Hijo Solo
Hijo Solo
Hijo Solo
Quizá los perros conocen mejor al hombre que nosotros a ellos. Hijo
Solo comprendió cuál era la condición de sus dueños. No salió durante días
y semanas del cuarto. ¿Sabía también que los dueños de la hacienda, los que
vivían en esta y en la otra banda se odiaban a muerte? ¿Había oído las
historias y rumores que corrían en los pueblos sobre los señores de
Lucas Huayk’o?
—¿Viven aún los dos? —se preguntaban en las aldeas—. ¿Qué han
derrumbado esta semana? ¿Los cercos, las tomas de agua, los andenes?
—Dicen que don Adalberto ha desbarrancado en la noche doce vacas
lecheras de su hermano. Con veinte peones las robó y las espantó al abismo.
Ni la carne han aprovechado. Cayeron hasta el río. Los pumas y los
cóndores están despedazando a los animales finos.
—¡Anticristos!
—¡Y su padre vive!
—¡Se emborracha! ¡Predica como diablo contra sus hijos! Se aloca.
—¿De dónde, de quién vendrá la maldición?
No criaban ya animales caseros ninguno de los dos señores. No criaban
perros. Podían ser objetos de venganza, fáciles.
—Lucas Huayk’o arde. Dicen que el sol es allí peor. ¡Se enciende! ¿Cómo
vivirá la gente? Los viajeros pasan corriendo el puente.
Sin embargo, Hijo Solo conquistó su derecho a vivir en la hacienda. Él y
su dueño procedieron con sabiduría. Un perro allí era necesario más que en
otros sitios y hogares. Pero los habían matado a balazos, con veneno o
ahorcándolos en los árboles, a todos los que ambos señores criaron, en esta
y en la otra banda.
Los primeros ladridos de Hijo Solo fueron escuchados en toda la
quebrada. Desde lo alto del corredor, Hijo Solo ladró al descubrir una piara
de mulas que se acercaban al puente. Se alarmó el patrón. Salió a verlo.
Singu corrió a defenderlo.
—¿Es tuyo? ¿Desde cuándo?
—Desde la otra vida, señor —contestó apresuradamente el sirviente.
—¿Qué?
—Juntos, pues, habremos nacido, señor. Aquí nos hemos encontrado.
Ha venido solito. En el callejón se ha quedado, oliendo. Nos hemos
conocido. Don Adalberto no le va a hacer caso. De “endio” es, no es
de werak’ocha [antiguo Dios supremo de los Incas; nombra ahora a los individuos de la
clase señorial]. Tranquilo va a cuidar la hacienda.
—¿Contra quién? ¿Contra el criminal de mi hermano? ¿No sabes que
don Adalberto come sangre?
—Perro de mí es, pues, señor. Tranquilo va ladrar. No contra don
Adalberto.
Hijo Solo los escuchaba inquieto. Miraba al dueño de la hacienda, con
esa cristalina luz que tenía en los ojos, desde la tarde en que fue alimentado
y saciado por Singuncha, junto a la puerta falsa de la casa grande.
—Es simpático; chusco. Lo matarán sin duda —dijo don Ángel—. Se
desprecia a los perros. Se les mata fácil. No hay condena por eso. Que se
quede, pues, Singuncha. No te separes de él. Que ladre poco. Te cuidará
cuando riegues de noche la alfalfa. Enséñale que no ladre fuerte. Le beberá
la sangre, siempre, ese Caín. ¿Cómo se llama? Su ladrar ha traído recuerdos
a la quebrada.
—Hijo Solo, patrón.
Movió el rabo. Miró al dueño, con alegría. Sus ojos amarillos tenían la
placidez de la luz, no del crepúsculo sino del sol declinante que se posaba
sobre las cumbres ya sin ardor, dulcemente, mientras las calandrias
cantaban desde los grandes árboles de la huerta.
“Más fácil es ver aquí un perro muerto. Ya no tengo costumbre de verlos
vivos. Allá él. Quizá mi hermano los despache a los dos juntos. Volverán al
otro mundo, rápido”.
El dueño de la hacienda bajó al patio, hablando en voz baja.
No se dieron cuenta durante mucho tiempo. El perro exploró toda la
hacienda por la banda izquierda que pertenecía a don Ángel. No
escandalizaba. Jugaba en el campo con el pequeño sirviente. Se perdía en la
alfalfa floreada; corría a saltos, levantaba la cabeza, para mirar a su dueño.
Su cuerpo amarillo, lustroso ya, por el buen trato, resaltaba entre el verde
feliz de la alfalfa y las flores moradas. Singuncha reía.
—¡Hijos de Dios en medio de la maldición! —decía de ellos la cocinera.
El perro pretendía atrapar a los chihuillos que vivían en los bosques de
retama de los pequeños abismos. El chihuillo tiene vuelo lento y bajo; da la
impresión de que va a caer, que está cansado. El perro se lanzaba,
anhelante, tras de los chihuillos, cuando cruzaban los campos de alfalfa
buscando los árboles que orillaban las acequias. El Singuncha reía a
carcajadas. La misma absurda pretensión hacía saltar al perro, a la orilla del
río, cuando veía pasar a los patos, que eran raros en Lucas Huayk’o.
Singu era becerrero, ayudante de cocina, guía de las yuntas de aradores,
vigilante de los riegos, espantador de pájaros, mandadero. Todo lo hacía con
entusiasmo. Y desde que encontró a su perro Hijo Solo, fue aún más
diligente. Había trabajado siempre. Huérfano recogido, recibió órdenes
desde que pudo caminar.
Lo alimentaron bien, con suero, leche, desperdicios de la comida,
huesos, papas y cuajada. El patrón lo dejó al cuidado de las cocineras. Le
tuvieron lástima. Era sanguíneo, de ojos vivos. No era tonto. Entendía bien
las órdenes. No lloraba. Cuando lo enviaban al campo, le llenaban una bolsa
con mote [maíz cocido en agua] y queso. Regresaba cantando y silbando. Los
señores peleaban, procuraban quitarse peones. Los trataban bien por eso. El
otro, don Adalberto, tenía los molinos, los campos de cebada y trigo, las
aldeas de la hacienda, y las minas. Don Ángel, los alfalfares, la huerta, el
ganado, el trapiche.
Singu no tomaba parte aún en la guerra. La matanza de animales, los
incendios de los campos de trigo, las peleas, se producían de repente.
Corrían; el patrón daba órdenes; traían los caballos. Se armaban de látigos y
lanzas. El patrón se ponía un cinturón con dos fundas de pistolas. Partían al
galope. La quebrada pesaba, el aire parecía caliente. La cocinera lloraba. Los
árboles se mecían con el viento; se inclinaban mucho, como si estuvieran
condenados a derrumbarse; las sombras vibraban sobre el agua. Singuncha
bajaba hasta el puente. El tropel de los caballos, los insultos en quechua de
los jinetes, su huida por el camino angosto; todo le confirmaba que en
Lucas Huayk’o, de veras, el demonio salía a desplegar sus alas negras y a
batir el viento, desde las cumbres.
FIN