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Cubagua Ante La Critica

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CUBAGUA

ANTE LA CRÍTICA
CUBAGUA

ANTE LA CRÍTICA
José Nucete Sardi / Ángel Mancera Galletti /
Fernando Paz Castillo / Guillermo Sucre /
Osvaldo Larrazábal Henríquez /
Elvira Macht de Vera / Orlando Araujo /
Domingo Miliani / Ángel Vilanova /
Violeta Urbina Tosta / Alexis Márquez Rodríguez /
Douglas Bohórquez / Gustavo Luis Carrera /
José Balza / Margoth Carrillo Pimentel /
Julio Miranda / Roberto Ferro /
Luis Britto García / Carlos Pacheco /
Alejandro Bruzual / Rosaura Sánchez Vega /
Cécile Bertin-Elisabeth /
Aura Marina Boadas / Luis Delgado Arria /
Luis Duno-Gottberg / Carlos Eduardo Morreo /
Juan Duchesne-Winter

COMPILADOR
Alejandro Bruzual
1ª edición en Monte Ávila Editores Latinoamericana, 2021

Cubagua ante la crítica


© Alejandro Bruzual

diseño de portada
Javier Véliz

diseño, diagramación y concepto gráfico


Sonia Velásquez

© Monte Ávila Editores Latinoamericana C.A., 2021


Centro Simón Bolívar, Torre Norte, piso 22, Urb. El Silencio,
Municipio Libertador, Caracas 1010, Venezuela.
Teléfono: (58-212) 485.04.44
www.monteavila.gob.ve

hecho el depósito de ley


Depósito Legal: DC2021001000
ISBN: 978-980-01-2205-1
Cubagua
Ochenta años de lecturas críticas

E nrique Bernardo Núñez (1895-1964) intuyó la posibilidad


de escribir Cubagua entre finales de 1925 y principios del
año siguiente, durante su breve estancia en la isla de Margarita
(cronotopo de la novela). Había sido invitado por el ya entonces
reconocido escritor modernista Manuel Díaz Rodríguez, recién
nombrado presidente del estado Nueva Esparta, con la intención
de fundar y dirigir el diario Heraldo de Margarita. En esos días,
trabajaba los tres relatos que conformarían su libro Don Pablos en
América. Al terminar estos, en 1928, Núñez emprendió la escri-
tura de la novela en Bogotá, durante su desempeño diplomático
como secretario de la legación venezolana, para seguir con ella
luego en La Habana, y concluirla en Ciudad de Panamá, dos años
más tarde, siempre en cargos similares.
Por sugerencia de Teresa de la Parra, Núñez publicó Cubagua
en la editorial parisina Le Livre Libre, a sus propias expensas, en
marzo de 1931, donde había aparecido una nueva edición de
Ifigenia. Sin embargo, esto no fue favorable para su difusión hispano-
americana, como la misma escritora concluyera ya demasiado tarde,
asegurándole que más acertado hubiera sido editarla en España.
A este primer traspié se sumaron nuevos percances, entre los que
el autor apuntaba una sospechosa intervención aduanal, al mo-
mento de la llegada de los ejemplares publicados al país, perdién-
dose una buena parte de ellos. En 1935, la revista Élite hizo una
segunda edición, que fue ofrecida primero seriada, permitiendo

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que finalmente se conociera en el país una obra que ya se había con-
vertido en una suerte de misterio literario, como había referido José
Nucete Sardi, en lo que se considera la primera crítica aparecida
sobre Cubagua, en 1933, hasta donde hemos podido comprobar
y como ratifica Gustavo Luis Carrera. Posteriormente, el autor pre-
paró dos nuevas ediciones, una para el Ministerio de Educación
Nacional, en 1947 y, la otra, para la Biblioteca Básica de Cultura
Venezolana, en 1959. Sin embargo, esta última fue desconocida
y desautorizada por el mismo autor, aduciendo que los editores no
habían respetado su deseo de publicar una nueva versión corregida,
que debía de ir acompañada de La galera de Tiberio (1938), su si-
guiente novela, cuyo texto también había revisado exhaustivamente.
En efecto, de seguro desmotivado por la escasa lectura que
había despertado Cubagua y el silencio crítico con que había sido
recibida, así como expresando insatisfacción con su escritura,
Núñez corrigió la breve obra con una insistencia que todavía resulta
sorprendente. Los materiales que se conservan en sus archivos per-
miten intuir que la trabajó desde antes de que llegara la primera
edición a sus manos, y que no detuvo la atención sobre ella hasta el
momento de su muerte. Es decir, fue un proceso de escritura y rees-
critura de más de treinta y cinco años. Si las cuatro ediciones en vida,
y algunos ejemplares sueltos con correcciones manuscritas, mues-
tran cambios menores y no siempre acumulativos, dejó al menos
una versión póstuma, que fue fuertemente intervenida.
Más allá de la complejidad conceptual y estética que pre-
senta la novela, e incluso la posible sombra que le hubieran po-
dido haber hecho las coetáneas Doña Bárbara (1929) y Las lanzas
coloradas (1931) —como afirmaron Domingo Miliani y Orlando
Araujo, y luego ha sido repetido por diversos críticos hasta el pre-
sente—, obras más afortunadas en términos de inscripción canó-
nica y experiencia editorial, nada explica el porqué se diluyó tan
radicalmente la sorpresa que tuvo que haber causado esta peculiar
y breve novela en el medio literario y cultural venezolano. Y de
haber sido un «deslumbramiento» (Miliani) ante esas otras dos
novelas, que estaban a los dos extremos del rango de expectativas
del lector de la época, tampoco se entiende el que las nuevas edi-
ciones no llamaran la atención posterior de la crítica (así fuera

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como interrogante), tanto como la de los escritores más osados de
esos años. Sigue siendo un misterio que esa condición de «invi-
sibilidad» —como afirma Carlos Pacheco— persistiera hasta, al
menos, mediados de la década de 1960, una vez muerto el autor.
Como se verá en la selección que aquí ofrecemos, el mismo tema
del «silenciamiento» se ha vuelto un paradójico acicate para su lec-
tura, además de un indicador de las dinámicas internas de la crítica
y del medio literario en el país.
Así, en un esfuerzo por describir la desidia intelectual ante
una obra que abría nuevos caminos a la narrativa nacional —e in-
cluso continental—, Araujo afirmó que había sido recibida en su
momento como «un librito extraño, evocador y fabulante, que no
dejaba de ser historia sin llegar a ser novela». Con un dejo irónico
ante la actitud de los críticos, procedió a resumir la primera etapa
de recepción revisando los panoramas generales de la narrativa
venezolana de la época:

Mariano Picón Salas apenas tiene tiempo para llamarla coloreado


libro; Rafael Angarita Arvelo excepcionalmente la menciona en
su Historia y crítica de la novela en Venezuela; no hay referencia
a ella en ninguna de las dos series de los Estudios critico-literarios
del padre Barnola; igual silencio hallamos en Orientaciones y ten-
dencias de la novela venezolana de Pedro Díaz Seijas y en Novelas y
novelistas de Venezuela de Pascual Venegas Filardo. Solo en Letras
y hombres de Venezuela de Arturo Uslar Pietri y en un artículo reco-
gido en Candideces de Luis Beltrán Guerrero se le trata con cierta
esquiva comprensión de sus valores narrativos, en una referencia
de cinco líneas por Uslar y de diez líneas por Guerrero. Otra ex-
cepción es Ángel Mancera Galletti, quien dedica a la interpreta-
ción de Cubagua un acertado capítulo en su obra Quienes narran
y cuentan en Venezuela; una justicia tardía para un autor que ne-
cesitaba como todo escritor que trabaja en un mundo hostil a las
letras, el estímulo de la crítica.

Ciertamente, en los inicios del derrotero crítico de la novela,


parecieran haber privado esas «cinco líneas» de Uslar Pietri —acer-
tadas, pero mezquinas ante tantas otras cualidades evidentes—,

IX
con las que la alababa adversándola como una «prosa preciosa
y poética, pero castigada». Intuimos que esto contribuyó a que
Cubagua se convirtiera, precisamente y por mucho tiempo, en una
novela «castigada» en el mundo literario nacional. Se hubiera es-
perado, más bien, que estos críticos y escritores percibieran en esa
breve novela, al menos, su forma audaz de relacionarse con el mo-
mento y la historia de la nación latinoamericana; su atrevimiento
para expresar la más sutil y acuciosa crítica al proyecto neocolonial
petrolero del gomecismo, en su fase de instalación, que se hubiera
hecho desde la literatura, a la vez que ofrecía la contribución más
compleja —impura y contaminada en términos historiográficos—
de Venezuela a las vanguardias históricas, como se viene recono-
ciendo más recientemente.
No obstante, hay que señalar que en las primeras y breves
notas periodísticas publicadas durante esos primeros años se seña-
laban ya las nervaduras conceptuales que desarrollaría gran parte
de las lecturas y estudios posteriores, durante décadas, como el
peculiar lenguaje y estilo poético, el complejo manejo del tiempo
y el acertado cruce entre mito e historia. En efecto, Nucete Sardi,
en El Universal de Caracas, el 5 junio de 1933, enfatizó el doblez
de su trama como verdad problemática:

La narración se va rodeando de ayer y de hoy hasta hacernos con-


fundir —intencionalmente lo hace el autor— lo que pasó y lo que
pasa, produciéndose una sensación de estatismo; lo de ayer pasó
hoy y lo de hoy ya había sucedido ayer.

Luego, el poeta Fernando Paz Castillo afirmó también los


rasgos y la esencia lírica de una narrativa concebida como «poema
o sinfonía». Además, hecho aún no desarrollado por la crítica,
propuso vínculos entre Cubagua y la «prosa limpia y sobria» de Ce-
cilio Acosta, así como, por primera vez, con la «sobriedad de es-
tilo» y «la lírica interpretación de la naturaleza» de José Antonio
Ramos Sucre, sobre quien Núñez precisamente había escrito un
ensayo biográfico en el mismo 1931.
En este contexto de pocas pero notables primeras intuiciones,
resalta la de Rafael Angarita Arvelo, de 1938, quien afirmaba

X
encontrarse «ante un gran libro venezolano», sin alcanzar respuesta
para lo que entiende ya como un silencio crítico:

No se concibe cómo nuestros escritores, nuestras revistas y perió-


dicos […] hayan saludado con tan pequeño y como forzado entu-
siasmo la incorporación de esta obra magnífica a nuestra literatura.
[…] A Cubagua le falta, para su justicia y divulgación, el examen
crítico honesto que le lleve a su sitio digno de estilo y tono.

Luego vendría el generoso extracto de Mancera Galleti,


recordado por Araujo, donde aparece el notable y temprano in-
tento de valorar la novela desde los antecedentes bibliográficos del
mismo Núñez. En su libro, publicado en 1958, alaba la adjetiva-
ción «precisa», y retoma la idea de su valor poético. Llama también
la atención sobre la posibilidad de que Cubagua hubiera recogido
una tardía reacción del autor ante la incomprensión y el menos-
precio que también mostró la crítica ante sus dos primeras novelas
(en particular, se refiere a las ironías de Pedro Sotillo sobre Después
de Ayacucho, en la revista Fantoches, pero aparentemente dirigida
a criticar a toda la Generación del 18).
Entonces, la verdadera apertura crítica de Cubagua y una
nueva etapa de su estudio comenzó, no casualmente, a partir de
la muerte de Núñez, en 1964, favorecida por la distancia definitiva
con un autor que no dudó nunca en expresar abiertamente sus crí-
ticas ante cualquier grupo o circunstancia nacional, bajo el único
dictado de su conciencia ética, intelectual y nacionalista. Gracias
a una intensa actividad como periodista —escribió a diario durante
décadas y, significativamente, en primera página—, se convirtió en
la más incómoda conciencia social de su tiempo, lo que de seguro
despertó todo tipo de animadversión también en contra de su obra.
Fue entonces cuando aparecieron los primeros trabajos ex-
tensos y monográficos sobre la novela y su autor, así como nume-
rosos artículos. Se vio Cubagua como el producto más complejo
de un escritor que lograba expresar una percepción personal de
la historia, involucrando la crónica de Indias, la leyenda popular
y el mito, en un tejido complejo de textualidades y escrituras. No
obstante, todavía algunos buscaron a Núñez solo en su escritura

XI
artística. Otros forzaron una explicación racional de lo que, pre-
cisamente, la novela llevaba al terreno de una ambigüedad multi-
plicadora de sentido. Se discutió —si bien no siempre de manera
abierta— su condición vanguardista. Mucho más tarde, el crí-
tico Javier Lasarte, si bien no ha estudiado en particular la obra
de Núñez, propuso con argumentos contundentes una revalori-
zación de la novela anterior, Después de Ayacucho (1920), por su
inten­ción paródica, incluyendo al autor junto con otros escritores
destacados de esa década —Julio Garmendia, Teresa de la Parra,
el mismo Ramos Sucre— dentro de un período historiográfico
posmoderno venezolano, que habría cobrado en ellos características
y actividad profesional definidas y suficientes.
También, durante esta importante etapa de estudios —y en
alguna medida hasta el presente—, se hizo énfasis en el carácter
precursor de la novela, intentando incorporarla en una teleología
ordenadora de destrezas literarias, como prefiguración funda-
mental del «realismo mágico», así como también de aspectos atri-
buidos al boom o al posboom, la Nueva Novela Histórica, y de todo
lo que ha sido conocido como Nueva Narrativa Latinoamericana.
En esta dirección y a partir de entonces, se incrementaron las re-
ferencias y los paralelismos con otras obras continentales, y co-
menzaron a elaborarse estudios propiamente comparativos, si bien
centrados en la literatura venezolana.
Un breve texto de Guillermo Sucre, precisamente de 1964
y que sirvió de introducción dos años más tarde a una edición de
La ciudad de los techos rojos, dio un vuelco radical y definitivo en la
percepción del trabajo intelectual de Núñez. El crítico advir­tió,
por primera vez, que el hecho fundamental de su escritura no ra-
dicaba en lo estético como tal, sino en ser producto de una «poesía
activa y actuante» —poiesis—, que expresaba un compromiso pro-
fundo con la realidad que pasaba por la palabra, pero que no se
quedaba en ella. Para Sucre, Cubagua era una «novela pura», pro-
ducto de una actitud ética ante la escritura. Advertía también la
coexistencia de lo real y lo irreal en el ámbito de lo maravilloso,
lo que resulta muy productivo para la interpretación de la obra,
así como señalaba la potencialidad conceptual de su ambigüedad,
que había desorientado a la crítica anterior. Encontraba, en fin, la

XII
voluntad y el pensamiento de un fundador (incluso en sentido
propiamente político) en la búsqueda de rasgos de pensamiento
y acción de donde pudiera surgir la nación pendiente. «Nunca un
solitario estuvo más cerca de la empresa común, más cerca del
alma esencial que nos pertenece».
Osvaldo Larrazábal Henríquez, por su parte, fue el pionero
de los estudios monográficos sobre la narrativa de Núñez, en 1969.
En el largo capítulo que le dedicó a Cubagua, pasó revista de la
crítica anterior, hasta entonces hemerográfica, reconsiderando
muchas de sus intuiciones, e introdujo la discusión sobre la cons-
titución de sus personajes y la propuesta formal. Las abundantes
relaciones con el resto de la obra de Núñez se muestran, desde
entonces, imprescindibles para su comprensión plena. Sin em-
bargo, este trabajo no pasó de ser fundamentalmente descriptivo.
En cambio, el breve texto de Elvira Macht de Vera introdujo la
inquietud de la denuncia y la advertencia presentes en la novela,
para señalar la descomposición social y los riesgos del proyecto
económico que comenzaba en Venezuela, alrededor de la explota-
ción intensiva del petróleo, así como fue ella quien primero ofreció
atisbos de una crítica comparativa.
Un trabajo importante fue el del novelista y también eco-
nomista Orlando Araujo, quien comenzó a desarrollar las ideas
fundamentales de su análisis sobre el autor en la presentación edi-
torial de Cacao, ensayo póstumo e incompleto de Núñez, publicado
en 1972. Dos años más tarde, el crítico le dedicó una larga sec-
ción de su libro sobre narrativa venezolana, para editar luego un
estudio monográfico, en 1980, en el que retomó sus escritos an-
teriores sobre el autor. Araujo, como Sucre, reafirmó la presencia
de un pensamiento propiamente ensayístico en esta narrativa, y
abordó la idea del tiempo circular en Cubagua. Rechazó el énfasis
sobre un mero poetizar la historia, aceptando más bien las ambi-
güedades del desarrollo de la trama como un aspecto central en la
concepción formal de la novela. De hecho, desplazó el eje de las
visiones esteticistas, para recalcar que lo perdurable de «esta pe-
queña obra maestra» no se centraba en los avances técnicos de su
escritura, sino en la producción de «una concepción del hombre
del Nuevo Mundo y un sentido del destino indoamericano».

XIII
Precisamente sobre este punto insistiría Domingo Miliani
—en el prólogo de la edición conjunta de Cubagua y La galera de Ti-
berio para Casa de las Américas, en La Habana, en 1978, que fue la
primera que se hizo fuera de Venezuela—, proponiendo que Núñez
había rebasado los límites de la literatura nacional para serlo, plena-
mente, de la América Latina. Buscó entender el sentido conceptual
del trabajo estético. La compleja elaboración del tiempo en la no-
vela era, así, una herramienta gracias a la cual lograba denunciar el
proyecto neocolonial modernizador. Miliani también discutió la
doble consistencia mítica e histórica de la trama, viendo en el uso
del mito una posible interpretación de la realidad abstraída del
tiempo histórico. Asimismo, fue el primero en introducir el con-
cepto de «intrahistoria» para señalar una visión «desde abajo», de
lo vivido en la conciencia del pueblo, lo que atiende a la propuesta
del mismo Núñez de la necesidad de escribir la historia de lo no
historiado, tema que desarrolló en su notable discurso de incorpo-
ración como Individuo de Número a la Academia Nacional de la
Historia, en 1948.
El siguiente artículo que aporta énfasis nuevos en la escena
crítica de la novela es el de Ángel Vilanova, quien argumenta un
sentido iniciático en el viaje del protagonista Ramón Leiziaga a la
isla de Cubagua, en particular en el capítulo de «El areyto», que
sería una suerte de bajada al Averno, en la perspectiva de Pedro
Páramo y Adán Buenosayres. Se dirigía, de este modo, al análisis
comparativo y latinoamericano.
Dentro de esta misma etapa intermedia, el ensayo de Violeta
Urbina Tosta profundizó en la utilización del mito como elemento
unificador de la estructura y el estilo. Al lado de esto, hay que con-
siderar el nuevo esfuerzo de Larrazábal Henríquez, en el prólogo
que escribió para la publicación conjunta de las dos novelas prin-
cipales y algunos ensayos en Biblioteca Ayacucho. Si bien retoma
la casi totalidad de los criterios expuestos en su libro monográfico
anterior, destaca el hecho de haber comentado por primera vez al-
gunas de las variantes que ofrecen las ediciones posteriores a la
muerte del autor (como parece ser la que allí mismo publicaba) con
respecto a las conocidas en vida de Núñez, si bien no replanteó las
conclusiones a las que había llegado en su primer ensayo.

XIV
Alexis Márquez Rodríguez, quien ya había escrito sobre la
novela en 1985, reelaboró cinco años más tarde algunas de sus
ideas sobre el carácter precursor de Cubagua en términos esti-
lísticos (en particular, referentes al «realismo mágico»), la con-
cepción del tiempo y la compleja utilización de la historia en la
novela, aventurando algunas críticas al autor.
Ese mismo año se publicó el estudio monográfico de Dou-
glas Bohórquez, Escritura, memoria y utopía en Enrique Bernardo
Núñez. Entre los principales aspectos que allí trata se encuentra
una nueva aproximación a la escritura poética del autor —«realismo
poético»—, que lleva elementos de lo lírico al terreno de la narra-
tiva, lo que sería responsable de la atmósfera enigmática en que se
desarrolla la trama y de sus «virtualidades significantes». Prosi-
guiendo la línea abierta por Vilanova, en el capítulo que incluimos
aquí, precisa la construcción de la novela por «desintegración y
fragmentación misma del mito», que es organizado en «escritura
poética», moviéndose en los «dominios» de la ficción y no de la
historia. La Cubagua-isla es presentada como omphalos, e insiste
en la presencia del tiempo circular —aunque no sagrado— que
apelaría al uso del arquetipo, y a la «pérdida del paraíso» instalado
en las relaciones de poder colonial.
El también novelista Gustavo Luis Carrera —quien en un
estudio de 1972 había incluido Cubagua entre las primeras novelas
del petróleo en Venezuela—, en 1994, trabajó su condición de
iniciadora de la «novela estéticamente contemporánea», ubicán-
dola en términos historiográficos. No obstante destacarla como
una «creación poderosa», fue el primer crítico (y prácticamente
el único) que haya expresado opiniones abiertamente negativas
sobre Cubagua, considerándola desigual «en materia de estilo»,
con «caídas expresivas y del recurso a insípidos o detestables lu-
gares comunes», así como advierte insuficiencias en el desarrollo
de los personajes. Esto pudiera justificarse al considerar las pro-
mesas temáticas incumplidas que se dan en el primer capítulo, y
que quedan en evidencia en la transformación genética de la novela.
De igual modo, el profesor y novelista José Balza sigue las intui-
ciones primeras de Sucre, destacando la «ficción del pensamiento»
como un acto de reflexión «nacional», que permite concebir la obra

XV
de Núñez como una suerte de «novela venezolana» que inscribe
y escribe sus propios mitos.
En 1995, Margoth Carrillo Pimentel —quien ya había es-
crito un artículo sobre La galera de Tiberio un año antes— publicó
un libro dedicado a «la modernidad en Cubagua». Ahí señala la
compleja y diversa conciencia del tiempo como problema prin-
cipal de la novela moderna, y define recursos de estratificación
discursiva —indeterminación y simultaneidad—, para llamar la
atención sobre la muy posible influencia de la filosofía de Henri
Bergson sobre Núñez.
La interpretación fílmica que realizó Michel New, en Mé-
rida, había ya irrumpido en este recorrido crítico, sufriendo nu-
merosos percances en su concepción, producción y distribución,
extrañamente equiparables a la suerte misma de la novela. Así, en
un doble ejercicio de reflexión, el texto del crítico literario y ci-
nematográfico cubano Julio Miranda, de 1995, toma como base
conceptos que ya había desarrollado sobre la obra de Núñez en
sus estudios sobre la narrativa venezolana, cuando destacó Cu-
bagua como la mayor renovación en términos formales, «de abso-
luta contemporaneidad», como ejemplo único en Venezuela de «lo
real-maravilloso», todavía en 1975, y primero absoluto en todo el
continente. En su ensayo sobre la película de New, que incluimos
aquí, Miranda revisa los logros alcanzados tanto por los guionistas
como por el director, señalando también los límites del esfuerzo,
apelando a las potencialidades creativas de la novela.
El siguiente crítico que se incluye en esta selección es el ar-
gentino Roberto Ferro, quien, en una ponencia de 1997, describe
la escritura de Núñez como una «cartografía de la memoria», pro-
poniendo una mayor complejidad a la hora de percibir el manejo
del tiempo en la novela. Advierte la coexistencia, al menos, de tres
niveles de percepción del tiempo: la historicidad (la visión teleo-
lógica), la intratemporalidad (la repetición y la circularidad) y la
temporalidad detenida (la permanencia en el cambio). Habla tam-
bién de una contraposición entre cultura y naturaleza, en cuanto
a que el tiempo de «las producciones humanas» está inscrito en «la
pura duración del tiempo abismal incesante de la abrumadora pre-
sencia del paisaje natural». Sobre este aspecto había reflexionado

XVI
ya el mismo Núñez en Una ojeada al mapa de Venezuela (1933-
1934), relacionándolo con el «secreto de la tierra», concepto usado
de manera tan diversa y flexible por sus críticos que se ha convertido
en una suerte de significante vacío.
Luis Britto García se interesó —novelista él mismo— en de­
sentrañar el peculiar uso de los tiempos verbales y, de allí, en el ma-
nejo y la percepción de la historia, centrando su estudio en Cubagua,
pero cruzando reflexiones y citas tomadas de La galera de Tiberio,
El hombre de la levita gris y algunos de los ensayos más conocidos
de Núñez. No obstante, el elemento más relevante que aporta este
pensa­dor al desenvolvimiento crítico de la novela es la relación que
encuentra allí entre persistencia picaresca (tema central de un cuento
anterior de Núñez, «Don Pablos en América») y tragedia nacional,
lo que impide la transformación tanto del protagonista Leiziaga-
Lampugnano como de la situación neocolonial que vive la nación.
En un nuevo trabajo, de 1999, luego de haber publicado
otro sobre la ensayística de Núñez, y anterior al que elaboraría
sobre Después de Ayacucho, Douglas Bohórquez estudia en para-
lelo Doña Bárbara y Cubagua, para concluir que en esta prima el
texto y su condición literaria. En cambio, Carlos Pacheco —quien
ya había publicado un artículo anterior que sirvió de base para el
que aquí incluimos— argumenta que esta «pequeña obra maestra»
es la fundadora de la nueva novela histórica hispanoamericana,
definiendo sus cualidades en referencia a trabajos posteriores,
ciertamente mejor conocidos, de la historia literaria nacional y
continental, mostrando una resistencia a la visión y a los métodos
de los historiadores de su época.
Se inicia, entonces, una tercera etapa en la crítica de la novela.
En ella, por un lado, se busca sustentar una posición subalterna,
poscolonial o decolonial en el texto de Núñez, que estaría anun-
ciada allí con notable precocidad. Por otro, se profundiza y se hace
a cabalidad el examen comparativo propiamente dicho, para en-
contrar conexiones con obras y autores continentales y caribeños,
que apoyan la ya insistente y constante propuesta de inscripción
canónica latinoamericana. Finalmente, se verifica una renovación
radical de las fuentes bibliográficas, las referencias teóricas y los
conceptos utilizados en estos estudios.

XVII
En la dirección de Miliani, nuestro texto (A. B.) revisa la
crítica que hace la novela al estamento hegemónico de la nación,
entendiéndola como un presagio del fracaso neocolonial del pro-
yecto petrolero en ciernes. Por otra parte, se vuelve al énfasis en
lo temporal, para entender la trama como la disputa de diversas
percepciones del tiempo, expresado en la constitución estético-
conceptual de los personajes, así como a la necesidad de aceptar
la coexistencia de múltiples puntos de vista sobre la realidad, para la
comprensión plena de la novela.
Por su parte, Rosaura Sánchez Vega se centra en el capítulo
dedicado a la Nueva Cádiz de Cubagua para argumentar que la
novela de Núñez es uno de los primeros intentos de «novelística
intrahistórica hispanoamericana», distinta tanto a la novela histó-
rica tradicional como a la que sería considerada la nueva narrativa
histórica, en cuanto realza la intervención de personajes subal-
ternos, parodia la historia oficial y privilegia la heteroglosia. Para
ello, además, aborda el cotejo con Las lanzas coloradas. En cambio,
si bien también centrada en dicho capítulo, pero revisando además
«Vocchi» (cap. V) y en parte «El areyto» (cap. VI), la crítico fran-
comartiniqueña Cécile Bertin-Elisabeth estudia la «reescritura»
de los mitos en esta novela. Resulta novedoso en su artículo el en-
foque a la cultura asiática, que hace en la interpretación de Nila
y Vocchi. Según ella (quien también ha reflexionado sobre la rees-
critura picaresca en Don Pablos en América), el uso parafrástico del
mito tiene la intención de suplir la historia no escrita, interpelando
la historia oficial, en una búsqueda identitaria que pone énfasis en
el aporte americano.
El trabajo de Aura Marina Boadas inscribe, por primera vez
de manera expresa, Cubagua dentro de una literatura y un marco
crítico insular-caribeños, y para ello, enriquece el marco compa-
rativo que se había utilizado para leer la novela, compartiendo
el análisis de otras dos novelas venezolanas bastante posteriores,
Ínsulas de Renato Rodríguez y La otra isla de Francisco Suniaga.
Retoma aquí el concepto de «intrahistoria», como una visión «desde
los márgenes del poder», distante de la historia académica. Dentro
de igual impulso comparativo, que se ha ido acentuando con el

XVIII
paso del tiempo, el crítico y poeta Luis Delgado Arria se centra
y profundiza en la relación de Cubagua con Pedro Páramo, la cono-
cida obra de Juan Rulfo, para leer los dos breves textos cruzando
sus respectivas aproximaciones críticas.
Luis Duno-Gottberg, quien había ya analizado Cubagua
junto a La galera de Tiberio en un artículo de 2010, apoyándose
en conceptos desarrollados sobre el pensamiento de Walter Ben-
jamin, vuelve sobre el filósofo alemán para tratar el tema de la
ruina, el coleccionista y la construcción de la «otra historia» como
gestos contra-(neo)coloniales, en ambas novelas, dentro del con-
texto caribeño. Suma, en este caso, referencias a Michel Foucault
(tanto a su La arqueología del saber como al Orden del discurso) y otros
teóricos, para una renovación del punto de vista de la crítica de la
novela. De manera frescamente innovadora y con una aproxima-
ción a los estudios culturales, trabaja también la novela valiéndose
de un grabado colonial de Johannes Stradanus y referencias a la
primera película sonora venezolana, La Venus de nácar, de 1932.
Apartándose un tanto de la dinámica hasta aquí resaltada,
el sociólogo y escritor Carlos Eduardo Morreo revela el potencial
decolonial del pensamiento de Núñez, elaborando el concepto de
«claros de sentido» (de influencia heideggeriana), con el que analiza
la obra como rechazo del «valor del capital y las formas de lo mo-
derno/colonial», buscando las contradicciones entre «el cuerpo polí­
tico y el cuerpo material de la nación». Siguiendo los cruces entre
Walter Benjamin y Núñez, propone un «tiempo en constelación»
entre el pasado y el presente.
Para completar los ochenta años de crítica, comenzada en
1933, el crítico y teórico caribeñista puertorriqueño Juan Du-
chesne-Winter, en un texto escrito especialmente para este volumen,
en 2013, lee el corpus completo aquí presentado para proponer una
inscripción de la novela en una amplia concepción del «Caribe in-
terior excéntrico», que rebasa la reducción del campo de estudio
a las islas, en una «perspectiva cosmográfica». Ofrece, así, un aparato
conceptual notablemente productivo, que muestra la comprensión
del sentido profundo de las culturas amerindias, que cruza con aper-
turas del pensamiento occidental más reciente, basado en Gilles

XIX
Deleuze y Bruno Latour. El crítico sorprende al proponer la obra
como una «novela indigenista, mas no en el sentido convencional,
costumbrista o culturalista, sino en una dimensión cosmopolítica».
Finalmente, no obstante excedamos el marco cronológico
inicialmente planteado, pero aprovechando una nueva y peculiar
edición de la novela en 2014, se agrega parte del estudio introduc-
torio de la revisión crítico-genética que nosotros mismos llevamos
a cabo, por ofrecer desde los materiales pre-textuales una inter-
pretación del intenso trabajo de escritura, cambio y corrección que
ejerció el autor sobre su obra. De este estudio se desprenden ideas
que pueden ayudar a dilucidar dudas diversas planteadas por los
críticos hasta ahora, en cuanto a las peculiaridades estéticas y con-
ceptuales de sus personajes, así como contribuye a la comprensión
de su estructura formal definitiva. Este trabajo agrega a la discu-
sión algunos atisbos de los materiales de archivo, que permanecen
todavía inéditos.
Si en toda la primera y larga etapa de más de treinta años
de este panorama crítico los comentarios sobre Cubagua se redu-
jeron a breves notas de prensa, desde la muerte de Enrique Ber-
nardo Núñez, y a lo largo de medio siglo, la atención y la densidad
de los análisis han ido en aumento (no obstante, apenas haya su-
cedido algo similar con respecto al resto de su bibliografía), dedi-
cándosele artículos en revistas especializadas y unos pocos estudios
monográficos, acrecentándose, desde entonces, el número de tesis
de grado y posgrado dedicados al autor y a su obra. Sin embargo,
su principal novela sigue siendo un texto susceptible de nuevas re-
flexiones, quedando todavía numerosos aspectos que aún no han
sido tratados, entre otros y solo por nombrar tres de los más evi-
dentes: sus características y funcionamiento metatextuales, la pe-
culiar inmersión en la simbología indígena y, habrá que reconocer,
una verdadera y profunda valoración de género.
Así, el recorrido por los textos incluidos en este volumen,
que abarcan ocho décadas, invita a la percepción de un complejo
campo literario venezolano, en el cual se verifican discusiones pro-
pias, internas, con múltiples perspectivas de estudio, en una com-
pleja elaboración de ideas que han ido surgiendo y heredándose,
no siempre de manera inmediata o lineal, para conformar un

XX
complejo y atractivo panorama crítico. En un sentido más bien
generoso, este libro compensa, aunque solo parcialmente, el silencio
culpable que rodeó la novela y signó el esfuerzo literario del autor,
reforzando el carácter canónico de Cubagua y su lugar innovador
en todo el ámbito de la literatura en castellano, no solo continental.

Alejandro Bruzual
Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos (Celarg)

XXI
Consideraciones acerca de esta edición

L os textos que aquí se incluyen han sido seleccionados valo-


rando la progresiva incorporación de intuiciones críticas a la
lectura de Cubagua —y no solo la importancia o el renombre in-
telectual de los autores—, así como la progresiva renovación del
sustento teórico de los análisis. Se presentan en orden cronológico
y no temático, lo que permite seguir las referencias intertextuales
que van acumulando los diversos artículos, las cuales han ayudado
también en la escogencia definitiva de este volumen. Es evidente,
que no se ofrece la totalidad de artículos que tratan la novela
—ni podría pretenderse, dado lo abundante del material—, ni
están representados todos los libros publicados que le han dedi-
cado alguna atención a la novela, a la narrativa o a la obra com-
pleta de Enrique Bernardo Núñez. Referente a estos últimos, nos
hemos visto obligados a sacar de su contexto de estudio la sección
dedicada a Cubagua, y en los casos de obras monográficas dedi-
cadas a la novela, a escoger el capítulo que mejor respondiera a la
trayectoria crítica aquí seguida. El lector interesado en una mejor
comprensión de esos escritos tendrá que remitirse a las fuentes
originales, siempre indicadas.
Se ha respetado, en todo lo posible, la escritura, la meto-
dología y el estilo de trabajo utilizado por los diversos críticos, en
particular su terminología y vocabulario a veces novedosos. Por
tanto, no se ha forzado una uniformidad que sería inadecuada
para un libro que ofrece un recorrido histórico de crítica literaria.

XXIII
Sin embargo, se ha puesto especial atención en regularizar y, en
la medida de lo posible, precisar, completar y corregir, cuando
ha sido el caso, las fuentes de información y la bibliografía em-
pleadas, colocadas todas a pie de página (con el fin de unificarlos
con los textos provenientes de libros), facilitando la tarea del lector
y propiciando la producción de una nueva crítica sobre Cubagua.
Asimismo y sin hacerlo evidente, se han corregido los errores que
aparecían en las transcripciones de las citas textuales de la novela
y de otros textos de Núñez, siguiendo, en lo posible, las mismas
ediciones utilizadas por sus autores.
En todos los casos, los números de página de la respectiva
edición de Cubagua, utilizada por cada uno de los críticos, fueron
subidos al propio texto, entre paréntesis, lo que ha significado un
ahorro significativo de las notas al pie. El resto de las referencias
bibliográficas se dan al pie, con mayor detalle.
Se han incluido poquísimas notas editoriales, intentando
ajustar ciertos criterios o información inexacta, con la debida in-
dicación. Se han atendido algunos aspectos ortotipográficos, uni-
ficado el uso de mayúsculas, y resuelto poquísimos lapsus calami,
sin llamar la atención sobre ellos. Y cuando ha sido posible, se
ofrecen versiones revisadas por sus propios autores.

A. B.
Caracas, 2013-2019

XXIV
Cubagua de Enrique Bernardo Núñez
Libro de poesía y realidad*
José Nucete Sardi

U n bello libro venezolano llega a mis manos en estos días, des-


pués de haberlo solicitado largamente. Su título es sugestivo
y el nombre de su autor es garantía suficiente, pero no podía ad-
vertir las claras emociones que van saltando al correr de estas pá-
ginas de tono poético, en que atisbamos realidad de una región
venezolana, realidad de leyenda donde antes cayera la ambición de
los conquistadores.
Cubagua, de Enrique Bernardo Núñez, es uno de esos libros
que satisfacen prendiendo en el espíritu cierta inquietud, deján-
donos alguna saudade, alargando sensaciones, no solo por el estilo,
sino por la sugerencia que se desborda en cada página.
Y ha sido este bello libro venezolano, un libro desafortunado.
Editado en París por la editorial Le Livre Libre, en 19331, su autor
no ha recibido hasta ahora sino un reducido número de ejemplares,
tanto que ni a sus amigos ha podido obsequiarlo sino muy escasa-
mente. En cambio novelones abundosos en mal gusto llegan en edi-
ciones completas y alcanzan sin esfuerzo el comentario favorable.
Pocos han sido, pues, los críticos que se han ocupado de este
libro de E.B.N. que considero el mejor de todos que hasta ahora
haya publicado su autor.

* Publicado en el diario El Universal, Caracas, 5 de junio de 1933.


1 Como se sabe, en 1931. Sin embargo, interesa este error del crítico, en
cuanto a que consideraba que era un libro recién publicado, consecuencia
misma del silencio con que fue recibido. (N. del C.)

1
Enrique Bernardo Núñez es de los escritores que conoce
bien el poder milagroso de las palabras, la taumaturgia del giro,
la aplicación de la frase desbordada de lirismo, aun cuando en su
estilo se note a veces algún desfallecimiento, alguna abulia, y en sus
obras se sorprenda un mal tan corriente entre nosotros: la premura.
Conocida es su labor anterior, su bi[bli]ografía es ya abun-
dante. Cinco o seis obras —dos de ellas publicadas en diarios y re-
vistas— el resto en volúmenes, y sus trabajos para la prensa diaria,
pero de ella, recordamos con especial placer sus estudios sobre es-
critores venezolanos y el volumen que bajo el título de Don Pablos
en América recoge tres bellos relatos llenos de poesía, de leyenda,
del ayer de nuestra tierra.
Cubagua es una bella novela que nos hace penetrar en el sor-
tilegio de las islas nuestras perdidas en orientes de perlas y largos
amaneceres de oro. Margarita, «Tierra bella, isla de perlas…». Es
una novela que se convierte en poema, que naufraga en un bello
poema, en el cual, el ayer y el hoy se confunden; la realidad de hoy
se pierde en la evocación del pasado y el pasado lejano se incorpora
al presente, envolviéndonos en un halo de cosas reales e irreales, de
vida y de sueño, dejándonos la inquietud de una vida que hemos
vivido a través de las páginas emocionadas y que soñamos después.
Quizás la novela no queda totalmente realizada, por su bello
naufragio en el poema: pero triunfa el relato poético y para nuestro
gusto, esto aumenta la belleza del libro.
La narración se va rodeando de ayer y de hoy hasta ha-
cernos confundir —intencionalmente lo hace el autor— lo que
pasó y lo que pasa, produciéndose una sensación de estatismo; lo
de ayer pasó hoy y lo de hoy ya había sucedido ayer. «Todo estaba
como hace cuatrocientos años…». Persiste en nosotros, a través
de nuestras taras o virtudes, la huella aborigen, absorbida por la
civilización conquistadora.
Los personajes van surgiendo un tanto a prisa, en la maraña
de la trama, ungidos por el ambiente de leyenda y de poesía en que
se mueven el negrero de ayer, leproso de hoy —Pedro Cálice—;
el conde milanés Luis de Lampugnano, buscador de oro y perlas
de antaño, paraleliza con Leiziaga, buscador de petróleo de hoy
y fiscal de perlas; fray Dionisio, inevitable misionero de siempre,

2
y los funcionarios de ambas épocas con sus líneas más o menos
iguales, pasan tras el encanto de Nila, símbolo eterno que triunfa
como una evocación de la mujer de siempre, bajo la caricia de los
astros en las noches de pasión y de misterio.
Ordaz, Cálice, Ocampo, Cedeño: nombres que fueron y
que son, traspasados del ayer al hoy, envueltos ahora en el recuerdo
de lo que fueron, aun cuando el Diego Ordaz de hoy, despojado de
aceros y armaduras conquistadoras, tenga un detal de licores en el
camino de Juan Griego a La Asunción. Estos nombres pasan en la
«Nueva Cádiz» de otrora —capítulo sobresaliente del libro, por su
fuerza e intensidad evocadoras— y se sumergen en el diario vivir
actual, entre cardones que inspiran «un respeto supersticioso».
La leyenda de Vocchi y los giros del areyto, despiertan al suave
fulgor de las thenocas, mientras El Faraute se desliza en las aguas
consteladas y «las islas sueñan con el azul profundo que las enlaza
y con sus orlas de nieve efímera» —en la realidad— como en este
bello relato poemático de Enrique Bernardo Núñez.

3
Cubagua *
Ángel Mancera Galletti

Ante todo lo artístico y excepcional

P ara apreciar y comprender esta obra, para analizarla en cuanto


de artístico y excepcional contiene, es menester interpretar sus
frases, apreciar el dibujo de los personajes, abarcar la visión de con-
junto y acercarse a los ritos y a las leyendas que surgen de sus páginas,
con el profundo significado que tienen en la novelística nacional.
El estilo de Cubagua1 revela el valer de un escritor. La adje-
tivación es precisa. El párrafo contiene la forma que no se detiene
a desarrollar una idea, sino que se multiplica en su brevedad a ex-
presar conceptos y situaciones distintas. La frase inicia el período;
se corta con la puntuación, se extiende en otra imagen y la oración se
complementa y se reanuda con armonía, en la síntesis admirable de
una prosa que se acerca a la profunda musicalidad de un poema.
A renglón seguido, el escritor intenta otra situación y es la suge-
rencia la que nace de esas páginas en que el cincel esculpe, y paula-
tinamente la grandeza de la creación artística se pone de manifiesto.

* Extracto del capítulo «Enrique Bernardo Núñez», del libro Quiénes narran
y cuentan en Venezuela. Fichero bibliográfico para una historia de la novela y
del cuento venezolanos, Caracas, Ed. Caribe, 1958, pp. 135-145.
1 Este texto no muestra referencias bibliográficas. Se utiliza, para preci-
sarlas, la edición de Cubagua, Caracas, Monte Ávila Editores Latinoame-
ricana, 2012.

5
Cubagua es un poema de la narrativa, con instancias en las
que se exalta la belleza de las costas margariteñas y en donde la
evocación es fiel a la reconstrucción de una época. Tiene el corte
excepcional de una de esas historias que arrancan del pasado, se
arremansa en los viejos infolios, y ante la influencia poderosa de un
autor, se desprende de esas páginas y las imágenes con las figuras
que representan, atraen e interesan apasionadamente.

A la entrada de La Asunción unos matapalos vierten sus copas


maravillosas junto a un convento franciscano convertido en casa
de gobierno. En la plazuela está el templo y el antiguo Ayunta-
miento donde se ve todavía un escudo de España. Frente a la
plazuela hay una fuente pública, en medio de un ancho espacio
cubierto de hierba. A pesar del enjalbegado obligatorio dispuesto
por la ordenanza municipal las viviendas dan la impresión de
que van cayéndose lentamente. Hace un siglo la ciudad fue que-
mada, arrasada, y desde entonces quedó tal como es hoy, seño-
reada por su castillo, un viejo caserón militar. Los callejones se
retuercen vetustos, silenciosos, llenos de hierba. Tarde y mañana,
las muchachas conducen el agua hasta los barrios más lejanos.
Las campanadas caen pesadas, monótonas, marcando inútiles el
tiempo. El día declina rápidamente entre sombras melancólicas.
Entonces un empleado enciende los faroles. Huye el verdor de las
montañas que la circundan y los murallones del castillo de Santa
Rosa se hacen más oscuros. En Porlamar viven los capitalistas,
mercaderes, propietarios de los trenes de pesca. En La Asunción,
los empleados públicos envanecidos y pobres (5-6).

Acá está la característica de Enrique Bernardo Núñez en la


prosa narrativa. En el párrafo inserto anteriormente, algo como
una emoción, dispuesta a exteriorizarse en el entusiasta momento
de la creación, se insinúa. La belleza atrae por su misma palabra
y así se la denomina la isla de perlas. Entra la descripción que no va
al pormenor y mucho menos se detiene en lo minucioso de aspectos
insignificantes; es un rasgo personal el que capta el ambiente.
La naturaleza en los árboles, la evocación en el convento, la crítica
en la transformación en casa de gobierno, realidad venezolana.

6
La huella de la historia en el escudo de España. El abandono en la
impresión de las viviendas que se están cayendo; el castillo de Santa
Rosa, la grandeza de ese pasado que Cubagua va a de­sentrañar del
olvido en un poema admirable.
«Tierra bella, isla de perlas…», que es como la introducción
de Cubagua, sorprende por la pausa, el cuidado de fijar el perso-
naje, de captar el ambiente y de mezclar las impresiones en el aná-
lisis crítico de las circunstancias y las alusiones personales. Un juez
con sus flaquezas, una mulata despierta, altanera y bullanguera,
un secretario borracho y unos sistemas de gobierno feudales;
la burocracia gira en torno y la aventura se reserva en la novela
para las páginas de la sugerencia.
En la parte en que el escritor concretiza las figuras que ini-
cialmente parecían las predominantes en la trama de Cubagua, la
inclinación por el comentario que fijase el medio, con sus taras
y mezquindades, surge con lo tradicional en la angustia que la isla
padece por la carencia de los elementos esenciales para la vida. El
comentario es agudo en el concepto general. Capta un momento
real de la isla:

—¡Ah, si la isla tuviese agua sería un paraíso! Aquí se dan ex-


celentes las uvas. Las piñas son las más ricas y la variedad de
pescado es infinita. Hay para surtir al mundo de conservas. ¡Si
hubiese iniciativa! En nuestro país se puede hacer todo y todo
está por hacer. Pero la isla es tan fértil que no necesita agua (11).

Leiziaga, que es el personaje a través del cual la evocación


es poderosa y de cuyo complejo el novelista entresaca el vigor para
valorar, en el reino de la fantasía y de la leyenda, las frases más
hermosas en un bello estilo, adquiere en esos pasajes algo extraño
que le hace incomprendido a los hombres que le rodean. Él es
parte del enigma y por ello se comenta:

—He conocido a este joven Leiziaga que ha venido a inspec-


cionar la magnesita y he tenido ocasión de tratarle. Me parece un
vicioso, un irresponsable, ¿sabe? (14).

7
Así se le quiere juzgar porque en él se intuye como un hálito
que conduce a la fantasía.

***

Cuando Enrique Bernardo Núñez se detiene en la descripción del


ambiente, en el hombre doblegado por la rutina y con el cometido
que desempeña, pierde el interés en lo pequeño y se concreta
a cumplir, casi con desgano, para con una técnica exigente.
El diálogo pierde fluidez; lo conceptuoso se hace pesado; las
ideas renovadoras saltan por encima de la ficción para caer en la crí-
tica con tendencia político-constructiva acerca de lo que se ha de re-
formar y de hacer para mejorar las condiciones de vida de la isla.
Se enfrenta a situaciones comunes en las que la realidad es más
apasionante. Allí está solo la idea en la fase obligada para levantar
el andamiaje de la trama.
Pero Cubagua es hija de la imaginación desbordada, ase-
diada por la prisa de captar la creación artística y en ella el man-
dato de algo interior se revela con la fuerza incontenible de una
obra de arte; es más poderoso el plan concebido, es más fuerte la
sujeción que pretende hacer del lenguaje y este surge espontáneo,
y cobra impetuosidad y se escapa a las regiones, donde se exalta la
naturaleza y se penetra en el campo de la leyenda.
El plan que en ese capítulo de «Tierra bella, isla de perlas…»
se intuye, y en el que el individuo de la ciudad está dibujado con hu-
mana flaqueza, va a quedar en eso, un rasgo, un hombre, un acto
que nada cuenta.
Y todo ello, como la frase que se remonta en la conciencia y des-
pierta la más profunda admiración, estaba reservado en «El secreto
de la tierra», «Nueva Cádiz», «El cardón», «Vocchi», «El areyto»,
«Thenocas» y «El Faraute».

Nila, la que tenía «la prístina oscuridad del alba»

Pero lo novedoso ha roto las amarras y el paisaje marino, el mo-


tivo que se arremansa y musicaliza, es como el mensaje dormido en

8
la angustia del novelista maltratado por la crítica. Y la frase nace
como en el acto de la creación y adquiere forma e imagen, en el
sentido poético, que fluye con la espontaneidad impetuosa y se di-
buja en lo artístico de una obra excepcional como esa de Cubagua,
en cuya literatura se encuentra el acento de los grandes libros en
que se cifran las reputaciones de los mejores autores.
Ante la estructura que va levantándose penosamente en las
páginas del libro con pausa y parsimonia y casi con mansedumbre,
se escapa una figura legendaria, la de Nila, la extraña mujer en la
que el verso de la imagen va a estallar en el misterio que la nimba.

Se la veía a través de los valles grises, de los valles verdes, torna-


solados, y las playas deslumbradoras (9).

Y más adelante estampa el trazo descriptivo poderoso:

Su cuerpo tenía la prístina oscuridad del alba. Una emoción de


fuerza, los rasgos puros de una raza tal como debió ser antes de que
el pasado les cayese en el alma.

Junto a Nila, la que tenía en el cuerpo la «prístina oscuridad


del alba», la figura del religioso Dionisio es el contraste de la novela.
Y la murmuración arranca de la sílaba su sentido al maltratar
con el comentario lleno de intención.

—Todo fraile guarda bajo el hábito el secreto de una linda moza (id.).

***

El mar es verde diáfano. Las playas lejanas brillan como guija-


rros. La luz blonda, vigor de espátula en torno de las rocas, alza
sus velos argentados, su sinfonía de llamas, sobre islas y farallones.
Los Testigos, Los Frailes, La Sola.
En otro tiempo existía aquí una raza distinta. Sacaban perlas,
tendían sus redes, consultaban los piaches, usaban en sus em-
barcaciones velas de algodón. Nacían y morían libres, felices, ig-
norados. Después llegaron descubridores, piratas, vendedores de

9
esclavos. Los indios descubrieron entonces entre las zarzas, junto
a una caverna, morada de adivinos, una figura resplandeciente.
Tenía un halo de estrellas y un pedestal de nubes. El monte es-
taba cubierto de infinitas estrellas blancas. Piadosamente lo con-
dujeron a un valle y de allí erigieron un santuario. Desde aquel
día las playas y laderas de la isla manan un olor suave y deleitoso.
Los piaches huyeron, se levantaron poblaciones, la tierra pasó
a otras manos. Ahora un denso silencio se desprende de las cimas.
Todo aquello ha pasado en un tiempo demasiado fugitivo, como
el que comienza ahora (17).

Así están establecidos los lineamientos de la obra. La aventura


de la empresa imaginativa está pronta a la proeza de conducirnos
a la mágica región de Cubagua.
Pero ante la frase de sentido y contenido profundo, ha de
mar­car una conclusión en el concepto filosófico que define la
impaciencia de Leiziaga:

— […] porque hoy los años son días y aquí los días son años (11).

Interpretación de una literatura y su significado personal

La versión, el estilo y el contenido de Cubagua ganan en el tras-


lado interpretativo su sentido poético. Lo precioso, musical de la
prosa exalta, conmueve y asombra.
Para expresar el primer contacto de la novela con la tierra de
Cubagua, por ejemplo, Enrique Bernardo Núñez describe cómo el
personaje central hunde los pies en «el río de nácar» (26) y resume
admirablemente la frase sencilla pero que encaja y complementa la
primera imagen: «Rocío de mundos» (26).
Ese personaje por medio del cual la evocación se va mani-
festando en la fantasía del sueño y que se identifica con lo ima-
ginativo del relato tiene la atracción del lector no por sus líneas
físicas ni por su condición humana, sino simplemente porque es
el instrumento a través del cual el novelista se vale para desarro-
llar la leyenda. Allí reside lo personal, el mérito interpretativo del

10
autor que alcanza la inspiración y la sigue alucinado a través del
panorama, región, hombres, razas, sucesos, historia y tiempo en
la época que reconstruye, para darnos la versión de esa Cubagua,
que es una historia, para contarla como un poema y una leyenda
para cantarla, en la frase que se asemeja a un verso. Imagen que
abandona la fantasía y se enreda en la realidad y se exterioriza en
figura, en movimiento y en el hálito apasionado en que respira
ansiosamente una vida ante un misterio y ante su enigma.
«El secreto de la tierra» encerraba la perspectiva del petróleo
en un rasgo pasajero, eventual y casi convencional de la descrip-
ción. El panorama se estremece; la tarde llega con la caída de las
velas del barco y con su tripulación que maniobra con la solem-
nidad del rito que se celebra con el nacimiento de las constela-
ciones. Ahí está expectante, mudo, asombrado, Leiziaga frente al
mar, con el infinito que le rodea. Detrás de él el autor vislumbra la
inmensidad y viene otra vez la frase admirable:

De pronto se sintió turbado creyendo oír en el espacio un rumor


humano.
Por el mar se aproxima un coro de voces, ecos de las noches
primitivas, a las cuales suceden pausas inmaculadas y una rá-
faga de oro, un destello lejano. Ideas que nacen del mar, entre
los arrecifes. Cuando ha llegado el tiempo escapan de sus lechos
y emigran, girando siempre para orientarse, en grandes nubes.
Conseguido el rumbo, nada puede desviarlas, ni el viento ni las
montañas, y vuelan directamente a refugiarse en las viviendas
humanas causando a veces terribles estragos. Como son seme-
jantes al polvo, nunca se les podría eliminar. Se las vería a través
de un rayo de luz, sujetas a quedar aplastadas en algún grueso
volumen, confundidas con los vulgares insectos que vuelan en
torno de las lámparas (27).

Lo que es historia y lo que es leyenda

La historia que narra Enrique Bernardo Núñez en Cubagua es la de


esa legendaria ciudad esplendente y maravillosa que tuvo una gran

11
importancia a través de épocas pasadas. Soldados y señores, artistas
y poetas y simples aventureros pasearon por sus calles, sufrieron
sus prisiones y abarcaron la visión del vasto e inmenso poderío del
mar Caribe.
Del fondo de esa isla surgieron los tesoros y las perlas
se precipitaron en la codicia universal. El color y el oriente de ese
milagro que la naturaleza esconde en lo más profundo de su vida
submarina, fue motivo para que la ambición despertara en el acto
temerario; y el indio convertido en esclavo sufrió la afrenta ante
las pupilas deslumbradas en los reflejos de nácar, en el tumulto
de los placeres de la pesca. De esas perlas que recorrieron el mundo
con el aprecio de los tesoros más raros y valiosos, Cubagua em-
pezó a palpitar y a estremecerse con la planta del soldado que
dejaba la huella de la violencia en la sangre del nativo; de esa Cu-
bagua de Enrique Bernardo Núñez, el símbolo del cardón surge
como una nota poética admirable; de esa Cubagua, de la leyenda
y de la fantasía, la literatura venezolana alcanza exquisitez, buen
gusto y madurez artística, pronta a ser glorificada en su poesía en
la plasticidad del cine con una obra excepcional.
Nila y la belleza extraña y fascinante que representa, Ce-
deño y Ortega, el padre Dionisio, Clareta, la mujer que como una
imagen borrosa aparece y se dibuja en el lance callejero; los indios
con la angustia en la fuga de su raza; los cardones como expresión
bravía del paisaje; La Tirana con su quilla y la tripulación silen-
ciosa; Pedro Cálice, que ve sus carnes despedazarse mientras las
frutas le llegan de París, de sus propiedades europeas; el turco co-
dicioso y tracalero que incita a la explotación de las perlas; Vocchi
con la eufonía de su nombre y el sentido de la evocación.
La leyenda y la realidad se unen en este aspecto de Cubagua.
Viene del pasado, de la existencia de dicha ciudad en la que el mundo
se deslumbra por sus riquezas y llega al presente, al suceso que en-
laza la trama y la justifica, y tras la reja está Leiziaga, inquieto, alu-
cinado y expectante. Habla de la experiencia que viene de sufrir,
de los viajes, de las personas, de la maravillosa visión que desfilara
ante sí. Los hombres que le rodean, que le contemplan descreídos,
adquieren el aspecto de fantasmas, en vez de serlo él que vivió en
Cubagua, la de cuatrocientos años atrás.

12
***

Cubagua con su secreto, con aquel enigma que la historia del


mundo le señaló en el espacio del tiempo que se enlaza con el pa-
sado, es narración extraordinaria, pues la composición, el sentido
de lo poético que sus páginas expresan y comunican, son hijas de
la excepción y tienen sitio destacado en las obras de la literatura
universal que merecen el aprecio y la estimación de la crítica.

Las excelencias de un escritor que desconocen


las mayorías venezolanas

En primer término, el estilo de Enrique Bernardo Núñez revela


una magnífica cualidad: hay en él belleza, corrección, imagen y fi-
gura de la buena literatura; describe el paisaje, domina su contorno
con acierto. Del dibujo de los personajes emergen caracteres.
Segundo, la interpretación de Enrique Bernardo Núñez de
la leyenda la hace de modo excepcional. Reconstruye el pasado, en la
síntesis apretada del párrafo que recuenta la historia y la traslada
a sus páginas con un sentido de la realidad poco común en los es-
critores que han ensayado ese género. La simple anécdota, lo cir-
cunstancial de esa reconstrucción no cuenta; hay personajes que
son hijos de lo novelesco pero que encuentran su línea en la rea-
lidad de Enrique Bernardo Núñez; él los pone a vivir, a sentir y lu-
char como si se tratase de criaturas que no hubiesen permanecido
en lo imaginativo, sino que saliesen de un mundo maravilloso y
fascinante, en que juega papel preponderante el amor y la codicia,
la rivalidad y la fantasía.
Tercero, la trama está desdibujada en el enigma de la misma
historia. Hubo quizás un plan al comenzar a escribir Cubagua;
una interpretación de la isla, de Nueva Cádiz. En ese escenario co-
loca una serie de personajes que tienen el trazo de lo común con la in-
triga mezquina, el resquemor, la baja pasión, lo que allí se exterioriza.
El escritor acude a la evocación y esta viene poderosa, ad-
mirable a las páginas de Cubagua. El motivo, el asunto, ya sea re-
lacionado con la grandeza del mundo o la insignificancia de la

13
vida, cuenta, sí, de acuerdo como se le exprese y tenga la facultad
de intuirse en el hallazgo. Esa leyenda de Cubagua, remota, mul-
tiforme por los sucesos que revela, es una manifestación literaria
admirable, un milagro que se realiza en la pluma de Enrique Ber-
nardo Núñez. El rasgo de lo novelesco y el aspecto de la realidad,
compaginados en un gran sentido poético y la belleza de un len-
guaje selecto, iba a asombrar a los lectores, a encantar a la literatura
venezolana, y a justificar, plenamente, la afirmación recientemente
estampada de que la novela venezolana es la mejor del continente
americano e incluso de la española contemporánea 2.
A lo interpretativo de excepcional calidad de Enrique Ber-
nardo Núñez en Cubagua, se iba a complementar con la poesía que
se diluye en sus páginas con una finura que llega en su musicalidad
a ennoblecer la expresión, a emocionarla como esa nota que arrebata
como algo que ha sido captado en la impresión que traduce la frase.
Con ese poder creativo, presenciamos y comprendemos las ideas que
nacen del mar, admiramos las regiones que surgen en la leyenda;
la realidad se personaliza en la imagen, la perla alucinada con sus
variados colores suaviza el tacto y el pasado es un sueño en la mente
delirante de Leiziaga que vivió la Cubagua de cuatrocientos años en
el presente, y bebió en la copa estilizada en los cráneos de hombres
que a ella pertenecieron.
La leyenda se graba y perdura:

Una tarde muy remota otra mujer cruzaba el mismo mar, ado-
rada de los hombres que le ofrecían perlas. Había tanta dulzura
en su mirada como el pensamiento que descendía del cielo. La
infinita esmeralda se oscurece y en ella caen gotas de aceite (78).
(…)
Una luz cruza como flecha encendida el horizonte.
Ya no son voces que se alzan del mar: murmullos, clamores
vagos, estremecedores, palpitantes, infinitos. Todo estaba como
hace cuatrocientos años (91).
2 Seguramente se refiera a palabras, demasiado optimistas, de Arturo Uslar
Pietri. Véase Letras y hombres de Venezuela, en Obras selectas, Caracas-
Madrid, Edime, 1953. (N. del C.)

14
Cubagua, leyenda de isla de perlas, evocación de la ciudad
sepultada en el fondo del mar. Obra extraordinaria de la litera-
tura venezolana, y con la cual un autor, Enrique Bernardo Núñez,
venía a mostrar en la novelística nacional la justificación de su vida
de escritor, en la limpieza y admirable actuación que arranca en el
tembloroso momento en que el muchacho se asoma tímidamente
a la publicidad y recibe la incomprensión de la crítica.
Así respondía el autor de Sol interior y Después de Ayacucho
a los que negaron al escritor adolescente, con la nobleza de esa
creación artística que tiene en el acento de la leyenda el significado
de un mundo extraordinario.

15
Cubagua
Una obra de gran significación
en la literatura venezolana*
Fernando Paz Castillo

C ubagua marca un punto de madurez, de verdadera sazón en


la obra de Enrique Bernardo Núñez. En ella se encuentran
superadas las virtudes estilísticas de este escritor de prosa limpia
y sobria, como la de Cecilio Acosta, tal vez el clásico nuestro que
mayor influencia haya ejercido en los años de su formación lite-
raria, tanto por la sobriedad de la frase bien construida, como por
la clara y mansa honestidad del lenguaje.
Un vigoroso ambiente poético da unidad a los diferentes
cuadros que componen la obra. Parece que toda hubiera sido ins-
pirada por los efluvios de esa luz roja que circunda los hieráticos
cardones, y a la cual atribuye Enrique Bernardo Núñez el naci-
miento de los fantasmas de la isla. Y Cubagua misma es, quizás,
uno de esos fantasmas, visiones de la tierra heroica, convertidos
en arte por la disciplina del autor, siempre vigilada, con lo cual
Enrique Bernardo Núñez da una clara y fecunda lección de crio-
llismo. Su novela no se queda en lo simple pintoresco y anec-
dótico. Traspasa las lindes de la realidad, recordando en partes,
acaso, por la sobriedad del estilo y por la lírica interpretación de
la naturaleza, algunos de los poemas en prosa del malogrado José
Antonio Ramos Sucre.
Desde luego existe un gran parentesco entre la concepción
poética de Cubagua y la de los cuadros de Las formas del fuego.

* Publicado en el diario El Universal, Caracas, 27 de junio de 1935, pp. 1 y 7.

17
Y no hay que olvidar la influencia persistente que ejerció en todos
los escritos de Ramos Sucre la hostilidad del paisaje de la costa
oriental, abatida bajo la luz candente de los cielos. Diríase que de
este contraste de luces nacieron sus mejores poemas, como también
de ese contraste surgen las más exquisitas páginas de la novela de
Enrique Bernardo Núñez.
No quiero con esto decir que haya influencia de Ramos
Sucre en Enrique Bernardo Núñez, escritor plenamente formado
para la fecha en que aparecieron los libros del autor de La torre
del timón. Si hago el paralelo es más bien para justificar, por un
lado la influencia del color, magia de la isla, tanto en uno como
en el otro, la rudeza que se advierte —con sobrada frecuencia en
ellos— al referirse al hombre desamparado entre el vigor de esa
naturaleza agria, pero hermosa. Parece que la humanidad de estos
pueblos estuviera formada por las sombras nostálgicas de seres que
alentaron en otros tiempos, y que ya viven sin alegrías, conde-
nados al fatalismo de una existencia lenta, en una época como
la nuestra, cuando todo tiene un ritmo acelerado, impresión que
traduce admirablemente bien Enrique Bernardo Núñez1 cuando
dice: «Deseo huir de esto, porque hoy los años son días y aquí los
días son años» (12).
Semejante eternidad de vida, de una vida que se repite sin
renovarse es, desde luego, el núcleo de la novela, o dicho de otro
modo: el elemento trágico, suerte de corriente subterránea que
anima y da unidad a los diferentes cuadros o cantos, pues Cubagua
está concebida y ejecutada más como un poema o sinfonía que
como una novela tradicional.
La vida cotidiana en Cubagua es una capa superficial colocada
sobre el esqueleto de una existencia pretérita, una mayor pujanza y
brío, que absorbe todos los actos de los hombres. «A la entrada de
La Asunción unos matapalos vierten sus copas maravillosas junto
a un convento franciscano convertido en casa de gobierno» (9).

1 Este artículo no ofrece referencias bibliográficas. Considerando la fecha de


su publicación, se han constatado las citas de la novela siguiendo la siguiente:
Enrique Bernardo Núñez, Cubagua, 2.a edición, Caracas, Editorial Élite,
1935. (N. del C.)

18
Pero, no obstante el cambio, el espíritu de los franciscanos perdura,
como perdura en la fisonomía de los habitantes algo de los con-
quistadores, hasta el punto de que uno de los personajes pueda ha-
cerse esta reflexión al ver a Leiziaga contemplando el plano de la
isla que dibujó, en tiempos de la Conquista, el conde milanés Luis
de Lampugnano: «Por cierto —continuó en tono más familiar—
que este Lampugnano tiene semejanza con cierto Leiziaga. ¿No
andas como él en busca de fortuna? Todos buscan oro. Hay, sin
embargo, una cosa que todos olvidan: el secreto de la tierra» (23).
Y estas palabras adquieren mucho mayor sentido cuando el
mismo Leiziaga se siente dominado por ellas:

Leiziaga se inclinó de nuevo sobre el plano de Nueva Cádiz. Des-


pués se le ocurrió un pensamiento que le hizo reír. ¿Sería él acaso el
mismo Lampugnano? Cálice, Ocampo, Cedeño. Es curioso. Re-
cordó este aviso en el camino de La Asunción a Juan Griego: «Diego
Ordaz – Detal de licores». Los mismos nombres. ¿Y si fueran, en
efecto, los mismos? Se volvió a sentar, a un gesto del fraile, que
hojeaba un cuaderno amarillento, un manuscrito antiguo (23).

Pero, mientras los paisajes recuerdan una grandeza, en cierto


modo mágica, producto de esa luz roja que enciende las playas
distantes y pone rubores de concha marina en las espumas de las
olas, los hombres están vistos con un espíritu duro, a veces hostil,
y ello hasta el punto de que los adjetivos de que se vale el autor
para singularizarlos, generalmente tengan algo de grotescos: «En
La Asunción, los empleados públicos envanecidos y pobres» (9).
«En Paraguachí, a la hora de vísperas, en la puerta del templo, se
veía a un franciscano, hombre alto, cojo, de edad indefinible» (10).
«Zelma era una vieja feroz» (10). «El doctor Camilo Zaldarriaga.
Un hombre gruñón y sarcástico, un imbécil» (12). «Niños des-
nudos, con los ojos comidos de tracoma, llegaban en multitudes»
(12). «Cálice, un lázaro» (15).
Y así casi siempre que califica a uno de los personajes, estado
de ánimo que lo lleva a emplear palabras desapacibles acerca del
mismo paisaje y los objetos, cuando estos están en íntima relación
con los hombres.

19
Hacemos esta observación por parecernos de suma impor-
tancia en la novela, inspirada por el contraste que sorprendió al
autor entre la naturaleza de esos pueblos ribereños al mar, siempre
creándose, como dijo Paul Valery, y la apagada de los hombres,
vestigios de una humanidad que en otros tiempos dio pruebas de
un entusiasmo y pujanza que llegó, y en veces traspasó, las lindes
del heroísmo.
En el libro hay dos personajes síntesis de la vida de la isla. La
vida en las islas es distinta a la de los otros lugares de la tierra. El
estar rodeadas del cielo y del mar les da algo hierático. Según el autor
de Cubagua son trozos de tierra predestinados. Y estos dos perso-
najes: Nila y Cálice, como las islas, están rodeados de cielo y mar.
Ya hemos dicho que lo más singular de este paisaje es la luz
roja que enciende los sueños de los hombres y pone un resplandor
milenario, de mundos distantes que se agotan, sobre el vigilante
candelabro de los cardones. Veamos la descripción que hace En-
rique Bernardo Núñez de Nila en uno de los cuadros más hermosos
de la novela:

En aquel momento Leiziaga vio cerca de él a Nila en traje de


baño rojo y blanco. Tomaba las conchas más hermosas para lan-
zarlas en el azul infinito. El disco de nácar brillaba en el torrente
de luz como la luna en el día. Leiziaga creyó haberla visto toda
la vida o al menos hallar una imagen que vivía confusamente
dentro de él. Barro maravilloso en cual se funden y plasman los
deseos. Las olas llegaban en tumulto, lentas grabadoras de rocas,
imprimiéndose en las costas (15).

Este cuadro tiene agilidad y belleza plástica. Es una estatua.


El mismo cuerpo de Nila, vigoroso con su traje rojo y blanco como
la luz de la isla y de la ola parece tallado por el mar labrador de
rocas, esto es: de eternidad. Pero la belleza de Nila es completa-
mente formal, como la de isla, como la de esa raza oscura que ha
perdido el alma. Porque Nila, con ser tan bella, carece de alegría;
y todavía hay algo más: carece de dinamismo interior, de pro-
blema psicológico, de fuerza expansiva, como si toda su raza, raza
humillada de indios, se hubiera refugiado, temerosa, en su cuerpo

20
bello, pero con la nostalgia de algo que le habla desde el fondo de
su conciencia de otras razas y de otra vida, tal vez más en armonía
con la aspereza de la tierra empenachada de recias palmas.
Y así como en Nila está simbolizada la belleza prístina de
la isla, cuyo paisaje ardoroso se refresca en las noches claras con
un rocío de mundos y un rumor de estrellas, la parte fosca, coti-
diana, recia, se encuentra representada en Cálice, en su semblante
abatido por la adversidad: «En el rostro de este hombre está toda
la fisonomía de la isla»2.
Como ya lo hemos dicho, la concepción de Cubagua es esen-
cialmente poemática, y los personajes principales, Fray Dionisio,
Nila, Cálice y Ortega, seres simbólicos, subyugados por la gran-
deza del paisaje de luz rojiza y de noches blancas, esplendorosas,
como si tuvieran el color mítico de las conchas, labradas en el
transcurso de los siglos, junto al sueño del agua, por la inquietud
de las olas que labran la eternidad.
Este soplo de eternidad es, sin duda alguna, lo más bello de la
novela: soplo que se advierte en todo lo que rodea a Nila. Así cuando
la sorprende Leiziaga entre las olas, como cuando la encuentra
Ortega en su hamaca, sumergida en el agua de la luna:

Nila estaba en su hamaca purpúrea —siempre el color rojo de la


luz—, de cuadros azules. Empuñaba un enorme abanico de palma
que reposaba sobre su pecho florido. Ortega entró y sentóse en el
suelo, absorto en ella, que sonreía a un pensamiento lejano. Sin
duda estaba ausente. La luna penetró en la habitación (17).

O bien, en este otro pasaje:

El mar hace pensar en las selvas como en tierra adentro se sueña


con las anchuras marinas. La selva ejerce su atracción sobre las
islas, penetra con los ríos en el Caribe y allí vierte su pensamiento.
La mirada de Nila cae impasible sobre las islas, en las costas llenas
de signos en la noche y la noche contempla su desnudez. Nila

2 La cita exacta es: «Toda la fisonomía de la isla estaba en aquel rostro» (20).
(N. del C.)

21
apoya las manos en la arena, y en su escorzo, en su abandono,
hay serenidad y hay también la movilidad temblorosa del agua,
de la estrella (36).

Como Nila, apoyada en la arena, con serenidad y con mo-


vilidad temblorosa, casi inmovilidad, es esta novela de Enrique
Bernardo Núñez, donde por sobre el dolor cotidiano de una hu-
manidad triste, casi sin alma, se cierne en el silencio rumoroso de
las noches estrelladas —rocío de mundos, signos de eternidad— la
tristeza de un paisaje, que, tal vez por designios inescrutables de
la suerte, no alivia, a pesar de su belleza, la vida de los hombres
y de la isla, igual que Nila, hermosa, majestuosa, pero sin alegría.
¿Y esta falta de alegría de vivir —de la vida misma, de inti-
midad del hombre con el paisaje y con la naturaleza áspera, pero de
corazón blando como los cardones simbólicos— no será el secreto
de estas tierras?

22
Un escritor más allá de la letra*
Guillermo Sucre

E nrique Bernardo Núñez ha dejado una huella en muchos de


los escritores de mi generación a través de su pensamiento
adusto, su recia melancolía de solitario, su verdad que con nadie
compartió alegremente1. Él era de esos escritores que además de
una obra —una de las más inteligentes y diversas en el ámbito
nacional— nos ofrecía un modo de ser, una actitud, un compor­
tamiento ético frente al mundo. Era un escritor sin vanas posturas,
pero también sin imposturas. Y en un país donde la inteligencia ha
sido más decorado que decoro, más apego a las fórmulas que deber
a la escritura fidedigna, él estuvo más allá de la letra. Supo en-
carnar el verdor de una acción que tal vez aún no ha llegado para
nosotros. Por ello, y sin confesárselo nunca —éramos demasiado
tímidos o demasiado sinceros para hacerlo— lo reverenciábamos.
Recientemente sobrevino su muerte. A casi setenta años de in-
certidumbres —aún tenía el valor de dudar—, de desvelos y de ilu-
minación por dentro, se apagó su vida. La muerte le vino como le
había venido la existencia: como una gracia liberadora, un don que él
siempre quiso descifrar.

* Prólogo a La ciudad de los techos rojos: calles y esquinas de Caracas, Caracas,


Banco Industrial de Venezuela, 1966, pp. 7-11. Publicado primero en la
revista Zona Franca, el 4 de octubre de 1964.
1 El texto original no posee referencias bibliográficas, por lo que se agregan,
según su contenido, de las ediciones que pensamos utilizó el crítico. (N. del C.)

23
¿Cómo no escribir ahora sobre él? ¿Sobre él, que tanto de-
terminó, aunque a distancia, de nuestras vidas? Este ser que tan
despojado anduvo por el mundo —despojado de todo, menos de
vida interior, de bondad— nos pertenece ya en ese ámbito amplio
y sincero en que dos generaciones se encuentran y reconocen.
Uno de los rasgos que más nos ha impresionado en Enrique
Bernardo Núñez, es su capacidad reflexiva, su manera de ver con
lucidez y sin complacencias lo que lo rodeaba. Pensó en los más va-
riados temas de la realidad venezolana y lo hizo con sencillez que
sabía que correspondía a nuestra situación cultural e histórica. Por
eso dedicó gran parte de su labor al periodismo; un periodismo lu-
minoso y lleno de resonancias espirituales, que algún día habremos
de rescatar de un mundo caracterizado por la penuria, la arrogancia
y la malevolencia de la prensa. Es así como sentía especial satis-
facción en recordar, con palabras del propio filósofo, que la obra
de Ortega y Gasset había brotado «en la plazuela del periódico»2.
La historia, la sociología, los estudios jurídicos y aun la simple
crónica no fueron para él pasatiempo de erudito, sino voluntad de
acción, de servicio. «Ser “intelectuales” —decía— no es nada. Es
preciso ser soldados, exploradores, obreros»3. Pero no fue un refor-
mista ni un moralizante. Fue, a su manera, un radical. Solo que su
radicalismo no se andaba por las ramas, como tampoco por las aco-
modaticias tácticas de los revolucionarios criollos, sino que apuntaba
a lo esencial. A la gran materia genética y creadora de Venezuela; a
esa fuente recóndita de donde emanaría no toda verdad, sino más
sencillamente un temple, una virtus de lo venezolano.
Por ello, entre sus grandes preocupaciones estuvo la de crear
un país que tuviese definición propia. Pero, sobre todo, una es-
pecial reciedumbre interior. Y nada en ello de localismos ni de
chovinismos. Nadie más lejos que él de esas pomposas y vacías
formulaciones de la nacionalidad. «Las costumbres solamente por

2 «Ortega y Gasset», publicado en el diario El Nacional, Caracas, 19 de no-


viembre de 1955, recogido en Bajo el samán, Caracas, Ministerio de Educación
Nacional, 1963, pp. 48-52.
3 «Intelectuales», El Universal, Caracas, 19 de marzo de 1939, recogido en
Bajo el samán, ob. cit., p. 91.

24
sí solas no forman un alma nacional»4, afirmaba. Este hombre,
que tan metido estuvo en archivos, legados, pergaminos, datos
y fechas y que tanto conoció lo más secreto y aún lo pintoresco
de la historia venezolana, sabía que en la modelación de un país
se requería una dimensión más profunda del espíritu, una fe, una
vocación de destino. Imbuido de culturas extranjeras, de grandes
mitos y leyendas, lo que tenía era nostalgia por una cultura similar
que irradiara en nuestro medio. Abrir a Venezuela hacia afuera
era, para él, un modo de hacerla más real, más auténtica. El único
nacionalismo que alimentó, en este sentido, fue el nacionalismo
económico. Fue celoso en rechazar lo extraño, cuando ello podía
deformarnos. La intervención excesiva de capitales extranjeros le
parecía, por ello, negativa. Y lo señalaba con valentía:

Tantos estadistas, tantos prohombres nuestros, han golpeado en la


necesidad de capitales, sin defensa alguna por nuestra parte, que
la sola palabra ha venido a ser como el latón que los indios cam-
biaban por sus tesoros y consideraban materia llegada del cielo5.

En la creación de lo que él llamaba alma nacional, era ne-


cesario encontrar un pensamiento que estuviese a la altura de
nuestra situación; un pensamiento legítimo, nacido de nuestra ca-
pacidad para ver y transformar la calidad. Venezuela no solo era
indigente en su desarrollo material, sino, muy principalmente, en
su desarrollo intelectual. Y lo reconocía con cierta tristeza. Com-
paraba el fabuloso sentido de nuestra tierra con lo que los hombres
habían expresado sobre ella o con lo que había elaborado a partir
de ella. «Parece que el pensamiento nacional estuviera muy por lo
bajo del destino geográfico del país»6; «Nosotros los venezolanos
debemos descubrir de nuevo los cielos y la tierra»7.

4 «Lo nacional», El Nacional, Caracas, 29 de diciembre de 1955, recogido en


Bajo el samán, ob. cit., p. 71.
5 «La batalla por el país», El Nacional, Caracas, 3 de octubre de 1950,
recogido en Bajo el samán, ob. cit., p. 16.
6 «Un pensamiento nacional», publicado en el diario El Universal, Caracas,
4 de enero de 1940, en «Brasil», Bajo el samán, ob. cit., p. 15.
7 «Colonización», 1939, en Bajo el samán, ob. cit., p. 27.

25
«Descubrir la tierra» ha sido en el pensamiento venezolano algo
más que una fórmula. Desde Andrés Bello hasta Rómulo Gallegos.
En Enrique Bernardo Núñez esta tentativa cobró también fuerza
de una honda pasión constructiva. La pasión por lo que siempre
es inédito y nutricio. Esa pasión lo conminaba, lo transfiguraba.
Le daba un arrebato y una exaltación de hombre adánico. No se
detenía en prolijidades ni menudencias históricas. Para los graves
señores que hacen la historia insípida de las academias, sus pala-
bras podían resultar más bien desvaríos. Sin embargo, apuntaba:

En el siglo pasado solía decirse que nuestra historia no estaba


escrita. Hay, en realidad, una historia no escrita, o que está por
escribirse. Una historia inspirada en los grandes ríos, las llanuras
y las cordilleras, obra de un pueblo fuerte y numeroso8.

Este sentido de lo inédito, de lo no escrito, de lo aún no


construido, debió darle a Enrique Bernardo Núñez una visión de
fundador. Su pensamiento lo fue de fundación. Con paciencia,
con esa lucidez de los solitarios, supo encontrar los que podrían
ser los grandes lineamientos de una acción colectiva. Nunca un
solitario estuvo más cerca de la empresa común, más cerca del
alma esencial que nos pertenece. Por eso hoy sus ideas conservan
la limpidez y el vigor de lo que ha sido necesario.
A la par del pensador, hubo en Enrique Bernardo Núñez el
hombre ético. La moral suya surge de sus ideas mismas, diríamos
también de su estética. Porque fue un hombre estético en el sen-
tido más amplio y primordial del término. Frente a la palabra tuvo
la fidelidad y la devoción del poeta. La palabra le era un arma sa-
grada. Comprendía, por ello, que la palabra le había sido dada con
un sentido, para realizar un destino. Y supo decirla sin compo-
nendas, sin mistificaciones. No para crearse una «aureola» de in-
telectual, sino para revelar la verdad. Palabra y verdad se hicieron
tan sinónimos en él que ya no entendía una sin la otra. Su ejercicio
de escritor se llevó a cabo bajo ese signo. Escribir, pudo decir, le
8 «La historia de Venezuela», Discurso de incorporación a la Academia
Nacional de la Historia, Caracas, 1948, en «La batalla por el país», Bajo el
samán, ob. cit., p. 17.

26
era un apostolado, pero nunca amó esas frases grandilocuentes.
Escribía porque debía expresar su verdad.

Hombre, confiesa tu fe. Ideas, convicciones, no valen nada mien-


tras no sean expresadas. Si las palabras mueren inéditas en nuestra
conciencia, vienen a ser como señales luminosas caídas dentro de
un pozo. La palabra es lo que vale. Héroes o santos no pueden
existir sin ella9.

Y nada posiblemente mortificó tanto su espíritu, y lo volvió


aparentemente hosco y aun hostil, como el culto a la mentira que
tradicionalmente se ha levantado en nuestro país. Acaso ello sea la
razón de su soledad, de su «distancia». No por escéptico, sino por
demasiada fe en lo que defendía. Amaba, por ello, al gran vasco
Pío Baroja. De él decía, con palabras que también pueden aplicár-
sele: «Su agresividad, su odio a lo feo, falso, hueco, injusto, viene
de su terrible amor a la verdad, a la justicia, a su deseo vehemente de
ser sincero»10. «[…] la incredulidad es estéril y solo las almas su­pe­
rio­res penetran en el reino de lo maravilloso»11. Esta frase se en-
cuentra en la única y extraordinaria novela que escribió Enrique
Bernardo Núñez12, ella parece darnos, más que la clave, el santo
y seña para transponer el mundo de esta narración.
Porque Cubagua es una novela que se mueve en el ámbito de lo
maravilloso, de lo mítico. Toda la dura y escueta realidad que subyace
en ella tiende a metamorfosearse, a despedir una extraña refacción.
Y es que su autor juega con una tal superposición de elementos, con
una tal fusión de tiempos y una simultaneidad de circunstancias,
que en esta novela lo real y lo irreal adquieren iguales propor-
ciones y semejante fuerza. Y todo ello sin transición, sin recursos

9 «La verdad», de «Mis cuadernos de notas, 1950», en Bajo el samán, ob. cit.,
p. 98.
10 «Pío Baroja», publicado en el diario El Nacional, Caracas, 16 de noviem­bre
de 1956, recogido en Bajo el samán, ob. cit., p. 53.
11 Enrique Bernardo Núñez, Cubagua, Caracas, Monte Ávila Editores Lati-
noamericana, 2012, p. 64.
12 No entendemos por qué el crítico afirma a continuación que fue la única
novela que escribió el autor, pues como se sabe esta era la tercera de cuatro
editadas en vida. (N. de C.)

27
explicativos, sin pasajes lógicos. Tal como una realidad mítica
pudiera encarnar de pronto en un hombre de nuestros días.
En Cubagua los personajes son dúplices; representan criaturas
contemporáneas y al mismo tiempo criaturas que ya se han hecho
fabulosas con la historia. El ingeniero Leiziaga recuerda al increíble
conde milanés Luis de Lampugnano, que hacia 1600 había visi-
tado en trance de fortuna el «jardín» descubierto por Colón13. Fray
Dionisio esconde en su alma la sabiduría milenaria de los frailes
que habían hecho la Conquista. Nila Cálice es además una suerte
de deidad indígena a cuyo costado parecía vivir el cosmos. En ello
reside la vida interior de estos seres: una vida mítica, legendaria, re-
mota, indescifrable que proyecta sobre ellos la historia. Y es una de
las virtudes novelescas, audaz para su tiempo, de Enrique Bernardo
Núñez. No «tipos», sino concentrar todo su relato en una atmósfera
de alucinación y realidad que por sí misma transfigura y comunica
vida a los seres ficticios que en ella penetran.
Pero además del tiempo mítico, de la creación de una atmós-
fera, hay en Cubagua dos temas que podrían servir de hilo con-
ductor en la novela. El tema del alma perdida de la raza y el del
secreto de la tierra. Son temas que se fusionan para dar sentido a
toda la novela y aun a toda la obra de su autor. Los buscadores de
perlas hoy, así como los conquistadores seducidos por las riquezas
de ayer, quedan al final alucinados por su propio descubrimiento
y lo pierden todo. Es que, en realidad, han perdido el sentido más
profundo de la vida: el secreto de la tierra. En un pasaje de la no-
vela, Fray Dionisio, evocando el pasado, dice a Leiziaga: «Por cierto
[…] que este Lampugnano tiene semejanza con cierto Leiziaga.
¿No andas como él en busca de fortuna? Todos buscan oro. Hay,
sin embargo, una cosa que todos olvidan: el secreto de la tierra»14.
Sin embargo, no es Cubagua una novela de tesis. Nada más
lejos de su espíritu. En 1959, su propio autor decía:

También Cubagua fue un intento de liberación. Hacía tiempo de-


seaba escribir un libro sin pretensiones, donde los reformistas no

13 En realidad, el Lampugnano histórico arribó a la isla hacia 1528. (N. de C.)


14 Cubagua, ob. cit., p. 34.

28
tuviesen puesto señalado, como lo tenían en la mayor parte de las
novelas venezolanas escritas hasta entonces, o no hubiese pesados
monólogos de sociología barata…15.

Ciertamente, Enrique Bernardo Núñez no explica nada de


su novela. Todo en ella queda con la misma ambigüedad que en-
cierra. Es una novela pura, en este sentido; una de las pocas dentro
de la narrativa venezolana. Una novela que habla por sí sola, desde
sus propias significaciones internas. Y, además, es una de nuestras
más logradas tentativas por crear mitos propios.

Me fastidia ya la letra muerta de los archivos. Las toneladas de


letra impresa. La pedantería obligatoria. La necesidad organizada.
Preferiría ver el cielo y el mar. Los bosques. Sentir el aire libre.
Los cohetes disparados a Venus y a Marte. En fin, la naturaleza,
la vida que pasa a nuestro lado16.

Este es uno de los últimos textos que escribió Enrique Ber-


nardo Núñez. De nuevo en él encontramos el mismo sentido que
rigió toda su vida y su pensamiento. El sentido de convertir la
letra en verbo, el verbo en acción, en poiesis. En poesía.
Ahora comprendemos que este elemento es clave en su per-
sonalidad. La poesía tuvo en él un irreductible aliado. Aún más,
creemos que fue un gran creador de poesía activa y actuante. Tí-
mido, taciturno, retirado, acaso nadie como él supo sacar fuerza
de la contemplación pura, desinteresada. En la historia, en la cró-
nica, en la novela, en el sencillo divagar del periodismo dejó la
poesía de la meditación. Y su obra ahora se ha llenado de ese aire,
de esa luz que con tan conmovedora pasión buscaba en los últimos
años de su vida. Deberíamos reflexionar sobre este poeta. Esta re-
flexión bien podría comenzar por un libro que como La ciudad de
los techos rojos, alía la imaginación y la historia y es ciertamente una
crónica prolija del desarrollo de Caracas.

15 «Algo sobre Cubagua», El Nacional, Caracas, 13 de diciembre de 1959,


recogido en Bajo el samán, ob. cit., p. 107.
16 «El hombre, una flecha», El Nacional, Caracas, 20 de enero de 1963, recogido
en Bajo el samán, ob. cit., p. 75.

29
El «otro» novelista*
Osvaldo Larrazábal Henríquez

E n 1931, el mismo año en que se está publicando La ninfa del


Anauco, ocurre para los anales literarios del país, uno de los
hechos más significativos, ya que de las prensas editoriales de Le
Livre Libre de la ciudad de París, llega al público la novela Cu-
bagua, de Enrique Bernardo Núñez. Año este muy importante
dentro de la literatura de narración venezolana, sirve para con-
solidar, por las consecuciones que se derivan de él, el paso deci-
dido que desde hacía algún tiempo venía intentando un género
creciente y en vías de afirmación. Arrancada desde un comienzo
de siglo donde la novela modernista contribuyó al aspecto estético de
esa novela, y arraigándose poco a poco en nombres, títulos y fe-
chas que la engrosaban, la narrativa venezolana va adquiriendo
conciencia de su propio valor y va tratando de mejorar sus pro-
ducciones, acicateada no solo por el afanoso trabajo de muchos es-
critores, sino, además, por el gusto creciente de un lector que por
estar más enterado, cada vez exige más. Díaz Rodríguez, Domi-
nici, Blanco Fombona, Carlos Elías Villanueva, Gallegos, Samuel
Darío Maldonado, Urbaneja Achelpohl, Pocaterra y Teresa de la
Parra, son los nombres más ilustres de ese grupo de literatos que
está empeñado en conseguir una manifestación propia a través de

* Osvaldo Larrázabal Henríquez, en Enrique Bernardo Núñez, Caracas,


Ediciones de la Biblioteca de la Universidad Central de Venezuela, 1969,
pp. 29-67.

31
su producción. Algunos pasos son tímidos y de comienzo, otros
ya más establecidos perfeccionan sus técnicas y sus habilidades,
otros no mencionados laboran calladamente en busca de un sitio
equiparativo; pero todos están igualmente inspirados dentro de
una búsqueda que en algún momento culminó en un movimiento
que Uslar Pietri llegó a llamar el primero de la novelística hispa-
noamericana. En ese año de 1931 surgen dos nuevos nombres al
panorama ya crecido de autores: se publican Las lanzas coloradas,
de Arturo Uslar Pietri, y Odisea de tierra firme, de Mariano Picón
Salas, a la vez que dos novelistas ya establecidos insisten en su
labor divulgativa: Rufino Blanco Fombona, cargado de honores y
de renombre, da a conocer La bella y la tierra y Enrique Bernardo
Núñez, después de un prolongado silencio vuelve a novelar: Cu-
bagua es su nueva obra. Desde ese momento, casi olvidadas sus
anteriores producciones, el prestigio del autor crece en la misma
proporción, en que es admirado y reconocido el valor del libro.
Cubagua narra un cuento muy sencillo. Pocas palabras se-
rían necesarias para totalizar lo que el autor quiere contar. La
forma como lo hace, los elementos que utiliza en esa narración
y el tratamiento poético, unidos a la sutileza y a la habilidad exhi-
bida, son las circunstancias en que se basa la grandiosidad de esta
«pequeña obra».
Una visión retrospectiva, necesaria para comprender la tra-
yectoria del escritor —solo en cuanto a narrativa se refiere, que es
el interés exclusivo de este trabajo—, permite la singularidad de
hacernos concebir dos mundos completamente separados y casi
antagónicos —por lo menos en sus logros—, dentro de la obra
novelística de Núñez. En realidad, tomando como punto de re-
ferencia a Sol interior o a Después de Ayacucho y comparándolas,
o tratando de compararlas, con Cubagua se puede observar cómo
es de diferente el mundo conceptivo que animaba al autor para
las épocas en que se produjeron. Y esto, que aparentemente po-
dría parecer una observación simple, se convierte en aseveración
formal cuando se piensa que si bien cada obra tiene su propio ám-
bito y su propio universo, todas las de un autor están ligadas por
algo que las identifica y las hace particulares de él. Ha habido
una superación desde los años en que se editaron las dos primeras

32
novelas del autor, pero ha habido una superación extremadamente
positiva que lo hace otro escritor. Cubagua rompe con todas las
formas de narración, a veces amenas, a veces descoloridas, a veces
con logros apreciables; y al quebrantar esas normas se traslada
a un ambiente distinto donde la ficción y la realidad crean un
nuevo mundo expresivo. Adelanto a una forma poetizada de la
actual ciencia ficción, la nueva novela de Núñez determina otra
concepción dentro del modo de narrar venezolano, y sin temor
a caer en exageraciones se podría pretender que para la época en
que aparece no hay nada semejante en nuestra lengua.
Dice Gustavo Luis Carrera que la actitud del lector ante la
novela tiene mucho de vía intuitiva, de apreciación directa; y que
hay una especie de unidad anímica entre la expresión y la recep-
ción, que rompe todos los moldes racionales y persiste como una
propia convención de los valores1. El contacto con Cubagua se re-
suelve, casi a la perfección, de esta manera. Sin unidad esquemá-
tica que la defina, careciendo de una estructura organizada dentro
de los límites justificados o permisibles para una «novela» y con la
fuerza de su capacidad de penetración definitiva, esta obra es no-
vela, y es novela extraordinaria; lo es no solo porque su autor así
lo quiso —que don Enrique manifestó muchas veces sus dudas
al respecto—, sino porque se hace sentir como tal por la fuerza
de su penetración y por su mundo infinito, que aprehendiendo
a quien la lee, lo traslada hasta sus más remotos confines. Cubagua es
novela en la visión infinita que presenta de un mundo lejano y cer-
cano, lo es como coherencia entre el paso del tiempo y la repetición
implacable de los acontecimientos, lo es en la medida que convoca
horizontes perdidos para la recreación en el lector, y en las posibi-
lidades que le abre atrayéndolo a su intimidad. Lorenzo Batallán
escribió que la grandeza de Cubagua y de su autor había estado en
«hacer de la nada un libro, crear del amor a una tradición una novela
y encontrar el lenguaje de la evocación para el relato apasionado»2.

1 «Conferencia sobre la novela», Seminario de literatura venezolana II,


Universidad Central de Venezuela, Caracas, 1967-1968.
2 Lorenzo Batallán, «La muerte escribió un signo en el tiempo: Enrique
Bernardo Núñez», publicado en el diario El Nacional, Caracas, 2 de
octubre de 1964.

33
Suponemos, por cientos de datos, que la labor creativa al-
rededor de esta novela ha debido ser dilatada y lenta, producto,
quizás, de experiencias vivenciales que dejaron una honda huella
en la sensibilidad del escritor. En un artículo publicado en Bogotá,
titulado «Bajo la noche tropical y misteriosa. Desde la playa de
la isla encantada el pensador oye el infinito», que casi es una ma-
nifestación de algún acontecimiento que le dio pautas en la idea
narrativa, el autor hace un relato de hechos, paisajes y personajes
de Cubagua, bastante cercanos a los que presenta en la novela.
Dice que «descansaba yo cierta noche en una playa de Cubagua.
Aquella isla fue teatro de novelescas aventuras en los primeros días
de la Conquista», como dando entrada a un motivo que se con-
virtió en la obsesión que produjo la obra; y esto sucedía en 19283.
Con mucha posterioridad el mismo autor refirió que cuando es-
cribió el libro tuvo inspiración en «fúnebre islilla cubierta de nácar
[que] era un tema olvidado» y que en ese recuerdo salían a su en-
cuentro multitud de imágenes que él creyó necesario detener «o
agarrar por los cabellos». Para aquel entonces Núñez trabajaba en
el Heraldo de Margarita, periódico fundado bajo la administra-
ción que ejerció Manuel Díaz Rodríguez como presidente del es-
tado de Nueva Esparta, y que tenía como oficina de redacción la
capilla de la vieja iglesia franciscana. Diariamente la afanosa labor
se confundía con el deseo de hilvanar una narración que pudiera
compendiar tantos fantasmas y tantos recuerdos como los que re-
voloteaban alrededor de la mente creadora del paciente periodista,
y en el casi solitario convento donde trabajaba, leía

la crónica de fray Pedro Aguado […] en la cual se narra la historia


de Cubagua. Nombres, personas, cosas, ruinas, soledades, venían
a ser como un eco del tiempo pasado. Aquellas imágenes acu-
dieron luego a mi memoria, y ese fue el origen de mi librito, simple
relato donde sí hay, como en La galera de Tiberio, elementos de
ficción y realidad4.

Mundo al Día, Bogotá, 4 de febrero de 1928.


3

4 Enrique Bernardo Núñez, «Algo sobre Cubagua», publicado en el diario


El Nacional, Caracas, 13 de diciembre de 1959, recogido en Bajo el samán,
Caracas, Ministerio de Educación, 1963, p. 106.

34
Ninguna duda hay sobre esto. La manera como combina el
autor los diferentes elementos, bien sean extraídos de su imaginación
o pertenezcan a una condición real, constituyó una de las bases del
éxito del libro. A la vez que se deleitaba, imbuido en el pasado y dando
rienda suelta a su ambición de historiador, se documentaba acerca
de las cosas verdaderas que sucedían en el ambiente, y como no puede
lograr un presente de Cubagua —porque la vida allí es muerte retar-
dada—, incluye la cercanía de la isla de Margarita como motivo de esa
actualidad y de existencia. La historia de ciertos hechos que aparecen
en la novela y a los cuales el autor ha dado una adecuación ambiental
para hacerlos funcionar dentro de un todo intencionado, está en la
veracidad de los acontecimientos de cada día; y cuando utiliza a Selim
Houbac, «un sirio comerciante en perlas» (89)5, lo está haciendo en
función de una realidad. En una nota periodística que publicó Pedro
M. Britto González en El Nuevo Diario del 28 de enero de 1921, ti-
tulado «La pesca de perlas en Margarita», dice que «puede afirmarse
que la compra de perlas al por mayor la ejerce hoy la colonia siria resi-
dente en Margarita, por sí o en sociedad con casas de comercio de
Caracas». Parecidas referencias pero llevadas más a la época de auge
de la isla de Cubagua, hace José Lira Sosa en una especie de cró-
nica que titula «De perlas…» y que se publica en la revista Oriente
Universitario en abril del año en curso. También Stakelun tiene an-
tecedentes de realidad; corresponde, según José Salazar Meneses,
a Henri Shoemaker, ingeniero de minas, norteamericano, quien aún
sin haber cumplido los veinte años llega a Venezuela, destinado para
trabajar en las minas margariteñas de Loma de Guerra y Aricagua, en
la explotación de la magnesita. Este hombre, de real existencia, que
al ser novelizado por el autor se le tras­lada en Mr. Stakelun, hacién-
dolo dueño6 de una compañía que tenía sus establecimientos cerca
de Paraguachí, es el mismo que sirvió para que «Tadeo Arreaza
Calatrava [escribiera “Canto al ingeniero de minas”] su más grande
poema inspirado en ese magnífico y legendario personaje»7.

5 Las citas de Cubagua utilizadas por el crítico en este trabajo provienen de


la 3.a ed., Caracas, Ministerio de Educación, 1947. (N. del C.)
6 En realidad no aparece como dueño, sino como gerente. (N. del C.)
7 José Salazar Meneses, «Shoemaker y la aventura de la magnesita», publicado
en el diario El Nacional, Caracas, 14 de abril de 1968.

35
Cubagua serviría para que el autor lograra muchas cosas.
Renovado desde su primitiva posición narrativa, fortalecido por
un ansia de conseguir trascendencia, consciente de que la labor
creativa precisa de esfuerzos y de vitalismos reformadores, se em-
peña en formar otro modo expresivo, quizás en la mejor autocrí-
tica para su obra anterior, y decide imponerse una nueva prosa,
suplantadora de aquella que él mismo llamó «privada de aire y de
sentido vital». Tenía que liberarse de pesados fardos que le impe-
dían progresar —fresco aún el recuerdo de sus anteriores experien-
cias—, y de ese intento de liberación surge un libro que sin mayores
presunciones alcanza una altura inusitada. Sin «pesados monólogos
de sociología barata» y sin un sitio designado para los reformistas,
elementos negativos que apuntaba en la mayoría de las novelas
venezolanas, logra estructurar una consecución narrativa llena
de evocación y de misticismo para el pasado.
En el artículo «Huellas en el agua», ya mencionado, publi-
cado el 13 de diciembre de 1959 en El Nacional, Enrique Bernardo
Núñez hace una relación de lo que sucedió con su novela Cubagua.
Refiere como debió publicarse en el año 30, «porque cada libro,
al menos los de esta clase tiene su año», pero que sin embargo no
se hizo hasta el 31, en una edición de la que apenas circularon 60
ejemplares en Venezuela, ya que «es posible que el resto de la edi-
ción fuese incinerada por aquel tiempo en la Aduana». Con poste-
rioridad el autor quiso que la edición que iba a publicar el segundo
Festival del Libro Venezolano (1959) fuese la que él había corre-
gido, y así lo convinieron los editores, pero «en carta fechada en
Lima el 1º de abril del presente año me comunicaron que ya es-
taba impresa, es decir, la hicieron tal como se hallaba en anteriores
ediciones»8. De gran interés hubiera sido esta nueva Cubagua re-
formada por el propio escritor. En varias oportunidades hemos
tenido ocasión de acercarnos al material de trabajo original que
Núñez guardaba con tanto celo y organización. Toda su obra está
llena de correcciones, que no se reducen a una sola vez, sino que

8 Este artículo fue titulado «Algo sobre Cubagua», y las citas que se vienen
haciendo desde el párrafo anterior, hasta el final de este, están incluidas
en Bajo el samán, ob. cit., pp. 105-107.

36
son continuas, como tratando de encontrar con ello una fórmula
de sintetismo que diga con las menos palabras toda la idea que ha
forjado el pensamiento. Cubagua participó también de este trabajo
de perfeccionamiento y hubiera sido de un valor inapreciable para
el escritor que una nueva publicación se hubiera hecho con las mo-
dificaciones en que había trabajado, ya que su deseo era «escribir
una nueva versión de Cubagua, de igual modo que a veces nos
viene el deseo de hacer una nueva versión de la vida».
Un autor puede tener sus predilecciones personales por al-
guna cosa y Enrique Bernardo Núñez las tenía por la historia;
cuando ese autor es capaz de trasladar ese interés particular hacia el
colectivo que representa la masa de lectores, ha obtenido un impor-
tante logro para su libro. Un autor puede trabajar hechos pequeños
en su literatura, hechos de significación inmediata o pasajera, pero
cuando ese autor engrandece a esos hechos y los proyecta hacia la
totalidad de la novela, ha conseguido una comunicación que supera
a la propiedad íntima para convertirse en mensaje.
Muy apegado a las cosas de la historia, el autor no vacila en
su utilización a todo lo largo de la novela. Si bien los materiales
que la realidad le proveía eran abundantes y lo suficientemente im-
portantes como para dar novedad al libro, no quiere desperdiciar
el inmenso venero que podían constituir los que tuvieran alguna
relación con el pasado de la isla. Hay todo un funcionamiento del
pasado histórico en Cubagua que no se queda en la simple enume-
ración y aprovechamiento de esos elementos; la historia pasa a ser
parte integral y dinámica de la trama de la obra.
En sus anteriores novelas, en una forma u otra, se había
dado comienzo a este rasgo tan característico del autor. Sol interior
incluye, aunque en forma indirecta y casi en función disquisitiva,
algunos hechos y personajes históricos que parecen dedicados
a entorpecer la marcha normal de la narración, tal es su ficticia
condición dentro del argumento. En Después de Ayacucho esos ele-
mentos son casi una parte esencial del desarrollo novelístico y su
condicionamiento con la realidad está en relación con la forma
interpretativa en que Núñez consideró a los sucesos y a los per-
sonajes que utiliza. En Cubagua hay un modo nuevo de inclu-
sión. Lo que va a ser una constante que influirá insistentemente en

37
esta obra y en las siguientes, comienza a desenvolverse como una
interrelación que el autor pretendía como imprescindible. Entre
los personajes, los hechos, los sitios y la historia, se tiene una co-
municación perenne e innegable. En un momento de la novela,
cuando están dialogando Leiziaga y el fraile, este señala el anillo
de aquel. Desde ese simple hecho el autor se traslada al pasado y
hace una relación histórica de la familia de Leiziaga, incluyén-
dola dentro del contexto de la obra en un aparente afán de evoca-
ción y eruditismo. Habla, entonces, de cuando esa familia llegó en
el siglo XVIII, de la «época feliz de la Compañía Guipuzcoana»,
y de algún integrante de la familia que «se halló en la batalla del
15 de marzo de 1567 librada por Losada contra Guaicaipuro» (39).
A la vez que suceden cosas como esta, que se repetirán con cierta
frecuencia, el autor utiliza el detallismo —que sobresale como im-
portante en su prosa—, y en una rápida descripción de la ciudad
de La Asunción incorpora el paisaje del momento a una visión
general de como había sido, mezclándolo, sin interrupción tem-
poral, con los sitios referenciales: «A la entrada de La Asunción
unos matapalos vierten sus copas maravillosas junto a un convento
franciscano convertido en casa de gobierno» (10), donde la actua-
lidad parece trasladarse al modo de las cosas pasadas y donde la
sensación del tiempo pretende pertenecer a un solo espacio: «Hace
un siglo la ciudad fue quemada, arrasada, y desde entonces quedó
tal como es hoy, señoreada por su castillo, un viejo caserón mi-
litar» (11-12). En otra ocasión, cuando el diálogo ya mencionado
se desarrolla, Leiziaga, algo hastiado de esa concentración de pa-
sado que parecía envolver al ambiente, se queja ante el fraile de
esa insistencia, y este se limita a señalar el anillo, que parece ser
el sello que marca la relación pasado-personaje y que tiene la sig-
nificación de un ancentrismo histórico del cual es difícil liberarse.
Todo, así, está señalado en forma que para el escritor facilita el
uso de algo que lo apasiona, y que parece ser la base central en la
cual se apoya la novela. Toda la isla de Cubagua está envuelta en
una tonalidad que quiere representar el misterio de lo pasado; de
cosa perdida, inexplicable en parte y, además, contundente, así no
se manifieste en todos los casos. Cuando Leiziaga ve a Nila entre
«hombres tatuados, con plumajes resplandecientes y mujeres con

38
los senos dorados», que es cuando ve, también, a Vocchi, con el
anillo que le pertenece a él, observa la danza ritual que se inter-
preta y viendo la melancolía reflejada en los rostros: impregnación
de nostalgia por algo que solo en sueños podía repetirse, piensa,
casi en boca del autor, si un poco del carácter de la historia no es
un poco esa «nostalgia de la propia alma perdida» (83).
La novela comienza con una ubicación espacio-temporal
que la sitúa en La Asunción en determinada fecha, que luego se
sabe que corresponde a los alrededores inmediatos de 1925. Un
grupo de habitantes de la ciudad, que intervienen como personajes,
están siendo presentados en sus rasgos y situaciones especiales que
precisa el libro. De inmediato, sin ningún salto aparente, y con
una fluidez donde parecer no existir el tiempo, se da un salto de
orientación mencionándose a Paraguachí «y más allá de la playa
del Tirano, un paisaje de rocas y alcatraces, así llamada por haber
desembarcado allí Lope de Aguirre con sus marañones» (13);
la histo­ria entra, allí mismo, a ser parte integral del relato. Los pá-
rrafos siguientes contarán aquella aventura y los personajes de ella,
serán por el momento, los personajes que actúan, incluyendo al
mismo tiempo elementos de una muy adelantada época, una crónica
antigua reproducida en el Heraldo de Margarita.
Cuando fray Dionisio le está señalando la isla de Cubagua
a Leiziaga, se suceden utilizaciones históricas de mucha impor-
tancia. Entrelazando sitios —donde era casi imposible conseguir
libros de historia y que, sin embargo, permitía a la obra de Fran-
cisco Depons estar allí—, con situaciones de un perfecto presente
—estaban hablando de cosas presentes—, puede la novela desli-
zarse hasta la época en que sucedió la destrucción de Cubagua;
todo, tan solo, inducido por el recuerdo de las causas que determi-
naron el abandono de la vieja ciudad. Y en el capítulo tercero se
presencia como la historia de la isla pasa a ser elemento presente
dentro del relato. Sin que funcione el recuerdo, sin que se incluyan
motivos de aparente necesidad de traslado, el ambiente da un viraje
y desde la realidad concreta y presente de un personaje, surge, casi
como por encanto —valga la frase— toda la vida de la antigua
Cubagua. Entonces el autor está allí; la historia le ha permitido si-
tuarse en aquel mundo y presenciar el ambiente de funcionamiento

39
en una recreación que incorpora estos hechos a la novela. La forma
de vivir, los constantes sobresaltos, las invasiones indígenas desde
tierra firme; el mercado, las diversiones, los esclavos, la religión,
la tortura de los indios lanzados al desgarrador ataque de los perros,
todo está presentizado en este capítulo que la historia ha hecho po-
sible en algo más que una descripción. Aún hay espacio para la inter-
pretación; de todo ese ambiente se aprovecha el escritor para lanzar
un juicio que sirve para introducirlo en los hechos. La improvisa-
ción, la indolencia y la avaricia contribuyeron al estado de molicie
permanente que signó la desaparición de aquel efímero emporio.
Hay en todo esto una especie de compromiso del autor. La
raza, en sus dos derivaciones, es algo que interesaba mucho a En-
rique Bernardo Núñez. Si en Sol interior había dedicado algunos
largos párrafos al cacique Paramaconi, arrojado defensor de sus
tierras, y había hecho referencias a las huestes conquistadoras de
Garci-González, y en Después de Ayacucho había puesto a fun-
cionar una especie de pensamiento adecuado al hecho del deter-
minismo que el mestizaje podía producir —esto sin una concepción
teórica que lo sustentara como tesis—, ahora, en Cubagua, hay
campo propicio para el desarrollo de la idea del autor. Existía en
él una honda preocupación acerca del legado que había obtenido
del enfrentamiento de indios y conquistadores —América y Es-
paña salvajemente encontradas—, y a lo largo de la obra las mani­
festaciones evocativas son definidoras de un estado de ánimo al
respecto. Desde ambos lados el autor reconoce méritos y a la vez
que describe con nostalgia y pesadumbre los sufrimientos del des-
pojado, pone de relieve el espíritu atractivo y decidido del recién
llegado. El recuerdo se hace historia en el pensar de Leiziaga y casi
ve como «en otros tiempos existía aquí una raza distinta. Sacaban
perlas, tendían sus redes, consultaban sus piaches, usaban en sus
embarcaciones velas de algodón. Nacían y morían libres, felices,
ignorados», en lo que se asemeja a una corta rememoración de lo
que era la vida primitiva. Pero «llegaron descubridores, piratas,
vendedores de esclavos» (24), y la paz natural se quebró en angus-
tias. El indio que se defendía de sus enemigos ambientales, pasó,
entonces, a conocer la defensa de la raza y así fue como, cuando
las tropas de Cedeño «entraban a saco en los bohíos, donde antes

40
les ofrecieran vino y frutas, vieron que Arimuy se adelantaba solo,
cubierto con su escudo de pieles y su recia macana» (59). La perso-
nalidad del aborigen cambió totalmente. Privado de su condición
original, acosado por enemigos cada vez más codiciosos y mejor
armados, se vio recluido dentro de sí mismo, viviendo de los re-
cuerdos del pasado y soportando con estoicismo todos los ambages
que trataban de doblegarlo. La nostalgia se convirtió en modo de
ser. La persona-indio se concentra tanto en la novela que los nom-
bres poco importan: puede ser Arimuy, pero pueden ser muchos
otros: la pena es la misma, el dolor que se soporta es el dolor de
la raza vejada y vencida, y todo intento de liberación estará con-
denado al fracaso que impone la evolución del mundo, por eso el
indio había perdido la noción del tiempo buscando la noción de
su propio encuentro en el sentimiento de raza. El conde Lampug-
nano conoce la historia de esa búsqueda, la ha oído en el sonido
perenne del cañuto del indio que ha musicalizado su tristeza. Las
notas cobran vida en la desesperada esperanza, y en una evoca-
ción poética el autor resuelve la historia del cautiverio. «¡Desen-
lázate de tus cadenas […]! ¡Huye! Por la noche estrellada, por la
tristeza y el delirio de nuestras noches, deja tus cadenas o mátate.
La muerte es buena, créelo. Siempre viene. Siempre viene» (57).
Pero la escapatoria es casi imposible y todo el esfuerzo se reduce
a ganar tiempo para retardar la muerte o la esclavitud, forma viva
de morir. Arimuy conquista temporalmente su libertad, se une
a una banda de piratas, invade y saquea como fue invadido y sa-
queado, lucha por su vida y la vida de los suyos, cobrando vida
entre quienes se las destruían; y llegado el momento, el novelista
tiene que concluir con tristeza: «¿Y todo aquel heroísmo? Todo
aquel heroísmo sirvió para ser vendido por doscientos ducados que
dio Antón de Jaén», y quien fue libre, con la libertad de todo el
horizonte para sí, está ahora convertido en una fiera recelosa, con
el aspecto de «una bestia de crin canosa», con la piel cuarteada y
cubierta de un légamo verdoso que lo confundía con el color del
mar donde «la víspera, durante la pesca, había echado sangre por
los oídos y la boca» (60).
Diferentes son los modos como Núñez honra al indio en
esta novela. La lucha existencial descrita en sus manifestaciones

41
más decisivas ha sido una de ellas; el recuento de su vida natural
llena de libertades y de primitivismo ha sido otra; Erocomay con
su historia es quizás una de las más representativas. Personaje que
penetra el mito con objeto de materializarlo para el uso de la narra-
ción, se mueve en un ambiente de consecución poética que eleva la
prosa hasta una tonalidad de intrínseca evocación. Erocomay per-
sonaje se convierte en un grito de vida para los indios ante el re-
cuerdo de que era bella y fuerte y reinaba entre las mujeres. Dada
esta manifestación en palabras que incorporan un sentimiento pal-
pable, Erocomay se transforma en símbolo de vida, y en deseo nos-
tálgico del autor que no se detiene en ella y que tomando el interés
que ha podido despertar, lo diluye, intencionalmente, dirigiéndolo
hacia la recia personalidad de Vocchi. Leiziaga lo vio allí, sur-
giendo de paredes cubiertas con planchas de oro, rodeado de ma-
canas y escudos del mismo metal; imponente, impertérrito como
cualquier dios de una mitología,

envuelto en ancha túnica blanca con dibujos bermejos, los brazos


sobre el pecho, las piernas cruzadas sobre unas mantas de algodón
fino, tan menudo que casi desaparecía en los pliegues de su vesti-
dura: Vocchi. Su rostro espectral se inclinaba agobiado de perlas (82),

y al verlo comprendió el mito y la manera como se traslada a través de


la historia hasta convertirse en una realidad palpable. Vocchi es eso,
es un mito modernizado en función novelística, un mito donde el
autor incrusta los elementos que han de servirle para la explicación de
muchas cosas, aun de una teogonía. La creación de un nuevo mundo,
posterior a otro que fue destruido, es el ciclo que representa este per-
sonaje, ahora considerado en función poética y de explicación de orí-
genes, pero que el autor conservará en esencia para transformarlo en
un ente real y lógico como será, en perspectiva, Herr Camphausen
de La galera de Tiberio; identificados en los mismos modos expresivos,
sobre todo cuando Vocchi naufraga y encuentra que

las ciudades se levantan sobre las selvas y estas cubren después las
ciudades, se elevan unas sobre otras constantemente o el mar
forma costas nuevas. Aparecen unas ruinas o unas rocas donde

42
se han tallado algunos signos y nadie supone cuándo fueron
escritos. Son historias, historias (76).

Con la inclusión de este mítico personaje la novela Cubagua


participa un poco de aquella célebre controversia entre los bene-
ficios o perjuicios de la dominación española y Enrique Bernardo
Núñez lo adecúa de modo que en otros planos esa polémica, o su
correspondiente conceptualización, aparezca en una forma velada
dentro de las ideas expuestas. No hay duda de que la contradicción
entre lo que ha enseñado Amalivaca a los indios y lo que Vocchi
se negaba a enseñar, forman parte de la insinuación al asunto que
por mucho tiempo constituyó fuente de debate para historiadores
y sociólogos. No se trata aquí de una exacta reproducción de lo
discutido y debe pensarse, más bien, en una paralelización de la
misma idea, conformada en los ideales propios de la novela.
Responsable del sentido que la historia tiene, e imparcial en
el juicio que debe prevalecer a las cosas y al sentimiento mismo, el
autor no se ciega ante la destrucción de la raza indígena y si bien no
lo acepta como un hecho condicionado por causas superiores, lo se-
ñala como un producto de la inexorable imposición de métodos más
avanzados. En defensa del indio, sin embargo, no esgrime armas iló-
gicas contra sus conquistadores y a través de las páginas donde estos
aparecen hay un reconocimiento, si bien minoritario, hacia sus con-
diciones y su valor. El sentido heroico de la raza española, que ha sido
reconocido y elogiado, tiene aquí una nueva ocasión de manifestarse.
Núñez sabe que existió y no duda en hacerlo aparecer. La genialidad
del conquistador está presente en sus hechos. Aun en la indigencia
y en los extremos de hambre, pobreza o cualquier necesidad, so-
brepone a la persona misma y se extralimita en sus posibilidades.

El hambre sobrevino en Cubagua. La guerra asolaba Tierra


Firme. Nueva Cádiz estaba llena de mendigos que referían sus
hazañas para distraer el hambre y la inacción. Este había sido
paje de la reina Isabel; aquel, caballerizo del emperador. Habían
asistido a la toma de Granada y a las campañas de Italia. Venían
de Flandes, de Francia. Describían las tiendas reales, las fiestas y
batallas. Todos dejaban empeñadas haciendas y mayorazgos para

43
venir al Nuevo Mundo a ganar honra. Cada quien pedía diez
mil indios para remediarse (54).

o bien se les ve proceder justicieramente con los indios como


cuando después de apalear a Arimuy, asestándole repetidos golpes
en la cabeza, «admirados de su valor le dejaron libre» (59).
En este equilibrio de presentación, favorable naturalmente a los
indios, quiere haber una implicación del pensamiento del autor. Afec-
tado en su condición de hombre no pudo dejar de pensar con desa­
sosiego en las iniquidades que se cometieron durante la Conquista
y despojo de la raza natural, pero al reconocer el empuje y el valor, las
condiciones y los propósitos de los que conquistaron, está admitiendo
el proceso que culminó en la creación de nuevos hombres, donde las
más diversas sangres se mezclan para producir un elemento parce-
lado en ancestros y permitir que Leiziaga se pregunte y se responda:
«¿Pero cuál es el alma de la raza? […] ¿Es quizás la nostalgia, la gran
tristeza del pueblo que se ignora a sí mismo o son almas superpuestas,
vigilantes para que ninguna cobre imperio sobre la otra?» (98-99).

***

Ya se había dicho con anterioridad como es de dificultosa la ubica-


ción literaria de Cubagua. Sin tener dudas de que se trata de una no-
vela, surge ante cualquier entendimiento la interrogante de como esa
clasificación puede cubrirla totalmente. Es indudable que en el
análi­sis lógico no está muy clarificada la posición que se ha adop-
tado al respecto del libro —y aun el mismo autor tenía objeciones que
hacer cuando explicaba que está lejos de creer que era una novela pro-
piamente dicha—; pero aplicando la fórmula intuitiva, muy valedera
en estos casos, las dudas parecen irse disipando a medida que se va
penetrando en el mundo insólito que evoca el autor. Los elementos
conjugados no tienen suficiente ilación como para determinar una
real claridad en el asunto; son, además, de las más variadas especies;
pero su comportamiento de conjunto les da una tonicidad que los en-
vuelve en un clima novelístico que es el que hace funcionar a la base
ya expresada. Leer la obra y pensar, inmediatamente, que se está ante
la novelización de un mundo, es casi consecuencia inmediata en el

44
lector. La dificultad podría estribar en el modo como el autor des-
pistó a los esquemas clásicos de hacer novela. Personajes, sitios, cir-
cunstancias y relaciones entre todos están de tal modo urdidos que
hay momentos —muy abundantes, por cierto— en que se pierde
la continuidad estructural que puede definir a una obra de narra-
tiva novelística. Sin embargo, al hacer el juicio final que se tiene del
libro, la conclusión parece muy clara, contraponiéndose a cualquier
discusión teórica que se pueda plantear al respecto.
Enrique Bernardo Núñez creía en la novela que salía de un
contacto directo con la realidad; en más de una ocasión así lo ex-
presó y en las «Palabras liminares» de Sol interior así como en el
«Prefacio» de Después de Ayacucho hay manifestaciones concretas
en este sentido. Con motivo de un artículo suyo, ya suficiente-
mente mencionado en este trabajo, no solo expresa la duda de que
su libro sea una novela, sino que va más allá y dice que «mucho
menos creo que pueda ser considerada una novela de Margarita»9
aduciendo en favor de esta aseveración el hecho de que había fal-
tado el contacto humano con los elementos que constituyen su
obra. Exageraciones del autor que vivió en los sitios que describe
y que conoció muy de cerca el material humano que utilizó en la
novela. El hecho por él anotado de que no tuvo contacto con los tra-
bajadores del mar no le impide poder captar sus modos de trabajo
y sus existencias mismas, que una sensibilidad como la suya apre-
hendería aun en el más mínimo y circunstancial encuentro. Bien
puede ser que el método no sea el más apropiado y que, como él
dice, una de las fallas de su obra esté en el hecho de que nunca pre-
senció una pesca de perlas, pero no lo es menos que si la experiencia
ha podido vivificar más el momento concreto de esta operación,
la totalidad de la novela oculta un poco esta supuesta falla.
De dificultad en dificultad, que la novela Cubagua es pro-
picia para ello, y un poco vencido el punto de su ubicación gené-
rica, que formalmente puede presentar objeciones que la intuición
destruye, se tiene que llegar a un campo de delimitación temática.
Si el mundo de la obra es vasto, las posibilidades de este tipo
también lo son. Averiguar si hay un tema, cuál es este y si quiso

9 «Algo sobre Cubagua», ob. cit., p. 106.

45
hacer el autor una novela con tema, podrían ser tres de las inte-
rrogantes que se plantearían; y la multitud de respuestas quedaría
insatisfechas ante la magnitud del contenido. Sin embargo, podrían
pasar a considerarse algunos aspectos que si no coinciden con una
concepción estricta de la temática, servirían, en todo caso, para pre-
sentar algunos puntos de vista que pudieran ser válidos. Podría ser
que el interés principal del escritor hubiera sido relatar la vida de
un individuo —Leiziaga— y en este supuesto habría suficientes
elementos que abonarían a favor de ello, pero el autor sabe que
ese individuo no está solo y que pertenece a dos mundos que lo
conforman: su mundo particular, con las debidas conexiones so-
ciales, y la sociedad misma a que pertenece y la cual cobra vida
a medida que se interrelaciona con él. Al mismo tiempo que nos
relata las aventuras de ese personaje, con su presente y su pasado,
recorremos toda la historia de las islas: Margarita en forma más
parcial y Cubagua en una visión casi generalizante de su síntesis
histórica. Revivimos una Cubagua poblada por conquistadores
y esclavos en lucha constante contra la naturaleza y por la super-
vivencia. Revivimos, así mismo, los sueños y el ambiente de los
indios, pero siempre permanecemos centrados en el hoy y en el
ayer de la vida de un hombre que une todas las circunstancias de
la novela. Siempre con Leiziaga como base podría también pen-
sarse que el autor ha querido ejemplificar acerca de una idea que lo
preocupaba. Siendo un hombre de muchas condiciones este perso-
naje, Núñez posiblemente lo utilizó para leccionar sobre la pérdida
de vitalidad que sufre cuando la orientación personal no está con-
dicionada por lo lógico, lo productivo y por el pensamiento de la
realidad objetiva de la vida. La codicia de Leiziaga, simbolizando
un poco el gusto por la vida fácil, podría ser, en otro caso, una de
las ideas del tema de la novela. Esta codicia, además, parece ser
el lazo unitivo entre diferentes personajes. En otro sentido, cabría
pensar que parte del tema de la obra estaría representado en la lucha
constante que un individuo, mezcla indiscriminada de potencias
raciales, sostiene contra el ambiente, en busca de una solución a su
futuro, que implica el futuro de una sociedad. El alma de una nueva
raza está tratando de imponerse y de lograr toda la bonanza de una
tierra toda promesas; pero esta tierra —que simbolizaría idealmente

46
a todo un conjunto de nacionalidad— estaría presionada bajo el
peso de un pasado que la inmoviliza. En este sentido, las trasla-
ciones temporales, ubicativas y de personajes, serían parte de un
juego donde con la labilidad del tiempo se quieren explicar los
porqués del fracaso de una circunstancia en un tiempo y el porqué
del detenimiento del progreso en otro tiempo, que ahora es pre-
sente. Revivir el pasado histórico de la isla y de la época, sería, en
otro término, el interés principal dentro de lo tramático y desde
este punto de vista ese pasado histórico sería el elemento que per-
mitiría la unión de tiempos existenciales de Margarita y Cubagua
con todas sus implicaciones, permitiendo, además, jugar con el
sentido del tiempo en la forma como lo hace el escritor.
Hay, además de todo esto, una idea que circula en esta novela
y que da la impresión de ser una tesis que el autor quería expresar.
Viendo la acción final de Cubagua, y llevándola a comparación con la
de La galera de Tiberio, es fácil observar cómo en la mente de Núñez
hay una obsesión que expresa en forma contundente: la urgente ne-
cesidad de construir algo nuevo, algo distinto de las experiencias
fallidas, sufridas por los personajes de cada obra, objetivizados en
Leiziaga y Revilla. Ese algo nuevo tiene que tener las implicaciones
necesarias para que trascienda sobre ellos y se constituya en una con-
secución general que represente por sí misma el futuro de toda una
sociedad. La ubicación de esta novedad y de esa esperanza la sitúa,
en cada caso, en el territorio de Guayana; pues alojando allí a sus
personajes en la culminación de sus peregrinaciones por las novelas,
los provee de un final abierto, deducible para el lector, donde po-
drán desarrollar todo el potencial de que son capaces y que ha sido
vislumbrado a través de su paso por las acciones que han presi­dido.
El autor supone que parte del gran porvenir de esa tierra casi des­
conocida e inexplorada, está en ella misma, y haciendo de su idea
un ciclo de unión entre dos mentalidades y casi una misma voluntad
de recuperación, los lleva hasta la Guayana; y por lo que respecta
a Leiziaga, embarcado en La Tirana, acostado sobre unos sacos,
viendo a las islas soñar y envueltas en orlas de nieve efímera, «Una
luz cruza como flecha encendida en el horizonte» (111).
Podría concluirse insistiendo en la dificultad que representa
hablar de un tema dentro de la novela Cubagua. Las preguntas que

47
supusimos, quedan un poco sin respuesta, a la vez que la habilidad
creativa del autor da margen para poder contestarlas de muy dife-
rentes formas. Lo que sí es posible, porque está allí, es hablar de
la inclusión de ciertas zonas temáticas que, como la histórica y la
social, han sido desarrolladas en la obra.
Las dificultades estéticas de esta novela están en todo lo
que tiene y no en lo que le falta. Un tema concreto se ve compli-
cado por la cantidad de circunstancias que el autor ha manifes-
tado en este libro. No es ya solo el historicismo, que la anacronizaría
en cierta manera al ocuparse de cosas pasadas y remotamente re-
cordadas en crónicas y eruditos, es la mezcla insurgente de esos
asuntos con los de la más palpitante actualidad, aún vigentes a
pesar del tiempo que tiene de publicada la novela. En realidad,
una parte muy importante de ella es la preocupación «presente» de
Enrique Bernardo Núñez por el momento que viven las islas que
describe y por su futuro, que casi puede ver, como consecuencia
de que ha sido y está siendo. Enjuiciador e intérprete de algunos
elementos que son tradicionales en esos medios, utiliza la novela
para demostrar el estado social que imperaba, y presentarla como
un bloque expresivo que trata de pintarlo y explicar el porqué de su
incidencia en la constitución definitiva de nuestro carácter.
Preocupa a Núñez el panorama de miseria que cubría todo
el ambiente descrito. Un párrafo de la novela, corto como todos,
sirva para dar una idea de aquello:

[El coche de Stakelun…] atravesó vertiginosamente el camino del


Tirano a La Asunción. La bocina chilló en las callejuelas. Los
cerdos pastaban cerca de las puertas. Unas gallinas huyeron asus-
tadas. Un mendigo sesteaba en la plaza con desdén apacible por las
cosas de este mundo. Leiziaga era más sensible a ese aire desolado
o recibía una impresión distinta a la de Stakelun, cuyas pupilas
metálicas interpretaban de un modo distinto las cosas muertas,

y desde este panorama que podría parecer un poco particular se


desprendería la conexión que lo generalizara, porque en todas las
oportunidades posibles hay una manifestación concreta a la situa-
ción miserable en que se encontraba la isla. Situación que solo

48
era favorable para individuos como el coronel Rojas, dominador
económico, para el cual la tierra parecía feudo. Todos, casi sin ex-
cepción, consideraban como irresoluble el estado de aquella gente
tan pobre «y en general los empleados públicos, en su mayoría fo-
rasteros, se lamentaban siempre de aquella pobreza irremediable»
(19). Múltiples problemas casi consuetudinarios, agravaban cada
vez más el estado de cosas y el autor los contempla en su novela
como una presentación que quiere insistir en su importancia y
en la calamidad que proporcionan. Casi tan seguro como la isla
misma es su problema de sed. El agua, escasa, tiene que ser bus-
cada en los pocos sitios donde la hay y desde allí, «tarde y mañana
las muchachas conducen el agua hasta los barrios más lejanos»
(12). La dificultad de la consecución es tal que el novelista apunta
cómo las mujeres «desandan los caminos» en su búsqueda, tra-
tando de escapar del monopolio que ejercía Stakelun, quien había
instalado «un alambique y hacía vender a diez centavos lata» (20),
aunque «a Rojas la cedía gratis» y «al doctor Almozas cobraba úni-
camente tres centavos» (20). Solución a casi todos los problemas, el
agua que falta impide la vida y el juez Figueiras lo sabe. Cuando
está obsequiando a sus huéspedes y hablando de los logros que el
progreso traerá para Margarita, se queja de la única falta que los
hacía desiguales, porque «si la isla tuviese agua no echaríamos
nada de menos» (27). Podía considerarse muy afortunado quien
la tuviera cerca y eso hacía que «Las Mayas», propiedad de los
Casas, fuera considerada como la estancia más rica. «Cerca corre
una cañada, verdadera fortuna en la isla» (19), cuyo caudal era
aprovechado para socorrer a toda la gente que la necesitaba. Los
Casas eran familia que «ejercía sobre aquellas tierras un dominio
secular» y ayudando a que la necesidad fuera menor se fueron em-
pobreciendo hasta caer en las maquinaciones económicas que con-
cluyeron cuando su hacienda fue a dar bajo el poder de Stakelun.
A lo largo del libro se van viendo escenas representativas de todas
estas dificultades. Cuando no son los niños desnudos que llegaban
en multitudes a solicitar el auxilio pretendido, son las largas filas
de mujeres que recorren los caminos en busca de trabajo y de pan;
porque el hambre es otro de los problemas que Núñez incluye en
esta novela. En una intervención directa que parece arrancada de

49
su propia personalidad, el autor al comentar un juicio del poeta
J. T. Padilla R. sobre la isla, incluye las palabras que este pronunció,
describiendo las bellezas naturales de Margarita y el valor incal-
culable de sus perlas, valor que es poesía y productividad, pero,
dice Enrique Bernardo Núñez, en lo que quizás constituya la in-
tervención más directa en los asuntos de la obra que «el poeta
nada dice de la miseria de los labriegos, ni de sus valles áridos. Por
eso Padilla y su isla se mueren de hambre» (22). Si esta conclusión
desmerece un poco el juego narrativo de la prosa, ayuda a la fun-
ción que el propio escritor ha querido dar a su producción. Los
problemas estaban tan a la vista que producir algo sobre aquella
tierra sin insistir en ellos sería una grave traición a su condición
de novelista. Hay una verdadera preocupación por lo social que lo
hace repetir, insistentemente, acerca de causas y efectos. Quiere
ver soluciones parciales en el deseo de supervivencia de la gente
sencilla y pone a tejer cestas y esteras a «mujeres ciegas por el tra-
coma [que] concentran su mirada en el mar. […buscando la vida]
en la orilla donde las conchas se abren como flores y los veleros
descansan de las travesías largas y temerarias» (99).
Leiziaga y Antonio Cedeño parecen ser los extremos de un
mismo anhelo. El primero quiere demostrar las ventajas de la li-
mitación de la estación de pesca, para asegurar un trabajo que
se puede extender por muchos años; el otro, renuente a aceptar
ideas que rompen con la tradición de un pueblo pescador, no cree
en las soluciones presentadas y solo piensa que el mal está en la
forma voraz como la lejana ciudad se lleva las riquezas que ellos
producen. No hay fuentes de trabajo y las pocas que pueden pre-
sentarse se van agotando con el paso del tiempo. Todo el capítulo
primero de la novela se aboca a presentar un aspecto del asunto y
parece resumirse al centrar la posible ocupación en la perla, que
«es la vida de todos». Agobiados en la larga espera, espera de pan
y de agua, de trabajo y de vida, «las labranzas quedaban abando-
nadas y los que podían emigraban a los campos de petróleo o al
Orinoco» (22). Todo un cuadro general se va conformando con los
diferentes elementos que son utilizados por el escritor. Conocedor
del medio donde se desenvuelven estas cosas, no duda en presen-
tarlas, abriéndolas en su angustiosa realidad para dar una idea más

50
exacta de lo que acontecía. Puede así llegar a problemas de fun-
cionamiento tan profundos como los de la «esclavitud heredada»
que parece ser ancestral en aquellas latitudes y que ha sido motivo
de variado tratamiento dentro de la novelística venezolana. Ya lo
había planteado Enrique Bernardo Núñez en esta su Cubagua,
cuando fue también considerado por Antonio Arráiz en Dámaso
Velásquez, presentando a todo un conjunto humano que dependía,
casi exclusivamente, del poderoso poder del personaje que da título
a la novela. Lucila Palacios noveliza en El corcel de las crines albas
a don Pablo como «llaman en la isla al hombre que alquila barcos
y alquila navegantes»10. Él tiene alquilada mucha gente en el
cumplimiento de la «deuda paterna». Es cosa corriente.

Se le proporciona a un hombre la manera de trabajar, pero si ese


hombre muere sin haber cancelado sus deudas, estas recaen sobre
el hijo en forma hereditaria. El acreedor impone sus condiciones
y el adecuado, a quien apremia la necesidad de vivir, lo acepta todo11.

Tal como el Moncho o Pantaleón o Tomaso en esta novela,


Malavé en Cubagua, es esclavo y él «sabe que es un esclavo. Ce-
deño se lo ha dicho la tarde anterior. Ha de pagar la deuda del
padre o del hermano, como todos los que forman los trenes de
pesquería, donde las deudas se heredan» (88). Por todo eso hay
una salida que casi los impele a una acción ilegal. El contrabando
es un trajín existencial que repara las exigencias de cada día. El
hombre carente de motivos para apreciar la vida decide jugarla
a lo que depare el azar, y camina las rutas del mar, descubriendo
vericuetos que lo oculten y haciendo sitios donde esconder el alijo.
La hermandad surge del mismo temor que los acompaña, y dentro
de cada uno se va creando una especie de comunidad donde se es
uno, pero se puede ser todos. El peligro, la angustia de no saber lo
que les sucederá, la forma de vivir en sobresalto les va dando una
sensibilidad especial que los hermana en el destino común. Todos
se conocen pero nadie «conoce» a su compañero de aventura

10 Lucila Palacios, El corcel de las crines albas, Caracas, Ávila Gráfica, 1941, p. 49.
11 Ibid., p. 50.

51
contrabandista. Una inveterada costumbre de solidaridad ha sido el
arma que los ha defendido de las vicisitudes de un negocio donde
nunca se puede saber cuál será el final. No ser nada, no espe­rar
nada, podría ser la respuesta conformista ante la situación plan-
teada. Siendo parte de un todo que se mueve en el misterio, para
no perder su condición de ilegalidad, el hombre cae en la vorá-
gine desde su desesperación por vivir; una vez allí es un elemento
importante que pierde toda su libertad de acción, el gran negocio
lo ha absorbido, y va a producir para un patrón las más de las
veces desconocido: pero es la única forma de vida que se puede
desarrollar entre tanta miseria. Así los ve Núñez. El conjunto hu-
mano que pinta se mueve entre dos corrientes que en un momento
pueden significar la vida o la muerte. Son «las almas cargadas de
amargura, de indiferencia, de dicha», porque en esa inseguridad
pasan la existencia, esclavos del ambiente y de su poca resolución,
para vivir de otra manera, se sienten libres, con toda la libertad
del mundo. Siendo esclavos, y sabiéndolo, se consideran tan libres
como el mar, y cualquier intento de someterlos sin darles una po-
sible vía de escapatoria a sus ansias íntimas es quitarles la libertad,
que el autor llama «su libertad en medio de su esclavitud» (89).
Incapacitados en muchas formas para la producción que los
ampare y les dé vida, pasan el tiempo tratando de conseguir lo que
les mantenga, sin pensar en la proyección de la vida. No hay ini-
ciativa y todo queda por hacer; más que seres humanos parecen
pedazos arrancados a la conformidad y al destino. El progreso les
debe llegar e imponérseles tras las muchas dificultades que desde
su misma condición le opondrán. La existencia seguirá desarro-
llándose igual que siempre y los problemas crecerán en relación al
paso de los días. Una especie de resistencia los canaliza a no es-
perar nada de sí y a consignar sus esperanzas en un posible mi-
lagro. Lo ancestral lucha contra la idea de progreso y Cedeño, el
mismo Antonio Cedeño que se opone a que Leiziaga establezca
períodos de pesca que la hagan más fructífera y más duradera,
repre­senta la parte humana que anima a seres que la ignorancia ha
producido. El constante enfrentamiento de estos elementos, que
se hace presente en Cedeño y en Leiziaga, se sucede en la novela
como consecuencia de dos maneras de enfocar el momento que

52
se vive. Cedeño se conforma con recordar épocas mejores, como
«explica mascullando las palabras entre su gran cigarro, […] Aquí
en Cubagua —prosigue— hay petróleo» (33), y habla de la ciudad
que en otros tiempos hubo en la isla, pero Leiziaga, visión de pre-
sente y de futuro, ya no quiere escuchar más, nada importa del es-
plendor del tiempo, ni el valor histórico de la ciudad que capitalizó
el comercio y la actividad en los primeros días de la Conquista,
a él le sobra la palabra oída: «Aquí en Cubagua hay petróleo»,
para que toda su febricitante actividad mental se oriente hacia
la planificación de grandes empresas; comienza a recordar datos,
trae a colación el caso de un extraño suicidio que hubo en Londres
por asuntos de esta naturaleza, y mientras Cedeño muestra «la ca-
dena de discos aceitosos en torno de La Tirana» (34), Leiziaga re-
cuerda como era de apreciado el betún que desde aquí se enviaba
a España con fines medicinales. Ya se creía en posesión de la vieja e
inconmensurable fortuna. Dos actitudes ante el mismo problema
parecen sintetizarse en la reacción que cada uno de estos perso-
najes tiene ante el anuncio displicente de que en Cubagua hay pe-
tróleo. En este sentido el autor toma parte en la cuestión porque
está convencido de que la redención de la tierra solo puede venir
de los brazos de sus hijos. El progreso que erradique todo vestigio de
ignorancia y de molicie será el único responsable del avance que
puedan tener territorio y hombres. Por eso Nila Cálice fue a Europa
y a Norteamérica, porque solo la educación la podía hacer poseedora
auténtica del misterio de la tierra.
Si el panorama de miseria y de necesidad es presentado en
forma que fustiga, también lo es el mal uso que se hace de las ri-
quezas naturales. Dentro del concepto del escritor algo dice que
la gran culpa reside en un como determinismo que impide el es-
fuerzo y el decoro. El mismo Cedeño, tan apegado a un perma-
nente modo de ser, sabe que «el mar siempre da pan», aun para
«hombres casi desnudos [que] repetían gestos ancestrales» mien-
tras «las velas se hinchan lozanas» (23). No es ya solo el «secreto de
la tierra» al que alude con tanta modernidad fray Dionisio. Hay,
además, una fuente permanente de bienestar y de bonanza que
el autor sitúa en el mar. Las imágenes plásticas que se desarrollan
en este aspecto son una implicación de la idea esperanzadora que

53
tenía Núñez al respecto. Siempre que se hace una alusión a este
tema se complementa la descripción de una actividad que insufla
ánimo. Algunas veces son los hombres dispuestos a la conquista
del mismo mar, otras son las mujeres que ríen y manifiestan ale-
gría entre la proximidad de la llegada de los barcos provistos de
vida, y en otros casos la poesía del paisaje marino complementa la
estructura que ha construido el autor alrededor de lo que piensa
que es la salvación de Margarita, e inclusive en una intervención
directa del escritor se atreve a contradecir una frase histórica pro-
nunciada en alguna ocasión por Simón Bolívar, ante el aparente
fracaso de sus esfuerzos. Enrique Bernardo Núñez en tono in­
vocativo, producto lógico de su deseo de bienestar, escribe en su
novela: «¿Quién ha dicho que es inútil arar en el mar? Los brazos
labran surcos donde la gema florece. Hincha de pan las manos
como las mazorcas. ¡Bendito sea el mar! El mar, como la tierra, da
oro y pan» (23).
Tratando de dar soluciones aplicables a cada caso, que en re-
sumidas cuentas es uno solo, caso de atraso y de ignorancia, el es-
critor permite adelantar algunas ideas de lo que él considera que
sería plausible en la resolución de los problemas. Transformar la
mentalidad de la gente por medio de la educación podría ser una de
ellas. La vieja idea del positivismo, tan usada por nuestros nove-
listas, tiene otra utilización en este sentido. El empuje de nuevas
mentalidades sería necesario para lograr la transformación y el
autor se pone a pensar a través de Leiziaga y ve «espacio para ciu-
dades colosales, para que una poesía inédita, un género de vida
nueva, escale las torres y gane el cielo azul entre el humo de los
navíos. Tarde o temprano, el mundo viejo iría desapareciendo, bo-
rrándose en América» (24), queriendo mezclar las razas distantes
con el hombre común de nuestra tierra, para traerle ambiciones y
nuevas modalidades que le den otro interés a su vida. Para que esta
visión sea verdadera es necesario que ocurra el cambio que solo
la educación y el deseo de progreso pueden dar. No hay sitio para
esperas ni para los desahuciados de vida. «Los hombres que se
mueven como dormidos desaparecerían» dando paso a otra actua-
lidad donde «la isleta estaría llena de gente arrastrada por la magia
del aceite» (34-35).

54
Lo estéril es como un símbolo de aquellas tierras. Ante Lei-
ziaga y fray Dionisio «los cardones forman un laberinto de co-
lumnas» (36). El paisaje de la tierra se adapta a la exclamación de
uno de esos personajes: «Este es el valle de las lágrimas» (36); sin
embargo, en esta misma tierra desolada y marchita por la indo-
lencia, está la única, la eterna, la constante riqueza; está una cosa
«que todos olvidan: el secreto de la tierra» (43).

***

Ya se ha hablado, y se ha tratado de probar cuánto de difícil tiene


la adecuación de Cubagua a las normas que en generalidad se es-
tablecen para la concepción de una novela. A través de dificul-
tades, en este aspecto, parece moverse la obra y a no ser por la
consecución total sería muy difícil tratar de ubicarla en un sitio
determinado. Pero es que Cubagua fue escrita en una especie de
experimentación donde el autor se retó a sí mismo. Los temas se
vislumbran, se complican y casi se pierden en el enredo narrativo.
La estructura no se somete a planos definidos y al lado de un re-
lato coherente —en el estricto sentido de la palabra— se coloca
una página poética donde la sola esencia tiene una sensación de
continuidad con lo que ya se ha establecido como plan del libro.
Dificultades, repito, parecen ser el signo de esta alucinante no-
vela que conlleva un valor, por eso, superior. En la complejidad
que significa ensamblar tantos disímiles elementos, se presentan
situaciones originales que sirven para dar amenidad y contempo-
raneidad eterna a esta obra. Los sitios, los acontecimientos y los
personajes se mueven dentro de una estructura variable que sin ila-
ción muy aparentemente resguarda en su clima evocativo un orde-
namiento de sueño y una organicidad que se adapta a las variadas
formas del gusto del lector.
Desde su comienzo, que es muy formal en cuanto a pre-
sentación exacta de ubicación de espacio, la novela empieza a dar
muestras de una movilidad asombrosa. Estando en determinado
momento de la vida de la ciudad de La Asunción, hay una co-
rriente de fondo que la lleva a hacer comparaciones con lo que fue
la misma ciudad en tiempos remotos. Muy posteriormente se sabe

55
no solo que ese es el sitio donde se va a desarrollar, sino que tam-
bién «el cuento» pertenece a una época determinada que lo sitúa
en 1925. Indiferentemente, la prosa se mueve entre el presente de
una ciudad a cuya entrada «unos matapalos vierten sus copas ma-
ravillosas» y el pasado de la misma donde «a pesar del enjalbegado
obligatorio dispuesto por la ordenanza municipal las viviendas
dan la impresión de que van cayéndose lentamente» (11). Desde
ese momento inicial ya no va a haber sosiego para el cambio estruc-
tural en la novela. Los planos de referencia se van a trastocar con
tanta frecuencia que no es posible seguir sin mucho sigilo el acom-
pasado vaivén de la narración. Rota la intimidad de un presente
dado, donde el juez Figueiras, Andrea, Jesús Quijada y el doctor
Gregorio Almozas, entre otros, se identifican con las actividades
de la ciudad, irrumpe la playa del Tirano para dar paso a una corta
historia donde Lope de Aguirre se adueña del centro del relato.
Retomando inmediatamente a lo que fue comienzo, la inclusión
del poeta Padilla corta otra vez el hilo y el autor lo acompaña in-
terviniendo en su contra. Con la tonalidad enjuiciativa, esta vez,
la acción ejercida por Núñez desequilibra la secuencia lógica que
ha llevado en el libro.
En el capítulo primero presenciamos varias cosas que son
parte constitutiva de esa manera de novelar que trató de imponer
Enrique Bernardo Núñez. Tal como se mueve la realidad de la
vida, así quiso él que se moviera su prosa en la consecución de un
logro. Para tal efecto se vale del juego del tiempo y de cada re-
curso que dentro de los personajes pueda significar una ayuda.
Actuando, pensando, hablando o recordando, estos son los res-
ponsables de los nuevos sucesos temporales que van apareciendo
en la novela. Cubagua, que debe ser el interés central de la obra
es solo introducida, por referencias, en el final de este primer ca-
pítulo. Llegado ese punto se borran casi todas las conexiones con
lo que se ha narrado y una nueva vida se abre ante las posibili-
dades del escritor. Personajes y sitios serán nuevos y el pequeño es-
labón quedará tan solo constituido por Leiziaga —existencia real
dentro de un contexto real—, y fray Dionisio, el peso de la historia
y del tiempo. Cubagua sirve, entonces para desarrollar otro plano
del relato. Los personajes son en ella casi tan intemporales como

56
la misma isla, y sus nombres concretos, pertenecientes a existen-
cias definidas, se confunden con los semejantes que existieron en
la distancia. Aun en Pedro Cálice parece haber una significación
múltiple. Pasan los capítulos, destinados a la historia de la isla,
y cuando la novela parece detenerse allí, retorna a lo que siendo
futuro —en comparación con la actualidad de lo narrado— vuelve
a ser el presente que le dio comienzo en la novela, pero es tam-
bién un presente falso, o más bien, otro presente, porque la en-
voltura original no ha vuelto a aparecer y solo a través de este
rodeo, donde se incluyen elementos legendarios, se va acercando.
Las ruinas de Cubagua, los misterios de la isla, la historia ence-
rrada en subterráneos, van a dar paso a «Vocchi», a «El Areyto» y
a «Thenocas» antes de regresar con El Faraute a la vista del castillo
de Santa Rosa, en La Asunción.
Los pequeños intereses se van sumando para dar una
imagen total, pero esta se ha complicado de tal suerte en su natu­
raleza, que cada uno de ellos puede valer por sí solo. A no ser
por Leiziaga que los une con sus motivaciones en diferentes esta-
dios de tiempo, los episodios utilizados por la novela constituirían
cuadros novelísticos de intrínseco valor. Sumando evocaciones y
aprovechando cada uno de los elementos que puedan desprenderse
de ellas, el autor va compaginando una novela difícil, aun en este
aspecto estructural.
Los mismos nombres que le dieron principio la llevan a su
final; Leiziaga los ha unido con su aventura y ellos han partici-
pado, en su medida, al desenvolvimiento de una trama llena de
complejidades y de reconocido tenor literario.

***

Dentro de las modalidades expresivas de esta novela, tienen im-


portancia capital los diversos personajes que la integran. La ac-
titud del autor, ya comentada, y que permite que cada capítulo
funcione como un cuadro de propio valor, podría restar interés a la
participación de los personajes dentro del asunto de la obra; pero
la aparición de cada uno favorece a la totalidad narrativa, bien
en el sentido de su presencia o en las consecuciones que hace el

57
escritor a su través. Legados a un mundo común donde existen, des-
tacan en ellos algunos rasgos definidores que en conjunto quieren
tipificar a cualquier comunidad de la época y de la circunstancia
de la obra.
El mayor peso de este libro está repartido entre la acción de
los personajes y el valor del juego del tiempo. Hay una relación es-
trecha entre ambos y de ella se desprende uno de los mejores valores
que esta Cubagua aporta a la novelística nacional.
En la novela hay que diferenciar dos categorías de perso-
najes. Todos son importantes, pero hay en ellos una jerarquiza-
ción que viene dada por la actuación que en un momento dado
realizan. Un personaje de muy escasa figuración puede, sin em-
bargo, tener una gran importancia en Cubagua, porque no está
preestablecida una tónica que exija interés en adecuación con pre-
sencia física. Una de las cosas que más destaca, a primera vista,
es la capacidad que tiene el autor para dar forma a sus elementos
humanos: el doctor Gregorio Almozas está retratado en el epi-
sodio del fórceps. Su descuidada personalidad, su abandono y su
negligencia profesional están captados en la respuesta que da a
Stakelun en relación a que si el instrumento de trabajo era usado
en la misma forma como ahora estaba depositado en el estuche
de madera. Un fórceps oxidado era casi la simbolización de un
hombre acabado. Andrea y un loro sirven para presentar y con-
formar el modo de ser del juez Figueiras, de cuya historia se vale
el escritor para dar una visión más completa del personaje. No
llega a decirnos que sea un viejo, aunque más adelante hay una
clara intención en ubicarlo. El autor habla de los gustos del juez
en asuntos de cocina, y se atreve a decir que «la castidad de un
viejo depende a veces de sus gustos culinarios», lo cual le per-
mite, a la vez, presentar a Andrea, «una mulatilla incitante y es-
pigada que había llevado del Tuy para servir en su cocina» (12).
El coronel Rojas aparece poco en esta obra. Las veces que lo hace
está descrito en función del ejercicio de la fuerza. Vive al lado del
juez y está acantonado en la isla, siempre refiriendo «sus proezas
de guerra en Apure» (13). A pesar de esta presentación tan in-
genua, el coronel Rojas desempeña ciertas actitudes que lo hacen
negativo dentro de la novela. Debe recordarse que no pagaba por

58
el servicio de agua que le servían en el alambique de Stakelun,
y en algún sitio de la obra el sentimiento del autor es contrario con
respecto a él. Cuando todos se quejaban de la mala situación que
se vivía, «el único que no decía nada era Rojas» (19). Hernando
Casas, de aparición muy fugaz, «se había dejado arruinar con una
especie de voluptuosidad» (19), contrastando abiertamente con
la entereza y el valor que representaba su mujer.
Algunos de estos personajes solo están dados en forma re-
ferencial y desde pequeños detalles, suficientes, sin embargo, para
caracterizarlos en forma definitiva. Benito Arias, secretario del
juzgado, no es conocido más que en función indirecta. Núñez está
hablando de cómo son encerrados los borrachos que escandalizan
por la noche, «con excepción del secretario Benito Arias» (12).
Ese modo indirecto agrupa, igualmente a Andrea, de la cual solo
se conoce un rasgo racial, pero quien es presentada por la constante
actitud de regaño que tiene ante el juez. Su voz recriminaba a Leó-
nidas y las prohibiciones llovían sobre el afligido Figueiras. Teófilo
Ortega nos viene dado por el contraste que representa frente a Nila
Cálice, a quien corteja. La fogosidad y la educación de esta no puede
permitir el acercamiento que intenta Ortega y de allí que en sus es-
casas apariciones siempre esté rechazado para un futuro después,
que nunca llega dentro de la novela. Antonio Cedeño, de quien se
hacen algunas consideraciones y a quien se sitúa en extremos contra-
rios con el valor de Leiziaga, está sintetizado en la descripción que
de él hace el autor. Remando lentamente se le ve como «un hombre
corpulento […cuyo] rostro recuerda el de los ídolos esculpidos en
piedra que yacen dispersos o enterrados» (22). Para quien se haya
compenetrado con el significado de la novela, esta relación que se
hace de Cedeño indica una manera habilidosa de transformar toda
la realidad de un personaje en una caracterización total.
Para el desarrollo de ciertos aspectos de la obra, Stakelun
es imprescindible. En muchas ocasiones es figura prominente y la
idea general es que está dentro de todas las cosas. Su actividad y su
propia personalidad lo hacen imponerse ante el común de la gente.
Su capacidad de absorción lo lleva a hacerse casi preponderante,
y más que un simple ser, dentro de la novela, trata de representar
todo el peso de una fuerza que se mueve con estudiados pasos.

59
La propiedad de la Compañía, la adquisición del alambique para
proveer agua, la adquisición de la estancia Las Mayas y su aparición
final en el asunto Leiziaga lo generalizan en la condición anotada.
Todo se rinde ante su vigor y todo va pasando a su poder desme-
dido. Las fuerzas bajas lo adulan y temen; los más poderosos, que
son muy pocos, le sirven, le agasajan y pretenden utilizarlo. Él los
aprovecha a todos. A los más bajos los explota, a los otros los ma-
neja. Etelvina Casas parece no cuadrar en ese esquema. Perdida
como está su propiedad, es la única voz que se alza en un signo de
protesta que queda truncado por la falta de voluntad de su marido.
Su oposición a esta fuerza, Stakelun le hace poseer una aureola
que la diferencia de los otros seres con quienes convive. Sus ma-
nifestaciones son tajantes y llenas de sinceridad. Odia a Stakelun
porque Stakelun significa despojo y rapiña. Etelvina es feliz en la
libertad y en la posesión de la tierra. Cuando habla con Leiziaga,
ya perdida la finca, dice lo insoportables que son los pueblos llenos
de rutina y de tedio. La finca le permite el contacto directo con
los elementos de la libertad: el cielo y el aire la llenan de dicha y
de ilusiones acerca del futuro. Palpa la tierra y la acaricia: «¡Será
mía a pesar de todo!» (20), concluye. «Los cabellos formaban lu-
cientes anillos en torno a su cuello y en sus ojos, también negros, se
encendió una alegría extraña y breve» (21).
De cierta especial condición son Pedro Cálice y Nila. La fi-
gura del primero cobra gran interés en la novela por la forma am-
bigua en que se desenvuelve. Nadie puede saber, a ciencia cierta,
qué es Cálice y qué representa en cada una de sus actuaciones.
Su misma enfermedad, la bíblica lepra parece ser un elemento de
integración en un personaje mitad legendario y mitad difumi-
nado por la oscuridad que el misterio de Cubagua impone en él.
Cuando Miguel Ocampo, capitán de La Osa le está entregando
cuentas, Cálice está sentado en un taburete, «a la luz de un farol
viejo y amarillento»; en una captación que le define se le presenta
con «la espesa cabellera [que] le sepultaba en su negrura. Toda la fi­
so­nomía de la isla estaba en aquel rostro» (37). Esta es quizás una
de las más geniales descripciones que hace Núñez en esta novela,
porque no solo nos da una personalidad enferma, llena de mis-
terio y lejanía, como la misma enfermedad, sino que además lo

60
traslada comparativamente a la isla que, como Cálice, padecía de
una muerte en vida. Siendo la lepra una negrura, la ambigüedad
está planteada en varias vertientes. La negrura puede ser de Pedro
Cálice, o puede ser de su cabellera, pero es más probable que haya
sido del estado en que se encontraba.
La muerte que representa Pedro se diluye en la vida de Nila.
Simbolización del paso de una raza vencida al surgimiento de una
raza viviente. La desesperanza del saberse acabado con la resolu-
ción de quererse dueño de la vida. Nila Cálice absorbe la novela
cuando interviene en ella. Los rasgos de su vitalidad son las pri-
meras cosas que sabemos de esta exquisita mujer que se pierde en
el confín insinuado de la poesía que la rodea. Su historia se va
dando por pequeñas partes, que se complementan con sus hechos
y con su participación activa dentro del cuadro de los otros ele-
mentos humanos de la novela. Ella representa no solo el vigor de
una mujer joven, individualidad que no tendría mucha cabida en una
obra de esta naturaleza; Nila quiere ser, por parte del autor, un afa-
noso homenaje al bizarrismo de la mujer de la isla, mujer sopor-
tadora de todas las circunstancias y que ha sobrevivido a las miles
de vicisitudes que el ambiente le ha opuesto. Nila es abierta y os-
cura como su mar. Su constante transfiguración la hace una perla
codiciada en una tierra de codicia, y al actuar como una fuerza
vital, es a veces expansiva, pero a veces, también, se profundiza en
un fondo evocativo y melancólico, en una especie de filosofía de re-
solución resignada, que la lleva hasta los límites de una neblinosa
sabiduría ancestral.
Núñez trata de revivir en Nila Cálice el alma de la raza
pura. La tutoría de fray Dionisio, la educación que adquiere, la
transculturización que representa y la insistencia de sus pasiones
y de su libertad existencial, así lo comprueban. La propia voz de
Nila colabora en su definición. Leiziaga interviene como dialo-
gante y entre ellos nace la palabra que quiere explicar búsquedas.
Significado de transformación y de propiedad destinista caracterizan
los modos de expresión. Él ha estado varios años fuera de la patria
«y al volver me ha parecido que no conocía a mi país, Nila. Se me
ha revelado de un modo distinto»; ella lo escucha y mide todo el
contenido de la declaración, su proceso ha sido distinto, viniendo

61
desde el fondo misterioso de la tierra, está adosada a su esencia.
«Yo también he salido; pero siempre queda algo tan arraigado en
nosotros que nada puede modificar» (25).
Leiziaga, como Nila Cálice, ha viajado para establecer con-
tactos con culturas diferentes. La educación recibida, aunada a su
voluntad de superación lo han hecho un hombre de acción. Con-
cibe grandes proyectos y todos ellos están dirigidos a la transfor-
mación del ambiente: «empresas ferroviarias, compañía navieras
o vastas colonizaciones en las márgenes de nuestros ríos» (17). Su
grado en Harvard parece haberlo dispuesto para una febril cons-
tancia en grandes consecuciones. En su pensamiento, donde re-
posan las ideas del autor, Leiziaga acomete el tema constante de la
suplantación de un mundo caduco por otro que sea pujante y pro-
misorio. Su lucha es una lucha contra el tiempo. Desea crear y dar
rapidez a esos proyectos. El afán de poseer lo condiciona y lo mo-
tiva. Quiere tener casi en un sentido egoísta, pero desde esa posi-
ción se derivan aspectos favorables a su personalidad. No quiere
establecerse en ninguna región que lo amordace; no quiere pare-
cerse a los funcionarios parásitos que vegetan toda la vida, por eso
repulsa a su jefe, el doctor Camilo Zaldarriaga. No quiere perma-
necer en Margarita más que el tiempo necesario para desarrollar
sus proyectos. Teme al tiempo estancado y agobiante. «Deseo huir
de todo esto, porque hoy los años son días y aquí los días son años»
(18). Leiziaga sabe que el ambiente consume con su placidez. Las
eternas charlas y el esperar constante no son para él. Stakelun
debe ser la llave que abra los caminos desconocidos e inconmensu-
rables de estas tierras; por eso siempre está con él; porque a pesar
de una aparente entrega, Stakelun está vigilante y su codicia lo ha
llevado a establecer planes definitivos para su vida. Poco a poco se
apoderará de todo, simboliza el mal que se va propagando callada-
mente, amparado en la rutina y abulia de sus semejantes. Leiziaga
sabe esto y quiere aprovechar la oportunidad. Su idea es, también,
la del enriquecimiento. Como ingeniero de minas al servicio del
Ministerio de Fomento, quiere utilizar su posición para el beneficio
personal. Su audacia, su vitalidad y su ambición lo conducen, direc-
tamente a tratar con Stakelun, a la vez que elabora planes de acción
individual que, amasados con esa inagotable fuente de optimismo

62
morboso que lo acompaña, tratan de concretizar grandes ganancias
con mínimos esfuerzos. La relación que hace entre la existencia
de petróleo en Cubagua y un mundo atropellante que surgiría de
ese descubrimiento, tiene como centro no el interés utópico de la
conquista de la tierra por la conquista misma, tiene como interés
inmediato el bienestar fabuloso que esa riqueza le concedería. Per-
sonaje complejo este Leiziaga, se mueve entre las ideas que ne-
gativizando éticamente a un hombre, lo hacen producto cierto
y tipificante de un mundo convulsionado por lo material.
Sus destacadas condiciones lo ponen al borde de esa fortuna,
no ya representada en el petróleo, sino en las riquezas naturales
que aún existen. Trocando su verdadera misión va a inspeccionar
los placeres de pesca de perla, con una intención clara y definida.
Aparentando una función oficial va a desarrollar una ambición
personal. El aventurero va a volver a aparecer y Leiziaga, por obra
y gracia de la traslación temporal de la historia, se va a convertir,
retrocediendo en el infinito, en el conde Lampugnano; con sus
mismas características, con sus mismas ambiciones, con su misma
actividad existencial. La historia que le va a suceder a Leiziaga va
a estar calcada de lo que sucedió al conde en los días del esplendor
de Cubagua. Ambos llegaron henchidos de grandes proyectos
y sobre ambos el ambiente abatió su fuerza inexorable. Poseídos
por una misma fuerza, son víctimas de las circunstancias que esa
fuerza ejerce sobre ellos.
Pueden más la avaricia y el deseo personal que la constitu-
ción ideal que Leiziaga llevaba escondida en algún rincón de su
espíritu, y al convertirse en contrabandista, deja atrás todo el im-
pulso renovador que tenía en sí mismo. Confundido dentro del
mismo pensamiento que mueve a todos los hombres que lo rodean,
no supo distinguir el final del camino hacia donde sería condu-
cido; perdida la perspectiva lógica de todo empeño, Leiziaga cae
dentro de su propia trampa y todo el cúmulo de sugestiones y de
proyectos se vuelcan encima de la codicia momentánea, arrastrán-
dola al fracaso. Otra vez, como el conde Lampugnano, fracasa
por no saber equilibrar el ímpetu con el desarrollo acompasado
de las empresas personales. Houbac, Ortega, Cedeño, nombres
que el contrabando ha regado por las costas orientales, se ven de

63
pronto invadidos por la presencia apremiante de un Leiziaga inex-
perto que quiere calzar los mismos puntos que aquellos que han pa-
sado la vida en la aventura. El secreto de las ventas clandestinas lo
tenía Houbac y todos rendían ante él la sumisión que precisaba.
Leiziaga era diferente y quiere demostrarlo. Va cayendo en pro-
fundas hondonadas que irremisiblemente lo llevan al fracaso total.
«Lo mandaron a inspeccionar las perlas y se puso a robarlas en
Cubagua», murmura uno de los oficiales que hacen guardia en la
explanada del castillo donde está detenido. «Lo ridículo es la tor-
peza. Para robar se requiere ante todo habilidad» (101), responde
su compañero. El final, muy aleccionante desde la mentalidad del
autor, que en una u otra forma aprovecha el episodio para hacerse
sentir, es la nada. Leiziaga, casi salido de la oscura posición de un
cargo público, recorre maravillosos caminos de futuro en una actitud
ideal respaldada por su innegable valor.

Un canto indescifrable, lento y prolongado, remonta, remonta


hacia el lucero de la tarde y el silencio se hace más denso entre
los cardones. Tres días, quinientos años, segundos acaso que se
alejan y vuelven dando tumbos en un sueño, en la luz de días
inmemoriales. Espuma (95).

La fuga lo recupera para la vida. Salido del encierro tem-


poral de la prisión, va al encuentro de su propia personalidad.
La idea de creación sigue pendiente de lo que su voluntad decida
hacer. El porvenir está en lo inexplorado, lejanos ya los deseos de
la aventura fácil. La creación espera por él y La Tirana lo guiará
fuera del estatismo. Leiziaga es un nuevo hombre, recuperado
desde el fracaso que él mismo se labró, compitiendo en proyectos
a donde no pudo llegar su condición. Al dejar estas tierras donde
«todo estaba como hace cuatrocientos años», dirige su potencia-
lidad a otra cosa, a la vida, porque «Ya no son voces que se alzan
del mar: murmullos, clamores vagos, estremecedores, palpitantes,
infinitos», ahora en su mente conquistadora solo hay una idea,
precisa y definida, por eso como su pensamiento, «una luz cruza
como flecha encendida el horizonte» (111). Con él y dentro de
él se presencia la transformación existencial que el ambiente,

64
cargado de fuerza histórica, ejerce sobre los elementos que lo forman.
En Leiziaga se ha cumplido un ciclo inexorable. La inmensa y mis-
teriosa lejanía del mar lo ha acogido en su seno; le ha probado que
no solo el vigor vence calamidades, y lo ha transportado en sus
brisas hasta otra lejanía tan misteriosa como el mismo mar.
Cubagua es misterio infinito y por eso la novela Cubagua
está envuelta en ese manto incorruptible de presencia evaporada.
Representativo de una nebulosidad que funcione en el tiempo
volcando direcciones en todos los sentidos imaginables, está fray
Dionisio, personaje de presente, de pasado y de futuro, que anda
indiferentemente por todos los tiempos, como voz de relación y de
explicación histórica:

En Paraguachí, a la hora de vísperas, en la puerta del templo,


se veía a un franciscano, hombre alto, cojo, de edad indefinible.
Era el párroco, fray Dionisio de la Soledad, que seguía con la
mirada la puesta de sol y las rojas flores de cedro desprendidas
por el viento (14-15).

Nada poseía, solo su perfecta humildad y una inveterada con-


dición de sufrimiento y resignación. «A semejanza de muchos otros,
fray Dionisio, en vez de reducir al indio, se adaptó a ellos» (29).
La presencia física de fray Dionisio es uno de los grandes
problemas de esta obra. Es muy difícil determinar cuándo el autor
está utilizando a un ser o a una sombra, cuándo el fraile es carac-
terización humana y cuándo se pierde en los límites de la estricta
fantasía histórica. Los métodos para determinar una posible rea-
lidad se figura tienen que basarse en hechos indirectos, porque al-
rededor de él la trama se adapta oscureciéndose de tal modo que la
posibilidad de distinguir la exactitud de su ubicación se hace difi-
cultosa. Desde su primera presentación ya hay un dato que lo tras-
lada a lo misterioso. La edad del fraile es indefinible; sin embargo,
durante esta actuación parece y se comporta como un ente humano
existente. La aureola que lo va conformando contribuye a la indefi-
nición en que vive. Las murmuraciones lo envuelven y su cercanía
con Nila Cálice era motivo de hondas preocupaciones para la moral
de la gente. Aun en los momentos en que no hay dudas acerca de

65
su existencia, la ambigüedad narrativa que lo acompaña, crea una
atmósfera de ilusión. Cuando construye la torre de la iglesia, ayu-
dado por los vecinos del pueblo, tiene el hábito manchado de barro,
pero también tiene «los ojos llenos de polvo» (16).
Leiziaga conoce su verdadera historia. El personaje se en-
trega en confesión a quien ha de servir de lazo unitivo entre los
elementos constitutivos de la novela. Nadie más que aquel está en
conocimiento de las muchas vidas que ha recorrido este fraile in-
temporal. Los acontecimientos que le han sucedido tienen mucho
que ver con gente que puebla la ilusoria tierra de las legendarias
islas. Nila y Pedro Cálice le están unidos en amarras evocativas,
la selva los reunió en una comunidad casi fantasmal. Perdido en
sus confines salva la vida por la quietud de su presencia. Reme-
morando los tiempos pasados repasa el encuentro y da a la luz el
origen de Nila, la enfermedad de Pedro y el asesinato de Rima-
rima, «un cacique que murió […] hace algunos años» (28), y de
quien procede la hermosa muchacha. Tomada en auxilio, su pri-
mera acción es protegerla de los blancos. Nila por eso le pertenece,
pero nunca esa posesión se materializa en ningún aspecto. Traslación
personal de un hecho cierto de la Conquista, la relación fray
Dionisio-Nila Cálice parece hablar de pretendidos hechos.
Aun en presente, el fraile utiliza a Leiziaga para sus mani-
festaciones metafísicas. La novela está llena de ellas y por su in-
termedio el autor consigue un clima de elevación espiritual muy
acorde con la significación propia del sacerdote. A la vez que esto
sucede, en el plano de la estructura mental se va desarrollando,
paralelamente, una situación que agrava el planteamiento inicial.
Hasta ahora las presentaciones de fray Dionisio lo hacen ser muy
objetivo. Está trabajando en la iglesia, habla con Leiziaga, narra
los episodios de su vida o se pasea por el altozano del templo, ab-
sorto en su breviario. Pero en este mismo último momento parece
producirse una transfiguración que habrá de acompañarlo para
siempre dentro de la obra. «El sayal descubre las piernas descar-
nadas, oprimidas por gruesas botas. Parece más bien una de esas
figuras carcomidas que se ven en las fachadas de los templos muy
viejos» (28). La adecuación pretende ser definitiva. Quiere esta-
blecerse una sensación de relación entre la figura del fraile y su

66
misteriosa presencia. La edad física tiende a perderse en el infinito
y toda su humanidad da la impresión de quererse confundir con
la perennidad de lo histórico. Muchas de las cosas que se dicen de
él lo inmiscuyen en lo misterioso. «Se aseguraba haberle sorpren-
dido de rodillas ante una cabeza momificada que ocultaba cuida-
dosamente» (15), y se hablaba de una oscura afición a consumir
ciertas hierbas y a usar un diente de caimán que pendía en el ro-
sario. El mismo Leiziaga, quien ya no podía asombrarse de nada
que ocurriera a esa rara personalidad,

advirtió en una silla, en uno de los ángulos del aposento, una


cabeza momificada. Eran los mismos rasgos de fray Dionisio.
Los cabellos de la momia se quedaron en sus manos al levantarla.
La contempló unos momentos y la depuso suavemente (73).

Lo intemporáneo pertenece al fraile. Está con él y forma


parte de su esencia. Bien pronto está oculto entre unos manglares,
viendo cómo los indios invasores atacan a Cubagua12, o acompaña
a Leiziaga cuando este baja a la cuadra donde estaba el corredor
del sótano que servía de dormitorio a los antiguos esclavos. Pedro
Cálice asegura que el día anterior se marchó de Cubagua o el pa-
trón de El Faraute repite palabras que le ha oído. Siendo así un
signo de ubicuidad temporal, es capaz de simbolizar su actuación
cuando se le ve cargar su propia calavera. La Cubagua presente
no puede evadirse de lo que fue, y Nueva Cádiz sigue en vigencia.
Cuando Leiziaga se encuentra a fray Dionisio en Cubagua,
la traslación objetiva de este último no está muy aclarada, pudién-
dose pensar que en el fraile esté representado un poco el espíritu de
la isla, o tal vez su historia misma. La constante confusión de su fi-
gura con la oscuridad y su aparente aspecto de sombra, coadyuvan
a redondear una imagen un poco ficticia —por lo que a realidad
se refiere— en este personaje. La adjetivación usada por el autor
completa el cuadro y cuando fray Dionisio ríe con risa mohosa, su

12 Quien se oculta entre los manglares, en la ocasión que refiere, es el conde


Lampugnano. (N. del C.)

67
sonrisa traspasa la cara terrosa «y sus palabras forman círculos en
el silencio» (72).
Siempre desde el plano de Leiziaga —que es personaje de
real existencia—, se da el dato confuso de la existencia real del
fraile. En la antigua cuadra su «voz parecía afónica, lejana, sin ser
lo uno ni lo otro, como si viniese a través de una niebla» (40), luego
lo ve físicamente acabado, semejante a un montón de cenizas y con
una configuración que lo acercaba a lo fantasmal; la boca hun-
dida y volviéndose borroso en la penumbra. «A veces diríase que
ha muerto» (42), tornándose en una sensación de fondo, de cosa
inexistente que existe.
Como fray Dionisio, y él principalmente, todos los perso-
najes de esta novela parecen quedar flotando en el aire. Sus trazos,
aunque llenos de firmeza, permiten diluirlos en una atmósfera de
realidad y ficción —fantasía poética e histórica— que los carac-
teriza. Ningún nombre queda con exactitud en el presente, todos
participan de una dualidad que les permite transitar por diferentes
épocas con una aparente misma personalidad. Solo Leiziaga parece
librarse de esto y es el único que escapa hacia el futuro.

***

Para Meme, en La hojarasca, de Gabriel García Márquez, el


tiempo del recuerdo se transportaba con tanto afán que ella tenía
el convencimiento de que su transcurso «había convertido la le-
yenda en una realidad remota pero difícilmente olvidable»13. Lo
mismo sucede en Cubagua. La novela transcurre en un perma­
nente juego donde lo real y lo inexistente se entrecruzan para dar
una tonalidad de ambiguo presente, a la vez que el clima de la
evocación parece presidirlo todo. Fray Dionisio explica a Leiziaga
la relación que puede haber entre lo que vemos y el fenómeno que
lo produce. Allí parece haber una clave: en la estrella que él le pide
que vea, añadiendo que

13 Gabriel García Márquez, La hojarasca, Bogotá, Sipa, 1955, p. 38.

68
(…) tal vez no existe ya y la vemos. Tampoco ante una rosa se
piensa en las que han abierto desde hace miles de años. Cual-
quiera diría que es la misma. El mismo color, la misma fragancia.
Y en ese momento, ¿no es en efecto la misma? (65).

Leiziaga mismo, en determinado momento de su vida, reca­


pitulando las aventuras sucedidas en los últimos días de su pre-
sencia en Cubagua, recuerda cómo el pasado se ha mezclado
insistentemente con el presente actual, y confuso ante la perspec-
tiva que lo anonada no distingue «dónde concluye y comienza la
realidad» (98); y el doctor Figueiras, a quien el autor declara ig-
norante en cuanto al uso de productos que pudieran transpor-
tarlo desde su realidad a otra, inferida por el uso de los mismos
—ñopo y «Elixir de Atabapo»—, permite la obtención de otra
de las pautas que han de servir para tratar de desmadejar el di-
ficultoso asunto del juego del tiempo en esta novela. Tampoco
Figueiras, dice el escritor, sabía «que la realidad, como la luna,
siempre nos muestra un solo lado» (104). A través de esta serie de
manifestaciones concretas, Enrique Bernardo Núñez quiere pre-
sentar su modo de pensar al respecto. En varias oportunidades
ha hecho uso de diversos modos de explicación para exponer su
pensamiento. En una u otra forma nos da a entender que el movi-
miento de la realidad es continuo y que puede presentar diferentes
facetas, de acuerdo con las circunstancias en que actúe. Para una
misma realidad se podrían acatar varias formas, quedando pen-
diente la eterna pregunta de cuál sería su verdadera manifestación.
Ella es infinita y provee, por sí misma, todos los elementos para
esa infinitud.
Ante una novela de constante actitud de ambigüedad es-
pacio-temporal, el autor maneja los planos de ficción y realidad
sin una delimitación que los individualice y los haga particulares
a ningún fin. Relacionados con una estrechez que los hace de-
pendientes, ellos interactúan complementándose y prodigando
los elementos que al final van a determinar cuál es el que supera
dentro del equilibrio que guardan en la obra. De esta manera es
posible que por la simple pérdida del anillo sirva para dar en-
trada a la aventura que Leiziaga vive en el capítulo de Vocchi;

69
y permisible que se piense que dentro de la novela hay utiliza-
ción de un sistema estructural adecuado a esa paralelización del
tiempo-espacio. Cubagua comienza narrando un tiempo presente,
establecido por hechos constantes y objetivos. La inclusión de un
personaje-eje, Leiziaga, va a facilitar la movilidad que el novelista
desea para su libro. Cuando se va a realizar la inspección de las
perlas en la isla, hay un cambio en la acción del tiempo. Aun en
un acto de auténtico presente, Leiziaga comienza a convivir con
otros personajes cuya figuración de actualidad es muy compleja.
A ciencia cierta es difícil determinar si en Ocampo u Orteguilla,
por ejemplo, están presentizados seres actuales o proyecciones de
elementos cuya existencia finalizó en época remota. Estos per-
sonajes pueden, indiscretamente, estar representando cualquiera
de los dos papeles, porque han sido concebidos de esa manera
y porque la novela necesita que el comportamiento no sea muy di-
lucidado. Fray Dionisio al dar de beber el elixir a Leiziaga, per-
mite que se efectúe un claro y objetivo retroceso temporal donde
el presente es el de Nueva Cádiz en el siglo XVI. Entonces la fi-
gura del personaje se confunde con la del conde Lampugnano, en
presencia y actitudes. La historia del conde y sus experiencias en la
isla; el ambiente donde se desarrollaba la vida, el clima de lujuria,
la explotación de las riquezas, y las fuerzas naturales dominantes,
son aspectos que entran en la trama novelística al efectuarse la
transportación de Leiziaga y del conde. Envuelto en la confusión
el personaje está en Cubagua y está en Nueva Cádiz; conversa
con un presente fray Dionisio y contempla el fantasma del mismo;
recorre profundos corredores carcomidos por la ruina y es capaz
de presenciar fastuosos tesoros y deslumbrantes ceremonias indí-
genas. La parte legendaria de la novela cobra un interés inusitado
y todo el clima se concentra en la magnificencia de lo mítico, en
un aparente desprecio por lo que ha sido hilo central de la narra-
ción. El despertar de Leiziaga corresponde, igualmente, al des-
pertar del tiempo presente en la obra, y Nila Cálice acompaña
a Pedro cuando el elixir ha dejado de actuar en la mente del per-
sonaje principal. La novela regresa a una acción concreta y finaliza
cuando retoma a personajes y hechos que le habían dado origen.
El detenimiento del tiempo puede, así, funcionar a la misma vez

70
que su multiplicación; pero como cosa curiosa se debe observar que
en esa doble actitud hay una manifiesta preferencia hacia lo pri-
mero, hacia lo que tienda el retroceso, cuando la vida existía en la
isla y cuando el aspecto histórico la forjó y plenó de importancia.
Solo recordar un pasado no tendría todo el mérito del traerlo
a presente en un habilidoso juego de intereses. Cuando Leiziaga
declara que desea huir «porque hoy los años son días y aquí los
días son años» (18), está ejemplificando lo que permitió al escritor
funcionar con personajes de presencia indiscriminada en cual-
quiera de las épocas, con comportamientos tan «lógicos» como
el del fraile a quien el paso de cuatrocientos años parecen poco
tiempo, o con situaciones que vacilan entre lo real y lo soñado que
hacen posible que en un momento de conversación entre el inge-
niero y el sacerdote, en un ambiente de total soledad, salgan de
entre los cardones «mujeres desnudas» en cuyos cuerpos las ajorcas
brillan, «arracadas de oro» (73).
Todo es posible dentro de la gran dualidad de lugar y época
en que se desenvuelve la novela. Cedeño y Ocampo son pesca-
dores de perlas que acompañan a Leiziaga en su viaje a la isla,
pero referidos a la acción en Nueva Cádiz, «Antonio Cedeño tiene
de la mano un perro negro con movimientos de ferocidad impa-
ciente. [Y] Ocampo habla de la maestría y el coraje de algunos
perros en apresar salvajes» (52), por lo cual Pedro Cálice dice
que algunos de tanta casta como Becerrico hace que todos deseen
poseer hasta cien.
Dentro de un contexto de logicidad no sería permisible
pensar que alguien haya estado en otro tiempo y en otro sitio,
pero aun así Leiziaga vivió en Cubagua cuando se llamaba Nueva
Cádiz. En la visión física de la ciudad él logra verse de la misma
estatura actual, pero con una barba rubia y con los ojos azules. To-
mando el polvo que desde una concha de nácar le ofrecía Vocchi,
presenció cómo Nila también se encontraba allí, en medio de hom-
bres tatuados y mujeres de senos dorados. El viajero convertido en
dios, que había retrocedido desde su Lanka natal hasta los mismos
orígenes de un mundo, acompañaba ahora los que infinidad de
años después serían Leiziaga y Nila Cálice.

71
Tejiendo tiempos y deshaciendo realidades va pasando la
novela. Personajes y circunstancias se diluyen o se concretizan
con una pasmosa facilidad. De un hecho actual se pasa a la re-
ferencia de otro pasado. Los pescadores de ahora pescan igual
a los de hace cuatrocientos años; un accidente de pesquería hace
recordar la muerte de Fucho Malavé; el despacho del juez Fi-
gueiras rememora al antiguo convento franciscano; los indios van
terminando la danza ritual cuando el efecto del ñopo era menos
alucinante y la modorra de miles de años se va apoderando de
ellos. La vieja ciudad recupera su pasado esplendor en la sola men-
ción de sus fuentes de petróleo. El autor se complace trayendo si-
tuaciones de pasado y mezclándolas con una perfecta actualidad,
y fray Dionisio se identifica, a cada momento, con la idea del his-
toricismo, murmurando palabras confusas donde el suceso de la
isla parece agobiarlo todo.
Leiziaga ha estado en un subterráneo, el fraile le ha llevado
allí y el contacto con lo pasado se ha establecido de una manera
fehaciente. Dentro de las catacumbas de Cubagua, el misterio his-
tórico de la tierra ha cobrado vigencia. Leiziaga no comprende su
«sueño» ni el traslado de sus sensaciones. La relación que lo ha
llevado desde una realidad patente hasta las circunstancias de su
imaginación no está clarificada en su mente. Es parte de un en-
frentamiento y un elemento que cubre la parte de presencia transi-
cional entre un pasado y un porvenir. El fraile habla de la antigua
riqueza y el ingeniero se refiere a las posibilidades del futuro; sin
embargo, en su condición de actualidad no hay una definición que
pueda dar la pauta de lo acontecido. Instrumento de utilización
expresiva, sirve a los fines del autor.

***

Además de las muchas dificultades que presenta Cubagua —todas


ellas muy positivas y en favor de su propia valoración—, habría que
añadir la de la evaluación de sus elementos. Hilo narrativo, estruc-
tura argumental y participación histórica, parecerían ser las partes
de mayor importancia dentro de la obra. Sin embargo, una de las
que ha merecido mejor consideración ha sido la referente al estilo.

72
Son muy diversas las opiniones que han centrado sus juicios en lo
que consideraban que ha sido el más importante aporte de Enrique
Bernardo Núñez a la novelística venezolana.
Haciendo un análisis justo de las partes constitutivas de la
novela, sería difícil precisar cuál de ellas se impone sobre las otras;
cada una tiene sus logros y el conjunto que, a nuestro juicio, es lo
más destacado, se enriquece en la participación de todos los ele-
mentos. Si es verdad que a lo largo de Cubagua la cuestión estilís-
tica parece hacerse más imponente a medida que el autor desarrolla
la prosa, no es menos cierto que esas manifestaciones expresivas
dependen de la contribución que el deslumbrante ambiente ejerció
sobre el novelista. Por intermedio de Stakelun se piensa que «el
color es la magia de la isla» (11), y que quien llegue a contem-
plarla caerá bajo una extraña fascinación. Julio Febres Cordero
dice que no solo eso es cierto sino que ese color es capaz de em-
borrachar con sus matices14. Las tonalidades, diversas, continuas,
esplendentes, son como un símbolo de Margarita y de Cubagua.
«El crepúsculo ve caer sus magníficos manojos» (48) y Nila será
llevada en procesión reinante donde «entre las orquídeas más be-
llas que el oro, su presencia sería igual a la de la luna» (50). A cada
momento y en cualquier circunstancia Núñez hace uso del paisaje
y del ambiente, razón por la cual su libro se llena de la plenitud
de los colores y de la magnificencia de una prosa sintetizada para
el estricto buen decir. El cromatismo que había aparecido tímido
y tenue en sus obras anteriores, encuentra campo propicio en esta
novela, y ya será una característica que lo acompañará siempre.
La fuerza que va cobrando le va dando un impulso que el mismo
autor tiene que dosificar para no caer en un extremado lirismo.
El color se le impone por la vigorosidad plástica, pero el deslin-
damiento con lo que adorne le provee de una apreciable persona-
lidad. La frase se va consiguiendo como brotada de la necesidad
de expresar lo que le rodea a los sentidos sensibles de la belleza.
Párrafos hay en que las descripciones son el producto directo de la
captación y, adecuadas las palabras a los hechos, son transmisoras

14 Julio Febres Cordero, «Intemporalidad de Cubagua», El Nacional, Caracas,


1 de octubre de 1965.

73
de emoción vivencial. «El estío continúa devorando las sierras, las
labranzas. Los valles se vuelven amarillos, de oro. La blancura de
las playas come los ojos» (108). La integración está siempre basada
en los elementos propios del medio. La constitución de una ma-
deja estilística —que aparenta contener a la novela—, se va agran-
dando en la medida de las posibilidades que el escritor le provee
y la poesía marcha paralela a la simple descripción elegante. La
gran totalidad plástica es uno de los efectos que logra Núñez con
sus apreciaciones sobre hechos ambientales. «El sol engendra los
pájaros de fuego que devoran los verdes y las aguas» (93), y en la
tarde, así manifestada, pone a caminar a sus hombres agobiados,
a sus hombres impasibles, a sus hombres taciturnos, a los hombres
que llama cardones en un afán de sombrearlos en una simbología
expresiva. Los planos argumentales reposan en pequeños espacios
donde la palabra cobra otro tipo de vida y resurge de la condición
narrativa para difuminarse en la manifestación de algún elemento
de impresión. Este caso se repite mucho y constituye uno de los
más característicos en la forma novelística que cubre a la obra.
El intercambio de intereses dentro de la novela se efectúa a me-
nudo y siempre bajo la estricta vigilancia del escritor. El equilibrio
es, entonces, un resultado lógico que impide la preponderancia de
cualquiera de los tres elementos ya antes mencionados. Tanto en
lo narrativo como en lo argumental y en la utilización histórica,
hay un subfondo que los ensambla como partes de una misma
unidad. Esa unidad es una Cubagua bien estricta, muy bien pen-
sada y mejor concebida; a la vez que es la base que permite al es-
critor manifestarse en sus gustos y predilecciones. Todo lo recubre
el color, desde el mito traído y deshojado de la leyenda, el cual se
presenta en una vida que lo saca del círculo del recuerdo, hasta
la insistente manera de designar las cosas, tiñéndolas para darles
existencia definida. Cálice parecía un farol amarillento, o su cabe-
llera lo sepultaba en la negrura; sus mejillas eran encarnadas y en
sus ojos había bordes rojizos. La precisión del detalle se comple-
menta con el tono del color y la expresión se aposenta en el giro
corto y totalitario.
El cromatismo que ha brotado de la necesidad de dar poten-
cialidad vital a la expresión, como lo dijo alguna vez el autor, se

74
ha asentado después de consecutivos ensayos. Ya la ampulosidad
de Sol interior no aparece en el modo de escribir, la fraseología
desnuda que se utiliza en Después de Ayacucho y en La ninfa del
Anauco, ha pasado como etapa transicional; se ha ganado en fun-
ción poética pura y en síntesis estilística; la vitalización de la prosa
ha venido surgiendo en pasos consistentes, el tiempo, el ejercicio
continuo y la sensibilidad han conseguido el propósito. Cubagua
es algo muy diferente a lo que Núñez había escrito, y es algo que
resume una compilación que no se deja notar.
Las nuevas formas, esas que se han instalado y que provienen
de muchas experiencias, consiguen una plenitud para lo que el es-
critor quería fuera su expresión. La frase muy corta, el adjetivo in-
dispensable y la depuración constante, reúnen párrafos donde la
expresividad se impone. Las goletas vienen de La Guaira, de Higue-
rote, de Cubagua, son «un rebaño en el mar» (38). Nila Cálice fus-
tiga a Benito Arias, el juez Figueiras se divierte con sus huéspedes,
el juez Figueiras es llamado para el arreglo judicial que el hecho ha
precisado; fray Dionisio reza por lo sucedido; Leiziaga, Stakelun
y Etelvina hablan de Nila cuando llega Teófilo Ortega. Multitud de
acciones que trafican a una velocidad igual a la que tienen en la rea-
lidad. Pocas palabras para relatar los hechos, ningún artificio en la
expresión. La vida transcurre en las circunstancias de los sucesos
y la prosa va tan aprisa y es tan sobria como el carácter de los acon-
tecimientos. De la misma manera puede ser tan envolvente como
cuando el auto de Stakelun se desliza por las calles de La Asunción
o cuando describe un misterioso rito indígena de los tiempos del
origen, puede regocijarse en los hechos del pasado o en seguir las
huellas de la historia, incluyéndola en la concepción del paisaje.
Ciertas cosas son símbolos estrictos y la expresión los ma-
neja como tal. Cardones y alcatraces confeccionan imágenes que
bien pueden funcionar en diversos planos expresivos. Casi siempre
lo estéril y la soledad se ven plasmados en ellos. Las ruinas están
cada vez más acompañadas por los sempiternos cardones. Cuando
los esclavos regresaban del mar que bañaba a Nueva Cádiz, los
cardones se alargaban y los alcatraces volaban inmóviles; cuando
Leiziaga había olvidado la aventura del petróleo, los alcatraces pa-
saban frente a él y el silencio se hacía más denso entre los cardones.

75
Los hombres pueden ser cardones o pueden ser alcatraces, según
como se comporten ante la realidad. El laberinto de la vida his-
tórica, pesado fardo ante un mundo casi irreal que se deslíe en el
tiempo estático, es como los enhiestos cardones de la isla olvidada;
como ellos «forman un laberinto de columnas», ocultan una vi-
vienda que acaso no existe, o «sobresale entre los muros, se alarga,
[y] recorta su forma como un ciprés» (36).
Siendo Cubagua una novela donde el interés por las mani-
festaciones de estilo se muestra con insistencia, no es de extrañar
que en la forma descriptiva que permitiera mostrarlo, el autor res-
ponsabilizó al paisaje. Margarita y Cubagua son eso: paisaje. En
diversos modos lo externo impresiona y la reacción más lógica
ante esa impresión es la captación sensible de su posibilidad. En
Cubagua todo está penetrado por el paisaje; no solo por los con-
trastes que este representa, sino, también, por la cantidad de color
que de él se deriva. A veces, por eso, la frase poetizada no está al
servicio de la obra misma, en cuanto a utilización directa; es, más
bien, un agregado emocional que ha desarrollado el autor ante la
contemplación de tanta esplendidez.
El poetismo lleno de sencillez de cuando las perlas derra-
maban en las trenzas del pelo de Nila todo el resplandor que pu-
diera tener la vida láctea, puede resumirse al mínimo y convertirse
en pequeña historia de cuando los indios descubrieron una figura
resplandeciente y tomándola con «un halo de estrellas y un pedestal
de nubes» (24) la llevaron a sus ocultas moradas.
La fraseología, conseguida después de un trabajo de destila-
ción conceptual, llega a extremos que impresionan por la sutileza
que puede contener. La frase elíptica es casi una solución y acom-
paña en forma de cortejo permanente a la disquisición poética de
alto contenido filosófico que con cierta frecuencia Núñez emplea
en esta novela. La palabra se ha recogido en su más íntimo conte-
nido. De cada una de ellas surgirá el elemento sugerente que le dé
contexto. La poesía ha dejado de tener la ampulosidad que recarga
su esencia. La tónica de ambigüedad contribuye al clima que su-
giere y la calidad e intención poética de la obra se ven favorecidas
por la participación de efectos escogidos, coincidentes con el
envolvente misterio del ambiente.

76
La fuerza de la prosa de Cubagua hizo notable el esfuerzo
de su autor. La vanguardia que abría a la novelística nacional, ro-
bustecida por la presencia expresionista de Las lanzas coloradas,
serviría para contemporaneizar un movimiento que estaba en bús-
quedas. El hombre era estilo y desde la mesurada posición vital
de Enrique Bernardo Núñez se abrían inmensos caminos para el
deseo expresivo.

***

Si las anteriores novelas de Núñez habían sido objeto de una crí-


tica precaria y quizás sin mucha importancia —posiblemente de-
rivada de la escasa que ellas mismas tuvieron—, Cubagua acapara
elogios motivados desde su aparición. José Nucete Sardi la llama
«libro de poesía y realidad venezolanas»15, en un artículo donde
la analiza. Enrique Bernardo Núñez «es de los escritores que co-
noce bien el poder milagroso de las palabras» y la narración se va
redondeando del ayer y del hoy, confundiéndonos entre lo que pasa
y lo que pasó. Esta sensación de estatismo temporal y el manejo
de los personajes son los elementos que en mejor manera utiliza
el autor. Para Uslar Pietri es «un libro de prodigiosa evocación,
escrito en la más fina y sabia de las prosas»16, donde la poesía se
funde con el relato y lo engalana, dándole calidad de lirismo en
una unidad poco conocida hasta entonces. Fernando Paz Castillo,
en su respuesta a un artículo polémico de Juan E. Zaraza, dice, en
una oportunidad, que en Cubagua «un vigoroso ambiente poético
da unidad a los diferentes cuadros que componen la obra»17. Como
de un «estilo escueto» que «huye del paisajismo», la califica Julio Fe-
bres Cordero. Sitúa al autor como el iniciador dentro de la novela

15 «Cubagua de Enrique Bernardo Núñez. Libro de poesía y realidad ve-


nezolanas», publicado en el diario El Universal, Caracas, 5 de junio
de 1933.
16 Arturo Uslar Pietri, Letras y hombres de Venezuela, Caracas - Madrid,
Colección de Autores Venezolanos, Edime, 1958, p. 269.
17 «En torno a La galera de Tiberio», publicado en el diario El Nacional, Caracas,
25 de noviembre de 1967.

77
venezolana de un modo que «en aquel tiempo no tuvo eco entre
nosotros, acaso porque todos estábamos como deslumbrados con
el cromatismo de Doña Bárbara»18. Muy diferente al criterio que
sustentamos a lo largo de nuestro trabajo, en lo referente al uso del
cromatismo y a la utilización del paisaje en Cubagua, anotamos
como interesante esta visión crítica que ha permitido el juicio de
Febres Cordero. Para alguien, esta novela es «un brote latinoame-
ricano autónomo de la novelística contemporánea»19, y es, para el
innominado crítico, una historia «de amor, de codicia y de vio-
lencia, que transcurre simultáneamente en dos épocas, entrete-
jidas y confundidas por sobre cuatrocientos años». Luis Guevara
la ve como «una interpretación poemática de la Nueva Cádiz»20,
y Juan E. Zaraza dice que «Cubagua restó como una isla miste-
riosa, fascinante, lujo del tiempo»21. Comentarios diversos, elogios
variados, cartas de congratulación y breves reseñas bibliográficas,
acompañan a la publicación de esta insigne novela. La Prensa de
Buenos Aires la comenta. Manoel Gahisto en Revue de L’Amérique
Latine, París, 1932, hace un apasionado artículo sobre el autor y la
novela. Luisa Luisi le escribe desde Montevideo en mayo de 1933
y lo anima a continuar un tan prodigioso camino de éxitos.
Cubagua ha sido todo lo que han dicho sus críticos. La per-
sonalidad de esta novela se desdobla en infinidad de brillantes
facetas que permiten apreciaciones constantes. Cada vez que el ca-
mino de las islas se abre ante los ojos ávidos del crítico o lector, el
mar sabrá llevarlos a sus misteriosas orillas. Desde Cubagua, fray
Dionisio estará simbolizando toda la historia de la tierra; Pedro
Cálice mostrará su carcomido rostro, marcaje permanente de la
destrucción irremediable. En Margarita, Nila Cálice se hará más
hermosa que su paisaje y cada perla significará nuevamente su valor.
Los restos del tiempo perdurarán en los recuerdos y en las consejas

18 Ob. cit.
19 Cubagua, cubierta posterior de la portada.
20 Luis Guevara y Enrique Grooscors, Poetas y prosadores carabobeños, Valencia,
Concejo Municipal, 1955, p. 395.
21 «Viaje final a Cubagua», publicado en el diario El Nacional, Caracas, 12 de
diciembre de 1967.

78
que los nuevos hombres se encargarán de esparcir. Desde Porlamar
o desde cualquier sitio La Tirana, La Osa y El Faraute, partirán
llevando al Orinoco la esperanza de la tierra nueva. Leiziaga será
portador y recipiendario.

79
Cubagua:
La perspectiva multifacética*
Elvira Macht de Vera

E sta novela ofrece una apertura del texto hacia diversos planos,
no siempre delimitados con claridad. La situación novelesca
admite una ampliación del campo perceptivo del lector y están sur-
giendo constantemente nuevas posibilidades. El plano histórico es-
tablece un paralelismo o correlato con el presente cuyo vínculo sería
el personaje Leiziaga. La imaginación de Enrique Bernardo Núñez
se ha nutrido en crónicas y Cubagua surge como la novela de un cro-
nista con visión de vanguardia. La reconstrucción de Nueva Cádiz,
mediante la utilización de la sugerencia, permite al autor enlazar,
por encima de la verdad histórica, el pasado y el presente y evocar en
lontananza un futuro de riesgos y espejismos codiciosos, tendido,
sin embargo, hacia un renacer de la raza ancestral.
La novela plantea ciertas dificultades al análisis en especial
cuando se intenta rastrear los contenidos referenciales en un contexto
de crítica social no explícita (a diferencia de Vidas oscuras y En este
país…!). Aquí el novelista no se somete de manera mecánica a los
presupuestos verosímiles de la realidad que describe. Al contrario:
se impone el lector por la fuerza mítica del trasfondo evocado. La
realidad intuida existe para el lector porque tiene significación1.

* En Caracas, Instituto de Investigaciones Literarias de la UCV, 1979,


pp. 25-39.
1 Jean Pouillon, Tiempo y novela, Buenos Aires, Paidós, 1970, p. 31.

81
Cubagua establece diferencias básicas con respecto a las dos
novelas anteriores, tanto en los recursos expresivos y la técnica
como en la irrupción de nuevos temas. La indagación de la rea-
lidad se cumple a través de perforaciones lúcidas y sistemáticas en
los planos temporales y espaciales del contexto geográfico donde
se confirma la existencia de un pueblo a través de una perma-
nencia: «Todo estaba como hace cuatrocientos años» (111)2.
Cubagua (1931) presenta una perspectiva de la narrativa
vanguardista. Esta corriente, más propia de poetas que de nove-
listas, tuvo en Venezuela una época de expansión y dejó muestras
valiosas en el cuento. Algunas novelas también se benefician de
estas interinfluencias y aunque el autor, como en este caso, no ads-
cribiera de manera consciente a la tendencia, produce un valioso
ejemplo de tentativas experimentales.
La realidad contextual-referencial en el universo autónomo
que propone Cubagua al lector no siempre resulta abarcable a
simple vista. Novela de contenidos simbólicos, incluye como pro-
cedimiento la superposición de planos entre los cuales figuran no
solo la reconstrucción histórica sino el mito y la leyenda. El autor
se vale con frecuencia de imágenes oníricas y las metáforas su-
geridoras se cargan de proyecciones trascendentes. Este lenguaje
poético no es la sola vía de expresión: Cubagua presenta además,
descripciones realistas y vivos diálogos por donde se explicita la
realidad social. Esta funciona en distintos planos temporales al
compás de las épocas que la novela recoge. La crítica social de un
presente —contemporáneo al autor— se instala en el contorno
preciso de la isla de Margarita. En este contexto se establecen dis-
tintas [visiones] sociológicas: «En Porlamar viven los capitalistas,
mercaderes, propietarios de los trenes de pesca. En La Asunción,
los empleados públicos envanecidos y pobres» (12).
Entre el grupo de funcionarios destacados por el discurso
figura el juez Figueiras, de quien se predica que alimenta una
pasión senil por la mulatica Andrea: sirve su cocina y su lecho.

2 Enrique Bernardo Núñez, Cubagua, 3.a ed., Ministerio de Educación,


Caracas, 1947.

82
A través de la descripción de ambientes donde vive el personaje,
se percibe la escasez de viviendas en La Asunción: las pocas que
existen se encuentran a punto de desintegrarse. Otros personajes
permiten al narrador proporcionar aspectos realistas inscritos en
el contexto socioeconómico: el médico Almozas; el coronel Rojas,
de servicio en la isla; el archivero, bachiller Aguilar; el secretario de
Arias, calificado como intrigante y borracho; los Casas, dueños
seculares de la posesión Las Mayas. Por negligencia de Hernando
Casas, según proclama el personaje Etelvina con desesperación,
los Casas se encuentran ya arruinados.
Henry Stakelun es el personaje venido de fuera, gerente de
una oscura compañía explotadora de yacimientos de magnesita,
afectada por un litigio ruinoso. Con voluntad optimista, intenta
sacudir la modorra de los habitantes de la isla: su intención es ex-
plorar las posibilidades de su «hábitat» y en las tardes reúne en su
sala a sus invitados para ofrecerles, en la mejor casa del entorno,
«comodidades de que carecía el mismo presidente de Estado» (16).
«La amistad con jueces y funcionarios era siempre para Stakelun
una vislumbre de esperanza» (17).
La psicología codiciosa y oportunista del personaje foráneo
queda así representada. En esas mismas reuniones de personajes
relevantes, propiciadas por Stakelun en torno a una botella de
whisky, surge la realidad social de atraso y pobreza que agobia a la
isla, a partir de conversaciones de apariencia intrascendente: «¡Ah,
si la isla tuviese agua sería un paraíso! […] ¡Si hubiese iniciativa!
En nuestro país se puede hacer todo y todo está por hacer. Pero la
isla es tan fértil que no necesita agua» (id.).
Quien lleva la palabra en el diálogo es el doctor Almozas
y extiende el juicio que le merece la realidad de Margarita a Ve-
nezuela entera. Para Stakelun, América es un continente «joven».
Y Venezuela es tan joven que «está naciendo ahora». Una suave
ironía cuaja alrededor del discurso donde se involucran los perso-
najes. Almozas replica a Leiziaga: «Usted no me negará, joven, que
aquí están las reservas de la humanidad futura. La ciencia…» (18).
El recurso satírico se aprovecha de manera cabal cuando el
lector se entera después de que Almozas utiliza fórceps oxidados
en sus parturientas.

83
La superpoblación de la isla, la carencia de agua, la falta de
escrúpulos en los funcionarios y la sordidez espiritual de los pocos
dueños de alambiques: detalles significativos inscritos en una rea-
lidad social. Estos aspectos se determinan a partir de un perso-
naje femenino extraño y de escasa aparición en la novela: Etelvina.
Cuando esta mujer reacciona frente al medio, el narrador asume
con ella su punto de vista. Es la única que aparece adherida a la
tierra: «¡Serás mía a pesar de todo!» (31), dice, ya en trance de
ser despojada. Su amiga, Nila Cálice, es hija de Rimarima el ca-
cique y vive con su tutor, fray Dionisio. Nila es otro personaje de
seductor influjo en la novela. La presencia de Nila Cálice en Mar-
garita, acompañada del extraño fraile, se justificará después, entre
los cardones de Cubagua, cuando los elementos de la novela pola-
ricen hacia un propósito centrado en la reconstrucción histórica de
Nueva Cádiz, en el mito de Vocchi y en el trasfondo étnico dirigido
a la búsqueda de orígenes para establecer una identidad nacional.
Entre los personajes que iluminan, de manera al parecer ca-
sual, las páginas dedicadas a recoger la realidad del presente histó-
rico en la novela, se observa la opinión de un poeta, J. T. Padilla,
acerca de Margarita. Y el narrador interviene para precisar: «Pero
el poeta nada dice de la miseria de los labriegos, ni de sus valles
áridos. Por eso Padilla y su isla se mueren de hambre» (22). La ac-
titud del autor vendría a sugerir la posibilidad de asignarle función
social a la poesía: si el poeta Padilla se mostrara más interesado en
divulgar las verdades inscritas en un contexto ambiental depaupe-
rado y abandonado a su suerte, la situación en general mejoraría
por virtud de su denuncia.
Los diálogos entre los distintos funcionarios permiten al
lector adquirir la impresión de que tan solo sueñan, desde el fondo
de sus conciencias turbias, en la mejor manera de huirle a los pro-
blemas de la tierra y a la vida miserable en donde vegetan. Pero la
realidad los fija en su circunstancia y ninguno, ni siquiera el extran-
jero Stakelun, consigue evadirla en procura de un destino mejor.
Leiziaga llega, de Caracas, para inspeccionar la magnesita,
pero luego será destacado en Cubagua a fin de fiscalizar la pesca
de perlas. Graduado en Harvard, criollo de buena familia, cuyos
antepasados entroncan con los conquistadores, tiene repleta la

84
cabeza de proyectos personales sin posibilidades de efectiva realiza-
ción. Su mayor interés se cifra en conseguir una concesión petrolera.
De llegar a concretarse esta aspiración, expresa:

(…) la traspaso en seguida a una compañía extranjera y me marcho


a Europa. Ya tengo treinta años y un jefe, el doctor Camilo
Zaldarriaga. Un hombre gruñón y sarcástico, un imbécil. Deseo
huir de todo esto, porque hoy los años son días y aquí los días
son años (17-18).

La calificación del tiempo crónico3 determina una situación


psicológica que compromete la visión de Leiziaga y postula en la
novela la perspectivización temporal desde diversos ángulos de
enfoque. El tiempo parece detenido en Cubagua y en sus car-
dones que agonizan en una sed de cuatrocientos años. El presente
se integra al tiempo histórico —pasado irrenunciable— en el pa-
ralelismo Leiziaga-Lampugnano. Y la cadena se eslabona sin fin
cuando el autor presenta el mito de Vocchi. El predominio de lo in-
temporal influye a nivel histórico en la visión alucinante de Nueva
Cádiz, primer establecimiento de los españoles en tierra venezo-
lana, con su miseria social de relieve a través de la espeluznante
narración de tormentos sufridos por los indios sometidos y su vir-
tual exterminio en pro de la codicia del conquistador. Leiziaga,
alucinado por visiones que desencadenan la voz de fray Dionisio,
el volumen de Francisco Depons y el elíxir de Atabapo, todavía per-
sigue un sueño de riquezas: «En breve la isleta estaría llena de gente
arrastrada por la magia del aceite. Factorías, torres, grúas enormes,
taladros y depósitos grises: “Standard Oil Co. 503”» (34-35).
La referencia concreta alude a una realidad, para entonces,
en el momento en que escribe Enrique Bernardo Núñez, ya ins­
talada en el ámbito de Venezuela: la explotación del petróleo. Pero
la otra realidad coloca ante los ojos del personaje Leiziaga la co-
secha de perlas y con estas otros personajes: el traficante Hobuac,

3 Emile Benveniste, Problemas de lingüística general, México, Siglo XXI,


1977, t. II, pp. 72 y ss.

85
los pescadores Ortega, Cedeño, Malavé. Leiziaga se quedará con
las perlas para engarzarlas al collar de Nila, porque ya entregó
en prenda su anillo en las catacumbas de Cubagua en un rito su-
geridor de oscuros simbolismos. Leiziaga pagará su culpa con
prisión en la isla de Margarita. Y en los muros de la cárcel escribe
una fecha: 1925. Para esta época, los hombres del territorio venezo-
lano irían en busca de oro negro y lo entregarían a otro conquistador:
es un paralelismo establecido con antiguos dueños, empeñados en
descubrir El Dorado. En las lucubraciones alucinantes de Leiziaga
se perfila esta nueva realidad:

Se tiene permiso para introducir centenares de negros y tala-


drar a Cubagua […] Se elevan torres de acero. Depósitos grises
y bares con anuncios luminosos. También se lee en una tabla:
«Aquí se hacen féretros». […] Los muelles están llenos de tan-
ques. Los buques rápidos con sus penachos de humo recuerdan
las velas de las naos (64).

Cubagua, sin embargo, no sufrirá este tránsito: quedará


en su silencio, en su dulzura de ruinas. Cuando Leiziaga huye
de Margarita en El Faraute, va hacia un porvenir incierto, enig-
mático y sugeridor que permite múltiples interpretaciones. Y la
reali­dad de las imágenes se impone en lontananza de islas: «Ya no
son voces que se alzan del mar: murmullos, clamores vagos, es-
tremecedores, palpitantes, infinitos. Todo estaba como hace cua-
trocientos años» (111). Y así debe quedar, intuye el lector, como
instancia mítica, incontaminada frente a las exigencias de los
tiempos nuevos: una isla cercada por su propio espacio como diosa
eterna, serena deidad dormida en su retablo.
Lejos del planteamiento de «progreso necesario», si se toma
a Cubagua como contexto simbólico cuya realidad se proyecta
sobre toda Venezuela, la novela introduce una variante sustancial
frente a Vidas oscuras y En este país…! Funciona como signo de ad-
vertencia ante la explotación inmisericorde de las riquezas que en-
cierra el subsuelo para beneficio de compañías extranjeras y con la
complicidad de un gobierno entreguista, para el presente contem-
poráneo de la novela —1925—, el del general Gómez.

86
Uno de los valores más destacados de Cubagua residiría en
la posibilidad de abrir el texto narrativo hacia diversas lecturas.
Cubagua no es una novela de sátira social y política, como Vidas
oscuras, ni el mural de la vida venezolana en una época de ascenso
de nuevas clases sociales presente en la novela En este país…! La
conclusión tentativa que puede establecerse, a partir de la lectura
de fragmentos de discurso donde se perfila la crítica social sería, tal
vez, la «duda» de que el progreso necesario contribuya al bienestar
del país.
En este sentido, es decisiva la lección de historia escrita con
sangre de indios en las catacumbas de Cubagua y en los riesgos del
mar, defensor de sus perlas. La experiencia existencial, subjetiva,
en que se hunde Leiziaga, permite intuir una respuesta: que todo
permanezca como hace cuatrocientos años mientras la raza ances-
tral, sus restos míticos —al menos—, se salva en otro ámbito no
contaminado todavía.
Nila Cálice, misteriosa esfinge, inapresable figura que ca-
balga su propio sueño, resultará desconcertante en su lenguaje
de pitonisa y quedará fijada en la misma sustancia de los mitos,
cuando se transmute en Erocomay. Si en su rostro se revela «el
alma» de la nacionalidad, solo cabría recoger su poderosa fuerza,
su leyenda que se hunde en los orígenes, su visión enigmática. La
indeterminación del mensaje prevalece como signo de lectura en
la novela Cubagua. En la magia del relato y en su simbólica repre-
sentación, transmite al lector la visión de lo «real maravilloso» en
una reiteración intemporal de los eternos mitos americanos.
Cubagua, singular en sus procedimientos para el momento
en que aparece dentro del contexto literario de Venezuela, revela su
fuerte originalidad dentro de la tendencia vanguardista. La crítica
de la realidad anticipa ese peculiar clima onírico de la narrativa
latinoamericana con toques de «realismo mágico»: producto de
excepción para la época.

87
Cubagua *
Orlando Araujo

E nrique Bernardo Núñez publica Cubagua en 1931 y se ade-


lanta, al romper la narración lineal y utilizar la simultaneidad
de tiempos y espacios, a recursos que solo en posteriores décadas
va a utilizar la novelística hispanoamericana. En Cubagua, des-
cripción y diálogo no se disponen en curso separado al modo de
los cuadros blancos y negros de un tablero de ajedrez que la novela
criollista ensamblaba en una literatura de medio luto. La narración
es una sola con todo el lenguaje a su exclusivo servicio. Un humor
fino y amargo, una ironía sin sátira y una penetración de la realidad
que no se apoya en el costumbrismo pintoresco ni se vale de mu-
letas folkloristas y que, por ello mismo, alcanza a darnos una di-
mensión auténtica y universalmente válida de seres y de cosas tan
geográficamente ubicadas, constituyen virtudes fundamentales de
esta pequeña obra maestra.
Y, sin embargo, la crítica la ha ignorado injustamente y aun la
ha desconocido hasta como novela, opinión en la cual el propio autor
tiene su parte. Mariano Picón Salas apenas tiene tiempo para lla-
marla «coloreado libro»1; Rafael Angarita Arvelo, excepcionalmente,
en su Historia y crítica de la novela en Venezuela [1938] acierta con

* Extracto del prólogo a Enrique Bernardo Núñez, Cacao, Caracas, Banco Cen-
tral de Venezuela, 1972, pp. 57-69. Reeditado en La obra literaria de Enrique
Bernardo Núñez, Caracas, Monte Ávila Editores Latinoamericana, 1980.
1 «Enrique Bernardo Núñez ha escrito, como un conjuro al pasado de Vene-
zuela […] sus coloreados libros Después de Ayacucho (1921), Ensayos biográficos
(1928 [en realidad, 1931, N. del C.]), Cubagua (1931)». Mariano Picón Salas,
Estudios de literatura venezolana, Caracas-Madrid, Edime, 1961, p. 171.

89
el siguiente juicio: «Para los escritores del 18 representa Cubagua,
por su gravedad y armonía, el más notable libro novelesco corres-
pondiente a nuestro ciclo literario»2. No hay referencia a ella en
ninguna de las dos series de los Estudios crítico-literarios [1945,
1953], del Padre Barnola; igual silencio hallamos en Orientaciones
y tendencias de la novela venezolana [1949] de Pedro Díaz Seijas y
en Novelas y novelistas de Venezuela [1955] de Pascual Venegas Fi-
lardo. Solo en Letras y hombres de Venezuela de Arturo Uslar Pietri
y en un artículo recogido en Candideces de Luis Beltrán Guerrero
se le trata con cierta esquiva comprensión de sus valores narra-
tivos, en una referencia de cinco líneas por Uslar y de diez lí-
neas por Guerrero3. Otra excepción es de Ángel Mancera Galletti
quien dedica a la interpretación de Cubagua un acertado capítulo
en su obra Quienes narran y cuentan en Venezuela [1958]; una jus-
ticia tardía para un autor que necesitaba, como todo escritor que
trabaja en un mundo hostil a las letras, el estímulo de la crítica.
Cómo no establecieron los lectores, y más aún los del oficio
literario, la increíble diferencia entre las primeras novelas de En-
rique Bernardo Núñez y esta Cubagua, novedosa, audaz y pro-
vocadora de un nuevo estilo. Tal vez esta nueva narrativa no se
desarrolló porque nadie supo leer a Cubagua; o dicho con más
justicia: la búsqueda consciente de nuevas fórmulas narrativas
que arranca del movimiento vanguardista se habría enriquecido si,
en la década de los años treinta, Cubagua hubiera circulado más y
hubiera sido leída y apreciada con mayor conciencia de sus valores
técnicos y estéticos. Sucedió lo contrario y, lejos del impacto

2 El original carece de esta referencia bibliográfica. En Historia y crítica de


la novela en Venezuela y otros textos, Mérida, Universidad de Los Andes,
2007, p. 94. (N. del C.)
3 L. B. Guerrero la llama «cuento y canto» y evoca la figura «sirena y magia
del pasado» de Nila Cálice. Nada más. Uslar Pietri a pesar de la premura,
capta bien los valores de Cubagua: «Un libro —dice— de prodigiosa evoca-
ción escrito en la más fina y sabia de las prosas. Una prosa preciosa y poé-
tica, pero castigada, que lejos de estorbar al relato se funde en su calidad
lírica para darle unidad excepcional». Las citas son de Luis Beltrán Gue-
rrero, Candideces, Caracas, Editorial Arte, 1965, cuarta serie, pp. 158-159;
y de Arturo Uslar Pietri, Letras y hombres de Venezuela, en Obras selectas,
Caracas-Madrid, Edime, 1953, p. 963.

90
sin duda causado por Las lanzas coloradas (y dos años antes, por
Doña Bárbara), Cubagua fue tenido y gustado, entre los lectores
más avanzados de entonces, como un librito extraño, evocador
y fabulante, que no dejaba de ser historia sin llegar a ser novela.
El autor, que había trabajado en largos años la alquimia de su
tema esencial (el secreto de la tierra) y de una técnica narrativa que
respondiera adecuadamente a las exigencias del mito y la leyenda
más que de la historia y que, asimismo, permitiera el entrelaza-
miento de los tiempos y de las civilizaciones, en un estilo de impre-
siones objetivas, cuya subjetividad misteriosa o mágica se diera más
en la fatalidad circular de la juntura que en expresiones emotivas
y apreciaciones del propio autor, debió sentir ante la superficialidad
de las noticias de prensa —muy encomiables y «sensibles» como
siempre— que andaba solo y que iba a seguir solo. Esto le sucede
en tiempos de gran éxito para otros novelistas que han dado obras,
también novedosas, en esos últimos seis años (Teresa de la Parra,
Gallegos, Uslar Pietri). Había proyectado la aparición simultánea
de Cubagua y La galera de Tiberio, pero la editorial falló en su com-
promiso. Véanse, relatadas por el propio Enrique Bernardo Núñez,
las calamidades editoriales de que padeció:

Cubagua debió publicarse en 1930, porque cada libro, al menos


los de esta clase, tiene su año. No lo fue hasta 1931 en la editorial
Le Livre Libre, una edición de la cual apenas circularon sesenta
ejemplares en Venezuela. Es posible que el resto de la edición
fuese incinerada por aquel tiempo en la Aduana. Deseaba ofrecer
al lector una edición revisada y corregida de Cubagua, y así con-
vinieron los editores. En carta fechada en Lima, el 1º de abril del
presente año me comunicaron que ya estaba impresa, es decir, lo
hicieron tal como se hallaba en anteriores ediciones. También
convinimos en que junto con Cubagua se publicaría La galera
de Tiberio (Crónica del Canal de Panamá), de la misma época de
Cubagua. Los editores hicieron caso omiso de esta condición4.

4 «Algo sobre Cubagua», publicado en El Universal, Caracas, el 13 de diciembre


de 1959, recogido en Bajo el Samán, Caracas, Ministerio de Educación,
1963, pp. 105-107.

91
Se acumula, de este modo, un conjunto de circunstancias
adversas —editoriales, de circulación y de crítica— que debieron
desanimar al autor. Añádase a esta incomodidad con la edición
que, por fin, resuelve hacer de La galera de Tiberio (Bélgica, 1938)
y la cual no llega a circular por impedirlo el propio autor quien,
en un rasgo de implacable autocrítica, habría lanzado la edición al
fondo del río Hudson5. Enrique Bernardo Núñez no volverá a ocu-
parse en editar esta novela, pero seguirá corrigiéndola indefinida-
mente6. Y solo la conocemos, en 1967, a los tres años de muerto su
autor. Trabajo interesante sería cotejar la versión de 1938 con la ver-
sión corregida pues, por las cuatro páginas corregidas, cuya copia
reproduce la edición de 1967, tenemos la impresión, de que las
correcciones fueron no solo de forma, sino de contenido también7.
El reconocimiento, ya lo hemos dicho, vino tardíamente,
cuando el autor había sellado con su muerte más de treinta años

5 Augusto Germán Orihuela, en su prólogo a la edición póstuma, prepa-


rada por él conjuntamente con Carlos Augusto León y Guillermo Argüello,
dice: «Ahora, mediada ya la treintena, tiene el dominio de su arte. Concibe
y realiza con seguridad. Y sin embargo… ¡Cuánto se exige a sí mismo!
Por eso, en 1938, La galera de Tiberio va a dar al fondo del Hudson».
En Enrique Bernardo Núñez, La galera de Tiberio, Caracas, Dirección de
Cultura, UCV, 1967, p. 20.
6 En realidad, esto no es exacto, ya que, como el mismo crítico cita, anterior-
mente, Núñez intentó que saliera en la edición peruana de la Colección del
Libro Popular, en 1959, que publicó solo Cubagua, y sin las correcciones
finales. (N. del C.)
7 Más allá de las buenas intenciones de la comisión editora, este «nuevo»
texto forjó las correcciones del autor, que no eran siempre explícitas o
coherentes, y que, además, se repartían en diversos soportes, no siempre
coincidentes. La novela se vio, así, notablemente afectada. Nuestra conclu-
sión, en la preparación crítico-genética de dicho texto es que Núñez redac-
taría de nuevo sobre dichas correcciones y tachaduras una nueva versión,
quizás la que fue enviada a Perú, pero que hasta ahora no ha sido locali-
zada. La siguiente edición, para su infortunio, volvió a publicar (dentro de
Novelas y ensayos, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1986), esa versión «corre-
gida», causando que la novela no haya sido, realmente, leída por la crítica
especializada. Miliani reeditó la primera versión, en 1976, en Casa de las
Américas, La Habana, 1978, pero, por razones que desconocemos, prácti-
camente no ha circulado. (N. del C.)

92
de silencio como novelista. Tan eufórico el comienzo y tan difícil
y excelente la formación y conquista de un estilo (lenguaje, tema y es-
tructura) para no producir nada más, precisamente cuando puede
dar lo mejor y cuando más lo exige esa especie de ley interna que
parece regir la transformación cíclica de las novelísticas.
El breve pero acertado prólogo («Un escritor más allá de la
letra») que, en 1966, escribe Guillermo Sucre para la reedición de
La ciudad de los techos rojos; el artículo, bajo seudónimo forzoso,
que escribe Jesús Sanoja Hernández en 1967; la edición y prólogo
de La galera de Tiberio; los trabajos inéditos monográficos sobre
Cubagua de Mary Ferrero y de Julio Jáuregui en nuestro Seminario
de Literatura Venezolana de la Escuela de Letras (1968 y 1969 res-
pectivamente); las excelencias críticas de Domingo Miliani y la in-
vestigación prolija de Osvaldo Larrazábal obedecen, sin duda, a un
despertar de la conciencia crítica sobre la obra narrativa de Enrique
Bernardo Núñez, pero tales trabajos, incluido este mismo, tienen
el signo póstumo de la crítica e investigación elegíacas que nos ha
legado el silencio cortés de sus contemporáneos.
Pero basta Cubagua para la memoria siempre viva de su
autor. No caigamos en la trampa de cifrar los valores perdurables
de este libro simplemente en los adelantamientos técnicos que, con
anticipación de años y aun décadas, ostenta dentro de la narrativa
hispanoamericana. Tal la yuxtaposición y simbiosis de planos tem-
porales y espaciales, el descoyuntamiento de la sintaxis para provocar
en el lector relaciones insólitas, el uso de los tiempos verbales para la
conmutación realista (y al mismo tiempo maravillosa) de los signos
más distantes, de las civilizaciones más contrastantes, de los mitos re-
currentes, de los dioses que retornan y de los vértigos circulares
que arrebatan a los vivos y a los muertos con pasiones recíprocas
burladoras del tiempo, de la distancia y de la historia.
Tanto esta técnica (verdadera metodología de lo real maravi-
lloso), como la historia y la realidad frontal y cotidiana solo tienen,
o adquieren sentido, con referencia a una dimensión distinta, más
profunda y significativa y que, para encerrarla en un frasquito má-
gico, hemos denominado en capítulos anteriores como «el secreto
de la tierra». Tratemos de ilustrar de algún modo este asunto.

93
La novela comienza convencionalmente describiendo el pai-
saje de Margarita y mencionando algunos personajes corrientes, un
juez, un empleado público, un capitalista, un médico. Menciona
la Playa del Tirano y, por asociación, evoca la figura de Lope
de Aguirre, con todo y cita de una crónica antigua. De pronto
nos hallamos, sin sorpresa, pero sin aparente continuidad, en el
párrafo siguiente:

En Paraguachí, a la hora de vísperas, en la puerta del templo, se


veía a un franciscano, hombre alto, cojo, de edad indefinible. Era
el párroco, fray Dionisio de la Soledad, que seguía con la mi-
rada la puesta de sol y las rojas flores de cedro desprendidas por
el viento. Singulares versiones corrían desde su llegada al pueblo.
Se aseguraba haberle sorprendido de rodillas ante una cabeza
momificada que ocultaba cuidadosamente. Otros hablaban de su
afición a mascar cierta hierba e indicaban un diente de caimán
pendiente de su camándula. Gracias a él Paraguachí tenía dos
torres y gracias a él, desde unas semanas antes se encontraba allí
Nila Cálice, hospedada en su misma casa. Con gran beatitud en
el semblante, Nila tocaba el órgano. Resonaban entonces pro-
fundos gemidos o expresiones de amor incontenible, especie de
ráfagas bajo las cuales oscilaban los cirios del altar. Después, ves-
tida de hombre, montaba a caballo. Se la veía a través de los valles
grises, de los valles verdes, tornasolados, y en las playas deslum-
bradoras. La pasión de Nila era la cacería, la danza, dormir al aire
libre, galopar horas y horas, lo que al fin y al cabo quiere la vida
moderna (14-15)8.

No hay en este párrafo nada extraordinario, como no sea


la situación bien criolla, de una moza viviendo en la casa cural,
y ciertos gustos contrastantes de la joven con el arrobo místico y
luego la cacería y el galope. También llama la atención la mezcla
de cristianismo y superstición que rodea al sacerdote. Nada más.

8 Enrique Bernardo Núñez, Cubagua, Ministerio de Educación, Biblioteca


Popular, N.º 22, 3.a ed., Caracas, 1947.

94
Y si bien es cierto que el nombre —Nila Cálice— aparece cargado
de resonancias, el autor nos quita preocupaciones con el prosaísmo de
la frase final. Sigamos.
En la isla hay gente enrutinada —los funcionarios, el mé-
dico, el juez, los pescadores— que hacen todos los días lo que
siempre han hecho. También llegan forasteros llenos de energía y
con diversos proyectos cuyo denominador común es la búsqueda
de la riqueza material (minas, petróleo, perlas). Dos de estos úl-
timos pasean en un bote, rema un pescador, Antonio Cedeño
quien dice, con hostilidad, a los viajeros: «—No importa. Pueden
venir todos. Nosotros siempre quedamos […] los remos no dejan
señal y ellos explotan el campo donde se borra siempre el surco,
igual que el viajero de hace muchos siglos cuyos pasos no dejaron
huellas» (23).
Diálogo e imágenes tan enigmáticos nos hacen fijar la aten-
ción en una frase, casi seguida: «Hombres casi desnudos repetían
gestos ancestrales» (id.). En ese momento, Leiziaga (empleado de
Minas) ve a Nila Cálice en la playa, traje blanco y rojo, sostienen un
breve diálogo sin mayor coherencia. En Nila hay «belleza, gracia,
juventud, fuerza, altivez, todo menos alegría» (26). Cincuenta pá-
ginas más adelante, de nuevo el color rojo en el manto de una reina
india, Erocomay, guerrera y cazadora, impera en los bosques y su
alma «es eterna y sus ojos permanecen abiertos en las selvas, en
las serranías» (84). Esto nos hace retroceder a los diálogos enig-
máticos de páginas anteriores. Aquel, por ejemplo, donde Teófilo
Ortega le pregunta: «—¡Erocomay! […] ¿En qué piensas?» (70)
y quien responde es Nila Cálice: «—No es hora de pensar en el
amor. Primero será preciso recuperar la vida» (71). Ortega quiere
besarla, siente que ella lo besa «como en otro tiempo», pero al
abrir los ojos: «La vio, envuelta en la luna, atravesar el valle de las
lágrimas», detenerse un instante y hacer un signo. «Una serpiente
salió de entre los cardones, la siguió y desapareció por una de las
ventanas (…)» (72).
Perseguimos, entonces, la identidad de Nila Cálice, viajera,
como Leiziaga, por el mundo civilizado (Europa, Norteamérica).
En la página 68 la encontramos hija de un cacique tamanaco (Ri-
marima) asesinado por unos explotadores de caucho. Nila combate

95
y se salva. Huyendo, río arriba, divisa un fraile que leía en su
breviario alumbrándose con un cocuyo. Era fray Dionisio.

Habitaron entre ruinas desconocidas, gigantescas, en medio de


soledades profundas. Pasaron días sin ver el sol. Fray Dionisio
comprendía sus lenguas, sus símbolos, sus conjuros. Así conoció
ella el misterio de los ríos y de las islas cubiertas de palmas. […]
En torno de Nila flotaban las canciones aprendidas en los mo-
richales […]. Los remeros repetían palabras saludadoras que
vuelven dóciles a las serpientes e influyen con la virtud de una
piedra sobre el corazón. […] Fray Dionisio la convenció de la ne-
cesidad de viajar. […] Era preciso poseer la fuerza del enemigo,
conocer el misterio de la máquina (69).

Precisado el origen de Nila, nos confunde ahora el de fray


Dionisio pues, antes, lo encontramos hablando con Leiziaga de
cierto conde milanés a quien las crónicas de Cubagua nombran
como Luis de Lampugnano, un aventurero, buscador de riquezas
y el cual, entre otras cosas, traía una máquina para sustituir a los
esclavos en la pesca de perlas, un cinturón con diamantes y una
reproducción de la Diana cazadora. Todo ello lo pierde en Cu-
bagua, ante una invasión de miles de indios que arrasaron con la
isla mientras él, oculto entre los matorrales, contempla el desastre:

Usureros, contratistas, mercaderes, huyen en desbandada hacia


el puerto y asaltan la carabela pronta a salir. Se empujan, dan
gritos, imprecaciones, gimen, luchan cuerpo a cuerpo. […] La
Nueva Cádiz se ha quedado sola. Del mar cubierto de piraguas
se alza un clamor airado. Sus cañutos y tamboriles suenan ale-
gremente. Los tamboriles están adornados de flores. En sus
pechos, donde una heráldica bárbara agotó su ciencia, se entre-
mezclan aves de rapiña con serpientes y cemíes. En una piragua
dos manos cortadas sangran. Dos manos blancas. Una cabeza
parece dormir aún en la dulzura del aire. La cabeza es la de fray
Dionisio, fraile menor de la observancia (48).

96
Saltemos ahora a las páginas 72 y 73. Allí nos encontramos
con fray Dionisio, quien ríe «con risa mohosa» y sus palabras
«forman círculos en el silencio». Dice, sobre sí mismo, que un
indio «a quien llamaban Orteguilla dio muerte a fray Dionisio».

Y por primera vez Leiziaga advirtió en una silla, en uno de los


ángulos del aposento, una cabeza momificada. Eran los mismos
rasgos de fray Dionisio. Los cabellos de la momia se quedaron
en sus manos al levantarla. La contempló unos momentos y la
depuso suavemente (73).

Si el lector regresa ahora y relee el párrafo con que iniciamos


la búsqueda (o la comprensión) de Nila Cálice y fray Dionisio, lo
encontrará cargado de significaciones y saturado de misterios que
no captamos al leerlo por primera vez. De este modo, el autor ha
utilizado la crónica, la leyenda, la religión, el arte indígena, los
cantos, los símbolos y las supersticiones populares con una in-
tención y un sentir que van más allá del signo, del folklore y de
la anécdota, y más allá también de la psicología de personajes y la
sociología de situaciones, hasta desentrañar una concepción del
hombre del Nuevo Mundo y un sentido del destino indoameri-
cano: fray Dionisio, con su propia calavera debajo del brazo, es la
civilización conquistadora que resultó penetrada y dominada por
las fuerzas secretas de las selvas y los ríos; a su vez Nila Cálice es la
civilización autóctona, perfeccionada por otras culturas, pero no
dominada por ellas. Ellos conocen el secreto que no pudo poseer
Lampugnano hace quinientos años, ni Leiziaga ahora, el secreto
de la tierra, que no alcanzaron los conquistadores de ayer ni los de
hoy, y en el cual, un pueblo que sepa buscarlo y encontrarlo, ha-
llará la fuerza interior que ha estimulado siempre la voluntad y el
heroísmo de las liberaciones.
Con todo, no hay tesis expresa, sino relaciones que el lector
puede establecer libremente y que el autor sugiere mediante una
estructura circular simbolizada en el monje que lleva su propia
cabeza bajo el brazo. Estructura que se repite en los anillos del
tiempo y de los nombres: de pronto, ya aclaradas las transferencias
concéntricas de un mismo personaje, comenzamos a advertir que

97
los nombres —Cedeño, Ocampo, Cálice, Ortega, Ortiz, Ordaz
y tantos otros— son los mismos de los conquistadores, que se
quedaron signando a indios y mestizos y transmitiéndoles, con la
magia del signo, un resplandor lejano y un fuego perpetuo de las
pasiones, ambiciones, virtudes y vicios que por siempre marcaron
el paso de aquellos hombres por las islas, las costas, los llanos y las
montañas de América.
El relato nos envuelve en círculos. Los círculos del tiempo: Lei-
ziaga se queja de que, en Cubagua, solo escucha hablar del pasado
y sugiere que hablen del petróleo. Fray Dionisio, por toda res-
puesta, señala el anillo que Leiziaga lleva en un dedo como re-
cuerdo de un antepasado y cuya historia se remonta hasta la colonia
y la Conquista: «Fray Dionisio comenzó a hablar confusamente del
pasado, de las cosas exteriores y de sus relaciones con lo que ha sido
y es hace trescientos, hace miles de años» (39).
Este anillo de Leiziaga llegará hasta las manos de los dioses,
que en una noche de ceremonias circulares inician su retorno hacia
los hombres. El anillo brilla en los dedos de Vocchi, es lo último
que Leiziaga percibe antes de caer rendido y, entonces, simultá-
neamente, «vio por última vez a fray Dionisio…» y, al amanecer,
llamó a Nila Cálice, «pero su voz volaba inútilmente» (85).
Los círculos del tiempo y los círculos del hombre, que
cambia no cambiando y avanza devolviéndose; y los círculos del
río devolviendo en un día, al punto de partida, los bergantines
de Alonso de Herrera que tardaron dos meses en remontar esa
misma distancia. Los huesos del capitán se quedan brillando en
las riberas del Meta, como quedan en el fondo del océano los de
Ordaz; pero más de cuatrocientos años después:

Leiziaga se inclinó de nuevo sobre el plano de Nueva Cádiz.


Después se le ocurrió un pensamiento que le hizo reír. ¿Sería él
acaso el mismo Lampugnano? Cálice, Ocampo, Cedeño. Es cu-
rioso. Recordó este aviso en el camino de La Asunción a Juan
Griego: Diego Ordaz.- Detal de licores (43).

No es cierto, ni podía serlo, que Cubagua se subordine a


la historia, sea fruto de la erudición histórica y resulte en novela

98
evocadora por algo así como poetizar semejante erudición. Esto es
no comprender ni leer siquiera dos veces, o, al menos, intentar la
fijación de una estructura en el sentido en que entendemos la es-
tructura novelística: como el centro o ángulo estilístico y temático
cuya geometría establece las leyes del conjunto.
Cubagua es un mito circular y reentrante, guardado por ani-
llos de silencio («Pero el silencio está de nuestra parte» dice Nila
Cálice [25]) y bañado por los anillos azules de un mar sobre el
cual «los hombres bronceados, describen arcos, parábolas y van
a sumergirse silenciosos» (92). Los cantos y el silencio:

Un canto indescifrable, lento y prolongado, remonta hacia el lu-


cero de la tarde y el silencio se hace más denso entre los car-
dones. Tres días, quinientos años, segundos acaso que se alejan
y vuelven dando tumbos en un sueño, en la luz de días inmemo-
riales. Espuma (94-95).

Es ya el final. Leiziaga había llegado a Cubagua, al caer la


tarde, en La Tirana, goleta de Nila Cálice9 quien viaja acompañada
de fray Dionisio, Teófilo Ortega y Antonio Cedeño. En la isla hallan
a Pedro Cálice y Miguel Ocampo. Solo pasa allí una noche pero
es la noche de todos los misterios. Nila aparece y desaparece, los
hombres hablan lenguajes distantes, en las ruinas hay el retorno
de los dioses, fray Dionisio es el cronista de sí mismo y Leiziaga
es iniciado en el conocimiento profundo, en el secreto de la tierra.
Al día siguiente todos han desaparecido, se habían marchado o no
vinieron realmente. La realidad frontal y cotidiana se reduce, por
ironía del sol, a la duración de una noche y ya en la mañana, a la
única presencia en toda la isla: Pedro Cálice, un leproso que muere
lentamente. Todo lo demás es soledad. Leiziaga recuerda los en-
cuentros, las palabras, los ritos, los símbolos y las danzas. Pedro
Cálice y un perro hambriento son, sin embargo, los únicos seres
que medio viven allí.

9 Esta goleta es de Pedro Cálice, que le pone ese nombre haciendo referencia
a ella. Véase, en la misma edición de Cubagua que está utilizando el crítico,
la página 38. (N. del C.)

99
Enrique Bernardo Núñez pobló de fantasmas la soledad de
Cubagua y de Leiziaga, que es como decir la suya propia. Uti-
lizando un método realista puso a conversar a los vivos con los
muertos, hizo reversible el tiempo y metió a la historia en una
pesadilla circular. Veinticinco años más tarde, un novelista me-
jicano, Juan Rulfo, hará lo mismo consagrándose internacional-
mente con su novela Pedro Páramo. Es muy posible que Rulfo no
conociera Cubagua. Ya vimos que en Venezuela la conocieron muy
pocos. Pero Cubagua y Comala son dos realidades insólitas de
nuestra América, y Núñez y Rulfo, dos grandes escritores que su-
pieron hallar la dimensión maravillosa (literaria y metafísica) de
esa realidad.

100
De la novela a la historia.
Viaje con retorno*
Domingo Miliani

D esde adolescente, Enrique Bernardo Núñez había sentido


pasión por la Historia. La universal y la de nuestro país. Ya
maduro, pensaba que nosotros debíamos comprenderla como lo
hicieron los antiguos. De la historia nacional sabe que hay ni-
veles contrapuestos. Uno romántico, magnifica a los hombres de la
Independencia. Los mitologiza. Los convierte en héroes —recor-
demos que el héroe era un semidiós, hijo de un dios y un mortal—;
el otro es el nivel subterráneo, la capa oscura, el subsuelo esencial.
Conocer el pasado será, además, un modo de sondear el de-
venir y el porvenir. La Historia con mayúscula, analizada por el
pensador en plenitud, se le presenta como una forma de escamo-
tear la vida con «verdades» que se inventan más allá del docu-
mento y de su interpretación. Como Unamuno o, quizá por las
lecturas de Unamuno, desde temprano se identificó mejor con
otra manera de comprender los hechos. Es la intrahistoria. La que
va por debajo de las epopeyas, que petrifican el heroísmo, que sa-
cralizan al hombre en la estatua, que descarnan al ser humano
como agente de los hechos sociales.
Pocaterra había visto a su pueblo tirado, moribundo en una
calle de su ciudad natal. Núñez quería conocerlo en las intimidades
* Extracto del prólogo a Cubagua - La galera de Tiberio, La Habana, Casa
de las Américas, 1978, pp. XXVIII-XXXIV. Publicado inicialmente en
Revista Nacional de Cultura 227, Caracas, octubre-noviembre-diciembre,
1978, pp. 44-66.

101
de la historicidad, hurgaba las entrañas de lo sustantivo cotidiano,
analizaba la recurrencia cíclica de nuestros mestizajes culturales.
Termina indagando en los orígenes donde se mezclan las conquistas
superpuestas con que nos han hecho y a través de cuyas interpreta-
ciones nos han inventado un complejo de minusvalía social y cul-
tural. En la cumbre de su madurez intelectual expresa lo que fue
una convicción y una constante de su visión histórica:

Si la historia es como la vemos escribir en nuestros días será nece-


sario persuadirnos de que es y ha sido siempre la obra de intereses
de grupos, de partidos. Simulaciones, trucos, propagandas, ra-
zones aparentes o convencionales. Un cuento para niños a quienes
no se les permite razonar por cuenta propia. Debajo de esa his-
toria está la otra, la verdadera historia. Muy difícil penetrar en
los arcanos, alcanzar sus fuentes ocultas, inaccesibles1.

En esa tarea fue adquiriendo lucidez ejemplar la conciencia.


Hurgar en el pasado era la forma de llegar a la dimensión recón-
dita de lo actual. La fusión que en América se produce entre la
historia y el mito generó una hibridación muy peculiar: los con-
quistadores nos desfiguraron hasta la monstruosidad o la fantasía.
Aprendimos el don de la hipérbole en la crónica de Indias y defor-
mamos, a la vez, la historia de la Independencia para convertirla
en cantar de gesta. La historia colonial fue la búsqueda o el ocul-
tamiento de los mitos esenciales donde se expresaron el indio o
el negro. La historia de la Independencia fue la mitificación de la
verdad, convertida en sabiduría de iniciados, ritual y culto que no
admitían las interpretaciones de fondo, salvo pecado de heretismo
contra una virtud cívica que nos enseñaban a memorizar desde la
escuela, igual que el catecismo religioso, o en simultaneidad con él.
Ahora bien la Conquista y la Independencia, la historia, fue
para Núñez materia de reinterpretaciones y recreaciones desde la
perspectiva de abajo, del pueblo y no de los dominadores del pueblo.
En los orígenes, en el tiempo primordial del mito indígena, halló el

1 Enrique Bernardo Núñez, «La historia», en Bajo el samán, Caracas, Ministerio


de Educación, 1963, p. 73.

102
comienzo de nosotros antes de la historia. Dicotomía de dos mito-
logías la de los conquistadores españoles de ayer, los libertadores;
los conquistadores españoles de ayer, los yanquis de hoy; los li-
bertadores de ayer y los que se van formando e inmolando hoy.
Ambos sistemas, la «mitología de la dominación» y la «mi-
tología de la liberación» constituyen las redundancias históricas de
nuestra realidad. Fundir y poner a convivir en una sola escritura esas
dimensiones, rotas las cronologías inflexibles de la historia heroica
y de la novela naturalista del siglo XIX, fue el propósito y el gran
aporte de Enrique Bernardo Núñez a la narrativa hispanoame-
ricana de este siglo. El descubrimiento y la utilización ficcional
de estas dimensiones son constantes de su universo narrativo.
Al menos en Cubagua y La galera de Tiberio. Cambian los temas,
las argumentaciones, pero responden a un mismo sistema de
construcción novelística. En un ensayo resume esta concepción:

Por la tierra de Venezuela pasan los caballeros de El Dorado y


más tarde los que van en busca de la Libertad. Son dos grandes
objetivos llamados por algunos mitos o espejismos. Dos rutas
que se entrecruzan y pueden hallarse bajo las capas de la historia
nuestra […]. La lucha entre el oro y el hombre. Entre el oro y la
voluntad o el espíritu. De estos dos objetivos sale el orden de los
Conquistadores y el orden de los Libertadores, en los que real-
mente puede dividirse la historia de Venezuela. La ruta del Do-
rado nos pone en comunicación con el hombre primitivo. En su
horizonte destella un mundo poético de inmenso valor humano2.

En la novela reconstruirá y fundirá esos planos. El de ayer,


marcado por objetos míticos y por codicias de conquista mate-
rializadas en perlas —Cubagua— o en oro —El Dorado—. Dos
monedas de explotación colonial y de masacre. El de hoy, sig-
nificado en petróleo y hierro. Si se lee Cubagua con atención, se
verá como junto a Stakelun y Leiziaga, el extranjero que invade y
el ingeniero graduado en Harvard que explora y ambiciona, hay

2 «El Dorado y la libertad», extracto del Discurso de Incorporación a la Aca-


demia Nacional de la Historia, 1948, en Bajo el samán, ob. cit., pp. 20-21.

103
correspondencia que se actualiza en el texto mismo de la obra.
Estos buscan perlas y saben que hay petróleo en Cubagua3. La re-
ferencia a las torres y las máquinas es continua. Fundido con ese
plano coexiste otro: el de los aventureros que sentaron las bases
en aquella isla antes de ser hundida por el maremoto; el conde
Lampugnano logra «concesiones» del emperador para tecnificar la
explotación de perlas con una máquina de arrastre y termina fabri-
cando cápsulas de veneno para liquidar a Diego de Ordaz, hechos
históricos4. El negrero esclavista Pedro Cálice es cazador de in-
dios, pero se desdobla en personificación del mito de Amalivaca, el
dios viajero5. El cura Fray Dionisio es condenado por herejía. Allí

3 Históricamente, Gómez había otorgado concesiones para explorar y ex-


plotar petróleo, desde 1909. En los territorios incluidos se halla el estado
Nueva Esparta, al que pertenece la isla de Cubagua.
4 Se trata de Luis de Lampugnano o Lampognano, conocido también como
Lampiñán. Según Girolamo Benzoni, Historia del Nuevo Mundo (Caracas,
Ediciones de la Academia Nacional de la Historia, vol. 86, 1967), era un
milanés descendiente del Lampugnano que asesinó a Galeazzo María
Sforza. Marisa Vannini de Gerulewicz señala 1528 como fecha de la lle-
gada de Lampugnano a Cubagua. Y agrega que en 1535 todavía estaba
radicado allí, como boticario, luego del fracaso de su rastra perlífera por el
hostigamiento y las intrigas de los españoles, quienes protestaron ante el rey
de España (M.V. de G., Italia y los italianos en la historia y en la cultura de
Venezuela, Caracas, Ediciones de la OCI, 1966, pp. 326-327). Fray Pedro
de Aguado refiere que: «(…) estando Pedro Ortiz de Matienzo en la isla
Cubagua, llegó allí un genovés, boticario, que traía cierto artificio para
sacar perlas y, por causas que al Pedro Ortiz le movieron, también lo des-
barató y prendió como a Ordaz (Diego de Ordaz), y lo dejó residir allí».
(Recopilación historial de Venezuela, Caracas, Ediciones de la Academia de la
Historia, vol. 62., t. I, pp. 438-439). La fuente de donde toma Enrique Ber-
nardo Núñez su personaje fue Aguado (Ver nota 14 infra). En el inventario
de su biblioteca particular aparece registrada una edición de fray Pedro de
Aguado, Historia de Venezuela, Madrid, Establecimiento Tipográfico
de Jaime Ratés, 1918-1919, 2 vols.
5 Pedro Cálice fue un cazador y esclavizador de indios. Actuó en la costa
Maracapana y no en Cubagua. Benzoni lo pintó seguido de cuatro mil es-
clavos aherrojados. Amalivaca es el dios cosmogónico de los indios orino-
quenses. Con motivo de un mural de César Rengifo sobre este personaje,
Núñez escribió una crónica «El gran viajero Amalivaca», (en Revista Cró-
nica de Caracas VI (28), Caracas, Consejo Municipal del Departamento

104
están igualmente los mitos lunares de Selene o los de la virginidad
venerada en una Diana clásica que se trasmuta en virgen prosti-
tuida en las universidades yanquis: Nila Cálice6, expresión de la
mitología indígena orinoquense, actualizada en los nuevos mitos
de la mujer cultivada en los estudios que ha realizado en la me-
trópoli de hoy7. Mitologías griegas y maquiritare vienen a ser rea-
lizaciones simbólicas de un mismo mitema. Un mismo personaje
funde varias categorías mito-históricas como síntesis narrativa.
Y es extraordinario que tales procedimientos, característicos de la
más reciente novelística latinoamericana, hubieran sido intentados
por Núñez en su novela de 1931: Cubagua.

Federal, abril-junio, 1956, pp. 143-144). Es muy útil para clarificar la


visión de que este personaje se proyecta en la novela en fusión con Pedro
Cálice, para luego adquirir fisonomía mítica propia en el cap. V, como
hermano de Vocchi; en la crónica citada, dice Núñez: «Allí se encuentra
Amalivaca, poderoso personaje cuyo recuerdo guardaban los pueblos del
Orinoco. Sabían que le eran deudores de grandes beneficios. Amalivaca
les dejó una interpretación del Universo. Les enseñó el origen del mundo,
hecho de barro como una vasija. […] También les enseñó el origen del
hombre salido de los frutos de la palmera que una pareja arrojaba por en-
cima del hombro. […] Como es sabido, Amalivaca tenía un hermano lla-
mado Vocchi que le ayudaba en sus grandes trabajos […]. Amalivaca se
ausentó luego, una vez concluidos sus grandes trabajos, regresó a «la otra
orilla» y como otros hombres o héroes de su estirpe prometió volver algún
día. No sabemos si hay signos precursores de su vuelta. Los del Orinoco lo
esperaban siempre. Cuando los blancos llegaron creían que podían darles
noticias de su padre Amalivaca. Sabemos todo esto por Humboldt, quien
lo tomó del abate Felipe Salvador Gilli o Gili. Sagio di Storia americana,
que aún no hemos podido leer en Venezuela». Con estos datos se aclara in-
cluso, la fuente histórica de donde Núñez tomó la raíz mítica del personaje.
6 Resulta del todo sorprendente esta aseveración de «virgen prostituida»
referida a Nila, quien, en efecto, estudia en Princeton. (N. del C.)
7 Se podría continuar realizando un censo de historicidad de los personajes,
si no fuera ocioso y extenso. Baste destacar solamente, por último, que
el nombre indígena de Nila Cálice es Erocomay. El mismo de una ca-
cica Orocomay, cuyo reino estaba en la costa de Maracapana, según refiere
Aguado, ob. cit., p. 547.

105
De la historia al mito y otra vez a la novela

La crítica literaria moderna habla de que la novela contemporánea


tiende a la degradación del héroe mítico. Antes afirmamos que el
héroe se entendía como un semidiós: hijo de dios y mortal, invul-
nerable en el talón o en la moralidad y exaltado en la virtud, sin
defectos, atributos inventados por la Historia grande. Desacrali-
zado el héroe se vuelve personaje. El personaje se cotidianiza y se
vuelve persona. La persona, reinventada por el novelista, vuelve a
ser mitificada. Este es el juego cultural del hombre en su continua
obsesión por reinventar su propia imagen. Lo que corresponde en
virtudes y poderes mágicos al héroe clásico ha terminado envile-
ciéndose por la explotación industrial que de ellos hace la sociedad
tecnológica imperialista, bajo las formas de Superman, Batman,
el Hombre Espacial, instrumentos orientados a la degradación
mental del hombre contemporáneo común, del «bravo pueblo».
Caso distinto es la utilización literaria de la construcción mí-
tica, para restituirle su valor poemático. Enrique Bernardo Núñez
tuvo conciencia de ambos procedimientos. Sobre la mitologización
del héroe degradado en la sociedad contemporánea, escribe:

La categoría de héroe implica a veces un montón de literatura ba-


rata, insincera, fabricada para el público, «para las masas». Entre
todas las formas de hipocresía, la de la letra impresa es la más
repugnante. Se manipulan palabras, frases en boga, con mayor
o menor artificio, sin la intención de ponerlas en práctica, o se
procede de modo contrario. Se mofan de sus propias palabras.
La verdad, como el heroísmo, es sencilla, sin frases. Lo mismo
puede decirse de la poesía. Poesía convencional, hinchada en la
mala prosa, no llega nunca al corazón. No llega, como no llega el
heroísmo con frases8.

Si el héroe de las tiras cómicas de nuestro tiempo es esquema


mítico despojado de poesía o, para hacer un juego de palabras, es

8 Enrique Bernardo Núñez, «La verdad», de «Mis cuadernos de notas,


1950», en Bajo el samán, ob. cit., pp. 97-98.

106
carne desalmada puesta al servicio de la mediocridad y de la sub­
literatura de consumo, la creación mítica de Enrique Bernardo
Núñez en Cubagua es una construcción inversa: en lugar de carne
desalmada, «Alma nacional» entendida como manera de ser, des-
carnada de falsas coberturas. Es búsqueda de la sencillez original
y de su carga poemática. Ahí el secreto del lirismo en su escritura9.
No es distorsión de la historia con sentido clasista dominante, sino
intrahistoria, revelación poética de las verdades escamoteadas por
la historia grande, verdad subyacente, convertida: vertida con arte.
El periodista desde la adolescencia desembocó en la novela
por convicción artística para renovar el lenguaje narrativo. Eludió
el paisajismo pintoresco. Prefirió la esencia de los seres cotidianos,
cuyas conductas exprimió hasta encontrarles el misterio oculto

9 En otro libro de ensayos, inserta un ensayo publicado como artículo de


prensa desde 1935. En él expone su concepción del mito como expresión
de lo popular, cuyo lirismo debe enaltecerse: «[…] El indio, que solo poseía
su arco y sus flechas, encontró imágenes, símbolos, tan vitales como los que
resplandecen con las formas más puras en el altar de otras civilizaciones.
Reconocemos en seguida la semejanza que aproxima y enlaza en sus orí-
genes el pensamiento humano, como si en todas esas teogonías se hallaran
ideas comunes que recordasen los restos esparcidos de un gran templo.
Ahora, mientras que de aquella línea obscura ha comenzado a brotar con-
fusamente un canto al sol; ideas, palabras-poemas para designar la lluvia
y el arcoíris; mientras empieza a ver en sus danzas un medio de expresar
el sentido oculto de sus alegorías, sobreviene un cambio que hace hume-
decer aquel balbuceo. Otra raza, dueña de una civilización y de una cultura
llega a tomar posesión de la tierra. Los recién llegados nada querían saber
de estas primeras nociones o destellos de un espíritu, ni mucho menos in­
teresarse por símbolos bárbaros. Si continuásemos en nuestro propósito
veríamos en esas pampas, a la luz de la luna el encuentro de esas dos almas
poseídas de un deseo simultáneo de rechazarse y enlazarse a la vez. Es una
lucha en cuyos episodios advertimos desde el primer momento —aun en
las crueldades y codicias que las oscurecen— su significado amoroso y he-
roico. Helas al fin unidas y en lucha consigo mismas. Los antiguos poemas
adquieren un sentido nuevo y un sentido nuevo adquiere también el cono-
cimiento de la tierra. La palabra que no llegó a expresarse quiere abrirse
paso y se mezcla en su ascensión a otros factores recargados a su vez de
elementos líricos». Enrique Bernardo Núñez, «La revelación maravillosa»,
en Una ojeada al mapa de Venezuela, Caracas, Ávila Gráfica, 1949, pp. 6-7.

107
detrás de lo habitual. Es el mismo procedimiento que hoy se ha
generalizado bajo la designación de realismo mágico.
Hijo legítimo nacido de lo maravilloso primitivo, revalo-
rizado por el arte de vanguardia, reinterpretado por las ciencias
psicológicas, distorsionando por el irracionalismo prefascista,
reivindicado por la crítica como estructura del relato, el mito es el
absurdo remoto del cuento y de la novela. Por lo demás, la novela
mítica es historia descronologizada para imprimir permanencia
a los hechos más allá del tiempo en que se produjeron. Historia y
novela son dos versiones distintas de una misma realidad. Dos es-
crituras que extraen su homogeneidad de una misma sustancia
anterior a la historia grande, cuya función no era idéntica a la de
esta, sino la de conservar en la memoria colectiva los hechos sociales
a través del relato de los abuelos que lo repetían para iniciar a los
nietos de la tribu. Es así como el mito resulta historia recubierta
—o encubierta— de misterio primordial y termina sacralizada
cuando el hombre siente miedo ante lo que la ciencia, precaria to-
davía no ha revelado. Es cuando la religión ritualiza los mitos, los
vuelve mitología, bajo otra forma, con otro nombre; y la historia de
las clases dominantes utiliza el ritual para transferirlo a los héroes
y hacerlos piedra muerta en lugar de ejemplo vivo para la acción.
Como expresión de la sociedad de abajo, de la sometida, en
Hispanoamérica el mito se inscribe en lo mejor de la imaginación
popular10. Esta digresión anterior es para observar cómo Enrique

10 Esta reivindicación de la autenticidad popular del mito, más allá de las


distorsiones de los «mitólogos» europeos es, según la hispanista Vera Ku-
teischikova, uno de los rasgos tipificadores de la nueva novela hispano­
americana: «La asimilación crítica de la experiencia de la escuela mitológica
europea constituyó un factor necesario en la formación de la nueva no-
vela latinoamericana. Pero se trataba precisamente de una asimilación crí-
tica aumentada y corregida por la propia experiencia de los escritores que
hablaban en nombre de esos mismos pueblos que los representantes del
mundo civilizado veían como objeto de investigación. Para el novelista
europeo el pensamiento mitológico seguía siendo arcaísmo o exotismo;
recu­rría al mito desde las posiciones de la conciencia moderna, ahondando
en sus fundamentos primarios. Para el novelista latinoamericano este pen-
samiento era tan vivo como el civilizado, y no menos actual, lo que exigía
no simplemente “la apelación al mito”, sino el acoplamiento de dos tipos

108
Bernardo Núñez concibe historia y novela como dos métodos
válidos para interpretar y escribir una realidad común.

Las masas de los lectores se interesan más por personajes sacados


de la historia que por los de ficción, así hayan salido también de
la vida real, que no de otra parte puede sacarlos el novelista.
Atraen más las vidas extraordinarias que a veces llevan consigo
el destino de un pueblo, los diarios íntimos, memorias, crónicas.

[…] Habría que ver asimismo hasta donde historia y novela se con-
funden, hasta dónde la novela arrastra consigo material histórico.
Fuentes que pueden servir a la historia es la obra de grandes nove-
listas de todos los tiempos. De igual modo, en ninguna parte como
en la historia se halla aquello que apasiona en las novelas, y en más
vasta escala. Personajes y acontecimientos movidos por las fuerzas
misteriosas que incesantemente operan en la vida de los pueblos.
Hasta la magia y el color de las épocas pretéritas11.

Las novelas de Enrique Bernardo Núñez, especialmente Cu-


bagua, se nutren de ese misterio. Del acontecimiento histórico cuya
selección y combinación no deja de ser tan subjetiva como la ficción
narrativa. Los cronistas e historiadores coloniales —ya lo hemos
apuntado— leídos con pasión acuciosa, Fray Pedro de Aguado,
Benzoni, Gilli, proporcionaron al autor de Cubagua nombres de per-
sonajes, leyendas de aventureros, hipérboles y fabulaciones de espa-
ñoles asombrados ante la nueva geografía, ante «lo real maravilloso»
del Continente nuevo. Esa la historicidad de los personajes12.
Si la historia es la puesta en un tiempo y un espacio con-
cretos de unos acontecimientos y unos personajes que los vivieron,

de conciencia contrapuestos, aunque equivalentes desde el punto de vista


estético». «La nueva novela latinoamericana: una nueva visión artística»,
en América Latina 4, Moscú, Academia de Ciencias de la URSS, Instituto
de América Latina, 1975, pp. 200-222. La cita en p. 216.
11 «Historiadores y novelistas», publicado en el diario El Nacional, Ca-
racas, 5 de diciembre de 1957, recogido en Bajo el samán, ob. cit.,
pp. 103-104.
12 Cf. Notas 4, 5, 7.

109
y si los historiadores magnifican por simpatía o degradan por
conducta adversa a los personajes históricos, el mito puede com-
prenderse como una destemporalización de un acontecimiento
real ideologizado en los misterios iniciáticos que andan perdidos
en la memoria del hombre, en los orígenes buscados incesante-
mente. Núñez concibió la novela como historia atemporalizada
capaz de recoger hechos y personajes que, por su insignificancia,
no habían sido recogidos por la historia grande. El anónimo sol-
dadito moribundo que Pocaterra vio en la puerta de su casa valen-
ciana, tampoco habría existido de no haber sido registrado por el
narrador, heredero moderno del viejo contador de mitos. La historia
grande no lo iba a recoger: no era un héroe.
Mito e historia son, pues, dos niveles de narración que se
funden para generar una tercera realidad ficcional, no por eso
menos auténtica ni menos histórica. El novelista entendió hacia
dónde había que mover los ojos para hallar la raíz de nuestra ame-
ricaneidad y actualizarla en un rescate a partir de viejos infolios
que la veían y adulteraban desde una perspectiva colonial. Núñez
no deformó la imagen para occidentalizarla y volverla tiempo
irreal de historia grande, poblada de falacia. Asombra constatar
como, por vías distintas, y por supuesto en lenguaje diferente,
su cosmovisión de la realidad americana se emparenta con las rei-
teradas afirmaciones y proposiciones actuales de Alejo Carpentier,
explorador de «lo real maravilloso».
Para Enrique Bernardo Núñez:

El verdadero hombre americano es el hombre desnudo de la selva,


para quien el tiempo no ha pasado. Durante siglos el hombre de
Europa ha tratado de convertir al hombre americano en un eu-
ropeo. En hacerlo pensar y vivir como él. A veces cree logrado
su objetivo cuando hace que el indio se vista como un europeo,
y envían su foto a los diarios. América es una contradicción entre
su realidad y sus aspiraciones a disponer de un hombre nuevo13.

13 Enrique Bernardo Núñez, «Nombre y destino», de «Anotaciones de


lector», El Nacional, Caracas, 3 de noviembre de 1957, recogido en Bajo el
samán, ob. cit., p. 45.

110
Al remontarse en busca de esa imagen primigenia y ade-
lantarse a las modernas actitudes de rechazo contra el llamado
«eurocentrismo» de nuestra imagen histórica, Enrique Bernardo Nú­
ñez, se despojó tanto de los esquemas fatalistas sobre el hombre
mestizo, muy bien vendidos por los positivistas que justificaron las
dictaduras de Gómez y de Porfirio Díaz. Y también se alejó de
los estereotipos de una novela reformista que inventaba historias
de redenciones sociales —como acusa Carpentier— sobre la cons-
trucción de héroes civilizadores mesiánicos enfrentados a una bar-
barie de la autenticidad americana. Por su doble distanciamiento
merece que lo consideremos como un adelantado de las nuevas
estéticas narrativas hispanoamericanas. Las analogías con Carpen-
tier no son fortuitas en ese aspecto. El gran novelista cubano, en
1930, desde París, intentaba abordar los contextos míticos de las
culturas africanas de Cuba, dentro de un diseño narrativo de
protesta social: Ecué-Yamba-O. Era la misma época en la cual
Enrique Bernardo Núñez, justamente en La Habana14, iniciaba la
redacción de Cubagua.

También Cubagua fue un intento de liberación. Hacía tiempo


deseaba escribir un libro sin pretensiones, donde los reformistas
no tuviesen puesto señalado, como lo tenían en la mayor parte de
las novelas venezolanas escritas hasta entonces, o no hubiese pe-
sados monólogos de sociología barata, o discursos de reformistas,
el gran reformista, especie de arquetipo que mira con desdén al
común de los mortales. Aunque los reformistas son personas in-
evitables en la vida nacional, ahora mismo como hace cien años,
los diarios aparecen llenos de artículos reformistas, o de gente
reformista. Todos hemos sido alguna vez reformistas. En unos
apuntes inéditos sobre novela venezolana dedico algunos pá-
rrafos al personaje o autor reformista. En La galera de Tiberio hay
personajes reformistas. Deseaba asimismo darle una sacudida
a mi prosa privada de aire y de sentido vital. Me interné de nuevo

14 Del estudio genético de los materiales pre-textuales de la novela se


desprende que Núñez comenzó a escribir la novela en Bogotá, en 1928.
(N. del C.)

111
en la tierra adentro. El falucho de Cubagua quedó muy distante,
a la orilla del mar verde. Si quisiera regresar, tal vez no lo ha-
llaría. Desearía escribir una nueva versión de Cubagua, de igual
modo que a veces nos viene el deseo de hacer una nueva versión
de la vida15.

No vamos a entrar en elucubraciones sobre si Cubagua hu-


biera podido ser mejor o peor de como es. Es excelente. El texto
está aquí, incitando a la lectura o al descubrimiento por parte de
nuevos lectores. Ahí está su hermetismo poético. Exige a quien
lo lea un acercamiento a las fuentes de la historia de nuestros orí-
genes indígenas o de la primera colonización, en convivencia con
el segundo proceso colonizador material y mental que llegó bajo la
cobertura del progreso petrolero. Tal vez la ruptura de los cánones
narrativos vigentes para el momento de su aparición restó a Cu-
bagua el éxito de público, entonces deslumbrado con los triunfos
alcanzados por otras dos grandes novelas venezolanas ante la crí-
tica y la promoción editorial de España: Doña Bárbara (1929)
y Las lanzas coloradas (1931).
Ni siquiera el propio autor llegó a creer que su obra era una
excelente novela. O quizá, hombre desconcertante en su ironía,
supo lo que estaba aportando y por ello, en el mismo tono con que
alude a la novela reformista venezolana, expone su juicio autocrí-
tico. En todo caso, vale la pena transcribirlo también y advertir el
interés que tendría compulsarlo con las ideas de Carpentier, sobre
todo las que forman su ensayo «Problemática de la actual novela
latinoamericana»16. El juicio de Núñez es este:

Estoy lejos de creer que Cubagua es una novela propiamente dicha,


aunque este género admite hoy las formas más diversas. Mucho
menos creo que pueda ser considerada una novela de Margarita.
Para serlo me faltó contacto con los trabajadores del mar —no fui

15 Enrique Bernardo Núñez, «Algo sobre Cubagua», publicado en el diario


El Nacional, Caracas, 13 de diciembre de 1959, recogido en Bajo el samán,
ob. cit., p. 107.
16 Alejo Carpentier, «Problemática de la actual novela latinoamericana» en
Tientos y diferencias, 1964.

112
con ellos a capear tempestades, no vi nunca una pesca de perlas—
y esta es una de las fallas de Cubagua. La fúnebre islilla cubierta
de nácar era un tema olvidado. Al encuentro salían imágenes que
era necesario atajar, o agarrar por los cabellos. Hacía, por aque-
llos días el Heraldo de Margarita, periódico fundado bajo la ad-
ministración de Manuel Díaz Rodríguez, entonces presidente de
Nueva Esparta, del cual circularon pocos números. Una capilla
de la iglesia franciscana me servía de oficina. Un aire caliente
y mohoso se respiraba en esta capilla. La prensa donde se tiraba
el periódico estaba en el presbiterio del altar mayor. En la capilla
había un altar roto, de ladrillo, que hice refaccionar para poner
libros y papeles, y en el suelo, contra la pared, una lápida sepul-
cral, también rota. Allí leía la crónica de Fray Pedro de Aguado,
hallada por azar entre los pocos libros del colegio de La Asun-
ción, en la cual se narra la historia de Cubagua. Nombres, per-
sonas, cosas, ruinas, soledades, venían a ser como un eco del tiempo
pasado. Aquellas imágenes acudieron luego a mi memoria, y este
fue el origen de mi librito, simple relato donde sí hay, como en
La galera de Tiberio, elementos de ficción y realidad17.

Ficción y realidad, historia y mito, crónica y fantasía. En


Cubagua estaba, pues, vigente, un nuevo método de narrar, de
mirar y expresar la realidad con arte y mensaje, pero sin moraleja
ni reformismo. La libreta del narrador naturalista quedaba rota,
con ese aire sorpresivo mágico. La linealidad cronológica se ha di-
suelto. Los personajes que vivieron épocas históricas distanciadas
se aproximan y amalgaman en el tiempo de la novela. Otras veces,
varias épocas convergen en un solo personaje. Diego de Ordaz,
el conquistador, es hecho prisionero y reexpedido a España. En el
viaje de retorno es envenenado por las pócimas de Lampugnano y
su cadáver es lanzado al mar; junto a él, Diego Ordaz, negociante
licorero de Margarita en 1925. Nila Cálice, Diana indígena, estudia
en Harvard18; es codiciada como hembra por un contrabandista

17 Ibid., p. 106.
18 Esto es una confusión del crítico, pues Nila estudió en Princeton, mientras
que Leiziaga, en Harvard. (N. del C.)

113
de perlas y el ingeniero de minas «pitiyanquizado». La aventura
perlífera del siglo XVI y la petrolera de los años veinte se homo-
logan como signos, distantes en el tiempo cronológico, análogos
y coexistentes en el relato, como interpretantes de una misma
situación: el colonialismo.

114
Para una lectura crítica de Cubagua *
Ángel Vilanova

E l tardío y aún no muy amplio reconocimiento de la obra li-


teraria de Enrique Bernardo Núñez no es, lamentablemente,
un fenómeno inédito ni infrecuente en la historia de la literatura
en general, ni en la de América Latina, en particular. A lo largo
del tiempo, en diversas latitudes, muchos autores han padecido
omisiones, olvidos, reconocimientos parciales, y con ellos podría
confeccionarse una poblada nómina. En el caso del autor de Cu-
bagua, La galera de Tiberio y otras narraciones, no es difícil com-
probar lo que afirmo: por lo común, las historias de la literatura
latinoamericana1 apenas lo nombran, señalando a lo sumo los años de
nacimiento, muerte y los títulos de algunas de sus obras. Este des-
conocimiento, grave sin duda, no es comparativamente menor en
los estudios realizados en Venezuela 2, y a su consideración debe
sumarse la de la muy limitada difusión de sus textos, así como la
de la inexistencia de análisis más o menos pormenorizados cen-
trados especialmente, por lo que aquí interesa, en la estimación de
la producción narrativa de Enrique Bernardo Núñez, sin que en

* Publicado en Escritura XVIII (16), Caracas, julio-diciembre, 1983,


pp. 233-250.
1 Cf. las de Anderson Imbert, Jean Franco, etc.
2 Cf. Juan Liscano, Panorama de la literatura venezolana.

115
esta opinión importe olvidar la positiva contribución de trabajos
críticos como el casi pionero Osvaldo Larrazábal, o los más re-
cientes y específicos de Orlando Araujo y Domingo Miliani3, apa-
recidos todos, llamativamente, después de la muerte del escritor.
¿A qué causas debe atribuirse esta situación sucintamente
descrita? Sin pretender exhaustividad alguna, creo que en la bús-
queda de respuestas a tal interrogante habrá que tener en cuenta,
en primer lugar, la limitada difusión de la obra de Enrique Ber-
nardo Núñez (comprobable todavía hoy), subrayada por él mismo,
incluso. Cubagua, escribió, «debió publicarse en 1930 en la edi-
torial Le Livre Libre [en París], una edición de la cual apenas cir-
cularon sesenta ejemplares en Venezuela. Es posible que el resto de la
edición fuese incinerada por aquel tiempo en la Aduana»4. A esta casi
amarga observación debe también agregarse, creo, la no muy de-
cidida defensa que el propio Enrique Bernardo Núñez hizo de
su novela, a la que parecía considerar, según apunta Jesús Sanoja
Hernández, un «relato con elementos de ficción y realidad y nada
más, sin estimar en demasía esa revolución de tiempos y soledades, de
vigilias y sueños, nacida como una galaxia de la memoria…»5.
¿Explicarían estas comprobaciones la inexistencia de trabajos
críticos coetáneos o poco posteriores en el tiempo a la publicación
de Cubagua? En todo caso, una respuesta afirmativa solo sería po-
sible si ella se completa reparando en la causa a mi juicio sustan-
cial del vacío apuntado en torno de la novela: me refiero al carácter
profundamente innovador de Cubagua tanto por lo que respecta

3 Osvaldo Larrazábal, Enrique Bernardo Núñez, Caracas, Ediciones de


la Biblioteca de la UCV, 1969. Domingo Miliani, «Enrique Bernardo
Núñez», en Revista Nacional de Cultura 227, Caracas, octubre, noviembre
y diciembre, 1978, pp. 44-66. Este artículo fue incluido más tarde como
prólogo a la edición cubana de Cubagua - La galera de Tiberio, La Habana,
Casa de las Américas, 1978. Orlando Araujo, La obra literaria en Enrique
Bernardo Núñez, Caracas, Monte Ávila Editores, 1980.
4 «Algo sobre Cubagua», El Nacional, Caracas, 13 de diciembre de 1959,
recogido en Bajo el samán, Ministerio de Educación, Caracas, 1963, p. 105.
Los subrayados son todos de Ángel Vilanova.
5 «Enrique Bernardo Núñez», en Papel Literario de El Nacional, Caracas,
29 de septiembre de 1974.

116
a la noción de género predominante entonces no solo en Amé-
rica Latina, como por lo que se refiere por supuesto, a su práctica.
La novela de Enrique Bernardo Núñez superaba ampliamente lo
que hoy se denomina «horizonte de la expectativa», no solo del
lector contemporáneo, sino también el de los novelistas latino­
americanos y el de los críticos en general, lo que me parece hasta el
propio autor experimentó si nos atenemos al comentario de Sanoja
Hernández ya citado. Piénsese, además, en que entre los loci com-
muni de la crítica literaria latinoamericana sobresale el de la repe-
tida afirmación que la novela contemporánea de América Latina
se funda en el trípode constituido por Doña Bárbara, Don Segundo
Sombra y La Vorágine, y podrá comprenderse el problema que im-
plicaba Cubagua con sus notables diferencias de concepción y rea-
lización, en otras palabras, con ese «nuevo método de narrar, de
mirar y expresar la realidad con arte y mensaje, […] sin moraleja
ni reformismo», que representaba la novela, según sostiene con
acierto Domingo Miliani6.
¿Cómo se gesta en Enrique Bernardo Núñez esa nueva forma
de narrar, la cual supone necesariamente una manera diferente de
escudriñar la realidad para luego revelarla en esa nueva práctica no-
velística? El centro nuclear en el cual es posible cifrar la génesis de
la nueva forma de «mirar y narrar», creo, es el de la noción de historia,
nacional y continental, preocupación casi obsesiva en Enrique Ber-
nardo Núñez, insistentemente presente en artículos, ensayos y na-
rraciones. Para él la verdadera historia de un pueblo no podía ser la

(…) historia enteca o amañada, o cubierta de afeites; esas amane-


radas exposiciones que suelen llamarse historia. Historia escrita
al detal, verdadero baratillo de la historia, sino esa que brota con la
sangre misma de las entrañas de un pueblo. Y esta causa de Venezuela es
la misma de América7.

6 Domingo Miliani, Prólogo, en ob. cit., p. XXIV.


7 Enrique Bernardo Núñez, «La historia de Venezuela», en Crónica de
Caracas 62, Caracas, octubre de 1964, p. 307.

117
Cinco años8 antes refiriéndose a la novela como género,
Núñez había escrito:

La novela en nuestro país necesita una renovación. En otros tér-


minos, necesitamos nuevos novelistas que nos ofrezcan temas dis-
tintos de la vida venezolana. La novela, como todo, está metida
en un callejón sin salida. Hay que devolverle su libertad. […] Es
indudable —concluía— que la época tan rica de aspectos, de signifi-
cado, de caracteres, espera su novelista que es como decir su historiador 9.

Esa preocupación reiterada prácticamente a lo largo de toda su


vida, es la base de sustentación de su obra, que quiere ser el resultado
del ejercicio de la función del escritor, tal como lo propone explí-
citamente cuando, refiriéndose con marcada ironía a los escritores
«malogrados», declara que:

La verdadera tragedia del escritor está en no dejar la obra que


pueda ser testimonio del cumplimiento de este deber de es-
critor [servir al país]. Todo el deseo, la aspiración del escritor,
toda su vida, ha de ir hacia su obra. […] El escritor le debe al país
su vida…10.

Rescatar la verdadera historia de un pueblo es, entonces, la pri-


mera y esencial preocupación de un escritor, según Núñez porque
«un Pueblo sin anales, sin memoria del pasado, sufre ya una especie
de muerte»11. Para tal empresa el escritor debe revelar la verdad;
para eso le fue dada la palabra, «para revelar la verdad», como dice

8 No obstante Vilanova utilizó la versión de «La historia de Venezuela» publi-


cada inmediatamente después de la muerte de Núñez, documentada en la cita
anterior, corresponde a su Discurso de Incorporación a la Academia de la His-
toria de 1948. Solo así se entiende la afirmación inmediata posterior de
«cinco años antes», con referencia al texto siguiente, de 1943. (N. del C.)
9 «La novela», El Universal, Caracas, 20 de marzo de 1943, recogido en Bajo
el samán, ob. cit., pp. 94-95.
10 «Los malogrados», El Universal, Caracas, 27 de mayo de 1952, recogido en
Bajo el samán, ob. cit., p. 81.
11 «La historia de Venezuela», en ob. cit., p. 306.

118
Guillermo Sucre, deber a tal punto asumido por Núñez que «pa-
labra y verdad se hicieron tan sinónimas en él que ya no entendía
una sin la otra»12. Pero la verdad no es concebida como el pen­
samiento y la literatura corrientes en la época lo hace: no se trata de
ordenar hechos mensurados, sopesados «reales», sino, para decirlo
con palabras de Onetti, del descubrimiento del «alma de los he-
chos», de lo que está detrás o por debajo de ellos y queda fuera de
la observación del historiador: «Debajo de esa historia está la otra, la
verdadera historia. Muy difícil de penetrar en sus arcanos, alcanzar
sus fuentes ocultas inaccesibles…»13, concepción claramente em-
parentada con la que Unamuno denominaba «intrahistoria» y
Pierre Barberis, con mayor rigor, considera como «lo histórico
no dominado». Pero, ¿cómo es posible llegar al conocimiento de
esa verdad? Por la vía, para el escritor sobre todo, de la imagina-
ción: «La gran biografía que está por escribirse es la biografía imagi-
naria de un pueblo creador»14. El carácter renovador de la narrativa
de Núñez, creo, se funda en esta concepción, compartida, por lo
demás, por Juan Vicente González, José Rafael Pocaterra, Ar-
turo Uslar Pietri, Ramón Díaz Sánchez, quienes, por vías dife-
renciadas, también coinciden en apreciar la riqueza de la historia
nacional como tema novelístico, según observa Mariano Picón
Salas, y circulan «en la frontera entre novela e historia»15 hasta
llegar (dentro, es cierto, de una tradición literaria latinoameri-
cana) a anticipar lo que en nuestros días se erige como una especie
de narrativa definitivamente lograda, la narrativa no ficcional, la
narrativa testimonial. Pero en el caso de Núñez hay que destacar,
además, un rasgo adicional que lo distingue: la mayor coherencia
entre teoría y práctica, de la cual resulta la fusión perfecta entre
sus ideas y la narración a la que ellas sirven como sustento.

12 «Un escritor más allá de la letra» en Zona Franca 4, Caracas, 2.a quincena
de octubre de 1964, p. 16. [Incluido en este volumen].
13 «La historia», 1963, en Bajo el Samán, ob. cit., p. 73. Cf. además, Pierre
Barberis, Roland Barthes, et al., Escribir... ¿por qué? ¿para quién?, Monte
Ávila Editores, Caracas, 1976, pp. 51-55.
14 «La historia de Venezuela», en Crónica de Caracas, ob. cit., p. 313.
15 Mariano Picón Salas, Literatura venezolana, México D. F., Diana, 1952.
pp. 171-172.

119
II

En Cubagua, esa concepción toma cuerpo en la búsqueda que tanto


el «héroe» como otros personajes emprenden para descubrir «el se-
creto de la tierra». Pero ese cuerpo cobrará vida no a través de los
procedimientos de la novela realista tradicional, sino por medio de
nuevas técnicas narrativas que apelan a la ficción y a la realidad,
a la historia y al mito, a la crónica y a la fantasía: «En Cubagua
—escribe Miliani— estaba, pues, vigente, un nuevo método de
narrar, de mirar y expresar la realidad con arte y mensaje, pero sin
moraleja ni reformismo. La libreta del narrador naturalista quedaba
rota, con ese aire sorpresivo y mágico»16.
Dejando ahora de lado la caracterización de «surrealista»
que el nuevo modo narrativo puesto en práctica por Enrique Ber-
nardo Núñez mereció para algún crítico, es indudable que la
técnica narrativa en Cubagua resulta a todas luces radical y tem-
pranamente transformadora, tanto desde el punto de vista temá-
tico como desde el estilístico (entendiendo este término en un
sentido amplio). ¿Cómo llega Núñez a la adquisición y ejercicio
de este novísimo modo de narrar, aceptado como «normal» solo
en tiempos relativamente recientes? Me parece que la respuesta
podría hallarse a partir de la concepción de la historia ya men-
cionada, y de su importancia, para cuyo auténtico conocimiento
se requería un casi prodigioso esfuerzo imaginativo que permi-
tiera llegar a los tiempos originales, visto que solo así se haría po-
sible el conocimiento de las verdades últimas, y por ello, «crear un
país que tuviese definición propia». En ese afán constante desde
Andrés Bello a Gallegos, que en Núñez es «pasión», por «descu-
brir la tierra»17 tenía necesariamente que impulsarse más allá de la
historia, hasta la leyenda y el mito, y fundirlos armoniosamente,
como lo hizo en Cubagua, en una nueva dimensión narrativa, una
nueva «realidad ficcional, no por eso menos auténtica ni menos
histórica»18. Tal fusión implicaba, a su vez, una nueva concepción

16 Miliani, ob. cit., p. XXIV.


17 Sucre, ob. cit., p. 16.
18 Miliani, ob. cit., p. XXIX.

120
del tiempo, o del manejo del tiempo en la novela, un tiempo que
no es linealmente cronológico porque hay un permanente juego
entre el presente en que el narrador instala y desarrolla la acción
que, mínima y todo, exige desenvolvimiento (aunque este sea
circular) y dos momentos del pasado sobre todo, el pasado colo-
nial y el tiempo primordial, no fluyente, es cierto, pero ubicado
en los comienzos del devenir que lleva al relato a su culmina­
ción, con lo cual se cumple la paradoja de buscar (y alcanzar,
a veces) una «meta que está adelante» tanto en el espacio como en
el tiempo, regresando19.

III

No puede sorprender, entonces, que la probable base estruc-


tural del relato sea en Cubagua la idea del «viaje», más precisa-
mente, del «Viaje al Averno» del motivo clásico, tan añeja como
la literatura misma y tan apropiada para salvar las limitaciones es-
pacio-temporales y penetrar en ámbitos que están más allá de lo
«real». Lo mismo que en otros casos, como los de Pedro Páramo
o Adán Buenosayres, donde, sea a partir de una muerte «absoluta»,
sea desde una muerte relativa, representación en ambas novelas de
un estado de crisis ante la realidad, en Cubagua el viaje hace po-
sible una liberación transitoria de los límites existenciales y, a través
de un «peregrinaje», el acceso a otro espacio y a otro tiempo, a un
«centro tanto individual como colectivo»20, en el que se halla el co-
nocimiento que no se posee y se necesita: el «secreto de la tierra»,
en Cubagua.
La relación propuesta entre Cubagua y el motivo clásico del
«Viaje al Averno» es, creo, una hipótesis plausible, y constituye una
vía positiva para una lectura crítica productiva de la novela. Si es así,
entonces, el análisis de Cubagua podría llevarse a cabo de acuerdo
con la noción de transtextualidad formulada por Gérard Genette

19 Cf. Befumo Boschi, «La quiebra del espacio y del tiempo en la novela lati-
noamericana», en Megafón, Buenos Aires, 7 de junio de 1978, pp. 37-52.
20 Ibid., pp. 37-38 y 51.

121
en Palimpsestes21, según la cual la «naturaleza» de la literatura es
estar constituida por una red de relaciones que ligan a los textos
(architextualidad, metatextualidad, paratextualidad, intertextua-
lidad, hipertextualidad), a cuya transformación a lo largo de los
siglos debe su existencia, la cual, por último, sea transformación
propiamente dicha o imitación, se hace posible por la implemen-
tación de un conjunto de operaciones (de las que me ocuparé más
adelante). El último tipo de relación mencionado, la hipertextua-
lidad, es el que he de retener aquí, por ser el más pertinente (los
otros son también, pero en escala menor, aplicables). La hipertex-
tualidad supone la relación existente entre un texto A mediante
cuya transformación da origen a un texto B, el primero de los
cuales sería hipotexto del segundo, hipertexto. Es, en términos
generales, la relación comprobable, por ejemplo, entre la Eneida,
de Virgilio, y la Divina Comedia, de Dante y, según la hipótesis
planteada con respecto a Cubagua, la que ligaría la novela de En-
rique Bernardo Núñez (hipertexto) con su probable hipotexto, el
motivo clásico del «Viaje al Averno»22.
Expuestas (un tanto esquemáticamente, es cierto) las líneas
generales de carácter teórico y metodológico que seguiré, el primer
paso a dar es reconocer la presencia efectiva de los elementos cons-
tituyentes del motivo «Viaje al Averno» en Cubagua, para luego
estudiar la función que ese relato desempeña en la novela y mediante
qué operaciones se efectúa su transformación.
Parece evidente que hubo un viaje previo, el que lleva a Lei-
ziaga a Margarita, pero no es el que interesa, como tampoco inte-
resó al narrador, que comienza el relato «convencionalmente», como
señala Orlando Araujo, aun cuando la atmósfera entremezclada de
«magia» (del color), de «fascinación» y de decadencia (de La Asun-
ción, sobre todo) predispone de inmediato al lector de tal manera
que la pronta incursión en el pasado colonial (referencia a «una

21 Gérard Genette, Palimpsestes-La Littérature au Second Degré, París, Seuil,


1982.
22 Sobre el concepto de «motivo» en literatura. Cf. Ángel Vilanova, La tradi-
ción grecolatina y la literatura latinoamericana: el «Viaje al Averno» en la no-
vela latinoamericana contemporánea. Trabajo de ascenso inédito, Mérida,
Universidad de Los Andes, Facultad de Humanidades y Educación, 1984.

122
crónica antigua, reproducida en el Heraldo de Margarita», sobre
Lope de Aguirre) así como la casi inmediata aparición de fray
Dionisio de la Soledad ya con su notoria aura de misterio («… se
aseguraba haberlo sorprendido de rodillas ante una cabeza momifi-
cada»; «un diente de caimán pendiente de su camándula»), generan
una inmediata expectativa (sin olvidar, por supuesto, la incentiva-
ción del interés por la presentación de Nila Cálice, encarnación de
«los rasgos puros de una raza tal como debió ser antes de que el
pasado les cayese en el alma» (3-8)23. Presentación del espacio y de
los personajes, caracterizados económica pero suficientemente ní-
tidos en su valor representativo y entre los que, además de los ya
citados, debe destacarse, sin duda, a Ramón Leiziaga, el «viajero»,
quien pese a su carácter «pitiyanquizado», así lo define Miliani,
revela cierta especial condición que lo enfrenta con los «funciona-
rios», burócratas y profesionales diversos representados por el Dr.
Almozas, caricatura positivista, y lo habilita a ser, precisamente,
el «héroe» de la búsqueda (y simultáneamente portavoz del autor):
«—… a mí me parece que Sur América quiere ser ante todo una
señora muy vieja. Se ha puesto arrugas postizas y cabellos blancos.
Acaso sea coquetería de joven; pero mientras tanto es preferible
la selva, el silencio virgen» (10); «Tarde o temprano, el mundo viejo irá
desapareciendo, borrándose en América. […] Entonces no que-
daría el recuerdo más remoto del doctor Zaldarriaga ni del doctor
Almozas» (16); «—La humanidad quiere volver a la vida primi-
tiva. Siente necesidad de reposo y de un poco de silencio» (17), etc.
Expresiones, ideas que revelan un estado de conciencia en crisis
que, a pesar de sus desinteligencias con Cedeño (el «nativo» frente
al «extranjero»), lo muestran apto para la «iniciación» en una ex-
traña experiencia de la que al fin resultará «la revelación mara-
villosa en el hondo misterio de las costas y las serranías» (22). El
guía (constituyente del motivo clásico) e «iniciador» será el fraile
de «piernas descarnadas» que «parece más bien una de esas figuras
carcomidas que se ven en las fachadas de los templos muy viejos»
(20). La orden que recibe Leiziaga de ir a inspeccionar Cubagua es

23 Enrique Bernardo Núñez, Cubagua - La galera de Tiberio, La Habana,


Casa de las Américas, 1978.

123
el «disparador» del viaje, a una isla, lo que impone la existencia de
la barrera acuática (el mar) del motivo, es decir otro de sus cons-
tituyentes esenciales. Para realizar el viaje Stakelun recomienda
a Cedeño (¿otro guía?); «Leiziaga se arrepentía de no haber se-
guido las indicaciones de Cedeño: salir por la mañana a fin de
no pasar la noche en Cubagua» (24), quien junto con Cálice (bar-
quero) y de alguna manera también Ortega y Ocampo (¿argo-
nautas?), tripulantes de La Tirana que «maniobraban [la nave] con
la solemnidad de un rito» (id.), al comienzo del capítulo II com-
partirán la función de guías en la búsqueda de «El secreto de la
tierra», título, precisamente, de esa parte de la novela. Cubagua
es descrita de inmediato con el acento puesto en sus rasgos casi
ominosos: «isla decrépita de costas roídas y aplaceradas», bajo
«un cielo desfalleciente», donde alguna vez hubo una ciudad de
la que ahora solo quedan «escombros sumergidos». […] «Los pies
[de Leiziaga y sus acompañantes] se hunden en el río de nácar»,
mientras por «el mar se aproxima un coro de voces, ecos de las no-
ches primitivas» en tanto fray Dionisio de la Soledad, «más alto,
más flaco, próximo a convertirse en un montón de ceniza» alude al
«poco tiempo» (cuatrocientos años) que ha pasado desde el des-
cubrimiento y conquista de ese «valle de lágrimas» en que los car-
dones, como cipreses, «forman un laberinto de columnas» y entre
restos de antiguas construcciones de la Nueva Cádiz se ven los
«huecos de las ventanas […] como nichos vacíos» (24-27).
Leiziaga protesta por esa insistencia en el pasado, pero sigue a
fray Dionisio, cuya «cabeza de penitente» habla con voz que «parecía
afónica, lejana, sin ser lo uno ni lo otro, como si viniese a través de
una niebla» (31), para recalcar la tristeza imperante en la isla, que ni
Cálice puede amar, que «solo la codicia pudo hacer soportable» (id.)
(según se lee en el Viaje a la parte oriental de Tierra Firme, de Fran-
cisco Depons), y resultará finalmente abandonada. Así llega el
momento del relato en el que el segundo tramo del «Viaje» se con-
cretará, después del juego de tiempos («La casa [actual] de Cálice era
la misma de Pedro Barrionuevo, un hidalgo natural de Soria» (33).
«Los indios trocaban sus nombres. Había el cacique don Diego, el
Gil González […] Un indio a quien llamaban Orteguilla dio muerte
a fray Dionisio» (63), que se intensificará en Leiziaga tras apurar

124
otra copa del «Elíxir de Atabapo» y cuando fray Dionisio (que
«se vuelve borroso en la penumbra», en tanto «sus ojos se hunden
mientras hablan lentamente» hasta parecer «que ha muerto» [33])
le revela que el conde milanés Luis de [Lampugnano], aventu-
rero llegado al lugar en tiempos de Carlos V, «tiene semejanza con
cierto Leiziaga. ¿No andas como él —pregunta— en busca de for-
tuna? Todos buscan oro. Hay, sin embargo, una cosa que todos olvidan:
el secreto de la tierra» (34). Aquí se producirá de manera más notable
lo que generalmente la crítica ha señalado como un dislocamiento
temporal, una ruptura de la linealidad lógico-temporal, cuando,
en verdad parece más bien una apertura hacia una dimensión es-
pacio-temporal más allá de la realidad tangible, concluida la cual
(extraña excursión-incursión de la ensoñación) se constatará que
el tiempo cronológico ha seguido su curso «normal», lo que puede
comprobarse por ese nítido juego de indicios: del reloj de Leiziaga
que «marcaba las ocho» cuando el mundo «real» empieza a pare-
cerle «infinitamente distante» (id.) y la información del narrador en
el capítulo VII: «Todo esto ocurría el día anterior, en la ausencia
de Leiziaga» (80).
Esta segunda etapa del «Viaje» surge sin transición ni co-
mentario previo alguno del narrador como asunto del capítulo III,
«Nueva Cádiz», en donde aparece la «proyección» de Leiziaga
hacia el pasado, [Lampugnano] «Él tenía la misma estatura; pero
la barba rubia, los ojos azules» (35) […] «Vendía [Lampugnano]
el mismo óleo que ahora ambicionaba [Leiziaga]» (42), cuya bús-
queda de fortuna de El Dorado, fracasa como la de todos, porque
la codicia los había llevado a destruir lo que parecía «haber sido el
Paraíso» (44). Lampugnano, además, será el puente comunicador
con el pasado aborigen, mítico y legendario, a través de la hermosa
elegía de Arimuy que el conde escucha, y la historia de Cuciú
(luciérnaga) quemada en la hoguera quien, según se decía, «no
murió en la hoguera» y fue convertida «en garza, una garza roja»
por un adivino (42). La narración de los días postreros de Lam-
pugnano servirá además para conocer otro fracaso, el de los indí-
genas por recuperar su «paraíso perdido» y, por fin, para proponer
una imagen especular de la pareja Leiziaga-Nila, poseído él por la
fascinación de la representación simbólica de la Tierra, así como

125
Lampugnano se consuela de su fracaso porque su «Diana estaba
a salvo, volvía a ser libre en medio de los bosques llenos de arroyos»
(41), todo lo cual, creo, permitiría suponer una identificación más,
de tipo mitológico (cultural) Nila-Diana, como indica Miliani24.
Habría que recordar, por último, la recurrente mención
de la cabeza de fray Dionisio como uno de los indicios capitales
en la ilación de los diferentes momentos temporales que el relato
registra: tras la sublevación aborigen, en «una piragua dos manos
cortadas sangran. Una cabeza parece dormir aún en la dulzura
del aire. La cabeza es la de fray Dionisio, fraile menor de la ob-
servancia» (38), volverá a reaparecer mencionada al culminar el
capítulo IV. Antes, uniendo también tiempos cuya significación
quiere ser equiparada por este medio, para ilustrar el narrador
la situación crítica de los conquistadores en momentos previos a la
sublevación indígena, alude a «una tabla» en la que se lee: «aquí se
hacen féretros» (37), anuncio que se reiterará exactamente igual al
final del capítulo III en el que se narra el desastre final de Nueva
Cádiz. Tras la experiencia vivida por Leiziaga a través de Lam-
pugnano, fray Dionisio, otra vez en el presente inicial, pasándose
«el pañuelo por la frente, por aquella calvicie, remate de una ca-
beza que parecía desenterrada», pregunta: «—¿Has comprendido,
Leiziaga todo lo que ha pasado aquí? ¿Interpretas ahora el si-
lencio?» Leiziaga piensa en que todo volverá a comenzar: «Indios,
europeos, criollos vendedores de toda especie se hacinan en vi-
viendas estrechas: Traen un cine. Se elevan torres de acero. Depó-
sitos grises y bares con anuncios luminosos. También se lee en una
tabla: “Aquí se hacen féretros”» (54).
La acción del relato continúa instalada en el «valle de lá-
grimas listado de cardones» (55), formas supersticiosamente «ex-
trañas en la imaginación del aborigen —dice fray Dionisio—.
Son las viñas de las tierras áridas. Hoy se diría que parecen an-
tenas. Y en realidad esas antenas podrían entregarnos el secreto de
alguna teogonía…» (56). El narrador vuelve, además, sobre Nila,
y su papel de revelador de misterios, de iniciador de «secretos en

24 Ob. cit., p. XXIII.

126
que Rimarima había comenzado a iniciarla. […] Fray Dionisio
comprendía sus lenguas, sus símbolos, sus conjuros [los de los
aborígenes]. Así conoció ella el misterio de los ríos y de las islas
cubiertas de palmas…» (59). Nila, también «viajera», completará
esa iniciación con un periplo euronorteamericano que le servirá
para aquilatar sus propias raíces, y saber que es «preciso recuperar
la vida», el alma. Ella sabe, «ya conozco», le dice a Ortega:

El hombre rara vez entiende de esto, nunca lo entendería, así


como tampoco que el amor sin un ideal es inútil. En la mujer se
halla todo, la vida, la fuerza. El hombre se precipita a ella con un
impulso ciego e ignora que él apenas es un instrumento (61).

Leiziaga entonces, aún no «sabe», por lo que su proceso


iniciático no ha concluido esa misma noche, tarde, en esas horas
en que «vienen los muertos del otro mundo» (56). «Leiziaga ad-
virtió en una silla […] una cabeza momificada. Eran los mismos
rasgos de fray Dionisio. Los cabellos de la momia se quedaron
en sus manos al levantarla». Piensa, además, en «aquella palabra
de Cedeño: extranjero. Y en realidad se siente un extraño» (63),
en medio de todos los demás, que parece «que aguardan», dice,
y (¿fray Dionisio?) le contestan: «—Sí, aquí todos aguardan» (64).
¿Qué aguardan? ¿La revelación?
El periplo iniciático que lleva a la «epifanía» parece inte-
rrumpirse en el capítulo V, titulado «Vocchi», porque la narración
del «Viaje» continúa en el capítulo VI: «El areyto» en que fray
Dionisio guía a Leiziaga. Según se explica al comienzo del capí-
tulo V, la «noticia acerca de Vocchi fue encontrada en el cuartel
de policía de La Asunción, en la antigua huerta de los frailes»,
entre los «papeles [que] pertenecían a la biblioteca del convento»,
conservados en muy precarias condiciones (por culpa de los ga-
llos del coronel Rojas «fue muy difícil salvar el texto») y de muy
difícil lectura (65). ¿Cómo se incorpora esta «noticia» al texto de
la novela? ¿Quién provee al narrador este material? Estos interro-
gantes, de importancia capital creo, están ligados al problema de la
construcción de la novela a partir de los «borradores de Leiziaga»

127
de los que se apodera Mendoza (91), en cuya existencia ya era posible
pensar desde el comienzo:

(… ) Leiziaga pensaba en Nila y escribía: «En la espuma como


en la niebla y el silencio hay imágenes fugitivas. Son tan ligeras en
su eternidad que apenas podemos sorprenderlas; pero en oca-
siones, un sonido, una palabra u otro accidente inesperado, pro-
voca la revelación maravillosa en el hondo misterio de las costas
y serranías (22)25.

25 La edición de Cubagua que sigo en este trabajo es, como quedó consignado,
la de Casa de las Américas de 1978, la misma que, con la colaboración de
Carmen Elena Núñez de Stein, publicó como «Edición definitiva» Monte
Ávila Editores en 1972. El capítulo V, titulado «Vocchi», comienza con una
información acerca de la divinidad orinoquense que reza: «La siguiente
noticia acerca de Vocchi fue encontrada en el cuartel de policía de La
Asunción, en la antigua huerta de los frailes. Después de las mujeres y el
brandy, la gran afición del coronel Rojas eran los gallos. Siempre tenía al-
gunos atados a la pared de una galería llena de excrementos. Los papeles
pertenecían a la biblioteca del convento. Estaban revestidos de una capa
verdosa estriada de blanco, y así fue muy difícil salvar el texto. Además,
la escritura, antigua y deteriorada en gran parte, hizo casi imposible la
lectura» (p. 65). A continuación del párrafo citado, que me parece leve-
mente destacado del texto que sigue en la edición de Monte Ávila, se lee:
«Vocchi nació en Lanka…», lo mismo que en la de Casa de las Américas.
Pero, llamativamente (sobre todo por lo que más adelante expondrá acerca
del problema del narrador de la novela), en la edición de Cubagua de la
Colección Biblioteca de Cultura Venezolana, dirigida por Juan Liscano
(N.º 6, Segundo Festival del Libro Venezolano, Caracas, Ediciones Popu-
lares Venezolanas, presuntamente de 1959, pero sin indicación de fecha)
puede leerse un texto bastante diferente (y, a mi juicio, más pertinente,
que subrayo): «(Entre los papeles entregados por Leiziaga al coronel Juan de
la Cruz Rojas se hallaba la siguiente noticia acerca de Vocchi. Estos papeles
fueron encontrados en un rincón del cuartel de policía de La Asunción, en
la antigua huerta de los frailes. Después de las mujeres y el brandy, la gran
afición del coronel Rojas eran los gallos. Siempre tenía algunos atados a la
pared de una galería llena de excrementos. Los papeles estaban revestidos
de una capa verdosa estriada de blanco, y así fue muy difícil salvar el texto.
Además, la escritura, antigua y deteriorada en gran parte, hizo casi impo-
sible su lectura)». Cubagua, p. 62. (N. de A.V.) Lo que sucede, es que esa
«versión definitiva», que no lo era, correspondía a una póstuma, que di-
fiere, en muchos aspectos fuertemente, de la versión estabilizada y editada

128
No me ocuparé en este momento del interesante problema
planteado. Continuaré ahora el «Viaje» de Leiziaga, por lo que
vuelvo a lo que podría estimarse como una especie de «introduc-
ción» que el narrador creyó imprescindible para hacer más com-
prensible, menos insólita, la instancia de la revelación contenida en
«El areyto». Vocchi (también llamado Vochi o Vochu) era, según
la mitología de los pueblos orinoquenses, «un hermano de Ama-
livaca» con el cual habían dado «su forma actual a la tierra». Refi-
riéndose a «El mito de Amalivaca, el diluvio universal y la cultura
Chimó del Perú», Matilde Mármol dice que Amalivaca, padre de
los tamanaco, según la «versión de los indígenas recibida […] por
tradición oral de sus antepasados» y recogida por «todos los via-
jeros antiguos», habría sido quien grabó sobre «grandes piedras de
granito» (Tepumereme, «roca pintada») que podían encontrarse,
como lo consigna Humboldt a principios del siglo XIX, «desde las
llanuras del Casiquiare, entre las fuentes del Esequibo y del Río
Branco, a lo largo de Guayana», «unas figuras misteriosas que re-
presentaban la Luna, el Sol y algunos animales». De acuerdo con
«la versión transmitida al padre Gilli por el cacique Yacumare»,
Amalivaca habría también salvado del diluvio a una pareja en una
barca encallada finalmente en el monte Tamanacú, pare­ja a partir de
la cual se repobló la tierra mediante el sembrado de semillas de mo-
riche, «que se transformaban en hombres y mujeres según fueran
lanzadas por él o por ella». También Humboldt escuchó el relato
de boca de los propios indígenas: «Los pueblos de raza tamanaca
—escribe Matilde Mármol— hundidos entonces en el “embru-
tecimiento”, arrasado de su suelo todo rudimento de cultura, solo
tenían aquel mito para vincularse al pasado y no perder la memoria
de sí mismos». Lo más llamativo, sin embargo, parece el siguiente
registro textual que hace Matilde Mármol de otra observación de
Humboldt: «El nombre de Amalivaca está difundido sobre un es-
pacio de más de cinco mil leguas cuadradas: le atribuyen el sentido

por el mismo autor, cuatro veces en vida, con la introducción a «Vocchi»


que aporta el crítico en esta nota, y que cobra más bien un carácter metafic-
cional, ya que solo al final de la trama pudo el protagonista darle este texto
al militar. (N. del C.)

129
de padre de los hombres, nuestro antepasado, hasta en los pueblos ca-
ribes […] Amalivaca era un extranjero, igual que Manco Capac».
Y luego de señalar la contradicción (padre-extranjero), la autora
termina: «Sin embargo, habrá que convenir en que [Amalivaca]
tuvo que promover la civilización por la fuerza [fractura las piernas
de sus hijas nómades] lo que significa un cierto grado de predo-
minio»26. No es posible asegurar que esta versión del mito es la
misma que conoció y manejó Núñez en Cubagua. Hay coinciden-
cias llamativas, sin embargo, que permitirían proponer esa idea,
por ejemplo, su encuentro con Amalivaca, quien tras el diluvio re-
conoció a Vocchi como su hermano (el texto que sigue es llamati-
vamente coincidente con «La leyenda del moriche», de Arístides
Rojas, que ni Núñez (ni Matilde Mármol) cita, pese a lo cual bien
podría ser considerada como «hipotexto» que ambos transforman
con propósitos diferentes: «Se arriesgaron juntos hasta encontrar
un gran río de muchas bocas e islas innumerables cubiertas de pal-
meras [… que] recordaban a Vocchi su país natal». Encontraron
después unos «hombres que huían […] y […] vieron que habían
perdido la razón», a los que:

Amalivaca les dijo después que él les había creado arrojando


aquellos frutos [«de unos moriches»] por encima de los hombros,
y a esa idea se mostraron felices, como si la palmera, símbolo de
sus vidas, les diese un alma nueva capaz de librarles del pasado27.
Los tiempos comenzaron de nuevo. Para conmemorar su llegada
grabaron en unas rocas, en medio de las aguas, las figuras del sol y de
la luna, caimanes y escenas de cacería. Amalivaca —agrega el relato
del capítulo V— les enseñó a cultivar la tierra, a fabricar armas y
a utilizar las hierbas en la guerra y en la medicina. Sobrecogidos

26 Matilde Mármol, «El mito de Amalivaca, el diluvio universal y la cultura


Chimú del Perú», en Papel Literario de El Nacional, Caracas, 18 de julio de
1974. Cf. también María Manuela de Cova, Kuai-Mare, mitos aborígenes
de Venezuela, Caracas, Monte Ávila Editores, 1972, pp. 83-86.
27 Cf., al respecto, Enciclopedia de Venezuela, vol. III, «Leyendas y tradiciones»,
2.a parte, pp. 219 y ss.

130
observaban la noche sin atreverse a interrogar sus secretos
y escogían los dioses: la sombra, el río, el silencio. Amalivaca y Vocchi
engendraron hijos en las hijas de los hombres. Amalivaca se au-
sentó encargando a Vocchi les protegiese en tanto él volvía. Vocchi
era invocado a la orilla de los ríos y de los manantiales a la caída de
la tarde (68).

Antes de que se cumpliera «un rumor vago, repetido de siglo


en siglo» que anunciaba la llegada de «barcos enormes, tal como
no se habría visto en muchos siglos, y hombres desconocidos»,
«Vocchi, arrastrado por un deseo irresistible, quiso visitar su país
natal», Lanka (de donde, curiosamente, había salido, pasando por
Mesopotamia, Bactra, Samarcanda, Tarsis, Cnosos… ¿sincretismo
mítico?), pero no halló lo que recordaba.

Cuando Vocchi regresó, ya era tarde. Los vio por primera vez a través
de un bosque. Vestían horribles armaduras. Eran sucios, groseros
y malvados. En vano los dueños de la tierra quisieron festejar
el encuentro de los hermanos perdidos tanto tiempo. En vano,
Vocchi, obligado a ocultarse, fue de asilo en asilo, entre cavernas y
arcabucos. Les perseguían, porque en virtud de su naturaleza pierden
todo poder al ser derribados sus altares, y los altares de Vocchi eran esas
palmeras y samanes en medio de bosques milenarios (69).

La larga cita se justifica, pienso, porque ella permite apre-


ciar cómo Núñez transforma el mito para hacerlo servir al objetivo
de la novela en su conjunto. Era necesario recuperar la historia de
Vocchi (creo que es Leiziaga quien lo hace, como trataré de mos-
trarlo), para hacer posible y comprensible que, en el último tramo
de la iniciación, en el areyto, Leiziaga llegara a convertirse en el
faraute (intérprete) del «secreto de la tierra».
En el capítulo VI, «El areyto», de acuerdo con el motivo del
«Viaje al Averno», Leiziaga descenderá («Primero una escalerilla,
un sótano…» (70) guiado por fray Dionisio a las catacumbas de
Nueva Cádiz donde, tras el choque con el ancla del «San Pedro
Alcántara» (pasado reciente y fechable), después de atravesar una
rara puerta que parecía un espejo, verá a la luz de la luna «formas

131
extrañas: ídolos, asientos, aves de oro». Toda la riqueza fabulosa
«de los reinos esfumados en la niebla de los ríos». Escuchará luego
«el rumor de una música sepultada, centenares de años, nunca oída
de los extranjeros» (¿Leiziaga ya no lo es?). Por fin, llegan hasta «un
vasto espacio circular, alumbrado apenas. Y he aquí lo que vio
Leiziaga: las paredes […] cubiertas con planchas de oro […] y al
fondo […] tan menudo que casi desaparecía en los pliegues de su ves-
tidura: Vocchi. Su rostro espectral se inclinaba agobiado de perlas.
Él se había apoderado del anillo de Leiziaga…» (71). Finalmente,
después de absorber el polvo que Vocchi le ofrecía, vio a Nila
(«—¡Thenoca! [perla]— ¡Ratana! [mata medicinal]— ¡Erocomay!
[Orocomay, princesa indígena]— (72) centro de «una danza reli-
giosa, de liturgias bárbaras» que se efectúan mientras «contaban
historias [nostálgicas] de sus pasados»). Beberá después, «vino de
palma» en el cráneo «de un hombre blanco» que le ofrece Vocchi,
quien «encendió después unas hojas retorcidas de tabaco», en
tiempo en que «pasaban hechos prodigiosos», mientras la danza se
hacía «vertiginosa. Comenzaban a tumbarse embriagados. En el
delirio los cráneos rodaban por el suelo con un chasquido. Su anillo
brillaba en los dedos de Vocchi como un punto de fuego. Sus ojos se
cerraban. Entonces vio por última vez a fray Dionisio, que arrodi-
llado en un rincón, muy apartado, rezaba el oficio matutino. Llamó
a Nila, pero su voz volaba inútilmente» (72-75).
Ha culminado el proceso de iniciación. Leiziaga «vuelve en
sí» de la ensoñación o fantasmagoría, cuya «verdad» (la motiva-
ción del «viaje») comprobará al día siguiente (capítulo VII, «The-
nocas»): «no era, pues, un sueño…» (78). Capaz ya de entender el
contenido de esa verdad: «No ser nada, no esperar nada. Ser ellos
[los Malavé, Cedeño, etc.] solos […] dejarlos en su inviolado si-
lencio [… no] quitarles lo único que tienen: su libertad. Su libertad
en medio de su esclavitud».

Un sentimiento desconocido se apodera de Leiziaga […] con-


templa las perlas con amor. No veía en ellas su valor material.
Sonrientes y encantadoras, creía poseer en alguna forma la
gracia luminosa de Nila […]. Tendido en la arena, Leiziaga se
olvida del petróleo, de los tesoros sepultados en Cubagua, de su

132
misma vida anterior y observa el jeroglífico que los cardones
van trazando. […] el silencio se hace más denso entre los car-
dones. Tres días, quinientos años, segundos acaso que se alejan
y vuelven dando tumbos en un sueño, en la luz de los días
inmemoriales… (77-85)

Y aun cuando «En un instante pasan en su memoria las úl-


timas horas vividas en confusión, sin percibir apenas donde con-
cluye y comienza la realidad» (87), enfrentará el descreimiento de
quienes le oyen (¿y leen?) contar la extraña experiencia vivida,
consciente de que «la incredulidad es estéril y solo las almas supe-
riores penetran en el reino de lo maravilloso» (69). Pensará tam-
bién, a punto de abandonar Margarita, es decir, al término del
«viaje», que la «calma de Ortega es la expresión de una felicidad sa-
tisfecha, como era también la de Malavé, como la de todos. No de-
sean nada, porque lo tienen todo. Desea ser como ellos. No pensar
siquiera en que se es dichoso» (96).
En El Faraute, también de Pedro Cálice, emprenderá no
exactamente el regreso, sino otro viaje, este hacia el Orinoco,
hacia una nueva («buena») tierra hacia una posible nueva vida:
«Una parte de su vida se derrumbaba sobre la otra. El mundo anterior
se disipa lejano, sin interés. El mar y la noche realizan esas liberaciones
definitivas» (99).

IV

La detallada revisión precedente del viaje de Leiziaga a Cubagua


habilita a pensar, creo, que la hipótesis de una relación hiper­textual
entre este y el «Viaje al Averno» no es en modo alguno aventu-
rada. A lo largo de dicha revisión he tratado de poner de relieve
la presencia de componentes esenciales (constituyentes) del mo-
tivo tradicional (viajero, guía, barrera acuática, etc.), traducidos,
por supuesto, de manera libremente modificada por Núñez, de
acuerdo con los objetivos perseguidos por él al escribir Cubagua.
Eso hace comprensible que no vuelva sobre el punto, y en cambio
trate ahora de ensayar una explicación que dé cuenta de cómo

133
podría haberse producido la transformación (transposición seria, en
la clasificación de Genette), la cual daría por resultado la novela.
Lo primero que cabe reiterar es el carácter de concisión (una de las
operaciones transformadoras que Gérard Genette incluye en sus
Palimpsestes) que asume Cubagua en relación con el hipotexto «Viaje
al Averno», concisión que es tanto temática como estilística y tra-
baja «sobre el hipotexto para imponerle un proceso de reducción
de la cual aquel sigue siendo la trama y el soporte constante». Hay
que tener en cuenta, además, que se trataría también de una forma

de reducción que no se apoya sobre el texto a reducir más que de


manera indirecta, mediatizada por una operación mental […] que
es una suerte de síntesis autónoma y a distancia, operada por así decir
de memoria sobre el conjunto del texto a reducir, del cual es necesario
aquí, en el límite, cada detalle —y, por tanto, cada frase— para
no conservar en el espíritu más que la significación o el movi-
miento de conjunto, que es el único objeto del texto reducido28.

Es evidente el carácter conciso de la novela, producto de una


también indudable tendencia comprobable en la obra de Enrique
Bernardo Núñez y destacada por Larrazábal:

Toda su obra está llena de correcciones, que no se reducen a una


sola vez, sino que son continuas, como tratando de encontrar con
ello una fórmula de sintetismo que diga con las menos palabras
toda la idea que se ha forjado el pensamiento. Cubagua —con-
tinúa— participó también de este trabajo de perfeccionamiento
y hubiera sido de un valor inapreciable para el escritor que una
nueva publicación se hubiera hecho con las modificaciones en
que había trabajado, ya que su deseo era «escribir una nueva ver-
sión de Cubagua, de igual modo que a veces nos viene el deseo de
hacer una nueva versión de la vida»29.

28 Genette, ob. cit., p. 351.


29 Larrazábal Henríquez, ob. cit., p. 33.

134
También innova muy tempranamente Enrique Bernardo
Núñez en la técnica novelística, en el modo de narrar (procedi-
miento u operación que Genette denomina transmodalización) no
solo ni principalmente respecto del hipotexto «Viaje al Averno»,
sino también con respecto a la novela de su tiempo en general. Es
notorio, y así ha sido subrayado por la crítica, el predominio de
un espléndido lirismo, sostenido por la predominante y apropiada
frase corta, que es una de las marcas más ostensibles del carácter
experimental de la novela, concretización de una ruptura funda-
mental en la tradición narrativa latinoamericana. Otros rasgos
distintivos de Cubagua ligados al anterior son: la muy sucinta ca-
racterización de los personajes, simbólicos en diversas medidas
todos ellos; la absoluta discreción del narrador, y la ambigüedad
consecuente que, además, deriva de una paralela exigencia de par-
ticipación del lector ya planteada, por otra parte, por la necesidad
de un «acercamiento [de aquel] a las fuentes de la historia de nues-
tros orígenes indígenas o de la primera colonización, en convi-
vencia con el segundo proceso colonizador material y mental que
llegó bajo la cobertura del progreso petrolero»30.
En el caso de Enrique Bernardo Núñez es posible, además,
como en otros, apelar a aclaraciones y ampliaciones paratextuales,
recurriendo para ello a los diversos artículos publicados en perió-
dicos y revistas, discursos, etc., reunidos en Bajo el samán, con el fin
de completar ese examen de la concepción y práctica de la novela.
Recordé ya la función que Núñez adjudicaba al escritor, de acuerdo
con la que coherentemente produce su obra, y el valor novelizable de
la historia nacional, de la leyenda y el mito, y ha sido posible verlos
puestos en práctica en el examen de Cubagua, apreciación que es
subrayada por el propio Enrique Bernardo Núñez al explicar en
1959 la génesis de la novela. Es verdad que manifiesta ciertas dudas
sobre la condición de «novela propiamente dicha» de Cubagua, pero
también es cierto que no parece dudar de que entre «las formas más
diversas» admitidas por el género, podía y debía intentarse la cons-
trucción de una nueva que respondiera adecuadamente al «intento

30 Miliani, ob. cit., p. 32.

135
de liberación» que el nivel de evolución genérica reclamaba, con-
vicción que al ponerse en obra lo enfrentaba con unas opuestas
y generalizadas teoría y práctica de la novela:

Hacía tiempo deseaba escribir un libro sin pretensiones, donde los


reformistas no tuviesen puesto señalado, como lo tenían en la
mayor parte de las novelas venezolanas [y latinoamericanas, debió
agregar] escritas hasta entonces, o no hubiese pesados monólogos
de sociología barata, o discursos de reformistas,

escribe refiriéndose evidentemente a la cuestión temática de la


nueva novela que considera necesaria. Pero, además, no ignora
que esa nueva novela reclama un estilo de escritura coherente:
«Deseaba asimismo darle una sacudida a mi prosa privada de aire
y de sentido vital»31.
Cubagua está escrita por otra parte, con un predominio de
una perspectiva, la de Leiziaga, tanto que a veces la novela pa-
rece la transcripción de una versión previa de la historia del propio
personaje (verdadera proyección del autor), que cuando piensa
o cuando escribe no entra en conflicto con el pensamiento ni con la
escritura del narrador. Es importante volver un momento sobre este
resaltante punto del análisis: desde los propios inicios de la novela
se sabe que Leiziaga escribe: «Leiziaga pensaba en Nila y escribía»
(22), y en lo que escribe no puede percibirse disonancia alguna con
el resto de la novela. Además, culminando ya el relato, vuelve el
narrador a recordarnos que Leiziaga escribe. Al tiempo que la no-
vela culmina, como en anillo, según observa Orlando Araujo, el
narrador insiste en la información comentada y, llamativamente, lo
hace enfrentando sin ambages la otra concepción novelística alu-
dida antes, representada por el doctor Tiberio Mendoza (todos o
la gran mayoría de los personajes, Rojas, Almozas, etc., excepto, cu-
riosamente, Stakelun, piensan del mismo modo): «—¡Qué imbécil!
Carece de sentido la historia— refunfuña Mendoza apoderándose de los
borradores de Leiziaga— ¡Je, je!». Pero no se limita al comentario.

31 «Algo sobre Cubagua», El Nacional, Caracas, 13 de diciembre de 1959,


recogido en Bajo el samán, ob. cit., p. 107.

136
Después de apoderarse de las perlas «arrimó una mesa, se caló las
gafas y encima de las cuartillas [de Leiziaga, sin duda], con su her-
mosa letra, puso el título: “Los fantasmas de Cubagua”». Pero hay más:

Temeroso de rectificaciones y de que se le tomase por un imaginativo,


lo cual sería un eterno borrón en su fama de historiador, se limita
a decir [¿escribir?]: «En ciertas noches, los pescadores creen ver
unas sombras en las costas de la ‘histórica isla’, afirmando que son
las víctimas del San Pedro Alcántara». Y escribía rápidamente:
«las imaginaciones sencillas dan todavía crédito a estas reminiscencias
de antiguas leyendas, frutos del oscurantismo y del error» (91).

La historia leída parece, pues, una de las tres versiones po-


sibles: la de Leiziaga, en primer lugar: a las comprobaciones ya
apuntadas podría agregarse lo siguiente: quedó dicho que la ver-
sión del mito de Vocchi pudo haber sido escrita por Leiziaga,
a partir de los testimonios pertenecientes a la biblioteca del con-
vento de La Asunción, e incorporada por el desconocido narrador
a la novela. ¿Por qué creo plausible esta hipótesis? Porque de no
haber sido así, ¿cómo se podría explicar que Leiziaga reconozca
tan rápida y nítidamente a Vocchi presidiendo el areyto?: «Y he
aquí lo que vio Leiziaga: […] al fondo […] tan menudo que casi
desaparecía en los pliegues de su vestidura: Vocchi» (71). La se-
gunda versión podría haber sido la de Mendoza, «corrección»
positivista, «realista», de la de Leiziaga quien podría haber renun-
ciado a darla a conocer como texto porque creyó «insensato hablar
[más] de lo que todos conocen y de lo cual nadie quiere oír hablar» (90).
¿Explicaría esta certeza, de paso, el que Núñez después de La galera
de Tiberio no volviera a escribir y/o publicar otra novela?).
Por fin, la tercera versión sería la que lee el lector, de la
que se responsabiliza un desconocido, no identificado narrador, que
trans­formaría (transpondría) las otras dos. Finalmente, conclu-
yendo el aspecto transmodalizador de la transposición, habría
que señalar que el «contrato» que todo relato implica es aquí
menos evidente, porque requeriría para ser captado de inmediato
el previo conocimiento histórico, legendario y mítico que supone
necesario Miliani.

137
Más obviamente que en otras novelas (Adán Buenosayres,
Pedro Páramo, por ejemplo), es notorio que el rico juego de tiempos
que el relato practica redunda en una obligada serie de transdiege-
sizaciones (cambio en el universo espacio-temporal) definidas con
toda propiedad por Núñez: el tiempo primordial del mito reclama
y ostenta las señales propias y distintivas, un lenguaje mucho más
marcadamente lírico, personajes contestes con ese ámbito; la ver-
sión legendaria de la conquista y la colonización, además de los
debidos y convenientes indicios temporales, le permite al autor
enjuiciar tales acontecimientos desde una perspectiva que hoy se
define opuesta al etnocentrismo. Por fin, el tiempo presente del
relato está más que suficiente aunque (como es norma en el relato)
escuetamente definido: baste recordar, entre otros elocuentes in-
dicios (económicos, sociales, etc.), que Leiziaga «se puso a trazar
con la hebilla de su faja en la pátina de los muros aquel nombre:
Erocomay. Y abajo la fecha: 1925» (92).
En términos generales, en lo que a la motivación se refiere
(otro aspecto del proceso transformador que desde el hipotexto
conduce al hipertexto), no hay cambios sustanciales. El viaje tiene
una motivación inicial «exterior» a Leiziaga: la orden de realizar una
inspección. Pero, como creo haberlo puesto de manifiesto, desde
antes de concretarse, esa motivación externa va siendo desplazada
por la que puede considerarse común a este tipo de viaje, la bús-
queda y la adquisición de un conocimiento del que se carecía,
aun cuando en este caso también sería posible considerar que se
trata de un re-conocimiento de una verdad olvidada (es decir, una
verdadera anagnórisis).
Con respecto a la siguiente operación que puede tenerse en
cuenta, la transvalorización, cabría destacar el curioso paralelismo
que podría establecerse entre Leiziaga y una de sus más conspi-
cuos precedentes: Eneas. Si bien Leiziaga no actúa por asumir
un mandato divino, sí está claro, a mi juicio, que para llegar
a la «feliz» culminación del proceso que protagoniza debe, como
Eneas, ir adquiriendo las virtudes que la tarea requiere. Por otra
parte, en Cubagua es fácil advertir la mayor relevancia concedida
al guía-mentor, fray Dionisio, extraña conjunción de distintas
concepciones religiosas, y el trascendente papel desempeñado por

138
los personajes femeninos, como participantes de la acción y no
solo como «inspiraciones» que alienta y orientan al viajero. Al res-
pecto, cabe insistir en el poder simbólico de Nila Cálice, encarna-
ción de las potencias naturales solo alcanzables para Leiziaga, si
cumple con todas las exigencias que implica descubrir «el secreto
de la tierra».

139
El mito siempre.
Acerca de la novela Cubagua *
Violeta Urbina Tosta

Porque en el principio de la Literatura


está el mito, y asimismo en el fin
J. L. Borges

No sería exagerado decir que el mito es la entrada secreta


por la cual las inagotables energías del cosmos
se vierten en las manifestaciones culturales humanas
Joseph Campbell

L os primeros pensadores, los primeros narradores fueron sin duda


también los primeros creadores de mitos. Si para los griegos
mito y palabra eran términos equivalentes —y «hacer mitos», fre-
cuentemente, hablar—, con el transcurso del tiempo el mito varió
y amplió su significación y hasta sus propósitos. Unas veces alude
a una fábula, otras, a una utopía o a una exageración, o simplemente
a algo que se sabe falso. Pero siempre el mito —como una intuición
sensible— ha propuesto su sentido de reflexión, su carácter de
especulación, su valor.
El mito, la mitología, lo mítico, explicativo; aun cuando la so-
lución dada cree supuestos mágicos acerca de las relaciones mis-
teriosas entre los seres, los objetos y las palabras; y acerca de las
formas primitivas de religiosidad, de la invención de seres y he-
chos sobrenaturales, de los ritos y las leyendas. Los mitos cosmo-
gónicos proporcionan al hombre una incertidumbre de su devenir,
el comienzo de su pasado, y llegan a ser considerados como his-
torias verdaderas referidas a su creación. El deseo y la voluntad de

* En Anuario I (2), Caracas, Instituto de Investigaciones Literarias de la


UCV, 1986, pp. 227-238.

141
comprender el entorno, de darle un sentido, impulsan al hombre
a buscar un hilo conductor que le asegure la continuidad, la his-
toria. Esto implica, además, la aceptación del contraste entre el
tiempo cronológico, pasado, y una estructura fija que le sirva de re-
ferencia, puesto que el mito está fundado, por una parte, en acon­
tecimientos históricos y, por la otra, en las exigencias del momento
en que surge, de acuerdo con la realidad que quiere expresar.
Lo mítico se da siempre como una necesidad del ser humano por
resolver lo no explicado; lo que Ortega y Gasset llamaba creen-
cias. En determinado momento ese trasfondo mítico, que existe
siempre, se integra en un sistema de relaciones específicas de sus
diversos elementos y así cristaliza como una forma de organizar
y conocer la realidad, es decir como supuestos epistemológicos.
La mitología pretende ordenar y recomponer más siste­
máticamente los mitos que aparecen dispersos a lo largo de la his-
toria. El conocimiento mitológico es una posibilidad de acceder
al mito a partir de las experiencias ya vividas por otras culturas:
si lo mítico corresponde a las repeticiones, a lo cíclico; lo mito-
lógico corresponderá más bien a lo histórico: culturas remotas a
través de las cuales nos acercamos al origen o al fin, o que nos
hablan de un illo tempore, de una edad de oro a la cual se espera
volver para que cese la Historia y nuevamente el tiempo dete-
nido permita al hombre conocerse y reconocerse como tal. De tal
modo, la mitología viene a ser como un mentís al tiempo, una
manera de anularlo. Las coincidencias y las recurrencias entre di-
versas concepciones míticas son el resultado de las continuas trans-
mutaciones y reelaboraciones de un reducido conjunto de mitos
fundamentales. A través de ellos pasamos del proceso de la inven-
ción al del descubrimiento; entramos en lo histórico, a partir de lo
cíclico, y llegamos a la noción del arquetipo, que sigue proyectán-
dose siempre, como para acercarnos a una realidad entendida como
totalidad sobreentendiéndose el paso de lo real a lo simbólico y de
ahí a lo imaginario1. La imitación de los arquetipos y la frecuente

1 Entendiendo aquí el arquetipo, a partir de las concepciones junguianas,


como un conjunto coherente de metáforas de símbolos, suscitado por
creencias y sentimientos profundamente grabados en la memoria colectiva,

142
repetición de hechos y gestos pretenden la abolición del tiempo
profano y del orden cronológico y la imposición del tiempo mítico.

Tiempo profano, tiempo mítico

Así, los mitos se convierten en una cadena que impide la rup-


tura con el pasado, garantizando además su permanencia, ya sea
a través de gradaciones, repeticiones, o paralelismo, o inclusive
—para llegar a una relación armónica— a través de la yuxtaposi-
ción, la fusión o la simultaneidad de diversos momentos y espacios
—para abolir el sentido de lo cronológico, de lo circunstancial—,
al detener aunque sea por instantes el proceso de disolución logrado
por el tiempo.
Esta adquisición, aparentemente marginal, cobra su sentido
en la medida en que aceptemos que la mentalidad arcaica sigue in-
fluyendo en el hombre contemporáneo y por ende en su literatura.
En el caso de Enrique Bernardo Núñez su novela Cubagua intenta
revelar la conciencia colectiva surgida en el lento e irreversi­ble
paso del tiempo, y que se descubre en el drama cotidiano de las
gentes de la región, en todos sus actos, en la manifestación de sus
deseos, sus ambiciones y en sus más íntimas y ocultas pasiones.
Las relaciones manifiestas o secretas que se dan en un texto,
crean diversas formas de apreciación de lo que comúnmente en-
tendemos como la realidad, el tiempo o el espacio. O más bien.
¿No son de tiempo y espacio las referencias necesarias cuando se
intenta definir —delimitar— lo que se entiende por realidad? Cu-
bagua propone esas nociones como probabilidades, como azar,
como riesgo. Un segundo puede durar mil años, la historia del
mundo parece reducirse a un momento insignificante en la dimen-
sión de un verso. Pasado, presente y futuro pueden ser subver-
tidos, imprecisos. El espacio se convierte en un lugar sin límites,
que puede ser este o aquel, que puede llegar a convergir o a suponer

y que reaparece en los rituales y leyendas trazando paralelos y contrastes


con figuras y situaciones que a fuerza de repetirse ejercen gran atractivo
para la imaginación creadora.

143
aquí y allá. No se trata solamente de trastocar el tiempo, sino a veces
de intentar detenerlo, de impedir su transcurso. Se trata, también,
no solo de intrincar el espacio, sino de hacerlo irreductible, único,
indeterminado, ambivalente.

El ámbito mítico en Cubagua

En Cubagua la reconstrucción de lo cotidiano, de lo histórico


a través de la memoria, del sueño o de las crónicas y leyendas, con-
figura una atmósfera de lo imaginario y la reasunción de un ám-
bito mítico. Podría afirmarse que en esta novela el soporte narrativo
(verbal) reside en un juego estético de repeticiones, paralelismos,
grabaciones, simultaneidades. Diacronías y sincronías: historias que
se parecen o que se complementan, que se cruzan, que aparente-
mente avanzan en un mismo sentido, pero sin necesariamente llegar
a convergencias, para insinuar posibles desdoblamientos. Discurso
y acción avanzan hasta llegar a un estado de confusión que se da en
la conciencia del personaje y tal vez en la conciencia colectiva. Mito
y sueño crean la posibilidad de acceder al misterio, en un universo
aparentemente sin fisuras, como totalidad armónica.
El modo de estructurar un texto corresponde a un modo de
apreciar la realidad. En Cubagua la transición al mito se da a partir
de una ubicación en un aparente plano de lo real —la ficción—, al
menos de lo actual del relato, y de allí se va hacia un pasado re-
moto que siempre vuelve y que es la clave de ese presente: lo mítico.
A ese pasado remoto se le añade la conciencia de un illo tempore,
que más que una memoria colectiva, y más que la añoranza de ese
tiempo ido, es más bien un rechazo, una evasión de un presente casi
tan inexistente como un futuro imposible como tal, que se presu-
pone como una vuelta al pasado. Ya hemos dicho que la estructura
de Cubagua se apoya en una serie de repeticiones, de paralelismos,
que se resuelven más bien en una busca de lo mítico por la vía de
un pensamiento racional. Aunque, al mismo tiempo como crea-
ción, puede ser una búsqueda racional de lo mítico en la medida en
que refleja modelos culturales básicos que han adquirido carácter
mítico en su relación con una cultura específica.

144
Esa atmósfera mítica se sustenta en arquetipos o más espe-
cíficamente en concepciones arquetípicas del tiempo y del espacio.
Lo imaginativo —en Cubagua— se apoya tanto en los mitos cos-
mogónicos, como en los cosmológicos: los cuatro elementos, en
la tradición mitológica que viene desde la antigüedad judeo/helé-
nica, como en la mitología cultivada por la literatura europea mo-
derna, y en los mitos, leyendas y supersticiones propios del Nuevo
Mundo, mitos de nuestras culturas indígenas. Y, apenas esboza­
­dos, algunos de los mitos sobre los cuales se funda la sociedad
venezolana contemporánea.
El énfasis en lo histórico y en lo mítico obedece en Enrique
Bernardo Núñez a una voluntad de convertir su experiencia en una
conciencia de la realidad; la cual, al valerse de lo literario, en-
cuentra un caudal de modalidades excepcionales, de gran fuerza
y eficacia. A propósito de esto, casi treinta años después de la publi­
cación de Cubagua, su autor recuerda:

Una capilla de la iglesia franciscana me servía de oficina. Un aire


caliente y mohoso se respiraba en esta capilla. […] En la capilla
había un altar roto, de ladrillos […], y en el suelo, contra pared
una lápida sepulcral, también rota. Allí leía la crónica de Fray
Pedro de Aguado, hallada por azar […], en la cual se narra la his-
toria de Cubagua. Nombres, personas, cosas, ruinas, soledades,
venían a ser como un eco del tiempo pasado. Aquellas imágenes
acudieron luego a mi memoria, y ese fue el origen de mi librito2.

Y acerca de la relación —más bien interrelación— entre la


realidad y la ficción, escribió:

Fuentes que pueden servir a la historia es la obra de los grandes


novelistas de todos los tiempos. De igual modo, en ninguna parte
como en la historia se halla todo aquello que apasiona en las no-
velas, y en más alta escala. Personajes y acontecimientos movidos

2 Enrique Bernardo Núñez, «Algo sobre Cubagua», publicado en el diario


El Nacional, Caracas, 13 de diciembre de 1959, recogido en Bajo el samán,
Caracas, Ministerio de Educación, 1963, p. 106.

145
por las fuerzas misteriosas que incesantemente operan en la vida
de los pueblos. Hasta la magia y el color épocas pretéritas3.

Necesidad de la conciencia cultural

Su necesidad de explicarse —no convencionalmente— el medio


venezolano, responde a una conciencia de lo cultural que lo lleva
a experimentar no solo la conciencia de lo mítico, y de lo histórico,
sino, además, lo impulsa a asumir una manera distinta de enfocar
la realidad y, por supuesto, lo literario: «Aprovechar el material
novelable que hay en las vidas oscuras cuya historia no llega a la
otra historia, o no merece atención de los historiadores es también
lo más difícil»4.
Esta conciencia es para Enrique Bernardo Núñez, como
para algunos de sus personajes, un modo de sentir y de situarse
en un mundo asombrosamente rico en matices, tipos, situaciones,
ambientes; donde si es necesario descubrir y reinventar mitos, más
aún se impone revelar su función y alcance, su devenir, en la cul-
tura y en la conciencia5. Por eso, Cubagua tiene una estructura
circular. Por eso, la historia toda está dada en una variedad de
enfoques, de escrituras, o de discursos que se van tramando, im-
bricando, interpolando: el histórico, el mítico, el legendario, el
onírico, el narrativo, y a veces hasta el poético; que al fundirse
crean una atmósfera de lo imaginario. Cubagua se construye como
un encaje donde elementos —convergentes y divergentes— dan la
impresión de un despropósito, de un deliberado desorden. Unas
veces se percibe la magnificación de lo histórico y otras más bien
su negación; a veces las descripciones están muy apegadas a la
rea­li­­dad de los peque­ños detalles, de la cotidianeidad, y otras a
la exalta­ción de hechos fabulosos, fantásticos o simplemente

3 Enrique Bernardo Núñez, «Historiadores y novelistas», El Nacional,


Caracas, 5 de diciembre de 1957, recogido en Bajo el samán, ob. cit., p. 104.
4 Id.
5 Para Cassirer «la formación de mitos obedece a una cierta especie de nece-
sidad: la necesidad de la conciencia cultural». En José Ferrater Mora, Dic-
cionario de filosofía, Buenos Aires, Sudamericana, 1969, t. II, pp. 210-211.

146
incomprensibles por misteriosos o desconocidos. Tal vez esta haya
sido una respuesta intuitiva del autor a esa imposición de lo histó-
rico y de lo mítico que implicaría una novela de tesis, donde lo li-
terario podría quedar relegado y la creación supeditada. Si bien es
innegable el valor que le concede a lo histórico, como forma de co-
nocimiento y comprensión; también es indudable su interés por lo
formal, por lo estético y por lo imaginario. Cabría plantearse hasta
qué punto Enrique Bernardo Núñez elige el carácter mítico como
elemento unificador de la novela, al optar por una estructura que
implica una circularidad en la cual lo aparentemente suelto, inco-
nexo, está subyacentemente en íntima relación. Siendo esto solo
posible dentro de una perspectiva espacial y temporal dinámica y
fluyente, donde se admite que los diversos segmentos de la ficción
se funden y se confunden para crear la nueva realidad. Tiempo
e imaginación están aliados. No sorprende, entonces, cuando en
Una ojeada al mapa de Venezuela se replantea el problema de la his-
toria y del mito en relación con las búsquedas ideológicas, éticas
y estéticas en el arte:

La cultura en todo caso, no es inercia o inmovilidad del espíritu.


No es una expresión arcaica. Es, ante todo, comprensión y fa-
cultad de proseguir la historia. Y no es que quiera hacer profesión
de fe contra el pasado […]. Hay fuentes recientes ya exhaustas
y en cambio otras de origen remoto que fluyen siempre jóvenes.
Sin duda el pasado puede ofrecernos un refugio donde palpar el
color ideal de las cosas antiguas. Pero un culto exclusivo del pa-
sado supone no ya un retorno estéril sino una superchería […].
Quizás sea el arte el llamado a despertar esa virtud creadora6.

Acaso ya antes, en Cubagua al recrear la historia, el mito, y


hasta sutiles prédicas sociales, había intuido las ineludibles mani-
festaciones de lo mágico y de lo imaginario que hay en ellos, había
comprendido que los mitos están hechos para que la imaginación
los anime, como diría Camus en su Sísifo.

6 Enrique Bernardo Núñez, Una ojeada al mapa de Venezuela, Editorial Ávila


Gráfica, 2.a ed., Caracas, 1949, p. 20.

147
Sin afán de reducir la novela a una superposición de ejemplos
de sustitución, condensación o identificación, concebimos lo mítico
dentro de un sistema de relaciones verbales, donde se combina el in-
terés por el mito, como tal, con su sentido estético; es decir, ya como
metáfora, ya como símbolo, y donde pueden integrarse la realidad,
la imaginación, la literatura para fundar nuevos sentidos.
Los rasgos míticos pueden aparecer en función del presente del
relato, como un elemento más dentro de la historia o argumento,
o como simple dato referencial. Pero, si bien es cierto que existe
una escritura, un lenguaje del mito, no es menos cierto que hay tam-
bién una lectura del mito. La lectura que descubre y revela mitos
que aunque no fueron considerados por el autor, no fueron desarro-
llados plenamente, están allí, sin embargo, indirecta, subrep­ticia,
inconscientemente.

Fundación del tiempo

En Cubagua se repite el mito de la creación en varios sentidos: a


partir de un caos, el caos que precede a toda fundación, llegamos al
orden estético y social, al cosmos, a la instauración de una especie
de armonía entre los ritmos genésicos del hombre y la natura-
leza, lo cual deriva, posteriormente en un planteamiento ontoló-
gico y, por supuesto, en un sentido de lo histórico y sociológico;
ya que se refiere al nacimiento, el advenimiento, de una determi-
nada civilización. Así, en el capítulo V —«Vocchi»— el relato se
remonta a una prehistoria, a un regreso a la Edad de Oro y más
allá, al caos primordial, el cual cíclicamente irrumpe para que «los
tiempos» comiencen «de nuevo»; esta vez desde la perspectiva de
un mito de los indios tamanacos7. Sorpresivamente en el primer
párrafo se alude a la «siguiente noticia acerca de Vocchi», personaje
que no ha sido presentado en los capítulos anteriores pero que ya
está inscrito en la Historia de esta historia, en «papeles [que] per-
tenecían a la biblioteca del convento» pero cuya «escritura, antigua

7 María Manuela de Cora, «Kuai Mare», en Mitos aborígenes de Venezuela,


Caracas, Monte Ávila Editores, 1972, p. 32.

148
y deteriorada en gran parte, hizo casi imposible su lectura» (91)8.
Es decir, en el presente del relato aparece un texto que al inser-
tarse en el eje de la narración adquiere y crea nuevos significados.
El capítulo en sí constituye una interpolación de secuencias mí-
ticas pertenecientes a un pasado remoto, que se aleja y se acerca al
origen, y que ha llegado a ser considerado como fábula.
Al ubicar esos «papeles» en la actualidad de la novela —en
el único párrafo del capítulo situado en el presente—, el autor crea
una estrecha relación con el pasado a partir de la transposición
o mejor aún de la recreación del mito tamanaco, incluido en el re-
lato casi como si se tratara de una transcripción. Por virtud de la
escritura, el tiempo queda atrapado —en ruinas, rocas o textos—
y paradójicamente puede abarcar una sucesión interminable, la
creación y la destrucción, el caos y el cosmos: «Aparecen unas
ruinas o unas rocas donde se han tallado algunos signos y nadie su-
pone cuándo fueron escritos. Son historias, historias» (92). Signos
que, seguramente, buscaban una correspondencia entre el entorno
y sus representaciones eidéticas capaces de traducir la armonía de
la naturaleza, o que tal vez se imponían el reto de nombrar el uni-
verso, de contener sus claves, de cifrar su infinitud, pero que sobre
todo intentaban ser mediadores entre los hombres y sus dioses,
entre los hombres y el tiempo. La imposibilidad de esos signos
—que es la misma de todos los signos— de apresar y fijar la rea-
lidad los hace cada vez más enigmáticos. Y es ese mismo sentido
de lo inefable, de lo inexpresable del universo y de la realidad, lo
que transforma esos «signos» en «historias»; en este caso, en his-
torias que se adecúan a las cambiantes modalidades que asume lo
real: el mito, la fábula, la alegoría. Así: «vestigios de estos relatos
se convirtieron después en fábulas, pues el mundo se hace y des-
hace de nuevo» (id.); evidentemente también aquí el tiempo mítico
y el tiempo profano tienden sus trampas y nos sumen en el vértigo
de lo incesante y en la conciencia de lo finito, simultáneamente.
El verdadero carácter mítico del quinto capítulo no reside
tanto en el contenido de la narración, ni en la recreación del mito

8 Enrique Bernardo Núñez, Cubagua, Caracas, Monte Ávila Editores, 1972.

149
indígena, como en el deseo de reanimarlo, repetirlo, actualizarlo,
hacerlo cíclico; llegando incluso a desdibujar su primer sentido,
a darle nuevos significados: el desbordar los límites del tiempo pa-
sado-presente-futuro, la fábula se vuelve plenamente alegoría9. Se
nos habla de Vocchi, un dios extranjero, protector de navíos, que
había naufragado y que llega, accidentalmente, a «un país desco-
nocido», donde hay «ciudades opulentas, surcadas de canales», con
«palacios de rojos ladrillos, de piedra de mármol» y en las que «los
hombres se remontaban en máquinas y se comunicaban a grandes
distancias por medio de las señales de sus torres» (92); y a donde
venían naves de otros pueblos en «busca de metales y maderas pre-
ciosas». El anacronismo, entre la época en que los hombres y sus
dioses coexistían y la época de las máquinas voladoras, creemos
que podría resolverse en su sentido alegórico: los descubridores,
los conquistadores y los colonizadores de siempre. Se repite la ya
clásica historia de los naufragios y de los descubrimientos al azar,
que nos recuerdan la idea platónica de las grandes ciudades desa­
parecidas, pues aquí también «un día el mar cubrió las ciudades
florecientes» (93), y así quedó «sembrado de islas y escollos, pero
habitado por las divinidades siempre jóvenes del mar»10, suerte
de Nereidas que huyen asustadas ante un signo de Vocchi, quien
al recibir ofrendas o tributos garantizaba el sentido ritual. En el
mito de los indios tamanacos no hay tales ciudades, solo hay pai-
sajes naturales, donde, después de la catástrofe, se da el inicio de
una nueva era, la fundación de un tiempo. Las referencias topo­
nímicas, geográficas, son tan específicas que se circunscriben a
una noción espacial y temporal muy bien delimitada y sobre todo
tomada de lo real: la Sierra Encaramada, los ríos Cuchivero, Ori-
noco, Suapure, Caura, El Casiquiare, la Roca Tepumereme, las

9 Todorov considera la fábula como el género más próximo a la alegoría


pura, en la que el sentido primero de las palabras tiende a borrarse por
completo. Tzvetan Todorov, Introducción a la literatura fantástica, Buenos
Aires, Tiempo Contemporáneo, 1974, p. 80.
10 En el tercer libro de Las leyes, Platón se refiere a la sucesión de períodos
evolutivos que constituyen la historia de la humanidad. A la fundación de
las ciudades, sobrevienen invariablemente los cataclismos; solo escapan los
más rudos, los habitantes de desiertos y montañas.

150
llanuras de Maita. En Cubagua la aventura consiste en inventar un
nuevo tiempo, un nuevo espacio donde lo cosmogónico y lo histórico
se sincronicen, se unan, se disuelvan. La tensión de lo mítico está
dada por una síntesis que solo puede integrarse a partir de lo imagi-
nario. Pero, acaso también, ¿no es innegable el paralelismo con la
historia de la isla de Cubagua, transformada después de la Conquista
en la floreciente Nueva Cádiz, y luego, según algunas versiones,
destruida por terremotos y maremotos?
Y por otra parte, si nos apartáramos de esta lectura de lo
alegórico —admitiendo muchas otras posibilidades podríamos
encontrar significativas coincidencias con la Nueva Atlántida,
donde Bacon, en 1662, hablaba de una isla donde los hombres
podían volar. El vínculo con el génesis y el apocalipsis podría im-
plicar además el parentesco con la utopía. Un ejemplo sería la alu-
sión a la existencia de «fuentes con propiedades maravillosas» por
las cuales hubo «guerras implacables» (95). Por cierto que para al-
gunos historiadores este fue uno de los mitos que más atractivos
tuvo en el momento de la Conquista; ya hemos hablado del deseo
de muchos expedicionarios y conquistadores de confirmar en el
Nuevo Mundo algunas de sus viejas leyendas y mitos.
El mito de la creación como fuerza regeneradora repite, en
un sentido arquetípico, la fundación de una nueva estirpe. Des­pués
de la catástrofe, la confusión es tal que Amalivaca, el Creador, le
dice a los sobrevivientes que él los ha «creado arrojando aquellos
frutos (moriche) por encima de los hombros, y a esa idea se mos-
traron felices, como si la palmera, símbolo de sus vidas, les diese
un alma nueva capaz de librarles del pasado» (94). Esta necesidad
del olvido es lo que Mircea Eliade define como «voluntad de des-
valorizar el tiempo»:

la negativa a conservar la memoria del pasado, aún inmediato


[…], la oposición del hombre arcaico a aceptarse como ser his-
tórico, a conceder valor a la memoria y por consiguiente a los
acontecimientos inusitados (es decir, sin modelo arquetípico) que
constituyen de hecho la duración concreta11.

11 Mircea Eliade, El mito del eterno retorno, Alianza Editorial, Madrid, 1972,
p. 82.

151
Amalivaca, coincidiendo con el gesto de Deucalión12 logra
la anulación del tiempo, precisamente del tiempo de la historia,
ya que la necesidad de regenerarse periódicamente y la conciencia
de la caída, no permite al hombre deshacerse de la impronta del
tiempo anterior a la historia, el de la plenitud primordial. Tal vez
como consecuencia de esto, la repetición del acto cosmogónico en
Cubagua está planteada como una dualidad: mientras Amalivaca
enseña a los hombres artes y oficios, a Vocchi «la experiencia reci-
bida le parecía funesta» y por lo tanto había que abandonarlos para
que se encontraran «a sí mismos» (95).
«Los tiempos comenzaron de nuevo» y para conmemorarlo
los hombres «grabaron en unas rocas, en medio de las aguas, las fi-
guras del sol y de la luna, caimanes y escenas de cacería» (id.). Otra
vez la escritura —el dibujo como escritura— servirá para que otros
intuyan ese tiempo de la creación, el reinicio de la historia, en una
fusión del tiempo mítico y del tiempo histórico.
El lapso que transcurre entre la Creación y el Descubri-
miento está señalado por el regreso de Vocchi a su «país natal»:
«los templos», las viejas ciudades [ya] no existían o llevaban otros
nombres. Algunas estaban olvidadas. Pero ya, «se afirmaba que
ciertos navíos, buscando una ruta nueva para ir a las Indias, ha-
bían encontrado hacia Occidente unas tierras desconocidas» (96).
Este modo de adscribir los acontecimientos de un determinado
momento (el Descubrimiento) a categorías más amplias univer-
sales (la Creación), establece los puentes necesarios entre lo mítico
y lo histórico, aumenta sus misterios, y postula el deseo de insta-
larse tanto en un tiempo cronológico como en un tiempo indefi-
nido. Lo mántico, lo premonitorio, juega un papel importante en
ese control que el hombre quiere ejercer sobre el tiempo, sobre el

12 Resulta muy significativa la coincidencia entre el mito griego y el mito his-


pánico. Deucalión como se sabe hijo de Prometeo y Pandora, junto a su
mujer redobló la tierra, para lo cual ellos arrojaron piedras — huesos de la
tierra— a su espalda y de allí surgió la nueva humanidad. En el mito tama-
naco también es una pareja, la encargada de repoblar la tierra, siguiendo
las instrucciones de Amalivaca: «Coged los frutos de la palmera moriche:
y arrojadlos hacia atrás por encima de vuestras cabezas».

152
devenir que se le presenta siempre como misterio: «ya los piaches
lo anunciaban: vendrían barcos enormes, tal como no se habían
visto en muchos siglos, y hombres desconocidos» (95). El senti-
miento mítico, el tratamiento de lo histórico y el sentido de lo má-
gico convergen en un solo instante, creando además una relación
armónica con la naturaleza.

153
Cubagua *
Osvaldo Larrazábal Henríquez

E n el mismo año de 1931 Enrique Bernardo Núñez se eleva,


definitivamente, en el panorama de la novelística, y más aún,
en el de la novelística nacional. La contribución de su libro, Cu-
bagua, es suficiente para considerarlo como uno de los baluartes de
la nueva creación narrativa del país, sobre todo si se toma en cuenta
que el poder insinuativo de esa obra trasciende su temporalidad,
porque a cada momento adquiere nuevos contornos de majestuo-
sidad y nuevos relieves de gran creación literaria, capaz de soportar
los embates del tiempo y de las nuevas proyecciones de la literatura.
Entre los años 1920 y 1924, período de intensa actividad
periodística del autor, los principales periódicos de la nación se
nutren de sus artículos, y es la época, también, en que es solicitado
por el entonces Presidente del estado Nueva Esparta, el eximio es-
critor patrio Manuel Díaz Rodríguez, para que Núñez se traslade
a la isla de Margarita con el propósito de fundar un diario que se
llamó El Heraldo1. La ocasión se le hace propicia para la reflexión
histórica y para el manejo de documentos en la propia redacción del
periódico, instalada en la capilla de una vieja iglesia franciscana.
Allí conoce y estudia afanosamente

la crónica de fray Pedro de Aguado, hallada por azar entre los


pocos libros del Colegio de La Asunción, en la cual se narra la

* Extracto del prólogo a Enrique Bernardo Núñez, Novelas y ensayos, Caracas,


Biblioteca Ayacucho, 1987, pp. XVI-XXVIII.
1 Se llamaba, exactamente, Heraldo de Margarita. (N. del C.)

155
historia de Cubagua. Nombres, personas, cosas, ruinas, soledades,
venían a ser como un eco del tiempo pasado. Aquellas imágenes
acudieron luego a mi memoria, y ese fue el origen de mi librito,
simple relato donde sí hay, como en La galera de Tiberio, elementos
de ficción y realidad 2

y obtiene los primeros materiales para la construcción de su obra.


Desde entonces estuvo macerando un asunto que habría de inte-
resarle sobremanera, habida cuenta de las conexiones intelectuales
que solía efectuar entre los hechos sucedidos y su proyección para
la interpretación y comprensión del presente, y hasta para la posible
figuración del futuro. A nuestro juicio en esta actitud, permanente
y trascendente de Enrique Bernardo Núñez, reside el inmenso
valor de su obra novelística; porque si bien en Cubagua esta preo-
cupación está plasmada en cada una de sus ideas, transformándola
en una novela contentiva de una parcela de la realidad nacional, en
La galera de Tiberio el panorama se amplía hacia una dolorosa pano-
rámica latinoamericana; dolorosa por lo que allí se plantea y por lo
que allí se pronostica que habrá de suceder, de acuerdo al análisis de
los acontecimientos que ocurren y que se narran en la novela.
Cubagua, como novela, va a ser el hilo inicial, urdido a con-
ciencia y paciencia, de una permanente inquietud de su creador.
A la sombra del contenido del libro, la historia diaria, la historia
rutinaria, la historia personal, la historia de cada instante, la his-
toria del pequeño incidente se va a transformar en el germen cons-
tante de la historia grande, de la historia voluminosa, de la historia
que se escribe como un documento, de la historia que queda plas-
mada en los libros que recuerdan los sucesos del pasado, de la historia
que se nutre de aquella que convive en nosotros y que está hecha
de nuestra presencia, pero que se diluye ante el torbellino de los
acontecimientos y ante la importancia de los hechos decisivos para
un conglomerado o para una cultura o para una civilización; pero la
historia menuda, la historia constante, la historia de todo momento,

2 «Algo sobre Cubagua», publicado en el diario El Nacional, Caracas, 13 de


diciembre de 1959, recogido en Bajo el samán, Caracas, Tipografía Vargas,
1963, p. 106.

156
es la contentiva de los sumandos que habrán de conformar la suma
y darle posibilidad al acontecimiento que se estudia y que se ana-
liza como conjunto y como proyección. Enrique Bernardo Núñez
procedió, en sus dos grandes novelas, de manera particular, y en
el caso concreto de Cubagua el ejemplo es convincente. El para-
lelismo histórico entre seres de dos temporalidades le sirve de re-
ferencia, de marco de proyección, de ejemplo y definición de un
modo, personal, de juzgar el hecho histórico. Cubagua es, por eso,
el relato de unos sucesos diarios y comunes, pero totalizados en
una interpretación de historia íntima que trasciende y se convierte
en reflexión interpretativa tras la cual el novelista y el historiador
se unen y se manifiestan.
En diversas oportunidades y por una extrema delicadeza
de su parte, tuve ocasión de hablarle y acompañarle en presencia.
Cada vez hablamos de su novelística y cada vez se mostraba más
insatisfecho de no haber podido escribir «la novela eterna», la que
tocara la verdadera condición del hombre en sus más sencillas y
elementales, pero también esenciales, características. No estaba
conforme con lo que había escrito y deseaba proyectarse en un sen-
tido de compenetración con esencia del ser humano que siempre
persiguió en sus manifestaciones escritas: «También Cubagua fue
un intento de liberación. […] Desearía escribir una nueva versión
de Cubagua, de igual modo que a veces nos viene el deseo de hacer
una nueva versión de la vida»3.
En tal sentido, y siempre cuidadoso de perfeccionar lo expre-
sado, para tratar de darle nuevos alientos —acorde con la contem-
poraneidad de su pensamiento—, intentó reformar algunas partes
del texto original de su novela. En el artículo «Algo sobre Cu-
bagua», que publicara en el diario El Nacional el 13 de diciembre de
1959, relata algunas de las intimidades de la creación de Cubagua.
Refiere que originalmente debió publicarse durante el año 1930,
«porque cada libro, al menos los de esta clase, tiene su año», pero
que algunos inconveniente mayores lo impidieron, haciendo alu-
sión a que apenas circularon, en nuestro país, un pequeño número

3 Ibid., p. 107.

157
de ejemplares —sesenta en total—, siendo posible que el resto de la
edición «fuese incinerada por aquel tiempo en la Aduana»4.
Refiere, igualmente, que en ocasión de planificarse una nueva
edición de Cubagua para el segundo Festival del Libro Venezo-
lano, preparada en Lima durante el año 1959, él convino con los
editores que la versión debía ser la que había sido corregida y con-
siderada como definitiva, pero que en una carta, fechada en la
mencionada ciudad de Lima el 1º de abril del año señalado, se le
comunicaba que la novela ya estaba impresa, agregando, resignada-
mente, que «la hicieron tal como se hallaba en anteriores ediciones»5.
No obstante las apreciables diferencias que pueden consta-
tarse en los textos que existen sobre las correcciones efectuadas,
la obra permanece casi inmutable en su esencia y en su intención.
Cubagua participa de muchas concepciones y es producto de la
depuración de muchas ideas que le imprimen una contextura de
texto profundo que va mucho más allá de lo que expresa, para
llegar a los límites de la insinuación y del señalamiento casi tácito
que hace el autor en favor de hondas y definitivas reflexiones, en
temas que tratan de abarcar los más variados aspectos de las reali-
dades diarias del ámbito histórico y político y social que nos rodea
y dentro del cual nos desenvolvemos. Cubagua puede ser desde el
alerta permanente contra la imprevisión y el facilismo que per-
miten casos como el de Antón de Jaén «dueño en Cubagua de un
tonel de perlas, a quien se vio pedir limosna en Santo Domingo»,
que recoge el propio Núñez en su Discurso de Incorporación a
la Academia de la Historia pronunciado el 24 de junio de 1948,
hasta el señalamiento de la usurpación legendaria de la tierra por
fuerzas insaciables y de diferentes orígenes, representadas en perso-
najes que como Stakelun y Leiziaga son manifestaciones de poderes
y ambiciones irrefrenables.
En esa variedad de impresiones que se insinúan desde el
texto de esta novela, tienen cabida, también, aquellas que corres-
ponden a los propios personajes que la estructuran y que, en cierta
forma, son voceros de los pensamientos del autor. La primera visión

4 Ibid., p. 105.
5 Ibid., pp. 105-106.

158
personal que se da de la isla en la novela, la expresa fray Dio-
nisio, quien con una absoluta carencia de emociones y manifes-
tándose en un admirable sintetismo definitorio, la llama «islilla
triste», interpretando todo un contexto de añoranzas y de decep-
ciones que reflejan, en una opinión, el panorama íntimo substan-
cial de la tierra. El propio autor, en una descripción de la isla, que
es asimismo la primera que aparece en el texto, la define como
«una isla decrépita, de costas roídas y aplaceradas», como tratando
de integrar el paisaje natural a la tragedia de devastación y aban-
dono que signaron su desaparición. Pero al lado de esas manifesta-
ciones ominosas, portadoras casi del mensaje de desolación, auge,
desenfreno, caída y olvido de la tierra rodeada del mar generoso
y vengativo, se levanta la realidad histórica que significó y que En-
rique Bernardo Núñez supo captar con tanto acierto para transfe-
rirla a sus propias reflexiones e interpretaciones y lograrla como un
ejemplo evidente de la inexorabilidad de la historia. En este sentido
Cubagua novela se opone a Cubagua isla, porque si la última está
referida en sus más inhóspitas condiciones existenciales, la primera,
Cubagua novela

narra un cuento muy sencillo. Pocas palabras serían necesarias


para totalizar lo que el autor quiere contar. La forma como lo hace,
los elementos que utiliza en esa narración y el tratamiento poético,
unidos a la sutileza y a la habilidad exhibida, son las circunstancias
en que se basa la grandiosidad de esta «pequeña obra»6.

Cuando Enrique Bernardo Núñez murió, Lorenzo Batallán


escribió para El Nacional de Caracas, el día 2 de octubre de 1964,
un artículo titulado «La muerte escribió un signo en el tiempo»,
expresando una de las más claras definiciones que esta novela haya
logrado de crítico y lector alguno. Allí dice Batallán que la gran-
deza de Cubagua y de su autor había estado en «hacer de la nada
un libro, crear del amor a una tradición una novela y encontrar el
lenguaje de la evocación para el relato apasionado».

6 Osvaldo Larrazábal Henríquez, Enrique Bernardo Núñez, Caracas, Ediciones


de la Biblioteca de la Universidad Central de Venezuela, 1969, pp. 29-30.

159
Cubagua novela y Cubagua isla se confunden en la intempo-
ralidad que les ha conferido la expresividad del escritor. No existe
un límite que las diferencie, pero es casi imposible imaginar el lí-
mite que la identifique, sin embargo son una sola y misma cosa en
la magia creadora del novelista. Cubagua isla ha pasado a ser una
irrealidad que aunque imposible de determinar, asir o fijar en un
tiempo y en un lugar, evidencia una constante permanencia insi-
nuada en su presencia mágica lúdica, misteriosa y distante. Cu-
bagua novela se interna en los laberintos de la irrealidad y hace de
la temporalidad un fenómeno inexistente que solo sirve para re-
petir las cosas, los hechos, las personas y la inescrutable esencia
del hombre de cualquier tiempo. Una y otra, indiferentemente que
se acerquen o se alejen, están inundadas de la intemporalidad que las
ilumina y les da consistencia de efecto mágico. La lejanía de Cu-
bagua isla, ahora solo existiendo en la realidad geográfica, no la
imposibilita para que su lejanía histórica se haga cada vez más
presente porque la Cubagua novela la ha hecho posible y factible
para que prosiga en la enseñanza de sus realidades eternas y se
confunda, siempre, con la realidad diaria y se repita y nos envuelva
en su misteriosa posesión evocativa.
Quizás sea el tratamiento intemporal que se le da al tiempo,
uno de los valores esenciales de esta novela. En efecto, los manejos
temporales e intemporales que se manifiestan a través del recorrido
textual, hacen de Cubagua un ejemplo de ambigüedad intencio-
nada donde es precisamente la indefinición lo que marca la pauta
del misterio y de la realidad. Cubagua isla está y no existe, Cubagua
novela se afirma en una irrealidad posible y factible. La confusión
parece ser el instrumento para resolver el enigma que la historia le
provee al autor para el planteamiento cíclico que pretende al para-
lelizar los tiempos, los sucesos, los personajes y las consecuencias.
El lógico desenvolvimiento del tiempo no funciona en su devenir
establecido y pasados son futuros, presentes son pasados, y fu-
turos se intercambian con temporalidades circunstanciales que se
deslizan en una sola y única esencia: el tiempo es el recipiente in-
finito donde el hombre actúa; y el tiempo puede confundirse y la-
bilizarse hasta la confusión, pero el hombre y sus acciones serán
siempre los mismos y actuarán dentro de los infinitos límites que el

160
tiempo le permite. Esta es la razón por la cual el novelista cambia
constantemente los presentes, que serían el elemento germinal de
su narración, y el tiempo pierde importancia como referencia para
adquirirla como continente del hombre en una dimensión infi-
nita. Cubagua novela establece, con certeza, algunos tiempos de
acción y así lo atestiguan los desarrollos de las acciones donde in-
tervienen determinados personajes en determinados sucesos y en
determinados y delimitados espacios temporales; pero cuando la
novela establece la relación existente entre las dos vertientes anec-
dóticas, todos esos determinados se difuminan en un juego mara-
villoso y a veces incomprensible y dan paso a una indeterminada
panorámica de recuerdos, de suposiciones, de situaciones ambi-
guas, de insinuaciones veladas y, sobre todo, de confusiones inten-
cionales que tienen por objeto la probatoria de la idea repetitiva de
la acción del ser humano en su contexto existencial.
En Cubagua el autor desarrolla un juego expresivo y anecdó-
tico donde se establece la conexión entre el tiempo y la realidad;
pero, también, el autor se deleita haciendo intervenir los elementos
necesarios para que esa relación, que aparentemente es establecida,
se entreteja sobre sí misma y se desdoble en facetas de nuevas in-
sinuativas posibilidades. Parecería que Enrique Bernardo Núñez
más que una novela sobre un espacio físico y un espacio temporal
y un espacio humano, hubiera querido escribir una novela sobre la
imposibilidad del tiempo, pero también sobre la posibilidad cierta
de la reiteración del ser humano. De esta manera es permisible
determinar, en su justo contenido, la idea que anima a la duplica-
ción de un personaje clave en la dilucidación del interés del autor:
fray Dionisio; eslabón, justificación, ejemplo y guía para entender
este complicado y mágico texto que es Cubagua, recreado en fabu-
losas suposiciones y construido para la divagación efectista. Fray
Dionisio es la explicación de la idea del autor. En un aparente
y maravilloso inmovilismo —aparente por lo que tiene de incom-
prensible—, este personaje se establece como la significación de la
dualidad tiempo/hombre y así recorre la obra, que es como reco-
rrer la idea del novelista, y se convierte en todas las significaciones
que el autor quiso connotar con su texto. Cubagua novela es, por
ello, la expresión de una idea del tiempo y del hombre, en función

161
proyectiva de una enseñanza y de un ejemplo del paralelismo de
algunos hechos históricos.
Según los datos proporcionados por el mismo autor al fe-
char su novela, Cubagua ha debido ser escrita en dos momentos
de creación expresiva del novelista: la primera en la ciudad de La
Habana, entre los meses de enero y abril de 1929, y la segunda
en Panamá, desde marzo hasta julio de 19307. La publicación, sin
embargo es en 1931, año muy significativo para la novelística na-
cional. En efecto, además de la aparición de la quinta novela del
ilustre polígrafo Rufino Blanco Fombona, titulada La bella y la
fiera, se produce la iniciación novelística de dos nombres que con
el tiempo adquirieron merecida y justificada importancia. Ma-
riano Picón Salas da a conocer su primera novela, Odisea de tierra
firme, que subtitula «Vida, años y pasión del trópico». Arturo Uslar
Pietri publica, también, su novela inicial, Las lanzas coloradas, que
es considerada, junto a Cubagua, como dos de las mejores contri-
buciones que la novelística venezolana ha aportado al contexto
narrativo hispanoamericano.
En una locura lineal, lo narrado en Cubagua es bastante
sencillo y carece de evidentes implicaciones temáticas. Visto desde
el punto de interpretación anecdótica, el autor ha querido referir
dos momentos temporales que, por dispersas circunstancias, em-
palman las actuaciones de dos grupos humanos. El paralelismo
histórico, el doble juego del tiempo y, a la vez la significación de
una intemporalidad que permite el mencionado empalme, y las
derivaciones interpretativas que se generan de lo planteado, son
los elementos que le dan valor trascendente a la novela y la hacen
interesante desde un modo interpretativo complejo y profundo.
Desde el punto de vista eminentemente literario, Cubagua
es, igualmente, un libro lleno de logros, de consecuencias y de

7 Si bien es esta la información que aparece al final de la novela, desde su


segunda edición (Caracas, Élite, 1935), la revisión de los materiales gené-
ticos permite definir que Núñez comenzó la escritura en Bogotá, traba-
jando de agosto a diciembre de 1928; luego, la prosiguió en La Habana,
de enero a abril de 1929, y la concluyó en Panamá, de marzo a septiembre de
1930. (N. del C.)

162
acertada conducción expresiva. El gigantesco paso dado entre las
primeras novelas del autor y lo conseguido en su luminoso libro
sobre la isla histórica, testimonia un arduo trabajo de confección
manifestativa, donde cada cosa está en su exacto lugar y donde la
participación del lector está dada, indiscutiblemente, por la cap-
tación emotiva que el asunto despierta y por las infinitas insinua-
ciones que el texto genera, nutriéndose de un inefable misterio y
de un tenue sabor de fantasmagoría que contribuye a presentar
y, también, a resolver la inasible ecuación que se plantea entre el
valor del tiempo y el valor del hombre.
Justa razón tuvo el ya citado crítico Lorenzo Batallán
cuando expresó «que la grandeza de Cubagua y de su autor había
estado en hacer de la nada un libro»; pero esa razón va más allá de
lo que en efecto propone. Cubagua está hecha de la nada, porque la
nada es un elemento fenomenológico desde donde pueden surgir las
más va­riadas y expectantes realidades; permitiendo la utilización de
los tiempos para construir un tiempo novelístico de muy especial
condición; facilitando que los hombres se dupliquen en los espacios
indeterminados del tiempo y se paralelicen en sus acciones existen-
ciales como probatoria de la eterna condición de ser; comprobando
que la palabra es la más fabulosa creación, porque encierra todos
los contextos y es capaz de hacer todas las designaciones y multi-
plicarse en sentidos y en fabulaciones de juegos que esconden rea-
lidades y de realidades que significan ejemplos consuetudinarios,
porque están germinadas por el ancestro y por la repetición del
hombre en el hombre. Y es, quizás, la palabra, el más eficaz ele-
mento en las explicaciones que conlleva Cubagua. Desde el primer
Enrique Bernardo Núñez novelista, autor en 1918 y en 1920 de
Sol interior y de Después de Ayacucho, hasta el que publica, en 1931,
la novela Cubagua, la palabra se ha engrandecido, no obstante ha-
berse recogido sobre sí misma para buscarse y encontrarse como
resplandeciente instrumento de comunicación. La prosa acompaña
a la idea creativa: es tajante y adecuada al subyacente misterio que
recorre la obra; y se hace esencialmente poética porque recibe la
carga emotiva del autor y porque es la respuesta a una interacción
entre lo que se ha pensado escribir y la emoción que se produce al
encontrar lo que se ha querido escribir; y porque el libro está escrito

163
de esa manera, es por lo que la constancia de los logros literarios
va aparejada a la de las consecuciones desde el punto de vista his-
tórico. En este sentido al capítulo III, «Nueva Cádiz», refleja una
armoniosa combinación de relato y descripción donde la historia
real y documentada se engalana con las mejores palabras y con los
mejores giros expresivos para equilibrar un conjunto sencillo, ele-
gante y profundo: engastado en la mejor tradición del cronista y en
la mejor posibilidad del narrador literario. El juego de sintetismo
expresivo y las variantes insinuativas, son los dos elementos claves
que sostienen el andamiaje estructural de esta magnífica novela.
A tal punto se equilibran las acciones manifestativas, que dentro de
un sobrio rigor anecdótico se entrelazan los arabescos de un len-
guaje puro, hermoso, pleno de profundidades connotativas y pode-
roso en la relación escueta de hechos y de circunstancias. Solo esta
forma de manejo lingüístico hace permisible y factible la capta-
ción de todos los juegos propuestos por el autor, donde mitos y le-
yendas y simbologías van y vienen entre la ficción de la irrealidad
y de la intemporalidad, y la certera realidad histórica de sucesos y
de personas cronológicamente existentes y actuantes. Es como si
una compleja concepción de lo histórico quisiera fundamentarse
en la presencia permanente del hombre, con su carga de situa-
ciones existenciales y su similitud a través del devenir existencial,
y la presencia lábil y difuminada del espacio temporal: continente y
proyectante del hombre que lo habita y que le da certidumbre de
haber sucedido.
En Cubagua se narran muy pocos hechos y un círculo con-
catenante limita esas circunstancias anecdóticas. Historias diarias y
particulares que están dentro del contexto inexorable de ese círculo
y que por atracción o por rechazo van a constituirse en un sedimen-
tado crisol de experiencias, de apetencias, de virtudes y defectos,
de angustias, de sueños y ensoñaciones, de apetencias y entregas,
para hacer una historia y hacerla repetir cuando el tiempo se haya
multiplicado y acaso no queden ni los recuerdos de lo sucedido ni
de quienes protagonizaron lo sucedido. Solo la historia, como un
poder eterno y repetitivo, posibilita que ese hombre y sus circuns-
tancias se repitan —idénticos— cuando el tiempo posibilite la re-
petición. Así, Cubagua novela es historia integral de la Cubagua

164
isla, poblada entonces y despoblada hoy, pero espacio para la
permanencia fugaz y para la analogía humana.
Como interpretación de acontecimientos, en Cubagua, la li-
teratura se plena de historia; y esta, severa, imperturbable, nece­
sitada de testimonios y de probatorias, se ilumina en la concepción
literaria que la reviste y la recrea y la hace dócil y comprensible y la
traduce en palabras sencillas, pero cargadas de un profundo con­
tenido reflexivo que permite el ejemplo y la interpretación para be-
neficio del conocimiento que debemos tener de la realidad eterna.
Por variadas razones puede considerarse que la novela Cu-
bagua representa la síntesis de una realidad. Extremando los re-
cursos narrativos y ampliándolos con injerencias históricas desde
donde derivan importantes planteamientos y cuestionamientos,
Enrique Bernardo Núñez se internó en un campo poco explorado
dentro de la novelística nacional, para estructurar una obra donde
por igual transcurre el interés literario puro como el interés his-
toricista y el interés didascálico: ejemplificación de sucesos que al
paralizarse, en el tiempo, constituyen un espejo reflejante de rea-
lidades específicas y concretas, pero que pueden transformarse en
ampliaciones proyectistas de circunstancias afines a la existencia
del hombre y de las constantes y eternas preocupaciones de este.
La importancia de la elaboración está en el hecho de que, con
muy buen aprovechamiento, el escritor escrutó los más íntimos
detalles de personalidades y hechos, traduciéndolos desde su inme­
diatez o de su pasajera significación, hasta un punto donde por
la representación que adquieren, se convierten en hechos de his-
toria verdadera, de historia que se proyecta para enseñanza y alerta.
Núñez, en Cubagua, trastoca esa inmediatez sempiterna y rutinaria
en acontecimiento profundo y ejemplificador, superando la propia
consistencia de personajes y sucesos en mensaje aleccionador
y alertante. La base de esta acción está centrada en la actuación
de personajes que, por diversos y misteriosos motivos, se mueven
en infinitas temporalidades y sirven de respuesta a las múltiples
y casi angustiadas preguntas que a través del texto se va haciendo
el propio escritor. El trasunto de Leiziaga, como moderno re­
presentante de un estrato que va surgiendo y se va adueñando del
secreto de la realidad inmediata; personaje complejo como la época

165
que lo produce y con una idea fija del aprovechamiento del pro-
greso, enfrentando a una sombra indefinida como la que repre-
senta fray Dionisio, especie de conciencia histórica que es voz de
represión, de reflexión y de ejemplo. Entronque con lejanía y con
la permanencia de la historia. Personaje de cada tiempo y signi-
ficación del valor de la temporalidad, a la vez que representante
de la fluidez de ese mismo tiempo. Repetición sintomática de
una actitud, y voz propia del autor para advertir y para señalar.
Ellos, acompañados por comparsas que vienen de los tiempos y se
pierden en los tiempos; enfermedades bíblicas, personajes am-
biciosos, jugadores, aventureros, timadores, indios defensores del
alma de la raza; conquistadores envilecidos, mujeres alegres, ca-
lamidades, sufrimientos, angustias al lado de la alegría repentina
—por inestable—, regocijo y preocupación infinita, parecen ser
algunos de los rumbos que delimitan las personalidades diversas
de esta novela que se pierde entre los vericuetos de la narración
y de la historificación y de la interpretación reflexiva. Nila Cálice,
bandera de todo el mestizaje que está constituido en la más absoluta
libertad: consecuencia positivista de teorías educacionales de me-
joramiento del espíritu; relación prelativa de la posterior Remota
Montiel que inspiró en Rómulo Gallegos el desarrollo, una vez
más, de las tesis deterministas que con tanto acierto manejó. Nila
Cálice, representación de una modernidad que viene del atavismo
y que, necesariamente, debe ser continuación, en una moder-
nidad adaptada y alienada. Personajes, casi todos, que funcionan
en bloques manifestativos, expresantes de ideas y de dinámicas
búsquedas conceptuales, para darle razón a su creador cuando se
planteaba la posibilidad de una nueva versión de esta novela, «de
igual modo que a veces nos viene el deseo de hacer una nueva ver-
sión de la vida», según señalábamos anteriormente en este mismo
estudio. Versiones de la vida como versiones de una novela: mo-
dificaciones, omisiones, añadidos; trabajo continuo de reestructu-
ración al que era tan afecto el escritor y que lo llevó a una visión
perfeccionista que quiso reflejar en sus opiniones y, más aún, en las
reflexiones que a diario exponía en sus artículos de prensa. Esta preo-
cupación por una nueva versión de su novela se refleja en la variación,
a veces sustancial, de los textos diferentes a la primera edición.

166
Cotejando el material expresivo es posible determinar cuatro tipos
de diferencias en los mencionados textos: el afán de añadir en co-
rrección formal para dar explicaciones de algunas actitudes in-
mediatas de los personajes: correcciones no significativas pero
referentes y modernizantes de lo expresado. Correcciones propia-
mente dichas donde se cambia la idea de lo expuesto, pero donde
se resguarda la tonalidad manifestativa que, en general, tiene la
novela. Así es posible señalar partes amplias donde el autor se per-
cata de defectos visibles en la construcción o en la manifestación
literaria, y corrige, eliminando actitudes narrativas que casi con-
llevan a lo dramático y a lo rebuscado. Diferenciación de textos
que en la primera edición no aparecen, pero que, en sentido es-
tricto, no cambian la panorámica del libro, sino que lo estilizan
y elegantizan y, como cosa inexplicable, omisión de texto de esen-
cial significación, no solo por lo que contienen, sino, principal-
mente, por lo que, en nueva versión, dejan de expresar. Quizás
una de las mejores consecuciones de esta novela sea el momento
final cuando Leiziaga se debe ir hacia las regiones del Orinoco;
escena que dentro de una síntesis expresiva magistral, el autor
concibió como premonitiva de la gran riqueza futura de la zona, y
que en versiones posteriores es eliminada, privándolas de la precoz
interpretación de una futura realidad8.
Si bien los asuntos temáticos no significan grandes implica-
ciones en la estructura de la novela Cubagua, aquellos que se re-
fieren a las preocupaciones generales del autor sí representan un
campo variado y de gran interés para el conocimiento, inclusive,
del modo de pensar misceláneo y universal de Enrique Bernardo
Núñez. Cubagua está llena de toda clase de implicaciones ideoló-
gicas y de toda clase de reflexiones sobre asuntos de diversa índole.

8 Aunque Larrazábal Henríquez no lo aclara, parece evidente que está ana-


lizando las variaciones introducidas por Núñez al texto de la versión pu-
blicada en la edición que el mismo Larrazábal prologa, con respecto a las
cuatro publicadas en vida de su autor (y no solo la primera de 1931, si bien
esta sirve de base para las tres siguientes, con variantes menores). Y esto es,
precisamente, pertinente por los cambios en la interpretación de la trama
que producen su final, ya que en esta (Biblioteca Ayacucho) Leiziaga, en
vez de dirigirse al Orinoco, vuelve a Cubagua. (N. del C.)

167
Podría decirse que sirvió al novelista para encajar muchas ideas
permisibles dentro del contexto intemporal que funciona en el
texto, densificando la intención expresiva y dándole un toque inu­
sitado, dentro de la novelística nacional de la época. La novela que
insiste en el análisis de cuestiones generales de interés universal,
sin descuidar los asuntos inmediatos de la realidad del país, no se
estilaba en Venezuela, o al menos no con la intensidad y la intención
reflejada en Cubagua.
Estructurando un conjunto atractivo dentro de una con-
cepción moderna de la narración, Núñez va tejiendo ideas alre-
dedor de la trama que sirve de base a su novela. Preocupaciones
par­ticulares que como hombre reflexivo proyecta a la universa-
lidad de las circunstancias, pasando, realmente, revista a toda una
gama de situaciones que permitidas dentro del conjunto armónico
de lo literario e histórico, significan un aporte efectivo y trascen-
dente no solo en el estudio del ideario del autor, sino, y con mucho
acierto, dentro del orden de ideas que por entonces representaban
algún interés acorde en el ámbito del pensamiento.
En diversas ocasiones, y siempre con vehemencia denun-
ciativa, Enrique Bernardo Núñez se manifestó preocupado por
el destino de la tierra, no considerándola como posesión esencial
para el asentamiento y beneficio del hombre, sino, más bien, como
símbolo de la permanencia y de la pertenencia que el hombre hace
del ambiente. La redención de la tierra, redención solo posibi-
litada por el trabajo, es tema consecuente en esta novela y en él
están implícitos los desenvolvimientos de personajes tan impor-
tantes como Leiziaga y como Stakelun, representativos de fuerzas
diferentes y antagónicas, pero identificadas en el interés final: la
posesión por posesión; tesis que naufraga porque la intención del
autor es ejemplificar a través de esa posesión de la tierra, y así lo
resuelve en la novela. Fray Dionisio, en conversación intencionada
con Leiziaga le recuerda la equivocación que comete al dejarse
deslumbrar por la riqueza fácil, advirtiéndole, en la parte final del
capítulo II, que «Todos buscan oro. [pero] Hay, sin embargo, una
cosa que todos olvidan: el secreto de la tierra», con lo cual se es-
tablece como intérprete de su creador, reflejando la importancia
capital de un regreso al pensamiento coherente de lo inmediato

168
y de lo seguramente productivo; oponiéndolo al constante aniqui-
lamiento que ejerce el hombre sobre la tierra, y al trabajo insistente
de los saqueadores, acusados en la relación que hace el escritor en
su Discurso de Incorporación a la Academia de la Historia, ya ci-
tado, cuando al relatar el caso de Antón de Jaén, también ya men-
cionado, concluye expresando que «Fue por lo común la suerte de
estos saqueadores de la tierra».
Enjuiciando diversos aspectos de economía social, Núñez es
una voz premonitiva, derivada de sus profundas reflexiones sobre la
realidad. La visión que se da en Cubagua de la región de Guayana
y de su potencial de riqueza, es ejemplo definitorio del pensamiento
que lo animaba. Leiziaga, derrotado en su afán de desmedida ambi-
ción por la riqueza fácil, es ubicado, al final de la novela, en la tierra
promisoria de Guayana9, que no solo le proveerá de sus infinitas po-
sibilidades sino que le permitirá desarrollar las que como hombre
de acción ha manifestado a su paso por la obra: «Desde Porlamar
o desde cualquier sitio La Tirana, La Osa y El Faraute, partirán
llevando al Orinoco la esperanza de la tierra nueva. Leiziaga será
portador y recipiendario»10.
En el mismo orden de cosas, las ideas que se expresan en
Cubagua constituyen fundamentadas apreciaciones del escritor
en diferentes direcciones, todas adaptadas al tratamiento anecdótico
que se hace, en ese momento, en el texto de la obra. De esa manera
es posible conocer opiniones autorizadas y reflexiones sobre las
relaciones América-Europa, reflejadas en la opinión —intencio-
nada por parte del autor— de Stakelun al hacerlo decir que «Eu-
ropa ha terminado» (9) y que nosotros estamos naciendo ahora;
o en las reflexiones que se hace Leiziaga cuando piensa que «Tarde
o temprano, el mundo viejo iría desapareciendo, borrándose en
América» (13), incluidas ambas a mitad del texto del capítulo I.

9 Esto se contradice con el final de la versión de la novela que Larrazábal


Henríquez prologa aquí, como se explica en la nota anterior, y se debe
a que en su primer estudio sobre el autor, el crítico trabajó con la tercera
edición de Cubagua, mientras que edita en Biblioteca Ayacucho una versión
póstuma, de la que no indica fuente. (N. del C.)
10 Larrazábal Henríquez, Enrique Bernardo Núñez, ob. cit., p. 67.

169
Igualmente podemos enterarnos de la idea que animaba al autor
con respecto al petróleo, interesante planteamiento porque aquí se
ve considerado en su relación histórica, enumerada en datos que
significan, sin embargo, la visión proyectiva que sobre el asunto
expresó el escritor. Estas ideas principales, de las muchas que fun-
cionan en la novela, se conjugan en una representativa de la ac-
titud visionaria de un novelista que entrelaza sus pensamientos
y sus interpretaciones con el devenir narrativo que le permite estas
conjeturas. América joven, petróleo como suceso histórico, au-
nados al interés y defensa del secreto de la tierra, confluyen en la
idea del progreso que Núñez practicaba como solución de acercarse
al mundo contemporáneo necesario para el país.
Al lado de esas preocupaciones proyectivas de asuntos de in-
terés vital para el desarrollo del país nacional, Enrique Bernardo
Núñez incluye, con justificada angustia, el problema de la raza,
en todas sus derivaciones. Para él la raza es la procedencia, lo au-
tóctono, lo propio, lo que originalmente sirvió de semilla para el
posterior mestizaje; pero también lo es la resultante de ese mismo
proceso que produjo al nuevo tipo de adaptación humana donde
realmente se basamenta nuestra identidad. Al lado del pasado, del
alma de la raza, que el autor resume en la primera descripción que
hace de Nila Cálice, en los mismos comienzos del libro, cuando
la llama «bella y altiva. Su cuerpo tenía la prístina oscuridad del
alba. Una emoción de fuerza, los rasgos puros de una raza tal
como debió ser antes de que el pasado les cayese en el alma» (8),
incluye la nostalgia de la propia alma perdida, como conclusión
pesimista de todo lo que pudo provenir desde las fuentes primige-
nias de un mundo humano amplio, sencillo, característico y pleno
de los mágicos poderes que la Naturaleza les confería. Leyendas
y certidumbres de Amalivaca; presencia concatenante de Vocchi
en explicación de proceso existencial de transferencia de cultura y
de renovación del espíritu; y nostalgia, también de todo el poder
maravilloso de Erocomay.

Personaje que penetra en el mito con objeto de materializarlo


para el uso de la narración, se mueve en un ambiente de consecu-
ción poética que eleva la prosa hasta una tonalidad de intrínseca

170
evocación. Erocomay personaje se convierte en un grito de vida
para los indios ante el recuerdo de que era bella y fuerte y reinaba
entre las mujeres. […] Erocomay se transforma en un símbolo de
vida, y en deseo nostálgico del autor11.

Cubagua novela presentiza, cada momento con mejor evi-


dencia, la Cubagua isla que ha servido de ejemplo histórico para la
reflexión del presente con la enseñanza del pasado, pero también
presentiza el pensamiento vigente del escritor que fue visionario
a través de páginas maravillosas, plenas de la angustia vital de un
hombre preocupado por el futuro de su tierra.

11 Larrazábal Henríquez, Enrique Bernardo Núñez, ob. cit., p. 38.

171
Cubagua *
Alexis Márquez Rodríguez

C omo ya dijimos, la gran novela de Enrique Bernardo Núñez


es Cubagua1. En ella convergen un tratamiento muy peculiar
del elemento histórico en relación con la novela, y un conjunto de
valores estilísticos sin duda excepcionales.
Cubagua se escribió entre 1929 y 19302. Es, pues, coetánea
con Doña Bárbara (1930), de Rómulo Gallegos, y Las lanzas colo­
radas (1931), de Arturo Uslar Pietri. Sin embargo, aun estando
cualitativamente a la altura de ambas, no se parece en nada a nin-
guna de ellas. Ni se parece, de hecho, a ninguna otra novela ve-
nezolana ni latinoamericana de su tiempo. Y en tal sentido se
adelanta muchos años a lo que va a ser característico de la llamada
nueva narrativa latinoamericana. El más exigente de los lectores de
hoy, en efecto, lee esta novela como si hubiese sido escrita ahora,
y no hace sesenta años.
En ella, Enrique Bernardo Núñez juega con el tiempo como
nadie lo hacía entonces entre nosotros, mucho antes de los notables

* Extracto de «Enrique Bernardo Núñez», en Historia y ficción de la novela


venezolana, Caracas, Monte Ávila Editores, 1990, pp. 176-188.
1 En efecto, en la introducción del capítulo de este libro, dedicado al autor,
el crítico afirma: «La obra novelística de Enrique Bernardo Núñez fue
dis­
pareja. De hecho, solo una de sus cuatro novelas alcanzó un alto
grado de calidad, hasta el punto de merecer el calificativo de gran novela:
Cubagua…», p. 171. (N. del C.)
2 El estudio genético de los materiales pre-textuales de la novela permiten
indicar que Núñez comenzó a escribir la novela en 1928. (N. del C.)

173
experimentos que en ese sentido iniciara Alejo Carpentier al co-
mienzo de los años cuarenta, con su cuento «Viaje a la semilla»
(1942). Sus antecedentes hay que buscarlos, pues, directamente en
los grandes narradores que en la década del veinte revolucionaron,
en Europa y en los Estados Unidos, el arte de novelar, de ma-
nera especial mediante un aprovechamiento original y novedoso
de la dimensión temporal; es decir, en Proust, Joyce, Faulkner, Virginia
Woolf, entre otros.
Esta manera de valerse del tiempo que trae como novedad
esta novela de Enrique Bernardo Núñez abarca, por lo demás,
como en aquellos grandes novelistas, y en los que han de aparecer
después, desde la dimensión técnica del tiempo, en tanto que recurso
narrativo, hasta su dimensión filosófica, en tanto que problema meta-
físico, que ha despertado el interés del hombre desde su más tem-
prana toma de conciencia acerca del misterio de lo que somos y de lo
que venimos a hacer en el mundo. Desde los primeros pasajes se
plantea, por ejemplo, el eterno asunto de la relatividad del tiempo,
puesta de manifiesto sobre todo por el desigual nivel de desa-
rrollo de las sociedades humanas, que determina, pongamos por
caso, que el tiempo transcurra a ritmos distintos, según las circuns-
tancias en que el hombre se encuentre. Leiziaga, uno de los perso-
najes protagónicos de Cubagua, confiesa en un momento dado, en
los comienzos casi de la novela: «Deseo huir de todo esto, porque
hoy los años son días y aquí los días son años» (13)3. Y un poco
más adelante, después de evocar la vida pasada de los indígenas
que habitaban en la isla de Cubagua, perturbada luego por la lle-
gada de «descubridores, piratas, vendedores de esclavos», agrega:
«Todo aquello ha pasado en un tiempo demasiado fugitivo, como
el que comienza ahora» (19). Y aún mucho después resume todo en
una reflexión inquietante, en que la simbolización del tiempo por
la espuma da idea de lo deleznable de aquel: «Tres días, quinientos
años, segundos acaso que se alejan y vuelven dando tumbos en un
sueño, en la luz de días inmemoriales. Espuma» (80). Incluso hay

3 Citamos de acuerdo con la edición de Cubagua del Segundo Festival del


Libro Venezolano, Caracas; s/f [1959] ni lugar de edición [Lima].

174
un momento en que la inmersión del hombre y de la vida en el tiempo
se le revela a Leiziaga como inexorable, como una tiranía de la que
el hombre no puede librarse. En una conversación que sostiene
con otro personaje, fray Dionisio, hablan del antiguo esplendor
de Cubagua, cuando Nueva Cádiz, la ciudad allí fundada por los
conquistadores españoles, «se hallaba en su mayor riqueza», y en-
tonces Leiziaga exclama: «El pasado, siempre el pasado. Pero ¿es
que no se puede huir de él?» (31). Como dato particularmente sig-
nificativo podemos observar que Cubagua comienza con una ob-
servación donde el tiempo está presente de una manera dominante,
y concluye con otra del mismo orden. En efecto, en las primeras lí-
neas de la novela leemos: «En el centro de Margarita La Asunción
erige sus paredones de fábricas abandonadas hace mucho tiempo
y las tapias blancas de sus corrales ornamentados de plátanos» (7).
Y exactamente en su última frase se registra: «Todo estaba como
hace cuatrocientos años» (94).
Lo curioso es que, paralela a esta noción de lo vertiginoso,
fugaz y demoledor del tiempo, que a veces, sin embargo, marcha
a ritmos más lentos, se da también la impresión de que a lo largo
de los siglos no hubiese pasado nada, que las cosas no hubiesen cam-
biado, que todo siguiese igual. Contradicción muy frecuente, que
se presenta siempre como un desafío a los principios de la dia-
léctica, si bien pudiera ser que esté más bien imbuida en ellos
mismos. Leiziaga acaricia la idea de revivir el esplendor mercan-
tilista de Cubagua. Le manifiesta su entusiasmo a fray Dionisio,
y entre ellos se produce un breve y significativo diálogo:

Volvióse [Leiziaga] y se halló frente a fray Dionisio. Parecía más


alto, más flaco, próximo a convertirse en un montón de ceniza.
Sus dedos resbalaban por la barba, una barba que casi ocultaba
la boca hundida.
—Estoy pensando en levantar un plano. La situación es exce-
lente. Fácil comunicación por todos lados. El agua puede traerse
en pipas, de Cumaná.
—Exactamente. Hace cuatrocientos años la traían también en pipas.
Exactamente—. Y añadió: —Verdad que es poco tiempo (28).

175
Más tarde, cuando examinaba un mapa de Nueva Cádiz
que le había proporcionado fray Dionisio, y ante una observación
de este, el propio Leiziaga repara en que los nombres con que se
topa a cada paso son los mismos del pasado remoto. Y piensa en lo
curioso de esa repetición de nombres, que pudiera indicar que son
la misma gente, como en una fugaz referencia alusiva a la posi­
bilidad de una reencarnación. Él mismo pudiera ser la repetición
de un antiguo buscador de riquezas de que le hablara el cura:

Fray Dionisio se vuelve borroso en la penumbra. Sus ojos se


hunden mientras habla lentamente. A veces diríase que ha muerto.
Leiziaga le ofreció un cigarrillo y acercó su vaso.
—Por cierto —continuó en tono familiar— que este Lampug-
nano tiene semejanza con cierto Leiziaga. ¿No andas como él en
busca de fortuna? Todos buscan oro. Hay, sin embargo, una cosa
que todos olvidan: el secreto de la tierra.
Leiziaga se inclinó de nuevo sobre el plano de Nueva Cádiz. Des-
pués se le ocurrió un pensamiento que le hizo reír. ¿Sería él acaso el
mismo Lampugnano?, Cálice, Ocampo, Cedeño. Es curioso. Re-
cordó este aviso en el camino de La Asunción a Juan Griego: «Diego
Ordaz.− Detal de licores». Los mismos nombres. ¿Y si fueran,
en efecto, los mismos? Se volvió a sentar, a un gesto del fraile,
que hojeaba un cuaderno amarillento, un manuscrito antiguo.
Su reloj marcaba las ocho. En aquel momento le asaltó el re-
cuerdo de las ciudades envueltas en una atmósfera sensual y lu-
minosa. Aquel mundo le parecía infinitamente distante (34-35).

Estas referencias al tiempo, su relatividad y sus aparentes con-


tradicciones, ayudan mucho a producir en la novela una atmósfera
un tanto misteriosa, esotérica, de magia o prodigio. A lo cual tam-
bién contribuye la ambigüedad con que a veces juega el narrador.
Hay todo un episodio, por lo demás muy importante, como es
la visita —el descenso— de Leiziaga y otros personajes a las ca­
tacum­bas de Nueva Cádiz, narrado precisamente dentro de un
clima tal, que de momento pudiera parecer un sueño, en el cual en-
trara en actividad la más febril imaginación onírica. Sin embargo,
el narrador, de manera intencional deja expresa la posibilidad

176
de que el hecho haya sido real —pese a que el mismo personaje
protagónico llega a manifestar su duda al respecto—, contribu-
yendo así a ese toque misterioso y esotérico de que ya hemos ha-
blado. Este episodio en algo nos recuerda el viaje subterráneo
que, muchos años después, aparecerá en la novela Adán Buenos­
ayres, de Leopoldo Marechal, publicada en 1949. Es muy impro-
bable, sin embargo, que este haya conocido, cuando escribió la
suya, la novela de Enrique Bernardo Núñez. Este tema del «des-
censo», por lo demás, se inscribe dentro de una vieja tradición
dentro de literatura occidental, cuya representación más conspicua
es, sin duda, la Divina comedia, de Dante. Esta sí debió de ser
conocida por Núñez cuando escribió su novela.
Dentro de esta misma línea se sitúa también el manejo que
hace el novelista de una fabulosa tradición mítica, en especial de
estirpe indígena americana, en la que se entrecruzan referencias
a El Dorado y a las Amazonas; menciones indirectas de cultos
lunares; otras más concretas, de deidades y sacralizaciones del
mundo vegetal y animal; de ritos bárbaros y de prácticas de ani-
mismo muy anteriores a la llegada a nuestras tierras de los negros
africanos, con su riquísima mitología animista.
Desde luego, todo esto se enriquece, además, con los ele-
mentos mismos de la realidad ya no solo natural, sino también
histórica. La condición insular de Cubagua se presta, de por sí,
para las especulaciones esotéricas, pues es tradición de ámbito
universal la vinculación del mar con una mitología en especial
apta para la superstición y la credibilidad en lo esotérico. Pero a
ello se agrega el hecho concreto y tangible del destino trágico de
la ciudad allí fundada, Nueva Cádiz, hundida en el mar por efecto
de algún cataclismo. Su historia, por tanto, evoca la de otras ciu-
dades famosas por un análogo destino trágico, marcado por la des-
trucción violenta por efecto de los elementos, y casi siempre unida a
las ideas de maldición o castigo divino, como Sodoma y Gomorra,
Cartago y Pompeya… En tal sentido, también en Cubagua es po-
sible señalar la presencia de lo que años más tarde Alejo Carpentier
descubrirá y enunciará como lo real maravilloso.
Con todo, lo que más llama la atención en Cubagua es la
muy personal manera de su autor aprovechar el hecho histórico

177
como elemento literario. La vinculación entre el presente y el pa-
sado, por una parte, y por otra el cruce de lo indígena con lo europeo
en la raíz de nuestro mestizaje étnico y cultural, tienen en la no-
vela una importancia capital, al par que se presentan de un modo
también novedoso. En este sentido hay un personaje, Nila Cálice,
cuya fisonomía adquiere un gran valor simbólico. Ella se erige
como una especie de puente de doble canal, pues lo es al mismo
tiempo entre el presente y el pasado, en tanto que dimensiones tem-
porales, y entre el mundo indígena americano y la llamada cultura
occidental en la cual aquel fue insertado, si se quiere a la fuerza,
y a la que por ello mismo, querámoslo o no, pertenecemos inexo-
rablemente. Nila lleva el apellido de un blanco, que la crió y fue su
tutor. Pero ella era hija de Rimarima, un cacique tamanaco ase-
sinado, cuando todavía Nila era muy niña, por unos aventureros
de la selva, buscadores y comerciantes del caucho. Más tarde viajó
a Europa y los Estados Unidos donde incluso hizo estudios universi-
tarios. La historia de la muchacha fluye entre la realidad y la leyenda.
Tal vez de modo intencional, el narrador nos la presenta dentro de
una atmósfera de ambigüedad tal, que de momento el lector pierde
la noción de si se trata de un episodio del presente de la novela, o, por
el contrario, pertenece al pasado remoto de la Conquista.
En esa vida, además se entrecruzan lo mítico y lo tangible.
A poco de quedar huérfana, a los catorce años, Nila, que des-
pués de la muerte de su padre huye con cuatro indios que la pro-
tegen, se topa de pronto con uno de los asesinos, y la jovencita,
hábil en el manejo del arco, lo mata de un flechazo. «Enseguida,
ayudada de sus indios, ella misma le extrajo el corazón. Lo que-
maron y guardaron las cenizas en un saquito, talismán único que
preserva de la muerte, de la derrota y de las malas pasiones» (57).
Poco después de este episodio tan singular, el grupo se encuentra
con un misionero, «[…] que leía en su breviario alumbrándose con
un cocuyo» (id.). Era fray Dionisio, quien rescata a la muchacha
y la pone en manos de Pedro Cálice, que cuidará de ella y será su
tutor. Se trata, en fin, de una historia llena de signos peculiares, de
elementos disímiles que se entrecruzan, casi siempre con un valor
simbólico: la muerte del padre, víctima en su propia tierra del in-
vasor aventurero; la luz del cocuyo con que el fraile se ilumina

178
para leer su breviario; la extracción ritual del corazón del enemigo
muerto, y su reducción a cenizas para convertirlo en amuleto; el
viaje a Europa y los Estados Unidos, cumbres de la «civilización
occidental», y la sincrética relación de unos valores y realidades
que contrastan con los suyos… Todo, insistimos, colocado dentro
de una atmósfera de ambigüedad que nos lleva del presente al pa-
sado en un fascinante periplo entre lo real y lo fantasioso. Allí se
cuenta, por ejemplo —lo cuenta el propio fray Dionisio—, que si-
glos atrás, un indio había dado muerte a un misionero que llevaba
ese mismo nombre:

Una sonrisa traspasa la cara terrosa de fray Dionisio, y sus pala-


bras forman círculos en el silencio:
—¿Conoces la antigua costumbre? Los indios trocaban sus
nombres. Había el cacique don Diego, el Gil González, don
Alonso, y así muchos… Un indio a quien llamaban Orteguilla
dio muerte a fray Dionisio.
Y por primera vez Leiziaga advirtió en una silla, en uno de los
ángulos del aposento, una cabeza momificada. Eran los mismos
rasgos de fray Dionisio. Los cabellos de la momia se quedaron
en sus manos al levantarla. La contempló unos momentos y la
depuso suavemente (61).

El encanto que la ambigüedad de estos pasajes produce en el


lector no es de los menores que proporciona esta novela.
Lo tradicional en la novela histórica, en cuanto a la integra-
ción de lo histórico dentro de lo ficticio, es que el novelista tome una
realidad histórica, hechos y personajes que le sirvan de contexto
para insertar una anécdota ficticia. La primera innovación que ha-
llamos en ese esquema de trabajo consiste en invertir, en cierta
manera, los términos de esa ecuación, y tomar algunos elementos de
ficción para insertarlos dentro del hecho histórico, teniendo este pri-
macía sobre lo ficticio, y con el propósito paradójico de hacer más
verosímil la historia contada, para flexibilizar la secuencias de lo
narrado, y aun para completar, ante los ojos del lector, lo que en la
realidad no se conoce íntegramente, o si se conoce, se cree o se pre-
fiere que hubiese ocurrido de otra manera. No estamos todavía, por

179
supuesto, en la tercera etapa evolutiva de la novela histórica, en que
lo histórico, después de estudiado y conocido de manera minuciosa,
es deformado intencionalmente por el novelista hasta límites ini-
maginables, que incluyen lo grotesco y lo totalmente fantasioso, todo
ello sin que los sucesos y los personajes pierdan su fisonomía en
un grado tal que no puedan ser reconocidos por el lector. Pero
en esta novela de Enrique Bernardo Núñez —tan lejos aún de
este último esquema, cuyo máximo exponente ha sido hasta hoy
Carlos Fuentes— hallamos un procedimiento que no corresponde
a ninguno de aquellos dos. Él, en efecto, altera esos modelos en
más de un sentido. En primer lugar, su novela no transcurre en el
pasado, sino en el presente del novelista. Sabemos que la acción nove-
lesca transcurre a mediados de la década del veinte, entre otras cosas
porque Leiziaga, preso en La Asunción por presunto contraban-
dista, graba en el muro del calabozo un nombre, Erocomay (es el
nombre indígena de Nila Cálice), y abajo el año: 1925. Hay, además,
otros datos que, si bien no precisan la fecha de los acontecimientos
en forma expresa, permiten deducirla.
Abundan, por otra parte, las referencias arqueológicas, que
imperceptiblemente van tendiendo un puente entre presente y pasado:

Antonio Cedeño rema lentamente. Es un hombre corpulento.


Su rostro recuerda el de los ídolos esculpidos en piedra que yacen
dispersos y enterrados. Toscos y deformes, pero que esconden
bajo su fealdad irónica el misterio de los orígenes, la remota y
deliciosa verdad (17).
Hombres casi desnudos repetían gestos ancestrales. Las velas se hin-
chan lozanas. Con una serenidad augusta lanzaban las redes (18).
Las costas de Margarita están llenas de cañones hundidos en la
arena, de castillos y fortines desmoronados. Lo mismo las costas
de Paria y de Cumaná y de Guayana y de las islas que trazan un
arco gigantesco en el Caribe. De Este a Poniente. Es todo lo que
resta de un gran imperio (81).

A lo anterior hay mucho que agregar. A poco de arrancar la


novela, el narrador hace referencia a la historia remota de la Con-
quista, y en concreto habla de las aventuras de Lope de Aguirre,

180
muy ligadas a la isla de Margarita no solo desde el punto de vista
histórico, sino también en relación con la mitología y el folclore,
hasta el punto de ser parte sustancial de su realidad vital. En este
pasaje, incluso, el narrador hace una inserción intertextual de una
antigua crónica sobre el famoso personaje (9-10). Esta misma téc-
nica de la intertextualidad fue utilizada en otros pasajes por En-
rique Bernardo Núñez, mucho antes, por supuesto, de que Julia
Kristeva, basada en ciertos señalamientos de Mijail Bajtin, for-
mulara sus teorías acerca de ella, después glosadas y ampliadas
por Severo Sarduy. Hay en Cubagua, en efecto, una cita textual,
pongamos por caso, del Viaje a la parte oriental de Tierra Firme en
la América Meridional, de Francisco Depons, y otras no textuales,
identificadas como del mismo autor. Por otra parte, a lo largo de
la novela va encontrando el lector alusiones y referencias directas
a la historia pretérita de Cubagua y de la Margarita, muchas de
las cuales recuerdan a más de uno de los cronistas de Indias. Una
atenta revisión de ellas permitiría detectar las fuentes concretas
de donde fueron tomadas. Son del tipo de las inserciones inter-
textuales que Sarduy llama reminiscencias. Pero hay que agregar
que el novelista incorpora estas referencias apelando a diversos re-
cursos, que contribuyen no poco a darle al texto la novedad de lo
moderno. Por ejemplo, casi todas las noticias sobre la historia de
Nueva Cádiz le son contadas a Leiziaga por fray Dionisio, quien
era un acucioso lector de las antiguas crónicas, e incluso escribía
sus propias anotaciones al margen de los libros que leía.
El empleo de tales recursos le permite al novelista esta-
blecer ciertas relaciones entre antiguos mitos universales y la mi-
tología americana. Todo el capítulo V, por ejemplo, está formado
por la inserción de un antiguo manuscrito presuntamente hallado
en la jefatura civil de La Asunción, perdido entre otros objetos
y bastante deteriorado. En él se narra la historia de Vocchi. Es
este otro de los pasajes en que con mayor maestría Núñez juega
con la ambigüedad. Vocchi es un curioso personaje semihumano
y semidivino, nacido en Lanka, la legendaria ciudad fundada por
el propio Visvakarman, quien según la mitología hindú reveló
a los hombres las ciencias de la arquitectura y la mecánica. Vocchi
fue además un espíritu aventurero que desde muy temprano viajó

181
mucho, atravesó la Mesopotamia, y llegó hasta Bactra y Samar-
canda, en Asia Central. Ansioso de conocer más, llegó muy lejos
en sus viajes, y en una ocasión fue apresado por los fenicios y re-
ducido a la esclavitud. Navegando por el mar, llevado como es-
clavo, una tormenta lo arrastró hasta un país desconocido, con
ciudades esplendorosas, grandes canales y máquinas asombrosas,
que incluso se remontaban por los aires. Allí es adorado como
un dios, y se le erigen templos y se le dedican rituales. Pero era un
mundo enloquecido por el comercio y la codicia. Había guerras.
De pronto aquel mundo corrompido recibe el castigo divino, en
la forma de una inundación universal. Todo es cubierto por las
aguas. Vocchi se salva en una isla. Cuando cesa el cataclismo
y las aguas comienzan su descenso, ve venir una extraña barca con
muchas velas, en la que iba otro hombre salvado del furor divino:
era Amalivaca, el taumaturgo de los indios que habitaban las ori-
llas del Orinoco. «En su inteligencia y en su poder reconocieron
que eran hermanos» (64). Navegando juntos, se adentraron por
una de las innumerables bocas de un gran río, donde encontraron
unos hombres que huían. Lo hicieron su pueblo. Desde entonces
estuvieron unidos mucho tiempo, y comenzaron de nuevo la vida
sobre la Tierra. Engendraron muchos hijos en las mujeres de aquel
pueblo. Hasta que Amalivaca decidió irse y encargó a Vocchi el
cuidado de aquella gente. Un día, Vocchi, nostálgico de su vida
primitiva, quiso retornar a su pueblo de origen. No encontró nada
de lo que buscaba. Supo entonces que, mientras tanto, «ciertos
navíos, buscando una ruta nueva para ir a las Indias, habían en-
contrado hacia Occidente unas tierras desconocidas» (65). Vocchi
decidió volver, pero ya era tarde. No solo porque los invasores ha-
bían logrado su propósito, sino también porque en su ausencia
había perdido sus poderes divinos:

Cuando Vocchi regresó, ya era tarde. Los vio por primera vez
a través de un bosque. Vestían horribles armaduras. Eran sucios,
groseros y malvados. En vano los dueños de la tierra quisieron
festejar el encuentro de los hermanos perdidos tanto tiempo. En
vano Vocchi, obligado a ocultarse, fue de asilo en asilo, entre
cavernas y arcabucos. Les perseguían, porque en virtud de su

182
naturaleza [los dioses] pierden todo poder al ser derribados de
sus altares, y los altares de Vocchi eran esas palmeras y samanes
en medio de bosques milenarios (66)4.

Este episodio, en apariencia desvinculado de la trama no-


velesca de Cubagua, marca no obstante una pauta importante en
relación con lo que antes hemos dicho, y complementa y amplía
la vinculación establecida por el novelista entre el pasado y el pre-
sente, y entre lo indígena americano y lo hispánico. La historia
de Vocchi, al entrecruzarse con la tradición indígena de nuestro
Amalivaca, lleva aquella vinculación aún más lejos, hasta darle un
ámbito universal.
Por último, la novedad apuntada, en cuanto a la adopción
por nuestro novelista de un esquema distinto en el tratamiento
e inserción de lo histórico dentro de lo ficticio, se robustece cuando
observamos que en esta novela no siempre el pasado histórico hasta
el presente se basa en episodios veraces, sino más bien en otras fic-
ciones del novelista, pero referidas a aquel pasado histórico. De nuevo
partimos del hecho de que en la novela histórica más o menos tra-
dicional, lo acostumbrado es que los hechos históricos —sucesos y per-
sonajes— sean veraces. Aquí no es necesariamente así. Desde luego
que se mencionan episodios y personajes históricos conocidos; pero
es frecuente que se trate también de episodios y personajes inven-
tados por el novelista y referidos al pasado histórico, aunque reales
en la medida en que encajan a la perfección con la realidad histórica
a la cual se remiten. De modo que, técnicamente hablando, en esta
novela hallamos no pocas veces la presencia de una doble ficción:
la ficción novelesca propiamente dicha, es decir, la constituida por los
personajes y las acciones que el autor inventa y coloca en su propio
tiempo, 1925; y la ficción histórica, es decir los episodios y personajes

4 Este tema, del encuentro entre dos seres, uno americano y otro de remota
procedencia, que sobreviven a la gran inundación —el diluvio universal, en
la tradición hebreo-cristiana—, reaparecerá años después en un cuento de
Alejo Carpentier, «Los elegidos», en el que, en efecto, Amalivaca es vi-
sitado en sus reinos del Orinoco por Noé, el Hombre de Sin, Deucalión
y demás seres míticos que sobrevivieron a la destrucción universal de las
aguas salidas de madre, con el encargo de volver a poblar la tierra.

183
que, aunque inventados también por el novelista, corresponden
fielmente a un pasado histórico más o menos remoto.
A lo anterior es preciso agregar que la novela, en general,
está concebida en función de una conciencia histórica muy clara. Lo
cual no debe sorprender, si se recuerda que el autor, sin ser pro-
piamente un historiador, trabajó, no obstante, con especial interés
y perspicacia la temática histórica dentro de su labor de ensayista,
antes y después de Cubagua. Esta conciencia histórica, por lo demás,
permite al autor reivindicar con bastante fortuna el derecho del
novelista a la interpretación de hechos históricos, sin que para ello
deba apegarse servilmente a los criterios interpretativos de los his-
toriadores. Fray Dionisio, incluso, llega a disentir expresamente
de opiniones asentadas con criterio de autoridad por historiadores
y cronistas. En el pasaje antes citado, en que el sacerdote cita el
famoso libro de Depons, se registra lo siguiente:

Depons habla de la extinción completa de los ostrales, lo cual


fue, según él, de gran beneficio para la agricultura. Fray Dionisio
mueve la cabeza en una afirmación burlona:
—Los placeres no se agotaron nunca. Cuando se empobre-
cían de un lado, se hallaba otra zona más rica. Es el mismo sis-
tema empleado hoy. Otras causas determinaron el abandono de
Cubagua (32-33).

Más adelante, el mismo fray Dionisio, que le ha relatado a


Leiziaga la historia completa de Cubagua, remata su relación con
estas palabras:

Nueva Cádiz fue sacudida por tormentas y terremotos, atacada


por los piratas y los caribes. Cuando cesó el tráfico de esclavos
los vecinos huyeron. No había ya quien llevase agua ni leña. La
ciudad quedó abandonada y el mar sepultó sus escombros. Qui-
sieron hacer una ciudad de piedra y apenas levantaron unas ruinas.
Cardones. La voz de fray Dionisio suena como un eco: Laus Deo.
—¿Has comprendido, Leiziaga, todo lo que ha pasado aquí?
¿Interpretas ahora este silencio? (53, énf. nuestro).

184
Al final, será el propio Leiziaga quien demuestre haber asi-
milado el pensamiento de fray Dionisio, al referirse a Cubagua
con una diáfana conciencia histórica. Es en un pasaje en que Lei-
ziaga refuta una pedantesca opinión del doctor Tiberio Mendoza,
quien se erige en representante del criterio académico. Leiziaga le
cuenta la fascinante aventura que para él significó su viaje a Cu-
bagua. Su interlocutor le responde con sorna, y entonces Leiziaga
se lanza a fondo:

—Esas son fantasías, querido amigo. Cubagua es una isla inha-


bitable. Lea a Depons, a Rojas, a los cronistas de Indias. Venga
a decirnos absurdos—. Y añadió con solemnidad—: Además,
además hay un alma indestructible de la raza:
—¿Pero cuál es el alma de la raza? —pregunta Leiziaga—. ¿Es
quizás la nostalgia, la gran tristeza del pueblo que se ignora a sí
mismo, o son almas superpuestas, vigilantes para que ninguna
cobre imperio sobre la otra? República, burocracia, todo les deja
indiferentes. El negro y el indio toman la guitarra en sus manos
del mismo modo que el rifle, cantan con una tristeza pueril
y viven sin conocerse o se matan entre sí. Bailes y canciones, luz,
palmeras, he ahí todo el sentimiento, el alma de la raza (82-83).

Quede claro que no pretendemos juzgar en uno u otro sen-


tido el valor de tesis, que sin duda tienen estas consideraciones
sobre la historia o sobre el valor social o filosófico de los hechos
que hacen el narrador o sus personajes, o aquel por boca de estos.
Lo que nos interesa señalar es la existencia de esos juicios, que re-
velan, como ya dijimos, por una parte la presencia de una conciencia
histórica cuya valoración no corresponde a este trabajo; y por la
otra, la asunción por el novelista de un derecho inalienable a rein-
terpretar la historia a su leal saber y entender, derecho que siempre
los historiadores han pretendido negar al autor de ficciones lite-
rarias, aun, y sobre todo, cuando las mismas se fundamentan en
épocas, sucesos o personajes históricos.

185
Cubagua:
En torno al mito y lo sagrado*
Douglas Bohórquez

La isla de Cubagua nos enseña este natural cambio claramente,


la cual aunque es estéril y pequeña, sin recurso de río ni de fuente,
sin árbol y sin rama para leña sino cardos y espinas solamente;
sus faltas enmendó naturaleza con una prosperísima riqueza.
Juan de Castellanos

L a «escritura» del mito y de lo sagrado es una vía de acceso


fundamental a Cubagua1 que nos permite comprender su con-
cepción estética y su aporte renovador en el contexto de la narra-
tiva venezolana. Una de sus raíces primigenias está en el mito
y en la noción y espacio de lo sagrado que este crea y proyecta.
Este trabajo poético del mito y de lo sagrado le otorga a Cubagua
una dimensión estética original que la diferencia de las tradicio-
nales «novelas de la tierra» en la medida en que la recuperación de
lo mítico-americano implica una crítica poética a las estructuras
y relaciones de poder que han regido los destinos del continente.
Desde el mito Cubagua hace una crítica de la Historia,
arraigándola en los «orígenes», en esa suerte de geología política
y semántica que se lee en la resistencia de los indígenas durante
la Conquista, en su cultura mágico-sagrada. Desde esta puesta en
escena ficcional de lo mítico indígena Cubagua reinventa, reinter-
preta, reescribe nuestro pasado y se proyecta sobre el futuro a través
de un renovador juego de planos narrativos y temporales. Nada

* Publicado en Escritura, memoria y utopía en Enrique Bernardo Núñez,


Caracas, Ediciones La Casa de Bello, 1990, pp. 45-55.
1 Cubagua, en Cubagua - La galera de Tiberio, La Habana, Casa de las Amé-
ricas, 1987.

187
escapa en Cubagua al mito y a su ámbito de lo sagrado: personajes,
sus funciones o acciones narrativas, el paisaje de la isla misma
a ratos transfigurado en ritos, danzas, celebraciones, en poesía,
encarnan significaciones míticas.
Vocchi, Erocomay, Arimuy, Amalivaca, Thenocas son al-
gunas nominaciones de esta presencia narrativa del mito y de lo
sagrado a partir de los que se describe poéticamente la fundación de
Cubagua, la llegada de los españoles y la guerra, el etnocidio2. Pero
también Leiziaga, Henry Stakelun o el Dr. Figueiras simbolizan en
forma enmascarada, en el reverso de sus actuaciones, esta figuración
reiterativa y circular del mito. De una sacralidad y una mitología
que se inscribe en cada trazo de la «escritura» de Cubagua.
Las cosechas, la guerra, el amor, las relaciones interperso-
najes, las fiestas y danzas, el día, la noche, la muerte, todo participa
en este texto de ese orden secreto, misterioso y ritual de lo sagrado.

La noche se acerca en el rumor del maíz mezclado a las can-


ciones maternales y en esos bálsamos misteriosos vertidos en los
caminos. El maíz, planta sagrada como el tabaco y el moriche,
merece el amor de los hombres. Las auroras están cargadas de
flores y las tardes dan sus estrellas. Entonces, en los patios ro-
deados de fosos arden las danzas, los areítos en que se refiere la
historia al son de flautas y atabales (48).

El universo mítico a partir del cual se expande lo mágico-


sagrado y que define o caracteriza la cultura indígena en el texto
se diferencia así del mundo «civilizado» del blanco, marcado por la
violencia, por lo profano, orientado a partir del momento mismo

2 «La destrucción de las civilizaciones —dice Jaulin— lo que quizás imper-


fectamente define el término de etnocidio es evidentemente la instauración
de un “proceso” de destrucción de civilizaciones. Este “proceso” sin duda
designa un “organismo” orientado, si no hacia su muerte a largo plazo, en
todo caso y por definición, hacia la muerte de los demás a corto o mediano
plazo». Robert Jaulin, La descivilización. Política y práctica del etnocidio,
México, Nueva Imagen, 1979, trad. Federico Sánchez Ventura, pp. 11-12.

188
de la Conquista a la asimilación religiosa y a la reducción bélica,
genocida y etnocida de las etnias indígenas3.
A la cosmovisión mítico-mágica indígena, sujeta a un orden
sagrado, Cubagua opone la concepción racionalista, dominadora
y pragmática del blanco que emerge a partir de la Conquista y de
cuyas relaciones de poder se deriva un orden de violencia y de des-
trucción, de saqueo institucionalizado. Pero el mito no está usado en
función de una denuncia directa sino que es explorado y utili­zado
intertextualmente, por una ficción que busca nuevas posibilidades
dialógicas y formales a través de la interrelación de lenguajes y de
la puesta en escena de inéditos procedimientos técnicos como la
dislocación tempo-espacial y el juego y yuxtaposición de planos
narrativos y temporales.
Para Enrique Bernardo Núñez la «escritura» del mito es tam-
bién potens (en el sentido de Lezama: posibilidad infinita, poesía)
y diálogo de lenguajes, palabra ambigua en la que se duplica y relativiza
el universo. Cubagua explora este dialogismo y heterología, par-
tiendo precisamente de las posibilidades poéticas del mito, de sus
estructuras de significación afines a las de la poesía. Los personajes
viven y actúan ese desdoblamiento que les otorga el mito, una cierta
duplicidad de otra historia, arraigada en los tiempos de la fundación,
del origen, en la memoria colectiva, que corre paralela y/o yuxta-
puesta al discurso narrativo de la novela. Un trasfondo de otredad,

3 Cronistas e historiadores han señalado como, para los españoles que rea-
lizaron la Conquista, Cubagua significó la realización de ese sueño o mito
de un «paraíso» de riquezas, de un «dorado», de una «isla del tesoro». Así
Arístides Rojas, un escritor tan querido por Núñez (Cf. Enrique Bernardo
Núñez, «Arístides Rojas-Anticuario del Nuevo Mundo» en Escritores ve-
nezolanos, Mérida, Universidad de Los Andes, 1974, pp. 19-69) ha podido
indicar que «La primera isla que regala sus dones al Viejo Mundo es Cu-
bagua. Allí Ortal, Cedeño, Berrío, Benzoni, Raleigh y los exploradores
del Dorado…». (En A. Rojas, Humboldtianas, Caracas, Ministerio de
Educación-Ipasme, 1984, t. I, p. 82). Y Pardo ha escrito más tarde como
en Cubagua «Todo en verdad es estupendo, inverosímil, rayano en lo fa-
buloso... Se juega el dinero, se juegan las perlas, se juegan los esclavos.
En los esclavos mozos desahogan los cubagüenses sus apetitos…». Isaac J.
Pardo, «Imagen de Venezuela en el siglo XVI», en Esta Tierra de Gracia,
2.a ed., Caracas, Ministerio de Educación, 1965, pp. 70-71.

189
de miedos y angustias ancestrales, de vida fantasmal, parpadea en
la intrahistoria que los constituye, en la que se desenvuelven, desde la
que tanto se nos asemeja a los personajes también míticos de Rulfo4.
Cubagua nos comunica con ese «otro mundo» de miedos, de
terror sagrado, de muerte que corre por debajo de las crueldades,
posesiones, violencia, que instaura la Conquista y que genera la at-
mósfera, el clima de una suerte de escritura mítica del «otro». Ese
otro enigmático, misterioso, oscilante entre la vida y la muerte, en
una suerte de umbral de esta y que está detrás de cada personaje,
sostenido por un fondo de abyección, de ambigüedad y de sacra-
lidad5. La vida de Leiziaga como la de Cubagua, está marcada por

4 Rulfo ha señalado en este orden de ideas «El mito antecede a la historia


y ha echado raíces muy hondas en la mentalidad de la gente: el indio se
lo transmitió al mestizo y al blanco, o sea, al criollo. Cuando la mitología
se mezcla con la realidad, surge un mundo fantástico y es precisamente
en un mundo así donde viven los indios. Así pues, como se ve, no es una
simple fantasía, sino sencillamente su mundo en que viven: una amalgama
de creencias, mitos, magia. Un mundo real y a la vez mágico. Los escritores
han captado, han percibido ese vínculo elemental que hay entre la realidad
y la magia. Es más, hasta lo presentan; y es ahí justamente de donde de-
riva el nombre de “realismo mágico”». (En «Juan Rulfo y el realismo má-
gico», entrevista a Juan Rulfo por Román Samsel, Revista Plural 157,
p. 30). Rafael Alfonzo ha señalado por su parte que en efecto «Cubagua
puede emparentarse con otra obra maestra de la literatura latino­americana,
Pedro Páramo, de Juan Rulfo, publicada 25 años después, por eso de la convi-
vencia de vivos y muertos en la enigmática soledad de Cubagua. De allí que
Enrique Bernardo Núñez y Rulfo desentrañan el ámbito misterioso, tam-
bién enigmático, de Latinoamérica; alumbran ese lado oscuro de nuestro
lenguaje; el murmullo de los muertos, el sueño de nuestros antepasados».
Rafael Alfonzo, «La ilusión de una escritura perfecta», opiniones sobre
Cubagua en El Papel Literario, El Nacional, Caracas, 30 de agosto de 1987.
5 Miliani subraya este rasgo de desdoblamiento en personajes como Pedro Cá-
lice y Nila Cálice. «El negrero esclavista Pedro Cálice es cazador de indios,
pero se desdobla en personificación del mito de Amalivaca, el dios viajero. […]
Allí están igualmente los mitos lunares de Selene o los de la virginidad vene-
rada en una Diana clásica que se transmuta en virgen prostituida en las univer-
sidades yanquis: Nila Cálice, expresión de la mitología indígena orinoquense,
actualizada en los nuevos mitos de la mujer cultivada en los estudios que ha
realizado en la metrópoli de hoy». Domingo Miliani, Prólogo a Cubagua -
La galera de Tiberio, La Habana, Casa de Las Américas, 1978, p. XXIII.

190
esta persecución de un pasado terrible, secreto, sombrío, habitado
de extrañas gravitaciones, de ecos y murmuraciones sagradas,
procedentes de «otro ámbito», de un otro lado u orilla del tiempo.

[Leiziaga] Examinó el piso de tierra mezclada con polvo de madre-


perlas. Sacudió los eslabones sujetos a los muros. Al cabo advirtió
un pesado anillo a la altura de un hombre y lo asió con fuerza
tratando de removerlo. Entonces la pared cedió obediente a un
mecanismo y se abrieron ante él las catacumbas de Cubagua.
Sombra, misterio, silencio. El aire espeso, húmedo, le hizo re-
troceder, un ligero silbido recorrió las tinieblas, algo vago, ondu-
loso, brillante. Unos pájaros huyeron asustados dando chillidos
feroces (77-78).

Esta pluralidad significante del mito, de lo ritual, de lo oral,


estructuran un espacio colectivo de lo sagrado, una memoria mí-
tica de la fundación, de unos orígenes que en Cubagua siempre
asedian, a los que siempre se regresa, localizados en un tiempo
anterior a la cronología, a la sucesión lineal, histórica, que instaura
la Conquista.
Los personajes viven, actúan, se desplazan en función de esta
memoria mítica, colectiva. Parecen fragmentos en los que se en-
carna su secreto y su destino, su maldición y su prodigio. La Isla es
tiempo, tierra de tiempos, utopía venida del pasado. Una memoria
sagrada que hace de la naturaleza una ceremonia, una constante ce-
lebración ritual para conjurar la civilización del progreso, la ciencia
y la «técnica» del blanco invasor.
El tiempo mítico es, pues, el de esta otra memoria sagrada, el
de una excavación hacia atrás, de una periodicidad recurrente, re-
gresiva. Su figura emblemática será entonces el círculo, yuxtapuesto
a este discurso de un tiempo histórico que se inicia a partir de la
Conquista, caracterizada por la afanosa búsqueda de riquezas ma-
teriales: oro, perlas, o su variante moderna, petróleo. Un tiempo
ya no sagrado sino profano, generado de unas relaciones de poder
coloniales e imperialistas, enmarcadas en la violencia.
Entre estos tiempos y espacios sagrados y profanos existen
irrupciones, pasadizos, secretas comunicaciones que crean el

191
clima de lo ambiguo, de la sugerencia, de lo no-delimitado, propio
de esta «escritura mítica» de Cubagua. Leiziaga tiene su otra ver-
sión en Lampugnano6 así como Cedeño, Miguel Ocampo, Pedro
Cálice o el mismo fray Dionisio se emparentan y se contaminan
del tráfago, de la oscura genealogía de la Conquista.
De igual modo, tanto Nila Cálice como Leiziaga están atra-
vesados por esa extraña presencia del mito, imantados por una
tierra y por un tiempo sagrado, a cuya condenación no pueden es-
capar. A propósito de Leiziaga y su desdoblamiento en Lampu­
gnano se nos dice, en una «escritura» que subraya la fantasmagoría
y la perversa singularidad del personaje.

En el fondo de su ser se asomaba aquel rostro humilde traspasán-


dole con sus ojos herméticos. Nila. Cubagua. Movido del mismo
impulso que le hacía pensar todo en confusión, a un tiempo, se
puso trazar con la hebilla de su faja en la pátina de los muros
aquel nombre: Erocomay. Y abajo la fecha: 1925.
El sol hostiga. Los valles, los cardones, las palmeras se cubren de un
vapor cálido. Sobre la ciudad pasan las horas de bochorno, lentas,
agobiadoras. Ahí, sentado frente a él, hay un hombre pálido que
sonríe plácidamente ¿Lampugnano? ¿Es Lampugnano? (92-93).

Tiempo circular y memoria mítica son así dos vertientes de


esta misma sacralidad que erige a la Isla, Cubagua, en «omphalos»,
en centro del mundo, «abierto hacia lo alto» como diría Eliade7.

6 De ese personaje misterioso que es Lampugnano, oscilante entre la ficción


y la historia, nos da cuenta Benzoni al señalar que fue autorizado por la
Corona española para llevar a Cubagua una especie de rastrillo «con el cual
en cualquier parte de la mar donde fuera usado, todas o casi todas las perlas
eran recogidas». Jerónimo Benzoni, Historia del Nuevo Mundo en Descubri-
miento y Conquista de Venezuela, Textos históricos contemporáneos y docu-
mentos fundamentales, Caracas, Academia Nacional de la Historia, 1962,
p. 20.
7 Para Eliade: «Vivir junto a un centro del mundo equivale, en suma, a vivir
en la mayor proximidad posible de los dioses». (Mircea Eliade, Lo sagrado
y lo profano, Madrid, Guadarrama, 1973, p. 81). Igualmente el centro es
«la zona de lo sagrado por excelencia, la de la realidad absoluta (Árboles de

192
Cubagua, la Isla, es así origen, confluencia y proyecto del «Paraíso»,
pero también su pérdida, su maldición. La «escritura mítica» de
Cubagua refleja esa imposibilidad y nostalgia de la perfección que
entraña el mito de la Isla como centro privilegiado, encantado,
como Paraíso.
Y es precisamente en virtud del mito, de una poetización
que penetra y recupera lo sagrado de un tiempo primordial como
Cubagua nos revela esta noción y sentido de otredad que es tam-
bién metáfora de un sueño y de una carencia de ser, y este sentido
de la otredad y de lo sagrado está también en el paisaje: «El color
es la magia de la isla» (3) nos dice Henry Stakelun, gerente de la
compañía que, a pesar de representar o significar la noción de «pro-
greso», los intereses económicos de compañías transnacionales,
percibe el encanto, la magia, la fascinación de una naturaleza que
pareciera perpetuar lo sagrado y atrapar en su ámbito.
El tiempo se marca, hace su proceso en un paisaje que deja
notar la tensión entre lo sagrado y lo profano, lo indígena y lo es-
pañol. El paisaje no solo es decorado, se integra y proyecta el espí-
ritu vital y mítico-sagrado indígena. Respira el aliento de los ritos,
danzas, ceremonias sagradas a la par que experimenta la presencia
envilecedora del español conquistador. La descripción poética pa-
rece subrayar la luminosidad, la pureza, el rasgo mágico o maravi-
lloso de la naturaleza. Tapias blancas de corrales ornamentados de
plátanos en La Asunción, sierras y labranzas, huertas, matapalos
de copas maravillosas, un cielo «siempre azul y brillante» (5).
Abandono y rutina del tiempo, de la vejez de las casas
y edificaciones coloniales contrastan con la belleza, verdor y es-
pontaneidad de las huertas, de la tierra de lo rural. En Cubagua
se escribe esta poesía, esta magia de la transparencia, de la pureza
del aire, un tanto contrastante con el proceso civilizatorio, degra-
dante, de estas cualidades naturales, iniciado por la Conquista.
A lo largo de la historia que cuenta Cubagua se manifiesta
esta oposición entre un pensamiento mítico que narra los orígenes,

vida y de la Inmortalidad, Fuente de Juvencia, etc.) se hallan igualmente


en un centro». El mito del eterno retorno, Barcelona, Alianza Emecé, 1985,
p. 25.

193
regresivo, ahistórico y un pensamiento histórico, fundado en una
suerte de razón científica y tecnológica, derivado de la Conquista8
y que ve la Isla, Cubagua, en función de la explotación de sus
riquezas perlíferas mineras. Una conversación entre Leiziaga, el
coronel Rojas, el Dr. Figueiras, Stakelun, representantes del poder
y de la ciencia «occidentales» gira en torno a estas posibilidades de
progreso para la isla.

Leiziaga volvió a sentarse, montó los pies sobre la mesa cargada


de botellas y vasos.
—Siempre he acariciado grandes proyectos: empresas ferrovia-
rias, compañías navieras o vastas colonizaciones en los márgenes
de nuestros ríos; pero si logro una concesión de esa naturaleza
la traspaso en seguida a una compañía extranjera y me marcho
a Europa (10).

Sueño, mito, razón, son lenguajes de esta interrelación dialó-


gica, de este conflicto de voces en que se hace el proceso textual de
Cubagua. Un proceso textual, una «escritura» que marca los desga-
rramientos y crisis de nuestra cultura, de nuestra civilización a través
de sus dislocaciones y juegos sintácticos y tempo-espaciales. Para
Enrique Bernardo Núñez, Cubagua, la Isla, es la América oscura,
innominada, una suerte de desprendimiento marginal e híbrido,
heterogéneo de la civilización occidental. Esta heterogeneidad y
no-lugar, lo recupera y transfigura Núñez a través de la poetización
del mito y de otras prácticas significantes, en una «escritura» ori-
ginal y de una extraordinaria fuerza y belleza renovadoras. El mito,

8 Todorov señala como en el caso de la conquista mexicana la compren-


sión de la realidad americana no significó un reconocimiento y respeto del
modo de ser del indígena sino por el contrario la destrucción despiadada
a través de la guerra, los trabajos forzados, la esclavitud, los maltratos.
Igualmente señala Todorov que a partir de la Conquista, Europa Occi-
dental se esforzó, en asimilar al otro, en hacer desaparecer la alteridad
exterior: «Son mode de vie et ses valeurs se sont répandues sur le monde
entier; comme le voulait Colon, les colonisés ont adopté nos coutumes et
se sont habillés». Tzvetan Todorov, La Conquête de L’ Amérique. La question
de l’autre, París, Seuil, 1982, pp. 139-251.

194
la leyenda, el sueño, la poesía, la crónica dicen en Cubagua lo que la
Historia ha silenciado9.
Para el mito en su proyección sagrada como misterio, como
otredad, Cubagua, la Isla es un universo en «revelación» con
lo cual se enfrenta al universo de la ratio, de la técnica, del progreso
omnipotente que se significa en personajes como Stakelun, Lei-
ziaga, Joseph Johnston, Camilo Zaldarriaga, y en instituciones,
y objetos del poder imperial como la compañía, las máquinas, los
buques modernos.
En Cubagua —insistimos— están en tensión, en conflicto,
estos diversos lenguajes, tiempos, ideologías, realidades, armán-
dose en una bella y extraña interrogación estética que indaga
desde el pasado nuestro futuro10. Suerte de cosmovisión, en Cu-
bagua lo sagrado es el eje en torno al cual giran o se yuxtaponen
los otros tiempos y lenguajes que la diégesis suscita. Tiempo de
la fundación de lo sagrado es el espacio de la cultura indígena,

9 Para Carlos Fuentes la universalidad de nuestra narrativa contemporánea


y su modernidad se derivan en buena medida de la conquista de un nuevo
lenguaje en el que intervienen de un modo fundamental nuestros mitos re-
gionales: «Continente de textos sagrados, Latinoamérica se siente urgida de
una profanación que dé voz a cuatro siglos de lenguaje secuestrado, de mar-
ginal, desconocidos… Los latinoamericanos —diría ampliando un acierto
de Octavio Paz— son hoy contemporáneos de todos los hombres, y pueden,
contradictoria, justa y hasta trágicamente ser universales escribiendo con
el lenguaje de los hombres de Perú, Argentina o México. Porque vencida
la universalidad ficticia de ciertas razas, ciertas clases, ciertas banderas,
ciertas naciones, el escritor y el hombre advierten su común generación de
las estructuras universales del lenguaje». La nueva novela hispanoamericana,
5.a ed., México, Joaquín Mortiz, 1976, pp. 20-35.
10 Un futuro —como se ha visto— marcado, deformado, regido por las rela-
ciones de poder, por ese «progreso» que instaura la Conquista: «En Amé-
rica Latina, como en el conjunto de los países del Occidente cristiano, la
idea de progreso es el último avatar, laicizado, de la escatología judeo-
cristiana y esto es muy natural, puesto que los fundadores de las naciones
modernas de América Latina, conquistadores y misioneros, católicos, se
designaban ellos mismos como cristianos, antes que como españoles».
Jaques Lafaye, Mesías, cruzadas, utopías. El judeocristianismo en las socie-
dades ibéricas, México, Fondo de Cultura Económica, 1984, trad. Juan José
Utrilla, p. 198.

195
de sus mitos y expresiones rituales, de sus ceremonias y celebra-
ciones dancísticas, religiosas. Es el tiempo y el espacio vitales de
Nila Cálice, Ratana11, Erocomay, Rimarima, Vocchi, Amalivaca,
es el hábitat de una flora, de una fauna marinas que a ratos ad-
quieren intensas tonalidades poéticas, oníricas, cuasi fantásticas.
La referencia a ese tiempo y espacio cosmogónicos, origi-
nales, es constante puesto que Cubagua tuvo su origen en lo sa-
grado, nombrada en ese auténtico sistema de interpretación de la
naturaleza y de la vida que es el mito. Es el tiempo de los piaches,
de una sabiduría anterior a la Historia, a la escritura12.
Un tiempo de lo sagrado cíclico, al que se ha superpuesto,
condenándolos, fracturando su armonía, otro tiempo de muertes,
de violencia y desesperados deseos de riquezas.

En otro tiempo —piensa [Leiziaga]— existía aquí una raza dis-


tinta. Sacaban perlas, tendían sus redes, consultaban los piaches
[…] Después llegaron descubridores, piratas, vendedores de es-
clavos. […] Los piaches huyeron, se levantaron poblaciones, la
tierra pasó a otras manos, Ahora un denso silencio se desprende
de las cimas. Todo aquello ha pasado en un tiempo demasiado
fugitivo, como el que comienza ahora (16).

Esta fragmentación y yuxtaposición de un tiempo sagrado


y un tiempo profano, esa ruptura de la armonía y la consecuente
lucha de contrarios en un orden que se vuelve recurrente con-
forman esta poética del descenso, del viaje a un centro mítico
y medular que es Cubagua, puerta de acceso a ese «secreto de la
tierra» en torno al cual gira la estructura mítica del texto. Así Cu-
bagua en su proceso estético-formal va a estar subterráneamente
regida por la desintegración y fragmentación misma del mito, y
por su consecuente derivación y organización en escritura poética.

11 Ángel Vilanova, en el artículo incluido en este volumen, señala «Ratana»,


más bien, como una «mata medicinal». (N. del. C.)
12 Lévi-Strauss señala que «un mito se refiere siempre a acontecimientos pa-
sados: “antes de la creación del mundo” o “durante las primeras edades”
o en todo caso “hace mucho tiempo”». Claude Lévi-Strauss, Antropología
estructural, 6.a ed., Buenos Aires, Ed. Universitaria, 1976, t. I, p. 189.

196
Descenso a los infiernos o mito del paraíso Cubagua es
siempre esta isla, este centro sagrado a partir del cual se elabora la
estructura mítica del «viaje». Leiziaga viaja a Cubagua por orden
del Ministerio de Fomento para «inspeccionar» la zona de perlas de
Cubagua (22). Acompañado de Teófilo Ortega, buzo, Leiziaga
parte a Cubagua, bajo un clima de ecos, leyendas, presagios, pensa-
mientos o insinuaciones interiores. Será «guiado» por fray Dionisio
de la Soledad, extraño personaje, en el que se alían lo sagrado y lo
profano, conocedor de secretos y misteriosos códigos de Cubagua.

El corazón de Leiziaga da un salto y su alegría es apenas compa-


rable al disimulo de Colón cuando vio allí mismo las indias ador-
nados de perlas… Les arrojaron un plato de Valencia y ellas dieron
todas las perlas. Avanzaban en la celeste alegría de la luz, con mo-
vimientos que recordaban sus danzas. Si eran bellas lo decían sus
espejos de nácar y aquel mar donde se agrupaban desnudas (25).

Este «viaje» es de algún modo, la explotación a ratos oní-


rica, a ratos poética, de una cierta geología mítica que subyace en
esta historia no revelada por la historiografía, por los estudios his-
tóricos tradicionales. De este modo, el mito, en tanto que forma
o estructura de lenguaje se compromete en Cubagua en la búsqueda
discursiva de una ficción plural que muestre nuevas zonas o estratos
de esa identidad heterogénea, de ese «secreto de la tierra» que tanto
persiguió Enrique Bernardo Núñez. Viaje que es todo un buceo en
el fondo de una lengua plural, diversa, heterológica, para encontrar
una escritura en la que resplandezca nuestra profundidad.
Este es el trabajo estético, literario, de Núñez: excavar a través
de los planos circulares del mito, la leyenda, la historia oral, los re-
latos fantasmales de viajes, de aparecidos, las descripciones etnográ-
ficas y geográficas de antiguos pueblos y habitantes para construir
un extraño espacio literario de vértigo y de fulgor, una mirada al
abismo de nuestra heterogénea identidad cultural.
Cubagua es esta «escritura» que partiendo del mito, de la le-
yenda en torno a esta extraña región, la isla de Cubagua, trasciende
lo local para alcanzar la dimensión de una metáfora continental. De
este modo Cubagua deviene la metáfora mítica de una Latinoamérica

197
oscura y profunda, marina y nocturna, onírica y diurna, luminosa,
que no había sido explotada en esta plural y compleja perspectiva
por la literatura venezolana.
El mito y su proyección poética13 en un espacio de lo sagrado
pasa por el proceso de una confrontación y diálogo de textos que
perfila en Cubagua nuestra especificidad y diferencia cultural. Son
estas voces, estos lenguajes secularmente rechazados porque ha-
blan el discurso de una violencia de poder, de unos fantasmas que
no hemos podido vencer, que nos doblegan desde la llegada del
famoso Almirante Colón, cuya extraviada visión aún perturba14.
Es el trasmundo de los mitos, de las leyendas, de los relatos
orales, de los sueños y quimeras de los viejos cronistas de Indias,
lo que le interesa a Núñez explorar y a través de la reescritura de
estos textos, reconstruir todo un imaginario, y una memoria mí-
tico-poética, social, del continente. Hay en Cubagua un proceso
de escritura, un sistema de transformaciones, de operaciones de

13 Lévi-Strauss subraya unas diferencias, que nos parece pertinente indicar,


entre mito y poesía, en la medida en que el trabajo literario de Núñez en
Cubagua se desplaza en estos límites: «La poesía es una forma de lenguaje
extremadamente difícil de traducir en una lengua extranjera, y toda tra-
ducción extraña múltiples deformaciones. El valor del mito, por el con-
trario, persiste a despecho de la peor traducción... La sustancia del mito no
se la encuentra en el estilo ni en el modo de narración, ni en la sintaxis, sino
en la “Historia” relatada. El mito es lenguaje, pero lenguaje que opera en un
nivel muy elevado y cuyo sentido logra “despegar” si cabe usar una imagen
aeronáutica del fundamento lingüístico sobre el cual había comenzado
a deslizarse». Lévi-Strauss, ob. cit., p. 190.
14 «Las mujeres color de bronce iban adornadas de perlas. Los hombres lle-
vaban arcos y flechas. Todos eran apuestos y gentiles, y así los describe el
Almirante a los reyes de Castilla y de León. Los naturales les ofrecieron
frutas, vinos y gemas. Surgieron luego ante las islas espumosas, irisadas
de nácar. Unos buzos se arrojaban al mar. Estaban, pues, ante una tierra
desconocida; pero sabían por aquellos signos que era rica y hospitalaria.
[…] Se cree percibir cosas que existen o han existido. Algo que escapa
a nuestros sentidos. En fin, eso que los conquistadores, cuando sentían tur-
bada su alma en medio de las soledades, llamaban el secreto de la tierra».
Núñez, «La tierra roja y cándida», en La tierra roja y heroica. Ensayos
escogidos, Caracas, Monte Ávila Editores, 1971, selección O. Larrazábal
Henríquez, pp. 118-119.

198
lenguajes que implica la reflexión, relectura, reelaboración escrita,
de toda una tradición cultural, histórica, literaria de viejos códices
y códigos de significación, de los que procede el tono o acento mágico
de su realismo.

En aquel tiempo pasaban hechos prodigiosos. La luna tenía siete


halos trágicos. Los cemíes no acudían a la cita de los piaches.
La llanura abría su ojo inmenso, amarilloso, al sentir aquel vér-
tigo. Los barrancos estaban erizados de picas. Había hambre en
la tierra. Por todas partes se escuchaban lamentos. El mar estaba
rojo, rojo. Pero hay otros signos. A la luz de los astros, los árboles
de los caminos mudos tanto tiempo han dicho…15.

Cubagua resulta así, la recreación imaginaria, mítica y poé-


tica de una naturaleza, la Isla, que se hace figura y utopía, diálogo
y alteridad del sentido16. Su realismo no está fundado en un reflejo
directo de la realidad física o social sino en un proceso textual de
transformaciones de lenguajes, entre los que el mito, por su pro-
yección de lo sagrado, por su referencia a los orígenes, ocupa un es-
pacio fundamental. Un realismo elusivo, sugerente, poético, que
reinventa la luz y la noche de las islas, del trópico, de ese sublime y
nostálgico animal caribe que es América. Un realismo que desde
esta extraña región, del mito, de la magia, de lo sagrado, nos pone en
comunión con el universo.

15 Cubagua, p. 74.
16 La significación del mito —dice Barthes— «está construida por un tipo
de torniquete incesante que alterna el sentido del significante y su forma,
un lenguaje objeto y un metalenguaje, una conciencia puramente imagi-
nativa; esta alternancia es en cierta forma, recogida por el concepto que
se sirve de ella como un significante ambiguo, a la vez intelectivo e ima-
ginario, arbitrario y natural». Roland Barthes en R. Barthes y G. Sebag,
Del mito a la ciencia (Mythologies), Caracas, Faces-UCV, 1972, trad. Jean-
nete Abouhamad, p. 23. Por otra parte tal como lo ha indicado González
Echeverría a propósito del realismo mágico y de Carpentier: «Toda magia,
toda maravilla, supone una alteración del orden, una alteridad, supone al
otro, al mundo que nos mira desde la orilla opuesta», Roberto González
Echeverría, «Isla a su vuelo fugitiva», en Revista Iberoamericana XL (86),
Pittsburgh, enero-marzo, 1974, pp. 9-39.

199
Cubagua y la fundación de la
novela venezolana estéticamente
contemporánea*
Gustavo Luis Carrera

E n la indagación del proceso de desarrollo de la novela ve-


nezolana se impone la necesidad de aproximarse a la deter-
minación de un punto de partida —o más bien de una etapa de
gestación y de inicio— de la que puede llamarse novela estéti­
camente contemporánea. Por corresponder a un período particular-
mente complejo y elusivo, con frecuencia omitido como categoría
específica al ser incluido en la amplia y nada rigurosa denomina-
ción de «época actual» o de «período de los últimos años», y por
encerrar el mayor interés para la comprensión de la novela que
llega hasta nuestros días, el tratamiento del tema adquiere especial
importancia y marcada condición atractiva. De este modo, sean
esas esencias significativas —importancia y atracción— la justifi-
cación del intento de acercamiento al asunto en cuestión, que nos
hemos propuesto en esta oportunidad, a la luz de los antecedentes
de la novela estéticamente contemporánea, de los comienzos de
ella misma y de la consideración específica, dentro de ese marco
de signos transformadores, de la novela Cubagua, del historiador
y novelista valenciano Enrique Bernardo Núñez.

* Publicado en Revista Iberoamericana LX (167), 1994, pp. 451-456.

201
Antecedentes

La búsqueda investigativa nos lleva a considerar que la novela ve-


nezolana contemporánea, en propiedad del término, encuentra sus
antecedentes en los cuarenta años que median entre la última dé-
cada del siglo XIX y las tres primeras del siglo XX. En este corte
horizontal de la continuidad histórica de la novela venezolana,
podemos distinguir dos períodos bien diferenciados, aunque, a fin
de cuentas no sean más que estadios de una misma dinámica evo-
lutiva. La diferenciación la establecemos a partir de aspectos ex-
presivos o estilísticos y estructurales o de composición; y mucho
menos en cuanto al campo temático y al tratamiento ideológico.
La enumeración de los antecedentes a que aludimos, puede
presentarse del modo que exponemos a continuación. En una pri-
mera etapa, de señales para el cambio, se encuentra la novela deca-
dentista, con exponentes como La tristeza voluptuosa, de 1899, de
Pedro César Dominici y El desarraigado, de 1907, de Pablo J. Gue-
rrero. Asimismo, la novela política con muestras como Todo un
pueblo, de 1899, de Miguel Eduardo Pardo y El Cabito, de Pío Gil,
seudónimo de Pedro María Morantes. Todo ello al mismo tiempo
que se impulsa la vigorosa corriente de la novela regional refor-
mista, con obras tan destacadas como Peonía, de 1890, de Manuel
Vicente Romerogarcía y En este país…!, de 1916-1920, de Luis
Manuel Urbaneja Achelpohl. Una segunda etapa de anteceden­tes
estará representada por la evolución sustancial de cada una de las mo­
dalidades o tendencias diferenciadas. Así podemos señalar que la
novela decadentista deriva hacia lo sicológico y autobiográfico sim-
bólico con Ifigenia de 1924, de Teresa de la Parra, la novela po-
lítica desarrolla sobre todo la línea de Miguel Eduardo Pardo
con la denuncia totalizadora de Rufino Blanco Fombona desde
1914, con El hombre de oro, y, con particular fuerza y modernidad,
en los cuadros satíricos documentales de José Rafael Pocaterra,
a partir de 1913, con Política feminista; y, de otra parte, la novela
regional reformista culminará con el mural político, social, sico-
lógico y costumbrista de Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos, que
llega al público en 1929.

202
Un punto de partida

Preservando la significación de las tendencias y de las obras mencio-


nadas, así como otras semejantes que ellas ejemplarizan y cuyos nom-
bres son indispensables en un estudio más detenido, podemos decir
que a estas alturas de nuestro rápido señalamiento, ya hemos llegado
al punto de partida de la novela venezolana estéticamente con-
temporánea. Veamos los aspectos esenciales de esta perspectiva.
No es nuestra intención entrar aquí en la inagotable discusión
acerca del concepto de lo contemporáneo, pero no podemos dejar
de acercarnos, en alguna forma, al tema, ya que de él nos hemos ser-
vido en el propio título y, desde luego, en el sentido central de estas
consideraciones analíticas. Diremos, entonces, que entendemos lo
contemporáneo como lo propio de una época caracterizada como
unidad sistemática no solo en el tiempo sino también en la sensi-
bilidad y en el gusto. Es decir, a diferencia del amplio criterio tem-
poral con que los historiadores hablan de la época contemporánea,
nosotros conceptuamos como lo contemporáneo lo perteneciente
a un restringido período histórico, que es el que llamamos «nuestro
tiempo» o «nuestros días»; pero donde esta restricción como lapso
fija sus límites de acuerdo a la coherencia que le dan la unidad es-
tética e ideológica, definida como sistema coherente y sobre todo
convincente. Todo esto vendría a traducirse en la siguiente afirma-
ción: en literatura, como en arte en general, lo contemporáneo es
lo que naturalmente se inscribe en el gusto estético y en la expec-
tativa ideológica que viven, como cosa propia, en los creadores y los
consumidores de un período. Esta adecuación, esta comunión es-
tética, es la que permite que el camino literario entre el emisor y el
receptor sea una ruta de encuentro y no de disidencia.
Si aceptamos el planteamiento anterior, al menos en cuanto
a su validez formulativa, deberemos aceptar también que la con-
temporaneidad es más una cuestión de coincidencias sensibles y
conceptuales, que un problema de periodificación histórica. Más
importante es, en esta materia, detectar afinidades expresivas, es-
tructurales e ideológicas, que producir cortes rigurosos en el pro-
ceso de desarrollo, como secciones históricamente caracterizadas y
enclavadas entre fechas prestigiosas y ya determinadas por el manejo

203
común. A fin de cuentas, el procedimiento que consideramos más
productivo es comenzar en nuestros días y marchar hacia atrás en
el tiempo, para ver hasta dónde podemos llegar con el sentimiento
y la percepción de una unidad sistémica desde el punto de vista
estético, es decir como sensibilidad y como pensamiento. Y justa-
mente un recorrido que remonta el tiempo estético desde el mo-
mento actual, nos conduce a un punto de partida con respecto al
cual el presente constituye una unidad; y ese punto de partida en
lo tocante a la novela se sitúa en los años que van de 1929 a 1931.
Es el lapso en que se publica Doña Bárbara y se escriben y se pu-
blican Las lanzas coloradas, de Arturo Uslar Pietri y Cubagua, de
Enrique Bernardo Núñez.
Ahora bien, estos señalamientos generados en el proceso de
la novela estéticamente contemporánea necesitan ser destinados
en sus significaciones específicas. Y así lo haremos. Pero no sin
antes destacar que este impulso de contemporaneidad, de reno-
vación orientada por una decidida modernidad, ya había ofrecido
sus primeras luces y sus iniciales logros concretos en la poesía y
en el cuento. En lo tocante al nuevo, libre y sutil lenguaje poé-
tico, rico de símbolos y de esencias ideológicas, basta con nom-
brar a José Antonio Ramos Sucre. Y otro tanto corresponde, en
el cuento, a la exploración de las mejores posibilidades de la van-
guardia realizada por Arturo Uslar Pietri. Concretamente, la po-
derosa participación del revelador aporte poético de José Antonio
Ramos Sucre se consolida, después de libros anteriores, con la pu-
blicación de El cielo de esmalte y Las formas del fuego en 1929, y el
original modelo expresivo facturado para la narración por Arturo
Uslar Pietri, se hará patente con la aparición de su colección de
cuentos Barrabás, fechada en 1928.
Con respecto a las tres novelas mencionadas como línea de
iniciación de lo contemporáneo, precisaremos sus caracterizaciones
de esta manera: Doña Bárbara es la culminación del gran modelo
regional reformista, y como tal representa la expresión magistral
de un modo novelístico basado en características tradicionales,
pero todavía con señalado y activo futuro; Las lanzas coloradas sig-
nifica un verdadero impulso innovador, que puede identificarse,
con palpables elementos de composición cinematográfica, como

204
la estructura de los planos; Cubagua, de su parte, encarna el po-
deroso modelo contemporáneo de la ruptura del tiempo lineal
o cronológico, del recurso del paralelismo, de la simbología de la
reencarnación y del proceso cíclico de la eternidad, todo lo cual
podría definirse como la estructura mítica.

Cubagua: Lectura ex-tempore

Aparece Cubagua en 1931, en París, a través de la editorial Le


Livre Libre; pero al final lleva las siguientes fechas de escritura:
«Habana: enero-abril 1929. Panamá: marzo-julio de 1930»1; lo
cual permite situarla en pleno centro del impulso de la narrativa
vanguardista, incluyéndola en un recio movimiento colectivo de la
juventud literaria de la época, y lleva a dejar de calificarla de pro-
ducto aislado y descontinuado, como algunos han querido verla.
Esta ubicación nos señala, desde el comienzo, que la tercera novela
de Enrique Bernardo Núñez participa del conjunto de caracterís-
ticas particularizadas de la novela vanguardista, en identificación
con el objetivo común más resaltante: innovar en el campo expre-
sivo y composicional, a partir de una ruptura con valores tradicio-
nales y de una libertad creativa que parte de la propia concepción
de la obra y de su estética sustentadora.
Lo anterior explica y fundamenta la generalidad de las nove­
dades que percibimos en Cubagua con respecto a las líneas domi-
nantes en la novelística venezolana anterior. Tal sucede con uno
de los aspectos más señalados en esta novela desde el comienzo de
su consideración crítica; el de sus innovaciones expresivas en ge-
neral y metafóricas en particular. Podría decirse que esta visión
constituye una constante valorativa que llega hasta nuestros días

1 En realidad, esa primera edición no lleva data, sino a partir de su segunda


edición, en 1935. Sin embargo, la revisión de los materiales genéticos per-
mite definir que Núñez comenzó la escritura en Bogotá, trabajando de
agosto a diciembre de 1928; luego, la prosiguió en La Habana, de enero a
abril de 1929, y la concluyó en Panamá, de marzo a septiembre de 1930.
(N. del C.)

205
a partir del que parece ser el primer comentario publicado sobre esta
obra, donde su autor, José Nucete Sardi, en el diario El Universal, de
Caracas, del 5 de junio de 1933, destaca el valor poético del libro
y puntualiza que Enrique Bernardo Núñez «es de los escritores que
conoce bien el poder milagroso de las palabras», sobre una narra-
ción que interrelaciona el ayer y el hoy. Este enunciado esencial se
va a repetir reiteradamente, a veces con el beneficio de un desarrollo
analítico; pero sin variar de manera sustancial la tesis fundamental:
Cubagua es una novela destacada por sus valores expresivos por la
acertada conjugación de pasado y presente, concitados con hábil
mano de escritor venido de los dominios de la historia.
Ahora bien, si entramos directamente en la consideración
de lo que las páginas de esta novela encierran, podemos advertir
que si Cubagua abunda en muestras de aciertos expresivos y de au-
dacias metafóricas plenamente logradas, también es verdad que,
en última instancia, debemos reconocer que se trata de una no-
vela desigual en materia de estilo. Las descripciones son ricas, ex-
presivas por su color y su luminosidad. Y de su parte la evocación
histórica, así como de lo fantástico y de lo misterioso, dota al con-
junto de un aire de realidad no definida, de incierta significación
de los hechos y de los personajes, que resulta cautivador. Todo esto
es creación poderosa que nace del manejo de la palabra. Pero, no
podemos omitir el hecho de la presencia de verdaderas caídas ex-
presivas y del recurso a insípidos o detestables lugares comunes.
Al lado de imágenes gloriosas, novedosas y sugerentes («Las olas
llegaban en tumulto, lentas grabadoras de rocas, imprimiéndose
en las costas» (18); «Las palabras tenían en sus labios el brillo so-
noro de las armaduras» (50); «Sus mismos ojos eran dos largas son-
risas» (66); se aplanan lugares comunes tristemente tradicionales
(«El cielo tenía un resplandor de oro y al occidente caía una lluvia
de perlas y rosas» [21]; la boca del mar, «donde tiembla el beso
ardiente del trópico» [55]). Pero, más que un inventario de aciertos
y desaciertos expresivos, lo que nos interesa dejar sentada es la
perspectiva real de que, si bien Cubagua hace gala de grandes lo-
gros metafóricos, no puede vérsele como una obra de ejemplar
condición en dicho aspecto, menos aún cuando hay muestras de
acierto estilístico equiparables o superiores en su época.

206
Igualmente, si consideramos la significación específica de los
personajes, tanto como recreación histórica como representación
de una realidad presente, podemos indicar evidentes limitaciones
estéticas y estructurales. Cuando Ramón Leiziaga va apuntando
hacia la condición de personaje angular, su proyección se va des-
vaneciendo en los límites de la escasa acción novelesca. Inclusive
Leiziaga resulta insuficiente para introducir un planteamiento
sólido acerca de la situación social del momento, y apenas tiene
capacidad crítica y elocutiva para dar una visión superficial y pre-
juiciada de la vida de los pescadores sistemáticamente explotados,
donde no está ausente la absurda categoría conceptual del «alma
de la raza»2. Limitación semejante a la visible en Leiziaga, marca
a los dos personajes más atractivos de la novela: fray Dionisio
y Pedro Cálice. Son los contrapuntos de la realidad en la dimensión
del tiempo histórico. Son la otra cara de un claro oscuro que transita
el límite de lo temporal con una frontera familiar. Ellos, como otras
recreaciones históricas, permiten el fascinante juego del pasado-
presente y de lo real-irreal. Pero, no pasan de ser personajes esbo­za­
­dos. Fray Dionisio nos deja con la expectativa no satisfecha de sus
extraordinarias posibilidades, como protagonista de aventuras de ex-
plorador, como hombre permeable a las creencias indígenas, como
viviente comportamiento enigmático. Y, de su parte, Pedro Cálice,
quizás el más atractivo, ofrece apenas en trazos y pinceladas su
imagen de inquietante morador de Cubagua, de extraño leproso,
de figura cuya potencialidad es apuntada por el autor en esta señal:
«Toda la fisonomía de la isla estaba en aquel rostro» (28). De otra
parte, recreación histórica de personajes, hechos, ambientes y si-
tuaciones, era un campo transitado con gran tradición y con ma-
nifestaciones tan logradas, en tanto reedificación histórica, como
la novela de Enrique Bernardo Núñez.
Limitaciones del orden de las señaladas, al igual que otras
libertades e innovaciones perceptibles en Cubagua —la atmós-
fera de lo incierto, la libre coordinación de ideas y sugerencias, la

2 En realidad, este concepto lo esgrime el historiador académico Tiberio


Mendoza, de quien la narración hace mofa, y, más bien, Leiziaga rechaza
el concepto. (N. del C.)

207
enunciación caótica— forman parte del ideario y de la práctica van-
guardistas. La estética de la vanguardia surgida en la poesía como
la fuerza de cambio más importante de la literatura hispanoame-
ricana de la época, como señala Pedro Henríquez Ureña3, comu-
nica prontamente su poder de cambio a la narrativa, con notables
resultados en la novela venezolana de la época; hecho nada
frecuente, por cierto, en otras latitudes. Pero, y es allí adonde
queremos llegar, estas características genéricas no pueden verse
como valores particularizados de Cubagua.
En este punto de las presentes reflexiones se impone la ne-
cesidad de reafirmar nuestra proposición crítica. Consideramos
que la originalidad auténtica, individualizada y trascendente de
Cubagua en la génesis de la novela venezolana estéticamente con-
temporánea, no está en los aspectos señalados, ni en otros seme-
jantes, que sin carecer de palpable importancia y sin dejar de ser
muestra de aciertos innovadores, no pueden tener esa condición
singularizada porque formaban parte de una estética colectiva
y teóricamente normada. Esa originalidad radica en la estratifi-
cación del orden temporal, en su proyección circular, en el parale-
lismo de la eternidad. Lo cual ofrece dos perspectivas centrales
para la libertad creativa de la novela contemporánea: la pluralidad
multívoca y la sinestesia conceptual. Todo ello como afirmación
integral de la concepción del tiempo como una estructura mítica.
De la integración tiempo-espacio-presente-pasado, tiene evi-
dente percepción Osvaldo Larrazábal Henríquez al afirmar que
Cubagua «puede regocijarse en los hechos del pasado o en seguir
las huellas de la historia incluyéndola en la concepción del pai-
saje» 4. Y de la superposición eficaz de planos no solo históricos
sino también legendarios y míticos, y de la naturaleza proteica
de la captación por parte del receptor que de ello se deriva, ad-
quiere conciencia Elvira Macht de Vera5 cuando asienta: «Uno de

3 Pedro Henríquez Ureña, Historia de la cultura en la América Hispánica,


1947.
4 Véase el artículo de Osvaldo Larrazábal Henríquez, «El “otro” novelista»,
incluido en este volumen. (N. del C.)
5 Véase el artículo de Elvira Macht de Vera «Cubagua: La perspectiva mul-
tifacética», incluido en este volumen. (N. del C.)

208
los valores más destacados de Cubagua residiría en la posibilidad
de abrir el texto narrativo hacia diversas lecturas». En la suma de
estas aperturas estructurales e ideológicas, como sistema abierto
y revulsivo en el manejo del tiempo, con respecto a pautas lineales y
lógicas tradicionales, advertimos el verdadero y original carácter
contemporáneo de Cubagua.

Recapitulación

«Novela estéticamente contemporánea» es aquella que el lector ac-


tual puede leer con el placer de la identificación y el estímulo de la
sorpresa. Dicha así, puede parecer una definición pragmática; y sí lo
es, pero a partir de coincidencias caracterizables teóricamente. La
correspondencia entre lector y texto a la cual hacemos referencia se
asienta en una efectiva cercanía sensible y en una novedad expre-
siva y estructural propia de nuestro tiempo. Todo ello inscrito en una
perspectiva filosófica, en un marco ideológico, que coincide con el
elemental pensamiento moderno. Esto significa, a grosso modo, que
en este esquema de cualidades no pueden caber modos de decir
y de construir absolutamente superados y obsoletos, y formas de
ver y de conceptuar propias de criterios anticuados y reaccionarios.
Consideremos más de cerca nuestro postulado. Partimos de
la convicción de que la «praxis» de la lectura da al lector la capa-
cidad de percepción necesaria para diferenciar entre lo que le re-
sulta «próximo», a su imagen y semejanza estética e ideológica, y
lo que siente como «distante», propio de épocas con las cuales solo
puede relacionarse a través del interés histórico, es decir, como
una forma de conocimiento que, por más atractiva e importante
que sea, se perfilará como un acto de intromisión y no como una
natural participación sintonizada. Pasando a una enumeración
concreta, que pueda hacer más evidente y palpable la caracteri-
zación que pretendemos trazar, podemos decir que la novela es-
téticamente contemporánea, por encima de todo, y más allá de las
indispensables novedades expresivas, que cambian en forma muy
dinámica de acuerdo al momento histórico, se funda en una no-
vedad estructural, que podría resumirse en la ruptura del espacio

209
y del tiempo con respecto a su concepción tradicional de orden
armónico y lineal, respectivamente, para convertirlos en la «es-
tructura de los planos espaciales metonímicos» y en la «estructura
mítica de la intertemporalidad».
Justamente, en la eficaz y lograda composición de su estruc-
tura como reflejo mítico de la intertemporalidad radica un aspecto
concreto de la novela Cubagua, de Enrique Bernardo Núñez, que
hemos querido subrayar en esta oportunidad: su valor singular
como fecundo aporte a la fundación de la novela venezolana
estéticamente contemporánea.

210
Enrique Bernardo Núñez: El nombre
olvidado o las almas superpuestas*
José Balza

L a palabra «pensamiento» atraviesa Cubagua como un soporte


de diverso calibre. En algún momento se nos dice: «¿Ve usted
esos ejemplares de cerámica? Son pensamientos plásticos» (32)1;
y en otro: «… respondiendo a pensamientos íntimos, descoloridos
a fuerza de usarlos» (77). En general, si algo hacen los personajes
de esta novela es inclinarse a pensar, aunque lo hagan «todo en
confusión» (84).
Cubagua fue escrita entre enero de 1929 (en La Habana) y
julio de 1930 (en Panamá)2. Antes y después Enrique Bernardo
Núñez (1895-1964) abordaría, lamentablemente solo en sus ar­
tículos de prensa, un tema que parece extraído de la novela, pero
que constituye atracción insistente para su vida intelectual: el acto
de pensar.
Así, había anotado:

Y ha llegado el momento en que esta función del entendimiento


es más difícil, casi imposible. En Venezuela se pueden repetir

* En Revista Nacional de Cultura 298, Caracas, julio-septiembre 1995,


pp. 133-150. Se ofrece aquí una versión posterior revisada por su autor.
1 El texto original no posee referencias. Véase Enrique Bernardo Núñez,
Cubagua, Caracas, Monte Ávila Editores Latinoamericana, 2012. (N. del C.)
2 Como se ha señalado en anteriores textos de este compendio, la crítica ge-
nética permite afirmar que la escritura de la novela comenzó en Bogotá, en
1928, siguió en La Habana, en 1929, y concluyó en Ciudad de Panamá,
en 1930. (N. del C.)

211
palabras, dar gritos, hablar vagamente de nuestros grandes hom-
bres. Cosas semejantes se pueden decir y se obtienen con ellas
seguridad y fama. Pero pensar en el verdadero sentido de la pa-
labra, nunca. Debemos, pues, resignarnos a llevar una vida sin
objeto. Triste sino3.

Como reconoce en ese mismo artículo de 1939, en otros


países, aunque no hubiere libertad de pensar, «existe un pensa-
miento traducido en mil expresiones vivas».
Coloca de esta manera el escritor a la función del entendi-
miento como valor primordial. Hasta tal punto que, sin pensar,
la vida carece de objeto. Y, como aspiraba Henríquez Ureña, no
está exigiendo voluminosas exégesis, tratados de análisis: sabe
que, en estos trópicos, también el pensamiento puede ser tradu-
cido en «mil expresiones vivas» según la metáfora de la cerámica
que acabamos de citar.
Con movimiento sincrético, un año después identifica a la
vasta extensión nacional —desde la Goajira hasta el Delta; desde
La Guaira hasta el Amazonas— con una correspondiente abs-
tracción: «Requiere ese territorio un gran pensamiento».
En 1934 había sido un poco más optimista: «comienza
a formarse un nuevo pensamiento venezolano». Y delimita:

Se llegó a perder el hábito de pensar. A nosotros los venezolanos


nos hace falta un poco de reflexión. Todavía hoy es fácil con-
fundir el pensamiento con alardes de ensayos verbales y cierto
morboso estancamiento en zonas exhaustas; en simples motivos
que ya no significan nada. Palabras que llegan a confundirse con
ideas. Es una función que es preciso crear, o crear de nuevo4.

No es difícil advertir que Núñez establece tácitamente un


balance. En otros textos suyos que no examinaremos aquí, ex-
hibe su desconfianza hacia la turbulencia política. Por eso, tras

3 Signos en el tiempo, «Intelectuales», publicado en el diario El Universal,


Caracas, 19 de marzo de 1939.
4 «Un pensamiento nacional», en Una ojeada al mapa de Venezuela, 2.a ed.,
Caracas, Ed. Ávila Gráfica, 1949.

212
sus palabras circula una censura: en los discursos o en la prensa, lo
que hay es lugar común o vacío. Ya ha pasado el tiempo en que la
energía patriótica de la Independencia sustituyera al pensamiento;
también la ocasión de que nos sostuviera el amoroso cuidado filo-
lógico o gramático. Los nuevos hombres del siglo XX saben ha-
blar y discursear: lo que ignoran es el pensamiento. (¿No es este
acaso un problema vigente? ¿No se regodean hoy los columnistas
semanales en el narcicismo y la banalidad?).
Sin embargo, Núñez no está pidiendo la aparición de filósofos
profesionales. Simplemente ha intuido que el escritor es el filósofo
más abierto y por lo tanto más fiel a la vida. Ya lo había aceptado en
un excelente texto («La novela nacional») de 1921: «Precisamente
la fuente inagotable del arte consiste en esa constante variación
de la personalidad sobre unos sentimientos que son eternos en la
humanidad e idénticos bajo todos los cielos». Quiere que en ensayos,
poemas y novelas, además de la elaboración estética, aparezca otra
frontera existencial, inédita.
Pensar, como acto que da sentido a la existencia. Reflexionar
con tal nitidez que nos sea imposible confundir el hilo de lo analí-
tico con alardes verbales —o verborrea dominical. Reconocer que
las ideas van más allá de las palabras, aunque estas las encarnen
de manera primigenia; que las palabras no se nos deben confundir
con las ideas. Tales hábitos propiciarían la posibilidad de un espe-
rado pensamiento en el país. Y a la vez que sus emanaciones abs-
tractas (las ideas) corresponderían a un rango de la coherencia, en
ellas y con ellas el escritor también podría reconocer su dignidad.
Cuando no es así, entre nosotros, «el escritor concluye por desa-
parecer bajo el rigor de esos convencionalismos. Se ha convertido
en criado de personas ricas»5. O de la publicidad.
Dicho de otro modo: «En los últimos años, más de un es-
critor llamado a una gran labor y a un gran papel, prefirió conver-
tirse en simple empleado, a merced de favores, es decir, traicionó
su deber esencial»6.

5 «La tragedia del escritor», El Universal, 27 de mayo de 1943, recogido en


Bajo el samán, Caracas, Ministerio de Educación, 1963.
6 Idem.

213
II

Lamenta Orlando Araujo en su Narrativa venezolana contempo-


ránea (1972) que la originalidad de Cubagua no hubiese sido dis-
cernida por los críticos (ya no digamos por lectores, seguidores de
estos) en la década de los treinta. Sobre todo, dice Araujo, cuando
el éxito de Doña Bárbara y el de Las lanzas coloradas parecían ha-
berle abierto camino. En su momento, comentamos a Orlando
que precisamente la popularidad de aquellas obras impedía ad-
vertir la notable diferencia compositiva y temática de Cubagua,
verdadera escritura contemporánea.
En todo caso, según Araujo, debido a esta incomprensión,
para Núñez

ya la duda se ha vuelto desengaño ante la crítica, la severidad


estilística se vuelve casi una manía de corrección, y la espon-
taneidad y frescura de otros días ha huido dejando en su lugar
cierta hosquedad de monje solitario, que extrema la renuncia
hasta el punto de echar al agua la edición ya concluida de La galera
de Tiberio…7.

Aquí toca Araujo un aspecto complejo, que no admite solo


esta explicación sino también sus matices. En efecto, la crítica da la
espalda a lo más singular de nuestra literatura de entonces —pen-
semos únicamente en Semprum, Julio Garmendia, Ramos Sucre y
Núñez—; y el desengaño aqueja al autor de Cubagua, hasta el punto
de su terrible autocrítica o de su silencio narrativo. Pero también
ocurre que es en esas décadas —30, 40, 50— cuando la ola levan-
tada por Gallegos y Uslar cierra todo otro horizonte a los creadores.
Y Enrique Bernardo Núñez había tenido una clara intuición
de como esos autores condenaban nuestra literatura a la sociología y
a lo histórico. En octubre de 1921, su juventud, su ya afinado pen-
samiento literario, le permiten escribir en El Nuevo Diario de
Caracas, a los 26 años, un texto ejemplar: «La novela nacional».

7 La obra literaria de Enrique Bernardo Núñez, Caracas, Monte Ávila Editores,


1980, p. 36.

214
Dicho artículo comienza por ironizar acerca de como ha
sido considerada «novela» nacional toda aquella que ofrezca el
aderezo de «plantas y aves más o menos tropicales». Esta discu-
sión continental incluye a quienes desean algo distinto, pero tan
«extraordinario» que sea diferente de cuanto parece novela.
Con suavidad, el autor aduce un problema de mayor «impor-
tancia»: la relación de esa novela con «la vida nuestra y lo que se ha
dado en llamar ambiente y carácter». Sorprendentemente parece
aceptar que la vida es semejante en cualquier lugar, «de manera
que los tipos de una novela netamente venezolana pueden parecer
en ocasiones desprendidos de otra cualquiera, inglesa, rusa o ale-
mana». De allí que para nuestras existencias, «monótonas en lo ex-
terior», se requiera en la novela la «sal del arte», belleza. «¿Es que
quiere significar el concepto de novela nacional vulgaridad y esto-
lidez únicamente? ¿O debe ella ser catálogo de cosas pueriles y de
chistes despojados de todo ingenio?», se pregunta.
Seguro de que los temas se multiplican y se repiten, de que la
anécdota amplía o hace irreconocible en grados infinitos un suceso
siempre mínimo y previsible; seguro asimismo de como la expresión
«sal del arte» guarda raíces en las que realmente reside el misterio
de su originalidad o de su recreación, Núñez vuelve a interrogarse:

¿En qué va a diferenciarse nuestra novela de la europea cuando


tenemos un instrumento que no es propio; cuando nuestra cul-
tura, nuestras costumbres, nuestras modas, nuestras pasiones
mismas, son importadas? Aun escribiendo una novela precolom-
bina, habremos de hacerlo en español y habrá de resentirse cierta
influencia extranjera…

El joven Núñez, que tal vez no había leído el Gorgias ni a


Demetrio, ya presiente que la originalidad absoluta es también
imitación, universalidad.
El texto prosigue insistiendo en que el genio, si otorga
nuevas normas al arte de novelar, lo logra puesto que su revolu-
ción se apoya en una secreta cadena de resonancias: como Darío
con la poesía castellana, como «la novela francesa ha influido en la

215
española; como la rusa comienza a influir de una manera directa
en la novela moderna».
De allí que concluya esta exploración, a la vez sobre la novela
venezolana y acerca de sí mismo, con la frase que cité anteriormente:
«la fuente inagotable del arte consiste en esa constante variación de
la personalidad sobre unos sentimientos que son eternos en la hu-
manidad e idénticos bajo todos los cielos». Credo que destaca a la
percepción y a la creación como límites de la personalidad artística;
y a la incesante repetición anecdótica como desafío, que debe con-
vertirse en frontera siempre nueva de la experiencia bajo los mismos,
eternos cielos.
Este sentimiento, desde luego, se agudiza después de publicar
Cubagua. En su artículo de 1934, «Un pensamiento nacional», que
ya hemos recorrido, y en «Necesidad de crear», de 1939, reclama
atención contra el discurso vacuo, contra las palabras que parecen
ideas o imágenes opuestas a «la misma barbarie, la hermosa bar-
barie». Porque resulta más vital y fascinante lo primordial: «Preferible
en todo caso, si queréis, es la barbarie»8.
Por eso, en 1943, desea que la novela venezolana sea dis-
tinta, que ya no tenga solo como protagonistas a «los reformistas»,
que acoja las otras zonas, preteridas y enérgicas, de nuestra exis-
tencia profunda: «La novela en nuestro país necesita una renova-
ción. En otros términos necesitamos nuevos novelistas que nos
ofrezcan temas distintos de la vida venezolana»9.
Ese mismo año se preguntaba acerca de cuántos libros de
entonces se leerían dentro de cincuenta años. Es muy fácil respon-
derle: casi ninguno, y algunos exclusivamente porque los impone
la política o el Ministerio de Educación, que es decir lo mismo.
Pero de manera estrictamente literaria (o libre, vital), quizá
para sorpresa suya sigue leyéndose Cubagua.

8 «Necesidad de crear», en Una ojeada al mapa de Venezuela, p. 20.


9 «Concurso de novelas», El Universal, Caracas, 19 de marzo de 1943,
recogido en Bajo el samán, ob. cit.

216
III

Ya la crítica ha destacado uno de los rasgos más innovadores desde


el punto de vista técnico en Cubagua: las alteraciones del tiempo en
que transcurre la narración. Quinientos años pueden separar a per-
sonajes y sucesos: y en esta simultaneidad hay sin dudas hallazgos
formales que Faulkner y Dos Passos desarrollarán en sus obras.
En nuestra América tal dispositio constituye un genial, originalí-
simo modo de contar. Pero si en los autores norteamericanos el
recurso se cumple con cierta rigidez, Núñez ofrece en su uso sin-
gulares matices: porque si en Cubagua las acciones son diversas por
la polaridad de los siglos, en cambio los protagonistas y sucesos se
reflejan unos en otros, lográndose así un salto a los laberintos del
tiempo y al orden del caos: experiencia del «miedo metafísico» pro-
puesto por Araujo, que le permite concluir: «Cubagua no es una
novela épica sino metafísica».
Los sucesos prehispánicos y su eco en el siglo XX giran en
las acciones de hombres y mujeres que reciben un mismo nombre.
El nombre olvidado se rescata con la acción de aquellos que viven
ahora. Y cuando esto ocurre, una magnífica fusión entre escritura
y significados, tal como gusta al autor, se produce. Él mismo nos
lo confiesa: «son almas superpuestas, vigilantes para que ninguna
cobre imperio sobre la otra»10.
Tanto en el pasado como en el presente, los protagonistas
principales son tres: Leiziaga («¿Sería él acaso el mismo Lampug-
nano?» [34]), Nila Cálice y Fray Dionisio: un empleado del go-
bierno, la misteriosa mujer indígena y cosmopolita y el sacerdote
que ha entregado su destino a la tierra americana. Junto a ellos,
numerosos (y a veces innecesarios) caracteres secundarios. El pai-
saje: Margarita: «el color es la magia de la isla» (5); y Cubagua,
antiguo placer de invalorables perlas.
Las acciones de todos ellos son breves o aludidas inespe-
radamente; la trama es como un nervio eléctrico, cuya muscu-
latura añoramos. Sobre la historia general de un hombre común

10 Cubagua, ob. cit., p. 94.

217
que se sensibiliza hacia el pasado, hasta el punto de hacerlo revivir
o de rescatarlo, corren las secuencias cotidianas de chismes, deseos,
hurto, peleas domésticas y discusiones. Una línea mítica y hechi-
zante contrasta con la vulgaridad inmediata. El mismo hombre que
habla con el Dios, roba casi involuntariamente unas valiosas perlas.
Los diálogos son rápidos, espectrales; hallan fácil acogida
en un estilo que es casi ausencia de estilo: frases tensas, breves,
magníficas en su calculado poder de omisión. Y en esta manera de
narrar estriba el secreto vibrante de la prosa. Una leve inclinación
hacia la adjetivación exigente o a lo trágico, y muchos párrafos del
libro hubiesen parecido escritos por Ramos Sucre. No en vano,
Enrique Bernardo Núñez —agudo lector del poeta— escribe
estas líneas sobre Ramos Sucre, que bien pueden servir para de-
finirlo a sí mismo: «Era su prosa densa, estremecida por un soplo
de sabiduría y de misterio. Los pensamientos tienen la marmórea
movilidad de las olas. […] Emociones e imágenes remotas»11.
Para ilustrar este aspecto veamos el siguiente párrafo:

Era la hora en que los esclavos regresaban del mar, tropas de ar-
queros mutilados con la piel agrietada, escamosa, y las espaldas
cargadas de salitre. Las campanas de Nueva Cádiz, montadas
en parapetos, junto a las iglesias en fábrica, campanas que un
día cayeron silenciosas al mar, tocan el Avemaría. Los cardones se
alargan. Los alcatraces, en largas columnas, vuelan inmóviles a
ras del mar. Los hombres se santiguan, se miran unos a otros
sorprendidos de hallarse al otro extremo de la esfera. Más de
un suspiro vuela hasta los nichos de oro sumergidos en penum-
bras consteladas de cirios […]. Los ojos se van tras del horizonte.
Allá está España (42-43).

«Emociones e imágenes remotas»: la tensión del estilo fluye,


inalterable, mientras en su fondo las pasiones corrigen al mundo: he
allí la posición con que el narrador asume su perspectiva. Distancia,

11 «J. A. Ramos Sucre», en Escritores venezolanos, Mérida, Universidad de


Los Andes, 1974, p. 214.

218
sequedad, sugerencia. Si esto contribuye a la atmósfera encantada
de la historia, también en ocasiones nos obliga a releer para vi-
talizar el curso anecdótico. (¿No es fallida, por ejemplo, la men-
ción a la estatua de Diana? Un párrafo más sobre ella, y hubiese
cobrado carácter).
Cardones, un telegrama, voces, la garza roja, una cabeza
momificada, las catacumbas y el anillo, los hombres cardones: con
ellos se construye la geología fantástica de Cubagua. Porque mien-
tras el cauce realista del libro muestra los actos y las dudas de sus
personajes, los cambios de tiempo, la aparición de fantasmas o
la reactivación de seres antiguos demuestran que «en la espuma
como en la niebla y el silencio hay imágenes fugitivas» (22); son los
que permiten esas «ideas que nacen del mar» (26), que despiertan
la juventud eterna o la repetición de «las divinidades siempre
jóvenes del mar» (62).
Cubagua es, entonces, un adelanto de aquello que Irlemar
Chiampi considerará como «realismo maravilloso»12; solo que en
lugar de entonar la consabida ruta de lo ingenuo, la novela se levanta
como un testimonio de «la esclavitud de los dioses condena­dos
a seguir siempre a los hombres» (61), lo que le permite ser, según
reconocía Guillermo Sucre en 1966, «una de nuestras más lo-
gradas tentativas por crear mitos propios» (prólogo a La ciudad
de los techos rojos). Son las divinidades quienes desatan el doble
tiempo y la doble personalidad, puesto que su acción se cumple
en el pensamiento: en las imágenes e ideas de un hombre que por
abrir su corazón a las fronteras de lo indecible sufre el vértigo de
las revelaciones.
Cubagua es una ficción del pensamiento. Y aunque con ella
Enrique Bernardo Núñez haya escrito su «novela precolombina»,
no se deja someter por política y folklorismos. Sabe que en su na-
rración se cumple el mito de Vocchi, expuesto en el capítulo V:
«Vestigios de esos relatos se convirtieron después en fábulas, pues
el mundo se hace y se deshace de nuevo» (62).

12 Irlene Chiampi, El realismo maravilloso. Forma e ideología en la novela


hispanoamericana, Caracas, Monte Ávila Editores Latinoamericana, 1983.

219
La novela que soñaba aquel joven autor de 1921 está reali-
zada. Con ella se establece en Venezuela que el deber de un per-
sonaje (de todo hombre) es pensar o por lo menos convertir la
espuma de los días en pensamiento. Lo que se deshace, nos hace:
nuestro nombre incluye aquello que hemos olvidado, pero que re-
surge al soñar, al pensar y amar, al leer: la nuestra y las otras son
almas superpuestas.

220
Cubagua:
El tiempo y la historia*
Margoth Carrillo Pimentel

Yo, en cambio, me he desparramado en tiempos,


cuyo orden desconozco, y las tumultuosas variaciones
desgarran mis pensamientos.

Confesiones
San Agustín

«U n tiempo ambiguo parecer recorrer lo mejor de la produc-


ción de Enrique Bernardo Núñez»1. Así comienza Osvaldo
Larrazábal Henríquez su detallada investigación sobre la obra na-
rrativa del autor de Cubagua. Acertado señalamiento este, que pone
en evidencia uno de los rasgos que definen la novela moderna: la
experiencia del tiempo; y que revela uno de los rasgos fundamen-
tales de la novela Cubagua: el tratamiento de la naturaleza ambigua
o indeterminada del tiempo.

Tiempo y modernidad

Pero, ¿qué es el tiempo? Es esta una de las preguntas frente a la


cual el hombre ha adoptado diversas posiciones e interpretaciones.
Veamos:
Platón en el Timeo ve en lo temporal «la imagen de la eter-
nidad», imagen desposeída, no obstante de los valores inmuta-
bles, eternos y por lo tanto, atemporales de las formas del cielo
y lo divino. Aristóteles encuentra en el movimiento un recurso

* En El sentido de la modernidad en Cubagua, Mérida, Solar de ensayo,


Dirección de Cultura del estado Mérida, 1995, pp. 67-82.

221
válido de interpretación de lo que sería la naturaleza, la dirección
y el orden de la temporalidad: «la sucesión». Para el pensamiento
aristotélico los conceptos de «ahora», «antes» y «después» serían la
expresión lineal, continua y uniforme de la noción del tiempo. Si-
guiendo esta interpretación, se diría que «el tiempo es una medida
del cambio: no existe sin este»2.
En líneas generales, el pensamiento occidental parece ha-
berse nutrido durante siglos de la explicación aristotélica del fenó-
meno. El tiempo como una relación, un orden o una propiedad; el
tiempo como continuidad ilimitada e isotrópica; pasado, presente
y futuro como expresiones acabadas del tiempo, son nociones que
han sido determinantes para la organización e interpretación de las
ciencias y el arte occidentales.
Los principios de heterogeneidad, pluralidad y ruptura que
caracterizan el pensamiento moderno, provocan un cambio, en lo
que a la conceptualización del tiempo se refiere. Como lo señala
Octavio Paz, para la modernidad: «El proceso (del tiempo) es un
“tejido de irregularidades” porque la variación y la excepción son
la regla»3. La uniformidad, la irreversibilidad y la continuidad del
tiempo son presuposiciones sobre lo temporal que sufrirán una
quiebra, para dar paso a otras maneras de pensarlo.
«¿Qué es, entonces, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo
sé; si quiero explicárselo a quien me lo pregunta, no lo sé»4. Con
esta actitud de incertidumbre frente al tema inicia San Agustín
sus reflexiones sobre el tiempo; reflexiones que, como veremos, se
distancian del determinismo temporal aristotélico. Para Agustín
no existe una división del «tiempo» en tiempos5; el presente sería
la expresión múltiple y a la vez desgarrada de «lo que ha sido,

1 Enrique Bernardo Núñez, Caracas, Ediciones de la Biblioteca de la Univer-


sidad Central de Venezuela, 1969, p. 7.
2 Cf. Mario Bunge, «¿Existe un tiempo?», en Revista de Occidente, Madrid,
Ediciones de la Fundación José Ortega y Gasset, septiembre, 1987, p. 37.
3 Octavio Paz, Los hijos del limo, Barcelona, Seix Barral, 1974, p. 22. Subra-
yado nuestro.
4 San Agustín, Confesiones, México, Editorial Porrúa, 1973, p. 193.
5 «…no se dice, pues, con propiedad que los tiempos son tres: pasado, presente
y futuro». San Agustín, ob. cit., p. 196.

222
es y será». Esta triple noción del presente, este «contraste mismo
entre dos tensiones»6, es lo que Agustín define como la «dis-
tentio animi», concepto de una profunda significación ontológica
—«distentio est vita mea»—, que pone en evidencia la angustia y
la imposibilidad del hombre de regresar al origen, de confundirse
con la divinidad creadora y que además separa definitivamente la
propuesta agustiniana de la interpretación aristotélica del tiempo.
Por su parte, Henri Bergson identifica al tiempo y al espacio
como elementos de una misma naturaleza7. La noción de duración
y, con ella, la del pasado son la expresión fundamental del tiempo.
Como «continuidad indivisible»8 la duración conserva y acumula
el pasado en el presente. Como lo señala Gilles Deleuze a propó-
sito de la teoría de Bergson, «el pasado y el presente no designan
dos momentos sucesivos, sino dos elementos que coexisten»9. Para
el bergsonismo, el hombre no es más que la condensación de su
historia, de su infancia y su nacimiento, de ese tiempo ancestral
extraviado en los intersticios de la memoria y el olvido10. La si-
multaneidad desplaza toda idea de sucesión; la circularidad une
los extremos de la línea que define lo continuo.
A partir de un razonamiento crítico de la teoría bergsoniana
del tiempo, Gastón Bachelard ofrece una interpretación de lo tem-
poral desde la perspectiva del «instante». Dice Bachelard: «el tiempo
es una realidad ceñida al instante y suspendida entre dos nadas»11.
Esto es, «el tiempo» no es la coexistencia dialéctica de los tiempos
en el presente (Agustín); tampoco la expresión condensada del pa-
sado en la simultaneidad de esos tiempos (Bergson); el tiempo es

6 San Agustín, Tiempo y narración: Configuración del tiempo en el relato histórico,


Madrid, Ediciones Cristiandad, 1987, t. I, p. 65.
7 Cf. Henry Bergson, El pensamiento y lo moviente, Buenos Aires, Pléyade,
1972, p. 12.
8 Ibid., p. 13.
9 Gilles Deleuze, El bergsonismo, Madrid, Cátedra, 1987, p. 59.
10 «Es con nuestro pasado todo entero, incluida nuestra curvatura de alma
original, como deseamos, queremos, actuamos». Henri Bergson, Memoria y
vida, Madrid, Alianza Editores, El Libro de Bolsillo, 1987, textos escogidos
por G. Deleuze, p. 48.
11 La dialéctica de la duración, Madrid, Ed. Villalor, 1978, p. 50.

223
una «serie de rupturas» en las cuales «el pasado está tan vacío como
el porvenir y el porvenir está tan muerto como el pasado»12.
La teoría de la relatividad de Einstein introduce nociones
que serán elementos de quiebra para el modelo mecanicista-deter-
minista que parte de las relaciones causa-efecto y antes-después.
Para el físico el tiempo no es un recorrido lineal y premeditado;
la noción tiempo-espacio no es continua y absoluta; esta es una
curvatura en la cual existen expresiones múltiples del tiempo13.
No existe una temporalidad única, sino la ilusión de una duración
que siempre será relativa. Con Einstein la ciencia ha descubierto
que las nociones «tiempo» y «espacio» no se corresponden con el
tiempo y espacio reales. El sentido absoluto de esta relación es
desplazado por la noción de curvatura y relatividad.
Las reflexiones sobre el tiempo parecen oscilar entre ex-
tremos que llaman a pensar el fenómeno desde dos perspectivas
distintas: la tradicional, del sentido común —que respondería a los
planteamientos deterministas del «antes» y el «después», de fuente
aristotélica—; o la perspectiva moderna, en la cual la simulta-
neidad, la heterogeneidad y la relatividad subvierten la legitimidad
de un orden que descansa en nociones tales como: determinismo,
ley y verdad. Citando a Jacques Monod, para los tiempos mo-
dernos: «La antigua alianza está rota; el hombre sabe al fin que
está solo en la inmensidad indiferente del Universo de donde ha
emergido por azar. Igual que su destino, su deber no está escrito en
ninguna parte. Puede escoger entre el reino y las tinieblas»14.
Para Paul Ricoeur: «El mundo desplegado por toda obra
narrativa es siempre un mundo temporal»15. Es decir, un texto na-
rrativo será necesariamente una experiencia ficticia del tiempo,

12 Gastón Bachelard, La intuición del instante, [en la 2.a ed., México, FCE,
p. 46].
13 «Para nosotros, físicos convencidos, la distinción entre pasado, presente
y futuro, es solo una ilusión, por persistente que sea». Einstein, citado por
Ilya Prigogine en ¿Tan solo una ilusión? [Sin otra referencia bibliográfica
(N. del C.)].
14 El azar y la necesidad. Ensayo sobre la filosofía natural de la biología
moderna, Caracas, Monte Ávila Editores, 1971, p. 211.
15 Ob. cit., p. 41.

224
la cual —agregamos— se organizará en atención a los criterios
que sobre la temporalidad se manejen en la obro16. En este sen-
tido, podríamos decir que la novela tradicional opera a partir
de una concepción del tiempo cronológico, lineal y homogéneo;
donde «presente», «pasado» y «futuro» son presuposiciones deter-
minantes y excluyentes. No así la novela moderna, la cual asiste al
proceso de desmoronamiento de las nociones de lo único e irrepe-
tible que sostienen al determinismo temporal y que, como mani-
festación artística de su momento reflexiona sobre el tema17.

Tiempo y procedimientos narrativos

Lo que Jürguen Habermas llama «la conciencia moderna del


tiempo»18 parece concretarse en la novela moderna, a través de
ciertas obras a las cuales Ricoeur caracteriza como «verdaderos
laboratorios de experiencias ficticias del tiempo»19. Al respecto
Gunther Müller dice:

Desde Joseph Conrad, Joyce, Virginia Wolf, Proust, Faulkner,


el tratamiento de la evolución del tiempo se ha convertido en un
problema central de la representación épica, un campo de expe-
rimentación narrativa en el que se trata, en primer lugar, no de
especulación sobre el tiempo, sino de arte de narrar 20.

16 Si como lo señala Ricoeur, el tiempo es el centro de la ficción, esta atenderá


entonces al sentido de la sucesión, planteada por el pensamiento aristoté-
lico; no obstante, la novela moderna rompe con esta presuposición tem-
poral al plantearse la simultaneidad como otra posibilidad del tiempo y,
por ende, de la ficción. Cf. ob. cit.
17 «…el arte moderno, que en sus formas de expresión más subjetivas lleva al
extremo esta conciencia del tiempo». Jürgen Habermas, El discurso filosófico
de la modernidad, Madrid, Taurus, 1989, p. 114.
18 Habermas, ob. cit., p. 114.
19 Paul Ricouer, «El tiempo contado», Revista de Occidente, Madrid, Ediciones
Fundación Ortega y Gasset, 1987, p. 57.
20 Citado por Ricoeur, ob. cit., p. 114.

225
Antes que un trastocamiento gratuito del tiempo, la novela
moderna investiga, experimenta, profundiza la temporalidad como
un acto de naturaleza ontológica y estética. La transfiguración de
los datos históricos y la superposición de relatos en forma estratifi-
cada, serían algunos de los procedimientos textuales utilizados por
la novela moderna en su relación con el tiempo y la historia.
La posibilidad de ser uno y otro; o uno, otro y otro, en un
antes y después que coexisten, provoca la presencia de anacronismos
que van «contra el tiempo» lineal, irreversible. La imposibilidad
de «ser al mismo tiempo» una y otra cosa, de asumir múltiples even-
tualidades que caracteriza al discurso histórico, adquiere en la no-
vela una capacidad multiplicadora que permite al discurso ficticio
la exploración de otras formas de ver y conocer al mundo.
En capítulos anteriores hemos insistido acerca de la organi-
zación estratificada de los discursos que confluyen en la novela Cu-
bagua. Así mismo hemos señalado a la indeterminación como uno
de los rasgos constitutivos de la obra. A propósito del manejo del
tiempo en el texto, podríamos decir que la simultaneidad temporal
y la confluencia de lo mítico y lo histórico se expresan mediante
estos procesos de indeterminación y de estratificación discursiva.
En Cubagua el pasado es una presencia que lo impregna
todo: personajes, acontecimientos, cosas. El presente y el futuro
son meras proyecciones de un tiempo anterior, desde el cual se
mira, se discierne. En el texto, la simultaneidad temporal ocurre
mediante la superposición de relatos de origen y tiempos distintos;
lo mítico, lo histórico y la actualidad se dan la mano, dibujan una
circularidad que es eternidad y es destino. Entre los personajes
se establecen vínculos, puntos de coincidencia o encuentros que
permiten que Ramón Leiziaga sea simultáneamente él y el conde
Luis Lampugnano; que Nila Cálice sea una hermosa y moderna
amazona, o una valiente y fugitiva princesa; o que Pedro Cálice,
Teófilo Ortega o Antonio Cedeño sean remeros, nativos de la isla
y a la vez extranjeros y feroces comerciantes de esclavos. En al-
gunos de los personajes estos vínculos permiten la metamorfosis
de uno en el otro —tal es el caso de Ramón Leiziaga, Cálice,
Ortega o Cedeño—; en Nila Cálice y, particularmente, en fray
Dionisio, la multiplicidad de personalidades ocurre de una manera

226
simultánea. Así observamos un procedimiento que imbrica los ele-
mentos constitutivos del texto: Tiempo, mito, historia, personajes,
espacios y discursos.
Ahora, ¿cuáles son en el texto esos vínculos, esos puentes
maravillosos que accionan la simultaneidad del tiempo? Veamos:
Entre Ramón Leiziaga y el conde Luis Lampugnano se es-
tablecen algunas conexiones importantes: ambos vienen a Cu-
bagua con el propósito de explorar la isla; cada uno de ellos posee
el recurso de la técnica en sus manos: Lampugnano, el rastreo
de perlas y Leiziaga, el conocimiento de la máquina y el vapor.
Mediante una experiencia de descenso, uno y otro personaje en-
cuentran en el pasado elementos que les permiten hacer una inter­
pretación de su tiempo. La ambición es el motivo que los lleva
a actuar; el petróleo y las perlas, objeto de búsqueda y derrota:
«Vendía el mismo óleo que ahora ambicionaba» (52). Leiziaga y
Lampugnano, presente y pasado, son una misma persona, una
misma temporalidad. La presencia de rasgos o elementos comunes
a uno y otro actúa como una suerte de embrague que articula
distintos tiempos, espacios y personajes.
Al igual que ocurre con fray Dionisio, el personaje de Nila
Cálice es una mezcla ambigua de otras épocas y personas. A dife-
rencia de Ramón Leiziaga, la identidad heterogénea de Nila está
manifestándose constantemente, es decir, no existen en Nila ele-
mentos que distingan, aunque sea por momentos, una persona-
lidad de la otra, como sí ocurre con Leiziaga y Lampugnano; por
el contrario, la constitución múltiple del personaje es una realidad
siempre actualizada:

La pasión de Nila era la cacería, la danza, dormir al aire libre, ga-


lopar horas y horas, lo que al fin y al cabo quiere la vida moderna.
[…] Su cuerpo tenía la prístina oscuridad del alba. Una emoción
de fuerza, los rasgos puros de una raza tal como debió ser antes de
que el pasado les cayese en el alma. En cada uno, al verla, la visión
persistía de un modo distinto (28).

227
Referencia histórica en la novela

Las consideraciones sobre el tema del tiempo realizadas anterior-


mente nos permiten una entrada al estudio de este fenómeno en
Cubagua. Como trataremos de demostrar, lo temporal en la no-
vela parece definirse como un tiempo ambiguo, indeterminado,
no precisable, mezcla de mitos e historias, alquimia maravillosa
en la cual lo ancestral juega a la libre alianza con el presente y los
tiempos por venir.
En la novela, el discurso histórico es una presencia cons-
tante; al igual que el discurso de ficción, este se alimenta del
tiempo, de ese extraño recorrido del tiempo a través de épocas,
espacios y personajes. En Cubagua el discurso de la historia se en-
reda en los hilos de lo imaginario y pierde su condición de precisión
y verdad. Veamos:
En el texto objeto de nuestra reflexión, la referencialidad his-
tórica se presenta como la plataforma desde la cual emergen la ma-
yoría de los acontecimientos y personajes que aparecen en el texto:
La Conquista, vista como un hecho terrible y sangriento; la es-
clavitud del indígena, la pesca de perlas, la trata de esclavos, la
construcción de una ciudad artificiosa, sin agua ni alimento; los
momentos de apogeo y miseria que cíclicamente ocurren en la isla
y otra serie de hechos registrados en la novela, son acontecimientos
que pueden encontrarse en los relatos de los cronistas de la época
o en los textos que se refieren al momento21, además de un pasado
indígena mítico inmemorial que toca lugares y tiempos en un juego
de ficción y realidad.
En cuanto a los personajes, hemos podido constatar que, aun
aquellos cuya constitución parece ser más ficticia que real, tienen

21 Al respecto ver Jules Humbert, Los orígenes venezolanos. Ensayos sobre


la colonización española en Venezuela, Fuentes para la historia colonial de
Venezuela, vol. 127, Caracas, Biblioteca de la Academia Nacional de la
Historia, 1976; Joaquín Gabaldón Márquez, Muestrario de historiadores
coloniales de Venezuela. Antología y selecciones, Caracas, Ediciones del Mi-
nisterio de Educación Nacional, Biblioteca Popular Venezolana, 1943,
p. 309; Guillermo Morón, Historia de Venezuela, t. II, La estructura provincial,
Caracas, Ediciones de la Enciclopedia Británica, 1989, p. 495.

228
una referencialidad histórica verificable. Es el caso, por ejemplo,
de fray Dionisio. Según lo refiere Jules Humbert en Los orígenes
venezolanos, en 1521 durante el asalto de los caribes a la ciudad
de Nueva Toledo, asentamiento erigido por Gonzalo de Ocampo
en las cercanías del río Cumaná, los indígenas destruyeron la for­
taleza levantada por fray Bartolomé de las Casas y dieron muerte
a un misionero de nombre «fray Dionisio»; en venganza por tal
hecho, el capitán Jácome Castellón llegó a las costas de Cumaná.

Apenas echada el ancla dispersó a sus hombres en todas direc-


ciones para sembrar el terror entre los naturales. Todos los in-
dios implicados en la destrucción del establecimiento de Toledo
fueron apresados; unos fueron empalados, otros ahorcados, y allí
estaba uno de los más feroces jefes, el famoso Orteguilla vestido con el
hábito de fray Dionisio y llevando aún oculto en la manda el breviario
del mártir 22.

En la cita encontramos elementos de particular importancia


para nuestra investigación. Tanto Ocampo como Orteguilla, son
personajes que en la novela tienen rasgos ambiguos: son nativos,
remeros; pero a la vez parecen venir de otro tiempo, de otro es-
pacio: «Cálice, Ocampo, Cedeño. Es curioso. […] Los mismos
nombres. ¿Y si fueran, en efecto, los mismos?» (46). La muerte de
fray Dionisio a manos de los caribes aparece reseñada en la obra
como una de las múltiples virtualidades que el personaje asume
en la novela:

Los indios de Cumaná y Chichiriviche se han sublevado y


avanzan sobre Cubagua. Han destruido los conventos y muerto
a los religiosos. Las huertas fueron arrasadas. El mulo de los
frailes, sus naranjos, la campana, todo fue destruido. […] En
una piragua dos manos cortadas sangran. Dos manos blancas.
Una cabeza parece dormir aún en la dulzura del aire. La cabeza
es la de fray Dionisio, fraile menor de la observancia (49).

22 Gilbert, ob. cit., pp. 176-177, énfasis nuestro.

229
Asimismo, el conde Luis Lampugnano es un personaje his-
tórico que ciertamente visitó Cubagua, en la época pujante de la
isla. Benzoni en Historia del Mondo Nuovo, cuenta la historia de
un conde de nombre Luigi Lampugnano. Según el historiador,
este milanés pidió licencia para viajar a Cubagua con un invento,
que facilitaría la pesca de perlas, sin la intervención y el esfuerzo
del indígena; de acuerdo con la crónica, la licencia fue concedida
pero el instrumento tuvo menos suerte, al ser rechazado junto con
su creador por los comerciantes de Cubagua. Al respecto señala
Jules Gilbert, «Lampugnano vivió cinco años en Cubagua, pero
sin poder pescar en las aguas de la isla, y, por lo tanto, incapaz de
pagar los enormes gastos de su expedición. Murió, dicen, durante
un ataque de locura»23. Los datos del invento, así como la trágica
muerte del personaje son elementos con los cuales se juega en el
relato de Cubagua: «Sus menores actos iban a conocimiento del al-
calde, mientras que en la puerta principal del Ayuntamiento […]
se enseñaba cuidadosamente tapado el pérfido invento. Los vecinos
principales opinaban que fuese destruido» (48, cursivas nuestras).
Más adelante se relata la muerte del conde:

No quedaba duda. Ya nunca más vería la luz. Un sollozo se le es-


capa entre gritos. Los otros despertaban riéndose de aquellas vo­
ces incoherentes. Veía aproximarse a una mujer, Cuciú. Él quería
la Madona. Con los ojos abiertos, entre convulsiones atroces, la
veía muy cerca, como cuando era niño. Los otros permanecían
silenciosos, siguiendo en la oscuridad aquella agonía terrible.
Al amanecer se llevaron el cadáver, que está hinchado (58).

La presencia de petróleo en la isla que, en el tiempo pre-


sente de la novela parece ser uno de los elementos que animan al
personaje Leiziaga a visitar Cubagua, es también un elemento de
referencia histórica que permite al autor el juego de identidad, ya
referido en la obra, entre este y el conde Lampugnano. Leiziaga
llega a la isla y sueña con un desarrollo moderno y civilizatorio de

23 Gilbert, ob. cit., p. 58.

230
la región a partir del valor de este elemento y el conde pretendía
con él curas milagrosas; el sentido de aventura y de utopía los ase-
meja. En el caso del petróleo, Núñez, como acucioso historiador,
conoce sin duda sus más remotas referencias.
El Elíxir de Atabapo, bebida que en la novela parece trans-
portar a otras dimensiones a quien lo toma, podría tener su origen
en el Elíxir de Guayana, o lo que los ingleses llamaron el «Great
Cordial», compuesto al cual Núñez hace referencia en su ensayo
«Orinoco»24.
La novela Cubagua se nutre de una serie de referentes, cuyas
raíces están en lo que podríamos llamar la historiografía de la con-
quista del Oriente venezolano. El mundo narrado, espacio común
a la historia y la ficción, reinterpreta una realidad y se crea otro
mundo, cuyos principios de organización son distintos al ámbito
de la normalidad y del sentido común. La verdad, el conocimiento de
las cosas y el poder referencial del lenguaje son trastocados, redi-
mensionados, a favor de un discurso de lo imaginario.
Como formas narrativas, la historia y la ficción comparten
la naturaleza temporal de sus discursos25; cuestión que en la obra
objeto de nuestro estudio, acercaría los hechos y personajes de
la historia a las acciones y personajes de la novela. No obstante, la
condición de verdad, de autenticidad, a la cual queda atado en el
discurso histórico, se desvanece ante el juego de las múltiples po-
sibilidades que la imaginación despliega en este tipo de discurso26.
Por ejemplo, de fray Dionisio la historiografía puede decir que este

24 Al respecto dice el escritor: «Contenía entre otros ingredientes carne de


víbora, “mineral unicornio”, semillas y raíces maceradas en espíritu de vino
y mezcladas luego con perlas, coral rojo, cuerno de venado, ámbar gris, al-
mizcle y otras materias». Núñez, «Orinoco», en Novelas y ensayos, Caracas,
Biblioteca Ayacucho, 1987, p. 244. [Núñez hace referencia a la «fórmula»
de dicha bebida de Walter Raleigh, preparada durante su prisión en la
Torre de Londres (N. del C.)].
25 Cf. Ricoeur, Tiempo y narración, t. I, p. 41.
26 Lo que opone el relato histórico al relato de ficción «no concierne a la acti-
vidad estructurada implicada en las estructuras narrativas en cuanto tales,
sino “la pretensión de verdad”». Paul Ricoeur, en Tiempo y narración, t. II,
p. 16, énfasis nuestro.

231
fue un misionero franciscano, a quien los caribes dieron muerte en
el salto de la fortaleza de Cumaná, en el año 1521. En Cubagua fray
Dionisio es un personaje que asume diversas virtualidades: a) es un
misionero de la época de la Conquista; b) es el guía de Ramón Lei-
ziaga, cuatrocientos años más tarde; c) es un personaje que parece
estar vivo; d) es un personaje que parece estar muerto: «Fray Dio-
nisio se vuelve borroso en la penumbra. Sus ojos se hunden mientras
habla lentamente. A veces diríase que ha muerto» (45).

Una versión del tiempo y de la historia

—Mira esa estrella —dice fray Dionisio—.


Tal vez no existe ya y la vemos.
Tampoco ante una rosa se piensa en las que han abierto
desde hace miles de años.
Cualquiera diría que es la misma. El mismo color, la misma fragancia.
Y en ese momento, ¿no es en efecto la misma? ¿Qué piensas tú?27.

Cubagua

En Cubagua el discurso de la ficción exorciza el pasado; se interna


en la intimidad del tiempo para iluminarlo, redescubrirlo, para
extraer de sus entrañas sus más ocultos enigmas. En la novela, el
pasado es la substancia de todos los tiempos, presencia que habla
del porqué de los acontecimientos y de la realidad.
Al hablar del tiempo, Henri Bergson dice: «el pasado se
conserva por sí mismo, automáticamente. Sin duda, en todo ins-
tante nos sigue todo entero […] es con nuestro pasado todo entero,
incluida nuestra curvatura de alma original, como deseamos, que-
remos, actuamos»28. En este y todos los planteamientos bergso-
nianos encontramos interesantes correspondencias con la práctica
textual del tiempo desarrollada en Cubagua. El pasado como una
presencia que «se dilata», dice Bergson, como una substancia que

27 Enrique Bernardo Núñez, Cubagua, ob. cit., p. 61.


28 Henry Bergson, ob. cit., p. 48.

232
lo impregna todo: el ambiente, el paisaje, los personajes, el pasado
como tiempo esclarecedor del presente o como premonición del
futuro, son nociones que pueden extraerse del texto, no obstante
el sentido de indeterminación que rige la composición de esta no-
vela: fray Dionisio «comenzó a hablar confusamente del pasado,
de las cosas exteriores y de sus relaciones con lo que ha sido y es
hace trescientos, hace miles de años» (43).
Mijaíl Bajtín señala la influencia que desde finales de la Edad
Media ha tenido lo que él llama el mundo vertical y su relación
con la noción del tiempo:

La lógica temporal de este mundo vertical es simultaneidad pura


de todo […] en el corte de un solo momento, hay que ver todo el
mundo como simultáneo. Solo en esta simultaneidad pura o, lo que
es lo mismo, en la extratemporalidad, puede revelarse el sentido
real de lo que fue, de lo que es y de lo que será 29.

También Gastón Bachelard habla del tiempo vertical como


de aquel «tiempo que no sigue la medida»30. La versión de la ver-
ticalidad del tiempo adquiere especial significación en Cubagua, al
pensarse la organización de la novela en un sentido más paradig-
mático, antes que sintagmático. La noción de descenso, magistral-
mente tratada en el texto, guarda topológicamente una relación con
este sentido del tiempo vertical al cual hemos hechos referencia.
«La sentencia del pasado es siempre un oráculo», dice Frie-
drich Nietzsche. Un tiempo como este no puede concebirse como
una manifestación muerta, desactualizada. La modernidad, que
parece mirar hacia el futuro, encuentra en el pasado, en la tradi-
ción, su punto de partida hacia la novedad. Como lo afirmaba Ro-
bespierre y lo refiere Habermas, la modernidad «conjura y llama
a actualidad al pasado cargado de “ahora” […] para romper el
inerte discurrir de la historia»31.

29 Mijail Bajtín, Problemas literarios y estéticos, La Habana, Arte y Literatura,


1996, p. 531.
30 Gastón Bachelard, La intuición del instante, p. 116.
31 Jürgen Habermas, ob. cit., p. 22.

233
«El pasado, siempre el pasado. Pero, ¿es que no se puede
huir de él?» (43). Esta expresión en labios de Leiziaga pareciera un
reclamo al poder del pasado sobre la vida, las acciones, los per-
sonajes en la novela. Leiziaga, sujeto que de alguna manera es la
representación de la mentalidad moderna en el texto, trata de re-
velarse ante el destino, que parece marcarlo todo. Él es la expan-
sión de un pasado, la marca de un signo híbrido y contradictorio,
distinto al de una herencia indígena pura como la de Nila o la de
una hispanidad adecentada en una tradición criolla, como la que
representa el doctor Almozas. Si bien en el texto ocurre una in-
terpretación del tiempo en función del pasado —cuestión que su-
gerimos acerca de la novela al discurso bergsoniano—, ello no
implica que ese tiempo aparezca como una forma estática, petrifi-
cada; antes bien, el pasado es, como lo plantean los modernos, un
estado del tiempo activo creador, otra posibilidad de conocer e in-
terpretar el mundo accede a «esa fugaz conexión entre lo eterno y
lo actual», que según frase de Baudelaire explica la modernidad32.
Como lo hemos comentado, en esta novela se mencionan una
serie de acontecimientos y fechas que aluden a tiempos objetivos
y verificables:

De la techumbre pendía un ancla enorme en cuyos brazos pin-


tados de blanco se alcanzaba a leer: «San Pedro Alcántara». (El
navío de este nombre voló cerca de Cubagua el 24 de abril de 1815,
a las nueve de la mañana…)33. (71, cursivas nuestras)

Hay allí grabado un nombre. Las letras rotas, antigua, parecen


ocultar el secreto que sin duda aquel hombre sorprendió y se llevó
consigo: alon de roj/ cav de alcant/ veedor de esta/ a/
mdxxxxi (76).
Movido del mismo impulso que le hacía pensar todo en confu-
sión, a un tiempo, se puso a trazar con la hebilla de su faja en la

32 Cf. J. Habermas, ob. cit., p. 21


33 La frase entre paréntesis, aparece en la edición como nota al pie del autor
implícito de la novela. (N. del C.)

234
pátina de los muros aquel nombre: Erocomay. Y abajo la fecha:
1925 (85).

Las temporalidades nombradas o indirectamente referidas,


como los momentos anteriores o inmediatamente posteriores al
Descubrimiento y la Conquista, son datos comprobables en la his-
toria, pero novelizados en el texto. Los procesos textuales de si-
multaneidad, desarrollados a partir de la confluencia de tiempos
y espacios distintos, provocan en algunos casos la presencia de
ciertos anacronismos; los procesos de indeterminación, los cuales
se transparentan en la superposición de tiempos y discursos de dis-
tinta naturaleza, así como también en la constitución ambigua de
algunos personajes, son mecanismos que permiten que la histo-
riografía objetiva se metamorfosee en práctica textual. Circuns-
tancias tales como la explotación extranjera, de ocurrencia cíclica,
o el destino de un país que oscila entre períodos de abundancia y
escasez, son hechos concretos de nuestra historia que el texto no-
veliza. Temporalidad e historicidad se integran en Cubagua con un
propósito crítico o ideológico que en ningún momento supeditan
el valor artístico o poético de la obra.

235
Para una discusión de Cubagua *
Julio Miranda

L a obra de Enrique Bernardo Núñez no es solo una de nues-


tras novelas más importantes, uno de los mejores logros de la
siempre escasa literatura fantástica venezolana, un texto fundador
en diversos aspectos, sino que inaugura, en 1931, lo «real mara-
villoso» americano, antes incluso de que Carpentier lo concep-
tualizara y pusiera en práctica con El reino de este mundo (1949).
El barroco de Cubagua, que a su manera sintetiza una serie de
elementos de muy diversa procedencia (desde la literatura gótica
de fantasmas e islas misteriosas hasta el ingrediente de «aven-
turas»: robo de perlas, contrabando, fugas) se basa en la reali-
zación de ese ciclo que se repite; esa presencia legendaria de un
pasado que actúa, vive, se prolonga cuatrocientos años después;
esos per­sonajes que —lo sepan o no, lo lleguen a descubrir o no—
repro­ducen gestos, sentimientos, ideas, como un calco de dibujos
que fluyen en un tiempo líquido. De ese modo, memoria personal
y memoria histórica se intercomunican, la saga individual toma
cuerpo en la gesta colectiva, la búsqueda de identidad tiene que
ver con la de todo el país, por no decir el continente. La estruc-
tura de la novela, no solo alternando los planos temporales (siglo
XVI y años veinte del nuestro) sino haciéndolos desembocar uno
en el otro, remitir uno al otro, mantiene la «realidad» de ambos

* Cine de papel, Mérida, Dirección General Sectorial de Cine, Fotografía


y Video del Conac-Fundaimagen-Fundación Casa de las Letras «Antonio
Arráiz»-Universidad de Los Andes, 1995, pp. 119-134. Luego publicado
en Oscar Rodríguez Ortiz (comp.), La imagen que nos ve. Ensayos sobre li-
teratura y cine de Venezuela, Caracas, Editorial Equinoccio, Universidad
Simón Bolívar, 2010.

237
y los convierte en literariamente verosímiles, en el mismo movi-
miento que desdibuja el presente y lo enrarece, lo difumina, des-
cubriéndonos tras la bruma la incólume solidez del pasado. Todo
es, efectivamente, «real maravilloso» en esas densas atmósferas
de la novela, mientras el protagonista cumple su periplo iniciá-
tico guiado por fray Dionisio, que con su relato cuasi hipnótico lo
orienta a través del tiempo para que coincida con su identidad, es
decir con su pasado pero también con su futuro, pues la recupera-
ción de la memoria —el individuo en la historia— no es aquí un
fin, una finalidad sino un nuevo comienzo, un punto de partida.
La Cubagua1 de Michael New —con guion del mismo, Ed-
nodio Quintero y el cubano Luis Rogelio Nogueras— es fiel al
espíritu y parcialmente a la letra de la novela, y está hecha —ate-
niéndonos al planteamiento de Truffaut— con «un grado igual de
ambición» que el original literario, al menos en el proyecto. Creo,
sin embargo, que la obra ha sufrido cierto «empequeñecimiento»
por los fallos de la realización.

La adaptación

Hay un primer gran acierto en el proyecto: el añadido de un tercer


plano temporal, contemporáneo o «de los ochenta», que acerca la
trama a nuestros días y actualiza, con un anecdotario equivalente,
el conflicto, la intriga y la búsqueda de identidad del XVI y de los
veinte. Esta actualización es aún más elogiable si consideramos lo
ocurrido con otras adaptaciones literarias en el cine venezolano:
pulcras —a veces— reconstrucciones de época (hazaña siempre
a resaltar entre nosotros, por la dificultad que conlleva) tienden a
convertirse en «arqueología» porque congelan la obra original en
el momento en que se produjo, ignorando tanto lo que pudo sig-
nificar ella entonces respecto a su contexto —aportes formales,
carga sociopolítica— como toda la «intertextualidad» acumulada

1 Exhibida en sesiones privadas a partir de 1988, presentada en el festival


de Mérida en 1990, aún no ha sido estrenada comercialmente «gracias»
a su distribuidor, Pelimex.

238
en decenios: libros, films, desde luego hechos históricos, cambios
de mentalidad, evolución social, en fin, los diversos factores que
han producido otras tantas lecturas del texto en cuestión, siempre
cambiante. Esta paradoja de traicionar la riqueza de una obra
litera­ria, su potencial multiplicidad, su efectiva evolución en el in-
tercambio con las generaciones de lectores que, a lo Pierre Menard,
la han ido reescribiendo, respetando el cineasta precisa y exclu-
sivamente «la letra», reproduciendo el anecdotario, repitiendo los
diálogos, recreando con empeño vestuarios, decorados y utilería,
puede no ofrecer más que pálidos zombis, figuras de cera, dague-
rrotipos retocados de relativo interés. Son films, curiosamente,
«más viejos» que el original.
Cubagua, entonces —y sin que lo propongamos como fór-
mula—, parte conceptualmente con buen pie, agregándole un giro
a la espiral barroca de la novela. Por un lado, es un mayor respeto a la
intención del texto, ya que el presente de Enrique Bernardo Núñez
eran los años veinte: dejándolo en ese punto, el film lo hubiera
a su vez convertido en pasado, alejándolo, cosificándolo histórica-
mente. Por otro, prolonga la problemática del usufructo extranjero
de nuestras riquezas naturales: las perlas del XVI, los minerales y el
contrabando —así como el petróleo— mencionados de los veinte,
pasan a ser esas reservas estratégicas que se adivinan como verda-
dero objetivo de las empresas multinacionales que quieren explorar
—explotar— el territorio amazónico. Finalmente, la presencia de
un tercer plano temporal incrementa la complejidad estructural del
relato, da mayor perspectiva al ciclo de las repeticiones y equiva-
lencias, esos ecos que, a nivel individual, se traducen en las nuevas
y también actualizadas versiones de Lampugnano-Leiziaga (ahora
ingeniero al servicio de la multinacional), Nila (hecha periodista
que denuncia la penetración extranjera), fray Dionisio (más borro-
samente percibido ¿cómo antropólogo o como cura amistoso, sin
sotana ni prédica, viviendo entre los indios?), los explotadores (de
españoles de la Conquista, luego funcionarios corruptos o mineros
como Mr. Stakelun en los veinte, los encontramos en los ochenta
al frente de la multinacional).
El giro agregado de los ochenta parece tener como modelo
narrativo a Los pasos perdidos [1953] de Carpentier. Es otro acierto

239
porque si hay una novela que prolonga la de E.B.N., que se sitúa
respecto a ella en una sugestiva relación de intertextualidad, es
esa: el destino de Leiziaga, en la misma o en otra «reencarnación»
—tal la del musicólogo carpenteriano— era internarse en la selva
en pos de las raíces. Una vez más, «traición» a la letra es «fidelidad»
al espíritu del original, imaginativamente reencontrado en una cris-
talización literaria que significó un paso más adelante o arriba de
la misma espiral.
No sé, en realidad, si los guionistas pensaron en Los pasos
perdidos: lo infiero del mismo film. El periplo del protagonista
parte del presente y su «civilización» (toma una avioneta en La
Carlota) y remonta el tiempo siguiendo —siempre en el plano de
los ochenta— el curso de los ríos, mientras la narración inserta su
memoria personal en el cuerpo de la novela de E. B. N. —años
veinte y siglo XVI— para llegar, en la instancia del presente, a la
aldea indígena, a la danza ritual (que se conecta con el descenso al
«laberinto» o subterráneo del viejo convento, en los veinte, y con
el sermón antiesclavista de fray Dionisio, en el XVI) y al gesto
soberbio del joven indio que arroja a los pies del ingeniero «con-
temporáneo» una vieja coraza de los conquistadores: «le pertenece
a usted, se la devuelvo»2. Incrustados así los tiempos unos en otros,
hallada su identidad personal-colectiva, el protagonista vuelve
a Caracas y a los obvios signos de actualidad (aeropuerto, oficinas,
metro, bulevar de Sabana Grande) para actuar, gracias a lo aprendido
o, mejor, comprendido.
Un tercer acierto —por lo demás prácticamente obligatorio—
es la utilización de los mismos actores para encanar los personajes
en los tres tiempos. Con ello se subraya su carácter de emblemas,
disminuyendo y casi descartando la interpretación de tipo sicológico,
acentuando la histórica y colectiva en cuanto que los vemos reitera-
damente ejecutando sus funciones: el buscador, el guía, la mujer-
iniciadora, los enemigos. Nos acercamos así, potencialmente, a lo
arquetípico. De manera accesoria, esta repetición de actores puede
ayudar a orientarse a un público como el nuestro, profundamente

2 Véase el guión de la película, Cubagua («Un filme de Michael New»),


Mérida, Departamento de Cine de la ULA, 1987. (N. del C.)

240
televiciado, que en general se niega a acompañar las dificultades de
lectura de cualquier film con cierta complejidad narrativa.

Sus sombras

Los aciertos en que me he detenido tienen sus respectivas «som-


bras». En la primera confluyen el guion y el montaje; la elección
y dirección de actores, pero igualmente el guion, en la tercera;
ambas, concentradas, hacen de la justa intuición carpenteriana un
mero esquema desprovisto de densidad.
Es un hecho que, al añadir un nuevo plano temporal, con su
propia serie de anécdotas, algo había que sacrificar de la novela en
aras de la duración normal del film. En él, esto lleva a adelgazar
el plano de los veinte, que muy pronto se convierte en apenas un
gozne o pivote para acceder a los otros dos, gracias sobre todo a la
persistente voz de fray Dionisio. A este discurso, con frecuencia
en off, se le otorgan demasiados «poderes»: a su conjuro (palabras
clave como «historia», en frases excesivamente literarias que fun-
cionan en la novela pero no en la película) nos trasladamos de una
época a otra; su abundancia de alusiones «misteriosas» («estamos
hechos de tiempo y polvo»; «no importa: algún día entenderás,
tarde o temprano entenderás», etc.; constantes referencias al pa-
sado, a la memoria, a los encuentros ya ocurridos entre él, Nila y
Leiziaga-Lampugnano) es una innecesaria insistencia para que nos
demos cuenta de ese mismo fluir y de esa misma permanencia tras-
temporal que, al cabo, estamos presenciando; también corre a su
cargo gran parte del sentido o del «mensaje» sociopolítico, además
del filosófico. Cabría señalar accesoriamente que, como la voz en
off de Julio Mota ha sido una de las constantes de nuestro cine do-
cumental, a ratos nos parece estar oyendo uno de esos infatigables
textos explicativos.
El plano de los veinte, aparte de cumplir su papel de lugar de
encuentro entre los personajes y de soporte de la verbosidad de fray
Dionisio, se diluye en una serie de flashes cada vez más breves, de-
vorado por las otras dos instancias temporales, y perdemos algunas
cosas. Una de ellas es nada menos que el paralelismo dramático

241
de lo que le ocurre concretamente a Leiziaga como equivalente de
Lampugnano: el robo al contrabandista, la prisión subsiguiente
y la oferta de soborno, ecos de los similares hechos del XVI. Sin
embargo, el film los traslada a la instancia de los ochenta, con un
sentido ahora «positivo» y repartiéndolos entre el ingeniero y la pe-
riodista: el uno roba los planos y documentos de la multinacional,
la otra recibe un cheque para comprar su silencio (e, incongruen-
temente, lo rompe ante nuestros ojos, con lo que desmiente su pre-
sunta sagacidad reporteril pues tenía en sus manos una prueba…),
ambos están amenazados por la empresa. Seguramente, repetir
robo/prisión/soborno en los veinte hubiera dado un carácter de-
masiado mecánico a las reiteraciones trastemporales, y lo que se
nos quita en una instancia lo recuperamos en otra, «puesto sobre
sus pies» como actuación consciente, cargada de significado polí-
tico. Queda, de todos modos, el empobrecimiento dramático del
plano intermedio.
La mayor carencia de la instancia de actualidad, además de
la sobreabundancia de flashes reiterando de modo bastante inerte el
viaje por el río, lo que la pone con frecuencia exclusivamente al ser-
vicio del «rebote» hacia atrás en el tiempo, es al cabo la vaguedad
de la denuncia. ¿Se ha querido brindar un modelo válido a escala
continental y por ello resulta tan borroso el proyecto de la multina-
cional, tan invisibles sus lazos con un eventual gobierno al que no
se hace referencia alguna, tan ausentes las demás fuerzas sociales?
Sin embargo, la Amazonia es grande, implica a varios países, tiene
problemas comunes que hubieran permitido dar mucha mayor con-
creción al asunto. La presencia de los indios, tan importante en el
film, facilitaba —por ejemplo— referirse a los manejos de un ente
como el Instituto Lingüístico de Verano y su «brazo armado», las
New Tribes o Nuevas Tribus, que han actuado o actúan aun no solo
en Venezuela sino en Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia, Brasil…
Por otra parte, el film está de entrada localizado: Nueva Cádiz en
el XVI, Margarita en los veinte, son nombres explicitados verbal-
mente. ¿Por qué, entonces, situar los ochenta casi en un no-lugar,
sin enriquecerlos con aportes contextuales pertinentes?
La vaguedad de la denuncia va de la mano con la insustancia-
lidad de esa multinacional que se deja robar planos y documentos

242
como caramelos a un niño. Cierto que el Dr. Carballo explica
a su fogoso insubordinado —y, temo, sobre todo al público— que
«ahora no pueden hacer nada», será «más tarde» cuando se ven-
guen del ingeniero y la periodista, y finalmente que la revelación
de sus planes «no pasará de ser un pequeño escándalo, controlable
y que pronto se olvidará. Este pueblo no tiene memoria». No debe
tenerla, desde luego, cuando sus cineastas pintan tan inermes a los
representantes del imperialismo.
Que tampoco son supermanes, por suerte, y sufren derrotas.
Además, el esquema conceptual del film —pero de ninguna ma-
nera sus necesidades narrativas— hace que «los malos» del XVI
y los veinte tengan al menos este percance en los ochenta, mien-
tras las dudas y torpezas de Lampugnano-Leiziaga se equilibran
con el gesto del ingeniero en la actualidad. Pero es un hecho que la
facilidad de su acción, más la insuficiente explicación del Dr. Car-
ballo —en rigor, nada explica— restan verosimilitud a la trama.
Y, sin ser —del todo— pesimista, creo que nunca deben olvi-
darse las palabras de Pasolini: «La burguesía dirigente siempre
es —continuamente, implacable y sistemáticamente— peor de lo
que un hombre ingenuo como yo —y como probablemente lo será
usted— puede llegar a imaginar». Se trata, entonces, no de idea-
lizar su poder de modo paralizante, pero sí de comprenderlo de
manera menos superficial y esquemática.
Es probable, en suma, que tanto la instancia de los veinte
como la de los ochenta hayan sido vampirizadas por la del XVI.
Quizás el mero esfuerzo de su reconstrucción, tan sobria como
eficaz, con un anecdotario justo y bien resuelto cinematográfica-
mente (recordar, por ejemplo, el ataque de los indios) ha llevado
a concederle una mayor elaboración dramática.
En lo que respecta a la emblematización obtenida con la in-
terpretación de los sucesivos roles o funciones por los mismos ac-
tores, hay un primer problema que surge del guion: acaso se les ha
despojado demasiado de su «carne» anecdótica, de esos pequeños
hechos —tampoco eran tantos— que en la novela permiten una
doble lectura: son individuos, con su carga intelectual y pasional,
con cierto esbozo biográfico al menos presumible, y son además
emblemas, casi arquetipos en algunos casos, lo que se sostiene

243
sólidamente sobre el soporte personal verosímil. Un protagonista
como Mr. Stakelun, por ejemplo, tan rico en el original, ha que-
dado vaciado, reducido a su cáscara; y es, en general, el proceso que
sufren los demás personajes. No estoy pidiendo un tratamiento si-
cologista o intimista y ya he elogiado la emblematización. Pero
pienso que era posible alcanzarla sin haber «tipificado» tanto a los
protagonistas. Véase, en tal sentido, su caracterización en el XVI,
donde se les ha otorgado —o permitido— cierta densidad exis-
tencial, donde sentimos efectivamente bullir las pasiones y el odio
entre conquistadores rivales en la explotación.
Pero están los actores, los tres principales, y es el segundo
problema de esta «sombra». Además de que su aspecto encaje difí-
cilmente en un Lampugnano que es un conde milanés y un Leiziaga
a quien debemos suponer, por su apellido, de origen vasco, la inex-
presividad de Herbert Gabaldón es un lastre fatal.
¿Explica esto su mutismo? Y no hay zoom­in hacia su rostro
ausente, no hay primer plano de su cara desierta que logre sugerir
«profundidad» ni «pensamiento» alguno, por más que se acuda al
habitual entrelazamiento de voces en off y eventuales músicas «in-
quietantes». El «efecto Kuleschov» tiene, al parecer, sus límites.
¿Qué decir de Sonia López? Sin discusión, muy bella. Su
actuación es discreta, más eficaz en los silencios y las miradas, en
su «estar ahí», que en la determinada encarnación de una perio-
dista beligerante, «sola ante el peligro» como la encontramos en
los ochenta. Responde al presunto tipo de Nila. Pero no alcanza
—y esto tiene que ver más con la dirección de actores que con
sus personales dotes de intérprete— la magia, la fascinación ejer-
cida por el personaje de Nila en las páginas de la novela. Que no
se nos diga que es más fácil imaginar una mujer maravillosa que
darle cuerpo en el cine: bastantes nos han hechizado. Y ¿qué lector
—hablo fatalmente en masculino— no ha soñado con la Nila de
papel? Mientras a la de celuloide —¿o es más bien a la actriz?—
solo cabe, desde luego, desearla.
En cuanto a fray Dionisio, es un hecho que Mota se prestaba
para interpretarlo. Resulta, sin embargo, desdibujado. De alguna
manera, actúa fundamentalmente con la voz y con un reducido
repertorio de gestos.

244
Entonces, si falla por completo el soporte de identificación
que tendría que habernos dado Lampugnano-Leiziaga-ingeniero
para hacernos compartir emocionadamente su trayectoria; si Nila
no nos enamora obsesivamente; si fray Dionisio no nos impone
su enigmática cualidad de maestro iniciático, ¿qué queda? Pues,
algo paradójicamente, el resto del elenco. En destacadísimo lugar,
el cubano Reinaldo Miravalles como don Diego-Stakelun-Car-
ballo; después, Héctor Mayerston, alcalde de Nueva Cádiz, fun-
cionario sin escrúpulos, adjunto de Carballo en la multinacional;
y los demás, de apariciones más extensas (por ejemplo, el indio
que es cacique en el ataque del XVI y arroja luego la coraza a los
pies del ingeniero, en los ochenta) o fugaces, hasta confundirse
en la masa de extras bien manejados. Pero, ¿hasta qué punto no
los apreciamos, adicionalmente, en la medida en que nos hemos
desentendido de la discutible actuación del trío principal?

Otros aspectos

Es posible que de la esquematización se desprenda, casi como una


fatalidad, la excesiva verbosidad del film, en que los personajes se
expresan fundamentalmente hablando en escenas con frecuencia
dramáticamente inertes: sentados en torno a una mesa charlan
los españoles del XVI, los corruptos de los veinte, los multina-
cionales de los ochenta; de pie a la salida de la iglesia discuten
los españoles del siglo XVI; de pie ambos, discurre fray Dionisio
frente al —luego sentado— Leiziaga en los veinte, sentados en el
carro exhorta Carballo al ingeniero en los ochenta y, en el mismo
plano temporal, sentados en un bar intenta Nila esclarecerlo ideo-
lógicamente, para denunciar más tarde —ella de pie, los demás
sentados— los manejos de la multinacional. Y sentado —en la
curiara, en una piedra, en el cuarto de hotel, en la avioneta, en
la aldea indígena— escucha el taciturno ingeniero los ecos en off de
muchas de esas voces mezcladas. (Este catálogo no es exhaustivo).
¡Qué alivio, en contrapartida, cuando se deja ser a las imá-
genes! Es sobre todo Nila quien convoca estos breves planos
mudos o casi: Nila ardiendo en la hoguera, Nila frente al mar,

245
Nila desnuda en la playa ofreciendo una concha, Nila escribiendo
a máquina en su casa. Nila.
La fotografía, en efecto, es de una gran belleza, recreando
tanto las escenas de interiores como los exteriores —la presencia
del mar, de manera destacada—, con un eficaz registro de acciones
en secuencias difíciles como la del ataque nocturno de los indios (si
olvidamos los obvios reflectores que iluminan desmesuradamente
la playa). El sonido y la música son de una discreta corrección,
aunque a la última se le pida demasiado «misterio» cuando coin-
cide con el rostro de Herbert Gabaldón. El doblaje, sin embargo,
resulta imperdonable: voces que no se ajustan al movimiento de
los labios, frases sin corregir («pudiera ser una gran negocio», dice
muy audiblemente Héctor Mayerston al ofrecerle a Lampugnano
asociarse en la explotación de los indios). El vestuario es tan sen-
cillo como convincente y los decorados cumplen su papel, notable-
mente en la ambientación del XVI: en estos dos últimos aspectos,
hay que tener en cuenta que Cubagua no es en modo alguno una
superproducción sino, más bien, su sugerente «espejismo».
Una buena película comercial como Highlanders o Los inmor-
tales, de Russell Mulcahy —para acudir a un título relati­vamente
reciente, que puede estar fresco en la memoria de todos—, muestra
la brillantez que puede conseguirse en los cambios de una a otra
época, haciendo que el hecho de la transición temporal juegue
un papel dramático. El montaje de Cubagua ha desperdiciado
casi por completo tales posibilidades, limitándose a ser estricta-
mente funcional, con algunos cortes bruscos incluso (el caso más
patente es la escena del banquete en Nueva Cádiz, en la que se
interrumpe abruptamente la música para saltar del XVI a los
ochenta). Claro que hay excepciones, y sus logros nos hacen la-
mentar más aún el resto. Se encuentran hacia el final del film: el
sermón pronunciado por fray Dionisio en el XVI, que resuena
en la aldea indígena de los ochenta; y, sobre todo, la agilización
que impone el montaje justo antes de que el ingeniero vuelva a la
ciudad: en flashes, danza ritual en la aldea contemporánea / vi-
sión de la captura de Nila por los españoles en el XVI / vuelta
a la danza / rostro de fray Dionisio ¿en los veinte? / Nila en la ho-
guera / la danza —y la imagen del ingeniero en picado, empeque-

246
ñeciéndose— / la danza de nuevo / rostro de Nila en la hoguera /
ella durmiendo en su casa en el presente. Dicha serie consigue un
ritmo agónico que nos conduce inexorablemente a una culmina-
ción dramática: la coraza arrojada a los pies del ingeniero, última
revelación decisiva.
Del montaje me interesan también esos escasos planos cuya
localización temporal es inicialmente confusa o, mejor, poliva-
lente. Quizás no se utilizó con mayor decisión este recurso, que
subraya la trastemporalidad de los personajes, para no «despistar»
al público. Suelen coincidir con la imagen de Nila —frente al mar
o desnuda en la playa— y en ambos casos pertenecen a los años
veinte (lo indican el vestido, la perspectiva de Cubagua, la coinci-
dencia con Leiziaga) pero «flotan» sugestivamente por encima de
las épocas.

Para terminar

Me detendría en un elemento narrativo: encuentro francamente


dudosa la inteligibilidad del gesto final del ingeniero, rompiendo
la vidriera de una tienda en Sabana Grande. ¿Eco del robo de las
perlas? ¿Quiebra del «reflejo», del ver «como en un espejo», que li-
bera la imagen preciosa y final de Nila-india, entrando en la luz
a la salida de una cueva (quizá el subterráneo-laberinto de las
ruinas del convento en Cubagua: culminación por lo tanto del
descenso iniciático) y perdiéndose en el esplendor? Esta interpre-
tación es su posibilidad mayor y se vería reforzada por los breves
insertos de Nila que se entrelazan en el montaje (Nila escribiendo
a máquina / el ingeniero en la noche de Sabana Grande / Nila / el
ingeniero mira la vidriera: captamos su reflejo en el vidrio / Nila /
él lo rompe / Nila en la luz). Pero, en cualquier caso, temo que
se trate de una simbolización forzada, que hay que pensar de-
masiado y que confunde justo después de haber ordenado políti­
camente la larga búsqueda de identidad del protagonista (ha robado
los documentos, los ha entregado a la periodista, se queda solo en
el metro, hablan Carballo y su adjunto del «escándalo controlable
y olvidable») y apenas a un minuto de que finalice la película…

247
Espero con fervor que el espectador olvide ese borrón: que
Nila —en la luz— lo ciegue.

248
Ficción y temporalidad en Cubagua
de Enrique Bernardo Núñez*
Roberto Ferro

Debo comenzar con una precaución


y dos anticipos

A nte todo la precaución: cuando para presentar la lectura de


un texto de la complejidad de Cubagua de Enrique Bernardo
Núñez, se anuncia desde el título de la ponencia el concepto de fic-
ción, que una larga tradición problemática ha establecido o mejor
dicho, sobrecargado de prejuicios, el debate que me dispongo a ins-
talar corre el riesgo de parecer menos un abordaje atento que una
inquisición abusiva que introduce previamente aquello que pre-
tende encontrar, y niega deliberadamente la posibilidad del desen-
volvimiento de la exposición, cerrándola ya desde el propio título.
Entonces debo, a la preocupación tan anunciada, contaminarla con
un anticipo que conjure todo intento de antagonismo dicotómico
de legislar los límites precisos que marquen la diferencia entre los
discursos ficcionales y los no ficcionales, lo que implica la nece-
sidad de superar el a priori que sanciona a las ficciones como mani-
festaciones anómalas o desvíos de los demás discursos serios o con
valor de verdad. Pienso que la escritura de Cubagua deconstruye el
lugar reservado a la ficción como término parasitario de una jerar-
quía violenta que le asigna fines y restricciones; a partir de ello se
impone la necesidad de provocar un desplazamiento teórico-crí-
tico para examinar el texto de Enrique Bernardo Núñez más allá
de cualquier tipología reduccionista.

* Memorias del XXIII Simposio de Docentes e Investigadores de la Literatura


Venezolana: Trujillo, del 19 al 22 de noviembre de 1997. Trujillo, Universidad
de Los Andes, 1998, pp. 607-615.

249
Y, finalmente, el otro anticipo: he concebido mi ponencia
como un mosaico inestable, como una encrucijada entre la mano
que escribe y el ojo que lee entramados en una figuración abierta,
un dibujo sin bordes que toma sus trazos iniciales de dos citas de
Jorge Luis Borges, es decir, los epígrafes son parte del diseño.
Robert Luis Stevenson observa que los personajes de un
libro son sartas de palabras; a eso, por blasfematorio que nos pa-
rezca, se reducen Aquiles y Peer Gynt, Robinson Crusoe y Don
Quijote. A eso también los poderosos que rigieron la tierra: una
serie de palabras es Alejandro y otra es Atila.
En el tiempo real, en la historia, cada vez que un hombre se
enfrenta con diversas alternativas opta por una y elimina y pierde
las otras: no en el ambiguo tiempo del arte, que se parece al de la
esperanza y al del olvido.

I Leo fragmentos de la primera página de Cubagua

En el centro de Margarita, La Asunción erige sus paredones de


fábricas abandonadas hace mucho tiempo y las tapias blancas
de sus corrales ornamentados de plátanos. El color es la magia de
la isla […]. A la entrada de La Asunción unos matapalos vierten
sus copas maravillosas junto a un convento franciscano conver-
tido en casa de gobierno. En la plazuela están el templo y el an-
tiguo Ayuntamiento, donde se ve todavía un escudo de España.
Frente a la plazuela hay una fuente pública, en medio de un
ancho espacio cubierto de hierba (198)1.

Emergen en el movimiento inicial de la novela de Núñez las


figuraciones del tiempo de la naturaleza y del tiempo de la cul-
tura; junto con ellos de manera inestable e imprecisa, como una
línea a la vez incisiva y borrosa, emerge, asimismo, la cuestión del
límite, es decir, de la simultaneidad de lo que articula y separa.

1 Cubagua, Caracas, Monte Ávila Editores, 1988.

250
El límite es un no-lugar entre, al menos, dos lugares, es la
línea que llama la atención acerca de la diferencia entre territo-
rios materiales y territorios simbólicos; en el principio de Cubagua
se pone en escena la dimensión de una tensión; por una parte, la
temporalidad de las producciones humanas y, por otra, la pura du-
ración del tiempo abismal incesante de la abrumadora presencia
del paisaje natural.
Si el texto es la instancia en la que acontece el nombrar, la
genealogía de ese nombrar puede ser pensada como la genealogía
de las construcciones textuales de la identidad. La narración de
ese recorrido se da a leer en Cubagua como un viaje hacia los an-
cestros del nombrar presente. La escritura se despliega como una
cartografía de la memoria.
Toda cartografía es un intenso de dominar lo indefinido su-
perponiéndole una trama de lectura. Con ese objetivo se cons-
truye una figura, un simulacro de doble, en cierto modo. Cada
carta geográfica posee su propia lógica; como instrumento de re-
ferencia y significado, es un modo de configurar el mundo, sin
embargo, los procedimientos desplegados remiten menos a la
realidad que a la representación que cada pueblo se hace de ella
a partir de sus tradiciones culturales.
Poseemos el espacio y somos atravesados por el tiempo. El
espacio en el que vivimos día tras día es reversible, el tiempo, en
cambio, fluye interminablemente. Vivencias disímiles y desgarra-
doras en su diferencia, tanto como lo es todo intento de plegar una
dimensión sobre la otra. Hic et nunc es la fórmula que atestigua en
las lenguas el grado cero de la representación.
El ojo ve la extensión, mi mirada percibe redes de objetos
y seres; descentrado en relación con ellos, distingo una distancia
que al alejarlos de mí, los constituye como tales y me permite
comprenderlos. Este proceso puede desplazarse, analógicamente,
a las colectividades humanas. Es el espacio sobre el que se pro-
yecta la organización del grupo, ese es el lugar a partir del que se
constituyen los itinerarios discursivos en los cuales los pueblos ha-
blan de sí mismos y para sí mismos. Sobre el espacio se elaboran
las fantasías, los imaginarios que contribuyen a otorgarles cohe-
sión y persistencia, en ese diálogo se va tejiendo la identidad, que
se elabora en el trabajo incesante de la repetición y del retorno.

251
El espacio, la territorialidad, la extensión es el núcleo gene-
rador de los mitos. Percibido a través de la luz, ese desvelamiento
se asocia al cosmos, al caos, al movimiento, al origen. Toda aproxi-
mación al espacio supone consistencia y vacío, huella e intersticio,
memoria y olvido, en esas vacilaciones se articula la búsqueda de
la identidad. Cubagua exhibe desaforadamente hasta el límite que la
narración es temporalizar el espacio y espacializar el tiempo.

II

Toda narrativa es la articulación de dos dimensiones, por una


parte, la que constituye la referencia de los objetos y personas in-
volucrados, y, por otra, la dimensión configurativa, de acuerdo
a la cual construye la referencia al devenir. El tiempo figurado
en una narración es un intervalo, que, para constituirse como tal,
exige la instauración de un comienzo que no es nada, y que no
tiene más objeto que el de ser más un fin que un principio2. El
gesto narrativo tiene un primer movimiento que es el de referir el
devenir temporal como configuración, ese referir implica a su vez
el segundo movimiento, el de diferir. La narración es un artificio
por el que el tiempo narrado de un aquí y ahora, se desplaza a un
allá, desde un punto cero receptible infinitamente. Esa versati-
lidad de la narración que puede repetir su comienzo interminable-
mente implica una relación tácita con algo que no tiene lugar en el
tiempo representado. La escritura narrativa impone en la esceno-
grafía temporal figurada una referencia a algo no dicho y que está
más allá, un postulado cero, que permite marcar la posibilidad del
retorno de un pasado; el cero es la incisión que se abre a la multi-
plicidad del injerto, sin ese cero la configuración de todas las trans-
formaciones que se dicen como devenir no se desplegaría. Por lo
tanto, la primera imposición convencional del discurso narrativo
es prescribir como comienzo lo que es punto de llegada; el final
de los sucesos narrados coincide con el principio de la narración

2 Michel de Certeau, La escritura de la Historia, México, Universidad


Iberoamericana, 1993.

252
y en la clausura que impone la finitud del acto de narrar, se abre
la instancia de repetición infinita. Dispositivo que en Cubagua es
tematizado de tal modo, que permite afirmar que constituye un
megatexto que se asoma en las inserciones discursivas que es-
canden su escritura. Inserciones que penetran un texto desde otro
texto, la invasión disemina el sentido en desvíos e interferencias
que proliferan en las transformaciones mutuas que producen.
Ese no-lugar, esa nada inicial anuncia perpetuamente el re-
torno insistente de un pasado del devenir que le es radicalmente
ajeno. Ese eterno retorno trastorna el mito en postulado de la cro-
nología narrada, que de modo indecible ha desaparecido del re-
lato para ser un supuesto inevitable. Esta relación necesaria con el
otro, con ese no-lugar mítico, permanece inscrita en la represen-
tación del devenir temporal junto con todas las transformaciones
textuales de la genealogía. Para que la narración se haga presente
es preciso que ese cero no-representado pero insoslayable y cons-
titutivo autorice el sentido. Ese dispositivo, que como un advene-
dizo, siempre es exiliado del saber que determina y posibilita su
organización; aquello que no se dice es lo que permite que la es-
critura narrativa repita indefinidamente su comienzo, siempre im-
posible de datar porque es móvil, protocolo del despliegue sin que
se lo pueda pensar siquiera como pliegue.
Esa ausencia que es la que da comienzo a toda narración,
instaura y revela que la construcción temporal se basa en su con-
trario, no re-significa el paso del tiempo al volverlo presente, sino
que oblitera el no-lugar para construir el sentido.
El discurso narrativo, que como un marco transporta la re-
presentación del devenir temporal, necesita escindirse del tiempo
que pasa y olvidar su transcurso para imponer los modelos de en-
tramado del tiempo pasado. La narratividad implica la elección
de un vector de dirección, de modo tal que trastorne el sentido
temporal que se pretende representar, invirtiendo su orientación
e imponiéndole una doble censura. La ambivalencia del tiempo
narrativo reside en la trama que no se puede concebir como una
designación denotativa sin apelar a la coacción de algún decreto
reglamentario, sino que expone en toda su amplitud los disposi-
tivos de la semiosis infinita propia de la construcción figurativa.

253
La novela de Enrique Bernardo Núñez puede ser leída como una
figura que alude a la instancia de re-comienzo, instancia que no es
reconocible en términos de ostensión, el territorio de la isla perci-
bido en épocas distantes es siempre otro, es la cifra emblemática
de un principio des-originado para constituirse como origen. Un
territorio, la novela, desflorado, atravesado, cribado de voces vio-
lentas que ingresan en su cuerpo, la presencia amenazada por las
ausencias, la totalidad disgregada por los fragmentos penetrantes,
la voz única se deshace en la proliferación incontable de voces
que la entrecruzan.
En Cubagua se trama al menos tres grados de organiza-
ción de la temporalidad: la historicidad, la intratemporalidad y la
temporalidad detenida. Estos tres grados despliegan modalidades
diversas de representación del devenir.
La configuración de cada una de ellas depende del tipo de
trama, en el sentido que le estoy dando en esta exposición, de los
tres grados de representación del devenir en Cubagua, la inscripción
de un dominante configurado como una cartografía de la memoria
en el que se dice como simultaneidad lo que la lengua de la sucesión
extensiva oblitera y sofoca. En el cruce inestable entre la marca es-
crituraria y la mirada del lector, ese palimpsesto se graba como un
monograma abierto y laberíntico, en el que los tres grados de repre-
sentación temporal tienden a la inmanencia desplazando la amenaza
de la inminencia, y por lo tanto poniendo en conflicto los modos
hegemónicos de la temporalización del imaginario occidental.
La historicidad coincide con las modalidades ordinarias del
tiempo, son aquellas «en» las que tienen lugar los acontecimientos
marcando la irreversibilidad de los mismos en un antes y un des-
pués situado en los diferentes contextos en que transcurren. La li-
nealidad es su registro dominante, el devenir es irreversible y en
perpetua fuga. Las acciones de los personajes, las referencias a epi-
sodios históricos, las menciones acerca del progreso tecnológico
o de la degradación producida por el paso del tiempo pertenecen
a este orden.
La intratemporalidad representa aquellos aspectos del tiempo
en los que los finales aparecen ligados a los inicios. Su caracterís-
tica distintiva es su capacidad de repetición; en la representación

254
del devenir como intratemporalidad es posible la recuperación de
nuestras identidades más básicas heredadas de nuestro pasado en la
forma de destino colectivo. Nila Cálice, Vocchi, Amalivaca o Ero-
comay participan de un imaginario mítico que no se deja explicar
por la sucesión irrepetible.
Lo que llamo, a modo de oxímoron provocativo, tempora-
lidad detenida refiere la unidad plural del futuro, el pasado y el
presente, que en Cubagua se manifiestan en el juego de los do-
bles; dobles que a diferencia de su modelo privilegiado, la espe-
cularidad, ocurren en una temporalidad, que no es la del devenir
de la historicidad ni tampoco se dejan explicar por la repetición de
la intratemporalidad.
Cada una de las instancias de la temporalidad detenida cons-
tituye el movimiento de significación únicamente si cada irrupción
que aparece en la escena presente de la escritura se relaciona con
otra, guardando en sí la marca de esta ausencia y dejándose hundir
asimismo en la profundidad de la escritura borrada para anunciar
su relación con la marca futura, no relacionándose la marca menos
con el advenir que con lo que se llama memoria y constituyendo lo
que se llama presente en una especialización doble, la que pone en
crisis la idea de devenir como sucesión y, acaso la más inquietante, la
que desmonta toda posibilidad de deslizar el sentido del fragmento
hacia la connotación del tiempo. El tiempo no es fragmentable,
lo que fragmentamos son los procedimientos de representación,
que solo son posibles en términos de espacio.
En el concepto de archivo participan la memoria, el retorno
al origen, así como también las actividades del recuerdo o de la
excavación que aparecen como los modos privilegiados de la bús-
queda del tiempo perdido. Pero las huellas en las que pretendemos
conservar ese pasado no pueden ser sometidas a un único registro
de imaginación temporal; la identidad que, como decíamos más
arriba, solo podemos concebir como narración, no se constituye
como tal impidiéndole una representación dominante.
Cubagua, territorio entregado a las múltiples miradas de los
hombres, no es narrada como una sucesión lineal o una evolu-
ción progresiva, ni tampoco desde la apelación al eterno retorno
mítico. La novela de Núñez exhibe en distintos momentos de su

255
desarrollo esos modos de representación del devenir, acaso, para
poner de manifiesto su convencionalismo, su sujeción parcial.
La descripción del relato de acuerdo con la historicidad de
los sucesos postula un tipo de lector acrítico para la problemática
de la identidad. El tiempo en ese registro no es más que una cro-
nología. El tiempo lineal implica que una única relación de los
acontecimientos particulares pueda ser verdad, por lo tanto, lo real
aparece tan degradado que solo tiene capacidad de aparecer en la
letra de los documentos, es decir por única vez.
La inserción de la intratemporalidad con su gesto de per-
petua recuperación de lo mismo, desestabiliza el dominante de la
sucesión irrepetible, pero no es suficiente; la temporalidad dete-
nida en la que la simultaneidad deja de ser solamente un atributo
del espacio, se construye en un modo de representación de la tem-
poralidad en la que los sucesos ocurren en la encrucijada entre lo
sucesivo y lo simultáneo.
Si Cubagua se pudiera leer solo desde la historicidad y la
intratemporalidad estaríamos frente a un texto que asume la di-
versidad controlada de los posibles narrativos. La complejidad
de la novela de Núñez reside, creo, en que la temporalidad dete-
nida implica la exigencia de pensar la memoria como una carto-
grafía, un plano en que el ojo del lector recorre todos los caminos
divergentes en todas las direcciones posibles, itinerarios que son
el mismo y per­petuamente otros cada vez. Plano que, como de-
cíamos más arriba, se constituye como un doble imposible, nega-
ción de todo intento de reponer lo representado, en otros términos,
la referen­cia, lo que aparece como índice elocuente de la distancia
entre la escritura de Núñez y el realismo hegemónico en la fecha
de aparición de la novela.

III

La revisión de las líneas teóricas que se proponen constituir de


manera más o menos precisa la especificidad de la ficción, más que
alcanzar ese objetivo parecen perseguir una noción indeterminada
y preteórica y, por lo tanto, desprovista de toda pertinencia, salvo la

256
que consiste en componer un ghetto con todo aquello que obstruye
la clausura de la semiosis figurativa.
En cuanto a la narración, que es el espacio discursivo sobre
el que las prescripciones imponen un mayor rigor de control, la
tipología distintiva solo puede ser impuesta por mandatos ins-
titucionales o por posturas doctrinales, que a menudo recurren
a planteos morales con el objetivo de salvar la verdad.
Esta imposibilidad de fijar límites precisos que establezcan
la diferencia entre los discursos ficcionales y no ficcionales, im-
plica la exigencia de superar el a priori que sanciona a las ficciones
como manifestaciones anómalas o desvíos de los demás discursos
serios o con valor de verdad.
La notable preocupación que la cuestión trae consigo —re-
velada en la multiplicidad y diversidad de los asedios que se mani-
fiestan en el considerable aumento, especialmente en los últimos
años, de la bibliografía sobre el asunto—, hace que su tratamiento
afecte gran parte de los discursos teóricos contemporáneos, insta-
lando la ficcionalidad como un tema clave.
Mi trabajo «Ficción y temporalidad en Cubagua de Enrique
Bernardo Núñez» se inscribe en el cruce de un doble propósito por
una parte, exponer la debilidad de criterios en extremo reductivos
que pretenden someter a control a un concepto con una genea-
logía tan compleja como es el de la ficción, y, por otra, promover
un desplazamiento, que abomine de banalizaciones y rigideces,
a los efectos de contribuir a la apertura de una reflexión teórica
que supere el dogmatismo y los componentes doxáticos de los
principios que aparecen como puntos de partida obligados.
Sobre el lugar reservado a la ficción como término anómalo
de una jerarquía violenta que le impone restricciones y límites, es
posible provocar el desplazamiento antes mencionado para pensar
los discursos ficcionales no como una variedad parasitaria o des-
viada, sino como la condición de posibilidad de cualquier discurso,
lo que implica desestabilizar asimismo los parámetros que consti-
tuyen las bases de la discriminación.

257
IV Epílogo provisorio

Cubagua es el nombre de una isla, como título de la novela de En-


rique Bernardo Núñez agrega a la designación de un lugar geo-
gráfico un inquietante suplemento, la imposibilidad de afirmar la
pura presencia y junto con ello la exigencia de atraer a la escena de
la escritura la temporalidad; Cubagua no solo designa una referencia
geográfica, un lugar, sino además exige asediar una identidad,
dimensión construida por pueblos diferentes desde imaginarios
diversos y en pugna.

El sol hostiga. Los valles, los cardones, las palmeras se cubren


de un vapor cálido. Sobre la ciudad pasan horas de bochorno
lentas, agobiadoras. Ahí, sentado frente a él, hay un hombre pá-
lido que sonríe plácidamente. ¿Lampugnano? ¿Es Lampugnano?
Y era él mismo. La barba del intruso es rubia y la suya negra.
—Te ruego te apartes de mí. Somos uno mismo, realmente no
tengo necesidad de verte.
Pero el otro continuaba indiferente. Leiziaga avanza amenazador
y descarga el puño en el muro que le parecía un espejo (113).

Simultaneidad y sucesión, espejo y muro, cultura y natu-


raleza, tiempo y espacio. El doble descentrado como marca de la
presencia y de la ausencia, la escritura que dice en la letra la impo-
sibilidad de reducir la temporalidad a un único modo de represen-
tación. La novela que se despliega como un viaje a los ancestros del
nombrar presente y que se pliega como cartografía de la memoria.
El límite del territorio se expande en la imaginación literaria.
El final es el principio, regreso a Borges, lo evoco, para apo-
yarme en su vez e insistir, la ficción mentada en el título de esta
ponencia no es el término degradado de una oposición violenta,
la ficción, tal como la constituye la escritura de Enrique Bernardo
Núñez en Cubagua, aparece al ojo que lee como la condición de
todos los discursos que refieren la temporalidad. En Cubagua la es-
pacialización del tiempo, hace de la escritura una huella de múltiples
itinerarios, una cartografía del laberinto.

258
Enrique Bernardo Núñez:
Novelista,filósofo de la historia,utopista*
Luis Britto García

Historia, filosofía de la historia y novela histórica

L a discusión acerca de la novela histórica suscita los mismos in-


terrogantes que el debate sobre la propia Historia: ¿Cuál es su
relación con los hechos del pasado? ¿Hay un orden en los aconte-
cimientos que narra? ¿Tal orden refleja la realidad, o la concepción
del mundo que aplican el filósofo o el historiador? ¿Subordinan
estos sus sistemas a una estrategia narrativa?
Tales interrogantes son aspectos parciales de un problema
más amplio: el de los vínculos entre las diversas ramas de la cultura.
Cabe preguntarse si hay una relación entre las ideas que predo-
minan en una época, los temas de las obras de arte creadas durante
ella y las estrategias estilísticas con las cuales estas se ejecutan.
El creador que trabaja simultáneamente en varias disci-
plinas es un sujeto invalorable para la elucidación de estos pro-
blemas. El pensador y artista que abriga una cierta concepción del

* En Memorias del XXIII Simposio de Docentes e Investigadores de la Litera-


tura Venezolana: Trujillo, del 19 al 22 de noviembre de 1997. Trujillo, Uni-
versidad de Los Andes, 1998, pp. 645-668. Luego se incluyó en Sonja M.
Steck­bauer (ed.), La novela latinoamericana entre historia y utopía, Eichs-
tätt, Zilas, 1999. Aquí se ofrece una versión posterior revisada por su autor,
y se incluye el largo extracto dedicado a Cubagua, el más extenso, dejando
fuera su análisis de La galera de Tiberio y de El hombre de la levita gris, que
completan el ensayo.

259
mundo tiende a expresarla con los recursos estéticos a su disposi-
ción en las obras de arte que produce. Existen nexos entre la con-
cepción de la Historia que profesa un novelista, los temas de sus
ficciones históricas y el estilo con el cual las desarrolla: sería válido
considerar sus obras «traducción» estética de sus ideas, y viceversa.
Por tal motivo, resulta de particular interés el estudio de la
obra de Enrique Bernardo Núñez (1895-1964), quien escribió no-
vela histórica, distopía, historia, crónica y Filosofía de la Historia.
En todas las vertientes de su trabajo analizó obsesivamente el peso
del poder de los imperios sobre la realidad latinoamericana, la co-
rrupción interna que esa influencia favorece. Pero, todavía más
interesante, entre las diversas facetas de su obra existe tanto una
correspondencia ideológica como una correlación estilística. Para
cada uno de sus trabajos crea una estrategia lingüística particular,
profundamente relacionada con el manejo del tiempo, esa materia
prima esencial del historiador y del fabulador.
A fin de evidenciar estas relaciones, expondremos ante todo
las ideas esenciales sobre Filosofía de la Historia de Enrique Ber-
nardo Núñez. Figuran en diversos trabajos, pero en lo esencial
constan en «Juicios sobre la Historia de Venezuela», su discurso
de incorporación a la Academia Nacional de la Historia, pronun-
ciado el 24 de junio de 1948, y posterior a sus principales novelas
y obras históricas1.

La Historia es instrumento de autonomía y de hegemonía

Enrique Bernardo Núñez conoce a los grandes filósofos de la His-


toria. Cita y comenta a Montesquieu, Hegel, Spengler, Fichte y
Toynbee. Pero para él la comprensión del sentido de la Historia no
es mero ejercicio intelectual. Según indica en el citado discurso de
incorporación a la Academia Nacional de la Historia, «un pueblo sin
anales, sin memoria del pasado, sufre ya una especie de muerte»2.

1 Enrique Bernardo Núñez, Novelas y ensayos, Caracas, Biblioteca Ayacucho,


1987, prólogo Osvaldo Larrazábal Henríquez, pp. 207-228.
2 Ibid., p. 208.

260
Al asumir o soslayar esta conciencia los pueblos también deciden
sobre su independencia o su hegemonía. Como indica en el ensayo
«La Historia», incluido en su libro Bajo el samán:

Los pueblos de América, la española, india o latina, han renun-


ciado a su historia. Son llevados a remolque con todas sus tradi-
ciones e historia, por pueblos que tienen las suyas, pero que tienen
además el sentido de la historia. Cualquiera sea el desenlace esta
parte de la América parece destinada, hoy por hoy, a ser presa
o botín de los vencedores3.

La Historia puede ser instrumento de dominación


y de engaño

Pero así como el sentido de la Historia libera, su falsificación


esclaviza. Según afirma en el ensayo «La Historia»:

Si la historia es como la vemos escribir en nuestros días será ne-


cesario persuadirnos de que es y ha sido casi siempre la obra de
intereses de grupos, de partidos. Simulaciones, trucos, propa-
gandas, razones aparentes o convencionales. Un cuento para niños
a quienes no se les permite razonar por cuenta propia4.

Se configuran así dos Historias:

La de los teóricos de la libertad y los teóricos del despotismo.


Consideran estos que nos hallamos sometidos a leyes inexora-
bles. A caminos ya trazados por los sociólogos que han definido
las causas de la tiranía y la libertad entre los pueblos. Clima, raza,
herencia, deponen contra nosotros. Llaman a los primeros teó-
ricos, ilusos, ideólogos, «constructores de quimeras», lo cual es

3 «La Historia», en Bajo el samán, Caracas, Ministerio de Educación, 1963,


p. 72.
4 Ibid., p. 73.

261
salir de una teoría para caer en otra. Unos y otros podrían señalarse
iguales o parecidos fracasos5.

Los «teóricos del despotismo» son los redactores de la His-


toria positivista venezolana. Y en efecto las obras deterministas de
Gil Fortoul, Laureano Vallenilla Lanz y Pedro Manuel Arcaya
sirvieron de justificación ideológica de los «Gendarmes Necesa-
rios» y de las dictaduras andinas. Enrique Bernardo Núñez in-
surge contra el racismo implícito o explícito en ellas: al referirse
a los aborígenes, asienta que «Nada indica en ellos los signos de
una raza inferior»6.

En una misma época coexisten períodos históricos

Pero la Historia puede desaparecer de la vida como conciencia,


mas no como destino. Las épocas pasadas dejan sentir su peso en el
presente, aunque las olvidemos: sobre todo cuando las olvidamos.
A pesar de ello conservan «una permanente actualidad»:

Tres son los períodos más definidos de la historia de Venezuela a


partir de su descubrimiento por los europeos: Conquista, Colo-
nización e Independencia. Son tres etapas que se prolongan hasta
nuestros días. Piedras mágicas con las cuales es posible abarcar el
pasado y el presente de nuestro país. La Conquista no concluye
en el siglo XVII. Ni la Colonia propiamente dicha finaliza en la
Independencia. Fluye de todo esto una permanente actuali­dad.
La historia contemporánea nos hace volver los ojos hacia la ple-
nitud de estos términos. Conquista, Colonización e Indepen-
dencia. Son tres etapas que se prolongan hasta nuestros días. Se
diría que todo nuestro pasado fuese presente. No nos sería dado,
sin desconocer la historia, o defraudarla, hablar de ella como de
un lejano pretérito. Como si ya lo hubiésemos sobrepasado7.

5 «Juicios sobre la Historia de Venezuela», en ob. cit., p. 226.


6 Ibid., p. 215.
7 Ibid., p. 210.

262
Más claro todavía: los procederes de los explotadores de hoy
no difieren sustancialmente de los de los conquistadores de ayer.
Ambos son

Dos estilos o dos maneras en el fondo semejantes. En tal sentido la


Real Compañía Guipuzcoana no difiere mucho de las compañías
explotadoras del petróleo, por ejemplo. Extraen la sustancia, la ri-
queza de la tierra. El manifiesto escrito por aquella en octubre de
1749, después de la insurrección de Juan Francisco de León, para
demostrar sus beneficios, abunda en razones semejantes a las que
hoy emplean las últimas8.

Y del siglo XIX afirma que «este siglo que se prolonga hasta
nuestros días despierta ya en nosotros apasionado interés. Vene-
zuela heroica no está solo en las batallas de la Independencia, sino
también en ese largo y oscuro combate que le sigue»9.
Tal simultaneidad de rasgos pertenecientes a etapas histó-
ricas distintas en Venezuela ha sido confirmada posteriormente
por estudiosos de la Teoría de la Dependencia. Y así Federico
Brito Figueroa indica, refiriéndose a las grandes inversiones
extranjeras que tienen lugar a fines del siglo XIX, que:

Estas inversiones de capital financiero monopolista no modifican,


en lo interno, la estructura económica de Venezuela en la se-
gunda mitad del siglo XIX, que continúa regida cualitativamente
por un sistema global de producción precapitalista y feudal. En
el campo domina el latifundio, en las mismas condiciones que se
observan después de la desaparición de la mano de obra esclava, y
en los centros urbanos la producción de bienes de consumo sobre
una base artesanal y doméstica; en ciudades como Caracas y Va-
lencia, se constata la existencia de talleres manufactureros que
concentran hasta sesenta jornaleros, dueños en no pocos casos de
sus instrumentos de trabajo; en algunas zonas rurales las formas
del peonaje engendraban reminiscencias de esclavitud […]10.

8 Idem.
9 Ibid., p. 228.
10 Historia económica y social de Venezuela, Caracas, UCV, 1966, t. I, p. 307.

263
Los personajes históricos se repiten

Así como cada período histórico parecería prolongarse dentro de los


que le siguen, también los personajes históricos pueden repetirse:

El retrato de Boves [que hace Juan Vicente González] en la Bio-


grafía tiene bastante semejanza con el que en distintas ocasiones
hace de Zamora. Este se le aparecía como el legítimo sucesor
de Boves. La insurrección de las llanuras en 1859 evocaba en su
mente la de 181411.

En todas las épocas se repite el pícaro, el ser sin proyecto


histórico

Esta perduración de épocas y repetición de personajes crea un


inexorable marco trágico. Si seres y sucesos se repiten, al protago-
nista le quedan dos opciones: la rebelión trágica contra el destino,
o la sumisión picaresca a él. Y dentro de esta recurrencia acaso lo
que más fascina —o aterroriza— a Núñez es la presencia eterna de
un personaje que se creería confinado al Siglo de Oro español:

El mundo que se traslada a estas Indias se ofrece de modo más


patente en las páginas realistas de la literatura española que ce-
ñido con el pomposo manto de la historia oficial. El mundo que
cae bajo la mirada irónica y penetrante de Cervantes. El mundo
de aquella España medioeval descrito en Marcos de Obregón, El
lazarillo de Tormes y El gran tacaño, y más tarde en Gil Blas de
Santillana. Reconocerlo es de un hispanismo más auténtico. […]
Aquellos piojosos hidalgos de capa rota que ocultan bajo ella su
sed de oro y su horror al trabajo. Su hambre de cielo y de tierra.
Aquellos vasallos que comercian clandestinamente con piratas
herejes, saqueadores de iglesias12.

11 «Juicios sobre la Historia de Venezuela», en ob. cit., p. 225.


12 Ibid., p. 217.

264
Así como reaparecen a través de la historia, los pícaros re-
curren en la obra de Enrique Bernardo Núñez. Figuran en sus
novelas Después de Ayacucho (1920), Cubagua (1931), La galera de
Tiberio (1938); en su colección de relatos Don Pablos en América
(1932), en la biografía El hombre de la levita gris (1943) y en su
vastísima obra de cronista.

La Historia de América Latina es la lucha contra


los imperialismos

Los pícaros contemplan como comparsa bufa el gran espectáculo


trágico de la contemporaneidad, la extensión de nuevos poderes
imperiales:

A nosotros nos toca asistir a la última etapa de lo que fue co-


lonización española, en el umbral de otra edad, cuando otras
razas, otras civilizaciones, vienen a establecerse en nuestro suelo.
Una vez más el oleaje de la historia universal se hincha y azota
nuestras costas. Vivimos una época de grandes imperialismos
y nuestro país ha de librar una terrible batalla por su existencia13.

La historia es búsqueda de la libertad

Tras examinar la Historia de Venezuela, concluye Enrique Ber-


nardo Núñez que en ella combaten fuerzas que persiguen metas
antagónicas:

Es indudable que los pueblos necesitan de una fuerza superior


a la del oro. El Dorado y la Libertad son dos maneras de concebir
la Historia. Tal vez ambas puedan identificarse. Tal vez la lucha
que hoy se desarrolla sobre el planeta no tiene otro significado.
La lucha entre el oro y el hombre. Entre el oro y la voluntad o el
espíritu. De estos dos objetivos sale el orden de los Conquistadores

13 Ibid., p. 208.

265
y el Orden de los Libertadores, en los que realmente puede
dividirse este período de la historia de Venezuela14.

A continuación examinamos como estas ideas centrales del


pensamiento histórico de Enrique Bernardo Núñez aparecen
asimismo en su obra narrativa y biográfica.

Cubagua: simultaneidad de las épocas

Enrique Bernardo Núñez escribe Cubagua en 1925, durante su es-


tadía en la isla de Margarita como director del semanario El He-
raldo15. En la biblioteca del colegio de La Asunción descubre un
ejemplar de la crónica de fray Pedro de Aguado. Su lectura le ins-
pira la idea de una novela en la que coexisten el pasado y su con-
temporaneidad. A continuación analizamos brevemente cada uno
de sus capítulos.

Capítulo I. Tierra bella, isla de perlas…

El narrador describe el paisaje y algunos de los pobladores de


la isla de Margarita en el año 1925. La mayoría son pequeños
funcionarios, algún fracasado inversionista extranjero, caracteri-
zados en clave costumbrista. Jesús Manuel Subero ha demostrado
que casi todos  corresponden a seres reales de la época16. El autor
presenta además los protagonistas de la novela. Ante todo, al extraño
sacerdote fray Dionisio:

En Paraguachí, a la hora de vísperas, en la puerta del templo, se


veía a un franciscano, hombre alto, cojo, de edad indefinible. Era
el párroco, fray Dionisio de la Soledad, que seguía con la mi-
rada la puesta de sol y las rojas flores de cedro desprendidas por

14 Ibid., p. 213.
15 Se llamaba, exactamente, Heraldo de Margarita. (N. del C.)
16 Rosario Álvarez Morales y José Manuel Subero, Acerca de la novela
Cubagua, Porlamar, Fondene - Conac, 1993, pp. 63-71.

266
el viento. Singulares versiones corrían desde su llegada al pueblo.
Se aseguraba haberle sorprendido de rodillas ante una cabeza
momificada, que ocultaba cuidadosamente. Otros hablaban de
su afición a mascar cierta hierba e indicaban un diente de caimán
pendiente de su camándula (7).

A renglón seguido, el autor introduce a la no menos miste-


riosa Nila Cálice, inspirada, según Subero, en la poetisa Adelal-
bina Marrero17.

Gracias a él, Paraguachí tenía dos torres y gracias a él, desde


unas semanas antes se encontraba allí Nila Cálice, hospedada
en su misma casa. Con gran beatitud en el semblante, Nila to-
caba el órgano. Resonaban entonces profundos gemidos o expre-
siones de amor incontenible, especie de ráfagas bajo las cuales
oscilaban los cirios del altar. Después, vestida de hombre, mon-
taba a caballo. Se la veía a través de los valles grises, de los valles
verdes, tornasolados, y en las playas deslumbradoras. La pasión
de Nila era la cacería, la danza, dormir al aire libre, galopar horas
y horas, lo que al fin y al cabo quiere la vida moderna (id.).

Luego el novelista describe al «doctor Ramón Leiziaga, gra-


duado en Harvard, ingeniero de minas al servicio del Ministerio de
Fomento», quien se define desde el primer momento como un pícaro:

—Siempre he acariciado grandes proyectos: empresas ferrovia-


rias o vastas colonizaciones en las márgenes de nuestros ríos;
pero si logro una concesión de esa naturaleza, la traspaso en se-
guida a una Compañía extranjera y me marcho a Europa. Ya
tengo treinta años y un jefe, el doctor Camilo Zaldarriaga. Un
hombre gruñón y sarcástico, un imbécil. Deseo huir de todo
esto, porque hoy los años son días y aquí los días son años (9).

En los tres protagonistas aparece desde el principio la inquie-


tante afiliación a diversas épocas históricas. El fraile franciscano lleva

17 Rosario Álvarez Morales y J. M. Subero, ob. cit., p. 67.

267
el nombre de Dionisio, deidad pagana. La cabeza momificada bien
pudiera referir al decapitado Saint Denis, que llevaba la suya bajo el
brazo, pero también al martirio del fraile Dionisio por los caribes de
Cumaná, que según los cronistas lo ultiman a golpes de macana en
la cabeza. El diente de caimán en la camándula revela el sincretismo
entre el utensilio sagrado católico y el del piache indígena; la afi-
ción a «mascar cierta hierba» lo asocia a la vocación chamánica. De
hecho, en la novela fray Dionisio es una suerte de Virgilio, que guía
al protagonista en un viaje por los infiernos del pasado.
Nila Cálice hace gala de una pasión por «la cacería, la danza,
dormir al aire libre» que bien pudiera ser heredada de su padre el
cacique indígena Rimarima; de la diosa pagana Diana o, como
apunta irónicamente el autor, de «la vida moderna».
Leiziaga, según veremos, manifiesta otra atemporalidad. El
capítulo III lo presenta como un doble supratemporal del conde
Luis de Lampugnano. Ambos a su vez refieren a un modelo cuasi
arquetipal: el del pícaro.
A esta ambigua filiación cronológica de los personajes co-
rresponde una curiosa estrategia de manejo narrativo de los
tiempos verbales. El primer párrafo presenta la isla en 1925 en un
uniforme presente de indicativo, tiempo que expresa que la signi-
ficación del verbo se cumple en la misma época en que se está ha-
blando, y que corresponde al presente cronológico de 1925: «En el
centro de Margarita, La Asunción erige sus paredones de fábricas
abandonadas hace mucho tiempo y las tapias blancas de sus corrales
ornamentados de plátanos» (5).
A mitad del segundo párrafo, una oración salta al tiempo
pretérito para referir hechos pasados: «Hace un siglo la ciudad fue
quemada, arrasada, y desde entonces quedó tal como es hoy, seño-
reada por su castillo, un viejo caserón militar» (id.). Pero luego
se retoma la descripción en presente de indicativo.
Sin embargo, para describir a los personajes a partir del
tercer párrafo se adopta como tiempo verbal dominante el pretérito
imperfecto, tiempo que expresa un hecho que está sucediendo en el
pasado. Y desde allí las oraciones escritas en pretérito alternan con
otras en presente de indicativo y otros tiempos verbales, los cuales
a veces cambian dentro de la misma oración:

268
En tanto, Nila, vestida de blanco, cubierta con un sombrero de
paja, galopaba por los senderos. Su figura se diseña flexible,
dorada, perseguida por los perros que ladraban entre el polvo.
Veloces giraban los pueblecitos con sus portales blancos como
fachadas de cementerios aldeanos, de los cuales llegaba un
compás de joropo… Trochas y acordes. La música del pueblo
es triste (15).

A la desestabilización temporal que acumula en un per­sonaje


atributos de épocas distintas, se añade el desequilibrio cronológico
de los tiempos verbales. Este rasgo estilístico no es gratuito. En-
rique Bernardo Núñez pertenece al modernismo literario. Trabaja
el lenguaje con meticulosidad y concisión de orfebre. Y, como ve-
remos, tales alteraciones del tiempo gramatical se corresponden
estrechamente con las del tiempo narrativo.

Capítulo II. El secreto de la tierra

Para cumplir con una inspección ordenada por el Ministerio, Lei-


ziaga arriba al árido islote de Cubagua, donde se fundó en 1517
Nueva Cádiz, la primera ciudad cercana a Tierra Firme en el
Nuevo Mundo.
A fin de acercarnos al pasado histórico, el narrador acumula
los signos físicos que remiten a él. En el islote habita el leproso
Pedro Cálice, padre adoptivo de Nila Cálice, cuyo apellido se re-
monta a los primeros colonos. Su enfermedad representa la ruina
del lugar, pues «toda la fisonomía de la isla estaba en aquel rostro»
(22). Leiziaga lleva un anillo heredado de un antepasado suyo de
los que, en la campaña librada en 1567 por Diego de Losada con­
­tra Guaicaipuro: «Alancearon indios a millares en las guerras con­tra
los tarmas, teques y mariches». Fray Dionisio habla «confusamente
del pasado, de las cosas exteriores y de sus relaciones con lo que ha
sido y es hace trescientos, hace miles de años» (23).

269
En el diálogo también se acumulan menciones sobre épocas
distintas: 

—¿Me ha dicho que piensa levantar un plano de Cubagua?


Puedo mostrarle uno trazado hace tiempo, cuando Nueva Cádiz
se hallaba en su mayor riqueza.
—El pasado, siempre el pasado. Pero, ¿es que no se puede huir de
él? Sería mejor que hablásemos ahora del petróleo (id.).

El fraile da a beber a Leiziaga un embriagante «Elíxir de Ata-


bapo», y formula referencias explícitas al parecido entre hombres
que habitan esas distintas épocas:

—Si usted ha leído las crónicas de Cubagua, sabrá que aquí estuvo
el conde milanés Luis de Lampugnano. Él fue quien dibujó este
plano. Lampugnano ofreció a Carlos V, para la pesca de perlas, un
aparato de su invención que hacía inútil el empleo de esclavos. […]
Por cierto —continuó en tono más familiar— que este Lampug-
nano tiene semejanza con cierto Leiziaga. ¿No andas como él en
busca de fortuna? Todos buscan oro. Hay, sin embargo, una cosa
que todos olvidan: el secreto de la tierra.
Leiziaga se inclinó de nuevo sobre el plano de Nueva Cádiz.
Después se le ocurrió un pensamiento que le hizo reír. ¿Sería
él acaso el mismo Lampugnano? Cálice, Ocampo, Cedeño. Es
curioso. […] Los mismos nombres. ¿Y si fueran, en efecto, los
mismos? (25).

Se explicita así narrativamente el pensamiento histórico del


autor sobre el parecido entre personajes de épocas distintas.
Este capítulo, en el cual referencias históricas, símbolos y
nombres insensiblemente nos hunden en el pasado, está redactado
casi todo en tiempo verbal pretérito, con predominio del pretérito
indefinido, mediante el cual la acción se expresa como sucedida
en el pasado.

270
Capítulo III. Nueva Cádiz

La narrativa describe la ciudad de Nueva Cádiz de Cubagua el año


1525. Los españoles esclavizan indígenas y los obligan a bucear en
procura de perlas. Sobre el árido islote se erige una ciudad mag-
nífica, cuyas casas «eran altas, macizas, como fuertes» (26). Se lee
en una tabla «Aquí se hacen féretros» (27). En sus calles se agolpan
«pregoneros, soldados, mercaderes, cambistas» (26). Entre ellos
deambula el conde Luis de Lampugnano, sosias de Leiziaga que
tenía «la misma estatura; pero la barba rubia, los ojos azules» (id.).
Los indígenas caribes de Cumaná y Chichiriviche asaltan
Cubagua. En una de sus piraguas llevan una cabeza que «es la
de fray Dionisio, fraile menor de la observancia» (28). Los insu-
rrectos ocupan la isla varios días, danzan frente a una estatua clásica
de Diana, última pertenencia del conde Lampugnano, destruyen el
aparato rastreador de este y se alejan. Arruinado, Lampugnano se
vuelve curandero. Pedro Cálice reanima las pesquerías con cuatro-
cientos esclavos indígenas. En las calles de la ciudad reconquistada
se agolpan los pícaros:

Nueva Cádiz estaba llena de mendigos que referían sus hazañas


para distraer el hambre y la inacción. Este había sido paje de
la reina Isabel; aquel, caballerizo del emperador. Habían asis-
tido a la toma de Granada y a las campañas de Italia. Venían
de Flandes, de Francia. Describían las tiendas reales, las fiestas
y batallas. Todos dejaban empeñadas haciendas y mayorazgos
para venir al Nuevo Mundo a ganar honra. Cada quien pedía
diez mil indios para remediarse (31-32).

Lampugnano roba impulsivamente un saco de terciopelo con


monedas de oro. El justicia mayor le ofrece la libertad a cambio
de la preparación de diez dosis de veneno para asesinar a un con-
quistador rival —Diego de Ordaz— y a los caciques prisioneros.
Lampugnano «en su farmacia amasó ponzoña para matar a diez
caciques y reservó una para sí» (37). Al morir veía aproximarse
a una mujer, Cuciú.

271
Él quería la Madona. Con los ojos abiertos, entre convulsiones
atroces, la veía muy cerca, como cuando era niño. Los otros per-
manecían silenciosos, siguiendo en la oscuridad aquella agonía
terrible (id.).

La muerte del protagonista prefigura la de la ciudad:

Nueva Cádiz fue sacudida por tormentas y terremotos, atacada


por los piratas y los caribes. Cuando cesó el tráfico de esclavos
los vecinos huyeron. No había ya quien llevase agua ni leña.
La ciudad quedó abandonada y el mar sepultó sus escombros.
Quisieron hacer una ciudad de piedra y apenas levantaron unas
ruinas (38).

La narración vuelve abruptamente a 1925, cuando Fray


Dionisio interroga:

—¿Has comprendido, Leiziaga, todo lo que ha pasado aquí?


¿Interpretas ahora este silencio? (id.).

Pero Leiziaga no comprende nada. Al igual que a Edipo,


le ha sido revelado su futuro, que es paradójicamente su pasado.
Como el héroe trágico, será incapaz de modificarlo. Pero a di-
ferencia de Edipo, Leiziaga no asume la responsabilidad de sus
actos: los eludirá en una fuga sin pena ni gloria. El escenario de su
transgresión no devendrá sitio sagrado, sino ruina. Bajo la tutela
chamánica de Fray Dionisio, Leiziaga ha realizado un viaje ini-
ciático que fracasa, pues no produce mutación alguna en el desa-
prensivo ingeniero.
Y así como se repiten los personajes, se reiteran las épocas:

Pero no importa, piensa Leiziaga. Las expediciones vuelven a po-


blar las costas. Se tiene permiso para introducir centenares de ne-
gros y taladrar a Cubagua. Indios, europeos, criollos, vende­dores
de toda especie se hacinan en viviendas estrechas. Traen un cine.
Se elevan torres de acero. Depósitos grises y bares con anuncios
luminosos. También se lee en una tabla: «Aquí se hacen féretros».

272
Los negros llegan bajo contrato. Los muelles están llenos de tan-
ques. Los buques rápidos con sus penachos de humo recuerdan
las velas de las naos (id.).

Este salto entre épocas no solo acontece en la anécdota del


relato. Se manifiesta también en el uso de los tiempos verbales.
En armonía con la violenta regresión temporal, el capítulo inicia
sus tres primeros párrafos en pretérito imperfecto; sigue con una
exclamación de diálogo sin indicación temporal, y prosigue con
otro diálogo en presente de indicativo («grita un soldado muy or-
gulloso»), que nos instala en el presente histórico de 1525. De allí
en adelante, alternan párrafos en pretérito imperfecto, presente
o pretérito perfecto. A veces se suceden oraciones en tiempos ver-
bales distintos: «Ante ellos se alza un fantasma: la sed. El agua
estaba en poder de los caribes. La gente se precipita al Ayun­
tamiento» (27). Todo ello hace oscilar la realidad del tiempo na-
rrado, le infunde un clima de alucinación o, según sugiere a veces
el propio texto, de sueño.

Capítulo IV. El cardón

La narrativa retoma el presente histórico de 1925. Los personajes


planifican la pesca del día siguiente. Para recalcar la vuelta a la con-
temporaneidad, los primeros 28 párrafos están escritos en presente
de indicativo: «Leiziaga se vuelve hacia aquella roja estrellita,
acaso imagen de la tierra» (39).
Pero en el párrafo 29 comienza una nueva regresión: se narra
en pretérito imperfecto la historia de Rimarima, cacique de los ta-
manacos y padre de Nila, asesinado por caucheros. Nila mata de un
flechazo a un enemigo, es ayudada en su fuga por fray Dionisio, es-
tudia en Europa y Norteamérica, asombra a sus profesores con «sus
perlas, sus labios pintados, sus relatos. Les hablaba de monstruos
que obedecen a los piaches, milagros que alucinan con la magia de
una luz perdida, y de sus antepasados, en cuyos festines funerarios
hacían sacrificios humanos» (42).

273
En el párrafo 36 se retorna al presente de 1925 y al presente de
indicativo. Nila rechaza al buzo Teófilo Ortega; le concede apenas
un beso ante el regalo de un saquito de perlas. A partir de allí ad-
viene una ráfaga de párrafos en diversos tiempos verbales: el presente
narrativo oscila. Hasta que, en el párrafo final del capítulo, el pre-
dominio del presente de indicativo indica una regresión al tiempo
mítico que preanuncia el segmento siguiente. Pues Leiziaga

Camina sin ver las cosas que pasan a su alrededor. Sin embargo,
las luciérnagas vuelan en torno de los cardones y su vuelo es una
caricia ardiente y lánguida. De entre ellos salen mujeres des-
nudas. En sus cuerpos brillan ajorcas, arracadas de oro. Sus curvas
son como frutas. Tienen la sonrisa de las conchas que en las pro-
fundidades se bañan de un humor rojo. Se alejan corriendo y se
dispersan en las orillas plantadas. Sus plantas producen aquellos
rumores furtivos.
Leiziaga, que no ve nada, se encoge de hombros […] (44).

Capítulo V. Vocchi

El breve capítulo reproduce un manuscrito antiguo encontrado


«en el cuartel de policía de La Asunción». En él se narra la mítica
historia de Vocchi. La narrativa lo hace nacer en Lanka, recorrer
Mesopotamia y Samarcanda, navegar hasta «ciudades opulentas
surcadas de canales, descollando entre palmeras y jardines» (45),
que bien pudieran ser las de la Atlántida. Las ciudades son cu-
biertas por el mar. Amalivaca, el héroe cultural de la tribu caribe
de los tamanacos, aparece en una nave, reconoce a Vocchi como
su hermano, y enseña a los sobrevivientes que encuentra junto a
palmas de moriche «que él les había creado arrojando aquellos
frutos por encima de los hombros» (46). Para conmemorar su lle-
gada «grabaron en unas rocas, en medio de las aguas, las figuras
del sol y de la luna, caimanes y escenas de cacería» y enseñan
a los hombres «a cultivar la tierra, a fabricar armas y a utilizar
las hierbas en la guerra y en la medicina» (id.). Vocchi visita su
país natal, pero «las viejas ciudades no existían o llevaban otros

274
nombres». Al regresar, divisa a hombres con armaduras «sucios,
groseros y malvados», que derriban los altares de Vocchi: «esas
palmeras y samanes en medio de los bosques milenarios» (47).
La fuente original de dicha narrativa mítica es el Ensayo de
historia americana del cronista del siglo XVIII Felipe Gilij. La his-
toria de la creación del mundo por Amalivaca y la del diluvio y re-
población mediante semillas de moriche son compiladas por este
como leyendas distintas, la segunda de las cuales no menciona
a Amalivaca. Según el informante de Gilij es Amalivaca, y no
Vocchi, quien «después que hubo estado muchos años con los ta-
manacos tomó finalmente una canoa y volvióse a la otra banda del
mar de donde había venido»18. En 1890 Arístides Rojas en su obra
Leyendas históricas de Venezuela refunde ambos mitos en uno y les
añade el de las pinturas del sol y de la luna19. Evidentemente es
de tal fuente secundaria que Núñez toma la refundición, sincreti-
zándola todavía más al atribuirle origen asiático a Vocchi y hacerlo
sobrevivir hasta la Conquista. Estas imprecisiones y agregados
enfatizan el carácter atemporal del mito.
Acorde con la referencia a un tiempo primordial, el capítulo
está redactado en tiempo pretérito, con preponderancia del preté-
rito indefinido, que expresa la acción como sucedida en el pasado.

Capítulo VI. El areyto

Volvemos al presente histórico de 1925. Fray Dionisio arrastra


a Leiziaga hasta las catacumbas de Cubagua. En el túnel pasan
junto al ancla del San Pedro Alcántara, navío insignia de la expe-
dición española de reconquista del Nuevo Mundo hundido ante
Cubagua en 1817. En una cámara recubierta de planchas y es-
cudos de oro, Leiziaga encuentra al inmortal Vocchi, quien se ha
apode­rado de su histórico anillo de matador de indios. El inge-
niero sorbe por la nariz el polvo que Vocchi le ofrece en una concha

18 Ensayo de historia americana, Caracas, Biblioteca de la Asamblea Nacional


de la Historia, 1965, pp. 29-40.
19 Leyenda histórica de Venezuela, Caracas, Imprenta de la Patria, 1890, pp. 2-8.

275
de nácar, bebe vino de palma en cráneos de blancos, asiste al areíto
o gran fiesta caribe. En el curso de ella se narra la historia de Ero-
comay, especie de Amazona indígena que «guiaba su tribu en la
guerra y a las cacerías de monstruos que moraban en las cavernas
y a la orilla de los ríos» (49). Núñez se refiere evidentemente a la
célebre cacica mencionada por los cronistas Gonzalo Fernández
de Oviedo, fray Pedro de Aguado, Juan de Castellanos, y Oviedo
y Valdés, quien la describe como «una llamada Orocomay, que
la obedecían más de 30 leguas en torno a un pueblo»20. Captu-
rada por los blancos, la Erocomay novelesca escapa en un corcel.
Se narra también la declinación de los caribes: «Los niños —re-
fieren— han desaparecido; las doncellas también desaparecieron,
y las fiestas. Creían que los astros iban también a morir». Leiziaga
despierta. Llama a Nila «pero su voz volaba inútilmente» (50).
En concordancia con la evocación del pasado, los once pri-
meros párrafos del capítulo —salvo una acotación de diálogo de Fray
Dionisio— están redactados en tiempo verbal pretérito. Solo en el
párrafo 12, cuando se hace realidad el rito primitivo, la prosa salta
al presente de indicativo, que alterna con el pretérito indefinido y el
gerundio simple, el cual forma frases verbales de sentido durativo:

Los luengos canutos de cinco palmos y los atabales marcan un


paso lento. Girando en torno de Nila daba comienzo al areyto.
Sus plumajes trazaban un arco iris. Alaumoulu, penacho de
Dios. El colibrí se desprende de la verde selva. Era una danza
religiosa, de liturgias bárbaras. Su melancolía cobraba expresión
en el semblante de Vocchi, la misma melancolía de ciertos bailes
y canciones. Toda su vida está impregnada de esa nostalgia, pero
no sabrían explicarla, acaso porque nunca pudieron volver a en-
contrarse. Nostalgia de la propia alma perdida. ¿No tiene también
la Historia ese mismo carácter? (49).

20 Jerónimo Martínez y Mendoza, Venezuela colonial, citado en María Ál-


varez de Lovera, La mujer en la Colonia, Caracas, Fondo Editor Trópikos
- Faces, UCV, 1994, pp. 81-82.

276
A partir de esta suerte de momento intemporal, los res-
tantes párrafos y oraciones están redactados en pretérito, con muy
ocasionales excepciones.

Capítulo VII. Thenocas

Leiziaga despierta en el presente histórico de 1925. Cree haber


soñado. Halla sin embargo la entrada de las catacumbas: «No era,
pues, un sueño» (52). Poco después encuentra marinos que pescan
perlas ilegalmente. Igual que sus antepasados, son esclavos de
hecho. Se repiten las épocas:

Mientras saborea el café y enciende un cigarrillo contempla


a Malavé. Sabe que es un esclavo. Cedeño se lo ha dicho la tarde
anterior. Ha de pagar la deuda del padre o del hermano, como
todos los que forman los trenes de pesquerías donde las deudas
se heredan. Pero ¿qué le importa a los demás que él sea libre
o no? Lo es a pesar de todo, aun cuando él mismo lo ignora, como
ignora también el amor que le liga al mar. Leiziaga considera la
dulzura de estas vidas, lo cual no le había ocurrido hasta en-
tonces. No ser nada, no esperar nada. Ser ellos solos; vivir sobre
un leño o en un pedazo de tierra con el alma en silencio (53).

Leiziaga amenaza pistola en mano a Selim Hobuac, un sirio


que comercia con perlas, y se apodera impulsivamente de las más
valiosas, pues «la hermosura de las Thenocas hacía pensar en Nila.
Fue entonces el mayor deseo de Leiziaga poseerlas» (54). Un marino
muere mientras pesca un gran pez.
Este capítulo que transcurre en el presente narrativo de 1925
se abre con oraciones en presente de indicativo, tiempo verbal que
prepondera en el resto del capítulo, y que por contraste resalta du-
ramente la perduración de la esclavitud en plena contemporaneidad.

277
Capítulo VIII. El Faraute

Leiziaga regresa a la isla de Margarita. Narra su historia a Tiberio


Mendoza, un pedante académico que «escuchó el relato con signos
de impaciencia» (58). Mendoza es cultor de la falsa historia positi-
vista de la cual abomina Núñez. Le roba a Leiziaga las perlas y le es-
camotea el tema de su relato para una crónica escéptica según la cual

en ciertas noches, los pescadores creen ver unas sombras en las


costas de la  «histórica isla», afirmando que son las víctimas del
San Pedro Alcántara. […] Las imaginaciones sencillas dan to-
davía crédito a estas reminiscencias de antiguas leyendas, frutos
del oscurantismo y del error (61).

Leiziaga es hecho prisionero para aclarar el episodio de la


pesca clandestina y el robo de las perlas. Encerrado, recapitula el
tema de la repetición de épocas y de personajes:

Las ideas surgían en su cabeza atormentada. ¿Un alma espa-


ñola, un alma india o negra? Un tío suyo le hablaba a menudo
del alma española. Él había visto a su abuela, después de pro-
clamada la República, encenderle velas a Fernando VII. Esto le
asombraba, pues siempre había oído ese nombre acompañado de
la palabra «monstruo». Para aquella mujer nunca hubo Indepen-
dencia. Y el viejo, un poco burlón, desde su sillón de reumático,
solía decirle: «Para muchos hoy es lo mismo. Aún hay en Amé-
rica fidelidad monárquica. Dígase: viene su alteza real el prín-
cipe don Tal y todo el mundo se pone en movimiento con una
especie de fervor. Salen los ocultos sentimientos, a pesar de la
ascendencia caribe» (61-62).

Con este tema reaparece el de la eternidad de los pícaros.


El juez bribón ofrece al ingeniero pillo la libertad a cambio de las
perlas: «Si él pudiese obtener una de esas perlas, no solo absolvería
a Leiziaga, sino que iría a dar un paseo por Europa» (63). Stakelun,
el fracasado promotor de una mina de magnesita, le facilita a Leiziaga
una fácil fuga a bordo del velero El Faraute.

278
En el capítulo preponderan los párrafos en presente de indi-
cativo, salvo aquellos que se refieren a hechos anteriores al inicio
de la narración. Hacia su final, sin embargo, retorna la desesta-
bilizadora oscilación entre presente y pretérito, hasta los últimos
párrafos, en donde la disonancia temporal es trabajada en forma
sistemática, casi asimilable al ritmo del flujo y reflujo de las olas:

Cubagua se perfila en la tarde. El viento soplaba sobre la isla


muerta. La punta de Macanao descuella al occidente. Al sur se
extiende la línea de Tierra Firme. La espuma del mar se alzaba
sobre los montoncillos de nácar. Leiziaga se sienta en la arena y
hunde la cabeza entre las manos. Resonaba en sus oídos la orden
del patrón frente al mar en calma. Creía que su vida daba tam-
bién un viraje. Alguien pasa junto a él y se aleja sin decir palabra
en dirección a la casa de Pedro Cálice. Ladraban los perros de
un rancho cercano. Rocío de mundos. Las islas sueñan con el
azul profundo que las enlaza y con sus orlas de espuma. Una luz
cruza como flecha encendida el horizonte.
Ya no son voces que se alzan del mar: murmullos, clamores
vagos, estremecedores, palpitantes, infinitos. Todo estaba como
hace cuatrocientos años (66).

En resumen, sirviéndose de la ficción, Cubagua esboza un


discurso histórico que anticipa en dos décadas las ideas expuestas
en «Juicios sobre la Historia de Venezuela». Podemos sintetizarlo
así: la explotación petrolera que se inicia en 1925 repite el proceso
de esclavismo social, devastación de la naturaleza y ruina moral
que ocurrió en la Cubagua de 1525. En ambas épocas se reiteran
circunstancias y personajes: sobre ambas pesa la herencia de un
pasado mítico apenas entrevisto como alucinación o sueño. Lei-
ziaga no ha aprendido nada del pasado: más bien ha tomado de
Lampugnano su afición al robo impulsivo. En consecuencia, no
tendrá el amor de Nila ni la sabiduría de fray Dionisio. Como la
mayoría de los venezolanos, no está a la altura de la lección que le
presenta la Historia; al igual que ellos, se verá obligado a repetirla.
No es ejemplo a seguir, sino a desechar.

279
Doña Bárbara y Cubagua: dos novelas
en la tradición*
Douglas Bohórquez

L os primeros trabajos narrativos de Rómulo Gallegos (1884-


1969), es decir, su primer libro de cuentos Los aventureros
(1913) y su novela El último Solar (1920), reaccionan contra las ten-
dencias estéticas dominantes —el criollismo y el modernismo—,
proponiendo una búsqueda de carácter realista que oscilará entre
el análisis psicológico y la preocupación político-social de orden
reformista. Gallegos, en estos primeros libros, sin romper total-
mente con estas corrientes precedentes, explora otras opciones
temáticas y de estilo que marcan diferencias significativas, parti-
cularmente con el decadentismo y el modernismo de fines del siglo
XIX, dados al esteticismo y a una cierta celebración del hastío y
del fracaso vitales, tal cual los había expresado Manuel Díaz Ro-
dríguez (1868-1927) en novelas como Ídolos rotos (1901) y Sangre
patricia (1902).
Frente a esa tradición configurada por las mencionadas de-
rivaciones del romanticismo (el realismo costumbrista, el crio-
llismo o el romanticismo épico o histórico-social), generadoras de
exaltadas representaciones idílicas, del paisaje rural y de la magni-
ficación de personajes y hechos de la Historia Patria1, los primeros

* En revista Folios 35-36, Caracas, Monte Ávila Editores, octubre 1999,


pp. 37-40.
1 Pensamos en obras y autores representativos del criollismo tales como
Peonía de M. V. Romero García (1865-1917), o En este país…!, de L. M.
Urbaneja Achelpohl (1897-1937); en Venezuela heroica, de Eduardo Blanco

281
relatos de Gallegos perfilan otro discurso narrativo, así como el
rostro de una Caracas que se asoma tímidamente al urbanismo2.
Algunos de estos relatos indagan desequilibrios, situaciones,
modos de la subjetividad y de las pasiones que se desplazan entre
el drama, el misticismo y el mesianismo. Se trata de una produc-
ción narrativa que desde sus inicios intenta deslindarse, que busca,
a través de una relación dialógica con la tradición literaria, nuevas
modalidades de expresión de lo real.
Gallegos, pues, toma distancia frente a la mirada reductora
o exotista del criollismo y del modernismo. Esto se puede corro-
borar al observar en sus obras iniciales y aún deficientes desde el
punto de vista de la realización estético-literaria, como El último
Solar (1920) y La trepadora (1925), la configuración de un nuevo
realismo. En relación con estas, Doña Bárbara (1929) significará el
tránsito hacia una mayor madurez y solidez en la producción na-
rrativa del autor: se revelará en una dimensión simbólica del país
y del continente3. Su concepción como totalidad narrativa, atra-
vesada por esa tensión entre la descripción poética del llano y la
nominación de las fuerzas del mal, de la barbarie, alcanza un sig-
nificativo grado de realización artística, a pesar de la mediación
ideológica del positivismo y de la consecuente propuesta del autor
en torno a la idea de progreso como respuesta a la crisis del país.
Casi contemporánea a la publicación de la primera novela de Ró-
mulo Gallegos, El último Solar, encontramos la edición de la pri-
mera novela de Enrique Bernardo Núñez (1895-1964), Sol interior
(1918), un proyecto frustrado que sin embargo indica la temprana
y auténtica vocación literaria del autor.
Después de Sol interior, Núñez insistirá en el terreno de la
novela con la publicación de Después de Ayacucho (1920) la cual,
desde el humor irónico y la parodia de los elementos propios del

(1839-1912), o en la Biografía de José Félix Ribas de Juan Vicente González


(1810-1866), estos dos últimos representativos del llamado romanticismo
histórico-social.
2 Cf. Rómulo Gallegos, Cuentos completos, Caracas, Monte Ávila Editores,
1981, prólogo Gustavo Luis Carrera.
3 Rómulo Gallegos, Doña Bárbara, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1977,
prólogo de Juan Liscano, notas y cronología de Efraín Subero.

282
criollismo, introduce una nueva manera de plantear el hecho nove-
lístico4. Pero será Cubagua (1931) la propuesta más audaz y trans-
gresiva del autor y de la novelística de esas décadas (1920-1940).
De este modo, pues, Doña Bárbara y Cubagua5 se constituyen
en referencias fundamentales del espacio novelístico en el país. Al
lado de la emergencia de textos novelescos y narrativos claves como
Cuentos grotescos (1922), de José Rafael Pocaterra (1895-1955); Ifi-
genia (1924) y Las memorias de Mamá Blanca (1929), de Teresa de la
Parra (1890-1936); La tienda de muñecos (1927) de Julio Garmendia
(1887-1977); Barrabás y otros relatos (1928) y Las lanzas coloradas
(1931), de Arturo Uslar Pietri, configuran el espacio de nuestra pri-
mera modernidad narrativa. Con apenas dos años de diferencia en
cuanto a sus fechas de edición, Doña Bárbara y Cubagua encarnan,
sin embargo, concepciones y modos de realización del texto nove-
lístico radicalmente diferentes. Insertas, cronológicamente, como lo
hemos indicado, en esa década de los años 1920 a 1930, marcadas
por un acentuado diálogo conflictivo de formas y tendencias que
pugnan entre la tradición (costumbrismo, criollismo, realismo na-
turalista) y las búsquedas de la modernidad (modernismo vanguar-
dismo)6, cada una, a su modo, escenifica una respuesta a ese diálogo
entre tradición y modernidad.

4 A propósito de este cambio de perspectiva narrativa que involucra Después


de Ayacucho, Lasarte señala: «…si los ingredientes básicos de la novela crio-
llista “clásica” son el paisaje, el personaje popular y su ascenso, el idilio y las
“tesis”, Núñez en Después de Ayacucho hará del paisaje, por el edulcoramiento
hiperbólico, la sobresaturación sinestésica y el humor irónico, telón de fondo
de pacotilla; del héroe popular, el mito nacional, un pícaro adoptado por la
Fortuna; del idilio, un disparate: y de las ideas sobre las claves de la naciona-
lidad, retórica faramallera y absurda». Javier Lasarte, «Crisis y reformulación
del criollismo en el postmodernismo y la vanguardia. Las representaciones
de lo popular» en Juego y nación, Caracas, Fundarte, 1995, p. 85.
5 E. B. N., Cubagua - La galera de Tiberio, La Habana, Casa de las Amé-
ricas, 1978, prólogo de Domingo Miliani.
6 En enero de 1928 aparece por primera y única vez válvula, la primera re-
vista vanguardista del país. Aporta experimentaciones narrativas de Carlos
Eduardo Frías, Arturo Uslar Pietri, Nelson Himiob, Juan Oropeza, José
Salazar Domínguez, Rafael José Cayama y Francisco de Rosson. Vál-
vula está pues en los inicios de la vanguardia en el país, cronológicamente

283
Si Doña Bárbara, en su interrogación del «alma» del vene-
zolano y en su cuestionamiento de la legalidad y de los meca-
nismos o modos del poder que asolan al país, se devela como la
conciencia ética de nuestra modernidad narrativa, Cubagua trans-
muta y desdobla esa conciencia ética en una conciencia también
estética, convirtiéndose así en escena alterna de nuestra novelís-
tica: drama ético, interrogación del ser venezolano (de eso que
Núñez llama «el secreto de la tierra»), pero también teatro de la
escritura, problemática del tiempo y del lenguaje.
Gallegos, más que un escritor entregado a la pura actividad
creadora, se piensa a sí mismo como un educador, como un mora-
lista, más que un esteta. Cree en el progreso, en las virtudes de la
educación ciudadana, en el respeto a la ley. Doña Bárbara, según
él mismo lo expresa, fue concebida con fines éticos, pedagógicos;
su ficción —señala— tiene un carácter edificante7. Esta conciencia
ética está simbolizada en Santos Luzardo, cuyo imperativo es im-
poner el progreso y hacer valer los valores de la legalidad y de la edu-
cación en el contexto de retraso (de «barbarie») del llano venezolano.
Aun cuando ciertamente la noción positivista de progreso
atraviesa la novela, creemos que el entramado discursivo y ficcional
de símbolos, personajes y significaciones novelescas, excede esta no-
ción ideológica y el esquema de lectura (la oposición civilización/
barbarie) a partir del cual se ha pretendido leer reductoramente
esta novela. Más allá de los arquetipos y de los esquemas ideoló-
gicos (bien/mal, civilización/barbarie) resplandece un entramado

próxima a las búsquedas posmodernistas y prevanguardistas o vanguar-


distas de poetas como José Antonio Ramos Sucre (1890-1930), Antonio
Arráiz (1903-1962), Salustio González Rincones (1866-1933), Enriqueta
Arvelo Larriva (1866-1962) y Pío Tamayo (1898-1935), entre otros.
7 Tal es el criterio que en torno a Doña Bárbara indica: «Yo […] no he com-
puesto a Doña Bárbara, por ejemplo, sino para que a través de ella se mire
un dramático aspecto de la Venezuela en que me ha tocado vivir y de al-
guna manera su tremenda figura contribuya a que nos quitemos del alma
lo que de ella tengamos. […] Aspiro a que mi mundo de ficción le retri-
buya al de la realidad sus préstamos con algo edificante». Gallegos, «La
pura mujer sobre la tierra», en Una posición en la vida, Caracas, Ediciones
Centauro, 1977, t. II (1948-1954), p. 177.

284
de signos que alcanza autonomía ficcional. Así podemos ver en
Doña Bárbara la encarnación de todo un imaginario mítico ve-
nezolano a través de las creencias y del discurso oral en que se
nos revelan personajes como Juan Primito, Marisela, Mujiquita,
Melquíades, Pajarote, María Nieves, etcétera. Estos personajes,
considerados tradicionalmente como secundarios, son en realidad
de una significación extraordinaria. De otro modo, Doña Bárbara
podría ser leída también como la novela del mal y/o de la pasión
amorosa llevada a sus límites pulsionales. Más allá de la signifi-
cación de retraso o ignorancia, la barbarie puede ser también la
pulsión de vida o la pulsión de muerte, la fuerza de la juventud
de Marisela, o la violencia de Barbarita o en el fatum de venganza
familiar que trastoca la vida de Lorenzo Barquero8.
Si bien, pues, tanto en Gallegos como en Núñez hay una
preocupación ética por el destino del país, la manera como esta
interrogación se resuelve estéticamente en sus novelas es radical-
mente diferente. Mientras el Gallegos de Doña Bárbara parece
desinteresado por las transformaciones planteadas por el vanguar-
dismo, Cubagua se aproxima, en su enunciación textual, a algunas
propuestas fundamentales de la vanguardia: el diálogo de discursos
y formas estético-verbales (mito-poesía historia) que diseminan y/o
descentran el espacio de la novela, el descenso hacia zonas del in-
consciente a través del trabajo discursivo de lo erótico y lo onírico,
la propuesta de una lógica poética que rige las descripciones y se
constituye en una pauta de lectura del texto novelesco.
Si en Doña Bárbara encontramos en su más alta ejecución
el canon de nuestra novela realista, Cubagua es la subversión de
este canon. La obra Doña Bárbara se convierte en texto en Cu-
bagua. De la novela como representación (edificante) del mundo
pasamos a la novela de la significancia, de la práctica transgresora
del lenguaje. En Cubagua encontramos, por lo tanto, un nuevo
pacto de lectura y por consiguiente la exigencia de otro lector.

8 Vemos, por ejemplo, en la siguiente declaración a Lorenzo Barquero, un


desdoblamiento de estos términos de civilización y barbarie: «Yo me creía
un civilizado, el primer civilizado de la familia, pero bastó que me dijeran
“Vente a vengar a tu padre” para que apareciera el bárbaro que estaba en mí».
Gallegos, Doña Bárbara, ob. cit., p. 72.

285
La lógica continua y en cierta medida unidimensional del re-
lato, que respeta la sucesión cronológica de los acontecimientos en
Doña Bárbara, se ha roto en Cubagua para dar paso a una estruc-
tura y a una lógica narrativa fundadas en el juego de tiempos-
espacios y de diversas formas discursivas.
De este juego de simultaneidades temporales que permiten
entrecruzar mito y poesía, leyenda e historia, resulta en Cubagua un
nuevo concepto de ficción como la otra lectura posible de la His-
toria. Una Historia que ya no es considerada en su perspectiva li-
neal y progresiva sino que está asociada a la idea de lo circular, del
regreso a los orígenes, a la fundación, a ese primer tiempo de la
conquista que se transfigura y desdobla en presente y futuro. En-
trecruzamiento de tiempos y de relatos que convergen en la imagen
confrontada de una isla, objeto de la depredación del poder colo-
nial. La búsqueda de perlas se transmuta en búsqueda de petróleo.
El ingeniero Ramón Leiziaga se desdobla en Luis de Lampugnano,
conde milanés venido a Cubagua a extraer perlas con «un aparato
de su invención que hacía inútil el empleo de esclavos» (33).
La génesis de esta propuesta innovadora de Cubagua deber
ser, pues, considerada en el contexto de todo un proceso de mo-
dernización de la narrativa latinoamericana en el que los modelos
de la vanguardia europea y la más renovadora novelística europea
y norteamericana ejercen un presencia y un rol significativos9.
Núñez, en Cubagua, adelantándose a las novedosas formulaciones
técnicas establecidas por los novelistas del llamado «boom de la no-
vela latinoamericana» (García Márquez, Rulfo, Carpentier, Gui-
marães Rosa, etcétera), lleva la conciencia artístico-ideológica que

9 Rama habla de un período de modernización de América Latina que ubica


de 1870 a 1910. Señala, cómo hacia la década de 1930, la aparición de no-
velas tan exitosas como La vorágine (1924) y Doña Bárbara (1929), «oscu-
reció el vanguardismo en marcha en el período», a la vez que enfrentó las
formas tradicionales del regionalismo, del realismo crítico y de la novela
social a la insurgente presencia de las formas del vanguardismo: «Hubo de
hecho —dice— guerra literaria, aunque entre las diversas corrientes se ve-
rían curiosos puntos de contacto ocasionales». Ángel Rama, «Literatura
y cultura», en Transculturización narrativa en América Latina, México,
Siglo XXI, 1982, pp. 20-56.

286
nuestra novelística había alcanzado en el realismo regionalista, de
la cual Doña Bárbara es una de sus más significativas expresiones,
al plano mismo de la ironía, de la parodia de discursos y de la
fragmentación estético-temporal.
Cubagua realiza, pues, la parodia de ese realismo costum-
brista y/o criollista que en Doña Bárbara llega a un grado de ago-
tamiento, de clausura. Su realismo se transfigura en un realismo
mítico o mágico en el que la lógica de la representación, cuestionada
a través de la misma enunciación narrativa, deviene extrañamiento,
lógica plural del sentido.
La preocupación ética que identifica a Núñez y a Gallegos
no significa coincidencia en las perspectivas ideológicas, en las que
encontramos diferencias significativas: si el Gallegos de Doña Bár-
bara cree ciegamente en el progreso y, por derivación, en el pro-
ceso de modernización (tecnológica) que este involucra, el Núñez
de Cubagua es un ironista totalmente desconfiado de la idea de pro-
greso y del concepto de modernización tecnológica. En Núñez hay,
por lo demás, una retoma estético-ideológica de la cultura indígena,
depositaria de una sacralidad, de una poesía, de unos valores y de
un saber mítico enfrentados a los valores profanos de la técnica.
Se trata, entonces, de posiciones radicalmente encontradas en rela-
ción con la idea de país, de su cultura y del progreso. Para Gallegos,
consumado positivista, sabemos, se trata de asimilar los rasgos
autóctonos a la civilización, a través de un proceso de mestizaje10.

10 Sabin Howard señala al respecto: «El mestizaje era una mezcla de refi-
namiento europeo con la salvaje energía del indio o negro: el primero de
los tres canalizaba de forma esperanzadora el elemento indígena hacia un
modelo constructivo. Así, incluso la aprobación por parte de Gallegos del
mestizaje, estaba basada particularmente en un prejuicio racial: la inca-
pacidad o al menos la dificultad de los africanos o indios para civilizarse
sin la influencia del europeo». Harrison Sabin Howard, Rómulo Gallegos
y la revolución burguesa, 2.a ed., Caracas, Monte Ávila Editores, 1984, trad.
Martín Sagrera.

287
El secreto de la isla:
Cubagua como crítica de la historia
y la novela*
Carlos Pacheco

Rocío de mundos.
Las islas sueñan con el azul profundo que las enlaza
y con sus orlas de nieve efímera.
Enrique Bernardo Núñez

Cubagua es una isla

C ubagua es una isla. El vaivén de olas que la circunda es un


movimiento de permanente ambigüedad que escribe y borra
sin cesar sus bordes, que establece el contorno por un instante
de lectura para negarlo enseguida y proponer otro diseño nuevo,
irrepetible, también efímero. El territorio textual de esta isla es
circunnavegable, pero misterioso. Tal vez no descubierto aún del
todo, tal vez apenas divisado y no explorado. Como en la Atlán-
tida o la Ínsula Barataria o el nuevo hogar de Robinson o el Monte
Análogo o hasta el atolón prehistórico del Parque Jurásico, late en
ella una calidad utópica siempre acosada por el probable fracaso y
la desesperanza. Separada por su diferencia del continente de lo
conocido y lo consabido, esa distancia la hace terreno fértil para
las indagaciones imaginarias, para soñar «con el azul profundo»,
para desconfiar de las líneas demasiado rectas de la razón unívoca
y violar sus normas.

* En La patria y el parricidio: estudios y ensayos críticos sobre la historia y la


escritura en la narrativa venezolana. Mérida, El otro, el mismo, 2001,
pp. 99-122. Aquí se ofrece una versión revisada por su autor.

289
Desde la portada de la edición que manejo1, ilustrada preci-
samente con un antiguo mapa de esa «isla de las perlas», el exiguo
cuerpo textual de la novela de Enrique Bernardo Núñez (1895-
1964) no deja de atraerme. Como el sobrecargo cortazariano en la
ruta Roma-El Cairo, que desatiende las obligaciones de su rutina
para asomarse a la ventanilla y contemplar una vez más aquella si-
lueta de la isla-tortuga nadando en el Egeo, vuelvo a ella, llamado
por el magnetismo de su insularidad. En cada ocasión, esa insu-
laridad, esa excepcionalidad radical, diría, si quisiera descender
de la imagen al concepto, Cubagua me muestra nuevos brillos,
señales antes inadvertidas, facetas y preguntas no consideradas,
como si en cada nuevo acercamiento se me ofreciera, bajo nuevos
matices, su carácter innovador y ruptural, señero y profético.
La invisibilidad que marcó a Cubagua desde su publicación
en 1931 hasta entrados los años sesenta para la crítica venezolana
y la que sigue en gran medida afectándola en el ámbito crítico
más allá de nuestras fronteras patrias es el resultado más evidente
de su insularidad, de su carácter de rara avis. «[…] nadie supo leer
a Cubagua», subraya Orlando Araujo, tras citar el conjunto de im-
portantes críticos que la ignoraron totalmente o que, condescen-
dientes, le otorgaron solo un breve comentario, tratándola «como
un librito extraño, […] que no dejaba de ser historia sin llegar
de ser novela»2. Al igual que sucedió con la obra de otros escri-
tores ex-céntricos venezolanos como José Antonio Ramos Sucre
o Julio Garmendia, la escritura literaria de Núñez, y en particular
la significación estética de Cubagua, solo ha venido a ser realmente
reconocida en la segunda mitad del siglo XX. Críticos de múlti-
ples y a veces contrastantes orientaciones han ido «descubriendo»
desde los años sesenta esta isla narrativa y muchos persisten hasta
hoy día en adentrarse en su densa geografía textual para realizar
nuevas exploraciones analíticas e interpretativas3.

1 Enrique Bernardo Núñez, Cubagua, Caracas, Monte Ávila Editores, 1969.


2 Orlando Araujo, Narrativa venezolana contemporánea, Caracas, Monte
Ávila Editores, (1972) 1988, p. 105.
3 Entre ellos, podrían destacarse: Guillermo Sucre (1964), Osvaldo Larra-
zábal (1969), Domingo Miliani (1978), Orlando Araujo (1980), Ángel
Vilanova (1983), Douglas Bohórquez (1990) y Víctor Bravo (1990).

290
Como muestra su significativa ausencia de numerosos es-
tudios sobre la novela histórica producidos fuera de Venezuela
en los últimos años, así como el deslumbramiento reciente de un
agudo crítico argentino4, la valía novelística de Cubagua y de su
apuesta ruptural a comienzos de los años treinta no ha trascen-
dido nuestras fronteras. Sucede con Núñez como sucedió en la
misma época con Roberto Arlt o Macedonio Fernández en Ar-
gentina, con Pablo Palacio en Ecuador, con Julio Torri en México
o con Felisberto Hernández en Uruguay: no hubo quien los leyera
con atención y acierto, y a algunos de ellos llegó a tildárseles de
locos o de raros. La razón es simplemente que estaban escribiendo
—como se diría después del Arguedas de El zorro de arriba y el
zorro de abajo5— para un lector futuro. Lo estaban creando.
El carácter ruptural de Cubagua y su valor anticipatorio res-
pecto de las estéticas narrativas que se impondrían más de cua-
renta años después ha sido subrayado recientemente por Douglas
Bohórquez al compararla con manifestaciones destacadas de la
narrativa posmodernista, y en particular con Doña Bárbara (1929),
de Rómulo Gallegos:

Si en Doña Bárbara encontramos en su más alta ejecución el


canon de nuestra novela realista, Cubagua es la subversión de
este canon. La obra Doña Bárbara se convierte en texto en Cu-
bagua. De la novela como representación (edificante) del mundo
pasamos a la novela de la significancia, de la práctica transgresora
del lenguaje6.

Este tránsito de obra a texto, este paso del esfuerzo realista re-
presentacional y pedagógico al escenario de la escritura transgresora

4 Roberto Ferro, «Ficción y temporalidad en Cubagua de Enrique Bernardo


Núñez». Memorias del XXIII Simposio de Docentes e Investigadores de
la Literatura Venezolana: Trujillo, del 19 al 22 de noviembre de 1997.
Trujillo, Universidad de Los Andes, 1998, pp. 607-615.
5 Martín Lienhard, Cultura popular andina y forma novelesca, Lima, Tarea
Latinoamericana Editores, 1981.
6 «Doña Bárbara y Cubagua: dos novelas en la tradición», revista Folios 35-36,
Caracas, Monte Ávila Editores, octubre de 1999, p. 39.

291
y cuestionadora que se opera en la novela de Núñez, junto con su
empleo de la ironía, la parodia, el trastocamiento de la tempo-
ralidad, la multiplicidad genérica y la intertextualidad, expresan
un viraje estético y conceptual acerca de la escritura de ficción
de vastas repercusiones para la pregunta que llama nuestra aten-
ción en estas páginas: el valor de Cubagua como quiebre definitivo
y premonitorio de las modalidades tradicionales de ficcionaliza-
ción del pasado histórico. Como trataremos de mostrar en ade-
lante, la excepcional combinación de recursos estético-narrativos
lograda en esta novela no solo la separa (como a una isla del con-
tinente) de las estéticas dominantes en las primeras décadas del
XX, antes de la irrupción plena de las vanguardias, sino que sig-
nifica también y específicamente un severo cuestionamiento de las
formas canónicas de representación historiográfica y ficcional de
la historia que la convierte en texto crítico y autocrítico. Por eso
puede ser leída también como texto estandarte y muy adelantado
de los experimentos formales y conceptuales de ficcionalización de
la historia que conoceremos mucho después en las novelas de au-
tores hispanoamericanos como Carpentier, Arenas, Roa Bastos,
Fuentes, García Márquez, del Paso, Piglia o Tomás Eloy Mar-
tínez y específicamente venezolanos como Miguel Otero Silva,
Denzil Romero, Luis Britto García o Ana Teresa Torres.
Desde esta perspectiva, me propongo pues cartografiar el
territorio de Cubagua como una isla de forma aproximadamente
triangular, con tres frentes oceánicos: una breve franja noreste, lige-
ramente cóncava, sin llegar a ser bahía, que contrasta con la narrativa
de su época; un amplio litoral sur-sureste, que mira hacia el pasado,
hacia la tradición de representación de la historia que la precede; y un
flanco nor-noroeste, de vientre abultado, que se orienta premonitoria-
mente hacia el futuro, hacia la novelística del boom y el fin de siglo.

La franja costera noreste

Es 1925. Una de las capillas de la iglesia del antiguo convento


franciscano sirve de oficina al director del Heraldo de Marga-
rita, un proyecto que lo había hecho venir desde Caracas, pero

292
que tendría vida efímera. Desde el presbiterio del altar mayor, se
escucha apenas el trasiego de la prensa. Respirando un aire ca-
liente y mohoso, entre los muros de aquel convento secular, el
periodista, doblado en escrutador acucioso de los tiempos idos,
lee la olvidada historia de la isla de Cubagua en la crónica de fray
Pedro de Aguado, que solía guardar sobre el altar de la capilla,
un altar refaccionado por él para colocar libros y papeles. Desde
el ocre de aquellas páginas ancianas, «nombres, personas, cosas,
ruinas, soledades, venían a ser como un eco del tiempo pasado»7.
De esos ecos, de las impresiones grabadas en momentos como
ese, surgirá la fabulación histórica de su Cubagua, esa novela-isla
donde tiempos y personajes del pasado se alternan, desdoblan y
superponen, reflejando y siendo reflejados por los de un presente
inmediato al de la escritura, cuando las minas y el petróleo han
ocupado el lugar de las perlas y el oro.
El hombre tímido, taciturno, retraído que fue Enrique Ber-
nardo Núñez, según el testimonio de quienes lo conocieron, afec-
tado además por los avatares editoriales y la ceguera crítica con que
fue recibida su obra hasta casi después de su muerte, ese apasionado
de la historia que «castigó su prosa hasta hacerla sangrar, anduvo
siempre equivocado con su obra narrativa» y no llegó a darse cuenta
de que sobre todo Cubagua lo convertía en «audaz y meritorio pre-
cursor de la más auténtica novelística hispanoamericana»8. Por eso,
en 1959, pocos años antes de su muerte, aún le encuentra «fallas»
y expresa su deseo de «escribir una nueva versión de Cubagua, de
igual modo que a veces nos viene el deseo de hacer una nueva ver-
sión de la vida»9. Su error de apreciación ha sido ampliamente en-
mendado por la crítica. Lo que quisiera mostrar en esta sección es
la relación contrastiva (lo que he llamado el carácter insular) de
Cubagua, aplicable también en buena medida a su cuarta novela,
La galera de Tiberio10, con la más destacada ficción de su tiempo.

7 «Algo sobre Cubagua», en Novelas y ensayos, Caracas, Biblioteca Ayacucho,


1987, prólogo O. Larrazábal Henríquez, p. 168.
8 Orlando Araujo, ob. cit., p. 101.
9 «Algo sobre Cubagua», ob. cit., p. 169.
10 Esta cuarta novela de Núñez, publicada en 1938, es también sin duda un
logro estético de notable complejidad que merece consideración aparte.

293
Postmodernismo es el nombre, inadecuado por varias ra-
zones , que se ha dado a la tendencia estética en la cual suele ins-
11

cribirse a Núñez. El discutible pero tal vez inevitable término ha


servido a la crítica y a la historia literaria para nombrar ese período
transicional, que reúne la obra desarrollada en la tercera y cuarta
décadas del siglo XX, por un conjunto de escritores que a pesar
de sus grandes divergencias de concepción y procedimiento, coin-
cidieron en ese momento en desarrollar propuestas innovadoras
y hasta abiertamente críticas respecto de las estéticas ya canoni-
zadas para entonces del costumbrismo, el modernismo y el crio-
llismo, aunque sin integrar aún el contingente más experimental,
heterodoxo y militante de la vanguardia.
En uno de sus agudos acercamientos al fenómeno, y sin
dejar de insistir en la carencia de consenso y precisión por parte
de la crítica, Javier Lasarte selecciona y estudia como los más re-
presentativos de este conjunto a Rómulo Gallegos, José Rafael
Pocaterra, Teresa de la Parra, Julio Garmendia y nuestro Enrique
Bernardo Núñez. Bohórquez, por su parte, señala como rasgos
fundamentales de ese conjunto: el rechazo frontal de los extremos
preciosistas del modernismo, la creación de un nuevo imaginario
estético y social vinculado al espacio urbano y al surgimiento en
él de nuevos sujetos sociales, y sobre todo el uso de técnicas y
modalidades narrativas como «la crítica metaficcional, la ironía
y la parodia dialogizantes, generadoras de un humor transgresivo,
cuestionador de las nociones de sujeto, verdad y realidad»12.

Una caracterización más precisa exige resaltar matices y marcar


excepciones a cada tanto, pues estos y otros rasgos se reparten
de manera desigual entre los autores mencionados, permitiendo
así a los críticos agruparlos y contrastarlos a partir de criterios
diversos. Algunos de estos ejercicios resultan pertinentes para
ubicar a Núñez en su contexto: el primero señala la bifurcación
del posmodernismo en dos grandes tendencias, ya manifiestas en

11 Javier Lasarte, Juego y nación, Caracas, Fundarte, 1995.


12 Douglas Bohórquez, «Posmodernismo y vanguardia», Medio milenio de
literatura venezolana, en preparación, 2000.

294
la narrativa modernista, que mantendrán su vigencia en la ficción
venezolana por más de medio siglo:
«[…] si bien ambas acentúan el carácter de lo literario como hecho
autónomo, una [Gallegos, Pocaterra, Núñez] surge de la refor-
mulación crítica del criollismo y de la asunción de la literatura
como un acto de reflexión implícita sobre la realidad nacional,
mientras la otra [Garmendia, de la Parra] supone la considera-
ción del ámbito literario como realidad otra y superior, como un
espacio si se quiere defensivo»13.

Entre los narradores del primer grupo es sin duda Núñez


quien exhibe, particularmente en Cubagua, una mayor comple-
jidad constructiva y quien por esa razón aparece hoy a nuestros
ojos como el más osado en sus propuestas. Si bien la preocupación
por lo nacional y la reflexión crítica sobre la historia y su relación
con el poder resultan centrales en lo mejor de su narrativa, ellas
reciben allí un tratamiento literario cuyo carácter autónomo, au-
torreflexivo y ruptural lo emparentan también con la libertad esté-
tica, el desenfado lúdico y el atrevimiento experimental de Teresa
de la Parra y Julio Garmendia.
Y es que uno de los valores medulares de Cubagua reside en
la sabiduría de su compleja construcción textual que logra integrar,
en un movimiento caleidoscópico sin precedentes en nuestra litera-
tura, diversas temporalidades y ámbitos de la realidad (lo histórico
y lo mítico, lo místico y lo erótico, lo lírico y lo cotidiano) con
sus respectivos y contrastantes registros de habla y modalidades

13 Lasarte, ob. cit., p. 21. Según Lasarte, además, los proyectos narrativos de
la primera tendencia «[…] implican, como en el criollismo, una reflexión
sobre la nacionalidad que, en este caso, llevará a revisar o cuestionar las
imágenes heredadas sobre la idea de lo nacional y lo popular. […] La otra
tendencia supone la negación explícita del vínculo entre el arte y la rea-
lidad política, la idea de la literatura como refugio y espacio de resistencia
ante la historia, la construcción de una realidad autónoma que frecuente-
mente se manifiesta en insistentes elogios de la mentira que es la ficción,
y también, aunque desde otra perspectiva la negación sistemática de los va-
lores dominantes de la modernidad […], así como la defensa de la tradición
y el espíritu como valores medulares». Ob. cit., 1995, pp. 21-23.

295
discursivas, logrando así una atmósfera de misterio, ambigüedad
productiva e irresolución novelística que distan mucho, por ejem­plo,
del programa monofónico, severo y edificante que predomina en la
obra galleguiana. No será extraño, en consecuencia, encontrar
a Cubagua paradigmáticamente enfrentada a Doña Bárbara en el
trabajo de Bohórquez (1999) ya citado. Tampoco lo es el que, en
otro ensayo de clasificación, José Balza contraste a Núñez con «es-
critores más influyentes» como Uslar Pietri y el mismo Gallegos
y lo integre, con Garmendia y de la Parra, al equipo de los «si-
lenciados» fundadores de una nueva matriz de creación que ger-
minaría incontenible a partir de los años sesenta: la de la libertad
verbal, la de «la literatura que comienza a ser entre nosotros un
mundo en sí misma, cuya primera misión es saberse escritura»14.
Si el contraste con Doña Bárbara es revelador, no lo es
menos la comparación con Las lanzas coloradas, de Uslar Pietri,
publicada también en 1931, en especial en lo referente a la po-
sición de cada una de ellas de cara a las formas de representar la
historia venezolana. Ya para entonces un destacado militante de
la vanguardia, Uslar marca con esta, su primera novela, una pauta
innovadora en los modos de ficcionalizar la historia. Se atreve
a abordar la transitada temática de la lucha independentista, y
lo hace principalmente a partir de una perspectiva más socioló-
gica y artística que documental y edificante. Se distancia de ma-
nera definitiva de la pesada tradición romántica —aún perceptible
para fines del XIX—al abandonar el cristalizado estereotipo de
la exaltación épica y el consecuente maniqueísmo que solía di-
vidir a los protagonistas en adalides impolutos y detestables mons-
truos. La evaluación moral de los sujetos representados implícita
en el relato resulta en realidad inversa: el mantuano y patriota Fer-
nando Fontas resulta degradado por su incapacidad y cobardía,
mientras que la violencia del mestizo Presentación Campos, es-
pecie de protofigura del caudillismo criollo, resulta comprensible,
y hasta atractiva por momentos, por la entereza de su conducta

14 José Balza, «Los cuadernos reversibles (la otra literatura venezolana)»


El invencionero, 2000, p. 3, recuperado en: http://www.invencionero.
turincon.com (consultado en línea el 26-02-2000).

296
y las razones sociales y etnoculturales que la fundan. Los perso-
najes propiamente ficcionales ocupan el centro de la acción na-
rrativa, mientras que, sin ser relegadas o ignoradas, las grandes
figuras históricas —Bolívar especialmente— aparecen de forma
ingeniosamente diagonal. De esta manera, la Independencia y el
surgimiento de lo nacional dejan de ser los temas de un catecismo
patrio (como lo fue, paradigmáticamente la Venezuela heroica,
1881, de Eduardo Blanco), para presentarse como un complejo
problema histórico con matices no solo militares y políticos, sino
también raciales, culturales, sociales y económicos que la novela se
dedica a explorar con calculada distancia y objetividad. Un logro
estético, sin duda, el de Uslar Pietri; logro merecidamente reco-
nocido e «influyente» por lo demás, como decía Balza. ¿Cómo se
sitúa la obra de Núñez frente a tales innovaciones de concepción
novelística y tratamiento de lo histórico?
Ya en Después de Ayacucho (1920), la segunda novela de
Núñez15, puede percibirse un alejamiento crítico de las modali-
dades románticas de representación de la historia dominantes
durante el XIX (especialmente en las obras de Juan Vicente Gon-
zález y Eduardo Blanco), esas que se sentían compelidas a la exal-
tación épica del héroe para proyectar una visión unívoca y oficial
que se constituyera en soporte constructivo del proceso consoli-
dador de la nación venezolana. Esta distancia opera también allí
respecto de orientaciones estéticas más inmediatas en el tiempo,
y hasta simultáneas, como las del realismo, el criollismo y el mo-
dernismo, en autores como Manuel Díaz Rodríguez, Miguel
Eduardo Pardo, Rufino Blanco Fombona, José Rafael Pocaterra
y hasta Luis Manuel Urbaneja Achelpohl y el primer Gallegos.
Como lo ha reconocido la crítica más inmediata a nosotros, si
bien Después de Ayacucho está lejos de alcanzar la estatura esté-
tica de Las lanzas coloradas, sí puede postularse como pionera por
varios respectos. En primer lugar, por un recurso de creación de
personaje: Miguel Franco, su protagonista, antecede al Fernando

15 La primera, Sol interior (1918) ha sido escasamente apreciada por la crí-


tica como una obra de aprendizaje, deudora aún en extremo de las estéticas
modernistas todavía influyentes.

297
Fontas de Uslar como primer antihéroe en la novela venezolana16.
En segundo lugar, porque con un delicado trabajo de escritura ac-
cede a un talante humorístico, irónico y paródico inusitados para
la época, que se convierte en su principal veneno crítico contra
el ímpetu declarativo y la grandilocuencia de los románticos, así
como contra los excesos esteticistas de los modernos y el localismo
estereotipado de los criollistas17. Finalmente, porque, aunque rein-
cide en la temática bélica —desde la Guerra Federal (1859-1863)
se evoca la gesta independentista—, lo hace reduciendo sustan-
cialmente en su diseño narrativo la presencia de un narrador do-
minante y se atreve a introducir perspectivas, miradas y voces
populares18. Como se intentará mostrar de inmediato, lo que en
Después de Ayacucho es insinuación o asomo pionero, encontrará
en Cubagua su desarrollo pleno.

Breve exploración del territorio insular

El lector que se interna por la breve geografía de Cubagua ad-


vierte pronto que está recorriendo un territorio textual variado,
inestable y cambiante que requiere toda su atención. Sin previo
aviso, sin que tenga tiempo de acostumbrar sus pupilas a los cam-
bios, es impactado por el paso de una temporalidad a otra, de una
discursividad a otra, de una dimensión narrativa a otra: del siglo
XX al siglo XVI, de la crónica a la poesía, de la historia al mito,
de lo sa­grado a lo profano, de la ficción realista crítica al sueño o a
la le­yenda. Esta fragmentariedad, esta inestabilidad del estatuto
de la narración, este movimiento continuo que se opera en Cubagua,
lo mantienen en vilo, sometiéndolo a una permanente sensación de
«extrañamiento» y constituyen el diseño matriz que sostiene la
opción crítica de esta novela frente a las textualidades precedentes
y consagradas. Es, al mismo tiempo, una opción estructural que

16 Lasarte citado por Bohórquez, Escritura, memoria y utopía en Enrique


Bernardo Núñez, Caracas, La Casa de Bello, 1990, p. 19.
17 Ibid., pp. 15-21 y 25.
18 Ibid., pp. 19 y 26.

298
supone mayores riesgos, porque implica el abandono de las ama-
rras convencionales que tradicionalmente mantenían el control
autoral del sentido en relatos precedentes (tanto historiográficos
como ficcionales) de la historia.
La mayor innovación de Cubagua con respecto a esas an­
teriores «escrituras de la historia» no reside entonces en uno o va-
rios aspectos específicos distinguibles del resto de la novela, sino
que infunde todo el relato en tanto proyecto narrativo dotado de
notable integridad. Es desde esa «integración de lo diverso en
movimiento», eso que Araujo denominara «mosaico» narrativo,
que Bohórquez nombrara «palimpsesto», y que yo he preferido
llamar «narración caleidoscópica», que ella se opone a la linea-
lidad monofónica de las narrativas románticas y realistas, a su dis-
cursividad secuencial y causalista, montada sobre una racionalidad
unidimen­sional de talante netamente positivista. Esa renuncia a la
linealidad no significa únicamente el abandono de la continuidad
cronológica regida por la secuencia de las acciones en el tiempo,
sino sobre todo una ruptura violenta del «orden» a la vez reque-
rido y propiciado por la razón moderna. Ruptura que hace ex-
plotar la concepción positivista de la historia, apoyada sobre un
régimen de confianza epistemológica y dominada por la ideología
del progreso como proceso unívoco, continuo y ascendente, capaz
de superar —si accedemos a usar los socorridos términos— las ré-
moras de la barbarie para acceder gradual pero seguramente a la
ansiada «civilización». Y es que no se trata de un simple tránsito
entre un tiempo y otro, entre el presente de la acción inicial (1925)
y un pasado colonial remoto que fuera su antecedente o prefigu-
ración (1525), tránsito agenciado a través un sencillo expediente
narrativo. Se trata más bien de la superación del estrecho filtro
de lo verosímil realista mediante una operación de carácter pro-
piamente fantástico, verdadera irrupción avant la lettre de lo real-
maravilloso, en la que un tiempo no solo alterna o se superpone
al otro, sino que es también el otro, dramatizando así, poniendo
en abismo, la real presencia del pasado en el presente19. Aunque

19 La proyección de esa dinámica conduce a Ednodio Quintero, Luis Rogelio


Nogueras y Michael New, guionistas de la versión cinematográfica dirigida

299
resulte imperceptible para la mayoría de los personajes, cegados
por su apego al poder y a las riquezas, ese pasado, que es tam-
bién presente, no solo incluye eso que entendemos por «lo histó-
rico», sino que abarca también y simultáneamente: lo telúrico, lo
ancestral, lo legendario, lo mítico, es decir, los vestigios de lo que
Núñez insistirá en llamar «el secreto de la tierra».
Diversas y muy claras señales de este tratamiento subversivo
de la temporalidad son reiteradas a lo largo del texto. La ambición
por la magnesita y el petróleo que obcecan al gerente Skatelum y
al ingeniero Leizaga corresponden a la fiebre de las perlas y del
oro que obnubilaron la mirada de los conquistadores, mientras
los subalternos de entonces resultan en definitiva indistinguibles
de los de ahora. Frases como «Dos días, dos siglos» o «Todo es-
taba como hace cuatrocientos años», son escanciadas convenien-
temente de tanto en tanto. Los nombres de los sujetos coloniales
persisten en la actualidad: Diego de Orgaz es Diego Ordaz20. La
presencia siempre ambigua y misteriosa de fray Dionisio pervive
a través de los siglos. Varios de los personajes más importantes
se reflejan en y terminan identificándose con sus respectivos do-
bles históricos o míticos: Leizaga primero sospecha una relación y
luego se reconoce en el misterioso conde de Lampugnano. Mien-
tras tanto, Nila Cálice, antigua y moderna a la vez, hija del cacique
Rimarima y también hija del leproso Pedro Cálice y graduada en
Princeton, se desdobla en la diosa Erocomay21.
Para profundizar en el sentido de este juego de superpo-
siciones y simultaneidades, hay que acercar el lente crítico a dos
de estos protagonistas, así como a la relación que se establece

por New (1987) a incluir un tercer momento narrativo, ubicado en la Ca-


racas de 1984 y correspondiente al tiempo de la filmación, donde la historia,
una vez más cambia sin cambiar.
20 Esto parece haber sido una errata de la edición que está manejando, que el
crítico toma como una variante en el nombre de Ordaz, pero que no hemos
encontrado en ninguno de los manuscritos ni ediciones en vida del autor.
(N. del C.)
21 Para una exploración del trasfondo histórico de estos personajes, véase Do-
mingo Miliani, prólogo a Cubagua - La galera de Tiberio, La Habana, Casa
de las Américas, 1978, pp. XXI-XXIII y XXXIV.

300
entre ellos. La breve semblanza que presenta a fray Dionisio de la
Soledad al comienzo del relato lleva ya consigo todos los rasgos de
la inquietante ambigüedad de ese personaje «de edad indefinible»:

Se aseguraba haberle sorprendido de rodillas ante una cabeza


momificada que ocultaba cuidadosamente. Otros hablaban de su
afición a mascar cierta hierba e indicaban un diente de caimán
pendiente de su camándula. Gracias a él, Paraguachí tenía dos
torres, y gracias a él, desde unas semanas antes se encontraba allí
Nila Cálice, hospedada en su misma casa (7).

La imagen propone en pocas líneas la significación del fraile


en la novela: la hierba, el diente de caimán incorporado a su ro-
sario y hasta la insinuada relación carnal con Nila, nos anuncian
que se trata de un transculturado, de un religioso que «en vez de
reducir al indio, se adaptó a ellos» (16), un sacerdote que es tal vez
también brujo o chamán. La «edad indefinida» y la cabeza mo-
mificada que sería la suya 22 construyen por otra parte dentro la
dimensión fantástica la figura de un sabio ajeno a la muerte y po-
seedor de un saber que va más allá de lo meramente racional, que
atraviesa las edades cumpliendo su función de «tutor», es decir,
de psicopompo o guía espiritual que como nuevo Virgilio conduce,
tanto a Nila como a Leizaga, por los caminos del descubrimiento
interior y la revelación.
De acuerdo con la dirección de sentido que conduce la novela,
este cuestionamiento de la autoridad religiosa ortodoxa o institu-
cional generado por la ambigüedad de fray Dionisio, es confluyente

22 Como otros de la novela, este personaje parece construido a partir de un


referente histórico-legendario. Se dice que San Dionisio de París (o San
Dionisio Areopagita, con quien se lo identifica), debido a su temprana
predicación del cristianismo en las Galias, y después de sobrevivir a suce-
sivos intentos de ejecución mediante la crucifixión, la hoguera y las fieras,
fue decapitado en Montmartre en 258 d. C. y que, de acuerdo con la le-
yenda, caminó tres kilómetros, con su cabeza bajo el brazo, hasta la abadía
de Saint-Denis. Alban Butler, Vidas de los santos, México D.F., Collier´s
International - John W. Clute S. A., 1965, trad. Wilfredo Guinea, t. IV,
p. 69. Agradezco esta referencia a Cristian Álvarez Arocha.

301
con el que, de forma muy distinta, se efectúa al proponer represen-
taciones irónicas o francamente satíricas de los representantes de
otros poderes sustentadores del orden tradicional: el médico Al-
mozas (la ciencia), el juez Figueiras (la ley y la justicia) el coronel
Rojas (la autoridad militar), el secretario Arias (la autoridad civil)
y —de una manera bien pertinente para nuestro objeto de aten-
ción, como veremos— el cronista e historiador Tiberio Mendoza
(la historia oficial).
Como insiste Britto García 23, el personaje de Leizaga, por
su parte, corresponde —al menos en un principio— al modelo
accional del pícaro. Aunque de alguna manera no deja nunca
de encarnarlo, sí sufre una transformación sustancial. Ingeniero de
minas venezolano graduado en Harvard, Leizaga es comisionado
por «el ministerio» para buscar minas de magnesita y pública-
mente expresa su disposición de hacerse rico sin esfuerzo y largarse
a Europa negociando alguna «concesión» oficial de explotación del
subsuelo. Sin embargo, el viaje que hace a las profundidades en la
isla de Cubagua, conducido por fray Dionisio, es más bien un viaje
transcultural que lo pone en contacto con las deidades y valores in-
dígenas ancestrales, y también un viaje iniciático al Averno24, que
lo confronta con otra riqueza mucho más valiosa: «el secreto de la
tierra». Si bien Leizaga no llega a asimilar o a comprender cabal-
mente aquella «revelación maravillosa» que había intuido desde
el principio del relato (17), ese descubrimiento trastorna su vida,
dejándolo encandilado, casi tan desquiciado como el maestro rul-
fiano de «Luvina». Al volver a Margarita y dar cuenta de su expe-
riencia, es tachado de fantasioso, de imbécil, de loco, por varias de
esas autoridades des-autorizadas por el texto. Entre los represen-
tantes del poder «nadie quiere oír hablar» de su descubrimiento
y Leizaga debe correr con las consecuencias de su súbita lucidez: el
descrédito, la cárcel y el despojo no solo de su botín de perlas, sino

23 Luis Britto García, «Enrique Bernardo Núñez: novelista, filósofo de la


historia, utopista», en Memorias del XXIII Simposio de Docentes e Investiga-
dores de la Literatura Venezolana: Trujillo, del 19 al 22 de noviembre de 1997.
Trujillo, Universidad de Los Andes, 1998, pp. 651, 656.
24 Ángel Vilanova, «Para una lectura crítica de Cubagua, de Enrique Bernardo
Núñez», Escritura 16, Caracas, julio-diciembre, 1983.

302
del cuaderno de apuntes donde registraba sus hallazgos. Leizaga
no es pues menos ambiguo que fray Dionisio. Es un pícaro, sí,
pero un pícaro que en flagrante paradoja contra el estereotipo apa-
rece al final perplejo a causa de su experiencia epifánica. Aunque
muchas preguntas sobre lo ocurrido y sus consecuencias quedan
sin repuesta al final de esta «obra abierta», lo cierto es que Leizaga
ya no es el mismo. A diferencia de los ironizados representantes
del orden, que continúan aferrados a sus convenientes verdades,
él aparece al final carcomido (y en esa medida redimido) por la
duda. Ni el fraile ni el ingeniero son entonces héroes o antihéroes
de manera plena. No son ubicables a cabalidad en ninguno de los
polos de la evaluación intrínseca al relato. Permanecen problemá-
ticamente ambiguos, irresueltos, contribuyendo a mantener así la
impresión de extrañeza del lector y a boicotear cualquier intento
suyo de recostarse sobre una cómoda y unívoca verdad.
Con respecto a la concepción de la historia implícita en la
novela, el contraste de Leizaga con el «letrado» Mendoza, eviden-
ciada a través de múltiples marcas en el último capítulo, consti-
tuye también un valioso indicio de sentido. El vestigio de lucidez
que ha significado la experiencia límite para el ingeniero y su
paradójico acceso al incómodo espacio de la incertidumbre y la
pregunta son confrontados allí con la estrechez de miras de los
representantes del poder y sobre todo del historiador, para quien
Leizaga aparece «como un loco o un monstruoso disparatero,
[… digno] de desprecio y de lástima»25. La historia del areyto de
Cubagua le interesa no obstante y no duda en plagiarla como tema
de uno de sus afamados artículos que titula «Los fantasmas de
Cubagua». Para ello, como experto practicante del oficio, toma
distancia de lo no verificable en las fuentes autorizadas y trans-
forma el registro experiencial en «documento», aderezándolo con
citas de autoridades (Humboldt, Colón o él mismo, entre ellas),
para finalmente exhibir el producto como nuevo logro de su ca-
rrera de respetable académico, confiado por lo demás en que su
acercamiento «científico» servirá sin duda para avanzar por la ruta
cierta hacia el progreso y el bienestar.

25 Ibid., p. 90.

303
Temeroso de rectificaciones y de que se le tomase por un imagi-
nativo, lo cual sería un eterno borrón en su fama de historiador,
se limitaba a decir: «En ciertas noches, los pescadores creen ver
unas sombras en las costas de la “histórica isla” […]». Y escribía
rápidamente: «Las imaginaciones sencillas dan todavía crédito
a estas reminiscencias de antiguas leyendas, fruto del oscuran-
tismo y del error. El que esto escribe se ha referido más de una
vez […] La tierra […] necesita sabios que vengan a estudiar los
arcanos de la naturaleza en esta región privilegiada, llamada
a ser un emporio en un porvenir no muy lejano» (93-94).

El empleo del intertexto paródico es elocuente. Amura-


llado en la fortaleza de la historia como disciplina y armado de
una bien asimilada experticia metodológica y discursiva capaz
de legitimar sus propuestas, el plagiario Mendoza mantiene su
respetabilidad y alcanza por supuesto el «éxito inexplicable que al-
canzaban siempre sus escritos» (94). Para el lector, sin embargo, el
fraude y la falsificación están a la vista. Y como ocurrirá en otras
novelas históricas de fines del siglo XX 26, la ficcionalización de la
figura del historiador tradicional cumple aquí un propósito crítico.
Leizaga, entre tanto, apresado, sometido a escarnio, acosado por
las preguntas, forzado a huir, lleva consigo el pálpito de la «otra»
historia, el inasible y nutritivo vislumbre del «secreto de la tierra».

El litoral sur-sureste

El segundo frente costero se orienta hacia el pasado y hacia las


formas como este ha sido estudiado y representado. La producción
intelectual de Enrique Bernardo Núñez se desarrolla a través de
múltiples modalidades genéricas y discursivas: de la crónica, el pe-
riodismo y el ensayo, a la interpretación histórica, la biografía y la

26 Carlos Pacheco, «La historia en la ficción hispanoamericana contempo-


ránea: perspectivas y problemas para una agenda crítica». Estudios X (18),
Caracas, 2001, pp. 205-224. Número monográfico coordinado por C.
Pacheco y Luz Marina Rivas.

304
narrativa de ficción. Vista en su conjunto, esta multiplicidad apa-
rece sin embargo decididamente unificada por dos rasgos básicos
que se encuentran, a su vez, claramente entrelazados: uno, su pre-
ocupación por lo venezolano, por el origen, situación y destino del
país, íntimamente relacionados con lo que él mismo definió como
«el secreto de la tierra», esa desatendida fuente de sabiduría po-
pular y telúrica que él busca y propone como clave identitaria y di-
reccional 27; y otro, su «pasión histórica»28, ese permanente interés
suyo por el pasado en todas sus vertientes, que infunde práctica-
mente la totalidad de su trayectoria intelectual y artística.
Desde la altura que le permite esa experiencia múltiple como
investigador y escritor, Núñez no cesa de manifestar su disconfor-
midad con las maneras como el pasado nacional ha sido abordado,
estudiado, comprendido y expresado. Este descontento, así como
sus propuestas sobre la historia deseable y posible que está aún
por escribirse, son expresados en diversos textos ensayísticos, pero
confluyen en «Juicios sobre la Historia de Venezuela», su discurso
de incorporación a la Academia Nacional de la Historia, pronun-
ciado el 24 de junio de 1948. En este texto, lleno de reproches y
provocaciones para una audiencia de académicos, muchos de los
cuales eran aún practicantes de las modalidades historiográficas
por él criticadas, se atreve a escribir:

[…] al recorrer los caminos de Venezuela, a veces bajo el más


humilde techo, se oyen palabras que son eco vivo de historia.
No historia enteca o amañada, cubierta de afeites, esas amane-
radas exposiciones que suelen llamarse historia, historia escrita al
detal, verdadero baratillo de historia, sino esa otra que brota con
la sangre misma de las entrañas de un pueblo. […] En el siglo pa-
sado solía decirse que nuestra historia no estaba escrita. Hay en
realidad una historia no escrita, o que está por escribirse29.

27 Orlando Araujo, ob. cit., pp. 97-101.


28 Domingo Miliani, ob. cit., pp. XVII.
29 «Juicios sobre la Historia de Venezuela», en Novelas y ensayos, ob. cit., 1987,
p. 209.

305
Muchos de los señalamientos críticos que en los primeros
años sesenta y desde una óptica más profesional y universitaria,
señalaría a nuestra tradición historiográfica Germán Carrera
Damas30, se encuentran ya presentes en la concepción de Núñez,
mostrando su agudeza y modernidad. «La historia es pasión de
actualidad», nos dice31, enfatizando la inseparable relación del pa-
sado y de su conocimiento íntegro con la comprensión del presente
y la búsqueda de respuestas acertadas a sus crisis y problemas.
Aboga en consecuencia por una práctica que, sin descuidar la in-
dagación documental, logre trascenderla, al evitar la reiteración
ritual de lo consagrado por la «historia oficial» y al prestar una
atención —que podríamos llamar sociológica o etnológica— a las
visiones de los actores anónimos y a las fuentes orales y populares;
en otras palabras, a esas modalidades de acercamiento al pasado
que en tiempos más recientes, desde la óptica de la Nueva Historia,
vendrán a ser llamadas la «historia desde abajo»32.
Aunque comprendiendo su motivación fundacional, plantea
también los problemas y limitaciones de la historiografía román-
tica, abusivamente concentrada en lo militar y lo político durante
la gesta emancipadora, dominada por el impulso épico, por la fun-
cionalidad pedagógica y en muchos casos por la confusión de la
historia con «insustanciales declamaciones» celebratorias, retó-
ricas, decorativas. Refiriéndose a El Libertador, somete a crítica
bien ponderada lo que el mismo Carrera Damas (1973) definirá
como «El culto a Bolívar». Con vehemencia, rechaza por otra parte
las versiones de los «colonialistas» que pretenden justificar la Con-
quista y la Colonia argumentando la supuesta superioridad de la
cultura europea, y afirma que ya que no es posible la entera impar-
cialidad, «la historia estará siempre mejor considerada con la visión
y el interés propio del hombre americano»33, con «la interpretación

30 Historia de la historiografía venezolana, Universidad Central de Venezuela,


Caracas, 1961, pp. IX-LXXII.
31 «Juicios sobre la Historia de Venezuela», en ob. cit., p. 208.
32 Peter Burke, Formas de hacer historia, Alianza Editorial, Madrid, trad. José
Luis Gil Aristu, 1993.
33 Carrera Damas, Tres temas de historia, Caracas, Ediciones de la Biblioteca
de la Universidad Central de Venezuela, 1987, p. 216.

306
que puedan darle los pueblos vencidos u oprimidos»34. Estas afir-
maciones implican una temprana realización del carácter cons-
truido de todo discurso historiográfico y de su vínculo inextricable
con el poder, de manera similar a como será planteado casi treinta
años más tarde por autores como Michel de Certeau (1985).

Si la historia es como la vemos escribir en nuestros días, será ne-


cesario persuadirnos de que es y ha sido siempre la obra de inte-
reses de grupos, de partidos. Simulaciones, trucos, propagandas,
razones aparentes o convencionales. Un cuento para niños a
quienes no se les permite razonar por cuenta propia. Debajo de
esa historia está la otra, la verdadera historia. Muy difícil pene-
trar en sus arcanos, alcanzar sus fuentes ocultas, inaccesibles35.

El acceso a esa historia «otra», subyacente, supone por su-


puesto un reto mucho más difícil que tal vez supere las potencia-
lidades de la práctica historiográfica convencional, probablemente
la única viable para la época. Seguramente por eso, Núñez recurre
al espacio ficcional y —de otra manera— alcanza con Cubagua lo
que la historiografía de su época no estaba logrando.

El flanco nor-noroeste

«La novela en nuestro país necesita una renovación […] está me-
tida en un callejón sin salida […] es indudable que la época tan
rica de aspectos, de significado, de caracteres, espera su nove-
lista que es como decir su historiador»36. Este desideratum, for-
mulado en un ensayo de 1943, asocia de manera significativa por
una parte la labor del historiador y la del novelista, al tiempo que
desconoce de nuevo los valores de su propia su obra. No advertía
nuestro autor que ese esperado novelista/historiador era precisa-
mente él y que doce años antes Cubagua había cumplido y a la

34 «Juicios sobre la Historia de Venezuela», en ob. cit., p. 209.


35 Ibid., p. 206.
36 E. B. N., «La novela», en Novela y ensayos, ob. cit., p. 167.

307
vez prefigurado esa deseada renovación. Solo que al coincidir con
el momento de la canonización literaria de Uslar y Gallegos37, la
radical transformación que su novela supone y representa, tanto
en la concepción del género novelístico como de la historia y del
discurso histórico, resultaba —hasta para él mismo— difícil de
apreciar. Para recono­cer esas líneas de contacto de Cubagua con
desarrollos futuros, nos asomaremos pues ahora al tercer y último
litoral de nuestra novela-isla.
Aunque no se haya puesto de acuerdo sobre el nombre que
deba aplicarse al fenómeno38, ni sobre los rasgos que lo carac-
terizan, ni sobre su relación de continuidad o diferencia radical
respecto de la «novela histórica» tradicional, ni siquiera sobre su
vinculación o pertenencia a eso que polémica y ambiguamente
se define como «posmodernidad», la crítica coincide en detectar
en la ficción histórica de las últimas cuatro décadas del XX un
quiebre radical respecto de los modos de ficcionalización de la
historia predominantemente practicados hasta entonces. El mundo
alucinante (1969), de Reinaldo Arenas, podría muy bien marcar
el inicio de ese variado y vigoroso impulso ruptural de la ficción
histórica, apreciable en todo el continente. Y muchos críticos
destacan con toda razón a este respecto el valor anticipatorio de
El reino de este mundo (1948), de Alejo Carpentier. Reapreciado
desde nuestro presente, el logro pionero de Cubagua no deja de
sorprender entonces, no como un raro y muy antiguo antecedente
de ese vuelco estético, sino como una novela visionaria que a casi
cincuenta años de distancia anuncia y señala la posibilidad de este
iconoclasta y provocador acercamiento ficcional al pasado histórico
que hoy presenciamos.
Desde esta última costa lo que se percibe entonces son múl-
tiples rutas prefiguradas hacia realizaciones ficcionales que solo
tendrán cumplimiento mucho tiempo después. No se trata de caer

37 Domingo Miliani, ob. cit., p. XXXII.


38 Hasta ahora las denominaciones propuestas no son muy felices. La más
común es «Nueva novela histórica» (Menton, 1993). Pons (1996), mientras
tanto, a partir de las importantes contribuciones de Jitrik (1986 y 1995),
prefiere hablar de «novela histórica de fines del siglo XX».

308
en la imprecisa y superada noción de «influencia», comoquiera que
se la conciba, ni siquiera de suponer un conocimiento directo de la
obra de Núñez por parte de escritores hispanoamericanos de re-
lieve39. Se trata más bien de reconocer en Cubagua la manifesta-
ción emergente (en el sentido propuesto por Raymond Williams)
de energías conceptuales y creativas que solo en un momento más
tardío del proceso narrativo se establecerán como dominantes.
Esto se aplica en primer lugar al ámbito de la práctica de la ficción
en general. Por eso, coincidiendo con apreciaciones similares de
Araujo y Liscano, Miliani acierta al describir a Enrique Bernardo
Núñez como «un adelantado de las nuevas estéticas narrativas his-
panoamericanas»40. El despliegue de ejemplos podría ser vasto,
aunque el espacio solo nos permite apenas enunciarlos. En el con-
texto continental varios críticos han apuntado vínculos anticipato-
rios de la obra de Núñez con Alejo Carpentier y con su propuesta
conceptual y narrativa de lo real maravilloso41, así como con Rulfo
y su Comala, a la vez tan mágica y tan real42. En esa misma direc-
ción, habría que señalar las conexiones de Cubagua y de La galera
de Tiberio con la autonomía del mundo ficcional respecto del dato
histórico documentado y con las osadas incursiones en la dimen-
sión de lo fantástico que caracterizan el acercamiento de El mundo
alucinante a la figura de fray Servando Teresa de Mier. O con
los atrevidos anacronismos desplegados por García Márquez en la
construcción de su dictador ficticio (El otoño del patriarca, 1975)
y por Posse en su ficcionalización de Colón y el descubrimiento
(Los perros del paraíso, 1983). O con muchos elementos de con-
cepción y procedimiento, en especial la inestabilidad del estatuto
narrativo, el manejo productivo del intertexto y los anacronismos
desarrollados en Yo, el Supremo (1974), de Augusto Roa Bastos.
O con las inéditas desestructuraciones de la historia y la inclusión

39 Una consideración similar requeriría el valor anticipatorio de la más tem-


prana narrativa de Julio Garmendia, por ejemplo, que podría señalarse
como antecedente de concepciones y realizaciones borgesianas.
40 Ob. cit., p. XXXI.
41 Ob. cit., p. XXX.
42 Araujo, ob. cit., p. 113.

309
del humor y la ironía en la novela histórica que arriesga Fernando del
Paso en sus novelas.
El proceso literario venezolano ofrece otros casos ilustra-
tivos, llamativamente diversos y a veces contrastantes entre sí, de
esas rutas marcadas por Cubagua: las atmósferas enrarecidas, de exa-
cerbada sensorialidad, de los mejores cuentos de Antonio Már-
quez Salas; la alternancia y superposición de temporalidades
visibles en los relatos de Caminos del amanecer (1941), de Ramón
Díaz Sánchez o en Memorias de una antigua primavera (1989), de
Milagros Mata Gil; la programática fractura del eje temporal, el
desdibujamiento de las certezas sobre tiempos, identidades o de-
sarrollos accionales y los extremados y retadores juegos verbales
que encontramos en La mano junto al muro de Guillermo Meneses
o en los arduos textos de Oswaldo Trejo; los productivos replie-
gues metaficcionales del mismo Meneses en El falso cuaderno de
Narciso Espejo (1952); o las exploraciones de universos populares,
orales y rurales, Orlando Araujo, Alfredo Armas Alfonso u Or-
lando Chirinos, a través de ópticas y racionalidades alternativas.
Las novelas venezolanas que de manera más destacada han
entrado a formar parte del corpus de la llamada «nueva novela
histórica», no dejan de mostrar sus nexos con la ficción de Núñez.
En primer lugar y de una manera general, porque participan sin
duda del impulso crítico y deconstructivo de las certezas sobre la
historia tan celosamente guardadas desde los centros del poder
y la ortodoxia académica. Comparten la insatisfacción de nuestro
autor con las versiones exaltatorias y pedagógicas del pasado que
fueron requeridas en su momento para establecer hitos identificato-
rios y apuntalar el surgimiento y consolidación de lo nacional, pero
que luego, a lo largo tanto del XIX como del XX y hasta nuestros
días, han devenido soporte legitimador de sucesivos regímenes
políticos y autoritarismos de toda laya.
Esta pulsión crítica de la historia es ejercida mediante múl-
tiples recursos de innovación ficcional que evocan las osadías de
Cubagua. Para ejemplificarlos, bastaría aludir a los experimentos
lúdicos de Miguel Otero Silva con la temporalidad y el lenguaje
en Cuando quiero llorar no lloro (1970), o a su construcción, en Lope
de Aguirre, Príncipe de la Libertad (1979), de una imagen invertida

310
del denostado personaje colonial para plasmar en él —previa de-
fensa de «los fueros del novelista»— una suerte de protofigura de
los ideales libertarios de Bolívar. Deberían mencionarse también
la hiperbolización barroca, los flagrantes anacronismos y la irre-
verencia erótica que destaca en toda la obra de Denzil Romero
y en particular en La tragedia del Generalísimo (1983), así como
la fragmentación del desarrollo accional, la multiplicidad de in-
tertextos y perspectivas y la percepción del imperialismo histó-
rico como prefiguración del contemporáneo en Abrapalabra (1980)
y en Pirata (1998) de Luis Britto García. No puede dejar de alu-
dirse, entre los múltiples ejemplos posibles, la semejanza de fray
Dionisio, capaz de recorrer los siglos como testigo transbiográfico
de la historia, con el avispado viejito de Los cuatro reyes de la ba-
raja, (1991), de Francisco Herrera Luque, y sobre todo con la ex-
cepcional protagonista de Doña Inés contra el olvido (1992), de Ana
Teresa Torres.
Poco leída y mal apreciada por la crítica nacional durante
muchos años, prácticamente ignorada fuera del ámbito venezo-
lano, la novela-isla de Enrique Bernardo Núñez proyecta pues sus
brillos de pequeña obra maestra en muchas direcciones. Proba-
blemente por esa razón, varios críticos actuales la vinculan con
diferentes tendencias estéticas de su momento. Pero el carácter
ruptural de Cubagua no se limita al espacio literario. El conciso
territorio de su textualidad alberga un doble movimiento de re-
sistencia que resultó ilegible para los lectores de su tiempo: una
rebeldía contra concepciones recientes y contemporáneas de la
narrativa de ficción y del género novela en particular y también
una insurrección crítica contra las modalidades historiográficas
vigentes de explorar y expresar el pasado. Como podemos apre-
ciar en los casos de Carpentier, Herrera Luque, Piglia, del Paso
o Tomás Eloy Martínez, la «pasión histórica» de Núñez desborda
los moldes disciplinares y genéricos de la historiografía, el perio-
dismo, la crónica y el ensayo, para encontrar en la hospitalaria
amplitud e «inconclusividad» de la novela su espacio de escritura.
Como dijera en otra oportunidad, con Cubagua, el ojo de la ficción
penetra la historia.

311
Cubagua y el fórceps del doctor Almozas*
Alejandro Bruzual

E n el primer capítulo de Cubagua, los notables de la isla de Mar-


garita entablan una discusión sobre las posibilidades de desa-
rrollo económico en la región, reunidos en la casa del gerente
extranjero Stakelun. En un ambiente de decaimiento y sequedad,
con un escenario poblado de herramientas abandonadas y carreras
de perros ociosos, surge una idea constante en la novela, que viene
del fondo de los tiempos coloniales: la contradicción entre la po-
tencialidad de las riquezas naturales y la dificultad de solventar
las necesidades mínimas de supervivencia, debido a la falta de
agua dulce1. Como también se afirma, más adelante, citando al
viajero Francisco Depons, este contrasentido es solo superado

* En Aires de tempestad. Narrativas contaminadas en Latinoamérica (2006),


Caracas, Celarg, 2012, pp. 237-274. Se ofrece aquí una versión posterior
revisada por su autor.
1 Ya Fernández de Oviedo había escrito sobre Cubagua: «es muy pequeña
y esterilísima e sin gota de agua de río, ni fuente, ni lago o estaño; y con
esta y otras dificultades, sin haber en ella donde se pueda sembrar ni hacer
mantenimiento alguno para servicio del hombre, ni poder criar ganados,
ni aves algún pasto, está habitada y con una gentil república que se llama
la Nueva Ciudad de Cádiz, y ha sido tanta su riqueza, que tanto por tanto
no ha habido en las Indias cosa más rica ni provechosa […]». Cit. en Ar-
turo Uslar Pietri, Letras y hombres de Venezuela, México, Fondo de Cultura
Económica, 1948, p. 17.

313
por la codicia2. El doctor Almozas, «médico, cirujano y partero»,
postula un lugar común de la cultura venezolana desde que Colón
creyó que allí se encontraba el Paraíso Terrenal: «En nuestro país se
puede hacer todo y todo está por hacer» (17)3, lo que cobra sentido
en la unión entre conocimiento y provecho personal, lo que obvia
los saberes locales y la tradición popular4.
Mientras el doctor Almozas habla, deposita en el suelo un fór-
ceps oxidado. Esta imagen funciona aquí como oxímoron, en cuanto
a que es un instrumento para ayudar al nacimiento de nuevos seres,
pero cuyas malas condiciones pueden causar su muerte. El desprecio
a la vida que otorga genera el asombro del gerente extranjero, testigo
del comportamiento indolente del médico. Precisamente, la imagen
cifra la disyuntiva entre fertilidad sexual y pobreza, creando además
una metáfora de múltiples equivalencias entre lo humano y el medio
natural, imágenes frecuentes en la novela: «Él mismo [Almozas]

2 Es de notar que esta ausencia de agua, como referencia a las privaciones


de la isla y la limitación del progreso, parece estar también relacionada al
avance que representa el norteamericano Stakelun. Si bien no es del todo
claro, pareciera ser quien queda en posesión, por manejos extraños y des-
conocidos para el lector, de la finca Las Mayas —nombre que luego apa-
rece señalando la constelación de Las Pléyades, en referencia a un tiempo
supracultural—, una de las pocas fuentes de agua, de la que era propietaria
una de las familias de abolengo, mostrándose como una clase en decadencia
definitiva. Es el paso evidente de la vieja hegemonía a una nueva consti-
tuida por las alianzas de la nueva burguesía y la burocracia nacionales con
el poder internacional.
3 Enrique Bernardo Núñez, Cubagua, Caracas, Ministerio de Educación, 1947.
4 En esto, la posición de Rómulo Gallegos se muestra opuesta a la de Núñez.
Si bien Doña Bárbara se impone por la violencia, la magia y la seducción,
su derecho es anterior al impuesto sobre su sangre de indígena violada. En
cambio, Santos Luzardo es expresión de la violencia civilizatoria que se
ejerce sobre el saber regional, tradicional, colectivo, aunque con voluntad
nacionalista y de consolidación de la nación, a la vez que en contra del
poder extranjero. Esta posición gallegueana ya estaba delineada en sus es-
critos en la revista La Alborada, donde se muestra con un perfil intelectual
ya sorprendentemente seguro, y adelanta con veinte años de precedencia
la necesidad de acciones civiles opositoras, diversas a la rebelión militar
y al caudillismo. Véase, en particular, el editorial «El verdadero triunfo»,
Caracas, 21 de marzo de 1909, número VII.

314
tenía veinticinco hijos y unas plantaciones de coco» (18). Finalizando
su intervención, en un gesto entrecortado que intenta poner dis-
tancia entre civilización y barbarie, el doctor Almozas contrapone
ciencia —como instrucción para utilizar la técnica— y el vulgo
que, en realidad, está destinado a sufrirla.
La idea de que la tecnología y la ciencia se oponen al bienes­tar
de la comunidad recorre la narración, pero no como un hecho pre-
determinado por sus posibilidades intrínsecas —potenciadoras de
la producción y del desarrollo de las fuerzas productivas—, sino
en cuanto han sido aprovechadas para reforzar las relaciones de
poder y explotación ya establecidas, es decir, como un hecho ideo-
lógico en el sentido althussereano. Mientras, en la misma conver-
sación, el juez Figueiras afirma con sarcasmo: «El progreso llegará
a nosotros después de un milenio» (17), y el coronel Rojas varía el
motivo inicial con un ambiguo «todo puede hacerse y nada» (id.).
Es entonces cuando el recién llegado ingeniero Ramón Leiziaga,
representante del gobierno central, plantea el progreso como una
forma de beneficio personal, para lo cual está dispuesto a supeditar
lo nacional a intereses foráneos: «Siempre he acariciado grandes
proyectos: empresas ferroviarias, compañías navieras o vastas colo-
nizaciones en las márgenes de nuestros ríos; pero si logro una con-
cesión de esa naturaleza, la traspaso en seguida a una compañía
extranjera y me marcho a Europa» (id.)5.
En estos párrafos iniciales, y en particular con la imagen ale-
górica del fórceps oxidado, Cubagua ridiculiza la postura avaladora
del progreso propia de los intelectuales positivistas del gomecismo,
pero también la propuesta educativa gallegueana que ya era la
nueva concreción opositora, al menos la inscrita hasta Doña Bár-
bara, sumando una combinación de liderazgo de nuevos intelec-
tuales (Santos Luzardo y no Lorenzo Barquero)6 y apego a la ley.

5 Este deseo es equivalente al de Santos Luzardo de vender su hacienda Al-


tamira, en Doña Bárbara, al comienzo de la novela, pero luego se convence
de la necesidad de recuperarla y ponerla de nuevo en funcionamiento,
y este cambio es el móvil fundamental de la trama: la reconquista del amor
a la tierra en su doble acepción de propiedad y de nación.
6 En la novela hay un cambio de generación intelectual de la que representa
Lorenzo Barquero, degenerado por la debilidad y el vicio, a la de Santos

315
En Cubagua, el progreso difícilmente puede estar personi-
ficado en Leiziaga, ya que este solo expresa intereses personales.
Más bien, el discurso del progreso funciona como falsa ideología
y así es ironizado en toda la novela. No es ni siquiera la concep-
ción de progreso ideal de la socialdemocracia criticada por Ben-
jamin en sus Tesis sobre la filosofía de la historia —de la humanidad
misma, sin término y de manera incesante—, sino una excusa para
la corrupción y el robo, es decir, una vez más, un argumento que
esconde una situación de despojo vertical, favorecida por la inefi-
ciencia tanto del gobierno como de los grupos de poder. Por esto
no es acertado pensar que Leiziaga sea iniciado en «el secreto de la
tierra», ya que en su confusión y en la incapacidad de controlar de-
seos irreprimibles traiciona esa tierra, a la que se refiere Núñez en
Una ojeada al mapa de Venezuela. Apenas surgido del areíto, gra-
cias a la iniciativa de fray Dionisio, se deja llevar por sus instintos
colonialistas, y manifiesta su deseo de poseer diez mil indios para
explotarlos y explotar las perlas. Confrontado con la historia que
lo construye como personaje, en el espejo del tiempo pasado, se ve
obligado al análisis sociohistórico que lo desemascara, desenmas-
carándose delante del lector. De ahí que no pueda, desde ninguna
perspectiva, ser la voz de un autor que —como sabemos— mantuvo
y radicalizó, precisamente, una postura descolonizadora: la nece-
sidad de un pensamiento y una acción armónicos con el espacio
social, con la naturaleza, con la nación.
De este modo, el grupo dominante queda caracterizado
desde el inicio por la evidente incoherencia entre discurso y práctica
real. Argumentación compleja, sin embargo, ya que implica que la
educación es una prebenda de las élites; el progreso, una instru­
men­talización de la economía para beneficio de las compañías ex-
tranjeras, la burocracia parasitaria y los sectores locales poderosos;
por ello, la necesidad de que el gobierno esté en manos de un cau-
dillo y, de allí, el desprecio a la voluntad de las masas. Entonces,
las circunstancias sociales y la misma naturaleza están determinadas
y vistas como factum inapelable, y todo esfuerzo es considerado

Luzardo, quien, recuperando el sentimiento de patria perdido por su educa-


ción, se convierte en la sombra protectora de la Marisela-Venezuela del futuro.

316
inútil si no está dirigido al beneficio personal. Pudiéramos hablar
de una implementación ideológica, si se quiere, pero también aquí
se señala que la corrupción ha caracterizado la legalidad y la his-
toria latinoamericanas desde sus orígenes. Es el evidente ataque
que hace Cubagua al proyecto gomecista, actitud que Lasarte en-
cuentra en varios otros novelistas venezolanos que estudia como
representantes del postmodernismo: «la idea de una crítica siste-
mática —no ambigua como la de los modernistas— de la mo-
dernidad burguesa, de la idea de progreso y de la racionalidad
positivista; es decir, una común crítica del presente, visto como
decadencia cambalachesca o apocalipsis […]»7.
Estas ideas son puestas en juego en la evolución del joven in-
geniero, quien expone abiertamente sus ambiciones personales, aun
siendo representante del Estado, pero que cae en el juego de los
personajes populares, en particular, guiado por el misterioso fray
Dionisio y bajo la atracción de Nila. El primero es un misionero
asimilado (tiene un diente de caimán en el rosario), extraña com-
binación del padre De las Casas —quien, sin embargo, era domi-
nico, mientras este es franciscano— y de los viajeros coloniales8,
mediador entre lo español y lo indígena, él es el verdadero faraute
(como se titula el último capítulo y se llama uno de los barcos que
van a la Cubagua-isla), es decir, guía, traductor y mensajero de cul-
turas y conocimientos, pero también figura del testigo, del que ve,
puede y sabe narrar. Nila, en cambio, está llena de otro tipo de mis-
terios —como se verá más adelante en su construcción simbólica—
como figura impenetrable, es lo no capturable, objeto del deseo
siempre inalcanzable de los otros personajes y de la novela por igual.
Leiziaga, como un colonizador moderno, se ve atraído por
las huellas de petróleo que ve en el mar, que son huellas de tiempos
antiguos, ya que era recogido por los indígenas como recurso me-
dicinal y enviado a Europa desde el mismo siglo XVI. El interés

7 Javier Lasarte, Juego y nación, Caracas, Fundarte, 1995, p. 24.


8 El viaje de Humboldt y Bompland es evocado en el texto, sin nombrar
a los viajeros, en particular, al referirse al convento de Caripe y al Elíxir
de Atabapo; mientras que el mismo fray Dionisio cita la visita de Depons
a Cubagua. Cubagua, ob. cit., p. 40.

317
por el petróleo también flota en sus palabras, como en toda la na-
rración: «sus palabras forman círculos en el silencio» (72). Inten-
tando rechazar las consejas de fray Dionisio, le dice: «El pasado,
siempre el pasado. Pero, ¿es que no se puede huir de él? Sería
mejor que hablásemos ahora del petróleo» (39). Leiziaga imagina
la isla transformándose en un campo petrolero —la modernidad
petrolera que ya comenzaba en Venezuela—, mezclándola con
la primera época colonial y poblándola de esclavos africanos9.
Núñez presenta esto gracias a un hábil manejo del lenguaje, en una
su­cesión de escenas fuertemente visuales, casi cinematográficas,
apelando al montaje y al bricolaje —el letrero que evoca la muerte,
por ejemplo—, efecto estilístico con el que había alcanzado ya re-
sultados notables en los pasajes bélicos de Después de Ayacucho10

9 Esta ilusión de Leiziaga puede hacer referencia también a la llegada de miles


de trabajadores petroleros negros de Las Antillas. Su condición de extran-
jeros los debilitaba, haciéndolos temer, incluso más, las consecuencias de las
acciones sindicales que la de los empleadores, pero como hablaban inglés se
identificaban y acercaban más fácilmente a los patrones extranjeros que
a sus compañeros. Esto generó enfrentamientos con los trabajadores nacio-
nales, pero no de orden racial, sino propiamente laborales. Algunos de estos
antillanos, al parecer, sabotearon los primeros intentos de huelgas obreras.
Véase Charles Berquist, Los trabajadores en la historia latinoamericana.
Estudios comparativos de Chile, Argentina, Venezuela y Colombia, México,
Siglo XXI, 1998, pp. 264 et passim.
10 Hay que proponer no solo la lectura comparativa de Las lanzas coloradas
con Cubagua, como muy parcialmente hacemos aquí, sino, directamente, con
Después de Ayacucho, que la precede en once años, obra que sin duda Uslar
Pietri ya había leído al momento de la escritura de su novela. Existen entre
ellas muchos puntos en común. Las aspiraciones de ascenso de sus anti-
héroes, la pareja central de hermanos cuyo origen genealógico —en su
construcción novelesca y referencial— los lleva hasta la Colonia, su esce-
nario en las haciendas de Aragua; la guerra entendida como incendio, la
arbitrariedad ideológica de bandos fundamentalmente vistos como con-
flicto de los estratos sociales bajos, etc. Intuimos, entonces, una influencia
fuerte de Núñez sobre Uslar Pietri que jamás fue ni ha sido reconocida
o discutida, ni por los autores ni por los críticos. Sin embargo, estas novelas
se diferencian en el tono paródico de Núñez y en el apocalíptico de Uslar,
así como en los puntos de vista contrarios de sus autores. Esto es claro, en
particular, en cuanto a la posición metafórica que asumen frente al presente

318
(1920). Se sintetiza aquí el encuentro de los extremos temporales
de la obra, narrado todo en presente y sin solución de continuidad,
como visión de futuro:

Las expediciones vuelven a poblar las costas. Se tiene permiso


para introducir centenares de negros y taladrar a Cubagua. In-
dios, europeos, criollos, vendedores de toda especie se hacinan en
viviendas estrechas. Traen un cine. Se elevan torres de acero. De-
pósitos grises y bares con anuncios luminosos. También se lee en
una tabla: «Aquí se hacen féretros». Los negros llegan bajo con-
trato. Los muelles están llenos de tanques. Los buques rápidos
con sus penachos de humo recuerdan las velas de las naos (64).

En el capítulo dedicado a la Nueva Cádiz de Cubagua, que


tiene lugar en el siglo XVI, se narra la historia del conde Luis
de Lampugnano, quien en efecto existió y es un personaje-espejo de
Leiziaga. Llega a la isla con una concesión real para explotar las
perlas con una máquina de su invención, que haría algo similar
a la pesca de arrastre minimizando el uso de la mano de obra
esclava. Las crónicas históricas documentan que su proyecto des-
pertó suspicacias entre los colonos ya arraigados, porque ponía en
cuestionamiento su poder y el proceso de enriquecimiento colonial
—más que de verdadera acumulación—, basado en la posesión de
indígenas esclavos. En esta situación se puede percibir la debilidad
del poder central que, por la distancia, no lograba controlar las
ambiciones casi feudales de los conquistadores, ni la anarquía so-
cial que se impuso durante los primeros años de la Colonia, como
bien lo señala Blanco Fombona11. Así, los nuevos señores de la isla
no permitieron que se empleara el «pérfido invento», asociándolo

de la escritura, el de la dictadura de Juan Vicente Gómez. Núñez desmonta


la figura del caudillo y la hace producto de la pérdida de valores, y allí se
queda. Uslar Pietri, por su parte, insinúa la necesidad caudillesca ante el
caos que instaura la inestabilidad de la guerra —¿el postgomecismo que
comienza a prepararse ya desde 1928?—, casi con una actitud hobbesiana,
seguramente influida por Cesarismo democrático, de Vallenilla Lanz.
11 Rufino Blanco Fombona, Los conquistadores del siglo xvi, Mundo Latino,
Madrid, 1922, p. 284.

319
estratégicamente con la hechicería, produciéndose luego la degra-
dación del aristócrata milanés, quien debido a un intento de robo,
va a la cárcel y, finalmente, se suicida con su propio veneno.
Es así como las perlas ejercen su capacidad de atracción sobre
los conquistadores y de simbolización histórica12, mientras el pe-
tróleo, su carga augural de futuro. En realidad, en la novela no se
da una sustitución entre estos dos productos naturales, sino una su-
perposición de los procesos históricos de explotación, lo que debe
ser visto como variaciones de una misma lógica económica de ex-
tracción intensiva y rentista, que trae como consecuencia la destruc-
ción del entorno y la pobreza local. Es por ello que fray Dionisio
insiste en que Leiziaga oiga la naturaleza —en el sentido de una
cultura transhistórica que relaciona habitantes y mundo natural—,
tanto como que tome conciencia de sí mismo en lo acumulado en
su línea genealógica y simbólica, intentando romper el fracaso con-
tinuo que representa su presencia, en la línea del comportamiento
expoliador que va de Lampugnano a Leiziaga. Luego del areíto,
se desencadenan los sucesos de la decadencia de Leiziaga, que son
equivalentes a los de Lampugnano, como una suerte de oráculo au-
tocumplido. Roba las perlas imaginando una explotación mayor de
los placeres, mientras que, de manera singular y simbólica, muere
el sucesor simbólico de los guaiqueríes, Martín Malavé, uno de los
pescadores esclavizado por deudas familiares.
En contraste a un Santos Luzardo, que impele al cumpli-
miento de las leyes que lo favorecen, imponiendo documentos y
cercas a las propiedades sin interesarse en discutir el estado de de-
recho que las sustenta, Leiziaga interviene la pesca clandestina de
las perlas como fiscal del ministerio público, pero no lo hace para
que se cumpla la ley, sino para apropiarse de ellas, lo que repre-
senta también un robo al Estado. En realidad, el hecho novelesco
lo presenta como una cadena de irregularidades. Leiziaga actúa en
términos individuales sobre el robo concertado por los pescadores

12 No hay que obviar que las perlas de Cubagua fueron un atractivo funda-
mental para la llegada de navegantes de otras naciones, en exploraciones
colonizadoras rivales a las de España. Véase Charles Gibson, «Spain and
the New World», en Spain in America, Nueva York, Harper, 1966, p. 12.

320
—un grupo popular—, con la intermediación de un extranjero
—el sirio Hobouac—, por lo que es hecho preso. Luego de esto, el
historiador académico Tiburcio Mendoza —que habla del «alma
de la raza»13— se roba las perlas de Leiziaga, junto con el texto
en el cual este había relatado lo sucedido en la isla (quizás el ca-
pítulo del areíto), con el cual Mendoza escribirá «Los fantasmas
de Cubagua». Acto seguido, el juez Figueiras intenta que Leiziaga
le dé alguna de esas perlas a cambio de su libertad, concluyendo
que «están ahí para que todo el mundo se beneficie de ellas y per-
judicar al fisco es siempre agradable» (105). Como se ve, son robos y
ambiciones de robo que señalan una sed corrupta que socava todas
las instancias y registros sociales. Es esa la codicia que resuelve el
contrasentido riqueza-pobreza que se había discutido al inicio de
la trama. Leiziaga, buscando a Nila y huyendo de la ley que decía
representar, irá al Orinoco o volverá a Cubagua14 —en los dos fi-
nales de la novela que se conocen—, pero nada habrá cambiado
porque es una historia pendiente de resolución, como se intuye de
su última frase: «Todo estaba como hace cuatrocientos años» (111).
Cubagua —precisamente el primer asentamiento español en el
territorio que se llamaría Venezuela— marca el momento fundador
problemático de la nación. Este nacimiento territorial-productivo

13 Interesante que Leiziaga, ya profundamente trastornado por sus experien-


cias recientes, discuta la posición del historiador afirmando una conjunción
inestable de almas superpuestas. Sin embargo, Carrera malinterpreta las
palabras del historiador Mendoza creyendo que expresaban el punto de vista
del autor. Por el contrario, hace mofa de esta suerte de Volksgeist. Véase Gus-
tavo Luis Carrera, «Cubagua y la fundación de la novela venezolana estéti-
camente contemporánea», Revista Iberoamericana LX (167), 1994, p. 454.
14 El paralelismo entre Cubagua y el Orinoco puede seguirse en varios otros
textos de Núñez, pero en particular en su ensayo Orinoco. Allí, desarrolla
las conexiones entre la avanzada colonizadora británica en Hispanoamé-
rica y la búsqueda de El Dorado. Partiendo de Raleigh, llega a las disputas
limítrofes de finales del siglo XIX. Es interesante que, en vida de Núñez,
todas las ediciones de Cubagua mantuvieran el final en que Leiziaga (y la
historia-trama) se dirige al Orinoco, mientras que su decisión final —va-
riante destinada a la edición de 1959, pero irrespetada por los editores, que
reprodujeron de nuevo la tercera edición, sin correcciones— era llevarlo
de vuelta a Cubagua.

321
pareciera ser planteado en la novela en términos similares a la
imagen del fórceps del doctor Almozas, que en el denso len-
guaje metafórico queda ratificado como posibilidad doble, la de
la fecundidad y la indolencia tanática: «Venía de usarlo en un
parto muy laborioso. Gemelos. El caso es frecuente en la isla» (18).
Cubagua, desdoblando la historia en el presente —y no al con-
trario—, alegoriza el trauma que produciría una modernización
planteada sobre las mismas bases de un pasado fallido, el de un
proyecto de explotación irracional de las riquezas en desarmonía
con el entorno natural y a costa de la vida de sus habitantes. Por
eso se habla de relaciones coloniales sucesivas, obviando el período
independentista, para reactuar la paradoja con la cual se inicia la
trama en la figura del fórceps que «hacía pensar en aquella gente
tan pobre y tan fecunda» (id.). Son casi las mismas palabras que
Núñez utilizaría, años más tarde, en su discurso de incorporación
como miembro de número a la Academia Nacional de la Historia:

No nos sería dado hablar de la Colonia española sin referirnos


a otras colonizaciones posteriores. Hablar de las miserias de ayer
y callar las de hoy. De la inversión de capitales coloniales será
preciso escribir voluminosos libros. Dos estilos o dos maneras en
el fondo semejantes. En tal sentido la Real Compañía Guipuz-
coana no difiere mucho de las compañías explotadoras del pe-
tróleo, por ejemplo. Extraen la sustancia, la riqueza de la tierra
[…]. Hay un contraste permanente entre la riqueza del suelo y la
pobreza de sus habitantes15.

En este punto, habría que explicar por qué el siglo XIX es


eludido de la narración, en particular considerando que a la par
de la escritura de la novela, el gobierno preparaba los festejos del
centenario de la muerte de Bolívar16. Podría pensarse que hay aquí

15 «La Historia de Venezuela», discurso de incorporación a la Academia Na-


cional de la Historia, en Una ojeada al mapa de Venezuela, Ávila Gráfica,
Caracas, 1949, p. 215.
16 Esto diferencia Cubagua tanto de Las lanzas coloradas como de Después de
Ayacucho, las cuales metaforizan sus propias realidades referenciales con las

322
una cierta relación con su obra anterior, en cuanto a que si la Inde-
pendencia había funcionado como fuerza expansiva, liberadora, no
había cohesionado la nación, y de allí que las sucesivas luchas ci-
viles jugaran con la idea de la concreción de las promesas indepen-
dentistas, lo que es reflejado en Después de Ayacucho. La hegemonía
producida por la misma Colonia y reproducida en la República, aún
expuesta a la permeabilidad producto de los avatares de las guerras,
no logró adquirir ni siquiera la representatividad artificial que tuvo
en gran parte del resto del continente, y quizás fuera por esto que
no lograra convertirse en ficción fundadora17. Cubagua, en cambio,
se centra en la imposibilidad de conciliación nacional en el nuevo
estadio socioeconómico que se abría con la explotación petrolera,
escenificando, una vez más, el fracaso de las relaciones amorosas
asimétricas de clase, educación y raza (Ortega-Nila, Leiziaga-Nila).
Reactivando el pasado de la explotación perlífera (y no de las cul-
turas indígenas en sí), evidenciaba una contradicción in nuce: la
imposibilidad de establecer un vínculo armónico entre pensa-
miento y potencialidad territorial (perlas-petróleo), en el marco
de los reacomodos de las relaciones neocoloniales. Por ello, el pro-
yecto de nación basado en el usufructo del petróleo estaba también
signado por el fracaso. El supuesto «motor de progreso», vinculado
a la nueva empresa, actuaría como el fórceps oxidado: tecnología,
ciencia, saber y liderazgo servirían para cimentar el desprecio y
el deterioro de la calidad de vida, la mengua de las posibilidades
y potencialidades de las mayorías.
Se plantea, así, una paradoja radical en Cubagua. Si la Ve-
nezuela colonial no tuvo proyecto propio —pues formaba parte de

guerras del siglo XIX: bandos y clases sociales enfrentados. Pero también
de Doña Bárbara, que hace que las guerras civiles del XIX —representadas
en los enfrentamientos entre los Barquero y los Luzardo— se resuelvan
a favor del futuro ideal que representa Marisela educada.
17 La similitud de la suerte de los personajes patriarcales Guillermo Feder-
mann de Sol interior y Gaspar Montenegro de Después de Ayacucho, así
como la del mismo Leiziaga aunque más problemática, representa clara-
mente no solo la decadencia de la clase oligárquica de finales del XIX
y principios del XX, y sus intentos de reacomodo social y económico, sino
también su fracaso histórico como clase hegemónica.

323
la economía imperial española, centrada en la explotación inten-
siva, no en su desarrollo—, y el acto independentista en el XIX
no logró consolidarla como nación, en el sentido de una funda-
ción que quedó pendiente —historia frustrada, la llama Orlando
Araujo—18, la avanzada neocolonial alrededor del petróleo inten-
taría postular una nación moderna sin proyecto propio19. Quizás
por esto, Guillermo Sucre ha definido la preocupación de Núñez
como la de un fundador, el que busca en lo inédito, en lo «aún no
construido», en lo no escrito: «Con paciencia, con esa lucidez de
los solitarios, supo encontrar los que podrían ser los grandes li-
neamientos de una acción colectiva»20. Y esta acción sería el acto
descolonizador que pasaría por el rechazo de la persistencia cau-
dillesca, hasta llegar a manos de un pueblo dispuesto a producir
y reconocer a sus propios dirigentes, como el mismo Núñez insinuó
al decir que «fundar un país es una empresa hermosa y grande. No
puede ser obra sino de un pueblo. Pero ese pueblo ha de encontrar
dirigentes capaces, con visión bastante, que defiendan su territorio
y encaucen y favorezcan el esfuerzo de los pobladores…»21.

18 «Ensayo sobre la obra literaria de Enrique Bernardo Núñez», en Enrique


Bernardo Núñez, Cacao, Banco Central de Venezuela, Caracas, 1972, p. 24.
19 La visión de Núñez coincide con la de Blanco Fombona, expresada en par-
ticular en Los conquistadores del siglo XVI. Allí, el furioso antiimperialista
y antigomecista detecta el interés de historiadores norteamericanos en en-
salzar la gesta conquistadora española. En su introducción escribe: «Re-
montándose a los orígenes de aquellos pueblos curiosean, y aplauden con
frecuencia, la epopeya, mitad Odisea, mitad Ilíada, de los homéricos con-
quistadores. Nada de extraño que Yanquilandia los aplauda. ¿No descu­bre
en ellos, aunque empleada en otra forma, aquella energía dinámica que ca-
racteriza a los sobrinos del Uncle?» (pp. 4-5). Para más adelante descri­bir:
«Los yanquis, pues, como los hechos y las doctrinas lo demuestran, as-
piran, de algún tiempo a esta parte, a imponerse en el Nuevo Mundo en
aquella extensión y grado que nuestra imprevisión les permita. ¿Cómo
extrañar que ahora celebren a los conquistadores cuyos pasos, con cuatro
siglos de retardo, aspiran a seguir?». Ob. cit., p. 9.
20 «Un escritor más allá de la letra», en Enrique Bernardo Núñez, La ciudad
de los techos rojos: calles y esquinas de Caracas, Caracas, Banco Industrial de
Venezuela, 1966, p. 9.
21 Antonio Mieres, Enrique Bernardo Núñez o la historia como obra heroica de
la gente oscura, Caracas, Tropykos, 2001, p. 34.

324
Es evidente que Núñez está consciente de que ningún grupo
dominante —Leiziaga tanto como el resto de los notables que par-
ticipan en la discusión inicial— va en contra de la inercia que lo fa-
vorece, ni rompe el marco de su hegemonía y que, en ese sentido,
escriben solo su propia historia. Si «el secreto de la tierra» estuviera
en sus manos —de no ser una contradicción—, sería insuficiente.
En su sorprendente discurso ante académicos e historiadores ofi-
ciales, Núñez planteó —con énfasis benjaminiano— la necesidad
de profundizar en la otra historia, la no escrita, la historia de los
vencidos, la del hombre común 22, «que brota con la sangre misma
de las entrañas de un pueblo», que podría producir una «historia sin
mentalidad colonial, aunque con ímpetu colonizador»23. Y como
si se refiriera a sus dos últimas novelas, agregó que «solo ruinas
señalan el paso de todas las dominaciones. La otra, la que puede
llamarse doméstica, está siempre pronta a recobrar su imperio»24.
Es decir, había necesidad de pasar por encima de los lazos colo-
niales (y republicanos), que más bien enturbiaban la posibilidad de
reconectarse con esa historia previa a la irrupción conquistadora,
y establecer no una nostalgia sino, precisamente, un proyecto
nacional viable: «El mismo débil trazado de la colonización espa-
ñola que todavía mantiene sus ataduras sería apenas un accidente

22 En las Tesis sobre la filosofía de la historia —que Núñez obviamente no


conoció—, Benjamin plantea que la historia de los dominadores es con-
tinua, coherente y escrita, mientras que la de los dominados es ruinas en el
tiempo, condicionando la primera a la existencia de la segunda. Allí, como
en «El narrador», opone la actitud del cronista a la del historiador. Este
valora los grandes hechos, acontecimientos, de manera épica, mientras que
aquel apunta al rescate de los hechos pequeños para la historia de una «hu-
manidad redimida», como dice en su tercera tesis. (La dialéctica en suspenso.
Fragmentos sobre la historia, Santiago de Chile, Arcis, 1999, p. 49, trad.
Pablo Oyarzún). Por su parte, Núñez lo definió como proyecto literario:
«Aprovechar el material novelable que hay en las vidas oscuras cuya his-
toria no llega a la otra historia, o no merece atención de los historiadores es
también lo más difícil». «Historiadores y novelistas», El Nacional, Caracas,
5 de diciembre de 1957, recogido en Bajo el samán, Caracas, Ministerio de
Educación, 1963, p. 104.
23 «La Historia de Venezuela», ob. cit., p. 214.
24 Ibid., p. 215.

325
entre nosotros y un pasado inmemorial»25. Ese era el sentido de su
paradójica colonización descolonizada del futuro, la conquista de
una tierra y una libertad perdidas, que el imperialismo expresado
en inversión de capitales —es decir el neocolonialismo— no hacía
sino profundizar, como dirá con claridad años más tarde26. Así, no
eran solo las tensiones producidas por el intento de desarrollar las
fuerzas productivas, sino un problema que fundamentaba valores
transcendentales en una búsqueda descolonizadora: «Pero los pue-
blos tienen otras razones más allá de contingencias económicas.
Tras esa historia económica o de los economistas puede hallarse la
pasión de un pueblo por su libertad»27.
Como en Una ojeada al mapa de Venezuela, en la Cubagua
destruida de Cubagua los tiempos de la cultura nacional encuen-
tran territorialidad, es decir, la historia y la palabra dispuestas
a darle destino. Al igualar los dos extremos cronológicos, Núñez
hace ver la historia como frustración. Cubagua no es una propuesta
optimista (como sí lo es Doña Bárbara), sino un diagnóstico que
implica un terrible presagio28. Es la historia no como continuum
ni como repetición, sino como duración, ruinas planteadas ya no
como restos marchitos de lo que fue sino como constancia de una
incompletud constitutiva que no ha sido superada. En realidad,
es la otra cara tanto del progreso teleológico como de la misma

25 Ibid., p. 214.
26 Cf. «Batalla por el país», en El Nacional, Caracas, 3 de octubre de 1950,
recogido en Bajo el samán, ob. cit., p. 16.
27 «La Historia de Venezuela», ob. cit., p. 214.
28 Es ese sentido premonitorio del espíritu vanguardista que Ángel Rama
otorga a los outsiders de la literatura latinoamericana de esos años: «La con-
dición profética de ciertos textos narrativos solo es reconocible, como en
toda profecía que se precie de serlo, cuando tardíamente se produce la reve-
lación luego de un período más o menos largo de oscurecimiento y desdén
respecto a sus significados. Es uno de los artilugios peculiares del espíritu
vanguardista que ha permitido cultivar, casi sistemáticamente, la margi-
nalidad, la contracorriente, la sempiterna apuesta a cien años, al punto que
la literatura latinoamericana de hoy parece cargada de esos mismo futuros
outsiders o de esas mismas futuras obras proféticas». Véase Ángel Rama,
La novela en América Latina. Panoramas 1920-1980, Colombia, Instituto
Colombiano de Cultura, 1982, p. 122.

326
circularidad —que ha sido con énfasis señalada en la novela como
un tiempo mítico—, en cuanto a que la carencia como perma-
nencia patentiza el fracaso de un futuro fundamentado en bases
precarias o en un supuesto origen ideal. Ni hacia delante ni hacia
atrás. Más que interés por «lo muerto del pasado», ni su reinterpre-
tación como condicionante inevitable de un futuro sin posibilidad
de cambio, cuando Núñez apela al pasado del pasado emprende la
búsqueda de una potencialidad viva que pueda negar la constitución
colonial persistente, e ir de ella hacia el futuro. La escritura misma
expresa esa posibilidad y necesidad de proseguir una historia en-
tonces detenida. De allí, esa frase que anticipa la imagen final del
Dédalo e Ícaro de Dario Fo, que promueve confrontar directamente
la reali­dad, construirla desde lo más bajo y terrenal, y no a huirle
hacia la utopía: «Quizás sea el arte el llamado a despertar esa virtud
creado­ra. Un arte que ha de llenarse de tierra las manos»29. Tierra
que llama lo cultural, nuevamente, en cuanto relación geografía-
cultura como vínculo estructurante de un proyecto descolonizador,
y no un ámbito de carencias o de mero misterio. Inscripción crítica
coherente que involucra su factura estética, como afirma Niemeyer:

Cubagua no es solo la novela sobre una concepción mítica y anti-


colonialista de la historia latinoamericana, sino que es ella misma
su expresión, su equivalente narrativo en tanto que cuestiona
también, en el plano de la narración, el pensamiento raciona-
lista y la idea lineal de la historia, rompiendo con las concomi-
tantes exigencias de una perspectiva y un tratamiento del tiempo
verosímiles. Otra vez pues, la estética vanguardista se reivindica
como la estética intrínsecamente latinoamericana30.

En efecto, el planteamiento de la detención de la historia,


de su fracaso como dialéctica, está realizado strictu sensu en este
cortísimo texto. Durante su estancia en Margarita, a la par que
leía crónicas de Indias, Núñez veía el avance neocolonialista en

29 «Necesidad de crear», en Una ojeada al mapa de Venezuela, ob. cit., p. 21.


30 Katharina Niemeyer, «Subway» de los sueños, alucinamiento, libro abierto: la no-
vela vanguardista hispanoamericana, Madrid, Iberoamericana, 2004, p. 345.

327
el país como si la cotidianidad se desdoblara en desarrollo lite-
rario. Además, había percibido un gesto secular en los nombres
repetidos de sus habitantes, en sus costumbres y en la reiteración
de las ruinas. Esta es la experiencia que el autor va a plasmar en
la escritura, describiéndola luego en su discurso como una suerte
de inconclusión y como una deuda frente a la permanencia de la
dominación. Y lo plantea por medio de la contraposición entre
personajes-genealógicos —que aparecen en sus tres novelas, hasta
entonces: Federmann, Montenegro y Leiziaga—, presentados
como historia acumulada de los grupos articulados de diversas
maneras al poder, y una fuerza móvil, constantemente reformu-
lada, que se le opone como pueblo, también en muchos sentidos
acumulada (los conquistadores del pasado que son los pescadores
del presente). Para Núñez no se trataba de una discusión histó-
rica o de la mera prolongación de la leyenda negra española, sino
de sopesar las relaciones económicas y las realidades sociales del
momento, entendiendo —como Benjamin— la doble continuidad
de las categorías de dominadores y de dominados, colocándose del
lado de estos últimos:

Hoy se trata por todos los medios de rehabilitar la Conquista.


[…] Este es el punto de vista de las razas conquistadoras. Noso-
tros no. Desde nuestro punto de vista no podemos considerarla
sino como un hecho funesto. […] El dolor de esta raza es parte
inseparable de nuestra herencia espiritual31.

Así, supervivencia no de la Conquista, sino de su punto de


vista, que conforma la estructura de la permanencia por superpo-
sición, explotadora e ineficiente, un cambio que no transforma, lo
que concuerda de manera casi literal con la visión poco anterior
de Mariátegui en sus Siete ensayos de interpretación de la realidad
peruana (1928)32.

31 «La Historia de Venezuela», ob. cit., p. 222.


32 Es interesante que también sea la percepción de Sergéi Eisenstein sobre el
México de esos mismos años, durante su intento de entender y filmar ¡Que
viva México! Habría, entonces, que buscar las bases comunes entre Eisenstein,

328
Núñez dice en su discurso:

La Conquista no concluye en el siglo XVII. Ni la Colonia pro-


piamente dicha finaliza en la Independencia. Fluye de todo esto
una permanente actualidad. La historia contemporánea nos hace
volver los ojos hacia la plenitud de estos términos. Conquista,
Colonización e Independencia. Son tres etapas que se prolongan
hasta nuestros días. Se diría que todo nuestro pasado fuese pre-
sente. No nos sería dado, sin desconocer la historia, o defrau-
darla, hablar de ella como de un lejano pretérito. Como si ya lo
hubiésemos sobrepasado33.

Para estos dos autores, solo desde la valoración crítica de la


estabilidad conceptual de las categorías históricas se puede des-
cifrar la paradójica continuidad del colonialismo. Es desde allí
que se hace productiva la escogencia de Cubagua como locus de
la novela. En sus connotaciones históricas específicas, en cuanto
basamento de la instauración de una cultura hispanoamericana

Mariátegui y Núñez. Sin embargo, hay ya similitudes en la historia de los


respectivos países —como quizás en todo el continente—, en cuanto no
haber dado cuenta de los traumas de una constitución nacional reiterada-
mente fallida, la colonización y neocolonización, el vasallaje disfrazado,
la violencia de los procesos modernizadores que garantizaban la perma-
nencia o negociación con los estratos hegemónicos tradicionales. Sin em-
bargo, no hay que olvidar que, a diferencia de los otros dos, Núñez no era
un revolucionario marxista, sino más bien un crítico apasionado del refor-
mismo positivista, que se desprende del gomecismo, y del populismo liberal
que pronto iba a instaurarse.
33 «La Historia de Venezuela», ob. cit., pp. 214-215. Énfasis nuestro. Sin em-
bargo, no es del todo descabellado pensar que Núñez conociera parte de
la obra del pensador peruano, más allá de que no tengamos ninguna re-
ferencia que lo demuestre. Pocos meses después de su estancia en Cuba,
la Revista de Avance, en la cual participa activamente su amigo Juan
Marinello, le dedica un espacio considerable a Mariátegui, en ocasión de
su muerte. Además, habría que sopesar la influencia de Mariátegui sobre
los marxistas latinoamericanos de la época, entre ellos algunos de los amigos
cercanos de Núñez, precisamente Marinello y el grupo de minoristas cu-
banos, y quizás sobre el mismo Pío Tamayo, que quedó representado como
protagonista de La galera de Tiberio.

329
problemática en las Antillas34 —despojo, colonialismo, escla-
vitud, exterminio de poblaciones, procesos reales de aculturación,
mezcla racial forzada, etc. que fue transvasada a la conquista de
Tierra Firme, como afirma González Echeverría—35, Cubagua
fue el primer desengaño colonial de cierta magnitud, paralelo
opuesto y coetáneo a la gesta triunfante de México. Fue el primer
asentamiento colonial donde quedó en evidencia la máxima con-
tradicción de su lógica. Allí se comprobó, con muy poca reso-
nancia sobre la avaricia conquistadora que apenas comenzaba, que
la explotación colonial desmedida iba en contra de sí misma. Lo
que más tarde Bartolomé de las Casas denunció como incumpli-
miento de las nuevas Leyes de Indias, por las que tanto había lu-
chado: «Y con color de que sirven al rey, deshonran a dios y roban
y destruyen al rey»36. Luego del agotamiento de los placeres de
perlas y del maremoto que destruyó la ciudad, no se llevaría ade-
lante ninguna otra explotación, ni intento colonizador en la isla
hasta el día de hoy. La destrucción de Cubagua fue total. Mariá-
tegui reinterpretaría este argumento en clave marxista como fracaso
del desarrollo de las fuerzas productivas, para destacar lo ya dicho

34 Este locus no es casual. Aunque estamos lejos de creer que Cubagua sea
una novela «opositora» a la dictadura, en el sentido en que lo fueron las de
Pocaterra o Blanco Fombona, las islas en esos mismos años eran reductos
asiduos de los emigrados políticos venezolanos. En la peculiar novela
Odisea en tierra firme (1931), de Mariano Picón Salas, hay una significa-
tiva circularidad en torno a las islas. El libro comienza y termina en ellas.
De alguna manera, podríamos decir que si la conquista va de las islas
hacia Tierra Firme, luego, al otro extremo del tramado histórico donde
se ubica la novela, los estudiantes confabulados en contra de Gómez in-
tentan ir desde esas mismas Antillas a la reconquista del país en un gesto,
entonces, neocolonizador letrado.
35 «Fue por lo tanto en el Caribe donde la problemática específica de la cul-
tura latinoamericana comenzó a cobrar forma. El colonialismo, la escla-
vitud, la mezcla y la lucha de razas, y en consecuencia los movimientos de
revolución e Independencia, ocurren todos primero en el Caribe». Roberto
González Echevarría, Alejo Carpentier: El peregrino en su patria, México,
UNAM, 1993, p. 33.
36 Brevísima relación de la destrucción de las indias, Madrid, Castalia, 1999,
p. 75.

330
por De las Casas, que la desgracia de la población indígena no be-
nefició al reino, como tampoco a la República, ni beneficiaría el
proyecto de nación moderna.
Entonces, el fórceps oxidado que da vida a la nación por
medio de una experiencia traumática como mera violencia explo-
tadora en la Cubagua-isla es previo a la configuración de un dis-
curso del fracaso de la Conquista, en los términos analizados por
Beatriz Pastor a partir de la quinta carta de relación de Hernán
Cortés37. Por tanto, la trama de Cubagua puede ser entendida
como una reelaboración variada de dicho discurso, pero no por
una naturaleza hostil que impide el éxito de la empresa coloniza-
dora —«la derrota del hombre por la naturaleza y su impotencia
total ante ella»—38, como en parte lo fue por el maremoto que
destruyó la Nueva Cádiz de Cubagua, sino porque para Núñez la
naturaleza ratificó el fracaso de ese hombre conquistador, de su
forma de explotación, de su incapacidad para relacionarse con una
naturaleza-pueblo de manera armónica. Esta idea es mucho más
explicativa, en cuanto radicaliza la responsabilidad del conquistador
y no su debilidad.
De este modo, Núñez —tanto como Mariátegui— rechaza
la visión teleológica de la historia latinoamericana, en la imagen
del mar opuesto al río heraclitiano, en cuanto va y viene, superpo-
niéndose, mezclando sus aguas. «Tres días, quinientos años, se-
gundos acaso que se alejan y vuelven dando tumbos en un sueño,
en la luz de días inmemoriales. Espuma» (95). Por él viajan Lei-
ziaga y el lector hacia los escollos del tiempo de la Cubagua-isla. El
tiempo del mar «es la eternidad» para el pescador» (99). Mar cul-
tivable, dice la novela contraponiendo una cita oblicua a Bolívar:

37 Es interesante que Pastor haga el vínculo entre la aspiración explotadora


de los conquistadores y la definición geográfica del país, como concreción
escrituraria en la figura del mapa de lo que sería Venezuela: «La expedi-
ción de Alonso de Hojeda en 1499, en busca de los bancos de perlas anun-
ciados por el Almirante en su tercer viaje, dio como resultado geográfico la
exploración y el trazado del mapa de toda la costa de Venezuela». Discursos
narrativos de la Conquista de América, La Habana, Casa de las Américas,
1983, p. 132.
38 Ibid., p. 267.

331
«¿Quién ha dicho que es inútil arar en el mar? […] El mar, como
la tierra, da oro y pan» (23). Para llegar, más adelante, a la sorpren-
dente conclusión de que «el mar es comunista» (91).
El tiempo problemático de la narración funge, entonces,
como categoría principal de todas las transfiguraciones y meta-
morfosis de los personajes, si inestables en lo narrado por su cons-
titución plural no por ello confusos, planteando sobre el tramado
novelesco formas distintas de reconocimiento de una realidad y
de una historia no unívoca y en conflicto. La obra es producto del
lenguaje que da una imagen dialéctica del tiempo, en el sentido
benjaminiano de que «no es así que lo pretérito arroje su luz sobre
lo presente o lo presente sobre lo pretérito, sino que es imagen
aquello en lo cual lo ido comparece con el ahora, a la manera del
relámpago, en una constelación»39.
A diferencia del énfasis que se ha hecho sobre el tiempo cir-
cular —entendido como el eterno retorno en el sentido de Mircea
Eliade—, creemos que la idea en Núñez es mucho más compleja
y múltiple, presente en la acción temática40. Estarían por igual re-
presentada la visión cíclica y la teleológica, la primera como evo-
cación de un momento precapitalista, idealizado en el pasado
indígena, y la segunda, en el tiempo de la producción y de la ex-
plotación, en una inscripción lineal —tiempo homogéneo y vacío,
lo define Benjamin— propia y apropiable por los que detentan el
poder, en cuanto productos y herederos de ese tiempo. De allí la
actitud descolonizadora de Núñez de conflictuar la historia como

39 «Apuntes sobre el concepto de la historia», en La dialéctica en suspenso.


Fragmentos sobre la historia, ob. cit., p. 123.
40 Compartimos más bien la propuesta de «temporalidad conflictiva» de
Roberto Ferro, quien habla de la visión teleológica como historicidad, la
mítica como intratemporalidad y una temporalidad detenida como «un
oxímoron, juego de dobles que no es ninguna de las anteriores» («Ficción
y temporalidad en Cubagua de Enrique Bernardo Núñez», Memorias del
XXIII Simposio de Docentes e Investigadores de la Literatura Venezolana: Tru-
jillo, del 19 al 22 de noviembre de 1997. Trujillo, Universidad de Los Andes,
1998, p. 611. Todas estas temporalidades, en realidad, son opciones ines-
tables en la novela y difícilmente diferenciables, como afirma Miliani. Do-
mingo Miliani, prólogo, Enrique Bernardo Núñez, Cubagua - La galera
de Tiberio, La Habana, Casa de las Américas, 1978, p. XLI.

332
sustento de la ecuación explotadora. La pluralidad temporal es la
posibilidad de pensar un futuro distinto, y la repetición es solo
una de las opciones estructuradoras del texto, y no su propuesta
definitiva. Cuando Leiziaga plantea llevar agua de Cumaná a Cu-
bagua en pipas, para vencer la sed de la riqueza41, fray Dionisio
lo confronta con la relatividad del tiempo, anulando el esfuerzo
humano colonizador-expoliador, diciéndole que lo mismo se
había propuesto cuatrocientos años antes —es decir, sin haber lo-
grado cambiar la situación—, los cuatrocientos años de la nación:
«Verdad que es poco tiempo» (36). El religioso refuerza, así, la
ausencia de un tiempo transformador, asociando explotador y re-
curso, aludiendo sin nombrar la identidad Lampugnano-Leiziaga,
como más tarde el narrador lo hace en un simple desplazamiento
del sujeto de la oración (del primero al segundo, sin diferenciarlos)
y una eficiencia estética y conceptual sorprendentes: «Vendía el
mismo óleo que ahora ambicionaba» (52).
El areíto es el capítulo central del planteamiento temporal,
en el que se representa el encuentro de mito e historia. Se ha inter-
pretado como un rito de iniciación, así como una bajada del pro-
tagonista al infierno, pero es literalmente su participación en un
ritual indígena que realizaban los pueblos del Caribe con un sen-
tido fundamental de inscripción histórica. Con muchas variantes
y manifestaciones, consistía en un cantar-bailando hechos del pa-
sado, tomando bebidas alcohólicas y hasta realizando sacrificios
humanos. Fernández de Oviedo define que «solos sus cantares,
que ellos llaman areitos, es su libro o memorial que de gente en
gente queda, de los padres a los hijos, y de los presentes a los veni-
deros…»42. Núñez apoya esta idea de inscripción escrituraria en lo

41 Aquí está tematizada también la posibilidad de una teoría del valor, que
hace equivalente diversas formas de explotación de los recursos —mag-
nesita, perla, petróleo, fertilidad de la tierra—, frente a la ausencia de agua
imprescindible para la vida. Es la confrontación entre la riqueza deseada
y la muerte o la locura real que metaforiza la experiencia histórica del Do-
rado. Riqueza-tierra para los otros y pobreza-muerte para sus pobladores.
42 Gonzalo Fernández y Oviedo, Historia general y natural de las Indias, Islas
y Tierra Firme del Mar Océano, lib. V, cap. 1, recuperado en: http://www.
ems.kcl.ac.uk/content/etext/e026.html#d0e10474

333
musical, cuando dice en la novela que eran «los areítos en que se
refiere la historia al son de flautas y atabales» (58), así como que los
indígenas «cantaban historias de sus pasados» (83). En él se lleva
a cabo el encuentro de personajes de diverso origen y constitución
temporal, interactuando en lo que —podríamos pensar— es el úl-
timo estadio de esa historia. A los hechos memorables indígenas se
les agrega la destrucción y la muerte causadas por la invasión colo-
nizadora, llegando al momento de la modernidad neocolonizadora
que representa Leiziaga. Además, se mezclan la instancia mítica
de Vocchi, vestido de blanco y en posición de loto, la referencia
a la cacica Erocomay en la presencia de Nila, siendo fray Dionisio
el conductor y catalizador de todos los tiempos involucrados.
En efecto, es la temporalidad la clave de lectura de Cubagua.
Temporalidad como ilusión y decadencia, expresada con la preci-
sión poética que ya algunos críticos han destacado. Esta se pro-
duce a través de símbolos de permanencia del pasado fracasado,
a través de una fuerte relación entre los motivos de la trama y el
tema de la novela, funcionando no solo como mero recurso lí-
rico. Las campanadas de alguna iglesia «caen pesadas, monótonas,
marcando inútiles el tiempo» (12)43, «las sierras y labranzas resecas
no impiden el aire embalsamado» (11); «fábricas abandonadas desde
hace mucho tiempo» (id.); «árboles dormidos en el aire cremoso»
(30); «sobre la isla sórdida caía un velo ceniciento» (51); «el oro de
los reinos esfumados en la niebla de los ríos» (82)… Es el tiempo
de la vida y de la historia nacional como paradoja de un tiempo que
pasa y que se queda, expresado por Leiziaga al llegar a Margarita:
«Deseo huir de todo esto, porque hoy los años son días y aquí los
días son años» (18). Pero el protagonista no logrará huir de él, pues
gracias al areíto, se descubre parte de una trama que lo desborda,
así como de una historia hundida en su presente que tiene que des-
cubrir: «Todo aquello ha pasado en un tiempo demasiado fugitivo,
como el que comienza ahora» (24).
La novela también teoriza tiempo y permanencia como le-
yenda —con dejos modernistas—, por ejemplo cuando se relata el
encuentro entre Lampugnano y Arimuy en la cárcel:

43 Énfasis seguidos todos nuestros.

334
Una y otra vez desgranarían las mazorcas, una y otra vez cuajaría
el racimo de mayas, y aquel beso suyo continuaría encendido en
otras bocas, del mismo modo que las rosas son iguales, diríanse
las mismas odorantes rosas de hace millares de años, y las es-
trellas siguen brillando largo tiempo, aun cuando rueden yertas
y mudas en el espacio (58).

Más adelante se ofrece una variante de los mismos motivos:

—Mira esa estrella —dice fray Dionisio—. Tal vez no existe


ya y la vemos. Tampoco ante una rosa se piensa en las que han
abierto desde hace miles de años. Cualquiera diría que es la
misma. El mismo color, la misma fragancia. Y en ese momento,
¿no es en efecto la misma? (65)44.

Frente a la idea de personajes-símbolos —como podrían ser


los de Gallegos— y hasta alegóricos —como Presentación
Campos en Las lanzas coloradas de Uslar Pietri—, en Núñez son
construcciones radicales del tiempo que moldean la escritura de
plenitud vanguardista. Tal vez sea por esto que Carrera señale una
insuficiencia o incapacidad del autor de desarrollar «sus extraordi-
narias posibilidades»45. Sin embargo, los personajes pudieran ser
vistos, incluso, como una fundamentación metonímica, extrema
quizás, de las alternativas de la nación, más que personas, en su
sentido etimológico.
Por otra parte, el lograr que los tiempos planteados en la
trama se constituyan literaria y simbólicamente en los perso-
najes se convierte en una estrategia de notable eficacia narrativa.
Es decir, los personajes y las situaciones que se superponen como
planos de la narración son posibilidades radicales y soluciones na-
rrativas al mismo tiempo. De allí, el error de abordar la novela

44 En La galera de Tiberio el tiempo cumple una función similar, aunque se ar-


ticula una historia que se propone desentrañar el futuro. Silvela, su narrador
representado en primera persona, piensa en las tiendas de antigüedades del
futuro, donde las marcas de lo contemporáneo, los artefactos técnicos, serán
meras huellas del pasado, cosas que habrán perdido su sentido.
45 Ob. cit., p. 455.

335
desde una perspectiva lineal, buscando reducir sus posibilidades
significativas a una razón única, progresiva y estable.
Como ya hemos adelantado, el antihéroe Leiziaga es de-
sarrollado en espejo o por superposición al personaje del conde
Lampugnano, quien protagoniza el capítulo dedicado a la Nueva
Cádiz de Cubagua. Sus desarrollos son paralelos, pero se cruzan
en el delirio de Leiziaga en la cárcel: «Te ruego te apartes de mí.
Somos uno mismo, realmente no tengo necesidad de verte» (103).
Ambos representan una manifestación de la violencia en nombre
del Estado, el desapego a la tierra —en los términos de Núñez— y
la codicia irrefrenable del explotador como hybris que los conduce
a la caída. Representantes de técnicas modernas, como intentos
de renovación del capital en un ámbito de persistencia de la acu-
mulación primitiva, casi feudal en el caso colonial, escenifican
además una equivalencia entre progreso y corrupción en la pers-
pectiva del libro. Incluso, en esta dirección, habría que pregun-
tarse por el sentido alegórico que cobra el que los indígenas en
rebelión —quienes serían relevados por la máquina de Lampug-
nano— fueran quienes la destruyeran como una defensa no solo
de la naturaleza en sí, sino también como una forma de resistencia
a estadios más sofisticados de dominación. No es ese el progreso
que se desea (si es que se desea alguno) desde abajo.
La continuidad de fray Dionisio de la Soledad, en cambio,
es literal en la trama, pero solo en cuanto a que fuera posible un
mismo-distinto en el tiempo, de allí que la transformación de su
apariencia no ponga en duda la unicidad de su personaje, acep-
tado como tal por los otros personajes, detalle fundamental en la
definición de la verosimilitud planteada. El narrador señala que
su edad es indefinible, «próximo a convertirse en un montón de
ceniza» (35), similar a figuras carcomidas, borrosas, como si es-
tuviera vivo y muerto al mismo tiempo, y él mismo posee su ca-
beza decapitada. Y explicita su permanencia cronológica con un
giro acertado del lenguaje, en la conjunción de tiempos verbales
distintos, cuando dice: «Fray Dionisio comenzó a hablar confusa-
mente del pasado, de las cosas exteriores y de sus relaciones con
lo que ha sido y es hace trescientos, hace miles de años» (39);
o cuando dice: «Tal día como hoy debo partir para las Misiones de

336
Oriente» (82). Su presencia es mediadora en el encuentro cultural,
fungiendo como un eficaz transmisor de la historia no escrita de
los indígenas, una vez destruida su comunidad «comenzó a re-
velarle [a Nila] secretos en que Rimarima había comenzado a ini-
ciarla. Fue este un signo de reconocimiento, la señal de que podía
confiarse a él» (69). Fray Dionisio representa, entonces, una salida
para las dos razas basada en la comprensión de las similitudes es-
pirituales primigenias, en el verdadero apego a la tierra y opuesto
a la codicia de Leiziaga. Se desenvuelve en un marco de equivalen-
cias entre culturas o, quizás, en una coexistencia posible dentro del
marco del estrato dominado, donde se instala y al cual se adapta,
y no desde el hegemónico que ordena el espacio y la jerarquía de
las culturas subalternas. Desde este punto de vista, la degradación
del personaje Leiziaga-Lampugnano simboliza la degradación de la
cultura impuesta.
Nila Cálice es el personaje de mayor significación simbólica
de la novela, y el más propiamente dialógico de todos. Su nombre
la lleva de inmediato a Vocchi, en cuanto a sus relaciones con civili-
zaciones antiguas, pero su apellido cobra connotación cristiana por
el lado de la cultura española. Construida a través de la voz popular
tanto como por el narrador, en igualdad de condiciones, ella es ima-
ginada desde los otros personajes, formada por puntos de vista múl-
tiples, no siempre coincidentes. Lo dice el mismo texto: «En cada
uno, al verla, la visión persistía de un modo distinto» (15). Es hija
del cacique de los tamanacos Rimarima —vinculados a Guayana,
a los grandes ríos, Orinoco y Caroní— y, a la vez es discutido que
sea hija de Pedro Cálice, quien, por su parte, es un leproso dueño
de trenes de pesca en el siglo XX46 y un negrero en la Cubagua del
siglo XVI. Interpretada y funcionando desde las dos culturas, Nila
queda vinculada a dos divinidades femeninas, la Diana romana47

46 Creemos, y hasta ahora nunca se ha dicho, que en Cálice hay una evoca-
ción al poeta de Araya Cruz Salmerón Acosta, quien muere por causa de
la lepra en 1929, en su pueblo natal de Manicuare. Su padre era dueño
de trenes de pesca. Apartado de la sociedad, como el personaje de Núñez,
Cruz Salmerón se negó a ir a un leprocomio.
47 La escultura de Diana Cazadora, llevada a Cubagua por Lampugnano en la
novela, es robada por los indígenas, quienes la ven como una diosa natural.

337
y la amazona Erocomay, cuyo «amor [era] deseado y temido» (84)48.
Si la primera está asociada a la luna, la segunda es la tenue luz de
una luciérnaga. Como ellas, es inalcanzable para los hombres y
opuesta a Cuciú, la india prostituida. Nila es la resistencia múltiple
de lo indígena —como concepto—, representante de una voluntad
descolonizadora y de una conciencia en sublevación. De allí que sea
equivalente a la insurrección no subyugada de Arimuy (que no tiene
personaje paralelo en el siglo XX): «es la iniciación de una lucha que
no ha terminado aún, que no puede terminar» (61). Por otra parte,
es la firmeza de los valores originales de su tradición subalterni-
zada: «los rasgos puros de una raza tal como debió ser antes de que
el pasado les cayese en el alma» (15). Reúne así la simbología plural
de lo indígena49, pero plantea la alternativa de la calibanización de
la cultura avasallante, para revertirla en contra del poder domi-
nador. De aquí que su educación sea un equivalente por oposición
a Leiziaga y, en última instancia, a Marisela en Doña Bárbara.
Por esto, el narrador la presenta como una mujer moderna que va
a formarse en Europa y en la universidad norteamericana de Prin-
ceton, por consejo de fray Dionisio, ya que «era preciso poseer la
fuerza del enemigo, conocer el misterio de la máquina» (69). Fi-
nalmente, expresa rebeldía y altivez ante el poder —fuetea la cara
al secretario Arias que la acosa—, asociada a la insurrección de
Lope de Aguirre, lo que queda reforzado con el nombre del barco
La Tirana, dedicado a ella.
Sorprende que en una Venezuela entonces patriarcal, donde
la mujer parecía vislumbrar solo dos salidas extremas, la voz in-
timista y reaccionaria (en cuanto a refutar los tiempos) de Mamá

Así lo interpretará el mismo conde, alegrándose porque Diana vuelve a sus


selvas, lo que recuerda la identidad primigenia de los pueblos que Núñez
desarrolla en Una ojeada al mapa de Venezuela.
48 Para mayor complejidad, también es asociada a Venus, en cuanto las «ve-
neras» son las conchas perlíferas. Así, Leiziaga contempla las perlas como
si contemplara a Nila. Se da, entonces, otra tensión entre diosas opuestas,
Venus y Diana, erotismo e impenetrabilidad.
49 Hay que recordar que en algunas religiones de la antigüedad, como la
egipcia, los atributos, representaciones e incluso los nombres de los dioses
eran inestables.

338
Blanca o la de una Doña Bárbara que impone su razón mascu-
lina50 —«Varona» la llama Liscano—51, Nila, quien también se
viste de hombre y monta a caballo como expresión de moder-
nidad, hable de la violencia a toda una raza, a un pueblo, desde
los orígenes de la confrontación cultural sobre la que se erige lo
social, la violación fundadora como trauma52. Ella introduce un
erotismo fuerte en la novela, porque su condición inabarcable, in-
conquistable, la coloca en el ámbito del deseo, de la aspiración, de
la necesidad. Quizás su ascetismo permanece del lado de lo sa-
grado que su apellido sugiere, allí donde se cruza con la violencia
de un orden descompuesto por la avaricia y la acumulación. En-
tonces es inalcanzable, ella impone condiciones previas, en una
profundización de las luchas reivindicadoras del colectivo, con un
fuerte dejo femenino:

—Pienso que inútilmente hemos andado hasta hoy, que hemos


perdido el alma, la vida. Antes apenas lo presentía. Ahora ya sé,
ya conozco. El hombre rara vez entiende esto, nunca lo enten-
dería, así como tampoco que el amor sin un ideal es inútil. En
la mujer se halla todo, la vida, la fuerza. El hombre se precipita

50 Gerald Martin, advirtiendo la identificación feminismo-barbarie en Doña


Bárbara, se sorprende por la «escogencia de una mujer como representante
malvado del caciquismo venezolano» ( Journeys Through the Labyrinth,
Londres, Verso, 1989, p. 58). Sin embargo, habría que explorar el conte-
nido homosexual de esta «devoradora de hombres» tan masculina, en la di-
rección que le da Octavio Paz al machismo mexicano —en El laberinto de
la soledad (1950)—, y ver el restablecimiento de un orden heterosexual en la
relación Santos Luzardo-Marisela, como el reglamentado por la ley.
51 Rómulo Gallegos, Doña Bárbara, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1977,
p. XIII. Ver prólogo.
52 Habría que leer otra opción proyectada desde Venezuela, la visión cómplice
en la evolución de Griselda, en la poco convincente obra de Rufino Blanco
Fombona, La bella y la fiera, también de 1931. Esta pasa de rebelde, mo-
derna, citadina, cautivadora y hasta de una dignidad que promete reden-
ción colectiva, a la de la amante pasiva de la «barbarie» del poder, cuando
se convierte en madre de una hija del dictador —la referencia a Gómez es
directa, no está escondida ni simbolizada, es él—. No solo se pliega, sino
que se convence de su rol, se deja subsumir por el poder. La bella y la fiera,
Madrid, Renacimiento, 1931.

339
a ella con un impulso ciego e ignora que él apenas es un instru-
mento. […] No es hora de pensar en el amor. Primero será preciso
recuperar la vida (70-71).

Como se ha podido vislumbrar, los nombres son parte de


la clave temporal y de las equivalencias de identidades: «¿Sería él
acaso el mismo Lampugnano? Cálice, Ocampo, Cedeño. Es cu-
rioso. Recordó este aviso en el camino de La Asunción a Juan
Griego: “Diego Ordaz - Detal de licores”. Los mismos nombres.
¿Y si fueran, en efecto, los mismos?» (43). Incluso, para señalar la
identidad con el espacio, Cubagua puede ser Nila (asociada a las
perlas); la lepra de Pedro Cálice, sus ruinas; su historia, la del trafi-
cante de perlas Selim Hobuac, cuyo apellido es casi anagrama de la
isla. La novela juega con la asignación plural de los nombres como
recurso para subvertir los lugares sociales que ocupan algunos per-
sonajes en la historia. «¿Conoces la antigua costumbre? Los indios
trocaban sus nombres. Había el cacique don Diego, el Gil González,
don Alonso y así muchos… Un indio a quien llamaban Orteguilla
dio muerte a fray Dionisio» (72).
En los nombres también se cifra la inestabilidad de los lu-
gares sociales, dándole complejidad al concepto de pueblo en
Núñez, como continuación de los dominados desde los tiempos
coloniales. Antonio Cedeño es un personaje en espejo de los si-
glos XVI y XX, que pasa de ser un soldado español a un pescador
margariteño, es decir, de explotador a explotado, de extranjero a
nativo, pero arrastrando su propensión a la rapiña. Pero esto no se
plantea de manera obvia, como puede leerse en el pasaje cuando
Cedeño reta a los «forasteros» Stakelun y Leiziaga —uniendo las
categorías de foráneo y citadino—, que buscan la riqueza fácil53.

53 Según Carrera, fue Pocaterra, en su novela Tierra del sol amada (1918), el
primero que hizo la conexión entre los conquistadores y los norteameri-
canos que explotan el petróleo en Venezuela, lo que sería repetido luego en
algunas de las pocas novelas venezolanas que se refieren o hacen alusión al
tema (La novela del petróleo en Venezuela, Caracas, Consejo Municipal del
Distrito Federal, 1972, p. 10). La complicidad interna, otra de las caracte-
rísticas que señala este crítico como «carácter corrompido y corruptor de la

340
El pescador los increpa: «No importa. Pueden venir todos. Noso-
tros siempre quedamos» (23). Una vez más, la fina escritura crea
una ambigüedad doblemente significante, cuando Stakelun res-
ponde que el otro también es invasor, sin que el lector pueda dis-
cernir a quién se dirige (Cedeño o Leiziaga) —como opuesto a la
sangre indígena—, lo que debe relacionarse con el hecho de que
en un capítulo posterior se descubra que el nombre de Antonio
Cedeño corresponde también al de un cruel conquistador del siglo
XVI. De esta manera, Núñez escapa del esencialismo y el ma-
niqueísmo que campea en las ideas sobre el «pueblo mestizo» en
esas primeras décadas del siglo, y de la dicotomía blanco-español-
dominador e indígena americano-explotado54.
El manejo peculiar de la sintaxis expresa la complejidad
temporal de la novela y de los personajes a través de un empleo
particular de las concordancias, los tiempos verbales y los géneros,
con los cuales el autor ratifica identidades, continuidades o perma-
nencias. Nila es ella y su pueblo al mismo tiempo. Leiziaga res-
ponde a los deseos propios y a los de Lampugnano. Fray Dionisio
es su presente, cientos de años antes y su propia muerte. La fiso-
nomía de Cálice leproso es la misma isla, ruinosa y abandonada.
En una oración se puede invertir el pasado y el presente, es decir

invasión petrolera desde sus comienzos» (p. 80), se encuentra en La bella


y la fiera, de Blanco Fombona, y también habría que destacarlo en las aspi-
raciones de Leiziaga.
54 La trama colonial de la novela se ubica en un momento previo a la in-
corporación de esclavos africanos en Venezuela, y por tanto a su aporte
constitutivo a la «venezolanidad». Esta población aparece en los sueños
de progreso de Leiziaga y en su respuesta a Mendoza, donde iguala negro
e indio en su crítica irónica al «alma de la raza». Una vez más podemos re-
currir a Una ojeada al mapa de Venezuela para entender la posición del autor
al respecto, con dejos mariateguianos, en la cual el peón se postula como
continuidad del indio: «Con el sacrificio de prejuicios hostiles serán ba-
rridos del suelo los últimos residuos coloniales […]. Se piensa en el peón
que después de trabajar todo el día, todo el año, toda la vida no tiene un
derecho que le ampare en su miseria. Ni el peón ni el indio son elementos
de un simple lirismo externo. El indio es el tatuaje de la tierra y el peón es
el fundamento de una economía estéril». Una ojeada al mapa de Venezuela,
ob. cit., pp. 27-28.

341
que en el mismo lenguaje se da el paralelo formal entre la Cubagua
del siglo XVI y la del XX, lo que aparecerá luego en algunas de sus
más destacadas crónicas históricas.
Finalmente, hay que destacar el uso de diversos recursos
metanarrativos. La pluralidad quijotesca del texto en el texto55,
la narración que da cuenta de sí misma, el narrador que se funde
en sus personajes, el autor que dialoga con el texto, son presen-
tados en Cubagua con una carga implosiva que impide definir un
punto de vista narrativo único. Como si anunciara una escritura
posmodernista, la novela no permite jerarquizar las diversas alter-
nativas narrativas y metanarrativas, sino obliga a tomarlas todas
como hechos coexistentes, que ofrecen elementos desestabiliza-
dores de «la verdad», haciéndola inestable, ambigua y múltiple.
El Elíxir de Atabapo o el ñopo inhalado en el areíto, la picadura
de las arañas o el sereno de la noche en la isla, la ilusión, el deseo,
el sueño56, el desequilibrio psíquico de Leiziaga en la cárcel, las
diversas variantes del origen de Nila Cálice, los registros de per-
cepción que hacen posible para Leiziaga comprobar la vivencia
mítica57, el texto del relato robado o el publicado por Mendoza,
todo ofrece explicaciones posibles y paralelas. A la vez, la acción
pone en movimiento elucubraciones de los personajes, puntos de
vista que se cruzan con los narradores (pues parecen más de uno).

55 Hasta donde sabemos, nadie ha trabajado la presencia cervantina en la


obra de Núñez, no obstante, es muy evidente en sus dos novelas anteriores.
Tienen no pocas referencias textuales: parodias de pasajes —la venta y los
venteros como escenario de otras historias, o el camino por la Sierra Mo-
rena—, y hasta los subtítulos de Después de Ayacucho, por no ver a Miguel
Franco como un Quijote malvado.
56 En Don Pablos en América ya Núñez había usado algunos de estos elementos
para enrarecer la «verdad» contada.
57 La pérdida definitiva del anillo genealógico de Leiziaga —símbolo de su
historia familiar y de la historia nacional de la clase hegemónica— en el
areíto anuncia un encuentro de realidad e imaginación, que funciona como
la rosa en el paso por el Paraíso soñado en «La flor de Coleridge» (1952),
de Jorge Luis Borges. A la vez que, en manos de Vocchi, pudiera pensarse
que el mito se apodera de la historia. Esto habrá que relacionarlo, también,
con el anillo de Tiberio en La galera de Tiberio, que pasa de mano en mano
desde Babilonia a Panamá, como símbolo de la historia en el relato.

342
Esto puede ser extendido al desenlace de la novela, dada la exis-
tencia de las dos versiones propuestas por el autor. De aceptarse
como equivalentes, ellas se transforman en un juego de la rea-
lidad literaria, coherente con la dinámica expuesta en la trama.
En una —la que aparece en las cuatro ediciones publicadas en
vida del autor—, la narración y Leiziaga fugado de prisión parten
de Margarita como los viejos colonizadores en busca del Dorado
hacia las corrientes del Orinoco —lo que se retoma en La galera
de Tiberio—, sobre las cuales se fundará la promesa de un pro-
yecto futuro de desarrollo económico del país (como premonición)
o quizás advirtiendo la repetición del proceso de esplendor y de-
cadencia de Cubagua. En la otra —las correcciones hechas por el
autor a la tercera edición, de 1947— Leiziaga ha vivido una ilu-
sión que desdice, prácticamente, toda la experiencia narrada, y la
historia-trama retorna a la Cubagua-isla, en una vuelta al pasado,
cerrándose sobre sí misma y sin salida. Así, los dos finales con-
flictúan la propuesta, a la vez que la capacidad del protagonista de
expresar una sola verdad.
Esta voluntad de cuestionamiento de la experiencia es dis-
cutida en el mismo texto, desde la perspectiva de autoridad de los
personajes planos: Tiburcio Mendoza (la historia), el doctor Al-
mozas (la ciencia positivista), el juez Figueiras (el derecho). En el
final, se reactiva la discusión de los notables del primer capítulo,
en la misma casa de Stakelun, donde el médico diagnostica: «El
mundo cree aún en leyendas y fantasmas. El progreso tiene que lu-
char todavía contra la ignorancia», mientras el narrador aclara «que
la realidad, como la luna, siempre nos muestra un solo lado» (104).
Figueiras, una vez más, da el veredicto final, afirmando la locura de
Leiziaga. En primera instancia, ellos son los lectores representados
—la Venezuela de entonces, la literatura como institución— tanto
de la novela como de un Leiziaga-autor, que necesitando comunicar
sus vivencias es rechazado, repudiado y criticado. No obstante, el
hecho de que Mendoza le robe su informe-manuscrito —repitiendo
el acto de apropiación violenta de Leiziaga-Lampugnano— para
escribir una crónica periodística, lo convierte de manera irónica y
paródica en un álter ego del mismo Núñez-periodista-historiador.
Y de allí que el «éxito inexplicable» del artículo de Mendoza, «Los

343
fantasmas de Cubagua», sea un metatexto opuesto al posible des-
tino de la novela58, como si anunciara el privilegio del fracaso por
negación al éxito que hubiera tenido una escritura equivalente a la
de un Mendoza «positivista y racional».
De esta manera, pudiera desprenderse que Núñez estuviera
atacando el campo literario como parte del proyecto explotador.
Pero de ser así, sería una actitud autodestructiva, en cuanto a que
el arte y la misma Cubagua quedarían imposibilitados para ima-
ginar un destino distinto, y hasta quizás se pudiera pensar que es-
tuviera señalando su misma lectura como fracaso. De allí el exceso
de significado cifrado en ella, y que en su escritura se expresara
la incapacidad de narrar la nación como parte de su misma de-
nuncia. En este sentido la novela señalaría la imposibilidad misma
de narrar en conciliación. Habría que recordar que luego de que
«naufragara» La galera de Tiberio59, Núñez abandonaría el género.
Como se ve, la postulación temporal, los personajes y la es-
tructura formal coinciden en la fragua de un lenguaje radical-
mente simbólico, en un evidente esfuerzo de coherencia entre lo
motívico y lo temático, que establece relaciones entre la imagen
individualizada y el texto como totalidad, formando parte de
una estrategia estética que expone la ductilidad del tiempo como
punto central de un discurso intelectual y político. Rebasa, en-
tonces, la aspiración de la novela regional y la de la vanguardista
a la vez, la de la novela política y la de la experimental, para armar
un crisol contaminado de todas ellas. Cubagua deja abierta una doble
perspectiva. Por un lado, la posibilidad de la coexistencia de los pue-
blos que componen la nación, llamando a una armonía con la na-
turaleza (pensamiento-geografía), con sus pobladores, como la que
propone fray Dionisio o, por el otro, el enfrentamiento con un pueblo
indomable representado en Nila (y no en Cedeño), dispuesto a la

58 Este terreno móvil entre ficción y autobiografía parece recorrer oscura-


mente la obra de Núñez. Desde el prólogo de Después de Ayacucho hasta el
de La galera de Tiberio, parece anticipar los problemas que él mismo iba, en
cierto modo, creándole a sus propias obras.
59 La destruyó su propio autor, apenas recibidos la impresión, en 1938, lan-
zándolos al río Hudson, guardando para sí unos pocos ejemplares, sobre
los que realizaría correcciones hasta el final de su vida.

344
guerra y la calibanización estratégica, capaz de asumir su propia ex-
periencia histórica, es decir, la de un pueblo capaz de tomar en sus
manos su destino, la unión de proyecto y nación, la colonización
descolonizada del futuro.

345
El relato intrahistórico en Cubagua
de Enrique Bernardo Núñez*
Rosaura Sánchez Vega

Introducción

E n la Venezuela de 1931 se publicaron tres novelas: Cubagua


de Enrique Bernardo Núñez, La bella y la fiera de Rufino
Blanco Bombona y Las lanzas coloradas de Arturo Uslar Pietri.
En su momento, quedaron opacadas ante la gran receptividad que
tuvo Doña Bárbara de Rómulo Gallegos desde 1929. Pero los me-
canismos de la recepción de las obras varían según las épocas.
La crítica especializada posterior encontró en Cubagua elementos
suficientes para considerarla una de las novelas iniciadoras de la
vanguardia literaria, frente a la escritura tradicional de las otras
novelas citadas. El propósito de este estudio es determinar uno
de los aspectos innovadores de la novela de Núñez no estudiados
hasta el momento: los caracteres intrahistóricos. La presencia de
lo intrahistórico adquiere relevancia porque constituye la única
novela venezolana que se adelanta cuatro décadas a la narrativa
intrahistórica latinoamericana posterior.
La metodología a seguir desglosa los referentes teóricos de
la narrativa ficcional intrahistórica. Se comienza con los antece-
dentes, lo intrahistórico de Unamuno y nociones del mismo autor

* Publicado originalmente en revista Omnia 14 (2), mayo-agosto de 2008,


Maracaibo, Universidad del Zulia, pp. 55-69.

347
de la novela. Se retoman las definiciones de Ciplijauskaité y espe-
cialmente de Luz Marina Rivas. Ambas autoras definen las carac-
terísticas de la narrativa intrahistórica a partir de textos de ficción
investigados y de otros antecedentes además del de Unamuno: con-
ceptos de la historia desde abajo y del nuevo historicismo. Des-
pués se procede a identificar en el capítulo III «Nueva Cádiz» de
la novela, cada uno de los rasgos intrahistóricos. El carácter in-
novador de los rasgos intrahistóricos, implica necesariamente una
ruptura con la narrativa histórica tradicional cuyo modelo es Las
lanzas coloradas. Con el fin de resaltar las innovaciones, se señala
que algunos caracteres intrahistóricos difieren o están ausentes en
la narrativa histórica tradicional, sin pretender elaborar un es-
tudio comparativo entre Cubagua y Las lanzas coloradas. Los li-
neamientos intrahistóricos en Cubagua obedecen al afán innovador
inherente a la vanguardia literaria, de allí su relevancia. Por tra-
tarse de un texto de ficción, los rasgos intrahistóricos se identifican
según procedimientos textuales para rastrear desde allí otra mi-
rada de la historia y de la cultura latinoamericana que despliega de
forma soterrada la novela.
En Cubagua se encuentran dos tipos de relatos diferentes: el
de la novela que se ubica en el presente de 1925 y un relato autó-
nomo que conforma el capítulo III cuyo título es «Nueva Cádiz».
Relato autónomo porque suspende el tiempo, los personajes y la
historia del presente de la novela para insertar su propia historia,
protagonista, personajes y una referencia histórica como tema cen-
tral. La Nueva Cádiz del siglo XVI, de la explotación de perlas,
es el espacio y tiempo donde se ubica la anécdota del capítulo III,
que combina ficción con acontecimientos y personajes históricos
tomados de las crónicas de Indias.
A excepción del capítulo III «Nueva Cádiz» y del capítulo
V «Vocchi», Cubagua, al transcurrir en el presente, ofrece una no-
vedosa hibridez de géneros. Es una novela no histórica combinada
con elementos de la narrativa intrahistórica del relato interca-
lado. El estudio, por tanto, se concentra en el capítulo III «Nueva
Cádiz» por su referente histórico.

348
De «la otra historia» a la narrativa
intrahistórica

Enrique Bernardo Núñez expone en sus artículos periodísticos las


nociones de «otra clase de héroes» en 1957 y la de «la otra historia»
en 1960. Como severo crítico, califica las exposiciones de la his-
toriografía convencional de áridas y doctas. La otra historia sería
una historia «más lúcida» que la historiografía y alejada del poder,
«menos palaciega»; «más activa, menos simulada, más dentro del
espíritu de la Emancipación»1. La «otra clase de héroes» partí-
cipes de la historia es la «masa de labriegos, de trabajadores, de
gente oscura que ha sentido en carne propia la dura prueba»2.
Estas dos nociones son las directrices de una perspectiva crítica
sobre el modo de abordar la historia en la ficción de la novela en
1931 antes de ser conceptualizadas en sus artículos periodísticos.
Ambas nociones podrían equipararse al perfil de lo intrahistórico
de Miguel de Unamuno, la «vida intrahistórica» de «hombres sin
historia»3. Intrahistoria de la cual surge lo genuino «la verdadera
tradición, la tradición eterna» sustancia de la historia. La intrahis-
toria se opone a la «tradición mentira» de la historia convencional
que canoniza a «las glorias», «fuente de apologías» y «de discul-
paciones y componendas con la conciencia»4. En las visiones de
Núñez y de Unamuno se detecta la intención de socavar la auto-
ridad de la historiografía oficial y de precisar la necesidad de otra
mirada sobre la historia de personas comunes y no de celebridades
políticas y militares.
Para Ciplijauskaité los cambios en la concepción de la his-
toria a partir de la intrahistoria de Unamuno y de la escuela fran-
cesa de los Annales con su nuevo historicismo han dado lugar, en la

1 «Literatura de las conmemoraciones», El Nacional, Caracas, 14 de noviembre


de 1959, recogido en Bajo el samán, Caracas, Ministerio de Educación,
1963, p. 136.
2 «Acerca de Venezuela heroica», El Nacional, Caracas, 10 de noviembre de
1957, recogido en Bajo el samán, ob. cit., p. 148.
3 Miguel de Unamuno, En torno al casticismo, Buenos Aires, Espasa-Calpe,
1943, p. 36.
4 Ibid., pp. 36-37.

349
última parte del siglo XX, a una nueva narrativa de ficción histó-
rica. Una narrativa que descarta el protagonismo de grandes per-
sonalidades y lo reemplaza por el acercamiento a la historia del
colectivo o «desde abajo», de hechos locales y cotidianos5.
La noción de «historia desde abajo», apunta Jim Sharpe6, la
introduce por primera vez entre los historiadores Edward Thomson
en un artículo de 1966, pero no menciona a Unamuno, quién la
había esbozado en 1895. La historia desde abajo no se define como
relato de grandes hechos y de una elite social y política. Se dedica
al estudio de la lucha de ideales comunitarios, de movimientos de
masa, campesinos, clase trabajadora, el artesano o gente corriente
marginada por la corriente principal de la historia. La narrativa in-
trahistórica toma rasgos de las nociones de la historia desde abajo
y del nuevo historicismo.
El nuevo historicismo en términos de Burque, se opone al
paradigma tradicional de la historiografía. Según Burque para el
nuevo historicismo la historia es total, a todo se le puede encontrar
historia y un análisis de estructuras más que de acontecimientos7.
Se interesa en la experiencia de los cambios económicos y sociales
a largo plazo, en movimientos colectivos y no en individualidades,
en diversas actividades humanas y hechos locales. El nuevo histo-
ricismo se basa en pruebas visuales, orales, escritas, bajo el criterio
de interdisciplinariedad. Asume la heteroglosia o suma de «voces
diversas y opuestas» con lo que descarta la objetividad que se centre
únicamente en documentos oficiales. La narrativa intrahistórica
retoma del nuevo historicismo la historia de movimientos colec-
tivos y de hechos locales. Privilegia la heteroglosia por encima de la
objetividad y el hecho de que la historia se conciba como un todo.
Luz Marina Rivas caracteriza la novela intrahistórica como
un subtipo de la novela histórica. Escrita con frecuencia por es-
critoras para exponer la perspectiva de la historia a través de un

5 Biruté Ciplijauskaité, «Escribir el pasado desde el presente», Estudios 9


(18), Caracas, Universidad Simón Bolívar, 2001, p. 40.
6 «Historia desde abajo», en Peter Burque (ed.), Formas de hacer historia,
Madrid, Alianza Universidad, 1991, p. 39.
7 Peter Burque, «La nueva historia, su pasado y su futuro», en Formas de
hacer historia, ob. cit., pp. 14-19.

350
personaje femenino ficticio, no descarta autores masculinos. La
novela intrahistórica recrea el pasado «desde una perspectiva ajena
al poder y a los grandes acontecimientos políticos y militares»8. El
carácter anónimo y ficcional que signa a algunos de sus personajes
deriva de representar un colectivo silenciado por la historia, a la
subalternidad social, los que ocupan un papel periférico o margi-
nado al poder, incluyendo al rol femenino. La nueva novela his-
tórica caracterizada por Menton en cambio, elige hechos políticos
o militares relevantes y como protagonistas a figuras históricas de
envergadura, no a personajes ficticios9. La narrativa intrahistórica
por sus características propias, difiere en algunos aspectos de la
nueva narrativa histórica. Ambas, a su vez, por sus innovaciones,
establecen una ruptura con la novela histórica tradicional dadas
sus ataduras a la perspectiva de la historiografía tradicional.
Domingo Miliani en el prólogo a Cubagua y La galera de
Tiberio señala por primera vez la presencia de lo intrahistórico en
Cubagua, pero no lo adjudica específicamente al relato del capí-
tulo III. Tampoco desglosa los rasgos de lo intrahistórico. Apenas
lo define como lo que «va por debajo de las epopeyas, que petri-
fican el heroísmo, que sacralizan al hombre en la estatua, que
descarnan al ser humano como agente de los hechos sociales»10.
En el capítulo III «Nueva Cádiz» de Cubagua el personaje
Arimuy siendo una creación ficcional, representa sucesos histó-
ricos. Representa a uno de los indígenas sublevados que se aliaron
a Pedro Ingenio y los franceses en contra de los españoles co-
mandados por Gonzalo de Ocampo para atacar la isla de Cu-
bagua, según el cronista Jerónimo Benzoni11. En el relato, Arimuy

8 Luz Marina Rivas, La novela intrahistórica: Tres miradas femeninas de la his-


toria venezolana, Valencia (Ven.), Dirección de Cultura de la Universidad
de Carabobo, 2000, p. 39.
9 Cf. Seymour Menton, La novela histórica de la América Latina, 1979-1992,
México, Fondo de Cultura Económica, 1993.
10 Prólogo a Cubagua - La galera de Tiberio, La Habana, Casa de las Amé-
ricas, 1978, p. XVIII. [Incluido en este volumen].
11 Cf. Jerónimo Benzoni, Historia del Nuevo Mundo, Caracas, Academia
Nacional de la Historia, 1962, trad. Marissa Vaninni de Gerulewicz. En
esta edición, no hemos encontrado la referencia que hace la crítico a Pedro

351
es puesto prisionero, pero luego logra escapar y atacar la ciudad de
Nueva Cádiz de acuerdo a los datos históricos. Es el héroe anó-
nimo perteneciente al grupo de los esclavizados, como expresión
de la perspectiva de la historia desde abajo o desde la subalter-
nidad social. A través del héroe indígena, se exponen las tensiones
sociales y culturales de la resistencia de los indígenas en el pe-
ríodo inicial de la Colonia. El relato de Arimuy se pliega al rasgo
más particular de la narrativa intrahistórica según Ciplijauskaité
y Rivas: el enfoque desde abajo de la historia anónima y de las
víctimas. Se representa al otro, a los indígenas esclavizados des-
tinados a la pesca de perlas en condiciones infrahumanas, como
expresiones de un colectivo.
Arimuy se perfila como el héroe salvador de los indígenas
que se coloca «al frente de los defensores de la tierra» (35)12 para
conquistar la libertad con la guerra. El héroe indígena en sus an-
danzas, encuentra a un «cacique empalado, sangriento, acribi-
llado de insectos, con el aspecto de un crucificado de piel cobriza,
y parecía decirles: “Morid todos, hijos míos. Es preferible”» (id.)13.
Posteriormente, en Juicios sobre la historia de Venezuela, de 1948,
Núñez repite esa misma imagen: «El cristianismo en América
pasa por esa prueba de sangre de la Conquista. Deja esa figura de
indio en cruz, Cristo indio, sobre las cimas más altas de la historia
americana. El dolor de esta raza es parte inseparable de nuestra
herencia espiritual»14. En el discurso citado, se erige en defensor
de la voz silenciada del indígena como expresión de la conciencia
del escritor sobre la necesidad de otra perspectiva histórica y cul-
tural. Una mirada que desmonte la deformante representación del

Ingenio, ni a los indígenas que se sumaron a los corsarios, como de hecho


aparece en la novela de Núñez. Benzoni, más bien, describe cómo los espa-
ñoles engañaron a los indígenas para que se enfrentaran con los corsarios,
venciéndolos con flechas venenosas. «Y a lo que yo he entendido, nunca
más navío de ellos se ha acercado a esa isla; en esta forma y con esta astucia,
los españoles, antes llenos de miedo, se libraron de los franceses», p. 126.
(N. del C.)
12 Cubagua, en Novelas y ensayos, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1987.
13 Idem. Cursivas en esta citas y en las sucesivas nuestras.
14 «Juicio sobre la historia de Venezuela», en Novelas y ensayos, ob. cit., p. 216.

352
indígena, algo que hizo previamente en la novela. En Cubagua la
perspectiva desde abajo da lugar a una auténtica valoración del in-
dígena y de su papel histórico que expresa en la novela con el perfil
de Arimuy, Nila Cálice y Vocchi (personajes que intervienen úni-
camente en el presente de la novela). Legado indígena cultural re-
gistrado históricamente en la novela. Se abarca desde el pasado
precolombino a la etapa colonial y al presente. Al indígena se le
reconoce y defiende por formar parte activa de la cultura latino­
americana. Por tanto, se proyecta a un plano cultural totalizador,
el de la heterogeneidad latinoamericana, concepto que Núñez es-
boza previamente a su definición posterior. No apunta a una bús-
queda particular y local de lo nacional sin lo indígena, como Doña
Bárbara y Las lanzas coloradas. La novela introduce por vez pri-
mera en la narrativa venezolana un alto grado de valoración del
indígena. Según Rivas registrar la cultura a lo largo de la historia
y no tanto la política o las guerras, formaría parte de la visión de
un todo de la narrativa intrahistórica15.
El conde milanés Luis de Lampugnano, protagonista del
capítulo III «Nueva Cádiz», es un personaje histórico referido en
las crónicas de Indias por Jerónimo Benzoni. El conde histórico
había ideado un rastrillo cuya técnica prescindía de los pescadores
indígenas de perlas. El aparato afectaba los intereses de los comer-
ciantes españoles de esclavos quienes pidieron al rey la anulación
de su licencia de uso. A causa de la anulación el conde empobrece,
no puede regresar a Milán y finalmente muere en la isla de Cu-
bagua. En el capítulo II de la novela, fray Dionisio cita esa historia
de las crónicas de Indias y el capítulo III agrega todo un desarrollo
ficticio del personaje, que es encarcelado, cae enfermo y muere.
A pesar de formar parte de una elite social, la nobleza, el
conde Lampugnano aparece desprovisto de poder económico, so-
cial o político. Representa al otro, al extranjero frente a los espa-
ñoles. Al igual que Arimuy y los precolombinos sublevados, el
conde se convierte en víctima de los españoles. A pesar del afán
de riqueza del conde, el rastrillo, signo del progreso técnico del
momento, relevaba a los indígenas de su oficio de pescadores de

15 Cf. Luz Marina Rivas, ob. cit.

353
perlas. Por beneficiar a los indígenas, este personaje histórico des-
conocido, se amolda a la perspectiva de la historia desde abajo en
contra del poder político y económico colonial como rasgos de la
narrativa intrahistórica.
El conde Lampugnano es un personaje histórico, ajeno a una
épica heroica del triunfo. Del personaje se expone el discurrir del
pensamiento, a veces disperso, mezcla de recuerdos y añoranzas de
su amada Laura: «Él guardaba sus trenzas en uno de los cofres cha-
peados en marfil comprados a los mercaderes genoveses. Siempre
la evocaba tal como la vio el día de su despedida, en el jardín»16. La
subjetividad del personaje de creación ficticia, responde a la visión
de la intimidad, la vivencia personal, el lado humano que ciñe su
perfil individualizado.
La narrativa histórica tradicional en la cual se inscribe Las
lanzas coloradas, se caracteriza por la primacía que cobra el tono
épico. El perfil de antihéroe del protagonista Presentación Campos,
«lo signa» la actividad guerrera misma y no los ideales que la im-
pulsan. La vivencia individual, el lado humano no tienen cabida,
importa más la acción, las batallas históricas en las que participa.
Un personaje ficticio ubicado en un contexto histórico relevante
como la guerra de Independencia, la fidelidad histórica de acuerdo
al precepto de objetividad como se cumple en esta novela de Uslar
Pietri, serían las características más notorias de la narrativa histó-
rica tradicional según Lukács17. Presentación Campos representa
la personalidad colectiva de los mulatos y criollos que se lanzaban
a la guerra de Independencia sin rendir lealtad al bando realista
o al de los criollos. La guerra para Presentación Campos es una
forma de tomar el poder, de vengarse y convertirse en victimario.
No representa un colectivo como el de Arimuy reivindicado por sus
ideales como víctima del poder desde la perspectiva crítica desde
abajo. El antihéroe de Las lanzas coloradas aparece totalmente envi-
lecido, especialmente por ser el violador de Inés Fonta. Su villanía,
al atribuirse a una condición étnica, la de mulato, tiende a generar
estereotipos raciales, por lo que ha sido cuestionada por la crítica

16 Cubagua, ob. cit., p. 33.


17 Cf. Georg Lukács, La novela histórica, México, Era, 1966.

354
especializada. En Cubagua y en el capítulo III, por el contrario, se
dignifica a un grupo étnico, el indígena.
La subjetividad del conde Lampugnano del capítulo III al
presentarse desde el lirismo, descarta el tono épico. El protago-
nista aparece perfilado como un personaje vanguardista enfrentado
al fracaso, la frustración, el empobrecimiento a causa del poder
económico colonial. El capítulo III no busca otorgarle primacía
a la verdad histórica, reflejar lo real del pasado a través de personajes
que tipifiquen la problemática histórica y social como aspira Lukács
para la novela histórica tradicional. En Lampugnano predomina
un perfil individualizado y singular.
Una de las características de la nueva novela histórica que in-
cluye a la narrativa intrahistórica por constituir un subtipo, según
Rivas, es «la conciencia de la historia». Una postura crítica del no-
velista que manifiesta la intencionalidad evaluadora de buscar ex-
plicaciones, «la reformulación de lo histórico, su interpretación,
llenar los silencios de la historia»18. Se recrea el pasado no como
época vivida sino con la distancia de una actitud de historiador. La
conciencia de la historia tiene varias formas de expresarse en el texto
de ficción. Una de estas es la presencia de la figura de un historiador
o del que actúa como tal: se «construye un personaje en trance de in-
vestigar el pasado, e incluso de registrarlo»19. En Cubagua aparecen
dos personajes conocedores de la historia, fray Dionisio que inter-
viene en el capítulo III y el historiador académico Tiberio Mendoza,
que solo participa en el presente de la novela.
Fray Dionisio no es historiador, pero es conocedor de las
crónicas de Indias y voz que continuamente se traslada al pasado
histórico en alusiones y comparaciones. Es quien cuenta a Lei-
ziaga el relato del capítulo III, por tanto, es el personaje que actúa
como historiador y registra el pasado histórico colonial en la no-
vela. Aunque al principio no se exprese con claridad que el fraile
sea el narrador, se puede inferir porque él mismo cita la historia
de Lampugnano y su rastrillo al final del capítulo II. Asimismo,
al final del capítulo III, se deja en claro que él concluye el relato

18 Luz Marina Rivas, ob. cit., p. 32.


19 Ibid., p. 36.

355
sobre el abandono de la isla de Cubagua dirigiéndose a Leiziaga,
protagonista del presente de la novela: «Cuando cesó el tráfico
de esclavos los vecinos huyeron. No había quien llevase agua ni
leña. La ciudad quedó abandonada y el mar sepultó sus escom-
bros. Quisieron hacer una ciudad de piedra y apenas levantaron
unas ruinas. La voz de fray Dionisio suena con un eco: Laus deo»
(38). Este comentario sobre la voz del fraile indica que ha estado
narrando el relato. Además, seguidamente formula unas inte-
rrogantes sobre esa historia de Nueva Cádiz dirigidas a su inter­
locutor: «¿Has comprendido, Leiziaga, todo lo que ha pasado
aquí? ¿Interpretas ahora este silencio?» (id.).
Fray Dionisio demuestra una perspectiva crítica sobre la
historia y la cultura en su narración del capítulo III. Su perspec-
tiva contrasta con la visión del personaje historiador, el académico
Tiberio Mendoza representante de la historiografía tradicional
oficialista. A los escritos apologéticos de este personaje historiador
se los somete a la irrisión de la parodia. La parodia muestra la cara
oculta del personaje: roba las perlas que Leiziaga había confiscado.
Al no poder entregar las perlas, le atribuyen el robo a Leiziaga y lo
encarcelan, siendo inocente20. En el escrito de Mendoza, la ironía
cuestiona el cientificismo y la objetividad opuestas a la imagina-
ción: «temeroso de las rectificaciones y de que se le tomase como
un imaginativo, lo cual sería un eterno borrón a su fama de his-
toriador, se limitaba a decir: “En ciertas noches, los pescadores
creen ver unas sombras en la costas de la histórica isla, afirmando
que son las víctimas del San Pedro Alcántara”» (61). La ironía de la
parodia ridiculiza el lenguaje ampuloso, grandilocuente del perso-
naje historiador apologético de las figuras de las crónicas:

La tierra, ilustrada por los hechos de Gonzalo de Ocampo y Fer-


nández de Zerpa y tantos otros sobre el mar llamado por Colón el
Vidente, los jardines, por su hermosura, necesita sabios que vengan
a estudiar los arcanos de la naturaleza en esta región privilegiada
llamada a ser un emporio en un porvenir no muy lejano (id.).

20 El robo de las perlas, a los pescadores ilegales y al Estado, queda representado


abiertamente en la trama en el penúltimo capítulo. (N. del C.)

356
Fray Dionisio, por el contrario, en el relato del capítulo III
menciona a Gonzalo de Ocampo como responsable de los hechos
históricos de haber colgado a los indígenas sublevados en los más-
tiles de las naves y de alabar la maestría de los perros en apresar fe-
rozmente a los nativos. La ironía y el humor de la parodia impugna
el éxito de los escritos de Tiberio Mendoza: «Aun cuando no tenía
a la mano su biblioteca en el momento de escribir, el artículo “Los
fantasmas de Cubagua” tuvo el mismo éxito inexplicable que al-
canzaban siempre sus escritos» (id.). En la novela la parodia del
personaje historiador establece una distancia crítica con el discurso
historiográfico tradicional como expresión de la conciencia sobre
la historia. La parodia del personaje historiador tradicional, los re-
cursos de la ironía y el humor forman parte de los juegos estéticos
de la ficción característicos de la narrativa intrahistórica.
A fray Dionisio en el presente de la novela, lo define su em-
patía y respeto por la cultura de los indígenas con quienes convivió.
Por ello, cuando narra el capítulo III expone la problemática in-
dígena desde su condición de conocedor y asimilado a esa cultura.
Su narración se basa en la lectura de las crónicas de Indias que
él mismo menciona: «Si usted ha leído las crónicas de Cubagua,
sabrá que aquí estuvo el conde milanés Luis de Lampugnano» (25).
Citar las fuentes de textos históricos responde al «diálogo inter-
textual con los discursos historiográficos»21, otra de las expresiones
o textualizaciones de la conciencia de la historia de la narrativa in-
trahistórica. La cita de las crónicas expresa la intencionalidad eva-
luadora del texto histórico al aplicarle la perspectiva desde abajo
a los indígenas. En las crónicas, los indígenas sublevados son los
antípodas perfilados por un discurso envilecedor que los convierte
en villanos. Fray Dionisio (que es la voz más cercana a la de Núñez)
cambia esa visión unilateral de la ideología eurocéntrica de las cró-
nicas, por una representación del indígena que desmonta su imagen
deformada. Las crónicas, de acuerdo con su carácter oficial subor-
dinado al poder real, hacen la apología de los vencedores, los mili-
tares españoles. En contraste, el relato del fraile narra la historia de
los indígenas vencidos. Expone la frialdad con que los esclavistas

21 Rivas, ob. cit., p. 36.

357
españoles los marcaban con hierros calientes, cazaban y herían con
perros. La perspectiva de fray Dionisio no excluye al bando de los
españoles y con ello evita el maniqueísmo y una simple inversión
de papeles de malos en buenos: «También perecen los blancos aco-
sados por los dardos mortíferos [de los indígenas] por las fieras y
el hambre» (36). Defiende también a los frailes protectores de los
indígenas, por tanto incluye las voces de todos los actores.
Fray Dionisio de modo crítico expresa que el conflicto entre
indígenas y conquistadores: «es la iniciación de una lucha que no
ha terminado aún, que no puede terminar» (36). Ese «aún» «que
no puede terminar» alude al presente para poner en evidencia el
carácter de relato contado y no de historia vivida en el pasado.
Enfatiza que se narra desde el presente con el fin de evaluar el su-
ceso histórico y el modo cómo el pasado se repite e incide sobre
el presente. Rivas denomina a este rasgo «narración autorial o in-
tervención del narrador» que explica «el presente por el pasado
histórico» y constituye un modo de expresar la conciencia de la
historia y su reformulación22. Para Ciplijauskaité, la narrativa his-
tórica no representa lo real del pasado a la manera rankeana tra-
dicional: sino que «se escribe el pasado como el presente y desde
el presente»23. En la novela de Uslar Pietri, los datos historiográ-
ficos se funden en el tejido narrativo. Las fuentes no se citan, y se
narra como presenciado en el pasado para acentuar el efecto de lo
real del pasado, por lo que no se establecen contrastes críticos con
el presente.
Si la problemática cultural del indígena no ha terminado, las
preguntas de fray Dionisio a su interlocutor al final del capítulo III
(«¿Has comprendido, Leiziaga, todo lo que ha pasado aquí? ¿In-
terpretas ahora este silencio?» [38]) sugieren que en el relato sobre
la Nueva Cádiz, del siglo XVI, hay un trasfondo destinado a ser
develado. Las interrogantes imponen un distanciamiento sobre la
historia relatada: el discurso de la ficción reflexiona sobre otro dis-
curso, el de las crónicas de Indias. La «reflexión sobre la escritura

22 Rivas, ob. cit., p. 37.


23 Ciplijauskaité, ob. cit., p. 40.

358
de la historia», es una de las expresiones de la conciencia de la his-
toria del novelista 24. Al inducir una respuesta, toda interrogante
tiene un carácter abierto. Las interrogantes impiden cerrar el re-
lato del hecho histórico de la explotación de esclavos indígenas,
instauran una apertura. Una búsqueda de respuestas destinadas
a la reflexión que el lector deberá encontrar porque en lo contado
no se ha pronunciado una verdad única y concluyente. A ese «si-
lencio» hay que llenarlo de voces críticas, interpretarlo y la labor
se le destina al lector.
Para Ciplijauskaité, la nueva narrativa histórica sigue la línea
de Certeau, quien considera «la historia como proceso de investi­
gación lleno de dudas e incertidumbres que no admite cierre e in-
vita a reconsideraciones»25. Las interrogantes de fray Dionisio
fracturan la presentación de hechos históricos clausurados en el pa-
sado. Trasla­dan el pasado al presente desde el cual se formulan las
preguntas. Rompen con el efecto realista de lo presenciado en el
pasado por el narrador al inducir en el lector la reflexión sobre el
pasado histórico. Ofrecen el hecho histórico como un proceso to-
davía inacabado, porque se refiere a una problemática cultural ac-
tual que rebasa la situación histórica de la colonia. Las lanzas
coloradas presenta la guerra como problemática compleja, la desa-
craliza a diferencia de la historiografía oficial y la narrativa prece-
dente; pero despliega una mirada panorámica del gran evento de la
guerra de Independencia como hecho histórico cerrado en el pa-
sado ya superado. Presenta el pasado como resultado acabado del
análisis de los datos documentales, por tanto la conciencia crítica
sobre la historia no se manifiesta abiertamente.
Otra de las expresiones de la conciencia de la historia es
la inclusión de discursos «alternativos al histórico» como la cita
de textos míticos para relatar la historia 26. El capítulo III entre-
mezcla citas de las crónicas de Indias sobre personajes históricos
(Gonzalo de Ocampo, Pedro Cálice, Antonio Cedeño, Ortiz de
Matienzo, Diego de Ordaz) con la figura mítica latina de Diana

24 Rivas, ob. cit., p. 34.


25 Ciplijauskaité, ob. cit., p. 41.
26 Rivas, ob. cit., pp. 37-38.

359
Cazadora y el mito de creación ficticia de Cuciú. El mito de Cuciú
se cita aludiendo al carácter oral de la tradición mítica indígena:

Otros dijeron —y así lo refirieron durante mucho tiempo—,


que Cuciú no murió en la hoguera. Un adivino la arrebató de las
llamas convirtiéndola en garza, una garza roja, y confundida con
las otras se cierne sobre los caños en la estación lluviosa (30).

El mito de Diana aparece representado en una estatua an-


tigua de Diana que Lampugnano trae de Milán y a la cual le rinde
culto. Después del ataque de los caribes a la isla de Cubagua, el
conde Lampugnano discurre sobre la suerte de la estatua: «Su
sangre hervía como si se hubiese bebido la noche en un filtro. Des-
pués de todo, Diana estaba a salvo, volvía a ser libre en medio de
los bosques llenos de arroyos» (29). Lampugnano se refiere a la es-
cultura como si hubiera cobrado vida igual a la escultura de Pig-
malión, el mítico escultor de Chipre. A pesar de que el estado
mental de Lampugnano es disperso, la ambiguedad del lenguaje
acentúa la atmósfera de lo insólito y fantástico al afirmar que una
estatua puede estar libre en los bosques. El relato del capítulo III
combina la ficción de toda la historia del conde, con el mito y el
registro de datos históricos de referencia objetiva. La mezcla de
episodios míticos con los históricos, forma parte de los juegos es-
téticos de la ficción que rompen con la aspiración de veracidad,
una de las búsquedas de la narrativa histórica tradicional. Recurrir
al discurso mítico se ubica en uno de los presupuestos de la na-
rrativa intrahistórica, la heteroglosia, combinación de varios dis-
cursos: el ficcional, el histórico, el mítico. Con la heteroglosia se
apela a otro tipo de fuentes (las orales en la cual se inserta el mito)
que no sean las exclusivamente documentales.
González Echevarría considera que el interés de la narrativa
latinoamericana por la historia y los mitos americanos se relaciona
con el intento de búsqueda de los orígenes27. Los mitos, relatos de
origen (antropogónico, cosmogónico, teogónico o de una realidad

27 Roberto González Echevarría, Mito y archivo, México, Fondo de Cultura


Económica, 2000.

360
parcial) por pertenecer a la tradición oral indígena, son los relatos
iniciales americanos por excelencia. Las crónicas de Indias son
textos primeros escritos desde el comienzo de la colonia para dar
testimonio de los hechos sin el criterio de orden y coherencia de
la historiografía a la cual preceden. Los mitos y las crónicas cons-
tituyen dos tipos de expresiones edificadoras de la tradición lati-
noamericana. Cubagua, al recurrir a los mitos americanos (el de
Amalivaca y Vocchi en el capítulo V, el de Cuciú y Diana Ca-
zadora en el capítulo III) y a las crónicas de Indias, indaga en la
tradición histórica y cultural, revisita los orígenes de la formación
latinoamericana. Tradición en el sentido auténtico al cual se refiere
Unamuno la genuina y verdadera, la tradición eterna, diferente a
la tradición mentira o creada siguiendo lineamientos del poder.
En una nota de 1960, «Las carpetas de Clío», Núñez refiriéndose
a la necesidad de una historia general que incluya la etapa colonial
ignorada por los historiadores centrados en la etapa de la Inde-
pendencia, afirma que sería «más indicado aún una revisión desde
los orígenes americanos hasta nuestros días»28. Por ello, el autor
mucho antes en Cubagua se remonta a las etapas silenciadas por la
historiografía. Retoma la etapa precolombina expuesta en el relato
del personaje mítico Vocchi, la etapa colonial en el capítulo III
y el presente en el resto de la novela, como muestra de la visión de
un todo de la narrativa intrahistórica.

Consideraciones finales

En el ensamblaje de lo histórico en Cubagua opera la conso-


nancia entre la ficción, lo literario y el pensamiento de Núñez
sobre «la otra historia» y «otra clase de héroes», de puntos tan-
genciales con lo intrahistórico de Unamuno. El resultado fue la
innovación, la creación de un relato intrahistórico. El capítulo III
«Nueva Cádiz» se erige sobre el rasgo más definitorio de la na-
rrativa intrahistórica: la perspectiva desde abajo o subalternidad.

28 «Las carpetas de Clío», publicado en el diario El Nacional, Caracas, 10 de


julio de 1960, recogido en Bajo el samán, ob. cit., p. 139.

361
Derivada de la perspectiva desde abajo, se cierne no solo otra mi-
rada de la historia, sino de la cultura latinoamericana con la valo­ración
de la cultura indígena como parte de la visión de un todo, propia de
lo intrahistórico. El relato manifiesta la conciencia de la historia
con el personaje historiador, la parodia, el diálogo intertextual o
citas de discursos históricos, la narración autorial, la reflexión sobre
el discurso histórico, la presentación del pasado inconcluso desde el
presente para revisar o interrogar el hecho histórico. Igualmente
responde a la conciencia de la historia de romper con el criterio de
objetividad del uso exclusivo de fuentes documentales y recurrir
a tradiciones orales constitutivas de la cultura como el mito.
Las manifestaciones de la conciencia de la historia en la na-
rrativa intrahistórica establecen una distancia crítica con la historio-
grafía tradicional, hasta acercarse a los lineamientos de las nuevas
tendencias como el nuevo historicismo y la historia desde abajo. La
novela histórica tradicional tiene como trasfondo la perspectiva de
la historiografía tradicional y en el plano literario sus propios pre-
supuestos ajenos a lo intrahistórico. Las lanzas coloradas representa
la novela histórica tradicional de tono épico con afán de objetividad
documental, al igual que toda la narrativa histórica escrita en Vene-
zuela antes de 1931. En el mismo año dos textos, el de Núñez y el
de Uslar Pietri, abordaron la historia y la cultura mediante dos vi-
siones opuestas. La innovación vanguardista supone ruptura con la
escritura tradicional. El relato del capítulo III «Nueva Cádiz», por
un lado, establece una ruptura con la narrativa histórica tradicional;
y, por otro lado, anticipa la mayoría de los rasgos del subtipo de la
narrativa intrahistórica en auge progresivo en las últimas tres dé-
cadas del siglo XX. El basamento intrahistórico enriquece las sig-
nificaciones y aportes de la novela en los planos literario y cultural.
El reconocimiento del indígena, de su tradición cultural como parte
activa de la cultura latinoamericana, esbozó el concepto de hetero-
geneidad cultural latinoamericana mucho antes de su formulación.
Si ya Cubagua ha sido considerada una de las novelas ini-
ciadoras de la vanguardia y modernidad literaria en Venezuela,
la propuesta de lo intrahistórico constituida en el primer antece-
dente de la narrativa intrahistórica posterior, ratifica su relevancia
y significaciones.

362
A propósito de la reescritura
de los mitos en Cubagua *
Cécile Bertin-Elisabeth

Porque en el principio de la literatura


está el mito, y asimismo en el fin.
Jorge Luis Borges

C onvendremos que los mitos1 (del griego mythos: relato) car-


gados de símbolos y que relatan acontecimientos que se ha-
llan en una temporalidad anterior a la historia de los hombres
o acontecimientos históricos, verdaderos o deseados, pretenden
aclarar —en una especie de historia y filosofía poetizadas— di-
versos aspectos de la vida individual y colectiva. Por consiguiente,
por la evolución de los contextos históricos, lingüísticos y geográ-
ficos se ven, sin duda, más que toda otra forma de relato, cons-
tantemente sometidos a los procesos de reescritura, a juegos entre
identidad y variaciones. Los mitos se esfuerzan indudablemente
en aclarar fenómenos naturales inexplicados así como aconteci-
mientos sociales (como los ritos…). En suma, ilustran todas las in-
terrogaciones humanas (metafísicas, psicoanalíticas, etc.) porque
permiten expresar lo que los seres humanos suelen preguntarse
tanto del punto de vista político como ético-moral.
Así pues, el mito, popular o literario, siempre vivo y deter-
minante en cuanto al comportamiento de un sujeto, evoluciona

* Trabajo presentado en la Sorbona y publicado por Julien Roger, ed., Les


Ateliers du Séminaire Amérique Latine 4, Milagros Ezquerro y Eduardo
Ramos-Izquierdo, dirs., Université Paris, Sorbonne, 2010. La traducción
es de su propia autora, especialmente para su inclusión en este volumen.
1 Véanse Jean-Pierre Vernant, Mythe et Pensée chez les Grecs, París, Maspero,
1974; y Paul Veyne, Les Grecs ont-ils Cru à leurs Mythes?, París, Seuil, 1983.

363
mientras sigue siendo evocador en el imaginario de los autores
y de los lectores. Claude Lévi-Strauss demuestra asimismo como
todo mito se compone a fin de cuentas de múltiples variantes,
o sea como una manera de funcionar que se asemeja a los meca-
nismos propios de la literatura. Si esta concepción dinámica 2 del
mito invita por lo tanto a interrogar sobre la fecundidad de dichos
relatos constantemente renovados, la evocación de la reescritura
de un mito (o de un texto literario) resulta ser finalmente una tau-
tología. Sin embargo, ¿no habrá cierta contradicción en asociar
mito y reescritura mientras que el mito se desarrolla en primer
lugar en las sociedades sin escritura? En efecto, todo texto escrito
es ya reescritura de textos transmitidos de manera oral. ¿Será por
consiguiente el mito el tipo del pre-texto por antonomasia?
Reescribir, según los diccionarios, significa escribir o re-
dactar de nuevo un texto que ya había sido escrito, modificándolo
(y no copiándolo de la manera más exacta posible como lo hubiera
hecho un amanuense). La reescritura siempre resulta ser una se-
gunda escritura que sigue a la primera, o sea la lectura-reescritura
de textos y de sus márgenes según el proceso de la transtextua-
lidad3. Al elegir la postura epistemológica de la reescritura, se
trata de dar a entender la articulación entre un texto y sus «otros»
posibles. Este esquema dialógico entre por lo menos dos sujetos de
escritura induce a una gestión del texto anterior y remite al «otro
del mismo» según la formulación de Gérard Genette4.
Enfocaremos en este trabajo, dedicado a la reescritura de
los mitos en Cubagua (1931), del escritor e historiador venezolano
Enrique Bernardo Núñez (1895-1964), los lugares donde se es-
tablecen las relaciones transtextuales. Importará en primer lugar
buscar cuáles son los mitos principales, tanto occidentales como
orientales y precolombinos, que aparecen en Cubagua y según qué

2 Pensamos en el work in progress de Joyce, así como en la «obra abierta» de


Umberto Eco.
3 Gérard Genette, Palimpsestes-La Littérature au Second Degré, París, Seuil,
1982.
4 Gérard Genette, «L’autre du même», Corps Ecrit, Répétition et Variation en
Revista PUF, París, 1985.

364
modalidades. En segundo lugar, cuestionaremos el desarrollo a
lo largo de la obra del viaje mítico de un protagonista desdoblado
(Leiziaga: 1925 / Lampugnano: hacia 1520) para resaltar el valor
simbólico y entender su sentido profundo. ¿Serán reescrituras que
pretenden modificar algo al buscar la alteridad o que nacen de una
repetición que se desea fiel? ¿Qué concientización puede suscitar
la reescritura de mitos en esta obra que se vale de las omisiones de
la historia para una adaptación a las necesidades contemporáneas,
una (re)contextualización, es decir una lectura activa de los mitos?

Mitos trenzados para una relectura


de la historia oficial

Cuando Enrique Bernardo Núñez contó como se le ocurrió es-


cribir Cubagua, apunta de entrada la importancia del proceso de
reescritura, en la cual se entrecruzan ficción y realidad, a partir
de la lectura de una crónica de la época colonial:

En la capilla había un altar roto, de ladrillos, que hice refaccionar


para poner libros y papeles, y en el suelo, contra la pared, una
lápida sepulcral, también rota. Allí leía la crónica de fray Pedro
de Aguado, hallado por azar entre los pocos libros del Colegio de
La Asunción, en la cual se narra la historia de Cubagua. Nom-
bres, personas, cosas, ruinas, soledades, venían a ser como un eco
del tiempo pasado. Aquellas imágenes acudieron a mi memoria,
y ese fue el origen de mi librito, simple relato donde sí hay, como
en La galera de Tiberio, elementos de ficción y realidad5.

5 En Rodrigo Suárez Pemjean, «La estructura mítica del viaje del héroe
en Cubagua y su relación con la nueva novela histórica», Santiago de
Chile, 2006. Recuperado en http://www.cybertesis.cl/tesis/uchile/2006/
suarez_r/html, p. 16. [La cita proviene de «Algo sobre Cubagua», en
Bajo el samán, Caracas, Ministerio de Educación, 1963 (N. del C.)]. A la
crónica de fray Pedro de Aguado, el crítico Domingo Miliani le agrega
Historia del Nuevo Mundo (1547) de Jerónimo Benzoni.

365
Pero, precisamente ¿cómo procede Núñez en relación con
los diversos mitos que introduce en Cubagua? Roland Barthes6 re-
cuerda las diferencias que existen en la Edad Media entre el scriptor
que copiaba sin añadir nada, el compilator que añadía elementos que
no le pertenecían, el commentator que insertaba comentarios para
que el texto fuera más inteligible y, por fin, el auctor que se apoyaba
en lo que los demás ya habían dicho. ¿Quiere Enrique Bernardo
Núñez solo «corregir» el texto anterior, considerado como no aca-
bado, para «mejorarlo» en algún sentido o intenta transmitir, entre
identidad y alteración, un mensaje particular?
En suma, al comparar esta obra con los mitos como nos
fueron transmitidos de modo tradicional, nos interrogaremos sobre
lo que conserva o elimina Enrique Bernardo Núñez en dichos re-
latos. De cualquier modo, toda reescritura implica, según grados
distintos, identidades y diferencias entre lo mismo y lo otro7. En
efecto, cuando un autor vuelve a escribir un texto, ¿no elige a la vez
una postura reflexiva y crítica? Lo otro del texto es también el texto
del otro. Obviamente, ciertas situaciones históricas contribuyen a
profundizar en las preguntas fundamentales que los seres humanos
suelen hacerse. A principios del siglo XX, la presencia del imperia-
lismo norteamericano en América del Sur parece haber reactivado
inquietudes referentes a la colonización española.
Platón considera que los mitos son una manera de traducir
algo que remite a la opinión (y no a la certidumbre científica) y que
pone de relieve lo simbólico de la imaginación. Importa recordar
que uno de los elementos propios de los mitos es que se trata de
tradiciones orales, o sea otra manera de interrogar la historia es-
crita oficial. Así pues, los mitos, transmitidos primero oralmente,
pueden inscribirse como alternativas respecto a la historia oficial,
a la historia escrita. Por eso, las múltiples evoluciones de estos re-
latos facilitan la comprensión del proceso inacabado de la historia.

6 Cf. Roland Barthes, «Prière d’insérer», S/Z, Seuil, París, 1970.


7 «El otro del mismo» es el título de un artículo de Gérard Genette en el que
demuestra la imposibilidad de variaciones sin repeticiones y viceversa, en
«Corps Ecrit» 15, ob. cit.

366
Varios mitos afloran de manera más o menos evidente en
Cubagua (como por ejemplo el de las Amazonas [40]8 y el de El
Dorado9), pero dado los límites de este artículo solo nos interesa-
remos por estudiar dos capítulos de los ocho con que cuenta la obra,
a saber, el tercero, titulado «Nueva Cádiz» y el quinto, «Vocchi»,
que introducen en cuanto al primero el mito grecoromano de Diana
Cazadora y, el segundo, el del dios viajador indígena que se desplaza
por los mares y los ríos: Vocchi. Ambos capítulos aluden además
a períodos históricos no contemporáneos. Evocaremos también el
sexto capítulo: «El areyto» dado que presenciamos en él la reunión
de Leiziaga y del dios Vocchi mediante un anillo que posee la
familia del protagonista desde su llegada a la colonia americana10.
El espacio-tiempo de la anécdota del tercer capítulo corres-
ponde a la ciudad de Nueva Cádiz en el siglo XVI11, época cuando
se explotaban allí las perlas, momento cuando se produjo la rebe-
lión de los indios de Cumaná. Alternan elementos sacados de las
crónicas de las Indias (con sus personajes históricos: Gonzalo de
Ocampo, Pedro Cálice, Diego de Ordaz, etc.) y mitos tradicionales
como el de Diana Cazadora, o ficcionales como el de la india Cuciú.
Empezaremos a analizar de manera más detallada el mito de
Cuciú, cuya llegada a Nueva Cádiz se equipara con la de Arimuy,
un héroe indígena, también ficcional, que representa por su va-
lentía —reconocida incluso por los españoles (49-50) — a todos los
héroes anónimos y que permite que se ponga de realce la resistencia
indígena al principio de la época colonial12. Llama la atención
a este respecto el hecho de que se describa a este personaje como si
fuera un nuevo Cristo: «[…] con el aspecto de un crucificado de piel

8 Cubagua, en Cubagua - La galera de Tiberio, La Habana, Casa de las Américas,


1978, pról. Domingo Miliani.
9 «¡Mejor es ir al Huyapari! Han encontrado oro en las sepulturas. ¡Hay un
pueblo de gigantes cuyas macanas son de oro y combaten con anchos
escudos de oro!» (36) y: «Los murciélagos y serpientes del Huyapari, las fle-
chas envenenadas, cuando no mataban, abrían la carne para una horrible
agonía. […] Pero si eran curados iban de nuevo en busca de oro» (42).
10 Se alude a este anillo desde el segundo capítulo de Cubagua, p. 30.
11 Hubo una rebelión de los indios de Cumaná y Maracapana en 1520.
Atacaron las islas de Cubagua y de Margarita.
12 Afirma Arimuy: «El que quiera su libertad que la conquiste» (49).

367
cobriza […]» (50). Este hijo del cacique Toromaina ataca, con la
ayuda de piratas franceses, a los españoles encabezados por Gon-
zalo de Ocampo13. Cuciú es condenada a la hoguera14 y se nos pro-
ponen dos variantes —como suele ocurrir en los mitos— como para
rechazar los límites de toda «verdad» y poner en tela de juicio las
versiones oficiales de la historia:

Cuciú murió en la hoguera. Su cuerpo amarrado sobre la pira, era


un árbol de rojos botones […]. Quedaba allí una masa negra. El
olor a carne fue arrastrado por la brisa, llevada muy lejos, sembrada
por las cenizas en el agua.
Otros dijeron —y así lo refirieron durante mucho tiempo—,
que Cuciú no murió en la hoguera. Un adivino la arrebató de
las llamas convirtiéndola en garza, una garza roja […]. (41-42)15.

Cabe notar cómo los mitos se entrecruzan. Así, pues, se su-


giere desde el inicio del primer capítulo una asociación entre el
mito grecoromano de Diana, que domina en el tercer capítulo,
y el de Dionisio a partir del nombre de uno de los personajes prin-
cipales de la obra, a saber el fraile Dionisio de la Soledad. Pero
se trata también de un personaje sacado de la historia, citado por
Francisco López de Gómara en su Historia general de las Indias (ca-
pítulo LXXVI). Mitos e historia quedan trenzados así de manera
constante como veremos más adelante. Entonces, el quinto capí-
tulo introduce por su parte elementos de la mitología indígena, que
narran en realidad las acciones de dos dioses: Vocchi y Amalivaca,
presentados en una temporalidad de dimensión mítica. Se añaden,
además, alusiones a elementos de la cultura amerindia como «el
areyto» y «los piaches» que completan esta orientación que rompe

13 Véase Jerónimo Benzoni, Historia del Nuevo Mundo, Caracas, Academia


Nacional de la Historia, 1962.
14 «Cuciú» significa «luciérnaga», o sea una idea de luz que anuncia las llamas
de la hoguera.
15 En El reino de este mundo volveremos a encontrar este tipo de metamorfosis,
con la transformación de Ti-Noël en pájaro. Carlos Fuentes evoca una ela-
boración mítica del paisaje perdido entre caos y cosmos en La nueva novela
hispanoamericana, México, Joaquín Mortiz - Planeta, (1969) 1977, p. 50.

368
con los modelos eurocentrados. El mito de Amalivaca y de su her-
mano Vocchi se ve además desplazado del punto de vista espacial,
ya que pasa del Orinoco a la isla caribeña de Cubagua, la cual se
halla no muy lejos de Margarita16. Bien se ve entonces que Enrique
Bernardo Núñez elabora sus fuentes con intención de ruptura
respecto a los esquemas clásicos.
Importa señalar el paralelo que se establece entre los dos
mitos principales desarrollados en Cubagua mediante el perso-
naje femenino Nila, presentada como si fuera la hija de un cacique
indio, criada a la manera occidental por el fraile Dionisio que cuida
de ella. Nila está identificada con Diana por la fuerza varonil que
posee y con Venus dado que su belleza atrae de manera irremediable
a los hombres. Vemos entonces a los indios bailando al­rededor
de la estatua de Diana17 como los que rodean a Nila, asociada con
la diosa indígena Erocomay durante la ceremonia iniciática de las
catacumbas de Cubagua18. La profundidad mítica sincrética de
aquel personaje ficcional se ve reforzada por su nombre: Nila Cá-
lice. En efecto, en la mitología hindú, Nila es uno de los tres as-
pectos (Shri, Bhumi y Nila) del poder del deseo de la gran diosa
Devi. Se relaciona con el color azul, lo que se corresponde muy
bien con el contexto insular de la obra. Su apellido Cálice, tam-
bién llevado por otro personaje, un leproso cuyo rostro está des-
crito como una sinécdoque de la isla de Cubagua19 —con quien se
afirma que no tiene ella ningún parentesco—, puede, claro está,
aludir a un vaso sagrado pero la relaciona también con el mundo

16 Señaló Alejandro de Humboldt, que dicho mito se extendió entre los


caribes.
17 Cubagua, cap. III.
18 Cubagua, ob. cit., p. 72: «Tomó el polvo que le ofrecía en una concha de
nácar y a imitación suya empezó a absorberlo por la nariz. Veía su anillo
en el dedo de Vocchi. Hombres tatuados, con plumajes resplandecientes
y mujeres con los senos dorados y adornados de conchas se enlazaban de la
mano. En medio de ellos está Nila. Las perlas derramaban en sus trenzas,
en la piel cobriza, un resplandor de vía láctea. […] Girando en torno de
Nila daban comienzo al areyto. […] Era una danza religiosa, de liturgias
bárbaras. Su melancolía cobraba expresión en el semblante de Vocchi, la
misma melancolía de ciertos bailes y canciones».
19 Ob. cit., p. 28: «Toda la fisonomía de la isla estaba en aquel rostro».

369
vegetal del cual la diosa hindú asume todas las formas. Podríamos
también alegar que las primeras letras de este apellido, asociadas
con las del nombre de la muchacha, pueden remitir a otro mito, el
de Calibán cuya rebelión bien se ve expresada por el personaje de
Enrique Bernardo Núñez.
Es evidente que, en ambos mitos, predomina el aspecto pa-
gano. No se percibe ningún soplo de la palabra divina monoteísta
cristiana en los mitos reescritos por Enrique Bernardo Núñez, sino
más bien una reviviscencia del paganismo indígena, relacionado
con otros mitos. ¿Será por lo tanto una visión mítica secularizada?
Enrique Bernardo Núñez se vale de la dinámica motriz del mito,
desarrollando de modo paralelo una nueva creencia en la fuerza re-
generadora de la literatura histórica. De hecho, al insertar mitos en
Cubagua, se rompe con la temporalidad lineal del relato para situarse
en una temporalidad a la vez mítica y de reconstrucción histórica.
Es imposible ignorar que el mito de Diana se introduce gra-
cias una estatua de dicha divinidad romana llevada a Cubagua por
el conde de Lampugnano, personaje real, o sea una nueva asocia-
ción entre elementos míticos y elementos históricos. Recordemos
que la Diana romana, es decir Artemisa para los griegos, es la hija
de Zeus y de Leto. Se suele presentar como una diosa lunar que se
divierte en las montañas mientras que su hermano gemelo Apolo
es un dios solar. A este respecto, Diana participa de las caracterís-
ticas de la diosa hindú Nila, relacionada con el claro de luna como
Selene. Indomable, Diana es la salvaje diosa de la naturaleza que se
muestra reacia ante los hombres y sin piedad en contra de las mu-
jeres que ceden a la atracción amorosa. Así pues, vemos a Nila re-
chazando las propuestas amorosas de Teófilo Ortega, diciéndole:
«no es hora de pensar en el amor. Primero será preciso recuperar
la vida» (61). Cazadora como Nila20 castiga cruelmente a cualquier
ser humano descortés metamorfoseándolo en ciervo, y haciéndolo
devorar por sus propios perros, los que están claramente presentes
en el tercer capítulo21.

20 Ob. cit., p. 7: «La pasión de Nila era la cacería […]».


21 Ob. cit., p. 40 y 43: «Solo el mastín que tenía a los pies, fiero y hosco, era
repulsivo, pero la llevarían consigo, y en el verde seno de los bosques, entre

370
En el quinto capítulo, resalta una verdadera valorización del
mundo americano gracias al recuerdo de dioses del panteón in-
dígena, como si fuera un legado cultural precolombino que enri-
queciera el presente desde el pasado. El juego de la reescritura se
ve reforzado por el hecho de que Leiziaga lea este relato a partir
de un manuscrito que acaba de encontrar (65)22. La teogonía de
Vocchi, reelaborada por E. B. Núñez, presenta entonces a un dios
viajero empujado por una tempestad desde Asia central (nacido
en Lanka 23, es decir en Ceilán, otra isla famosa por sus perlas…),
cruza el océano hasta «un país desconocido» (66) cuya descrip-
ción de las infraestructuras modernas da la impresión de una ace-
leración del tiempo: «Había allí ciudades opulentas surcadas de
canales, descollando entre palmeras y jardines. Los hombres se re-
montaban en máquinas [¿ascensores?] y se comunicaban a grandes
distancias por medio de las señales de sus torres [¿transmisiones
radiofónicas?]» (id.).
Los mitos indígenas sobrevivieron en la tradición escrita
a partir de su relectura por los europeos, y el venezolano Núñez
los revaloriza para fundar la historia de la isla arquetípica de Cu-
bagua, la cual concentra la de toda la América hispánica. Así pues,
de manera muy moderna para su época, E. B. Núñez, aficionado
a las crónicas antiguas, defiende la parte activa del aporte indí-
gena a la cultura hispanoamericana. En efecto, esta creencia en
Amalivaca y en Vocchi había sido registrada por el padre Filippo
Salvatore Gilij (1721-1789), quien vivió dieciocho años con los

las orquídeas más bellas que el oro, su presencia sería igual a la de la luna»
y «Antonio Cedeño tiene de la mano un perro negro con movimientos de
ferocidad impaciente. Ocampo habla de la maestría y el coraje de algunos
perros en apresar salvajes».
22 En la introducción de dicho capítulo, en las dos versiones que se conocen
(la editada en vida y la póstuma), quien encuentra el texto de Vocchi es el
narrador no representado, en rol de autor implícito, y, en una de ellas, da
cuenta de que Leiziaga se lo había entregado al coronel Rojas, se presume
que al final de la trama, cuando es hecho preso por este. (N. del C.)
23 Cubagua, ob. cit., p. 65: «Vocchi nació en Lanka, y en su adolescencia
hacía el trayecto de las caravanas a través de la Mesopotamia hasta Bactra
y Samarcanda».

371
indígenas del Alto Orinoco, en su Ensayo de historia americana24
y más tarde por Alejandro de Humboldt (1769-1859), en su Viaje
a las regiones equinocciales del Nuevo Continente 25 (1799), quien
evoca una mitología local (relacionada con las rocas grabadas de
La Encaramada - Los tambores de Amalivaca) según la cual Amali­
vaca se presenta como padre de los tamanacos y se cuenta que
llegó en un barco en el momento del diluvio (68), llamado «la edad
del agua». Todos se ahogaron, salvo un hombre y una mujer, refu-
giados en las montañas. Vocchi y su hermano Amalivaca dieron a
la tierra su forma actual y crearon a los hombres a partir de frutas
de palmera «moriche»26. También según Humboldt, ambos her-
manos se esforzaron en vano en seguir la corriente del río Orinoco,
para bajarlo y para remontarlo. La versión de E. B. Núñez muestra
el encuentro de Vocchi y Amalivaca, después del diluvio, cuando se
reconocen como hermanos: «[…] vio venir una barca con muchas
velas y desplegadas, en la cual había un hombre escapado también
de la catástrofe. Era Amalivaca. En su inteligencia y en su poder
reconocieron que eran hermanos» (67). Indica Núñez que los hom-
bres preexistían a esos dioses —en un continente presentado como
«mutilado»— sin ejercer sobre ellos su poder, pero presentándose
como sus creadores. Deciden no despertar sus recuerdos y les pro-
ponen más bien un nuevo génesis (una mitología…)27 indicándoles
que habían sido creados a partir de la fruta de una palmera:

Amalivaca les dijo que él les había creado arrojando aquellos frutos
por encima de los hombres, y a esa idea se mostraron felices, como
si la palmera, símbolo de sus vidas les diese un alma nueva capaz
de librarles del pasado. Los tiempos comenzaron de nuevo (68).

24 Según Gilij los indios tamanacos presentan a Amalivaca como si fuera un


hombre blanco que hubiera vivido con ellos en Maita y que hubiera creado
el mundo. Saggio di Storia Americana, 1780.
25 Alexander de Humboldt, Voyage aux régions équinoxiales du Nouveau
Continent, París, Imp. de J. Smith, 1824, t. 8, pp. 244-245.
26 Palmera de la América intertropical de tipo mauritia.
27 Quizás haya utilizado también Enrique Bernardo Núñez la obra de Arístides
Rojas, Leyendas históricas de Venezuela (1890).

372
Resalta el hecho de que Vocchi deseara retornar a su país
natal y cuando vuelve [a América], no consigue proteger a los ame-
rindios de los europeos28 en esas tierras designadas como perdidas.
Su llegada se presenta de manera sobria e impersonal: «Algunos
arribaron casualmente a ellas» (68). Esta visión antropogónica
queda reforzada por la sugerencia de que los dioses están hechos
a la imagen de los hombres29.
Cabe señalar que E. B. Núñez privilegia a Vocchi y no a su
hermano Amalivaca, comúnmente presentado como el héroe sal-
vador por antonomasia y tradicionalmente citado, como en la obra
«Maestros ambulantes», de José Martí, en la cual se alude a la le-
yenda del Padre Amalivaca que: «para crear a los hombres y a las
mujeres, regó por toda la tierra las semillas de la palma moriche»30.
Alejo Carpentier también utiliza aquel mito y precisa: «[…] le-
yenda de Amalivaca, el Noé del Orinoco, que lo señala Humboldt
y que lo dejó asombrado (Amalivaca es el héroe de una leyenda
idéntica a la del Diluvio) […]»31. Es evidente que E. B. Núñez se
preocupa por valorizar héroes no (o menos) tradicionales, tratando
de poner de relieve las omisiones de la historia oficial a partir de
una reescritura de los mitos que se vale sobre todo de los márgenes
y no de los elementos centrales.

28 No se emplea la palabra «europeo». Se presenta de manera muy negativa a


un grupo mediante la utilización del plural: «Vestían horribles armaduras.
Eran sucios, groseros, malvados» (69).
29 «¡Ah, la esclavitud de los dioses condenados a seguir siempre a los hom-
bres!» (66).
30 La América (1884), en Obras escogidas, La Habana, Editora Política, 1978,
t. I, p. 380. Podemos pensar también en el «gran Semí» a quien alude
José Martí al final de Nuestra América y relacionarlo con Amalivaca. Véase
a este respecto Cintio Vitier, Temas martianos, La Habana, Editorial Arte
y Literatura, 1990.
31 Razón de ser, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1980, p. 32. Alejo
Carpentier vivió en Venezuela entre 1945 y 1959. Cabe recordar la impor-
tancia de este mito en Los pasos perdidos (1953) con el poder mágico del río
y la utilización del diluvio, como en su relato «Los advertidos». Después de
Jung, Mircea Eliade y Claude Lévi-Strauss ponen de relieve la confluencia
de las mitologías.

373
Al trenzar los mitos, destaca la confusión de los reinos que
parecen así reforzar la dimensión mítica global de Cubagua, siendo
reificados los humanos —como la india Cuciú que se funde con y
en la naturaleza (41) — o siendo vegetalizados: «Son hombres car-
dones» (83). De la misma manera, las cosas se humanizan como la
estatua de Diana, descrita como una mujer blanca32. Bien se ve en-
tonces cómo los relatos mitológicos se mezclan inextricablemente:
«El arco era semejante a los suyos, y el manto, que apenas ve-
laba uno de sus pechos, les recordaba el de algunas hembras de su
raza, bellas guerreras que reinaban entre mujeres, las cuales vol-
vían siempre victoriosas» (40). Por lo tanto, dichos juegos acaban
por crear una virtuosa tonalidad poética.
Conviene deducir que este tratamiento particular del tiempo
facilita los cambios de escala y permite que afloren mitologías di-
versas, como una vuelta constante hacia los orígenes. Pensamos
por ejemplo en elementos cósmicos insertados en el relato, en par-
ticular en la evocación de las estrellas, de la luna y del sol33. Dicho
de otra manera, una llamada a diversas mitologías nutre este texto
en el cual aparece de manera clara como los imaginarios del An-
tiguo Mundo enriquecieron los del Nuevo Mundo. Obviamente,
E. B. Núñez considera de manera igualitaria los elementos mito-
lógicos del Antiguo y del Nuevo Mundo. Introduce en particular
un elemento preciso de la cosmogonía indígena al aludir a un di-
luvio: «Un día el mar cubrió las ciudades florecientes. Al disiparse
la noche de muchos días una calma inmensa descendió sobre las
aguas» (67), lo cual nos hace pensar evidentemente en el relato bí-
blico, aunque el autor no establezca lazos directos con el libro del
Génesis. En suma, al trenzar los mitos occidentales y orientales,
los de la Antigüedad y los de América en el caso de Nila, parecida

32 Cubagua, ob. cit. «Sus voces se alzaron a una vez saludando la aparición de
la mujer blanca, bella e intrépida. La habían dejado en la pequeña expla-
nada del Ayuntamiento y hasta entonces había pasado inadvertida» (39).
33 Recordemos que en Leyendas de Guatemala Miguel Ángel Asturias se es-
forzó en revitalizar a la vez el idioma y los temas propios del Popul Vuh,
como lo hará Alejo Carpentier respecto a las raíces africanas en Ecue
Yamba O y Arturo Uslar Pietri en Las lanzas coloradas en cuanto a las
contradicciones de los diversos mestizajes culturales.

374
a una Amazona negra (por ser tan azul) escapada del Cantar de los
cantares, a la vez Diana cazadora y representante de la mitología
del Orinoco, podemos apostar que E. B. Núñez intentó fundar
una nueva manera de acercarse a la americanidad, unificada en su
heterogeneidad.
Por otra parte, se presenta un elaborado tejido, simbólica-
mente expresado por ancianas que, como Parcas amerindias, tejen
mientras miran el mar, señal de eternidad. Tejen el pasado y el pre-
sente, la vida y la muerte, el movimiento y la falta de movimiento
como un eterno retorno:

mujeres ciegas por el tracoma concentran su mirada en el mar.


Tejen cestas y esteras. Tejen febrilmente. En el aire embalsa-
mado las visiones nocturnas salen al paso y luego, como toda
imagen salida de nosotros mismos se aleja y desenvuelve su
propia vida […] (89).

Sin duda alguna, la elección de este tipo de escritura se opone


a los modelos (y a las filosofías) anteriores y en particular rompe
con el positivismo. Cabe en efecto recordar que Enrique Bernardo
Núñez, con mucha ironía, reproduce de manera caricaturesca los
discursos positivistas como cuando el doctor Almozas, como mé-
dico, exige el progreso mientras utiliza un fórceps oxidado (10):

—El mundo cree aún en leyendas y fantasmas. El progreso tiene


que luchar todavía contra la ignorancia. Y el doctor Figueiras, que
tampoco sabía nada del ñopo y del «Elixir del Atabapo» y de que la
realidad, como la luna, siempre nos muestra un solo lado, decía
en la noche, en la tertulia de Jesús Quijada: —No me equivoqué en
mi juicio acerca de este señor Leiziaga. […]. Muy probablemente
está loco (94).

Resulta lógico por lo tanto plantearse ¿qué preguntas po-


demos hacernos sobre la condición humana, en general, y sobre
la identidad hispanoamericana, en particular, ante aquellas divi-
nidades míticas? Al basarse en una mito-historia de los tiempos
primarios americanos, Enrique Bernardo Núñez parece convertir

375
el mito en una fuente de regeneración. Pensamos en efecto en la at-
mósfera de decrepitud de los personajes y de los lugares de Cubagua:
con el médico Gregorio Almozas, que utiliza un fórceps oxidado;
el viejo juez Leonidas Figueiras más ocupado por su amante la
mulata Andrea, que por hacer reinar la justicia; el secretario dipsó-
mano Benito Arias o el autóctono Pedro Cálice, cuyo cuerpo está
corroído por la lepra casi como las ruinas de Nueva Cádiz. Según
esta concepción a la vez mítica y anticolonialista de la historia his-
panoamericana, Nila Cálice es sin duda el mejor ejemplo de lucha,
como protagonista llena de fuerza (¿la de los líderes que se nece-
sitan?), conocedora del mundo occidental y preparada para dirigir
su destino34. Esta «calibanización» (su monstruosidad es quizás su
androginia), basada en su rebelión intrínseca, recuerda también la
fuerza mágica de Próspero. Hay que recordar entonces que Ca-
libán fue primero representante del pueblo en Shakespeare antes
de convertirse en el símbolo del indígena oprimido en la obra de
teatro Una tempestad de Aimé Césaire35.
José Balza evoca por su parte la «geología fantástica» de Cu-
bagua y afirma: «Cubagua es, entonces, un adelanto de aquello que
Irlemar Chiampi considerará como “realismo maravilloso”, solo
que en lugar de entonar la consabida ruta de lo ingenuo, la novela
se levanta como un testimonio […]»36.
En definitiva, convendremos que E. B. Núñez cuestiona las
formas tradicionales de la narrativa y opta por una nueva vía, no
explícitamente nombrada todavía en los años 30, pero que nutrirá

34 Apunta Domingo Miliani: «Allí están igualmente los mitos lunares de Se-
lene o los de la virginidad venerada en una Diana clásica que se trasmuta
en virgen prostituida en las universidades yanquis: Nila Cálice, expresión
de la mitología indígena orinoquense, actualizada en los nuevos mitos de
la mujer cultivada en los estudios que ha realizado en la metrópoli de hoy.
Mitologías griegas y maquiritare vienen a ser realizaciones simbólicas
de un mismo mitema». Prólogo a Cubagua - La galera de Tiberio, ob. cit.,
pp. XXII-XXIII.
35 Aimé Césaire, Une tempête, París, Seuil, 1969, (Revista Présence Africaine,
1968).
36 José Balza, Espejo espeso, Caracas, Equinoccio-Ediciones de la Universidad
Simón Bolívar, 1997, p. 68.

376
el boom hispanoamericano. En efecto, volveremos a encontrar en
escritos posteriores dicha elección del recurso al mito, intrínse-
camente relacionada con los orígenes37, para reescribir (y volver
a leer) la historia hispanoamericana dejando de lado las hegemó-
nicas verdades oficiales. Cubagua sería por consiguiente una de
las primeras obras en sintetizar estas postulaciones desarrolladas
varias décadas después.
Cuando el doctor Tiberio Mendoza, historiador, encuentra
las notas de Leiziaga, las titula: «Los fantasmas de Cubagua» (91)
y se apropia de ese texto. Así roba los escritos y las perlas de Lei-
ziaga. Por añadidura, al indicar que es un resumen de antiguas le-
yendas y fruto del oscurantismo, le quita todo valor «real». Núñez
nos muestra de esta manera, con cierta ironía, como la historia se
puede fácilmente falsear. Evidencia por lo tanto los mecanismos
del discurso oficial mediante su deconstrucción. Al subrayar las in-
terferencias entre el discurso histórico y ficcional, E. B. Núñez
muestra que no hay verdad histórica sino versiones alternativas.
La ficcionalización de los personajes históricos contribuye a tal va-
riedad, en particular cuando se rompen los estereotipos de la he-
roicidad de la historia oficial. Al introducir varias miradas (varios
enfoques), Núñez refuerza la idea según la cual son posibles di-
versas interpretaciones. Podríamos relacionar este procedimiento
con los análisis de Mijaíl Bajtin38, formulados en otro contexto pero
que evocan «el encuentro dialógico» de dos culturas que no se mez-
clan verdaderamente, cada una conservando su unidad mientras
se enriquecen mutuamente.

El viaje mítico de Leiziaga-Lampugnano como método


de exploración de un nuevo mito para que se reconozca
la pluralidad americana

El recurrir a los mitos, tanto occidentales, orientales como preco-


lombinos, así como la presencia de una doble temporalidad entre

37 Véase Roberto González Echevarría, Mito y Archivo, 1990.


38 Mijaíl Bajtin, Esthétique de la création verbale, París, Gallimard, 1984.

377
los siglos XVI y XX se expresa en Cubagua el deseo de escaparse
de la dicotomía español/norteamericano/extranjero/dominador
versus indígena/nativo/dominado. El mero hecho de que el prota-
gonista conozca una verdadera duplicación refuerza este enfoque
renovado, multifocal, de la escritura histórica. La combina­ción
Leiziaga (1925) - Lampugnano (siglo XVI)39 realza la explotación
colonial e imperialista.
Resalta entonces que el viaje es el verdadero sustrato de la
obra, a la vez geográfico, simbólico e identitario. Se trata en rea-
lidad del viaje del protagonista Leiziaga, el cual conserva la es-
tructura mítica del viaje del héroe, aunque no represente al héroe
tradicional sino más bien, por las dudas que tiene, por su encarce-
lamiento y su huida final, el envés del héroe de la patria que la his-
toria oficial suele glorificar. Leiziaga sería entonces un antihéroe
e incluso un pícaro, según Britto García40, del mismo tipo que Mi-
guel Franco en Después de Ayacucho (1920) o como los personajes de
Don Pablos en América (1932). O sea un tipo de héroe del margen
recurrente en la obra de Enrique Bernardo Núñez. Se trata por
otra parte de una elección consciente de gran lucidez frente a la
historia como lo prueban algunos artículos periodísticos del autor,
en los cuales evoca «otra clase de héroe» (1957) o también «la otra
historia» (1960)41 y justifica sus elecciones anteriores de personajes
comunes frente a glorias mentirosas de la historia convencional,
que suelen servir de referencia.
Resulta claro, tal como el análisis de Rodrigo Suárez Pe-
mjean42, quien profundiza el hecho de que el recurso al motivo del
viaje mítico constituye una verdadera estrategia narrativa que per-
mite reescribir la historia de Venezuela a partir de la isla-sinécdoque

39 Los venezolanos solían interesarse más por el periodo de la Independencia.


40 Cf. «Enrique Bernardo Núñez: novelista, filósofo de la historia, utopista»,
en Memorias del XXIII Simposio de Docentes e Investigadores de la Literatura
Venezolana: Trujillo, del 19 al 22 de noviembre de 1997. Trujillo, Universidad
de Los Andes, 1998, pp. 645-668.
41 Véase Rosaura Sánchez Vega, «El relato intrahistórico en Cubagua de En-
rique Bernardo Núñez», Omnia 14 (2), mayo-agosto de 2008, Maracaibo,
Universidad del Zulia, pp. 55-69.
42 Ob. cit.

378
de Cubagua43. Cubagua, por su historia, aparece por consiguiente
como un lugar de concentración de traumas hispanoamericanos
y de su posible trascendencia.
El viaje del «doctor Ramón Leiziaga, graduado en Harvard,
ingeniero de minas al servicio del Ministerio de Fomento» (9) se
presenta primero bajo la forma de la llegada a la isla de Margarita,
encargado de inspeccionar los yacimientos de magnesita. Su estancia
en la isla y el encuentro en particular de la misteriosa Nila Cálice le
lleva a poner en tela de juicio su concepción del mundo. Además,
es el fraile Dionisio de la Soledad, el tutor de la muchacha, quien
—como si fuera un guía—le facilita el descubrimiento de Cubagua y
de su historia. Así pues, se ven asociadas la explotación de las perlas
en tiempos de la colonización con la explotación minera (magnesita/
petróleo) contemporánea. Y fray Dionisio claramente interpela
a Leiziaga con respecto a la repetición de la historia (54).
Es importante que el viaje de Leiziaga pase por su desdo-
blamiento como conde de Lampugnano, personaje histórico que
vivió en el siglo XVI y había ideado, sin éxito, la utilización de
un rastrillo que facilitaría la recolección de perlas, gracias al cual
no harían falta muchos esclavos-pescadores. Este progreso téc-
nico se oponía a los intereses económicos de los vendedores de es-
clavos, quienes impidieron que el conde de Lampugnano pudiera
enrique­cerse a sus expensas.
En suma, el conde milanés Luis de Lampugnano repre-
senta la figura no solo del extranjero sino también la del vencido, de
la víctima del sistema político y económico de la época colonial.
Contrario al héroe épico triunfante, muere pobre y olvidado. Se ve,
entonces, al conde suicidándose en Cubagua (53). Y su muerte da
vida a Leiziaga. Mientras que este, como sus antepasados españoles,
solo deseaba enriquecerse, aprende a deshacerse de un pasado escrito
de manera unívoca así como de sus apetitos materiales (o sea, del re-
chazo al mito de El Dorado). Eso da a entender también que en el

43 Fernando Aínsa explica cómo Cubagua fue uno de los primeros lugares
colonizados y explotados por los españoles en Venezuela, De la Edad de oro
a El Dorado: génesis del discurso utópico americano, México, Fondo de Cultura
Económica, 1992.

379
mundo moderno ya no es el héroe un semidiós y evoluciona en
un mundo desacralizado donde las fuerzas mágicas ya no se ex-
presan de la misma manera, sin que estén del todo aniquiladas44.
Una etapa transitoria y preparatoria resulta necesaria y cons-
tituye uno de los momentos claves del mito, insertado entre las
fases de ida y vuelta del protagonista. De hecho, presenciamos en
el sexto capítulo una especie de rito iniciático. Leiziaga, como si
descendiera a los infiernos, entra en las catacumbas de Cubagua.
Ahora bien, ¿no será el viaje por un lugar subterráneo un episodio
imprescindible de los viajes iniciáticos? Y, como en la mayor parte
de los ritos de iniciación, se ingieren sustancias alucinógenas, pri-
mero el elixir de Atabapo y luego un polvo ofrecido por el dios
Vocchi. Leiziaga presencia entonces un baile (el baile del areyto)
con Nila en el centro, lo que le permite medir sus propios límites
(temporales, identitarios, psíquicos, etc.). Vuelve después a Mar-
garita donde le acusan de ladrón y le encarcelan, antes de huir,
geográfica y mentalmente hacia la liberación de sus quimeras. De
manera tradicional, el héroe se opone a las fuerzas del mal y des-
pués de diversas pruebas triunfa y vuelve a su hogar en una espe­cie
de resurrección simbólica. Obviamente, el viaje de Leiziaga, quien
se sentía forastero en su país, se convierte en un viaje iniciático
gracias al cual renace mientras comprende mejor la propia historia
y su identidad heterogénea. A todas luces, Leiziaga aparece como
el doble moderno de Lampugnano, él que sigue siendo extranjero
(incluso en su propio país) y que primero solo se interesa por el
valor material de las perlas o del petróleo. Por eso solo fue en las
catacumbas de Cubagua donde pudo percibir lo que le rodea de
manera diferente, y contempla entonces las perlas con amor. Gra-
cias al desdoblamiento (Leiziaga/Lampugnano), se pierde para
renacer mejor en una verdadera palingenesia del hombre de an-
taño (Lampugnano) en el hombre nuevo (Leiziaga). Ahora bien,
como para todo héroe, su aventura cobra un valor ejemplar para
el conjunto del grupo y anuncia la posible regeneración de toda la

44 Véase Juan Villegas, La estructura mítica del héroe en la novela del siglo XX,
Barcelona, Planeta, 1973.

380
sociedad, gracias a un mejor conocimiento de sus mitos, con los
cuales resulta más fácil reexaminar la historia.
Ángel Vilanova ya había aclarado los esfuerzos de E. B.
Núñez en trascender los límites de la historiografía tradicional,
valiéndose de los mitos y de las leyendas como fuentes alternativas
para el conocimiento del pasado45. De ahí su otro empleo, no li-
neal, de tratar el tiempo, en particular a partir del retorno a los
tiempos primordiales.
Bien destaca el recurso precursor a la intrahistoria46, o sea la
elección de una perspectiva no tradicional en la cual personajes del
margen ofrecen otra visión de la historia «oficial»47. Además, dos per-
sonajes muy distintos cuestionan la historicidad de un relato al su-
brayar los tratamientos divergentes posibles, a saber, fray Dionisio que
conoce las crónicas de Indias y se caracteriza por una sincera empatía
respecto a los indígenas —así narra a Leiziaga los acontecimientos del
tercer capítulo48 y propone interrogantes críticas, lo que demuestra su
interés en sacar algo de este nuevo enfoque: «¿Has comprendido, Lei-
ziaga, todo lo que ha pasado aquí? ¿Interpretas ahora este silencio?»
(54)— y Tiberio Mendoza, historiador oficial, que se presenta no sin
ironía borrando en sus escritos de estilo grandilocuente los aportes
del mundo indígena, sin vacilar en robarle las perlas. Plasma por
lo tanto una distancia crítica de tipo paródico que se introduce en
Cubagua, alejado del discurso historiográfico académico.

45 Cf. Motivo clásico y novela latinoamericana (el «Viaje al averno» en Adán


Buenosayres, Pedro Páramo y Cubagua), Mérida, Dirección de Cultura del
estado Mérida, Consejo Nacional de la Cultura, 1993.
46 Véase el artículo de Rosaura Sánchez Vega, «El relato intrahistórico en
Cubagua de Enrique Bernardo Núñez», ob. cit. Las teorías desarrolladas
por Miguel de Unamuno (esbozadas desde 1895 al interesarse por la «his-
toria desde abajo») ya habían sido explotadas en los años 30 por Enrique
Bernardo Núñez.
47 Rivas define la intrahistoria como una nueva creación del pasado «desde
una perspectiva ajena al poder y a los grandes acontecimientos políticos
y militares». Luz Marina Rivas, La novela intrahistórica: Tres miradas fe-
meninas de la historia venezolana, Valencia (Ven.), Ediciones El Caimán
Ilustrado, 2000.
48 Se narra el pasado desde el presente, lo que pone de realce que se trata de
una relectura consciente de la Historia.

381
Al romper con la visión lineal de la historia y del tiempo,
esta estética de la ruptura se reclama propiamente hispanoame-
ricana, al asumir los fundamentos de la identidad múltiple de la
zona. Esta búsqueda sobre la historia de la nación permite sin
duda al mismo tiempo cuestionar los fundamentos de la época
contemporánea, la de la dictadura de Juan Vicente Gómez y sus
elecciones ideológicas y económicas, es decir la explotación petro-
lífera del subsuelo por los norteamericanos. Si con Gaston Bache-
lard sostenemos que todo mito es un drama humano condensado,
comprendemos mejor su perduración en las situaciones econó-
micas dramáticas contemporáneas: el oro negro sería la versión
moderna de El Dorado. En suma, en Cubagua, Núñez propone la
reescritura de mitos antiguos y a la vez cierta lectura de los mitos
contemporáneos, prácticas socioculturales de su época, o sea un
verdadero intento de equiparación entre historia y sociedad.
Hasta ahora el mito de la pureza había desembocado en una
jerarquización de las culturas. El impacto del positivismo siguió
siendo preponderante a este respecto en América del Sur, justifi-
cando entonces una superioridad de la civilización occidental, que
avanza hacia el progreso, legitimando por consiguiente las misiones
«civilizadoras». Como habíamos dicho, Cubagua participa de esta
crítica al positivismo. La reflexión es otra. Nutrido por la historia,
Núñez parece recordarnos que desde su «primer encuentro», la rea-
lidad americana, inédita para Cristóbal Colón, se dio a conocer
mediante el empleo del campo léxico de lo «maravilloso». Eviden-
temente, Núñez se vale de eso. Como lo apunta el crítico Domingo
Miliani, E. B. Núñez «[…] habrá de trazar una estela renovadora
en la prosa narrativa contemporánea»49. Indudablemente rompe con
los moldes tradicionales de la narrativa50. En efecto, hay quienes se
suelen presentar como fundadores del realismo mágico y de lo real
maravilloso, pero que lo harán después de él, sin citarle…51.

49 Miliani, prólogo, p. XII.


50 Recordemos el éxito de este tipo de escritura en las obras de Miguel Ángel As-
turias, Arturo Uslar Pietri y Alejo Carpentier a partir de su estancia parisina.
51 Incluso un compatriota suyo como Arturo Uslar Pietri no cita a Enrique
Bernardo Núñez cuando proporcionó una lista de autores que desarrollaron

382
Esta acumulación de «posibles» marca su inherente «incom-
pletud» y explicita el hecho de que la cultura es siempre una par-
cial reunión de diversos elementos. Así pues, Enrique Bernardo
Núñez se esfuerza en valorar las maravillas americanas. Su fracaso
a este respecto, dado que no fue reconocido en su época, trans-
cribe toda la dimensión trágica de los mitos, similar a Leiziaga
a quien se le considera loco cuando intenta transmitir su «men-
saje» de reconocimiento de la mitología indígena a Tiberio Men-
doza y al coronel Rojas, lo que prueba la ceguera de esa sociedad
eurocentrada: «¡Qué imbécil! Carece del sentido de la historia»
(91), dice Tiberio Mendoza. Ahora bien, según E. B. Núñez la
solución está justamente en la historia, a saber en la relectura y
la reescritura del pasado hispanoamericano, sin perpetuar los anti-
guos errores como el personaje Almozas, que persiste en conce­bir
América de manera utópica, como un país de la cucaña52:

¡Ah, si la isla tuviese agua sería un paraíso! Aquí se dan exce-


lentes uvas. ¡Las piñas son las más ricas y la variedad de pescados
es infinita […]! ¡Si hubiese iniciativa! En nuestro país se puede
hacer todo y todo está por hacer (9).

Resalta entonces que si la utopía mira hacia el futuro, En-


rique Bernardo Núñez elige volverse hacia el pasado (mediante la

una nueva manera de escribir en América del Sur: «Detrás vendrían los
creado­res de esa extraña mezcla de ficción, realidad y poesía que he llamado
realismo mágico. Fue el caso insigne de Asturias, Carpentier y algunos otros
que por los años 30 iniciaron un nuevo lenguaje y una nueva visión que no
era otra cosa que la aceptación creadora de una vieja realidad oculta y menos-
preciada. De Las leyendas de Guatemala a Los pasos perdidos y a la larga serie
de nuevos novelistas criollos hay un regreso, que más que regreso es un des-
cubrimiento de la mal vista complejidad cultural de la América hispánica.
Esa nueva revelación se desarrolla y diversifica en grandes escritores que van
desde Borges hasta García Márquez. Nada ha inventado García Márquez,
simplemente se atrevió a transcribir lo que diariamente había vivido en su
existencia en la costa colombiana del Caribe». Arturo Uslar Pietri, Godos,
insurgentes y visionarios, Barcelona, Seix Barral, 1986, pp. 40-41.
52 Con una translación (para los personajes blancos) del mito de El Dorado
y del país de la cucaña hacia Europa (salvo en el caso de Stakelun).

383
reescritura de los mitos) para permitir que se asuma el presente.
De ahí sin duda la última frase de la obra: «Todo estaba como
hace cuatrocientos años» (100). Privilegia también la valoración
de la naturaleza americana. Así pues, al final del relato, la natu-
raleza parece participar de la toma de conciencia liberadora que
motiva a Leiziaga:

Una luna azul —quizás sea una representación de Nila-Selene


que permitió que Leiziaga se volviera hacia los verdaderos va-
lores— envolvía las serranías desnudas, los árboles, y hacía cin-
tilar el nácar del camino infinito, desierto. Silencio vibrante.
Una parte de su vida se derrumbaba sobre la otra. El mundo an-
terior se disipaba lejano, sin interés. El mar y la noche realizan
esas liberaciones definitivas (99).

En suma, el viaje de Leiziaga, geográfico e interior, pone es-


pecial énfasis en las lagunas de su identidad y en particular pone
de manifiesto el olvido, fomentado por siglos de historia oficial
eurocentrada, del aporte indígena como elemento clave de la cul-
tura hispanoamericana. Ahora bien, este olvido originaría entre
otros el fracaso y el inmovilismo de esta sociedad de la cual Cu-
bagua se puede leer como paradigma. Leiziaga siente de manera
intuitiva la existencia de otro modo de vida. De ahí, se interroga en
cuanto a su manera de vivir y de pensar, o sea un momento de crisis,
de cuestionamiento de sus propios valores. La solución se la sugiere
su guía fray Dionisio: «¿No andas como él en busca de fortuna?
Todos buscan oro. Hay, sin embargo, una cosa que todos olvidan:
el secreto de la tierra» (34).
Dicho de otra manera, ¿no sería aquel secreto de la tierra
—es decir el reconocimiento de elementos propios del espacio
americano cuyos mitos permiten reactivar el recuerdo— un nuevo
mito que Enrique Bernardo Núñez nos invita a profundizar a fin
de conseguir como fray Dionisio elegir vías más felices en cuanto
al enriquecimiento identitario, lejos de los espejismos de los bienes
materiales?: «hay mucho oro, pero el padre Dionisio dice que hay
algo más que oro, y lo creo. Yo lo llevo a veces» (100).

384
A modo de conclusión, podemos decir que Cubagua, obra
publicada en 1931, resulta ser un nouveau roman histórico avant la
lettre53, y que E. B. Núñez intenta demostrar que una nación cons-
truye su identidad a partir del discurso histórico. Cubagua destaca
desde luego como una contribución a la reflexión sobre la historia (ya
no como mero telón de fondo) y sobre la identidad, no solo de Vene-
zuela54 y de los venezolanos, sino también de toda la América hispá-
nica y de todos los hispanoamericanos. Sin embargo, esta novela
fue publicada en pleno apogeo del criollismo y conoció como otras
obras de la misma época (como La bella y la fiera de Rufino Blanco
Bombona) cierto ocultamiento sin duda por el estruendoso éxito
de Doña Bárbara de Rómulo Gallegos y luego la clamorosa re-
cepción de Las lanzas coloradas de Arturo Uslar Pietri. Por añadi-
dura, los aspectos novedosos de la obra de E. B. Núñez, entre los
cuales destaca el recurso a la intrahistoria, no fueron percibidos
o no alentaron justamente una acogida favorable.
Se deduce que esta otra mirada sobre la historia de los
hombres sin historia y sobre la cultura hispanoamericana tiende
a trascender el eurocentrismo de las crónicas. Según Enrique Ber-
nardo Núñez, la historia pasa por una relectura de los mitos, tanto
occidentales como orientales o precolombinos, y asegura mediante
este recuerdo contra el olvido, la dignificación del aporte indígena
que así facilita la resistencia frente al imperialismo norteameri-
cano, porque «es la iniciación de una lucha que no ha terminado

53 Esta obra anuncia varios años antes del boom las técnicas utilizadas luego
en la nueva novela histórica, llamada también «neonovela histórica» o «no-
vela histórica contemporánea». Pensamos en particular en El reino de este
mundo (1949) de Alejo Carpentier, pero los críticos suelen considerar que
hay que esperar a los años 60 para que aparezca dicho movimiento con
toda su fuerza llamativa. Véanse Seymour Menton, La nueva novela his-
tórica de la América Latina, México, Fondo de Cultura Económica, 1993,
y Fernando Moreno, «La historia recurrente y los nuevos cronistas de In-
dias (sobre una modalidad de la novela hispanoamericana actual)», Acta
Literaria 17, 1992, pp. 147-156.
54 Indica Noé Jitrik en Historia e imaginación literaria: las posibilidades de un
género, Buenos Aires, Biblos, 1995, que la meta de la novela histórica tradi-
cional en América Latina estriba en facilitar la percepción de las identidades
y comprender mejor los orígenes.

385
aún, que no puede terminar» (51). Esta manera de reconsiderar la
historia, como nos invitó más tarde Michel de Certeau a hacerlo,
se lleva a cabo al introducir el pasado en el presente en vez de
hacer que los personajes se encontraran en el pasado para dar así
un mayor efecto realista.
Obviamente la verdad es múltiple con la combinación de dis-
cursos —o sea el recurso a la heteroglosia— de espacios y de tem-
poralidades, así como el recuerdo de mitos que permite abordar
mejor mediante una vuelta hacia los orígenes de la formación de la
identidad hispanoamericana.
Frente a los silencios de la historiografía, E. B. Núñez pri-
vilegia a los héroes de abajo (no comunes) y valoriza así la cultura
indígena. Pone de relieve la historia y sus repeticiones y vuelve
a utilizar el tema del viaje mítico de un héroe —que transmite a
la sociedad su mensaje—55 correlacionado con el de la búsqueda
de identidad. Su visión del palimpsesto temporal rompe en efecto
con el tiempo lineal cristiano y positivista, y concurre a trans-
formar el viaje del protagonista Leiziaga56, desdoblado en conde
de Lampugnano, en un viaje iniciático, de estructura mítica, que
le permite renacer al comprender mejor la historia de su país.
Cuando vuelve a utilizar en Nueva Cádiz (cap. III) el tema bí-
blico de la ciudad maldita que Dios, enfadado, quiso destruir, así
como el tema del diluvio (cap. V), E. B. Núñez parece anunciar
a partir de esta ciudad y a partir de la isla de Cubagua la destruc-
ción de Venezuela por la explotación petrolífera (que empezó en
la época de Núñez) por los norteamericanos: «El mundo se hace y
deshace de nuevo. Las ciudades se levantan sobre las selvas y estas
cubren después las ciudades» (66).
Al cuestionar el pasado y los modos tradicionales de la na-
rrativa histórica, al ficcionalizar la historia a partir de la reescritura
de los mitos, E. B. Núñez a la vez hace énfasis sobre la resistencia
indígena y la explotación que conocieron. Indudablemente, este

55 El barco en el cual se va Leiziaga se llama El Faraute, es decir «el traductor»,


lo que participa de la dimensión simbólica del viaje del protagonista.
56 ¿Cómo no relacionar dicho viaje con el del protagonista de Los pasos perdidos,
o sea un viaje hacia el pasado de América del Sur?

386
diálogo de las temporalidades (siglos XVI y XX) transcribe un
deseo de liberarse de las distorsiones de la historia oficial, escrita
por los vencedores según sus intereses económicos y políticos,
o sea una historia colonizada. Así pues, E. B. Núñez, de manera
muy moderna para su época, desarrolla un método de defensa de los
pueblos sin historia escrita para que puedan escaparse de la depen-
dencia de los héroes del margen, de los olvidados de la historia tra-
dicional57. Nos proporciona también en Cubagua una reflexión sobre
la reescritura como práctica del escritor, como una constante aper-
tura, incesante binomio entre el mismo y el otro. La díada «mito y
reescritura» resulta ser fecunda sobre todo si consideramos, como
Gilbert Durand, que la literatura es un departamento del mito58.
Obviamente, el mito da paso a nuevas perspectivas porque no solo
se trata de recordar tiempos originarios, pasados ancestrales, sino
también de descifrar mejor nuestro tiempo.

57 Osvaldo Larrazábal Henríquez considera que la filosofía de Núñez con-


siste en rechazar una historia falsificada y desear que los pueblos consigan
mirar hacia atrás para que puedan mejorar el porvenir. «El pensamiento
trascendente de E. B. Núñez», en Novelas y ensayos, Caracas, Biblioteca
Ayacucho, 1987, pp. 147-155.
58 Le Décor mythique de la Chartreuse de Parme, París, Corti, 1961, p. 12.

387
El caribe insular venezolano en tres voces:
La intrahistoria en Enrique Bernardo
Núñez, Renato Rodríguez
y Francisco Suniaga*
Aura Marina Boadas

E scritores y estudiosos de las literaturas caribeñas como Ana


Lydia Vega, Edouard Glissant, Raphaël Confiant, Derek
Walcott1, por solo citar una referencia por cada contexto lingüís-
tico, coinciden en reconocer que muchas obras literarias de la
región privilegian el tema histórico, como un recurso para acceder
a los elementos constitutivos del pasado, tiempo de grandes gestas
expansionistas y colonialistas en la historia oficial, en las que
buena parte de los caribeños no logra determinar su participación.
De las reflexiones de estos autores se desprenden varios cues-
tionamientos como la omisión o tergiversación de hechos históricos
(período prehispánico y trata), la construcción de panoramas gene-
rales que subestiman las particularidades (revueltas, solidaridades),

* La primera versión de este trabajo fue presentada en la XXXI Reunión


de la Caribbean Studies Association (CSA). Puerto España, 29 de mayo
al 2 de junio 2006. Una versión ampliada apareció en la revista Akademos
12 (1), Caracas, Comisión de Estudios de Postgrado, Facultad de Huma-
nidades y Educación, UCV, 2010, pp. 53-81.
1 Ana Lydia Vega, «Nosotros los historicidas», en varios autores, Historia
y literatura, San Juan de Puerto Rico, Editorial Postdata, 1995, pp. 21-38;
Raphaël Confiant, Jean Bernabé, y Patrick Chamoiseau, Éloge de la créolite/
In Praise of Creoleness, París, Gallimard, (1989) 1993; Edouard Glissant, Le
discours antillais, París, Seuil, 1981; Derek Walcott, «La musa de la historia»,
Fractal 4 (14), julio-septiembre 1999, pp. 33-66, recuperado en http://www.
fractal.com.mx/F14walco.html

389
la adopción de paradigmas europeos para las periodizaciones en des-
medro de los hechos locales, el privilegio de fuentes escritas en de-
trimento de fuentes orales. En este sentido, como lo señala Derek
Walcott, «la desmemoria es la verdadera historia del Nuevo Mundo»2.
Por ello, la develación de los hechos olvidados u ocultados,
la reconstrucción de las relaciones históricas, la revaloración de
hechos, con miras a recuperar la memoria perdida a la que alude
Walcott, es la tarea que han asumido estos escritores mencio-
nados. No lo hacen para dar explicaciones que alivien las culpas
o promuevan las venganzas, sino con el deseo de llenar vacíos
inexplicables y de tener un papel en la construcción de la historia
y, por ende, del propio país. Los escritores tienen un papel funda-
mental en esta tarea de recuperación de la memoria:

Como la memoria histórica ha quedado con demasiada frecuencia


tachada, el escritor antillano debe «hurgar» en esta memoria, a
partir de las huellas a veces latentes que ha percibido en la realidad3.

Escribir podría ser, entonces, ese intento de armar el rom-


pecabezas histórico, no precisamente en los archivos ni en las es-
tadísticas, sino desde la propia biografía del escribiente, a través de
los dramas vividos y los cuentos escuchados en las memorias so-
ñolientas que despiertan las voces y los objetos en las imágenes del
tiempo que cargan sin saberlo las palabras en los baúles rebosantes
de obsesiones de nuestra propia fabulación4.

Seule la connaissance poétique, la connaissance romanesque,


la connaissance littéraire, bref, artistique, pourra nous déceler,
nous percevoir, nous ramener évanescents aux réanimations de la
conscience5.

Al asumir que la configuración geográfica de la cultura cari-


beña puede explicarse a través de círculos concéntricos que parten
2 Ob. cit., pp. 33-66.
3 El discurso antillano, Caracas, Monte Ávila Editores, (1981) 2005, p. 176.
4 Vega, ob. cit., p. 29.
5 Raphaël Confiant et al., ob. cit., p. 38. 

390
de las islas y se extienden hacia el continente, las islas venezolanas
se colocan en el «epicentro», según la denominación de Luis Ál-
varez y Margarita Mateo6, y por ende, podemos plantearnos el
análisis de varias obras venezolanas para determinar, no su interés
por la historia pues este será un criterio de selección del corpus,
sino las estrategias que utilizan los escritores para la recuperación
de una memoria histórica que ha sido desestimada.
Para el presente trabajo hemos escogido tres obras: Cubagua7
de Enrique Bernardo Núñez (1895-1964), Ínsulas8 de Renato Ro-
dríguez (1927-2011) y La otra isla9 de Francisco Suniaga (1954).
Estas novelas presentan como rasgos comunes el espacio en el
que están ambientadas las acciones —las islas venezolanas de Cu-
bagua y Margarita— y la tendencia a develar diferentes versiones
de lo que se cuenta. El espacio insular establecido como marco de
las acciones en las novelas mencionadas no es una mera ambien­
tación, por el contrario, es parte del proyecto de recuperación de
la memoria que se desarrolla en sus páginas. Así lo deja entrever
Daniel Maximin, cuando afirma: «La Nature dans la Caraïbe
n’est pas un décor, c’est un personnage central de son histoire»10.
La intertextualidad es otro elemento que permite relacionar
estas obras: Ínsulas de Rodríguez presenta como epígrafe inicial un
texto tomado de la novela Cubagua de Enrique Bernardo Núñez11.
Si asumimos —como lo ha explicado Gérard Genette— que un
epígrafe es «un geste muet dont l’interprétation reste à la charge du
lecteur»12, entonces, podemos leer este «gesto» que se materializa
en una cita como un reforzamiento del espacio insular Cubagua/

6 Luis Álvarez y Margarita Mateo Palmer, El Caribe en su discurso literario,


Santiago de Cuba, Editorial Oriente, 2005, pp. 72-76.
7 Caracas, Monte Ávila Editores Latinoamericana, 1996.
8 Caracas, Fundarte - Alcaldía de Caracas, 1996.
9 Caracas, Oscar Todtmann, 2005.
10 Daniel Maximin, Les Fruits du Cyclone. Une Géopoétique de la Caraïbe,
París, Seuil, 2006, p. 81.
11 «Una parte de su vida se derrumbaba sobre la otra. El mundo anterior
se disipaba lejano, sin interés. El mar y la noche realizan esas liberaciones
definitivas». En Renato Rodríguez (I: 7).
12 Seuils, París, Seuil, 1987, p. 159.

391
Ínsulas; como una alusión a lo que representa la novela Cubagua, es-
pacio ficcional en el que se incorpora un metadiscurso sobre el his-
toriar; como una suerte de comentario o iluminación del contenido
de la novela receptora de la cita en cuanto a la existencia de una rea-
lidad dual (vida/otra vida; hoy/ayer). De esta forma la presencia del
elemento insular y la intertextualidad orientaron nuestra selección
para el corpus, pues tenemos la percepción de que en estas obras
se construye una historia particular.
La narración de acontecimientos locales o de nuevas ver-
siones de lo oficial vehicula la percepción de algunos personajes
acerca de una historia vivida y, aunque provienen de una autoría
individual, en estas obras es la visión de un colectivo la que se pone
de manifiesto. Estas fluctuaciones en el paradigma que debe regir
la escritura de la historia ha sido objeto de un amplio debate —que
antes de llegar a la literatura se había iniciado entre los historia-
dores desde hace varios siglos, especialmente, en el siglo XIX—13,
en torno a nociones como verdad, ficción, biografía, narración.
Desde una perspectiva literaria son muchos los teóricos que se han
ocupado de sistematizar y aportar herramientas de trabajo a los
críticos, para abordar la ficcionalización de la historia. Las de-
nominaciones marcan las diferentes orientaciones de esta reflexión:
novela histórica, nueva novela histórica, metahistoria, micro­
historia y la intrahistoria14. Para nuestro trabajo asumiremos la pers-
pectiva de Luz Marina Rivas (2000), quien, a partir de intelectuales
como Raymond Williams, Hayden White, Michel de Certeau, Paul
Ricœur y J. M. Briceño Guerrero, propone la noción de intrahistoria
(denominación que tiene como antecedente a Unamuno y a otros
autores que lo han reinterpretado, como Roa Bastos), y presenta es-
trategias de escritura que pueden ser adoptadas como categorías
operativas para una lectura crítica de las obras literarias.

13 Kohut hace un recuento sobre la evolución del debate sobre la Historia en


tanto disciplina, sus objetivos y sus métodos. Véase Karl Kohut, «Mirando
el huerto del vecino: los historiadores frente a lo literario», Estudios 9,
Caracas, Universidad Simón Bolívar, julio-diciembre, 2001, pp. 57-88.
14 La revisión detallada de estos diferentes acercamientos teóricos es hecha por
Luz Marina Rivas en el primer capítulo de La novela intrahistórica: tres miradas
femeninas de la historia venezolana, Valencia, Universidad de Carabobo, 2000.

392
Nos interesa esta perspectiva doblemente, primero, por ser
producto de una elaboración local a partir de un corpus venezolano.
Estimamos que un enfoque crítico como el presente puede aportar
matices particulares y, al utilizarlo para analizar otro corpus, podemos
reflexionar sobre su alcance. En segundo término, nos motiva a pro-
fundizar en la afirmación de Rivas en el sentido de que la intrahistoria
«parece ser una tendencia más marcada entre las escritoras que entre
los escritores»; aunque «no es privativa del género femenino»15. Obser-
varemos cómo operan las categorías de análisis propuestas para ana-
lizar nuestro corpus, conformado por obras de escritores venezolanos.
Para Luz Marina Rivas

La intrahistoria es […] una visión de la historia desde los már-


genes del poder y tiene como protagonistas a personajes cuya ten-
sión entre espacio de experiencia o habitus y horizonte de espera
resulta en una conciencia del subalterno de un pasado y de un
futuro muy distantes a los de la historia oficial16.

Esta visión desde los márgenes se construye, como decíamos


antes, a partir de una serie de estrategias que Rivas17 condensa en
cuatro orientaciones: 1) la focalización desde abajo, desde donde
se ficcionaliza la historia de lo cotidiano; 2) la apropiación de los
discursos de la intimidad (diarios, testimonios, relatos autobiográ-
ficos); 3) la incorporación de lenguajes y formas de la cultura popular
(oralidad, mito, distintas formas de la cultura de masas); 4) la meta-
historia que da cuenta de la revisión y la impugnación de la historia
oficial (ironía, sátira, dolor, sensación de pérdida, temática de fracaso).

Focalización «desde abajo» desde donde


se ficcionaliza la historia de lo cotidiano

Los narradores de las novelas que nos ocupan presentan diferencias:


en Cubagua hay un narrador externo que deja oír recurrentemente
15 Ob. cit., p. 40.
16 Ibid., p. 58.
17 Ibid., p. 65.

393
otras voces mediante la inserción de diálogos entre los personajes;
en Ínsulas, hay un narrador-personaje que podríamos calificar
como un individuo errante que expone diferentes hechos que le
han acontecido; en La otra isla el narrador es externo, en pocas
ocasiones da paso a otros narradores e incorpora las anotaciones
que hace uno de los personajes en una libreta.
Se observan puntos de contacto y el más resaltante es la mi-
rada que los narradores posan sobre su entorno, la cual dista mucho
de ser la de la oficialidad. Muy por el contrario, gracias a su me-
diación estamos a la escucha de migrantes, tripulantes de embar­
caciones, vendedores ambulantes, empleados…, quienes dan cuenta
de su cotidianidad.
Esta mirada poco convencional sobre el hecho histórico ha sido
ampliamente estudiada por los historiadores de diferentes latitudes
(Francia, Italia, México, entre otros), y el debate sobre la denomina-
ción de este enfoque ha sido recogido por el estudioso mexicano Luis
González (1972), quien luego de explicar diversos acercamientos (mi-
crohistoria, petite histoire, historia regional, historia urbana, historia
anticuaria), propone una expresión:

¿Y por qué no darle a la criatura un nombre que nadie ha usado?


A primera vista lo insólito cae mal. La idea de llamarle historia
patria a la del ancho, poderoso, varonil y racional mundo del padre
quizá fue mal recibida en los comienzos. Patria y patriota ya son
palabras de uso común. Matria y matriota podrían serlo. Matria,
en contraposición a patria, designaría el mundo pequeño, débil,
femenino, sentimental de la madre; es decir, la familia, el terruño,
la llamada hasta ahora patria chica. Si nos atrevemos a romper
con la tradición lingüística, el término de historia matria le viene
como anillo al dedo a la mentada microhistoria. El vocablo de
historia matria puede resolver el problema de la denominación18.

18 Luis González, «El arte de la microhistoria». Ponencia presentada al


Primer Encuentro de Historiadores de Provincia, San Luis Potosí, 26 de
julio de 1972. Recuperado en: http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/sites/
fondo2000/vol1/otra-invitacion/html/1-html. Énfasis nuestro.

394
Siguiendo a González, cuando afirma que la historia ma-
tria se ocupa del mundo de «la familia, el terruño, la llamada hasta
ahora patria chica»19 constatamos que esta es la óptica que priva en
las obras que estudiamos. Los hechos son narrados desde una pers-
pectiva alternativa a la tradicional, que deriva de una focalización
de los hechos desde la región insular, que pasa entonces a ser el
centro de interés de los personajes, todo gira en torno a los sucesos
que acontecen allí en la isla, inaugurándose así el relato de la historia
propia, de la zona.
De los hechos narrados se desprenden varios centros de in-
terés. Por una parte, se representan acontecimientos como la lle-
gada a la isla de Margarita del primer avión (I: 25) y del circo (I: 43),
la aparición de una epidemia de parálisis infantil (I: 43), el funcio-
namiento de las galleras (OI: 154 et al.), la sequía y la sed (C: 39),
el abandono de la isla de Cubagua (C: 55) y el ciclón del año 33
(I: 37). En todos estos hechos escuchamos la voz de quien los vive
y comparte su experiencia. En Ínsulas, por ejemplo, el narrador re-
cuerda como a raíz de la epidemia de parálisis infantil estuvo confi-
nado en su casa, sin ir a la escuela, lo que al principio lo sumió en una
intensa soledad, que luego se transformó en una gran libertad para
andar por toda la casa y el patio, rodeado de animales domesticados
y hacer lo que le viniera en ganas. Todos estos acontecimientos que
pueden parecernos intrascendentes marcaron la vida de la isla en ese
período. Esto nos hace pensar en el alerta que hace Edouard Glis-
sant en El discurso antillano cuando afirma que uno de los grandes
problemas de nuestros países es que se asumen como propios acon-
tecimientos y periodizaciones que son ajenos a la propia realidad:

el pueblo antillano no vincula el conocimiento de su país a una


datación, aun mitificada de ese país, y que así la naturaleza y la
cultura no han formado para él ese todo dialéctico del que un
pueblo saca el argumento de su conciencia 20.

19 Idem.
20 Ob. cit., p. 174.

395
Por otra parte, se encuentran los extranjeros quienes son ob-
jeto de diversas descripciones: se les asimila a los colonizadores
en la época colonial y se les identifica como turistas en la actual.
A todos estos personajes se les responsabiliza de la devastación de
la Isla, así se inicia una línea que, como lo veremos más adelante,
traza un continuum entre pasado y presente, dejando abierta la
posibilidad de su prolongación hacia el futuro.
Otro elemento que deriva de un sentir regional, y es común
a las obras analizadas, es la referencia al viaje y al exilio. Según
plantea Michaelle Ascencio, estos son temas recurrentes en la re-
gión del Caribe, no solo en la literatura, sino en los hechos pues
muchos escritores viven fuera de su país de origen21. Acota As-
cencio que el viaje, en tanto motivo literario, asume en la narrativa
caribeña las coloraciones del exilio22. Esta asociación del viaje con
otros desplazamientos también la presenta Nara Araújo cuando
afirma que:

El viaje en las islas del Caribe fue origen y es finalidad. Su his-


toria comenzó con el viaje, su tejido cultural se trenzó con el viaje,
su fatalidad está asociada a un periplo, trashumante. Nomadismo
y errancia, tópicos alusivos al desplazamiento son inherentes a la
esencia caribeña —si esta existe—, pues la caribeñidad es una
elección personal, una toma de posición más que una ontología.
El viaje en las islas del Caribe es principio y fin de ciclos vitales,
procesos renovadores; fuente vital, sostén y ensanchamiento de
fronteras, evasión y negación, peregrinaje; regreso accidentado
de Ulises y del Hijo Pródigo23.

En las novelas de nuestro corpus el viaje se emprende por


razones diferentes, como bien lo explican los personajes: para unos
es una pulsión irrefrenable en todos los insulares, pues la isla opera

21 El viaje a la inversa (acerca del exilio en la novela antillana), Caracas, Fondo


Editorial de la Facultad de Humanidades y Educación, Universidad Central
de Venezuela, 2004, p. 12.
22 Ibid., p. 13.
23 La huella y el tiempo, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 2003, pp. 92-93.

396
como una prisión de la que hay que huir; para otros el exilio es
la ruta para alcanzar mejoras económicas, bien sea en la industria
petrolera o en otros trabajos en la capital; y para un tercer grupo,
se trata de un imperativo, pues son perseguidos por sus ideas y ac-
ciones políticas. Las tres novelas son generosas en referencias de
este tipo y, en cada una de ellas, existe un personaje que ha estado
en el exterior y es capaz de contrastar sus creencias con las de otras
latitudes. Nuevamente, asociamos la voz de Nara Araújo a nuestra
reflexión pues encontramos en sus palabras una sistematización de
la tendencia al desplazamiento, tópico contenido en las obras que
estudiamos. Señala la estudiosa cubana que

Las formas y designios del viaje podrán variar —exploración


geográfica y búsqueda del objeto del deseo, retorno al país natal
y viaje a la semilla, memoria afectiva e inmersión imaginaria—,
pero el destino manifiesto de esta [sic] islas es el de expulsar
y atraer a propios y ajenos y en ese vaivén, propiciar el Viaje per-
manente, del mar, la tierra y el aire24.

La isla representada en las obras que estudiamos es una y


diversa al mismo tiempo:

Islas de ensueño y de la memoria que condensan los arquetipos de


la felicidad, islas opresivas y carcelarias, «isla-tema», verdadero hilo
conductor del botín artístico, literario y pictórico acumulado por
la cartografía imaginaria y real en que se representa la constante
del espacio caribeño25.

Las islas pueden ser objeto de diversas valoraciones; no obs-


tante, en las obras que nos ocupan pareciera privar la imagen del
espacio insular como confinamiento, lo que marca directamente
las percepciones y acciones de los personajes, que buscan alejarse
de ese espacio.

24 Ibid., p. 93.
25 Fernando Aínsa, Espacios del imaginario latinoamericano. Propuestas de
geopoética, La Habana, Editorial Arte y Literatura, 2002, p. 35.

397
Antes aludimos a la recurrencia de la imagen del «extran-
jero», ahora podemos identificar el mismo procedimiento en el
caso de la imagen del «viaje», cuyos orígenes remontan al viaje ori-
ginal desde África. Ascencio marca también esta línea a través del
tiempo cuando afirma que «el exilio en la novela antillana con-
temporánea no solo es el reflejo de la realidad, representación, sino
que se hace eco de ese exilio primordial: el exilio de los africanos
negros de su tierra para venir a América a trabajar como esclavos
en la plantación»26. El hilo conductor constituido por viaje y exilio
atraviesa varios siglos en las novelas que nos ocupan, lo que abre
un camino para ficcionalizar la historia de lo cotidiano, la cual se
construirá al compás de las vivencias de los personajes.

La apropiación de los discursos de la intimidad

Las referencias a la historia local asumen un tono íntimo en


nuestro corpus, a partir de ciertas estrategias discursivas como
la inclusión de marcas autobiográficas, diarios, conversaciones
y testimonios.
En Cubagua coexisten diferentes tipos de texto: mitos, in-
tertextos literarios, crónicas, entre otros, que contienen desde
miradas particulares hasta escenas de la historia colonial y neoco-
lonial. Particularmente queremos referir cómo se confrontan las
versiones, a partir del dialogismo que se genera en el texto. Así,
desde lo que podríamos denominar testimonios, se cuestiona la
mirada contenida en los intertextos.

He aquí lo que el poeta J. T. Padilla ha dicho de su isla: «Marga-


rita es tierra de flores, tierra bella, isla de perlas. Una sola perla es
Margarita nacida del mar en un tierno ocaso del mes de abril. La
palmera crece en sus valles, valles graciosos que sonríen al viajero».
Pero el poeta nada dice de la miseria de los labriegos, ni de sus valles
áridos. Por eso Padilla y su isla de mueren de hambre (C: 13-14).

26 Ob. cit., p. 113.

398
En otra escena, fray Dionisio cuestiona la información con-
tenida en una cita del libro Viaje a la parte oriental de Tierra Firme
en la América Meridional de Francisco Depons sobre el agotamiento
de los ostrales:

Depons habla de la extinción completa de los ostrales, lo cual


fue, según él, de gran beneficio para la agricultura. Fray Dionisio
mueve la cabeza en una afirmación burlona:
—Los placeres no se agotaron nunca (C: 32).

Los testimonios que aportan los personajes contrastan cla-


ramente con las versiones ofrecidas por los intertextos (relatos,
crónica), lo que introduce en la novela una crítica hacia esas otras
formas de escritura que representan la realidad. Se muestra como
esos textos que provienen de fuentes escritas pueden ser cuestio-
nados y enmendados desde la experiencia de los propios personajes.
Esto es posible por la estructura temporal de la novela (Cubagua)
que, a partir de un espacio concreto, la isla de Cubagua, recorre
varios siglos. Lo que para unos personajes son hechos del pasado,
por tanto Historia que se narra; para otros, son hechos de la coti-
dianidad que se cuenta y sobre los que se puede dar un testimonio.
De los ejemplos antes mencionados, nos interesa resaltar los
discursos y las voces que quedan en entredicho. Uno de los inter-
textos proviene de una obra literaria que, por su condición de texto
ficcional, no aspira a dar cuenta de una verdad histórica, social
o política; el otro texto, es una relación de viajes, cuya vocación
es documentar una realidad desconocida para quien narra. En
cuanto a las voces que llevan el discurso también encontramos si-
tuaciones extremas, el poeta es nativo de la isla de Margarita, el
cronista es extranjero. No parece haber una condición ideal para
formular un discurso sobre la isla, y esto nos acerca a las obser­
vaciones de Douglas Bohórquez, cuando afirma que en Cubagua
se da una intrahistoria, un «discurso ficcional, una enunciación de
una forma artístico-verbal que explora, al lado del sueño, de los
mitos, de la crónica, la dimensión secreta de la Historia»27.
27 Escritura, memoria y utopía en Enrique Bernardo Núñez, Caracas, La Casa
de Bello, 1990, p. 62.

399
Ínsulas no es lo que podemos llamar con propiedad una au-
tobiografía, pues en ningún momento el personaje-narrador es
llamado por el nombre del autor; sin embargo, hay una serie de
marcas que coinciden con lo que públicamente se conoce de Re-
nato Rodríguez. Entre otras, las ciudades en las que ha habitado:
París, Nueva York, Hamburgo…; escenas de su vida que ha con-
tado en entrevistas y que encontramos en sus novelas como el viaje
en El Colombie, barco de la Compagnie Generale Trastlantique
Française, comandado por Joseph Ropars28.
Estamos entonces ante lo que Philippe Lejeune denomina
una «novela autobiográfica», categoría en la que este crítico reúne

[…] todos los textos de ficción en los cuales el lector puede tener
razones para sospechar, a partir de parecidos que cree percibir,
que se da una identidad entre el autor y el «personaje» mientras el
autor ha preferido negar esa identidad o, al menos, no afirmarla29.

La elección de estos recursos en el relato, genera un tono


confesional que da cuenta de la identificación de quien habla con

28 «Bailé “Nunca en Domingo” en la isla de Guadalupe. Allí quería viajar en


El Colombie. Fui a Guadalupe, abordé El Colombie y compartí el cama-
rote del capitán Joseph Ropars, un martiniqueño. Él llevaba una caja de
ron. Me dijo “Mira amigo, esta caja de ron tenemos que bebérnosla porque
a la aduana no la dejan entrar”. Viajamos muy felices y las “doce mucha-
chas” nos duraron todo el trayecto hasta Inglaterra». Tomado de la entrevista
a Renato Rodríguez realizada por Wilfredo Carrizales y publicada con el tí-
tulo de «Al norte del ecuánime Renato», en Ciudad Letralia, recuperada en:
www.letralia.com/ciudad/carrizales/renato.htm. Publicado en septiembre
de 2005. En la novela Ínsulas se puede leer: …«me levanté de mi yacija
y emprendí el camino de Pointe a Pitre. Desde un altozano miré la mar,
la entrada de la rada, y vi surcándola lenta y majestuosamente, tal como era
su forma característica de navegar al hacer su entrada a puerto, al hermoso
barco blanco que alimentaba mis sueños de niño y que iba a conducirme, así
fuera en tercera clase, hasta la Métropole, le bateau Colombie, comandado por
Joseph Ropars, el último de sus capitanes […]». (I: 94-95)
29 Philippe Lejeune, «El pacto autobiográfico», en Ángel G. Loureiro
(comp), La autobiografía y sus problemas teóricos, Suplemento de la revista
Anthropos 29, España, diciembre, 1991, p. 52.

400
lo que está contando. El lector está así a la escucha de una serie de
vivencias que le llegan «de primera mano». En Ínsulas, destacan
particularmente los pasajes de la infancia y adolescencia del perso-
naje en los que este se relaciona con personas que llegaron a su casa
para trabajar. El primero fue Ismael, un indio guarao (I: 13-15), la
segunda, Ponciana, «una negra alta, fuerte y hermosa» (I: 44).
El personaje-narrador nos da acceso a la historia de Ismael
—nombre que sustituyó su apelativo original y que adquirió una
vez que fue bautizado— quien llegó a la isla, luego de unas guerras
tribales en tierra firme. La presencia de Ismael no deja de ser exó-
tica para el narrador, quien lo compara con Viernes, el aborigen
que acompañó a Robinson Crusoe, luego del naufragio: «¿Qué
sabía uno después de todo, y entonces, de las cosas de los indios
guaraos?» (I: 14). Sin embargo, a pesar de esa distancia cultural, no
se presentan conflictos. Se cuenta la vida de Ismael en la Isla y su
relación con los dueños de casa; también se destacan algunas de sus
actitudes atribuidas por el narrador a su origen indígena: prácticas
medicinales, no dejarse tomar fotografías, entre otras.
Ponciana se convierte en una obsesión para el narrador-perso-
naje. Siendo aún un niño, la observaba mientras lavaba y planchaba.
En una ocasión, se cayó mientras trataba de captar su atención,
y esto constituyó su «pasaporte» para caer en los brazos de Ponciana,
quien mitigó suavemente su dolor, luego continuó consolándolo por
las noches hasta que la dueña de casa se enteró y la despidió. Estas
referencias a Ponciana nos llevan a la imagen de la mujer negra aso-
ciada a la sexualidad. En la segunda parte del texto titulada «Gua-
dalupe», se relaciona nuevamente a los negros con la sexualidad.
Sin embargo, la representación trasciende esta imagen y va mucho
más allá, pues al encontrarse en tierras con una población mayori-
tariamente negra (varias islas del Caribe), el narrador está ante una
realidad mucho más rica y variada, donde él no percibe el racismo.
El narrador-personaje de Ínsulas posa una mirada amable, de
interés hacia los «otros» representados por Ismael y los habitantes
de la isla de Guadalupe y otras islas de su periplo. El narrador presta
atención a la diferencia y, lejos de encasillar en estereotipos más
o menos tradicionales a estos seres que le resultan ajenos, prefiere
observarlos y tratar de entender su proceder.

401
En La otra isla podemos acceder de forma privilegiada a la
intimidad de los personajes, gracias a la inserción de textos prove-
nientes de una libreta de notas. Las referidas anotaciones, suerte
de diario de Wolfgang Kreutzer el alemán que se residenció en la
isla de Margarita, recogen su experiencia como gallero e incor-
poran también una serie de reflexiones sobre la sociedad que lo
ha acogido. El caso en torno a su muerte, que queda sin resolu-
ción policial, está explicado —desde nuestra perspectiva— en las
páginas de la libreta, a través de una serie de imágenes. La prác-
tica gallística en la que se adentra Wolfgang Kreutzer constituye
una metáfora de la dinámica sociohistórica que rodea al personaje.
Abundan las referencias a la violencia y como esta permea todos
los espacios:

Más peligrosa [que la pelea de gallos], sin duda, era la violencia en


las gradas, una violencia palpable que estaba allí como una ola
a punto de romper pero que se quedaba suspendida, sin hacerlo,
por alguna razón contraria a la naturaleza. Lo impedía esa ca-
sualidad, ese mecanismo mágico que existe en esta isla, el que
deja a la vida y a la muerte en manos de la buena fortuna y pareciera
estar detrás de todas las cosas. (OI: 188).

Wolfgang no comprende muchas de las situaciones que su-


ceden a su alrededor. Incluso llega a afirmar: «[…] por lo que en-
tendí, no hay ninguna lógica en estas proporciones, pero en este
juego, y en muchas cosas de aquí, simplemente no hay lógica»
(OI: 189). Al consignar en la libreta sus impresiones sobre el en-
torno da cuenta de dos percepciones diferentes sobre los hechos:
la mirada de los locales y la suya. Cuando en uno de los com-
bates su gallo intentó huir, Wolfgang tuvo la intención de pro-
tegerlo, mientras en la gallera esperaban que lo degollara. Se oía
decir: «Con razón se huyó el gallo, la cobardía como que se le
pegó del dueño» (OI: 234). Las imágenes del gallo blanco con el
gallo alemán (Wolfgang) se cruzan (id.) y el gesto que se exigía
a Wolfgang —que simplemente desechara al animal—, se con-
virtió de pronto en una escena grotesca cuando tiró del cuello del
animal hasta desprenderle la cabeza y quedar cubierto de sangre.

402
Lo que los galleros realizaban como un gesto simbólico en el sen-
tido de eliminar el animal que no sirve para la lidia, ni para la cría,
Wolfgang lo asume, plenamente, con un acto que pretende lavar
el honor. Todos estos datos que tomamos de las libretas, nos per-
miten leer en paralelo la situación de los gallos y la historia de
Wolfgang; por eso podemos presumir que la muerte del personaje
bien puede ser su forma de manifestar su derrota. Estos textos
de la libreta de Wolfgang comentan el comportamiento de un co-
lectivo insular, sus añoranzas y expectativas, su manera de entender
la vida y de actuar. Todo ello, puesto en evidencia, por el contraste
que ejerce la comparación con el personaje alemán.
Los discursos de la intimidad tienen la particularidad de re-
cuperar algo que ya no está presente. De la autobiografía se dice
que es «la última oportunidad de volver a ganar lo que se ha per-
dido»30 y del diario que su «valor reside en el hecho de ser un re-
cuerdo fiel del pasado»31. Se observa entonces que hay dos líneas
temporales una que va al pasado y otra que lee el pasado desde el
hoy, lo que establece un puente.
Los discursos de la intimidad cumplen en las obras del
corpus algunas funciones bien precisas. Una línea temática que se
desprende de esos textos es la relativa a las diferencias culturales;
se ponen de manifiesto las miradas cruzadas y las valoraciones
hacia el comportamiento del otro. Particularmente esto se hace
mediante la representación de diferentes grupos humanos (am-
pliamente en unas y de forma referencial en otras), con especial
atención a aquellos que tradicionalmente se han considerado en
el origen la nacionalidad venezolana: europeos, africanos e indios
de América.
Hay referencias a los españoles, tanto a los del período co-
lonial, como a sus descendientes en el siglo XX, y resulta intere-
sante la múltiple valoración que de ellos se hace: se alude a sus
desmanes durante la Conquista y la Colonia (I: 20), a sus triunfos

30 George Gusdorf, «Condiciones y límites de la autobiografía», en Loureiro,


ob. cit., p. 14.
31 Karl J. Weintraub, «Autobiografía y conciencia histórica», en Loureiro,
ob. cit., p. 21.

403
en Europa (C: 47); pero también a la nostalgia de sus mujeres
(C: 45) y a la condición de mendigos de muchos de ellos en el
Nuevo Mundo (C: 45).
Los negros son representados de forma similar, a partir
de la rememoración de la esclavitud-trabajo (C: 43-44), separa-
ción de hombres y mujeres (C: 50); de la mujer negra asociada
a la sexualidad, pero en este caso de mutuo acuerdo (I: 44-45); y,
finalmente, mediante la presentación de escenas en la isla de St.
Marteen, donde el narrador puede observar cómo es la vida en
sociedades mayoritariamente negras (I: 75-79, 80).
Los indios, aborígenes del continente americano, también
están representados al referirse, entre otros tópicos, sus luchas en
contra de los españoles (C: 39); sus prácticas culturales-areítos
(C: 49), conocimientos de plantas curativas (I: 17); y sus alianzas
con los negros para llevar adelante rebeliones en contra de los espa­
ñoles. Todos estos aspectos se suman a la existencia de personajes
aborígenes en Cubagua y en Ínsulas.
En algunos casos, a esta alusión a los diferentes grupos hu-
manos que han sido considerados los pilares de nuestra nación, se
suma el sutil cuestionamiento de los estereotipos. Las imágenes
del blanco, como opresor; del negro, esclavizado y del indio, sal-
vaje y sumiso, dan paso a las tribulaciones que acosaban a los espa-
ñoles, cuando se encontraban en tierras americanas; a los negros en
condición de grupo mayoritario en algunas islas del Caribe, donde
pareciera no haber marcas de racismo; y finalmente, a la riqueza
y fortaleza de las culturas amerindias a través de sus prácticas sana-
torias y de la resistencia que emprendieron frente al colonizador. Al
relativizar las percepciones, el texto permite vislumbrar un nuevo
acercamiento a la historia colonial.

Incorporación de lenguajes y formas


de la cultura popular

Las novelas que estudiamos incorporan elementos fundamentales


extraídos de otros registros como la música, la oralidad, los mitos
y las prácticas culturales.

404
La música «suena» en Cubagua y en Ínsulas mediante la alu-
sión a autores y títulos, así como a través de la cita de letras de
canciones: música de los areítos (C: 27-28), merengues dominicanos
(I: 21), coplas (I: 22), música de flautas de cañamazo (C: 48), can-
ciones infantiles (C: 27-28), Barbarito Diez (I: 46), «María Cris-
tina me quiere gobernar» (I: 63), poemas con adaptaciones musicales
(I: 82). El rango cronológico es realmente amplio, pues los areítos se
atribuyen a las comunidades indígenas de origen, mientras que los
merengues referidos son del siglo XX.
La forma como el discurso narrativo se apropia de la mú-
sica es descrita por Álvarez y Mateo Palmer cuando afirman que,

la literatura caribeña, desde muy temprano, no solamente refleja la


intensidad musical de esta cultura, sino que también se inte­rre­
la­ciona de modo marcado con la música, recibe de ella motivos.
A veces, trata de ajustarse a estructuras musicales, a veces las re-
meda y recrea, o toma la creación musical como núcleo temático
de importancia. Pues la música, para muchos, es la expresión cul-
tural más sobresaliente de la región, la que goza de una mayor
popularidad y la que permite advertir, en el lenguaje universal de
las melodías y los ritmos, la esencial unidad del área…32.

Más que aludir a la intención de los autores, nos interesa co-


mentar las consecuencias de esta práctica que permite la recupera-
ción de la memoria cultural de un grupo o región. Señala Pausides
González que este tipo de obras «parte de referentes que en el es-
cenario de sus páginas, convocan al relato de una historia social de
la música popular latinoamericana»33. Estamos ante la construc-
ción de una historia alternativa que surge desde las emociones de
un colectivo que encuentran su materialización en la figura de los
intérpretes que circulan por las novelas que estudiamos.
En Ínsulas la partida de la mujer amada es recordada por el
personaje-narrador, en las voces del Trío Matamoros:

32 Álvarez y Mateo Palmer, ob. cit., p. 210.


33 La música popular del Caribe hispano en su literatura, Caracas, 1998, pp. 13-14.

405
Sufro la inmensa pena de tu extravío
siento el dolor profundo de tu partida
y lloro sin que sepas que el llanto mío
tiene lágrimas negras
tiene lágrimas negras como mi vida.

Y la canción me perseguía, me hería; esa y todas las canciones que


escuchaba eran un reproche a Ponciana por haberse ido (I: 51).

La identificación llega a tal punto que el personaje recuerda


una canción del mexicano Alfonso Ortiz Tirado y adapta la letra
a sus necesidades del momento:

Ponciana, mujer extraña


de mala entraña
que se me fue
destrozándome la vida
sin tu amor me moriré34.

Mediante esta práctica él se conecta con toda una tradición


regional que apela a la música para dar curso a los sentimientos
y buscar consuelo entre los amigos y familiares. Señala Antonio
Benítez Rojo que las obras que incorporan la música como referente
no solo se refieren a la música popular sino que también aluden al
contexto social que le da origen35, espacio que para González está
constituido por el barrio y el bar. No obstante, en las novelas que
nos ocupan la música trasciende la esfera amorosa a la que aludimos
antes cuando referimos las interpretaciones de Ortiz Tirado y del
Trío Matamoros, pues aparecen también canciones pertenecientes
a otros registros. Se oyen en Cubagua distintos cantos (C: 52, 80, 91);
particularmente rescatamos uno que muchos hispanohablantes han
tarareado alguna vez, pues es parte del acervo infantil:

34 Ibid., p. 52.
35 Antonio Benítez Rojo, «Música y literatura en el Caribe», Horizontes
XLIII (84), pp. 13-28. Recuperado en http://www.pucpr.edu/hz/007.html
[consulta: 23 de marzo de 2009].

406
Las tres carabelas,
las tres carabelas
que Colón tenía:
La Pinta, La Niña,
y La Santa María (C: 28, énf. original).

En Ínsulas se introduce otra canción:


tal como si fuera la lágrima del serafín que mienta la triste canción.
Margarita es una lágrima
que un serafín36 derramó
y al caer en hondo piélago
en perla se convirtió (I: 59-60).

El denominador común de todas las interpretaciones musi-


cales ficcionalizadas pareciera ser la partida y el abandono, mien-
tras los sentimientos que subyacen son la tristeza y la melancolía.
La oralidad que ya moldeaba las obras por la vía de la música,
se desarrolla plenamente mediante la inclusión de estrategias propias
del discurso oral. En Ínsulas, el narrador es un «echador de cuentos»
(o de «cachos» como él lo aclara) que narra una serie de aconteci-
mientos correlacionados por el hilo de su memoria y de asociaciones
libres que se presentan estimuladas por el entorno:

Me sabía de memoria como si hubiera sido un gramófono […] la


historia que Joche me había contado, el cacho que había echado,
más de una de esas noches en que los reuníamos, sudorosos des-
pués de jugar guataco, al pie del poste del alumbrado público
situado frente a su casa (I: 20).

En Cubagua la oralidad asume otra textura mediante la re-


ferencia a mitos de la región, como el de Amalivaca, quien es el
principal héroe cultural de los tamanacos —pueblo indígena de
filiación lingüística caribe— y creador del mundo, la naturaleza

36 En la versión oral de la canción se emplea «querubín», donde aquí se intro-


dujo «serafín».

407
y los hombres. Igualmente se refiere el surgimiento de una leyenda
a partir del deceso de una indígena, Cuciú, quien murió en la
hoguera para unos, mientras,

Otros dijeron […] que Cuciú no murió en la hoguera. Un adi-


vino la arrebató de las llamas convirtiéndola en garza, una garza
roja, y confundida con las otras se cierne sobre los caños en la
estación de las lluvias. (C: 43)

Para Douglas Bohórquez, el mito es el punto de partida uti-


lizado en Cubagua para cuestionar la Historia: «Desde esta puesta
en escena ficcional de lo mítico indígena Cubagua reinventa, rein­
terpreta, reescribe nuestro pasado y se proyecta sobre el futuro
a través de un renovador juego de planos narrativos»37.
Edouard Glissant señala que la historia se percibe hoy como
el paso de «lo Mismo» a «lo Diverso», lo que él mismo parafrasea
como el paso de una cultura impuesta a otra en la que los indivi-
duos se hacen presentes desde su particularidad, lo que implica la
revalorización de sus prácticas culturales, fuertemente caracteri-
zadas en el Caribe por la primacía de la oralidad38. De esta forma,
el paso de «lo Mismo» a «lo Diverso» es metaforizado por el paso
de lo escrito (que implica acopio y archivo) a lo oral (que privilegia
la transmisión)39. Estamos entonces ante una concepción diná-
mica de la cultura que reafirma su autonomía mediante el recono-
cimiento de sus ritos, mitos y creencias, entre otras prácticas.
Cuando la literatura, como es nuestro caso, se apropia de la
oralidad y la incorpora como una estrategia para acercarse a lo co-
lectivo, de cierta forma reconoce la condición diversa de las culturas
y dándole un nuevo estatus a los valores de la sociedad represen-
tada, ya que a través de los cuentos permea el sistema de valores del
grupo, mientras los mitos nos hablan de una percepción sobre la
constitución del mundo, el origen y destino de la comunidad. Es, en
definitiva, una forma alternativa de contar la historia.

37 Bohórquez, ob. cit., p. 45.


38 Ob. cit., p. 225.
39 Ibid., p. 228.

408
En La otra isla la cultura popular se hace presente mediante
otra estrategia —distinta a la incorporación de mitos y leyendas—
como es la textualización de las peleas de gallos, las cuales son
descritas en todos sus detalles, tanto en lo relativo a la práctica
misma como a sus efectos.
Al referirnos a la inserción en la novela de fragmentos del
diario que lleva Wolfgang Kreutzer, aludimos a las peleas de ga-
llos pues es el tema que se trata en esas anotaciones, por ello solo
nos referiremos ahora a la función que desde nuestra perspectiva
cumplen esas escenas en el texto.
A través de las anotaciones que realiza en una libreta,
Wolf­gang constituye un pequeño diario que da cuenta del trabajo
que realiza con los gallos de pelea para prepararlos, así como del
desempeño de los animales durante los encuentros minuto a mi-
nuto, la identidad de los dueños y características físicas de los pe-
leadores, las apuestas, las características ambientales del recinto,
entre otros datos. Encontramos en esta práctica elementos a los
que ya aludía Pausides González40 cuando describía la presencia
de lo musical en la literatura: el ocio, el melodrama, la soledad,
lo sagrado. Así como la música tiene su espacio natural en el bar,
las peleas lo tienen en la gallera, recinto donde se materializan las
pulsiones de un colectivo caracterizadas en el caso que nos ocupa
por la violencia:

Centrándonos en las hoy llamadas peleas o riñas de gallos y en


los siglos anteriores también combates, juegos y lidias de gallos,
llama la atención que en ellas, a la actividad en sí misma vivida
por criadores o casteadores y galleros, y al afán de lucro de los
apostadores, se une el espectáculo apasionado del recinto —ga-
llera, casa o plaza de gallos, palenque, coliseo, reñidero, entre una
amplia terminología— en el que se manifiestan las pasiones hu-
manas. La visión de la sangre e incluso la petición de la muerte
para los gallos perdedores que sobreviven al combate41.

40 Ob. cit., p. 23.


41 María Justina Sarabia, Las peleas de gallos en América, Caracas, Historia-
dores S. C., 1995, pp. 1-2.

409
Las peleas de gallos se practicaron en España desde la Edad
Media y pasaron a América desde los primeros años del siglo
XVI permaneciendo hasta nuestros días42. Hoy son parte de la
cotidianidad en la isla de Margarita, espacio referencial de las no-
velas que estudiamos. El tiempo de las peleas, más que un parén-
tesis, pareciera ser el tiempo en que los personajes dejan salir sus
emociones, frustraciones y deseos. Es su manera de «lidiar» con
la realidad que les toca vivir, con la historia que se hace día a día.
Todas estas estrategias apuntan a la escritura de una historia
cotidiana, teñida con las emociones de sus protagonistas, gente
que oímos tararear las canciones de su preferencia, que les relatan
a sus hijos los cuentos que les contaron cuando eran pequeños,
que mantienen vivas diversas tradiciones vinculadas al juego, las
comidas y las celebraciones.

Metahistoria y revisión de la historia oficial

Para caracterizar de forma más detallada este último renglón relativo


a la «impugnación de la historia oficial», resulta de suma utilidad la
aproximación que hace a esta estrategia Régine Robin, quien refiere
la existencia de cuatro tipos de memoria para recuperar el pasado:
la memoria erudita43, la memoria nacional44, la memoria colectiva45
y la memoria cultural46. Asumamos estos ejes de análisis comple-
mentarios para acercarnos a las obras que estudiamos.
En Cubagua, Ínsulas y La otra isla encontramos referencias
y relatos sobre la esclavitud (C: 34), la extracción de perlas que
realizaban los esclavos (C: 15, 52), la instalación de la Magnesita
Mining Company (I: 31-32; C: 8), el 19 de abril (I: 42), la toma de
Curazao (I: 50-51), el maremoto que sacudió la isla de Cubagua

42 Ibid., p. 3.
43 Le roman mémoriel: de l´ histoire à l´ écriture du hors lieu, Montréal, Le
Pream­bule, 1989, p. 50.
44 Ibid., p. 49.
45 Ibid., p. 52.
46 Ibid., p. 59.

410
(C: 55), el desembarque de Lope de Aguirre en la isla de Mar­
garita (OI: 40), la llegada de Cristóbal Colón al Nuevo Mundo
(C: I; I: 20; OI: 37).
Podemos calificar estos acontecimientos como históricos,
pues han sido recogidos por los historiadores, para conformar lo
que Robin denomina la «memoria erudita»47, cuyo objetivo es la ela-
boración de las huellas del pasado. No obstante, la autora también
nos alerta con relación al alcance de la historia, la cual,

(…) más allá del refinamiento de sus procedimientos, de sus


métodos y de su cuestionamiento, sigue siendo el metadiscurso
que una sociedad se cuenta sobre ella-misma, un metadiscurso que
se presenta, por su propia deontología, como una aproximación
verdadera del pasado real…48.

Tanto en Ínsulas como en La otra isla se apela al humor para


rescribir algunos de los acontecimientos de esta historia erudita.
Particularmente nos vamos a referir a un gran referente histórico
como el que ofrece la figura de Cristóbal Colón. En Ínsulas se narra
una nueva versión de como se dio la llegada de Colón al continente
y, si algo caracteriza esta narración, es precisamente el cuestiona-
miento y revisión permanente de la historia oficial. Nos enteramos
en este relato que la motivación de Colón para echarse a la mar no
fue económica sino el deseo de escapar de su casa (I: 21).
Otra alteración de un hecho que forma parte de la «memoria
colectiva» —aquella vinculada a la emoción y a recuerdos reales o
a proyecciones49— es la muerte de Carlos Gardel; aquí el narrador
da cuenta del deceso del cantante, pero se centra en un margariteño
que también perdió la vida en el accidente. Surge la reflexión sobre
los criterios que asume quien narra para seleccionar los elementos
que constituirán su discurso.
La otra isla deslegitima la historia desde otra dimensión,
cuando un personaje cuenta cómo ha indagado, sin éxito, por qué

47 Ibid., p. 50.
48 Ibid., p. 51. La traducción es nuestra.
49 Ibid., p. 52.

411
«la fecha en la que Colón llegó a América» (OI: 229) se denomina
«Día de la Resistencia Indígena», acontecimiento señero de nuestra
«memoria nacional», memoria que —siguiendo a Régine Robin—
está constituida por elementos que son el recuerdo de los tiempos
heroicos y constituyen un tiempo épico, un retorno a los orígenes50.
Finalmente, otro espacio vinculado a la historia de la isla
reposa en sus elementos naturales y en la literatura. En Cubagua
la memoria de los acontecimientos ocurridos está en las piedras y
en el viento (C: 23 y 49): «El sol al nacer penetra en el secreto de
aquello cuyo nombre está olvidado. ¡Olvidada! Pero si pregun-
tasen a los guijarros sabrían gritarlo, lo mismo que el aire que
guarda todo» (C: 48).
Hay una referencia en Ínsulas que nos permite apreciar la forma
como se fija la historia local: «Algunas ballenas, debido a la época en
que encallaban, adquirían carácter de connotación cronológica o
histórica» (I: 61).
Las referencias literarias también desempeñan un papel
particular, pues sirven a los personajes para construir su mundo
referencial a partir de sus lecturas. En Ínsulas, las imágenes de las
islas, náufragos y embarcaciones no encuentran ecos en la realidad
circundante pues toman la forma que les ha dado Melville. Apa-
rece aquí la literatura modelando las percepciones que tienen los
personajes sobre la realidad, pero la otra cara de la moneda tam-
bién se da, pues hay personajes de la vida real que son recuperados
por la literatura, tal y como se hace referencia a ello en unas líneas
de la novela Cubagua que sirven de epígrafe a Ínsulas. La ficción
modela la realidad y la realidad se ficcionaliza. Estas referencias
a una memoria radicada en los elementos naturales y en la litera-
tura nos llevan a la «memoria cultural» concebida por Robin como
aquella «potencialmente polifónica que se da en un flash del re-
cuerdo, en el orden narrativo, cronológico o en lo metafórico»51.
Se explicitan en las novelas los cuestionamientos y desmiti-
ficaciones, tanto de la memoria nacional, como de la memoria eru-
dita y de la memoria colectiva, al tiempo que pareciera reconocerse

50 Ibid., p. 49.
51 Robin, ob. cit., p. 59.

412
un papel particular a la memoria cultural. Este debate abierto con
lo establecido —por el Estado, los historiadores o por el colec-
tivo— conduce a que surjan otras motivaciones, otras versiones
de la historia que favorecen el establecimiento de nuevas rela-
ciones entre el pasado y el presente, como cuando en Ínsulas se
asocia la devastación del pasado a manos de los conquistadores
(s. XVI) con la devastación actual ocasionada por «el turismo»
(s. XX). Asimismo, cuando en Cubagua se relaciona la extracción
de perlas realizada por los esclavos (s. XVI) con la extracción de
materias primas (magnesita y petróleo) (s. XX) (C: 34), se establece
una relación de continuidad entre ambos sistemas económicos.
Final­mente, cuando se pone «en manos» del viento la responsa-
bilidad de contar lo que ya nadie recuerda (C: 23), pues es él quien
arrastra las leyendas del pasado y las hace presentes, se está ape-
lando a la atemporalidad. Y la comparación se hace explícita con
una imagen que evoca el paso de embarcaciones diferentes, con el
mismo objetivo, y por las mismas aguas: «Los buques rápidos con
sus penachos de humo recuerdan las velas de las naos» (C: 55).
En las obras que analizamos hay pues una profunda re-
flexión sobre el hecho de historiar, sobre lo que es ficción y rea-
lidad, sobre la verdad y la fantasía. Dice el narrador de Ínsulas
que «la verdad es algo que rara vez llega a conocerse con certeza»
(I: 111), también en alguna ocasión alude a que cada versión de
un asunto puede ser mentira y verdad a la vez (I: 12), lo que ya
nos pone en la vía de las versiones sobre los hechos que pueden
ser producidas por medio de la memoria, pero también de la fan-
tasía (I: 49), sin que el narrador pueda determinar con exactitud el
origen de su relato. En La otra isla se dan algunas orientaciones
sobre cómo se elaboran las historias: «A uno le llegan las cosas.
El que pasa, así como tú, deja un poquito y poco a poco completas
la historia» (OI: 117).
Finalmente, según Rivas, la revisión e impugnación de la
historia oficial va asociada a la temática del fracaso; esta se puede
encontrar en las novelas estudiadas cuando los personajes consi-
deran el tema del retorno al lar natal, luego de una estada fuera
del terruño —como ya dijimos hay una pulsión hacia el exilio por
razones emocionales, económicas o políticas. En las tres novelas

413
que analizamos se ponen de manifiesto sentimientos encontrados
en los personajes, ya que si bien quieren retornar a su tierra, al
mismo tiempo, desean fervientemente dejarla. Hay personajes que
se sienten extranjeros al retornar al terruño después de un tiempo
fuera, incluso llegan a ser confundidos con turistas. Dos mensajes
igualmente contradictorios se desprenden de esta confrontación
interna; en Ínsulas y en La otra isla el retorno es fallido, no hay
posibilidad de reinserción. En esta última novela, se alude a una
realidad sin lógica y a una isla invisible; en la primera, el personaje
principal asume que vive en un mundo absurdo.
En Cubagua, hay un diálogo donde una voz alerta sobre otra
posibilidad:

—He estado largos años fuera y al volver me ha parecido que no


conocía mi país, Nila. Se me ha revelado de un modo distinto.
—Yo también he salido; pero siempre queda algo tan arraigado
en nosotros que nada puede modificar. (C: 17, énfasis nuestro)

Ese «algo» que no puede ser destruido es lo que en Cubagua


se denomina el «secreto de la tierra», expresión referida en diferentes
momentos del relato y que titula uno de los capítulos de la novela.

Deconstrucción y construcción de identidades

Luz Marina Rivas plantea que la novela intrahistórica busca desde


la ficción la recreación de una historia «otra», por lo que el crí-
tico debe orientarse a estudiar las estrategias utilizadas para la
construcción de ese discurso alternativo de la historia, las carac-
terísticas de los individuos representados, el papel que juegan las
tradiciones representadas en los textos, las características del com-
ponente afectivo en esta historia, la conciencia de la historia que
se desarrolla en los textos y las identidades que se construyen52.
La tensión que se establece entre las diferentes versiones de
la historia puede propiciar la desacralización de algunos aconteci-

52 Rivas, ob. cit., p. 68.

414
mientos, la ratificación de otros, y la incorporación de nuevas re-
ferencias. En las obras de nuestro corpus hay contrastes entre la
historia oficial (marcada por la memoria nacional y la memoria
erudita) y la historia vivida desde la subalternidad (en la que par-
ticipan activamente la memoria colectiva y la memoria cultural)53.
Para construir esta dualidad en las novelas intrahistóricas
escritas por mujeres se apela a estrategias como la representación
de sagas familiares, la inserción de discursos íntimos, la narración
a cargo de una voz femenina, la apropiación de la contraliteratura
y del discurso fantástico54. En las obras que estudiamos, la poli-
fonía del texto no proviene del diálogo que se puede establecer
entre las mujeres de diferentes generaciones de una familia, aquí la
narración está en manos de narradores y el contraste de visiones se
ofrece al través de las miradas de personajes de diferentes culturas,
lo que genera una relativización de los hechos narrados. Entre los
discursos de la intimidad, el testimonio, bien sea oral o escrito en
diarios, merece aquí especial atención, lo que resulta consistente
con la presencia de narradores masculinos y de personajes que no
comparten una historia familiar sino de encuentros y tertulias en
la calle (Ínsulas y La otra isla). En el caso de Cubagua el testimonio
también se hace presente de otra forma, mediante el cruce tem-
poral que permite oír de primera mano la versión de los que vi-
vieron ciertos acontecimientos, versión que es colocada frente a la
versión oficial.
Al observar los personajes notamos cómo en Cubagua y en
Ínsulas se matizan las percepciones sobre españoles, indígenas
y negros, mediante la movilización de los estereotipos que tra-
dicionalmente se les endilgan y el reconocimiento de sus valores
culturales y religiosos, por lo que entonces cada colectivo muestra
sus facetas negativas y positivas. En La otra isla, el contraste cul-
tural viene dado por las miradas de personajes locales (insulares)
y de extranjeros (alemanes), lo que propicia la explicitación de los
estereotipos que se le atribuyen a cada grupo, los valores de cada
colectivo y, por ende, las similitudes y diferencias de estos grupos

53 Robin, ob. cit.


54 Rivas, ob. cit.

415
humanos. La posibilidad de mostrar estas miradas cruzadas re-
posa en la tematización del viaje y del exilio, como una constante
de la vida insular, espacio geográfico que da marco a los textos.
Por otra parte, la inserción de tradiciones viene a reforzar
el contraste de miradas. Basta recordar las peleas de gallos y toda
la reflexión que se genera en torno a ellas de parte de los galleros
y de Wolfgang, el personaje extranjero (La otra isla). Nos encon-
tramos ante obras que apelan a diferentes miradas y registros de
la historia y de la memoria para dibujar los espacios de una cul-
tura insular. Es un espacio de nostalgias por lo que se perdió,
que solo puede ser recuperado por la memoria. Es una cultura
de decepción por el olvido en que la administración central la ha
mantenido, al dejarla al margen de los recursos financieros, del
reconocimiento y de los planes de desarrollo del país.
Hay una conciencia de la Historia en esta mirada crítica
aglutinadora de otras versiones de los hechos que nos enrumba
hacia una interpretación, en contraste con la imagen de luz y pro-
greso de la isla de Margarita. Y como señala Luz Marina Rivas:
«Desde esa perspectiva podemos decir que la novela intrahistórica
[…] subvierte la historia oficial porque propone nuevos caminos
para la comprensión del pasado desde la perspectiva subalterna»55.
Las obras del corpus representan la existencia del sistema colonial,
y su permanencia a través del tiempo. Estamos ante lo que Antonio
Benítez Rojo describe en La isla que se repite como «la máquina»:

fueron las potencias europeas las que controlaron la fabricación,


el mantenimiento, la tecnología y la reproducción de las má-
quinas plantaciones, sobre todo en lo que toca al modelo de pro-
ducir azúcar de caña. (Esta familia de máquina también produce
café, tabaco, cacao, algodón, índigo, té, piñas, fibras textiles, ba-
nanas, y otras mercancías cuya producción es poco rentable o
imposible en zonas de clima templado; además suele producir
Plantación, la mayúscula para indicar no solo la existencia de

55 Ibid., p. 67.

416
plantaciones sino también del tipo de sociedad que resulta del
uso y abuso de ellas56.

A partir de diferentes acontecimientos representados en las


obras, la descripción de Benítez Rojo se extiende hasta el presente:
extracción de perlas, de magnesita, de petróleo y turismo. Las ac-
ciones de los insulares son las mismas: los chicos que se lanzan al
mar para recoger monedas lanzadas por los turistas (Ínsulas) reac-
tualizan la inmersión de los esclavos en busca de perlas (Cubagua).
Los testimonios de hechos que han acaecido en la isla en dife-
rentes tiempos dan cuenta de como la historia se repite al repro-
ducirse las mismas relaciones de poder.

Palabras finales

Tomar posesión de un espacio conduce a «establecer una perspec-


tiva», y «una geografía que no determina solo la configuración de
espacios y de formas en una dimensión geométrica proyectable en
cartografía, sino que además le da un sentido, transformando el
mundo en universo simbólico», afirma Fernando Aínsa57. Por otra
parte, dice Octavio Paz en Corriente alterna que «un paisaje nunca
está referido a sí mismo sino a otra cosa, a un más allá. Es una me-
tafísica, una religión, una idea del hombre y del cosmos»58.
Al asumir un corpus narrativo que presenta las islas como
espacio para el desarrollo de sus acciones, hemos querido precisa-
mente asumir una «perspectiva» particular, para conocer las carac-
terísticas del mundo que se construye en esas obras.
Los textos que hemos estudiado aluden a hechos históricos de
los que todos hemos oído hablar alguna vez; no obstante, estos
acontecimientos son el elemento desencadenante de reflexiones

56 Antonio Benítez Rojo, La isla que se repite. El Caribe y la perspectiva posmo-


derna, Hanover, New Hampshire, Ediciones del Norte, 1989, p. XII.
57 Aínsa, ob. cit., p. 13.
58 México DF, Siglo XXI, (1967) 1984, p. 17.

417
—diferentes a la que recoge la historiografía oficial—, que se des-
prenden de los comentarios y conversaciones de los personajes.
Las pequeñas historias que cuentan los personajes, permiten
conocer la isla de antaño, esa que constituye un espacio idílico, de
solidaridad, de vida en armonía. Es el tiempo en que las comuni-
dades indígenas poblaban ese territorio insular, previo a la llegada
de los españoles a América (Cubagua). También encontramos es-
cenas de plenitud y armonía con la naturaleza antes la llegada de
los turistas (Ínsulas). En La otra isla se recuerda la solidaridad de la
gente, y como esta luego se tornó indolente. Lo que interesa aquí
es reconstruir la historia, pero esta vez desde la región, para poder
entender la dinámica de los acontecimientos locales y el papel que
le corresponde a cada uno de los actores involucrados.
El sentimiento de abandono y exclusión es otro tópico sobre
el que se habla en las novelas del corpus; en la época de la conquista
no fueron tomados en cuenta pues Colón pasó de largo y no se de-
tuvo en Margarita (La otra isla), ahora tampoco, pues se les niega
a los insulares el mérito por sus aportes a la nación y la asignación
de los recursos (Ínsulas). Adicionalmente, encontramos la repre-
sentación del progreso como propulsor de destrucción en la actua-
lidad. Es paradójico que, por una parte, se aluda a la exclusión
y, por otra, se rechace la llegada de recursos y transformaciones.
No obstante, las obras son bastante «generosas» en representaciones
del progreso y, mediante el contraste de imágenes del pasado y del
presente, queda en claro que, en realidad, el progreso solo aporta
nuevas versiones de la «máquina colonial».
Un tópico que recorre las novelas del corpus es el relativo
a la falta de participación de los personajes en acciones colectivas;
siempre parece privar el interés individual. A título de ejemplo, en
Cubagua podemos leer: «¡Si hubiese iniciativa!» (C: 9), en La otra isla:

(…) ese era el drama de nuestra sociedad: la incapacidad para


resolver los problemas de naturaleza colectiva. Que los marga-
riteños podían ser solidarios como individuos pero que, como
sociedad, no habían encontrado el método para serlo y por eso
históricamente habían emigrado (OI: 49).

418
Las novelas estudiadas recuperan a través de la intrahis-
toria hechos vividos en el espacio insular en el pasado y su reac-
tualización en el presente. Estos hechos son fundamentalmente
dolorosos como la colonización/neocolonización y la despersona-
lización/individualismo. En cambio, los tiempos de paz y gene-
rosidad producen una gran nostalgia, pero no parecen tener ecos
en la actualidad. Como indica Fernando Aínsa «el topos insular se
sitúa a la defensiva y teme el futuro. […] Esta sería otra isla posible
que vale la pena imaginar: la isla del porvenir. ¿La reflejará algún
día la narrativa? Solo cabe esperarlo»59.
Pensamos que cuando los personajes de La otra isla con-
versan y están de acuerdo en que «la dimensión humana contiene
a cualquier otra, sea geográfica o cultural» (I: 44), se comienzan a
dar algunas pistas sobre la superación de la pérdida del pasado
y se está en los albores de la construcción de la «isla del porvenir».

59 Aínsa, ob. cit., pp. 41-42.

419
Tras-mares y tras-tierras
en Cubagua y en Pedro Páramo*
Luis Delgado Arria

¿Qué tierra es esta? ¿En dónde nos estamos?


Todos se van de aquí.

Poema-homenaje a Juan Rulfo


(utilizando sus propias palabras)
José Emilio Pacheco

Se diría que todo nuestro pasado


fuese presente.
Enrique Bernardo Núñez

E n un sucinto ensayo en torno a la obra literaria de José A.


Ramos Sucre, el novelista y cronista venezolano Enrique
Bernardo Núñez1 expresaba desde Torre de Panamá la Vieja 2, un
27 de julio de 1930:

* Texto base de la ponencia presentada en el foro Retornando a Cubagua:


colonia, neocolonialismo y nuevas lecturas, realizado en el Celarg, los días 26
y 27 de mayo de 2011.
1 Enrique Bernardo Núñez (1895-1964) comienza su obra intelectual en el
período central de la dictadura de Juan Vicente Gómez (1908-1935), al pu-
blicar su primera novela, Sol interior, en 1918. Desde entonces, realiza una
obra vasta que reunirá el ensayo, la crónica histórica, diplomática y biográ-
fica, el periodismo y, particularmente, la novela, totalizando un vasto corpus
de inquietudes que no siempre, deliberadamente, estuvieron diferenciados.
2 La «torre» se refiere a un monumento colonial de Panamá la Vieja. (N. del C.)

421
En realidad, él creó un estilo […] quizás porque esta [la forma
autobiográfica] le ponía en mejor aptitud para extraer el sentido
impenetrable de instantes eternos. Emociones e imágenes re-
motas. […] Lo cierto es que gozó sus éxtasis en aquellos sitios
donde la historia exprimió las horas más augustas y voluptuosas3.

Esta caracterización que Núñez hace de su coterráneo fun-


ciona, también, como clave de lectura de su propia obra4. Ímpetu
estilístico, fuerte experimentalismo, atención a las impresiones y
emociones, prolijidad de imágenes, y uso de materiales biográficos
y de los pliegues de la intrahistoria, o la historia no dominada
—como gustaba decir Barberis5—, serán constantes que gravi-
tarán, recurrentes, en toda su aventura escritural. Como lo ve el
crítico venezolano Guillermo Sucre, un conjunto de rasgos pa-
radójicos se dan cita para tensar la todavía insuficientemente es-
tudiada singularidad de Ramos Sucre6. Varias de estas notas
distintivas trazan, a mi juicio, líneas de continuidad/especula-
ridad con las propuestas por Núñez en Cubagua7 y —en menor

3 «J. A. Ramos Sucre», en Alba Rosa Hernández (comp.), Ramos Sucre ante
la crítica, Caracas, Monte Ávila Editores, 1980, p. 37.
4 Es interesante ver que ya desde su novela Cubagua (1931) compone un
texto muy signado por la mirada y protocolos escriturales del cronista.
Desde este cuestiona aspectos de los presuntos lugares fundantes de la no-
vela latinoamericana contemporánea. Cubagua no cabe en el mapeo estilís-
tico-político-crítico que describe la novela de la tierra, con su trilogía Don
Segundo Sombra, La vorágine y Doña Bárbara, todas textualidades fuerte-
mente atravesadas por nociones teleológicas de fundación de la nación mo-
derna, por un lado, y de la latinoamericanidad narrativa, por otra. El lugar
canónico que instalaron tales discursos novelísticos impuso una suerte de
paradigma de comprensión, que sin duda soslayó atrapar la propositividad
de Cubagua en la conformación de nuestro canon literario. Habrá pues
que esperar hasta la muerte del autor para que se inicie en Venezuela una
tímida recuperación crítica del sentido de su obra.
5 Pierre Barberis, Roland Barthes, et al., Escribir ¿para qué?, ¿para quién?,
Caracas, Monte Ávila Editores, 1976, pp. 51-55.
6 Véase Guillermo Sucre, La máscara y la transparencia, México, Fondo de
Cultura Económica, 2.a ed., 1985.
7 En Enrique Bernardo Núñez, Novelas y ensayos, Caracas, Biblioteca
Ayacucho, 1987.

422
grado, pero en forma ostensible también—, con el Rulfo de Pedro
Páramo 8. Cuatro de estas características resaltan por sus parale-
lismos con estas y otras obras que les suceden: 1. Las alusiones
culturales como metáforas de un mundo en metamorfosis; 2. La
ruptura de los límites inflexibles entre géneros literarios y la incor-
poración de otros no literarios en una suerte de libre juego de vasos
comunicantes; 3. Relecturas del yo frente a la historia y de la his-
toria frente a una suerte de archivo proliferante que funda el mito;
4. La neutralidad conceptual y la pasión por las formas; y 5. La ubi-
cuidad textual del yo y de la historia. Aunque de modo diferente,
un caso similar al que traza Núñez con Cubagua (1931) lo cumple
Juan Rulfo con Pedro Páramo (1955). Aunque emplazada en otro
momento, e instalada en otras contingencias, no deja de ser suges-
tivo el rico cuadro de coincidencias entre esta y la novela del vene-
zolano: rigor estilístico, síntesis extrema, licuefacción de géneros
y disciplinas como la poesía, el cuento, la novela, la crónica, la his-
toria, la política y materiales de la oralidad. A todos estos rasgos
de coincidencia se le suma la reingeniería de los planos narrativos
y la indagatoria de espacios como tomados por la sed, la muerte, la
migrancia; siempre sugiriendo balbuceos anacrónicos de una cul-
tura nacional y latinoamericana naciente aunque enfatizando sus
múltiples discontinuidades históricas. Tanto Cubagua como Pedro
Páramo abordan la historia enfatizando lo que en ella hay de lú-
gubre, de irresuelto y de clausurado en el espacio y el tiempo. Una
y otra sortean, sin embargo, los enfoques narrativos e historio-
gráficos dominantes hinchados de sabor positivista, cientificista
y modernizante. Ahora —más allá de las muchas afinidades for-
males y temáticas—, debe advertirse un contraste fundamental: si
Cubagua textualiza, a nuestro juicio, un diálogo asimétrico, con-
flictivo, heterogéneo —el de la cultura y literatura venezolanas con
las correspondientes antillanas—9, Pedro Páramo, desde México,

8 En Toda la obra, Madrid, Colección Archivos, 1992.


9 Solo como muestra de un concepto amplio, problemático, no meramente
insular, de Caribe al estilo del que luego desarrolla Benítez Rojo, puede
leerse casi al fin de la novela de Núñez: «Las costas de Margarita están
llenas de cañones hundidos en la arena, de castillos y fortines desmoro-
nados. Lo mismo las costas de Paria y de Cumaná y de Guayana y de las

423
hace lo propio, relevando materiales de matrices identitarios y de
imaginarios apropiados de un sustrato local, pero con un sello
fuertemente alegórico de lo latinoamericano caribeño, que tensa
y complica su referencialidad10. Esta diferencia parece cardinal
a la hora de intentar una comprensión no solo de los proyectos de
sentido que ambas novelas formulan, cuanto para adentrarse en
las coincidencias e intersecciones literarias y culturales que con-
frontan. Las operaciones escriturales que inscriben a Cubagua y a
Pedro Páramo en la literatura latinoamericana se sitúan así en una
remisión múltiple de las continuidades y discontinuidades histó-
ricas, culturales y textuales de las que se alimenta nuestra debatida
identidad. Reenvíos que atrapan y comprimen, sincrónicamente,
proyectos representacionales con otros estéticos, culturales y polí-
ticos —atañendo esferas de lo local y lo nacional, lo latinoamericano
y lo universal.
Un punto que no alcanzaremos a desarrollar aquí, pero que
justificaría una indagación, es revisar las circunstancias y para-
dojas históricas, políticas y estrictamente literarias nacionales y
de región que operaron a los efectos de canonizar prontamente
—y justificadamente, por supuesto— a Pedro Páramo, por un lado,

islas que trazan un arco gigantesco en el Caribe. De Este a Poniente, es


todo lo que resta de un gran imperio». (C: 58).
10 Para abordar una lectura antropológica y culturalmente articuladora del
complejo archipiélago antillano es esclarecedor revisar La isla que se repite
de Antonio Benítez Rojo. El autor cubano crea una metáfora de conexión
cultural de la América del Norte y la América del Sur mediante las transi-
tividad que describe una línea imaginaria de islas e islotes que serpentean
entre el extremo sur del estado de Florida y la zona insular al norte de Ve-
nezuela. Desde esta perspectiva importaría ver no solo las continuidades
sino las discontinuidades, sincronía y asincronías históricas, culturales y
estéticas que se tejen en torno a esta curiosa y dinámica área en forma
de meta-archipiélago. Escribe Benítez Rojo: «… las Antillas forman un
puente que conecta, de cierta manera, Suramérica con Norteamérica; es
decir, una máquina de espuma que conecta las crónicas de la búsqueda de
El Dorado con el relato de hallazgo del Dorado; o, si se quiere, el discurso
del mito con el discurso de la historia, o bien, el discurso de la resistencia
con el discurso del poder». La isla que se repite. El Caribe y la perspectiva
posmoderna, Ediciones del Norte, Hanover, 1989, pp. V-VI.

424
y las concomitantes que virtual y curiosamente prácticamente bo-
rraron del mapa valorativo a Cubagua, publicada, 24 años antes
que la novela rulfiana. Una tarea análoga sería la revisión de este
texto que plantea soluciones argumentales y elementos formales
que se harían clásicos en el llamado realismo mágico, 18 años antes,
incluso, de El reino de este mundo. Interesaría especialmente con-
frontar la tesis de Roberto González Echeverría según la cual la
obra de Carpentier se constituye en archivo de metáforas de cuya
matriz se nutrirá la literatura posterior11. Cubagua, a mi juicio,
complica este planteo no solo por la anticipación de metáforas pos-
teriormente retomadas por Carpentier (la trasmigración del héroe
popular en animal como subterfugio de resistencia para burlar el
poder colonial, por ejemplo) sino, más incluso, en la desubicación
de los lugares y modos fundantes de la controversial etiqueta de
vanguardia narrativa latinoamericana.
De funcionar esta hipótesis podría decirse que, lejos de ubi-
carse estas dos novelas en universos culturales o polos de inter-
textualidad ostensiblemente autónomos, estas parecieran, más
bien, postular núcleos de sentido —e indagar en la productividad
de artefactos formales— que emplazan a entablar un diálogo12.

11 Roberto González Echeverría, Mito y archivo, México, Fondo de Cultura


Económica, 2001.
12 Hasta donde sabemos, no se han trabajado las intertextualidades entre
estas dos obras. No pocas circunstancias pueden haber contribuido a pro-
ducir este vacío: marcos temporales y geográficos diferentes, concurrencia
de Cubagua con la publicación y canonización de Las lanzas coloradas de
Arturo Uslar Pietri, una novela también histórica pero estructuralmente
instalada en los cánones narrativos «aceptables» para el momento; la cer-
canía política de Núñez con la administración gomecista que concluyó
pocos años después de la publicación de la novela, la discretísima acti-
vidad crítica nacional en Venezuela y la desconexión endémica de la lite-
ratura nacional con los mercados de canonización internacional. Ninguna
de estas variables, sin embargo, a nuestro parecer, explican la persistencia de
su sustracción —durante 80 años— al canon explicativo de una, por de-
cirlo de algún modo, pre-vanguardia y un pre-boom narrativo latinoame­
ri­canos. El innovador aparato textual y las remisiones crípticas que hace
Cubagua a la historia y la política nacional y continental parecen haber ju-
gado así en su contra. Las semejanzas, continuidades y paradojas que hace

425
En estas notas quisiéramos sugerir algunas líneas de posibles co-
rrespondencias, contactos y continuidades entre ellas, pero pensar,
asimismo, el significado de ciertos contrastes y oposiciones. Pres-
taremos, sin embargo, una atención y relieve dominante a Cubagua
conscientes de su aún muy exiguo abordaje crítico. Interesaría asi-
mismo trabajar algunas referencialidades que ligan ambas novelas
con sus inscripciones en tanto proyectos de sentido cargados de
espesor y productividad narrativa e histórica, aunque sin descartar
la productividad sociopolítica que además conjeturan.
Ya desde sus primeros capítulos, Cubagua y Pedro Páramo
refieren ambientes fatigosos, paisajes enrarecidos, ralos, difí-
ciles de asir. Lugares, personajes y perfiles elocutivos imprecisos
afloran y desaparecen, proliferando y volatilizándose de modo
inexplicable, aparentemente fortuito. Algunos críticos coinciden
en que todo en ellas aflora como oscilando alrededor de un locus
discursivo des-localizado, franqueado por climas saturados por la
ambigüedad y la paradoja: estados de sueño y de vigilia, vida y
muerte, lucidez y desvarío, coherencia y azarosidad. Para decirlo
con imágenes de Archibaldo Burns —uno de los primeros y más
ásperos críticos de Pedro Páramo—, en esta novela se juntan: vo-
luntad de confusión, revoltura de elementos, personajes desdibu-
jados habitando pueblos fantasmagóricos y modulados desde un
lirismo nebuloso, sombrío13. En Pedro Páramo tenemos una ca-
dena de rompimientos que irrumpen como imágenes dialécticas.
Tropos que irán configurando universos imaginarios, alegóricos
y referentes proliferantes.
Al describirlas a modo de códigos pictóricos las novelas Cu-
bagua y Pedro Páramo presentan trazos gruesos, nerviosos, expre-
sionistas. Paisajes en tensión: los de una historia insular nacional/
latinoamericana sistemáticamente clausurada por la colonialidad

esta con Pedro Páramo, por ejemplo, podrían así contribuir a repensar la
pertinencia de ciertos recortes canónicos. Así como la pertinencia de cues-
tionar paradigmas y retomar otros ensayos hermenéuticos comparativos
hasta ahora escasamente examinados.
13 Cit. en prólogo de Gerald Martin, «Vista panorámica: la obra de Juan Rulfo
en el tiempo y en el espacio», en Juan Rulfo, Toda la obra, ob. cit., p. 588.

426
del poder y del saber14. Anthony Stanton comenta algo que aplicaría
—detalles más detalles menos— a Cubagua:

Se ha señalado que una de las fuentes principales de ambigüedad


en la novela es la dificultad que experimenta el lector para iden-
tificar los habitantes. Muchas veces la identificación solo se hace
posible páginas después, lo cual obliga al lector a ir reconstru-
yendo la información retrospectivamente, y de ahí la necesidad
de varias lecturas. En el caso de los diálogos existen problemas
para reconocer no solo el emisor sino también el receptor15.

La ambigüedad, la borrosidad y la mutabilidad hacen así en


ambas novelas parte además fundamental de una última utopía
posible.
Anotaba Walter Benjamin, en El origen del drama barroco
alemán: «La historia, en todo lo que ella tiene, desde un comienzo,
de extemporáneo, penoso, fallido, se acuña en un rostro, no en
una calavera»16. Lo que quiere enfatizar Benjamín es que imaginar
la verdad de la historia presume imaginar también la nodriza
de la verdad. Y que esa nodriza es, precisamente, la muerte. La his-
toria en muerte, en clave de ruinas. Como en Nueva Cádiz. Como
en Comala. La historia descoyuntada, sinuosa, en gran parte in-
asible, incluso para los propios personajes que, a un tiempo, la
viven y relatan (Leziaga, Lampugnano, Preciado, Pedro Páramo)
simbolizan esa nodriza a cuyo cargo queda la confección de las
únicas certidumbres imaginables. Justo en esos jirones cotidianos
y apocalípticos de la experiencia —individual y colectiva, histó-
rica y política— se adensan las tramas y referencialidades pre-
sentes en estas dos obras. «El fruto nutricio de lo históricamente

14 Véase Aníbal Quijano, «Colonialidad del poder, eurocentrismo y Amé-


rica Latina», en Edgardo Lander (comp.), La colonialidad del saber: Euro­
centrismo y ciencias sociales. Perspectivas latinoamericanas, Buenos Aires,
Clacso, 2000.
15 «Estructuras antropológicas en Pedro Páramo», en Juan Rulfo, Toda la obra,
ob. cit., p. 869.
16 Walter Benjamin, La dialéctica en suspenso. Fragmentos sobre la historia,
Santiago de Chile, Arcis - Lom, 1985, p. 16.

427
concebido —dice Benjamin— tiene en su interior el tiempo como
semilla preciosa pero insípida»17. Y un tiempo como es, creemos,
el que madura en ambas novelas. Atrapa en ellas un resplandor
paradójico, una luz de lo monótono y hasta de lo contrahecho, un
fulgor lánguido, anémico, mortecino. Lo nota Núñez al inicio de
Cubagua al figurar La Asunción, un pequeño poblado enclavado
en la isla de Margarita: «Los callejones se retuercen vetustos, si-
lenciosos, llenos de hierba». No obstante, continúa: «Tarde y ma-
ñana, las muchachas conducen el agua hasta los barrios más
lejanos. Las campanadas caen pesadas, monótonas, marcando in-
útiles el tiempo» (C: 5). De modo concomitante musita para sí Juan
Preciado al llegar a Comala: «Y aunque no había niños jugando,
ni palomas, ni tejados azules, sentí que el pueblo vivía» (PP: 184).
Los paisajes que ambos escritores eligen escrutar son los de un
mundo que declina, que agoniza incluso. Pero son un paisaje que,
al mismo tiempo, aparece creciendo, desplegándose, madurando
los frutos de una extraña experiencia. Lo que descubren es un
tiempo que confiesa al lector su historia, cabe decir, su semilla, su
crecimiento y su muerte siempre en entredicho, su simiente de lo-
cuciones vitales puestas al límite, contenidas, aunque pletóricas de
saber. Ningún hombre, por muy pobre que sea —decía Benjamin
en «El narrador»— muere sin dejar algo como legado al mundo18.
Ninguna novela tampoco. Y en particular estas. El espesor de uni-
versos efímeros y acaecederos de un universo de sentido, que para
los personajes agoniza tanto en Cubagua como en Pedro Páramo, se
funde en las peripecias vitales de personajes y de ambientes como
tomados por un saber omnisciente aunque no totalístico ni cons-
ciente. Un germen de sentido trágico queda a cargo de personajes
que, a la vez, registran y documentan el diario acaecer, narrán-
dolo, viviéndolo desde la intimidad y la distancia, mas conflic-
tuándolo todo. Van, más bien, performativizando, confundiendo
y excediendo reiteradamente —desde cada presente— su estatuto
como mero documento expresivo. «Allá me oirás mejor» —oye

17 Ibid., p. 37.
18 Véase Walter Benjamin, «El narrador», en Para una crítica de la violencia
y otros ensayos, 3.a ed., México, Taurus, 2001, pp. 111-134.

428
Preciado a poco de llegar a Comala. Es su madre—. «Estaré más
cerca de ti. Encontrarás más cercana la voz de mis recuerdos que
la de mi muerte, si es que alguna vez la muerte ha tenido alguna
voz. Mi madre, la viva» (PP: 184). Este fragmento —especial-
mente marcado por Rulfo con itálicas—, agita la visión perso­
nalísima que él que tenía de la muerte, es decir, su ars poética sobre
la continuidad dialéctica entre el vivir y el morir. Morir no es tal
mientras Preciado arranque de los suyos un oír mejor en la evoca-
ción. Si aceptamos tal como cierto, se abatiría así la versión de Co-
mala como un «pueblo muerto» para descubrirse, paradojalmente,
una historia de vivos. O, por lo menos, una forma muy par­
ticular de «estar y ser como vivos». Un lugar privilegiado de audición,
de evocación y, además, un lugar pleno en el cual voces, tiempos
y personajes dialogan e interactúan nebulosa y entrañablemente
entre sí. Se construye de allí un mundo-otro. Un universo en cuya
esfera rala pero chisporroteante de sentido se funda un vivir más
totalístico, más real, más pleno.
Con Cubagua, Núñez elige atrapar un período que va del
descubrimiento de América hasta inicios de la explotación petro-
lera en Venezuela; Rulfo, desde Pedro Páramo historia, en cambio,
la coyuntura de la guerra entre el nuevo Estado Nacional mexi-
cano y la emergencia de los cristeros en tiempos del presidente Ca-
lles. Pero la representación novelesca en ninguna de estas novelas
se agota en remisiones axiomáticas a un pasado históricamente
verificable. Ambas novelas deliberadamente sortean usar un dis-
curso historiográfico, rigurosamente testifical. Los universos de
sentido no se resuelven/disuelven en un tiempo histórico con­
clusivo. Trazan, por el contrario, un tiempo narrativo fluyente y
sugerente. Una zona de y para la libre creación desde la recepción,
esto es, desde la experiencia de cada lector. Ambas novelas —de
algún modo históricas—, no lo son en ningún modo por asumir a
un trayecto formulario. Las dos eluden el compromiso de devenir
representaciones sin aura. Requiriendo el lenguaje poético, Núñez
y Rulfo buscan escrutar fenómenos más a fin de burlar la censura
política. Acaso por ello ambas novelas leen, releen e invitan a re-
visitar desde una comprensión otra una heterogénea variedad de
documentos, narrativas y paisajes, entremezclados con pasados,

429
presentes y utopías. En tal sentido, ambas novelas proyectan una
apuesta contrapuesta a la seguida por Cien años de soledad. El des-
ciframiento de los manuscritos, de los paisajes de naturaleza o de
la ruinas de Nueva Cádiz o de los ambientes de Comala demarcan
una naciente pero permanente génesis; y no el camino hacia el
apocalipsis concluyente de la historia. Cubagua y Pedro Páramo
planean llegar a ser —como exponía Hofmannsthal refiriéndose a
otro proyecto narrativo— una suerte de tentativas por «leer lo que
nunca fue escrito». La productividad, la performatividad sociohis-
tórica de los textos —como lo veía Deleuze— hace rizoma con lo
real, transfigurándolo y transfigurándose a su vez.
Tal inacabamiento —que no indefinición—, que se cierne
sobre personajes y hechos, temporalidades y diálogos tanto en Cu-
bagua como en Pedro Páramo hablan de una conflictividad refrac-
taria a explicaciones únicas y lineales, acabadas y no conflictivas.
No sería pues impropio decir que algunas pulsiones narrativas
presentes en este tipo de novela coincidan con una estructura me-
lodramática. Elementos tales como profusión argumental y de
personajes, sobreimposición de tramas, pulsión hacia el exceso,
que son tan recurrentes en Cubagua y en Pedro Páramo las acercan
a esta matriz. Más aún, su aparente fragmentariedad e irreso-
lución argumental —y el modo dialéctico de configurar acción
humana y acción de naturaleza— arregla un modo en el que dis-
curso, paisajes, oralidad, poesía, historia, crónica, pensamiento
y materiales biográficos entremezclan presentes y pasados, postu-
lando así un formidable y compacto personaje en ambas novelas.
Espacio, tiempo y personajes vienen a ser parte de una misma
trama imbricada de reconocimientos. El testimonio —pero tam-
bién la novela de corte histórico— según Paul Ricoeur, excede
con mucho su sentido estrictamente documental. Y lo hace puesto
que traduce y sobre todo «se aplica a palabras, obras y acciones en
la medida en que testifican, en la hondura de la experiencia y de la
historia, una intención y una inspiración, una idea que sobrepasan
la experiencia e historia mismas»19.

19 «L’herméneutique du témoignage», en Lectures 3. Aux Frontières de la


Philosophie, París, Seuil, 1994, p. 107.

430
Si un lugar aquí describen Núñez y Rulfo es el de un nuevo
despertar del lenguaje que sería, asimismo, un despertar de la con-
ciencia y de la naturaleza. Un despertar de las voces fuertes pero
más aún, de los jeroglíficos y susurros desde cuyos núcleos sería
posible imaginar, postular una nueva historia nuestroamericana
más ética, verosímil, densa. Es decir más compleja, más diversa.
Más inclusiva y menos autocrática. Y este despertar por cierto es
otra imagen directa de Benjamin. Es la imagen de una vigilia muy
especial. Un abrir los ojos como suerte de revelación sacralizadora
aunque secular: el despertar a la historia. Despertar, ver, pensar,
recordar, ensoñar, hacen parte también de una forma cognitiva,
narrativa y sensible de inscripción en la totalidad de la historia.
Un modo de vivir en un presente cotidiano y múltiple. Un pre-
sente que reclama la recuperación de esta historia en el aquí y en
el allá. En un ayer, en un hoy y en un mañana que aspiran a coa-
gularse en un tiempo pleno. Mediodía inclusivo y dialéctico tras
cuya imagen resplandece un nosotros. Ya al final del texto rul-
fiano tenemos a un Pedro Páramo a punto de morir: «Sintió que
su mano izquierda, al querer levantarse, caía muerta sobre sus ro-
dillas; pero no hizo caso de eso. Estaba acostumbrado a ver morir
cada día alguno de sus pedazos» (PP: 303). Y poco después, reto-
mando enseguida el hilo circular de la historia, concluye: «Esta
es mi muerte: Ya sé que dentro de poco vendrá Abundio con sus
manos ensangrentadas a pedirme la ayuda que le negué. Y no
tendré manos para no verlo» (PP: 303). Cubagua y Pedro Páramo se
plantean leer —con Benjamin— el libro de lo acontecido, lo flu-
yente y lo entrelazado con todo: la imagen de lo arquetípicamente
fijo desde siempre y, a la vez, la mutación dialéctica de la historia.
Benjamin creía que esa imagen viva y dialéctica de la historia co-
rrespondía a un momento en que la humanidad «restregándose
los ojos, reconoce precisamente esa imagen como dinámica oní-
rica. Justo en ese momento el historiador se hace cargo de la faena
de interpretar el sueño»20. La imagen arquetípica patriarcal en la
novela rulfiana reconoce un momento en que no tiene ya manos

20 La dialéctica en suspenso, ob. cit., p. 126.

431
para sustraerse de la mirada justiciera. Mirada que es la de un
tiempo que vuelve, puntual y dialéctico, a saldar sus cuentas.
Es también ilustrativo el final de Cubagua: Leiziaga es llevado de-
tenido a Margarita bajo la denuncia de haber tomado para sí un
puñado de perlas. El juez Dr. Figueiras lo interroga oficialmente
mientras fantasea alzarse con al menos una de estas piedras pre-
ciosas. Leiziaga sobrelleva el vejamen del interrogatorio sin con-
testar una palabra, abstraído por el recuerdo de las imborrables
imágenes de Cubagua. Al día siguiente es llevado de nuevo a la
isla. El poder de Estado burocrático exige las perlas. Al punto
Leiziaga pone en juego todos sus sentidos pero: «Ya no son voces
que se alzan del mar: [sino] murmullos, clamores vagos, estreme-
cedores, palpitantes, infinitos» (C: 66). Casi al principio de la no-
vela se habla de cómo acarrear agua a la isla. Alguien dice que el
agua puede traerse en pipas, de Cumaná. «—Exactamente —res-
ponde otro—. Hace cuatrocientos años la traían también en pipas.
Exactamente—. Y añadió, —verdad que es poco tiempo» (C: 20).
La ironía sirve de única apelación a la lucidez. Pero será al final
de la aventura novelística cuando su eficacia se deje ver. Núñez
reclama la metáfora dialéctica de un devenir simultáneamente
presente, pasado y acaso eterno en la isla: «Todo estaba como hace
cuatrocientos años» (C: 66)21. El tiempo fluyente pero, a su vez, de-
tenido en su remisión a la colonialidad sobreviene en la historia
misma de Cubagua. Vale decir, la historia de su pretendida moder-
nidad como superficie hermenéutica a la vez diferente e idéntica.
El despertar de Leiziaga a una realidad otra le hace comprender
que la disputa por las perlas resulta absurda. Para él las perlas no
son ya mercancías sino alusión a un amanecer: el de un mundo

21 Un pasaje análogo es referido en Cubagua en la figura de fray Dionisio,


fraile de la Regencia, y, por cierto, personaje histórico recuperado por
Núñez para su novela luego de la lectura, en La Asunción, de algunos
documentos, crónicas y estampas en torno a la isla de Cubagua: «Fray
Dionisio comenzó a hablar confusamente del pasado, de las cosas exte-
riores y de sus relaciones con lo que ha sido y es hace trescientos, hace miles
de años» (C: 23). Para un tratamiento de las complejas relaciones de iden-
tidad y diferencia en la figura de la repetición conviene ver Gilles Deleuze,
Repetición y diferencia (1968).

432
de nuevo pleno y barroco, aunque inaccesible, concluyentemente
clausurado a la mirada colonial. Ahora bien, este despertar sería,
también un conocimiento apocalíptico y un saber del fin trascen-
dente de la historia. Imagen que se ofrece, atisbo y figuración de
un instante que atrapa la escena del recorrido narrativo e histórico
borrándolos, pero haciéndolos asimismo extáticamente presentes.
Pero este instante —en cuya metáfora se adensa y trasfigura
la historia toda— tiene un rostro bastante distintivo en nuestro agi-
tado contexto histórico latinoamericano: Un rosario de hechos de
fuerza atrapa las biografías de unos personajes demasiado apre-
miados por circunstancias exteriores como para alcanzar, siquiera,
imaginar vagamente el trayecto de sus propias vidas. Desde un
punto de vista narrativo, Juan Preciado no va propiamente a Co-
mala a vivir sino a morir. A morir incluso antes de haber vivido.
Pedro Páramo hace lo mismo. Vive aunque siempre muriendo en la
ansiedad de la figuración de una unión obsesiva con Susana San
Juan que sabe imposible. En forma distinta pero paralelamente,
gran parte de los personajes de Cubagua son más decorado o frag-
mentos anónimos de una máquina de expoliación y/o de resistencia,
que personajes propia y carnalmente humanos. Al reflexionar sobre
su experiencia ya al término de su viaje: «Leziaga considera la dul-
zura de esas vidas [de indígenas], lo cual no se le había ocurrido
hasta entonces. No ser nada, no esperar nada. Ser ellos solos; vivir
sobre un leño o un pedazo de tierra con el alma en silencio. Almas
cargadas de amargura, de indiferencia, de dicha» (C: 53).
Un clima análogo configura a Comala: «hay aire y sol, hay
nubes. Allá arriba un cielo azul y detrás de él, tal vez haya can-
ciones; tal vez mejores voces. Hay esperanza, en suma. Hay es-
peranza para nosotros, contra nuestro pesar» (PP: 201). Puede verse
entonces como vidas y acontecimientos en ambos proyectos no­
velescos van configurando una economía representacional apertre-
chada de susurros, fragmentos, contención, esbozos. Una relojería
hecha de fotogramas, frases y pasajes descoyuntados. Su trenzado
va trazando no una coherencia lineal, secuencial y autoexplicativa
sino más bien estallada, discontinua, dialéctica. Su clave de lec-
tura no remite así a una mecánica historiografiable cuanto que li-
teraria, imagética. Anticipando la apuesta de Cortázar en Rayuela,

433
ambas novelas aspiran devenir penetrables, historias cinéticas, mo-
delos de una experiencia para armar. Por ello funciona tan bien en
ambas novelas la técnica del montaje. Sus­pendiendo una figuración
teleológica de la historia, una proliferación de rasgos nerviosos,
precisos, briosos, rápidos, casi hiperactivos, personajes, datos, re-
cuerdos e imaginarios organizan una narrativa hecha de secuencias
aparentemente libres, tramas desenganchadas, si bien enlazadas y
erizadas en la figuración mesiánica que ansía atrapar la dimensión
no redimida pero esperanzada de la historia. Cubagua y Pedro Pá-
ramo aparecen así como una sucesión y una juntura de ruinas aden-
sándose y configurándose, paulatina, limpiamente, como un acopio
de materiales que aspira a ser, alguna vez, un todo orgánico. Y de
toda esta suma ruinosa de historias básicamente trágicas de vida
surge un lugar/mudo agonizante, que lo ha de ser, curiosamente,
también, de esperanza. Preciado va a Comala porque allí intuye
un pasado susceptible de recuperar. Leziaga regresa de Cubagua
porque ve allí un pasado accidentalmente olvidado —aunque ci-
frado en forma jeroglífica— todavía de alguna forma intacto en la
isla. Un pasado que, considera, debe ser salvado, y un presente-otro
que demanda reconocimiento como condición para su redención.
Ya al final de Cubagua, escribe Núñez: «Pero con el sol los
recuerdos importunos desaparecen. […] Tendido en la arena, Lei-
ziaga se olvida del petróleo, de los tesoros sepultados en Cubagua,
de su misma vida anterior y observa el jeroglífico que los cardones
van trazando» (C: 56). El regreso de un viaje empedrado de mi-
radas, pensamientos y jeroglíficos tras cuyo desciframiento apa-
rece la tierra, construye la posibilidad de leer la historia en tanto
código cifrado aunque productivo y proliferante. Código pleno,
perlífero en cuanto que cargado de valor hermenéutico de lo aquí
sucedido y sigue sucediendo tras la Conquista y la colonización.
Según George Gadamer, una comprensión efectiva exige siempre
la activación de un arsenal hermenéutico capaz de superar el pre-
juicio en contra del prejuicio y el sentido común, allanando así el
camino hacia un comprender de otra manera. La imagen que con-
densa el saldo del aprendizaje de Leiziaga al fin de Cubagua es
la de un mar comunista. Un mar en cuya fluencia se disemine
y democratice el misterio, invirtiendo el sentido y la lógica de la

434
gran máquina de acumulación capitalista 22. Es un mar que des-
pliega, dispersa, disemina, sin pausa, sin tasa, las bellezas y se-
cretos milenarios de una tierra, una historia, un pueblo. Un nuevo
Dorado hecho esta vez de palabras, piedras y olas, en clave de
imágenes y secretos es postulado como legado precioso a unos
buscadores de perlas y petróleo que, desde luego, no pueden, no
alcanzan a percibirlo siquiera. La mirada humanista, profunda-
mente respetuosa hacia una diferencia radical y no resoluble se
sobreimpone a la matriz imperante: el paradigma disciplinario an-
tropológico e historiográfico de sesgo positivista, modernizante,
neocolonialista y transculturador. Leziaga se pregunta a sí mismo
en referencia a los aborígenes: «¿no es un crimen obligarlos por
el temor o la fuerza?» Pero concluye: «Es preciso dejarlos en su
inviolado silencio. Toda mirada, toda palabra de extranjero les
produce estupor. Quizás, piensan, hay en ella algún ardid para
quitarles lo único que tienen: su libertad. Su libertad en medio de
su esclavitud (C: 53)23.

22 Cabe recordar que Lampugnano, el doble virtual de Leiziaga, inventa una


máquina para capturar perlas que bien pudiera operar como metáfora de la
gran máquina capitalista. En Comala, la máquina es más imprecisa. Por
un lado está la inmensa finca de Pedro Páramo, pero no es esa la máquina
que moviliza toda la historia. El pueblo todo depende de Páramo para
vivir, pero también él depende de algo. El deseo obsesivo de Páramo por
Susana San Juan y el ulterior estado de locura de esta operan así como los
afueras que, operando dentro de la máquina, se ubican, inaccesibles, más
allá de ella.
23 Aunque escapa un poco a la línea y alcances de este trabajo puede trazarse
una conexión entre este ardid subalterno de que aquí habla Núñez con ese
otro ardid griego que en la antigüedad del imperio de la Hélade ellos co-
nocían como la metis. Ulises, el rico en ardides, es su mejor prototipo. «Me
llamo nadie», dice, consiguiendo así confundir, camuflar su identidad con
un nombre que remite, a su vez, a una representación vacía. Para profun-
dizar en estas relaciones entre apropiación popular y consumo como esfera
de resistencia y rebeldía a la pasividad es importante revisar el artículo de
Monika Walter, «Melodrama y cotidianidad. Un acercamiento a las bases
antropológicas y estéticas de un modo narrativo», en Hermann Herlinghaus
(comp.), Narraciones anacrónicas de la modernidad: melodrama e intermedia-
lidad en América Latina, Santiago de Chile, Cuarto Propio, 2002. Lo po-
pular para Walter «reviste mil modos de apropiarse tácticamente de las cosas

435
En una línea de cierto modo análoga, en la novela de Rulfo,
Preciado confiesa a Dorotea: «Quise retroceder porque pensé que
regresando podría encontrar el calor que acababa de dejar; pero
me di cuenta a poco de andar que el frío salía de mí, de mi propia
sangre» (PP: 236). El frío de la historia ya está, pues, introyectado
en la sangre, en la corporeidad misma de Preciado. Él mismo, en
este caso, hace parte del jeroglífico. Cabe notar cómo los perso-
najes centrales son también, en ambos proyectos narrativos, íconos
modernizadores occidentales pero que impugnan el ideal de mo-
dernidad. Leziaga, Lampugnano, Preciado y Pedro Páramo em-
prenden sendos viajes sin fórmula de retorno. Ninguno de ellos
puede salir ya de la historia una vez se han sumido en la hondura
de sus encrucijadas. La misión, la pequeña épica en ambas novelas
radicará en reflexionar, ensoñar y rescatar la historia de un ins-
tante pleno aunque efímero. Piensa Walter Benjamin: «La verda-
dera imagen del pretérito pasa fugazmente. Solo como imagen que
relampaguea en el instante de su cognoscibilidad para no ser vista
ya más, puede el pretérito ser aferrado»24.
En la búsqueda de este tiempo perdido Cubagua y Pedro Pá-
ramo examinan sendos universos liminales: la ciudad hundida de
Nueva Cádiz en la decrépita isla de Cubagua, y Comala, lugar
protohistórico al que Preciado marcha en busca de la historia bo-
rrada de su estirpe. En ambos casos el viaje revela un sentido de
ruptura con la concepción tradicional, ontológica y teleológica de la
historia. La historia deja de ser archivo. No es solo un cementerio
hecho de documentos disciplinarios o graciosamente traspuestos
a un presente como culminación acabada del plan de ascenso que
tramita escribir la historia moderna.
Por el contrario, la historia aparece, más bien, como latido y
conciencia del látigo, esperanza, mas, también, lucidez y zumo úl-
timo de los muchos y dolorosos aprendizajes que habitantes de un
tiempo hoy —pero condensador de pasados y presentes— han te-
nido que irle arrancando a la historia contra los muros de la razón

y las palabras, y de repercutir en una narratividad que sabe transformar


incertidumbres y angustias en espacios de empoderamiento», p. 211.
24 La dialéctica en suspenso, ob. cit., p. 50.

436
colonial occidental. Por ello fluye todo en una permanente actua-
lidad. Y es dable afirmar que todo nuestro pasado fuese presente.
El espacio urbano, la ciudad féretro que es Nueva Cádiz, o la otra,
Comala, suerte de camposanto familiar aparecen habitados por
paisajes y difuntos reacios a dejar de vivir. El viaje hacia el pasado
en ambas obras apunta a ser, más bien, esencia de utopía y palanca
de emancipación de un presente ya cumplido y juzgado y por ello
mismo confabulado a favor de la dominación 25. Pedro Páramo es
una metáfora de la historia, como ha aclarado Rulfo. La historia
de un comal, un infierno al que se va, definitivamente, a aprender.
Como en la isla Cubagua de Núñez, a la Comala de Rulfo se va a
aprender historia y a protagonizarla, y a decir y escuchar cada cual
sus respectivas historias.

Las ciudades se levantan sobre las selvas y estas cubren después


las ciudades, se elevan unas sobre otras constantemente o el mar
forma costas nuevas. Aparecen unas ruinas o unas rocas donde
se han tallado algunos signos y nadie supone cuándo fueron es-
critos. Son historias, historias. Hay cedros y ceibas, cardones,
malezas y lianas que encubren el pasado, y hay cielo azul: deseos,
lágrimas (C: 45).

Cubagua y Pedro Páramo giran obsesivamente en torno


a un conjunto de búsquedas que traducen más bien preguntas —la
identidad y el sentido último de la experiencia en contextos am-
bivalentes hechos de belleza y pillaje, persistencia de la identidad
y borramientos sucesivos de todo cuanto ha pasado aquí en Amé-
rica Latina. Apelan por ello a una indagación en lo propio: tradi-
ciones, voces, modismos, mitos, imágenes, metáforas, paisajes, datos
fácticos, miedos recurrentes, culpas, imaginarios. La imagen del

25 La pregunta benjamineana, según Oyarzún, va dirigida al interés que go-


bierna esa metodización y que se articula en el recuerdo metodizado. Pero
esta pregunta no es, sin más, una cuestión puramente epistemológica; es,
principalmente, una pregunta política, que preconcibe la historia como
campo conflictual cuya impronta viva e indeleble viene a ser la instancia
del sufrimiento. Véase Pablo Oyarzún, prólogo a Benjamin, La dialéctica
en suspenso, ob. cit., p. 35.

437
imperio aparece como un tropo suprimido aunque evidente, cen-
tral. Todo en ellas va y vuelve, recurrente, contorsionándose. Todo
les concierne como centros hacia el cual fluye el poder. Sin em-
bargo, todo va y vuelve cíclicamente a ellas. Por eso «Vocchi» —el
dios de Lanka—, «como los otros, ama las islas, porque las islas
son predestinadas» (C: 45). Por eso Preciado va a Comala pese
a la advertencia que le formula el letrero (PP: 193). Las ciudades
narrativas que delinean de la Nueva Cádiz de Cubagua y Comala
devienen pretextos para que la tentativa de sentido moderno occi-
dental tenga un lugar de enunciación válido. Un núcleo espectral
aunque abierto aparece en ellas como telón de fondo polifónico,
carvalesco y positivo26.
A la figura de la ambigüedad, Núñez y Rulfo sobreimponen
otra: la del silencio. Indagan y pulen metáforas de susurros y som-
bras, sedes y acideces, arideces y precariedades como tropos que re-
miten, una y otra vez, a una proliferación de la carencia. «—Son
ácidas, padre— se adelantó el señor cura a la pregunta que le iban
a hacer. Vivimos en una tierra en que todo se da gracias a la Pro-
videncia; pero todo se da con acidez. Estamos condenados a eso»
(PP: 249), refiere el cura de Contla en Pedro Páramo. Un poco alcan-
zando ese tono escribe Núñez en el capítulo IV del apartado de la
novela «El cardón»: «Sus plantas producen aquellos rumores fur-
tivos. Leiziaga, que no ve nada, se encoge de hombros; y, ahon-
dando en el silencio que llega del mar y barre los arenales, los
ranchitos donde se mueven extrañas figuras, dice: —Aquí todos
parece que aguardan. —Sí, aquí todos aguardan» (C: 44). Silencios,
susurros, ecos lacónicos y cargados de cuestionamiento hablan de
historias abortadas, herrajes impuestos por el poder colonial/

26 Tomamos distancia aquí hacia la apreciación que formula la crítica Djelal


Kadir para quien el fenómeno de especificidad histórica apresado por la li-
teratura latinoamericana se funda en una suerte de búsqueda infinita y ab-
surda, que haría explicable los logros de esta solo desde una epistemología
del fracaso y el error. Epistemología que conectaría, en un ciclo de dos
vías, el momento traumático del descubrimiento de América con los ava-
tares también agitados del presente. Cit. en Román de la Campa, América
Latina y sus comunidades discursivas, Caracas-Quito, Celarg-Universidad
Andina Simón Bolívar, 1999, p. 178.

438
neocolonial sobre la piel de personajes y culturas superpuestos.
De allí la centralidad de la figura de la carencia como metáfora de
nuestra tragedia histórica. Estos silencios sobresaturados de Co-
mala —me parece— hacen también parte de una suerte de gran
representación de la ruptura de un tiempo modernista, como lo
ve Fredric Jameson, hacia otro momento posmodernista 27, cuya
emergencia el crítico ubica hacia la década del cincuenta y, aunque
Cubagua es publicada en la década del treinta, sería posible imagi-
narla como expresión temprana del mismo.
Las ruinas de una ciudad bullente de voces de difuntos en
Comala y la ciudad hundida en Nueva Cádiz parecieran refle-
jarse especularmente. La una, en Comala, voltea hacia la revolu-
ción mexicana y desde allí hacia más y más atrás, hasta poner en
cuestión las inobservancias posindependentistas. Pero mira, fija
imágenes, también, hacia más adelante, en los pertinaces incum-
plimientos del PRI a los postulados vertebrales de la revolución
mexicana. La otra, Cubagua, releva alternativa, asincrónica y fíl-
micamente, momentos del descubrimiento de América, escenas
de la Colonia y episodios noticiosos de comienzos del siglo XX.
Tal operación, que antecede el experimentalismo del surrealismo
en Latinoamérica, una de cuyas propuestas buscaba forzar la con-
taminación de tiempos y significados interroga figuras que operan
por condensación y trabazón premeditada una semiosis, ayer, co-
lonial, hoy neocolonial. «¿A qué viniste?», parece preguntarle al-
guien a Juan Preciado, intentado precisar los verdaderos móviles del
viaje: «Vine a Comala —dice— porque me dijeron que aquí vivía
mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo y yo le pro-
metí que vendría a verlo en cuanto ella muriera». Pero es revelador
que, una vez realizada esta promesa solemne ante el lecho de muerte
de la madre, Preciado se retracta de su juramento «—Así lo haré
madre» con una confesión a sí mismo: «pero no pensé cumplir la
promesa» (PP: 179). El viaje de Preciado responde, pues, a otros mó-
viles. Preciado responde en el más clásico protocolo melodramático.

27 Postmodernism, or, The cultural logic of late capitalism, 1991. Recuperado en:
http://flawedart.net/courses/articles/Jameson_Postmodernism__cultural_
logic_late_capitalism.pdf

439
Pero detrás de esta respuesta desautorizada desde su inicio, subyace
y resuena la pregunta: «Preciado, ¿para qué viniste?».
Creo que tanto el viaje de Preciado a Comala, como el de
Leziaga a Cubagua funcionan como metáforas de indagación
sobre las condiciones en que se modula la modernidad incum-
plida latinoamericana. Una modernidad que en América Latina
siempre fue imposible por definición y una historia adulterada, las
dos fraguadas a partir de un cosmos de sentido meticulosamente
ritualizado. Un mundo que debate con otra condición ahora
postsacral. Los conceptos teleológicos de modernidad e historia se
representan así en ambas obras vacíos.
Esta mezcla de silencios y énfasis de contención traducen
—y remiten— a conatos fallidos de expresión y poder radical del
otro, el paria, el esclavo, el negro o el indio, el civilizatoriamente
escamoteado de la historia. Todo se extracta en gesto, mudez,
que hacen tropos de una palabra sitiada, innombrable histórica-
mente sesgada. Oralidad de voz omitida, es una dicción desde cuya
recursividad se apela a un sentido también nómada que fluye de
lo verosímil a lo mágico; de la facticidad al delirio aparente. A di-
ferencia del esencialismo estratégico afirmado por Edward Said 28,
los pobladores de Nueva Cádiz o de Comala son tratados de una
forma no esencialista a modo de objetos de estudio o estampas de
otredad. Nunca se los conduce como objetos pasivos y de ante-
mano condenados al cumplimiento de un papel dictado por otros.
Hasta en Comala las almas pueden decidir qué dicen, y a quiénes
sacan la conversación. Y en Cubagua, en el último capítulo aflora
una imagen salvífica pero no historicista de la historia. El mito
popular, la animación y la metáfora sirven de recuerdos. Por ello
Leziaga no resiste «referir su aventura» (C: 58). Una aventura que
ahora puede leer mientras lleva dos días de encierro contemplando
desde su habitación las piedras renegridas, en la isla de Margarita,
como ruinas pero más aún, como testimonios del mediodía de un
gran imperio extinto. Por tal un académico, Tiberio Mendoza,
no puede resistir la impaciencia. «¿Qué podían decirle (las ruinas)
que ya él no supiese?» (C: 58).

28 E. Said, Orientalismo, 1977.

440
De la misma forma en que Juan Preciado es un forastero de
los climas fantasmales de Comala y va cumpliendo su viaje a me-
dida que desentraña el sentido de su experiencia, así también lo
hace Leiziaga al interrogar, ahondar y, hasta cierto punto, desci-
frar el sentido último de su viaje a Cubagua. So pretexto de buscar
a su padre, Preciado inquiere y le arranca a Comala el sino reser-
vado a su estirpe y, con este, el sentido de su vida toda. Leiziaga
lee el subterfugio mercantil de la extracción de perlas y petróleo
como jeroglífico que contiene el secreto irrenunciable de la tierra.
Tal «viaje» es lo que le exige asumir una mirada nueva, benévola
y, asimismo, ética. El encuentro con ese otro —aborigen, mujer,
difunto, fantasma, negro, esclavo—, y con un paisaje cargado de
signos a la espera de ser traducidos funda un lugar de toque con
la otredad que alimenta su propia experiencia. Preciado condensa
en estos términos el saldo de su aventura vital: «—Es cierto, Do-
rotea, me mataron los murmullos. Aunque ya traía retrasado el
miedo». Y un poco más adelante se vuelve a hacer y responder la
pregunta: «—¿Qué viniste a hacer aquí? —Ya te lo dije en un prin-
cipio. Vine a buscar a Pedro Páramo, que según parece fue mi pa­
dre. Me trajo la ilusión. —¿La ilusión? Eso cuesta caro. A mí me
costó vivir más de lo debido» (PP: 237). Preciado hace el viaje en
la dirección correcta. Ya no afirma que vino a buscar a su padre,
sino «a ese que según parece fue mi padre». La irresolución en la
escritura de la historia construye de suyo otra forma de habitarla
—o de redimirla.
Dijimos que la búsqueda del padre no es el motivo de fondo
del viaje de Preciado. Lo es la búsqueda de la ilusión. Pero ¿qué
dice, qué mueve? ¿Qué traduce esta ilusión pertinaz? La palabra ilu-
sión asume por lo menos dos sentidos: la ilusión de índole afectiva
y la ilusión como aberración de un efecto engañoso sobre los sentidos.
Es el caso de una ilusión óptica, por ejemplo. Una y otra pueden
ponerse en relación con el fenómeno de representación fidedigna,
ética, crítica, histórica. Representación políticamente posicionada,
polivalente, plural. Una vez concluido el viaje, el aprendizaje se cul-
tiva en la claridad representacional de una experiencia íntima pero,
además, colectiva. —Pero, ¿cuál es el alma de la raza?— [se] pre-
gunta Leiziaga a continuación del cuestionamiento de Tiberio.

441
¿Es quizás la nostalgia, la gran tristeza del pueblo que se ignora
a sí mismo, o son almas superpuestas, vigilantes, para que nin-
guna cobre imperio sobre la otra? […] El negro y el indio toman la
guitarra en sus manos del mismo modo que el rifle, cantan con
una tristeza y viven sin conocerse o se matan entre sí. Bailes y
canciones, luz, palmeras, he ahí todo el sentimiento, el alma de
la raza (C: 59).

La desconfianza hacia la mirada preconstituida por un pre-


concepto en el sentido que Said le asigna al término orientalista,
introduce la estructura filosófica de verdad popular. Núñez inter-
cala la heterogeneidad ideológico-discursiva apelando a una copla
de canción. El recelo entre la representación de matriz Occidental
y realidad primordialmente latinoamericana es extrema. «Si vas
a la Guajira/ compra primero un loro/ para que cuando vuelvas/ el
loro te cuente todo» (C: 59). Intereses, paradigmas de comprensión,
prejuicios, códigos y disposiciones de la ciudad letrada acordonan
la narrativa de una versión previamente escrita, regularizada. Una
escritura estipulada, casi conclusiva de la historia. «Todo el mundo
lo sabe entonces —se dice Leziaga ante la indiferencia de Rojas—.
Es insensato hablar de lo que todos conocen y de lo que nadie
quiere oír hablar» (C: 60). Por ello la verdad deviene, según Lei-
ziaga, en «aquel silencio lleno de precauciones». Preexiste como
claridad turbia, cenicienta, hecha de «ruido de voces y [de] armas»
(C: 60). Las prácticas coloniales del esclavismo, la industria del pi-
llaje y la censura son elevadas a categorías epistemológicas desde
cuyo espesor confesar la pragmática colonial. La tentativa de es-
critura de una historia otra por parte de Leiziaga es de inmediato
descalificada. Mendoza sondea por ello los borradores de Leiziaga
y, tras leerlos, concluye: «¡Qué imbécil, carece del sentido de la
historia!» (C: 61).
En tal sentido Núñez y Rulfo emprenden proyectos imposi-
bles. Tramitan capturar y traducir positivamente una semiosis colo-
nial cuyo ideologema se apila en un presente conflictivo y borroso:
un tenor mudo —mas inteligible vía literatura— embebido de metá-
foras y metonimias, piedras y olas, tierras y ruinas. Y es en este he-
terogéneo lugar hecho asimismo de restos de mitos y de documentos

442
en cuya médula la dominación y la salvación se dan cita, como
notaba Benjamin. Se concitan, deviniendo documentos de cultura
y a la vez, escritos incriminatorios de la barbarie. La barbarie con-
tenida en todo lo borrado. La historia como cómplice de la borra-
dura por remanente, por no ser políticamente incorporable pero,
también, por indecible y proliferante. Texto que, aunque entraña
y vocifera la ruina, nunca se podrá develar y quedará, por ello,
como espacio elidido. El silencio en ambas novelas no describe otra
cosa así que una máquina de captura de alteridades y proliferación
de censuras. Texto de lo que nunca ha sido posible articular. El
oficio de escritura sobreviene faena de videncia y redención. Pero
esta indagatoria del silencio entraña adicionalmente otra reflexión.
Una especulación sobre las relaciones y negociaciones que enta-
blan y sostienen lector y escritor. Una que llamaremos economía
de rupturas atraviesa, reinventando silencios que devienen denun-
cias en la trama de ambas novelas. La técnica del montaje deviene,
en ambas tentativas, estrategia narrativa y sustrato hermenéutico
desde cuyo espesor una historia pletórica de tiempo ahora, como lo
soñaba Benjamin, atrapa y reinventa su sentido.

Conclusión

En 1986 Evodio Escalante formula una «Lectura ideológica de


Pedro Páramo» que mutatis mutandi pudiera cabalmente ser también
aplicable a la novela de Núñez:

Pedro Páramo no se deja ubicar con facilidad. Y esto es así no


tanto porque el texto resista la interpretación sino porque su am-
bigüedad facilita todas las interpretaciones. Pedro Páramo es así
un viaje al infierno, una recuperación de los mitos griegos, una
figuración arquetípica, una recreación del mito de la caída,
aunque también, en una acuciosa lectura que recuerda los proce-
dimientos sociológicos de Lucien Goldmann, una recreación del
conflicto que se plantea entre un orden feudal-tribal y el poder
del dinero que ha dejado vacío este orden sin crear uno nuevo
¿Ambigüedad ideológica? Digamos, mejor, precisión semiótica,

443
articulación de un lenguaje donde la significación, el sentido, lo
dicho y lo no dicho, alcanzan un equilibrio singular: ahí donde
la economía de los materiales es también la irradiación más alta
de la escritura 29.

Pero así como parte de la obra misma y de los desarrollos


críticos sobre Pedro Páramo pueden contribuir a situar crítica-
mente a Cubagua, esta funciona también como clave de lectura de
la obra rulfiana. Los tiempos inicial y final de Leiziaga y de Pre-
ciado no son equivalentes pero sí dialogantes. Como a Preciado,
una vez ingresa al clima y tiempo enrarecido de Comala: «El reloj
de Leziaga marca las ocho mientras» el mundo real empieza a
parecerle «infinitamente distante» (C: 25). Y así como Abundio,
la madre, Doloritas, las comadres, doña Eduviges y tantos otros
personajes de Pedro Páramo intentan hacerle percibir a Preciado
el nuevo estado ambiguo en que debe acostumbrarse a vivir en lo
adelante, una voz pregunta precisamente al personaje central de
Cubagua: «—¿Has comprendido, Leziaga, todo lo que ha pasado
aquí? ¿Interpretas ahora este silencio? (C: 38)».
Apuntaba Núñez en un artículo de prensa publicado el 20
de marzo de 1943: «Es indudable que la época tan rica de aspectos, de
significado, de caracteres, espera su novelista que es como decir su
historiador»30. Un historiador/organizador de retazos de historia y
de costuras irresueltas de la cultura también, hijas del mito, la le-
yenda y de la libre fabulación ficcional. En conferencia de prensa
en Caracas, Rulfo suspende burlonamente, por un momento, los
planos nítidos entre ficción e historia, se confiesa erróneamente:

Debe ser muy interesante vivir dentro de un cementerio y poder


platicar con los muertos, deben tener cosas muy importantes qué
decir. […] Los que los interrumpen son los que van a visitarlos

29 «Lectura ideológica de Pedro Páramo», en Merlin Forster y Julio Ortega,


De la crónica a la nueva narrativa mexicana, México, Oasis, 1986, p. 296.
Énfasis en el original.
30 «La novela», El Universal, Caracas, 20 de marzo de 1943, recogido en Bajo
el samán, Caracas, Ministerio de Educación, 1963, p. 95.

444
el día de los muertos […]. Pero, en cambio, cuando están solos,
platican muy a gusto entre ellos y cuentan cosas, se cuentan unos
a otros sus historias31.

Cubagua no es constreñible, pues, al esquema valorativo que


el propio Enrique Bernardo Núñez alcanzó a vislumbrar, un re-
lato con «elementos de ficción y realidad»32. Sanoja Hernández
piensa que Núñez desestimaba así la revolución de tiempos y sole-
dades, vigilias y sueños, nacida como una galaxia de la memoria.
Cubagua fue una novela sin suerte. De su primera edición circu-
laron apenas sesenta ejemplares en Venezuela y la crítica nacional
no consigue aún reubicarla. El enmarañado lugar de enunciación
es en parte culpable de ello. Cabe recordar que Cubagua es con-
cebida y redactada entre Margarita, Cuba y Panamá33, lo cual ex-
plica en parte la recuperación de los documentos rescatados por
el autor del Archivo de La Asunción, imágenes de «escombros
sumergidos» de Nueva Cádiz, la casi mítica ciudad hundida en
el mar de la isla de Cubagua, y el empleo de mitos y leyendas
de variada y excéntrica procedencia. Un cóctel en cuya combus-
tión se figura una territorialidad alternativamente bañada por
la coexistencia de materiales heterogéneos que —más que insti-
tuir identidades ligadas a territorios fijos— dibuja geografías mó-
viles, figuraciones des-localizadas de la realidad, la historia y la
imaginación como materias primas fundantes de una cartografía
nómada. Mapa ambiguo, enigmático, problemático, irresuelto y
dialécticamente configurándose del vasto espacio latinoameri-
cano/caribeño. Núñez conjura además en la escritura de Cubagua
la verdadera tragedia del escritor que para él radicaba no tanto en
el reconocimiento o no de su trabajo, como «en no dejar la obra que
pueda ser testimonio del cumplimiento de este deber del escritor.

31 «Juan Rulfo examina su narrativa», en Rulfo, Toda la obra, p. 875.


32 «Algo sobre Cubagua», El Nacional, Caracas, 13 de diciembre de 1959,
recogido en Bajo el samán, ob. cit., p. 106.
33 El análisis de los materiales genéticos permite definir que si bien Núñez
tuvo su primera intuición novelesca en Margarita, realmente comenzó la
escritura en Bogotá, luego la prosiguió en La Habana, y la concluyó en
Ciudad de Panamá. (N. del C.)

445
Todo el deseo, la aspiración del escritor, toda su vida ha de ir hacia
su obra. […] El escritor le debe al país su vida»34.
En un cruce de inquietudes que conectan historia, política,
mitos fundantes, testimonios, crónicas y narrativa, Enrique Ber-
nardo Núñez y Juan Rulfo apelan a un instrumental narrativo que
funde técnicas cinematográficas, narrativas y poéticas. La hete-
rogeneidad de residuos de memoria rescatados de viejos archivos
y bibliotecas, de reminiscencias de voces populares e imágenes de
viajes configuran unos textos cuya riqueza alusiva juega y hace
trabajar para sí una proliferación dialéctica que remite a la historia
latinoamericana como historia de originalidades, asimetrías y lu-
chas de clase que enlazan lo sublime y lo atroz. Todavía precisan
de un arsenal representativo bien enterado de la vanguardia y or-
ganizan desde allí una geografía simbólica de espacio insular pro-
liferante. Un ámbito ambiguo, si se quiere, que opera como enclave
recurrente de intercambio de mercancías: perlas y esclavos, luego
petróleo en el caso de Cubagua; tierra, recuerdo, amor, poder, en
el caso de Pedro Páramo; constitución de identidades transitorias
que se van sobreimponiendo sucesivamente en un tiempo circular.
Atmósfera que nomina más el núcleo histórico/identitario del sis-
tema de expoliación imperialista que, a secas, un paisaje humano
y mediodía de naturaleza.
Cubagua y Pedro Páramo no miran al pasado de manera nos-
tálgica. Lo auscultan desde un signo de ensueño y experiencia que
nombra una positividad literario-cultural. Pasado todavía irreali-
zado pero latente en su potencia viva de redención. Enrique Ber-
nardo Núñez resume la positividad de esta circularidad temporal
en el siguiente pasaje:

Cuciú murió en la hoguera. Su cuerpo, amarrado sobre la pira,


era un árbol de rojos botones. Aún no se había puesto el, sol.
Quedaba allí una masa negra. El olor de carne fue arrastrado por
la brisa, llevada muy lejos, sembrada por las cenizas en el agua.

34 «Los malogrados», El Universal, Caracas, 27 de mayo de 1952, recogido en


Bajo el samán, ob. cit., p. 81.

446
Otros dijeron —y así lo refirieron durante mucho tiempo—,
que Cuciú no murió en la hoguera. Un adivino la arrebató de
las llamas convirtiéndola en garza, una garza roja, y confun-
dida con las otras se cierne sobre los caños en la estación de las
lluvias (C: 30).

447
El relato de las ruinas y el deseo colonial.
Cubagua de Enrique Bernardo Núñez*
Luis Duno-Gottberg

Solo ruinas señalan el paso


de todas las dominaciones.
Cubagua
Enrique Bernardo Núñez

Erocomay era bella y fuerte.


Reinaba entre mujeres […]
Erocomay guiaba su tribu en la guerra
y a las cacerías de monstruos […]
Grande era su poder y su amor deseado y temido.
Cubagua
Enrique Bernardo Núñez

The sigh of History rises over ruins,


not over landscapes, and in the Antilles
there are few ruins to sigh over, apart from
the ruins of sugar estates and abandoned forts.
«The Antilles: Fragments of Epic Memory»
Derek Walcott

El deseo y las ruinas

L as vocaciones de arqueólogo y coleccionista, en los sentidos


que sugieren Michael Foucault y Walter Benjamin, nutren
subterráneamente el proyecto narrativo de Enrique Bernardo
* Texto base de la ponencia presentada en el foro Retornando a Cubagua:
colonia, neocolonialismo y nuevas lecturas, realizado en el Celarg, los días 26
y 27 de mayo de 2011.

449
Núñez (1895-1964). Quiero imaginar al escritor venezolano
desen­terrando viejas reliquias indígenas y colocándolas frente
a espadas, escudos, doblones españoles y, por supuesto, un pu-
ñado de perlas. Por un momento, quiero imaginarlo también
añadiendo a su colección los restos de un barco que podría haber per­
te­necido indistintamente al pirata Morgan o a una empresa nor­te­
americana que surcaba, «con idéntico deseo», las aguas que ahora
corroen los despojos de proyectos imperiales.
El lector reconocerá inmediatamente en este ejercicio de la
imaginación una serie de elementos reiterados en las novelas Cu-
bagua (1931) y La galera de Tiberio (1938), por lo que no hago
más que explicitar imágenes de una poética que, como ha seña-
lado Alejandro Bruzual, cifra antecedentes de un pensamiento
poscolonial latinoamericano1. En este sentido, Enrique Bernardo
Núñez ha reunido en su universo narrativo los fragmentos de la
cultura material de conquistadores y conquistados, reordenán-
dolos de tal modo que en su discontinuidad y ruina, encarnan la
violencia misma de la historia colonial y, sobre todo, su persis-
tencia. El deseo, como pulsión imposible por poseer y acumular
mercancías o mercancías-cuerpos acompaña este proyecto de
representación que denomino el «relato de las ruinas».
En estas páginas propongo una lectura de Cubagua2 a partir
de la imagen reiterada de «las ruinas» y de la resistencia a lo que
entiendo como «el deseo colonial». Ambos elementos parecen ar-
ticular no solo la forma misma del relato sino que, más importante
aún, constituyen recursos para pensar en los traumas de fundación
de la cultura venezolana y, de modo más general, caribeña. En-
rique Bernardo Núñez ofrece así un modelo para pensar la mo-
dernidad periférica latinoamericana en términos afines a los que
adoptarán, años después, teóricos como Enrique Dussel, Aníbal
Quijano y Walter Mignolo.

1 Ver también Luis Duno-Gottberg, «El relato de las ruinas: Enrique


Bernardo Núñez y su imaginario contracolonial caribeño». En «Entre
las “ruinas” y la descolonización. Reflexiones desde la literatura del Gran
Caribe», tinkuy 13, Université de Montréal, junio 2010, pp. 13-24.
2 Enrique Bernardo Núñez, Cubagua, en Novelas y ensayos, Caracas, Biblioteca
Ayacucho, 1987.

450
El deseo, la ofuscación del capital y la lectura
de las ruinas

La ruina es lo fragmentario, rasgo que caracteriza la estructura na-


rrativa de Cubagua, mucho antes de que constituyera un recurso
predilecto de la narrativa latinoamericana del boom3. La ruina es
también lo discontinuo, el despojo y el resto, como lo sugieren ob-
jetos y lugares representados en estas novelas, los cuales parecerían
destinados al olvido, a no ser porque su presencia convoque tan vi-
vamente la voracidad colonial. Esta doble articulación de la ruina,
en tanto estructura discontinua y traza de una «violencia deseante»,
produce un texto dentro del texto, una misse en abîme que remite al
problema recurrente del colonialismo en el Caribe.
En primer lugar está la dimensión más obvia que sugiere el
vínculo entre el descaecimiento del mundo material y una suerte
de escritura cifrada en las cosas, la cual da cuenta de la expe-
riencia del poder imperial español en Venezuela y en el Caribe.
Esta lectura puede sustentarse en la descripción del paisaje de la
isla de Margarita, hacia el final de la novela Cubagua (análogas
a la imagen de las ruinas en el epígrafe de Derek Walcott):

Las costas de Margarita están llenas de cañones hundidos en la


arena, de castillos y fortines desmoronados. Lo mismo las costas
de Paria y de Cumaná y de Guayana y de las islas que trazan un
arco gigantesco en el Caribe. De Este a Poniente. Es todo lo que
resta de un gran imperio (58).

Por otra parte existe una dimensión más compleja del frag-
mento que remite a la mise en abîme proyectada por los objetos
dentro de la narrativa de Enrique Bernardo Núñez. Por ejemplo,

3 Cubagua fue publicada en 1931. Podría decirse por ello, que esta novela
constituyó el inicio (ignorado) del «realismo mágico» latinoamericano. Las
obras de Alejo Carpentier y Miguel Ángel Asturias, quienes estaban en
París cuando la novela de Enrique Bernardo Núñez irrumpió en el am-
biente literario, fueron posteriores y, sin embargo, alcanzaron el estatuto
de obras fundacionales de la Nueva Narrativa Latinoamericana.

451
el anillo que aparece en distintos momentos en La galera de Tiberio
y en Cubagua, señala el modo en que ciertos elementos (ya sea un
objeto, un personaje o un nombre propio) constituyen una traza
del pasado, conectando distintas dominaciones y distintos gestos
de rebelión. El anillo actualiza, en este caso, la «colonialidad»4.
La galera de Tiberio refiere la leyenda de un anillo desente-
rrado, quizás, durante las excavaciones del canal de Panamá. Es
una joya antiquísima que Julio César arrebata en Egipto; que pasa
por las manos de Godofredo, rey de Jerusalén; que es posesión
de los árabes en España y, más tarde, de Carlos V y Fernando II.
El objeto pasa entonces a Napoleón y luego a la monarquía in-
glesa. En el presente de la narración, el anillo es un fragmento
(o un índice, diríamos con Pierce)5 que de algún modo restituye
la presencia de un poder voraz, ahora bajo el empuje del proyecto

4 El concepto de Quijano es particularmente oportuno para pensar Cuba­gua,


dada la insistencia en las articulaciones raciales del proyecto de domina-
ción y explotación colonial, neocolonial y nacionalista. «Colonialidad es
un concepto diferente de, aunque vinculado a, Colonialismo. Este último
se refiere estrictamente a una estructura de dominación/explotación donde
el control de la autoridad política, de los recursos de producción y del tra-
bajo de una población determinada lo detenta otra de diferente identidad
y cuyas sedes centrales están además en otra jurisdicción territorial. Pero
no siempre, ni necesariamente, implica relaciones racistas de poder. El
Colonialismo es obviamente más antiguo, en tanto que la Colonialidad ha
probado ser, en los últimos 500 años, más profunda y duradera que el Co-
lonialismo. Pero sin duda fue engendrada dentro de este y, más aún, sin él
no habría podido ser impuesta en la intersubjetividad del mundo de modo
tan enraizado y prolongado. Pablo González Casanova y Rodolfo Staven-
hagen […] propusieron llamar Colonialismo Interno al poder racista/etni-
cista que opera dentro de un Estado-Nación. Pero eso tendría sentido solo
desde una perspectiva eurocéntrica sobre el Estado-Nación». Aníbal Qui-
jano, «Colonialidad del Poder y Clasificación Social», Journal of World-
Systems Research VI (2), 2000, p. 381.
5 «Un signo indexical existe en espera de un intérprete y un interpretante,
que pueden emerger en el momento en que se establezca alguna interre-
lación causal o natural, gracias a alguna mente (intérprete). Entonces el
signo sale a la luz como si hubiera también obligado al intérprete a fijarse
en cierta conexión y no en otras. En las palabras de Peirce, el índice es
“como un pronombre demostrativo o relativo, que forzosamente dirige la

452
imperialista norteamericano. Darío Alfonso, personaje que tras-
mite la crónica del anillo, afirma: «Ahora lo lleva el almirante
Willy en el buque insignia Texas»6.
En la novela Cubagua, el anillo está en manos de Leiziaga, un
burócrata al servicio del Ministerio de Fomento, ingeniero de minas
graduado en Harvard, quien sueña con su versión moderna del Do-
rado —tema, por cierto, recurrente en la obra de Enrique Bernardo
Núñez. El personaje expresa así sus fantasías de fortuna: «Siempre
he acariciado grandes proyectos: empresas ferroviarias, compañías
navieras o vastas colonizaciones en las márgenes de nuestros ríos;
pero si logro una concesión de esa naturaleza, la traspaso en seguida
a una compañía extranjera y me marcho para Europa» (9).
Leiziaga hereda el anillo de un antepasado que participó
en la Conquista: «Él lo conservaba como sello de su origen» (23),
dice el narrador. Sin embargo, cuando el fraile Dionisio le sugiere
reflexionar sobre aquella historia (o sobre lo que podríamos de-
nominar «el significado indexial de un fragmento legado»)7, Lei-
ziaga evade la conversación y dice: «El pasado, siempre el pasado.
Pero, ¿es que no se puede huir de él? Sería mejor que hablásemos
ahora del petróleo» (23). Tanto Nueva Cádiz, ciudad de la que
solo quedan escombros a pesar de haber sido boyante durante el

atención hacia un objeto particular sin que se describa” (CP 1.369, c.1885).
De este modo, cualquier cosa “que enfoque la atención hacia algo es un ín-
dice” (CP 2.285, 1893). Al hacer hincapié en la función del índice, trasla-
damos el punto de enfoque de la atención desde el signo como posibilidad
(Primeridad), la mera sensación de algo sin que haya consciencia de al-
guna propiedad de este algo, hacia el signo como actualidad (Segundidad),
ya que el intérprete ha alcanzado la consciencia del signo como algo con
ciertos atributos específicos». Cfr. Charles S. Peirce, Charles Hartshorne,
Paul Weiss, and Arthur W. Burks, Collected Papers of Charles Sanders Peirce,
Cambridge, Belknap Press of Harvard University Press, 1960. Disponible
en: http://www.unav.es/gep/Articulos/SRotacion3.html.
6 Enrique Bernardo Núñez, La galera de Tiberio, en Novelas y ensayos,
ob. cit., p. 78.
7 «De un gesto, el fraile señaló el anillo de Leiziaga», e inmediatamente
inicia su relato del pasado y el presente: «Fray Dionisio comenzó a hablar
confusamente del pasado, de las cosas exteriores y de sus relaciones con lo
que ha sido y es hace trescientos, hace miles de años» (23).

453
siglo XVI, como el anillo de los conquistadores, son símbolos que
el fraile lee sin dificultad alguna, mientras que Leiziaga opta por
darles la espalda y proyectar su mirada deseante hacia un futuro
de riquezas. Seducido por la promesa del capital, el ingeniero de-
viene ciego. Es precisamente debido a esta pulsión (y se verá más
adelante que se trata de una avidez que posee todos los rasgos de
un impulso erótico), que Leiziaga falla en su lectura de los sím-
bolos como índices. En la ofuscación del deseo, es incapaz de es-
tablecer relaciones causales o de continuidad entre el fragmento
y la totalidad histórica.
En este sentido, el anillo no remite necesariamente a un
tiempo clausurado; sino a un pasado que coexiste, sedimentado,
con el presente. El objeto, en tanto resto inasimilable de la historia
colonial, sigue funcionando trescientos años después. Si antes
acompañaba la expoliación colonial, ahora acompaña al proyecto
neocolonial. Significativamente, el tema fue también abordado por
Enrique Bernardo Núñez en un ensayo titulado «La batalla por el
país», publicado en Bajo el samán, donde escribe:

La forma moderna de la Conquista es la de los capitales que


«vienen a contribuir al desarrollo económico del país». Un país cae
a pedazos en manos del capital. Viene a ser el botín de capitalistas.
Ya no se necesitan anexiones propiamente dichas. En Venezuela
acaso no hay nada —minas, tierras, el comercio mismo— que no
se halle en manos de capitales extranjeros, cuya estructura es más
poderosa que la del Estado mismo. Pero tantos estadistas, tantos
prohombres nuestros, han golpeado siempre en la necesidad de
capitales, sin defensa alguna por nuestra parte, que la sola palabra
ha venido a ser como el latón que los indios cambiaban por sus
tesoros y consideraban materia llegada del cielo8.

Pero volvamos a Cubagua para pensar en Leiziaga, en su


ceguera digna de un personaje trágico; en la obcecación de quien
es incompetente para descifrar la escritura de las ruinas. Este

8 «La batalla por el país», El Nacional, Caracas, 3 de octubre de 1950, recogido


en Bajo el samán, Ministerio de Educación, 1963, p. 16.

454
joven graduado en Harvard, cosa que en la narrativa de un liberal
como Rómulo Gallegos significaría un signo de promesa y ele-
vación, tiene una falla fundamental que lo llevará eventualmente
a su propia destrucción9. Él es incapaz de comprender que, expre-
sando su fantasía de explotación petrolera o perlífera, no ha hecho
más que rearticular el mito del Dorado y seguir el mismo impulso
de sus ancestros, los conquistadores. En efecto, al llegar a Cu-
bagua y sospechar la existencia del «oro negro», afirma que sintió
una alegría «apenas comparable al disimulo de Colón cuando vio
allí mismo las indias adornadas de perlas». Piensa entonces «qué
puede dar él tan insignificante […] para obtener aquello». Nue-
vamente, se lo invita a leer las ruinas. Un pescador le recuerda la
grandeza pasada de Nueva Cádiz y le señala los escombros sumer-
gidos. Leziaga se muestra indiferente y se entrega a su deseo por
penetrar, poseer y acumular10:

De una vez podría realizar su gran sueño. En breve la isleta es-


taría llena de gente arrastrada por la magia del aceite. Factorías,
torres, grúas enormes, taladros y depósitos grises: “Standard Oil
Co. 503”. Las mismas estrellas se le antojan monedas de oro,
monedas que fueron de algún pirata ahorcado (19-20).

El anillo de Leiziaga y las ruinas de Nueva Cádiz comunican


vivamente tanto la historia pasada, como la que va construyendo
el propio personaje con su llegada a la isla y el despliegue de sus

9 En un texto del 21 de octubre de 1936, Núñez habla de «nuestros doctores»,


describiéndolos como letrados cómplices del neocolonialismo («Mr. Canto
de Pájaro», Relieves, Caracas, Congreso de la República, t. I, p. 152). Sin
embargo, su crítica del colonialismo parece tener límites cuando se trata de
aquella violencia que se gesta dentro del proyecto nacional. El colonialismo
interno parece no molestarle: el 20 mayo de 1937 escribe sobre un colonia-
lismo que no ha concluido y que debe avanzar para desarrollar espacios
de la nación que parecen relegados («Colonización», ibid., t. II, p. 13).
10 Sus fantasías combinan modernización (las máquinas) y capitales extran-
jeros (corporaciones norteamericanas que administrarán la riqueza petro-
lera). Curiosamente, otra señal de la ruina se desliza en sus sueños, con la
imagen del pirata ahorcado.

455
apetencias de riqueza y gratificación erótica. Si Enrique Bernardo
Núñez ha invitado a leer esos fragmentos superpuestos como ac-
tualizaciones de la violencia colonial, es la incapacidad de su per-
sonaje para realizar esa misma lectura lo que patentiza el carácter
nefasto del deseo colonial. De este modo, con aquella mirada que
Walter Benjamin atribuyó al ángel de la historia, caminando de es-
paldas hacia el futuro mientras contempla la destrucción que se acu-
mula ante sus pies, el narrador venezolano ha leído ruinas, despojos
y fragmentos como trazas de un pasado colonial y, sobre todo,
«como actualización presente»11.

La ruina, el arqueólogo y lo mágico

Michael Foucault se ha referido a un cambio epistemológico que


desplaza la concepción tradicional de la historia, acercándola a
la arqueología. En un principio, la disciplina apuntaba a la res-
titución de un tiempo extinto a partir de lo que expresaban los
documentos. Estos contenían la sustancia inerte de una voz para
siempre silenciada. Sin embargo, explica el autor, una mutación
altera nuestra postura frente al documento cuando el investigador
se siente compelido a retrabajarlo, a desarrollarlo desde adentro
para situarlo en relación con otros objetos-documentos. Ya no se
trata de un material yerto a través del cual reconstruimos lo que
fue, sino más bien de una presencia dinámica que comunica en
sí misma, desde su naturaleza tangible, un tiempo no necesaria-
mente cancelado. Podríamos decir que la historia trabaja ahora
con lo que existe más que con lo que fue; el documento deviene,
dice Foucault, un monumento. La historia aspira así a la condición
de arqueología, a la descripción intrínseca de monumentos que
existen hoy, que hablan en el presente y desde su materialidad12.

11 «Donde nosotros percibimos una cadena de eventos, él [el ángel de la historia]


ve una misma catástrofe que apila escombros sobre escombros, arrojándolos
a sus pies». Illuminations, Londres, 1992, intr. Hannah Arendt, [s.p.].
12 Michel Foucault escribe: «[…] digamos que la historia, en su forma tradi-
cional, se ocupó de “memorizar” monumentos del pasado, transformándolos

456
Más allá de la distancia que cabe reconocer en cada caso, estas no-
ciones resultan sugerentes para pensar en el tema de la ruina en la
obra de Enrique Bernardo Núñez.
Si como afirma Michael Foucault, el arqueólogo trabaja con
series discontinuas, arrojando luz sobre una masa de elementos
que deben ser reagrupados y relacionados entre sí, a fin de con-
formar cierta totalidad que se distingue de los ordenamientos ho-
mogeneizantes de la historiografía13, entonces Núñez tiene mucho
de la mirada del arqueólogo foucaultiano en su proyecto narrativo.
Desde el punto de vista formal, Cubagua se articula en se-
ries relativamente autónomas que operan por sedimentación, una
historia sobre la otra, desplazando la estructura del relato lineal
consti­tuido por etapas sucesivas. Aún más, este desplazamiento de
lo teleológico opera no solo en la estructura del relato, sino también
en la concepción de la historia que lleva implícita. Como conse-
cuencia de este ordenamiento (desorden, pensaba cierta crítica)
se produce una proliferación de discontinuidades (en este caso, rup-
turas temporales y espaciales) y el surgimiento de largos períodos
que conectan el proyecto de la Conquista con el proyecto neocolonial
norteamericano en el Caribe.
La conexión con Foucault se hace más clara cuando recor-
damos que, en su reflexión sobre el método arqueológico, el filó-
sofo destaca precisamente que su proyecto de lectura transversal

en documentos y otorgándoles voz a esos trazos que, en sí mismos, no


son verbales, o que dicen en silencio otra cosa de la que parecen decir.
En nuestro tiempo, en cambio, la historia transforma los documentos en mo-
numentos. Si en el pasado la historia descifraba las trazas dejadas por el
hombre, ahora despliega una serie de elementos que deben ser agrupados;
que deben tornarse relevantes y puestos en relación con otros elementos
para constituir una totalidad. Hubo una vez cuando la arqueología, como
disciplina que se ocupaba de silenciosos monumentos, de trazas inertes, de
objetos sin contexto y cosas abandonadas por el pasado, aspiró a la con-
dición de historia y alcanzó sentido solo a través de la restitución del dis-
curso histórico. Podría decirse, para jugar un poco con las palabras, que en
nuestro tiempo la historia aspira a la condición de arqueología, a la des-
cripción intrínseca del monumento». The Archaeology of Knowledge, London
- New York - Routledge, 1972, pp. 6-7. Ver la introducción de este texto.
13 Ibid., p. 7.

457
intenta establecer series discontinuas y relaciones entre estas, lo que
produce súbitas afinidades a través del tiempo (o de las series):
«hence the possibility of revealing series with widely spaced inter-
vals formed by rare or repetitive events»14, escribe en La arqueo-
logía del saber. Algo similar ocurre en Cubagua cuando atendemos
a la superposición de dos series autónomas a través del anillo de
Leiziaga o a través de las apariciones de fray Dionisio. Como se
recordará, este personaje es tanto el sacerdote que se asimiló al
mundo amerindio durante la Conquista, como aquel otro que ha-
bita una provincia venezolana en pleno siglo veinte y sirve de tutor
a Nila Cálice. Digamos asimismo que, en términos análogos a
los sugeridos por Foucault, dos series discontinuas se entrecruzan
cuando el segundo fray Dionisio guarda la cabeza del primero,
momificada, en su habitación: «Un indio a quien llamaban Orte-
guilla dio muerte a fray Dionisio […]», dice el fraile. E inmedia-
tamente, el narrador señala: «Y por primera vez Leiziaga advirtió
en una silla, en uno de los ángulos del aposento, una cabeza
momificada. Eran los mismos rasgos de fray Dionisio» (8). En ese
momento, el despojo momificado revela un potencial eurístico
similar a tantos otros fragmentos que pueblan el relato de Cubagua:
se trata de un índice desconcertante o siniestro (unheimlich, en
el sentido freudiano), pero profundamente sugerente para pensar
en los procesos de la historia colonial.
Esta relación entre lo fragmentario, las series discontinuas
y la gestación de una realidad unheimlich podría leerse desde el
concepto de «realismo mágico». En efecto, David Mikics ha su-
gerido que esta última noción podría entenderse como un modo
o subcategoría de lo unheimlich anclado en lo histórico15. Recor-
demos también la reflexión de Fredric Jameson, quien propone
que tales realidades no son sino la marca de un encuentro vio-
lento entre materiales reunidos por una experiencia que nosotros
denominaremos colonial:

14 Ibid., p. 8.
15 «Derek Walcott and Alejo Carpentier: Nature, History, and the Ca-
ribbean Writer» Magical Realism, Durham, Duke UP, Zamora and Faris
(eds.), 1995, p. 373.

458
[…] de allí la posibilidad de revelar series separadas por grandes
intervalos constituidos por eventos extraños o repetitivos. Esto
depende de un contenido que traiciona el solapamiento o la co-
existencia de elementos precapitalistas, un capitalismo naciente
y expresiones tecnológicas […]. No es un realismo que ha de ser
transfigurado por el «suplemento» de una perspectiva mágica,
sino una realidad que es ya, en sí misma, mágica o fantástica. De
allí la insistencia de Carpentier y García Márquez en que la rea-
lidad social de Latinoamérica es ya «realismo mágico». La arti-
culación de capas superpuestas del pasado y el presente […] es la
condición de este nuevo estilo narrativo16.

En otras palabras, Jameson explica que el texto del realismo


mágico depende de un tipo de materia histórica en que la dislo-
cación está estructuralmente presente, debido a la coexistencia de
estructuras sociales y culturales tanto precapitalistas como capi-
talistas. Esa realidad descoyuntada es el producto de la violencia
colo­nial que Núñez ha sabido reconstruir a partir de los despojos
de la historia y las series narrativas discontinuas.
Lo mágico, leído desde este ángulo, se aleja de las trivia-
lidades del macondismo y sugiere más bien una perspectiva crí-
tica de la historia. Por ejemplo, en una de las conversaciones
de Leiziaga y fray Dionisio observamos que el segundo personaje
adquiere un aspecto fantasmal, mientras atiende a la voluntad de-
sarrollista del ingeniero. Seguidamente, fray Dionisio le ofrece un
balance histórico de lo que han significado los proyectos y las ape-
tencias coloniales. La ironía escapa al joven Leiziaga, quien ignora
nuevamente la lectura contra-colonial que le sugiere el fraile:

[Leiziaga] Volvióse y se halló frente a fray Dionisio. Parecía más


alto, más flaco, próximo a convertirse en montón de ceniza. Sus
dedos resbalaban sobre su barba, una barba que casi ocultaba la
boca hundida.

16 «On Magic Realism in Film», Critical Inquiry 12 (2), Winter, 1986, p. 311.

459
—Estoy pensado en levantar un plano. La situación es excelente.
Fácil comunicación por todos lados. El agua puede traerse en
pipas, de Cumaná.
—Exactamente. Hace cuatrocientos años la traían también en pi­
pas. Exactamente—. Y añadió: —Verdad que es poco tiempo (20).

Esta presencia del sacerdote en estado fantasmagórico, a


punto de convertirse él mismo en una ruina cenicienta, constituye
un ejemplo de esas «realidades mágicas» observadas por la crítica;
pero, más importante aún, es que esto proporciona una oportu-
nidad para observar la tensión entre el discurso de la colonia-
lidad y la memoria de los fracasos coloniales que se superponen
constantemente en el relato17. De este modo, Enrique Bernardo
Núñez coincide con el arqueólogo foucaultiano en su indagación
de estratos históricos superpuestos; en su ordenamiento de series
fragmentarias que explican tanto la condición de su existencia
pasada, como su estado presente. Esta indagación vertical co-
necta temporalidades distintas y hace posible la reconstrucción
del poder que gestó la existencia del objeto y la persistencia del
mismo, como ruina. Es posible que aquello que la crítica ha reco-
nocido como «mágico» en Cubagua, se derive precisamente de esa
aproximación arqueológica, de ese análisis sincrónico de restos
discontinuos, de estratos constituidos por residuos de proyectos
coloniales, neocoloniales o nacionales.

17 Estas confluencias también pueden entenderse desde el concepto de «hi-


bridez» bakhtiniano, en tanto confluencia de elementos disímiles. El autor
define hibridez como «[...] una mezcla de dos lenguajes sociales dentro de
los confines de una misma frase; el encuentro, dentro de una frase, de dos
consciencias lingüísticas diferentes, separadas entre sí por una época, por
diferencias sociales u otro factor». Mikhail Bakhtin, The Dialogic Imagina-
tion, Texas, University of Texas Press, 1981, p. 358. Recordemos asimismo
que Bhabha considera estas instancias de hibridez como momentos de ex-
presión contracolonial. Ver Homi Bhabha, Location of Culture, London,
Routledge, 1995.

460
El coleccionista, la ruina y el fetiche

Los coleccionistas parecen coincidir en la capacidad de los objetos


para interpelarnos; sin embargo, este punto común es también el
lugar de una divergencia importante, donde se manifiestan por lo
menos, dos variantes. Digamos que mientras unos acumulan mer-
cancías con afán fetichista, desplazando la circunstancia o las con-
diciones en las que se gestó el objeto; otros lo preservan como una
traza o índice de la historia. En el primer caso, la interpelación del
fetiche no trasciende al objeto; en el segundo, el fetichismo atañe
al acontecimiento. En ambos casos, y para decirlo en términos
lacanianos, el fetiche funciona como petit object a, cuya presencia
marca una falta (el falo en Lacan; la violencia colonial en nuestra
discusión). La segunda variante sería opuesta a la ilusión feti-
chista del objeto cuando establece una relación metonímica con
el proceso-contexto que le dio existencia, sin aspirar a encubrirlo
o desplazarlo. Creo que la obra de Enrique Bernardo Núñez nos
confronta con ambas posibilidades o versiones del coleccionista.
La galera de Tiberio parece articular la primera versión del
coleccionista a través del personaje Miss Ayres, una profesora de
idiomas que se dedica a la venta de antigüedades en Panamá. Su
tienda, también llamada «La Galera de Tiberio», reúne los frag-
mentos más disímiles para el consumo de quienes llegan de lejos
buscando aventuras o sirviendo al proyecto neocolonial norteame-
ricano. Miss Ayres podría leerse como extensión del poder colonial
que administra la memoria encarnada en la ruina; ella colecciona el
mundo material de aquellos que me permitiré describir en inglés,
claro, como «those who didn’t make it».

La Galera de Tiberio ostentó sus magníficas muestras luminosas


en la Avenida Central. Ídolos, huacas, collares de amuletos, pieles
de caimán. Decoraba las vidrieras una pequeña galera trabajada
en nácar y plata. Pájaros embalsamados de plumajes maravi-
llosos, en aros de cristal. Símbolos para historiar letras en la obra
de Camphausen. Artículos para turistas y marineros18.

18 Ob. cit., pp. 97-98.

461
Miss Ayres representa el coleccionista que se aproxima al
objeto fetichizándolo, convirtiéndolo en una mercancía desligada
de las relaciones de producción (destrucción, debiéramos decir
en el caso de las reliquias amerindias) que le dieron origen. Hay en
ella algo similar a la ceguera de Leiziaga en Cubagua: cada cual a
su manera, falla en interpretar con propiedad la escritura trazada
por los despojos del pasado. Sin embargo, este intento vano por
borrar la violencia histórica choca con las evidencias que el relato
mismo provee, mostrándonos la coexistencia de la serie colonial y
neocolonial a través de las ruinas reunidas por el narrador, ese otro
coleccionista que habita el relato. Como el coleccionista de Ben-
jamin, los fragmentos reunidos en la obra de Enrique Bernardo
Núñez resisten la fetichización del objeto, apuntalando siempre a
las pulsiones y la historia que los generan. No por ello deja de ser el
fragmento o la ruina, un fetiche que marca el lugar de la violencia
y el deseo colonial.

Contrapuntos del deseo

La hermosura de las thenocas hacía


pensar en Nila. Fue entonces el mayor
deseo de Leizaga poseerlas.
Cubagua
Enrique Bernardo Núñez

Quiero explorar ahora lo que entiendo como un sesgo contra-


colonial en la representación del deseo en Cubagua. Con ese fin
propongo un contrapunto con el famoso grabado de Johannes
Stradanus, donde Amerigo Vespucci descubre América (1638); y la
primera película sonora venezolana, La Venus de nácar (1932), es-
trenada apenas un año después de la novela de Enrique Bernardo
Núñez. Estos tres textos tan disímiles, coinciden en hacer de un
cuerpo femenino racializado, un objeto del deseo, un territorio de
conquista o resistencia.

462
Johannes Stradanus,
«America» (1638)

Efraín Gómez,
L a Venus de nácar (1932)

La desnudez de América fue proverbial a partir de las cartas


de Cristóbal Colón, los grabados de Abraham Ortelio (Theatrum
Orbis Terrarum, 1570), Theodor De Bry (Collectiones peregrina-
tiorum in Indiam orientalem et Indiam occidentalem, 1590-1634)
y Johannes Stradanus (Nova Reperta, 1638). El último nos ha en-
tregado acaso una de las alegorías más conocidas del «Encuentro
de dos mundos», cuando imagina a un bien ataviado Vespucci
quien, estandarte en mano y espada al cincho —vaya redundancia
del poder patriarcal europeo—, descubre y nombra un nuevo
cuerpo territorial que lo recibe tendido(a) en una hamaca: ella ha

463
sido despertada por el empuje europeo19. Numerosos comenta-
ristas observan el contraste que articula el grabado: masculinidad
civilizada, naves y astrolabios por un lado; cuerpos femeninos des-
nudos, caníbales y monstruos aletargados por el otro. Lo que está
en juego, dice Michel de Certau, es «la colonización del cuerpo
por un discurso de poder»20. Tal discurso de poder podría enten-
derse también como la puesta en escena del deseo colonial y su
apetito por las mercancías más diversas. Asimismo, y como bien lo
ha demostrado José Rabasa, el grabado también deja entrever las
ambivalencias de tal deseo: en «America», Stradanus imagina a un
cuerpo que se abre al colonizador europeo, pero también atisba,
en el fondo, al caníbal y los monstruos que lo amenazan. El «mo-
nótono murmullo del monólogo europeo y sus fantasías sobre el
nuevo mundo»21, anuncia ya las claves que habrán de subvertirlo:
¿A dónde apunta América con su dedo? ¿Señalará su propio des-
cubrimiento? ¿Aludirá tal vez al caníbal, esa imagen que devendrá
clave para el discurso contra-colonial caribeño?
Pasemos de inmediato a Cubagua, a ese capítulo donde
Nila Cálice22 se muestra tendida precisamente en una hamaca;
escena que podría remitir a la América postrada de Stradanus.

19 José Rabasa escribe: «La remoción del velo por parte de Vespucci
sugiere el despertar de América de un letargo similar al de la pereza», In-
venting America Spanish Historiography and the Formation of Eurocentrism,
Norman, University of Oklahoma Press, 1993, p. 29.
20 Cit. en Rabasa, ob. cit., p. 42.
21 Ibid., p. 27.
22 Nila es hija del cacique Rimarima, quien muere resistiendo al ataque de
«los blancos». Por otro lado, se rumora que es la hija de Pedro Cálice, quien
al igual que fray Dionisio o Antonio Cedeño, es un personaje de identidad
doble o transhistórica: es tanto el dueño de un tren de pesca en el presente
narrativo, como un negrero del siglo XVI. Al introducir cierta inestabi-
lidad en torno al origen, el autor genera lo que Alejandro Bruzual entiende
como una desestabilización de las ideas maniqueas sobre el mestizaje y la
«dicotomía blanco-español e indígena americano-explotado». Se consultó
la tesis doctoral de 2006, Narrativas contaminadas. Tres novelas latinoame-
ricanas: El tungsteno, Parque industrial y Cubagua, pero se cita: Aires de tem-
pestad. Narrativas contaminadas en Latinoamérica, Caracas, Celarg, 2012,
p. 268.

464
Sin embargo, el personaje de Enrique Bernardo Núñez asume una
postura completamente distinta al recibir a Teófilo Ortega, el pes-
cador que la desea y que además encarna el legado y la derrota de
los conquistadores:

Nila estaba en su hamaca purpúrea, de cuadros azules. Empu-


ñaba un enorme abanico de palma que reposaba sobre su pecho
florido. Ortega entró y sentóse en el suelo, absorto en ella, que
sonreía a un pensamiento lejano. Sin duda estaba ausente. La luna
penetró en la habitación.
—Nila, tengo que hablarte.
—Bueno, será después. Ahora déjame.
Ortega salió sin hacer ruido (17).

El contraste es notable: Johannes Stradanus concibe a un


Vespucci erecto y redundante en su voluntad de penetración (es-
pada al cincho, estandarte en mano, etc.). Él despierta a una Amé-
rica postrada y desnuda. Enrique Bernardo Núñez presenta en
cambio a una Nila altiva, que recibe con firmeza a su visitante y lo
despacha displicente. Es Ortega quien se postra en el suelo, quien
anhela y no alcanza su objeto. Esta distancia frente a la imagen
colonial de una América pasiva, pareciera traer al primer plano los
caníbales del grabado de Stradanus, resaltando un sujeto feme-
nino que toma las riendas del proceso transculturador y se resiste
a las fantasías del romance mestizo23.
Nila es conocedora tanto de los saberes indígenas, como
de los saberes de quienes ahora desean conquistarla, junto a las
riquezas de la tierra: «era preciso poseer la fuerza del enemigo,
conocer el misterio de la máquina» (42), dice el narrador cuando

23 Apuntemos, brevemente, la curiosa aparición de Mr. Henry Stakelun,


gerente de una compañía transnacional, también tendido en una hamaca
y frente a un paisaje que comunica el estancamiento del proceso de explo-
tación neocolonial: «Desde su hamaca Stakelun contemplaba los montones
de tierra blanca, las serranías también, blancas, azuladas como la orla de
los nacarones. Las obras estaban abandonadas, las vagonetas inmóviles,
oxidándose en las paralelas inútiles. Apenas dos empleados cuidaban las
herramientas, las plantas y los perros de Mr. Stakelun» (8).

465
habla de los viajes de la joven por Europa y Norte América. De
este modo, y como bien lo ha explicado Alejandro Bruzual, Nila
«plantea la alternativa de la calibanización de la cultura avasa-
llante, para revertirla en contra del poder dominador»24. Volvamos
entonces al grabado de Stradanus e imaginemos que América
anuncia con su dedo a un Calibán, fielmente encarnado en Nila.
La representación de Nila resulta notable en el contexto
cultural de la Venezuela gomecista, marcada por un discurso pa-
triarcal y racista. Basta una mirada a La Venus de nácar, la primera
película sonora realizada en el país, para tener una idea clara de
la ruptura que supone este personaje.
Como habrá de recordarse, la película cuenta la leyenda de
un pescador indígena que descubre una perla, la cual se trans-
forma en una hermosa bailarina que danza para el embelesado
espectador (en la diégesis y fuera de ella), hasta verse consumida
por la avidez del deseo. La historia es además un cuento relatado
por una madre a su pequeña hija, al interior de una lujosa y mo-
derna vivienda. Se trata de «una dama de alta sociedad» que, ante
la solicitud de la niña y desde el espacio privado, cuenta una «bella
leyenda» sobre un «indio». La primera historia contrasta con la
segunda, al colocarnos en un espacio natural, con personajes que
exhiben sus cuerpos semidesnudos ante múltiples receptores: la
familia burguesa del relato, el Benemérito (Juan Vicente Gómez)
a quien se dedica la cinta y la audiencia. La película es así revela-
dora del régimen escópico de un país que, bajo la mirada férrea de
un caudillo y en un proceso irregular y contradictorio de moder-
nización, pone en escena su gusto por los nuevos desarrollos tec-
nológicos (el sonido), mientras revela también sus puntos ciegos,
borraduras y omisiones.
La Venus de nácar podría expresar entonces de un modo más
cifrado, aquella función del primer cine nacional que, bajo los aus-
picios del gobierno gomecista, dirige sus mayores esfuerzos a la
propaganda 25. Quisiera leer por ello la película como la puesta en

24 Ob. cit., p. 265.


25 En efecto, una buena parte de los proyectos desarrollados por los Labora-
torios Nacionales, desde su fundación por el Ministerio de Obras Públicas

466
escena de una máquina deseante; es decir, como la puesta en es-
cena del aparato de Estado patriarcal, positivista y semifeudal del
gomecismo. La representación de un indígena estetizado cons-
tituye una estrategia «pacificadora» o neutralizadora de una di-
ferencia incómoda (por «atávica», por «levantisca», etc.); es un
mecanismo para lidiar con el «residuo» del proceso modernizador.
Esta representación encarna no solo la violencia del régimen escó-
pico moderno (con sus proyectos disciplinarios en el campo mé-
dico, etnográfico y penal), sino, más específicamente, aquella
experiencia inmediata del gomecismo, con sus propias prácticas
de exclusión y opresión (articuladas ya sea mediante el ejercicio
dictatorial del poder o mediante prácticas de colonialismo interno
que trascienden la duración misma del régimen). La mujer-perla-
indígena, como fragmento residual de una Venezuela premo-
derna, desaparece al entregarse a un pescador y a la audiencia de
la primera gran película sonora del país.
Frente la representación cinematográfica de la «mujer-perla»,
consumida por la mirada patriarcal y modernizadora de Efraín
Gómez, me gustaría contraponer nuevamente al personaje de Nila
Cálice, concebido en Cubagua como «mujer-perla» que se resiste
a ser consumida por el deseo masculino. De este modo, Enrique
Bernardo Núñez construye una narrativa en la que erotiza el objeto
del deseo neocolonial, pero al no permitir su consumo, al hacerlo
inalcanzable, lo transforma en sujeto subversivo. Es aquí, en la
resistencia al deseo colonial y neocolonial, donde se revela otro
elemento notable de Cubagua.

hasta la fecha de realización de la película de Efraín Gómez, gira en torno


a la difusión de la labor modernizadora del Estado a través del género
conocido como actualités.

467
Conclusión: fragmentos y memoria poscolonial

All of the Antilles, every island, is an effort


of memory; every mind, every racial biography
culminating in amnesia and fog. Pieces of sunlight
through the fog and sudden rainbows, arcs-en-ciel.
That is the effort, the labour of the Antillean imagination,
rebuilding its gods from bamboo frames, phrase by phrase.
«The Antilles: Fragments of Epic Memory»
Derek Walcott

Walter Benjamin también se mostró fascinado con el tema


de las ruinas. Desde su óptica, concentrarse en los fragmentos, en
los despojos del tiempo, «hacía estallar el continuo de la historia»26,
produciendo «un pasado repleto de presente, de ahora»27. Su aten-
ción a la materialidad de los objetos se hallaba vinculada a este
proyecto; puesto que respondía a la idea de que el pasado habría
de revelarse en esos elementos olvidados que eluden las grandes
narrativas. Hanna Arendt lo explica extraordinariamente cuando
afirma que, para Benjamin, «el pasado solo hablaba mediante cosas
que no nos habían sido legadas»28. Es precisamente esto lo que pa-
rece decirnos el relato de las ruinas en la obra de Enrique Bernardo
Núñez: la historia llega a nosotros a través de fragmentos, residuos
ignorados por el discurso triunfalista del progreso.
El «relato de las ruinas» se compone desde la voluntad del
arqueólogo foucoultiano y desde la pasión del coleccionista ben-
jaminiano. La escritura confronta aquí el tiempo histórico con un

26 Benjamin, ob. cit., p. 254.


27 Idem.
28 Introducción a Walter Benjamin, ob. cit., p. 45. Arendt señala que este quería
escribir un libro a partir de citas. Fiel a su heterodoxa noción del materia-
lismo histórico, el filósofo quería unir fragmentos del pasado, desprendién-
dolos de su contexto y liberándolos del yugo de la tradición. Con ello crearía
una nueva constelación de sentidos que definía como «transfiguration of
objects». Ibid., p. 46.

468
trazo vertical, indagando en estratos superpuestos y construyendo
una trama fracturada o discontinua que, a su vez, revela cone-
xiones entre violencias y deseos coloniales. Este gesto se conecta
a su vez con el proyecto de un coleccionista que reúne los frag-
mentos de un mundo precolombino y de una modernidad perifé-
rica. El narrador coleccionista preserva así el carácter aurático de
los desechos imperiales y contracoloniales (fetiches todos), permi-
tiendo que el lector recupere las claves de la memoria poscolonial.

469
Colonialidad, tiempo y claros
de sentido en Cubagua *
Carlos Eduardo Morreo**

Introducción

E l texto de Enrique Bernardo Núñez, Cubagua1, invita a lo


largo de sus ocho cortos capítulos a tender lecturas que ex-
ploren e interpreten las distintas aristas de lo crítico y una promesa
inherente que despliega el escrito. En mi abordaje no son las cua-
lidades literarias de la novela lo que interesa, tampoco los procedi-
mientos o técnicas que se desprenden para la literatura venezolana
o latinoamericana a partir de Cubagua, por primera vez en muchos
casos; lo que me preocupa más bien son otras consideraciones que
en el tiempo del texto, las voces del texto y la luminosidad soterrada
del texto se descubren para mí.
De hecho, las inquietudes que mueven lo que aquí presento,
y que quisiera anticipar en estas primeras líneas, intentan inte-
rrogar y conocer las voces, ecos e ideas de Cubagua en Cubagua2.

* Texto base de la ponencia presentada en el foro Retornando a Cubagua:


colonia, neocolonialismo y nuevas lecturas, realizado en el Celarg, los días 26
y 27 de mayo de 2011.
** Agradezco a los demás ponentes y especialmente a Alejandro Bruzual por
las observaciones realizadas en esa ocasión y luego sus aportes a la presente
elaboración. [N. de C.M.]
1 Cubagua, 3.a ed., Caracas, Ministerio de Educación Nacional, 1947.
2 Me ha parecido necesario indicar la distinción que está en juego en esta
línea entre Cubagua y Cubagua. La distinción se repite a lo largo del es-
crito. En el primer caso me refiero al texto de la novela de Núñez, en
el segundo caso la referencia es a la isla como fenómeno o realidad (que
pudiéramos pensar precisamente como el «texto» que Núñez interpreta
o pone en juego en Cubagua).

471
Me refiero a los efectos de una heteroglosia que abre lo político
y promete pasos hacia una emancipación otra en su crítica, al des-
cribir para nosotros una temporalidad del retorno, la reiteración,
pero también la renovación, así como su atadura a los desencuen-
tros de la economía política de la colonialidad que la novela re-
gistra. Estas voces, ecos e ideas de Cubagua llevan en sí el índice
de una política distinta3.
Así, también, apuesto por un abordaje de Cubagua y de
ciertas problemáticas que se registran en el escrito de Núñez,
aunque ciertamente no de manera exclusiva allí. Y, sin embargo, si
en lo que sigue discurrimos acerca de la crítica decolonial y desa-
rrollamos cierta intuición acerca de aquella otra política, que po-
demos designar, o por lo menos invocar, con el título del segundo
capítulo de la novela: «El secreto de la tierra», lo hacemos simple-
mente a partir de elementos que la misma Cubagua proyecta (y, de
cierta manera, pone en crisis).
Finalmente, todo Cubagua es el relato de una lógica de do-
minación, pero es todo Cubagua, a la vez, una serie de categorías
o momentos para la crítica —y también allí, en pleno texto, se
anuncia una promesa de emancipación. He querido pensar esta
relación entre dominación y (promesa) crítica a través de lo que el
texto tiene que decir acerca del tiempo, la historicidad y su rela-
ción con la colonialidad, la luz y los claros de sentido (Lichtung)
de la novela.

3 La idea de una promesa inherente al movimiento crítico del texto nos re-
mite a una de las principales posibilidades que identifica la lectura decons-
tructiva del texto/ente, pero también remite a la concepción de lo crítico
como un movimiento inmanente de la tradición hegeliano-marxista. El
texto clave en el cual se anudan estas problemáticas es Spectres de Marx,
de Jacques Derrida (Espectros de Marx. El estado de la deuda, el trabajo del
duelo y la nueva internacional, Madrid, Trotta, 2003). Derrida señala que
«una promesa […] no puede surgir sino en semejante diastema (hiato, fra-
caso, inadecuación, disyunción, desajuste, estar out of joint)» (Ibid). La in-
adecuación a la que se refiere, como se sabe, es «originaria» o esencial a la
misma estructura ontológica del ser y del tiempo. En este sentido, la pro-
mesa (utópica o mesiánica) de lo diferente, siempre es ubicable en los
intervalos (im)propios de cualquier estructura de ser/tiempo.

472
Será necesario poner en evidencia estos efectos de sentido
que se dan en el texto de Enrique Bernardo Núñez. Hablaremos
primero entonces de la historicidad, el tiempo y la colonialidad,
para luego presentar brevemente las voces, ecos e ideas de
Cubagua, y por último meditar la luz y los claros de sentido
de Cubagua. Es mediante los claros de sentido que la novela pre-
senta en donde se hace patente la evocación de una promesa de
emancipación, e igualmente es en la estructura del tiempo de la no-
vela donde se expresa de manera más clara la concepción de domi-
nación, primero colonial y luego moderna/colonial, de Cubagua/
Cubagua para nosotros.

La estructura del tiempo de la comunidad


política en Cubagua

En lo que bien pudiera ser una típica referencia a un dispositivo de


la modernidad, y así al espacio compartido de la nación —como lo
es la referencia en las primeras páginas de la novela al periódico el
Heraldo de Margarita—, notamos un doble gesto crítico que desar-
ticula la construcción (y el pasar) del tiempo abstractamente vacío
y homogéneo de la nación, así como su representación cotidiana.
Será esta la primera y única oportunidad en la que el texto se re-
fiera a este típico dispositivo de la modernidad y la nación, pero
surge, a pocas páginas del inicio de la novela, para relatar la no-
ticia/crónica de la llegada de El Tirano Lope de Aguirre a la isla
de Margarita. Este curioso gesto significa que un periódico como
el Heraldo de Margarita no solo no logra anunciar el futuro, y di-
fícilmente registra el presente, sino que sus páginas sirven propia-
mente para la crónica de la conquista y sus degeneraciones típicas4.

4 «En una crónica antigua, reproducida en el Heraldo de Margarita, se lee


lo siguiente…» (14). La novela de Núñez continúa con dos largos párrafos
que presentan la traición de Lope de Aguirre en la isla de Margarita. Es
esta la única referencia en todo el texto de Cubagua al dispositivo mo-
derno del periódico, al dispositivo «creador de un país» como dirá Núñez
en su La historia de Venezuela. Discurso de incorporación a la Academia

473
La desarticulación es doble, el gesto noticia/crónica desarticula el
tiempo de la nación como tiempo nuevo, tiempo del ahora, y lo
cotidiano como el espacio-tiempo compartido.
El Heraldo de Margarita reproduce otra lógica del tiempo al
señalar el pasado como presente, al anunciar —como heraldo—
un futuro que no es sino la repetición de la noticia/crónica de
la traición y el engaño. De esta manera el periódico representa
una primera aproximación a la estructura del tiempo del espacio
moderno/colonial. Si la nación tendría entre sus condiciones de
posibilidad la proyección de un tiempo homogéneo para poder
«imaginar la comunidad» —como ha dicho Anderson—5, Núñez
muestra como el periódico en la novela imposibilita precisamente
esta función. La desarticulación del tiempo común en el gesto de
la noticia/crónica es doble: primero desarticula el tiempo de la
nación como el de la noticia/novedad que corresponde y forma
la comunidad; y luego, al reproducir el pasado como presente, el
mismo pasado pareciera relevar la cotidianeidad como espacio-
tiempo de la comunidad. El país que el periódico crea es el de
una comunidad política idéntica en su presente a su pasado. Si ha

Nacional de la Historia (1948). En este último texto leemos: «(…) vengo de las
legiones de la prensa. Mis trabajos de historia tienen más bien carácter
periodístico, informativos para los de mi generación. Sería, pues, del caso,
hablar aquí del papel que ha desempeñado esta maestra de los pueblos. La
prensa, si no abandona su misión, si no la mixtifica, es el más eficaz ins-
trumento en la creación de un país. Por lo mismo, la mejor forjadora de
historia». (En Una ojeada al mapa de Venezuela, 2.a ed., Caracas, Editorial
Ávila Gráfica, 1949, p. 212). El argumento que presento señala el hecho de
que, en el texto de Cubagua, los efectos del instrumento atentan contra la
posibilidad de la nación como comunidad de un espacio-tiempo compar-
tido para el porvenir. El Heraldo de Margarita no permite forjar la nación,
al anunciar únicamente al pasado como presente. El locus classicus de esta
discusión en torno a la función de la prensa y su importancia para la crea-
ción de un tiempo homogéneo nacional para la construcción y despliegue
de los relatos de la nación es, por supuesto, el conocido estudio de Benedict
Anderson, Imagined Communities: Reflections on the Origin and Spread of
Nationalism, Londres, Verso, 1983.
5 Idem.

474
habido continuidad en el tiempo, es igual de cierto que no ha habido
«progreso», «desarrollo» o cambio.
En Cubagua no será posible esquivar el tiempo, el tiempo
del pasado que, a su vez, pareciera ser el tiempo del presente. Así,
por ejemplo, a mediados del crucial segundo capítulo, «El secreto
de la tierra», cuando el ingeniero Leiziaga, principal figura de la
novela, intenta evadir la conversación a la cual lo invita fray Dio-
nisio de la Soledad mostrándole el plano «trazado hace tiempo» de
la Nueva Cádiz, Leiziaga responde: «El pasado, siempre el pasado.
Pero, ¿es que no se puede huir de él? Sería mejor que hablásemos
ahora del petróleo» (39).
Sin embargo, hablar del presente del petróleo, y de la pre-
sencia del petróleo que se cree existe en la misma isla de Cubagua,
es conjurar una misma sustancia (política) que se ha trasmutado
luego de cuatro siglos de perlas a petróleo. Este presente, y su fu-
turo, para Leiziaga, no es únicamente un retorno, sino simultá-
neamente un reconocimiento (y un desencuentro) con la sustancia
política perla/petróleo que ensarta los siglos de esta comunidad,
y quizás de la misma nación venezolana. La nación o la comu-
nidad política en este caso no se vincularía, en primer lugar, con la
proyección de un tiempo futuro de la comunidad, sino que remite
al tiempo que le precede. Pero también e importantemente, la co-
munidad como espacio colonial debe su existencia a la identidad de
la sustancia política que la forma. En efecto, será esta sustancia,
y no necesariamente el tiempo nacional, que construye en común
los discursos de lo público, la que cope la imaginación política
de la comunidad. Es decir, no es el Heraldo de Margarita el que
forma a la comunidad, el que crearía al país, sino una sustancia
material que ha sido valorizada fuera del país. Es en este sen-
tido que es crucial reconocer en Cubagua que la perla y el petróleo
representan una misma sustancia política, una identidad en base
a la cual habría comunidad. Esta particular forma de estimar o
valorar la sustancia política y estructurar el espacio social es propia
de la lógica y dominación del capital dada su imbricación colonial.
Hablar de la presencia de la perla negra del petróleo es —aunque
Leiziaga no lo sepa— remitirse a las diversas transfiguraciones de
una única presencia, de una misma sustancia política, anunciada

475
en el primer párrafo de la novela como la magnesita explotada por
la compañía que dirige Henry Stakelun6.
Pero no solo se substituyen las sustancias que son políticas,
dado que afirman el mismo tipo de comunidad: del capital y de lo
colonial (es decir, del progreso según el centro o el norte); sino que
también los mismos personajes se truecan en el tiempo. El tiempo
no es en este sentido cíclico, como se ha pretendido en la mayoría
de las lecturas de Cubagua, sino es más bien un tiempo en conste-
lación. La presencia perenne de la perla/petróleo, como sustancia
política, propone un tipo particular de nación y una experiencia
específica del tiempo.

La sustancia política, el cuerpo político


y el cuerpo material de la nación en Cubagua

Cubagua es también una parábola, la alegoría de una nación que


conoce un solo tiempo. En ese sentido, para Cubagua, no hay in-
dependencias o democracias o dictaduras; y reconocemos, en una
referencia bastante tímida a las batallas de Apure, mediante la fi-
gura del coronel Juan de la Cruz Rojas, la continuidad sustancial
del tiempo político7. La temporalidad íntegra de la nación que

6 La tercera sustancia, la magnesita que valora la Compañía de Stakelun,


permite llevar las sustituciones (y transformaciones) de la sustancia polí-
tica más allá de la perla y el petróleo. La historia colonial y moderna señala
para el caso venezolano otros momentos de la sustancia política como el
tabaco, el algodón, la caña de azúcar, el añil, el café, etc.
7 En las primeras páginas de la novela se lee: «En la misma calle que Fi-
gueiras vive el coronel Juan de la Cruz Rojas, de servicio en la isla, el cual
refiere siempre sus proezas de guerra en Apure» (13). Es esta la única re-
ferencia a las proezas de Rojas. El personaje figura en el primer capítulo,
pero luego, como otros, no aparece nuevamente sino hasta el último capí-
tulo, «El Faraute». Allí escribe Núñez: «Muy temprano el coronel Rojas
lo conduce al castillo. En el camino Leiziaga refiere otra vez su aventura.
Rojas se retuerce el bigote nerviosamente y le mira con desconfianza.
Es el único propietario de carros Ford para el público, cuatro carros viejos,
y había allí cerca tesoros para diez reinos» (100). La nueva hazaña del

476
registramos en Cubagua es la de un desencuentro entre el cuerpo
político y el cuerpo material, pero este desencuentro no se plantea
en la novela mediante una referencia a la dictadura de Juan Vicente
Gómez (1908-1935) y un supuesto poder despótico o patriarcal an-
timoderno. El desencuentro significa que «el secreto de la tierra» no
deja de ser misterio, que la escisión entre cuerpo material y cuerpo
político para la nación se conserva. Este es el caso dada la valoriza-
ción del cuerpo material de la nación como sustancia política fuera
de la nación.
El antropólogo venezolano Fernando Coronil, al estudiar
la naturaleza y su lugar en el desarrollo de la teoría social de la
modernidad, ha comprendido la necesidad de enfatizar el hecho
de que a la división internacional del trabajo corresponde una an-
terior y peculiar división global de la naturaleza. En efecto, esta
división global de la naturaleza —afirma Coronil— provee la
base material para la división internacional del trabajo. Es decir,
la estructuración del trabajo y el régimen de producción de valor
moderno/colonial que en el capitalismo tiene como índice consti-
tutivo una simultánea división global de la naturaleza, propia de,
o coherente con, la episteme colonial. Coronil explica en su im-
portante estudio El Estado mágico: Naturaleza, dinero y modernidad
en Venezuela:

Lo que puede llamarse la división internacional de la naturaleza


constituye la base material de la división internacional del trabajo:
son dos dimensiones de un proceso unitario. Centrar la mirada
de manera exclusiva en el trabajo vela el hecho ineludible de que
el trabajo siempre se ubica en el espacio, que transforma la natu-
raleza en ubicaciones específicas, y, por tanto, que su estructura
mundial supone también una división global de la naturaleza8.

coronel consiste en ser un protoconcesionario y escoltar a Leiziaga al


castillo donde se le tendrá preso.
8 El Estado mágico: Naturaleza, dinero y modernidad en Venezuela, Caracas,
Nueva Sociedad, 2002, p. 33.

477
El argumento continúa y se sintetiza en la distinción entre
dos tipos de sociedad que aíslan las posibilidades del sistema mo-
derno/colonial: la sociedad del trabajo o la que corresponde al lla-
mado Primer Mundo, y la sociedad de la extracción, identificada con
los espacios sociales/materiales del Tercer Mundo. Escribe Coronil:

En sociedades donde los ingresos provienen principalmente de


la mercantilización del trabajo, la creación de valor es al mismo
tiempo el principal objetivo de la producción y el principio sub-
yacente de la organización económica. En sociedades donde
los ingresos dependen de la mercantilización de la naturaleza,
la captura de la renta condiciona la organización de las activi-
dades económicas. En un caso, la estructura productiva tiene
que transformarse constantemente para aumentar la producti-
vidad y las ganancias; en el otro hay que maximizar las rentas
y garantizar el acceso a su distribución mediante una variedad de
medios políticos9.

Según Coronil, en la economía política de la modernidad/


colonialidad, y para la división internacional del trabajo que la
acompaña desde el primer viaje de Colón, se le concede principal-
mente la capacidad de exportar naturaleza al mundo no-europeo,
y, por ende, a la serie de categorías metonímicas que lo designan
a través de la historia moderna/colonial: las Indias, la periferia,
el Oriente, el Tercer Mundo, etc. Son, entonces, las sociedades
no-europeas, sociedades cuyos cuerpos materiales cobran gran
importancia, territorios para la exportación de la naturaleza. Es
este el punto que he querido sintetizar con la figura conceptual
de la «sustancia política» como aquella que forma a la comu-
nidad. Coronil ha argumentado, en este sentido, que las «socie-
dades exportadoras de naturaleza» son aquellas cuya cultura y
economía se estructuran en torno a la renta de la tierra, a su vez
el producto de la exportación de la riqueza y de una organización
social y productiva especializada para la continua extracción del

9 Ibid., p. 36.

478
subsuelo10. En Cubagua esto significa que gracias a la eternizada
escisión entre el cuerpo político y el cuerpo material, «el secreto de
la tierra» no deja de ser secreto. Es decir, no tiene lugar la posibi-
lidad de un espacio social o comunidad (emancipada) cuyo signo
o discurso político no sea la negación propia del cuerpo material.
La primera referencia al valor, en Cubagua, se hace mediante
la breve descripción del sueño de Martín Malavé en la misma isla
de Cubagua. El pescador Malavé, «[a]l fin acaba por dormirse y
sueña que tiene un barco —un barco vale más que un caballo—,
y va a sacar perlas. Su barco repasa las formas del continente»
(36). Malavé, en efecto, pone a andar o representa en su sueño la
expansión del valor (y en esencia la economía de la renta): una
expan­sión que iría del barco a las perlas al continente. Pero tam-
bién su sueño pone en juego la sentida exclusión del sujeto domi-
nado. El barco repasa los límites del continente, no se adentra en
su presencia, sino que conquista (superficialmente) su afuera. Este
continente inasible (y su presenciar) para aquellos que participan
de las lógicas del valor/capital es lo que el texto de Núñez reconoce
como «el secreto de la tierra».
En las primeras páginas de la novela vemos cómo Leiziaga
se comporta según la lógica del capital y, en efecto, comprende su
temporalidad. Núñez registra el tiempo del capital en boca del
ingeniero graduado de Harvard, cuando, en la primera conver-
sación que mantiene en la novela, declara: «Deseo huir de todo
esto, porque hoy los años son días y aquí los días son años» (18).
En esta frase, el hoy se opone al aquí: «hoy los años son días».
La referencia de Leiziaga es al tiempo del capital, al «hoy» veloz
del capital. Una velocidad que se precisa en la productividad acele-
rada del tiempo de trabajo de la sociedad (postmaterial). Es este el
marco abstracto pero real (del tiempo) que se opone al marco ma-
terial y aparentemente irreal del aquí (de la naturaleza): «y aquí los

10 Según esta lectura, debiéramos considerar que la misma diversificación de


la producción que se ha presentado como panacea política en estos territo-
rios representaría una propuesta fraudulenta, dado que sería de esperar que
la ampliación no sea de la producción (postmaterial), sino de la extracción
de naturaleza para la exportación.

479
días son años». El tiempo del capital al que hace referencia el inge-
niero es el único que pareciera ser real, a diferencia del tiempo que
envuelve a la sustancia política, un tiempo que se percibe como
propiamente de la naturaleza. De hecho, el capital es veloz y lento.
Es decir, el capitalismo entendido en su unidad, es decir, en los dos
momentos del mismo proceso de producción de valor se muestra
veloz en el centro y lento o estático en la periferia. Sin embargo, el
tiempo de la Cubagua de Núñez recoge otras posibilidades.
Desde el «hoy» del orden del capital, la isla, su país y todo
lo que Cubagua pudiera referenciar es atrasado, prehistoria; prísti-
namente premoderno pero sin dejar de estar al servicio del capital.
El capitalismo claramente se articula aquí. Esta conjunción de un
aquí que no es el de hoy, pero que puede estar al servicio del capital
(de hoy), es precisamente lo que la crítica poscolonial latinoameri-
cana o decolonial ha querido conceptualizar como la «colonialidad
del poder»: la imbricación de formas de poder diversas —histórico-
estructuralmente heterogéneas para decirlo con Aníbal Quijano—
desplegadas a partir del siglo XVI con la «invención de América»
en la génesis de una totalidad social y global de producción de valor:
el capitalismo de la modernidad/colonialidad11.

11 Escribe Quijano: «La experiencia histórica demuestra sin embargo que el


capitalismo mundial está lejos de ser una totalidad homogénea y continua.
Al contrario, como lo demuestra América, el patrón de poder mundial que
se conoce como capitalismo es, en lo fundamental, una estructura de ele-
mentos heterogéneos, tanto en términos de las formas de control del tra-
bajo-recursos-productos (o relaciones de producción) o en términos de los
pueblos e historias articulados en él. En consecuencia, tales elementos se
relacionan entre sí y con el conjunto de manera también heterogénea y dis-
continua, incluso conflictiva. Y son ellos mismos, cada uno, configurados
del mismo modo. Así, cada una de esas relaciones de producción es en sí
misma una estructura heterogénea. Especialmente el capital, desde que
todos los estadios y formas históricas de producción de valor y de apro-
piación de plusvalor […] están simultáneamente en actividad y trabajan
juntos en una compleja malla de transferencia de valor y de plusvalor. Esto
es igualmente cierto respecto de las razas, ya que tantos pueblos diversos
y heterogéneos, con heterogéneas historias y tendencias históricas de mo-
vimiento y de cambio fueron reunidos bajo un solo membrete racial, por
ejemplo indio o negro». Ver Aníbal Quijano, «Colonialidad del poder,

480
En las últimas páginas de la novela, Leiziaga rechaza esta
articulación del tiempo del capital, es decir, rechaza tanto el hoy
del capital como el aquí de su producción/extracción material.
En todo caso, notemos que el aquí no se opone propiamente al
tiempo del hoy. Es, más bien, la expresión precisa de la tempora-
lidad de una economía que exporta naturaleza para un centro que
produce mercancías.
Mi lectura del trabajo de Coronil, mediada por la Cubagua
de Núñez, sugiere la posibilidad de ver en la particular forma que
toma la producción del valor en los espacios poscoloniales —en-
tendida como una dialéctica triple, no solo entre capital y trabajo,
sino entre capital, trabajo y suelo, una elaboración en la que Co-
ronil sigue específicamente al Marx de Henri Lefebvre— la razón
que expresa la particularidad de los movimientos de contestación
de América Latina y del Tercer Mundo en general. Es decir, dada
la importancia de la naturaleza y su materia —o la «tierra»—, y la
renta para la conformación de estas sociedades —la extracción y
exportación de naturaleza o del cuerpo material— los procesos de
crítica y emancipación de los espacios modernos/coloniales pasan
necesariamente por la categoría del suelo y los factores asociados
a la obtención de su renta como parte de una producción globali-
zada de valor, antes que por la «clásica» categoría del trabajo. En
otras palabras, una política de la emancipación pasa primero por
el problema de la renta y solo en un segundo momento se plantea el
problema del sujeto (colectivo) de la política, el proletariado, por
ejemplo, en el caso del marxismo tradicional. «El secreto de la
tierra» —la misteriosa clave que ofrece Núñez para repensar la rela-
ción entre los dos cuerpos de la nación— se nos plantea como el pro-
blema de la apropiación de la realidad, del proceso de producción,

eurocentrismo y América Latina», en Edgardo Lander (comp.), La colo-


nialidad del saber: Eurocentrismo y ciencias sociales. Perspectivas latinoameri-
canas, Buenos Aires, Clacso, 2000, pp. 222-223. Y Edmundo O’Gorman,
La invención de América: investigación acerca de la estructura histórica del
Nuevo Mundo y del sentido de su devenir, México, Fondo de Cultura Econó-
mica, 1958. También mi texto e intervención en el tema: Carlos Eduardo
Morreo, «Construcción y deconstrucción de la colonialidad del poder»,
Actualidades 21, 2010, pp. 201-224.

481
su organización y la sustancia política que lo determina. Nuestro
comunismo sería otro.
La anterior discusión en torno al cuerpo material de la co-
munidad —la cual colinda con la crítica marxista del valor, y que
he indagado en el trabajo de Coronil para pensar la sustancia polí-
tica que Cubagua escenifica a lo largo del texto— importa no solo
para apuntalar una interpretación marxista o decolonial del texto
y de las preocupaciones de Cubagua, sino precisamente porque
señala el camino que, considero, propone el mismo Núñez para
desarrollar otra crítica y posibilidad ante el presente de domina-
ción. Un camino que se vincula con los «claros de sentido» que
interpreto más adelante en este trabajo, y que propone otra apro-
ximación al valor de la naturaleza, principalmente en las figuras
de Nila, el mar y la perla.
En el prefacio a Bajo el samán, una antología de escritos pe-
riodísticos que publicaría Núñez en 1963, al referirse a «la clave
del destino de un país», declara el autor de Cubagua que la eco-
nomía no es el punto de partida de una crítica que habría que de-
sarrollar, sino más bien es la geografía, y aún más la hidrografía
del territorio, la que debe importar para una perspectiva supe-
radora del presente. En otras palabras, ahondar en la economía
como está planteada es insistir en la brecha entre el cuerpo polí-
tico y el cuerpo material de la nación. Sentencia Núñez: «La eco-
nomía no es causa sino efecto»12. También vale la pena recordar
que no es cualquier naturaleza la que la escritura de Núñez ha
apuntalado, hagamos memoria: islas e islotes en Cubagua, el istmo
de Panamá en La galera de Tiberio, y siempre los ríos a lo largo de
sus textos, como múltiples orígenes y futuros.
Así, por ejemplo, la forma en que Cubagua registra la her-
mandad entre Vocchi y Amalivaca —dioses del agua, de los ríos,
provenientes de la metafísica o cosmología de los indígenas tama-
nacos— nos aleja de los relatos identitarios latinoamericanos (y
latinoamericanistas), los cuales típicamente buscan fundamenta-
ción en tierra firme. De esta manera, la identidad como mismidad

12 «Nota preliminar», en Bajo el samán, Caracas, Ministerio de Educación,


1963, p. 8.

482
continental, que ha sido también claramente hegemónica en la cons-
trucción de la historiografía venezolana, se ve cuestionada. Vocchi
al encontrarse con su hermano viene de otra isla, de otro río13.
El parentesco de Vocchi y Amalivaca implica otra forma de
reconocer y pensar la identidad, y nos acerca con Cubagua a un
mundo de ríos, islas, archipiélagos, y a procesos de identificación
para los cuales es importante la compleja hidrografía que acom-
paña a las voces, ecos e ideas en su retorno y reiteración del pasado
en el presente14.

La historicidad y el tiempo en constelación


de Cubagua

La historia de Cubagua/Cubagua no se comprende en la objeti-


vidad del cálculo historiográfico. O, mejor dicho, con la técnica
se comprende una representación veraz del pasado, pero no es su
representación lo que está en juego, sino cierta actualización del

13 La divinidad Vocchi en el relato de Núñez proviene de Lanka: «Vocchi


nació en Lanka, y en su adolescencia hacía el trayecto de las caravanas
a través de la Mesopotamia hasta Bactra y Samarcanda. Vocchi, como los
otros, ama las islas, porque las islas son predestinadas» (75).
14 El privilegio que le otorga Núñez al río y al agua por encima de la masa
continental, en lo cual he visto una contraposición de carácter ontológico,
se vincula con lo que considero es uno de los principales argumentos que
el texto de Cubagua facilita. El agua, los ríos y el mar representan tam-
bién, junto a otra apropiación de la perla/petróleo, el secreto de la tierra.
La forma en que Núñez privilegia la potencia del mar es notable en dos
pasajes claves del texto. Primero, destaco la afirmación del indiferente Ce-
deño: «El mar siempre da pan» (23). A lo cual sigue una reflexión que
plantea el texto: «¿Quién ha dicho que es inútil arar en el mar? Los brazos
labran surcos donde la gema florece. Hincha de pan las manos como la
mazorca. ¡Bendito sea el mar! El mar, como la tierra, da oro y pan» (23).
Un segundo momento, lo encontramos hacia el final del séptimo capítulo,
en la importante aseveración: «El mar es comunista» (91). Abordo este
tema brevemente al final de la discusión en torno a los claros de sentido.
El punto a recalcar, en todo caso, es que el texto pareciera registrar otra
economía (que problematiza la valorización de la sustancia política) en el
trabajo del mar.

483
pasado. Como se sabe la empresa historiográfica ha sido paro-
diada y cuestionada en la novela en la figura de Tiberio Mendoza.
El historiador Mendoza, recordemos, construye los archivos para
la historia de su texto «Los fantasmas de Cubagua» por medio
de la violencia del despojo, es decir, al robar los papeles y ano-
taciones que rastrean la otra verdad que ha vivido Leiziaga.
Estos documentos, los leerá el historiador Mendoza según una
violencia que no presiente «el secreto de la tierra» en los únicos
documentos que lo registran.
La factura de esta historia e historiografía venezolana
—que «tuvo el mismo éxito inexplicable», se lee en Cubagua—
se ve profundamente cuestionada al ser equivalente al robo de las
perlas por parte de Mendoza (102). Vemos al historiador Mendoza
con perlas en mano concluir el artículo en base a documentos hur-
tados, apuntando en la última línea de su texto la visión de un glo-
rioso futuro: «esta región privilegiada llamada a ser un emporio en
un porvenir no muy lejano» (id.). La ensoñación comercial e impe-
rial sería propia de esta historiografía. Cubagua hace equivalentes
el hurto, la ignorancia del historiador y las visiones comerciales del
devenir nacional; las pone de manifiesto como formas en las que
se repite nuestra fuga ante «el secreto de la tierra».
Es en este sentido que el texto de Cubagua representa tam-
bién un peligro para cualquier historiografía y toda doxa histori-
cista venezolana. Especialmente, si esta construye la trama de sus
acontecimientos a partir de la vulgaridad que sería la naturaliza-
ción del tiempo lineal, o para decirlo con Benjamin, según una
ontología o figura del tiempo como lineal, vacío y homogéneo,
y dispuesto para la representación del progreso15.

15 Escribe Benjamin en la conocida Tesis XIII: «La idea de un progreso del


género humano en la historia es inseparable de la representación de su mo-
vimiento como un avanzar por un tiempo homogéneo y vacío. La crítica
de esta representación del movimiento histórico debe constituir el funda-
mento de la crítica de la idea de progreso en general» (p. 28). Gracias al
trabajo editorial y de traducción de Bolívar Echeverría se han publicado
de manera conjunta en castellano las «Nuevas Tesis» y las conocidas Tesis
sobre la historia, que se editaron por primera vez bajo el cuidado de T. W.

484
El registro temporal de Cubagua es precisamente el de la re­
versibilidad y la reiteración, a la vez que la reversibilidad, la rei­teración
y la identidad de los dobles nos permite pensar conjuntamente esta
suerte de dislocación temporal y sus cruces historiográficos como
un único y mismo presenciar en Cubagua. Los tiempos son uno
solo, y si el texto los registra como bifurcados será para implicarlos
en la imagen y constelación de un único presente. Esta forma de
plantear la temporalidad corresponde, como ya he señalado, a la
realidad de un espacio social determinado por la sustancia política
perla/petróleo.
En un artículo escrito con motivo de la conmemoración de
los 150 años de la Independencia, y publicado en El Nacional el
14 de noviembre de 1959, posteriormente recogido en el volumen
Bajo el samán, Núñez plantea la necesidad de otra historia que su-
pere una historiografía nacional a la cual caracteriza como una
«Literatura de las conmemoraciones»; y propone desplazarla por
medio de una historia menos palaciega, menos doméstica, menos
dentro de los muros de la capital. Una historia más activa, menos
simulada, más dentro del espíritu de la Emancipación16.
Hay una importante confluencia entre lo que se plantea
en Cubagua y en otros textos de Núñez —como el que acabo
de citar—, y la propuesta para una historiografía materialista de
Walter Benjamin17. Este punto lo podemos abordar mediante una
revisión de lo que ha escrito este último en las llamadas «Nuevas

Adorno, en 1942. Walter Benjamin, Tesis sobre la historia y otros fragmentos,


Bogotá, Ediciones desde abajo, 2008.
16 Ob. cit., p. 136.
17 La aproximación a Núñez mediante su cruce con el materialismo histo-
ricista de Walter Benjamin ha sido un giro interesante en la revisión de
la obra y reflexión histórica del escritor. Esta sección representa mi inter-
vención en el tema. Considero como de suma importancia la noción del
«tiempo en constelación» de Benjamin y que presento como una caracte-
rización de la estructura temporal de Cubagua. Para una lectura sostenida
en torno a la importancia de las ruinas para Benjamin y Núñez ver el tra-
bajo de Luis Duno-Gottberg, «El relato de las ruinas. Enrique Bernardo
Núñez y su imaginario contracolonial caribeño», Tinkuy 13, Université de
Montréal, junio 2010, pp. 13-24.

485
Tesis». Allí, en un breve texto intitulado «El ahora de la cog-
noscibilidad», Benjamin plantea la conjunción entre el historiador
y el profeta, e identifica la «mirada de vidente» que corresponde
a esta historiografía:

una mirada de vidente se enciende en las cumbres de las ge-


neraciones humanas anteriores […]. Es precisamente para esta
mirada de vidente para la cual la propia época se encuentra pre-
sente de manera más clara que para aquellos contemporáneos que
«avanzan al paso» de ella18.

Benjamin concluye el pensamiento distinguiendo entre el


historiador que «anda en el pasado como en un desván de trastos,
hurgando entre ejemplos y analogías» y el historiador que com-
prende la necesidad de una «actualización del pasado»19. A la «mi-
rada de vidente» corresponde, entonces, un pasado presente, cuya
actualización es una posibilidad. En otro fragmento de sus ma-
nuscritos, Benjamin explicita la relación entre esta actualización
del pasado y el ahora de su cognoscibilidad de la siguiente manera:

No se trata de que lo pasado arroje su luz sobre lo presente o lo


presente sobre lo pasado; la imagen es aquello en donde el pasado
y el presente se juntan para constituir una constelación. Mientras que la
relación del antes con el ahora es puramente temporal (continua),
la del pasado con el presente es una relación dialéctica, a saltos.
Determinada con mayor precisión, la imagen del pasado que relam-
paguea en el ahora de su cognoscibilidad es una imagen del recuerdo20.

Cubagua es la imagen de Cubagua. En el trabajo de Núñez,


este concepto de una historia que recuerda, que rememora en el
ahora el círculo del tiempo, porque es moderno/colonial; el re-
torno, porque somos los mismos, y comprende la reiteración, tanto
la de los personajes como de los hechos y de la naturaleza, pareciera

18 Benjamin, Ms-BA 471, ob. cit., p. 50. Subrayado nuestro.


19 Idem.
20 Ibid., Ms-BA 474, p. 57. Subrayado nuestro.

486
ser una constante. En otros escritos de Núñez se encuentran
diversos ejemplos de esto.
La temporalidad que se expresa como imagen dialéctica del
recuerdo en este trocar de las figuras, protagonistas y sustancias,
permite pensar en un tipo particular de justicia. En esta justicia del
retorno, son los vencidos quienes regresan, no su mera representa-
ción. De esta manera, en esta «actualización del pasado», quienes
«siempre quedamos» —como diría el pescador Cedeño—, no re-
presentaríamos a los vencidos, sino que siendo los mismos ven-
cidos, con el pasado relampagueando como recuerdo, retomamos
las mismas luchas.
Es la puesta en juego de esta historicidad mediante el tiempo
en constelación de Núñez, la que la novela Cubagua privilegia en
su presenciar simultáneo de los tiempos. Esta particular estructura
temporal del relato es lo que a su vez posibilita o mantiene en po-
tencia para nosotros los lectores, gracias a la insistencia del texto,
un salto político que tendría como premisa la actualización del pa-
sado. El tiempo constelado de la comunidad de Cubagua, deter-
minado por el desencuentro entre su cuerpo natural y político es
la manera en que la posible ruptura con el presente se mantiene
latente. Si el futuro se anuncia como una actualización del pasado
es porque la apropiación de la sustancia política de los casi cinco
siglos de Cubagua debe ser de una diferencia y radicalidad que su-
pere la determinación del valor y apuntale «el secreto de la tierra».

Luz y claros de sentido en Cubagua

Con la siguiente discusión acerca de la «luz» o los «claros de sen-


tido» (Lichtung) lo que quisiera destacar es el hecho de que, en
Cubagua, las referencias a la luz son índices de otra visibilidad
—claros que se dan entre luz, cardones y ostras— para la cual lo
perceptible no es simplemente una serie desplegada de objetos, ar-
tefactos y materia. La luz de Cubagua como índice de otra visibi-
lidad es aquella bajo la cual las formas de la comunidad pueden
emerger nuevamente para estar allí de otra manera.

487
La luz, en su comercio con los personajes, es siempre un
acontecimiento en Cubagua. Reconocemos así personajes cuya on-
tología y epistemología, es decir, su forma de estar, se organiza
según su rechazo o aceptación de la luz y los claros en que esta
juega; como también según su incapacidad para lo espejeante, el
nácar y la misma luminosidad de la perla. Pero el punto, de índole
heideggeriano, que quisiera destacar aquí es que esta visibilidad,
esta luz, comprende otra relación entre los cuerpos políticos y ma-
teriales de la comunidad o nación, y así otra posibilidad para re-
lacionarse con los demás seres humanos. La luz en la novela es,
en este sentido, siempre un acontecer que resguarda otro modo
de estar, acorde a Cubagua y a la justicia que posibilitan las voces,
ecos e ideas en un pasado actualizado. Es esta una luz que aclara
«el secreto de la tierra».
«¡Es la luz!», afirma el doctor Almozas y la afirmación se
presenta como explicación de la alegría irracional y de la trans­
formación y ruina de Hernando Casas (19). Así, en una de las pri-
meras referencias de la novela a la luz, esta representa la potencia
de transformación de los claros que ahora quisiera discutir.

Claro de sentido: Nila

Luego de la sugestiva referencia al color y magia de la isla, surge


la primera referencia a la luz en la novela, la cual se hace en el mo-
mento en que se identifica a fray Dionisio de la Soledad, quien
«seguía con la mirada la puesta de sol» (15). Son pocos los per-
sonajes que miran al sol, siguen el sol, y que, por lo tanto, no se
previenen o resguardan de la luz.
Pocas líneas después de la primera mención a fray Dionisio,
conocemos a Nila Cálice. A Nila «se la veía a través de los va-
lles grises, de los valles verdes, tornasolados, y en las playas des-
lumbradoras» (id.). De esta manera comprendemos que si bien
es cierto que como ha dicho Stakelun al principio de la novela:
«El color es la magia de la isla» (11), fray Dionisio no se queda con
el color, sino que sigue con su mirada al sol, y Nila, tornasolada,
herida por la luz en los valles verdes y grises, en lo deslumbrante,

488
inclusive supera la afección por la luz de fray Dionisio. Nila, de
hecho, se confunde con cierto exceso en la luz de la propia isla.
Nila apunta a un claro de sentido.
Si «el color es la magia de la isla», resulta que esta aprecia-
ción por el color —propone
­­­ Núñez— es propia de los extranjeros.
«Así lo piensa Henry Stakelun, gerente de la Compañía extranjera
que explotaba unos yacimientos de magnesita, y la misma fasci-
nación experimentan cuantos viajeros la contemplan alguna vez»
(id.). Fray Dionisio y Nila Cálice son del presenciar de la isla, res-
ponden a otro estar que no corresponde al color de los extranjeros.
No se vinculan con los colores, sino con la luz. En referencia a Nila,
subraya Núñez en estas primeras páginas: «su cuerpo tenía la prís-
tina oscuridad del alba» (id.). Encontramos, entonces, desde el prin-
cipio de la novela el juego de luz y claros de sentido que he querido
describir en estos párrafos.
Luego de aquella primera referencia a Nila en el texto, la
vemos en conversación con Leiziaga. Así se presenta Nila en el
primer capítulo: «Tomaba las conchas más hermosas para lanzarlas
en el azul infinito. El disco de nácar brillaba en el torrente de luz
como la luna en el día» (24-25). Es importante destacar que Nila
no se apropia, guarda o se deshace de las ostras, sino que devuelve
al mar la concha, la madre de la perla. El comercio que el texto
plantea con Nila es otro. Quizás una colección de las más hermosas
ostras no regrese a Porlamar o La Asunción o a los otros espacios
signados por las lógicas que han hecho a estas ciudades posibles.
El intercambio acogido por la luz de la isla, «el disco de nácar bri-
llaba en el torrente de luz», retorna aquello que ha sido sustraído
a los bancos de arena, a los placeres de la costa. La hermosura de
Nila, pero también de las «conchas más hermosas», cobran sentido
en su retorno al mar.

Claro de sentido: voces, ecos e ideas

La lectura que con Cubagua avanzo en estos párrafos, reconociendo


claros de sentido entre los destellos de luz y cardones del texto, iden-
tificando así efectos en los relatos que permiten conjugar lo crítico

489
y su promesa de emancipación, se expresa fuertemente en el segundo
capítulo de la novela, «El secreto de la tierra».
Cuando el ingeniero Leiziaga va por primera vez a la isla de
Cubagua, imagina una fantástica visión de progreso y moderni-
zación que realmente salta en la página luego de que Cedeño, el
pescador, le confesara que en la isla había petróleo. «En breve la
isleta estaría llena de gente arrastrada por la magia del aceite. Fac-
torías, torres, grúas enormes, taladros y depósitos grises: Standard
Oil Co. 503» (34-35). La ensoñación sigue: «Las mismas estrellas
se le antojan monedas de oro, monedas que fueron de algún pirata
ahorcado» e importantemente para Leiziaga, quien ha invocado
el sueño de modernización: «Los hombres que se mueven como
dormidos desaparecerían» (35). Esta es la segunda oportunidad en
que el joven Leiziaga fantasea acerca del progreso, pero en esta
ocasión hay un referente claro, la isla de Cubagua 21.
Mucho se ha escrito acerca de este momento del relato, pero
me interesa destacar como concluye la ensoñación del progreso de
Leiziaga, justo antes de que la refractaria pregunta de fray Dio-
nisio pueda alcanzarlo. Al hallarse a sus espaldas, fray Dionisio le
pregunta: «¿Qué tal Cubagua, eh?», poniendo fin a la fantasía de
Leiziaga (id.). Pero antes de la pregunta, ya ha ocurrido un impor-
tante desplazamiento que nos aproxima junto a Leiziaga al «se-
creto de la tierra». Se presencia aquí un claro, vinculado a lo que
Núñez presenta como el movimiento de un «rumor humano».
El sueño de modernización y progreso de Leiziaga se ve in-
terrumpido con la llegada de otra Cubagua. «De pronto se sintió
turbado creyendo oír en el espacio un rumor humano» (id.). Lo
que llega a escuchar y sentir Leiziaga lo opone, de una vez, a per-
sonajes como el historiador Tiberio Mendoza y a su jefe en el Mi-
nisterio de Fomento, Camilo Zaldarriaga. El relato presenta a un
Leiziaga que se ha acercado al misterio de la isla.
Con estas palabras plantea el texto un movimiento que se
vincula con el cuerpo material de Cubagua. Reconocemos las

21 La primera fantasía modernizadora la discutí en una sección anterior al se-


ñalar la lógica temporal/espacial del capital expresado en la dinámica del
«hoy» y «aquí» del ingeniero Leiziaga.

490
voces, ecos e ideas de aquellos que —como ha dicho páginas
antes el pescador Cedeño— son de allí porque siempre quedan:
«Pueden venir todos. Nosotros siempre quedamos» (23). Es im-
portante reconocer la presencia y el movimiento de retorno de las
voces, ecos e ideas que escucha Leiziaga antes de o con la misma
pregunta del padre fray Dionisio. Destacar esta compenetración
que toma lugar en un claro de sentido entre Leiziaga, la isla y sus
voces, permite apuntar otra lectura del texto. Pero escuchemos el
rumor humano, y registremos lo que escribe Núñez acerca de su
movimiento: «Por el mar se aproxima un coro de voces, ecos de las
noches primitivas, a las cuales suceden pausas inmaculadas y una
ráfaga de oro, un destello lejano. Ideas que nacen del mar, entre
los arrecifes» (35).
Son estas voces, a la vez, ecos del pasado e ideas del presente
del mar. No solo nos remite el texto a noches originarias, sino
también al nacimiento de nuevas ideas entre los arrecifes. El pre-
senciar del tiempo es doble, tanto del pasado como del presente, es
este el tiempo constelado de Cubagua/Cubagua. Continúa Núñez
describiendo la forma del movimiento de las voces-ecos-ideas:

Cuando ha llegado el tiempo escapan de sus lechos y emigran,


girando siempre para orientarse, en grandes nubes. Conseguido
el rumbo, nada puede desviarlas, ni el viento ni las montañas,
y vuelan directamente a refugiarse en las viviendas humanas cau-
sando a veces terribles estragos. Como son semejantes al polvo,
nunca se las podría eliminar. Se las vería a través de un rayo de
luz, sujetas a quedar aplastadas en algún grueso volumen, con-
fundidas con los vulgares insectos que vuelan en torno de la
lámpara (35).

Habría que destacar los siguientes momentos del movi-


miento de las voces-ecos-ideas: surgen cuando llega su tiempo,
y no desisten en llegar a sus destinatarios, posibles beneficiarios,
quienes se encuentran en las viviendas de la isla. Y allí, al llegar,
pueden causar la ruina. Leiziaga, en este instante que he recapi-
tulado con las citas, ha logrado escuchar estas voces-ecos-ideas
del pasado-presente. Una imagen del tiempo constelado de Núñez

491
lo ha tocado. Y Leiziaga sorprendido, se «ríe imaginando lo que
pensarían de esto el doctor Camilo Zaldarriaga y el doctor Ti-
berio Mendoza» (id.). Es aquí cuando le interrumpe fray Dionisio
de la Soledad, preguntándole: «¿Qué tal Cubagua, eh?».
El claro de sentido que el texto registra para Leiziaga, se-
ñala su participación en la conformación de un índice de otro
estar, un abrirse a otra forma de presenciar la isla.

Claro de sentido: «El mar es comunista»

En las últimas páginas del capítulo VII, «Thenocas», leemos una


significativa frase en Cubagua: «El mar es comunista» (91). Se in-
dica aquí otro acontecer del Lichtung, de un claro de sentido que
nos acerca al «secreto de la tierra». Leiziaga, como veremos, debe,
por un momento, negar la luz, atenuándola para poder observar.
Pero así, al negar la luz, regresa la lógica del valor y la colonia-
lidad se afirma, apoderándose de él en el texto. Así relata Núñez
el acontecimiento:

El mar brilla. Puntos luminosos dan vueltas en el anillo azul.


Reman lentamente. Los botes van situándose a distancia unos
de otros. Los hombres bronceados, describen arcos, parábolas y
van a sumergirse silenciosos. Regresan a depositar los nacarones.
Sin duda tardaban mucho, se detenían demasiado a tomar aire.
Un sentimiento desconocido se apoderaba de Leiziaga. Con la
mano puesta en la frente para atenuar la luz observa sus maniobras.
Realmente los otros tenían razón (92).

Y refiriéndose a los pescadores de perlas, Leiziaga excla-


mará: «¡Se necesitan diez mil indios!». El comerciante que lo
acompaña «asiente complacido»: «Se necesitan diez mil indios y
un látigo» (id.). Estos mil indios hacen eco de los mil años que se
requieren para el progreso de la sociedad venezolana. En las pri-
meras páginas del texto, escuchamos en boca del juez: «Para que
esa audacia llegue será preciso que pasen mil años. El progreso
llegará a nosotros después de un milenio —arguyó Figueiras con

492
una risita sarcástica» (17). Negar la luz, es retornar al tiempo del ca-
pital y de lo colonial, porque es negar la posibilidad de otro estar.
En las últimas páginas del mismo capítulo, nuevamente con-
frontamos el claro de sentido, entre la luz y las perlas, y en medio
de la explotación, leemos: «Una vez solo, Leiziaga contempla las
perlas con amor. No veía en ellas su valor material. Sonrientes y
encantadoras, creía poseer en alguna forma la gracia luminosa de
Nila» (94). Leiziaga se ha apoderado de las perlas, pero para valo-
rarlas mediante Nila. En seguida, «Leiziaga se olvida del petróleo,
de los tesoros sepultados en Cubagua, de su misma vida anterior
y observa el jeroglífico que los cardones van trazando» (id.). Es el
sentido velado en los cardones uno que ahora Leiziaga pudiera in-
terpretar. Luego, al alejarse de Cubagua rumbo a Margarita en un
falucho, con un indio viejo y un muchacho remando, leemos: «Los
cardones caen, desaparecen. Y los tres se olvidaban […]. Iban casi
sin gobierno, al amor del agua» (95).
La estimación de la ostra en el penúltimo capítulo de la
novela es, a la vez, el rechazo de cierta voluntad, de un deseo colo-
nial del despojo, de la lógica del valor del capital, y del sentido que
cobra para estas la ostra y su perla. Es también una forma de com-
prender que apenas comprendemos, dado que no se busca recuperar
la perla para el capital, como un momento de la exportación de na-
turaleza para la producción de valor. La estima que se expresa en
esas líneas, de parte de Leiziaga por la perla, es simplemente un en-
cuentro entre Leiziaga y Cubagua, la anticipación de un encuentro
entre el cuerpo político y el cuerpo material: un sin gobierno, el
comunismo del mar, un andar olvidados al amor del agua.

Conclusión

Aunque es cierto que el itinerario que he privilegiado en esta lec-


tura de Cubagua se relaciona con mis preocupaciones, aquí cohe-
sionadas en torno a ciertos momentos del relato, ciertos personajes
y ciertas propuestas que el texto pareciera hacer, no deja de ser
cierto que a medida que el itinerario tropezaba con los intervalos
del texto, las interrupciones propias de la novela, y otros momentos

493
simplemente indescifrables para mí, pero a la vez sugerentes, reco-
nocía otros relatos y así otras distancias que recorrer en este islote
de corta extensión. Es decir, Cubagua la novela es un texto que es
varios textos, pero es también la Cubagua del tiempo constelado
que se reitera para que haya actualización del pasado, de las voces,
ecos e ideas que insisten en aquello, de los claros de sentido que al
posibilitar otros encuentros entre los personajes y el tiempo de Cu-
bagua, rechazan el valor del capital y las formas de lo moderno/co-
lonial. Una nación que se anuncia más allá de la sustancia política
dominada. Ha sido esta la Cubagua que he querido apuntalar con
Leiziaga, Nila, Vocchi, la luz, sus claros, y «el secreto de la tierra».

494
Del Caribe a Caribana:
La Cosmografía literaria de Cubagua*
Juan Duchesne-Winter

A Alejandro Bruzual,
oficiante de la magia de Cubagua

El mar hace pensar en las selvas como en tierra adentro


se sueña con las anchuras marinas. La selva ejerce
su atracción sobre las islas, penetra con los ríos en el Caribe
y allí vierte su pensamiento. […] En la superficie
del mar se estremece el alma de la selva verde y oscura.

La realidad, como la luna, siempre nos muestra


un solo lado.
Cubagua
Enrique Bernardo Núñez

H ay muchos mapas de los siglos XVI, XVII y XVIII que


le llaman Caribana a una vasta zona correspondiente a lo
que es hoy la Orinoquia y otras partes de Venezuela y las Gua-
yanas1. Hasta mediados del siglo XVIII se habló de un supuesto
imperio o reino Caribe que en verdad no era sino el área donde

* Artículo especialmente escrito para esta edición (2013).


1 Ver, entre tantos ejemplos existentes, mapas como el de Juan Martínez
(Madrid, 1587), Arnoldo Florencio Langren (Amsterdam, 1595), La Casa
Seller (Londres, 1685) y H. Moll (Londres, 1701), consultados estos en el
Atlas de cartografía histórica de Colombia (Instituto Geográfico Agustín Co-
dazzi, Bogotá, 1985), láminas IV, VI, VII, X y XI. Notar que el topónimo
Caribana aparece en algunos casos donde todavía no se alcanza a nombrar
a Nueva Granada ni Venezuela.

495
la influencia de los pueblos caribe fue más sentida, poblada por
gentes amerindias de varios grupos lingüísticos para quienes el
contacto frecuente y más o menos intenso con los hablantes de
lenguas de la rama caribe constituía una experiencia común. Ca-
ribana se mantuvo como espacio poroso adecuado a una relativa
autonomía amerindia hasta que quedó neutralizada la gran re-
belión caribe de 1732-1744 en la que el cacique Taricura y otros
movilizan a los guaraúnos, araguacas y otras etnias en un frente
amerindio multiétnico contra los españoles. Los españoles, en es-
pecial los misioneros católicos, tendían a impedir el libre acceso a
los «cotos de captura» donde los caribes cazaban cautivos de etnias
enemigas para venderlos como esclavos a los blancos y también
amenazaban el control caribe del intercambio de bienes europeos
en la región2. Los caribes se caracterizaron por su gran capacidad
para la guerra, el intercambio y el desplazamiento veloz a largas
distancias que les permitieron mantener una influencia notoria
en casi todas sus zonas de acción, pero el espacio que recibe su
nombre en la época de los mapas donde figura Caribana es pro-
ducto de una multiplicidad de pueblos amerindios que mantenían
entre sí complejas relaciones de hostilidad y alianza. Esos mismos
mapas aún no nombraban un mar Caribe, sino un mar de las An-
tillas. Fue un vasto interior selvático y fluvial el que primero de-
rivó su nombre del gentilicio caribe que hoy designa toda un área
de estudios académicos capaz de convocar incontables simposios y
programas de especialidad y que casi siempre se asocia con islas de
la mar. Los mapas mencionados designan una zona más o menos
correspondiente a la Orinoquia y adyacencias, pero si se examina
el fenómeno históricamente, tomando en cuenta los tiempos pre-
colombinos, se puede designar una Caribana que fue, no un terri-
torio exclusivamente caribe, sino una red de diversos pueblos en
contacto continuo significativamente mediado por los caribes, que

2 Cf. Neil Whitehead, Lords of the Tiger Spirit. A History of the Caribs in
Colonial Venezuela and Guyana 1498-1820, Providence, Foris Publications,
1988, pp. 106 y ss. y Miguel Ángel Perera, El Orinoco domeñado: frontera y
límite: ecología y antropología histórica de una colonización breve e inconclusa,
1704-1817, Caracas, Universidad Central de Venezuela, 2006, pp. 105 y ss.

496
hunde sus nexos en la Amazonía y los extiende por las Antillas,
por otros litorales de los subcontinentes suramericano y mesoame-
ricano y por las rutas fluviales que acceden al interior de todas esas
tierras. Hallazgos arqueológicos en diversos puntos de esa red,
en los asentamientos taínos de las Antillas, en el territorio kogui
de la Sierra Nevada de Santa Marta y en interiores fluviales de
tierras mayas, para dar algunos ejemplos, comparten cantidades
significativas de objetos rituales y cotidianos de la misma factura3.
Los caribes no hubieran realizado ni una fracción de sus hazañas
si no fuera por ese extraordinario aliado que tuvieron en la pi-
ragua, uno de los vehículos más eficientes jamás empleados en su
entorno, pero no por eso eran una cultura exclusivamente costera
ni insular, sino más bien fluvial y continental, tanto por su proce-
dencia histórica como por el ámbito principal de su actividad4. Lo
mismo se puede decir, con diversas gradaciones y excepciones, del
conjunto de pueblos de otros grupos lingüísticos que conformaron
la red Caribana, mayormente de las ramas arawak, caribe, tupi-
guaraní, chibcha y maya. El propósito de este exordio es apuntar
a un Caribe tan continental e isleño, como marítimo y fluvial que
disputa la manera en que se lo ha demarcado geográficamente
como objeto de los estudios de área; apunto así a lo que he llamado
un «Caribe interior excéntrico»5.
He defendido en un ensayo con ese título la concepción
reticular del espacio Caribe propuesta por el arqueólogo puer-
torriqueño Reniel Rodríguez Ramos contra la concepción insu-
larista angloamericana dominante desde el primer tercio del siglo
veinte6. Coincido con Reniel Rodríguez en que, además del tra-
sunto geopolítico bastante obvio, la concepción insularista adolece

3 Reniel Rodríguez Ramos, «What is the Caribbean? An Archeological


Perspective», en Journal of Caribbean Archeology. Special Publication #3,
passim, 2010.
4 Cf. Neil Whitehead, Wolves from the Sea: Readings in the Anthropology of the
Native Caribbean, Leiden, Kitl Press ed., 1995, pp. 12-15.
5 Juan Duchesne-Winter, «Caribe interior excéntrico: un asomo a un espacio
wayuu», Aguaita 24, «Revista del Observatorio del Caribe», Cartagena de
Indias, 2013.
6 Ob. cit.

497
de limitaciones metodológicas en cuanto pretende fijar fronteras de
geografía e identidad a partir de las cuales se incluyen o excluyen
objetos de estudio. Domina un concepto geográfico de espacio-
área o espacio-región. Contra este, el espacio-red relativiza las
nociones de interior y exterior y privilegia la variedad ilimitada
de actores y conexiones; no solo es la pertenencia a un área geo-
gráfica dada la que debe definir los objetos de estudio, conjunto
cerrado por definición, sino también el conjunto abierto de cone­
xiones y relaciones posibles. Argumentaré aquí que el mundo
amerindio propicia en el Caribe una cosmopraxis abierta a una
multiplicidad de actores-red7, que trasciende no solo las fijaciones
de geografía e identidad antes señaladas, sino también la repeti-
ción estructural del sujeto colonial, poscolonial o decolonial a que
se han ceñido gran parte de los estudios culturales caribeñistas8.
Es la literatura la que, en obras como Cubagua, de Enrique Ber-
nardo Núñez, abreva en la experiencia de la sociedad neocolonial,
en la praxis amerindia de la multiplicidad y en las tendencias pa-
ralógicas9 occidentales apropiadas por las vanguardias artísticas,

7 Cf. El actor-red es una entidad por definición singular-plural, es decir,


concebible solo como multiplicidad, ya sea humana o no humana, que
emerge en asociación con otras, actuando en red, tipo rizoma. Cf. Bruno
Latour, Reensamblar lo social. Una introducción a la teoría del actor-red,
Buenos Aires, Manantial, 2008, passim.
8 El crítico marxista venezolano Carlos Eduardo Morreo vincula el «se-
creto de la tierra», tan importante en Cubagua, a la necesaria primacía del
problema de la renta de la tierra por sobre el problema del sujeto del tra-
bajo en países neocoloniales (basándose en el concepto de «sociedad de ex-
tracción», de Fernando Coronil). Morreo erige de esta manera la relación
con la geografía (en su más amplio sentido de praxis social-natural) en el
campo político por excelencia y arguye que «solo en un segundo momento
se plantea el problema del sujeto (colectivo) de la política». Me parece que
con esta aguda observación Morreo se desmarca del enfoque «decolonial»
(basado en la epistemología del sujeto) que parece adoptar en otras partes
de su trabajo y se aproxima a una cosmopolítica. Cf. Morreo, «Colonia-
lidad, tiempos y claros de sentido en Cubagua». Mecanoscrito inédito,
2011. Ver infra sobre el «secreto de la tierra».
9 Me refiero a búsquedas de conocimiento que privilegian la diferencia sobre
la repetición, la variable sobre la invariante, la puesta en variación continua
de las reglas metodológicas, la pista marginal y la fuga sobre la ciencia

498
para crear una cosmografía caribeña10. Maneras de producir las
propias condiciones de vida (praxis) acordes a un mundo consti-
tuido por relaciones múltiples, reversibles, no unívocas ni lineales,
entre los seres, los espacios y los tiempos y, por ende, las identi-
dades (cosmos), cuales la experiencia amerindia y la vanguardia
artística occidental, nutren la expresión narrativa de actores-red
que inscriben ese cosmos y lo potencian con sus devenires, dando
pie a una cosmografía.

II

En 1928, cuando comienza a redactar Cubagua11, Enrique Ber-


nardo Núñez es un escritor profesional con suficiente interés en
las manifestaciones de la vanguardia a las que tiene acceso como
para aprovechar recursos poéticos que le permiten realizar una
superposición agresiva de dos momentos claves de la economía
de extracción que ha asolado a Venezuela. Hay varias superposi-
ciones y yuxtaposiciones fuertes y tajantes en Cubagua, pero la que
establece el tono fundamental de la novela es la realizada entre el
episodio de la extracción intensiva de perlas en la isla de Cubagua
entre 1500 y 1541 y la megaindustria petrolera desarrollada en el
noroccidente de Venezuela a partir de 1922. Se superpone el auge
y caída de Nueva Cádiz, la rutilante ciudad perlera de Cubagua

de estado fundada en la mera confirmación de la tendencia estructural


dominante. Suscribo la feliz síntesis de la paralogía que provee Lyotard:
«produce no lo conocido sino lo desconocido». Ver François Lyotard,
La condición posmoderna, Madrid, Cátedra, 1987, p. 47.
10 Acojo aquí la advertencia del crítico venezolano Alejandro Bruzual:
«Cubagua no surgió por generación espontánea en la literatura venezolana,
ni fue un tour de force del trabajo artístico de Núñez, como parecieran su-
gerir algunos de los críticos. Fue resultado de un estudio enjundioso de la
historia nacional que condujo a su autor a una postura antiimperialista,
casi militante sin serlo, que se fue profundizando con el tiempo. Desde el
punto de vista de la elaboración literaria, Cubagua es impensable sin los re-
cursos de la vanguardia...» En Aires de tempestad. Narrativas contaminadas
de América Latina, Caracas, Celarg, 2012, pp. 218-219.
11 Cubagua, Caracas, Monte Ávila Editores Latinoamericana, 2012.

499
que desapareció a mediados del siglo XVI, al evento que define
a la Venezuela moderna, cuyo enorme impacto dispensa que basten
dos o tres alusiones al petróleo en el texto para consignar la om-
nipresencia de su «estruendo mudo» en el espacio narrado12. Flota
en la novela la atmósfera enrarecida de una «tierra de extracción»,
ya se hable de perlas, petróleo, magnesita u otros minerales de ex-
portación. El novelista venezolano Doménico Chiappe consolida
los tópicos proféticos de la tierra de la abundancia y la tierra yerma
en lo que llama la tierra de extracción: abundancia y escasez se ar-
ticulan al gran flujo que extrae y extrae una materia prima hasta
el desgaste para satisfacer una demanda global a cambio del con-
sumo dependiente, ese otro flujo que entra en condiciones desi­
guales. Una gran circulación despótica repetitiva suprime toda
otra circulación o relación menor, múltiple, diferente, emergente,
creativa13. En forma parecida los tópicos de la tierra de abun-
dancia y la tierra yerma se complementan en la prosa de Núñez.
Descripciones de un preciosismo modernista, mar y sol inago-
tables, frutos, peces, flores, belleza, se yuxtaponen al registro de
la miseria. Se le reprocha no hacer ese registro al poeta margari-
teño J. T. Padilla luego de citar la frase suya que sirve de título al
primer capítulo de la novela, «tierra bella, isla de perlas»: «Pero
el poeta nada dice de la miseria de los labriegos, ni de sus valles
áridos. Por eso Padilla y su isla se mueren de hambre» —acota
el narrador. Al registro de la sequía, la indigencia y la modorra
se suman elementos góticos asociados al pasado criminoso de ex-
poliación colonial. El estilo extremadamente elíptico, reticente,
pródigo en cortes y yuxtaposiciones de elementos heteróclitos

12 Entre 1922 y 1929 ocurre un «meteórico ascenso de Venezuela al segundo


lugar de la producción mundial» del petróleo durante el cual la producción
se duplica casi cada año, pero ello se registra en el marco de la dependencia
económica y la supeditación de todos los demás sectores de la economía y la
sociedad a una renta única supeditada a las especulaciones de tres grandes
petroleras transnacionales, con la mediación corrupta del gobierno dictato-
rial y la oligarquía». Cf. Edwin Lieuwen, Petróleo en Venezuela: una historia,
Caracas, Cruz del Sur Ediciones, 1964, pp. 74, 95-97, passim.
13 Cf. Tierra de extracción, Venezuela, www.domenicochiappe.com, 2009,
novela multimedia en línea. Ver nota 7.

500
produce un efecto de montaje cinemático que destaca la impronta
vanguardista del texto. Esta tierra de extracción es un montaje que
permite superponer la historia pasada de Nueva Cádiz al mo-
mento contemporáneo (petrolero) y con ello propone un enun-
ciado profético: una metáfora con una secuencia muy sencilla: tal
cual el auge y caída de la Nueva Cádiz, el auge y eventual caída del
nuevo progreso petrolero. La maniobra poética conjura el anacro-
nismo, sincroniza los momentos: la metáfora es reversible. La
Nueva Cádiz es metáfora del nuevo progreso petrolero y viceversa.
De ahí la superposición estéticamente violenta de la catástrofe de
la ciudad fantasma sobre los escenarios donde los personajes bur-
gueses alojados en la isla de Margarita especulan con virtuales
concesiones de todo tipo.
Las dos décadas que anteceden a la escritura de Cubagua
experimentan en Venezuela una vorágine de especulación conce-
sionaria en torno al petróleo, mucho antes que se materialice a es-
cala significativa la producción real del crudo. Sucede una verdadera
fiesta de tiburones de la que emergen triunfantes hacia fines de
la segunda década las tres grandes transnacionales (Shell, Gulf
y Standard), devorando ellas solas el 98% de la producción. Pero la
salpicadera de la especulación y la corrupción en torno a estos tres
tiburones fascina y arrebata a amplios sectores. Solamente en 1920
se adjudicaron 176 concesiones a venezolanos, todos favoritos del
presidente, y estas concesiones fueron vendidas nuevamente a com-
pañías extranjeras. Y así cada año. Algunas concesiones incluyeron
la isla de Cubagua. El capital obtenido por los concesionarios ve-
nezolanos se esfumó en especulaciones, adquisiciones suntuarias
e infaltables viajes a Europa. El dictador Gómez estableció vía tes-
taferros una compañía venezolana, llamada sottovoce «la Compañía
del General Gómez, con la cual él y sus secuaces se hicieron de
millones de bolívares luego dispendiados en gastos caprichosos»14.
Mientras tanto, el régimen llenaba cárceles y fosas con opositores.
Es lo que venía ocurriendo pocos años antes que se redactaran los
pasajes de Cubagua en que los personajes dialogan así:

14 E. Lieuwen, ob. cit., pp. 65-74.

501
—Siempre he acariciado grandes proyectos: empresas ferrovia-
rias, compañías navieras o vastas colonizaciones en las márgenes
de nuestros ríos; pero si logro una concesión de esa naturaleza,
la traspaso en seguida a una compañía extranjera y me marcho
a Europa. […] Deseo huir de todo esto, porque los años son días
y aquí los días son años.
—¡Je, je! Es el pensamiento de todos nosotros: irnos a Europa,
pero nuestra tierra no sufrirá nunca esas palpitaciones febriles
que usted desea (11).

El protagonista de la novela, Ramón Leiziaga, tecnócrata


graduado de Harvard, llega a la isla de Margarita con el encargo
difuso de inspeccionar la existencia de materias viables para la ex-
tracción, en especial las perlas. Es con ese propósito que realiza
una expedición a la isla vecina de Cubagua. Sobre esa maravi-
llosa expedición se superpone abruptamente, sin transición, la se-
cuencia de Nueva Cádiz escenificada cuatro siglos antes. El elenco
principal de los capítulos situados en el presente petrolero reemerge
en la Nueva Cádiz colonial de la fiebre perlífera. Ocurre una re-
trospección que es también una prospección profética. La poética
vanguardista del delirio fundamenta la realidad histórica. En este
siglo XVI del capítulo III cada cual cumple un rol congruente con
su avatar del siglo XX. Pedro Cálice, el dueño de trenes de pesca
en Margarita y Cubagua, de quien cabe sospechar ha asesinado
a un pescador, aparece en Nueva Cádiz con el mismo nombre que
tiene en el siglo XX y es un feroz mercader de esclavos. El inge-
niero Leiziaga deviene el mismísimo conde de Lampugnano, in-
ventor, especulador y ladrón venido de Milán a Cubagua en pos
de la concesión soñada (ha inventado una máquina de cosechar
perlas en el fondo del mar)15. Nila, la india de la etnia tamanaco

15 La referencia al Luigi Lampugnano histórico ha sido considerada por


la crítica, sobre todo por Rosaura Sánchez Vega, «El relato intrahistórico
en Cubagua, de Enrique Bernardo Núñez», Omnia 14 (2), 2008, pp. 61-66.
[Incluido en este volumen]. El devenir Leiziaga-Lampugnano queda clara-
mente consignado en el texto cuando la efigie de Lampugnano se le aparece
a Leiziaga reflejada en el muro-espejo de la prisión: «Ahí, sentado frente a él,

502
(de filiación lingüística caribe) graduada de Princeton, feminista
y tal vez lesbiana de quien todos murmuran en Margarita, se mul-
tiplica y reparte a sí misma en Nueva Cádiz entre la imagen de la
diosa Diana atesorada por Lampugnano, Cuciú, la ninfa guaiquerí
quemada en la hoguera y Erocomay, la legendaria cacica de una
tribu de mujeres indígenas mencionada en las crónicas coloniales16.
Fray Dionisio de la Soledad aparece también en la ciudad perdida,
con el mismo nombre, pero con la cabeza separada del cuerpo17 a
manos de feroces guerreros caribes en la rebelión indígena de 1521.
Ciertamente el delirio fundamenta este ejercicio de inter-
pretación histórica, pero también lo sustentan subtextos coloniales
fielmente consultados. La crítica ha cotejado con relativa proli-
jidad las referencias históricas de la novela y en especial de este
denso y breve capítulo de Cubagua. Delirio y realidad se dan la
mano, inseparables. Se plasma con realismo brutal el ambiente
aventurero, azaroso, violento propio de las fiebres de extracción.
La prosa persigue concreción y la alcanza: vemos la piel de los es-
clavos indígenas costrificada por la continua inmersión en el mar,
sus carnes chamuscadas por el carimbo o despedazadas por los
mastines para diversión de los colonos, vemos las callejuelas re-
pletas de jugadores, prostitutas, mendigos y usureros, las ergás-
tulas repletas de prisioneros, los conquistadores con bubas, tesoros
y canonjías en palacios que ni el viento recuerda hoy:

hay un hombre pálido que sonríe plácidamente. ¿Lampugnano? ¿Es Lam-


pugnano? Y era él mismo. La barba del intruso es rubia y la suya negra.
—Te ruego te apartes de mí. Somos uno mismo, realmente no tengo nece-
sidad de verte». Cubagua, ob. cit., p. 84.
16 El múltiple devenir de este personaje se complica si consideramos que Nila
Devi es la tercera consorte del señor Vishnu en el panteón hindú. Que una
indígena amerindia se llame así aporta a la vocación intercivilizacional de
esta obra de Núñez, ya consignada en la biografía inventada para Vocchi.
17 El motivo de un mártir decapitado que porta su propia cabeza se asocia al
nombre de Dionisio en el santoral francés: San Dionisio de París fue de-
capitado en el año 258 y caminó portando su cabeza en las manos hasta el
santuario indicado; nexo advertido por Carlos Pacheco, «El secreto de la
isla: Cubagua como crítica de la historia y la novela» en La patria y el pa-
rricidio: estudios y ensayos críticos sobre la historia y la escritura en la literatura
venezolana, Mérida, Universidad de Los Andes, 2001, p. 122.

503
Era en los mismos días en que llegó Pedro Cálice con cuatro-
cientos esclavos. Bajo el cielo de fuego el alboroto de los na-
víos y de los trenes pesqueros llenaba el ambiente perezoso. Las
olas reverberantes se dilataban en un espasmo. Olía a barbacoa,
a ostra podrida, a cabra. Las mujeres descansaban en sus lechos
flotantes, chupando frutas, los corpiños entreabiertos, adorme-
cidos al recuerdo de sus pueblos en Castilla. Unas garzas rojas se
refugiaban en los manglares (41).

Son también los mismos días concretos y reales en que Lei-


ziaga, en su avatar de Lampugnano, igual que en Margarita, in-
tenta dar con alguna concesión extractiva, es encarcelado por
robo e igual adora a una ninfa amazónica plasmada en la efigie
de Diana y las personas de Cuciú (la hetaira sagrada guaiquerí)
y más adelante Erocomay (jefa mítica de una tribu de mujeres
indígenas), avatares de la Nila deseada y envidiada por hombres
y mujeres en Margarita que no entienden como es posible que sea
india, que haya estudiado en Princeton, que sea tan atléticamente
bella y no repare en nadie. E igual son los mismos días reales
y concretos en que tanto Leiziaga-Lampugnano, como Nila-
Diana-Cuciú-Erocomay anhelan la fuga.
Las peripecias escenificadas en la Nueva Cádiz colonial mi-
metizan las del presente narrativo (y viceversa) contribuyendo al
efecto de sincronía ya señalado, gracias al cual una estructura na-
rrativa que alterna secuencias del pasado y el presente, en verdad
sabotea esa demarcación de los dos tiempos, al propiciar su mutua
contaminación con personajes y motivos de uno y del otro18. Se
alcanza un punto en que pasado y presente se convierten en com-
binatorias expresivas igualmente concretas de un único plano atem-
poral y abstracto, que es por supuesto, el plano mágico de la ficción19.

18 Morreo propone una interesante lectura del tiempo en esta novela basada
en el concepto de «tiempo en constelación». Ver ob. cit.
19 Es muy pertinente aquí la referencia de la crítica venezolana Margoth
Carrillo Pimentel a la concepción bergsoniana y deleuziana del tiempo:
«Como señala Gilles Deleuze a propósito de la teoría de Bergson, “el pa-
sado y el presente no designan momentos sucesivos sino dos elementos

504
No es preciso insistir que la osada apertura de las estéticas de van-
guardia a la potencia delirante y onírica del arte es la que permite
aprovechar los recursos de la ficción de manera inusitada en la his-
toria moderna de la literatura occidental. El montaje agresivo que
vemos en Cubagua es resultado de ese provecho, que en nada dis-
minuye, sino más bien potencia la capacidad del texto para dia-
logar con una realidad histórica y lo predispone al provecho de la
cosmopraxis amerindia, como veremos adelante. El capítulo de
la Nueva Cádiz concluye con un pasaje de sincronía condensada
que vale la pena citar completo:

Nueva Cádiz fue sacudida por tormentas y terremotos, atacada


por los piratas y los caribes. Cuando cesó el tráfico de esclavos
los vecinos huyeron. No había ya quien llevase agua ni leña.
La ciudad quedó abandonada y el mar sepultó sus escombros.
Quisieron hacer una ciudad de piedra y apenas levantaron unas
ruinas. Cardones. La voz de fray Dionisio suena como en eco:
Laus Deo.
—¿Has comprendido, Leiziaga, todo lo que ha pasado aquí?
¿Interpretas ahora este silencio?
Fray Dionisio se pasó el pañuelo por la frente, por aquella calvicie,
remate de una cabeza que parecía desenterrada.
Pero no importa, piensa Leiziaga. Las expediciones vuelven a po-
blar las costas. Se tiene permiso para introducir centenares de ne-
gros y taladrar a Cubagua. Indios, europeos, criollos, vendedores
de toda especie se hacinan en viviendas estrechas. Traen un cine.
Se elevan torres de acero. Depósitos grises y bares con anuncios
luminosos. También se lee en una tabla: «Aquí se hacen féretros«.
Los negros llegan bajo contrato. Los muelles están llenos de tan-
ques. Los buques rápidos con sus penachos de humo recuerdan las
velas de las naos (51-52).

que coexisten”». Cubagua, el tiempo y la historia», en El sentido de la mo-


dernidad en Cubagua, Mérida, Solar de ensayo, Dirección de Cultura del
Estado Mérida, 1995, p. 69.

505
Aquí prolifera en forma concentrada no solo la sincronía de
pasado y presente, sino la «lógica paraconsistente», frecuente en
fábulas mitológicas y fantásticas en la que una proposición impo-
sible es capaz de interpretar un estado de cosas dado20. En primer
lugar, esta es la conclusión de un capítulo situado en la Nueva
Cádiz del siglo XVI, protagonizado por el conde de Lampug-
nano, donde le acaban de cortar la cabeza a fray Dionisio. Pero sin
mediar transición, como si tal cosa, tenemos a Leiziaga en persona
especulando sobre un futuro petrolero en Cubagua y a fray Dio-
nisio más vivo que nunca, preguntándole cómo interpreta todo
lo que ha sucedido en Nueva Cádiz. Su cabeza, por supuesto, pa-
rece que acabara de ser desenterrada y su voz suena como un eco.
Leiziaga alcanza a tener la visión de una futura Cubagua petrolera
donde se repite la fiebre extractora, donde se explota a los traba­
jadores por contrato, se les entretiene con cine, los buques modernos
recuerdan las naos de antaño y figura el mismo aviso apercibido en
Nueva Cádiz: «Aquí se hacen féretros» —una muerte que no ter-
mina. Leiziaga profetiza un futuro que ya ha muerto. Se quiere
hacer una ciudad y ya se están levantando las ruinas. El pensa-
miento estoico aquí vertido recuerda las meditaciones del emperador
Marco Aurelio.

III

Ese fray Dionisio de la Soledad que mantiene en su colección de


antigüedades su propia cabeza cortada y disecada hace cuatro si-
glos por los caribes, propicia los devenires espacio-temporales y de
todo tipo en Cubagua. Él experimenta intensos devenires21 entre

20 «[…] admitir un cierto grado de contradictoriedad “local” sin perder la co-


herencia fundamental». Guillermo Páramo, «Mito y consistencia lógica»,
Revista Académica Colombiana de Ciencias 24 (93), 2000, p. 483.
21 Empleo el concepto deleuziano de devenir, en cuanto relación de inter-
cambio entre entidades que no anula la diferencia entre las mismas, sino
que se sostiene gracias a esa diferencia y la multiplica. En este caso el
personaje deviene indio, lo que no significa que pretenda «convertirse» en

506
el pasado y el futuro, entre la vida y la muerte, entre el mar Ca-
ribe y la selva profunda, entre la ciencia y la alquimia, entre las
obras misioneras y la hechicería, entre los saberes occidentales
y el chamanismo amerindio: es un chamán 22 pese a que no es in-
dígena y es también un mago hechicero en el sentido renacentista
europeo de esa figura y esto es interesante porque indica un de-
venir poslascasiano entre los saberes occidentales y amerindios.
No es casualidad que el personaje histórico llamado también fray
Dionisio de la Soledad efectivamente fue discípulo de fray Bar-
tolomé de las Casas, y mártir del mayor proyecto experimental
que condujo el gran amigo de los indios para comprobar su vi-
sión universal cristiana 23. Las Casas intentó convertir al indio por
medios humanitarios y pacíficos, pero el fray Dionisio de la no-
vela procura devenir-indio, lo que no significa que se «convierte»
en indio, sino que intercambia elementos europeos con elementos
indígenas, como demuestra su extraña biblioteca en las ruinas de
Cubagua, la misma donde guarda su propia cabeza disecada entre
los libros, los mapas, los instrumentos científicos, la cerámica in-
dígena, la botella de «Elíxir de Atabapo» y un poco de «ñopo»24.
El mismo párrafo que introduce a fray Dionisio en la novela
nos presenta también a Nila Cálice, la bella hija del cacique tama-
naco Rimarima asesinado por explotadores de caucho. Ella vive

indio. Cf. Gilles Deleuze y Felix Guattari, Mil mesetas. Capitalismo y esqui-
zofrenia, Valencia, España, Pre-Textos, 2010, pp. 239 y ss.
22 En el relato se invoca repetidamente al «piache», palabra que comúnmente
denomina la figura del chamán en Suramérica septentrional. La «vocación
chamánica» de fray Dionisio ha sido mencionada por Luis Britto García,
«Enrique Bernardo Núñez: novelista, filósofo de la historia, utopista», en
Memorias del xxiii Simposio de Docentes e Investigadores de la Literatura Ve-
nezolana: Trujillo, del 19 al 22 de noviembre de 1997. Trujillo, Universidad
de Los Andes, 1998, p. 652, y Carlos Pacheco, ob. cit., p. 109.
23 Ver nota 30.
24 Ñopo es una grafía variante de yopo, el polvo elaborado con semillas de la
anadeanthera peregrina, planta del Caribe y Suramérica. El yopo tiene pro-
piedades enteogénicas en el contexto de las prácticas chamánicas de mu-
chos pueblos de la Amazonía y la Orinoquia. Se le llama cohoba en las
Antillas, donde lo llevaron los taínos, pueblo de la rama lingüística arawak
procedente del Río Negro, región amazónica.

507
con el hombre religioso, es su protegida y discípula en ese devenir
poslascasiano, que más allá de cualquier idea de «conversión»
o fusión de ella a la «cultura moderna», propicia una relación de
intercambio intenso entre lo occidental y lo amerindio. El fraile
no representa un corte con los saberes de su padre asesinado,
sino que procede «a revelarle los secretos en que Rimarima había
comenzado a iniciarla» (56). Al mismo tiempo el fraile ha transmi-
tido a Nila una aparente devoción cristiana que ella expresa tocando
el órgano en la iglesia con carisma arrebatador. Ella ha estudiado
en Europa y Norteamérica: «La pasión de Nila era la cacería, la
danza, dormir al aire libre, galopar horas y horas, lo que al fin y al
cabo quiere la vida moderna» (9). El rumor envidioso insinúa que
Nila es amante de fray Dionisio. Tanto fray Dionisio como Nila
albergan un propósito en sus vidas, un gran proyecto que nunca se
declara sino que queda implícito en su manera de vivir y pensar,
puesto que les anima una cosmopolítica más que una agenda polí-
tica. Ambos conforman una pareja hombre-mujer, un combinado
andrógino que propone otra modernidad, tal vez la modernidad
que el ciclo vicioso, el gran flujo circular de la tierra de extracción
siempre ha interrumpido pese a toda la retórica de progreso y mo-
dernización. Su alianza, sin embargo, no parece ser erótica puesto
que los chismosos no pueden desmentir la devoción ascética del
religioso, y a Nila, además de que viste de hombre para montar
a caballo, solo se le conocen sus baños escandalosos con Etelvina
en la playa:

—Etelvina, como de costumbre, se ha hecho amiga suya y se han


ido a bañar juntas.
—¡Es pavoroso! ¡El pueblo entero debería protestar! (id.).

Es muy importante que la alianza entre el fraile español


y la doncella indígena no sea erótica, pues no plantea un mari-
daje de culturas ni una metáfora heteronormativa de unión sexual
y sucesión genealógica. Por eso la pareja Dionisio-Nila no es un
emblema de mestizaje de culturas, aunque sí de alianza e inter-
cambio. Tampoco lo puede ser la Nila deseada por cualquier otro
hombre, como es el caso de Ortega, y Pedro Cálice, cuyo apellido

508
ha tomado; ambos han tenido alguna relación con ella y aún la
desean (en el caso de Pedro Cálice, eso deja traslucir el despecho
con que la menciona) sin lograr poseerla como persona. Vemos
en ella a la indígena que al rehusar la unión fija con hombre al-
guno, se rehúsa a ser herramienta del mestizaje o de la filiación
cultural, de ahí su conexión con esa Diana cazadora tan inacce-
sible como la luna. Nila es una beldad indígena tamanaco y tam-
bién una advocación de la divina Diana grecolatina, cual insinúa
su doble figura de doncella y ninfa, virgen y hetaira sagrada. El de-
venir Nila-Diana se consigna antes que ningún otro. Cuando Lei-
ziaga la conoció, «creyó haberla visto toda la vida o al menos hallar
una imagen que vivía confusamente dentro de él». Más adelante
en el relato se cuenta que el conde Lampugnano, avatar de Lei-
ziaga en el siglo XVI, no se desprendía de una estatuilla de Diana
descubierta en su Italia natal, cuyo poder de fascinación levantaba
sospechas de que Lampugnano era «dado a prácticas de hechi-
cería». La potencia mágica de la estatua se reitera cuando los in-
dios caribes, tras atacar a Nueva Cádiz, caen bajo la fascinación
de la estatua y no pueden evitar llevársela para adorarla como ad-
vocación de la luna (Diana)25. Lo que indica que el Leiziaga-que-
deviene-Lampugnano reconecta con su pasado de hechicero y con
una deidad de su herencia mítica grecolatina en el momento de
su encuentro con Nila, que es también un reencuentro extendido
a la jefa amazónica Erocomay que Nila encarna en el areito26.

25 Es muy sugerente la observación de Rosaura Sánchez Vega respecto al


pasaje del texto que caracteriza a la estatua de Diana en manos de los in-
dígenas, citado por la autora. El texto dice: «Su sangre hervía como si
se hubiese bebido la noche en un filtro. Después de todo, Diana estaba
a salvo, volvía a ser libre en medio de los bosques y arroyos» (Cubagua,
p. 40). A lo que Sánchez comenta: «Lampugnano se refiere a la escultura
como si hubiera cobrado vida igual a la escultura de Pigmalión, el mítico
escultor de Chipre». Cf. ob. cit., p. 66.
26 Advierte Luis Britto García: «Núñez se refiere evidentemente a la célebre
cacica mencionada por los cronistas Gonzalo Fernández de Oviedo, fray
Pedro de Aguado, Juan de Castellanos y Oviedo y Valdés, quien la des-
cribe como “una llamada Orocomay, que la obedecían más de 30 leguas en
torno a su pueblo”». Ob. cit., p. 639.

509
Cabe recordar que el Lampugnano de la novela se dedica a ganarse
la vida como brujo-curandero hacia el final de sus días en Cubagua.

IV

Examinada la manera en que los dos ámbitos temporales, siglo


XVI perlífero y siglo XX petrolero giran en torno al paradigma
de la tierra de extracción y establecen el fundamento histórico del
mundo narrado, cabe interpretar la peripecia del trío Ramón Lei-
ziaga, fray Dionisio de la Soledad y Nila Cálice. Para todos los
efectos, el ingeniero graduado de Harvard, Ramón Leiziaga em-
prende un curso de fuga del paradigma histórico que lo confina
precisamente cuando se dispone a ejecutar el rol que ese para-
digma le ha asignado. Su fuga no responde a un acto de liberación
ni descolonización, sino a una serie de contactos con actores-red
imperceptibles al ámbito normativo causal. Ese curso de fuga es
un aprendizaje, una vía de conocimiento, menos de conocer he-
chos y verdades que de conocer relaciones con enemigos y aliados
que propician el intercambio en la diferencia, es decir, el devenir.
Como hemos señalado, fray Dionisio es el chamán y mago que
conduce a Leiziaga por tiempos, espacios y encuentros diversos.
Nila es la auxiliar que hechiza al ingeniero más que por la se-
ducción erótica, por una seducción cósmica. La pareja asexual del
fraile español indianista y la india modernista, en lugar del mes-
tizaje, proponen una cosmopraxis implícita en la alianza de di-
ferencias que encarnan, en otras palabras, proponen una manera
de crear las propias condiciones de vida en relación con múltiples
devenires naturales y espirituales.
Una vez arribado a Margarita, Leiziaga no decide visitar
Cubagua por iniciativa propia, sino que el ministerio de minas le
ordena inspeccionar los placeres de perlas en la zona: «…pensaba
cumplir la comisión en tres días y regresar enseguida a Caracas»
(23). No llega a Cubagua buscando una «liberación», sino entrete-
niendo vagas ilusiones de obtener alguna concesión y por eso en
sus ensueños llega a proyectar un emporio petrolero en la pequeña
isla. Pero fray Dionisio le depara algo más. De alguna manera,

510
el fraile que realiza obra misionera en La Asunción, capital de
Margarita, y atiende misiones en el oriente de la Orinoquia, tam-
bién se aloja con su biblioteca entre las ruinas de la isla de Cubagua
y allí se lo topa Leiziaga esbozando una cosmografía.
El eje coincidente de tal cosmografía es Cubagua misma,
«una isla decrépita de costas roídas y aplaceradas» (25) que se re-
vela como espacio extraordinario de sincronías y multiplicidades.
La propia isla es, no solo un actor-red, sino un personaje protagó-
nico del relato. Aparte de que seis de los ocho capítulos de la novela
transcurren en Cubagua y que esta proporciona el título a la obra,
la isla actúa como un personaje en la novela al producir las condi-
ciones extraordinarias de encuentro entre tiempos y actores que
animan la anécdota. Cubagua no es solo un accidente topográfico,
un punto geográfico o un «canto de tierra», sino un actor-red, es el
conjunto de entidades que conectan con esa isla y los eventos que
son esos nexos. Se puede decir, parafraseando la célebre «Medita-
ción XVII» de John Donne, que ninguna isla es una isla entera por
sí misma; cada isla es un pedazo del continente, una parte del todo
principal27. En Cubagua habla el conjunto de actores-redes que la
conforman y que ella misma posibilita. Leiziaga percibe el rumor
de estas multiplicidades al poco rato de arribar. Conversa con Teó-
filo Ortega y con Cedeño (quien le confirma la existencia de petróleo
en el área) cuando los interrumpe, preguntando:

—¿Qué hablan ahí?


Ellos se miran y observan. Nadie ha dicho nada (26).

Pero al poco rato: «Por el mar se aproxima un coro de voces»;


voces que el narrador asegura que «nunca se las podrá eliminar»
(26-27). Fray Dionisio no perderá la ocasión de asegurarle al inge-
niero, tan pronto se le aparece: «Este es el valle de las lágrimas» (27),

27 «No man is an island, entire of itself; every man is a piece of the conti-
nent, a part of the main», John Donne, «Meditation XVII», Devotions
upon Emergent Occasions (1623). En español: «Ningún hombre es una isla
entera por sí misma; cada hombre es un pedazo del continente, una parte
del todo principal».

511
expresión bíblica que remite al tópico profético de la tierra yerma y
que en este contexto asocia la tierra a la multiplicidad de cuerpos,
voces, instantes que allí entretejen una historia de historias poten-
ciadas por el dolor y la muerte. Muerte que fray Dionisio tiene el
poder de transitar a la manera de los chamanes amerindios y los
magos occidentales: «Parecía más alto, más flaco, próximo a con-
vertirse en un montón de ceniza» (id.)28. Cubagua es una mul-
titud, una población ruinosa cuya impronta gótica en la estética
literaria se plasma en pasajes como el siguiente:

Apenas un arco de las galerías quedaba en pie agrietado y pronto


a derrumbarse. Por las salas sin puertas entraba únicamente el
viento, salas trazadas con manía de grandeza que los nuevos ha-
bitantes cubrieron en parte de paja y zinc. Cuando alguien habla
la voz llena toda la casa y vuelan los murciélagos. Aves de rapiña
se posan sobre los muros llenos de agujeros y garzas blancas de
cuello rojo. Cuando alguna luz se enciende un mochuelo deja
ver sus ojos martirizados. El pavimento fue arrancado, reducido
a polvo o voló en pedazos, un día (28).

Vale aclarar que en el gótico moderno todo se anima y ad-


quiere intencionalidad amenazante, culposa, maléfica: desde ob-
jetos inanimados, plantas, animales, criaturas míticas, fenómenos
meteorológicos, hasta los muertos; pero en la cosmopraxis aquí
ensayada la memoria del dolor y la muerte, la culpa, el miedo y
el resentimiento se trascienden en busca de conexiones, aliados,
posibilidades de fuga. Ejemplo de ello es fray Dionisio quien, en
su avatar del siglo XX, atesora sin asomo de odio su propia ca-
beza, que le fuera cortada en el siglo XVI por los guerreros caribes
de la zona. De la manera más tranquila y casual fray Dionisio le dice
a Leiziaga que «un indio a quien llamaban Orteguita dio muerte a
fray Dionisio». Y acto seguido Leiziaga percibe la cabeza momifi-
cada de su interlocutor en una silla de su aposento: «Eran los mismos
rasgos de fray Dionisio. Los cabellos de la momia se quedaron en

28 Véase más adelante «Fray Dionisio se vuelve borroso en la penumbra. Sus ojos
se hunden mientras habla lentamente. A veces diríase que ha muerto» (33).

512
sus manos al levantarla» (60)29. Orteguita aparece como un doble
indígena del Ortega español que pretende retornar con Nila. En
este encuentro/desencuentro de avatares, la lección cristiana y es-
toica contra la venganza o la deuda de sangre y la apuesta por la
alianza no identitaria ni genealógica se dramatiza. Se demuestra
que en la visión de fray Dionisio los avatares transtemporales de
los personajes no deben implicar la política por filiación, sino el
chance para otra política30.
Es cierto que el fraile le imparte una suerte de alecciona-
miento moral a Leiziaga cada vez que apunta al pasado cuando el
ingeniero le cuenta sus ensoñados planes petroleros en Cubagua,
pero en su discurso estas referencias al pasado valen más que nada
por la plétora de relaciones que ofrecen: «Fray Dionisio comenzó
a hablar confusamente del pasado, de las cosas exteriores y de sus
relaciones con lo que ha sido y es hace trescientos, hace miles de
años» (31)31. Cuando el sabio religioso le abre al ingeniero su biblio-
teca de geógrafo y alquimista y le despliega folios y mapas, lo hace
para mostrarle nuevos espacios en viejos territorios, para esbozar
la cosmografía multitudinaria de Cubagua y demostrarle que la
isla no es solo una isla, sino también un continente. De hecho, fray
Dionisio no solo le muestra a Leiziaga un plano de Cubagua, sino

29 Es un caso de la «lógica paraconsistente» de la ficción fantástica muy


próxima a la lógica chamánica. Ver nota 20.
30 Margoth Carrillo Pimentel ha examinado la relación histórica entre fray
Dionisio de la Soledad y el guerrero caribe Orteguita, basándose en Jules
Humbert: «(…)durante los asaltos de los caribes a la ciudad de Nueva
Toledo, asentamiento dirigido por Gonzalo de Ocampo en las cercanías
del río Cumaná, los indígenas destruyeron la fortaleza levantada por fray
Bartolomé de las Casas y dieron muerte a un misionero de nombre fray Dio-
nisio; en venganza por tal hecho el capitán Jácome Castellanos llegó a las
costas de Cumaná… [y cita a Jules Humbert:] “Apenas echada el ancla dis-
persó a sus hombres en todas direcciones para sembrar el terror entre los
naturales. Todos los indios implicados en la destrucción de Toledo fueron
apresados, unos fueron empalados, otros ahorcados, y allí estaba uno de
los más feroces jefes, el famoso Orteguilla, vestido con el hábito de fray
Dionisio y llevando aún oculto en la manta el breviario del mártir”».
Cf. Carrillo Pimentel, ob. cit., p. 76.
31 La «confusión» no está en quien habla sino en quien escucha.

513
«una carta de los territorios de Atabapo, Río Negro y Orinoco con
la nomenclatura de las tribus», zona de «más de doscientos mil ki-
lómetros» a la que se refiere como «el imperio indígena», y añade:
«Hace tiempo vivo entre ellos y los observo constantemente, pero
mis observaciones serían censuradas. Ni un soplo ha tocado su
alma intacta a fuerza de permanecer silenciosa» (32). Aquí el per-
sonaje se está refiriendo precisamente a Caribana, «el imperio in-
dígena» que mencionamos al principio como referencia no solo
indispensable sino constitutiva del Caribe contemporáneo no em-
pece estar geográficamente situada en latitudes tan remotas de la
selva amazónica como el Río Negro. Nótese que el santo hombre
ha dicho «vivo entre ellos» en un presente verbal que denota a Ca-
ribana y sus gentes como su ámbito vital de presencia, como su
cosmos. Lo del «alma intacta» aparte, este personaje nos brinda
aquí una lección de cosmografía contemporánea. Fray Dionisio
propicia así el encuentro de Leiziaga con un inmenso aliado. El
mundo amerindio, en especial de la Amazonía y la Orinoquia,
es el otro protagonista de esta historia, actor-red multitudinario
que ofrece, no tanto un «alma intacta» según la teología del fraile,
sino conocimientos espirituales, naturalistas, paralógicos y expe-
rimentales de gran potencia creativa, sobre todo en su relación de
devenir con el conocimiento occidental. Esta aproximación cos-
mográfica hace de Cubagua una suerte de novela indigenista, mas
no en el sentido convencional, costumbrista o culturalista, sino en
una dimensión cosmopolítica. Ante el gran flujo circular de la tierra
de extracción atrapado en la dinámica histórica colonial, este dis-
cípulo heterodoxo de fray Bartolomé de las Casas le propone al
ingeniero conocer «el secreto de la tierra»:

—Por cierto —continuó en tono más familiar— que este Lam-


pugnano tiene semejanza con cierto Leiziaga. ¿No andas como
él en busca de fortuna? Todos buscan oro. Hay, sin embargo, una
cosa que todos olvidan: el secreto de la tierra (34).

A partir de esta primera lección cosmográfica brindada en


el segundo capítulo, Leiziaga incursiona, con el auxilio del fraile
indianista y la indígena modernista, en una ruta de encuentros

514
con la red Caribana que le muestra el «secreto de la tierra»32: otra
lógica de mundos, una práctica y un pensar relacional, reversible,
heterogéneo, experimental, fundado en las alianzas e intercambios
con el otro en lugar de las filiaciones y las genealogías, e inclinado
al devenir más que a la dialéctica. Ese es el derrotero pedagó-
gico de Leiziaga, equivalente en muchos aspectos a la iniciación
chamánica, dado su carácter profundamente experimental.

El chamanismo es un conjunto de prácticas experimentales que


consiste en desarrollar aptitudes perceptivas, físicas y mentales
para: 1) interactuar con otros seres, humanos y no humanos, vi-
sibles e invisibles; 2) actuar en otros espacios, cercanos y dis-
tantes, ordinariamente perceptibles e imperceptibles; 3) alterar las
condiciones espaciales y temporales de la sensibilidad y la expe-
riencia. Este conjunto de prácticas suele corresponder a una me-
tafísica que reconoce la consistencia ontológica de todos los seres,
en cuanto cada existente está dotado de naturaleza propia, pers-
pectiva propia y capacidad de relacionarse con otros a partir de la
diferencia misma que sustenta la multiplicidad de los seres. Esta
definición pretende proveer un mínimo denominador común, no
agota el fenómeno ni abarca todas sus manifestaciones y ramifi-
caciones, sino que invita a explorar temas de interés filosófico y
teórico relacionados con las prácticas y saberes de los chamanes33.
A partir de esta definición podemos atribuir prácticas chamánicas
a fray Dionisio y caracterizar la experiencia de Leiziaga como una

32 Ver nota 7.
33 Esta definición pretende sintetizar principalmente los conceptos y obser-
vaciones de: Eduardo Viveiros de Castro, Metafísicas caníbales. Líneas de
antropología postestructural, Buenos Aires, Katz, 2010; Ariel José James
y David Andrés Jiménez, comps., Chamanismo. El otro hombre, la otra selva,
el otro mundo, Bogotá, Instituto Colombiano de Antropología e Historia,
2004; Jean-Pierre Chaumeil, Ver, saber, poder. Chamanismo de los yagua
de la Amazonía peruana, Lima, Centro Amazónico de Antropología
y Aplicación Práctica, 1998.

515
iniciación chamánica. No todos los elementos corresponden ex-
clusivamente al mundo amerindio, pues, muchos son compartidos
o son más afines a los magos occidentales. Mas tal intercultura-
lidad es parte de la cosmografía propuesta en Cubagua.
Cuando Leiziaga se transporta, sin transición alguna, a
Nueva Cádiz en el capítulo III, ya el sabio Dionisio lo ha pre-
parado y motivado con la lección de cosmografía antes comen-
tada. Además, fray Dionisio le dio indicaciones muy concretas.
Le habla del conde Luis Lampugnano quien, como hemos visto,
es el personaje histórico con el cual Leiziaga establece un devenir
particular. Lampugnano deviene avatar de Leiziaga y viceversa,
aunque no necesariamente se funden en una sola persona, pues
como en todo devenir, se sostiene la diferencia tanto más cuanto
más estrecha es la relación. Fray Dionisio le advierte a Leiziaga
su coincidencia fundamental con Lampugnano, según palabras
antes citadas. Encima de esto, el fraile le da a beber varias copas
del «Elíxir de Atabapo» que funciona como un psicotrópico po-
deroso con efectos parecidos al conocido brebaje chamánico lla-
mado yagé o ayahuasca34. Contrario al énfasis que prodiga cierto
enfoque fenomenológico, o peor, el enfoque nueva era, la fun-
ción esencial de los llamados psicotrópicos o alucinógenos chamá-
nicos no es beneficiar la psiquis con el mero objeto de que el sujeto
«se sienta chévere», relaje las tensiones, sea feliz y otras lindezas
bienpensantes, sino transmitir poderes de interactividad con seres,
espacios y tiempos no accesibles ordinariamente. Por eso los pro-
pios chamanes les llaman «plantas de poder». La perspectiva cha-
mánica del trance psicotrópico es ontológica y afectiva: potenciar

34 Carrillo Pimentel cita la peregrina referencia dada por el propio Núñez


sobre este elíxir que también se llama «Elíxir de Guayana» y en inglés,
«Great Cordial»: «Contenía entre otros ingredientes carne de víbora, “mi-
neral” de unicornio, semillas y raíces maceradas en espíritu de vino y mez-
cladas luego con perlas, coral rojo, cuerno de venado, ámbar gris, almizcle
y otras materias». Carrillo Pimentel, ob. cit., p. 141. [La cita de Núñez
sobre esta bebida proviene de su ensayo Orinoco (originalmente de 1946),
y es la «fórmula» propuesta por Walter Raleigh, quien escribe desde su
prisión en la Torre de Londres (N. del C.)].

516
capacidades extraordinarias de afectar y ser afectado, para relacio-
narse y actuar con otros seres, los cuales no son necesariamente
humanos ni ordinariamente perceptibles. En fin, a las ocho de
la noche Leiziaga escucha la última enseñanza de fray Dionisio,
apura la última copa del «Elixir de Atabapo» y ahí termina el ca-
pítulo II titulado «El secreto de la tierra». El próximo capítulo lo
coloca en Nueva Cádiz, siglo XVI, enterándose que ha devenido
Lampugnano. Así ocurre el devenir chamánico clave de la obra,
cuya importancia ya hemos comentado.
El segundo devenir chamánico ocurre en el capítulo VI, ti-
tulado «El areyto». Pero en el capítulo anterior, titulado «Vocchi»,
se nos presenta una fantasía de andadura mítica que no pretende fi-
delidad mitográfica, encontrada entre los papeles de Leiziaga sin
que se afirme que él la escribió. Nos recuerda las mitologías fabu-
ladas por autores del género fantástico como el angloirlandés Lord
Dunsany (1878-1957). Este texto hallado no contribuye nada a la
diégesis de la novela pero establece la perspectiva cosmográfica, es
decir, ajena a cualquier pretensión de restauración simbólica del pa-
sado mítico, pues aquí el mito si acaso es oportunidad de invención
y fuga. Al preceder el devenir chamánico del areyto, este paréntesis
distancia toda la empresa creativa de Cubagua de las mitologías y
magias mistificantes basadas en la representación y la identidad, tan
propincuas a las políticas de la fascinación con el poder. Se descarta
el mito simbólico e identitario y se opta por la fábula en su expresión
moderna universalista. El tono fabulador, no teocrático del mito se
sintetiza en la exclamación: «¡Ah, la esclavitud de los dioses con-
denados a seguir siempre a los hombres!» (61). Se afirma así a los
personajes mitológicos como personajes fabulados, constituidos en
relación con los hombres y otros seres, antes que como hipóstasis
simbólicas del sujeto. El relato muestra cómo modernidades y ar-
caísmos se alternan a través de las edades y los eones, afirmando la
reversibilidad no linear de los tiempos y las obras humanas que solo
la magia de la ficción es capaz de descubrirnos:

Había allí ciudades opulentas surcadas de canales, descollando


entre palmeras y jardines. Los hombres se remontaban en má-
quinas y se comunicaban a grandes distancias por medio de las

517
señales de sus torres. Vestigios de esos relatos se convierten des-
pués en fábulas, pues el mundo se hace y se deshace de nuevo.
Las ciudades se levantan sobre las selvas y estas cubren después
las ciudades, se elevan unas sobre otras constantemente o el mar
forma costas nuevas. Aparecen unas ruinas o unas rocas donde se
han tallado algunos signos y nadie supone cuándo fueron escritos.
Son historias, historias (62).

Protagonizan el relato dos personajes: Vocchi y Amalivaca.


Vocchi parece ser una grafía variante de Uochí, el hermano de
Amalivaca, héroe supervital de los tamanacos, pueblo de la rama
lingüística caribe al que pertenece, no por casualidad, Nila. El na-
rrador coloca a Vocchi como oriundo del Medio Oriente y recono-
ciéndose hermano de Amalivaca, no por su origen ni filiación, sino
«en su inteligencia y en su poder». El conocido motivo de los her-
manos del mito tamanaco, junto al rol del personaje Amalivaca, es
estructuralmente similar a muchos otros mitos de los amerindios
de Suramérica protagonizados por gemelos creadores, pero dado
que aquí se convierte al hermano menor de Amalivaca, Vocchi
(Uochí) en héroe originario del Oriente, se crea una alianza
intercivilizacional del «Viejo Mundo» con el mundo amerindio.
Cuando Vocchi regresa a su tierra natal tras su aventura amerindia,
ya no se reconoce en esa sociedad y añora las palmeras y samanes
del continente de Amalivaca, insinuándose así una alienación del
«Viejo Mundo» con respecto al «secreto de la tierra» que tal vez se
venza con la reanudación de la alianza entre el mundo amerindio
y el «Viejo Mundo». En todo caso, este relato brinda una lógica
de invenciones, alianzas e intercambios en la configuración de los
mundos bastante afín a nuestra lectura cosmográfica de la novela.
La participación chamánica de Leiziaga en el areyto ex-
tiende esa lógica de mundos y vemos que el Vocchi de la fábula
con ese título encontrada entre los papeles del protagonista de Cu-
bagua continua sus aventuras en el presente novelesco. Es el primer
personaje con quien se topa Leiziaga cuando desciende con fray
Dionisio a presenciar el areyto en las «catacumbas de Cubagua»
(71) repletas del oro, plata y perlas de las Indias. Para sorpresa de
Leiziaga, Vocchi se ha apoderado del anillo que él ha heredado

518
de sus antepasados conquistadores. Es preciso señalar que el propio
fraile ya ha reconocido el anillo de Leiziaga antes de este episodio
y le ha recitado la genealogía del mismo, que conduce a «un Her-
nández de la Cerda que se halló en la batalla del 15 de marzo de
1567 librada por Losada contra Guaicaipuro. Alancearon indios
a millares en las guerras contra los tarmas, teques y mariches»
(30). Como posesionado por el recuerdo de su genealogía de con-
quistadores, Leiziaga casi convulsiona ante la vista de tanto oro y
perlas en el atuendo de Vocchi, y bravuconea con el héroe mítico
por el asunto del anillo, pero este se limita a ofrecerle yopo: «Tomó
el polvo que le ofrecía en una concha de nácar y a imitación suya
empezó a absorberlo por la nariz» (66-67). Aceptar la oferta de yopo
que le hace el héroe mítico es aceptar una alianza. Es el yopo lo que
transporta a Leiziaga al areyto, pues justo cuando lo aspira, mira
otra vez su anillo en el dedo de Vocchi y se dispara la visión.
Es preciso citar algunos pasajes para apreciar el decorado mo-
dernista de la escena. Primero cuando Leiziaga se topa con Vocchi:

Y he aquí lo que vio Leiziaga: las paredes estaban cubiertas con


planchas de oro y a trechos colgaban rodelas, macanas, escudos
de oro. Y al fondo, envuelto en ancha túnica blanca con dibujos
bermejos, los brazos sobre el pecho, las piernas cruzadas sobre
unas mantas de algodón fino, tan menudo que casi desaparecía
en los pliegues de su vestidura: Vocchi. Su rostro espectral se
inclinaba agobiado de perlas (66).

Luego cuando se dispara la secuencia del areyto:

Hombres tatuados, con plumajes resplandecientes y mujeres con


los senos dorados y adornadas de conchas se enlazaban de la
mano. En medio de ellos estaba Nila. Las perlas derramaban en
sus trenzas, en la piel cobriza, un resplandor de vía láctea. Las
salutaciones se elevaron a coro, de uno a otro extremo.
—¡Thenoca!
—¡Ratana!
—¡Erocomay! (67).

519
No es una descripción realista de un areyto, por supuesto,
sino un montaje cinemático fantástico materializado por el yopo.
Aquí Nila Cálice deviene Erocomay, la cacica amazona cuya
historia se relata en el areyto mismo. Su historia es una amal-
gama con el mito griego de las amazonas. Su oficiante es Vocchi,
quien se insinúa ha sido amante de ella in illo tempore («nunca
pudieron volver a encontrarse» [id.]). Recordemos que en el ma-
nuscrito hallado y titulado con su nombre, Vocchi procede del
«Viejo Mundo». Él porta el anillo de los conquistadores que per-
tenece a Leiziaga. Se implica que de alguna manera esta alianza
de mundos ha subsumido el avatar colonialista de Leiziaga por la
vía de la seducción, pero también parece sugerirse algún grado de
complicidad con la empresa misma de la colonización, puesto que
es en las catacumbas donde presencia el areyto, que Leiziaga ha
descubierto el legendario Dorado, custodiado justo por Vocchi,
vale insistir, un oriental mesopotámico devenido hermano de
un héroe mítico (Amalivaca) de la etnia a la que Nila pertenece.
Y ahora es Vocchi quien porta el anillo (la alianza) de los conquis-
tadores. Parte protagónica de esa presunta alianza es fray Dio-
nisio, quien no solo ha conducido a Leiziaga a las catacumbas,
sino que figura como personaje en el relato del areyto: «Ellos lle-
gaban tal como les había anunciado el viajero aquel que les en-
señó a venerar la cruz y con la cual señalaban los caminos para
ahuyentar a los demonios» (68). Fray Dionisio además concluye la
séance nocturna hacia la madrugada, rezando «el oficio matutino».
Encima, la parafernalia es kitsch modernista. Lo más interesante
de esta séance chamánica es que no es antropológicamente correcta
y justo eso la hace discretamente chamánica. Ese es el cariz que
tienen los transportes chamánicos del yopo, el yagé y otros en-
teógenos rituales, cuyas líneas de fuga, devenir y composición no
obedecen necesariamente a la corrección identitaria. A partir de
este devenir chamánico Leiziaga queda dotado de más relaciones.
No se convierte en «una mejor persona», no se «libera» ni «desco-
loniza», simplemente queda potenciado para afectar más y ser más
afectado, y enterarse de más cosas.

520
VI

¿Qué relaciones establece el protagonista? ¿Qué nexos descubre?


¿Qué nuevos afectos adquiere? Ello se despliega en el desenlace
de la novela y de esta exégesis. Todo indica que Leiziaga asume
la alianza múltiple propuesta en el areyto, la cual principia por
acoger a Nila como nexo universal del deseo. La ceremonia an-
cestral de canto y danza se celebra «girando en torno a Nila»
y contando su historia, en la que se le adjudican muchos «pasados»,
se dice que «grande [es] su poder y su amor deseado y temido»
y se concluye que «su alma es eterna y sus ojos permanecen abiertos
en las selvas, en las serranías» (67-68). Leiziaga descubre por las
salutaciones del areyto que ella es también Thenoca, es decir,
espíritu dueño de la perla.
Vale aclarar que las materias de extracción como el petróleo,
el oro y las perlas nunca son devaluadas como tales en la novela
pese a que se repudia su expolio extractivo; más bien se las revalúa
como parte del «secreto de la tierra». Por eso en el relato nadie
es inmune a la fascinación de estas materias ni desiste realmente
de su búsqueda. El propio fray Dionisio conduce a Leiziaga a las
catacumbas donde yace el Dorado legendario.
Leiziaga solo confirma en el areyto el vínculo secreto de
Nila con las perlas, pues ya él había presenciado la escena en Cu-
bagua donde ella recibe una bolsa de perlas de alta calidad de Or-
tega, a quien le paga con un largo beso ardiente «como en otro
tiempo» (59). Cabe colegir que fray Dionisio y Nila recaudan te-
soros para una misión relacionada con «el secreto de la tierra».
El padre de ella fue asesinado por los caucheros. No para nada
fue protegida e instruida por el fraile. En función de esa misión
es que ha estudiado en Europa y Norteamérica. Dice el narrador:
«Fray Dionisio la convenció de la necesidad de viajar. No bastaba
conocer las aldeas ribereñas, los bohíos ocultos donde los hom-
bres temen la noche. Era preciso poseer la fuerza del enemigo, co-
nocer el misterio de la máquina» (57). Cuando Ortega le implora
el regreso a los amoríos de antaño, Nila responde con ademán mi-
litante: «No es hora de pensar en el amor. Primero será preciso
recuperar la vida» (58). Cuando ella se aleja, Ortega ordena a una

521
serpiente a seguirla o quizás él mismo deviene serpiente, y Nila
penetra nada menos que en la casa del misterioso leproso residente
en Cubagua, Pedro Cálice, cuyo avatar conquistador fue traficante
de esclavos, y ahora es dueño de trenes de pesca. ¿Qué busca Nila
allí? A pesar de la extrema reticencia de la prosa de Cubagua, se lee
que quien más desea saberlo es Leiziaga, que pregunta a cada quien:
«¿Y Nila?» El areyto lo ha inspirado definitivamente a seguir la
pista de Nila. Justo cuando desciende del transporte del yopo en
la mañana del día siguiente, repite la pregunta, esta vez directa-
mente a Pedro Cálice. Por él se entera que lejos de ella ser hija de
Cálice, como muchos suponen por el apellido, podría ser una an-
tigua amante o pretendida de él, devenida adversaria o rival de
algún tipo, que como venganza por su avatar pasado como escla-
vizador de indios, le ha tomado el apellido como si le tomara el
pelo. Y en recuerdo de ella nombra nada menos que la embarca-
ción La Tirana. «Se llama así en honor suyo», dice Pedro Cálice,
pues en su versión Nila es una tirana (69-70). Aparentemente Nila
ha empleado con Pedro Cálice alguna «estratagema del débil» y él
sangra por la herida.
Es por Nila que el ingeniero Leiziaga roba como un aven­
turero cualquiera. Las perlas materializan otro tipo de nexo ad-
quirido por el personaje tras su devenir chamánico. «La hermosura
de las thenocas hacía pensar en Nila. Fue entonces el mayor deseo de
Leiziaga poseerlas» (75). Pero ya no cree hacerlo con afán de pillaje
egoísta, para gastarse la vida en Europa, cual ambicionaba al llegar
a Margarita haciéndose eco de la oligarquía mediadora de su país,
sino en función del proyecto de Nila, en relación con «el secreto de
la tierra». La prosa desafiantemente lacónica del narrador, cuando
de referir las motivaciones de los personajes se trata, se cuida esta
vez de no ahorrar palabras al respecto: «Una vez solo, Leiziaga
contempla las perlas con amor. No veía en ellas su valor mate-
rial. Sonrientes y encantadoras, creía poseer en alguna forma la
gracia luminosa de Nila» (77). Otras redes, otras maneras de rela-
cionar los seres congruentes con la cosmografía de fray Dionisio
y Nila parecen reorientar, al menos en potencia, la vida del prota-
gonista y le permiten atender a la escritura del cosmos: «Tendido en
la arena, Leiziaga se olvida del petróleo, de los tesoros sepultados

522
en Cubagua, de su misma vida anterior y observa el jeroglífico que
los cardones van trazando» (77-78, énf. nuestro). La mención de los
cardones, plantas (cactus) omnipresentes en el paisaje del Caribe
sur oriental no es casual. Ya en el capítulo titulado «El cardón»,
fray Dionisio le ha brindado al visitante una prolija exégesis de los
cardones de Cubagua, concluyendo: «Hoy se diría que parecen
antenas. Y en realidad esas antenas podrían entregarnos el secreto
de alguna teogonía inédita… O quizás pertenece a los signos de
algún zodiaco perdido» (53).
Esta virtual reorientación y adquisición de nuevas alianzas
y nexos supone ciertas tensiones, según se consigna en la confron-
tación inconclusa de Leiziaga con su avatar el conde Luis de Lam-
pugnano, quien se le aparece reflejado en el muro de la prisión de
la capital de Margarita, como ya hemos comentado:

Leiziaga avanza amenazador y descarga el puño en el muro que


le parecía un espejo. No había nadie. Con la cara pegada en el
suelo permanece mucho tiempo sin moverse, en una angustia
dolorosa que va circundándole, oprimiéndole. Él mismo no se
atreve a confesar lo que hay en el fondo de todo eso (85).

Por ello de ninguna manera se puede advertir un efecto de


«caída y conversión en el camino a Damasco» en esta trayectoria
del protagonista. Son conexiones, contactos, relaciones que se am-
plían, devenires que son perfectamente reversibles y no imponen
ninguna dialéctica de salvación. Entre esas conexiones, se halla
también el extranjero Mr. Stakelun, el aliado imprevisto que or-
ganiza la fuga de Leiziaga de la cárcel de la isla Margarita y su
embarque hacia el Orinoco en el velero El Faraute. El auxilio de
Stakelun es imprevisto si se toma en cuenta que él es un empre-
sario dedicado a la industria extractiva, extranjero concesionario
y especulador que acapara tierras en Margarita, sin embargo, posee
el rasgo interesante, novelesco, de que sus negocios se deslizan
lentamente hacia el fracaso a causa de la traición de sus socios.
Se convierte entonces en una persona que ha sido víctima de la tierra
de extracción, independientemente de su origen de clase. En esto se
asemeja a Lampugnano, cuyo destino de perseguido lo coloca entre

523
las víctimas del círculo vicioso colonial, sin importar su proce-
dencia europea, según bien señala la crítica venezolana Rosaura
Sánchez Vega35. Lo que prevalece en esta cosmopolítica es la mul-
tiplicidad, no la filiación identitaria. En ese sentido es impor-
tante el nombre del velero de la fuga, El Faraute, voz derivada del
francés que significa intérprete de lenguas: el actor-red por exce-
lencia, que multiplica las relaciones, nexos y alianzas. El plural es
indispensable, para Leiziaga: «Una parte de su vida se derrum-
baba sobre la otra. El mundo anterior se disipaba, ya lejano, sin
interés. El mar y la noche realizan esas liberaciones definitivas»
(90). No se habla del gran acontecimiento de la liberación, sino de
«liberaciones definitivas» en el sentido de liberarse de incontables
limitaciones de una razón histórica única, como por ejemplo, el
flujo circular vicioso de la tierra de extracción, indisociable de la
estrechez afectiva, conceptual y espiritual de aquellos que siguen
atados a la noción unívoca de la realidad y que no saben «nada del
ñopo y del Elíxir de Atabapo y de que la realidad, como la luna,
siempre nos muestra un solo lado» (85).
La fuga de Leiziaga brota en interrogantes. Una vez ha
abordado El Faraute, se entera que la nave pertenece al empre-
sario leproso Pedro Cálice. El capitán del buque describe su des-
tino orinoquense como una tierra que «es buena» porque «hay
mucho oro» y asegura que «lo será mejor cuando se abran los tra-
bajos» (103), es decir, los usuales trabajos de extracción infinita
para suplir la demanda global a cambio de bienes de consumo re-
cibidos en intercambio desigual. Otro tipo de «trabajos» no son
posibles, dadas las circunstancias históricas. El fugitivo también
se entera que nada menos que la goleta La Tirana, llamada así en
honor a Nila, ha zarpado con el mismo destino. ¿Qué va a hacer
al Orinoco la goleta nombrada en recuerdo de la indígena moder-
nista que mantiene relaciones indefinidas con el siniestro Pedro
Cálice? ¿Por qué ella ha inspirado el nombre de La Tirana? ¿Es
una asociación del poder de Nila con el infame Tirano Aguirre36

35 Cf. Ob. cit., p. 61.


36 Es de conocimiento general en Venezuela que el conquistador rebelde co-
nocido como el Tirano Aguirre invadió la isla de Margarita, donde existe
el paraje llamado Playa del Tirano.

524
referido al principio de la novela, ejemplo de la desterritoriali-
zación despótica por excelencia? ¿Será que se vincula a Nila con
alguien que le declaró la guerra al rey de España y cuya colosal in-
subordinación laceró la legitimidad del imperio en las Indias? Por
otra parte, si Leiziaga ya se ha olvidado de los «tesoros» y todo
eso, ¿por qué se dirige ahora hacia un lugar cuya mayor «bondad»
a los ojos del vulgo es la oportunidad de extraer oro? No hay res-
puestas claras. El patrón de El Faraute reporta que según fray
Dionisio, allí donde se dirigen todos hay «algo más que oro»,
y dice que le cree. Ese optimista «algo más» se contrapesa con la
aplastante sentencia final de la novela: «Todo estaba como hace
cuatrocientos años».
La inspiración cosmográfica del texto, según hemos visto,
no solo alienta estas interrogantes sin respuestas conclusivas sino
que supone su multiplicación, pues su principio rector es precisa-
mente el «algo más». La perspectiva cosmográfica, en fin, propone
algo más que los enfoques caribeñistas centrados en la tautología de
confirmar los atributos y determinaciones históricas de una «cari-
beñidad» ceñida al conjunto cerrado de la geografía insular. Tam-
bién propone algo más que repetir las carencias del sujeto colonial
y el imperativo de su descolonización o «decolonialidad» a la ma-
nera de un ser impedido al que solo correspondería recetarle una
purga para el trauma considerado como su único reclamo de iden-
tidad y recordarle que su única posibilidad de «liberación», es decir
de cura, gira en torno a la repetición obsesiva del nombre del amo
colonial, quien al imputársele ser la causa de todo lo que ocurre, se
le otorgan las facultades divinas de la omnipresencia y la omnipo-
tencia. Como hemos visto, los personajes de Cubagua no se ajustan
a ese esquema: Leiziaga, Nila, fray Dionisio, Vocchi, Pedro Cálice,
Stakelun, el cardón, las islas, las perlas, el oro, el petróleo, el yopo,
el mar, El Faraute, La Tirana, el Orinoco, Caribana, son todos ac-
tores-red de una cosmografía, comprensibles solo en un rizoma de
relaciones afectivas en el cual no se les puede reducir a la expresión
de una identidad caribeña segmentada por la pertenencia a áreas
geopolíticas, ni a la condición de «sujeto colonial» o «colonizador».
Todos reclaman algo más, sin esperar que la dialéctica provea todas
las respuestas, pues nada garantiza que al final todo no siga igual.

525
Neocolonialismo y escritura.
Una visión genética de Cubagua *
Alejandro Bruzual

La condición profética de ciertos textos narrativos


solo es reconocible, como en toda profecía que se precie
de serlo, cuando tardíamente se produce la revelación
luego de un período más o menos largo de oscurecimiento
y desdén respecto a sus significados. Es uno de los artilugios
peculiares del espíritu vanguardista que ha permitido
cultivar, casi sistemáticamente, la marginalidad,
la contracorriente, la sempiterna apuesta a cien años,
al punto que la literatura latinoamericana de hoy parece
cargada de esos mismos futuros outsiders o de esas mismas
futuras obras proféticas.
La novela en América Latina.
Panoramas 1920-1980
Ángel Rama

E n términos formales, entendemos la novela ordenada en torno


a un núcleo central que se desenvuelve en los capítulos II,
III, IV, VI y VII. En ellos se desarrolla la acción en la isla de Cu-
bagua, en los dos tiempos extremos de la trama: primera mitad
del siglo XVI y 1925. Por su parte, fundamentalmente, el primer
capítulo funciona como presentación de los personajes y del pa-
radigma ético del grupo hegemónico, y el último, VIII, ofrece la
conclusión y las posibilidades de una situación postrama. El capí-
tulo V, dedicado a la deidad caribe Vocchi, sucede en un tiempo
* Estudio introductorio de la edición crítico-genética de Enrique Bernardo
Núñez, Cubagua, Caracas, Celarg, 2014, pp. XXV-XXXVIII. Se ofrece
una versión revisada por el autor.

527
inmemorial, que no está concatenado al conjunto, pero que da el
sustento mítico a la acción. En cuanto al capítulo VI, la ceremonia
del areíto, puede entenderse como un punto de cruce de diversas
percepciones de tiempo planteadas (puesto que no es una, sino más
bien un tiempo problemático y múltiple, como ya han advertido
varios críticos), en particular a través de la presencia de personajes
de diversa constitución estética.
Cuando hablamos de esta estructura estamos considerando,
además de la trama, aspectos arrojados por el trabajo genético,
avalando una posible concepción previa que excluiría el capítulo
inicial que sucede en Margarita. Observamos, en la introducción
de G1 (copia germinal) fundidos los que serían luego los capítulos
I y II definitivos, mientras que «La Nueva Cádiz», que es el III
y que se desarrolla en la Cubagua colonial, aparece como el ini-
cial. Por otra parte, en V1 (primera versión), los capítulos II, «El
secreto de la tierra», y III, «La Nueva Cádiz», aparecen señalados
como los dos primeros de la novela, con una corrección pos­terior
hecha a mano que los coloca a continuación del primero defi-
nitivo2, aunque la numeración de páginas no da cuenta de este

1 Véase al final de este estudio, el cuadro explicativo de las fuentes pre­


textuales utilizadas en la edición crítico-genética, (si bien no todas fueron
incluidas en el aparato genético) y los símbolos que las distinguen. Se hi-
cieron correcciones mínimas a esta presentación, de modo de permitir una
comprensión independiente de las «Consideraciones genéticas e historia
del texto» que la antecede.
2 Esto queda ratificado en el que quizás sea el primer material pre-textual de
la novela, en términos de inicios de redacción (y no apuntes y datos), un par
de párrafos manuscritos en un cuaderno a rayas. En él, se inicia la acción
en la propia isla de Cubagua, narrada en primera persona por Ramón Lei-
ziaga, y presenta además a tres de los personajes populares: Antonio Ce-
deño, Teófilo Ortega y Martín Malavé. Una versión ampliada, como relato
corto, apareció en Bogotá, el 4 de febrero de 1928, en Mundo al día, con
el título de «Bajo la noche tropical y misteriosa. Desde las playas de la isla
encantada el pensador oye el infinito» —según informa Larrazábal Hen-
ríquez [Enrique Bernardo Núñez, Caracas, Universidad Central de Vene-
zuela, 1969, p. 31]—, lo que retrocedería la fecha de inicio de la escritura,
al menos a enero de ese año. Conocemos la versión publicada en la revista
caraqueña Élite, el 22 de diciembre de 1928, en la cual ya no aparecen los

528
cambio, porque quizás fueron foliadas con posterioridad a la deci-
sión del orden de los capítulos. Algo equivalente pasa en el último
de esta misma V1, el VII, «Thenocas», pues finaliza con la lapi-
daria frase: «Todo estaba como hace trescientos años», que luego
fue ajustada a «cuatrocientos» y ubicada como oración conclusiva
(del VIII) en todos los estadios posteriores.
A simple vista, el levantamiento genético permite diagnos-
ticar que el autor puso su mayor empeño precisamente en la revi­
sión de los capítulos extremos de la obra, «Tierra bella, isla de
perlas…» y «El Faraute». Estos, además, tienen una estrecha re-
lación no solo en cuanto a las necesidades naturales del desarrollo
de la ficción, que pueden darse en sus funciones de introducción
y desenlace, sino que ambos se llevan a cabo en la Margarita con-
temporánea a la escritura, hecho significativo en un texto titulado
con el nombre de la otra isla, además de que también comparten
elementos de estilo y lenguaje. Estos puntos en común difieren del
resto de la novela, presentando materiales que pudieran haber es-
tado destinados a un intento narrativo distinto, ubicado todo en
Margarita. Pudiera ser en particular pertinente en lo referente al
primer capítulo, dada la presencia de rastros narrativos que anun-
cian otros rumbos de desarrollo temático. Esto pudiera explicar
el abundante trabajo de corrección sobre este apartado, en cuanto
a que sería una forzada adaptación al núcleo central de la acción.
Por otro lado, aporta el contenido de acerba crítica sociopolítica,
en particular dirigido a las clases hegemónicas nacionales, y que
pudiera ser consecuencia directa de su «epifanía política», pro-
ducto de su reacción ante los hechos de la matanza bananera, en
la zona de Santa Marta, durante los últimos días de su estancia

personajes populares del segundo párrafo (como en el cuaderno), y el texto


es un diálogo entre un protagonista-narrador, en primera persona, y una
deidad de la isla (que no es todavía Vocchi, pero que lo anuncia), en estilo di-
recto. Además, muestra otros motivos que luego son desarrollados en la no-
vela, como sospecha el mismo Larrazábal Henríquez (id.), como la muerte
de los indígenas por los conquistadores, la pesca y dispendio de las perlas,
y la presencia y muerte de Diego de Ordaz, y da ya una idea del futuro tra-
bajo en dos planos temporales. [Nota sacada de «Consideraciones genéticas
e historia del texto», de la misma edición crítico-genética (N. del C.)].

529
en Colombia, a principios de diciembre de 1928 (es decir, comen-
zando la escritura de Cubagua)3, y que es la génesis tematizada de
su siguiente novela, La galera de Tiberio4.
De esta manera, se pueden en parte responder las preguntas
y críticas que hizo el también novelista Gustavo Luis Carrera sobre
un insuficiente desarrollo de los personajes5. En efecto, en el capí-
tulo inicial aparecen algunos cuya potencialidad ficcional no fue
aprovechada, como la compleja Etelvina Casas, el doctor Almozas
y su mala práctica médica, el problemático y beodo secretario del
juzgado Benito Arias, la cocinera Andrea, incluso el misterioso
gerente norteamericano Henry Stakelun, quienes apenas quedan
esbozados, y que no estaban en el manuscrito G, apareciendo más
tarde y solo en los extremos de la novela. De igual modo, en el
mismo capítulo I se da inicio a acciones que luego no progresan
o de las cuales no se ofrecen suficientes antecedentes para una
interpretación cabal y pertinente que las articule a plenitud a la
trama. Entre otras, el fracaso de la compañía explotadora de mag-
nesita y el litigio laboral con el exgerente Johnston y su «codi-
ciosa» esposa Zelma —también cocinera—, el amor adúltero de
Stakelun por Etelvina, la situación de decadencia «aristocrática»
de la familia Casas y la pérdida de su finca Las Mayas. En fin, es
el capítulo más descriptivo de todo el libro, con ideas y discusiones
explícitas que apelan a un tono discursivo mucho más literal que el
del resto de la novela.
Podemos afirmar que los excesivos cambios que sufriera
este capítulo fueron producto de un proceso de transformación,

3 Utilizaremos en este texto la misma versión crítico-genética de Cubagua


(Caracas, Celarg, 2014), que tiene como texto base una versión dejada in-
édita por su autor, con numerosísimas correcciones, como se verá en este
mismo artículo.
4 Hemos desarrollado esto en un artículo posterior, dedicado a su siguiente
novela: «Crisis textual como propuesta narrativa en La galera de Tiberio
de Enrique Bernardo Núñez», Documento de Trabajo n.º 11, Caracas,
Celarg, 2017. De ser esto acertado, habría que emprender una lectura
invertida, de Cubagua desde La galera de Tiberio, lo que nadie ha hecho
hasta ahora.
5 «Cubagua y la fundación de la novela venezolana estéticamente contempo-
ránea», Revista Iberoamericana LX (167), 1994, pp. 451-456.

530
corrección y distribución de los materiales narrativos, que solo lle-
garon a una versión más o menos definitiva en lo que llamamos
M (manuscrito). El capítulo inicial tanto en G como en las V1
y V2 tiene numerosísimas variantes que no permanecieron en es-
tadios posteriores. Resumimos algunas, ya que dan luces sobre
contenidos un tanto inciertos en la trama conocida. En ellos, con
variantes significativas, Leiziaga aparece desde las primeras líneas
y se describe su vida con más detalle. Hay referencias a su padre y
a la manera como este lo motivaba a estudiar ingeniería de minas,
sembrándole el deseo de un rápido y fácil enriquecimiento. De este
modo, se hace un énfasis mayor sobre lo personal que sobre el rol
burocrático público que adquiriría más tarde. El padre de Leiziaga
le aconseja en V2:

Con ese diploma de una universidad americana tienes carta


blanca para el mundo entero —solía decirle cuando acariciaba
planes para el futuro. Desde antaño veía en la ingeniería de
minas una especie de Dorado cuyo secreto poseía para su hijo.
A su regreso se halló con que todo aquel aparato educativo era
para crearse una posición buscando minas por el mundo entero.

Por otra parte, en las mismas versiones, el protagonista es


propenso a las drogas y al alcohol, lo que debilita la valoración de
sus vivencias posteriores en Cubagua, excusando una dudosa per-
cepción de la realidad a lo largo de la novela como resultado de
su adicción y su decadencia individual, y no como una propuesta
conceptual del autor implícito.
Asimismo, en G, V1 y V2 aparece en el primer capítulo la
preocupación de Leiziaga por el petróleo, que en estadios más
ade­lantados queda como un descubrimiento casual, al llegar a
las pla­yas de Cubagua, lo que es radicalmente superior en términos
de economía narrativa. Nila, por su parte, se presenta de manera
abrupta en V1, y tiene un contacto más directo y estrecho con Lei-
ziaga y Stakelun, lo que la hace más asible, más concreta para el
lector. Se pone énfasis en su residencia en el exterior, afirmando
que hablaba el inglés tan bien como el gerente norteamericano
el español, en una suerte de equivalencia de dudosa efectividad.

531
Incluso en las dos versiones se insinúa una posible relación con
Leiziaga. En una de las lecciones desechadas en V2, el autor cae
en una tentación casi policial al resaltar la ausencia de fray Dio-
nisio y de Nila de Margarita (ya partidos para Cubagua), como
reafirmación de los rumores sobre una supuesta relación amorosa
entre ellos, lo que es débil como propuesta, pues enrarece la pre-
sencia ecuánime y generosa del fraile asimilado a los indígenas,
o su devenir-indígena6. Allí mismo, Nila le ordena al pescador
Teófilo Ortega llevar a Leiziaga a Cubagua, induciendo su pre-
sencia en la isla y, por lo tanto, en el areíto. Como se ve, hubiese
sido un desarrollo ficcional mucho menos efectivo que el defini-
tivo, que ya asoma en las lecciones que el autor va imponiendo en
estas mismas primeras versiones.
En V2, el interés de Nila por Leiziaga despierta sospechas
en un Ortega enamorado de ella, pero que este interpreta como
una exagerada venganza. En su primer encuentro, también en este
capítulo y en estas versiones mucho más extenso que en el texto
estabilizado, ella le dice a Ortega:

—Bueno, [óyeme (?)] Será preciso llevarlo.


—Pero quieres vengarte también en él?
—En nadie, pero debemos pensar en los nuestros. Él puede
servir. Pero no ves que son instrumentos.
Y Ortega sintió en aquel momento que él era un soplo en su ser.
Él no era nada.
Nila todo.
—El amor es nada, pero hay que usarlo siempre como un instru-
mento. El hombre nunca sabe nada de esto. En cambio es preciso
pensar en el dolor nuestro, en lo que viene del principio y que los
otros no pueden explicarse.

Por otra parte, en las dos versiones, es la relación amorosa


con Ortega la que despierta críticas en el pueblo, mientras que en

6 Como desarrolla el crítico Juan Duchesne-Winter, en su artículo «Del Ca-


ribe a Caribana: la Cosmografía literaria de Cubagua», véase la versión
incluida en esta recopilación.

532
las ediciones se hace énfasis en el escándalo que causa la amistad
femenina entre Nila y Etelvina Casas, lo que no deja de ser cu-
rioso y atrevido para su época, por su insinuación homoerótica.
De hecho, allí la esposa de Hernando Casas es un personaje dis-
tinto, llamado Lucrecia, y es quien le da a Leiziaga información
sobre Nila, en vez de Etelvina. Pero es en definitiva en C1 (pri-
mera copia) cuando el autor funde los dos personajes en esta úl-
tima, dándole así una mayor solidez psicológica. Sin embargo,
no llega a concretarse a plenitud, pues vuelve a ser referida solo
de paso al final de la trama, cuando se asoma la posibilidad de
que podría haber sido Stakelun el comprador de Las Mayas, reto-
mando el motivo que expresa dos veces Etelvina, en referencia a la
finca-tierra, en el capítulo inicial: «¡Serás mía a pesar de todo!» (20
y 34), con una variante en boca del gerente norteamericano, como
si le respondiera en una negociación secreta: «[…] si ella pudiese
amarme, la tierra sería suya» (159).
Nila y fray Dionisio son las elaboraciones de mayor comple-
jidad de la novela, a quienes entendemos más como símbolos ac-
tuantes que como propiamente personajes. En el caso de Nila, las
iniciales y progresivas correcciones apuntan a hacerla de más difícil
interpretación, más misteriosa, más inasible e impenetrable para los
otros personajes y para los mismos lectores. De aquí la centralidad
de la idea de postergar el amor por la conciencia comunitaria, que
expresa en ocasión de la insistencia sentimental de Ortega. Nila
le da prioridad a la lucha descolonizadora y rebelde que ella repre-
senta, cuando afirma que «primero será preciso recuperar la vida»
(99). Esto es coherente también con la imposibilidad de una relación
fundacional y conciliadora con Leiziaga. De aquí que este se sienta
impulsado a su destino novelesco, buscando poseer su imagen
(como significante, más que como significado) en una desmercan-
tilización de las perlas que roba a los pescadores en Cubagua, en el
capítulo VII, «Thenocas», que lo conduce a su caída.
En efecto, la trama de las versiones editadas (y desde O -
base original) radicaliza un punto de vista múltiple sobre Nila, que
es fundamental en la comprensión cabal de la obra. Como perso-
naje, se construye a través de la mirada de los otros: Stakelun,
Leiziaga, Etelvina y Pedro Cálice, quienes dan opiniones diversas

533
y ambiguas sobre ella, al igual que el mismo narrador (inestable y
cambiante), desautorizado en su omnisciencia. Así, hay que en-
tender a Nila como el juego de todas las interpretaciones conjuntas,
aceptar la voz de todos como posibilidades equivalentes, no obs-
tante ser incluso excluyentes (por ejemplo, el hecho de ser hija
del cacique tamanaco asesinado Rimarima y del esclavista leproso
Pedro Cálice)7. Ella pudiera hasta representar a la Cubagua-novela
actuando en la novela. Es la perla ambicionada y secreta, es ser-
piente y ave roja, metonimia de un futuro posible, heredera de la he-
gemonía indígena —llamada también Erocomay, nombre de una
cacica amazona— y a la vez indígena conciliada con lo mejor de lo
español que representa fray Dionisio. Este, que puede simbolizar
el tiempo de la nación (esos «cuatrocientos años» sin cambio), res-
peta su cultura y se asimila a su gente, es su tutor, protector y com-
pañero, quien la conduce a calibanizar conocimiento y lengua. En
este caso, Nila es transculturada, rebelde y en rebeldía, sin que sea
posible manipularla ni conquistarla, porque en realidad es una idea
múltiple, una potencialidad: la salida para esa nación sin proyecto,
que el autor denuncia con su novela.
Otro pasaje del capítulo inicial, con notables diferencias en las
primeras versiones y que alcanza gran eficacia estética y conceptual
a partir de M, es la reunión de los principales de la isla, donde se
presenta a Ramón Leiziaga. En los primeros estadios apenas se es-
bozan algunas de las ideas importantes, son tópicos aludidos en di-
versos encuentros de los personajes, o planteadas directamente por
el narrador. En términos de economía verbal, Núñez logra un es-
tupendo resultado al concentrar en una sola escena las perspectivas
de la clase dominante, que avala la idea del «progreso a la fuerza»,
sin lograr (o necesitar) esconder la ambición de enriquecimiento co-
rrupto y su voluntad apátrida. El desarrollo posterior hace evidente

7 Diversos críticos han interpretado que este podría haber sido una suerte
de padre adoptivo, que fray Dionisio le haya encargado su crianza, incluso,
que haya podido ser su amante. Pero ni el texto ni sus pre-textos permiten
aseverar más que un obvio atractivo por ella, no correspondido, y la in-
cógnita de haber asumido su apellido, que el propio Cálice dice que es por
capricho o rebeldía.

534
que esta es una línea de comportamiento histórico sostenido, que
va de los conquistadores —y Luis de Lampugnano, aristócrata ita-
liano— en tiempos de la Colonia, a los «notables» de Margarita —y
Leiziaga, ingeniero graduado en Harvard— al momento de la
escritura. Es la continuidad y la permanencia de la lógica colonial
de extracción intensiva, que provocó la ruina de Cubagua8, y que
anuncia el fracaso ineludible de la embestida neocolonial.
La discusión de los principales gira alrededor de una para-
dójica riqueza, cuya potencialidad se contrapone a la falta de agua
potable en la isla. El motivo de su escasez es recurrente a lo largo
de la trama, y ya está preparado en el primer capítulo por dos mo-
tivos anteriores. Uno, la escena de mujeres cargando agua por los
caminos, que se repite en el mismo capítulo, y que muestra el tra-
bajo cotidiano de la gente humilde de la región, enfrentando la
situación sin amilanarse. El otro, también en ese capítulo y acen-
tuando el sentido de diagnóstico social que conlleva, es la venta
de la finca Las Mayas. Este es el único momento de la novela en
que se hace referencia a una oligarquía en decadencia, en cuanto
a ser una propiedad de larga data, «un dominio secular» (19), que
cede terreno ante el surgimiento de una nueva clase económica.
Las Mayas es la única fuente de agua potable de la isla, y es pre-
sentada también como posibilidad de riqueza, de comercio, que el
nuevo propietario aprovecha para conquistar la influencia de los
poderosos. Entonces, la propuesta de un supuesto progreso de la
isla y la abierta desfachatez de las ambiciones personales de la clase
dominante —sobre una ausencia de proyecto nacional— permiten
pensar la equivalencia con la situación colonial, en la cual la ri-
queza de las perlas no lograba contrarrestar la escasez de agua,
y que «solo la codicia pudo hacer soportable», como sentencia fray
Dionisio citando a Francisco Depons (49). El tema del agua es
de nuevo articulado por el fraile, cuando recalca el hecho de que

8 Esta ruina es el primer indicio del fracaso del proyecto colonial español
—y de su propio discurso, en el sentido que le da Beatriz Pastor (Discurso
narrativo de la Conquista de América, Casa de las Américas, La Habana,
1983)— con el rápido agotamiento de los placeres de perlas más ricos del
Nuevo Mundo, la muerte de sus pobladores y la antropomórfica venganza
de la naturaleza que arrasó con la Nueva Cádiz de Cubagua.

535
Leiziaga quisiera repetir la mecánica colonial de llevarla a Cu-
bagua en pipas desde tierra firme, y también se hace evidente en
su dependencia para la supervivencia de la nueva sociedad colonial
al momento de la invasión de los indígenas, así como en la rebe-
lión y posterior caída de Diego de Ordaz, si bien esto último no es
explícito en la trama.
Presentando de este modo a las capas sociales altas como es-
tamento culto de la nación, al lado de los representantes del poder
civil y militar, el autor complejiza la crítica a la hegemonía, ca-
racterizando su comportamiento con un tono irónico. El doctor
Almozas usa un fórceps oxidado, instrumento que debía asistir
al nacimiento, pero que por indolencia y abandono se transforma
en la posible muerte de lo que nace. Figueiras es un juez corrupto
e ineficiente, cuya autoridad queda ridiculizada por su amante-
cocinera, a la vez que es asociado con un loro, que se muestra como
símbolo de la incapacidad de producir lenguaje y decisión por sí
mismo. El coronel Rojas es la autoridad militar, pero a la vez es
un comerciante de automóviles Ford en la isla (información que
aparece de manera velada, pero que es explícita en las versiones).
Finalmente, el protagonista Leiziaga es el antihéroe, el pícaro
—como ha señalado Britto García—9, que pretende hacerse rico
a través de un cargo burocrático para irse cuanto antes del país.
No en balde la reunión se lleva a cabo en la casa del norteameri-
cano Stakelun, ejecutivo de una compañía extractora de minerales
detenida por litigios internos. Curiosamente se agrega en V1: «Los
gerentes de las compañías extranjeras en los países americanos son
por obligación diplomáticos».
Hay que señalar aquí que Núñez tampoco es indulgente
con los otros estratos sociales, presentando la sociedad «moderna»
venezolana de finales de los años veinte como propensa a la co-
rrupción y a la ilegalidad. En efecto, si excluimos a Nila y a fray
Dionisio, se descubre un conjunto complejo de personajes populares

9 Luis Britto García, «Enrique Bernardo Núñez: novelista, filósofo de la


historia, utopista», en Memorias del xxiii Simposio de Docentes e Investiga-
dores de la Literatura Venezolana: Trujillo, del 19 al 22 de noviembre de 1997.
Trujillo, Universidad de Los Andes, 1998, pp. 645-668.

536
de valores ambiguos, cambiantes, para los cuales el comercio no
tiene referencias positivas y el vínculo con la tierra y el mar es de
mero usufructo (aunque el narrador advierta, ante la mirada de las
mujeres de los pescadores: «El mar es comunista» [137]). El pueblo
que actúa en la novela está representado por personajes-espejo de
los antiguos conquistadores, para quienes la tentación corrupta
y la alabanza pícara siguen vigentes, como resumen dos oficiales
en el capítulo final: «Lo ridículo es la torpeza. Para robar se re-
quiere ante todo habilidad» (171). Por otra parte, equivalente a las
empresas petroleras extranjeras con respecto a la economía de la
nación, el comerciante y contrabandista sirio Selim Hobuac pro-
picia la explotación ilegal de perlas, y facilita su comercialización
fraudulenta en el extranjero. De allí que se caracterice por saber
siempre «burlar la justicia y volverse más rico que antes» (170).
La diferencia de lo popular queda signada en la suerte de Martín
Malavé, un descendiente guaiquerí que reactualiza la esclavitud
en el presente de la narración, al estar obligado por deudas here-
dadas a los trenes de pesca de Pedro Cálice (en una suerte de in-
tracolonialidad desde el estamento medio)10, quien a su vez es un
pequeño propietario, leproso y avaro, que en el siglo XVI era tra-
ficante de esclavos. Esta situación reactiva la idea del sacrificio de
lo indígena tanto en el proceso histórico como en el de moderni-
zación de Venezuela11.
Algunos elementos revelan el trabajo de escritura del primer
capítulo en los diversos estadios de creación del texto. La deci-
sión de intercambiar la voz de los personajes con la del narrador
o viceversa; llevar enunciados de un personaje a otro o conden-
sarlos, como ya comentamos en el caso de Etelvina y Lucrecia,

10 En el primer capítulo de la novela se hace referencia a su oficio, formando


grupo con «capitalistas, mercaderes, propietarios de los trenes de pesca».
Sorprendentemente, en el prólogo a la edición cubana, Domingo Miliani
piensa que hay una fusión entre Amalivaca y Pedro Cálice en la novela,
que no argumenta ni parece sostenerse. Cubagua - La galera de Tiberio,
Casa de las Américas, La Habana, 1978, pp. xxii-xxiii.
11 Esto puede estar en relación con los violentos desplazamientos indígenas
de las tierras sujetas a explotación petrolera, así como a las primeras, pero
ya evidentes, consecuencias ecológicas.

537
y hasta eliminarlos del todo, como el padre de Leiziaga. Pero una
de las estrategias narrativas que el autor desarrolló con mayor
tino fue la de incluir parlamentos abiertos o corales con interven-
ciones a las que no se les puede asignar hablantes determinados.
Un ejemplo interesante se da en la reunión de los principales de
Margarita ya comentada. Las confesiones corruptas de Leiziaga
son respondidas con una frase que no se vincula a ninguno de los
conter­tulios, aunque el juez Figueiras intervenga de inmediato
a continuación hablando en primera persona del plural: «—¡Je, je! Es
el pensamiento de todos nosotros: irnos a Europa, pero nuestra tierra
no sufrirá nunca esas palpitaciones febriles que usted desea» (17).
Otro ejemplo representativo de este proceso de pérdida de
anclajes en los diálogos se ofrece cuando el pescador Ortega le ex-
presa su desprecio a Leiziaga y Stakelun tildándolos de extran-
jeros. En las versiones iniciales, el gerente, obviamente foráneo,
afirma que Leiziaga también lo es, porque no ha nacido en la isla.
Pero a partir de M se abstrae la referencia y no se sabe a quién está
dirigida la interlocución, Ortega o Leiziaga: «Usted también es
extranjero —observa Stakelun—. Extranjero es todo el que no ha
nacido en la isla. Forastero» (23). De este modo, la expresión ade-
lanta el conocimiento del doble de Ortega como conquistador es-
pañol, y la frase queda en suspenso con el «[y]o conozco la tierra»
(id.), como si fuera la advertencia de un secreto tierra-historia
en posesión del norteamericano, de quien se sabe que visitaba con
frecuencia las «islillas vecinas» (21). Este es un recurso que Núñez
va afinando a lo largo del proceso escritural, y que aparece tam-
bién en capítulos posteriores, resumiendo pensamientos de clase,
de grupo, como una suerte de conciencia colectiva y estamental.
A partir de O, como ya advertimos, las experiencias de Lei-
ziaga en su viaje a Cubagua, en particular su participación en el
areíto, la doble constitución de su personaje con la del conde Lam-
pugnano, la presencia múltiple de Nila y la temporalidad indefi-
nida de fray Dionisio quedan como percepciones inestables para el
protagonista y, en muchos sentidos, también para el lector. Por su
parte, el narrador complica la constitución de verdad dentro de la
misma trama, al involucrar elementos que más bien la enrarecen,
agregando lo que se murmura y rumorea alrededor del personaje,

538
lo que piensan unos sobre los otros o, inclusive, cargando de sen-
tido sus silencios, advirtiéndose además la posible influencia de las
picaduras de arañas, del ñopo, del Elíxir de Atabapo o del sereno
en Cubagua.
Entonces, hay que aceptar como sentido pleno una realidad
inestable, sobre la cual vemos actuar a los personajes con diversa
conciencia de ello. Leiziaga, más allá de las intenciones corruptas
descritas en el primer capítulo, con la guía de fray Dionisio —que
es la historia— y tras las huellas de Nila —que parece ser la pre-
misa decolonial—, se sumerge en los secretos de la isla y en el mis-
terio del pasado y de su doble el conde Lampugnano, surgiendo
del areíto sin lograr discernir lo que fue cierto, lo que afirma el
narrador en el último capítulo: «En un instante pasan en su me-
moria las últimas horas vividas en confusión, sin percibir apenas
dónde concluye y comienza la realidad» (148). Así, el balance de lo
vivido-leído es hecho central de la acción, que se debate en el en-
cuentro de Leiziaga con el historiador oficial Tiberio Mendoza.
Este defiende y avala un sentido único de la historia, apoyándose
en la autoridad de cronistas y viajeros (lo que es una compleja
ironía, ya que son los mismos usados por el autor implícito para la
construcción del pasado en la novela), mientras que Leiziaga vive
esa historia, si bien más como una experiencia desestabilizadora
que como un hecho iniciático12. El ingeniero protagonista se lo ra-
tifica al juez Figueiras en el interrogatorio que este le hace sobre
el robo y destino de las perlas, en el capítulo final de V1 (lección
ahí mismo eliminada): «la verdad es doctor que yo la conozco tan
poco como usted».
Como se ha advertido, el capítulo VIII tiene una fuerte re-
lación con el I, pero desde un punto de vista genético presenta
un interés contrario, ya que su transformación más profunda fue
realizada en la última corrección del autor, cambiando el sentido
conceptual del todo. Así, este capítulo llega a ser en realidad una

12 Como han resaltado algunos críticos, entre ellos Ángel Vilanova en


«Para una lectura crítica de Cubagua» Escritura xviii (16), Caracas, julio-
diciembre, 1983, pp. 233-250.

539
doble versión, que ofrece interpretaciones diversas, y que justifica
incluirlos a ambos en esta edición [Celarg, 2014]13. Podemos se-
guir las modificaciones sustanciales de este capítulo en tres ins-
tancias: las pertenecientes a V1 y V2, las que aparecieron en las
cuatro ediciones en vida, y las que hizo en la última de ellas, E3C.
Hay que señalar que en todos los estadios, con variantes menores,
Leiziaga regresa a Margarita; Tiberio Mendoza le roba las perlas
y un informe que había escrito sobre Cubagua —que puede ser
visto como un paródico metarrelato—; pregunta por Ortega, Ce-
deño y Cálice, y nadie afirma conocerlos, lo que le ratifica que hay
un secreto compartido por todos los personajes populares, quizás
el mismo que ya conociera Stakelun. En fin, es hecho preso y
encarcelado y, a partir de esto, comienzan las más significativas
alteraciones al texto.
En V1 hay una lección (eliminada pero que sorprendente-
mente retoma variada en E3C) que hace explícito el delirio de
Leiziaga en prisión. A continuación, es liberado gracias a una
fianza pagada por Stakelun, mientras que en G lo exige el jefe de
Leizaga, Camilo Zaldarriaga, lo que llama la atención sobre la
idea del tráfico de influencias. Ortega intenta asesinarlo por celos,
y Cedeño, a su vez, mata a Ortega, vengándose de una chanza que
había hecho sobre los robleros en Cubagua, referida precisamente
a la propensión al robo. Leiziaga logra embarcarse en El Faraute,
una goleta que va en dirección al Orinoco, donde se propone tener
choza y conuco. Este débil, truculento y poco convincente final
cambia ya en V2, donde el delirio de la cárcel y el intento de ase-
sinarlo quedan eliminados, y aparece la idea de la fuga. Pero el
cambio radical es a partir de O. Allí, sin que se sepa si es un de-
lirio o si sucede en la realidad de la trama, Leiziaga se escapa de
la cárcel, prófugo culpable de una ley espuria. Recibe una sor-
prendente y extraña solidaridad del gerente norteamericano, tanto
como de los pobladores a quienes había robado las perlas. Ellos
le facilitan la huida y le sugieren el viaje al Orinoco, lo que no
queda del todo justificado en términos psicológicos. En efecto,

13 Igual hicimos en las dos publicadas en Monte Ávila, en 2012 y 2016, que
tienen como texto-base E3 (1947).

540
Ortega y Cedeño, conversando sobre él, afirman: «El Faraute sale
esta noche. Ahí se irá, porque es el único camino que tiene y ya está
advertido» (182). Se podría interpretar que, a través de la corrupción
o del acto en contra del Estado en que también se convierte el robo
de las perlas, Leiziaga se ha integrado al conjunto popular con el
mismo gesto por el cual Ortega, Cedeño y Cálice pasaron de ser
crueles conquistadores a pescadores de la Margarita contempo-
ránea. Por otra parte, no hay que descuidar el hecho de que el viaje
de Leiziaga se realiza en una goleta que, aunque propiedad de
Cálice, lleva como patrón al hermano de Malavé, el esclavo guai-
querí cuya muerte es descrita durante la pesca ilegal de las perlas.
Y la novela termina proponiendo lo que a esa altura ha sido ya
una constante reiteración: «Todo estaba como hace cuatrocientos
años» (185), que impone el reto a romper esa continuidad colonial/
neocolonial en un después que apenas es insinuado en el destino
futuro del protagonista.
Si recordamos que en V1 y V2 Nila había propiciado el que
Leiziaga participara en los eventos de Cubagua, llevado por fray
Dionisio, podríamos pensar que con esto ambos estarían «infil-
trando» las filas de los dominadores y enajenando al protagonista
de su grupo social —representado por los notables del primer ca-
pítulo—, así lo integrarían de manera un tanto sospechosa a ese
«pueblo» de los dominados. Pero incluso ese futuro potencial que
significa la región del Orinoco, como la naturaleza a conquistar,
reivindicación del territorio, del mapa a comprender e interpretar
—como dirá el mismo autor en un ensayo poco posterior—, pu-
diera ser leído también como una ruina potencial de no cambiar las
fuerzas neocoloniales que ese «faraute» —mensajero o traductor—
lleva consigo. Si el razonamiento es correcto, Núñez estaría propo-
niendo, hacia 1930 y sosteniendo hasta al menos 1947, un proyecto
de nación que pasaría por la concientización histórica de esa bur-
guesía burocrática, que estaría representada por Leiziaga, con el
liderazgo del concepto-Nila, es decir de una rebeldía modernizada
y propia. Además, en cuanto a su crítica al sentido de una verdad
absoluta, estaría oponiéndose al pensamiento de corte positivista
que prevalecía en medio de la intelectualidad del gomecismo,
a finales de los años veinte (incluso, en mucho del pensamiento

541
socialdemócrata posterior), sobre el cual se sostiene el avance neo-
colonial, es decir, la interpretación de la realidad como una sola
e inevitable. Está ahí la potencialidad política de esta novela que
imaginaba una oposición radical a un destino único, subvirtiendo la
condición de una historia inapelable y definitiva bajo la conducción
del Estado, lo que no deja de ser atrevido para su momento.
Sin embargo, esta propuesta cambia radicalmente en E3C,
cuando emprende el replanteamiento más riesgoso de todo el pro-
ceso de escritura. Se eliminan algunas de las ambigüedades que
hacían tan productiva la propuesta, se fijan las ilusiones-fabula-
ciones de Leiziaga, se eliminan párrafos enteros (la pesca del ti-
burón en la escena en la que se ahoga Malavé; la prostitución de
la española Clareta en la Cubagua colonial; la traición del cardón
a los indígenas, que no los dejaba huir de los españoles, entre
otros); además, se anula el más evidente recurso metanarrativo
que aparece en la introducción del capítulo «Vocchi», donde se
afirma que lo ahí contenido provenía de los papeles que Leiziaga
entregaría al coronel Rojas en el último capítulo y que, de hecho,
allí no es descrita como acción. Pero la reelaboración del capítulo
final obliga a una interpretación aún más detenida.
Las dudas que fortalecen la idea de una verdad inasible para
Leiziaga —y para el lector—, de lo sucedido en la novela y en par-
ticular toda la experiencia vivida en Cubagua, su encarcelamiento
y fuga, quedan en E3C reducidas a una ilusión confesada, un de-
lirio sufrido a su llegada a Margarita. El doctor Almozas y hasta
el juez Figueiras se preocupan por su salud, asumiéndose aquí una
actitud conciliadora con el poder que estos personajes representan.
Es claro, entonces, que el protagonista no ha estado preso y habla
de una buena «cosecha de perlas». Ortega y Cedeño no se enfrentan
ni tampoco apoyan a Leiziaga. Como en estadios anteriores, se
habla del Orinoco y de ir a cobrar la parte de la venta de las perlas
a Trinidad, a donde ha ido el contrabandista Hobuac, pero Leiziaga
se queda solo en las playas de Cubagua, «la isla muerta». Ya no hay
proyecto posible de futuro, conciliación ni alternativa alguna. La
trama vuelve al lugar del pasado y de la explotación destructiva,
a las catacumbas, al espacio del rito, a la necesidad de la historia,
pero ahora como derrota.

542
Evidentemente, Núñez abandona el optimismo que podía
anunciar el Orinoco frente a esos cuatro siglos de permanencia
colonial. Por el contrario, parece decir que la fuerza negativa que
continúa es ya indetenible, la neocolonial, la de la corrupción y la
del marco de un derecho adulterado por la hegemonía antinacio-
nalista, con la presencia de capitales extranjeros ante los cuales no
hay posibilidad de resistencia. Nada puede cambiar ya, ni el sis-
tema que deja en libertad a Leiziaga en lecciones anteriores, ni
el que las perlas-petróleo sean utilizadas para provecho personal
y no para el servicio de la nación. El protagonista tendrá que pro-
fundizar ya no en su experiencia como parte del colectivo, sino in-
tentar el éxito de un nuevo lucro, ahora solo, a orillas de un pasado
que se desdobla sobre el presente para clausurarlo. Este final y úl-
tima versión resulta un testamento de decepción durante los años
finales de la vida del autor, que quizás sea producto de la desilu-
sión ante los resultados de la propuesta militar-desarrollista de la
dictadura y el perezjimenismo (1948-1958), así como ante la orien-
tación que tomaba el país con la socialdemocracia en el poder, ya
desde sus primeros años, quizás porque ambas mantuvieron una
actitud condescendiente con las empresas internacionales explota-
doras de los recursos, y más bien permitieron la consolidación del
proyecto neocolonial por él denunciado desde principios de la dé-
cada de 1930. De hecho, en noviembre de 1959, hizo un balance
desalentador de la historia venezolana:

El fin primordial de 1811, el de fundar una Nación, ha sido


olvidado. Sería del caso sustituir esa literatura banal de las
conmemoraciones con una historia menos palaciega, menos do-
méstica, menos dentro de los muros de la capital. Una historia
más activa, menos simulada, más dentro del espíritu de la Eman-
cipación. De las derrotas ­—y estos ciento cincuenta años pueden
considerarse una gran derrota—, sacan los pueblos más energías,
lecciones más provechosas, que las que pueden derivarse de una
falsa y corrompida prosperidad14.

14 «Literatura de las conmemoraciones», El Nacional, Caracas, 14 de no-


viembre de 1959, recogido en Bajo el samán, Ministerio de Educación,
Caracas, 1963, p. 136.

543
Sin embargo, creemos que la novela resiste la lectura del
doble final, es más, se hace necesaria. Pensamos que no debe
primar uno sobre el otro, siendo ambos válidos como aproxima-
ción crítico-genética, más al ser un texto que, al fin y al cabo, fue
escrito y reescrito durante casi treinta y seis años, reaccionando
quizás también ante la escasa lectura de la obra hasta ese mo-
mento, que aceptó con facilismo la calificación de hermética y di-
fícil. Aprovechamos, entonces, la pulsión correctora del autor para
ratificar el sentido plural que le había dado a su escritura. Cier-
tamente, uno de los grandes aciertos de Núñez fue ahondar en la
inestabilidad y pluralidad de los puntos de vista, como propuesta
de una realidad entendida como un hecho de múltiples verdades
coexistentes. De allí, la necesidad de adoptar perspectivas tam-
bién múltiples para acercarse a ella. Una decisión que propone
sentidos distintos, pero equivalentes, de la misma Cubagua.

Materiales pre-textuales utilizados


en la edición crítico-genética:

Etapa pre-editorial
Fase 1. Escritura manuscrita, en cuaderno a rayas
G versión germinal completa de la novela, subtitulada «Sin-
fonía del equinoccio». Datada al borde inferior de la última
página: «Bogotá, 1928; Panamá, diciembre 1929». 95 páginas
numeradas al centro superior.

Escritura mecanografiada, en hojas blancas tamaño carta:


V1 versión tapuscrita incompleta, faltan dos páginas iniciales.
Numerosas correcciones y fragmentos agregados. «El cardón»
está incompleto y no aparece «Vocchi». Doble versión del ca-
pítulo «El areyto». 65 páginas numeradas a máquina al centro
superior, con saltos y repeticiones.
V2 versión tapuscrita completa, en limpio de V1. Numerosas
correcciones, lecciones manuscritas y agregados incorporados.
Algunas páginas de «El cardón» están mezcladas con otra
copia que podría ser de V1, así como «Vocchi» parece provenir
de V1. 76 páginas numeradas a máquina al centro superior.

544
Fase 2. Escritura manuscrita, en cuadernos a rayas:
C1 copia completa de «Tierra bella, isla de perlas», proviene de
V2. 28 páginas, sin numeración.
C2 copia de las primeras páginas del primer capítulo, posible-
mente versión de C1. 4 páginas, sin numeración.
F copia fragmentaria del primer capítulo, versión posterior, si no
necesariamente directa, de C1 y C2. Algunos segmentos de «El
cardón», «El areyto» y «Thenocas». 59 páginas, sin numeración.
M copia manuscrita de los dos primeros capítulos completos
y extractos del resto, con algunas lagunas y tachaduras que pa-
recieran ser de transcripción, posterior a F. El cuaderno está
fechado en 1930 y con indicación al borde inferior de la primera
página: «Bogotá, octubre/ agosto-diciembre 1928; Panamá,
marzo-septiembre 1930». 75 páginas con numeración al centro
superior, incompleta, y dos páginas repetidas.

Fase 3. Escritura mecanografiada, en hojas blancas


tamaño carta:
O tapuscrito completo de una versión que consideramos la base
original, con correcciones mecanografiadas (durante la escri-
tura) y a mano (posteriores). Falta página final. 86 páginas
numeradas a máquina en el centro superior.

Etapa editorial
E1 París, Le Livre Libre, 1931.
E1C correcciones a mano hechas sobre un ejemplar de E1.
E2 Caracas, Editorial Élite, 1935.
E3 Caracas, Ministerio de Educación, 1947.
E3C correcciones hechas sobre un ejemplar de E3, tanto a mano
como en páginas mecanografiadas anexas, que presentan además
correcciones y lecciones coexistentes. Subtitulada «Sinfonía del
equinoccio». Destinada a una propuesta de «Obras selectas»,
con fecha de 1955.
E4 Lima, Segundo Festival del Libro Venezolano, Biblioteca
Básica de Cultura Venezolana, 1959. Dentro del proyecto edito-
rial de la Organización Continental de los Festivales del Libro.

545
Registro de autores

Orlando Araujo
(Calderas, Barinas, 1928 - Caracas, 1987). Narrador, poeta,
ensayista. Graduado en Letras, economista y profesor univer-
sitario. Postgrado en Literatura y Economía en la Universidad
de Columbia, Nueva York. Entre su obra literaria premiada se
encuentra La palabra estéril (Concurso de Ensayos de la Uni-
versidad del Zulia, 1965), Miguel Vicente Pata Caliente (Mejor
Libro Infantil del Banco del Libro, 1966-1970), Narrativa ve-
nezolana contemporánea (Premio Municipal de Literatura, men-
ción Narrativa, 1972), Contrapunteo de la vida y de la muerte
(Premio Nacional de Literatura, 1974) y además, ganó el Con-
curso de Cuentos de El Nacional, en 1968. Entre otras de sus
publicaciones, se cuentan la novela Compañero de viaje (1970)
y el libro de cuentos El niño y el caballo (1987).

José Balza
(San Rafael de Tucupita, Delta Amacuro, 1939). Narrador,
ensayista y docente en la Universidad Central de Venezuela,
institución que le otorgó el Doctorado Honoris Causa. Recien-
temente incorporado como Individuo de Número de la Aca-
demia Nacional de la Lengua. Fue fundador del grupo En Haa.
Sus obras de ficción han obtenido numerosos reconocimientos,
entre otros, Marzo anterior (Premio Municipal de Literatura,
mención Narrativa, 1966) y D (Premio Conac de Narrativa Ma-
nuel Vicente Romerogarcía, 1978). Cuenta también con las no-
velas Después Caracas (1995) y Un hombre de aceite (2008), así
como sus Ensayos invisibles (1994) y Ensayos crudos (2006).

547
Cécile Bertin-Elisabeth
(Fort-de-France, Martinica, 1970). Crítica literaria, docente
de la Université des Antilles et de la Guyane. Doctorada en
la Universidad de la Sorbonne, París IV. Ha publicado nume-
rosos artículos, en particular dedicados al tema de la intercul-
turalidad aplicada a la literatura y el arte. Entre sus trabajos
se encuentra Réécrire la littérature picaresque depuis l’Amérique
hispanique: une relecture des récits fondateurs (2012), en el cual
estudian, entre otros textos, los tres relatos de Don Pablos en
América, de Enrique Bernardo Núñez.

Aura Marina Boadas


(Caracas, 1960). Ensayista y profesora titular de la Escuela de
Idiomas Modernos y de la Maestría de Literatura Comparada
de la Universidad Central de Venezuela. Doctora en Literatura de
Expresión Francesa de la Universidad de Burdeos, Francia. Ha
realizado investigaciones sobre autores y temas caribeños, pu-
blicados en revistas venezolanas y extranjeras. Autora de Lo
barroco en la obra de Jacques-Stephen Alexis (1992) y Le réalisme
merveilleux dans l’oeuvre de Jacques Stephen Alexis (2011), y coe-
ditó La huella étnica en la narrativa caribeña (1999) y Krik…krak.
Antología de cuentos de las Antillas (2010).

Douglas Bohórquez
(Maracaibo, 1951). Poeta, ensayista y profesor titular de la
Universidad de Los Andes, núcleo Trujillo. Doctor en Semio-
logía de la Universidad de París VII, donde estudió bajo la
dirección de Julia Kristeva. Ha sido profesor invitado en uni-
versidades europeas y de América Latina. Entre sus libros de
ensayo destacan: Teoría semiológica del texto literario. Una lec-
tura de Guillermo Meneses (1986), Escritura, memoria y utopía en
Enrique Bernardo Núñez (1990) y Teresa de la Parra. Del diá-
logo de géneros y la melancolía (1997). En poesía cuenta, entre
otros textos, Vagas especies (1986), Fabla del oscuro (1991), Árido
esplendor (2001), Calle del Pez (2005) y Antología poética (2014).

548
Luis Britto García
(Caracas, 1940). Narrador, ensayista, dramaturgo y guionista
cinematográfico, además de abogado, autor de más de 60 tí-
tulos, algunos de notoria difusión continental. Entre su nume-
rosa obra premiada se encuentran Abrapalabra (Premio Casa de
las Américas, 1969), Rajatabla (Premio Casa de las Américas,
1970), Venezuela tuya (Premio de Teatro Juana Sujo, 1971), El
Tirano Aguirre (Premio Municipal de Teatro, 1975), La misa
del esclavo (Premio Latinoamericano de Dramaturgia Andrés
Bello, 1980), Me río del mundo (Premio de Literatura Humo-
rística Pedro León Zapata, 1981), Demonios del mar: Corsarios
y piratas en Venezuela 1528-1727 (Premio Municipal de Lite­
ratura, mención Ensayo, 1999), Investigación de unos medios por
encima de toda sospecha (Premio Ezequiel Martínez Estrada
de Casa de las Américas, 2005). Recibió el Premio Nacional de
Literatura en 2002 y el Premio Alba Cultural, mención Letras,
en 2010.

Alejandro Bruzual
(Caracas, 1957). Poeta, ensayista literario y musical, investi-
gador de planta del Centro de Estudios Latinoamericanos Ró-
mulo Gallegos (Celarg) y profesor de la Escuela de Letras de la
Universidad Central de Venezuela. Doctor en Literaturas Lati-
noamericanas de la Universidad de Pittsburgh, Pensilvania. Es
autor de El rostro de Prometeo resistente (Premio de Ensayo Ci-
nematográfico de la Cinemateca Nacional de Venezuela, 2005)
y Aires de tempestad. Narrativas contaminadas en Latinoamérica
(Premio Municipal de Literatura, mención Investigación Lite-
raria, 2013). Tiene seis poemarios editados, y reci­bió por Alde-
barán y otros poemas el Premio Municipal de Literatura, mención
Poesía, 2011. Ha publicado extensamente en el ámbito musico-
gráfico, y ha obtenido por esos trabajos, en diversas oportuni-
dades, el Premio Municipal de Música de Caracas, mención
Investigación Musical.

549
Gustavo Luis Carrera
(Cumaná, 1933). Narrador, crítico literario, folklorólogo y do-
cente universitario. Estudió en París y México (UNAM). Fue
director de la Escuela de Letras de la Universidad Central de Ve-
nezuela y rector de la Universidad Nacional Abierta. Individuo
de Número de la Academia Venezolana de la Lengua. Obtuvo en
dos ocasiones el Premio del Concurso de Cuentos de El Nacional
(1963 y 1968), además ha recibido otros reconocimientos con
La novela del petróleo en Venezuela (Premio Municipal de Lite-
ratura, mención Narrativa, 1971), Viaje inverso (Premio Muni-
cipal de Literatura, mención Narrativa, 1978), Salomón (Premio
Municipal de Literatura, mención Narrativa, 1994), y El signo
secreto: para una poética de José Antonio Ramos Sucre (Premio de
Ensayo de la XI Bienal José A. Ramos Sucre, 1995). Obtuvo el
Premio Nacional de Literatura en 1995.

Margoth Carrillo Pimentel


(Trujillo, 1957). Ensayista y profesora de la Universidad de Los
Andes, en Trujillo. Doctora en Letras en la Universidad Au-
tónoma de México, UNAM, con una tesis sobre Luis Britto
García. Obtuvo una mención honorífica en la Bienal Latino­
americana de Ensayo Enrique Bernardo Núñez, en 2005, del
Ateneo de Valencia. Ha publicado los libros El sentido de la mo-
dernidad en Enrique Bernardo Núñez (1995) y Certezas e inven-
ciones del pasado. Pirata en la obra de Luis Britto García (2007).

Luis Delgado Arria


(Caracas, 1960). Poeta y ensayista sobre temas socioculturales
y de la comunicación. Licenciado en Letras de la Universidad
Central de Venezuela y Magíster en Literaturas Latinoameri-
canas de la Universidad de Pittsburgh (Pensilvania). Publicó
Mares y márgenes, ensayos sobre literatura y estudios culturales
(2008) y Poesía y revolución en Venezuela (2011). Tiene nume-
rosos libros de poesía, por los que ha recibido los premios César
Rengifo 1986, Fernando Paz Castillo 1986 y Bienal Francisco
Lazo Martí 1992.

550
Juan Duchesne-Winter
(Madrid, 1952). Narrador, crítico cultural y profesor univer-
sitario puertorriqueño, especialista en literatura y cultura del
Caribe. Doctor en Literatura de Stony Brook, Universidad
del Estado de Nueva York. Fue director del Departamento de
Español de la Universidad de Puerto Rico y director del De-
partamento de Literaturas Latinoamericanas de la Universidad
de Pittsburgh, Pensilvania, donde actualmente es profesor. Di-
rector de Publicaciones del Instituto Internacional de Litera-
tura Iberoamericana (IILI). Ha publicado numerosos libros
de ensayo, entre los que destacan Narraciones de testimonio en
América Latina (1992), Política de la caricia (1996), Ciudadano
Insano: Ensayos bestiales sobre cultura y literatura (2001), Fugas
incomunistas (2005), «Equilibrio encimita del infierno»: Andrés
Caicedo y la utopía del trance (2007), Del príncipe moderno al
señor barroco: la república de la amistad en Paradiso, de José Le-
zama Lima (2008) y La guerrilla narrada: acción, acontecimiento,
sujeto (2010).

Luis Duno-Gottberg
(Caracas, 1968). Ensayista y docente universitario, profesor
asociado de Estudios Caribeños y Cine en la Universidad de
Rice (Houston). Doctor en Literaturas Latinoamericanas de la
Universidad de Pittsburgh, Pensilvania. Es autor de Albert
Camus: Naturaleza, Patria y Exilio (1994) y Solventar las dife-
rencias: La ideología del mestizaje en Cuba (2003). Ha editado
también varios volúmenes, entre ellos: Cultura e identidad racial
en América Latina. Revista de Estudios Culturales e Investigaciones
Literarias (2002), Imagen y subalternidad. El cine de Víctor Ga-
viria. (2003); y Miradas al margen. Cine y subalternidad en
América Latina (2008).

Roberto Ferro
(Buenos Aires, 1944). Escritor y crítico literario, profesor
e investigador de la Facultad de Filosofía y Letras de la Univer-
sidad de Buenos Aires, institución donde obtuvo su doctorado
en Letras. Entre sus libros de ensayos se encuentran: Lectura

551
(h)errada con Jacques Derrida. Escritura y desconstrucción (1995),
La ficción. Un caso de sonambulismo teórico (1998), El lector apó-
crifo (1998), Onetti. La fundación imaginada (2003), De la litera-
tura y los restos (2009), y Derrida. El largo trazo del último adiós
y Fusilados al amanecer (2010). En 2011 apareció su novela
El otro Joyce.

Osvaldo Larrazábal Henríquez


(Maracaibo, 1926 - Caracas, 2011). Crítico literario y docente
universitario. Doctor en Letras de la Universittá degli Studi, de
Roma. Fue director del Instituto de Investigaciones Literarias
de la Universidad Central de Venezuela. Se especializó y publicó
variados estudios sobre autores venezolanos, entre otros, dedi-
cados a Rómulo Gallegos, Enrique Bernardo Núñez, José An-
tonio Ramos Sucre, Guillermo Meneses y Cruz Salmerón Acosta.
Entre sus otras obras se encuentran Bibliografía del cuento vene-
zolano (1975) y Cuatro ensayos sobre literatura venezolana (2001).

Elvira Macht de Vera


(Madrid, 1925 - Caracas 2005). Ensayista, narradora y do-
cente, fue directora del Instituto de Investigaciones Literarias
de la Universidad Central de Venezuela. Obtuvo el premio del
Concurso de Cuentos de El Nacional 1955. Entre sus estudios
se encuentran De Rayuela a Tristan Shandy (1977), La crítica
social en tres novelas venezolanas (1979), Indagaciones en el universo
narrativo de Oswaldo Trejo (1982) y El ensayo contemporáneo en
Venezuela (1994).

Ángel Mancera Galletti


(Trujillo, Trujillo, 1906 - Caracas, 1973). Narrador y ensayista.
Desarrolló una vasta obra periodística, obteniendo el Premio Na-
cional de Periodismo Juan Vicente González, en 1966. Además
de su obra narrativa, tanto de cuentos como de novelas, publicó
la biografía de Mario Briceño Iragorri, y diversos ensayos, entre
los que se destacan Quienes narran y cuentan en Venezuela: Fichero
bibliográfico para una historia de la novela y del cuento venezolanos
(1958) y La mujer venezolana en la Independencia (1960).

552
Alexis Márquez Rodríguez
(Sabaneta, Barinas, 1931 - Caracas, 2015). Crítico literario, pe-
riodista y docente universitario. Individuo de Número de la Aca-
demia Venezolana de la Lengua. Fue director de la Escuela de
Comunicación Social de la Universidad Central de Venezuela y
presidente de Monte Ávila Editores Latinoamericana. Entre sus
obras premiadas se encuentran Lo barroco y lo real maravilloso en la
obra de Alejo Carpentier (Premio Municipal de Literatura, men-
ción Ensayo, 1982), Modernismo y vanguardia en Alfredo Arvelo
Larriva (Premio Centenario del Nacimiento de Alfredo Arvelo
Larriva, 1983), Historia y ficción en la novela hispanoamericana.
Ensayos de teoría y crítica (Premio Anual de la Academia Venezo-
lana de la Lengua, 1988) y Alejo Carpentier y la novedad en el arte
de narrar (Premio Anual de la Revista Plural, México, 1992).

Domingo Miliani
(Boconó, Trujillo, 1934 - Caracas, 2002). Crítico, narrador y
docente universitario. Doctorado en la Universidad Nacional
Autónoma de México. Fue profesor de literatura en diversas uni-
versidades nacionales y extranjeras; fundador y primer presidente
del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos
(Celarg), así como presidente de la Fundación Museo de Ciencias
de Caracas. Realizó ediciones críticas de Las lanzas coloradas y de
Doña Bárbara, para la editorial española Cátedra. Entre sus múl-
tiples estudios literarios destacan Arturo Uslar Pietri, renovador del
cuento venezolano contemporáneo (1969), Narrativa y narradores ve-
nezolanos (1973), Prueba de fuego (1973), Las lanzas coloradas ante
la crítica (1991, comp.) y País de lotófagos (1992).

Julio Miranda
(La Habana, 1945 - Mérida, 1998). Poeta, narrador, ensayista
y crítico de cine. Autor de una vasta obra de creación, así como
de antólogo y pensador, en particular sobre temas y autores vene-
zolanos y cubanos. Sus trabajos obtuvieron varios premios, entre
ellos: Poesía, paisaje y política (Premio Fundarte de Ensayo, 1991)
y los cuentos El guardián del museo (I Bienal Mariano Picón Salas
en Narrativa, 1997). Otros estudios destacados son Proceso a la

553
narrativa venezolana (1975), Ciencia-ficción venezolana (1979,
comp.), Cine y poder en Venezuela (1982), y su antología poética
La máquina del tiempo (1997).

Carlos Eduardo Morreo


(Moscú, 1977). Sociólogo, poeta e investigador, adscrito al Latin
American Research Initiatives Convenor del Institute of Post-
colonial Studies (Melbourne, Australia), profesor de la Escuela
de Ciencias Sociales de la Universidad Católica Andrés Bello,
en la actualidad realiza su doctorado en la Universidad Nacional
de Australia. Fue creador y promotor de la revista SUR/versión,
investigación y creación de América Latina y el Caribe, del Celarg).

José Nucete Sardi


(Mérida, 1897 - Caracas, 1972). Historiador, diplomático,
narrador y crítico de arte. Estudió en Bruselas y Ginebra.
Individuo de Número de la Academia Nacional de Historia.
Director de la Revista Nacional de Cultura, de 1940 a 1944.

Carlos Pacheco
(Caracas, 1948 - Bogotá, 2015). Investigador, crítico y editor,
profesor titular jubilado de la Universidad Simón Bolívar.
Doctor en Literatura Hispánica del King’s College de Lon-
dres. Individuo de Número de la Academia Venezolana de la
Lengua. Autor de La comarca oral (1992) y La patria y el pa-
rricidio (2001). Coeditor de Del cuento y sus alrededores (1993
y 1997), Nación y literatura (2006) y La vasta brevedad (2009).
Fue profesor invitado de las universidades norteamericanas de
Brown (1994), Rice (2001) y Cincinnati (2008), así como de la
Universidad de Salamanca (1999), la Pontificia Universidad Ja-
veriana de Bogotá (2012) y Universidad Andina Simón Bolívar
de Quito (2012), entre otras.

Fernando Paz Castillo


(Caracas, 1893 - 1982). Poeta, crítico literario y cultural, diplomá-
tico, miembro destacado de la Generación del 18 y partícipe del
Círculo de Bellas Artes de Caracas. Una de las más importantes

554
figuras intelectuales del país en el siglo XX. Fue Individuo de
Número de la Academia Venezolana de la Lengua. Mantuvo
una intensa actividad periodística, sobre diversos temas cultu-
rales. Obtuvo el Premio Nacional de Literatura 1965. Su obra
completa fue publicada en 8 volúmenes, en 1992.

Rosaura Sánchez Vega


(Maracaibo, 1951). Ensayista y profesora de Lengua Española
y Literatura de la Universidad José Gregorio Hernández de
Maracaibo. Licenciada en Letras Hispánicas y Magíster en Li-
teratura Venezolana de la Universidad del Zulia. Ha publicado
diversos artículos en revistas de universidades nacionales y
latinoamericanas.  

Guillermo Sucre
(Tumeremo, Bolívar, 1933). Poeta, crítico, traductor y profesor
de la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela.
Doctorado en la Universidad de París. Miembro fundador del
grupo Sardio cuya revista dirigió. Dio clases en diversas uni-
versidades norteamericanas, entre ellas, Stanford y Pittsburgh,
así como fue titular de la cátedra Simón Bolívar, en Cambridge,
en Reino Unido. Autor de varios poemarios, entre los que des-
tacan En el verano cada palabra respira en el verano (1976), La vas-
tedad (1988) y La segunda versión (1994). Su reconocido libro La
máscara, la transparencia. Ensayos sobre poesía hispanoamericana
obtuvo el Premio Nacional de Literatura, mención Ensayo, en
1975. Entre otros trabajos fundamentales sobre literatura lati-
noamericana, destaca Borges, el poeta (1967).

Ángel Vilanova
(General Roca, Provincia de Río Negro, Argentina, 1932). Crí-
tico y profesor de la Universidad de Los Andes. Egresado de la
Universidad Nacional del Sur, Bahía Blanca, Argentina, con es-
tudios de postgrado en Lenguas y Literaturas Hispánicas en
El Colegio de México. Autor de Motivo clásico y novela latinoame-
ricana (1993), El pesimismo militante de Juan Carlos Onetti (1998)
y El infierno tan temido (2006).

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Índice

Cubagua
Ochenta años de lecturas críticas
Alejandro Bruzual VII

Consideraciones acerca de esta edición XXIII

Cubagua de Enrique Bernardo Núñez


Libro de poesía y realidad
José Nucete Sardi 1

Cubagua
Ángel Mancera Galletti 5

Cubagua
Una obra de gran significación en la literatura
venezolana
Fernando Paz Castillo 17

Un escritor más allá de la letra


Guillermo Sucre 23

El «otro» novelista
Osvaldo Larrazábal Henríquez 31

Cubagua:
La perspectiva multifacética
Elvira Macht de Vera 81
Cubagua
Orlando Araujo 89

De la novela a la historia.
Viaje con retorno
Domingo Miliani 101

Para una lectura crítica de Cubagua


Ángel Vilanova 115

El mito siempre.
Acerca de la novela Cubagua
Violeta Urbina Tosta 141

Cubagua
Osvaldo Larrazábal Henríquez 155

Cubagua
Alexis Márquez Rodríguez 173

Cubagua:
En torno al mito y lo sagrado
Douglas Bohórquez 187

Cubagua y la fundación de la novela venezolana


estéticamente contemporánea
Gustavo Luis Carrera 201

Enrique Bernardo Núñez:


El nombre olvidado o las almas superpuestas
José Balza 211

Cubagua:
El tiempo y la historia
Margoth Carrillo Pimentel 221
Para una discusión de Cubagua
Julio Miranda 237

Ficción y temporalidad en Cubagua


de Enrique Bernardo Núñez
Roberto Ferro 249

Enrique Bernardo Núñez:


Novelista, filósofo de la historia, utopista
Luis Britto García 259

Doña Bárbara y Cubagua: dos novelas en la tradición


Douglas Bohórquez 281

El secreto de la isla:
Cubagua como crítica de la historia y la novela
Carlos Pacheco 289

Cubagua y el fórceps del doctor Almozas


Alejandro Bruzual 313

El relato intrahistórico en Cubagua


de Enrique Bernardo Núñez
Rosaura Sánchez Vega 347

A propósito de la reescritura de los mitos en Cubagua


Cécile Bertin-Elisabeth 363

El caribe insular venezolano en tres voces:


La intrahistoria en Enrique Bernardo Núñez,
Renato Rodríguez y Francisco Suniaga
Aura Marina Boadas 389

Tras-mares y tras-tierras
en Cubagua y en Pedro Páramo
Luis Delgado Arria 421
El relato de las ruinas y el deseo colonial.
Cubagua de Enrique Bernardo Núñez
Luis Duno-Gottberg 449

Colonialidad, tiempo y claros de sentido


en Cubagua
Carlos Eduardo Morreo 471

Del Caribe a Caribana:


La Cosmografía literaria de Cubagua
Juan Duchesne-Winter 495

Neocolonialismo y escritura.
Una visión genética de Cubagua
Alejandro Bruzual 527

Registro de autores 547


Cubagua ante la crítica
Se imprimió en el mes de octubre del 2021
en la Imprenta Bicentenario
Caracas, Distrito Capital, Venezuela
Son 1.000 ejemplares

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