cierta complejidad narrativa.
Sus sombras
241
de lo que le ocurre concretamente a Leiziaga como equivalente de
Lampugnano: el robo al contrabandista, la prisión subsiguiente
y la oferta de soborno, ecos de los similares hechos del XVI. Sin
embargo, el film los traslada a la instancia de los ochenta, con un
sentido ahora «positivo» y repartiéndolos entre el ingeniero y la pe-
riodista: el uno roba los planos y documentos de la multinacional,
la otra recibe un cheque para comprar su silencio (e, incongruen-
temente, lo rompe ante nuestros ojos, con lo que desmiente su pre-
sunta sagacidad reporteril pues tenía en sus manos una prueba…),
ambos están amenazados por la empresa. Seguramente, repetir
robo/prisión/soborno en los veinte hubiera dado un carácter de-
masiado mecánico a las reiteraciones trastemporales, y lo que se
nos quita en una instancia lo recuperamos en otra, «puesto sobre
sus pies» como actuación consciente, cargada de significado polí-
tico. Queda, de todos modos, el empobrecimiento dramático del
plano intermedio.
La mayor carencia de la instancia de actualidad, además de
la sobreabundancia de flashes reiterando de modo bastante inerte el
viaje por el río, lo que la pone con frecuencia exclusivamente al ser-
vicio del «rebote» hacia atrás en el tiempo, es al cabo la vaguedad
de la denuncia. ¿Se ha querido brindar un modelo válido a escala
continental y por ello resulta tan borroso el proyecto de la multina-
cional, tan invisibles sus lazos con un eventual gobierno al que no
se hace referencia alguna, tan ausentes las demás fuerzas sociales?
Sin embargo, la Amazonia es grande, implica a varios países, tiene
problemas comunes que hubieran permitido dar mucha mayor con-
creción al asunto. La presencia de los indios, tan importante en el
film, facilitaba —por ejemplo— referirse a los manejos de un ente
como el Instituto Lingüístico de Verano y su «brazo armado», las
New Tribes o Nuevas Tribus, que han actuado o actúan aun no solo
en Venezuela sino en Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia, Brasil…
Por otra parte, el film está de entrada localizado: Nueva Cádiz en
el XVI, Margarita en los veinte, son nombres explicitados verbal-
mente. ¿Por qué, entonces, situar los ochenta casi en un no-lugar,
sin enriquecerlos con aportes contextuales pertinentes?
La vaguedad de la denuncia va de la mano con la insustancia-
lidad de esa multinacional que se deja robar planos y documentos
242
como caramelos a un niño. Cierto que el Dr. Carballo explica
a su fogoso insubordinado —y, temo, sobre todo al público— que
«ahora no pueden hacer nada», será «más tarde» cuando se ven-
guen del ingeniero y la periodista, y finalmente que la revelación
de sus planes «no pasará de ser un pequeño escándalo, controlable
y que pronto se olvidará. Este pueblo no tiene memoria». No debe
tenerla, desde luego, cuando sus cineastas pintan tan inermes a los
representantes del imperialismo.
Que tampoco son supermanes, por suerte, y sufren derrotas.
Además, el esquema conceptual del film —pero de ninguna ma-
nera sus necesidades narrativas— hace que «los malos» del XVI
y los veinte tengan al menos este percance en los ochenta, mien-
tras las dudas y torpezas de Lampugnano-Leiziaga se equilibran
con el gesto del ingeniero en la actualidad. Pero es un hecho que la
facilidad de su acción, más la insuficiente explicación del Dr. Car-
ballo —en rigor, nada explica— restan verosimilitud a la trama.
Y, sin ser —del todo— pesimista, creo que nunca deben olvi-
darse las palabras de Pasolini: «La burguesía dirigente siempre
es —continuamente, implacable y sistemáticamente— peor de lo
que un hombre ingenuo como yo —y como probablemente lo será
usted— puede llegar a imaginar». Se trata, entonces, no de idea-
lizar su poder de modo paralizante, pero sí de comprenderlo de
manera menos superficial y esquemática.
Es probable, en suma, que tanto la instancia de los veinte
como la de los ochenta hayan sido vampirizadas por la del XVI.
Quizás el mero esfuerzo de su reconstrucción, tan sobria como
eficaz, con un anecdotario justo y bien resuelto cinematográfica-
mente (recordar, por ejemplo, el ataque de los indios) ha llevado
a concederle una mayor elaboración dramática.
En lo que respecta a la emblematización obtenida con la in-
terpretación de los sucesivos roles o funciones por los mismos ac-
tores, hay un primer problema que surge del guion: acaso se les ha
despojado demasiado de su «carne» anecdótica, de esos pequeños
hechos —tampoco eran tantos— que en la novela permiten una
doble lectura: son individuos, con su carga intelectual y pasional,
con cierto esbozo biográfico al menos presumible, y son además
emblemas, casi arquetipos en algunos casos, lo que se sostiene
243
sólidamente sobre el soporte personal verosímil. Un protagonista
como Mr. Stakelun, por ejemplo, tan rico en el original, ha que-
dado vaciado, reducido a su cáscara; y es, en general, el proceso que
sufren los demás personajes. No estoy pidiendo un tratamiento si-
cologista o intimista y ya he elogiado la emblematización. Pero
pienso que era posible alcanzarla sin haber «tipificado» tanto a los
protagonistas. Véase, en tal sentido, su caracterización en el XVI,
donde se les ha otorgado —o permitido— cierta densidad exis-
tencial, donde sentimos efectivamente bullir las pasiones y el odio
entre conquistadores rivales en la explotación.
Pero están los actores, los tres principales, y es el segundo
problema de esta «sombra». Además de que su aspecto encaje difí-
cilmente en un Lampugnano que es un conde milanés y un Leiziaga
a quien debemos suponer, por su apellido, de origen vasco, la inex-
presividad de Herbert Gabaldón es un lastre fatal.
¿Explica esto su mutismo? Y no hay zoomin hacia su rostro
ausente, no hay primer plano de su cara desierta que logre sugerir
«profundidad» ni «pensamiento» alguno, por más que se acuda al
habitual entrelazamiento de voces en off y eventuales músicas «in-
quietantes». El «efecto Kuleschov» tiene, al parecer, sus límites.
¿Qué decir de Sonia López? Sin discusión, muy bella. Su
actuación es discreta, más eficaz en los silencios y las miradas, en
su «estar ahí», que en la determinada encarnación de una perio-
dista beligerante, «sola ante el peligro» como la encontramos en
los ochenta. Responde al presunto tipo de Nila. Pero no alcanza
—y esto tiene que ver más con la dirección de actores que con
sus personales dotes de intérprete— la magia, la fascinación ejer-
cida por el personaje de Nila en las páginas de la novela. Que no
se nos diga que es más fácil imaginar una mujer maravillosa que
darle cuerpo en el cine: bastantes nos han hechizado. Y ¿qué lector
—hablo fatalmente en masculino— no ha soñado con la Nila de
papel? Mientras a la de celuloide —¿o es más bien a la actriz?—
solo cabe, desde luego, desearla.
En cuanto a fray Dionisio, es un hecho que Mota se prestaba
para interpretarlo. Resulta, sin embargo, desdibujado. De alguna
manera, actúa fundamentalmente con la voz y con un reducido
repertorio de gestos.
244
Entonces, si falla por completo el soporte de identificación
que tendría que habernos dado Lampugnano-Leiziaga-ingeniero
para hacernos compartir emocionadamente su trayectoria; si Nila
no nos enamora obsesivamente; si fray Dionisio no nos impone
su enigmática cualidad de maestro iniciático, ¿qué queda? Pues,
algo paradójicamente, el resto del elenco. En destacadísimo lugar,
el cubano Reinaldo Miravalles como don Diego-Stakelun-Car-
ballo; después, Héctor Mayerston, alcalde de Nueva Cádiz, fun-
cionario sin escrúpulos, adjunto de Carballo en la multinacional;
y los demás, de apariciones más extensas (por ejemplo, el indio
que es cacique en el ataque del XVI y arroja luego la coraza a los
pies del ingeniero, en los ochenta) o fugaces, hasta confundirse
en la masa de extras bien manejados. Pero, ¿hasta qué punto no
los apreciamos, adicionalmente, en la medida en que nos hemos
desentendido de la discutible actuación del trío principal?
Otros aspectos
245
Nila desnuda en la playa ofreciendo una concha, Nila escribiendo
a máquina en su casa. Nila.
La fotografía, en efecto, es de una gran belleza, recreando
tanto las escenas de interiores como los exteriores —la presencia
del mar, de manera destacada—, con un eficaz registro de acciones
en secuencias difíciles como la del ataque nocturno de los indios (si
olvidamos los obvios reflectores que iluminan desmesuradamente
la playa). El sonido y la música son de una discreta corrección,
aunque a la última se le pida demasiado «misterio» cuando coin-
cide con el rostro de Herbert Gabaldón. El doblaje, sin embargo,
resulta imperdonable: voces que no se ajustan al movimiento de
los labios, frases sin corregir («pudiera ser una gran negocio», dice
muy audiblemente Héctor Mayerston al ofrecerle a Lampugnano
asociarse en la explotación de los indios). El vestuario es tan sen-
cillo como convincente y los decorados cumplen su papel, notable-
mente en la ambientación del XVI: en estos dos últimos aspectos,
hay que tener en cuenta que Cubagua no es en modo alguno una
superproducción sino, más bien, su sugerente «espejismo».
Una buena película comercial como Highlanders o Los inmor-
tales, de Russell Mulcahy —para acudir a un título relativamente
reciente, que puede estar fresco en la memoria de todos—, muestra
la brillantez que puede conseguirse en los cambios de una a otra
época, haciendo que el hecho de la transición temporal juegue
un papel dramático. El montaje de Cubagua ha desperdiciado
casi por completo tales posibilidades, limitándose a ser estricta-
mente funcional, con algunos cortes bruscos incluso (el caso más
patente es la escena del banquete en Nueva Cádiz, en la que se
interrumpe abruptamente la música para saltar del XVI a los
ochenta). Claro que hay excepciones, y sus logros nos hacen la-
mentar más aún el resto. Se encuentran hacia el final del film: el
sermón pronunciado por fray Dionisio en el XVI, que resuena
en la aldea indígena de los ochenta; y, sobre todo, la agilización
que impone el montaje justo antes de que el ingeniero vuelva a la
ciudad: en flashes, danza ritual en la aldea contemporánea / vi-
sión de la captura de Nila por los españoles en el XVI / vuelta
a la danza / rostro de fray Dionisio ¿en los veinte? / Nila en la ho-
guera / la danza —y la imagen del ingeniero en picado, empeque-
246
ñeciéndose— / la danza de nuevo / rostro de Nila en la hoguera /
ella durmiendo en su casa en el presente. Dicha serie consigue un
ritmo agónico que nos conduce inexorablemente a una culmina-
ción dramática: la coraza arrojada a los pies del ingeniero, última
revelación decisiva.
Del montaje me interesan también esos escasos planos cuya
localización temporal es inicialmente confusa o, mejor, poliva-
lente. Quizás no se utilizó con mayor decisión este recurso, que
subraya la trastemporalidad de los personajes, para no «despistar»
al público. Suelen coincidir con la imagen de Nila —frente al mar
o desnuda en la playa— y en ambos casos pertenecen a los años
veinte (lo indican el vestido, la perspectiva de Cubagua, la coinci-
dencia con Leiziaga) pero «flotan» sugestivamente por encima de
las épocas.
Para terminar
247
Espero con fervor que el espectador olvide ese borrón: que
Nila —en la luz— lo ciegue.
248
Ficción y temporalidad en Cubagua
de Enrique Bernardo Núñez*
Roberto Ferro
249
Y, finalmente, el otro anticipo: he concebido mi ponencia
como un mosaico inestable, como una encrucijada entre la mano
que escribe y el ojo que lee entramados en una figuración abierta,
un dibujo sin bordes que toma sus trazos iniciales de dos citas de
Jorge Luis Borges, es decir, los epígrafes son parte del diseño.
Robert Luis Stevenson observa que los personajes de un
libro son sartas de palabras; a eso, por blasfematorio que nos pa-
rezca, se reducen Aquiles y Peer Gynt, Robinson Crusoe y Don
Quijote. A eso también los poderosos que rigieron la tierra: una
serie de palabras es Alejandro y otra es Atila.
En el tiempo real, en la historia, cada vez que un hombre se
enfrenta con diversas alternativas opta por una y elimina y pierde
las otras: no en el ambiguo tiempo del arte, que se parece al de la
esperanza y al del olvido.
250
El límite es un no-lugar entre, al menos, dos lugares, es la
línea que llama la atención acerca de la diferencia entre territo-
rios materiales y territorios simbólicos; en el principio de Cubagua
se pone en escena la dimensión de una tensión; por una parte, la
temporalidad de las producciones humanas y, por otra, la pura du-
ración del tiempo abismal incesante de la abrumadora presencia
del paisaje natural.
Si el texto es la instancia en la que acontece el nombrar, la
genealogía de ese nombrar puede ser pensada como la genealogía
de las construcciones textuales de la identidad. La narración de
ese recorrido se da a leer en Cubagua como un viaje hacia los an-
cestros del nombrar presente. La escritura se despliega como una
cartografía de la memoria.
Toda cartografía es un intenso de dominar lo indefinido su-
perponiéndole una trama de lectura. Con ese objetivo se cons-
truye una figura, un simulacro de doble, en cierto modo. Cada
carta geográfica posee su propia lógica; como instrumento de re-
ferencia y significado, es un modo de configurar el mundo, sin
embargo, los procedimientos desplegados remiten menos a la
realidad que a la representación que cada pueblo se hace de ella
a partir de sus tradiciones culturales.
Poseemos el espacio y somos atravesados por el tiempo. El
espacio en el que vivimos día tras día es reversible, el tiempo, en
cambio, fluye interminablemente. Vivencias disímiles y desgarra-
doras en su diferencia, tanto como lo es todo intento de plegar una
dimensión sobre la otra. Hic et nunc es la fórmula que atestigua en
las lenguas el grado cero de la representación.
El ojo ve la extensión, mi mirada percibe redes de objetos
y seres; descentrado en relación con ellos, distingo una distancia
que al alejarlos de mí, los constituye como tales y me permite
comprenderlos. Este proceso puede desplazarse, analógicamente,
a las colectividades humanas. Es el espacio sobre el que se pro-
yecta la organización del grupo, ese es el lugar a partir del que se
constituyen los itinerarios discursivos en los cuales los pueblos ha-
blan de sí mismos y para sí mismos. Sobre el espacio se elaboran
las fantasías, los imaginarios que contribuyen a otorgarles cohe-
sión y persistencia, en ese diálogo se va tejiendo la identidad, que
se elabora en el trabajo incesante de la repetición y del retorno.
251
El espacio, la territorialidad, la extensión es el núcleo gene-
rador de los mitos. Percibido a través de la luz, ese desvelamiento
se asocia al cosmos, al caos, al movimiento, al origen. Toda aproxi-
mación al espacio supone consistencia y vacío, huella e intersticio,
memoria y olvido, en esas vacilaciones se articula la búsqueda de
la identidad. Cubagua exhibe desaforadamente hasta el límite que la
narración es temporalizar el espacio y espacializar el tiempo.
II
252
y en la clausura que impone la finitud del acto de narrar, se abre
la instancia de repetición infinita. Dispositivo que en Cubagua es
tematizado de tal modo, que permite afirmar que constituye un
megatexto que se asoma en las inserciones discursivas que es-
canden su escritura. Inserciones que penetran un texto desde otro
texto, la invasión disemina el sentido en desvíos e interferencias
que proliferan en las transformaciones mutuas que producen.
Ese no-lugar, esa nada inicial anuncia perpetuamente el re-
torno insistente de un pasado del devenir que le es radicalmente
ajeno. Ese eterno retorno trastorna el mito en postulado de la cro-
nología narrada, que de modo indecible ha desaparecido del re-
lato para ser un supuesto inevitable. Esta relación necesaria con el
otro, con ese no-lugar mítico, permanece inscrita en la represen-
tación del devenir temporal junto con todas las transformaciones
textuales de la genealogía. Para que la narración se haga presente
es preciso que ese cero no-representado pero insoslayable y cons-
titutivo autorice el sentido. Ese dispositivo, que como un advene-
dizo, siempre es exiliado del saber que determina y posibilita su
organización; aquello que no se dice es lo que permite que la es-
critura narrativa repita indefinidamente su comienzo, siempre im-
posible de datar porque es móvil, protocolo del despliegue sin que
se lo pueda pensar siquiera como pliegue.
Esa ausencia que es la que da comienzo a toda narración,
instaura y revela que la construcción temporal se basa en su con-
trario, no re-significa el paso del tiempo al volverlo presente, sino
que oblitera el no-lugar para construir el sentido.
El discurso narrativo, que como un marco transporta la re-
presentación del devenir temporal, necesita escindirse del tiempo
que pasa y olvidar su transcurso para imponer los modelos de en-
tramado del tiempo pasado. La narratividad implica la elección
de un vector de dirección, de modo tal que trastorne el sentido
temporal que se pretende representar, invirtiendo su orientación
e imponiéndole una doble censura. La ambivalencia del tiempo
narrativo reside en la trama que no se puede concebir como una
designación denotativa sin apelar a la coacción de algún decreto
reglamentario, sino que expone en toda su amplitud los disposi-
tivos de la semiosis infinita propia de la construcción figurativa.
253
La novela de Enrique Bernardo Núñez puede ser leída como una
figura que alude a la instancia de re-comienzo, instancia que no es
reconocible en términos de ostensión, el territorio de la isla perci-
bido en épocas distantes es siempre otro, es la cifra emblemática
de un principio des-originado para constituirse como origen. Un
territorio, la novela, desflorado, atravesado, cribado de voces vio-
lentas que ingresan en su cuerpo, la presencia amenazada por las
ausencias, la totalidad disgregada por los fragmentos penetrantes,
la voz única se deshace en la proliferación incontable de voces
que la entrecruzan.
En Cubagua se trama al menos tres grados de organiza-
ción de la temporalidad: la historicidad, la intratemporalidad y la
temporalidad detenida. Estos tres grados despliegan modalidades
diversas de representación del devenir.
La configuración de cada una de ellas depende del tipo de
trama, en el sentido que le estoy dando en esta exposición, de los
tres grados de representación del devenir en Cubagua, la inscripción
de un dominante configurado como una cartografía de la memoria
en el que se dice como simultaneidad lo que la lengua de la sucesión
extensiva oblitera y sofoca. En el cruce inestable entre la marca es-
crituraria y la mirada del lector, ese palimpsesto se graba como un
monograma abierto y laberíntico, en el que los tres grados de repre-
sentación temporal tienden a la inmanencia desplazando la amenaza
de la inminencia, y por lo tanto poniendo en conflicto los modos
hegemónicos de la temporalización del imaginario occidental.
La historicidad coincide con las modalidades ordinarias del
tiempo, son aquellas «en» las que tienen lugar los acontecimientos
marcando la irreversibilidad de los mismos en un antes y un des-
pués situado en los diferentes contextos en que transcurren. La li-
nealidad es su registro dominante, el devenir es irreversible y en
perpetua fuga. Las acciones de los personajes, las referencias a epi-
sodios históricos, las menciones acerca del progreso tecnológico
o de la degradación producida por el paso del tiempo pertenecen
a este orden.
La intratemporalidad representa aquellos aspectos del tiempo
en los que los finales aparecen ligados a los inicios. Su caracterís-
tica distintiva es su capacidad de repetición; en la representación
254
del devenir como intratemporalidad es posible la recuperación de
nuestras identidades más básicas heredadas de nuestro pasado en la
forma de destino colectivo. Nila Cálice, Vocchi, Amalivaca o Ero-
comay participan de un imaginario mítico que no se deja explicar
por la sucesión irrepetible.
Lo que llamo, a modo de oxímoron provocativo, tempora-
lidad detenida refiere la unidad plural del futuro, el pasado y el
presente, que en Cubagua se manifiestan en el juego de los do-
bles; dobles que a diferencia de su modelo privilegiado, la espe-
cularidad, ocurren en una temporalidad, que no es la del devenir
de la historicidad ni tampoco se dejan explicar por la repetición de
la intratemporalidad.
Cada una de las instancias de la temporalidad detenida cons-
tituye el movimiento de significación únicamente si cada irrupción
que aparece en la escena presente de la escritura se relaciona con
otra, guardando en sí la marca de esta ausencia y dejándose hundir
asimismo en la profundidad de la escritura borrada para anunciar
su relación con la marca futura, no relacionándose la marca menos
con el advenir que con lo que se llama memoria y constituyendo lo
que se llama presente en una especialización doble, la que pone en
crisis la idea de devenir como sucesión y, acaso la más inquietante, la
que desmonta toda posibilidad de deslizar el sentido del fragmento
hacia la connotación del tiempo. El tiempo no es fragmentable,
lo que fragmentamos son los procedimientos de representación,
que solo son posibles en términos de espacio.
En el concepto de archivo participan la memoria, el retorno
al origen, así como también las actividades del recuerdo o de la
excavación que aparecen como los modos privilegiados de la bús-
queda del tiempo perdido. Pero las huellas en las que pretendemos
conservar ese pasado no pueden ser sometidas a un único registro
de imaginación temporal; la identidad que, como decíamos más
arriba, solo podemos concebir como narración, no se constituye
como tal impidiéndole una representación dominante.
Cubagua, territorio entregado a las múltiples miradas de los
hombres, no es narrada como una sucesión lineal o una evolu-
ción progresiva, ni tampoco desde la apelación al eterno retorno
mítico. La novela de Núñez exhibe en distintos momentos de su
255
desarrollo esos modos de representación del devenir, acaso, para
poner de manifiesto su convencionalismo, su sujeción parcial.
La descripción del relato de acuerdo con la historicidad de
los sucesos postula un tipo de lector acrítico para la problemática
de la identidad. El tiempo en ese registro no es más que una cro-
nología. El tiempo lineal implica que una única relación de los
acontecimientos particulares pueda ser verdad, por lo tanto, lo real
aparece tan degradado que solo tiene capacidad de aparecer en la
letra de los documentos, es decir por única vez.
La inserción de la intratemporalidad con su gesto de per-
petua recuperación de lo mismo, desestabiliza el dominante de la
sucesión irrepetible, pero no es suficiente; la temporalidad dete-
nida en la que la simultaneidad deja de ser solamente un atributo
del espacio, se construye en un modo de representación de la tem-
poralidad en la que los sucesos ocurren en la encrucijada entre lo
sucesivo y lo simultáneo.
Si Cubagua se pudiera leer solo desde la historicidad y la
intratemporalidad estaríamos frente a un texto que asume la di-
versidad controlada de los posibles narrativos. La complejidad
de la novela de Núñez reside, creo, en que la temporalidad dete-
nida implica la exigencia de pensar la memoria como una carto-
grafía, un plano en que el ojo del lector recorre todos los caminos
divergentes en todas las direcciones posibles, itinerarios que son
el mismo y perpetuamente otros cada vez. Plano que, como de-
cíamos más arriba, se constituye como un doble imposible, nega-
ción de todo intento de reponer lo representado, en otros términos,
la referencia, lo que aparece como índice elocuente de la distancia
entre la escritura de Núñez y el realismo hegemónico en la fecha
de aparición de la novela.
III
256
que consiste en componer un ghetto con todo aquello que obstruye
la clausura de la semiosis figurativa.
En cuanto a la narración, que es el espacio discursivo sobre
el que las prescripciones imponen un mayor rigor de control, la
tipología distintiva solo puede ser impuesta por mandatos ins-
titucionales o por posturas doctrinales, que a menudo recurren
a planteos morales con el objetivo de salvar la verdad.
Esta imposibilidad de fijar límites precisos que establezcan
la diferencia entre los discursos ficcionales y no ficcionales, im-
plica la exigencia de superar el a priori que sanciona a las ficciones
como manifestaciones anómalas o desvíos de los demás discursos
serios o con valor de verdad.
La notable preocupación que la cuestión trae consigo —re-
velada en la multiplicidad y diversidad de los asedios que se mani-
fiestan en el considerable aumento, especialmente en los últimos
años, de la bibliografía sobre el asunto—, hace que su tratamiento
afecte gran parte de los discursos teóricos contemporáneos, insta-
lando la ficcionalidad como un tema clave.
Mi trabajo «Ficción y temporalidad en Cubagua de Enrique
Bernardo Núñez» se inscribe en el cruce de un doble propósito por
una parte, exponer la debilidad de criterios en extremo reductivos
que pretenden someter a control a un concepto con una genea-
logía tan compleja como es el de la ficción, y, por otra, promover
un desplazamiento, que abomine de banalizaciones y rigideces,
a los efectos de contribuir a la apertura de una reflexión teórica
que supere el dogmatismo y los componentes doxáticos de los
principios que aparecen como puntos de partida obligados.
Sobre el lugar reservado a la ficción como término anómalo
de una jerarquía violenta que le impone restricciones y límites, es
posible provocar el desplazamiento antes mencionado para pensar
los discursos ficcionales no como una variedad parasitaria o des-
viada, sino como la condición de posibilidad de cualquier discurso,
lo que implica desestabilizar asimismo los parámetros que consti-
tuyen las bases de la discriminación.
257
IV Epílogo provisorio
258
Enrique Bernardo Núñez:
Novelista,filósofo de la historia,utopista*
Luis Britto García
259
mundo tiende a expresarla con los recursos estéticos a su disposi-
ción en las obras de arte que produce. Existen nexos entre la con-
cepción de la Historia que profesa un novelista, los temas de sus
ficciones históricas y el estilo con el cual las desarrolla: sería válido
considerar sus obras «traducción» estética de sus ideas, y viceversa.
Por tal motivo, resulta de particular interés el estudio de la
obra de Enrique Bernardo Núñez (1895-1964), quien escribió no-
vela histórica, distopía, historia, crónica y Filosofía de la Historia.
En todas las vertientes de su trabajo analizó obsesivamente el peso
del poder de los imperios sobre la realidad latinoamericana, la co-
rrupción interna que esa influencia favorece. Pero, todavía más
interesante, entre las diversas facetas de su obra existe tanto una
correspondencia ideológica como una correlación estilística. Para
cada uno de sus trabajos crea una estrategia lingüística particular,
profundamente relacionada con el manejo del tiempo, esa materia
prima esencial del historiador y del fabulador.
A fin de evidenciar estas relaciones, expondremos ante todo
las ideas esenciales sobre Filosofía de la Historia de Enrique Ber-
nardo Núñez. Figuran en diversos trabajos, pero en lo esencial
constan en «Juicios sobre la Historia de Venezuela», su discurso
de incorporación a la Academia Nacional de la Historia, pronun-
ciado el 24 de junio de 1948, y posterior a sus principales novelas
y obras históricas1.
260
Al asumir o soslayar esta conciencia los pueblos también deciden
sobre su independencia o su hegemonía. Como indica en el ensayo
«La Historia», incluido en su libro Bajo el samán:
261
salir de una teoría para caer en otra. Unos y otros podrían señalarse
iguales o parecidos fracasos5.
262
Más claro todavía: los procederes de los explotadores de hoy
no difieren sustancialmente de los de los conquistadores de ayer.
Ambos son
Y del siglo XIX afirma que «este siglo que se prolonga hasta
nuestros días despierta ya en nosotros apasionado interés. Vene-
zuela heroica no está solo en las batallas de la Independencia, sino
también en ese largo y oscuro combate que le sigue»9.
Tal simultaneidad de rasgos pertenecientes a etapas histó-
ricas distintas en Venezuela ha sido confirmada posteriormente
por estudiosos de la Teoría de la Dependencia. Y así Federico
Brito Figueroa indica, refiriéndose a las grandes inversiones
extranjeras que tienen lugar a fines del siglo XIX, que:
8 Idem.
9 Ibid., p. 228.
10 Historia económica y social de Venezuela, Caracas, UCV, 1966, t. I, p. 307.
263
Los personajes históricos se repiten
264
Así como reaparecen a través de la historia, los pícaros re-
curren en la obra de Enrique Bernardo Núñez. Figuran en sus
novelas Después de Ayacucho (1920), Cubagua (1931), La galera de
Tiberio (1938); en su colección de relatos Don Pablos en América
(1932), en la biografía El hombre de la levita gris (1943) y en su
vastísima obra de cronista.
13 Ibid., p. 208.
265
y el Orden de los Libertadores, en los que realmente puede
dividirse este período de la historia de Venezuela14.
14 Ibid., p. 213.
15 Se llamaba, exactamente, Heraldo de Margarita. (N. del C.)
16 Rosario Álvarez Morales y José Manuel Subero, Acerca de la novela
Cubagua, Porlamar, Fondene - Conac, 1993, pp. 63-71.
266
el viento. Singulares versiones corrían desde su llegada al pueblo.
Se aseguraba haberle sorprendido de rodillas ante una cabeza
momificada, que ocultaba cuidadosamente. Otros hablaban de
su afición a mascar cierta hierba e indicaban un diente de caimán
pendiente de su camándula (7).
267
el nombre de Dionisio, deidad pagana. La cabeza momificada bien
pudiera referir al decapitado Saint Denis, que llevaba la suya bajo el
brazo, pero también al martirio del fraile Dionisio por los caribes de
Cumaná, que según los cronistas lo ultiman a golpes de macana en
la cabeza. El diente de caimán en la camándula revela el sincretismo
entre el utensilio sagrado católico y el del piache indígena; la afi-
ción a «mascar cierta hierba» lo asocia a la vocación chamánica. De
hecho, en la novela fray Dionisio es una suerte de Virgilio, que guía
al protagonista en un viaje por los infiernos del pasado.
Nila Cálice hace gala de una pasión por «la cacería, la danza,
dormir al aire libre» que bien pudiera ser heredada de su padre el
cacique indígena Rimarima; de la diosa pagana Diana o, como
apunta irónicamente el autor, de «la vida moderna».
Leiziaga, según veremos, manifiesta otra atemporalidad. El
capítulo III lo presenta como un doble supratemporal del conde
Luis de Lampugnano. Ambos a su vez refieren a un modelo cuasi
arquetipal: el del pícaro.
A esta ambigua filiación cronológica de los personajes co-
rresponde una curiosa estrategia de manejo narrativo de los
tiempos verbales. El primer párrafo presenta la isla en 1925 en un
uniforme presente de indicativo, tiempo que expresa que la signi-
ficación del verbo se cumple en la misma época en que se está ha-
blando, y que corresponde al presente cronológico de 1925: «En el
centro de Margarita, La Asunción erige sus paredones de fábricas
abandonadas hace mucho tiempo y las tapias blancas de sus corrales
ornamentados de plátanos» (5).
A mitad del segundo párrafo, una oración salta al tiempo
pretérito para referir hechos pasados: «Hace un siglo la ciudad fue
quemada, arrasada, y desde entonces quedó tal como es hoy, seño-
reada por su castillo, un viejo caserón militar» (id.). Pero luego
se retoma la descripción en presente de indicativo.
Sin embargo, para describir a los personajes a partir del
tercer párrafo se adopta como tiempo verbal dominante el pretérito
imperfecto, tiempo que expresa un hecho que está sucediendo en el
pasado. Y desde allí las oraciones escritas en pretérito alternan con
otras en presente de indicativo y otros tiempos verbales, los cuales
a veces cambian dentro de la misma oración:
268
En tanto, Nila, vestida de blanco, cubierta con un sombrero de
paja, galopaba por los senderos. Su figura se diseña flexible,
dorada, perseguida por los perros que ladraban entre el polvo.
Veloces giraban los pueblecitos con sus portales blancos como
fachadas de cementerios aldeanos, de los cuales llegaba un
compás de joropo… Trochas y acordes. La música del pueblo
es triste (15).
269
En el diálogo también se acumulan menciones sobre épocas
distintas:
—Si usted ha leído las crónicas de Cubagua, sabrá que aquí estuvo
el conde milanés Luis de Lampugnano. Él fue quien dibujó este
plano. Lampugnano ofreció a Carlos V, para la pesca de perlas, un
aparato de su invención que hacía inútil el empleo de esclavos. […]
Por cierto —continuó en tono más familiar— que este Lampug-
nano tiene semejanza con cierto Leiziaga. ¿No andas como él en
busca de fortuna? Todos buscan oro. Hay, sin embargo, una cosa
que todos olvidan: el secreto de la tierra.
Leiziaga se inclinó de nuevo sobre el plano de Nueva Cádiz.
Después se le ocurrió un pensamiento que le hizo reír. ¿Sería
él acaso el mismo Lampugnano? Cálice, Ocampo, Cedeño. Es
curioso. […] Los mismos nombres. ¿Y si fueran, en efecto, los
mismos? (25).
270
Capítulo III. Nueva Cádiz
271
Él quería la Madona. Con los ojos abiertos, entre convulsiones
atroces, la veía muy cerca, como cuando era niño. Los otros per-
manecían silenciosos, siguiendo en la oscuridad aquella agonía
terrible (id.).
272
Los negros llegan bajo contrato. Los muelles están llenos de tan-
ques. Los buques rápidos con sus penachos de humo recuerdan
las velas de las naos (id.).
273
En el párrafo 36 se retorna al presente de 1925 y al presente de
indicativo. Nila rechaza al buzo Teófilo Ortega; le concede apenas
un beso ante el regalo de un saquito de perlas. A partir de allí ad-
viene una ráfaga de párrafos en diversos tiempos verbales: el presente
narrativo oscila. Hasta que, en el párrafo final del capítulo, el pre-
dominio del presente de indicativo indica una regresión al tiempo
mítico que preanuncia el segmento siguiente. Pues Leiziaga
Camina sin ver las cosas que pasan a su alrededor. Sin embargo,
las luciérnagas vuelan en torno de los cardones y su vuelo es una
caricia ardiente y lánguida. De entre ellos salen mujeres des-
nudas. En sus cuerpos brillan ajorcas, arracadas de oro. Sus curvas
son como frutas. Tienen la sonrisa de las conchas que en las pro-
fundidades se bañan de un humor rojo. Se alejan corriendo y se
dispersan en las orillas plantadas. Sus plantas producen aquellos
rumores furtivos.
Leiziaga, que no ve nada, se encoge de hombros […] (44).
Capítulo V. Vocchi
274
nombres». Al regresar, divisa a hombres con armaduras «sucios,
groseros y malvados», que derriban los altares de Vocchi: «esas
palmeras y samanes en medio de los bosques milenarios» (47).
La fuente original de dicha narrativa mítica es el Ensayo de
historia americana del cronista del siglo XVIII Felipe Gilij. La his-
toria de la creación del mundo por Amalivaca y la del diluvio y re-
población mediante semillas de moriche son compiladas por este
como leyendas distintas, la segunda de las cuales no menciona
a Amalivaca. Según el informante de Gilij es Amalivaca, y no
Vocchi, quien «después que hubo estado muchos años con los ta-
manacos tomó finalmente una canoa y volvióse a la otra banda del
mar de donde había venido»18. En 1890 Arístides Rojas en su obra
Leyendas históricas de Venezuela refunde ambos mitos en uno y les
añade el de las pinturas del sol y de la luna19. Evidentemente es
de tal fuente secundaria que Núñez toma la refundición, sincreti-
zándola todavía más al atribuirle origen asiático a Vocchi y hacerlo
sobrevivir hasta la Conquista. Estas imprecisiones y agregados
enfatizan el carácter atemporal del mito.
Acorde con la referencia a un tiempo primordial, el capítulo
está redactado en tiempo pretérito, con preponderancia del preté-
rito indefinido, que expresa la acción como sucedida en el pasado.
275
de nácar, bebe vino de palma en cráneos de blancos, asiste al areíto
o gran fiesta caribe. En el curso de ella se narra la historia de Ero-
comay, especie de Amazona indígena que «guiaba su tribu en la
guerra y a las cacerías de monstruos que moraban en las cavernas
y a la orilla de los ríos» (49). Núñez se refiere evidentemente a la
célebre cacica mencionada por los cronistas Gonzalo Fernández
de Oviedo, fray Pedro de Aguado, Juan de Castellanos, y Oviedo
y Valdés, quien la describe como «una llamada Orocomay, que
la obedecían más de 30 leguas en torno a un pueblo»20. Captu-
rada por los blancos, la Erocomay novelesca escapa en un corcel.
Se narra también la declinación de los caribes: «Los niños —re-
fieren— han desaparecido; las doncellas también desaparecieron,
y las fiestas. Creían que los astros iban también a morir». Leiziaga
despierta. Llama a Nila «pero su voz volaba inútilmente» (50).
En concordancia con la evocación del pasado, los once pri-
meros párrafos del capítulo —salvo una acotación de diálogo de Fray
Dionisio— están redactados en tiempo verbal pretérito. Solo en el
párrafo 12, cuando se hace realidad el rito primitivo, la prosa salta
al presente de indicativo, que alterna con el pretérito indefinido y el
gerundio simple, el cual forma frases verbales de sentido durativo:
276
A partir de esta suerte de momento intemporal, los res-
tantes párrafos y oraciones están redactados en pretérito, con muy
ocasionales excepciones.
277
Capítulo VIII. El Faraute
278
En el capítulo preponderan los párrafos en presente de indi-
cativo, salvo aquellos que se refieren a hechos anteriores al inicio
de la narración. Hacia su final, sin embargo, retorna la desesta-
bilizadora oscilación entre presente y pretérito, hasta los últimos
párrafos, en donde la disonancia temporal es trabajada en forma
sistemática, casi asimilable al ritmo del flujo y reflujo de las olas:
279
Doña Bárbara y Cubagua: dos novelas
en la tradición*
Douglas Bohórquez
281
relatos de Gallegos perfilan otro discurso narrativo, así como el
rostro de una Caracas que se asoma tímidamente al urbanismo2.
Algunos de estos relatos indagan desequilibrios, situaciones,
modos de la subjetividad y de las pasiones que se desplazan entre
el drama, el misticismo y el mesianismo. Se trata de una produc-
ción narrativa que desde sus inicios intenta deslindarse, que busca,
a través de una relación dialógica con la tradición literaria, nuevas
modalidades de expresión de lo real.
Gallegos, pues, toma distancia frente a la mirada reductora
o exotista del criollismo y del modernismo. Esto se puede corro-
borar al observar en sus obras iniciales y aún deficientes desde el
punto de vista de la realización estético-literaria, como El último
Solar (1920) y La trepadora (1925), la configuración de un nuevo
realismo. En relación con estas, Doña Bárbara (1929) significará el
tránsito hacia una mayor madurez y solidez en la producción na-
rrativa del autor: se revelará en una dimensión simbólica del país
y del continente3. Su concepción como totalidad narrativa, atra-
vesada por esa tensión entre la descripción poética del llano y la
nominación de las fuerzas del mal, de la barbarie, alcanza un sig-
nificativo grado de realización artística, a pesar de la mediación
ideológica del positivismo y de la consecuente propuesta del autor
en torno a la idea de progreso como respuesta a la crisis del país.
Casi contemporánea a la publicación de la primera novela de Ró-
mulo Gallegos, El último Solar, encontramos la edición de la pri-
mera novela de Enrique Bernardo Núñez (1895-1964), Sol interior
(1918), un proyecto frustrado que sin embargo indica la temprana
y auténtica vocación literaria del autor.
Después de Sol interior, Núñez insistirá en el terreno de la
novela con la publicación de Después de Ayacucho (1920) la cual,
desde el humor irónico y la parodia de los elementos propios del
282
criollismo, introduce una nueva manera de plantear el hecho nove-
lístico4. Pero será Cubagua (1931) la propuesta más audaz y trans-
gresiva del autor y de la novelística de esas décadas (1920-1940).
De este modo, pues, Doña Bárbara y Cubagua5 se constituyen
en referencias fundamentales del espacio novelístico en el país. Al
lado de la emergencia de textos novelescos y narrativos claves como
Cuentos grotescos (1922), de José Rafael Pocaterra (1895-1955); Ifi-
genia (1924) y Las memorias de Mamá Blanca (1929), de Teresa de la
Parra (1890-1936); La tienda de muñecos (1927) de Julio Garmendia
(1887-1977); Barrabás y otros relatos (1928) y Las lanzas coloradas
(1931), de Arturo Uslar Pietri, configuran el espacio de nuestra pri-
mera modernidad narrativa. Con apenas dos años de diferencia en
cuanto a sus fechas de edición, Doña Bárbara y Cubagua encarnan,
sin embargo, concepciones y modos de realización del texto nove-
lístico radicalmente diferentes. Insertas, cronológicamente, como lo
hemos indicado, en esa década de los años 1920 a 1930, marcadas
por un acentuado diálogo conflictivo de formas y tendencias que
pugnan entre la tradición (costumbrismo, criollismo, realismo na-
turalista) y las búsquedas de la modernidad (modernismo vanguar-
dismo)6, cada una, a su modo, escenifica una respuesta a ese diálogo
entre tradición y modernidad.
283
Si Doña Bárbara, en su interrogación del «alma» del vene-
zolano y en su cuestionamiento de la legalidad y de los meca-
nismos o modos del poder que asolan al país, se devela como la
conciencia ética de nuestra modernidad narrativa, Cubagua trans-
muta y desdobla esa conciencia ética en una conciencia también
estética, convirtiéndose así en escena alterna de nuestra novelís-
tica: drama ético, interrogación del ser venezolano (de eso que
Núñez llama «el secreto de la tierra»), pero también teatro de la
escritura, problemática del tiempo y del lenguaje.
Gallegos, más que un escritor entregado a la pura actividad
creadora, se piensa a sí mismo como un educador, como un mora-
lista, más que un esteta. Cree en el progreso, en las virtudes de la
educación ciudadana, en el respeto a la ley. Doña Bárbara, según
él mismo lo expresa, fue concebida con fines éticos, pedagógicos;
su ficción —señala— tiene un carácter edificante7. Esta conciencia
ética está simbolizada en Santos Luzardo, cuyo imperativo es im-
poner el progreso y hacer valer los valores de la legalidad y de la edu-
cación en el contexto de retraso (de «barbarie») del llano venezolano.
Aun cuando ciertamente la noción positivista de progreso
atraviesa la novela, creemos que el entramado discursivo y ficcional
de símbolos, personajes y significaciones novelescas, excede esta no-
ción ideológica y el esquema de lectura (la oposición civilización/
barbarie) a partir del cual se ha pretendido leer reductoramente
esta novela. Más allá de los arquetipos y de los esquemas ideoló-
gicos (bien/mal, civilización/barbarie) resplandece un entramado
284
de signos que alcanza autonomía ficcional. Así podemos ver en
Doña Bárbara la encarnación de todo un imaginario mítico ve-
nezolano a través de las creencias y del discurso oral en que se
nos revelan personajes como Juan Primito, Marisela, Mujiquita,
Melquíades, Pajarote, María Nieves, etcétera. Estos personajes,
considerados tradicionalmente como secundarios, son en realidad
de una significación extraordinaria. De otro modo, Doña Bárbara
podría ser leída también como la novela del mal y/o de la pasión
amorosa llevada a sus límites pulsionales. Más allá de la signifi-
cación de retraso o ignorancia, la barbarie puede ser también la
pulsión de vida o la pulsión de muerte, la fuerza de la juventud
de Marisela, o la violencia de Barbarita o en el fatum de venganza
familiar que trastoca la vida de Lorenzo Barquero8.
Si bien, pues, tanto en Gallegos como en Núñez hay una
preocupación ética por el destino del país, la manera como esta
interrogación se resuelve estéticamente en sus novelas es radical-
mente diferente. Mientras el Gallegos de Doña Bárbara parece
desinteresado por las transformaciones planteadas por el vanguar-
dismo, Cubagua se aproxima, en su enunciación textual, a algunas
propuestas fundamentales de la vanguardia: el diálogo de discursos
y formas estético-verbales (mito-poesía historia) que diseminan y/o
descentran el espacio de la novela, el descenso hacia zonas del in-
consciente a través del trabajo discursivo de lo erótico y lo onírico,
la propuesta de una lógica poética que rige las descripciones y se
constituye en una pauta de lectura del texto novelesco.
Si en Doña Bárbara encontramos en su más alta ejecución
el canon de nuestra novela realista, Cubagua es la subversión de
este canon. La obra Doña Bárbara se convierte en texto en Cu-
bagua. De la novela como representación (edificante) del mundo
pasamos a la novela de la significancia, de la práctica transgresora
del lenguaje. En Cubagua encontramos, por lo tanto, un nuevo
pacto de lectura y por consiguiente la exigencia de otro lector.
285
La lógica continua y en cierta medida unidimensional del re-
lato, que respeta la sucesión cronológica de los acontecimientos en
Doña Bárbara, se ha roto en Cubagua para dar paso a una estruc-
tura y a una lógica narrativa fundadas en el juego de tiempos-
espacios y de diversas formas discursivas.
De este juego de simultaneidades temporales que permiten
entrecruzar mito y poesía, leyenda e historia, resulta en Cubagua un
nuevo concepto de ficción como la otra lectura posible de la His-
toria. Una Historia que ya no es considerada en su perspectiva li-
neal y progresiva sino que está asociada a la idea de lo circular, del
regreso a los orígenes, a la fundación, a ese primer tiempo de la
conquista que se transfigura y desdobla en presente y futuro. En-
trecruzamiento de tiempos y de relatos que convergen en la imagen
confrontada de una isla, objeto de la depredación del poder colo-
nial. La búsqueda de perlas se transmuta en búsqueda de petróleo.
El ingeniero Ramón Leiziaga se desdobla en Luis de Lampugnano,
conde milanés venido a Cubagua a extraer perlas con «un aparato
de su invención que hacía inútil el empleo de esclavos» (33).
La génesis de esta propuesta innovadora de Cubagua deber
ser, pues, considerada en el contexto de todo un proceso de mo-
dernización de la narrativa latinoamericana en el que los modelos
de la vanguardia europea y la más renovadora novelística europea
y norteamericana ejercen un presencia y un rol significativos9.
Núñez, en Cubagua, adelantándose a las novedosas formulaciones
técnicas establecidas por los novelistas del llamado «boom de la no-
vela latinoamericana» (García Márquez, Rulfo, Carpentier, Gui-
marães Rosa, etcétera), lleva la conciencia artístico-ideológica que
286
nuestra novelística había alcanzado en el realismo regionalista, de
la cual Doña Bárbara es una de sus más significativas expresiones,
al plano mismo de la ironía, de la parodia de discursos y de la
fragmentación estético-temporal.
Cubagua realiza, pues, la parodia de ese realismo costum-
brista y/o criollista que en Doña Bárbara llega a un grado de ago-
tamiento, de clausura. Su realismo se transfigura en un realismo
mítico o mágico en el que la lógica de la representación, cuestionada
a través de la misma enunciación narrativa, deviene extrañamiento,
lógica plural del sentido.
La preocupación ética que identifica a Núñez y a Gallegos
no significa coincidencia en las perspectivas ideológicas, en las que
encontramos diferencias significativas: si el Gallegos de Doña Bár-
bara cree ciegamente en el progreso y, por derivación, en el pro-
ceso de modernización (tecnológica) que este involucra, el Núñez
de Cubagua es un ironista totalmente desconfiado de la idea de pro-
greso y del concepto de modernización tecnológica. En Núñez hay,
por lo demás, una retoma estético-ideológica de la cultura indígena,
depositaria de una sacralidad, de una poesía, de unos valores y de
un saber mítico enfrentados a los valores profanos de la técnica.
Se trata, entonces, de posiciones radicalmente encontradas en rela-
ción con la idea de país, de su cultura y del progreso. Para Gallegos,
consumado positivista, sabemos, se trata de asimilar los rasgos
autóctonos a la civilización, a través de un proceso de mestizaje10.
10 Sabin Howard señala al respecto: «El mestizaje era una mezcla de refi-
namiento europeo con la salvaje energía del indio o negro: el primero de
los tres canalizaba de forma esperanzadora el elemento indígena hacia un
modelo constructivo. Así, incluso la aprobación por parte de Gallegos del
mestizaje, estaba basada particularmente en un prejuicio racial: la inca-
pacidad o al menos la dificultad de los africanos o indios para civilizarse
sin la influencia del europeo». Harrison Sabin Howard, Rómulo Gallegos
y la revolución burguesa, 2.a ed., Caracas, Monte Ávila Editores, 1984, trad.
Martín Sagrera.
287
El secreto de la isla:
Cubagua como crítica de la historia
y la novela*
Carlos Pacheco
Rocío de mundos.
Las islas sueñan con el azul profundo que las enlaza
y con sus orlas de nieve efímera.
Enrique Bernardo Núñez
289
Desde la portada de la edición que manejo1, ilustrada preci-
samente con un antiguo mapa de esa «isla de las perlas», el exiguo
cuerpo textual de la novela de Enrique Bernardo Núñez (1895-
1964) no deja de atraerme. Como el sobrecargo cortazariano en la
ruta Roma-El Cairo, que desatiende las obligaciones de su rutina
para asomarse a la ventanilla y contemplar una vez más aquella si-
lueta de la isla-tortuga nadando en el Egeo, vuelvo a ella, llamado
por el magnetismo de su insularidad. En cada ocasión, esa insu-
laridad, esa excepcionalidad radical, diría, si quisiera descender
de la imagen al concepto, Cubagua me muestra nuevos brillos,
señales antes inadvertidas, facetas y preguntas no consideradas,
como si en cada nuevo acercamiento se me ofreciera, bajo nuevos
matices, su carácter innovador y ruptural, señero y profético.
La invisibilidad que marcó a Cubagua desde su publicación
en 1931 hasta entrados los años sesenta para la crítica venezolana
y la que sigue en gran medida afectándola en el ámbito crítico
más allá de nuestras fronteras patrias es el resultado más evidente
de su insularidad, de su carácter de rara avis. «[…] nadie supo leer
a Cubagua», subraya Orlando Araujo, tras citar el conjunto de im-
portantes críticos que la ignoraron totalmente o que, condescen-
dientes, le otorgaron solo un breve comentario, tratándola «como
un librito extraño, […] que no dejaba de ser historia sin llegar
de ser novela»2. Al igual que sucedió con la obra de otros escri-
tores ex-céntricos venezolanos como José Antonio Ramos Sucre
o Julio Garmendia, la escritura literaria de Núñez, y en particular
la significación estética de Cubagua, solo ha venido a ser realmente
reconocida en la segunda mitad del siglo XX. Críticos de múlti-
ples y a veces contrastantes orientaciones han ido «descubriendo»
desde los años sesenta esta isla narrativa y muchos persisten hasta
hoy día en adentrarse en su densa geografía textual para realizar
nuevas exploraciones analíticas e interpretativas3.
290
Como muestra su significativa ausencia de numerosos es-
tudios sobre la novela histórica producidos fuera de Venezuela
en los últimos años, así como el deslumbramiento reciente de un
agudo crítico argentino4, la valía novelística de Cubagua y de su
apuesta ruptural a comienzos de los años treinta no ha trascen-
dido nuestras fronteras. Sucede con Núñez como sucedió en la
misma época con Roberto Arlt o Macedonio Fernández en Ar-
gentina, con Pablo Palacio en Ecuador, con Julio Torri en México
o con Felisberto Hernández en Uruguay: no hubo quien los leyera
con atención y acierto, y a algunos de ellos llegó a tildárseles de
locos o de raros. La razón es simplemente que estaban escribiendo
—como se diría después del Arguedas de El zorro de arriba y el
zorro de abajo5— para un lector futuro. Lo estaban creando.
El carácter ruptural de Cubagua y su valor anticipatorio res-
pecto de las estéticas narrativas que se impondrían más de cua-
renta años después ha sido subrayado recientemente por Douglas
Bohórquez al compararla con manifestaciones destacadas de la
narrativa posmodernista, y en particular con Doña Bárbara (1929),
de Rómulo Gallegos:
Este tránsito de obra a texto, este paso del esfuerzo realista re-
presentacional y pedagógico al escenario de la escritura transgresora
291
y cuestionadora que se opera en la novela de Núñez, junto con su
empleo de la ironía, la parodia, el trastocamiento de la tempo-
ralidad, la multiplicidad genérica y la intertextualidad, expresan
un viraje estético y conceptual acerca de la escritura de ficción
de vastas repercusiones para la pregunta que llama nuestra aten-
ción en estas páginas: el valor de Cubagua como quiebre definitivo
y premonitorio de las modalidades tradicionales de ficcionaliza-
ción del pasado histórico. Como trataremos de mostrar en ade-
lante, la excepcional combinación de recursos estético-narrativos
lograda en esta novela no solo la separa (como a una isla del con-
tinente) de las estéticas dominantes en las primeras décadas del
XX, antes de la irrupción plena de las vanguardias, sino que sig-
nifica también y específicamente un severo cuestionamiento de las
formas canónicas de representación historiográfica y ficcional de
la historia que la convierte en texto crítico y autocrítico. Por eso
puede ser leída también como texto estandarte y muy adelantado
de los experimentos formales y conceptuales de ficcionalización de
la historia que conoceremos mucho después en las novelas de au-
tores hispanoamericanos como Carpentier, Arenas, Roa Bastos,
Fuentes, García Márquez, del Paso, Piglia o Tomás Eloy Mar-
tínez y específicamente venezolanos como Miguel Otero Silva,
Denzil Romero, Luis Britto García o Ana Teresa Torres.
Desde esta perspectiva, me propongo pues cartografiar el
territorio de Cubagua como una isla de forma aproximadamente
triangular, con tres frentes oceánicos: una breve franja noreste, lige-
ramente cóncava, sin llegar a ser bahía, que contrasta con la narrativa
de su época; un amplio litoral sur-sureste, que mira hacia el pasado,
hacia la tradición de representación de la historia que la precede; y un
flanco nor-noroeste, de vientre abultado, que se orienta premonitoria-
mente hacia el futuro, hacia la novelística del boom y el fin de siglo.
292
que tendría vida efímera. Desde el presbiterio del altar mayor, se
escucha apenas el trasiego de la prensa. Respirando un aire ca-
liente y mohoso, entre los muros de aquel convento secular, el
periodista, doblado en escrutador acucioso de los tiempos idos,
lee la olvidada historia de la isla de Cubagua en la crónica de fray
Pedro de Aguado, que solía guardar sobre el altar de la capilla,
un altar refaccionado por él para colocar libros y papeles. Desde
el ocre de aquellas páginas ancianas, «nombres, personas, cosas,
ruinas, soledades, venían a ser como un eco del tiempo pasado»7.
De esos ecos, de las impresiones grabadas en momentos como
ese, surgirá la fabulación histórica de su Cubagua, esa novela-isla
donde tiempos y personajes del pasado se alternan, desdoblan y
superponen, reflejando y siendo reflejados por los de un presente
inmediato al de la escritura, cuando las minas y el petróleo han
ocupado el lugar de las perlas y el oro.
El hombre tímido, taciturno, retraído que fue Enrique Ber-
nardo Núñez, según el testimonio de quienes lo conocieron, afec-
tado además por los avatares editoriales y la ceguera crítica con que
fue recibida su obra hasta casi después de su muerte, ese apasionado
de la historia que «castigó su prosa hasta hacerla sangrar, anduvo
siempre equivocado con su obra narrativa» y no llegó a darse cuenta
de que sobre todo Cubagua lo convertía en «audaz y meritorio pre-
cursor de la más auténtica novelística hispanoamericana»8. Por eso,
en 1959, pocos años antes de su muerte, aún le encuentra «fallas»
y expresa su deseo de «escribir una nueva versión de Cubagua, de
igual modo que a veces nos viene el deseo de hacer una nueva ver-
sión de la vida»9. Su error de apreciación ha sido ampliamente en-
mendado por la crítica. Lo que quisiera mostrar en esta sección es
la relación contrastiva (lo que he llamado el carácter insular) de
Cubagua, aplicable también en buena medida a su cuarta novela,
La galera de Tiberio10, con la más destacada ficción de su tiempo.
293
Postmodernismo es el nombre, inadecuado por varias ra-
zones , que se ha dado a la tendencia estética en la cual suele ins-
11
294
la narrativa modernista, que mantendrán su vigencia en la ficción
venezolana por más de medio siglo:
«[…] si bien ambas acentúan el carácter de lo literario como hecho
autónomo, una [Gallegos, Pocaterra, Núñez] surge de la refor-
mulación crítica del criollismo y de la asunción de la literatura
como un acto de reflexión implícita sobre la realidad nacional,
mientras la otra [Garmendia, de la Parra] supone la considera-
ción del ámbito literario como realidad otra y superior, como un
espacio si se quiere defensivo»13.
13 Lasarte, ob. cit., p. 21. Según Lasarte, además, los proyectos narrativos de
la primera tendencia «[…] implican, como en el criollismo, una reflexión
sobre la nacionalidad que, en este caso, llevará a revisar o cuestionar las
imágenes heredadas sobre la idea de lo nacional y lo popular. […] La otra
tendencia supone la negación explícita del vínculo entre el arte y la rea-
lidad política, la idea de la literatura como refugio y espacio de resistencia
ante la historia, la construcción de una realidad autónoma que frecuente-
mente se manifiesta en insistentes elogios de la mentira que es la ficción,
y también, aunque desde otra perspectiva la negación sistemática de los va-
lores dominantes de la modernidad […], así como la defensa de la tradición
y el espíritu como valores medulares». Ob. cit., 1995, pp. 21-23.
295
discursivas, logrando así una atmósfera de misterio, ambigüedad
productiva e irresolución novelística que distan mucho, por ejemplo,
del programa monofónico, severo y edificante que predomina en la
obra galleguiana. No será extraño, en consecuencia, encontrar
a Cubagua paradigmáticamente enfrentada a Doña Bárbara en el
trabajo de Bohórquez (1999) ya citado. Tampoco lo es el que, en
otro ensayo de clasificación, José Balza contraste a Núñez con «es-
critores más influyentes» como Uslar Pietri y el mismo Gallegos
y lo integre, con Garmendia y de la Parra, al equipo de los «si-
lenciados» fundadores de una nueva matriz de creación que ger-
minaría incontenible a partir de los años sesenta: la de la libertad
verbal, la de «la literatura que comienza a ser entre nosotros un
mundo en sí misma, cuya primera misión es saberse escritura»14.
Si el contraste con Doña Bárbara es revelador, no lo es
menos la comparación con Las lanzas coloradas, de Uslar Pietri,
publicada también en 1931, en especial en lo referente a la po-
sición de cada una de ellas de cara a las formas de representar la
historia venezolana. Ya para entonces un destacado militante de
la vanguardia, Uslar marca con esta, su primera novela, una pauta
innovadora en los modos de ficcionalizar la historia. Se atreve
a abordar la transitada temática de la lucha independentista, y
lo hace principalmente a partir de una perspectiva más socioló-
gica y artística que documental y edificante. Se distancia de ma-
nera definitiva de la pesada tradición romántica —aún perceptible
para fines del XIX—al abandonar el cristalizado estereotipo de
la exaltación épica y el consecuente maniqueísmo que solía di-
vidir a los protagonistas en adalides impolutos y detestables mons-
truos. La evaluación moral de los sujetos representados implícita
en el relato resulta en realidad inversa: el mantuano y patriota Fer-
nando Fontas resulta degradado por su incapacidad y cobardía,
mientras que la violencia del mestizo Presentación Campos, es-
pecie de protofigura del caudillismo criollo, resulta comprensible,
y hasta atractiva por momentos, por la entereza de su conducta
296
y las razones sociales y etnoculturales que la fundan. Los perso-
najes propiamente ficcionales ocupan el centro de la acción na-
rrativa, mientras que, sin ser relegadas o ignoradas, las grandes
figuras históricas —Bolívar especialmente— aparecen de forma
ingeniosamente diagonal. De esta manera, la Independencia y el
surgimiento de lo nacional dejan de ser los temas de un catecismo
patrio (como lo fue, paradigmáticamente la Venezuela heroica,
1881, de Eduardo Blanco), para presentarse como un complejo
problema histórico con matices no solo militares y políticos, sino
también raciales, culturales, sociales y económicos que la novela se
dedica a explorar con calculada distancia y objetividad. Un logro
estético, sin duda, el de Uslar Pietri; logro merecidamente reco-
nocido e «influyente» por lo demás, como decía Balza. ¿Cómo se
sitúa la obra de Núñez frente a tales innovaciones de concepción
novelística y tratamiento de lo histórico?
Ya en Después de Ayacucho (1920), la segunda novela de
Núñez15, puede percibirse un alejamiento crítico de las modali-
dades románticas de representación de la historia dominantes
durante el XIX (especialmente en las obras de Juan Vicente Gon-
zález y Eduardo Blanco), esas que se sentían compelidas a la exal-
tación épica del héroe para proyectar una visión unívoca y oficial
que se constituyera en soporte constructivo del proceso consoli-
dador de la nación venezolana. Esta distancia opera también allí
respecto de orientaciones estéticas más inmediatas en el tiempo,
y hasta simultáneas, como las del realismo, el criollismo y el mo-
dernismo, en autores como Manuel Díaz Rodríguez, Miguel
Eduardo Pardo, Rufino Blanco Fombona, José Rafael Pocaterra
y hasta Luis Manuel Urbaneja Achelpohl y el primer Gallegos.
Como lo ha reconocido la crítica más inmediata a nosotros, si
bien Después de Ayacucho está lejos de alcanzar la estatura esté-
tica de Las lanzas coloradas, sí puede postularse como pionera por
varios respectos. En primer lugar, por un recurso de creación de
personaje: Miguel Franco, su protagonista, antecede al Fernando
297
Fontas de Uslar como primer antihéroe en la novela venezolana16.
En segundo lugar, porque con un delicado trabajo de escritura ac-
cede a un talante humorístico, irónico y paródico inusitados para
la época, que se convierte en su principal veneno crítico contra
el ímpetu declarativo y la grandilocuencia de los románticos, así
como contra los excesos esteticistas de los modernos y el localismo
estereotipado de los criollistas17. Finalmente, porque, aunque rein-
cide en la temática bélica —desde la Guerra Federal (1859-1863)
se evoca la gesta independentista—, lo hace reduciendo sustan-
cialmente en su diseño narrativo la presencia de un narrador do-
minante y se atreve a introducir perspectivas, miradas y voces
populares18. Como se intentará mostrar de inmediato, lo que en
Después de Ayacucho es insinuación o asomo pionero, encontrará
en Cubagua su desarrollo pleno.
298
supone mayores riesgos, porque implica el abandono de las ama-
rras convencionales que tradicionalmente mantenían el control
autoral del sentido en relatos precedentes (tanto historiográficos
como ficcionales) de la historia.
La mayor innovación de Cubagua con respecto a esas an
teriores «escrituras de la historia» no reside entonces en uno o va-
rios aspectos específicos distinguibles del resto de la novela, sino
que infunde todo el relato en tanto proyecto narrativo dotado de
notable integridad. Es desde esa «integración de lo diverso en
movimiento», eso que Araujo denominara «mosaico» narrativo,
que Bohórquez nombrara «palimpsesto», y que yo he preferido
llamar «narración caleidoscópica», que ella se opone a la linea-
lidad monofónica de las narrativas románticas y realistas, a su dis-
cursividad secuencial y causalista, montada sobre una racionalidad
unidimensional de talante netamente positivista. Esa renuncia a la
linealidad no significa únicamente el abandono de la continuidad
cronológica regida por la secuencia de las acciones en el tiempo,
sino sobre todo una ruptura violenta del «orden» a la vez reque-
rido y propiciado por la razón moderna. Ruptura que hace ex-
plotar la concepción positivista de la historia, apoyada sobre un
régimen de confianza epistemológica y dominada por la ideología
del progreso como proceso unívoco, continuo y ascendente, capaz
de superar —si accedemos a usar los socorridos términos— las ré-
moras de la barbarie para acceder gradual pero seguramente a la
ansiada «civilización». Y es que no se trata de un simple tránsito
entre un tiempo y otro, entre el presente de la acción inicial (1925)
y un pasado colonial remoto que fuera su antecedente o prefigu-
ración (1525), tránsito agenciado a través un sencillo expediente
narrativo. Se trata más bien de la superación del estrecho filtro
de lo verosímil realista mediante una operación de carácter pro-
piamente fantástico, verdadera irrupción avant la lettre de lo real-
maravilloso, en la que un tiempo no solo alterna o se superpone
al otro, sino que es también el otro, dramatizando así, poniendo
en abismo, la real presencia del pasado en el presente19. Aunque
299
resulte imperceptible para la mayoría de los personajes, cegados
por su apego al poder y a las riquezas, ese pasado, que es tam-
bién presente, no solo incluye eso que entendemos por «lo histó-
rico», sino que abarca también y simultáneamente: lo telúrico, lo
ancestral, lo legendario, lo mítico, es decir, los vestigios de lo que
Núñez insistirá en llamar «el secreto de la tierra».
Diversas y muy claras señales de este tratamiento subversivo
de la temporalidad son reiteradas a lo largo del texto. La ambición
por la magnesita y el petróleo que obcecan al gerente Skatelum y
al ingeniero Leizaga corresponden a la fiebre de las perlas y del
oro que obnubilaron la mirada de los conquistadores, mientras
los subalternos de entonces resultan en definitiva indistinguibles
de los de ahora. Frases como «Dos días, dos siglos» o «Todo es-
taba como hace cuatrocientos años», son escanciadas convenien-
temente de tanto en tanto. Los nombres de los sujetos coloniales
persisten en la actualidad: Diego de Orgaz es Diego Ordaz20. La
presencia siempre ambigua y misteriosa de fray Dionisio pervive
a través de los siglos. Varios de los personajes más importantes
se reflejan en y terminan identificándose con sus respectivos do-
bles históricos o míticos: Leizaga primero sospecha una relación y
luego se reconoce en el misterioso conde de Lampugnano. Mien-
tras tanto, Nila Cálice, antigua y moderna a la vez, hija del cacique
Rimarima y también hija del leproso Pedro Cálice y graduada en
Princeton, se desdobla en la diosa Erocomay21.
Para profundizar en el sentido de este juego de superpo-
siciones y simultaneidades, hay que acercar el lente crítico a dos
de estos protagonistas, así como a la relación que se establece
300
entre ellos. La breve semblanza que presenta a fray Dionisio de la
Soledad al comienzo del relato lleva ya consigo todos los rasgos de
la inquietante ambigüedad de ese personaje «de edad indefinible»:
301
con el que, de forma muy distinta, se efectúa al proponer represen-
taciones irónicas o francamente satíricas de los representantes de
otros poderes sustentadores del orden tradicional: el médico Al-
mozas (la ciencia), el juez Figueiras (la ley y la justicia) el coronel
Rojas (la autoridad militar), el secretario Arias (la autoridad civil)
y —de una manera bien pertinente para nuestro objeto de aten-
ción, como veremos— el cronista e historiador Tiberio Mendoza
(la historia oficial).
Como insiste Britto García 23, el personaje de Leizaga, por
su parte, corresponde —al menos en un principio— al modelo
accional del pícaro. Aunque de alguna manera no deja nunca
de encarnarlo, sí sufre una transformación sustancial. Ingeniero de
minas venezolano graduado en Harvard, Leizaga es comisionado
por «el ministerio» para buscar minas de magnesita y pública-
mente expresa su disposición de hacerse rico sin esfuerzo y largarse
a Europa negociando alguna «concesión» oficial de explotación del
subsuelo. Sin embargo, el viaje que hace a las profundidades en la
isla de Cubagua, conducido por fray Dionisio, es más bien un viaje
transcultural que lo pone en contacto con las deidades y valores in-
dígenas ancestrales, y también un viaje iniciático al Averno24, que
lo confronta con otra riqueza mucho más valiosa: «el secreto de la
tierra». Si bien Leizaga no llega a asimilar o a comprender cabal-
mente aquella «revelación maravillosa» que había intuido desde
el principio del relato (17), ese descubrimiento trastorna su vida,
dejándolo encandilado, casi tan desquiciado como el maestro rul-
fiano de «Luvina». Al volver a Margarita y dar cuenta de su expe-
riencia, es tachado de fantasioso, de imbécil, de loco, por varias de
esas autoridades des-autorizadas por el texto. Entre los represen-
tantes del poder «nadie quiere oír hablar» de su descubrimiento
y Leizaga debe correr con las consecuencias de su súbita lucidez: el
descrédito, la cárcel y el despojo no solo de su botín de perlas, sino
302
del cuaderno de apuntes donde registraba sus hallazgos. Leizaga
no es pues menos ambiguo que fray Dionisio. Es un pícaro, sí,
pero un pícaro que en flagrante paradoja contra el estereotipo apa-
rece al final perplejo a causa de su experiencia epifánica. Aunque
muchas preguntas sobre lo ocurrido y sus consecuencias quedan
sin repuesta al final de esta «obra abierta», lo cierto es que Leizaga
ya no es el mismo. A diferencia de los ironizados representantes
del orden, que continúan aferrados a sus convenientes verdades,
él aparece al final carcomido (y en esa medida redimido) por la
duda. Ni el fraile ni el ingeniero son entonces héroes o antihéroes
de manera plena. No son ubicables a cabalidad en ninguno de los
polos de la evaluación intrínseca al relato. Permanecen problemá-
ticamente ambiguos, irresueltos, contribuyendo a mantener así la
impresión de extrañeza del lector y a boicotear cualquier intento
suyo de recostarse sobre una cómoda y unívoca verdad.
Con respecto a la concepción de la historia implícita en la
novela, el contraste de Leizaga con el «letrado» Mendoza, eviden-
ciada a través de múltiples marcas en el último capítulo, consti-
tuye también un valioso indicio de sentido. El vestigio de lucidez
que ha significado la experiencia límite para el ingeniero y su
paradójico acceso al incómodo espacio de la incertidumbre y la
pregunta son confrontados allí con la estrechez de miras de los
representantes del poder y sobre todo del historiador, para quien
Leizaga aparece «como un loco o un monstruoso disparatero,
[… digno] de desprecio y de lástima»25. La historia del areyto de
Cubagua le interesa no obstante y no duda en plagiarla como tema
de uno de sus afamados artículos que titula «Los fantasmas de
Cubagua». Para ello, como experto practicante del oficio, toma
distancia de lo no verificable en las fuentes autorizadas y trans-
forma el registro experiencial en «documento», aderezándolo con
citas de autoridades (Humboldt, Colón o él mismo, entre ellas),
para finalmente exhibir el producto como nuevo logro de su ca-
rrera de respetable académico, confiado por lo demás en que su
acercamiento «científico» servirá sin duda para avanzar por la ruta
cierta hacia el progreso y el bienestar.
25 Ibid., p. 90.
303
Temeroso de rectificaciones y de que se le tomase por un imagi-
nativo, lo cual sería un eterno borrón en su fama de historiador,
se limitaba a decir: «En ciertas noches, los pescadores creen ver
unas sombras en las costas de la “histórica isla” […]». Y escribía
rápidamente: «Las imaginaciones sencillas dan todavía crédito
a estas reminiscencias de antiguas leyendas, fruto del oscuran-
tismo y del error. El que esto escribe se ha referido más de una
vez […] La tierra […] necesita sabios que vengan a estudiar los
arcanos de la naturaleza en esta región privilegiada, llamada
a ser un emporio en un porvenir no muy lejano» (93-94).
El litoral sur-sureste
304
narrativa de ficción. Vista en su conjunto, esta multiplicidad apa-
rece sin embargo decididamente unificada por dos rasgos básicos
que se encuentran, a su vez, claramente entrelazados: uno, su pre-
ocupación por lo venezolano, por el origen, situación y destino del
país, íntimamente relacionados con lo que él mismo definió como
«el secreto de la tierra», esa desatendida fuente de sabiduría po-
pular y telúrica que él busca y propone como clave identitaria y di-
reccional 27; y otro, su «pasión histórica»28, ese permanente interés
suyo por el pasado en todas sus vertientes, que infunde práctica-
mente la totalidad de su trayectoria intelectual y artística.
Desde la altura que le permite esa experiencia múltiple como
investigador y escritor, Núñez no cesa de manifestar su disconfor-
midad con las maneras como el pasado nacional ha sido abordado,
estudiado, comprendido y expresado. Este descontento, así como
sus propuestas sobre la historia deseable y posible que está aún
por escribirse, son expresados en diversos textos ensayísticos, pero
confluyen en «Juicios sobre la Historia de Venezuela», su discurso
de incorporación a la Academia Nacional de la Historia, pronun-
ciado el 24 de junio de 1948. En este texto, lleno de reproches y
provocaciones para una audiencia de académicos, muchos de los
cuales eran aún practicantes de las modalidades historiográficas
por él criticadas, se atreve a escribir:
305
Muchos de los señalamientos críticos que en los primeros
años sesenta y desde una óptica más profesional y universitaria,
señalaría a nuestra tradición historiográfica Germán Carrera
Damas30, se encuentran ya presentes en la concepción de Núñez,
mostrando su agudeza y modernidad. «La historia es pasión de
actualidad», nos dice31, enfatizando la inseparable relación del pa-
sado y de su conocimiento íntegro con la comprensión del presente
y la búsqueda de respuestas acertadas a sus crisis y problemas.
Aboga en consecuencia por una práctica que, sin descuidar la in-
dagación documental, logre trascenderla, al evitar la reiteración
ritual de lo consagrado por la «historia oficial» y al prestar una
atención —que podríamos llamar sociológica o etnológica— a las
visiones de los actores anónimos y a las fuentes orales y populares;
en otras palabras, a esas modalidades de acercamiento al pasado
que en tiempos más recientes, desde la óptica de la Nueva Historia,
vendrán a ser llamadas la «historia desde abajo»32.
Aunque comprendiendo su motivación fundacional, plantea
también los problemas y limitaciones de la historiografía román-
tica, abusivamente concentrada en lo militar y lo político durante
la gesta emancipadora, dominada por el impulso épico, por la fun-
cionalidad pedagógica y en muchos casos por la confusión de la
historia con «insustanciales declamaciones» celebratorias, retó-
ricas, decorativas. Refiriéndose a El Libertador, somete a crítica
bien ponderada lo que el mismo Carrera Damas (1973) definirá
como «El culto a Bolívar». Con vehemencia, rechaza por otra parte
las versiones de los «colonialistas» que pretenden justificar la Con-
quista y la Colonia argumentando la supuesta superioridad de la
cultura europea, y afirma que ya que no es posible la entera impar-
cialidad, «la historia estará siempre mejor considerada con la visión
y el interés propio del hombre americano»33, con «la interpretación
306
que puedan darle los pueblos vencidos u oprimidos»34. Estas afir-
maciones implican una temprana realización del carácter cons-
truido de todo discurso historiográfico y de su vínculo inextricable
con el poder, de manera similar a como será planteado casi treinta
años más tarde por autores como Michel de Certeau (1985).
El flanco nor-noroeste
«La novela en nuestro país necesita una renovación […] está me-
tida en un callejón sin salida […] es indudable que la época tan
rica de aspectos, de significado, de caracteres, espera su nove-
lista que es como decir su historiador»36. Este desideratum, for-
mulado en un ensayo de 1943, asocia de manera significativa por
una parte la labor del historiador y la del novelista, al tiempo que
desconoce de nuevo los valores de su propia su obra. No advertía
nuestro autor que ese esperado novelista/historiador era precisa-
mente él y que doce años antes Cubagua había cumplido y a la
307
vez prefigurado esa deseada renovación. Solo que al coincidir con
el momento de la canonización literaria de Uslar y Gallegos37, la
radical transformación que su novela supone y representa, tanto
en la concepción del género novelístico como de la historia y del
discurso histórico, resultaba —hasta para él mismo— difícil de
apreciar. Para reconocer esas líneas de contacto de Cubagua con
desarrollos futuros, nos asomaremos pues ahora al tercer y último
litoral de nuestra novela-isla.
Aunque no se haya puesto de acuerdo sobre el nombre que
deba aplicarse al fenómeno38, ni sobre los rasgos que lo carac-
terizan, ni sobre su relación de continuidad o diferencia radical
respecto de la «novela histórica» tradicional, ni siquiera sobre su
vinculación o pertenencia a eso que polémica y ambiguamente
se define como «posmodernidad», la crítica coincide en detectar
en la ficción histórica de las últimas cuatro décadas del XX un
quiebre radical respecto de los modos de ficcionalización de la
historia predominantemente practicados hasta entonces. El mundo
alucinante (1969), de Reinaldo Arenas, podría muy bien marcar
el inicio de ese variado y vigoroso impulso ruptural de la ficción
histórica, apreciable en todo el continente. Y muchos críticos
destacan con toda razón a este respecto el valor anticipatorio de
El reino de este mundo (1948), de Alejo Carpentier. Reapreciado
desde nuestro presente, el logro pionero de Cubagua no deja de
sorprender entonces, no como un raro y muy antiguo antecedente
de ese vuelco estético, sino como una novela visionaria que a casi
cincuenta años de distancia anuncia y señala la posibilidad de este
iconoclasta y provocador acercamiento ficcional al pasado histórico
que hoy presenciamos.
Desde esta última costa lo que se percibe entonces son múl-
tiples rutas prefiguradas hacia realizaciones ficcionales que solo
tendrán cumplimiento mucho tiempo después. No se trata de caer
308
en la imprecisa y superada noción de «influencia», comoquiera que
se la conciba, ni siquiera de suponer un conocimiento directo de la
obra de Núñez por parte de escritores hispanoamericanos de re-
lieve39. Se trata más bien de reconocer en Cubagua la manifesta-
ción emergente (en el sentido propuesto por Raymond Williams)
de energías conceptuales y creativas que solo en un momento más
tardío del proceso narrativo se establecerán como dominantes.
Esto se aplica en primer lugar al ámbito de la práctica de la ficción
en general. Por eso, coincidiendo con apreciaciones similares de
Araujo y Liscano, Miliani acierta al describir a Enrique Bernardo
Núñez como «un adelantado de las nuevas estéticas narrativas his-
panoamericanas»40. El despliegue de ejemplos podría ser vasto,
aunque el espacio solo nos permite apenas enunciarlos. En el con-
texto continental varios críticos han apuntado vínculos anticipato-
rios de la obra de Núñez con Alejo Carpentier y con su propuesta
conceptual y narrativa de lo real maravilloso41, así como con Rulfo
y su Comala, a la vez tan mágica y tan real42. En esa misma direc-
ción, habría que señalar las conexiones de Cubagua y de La galera
de Tiberio con la autonomía del mundo ficcional respecto del dato
histórico documentado y con las osadas incursiones en la dimen-
sión de lo fantástico que caracterizan el acercamiento de El mundo
alucinante a la figura de fray Servando Teresa de Mier. O con
los atrevidos anacronismos desplegados por García Márquez en la
construcción de su dictador ficticio (El otoño del patriarca, 1975)
y por Posse en su ficcionalización de Colón y el descubrimiento
(Los perros del paraíso, 1983). O con muchos elementos de con-
cepción y procedimiento, en especial la inestabilidad del estatuto
narrativo, el manejo productivo del intertexto y los anacronismos
desarrollados en Yo, el Supremo (1974), de Augusto Roa Bastos.
O con las inéditas desestructuraciones de la historia y la inclusión
309
del humor y la ironía en la novela histórica que arriesga Fernando del
Paso en sus novelas.
El proceso literario venezolano ofrece otros casos ilustra-
tivos, llamativamente diversos y a veces contrastantes entre sí, de
esas rutas marcadas por Cubagua: las atmósferas enrarecidas, de exa-
cerbada sensorialidad, de los mejores cuentos de Antonio Már-
quez Salas; la alternancia y superposición de temporalidades
visibles en los relatos de Caminos del amanecer (1941), de Ramón
Díaz Sánchez o en Memorias de una antigua primavera (1989), de
Milagros Mata Gil; la programática fractura del eje temporal, el
desdibujamiento de las certezas sobre tiempos, identidades o de-
sarrollos accionales y los extremados y retadores juegos verbales
que encontramos en La mano junto al muro de Guillermo Meneses
o en los arduos textos de Oswaldo Trejo; los productivos replie-
gues metaficcionales del mismo Meneses en El falso cuaderno de
Narciso Espejo (1952); o las exploraciones de universos populares,
orales y rurales, Orlando Araujo, Alfredo Armas Alfonso u Or-
lando Chirinos, a través de ópticas y racionalidades alternativas.
Las novelas venezolanas que de manera más destacada han
entrado a formar parte del corpus de la llamada «nueva novela
histórica», no dejan de mostrar sus nexos con la ficción de Núñez.
En primer lugar y de una manera general, porque participan sin
duda del impulso crítico y deconstructivo de las certezas sobre la
historia tan celosamente guardadas desde los centros del poder
y la ortodoxia académica. Comparten la insatisfacción de nuestro
autor con las versiones exaltatorias y pedagógicas del pasado que
fueron requeridas en su momento para establecer hitos identificato-
rios y apuntalar el surgimiento y consolidación de lo nacional, pero
que luego, a lo largo tanto del XIX como del XX y hasta nuestros
días, han devenido soporte legitimador de sucesivos regímenes
políticos y autoritarismos de toda laya.
Esta pulsión crítica de la historia es ejercida mediante múl-
tiples recursos de innovación ficcional que evocan las osadías de
Cubagua. Para ejemplificarlos, bastaría aludir a los experimentos
lúdicos de Miguel Otero Silva con la temporalidad y el lenguaje
en Cuando quiero llorar no lloro (1970), o a su construcción, en Lope
de Aguirre, Príncipe de la Libertad (1979), de una imagen invertida
310
del denostado personaje colonial para plasmar en él —previa de-
fensa de «los fueros del novelista»— una suerte de protofigura de
los ideales libertarios de Bolívar. Deberían mencionarse también
la hiperbolización barroca, los flagrantes anacronismos y la irre-
verencia erótica que destaca en toda la obra de Denzil Romero
y en particular en La tragedia del Generalísimo (1983), así como
la fragmentación del desarrollo accional, la multiplicidad de in-
tertextos y perspectivas y la percepción del imperialismo histó-
rico como prefiguración del contemporáneo en Abrapalabra (1980)
y en Pirata (1998) de Luis Britto García. No puede dejar de alu-
dirse, entre los múltiples ejemplos posibles, la semejanza de fray
Dionisio, capaz de recorrer los siglos como testigo transbiográfico
de la historia, con el avispado viejito de Los cuatro reyes de la ba-
raja, (1991), de Francisco Herrera Luque, y sobre todo con la ex-
cepcional protagonista de Doña Inés contra el olvido (1992), de Ana
Teresa Torres.
Poco leída y mal apreciada por la crítica nacional durante
muchos años, prácticamente ignorada fuera del ámbito venezo-
lano, la novela-isla de Enrique Bernardo Núñez proyecta pues sus
brillos de pequeña obra maestra en muchas direcciones. Proba-
blemente por esa razón, varios críticos actuales la vinculan con
diferentes tendencias estéticas de su momento. Pero el carácter
ruptural de Cubagua no se limita al espacio literario. El conciso
territorio de su textualidad alberga un doble movimiento de re-
sistencia que resultó ilegible para los lectores de su tiempo: una
rebeldía contra concepciones recientes y contemporáneas de la
narrativa de ficción y del género novela en particular y también
una insurrección crítica contra las modalidades historiográficas
vigentes de explorar y expresar el pasado. Como podemos apre-
ciar en los casos de Carpentier, Herrera Luque, Piglia, del Paso
o Tomás Eloy Martínez, la «pasión histórica» de Núñez desborda
los moldes disciplinares y genéricos de la historiografía, el perio-
dismo, la crónica y el ensayo, para encontrar en la hospitalaria
amplitud e «inconclusividad» de la novela su espacio de escritura.
Como dijera en otra oportunidad, con Cubagua, el ojo de la ficción
penetra la historia.
311
Cubagua y el fórceps del doctor Almozas*
Alejandro Bruzual
313
por la codicia2. El doctor Almozas, «médico, cirujano y partero»,
postula un lugar común de la cultura venezolana desde que Colón
creyó que allí se encontraba el Paraíso Terrenal: «En nuestro país se
puede hacer todo y todo está por hacer» (17)3, lo que cobra sentido
en la unión entre conocimiento y provecho personal, lo que obvia
los saberes locales y la tradición popular4.
Mientras el doctor Almozas habla, deposita en el suelo un fór-
ceps oxidado. Esta imagen funciona aquí como oxímoron, en cuanto
a que es un instrumento para ayudar al nacimiento de nuevos seres,
pero cuyas malas condiciones pueden causar su muerte. El desprecio
a la vida que otorga genera el asombro del gerente extranjero, testigo
del comportamiento indolente del médico. Precisamente, la imagen
cifra la disyuntiva entre fertilidad sexual y pobreza, creando además
una metáfora de múltiples equivalencias entre lo humano y el medio
natural, imágenes frecuentes en la novela: «Él mismo [Almozas]
314
tenía veinticinco hijos y unas plantaciones de coco» (18). Finalizando
su intervención, en un gesto entrecortado que intenta poner dis-
tancia entre civilización y barbarie, el doctor Almozas contrapone
ciencia —como instrucción para utilizar la técnica— y el vulgo
que, en realidad, está destinado a sufrirla.
La idea de que la tecnología y la ciencia se oponen al bienestar
de la comunidad recorre la narración, pero no como un hecho pre-
determinado por sus posibilidades intrínsecas —potenciadoras de
la producción y del desarrollo de las fuerzas productivas—, sino
en cuanto han sido aprovechadas para reforzar las relaciones de
poder y explotación ya establecidas, es decir, como un hecho ideo-
lógico en el sentido althussereano. Mientras, en la misma conver-
sación, el juez Figueiras afirma con sarcasmo: «El progreso llegará
a nosotros después de un milenio» (17), y el coronel Rojas varía el
motivo inicial con un ambiguo «todo puede hacerse y nada» (id.).
Es entonces cuando el recién llegado ingeniero Ramón Leiziaga,
representante del gobierno central, plantea el progreso como una
forma de beneficio personal, para lo cual está dispuesto a supeditar
lo nacional a intereses foráneos: «Siempre he acariciado grandes
proyectos: empresas ferroviarias, compañías navieras o vastas colo-
nizaciones en las márgenes de nuestros ríos; pero si logro una con-
cesión de esa naturaleza, la traspaso en seguida a una compañía
extranjera y me marcho a Europa» (id.)5.
En estos párrafos iniciales, y en particular con la imagen ale-
górica del fórceps oxidado, Cubagua ridiculiza la postura avaladora
del progreso propia de los intelectuales positivistas del gomecismo,
pero también la propuesta educativa gallegueana que ya era la
nueva concreción opositora, al menos la inscrita hasta Doña Bár-
bara, sumando una combinación de liderazgo de nuevos intelec-
tuales (Santos Luzardo y no Lorenzo Barquero)6 y apego a la ley.
315
En Cubagua, el progreso difícilmente puede estar personi-
ficado en Leiziaga, ya que este solo expresa intereses personales.
Más bien, el discurso del progreso funciona como falsa ideología
y así es ironizado en toda la novela. No es ni siquiera la concep-
ción de progreso ideal de la socialdemocracia criticada por Ben-
jamin en sus Tesis sobre la filosofía de la historia —de la humanidad
misma, sin término y de manera incesante—, sino una excusa para
la corrupción y el robo, es decir, una vez más, un argumento que
esconde una situación de despojo vertical, favorecida por la inefi-
ciencia tanto del gobierno como de los grupos de poder. Por esto
no es acertado pensar que Leiziaga sea iniciado en «el secreto de la
tierra», ya que en su confusión y en la incapacidad de controlar de-
seos irreprimibles traiciona esa tierra, a la que se refiere Núñez en
Una ojeada al mapa de Venezuela. Apenas surgido del areíto, gra-
cias a la iniciativa de fray Dionisio, se deja llevar por sus instintos
colonialistas, y manifiesta su deseo de poseer diez mil indios para
explotarlos y explotar las perlas. Confrontado con la historia que
lo construye como personaje, en el espejo del tiempo pasado, se ve
obligado al análisis sociohistórico que lo desemascara, desenmas-
carándose delante del lector. De ahí que no pueda, desde ninguna
perspectiva, ser la voz de un autor que —como sabemos— mantuvo
y radicalizó, precisamente, una postura descolonizadora: la nece-
sidad de un pensamiento y una acción armónicos con el espacio
social, con la naturaleza, con la nación.
De este modo, el grupo dominante queda caracterizado
desde el inicio por la evidente incoherencia entre discurso y práctica
real. Argumentación compleja, sin embargo, ya que implica que la
educación es una prebenda de las élites; el progreso, una instru
mentalización de la economía para beneficio de las compañías ex-
tranjeras, la burocracia parasitaria y los sectores locales poderosos;
por ello, la necesidad de que el gobierno esté en manos de un cau-
dillo y, de allí, el desprecio a la voluntad de las masas. Entonces,
las circunstancias sociales y la misma naturaleza están determinadas
y vistas como factum inapelable, y todo esfuerzo es considerado
316
inútil si no está dirigido al beneficio personal. Pudiéramos hablar
de una implementación ideológica, si se quiere, pero también aquí
se señala que la corrupción ha caracterizado la legalidad y la his-
toria latinoamericanas desde sus orígenes. Es el evidente ataque
que hace Cubagua al proyecto gomecista, actitud que Lasarte en-
cuentra en varios otros novelistas venezolanos que estudia como
representantes del postmodernismo: «la idea de una crítica siste-
mática —no ambigua como la de los modernistas— de la mo-
dernidad burguesa, de la idea de progreso y de la racionalidad
positivista; es decir, una común crítica del presente, visto como
decadencia cambalachesca o apocalipsis […]»7.
Estas ideas son puestas en juego en la evolución del joven in-
geniero, quien expone abiertamente sus ambiciones personales, aun
siendo representante del Estado, pero que cae en el juego de los
personajes populares, en particular, guiado por el misterioso fray
Dionisio y bajo la atracción de Nila. El primero es un misionero
asimilado (tiene un diente de caimán en el rosario), extraña com-
binación del padre De las Casas —quien, sin embargo, era domi-
nico, mientras este es franciscano— y de los viajeros coloniales8,
mediador entre lo español y lo indígena, él es el verdadero faraute
(como se titula el último capítulo y se llama uno de los barcos que
van a la Cubagua-isla), es decir, guía, traductor y mensajero de cul-
turas y conocimientos, pero también figura del testigo, del que ve,
puede y sabe narrar. Nila, en cambio, está llena de otro tipo de mis-
terios —como se verá más adelante en su construcción simbólica—
como figura impenetrable, es lo no capturable, objeto del deseo
siempre inalcanzable de los otros personajes y de la novela por igual.
Leiziaga, como un colonizador moderno, se ve atraído por
las huellas de petróleo que ve en el mar, que son huellas de tiempos
antiguos, ya que era recogido por los indígenas como recurso me-
dicinal y enviado a Europa desde el mismo siglo XVI. El interés
317
por el petróleo también flota en sus palabras, como en toda la na-
rración: «sus palabras forman círculos en el silencio» (72). Inten-
tando rechazar las consejas de fray Dionisio, le dice: «El pasado,
siempre el pasado. Pero, ¿es que no se puede huir de él? Sería
mejor que hablásemos ahora del petróleo» (39). Leiziaga imagina
la isla transformándose en un campo petrolero —la modernidad
petrolera que ya comenzaba en Venezuela—, mezclándola con
la primera época colonial y poblándola de esclavos africanos9.
Núñez presenta esto gracias a un hábil manejo del lenguaje, en una
sucesión de escenas fuertemente visuales, casi cinematográficas,
apelando al montaje y al bricolaje —el letrero que evoca la muerte,
por ejemplo—, efecto estilístico con el que había alcanzado ya re-
sultados notables en los pasajes bélicos de Después de Ayacucho10
318
(1920). Se sintetiza aquí el encuentro de los extremos temporales
de la obra, narrado todo en presente y sin solución de continuidad,
como visión de futuro:
319
estratégicamente con la hechicería, produciéndose luego la degra-
dación del aristócrata milanés, quien debido a un intento de robo,
va a la cárcel y, finalmente, se suicida con su propio veneno.
Es así como las perlas ejercen su capacidad de atracción sobre
los conquistadores y de simbolización histórica12, mientras el pe-
tróleo, su carga augural de futuro. En realidad, en la novela no se
da una sustitución entre estos dos productos naturales, sino una su-
perposición de los procesos históricos de explotación, lo que debe
ser visto como variaciones de una misma lógica económica de ex-
tracción intensiva y rentista, que trae como consecuencia la destruc-
ción del entorno y la pobreza local. Es por ello que fray Dionisio
insiste en que Leiziaga oiga la naturaleza —en el sentido de una
cultura transhistórica que relaciona habitantes y mundo natural—,
tanto como que tome conciencia de sí mismo en lo acumulado en
su línea genealógica y simbólica, intentando romper el fracaso con-
tinuo que representa su presencia, en la línea del comportamiento
expoliador que va de Lampugnano a Leiziaga. Luego del areíto,
se desencadenan los sucesos de la decadencia de Leiziaga, que son
equivalentes a los de Lampugnano, como una suerte de oráculo au-
tocumplido. Roba las perlas imaginando una explotación mayor de
los placeres, mientras que, de manera singular y simbólica, muere
el sucesor simbólico de los guaiqueríes, Martín Malavé, uno de los
pescadores esclavizado por deudas familiares.
En contraste a un Santos Luzardo, que impele al cumpli-
miento de las leyes que lo favorecen, imponiendo documentos y
cercas a las propiedades sin interesarse en discutir el estado de de-
recho que las sustenta, Leiziaga interviene la pesca clandestina de
las perlas como fiscal del ministerio público, pero no lo hace para
que se cumpla la ley, sino para apropiarse de ellas, lo que repre-
senta también un robo al Estado. En realidad, el hecho novelesco
lo presenta como una cadena de irregularidades. Leiziaga actúa en
términos individuales sobre el robo concertado por los pescadores
12 No hay que obviar que las perlas de Cubagua fueron un atractivo funda-
mental para la llegada de navegantes de otras naciones, en exploraciones
colonizadoras rivales a las de España. Véase Charles Gibson, «Spain and
the New World», en Spain in America, Nueva York, Harper, 1966, p. 12.
320
—un grupo popular—, con la intermediación de un extranjero
—el sirio Hobouac—, por lo que es hecho preso. Luego de esto, el
historiador académico Tiburcio Mendoza —que habla del «alma
de la raza»13— se roba las perlas de Leiziaga, junto con el texto
en el cual este había relatado lo sucedido en la isla (quizás el ca-
pítulo del areíto), con el cual Mendoza escribirá «Los fantasmas
de Cubagua». Acto seguido, el juez Figueiras intenta que Leiziaga
le dé alguna de esas perlas a cambio de su libertad, concluyendo
que «están ahí para que todo el mundo se beneficie de ellas y per-
judicar al fisco es siempre agradable» (105). Como se ve, son robos y
ambiciones de robo que señalan una sed corrupta que socava todas
las instancias y registros sociales. Es esa la codicia que resuelve el
contrasentido riqueza-pobreza que se había discutido al inicio de
la trama. Leiziaga, buscando a Nila y huyendo de la ley que decía
representar, irá al Orinoco o volverá a Cubagua14 —en los dos fi-
nales de la novela que se conocen—, pero nada habrá cambiado
porque es una historia pendiente de resolución, como se intuye de
su última frase: «Todo estaba como hace cuatrocientos años» (111).
Cubagua —precisamente el primer asentamiento español en el
territorio que se llamaría Venezuela— marca el momento fundador
problemático de la nación. Este nacimiento territorial-productivo
321
pareciera ser planteado en la novela en términos similares a la
imagen del fórceps del doctor Almozas, que en el denso len-
guaje metafórico queda ratificado como posibilidad doble, la de
la fecundidad y la indolencia tanática: «Venía de usarlo en un
parto muy laborioso. Gemelos. El caso es frecuente en la isla» (18).
Cubagua, desdoblando la historia en el presente —y no al con-
trario—, alegoriza el trauma que produciría una modernización
planteada sobre las mismas bases de un pasado fallido, el de un
proyecto de explotación irracional de las riquezas en desarmonía
con el entorno natural y a costa de la vida de sus habitantes. Por
eso se habla de relaciones coloniales sucesivas, obviando el período
independentista, para reactuar la paradoja con la cual se inicia la
trama en la figura del fórceps que «hacía pensar en aquella gente
tan pobre y tan fecunda» (id.). Son casi las mismas palabras que
Núñez utilizaría, años más tarde, en su discurso de incorporación
como miembro de número a la Academia Nacional de la Historia:
322
una cierta relación con su obra anterior, en cuanto a que si la Inde-
pendencia había funcionado como fuerza expansiva, liberadora, no
había cohesionado la nación, y de allí que las sucesivas luchas ci-
viles jugaran con la idea de la concreción de las promesas indepen-
dentistas, lo que es reflejado en Después de Ayacucho. La hegemonía
producida por la misma Colonia y reproducida en la República, aún
expuesta a la permeabilidad producto de los avatares de las guerras,
no logró adquirir ni siquiera la representatividad artificial que tuvo
en gran parte del resto del continente, y quizás fuera por esto que
no lograra convertirse en ficción fundadora17. Cubagua, en cambio,
se centra en la imposibilidad de conciliación nacional en el nuevo
estadio socioeconómico que se abría con la explotación petrolera,
escenificando, una vez más, el fracaso de las relaciones amorosas
asimétricas de clase, educación y raza (Ortega-Nila, Leiziaga-Nila).
Reactivando el pasado de la explotación perlífera (y no de las cul-
turas indígenas en sí), evidenciaba una contradicción in nuce: la
imposibilidad de establecer un vínculo armónico entre pensa-
miento y potencialidad territorial (perlas-petróleo), en el marco
de los reacomodos de las relaciones neocoloniales. Por ello, el pro-
yecto de nación basado en el usufructo del petróleo estaba también
signado por el fracaso. El supuesto «motor de progreso», vinculado
a la nueva empresa, actuaría como el fórceps oxidado: tecnología,
ciencia, saber y liderazgo servirían para cimentar el desprecio y
el deterioro de la calidad de vida, la mengua de las posibilidades
y potencialidades de las mayorías.
Se plantea, así, una paradoja radical en Cubagua. Si la Ve-
nezuela colonial no tuvo proyecto propio —pues formaba parte de
guerras del siglo XIX: bandos y clases sociales enfrentados. Pero también
de Doña Bárbara, que hace que las guerras civiles del XIX —representadas
en los enfrentamientos entre los Barquero y los Luzardo— se resuelvan
a favor del futuro ideal que representa Marisela educada.
17 La similitud de la suerte de los personajes patriarcales Guillermo Feder-
mann de Sol interior y Gaspar Montenegro de Después de Ayacucho, así
como la del mismo Leiziaga aunque más problemática, representa clara-
mente no solo la decadencia de la clase oligárquica de finales del XIX
y principios del XX, y sus intentos de reacomodo social y económico, sino
también su fracaso histórico como clase hegemónica.
323
la economía imperial española, centrada en la explotación inten-
siva, no en su desarrollo—, y el acto independentista en el XIX
no logró consolidarla como nación, en el sentido de una funda-
ción que quedó pendiente —historia frustrada, la llama Orlando
Araujo—18, la avanzada neocolonial alrededor del petróleo inten-
taría postular una nación moderna sin proyecto propio19. Quizás
por esto, Guillermo Sucre ha definido la preocupación de Núñez
como la de un fundador, el que busca en lo inédito, en lo «aún no
construido», en lo no escrito: «Con paciencia, con esa lucidez de
los solitarios, supo encontrar los que podrían ser los grandes li-
neamientos de una acción colectiva»20. Y esta acción sería el acto
descolonizador que pasaría por el rechazo de la persistencia cau-
dillesca, hasta llegar a manos de un pueblo dispuesto a producir
y reconocer a sus propios dirigentes, como el mismo Núñez insinuó
al decir que «fundar un país es una empresa hermosa y grande. No
puede ser obra sino de un pueblo. Pero ese pueblo ha de encontrar
dirigentes capaces, con visión bastante, que defiendan su territorio
y encaucen y favorezcan el esfuerzo de los pobladores…»21.
324
Es evidente que Núñez está consciente de que ningún grupo
dominante —Leiziaga tanto como el resto de los notables que par-
ticipan en la discusión inicial— va en contra de la inercia que lo fa-
vorece, ni rompe el marco de su hegemonía y que, en ese sentido,
escriben solo su propia historia. Si «el secreto de la tierra» estuviera
en sus manos —de no ser una contradicción—, sería insuficiente.
En su sorprendente discurso ante académicos e historiadores ofi-
ciales, Núñez planteó —con énfasis benjaminiano— la necesidad
de profundizar en la otra historia, la no escrita, la historia de los
vencidos, la del hombre común 22, «que brota con la sangre misma
de las entrañas de un pueblo», que podría producir una «historia sin
mentalidad colonial, aunque con ímpetu colonizador»23. Y como
si se refiriera a sus dos últimas novelas, agregó que «solo ruinas
señalan el paso de todas las dominaciones. La otra, la que puede
llamarse doméstica, está siempre pronta a recobrar su imperio»24.
Es decir, había necesidad de pasar por encima de los lazos colo-
niales (y republicanos), que más bien enturbiaban la posibilidad de
reconectarse con esa historia previa a la irrupción conquistadora,
y establecer no una nostalgia sino, precisamente, un proyecto
nacional viable: «El mismo débil trazado de la colonización espa-
ñola que todavía mantiene sus ataduras sería apenas un accidente
325
entre nosotros y un pasado inmemorial»25. Ese era el sentido de su
paradójica colonización descolonizada del futuro, la conquista de
una tierra y una libertad perdidas, que el imperialismo expresado
en inversión de capitales —es decir el neocolonialismo— no hacía
sino profundizar, como dirá con claridad años más tarde26. Así, no
eran solo las tensiones producidas por el intento de desarrollar las
fuerzas productivas, sino un problema que fundamentaba valores
transcendentales en una búsqueda descolonizadora: «Pero los pue-
blos tienen otras razones más allá de contingencias económicas.
Tras esa historia económica o de los economistas puede hallarse la
pasión de un pueblo por su libertad»27.
Como en Una ojeada al mapa de Venezuela, en la Cubagua
destruida de Cubagua los tiempos de la cultura nacional encuen-
tran territorialidad, es decir, la historia y la palabra dispuestas
a darle destino. Al igualar los dos extremos cronológicos, Núñez
hace ver la historia como frustración. Cubagua no es una propuesta
optimista (como sí lo es Doña Bárbara), sino un diagnóstico que
implica un terrible presagio28. Es la historia no como continuum
ni como repetición, sino como duración, ruinas planteadas ya no
como restos marchitos de lo que fue sino como constancia de una
incompletud constitutiva que no ha sido superada. En realidad,
es la otra cara tanto del progreso teleológico como de la misma
25 Ibid., p. 214.
26 Cf. «Batalla por el país», en El Nacional, Caracas, 3 de octubre de 1950,
recogido en Bajo el samán, ob. cit., p. 16.
27 «La Historia de Venezuela», ob. cit., p. 214.
28 Es ese sentido premonitorio del espíritu vanguardista que Ángel Rama
otorga a los outsiders de la literatura latinoamericana de esos años: «La con-
dición profética de ciertos textos narrativos solo es reconocible, como en
toda profecía que se precie de serlo, cuando tardíamente se produce la reve-
lación luego de un período más o menos largo de oscurecimiento y desdén
respecto a sus significados. Es uno de los artilugios peculiares del espíritu
vanguardista que ha permitido cultivar, casi sistemáticamente, la margi-
nalidad, la contracorriente, la sempiterna apuesta a cien años, al punto que
la literatura latinoamericana de hoy parece cargada de esos mismo futuros
outsiders o de esas mismas futuras obras proféticas». Véase Ángel Rama,
La novela en América Latina. Panoramas 1920-1980, Colombia, Instituto
Colombiano de Cultura, 1982, p. 122.
326
circularidad —que ha sido con énfasis señalada en la novela como
un tiempo mítico—, en cuanto a que la carencia como perma-
nencia patentiza el fracaso de un futuro fundamentado en bases
precarias o en un supuesto origen ideal. Ni hacia delante ni hacia
atrás. Más que interés por «lo muerto del pasado», ni su reinterpre-
tación como condicionante inevitable de un futuro sin posibilidad
de cambio, cuando Núñez apela al pasado del pasado emprende la
búsqueda de una potencialidad viva que pueda negar la constitución
colonial persistente, e ir de ella hacia el futuro. La escritura misma
expresa esa posibilidad y necesidad de proseguir una historia en-
tonces detenida. De allí, esa frase que anticipa la imagen final del
Dédalo e Ícaro de Dario Fo, que promueve confrontar directamente
la realidad, construirla desde lo más bajo y terrenal, y no a huirle
hacia la utopía: «Quizás sea el arte el llamado a despertar esa virtud
creadora. Un arte que ha de llenarse de tierra las manos»29. Tierra
que llama lo cultural, nuevamente, en cuanto relación geografía-
cultura como vínculo estructurante de un proyecto descolonizador,
y no un ámbito de carencias o de mero misterio. Inscripción crítica
coherente que involucra su factura estética, como afirma Niemeyer:
327
el país como si la cotidianidad se desdoblara en desarrollo lite-
rario. Además, había percibido un gesto secular en los nombres
repetidos de sus habitantes, en sus costumbres y en la reiteración
de las ruinas. Esta es la experiencia que el autor va a plasmar en
la escritura, describiéndola luego en su discurso como una suerte
de inconclusión y como una deuda frente a la permanencia de la
dominación. Y lo plantea por medio de la contraposición entre
personajes-genealógicos —que aparecen en sus tres novelas, hasta
entonces: Federmann, Montenegro y Leiziaga—, presentados
como historia acumulada de los grupos articulados de diversas
maneras al poder, y una fuerza móvil, constantemente reformu-
lada, que se le opone como pueblo, también en muchos sentidos
acumulada (los conquistadores del pasado que son los pescadores
del presente). Para Núñez no se trataba de una discusión histó-
rica o de la mera prolongación de la leyenda negra española, sino
de sopesar las relaciones económicas y las realidades sociales del
momento, entendiendo —como Benjamin— la doble continuidad
de las categorías de dominadores y de dominados, colocándose del
lado de estos últimos:
328
Núñez dice en su discurso:
329
problemática en las Antillas34 —despojo, colonialismo, escla-
vitud, exterminio de poblaciones, procesos reales de aculturación,
mezcla racial forzada, etc. que fue transvasada a la conquista de
Tierra Firme, como afirma González Echeverría—35, Cubagua
fue el primer desengaño colonial de cierta magnitud, paralelo
opuesto y coetáneo a la gesta triunfante de México. Fue el primer
asentamiento colonial donde quedó en evidencia la máxima con-
tradicción de su lógica. Allí se comprobó, con muy poca reso-
nancia sobre la avaricia conquistadora que apenas comenzaba, que
la explotación colonial desmedida iba en contra de sí misma. Lo
que más tarde Bartolomé de las Casas denunció como incumpli-
miento de las nuevas Leyes de Indias, por las que tanto había lu-
chado: «Y con color de que sirven al rey, deshonran a dios y roban
y destruyen al rey»36. Luego del agotamiento de los placeres de
perlas y del maremoto que destruyó la ciudad, no se llevaría ade-
lante ninguna otra explotación, ni intento colonizador en la isla
hasta el día de hoy. La destrucción de Cubagua fue total. Mariá-
tegui reinterpretaría este argumento en clave marxista como fracaso
del desarrollo de las fuerzas productivas, para destacar lo ya dicho
34 Este locus no es casual. Aunque estamos lejos de creer que Cubagua sea
una novela «opositora» a la dictadura, en el sentido en que lo fueron las de
Pocaterra o Blanco Fombona, las islas en esos mismos años eran reductos
asiduos de los emigrados políticos venezolanos. En la peculiar novela
Odisea en tierra firme (1931), de Mariano Picón Salas, hay una significa-
tiva circularidad en torno a las islas. El libro comienza y termina en ellas.
De alguna manera, podríamos decir que si la conquista va de las islas
hacia Tierra Firme, luego, al otro extremo del tramado histórico donde
se ubica la novela, los estudiantes confabulados en contra de Gómez in-
tentan ir desde esas mismas Antillas a la reconquista del país en un gesto,
entonces, neocolonizador letrado.
35 «Fue por lo tanto en el Caribe donde la problemática específica de la cul-
tura latinoamericana comenzó a cobrar forma. El colonialismo, la escla-
vitud, la mezcla y la lucha de razas, y en consecuencia los movimientos de
revolución e Independencia, ocurren todos primero en el Caribe». Roberto
González Echevarría, Alejo Carpentier: El peregrino en su patria, México,
UNAM, 1993, p. 33.
36 Brevísima relación de la destrucción de las indias, Madrid, Castalia, 1999,
p. 75.
330
por De las Casas, que la desgracia de la población indígena no be-
nefició al reino, como tampoco a la República, ni beneficiaría el
proyecto de nación moderna.
Entonces, el fórceps oxidado que da vida a la nación por
medio de una experiencia traumática como mera violencia explo-
tadora en la Cubagua-isla es previo a la configuración de un dis-
curso del fracaso de la Conquista, en los términos analizados por
Beatriz Pastor a partir de la quinta carta de relación de Hernán
Cortés37. Por tanto, la trama de Cubagua puede ser entendida
como una reelaboración variada de dicho discurso, pero no por
una naturaleza hostil que impide el éxito de la empresa coloniza-
dora —«la derrota del hombre por la naturaleza y su impotencia
total ante ella»—38, como en parte lo fue por el maremoto que
destruyó la Nueva Cádiz de Cubagua, sino porque para Núñez la
naturaleza ratificó el fracaso de ese hombre conquistador, de su
forma de explotación, de su incapacidad para relacionarse con una
naturaleza-pueblo de manera armónica. Esta idea es mucho más
explicativa, en cuanto radicaliza la responsabilidad del conquistador
y no su debilidad.
De este modo, Núñez —tanto como Mariátegui— rechaza
la visión teleológica de la historia latinoamericana, en la imagen
del mar opuesto al río heraclitiano, en cuanto va y viene, superpo-
niéndose, mezclando sus aguas. «Tres días, quinientos años, se-
gundos acaso que se alejan y vuelven dando tumbos en un sueño,
en la luz de días inmemoriales. Espuma» (95). Por él viajan Lei-
ziaga y el lector hacia los escollos del tiempo de la Cubagua-isla. El
tiempo del mar «es la eternidad» para el pescador» (99). Mar cul-
tivable, dice la novela contraponiendo una cita oblicua a Bolívar:
331
«¿Quién ha dicho que es inútil arar en el mar? […] El mar, como
la tierra, da oro y pan» (23). Para llegar, más adelante, a la sorpren-
dente conclusión de que «el mar es comunista» (91).
El tiempo problemático de la narración funge, entonces,
como categoría principal de todas las transfiguraciones y meta-
morfosis de los personajes, si inestables en lo narrado por su cons-
titución plural no por ello confusos, planteando sobre el tramado
novelesco formas distintas de reconocimiento de una realidad y
de una historia no unívoca y en conflicto. La obra es producto del
lenguaje que da una imagen dialéctica del tiempo, en el sentido
benjaminiano de que «no es así que lo pretérito arroje su luz sobre
lo presente o lo presente sobre lo pretérito, sino que es imagen
aquello en lo cual lo ido comparece con el ahora, a la manera del
relámpago, en una constelación»39.
A diferencia del énfasis que se ha hecho sobre el tiempo cir-
cular —entendido como el eterno retorno en el sentido de Mircea
Eliade—, creemos que la idea en Núñez es mucho más compleja
y múltiple, presente en la acción temática40. Estarían por igual re-
presentada la visión cíclica y la teleológica, la primera como evo-
cación de un momento precapitalista, idealizado en el pasado
indígena, y la segunda, en el tiempo de la producción y de la ex-
plotación, en una inscripción lineal —tiempo homogéneo y vacío,
lo define Benjamin— propia y apropiable por los que detentan el
poder, en cuanto productos y herederos de ese tiempo. De allí la
actitud descolonizadora de Núñez de conflictuar la historia como
332
sustento de la ecuación explotadora. La pluralidad temporal es la
posibilidad de pensar un futuro distinto, y la repetición es solo
una de las opciones estructuradoras del texto, y no su propuesta
definitiva. Cuando Leiziaga plantea llevar agua de Cumaná a Cu-
bagua en pipas, para vencer la sed de la riqueza41, fray Dionisio
lo confronta con la relatividad del tiempo, anulando el esfuerzo
humano colonizador-expoliador, diciéndole que lo mismo se
había propuesto cuatrocientos años antes —es decir, sin haber lo-
grado cambiar la situación—, los cuatrocientos años de la nación:
«Verdad que es poco tiempo» (36). El religioso refuerza, así, la
ausencia de un tiempo transformador, asociando explotador y re-
curso, aludiendo sin nombrar la identidad Lampugnano-Leiziaga,
como más tarde el narrador lo hace en un simple desplazamiento
del sujeto de la oración (del primero al segundo, sin diferenciarlos)
y una eficiencia estética y conceptual sorprendentes: «Vendía el
mismo óleo que ahora ambicionaba» (52).
El areíto es el capítulo central del planteamiento temporal,
en el que se representa el encuentro de mito e historia. Se ha inter-
pretado como un rito de iniciación, así como una bajada del pro-
tagonista al infierno, pero es literalmente su participación en un
ritual indígena que realizaban los pueblos del Caribe con un sen-
tido fundamental de inscripción histórica. Con muchas variantes
y manifestaciones, consistía en un cantar-bailando hechos del pa-
sado, tomando bebidas alcohólicas y hasta realizando sacrificios
humanos. Fernández de Oviedo define que «solos sus cantares,
que ellos llaman areitos, es su libro o memorial que de gente en
gente queda, de los padres a los hijos, y de los presentes a los veni-
deros…»42. Núñez apoya esta idea de inscripción escrituraria en lo
41 Aquí está tematizada también la posibilidad de una teoría del valor, que
hace equivalente diversas formas de explotación de los recursos —mag-
nesita, perla, petróleo, fertilidad de la tierra—, frente a la ausencia de agua
imprescindible para la vida. Es la confrontación entre la riqueza deseada
y la muerte o la locura real que metaforiza la experiencia histórica del Do-
rado. Riqueza-tierra para los otros y pobreza-muerte para sus pobladores.
42 Gonzalo Fernández y Oviedo, Historia general y natural de las Indias, Islas
y Tierra Firme del Mar Océano, lib. V, cap. 1, recuperado en: http://www.
ems.kcl.ac.uk/content/etext/e026.html#d0e10474
333
musical, cuando dice en la novela que eran «los areítos en que se
refiere la historia al son de flautas y atabales» (58), así como que los
indígenas «cantaban historias de sus pasados» (83). En él se lleva
a cabo el encuentro de personajes de diverso origen y constitución
temporal, interactuando en lo que —podríamos pensar— es el úl-
timo estadio de esa historia. A los hechos memorables indígenas se
les agrega la destrucción y la muerte causadas por la invasión colo-
nizadora, llegando al momento de la modernidad neocolonizadora
que representa Leiziaga. Además, se mezclan la instancia mítica
de Vocchi, vestido de blanco y en posición de loto, la referencia
a la cacica Erocomay en la presencia de Nila, siendo fray Dionisio
el conductor y catalizador de todos los tiempos involucrados.
En efecto, es la temporalidad la clave de lectura de Cubagua.
Temporalidad como ilusión y decadencia, expresada con la preci-
sión poética que ya algunos críticos han destacado. Esta se pro-
duce a través de símbolos de permanencia del pasado fracasado,
a través de una fuerte relación entre los motivos de la trama y el
tema de la novela, funcionando no solo como mero recurso lí-
rico. Las campanadas de alguna iglesia «caen pesadas, monótonas,
marcando inútiles el tiempo» (12)43, «las sierras y labranzas resecas
no impiden el aire embalsamado» (11); «fábricas abandonadas desde
hace mucho tiempo» (id.); «árboles dormidos en el aire cremoso»
(30); «sobre la isla sórdida caía un velo ceniciento» (51); «el oro de
los reinos esfumados en la niebla de los ríos» (82)… Es el tiempo
de la vida y de la historia nacional como paradoja de un tiempo que
pasa y que se queda, expresado por Leiziaga al llegar a Margarita:
«Deseo huir de todo esto, porque hoy los años son días y aquí los
días son años» (18). Pero el protagonista no logrará huir de él, pues
gracias al areíto, se descubre parte de una trama que lo desborda,
así como de una historia hundida en su presente que tiene que des-
cubrir: «Todo aquello ha pasado en un tiempo demasiado fugitivo,
como el que comienza ahora» (24).
La novela también teoriza tiempo y permanencia como le-
yenda —con dejos modernistas—, por ejemplo cuando se relata el
encuentro entre Lampugnano y Arimuy en la cárcel:
334
Una y otra vez desgranarían las mazorcas, una y otra vez cuajaría
el racimo de mayas, y aquel beso suyo continuaría encendido en
otras bocas, del mismo modo que las rosas son iguales, diríanse
las mismas odorantes rosas de hace millares de años, y las es-
trellas siguen brillando largo tiempo, aun cuando rueden yertas
y mudas en el espacio (58).
335
desde una perspectiva lineal, buscando reducir sus posibilidades
significativas a una razón única, progresiva y estable.
Como ya hemos adelantado, el antihéroe Leiziaga es de-
sarrollado en espejo o por superposición al personaje del conde
Lampugnano, quien protagoniza el capítulo dedicado a la Nueva
Cádiz de Cubagua. Sus desarrollos son paralelos, pero se cruzan
en el delirio de Leiziaga en la cárcel: «Te ruego te apartes de mí.
Somos uno mismo, realmente no tengo necesidad de verte» (103).
Ambos representan una manifestación de la violencia en nombre
del Estado, el desapego a la tierra —en los términos de Núñez— y
la codicia irrefrenable del explotador como hybris que los conduce
a la caída. Representantes de técnicas modernas, como intentos
de renovación del capital en un ámbito de persistencia de la acu-
mulación primitiva, casi feudal en el caso colonial, escenifican
además una equivalencia entre progreso y corrupción en la pers-
pectiva del libro. Incluso, en esta dirección, habría que pregun-
tarse por el sentido alegórico que cobra el que los indígenas en
rebelión —quienes serían relevados por la máquina de Lampug-
nano— fueran quienes la destruyeran como una defensa no solo
de la naturaleza en sí, sino también como una forma de resistencia
a estadios más sofisticados de dominación. No es ese el progreso
que se desea (si es que se desea alguno) desde abajo.
La continuidad de fray Dionisio de la Soledad, en cambio,
es literal en la trama, pero solo en cuanto a que fuera posible un
mismo-distinto en el tiempo, de allí que la transformación de su
apariencia no ponga en duda la unicidad de su personaje, acep-
tado como tal por los otros personajes, detalle fundamental en la
definición de la verosimilitud planteada. El narrador señala que
su edad es indefinible, «próximo a convertirse en un montón de
ceniza» (35), similar a figuras carcomidas, borrosas, como si es-
tuviera vivo y muerto al mismo tiempo, y él mismo posee su ca-
beza decapitada. Y explicita su permanencia cronológica con un
giro acertado del lenguaje, en la conjunción de tiempos verbales
distintos, cuando dice: «Fray Dionisio comenzó a hablar confusa-
mente del pasado, de las cosas exteriores y de sus relaciones con
lo que ha sido y es hace trescientos, hace miles de años» (39);
o cuando dice: «Tal día como hoy debo partir para las Misiones de
336
Oriente» (82). Su presencia es mediadora en el encuentro cultural,
fungiendo como un eficaz transmisor de la historia no escrita de
los indígenas, una vez destruida su comunidad «comenzó a re-
velarle [a Nila] secretos en que Rimarima había comenzado a ini-
ciarla. Fue este un signo de reconocimiento, la señal de que podía
confiarse a él» (69). Fray Dionisio representa, entonces, una salida
para las dos razas basada en la comprensión de las similitudes es-
pirituales primigenias, en el verdadero apego a la tierra y opuesto
a la codicia de Leiziaga. Se desenvuelve en un marco de equivalen-
cias entre culturas o, quizás, en una coexistencia posible dentro del
marco del estrato dominado, donde se instala y al cual se adapta,
y no desde el hegemónico que ordena el espacio y la jerarquía de
las culturas subalternas. Desde este punto de vista, la degradación
del personaje Leiziaga-Lampugnano simboliza la degradación de la
cultura impuesta.
Nila Cálice es el personaje de mayor significación simbólica
de la novela, y el más propiamente dialógico de todos. Su nombre
la lleva de inmediato a Vocchi, en cuanto a sus relaciones con civili-
zaciones antiguas, pero su apellido cobra connotación cristiana por
el lado de la cultura española. Construida a través de la voz popular
tanto como por el narrador, en igualdad de condiciones, ella es ima-
ginada desde los otros personajes, formada por puntos de vista múl-
tiples, no siempre coincidentes. Lo dice el mismo texto: «En cada
uno, al verla, la visión persistía de un modo distinto» (15). Es hija
del cacique de los tamanacos Rimarima —vinculados a Guayana,
a los grandes ríos, Orinoco y Caroní— y, a la vez es discutido que
sea hija de Pedro Cálice, quien, por su parte, es un leproso dueño
de trenes de pesca en el siglo XX46 y un negrero en la Cubagua del
siglo XVI. Interpretada y funcionando desde las dos culturas, Nila
queda vinculada a dos divinidades femeninas, la Diana romana47
46 Creemos, y hasta ahora nunca se ha dicho, que en Cálice hay una evoca-
ción al poeta de Araya Cruz Salmerón Acosta, quien muere por causa de
la lepra en 1929, en su pueblo natal de Manicuare. Su padre era dueño
de trenes de pesca. Apartado de la sociedad, como el personaje de Núñez,
Cruz Salmerón se negó a ir a un leprocomio.
47 La escultura de Diana Cazadora, llevada a Cubagua por Lampugnano en la
novela, es robada por los indígenas, quienes la ven como una diosa natural.
337
y la amazona Erocomay, cuyo «amor [era] deseado y temido» (84)48.
Si la primera está asociada a la luna, la segunda es la tenue luz de
una luciérnaga. Como ellas, es inalcanzable para los hombres y
opuesta a Cuciú, la india prostituida. Nila es la resistencia múltiple
de lo indígena —como concepto—, representante de una voluntad
descolonizadora y de una conciencia en sublevación. De allí que sea
equivalente a la insurrección no subyugada de Arimuy (que no tiene
personaje paralelo en el siglo XX): «es la iniciación de una lucha que
no ha terminado aún, que no puede terminar» (61). Por otra parte,
es la firmeza de los valores originales de su tradición subalterni-
zada: «los rasgos puros de una raza tal como debió ser antes de que
el pasado les cayese en el alma» (15). Reúne así la simbología plural
de lo indígena49, pero plantea la alternativa de la calibanización de
la cultura avasallante, para revertirla en contra del poder domi-
nador. De aquí que su educación sea un equivalente por oposición
a Leiziaga y, en última instancia, a Marisela en Doña Bárbara.
Por esto, el narrador la presenta como una mujer moderna que va
a formarse en Europa y en la universidad norteamericana de Prin-
ceton, por consejo de fray Dionisio, ya que «era preciso poseer la
fuerza del enemigo, conocer el misterio de la máquina» (69). Fi-
nalmente, expresa rebeldía y altivez ante el poder —fuetea la cara
al secretario Arias que la acosa—, asociada a la insurrección de
Lope de Aguirre, lo que queda reforzado con el nombre del barco
La Tirana, dedicado a ella.
Sorprende que en una Venezuela entonces patriarcal, donde
la mujer parecía vislumbrar solo dos salidas extremas, la voz in-
timista y reaccionaria (en cuanto a refutar los tiempos) de Mamá
338
Blanca o la de una Doña Bárbara que impone su razón mascu-
lina50 —«Varona» la llama Liscano—51, Nila, quien también se
viste de hombre y monta a caballo como expresión de moder-
nidad, hable de la violencia a toda una raza, a un pueblo, desde
los orígenes de la confrontación cultural sobre la que se erige lo
social, la violación fundadora como trauma52. Ella introduce un
erotismo fuerte en la novela, porque su condición inabarcable, in-
conquistable, la coloca en el ámbito del deseo, de la aspiración, de
la necesidad. Quizás su ascetismo permanece del lado de lo sa-
grado que su apellido sugiere, allí donde se cruza con la violencia
de un orden descompuesto por la avaricia y la acumulación. En-
tonces es inalcanzable, ella impone condiciones previas, en una
profundización de las luchas reivindicadoras del colectivo, con un
fuerte dejo femenino:
339
a ella con un impulso ciego e ignora que él apenas es un instru-
mento. […] No es hora de pensar en el amor. Primero será preciso
recuperar la vida (70-71).
53 Según Carrera, fue Pocaterra, en su novela Tierra del sol amada (1918), el
primero que hizo la conexión entre los conquistadores y los norteameri-
canos que explotan el petróleo en Venezuela, lo que sería repetido luego en
algunas de las pocas novelas venezolanas que se refieren o hacen alusión al
tema (La novela del petróleo en Venezuela, Caracas, Consejo Municipal del
Distrito Federal, 1972, p. 10). La complicidad interna, otra de las caracte-
rísticas que señala este crítico como «carácter corrompido y corruptor de la
340
El pescador los increpa: «No importa. Pueden venir todos. Noso-
tros siempre quedamos» (23). Una vez más, la fina escritura crea
una ambigüedad doblemente significante, cuando Stakelun res-
ponde que el otro también es invasor, sin que el lector pueda dis-
cernir a quién se dirige (Cedeño o Leiziaga) —como opuesto a la
sangre indígena—, lo que debe relacionarse con el hecho de que
en un capítulo posterior se descubra que el nombre de Antonio
Cedeño corresponde también al de un cruel conquistador del siglo
XVI. De esta manera, Núñez escapa del esencialismo y el ma-
niqueísmo que campea en las ideas sobre el «pueblo mestizo» en
esas primeras décadas del siglo, y de la dicotomía blanco-español-
dominador e indígena americano-explotado54.
El manejo peculiar de la sintaxis expresa la complejidad
temporal de la novela y de los personajes a través de un empleo
particular de las concordancias, los tiempos verbales y los géneros,
con los cuales el autor ratifica identidades, continuidades o perma-
nencias. Nila es ella y su pueblo al mismo tiempo. Leiziaga res-
ponde a los deseos propios y a los de Lampugnano. Fray Dionisio
es su presente, cientos de años antes y su propia muerte. La fiso-
nomía de Cálice leproso es la misma isla, ruinosa y abandonada.
En una oración se puede invertir el pasado y el presente, es decir
341
que en el mismo lenguaje se da el paralelo formal entre la Cubagua
del siglo XVI y la del XX, lo que aparecerá luego en algunas de sus
más destacadas crónicas históricas.
Finalmente, hay que destacar el uso de diversos recursos
metanarrativos. La pluralidad quijotesca del texto en el texto55,
la narración que da cuenta de sí misma, el narrador que se funde
en sus personajes, el autor que dialoga con el texto, son presen-
tados en Cubagua con una carga implosiva que impide definir un
punto de vista narrativo único. Como si anunciara una escritura
posmodernista, la novela no permite jerarquizar las diversas alter-
nativas narrativas y metanarrativas, sino obliga a tomarlas todas
como hechos coexistentes, que ofrecen elementos desestabiliza-
dores de «la verdad», haciéndola inestable, ambigua y múltiple.
El Elíxir de Atabapo o el ñopo inhalado en el areíto, la picadura
de las arañas o el sereno de la noche en la isla, la ilusión, el deseo,
el sueño56, el desequilibrio psíquico de Leiziaga en la cárcel, las
diversas variantes del origen de Nila Cálice, los registros de per-
cepción que hacen posible para Leiziaga comprobar la vivencia
mítica57, el texto del relato robado o el publicado por Mendoza,
todo ofrece explicaciones posibles y paralelas. A la vez, la acción
pone en movimiento elucubraciones de los personajes, puntos de
vista que se cruzan con los narradores (pues parecen más de uno).
342
Esto puede ser extendido al desenlace de la novela, dada la exis-
tencia de las dos versiones propuestas por el autor. De aceptarse
como equivalentes, ellas se transforman en un juego de la rea-
lidad literaria, coherente con la dinámica expuesta en la trama.
En una —la que aparece en las cuatro ediciones publicadas en
vida del autor—, la narración y Leiziaga fugado de prisión parten
de Margarita como los viejos colonizadores en busca del Dorado
hacia las corrientes del Orinoco —lo que se retoma en La galera
de Tiberio—, sobre las cuales se fundará la promesa de un pro-
yecto futuro de desarrollo económico del país (como premonición)
o quizás advirtiendo la repetición del proceso de esplendor y de-
cadencia de Cubagua. En la otra —las correcciones hechas por el
autor a la tercera edición, de 1947— Leiziaga ha vivido una ilu-
sión que desdice, prácticamente, toda la experiencia narrada, y la
historia-trama retorna a la Cubagua-isla, en una vuelta al pasado,
cerrándose sobre sí misma y sin salida. Así, los dos finales con-
flictúan la propuesta, a la vez que la capacidad del protagonista de
expresar una sola verdad.
Esta voluntad de cuestionamiento de la experiencia es dis-
cutida en el mismo texto, desde la perspectiva de autoridad de los
personajes planos: Tiburcio Mendoza (la historia), el doctor Al-
mozas (la ciencia positivista), el juez Figueiras (el derecho). En el
final, se reactiva la discusión de los notables del primer capítulo,
en la misma casa de Stakelun, donde el médico diagnostica: «El
mundo cree aún en leyendas y fantasmas. El progreso tiene que lu-
char todavía contra la ignorancia», mientras el narrador aclara «que
la realidad, como la luna, siempre nos muestra un solo lado» (104).
Figueiras, una vez más, da el veredicto final, afirmando la locura de
Leiziaga. En primera instancia, ellos son los lectores representados
—la Venezuela de entonces, la literatura como institución— tanto
de la novela como de un Leiziaga-autor, que necesitando comunicar
sus vivencias es rechazado, repudiado y criticado. No obstante, el
hecho de que Mendoza le robe su informe-manuscrito —repitiendo
el acto de apropiación violenta de Leiziaga-Lampugnano— para
escribir una crónica periodística, lo convierte de manera irónica y
paródica en un álter ego del mismo Núñez-periodista-historiador.
Y de allí que el «éxito inexplicable» del artículo de Mendoza, «Los
343
fantasmas de Cubagua», sea un metatexto opuesto al posible des-
tino de la novela58, como si anunciara el privilegio del fracaso por
negación al éxito que hubiera tenido una escritura equivalente a la
de un Mendoza «positivista y racional».
De esta manera, pudiera desprenderse que Núñez estuviera
atacando el campo literario como parte del proyecto explotador.
Pero de ser así, sería una actitud autodestructiva, en cuanto a que
el arte y la misma Cubagua quedarían imposibilitados para ima-
ginar un destino distinto, y hasta quizás se pudiera pensar que es-
tuviera señalando su misma lectura como fracaso. De allí el exceso
de significado cifrado en ella, y que en su escritura se expresara
la incapacidad de narrar la nación como parte de su misma de-
nuncia. En este sentido la novela señalaría la imposibilidad misma
de narrar en conciliación. Habría que recordar que luego de que
«naufragara» La galera de Tiberio59, Núñez abandonaría el género.
Como se ve, la postulación temporal, los personajes y la es-
tructura formal coinciden en la fragua de un lenguaje radical-
mente simbólico, en un evidente esfuerzo de coherencia entre lo
motívico y lo temático, que establece relaciones entre la imagen
individualizada y el texto como totalidad, formando parte de
una estrategia estética que expone la ductilidad del tiempo como
punto central de un discurso intelectual y político. Rebasa, en-
tonces, la aspiración de la novela regional y la de la vanguardista
a la vez, la de la novela política y la de la experimental, para armar
un crisol contaminado de todas ellas. Cubagua deja abierta una doble
perspectiva. Por un lado, la posibilidad de la coexistencia de los pue-
blos que componen la nación, llamando a una armonía con la na-
turaleza (pensamiento-geografía), con sus pobladores, como la que
propone fray Dionisio o, por el otro, el enfrentamiento con un pueblo
indomable representado en Nila (y no en Cedeño), dispuesto a la
344
guerra y la calibanización estratégica, capaz de asumir su propia ex-
periencia histórica, es decir, la de un pueblo capaz de tomar en sus
manos su destino, la unión de proyecto y nación, la colonización
descolonizada del futuro.
345
El relato intrahistórico en Cubagua
de Enrique Bernardo Núñez*
Rosaura Sánchez Vega
Introducción
347
de la novela. Se retoman las definiciones de Ciplijauskaité y espe-
cialmente de Luz Marina Rivas. Ambas autoras definen las carac-
terísticas de la narrativa intrahistórica a partir de textos de ficción
investigados y de otros antecedentes además del de Unamuno: con-
ceptos de la historia desde abajo y del nuevo historicismo. Des-
pués se procede a identificar en el capítulo III «Nueva Cádiz» de
la novela, cada uno de los rasgos intrahistóricos. El carácter in-
novador de los rasgos intrahistóricos, implica necesariamente una
ruptura con la narrativa histórica tradicional cuyo modelo es Las
lanzas coloradas. Con el fin de resaltar las innovaciones, se señala
que algunos caracteres intrahistóricos difieren o están ausentes en
la narrativa histórica tradicional, sin pretender elaborar un es-
tudio comparativo entre Cubagua y Las lanzas coloradas. Los li-
neamientos intrahistóricos en Cubagua obedecen al afán innovador
inherente a la vanguardia literaria, de allí su relevancia. Por tra-
tarse de un texto de ficción, los rasgos intrahistóricos se identifican
según procedimientos textuales para rastrear desde allí otra mi-
rada de la historia y de la cultura latinoamericana que despliega de
forma soterrada la novela.
En Cubagua se encuentran dos tipos de relatos diferentes: el
de la novela que se ubica en el presente de 1925 y un relato autó-
nomo que conforma el capítulo III cuyo título es «Nueva Cádiz».
Relato autónomo porque suspende el tiempo, los personajes y la
historia del presente de la novela para insertar su propia historia,
protagonista, personajes y una referencia histórica como tema cen-
tral. La Nueva Cádiz del siglo XVI, de la explotación de perlas,
es el espacio y tiempo donde se ubica la anécdota del capítulo III,
que combina ficción con acontecimientos y personajes históricos
tomados de las crónicas de Indias.
A excepción del capítulo III «Nueva Cádiz» y del capítulo
V «Vocchi», Cubagua, al transcurrir en el presente, ofrece una no-
vedosa hibridez de géneros. Es una novela no histórica combinada
con elementos de la narrativa intrahistórica del relato interca-
lado. El estudio, por tanto, se concentra en el capítulo III «Nueva
Cádiz» por su referente histórico.
348
De «la otra historia» a la narrativa
intrahistórica
349
última parte del siglo XX, a una nueva narrativa de ficción histó-
rica. Una narrativa que descarta el protagonismo de grandes per-
sonalidades y lo reemplaza por el acercamiento a la historia del
colectivo o «desde abajo», de hechos locales y cotidianos5.
La noción de «historia desde abajo», apunta Jim Sharpe6, la
introduce por primera vez entre los historiadores Edward Thomson
en un artículo de 1966, pero no menciona a Unamuno, quién la
había esbozado en 1895. La historia desde abajo no se define como
relato de grandes hechos y de una elite social y política. Se dedica
al estudio de la lucha de ideales comunitarios, de movimientos de
masa, campesinos, clase trabajadora, el artesano o gente corriente
marginada por la corriente principal de la historia. La narrativa in-
trahistórica toma rasgos de las nociones de la historia desde abajo
y del nuevo historicismo.
El nuevo historicismo en términos de Burque, se opone al
paradigma tradicional de la historiografía. Según Burque para el
nuevo historicismo la historia es total, a todo se le puede encontrar
historia y un análisis de estructuras más que de acontecimientos7.
Se interesa en la experiencia de los cambios económicos y sociales
a largo plazo, en movimientos colectivos y no en individualidades,
en diversas actividades humanas y hechos locales. El nuevo histo-
ricismo se basa en pruebas visuales, orales, escritas, bajo el criterio
de interdisciplinariedad. Asume la heteroglosia o suma de «voces
diversas y opuestas» con lo que descarta la objetividad que se centre
únicamente en documentos oficiales. La narrativa intrahistórica
retoma del nuevo historicismo la historia de movimientos colec-
tivos y de hechos locales. Privilegia la heteroglosia por encima de la
objetividad y el hecho de que la historia se conciba como un todo.
Luz Marina Rivas caracteriza la novela intrahistórica como
un subtipo de la novela histórica. Escrita con frecuencia por es-
critoras para exponer la perspectiva de la historia a través de un
350
personaje femenino ficticio, no descarta autores masculinos. La
novela intrahistórica recrea el pasado «desde una perspectiva ajena
al poder y a los grandes acontecimientos políticos y militares»8. El
carácter anónimo y ficcional que signa a algunos de sus personajes
deriva de representar un colectivo silenciado por la historia, a la
subalternidad social, los que ocupan un papel periférico o margi-
nado al poder, incluyendo al rol femenino. La nueva novela his-
tórica caracterizada por Menton en cambio, elige hechos políticos
o militares relevantes y como protagonistas a figuras históricas de
envergadura, no a personajes ficticios9. La narrativa intrahistórica
por sus características propias, difiere en algunos aspectos de la
nueva narrativa histórica. Ambas, a su vez, por sus innovaciones,
establecen una ruptura con la novela histórica tradicional dadas
sus ataduras a la perspectiva de la historiografía tradicional.
Domingo Miliani en el prólogo a Cubagua y La galera de
Tiberio señala por primera vez la presencia de lo intrahistórico en
Cubagua, pero no lo adjudica específicamente al relato del capí-
tulo III. Tampoco desglosa los rasgos de lo intrahistórico. Apenas
lo define como lo que «va por debajo de las epopeyas, que petri-
fican el heroísmo, que sacralizan al hombre en la estatua, que
descarnan al ser humano como agente de los hechos sociales»10.
En el capítulo III «Nueva Cádiz» de Cubagua el personaje
Arimuy siendo una creación ficcional, representa sucesos histó-
ricos. Representa a uno de los indígenas sublevados que se aliaron
a Pedro Ingenio y los franceses en contra de los españoles co-
mandados por Gonzalo de Ocampo para atacar la isla de Cu-
bagua, según el cronista Jerónimo Benzoni11. En el relato, Arimuy
351
es puesto prisionero, pero luego logra escapar y atacar la ciudad de
Nueva Cádiz de acuerdo a los datos históricos. Es el héroe anó-
nimo perteneciente al grupo de los esclavizados, como expresión
de la perspectiva de la historia desde abajo o desde la subalter-
nidad social. A través del héroe indígena, se exponen las tensiones
sociales y culturales de la resistencia de los indígenas en el pe-
ríodo inicial de la Colonia. El relato de Arimuy se pliega al rasgo
más particular de la narrativa intrahistórica según Ciplijauskaité
y Rivas: el enfoque desde abajo de la historia anónima y de las
víctimas. Se representa al otro, a los indígenas esclavizados des-
tinados a la pesca de perlas en condiciones infrahumanas, como
expresiones de un colectivo.
Arimuy se perfila como el héroe salvador de los indígenas
que se coloca «al frente de los defensores de la tierra» (35)12 para
conquistar la libertad con la guerra. El héroe indígena en sus an-
danzas, encuentra a un «cacique empalado, sangriento, acribi-
llado de insectos, con el aspecto de un crucificado de piel cobriza,
y parecía decirles: “Morid todos, hijos míos. Es preferible”» (id.)13.
Posteriormente, en Juicios sobre la historia de Venezuela, de 1948,
Núñez repite esa misma imagen: «El cristianismo en América
pasa por esa prueba de sangre de la Conquista. Deja esa figura de
indio en cruz, Cristo indio, sobre las cimas más altas de la historia
americana. El dolor de esta raza es parte inseparable de nuestra
herencia espiritual»14. En el discurso citado, se erige en defensor
de la voz silenciada del indígena como expresión de la conciencia
del escritor sobre la necesidad de otra perspectiva histórica y cul-
tural. Una mirada que desmonte la deformante representación del
352
indígena, algo que hizo previamente en la novela. En Cubagua la
perspectiva desde abajo da lugar a una auténtica valoración del in-
dígena y de su papel histórico que expresa en la novela con el perfil
de Arimuy, Nila Cálice y Vocchi (personajes que intervienen úni-
camente en el presente de la novela). Legado indígena cultural re-
gistrado históricamente en la novela. Se abarca desde el pasado
precolombino a la etapa colonial y al presente. Al indígena se le
reconoce y defiende por formar parte activa de la cultura latino
americana. Por tanto, se proyecta a un plano cultural totalizador,
el de la heterogeneidad latinoamericana, concepto que Núñez es-
boza previamente a su definición posterior. No apunta a una bús-
queda particular y local de lo nacional sin lo indígena, como Doña
Bárbara y Las lanzas coloradas. La novela introduce por vez pri-
mera en la narrativa venezolana un alto grado de valoración del
indígena. Según Rivas registrar la cultura a lo largo de la historia
y no tanto la política o las guerras, formaría parte de la visión de
un todo de la narrativa intrahistórica15.
El conde milanés Luis de Lampugnano, protagonista del
capítulo III «Nueva Cádiz», es un personaje histórico referido en
las crónicas de Indias por Jerónimo Benzoni. El conde histórico
había ideado un rastrillo cuya técnica prescindía de los pescadores
indígenas de perlas. El aparato afectaba los intereses de los comer-
ciantes españoles de esclavos quienes pidieron al rey la anulación
de su licencia de uso. A causa de la anulación el conde empobrece,
no puede regresar a Milán y finalmente muere en la isla de Cu-
bagua. En el capítulo II de la novela, fray Dionisio cita esa historia
de las crónicas de Indias y el capítulo III agrega todo un desarrollo
ficticio del personaje, que es encarcelado, cae enfermo y muere.
A pesar de formar parte de una elite social, la nobleza, el
conde Lampugnano aparece desprovisto de poder económico, so-
cial o político. Representa al otro, al extranjero frente a los espa-
ñoles. Al igual que Arimuy y los precolombinos sublevados, el
conde se convierte en víctima de los españoles. A pesar del afán
de riqueza del conde, el rastrillo, signo del progreso técnico del
momento, relevaba a los indígenas de su oficio de pescadores de
353
perlas. Por beneficiar a los indígenas, este personaje histórico des-
conocido, se amolda a la perspectiva de la historia desde abajo en
contra del poder político y económico colonial como rasgos de la
narrativa intrahistórica.
El conde Lampugnano es un personaje histórico, ajeno a una
épica heroica del triunfo. Del personaje se expone el discurrir del
pensamiento, a veces disperso, mezcla de recuerdos y añoranzas de
su amada Laura: «Él guardaba sus trenzas en uno de los cofres cha-
peados en marfil comprados a los mercaderes genoveses. Siempre
la evocaba tal como la vio el día de su despedida, en el jardín»16. La
subjetividad del personaje de creación ficticia, responde a la visión
de la intimidad, la vivencia personal, el lado humano que ciñe su
perfil individualizado.
La narrativa histórica tradicional en la cual se inscribe Las
lanzas coloradas, se caracteriza por la primacía que cobra el tono
épico. El perfil de antihéroe del protagonista Presentación Campos,
«lo signa» la actividad guerrera misma y no los ideales que la im-
pulsan. La vivencia individual, el lado humano no tienen cabida,
importa más la acción, las batallas históricas en las que participa.
Un personaje ficticio ubicado en un contexto histórico relevante
como la guerra de Independencia, la fidelidad histórica de acuerdo
al precepto de objetividad como se cumple en esta novela de Uslar
Pietri, serían las características más notorias de la narrativa histó-
rica tradicional según Lukács17. Presentación Campos representa
la personalidad colectiva de los mulatos y criollos que se lanzaban
a la guerra de Independencia sin rendir lealtad al bando realista
o al de los criollos. La guerra para Presentación Campos es una
forma de tomar el poder, de vengarse y convertirse en victimario.
No representa un colectivo como el de Arimuy reivindicado por sus
ideales como víctima del poder desde la perspectiva crítica desde
abajo. El antihéroe de Las lanzas coloradas aparece totalmente envi-
lecido, especialmente por ser el violador de Inés Fonta. Su villanía,
al atribuirse a una condición étnica, la de mulato, tiende a generar
estereotipos raciales, por lo que ha sido cuestionada por la crítica
354
especializada. En Cubagua y en el capítulo III, por el contrario, se
dignifica a un grupo étnico, el indígena.
La subjetividad del conde Lampugnano del capítulo III al
presentarse desde el lirismo, descarta el tono épico. El protago-
nista aparece perfilado como un personaje vanguardista enfrentado
al fracaso, la frustración, el empobrecimiento a causa del poder
económico colonial. El capítulo III no busca otorgarle primacía
a la verdad histórica, reflejar lo real del pasado a través de personajes
que tipifiquen la problemática histórica y social como aspira Lukács
para la novela histórica tradicional. En Lampugnano predomina
un perfil individualizado y singular.
Una de las características de la nueva novela histórica que in-
cluye a la narrativa intrahistórica por constituir un subtipo, según
Rivas, es «la conciencia de la historia». Una postura crítica del no-
velista que manifiesta la intencionalidad evaluadora de buscar ex-
plicaciones, «la reformulación de lo histórico, su interpretación,
llenar los silencios de la historia»18. Se recrea el pasado no como
época vivida sino con la distancia de una actitud de historiador. La
conciencia de la historia tiene varias formas de expresarse en el texto
de ficción. Una de estas es la presencia de la figura de un historiador
o del que actúa como tal: se «construye un personaje en trance de in-
vestigar el pasado, e incluso de registrarlo»19. En Cubagua aparecen
dos personajes conocedores de la historia, fray Dionisio que inter-
viene en el capítulo III y el historiador académico Tiberio Mendoza,
que solo participa en el presente de la novela.
Fray Dionisio no es historiador, pero es conocedor de las
crónicas de Indias y voz que continuamente se traslada al pasado
histórico en alusiones y comparaciones. Es quien cuenta a Lei-
ziaga el relato del capítulo III, por tanto, es el personaje que actúa
como historiador y registra el pasado histórico colonial en la no-
vela. Aunque al principio no se exprese con claridad que el fraile
sea el narrador, se puede inferir porque él mismo cita la historia
de Lampugnano y su rastrillo al final del capítulo II. Asimismo,
al final del capítulo III, se deja en claro que él concluye el relato
355
sobre el abandono de la isla de Cubagua dirigiéndose a Leiziaga,
protagonista del presente de la novela: «Cuando cesó el tráfico
de esclavos los vecinos huyeron. No había quien llevase agua ni
leña. La ciudad quedó abandonada y el mar sepultó sus escom-
bros. Quisieron hacer una ciudad de piedra y apenas levantaron
unas ruinas. La voz de fray Dionisio suena con un eco: Laus deo»
(38). Este comentario sobre la voz del fraile indica que ha estado
narrando el relato. Además, seguidamente formula unas inte-
rrogantes sobre esa historia de Nueva Cádiz dirigidas a su inter
locutor: «¿Has comprendido, Leiziaga, todo lo que ha pasado
aquí? ¿Interpretas ahora este silencio?» (id.).
Fray Dionisio demuestra una perspectiva crítica sobre la
historia y la cultura en su narración del capítulo III. Su perspec-
tiva contrasta con la visión del personaje historiador, el académico
Tiberio Mendoza representante de la historiografía tradicional
oficialista. A los escritos apologéticos de este personaje historiador
se los somete a la irrisión de la parodia. La parodia muestra la cara
oculta del personaje: roba las perlas que Leiziaga había confiscado.
Al no poder entregar las perlas, le atribuyen el robo a Leiziaga y lo
encarcelan, siendo inocente20. En el escrito de Mendoza, la ironía
cuestiona el cientificismo y la objetividad opuestas a la imagina-
ción: «temeroso de las rectificaciones y de que se le tomase como
un imaginativo, lo cual sería un eterno borrón a su fama de his-
toriador, se limitaba a decir: “En ciertas noches, los pescadores
creen ver unas sombras en la costas de la histórica isla, afirmando
que son las víctimas del San Pedro Alcántara”» (61). La ironía de la
parodia ridiculiza el lenguaje ampuloso, grandilocuente del perso-
naje historiador apologético de las figuras de las crónicas:
356
Fray Dionisio, por el contrario, en el relato del capítulo III
menciona a Gonzalo de Ocampo como responsable de los hechos
históricos de haber colgado a los indígenas sublevados en los más-
tiles de las naves y de alabar la maestría de los perros en apresar fe-
rozmente a los nativos. La ironía y el humor de la parodia impugna
el éxito de los escritos de Tiberio Mendoza: «Aun cuando no tenía
a la mano su biblioteca en el momento de escribir, el artículo “Los
fantasmas de Cubagua” tuvo el mismo éxito inexplicable que al-
canzaban siempre sus escritos» (id.). En la novela la parodia del
personaje historiador establece una distancia crítica con el discurso
historiográfico tradicional como expresión de la conciencia sobre
la historia. La parodia del personaje historiador tradicional, los re-
cursos de la ironía y el humor forman parte de los juegos estéticos
de la ficción característicos de la narrativa intrahistórica.
A fray Dionisio en el presente de la novela, lo define su em-
patía y respeto por la cultura de los indígenas con quienes convivió.
Por ello, cuando narra el capítulo III expone la problemática in-
dígena desde su condición de conocedor y asimilado a esa cultura.
Su narración se basa en la lectura de las crónicas de Indias que
él mismo menciona: «Si usted ha leído las crónicas de Cubagua,
sabrá que aquí estuvo el conde milanés Luis de Lampugnano» (25).
Citar las fuentes de textos históricos responde al «diálogo inter-
textual con los discursos historiográficos»21, otra de las expresiones
o textualizaciones de la conciencia de la historia de la narrativa in-
trahistórica. La cita de las crónicas expresa la intencionalidad eva-
luadora del texto histórico al aplicarle la perspectiva desde abajo
a los indígenas. En las crónicas, los indígenas sublevados son los
antípodas perfilados por un discurso envilecedor que los convierte
en villanos. Fray Dionisio (que es la voz más cercana a la de Núñez)
cambia esa visión unilateral de la ideología eurocéntrica de las cró-
nicas, por una representación del indígena que desmonta su imagen
deformada. Las crónicas, de acuerdo con su carácter oficial subor-
dinado al poder real, hacen la apología de los vencedores, los mili-
tares españoles. En contraste, el relato del fraile narra la historia de
los indígenas vencidos. Expone la frialdad con que los esclavistas
357
españoles los marcaban con hierros calientes, cazaban y herían con
perros. La perspectiva de fray Dionisio no excluye al bando de los
españoles y con ello evita el maniqueísmo y una simple inversión
de papeles de malos en buenos: «También perecen los blancos aco-
sados por los dardos mortíferos [de los indígenas] por las fieras y
el hambre» (36). Defiende también a los frailes protectores de los
indígenas, por tanto incluye las voces de todos los actores.
Fray Dionisio de modo crítico expresa que el conflicto entre
indígenas y conquistadores: «es la iniciación de una lucha que no
ha terminado aún, que no puede terminar» (36). Ese «aún» «que
no puede terminar» alude al presente para poner en evidencia el
carácter de relato contado y no de historia vivida en el pasado.
Enfatiza que se narra desde el presente con el fin de evaluar el su-
ceso histórico y el modo cómo el pasado se repite e incide sobre
el presente. Rivas denomina a este rasgo «narración autorial o in-
tervención del narrador» que explica «el presente por el pasado
histórico» y constituye un modo de expresar la conciencia de la
historia y su reformulación22. Para Ciplijauskaité, la narrativa his-
tórica no representa lo real del pasado a la manera rankeana tra-
dicional: sino que «se escribe el pasado como el presente y desde
el presente»23. En la novela de Uslar Pietri, los datos historiográ-
ficos se funden en el tejido narrativo. Las fuentes no se citan, y se
narra como presenciado en el pasado para acentuar el efecto de lo
real del pasado, por lo que no se establecen contrastes críticos con
el presente.
Si la problemática cultural del indígena no ha terminado, las
preguntas de fray Dionisio a su interlocutor al final del capítulo III
(«¿Has comprendido, Leiziaga, todo lo que ha pasado aquí? ¿In-
terpretas ahora este silencio?» [38]) sugieren que en el relato sobre
la Nueva Cádiz, del siglo XVI, hay un trasfondo destinado a ser
develado. Las interrogantes imponen un distanciamiento sobre la
historia relatada: el discurso de la ficción reflexiona sobre otro dis-
curso, el de las crónicas de Indias. La «reflexión sobre la escritura
358
de la historia», es una de las expresiones de la conciencia de la his-
toria del novelista 24. Al inducir una respuesta, toda interrogante
tiene un carácter abierto. Las interrogantes impiden cerrar el re-
lato del hecho histórico de la explotación de esclavos indígenas,
instauran una apertura. Una búsqueda de respuestas destinadas
a la reflexión que el lector deberá encontrar porque en lo contado
no se ha pronunciado una verdad única y concluyente. A ese «si-
lencio» hay que llenarlo de voces críticas, interpretarlo y la labor
se le destina al lector.
Para Ciplijauskaité, la nueva narrativa histórica sigue la línea
de Certeau, quien considera «la historia como proceso de investi
gación lleno de dudas e incertidumbres que no admite cierre e in-
vita a reconsideraciones»25. Las interrogantes de fray Dionisio
fracturan la presentación de hechos históricos clausurados en el pa-
sado. Trasladan el pasado al presente desde el cual se formulan las
preguntas. Rompen con el efecto realista de lo presenciado en el
pasado por el narrador al inducir en el lector la reflexión sobre el
pasado histórico. Ofrecen el hecho histórico como un proceso to-
davía inacabado, porque se refiere a una problemática cultural ac-
tual que rebasa la situación histórica de la colonia. Las lanzas
coloradas presenta la guerra como problemática compleja, la desa-
craliza a diferencia de la historiografía oficial y la narrativa prece-
dente; pero despliega una mirada panorámica del gran evento de la
guerra de Independencia como hecho histórico cerrado en el pa-
sado ya superado. Presenta el pasado como resultado acabado del
análisis de los datos documentales, por tanto la conciencia crítica
sobre la historia no se manifiesta abiertamente.
Otra de las expresiones de la conciencia de la historia es
la inclusión de discursos «alternativos al histórico» como la cita
de textos míticos para relatar la historia 26. El capítulo III entre-
mezcla citas de las crónicas de Indias sobre personajes históricos
(Gonzalo de Ocampo, Pedro Cálice, Antonio Cedeño, Ortiz de
Matienzo, Diego de Ordaz) con la figura mítica latina de Diana
359
Cazadora y el mito de creación ficticia de Cuciú. El mito de Cuciú
se cita aludiendo al carácter oral de la tradición mítica indígena:
360
parcial) por pertenecer a la tradición oral indígena, son los relatos
iniciales americanos por excelencia. Las crónicas de Indias son
textos primeros escritos desde el comienzo de la colonia para dar
testimonio de los hechos sin el criterio de orden y coherencia de
la historiografía a la cual preceden. Los mitos y las crónicas cons-
tituyen dos tipos de expresiones edificadoras de la tradición lati-
noamericana. Cubagua, al recurrir a los mitos americanos (el de
Amalivaca y Vocchi en el capítulo V, el de Cuciú y Diana Ca-
zadora en el capítulo III) y a las crónicas de Indias, indaga en la
tradición histórica y cultural, revisita los orígenes de la formación
latinoamericana. Tradición en el sentido auténtico al cual se refiere
Unamuno la genuina y verdadera, la tradición eterna, diferente a
la tradición mentira o creada siguiendo lineamientos del poder.
En una nota de 1960, «Las carpetas de Clío», Núñez refiriéndose
a la necesidad de una historia general que incluya la etapa colonial
ignorada por los historiadores centrados en la etapa de la Inde-
pendencia, afirma que sería «más indicado aún una revisión desde
los orígenes americanos hasta nuestros días»28. Por ello, el autor
mucho antes en Cubagua se remonta a las etapas silenciadas por la
historiografía. Retoma la etapa precolombina expuesta en el relato
del personaje mítico Vocchi, la etapa colonial en el capítulo III
y el presente en el resto de la novela, como muestra de la visión de
un todo de la narrativa intrahistórica.
Consideraciones finales
361
Derivada de la perspectiva desde abajo, se cierne no solo otra mi-
rada de la historia, sino de la cultura latinoamericana con la valoración
de la cultura indígena como parte de la visión de un todo, propia de
lo intrahistórico. El relato manifiesta la conciencia de la historia
con el personaje historiador, la parodia, el diálogo intertextual o
citas de discursos históricos, la narración autorial, la reflexión sobre
el discurso histórico, la presentación del pasado inconcluso desde el
presente para revisar o interrogar el hecho histórico. Igualmente
responde a la conciencia de la historia de romper con el criterio de
objetividad del uso exclusivo de fuentes documentales y recurrir
a tradiciones orales constitutivas de la cultura como el mito.
Las manifestaciones de la conciencia de la historia en la na-
rrativa intrahistórica establecen una distancia crítica con la historio-
grafía tradicional, hasta acercarse a los lineamientos de las nuevas
tendencias como el nuevo historicismo y la historia desde abajo. La
novela histórica tradicional tiene como trasfondo la perspectiva de
la historiografía tradicional y en el plano literario sus propios pre-
supuestos ajenos a lo intrahistórico. Las lanzas coloradas representa
la novela histórica tradicional de tono épico con afán de objetividad
documental, al igual que toda la narrativa histórica escrita en Vene-
zuela antes de 1931. En el mismo año dos textos, el de Núñez y el
de Uslar Pietri, abordaron la historia y la cultura mediante dos vi-
siones opuestas. La innovación vanguardista supone ruptura con la
escritura tradicional. El relato del capítulo III «Nueva Cádiz», por
un lado, establece una ruptura con la narrativa histórica tradicional;
y, por otro lado, anticipa la mayoría de los rasgos del subtipo de la
narrativa intrahistórica en auge progresivo en las últimas tres dé-
cadas del siglo XX. El basamento intrahistórico enriquece las sig-
nificaciones y aportes de la novela en los planos literario y cultural.
El reconocimiento del indígena, de su tradición cultural como parte
activa de la cultura latinoamericana, esbozó el concepto de hetero-
geneidad cultural latinoamericana mucho antes de su formulación.
Si ya Cubagua ha sido considerada una de las novelas ini-
ciadoras de la vanguardia y modernidad literaria en Venezuela,
la propuesta de lo intrahistórico constituida en el primer antece-
dente de la narrativa intrahistórica posterior, ratifica su relevancia
y significaciones.
362
A propósito de la reescritura
de los mitos en Cubagua *
Cécile Bertin-Elisabeth
363
mientras sigue siendo evocador en el imaginario de los autores
y de los lectores. Claude Lévi-Strauss demuestra asimismo como
todo mito se compone a fin de cuentas de múltiples variantes,
o sea como una manera de funcionar que se asemeja a los meca-
nismos propios de la literatura. Si esta concepción dinámica 2 del
mito invita por lo tanto a interrogar sobre la fecundidad de dichos
relatos constantemente renovados, la evocación de la reescritura
de un mito (o de un texto literario) resulta ser finalmente una tau-
tología. Sin embargo, ¿no habrá cierta contradicción en asociar
mito y reescritura mientras que el mito se desarrolla en primer
lugar en las sociedades sin escritura? En efecto, todo texto escrito
es ya reescritura de textos transmitidos de manera oral. ¿Será por
consiguiente el mito el tipo del pre-texto por antonomasia?
Reescribir, según los diccionarios, significa escribir o re-
dactar de nuevo un texto que ya había sido escrito, modificándolo
(y no copiándolo de la manera más exacta posible como lo hubiera
hecho un amanuense). La reescritura siempre resulta ser una se-
gunda escritura que sigue a la primera, o sea la lectura-reescritura
de textos y de sus márgenes según el proceso de la transtextua-
lidad3. Al elegir la postura epistemológica de la reescritura, se
trata de dar a entender la articulación entre un texto y sus «otros»
posibles. Este esquema dialógico entre por lo menos dos sujetos de
escritura induce a una gestión del texto anterior y remite al «otro
del mismo» según la formulación de Gérard Genette4.
Enfocaremos en este trabajo, dedicado a la reescritura de
los mitos en Cubagua (1931), del escritor e historiador venezolano
Enrique Bernardo Núñez (1895-1964), los lugares donde se es-
tablecen las relaciones transtextuales. Importará en primer lugar
buscar cuáles son los mitos principales, tanto occidentales como
orientales y precolombinos, que aparecen en Cubagua y según qué
364
modalidades. En segundo lugar, cuestionaremos el desarrollo a
lo largo de la obra del viaje mítico de un protagonista desdoblado
(Leiziaga: 1925 / Lampugnano: hacia 1520) para resaltar el valor
simbólico y entender su sentido profundo. ¿Serán reescrituras que
pretenden modificar algo al buscar la alteridad o que nacen de una
repetición que se desea fiel? ¿Qué concientización puede suscitar
la reescritura de mitos en esta obra que se vale de las omisiones de
la historia para una adaptación a las necesidades contemporáneas,
una (re)contextualización, es decir una lectura activa de los mitos?
5 En Rodrigo Suárez Pemjean, «La estructura mítica del viaje del héroe
en Cubagua y su relación con la nueva novela histórica», Santiago de
Chile, 2006. Recuperado en http://www.cybertesis.cl/tesis/uchile/2006/
suarez_r/html, p. 16. [La cita proviene de «Algo sobre Cubagua», en
Bajo el samán, Caracas, Ministerio de Educación, 1963 (N. del C.)]. A la
crónica de fray Pedro de Aguado, el crítico Domingo Miliani le agrega
Historia del Nuevo Mundo (1547) de Jerónimo Benzoni.
365
Pero, precisamente ¿cómo procede Núñez en relación con
los diversos mitos que introduce en Cubagua? Roland Barthes6 re-
cuerda las diferencias que existen en la Edad Media entre el scriptor
que copiaba sin añadir nada, el compilator que añadía elementos que
no le pertenecían, el commentator que insertaba comentarios para
que el texto fuera más inteligible y, por fin, el auctor que se apoyaba
en lo que los demás ya habían dicho. ¿Quiere Enrique Bernardo
Núñez solo «corregir» el texto anterior, considerado como no aca-
bado, para «mejorarlo» en algún sentido o intenta transmitir, entre
identidad y alteración, un mensaje particular?
En suma, al comparar esta obra con los mitos como nos
fueron transmitidos de modo tradicional, nos interrogaremos sobre
lo que conserva o elimina Enrique Bernardo Núñez en dichos re-
latos. De cualquier modo, toda reescritura implica, según grados
distintos, identidades y diferencias entre lo mismo y lo otro7. En
efecto, cuando un autor vuelve a escribir un texto, ¿no elige a la vez
una postura reflexiva y crítica? Lo otro del texto es también el texto
del otro. Obviamente, ciertas situaciones históricas contribuyen a
profundizar en las preguntas fundamentales que los seres humanos
suelen hacerse. A principios del siglo XX, la presencia del imperia-
lismo norteamericano en América del Sur parece haber reactivado
inquietudes referentes a la colonización española.
Platón considera que los mitos son una manera de traducir
algo que remite a la opinión (y no a la certidumbre científica) y que
pone de relieve lo simbólico de la imaginación. Importa recordar
que uno de los elementos propios de los mitos es que se trata de
tradiciones orales, o sea otra manera de interrogar la historia es-
crita oficial. Así pues, los mitos, transmitidos primero oralmente,
pueden inscribirse como alternativas respecto a la historia oficial,
a la historia escrita. Por eso, las múltiples evoluciones de estos re-
latos facilitan la comprensión del proceso inacabado de la historia.
366
Varios mitos afloran de manera más o menos evidente en
Cubagua (como por ejemplo el de las Amazonas [40]8 y el de El
Dorado9), pero dado los límites de este artículo solo nos interesa-
remos por estudiar dos capítulos de los ocho con que cuenta la obra,
a saber, el tercero, titulado «Nueva Cádiz» y el quinto, «Vocchi»,
que introducen en cuanto al primero el mito grecoromano de Diana
Cazadora y, el segundo, el del dios viajador indígena que se desplaza
por los mares y los ríos: Vocchi. Ambos capítulos aluden además
a períodos históricos no contemporáneos. Evocaremos también el
sexto capítulo: «El areyto» dado que presenciamos en él la reunión
de Leiziaga y del dios Vocchi mediante un anillo que posee la
familia del protagonista desde su llegada a la colonia americana10.
El espacio-tiempo de la anécdota del tercer capítulo corres-
ponde a la ciudad de Nueva Cádiz en el siglo XVI11, época cuando
se explotaban allí las perlas, momento cuando se produjo la rebe-
lión de los indios de Cumaná. Alternan elementos sacados de las
crónicas de las Indias (con sus personajes históricos: Gonzalo de
Ocampo, Pedro Cálice, Diego de Ordaz, etc.) y mitos tradicionales
como el de Diana Cazadora, o ficcionales como el de la india Cuciú.
Empezaremos a analizar de manera más detallada el mito de
Cuciú, cuya llegada a Nueva Cádiz se equipara con la de Arimuy,
un héroe indígena, también ficcional, que representa por su va-
lentía —reconocida incluso por los españoles (49-50) — a todos los
héroes anónimos y que permite que se ponga de realce la resistencia
indígena al principio de la época colonial12. Llama la atención
a este respecto el hecho de que se describa a este personaje como si
fuera un nuevo Cristo: «[…] con el aspecto de un crucificado de piel
367
cobriza […]» (50). Este hijo del cacique Toromaina ataca, con la
ayuda de piratas franceses, a los españoles encabezados por Gon-
zalo de Ocampo13. Cuciú es condenada a la hoguera14 y se nos pro-
ponen dos variantes —como suele ocurrir en los mitos— como para
rechazar los límites de toda «verdad» y poner en tela de juicio las
versiones oficiales de la historia:
368
con los modelos eurocentrados. El mito de Amalivaca y de su her-
mano Vocchi se ve además desplazado del punto de vista espacial,
ya que pasa del Orinoco a la isla caribeña de Cubagua, la cual se
halla no muy lejos de Margarita16. Bien se ve entonces que Enrique
Bernardo Núñez elabora sus fuentes con intención de ruptura
respecto a los esquemas clásicos.
Importa señalar el paralelo que se establece entre los dos
mitos principales desarrollados en Cubagua mediante el perso-
naje femenino Nila, presentada como si fuera la hija de un cacique
indio, criada a la manera occidental por el fraile Dionisio que cuida
de ella. Nila está identificada con Diana por la fuerza varonil que
posee y con Venus dado que su belleza atrae de manera irremediable
a los hombres. Vemos entonces a los indios bailando alrededor
de la estatua de Diana17 como los que rodean a Nila, asociada con
la diosa indígena Erocomay durante la ceremonia iniciática de las
catacumbas de Cubagua18. La profundidad mítica sincrética de
aquel personaje ficcional se ve reforzada por su nombre: Nila Cá-
lice. En efecto, en la mitología hindú, Nila es uno de los tres as-
pectos (Shri, Bhumi y Nila) del poder del deseo de la gran diosa
Devi. Se relaciona con el color azul, lo que se corresponde muy
bien con el contexto insular de la obra. Su apellido Cálice, tam-
bién llevado por otro personaje, un leproso cuyo rostro está des-
crito como una sinécdoque de la isla de Cubagua19 —con quien se
afirma que no tiene ella ningún parentesco—, puede, claro está,
aludir a un vaso sagrado pero la relaciona también con el mundo
369
vegetal del cual la diosa hindú asume todas las formas. Podríamos
también alegar que las primeras letras de este apellido, asociadas
con las del nombre de la muchacha, pueden remitir a otro mito, el
de Calibán cuya rebelión bien se ve expresada por el personaje de
Enrique Bernardo Núñez.
Es evidente que, en ambos mitos, predomina el aspecto pa-
gano. No se percibe ningún soplo de la palabra divina monoteísta
cristiana en los mitos reescritos por Enrique Bernardo Núñez, sino
más bien una reviviscencia del paganismo indígena, relacionado
con otros mitos. ¿Será por lo tanto una visión mítica secularizada?
Enrique Bernardo Núñez se vale de la dinámica motriz del mito,
desarrollando de modo paralelo una nueva creencia en la fuerza re-
generadora de la literatura histórica. De hecho, al insertar mitos en
Cubagua, se rompe con la temporalidad lineal del relato para situarse
en una temporalidad a la vez mítica y de reconstrucción histórica.
Es imposible ignorar que el mito de Diana se introduce gra-
cias una estatua de dicha divinidad romana llevada a Cubagua por
el conde de Lampugnano, personaje real, o sea una nueva asocia-
ción entre elementos míticos y elementos históricos. Recordemos
que la Diana romana, es decir Artemisa para los griegos, es la hija
de Zeus y de Leto. Se suele presentar como una diosa lunar que se
divierte en las montañas mientras que su hermano gemelo Apolo
es un dios solar. A este respecto, Diana participa de las caracterís-
ticas de la diosa hindú Nila, relacionada con el claro de luna como
Selene. Indomable, Diana es la salvaje diosa de la naturaleza que se
muestra reacia ante los hombres y sin piedad en contra de las mu-
jeres que ceden a la atracción amorosa. Así pues, vemos a Nila re-
chazando las propuestas amorosas de Teófilo Ortega, diciéndole:
«no es hora de pensar en el amor. Primero será preciso recuperar
la vida» (61). Cazadora como Nila20 castiga cruelmente a cualquier
ser humano descortés metamorfoseándolo en ciervo, y haciéndolo
devorar por sus propios perros, los que están claramente presentes
en el tercer capítulo21.
370
En el quinto capítulo, resalta una verdadera valorización del
mundo americano gracias al recuerdo de dioses del panteón in-
dígena, como si fuera un legado cultural precolombino que enri-
queciera el presente desde el pasado. El juego de la reescritura se
ve reforzado por el hecho de que Leiziaga lea este relato a partir
de un manuscrito que acaba de encontrar (65)22. La teogonía de
Vocchi, reelaborada por E. B. Núñez, presenta entonces a un dios
viajero empujado por una tempestad desde Asia central (nacido
en Lanka 23, es decir en Ceilán, otra isla famosa por sus perlas…),
cruza el océano hasta «un país desconocido» (66) cuya descrip-
ción de las infraestructuras modernas da la impresión de una ace-
leración del tiempo: «Había allí ciudades opulentas surcadas de
canales, descollando entre palmeras y jardines. Los hombres se re-
montaban en máquinas [¿ascensores?] y se comunicaban a grandes
distancias por medio de las señales de sus torres [¿transmisiones
radiofónicas?]» (id.).
Los mitos indígenas sobrevivieron en la tradición escrita
a partir de su relectura por los europeos, y el venezolano Núñez
los revaloriza para fundar la historia de la isla arquetípica de Cu-
bagua, la cual concentra la de toda la América hispánica. Así pues,
de manera muy moderna para su época, E. B. Núñez, aficionado
a las crónicas antiguas, defiende la parte activa del aporte indí-
gena a la cultura hispanoamericana. En efecto, esta creencia en
Amalivaca y en Vocchi había sido registrada por el padre Filippo
Salvatore Gilij (1721-1789), quien vivió dieciocho años con los
las orquídeas más bellas que el oro, su presencia sería igual a la de la luna»
y «Antonio Cedeño tiene de la mano un perro negro con movimientos de
ferocidad impaciente. Ocampo habla de la maestría y el coraje de algunos
perros en apresar salvajes».
22 En la introducción de dicho capítulo, en las dos versiones que se conocen
(la editada en vida y la póstuma), quien encuentra el texto de Vocchi es el
narrador no representado, en rol de autor implícito, y, en una de ellas, da
cuenta de que Leiziaga se lo había entregado al coronel Rojas, se presume
que al final de la trama, cuando es hecho preso por este. (N. del C.)
23 Cubagua, ob. cit., p. 65: «Vocchi nació en Lanka, y en su adolescencia
hacía el trayecto de las caravanas a través de la Mesopotamia hasta Bactra
y Samarcanda».
371
indígenas del Alto Orinoco, en su Ensayo de historia americana24
y más tarde por Alejandro de Humboldt (1769-1859), en su Viaje
a las regiones equinocciales del Nuevo Continente 25 (1799), quien
evoca una mitología local (relacionada con las rocas grabadas de
La Encaramada - Los tambores de Amalivaca) según la cual Amali
vaca se presenta como padre de los tamanacos y se cuenta que
llegó en un barco en el momento del diluvio (68), llamado «la edad
del agua». Todos se ahogaron, salvo un hombre y una mujer, refu-
giados en las montañas. Vocchi y su hermano Amalivaca dieron a
la tierra su forma actual y crearon a los hombres a partir de frutas
de palmera «moriche»26. También según Humboldt, ambos her-
manos se esforzaron en vano en seguir la corriente del río Orinoco,
para bajarlo y para remontarlo. La versión de E. B. Núñez muestra
el encuentro de Vocchi y Amalivaca, después del diluvio, cuando se
reconocen como hermanos: «[…] vio venir una barca con muchas
velas y desplegadas, en la cual había un hombre escapado también
de la catástrofe. Era Amalivaca. En su inteligencia y en su poder
reconocieron que eran hermanos» (67). Indica Núñez que los hom-
bres preexistían a esos dioses —en un continente presentado como
«mutilado»— sin ejercer sobre ellos su poder, pero presentándose
como sus creadores. Deciden no despertar sus recuerdos y les pro-
ponen más bien un nuevo génesis (una mitología…)27 indicándoles
que habían sido creados a partir de la fruta de una palmera:
Amalivaca les dijo que él les había creado arrojando aquellos frutos
por encima de los hombres, y a esa idea se mostraron felices, como
si la palmera, símbolo de sus vidas les diese un alma nueva capaz
de librarles del pasado. Los tiempos comenzaron de nuevo (68).
372
Resalta el hecho de que Vocchi deseara retornar a su país
natal y cuando vuelve [a América], no consigue proteger a los ame-
rindios de los europeos28 en esas tierras designadas como perdidas.
Su llegada se presenta de manera sobria e impersonal: «Algunos
arribaron casualmente a ellas» (68). Esta visión antropogónica
queda reforzada por la sugerencia de que los dioses están hechos
a la imagen de los hombres29.
Cabe señalar que E. B. Núñez privilegia a Vocchi y no a su
hermano Amalivaca, comúnmente presentado como el héroe sal-
vador por antonomasia y tradicionalmente citado, como en la obra
«Maestros ambulantes», de José Martí, en la cual se alude a la le-
yenda del Padre Amalivaca que: «para crear a los hombres y a las
mujeres, regó por toda la tierra las semillas de la palma moriche»30.
Alejo Carpentier también utiliza aquel mito y precisa: «[…] le-
yenda de Amalivaca, el Noé del Orinoco, que lo señala Humboldt
y que lo dejó asombrado (Amalivaca es el héroe de una leyenda
idéntica a la del Diluvio) […]»31. Es evidente que E. B. Núñez se
preocupa por valorizar héroes no (o menos) tradicionales, tratando
de poner de relieve las omisiones de la historia oficial a partir de
una reescritura de los mitos que se vale sobre todo de los márgenes
y no de los elementos centrales.
373
Al trenzar los mitos, destaca la confusión de los reinos que
parecen así reforzar la dimensión mítica global de Cubagua, siendo
reificados los humanos —como la india Cuciú que se funde con y
en la naturaleza (41) — o siendo vegetalizados: «Son hombres car-
dones» (83). De la misma manera, las cosas se humanizan como la
estatua de Diana, descrita como una mujer blanca32. Bien se ve en-
tonces cómo los relatos mitológicos se mezclan inextricablemente:
«El arco era semejante a los suyos, y el manto, que apenas ve-
laba uno de sus pechos, les recordaba el de algunas hembras de su
raza, bellas guerreras que reinaban entre mujeres, las cuales vol-
vían siempre victoriosas» (40). Por lo tanto, dichos juegos acaban
por crear una virtuosa tonalidad poética.
Conviene deducir que este tratamiento particular del tiempo
facilita los cambios de escala y permite que afloren mitologías di-
versas, como una vuelta constante hacia los orígenes. Pensamos
por ejemplo en elementos cósmicos insertados en el relato, en par-
ticular en la evocación de las estrellas, de la luna y del sol33. Dicho
de otra manera, una llamada a diversas mitologías nutre este texto
en el cual aparece de manera clara como los imaginarios del An-
tiguo Mundo enriquecieron los del Nuevo Mundo. Obviamente,
E. B. Núñez considera de manera igualitaria los elementos mito-
lógicos del Antiguo y del Nuevo Mundo. Introduce en particular
un elemento preciso de la cosmogonía indígena al aludir a un di-
luvio: «Un día el mar cubrió las ciudades florecientes. Al disiparse
la noche de muchos días una calma inmensa descendió sobre las
aguas» (67), lo cual nos hace pensar evidentemente en el relato bí-
blico, aunque el autor no establezca lazos directos con el libro del
Génesis. En suma, al trenzar los mitos occidentales y orientales,
los de la Antigüedad y los de América en el caso de Nila, parecida
32 Cubagua, ob. cit. «Sus voces se alzaron a una vez saludando la aparición de
la mujer blanca, bella e intrépida. La habían dejado en la pequeña expla-
nada del Ayuntamiento y hasta entonces había pasado inadvertida» (39).
33 Recordemos que en Leyendas de Guatemala Miguel Ángel Asturias se es-
forzó en revitalizar a la vez el idioma y los temas propios del Popul Vuh,
como lo hará Alejo Carpentier respecto a las raíces africanas en Ecue
Yamba O y Arturo Uslar Pietri en Las lanzas coloradas en cuanto a las
contradicciones de los diversos mestizajes culturales.
374
a una Amazona negra (por ser tan azul) escapada del Cantar de los
cantares, a la vez Diana cazadora y representante de la mitología
del Orinoco, podemos apostar que E. B. Núñez intentó fundar
una nueva manera de acercarse a la americanidad, unificada en su
heterogeneidad.
Por otra parte, se presenta un elaborado tejido, simbólica-
mente expresado por ancianas que, como Parcas amerindias, tejen
mientras miran el mar, señal de eternidad. Tejen el pasado y el pre-
sente, la vida y la muerte, el movimiento y la falta de movimiento
como un eterno retorno:
375
el mito en una fuente de regeneración. Pensamos en efecto en la at-
mósfera de decrepitud de los personajes y de los lugares de Cubagua:
con el médico Gregorio Almozas, que utiliza un fórceps oxidado;
el viejo juez Leonidas Figueiras más ocupado por su amante la
mulata Andrea, que por hacer reinar la justicia; el secretario dipsó-
mano Benito Arias o el autóctono Pedro Cálice, cuyo cuerpo está
corroído por la lepra casi como las ruinas de Nueva Cádiz. Según
esta concepción a la vez mítica y anticolonialista de la historia his-
panoamericana, Nila Cálice es sin duda el mejor ejemplo de lucha,
como protagonista llena de fuerza (¿la de los líderes que se nece-
sitan?), conocedora del mundo occidental y preparada para dirigir
su destino34. Esta «calibanización» (su monstruosidad es quizás su
androginia), basada en su rebelión intrínseca, recuerda también la
fuerza mágica de Próspero. Hay que recordar entonces que Ca-
libán fue primero representante del pueblo en Shakespeare antes
de convertirse en el símbolo del indígena oprimido en la obra de
teatro Una tempestad de Aimé Césaire35.
José Balza evoca por su parte la «geología fantástica» de Cu-
bagua y afirma: «Cubagua es, entonces, un adelanto de aquello que
Irlemar Chiampi considerará como “realismo maravilloso”, solo
que en lugar de entonar la consabida ruta de lo ingenuo, la novela
se levanta como un testimonio […]»36.
En definitiva, convendremos que E. B. Núñez cuestiona las
formas tradicionales de la narrativa y opta por una nueva vía, no
explícitamente nombrada todavía en los años 30, pero que nutrirá
34 Apunta Domingo Miliani: «Allí están igualmente los mitos lunares de Se-
lene o los de la virginidad venerada en una Diana clásica que se trasmuta
en virgen prostituida en las universidades yanquis: Nila Cálice, expresión
de la mitología indígena orinoquense, actualizada en los nuevos mitos de
la mujer cultivada en los estudios que ha realizado en la metrópoli de hoy.
Mitologías griegas y maquiritare vienen a ser realizaciones simbólicas
de un mismo mitema». Prólogo a Cubagua - La galera de Tiberio, ob. cit.,
pp. XXII-XXIII.
35 Aimé Césaire, Une tempête, París, Seuil, 1969, (Revista Présence Africaine,
1968).
36 José Balza, Espejo espeso, Caracas, Equinoccio-Ediciones de la Universidad
Simón Bolívar, 1997, p. 68.
376
el boom hispanoamericano. En efecto, volveremos a encontrar en
escritos posteriores dicha elección del recurso al mito, intrínse-
camente relacionada con los orígenes37, para reescribir (y volver
a leer) la historia hispanoamericana dejando de lado las hegemó-
nicas verdades oficiales. Cubagua sería por consiguiente una de
las primeras obras en sintetizar estas postulaciones desarrolladas
varias décadas después.
Cuando el doctor Tiberio Mendoza, historiador, encuentra
las notas de Leiziaga, las titula: «Los fantasmas de Cubagua» (91)
y se apropia de ese texto. Así roba los escritos y las perlas de Lei-
ziaga. Por añadidura, al indicar que es un resumen de antiguas le-
yendas y fruto del oscurantismo, le quita todo valor «real». Núñez
nos muestra de esta manera, con cierta ironía, como la historia se
puede fácilmente falsear. Evidencia por lo tanto los mecanismos
del discurso oficial mediante su deconstrucción. Al subrayar las in-
terferencias entre el discurso histórico y ficcional, E. B. Núñez
muestra que no hay verdad histórica sino versiones alternativas.
La ficcionalización de los personajes históricos contribuye a tal va-
riedad, en particular cuando se rompen los estereotipos de la he-
roicidad de la historia oficial. Al introducir varias miradas (varios
enfoques), Núñez refuerza la idea según la cual son posibles di-
versas interpretaciones. Podríamos relacionar este procedimiento
con los análisis de Mijaíl Bajtin38, formulados en otro contexto pero
que evocan «el encuentro dialógico» de dos culturas que no se mez-
clan verdaderamente, cada una conservando su unidad mientras
se enriquecen mutuamente.
377
los siglos XVI y XX se expresa en Cubagua el deseo de escaparse
de la dicotomía español/norteamericano/extranjero/dominador
versus indígena/nativo/dominado. El mero hecho de que el prota-
gonista conozca una verdadera duplicación refuerza este enfoque
renovado, multifocal, de la escritura histórica. La combinación
Leiziaga (1925) - Lampugnano (siglo XVI)39 realza la explotación
colonial e imperialista.
Resalta entonces que el viaje es el verdadero sustrato de la
obra, a la vez geográfico, simbólico e identitario. Se trata en rea-
lidad del viaje del protagonista Leiziaga, el cual conserva la es-
tructura mítica del viaje del héroe, aunque no represente al héroe
tradicional sino más bien, por las dudas que tiene, por su encarce-
lamiento y su huida final, el envés del héroe de la patria que la his-
toria oficial suele glorificar. Leiziaga sería entonces un antihéroe
e incluso un pícaro, según Britto García40, del mismo tipo que Mi-
guel Franco en Después de Ayacucho (1920) o como los personajes de
Don Pablos en América (1932). O sea un tipo de héroe del margen
recurrente en la obra de Enrique Bernardo Núñez. Se trata por
otra parte de una elección consciente de gran lucidez frente a la
historia como lo prueban algunos artículos periodísticos del autor,
en los cuales evoca «otra clase de héroe» (1957) o también «la otra
historia» (1960)41 y justifica sus elecciones anteriores de personajes
comunes frente a glorias mentirosas de la historia convencional,
que suelen servir de referencia.
Resulta claro, tal como el análisis de Rodrigo Suárez Pe-
mjean42, quien profundiza el hecho de que el recurso al motivo del
viaje mítico constituye una verdadera estrategia narrativa que per-
mite reescribir la historia de Venezuela a partir de la isla-sinécdoque
378
de Cubagua43. Cubagua, por su historia, aparece por consiguiente
como un lugar de concentración de traumas hispanoamericanos
y de su posible trascendencia.
El viaje del «doctor Ramón Leiziaga, graduado en Harvard,
ingeniero de minas al servicio del Ministerio de Fomento» (9) se
presenta primero bajo la forma de la llegada a la isla de Margarita,
encargado de inspeccionar los yacimientos de magnesita. Su estancia
en la isla y el encuentro en particular de la misteriosa Nila Cálice le
lleva a poner en tela de juicio su concepción del mundo. Además,
es el fraile Dionisio de la Soledad, el tutor de la muchacha, quien
—como si fuera un guía—le facilita el descubrimiento de Cubagua y
de su historia. Así pues, se ven asociadas la explotación de las perlas
en tiempos de la colonización con la explotación minera (magnesita/
petróleo) contemporánea. Y fray Dionisio claramente interpela
a Leiziaga con respecto a la repetición de la historia (54).
Es importante que el viaje de Leiziaga pase por su desdo-
blamiento como conde de Lampugnano, personaje histórico que
vivió en el siglo XVI y había ideado, sin éxito, la utilización de
un rastrillo que facilitaría la recolección de perlas, gracias al cual
no harían falta muchos esclavos-pescadores. Este progreso téc-
nico se oponía a los intereses económicos de los vendedores de es-
clavos, quienes impidieron que el conde de Lampugnano pudiera
enriquecerse a sus expensas.
En suma, el conde milanés Luis de Lampugnano repre-
senta la figura no solo del extranjero sino también la del vencido, de
la víctima del sistema político y económico de la época colonial.
Contrario al héroe épico triunfante, muere pobre y olvidado. Se ve,
entonces, al conde suicidándose en Cubagua (53). Y su muerte da
vida a Leiziaga. Mientras que este, como sus antepasados españoles,
solo deseaba enriquecerse, aprende a deshacerse de un pasado escrito
de manera unívoca así como de sus apetitos materiales (o sea, del re-
chazo al mito de El Dorado). Eso da a entender también que en el
43 Fernando Aínsa explica cómo Cubagua fue uno de los primeros lugares
colonizados y explotados por los españoles en Venezuela, De la Edad de oro
a El Dorado: génesis del discurso utópico americano, México, Fondo de Cultura
Económica, 1992.
379
mundo moderno ya no es el héroe un semidiós y evoluciona en
un mundo desacralizado donde las fuerzas mágicas ya no se ex-
presan de la misma manera, sin que estén del todo aniquiladas44.
Una etapa transitoria y preparatoria resulta necesaria y cons-
tituye uno de los momentos claves del mito, insertado entre las
fases de ida y vuelta del protagonista. De hecho, presenciamos en
el sexto capítulo una especie de rito iniciático. Leiziaga, como si
descendiera a los infiernos, entra en las catacumbas de Cubagua.
Ahora bien, ¿no será el viaje por un lugar subterráneo un episodio
imprescindible de los viajes iniciáticos? Y, como en la mayor parte
de los ritos de iniciación, se ingieren sustancias alucinógenas, pri-
mero el elixir de Atabapo y luego un polvo ofrecido por el dios
Vocchi. Leiziaga presencia entonces un baile (el baile del areyto)
con Nila en el centro, lo que le permite medir sus propios límites
(temporales, identitarios, psíquicos, etc.). Vuelve después a Mar-
garita donde le acusan de ladrón y le encarcelan, antes de huir,
geográfica y mentalmente hacia la liberación de sus quimeras. De
manera tradicional, el héroe se opone a las fuerzas del mal y des-
pués de diversas pruebas triunfa y vuelve a su hogar en una especie
de resurrección simbólica. Obviamente, el viaje de Leiziaga, quien
se sentía forastero en su país, se convierte en un viaje iniciático
gracias al cual renace mientras comprende mejor la propia historia
y su identidad heterogénea. A todas luces, Leiziaga aparece como
el doble moderno de Lampugnano, él que sigue siendo extranjero
(incluso en su propio país) y que primero solo se interesa por el
valor material de las perlas o del petróleo. Por eso solo fue en las
catacumbas de Cubagua donde pudo percibir lo que le rodea de
manera diferente, y contempla entonces las perlas con amor. Gra-
cias al desdoblamiento (Leiziaga/Lampugnano), se pierde para
renacer mejor en una verdadera palingenesia del hombre de an-
taño (Lampugnano) en el hombre nuevo (Leiziaga). Ahora bien,
como para todo héroe, su aventura cobra un valor ejemplar para
el conjunto del grupo y anuncia la posible regeneración de toda la
44 Véase Juan Villegas, La estructura mítica del héroe en la novela del siglo XX,
Barcelona, Planeta, 1973.
380
sociedad, gracias a un mejor conocimiento de sus mitos, con los
cuales resulta más fácil reexaminar la historia.
Ángel Vilanova ya había aclarado los esfuerzos de E. B.
Núñez en trascender los límites de la historiografía tradicional,
valiéndose de los mitos y de las leyendas como fuentes alternativas
para el conocimiento del pasado45. De ahí su otro empleo, no li-
neal, de tratar el tiempo, en particular a partir del retorno a los
tiempos primordiales.
Bien destaca el recurso precursor a la intrahistoria46, o sea la
elección de una perspectiva no tradicional en la cual personajes del
margen ofrecen otra visión de la historia «oficial»47. Además, dos per-
sonajes muy distintos cuestionan la historicidad de un relato al su-
brayar los tratamientos divergentes posibles, a saber, fray Dionisio que
conoce las crónicas de Indias y se caracteriza por una sincera empatía
respecto a los indígenas —así narra a Leiziaga los acontecimientos del
tercer capítulo48 y propone interrogantes críticas, lo que demuestra su
interés en sacar algo de este nuevo enfoque: «¿Has comprendido, Lei-
ziaga, todo lo que ha pasado aquí? ¿Interpretas ahora este silencio?»
(54)— y Tiberio Mendoza, historiador oficial, que se presenta no sin
ironía borrando en sus escritos de estilo grandilocuente los aportes
del mundo indígena, sin vacilar en robarle las perlas. Plasma por
lo tanto una distancia crítica de tipo paródico que se introduce en
Cubagua, alejado del discurso historiográfico académico.
381
Al romper con la visión lineal de la historia y del tiempo,
esta estética de la ruptura se reclama propiamente hispanoame-
ricana, al asumir los fundamentos de la identidad múltiple de la
zona. Esta búsqueda sobre la historia de la nación permite sin
duda al mismo tiempo cuestionar los fundamentos de la época
contemporánea, la de la dictadura de Juan Vicente Gómez y sus
elecciones ideológicas y económicas, es decir la explotación petro-
lífera del subsuelo por los norteamericanos. Si con Gaston Bache-
lard sostenemos que todo mito es un drama humano condensado,
comprendemos mejor su perduración en las situaciones econó-
micas dramáticas contemporáneas: el oro negro sería la versión
moderna de El Dorado. En suma, en Cubagua, Núñez propone la
reescritura de mitos antiguos y a la vez cierta lectura de los mitos
contemporáneos, prácticas socioculturales de su época, o sea un
verdadero intento de equiparación entre historia y sociedad.
Hasta ahora el mito de la pureza había desembocado en una
jerarquización de las culturas. El impacto del positivismo siguió
siendo preponderante a este respecto en América del Sur, justifi-
cando entonces una superioridad de la civilización occidental, que
avanza hacia el progreso, legitimando por consiguiente las misiones
«civilizadoras». Como habíamos dicho, Cubagua participa de esta
crítica al positivismo. La reflexión es otra. Nutrido por la historia,
Núñez parece recordarnos que desde su «primer encuentro», la rea-
lidad americana, inédita para Cristóbal Colón, se dio a conocer
mediante el empleo del campo léxico de lo «maravilloso». Eviden-
temente, Núñez se vale de eso. Como lo apunta el crítico Domingo
Miliani, E. B. Núñez «[…] habrá de trazar una estela renovadora
en la prosa narrativa contemporánea»49. Indudablemente rompe con
los moldes tradicionales de la narrativa50. En efecto, hay quienes se
suelen presentar como fundadores del realismo mágico y de lo real
maravilloso, pero que lo harán después de él, sin citarle…51.
382
Esta acumulación de «posibles» marca su inherente «incom-
pletud» y explicita el hecho de que la cultura es siempre una par-
cial reunión de diversos elementos. Así pues, Enrique Bernardo
Núñez se esfuerza en valorar las maravillas americanas. Su fracaso
a este respecto, dado que no fue reconocido en su época, trans-
cribe toda la dimensión trágica de los mitos, similar a Leiziaga
a quien se le considera loco cuando intenta transmitir su «men-
saje» de reconocimiento de la mitología indígena a Tiberio Men-
doza y al coronel Rojas, lo que prueba la ceguera de esa sociedad
eurocentrada: «¡Qué imbécil! Carece del sentido de la historia»
(91), dice Tiberio Mendoza. Ahora bien, según E. B. Núñez la
solución está justamente en la historia, a saber en la relectura y
la reescritura del pasado hispanoamericano, sin perpetuar los anti-
guos errores como el personaje Almozas, que persiste en concebir
América de manera utópica, como un país de la cucaña52:
una nueva manera de escribir en América del Sur: «Detrás vendrían los
creadores de esa extraña mezcla de ficción, realidad y poesía que he llamado
realismo mágico. Fue el caso insigne de Asturias, Carpentier y algunos otros
que por los años 30 iniciaron un nuevo lenguaje y una nueva visión que no
era otra cosa que la aceptación creadora de una vieja realidad oculta y menos-
preciada. De Las leyendas de Guatemala a Los pasos perdidos y a la larga serie
de nuevos novelistas criollos hay un regreso, que más que regreso es un des-
cubrimiento de la mal vista complejidad cultural de la América hispánica.
Esa nueva revelación se desarrolla y diversifica en grandes escritores que van
desde Borges hasta García Márquez. Nada ha inventado García Márquez,
simplemente se atrevió a transcribir lo que diariamente había vivido en su
existencia en la costa colombiana del Caribe». Arturo Uslar Pietri, Godos,
insurgentes y visionarios, Barcelona, Seix Barral, 1986, pp. 40-41.
52 Con una translación (para los personajes blancos) del mito de El Dorado
y del país de la cucaña hacia Europa (salvo en el caso de Stakelun).
383
reescritura de los mitos) para permitir que se asuma el presente.
De ahí sin duda la última frase de la obra: «Todo estaba como
hace cuatrocientos años» (100). Privilegia también la valoración
de la naturaleza americana. Así pues, al final del relato, la natu-
raleza parece participar de la toma de conciencia liberadora que
motiva a Leiziaga:
384
A modo de conclusión, podemos decir que Cubagua, obra
publicada en 1931, resulta ser un nouveau roman histórico avant la
lettre53, y que E. B. Núñez intenta demostrar que una nación cons-
truye su identidad a partir del discurso histórico. Cubagua destaca
desde luego como una contribución a la reflexión sobre la historia (ya
no como mero telón de fondo) y sobre la identidad, no solo de Vene-
zuela54 y de los venezolanos, sino también de toda la América hispá-
nica y de todos los hispanoamericanos. Sin embargo, esta novela
fue publicada en pleno apogeo del criollismo y conoció como otras
obras de la misma época (como La bella y la fiera de Rufino Blanco
Bombona) cierto ocultamiento sin duda por el estruendoso éxito
de Doña Bárbara de Rómulo Gallegos y luego la clamorosa re-
cepción de Las lanzas coloradas de Arturo Uslar Pietri. Por añadi-
dura, los aspectos novedosos de la obra de E. B. Núñez, entre los
cuales destaca el recurso a la intrahistoria, no fueron percibidos
o no alentaron justamente una acogida favorable.
Se deduce que esta otra mirada sobre la historia de los
hombres sin historia y sobre la cultura hispanoamericana tiende
a trascender el eurocentrismo de las crónicas. Según Enrique Ber-
nardo Núñez, la historia pasa por una relectura de los mitos, tanto
occidentales como orientales o precolombinos, y asegura mediante
este recuerdo contra el olvido, la dignificación del aporte indígena
que así facilita la resistencia frente al imperialismo norteameri-
cano, porque «es la iniciación de una lucha que no ha terminado
53 Esta obra anuncia varios años antes del boom las técnicas utilizadas luego
en la nueva novela histórica, llamada también «neonovela histórica» o «no-
vela histórica contemporánea». Pensamos en particular en El reino de este
mundo (1949) de Alejo Carpentier, pero los críticos suelen considerar que
hay que esperar a los años 60 para que aparezca dicho movimiento con
toda su fuerza llamativa. Véanse Seymour Menton, La nueva novela his-
tórica de la América Latina, México, Fondo de Cultura Económica, 1993,
y Fernando Moreno, «La historia recurrente y los nuevos cronistas de In-
dias (sobre una modalidad de la novela hispanoamericana actual)», Acta
Literaria 17, 1992, pp. 147-156.
54 Indica Noé Jitrik en Historia e imaginación literaria: las posibilidades de un
género, Buenos Aires, Biblos, 1995, que la meta de la novela histórica tradi-
cional en América Latina estriba en facilitar la percepción de las identidades
y comprender mejor los orígenes.
385
aún, que no puede terminar» (51). Esta manera de reconsiderar la
historia, como nos invitó más tarde Michel de Certeau a hacerlo,
se lleva a cabo al introducir el pasado en el presente en vez de
hacer que los personajes se encontraran en el pasado para dar así
un mayor efecto realista.
Obviamente la verdad es múltiple con la combinación de dis-
cursos —o sea el recurso a la heteroglosia— de espacios y de tem-
poralidades, así como el recuerdo de mitos que permite abordar
mejor mediante una vuelta hacia los orígenes de la formación de la
identidad hispanoamericana.
Frente a los silencios de la historiografía, E. B. Núñez pri-
vilegia a los héroes de abajo (no comunes) y valoriza así la cultura
indígena. Pone de relieve la historia y sus repeticiones y vuelve
a utilizar el tema del viaje mítico de un héroe —que transmite a
la sociedad su mensaje—55 correlacionado con el de la búsqueda
de identidad. Su visión del palimpsesto temporal rompe en efecto
con el tiempo lineal cristiano y positivista, y concurre a trans-
formar el viaje del protagonista Leiziaga56, desdoblado en conde
de Lampugnano, en un viaje iniciático, de estructura mítica, que
le permite renacer al comprender mejor la historia de su país.
Cuando vuelve a utilizar en Nueva Cádiz (cap. III) el tema bí-
blico de la ciudad maldita que Dios, enfadado, quiso destruir, así
como el tema del diluvio (cap. V), E. B. Núñez parece anunciar
a partir de esta ciudad y a partir de la isla de Cubagua la destruc-
ción de Venezuela por la explotación petrolífera (que empezó en
la época de Núñez) por los norteamericanos: «El mundo se hace y
deshace de nuevo. Las ciudades se levantan sobre las selvas y estas
cubren después las ciudades» (66).
Al cuestionar el pasado y los modos tradicionales de la na-
rrativa histórica, al ficcionalizar la historia a partir de la reescritura
de los mitos, E. B. Núñez a la vez hace énfasis sobre la resistencia
indígena y la explotación que conocieron. Indudablemente, este
386
diálogo de las temporalidades (siglos XVI y XX) transcribe un
deseo de liberarse de las distorsiones de la historia oficial, escrita
por los vencedores según sus intereses económicos y políticos,
o sea una historia colonizada. Así pues, E. B. Núñez, de manera
muy moderna para su época, desarrolla un método de defensa de los
pueblos sin historia escrita para que puedan escaparse de la depen-
dencia de los héroes del margen, de los olvidados de la historia tra-
dicional57. Nos proporciona también en Cubagua una reflexión sobre
la reescritura como práctica del escritor, como una constante aper-
tura, incesante binomio entre el mismo y el otro. La díada «mito y
reescritura» resulta ser fecunda sobre todo si consideramos, como
Gilbert Durand, que la literatura es un departamento del mito58.
Obviamente, el mito da paso a nuevas perspectivas porque no solo
se trata de recordar tiempos originarios, pasados ancestrales, sino
también de descifrar mejor nuestro tiempo.
387
El caribe insular venezolano en tres voces:
La intrahistoria en Enrique Bernardo
Núñez, Renato Rodríguez
y Francisco Suniaga*
Aura Marina Boadas
389
la adopción de paradigmas europeos para las periodizaciones en des-
medro de los hechos locales, el privilegio de fuentes escritas en de-
trimento de fuentes orales. En este sentido, como lo señala Derek
Walcott, «la desmemoria es la verdadera historia del Nuevo Mundo»2.
Por ello, la develación de los hechos olvidados u ocultados,
la reconstrucción de las relaciones históricas, la revaloración de
hechos, con miras a recuperar la memoria perdida a la que alude
Walcott, es la tarea que han asumido estos escritores mencio-
nados. No lo hacen para dar explicaciones que alivien las culpas
o promuevan las venganzas, sino con el deseo de llenar vacíos
inexplicables y de tener un papel en la construcción de la historia
y, por ende, del propio país. Los escritores tienen un papel funda-
mental en esta tarea de recuperación de la memoria:
390
de las islas y se extienden hacia el continente, las islas venezolanas
se colocan en el «epicentro», según la denominación de Luis Ál-
varez y Margarita Mateo6, y por ende, podemos plantearnos el
análisis de varias obras venezolanas para determinar, no su interés
por la historia pues este será un criterio de selección del corpus,
sino las estrategias que utilizan los escritores para la recuperación
de una memoria histórica que ha sido desestimada.
Para el presente trabajo hemos escogido tres obras: Cubagua7
de Enrique Bernardo Núñez (1895-1964), Ínsulas8 de Renato Ro-
dríguez (1927-2011) y La otra isla9 de Francisco Suniaga (1954).
Estas novelas presentan como rasgos comunes el espacio en el
que están ambientadas las acciones —las islas venezolanas de Cu-
bagua y Margarita— y la tendencia a develar diferentes versiones
de lo que se cuenta. El espacio insular establecido como marco de
las acciones en las novelas mencionadas no es una mera ambien
tación, por el contrario, es parte del proyecto de recuperación de
la memoria que se desarrolla en sus páginas. Así lo deja entrever
Daniel Maximin, cuando afirma: «La Nature dans la Caraïbe
n’est pas un décor, c’est un personnage central de son histoire»10.
La intertextualidad es otro elemento que permite relacionar
estas obras: Ínsulas de Rodríguez presenta como epígrafe inicial un
texto tomado de la novela Cubagua de Enrique Bernardo Núñez11.
Si asumimos —como lo ha explicado Gérard Genette— que un
epígrafe es «un geste muet dont l’interprétation reste à la charge du
lecteur»12, entonces, podemos leer este «gesto» que se materializa
en una cita como un reforzamiento del espacio insular Cubagua/
391
Ínsulas; como una alusión a lo que representa la novela Cubagua, es-
pacio ficcional en el que se incorpora un metadiscurso sobre el his-
toriar; como una suerte de comentario o iluminación del contenido
de la novela receptora de la cita en cuanto a la existencia de una rea-
lidad dual (vida/otra vida; hoy/ayer). De esta forma la presencia del
elemento insular y la intertextualidad orientaron nuestra selección
para el corpus, pues tenemos la percepción de que en estas obras
se construye una historia particular.
La narración de acontecimientos locales o de nuevas ver-
siones de lo oficial vehicula la percepción de algunos personajes
acerca de una historia vivida y, aunque provienen de una autoría
individual, en estas obras es la visión de un colectivo la que se pone
de manifiesto. Estas fluctuaciones en el paradigma que debe regir
la escritura de la historia ha sido objeto de un amplio debate —que
antes de llegar a la literatura se había iniciado entre los historia-
dores desde hace varios siglos, especialmente, en el siglo XIX—13,
en torno a nociones como verdad, ficción, biografía, narración.
Desde una perspectiva literaria son muchos los teóricos que se han
ocupado de sistematizar y aportar herramientas de trabajo a los
críticos, para abordar la ficcionalización de la historia. Las de-
nominaciones marcan las diferentes orientaciones de esta reflexión:
novela histórica, nueva novela histórica, metahistoria, micro
historia y la intrahistoria14. Para nuestro trabajo asumiremos la pers-
pectiva de Luz Marina Rivas (2000), quien, a partir de intelectuales
como Raymond Williams, Hayden White, Michel de Certeau, Paul
Ricœur y J. M. Briceño Guerrero, propone la noción de intrahistoria
(denominación que tiene como antecedente a Unamuno y a otros
autores que lo han reinterpretado, como Roa Bastos), y presenta es-
trategias de escritura que pueden ser adoptadas como categorías
operativas para una lectura crítica de las obras literarias.
392
Nos interesa esta perspectiva doblemente, primero, por ser
producto de una elaboración local a partir de un corpus venezolano.
Estimamos que un enfoque crítico como el presente puede aportar
matices particulares y, al utilizarlo para analizar otro corpus, podemos
reflexionar sobre su alcance. En segundo término, nos motiva a pro-
fundizar en la afirmación de Rivas en el sentido de que la intrahistoria
«parece ser una tendencia más marcada entre las escritoras que entre
los escritores»; aunque «no es privativa del género femenino»15. Obser-
varemos cómo operan las categorías de análisis propuestas para ana-
lizar nuestro corpus, conformado por obras de escritores venezolanos.
Para Luz Marina Rivas
393
otras voces mediante la inserción de diálogos entre los personajes;
en Ínsulas, hay un narrador-personaje que podríamos calificar
como un individuo errante que expone diferentes hechos que le
han acontecido; en La otra isla el narrador es externo, en pocas
ocasiones da paso a otros narradores e incorpora las anotaciones
que hace uno de los personajes en una libreta.
Se observan puntos de contacto y el más resaltante es la mi-
rada que los narradores posan sobre su entorno, la cual dista mucho
de ser la de la oficialidad. Muy por el contrario, gracias a su me-
diación estamos a la escucha de migrantes, tripulantes de embar
caciones, vendedores ambulantes, empleados…, quienes dan cuenta
de su cotidianidad.
Esta mirada poco convencional sobre el hecho histórico ha sido
ampliamente estudiada por los historiadores de diferentes latitudes
(Francia, Italia, México, entre otros), y el debate sobre la denomina-
ción de este enfoque ha sido recogido por el estudioso mexicano Luis
González (1972), quien luego de explicar diversos acercamientos (mi-
crohistoria, petite histoire, historia regional, historia urbana, historia
anticuaria), propone una expresión:
394
Siguiendo a González, cuando afirma que la historia ma-
tria se ocupa del mundo de «la familia, el terruño, la llamada hasta
ahora patria chica»19 constatamos que esta es la óptica que priva en
las obras que estudiamos. Los hechos son narrados desde una pers-
pectiva alternativa a la tradicional, que deriva de una focalización
de los hechos desde la región insular, que pasa entonces a ser el
centro de interés de los personajes, todo gira en torno a los sucesos
que acontecen allí en la isla, inaugurándose así el relato de la historia
propia, de la zona.
De los hechos narrados se desprenden varios centros de in-
terés. Por una parte, se representan acontecimientos como la lle-
gada a la isla de Margarita del primer avión (I: 25) y del circo (I: 43),
la aparición de una epidemia de parálisis infantil (I: 43), el funcio-
namiento de las galleras (OI: 154 et al.), la sequía y la sed (C: 39),
el abandono de la isla de Cubagua (C: 55) y el ciclón del año 33
(I: 37). En todos estos hechos escuchamos la voz de quien los vive
y comparte su experiencia. En Ínsulas, por ejemplo, el narrador re-
cuerda como a raíz de la epidemia de parálisis infantil estuvo confi-
nado en su casa, sin ir a la escuela, lo que al principio lo sumió en una
intensa soledad, que luego se transformó en una gran libertad para
andar por toda la casa y el patio, rodeado de animales domesticados
y hacer lo que le viniera en ganas. Todos estos acontecimientos que
pueden parecernos intrascendentes marcaron la vida de la isla en ese
período. Esto nos hace pensar en el alerta que hace Edouard Glis-
sant en El discurso antillano cuando afirma que uno de los grandes
problemas de nuestros países es que se asumen como propios acon-
tecimientos y periodizaciones que son ajenos a la propia realidad:
19 Idem.
20 Ob. cit., p. 174.
395
Por otra parte, se encuentran los extranjeros quienes son ob-
jeto de diversas descripciones: se les asimila a los colonizadores
en la época colonial y se les identifica como turistas en la actual.
A todos estos personajes se les responsabiliza de la devastación de
la Isla, así se inicia una línea que, como lo veremos más adelante,
traza un continuum entre pasado y presente, dejando abierta la
posibilidad de su prolongación hacia el futuro.
Otro elemento que deriva de un sentir regional, y es común
a las obras analizadas, es la referencia al viaje y al exilio. Según
plantea Michaelle Ascencio, estos son temas recurrentes en la re-
gión del Caribe, no solo en la literatura, sino en los hechos pues
muchos escritores viven fuera de su país de origen21. Acota As-
cencio que el viaje, en tanto motivo literario, asume en la narrativa
caribeña las coloraciones del exilio22. Esta asociación del viaje con
otros desplazamientos también la presenta Nara Araújo cuando
afirma que:
396
como una prisión de la que hay que huir; para otros el exilio es
la ruta para alcanzar mejoras económicas, bien sea en la industria
petrolera o en otros trabajos en la capital; y para un tercer grupo,
se trata de un imperativo, pues son perseguidos por sus ideas y ac-
ciones políticas. Las tres novelas son generosas en referencias de
este tipo y, en cada una de ellas, existe un personaje que ha estado
en el exterior y es capaz de contrastar sus creencias con las de otras
latitudes. Nuevamente, asociamos la voz de Nara Araújo a nuestra
reflexión pues encontramos en sus palabras una sistematización de
la tendencia al desplazamiento, tópico contenido en las obras que
estudiamos. Señala la estudiosa cubana que
24 Ibid., p. 93.
25 Fernando Aínsa, Espacios del imaginario latinoamericano. Propuestas de
geopoética, La Habana, Editorial Arte y Literatura, 2002, p. 35.
397
Antes aludimos a la recurrencia de la imagen del «extran-
jero», ahora podemos identificar el mismo procedimiento en el
caso de la imagen del «viaje», cuyos orígenes remontan al viaje ori-
ginal desde África. Ascencio marca también esta línea a través del
tiempo cuando afirma que «el exilio en la novela antillana con-
temporánea no solo es el reflejo de la realidad, representación, sino
que se hace eco de ese exilio primordial: el exilio de los africanos
negros de su tierra para venir a América a trabajar como esclavos
en la plantación»26. El hilo conductor constituido por viaje y exilio
atraviesa varios siglos en las novelas que nos ocupan, lo que abre
un camino para ficcionalizar la historia de lo cotidiano, la cual se
construirá al compás de las vivencias de los personajes.
398
En otra escena, fray Dionisio cuestiona la información con-
tenida en una cita del libro Viaje a la parte oriental de Tierra Firme
en la América Meridional de Francisco Depons sobre el agotamiento
de los ostrales:
399
Ínsulas no es lo que podemos llamar con propiedad una au-
tobiografía, pues en ningún momento el personaje-narrador es
llamado por el nombre del autor; sin embargo, hay una serie de
marcas que coinciden con lo que públicamente se conoce de Re-
nato Rodríguez. Entre otras, las ciudades en las que ha habitado:
París, Nueva York, Hamburgo…; escenas de su vida que ha con-
tado en entrevistas y que encontramos en sus novelas como el viaje
en El Colombie, barco de la Compagnie Generale Trastlantique
Française, comandado por Joseph Ropars28.
Estamos entonces ante lo que Philippe Lejeune denomina
una «novela autobiográfica», categoría en la que este crítico reúne
[…] todos los textos de ficción en los cuales el lector puede tener
razones para sospechar, a partir de parecidos que cree percibir,
que se da una identidad entre el autor y el «personaje» mientras el
autor ha preferido negar esa identidad o, al menos, no afirmarla29.
400
lo que está contando. El lector está así a la escucha de una serie de
vivencias que le llegan «de primera mano». En Ínsulas, destacan
particularmente los pasajes de la infancia y adolescencia del perso-
naje en los que este se relaciona con personas que llegaron a su casa
para trabajar. El primero fue Ismael, un indio guarao (I: 13-15), la
segunda, Ponciana, «una negra alta, fuerte y hermosa» (I: 44).
El personaje-narrador nos da acceso a la historia de Ismael
—nombre que sustituyó su apelativo original y que adquirió una
vez que fue bautizado— quien llegó a la isla, luego de unas guerras
tribales en tierra firme. La presencia de Ismael no deja de ser exó-
tica para el narrador, quien lo compara con Viernes, el aborigen
que acompañó a Robinson Crusoe, luego del naufragio: «¿Qué
sabía uno después de todo, y entonces, de las cosas de los indios
guaraos?» (I: 14). Sin embargo, a pesar de esa distancia cultural, no
se presentan conflictos. Se cuenta la vida de Ismael en la Isla y su
relación con los dueños de casa; también se destacan algunas de sus
actitudes atribuidas por el narrador a su origen indígena: prácticas
medicinales, no dejarse tomar fotografías, entre otras.
Ponciana se convierte en una obsesión para el narrador-perso-
naje. Siendo aún un niño, la observaba mientras lavaba y planchaba.
En una ocasión, se cayó mientras trataba de captar su atención,
y esto constituyó su «pasaporte» para caer en los brazos de Ponciana,
quien mitigó suavemente su dolor, luego continuó consolándolo por
las noches hasta que la dueña de casa se enteró y la despidió. Estas
referencias a Ponciana nos llevan a la imagen de la mujer negra aso-
ciada a la sexualidad. En la segunda parte del texto titulada «Gua-
dalupe», se relaciona nuevamente a los negros con la sexualidad.
Sin embargo, la representación trasciende esta imagen y va mucho
más allá, pues al encontrarse en tierras con una población mayori-
tariamente negra (varias islas del Caribe), el narrador está ante una
realidad mucho más rica y variada, donde él no percibe el racismo.
El narrador-personaje de Ínsulas posa una mirada amable, de
interés hacia los «otros» representados por Ismael y los habitantes
de la isla de Guadalupe y otras islas de su periplo. El narrador presta
atención a la diferencia y, lejos de encasillar en estereotipos más
o menos tradicionales a estos seres que le resultan ajenos, prefiere
observarlos y tratar de entender su proceder.
401
En La otra isla podemos acceder de forma privilegiada a la
intimidad de los personajes, gracias a la inserción de textos prove-
nientes de una libreta de notas. Las referidas anotaciones, suerte
de diario de Wolfgang Kreutzer el alemán que se residenció en la
isla de Margarita, recogen su experiencia como gallero e incor-
poran también una serie de reflexiones sobre la sociedad que lo
ha acogido. El caso en torno a su muerte, que queda sin resolu-
ción policial, está explicado —desde nuestra perspectiva— en las
páginas de la libreta, a través de una serie de imágenes. La prác-
tica gallística en la que se adentra Wolfgang Kreutzer constituye
una metáfora de la dinámica sociohistórica que rodea al personaje.
Abundan las referencias a la violencia y como esta permea todos
los espacios:
402
Lo que los galleros realizaban como un gesto simbólico en el sen-
tido de eliminar el animal que no sirve para la lidia, ni para la cría,
Wolfgang lo asume, plenamente, con un acto que pretende lavar
el honor. Todos estos datos que tomamos de las libretas, nos per-
miten leer en paralelo la situación de los gallos y la historia de
Wolfgang; por eso podemos presumir que la muerte del personaje
bien puede ser su forma de manifestar su derrota. Estos textos
de la libreta de Wolfgang comentan el comportamiento de un co-
lectivo insular, sus añoranzas y expectativas, su manera de entender
la vida y de actuar. Todo ello, puesto en evidencia, por el contraste
que ejerce la comparación con el personaje alemán.
Los discursos de la intimidad tienen la particularidad de re-
cuperar algo que ya no está presente. De la autobiografía se dice
que es «la última oportunidad de volver a ganar lo que se ha per-
dido»30 y del diario que su «valor reside en el hecho de ser un re-
cuerdo fiel del pasado»31. Se observa entonces que hay dos líneas
temporales una que va al pasado y otra que lee el pasado desde el
hoy, lo que establece un puente.
Los discursos de la intimidad cumplen en las obras del
corpus algunas funciones bien precisas. Una línea temática que se
desprende de esos textos es la relativa a las diferencias culturales;
se ponen de manifiesto las miradas cruzadas y las valoraciones
hacia el comportamiento del otro. Particularmente esto se hace
mediante la representación de diferentes grupos humanos (am-
pliamente en unas y de forma referencial en otras), con especial
atención a aquellos que tradicionalmente se han considerado en
el origen la nacionalidad venezolana: europeos, africanos e indios
de América.
Hay referencias a los españoles, tanto a los del período co-
lonial, como a sus descendientes en el siglo XX, y resulta intere-
sante la múltiple valoración que de ellos se hace: se alude a sus
desmanes durante la Conquista y la Colonia (I: 20), a sus triunfos
403
en Europa (C: 47); pero también a la nostalgia de sus mujeres
(C: 45) y a la condición de mendigos de muchos de ellos en el
Nuevo Mundo (C: 45).
Los negros son representados de forma similar, a partir
de la rememoración de la esclavitud-trabajo (C: 43-44), separa-
ción de hombres y mujeres (C: 50); de la mujer negra asociada
a la sexualidad, pero en este caso de mutuo acuerdo (I: 44-45); y,
finalmente, mediante la presentación de escenas en la isla de St.
Marteen, donde el narrador puede observar cómo es la vida en
sociedades mayoritariamente negras (I: 75-79, 80).
Los indios, aborígenes del continente americano, también
están representados al referirse, entre otros tópicos, sus luchas en
contra de los españoles (C: 39); sus prácticas culturales-areítos
(C: 49), conocimientos de plantas curativas (I: 17); y sus alianzas
con los negros para llevar adelante rebeliones en contra de los espa
ñoles. Todos estos aspectos se suman a la existencia de personajes
aborígenes en Cubagua y en Ínsulas.
En algunos casos, a esta alusión a los diferentes grupos hu-
manos que han sido considerados los pilares de nuestra nación, se
suma el sutil cuestionamiento de los estereotipos. Las imágenes
del blanco, como opresor; del negro, esclavizado y del indio, sal-
vaje y sumiso, dan paso a las tribulaciones que acosaban a los espa-
ñoles, cuando se encontraban en tierras americanas; a los negros en
condición de grupo mayoritario en algunas islas del Caribe, donde
pareciera no haber marcas de racismo; y finalmente, a la riqueza
y fortaleza de las culturas amerindias a través de sus prácticas sana-
torias y de la resistencia que emprendieron frente al colonizador. Al
relativizar las percepciones, el texto permite vislumbrar un nuevo
acercamiento a la historia colonial.
404
La música «suena» en Cubagua y en Ínsulas mediante la alu-
sión a autores y títulos, así como a través de la cita de letras de
canciones: música de los areítos (C: 27-28), merengues dominicanos
(I: 21), coplas (I: 22), música de flautas de cañamazo (C: 48), can-
ciones infantiles (C: 27-28), Barbarito Diez (I: 46), «María Cris-
tina me quiere gobernar» (I: 63), poemas con adaptaciones musicales
(I: 82). El rango cronológico es realmente amplio, pues los areítos se
atribuyen a las comunidades indígenas de origen, mientras que los
merengues referidos son del siglo XX.
La forma como el discurso narrativo se apropia de la mú-
sica es descrita por Álvarez y Mateo Palmer cuando afirman que,
405
Sufro la inmensa pena de tu extravío
siento el dolor profundo de tu partida
y lloro sin que sepas que el llanto mío
tiene lágrimas negras
tiene lágrimas negras como mi vida.
34 Ibid., p. 52.
35 Antonio Benítez Rojo, «Música y literatura en el Caribe», Horizontes
XLIII (84), pp. 13-28. Recuperado en http://www.pucpr.edu/hz/007.html
[consulta: 23 de marzo de 2009].
406
Las tres carabelas,
las tres carabelas
que Colón tenía:
La Pinta, La Niña,
y La Santa María (C: 28, énf. original).
407
y los hombres. Igualmente se refiere el surgimiento de una leyenda
a partir del deceso de una indígena, Cuciú, quien murió en la
hoguera para unos, mientras,
408
En La otra isla la cultura popular se hace presente mediante
otra estrategia —distinta a la incorporación de mitos y leyendas—
como es la textualización de las peleas de gallos, las cuales son
descritas en todos sus detalles, tanto en lo relativo a la práctica
misma como a sus efectos.
Al referirnos a la inserción en la novela de fragmentos del
diario que lleva Wolfgang Kreutzer, aludimos a las peleas de ga-
llos pues es el tema que se trata en esas anotaciones, por ello solo
nos referiremos ahora a la función que desde nuestra perspectiva
cumplen esas escenas en el texto.
A través de las anotaciones que realiza en una libreta,
Wolfgang constituye un pequeño diario que da cuenta del trabajo
que realiza con los gallos de pelea para prepararlos, así como del
desempeño de los animales durante los encuentros minuto a mi-
nuto, la identidad de los dueños y características físicas de los pe-
leadores, las apuestas, las características ambientales del recinto,
entre otros datos. Encontramos en esta práctica elementos a los
que ya aludía Pausides González40 cuando describía la presencia
de lo musical en la literatura: el ocio, el melodrama, la soledad,
lo sagrado. Así como la música tiene su espacio natural en el bar,
las peleas lo tienen en la gallera, recinto donde se materializan las
pulsiones de un colectivo caracterizadas en el caso que nos ocupa
por la violencia:
409
Las peleas de gallos se practicaron en España desde la Edad
Media y pasaron a América desde los primeros años del siglo
XVI permaneciendo hasta nuestros días42. Hoy son parte de la
cotidianidad en la isla de Margarita, espacio referencial de las no-
velas que estudiamos. El tiempo de las peleas, más que un parén-
tesis, pareciera ser el tiempo en que los personajes dejan salir sus
emociones, frustraciones y deseos. Es su manera de «lidiar» con
la realidad que les toca vivir, con la historia que se hace día a día.
Todas estas estrategias apuntan a la escritura de una historia
cotidiana, teñida con las emociones de sus protagonistas, gente
que oímos tararear las canciones de su preferencia, que les relatan
a sus hijos los cuentos que les contaron cuando eran pequeños,
que mantienen vivas diversas tradiciones vinculadas al juego, las
comidas y las celebraciones.
42 Ibid., p. 3.
43 Le roman mémoriel: de l´ histoire à l´ écriture du hors lieu, Montréal, Le
Preambule, 1989, p. 50.
44 Ibid., p. 49.
45 Ibid., p. 52.
46 Ibid., p. 59.
410
(C: 55), el desembarque de Lope de Aguirre en la isla de Mar
garita (OI: 40), la llegada de Cristóbal Colón al Nuevo Mundo
(C: I; I: 20; OI: 37).
Podemos calificar estos acontecimientos como históricos,
pues han sido recogidos por los historiadores, para conformar lo
que Robin denomina la «memoria erudita»47, cuyo objetivo es la ela-
boración de las huellas del pasado. No obstante, la autora también
nos alerta con relación al alcance de la historia, la cual,
47 Ibid., p. 50.
48 Ibid., p. 51. La traducción es nuestra.
49 Ibid., p. 52.
411
«la fecha en la que Colón llegó a América» (OI: 229) se denomina
«Día de la Resistencia Indígena», acontecimiento señero de nuestra
«memoria nacional», memoria que —siguiendo a Régine Robin—
está constituida por elementos que son el recuerdo de los tiempos
heroicos y constituyen un tiempo épico, un retorno a los orígenes50.
Finalmente, otro espacio vinculado a la historia de la isla
reposa en sus elementos naturales y en la literatura. En Cubagua
la memoria de los acontecimientos ocurridos está en las piedras y
en el viento (C: 23 y 49): «El sol al nacer penetra en el secreto de
aquello cuyo nombre está olvidado. ¡Olvidada! Pero si pregun-
tasen a los guijarros sabrían gritarlo, lo mismo que el aire que
guarda todo» (C: 48).
Hay una referencia en Ínsulas que nos permite apreciar la forma
como se fija la historia local: «Algunas ballenas, debido a la época en
que encallaban, adquirían carácter de connotación cronológica o
histórica» (I: 61).
Las referencias literarias también desempeñan un papel
particular, pues sirven a los personajes para construir su mundo
referencial a partir de sus lecturas. En Ínsulas, las imágenes de las
islas, náufragos y embarcaciones no encuentran ecos en la realidad
circundante pues toman la forma que les ha dado Melville. Apa-
rece aquí la literatura modelando las percepciones que tienen los
personajes sobre la realidad, pero la otra cara de la moneda tam-
bién se da, pues hay personajes de la vida real que son recuperados
por la literatura, tal y como se hace referencia a ello en unas líneas
de la novela Cubagua que sirven de epígrafe a Ínsulas. La ficción
modela la realidad y la realidad se ficcionaliza. Estas referencias
a una memoria radicada en los elementos naturales y en la litera-
tura nos llevan a la «memoria cultural» concebida por Robin como
aquella «potencialmente polifónica que se da en un flash del re-
cuerdo, en el orden narrativo, cronológico o en lo metafórico»51.
Se explicitan en las novelas los cuestionamientos y desmiti-
ficaciones, tanto de la memoria nacional, como de la memoria eru-
dita y de la memoria colectiva, al tiempo que pareciera reconocerse
50 Ibid., p. 49.
51 Robin, ob. cit., p. 59.
412
un papel particular a la memoria cultural. Este debate abierto con
lo establecido —por el Estado, los historiadores o por el colec-
tivo— conduce a que surjan otras motivaciones, otras versiones
de la historia que favorecen el establecimiento de nuevas rela-
ciones entre el pasado y el presente, como cuando en Ínsulas se
asocia la devastación del pasado a manos de los conquistadores
(s. XVI) con la devastación actual ocasionada por «el turismo»
(s. XX). Asimismo, cuando en Cubagua se relaciona la extracción
de perlas realizada por los esclavos (s. XVI) con la extracción de
materias primas (magnesita y petróleo) (s. XX) (C: 34), se establece
una relación de continuidad entre ambos sistemas económicos.
Finalmente, cuando se pone «en manos» del viento la responsa-
bilidad de contar lo que ya nadie recuerda (C: 23), pues es él quien
arrastra las leyendas del pasado y las hace presentes, se está ape-
lando a la atemporalidad. Y la comparación se hace explícita con
una imagen que evoca el paso de embarcaciones diferentes, con el
mismo objetivo, y por las mismas aguas: «Los buques rápidos con
sus penachos de humo recuerdan las velas de las naos» (C: 55).
En las obras que analizamos hay pues una profunda re-
flexión sobre el hecho de historiar, sobre lo que es ficción y rea-
lidad, sobre la verdad y la fantasía. Dice el narrador de Ínsulas
que «la verdad es algo que rara vez llega a conocerse con certeza»
(I: 111), también en alguna ocasión alude a que cada versión de
un asunto puede ser mentira y verdad a la vez (I: 12), lo que ya
nos pone en la vía de las versiones sobre los hechos que pueden
ser producidas por medio de la memoria, pero también de la fan-
tasía (I: 49), sin que el narrador pueda determinar con exactitud el
origen de su relato. En La otra isla se dan algunas orientaciones
sobre cómo se elaboran las historias: «A uno le llegan las cosas.
El que pasa, así como tú, deja un poquito y poco a poco completas
la historia» (OI: 117).
Finalmente, según Rivas, la revisión e impugnación de la
historia oficial va asociada a la temática del fracaso; esta se puede
encontrar en las novelas estudiadas cuando los personajes consi-
deran el tema del retorno al lar natal, luego de una estada fuera
del terruño —como ya dijimos hay una pulsión hacia el exilio por
razones emocionales, económicas o políticas. En las tres novelas
413
que analizamos se ponen de manifiesto sentimientos encontrados
en los personajes, ya que si bien quieren retornar a su tierra, al
mismo tiempo, desean fervientemente dejarla. Hay personajes que
se sienten extranjeros al retornar al terruño después de un tiempo
fuera, incluso llegan a ser confundidos con turistas. Dos mensajes
igualmente contradictorios se desprenden de esta confrontación
interna; en Ínsulas y en La otra isla el retorno es fallido, no hay
posibilidad de reinserción. En esta última novela, se alude a una
realidad sin lógica y a una isla invisible; en la primera, el personaje
principal asume que vive en un mundo absurdo.
En Cubagua, hay un diálogo donde una voz alerta sobre otra
posibilidad:
414
mientos, la ratificación de otros, y la incorporación de nuevas re-
ferencias. En las obras de nuestro corpus hay contrastes entre la
historia oficial (marcada por la memoria nacional y la memoria
erudita) y la historia vivida desde la subalternidad (en la que par-
ticipan activamente la memoria colectiva y la memoria cultural)53.
Para construir esta dualidad en las novelas intrahistóricas
escritas por mujeres se apela a estrategias como la representación
de sagas familiares, la inserción de discursos íntimos, la narración
a cargo de una voz femenina, la apropiación de la contraliteratura
y del discurso fantástico54. En las obras que estudiamos, la poli-
fonía del texto no proviene del diálogo que se puede establecer
entre las mujeres de diferentes generaciones de una familia, aquí la
narración está en manos de narradores y el contraste de visiones se
ofrece al través de las miradas de personajes de diferentes culturas,
lo que genera una relativización de los hechos narrados. Entre los
discursos de la intimidad, el testimonio, bien sea oral o escrito en
diarios, merece aquí especial atención, lo que resulta consistente
con la presencia de narradores masculinos y de personajes que no
comparten una historia familiar sino de encuentros y tertulias en
la calle (Ínsulas y La otra isla). En el caso de Cubagua el testimonio
también se hace presente de otra forma, mediante el cruce tem-
poral que permite oír de primera mano la versión de los que vi-
vieron ciertos acontecimientos, versión que es colocada frente a la
versión oficial.
Al observar los personajes notamos cómo en Cubagua y en
Ínsulas se matizan las percepciones sobre españoles, indígenas
y negros, mediante la movilización de los estereotipos que tra-
dicionalmente se les endilgan y el reconocimiento de sus valores
culturales y religiosos, por lo que entonces cada colectivo muestra
sus facetas negativas y positivas. En La otra isla, el contraste cul-
tural viene dado por las miradas de personajes locales (insulares)
y de extranjeros (alemanes), lo que propicia la explicitación de los
estereotipos que se le atribuyen a cada grupo, los valores de cada
colectivo y, por ende, las similitudes y diferencias de estos grupos
415
humanos. La posibilidad de mostrar estas miradas cruzadas re-
posa en la tematización del viaje y del exilio, como una constante
de la vida insular, espacio geográfico que da marco a los textos.
Por otra parte, la inserción de tradiciones viene a reforzar
el contraste de miradas. Basta recordar las peleas de gallos y toda
la reflexión que se genera en torno a ellas de parte de los galleros
y de Wolfgang, el personaje extranjero (La otra isla). Nos encon-
tramos ante obras que apelan a diferentes miradas y registros de
la historia y de la memoria para dibujar los espacios de una cul-
tura insular. Es un espacio de nostalgias por lo que se perdió,
que solo puede ser recuperado por la memoria. Es una cultura
de decepción por el olvido en que la administración central la ha
mantenido, al dejarla al margen de los recursos financieros, del
reconocimiento y de los planes de desarrollo del país.
Hay una conciencia de la Historia en esta mirada crítica
aglutinadora de otras versiones de los hechos que nos enrumba
hacia una interpretación, en contraste con la imagen de luz y pro-
greso de la isla de Margarita. Y como señala Luz Marina Rivas:
«Desde esa perspectiva podemos decir que la novela intrahistórica
[…] subvierte la historia oficial porque propone nuevos caminos
para la comprensión del pasado desde la perspectiva subalterna»55.
Las obras del corpus representan la existencia del sistema colonial,
y su permanencia a través del tiempo. Estamos ante lo que Antonio
Benítez Rojo describe en La isla que se repite como «la máquina»:
55 Ibid., p. 67.
416
plantaciones sino también del tipo de sociedad que resulta del
uso y abuso de ellas56.
Palabras finales
417
—diferentes a la que recoge la historiografía oficial—, que se des-
prenden de los comentarios y conversaciones de los personajes.
Las pequeñas historias que cuentan los personajes, permiten
conocer la isla de antaño, esa que constituye un espacio idílico, de
solidaridad, de vida en armonía. Es el tiempo en que las comuni-
dades indígenas poblaban ese territorio insular, previo a la llegada
de los españoles a América (Cubagua). También encontramos es-
cenas de plenitud y armonía con la naturaleza antes la llegada de
los turistas (Ínsulas). En La otra isla se recuerda la solidaridad de la
gente, y como esta luego se tornó indolente. Lo que interesa aquí
es reconstruir la historia, pero esta vez desde la región, para poder
entender la dinámica de los acontecimientos locales y el papel que
le corresponde a cada uno de los actores involucrados.
El sentimiento de abandono y exclusión es otro tópico sobre
el que se habla en las novelas del corpus; en la época de la conquista
no fueron tomados en cuenta pues Colón pasó de largo y no se de-
tuvo en Margarita (La otra isla), ahora tampoco, pues se les niega
a los insulares el mérito por sus aportes a la nación y la asignación
de los recursos (Ínsulas). Adicionalmente, encontramos la repre-
sentación del progreso como propulsor de destrucción en la actua-
lidad. Es paradójico que, por una parte, se aluda a la exclusión
y, por otra, se rechace la llegada de recursos y transformaciones.
No obstante, las obras son bastante «generosas» en representaciones
del progreso y, mediante el contraste de imágenes del pasado y del
presente, queda en claro que, en realidad, el progreso solo aporta
nuevas versiones de la «máquina colonial».
Un tópico que recorre las novelas del corpus es el relativo
a la falta de participación de los personajes en acciones colectivas;
siempre parece privar el interés individual. A título de ejemplo, en
Cubagua podemos leer: «¡Si hubiese iniciativa!» (C: 9), en La otra isla:
418
Las novelas estudiadas recuperan a través de la intrahis-
toria hechos vividos en el espacio insular en el pasado y su reac-
tualización en el presente. Estos hechos son fundamentalmente
dolorosos como la colonización/neocolonización y la despersona-
lización/individualismo. En cambio, los tiempos de paz y gene-
rosidad producen una gran nostalgia, pero no parecen tener ecos
en la actualidad. Como indica Fernando Aínsa «el topos insular se
sitúa a la defensiva y teme el futuro. […] Esta sería otra isla posible
que vale la pena imaginar: la isla del porvenir. ¿La reflejará algún
día la narrativa? Solo cabe esperarlo»59.
Pensamos que cuando los personajes de La otra isla con-
versan y están de acuerdo en que «la dimensión humana contiene
a cualquier otra, sea geográfica o cultural» (I: 44), se comienzan a
dar algunas pistas sobre la superación de la pérdida del pasado
y se está en los albores de la construcción de la «isla del porvenir».
419
Tras-mares y tras-tierras
en Cubagua y en Pedro Páramo*
Luis Delgado Arria
421
En realidad, él creó un estilo […] quizás porque esta [la forma
autobiográfica] le ponía en mejor aptitud para extraer el sentido
impenetrable de instantes eternos. Emociones e imágenes re-
motas. […] Lo cierto es que gozó sus éxtasis en aquellos sitios
donde la historia exprimió las horas más augustas y voluptuosas3.
3 «J. A. Ramos Sucre», en Alba Rosa Hernández (comp.), Ramos Sucre ante
la crítica, Caracas, Monte Ávila Editores, 1980, p. 37.
4 Es interesante ver que ya desde su novela Cubagua (1931) compone un
texto muy signado por la mirada y protocolos escriturales del cronista.
Desde este cuestiona aspectos de los presuntos lugares fundantes de la no-
vela latinoamericana contemporánea. Cubagua no cabe en el mapeo estilís-
tico-político-crítico que describe la novela de la tierra, con su trilogía Don
Segundo Sombra, La vorágine y Doña Bárbara, todas textualidades fuerte-
mente atravesadas por nociones teleológicas de fundación de la nación mo-
derna, por un lado, y de la latinoamericanidad narrativa, por otra. El lugar
canónico que instalaron tales discursos novelísticos impuso una suerte de
paradigma de comprensión, que sin duda soslayó atrapar la propositividad
de Cubagua en la conformación de nuestro canon literario. Habrá pues
que esperar hasta la muerte del autor para que se inicie en Venezuela una
tímida recuperación crítica del sentido de su obra.
5 Pierre Barberis, Roland Barthes, et al., Escribir ¿para qué?, ¿para quién?,
Caracas, Monte Ávila Editores, 1976, pp. 51-55.
6 Véase Guillermo Sucre, La máscara y la transparencia, México, Fondo de
Cultura Económica, 2.a ed., 1985.
7 En Enrique Bernardo Núñez, Novelas y ensayos, Caracas, Biblioteca
Ayacucho, 1987.
422
grado, pero en forma ostensible también—, con el Rulfo de Pedro
Páramo 8. Cuatro de estas características resaltan por sus parale-
lismos con estas y otras obras que les suceden: 1. Las alusiones
culturales como metáforas de un mundo en metamorfosis; 2. La
ruptura de los límites inflexibles entre géneros literarios y la incor-
poración de otros no literarios en una suerte de libre juego de vasos
comunicantes; 3. Relecturas del yo frente a la historia y de la his-
toria frente a una suerte de archivo proliferante que funda el mito;
4. La neutralidad conceptual y la pasión por las formas; y 5. La ubi-
cuidad textual del yo y de la historia. Aunque de modo diferente,
un caso similar al que traza Núñez con Cubagua (1931) lo cumple
Juan Rulfo con Pedro Páramo (1955). Aunque emplazada en otro
momento, e instalada en otras contingencias, no deja de ser suges-
tivo el rico cuadro de coincidencias entre esta y la novela del vene-
zolano: rigor estilístico, síntesis extrema, licuefacción de géneros
y disciplinas como la poesía, el cuento, la novela, la crónica, la his-
toria, la política y materiales de la oralidad. A todos estos rasgos
de coincidencia se le suma la reingeniería de los planos narrativos
y la indagatoria de espacios como tomados por la sed, la muerte, la
migrancia; siempre sugiriendo balbuceos anacrónicos de una cul-
tura nacional y latinoamericana naciente aunque enfatizando sus
múltiples discontinuidades históricas. Tanto Cubagua como Pedro
Páramo abordan la historia enfatizando lo que en ella hay de lú-
gubre, de irresuelto y de clausurado en el espacio y el tiempo. Una
y otra sortean, sin embargo, los enfoques narrativos e historio-
gráficos dominantes hinchados de sabor positivista, cientificista
y modernizante. Ahora —más allá de las muchas afinidades for-
males y temáticas—, debe advertirse un contraste fundamental: si
Cubagua textualiza, a nuestro juicio, un diálogo asimétrico, con-
flictivo, heterogéneo —el de la cultura y literatura venezolanas con
las correspondientes antillanas—9, Pedro Páramo, desde México,
423
hace lo propio, relevando materiales de matrices identitarios y de
imaginarios apropiados de un sustrato local, pero con un sello
fuertemente alegórico de lo latinoamericano caribeño, que tensa
y complica su referencialidad10. Esta diferencia parece cardinal
a la hora de intentar una comprensión no solo de los proyectos de
sentido que ambas novelas formulan, cuanto para adentrarse en
las coincidencias e intersecciones literarias y culturales que con-
frontan. Las operaciones escriturales que inscriben a Cubagua y a
Pedro Páramo en la literatura latinoamericana se sitúan así en una
remisión múltiple de las continuidades y discontinuidades histó-
ricas, culturales y textuales de las que se alimenta nuestra debatida
identidad. Reenvíos que atrapan y comprimen, sincrónicamente,
proyectos representacionales con otros estéticos, culturales y polí-
ticos —atañendo esferas de lo local y lo nacional, lo latinoamericano
y lo universal.
Un punto que no alcanzaremos a desarrollar aquí, pero que
justificaría una indagación, es revisar las circunstancias y para-
dojas históricas, políticas y estrictamente literarias nacionales y
de región que operaron a los efectos de canonizar prontamente
—y justificadamente, por supuesto— a Pedro Páramo, por un lado,
424
y las concomitantes que virtual y curiosamente prácticamente bo-
rraron del mapa valorativo a Cubagua, publicada, 24 años antes
que la novela rulfiana. Una tarea análoga sería la revisión de este
texto que plantea soluciones argumentales y elementos formales
que se harían clásicos en el llamado realismo mágico, 18 años antes,
incluso, de El reino de este mundo. Interesaría especialmente con-
frontar la tesis de Roberto González Echeverría según la cual la
obra de Carpentier se constituye en archivo de metáforas de cuya
matriz se nutrirá la literatura posterior11. Cubagua, a mi juicio,
complica este planteo no solo por la anticipación de metáforas pos-
teriormente retomadas por Carpentier (la trasmigración del héroe
popular en animal como subterfugio de resistencia para burlar el
poder colonial, por ejemplo) sino, más incluso, en la desubicación
de los lugares y modos fundantes de la controversial etiqueta de
vanguardia narrativa latinoamericana.
De funcionar esta hipótesis podría decirse que, lejos de ubi-
carse estas dos novelas en universos culturales o polos de inter-
textualidad ostensiblemente autónomos, estas parecieran, más
bien, postular núcleos de sentido —e indagar en la productividad
de artefactos formales— que emplazan a entablar un diálogo12.
425
En estas notas quisiéramos sugerir algunas líneas de posibles co-
rrespondencias, contactos y continuidades entre ellas, pero pensar,
asimismo, el significado de ciertos contrastes y oposiciones. Pres-
taremos, sin embargo, una atención y relieve dominante a Cubagua
conscientes de su aún muy exiguo abordaje crítico. Interesaría asi-
mismo trabajar algunas referencialidades que ligan ambas novelas
con sus inscripciones en tanto proyectos de sentido cargados de
espesor y productividad narrativa e histórica, aunque sin descartar
la productividad sociopolítica que además conjeturan.
Ya desde sus primeros capítulos, Cubagua y Pedro Páramo
refieren ambientes fatigosos, paisajes enrarecidos, ralos, difí-
ciles de asir. Lugares, personajes y perfiles elocutivos imprecisos
afloran y desaparecen, proliferando y volatilizándose de modo
inexplicable, aparentemente fortuito. Algunos críticos coinciden
en que todo en ellas aflora como oscilando alrededor de un locus
discursivo des-localizado, franqueado por climas saturados por la
ambigüedad y la paradoja: estados de sueño y de vigilia, vida y
muerte, lucidez y desvarío, coherencia y azarosidad. Para decirlo
con imágenes de Archibaldo Burns —uno de los primeros y más
ásperos críticos de Pedro Páramo—, en esta novela se juntan: vo-
luntad de confusión, revoltura de elementos, personajes desdibu-
jados habitando pueblos fantasmagóricos y modulados desde un
lirismo nebuloso, sombrío13. En Pedro Páramo tenemos una ca-
dena de rompimientos que irrumpen como imágenes dialécticas.
Tropos que irán configurando universos imaginarios, alegóricos
y referentes proliferantes.
Al describirlas a modo de códigos pictóricos las novelas Cu-
bagua y Pedro Páramo presentan trazos gruesos, nerviosos, expre-
sionistas. Paisajes en tensión: los de una historia insular nacional/
latinoamericana sistemáticamente clausurada por la colonialidad
esta con Pedro Páramo, por ejemplo, podrían así contribuir a repensar la
pertinencia de ciertos recortes canónicos. Así como la pertinencia de cues-
tionar paradigmas y retomar otros ensayos hermenéuticos comparativos
hasta ahora escasamente examinados.
13 Cit. en prólogo de Gerald Martin, «Vista panorámica: la obra de Juan Rulfo
en el tiempo y en el espacio», en Juan Rulfo, Toda la obra, ob. cit., p. 588.
426
del poder y del saber14. Anthony Stanton comenta algo que aplicaría
—detalles más detalles menos— a Cubagua:
427
concebido —dice Benjamin— tiene en su interior el tiempo como
semilla preciosa pero insípida»17. Y un tiempo como es, creemos,
el que madura en ambas novelas. Atrapa en ellas un resplandor
paradójico, una luz de lo monótono y hasta de lo contrahecho, un
fulgor lánguido, anémico, mortecino. Lo nota Núñez al inicio de
Cubagua al figurar La Asunción, un pequeño poblado enclavado
en la isla de Margarita: «Los callejones se retuercen vetustos, si-
lenciosos, llenos de hierba». No obstante, continúa: «Tarde y ma-
ñana, las muchachas conducen el agua hasta los barrios más
lejanos. Las campanadas caen pesadas, monótonas, marcando in-
útiles el tiempo» (C: 5). De modo concomitante musita para sí Juan
Preciado al llegar a Comala: «Y aunque no había niños jugando,
ni palomas, ni tejados azules, sentí que el pueblo vivía» (PP: 184).
Los paisajes que ambos escritores eligen escrutar son los de un
mundo que declina, que agoniza incluso. Pero son un paisaje que,
al mismo tiempo, aparece creciendo, desplegándose, madurando
los frutos de una extraña experiencia. Lo que descubren es un
tiempo que confiesa al lector su historia, cabe decir, su semilla, su
crecimiento y su muerte siempre en entredicho, su simiente de lo-
cuciones vitales puestas al límite, contenidas, aunque pletóricas de
saber. Ningún hombre, por muy pobre que sea —decía Benjamin
en «El narrador»— muere sin dejar algo como legado al mundo18.
Ninguna novela tampoco. Y en particular estas. El espesor de uni-
versos efímeros y acaecederos de un universo de sentido, que para
los personajes agoniza tanto en Cubagua como en Pedro Páramo, se
funde en las peripecias vitales de personajes y de ambientes como
tomados por un saber omnisciente aunque no totalístico ni cons-
ciente. Un germen de sentido trágico queda a cargo de personajes
que, a la vez, registran y documentan el diario acaecer, narrán-
dolo, viviéndolo desde la intimidad y la distancia, mas conflic-
tuándolo todo. Van, más bien, performativizando, confundiendo
y excediendo reiteradamente —desde cada presente— su estatuto
como mero documento expresivo. «Allá me oirás mejor» —oye
17 Ibid., p. 37.
18 Véase Walter Benjamin, «El narrador», en Para una crítica de la violencia
y otros ensayos, 3.a ed., México, Taurus, 2001, pp. 111-134.
428
Preciado a poco de llegar a Comala. Es su madre—. «Estaré más
cerca de ti. Encontrarás más cercana la voz de mis recuerdos que
la de mi muerte, si es que alguna vez la muerte ha tenido alguna
voz. Mi madre, la viva» (PP: 184). Este fragmento —especial-
mente marcado por Rulfo con itálicas—, agita la visión perso
nalísima que él que tenía de la muerte, es decir, su ars poética sobre
la continuidad dialéctica entre el vivir y el morir. Morir no es tal
mientras Preciado arranque de los suyos un oír mejor en la evoca-
ción. Si aceptamos tal como cierto, se abatiría así la versión de Co-
mala como un «pueblo muerto» para descubrirse, paradojalmente,
una historia de vivos. O, por lo menos, una forma muy par
ticular de «estar y ser como vivos». Un lugar privilegiado de audición,
de evocación y, además, un lugar pleno en el cual voces, tiempos
y personajes dialogan e interactúan nebulosa y entrañablemente
entre sí. Se construye de allí un mundo-otro. Un universo en cuya
esfera rala pero chisporroteante de sentido se funda un vivir más
totalístico, más real, más pleno.
Con Cubagua, Núñez elige atrapar un período que va del
descubrimiento de América hasta inicios de la explotación petro-
lera en Venezuela; Rulfo, desde Pedro Páramo historia, en cambio,
la coyuntura de la guerra entre el nuevo Estado Nacional mexi-
cano y la emergencia de los cristeros en tiempos del presidente Ca-
lles. Pero la representación novelesca en ninguna de estas novelas
se agota en remisiones axiomáticas a un pasado históricamente
verificable. Ambas novelas deliberadamente sortean usar un dis-
curso historiográfico, rigurosamente testifical. Los universos de
sentido no se resuelven/disuelven en un tiempo histórico con
clusivo. Trazan, por el contrario, un tiempo narrativo fluyente y
sugerente. Una zona de y para la libre creación desde la recepción,
esto es, desde la experiencia de cada lector. Ambas novelas —de
algún modo históricas—, no lo son en ningún modo por asumir a
un trayecto formulario. Las dos eluden el compromiso de devenir
representaciones sin aura. Requiriendo el lenguaje poético, Núñez
y Rulfo buscan escrutar fenómenos más a fin de burlar la censura
política. Acaso por ello ambas novelas leen, releen e invitan a re-
visitar desde una comprensión otra una heterogénea variedad de
documentos, narrativas y paisajes, entremezclados con pasados,
429
presentes y utopías. En tal sentido, ambas novelas proyectan una
apuesta contrapuesta a la seguida por Cien años de soledad. El des-
ciframiento de los manuscritos, de los paisajes de naturaleza o de
la ruinas de Nueva Cádiz o de los ambientes de Comala demarcan
una naciente pero permanente génesis; y no el camino hacia el
apocalipsis concluyente de la historia. Cubagua y Pedro Páramo
planean llegar a ser —como exponía Hofmannsthal refiriéndose a
otro proyecto narrativo— una suerte de tentativas por «leer lo que
nunca fue escrito». La productividad, la performatividad sociohis-
tórica de los textos —como lo veía Deleuze— hace rizoma con lo
real, transfigurándolo y transfigurándose a su vez.
Tal inacabamiento —que no indefinición—, que se cierne
sobre personajes y hechos, temporalidades y diálogos tanto en Cu-
bagua como en Pedro Páramo hablan de una conflictividad refrac-
taria a explicaciones únicas y lineales, acabadas y no conflictivas.
No sería pues impropio decir que algunas pulsiones narrativas
presentes en este tipo de novela coincidan con una estructura me-
lodramática. Elementos tales como profusión argumental y de
personajes, sobreimposición de tramas, pulsión hacia el exceso,
que son tan recurrentes en Cubagua y en Pedro Páramo las acercan
a esta matriz. Más aún, su aparente fragmentariedad e irreso-
lución argumental —y el modo dialéctico de configurar acción
humana y acción de naturaleza— arregla un modo en el que dis-
curso, paisajes, oralidad, poesía, historia, crónica, pensamiento
y materiales biográficos entremezclan presentes y pasados, postu-
lando así un formidable y compacto personaje en ambas novelas.
Espacio, tiempo y personajes vienen a ser parte de una misma
trama imbricada de reconocimientos. El testimonio —pero tam-
bién la novela de corte histórico— según Paul Ricoeur, excede
con mucho su sentido estrictamente documental. Y lo hace puesto
que traduce y sobre todo «se aplica a palabras, obras y acciones en
la medida en que testifican, en la hondura de la experiencia y de la
historia, una intención y una inspiración, una idea que sobrepasan
la experiencia e historia mismas»19.
430
Si un lugar aquí describen Núñez y Rulfo es el de un nuevo
despertar del lenguaje que sería, asimismo, un despertar de la con-
ciencia y de la naturaleza. Un despertar de las voces fuertes pero
más aún, de los jeroglíficos y susurros desde cuyos núcleos sería
posible imaginar, postular una nueva historia nuestroamericana
más ética, verosímil, densa. Es decir más compleja, más diversa.
Más inclusiva y menos autocrática. Y este despertar por cierto es
otra imagen directa de Benjamin. Es la imagen de una vigilia muy
especial. Un abrir los ojos como suerte de revelación sacralizadora
aunque secular: el despertar a la historia. Despertar, ver, pensar,
recordar, ensoñar, hacen parte también de una forma cognitiva,
narrativa y sensible de inscripción en la totalidad de la historia.
Un modo de vivir en un presente cotidiano y múltiple. Un pre-
sente que reclama la recuperación de esta historia en el aquí y en
el allá. En un ayer, en un hoy y en un mañana que aspiran a coa-
gularse en un tiempo pleno. Mediodía inclusivo y dialéctico tras
cuya imagen resplandece un nosotros. Ya al final del texto rul-
fiano tenemos a un Pedro Páramo a punto de morir: «Sintió que
su mano izquierda, al querer levantarse, caía muerta sobre sus ro-
dillas; pero no hizo caso de eso. Estaba acostumbrado a ver morir
cada día alguno de sus pedazos» (PP: 303). Y poco después, reto-
mando enseguida el hilo circular de la historia, concluye: «Esta
es mi muerte: Ya sé que dentro de poco vendrá Abundio con sus
manos ensangrentadas a pedirme la ayuda que le negué. Y no
tendré manos para no verlo» (PP: 303). Cubagua y Pedro Páramo se
plantean leer —con Benjamin— el libro de lo acontecido, lo flu-
yente y lo entrelazado con todo: la imagen de lo arquetípicamente
fijo desde siempre y, a la vez, la mutación dialéctica de la historia.
Benjamin creía que esa imagen viva y dialéctica de la historia co-
rrespondía a un momento en que la humanidad «restregándose
los ojos, reconoce precisamente esa imagen como dinámica oní-
rica. Justo en ese momento el historiador se hace cargo de la faena
de interpretar el sueño»20. La imagen arquetípica patriarcal en la
novela rulfiana reconoce un momento en que no tiene ya manos
431
para sustraerse de la mirada justiciera. Mirada que es la de un
tiempo que vuelve, puntual y dialéctico, a saldar sus cuentas.
Es también ilustrativo el final de Cubagua: Leiziaga es llevado de-
tenido a Margarita bajo la denuncia de haber tomado para sí un
puñado de perlas. El juez Dr. Figueiras lo interroga oficialmente
mientras fantasea alzarse con al menos una de estas piedras pre-
ciosas. Leiziaga sobrelleva el vejamen del interrogatorio sin con-
testar una palabra, abstraído por el recuerdo de las imborrables
imágenes de Cubagua. Al día siguiente es llevado de nuevo a la
isla. El poder de Estado burocrático exige las perlas. Al punto
Leiziaga pone en juego todos sus sentidos pero: «Ya no son voces
que se alzan del mar: [sino] murmullos, clamores vagos, estreme-
cedores, palpitantes, infinitos» (C: 66). Casi al principio de la no-
vela se habla de cómo acarrear agua a la isla. Alguien dice que el
agua puede traerse en pipas, de Cumaná. «—Exactamente —res-
ponde otro—. Hace cuatrocientos años la traían también en pipas.
Exactamente—. Y añadió, —verdad que es poco tiempo» (C: 20).
La ironía sirve de única apelación a la lucidez. Pero será al final
de la aventura novelística cuando su eficacia se deje ver. Núñez
reclama la metáfora dialéctica de un devenir simultáneamente
presente, pasado y acaso eterno en la isla: «Todo estaba como hace
cuatrocientos años» (C: 66)21. El tiempo fluyente pero, a su vez, de-
tenido en su remisión a la colonialidad sobreviene en la historia
misma de Cubagua. Vale decir, la historia de su pretendida moder-
nidad como superficie hermenéutica a la vez diferente e idéntica.
El despertar de Leiziaga a una realidad otra le hace comprender
que la disputa por las perlas resulta absurda. Para él las perlas no
son ya mercancías sino alusión a un amanecer: el de un mundo
432
de nuevo pleno y barroco, aunque inaccesible, concluyentemente
clausurado a la mirada colonial. Ahora bien, este despertar sería,
también un conocimiento apocalíptico y un saber del fin trascen-
dente de la historia. Imagen que se ofrece, atisbo y figuración de
un instante que atrapa la escena del recorrido narrativo e histórico
borrándolos, pero haciéndolos asimismo extáticamente presentes.
Pero este instante —en cuya metáfora se adensa y trasfigura
la historia toda— tiene un rostro bastante distintivo en nuestro agi-
tado contexto histórico latinoamericano: Un rosario de hechos de
fuerza atrapa las biografías de unos personajes demasiado apre-
miados por circunstancias exteriores como para alcanzar, siquiera,
imaginar vagamente el trayecto de sus propias vidas. Desde un
punto de vista narrativo, Juan Preciado no va propiamente a Co-
mala a vivir sino a morir. A morir incluso antes de haber vivido.
Pedro Páramo hace lo mismo. Vive aunque siempre muriendo en la
ansiedad de la figuración de una unión obsesiva con Susana San
Juan que sabe imposible. En forma distinta pero paralelamente,
gran parte de los personajes de Cubagua son más decorado o frag-
mentos anónimos de una máquina de expoliación y/o de resistencia,
que personajes propia y carnalmente humanos. Al reflexionar sobre
su experiencia ya al término de su viaje: «Leziaga considera la dul-
zura de esas vidas [de indígenas], lo cual no se le había ocurrido
hasta entonces. No ser nada, no esperar nada. Ser ellos solos; vivir
sobre un leño o un pedazo de tierra con el alma en silencio. Almas
cargadas de amargura, de indiferencia, de dicha» (C: 53).
Un clima análogo configura a Comala: «hay aire y sol, hay
nubes. Allá arriba un cielo azul y detrás de él, tal vez haya can-
ciones; tal vez mejores voces. Hay esperanza, en suma. Hay es-
peranza para nosotros, contra nuestro pesar» (PP: 201). Puede verse
entonces como vidas y acontecimientos en ambos proyectos no
velescos van configurando una economía representacional apertre-
chada de susurros, fragmentos, contención, esbozos. Una relojería
hecha de fotogramas, frases y pasajes descoyuntados. Su trenzado
va trazando no una coherencia lineal, secuencial y autoexplicativa
sino más bien estallada, discontinua, dialéctica. Su clave de lec-
tura no remite así a una mecánica historiografiable cuanto que li-
teraria, imagética. Anticipando la apuesta de Cortázar en Rayuela,
433
ambas novelas aspiran devenir penetrables, historias cinéticas, mo-
delos de una experiencia para armar. Por ello funciona tan bien en
ambas novelas la técnica del montaje. Suspendiendo una figuración
teleológica de la historia, una proliferación de rasgos nerviosos,
precisos, briosos, rápidos, casi hiperactivos, personajes, datos, re-
cuerdos e imaginarios organizan una narrativa hecha de secuencias
aparentemente libres, tramas desenganchadas, si bien enlazadas y
erizadas en la figuración mesiánica que ansía atrapar la dimensión
no redimida pero esperanzada de la historia. Cubagua y Pedro Pá-
ramo aparecen así como una sucesión y una juntura de ruinas aden-
sándose y configurándose, paulatina, limpiamente, como un acopio
de materiales que aspira a ser, alguna vez, un todo orgánico. Y de
toda esta suma ruinosa de historias básicamente trágicas de vida
surge un lugar/mudo agonizante, que lo ha de ser, curiosamente,
también, de esperanza. Preciado va a Comala porque allí intuye
un pasado susceptible de recuperar. Leziaga regresa de Cubagua
porque ve allí un pasado accidentalmente olvidado —aunque ci-
frado en forma jeroglífica— todavía de alguna forma intacto en la
isla. Un pasado que, considera, debe ser salvado, y un presente-otro
que demanda reconocimiento como condición para su redención.
Ya al final de Cubagua, escribe Núñez: «Pero con el sol los
recuerdos importunos desaparecen. […] Tendido en la arena, Lei-
ziaga se olvida del petróleo, de los tesoros sepultados en Cubagua,
de su misma vida anterior y observa el jeroglífico que los cardones
van trazando» (C: 56). El regreso de un viaje empedrado de mi-
radas, pensamientos y jeroglíficos tras cuyo desciframiento apa-
rece la tierra, construye la posibilidad de leer la historia en tanto
código cifrado aunque productivo y proliferante. Código pleno,
perlífero en cuanto que cargado de valor hermenéutico de lo aquí
sucedido y sigue sucediendo tras la Conquista y la colonización.
Según George Gadamer, una comprensión efectiva exige siempre
la activación de un arsenal hermenéutico capaz de superar el pre-
juicio en contra del prejuicio y el sentido común, allanando así el
camino hacia un comprender de otra manera. La imagen que con-
densa el saldo del aprendizaje de Leiziaga al fin de Cubagua es
la de un mar comunista. Un mar en cuya fluencia se disemine
y democratice el misterio, invirtiendo el sentido y la lógica de la
434
gran máquina de acumulación capitalista 22. Es un mar que des-
pliega, dispersa, disemina, sin pausa, sin tasa, las bellezas y se-
cretos milenarios de una tierra, una historia, un pueblo. Un nuevo
Dorado hecho esta vez de palabras, piedras y olas, en clave de
imágenes y secretos es postulado como legado precioso a unos
buscadores de perlas y petróleo que, desde luego, no pueden, no
alcanzan a percibirlo siquiera. La mirada humanista, profunda-
mente respetuosa hacia una diferencia radical y no resoluble se
sobreimpone a la matriz imperante: el paradigma disciplinario an-
tropológico e historiográfico de sesgo positivista, modernizante,
neocolonialista y transculturador. Leziaga se pregunta a sí mismo
en referencia a los aborígenes: «¿no es un crimen obligarlos por
el temor o la fuerza?» Pero concluye: «Es preciso dejarlos en su
inviolado silencio. Toda mirada, toda palabra de extranjero les
produce estupor. Quizás, piensan, hay en ella algún ardid para
quitarles lo único que tienen: su libertad. Su libertad en medio de
su esclavitud (C: 53)23.
435
En una línea de cierto modo análoga, en la novela de Rulfo,
Preciado confiesa a Dorotea: «Quise retroceder porque pensé que
regresando podría encontrar el calor que acababa de dejar; pero
me di cuenta a poco de andar que el frío salía de mí, de mi propia
sangre» (PP: 236). El frío de la historia ya está, pues, introyectado
en la sangre, en la corporeidad misma de Preciado. Él mismo, en
este caso, hace parte del jeroglífico. Cabe notar cómo los perso-
najes centrales son también, en ambos proyectos narrativos, íconos
modernizadores occidentales pero que impugnan el ideal de mo-
dernidad. Leziaga, Lampugnano, Preciado y Pedro Páramo em-
prenden sendos viajes sin fórmula de retorno. Ninguno de ellos
puede salir ya de la historia una vez se han sumido en la hondura
de sus encrucijadas. La misión, la pequeña épica en ambas novelas
radicará en reflexionar, ensoñar y rescatar la historia de un ins-
tante pleno aunque efímero. Piensa Walter Benjamin: «La verda-
dera imagen del pretérito pasa fugazmente. Solo como imagen que
relampaguea en el instante de su cognoscibilidad para no ser vista
ya más, puede el pretérito ser aferrado»24.
En la búsqueda de este tiempo perdido Cubagua y Pedro Pá-
ramo examinan sendos universos liminales: la ciudad hundida de
Nueva Cádiz en la decrépita isla de Cubagua, y Comala, lugar
protohistórico al que Preciado marcha en busca de la historia bo-
rrada de su estirpe. En ambos casos el viaje revela un sentido de
ruptura con la concepción tradicional, ontológica y teleológica de la
historia. La historia deja de ser archivo. No es solo un cementerio
hecho de documentos disciplinarios o graciosamente traspuestos
a un presente como culminación acabada del plan de ascenso que
tramita escribir la historia moderna.
Por el contrario, la historia aparece, más bien, como latido y
conciencia del látigo, esperanza, mas, también, lucidez y zumo úl-
timo de los muchos y dolorosos aprendizajes que habitantes de un
tiempo hoy —pero condensador de pasados y presentes— han te-
nido que irle arrancando a la historia contra los muros de la razón
436
colonial occidental. Por ello fluye todo en una permanente actua-
lidad. Y es dable afirmar que todo nuestro pasado fuese presente.
El espacio urbano, la ciudad féretro que es Nueva Cádiz, o la otra,
Comala, suerte de camposanto familiar aparecen habitados por
paisajes y difuntos reacios a dejar de vivir. El viaje hacia el pasado
en ambas obras apunta a ser, más bien, esencia de utopía y palanca
de emancipación de un presente ya cumplido y juzgado y por ello
mismo confabulado a favor de la dominación 25. Pedro Páramo es
una metáfora de la historia, como ha aclarado Rulfo. La historia
de un comal, un infierno al que se va, definitivamente, a aprender.
Como en la isla Cubagua de Núñez, a la Comala de Rulfo se va a
aprender historia y a protagonizarla, y a decir y escuchar cada cual
sus respectivas historias.
437
imperio aparece como un tropo suprimido aunque evidente, cen-
tral. Todo en ellas va y vuelve, recurrente, contorsionándose. Todo
les concierne como centros hacia el cual fluye el poder. Sin em-
bargo, todo va y vuelve cíclicamente a ellas. Por eso «Vocchi» —el
dios de Lanka—, «como los otros, ama las islas, porque las islas
son predestinadas» (C: 45). Por eso Preciado va a Comala pese
a la advertencia que le formula el letrero (PP: 193). Las ciudades
narrativas que delinean de la Nueva Cádiz de Cubagua y Comala
devienen pretextos para que la tentativa de sentido moderno occi-
dental tenga un lugar de enunciación válido. Un núcleo espectral
aunque abierto aparece en ellas como telón de fondo polifónico,
carvalesco y positivo26.
A la figura de la ambigüedad, Núñez y Rulfo sobreimponen
otra: la del silencio. Indagan y pulen metáforas de susurros y som-
bras, sedes y acideces, arideces y precariedades como tropos que re-
miten, una y otra vez, a una proliferación de la carencia. «—Son
ácidas, padre— se adelantó el señor cura a la pregunta que le iban
a hacer. Vivimos en una tierra en que todo se da gracias a la Pro-
videncia; pero todo se da con acidez. Estamos condenados a eso»
(PP: 249), refiere el cura de Contla en Pedro Páramo. Un poco alcan-
zando ese tono escribe Núñez en el capítulo IV del apartado de la
novela «El cardón»: «Sus plantas producen aquellos rumores fur-
tivos. Leiziaga, que no ve nada, se encoge de hombros; y, ahon-
dando en el silencio que llega del mar y barre los arenales, los
ranchitos donde se mueven extrañas figuras, dice: —Aquí todos
parece que aguardan. —Sí, aquí todos aguardan» (C: 44). Silencios,
susurros, ecos lacónicos y cargados de cuestionamiento hablan de
historias abortadas, herrajes impuestos por el poder colonial/
438
neocolonial sobre la piel de personajes y culturas superpuestos.
De allí la centralidad de la figura de la carencia como metáfora de
nuestra tragedia histórica. Estos silencios sobresaturados de Co-
mala —me parece— hacen también parte de una suerte de gran
representación de la ruptura de un tiempo modernista, como lo
ve Fredric Jameson, hacia otro momento posmodernista 27, cuya
emergencia el crítico ubica hacia la década del cincuenta y, aunque
Cubagua es publicada en la década del treinta, sería posible imagi-
narla como expresión temprana del mismo.
Las ruinas de una ciudad bullente de voces de difuntos en
Comala y la ciudad hundida en Nueva Cádiz parecieran refle-
jarse especularmente. La una, en Comala, voltea hacia la revolu-
ción mexicana y desde allí hacia más y más atrás, hasta poner en
cuestión las inobservancias posindependentistas. Pero mira, fija
imágenes, también, hacia más adelante, en los pertinaces incum-
plimientos del PRI a los postulados vertebrales de la revolución
mexicana. La otra, Cubagua, releva alternativa, asincrónica y fíl-
micamente, momentos del descubrimiento de América, escenas
de la Colonia y episodios noticiosos de comienzos del siglo XX.
Tal operación, que antecede el experimentalismo del surrealismo
en Latinoamérica, una de cuyas propuestas buscaba forzar la con-
taminación de tiempos y significados interroga figuras que operan
por condensación y trabazón premeditada una semiosis, ayer, co-
lonial, hoy neocolonial. «¿A qué viniste?», parece preguntarle al-
guien a Juan Preciado, intentado precisar los verdaderos móviles del
viaje: «Vine a Comala —dice— porque me dijeron que aquí vivía
mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo y yo le pro-
metí que vendría a verlo en cuanto ella muriera». Pero es revelador
que, una vez realizada esta promesa solemne ante el lecho de muerte
de la madre, Preciado se retracta de su juramento «—Así lo haré
madre» con una confesión a sí mismo: «pero no pensé cumplir la
promesa» (PP: 179). El viaje de Preciado responde, pues, a otros mó-
viles. Preciado responde en el más clásico protocolo melodramático.
27 Postmodernism, or, The cultural logic of late capitalism, 1991. Recuperado en:
http://flawedart.net/courses/articles/Jameson_Postmodernism__cultural_
logic_late_capitalism.pdf
439
Pero detrás de esta respuesta desautorizada desde su inicio, subyace
y resuena la pregunta: «Preciado, ¿para qué viniste?».
Creo que tanto el viaje de Preciado a Comala, como el de
Leziaga a Cubagua funcionan como metáforas de indagación
sobre las condiciones en que se modula la modernidad incum-
plida latinoamericana. Una modernidad que en América Latina
siempre fue imposible por definición y una historia adulterada, las
dos fraguadas a partir de un cosmos de sentido meticulosamente
ritualizado. Un mundo que debate con otra condición ahora
postsacral. Los conceptos teleológicos de modernidad e historia se
representan así en ambas obras vacíos.
Esta mezcla de silencios y énfasis de contención traducen
—y remiten— a conatos fallidos de expresión y poder radical del
otro, el paria, el esclavo, el negro o el indio, el civilizatoriamente
escamoteado de la historia. Todo se extracta en gesto, mudez,
que hacen tropos de una palabra sitiada, innombrable histórica-
mente sesgada. Oralidad de voz omitida, es una dicción desde cuya
recursividad se apela a un sentido también nómada que fluye de
lo verosímil a lo mágico; de la facticidad al delirio aparente. A di-
ferencia del esencialismo estratégico afirmado por Edward Said 28,
los pobladores de Nueva Cádiz o de Comala son tratados de una
forma no esencialista a modo de objetos de estudio o estampas de
otredad. Nunca se los conduce como objetos pasivos y de ante-
mano condenados al cumplimiento de un papel dictado por otros.
Hasta en Comala las almas pueden decidir qué dicen, y a quiénes
sacan la conversación. Y en Cubagua, en el último capítulo aflora
una imagen salvífica pero no historicista de la historia. El mito
popular, la animación y la metáfora sirven de recuerdos. Por ello
Leziaga no resiste «referir su aventura» (C: 58). Una aventura que
ahora puede leer mientras lleva dos días de encierro contemplando
desde su habitación las piedras renegridas, en la isla de Margarita,
como ruinas pero más aún, como testimonios del mediodía de un
gran imperio extinto. Por tal un académico, Tiberio Mendoza,
no puede resistir la impaciencia. «¿Qué podían decirle (las ruinas)
que ya él no supiese?» (C: 58).
440
De la misma forma en que Juan Preciado es un forastero de
los climas fantasmales de Comala y va cumpliendo su viaje a me-
dida que desentraña el sentido de su experiencia, así también lo
hace Leiziaga al interrogar, ahondar y, hasta cierto punto, desci-
frar el sentido último de su viaje a Cubagua. So pretexto de buscar
a su padre, Preciado inquiere y le arranca a Comala el sino reser-
vado a su estirpe y, con este, el sentido de su vida toda. Leiziaga
lee el subterfugio mercantil de la extracción de perlas y petróleo
como jeroglífico que contiene el secreto irrenunciable de la tierra.
Tal «viaje» es lo que le exige asumir una mirada nueva, benévola
y, asimismo, ética. El encuentro con ese otro —aborigen, mujer,
difunto, fantasma, negro, esclavo—, y con un paisaje cargado de
signos a la espera de ser traducidos funda un lugar de toque con
la otredad que alimenta su propia experiencia. Preciado condensa
en estos términos el saldo de su aventura vital: «—Es cierto, Do-
rotea, me mataron los murmullos. Aunque ya traía retrasado el
miedo». Y un poco más adelante se vuelve a hacer y responder la
pregunta: «—¿Qué viniste a hacer aquí? —Ya te lo dije en un prin-
cipio. Vine a buscar a Pedro Páramo, que según parece fue mi pa
dre. Me trajo la ilusión. —¿La ilusión? Eso cuesta caro. A mí me
costó vivir más de lo debido» (PP: 237). Preciado hace el viaje en
la dirección correcta. Ya no afirma que vino a buscar a su padre,
sino «a ese que según parece fue mi padre». La irresolución en la
escritura de la historia construye de suyo otra forma de habitarla
—o de redimirla.
Dijimos que la búsqueda del padre no es el motivo de fondo
del viaje de Preciado. Lo es la búsqueda de la ilusión. Pero ¿qué
dice, qué mueve? ¿Qué traduce esta ilusión pertinaz? La palabra ilu-
sión asume por lo menos dos sentidos: la ilusión de índole afectiva
y la ilusión como aberración de un efecto engañoso sobre los sentidos.
Es el caso de una ilusión óptica, por ejemplo. Una y otra pueden
ponerse en relación con el fenómeno de representación fidedigna,
ética, crítica, histórica. Representación políticamente posicionada,
polivalente, plural. Una vez concluido el viaje, el aprendizaje se cul-
tiva en la claridad representacional de una experiencia íntima pero,
además, colectiva. —Pero, ¿cuál es el alma de la raza?— [se] pre-
gunta Leiziaga a continuación del cuestionamiento de Tiberio.
441
¿Es quizás la nostalgia, la gran tristeza del pueblo que se ignora
a sí mismo, o son almas superpuestas, vigilantes, para que nin-
guna cobre imperio sobre la otra? […] El negro y el indio toman la
guitarra en sus manos del mismo modo que el rifle, cantan con
una tristeza y viven sin conocerse o se matan entre sí. Bailes y
canciones, luz, palmeras, he ahí todo el sentimiento, el alma de
la raza (C: 59).
442
en cuya médula la dominación y la salvación se dan cita, como
notaba Benjamin. Se concitan, deviniendo documentos de cultura
y a la vez, escritos incriminatorios de la barbarie. La barbarie con-
tenida en todo lo borrado. La historia como cómplice de la borra-
dura por remanente, por no ser políticamente incorporable pero,
también, por indecible y proliferante. Texto que, aunque entraña
y vocifera la ruina, nunca se podrá develar y quedará, por ello,
como espacio elidido. El silencio en ambas novelas no describe otra
cosa así que una máquina de captura de alteridades y proliferación
de censuras. Texto de lo que nunca ha sido posible articular. El
oficio de escritura sobreviene faena de videncia y redención. Pero
esta indagatoria del silencio entraña adicionalmente otra reflexión.
Una especulación sobre las relaciones y negociaciones que enta-
blan y sostienen lector y escritor. Una que llamaremos economía
de rupturas atraviesa, reinventando silencios que devienen denun-
cias en la trama de ambas novelas. La técnica del montaje deviene,
en ambas tentativas, estrategia narrativa y sustrato hermenéutico
desde cuyo espesor una historia pletórica de tiempo ahora, como lo
soñaba Benjamin, atrapa y reinventa su sentido.
Conclusión
443
articulación de un lenguaje donde la significación, el sentido, lo
dicho y lo no dicho, alcanzan un equilibrio singular: ahí donde
la economía de los materiales es también la irradiación más alta
de la escritura 29.
444
el día de los muertos […]. Pero, en cambio, cuando están solos,
platican muy a gusto entre ellos y cuentan cosas, se cuentan unos
a otros sus historias31.
445
Todo el deseo, la aspiración del escritor, toda su vida ha de ir hacia
su obra. […] El escritor le debe al país su vida»34.
En un cruce de inquietudes que conectan historia, política,
mitos fundantes, testimonios, crónicas y narrativa, Enrique Ber-
nardo Núñez y Juan Rulfo apelan a un instrumental narrativo que
funde técnicas cinematográficas, narrativas y poéticas. La hete-
rogeneidad de residuos de memoria rescatados de viejos archivos
y bibliotecas, de reminiscencias de voces populares e imágenes de
viajes configuran unos textos cuya riqueza alusiva juega y hace
trabajar para sí una proliferación dialéctica que remite a la historia
latinoamericana como historia de originalidades, asimetrías y lu-
chas de clase que enlazan lo sublime y lo atroz. Todavía precisan
de un arsenal representativo bien enterado de la vanguardia y or-
ganizan desde allí una geografía simbólica de espacio insular pro-
liferante. Un ámbito ambiguo, si se quiere, que opera como enclave
recurrente de intercambio de mercancías: perlas y esclavos, luego
petróleo en el caso de Cubagua; tierra, recuerdo, amor, poder, en
el caso de Pedro Páramo; constitución de identidades transitorias
que se van sobreimponiendo sucesivamente en un tiempo circular.
Atmósfera que nomina más el núcleo histórico/identitario del sis-
tema de expoliación imperialista que, a secas, un paisaje humano
y mediodía de naturaleza.
Cubagua y Pedro Páramo no miran al pasado de manera nos-
tálgica. Lo auscultan desde un signo de ensueño y experiencia que
nombra una positividad literario-cultural. Pasado todavía irreali-
zado pero latente en su potencia viva de redención. Enrique Ber-
nardo Núñez resume la positividad de esta circularidad temporal
en el siguiente pasaje:
446
Otros dijeron —y así lo refirieron durante mucho tiempo—,
que Cuciú no murió en la hoguera. Un adivino la arrebató de
las llamas convirtiéndola en garza, una garza roja, y confun-
dida con las otras se cierne sobre los caños en la estación de las
lluvias (C: 30).
447
El relato de las ruinas y el deseo colonial.
Cubagua de Enrique Bernardo Núñez*
Luis Duno-Gottberg
449
Núñez (1895-1964). Quiero imaginar al escritor venezolano
desenterrando viejas reliquias indígenas y colocándolas frente
a espadas, escudos, doblones españoles y, por supuesto, un pu-
ñado de perlas. Por un momento, quiero imaginarlo también
añadiendo a su colección los restos de un barco que podría haber per
tenecido indistintamente al pirata Morgan o a una empresa norte
americana que surcaba, «con idéntico deseo», las aguas que ahora
corroen los despojos de proyectos imperiales.
El lector reconocerá inmediatamente en este ejercicio de la
imaginación una serie de elementos reiterados en las novelas Cu-
bagua (1931) y La galera de Tiberio (1938), por lo que no hago
más que explicitar imágenes de una poética que, como ha seña-
lado Alejandro Bruzual, cifra antecedentes de un pensamiento
poscolonial latinoamericano1. En este sentido, Enrique Bernardo
Núñez ha reunido en su universo narrativo los fragmentos de la
cultura material de conquistadores y conquistados, reordenán-
dolos de tal modo que en su discontinuidad y ruina, encarnan la
violencia misma de la historia colonial y, sobre todo, su persis-
tencia. El deseo, como pulsión imposible por poseer y acumular
mercancías o mercancías-cuerpos acompaña este proyecto de
representación que denomino el «relato de las ruinas».
En estas páginas propongo una lectura de Cubagua2 a partir
de la imagen reiterada de «las ruinas» y de la resistencia a lo que
entiendo como «el deseo colonial». Ambos elementos parecen ar-
ticular no solo la forma misma del relato sino que, más importante
aún, constituyen recursos para pensar en los traumas de fundación
de la cultura venezolana y, de modo más general, caribeña. En-
rique Bernardo Núñez ofrece así un modelo para pensar la mo-
dernidad periférica latinoamericana en términos afines a los que
adoptarán, años después, teóricos como Enrique Dussel, Aníbal
Quijano y Walter Mignolo.
450
El deseo, la ofuscación del capital y la lectura
de las ruinas
Por otra parte existe una dimensión más compleja del frag-
mento que remite a la mise en abîme proyectada por los objetos
dentro de la narrativa de Enrique Bernardo Núñez. Por ejemplo,
3 Cubagua fue publicada en 1931. Podría decirse por ello, que esta novela
constituyó el inicio (ignorado) del «realismo mágico» latinoamericano. Las
obras de Alejo Carpentier y Miguel Ángel Asturias, quienes estaban en
París cuando la novela de Enrique Bernardo Núñez irrumpió en el am-
biente literario, fueron posteriores y, sin embargo, alcanzaron el estatuto
de obras fundacionales de la Nueva Narrativa Latinoamericana.
451
el anillo que aparece en distintos momentos en La galera de Tiberio
y en Cubagua, señala el modo en que ciertos elementos (ya sea un
objeto, un personaje o un nombre propio) constituyen una traza
del pasado, conectando distintas dominaciones y distintos gestos
de rebelión. El anillo actualiza, en este caso, la «colonialidad»4.
La galera de Tiberio refiere la leyenda de un anillo desente-
rrado, quizás, durante las excavaciones del canal de Panamá. Es
una joya antiquísima que Julio César arrebata en Egipto; que pasa
por las manos de Godofredo, rey de Jerusalén; que es posesión
de los árabes en España y, más tarde, de Carlos V y Fernando II.
El objeto pasa entonces a Napoleón y luego a la monarquía in-
glesa. En el presente de la narración, el anillo es un fragmento
(o un índice, diríamos con Pierce)5 que de algún modo restituye
la presencia de un poder voraz, ahora bajo el empuje del proyecto
452
imperialista norteamericano. Darío Alfonso, personaje que tras-
mite la crónica del anillo, afirma: «Ahora lo lleva el almirante
Willy en el buque insignia Texas»6.
En la novela Cubagua, el anillo está en manos de Leiziaga, un
burócrata al servicio del Ministerio de Fomento, ingeniero de minas
graduado en Harvard, quien sueña con su versión moderna del Do-
rado —tema, por cierto, recurrente en la obra de Enrique Bernardo
Núñez. El personaje expresa así sus fantasías de fortuna: «Siempre
he acariciado grandes proyectos: empresas ferroviarias, compañías
navieras o vastas colonizaciones en las márgenes de nuestros ríos;
pero si logro una concesión de esa naturaleza, la traspaso en seguida
a una compañía extranjera y me marcho para Europa» (9).
Leiziaga hereda el anillo de un antepasado que participó
en la Conquista: «Él lo conservaba como sello de su origen» (23),
dice el narrador. Sin embargo, cuando el fraile Dionisio le sugiere
reflexionar sobre aquella historia (o sobre lo que podríamos de-
nominar «el significado indexial de un fragmento legado»)7, Lei-
ziaga evade la conversación y dice: «El pasado, siempre el pasado.
Pero, ¿es que no se puede huir de él? Sería mejor que hablásemos
ahora del petróleo» (23). Tanto Nueva Cádiz, ciudad de la que
solo quedan escombros a pesar de haber sido boyante durante el
atención hacia un objeto particular sin que se describa” (CP 1.369, c.1885).
De este modo, cualquier cosa “que enfoque la atención hacia algo es un ín-
dice” (CP 2.285, 1893). Al hacer hincapié en la función del índice, trasla-
damos el punto de enfoque de la atención desde el signo como posibilidad
(Primeridad), la mera sensación de algo sin que haya consciencia de al-
guna propiedad de este algo, hacia el signo como actualidad (Segundidad),
ya que el intérprete ha alcanzado la consciencia del signo como algo con
ciertos atributos específicos». Cfr. Charles S. Peirce, Charles Hartshorne,
Paul Weiss, and Arthur W. Burks, Collected Papers of Charles Sanders Peirce,
Cambridge, Belknap Press of Harvard University Press, 1960. Disponible
en: http://www.unav.es/gep/Articulos/SRotacion3.html.
6 Enrique Bernardo Núñez, La galera de Tiberio, en Novelas y ensayos,
ob. cit., p. 78.
7 «De un gesto, el fraile señaló el anillo de Leiziaga», e inmediatamente
inicia su relato del pasado y el presente: «Fray Dionisio comenzó a hablar
confusamente del pasado, de las cosas exteriores y de sus relaciones con lo
que ha sido y es hace trescientos, hace miles de años» (23).
453
siglo XVI, como el anillo de los conquistadores, son símbolos que
el fraile lee sin dificultad alguna, mientras que Leiziaga opta por
darles la espalda y proyectar su mirada deseante hacia un futuro
de riquezas. Seducido por la promesa del capital, el ingeniero de-
viene ciego. Es precisamente debido a esta pulsión (y se verá más
adelante que se trata de una avidez que posee todos los rasgos de
un impulso erótico), que Leiziaga falla en su lectura de los sím-
bolos como índices. En la ofuscación del deseo, es incapaz de es-
tablecer relaciones causales o de continuidad entre el fragmento
y la totalidad histórica.
En este sentido, el anillo no remite necesariamente a un
tiempo clausurado; sino a un pasado que coexiste, sedimentado,
con el presente. El objeto, en tanto resto inasimilable de la historia
colonial, sigue funcionando trescientos años después. Si antes
acompañaba la expoliación colonial, ahora acompaña al proyecto
neocolonial. Significativamente, el tema fue también abordado por
Enrique Bernardo Núñez en un ensayo titulado «La batalla por el
país», publicado en Bajo el samán, donde escribe:
454
joven graduado en Harvard, cosa que en la narrativa de un liberal
como Rómulo Gallegos significaría un signo de promesa y ele-
vación, tiene una falla fundamental que lo llevará eventualmente
a su propia destrucción9. Él es incapaz de comprender que, expre-
sando su fantasía de explotación petrolera o perlífera, no ha hecho
más que rearticular el mito del Dorado y seguir el mismo impulso
de sus ancestros, los conquistadores. En efecto, al llegar a Cu-
bagua y sospechar la existencia del «oro negro», afirma que sintió
una alegría «apenas comparable al disimulo de Colón cuando vio
allí mismo las indias adornadas de perlas». Piensa entonces «qué
puede dar él tan insignificante […] para obtener aquello». Nue-
vamente, se lo invita a leer las ruinas. Un pescador le recuerda la
grandeza pasada de Nueva Cádiz y le señala los escombros sumer-
gidos. Leziaga se muestra indiferente y se entrega a su deseo por
penetrar, poseer y acumular10:
455
apetencias de riqueza y gratificación erótica. Si Enrique Bernardo
Núñez ha invitado a leer esos fragmentos superpuestos como ac-
tualizaciones de la violencia colonial, es la incapacidad de su per-
sonaje para realizar esa misma lectura lo que patentiza el carácter
nefasto del deseo colonial. De este modo, con aquella mirada que
Walter Benjamin atribuyó al ángel de la historia, caminando de es-
paldas hacia el futuro mientras contempla la destrucción que se acu-
mula ante sus pies, el narrador venezolano ha leído ruinas, despojos
y fragmentos como trazas de un pasado colonial y, sobre todo,
«como actualización presente»11.
456
Más allá de la distancia que cabe reconocer en cada caso, estas no-
ciones resultan sugerentes para pensar en el tema de la ruina en la
obra de Enrique Bernardo Núñez.
Si como afirma Michael Foucault, el arqueólogo trabaja con
series discontinuas, arrojando luz sobre una masa de elementos
que deben ser reagrupados y relacionados entre sí, a fin de con-
formar cierta totalidad que se distingue de los ordenamientos ho-
mogeneizantes de la historiografía13, entonces Núñez tiene mucho
de la mirada del arqueólogo foucaultiano en su proyecto narrativo.
Desde el punto de vista formal, Cubagua se articula en se-
ries relativamente autónomas que operan por sedimentación, una
historia sobre la otra, desplazando la estructura del relato lineal
constituido por etapas sucesivas. Aún más, este desplazamiento de
lo teleológico opera no solo en la estructura del relato, sino también
en la concepción de la historia que lleva implícita. Como conse-
cuencia de este ordenamiento (desorden, pensaba cierta crítica)
se produce una proliferación de discontinuidades (en este caso, rup-
turas temporales y espaciales) y el surgimiento de largos períodos
que conectan el proyecto de la Conquista con el proyecto neocolonial
norteamericano en el Caribe.
La conexión con Foucault se hace más clara cuando recor-
damos que, en su reflexión sobre el método arqueológico, el filó-
sofo destaca precisamente que su proyecto de lectura transversal
457
intenta establecer series discontinuas y relaciones entre estas, lo que
produce súbitas afinidades a través del tiempo (o de las series):
«hence the possibility of revealing series with widely spaced inter-
vals formed by rare or repetitive events»14, escribe en La arqueo-
logía del saber. Algo similar ocurre en Cubagua cuando atendemos
a la superposición de dos series autónomas a través del anillo de
Leiziaga o a través de las apariciones de fray Dionisio. Como se
recordará, este personaje es tanto el sacerdote que se asimiló al
mundo amerindio durante la Conquista, como aquel otro que ha-
bita una provincia venezolana en pleno siglo veinte y sirve de tutor
a Nila Cálice. Digamos asimismo que, en términos análogos a
los sugeridos por Foucault, dos series discontinuas se entrecruzan
cuando el segundo fray Dionisio guarda la cabeza del primero,
momificada, en su habitación: «Un indio a quien llamaban Orte-
guilla dio muerte a fray Dionisio […]», dice el fraile. E inmedia-
tamente, el narrador señala: «Y por primera vez Leiziaga advirtió
en una silla, en uno de los ángulos del aposento, una cabeza
momificada. Eran los mismos rasgos de fray Dionisio» (8). En ese
momento, el despojo momificado revela un potencial eurístico
similar a tantos otros fragmentos que pueblan el relato de Cubagua:
se trata de un índice desconcertante o siniestro (unheimlich, en
el sentido freudiano), pero profundamente sugerente para pensar
en los procesos de la historia colonial.
Esta relación entre lo fragmentario, las series discontinuas
y la gestación de una realidad unheimlich podría leerse desde el
concepto de «realismo mágico». En efecto, David Mikics ha su-
gerido que esta última noción podría entenderse como un modo
o subcategoría de lo unheimlich anclado en lo histórico15. Recor-
demos también la reflexión de Fredric Jameson, quien propone
que tales realidades no son sino la marca de un encuentro vio-
lento entre materiales reunidos por una experiencia que nosotros
denominaremos colonial:
14 Ibid., p. 8.
15 «Derek Walcott and Alejo Carpentier: Nature, History, and the Ca-
ribbean Writer» Magical Realism, Durham, Duke UP, Zamora and Faris
(eds.), 1995, p. 373.
458
[…] de allí la posibilidad de revelar series separadas por grandes
intervalos constituidos por eventos extraños o repetitivos. Esto
depende de un contenido que traiciona el solapamiento o la co-
existencia de elementos precapitalistas, un capitalismo naciente
y expresiones tecnológicas […]. No es un realismo que ha de ser
transfigurado por el «suplemento» de una perspectiva mágica,
sino una realidad que es ya, en sí misma, mágica o fantástica. De
allí la insistencia de Carpentier y García Márquez en que la rea-
lidad social de Latinoamérica es ya «realismo mágico». La arti-
culación de capas superpuestas del pasado y el presente […] es la
condición de este nuevo estilo narrativo16.
16 «On Magic Realism in Film», Critical Inquiry 12 (2), Winter, 1986, p. 311.
459
—Estoy pensado en levantar un plano. La situación es excelente.
Fácil comunicación por todos lados. El agua puede traerse en
pipas, de Cumaná.
—Exactamente. Hace cuatrocientos años la traían también en pi
pas. Exactamente—. Y añadió: —Verdad que es poco tiempo (20).
460
El coleccionista, la ruina y el fetiche
461
Miss Ayres representa el coleccionista que se aproxima al
objeto fetichizándolo, convirtiéndolo en una mercancía desligada
de las relaciones de producción (destrucción, debiéramos decir
en el caso de las reliquias amerindias) que le dieron origen. Hay en
ella algo similar a la ceguera de Leiziaga en Cubagua: cada cual a
su manera, falla en interpretar con propiedad la escritura trazada
por los despojos del pasado. Sin embargo, este intento vano por
borrar la violencia histórica choca con las evidencias que el relato
mismo provee, mostrándonos la coexistencia de la serie colonial y
neocolonial a través de las ruinas reunidas por el narrador, ese otro
coleccionista que habita el relato. Como el coleccionista de Ben-
jamin, los fragmentos reunidos en la obra de Enrique Bernardo
Núñez resisten la fetichización del objeto, apuntalando siempre a
las pulsiones y la historia que los generan. No por ello deja de ser el
fragmento o la ruina, un fetiche que marca el lugar de la violencia
y el deseo colonial.
462
Johannes Stradanus,
«America» (1638)
Efraín Gómez,
L a Venus de nácar (1932)
463
sido despertada por el empuje europeo19. Numerosos comenta-
ristas observan el contraste que articula el grabado: masculinidad
civilizada, naves y astrolabios por un lado; cuerpos femeninos des-
nudos, caníbales y monstruos aletargados por el otro. Lo que está
en juego, dice Michel de Certau, es «la colonización del cuerpo
por un discurso de poder»20. Tal discurso de poder podría enten-
derse también como la puesta en escena del deseo colonial y su
apetito por las mercancías más diversas. Asimismo, y como bien lo
ha demostrado José Rabasa, el grabado también deja entrever las
ambivalencias de tal deseo: en «America», Stradanus imagina a un
cuerpo que se abre al colonizador europeo, pero también atisba,
en el fondo, al caníbal y los monstruos que lo amenazan. El «mo-
nótono murmullo del monólogo europeo y sus fantasías sobre el
nuevo mundo»21, anuncia ya las claves que habrán de subvertirlo:
¿A dónde apunta América con su dedo? ¿Señalará su propio des-
cubrimiento? ¿Aludirá tal vez al caníbal, esa imagen que devendrá
clave para el discurso contra-colonial caribeño?
Pasemos de inmediato a Cubagua, a ese capítulo donde
Nila Cálice22 se muestra tendida precisamente en una hamaca;
escena que podría remitir a la América postrada de Stradanus.
19 José Rabasa escribe: «La remoción del velo por parte de Vespucci
sugiere el despertar de América de un letargo similar al de la pereza», In-
venting America Spanish Historiography and the Formation of Eurocentrism,
Norman, University of Oklahoma Press, 1993, p. 29.
20 Cit. en Rabasa, ob. cit., p. 42.
21 Ibid., p. 27.
22 Nila es hija del cacique Rimarima, quien muere resistiendo al ataque de
«los blancos». Por otro lado, se rumora que es la hija de Pedro Cálice, quien
al igual que fray Dionisio o Antonio Cedeño, es un personaje de identidad
doble o transhistórica: es tanto el dueño de un tren de pesca en el presente
narrativo, como un negrero del siglo XVI. Al introducir cierta inestabi-
lidad en torno al origen, el autor genera lo que Alejandro Bruzual entiende
como una desestabilización de las ideas maniqueas sobre el mestizaje y la
«dicotomía blanco-español e indígena americano-explotado». Se consultó
la tesis doctoral de 2006, Narrativas contaminadas. Tres novelas latinoame-
ricanas: El tungsteno, Parque industrial y Cubagua, pero se cita: Aires de tem-
pestad. Narrativas contaminadas en Latinoamérica, Caracas, Celarg, 2012,
p. 268.
464
Sin embargo, el personaje de Enrique Bernardo Núñez asume una
postura completamente distinta al recibir a Teófilo Ortega, el pes-
cador que la desea y que además encarna el legado y la derrota de
los conquistadores:
465
habla de los viajes de la joven por Europa y Norte América. De
este modo, y como bien lo ha explicado Alejandro Bruzual, Nila
«plantea la alternativa de la calibanización de la cultura avasa-
llante, para revertirla en contra del poder dominador»24. Volvamos
entonces al grabado de Stradanus e imaginemos que América
anuncia con su dedo a un Calibán, fielmente encarnado en Nila.
La representación de Nila resulta notable en el contexto
cultural de la Venezuela gomecista, marcada por un discurso pa-
triarcal y racista. Basta una mirada a La Venus de nácar, la primera
película sonora realizada en el país, para tener una idea clara de
la ruptura que supone este personaje.
Como habrá de recordarse, la película cuenta la leyenda de
un pescador indígena que descubre una perla, la cual se trans-
forma en una hermosa bailarina que danza para el embelesado
espectador (en la diégesis y fuera de ella), hasta verse consumida
por la avidez del deseo. La historia es además un cuento relatado
por una madre a su pequeña hija, al interior de una lujosa y mo-
derna vivienda. Se trata de «una dama de alta sociedad» que, ante
la solicitud de la niña y desde el espacio privado, cuenta una «bella
leyenda» sobre un «indio». La primera historia contrasta con la
segunda, al colocarnos en un espacio natural, con personajes que
exhiben sus cuerpos semidesnudos ante múltiples receptores: la
familia burguesa del relato, el Benemérito (Juan Vicente Gómez)
a quien se dedica la cinta y la audiencia. La película es así revela-
dora del régimen escópico de un país que, bajo la mirada férrea de
un caudillo y en un proceso irregular y contradictorio de moder-
nización, pone en escena su gusto por los nuevos desarrollos tec-
nológicos (el sonido), mientras revela también sus puntos ciegos,
borraduras y omisiones.
La Venus de nácar podría expresar entonces de un modo más
cifrado, aquella función del primer cine nacional que, bajo los aus-
picios del gobierno gomecista, dirige sus mayores esfuerzos a la
propaganda 25. Quisiera leer por ello la película como la puesta en
466
escena de una máquina deseante; es decir, como la puesta en es-
cena del aparato de Estado patriarcal, positivista y semifeudal del
gomecismo. La representación de un indígena estetizado cons-
tituye una estrategia «pacificadora» o neutralizadora de una di-
ferencia incómoda (por «atávica», por «levantisca», etc.); es un
mecanismo para lidiar con el «residuo» del proceso modernizador.
Esta representación encarna no solo la violencia del régimen escó-
pico moderno (con sus proyectos disciplinarios en el campo mé-
dico, etnográfico y penal), sino, más específicamente, aquella
experiencia inmediata del gomecismo, con sus propias prácticas
de exclusión y opresión (articuladas ya sea mediante el ejercicio
dictatorial del poder o mediante prácticas de colonialismo interno
que trascienden la duración misma del régimen). La mujer-perla-
indígena, como fragmento residual de una Venezuela premo-
derna, desaparece al entregarse a un pescador y a la audiencia de
la primera gran película sonora del país.
Frente la representación cinematográfica de la «mujer-perla»,
consumida por la mirada patriarcal y modernizadora de Efraín
Gómez, me gustaría contraponer nuevamente al personaje de Nila
Cálice, concebido en Cubagua como «mujer-perla» que se resiste
a ser consumida por el deseo masculino. De este modo, Enrique
Bernardo Núñez construye una narrativa en la que erotiza el objeto
del deseo neocolonial, pero al no permitir su consumo, al hacerlo
inalcanzable, lo transforma en sujeto subversivo. Es aquí, en la
resistencia al deseo colonial y neocolonial, donde se revela otro
elemento notable de Cubagua.
467
Conclusión: fragmentos y memoria poscolonial
468
trazo vertical, indagando en estratos superpuestos y construyendo
una trama fracturada o discontinua que, a su vez, revela cone-
xiones entre violencias y deseos coloniales. Este gesto se conecta
a su vez con el proyecto de un coleccionista que reúne los frag-
mentos de un mundo precolombino y de una modernidad perifé-
rica. El narrador coleccionista preserva así el carácter aurático de
los desechos imperiales y contracoloniales (fetiches todos), permi-
tiendo que el lector recupere las claves de la memoria poscolonial.
469
Colonialidad, tiempo y claros
de sentido en Cubagua *
Carlos Eduardo Morreo**
Introducción
471
Me refiero a los efectos de una heteroglosia que abre lo político
y promete pasos hacia una emancipación otra en su crítica, al des-
cribir para nosotros una temporalidad del retorno, la reiteración,
pero también la renovación, así como su atadura a los desencuen-
tros de la economía política de la colonialidad que la novela re-
gistra. Estas voces, ecos e ideas de Cubagua llevan en sí el índice
de una política distinta3.
Así, también, apuesto por un abordaje de Cubagua y de
ciertas problemáticas que se registran en el escrito de Núñez,
aunque ciertamente no de manera exclusiva allí. Y, sin embargo, si
en lo que sigue discurrimos acerca de la crítica decolonial y desa-
rrollamos cierta intuición acerca de aquella otra política, que po-
demos designar, o por lo menos invocar, con el título del segundo
capítulo de la novela: «El secreto de la tierra», lo hacemos simple-
mente a partir de elementos que la misma Cubagua proyecta (y, de
cierta manera, pone en crisis).
Finalmente, todo Cubagua es el relato de una lógica de do-
minación, pero es todo Cubagua, a la vez, una serie de categorías
o momentos para la crítica —y también allí, en pleno texto, se
anuncia una promesa de emancipación. He querido pensar esta
relación entre dominación y (promesa) crítica a través de lo que el
texto tiene que decir acerca del tiempo, la historicidad y su rela-
ción con la colonialidad, la luz y los claros de sentido (Lichtung)
de la novela.
3 La idea de una promesa inherente al movimiento crítico del texto nos re-
mite a una de las principales posibilidades que identifica la lectura decons-
tructiva del texto/ente, pero también remite a la concepción de lo crítico
como un movimiento inmanente de la tradición hegeliano-marxista. El
texto clave en el cual se anudan estas problemáticas es Spectres de Marx,
de Jacques Derrida (Espectros de Marx. El estado de la deuda, el trabajo del
duelo y la nueva internacional, Madrid, Trotta, 2003). Derrida señala que
«una promesa […] no puede surgir sino en semejante diastema (hiato, fra-
caso, inadecuación, disyunción, desajuste, estar out of joint)» (Ibid). La in-
adecuación a la que se refiere, como se sabe, es «originaria» o esencial a la
misma estructura ontológica del ser y del tiempo. En este sentido, la pro-
mesa (utópica o mesiánica) de lo diferente, siempre es ubicable en los
intervalos (im)propios de cualquier estructura de ser/tiempo.
472
Será necesario poner en evidencia estos efectos de sentido
que se dan en el texto de Enrique Bernardo Núñez. Hablaremos
primero entonces de la historicidad, el tiempo y la colonialidad,
para luego presentar brevemente las voces, ecos e ideas de
Cubagua, y por último meditar la luz y los claros de sentido
de Cubagua. Es mediante los claros de sentido que la novela pre-
senta en donde se hace patente la evocación de una promesa de
emancipación, e igualmente es en la estructura del tiempo de la no-
vela donde se expresa de manera más clara la concepción de domi-
nación, primero colonial y luego moderna/colonial, de Cubagua/
Cubagua para nosotros.
473
La desarticulación es doble, el gesto noticia/crónica desarticula el
tiempo de la nación como tiempo nuevo, tiempo del ahora, y lo
cotidiano como el espacio-tiempo compartido.
El Heraldo de Margarita reproduce otra lógica del tiempo al
señalar el pasado como presente, al anunciar —como heraldo—
un futuro que no es sino la repetición de la noticia/crónica de
la traición y el engaño. De esta manera el periódico representa
una primera aproximación a la estructura del tiempo del espacio
moderno/colonial. Si la nación tendría entre sus condiciones de
posibilidad la proyección de un tiempo homogéneo para poder
«imaginar la comunidad» —como ha dicho Anderson—5, Núñez
muestra como el periódico en la novela imposibilita precisamente
esta función. La desarticulación del tiempo común en el gesto de
la noticia/crónica es doble: primero desarticula el tiempo de la
nación como el de la noticia/novedad que corresponde y forma
la comunidad; y luego, al reproducir el pasado como presente, el
mismo pasado pareciera relevar la cotidianeidad como espacio-
tiempo de la comunidad. El país que el periódico crea es el de
una comunidad política idéntica en su presente a su pasado. Si ha
Nacional de la Historia (1948). En este último texto leemos: «(…) vengo de las
legiones de la prensa. Mis trabajos de historia tienen más bien carácter
periodístico, informativos para los de mi generación. Sería, pues, del caso,
hablar aquí del papel que ha desempeñado esta maestra de los pueblos. La
prensa, si no abandona su misión, si no la mixtifica, es el más eficaz ins-
trumento en la creación de un país. Por lo mismo, la mejor forjadora de
historia». (En Una ojeada al mapa de Venezuela, 2.a ed., Caracas, Editorial
Ávila Gráfica, 1949, p. 212). El argumento que presento señala el hecho de
que, en el texto de Cubagua, los efectos del instrumento atentan contra la
posibilidad de la nación como comunidad de un espacio-tiempo compar-
tido para el porvenir. El Heraldo de Margarita no permite forjar la nación,
al anunciar únicamente al pasado como presente. El locus classicus de esta
discusión en torno a la función de la prensa y su importancia para la crea-
ción de un tiempo homogéneo nacional para la construcción y despliegue
de los relatos de la nación es, por supuesto, el conocido estudio de Benedict
Anderson, Imagined Communities: Reflections on the Origin and Spread of
Nationalism, Londres, Verso, 1983.
5 Idem.
474
habido continuidad en el tiempo, es igual de cierto que no ha habido
«progreso», «desarrollo» o cambio.
En Cubagua no será posible esquivar el tiempo, el tiempo
del pasado que, a su vez, pareciera ser el tiempo del presente. Así,
por ejemplo, a mediados del crucial segundo capítulo, «El secreto
de la tierra», cuando el ingeniero Leiziaga, principal figura de la
novela, intenta evadir la conversación a la cual lo invita fray Dio-
nisio de la Soledad mostrándole el plano «trazado hace tiempo» de
la Nueva Cádiz, Leiziaga responde: «El pasado, siempre el pasado.
Pero, ¿es que no se puede huir de él? Sería mejor que hablásemos
ahora del petróleo» (39).
Sin embargo, hablar del presente del petróleo, y de la pre-
sencia del petróleo que se cree existe en la misma isla de Cubagua,
es conjurar una misma sustancia (política) que se ha trasmutado
luego de cuatro siglos de perlas a petróleo. Este presente, y su fu-
turo, para Leiziaga, no es únicamente un retorno, sino simultá-
neamente un reconocimiento (y un desencuentro) con la sustancia
política perla/petróleo que ensarta los siglos de esta comunidad,
y quizás de la misma nación venezolana. La nación o la comu-
nidad política en este caso no se vincularía, en primer lugar, con la
proyección de un tiempo futuro de la comunidad, sino que remite
al tiempo que le precede. Pero también e importantemente, la co-
munidad como espacio colonial debe su existencia a la identidad de
la sustancia política que la forma. En efecto, será esta sustancia,
y no necesariamente el tiempo nacional, que construye en común
los discursos de lo público, la que cope la imaginación política
de la comunidad. Es decir, no es el Heraldo de Margarita el que
forma a la comunidad, el que crearía al país, sino una sustancia
material que ha sido valorizada fuera del país. Es en este sen-
tido que es crucial reconocer en Cubagua que la perla y el petróleo
representan una misma sustancia política, una identidad en base
a la cual habría comunidad. Esta particular forma de estimar o
valorar la sustancia política y estructurar el espacio social es propia
de la lógica y dominación del capital dada su imbricación colonial.
Hablar de la presencia de la perla negra del petróleo es —aunque
Leiziaga no lo sepa— remitirse a las diversas transfiguraciones de
una única presencia, de una misma sustancia política, anunciada
475
en el primer párrafo de la novela como la magnesita explotada por
la compañía que dirige Henry Stakelun6.
Pero no solo se substituyen las sustancias que son políticas,
dado que afirman el mismo tipo de comunidad: del capital y de lo
colonial (es decir, del progreso según el centro o el norte); sino que
también los mismos personajes se truecan en el tiempo. El tiempo
no es en este sentido cíclico, como se ha pretendido en la mayoría
de las lecturas de Cubagua, sino es más bien un tiempo en conste-
lación. La presencia perenne de la perla/petróleo, como sustancia
política, propone un tipo particular de nación y una experiencia
específica del tiempo.
476
registramos en Cubagua es la de un desencuentro entre el cuerpo
político y el cuerpo material, pero este desencuentro no se plantea
en la novela mediante una referencia a la dictadura de Juan Vicente
Gómez (1908-1935) y un supuesto poder despótico o patriarcal an-
timoderno. El desencuentro significa que «el secreto de la tierra» no
deja de ser misterio, que la escisión entre cuerpo material y cuerpo
político para la nación se conserva. Este es el caso dada la valoriza-
ción del cuerpo material de la nación como sustancia política fuera
de la nación.
El antropólogo venezolano Fernando Coronil, al estudiar
la naturaleza y su lugar en el desarrollo de la teoría social de la
modernidad, ha comprendido la necesidad de enfatizar el hecho
de que a la división internacional del trabajo corresponde una an-
terior y peculiar división global de la naturaleza. En efecto, esta
división global de la naturaleza —afirma Coronil— provee la
base material para la división internacional del trabajo. Es decir,
la estructuración del trabajo y el régimen de producción de valor
moderno/colonial que en el capitalismo tiene como índice consti-
tutivo una simultánea división global de la naturaleza, propia de,
o coherente con, la episteme colonial. Coronil explica en su im-
portante estudio El Estado mágico: Naturaleza, dinero y modernidad
en Venezuela:
477
El argumento continúa y se sintetiza en la distinción entre
dos tipos de sociedad que aíslan las posibilidades del sistema mo-
derno/colonial: la sociedad del trabajo o la que corresponde al lla-
mado Primer Mundo, y la sociedad de la extracción, identificada con
los espacios sociales/materiales del Tercer Mundo. Escribe Coronil:
9 Ibid., p. 36.
478
subsuelo10. En Cubagua esto significa que gracias a la eternizada
escisión entre el cuerpo político y el cuerpo material, «el secreto de
la tierra» no deja de ser secreto. Es decir, no tiene lugar la posibi-
lidad de un espacio social o comunidad (emancipada) cuyo signo
o discurso político no sea la negación propia del cuerpo material.
La primera referencia al valor, en Cubagua, se hace mediante
la breve descripción del sueño de Martín Malavé en la misma isla
de Cubagua. El pescador Malavé, «[a]l fin acaba por dormirse y
sueña que tiene un barco —un barco vale más que un caballo—,
y va a sacar perlas. Su barco repasa las formas del continente»
(36). Malavé, en efecto, pone a andar o representa en su sueño la
expansión del valor (y en esencia la economía de la renta): una
expansión que iría del barco a las perlas al continente. Pero tam-
bién su sueño pone en juego la sentida exclusión del sujeto domi-
nado. El barco repasa los límites del continente, no se adentra en
su presencia, sino que conquista (superficialmente) su afuera. Este
continente inasible (y su presenciar) para aquellos que participan
de las lógicas del valor/capital es lo que el texto de Núñez reconoce
como «el secreto de la tierra».
En las primeras páginas de la novela vemos cómo Leiziaga
se comporta según la lógica del capital y, en efecto, comprende su
temporalidad. Núñez registra el tiempo del capital en boca del
ingeniero graduado de Harvard, cuando, en la primera conver-
sación que mantiene en la novela, declara: «Deseo huir de todo
esto, porque hoy los años son días y aquí los días son años» (18).
En esta frase, el hoy se opone al aquí: «hoy los años son días».
La referencia de Leiziaga es al tiempo del capital, al «hoy» veloz
del capital. Una velocidad que se precisa en la productividad acele-
rada del tiempo de trabajo de la sociedad (postmaterial). Es este el
marco abstracto pero real (del tiempo) que se opone al marco ma-
terial y aparentemente irreal del aquí (de la naturaleza): «y aquí los
479
días son años». El tiempo del capital al que hace referencia el inge-
niero es el único que pareciera ser real, a diferencia del tiempo que
envuelve a la sustancia política, un tiempo que se percibe como
propiamente de la naturaleza. De hecho, el capital es veloz y lento.
Es decir, el capitalismo entendido en su unidad, es decir, en los dos
momentos del mismo proceso de producción de valor se muestra
veloz en el centro y lento o estático en la periferia. Sin embargo, el
tiempo de la Cubagua de Núñez recoge otras posibilidades.
Desde el «hoy» del orden del capital, la isla, su país y todo
lo que Cubagua pudiera referenciar es atrasado, prehistoria; prísti-
namente premoderno pero sin dejar de estar al servicio del capital.
El capitalismo claramente se articula aquí. Esta conjunción de un
aquí que no es el de hoy, pero que puede estar al servicio del capital
(de hoy), es precisamente lo que la crítica poscolonial latinoameri-
cana o decolonial ha querido conceptualizar como la «colonialidad
del poder»: la imbricación de formas de poder diversas —histórico-
estructuralmente heterogéneas para decirlo con Aníbal Quijano—
desplegadas a partir del siglo XVI con la «invención de América»
en la génesis de una totalidad social y global de producción de valor:
el capitalismo de la modernidad/colonialidad11.
480
En las últimas páginas de la novela, Leiziaga rechaza esta
articulación del tiempo del capital, es decir, rechaza tanto el hoy
del capital como el aquí de su producción/extracción material.
En todo caso, notemos que el aquí no se opone propiamente al
tiempo del hoy. Es, más bien, la expresión precisa de la tempora-
lidad de una economía que exporta naturaleza para un centro que
produce mercancías.
Mi lectura del trabajo de Coronil, mediada por la Cubagua
de Núñez, sugiere la posibilidad de ver en la particular forma que
toma la producción del valor en los espacios poscoloniales —en-
tendida como una dialéctica triple, no solo entre capital y trabajo,
sino entre capital, trabajo y suelo, una elaboración en la que Co-
ronil sigue específicamente al Marx de Henri Lefebvre— la razón
que expresa la particularidad de los movimientos de contestación
de América Latina y del Tercer Mundo en general. Es decir, dada
la importancia de la naturaleza y su materia —o la «tierra»—, y la
renta para la conformación de estas sociedades —la extracción y
exportación de naturaleza o del cuerpo material— los procesos de
crítica y emancipación de los espacios modernos/coloniales pasan
necesariamente por la categoría del suelo y los factores asociados
a la obtención de su renta como parte de una producción globali-
zada de valor, antes que por la «clásica» categoría del trabajo. En
otras palabras, una política de la emancipación pasa primero por
el problema de la renta y solo en un segundo momento se plantea el
problema del sujeto (colectivo) de la política, el proletariado, por
ejemplo, en el caso del marxismo tradicional. «El secreto de la
tierra» —la misteriosa clave que ofrece Núñez para repensar la rela-
ción entre los dos cuerpos de la nación— se nos plantea como el pro-
blema de la apropiación de la realidad, del proceso de producción,
481
su organización y la sustancia política que lo determina. Nuestro
comunismo sería otro.
La anterior discusión en torno al cuerpo material de la co-
munidad —la cual colinda con la crítica marxista del valor, y que
he indagado en el trabajo de Coronil para pensar la sustancia polí-
tica que Cubagua escenifica a lo largo del texto— importa no solo
para apuntalar una interpretación marxista o decolonial del texto
y de las preocupaciones de Cubagua, sino precisamente porque
señala el camino que, considero, propone el mismo Núñez para
desarrollar otra crítica y posibilidad ante el presente de domina-
ción. Un camino que se vincula con los «claros de sentido» que
interpreto más adelante en este trabajo, y que propone otra apro-
ximación al valor de la naturaleza, principalmente en las figuras
de Nila, el mar y la perla.
En el prefacio a Bajo el samán, una antología de escritos pe-
riodísticos que publicaría Núñez en 1963, al referirse a «la clave
del destino de un país», declara el autor de Cubagua que la eco-
nomía no es el punto de partida de una crítica que habría que de-
sarrollar, sino más bien es la geografía, y aún más la hidrografía
del territorio, la que debe importar para una perspectiva supe-
radora del presente. En otras palabras, ahondar en la economía
como está planteada es insistir en la brecha entre el cuerpo polí-
tico y el cuerpo material de la nación. Sentencia Núñez: «La eco-
nomía no es causa sino efecto»12. También vale la pena recordar
que no es cualquier naturaleza la que la escritura de Núñez ha
apuntalado, hagamos memoria: islas e islotes en Cubagua, el istmo
de Panamá en La galera de Tiberio, y siempre los ríos a lo largo de
sus textos, como múltiples orígenes y futuros.
Así, por ejemplo, la forma en que Cubagua registra la her-
mandad entre Vocchi y Amalivaca —dioses del agua, de los ríos,
provenientes de la metafísica o cosmología de los indígenas tama-
nacos— nos aleja de los relatos identitarios latinoamericanos (y
latinoamericanistas), los cuales típicamente buscan fundamenta-
ción en tierra firme. De esta manera, la identidad como mismidad
482
continental, que ha sido también claramente hegemónica en la cons-
trucción de la historiografía venezolana, se ve cuestionada. Vocchi
al encontrarse con su hermano viene de otra isla, de otro río13.
El parentesco de Vocchi y Amalivaca implica otra forma de
reconocer y pensar la identidad, y nos acerca con Cubagua a un
mundo de ríos, islas, archipiélagos, y a procesos de identificación
para los cuales es importante la compleja hidrografía que acom-
paña a las voces, ecos e ideas en su retorno y reiteración del pasado
en el presente14.
483
pasado. Como se sabe la empresa historiográfica ha sido paro-
diada y cuestionada en la novela en la figura de Tiberio Mendoza.
El historiador Mendoza, recordemos, construye los archivos para
la historia de su texto «Los fantasmas de Cubagua» por medio
de la violencia del despojo, es decir, al robar los papeles y ano-
taciones que rastrean la otra verdad que ha vivido Leiziaga.
Estos documentos, los leerá el historiador Mendoza según una
violencia que no presiente «el secreto de la tierra» en los únicos
documentos que lo registran.
La factura de esta historia e historiografía venezolana
—que «tuvo el mismo éxito inexplicable», se lee en Cubagua—
se ve profundamente cuestionada al ser equivalente al robo de las
perlas por parte de Mendoza (102). Vemos al historiador Mendoza
con perlas en mano concluir el artículo en base a documentos hur-
tados, apuntando en la última línea de su texto la visión de un glo-
rioso futuro: «esta región privilegiada llamada a ser un emporio en
un porvenir no muy lejano» (id.). La ensoñación comercial e impe-
rial sería propia de esta historiografía. Cubagua hace equivalentes
el hurto, la ignorancia del historiador y las visiones comerciales del
devenir nacional; las pone de manifiesto como formas en las que
se repite nuestra fuga ante «el secreto de la tierra».
Es en este sentido que el texto de Cubagua representa tam-
bién un peligro para cualquier historiografía y toda doxa histori-
cista venezolana. Especialmente, si esta construye la trama de sus
acontecimientos a partir de la vulgaridad que sería la naturaliza-
ción del tiempo lineal, o para decirlo con Benjamin, según una
ontología o figura del tiempo como lineal, vacío y homogéneo,
y dispuesto para la representación del progreso15.
484
El registro temporal de Cubagua es precisamente el de la re
versibilidad y la reiteración, a la vez que la reversibilidad, la reiteración
y la identidad de los dobles nos permite pensar conjuntamente esta
suerte de dislocación temporal y sus cruces historiográficos como
un único y mismo presenciar en Cubagua. Los tiempos son uno
solo, y si el texto los registra como bifurcados será para implicarlos
en la imagen y constelación de un único presente. Esta forma de
plantear la temporalidad corresponde, como ya he señalado, a la
realidad de un espacio social determinado por la sustancia política
perla/petróleo.
En un artículo escrito con motivo de la conmemoración de
los 150 años de la Independencia, y publicado en El Nacional el
14 de noviembre de 1959, posteriormente recogido en el volumen
Bajo el samán, Núñez plantea la necesidad de otra historia que su-
pere una historiografía nacional a la cual caracteriza como una
«Literatura de las conmemoraciones»; y propone desplazarla por
medio de una historia menos palaciega, menos doméstica, menos
dentro de los muros de la capital. Una historia más activa, menos
simulada, más dentro del espíritu de la Emancipación16.
Hay una importante confluencia entre lo que se plantea
en Cubagua y en otros textos de Núñez —como el que acabo
de citar—, y la propuesta para una historiografía materialista de
Walter Benjamin17. Este punto lo podemos abordar mediante una
revisión de lo que ha escrito este último en las llamadas «Nuevas
485
Tesis». Allí, en un breve texto intitulado «El ahora de la cog-
noscibilidad», Benjamin plantea la conjunción entre el historiador
y el profeta, e identifica la «mirada de vidente» que corresponde
a esta historiografía:
486
ser una constante. En otros escritos de Núñez se encuentran
diversos ejemplos de esto.
La temporalidad que se expresa como imagen dialéctica del
recuerdo en este trocar de las figuras, protagonistas y sustancias,
permite pensar en un tipo particular de justicia. En esta justicia del
retorno, son los vencidos quienes regresan, no su mera representa-
ción. De esta manera, en esta «actualización del pasado», quienes
«siempre quedamos» —como diría el pescador Cedeño—, no re-
presentaríamos a los vencidos, sino que siendo los mismos ven-
cidos, con el pasado relampagueando como recuerdo, retomamos
las mismas luchas.
Es la puesta en juego de esta historicidad mediante el tiempo
en constelación de Núñez, la que la novela Cubagua privilegia en
su presenciar simultáneo de los tiempos. Esta particular estructura
temporal del relato es lo que a su vez posibilita o mantiene en po-
tencia para nosotros los lectores, gracias a la insistencia del texto,
un salto político que tendría como premisa la actualización del pa-
sado. El tiempo constelado de la comunidad de Cubagua, deter-
minado por el desencuentro entre su cuerpo natural y político es
la manera en que la posible ruptura con el presente se mantiene
latente. Si el futuro se anuncia como una actualización del pasado
es porque la apropiación de la sustancia política de los casi cinco
siglos de Cubagua debe ser de una diferencia y radicalidad que su-
pere la determinación del valor y apuntale «el secreto de la tierra».
487
La luz, en su comercio con los personajes, es siempre un
acontecimiento en Cubagua. Reconocemos así personajes cuya on-
tología y epistemología, es decir, su forma de estar, se organiza
según su rechazo o aceptación de la luz y los claros en que esta
juega; como también según su incapacidad para lo espejeante, el
nácar y la misma luminosidad de la perla. Pero el punto, de índole
heideggeriano, que quisiera destacar aquí es que esta visibilidad,
esta luz, comprende otra relación entre los cuerpos políticos y ma-
teriales de la comunidad o nación, y así otra posibilidad para re-
lacionarse con los demás seres humanos. La luz en la novela es,
en este sentido, siempre un acontecer que resguarda otro modo
de estar, acorde a Cubagua y a la justicia que posibilitan las voces,
ecos e ideas en un pasado actualizado. Es esta una luz que aclara
«el secreto de la tierra».
«¡Es la luz!», afirma el doctor Almozas y la afirmación se
presenta como explicación de la alegría irracional y de la trans
formación y ruina de Hernando Casas (19). Así, en una de las pri-
meras referencias de la novela a la luz, esta representa la potencia
de transformación de los claros que ahora quisiera discutir.
488
inclusive supera la afección por la luz de fray Dionisio. Nila, de
hecho, se confunde con cierto exceso en la luz de la propia isla.
Nila apunta a un claro de sentido.
Si «el color es la magia de la isla», resulta que esta aprecia-
ción por el color —propone
Núñez— es propia de los extranjeros.
«Así lo piensa Henry Stakelun, gerente de la Compañía extranjera
que explotaba unos yacimientos de magnesita, y la misma fasci-
nación experimentan cuantos viajeros la contemplan alguna vez»
(id.). Fray Dionisio y Nila Cálice son del presenciar de la isla, res-
ponden a otro estar que no corresponde al color de los extranjeros.
No se vinculan con los colores, sino con la luz. En referencia a Nila,
subraya Núñez en estas primeras páginas: «su cuerpo tenía la prís-
tina oscuridad del alba» (id.). Encontramos, entonces, desde el prin-
cipio de la novela el juego de luz y claros de sentido que he querido
describir en estos párrafos.
Luego de aquella primera referencia a Nila en el texto, la
vemos en conversación con Leiziaga. Así se presenta Nila en el
primer capítulo: «Tomaba las conchas más hermosas para lanzarlas
en el azul infinito. El disco de nácar brillaba en el torrente de luz
como la luna en el día» (24-25). Es importante destacar que Nila
no se apropia, guarda o se deshace de las ostras, sino que devuelve
al mar la concha, la madre de la perla. El comercio que el texto
plantea con Nila es otro. Quizás una colección de las más hermosas
ostras no regrese a Porlamar o La Asunción o a los otros espacios
signados por las lógicas que han hecho a estas ciudades posibles.
El intercambio acogido por la luz de la isla, «el disco de nácar bri-
llaba en el torrente de luz», retorna aquello que ha sido sustraído
a los bancos de arena, a los placeres de la costa. La hermosura de
Nila, pero también de las «conchas más hermosas», cobran sentido
en su retorno al mar.
489
y su promesa de emancipación, se expresa fuertemente en el segundo
capítulo de la novela, «El secreto de la tierra».
Cuando el ingeniero Leiziaga va por primera vez a la isla de
Cubagua, imagina una fantástica visión de progreso y moderni-
zación que realmente salta en la página luego de que Cedeño, el
pescador, le confesara que en la isla había petróleo. «En breve la
isleta estaría llena de gente arrastrada por la magia del aceite. Fac-
torías, torres, grúas enormes, taladros y depósitos grises: Standard
Oil Co. 503» (34-35). La ensoñación sigue: «Las mismas estrellas
se le antojan monedas de oro, monedas que fueron de algún pirata
ahorcado» e importantemente para Leiziaga, quien ha invocado
el sueño de modernización: «Los hombres que se mueven como
dormidos desaparecerían» (35). Esta es la segunda oportunidad en
que el joven Leiziaga fantasea acerca del progreso, pero en esta
ocasión hay un referente claro, la isla de Cubagua 21.
Mucho se ha escrito acerca de este momento del relato, pero
me interesa destacar como concluye la ensoñación del progreso de
Leiziaga, justo antes de que la refractaria pregunta de fray Dio-
nisio pueda alcanzarlo. Al hallarse a sus espaldas, fray Dionisio le
pregunta: «¿Qué tal Cubagua, eh?», poniendo fin a la fantasía de
Leiziaga (id.). Pero antes de la pregunta, ya ha ocurrido un impor-
tante desplazamiento que nos aproxima junto a Leiziaga al «se-
creto de la tierra». Se presencia aquí un claro, vinculado a lo que
Núñez presenta como el movimiento de un «rumor humano».
El sueño de modernización y progreso de Leiziaga se ve in-
terrumpido con la llegada de otra Cubagua. «De pronto se sintió
turbado creyendo oír en el espacio un rumor humano» (id.). Lo
que llega a escuchar y sentir Leiziaga lo opone, de una vez, a per-
sonajes como el historiador Tiberio Mendoza y a su jefe en el Mi-
nisterio de Fomento, Camilo Zaldarriaga. El relato presenta a un
Leiziaga que se ha acercado al misterio de la isla.
Con estas palabras plantea el texto un movimiento que se
vincula con el cuerpo material de Cubagua. Reconocemos las
490
voces, ecos e ideas de aquellos que —como ha dicho páginas
antes el pescador Cedeño— son de allí porque siempre quedan:
«Pueden venir todos. Nosotros siempre quedamos» (23). Es im-
portante reconocer la presencia y el movimiento de retorno de las
voces, ecos e ideas que escucha Leiziaga antes de o con la misma
pregunta del padre fray Dionisio. Destacar esta compenetración
que toma lugar en un claro de sentido entre Leiziaga, la isla y sus
voces, permite apuntar otra lectura del texto. Pero escuchemos el
rumor humano, y registremos lo que escribe Núñez acerca de su
movimiento: «Por el mar se aproxima un coro de voces, ecos de las
noches primitivas, a las cuales suceden pausas inmaculadas y una
ráfaga de oro, un destello lejano. Ideas que nacen del mar, entre
los arrecifes» (35).
Son estas voces, a la vez, ecos del pasado e ideas del presente
del mar. No solo nos remite el texto a noches originarias, sino
también al nacimiento de nuevas ideas entre los arrecifes. El pre-
senciar del tiempo es doble, tanto del pasado como del presente, es
este el tiempo constelado de Cubagua/Cubagua. Continúa Núñez
describiendo la forma del movimiento de las voces-ecos-ideas:
491
lo ha tocado. Y Leiziaga sorprendido, se «ríe imaginando lo que
pensarían de esto el doctor Camilo Zaldarriaga y el doctor Ti-
berio Mendoza» (id.). Es aquí cuando le interrumpe fray Dionisio
de la Soledad, preguntándole: «¿Qué tal Cubagua, eh?».
El claro de sentido que el texto registra para Leiziaga, se-
ñala su participación en la conformación de un índice de otro
estar, un abrirse a otra forma de presenciar la isla.
492
una risita sarcástica» (17). Negar la luz, es retornar al tiempo del ca-
pital y de lo colonial, porque es negar la posibilidad de otro estar.
En las últimas páginas del mismo capítulo, nuevamente con-
frontamos el claro de sentido, entre la luz y las perlas, y en medio
de la explotación, leemos: «Una vez solo, Leiziaga contempla las
perlas con amor. No veía en ellas su valor material. Sonrientes y
encantadoras, creía poseer en alguna forma la gracia luminosa de
Nila» (94). Leiziaga se ha apoderado de las perlas, pero para valo-
rarlas mediante Nila. En seguida, «Leiziaga se olvida del petróleo,
de los tesoros sepultados en Cubagua, de su misma vida anterior
y observa el jeroglífico que los cardones van trazando» (id.). Es el
sentido velado en los cardones uno que ahora Leiziaga pudiera in-
terpretar. Luego, al alejarse de Cubagua rumbo a Margarita en un
falucho, con un indio viejo y un muchacho remando, leemos: «Los
cardones caen, desaparecen. Y los tres se olvidaban […]. Iban casi
sin gobierno, al amor del agua» (95).
La estimación de la ostra en el penúltimo capítulo de la
novela es, a la vez, el rechazo de cierta voluntad, de un deseo colo-
nial del despojo, de la lógica del valor del capital, y del sentido que
cobra para estas la ostra y su perla. Es también una forma de com-
prender que apenas comprendemos, dado que no se busca recuperar
la perla para el capital, como un momento de la exportación de na-
turaleza para la producción de valor. La estima que se expresa en
esas líneas, de parte de Leiziaga por la perla, es simplemente un en-
cuentro entre Leiziaga y Cubagua, la anticipación de un encuentro
entre el cuerpo político y el cuerpo material: un sin gobierno, el
comunismo del mar, un andar olvidados al amor del agua.
Conclusión
493
simplemente indescifrables para mí, pero a la vez sugerentes, reco-
nocía otros relatos y así otras distancias que recorrer en este islote
de corta extensión. Es decir, Cubagua la novela es un texto que es
varios textos, pero es también la Cubagua del tiempo constelado
que se reitera para que haya actualización del pasado, de las voces,
ecos e ideas que insisten en aquello, de los claros de sentido que al
posibilitar otros encuentros entre los personajes y el tiempo de Cu-
bagua, rechazan el valor del capital y las formas de lo moderno/co-
lonial. Una nación que se anuncia más allá de la sustancia política
dominada. Ha sido esta la Cubagua que he querido apuntalar con
Leiziaga, Nila, Vocchi, la luz, sus claros, y «el secreto de la tierra».
494
Del Caribe a Caribana:
La Cosmografía literaria de Cubagua*
Juan Duchesne-Winter
A Alejandro Bruzual,
oficiante de la magia de Cubagua
495
la influencia de los pueblos caribe fue más sentida, poblada por
gentes amerindias de varios grupos lingüísticos para quienes el
contacto frecuente y más o menos intenso con los hablantes de
lenguas de la rama caribe constituía una experiencia común. Ca-
ribana se mantuvo como espacio poroso adecuado a una relativa
autonomía amerindia hasta que quedó neutralizada la gran re-
belión caribe de 1732-1744 en la que el cacique Taricura y otros
movilizan a los guaraúnos, araguacas y otras etnias en un frente
amerindio multiétnico contra los españoles. Los españoles, en es-
pecial los misioneros católicos, tendían a impedir el libre acceso a
los «cotos de captura» donde los caribes cazaban cautivos de etnias
enemigas para venderlos como esclavos a los blancos y también
amenazaban el control caribe del intercambio de bienes europeos
en la región2. Los caribes se caracterizaron por su gran capacidad
para la guerra, el intercambio y el desplazamiento veloz a largas
distancias que les permitieron mantener una influencia notoria
en casi todas sus zonas de acción, pero el espacio que recibe su
nombre en la época de los mapas donde figura Caribana es pro-
ducto de una multiplicidad de pueblos amerindios que mantenían
entre sí complejas relaciones de hostilidad y alianza. Esos mismos
mapas aún no nombraban un mar Caribe, sino un mar de las An-
tillas. Fue un vasto interior selvático y fluvial el que primero de-
rivó su nombre del gentilicio caribe que hoy designa toda un área
de estudios académicos capaz de convocar incontables simposios y
programas de especialidad y que casi siempre se asocia con islas de
la mar. Los mapas mencionados designan una zona más o menos
correspondiente a la Orinoquia y adyacencias, pero si se examina
el fenómeno históricamente, tomando en cuenta los tiempos pre-
colombinos, se puede designar una Caribana que fue, no un terri-
torio exclusivamente caribe, sino una red de diversos pueblos en
contacto continuo significativamente mediado por los caribes, que
2 Cf. Neil Whitehead, Lords of the Tiger Spirit. A History of the Caribs in
Colonial Venezuela and Guyana 1498-1820, Providence, Foris Publications,
1988, pp. 106 y ss. y Miguel Ángel Perera, El Orinoco domeñado: frontera y
límite: ecología y antropología histórica de una colonización breve e inconclusa,
1704-1817, Caracas, Universidad Central de Venezuela, 2006, pp. 105 y ss.
496
hunde sus nexos en la Amazonía y los extiende por las Antillas,
por otros litorales de los subcontinentes suramericano y mesoame-
ricano y por las rutas fluviales que acceden al interior de todas esas
tierras. Hallazgos arqueológicos en diversos puntos de esa red,
en los asentamientos taínos de las Antillas, en el territorio kogui
de la Sierra Nevada de Santa Marta y en interiores fluviales de
tierras mayas, para dar algunos ejemplos, comparten cantidades
significativas de objetos rituales y cotidianos de la misma factura3.
Los caribes no hubieran realizado ni una fracción de sus hazañas
si no fuera por ese extraordinario aliado que tuvieron en la pi-
ragua, uno de los vehículos más eficientes jamás empleados en su
entorno, pero no por eso eran una cultura exclusivamente costera
ni insular, sino más bien fluvial y continental, tanto por su proce-
dencia histórica como por el ámbito principal de su actividad4. Lo
mismo se puede decir, con diversas gradaciones y excepciones, del
conjunto de pueblos de otros grupos lingüísticos que conformaron
la red Caribana, mayormente de las ramas arawak, caribe, tupi-
guaraní, chibcha y maya. El propósito de este exordio es apuntar
a un Caribe tan continental e isleño, como marítimo y fluvial que
disputa la manera en que se lo ha demarcado geográficamente
como objeto de los estudios de área; apunto así a lo que he llamado
un «Caribe interior excéntrico»5.
He defendido en un ensayo con ese título la concepción
reticular del espacio Caribe propuesta por el arqueólogo puer-
torriqueño Reniel Rodríguez Ramos contra la concepción insu-
larista angloamericana dominante desde el primer tercio del siglo
veinte6. Coincido con Reniel Rodríguez en que, además del tra-
sunto geopolítico bastante obvio, la concepción insularista adolece
497
de limitaciones metodológicas en cuanto pretende fijar fronteras de
geografía e identidad a partir de las cuales se incluyen o excluyen
objetos de estudio. Domina un concepto geográfico de espacio-
área o espacio-región. Contra este, el espacio-red relativiza las
nociones de interior y exterior y privilegia la variedad ilimitada
de actores y conexiones; no solo es la pertenencia a un área geo-
gráfica dada la que debe definir los objetos de estudio, conjunto
cerrado por definición, sino también el conjunto abierto de cone
xiones y relaciones posibles. Argumentaré aquí que el mundo
amerindio propicia en el Caribe una cosmopraxis abierta a una
multiplicidad de actores-red7, que trasciende no solo las fijaciones
de geografía e identidad antes señaladas, sino también la repeti-
ción estructural del sujeto colonial, poscolonial o decolonial a que
se han ceñido gran parte de los estudios culturales caribeñistas8.
Es la literatura la que, en obras como Cubagua, de Enrique Ber-
nardo Núñez, abreva en la experiencia de la sociedad neocolonial,
en la praxis amerindia de la multiplicidad y en las tendencias pa-
ralógicas9 occidentales apropiadas por las vanguardias artísticas,
498
para crear una cosmografía caribeña10. Maneras de producir las
propias condiciones de vida (praxis) acordes a un mundo consti-
tuido por relaciones múltiples, reversibles, no unívocas ni lineales,
entre los seres, los espacios y los tiempos y, por ende, las identi-
dades (cosmos), cuales la experiencia amerindia y la vanguardia
artística occidental, nutren la expresión narrativa de actores-red
que inscriben ese cosmos y lo potencian con sus devenires, dando
pie a una cosmografía.
II
499
que desapareció a mediados del siglo XVI, al evento que define
a la Venezuela moderna, cuyo enorme impacto dispensa que basten
dos o tres alusiones al petróleo en el texto para consignar la om-
nipresencia de su «estruendo mudo» en el espacio narrado12. Flota
en la novela la atmósfera enrarecida de una «tierra de extracción»,
ya se hable de perlas, petróleo, magnesita u otros minerales de ex-
portación. El novelista venezolano Doménico Chiappe consolida
los tópicos proféticos de la tierra de la abundancia y la tierra yerma
en lo que llama la tierra de extracción: abundancia y escasez se ar-
ticulan al gran flujo que extrae y extrae una materia prima hasta
el desgaste para satisfacer una demanda global a cambio del con-
sumo dependiente, ese otro flujo que entra en condiciones desi
guales. Una gran circulación despótica repetitiva suprime toda
otra circulación o relación menor, múltiple, diferente, emergente,
creativa13. En forma parecida los tópicos de la tierra de abun-
dancia y la tierra yerma se complementan en la prosa de Núñez.
Descripciones de un preciosismo modernista, mar y sol inago-
tables, frutos, peces, flores, belleza, se yuxtaponen al registro de
la miseria. Se le reprocha no hacer ese registro al poeta margari-
teño J. T. Padilla luego de citar la frase suya que sirve de título al
primer capítulo de la novela, «tierra bella, isla de perlas»: «Pero
el poeta nada dice de la miseria de los labriegos, ni de sus valles
áridos. Por eso Padilla y su isla se mueren de hambre» —acota
el narrador. Al registro de la sequía, la indigencia y la modorra
se suman elementos góticos asociados al pasado criminoso de ex-
poliación colonial. El estilo extremadamente elíptico, reticente,
pródigo en cortes y yuxtaposiciones de elementos heteróclitos
500
produce un efecto de montaje cinemático que destaca la impronta
vanguardista del texto. Esta tierra de extracción es un montaje que
permite superponer la historia pasada de Nueva Cádiz al mo-
mento contemporáneo (petrolero) y con ello propone un enun-
ciado profético: una metáfora con una secuencia muy sencilla: tal
cual el auge y caída de la Nueva Cádiz, el auge y eventual caída del
nuevo progreso petrolero. La maniobra poética conjura el anacro-
nismo, sincroniza los momentos: la metáfora es reversible. La
Nueva Cádiz es metáfora del nuevo progreso petrolero y viceversa.
De ahí la superposición estéticamente violenta de la catástrofe de
la ciudad fantasma sobre los escenarios donde los personajes bur-
gueses alojados en la isla de Margarita especulan con virtuales
concesiones de todo tipo.
Las dos décadas que anteceden a la escritura de Cubagua
experimentan en Venezuela una vorágine de especulación conce-
sionaria en torno al petróleo, mucho antes que se materialice a es-
cala significativa la producción real del crudo. Sucede una verdadera
fiesta de tiburones de la que emergen triunfantes hacia fines de
la segunda década las tres grandes transnacionales (Shell, Gulf
y Standard), devorando ellas solas el 98% de la producción. Pero la
salpicadera de la especulación y la corrupción en torno a estos tres
tiburones fascina y arrebata a amplios sectores. Solamente en 1920
se adjudicaron 176 concesiones a venezolanos, todos favoritos del
presidente, y estas concesiones fueron vendidas nuevamente a com-
pañías extranjeras. Y así cada año. Algunas concesiones incluyeron
la isla de Cubagua. El capital obtenido por los concesionarios ve-
nezolanos se esfumó en especulaciones, adquisiciones suntuarias
e infaltables viajes a Europa. El dictador Gómez estableció vía tes-
taferros una compañía venezolana, llamada sottovoce «la Compañía
del General Gómez, con la cual él y sus secuaces se hicieron de
millones de bolívares luego dispendiados en gastos caprichosos»14.
Mientras tanto, el régimen llenaba cárceles y fosas con opositores.
Es lo que venía ocurriendo pocos años antes que se redactaran los
pasajes de Cubagua en que los personajes dialogan así:
501
—Siempre he acariciado grandes proyectos: empresas ferrovia-
rias, compañías navieras o vastas colonizaciones en las márgenes
de nuestros ríos; pero si logro una concesión de esa naturaleza,
la traspaso en seguida a una compañía extranjera y me marcho
a Europa. […] Deseo huir de todo esto, porque los años son días
y aquí los días son años.
—¡Je, je! Es el pensamiento de todos nosotros: irnos a Europa,
pero nuestra tierra no sufrirá nunca esas palpitaciones febriles
que usted desea (11).
502
(de filiación lingüística caribe) graduada de Princeton, feminista
y tal vez lesbiana de quien todos murmuran en Margarita, se mul-
tiplica y reparte a sí misma en Nueva Cádiz entre la imagen de la
diosa Diana atesorada por Lampugnano, Cuciú, la ninfa guaiquerí
quemada en la hoguera y Erocomay, la legendaria cacica de una
tribu de mujeres indígenas mencionada en las crónicas coloniales16.
Fray Dionisio de la Soledad aparece también en la ciudad perdida,
con el mismo nombre, pero con la cabeza separada del cuerpo17 a
manos de feroces guerreros caribes en la rebelión indígena de 1521.
Ciertamente el delirio fundamenta este ejercicio de inter-
pretación histórica, pero también lo sustentan subtextos coloniales
fielmente consultados. La crítica ha cotejado con relativa proli-
jidad las referencias históricas de la novela y en especial de este
denso y breve capítulo de Cubagua. Delirio y realidad se dan la
mano, inseparables. Se plasma con realismo brutal el ambiente
aventurero, azaroso, violento propio de las fiebres de extracción.
La prosa persigue concreción y la alcanza: vemos la piel de los es-
clavos indígenas costrificada por la continua inmersión en el mar,
sus carnes chamuscadas por el carimbo o despedazadas por los
mastines para diversión de los colonos, vemos las callejuelas re-
pletas de jugadores, prostitutas, mendigos y usureros, las ergás-
tulas repletas de prisioneros, los conquistadores con bubas, tesoros
y canonjías en palacios que ni el viento recuerda hoy:
503
Era en los mismos días en que llegó Pedro Cálice con cuatro-
cientos esclavos. Bajo el cielo de fuego el alboroto de los na-
víos y de los trenes pesqueros llenaba el ambiente perezoso. Las
olas reverberantes se dilataban en un espasmo. Olía a barbacoa,
a ostra podrida, a cabra. Las mujeres descansaban en sus lechos
flotantes, chupando frutas, los corpiños entreabiertos, adorme-
cidos al recuerdo de sus pueblos en Castilla. Unas garzas rojas se
refugiaban en los manglares (41).
18 Morreo propone una interesante lectura del tiempo en esta novela basada
en el concepto de «tiempo en constelación». Ver ob. cit.
19 Es muy pertinente aquí la referencia de la crítica venezolana Margoth
Carrillo Pimentel a la concepción bergsoniana y deleuziana del tiempo:
«Como señala Gilles Deleuze a propósito de la teoría de Bergson, “el pa-
sado y el presente no designan momentos sucesivos sino dos elementos
504
No es preciso insistir que la osada apertura de las estéticas de van-
guardia a la potencia delirante y onírica del arte es la que permite
aprovechar los recursos de la ficción de manera inusitada en la his-
toria moderna de la literatura occidental. El montaje agresivo que
vemos en Cubagua es resultado de ese provecho, que en nada dis-
minuye, sino más bien potencia la capacidad del texto para dia-
logar con una realidad histórica y lo predispone al provecho de la
cosmopraxis amerindia, como veremos adelante. El capítulo de
la Nueva Cádiz concluye con un pasaje de sincronía condensada
que vale la pena citar completo:
505
Aquí prolifera en forma concentrada no solo la sincronía de
pasado y presente, sino la «lógica paraconsistente», frecuente en
fábulas mitológicas y fantásticas en la que una proposición impo-
sible es capaz de interpretar un estado de cosas dado20. En primer
lugar, esta es la conclusión de un capítulo situado en la Nueva
Cádiz del siglo XVI, protagonizado por el conde de Lampug-
nano, donde le acaban de cortar la cabeza a fray Dionisio. Pero sin
mediar transición, como si tal cosa, tenemos a Leiziaga en persona
especulando sobre un futuro petrolero en Cubagua y a fray Dio-
nisio más vivo que nunca, preguntándole cómo interpreta todo
lo que ha sucedido en Nueva Cádiz. Su cabeza, por supuesto, pa-
rece que acabara de ser desenterrada y su voz suena como un eco.
Leiziaga alcanza a tener la visión de una futura Cubagua petrolera
donde se repite la fiebre extractora, donde se explota a los traba
jadores por contrato, se les entretiene con cine, los buques modernos
recuerdan las naos de antaño y figura el mismo aviso apercibido en
Nueva Cádiz: «Aquí se hacen féretros» —una muerte que no ter-
mina. Leiziaga profetiza un futuro que ya ha muerto. Se quiere
hacer una ciudad y ya se están levantando las ruinas. El pensa-
miento estoico aquí vertido recuerda las meditaciones del emperador
Marco Aurelio.
III
506
el pasado y el futuro, entre la vida y la muerte, entre el mar Ca-
ribe y la selva profunda, entre la ciencia y la alquimia, entre las
obras misioneras y la hechicería, entre los saberes occidentales
y el chamanismo amerindio: es un chamán 22 pese a que no es in-
dígena y es también un mago hechicero en el sentido renacentista
europeo de esa figura y esto es interesante porque indica un de-
venir poslascasiano entre los saberes occidentales y amerindios.
No es casualidad que el personaje histórico llamado también fray
Dionisio de la Soledad efectivamente fue discípulo de fray Bar-
tolomé de las Casas, y mártir del mayor proyecto experimental
que condujo el gran amigo de los indios para comprobar su vi-
sión universal cristiana 23. Las Casas intentó convertir al indio por
medios humanitarios y pacíficos, pero el fray Dionisio de la no-
vela procura devenir-indio, lo que no significa que se «convierte»
en indio, sino que intercambia elementos europeos con elementos
indígenas, como demuestra su extraña biblioteca en las ruinas de
Cubagua, la misma donde guarda su propia cabeza disecada entre
los libros, los mapas, los instrumentos científicos, la cerámica in-
dígena, la botella de «Elíxir de Atabapo» y un poco de «ñopo»24.
El mismo párrafo que introduce a fray Dionisio en la novela
nos presenta también a Nila Cálice, la bella hija del cacique tama-
naco Rimarima asesinado por explotadores de caucho. Ella vive
indio. Cf. Gilles Deleuze y Felix Guattari, Mil mesetas. Capitalismo y esqui-
zofrenia, Valencia, España, Pre-Textos, 2010, pp. 239 y ss.
22 En el relato se invoca repetidamente al «piache», palabra que comúnmente
denomina la figura del chamán en Suramérica septentrional. La «vocación
chamánica» de fray Dionisio ha sido mencionada por Luis Britto García,
«Enrique Bernardo Núñez: novelista, filósofo de la historia, utopista», en
Memorias del xxiii Simposio de Docentes e Investigadores de la Literatura Ve-
nezolana: Trujillo, del 19 al 22 de noviembre de 1997. Trujillo, Universidad
de Los Andes, 1998, p. 652, y Carlos Pacheco, ob. cit., p. 109.
23 Ver nota 30.
24 Ñopo es una grafía variante de yopo, el polvo elaborado con semillas de la
anadeanthera peregrina, planta del Caribe y Suramérica. El yopo tiene pro-
piedades enteogénicas en el contexto de las prácticas chamánicas de mu-
chos pueblos de la Amazonía y la Orinoquia. Se le llama cohoba en las
Antillas, donde lo llevaron los taínos, pueblo de la rama lingüística arawak
procedente del Río Negro, región amazónica.
507
con el hombre religioso, es su protegida y discípula en ese devenir
poslascasiano, que más allá de cualquier idea de «conversión»
o fusión de ella a la «cultura moderna», propicia una relación de
intercambio intenso entre lo occidental y lo amerindio. El fraile
no representa un corte con los saberes de su padre asesinado,
sino que procede «a revelarle los secretos en que Rimarima había
comenzado a iniciarla» (56). Al mismo tiempo el fraile ha transmi-
tido a Nila una aparente devoción cristiana que ella expresa tocando
el órgano en la iglesia con carisma arrebatador. Ella ha estudiado
en Europa y Norteamérica: «La pasión de Nila era la cacería, la
danza, dormir al aire libre, galopar horas y horas, lo que al fin y al
cabo quiere la vida moderna» (9). El rumor envidioso insinúa que
Nila es amante de fray Dionisio. Tanto fray Dionisio como Nila
albergan un propósito en sus vidas, un gran proyecto que nunca se
declara sino que queda implícito en su manera de vivir y pensar,
puesto que les anima una cosmopolítica más que una agenda polí-
tica. Ambos conforman una pareja hombre-mujer, un combinado
andrógino que propone otra modernidad, tal vez la modernidad
que el ciclo vicioso, el gran flujo circular de la tierra de extracción
siempre ha interrumpido pese a toda la retórica de progreso y mo-
dernización. Su alianza, sin embargo, no parece ser erótica puesto
que los chismosos no pueden desmentir la devoción ascética del
religioso, y a Nila, además de que viste de hombre para montar
a caballo, solo se le conocen sus baños escandalosos con Etelvina
en la playa:
508
ha tomado; ambos han tenido alguna relación con ella y aún la
desean (en el caso de Pedro Cálice, eso deja traslucir el despecho
con que la menciona) sin lograr poseerla como persona. Vemos
en ella a la indígena que al rehusar la unión fija con hombre al-
guno, se rehúsa a ser herramienta del mestizaje o de la filiación
cultural, de ahí su conexión con esa Diana cazadora tan inacce-
sible como la luna. Nila es una beldad indígena tamanaco y tam-
bién una advocación de la divina Diana grecolatina, cual insinúa
su doble figura de doncella y ninfa, virgen y hetaira sagrada. El de-
venir Nila-Diana se consigna antes que ningún otro. Cuando Lei-
ziaga la conoció, «creyó haberla visto toda la vida o al menos hallar
una imagen que vivía confusamente dentro de él». Más adelante
en el relato se cuenta que el conde Lampugnano, avatar de Lei-
ziaga en el siglo XVI, no se desprendía de una estatuilla de Diana
descubierta en su Italia natal, cuyo poder de fascinación levantaba
sospechas de que Lampugnano era «dado a prácticas de hechi-
cería». La potencia mágica de la estatua se reitera cuando los in-
dios caribes, tras atacar a Nueva Cádiz, caen bajo la fascinación
de la estatua y no pueden evitar llevársela para adorarla como ad-
vocación de la luna (Diana)25. Lo que indica que el Leiziaga-que-
deviene-Lampugnano reconecta con su pasado de hechicero y con
una deidad de su herencia mítica grecolatina en el momento de
su encuentro con Nila, que es también un reencuentro extendido
a la jefa amazónica Erocomay que Nila encarna en el areito26.
509
Cabe recordar que el Lampugnano de la novela se dedica a ganarse
la vida como brujo-curandero hacia el final de sus días en Cubagua.
IV
510
el fraile que realiza obra misionera en La Asunción, capital de
Margarita, y atiende misiones en el oriente de la Orinoquia, tam-
bién se aloja con su biblioteca entre las ruinas de la isla de Cubagua
y allí se lo topa Leiziaga esbozando una cosmografía.
El eje coincidente de tal cosmografía es Cubagua misma,
«una isla decrépita de costas roídas y aplaceradas» (25) que se re-
vela como espacio extraordinario de sincronías y multiplicidades.
La propia isla es, no solo un actor-red, sino un personaje protagó-
nico del relato. Aparte de que seis de los ocho capítulos de la novela
transcurren en Cubagua y que esta proporciona el título a la obra,
la isla actúa como un personaje en la novela al producir las condi-
ciones extraordinarias de encuentro entre tiempos y actores que
animan la anécdota. Cubagua no es solo un accidente topográfico,
un punto geográfico o un «canto de tierra», sino un actor-red, es el
conjunto de entidades que conectan con esa isla y los eventos que
son esos nexos. Se puede decir, parafraseando la célebre «Medita-
ción XVII» de John Donne, que ninguna isla es una isla entera por
sí misma; cada isla es un pedazo del continente, una parte del todo
principal27. En Cubagua habla el conjunto de actores-redes que la
conforman y que ella misma posibilita. Leiziaga percibe el rumor
de estas multiplicidades al poco rato de arribar. Conversa con Teó-
filo Ortega y con Cedeño (quien le confirma la existencia de petróleo
en el área) cuando los interrumpe, preguntando:
27 «No man is an island, entire of itself; every man is a piece of the conti-
nent, a part of the main», John Donne, «Meditation XVII», Devotions
upon Emergent Occasions (1623). En español: «Ningún hombre es una isla
entera por sí misma; cada hombre es un pedazo del continente, una parte
del todo principal».
511
expresión bíblica que remite al tópico profético de la tierra yerma y
que en este contexto asocia la tierra a la multiplicidad de cuerpos,
voces, instantes que allí entretejen una historia de historias poten-
ciadas por el dolor y la muerte. Muerte que fray Dionisio tiene el
poder de transitar a la manera de los chamanes amerindios y los
magos occidentales: «Parecía más alto, más flaco, próximo a con-
vertirse en un montón de ceniza» (id.)28. Cubagua es una mul-
titud, una población ruinosa cuya impronta gótica en la estética
literaria se plasma en pasajes como el siguiente:
28 Véase más adelante «Fray Dionisio se vuelve borroso en la penumbra. Sus ojos
se hunden mientras habla lentamente. A veces diríase que ha muerto» (33).
512
sus manos al levantarla» (60)29. Orteguita aparece como un doble
indígena del Ortega español que pretende retornar con Nila. En
este encuentro/desencuentro de avatares, la lección cristiana y es-
toica contra la venganza o la deuda de sangre y la apuesta por la
alianza no identitaria ni genealógica se dramatiza. Se demuestra
que en la visión de fray Dionisio los avatares transtemporales de
los personajes no deben implicar la política por filiación, sino el
chance para otra política30.
Es cierto que el fraile le imparte una suerte de alecciona-
miento moral a Leiziaga cada vez que apunta al pasado cuando el
ingeniero le cuenta sus ensoñados planes petroleros en Cubagua,
pero en su discurso estas referencias al pasado valen más que nada
por la plétora de relaciones que ofrecen: «Fray Dionisio comenzó
a hablar confusamente del pasado, de las cosas exteriores y de sus
relaciones con lo que ha sido y es hace trescientos, hace miles de
años» (31)31. Cuando el sabio religioso le abre al ingeniero su biblio-
teca de geógrafo y alquimista y le despliega folios y mapas, lo hace
para mostrarle nuevos espacios en viejos territorios, para esbozar
la cosmografía multitudinaria de Cubagua y demostrarle que la
isla no es solo una isla, sino también un continente. De hecho, fray
Dionisio no solo le muestra a Leiziaga un plano de Cubagua, sino
513
«una carta de los territorios de Atabapo, Río Negro y Orinoco con
la nomenclatura de las tribus», zona de «más de doscientos mil ki-
lómetros» a la que se refiere como «el imperio indígena», y añade:
«Hace tiempo vivo entre ellos y los observo constantemente, pero
mis observaciones serían censuradas. Ni un soplo ha tocado su
alma intacta a fuerza de permanecer silenciosa» (32). Aquí el per-
sonaje se está refiriendo precisamente a Caribana, «el imperio in-
dígena» que mencionamos al principio como referencia no solo
indispensable sino constitutiva del Caribe contemporáneo no em-
pece estar geográficamente situada en latitudes tan remotas de la
selva amazónica como el Río Negro. Nótese que el santo hombre
ha dicho «vivo entre ellos» en un presente verbal que denota a Ca-
ribana y sus gentes como su ámbito vital de presencia, como su
cosmos. Lo del «alma intacta» aparte, este personaje nos brinda
aquí una lección de cosmografía contemporánea. Fray Dionisio
propicia así el encuentro de Leiziaga con un inmenso aliado. El
mundo amerindio, en especial de la Amazonía y la Orinoquia,
es el otro protagonista de esta historia, actor-red multitudinario
que ofrece, no tanto un «alma intacta» según la teología del fraile,
sino conocimientos espirituales, naturalistas, paralógicos y expe-
rimentales de gran potencia creativa, sobre todo en su relación de
devenir con el conocimiento occidental. Esta aproximación cos-
mográfica hace de Cubagua una suerte de novela indigenista, mas
no en el sentido convencional, costumbrista o culturalista, sino en
una dimensión cosmopolítica. Ante el gran flujo circular de la tierra
de extracción atrapado en la dinámica histórica colonial, este dis-
cípulo heterodoxo de fray Bartolomé de las Casas le propone al
ingeniero conocer «el secreto de la tierra»:
514
con la red Caribana que le muestra el «secreto de la tierra»32: otra
lógica de mundos, una práctica y un pensar relacional, reversible,
heterogéneo, experimental, fundado en las alianzas e intercambios
con el otro en lugar de las filiaciones y las genealogías, e inclinado
al devenir más que a la dialéctica. Ese es el derrotero pedagó-
gico de Leiziaga, equivalente en muchos aspectos a la iniciación
chamánica, dado su carácter profundamente experimental.
32 Ver nota 7.
33 Esta definición pretende sintetizar principalmente los conceptos y obser-
vaciones de: Eduardo Viveiros de Castro, Metafísicas caníbales. Líneas de
antropología postestructural, Buenos Aires, Katz, 2010; Ariel José James
y David Andrés Jiménez, comps., Chamanismo. El otro hombre, la otra selva,
el otro mundo, Bogotá, Instituto Colombiano de Antropología e Historia,
2004; Jean-Pierre Chaumeil, Ver, saber, poder. Chamanismo de los yagua
de la Amazonía peruana, Lima, Centro Amazónico de Antropología
y Aplicación Práctica, 1998.
515
iniciación chamánica. No todos los elementos corresponden ex-
clusivamente al mundo amerindio, pues, muchos son compartidos
o son más afines a los magos occidentales. Mas tal intercultura-
lidad es parte de la cosmografía propuesta en Cubagua.
Cuando Leiziaga se transporta, sin transición alguna, a
Nueva Cádiz en el capítulo III, ya el sabio Dionisio lo ha pre-
parado y motivado con la lección de cosmografía antes comen-
tada. Además, fray Dionisio le dio indicaciones muy concretas.
Le habla del conde Luis Lampugnano quien, como hemos visto,
es el personaje histórico con el cual Leiziaga establece un devenir
particular. Lampugnano deviene avatar de Leiziaga y viceversa,
aunque no necesariamente se funden en una sola persona, pues
como en todo devenir, se sostiene la diferencia tanto más cuanto
más estrecha es la relación. Fray Dionisio le advierte a Leiziaga
su coincidencia fundamental con Lampugnano, según palabras
antes citadas. Encima de esto, el fraile le da a beber varias copas
del «Elíxir de Atabapo» que funciona como un psicotrópico po-
deroso con efectos parecidos al conocido brebaje chamánico lla-
mado yagé o ayahuasca34. Contrario al énfasis que prodiga cierto
enfoque fenomenológico, o peor, el enfoque nueva era, la fun-
ción esencial de los llamados psicotrópicos o alucinógenos chamá-
nicos no es beneficiar la psiquis con el mero objeto de que el sujeto
«se sienta chévere», relaje las tensiones, sea feliz y otras lindezas
bienpensantes, sino transmitir poderes de interactividad con seres,
espacios y tiempos no accesibles ordinariamente. Por eso los pro-
pios chamanes les llaman «plantas de poder». La perspectiva cha-
mánica del trance psicotrópico es ontológica y afectiva: potenciar
516
capacidades extraordinarias de afectar y ser afectado, para relacio-
narse y actuar con otros seres, los cuales no son necesariamente
humanos ni ordinariamente perceptibles. En fin, a las ocho de
la noche Leiziaga escucha la última enseñanza de fray Dionisio,
apura la última copa del «Elixir de Atabapo» y ahí termina el ca-
pítulo II titulado «El secreto de la tierra». El próximo capítulo lo
coloca en Nueva Cádiz, siglo XVI, enterándose que ha devenido
Lampugnano. Así ocurre el devenir chamánico clave de la obra,
cuya importancia ya hemos comentado.
El segundo devenir chamánico ocurre en el capítulo VI, ti-
tulado «El areyto». Pero en el capítulo anterior, titulado «Vocchi»,
se nos presenta una fantasía de andadura mítica que no pretende fi-
delidad mitográfica, encontrada entre los papeles de Leiziaga sin
que se afirme que él la escribió. Nos recuerda las mitologías fabu-
ladas por autores del género fantástico como el angloirlandés Lord
Dunsany (1878-1957). Este texto hallado no contribuye nada a la
diégesis de la novela pero establece la perspectiva cosmográfica, es
decir, ajena a cualquier pretensión de restauración simbólica del pa-
sado mítico, pues aquí el mito si acaso es oportunidad de invención
y fuga. Al preceder el devenir chamánico del areyto, este paréntesis
distancia toda la empresa creativa de Cubagua de las mitologías y
magias mistificantes basadas en la representación y la identidad, tan
propincuas a las políticas de la fascinación con el poder. Se descarta
el mito simbólico e identitario y se opta por la fábula en su expresión
moderna universalista. El tono fabulador, no teocrático del mito se
sintetiza en la exclamación: «¡Ah, la esclavitud de los dioses con-
denados a seguir siempre a los hombres!» (61). Se afirma así a los
personajes mitológicos como personajes fabulados, constituidos en
relación con los hombres y otros seres, antes que como hipóstasis
simbólicas del sujeto. El relato muestra cómo modernidades y ar-
caísmos se alternan a través de las edades y los eones, afirmando la
reversibilidad no linear de los tiempos y las obras humanas que solo
la magia de la ficción es capaz de descubrirnos:
517
señales de sus torres. Vestigios de esos relatos se convierten des-
pués en fábulas, pues el mundo se hace y se deshace de nuevo.
Las ciudades se levantan sobre las selvas y estas cubren después
las ciudades, se elevan unas sobre otras constantemente o el mar
forma costas nuevas. Aparecen unas ruinas o unas rocas donde se
han tallado algunos signos y nadie supone cuándo fueron escritos.
Son historias, historias (62).
518
de sus antepasados conquistadores. Es preciso señalar que el propio
fraile ya ha reconocido el anillo de Leiziaga antes de este episodio
y le ha recitado la genealogía del mismo, que conduce a «un Her-
nández de la Cerda que se halló en la batalla del 15 de marzo de
1567 librada por Losada contra Guaicaipuro. Alancearon indios
a millares en las guerras contra los tarmas, teques y mariches»
(30). Como posesionado por el recuerdo de su genealogía de con-
quistadores, Leiziaga casi convulsiona ante la vista de tanto oro y
perlas en el atuendo de Vocchi, y bravuconea con el héroe mítico
por el asunto del anillo, pero este se limita a ofrecerle yopo: «Tomó
el polvo que le ofrecía en una concha de nácar y a imitación suya
empezó a absorberlo por la nariz» (66-67). Aceptar la oferta de yopo
que le hace el héroe mítico es aceptar una alianza. Es el yopo lo que
transporta a Leiziaga al areyto, pues justo cuando lo aspira, mira
otra vez su anillo en el dedo de Vocchi y se dispara la visión.
Es preciso citar algunos pasajes para apreciar el decorado mo-
dernista de la escena. Primero cuando Leiziaga se topa con Vocchi:
519
No es una descripción realista de un areyto, por supuesto,
sino un montaje cinemático fantástico materializado por el yopo.
Aquí Nila Cálice deviene Erocomay, la cacica amazona cuya
historia se relata en el areyto mismo. Su historia es una amal-
gama con el mito griego de las amazonas. Su oficiante es Vocchi,
quien se insinúa ha sido amante de ella in illo tempore («nunca
pudieron volver a encontrarse» [id.]). Recordemos que en el ma-
nuscrito hallado y titulado con su nombre, Vocchi procede del
«Viejo Mundo». Él porta el anillo de los conquistadores que per-
tenece a Leiziaga. Se implica que de alguna manera esta alianza
de mundos ha subsumido el avatar colonialista de Leiziaga por la
vía de la seducción, pero también parece sugerirse algún grado de
complicidad con la empresa misma de la colonización, puesto que
es en las catacumbas donde presencia el areyto, que Leiziaga ha
descubierto el legendario Dorado, custodiado justo por Vocchi,
vale insistir, un oriental mesopotámico devenido hermano de
un héroe mítico (Amalivaca) de la etnia a la que Nila pertenece.
Y ahora es Vocchi quien porta el anillo (la alianza) de los conquis-
tadores. Parte protagónica de esa presunta alianza es fray Dio-
nisio, quien no solo ha conducido a Leiziaga a las catacumbas,
sino que figura como personaje en el relato del areyto: «Ellos lle-
gaban tal como les había anunciado el viajero aquel que les en-
señó a venerar la cruz y con la cual señalaban los caminos para
ahuyentar a los demonios» (68). Fray Dionisio además concluye la
séance nocturna hacia la madrugada, rezando «el oficio matutino».
Encima, la parafernalia es kitsch modernista. Lo más interesante
de esta séance chamánica es que no es antropológicamente correcta
y justo eso la hace discretamente chamánica. Ese es el cariz que
tienen los transportes chamánicos del yopo, el yagé y otros en-
teógenos rituales, cuyas líneas de fuga, devenir y composición no
obedecen necesariamente a la corrección identitaria. A partir de
este devenir chamánico Leiziaga queda dotado de más relaciones.
No se convierte en «una mejor persona», no se «libera» ni «desco-
loniza», simplemente queda potenciado para afectar más y ser más
afectado, y enterarse de más cosas.
520
VI
521
serpiente a seguirla o quizás él mismo deviene serpiente, y Nila
penetra nada menos que en la casa del misterioso leproso residente
en Cubagua, Pedro Cálice, cuyo avatar conquistador fue traficante
de esclavos, y ahora es dueño de trenes de pesca. ¿Qué busca Nila
allí? A pesar de la extrema reticencia de la prosa de Cubagua, se lee
que quien más desea saberlo es Leiziaga, que pregunta a cada quien:
«¿Y Nila?» El areyto lo ha inspirado definitivamente a seguir la
pista de Nila. Justo cuando desciende del transporte del yopo en
la mañana del día siguiente, repite la pregunta, esta vez directa-
mente a Pedro Cálice. Por él se entera que lejos de ella ser hija de
Cálice, como muchos suponen por el apellido, podría ser una an-
tigua amante o pretendida de él, devenida adversaria o rival de
algún tipo, que como venganza por su avatar pasado como escla-
vizador de indios, le ha tomado el apellido como si le tomara el
pelo. Y en recuerdo de ella nombra nada menos que la embarca-
ción La Tirana. «Se llama así en honor suyo», dice Pedro Cálice,
pues en su versión Nila es una tirana (69-70). Aparentemente Nila
ha empleado con Pedro Cálice alguna «estratagema del débil» y él
sangra por la herida.
Es por Nila que el ingeniero Leiziaga roba como un aven
turero cualquiera. Las perlas materializan otro tipo de nexo ad-
quirido por el personaje tras su devenir chamánico. «La hermosura
de las thenocas hacía pensar en Nila. Fue entonces el mayor deseo de
Leiziaga poseerlas» (75). Pero ya no cree hacerlo con afán de pillaje
egoísta, para gastarse la vida en Europa, cual ambicionaba al llegar
a Margarita haciéndose eco de la oligarquía mediadora de su país,
sino en función del proyecto de Nila, en relación con «el secreto de
la tierra». La prosa desafiantemente lacónica del narrador, cuando
de referir las motivaciones de los personajes se trata, se cuida esta
vez de no ahorrar palabras al respecto: «Una vez solo, Leiziaga
contempla las perlas con amor. No veía en ellas su valor mate-
rial. Sonrientes y encantadoras, creía poseer en alguna forma la
gracia luminosa de Nila» (77). Otras redes, otras maneras de rela-
cionar los seres congruentes con la cosmografía de fray Dionisio
y Nila parecen reorientar, al menos en potencia, la vida del prota-
gonista y le permiten atender a la escritura del cosmos: «Tendido en
la arena, Leiziaga se olvida del petróleo, de los tesoros sepultados
522
en Cubagua, de su misma vida anterior y observa el jeroglífico que
los cardones van trazando» (77-78, énf. nuestro). La mención de los
cardones, plantas (cactus) omnipresentes en el paisaje del Caribe
sur oriental no es casual. Ya en el capítulo titulado «El cardón»,
fray Dionisio le ha brindado al visitante una prolija exégesis de los
cardones de Cubagua, concluyendo: «Hoy se diría que parecen
antenas. Y en realidad esas antenas podrían entregarnos el secreto
de alguna teogonía inédita… O quizás pertenece a los signos de
algún zodiaco perdido» (53).
Esta virtual reorientación y adquisición de nuevas alianzas
y nexos supone ciertas tensiones, según se consigna en la confron-
tación inconclusa de Leiziaga con su avatar el conde Luis de Lam-
pugnano, quien se le aparece reflejado en el muro de la prisión de
la capital de Margarita, como ya hemos comentado:
523
las víctimas del círculo vicioso colonial, sin importar su proce-
dencia europea, según bien señala la crítica venezolana Rosaura
Sánchez Vega35. Lo que prevalece en esta cosmopolítica es la mul-
tiplicidad, no la filiación identitaria. En ese sentido es impor-
tante el nombre del velero de la fuga, El Faraute, voz derivada del
francés que significa intérprete de lenguas: el actor-red por exce-
lencia, que multiplica las relaciones, nexos y alianzas. El plural es
indispensable, para Leiziaga: «Una parte de su vida se derrum-
baba sobre la otra. El mundo anterior se disipaba, ya lejano, sin
interés. El mar y la noche realizan esas liberaciones definitivas»
(90). No se habla del gran acontecimiento de la liberación, sino de
«liberaciones definitivas» en el sentido de liberarse de incontables
limitaciones de una razón histórica única, como por ejemplo, el
flujo circular vicioso de la tierra de extracción, indisociable de la
estrechez afectiva, conceptual y espiritual de aquellos que siguen
atados a la noción unívoca de la realidad y que no saben «nada del
ñopo y del Elíxir de Atabapo y de que la realidad, como la luna,
siempre nos muestra un solo lado» (85).
La fuga de Leiziaga brota en interrogantes. Una vez ha
abordado El Faraute, se entera que la nave pertenece al empre-
sario leproso Pedro Cálice. El capitán del buque describe su des-
tino orinoquense como una tierra que «es buena» porque «hay
mucho oro» y asegura que «lo será mejor cuando se abran los tra-
bajos» (103), es decir, los usuales trabajos de extracción infinita
para suplir la demanda global a cambio de bienes de consumo re-
cibidos en intercambio desigual. Otro tipo de «trabajos» no son
posibles, dadas las circunstancias históricas. El fugitivo también
se entera que nada menos que la goleta La Tirana, llamada así en
honor a Nila, ha zarpado con el mismo destino. ¿Qué va a hacer
al Orinoco la goleta nombrada en recuerdo de la indígena moder-
nista que mantiene relaciones indefinidas con el siniestro Pedro
Cálice? ¿Por qué ella ha inspirado el nombre de La Tirana? ¿Es
una asociación del poder de Nila con el infame Tirano Aguirre36
524
referido al principio de la novela, ejemplo de la desterritoriali-
zación despótica por excelencia? ¿Será que se vincula a Nila con
alguien que le declaró la guerra al rey de España y cuya colosal in-
subordinación laceró la legitimidad del imperio en las Indias? Por
otra parte, si Leiziaga ya se ha olvidado de los «tesoros» y todo
eso, ¿por qué se dirige ahora hacia un lugar cuya mayor «bondad»
a los ojos del vulgo es la oportunidad de extraer oro? No hay res-
puestas claras. El patrón de El Faraute reporta que según fray
Dionisio, allí donde se dirigen todos hay «algo más que oro»,
y dice que le cree. Ese optimista «algo más» se contrapesa con la
aplastante sentencia final de la novela: «Todo estaba como hace
cuatrocientos años».
La inspiración cosmográfica del texto, según hemos visto,
no solo alienta estas interrogantes sin respuestas conclusivas sino
que supone su multiplicación, pues su principio rector es precisa-
mente el «algo más». La perspectiva cosmográfica, en fin, propone
algo más que los enfoques caribeñistas centrados en la tautología de
confirmar los atributos y determinaciones históricas de una «cari-
beñidad» ceñida al conjunto cerrado de la geografía insular. Tam-
bién propone algo más que repetir las carencias del sujeto colonial
y el imperativo de su descolonización o «decolonialidad» a la ma-
nera de un ser impedido al que solo correspondería recetarle una
purga para el trauma considerado como su único reclamo de iden-
tidad y recordarle que su única posibilidad de «liberación», es decir
de cura, gira en torno a la repetición obsesiva del nombre del amo
colonial, quien al imputársele ser la causa de todo lo que ocurre, se
le otorgan las facultades divinas de la omnipresencia y la omnipo-
tencia. Como hemos visto, los personajes de Cubagua no se ajustan
a ese esquema: Leiziaga, Nila, fray Dionisio, Vocchi, Pedro Cálice,
Stakelun, el cardón, las islas, las perlas, el oro, el petróleo, el yopo,
el mar, El Faraute, La Tirana, el Orinoco, Caribana, son todos ac-
tores-red de una cosmografía, comprensibles solo en un rizoma de
relaciones afectivas en el cual no se les puede reducir a la expresión
de una identidad caribeña segmentada por la pertenencia a áreas
geopolíticas, ni a la condición de «sujeto colonial» o «colonizador».
Todos reclaman algo más, sin esperar que la dialéctica provea todas
las respuestas, pues nada garantiza que al final todo no siga igual.
525
Neocolonialismo y escritura.
Una visión genética de Cubagua *
Alejandro Bruzual
527
inmemorial, que no está concatenado al conjunto, pero que da el
sustento mítico a la acción. En cuanto al capítulo VI, la ceremonia
del areíto, puede entenderse como un punto de cruce de diversas
percepciones de tiempo planteadas (puesto que no es una, sino más
bien un tiempo problemático y múltiple, como ya han advertido
varios críticos), en particular a través de la presencia de personajes
de diversa constitución estética.
Cuando hablamos de esta estructura estamos considerando,
además de la trama, aspectos arrojados por el trabajo genético,
avalando una posible concepción previa que excluiría el capítulo
inicial que sucede en Margarita. Observamos, en la introducción
de G1 (copia germinal) fundidos los que serían luego los capítulos
I y II definitivos, mientras que «La Nueva Cádiz», que es el III
y que se desarrolla en la Cubagua colonial, aparece como el ini-
cial. Por otra parte, en V1 (primera versión), los capítulos II, «El
secreto de la tierra», y III, «La Nueva Cádiz», aparecen señalados
como los dos primeros de la novela, con una corrección posterior
hecha a mano que los coloca a continuación del primero defi-
nitivo2, aunque la numeración de páginas no da cuenta de este
528
cambio, porque quizás fueron foliadas con posterioridad a la deci-
sión del orden de los capítulos. Algo equivalente pasa en el último
de esta misma V1, el VII, «Thenocas», pues finaliza con la lapi-
daria frase: «Todo estaba como hace trescientos años», que luego
fue ajustada a «cuatrocientos» y ubicada como oración conclusiva
(del VIII) en todos los estadios posteriores.
A simple vista, el levantamiento genético permite diagnos-
ticar que el autor puso su mayor empeño precisamente en la revi
sión de los capítulos extremos de la obra, «Tierra bella, isla de
perlas…» y «El Faraute». Estos, además, tienen una estrecha re-
lación no solo en cuanto a las necesidades naturales del desarrollo
de la ficción, que pueden darse en sus funciones de introducción
y desenlace, sino que ambos se llevan a cabo en la Margarita con-
temporánea a la escritura, hecho significativo en un texto titulado
con el nombre de la otra isla, además de que también comparten
elementos de estilo y lenguaje. Estos puntos en común difieren del
resto de la novela, presentando materiales que pudieran haber es-
tado destinados a un intento narrativo distinto, ubicado todo en
Margarita. Pudiera ser en particular pertinente en lo referente al
primer capítulo, dada la presencia de rastros narrativos que anun-
cian otros rumbos de desarrollo temático. Esto pudiera explicar
el abundante trabajo de corrección sobre este apartado, en cuanto
a que sería una forzada adaptación al núcleo central de la acción.
Por otro lado, aporta el contenido de acerba crítica sociopolítica,
en particular dirigido a las clases hegemónicas nacionales, y que
pudiera ser consecuencia directa de su «epifanía política», pro-
ducto de su reacción ante los hechos de la matanza bananera, en
la zona de Santa Marta, durante los últimos días de su estancia
529
en Colombia, a principios de diciembre de 1928 (es decir, comen-
zando la escritura de Cubagua)3, y que es la génesis tematizada de
su siguiente novela, La galera de Tiberio4.
De esta manera, se pueden en parte responder las preguntas
y críticas que hizo el también novelista Gustavo Luis Carrera sobre
un insuficiente desarrollo de los personajes5. En efecto, en el capí-
tulo inicial aparecen algunos cuya potencialidad ficcional no fue
aprovechada, como la compleja Etelvina Casas, el doctor Almozas
y su mala práctica médica, el problemático y beodo secretario del
juzgado Benito Arias, la cocinera Andrea, incluso el misterioso
gerente norteamericano Henry Stakelun, quienes apenas quedan
esbozados, y que no estaban en el manuscrito G, apareciendo más
tarde y solo en los extremos de la novela. De igual modo, en el
mismo capítulo I se da inicio a acciones que luego no progresan
o de las cuales no se ofrecen suficientes antecedentes para una
interpretación cabal y pertinente que las articule a plenitud a la
trama. Entre otras, el fracaso de la compañía explotadora de mag-
nesita y el litigio laboral con el exgerente Johnston y su «codi-
ciosa» esposa Zelma —también cocinera—, el amor adúltero de
Stakelun por Etelvina, la situación de decadencia «aristocrática»
de la familia Casas y la pérdida de su finca Las Mayas. En fin, es
el capítulo más descriptivo de todo el libro, con ideas y discusiones
explícitas que apelan a un tono discursivo mucho más literal que el
del resto de la novela.
Podemos afirmar que los excesivos cambios que sufriera
este capítulo fueron producto de un proceso de transformación,
530
corrección y distribución de los materiales narrativos, que solo lle-
garon a una versión más o menos definitiva en lo que llamamos
M (manuscrito). El capítulo inicial tanto en G como en las V1
y V2 tiene numerosísimas variantes que no permanecieron en es-
tadios posteriores. Resumimos algunas, ya que dan luces sobre
contenidos un tanto inciertos en la trama conocida. En ellos, con
variantes significativas, Leiziaga aparece desde las primeras líneas
y se describe su vida con más detalle. Hay referencias a su padre y
a la manera como este lo motivaba a estudiar ingeniería de minas,
sembrándole el deseo de un rápido y fácil enriquecimiento. De este
modo, se hace un énfasis mayor sobre lo personal que sobre el rol
burocrático público que adquiriría más tarde. El padre de Leiziaga
le aconseja en V2:
531
Incluso en las dos versiones se insinúa una posible relación con
Leiziaga. En una de las lecciones desechadas en V2, el autor cae
en una tentación casi policial al resaltar la ausencia de fray Dio-
nisio y de Nila de Margarita (ya partidos para Cubagua), como
reafirmación de los rumores sobre una supuesta relación amorosa
entre ellos, lo que es débil como propuesta, pues enrarece la pre-
sencia ecuánime y generosa del fraile asimilado a los indígenas,
o su devenir-indígena6. Allí mismo, Nila le ordena al pescador
Teófilo Ortega llevar a Leiziaga a Cubagua, induciendo su pre-
sencia en la isla y, por lo tanto, en el areíto. Como se ve, hubiese
sido un desarrollo ficcional mucho menos efectivo que el defini-
tivo, que ya asoma en las lecciones que el autor va imponiendo en
estas mismas primeras versiones.
En V2, el interés de Nila por Leiziaga despierta sospechas
en un Ortega enamorado de ella, pero que este interpreta como
una exagerada venganza. En su primer encuentro, también en este
capítulo y en estas versiones mucho más extenso que en el texto
estabilizado, ella le dice a Ortega:
532
las ediciones se hace énfasis en el escándalo que causa la amistad
femenina entre Nila y Etelvina Casas, lo que no deja de ser cu-
rioso y atrevido para su época, por su insinuación homoerótica.
De hecho, allí la esposa de Hernando Casas es un personaje dis-
tinto, llamado Lucrecia, y es quien le da a Leiziaga información
sobre Nila, en vez de Etelvina. Pero es en definitiva en C1 (pri-
mera copia) cuando el autor funde los dos personajes en esta úl-
tima, dándole así una mayor solidez psicológica. Sin embargo,
no llega a concretarse a plenitud, pues vuelve a ser referida solo
de paso al final de la trama, cuando se asoma la posibilidad de
que podría haber sido Stakelun el comprador de Las Mayas, reto-
mando el motivo que expresa dos veces Etelvina, en referencia a la
finca-tierra, en el capítulo inicial: «¡Serás mía a pesar de todo!» (20
y 34), con una variante en boca del gerente norteamericano, como
si le respondiera en una negociación secreta: «[…] si ella pudiese
amarme, la tierra sería suya» (159).
Nila y fray Dionisio son las elaboraciones de mayor comple-
jidad de la novela, a quienes entendemos más como símbolos ac-
tuantes que como propiamente personajes. En el caso de Nila, las
iniciales y progresivas correcciones apuntan a hacerla de más difícil
interpretación, más misteriosa, más inasible e impenetrable para los
otros personajes y para los mismos lectores. De aquí la centralidad
de la idea de postergar el amor por la conciencia comunitaria, que
expresa en ocasión de la insistencia sentimental de Ortega. Nila
le da prioridad a la lucha descolonizadora y rebelde que ella repre-
senta, cuando afirma que «primero será preciso recuperar la vida»
(99). Esto es coherente también con la imposibilidad de una relación
fundacional y conciliadora con Leiziaga. De aquí que este se sienta
impulsado a su destino novelesco, buscando poseer su imagen
(como significante, más que como significado) en una desmercan-
tilización de las perlas que roba a los pescadores en Cubagua, en el
capítulo VII, «Thenocas», que lo conduce a su caída.
En efecto, la trama de las versiones editadas (y desde O -
base original) radicaliza un punto de vista múltiple sobre Nila, que
es fundamental en la comprensión cabal de la obra. Como perso-
naje, se construye a través de la mirada de los otros: Stakelun,
Leiziaga, Etelvina y Pedro Cálice, quienes dan opiniones diversas
533
y ambiguas sobre ella, al igual que el mismo narrador (inestable y
cambiante), desautorizado en su omnisciencia. Así, hay que en-
tender a Nila como el juego de todas las interpretaciones conjuntas,
aceptar la voz de todos como posibilidades equivalentes, no obs-
tante ser incluso excluyentes (por ejemplo, el hecho de ser hija
del cacique tamanaco asesinado Rimarima y del esclavista leproso
Pedro Cálice)7. Ella pudiera hasta representar a la Cubagua-novela
actuando en la novela. Es la perla ambicionada y secreta, es ser-
piente y ave roja, metonimia de un futuro posible, heredera de la he-
gemonía indígena —llamada también Erocomay, nombre de una
cacica amazona— y a la vez indígena conciliada con lo mejor de lo
español que representa fray Dionisio. Este, que puede simbolizar
el tiempo de la nación (esos «cuatrocientos años» sin cambio), res-
peta su cultura y se asimila a su gente, es su tutor, protector y com-
pañero, quien la conduce a calibanizar conocimiento y lengua. En
este caso, Nila es transculturada, rebelde y en rebeldía, sin que sea
posible manipularla ni conquistarla, porque en realidad es una idea
múltiple, una potencialidad: la salida para esa nación sin proyecto,
que el autor denuncia con su novela.
Otro pasaje del capítulo inicial, con notables diferencias en las
primeras versiones y que alcanza gran eficacia estética y conceptual
a partir de M, es la reunión de los principales de la isla, donde se
presenta a Ramón Leiziaga. En los primeros estadios apenas se es-
bozan algunas de las ideas importantes, son tópicos aludidos en di-
versos encuentros de los personajes, o planteadas directamente por
el narrador. En términos de economía verbal, Núñez logra un es-
tupendo resultado al concentrar en una sola escena las perspectivas
de la clase dominante, que avala la idea del «progreso a la fuerza»,
sin lograr (o necesitar) esconder la ambición de enriquecimiento co-
rrupto y su voluntad apátrida. El desarrollo posterior hace evidente
7 Diversos críticos han interpretado que este podría haber sido una suerte
de padre adoptivo, que fray Dionisio le haya encargado su crianza, incluso,
que haya podido ser su amante. Pero ni el texto ni sus pre-textos permiten
aseverar más que un obvio atractivo por ella, no correspondido, y la in-
cógnita de haber asumido su apellido, que el propio Cálice dice que es por
capricho o rebeldía.
534
que esta es una línea de comportamiento histórico sostenido, que
va de los conquistadores —y Luis de Lampugnano, aristócrata ita-
liano— en tiempos de la Colonia, a los «notables» de Margarita —y
Leiziaga, ingeniero graduado en Harvard— al momento de la
escritura. Es la continuidad y la permanencia de la lógica colonial
de extracción intensiva, que provocó la ruina de Cubagua8, y que
anuncia el fracaso ineludible de la embestida neocolonial.
La discusión de los principales gira alrededor de una para-
dójica riqueza, cuya potencialidad se contrapone a la falta de agua
potable en la isla. El motivo de su escasez es recurrente a lo largo
de la trama, y ya está preparado en el primer capítulo por dos mo-
tivos anteriores. Uno, la escena de mujeres cargando agua por los
caminos, que se repite en el mismo capítulo, y que muestra el tra-
bajo cotidiano de la gente humilde de la región, enfrentando la
situación sin amilanarse. El otro, también en ese capítulo y acen-
tuando el sentido de diagnóstico social que conlleva, es la venta
de la finca Las Mayas. Este es el único momento de la novela en
que se hace referencia a una oligarquía en decadencia, en cuanto
a ser una propiedad de larga data, «un dominio secular» (19), que
cede terreno ante el surgimiento de una nueva clase económica.
Las Mayas es la única fuente de agua potable de la isla, y es pre-
sentada también como posibilidad de riqueza, de comercio, que el
nuevo propietario aprovecha para conquistar la influencia de los
poderosos. Entonces, la propuesta de un supuesto progreso de la
isla y la abierta desfachatez de las ambiciones personales de la clase
dominante —sobre una ausencia de proyecto nacional— permiten
pensar la equivalencia con la situación colonial, en la cual la ri-
queza de las perlas no lograba contrarrestar la escasez de agua,
y que «solo la codicia pudo hacer soportable», como sentencia fray
Dionisio citando a Francisco Depons (49). El tema del agua es
de nuevo articulado por el fraile, cuando recalca el hecho de que
8 Esta ruina es el primer indicio del fracaso del proyecto colonial español
—y de su propio discurso, en el sentido que le da Beatriz Pastor (Discurso
narrativo de la Conquista de América, Casa de las Américas, La Habana,
1983)— con el rápido agotamiento de los placeres de perlas más ricos del
Nuevo Mundo, la muerte de sus pobladores y la antropomórfica venganza
de la naturaleza que arrasó con la Nueva Cádiz de Cubagua.
535
Leiziaga quisiera repetir la mecánica colonial de llevarla a Cu-
bagua en pipas desde tierra firme, y también se hace evidente en
su dependencia para la supervivencia de la nueva sociedad colonial
al momento de la invasión de los indígenas, así como en la rebe-
lión y posterior caída de Diego de Ordaz, si bien esto último no es
explícito en la trama.
Presentando de este modo a las capas sociales altas como es-
tamento culto de la nación, al lado de los representantes del poder
civil y militar, el autor complejiza la crítica a la hegemonía, ca-
racterizando su comportamiento con un tono irónico. El doctor
Almozas usa un fórceps oxidado, instrumento que debía asistir
al nacimiento, pero que por indolencia y abandono se transforma
en la posible muerte de lo que nace. Figueiras es un juez corrupto
e ineficiente, cuya autoridad queda ridiculizada por su amante-
cocinera, a la vez que es asociado con un loro, que se muestra como
símbolo de la incapacidad de producir lenguaje y decisión por sí
mismo. El coronel Rojas es la autoridad militar, pero a la vez es
un comerciante de automóviles Ford en la isla (información que
aparece de manera velada, pero que es explícita en las versiones).
Finalmente, el protagonista Leiziaga es el antihéroe, el pícaro
—como ha señalado Britto García—9, que pretende hacerse rico
a través de un cargo burocrático para irse cuanto antes del país.
No en balde la reunión se lleva a cabo en la casa del norteameri-
cano Stakelun, ejecutivo de una compañía extractora de minerales
detenida por litigios internos. Curiosamente se agrega en V1: «Los
gerentes de las compañías extranjeras en los países americanos son
por obligación diplomáticos».
Hay que señalar aquí que Núñez tampoco es indulgente
con los otros estratos sociales, presentando la sociedad «moderna»
venezolana de finales de los años veinte como propensa a la co-
rrupción y a la ilegalidad. En efecto, si excluimos a Nila y a fray
Dionisio, se descubre un conjunto complejo de personajes populares
536
de valores ambiguos, cambiantes, para los cuales el comercio no
tiene referencias positivas y el vínculo con la tierra y el mar es de
mero usufructo (aunque el narrador advierta, ante la mirada de las
mujeres de los pescadores: «El mar es comunista» [137]). El pueblo
que actúa en la novela está representado por personajes-espejo de
los antiguos conquistadores, para quienes la tentación corrupta
y la alabanza pícara siguen vigentes, como resumen dos oficiales
en el capítulo final: «Lo ridículo es la torpeza. Para robar se re-
quiere ante todo habilidad» (171). Por otra parte, equivalente a las
empresas petroleras extranjeras con respecto a la economía de la
nación, el comerciante y contrabandista sirio Selim Hobuac pro-
picia la explotación ilegal de perlas, y facilita su comercialización
fraudulenta en el extranjero. De allí que se caracterice por saber
siempre «burlar la justicia y volverse más rico que antes» (170).
La diferencia de lo popular queda signada en la suerte de Martín
Malavé, un descendiente guaiquerí que reactualiza la esclavitud
en el presente de la narración, al estar obligado por deudas here-
dadas a los trenes de pesca de Pedro Cálice (en una suerte de in-
tracolonialidad desde el estamento medio)10, quien a su vez es un
pequeño propietario, leproso y avaro, que en el siglo XVI era tra-
ficante de esclavos. Esta situación reactiva la idea del sacrificio de
lo indígena tanto en el proceso histórico como en el de moderni-
zación de Venezuela11.
Algunos elementos revelan el trabajo de escritura del primer
capítulo en los diversos estadios de creación del texto. La deci-
sión de intercambiar la voz de los personajes con la del narrador
o viceversa; llevar enunciados de un personaje a otro o conden-
sarlos, como ya comentamos en el caso de Etelvina y Lucrecia,
537
y hasta eliminarlos del todo, como el padre de Leiziaga. Pero una
de las estrategias narrativas que el autor desarrolló con mayor
tino fue la de incluir parlamentos abiertos o corales con interven-
ciones a las que no se les puede asignar hablantes determinados.
Un ejemplo interesante se da en la reunión de los principales de
Margarita ya comentada. Las confesiones corruptas de Leiziaga
son respondidas con una frase que no se vincula a ninguno de los
contertulios, aunque el juez Figueiras intervenga de inmediato
a continuación hablando en primera persona del plural: «—¡Je, je! Es
el pensamiento de todos nosotros: irnos a Europa, pero nuestra tierra
no sufrirá nunca esas palpitaciones febriles que usted desea» (17).
Otro ejemplo representativo de este proceso de pérdida de
anclajes en los diálogos se ofrece cuando el pescador Ortega le ex-
presa su desprecio a Leiziaga y Stakelun tildándolos de extran-
jeros. En las versiones iniciales, el gerente, obviamente foráneo,
afirma que Leiziaga también lo es, porque no ha nacido en la isla.
Pero a partir de M se abstrae la referencia y no se sabe a quién está
dirigida la interlocución, Ortega o Leiziaga: «Usted también es
extranjero —observa Stakelun—. Extranjero es todo el que no ha
nacido en la isla. Forastero» (23). De este modo, la expresión ade-
lanta el conocimiento del doble de Ortega como conquistador es-
pañol, y la frase queda en suspenso con el «[y]o conozco la tierra»
(id.), como si fuera la advertencia de un secreto tierra-historia
en posesión del norteamericano, de quien se sabe que visitaba con
frecuencia las «islillas vecinas» (21). Este es un recurso que Núñez
va afinando a lo largo del proceso escritural, y que aparece tam-
bién en capítulos posteriores, resumiendo pensamientos de clase,
de grupo, como una suerte de conciencia colectiva y estamental.
A partir de O, como ya advertimos, las experiencias de Lei-
ziaga en su viaje a Cubagua, en particular su participación en el
areíto, la doble constitución de su personaje con la del conde Lam-
pugnano, la presencia múltiple de Nila y la temporalidad indefi-
nida de fray Dionisio quedan como percepciones inestables para el
protagonista y, en muchos sentidos, también para el lector. Por su
parte, el narrador complica la constitución de verdad dentro de la
misma trama, al involucrar elementos que más bien la enrarecen,
agregando lo que se murmura y rumorea alrededor del personaje,
538
lo que piensan unos sobre los otros o, inclusive, cargando de sen-
tido sus silencios, advirtiéndose además la posible influencia de las
picaduras de arañas, del ñopo, del Elíxir de Atabapo o del sereno
en Cubagua.
Entonces, hay que aceptar como sentido pleno una realidad
inestable, sobre la cual vemos actuar a los personajes con diversa
conciencia de ello. Leiziaga, más allá de las intenciones corruptas
descritas en el primer capítulo, con la guía de fray Dionisio —que
es la historia— y tras las huellas de Nila —que parece ser la pre-
misa decolonial—, se sumerge en los secretos de la isla y en el mis-
terio del pasado y de su doble el conde Lampugnano, surgiendo
del areíto sin lograr discernir lo que fue cierto, lo que afirma el
narrador en el último capítulo: «En un instante pasan en su me-
moria las últimas horas vividas en confusión, sin percibir apenas
dónde concluye y comienza la realidad» (148). Así, el balance de lo
vivido-leído es hecho central de la acción, que se debate en el en-
cuentro de Leiziaga con el historiador oficial Tiberio Mendoza.
Este defiende y avala un sentido único de la historia, apoyándose
en la autoridad de cronistas y viajeros (lo que es una compleja
ironía, ya que son los mismos usados por el autor implícito para la
construcción del pasado en la novela), mientras que Leiziaga vive
esa historia, si bien más como una experiencia desestabilizadora
que como un hecho iniciático12. El ingeniero protagonista se lo ra-
tifica al juez Figueiras en el interrogatorio que este le hace sobre
el robo y destino de las perlas, en el capítulo final de V1 (lección
ahí mismo eliminada): «la verdad es doctor que yo la conozco tan
poco como usted».
Como se ha advertido, el capítulo VIII tiene una fuerte re-
lación con el I, pero desde un punto de vista genético presenta
un interés contrario, ya que su transformación más profunda fue
realizada en la última corrección del autor, cambiando el sentido
conceptual del todo. Así, este capítulo llega a ser en realidad una
539
doble versión, que ofrece interpretaciones diversas, y que justifica
incluirlos a ambos en esta edición [Celarg, 2014]13. Podemos se-
guir las modificaciones sustanciales de este capítulo en tres ins-
tancias: las pertenecientes a V1 y V2, las que aparecieron en las
cuatro ediciones en vida, y las que hizo en la última de ellas, E3C.
Hay que señalar que en todos los estadios, con variantes menores,
Leiziaga regresa a Margarita; Tiberio Mendoza le roba las perlas
y un informe que había escrito sobre Cubagua —que puede ser
visto como un paródico metarrelato—; pregunta por Ortega, Ce-
deño y Cálice, y nadie afirma conocerlos, lo que le ratifica que hay
un secreto compartido por todos los personajes populares, quizás
el mismo que ya conociera Stakelun. En fin, es hecho preso y
encarcelado y, a partir de esto, comienzan las más significativas
alteraciones al texto.
En V1 hay una lección (eliminada pero que sorprendente-
mente retoma variada en E3C) que hace explícito el delirio de
Leiziaga en prisión. A continuación, es liberado gracias a una
fianza pagada por Stakelun, mientras que en G lo exige el jefe de
Leizaga, Camilo Zaldarriaga, lo que llama la atención sobre la
idea del tráfico de influencias. Ortega intenta asesinarlo por celos,
y Cedeño, a su vez, mata a Ortega, vengándose de una chanza que
había hecho sobre los robleros en Cubagua, referida precisamente
a la propensión al robo. Leiziaga logra embarcarse en El Faraute,
una goleta que va en dirección al Orinoco, donde se propone tener
choza y conuco. Este débil, truculento y poco convincente final
cambia ya en V2, donde el delirio de la cárcel y el intento de ase-
sinarlo quedan eliminados, y aparece la idea de la fuga. Pero el
cambio radical es a partir de O. Allí, sin que se sepa si es un de-
lirio o si sucede en la realidad de la trama, Leiziaga se escapa de
la cárcel, prófugo culpable de una ley espuria. Recibe una sor-
prendente y extraña solidaridad del gerente norteamericano, tanto
como de los pobladores a quienes había robado las perlas. Ellos
le facilitan la huida y le sugieren el viaje al Orinoco, lo que no
queda del todo justificado en términos psicológicos. En efecto,
13 Igual hicimos en las dos publicadas en Monte Ávila, en 2012 y 2016, que
tienen como texto-base E3 (1947).
540
Ortega y Cedeño, conversando sobre él, afirman: «El Faraute sale
esta noche. Ahí se irá, porque es el único camino que tiene y ya está
advertido» (182). Se podría interpretar que, a través de la corrupción
o del acto en contra del Estado en que también se convierte el robo
de las perlas, Leiziaga se ha integrado al conjunto popular con el
mismo gesto por el cual Ortega, Cedeño y Cálice pasaron de ser
crueles conquistadores a pescadores de la Margarita contempo-
ránea. Por otra parte, no hay que descuidar el hecho de que el viaje
de Leiziaga se realiza en una goleta que, aunque propiedad de
Cálice, lleva como patrón al hermano de Malavé, el esclavo guai-
querí cuya muerte es descrita durante la pesca ilegal de las perlas.
Y la novela termina proponiendo lo que a esa altura ha sido ya
una constante reiteración: «Todo estaba como hace cuatrocientos
años» (185), que impone el reto a romper esa continuidad colonial/
neocolonial en un después que apenas es insinuado en el destino
futuro del protagonista.
Si recordamos que en V1 y V2 Nila había propiciado el que
Leiziaga participara en los eventos de Cubagua, llevado por fray
Dionisio, podríamos pensar que con esto ambos estarían «infil-
trando» las filas de los dominadores y enajenando al protagonista
de su grupo social —representado por los notables del primer ca-
pítulo—, así lo integrarían de manera un tanto sospechosa a ese
«pueblo» de los dominados. Pero incluso ese futuro potencial que
significa la región del Orinoco, como la naturaleza a conquistar,
reivindicación del territorio, del mapa a comprender e interpretar
—como dirá el mismo autor en un ensayo poco posterior—, pu-
diera ser leído también como una ruina potencial de no cambiar las
fuerzas neocoloniales que ese «faraute» —mensajero o traductor—
lleva consigo. Si el razonamiento es correcto, Núñez estaría propo-
niendo, hacia 1930 y sosteniendo hasta al menos 1947, un proyecto
de nación que pasaría por la concientización histórica de esa bur-
guesía burocrática, que estaría representada por Leiziaga, con el
liderazgo del concepto-Nila, es decir de una rebeldía modernizada
y propia. Además, en cuanto a su crítica al sentido de una verdad
absoluta, estaría oponiéndose al pensamiento de corte positivista
que prevalecía en medio de la intelectualidad del gomecismo,
a finales de los años veinte (incluso, en mucho del pensamiento
541
socialdemócrata posterior), sobre el cual se sostiene el avance neo-
colonial, es decir, la interpretación de la realidad como una sola
e inevitable. Está ahí la potencialidad política de esta novela que
imaginaba una oposición radical a un destino único, subvirtiendo la
condición de una historia inapelable y definitiva bajo la conducción
del Estado, lo que no deja de ser atrevido para su momento.
Sin embargo, esta propuesta cambia radicalmente en E3C,
cuando emprende el replanteamiento más riesgoso de todo el pro-
ceso de escritura. Se eliminan algunas de las ambigüedades que
hacían tan productiva la propuesta, se fijan las ilusiones-fabula-
ciones de Leiziaga, se eliminan párrafos enteros (la pesca del ti-
burón en la escena en la que se ahoga Malavé; la prostitución de
la española Clareta en la Cubagua colonial; la traición del cardón
a los indígenas, que no los dejaba huir de los españoles, entre
otros); además, se anula el más evidente recurso metanarrativo
que aparece en la introducción del capítulo «Vocchi», donde se
afirma que lo ahí contenido provenía de los papeles que Leiziaga
entregaría al coronel Rojas en el último capítulo y que, de hecho,
allí no es descrita como acción. Pero la reelaboración del capítulo
final obliga a una interpretación aún más detenida.
Las dudas que fortalecen la idea de una verdad inasible para
Leiziaga —y para el lector—, de lo sucedido en la novela y en par-
ticular toda la experiencia vivida en Cubagua, su encarcelamiento
y fuga, quedan en E3C reducidas a una ilusión confesada, un de-
lirio sufrido a su llegada a Margarita. El doctor Almozas y hasta
el juez Figueiras se preocupan por su salud, asumiéndose aquí una
actitud conciliadora con el poder que estos personajes representan.
Es claro, entonces, que el protagonista no ha estado preso y habla
de una buena «cosecha de perlas». Ortega y Cedeño no se enfrentan
ni tampoco apoyan a Leiziaga. Como en estadios anteriores, se
habla del Orinoco y de ir a cobrar la parte de la venta de las perlas
a Trinidad, a donde ha ido el contrabandista Hobuac, pero Leiziaga
se queda solo en las playas de Cubagua, «la isla muerta». Ya no hay
proyecto posible de futuro, conciliación ni alternativa alguna. La
trama vuelve al lugar del pasado y de la explotación destructiva,
a las catacumbas, al espacio del rito, a la necesidad de la historia,
pero ahora como derrota.
542
Evidentemente, Núñez abandona el optimismo que podía
anunciar el Orinoco frente a esos cuatro siglos de permanencia
colonial. Por el contrario, parece decir que la fuerza negativa que
continúa es ya indetenible, la neocolonial, la de la corrupción y la
del marco de un derecho adulterado por la hegemonía antinacio-
nalista, con la presencia de capitales extranjeros ante los cuales no
hay posibilidad de resistencia. Nada puede cambiar ya, ni el sis-
tema que deja en libertad a Leiziaga en lecciones anteriores, ni
el que las perlas-petróleo sean utilizadas para provecho personal
y no para el servicio de la nación. El protagonista tendrá que pro-
fundizar ya no en su experiencia como parte del colectivo, sino in-
tentar el éxito de un nuevo lucro, ahora solo, a orillas de un pasado
que se desdobla sobre el presente para clausurarlo. Este final y úl-
tima versión resulta un testamento de decepción durante los años
finales de la vida del autor, que quizás sea producto de la desilu-
sión ante los resultados de la propuesta militar-desarrollista de la
dictadura y el perezjimenismo (1948-1958), así como ante la orien-
tación que tomaba el país con la socialdemocracia en el poder, ya
desde sus primeros años, quizás porque ambas mantuvieron una
actitud condescendiente con las empresas internacionales explota-
doras de los recursos, y más bien permitieron la consolidación del
proyecto neocolonial por él denunciado desde principios de la dé-
cada de 1930. De hecho, en noviembre de 1959, hizo un balance
desalentador de la historia venezolana:
543
Sin embargo, creemos que la novela resiste la lectura del
doble final, es más, se hace necesaria. Pensamos que no debe
primar uno sobre el otro, siendo ambos válidos como aproxima-
ción crítico-genética, más al ser un texto que, al fin y al cabo, fue
escrito y reescrito durante casi treinta y seis años, reaccionando
quizás también ante la escasa lectura de la obra hasta ese mo-
mento, que aceptó con facilismo la calificación de hermética y di-
fícil. Aprovechamos, entonces, la pulsión correctora del autor para
ratificar el sentido plural que le había dado a su escritura. Cier-
tamente, uno de los grandes aciertos de Núñez fue ahondar en la
inestabilidad y pluralidad de los puntos de vista, como propuesta
de una realidad entendida como un hecho de múltiples verdades
coexistentes. De allí, la necesidad de adoptar perspectivas tam-
bién múltiples para acercarse a ella. Una decisión que propone
sentidos distintos, pero equivalentes, de la misma Cubagua.
Etapa pre-editorial
Fase 1. Escritura manuscrita, en cuaderno a rayas
G versión germinal completa de la novela, subtitulada «Sin-
fonía del equinoccio». Datada al borde inferior de la última
página: «Bogotá, 1928; Panamá, diciembre 1929». 95 páginas
numeradas al centro superior.
544
Fase 2. Escritura manuscrita, en cuadernos a rayas:
C1 copia completa de «Tierra bella, isla de perlas», proviene de
V2. 28 páginas, sin numeración.
C2 copia de las primeras páginas del primer capítulo, posible-
mente versión de C1. 4 páginas, sin numeración.
F copia fragmentaria del primer capítulo, versión posterior, si no
necesariamente directa, de C1 y C2. Algunos segmentos de «El
cardón», «El areyto» y «Thenocas». 59 páginas, sin numeración.
M copia manuscrita de los dos primeros capítulos completos
y extractos del resto, con algunas lagunas y tachaduras que pa-
recieran ser de transcripción, posterior a F. El cuaderno está
fechado en 1930 y con indicación al borde inferior de la primera
página: «Bogotá, octubre/ agosto-diciembre 1928; Panamá,
marzo-septiembre 1930». 75 páginas con numeración al centro
superior, incompleta, y dos páginas repetidas.
Etapa editorial
E1 París, Le Livre Libre, 1931.
E1C correcciones a mano hechas sobre un ejemplar de E1.
E2 Caracas, Editorial Élite, 1935.
E3 Caracas, Ministerio de Educación, 1947.
E3C correcciones hechas sobre un ejemplar de E3, tanto a mano
como en páginas mecanografiadas anexas, que presentan además
correcciones y lecciones coexistentes. Subtitulada «Sinfonía del
equinoccio». Destinada a una propuesta de «Obras selectas»,
con fecha de 1955.
E4 Lima, Segundo Festival del Libro Venezolano, Biblioteca
Básica de Cultura Venezolana, 1959. Dentro del proyecto edito-
rial de la Organización Continental de los Festivales del Libro.
545
Registro de autores
Orlando Araujo
(Calderas, Barinas, 1928 - Caracas, 1987). Narrador, poeta,
ensayista. Graduado en Letras, economista y profesor univer-
sitario. Postgrado en Literatura y Economía en la Universidad
de Columbia, Nueva York. Entre su obra literaria premiada se
encuentra La palabra estéril (Concurso de Ensayos de la Uni-
versidad del Zulia, 1965), Miguel Vicente Pata Caliente (Mejor
Libro Infantil del Banco del Libro, 1966-1970), Narrativa ve-
nezolana contemporánea (Premio Municipal de Literatura, men-
ción Narrativa, 1972), Contrapunteo de la vida y de la muerte
(Premio Nacional de Literatura, 1974) y además, ganó el Con-
curso de Cuentos de El Nacional, en 1968. Entre otras de sus
publicaciones, se cuentan la novela Compañero de viaje (1970)
y el libro de cuentos El niño y el caballo (1987).
José Balza
(San Rafael de Tucupita, Delta Amacuro, 1939). Narrador,
ensayista y docente en la Universidad Central de Venezuela,
institución que le otorgó el Doctorado Honoris Causa. Recien-
temente incorporado como Individuo de Número de la Aca-
demia Nacional de la Lengua. Fue fundador del grupo En Haa.
Sus obras de ficción han obtenido numerosos reconocimientos,
entre otros, Marzo anterior (Premio Municipal de Literatura,
mención Narrativa, 1966) y D (Premio Conac de Narrativa Ma-
nuel Vicente Romerogarcía, 1978). Cuenta también con las no-
velas Después Caracas (1995) y Un hombre de aceite (2008), así
como sus Ensayos invisibles (1994) y Ensayos crudos (2006).
547
Cécile Bertin-Elisabeth
(Fort-de-France, Martinica, 1970). Crítica literaria, docente
de la Université des Antilles et de la Guyane. Doctorada en
la Universidad de la Sorbonne, París IV. Ha publicado nume-
rosos artículos, en particular dedicados al tema de la intercul-
turalidad aplicada a la literatura y el arte. Entre sus trabajos
se encuentra Réécrire la littérature picaresque depuis l’Amérique
hispanique: une relecture des récits fondateurs (2012), en el cual
estudian, entre otros textos, los tres relatos de Don Pablos en
América, de Enrique Bernardo Núñez.
Douglas Bohórquez
(Maracaibo, 1951). Poeta, ensayista y profesor titular de la
Universidad de Los Andes, núcleo Trujillo. Doctor en Semio-
logía de la Universidad de París VII, donde estudió bajo la
dirección de Julia Kristeva. Ha sido profesor invitado en uni-
versidades europeas y de América Latina. Entre sus libros de
ensayo destacan: Teoría semiológica del texto literario. Una lec-
tura de Guillermo Meneses (1986), Escritura, memoria y utopía en
Enrique Bernardo Núñez (1990) y Teresa de la Parra. Del diá-
logo de géneros y la melancolía (1997). En poesía cuenta, entre
otros textos, Vagas especies (1986), Fabla del oscuro (1991), Árido
esplendor (2001), Calle del Pez (2005) y Antología poética (2014).
548
Luis Britto García
(Caracas, 1940). Narrador, ensayista, dramaturgo y guionista
cinematográfico, además de abogado, autor de más de 60 tí-
tulos, algunos de notoria difusión continental. Entre su nume-
rosa obra premiada se encuentran Abrapalabra (Premio Casa de
las Américas, 1969), Rajatabla (Premio Casa de las Américas,
1970), Venezuela tuya (Premio de Teatro Juana Sujo, 1971), El
Tirano Aguirre (Premio Municipal de Teatro, 1975), La misa
del esclavo (Premio Latinoamericano de Dramaturgia Andrés
Bello, 1980), Me río del mundo (Premio de Literatura Humo-
rística Pedro León Zapata, 1981), Demonios del mar: Corsarios
y piratas en Venezuela 1528-1727 (Premio Municipal de Lite
ratura, mención Ensayo, 1999), Investigación de unos medios por
encima de toda sospecha (Premio Ezequiel Martínez Estrada
de Casa de las Américas, 2005). Recibió el Premio Nacional de
Literatura en 2002 y el Premio Alba Cultural, mención Letras,
en 2010.
Alejandro Bruzual
(Caracas, 1957). Poeta, ensayista literario y musical, investi-
gador de planta del Centro de Estudios Latinoamericanos Ró-
mulo Gallegos (Celarg) y profesor de la Escuela de Letras de la
Universidad Central de Venezuela. Doctor en Literaturas Lati-
noamericanas de la Universidad de Pittsburgh, Pensilvania. Es
autor de El rostro de Prometeo resistente (Premio de Ensayo Ci-
nematográfico de la Cinemateca Nacional de Venezuela, 2005)
y Aires de tempestad. Narrativas contaminadas en Latinoamérica
(Premio Municipal de Literatura, mención Investigación Lite-
raria, 2013). Tiene seis poemarios editados, y recibió por Alde-
barán y otros poemas el Premio Municipal de Literatura, mención
Poesía, 2011. Ha publicado extensamente en el ámbito musico-
gráfico, y ha obtenido por esos trabajos, en diversas oportuni-
dades, el Premio Municipal de Música de Caracas, mención
Investigación Musical.
549
Gustavo Luis Carrera
(Cumaná, 1933). Narrador, crítico literario, folklorólogo y do-
cente universitario. Estudió en París y México (UNAM). Fue
director de la Escuela de Letras de la Universidad Central de Ve-
nezuela y rector de la Universidad Nacional Abierta. Individuo
de Número de la Academia Venezolana de la Lengua. Obtuvo en
dos ocasiones el Premio del Concurso de Cuentos de El Nacional
(1963 y 1968), además ha recibido otros reconocimientos con
La novela del petróleo en Venezuela (Premio Municipal de Lite-
ratura, mención Narrativa, 1971), Viaje inverso (Premio Muni-
cipal de Literatura, mención Narrativa, 1978), Salomón (Premio
Municipal de Literatura, mención Narrativa, 1994), y El signo
secreto: para una poética de José Antonio Ramos Sucre (Premio de
Ensayo de la XI Bienal José A. Ramos Sucre, 1995). Obtuvo el
Premio Nacional de Literatura en 1995.
550
Juan Duchesne-Winter
(Madrid, 1952). Narrador, crítico cultural y profesor univer-
sitario puertorriqueño, especialista en literatura y cultura del
Caribe. Doctor en Literatura de Stony Brook, Universidad
del Estado de Nueva York. Fue director del Departamento de
Español de la Universidad de Puerto Rico y director del De-
partamento de Literaturas Latinoamericanas de la Universidad
de Pittsburgh, Pensilvania, donde actualmente es profesor. Di-
rector de Publicaciones del Instituto Internacional de Litera-
tura Iberoamericana (IILI). Ha publicado numerosos libros
de ensayo, entre los que destacan Narraciones de testimonio en
América Latina (1992), Política de la caricia (1996), Ciudadano
Insano: Ensayos bestiales sobre cultura y literatura (2001), Fugas
incomunistas (2005), «Equilibrio encimita del infierno»: Andrés
Caicedo y la utopía del trance (2007), Del príncipe moderno al
señor barroco: la república de la amistad en Paradiso, de José Le-
zama Lima (2008) y La guerrilla narrada: acción, acontecimiento,
sujeto (2010).
Luis Duno-Gottberg
(Caracas, 1968). Ensayista y docente universitario, profesor
asociado de Estudios Caribeños y Cine en la Universidad de
Rice (Houston). Doctor en Literaturas Latinoamericanas de la
Universidad de Pittsburgh, Pensilvania. Es autor de Albert
Camus: Naturaleza, Patria y Exilio (1994) y Solventar las dife-
rencias: La ideología del mestizaje en Cuba (2003). Ha editado
también varios volúmenes, entre ellos: Cultura e identidad racial
en América Latina. Revista de Estudios Culturales e Investigaciones
Literarias (2002), Imagen y subalternidad. El cine de Víctor Ga-
viria. (2003); y Miradas al margen. Cine y subalternidad en
América Latina (2008).
Roberto Ferro
(Buenos Aires, 1944). Escritor y crítico literario, profesor
e investigador de la Facultad de Filosofía y Letras de la Univer-
sidad de Buenos Aires, institución donde obtuvo su doctorado
en Letras. Entre sus libros de ensayos se encuentran: Lectura
551
(h)errada con Jacques Derrida. Escritura y desconstrucción (1995),
La ficción. Un caso de sonambulismo teórico (1998), El lector apó-
crifo (1998), Onetti. La fundación imaginada (2003), De la litera-
tura y los restos (2009), y Derrida. El largo trazo del último adiós
y Fusilados al amanecer (2010). En 2011 apareció su novela
El otro Joyce.
552
Alexis Márquez Rodríguez
(Sabaneta, Barinas, 1931 - Caracas, 2015). Crítico literario, pe-
riodista y docente universitario. Individuo de Número de la Aca-
demia Venezolana de la Lengua. Fue director de la Escuela de
Comunicación Social de la Universidad Central de Venezuela y
presidente de Monte Ávila Editores Latinoamericana. Entre sus
obras premiadas se encuentran Lo barroco y lo real maravilloso en la
obra de Alejo Carpentier (Premio Municipal de Literatura, men-
ción Ensayo, 1982), Modernismo y vanguardia en Alfredo Arvelo
Larriva (Premio Centenario del Nacimiento de Alfredo Arvelo
Larriva, 1983), Historia y ficción en la novela hispanoamericana.
Ensayos de teoría y crítica (Premio Anual de la Academia Venezo-
lana de la Lengua, 1988) y Alejo Carpentier y la novedad en el arte
de narrar (Premio Anual de la Revista Plural, México, 1992).
Domingo Miliani
(Boconó, Trujillo, 1934 - Caracas, 2002). Crítico, narrador y
docente universitario. Doctorado en la Universidad Nacional
Autónoma de México. Fue profesor de literatura en diversas uni-
versidades nacionales y extranjeras; fundador y primer presidente
del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos
(Celarg), así como presidente de la Fundación Museo de Ciencias
de Caracas. Realizó ediciones críticas de Las lanzas coloradas y de
Doña Bárbara, para la editorial española Cátedra. Entre sus múl-
tiples estudios literarios destacan Arturo Uslar Pietri, renovador del
cuento venezolano contemporáneo (1969), Narrativa y narradores ve-
nezolanos (1973), Prueba de fuego (1973), Las lanzas coloradas ante
la crítica (1991, comp.) y País de lotófagos (1992).
Julio Miranda
(La Habana, 1945 - Mérida, 1998). Poeta, narrador, ensayista
y crítico de cine. Autor de una vasta obra de creación, así como
de antólogo y pensador, en particular sobre temas y autores vene-
zolanos y cubanos. Sus trabajos obtuvieron varios premios, entre
ellos: Poesía, paisaje y política (Premio Fundarte de Ensayo, 1991)
y los cuentos El guardián del museo (I Bienal Mariano Picón Salas
en Narrativa, 1997). Otros estudios destacados son Proceso a la
553
narrativa venezolana (1975), Ciencia-ficción venezolana (1979,
comp.), Cine y poder en Venezuela (1982), y su antología poética
La máquina del tiempo (1997).
Carlos Pacheco
(Caracas, 1948 - Bogotá, 2015). Investigador, crítico y editor,
profesor titular jubilado de la Universidad Simón Bolívar.
Doctor en Literatura Hispánica del King’s College de Lon-
dres. Individuo de Número de la Academia Venezolana de la
Lengua. Autor de La comarca oral (1992) y La patria y el pa-
rricidio (2001). Coeditor de Del cuento y sus alrededores (1993
y 1997), Nación y literatura (2006) y La vasta brevedad (2009).
Fue profesor invitado de las universidades norteamericanas de
Brown (1994), Rice (2001) y Cincinnati (2008), así como de la
Universidad de Salamanca (1999), la Pontificia Universidad Ja-
veriana de Bogotá (2012) y Universidad Andina Simón Bolívar
de Quito (2012), entre otras.
554
figuras intelectuales del país en el siglo XX. Fue Individuo de
Número de la Academia Venezolana de la Lengua. Mantuvo
una intensa actividad periodística, sobre diversos temas cultu-
rales. Obtuvo el Premio Nacional de Literatura 1965. Su obra
completa fue publicada en 8 volúmenes, en 1992.
Guillermo Sucre
(Tumeremo, Bolívar, 1933). Poeta, crítico, traductor y profesor
de la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela.
Doctorado en la Universidad de París. Miembro fundador del
grupo Sardio cuya revista dirigió. Dio clases en diversas uni-
versidades norteamericanas, entre ellas, Stanford y Pittsburgh,
así como fue titular de la cátedra Simón Bolívar, en Cambridge,
en Reino Unido. Autor de varios poemarios, entre los que des-
tacan En el verano cada palabra respira en el verano (1976), La vas-
tedad (1988) y La segunda versión (1994). Su reconocido libro La
máscara, la transparencia. Ensayos sobre poesía hispanoamericana
obtuvo el Premio Nacional de Literatura, mención Ensayo, en
1975. Entre otros trabajos fundamentales sobre literatura lati-
noamericana, destaca Borges, el poeta (1967).
Ángel Vilanova
(General Roca, Provincia de Río Negro, Argentina, 1932). Crí-
tico y profesor de la Universidad de Los Andes. Egresado de la
Universidad Nacional del Sur, Bahía Blanca, Argentina, con es-
tudios de postgrado en Lenguas y Literaturas Hispánicas en
El Colegio de México. Autor de Motivo clásico y novela latinoame-
ricana (1993), El pesimismo militante de Juan Carlos Onetti (1998)
y El infierno tan temido (2006).
555
Índice
Cubagua
Ochenta años de lecturas críticas
Alejandro Bruzual VII
Cubagua
Ángel Mancera Galletti 5
Cubagua
Una obra de gran significación en la literatura
venezolana
Fernando Paz Castillo 17
El «otro» novelista
Osvaldo Larrazábal Henríquez 31
Cubagua:
La perspectiva multifacética
Elvira Macht de Vera 81
Cubagua
Orlando Araujo 89
De la novela a la historia.
Viaje con retorno
Domingo Miliani 101
El mito siempre.
Acerca de la novela Cubagua
Violeta Urbina Tosta 141
Cubagua
Osvaldo Larrazábal Henríquez 155
Cubagua
Alexis Márquez Rodríguez 173
Cubagua:
En torno al mito y lo sagrado
Douglas Bohórquez 187
Cubagua:
El tiempo y la historia
Margoth Carrillo Pimentel 221
Para una discusión de Cubagua
Julio Miranda 237
El secreto de la isla:
Cubagua como crítica de la historia y la novela
Carlos Pacheco 289
Tras-mares y tras-tierras
en Cubagua y en Pedro Páramo
Luis Delgado Arria 421
El relato de las ruinas y el deseo colonial.
Cubagua de Enrique Bernardo Núñez
Luis Duno-Gottberg 449
Neocolonialismo y escritura.
Una visión genética de Cubagua
Alejandro Bruzual 527