Lope de Aguirre y la rebelión de los marañones
Por Beatriz Pastor y Sergio Callau
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Lope de Aguirre y la rebelión de los marañones - Beatriz Pastor
LOPE DE AGUIRRE
Y LA REBELIÓN DE
LOS MARAÑONES
COLECCIÓN DIRIGIDA POR
PABLO JAURALDE POU
Autógrafo de Lope de Aguirre.
LOPE DE AGUIRRE Y LA
REBELIÓN DE LOS
MARAÑONES
EDICIÓN, INTRODUCCIÓN Y NOTAS DE
BEATRIZ PASTOR Y SERGIO CALLAU
Descripción: Pages from Copy of 978-84-9740-535-5.jpgEn nuestra página web www.castalia.es encontrará el catálogo completo de Castalia comentado.
Primera edición impresa: diciembre 2010
Primera edición en e-book: junio 2012
Edición en ePub: febrero de 2013
© de la edición: Beatriz Pastor y Sergio Callau
© de la presente edición: Edhasa (Castalia), 2012
www.edhasa.es
ISBN 978-84-9740-535-5
Depósito legal: B-19143-2012
Ilust. de cubierta: Tiziano: Alocución de Alfonso de Ávalos, marqués del Vasto. (1540-1541, detalle). Madrid, Museo Nacional del Prado. Diseño gráfico: RQ
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INTRODUCCIÓN BIOGRÁFICA
Y CRÍTICA
En el momento de su nombramiento como gobernador de la codiciada expedición a el Dorado, Pedro de Ursúa era un conquistador acreditado y con una hoja de servicios excepcional. Desde su llegada a Cartagena en 1545, con apenas veinte años de edad de la mano de su primo Miguel Díez de Armendáriz (amigo de La Gasca y bien conectado con los círculos del poder colonial), se había distinguido por su valor personal y por su lealtad a la corona.
La trayectoria de Ursúa a partir de su llegada fue ejemplar. En 1547 fundó la ciudad de Pamplona en la provincia de los Chitareros. En 1550 llevó a cabo con éxito la sumisión de los indios Musos y fundó la ciudad de Tudela. En recompensa por esta acción se le concedió, a su regreso a Santa Fe, el mando de una expedición a el Dorado, aunque era un momento poco propicio para tal recompensa, porque poco después el emperador prohibió las entradas de exploración. Una carta del oidor Zorita a Carlos V, de octubre de 1551, nos da una idea de las críticas cada vez más abiertas que suscitaba la forma en que se estaba llevando a cabo la exploración de nuevos territorios: La jornada del Dorado con nombre de los Llanos, se ha pregonado […] va por Capitán Pedro de Orsúa. […] La gente se da prisa de ir porque temen que V.M. la revoque y querrían para entonces estar fuera de la tierra. Esta jornada o cualquier otra ha de ser gran daño para los indios
[1]. No se sabe cuánto pesó el aviso de Zorita en el ánimo de Carlos V, pero sí que éste revocó su nombramiento en 1552, prohibiendo toda entrada a el Dorado.
Ursúa fue entonces nombrado Justicia Mayor en Santa Marta y allí pacificó
a los indios de la sierra Tairona. Los detalles de lo que sigue no son muy claros, pero consta en cartas de Briceño, Montaño, y del Obispo de Santa Marta al emperador (1553) que se le revocó el nombramiento por el escándalo que habían levantado los abusos y desmanes cometidos por su gente en la pacificación. Poco después se emitía una orden de prisión contra Ursúa y éste huía a Panamá. Ya en Panamá se le encargó en 1556 la sumisión de los cimarrones. A pesar de su inferioridad numérica, consiguió someter a los rebeldes con un éxito espectacular, aunque parece ser que empleó tácticas cuestionables y que se valió de la astucia y del engaño para capturar al rey cimarrón Bayazo y llevarlo a Lima en 1558.
Con tal historial no es sorprendente que a fines de 1558 el marqués de Cañete, nuevo virrey del Perú, viera en él a un hombre cumplidor, atrevido y capaz, y le concediera por fin el mando de la expedición más codiciada del momento y la gobernación de los míticos reinos de Omagua y el Dorado.
Después de largos preparativos en Santa Cruz de Saposa, la expedición comenzó el descenso del río Amazonas el 26 de septiembre de 1560 y siguió su curso hasta la desembocadura[2]. De allí navegó hacia el norte y tomó tierra en la isla de la Margarita el 21 de julio de 1561. El 31 de agosto dejó la Margarita y se dirigió a la tierra firme de Venezuela y desembarcó en Burburata el 7 de septiembre. Se desplazó luego a Nueva Valencia y de allí a Barquisimeto, donde los supervivientes, con Lope de Aguirre a la cabeza, fueron derrotados por las fuerzas del Rey. Lope de Aguirre fue ejecutado en Barquisimeto el 27 de octubre de 1561.
El balance de la expedición fue desastroso. Ni siquiera alcanzó sus objetivos iniciales: al cabo de más de un año de búsqueda y penurias, los reinos de Omagua y Dorado seguían sin ser descubiertos. Pero durante los trece meses que duró su recorrido a lo largo de la extenuante y tortuosa ruta que siguieron Lope de Aguirre y sus marañones, se produjeron una serie de hechos sangrientos que provocaron el horror de la población de las colonias: Pedro de Ursúa murió asesinado; Fernando de Guzmán, noble sevillano a quien, muerto Ursúa, los marañones habían coronado como príncipe del Perú, murió apuñalado poco después; más de cien miembros de la expedición, incluyendo a la bella Inés de Atienza, amante de Pedro de Ursúa, y a Elvira, hija del propio Aguirre, fueron brutalmente asesinados por Aguirre o por orden suya. Y Lope de Aguirre, oscuro hidalgo vascongado, pobre, feo, cojo y de reputación más que dudosa[3], se alzó con el mando de la expedición y se proclamó caudillo de los marañones gracias a una sublevación que trocaba los objetivos míticos de Omagua y el Dorado por un proyecto de reconquista y emancipación del reino del Perú.
La expedición de Ursúa a los reinos de Omagua y el Dorado no fue la primera ni la última en la serie interminable de expediciones fracasadas que, tanto en el continente norte como en el sur, no lograrían jamás alcanzar sus objetivos. Ni tampoco fue la única en la que los participantes, impulsados por motivos diversos, se sublevaron contra su capitán. Sin embargo, ninguna otra sublevación tuvo ni antes ni después un impacto comparable a la de Lope de Aguirre y sus marañones. Y cabe preguntarse por qué.
¿Por qué se difundieron sus noticias como una vertiginosa ola de miedo desde Chile hasta Nueva España? ¿Cómo logró capturar hasta tal extremo la imaginación de sus contemporáneos? ¿En qué residía el carácter emblemático que pareció revestir para personajes tan diversos como el juez Bernáldez, que dictó sentencia contra Aguirre, o como Alonso de Ercilla, que se confesó dispuesto a viajar al Perú para participar personalmente en el desbarate del tirano
[4]? ¿Por qué ha seguido este episodio ejerciendo tal fascinación entre historiadores, novelistas, pensadores y cineastas hasta hoy? Tal vez porque en él convergió simbólicamente el impulso mítico que alentó el descubrimiento y conquista del nuevo continente con las sórdidas realidades de la América colonial. Tal vez porque en los actos demenciales que jalonaron la rebelión de Aguirre y sus marañones se expresaban, inquietantes y condensadas hasta el absurdo, las contradicciones internas de la realidad colonial y sus conflictos más profundos. O tal vez porque para los contemporáneos de Ursúa y Aguirre aquel episodio fue como un microcosmos donde aparecían intensificados y dramatizados los elementos fundamentales que subyacían a una realidad social intolerable y una creciente frustración colectiva. Lo que es indudable es que los textos que se conservan de Lope de Aguirre y de sus seguidores contienen e iluminan con una luz inquietante el juego continuo de todas esas opciones y la complejidad de toda la problemática colectiva que estalló de forma sangrienta durante el recorrido de la fallida expedición.
EL INTERIOR FABULOSO
Los reinos míticos de Omagua y el Dorado no fueron fantasías individuales. Eran, en el momento de la expedición de Ursúa, las formulaciones más recientes de una larga tradición de geografías imaginarias y de representaciones fabulosas de territorios inexplorados. En los cuatro viajes de Colón, lo inexplorado adoptó las formas de las fuentes literarias del Almirante. Así, las tierras recién descubiertas se fueron identificando con Catay, Mangi y el Cipango de Marco Polo; con Tarsis y Ofir, Trapobana y la isla de la reina de Saba de sus fuentes bíblicas; con el Paraíso y las tumultuosas fuentes de los cuatro ríos sagrados de Pierre D’Ailly. La exploración de América del norte, por otra parte, se organizó en tono a dos representaciones fundamentales que combinaban las tradiciones de la Europa clásica y medieval con leyendas indígenas: la Fuente de la Eterna Juventud y las Siete Ciudades de Cíbola.
La tradición de la existencia de fuentes maravillosas cuyas aguas devolvían la juventud a quien las bebiera se remontaba hasta Homero antes de que Mandeville la incluyera en sus Viajes. Pero en América convergió además con otra leyenda indígena paralela que hablaba de ríos
de la juventud. Aquí, los maravillosos ríos derivaban su mágico poder a los árboles como la palmera moriche –el árbol de la vida para los indígenas del Orinoco– que bañaban las raíces en sus aguas. Desde Ponce de León en 1512 hasta Pánfilo de Narváez en 1526 y, de nuevo, Ponce de León en 1539, los españoles exploraron infructuosamente las islas y costas de la Florida hasta el norte de las Carolinas en busca de ese objetivo. La leyenda europea de las Siete Ciudades de Cíbola, por otra parte, encontró su confirmación primero en el mito del Chicomoztoc, que narraba el origen de las siete tribus de los Nahuas, y más tarde en informaciones de cautivos indígenas o en los relatos inverosímiles de exploradores que habían recorrido el territorio en su busca. Entre todos ellos nadie superó en imaginación a Fray Marcos de Nizza, quien en 1537, al regreso de una expedición por el sudoeste del continente norte, escribió una relación en la que confirmaba plenamente, con gran detalle y con la verificación de cuatro informantes diferentes, la existencia de las Siete Ciudades en aquel territorio
[5].
El componente fantástico que organizó la geografía imaginaria de los descubridores en la parte norte del continente y alentó su exploración no fue menos importante en Sudamérica. Pero eso no quiere decir que tomara las mismas formas. Irving A. Leonard propone que los mitos del norte se trasladaron al sur con idéntica función: Puesto que en la Nueva España no se habían localizado ciudades encantadas, fuentes de juventud, amazonas y todas aquellas maravillas que se esperaba ver de un momento a otro, hubo una natural propensión a transferir tales mitos a la zona aún más misteriosa y hosca de Tierra Firme, que hacia el sur esperaba a los ansiosos aventureros con sus desmesuradas promesas
[6]. No fue así: aunque es cierto que la visión fundamental de América como locus utópico que encerraba la promesa de realidades maravillosas y riquezas inagotables[7] se mantuvo en la exploración de Sudamérica, los objetivos mismos fueron diferentes.
Al igual que en el norte, en el continente sur las formulaciones que fueron delineando la geografía imaginaria del inexplorado interior no fueron fantasías individuales, desvaríos de imaginaciones desbocadas. Al contrario, se apoyaban en una teoría cosmográfica de prestigio que se remontaba a la Edad Media y que gozó de gran credibilidad hasta el siglo XVII: la teoría de la distribución de los metales en el globo terrestre. Sobre ella se levantó la hipótesis de la existencia de una región que albergaba riquezas incalculables y que estaría situada sobre la franja equinoccial en el interior del continente.
En l493, los Reyes Católicos se refirieron explícitamente a ella en una carta a Colón en la que le consultaban sobre la conveniencia de cambiar la bula papal de modo que ésta incluyera mayor extensión de tierras dentro de esa franja. Habían recibido información de unos portugueses que afirmaban que en la zona tropical se podían encontrar islas y tierra firme que según en la parte del sol que está se cree que serán muy provechosas y más ricas que todas las otras: y porque sabemos que desto sabéis vos más que otro alguno vos rogamos que luego nos enviéis vuestro parecer en ello porque si conviniere y os pareciere que aquello es tal negocio cual acá piensan que será, se enmiende la bula
[8]. En 1495 el cosmógrafo Jaume Ferrer escribió directamente a Cristóbal Colón reiterando la misma idea: que la vuelta del equinoccio son las cosas grandes y de precio como piedras finas y oro y especias y drogaría; y esto es lo que yo puedo decir acerca de esta por la mucha plática que tengo en Levante, Al Caire y Damas... y lo más que pude sentir de muchos Indos y Arabes y Etíopes es que la mayor parte de cosas buenas vienen de región muy caliente
[9]. Pedro Mártir de Anglería recogió la misma teoría en sus Décadas, y el padre José de Acosta la retoma en su Historia natural y moral de las Indias, donde compara los metales con las plantas: Los metales –dice– son como plantas encubiertas en las entrañas de la tierra […] y en alguna manera parece que crecen los minerales al modo de las plantas […] porque de tal modo se producen en las entrañas de la tierra por virtud y eficacia del sol y de los otros planetas
[10].
En 1530 Diego de Ordás consiguió licencia para explorar el interior siguiendo el curso del río Orinoco. Objetivo: la zona equinoccial. La expedición fue un fracaso y Diego de Ordás murió en 1532 sin haber encontrado las riquezas que buscaba. Pero uno de sus hombres, Gerónimo de Ortal, encabezó en 1533 otra entrada hacia la zona equinoccial, ahora ya con un objetivo específico: el país de Meta, del que se habían tenido vagas noticias durante la fallida expedición de Ordás. Entre 1533 y 1538 se sucedieron las expediciones en su búsqueda. No lo encontraron pero, paradójicamente, se confirmó la hipótesis de un interior que escondía riquezas extraordinarias. Juan de San Martín y Antonio de Lebrija detallan en su carta-relación al rey los hallazgos de minas de oro y esmeraldas, los tesoros encontrados en los templos incas de Tunja y Sogamoso y, además, un resumen de las informaciones obtenidas de los indígenas durante el recorrido, quienes prometían riquezas aún más extraordinarias a pocas jornadas y poco menos que en todas las direcciones
[11].
En 1538 coincidieron en un mismo punto del interior las expediciones de Benalcázar, Federman y Ximénez de Quesada. La suma de informaciones y hallazgos que aportaron de sus respectivas trayectorias supuso la confirmación definitiva de la existencia de riquezas incalculables en el interior del continente. Para Ximénez de Quesada se trataba de los tesoros del Inca repartidos por el interior del imperio, como demostraban los saqueos de Tunja y Sogamoso. Pero también de la existencia del país de Meta, que ahora parecía corroborada por la presencia de minas de oro y esmeraldas. Federman apostaba también por el país de Meta basándose en las informaciones indígenas recogidas a lo largo de su trayectoria. Y Benalcázar añadía al relato del botín obtenido en Irruminari las primeras noticias de un Yndio Dorado
en torno a cuya figura se iría tejiendo el mito de el Dorado.
La leyenda chibcha del Yndio Dorado se refería a un ritual de ofrendas que se celebraba en la laguna de Guativitá antes de la llegada de los españoles. El origen de esa ceremonia era, según los chibchas, los amores desgraciados de un cacique traicionado por su esposa, el castigo de la adúltera y el ritual expiatorio del cacique arrepentido. Para esta ceremonia el cacique iba, según Fray Pedro Simón, en cueros pero todo el cuerpo desde la cabeza hasta los pies lleno de una trementina muy pegajosa, y sobre ella echado mucho oro en polvo fino [...] y entrando así hasta el medio de la laguna así hacía sacrificios y ofrendas arrojando al agua algunas piezas de oro y esmeraldas
[12].
Entre 1538 y 1541 la leyenda del Yndio Dorado fue perdiendo importancia y el término el Dorado
se convirtió para los exploradores del interior en un objetivo mítico único que encapsulaba todas las formulaciones anteriores. En 1541 Felipe de Hutten salió de Coro hacia el interior en busca de el Dorado. No encontró ni rastro del codiciado lugar, pero regresó de su expedición con las primeras noticias de otro reino maravillosamente rico: el de los Omaguas. Estas noticias cobraron realidad cuando Gaspar de Carvajal confirmó su existencia asegurando que, en su descenso por el río de las Amazonas, la expedición de Orellana había pasado junto a la región de los Omaguas y que los indígenas les habían dicho que todo lo que en aquellos poblados había de barro lo había en la tierra adentro de oro y plata
[13]. La existencia del reino de los Omaguas tuvo su ratificación final en 1553, con la llegada al Perú de unos indios Brasiles que afirmaban haber ido remontado el Marañón durante 10 años. Y en 1558, cuando Pedro de Ursúa logró por fin la licencia del marqués de Cañete para dirigir una expedición hacia el interior, el objetivo declarado de la expedición incluía Omagua y el Dorado, y ambos designaban una región de riquezas legendarias que ahora ya no se suponía situada en los llanos entre Perú, Colombia y Venezuela, sino en algún lugar de la cuenca del Amazonas.
DEL DESENCANTO A LA REBELIÓN
Para 1550 ya estaba claro que la realidad americana no podía dar la medida de las expectativas y sueños de sus conquistadores. Se había descubierto, y explorado ya en parte, un continente que contenía civilizaciones extraordinarias. Se había conquistado el imperio Azteca y también el de los Incas; se habían saqueado los tesoros de Tenochtitlan y de Atahualpa, los templos de Tunja y Sogamoso. Se habían descubierto oro y perlas en el Caribe, plata en México, oro y esmeraldas en Colombia... Pero el número de expediciones que perseguían objetivos maravillosos no decrecía, y el de las que se saldaban con el fracaso no dejaba de aumentar. Y, a medida que las expectativas de los conquistadores se veían frustradas en intentos fallidos, la composición y el clima mismo de esas entradas se iba deteriorando hasta desembocar en una larga serie de sublevaciones.
Refiriéndose a la insurrección de Martín de Guzmán en Cartagena de Indias, Demetrio Ramos Pérez señala la estrecha conexión entre expectativas frustradas y rebeliones que caracterizó a muchas de las expediciones en el sur del continente. Ésta era la situación justo antes del alzamiento: Don Martín de Guzmán y sus compañeros han tomado parte en una empresa que ha resultado en fracaso: la búsqueda de las tierras auríferas de las que procedía el que encontraron enterrado en las tumbas del pueblo de Cenú ha dado un resultado negativo
[14]. La decepción es comprensible y, para complicar más las cosas, a ese factor emocional y de por sí explosivo, se añadía un factor económico fundamental: muchos conquistadores iniciaban la expedición cargados de deudas contraídas para pagar su propio equipo y su parte de los gastos de la empresa. El fracaso implicaba por lo tanto no sólo una tremenda decepción sino también la quiebra total, o la imposibilidad de financiar su participación en otra exploración que pudiera solucionar su desesperada situación económica.
En ese contexto, muchas de estas sublevaciones pudieron muy bien ser sólo un intento de darle la vuelta al fracaso haciéndose con el mando de la expedición y abriendo nuevas opciones de éxito y enriquecimiento. Pero el doble papel que tenía el capitán se prestaba ya de entrada a una confusión entre objetivos económicos y políticos ya que, tal como señala Ramos Pérez, en virtud de la identificación del gobernador que las capitaneaba con el gerente de la sociedad económica que este había formado con sus propios soldados, cualquier oposición o disputa interna de carácter económico adquiría inevitablemente un carácter político de atentado a la autoridad
[15]. Y en la medida en que esta autoridad le había sido conferida por licencia real, las sublevaciones atentaban contra el orden legal más amplio que el capitán representaba.
Pero junto a este tipo de sublevación existe otro, de carácter abiertamente político, que se remonta a Hernán Cortés y culmina con Gonzalo Pizarro. En el caso de Cortés la rebelión atentaba contra la autoridad de Diego de Velázquez, pero no sólo no cuestionaba el poder del rey, sino que invocaba, para justificarse, precisamente lo contrario: una lealtad sin fisuras al interés real. La rebelión de Gonzalo Pizarro, sin embargo, presentaba un carácter distinto. Partió de una trasgresión explícita de la autoridad real: el rechazo de las Nuevas Leyes. Ignoró las advertencias del propio rey e hizo oídos sordos a todos los intentos de negociación que le ofrecieron en nombre del rey, primero los oidores y más tarde el licenciado Pedro de la Gasca. Y, a partir del momento en que Pizarro se negó a deponer las armas a pesar de haber sido informado de que el rey había suspendido la ejecución de las ordenanzas y otorgado la suplicación de ellas
, estuvo claro que sus objetivos iban más allá de la negociación de los derechos de los encomenderos. La carta de La Gasca a Pizarro de septiembre de l546 lo avisaba con toda claridad del castigo que le esperaba si cruzaba la raya que separaba un cuestionamiento de las Nuevas Leyes de una rebelión contra el poder absoluto del rey. La combinación de amenazas y mercedes de La Gasca abrió una brecha en el campo pizarrista. No fueron pocos los encomenderos que cambiaron de bando ni los que se alistaron para combatir contra Pizarro. Pero, cuando se produjo la desbandada final, cuando a Gonzalo Pizarro le cortaron la cabeza y sus seguidores más fieles fueron ahorcados, el reparto de mercedes y recompensas que hizo La Gasca, lejos de apaciguar los ánimos, vino a añadirse a la lista de decepciones e injusticias que venía alimentando la insatisfacción de los conquistadores desde tiempo atrás. Hízolo mal el La Gasca con los servidores de Su Majestad
–dice Pero López, que estuvo desde el principio del lado de los leales–. Dejóles a todos pobres y a muchos que se le pasaron les dio lo que tenían y más mucho. De manera que él lo que nos quitaba a nosotros se los daba a ellos. A todos contentaba: con palabras a los servidores de Su Majestad; y a los enemigos con obras
[16].
La Gasca era consciente del malestar que hermanaba a los participantes decepcionados de tantas expediciones fallidas con los soldados leales que, como Pero López, se sintieron traicionados por el reparto de mercedes que siguió a la rebelión de Gonzalo Pizarro. Por eso mismo, abogó repetidamente en su correspondencia con el Consejo de Indias por una medida que acabaría por tener un impacto muy negativo en la composición de las entradas de descubrimiento a partir de 1544: la descarga de la tierra. La propuesta de La Gasca de descargar los reinos
era muy simple: consistía en enviar a nuevas exploraciones a la multitud de conquistadores desesperados y ociosos a los que no había medios para recompensar con justicia en las colonias. Como es lógico, el resultado de esta medida fue el trasvase del elemento más insatisfecho y turbulento de la población colonial a las jornadas de descubrimiento, con lo que se intensificó su carácter explosivo.
El caso es que entre 1534 y 1560 el descontento generalizado cristalizó en toda una serie de sublevaciones de signo diverso. Y, en el proceso de redefinición de objetivos, los rebeldes aparecerían cada vez más distanciados de un proyecto de simple redistribución de riquezas y privilegios entre los conquistadores; y cada vez más próximos a formas de secesión y de rechazo abierto de la autoridad de la monarquía y de la soberanía española en las colonias.
Éste es el contexto preciso de la rebelión de Lope de Aguirre y sus marañones. En ella convergieron las dos tradiciones de alzamientos que habían ido sacudiendo a las colonias durante casi treinta años: la de los que se centraban en reivindicaciones económicas y la de los que perseguían un objetivo abiertamente político. Fue como si en ella apareciera intensificada, y perfectamente delimitada en un mismo episodio, toda la compleja problemática que había alentado cada una de las sublevaciones anteriores: las duras condiciones de vida, la precariedad económica que dejaba a numerosos conquistadores con muchos años de servicio en situación desesperada, el hambre, las expectativas frustradas, el desencanto y el desvanecimiento progresivo de las ilusiones, la injusticia reiterada en el reparto de botín y de mercedes, y la desigualdad social, que escindía a la población de las colonias entre una clase privilegiada de conquistadores y encomenderos que acaparaba mercedes y prebendas –bien representada por el propio Pedro de Ursúa– y un número creciente de descubridores frustrados y oscuros hidalgos marginados que, como Lope de Aguirre, ya se habían visto involucrados en insurrecciones anteriores. Todos estos elementos conflictivos se condensaron en la expedición de Pedro de Ursúa y en la rebelión de Lope de Aguirre y sus marañones, iluminando con luz nueva la misma problemática que había ido estallando en las colonias, de forma esporádica y parcial, con anterioridad.
TRES PARADIGMAS NARRATIVOS
El fracaso no era una experiencia nueva en la América colonial. De hecho la experiencia del fracaso aparece ligada desde el descubrimiento mismo a complejos procesos de reevaluación de nuevas realidades y de cuestionamiento de la propia identidad. Colón tuvo que enfrentarse a él desde su primer viaje cuando, a fin de cuentas, no encontró nada de lo que esperaba y las promesas que les había hecho a sus inversores no se materializaron. América no era Asia oriental. Cuba no era China, Puerto Rico no era Japón, y las riquezas y mercados que había prometido poner al alcance de la mano de la reina Isabel se encontraban a miles de millas de allí. Y los resultados de su segundo viaje fueron tan decepcionantes que le llevó tres años conseguir licencia y financiación para emprender el tercero. Sin embargo, Colón nunca modificó su visión de su propio éxito. Y, si bien es cierto que la realidad se resistía a coincidir con sus expectativas, la narración le pertenecía, y en ella Colón reconstituía verbalmente la visión de América que los hechos se empeñaban en negar. Sus diarios y cartas iban configurando un paradigma narrativo que se articulaba sobre el éxito de su empresa y sobre la reafirmación de sus mitos y sueños personales. Los tesoros –oro, especias, piedras preciosas, civilizaciones extraordinarias– se aplazaban y desplazaban de un lugar a otro, sin desaparecer del vasto panorama de una geografía imaginaria que insistía en verificar en América el modelo asiático de las fuentes literarias del Almirante.
Años más tarde, Hernán Cortés adoptaría el mismo paradigma para la narración de su conquista de México. El discurso narrativo de sus Cartas de Relación construyó el relato de su conquista como el lugar simbólico de transformación de la trasgresión en legalidad, de la rebelión en obediencia, del caos en orden, del fracaso ocasional en un éxito sin fisuras. La narrativa de las Cartas se despliega como escenificación de una trayectoria ejemplar en la que se dejan ver el orden y la armonía ficticios de un México dominado y controlado magistralmente por Cortés. Había escapado hacia México con las naves en contra de la orden explícita de Velázquez. Pero en las Cartas se transforma la la trasgresión que inicia la trayectoria en el servicio
de un vasallo ejemplar que actúa movido por un solo móvil: la defensa del interés del rey. Las acciones de Cortés se ven infaliblemente coronadas por el éxito; los errores se omiten y los fracasos son siempre resultado de la intervención de agentes contrarios al interés real. La conquista pacífica de Tenochtitlan se presenta como resultado directo de la clarividencia y el talento diplomático de Cortés. La rebelión posterior de los aztecas será una consecuencia inevitable de los repetidos ataques de Velázquez y sus emisarios a Cortés y su proyecto. Se menciona la llegada de Narváez a la costa, la gran agitación que crea entre los nativos y la amenaza que supone para el perfecto orden que Cortés ha logrado instaurar en la nueva colonia. Pero no se menciona el altercado de Cortés en el Templo Mayor, con el derrocamiento de los ídolos y el ultimátum de los sacerdotes. Ni se menciona la masacre del templo que ordenó Alvarado durante las celebraciones dedicadas a Tloxcatl y que desencadenó la revuelta azteca. Ni el error de Cortés al liberar a Cuitlahuac, hermano de Moctezuma, dando con esa decisión a los aztecas un nuevo jefe militar capaz de liderar la rebelión que culminaría con la expulsión de los españoles y la pérdida de la ciudad en la Noche Triste. Dentro de las Cartas, todos los elementos se integran en una visión sin contradicciones y configuran un paradigma narrativo en el que –como en el caso de Colón– la realidad parece ajustarse perfectamente a los deseos del narrador. En este primer paradigma narrativo el sujeto se construye como figura de control que, desde la certeza y exactitud de sus apreciaciones, va tejiendo en el discurso una representación de la realidad que confirma y verifica punto por punto su visión subjetiva y sus necesidades personales.
Sin embargo, ya en la carta-relación que escribió Colón en 1507 desde Jamaica podemos rastrear elementos que anticipan la articulación discursiva de un segundo paradigma narrativo de la experiencia de exploración y conquista, y de las complejas negociaciones entre subjetividades españolas y realidades americanas. Este paradigma no se organiza desde la voluntad del éxito, sino sobre la experiencia del fracaso; y no reafirma la validez de modelos europeos y expectativas individuales. Inscribe el error y la decepción como balance del encuentro entre los modelos y expectativas de los descubridores y las realidades americanas; verifica el desajuste trágico entre la visión triunfante del primer paradigma y una realidad americana que desborda y cuestiona las categorías mismas de percepción de una subjetividad ajena, y reivindica el valor del sufrimiento frente al del éxito.
En este segundo paradigma, la narración se presenta como una crónica de infortunios que va revelando la crisis y el cuestionamiento progresivo de todo un imaginario que, al trasladar a América mitos, objetivos fabulosos y visiones del mundo desconocido, reducía la realidad geográfica, humana y cultural de América a los parámetros de la tradición europea. La transformación (en la Relación del tercer viaje) de la desembocadura del Orinoco y el golfo de Paria en el Paraíso Terrenal, por ejemplo, ilustra ese proceso de reducción: el caudal inexplicablemente inmenso de agua dulce se convierte en el de los cuatro ríos sagrados –Tigres, Eufrates, Ganges y Nilo– que según Pierre d’Ailly nacían en el Paraíso; y la tierra y sus habitantes también se asimilan a los del Paraíso que D’Ailly describe en su Imago Mundi.
Estas estrategias de aproximación a lo desconocido, dominantes en el primer paradigma narrativo, se ven desplazadas en el segundo por la presencia de realidades geográficas, humanas y naturales otras
, no fácilmente asimilables a las categorías de percepción de los conquistadores. Basta comparar la visión anterior con la descripción de la tempestad de la Carta que escribe Colón desde Jamaica en 1503 para ver la diferencia: "...ojos nunca vieron la mar tan alta, fea y hecha espuma [...] Allí me detenía aquella mar fecha sangre, herviendo como caldera por gran fuego. El cielo jamás fue visto tan espantoso: un día como la noche ardió como forno; y así echaba la llama con los rayos"
[17].
La naturaleza que irrumpe aquí en el texto, y enmarca la derrota del navegante, es inconcebible desde una tradición y percepción europeas que, como los ojos de Colón, nunca han visto
nada semejante. Cortés será plenamente consciente de este desplazamiento de parámetros, y en su Quinta Carta de Relación plantea el problema de la falta de correspondencia entre categorías europeas y realidad americana en sus dos vertientes: por una parte, la dificultad de comprender las nuevas realidades desde una perspectiva europea; por otra, la insuficiencia del lenguaje para comunicar la diferencia
de estas nuevas realidades a quien no las haya experimentado directamente, pues querer yo decir y significar a vuestra majestad la aspereza y fragosidad de este puerto y sierras, ni quien mejor que yo lo supiera lo podría explicar, ni quien lo oyere lo podría entender, si por vista de ojos no lo viese ni pasando por él no lo experimentase
[18]. El aquí de la experiencia americana aparece separado del allá del Rey por un abismo que revela tanto la crisis profunda de los modelos imaginarios europeos de representación de lo desconocido, como la imposibilidad del diálogo entre dos sujetos que ya no comparten un referente común.
En los textos del segundo paradigma, el sujeto no se construye ya como encarnación del orden ideológico español, figura de control de las nuevas realidades, agente infalible del poder colonial. La narrativa muestra un sujeto que se humaniza, vacila, duda, se equivoca, sufre. Y fracasa. El mundo exterior ya no se construye como simple extensión del deseo o de la voluntad del sujeto, sino en pugna permanente e irreductible con él. La violencia del mar descoloca a Colón, la aspereza de los puertos desborda a Cortés, los ostiones destrozan las manos y los pies de Álvar Núñez. En los tres casos la naturaleza se impone como una fuerza amenazadora que cuestiona la capacidad de control del narrador. Paulatinamente, el dominio se verá desplazado por la negociación como estrategia de contacto; el universalismo eurocéntrico por la relativización.
La Relación de los naufragios de Alvar Núñez Cabeza de Vaca ilumina la trayectoria simbólica que recorre el sujeto desde la crisis radical de la propia identidad hasta su transformación final. Comienza con el episodio del naufragio de la isla del Mal Hado, cuando Alvar Núñez resume así su situación: Los que quedamos escapados, desnudos como nacimos y perdido todo lo que traíamos...
. La desnudez y la pérdida de todo lo que los ligaba al contexto de origen enlazan a través del símil con el comienzo de una nueva identidad: el nacimiento. Y esta nueva identidad se levanta sobre la destrucción necesaria –la muerte simbólica– de la identidad anterior: Estábamos hechos propia figura de la muerte
[19], puntualiza. Sus palabras inscriben en el texto la liquidación del sujeto que orquestaba ficticiamente la acción en las narraciones del primer paradigma, y marcan el punto de partida del complejo proceso de definición de un sujeto nuevo que Alvar Núñez irá ilustrando con una serie de metamorfosis: bestia de carga, esclavo, mercader, curandero, hijo del sol. De la primera a la última media la distancia que separa al conquistador del náufrago, al sujeto sin fisuras del primer paradigma de la visión desengañada y relativizadora del narrador del segundo.
Las relaciones que narran los sucesos de la desgraciada expedición de Pedro de Ursúa a los reinos de Omagua y Dorado configuran el tercer paradigma narrativo. Comparte con el primero una visión inicial de América como espacio imaginario capaz de albergar maravillas, oportunidades insólitas, riquezas incalculables. A primera vista parece desplegarse, igual que el segundo, como una relación de infortunios y una crónica del desengaño. Pero en la jornada de Ursúa hacia Omagua y el Dorado, ya desde el principio los objetivos fabulosos se desdibujan, pierden realidad y se esfuman, eclipsados por la presencia de una realidad natural desaforada y de un ambiente intolerable de dudas, conjuras, amenazas y traiciones. Y, mientras que en el segundo paradigma la narración se desarrollaba como proceso hacia el conocimiento de la nueva realidad y la transformación del sujeto dentro de unas nuevas coordenadas que cuestionaban y relativizaban su visión, la narración del tercer paradigma se despliega implacable como una articulación discursiva de la desintegración.
El conjunto de documentos y relaciones que narran la jornada de Ursúa es excepcional. En el marco de la conquista de América, no es insólito que se conserven diversas versiones de los hechos narradas por diferentes participantes de un mismo episodio de descubrimiento o conquista. En el caso de México, por ejemplo, la versión de Cortés se complementa con la de Bernal Díaz y con la de Andrés Tapia. Pero sí es excepcional un corpus tan rico y heterogéneo que esté circunscrito a un marco espacial y temporal tan claramente definido y que muestre tal grado de coherencia narrativa. Las circunstancias de su producción tienen mucho que ver con ello. Al fin y al cabo, cada uno de sus autores se encuentra implicado en los terribles sucesos de la jornada y sobre cada uno de ellos pesa la acusación de traición y la pena de muerte. De ahí que los narradores tengan, por lo menos, un objetivo común –la demostración de la propia inocencia– y que las narraciones compartan estrategias de aproximación a los hechos que narran. El resultado es que nos encontramos ante un corpus en el que las narraciones no sólo comparten un mismo paradigma narrativo, sino que configuran una verdadera narración coral.
Algunos elementos centrales de este tercer paradigma enlazan con el anterior. La dureza intolerable de las condiciones de vida define la realidad cotidiana en todas las relaciones, desde la larga estancia en el astillero antes del comienzo de la jornada misma. La naturaleza irrumpe en el campo con lluvias incesantes y plagas de insectos, y la falta de todo lo necesario intensifica sus efectos. Hay falta de ropa y falta de víveres como resultado de una estancia en los Motilones que se prolongó durante meses mientras se construían los once barcos para la expedición, y mientras Ursúa, en palabras de Zúñiga, no teniendo más de una capa y una espada
, removía cielo y tierra para financiar una expedición de tan gran gasto y costa
[20]. El hambre no se hace esperar y, de hecho, la situación llega a ser tan crítica que se cuenta en las relaciones que, en las semanas que precedieron el inicio de la jornada, Ursúa se vio obligado a enviar a Juan de Vargas río abajo en busca de bastimentos; y que a éste se le murieron de hambre parte de sus soldados antes de que pudiera socorrerlos con el maíz y huevos de tortuga que finalmente encontró. Cuando finalmente Ursúa ordenó la partida el 26 de septiembre de 1560, las condiciones eran muy precarias. Vázquez cuenta que los barcos, o por lo mucho que el Gobernador se tardó, o por la ruin maña que se dieron los oficiales y los que allí quedaron, o que la tierra es muy lluviosa, se pudrieron de suerte que cuando los echaron al río se quebraron los más dellos, que solamente quedaron dos bergantines y tres chatas[21], y éstos tan mal acondicionados que al tiempo que los comenzaron a cargar se abrían y quebraban dentro del agua, de manera que no les osaron echar casi carga
[22]. Y Zúñiga recuerda los efectos que tuvo todo ello para los hombres de Ursúa: allí era de ver la gran perdición que quedó y ver todos los soldados tan tristes y pesantes, en ver quedar sus caballos tan queridos y regalados, sus ganados, ropa y hacienda, que era gran lástima de verlo
[23]. La escasez y la precariedad serán a partir de aquí elementos constantes en unas narraciones que enumeran, con desesperación, los interminables despoblados de cientos de leguas que recorren y, con alivio, el botín ocasional de maíz, pescado, huevos y tortugas que les permite sobrevivir.
Sin embargo, a pesar de estos elementos comunes, este paradigma narrativo es cualitativamente diferente del que configuran las relaciones de expediciones fracasadas. Aquí el foco de la narración no es la narración de infortunios ni la experiencia del fracaso, ni es su balance final la relativización enriquecedora de la visión y valores del sujeto a través de la experiencia americana. La narrativa no explora con categorías nuevas el espacio americano imaginario clausurado, sino que se centra en la experiencia intolerable de una sociedad colonial que aparece encapsulada en una sola jornada de descubrimiento, desplegada como un microcosmos de la cara oculta del proyecto imperial. Sin duda el desengaño y el descontento expresan la decepción frente a las esperanzas y los sueños frustrados; pero son también una vivencia particular de la crisis del sueño imperial americano.
En los textos del primer paradigma narrativo que, como las Cartas de Relación, articulaban la utopía colonial, las fronteras estaban muy claras. El campo español era el espacio simbólico del orden de la razón, del bien, de la civilización. El mal, la barbarie, el caos y el conflicto eran atributos del enemigo: aztecas, incas, salvajes y caníbales. Pero en los textos que narran la jornada de Ursúa la amenaza no viene de fuera sino de dentro. Las relaciones evocan un ambiente de frustración y descontento generales, donde la rivalidad y la envidia definen las relaciones entre expedicionarios, y donde cualquier incidente puede provocar el estallido. Durante los largos meses de preparativos en los Motilones los intentos de deserción y de amotinamiento recorren el campo. Y cuando Ursúa decide premiar al capitán Pedro Ramiro por la eficacia con que había mantenido la disciplina del campo en su ausencia, impidiendo deserciones y motines, el nombramiento